Transformar El Oro en Oro

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TRANSFORMAR EL ORO EN ORO

“Lentamente, con cuidado, con infinito respeto, un traductor desprenderá las capas
de cada palabra, significado, estructura, personaje, escena, voz y movimiento, los
pondrá a contraluz, los examinará paciente y amorosamente, y empezará una vez
más la magia transformadora del alquimista […] de convertir el oro en oro.” Gold
into Gold. A Translator’s Art, Thomas Rose-Masters.

Traducir un texto literario no es lo mismo que leerlo, ni siquiera es lo mismo que


estudiarlo. Como sabemos quienes nos dedicamos a esto, se trata de entender cada
palabra, cada giro, cada tono, cada metáfora, cada signo de puntuación, cada juego de
sonidos, para luego reproducirlos en otra lengua y otra cultura. Se trata de recrear el
camino de la escritura, desde el ordenamiento de las ideas y las sensaciones hasta su
expresión y comunicación; o sea, crear el texto que el autor habría escrito si su lengua
materna hubiese sido la nueva lengua a la que se vierte el texto, pero con su propia
cultura, su contexto y su intención.
El traductor literario intenta rastrear, comprender, recrear y vivir el camino que
traza el escritor dentro de su propio código, su propia lengua; es decir, transformarse en
el escritor para recorrer, junto con él, el camino de la creación, el camino de la escritura.
Cuando el escritor que se va a traducir conoce los secretos de su propia lengua –su
fuerza, su flexibilidad, su transparencia, así como sus posibilidades de construcción–, el
traductor se sumerge en una especie de rito mágico y, a la vez, en una lección
insuperable de lenguaje.
Idealmente, un texto traducido debería ser una reproducción lingüística que
cumpliera todas las funciones y todos los significados del texto original, la precisión del
estilo y la calidad del lenguaje, además de la intención de tono y la intención de público
a quien va dirigido. Si la traducción es buena, el nuevo texto se convertirá en un objeto
vital, un texto con vida propia, al igual que su modelo. Será la transmutación de oro en
oro.
Sin embargo, como bien sabemos, esto no es tan fácil, dado que cada lengua es
un sistema que en sus instancias de uso –o sea, sus textos escritos y orales– refleja una
cultura con una visión del mundo específica, tradiciones, connotaciones y matices, o sea
que es la manifestación de una serie de valores y una manera de pensar específica, una
manera de entender la realidad y nombrarla. Por lo tanto, ninguna lengua podrá ser
exactamente equivalente a otra. Y transmitir ese modo de pensamiento en una lengua
que refleja otra visión de la realidad es bastante complicado. Por eso, el oficio de
traductor, y sobre todo el de traductor literario, requiere un conocimiento profundo –
aunque sea implícito– de las lenguas con las que trabaja: la lengua original y, requisito
primordial, la lengua a la que se vierte el texto. Requiere también la suficiente
sensibilidad y cultura para distinguir las connotaciones, los tonos y las posibles
referencias ocultas a instancias populares, tradicionales, despectivas, eruditas y otras del
texto original, de modo que su público lector sea totalmente equivalente al público del
texto original.
*
Los problemas de traducción son muchos, y varían de acuerdo con la relación de
semejanza o diferencia que haya entre la lengua original y la lengua receptora. Las
dificultades surgen sobre todo –aunque no exclusivamente– entre lenguas de distintas
familias. Los casos más difíciles son las traducciones de textos escritos en lenguas
muertas, o sea pertenecientes a culturas desaparecidas, puesto que no hay un contexto
en el cual ubicar la creación del texto. ¿Cuánto podemos saber realmente de las
connotaciones, los chistes, los insultos, los tonos y matices de aquellas culturas
perdidas?
Pero en las lenguas vivas también hay muchísimos problemas. El inglés y el
español, por poner un ejemplo que conozco, son radicalmente distintos en el ritmo así
como en la manera de entender la realidad y nombrarla. La cantidad de nexos,
muletillas y rodeos que se utilizan en el español de México, es decir, el ritmo de nuestro
español, para producir una descripción o explicación en tono amable es infinitamente
más extenso y repetitivo que el uso del inglés para tratar el mismo asunto con el mismo
tono. Un discurso político mexicano es uno de los tipos de texto más difíciles de
traducir al inglés, porque tantas repeticiones y rodeos suenan no sólo incorrectos sino
ridículos en el uso de la lengua de nuestros vecinos del norte.
El caso de la traducción entre lenguas muy semejantes, como el español y el
portugués, italiano o francés, también presenta problemas, además del ritmo, que por lo
general tienen que ver con usos, tonos y connotaciones. Lo que en una lengua es
coloquial y cotidiano, en la otra resulta un cultismo solemne y de uso limitado. Un
ejemplo claro de ello es el uso del pretérito en francés: actualmente, el pretérito simple
suele ser literario y arcaico, mientras que la forma oral y coloquial acostumbrada es el
antepresente. En el español de México los dos tiempos verbales tienen significado
distinto, mientras que en el español de Argentina, el antepresente se usa casi como
cultismo, y en Madrid –tal vez por contagio del francés– sucede lo contrario.
En otras palabras, entre idiomas muy cercanos pueden darse problemas no sólo
en el ritmo sino también en el acento semántico. No siempre son fáciles de captar los
giros estilísticos que producen sensaciones específicas, y una traducción con gran
corrección gramatical no necesariamente las reproduce.
Por último, debo señalar las diferencias dentro de una misma lengua, un solo
idioma. Esas diferencias son geográficas, temporales, de clase social y de momento de
enunciación. Textos de Chiapas, de la Ciudad de México, de Chihuahua o Veracruz –en
nuestro país– tendrán diferencias; textos de distintos barrios de una misma ciudad
también.
Pero aquí, en México, tenemos también la fortuna de disponer de textos
argentinos, españoles, cubanos; y entonces sí que nos tenemos que rascar la cabeza con
más frecuencia cuando nos encontramos con un "pichi" en España, una "guagua" de
Cuba y otra de Bolivia, una "pollera" de Argentina, alguien que se “afana una birome” y
gente que está “follando en el retrete” o dedicadas a otras actividades igualmente
productivas... Y eso si hablamos de vocabulario, porque si pasamos a las expresiones,
nos metemos en honduras mucho más hondas. Al leer estas versiones de la literatura
internacional, al fin de cuentas, todos nos volvemos traductores.
*
La lengua está constituida por elementos de distintos niveles: el fónico, el
sintáctico, el léxico, el semántico y el ideológico, además del nivel gráfico en textos
escritos o impresos. Dentro del nivel ideológico estarían incluidas todas las
connotaciones que tienen que ver con referentes contextuales: los tonos y las referencias
–explícitas o implícitas– a instancias populares o tradicionales o a la erudición de la
cultura específica del autor. Todos estos niveles se manifiestan simultáneamente en
cualquier texto. Pero en los textos literarios, el uso de la lengua se vuelve más preciso y
más conciso, cada detalle lingüístico está cuidado y pensado y se utilizan los recursos
retóricos de los que dispone la lengua para lograr con mayor eficacia esa precisión y esa
concisión.
La literatura –sobre todo, la poesía – es el tipo de discurso más difícil de traducir
debido a la calidad sintética de su uso de la lengua. En el poema, todos los elementos
de todos los niveles de la lengua tienen un peso semántico e interactúan con mayor
intensidad que en otros tipos de texto. El poeta, al crear su poema y escribir sus
imágenes, elige –consciente o subconscientemente– entre todos los recursos disponibles
del manejo de su propia lengua para crear imágenes y sensaciones que transmitan lo que
quiere decir de la manera más precisa y eficaz. De tal modo, un poeta puede privilegiar
el metro junto con algún paralelismo sintáctico, o bien una imagen contradictoria como
el oxímoron junto con ciertas aliteraciones, utilizar la rima que suele ser fundamental,
en fin, cualquier combinación de recursos que logre transmitir en pocas palabras y
pocos versos todo el conjunto de lo que quiere decir en su poema. Igualmente
importantes son los cortes entre versos y entre estrofas, la puntuación o su carencia, la
imagen visual del texto sobre la página, las reiteraciones o no de palabras, ya sea como
simple repetición, como sinónimos o antónimos o como anáforas, el orden de las
palabras que establecen los contactos más inmediatos o sus distancias. En breve, el
poema está construido con paralelismos en todos los niveles de la lengua que, debido a
las relaciones que establecen entre los distintos elementos lingüísticos y retóricos,
producen redes de relaciones también de significado. De ahí el carácter sintético de la
poesía y de ahí su dificultad en la traducción.
El traductor debe distinguir cuáles son los recursos elegidos y privilegiados por el
autor en cada texto individual, dado que todos los elementos de un poema –insisto: en
todos los niveles– tienen una función de significado, esencial para captar el texto. El
lector percibe todos esos significados simultáneos desde la primera lectura, y esa
percepción, aunque sea subconsciente, influye en su comprensión. Como dice el poeta
francés René Daumal: “Escucha bien.  No mis palabras, sino el tumulto que se eleva en
tu cuerpo cuando escuchas. Son rumores de combate, ronquidos del dormido, gritos de
animales, el ruido de todo un universo.”
Para aclarar estas afirmaciones voy a señalar algunos ejemplos de cómo el
traductor debe distinguir y tomar en cuenta los recursos utilizados por el escritor.
Mencionaré problemas, aunque no siempre tengo las soluciones.
Ante todo, un ejemplo léxico, que tiene que ver con la comprensión real de una
lengua: el poema tal vez más conocido de Jaime Sabines se intitula “Los amorosos”.
Para casi cualquier lector cuya lengua materna sea el español (con la excepción de
argentinos y uruguayos), esta palabra es notablemente poco usual, y su significado
estaría en algún lugar entre enamorados, amantes, cariñosos y dedicados al amor. Para
la traducción de este poema al francés, surge de inmediato la palabra “amoureux”, falso
cognado del título de Sabines, y que significa “enamorados”.
Otro ejemplo es un poema de Dylan Thomas dedicado a su padre; el poema trata
de la proximidad de la muerte y cómo hay que enfrentarla. Los últimos dos versos, que
funcionan como estribillo y estructuran todo el poema dicen: "Do not go gentle into that
good night./ Rage, rage against the dying of the light" [más o menos: “No entres
suavemente a esa buena noche/ rabia, rabia contra el morir de la luz”]. El problema
fundamental de la traducción de este poema –aunque hay varios– radica en las rimas,
que en este caso transmiten tal vez la información más importante del texto. Todas las
rimas se dan sobre la base de night y day (noche y día). Las rimas con day para este
poema no resultan difíciles de encontrar: día, partía, bahía, travesía, alegría, rogaría.
Sin embargo, el estribillo plantea la rima –esencial para el poema– de night y light
(noche y luz; penumbra y alumbra sería una posibilidad), que en el resto del texto se
multiplica con: right (bien, correcto), bright (brillante), flight (vuelo), sight (vista),
height (altura). Esta serie de rimas establece la ideología principal del poema, dado que
equipara –por el sonido– la noche (que aquí significa la muerte) con varios valores que
suelen considerarse como vitales. Si no existen en el texto traducido estas rimas, es
decir, el establecimiento de la relación significativa entre las palabras rimadas, se pierde
el sentido principal respecto de la muerte en el poema.
El mismo tipo de recurso se encuentra en la poesía barroca. Por ejemplo, en uno
de los sonetos de sor Juana, “Rosa divina, que en gentil cultura…”, las rimas establecen
el doble sistema de los valores que atañen a la rosa y que llevarán a la conclusión del
poema. Los términos que riman con cultura (hermosura, arquitectura, sepultura) y los
términos que riman con naturaleza (sutileza, belleza, gentileza) en los cuartetos de este
poema son antitéticos (dado que oponen lo natural a lo hecho por el hombre, dos
características compartidas por la rosa). Y estas oposiciones llevan a entender la
contradicción entre vida y muerte en la rosa, por cierto, calificada al principio como
“divina”, que “con docta muerte y necia vida,/ viviendo engañas y muriendo enseñas”.
Otro ejemplo de un recurso fundamental para entender un poema y traducirlo,
además de sus imágenes, es “La canción del bongó” de Nicolás Guillén. Este poema,
escrito en versos octosílabos terminados alternadamente en palabra aguda en O,
representa la voz de ese instrumento musical. Esto solo basta para recrear el ritmo y el
sonido del bongó, esencial para el poema, dado que allí se habla de los dos orígenes,
africano y español, de los cubanos, precisamente a través de un instrumento que está
constituido por dos pequeños tambores y que todos –negros, mulatos y blancos– tocan o
disfrutan. Dado que quien habla es el bongó, su voz (en cualquier lengua) deberá
reproducir su sonido y su ritmo característico.
Cabe mencionar también algunos recursos de la poesía de César Vallejo,
esenciales para comprender el sentido de algunos de sus textos. Por una parte, están los
tiempos verbales; por ejemplo, en el poema “Ágape” (de Los heraldos negros) dice:
“Perdóname, Señor, qué poco he muerto” y más adelante “Hoy no ha venido nadie;/ y
hoy he muerto qué poco en esta tarde”. El antepresente de “he muerto” representa el
aspecto imperfectivo del verbo (o sea, una acción continua), lo cual marca un contraste
con el aspecto perfectivo (o sea, de acción cumplida) del verbo morir. Por su parte, en
el poema VI de Trilce, sería indispensable reproducir el juego de tiempos verbales: “El
traje que vestí mañana/ no lo ha lavado mi lavandera:/ lo lavaba en sus venas otilinas,/
en el chorro de su corazón, y hoy no he/ de preguntarme si yo dejaba/ el traje turbio de
injusticia”; si este juego de tiempos no se logra en la traducción, no quedará clara la
posible resolución del caos, representado por la mezcla de tiempos: “cómo no va a
poder/ azular y planchar todos los caos”.
En otro aspecto, también poniendo un ejemplo de Vallejo, es bastante frecuente
su referencia a dichos y refranes populares con ciertas variantes mínimas. Dice también
en el poema “Ágape”: “Porque en todas las tardes de esta vida,/ yo no sé con qué
puertas dan a un rostro,/ y algo ajeno se toma el alma mía”, para lo cual es necesario
conocer la expresión de “dar con la puerta en las narices”.
Otro caso que llama la atención es el de las novelas de Frederick Rolfe (quien
también se firmaba Baroncorvo), excelente escritor inglés de fines del siglo XIX y
principios del XX. Rolfe se enamoró de Italia y del italiano, y escribía en un inglés
maravilloso. Sin embargo, en su novela ubicada en Venecia, The Desire and Pursuit of
the Whole, el lector siente que está leyendo un texto escrito en italiano. Esto se debe al
uso de algunas formas sintácticas de esta lengua –sin perder la absoluta maestría y
corrección del inglés– y, sobre todo, al uso de la puntuación del italiano para recrear un
ambiente, un tono y un ritmo distintos de la prosa en lengua inglesa así como una
realidad también distinta.
Otro ejemplo importante es la obra de Juan Rulfo. Uno de los elementos
fundamentales de la prosa de Rulfo es el sonido: en lo que a esto se refiere, en sus
cuentos y en la novela, utiliza con abundancia notable la aliteración, la paronomasia y la
similicadencia. Se han escrito ensayos y artículos acerca de la dificultad de traducir a
Rulfo, pero la mayoría se detiene en los nahuatlismos –que son comunes en el español
mexicano–, en expresiones y modismos, y en palabras que no existen en el diccionario
(como “ruidazal” por hablar de un río muy enlodado, un lodazal, que hace mucho
ruido). Sin embargo, nadie, en las traducciones que conozco, se ha detenido en
reproducir los recursos sonoros. Cito unos ejemplos del cuento “Es que somos muy
pobres”: además de las múltiples instancias de paronomasia combinadas con la
aliteración, como “la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar” o “arrimados
debajo del tejabán”, cada vez que se habla del río desbordado que causa tantos
perjuicios aparece una aliteración de R: “el estruendo que traía el río al arrastrarse me
hizo despertar...”, “al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella
agua negra y dura como tierra corrediza”, “Por el río rodaban muchos troncos de árboles
con todo y raíces”, “Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera
metido dentro de ella”. A lo largo de la novela Pedro Páramo, que originalmente se iba
a intitular “Susurros”, el silencio se representa con abundantes aliteraciones de S.
Otro ejemplo extremo de la importancia del ritmo y el sonido en la obra literaria
podrían ser las novelas Ulises y Finnegan’s Wake de James Joyce. Para la traducción
de esos textos tan difíciles, además de la recreación semántica, además de reconocer las
referencias a la mitología clásica y las expresiones irlandesas, es fundamental
reproducir las abundantes aliteraciones, los neologismos y los juegos de palabras.
Un ejemplo notable de juegos de palabras está en el conocido poema de Xavier
Villaurrutia llamado “Nocturno en que nada se oye” (de Nostalgia de la muerte), donde
aparecen los memorables versos: “Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro/
cae mi voz/ y mi voz que madura/ y mi voz quemadura/ y mi bosque madura/ y mi voz
quema dura/ como el hielo de vidrio/ como el grito de hielo/ aquí en el caracol de la
oreja”. El traductor estadunidense Eliot Weinberger hizo lo siguiente con los cuatro
versos sonoramente repetidos: “and my voice incinerates/ and my voice in sin narrates/
and my voice in sin elates/ and my poison scintillates” que, a su vez, en una
retraducción literal de David Huerta, dice: “y mi voz incinera/ y mi voz narra
pecaminosa/ y mi voz se regocija en el pecado/ y mi veneno cintila”. Aunque yo no
estaría de acuerdo con la aparición repentina del veneno, es mucho más importante,
desde luego, reproducir el fenómeno reiterativo de la voz que cae, que el significado
exacto de las palabras que la componen.
En el caso del estadunidense Paul Bowles, novelista, poeta y etnomusicólogo, su
poesía se relaciona directamente con su visión de la música. Él mismo explica en sus
memorias que “el elemento básico de mi concepción musical era la armonía más que la
melodía” y esto puede observarse claramente en sus poemas. Bowles se regodea con
aliteraciones, anagramas, encabalgamientos y disemias, o sea que prefiere los acordes
simultáneos, mucho más que arpegios desglosados. Por ejemplo, los poemas que
conforman las “Tres danzas” se construyen cada uno sobre disemias: spring que
significa ‘primavera’ y ‘manantial’, entre otras, plum que significa ‘ciruela’ y ‘plomada’
y rush que significa ‘prisa’ y ‘torrente de agua’. En otros poemas utiliza juegos
sonoros, como palsy (parálisis) con pansy (la flor llamada pensamiento), o una frase
como long along (donde se juega con la disemia de long: largo y añorar).
Por su parte, el francés René Daumal que elaboró una teoría de cómo se crea un
poema, primero con el aliento y luego con la palabra, utiliza homónimos como, por
ejemplo, non (no) y nom (nombre) para explicar su idea fundamental de que “el sujeto
puro sólo se concibe como límite de una negación perpetua” ; también usa homónimos
como mer (mar) y mère (madre), u otros juegos sonoros como la parole parle / le
souffle souffle, o bien ici, ceci / la, cela.
Los ejemplos de problemas en la traducción literaria son innumerables: cada texto
tiene los suyos.
En breve, volviendo a la eterna polémica entre “respetar” y “recrear” un texto al
traducirlo, en mi opinión hay que procurar hacer ambas cosas: recrear el texto literario
con el mayor respeto y la mayor fidelidad posibles en la otra lengua. Pero esa fidelidad
se refiere a las intenciones de sentido y significado del autor al escribir. En una buena
obra literaria, sobre todo en la poesía, los recursos nunca son adornos embellecedores;
más bien son un vehículo importante para transmitir, complementar o contrastar
significados, que interactúan con el tema tratado y con los tropos. Cada vez que un
poeta utiliza señaladamente un recurso retórico en un texto, lo hace para llamar la
atención del lector que, consciente o subconscientemente, percibirá la relación
semántica entre los términos subrayados por el recurso. Por ello, en cada texto es
indispensable distinguir los recursos utilizados, distinguir cuáles son los que conllevan
más carga semántica y volver a crear principalmente esas relaciones significativas. La
traducción sólo de las metáforas u otras imágenes no siempre será suficiente para
recrear y respetar un poema.
***
Pasemos ahora a otro tema que es la experiencia del traductor con los editores.
El arte de la traducción, a pesar de su larga historia y sus infinitos retos, en
nuestras épocas se reconoce como no mucho más que un oficio técnico y sin chiste,
sobre todo por los editores. La verdad es que la relación entre el traductor y su contexto
no es fácil ni dulce. Hay una costumbre, ya antigua y cada vez más acentuada, de falta
de respeto al trabajo del traductor.
Parecería que los editores, por lo general, no tienen mucha idea de lo que
significa el trabajo de traducir. Es cierto que el proceso de hacer un libro, de
transformar un texto en un objeto adquirible por un gran número de personas, y que sea
agradable e importante de tener y de leer, es un proceso largo y complicado. Es cierto
también que el traductor es sólo un eslabón de esa larga cadena. Sin embargo, es un
eslabón fundamental porque, en el caso de un texto traducido, el traductor se convierte
en el nuevo autor. Por ello, la relación entre el traductor y el editor debería ser igual o
muy semejante a la que existe entre autor y editor. Tampoco quiero decir que esta
última sea muy maravillosa, pero esa es otra historia.
El primer punto al respecto tiene que ver con la selección de textos por traducir.
Un traductor puede sugerir textos interesantes a los editores de libros y revistas para que
sean traducidos. Pero, por lo general, se atiene a la selección realizada por ellos, la cual,
a su vez, depende de muchos factores, no siempre cualitativos, y cada vez más
comerciales. Tal vez por eso uno elige, hasta donde le es posible, a su editor: uno que
sea inteligente, sensible y culto, que tenga buenos criterios y buen gusto, además de
buen ojo para su negocio, como hubo varios antes de la concentración de los grandes
conglomerados editoriales.
Por otra parte, también es cierto que, por las mismas razones comerciales de estos
consorcios, cada vez más imponentes e impositivas, algunos editores ahora prefieren
comprar traducciones –sobre todo españolas– para que circulen en México. Esas
traducciones, buenas o malas, ya han sido pagadas y parece que sale más redituable
pagar los derechos de éstas que pagar una traducción mexicana.
Volviendo a la realidad, puede suceder más o menos lo siguiente: el editor busca
al traductor porque necesita una traducción con urgencia, cuando no con mucha
urgencia. Esto es independiente de la extensión del texto por traducirse y también
independiente del tipo de texto y su complejidad, asuntos que no suelen ser
considerados por los editores.
Una vez entregada la traducción, hay que tomar en cuenta a unos personajes
misteriosos que también ocupan un sitio en la larga cadena de la creación del libro en
una editorial: son los llamados "correctores", también conocidos como “correctores de
estilo”. En teoría, se supone que los "correctores" deberían dedicarse a las erratas y
algún posible error y a marcar el texto de acuerdo con las normas y estilo tipográfico de
la editorial o la colección en que aparecerá el libro o artículo. Esa es la teoría. Sin
embargo, en la práctica, las cosas se dan de otra manera. He conocido a muy pocos
correctores personalmente, pero sí he tenido una relación indirecta con ellos, de la que
uno se entera a posteriori. Por ejemplo, en alguna ocasión, un corrector tuvo la
amabilidad de corregirle la plana a un autor como Roman Jakobson, gran lingüista y
semiótico: aquel corrector decidió que los términos que utilizaba Jakobson eran
demasiado complicados y se los cambió por unos que le parecieron más convenientes.
Hubo que retirar el libro de aquella editorial, pero gracias al cielo esas cosas no suceden
con mucha frecuencia.
Lo que sí sucede es que los misteriosos correctores o el mismo editor le cambien
el texto al traductor, desde luego sin consulta previa. Me ha sucedido dos veces que me
cambiaran el título de libros traducidos: en una ocasión el título quedó impreso con un
galicismo absolutamente innecesario, además de feo, mientras que en la otra, en que el
título era un juego de palabras, se perdió el juego al tratar de "componerlo". Yo no digo
que el traductor realice invariablemente un trabajo perfecto. Todos somos humanos y,
por lo tanto, todos podemos equivocarnos. Pero, ¿no sería de mínimo respeto consultar
al traductor, que en realidad es el autor del texto en español, al hacer una supuesta
“corrección de estilo”?
Hace poco me sucedieron dos casos en que los editores, que eran literatos,
también me corrigieron unas traducciones sin consultarme. Los resultados fueron
bastante negativos, con errores sintácticos, desaparición de juegos de palabras, y la falta
de comprensión de expresiones coloquiales lexicalizadas, errores que aparecen con mi
firma, desde luego. En estos casos, los editores consideraron que era su “derecho”
modificar mis traducciones sin avisarme ni consultarme previamente: una falta de
respeto, que probablemente ellos no habrían tolerado en sus propias obras.
Existe algo llamado "Recomendación sobre la protección jurídica de los
traductores y de las traducciones y sobre los medios prácticos de mejorar la situación de
los traductores", aprobada por la UNESCO en 1976 y firmada, entre otros, por México.
Allí se estipula que "a reserva de las prerrogativas del autor de la obra preexistente, en
el texto de una traducción destinada a la publicación no se introducirá modificación
alguna sin acuerdo previo del traductor". Creo que los editores ya olvidaron este texto o
tal vez no lo conocen.
Otro asunto que vale la pena mencionar es el plagio de traducciones (o “error
metodológico”, como dice nuestro presidente), que tiene que ver con algún supuesto
“traductor” y también, claro, con el editor. Les contaré sólo dos casos bastante graves,
entre varios que me han tocado personalmente. El primero lo descubrí en una ocasión
en que fui jurado de un concurso para unas becas de traducción. Entre los muchos
concursantes, que debían presentar un proyecto así como muestras de sus trabajos
anteriores, me encontré con uno que había traducido y publicado exactamente el mismo
libro de un poeta quebequense que yo había traducido y publicado unos cinco o seis
años antes. Me dio curiosidad y busqué mi versión y la del concursante para
compararlas. El resultado fue que eran demasiado idénticas. ¿Y qué quiere decir este
aparente absurdo de “demasiado idénticas”? Pues que mi libro había sido escaneado y
el nuevo libro no sólo tenía los errores del escáner, sino también un error de traducción
de mi propia responsabilidad, que se me fue sin querer. El asunto se resolvió con un
juicio contra el editor y el supuesto traductor, ese concursante no ganó la beca y su
plagio fue destruido en todos sus ejemplares ante notario.
El otro caso es más complicado. Resulta que una editorial iba a publicar una gran
antología poética con 330 poemas traducidos por dos personas, y su directora me pidió
“revisar” las traducciones, desde luego de manera urgentísima. Siempre es bueno
revisar las traducciones de otros, porque a todos se nos puede escapar algún error. Y
acepté. Me encontré con que uno de los traductores había traducido bastante bien, pero
el otro tenía muchísimas faltas de comprensión del original, de modo que se había
perdido el sentido y hasta el tema principal (como decir que un paragüero era una tienda
de paraguas o que un bebé nacido muerto había sido un aborto, y muchísimos más).
Tuve que volver a traducir muchos poemas. Por no herir susceptibilidades, me reuní
con los traductores varias veces en mi casa para explicar mis correcciones, los
significados y los malentendidos. La editora me daba largas para entregarme el
prometido contrato y no me pagaba, a pesar de mi insistencia. Le pedí a los traductores
que no entregaran la versión corregida mientras no me pagara la editorial, pero ellos sí
entregaron y nunca me dieron ningún crédito por mi enorme trabajo; la editorial nunca
me pagó. Y espero que el traductor que no entendía muchas cosas ahora traduzca
mejor, porque es funcionario dentro de estas diligencias.
Otro asunto de suma importancia es el tema de los créditos. Después de muchos
años, he aprendido a exigir que se mencione mi nombre como la traductora de los textos
publicados, porque no es automático, como uno pensaría. La recomendación de la
UNESCO que he mencionado también solicita: "garantizar al traductor y a su
traducción una publicidad proporcional a la dada generalmente al autor; en particular, el
nombre del traductor debería figurar en lugar destacado en todos los ejemplares
publicados de la traducción, (...) y en cualquier material de promoción". Esto ha
mejorado un poco, pero no lo suficiente.
*
Hablemos ahora del reconocimiento financiero al trabajo del traductor. En realidad,
corresponde muy bien a lo que antes he dicho acerca del reconocimiento moral de este
trabajo. Escasos ambos.
El trabajo de traductor suele ser un trabajo a destajo, o sea que se paga por
producción, por cuartilla traducida, calculada por golpes de teclas o por palabras, al
gusto del editor. Además, el traductor no goza de ninguna prestación. Al traductor, o
sea al autor del texto en la nueva lengua, una especie de coautor del libro, se le paga una
cantidad única por cuartilla. Si el libro se reedita una o muchas veces, si el texto se
adapta para radio, televisión, teatro, etc., ya hace mucho que el traductor ha quedado
fuera del juego. Su trabajo fue uno y, apenas lo entrega, queda separado de lo que
después ocurra con ese texto.
Un economista traductor hizo una vez un cálculo minucioso de la posición
financiera del traductor en comparación con otros trabajadores de nuestra sociedad.
Calculó el tiempo que se necesita para traducir cada cuartilla de un libro, o sea, el
tiempo de traducción, la investigación correspondiente, la mecanografía y la corrección,
uniformidad y revisión final del texto. El resultado era muy inferior a la remuneración
de profesores universitarios, empleados bancarios, secretarias bilingües y varios oficios
como los de mecánico, plomero, carpintero, electricista, entre otros. El problema de
esta remuneración tan baja es que provoca que cualquiera se autonombre traductor,
acepte el pago propuesto, y trabaje de acuerdo con su capacidad, que es equivalente a
ese pago.
Si bien la remuneración por cuartilla traducida es en general lamentable, la idea
de asignar distintas tarifas según el idioma es bastante absurda. Se dice que, por
ejemplo, el inglés y el francés valen menos porque hay más gente en este país que puede
traducir de esos idiomas, mientras que hay menos del italiano y del portugués, aún
menos del alemán, y muy pocos de las lenguas eslavas, el árabe, las lenguas orientales,
etc. De manera que no se juzga la calidad de la traducción ni tampoco la complejidad
del texto, sino más bien las dificultades que puede tener el editor para encontrar, en un
momento dado, a un traductor de la lengua que necesita. Yo, por ejemplo –que
traduzco de varios idiomas, tengo un solo ritmo de trabajo y una sola calidad para
traducir y escribir en español–, recibo distintas tarifas según la lengua del texto que el
editor ha seleccionado para publicar. Es realmente absurdo, porque el trabajo de
traducción es el mismo.
Por otra parte, aun sabiendo que el traductor es el autor del libro que se publica y
que conforma el acervo y el negocio de las editoriales, éstas así como las autoridades
fiscales de nuestro país han excluido a los traductores de las condiciones que protegen a
los escritores, como los derechos de autor y todo lo que implican.
Al respecto, la citada recomendación de la UNESCO dice: "Los Estados
Miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la
protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las
convenciones internacionales sobre derecho de autor de las que son partes o de su
legislación nacional o de unas y otras disposiciones, y esto sin perjuicio de los derechos
de los autores de las obras preexistentes". Otra formalidad de papel.
Por último, cabe mencionar la explicación de los editores respecto de la escasa
remuneración del trabajo de traducción: dicen que elevar las tarifas encarece el precio
del libro para el público. La verdad es que yo no sé si todos los participantes en la
cadena de producción de un libro estén haciendo el mismo sacrificio forzoso que los
traductores. A los autores tampoco les va muy bien en este asunto. Pero no sé cómo les
vaya a los vendedores de papel, a los tipógrafos, a los encuadernadores, a los jefes de
las editoriales y a su personal administrativo. ¿Será tan numeroso el altruismo?
Es cierto que los traductores hacemos algo que nos gusta y nos interesa, pero
también es cierto que nos gustaría poder disponer del respeto a nuestro trabajo y una
remuneración justa.
***
Para concluir todas estas reflexiones, quiero decir lo siguiente. Estoy perfectamente
consciente de que he asentado y sugerido aquí varias y múltiples quejas en relación con
la falta de respeto, reconocimiento y remuneración al oficio del traductor; he señalado
que si uno se dedica a la traducción tiene que estar muy alerta, y no sólo al lenguaje.
No obstante todo esto, yo no he cambiado de profesión ni está dentro de mis planes más
próximos hacerlo. La traducción es un oficio interesante, creativo y mágico, además de
la utilidad que puede representar para otros. Son las condiciones de trabajo las que
están mal, no el trabajo en sí.
La traducción es una manera de abrir las puertas a otras culturas, otros valores,
otros modos de pensamiento, o sea de ampliar la comunicación entre los seres humanos,
y parece que cada día nos hace más falta en este Babel en que vivimos. Además, la
traducción es escritura, es realmente creación; es adentrarse en los infinitos misterios de
las lenguas. Es transformar el oro en oro, como el alquimista más versado.

Mónica Mansour
septiembre 2016

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