Bestiarius Douglas Jackson
Bestiarius Douglas Jackson
Bestiarius Douglas Jackson
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Douglas Jackson
Bestiarius
ePub r1.0
sleepwithghosts 08.12.13
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Título original: Caligula
Douglas Jackson, 2008
Traducción: Enrique Murillo
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Para Alison, Kara, Nikki y Gregor…
que siempre creyeron en mí
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Prólogo
Frontera, del Rin, 18 d. C.
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pero no sentía ningún miedo. Avanzó por un sendero borroso que los ciervos habían
dejado entre los matorrales; si lo seguía acabaría llegando a la orilla de un riachuelo.
Una vez allí, sabía qué camino tenía que tomar.
Un mirlo graznó asustado desde una planta espinosa al costado del sendero,
sobresaltando al niño, que se rió de su propio temor. Dejó en el suelo el montón de
ramas e inspeccionó cuidadosamente el arbusto, tratando de no pincharse con
ninguna de las largas y duras espinas. Y al final lo halló, casi en el suelo. Era una
compleja estructura de hierba y musgo. Se agachó y reptó por tierra hasta alcanzarlo.
Cabía la posibilidad de que en su interior hubiese unos cuantos huevos de color azul
pálido con montas pardas.
Una vez en la posición adecuada logró ver el interior del nido, y experimentó una
gran emoción al comprobar que los huevos acababan de abrirse. Apretados en el
centro del nido había cuatro polluelos de mirlo recién nacidos. Con extremo cuidado,
tendió el brazo y cogió a una de aquellas criaturas temblorosas y menudas, y la
sostuvo en la palma de la mano. Primero la estudió con sumo cuidado. Pequeña,
desnuda, vulnerable. Un pedazo de carne rosada, con el cuello alargado, y tan ligera
que su mano apenas notaba el peso. Tenía la cabeza del mismo tamaño que el cuerpo,
y las alas eran un par de pliegues de piel que apenas tenían la forma adecuada, y en la
que se notaban unos bultitos de los que luego saldrían las plumas. El pico era casi
invisible, de un amarillo muy pálido aún, y los ojos no eran más que unos círculos
oscuros bajo una piel translúcida. Le bastó sentir aquel calor, aquel desamparo,
aquella forma viva en su mano, tan tenue que notaba el corazón palpitar bajo la
delgadísima piel sonrosada, para experimentar un estremecimiento de placer que lo
recorrió de pies a cabeza.
Pero al mismo tiempo se apoderó de él otro sentimiento, una tensión que subyacía
a la otra y que apenas llegaba a percibir y que, sin embargo, le dejó casi sin aliento.
¿Se atrevería? Con la mano libre partió desde la base, dando un golpe seco, una de las
espinas del arbusto. Aquella sensación de haberse quedado sin aliento le fue
abandonando, y al propio tiempo fue como si él estuviese haciéndose mucho más
grande y el pajarillo mucho más pequeño. Vaciló, inseguro aún, esperando una señal.
El pajarito abrió el pico.
El chico sonrió y, con toda la intención, clavó la espina, afilada como una aguja, a
través de la piel hasta meter la punta en el centro del globo ocular del desamparado
polluelo. El animal trató de escabullirse de entre sus dedos, pero él lo sujetó con
fuerza. La boquita se abrió y cerró, en una expresión muda de dolor. El chico buscó
otra espina en el arbusto.
Era muy interesante. Cada uno de los polluelos reaccionaba de una manera
ligeramente distinta cuando le clavaban la espina. Uno de ellos retrocedió y trató de
escapar. Otro se encogió y, sencillamente, aceptó el tormento. Conforme iba
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completando los sucesivos experimentos, soltaba los polluelos agonizantes en la
hojarasca del suelo, cada uno con una espina clavada en su ojo ciego.
—¡Caaayo!
Era la voz de su madre, y el chico comprendió que ya era muy tarde.
Dejó caer al último de los polluelos junto a sus demás hermanos, se incorporó y
descargó con todas sus fuerzas la planta de su coliga, su sandalia claveteada, sobre
los pequeños y rosados cuerpos, y estuvo un rato retorciendo el pie a un lado y a otro
hasta que aquellos polluelos de mirlo perfectamente formados quedaron convertidos
en una masa rojiza en medio del barro.
—¡Ya voy! —gritó.
Estaba tan excitado que casi se dejó las ramas, pero al final las recogió del suelo y
se puso a correr hacia la voz que le llamaba. Faltaba poco para que fuese la hora de
cenar.
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Roma, 36 d. C.
***
Cornelio Aurio Fronto tenía una risa capaz de doblar los árboles de un bosque
entero y de romper las tejas de toda una casa, y en este momento estaba riendo.
—Vaya, así que el chico del panadero ha conseguido tomar una decisión. Y,
naturalmente, ha decidido aspirar a la grandeza que le espera al lado de Fronto, en
lugar de seguir buscando gorgojos en los panes de ese tendero de culo gordo. ¿Acaso
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podía ser de otro modo?
Esta última frase estaba dirigida, acompañada de un ademán teatral, hacia el
grupo de media docena de esclavos y hombres libres que salieron a darle la
bienvenida a Rufo en cuanto oyeron los gritos de Fronto. Surgieron, mostrando tedio
los unos, los otros interés, a la puerta del recinto vallado donde permanecían los
animales con los que Fronto se ganaba la vida. Rufo se preguntó qué hubiera pensado
el tratante de haber sabido que su destino lo había decidido el vuelo de una mariposa
de color azul.
Mientras el grupo se reunía para recibirle, Rufo hizo memoria y recordó el
contraste entre la bienvenida que estaba dándole Fronto y la anterior ocasión en la
que había cambiado de amo. Cuando llegó en el barco procedente de Cartago, la
algarabía que reinaba en el inmenso mercado de esclavos del puerto de Ostia fue una
experiencia que no iba a olvidar en toda su vida. No era entonces más que un niño
pequeño y aterrorizado que se sentía completamente solo en medio de una inmensa
multitud, tanta gente que jamás había siquiera soñado que hubiese tanta en el mundo
entero. Recordó que buscó un lugar donde esconderse en medio de aquel oleaje de
personas, pero que no lo encontró. Al final fue a sentarse en el suelo, junto a un muro,
y lloró hasta que ya no le salían más lágrimas. Fue un alivio que al día siguiente le
eligiese Cerialis.
Devolvió las miradas que le dirigía el grupito, tratando de averiguar si alguno
sonreía abiertamente y si otro lo consideraba ya un enemigo en potencia. Había mitad
y mitad.
—¿Os he contado cómo me salvó la vida este chico? —preguntó Fronto, y unas
cuantas sonrisas muy anchas le dijeron a Rufo que sí, que ya se lo había contado
varias veces a todos ellos, pero también sabían que iban a tener que escuchar el relato
una vez más.
—Era un oso grande, aunque no de los mejores que tengo. A los mejores los
guardo para el circo. En realidad, este que os digo era un oso viejo y sarnoso y
piojoso. Pero le quedaban unas buenas garras. Unas enormes garras muy afiladas
capaces de arrancarle a cualquier hombre el cuero cabelludo. De un zarpazo. ¿Es así,
joven Rufo?
Lo que Rufo recordaba era, más bien, que las garras del oso estaban recortadas,
pero le pareció que se consideraría una insolencia que contradijera las afirmaciones
de su nuevo amo. De manera que hizo un gesto de asentimiento. Por otro lado, la
dentadura amarillenta de aquella fiera resultaba por sí sola aterradora.
Rufo había ido acompañando a Lucrecia, la cocinera, al mercado de frutas, y
estaban subiendo por una de las estrechas callejas de Sacer Clivus, la Vía Sacra,
cuando ocurrió el incidente. La calle estaba repleta de campesinos que reían y
conversaban animadamente, y al instante siguiente un único grito dejó la calzada
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vacía. El oso se había levantado sobre sus patas traseras, y de la gruesa anilla de
metal que rodeaba su cuello pendía un pedazo de cadena rota. En su pelaje pardo
destacaban algunas manchas rojas de sangre seca.
—Ay, y allí quedó aquella pobre criatura —dijo Fronto casi en sollozos—,
abandonada por su nodriza, sola e indefensa frente al monstruo feroz que babeaba a
punto de lanzarse sobre ella. Pobrecita… —De repente le falló la memoria.
—Tulia —dijeron a coro las voces de su público.
En efecto, la pobrecita Tulia, rubia y pequeña, había quedado sola y al alcance de
aquel oso enorme e iracundo.
—¡Una muerte segura! —aulló el tratante de ganado—. Eso era lo que le
aguardaba a la criatura, hasta que apareció este valiente muchacho —añadió al
tiempo que extendía un brazo poderoso, grueso como una rama, en dirección a Rufo.
El primer impulso del chico fue coger a Lucrecia de la mano y salir corriendo
para refugiarse del oso. Pero no fue eso lo que hizo, sino correr hacia donde se
encontraba la fiera.
—¿A que no sabéis lo que hizo el chico? ¡Se puso a bailar! —Fronto se partía de
risa al contarlo, su panza enorme se estremecía de las carcajadas—. ¡Se puso a bailar
con el oso!
En aquel momento, a Rufo no se le ocurrió qué otra cosa podía hacer. No podía
pelear con el oso, pues era dos veces más grande que él y tenía muchísima más
fuerza. Pero si se quedaba quieto, el oso lo mataría.
—¿Podrías decirme, muchacho, cómo se te ocurrió? —preguntó Fronto—. ¿Por
qué te pusiste a bailar con mi oso?
Fue un momento aterrador, y Rufo recordó muy bien el instante en el que se
encontró a merced de la fiera, pero su respuesta fue encogerse de hombros, como si
bailar con osos fuese lo más normal del mundo.
—Cuando era pequeño —comenzó a explicar— un circo ambulante pasó por mi
aldea. No era como los circos de Roma, apenas había cuatro actores malos con sus
pobres animales martirizados por las pulgas. Llevaban un oso pequeño, tenía apenas
la misma estatura que yo. Le habían enseñado a bailar, sólo un par de pasos, pero el
oso bailaba, y la gente bailaba con él. Y al oso parecía gustarle. Imagino que pensé
que podía bailar de la misma manera que la gente de mi aldea bailó con aquel oso.
Bailó alrededor del oso enorme, y el oso le siguió el juego con sus ojos de color
obsidiana fijos en el muchacho, como si su cerebro estuviera concentrado en el
propósito de imitar cada uno de sus movimientos. Al girar, un grupo de hombres
apareció tras la fiera. Uno de ellos le dijo al chico que no dejara de bailar y, mientras,
los demás hombres comenzaron a desplegar una red muy grande. Se fueron
acercando a la bestia mientras el chico retrocedía y se iba separando del oso, abriendo
muy poco a poco un espacio cada vez mayor entre él y el animal. Hasta que la red
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voló por los aires y el oso se convirtió en una masa furiosa que gruñía salvajemente
mientras sus garras trataban de rasgar la red que le envolvía por todas partes.
—Salvaste tu propia vida y, aunque no lo supieras, salvaste también la de Fronto,
y Fronto siempre paga sus deudas. —El tratante de animales lo rodeó con sus
poderosos brazos, y Rufo pensó por un instante que iba a morir asfixiado—. Le di mi
palabra a Vitelio Genias Cerialis, y te doy a ti mi palabra ahora. Tienes una habilidad
especial con los animales, y me resultará muy útil. Me dedico a comprar fieras y a
entrenarlas para el circo. Te enseñaré todos los trucos que conozco y, si estás a la
altura que espero, dentro de pocos años serás mi heredero y yo podré sentarme a
descansar y envejecer mientras tú me haces rico. Mañana mismo lo pondremos por
escrito.
Un murmullo recorrió el grupo de trabajadores. Rufo se fijó en los ceños
fruncidos y supo que la decisión de Fronto distaba de contar con la aprobación
general. Entendió esa actitud negativa de algunos. Era de imaginar que aquel chico de
diecisiete años con el pelo revuelto y la túnica raída, no les había producido muy
buena impresión. Los más ambiciosos de entre sus futuros compañeros lo
consideraban un rival, y sin duda tratarían de poner obstáculos a su paso, pero eso no
le preocupaba. Se había convertido en un chico muy fuerte gracias a los años que
había pasado acarreando sacos de harina en la panadería. Estaba listo para enfrentarse
a cualquiera. Y en su ir y venir por las calles romanas lo había acompañado la buena
fortuna, puesto que Tulia era hija de un senador muy importante. El padre de aquella
cría era famoso tanto por el amor que sentía por la pequeña como por la sangre fría
con la que solía apartar de su camino a sus contrincantes políticos. Si el oso hubiese
herido a la niña, o algo peor, Fronto habría terminado en una cloaca, con el cuchillo
de cualquier asesino clavado en el hígado.
—¿Y si no estoy a la altura de vuestras expectativas? —preguntó a Fronto.
—Te echaré a los leones, suelen estar hambrientos. Hubo un silencio prolongado.
—Era broma, chico… ¡Te echaré a los leones…! —De nuevo unas carcajadas
muy sonoras sacudieron el cuerpo entero del tratante—. Tendrías que ver la cara que
has puesto.
Fronto tenía su negocio en una zona situada al sur de Roma, al otro lado de los
cuatro arcos del Puente Sublicio. A suficiente distancia de la ciudad como para evitar
que los curiosos fueran a meter sus narices, pero también lo bastante cerca del
mercado de ganado del Foro Boario para que sus carnívoros tuvieran un
abastecimiento constante de alimentos.
Una vez dentro del recinto donde Fronto guardaba a sus fieras, el corazón de Rufo
comenzó a animarse. El tratante, no sin orgullo, le fue explicando los nombres de los
exóticos tesoros que compraba primero y luego vendía para ser utilizados en los
grandes espectáculos del circo. En unos cercados muy amplios estaban primero los
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herbívoros, que mordisqueaban el suelo pacíficamente. Fronto fue señalando y
nombrando las diversas especies.
—Antílopes —dijo, indicando un rebaño de gráciles animales que permanecían
encerrados en uno de los cercados. Su pelaje era de varios tonos de pardo arenoso, y
sus tamaños iban desde las frágiles y diminutas crías que apenas medían lo mismo
que un perro pequeño, hasta unos gigantes de ancho pecho, largos cuernos en espiral,
y patas con manchas oscuras.
—¿Y ésos, qué son? —preguntó Rufo, señalando a otro grupo no muy numeroso
—. Nunca había visto caballos a listas.
—Son un tipo de asno salvaje. He intentado adiestrarlos para que tiren de los
carros, pero son mucho más estúpidos que los caballos.
—¿Y aquéllos? —Rufo señalaba unas criaturas de color marrón oscuro, con una
giba en la espalda y la frente poderosa, del tamaño de un mulo pequeño, pero dotadas
de breves cuernos curvados hacia dentro, ceño peligroso, ojos pequeños situados a
bastante distancia el uno del otro, y un hocico del que goteaban espesos mocos.
—No tenemos nombre para ésos. Los llamamos feos —dijo Fronto riendo.
Pasados ésos cercados, y en una zona separada, había unas cabañas de forma
cuadrada y construidas con gruesos troncos. Fronto le condujo hacia esa parte de sus
posesiones. A medida que se aproximaban allí, le llegó a Rufo un olor vagamente
conocido, un aroma penetrante y picante que se enseñoreaba de toda esa zona. Tardó
unos segundos hasta que al final su memoria le llevó a un momento del pasado, una
experiencia de diez años atrás.
Eran leones.
La galera con la que hizo la travesía desde Cartago a Ostia llevaba un cargamento
de leones. Dos hembras y un par de cachorros. De repente se encontró observando las
mismas miradas asesinas, los ojos amarillo claro moteado de manchitas grises que le
devolvían una expresión de odio en estado puro.
Todavía no era capaz de comprender del todo por qué le vendieron al tratante de
esclavos. Su padre era un soldado español que, cuando terminó su periodo en las filas
del ejército romano, decidió establecerse por su cuenta en Mauritania. Y resultó que
era mejor militar que agricultor. Sus tierras, unos terrenos requemados y polvorientos
situados en las faldas del Atlas, ardían en verano y padecían en invierno un frío capaz
de romper las piedras. De su madre le quedaba apenas un vago recuerdo, pero sabía
que lo adoraba, y tenía esa certidumbre porque siempre que se acordaba de ella sentía
un calor especial en el corazón. Si cerraba los ojos era casi capaz de recordar su
rostro y el olor de su cabello largo y negro, siempre húmedo por la mañana. Pasaban
hambre, pero ella trató de retenerlo a su lado pese a todo. Le parecía recordar a su
madre llorando cuando se lo llevaban a rastras. Rufo calculaba que eso había ocurrido
en el undécimo año del reinado del emperador Tiberio.
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Fronto poseía una docena de leones, entre los que destacaban tres magníficos
machos de melena negruzca. Además, había tres animales de aspecto gatuno,
delgados y atléticos, con dibujos listados en la piel, y otras tres fieras similares pero
con motas oscuras en el pelaje. Rufo nunca había visto animales de esa clase.
—Esos de las manchas son leopardos —le explicó Fronto—. El público los adora.
Son tan grandes como leones, pero el doble de rápidos. Si logran saltar sobre un
hombre, por muy guarnecido que éste vaya puede darse por muerto. Le buscarán la
garganta con los dientes y la tripa con las garras. ¿Has visto alguna vez a un gatito
atacando como un loco con las garras a una paloma muerta? Lo mismo hacen estas
fieras, los leopardos. Y si no encuentran la tripa van a por sus huevos. Y si no
encuentran los huevos, se lanzan contra las piernas y las desgarran hasta dejar los
huesos al desnudo. No importa. La única diferencia es que su víctima muere antes si
le pillan la tripa al descubierto.
Al final llegaron ante un animal del que Fronto dijo que era su «monstruo».
—¿No te parece sorprendente? Y lo más raro es que sólo come hierba.
Rufo se quedó mirando aquella bestia enorme y gris que permanecía encerrada,
sola, en su cabaña. Era dos veces más grande que un toro, y tenía una piel gruesa
semejante al cuero. Su cabeza era grandísima, incluso comparada con su cuerpo, y
sus patas, casi cómicamente cortas. Sus ojos eran diminutos y de la base de su hocico,
ancho y alargado como una pala, le salían dos cuernos, el uno detrás del otro. El más
largo medía más de un palmo de diámetro y formaba un arco de más de cinco palmos
de longitud, y terminaba en una punta afiladísima. El segundo era más corto, apenas
la mitad del otro, pero su punta parecía más afilada incluso.
—No sé qué hacer con esta bestia. Parece peligrosa, pero se pasa todo el tiempo
de pie, muy quieta, sin hacer nada. Puedes darle unos golpéenos en el costado, y
reacciona tranquilamente, como un perro. ¿Quieres probarlo?
Los ojos con que estudiaba a Rufo parecían sinceros. Fronto ponía cara de no
haber roto un plato en su vida; como si el día en que le tocase ir a la tumba pudiese
hacerlo sin una sola mancha en su historial. Rufo no se fió de él ni un pelo.
Fronto trataba de ponerlo a prueba, y a Rufo le pareció saber el porqué. El tratante
era un hombre muy listo y quería darle al joven una oportunidad de demostrar ante
sus demás compañeros de trabajo, aquellos que algún día le obedecerían, porque
acabaría siendo el amo, cuan valeroso era en realidad. Rufo volvió a mirar al
monstruo y le pareció todavía más enorme que antes. La pregunta era, ¿lograría
sobrevivir a la prueba?
El muchacho compuso una sonrisa torcida, fingió sentirse mucho más seguro de
lo que en realidad se sentía, y le contestó:
—Pues, claro.
Tito, uno de los esclavos que habían formado el comité de bienvenida, abrió la
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puerta y de inmediato, mientras la cerraba a su espalda, le susurró:
—¡Cuidado con sus orejas!
Rufo avanzó a paso lento hacia el interior del vallado. El corazón le latía
enloquecidamente, pero una vez dentro tuvo la sensación de que el mundo era un
lugar menos abigarrado, y sintió de pronto el deseo de enfrentarse a la gran bestia.
Mientras avanzaba se fijó en que los postes que formaban el vallado, que como los de
los demás tenían la altura de un hombre, estaban reforzados con tablas horizontales.
Aquí y allá, además, vio trozos de color muy claro, como si la madera se hubiese
astillado hacía muy poco.
Sentía el calor del sol golpear su espalda igual que un martillo conforme
avanzaba. Y allí, en el centro del vallado, le esperaba el monstruo.
Después de dar unos veinte pasos notó algo en la cabeza del animal, el rastro
fugaz de un movimiento casi imperceptible. Y de nuevo lo vio, esta vez con mayor
claridad: un levísimo estremecimiento de la oreja izquierda.
Sin apartar ni por un instante la vista del animal, siguió avanzando pero
cambiando sutilmente de dirección. Cada uno de sus pasos le conducía ahora hacia la
parte frontal, trazando una diagonal en lugar de avanzar directamente hacia la bestia.
Era increíble que aquel bicho enorme se moviera tan deprisa. El animal
permanecía quieto, con los ojillos inmóviles, como si fuese ciego, y al instante se
movía a gran velocidad sobre sus cortas patas y había recorrido ya la mitad de la
distancia que los separaba, con la cabeza gacha y la cimitarra del cuerno inferior
apuntándole directamente a las tripas.
No tenía ningún sentido dar media vuelta y echar a correr hacia la valla. Jamás
conseguiría llegar antes de que aquel enorme animal lo alcanzara. Pero el cambio en
la dirección de sus pasos había alejado ligerísimamente a Rufo del camino que la
bestia había emprendido, y eso le proporcionó la fracción de segundo que necesitaba
para eludir la carga.
Esperó mucho. Tanto, que casi hubiese podido estirar el brazo y tocar con la
punta de los dedos el menor de los cuernos. Y justo en ese momento Rufo se arrojó al
suelo, a su derecha. Enseguida, y de un brinco, se puso de nuevo en pie y echó a
correr hacia la valla.
Mientras corría podía oír claramente el tronar de los pasos de la bestia a sus
espaldas, muy cerca, de modo que no necesitó volver la cabeza para saber que el
animal había cambiado de dirección pese a lo voluminoso de su cuerpo, y que estaba
persiguiéndole. Comenzó a ver con claridad los gruesos nudos de las maderas que
formaban el cercado, las herrumbrosas cabezas de los clavos que las sujetaban. A su
espalda, los resoplidos del animal, los estallidos de su respiración, muy audibles, le
confirmaron que lo tenía ya muy cerca.
Un instante de duda representaría la muerte. Eligió con cuidado un punto exacto
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del cercado, tomó impulso y saltó hacia lo alto de los maderos. Con un pie pisó una
de las tablas horizontales, y utilizó toda la fuerza de cada uno de sus músculos para,
apoyándose en ese pie, saltar hacia arriba y tratar de salir por encima de la cerca. Por
un par de centímetros, a punto estuvo de conseguirlo. Pero la rodilla de la otra pierna
tropezó contra el extremo superior de los troncos, notó una puñalada de dolor, y aquel
salto bien calculado y salvador acabó transformándose en una cabriola mal dirigida y
torpe. Mientras se encontraba todavía en pleno vuelo, oyó claramente el estruendo del
choque de una masa enorme y veloz contra otra masa más recia incluso, que no cedió
al impacto. Al cabo de medio segundo aterrizó. El impacto fue tan fuerte que se
quedó sin respiración, le dejó unos cuantos dientes medio sueltos, y se preguntó
cuántos huesos se había roto.
Se quedó tendido y aturdido, notando en la boca el sabor metálico de la sangre y
la nariz taponada por el barro.
—Para no ser más que un panadero, eres bastante veloz, pero he visto saltos más
elegantes.
Rufo abrió un ojo. Fronto estaba delante de él, tapando con el cuerpo los rayos del
sol.
—Venga, ponte en pie y vamos a mirar lo que le has hecho a esa pobre bestia —
añadió, tendiéndole una mano y ayudándolo a levantarse.
El muchacho hizo una mueca de dolor y regresó cojeando a la valla. Observó que
en ésta había ahora un agujero del tamaño de un puño. Rufo miró por la tronera y se
encontró con el ojo iracundo de la enorme bestia, que lo miraba a través del agujero.
La bestia sacudió la cabeza y regresó trotando al centro del corral.
—Le dolerá bastante la cabeza, pero está sana y salva —dijo con orgullo su
propietario.
—¿Y yo qué? —se quejó Rufo—. Así que podía darle unos golpecitos como si se
tratara de un perro, ¿eh? Ha estado a punto de matarme.
—Bueno, tal vez haya exagerado un poco —reconoció Fronto—, pero ésta es la
primera lección que debía darte, muchacho. Aunque has demostrado que no temes a
los animales, debes aprender a respetarlos. La próxima vez que entres en un corral o
en una jaula, mira primero qué clase de animal hay dentro. Todas estas fieras son
peligrosas, cada una a su modo. Incluso los antílopes más pequeños podrían tumbarte
con un golpe de su testuz si creyeran que pretendes molestar a una cría.
Fronto se agachó y cogió un pedazo de estiércol del suelo, y lo levantó hasta
ponerlo ante los ojos de Rufo.
—Míralo bien. Lo que importa es el beneficio. Da lo mismo que huela a mierda o
a perfume. Si da beneficio, huele a gloria. Y bien, empezaremos por el principio. A
ver, Tito, enséñale a limpiar las pocilgas de los jabalíes.
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Eso de empezar por el principio hizo que Rufo pensara que su vida anterior era,
en comparación, un verdadero paraíso. Entonces olía a pan fresco todos los días.
Ahora, le asaltaban diariamente los hedores de diversas clases de estiércol animal.
Pero aprendía mucho y cada uno de los momentos que pasaba con los animales le
servía de lección.
Aprendió a darles de comer y a lavarlos. Cada una de las especies seguía un
régimen alimenticio especial que garantizaba que cada animal estuviera en óptimas
condiciones físicas. Si les daban demasiada carne, los felinos engordaban y se hacían
más perezosos. Si les daban poca, se debilitaban y perdían parte de su enorme
poderío físico.
Aprendió a buscar los síntomas que denunciaban que un antílope, por ejemplo, se
había puesto enfermo, víctima de una de las numerosas afecciones que debilitaban a
su especie. Si en el hocico o las pezuñas de uno solo de ellos aparecían ciertas llagas,
había que exterminar al rebaño entero.
Aprendió a distinguir el levísimo bulto que significaba que una hembra estaba
embarazada y debía ser apartada del resto del rebaño.
Y aprendió lo que les pasa a los hombres que se descuidan un solo instante
cuando se encuentran cerca de los leones. Jamás olvidaría las tiras de carne
desgarrada y los huesos partidos que fueron todo cuanto quedó del pobre y algo tonto
Tito el día en que al oír los gruñidos de furia de un león, él los tomó equivocadamente
por señal de un dolor de muelas. Los demás esclavos no oyeron sus gritos hasta que
ya era demasiado tarde, y el vigilante decidió que resultaba más adecuado dejar que
los animales devorasen al desdichado —ya estaba muerto— que tratar de entrar para
enterrarlo. Desde luego, a nadie se le ocurrió matar al león. Valía diez veces más que
Tito y además, tal como subrayó Fronto, su destino era el de matar a los hombres.
Día tras día y semana tras semana, Rufo fue adquiriendo cada vez más respeto por
Fronto. El tratante de fieras era un hombre con una infinita sed de vida, y eso hacía
que incluso sus competidores le admirasen, y era frecuente que Rufo sintiera hasta
mareo al experimentar como tantos otros aquellas oleadas de entusiasmo por él. Sin
embargo, cuando Fronto regresó de su última expedición a África para comprar más
animales con los que llenar de nuevo jaulas y cercados, la sonrisa de suficiencia que
solía iluminar su rostro fue sustituida por una mueca de cansancio.
—El mercado está empeorando —se quejó cuando, apoyados ambos contra una
valla, miraba con Rufo un par de machos de gacela que se daban cabezazos,
fingiendo poner a prueba sus fuerzas—. Nuestros clientes quieren bestias cada vez
más grandes y mejores, más espectaculares y más exóticas, mientras que quienes nos
las venden se quejan cada vez más amargamente de lo mucho que van escaseando los
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animales, y de lo mucho más al sur que se aleja el ganado con el que alimentan a las
fieras, con lo cual exigen precios cada vez más altos. Habría pensado que estaban
tomándome el pelo de no ser porque otros compradores me han dicho que se han
encontrado con la misma situación, en todas partes. Sólo me consuela una cosa, y es
que, por el momento, puedo pasarles a los compradores el aumento de mis costes.
Pero sólo Júpiter sabe por cuánto tiempo las cosas seguirán así.
—¿Y no podrías hacer que los animales que tienes aquí criaran? —preguntó
Rufo.
—¿Que criaran? Soy un tratante, no un ganadero. Compro barato y vendo por un
buen margen. Y, además, la mayoría de estos animales son incapaces de criar aquí.
Hay gente que lo ha intentado. Puede salirte bien con los antílopes, suponiendo que
vayas con cuidado y les des mucho espacio y mucha tranquilidad. Pero con los
animales más escasos, con las fieras, por las que sacas de verdad un gran beneficio,
no hay manera. Jamás en la vida. Esos gatos gigantes, por ejemplo. En los territorios
donde habitan se reproducen como ratas. No hay ningún depredador que les haga la
competencia, como no sean ellos mismos. Pero en cuanto les metes en una jaula
parece que ni siquiera supieran cómo se hace. Ven conmigo.
Fronto se encaminó a paso vivo hacia una de las zonas más alejadas de su
propiedad. Rufo lo siguió.
—Me cuentan que aprendes deprisa, muchacho. Muy bien —dijo Fronto mientras
abría la cadena de una jaula—. Esta fiera ha llegado hoy. De África. A partir de
ahora, dejo a esta hembra bajo tu responsabilidad. Dale de comer. Trata de
comprenderla. Gánate su confianza. Gánate su respeto.
Rufo tenía al fin su propio leopardo.
Era un animal de unos seis meses de edad, en sus flancos comenzaban a asomar
ya las primeras manchas conforme la pelusa de cachorro iba cayéndole.
—Su madre murió durante el viaje desde África. Si la pongo en una jaula con
otros leopardos mucho mayores que ella, se la comerán viva.
Aquella jovencísima hembra no tenía aún la violencia incontrolada ni el odio
contra los seres humanos propios de los leopardos adultos. Al contrario, era
juguetona como un gatito y disfrutaba peleándose contra todo lo que se moviera.
Viéndola disfrutar de aquellos placeres inocentes, Rufo experimentó un
extraordinario sentimiento de alegría.
Decidió llamarla Circe.
Era la primera vez en su vida que Rufo poseía algo de valor, y decidió establecer
con la hembra de leopardo un vínculo poderosísimo que nada ni nadie rompería
jamás. Tal como acababa de reconocer Fronto, Rufo había sido capaz de aprender
muy deprisa las lecciones que le habían ido dando los demás encargados de tratar con
las fieras. Sabía en qué momento podía aproximarse incluso a la peor de ellas, y
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cuándo había que dejarlas en paz; cuándo tenías que tratarlas como a un perrito
inocente, y cuándo había que castigarlas. Así que decidió domar a la cría de leopardo,
conseguir que le obedeciera.
Y se concentró tanto en ella que no se fijó en las miradas maliciosas que le
lanzaban algunos de sus compañeros de trabajo mientras estaba con aquella cría.
Al cabo de un mes, cuando Fronto regresó de otra expedición, vio al leopardo
tendido a los pies de Rufo, y se puso a sacudir lentamente la cabeza.
—Venga, ya es hora de que conozcas el circo.
El tratante se vistió con sus mejores galas, y amo y esclavo se dirigieron hacia la
capital en un carro tirado por un caballo.
—¿Qué pasa, chico?, ¿qué es lo que miras tan boquiabierto?
Rufo conocía el camino, pero cada vez que contemplaba Roma se quedaba
admirado. A primera vista, aquella ciudad, la más grande del mundo, era un
gigantesco espejismo blanco y anaranjado que reverberaba bajo la luz del sol. Pero
conforme se iban aproximando, las imágenes confusas iban adquiriendo estructura,
forma y, por increíble que pudiera parecer, solidez.
Ante él se elevaba la ciudad, colina tras colina, como si fuesen las quebradas
faldas de una gran montaña. Pero ése no era un espectáculo magnífico creado por la
naturaleza. Todo aquello, piedra a piedra, había sido creado por las manos de los
hombres. Había edificios de unas proporciones y un esplendor tan vastos que sólo
podían ser palacios habitados por los dioses. Hileras de columnas enormes sostenían
techos triangulares y gigantescos bajo los cuales se alzaban paredes de piedra tan
altas como unos acantilados. ¡Y qué colores tan maravillosos: naranjas y rojos,
plateados y dorados! La ciudad entera brillaba a la luz del sol poniente como si
estuviese en llamas.
Cuando trabajaba en la panadería y lo enviaban con un recado a la casa del
panadero, Rufo había tenido oportunidad de explorar callejas atestadas y grandes
avenidas. Le fascinaban los grandes arcos triunfales y los edificios monumentales
rodeados de columnas. Miraba con envidia las inscripciones. Era incapaz de leerlas,
naturalmente, pero sabía que estaban dedicadas a los grandes héroes del pasado: Julio
César, Augusto, Craso y Pompeyo. El enorme grupo de palacios del monte Palatino,
que estudió mientras ascendía por Sacer Clivus, le atraía de la misma manera que una
llama atrae a una mariposa nocturna. Jamás osó aproximarse a la estrecha escalera
que le hubiese conducido hasta el centro del grupo de palacios, pero sabía que era un
paraíso digno del propio Júpiter.
Y, durante esas mismas exploraciones, también descubrió otra cosa, que Roma era
una ciudad de esclavos.
En efecto. Había diez veces más esclavos en Roma que ciudadanos libres, y si
bien los romanos gobernaban la ciudad, eran los esclavos los que hacían que
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funcionase. Eran esclavos o antiguos esclavos liberados quienes ejercían de médicos,
abogados y prestamistas. Quienes llevaban las riendas de los negocios de sus amos.
Quienes hacían las cosas, quienes las compraban y las vendían. Incluso se decía que
eran esclavos quienes hacían de oídos del propio emperador.
Sin sus esclavos, Roma no era nada.
En las puertas de la ciudad, Rufo y Fronto se vieron obligados a bajar del carro,
pues solamente se autorizaba la entrada en la ciudad, durante el día, a quienes
llevaban a los correos del emperador o a los que transportaban bienes y provisiones
para los mercados. Pero el tratante de fieras contrató los servicios de una silla
cubierta por cortinas y de la que tiraba un cuarteto de estirios musculosos, a los que
pidió que les condujeran al gran anfiteatro Tauro. Seguidos por Rufo, que trotaba
junto a ellos abriéndose paso entre la multitud, enseguida emprendieron el camino.
La algarabía que acompañaba la frenética actividad de la ciudad era un ataque
permanente contra los oídos. Parecía que todos y cada uno de los romanos hablaran a
la vez, y en distintas lenguas. Los vendedores anunciaban a gritos sus mercancías
desde la miríada de puestos que se alineaban en las calles. Tal variedad de
especialidades que se volvía uno loco observándolos. A pocos metros de distancia
unos de otros, se veían puestos donde podías comprarte calzado, el cuero con el que
lo habían fabricado, y el cuchillo con el que había que cortarlo. Al cruzar delante de
una tienda de especias se te llenaba la nariz de los aromas de la canela, la pimienta y
el incienso. En la entrada de las callejas gritaban multitud de pordioseros tullidos que
pedían comida, y al lado de ellos gordos comerciantes ofrecían almendras
garrapiñadas aprecios desorbitados.
El circo Tauro se encontraba cerca del Campo de Marte, en la parte norte de la
ciudad. Sus pisos inferiores eran de piedra, mientras que los demás eran de madera.
En cambio, el monumental circo Máximo, al igual que el circo Magno, que aunque
estaba medio en ruinas todavía resultaba espectacular por sus dimensiones, eran
enteramente de piedra. Tenían una capacidad de treinta mil personas.
Hacía cincuenta años que el Tauro había sido ofrecido como regalo a la ciudad. Y
ahora ya mostraba los desmanes propios del paso de los años, como si se tratara de
una prostituta cuyos mejores tiempos han quedado muy atrás. Se rumoreaba que el
emperador Tiberio tenía la intención de construir un circo nuevo y todavía más
grande. Pero construir semejante edificio llevaría, si se llegaba a empezar,
muchísimos años, suponiendo que el emperador, que tenía fama de frugal, terminara
aprobando el presupuesto.
Había treinta y cuatro puertas de acceso para el público que pagaba su entrada,
pero Fronto se dirigió con Rufo a una pequeña puerta sin cartel que daba paso a unas
estrechas escaleras de madera iluminadas por antorchas y que bajaban hacia las tripas
mismas del circo. Siguiendo los pasos de su amo, Rufo se sintió tan emocionado
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como cuando entró por vez primera en el recinto donde guardaban al gigantesco
monstruo. Fronto siguió caminando, internándose luego por un complicado laberinto
de pasadizos, habitaciones grandes y pequeñas, y jaulas de animales, y todo el
recorrido estaba empapado de un hedor rancio en el que se mezclaban sudor, orina y
excrementos, tanto animales como humanos. Había además otro olor, más poderoso
que todos los demás y que producía cierto escozor en los orificios nasales. Rufo se
quedó bastante perplejo tratando de adivinar qué lo producía, hasta que vio algo que
le recordó el montón de carne y huesos quebrados que quedó después de que el león
matara a Tito. En efecto, olía a sangre.
Tembló de pies a cabeza cuando se acordó de dónde estaba. Durante los años en
los que trabajaba en la panadería, Rufo soñó con que más tarde o más temprano
llegaría para él el momento de sentarse en las gradas de un circo y aclamar por su
nombre a sus principales actores, aquellos cuyos nombres y cuyo historial conocía de
memoria.
—¿No vamos a ver a los gladiadores? —preguntó, y el temblor de su voz delató
la excitación que experimentaba.
Fronto se volvió hacia él y a Rufo le dejó pasmado la intensidad de su mirada.
—Los verás en la arena, y sólo allí. Los hombres, al igual que las mujeres, pagan
sus buenos dineros por compartir con ellos los lugares donde aguardan el momento
de salir a combatir. Esas gradas vibran, Rufo, con una atmósfera y una tensión sin
igual en ningún otro rincón de la tierra. En más de una ocasión he visto a cierto
matrimonio perteneciente a algunos de los mejores linajes de Roma, abrumado por el
hedor producido por el miedo ilimitado, que ha terminado tirándose al suelo ante los
gladiadores.
Fronto respiró profundamente por las aletas de su nariz, como si acabara de
realizar algún tipo de trabajo físico muy intenso.
—¿Sabes qué hicieron esos nobles viéndose a un paso de la muerte? Giraron la
vista hacia otro lado y se quedaron mirando las paredes. Posee mayor dignidad el más
vil de los esclavos condenados que todos esos supuestos nobles.
Tomaron luego otra escalera, esta vez ascendente, que les llevó hasta una puerta
que se abría directamente a la arena mortal. La superficie de tierra estaba rodeada de
unas tablas muy lisas que medían dos veces la altura de un hombre. Nadie que entrara
en esa trampa podría escapar trepando por aquellas planchas completamente lisas.
—Y lo que ves aquí todavía no es nada —susurró Fronto, con una voz
repentinamente glacial. Rufo notó un estremecimiento que le recorría toda la espalda
—. No es nada. Apenas un aperitivo para los pobres y los aburridos, para los que no
tienen ninguna diversión mejor que ésta, ni nada en que gastarse el dinero.
Recuérdalo. Todo esto no es nada.
A su espalda oyeron el ruido inconfundible del entrechocar de los metales
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desnudos. Rufo dio media vuelta y contempló a tres figuras aterradoras.
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A primera vista no parecían seres humanos. El que encabezaba el grupo iba
tocado con un casco de bronce que le cubría toda la cabeza, con apenas unas rendijas
para los ojos y la boca, y en la parte superior del cráneo le crecían unos mechones de
pelo delicadamente esculpidos en metal. Por lo demás, no llevaba puesto más que una
faldita sobre los riñones y un ancho cinturón que le cruzaba el pecho en diagonal
desde el hombro izquierdo y que le rodeaba luego toda la cintura. En su mano
derecha sujetaba un hacha de asa corta y hoja ancha, y en un aro sujeto al cinturón
llevaba otra hacha colgada.
Detrás de él asomaba un gigante, el hombre más grande que Rufo había visto en
toda su vida. Sus rasgos quedaban ocultos tras una máscara que cubría toda su cara y
que estaba punteada de pequeños orificios. El casco de hierro tenía un ala ancha y lo
coronaba un penacho de borde afilado como un cuchillo, como si se tratara de un
enorme gallo de pelea. Una malla le protegía el costado izquierdo desde el hombro
hasta la cintura, e iba armado de un tridente en una mano y una red muy grande en la
otra.
El tercero de los gladiadores era el más pequeño del grupo, pero su presencia
desdibujaba la de los otros dos. También llevaba el rostro oculto, pero el suyo era un
casco dorado en cuya cara anterior había labrado algún artesano los rasgos bellísimos
de un joven dios, y aquella máscara magnífica armonizaba con el esplendor del torso
inmaculadamente esculpido del hombre que la llevaba. Sobresalían en sus brazos los
aceitados bíceps en los que destacaban las venas como el dibujo de las raíces
entrelazadas de un árbol. Este último gladiador combatía sin protegerse con ninguna
armadura, para que la multitud disfrutara mejor incluso de la belleza de su cuerpo, e
iba armado con una larga espada recta en su mano izquierda y que así sujeta por él
parecía pesar como una pluma. En la derecha sostenía un escudo redondo y pequeño
en cuya superficie resaltaba en relieve la imagen de Marte, el dios de la guerra.
Fronto y Rufo se hicieron a un lado para permitir que los tres gladiadores se
acercaran a la puerta. Permanecieron en silencio expectante, y a Rufo le pareció que
cada uno de ellos realizaba ciertos levísimos movimientos para evitar que el cuerpo
se les agarrotara. Descargaban su peso ora en un pie, ora en el otro, o giraban la
cabeza trazando un pequeño arco en el aire, ejercitando así los músculos del cuello y
de los hombros. Sus cuerpos relucían y Rufo notó el olor, nada desagradable, de
algún tipo de aceite o bálsamo con el que habían untado su piel.
Cuando la muchedumbre percibió que había algún tipo de movimiento tras el
umbral de aquella portezuela comenzó a oírse un murmullo. Rufo dio un par de pasos
atrás hacia el fondo del pasillo, tratando de alejarse lo más posible de las figuras
intimidatorias de los gladiadores. A través de una grieta de la puerta vio que, en el
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centro de la arena, procedentes de las jaulas subterráneas, empezaban a salir varios
antílopes y ciervos. Formaron un grupo que cargó contra las tablas laterales, los ojos
en blanco de puro miedo, resoplando por los orificios nasales, corriendo y haciendo
que el sonido tumultuoso de sus cascos, repetido por los tablones que les cerraban el
paso por todos lados, sonara como una sucesión de truenos en todo el circo. Los
animales más grandes y fuertes se abrieron paso hasta adelantar a los más pequeños y
débiles, pero de nada les sirvió. No había ninguna salida.
Al final, su galope de bestias presas del pánico comenzó a refrenarse y se
convirtió en un trote, y luego en un paso cansino. Confundidos y exhaustos, los
animales terminaron deteniéndose. Formaban una masa jadeante, en sus flancos
brillaba el sudor y de sus cuerpos ascendía vapor en forma de nubéculas.
También Rufo jadeaba, atrapado por la excitación y el terror de los animales. El
ruido que le llegaba desde la arena comenzó a ceder, pero parecía que el aire crujiera
ante la energía de una atmósfera cargada en la que la tormenta estaba a punto de
estallar.
De repente un rugido atronó los aires, y los animales se lanzaron de nuevo a
correr. Rufo vio una mancha de color pardo cruzar la arena ante sus ojos. Un león
acababa de saltar sobre la espalda de uno de los antílopes más pequeños, y había
clavado las garras en los flancos del animal, que chillaba con desesperación. Desde el
otro extremo del circo se oyó el rugido de otro león, y de repente Rufo notó que un
estremecimiento le recorría toda la espalda porque el rugido que se oía en este
momento era distinto, era el inconfundible rugido áspero y ronco de un leopardo. De
su leopardo.
La carnicería había empezado.
En las sabanas, los antílopes utilizan su velocidad y su agilidad para burlar a los
depredadores que tratan de cazarlos. Este instinto no les sirve de nada en el espacio
cerrado del circo. Los grandes gatos mataban a placer, y cada uno de sus ataques
arrancaba gritos más fuertes del público, que brindaba cada vez que las garras se
hundían en la carne y los dientes mordían los cuellos, produciendo la muerte de sus
víctimas por asfixia lenta.
Al oler la sangre, los antílopes y los ciervos enloquecieron aún más. Algunos de
ellos corrían cojeando, tras haberse roto una pierna en su vano intento de escalar las
paredes de tablas lisas, o de trepar de un salto hasta las gradas del anfiteatro. La
audiencia rugía pidiendo más carnicería.
Pero Fronto sabía que las víctimas durarían poco tiempo. No era la primera vez
que lo veía. Los leones y el leopardo terminaban sintiéndose aburridos con la
matanza y solían tumbarse en cualquier rincón para darse un festín con los cadáveres.
Los antílopes ya no tenían fuerzas, llegaba un momento en que eran incapaces de
seguir corriendo. En su pecho, el corazón estaba a punto de reventar y los pulmones
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no admitían más aire. Los directores de escena necesitaban algo que añadiera de
nuevo movimiento al espectáculo.
Era el momento de convertir a los cazadores en cazados.
Rufo vio con orgullo la facilidad con la que Circe había matado a un primer
antílope y luego a otro. Tan entretenido estaba contemplando esas proezas que se
llevó una sorpresa enorme cuando la doble puerta del final de su pasillo se abrió y
salieron a la arena los gladiadores, que avanzaron enseguida hacia el centro, ante el
regocijado griterío de la multitud.
Los dos leones levantaron la cabeza de los cadáveres de sus presas y rugieron, en
señal de desafío ante lo que percibieron enseguida como una amenaza. El leopardo se
tendió en tierra, detrás de la última de sus víctimas, y esperó. Sólo en este momento,
cuando cada uno de los gladiadores encaminaba sus pasos hacia uno de los enormes
gatos, comprendió Rufo qué iba a ocurrir a continuación.
—Y ahora, Rufo, segunda lección —susurró a su oído Fronto—. Jamás pierdas la
distancia necesaria con los animales con que trabajas. Tu leopardo me habría
permitido ganar un montón de dinero, pero tú has echado el negocio a perder. Lo has
convertido en un animalito de compañía. Míralo. Está confundido, tiene miedo. No se
entera de qué está pasando. Los leones, en cambio, saben que el hombre representa
un peligro para ellos. Fíjate en cómo se comportan. Van a pelear. En cambio, tu
hembra de leopardo sólo sabe morir.
No obstante, Fronto se había equivocado. Porque si bien los dos leones
comenzaron a combatir, también lo hizo Circe, el leopardo.
El primer movimiento lo realizó el gladiador de estatura de gigante, el que llevaba
el casco como una cresta de gallo.
—Se llama Sabatis —explicó Fronto—. Es un veterano del circo. Será el primero
de los venatores, de los cazadores, en intervenir.
Sabatis alzó el tridente para agradecer las aclamaciones del público, y luego
comenzó a acercarse a la leona, su arma levantada al frente, con el brazo extendido.
Al principio, la víctima elegida apenas si roncó en tono desafiante mientras trataba de
proteger su presa. Sabía que debía temer a los hombres, pero aún confiaba en que éste
se alejara y la dejase en paz. Pero el venator se aproximó un poco más, y la leona
tuvo que tomar una decisión. Y se lanzó a la carga.
—Mira qué veloz es —dijo Fronto.
Sabatis esperó a que la leona estuviera a sólo tres pasos de él, y justo entonces se
agachó y puso una rodilla en tierra. El salto de la leona debería haberle pillado de
lleno, pero el cambio de posición hizo que la garra pasara unos cuantos centímetros
por encima de la cabeza del venator, que lanzó el tridente hacia arriba, y sus afiladas
puntas se clavaron en el vientre desprotegido de la leona. Esta gimió de dolor, aunque
su fortísimo impulso la llevó a superar de largo al gladiador, y a punto estuvo de
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partir el tridente y arrancárselo. Pero Sabatis sujetó su arma con fuerza, giró sobre sí
mismo, y tiró del tridente hacia sí, desgarrando de esta manera la piel de la leona y
produciendo un chorro de sangre y un rastro de intestinos que colgaban de la horrible
rajadura del vientre de la leona.
La fiera aterrizó envuelta por una nube de polvo y rodó una docena de veces
sobre sí misma antes de recobrar el equilibrio y tratar de ponerse en pie. El dolor que
padecía era inmenso y su cuerpo entero se estremeció, y luego trató inútilmente de
lamerse la monstruosa herida. Estaba perdiendo fuerzas por momentos al tiempo que
la sangre empapaba la tierra a sus pies. Se encontraba mortalmente herida, pero
también furiosa, más peligrosa que nunca.
Esta vez el ataque no fue precipitado. Avanzó, aunque notaba mucho dolor, hasta
colocarse en la posición adecuada para saltar sobre su enemigo, calculando de manera
que sus fauces fuesen a dar directamente contra la garganta del gladiador. Pero le
costaba muchísimo moverse, cada vez que respiraba era como si el dolor se metiera
más en su cuerpo. El salto que quería dar, un salto mortífero, no fue finalmente más
que un aspaviento que dejó su pecho al descubierto, lo cual fue aprovechado por
Sabatis para lanzarse contra ella tridente en mano, y dos de las puntas del arma se
clavaron en el corazón de la leona. La fiera, vomitando sangre por la boca, se
estremeció y cayó fulminada en tierra, con el tridente todavía clavado en su pecho.
La multitud gritó su admiración y rugió, exigiendo al segundo gladiador que
cumpliera con su deber.
—Este no tiene tanto estilo como Sabatis —comentó Fronto.
El gladiador que iba armado con un hacha se había mostrado impresionado por la
rapidez con que la leona lanzó su primer ataque contra Sabatis. Y aunque pretendía
demostrar la habilidad con la que podía manejar la afiladísima hoja de su arma, el
público notó que no se sentía del todo seguro.
Retrocedió hasta las tablas que formaban la pared del anillo y regresó hacia el
centro provisto de una larga lanza en cada mano. Eran lanzas con una hoja ancha que
se iba afinando hasta llegar a una punta tan fina como una aguja, y una pieza que
cruzaba la hoja a un palmo de distancia de la punta, de manera que, una vez clavada
el arma en el cuerpo de un león, esa cruceta frenara la caída de su cuerpo ensartado
en la lanza e impidiera así que, incluso herida, la fiera pudiese atacar con sus zarpas
al gladiador.
Viendo estas lanzas, el ambiente que palpitaba en las gradas cambió de forma
ostensible. El gentío esperaba que el combate fuese más igualado, y no les gustó que
este gladiador pretendiese atacar a la fiera sin aproximarse a ella. Y así lo
manifestaron con abucheos y silbidos.
El gladiador, que ya se había puesto nervioso antes de provocar esta reacción,
erró en sus cálculos cuando lanzó su primer ataque contra un león de melena oscura,
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y no logró más que arañar los músculos del hombro de la fiera. Lo hirió, pero no
pudo impedir que conservara toda su agilidad. El segundo de sus ataques fue también
torpe. Una de las lanzas penetró en la zona del vientre del león, pero sin alcanzar
ningún órgano vital. Y, encima, se le escapó la lanza de la mano y, presa del pánico,
el gladiador perdió también la segunda lanza.
De haberse plantado ante la fiera, quizás el león se hubiese lamido sus heridas.
Pero el gladiador no tenía ya más arma que un puñal, y decidió que lo mejor era
alejarse lo más posible del animal y de su destino. Lo cual no hizo sino estimular el
instinto de cazador del león, que cargó contra él.
La multitud estalló en carcajadas. Tan asustado estaba el gladiador, que perdió el
sentido de la dirección y se puso a correr en círculo, haciendo que se desperdigaran
los antílopes que aún estaban vivos, mientras el león iba ganándole terreno a cada
paso. Las risas alcanzaron el grado de la histeria cuando el gladiador, volviendo la
cabeza para ver a qué distancia se encontraba el león, perdió el casco y se manchó el
taparrabos, todo en un solo instante. Y en un momento la fiera lo alcanzó, lo tumbó
boca abajo, le clavó las fauces en el hombro y comenzó a sacudirle. Cuando los
dientes del león atravesaron el cuero protector y se le clavaron en la piel, el griterío se
hizo todavía más intenso, aunque durante unos segundos vitales el gladiador se salvó
de lo peor porque la hombrera le salvó de una mordedura fatal.
Rufo contempló la escena con fascinación y horror al mismo tiempo, incapaz de
arrancar la vista del desdichado gladiador. Y ni siquiera se dio cuenta de la aparición
de una figura estilizada que, avanzando como si fuera con pasos de baile, cruzó la
arena hasta interponerse entre el león y su víctima.
—Esto va a estar bien —dijo a su lado Fronto.
El hombre de la máscara dorada hubiese podido matar al león de un solo golpe,
pero era capaz de dominar los sentimientos de la muchedumbre con la misma
habilidad con la que calculaba la importancia de las heridas que el león estaba
haciéndole a su colega.
En lugar de descargar enseguida un ataque, fingió experimentar cierta indecisión,
pero con la misma confianza en sí mismo que si se hubiese tratado del más
consumado actor. Los ojos sin vida del joven dios representado por la máscara
contribuyeron a que el efecto de comicidad fuese aún más intenso. ¿Debía lanzar un
golpe contra el león? ¿Tal vez no? ¿Estaba su amigo, tendido en el suelo, a punto de
ser devorado? Quizá sí. Pero, claro, el pobre león tenía que comer, desde luego. Bien,
que sea el público el que decida.
La mayor parte de los espectadores habría preferido, sin duda, que muriese la
víctima del león. Pero cuando el joven gladiador del casco dorado lanzó un certero
golpe, y su espada penetró en la base del cuello de la fiera, matándola en un instante,
el ataque certero recibió el beneplácito de todo el público.
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Le quedaba su parte del espectáculo, y fue una escena que rompió el corazón de
Rufo.
Circe combatió, porque el joven gladiador no le dejó alternativa. La hembra de
leopardo se encontraba detrás del cadáver de la última de sus víctimas, y agachó las
orejas hasta pegarlas contra su cráneo cuando vio que el gladiador se le acercaba,
mirándole con recelo. Incluso cuando el hombre estaba tan cerca de ella que ya
hubiese podido tocarla con la punta de su espada, Circe permaneció inmóvil, incapaz
de decidir si aquella extraña aparición era inofensiva, o todo lo contrario.
Rufo notó que el sabor a bilis le subía a la boca. Supo que el desafío no tenía más
que un resultado posible, y sin embargo no pudo evitar que salieran de sus labios
unos gritos de ánimo:
—¡Atácale, Circe! Si no le matas, morirás tú. Haz algo, por favor…
Fronto le agarró del brazo y sus gritos de angustia se interrumpieron hasta
convertirse en silencio. Trató de esconder la cabeza entre los pliegues de la capa del
tratante de animales, pero con toda la fuerza de sus manos Fronto le obligó a alzar el
rostro y girarlo para que viera todo el espectáculo.
Circe no murió como una valiente, ni lo hizo tampoco con dignidad. El gladiador
hizo con ella una carnicería, cortándole un miembro con cada golpe, para mayor
disfrute del público.
Girando la muñeca levísimamente, el gladiador de máscara dorada introdujo la
punta de su espada en la carne tierna del hocico del animal, haciendo brotar la sangre
y provocando gañidos de dolor en el animal, que comenzó a retroceder, alejándose
del cadáver del antílope, tratando de evitar los ataques. Y ni siquiera entonces
contraatacó, sino que permitió que el gladiador avanzara lenta pero firmemente, sin
dejar que la fiera pudiese pensar siquiera en cómo evitar el ataque.
Centelleó de nuevo la espada, y esta vez cortó un pedazo de oreja, y la sangre que
salió a chorros dejó casi ciega a Circe. El felino sufría dolores insoportables, y, ahora
sí, se lanzó sobre su torturador, convertido en un ágil torbellino amarillo y negro que
dirigió sus afiladísimas garras contra la piel suave y vulnerable del estómago del
gladiador.
Era exactamente lo que éste esperaba.
Frente a la mirada hipnotizada de la multitud que llenaba las gradas, fue como si
todo su ser pegara un brinco y abandonara de repente un lugar de la arena para
reaparecer en otro situado a unos cinco pasos de distancia del anterior. Para el
leopardo fue como si hubiese lanzado un ataque contra las finas nubes alargadas que
manchaban de blanco el azul del cielo sobre el circo. Parecía tenerle a su alcance,
estar a punto de hacerle sentir en la piel la fuerza de sus garras, pero el gladiador ya
no estaba allí, y los cuartos traseros del leopardo se quedaron rígidos de sorpresa, y el
animal se retorció en un movimiento de incrédulo e insoportable dolor.
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La multitud gritó de admiración, y Fronto hizo lo propio.
—Di Omnes, ¡por todos los dioses!, ¿has visto eso?
Al tiempo que desaparecía en el aire para zafarse del ataque del felino, el
gladiador se colocó en la posición adecuada para descargar un nuevo golpe con la
espada, y cortó casi de raíz la cola del animal.
Circe comenzó a girar sobre sí misma, enloquecida de dolor, soltando chillidos
patéticos, tratando sin éxito de lamer el muñón de cola que le había quedado. Hasta
que se detuvo, temblando, y se quedó frente a su torturador.
Rufo contempló el tormento al que Circe estaba siendo sometida, el inmenso
dolor. Habría sido capaz de arriesgar su vida y salir corriendo hasta el centro de la
arena para interponerse entre Circe y su verdugo, pero la mano fuerte de Fronto le
retuvo a su lado. El horror de la escena era excesivo, sin embargo, y de repente Rufo
se sintió vacío. Deseó que el gladiador con rostro de joven dios dorado se apiadase
del animal y pusiera fin enseguida al desigual combate, pero supo que no iba a ser
así. Cada corte producido por la espada provocaba nuevos grados de éxtasis en la
muchedumbre, y cada nuevo golpe reducía al que fuese orgulloso animal a una masa
sanguinolenta y temblorosa de carne cruda.
De un golpe preciso, el gladiador le arrancó un ojo. Otro golpe, dado como quien
no quiere la cosa, cortó la otra oreja. Cuando el animal atormentado trató de
aproximársele, el gladiador lanzó sucesivos golpes contra su lomo, cortando aquí y
allá las manchas negras de la piel de uno de los más bellos animales del mundo, y
dejando en su lugar obscenos círculos rojos de carne y blancas manchas de huesos al
desnudo. Circe ya no podía sostenerse sobre las patas, agotada por sus esfuerzos y
por la pérdida constante de sangre que iba empapando la tierra.
El gladiador dio media vuelta para alejarse. Circe encontró, nadie supo de dónde,
fuerzas suficientes para iniciar un trote cojeante que cobró fuerza hasta convertirse en
un ataque contra la espalda desprotegida del gladiador.
El público gritó para alertarle, pero Rufo supo que el hombre no necesitaba que le
avisaran. Había coreografiado este instante, del mismo modo que había coreografiado
cada uno de los momentos del desigual combate. Se giró con un movimiento
armonioso, con la espada extendida desde antes de iniciar el movimiento, hundió la
hoja en la garganta del animal cuando éste se encontraba en pleno salto, y metió la
espada entera hacia abajo, buscándole el corazón, que se partió con la arremetida.
Circe murió en aquel instante.
Sollozando, pero atraído irresistiblemente por la terrible escena de la arena, Rufo
entrevió debajo de la máscara los rasgos sonrientes y triunfantes del gladiador que
ahora se retiraba lentamente. Sin embargo, cuando el hombre cruzó el umbral y
abandonó la deslumbrante escena de su hazaña para penetrar en la oscuridad del
pasillo, a Rufo le pareció que su expresión cambiaba, que incluso su paso era menos
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firme, como si le debiera al sol toda la energía y la fuerza que acababa de demostrar.
El muchacho notó en su interior una erupción de odio tan potente como la explosión
de lava de un volcán, y por un instante estuvo a punto de saltar sobre el hombre que
había matado a Circe.
En ese momento el gladiador se quitó el casco dorado.
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Los ojos más tristes que jamás en la vida había visto Rufo le miraban desde un
rostro tan bello como el de la máscara que lo ocultaba hasta entonces, porque esa cara
era la de un ser vivo, en lugar de pertenecer a una fachada de metal que mataba sin
compasión ni conciencia. Tenía el cabello del color de un trigal en pleno verano, pero
los ojos, del gris apagado de una mañana de invierno. La tristeza que asomaba a ellos
era profundísima, insondable, y Rufo sólo deseó no llegar nunca al fondo de esas
simas.
La segunda sorpresa fue que el gladiador, que actuaba como un veterano de cien
combates, y parecía ser un hombre muy curtido, apenas contaba unos pocos años más
que el propio Rufo, unos veintipocos a lo sumo.
Al hablar, dirigiéndose a Fronto, lo hizo con un acento gutural, un latín teñido de
alemán, que al principio Rufo no entendía del todo bien.
—¿Este es el chico que me dijiste?
—Sí. Es él.
El joven gladiador miró apenas un segundo a Rufo.
—Soy Cupido —dijo, en un tono que parecía llevar implícito la interrogación.
Rufo dudó. Pero Fronto habló por él.
—Se llama Rufo. Es uno de mis esclavos, pero algún día, si aprende, lo convertiré
en socio mío.
—Así que ahora, Rufo, ¿me odias? ¿Me odias por lo que le he hecho a ese animal
tuyo?
Rufo parpadeó para sofocar las lágrimas, pero se mantuvo en silencio.
—Me dijeron que tenías que aprender las cosas que pasaban en la arena del circo.
Su crueldad, supongo. Tenía que formar parte de tu aprendizaje. —Cupido fijó su
mirada en Fronto, y el tratante de fieras se estremeció—. No he obtenido ningún
placer, me han pagado para hacerlo así. Así que ahora te diré otra cosa, y te la digo de
buena fe, para que no seamos enemigos: tienes que aprender todavía una lección más.
No malgastes tu odio contra aquel que no disfruta del lujo de elegir lo que hace.
Y se fue sin añadir nada más que un vago ademán de despedida.
***
Conforme fue pasando el tiempo y reflexionó sobre lo que había visto en el circo,
los sentimientos de Rufo cambiaban constantemente, yendo de un extremo a otro. Al
principio sentía mucho odio contra Fronto por el modo cruel en que hizo tratar a un
animal que no se había hecho merecedor de la terrible muerte que padeció. Rufo
consideró incluso la posibilidad de huir, pero tampoco sabía adonde dirigirse. Hasta
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que al fin llegó a la conclusión de que la lección que había recibido Circe era una
lección que él mismo iba a tener que aplicarse. Cuando se trataba de animales cuyo
destino final era el circo, las emociones estaban fuera de lugar. Aunque los corazones
de esos animales latieran como los de los hombres, aunque respirasen el mismo aire
limpio que los hombres, el destino de esos animales estaba trazado desde el momento
mismo en que eran capturados en las sabanas o las selvas donde habían nacido y
vivido hasta entonces. A partir de ese momento, a Rufo no le quedaba otro remedio
que endurecer el corazón y tratar a todos esos animales como instrumentos de trabajo.
Y al tiempo que comprendía que las cosas eran así, también supo que Fronto era
mucho más que su amo. En apenas unos meses de convivencia, se había convertido
para él en un amigo, y cuando Rufo pensó en toda la vida de soledad en la que había
vivido, cuando pensó en que había sido a veces incluso un simple proscrito, valoró
muchísimo esa amistad que su amo le brindaba.
Y al comprender todo esto se abrió también para él otra puerta por la cual se coló
en su interior otro sentimiento maravilloso y nuevo. El deseo de cambiar de vida, el
deseo de alcanzar una vida mejor. El tiempo que había pasado con el tratante había
constituido para él todo un éxito. Había trabajado muy duro, había avanzado, y se
había abierto para él la posibilidad de llegar a ser un hombre libre y socio del negocio
de Fronto, y tal vez también la de algún día llegar a tener un negocio propio. Un día
Fronto le prometió llevarle consigo en uno de sus viajes a Cartago. ¿Sería posible que
se produjera un reencuentro con su madre, suponiendo que estuviese viva todavía?
La siguiente etapa de su maduración se produjo de manera inesperada, el
siguiente octubre, cuando los primeros nubarrones de tormenta procedentes de la
costa barrieron el lugar donde vivían y provocaron en los animales de los cercados y
las jaulas una reacción nerviosa que expresaban caminando inquietos dentro de los
recintos. Un día Fronto ordenó a Rufo que recogiera sus cosas y fuera a instalarse con
él en la casa donde vivía, justo al lado de la frontera de la ciudad. Cuando ya se había
instalado, le dijeron que fuera a presentarse ante su amo. Fronto no le recibió solo. Le
acompañaba un hombre bajo y gordito de ojos pequeños e inteligentes, y unos largos
mechones de pelo indomeñable encima de las orejas. Tenía en realidad aspecto de
ardilla bien alimentada.
—Se llama Séptimo, y es griego. Te enseñará a leer y escribir.
Fue de este modo como empezó para Rufo un camino muy largo y difícil, que
terminó abriendo sus ojos a las maravillas de un mundo nuevo, y que le condujo a
lugares que jamás hubiese podido imaginar. Se trató de un proceso lento. Pero
Séptimo, empezando por sencillas historias infantiles, le enseñó la magia de la
palabra escrita. Fronto poseía una biblioteca bien surtida. Apretados rollos encerrados
en tubos de cuero protector llenaban los anaqueles que forraban casi del todo las
paredes de una habitación. Con el tiempo a Rufo no había nada que le gustara tanto
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como mirarlos y ojearlos, pese a que todavía eran muchísimas las palabras que
escapaban por completo a su comprensión.
Al cabo de seis meses de empezar sus clases comenzó a ir con Fronto a las
reuniones que éste celebraba con los organizadores de los grandes juegos circenses.
Hombres que trabajaban a las órdenes de senadores y cónsules, e incluso algunos que
obedecían directamente al emperador en persona. Al principio, Rufo permaneció en
silencio y en un segundo plano, tratando de concentrarse en lo que todos esos
hombres decían y, a veces, tratando de adivinar incluso lo que, pese a no haber dicho,
pensaban en realidad, haciéndose así una idea de cómo se desarrollaban las
negociaciones hasta en sus más mínimos detalles. Señales casi invisibles del
movimiento de una mano, gestos casi imperceptibles de un rostro, significaban
diferencias de miles de sestercios. Eran hombres endurecidos, miembros de un mismo
gremio, que sobrevivían gracias a su ingenio, gracias a su capacidad de sacar un
precio mejor que sus rivales. Muy pronto Rufo comprendió que subestimar el talento
o la astucia de cada uno de ellos, o menospreciarlos, podía conducir al desastre.
Poquito a poco se fue produciendo una mejoría de su posición. Con mayor
frecuencia Fronto le pedía que interviniese en la conversación, preguntándole unas
veces su opinión acerca de algún aspecto de no gran importancia, o pidiéndole su
consejo acerca de las cualidades de una de las fieras que Rufo conocía tan bien.
Aunque nunca lo dijo de manera explícita, todos los participantes en las rondas de
negociación fueron comprendiendo que Rufo había sido elegido por Fronto como su
sucesor, por mucho que siguiera siendo su esclavo.
***
Cuando estaba trabajando con sus animales, a menudo Rufo se acordaba del
gladiador joven. Hacía tiempo que ya no le echaba a Cupido la culpa de la muerte de
Circe. Desde el primer día, la hembra de leopardo estaba destinada al circo. Sólo la
estupidez del propio Rufo había acelerado la llegada de su último día.
Un día de comienzos de la siguiente temporada de circo Rufo y Cupido volvieron
a encontrarse. Los entusiastas del anfiteatro pronunciaban ya el nombre de Cupido
con reverencia. Los ricos y poderosos festejaban sus hazañas. Por eso Rufo se sintió a
la vez sorprendido y adulado cuando el gladiador se le acercó y le preguntó cómo
estaba.
—Yo, bien. Pero sé que tú estás todavía mejor. He oído decir que ya has matado a
veinte rivales.
El gladiador de ojos grises sonrió como restándole importancia.
—¡Qué sabrán esa pandilla de pederastas y torturadores de esposas que gritan
pidiendo sangre desde las gradas de precio más bajo! Ni todos los combates son a
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muerte ni hay un cadáver al final de todas las peleas que parecen terminar en una
muerte.
En efecto, Rufo había oído comentar que no era siempre el público quien decidía
el destino final de los protagonistas de la arena. Parecía que Cupido confirmaba esa
opinión, pero era evidente que al gladiador le parecía haberse ido de la lengua, y Rufo
prefirió no tratar de sondearle. Luego, cuando caminaban juntos por entre las jaulas
subterráneas, le preguntó a Cupido de dónde había salido su nombre, muy poco
corriente.
—Me llamo así sólo en el circo —dijo el gladiador encogiéndose de hombros—.
Y mi verdadero nombre ya no importa nada. Quien se llamaba con aquel nombre ha
desaparecido para siempre. Yo era el príncipe de mi pueblo, pero cuando los soldados
de la tribu de mi padre se alzaron en armas contra los romanos y fueron derrotados,
me convertí en un esclavo, como todos los demás. Los romanos me pusieron a
trabajar en una granja. Un lugar insalubre. Muchos de mis paisanos murieron en las
canteras. Y si yo hubiese permanecido allí, habría muerto de puro agotamiento.
—¿Cómo lograste escapar?
—¿Escapar? No me escapé. El supervisor tenía la mala costumbre de tratarnos a
patadas y de usar su látigo sin medida. A mí sólo me fustigó una vez —dijo Cupido,
esta vez en un tono que denotaba un gran orgullo—. Le arranqué el látigo de las
manos y le golpeé con él hasta que pidió clemencia porque ya no le quedaba piel en
la espalda. Hubiese debido matarle, tal vez. Y él me hubiese matado a mí al
recobrarse de sus heridas. Pero tuve fortuna. El magistrado me permitió elegir entre
morir en la cruz o ser gladiador. Elegí el circo. Miró a Rufo con una sonrisa triste.
—Ahora —prosiguió Cupido— los grandes hombres me tratan de nuevo como a
un príncipe. Un senador me paga para ser su guardaespaldas, y así impresionar a sus
amigos y atemorizar a sus enemigos. Sabe que les desprecio a él y a los suyos, y sin
embargo tengo que enseñar a sus hijos a utilizar la espada y a defenderse, y me llena
de regalos. La semana pasada hubo otro ricachón que me envió a una bella mujer,
porque le había ganado dinero en una apuesta. Cuando se la devolví sin haberla
utilizado, la mujer pareció decepcionada.
A Rufo le dejó perplejo que Cupido pareciera obtener tan escasa satisfacción de
sus logros. Se había preguntado alguna vez qué debía de sentirse oyendo que el
público del circo aclamaba tu nombre. A veces soñaba que ocupaba el lugar de
Cupido en la arena y que hacía silbar su espada en el aire cuando descargaba el golpe
fatal contra sus rivales, pero en sus sueños siempre llegaba el terrible momento en el
cual la punta de su espalda vacilaba, y entonces se despertaba bañado en sudor y
convencido de que la siguiente víctima iba a ser él.
—Tienes muchísimo talento, tu nombre ha adquirido una enorme fama y es
aclamado por media Roma. Si tengo suerte, algunos días trabajo haciendo cuentas, y
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cuando no la tengo me paso horas cepillando el lomo de un hipopótamo. ¿Preferirías
acaso una vida como la mía?
El gladiador le miró irritado.
—Es cierto, mi nombre es aclamado… ¿De qué me sirve? Cualquier día, la
sangre derramada sobre la arena será la mía. ¿Y de qué me servirán entonces todas las
aclamaciones de la muchedumbre que haya podido oír antes de que me llegue esa
hora? Seré otro saco de tripas sanguinolentas arrastrado por la arena y que alguien
arrojará a tus leones, para saciar su hambre. Y, por otro lado, llevas razón. Tengo
talento. Soy muy hábil a la hora de quitarles la vida a otros combatientes del circo, y
conseguir que el público crea que no hay nada más fácil. Pero pago un precio elevado
por ese talento. Algunos de los combatientes cuya amistad me honra, disfrutan con la
matanza. Viven esperando que llegue ese momento en el que le provocan la muerte a
otro hombre. Saborean la emoción que les produce clavar la espada, hacer que
penetre en la piel y la carne abrace la hoja del arma como si diese la bienvenida a un
invitado. Nada les produce mayor satisfacción. Pero yo no soy así. Me desprecio a mí
mismo, porque matar es demasiado fácil. Es como si me ofreciera al sacrificio. En la
arena sólo hay dos clases de hombres, los rápidos y los muertos. Los hombres que se
me enfrentan en el circo ya están muertos, antes de luchar. Es como si combatieran
con los pies atrapados en el barro. Sólo esperan a que me coloque en el punto
adecuado para descargar el golpe fatal. Se ponen donde yo quiero. Hacen que sus
armas centelleen en el aire, pero son armas blandas que no me alcanzarán jamás. Y
entonces los mato. ¿Qué talento tienen los verdugos? ¿Y los carniceros? Si ellos
tienen algún talento, entonces yo también lo tengo.
Y dio media vuelta y dejó a Rufo profundamente perplejo.
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Los rumores circulaban por Roma a gran velocidad, y cruzaban del monte
Palatino al Aventino más deprisa que el ladrido de un perro. Pero el último rumor que
circuló por la ciudad era cierto. Tiberio ya no era el mismo hombre que, al frente de
las legiones romanas, cruzó el Rin y conquistó Germania. Ahora el emperador se
tomaba la vida relajadamente en Capri, y acerca del acontecer en la isla se contaban
historias de costumbres libertinas capaces de hacer que palideciera el rostro de las
personas más tolerantes de toda Roma. El viejo gobernante, tras derrotar a todos los
posibles rivales durante más de veinte años, mantenía el poder sin miedo a la
competencia. Ni siquiera se esforzaba por cortejar la popularidad entre la plebe, y era
lo bastante astuto para aprovecharse de su ventajosa situación. Incluso se negó a
pagar la organización de nuevos juegos en el circo.
El negocio había entrado en decadencia, y Rufo temió que Fronto estuviese
preocupado por la nueva situación, pero en donde otros veían un problema, el tratante
captaba una oportunidad.
—No te agobies, muchacho, los juegos regresarán. Dicen que Tiberio ha elegido
como heredero a un joven que ama locamente nuestro espectáculo. Y entretanto,
mejoramos los animales que guardamos en nuestras jaulas.
Cupido, que deseaba aprender cosas acerca de los animales destinados al circo, se
había convertido en un visitante frecuente de las instalaciones de Fronto. Vestido con
su túnica blanca, podía ser confundido en apariencia con cualquier otro esclavo de la
misma talla y corpulencia, pero la fiereza de su espíritu, la tensión de su cuerpo
siempre a punto de saltar, hacían que los demás hombres se mantuvieran a una
precavida distancia de él.
Aprendió a analizar los animales que guardaba el tratante con ojo experto. Se
fijaba unas veces en la agilidad de un antílope, otras en la capacidad de resistencia
que mostraba su vecino. Un día se detuvieron él y Rufo al lado del cercado donde
estaba la fiera que el joven esclavo había aprendido a llamar rinoceronte. Cupido rió a
carcajadas cuando Rufo le contó de qué manera Fronto le había mostrado por vez
primera al enorme animal, y ambos, apostados en la cerca, contemplaron la pesada
fiera con curiosidad.
—Seguro que es mucho más veloz de lo que aparenta —dijo el gladiador
observando la musculatura de las patas—. Y fíjate en la piel, parece tres veces más
gruesa que el mejor cuero. Si tuviera que enfrentarme a esta fiera no querría hacerlo
con una sola espada. Seguro que en lugar de clavarse, rebotaría. Y esos cuernos, creo
que sirven tanto para atemorizar como para matar. En realidad, para matar a un
legionario le bastaría aplastarlo bajo su peso, incluso podría aplastar fácilmente a un
hoplomacus, a un gladiador con una armadura completa. Para vencerle, seguramente
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haría falta un equipo formado por dos combatientes, un gladiador armado de una gran
red y un mimillo, un cazador como Sabatis, armado de escudo y espada, y protegido
por un casco galo.
Después Cupido preguntó por las numerosas jaulas y cercados vacíos. Rufo le
explicó que Fronto estaba preparando un nuevo viaje a África para adquirir allí más
ganado, y le garantizó que en cuestión de no muchas semanas el recinto estaría
nuevamente repleto. En ese momento Rufo vio que una sombra nublaba los ojos del
gladiador.
—¿Crees que hay en el mundo suficientes fieras y animales para mantener
entretenidos a los romanos? Míralas. Son bellas, tan bellas como salvajes. Cada una
de ellas tiene su lugar en el mundo y su función, desde el más salvaje de todos los
felinos hasta el más dócil de los antílopes. ¿Acaso no merecen vivir?
—Qué punto de vista tan inesperado para proceder de alguien que se dedica a una
actividad como la tuya…
—Cuando salto a la arena, dejo mis sentimientos en la sala de armas —replicó
Cupido—. Después, cuando ha terminado la carnicería, pienso de otra manera. Cada
individuo sacrificado se suma a la carga que pesa sobre mis hombros. Y sé que un día
esa carga me aplastará con su peso. Pero no te pongas triste por mí, Rufo. Mi destino
quedó sellado el día en que pisé la arena de un circo por primera vez. La riáis no está
hecha para mí. Me bastará con una muerte limpia y rápida.
El fatalismo de su amigo sorprendió a Rufo. Una riáis era una vara que
simbolizaba para los gladiadores la libertad o, al menos, el retiro.
—No hay en el circo combatiente más famoso que tú en toda Roma. La
muchedumbre te admira. Los grandes hombres van a buscarte para obsequiarte con
regalos y monedas. ¿No te obsequiarán algún día con la libertad?
Cupido dijo que no con la cabeza, y cambió de tema.
—El día que nos conocimos, Rufo, recuerdo que lloraste por aquella hembra de
leopardo. Algún día ya no quedarán leopardos, ni antílopes tampoco, ni rinocerontes.
Habrán desaparecido todos. Habrán sido sacrificados como presas del hambre
insaciable de los juegos circenses. Dime, ¿qué harás ese día?
—Fronto conoce su oficio. Encontrará más animales —dijo Rufo, mostrando una
confianza que estaba lejos de sentir.
—Quizás esta vez los encuentre. Y también la próxima. Pero habrá un día en que
ya no encontrará ninguno. Piensa en eso, Rufo. Piensa en algún modo de entretener al
gentío sin derramamiento de sangre. Hace tiempo que estudio al público. No vienen
sólo por la sangre. Si pudiésemos proporcionarles alguna cosa diferente, algo que no
han visto hasta ahora, a lo mejor se darían por satisfechos con un poco menos de
sangre.
Cuando regresó de su nueva expedición africana, Fronto parecía cansado y
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descorazonado. En la costa, todos los vendedores de animales le habían contado la
misma historia. No tenían muchos animales que vender, y los pocos que tenían eran
de mala calidad y muy caros. Fronto contrató a algunos guías que exploraron las
montañas en largos viajes, y las noticias con las que regresaban eran siempre las
mismas. No quedaban animales apenas. O habían sido cazados, o habían huido al sur,
seguidos por los depredadores que se alimentaban de ellos. Fronto estaba
lamentándose de la situación ante la atenta mirada de Rufo cuando les interrumpieron
unos gritos que sonaban a la puerta del recinto.
—¡Cornelio Aurio Fronto, viejo libertino! ¡Has estado en Mauritania y no me has
avisado de tu viaje! De haber sabido que ibas tan lejos, te habría encargado algunas
compras.
Fronto se disculpó y fue a recibir a quien gritaba: un hombre alto y calvo vestido
con una túnica raída que colgaba de cualquier manera sobre su cuerpo huesudo.
Estuvieron conversando reservadamente durante media hora, y luego Fronto volvió al
lado de Rufo con aspecto pensativo, cosa bien rara en él.
—¿Quién era? —preguntó Rufo, incapaz de esconder su curiosidad.
Fronto respondió con un encogimiento de hombros, como si fuese un asunto sin
importancia. Pero Rufo insistió.
—Algún día podría resultar importante que yo sepa quién era ése. Siempre dices
que del conocimiento se deriva el negocio.
—Se llama Narciso —dijo el comerciante a su pesar—. Compra y vende.
—¿Qué cosas son las que compra y vende?
Fronto no le respondió de manera directa.
—Narciso es un antiguo esclavo de un senador, que ahora ya es un hombre libre.
El senador al que me refiero es un pariente lejano de la familia imperial. Nuestro
visitante es un hombre listo, el más listo que conozco, la verdad. Habla siete lenguas
y además una docena de dialectos. A veces me sirve de intérprete. A veces le hago
algún favor.
—¿Qué clase de favores?
—A veces me pide que transmita cierto mensaje a alguien que habita en un puerto
lejano. A cambio, alguien me da un mensaje para el senador, que yo le transmito a
través de Narciso.
—Entonces, ¿significa eso que la mercancía que compra y vende Narciso consiste
en informaciones secretas? ¿Es un espía?
Fronto volvió los ojos a Rufo. Tenían una expresión peligrosa.
—No es ningún espía. Es un negociante. Se dedica, como yo, a comprar y vender.
A mí no me importa que la información acabe llegando o no a oídos de Tiberio.
—Entonces, este tal Narciso es un hombre importante —dijo Rufo, sumido en sus
reflexiones.
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Fronto respondió con un ademán de su mano gordezuela.
—Ya le gustaría a él ser importante. Y rico. Pero nunca será ni una cosa ni la otra.
El senador del que te hablo es un don nadie, y Narciso ha elegido tan mal el caballo
como la cuadra. Todo el mundo en el circo sabe que si Narciso apuesta por el rojo,
seguro que gana el verde. Ven, tenemos mucho que hacer.
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El tratante tardó poco tiempo tras su llegada en comprobar que las cosas no
estaban a su regreso tal como las había dejado.
Rufo hablaba junto a las jaulas de los leones con Casio, el principal guardián de
las fieras, cuando oyeron a sus espaldas un potente ronquido. Ambos se preguntaron
si alguien se había olvidado tal vez de cerrar una de las jaulas. Pero era Fronto, y el
tratante estaba hecho una furia.
—¿Se puede saber, en nombre de todos los dioses inmortales, qué habéis hecho?
¿Acaso os di permiso para que pusierais a los gatos salvajes más jóvenes lejos de los
mayores? Rufo, va a ocurrir lo mismo que con la hembra de leopardo, ¡vas a echarlos
a perder!
Rufo estaba seguro de que este momento iba a llegar, pero no estaba preparado
para enfrentarse a un cataclismo como los que solían significar los estallidos de
malhumor incontenible por parte de Fronto. Creía que habría tenido tiempo de
explicarle sus planes antes de que viera lo que estaba haciendo, pero fue incapaz de
encontrar el momento oportuno. En este instante sus rostros estaban tan pegados el
uno del otro que el joven notó la ira de Fronto en su cara, como si fuese un horno
encendido cuya puerta se acabase de abrir.
—Te he dejado a cargo de todo porque creía que podía confiar en tu criterio —
rugió Fronto—. Sólo tenías que asegurarte de que las cosas funcionaran igual que
siempre. Pero has sido incapaz de dejarlo todo tal cual, ¿verdad, jovencito? No digas
que no, porque te conozco. Has estado jugando con los leones como si fuesen
corderitos, te has sentado dentro de la jaula con ellos, dándoles la comida con tu
propia mano. ¡Por Júpiter! Has estado revoleándote con ellos. Cuando salgan a la
arena del circo, seguro que se les ocurrirá matar a los gladiadores de un abrazo y un
par de besos.
Rufo abrió los labios, dispuesto a replicar, pero aquel tímido gesto de desafío sólo
logró enfurecer todavía más a Fronto.
—Eres demasiado blando. Yo quería darte todo esto, pero no me he abierto
camino hasta ser ciudadano de Roma desde una remota granja etrusca para que
llegaras tú y lo arrojaras todo por la borda. Nunca serás nada más que un esclavo. Sal
hoy mismo de mi casa y regresa al pajar con los demás esclavos. Apártate de mi
vista.
Rufo, sin embargo, se negó a retirarse cuando el enorme corpachón de Fronto
chocó con él, y al tratante le dejó perplejo comprobar la fuerza del hombro que logró
detenerle sobre sus pasos, la energía de la voz con la que el chico le contestó. ¿El
chico? Tal vez había dejado de ser un chico. No era el mismo Rufo al que asustaba
hacía unos meses con un simple grito.
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—Sé exactamente cuántos animales han venido en el último viaje. Ocho en total.
Seis antílopes y dos leopardos flacos. ¿Cuánto tiempo durará este negocio si no
tenemos animales? La respuesta es sencilla Fronto, la sabemos muy bien los dos.
—La respuesta consiste en viajar todo lo lejos que haga falta para encontrar más
animales —repuso Fronto escupiendo con rabia las palabras.
—No, no es ésa. La respuesta consiste en mantener vivos a los animales que
tenemos, encontrar la manera de que el público disfrute lo mismo sin necesidad de
sacrificarlos. Así podremos usar los animales una vez y otra y otra. Los mismos, y
con estos solos podemos ganar fortunas.
Fronto rió a carcajadas incrédulas.
—¿Y quién es el loco ahora? La gente quiere sangre y sólo sangre. Hace cien
años que lo único que quiere es más sangre. ¿Crees posible satisfacerles con cuatro
trucos ingenuos?
Rufo le sostuvo la mirada y el tratante acabó cediendo, dejando que remitiera su
furia de la misma manera que una ola se retira de la playa de grava contra la que
acaba de descargar su fuerza.
—¿No me permites probar siquiera?
Fronto reconoció la fuerza de la determinación de Rufo en su mirada. Había en
esos ojos una certeza que frenó en la punta de su lengua la respuesta despectiva que
estaba a punto de pronunciar. Durante un momento se vio a sí mismo en el joven que
le plantaba cara: la misma testarudez, el mismo ímpetu, sin herida alguna de las
espinas del fracaso. La ira que sentía se disolvió, y, perplejo ante su debilidad,
terminó sacudiendo la cabeza en un gesto incrédulo.
—Que los dioses se apiaden de mí. Dime, qué pretendes hacer.
***
Durante las siguientes semanas Rufo se pasó el día entero con aquellos gatos
gigantes. Averiguó poco a poco que tenían un carácter tan personal y unos hábitos tan
individuales como las personas, de modo que nada parecía más natural que darles a
cada uno su nombre, aunque trató de impedir que Fronto se enterase.
—A ti te llamaré Diana —dijo a una leona, la más pequeña y también la más ágil
—. Porque un día te convertirás en una veloz cazadora.
—Y tú serás Africano —susurró al oído del más grande de los machos, un animal
cuya melena, que ahora no era más que una mata de pelos revueltos, se convertiría
pronto en un símbolo de poderío y fuerza capaz de atemorizar a cualquier hombre o
bestia—. Eres todo un conquistador valiente y poderoso.
Estaba convencido de que, una vez habituados a la obediencia, sería capaz de
conseguir que aquellos animales hicieran lo que a él se le antojara. Pero ¿qué sería?
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Fue a la escuela de gladiadores, en donde encontró a su amigo Cupido realizando
una serie muy complicada de ejercicios ante la mirada atenta del lanista, el director
de combate y maestro de gladiadores. Sabatis observaba desde una esquina, y Rufo se
le acercó y se quedó mirando fascinado las piruetas y pasos como de baile que daba
el cuerpo desnudo de Cupido, haciendo centellear en el aire su espada, que dibujaba
complejas líneas en el aire.
—Ponte cómodo, se va a pasar el día entero ejercitándose sin parar. Me canso de
sólo mirarle —gruñó el grandote gladiador.
No parecía posible mantener el ritmo de Cupido. Pero el sol fue ascendiendo en
su recorrido por el cielo de la mañana sin que Cupido redujera la intensidad de los
ejercicios, pese a que era patente que sus músculos comenzaban a temblar y el sudor
bajaba por su tostada piel formando torrentes luminosos. Por fin, a una señal del
maestro, Cupido se detuvo, con el pecho subiendo y bajando a medida que sus
pulmones vacíos buscaban aire para devolverle la respiración. Rufo permaneció en la
sombra y vio las señales de asentimiento que Cupido hacía con la cabeza mientras
escuchaba a su entrenador hablándole en voz baja, subrayando de qué modo podía
mejorar sus movimientos.
Por fin el lanista se fue, tras darle a Cupido su túnica. El gladiador vio a Rufo y
se aproximó a su refugio en la sombra. Se sentó en el suelo apoyando la espalda
contra la pared, cerrando los ojos, y tomó un sorbo de agua templada.
—¿Así que quieres ser gladiador como nosotros, Rufo? ¿Querrás combatir contra
mí en los próximos juegos?
Rufo se partió de risa. Sabían los dos perfectamente bien que delante de Cupido,
en la arena, Rufo duraría tanto como una nevada en Egipto.
—He venido porque me gusta verte sufrir, y también porque tu cara de niño no
puede esconder el hecho de que eres más listo que el hambre, y necesito
desesperadamente que me des tus consejos e ideas.
Cupido le miró lleno de curiosidad.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, ven, caminemos. He de impedir que se me
agarroten los músculos.
Se despidieron de Sabatis y se internaron en la ciudad. A Rufo le encantaban las
callejas repletas siempre de vida, y evidentemente Cupido compartía con él esta
afición. Bajo un toldo, un comerciante exponía telas brillantes de todos los colores
del arco iris, y Cupido le aseguró a Rufo que procedían de un país de Oriente en el
que brillaba tanto el sol que sus habitantes vivían con los ojos siempre cerrados. En
los puestos de frutas vieron melocotones maduros de color rojo y amarillo dorado,
albaricoques de piel aterciopelada, y feas granadas.
Pasearon luego por una calle que les condujo a la mayor de las panaderías de
Cerialis, y enseguida Rufo distinguió junto al puesto una cara que le resultaba muy
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conocida.
—¡Corvo! ¿Sigues paseando por ahí a Ático el ciego?
—Ya no, Rufo. Ahora me paso el día trabajando. Trabajo, trabajo, trabajo, y luego
tengo apenas un ratito para descansar. —El rostro del comerciante, rodeado de un
aura de pelo ensortijado, sonreía de placer recordando a su antiguo compañero de
trabajo.
—Y otra cosa, ¿aún horneas el mejor pan de toda Roma?
—Eso sí —reconoció Corvo—. Es probable que la vista de Ático sea tan aguda
como la de un topo, pero muele la mejor harina, y yo horneo las mejores hogazas. —
Miró a su alrededor y, susurrando, añadió—: Y debajo del mostrador seguimos
guardando pan del bueno, pan de verdad, para los amigos.
Se agachó bajo la tela que cubría la parte baja del mostrador, y sacó cinco medias
hogazas de pan. La mayor de todas era un semicírculo en cuya corteza había una
línea de un trazo especial.
—Prueba un poco, a ver qué te parece.
Rufo quiso que Cupido fuese el primero en probar y contempló al gladiador
mientras éste le pegaba un buen mordisco al pan de aspecto tosco, y cuyo centro era
de color pardo oscuro.
—Está bueno —dijo Cupido hablando con la boca llena—. Pero me parece que
tendrías que evitar que tuviera dentro esto tan duro —terminó, escupiendo en la
palma de su mano una semilla de cebada sin moler.
Corvo rió a mandíbula batiente.
—Es panis rusticus, pan de campesino. Y ésos son los panes sordidus, castrensis
y plebeius, hechos a la manera del pan de campesinos, aunque algo más refinados.
Prueba ahora este otro —le dijo señalando la hogaza más grande, que tenía un color
más dorado—. Es un panis siligineus, el mejor de todos los que salen de nuestro
horno.
Cupido mordió la dura corteza para encontrarse enseguida con la blandísima miga
del interior. Tenía una textura algo gomosa, era de color blanquísimo y poseía un
sabor limpio y fresco que mejoraba conforme lo masticaba lentamente. Tardó un
poco, de tan bien que sabía en la boca, pero al final se tragó el mendrugo.
—No está nada mal —comentó, tratando sin éxito de no revelar su asombro.
Corvo y Rufo rieron a gusto un buen rato ante la incredulidad de Cupido, y luego
el gladiador y su amigo continuaron su paseo calle abajo, camino del monte Palatino.
Las fachadas de muchas de las casas por delante de las cuales caminaban tenían hasta
seis pisos de altura, y en ellas se veían montones de ventanas, y Rufo le comentó a
Cupido la sorpresa que se llevó la primera vez que vio casas así.
—Pensé que los que vivían en lo alto eran los más ricos, porque sus casas estaban
tocando casi las nubes. Y descubrí luego que ocurría justo al contrario. Que arriba
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vivían los más pobres, o al menos los pobres que ganan lo suficiente como para poder
pagarse un techo, porque hay otros que no llegan ni a eso. Los que construyen estas
casas tan altas son unos ladrones, y los que las alquilan, unos atracadores. O mueres
cuando te caen esos edificios encima de tu cabeza, o mueres cuando se incendian.
Siguieron paseando y por fin Rufo comenzó a hablar de sus queridos gatos
gigantes. De lo mucho que avanzaba en su adiestramiento, pero al final tuvo que
admitir que no tenía ni idea de qué hacer a continuación, cuál debía ser el paso
siguiente.
—Lo he hablado con Fronto, pero todas las ideas que se nos ocurren son muy
malas, y a cuál más disparatada. Ya sólo nos queda lanzar el dado una vez más… y si
falla, los leones morirán y, probablemente, muramos nosotros a continuación.
Cupido se quedó un momento reflexionando, mirando a lo lejos con sus ojos de
color gris peltre.
—Puede que el público cambie de humor muy a menudo —dijo al fin—, pero
seguramente ya sabes cuál es la manera de conquistarlo. ¿Recuerdas el día de nuestro
primer encuentro?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Ya, pero me refiero al pobre tonto de Serpentio…
—¿Aquel gladiador que salió corriendo, perseguido por el león? Naturalmente
que me acuerdo de él. Daba pena verle corriendo de aquel modo por toda la arena.
¿Qué fue de él?
—Su siguiente combate, el primer combate de verdad en el que se vio metido, fue
también el último. De hecho, carecía de las cualidades necesarias para el circo.
—Lo lamento.
—¿Por qué lo lamentas? Ni siquiera le conociste. Era un esclavo más. Otro
pedazo de carne arrojado a la muchedumbre. Pero recuerda la escena que viste.
Recuerda cuál fue la reacción del público viéndole correr. ¿Qué hacía la gente?
—Fue muy triste. Se burlaban de él.
—Ni era triste ni se burlaban de él. Lo que hicieron fue reírse mucho porque lo
que veían les pareció divertido. ¿Entiendes ahora?
En un primer momento Rufo puso cara de no comprender, hasta que en sus ojos
se encendió una luz. Lo había entendido por fin, y un estremecimiento le recorrió
toda la espalda.
Era hora de lanzarse a la arena.
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Si las últimas semanas habían sido muy intensas, las que siguieron lo fueron
también, pero el doble que las anteriores. Rufo trabajó con los leones desde el
amanecer hasta el crepúsculo, en un gran recinto cuya forma y tamaño eran parecidos
a los de la arena del circo.
Todas las noches, cuando al fin se tumbaba en su camastro, cada uno de sus
músculos estaba dolorido y los arañazos que tenía por todo el cuerpo le escocían,
incluso en las partes del cuerpo que protegía con la recia tela que le había
proporcionado Fronto. Ni siquiera así se libraba del veneno de las zarpas de los
leones, tan ponzoñoso que las heridas solían hincharse y enrojecer al principio, y
luego volverse de color negro, y que podían acabar matándote. Cada día, sin
embargo, aprendía más de las fieras, y les enseñaba también más cosas, y cada día
estaba más convencido de que terminaría saliéndose con la suya.
Tuvo que ir a visitarle Cupido para que su orgullo desmedido recibiera un toque
de atención que le puso de nuevo los pies en el suelo.
—Sí, sí, los leones se están comportando muy bien —dijo el gladiador—. Pero
tienes que recordar que para convencer de verdad al público del circo has de
conseguir que hagan algo especial y diferente, algo que esa multitud no haya visto
jamás. Piensa en algo que tenga esas características. ¿Hay alguna cosa especial que
puedas enseñarles? ¿Qué puedes enseñarles que sirva para entretener un rato a un
senador que se aburre incluso viendo a un par de hombres tratando de hacerse
pedazos mutuamente?
Rufo sacudió la cabeza, desesperado, incapaz de tener una idea capaz de
semejante resultado.
—No sé. Lo he probado todo. Tal vez ha llegado la hora de aceptar la derrota, de
rendirme.
—Como te rindas, estás muerto —dijo Cupido—. Y lo mismo les pasará a tus
animales. Ven conmigo. —Cruzó los caminos de tierra, fue más allá de los cercados
de los antílopes, seguido siempre por Rufo, y al final del recorrido se volvió hacia él
y dijo—: Ahí tienes la respuesta. Ahí tienes lo que estabas buscando.
Rufo miró con ojos como platos. Era como si el corazón le hubiese dejado de
latir.
—No —dijo con voz temblorosa—. No puedo.
—Debes seguir mi consejo —replicó Cupido sin alzar la voz—. No hay otra
salida. Pero mantenlo en secreto, no se lo digas ni a Fronto.
***
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Fronto iba calibrando los avances de Rufo con los leones y, aunque sólo
secretamente, estaba muy impresionado por todo lo que iba viendo. Sin embargo
Rufo siguió el consejo de Cupido y mantuvo ocultos a ojos de Fronto algunos
aspectos de la preparación de las fieras, pues era preferible que su amo no se enterase
de ciertas cosas. En cualquier caso, Fronto no estaba en absoluto convencido de que
el joven alcanzara el éxito, pero viéndole trabajar prefería seguir confiando en su
plan.
—¿No decías que tu intención era conseguir que la gente se riese? —dijo un día
Fronto, quejándose—. Llevo una hora viéndote trabajar, y sólo tengo ganas de llorar.
—Si crees que es tan fácil, ¿por qué no lo intentas tú mismo? —replicó en tono
cansado Rufo.
—Estoy demasiado gordo y soy demasiado viejo para probar siquiera —sonrió
Fronto—. Tú eres el cachorro, el que tiene sed de éxito y fortuna.
—Cierto, pero ni siquiera suponiendo que triunfe obtendré nada que no sea el
éxito. La fortuna será toda para ti.
—Tal vez sea así, y es justo que así sea. Yo pago todo esto. Pago por todos,
incluso por ti. Venga, a trabajar otra vez.
—¿Podrías conseguir que me trajeran unos cuantos barriles?
—Si tienes sed, bebe agua. Con el vino serías más lento…
—Me refiero a barriles vacíos, así de grandes, más o menos —y Rufo alzó la
mano hasta la cintura.
Fronto se rascó la barba, y repuso al fin:
—No va a ser sencillo. Esos que dices son barriles de cerveza, y sólo los bárbaros
beben cerveza. Pero creo que conozco alguien que puede tener algún barril de sobras.
Al cabo de un par de días Fronto se presentó junto al cercado con aspecto de
sentirse muy satisfecho de sus habilidades.
Cuando llegó el tratante, Rufo estaba llevando a cabo la parte más difícil del
número que ensayaba una y otra vez. Y como las cosas estaban saliéndole bastante
bien, no pudo resistir la tentación de exhibirse ante su amo. Pero cuando más trataba
de impresionarle, menos concentrado estaba en lo que hacía, y calculó mal los
tiempos. En lugar de un aterrizaje elegante, Rufo terminó rodando por el suelo con
los dos leones, y los animales se quedaron mirándole con desaprobación.
Se puso de nuevo en pie, le dio a Africano unas palmaditas en el lomo, y regresó
caminando con una cojera ostensible hacia el lugar donde le esperaba Fronto.
—Espero que no hayas venido a quejarte otra vez.
—En absoluto —dijo Fronto dándose aires—. He venido a contemplar el
espectáculo de mi más nuevo artista circense, y confiando en comprobar que ha
alcanzado la perfección. Aunque parece que he llegado en el peor momento.
Rufo sonrió, más tranquilo.
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—Te has perdido la mejor parte.
—Espero que sea así. Porque dentro de dos semanas estaré compartiendo esa
experiencia con varios miles de ciudadanos romanos, y puede que ellos sean más
exigentes de lo que yo he sido ahora.
—¿Dos semanas? —Rufo sintió que se le revolvían las tripas—. Es imposible que
esté preparado dentro de sólo dos semanas.
—Me temo que no tienes más remedio que estarlo del todo, Rufo. Ya hemos
invitado al público. Ha corrido el rumor por toda la ciudad, sólo se habla del nuevo
espectáculo. Ahora ya es tarde para echarse atrás. Y hemos estado toda la mañana
pintando los carteles que lo anuncian.
—Pero…
—No hay pero que valga. Está hecho. Venga, vete otra vez con esas bestias
melenudas, a ver si ahora consigues hacerme reír.
Fronto había logrado que el lanista del grupo de Cupido accediera a dar a sus
gladiadores más inexpertos la oportunidad de participar en un espectáculo incruento
ante un público preparado para no exigir su muerte en caso de que no saliera
satisfecho.
El momento cumbre del espectáculo sería la actuación de Rufo y sus animales.
Ese era, como mínimo, el plan.
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¿Cómo había sido tan audaz, tan estúpido, como para pensar que podía realizar
semejante proeza?
Ahí fuera, por encima de la oscuridad que reinaba en el subterráneo, había cinco
mil personas esperando. Esperándole. Esperando a Rufo. Rufo el esclavo. Rufo, el
esclavo que no había conseguido hacer nada en toda su vida. El esclavo que muy
pronto se plantaría, completamente helado bajo el sol, en aquella arena, mientras la
multitud enorme se partía de risa y gritaba que se lo llevaran pronto lejos de allí, y
que saliera pronto alguien capaz de entretenerles de verdad.
No iba a ser capaz de hacerlo. Renunció a hacerlo.
Se puso en pie, notó el temblor incontrolable de sus piernas, y se arrastró poco a
poco hacia la puerta, alejándose del terror que le roía por dentro, como si fuese una
víctima más del circo.
Y en aquel instante oyó el rugido de los leones.
Rugían de pura excitación. Rugían porque durante la última semana habían oído
desde las jaulas situadas bajo la arena el mismo entrechocar de espadas. Rugían
porque ellos sí estaban preparados para salir.
Rufo se detuvo en seco, se quedó plantado camino de la puerta. Los leones
volvieron a rugir. Y el eco de sus rugidos regresó, repetido por los ecos de los
pasadizos oscuros, hasta devolverle el valor que hacía un instante creía que le había
abandonado para siempre.
Se le despejó la cabeza, esa misma cabeza que hacía unos instantes estaba vacía
de todo lo que no fuera pánico, y fue como si hubiera sido ciego y volviese otra vez a
ver. Alzó la mano hasta el cuello y palpó el diente de león, el amuleto que siempre le
acompañaba. Inspiró profundamente, y su cuerpo experimentó un último espasmo
convulsivo.
Dio media vuelta y encontró un par de ojos que le miraban fijamente, y en esos
ojos brillaba todavía la luz del combate. Cupido se quitó el casco, tenía el cabello
pegado a la cabeza como una corona de oro fundido. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Sin embargo, aunque hubiese visto algo, el gladiador tuvo la prudencia de no
hacer comentarios.
—Te queda muy poco rato, Rufo. Mis compañeros están realizando los últimos
números de su actuación. Toma, en lugar de la gladius, usa esto.
Rufo se quedó mirando con curiosidad el gran paquete envuelto en una tela que
Cupido le ofrecía.
—Cógelo.
Rufo cogió el paquete que el gladiador le tendía, y lo desenvolvió. Contenía una
espada tan larga que podría haber sido una lanza, y un casco de gladiador de los más
grandes, como los que utilizaban los mirmillones. Ambos objetos parecían ser
terriblemente pesados, pero Rufo se sorprendió cuando comprobó su extraordinaria
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ligereza.
—Pruébalo todo —le apremió Cupido.
Rufo entregó la espada a Cupido y se puso el casco con las dos manos. Era tan
grande que le cubría la cabeza y se le apoyaba en los hombros, pero había sendos
orificios perfectamente ubicados por donde se asomaban los ojos, de manera que si
bien desde el exterior parecía imposible que quien llevaba aquel enorme casco
pudiese ver nada, su visión estaba tan poco limitada como si llevase un casco normal.
—¿Tengo que ponerme esto? —preguntó Rufo, con la voz asordinada por el
enorme casco—. Seguro que parezco un estúpido.
—Lo pareces. Y ahí está la gracia. Ahora prueba la espada.
Rufo obedeció y alzó la espada ante sí.
—Magnífico. Pareces un noble al que acabasen de darle una cagarruta. Y, ahora,
agita un poco la hoja.
Rufo obedeció de nuevo. Y se llevó una sorpresa cuando comprobó que, como si
estuviese dotada de vida propia, la espada se ponía a temblar por su cuenta.
—Es un encargo que le hice a mi maestro de armas. Está hecha del peor hierro del
mundo —explicó Cupido—. El filo es tan romo que no haría daño ni a una mosca. Y
si tratas de clavársela a alguien, se doblará la hoja hacia atrás. Pruébalo. Clávamela a
mí.
Cupido llevaba en el pecho una armadura de hierro, e insistió tanto que Rufo no
pudo seguir negándose. Ocurrió lo que su amigo le había anunciado.
—Ya lo ves, con esto no atravesarías ni un pedazo de queso tierno. Es lo mismo
que si trataras de clavarme una rama. Qué, ¿estás listo ya?
Rufo se quitó el casco y miró directamente a los ojos grises de su amigo. Asintió
con la cabeza.
—Lo estoy.
Cupido le dio una palmada en el hombro y apretó su mano.
—Pues, anda. Ve y entretenles. Lo están esperando.
El camino recorrido por Rufo hasta la trampilla que daba acceso a la arena fue el
más largo y solitario de su vida. Era como si el laberinto de túneles no tuviera final, y,
si bien durante el paseo se cruzó con varios conocidos, nadie le saludó, como si fuera
invisible, todos volvieron la vista a otro lado, como si al mirarle corriesen el riesgo de
compartir con él su destino.
Por fin llegó a la plataforma de tablas que le izaría hasta la arena, justo en el
centro del circo. Sobre su cabeza, el griterío de la muchedumbre crecía en intensidad
por efecto del cilindro hueco. Con la cabeza gacha y las piernas tiesas, esperó la señal
que iba a indicarle que el público se centraba en el momento en el que iba a concluir
la batalla de los gladiadores.
Y oyó un griterío, cincuenta gargantas diciendo a la vez a todo pulmón: «Roma
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victor». Hizo un gesto con la cabeza al hombre que movía las palancas, y la
plataforma comenzó a elevarse, muy poco a poco, dos dedos cada vez que la palanca
se movía.
Cuando salió lentamente a la luz exterior quedó deslumbrado; hasta que, poco a
poco, recobró la vista y tuvo la impresión de encontrarse en el lugar más solitario de
la tierra.
Había estado otras veces allí, con el estadio vacío, ensayando este momento, pero
nada le había preparado para la enorme muralla de rostros que gritaban a su
alrededor, ni para la tremenda explosión de sonido. Por un instante regresó el pánico
que hacía poco rato le había abrumado cuando se encontraba en los pasillos
subterráneos, amenazando con derrotarle antes de empezar, pero oyó la voz de
Cupido en su cabeza, diciéndole: «Hazles reír y te adorarán».
Rufo el esclavo, transformado en Rufo el payaso.
En las gradas, el público contempló la figura casi infantil y pasmada del joven,
diminuta y perdida bajo aquel casco que parecía tres tallas mayor de la cuenta,
sosteniendo en la mano una espada grandota, varias veces más grande que la gladius
de los legionarios. Vieron que el casco giraba, lentamente, como si pasara revista a
todo lo que le rodeaba, y encontrándolo todo tan extraño. ¿Por qué se encontraba allí?
Era como si el casco tuviese vida propia, y careciese de toda relación con el pequeño
cuerpo que había debajo. El casco se giró hacia uno de los lados, al parecer
examinando las gradas. ¿Alguno de los presentes, fuesen damas o caballeros, podía
explicarle dónde se encontraba? ¿Tal vez ese espectador que está sentado allí? Los
orificios del casco miraban directamente a los varones de rica toga que estaban
sentados en las gradas más bajas y caras, justo encima de la arena.
Algunos de los miembros del público habían comenzado a sonreír, sorprendidos
ante tan silenciosa presencia, pero había muchos que comenzaban a inquietarse.
¿Cuándo iba a haber movimiento? ¿Qué clase de juego estúpido era ése?
De repente se oyó un grito sofocado en las gradas más bajas, y unas risas irónicas
desde las más altas. Rufo no alcanzó a oír el ruido de la puerta que se acababa de
abrir, pero supo al instante que Africano comenzaba a acecharle. Era el juego al que
habían estado jugando durante las largas semanas de entrenamiento.
Él lo sabía, pero el casco no sabía nada, y el aspecto de la figura coronada por
aquel ridículo casco monstruoso no podía ser más perplejo. ¿Estaban vitoreándole?
¿En serio? Nada podía ser más inmerecido. No era necesario que le animasen. Y el
casco agradeció los gritos de ánimo con un saludo de la larga espada.
Africano se mantuvo con la tripa pegada a tierra, y comenzó a avanzar muy
lentamente. Cada uno de los pasos de sus enormes garras le aproximaba un poquito
más a la figura que, solitaria, seguía aparentemente ignorando por completo el peligro
que le acechaba en el centro de la arena.
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Los ojos vacíos del casco seguían mirando fijamente al gentío. Estaba en el sitio
más privilegiado del mundo, rodeado de la gente más refinada y amable del universo
entero. El casco agradeció tanta simpatía con una reverencia.
A cada breve paso que avanzaba el león, crecía la expectación del público, pues la
víctima se encontraba más cerca cada vez. La cacería había logrado captar por
completo la atención del público, la gente estaba sobresaltada. Contenía el aliento. La
excéntrica vulnerabilidad del ser protegido bajo el gigantesco casco conmovió a
algunas de las espectadoras más jóvenes, hasta que una de ellas fue incapaz de
contener un grito de alarma.
El casco pareció, al oírlo, más perplejo todavía. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Qué?
Rufo contó los segundos mentalmente. El primer grito estaba siendo ahora
acompañado por otros cien gritos de alarma. Africano permanecía agachado, a unos
pocos pasos, justo detrás de la espalda de aquel extraño ser. Tres, dos, uno… Africano
acababa de iniciar el salto, volaba ya con las patas extendidas y las garras dispuestas
a clavarse en el cuerpo que tenía delante, y que parecía seguir sin sospechar nada de
nada.
¡Eh, mirad! Pareció que el casco había visto algo en tierra, alguna cosa que
brillaba en la arena. Y se agachó a coger esa cosa.
Rufo notó el aire agitándose sobre su cabeza en el momento en que Africano
saltaba y volaba por encima de él, fallando en su ataque por menos de la mitad de una
de las hogazas que horneaba el muchacho cuando trabajaba en la panadería de
Cerialis. Oyó el griterío del público cuando el león dio una voltereta sobre su cabeza
y rodó uno poco más allá, hacia el borde del recinto.
El casco no se giró hacia ese lado sino hacia el lado opuesto del circo, temblando
de sorpresa ante toda esa atención inmerecida que se volcaba sobre él desde las
graderías. ¡Caramba! ¿Les estaba gustando verle allí?
El griterío se convirtió en una catarata de carcajadas y aplausos.
Pero, enseguida, un segundo león reclamó con un gruñido la atención del público.
La incertidumbre de la cacería había sido reemplazada por la emoción de la
cacería.
El casco corría ahora hacia aquí y luego hacia allá. A veces en dirección contraria
al sitio donde estaban los leones, otras veces hacia donde estaba el uno, otras hacia
donde aguardaba el otro, pero siempre se libraba de las fauces y de las garras letales
por apenas un palmo. Los leones, fastidiados, rugían. El casco agitaba su espada en
señal de desafío.
Y ahora, ¿qué estaba pasando? El casco estaba cansado, sus pasos eran más lentos
y tambaleantes. Se frenó en seco.
Los leones también se detuvieron.
El casco se agachó en el centro de la arena, respiraba pesadamente.
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Los leones estaban cansados, les asomaba la lengua, que colgaba hacia un lado de
sus fauces abiertas.
El casco se enderezó. Miró a los leones. Los leones le devolvieron la mirada.
Estaban todos de acuerdo. La cacería volvía a empezar.
La mitad del público animaba a los leones. La otra mitad animaba al tonto que
llevaba el casco enorme. Todo el público se lo estaba pasando en grande.
De repente, el casco se encontró metido de cabeza en un barril, uno de cuyos
lados estaba abierto. Uno de los leones empujaba el barril, lo hacía rodar por la arena,
trazando un ancho círculo. La gente animó a los leones.
De repente, el casco salió del barril y se puso en pie, con aquella extraña espada
doblándose bajo su propio peso, pura impotencia. La gente siguió animando a los
leones.
Había llegado el momento de la sangre. El tonto del casco iba a morir.
Los leones soltaron sendos rugidos triunfales, pero al instante el sonido quedó
sofocado por el tronar de unos cascos, más poderoso de lo que jamás había escuchado
nunca el público.
Había llegado el monstruo.
Era el instante que Rufo había ensayado una y otra y otra vez, con el cuerpo
dolorido y la frustración del fracaso repetido. El rinoceronte era una fiera
notablemente impredecible, pero Rufo averiguó que podía juzgar el estado de humor
de aquella bestia con unos instantes de antelación, y eso era todo lo que necesitaba
para confiar en que sabía lo que iba a hacer. Cuando aquella enorme masa gris de
duro lomo cargó contra él envuelta en una nube de polvo, Rufo tiró a un lado la
espada y el casco, y pegó un brinco hasta montarse sobre sus lomos, y consiguió
mantener el equilibrio encima del rinoceronte, que seguía su carrera enloquecida y
que terminó ahuyentando a los leones hasta sacarlos de la arena.
Hecho su trabajo, la enorme bestia se detuvo en el centro de la arena, con Rufo
montado todavía sobre sus cuartos traseros. Se fue posando la polvareda poco a poco,
y Rufo se enderezó, alzó los brazos al cielo, y saludó con una profunda reverencia.
Al principio hubo un silencio casi escandalizado. Luego se oyeron los murmullos
de la conversación, los comentarios. El murmullo creció rápidamente en intensidad, y
acabó convirtiéndose en una explosión… de carcajadas.
Rufo había triunfado.
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su rostro sonriendo y calculando los beneficios que podía sacar a partir de ese
momento—. Organizaremos la próxima actuación para dentro de dos semanas. Será
como el aperitivo de la actuación principal. Al fin y al cabo, la muchedumbre querrá
que en un momento u otro haya sangre de verdad. Actuaremos en todos los circos de
Roma, y cuando ya nos hayan visto todos los ciudadanos de aquí, nos iremos de gira.
Lo veo, lo veo…
—No pienso salir a la arena otra vez. Fronto se quedó boquiabierto:
—Pero la multitud… el dinero… el… Pero… —Y se quedó mudo de repente.
—No puedo volver a salir a la arena —dijo Rufo mirando esta vez a Cupido.
Cupido asintió amablemente con la cabeza. El sí entendía a qué se estaba
refiriendo Rufo. Había gente para la cual los vítores del público eran como una droga.
Las oleadas de aplausos que llegaban desde las gradas les hipnotizaban, y cuando
salían cansados de la arena sólo vivían pensando en la siguiente actuación, incluso los
que temían que esa vez fuera la última. A otros, en cambio, aquella muralla de gritos
les helaba la sangre y les destruía los nervios. Si se trataba de gladiadores, a la
siguiente actuación terminaban muriendo, porque aquello mismo que ponía en
tensión los cuerpos de sus colegas, hacía mucho más lentas las reacciones de los
otros. Y si podían, como Rufo, elegir, no salían nunca más a actuar. Rufo había
utilizado todo su talento, hasta la última gota, para entretener a la multitud. No le
quedaba nada que darles. Nunca más.
Rufo se volvió a Fronto, que aún no había podido cerrar la boca.
—Yo no saldré nunca más a la arena —dijo—, pero puedo preparar a otros para
que salgan en mi lugar.
—¿Qué dices? —Fronto habló como si estuviera muñéndose, como si le faltara el
aire—. ¿Quieres matarme del susto, muchacho?
—Prepararé a tus animales de manera que sepan actuar con atletas y payasos,
gente capaz de divertir al público mucho mejor que yo. Y tienes toda la razón, hemos
de ir de gira. Y cuando los romanos crean que ya han visto todo lo que podían ver,
regresaremos y realizaremos ante ellos actuaciones mejores y más espectaculares. Y
usando otros animales, otras combinaciones de animales. No fallaremos.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Fronto hasta mojarle la barba.
—Eres como un hijo para mí. Sabía que podía confiar en ti, desde el primer día.
Ven, tomemos unas copas de vino y hablemos de todo eso.
Y se alejaron. Cupido se quedó mirándoles desde la sombra. Una levísima sonrisa
pareció iluminar sus labios.
***
Rufo tenía razón. La fama de su actuación inicial resultó muy atractiva para las
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masas, y enseguida llegaron a las instalaciones de Fronto muchos voluntarios que
querían participar en aquellos números. Dirigidos por Rufo, bestias y hombres
ensayaron una y otra vez, y ninguno de ellos obtuvo su aprobación hasta haber
demostrado una gran capacidad. Junto con los leones participaron en nuevas
actuaciones otros felinos, incluso algunos osos, pero a la gente le gustaba sobre todo
la aparición de los rinocerontes. Y sólo los más valientes se atrevían a saltar sobre las
anchas espaldas de aquellos monstruos, para escapar así de las garras y las fauces de
los cazadores.
Triunfaron, pero su fama no alcanzó nunca la de Cupido, cuya reputación crecía a
medida que mataba uno por uno a todos sus contrincantes. Y fueron muchos los que
murieron frente a él, sobre todo en los grandes juegos que se celebraron en memoria
del emperador Tiberio, que murió ese mismo año, el vigésimo tercero de su reinado.
Aquellos juegos se celebraron bajo el patrocinio de los dos herederos, el sobrino nieto
del emperador, Cayo, y su nieto, Tiberio Gemelo.
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Cayo César Augusto Germánico contempló las vistas que se dominaban desde el
gran ventanal de ligeras columnas que miraba hacia la casa de las vestales.
Desperezándose, pensó a qué podían estar dedicándose aquellas mujeres, aparte de
mantener viva la llama. Tal vez sería interesante averiguarlo. Desvió luego la mirada
hacia las arcadas de la fachada de la Basílica Emilia, y luego hacia los muros
externos del foro de Augusto y la cúpula octagonal del templo de Marte, y luego más
allá, hacia las villas y mansiones que se esparcían por la gran extensión arcillosa de
techos detrás de los cuales se ocultaban los barrios y pocilgas habitados por la plebe
en la zona de Subura, cuyas casas cubrían esa zona como una manta que tapa las
heridas pustulosas de las piernas de un leproso. ¿Cuántos años habían transcurrido
desde que Rómulo fundó la ciudad? Debería haberlo sabido, pero no tenía ni idea. Y
ahora todo aquello era suyo. O casi.
Se giró para mirar a la persona que le acompañaba en esos momentos:
—Bien dicho, Tiberio. Tienes toda la sabiduría de tu abuelo. Debemos concentrar
nuestros esfuerzos en las cuestiones locales que asedian como plagas la vida de
nuestros ciudadanos, antes de emprender el amplísimo plan de construcciones que
quiero iniciar. Antes de construir el arco en memoria de mi madre deberíamos
ponernos manos a la obra con el nuevo sistema de acueductos del que hemos hablado.
Sonrió, mirando a su primo. Tiberio Julio César Nerón Gemelo era, en realidad,
un joven de muy buen aspecto. E inteligente además, y uno de los más elocuentes
oradores que animaban las sesiones del Senado. Se habían hecho amigos desde el día
en que su tío abuelo, y abuelo de Gemelo, el emperador Tiberio, les invitó a su
palacio de Capri. Allí jugaron juntos, pelearon juntos y nadaron juntos, estudiaron
juntos las artes de la oratoria y el debate, y juntos recibieron buenas palizas cuando
no lograron convencer a sus superiores. Fue la genialidad suprema del emperador
Tiberio la que adivinó que, uniendo sus talentos dispares, aquellos herederos
conjuntos se complementarían y acabarían creando una Roma más grande que nunca.
Habían aprendido a gobernar.
Y la suma de fuerzas había funcionado de maravilla. En seis meses sus logros
eran muy superiores a todos los que se habían producido a lo largo de los últimos
diez años de gobierno del viejo Emperador. ¡Y cuánto poder llegaban a reunir juntos!
Cayo había disfrutado siempre del poder. Pero esto era diferente. Tenía el poder de
hacer cualquier cosa. El poder de barrer a un lado lo mundano y lo corriente. El poder
sobre la vida y la muerte. Tanto era el poder del que disfrutaba que le parecía notarlo
al circular por sus venas, como si de un elixir se tratara, una sustancia preciosa que
liberaba sus pensamientos y les permitía tener toda suerte de planes, ideas y visiones.
Pensando en toda esa brillantez sonrió de nuevo.
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Su primo le devolvió la sonrisa.
Era una pena que su querido primo tuviese que morir.
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crestas sendas plumas de águila, permanecía en pie junto a una bella diosa de cabello
moreno, vestida con una tela de color turquesa centelleante. Rufo imaginó que se
trataba de una escena nupcial, pues la pareja estaba rodeada de numerosos invitados
que vestían ropajes igualmente elegantes. Seguía espiando los frescos desde el atrio
cuando apareció Fronto por un lateral.
Su amo vio a Rufo mirando los frescos.
—¡No está nada mal, verdad! Lucrecio se gana bien la vida. ¡Quién hubiese
podido imaginar que un lugar apartado como éste iba a resultar una auténtica mina de
oro! No nos iría mal del todo si nos quedáramos una temporadita por aquí…, ¿no te
parece?
A Rufo le sorprendió el comentario. Hacía meses que el plan de la gira había
quedado cerrado. De hecho, en su última carta Fronto parecía insinuar que, en todo
caso, lo que más les convenía era abreviarla para regresar directamente a Roma, y
ganar dinero gracias a que los herederos de Tiberio estaban haciendo que los juegos
circenses cobraran de nuevo mucha fuerza.
—Tenemos casi preparados del todo los nuevos números. Los participantes están
en forma. Y tienen derecho a aspirar a que se les permita demostrar de lo que son
capaces enjugares más amplios. Así que no acabo de entender… Tú mismo me habías
dicho que se avecinaban mejores momentos de Roma para los buenos
entretenimientos.
Fronto frunció el ceño y se pasó la mano por la barba.
—Lo dije, en efecto. Pero ahora las cosas en Roma han cambiado.
—¿En qué sentido? ¿No me habías dicho que Cayo Germánico y su primo eran
unos enamorados del circo?
—Sin duda, a Cayo le encanta el circo. Nadie disfruta más que él del espectáculo.
Roma entera es un gran espectáculo, de día y de noche, y la multitud le adora por
haber dado de nuevo esplendor al circo. Pero el problema está en la clase de
actuaciones que gustan en este momento. Por cierto, el joven Tiberio ha
desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Al parecer, su abuelo confiaba en que él fuese capaz de refrenar los
entusiasmos disparatados de su primo. El viejo emperador creyó que le hacía un
honor al muchacho haciendo que compartiera con su primo su sucesión, pero de
hecho lo que hizo fue firmar su sentencia de muerte.
Rufo reflexionó un momento.
—Vaya, pero no debería constituir un problema para nosotros. Somos simples
negociantes. No nos ha de preocupar lo que les ocurra a los príncipes o a los reyes.
—Eres algo ingenuo, Rufo. Todo lo que afecte al circo nos afecta a nosotros. Y
ahora Cayo lo ha cambiado todo. Durante unos meses la gente le adoraba. Cuando
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llegó a Roma procedente de Miseno la plebe le tiraba flores a sus pies y le dedicaba
sacrificios. Y es un chico muy listo. Convocó un desfile de la Guardia Pretoriana,
hizo pagar por verlo, y destinó el dinero recaudado a los soldados, a los que Tiberio
les había dejado a deber varias pagas. De manera que ahora es improbable que
aparezca un joven comandante de la legión al frente de sus tropas para colarse por la
puerta trasera de palacio y deponerle sin necesidad de librar ninguna batalla
importante.
Rufo frunció el ceño:
—De acuerdo pero ¿por qué deberían estas circunstancias cambiar nuestros
planes? ¿No dices que es un enamorado del circo? Pues vamos a darle un espectáculo
único y que no habrá visto jamás. Tendrías que ver a Marco cuando lleva a cabo el
nuevo número…
—¿Es que no estabas escuchándome? —interrumpió Fronto—. Esa clase de
números ha terminado para siempre. Cayo no quiere fingimientos. No quiere que
salgan a la arena unos hombrecitos diminutos que huyan de unos leones más mansos
que un perrito, que parezca que se los zampan y que luego reaparezcan para saludar
al público que les recibe con grandes aplausos. Con Cayo, todo eso se terminó.
Quiere sangre. Sangre de verdad. Le gusta presenciar el combate de tullidos y
ancianos contra los más feroces gladiadores, y es la carnicería que se produce
entonces lo que le hace reír. Manda a la arena a varones de las mejores familias
romanas, gente que no ha empuñado una espada en su vida, a combatir contra sus
mejores gladiadores, y se ríe de ellos cuando los ve agonizar. Desde los últimos días
de César, no se veían carnicerías semejantes en los circos.
Rufo recordó una información leída en una de las cartas que había ido recibiendo,
y preguntó por su amigo:
—¿Y Cupido? Dijiste que había obtenido grandes victorias. Que era más famoso
incluso que antes. Sin embargo, el Cupido que yo conocí jamás habría participado en
carnicerías como las que dices que ahora se producen. Es un hombre de honor.
—Y tú eres bobo, Rufo —dijo Fronto, en tono muy amable—. Cupido no es más
que un esclavo. Puede que fuese un hombre de honor, pero ese honor quedó muy
atrás en su vida, entre las cenizas de la casa donde vivía el día en que fue capturado.
Combate contra quien le dicen que combata, aunque…
—¿Aunque…?
—Pero también Cupido es bobo —dijo Fronto encogiéndose de hombros—.
Podría ser hoy mismo uno de los favoritos del emperador, sólo tenía que dedicarse a
hacer lo que hace mejor que nadie: matar, y matar con mucha clase. Pero Cupido no
quiso hacerlo así. El día en que le enviaron a combatir contra un grupo de ancianos,
debería haber jugado con ellos como el gato juega con el ratón, para diversión de
Cayo y de su pandilla de sicofantes. Pero él prefirió ignorar a aquel hatajo de viejos.
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El muy necio se mantuvo al margen, dejó que la matanza la llevaran a cabo sus
ayudantes, y él se puso a hacer ejercicios a cierta distancia, sin implicarse. A la
muchedumbre su actitud le provocó hilaridad, pero Cayo creyó que la gente se estaba
riendo de él. Tan mal se sintió, que decidió castigar a Cupido, y organizó un nuevo
combate en el que tu amigo debía enfrentarse esta vez a un grupo de nobles
pertenecientes al grupo de los que, desde que Cayo ocupa el poder, se han ido
arruinando. Cayo supuso que incluso aquella pandilla de desdichados presentarían
batalla, que le proporcionarían en la arena un entretenimiento adecuado. Pero ¿sabes
qué hizo el joven Cupido? ¡Qué exhibición! Cruzó el grupo como una exhalación,
blandiendo y descargando su espada, de manera que en pocos instantes los sacrificó a
todos. No hubo un verdadero combate, no les dio tiempo a defenderse. Cuando todo
hubo terminado, Cayo no tuvo más remedio que ponerse en pie y aplaudir con el
resto del público, por no parecer estúpido. Pero Cayo no se lo va a perdonar, y
Cupido podría pasarlo mal.
Rufo pensó en el dolor que había visto alguna vez en los ojos de color gris
tormenta de Cupido, en los demonios interiores que se agitaban en el corazón de su
amigo.
—¿Y no puedes hacer nada por ayudarle?
—La única persona que puede ayudar a Cupido —dijo Fronto sacudiendo
negativamente la cabeza— es el propio Cupido. Y bien. Nosotros hemos de volver a
lo nuestro. Cayo ha decidido que el antiguo circo Tauro está pasado de moda, le está
diciendo a todo el mundo que no piensa volver por allí. Pero como el emperador no
es el único que puede organizar unos juegos, vamos a organizarlos nosotros con
nuestros amigos. Todavía nos queda algún amigo en Roma. Sobreviviremos.
Y regresaron a Roma, donde, al llegar, se enteraron de que los ciudadanos del
imperio llamaban al joven emperador por su nuevo nombre.
Calígula.
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Estudió detenidamente su imagen en el gran espejo plateado. En efecto, una
nueva arruga surcaba su frente. ¿Y, encima, no se le estaba aclarando el cabello otro
poco más, justo en la parte anterior de su cabeza? Se giró para mirar esa zona desde
otro ángulo, pero ni siquiera así pudo estar seguro del todo. Hizo un ademán para
despedir al esclavo y se volvió hacia los dos hombres que aguardaban en el centro de
la sala, ostensiblemente nerviosos.
El sudor resbalaba formando riachuelos a ambos lados del rostro de Nigrino,
arrancando del pelo para resbalar hasta sus orejas grandotas. Aquel hombre había
engordado horriblemente. Las carnes de las mejillas le caían por debajo de la
mandíbula formando sucesivos pliegues que se le apelotonaban hasta el pecho, y ni
siquiera la carísima toga que vestía podía esconder el bulto enorme de su tripa. Más
que un cónsul de Roma parecía el Hipopótamo de Roma.
Como mínimo, Próculo sí parecía un auténtico romano. Sus rasgos marcados y su
nariz aguileña eran señales evidentes de un linaje que se remontaba varios siglos
atrás. Era una pena, sin embargo, que su talento no estuviese a la misma altura que su
pasado familiar.
Al principio había parecido todo la mar de sencillo. En cuanto se hubiese librado
de su primo, las cosas volverían a ocupar cada una su sitio, y no habría ningún
obstáculo que se opusiera a la grandiosidad de sus planes. Pero las cosas terminaron
saliendo mal. La culpa la tuvo el Senado, por supuesto.
—No te he pedido, Nigrino, que vengas a decirme lo que no puedes hacer, sino
que me demuestres de qué eres capaz. Te he apoyado y he conseguido que fueras
nombrado cónsul porque me prometiste el control del Senado. Y ahora acabo de
descubrir que el Senado ha vuelto a poner obstáculos en mi camino.
El emperador trató de evitar que se le alterase la voz. Sabía que, cuando se
irritaba, podía parecer muy petulante, pero le resultaba imposible no perder los
nervios cuando tenía que tratar con imbéciles.
—Pero, César… el problema está en el coste. Si se tratara de un solo palacio, si
hablásemos de sólo un palacio en lugar de hablar de una docena… Y el arco triunfal,
el que ha de conmemorar la memoria de tu madre, es colosal, jamás se ha construido
ninguno tan grande… Y tu generosidad para quienes han visto su hacienda arruinada
por culpa del fuego es admirable, pero no hay modo de pagarla. Y los grandes juegos
que patrocinas están resultando ruinosos. Al Senado no vamos a poder arrancarle más
dinero, por poco que sea.
Próculo habló en tono truculento. Le había fastidiado mucho que le recordasen
quién había pagado los sobornos gracias a los cuales había obtenido aquel cargo
honorífico.
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El emperador notó que le atacaba de nuevo la jaqueca. A veces tenía la sensación
de que se le estaba partiendo la cabeza en dos. Tendría que pedirle a Agripina que le
preparase otra de sus pociones, con eso se arreglaría el dolor. Lo cierto era que la
última vez no había resultado tan eficaz como de costumbre, y de hecho hizo que se
sintiera un poco raro. Se frotó las sienes, como si así pudiera impedir que el dolor
cesara.
—¿Así que Roma debe creer que no lloro a mi madre? ¿Debe creer que carezco
de la voluntad necesaria para conseguir que se termine por fin el templo en honor del
divino Augusto, que a día de hoy no es más que un socavón en la tierra, un agujero en
el que no han empezado a colocar un solo ladrillo? ¿Pasaré a la historia como un
pordiosero? ¡No! Encontrarás la manera, Próculo, y si no la encuentras dejarás de
ocupar el puesto de cónsul, porque ya no tendrás cabeza. Si necesito buscar a alguien
para que te reemplace, puedo encontrarlo en mis cuadras. Incitato, uno de mis potros,
podría hacer de cónsul tan bien como cualquiera de vosotros. ¡Fuera de aquí!
¡Qué injusto era todo! Tanto eso, como la inquietud que comenzaba a notar en el
pueblo romano. Parecía que el circo ya no les satisfacía. Tendría que hablar con los
organizadores y encontrar alguna cosa que fuese verdaderamente espectacular. Algo
que fuera muy diferente. Eran tantos sus planes… Necesitaba tanto dinero para
llevarlos a cabo… Había proscrito a un gran número de nobles, y les había confiscado
todos sus bienes. Y le quedaban muchos nobles aún. Pero las calles comenzaban a
estar repletas. ¿Y si…? Fue como si el rayo de Júpiter se hubiera cruzado en su paso.
De repente tuvo una luminosa idea. Claro que sí… Era perfecta. Y solucionaba dos
problemas de una sola vez… Así vaciaría las cárceles y entretendría al pueblo, de
golpe.
***
Para Rufo actuar de nuevo en el circo Tauro fue como volver al hogar. Las gradas
del viejo estadio estaban sólo medio llenas, pero enseguida corrió la voz entre
aquellos romanos a los que les gustaban no sólo los espectáculos brutales, sino
también y sobre todo los sorprendentes. Y la gente volvió al circo.
Ahora bien, Fronto necesitaba mucha actividad para que su negocio floreciera.
Era un tratante de animales, y con Calígula jamás había suficientes fieras.
—El problema ya no consiste en ver a quién le vendo mi ganado —se quejaba
Fronto—. Hay intermediarios del emperador por todas partes. Vienen a nuestras
instalaciones acompañados por media docena de guardias pretorianos, y señalan y
dicen, «Quiero éste, y ése y aquél…» Y se largan sin decir nada más. No me quejo, el
emperador paga los mejores precios. En fin, Rufo, tendrás que llevarte al león grande
de melena oscura, no me refiero a Africano, sino al otro, y también un par de
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leopardos y a ese otro parecido a un perrito faldero, y te vas con todos ellos al nuevo
circo que está junto al cuartel general de los pretorianos. Van a utilizarlos en no sé
qué gran espectáculo que se le ha ocurrido al emperador. Participará Cupido, puedes
aprovechar para hablar con él.
Al llegar a la arena Rufo vio primero a Sabatis y a algún otro gladiador de la
escuela de Cupido. Estaban preparando sus armaduras y sus armas; pero no vio a su
amigo entre ellos, y decidió regresar al día siguiente. De manera que antes de irse se
acercó a los hombres que cuidaban de los animales y se ofreció voluntariamente a
prestarles ayuda si la necesitaban. Gracias a su única actuación ante el público del
circo, Rufo había conquistado la fama entre los hombres que cuidaban y daban de
comer a los animales del circo, y su ofrecimiento fue muy bien recibido.
Cuando a la mañana siguiente se presentó, le sorprendió comprobar que muchas
de las jaulas de los animales estaban ahora llenas de varios grupos de aterrorizados
prisioneros hambrientos y harapientos.
—Son todos ellos noxii, criminales que han sido condenados a muerte. El
emperador ha decidido que sean ejecutados en el circo, para que el populacho
contemple su muerte —le explicó el encargado de los animales—. Son gentuza,
plebeyos en general, pero he oído decir que entre ellos hay algunos nobles que
tramaron un complot contra el emperador. Y él en persona vendrá al circo para verles
morir en la arena.
Faltaba un buen rato para que diese comienzo el espectáculo, y Rufo intentó
localizar a Cupido antes de que el gladiador iniciase los preparativos para su
actuación. Encontró al rubio Cupido sentado junto con otros gladiadores de su
escuela, pero su amigo se puso en pie en cuanto vio a Rufo, y se fue con él a caminar
hacia la entrada principal, y desde allí contemplaron a la gente que comenzaba a
ocupar las gradas.
—Míralos —dijo Cupido, en tono despectivo—. Son igual que corderos. No se
mueven en todo el día, ni siquiera para ir a mear, por miedo a que alguien les robe su
sitio en las gradas, o por si se pierden un buen chorro de sangre derramada.
Rufo estudió a su amigo mientras permanecían a la sombra del pasillo de entrada.
La luz que penetraba hasta allí desde la dorada arena creaba zonas tenebrosas y simas
profundas en el bello rostro de Cupido, que parecía mucho mayor que de ordinario.
Una sombra oscura que se dibujaba en torno a los ojos hacía pensar en que quizá
llevaba muchas noches en blanco, esperando la llegada de un sueño reparador que por
alguna razón se le resistía.
—Me ha contado Fronto que te has hecho más famoso que nunca —dijo Rufo
animadamente, tratando de romper el maleficio—. Pero que vives tan bien que
acabarás engordándote y habrá que empujarte en un carro para llevarte al centro de la
arena…
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Cupido miró a Rufo enarcando una ceja:
—Pues según Fronto, tú eres mucho más famoso que yo, pero solamente en
lugares donde la gente apenas se baña dos veces al año y donde jamás ha visto nadie
una actuación de circo auténtica.
—Sí —rió Rufo—. Y Fronto sigue siendo el mismo mentiroso de siempre.
Rufo le contó al gladiador sus viajes, los sitios por donde había pasado, los
grandes triunfos en circos pequeños, y lo bien que funcionaba el grupo de artistas y
animales, que habían terminado creando un espectáculo merecedor de las grandes
arenas de Roma.
—Pero parece que en Roma nadie quiere ahora esa clase de espectáculos. Fronto
dice que el emperador no está interesado en algo que entretenga, que sólo quiere
sangre.
—¿Eso te dijo Fronto?
—Sí. Quería que nos quedásemos en Pompeya. Tiene miedo de que nuestras
fieras, después de haber aprendido a realizar esos números tan complicados, no sirvan
en Roma más que para el sacrificio y la muerte.
—Me parece que se equivoca. Es verdad que jamás se derramará sangre
suficiente para complacer al emperador, pero Calígula devora el arte y el espectáculo
en cualquiera de sus formas. Se rodea de actores y cantantes, no sólo de gladiadores,
y pasa tanto tiempo en el teatro como en el circo. Actuar en su presencia puede
suponer cierto riesgo, naturalmente, pero si obtuvierais el favor del emperador habría
dado un paso valiosísimo y muy útil.
—¿Y tú, Cupido, has conquistado al emperador?
—Para matar a los viejos encanecidos y los críos que no tienen estatura suficiente
para ponerse una toga, no me necesita. Cualquiera vale para matar a esos pobres. Y
hay montones de gente dispuesta a distraerle de esa manera.
—Fronto me dijo que te la jugaste cuando no cumpliste al pie de la letra los
deseos del emperador en la arena.
—¡Y qué sabrá lo que hay que hacer en la arena ese estafador rollizo que apesta
peor que los búfalos! —replicó Cupido sin alzar la voz—. Yo, como todos los
gladiadores, me enfrento a la muerte cada vez que cruzo esas puertas. Los que
sobrevivimos lo conseguimos por méritos propios. ¿Acaso cree que, como no sea por
la intervención de los dioses, el circo puede llegar a convertirse en un sitio más
peligroso de lo que ya lo es ahora?
—Quizá, Cupido, llevas tú razón, y él es quien se equivoca —admitió Rufo—.
Pero ¿no me habías dicho siempre que para sobrevivir hay que mantener el nivel de
riesgo lo más bajo posible, de forma que seas capaz de controlar ese riesgo? Por eso
creo que deberías considerar el hecho de que, si complaces al emperador y le das lo
que te pide, podrás sentirte más seguro. Piénsalo.
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—A veces —dijo el gladiador, negando con la cabeza—, el orgullo, aunque sea el
orgullo de un esclavo, debe ser quien decida qué debe y qué no debe hacer un
hombre. Antiguamente yo luchaba para sobrevivir, porque me enfrentaba a hombres
capaces de matarme. Desde el fallecimiento de Tiberio, he dejado de ser un
combatiente para convertirme en un verdugo. Hoy mismo, cuando entre ahí, podré
elegir, y tomaré la decisión, sea la que sea, solamente cuando vea a mis contrincantes.
Y esa decisión no la cambiaré por nada, y el emperador tendrá que aceptarla.
Más tarde, examinando los pasillos y las rampas de acceso a la arena del circo,
Rufo notó mucho movimiento en las jaulas donde guardaban a los delincuentes.
Habían entrado unos guardias que los iban separando en grupos de cinco o seis, y
enseguida los iban enviando hacia la arena. Los desdichados rezaban o pedían
clemencia. Rufo observó a uno de los encargados que elevaba un palo en el aire y
descargaba un golpe contra uno de los presos, al que arrancó un aullido de dolor.
Muchos presos ya estaban heridos, y la sangre brotaba de unas heridas que nadie
había tratado de cerrar. Cuando el primero de los grupos ya se había encaminado a la
arena, oyó que daban la orden de soltar a los leones.
Los gritos resultaban insoportables, incluso oídos desde abajo, en las profundas
tripas del circo.
Rufo había oído y visto morir a muchos hombres, pero los sonidos que ahora le
llegaban no parecían salir de ninguna garganta humana. No era sólo el potente
volumen, que permitía comprender el insoportable dolor, el horror inimaginable, sino
sobre todo la duración de la agonía, que le agarraba el corazón y lo apretujaba como
si fuese un puño de hierro. Parecía imposible que una persona pudiese emitir esos
sonidos tan espantosos durante tanto tiempo.
Al cabo de una hora, con los sentidos embotados, a Rufo le parecía seguir oyendo
aquellos gritos penetrantes de unos hombres que morían en medio de un dolor
increíble. Abajo, seguían seleccionando grupos de presos en las jaulas, pero el llanto
había cesado. Nadie suplicaba ya. Eran hombres carentes de toda esperanza. Sabían la
suerte que les aguardaba y, sin embargo, no hacían nada por escapar de ella. Como si
su mente embotada no pudiera aceptar lo que iba a ocurrirles, y hubiese cortado todo
vínculo con la realidad.
Para Rufo, sin embargo, no había ningún rincón en donde refugiarse. Su mente no
se cerraba a la percepción de los gritos, y estaba verdaderamente convencido de que
si no salía de aquellas tinieblas iba a volverse loco de verdad. No podía soportarlo ni
un instante más. Subió los peldaños tambaleándose, avanzó por los pasillos, y llegó al
sitio donde hacía un rato había estado charlando con Cupido. Jamás olvidaría lo que
vieron entonces sus ojos.
La arena del circo parecía un matadero.
Una docena de leones y leopardos disfrutaba de un festín con los cadáveres de sus
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presas. Pero Rufo comprendió que aquel banquete de carne humana distaba mucho de
haber saciado a las fieras. Sus movimientos eran letárgicos, y masticaban la carne y
los huesos mecánicamente, más por costumbre que por hambre.
Se volvió de espaldas al espectáculo en el momento en que conducían al último
grupo de presos hacia la arena, donde se iban a encontrar con su destino, pero en el
postrer momento su mirada se vio atraída por la figura de un hombre vestido con una
túnica carmesí que permanecía medio tumbado en el trono, rodeado de una numerosa
guardia. Incluso desde el otro extremo del circo Rufo vio que Calígula era un hombre
de aspecto imponente, que le sacaba media cabeza a todos los que le rodeaban. Y
notó también otra cosa que le llamó poderosamente la atención: aquel hombre, tras
haber visto en los últimos minutos cómo unas fieras desgarraban a un centenar de
cautivos, estaba muy aburrido. Sin la menor duda, pensó Rufo. Incluso vio bostezar al
joven emperador. Observó que se miraba la manicura de sus uñas. Que parloteaba con
el senador que estaba sentado a su izquierda. Y cuando volvieron a oírse aquellos
gritos desgarradores, apenas pareció volverse para contemplar el espectáculo.
El cual, no obstante, tenía en la multitud que le rodeaba el efecto contrario. Los
espectadores disfrutaban viendo cómo se quebraban los huesos de las víctimas.
Aullaban de placer viendo cómo se desgarraba la carne. Reían a carcajadas cuando
los gritos de dolor crecían en intensidad. En tiempos de Tiberio, esos mismos
entusiastas del circo habían visto en la arena la muerte de docenas de hombres que
caían en combates, de uno contra uno, o en algunas grandes batallas de gladiadores.
Pero el nuevo emperador les había proporcionado una cosa nueva que no habían visto
jamás: sacrificios humanos a gran escala.
Hasta que en cierto momento cesaron los gritos. Las fieras fueron conducidas en
rebaño fuera de la arena y, con el rostro empalidecido, Rufo se reunió con los demás
trabajadores y participó en la horripilante tarea de limpiar la arena de restos humanos.
Para evitar que le afectara el hedor que producían los centenares de intestinos
reventados, Rufo procuró respirar por la boca, pero incluso así se le llenó la garganta
de un ardor tan intenso que era como si pudiese notar el sabor de la porquería
hedionda que flotaba en el aire. Trató de no mirar fijamente los restos humanos, pero
por mucho que tratara de impedirlo, su mente identificaba el origen de cada uno de
los trozos de carne inanimada que iba recogiendo con sus dedos.
Terminada la ingente tarea, echaron arena limpia encima de los charcos de sangre,
no tanto para disimular lo ocurrido como para que los nuevos actores de aquella
tragedia repulsiva inventada por el emperador, pisaran con firmeza a la hora de
demostrar sus habilidades mortíferas.
Porque ahora les había llegado el turno a los gladiadores.
Rufo observó a todos y cada uno de los que pertenecían a la escuela de Cupido
conforme comenzaban a trotar hacia el interior del circo. Sabatis, con sus hombros de
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búfalo y su cota de malla, oculto el rostro tras un casco de mimillo, un nombre que
describía el casco, que tenía forma de cola de pez; Flamma, el lancero sirio, veterano
de montones de combates, que lucharía bajo la protección de un casco que le dejaba
el rostro al descubierto, y cuyo estilo quedó pasado de moda hacía al menos diez
años; y el pequeño Níger, el retiarius, con la red en una mano y el tridente en la otra.
Y por fin el gladiador dorado en persona.
Cupido tenía un aspecto magnífico. Si notaba sobre sí el peso de la expectación,
lo disimulaba bajo la máscara dorada, y en su cuerpo no se podía percibir, cuando
salió corriendo hacia el centro, la menor huella de hartazgo. No llevaba ninguna clase
de protecciones en el cuerpo, pero los reflejos del sol en la musculosa piel aceitada le
proporcionaban una apariencia mucho más marcial que la de cualquiera de sus
compañeros, pese a los bruñidos metales con que los demás se protegían. Cupido se
plantó en el centro de la pista, alta la cabeza bajo el casco dorado, firme la espada
larga en su mano izquierda. Parecía lo que era. Una máquina letal.
¿A quién matará hoy?, se preguntó Rufo.
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Una falange de gladiadores en perfecta formación apareció al otro lado de la
arena del circo, entrando por una puerta situada justo enfrente de donde estaba Rufo.
Avanzaron al trote, volviendo el rostro hacia el emperador. Rufo contó incrédulo su
número: ocho, diez… hasta catorce en total. Cupido y los suyos estaban en franca
desventaja numérica.
Con los cascos de grifo característicos de la infantería ligera tracia, y las escamas
de cuero que adornaban sus lorigas, los enemigos tenían todos la misma estatura y
una corpulencia similar, así que daba la sensación de que les hubieran elegido para
tirar de un carro. De repente, y todos a una, pusieron rodilla en tierra y gritaron: «Ave,
Casar, morituri te salutant».
Por su parte, Cupido y los suyos permanecieron en silencio, y de ellos sólo salió
el golpeteo metálico producido por Sabatis, que ajustó la protección de su hombro.
La actitud desafiante hubiese debido ofender a Calígula, pero éste se limitó a
sonreír muy levemente y hacerle una seña al director del espectáculo, que proclamó
al instante y en voz bien alta:
—Que comience el combate.
El público no estaba enterado de la circunstancia, pero el emperador había
dispuesto que aquel combate no se iba a regir por las mismas normas que los demás.
Menandro, el jefe de los tracios, había recibido un mensaje cuando se encontraba con
su grupo en la sala de armas: «Dice el emperador que debéis emplearos muy a fondo
y que espera de vosotros que descarguéis golpes capaces de provocar el máximo
dolor y los mayores destrozos posibles en vuestros rivales. Si Cupido no acaba
pagando hoy por los insultos que ha lanzado contra el emperador, serás tú quien
pague por él».
No iba a ser un día de muertes rápidas.
Formando dos filas, los tracios avanzaron hacia sus contrincantes y, una vez cerca
de ellos, formaron un círculo a su alrededor. Pero en cuanto comenzaron a transcurrir
los primeros minutos se fue haciendo evidente que la estrategia ideada por Menandro
no sería tan fácil de ejecutar como él había imaginado. Los gladiadores se colocaron
espalda contra espalda y en esa posición se aprestaron al combate; de este modo, su
lado más desprotegido quedaba cubierto por el compañero. Y cada vez que los tracios
trataban de impedir que usaran esa forma de protegerse mediante ataques por el
flanco o a base de ataques fingidos, los gladiadores reaccionaban uniendo más aún
sus espaldas la una contra la otra.
A la voz de mando de Menandro, dos de los tracios, situados en extremos
opuestos del círculo, se lanzaron directamente contra los gladiadores, ambos a la vez.
La idea de Menandro consistía en que los dos alcanzaran las posiciones que cubrían
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Cupido y Flamma, el lancero, de manera simultánea, para que de esta manera el
pequeño grupo se abriese, haciendo que los gladiadores fuesen vulnerables a los
ataques individuales. Pero de forma casi imperceptible, dando juntos unos pocos
pasos, fue la pareja formada por Níger y Salamis la que les hizo frente.
El retiarius hizo volar su red mediante un giro súbito de su muñeca, y el primer
tracio cayó de bruces a sus pies. Níger necesitó un simple movimiento para clavar su
tridente en el cuello del soldado tracio, recuperó enseguida la red, y ocupó de nuevo
su posición frente al enemigo. En ese mismo instante, Sabatis aplastó con su escudo
el rostro del otro tracio justo cuando cargaba contra él, y le hizo retroceder. Luego,
con un solo golpe, aprovechando que su rival se tambaleaba hacia atrás, le clavó su
gladius en el vientre, que había quedado al descubierto, y el soldado cayó y quedó
retorciéndose de dolor en el suelo, mientras la sangre brotaba de la herida como si
fuese vino saliendo de una bota de cuero reventada por un pinchazo.
La multitud rugió aprobando el espectáculo que había visto, y el anillo de tracios,
que acababa de perder dos unidades, retrocedió. Menandro echó una ojeada hacia el
lugar donde Calígula presenciaba el combate, observó la frialdad de su mirada, y notó
un estremecimiento a lo largo de su espalda.
Rufo se fijó en las dudas del jefe tracio, y supo que Cupido, que se dejaba
gobernar por su instinto, también había notado esa circunstancia. Pero los cuatro
gladiadores seguían enfrentándose a una docena de tracios.
Menandro comprendió que los ataques individuales terminarían causando poco a
poco bajas entre sus hombres, y una creciente frustración en el emperador. Tenía que
jugársela de una sola vez, y aprovechar su ventaja numérica. «A formar filas», ordenó
a sus hombres.
Se deshizo el anillo y los tracios formaron en dos filas, con sus escudos
rectangulares muy juntos, como una pared sólida. Menandro se colocó en el extremo
izquierdo de la primera línea y gritó: «¡Avanzad!»
Frente a la clásica táctica de combate adoptada ahora por los legionarios, el
sistema defensivo por parejas que había utilizado anteriormente Cupido no iba a ser
eficaz, pensó Rufo. En cuanto las dos líneas de atacantes alcanzaran el grupo de
gladiadores, tratarían de buscarles los flancos, y mientras que la primera línea de
tracios ponía a prueba la defensa de los gladiadores y aceptaba perder unidades, la
segunda línea podría explotar fácilmente los huecos que tenían que abrirse por fuerza
en la defensa de los gladiadores.
En ese momento Cupido y los suyos estarían perdidos.
Cupido sabía que ese momento iba a llegar, tarde o temprano. Y antes de que
comenzara el combate había confiado en haber causado más de dos bajas entre los
tracios, quizás haber logrado matar al propio Menandro: Y sólo después se vería
forzado a cambiar de táctica. Pero no había sido así.
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—¡Flamma! —dijo sin alzar mucho la voz.
El sirio hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento.
—Esperad a que os dé la orden para actuar. Les dejaremos algo confundidos,
apenas unos instantes. Y seguramente uno o dos de ellos cederán. Atacad hacia abajo.
¡Que griten pidiendo auxilio a sus madres!
Cupido esperó. Y cuando las dos líneas de atacantes se encontraban apenas a diez
pasos de su grupo, por fin dio la orden:
—¡Romped!
El grupo se abrió de repente. Sabatis y Níger salieron hacia la izquierda, mientras
que el gran mimillo se posicionaba justo en el flanco de la primera línea tracia, y
Cupido se desplazaba a la derecha, para posicionarse en el otro flanco. Tal como
Cupido predijo, los hombres de Menandro vivieron unos momentos de desconcierto y
no supieron cómo reaccionar. Ambas líneas de tracios se detuvieron, incapaces de
pensar de qué modo defenderse ante la amenaza que sufrían sus dos flancos a la vez.
Estos instantes de confusión bastaron para que Flamma se enderezara, buscara
una posición equilibrada, y se preparase para lanzar su arma. La primera jabalina
alcanzó en los riñones a uno de los tracios de la primera línea de ataque, y la punta en
forma de hoja se clavó justo en una arteria. El soldado cayó de golpe al suelo, donde
estuvo retorciéndose un rato, en medio de terribles gritos de dolor.
La segunda de las lanzas ya estaba en la mano de Flamma antes incluso de que la
primera hubiese penetrado a fondo en su víctima. Buscaba alcanzar a su nuevo
objetivo entre las costillas, pero el escudo del tracio alcanzó esta vez a desviar la
punta hacia abajo, le atravesó el lino que vestía bajo las protecciones de cuero, y fue a
clavarse en la cara superior de su muslo, dejándolo completamente cojo.
Los gritos de dolor desconcertaban aún más a los tracios cuando, con enorme
rapidez, Flamma, armado ahora con una daga solamente, tomó posiciones justo detrás
de su jefe, un poco a su derecha.
Menandro soltó una maldición entre dientes. Había que acabar con aquel juego
del gato y el ratón. Ordenó a sus hombres que se dividieran en tres grupos, y luego les
lanzó al ataque. El propio Menandro se unió a la formación que dirigió su amenaza
contra la pareja formada por Cupido y Flamma.
El primero de los nuevos ataques le costó a Menandro la vida de uno de sus
tracios, al que Cupido le clavó la larga espada en la garganta, y dejó a otro tratando
de curarse la fea raja que se llevó por haber subestimado la habilidad de Flamma con
la daga.
Rufo se había quedado tan hipnotizado por los ataques contra Cupido, que apenas
si se fijó en lo que ocurría en el resto de la arena. Pero en este momento se dio cuenta
de que los tracios que atacaban a Sabatis y a Níger, muy superiores en número,
habían sido muy eficaces. El pequeño Níger se había llevado tres buenos cortes, y
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trataba con dificultad de mantener a raya a sus numerosos oponentes. Cuando por fin
Rufo se fijó en él, el retiarius clavó su tridente en el pecho del más próximo de los
tracios. Pero en ese mismo momento estaban atacándole los demás, y acabó cayendo
a tierra en medio de un diluvio de golpes. Por encima del griterío de la muchedumbre,
Rufo percibió con náuseas el ruido de las hojas de las espadas clavándose en la carne,
quebrando los huesos, hasta que al final uno de los tracios cogió por los cabellos la
cabeza de Níger y, tras cortarla de un tajo, la alzó hacia la tribuna desde donde
Calígula contemplaba el espectáculo.
Por su parte Sabatis, el gran Sabatis, lo había dado todo en el combate. Tres de
sus rivales se arrastraban por la arena o trataban de escapar gateando mientras él,
clavada la rodilla en tierra, moría de asfixia escupiendo borbotones de sangre que
manchaba la arena, con el corazón alcanzado una docena de veces, pero negándose
todavía a morir.
Sólo Cupido se había librado de sufrir cualquier herida. Flamma en cambio se
llevó un enorme tajo en el brazo con el que sostenía la daga. Estaba completamente
indefenso.
Menandro ordenó al resto de sus hombres, a los que muy a su pesar se habían
unido ahora los que habían matado a Níger, que acecharan a Cupido todos a la vez,
tratando así de distraer su atención mientras él mismo le buscaba el flanco. Cupido
comprendió cuáles eran sus intenciones, pero se enfrentaba a cuatro espadas y no
podía prestar ninguna atención al nuevo ataque de Menandro. Viendo un par de
huecos, Cupido lanzó sendos golpes con su espada, primero a la derecha y luego a la
izquierda, y logró clavarla sucesivamente en el cuello de dos de los tracios, aquellos
cuya posición los hacía más vulnerables. Pero al actuar así quedó al descubierto del
lado por donde pensaba atacarle Menandro, que no necesitaba ninguna invitación
para hacerlo.
El comandante tracio lanzó su espada contra las costillas de Cupido, cuya espalda
se encontraba ahora al descubierto, con la intención de clavarle la punta en plena
espina dorsal. Pero no había contado con Flamma. El pequeño lancero interpuso su
cuerpo entre la espada de Menandro y el cuerpo de su jefe, y se llevó todo el golpe en
el cuello. Murió al instante. El sacrificio de Flamma proporcionó a Cupido el instante
que necesitaba para repeler el ataque de los dos tracios que trataban de asediarle de
frente. A uno de ellos le cortó la retirada de una acometida, mientras el otro, con los
ojos aterrorizados, huía, dejando caer su arma en su precipitada carrera.
Durante un instante Cupido se quedó muy quieto, con los hombros hundidos.
Rufo vio el jadeo del pecho respirando cansado, agotado por el esfuerzo enorme del
combate, que ya era muy prolongado, y los riachuelos de sudor que al resbalar se
abrían paso por entre las manchas de la sangre que sus enemigos heridos habían ido
salpicando sobre su cuerpo, formando complicados dibujos.
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El gladiador dorado alzó la vista hacia el sitio donde se encontraba Calígula, vio
en su rostro una confusa mezcla de ira y frustración, y enseguida se volvió hacia
Menandro.
El combate definitivo duró menos de un minuto. Menandro sabía que no tenía
nada que hacer frente a Cupido. Mostraba en el rostro un gesto taciturno, y tenía los
pies pesados, como si fuesen incapaces de dar un paso más. Cupido, sin darle la
menor importancia, interpuso una pierna entre las del tracio y le hizo dar una vuelta
de campana por los aires, dejándolo caer a su espalda como si se tratara de un
principiante. De modo casi despreocupado, puso la punta de la espada bajo el mentón
de Menandro, obligándole a alzar la cabeza y dejando su garganta al descubierto.
La máscara dorada de ojos vacíos se volvió hacia el público. El emperador
aguardaba, las manos apretadas en la barandilla. Por fin se decidió, y Calígula levantó
el pulgar y luego, ostentosamente, lo encerró dentro del puño, ordenando a Cupido
que guardase la espada.
Los ojos de Cupido, ocultos tras su máscara dorada, no dejaron un instante de
mirar a los del emperador. Su mirada se mantuvo atada a la de Calígula cuando se
apoyó con todo su peso en la espada, y la clavó en el cuello de Menandro, cuya carne
y cuyos huesos atravesó sonoramente. El ruido se pudo oír muy bien desde la grada.
El silencio que siguió era sólido como un objeto. Diez mil corazones paralizados
no se atrevían a latir. Diez mil bocas no se atrevían a respirar. Rufo esperó al igual
que los demás, paralizado por el miedo. Jamás podría Calígula perdonar ni olvidar
semejante insulto. Todos y cada uno de los ojos de los espectadores que llenaban el
circo se habían fijado en la figura del emperador, estaban esperando a que ordenase a
los pretorianos que salieran a la arena empapada de sangre para vengarle.
Los segundos fueron convirtiéndose en minutos, la tensión se fue haciendo
insoportable. Sobre su cabeza, Rufo escuchó los sollozos de alguien.
El emperador se puso en pie. Había recuperado la compostura y su rostro parecía
una máscara, tan inexpresiva como la máscara de oro que ocultaba la cara de Cupido.
Lentamente levantó los brazos… y unió de golpe las palmas de sus manos haciendo
un ruido que resonó a través del circo como un trueno, y volvió y volvió y volvió a
juntarlas, hasta que el público entendió la actitud de Calígula, comprendió que no
había decretado una sentencia de muerte, sino que estaba batiendo palmas,
aplaudiendo al esclavo que había sido capaz de sobrevivir al combate.
Rufo captó la confusión del propio Cupido cuando el aplauso de todo el público
le premió. Sabía que el joven germano creía que iba a morir, quizás incluso lo
esperaba. El gladiador sacudió levemente la cabeza, como si tratara de despejarse, y
comenzó a salir caminando lentamente, sin volverse una sola vez a mirar atrás,
mientras el público le vitoreaba gritando su nombre:
—¡Cupido, Cupido, Cupido!
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El pánico atenazaba el corazón de Rufo. Corrió al otro extremo de la arena para
reunirse allí con su amigo, pero una figura vestida con una toga refinada se interpuso
en su camino.
—Vaya, si es el protegido de Fronto. ¿Qué tal, joven, te ha gustado el
espectáculo?
Se trataba de Narciso, que le hablaba en voz baja. Sus ojos de color azul cobalto
poseían unas cualidades hipnóticas casi imperceptibles pero indudables. Le sonreía,
con su alta frente calva como un huevo, pero perlada de gotitas de sudor.
—¿No te parece que ese apuesto gladiador ha ofendido al emperador? Cualquier
hombre sensato habría muerto heroicamente, no sin haber entretenido al público. Es
lo que se suponía que debía ocurrir. Magnífica simetría, que no habría hecho sino
añadir más brillo a su nombre. Ahora, en cambio…
—Lo siento… debo irme —dijo Rufo, tratando de disimular sus sentimientos.
—Oh, claro. Ya me lo dijo tu amo, eres muy amigo del valiente gladiador.
¿Quieres ayudarle a celebrar esta carnicería? Tal vez no sea lo más adecuado en tu
caso. ¿Acaso no aprecias mi compañía?
—No es eso en absoluto —dijo Rufo, que seguía sin alcanzar a comprender por
qué razón quería Narciso retenerle.
—Entonces, quédate un rato conmigo, háblame de ti. Sin duda, tuviste otro amo
antes de pertenecer a Cornelio Aurio Fronto. Algún pasado debes de tener…
Rufo le miró a los ojos.
—Vaya, qué despiste el mío. No me he presentado. Soy Tiberio Claudio Narciso,
y soy griego, nací en Pidna. Antaño fui esclavo, como tú. Ahora he sido liberado por
el senador Tiberio Claudio Druso Nero Germánico, sobrino del fallecido emperador.
Y soy su secretario, y realizo cualesquiera tareas que él desee encomendarme. Es un
gran hombre, un ser magnífico. No hagas caso de las habladurías que corren por ahí.
Narciso se inclinó hacia Rufo hasta pegar sus labios al oído del esclavo.
—No sólo tu amigo corre peligro. El gladiador ha tomado la decisión que le ha
parecido oportuna. Harías bien dejando que todas las consecuencias de su acto
recayeran sobre él solamente. Es una lástima; podría haberme sido útil, y yo le
hubiese sido útil a él. Pero no aceptó el favor que le propuse. No cometas la misma
equivocación.
—Debo irme a su lado —exclamó Rufo.
—Entonces, ve. Actúa como un necio. Pero ándate con cuidado. Puede que tenga
algún encargo que hacerte, y si has muerto no podrás llevarlo a cabo.
Rufo le había dejado atrás cuando oyó esas palabras a su espalda, mientras se
abría paso a empujones por el pasillo subterráneo, que estaba repleto de gente.
Cuando por fin llegó a la sala de armas, se había formado un grupo de una docena de
pretorianos armados que comenzaban a alejarse, llevando en medio de ellos a
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Cupido, que no portaba ahora su máscara dorada.
Rufo estuvo a punto de gritar su nombre, pero Cupido, que debió de haber notado
su presencia, se volvió, le miró directamente a los ojos, y sacudió la cabeza un poco,
diciéndole que no. Era un mensaje muy sencillo: mi destino está sellado; no eches tu
vida a perder tratando de salvar la mía. Y con esto desapareció.
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—Tengo que encontrarle.
Rufo caminaba de un extremo a otro de la sala principal de la villa de Fronto.
Había ido siguiendo la pista de Cupido y los pretorianos a través del laberinto de
calles de la zona del Castra Praetorium, el cuartel general de la guardia, hasta que
salieron al centro de la ciudad. Una vez allí el grupo pasó junto a un puesto de
vigilancia y se esfumó al otro lado de una colina situada en el centro del monte
Palatino, y Rufo no tuvo valor para seguir más allá.
—Ha muerto. Olvídale. No intentes nada, sólo conseguirás morir tú también.
¿Crees que Cupido hubiese querido que tú murieras por su culpa? Ese chico vivió su
vida entera en compañía de la muerte. Y cuando mató a Menandro sabía
perfectamente bien lo que hacía.
Rufo sabía que era cierto, pero no quería ni oír hablar del terrible destino que
aguardaba a su amigo en las mazmorras del emperador.
Fronto le dirigió una sonrisa triste:
—Piénsalo bien, Rufo. Nadie le conocía mejor que tú. Sólo quería estar en otro
sitio, en un lugar sin sangre ni matanzas, y ha tomado el único camino honorable que
podía conducirle hasta allí. Se negó a inclinarse ante Calígula, y tú deberías felicitarte
por él.
—Pero trata al menos de ayudarme a averiguar qué le ha pasado.
El tratante de animales negó con la cabeza:
—¿Qué pretendes que haga, que vaya a palacio y se lo pregunte al emperador?
Rufo se quedó un momento reflexionando, y recordó el extraño encuentro que se
había producido en los pasillos subterráneos del circo.
—Seguro que el griego está enterado de qué han hecho con él. Fronto negó con la
cabeza:
—Puede que sí, pero Narciso nunca da nada sin cobrar a cambio. ¿Qué podrías
ofrecerle? No creo que le parezca buena moneda de cambio el último truco que le has
enseñado a Africano.
—Quizás ahora no pueda ofrecerle nada que le interese, pero podría
comprometerme a pagar la deuda con un favor, con algún regalo, en el futuro. Tengo
la impresión de que Narciso no colecciona monedas de oro, como otros, sino favores.
La mirada del tratante de animales le dijo que estaba en lo cierto.
—Puede que sea así. Pero has de comprender, Rufo, que resulta peligroso estar en
deuda con alguien como Narciso. Siempre anda con sus largos dedos metidos en los
charcos más mugrientos. Podría ser que te exigiera que le pagases la deuda en el
momento y en el lugar que más le sirvieran a él, y que peor te fueran a ti.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo.
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—Pues no sé si yo —dijo Fronto, mordiéndose el labio— estoy dispuesto a
arriesgarme a perderte a ti.
***
Durante la semana siguiente Fronto hizo cuanto estuvo en su mano por disuadir a
Rufo de la idea de reunirse con Narciso. Le dijo que no era posible que Cupido
sobreviviese allí donde todos los demás habían sucumbido. E incluso, argumentó, en
el supuesto de que el gladiador estuviese todavía vivo, seguro que lo habrían enviado
a una de las minas de plomo situadas al norte del imperio, y allí moriría al poco
tiempo.
Rufo, no obstante, se negó a permitir que lo desanimaran, y en último extremo
Fronto no tuvo más remedio que organizar el encuentro.
—Hubiese preferido acompañarte —dijo Fronto a Rufo—, porque Narciso suele
hacer trampas, pero me ha insistido en que debes ir solo. Te esperará en la escalinata
del templo de Hércules, que es ese templo redondo que se encuentra al lado de la
entrada del circo Máximo. Llegará a la hora séptima. Tú habla poco, y no digas que sí
a nada. Prométemelo, Rufo. ¿Me prometes que no le dirás que sí a ninguna cosa que
te proponga sin antes hablarlo conmigo?
Rufo accedió, pero esa noche soñó que le vendía Africano a Narciso por un único
sestercio, y al despertar tuvo conciencia de que en sus tratos con el resbaladizo griego
no iba a saber defenderse.
Le temblaban las tripas de puro nerviosismo cuando atravesaba el Foro Boario y
divisaba ya la cúpula del templo de Hércules, pero Narciso le recibió saludándole con
una sonrisa amable, como si fuesen viejos conocidos, y de entrada le preguntó por sus
animales.
Rufo dio una respuesta más bien vaga, e hizo una pausa. Luego preguntó:
—¿Y Cupido…?
—Deja los negocios para más tarde —repuso el esclavo liberado—. He tenido
una mañana complicada y me apetece conversar un rato contigo antes de que
hablemos de otros asuntos que, sin duda, van a ser cosas bastante serias. Ven y pasea
conmigo en esa dirección, alejándonos del río, que a esta hora del día apesta, la
verdad. ¿No te parece?
Rufo se fijó en que apenas había nadie por ese lado, y comprendió que Narciso
había elegido con sumo cuidado el lugar y la hora del encuentro. Todos los romanos
que podían dedicaban la hora sexta y la séptima a almorzar en familia. Por aquel
lugar sólo rondaban algunos esclavos que estaban limpiando los despojos que habían
dejado los comerciantes del mercado de la carne celebrado allí por la mañana.
Caminaron hasta detrás del templo y a la sombra de las enormes columnas
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esculpidas que conducían a la entrada del circo Máximo. Narciso encaminó sus pasos
hacia donde se encontraban los guardias del circo, con sus chillones uniformes, y
viendo sus rostros inexpresivos y sus garrotes claveteados Rufo mostró cierta
vacilación.
—No temas, me conocen muy bien —dijo Narciso. El griego apoyó la mano en el
hombro de Rufo y le guió por entre dos de los guardias.
Una vez en el interior del circo, Rufo se quedó de piedra. A estas alturas ya era
todo un veterano de los circos, y había estado en muchos estadios romanos, pero el
Máximo era, tal como decía su nombre, el mayor de todos, con mucha diferencia. De
hecho era gigantesco, casi tres veces mayor que ninguno de los demás circos del
imperio. Había una pista de carreras ancha como una avenida triunfal, y que casi
desaparecía a media distancia bajo el brillo del sol de mediodía. A lo lejos, la pista
daba la vuelta y regresaba hasta donde ellos se encontraban dejando en medio una
columnata central. A ambos lados de esa pista se elevaban, altas como montañas, las
hileras de gradas. Se decía que a menudo llegaban a apretujarse en aquel estadio hasta
ciento cincuenta mil espectadores cuando había carreras de cuadrigas y otros
espectáculos de esa categoría. Por un momento Rufo recordó aquellos momentos en
los que él mismo ocupaba el centro de la arena del circo Tauro, rodeado de oleadas de
gritos del gentío. Se estremeció por un instante su corazón, y sintió incluso miedo,
hasta que la voz de Narciso, muy tranquila, le devolvió al presente.
—Ven y siéntate conmigo a la sombra —dijo Narciso conduciéndole hacia un
punto situado frente a las puertas de salida. Una docena de bancos protegidos por una
lona proporcionaban allí un lugar fresco para charlar.
—Y bien, ¿querías preguntarme algo?
Rufo vaciló. ¿Qué derecho tenía él, un simple esclavo, a pedirle un favor a un
hombre como Narciso? Miró los ojos azules del griego, y comprendió que aquel
hombre le estaba leyendo el pensamiento.
—Cupido —balbució por fin—. A Cupido se lo llevaron los soldados de la
guardia imperial…
Narciso sacudió la cabeza como si el solo recuerdo le entristeciera.
—Así es. Fue una estupidez por su parte desafiar públicamente al emperador.
Podría haber sido fatal para él.
—¿Podría haber sido…?
Rufo notó el matiz y permitió que le embargara por un momento la esperanza.
—Era… es amigo mío —dijo—. Estaba seguro de poder averiguar hoy cuál había
sido su destino. Y a cambio estaría en deuda…
No llegó a terminar la última frase, que cayó como una piedra en una profunda
laguna. Rufo supo que con aquello había dado un paso que le conducía hacia peligros
desconocidos. Por un instante deseó ser capaz de retirar aquellas palabras. Pero
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ninguna palabra pronunciada en voz alta puede ser retirada. En los ojos de Narciso
percibió el centelleo de la mirada de un cazador que acaba de pillar en la trampa a su
presa, o la del pescador que ve a un pez que acaba de picar en el anzuelo. Pero el
griego no tenía la menor prisa.
—Es posible que yo posea esta información, o que sea capaz de obtenerla, pero
antes de nada es preciso que decida si me conviene o no revelarla. Los secretos son a
veces muy valiosos. Y también pueden traer consigo muchísimo peligro. Y me
pregunto: ¿acaso Rufo, el joven preparador de animales, es una persona a la que se
pueden confiar secretos?
El griego no dio a Rufo tiempo de responderle. Y prosiguió:
—La última vez que tuvimos ocasión de hablar nuestra conversación quedó
interrumpida antes de que concluyera. Hoy tenemos más tiempo. Me gustaría saber
cosas de ti. Me gustaría saber algo sobre este amuleto que llevas. No sé si soy quién
para juzgarlo, pero yo diría que fue esculpido por un buen artesano. Es más, en mis
tiempos, ningún esclavo tenía derecho a tener posesiones personales. Parece que
ahora vivimos en tiempos mucho más tolerantes.
Rufo alzó la mano hasta tocar el amuleto que le colgaba del cuello. ¿Un buen
artesano? Jamás se le había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista. Para él no era
más que el diente amarillento de un león, montado en un soporte de metal que tal vez
fuese plata, pero que probablemente no lo era. Terminó tratando de contarle a Narciso
que se lo había regalado el capitán del barco que hizo la travesía del Mare Internum
de Cartago a Roma.
—Llevaban en cubierta cuatro leones metidos en jaulas. Uno de ellos, un
cachorro, estaba enfermo, parecía que agonizaba. Se negaba a comer y permanecía el
día entero tendido en el suelo, mientras sus hermanos jugaban a su alrededor. Iban a
tirarlo por la borda, pero yo rogué que no lo hicieran, pedí que me permitieran tratar
de salvarlo.
Rufo recordó que el cachorro era como una imagen de sí mismo, embargado de
nostalgia y muy asustado, metido en un barco que le conducía hacia un futuro incierto
sobre el que no podía ejercer el más mínimo control.
—Comencé a darle la comida masticándola yo previamente —explicó Rufo, y
cuando recordó el asco que le producía masticar aquella carne medio rancia, casi le
dieron náuseas—. Pero el cachorro comenzó a recobrar fuerzas y el capitán se sintió
agradecido, porque ese animal valía mucho dinero. Fue entonces cuando me dio este
amuleto, dijo que me daría buena suerte.
—¿Ha sido así?
—Al día siguiente, en el mercado de esclavos, un joven de Siracusa que se
encontraba vigilándonos me sacó de las primeras filas, donde estaban los esclavos
que iban a trabajar en la agricultura y donde me había colocado el supervisor, y me
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situó en las filas de atrás; dijo que yo serviría de ayudante de cocina. Si me hubiese
quedado en las primeras filas, a estas alturas ya habría muerto. De modo que, en
efecto, podría decirse que me ha dado suerte.
Narciso le miró asintiendo con la cabeza, como si lo que acababa de escuchar
fuese la confirmación de algo que ya se imaginaba.
—De modo que no sólo tienes talento, sino que además los dioses han decidido
protegerte. Es una combinación poco frecuente, y yo podría sacarle bastante
rendimiento a una cosa así.
Hizo una pausa, como si reflexionara sobre lo que acababa de decir.
—Tu amigo Cupido fue llevado a una celda de tortura, y le tuvieron encerrado allí
durante dos días. Cuando después fue conducido ante el emperador todo el mundo le
daba por muerto. Pero los humores de Cayo Calígula son tan variables como los
cuatro vientos. Y no hay virtud que admire más que la valentía. Sin duda, el gladiador
debió de impresionar muchísimo al emperador. Porque ha entrado a formar parte de
la guardia personal de Calígula.
Rufo no sabía si llorar de alegría por el hecho de que Cupido hubiese sobrevivido,
o proclamar a gritos su incredulidad ante lo que acababa de escuchar. ¿Cupido
convertido en miembro de la Guardia Pretoriana? ¿Cupido dedicado a proteger a un
hombre al que despreciaba por encima de todos los demás? Recordó la figura del
casco dorado, de pie al lado del cadáver de Menandro, y lanzando una mirada
desafiante al tirano que le observaba desde la tribuna. ¿No era imposible? Alzó los
ojos y se encontró con la mirada del griego, que le observada detenidamente.
—Hay veces en que la memoria resulta más difícil de aceptar que una mentira.
¿Habrías preferido que estuviese muerto?
—No.
—Entonces, acepta que esto es así, acéptalo como si fuese un regalo de los dioses.
He podido comprobar que sus designios son a veces difíciles de comprender. Es
posible que hayan puesto ahí a Cupido de acuerdo con ciertos planes divinos de
difícil comprensión. O es posible también que el emperador haya decidido,
simplemente, jugar con él. No sería la primera vez.
—¿Qué puedo hacer ahora? ¿De qué manera podría ver a Cupido?
Narciso le miró esbozando en los labios una de sus enigmáticas sonrisas.
—¿Hacer? Deberías hacer lo mismo que ha hecho tu amigo. Confiar en los
dioses.
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Al cabo de tres semanas fueron a buscarle un par de hombres de aspecto vulgar,
y ambos muy jóvenes. La suya era una actitud tan vulgar que les protegía como un
manto de anonimato. Fronto les recibió en la puerta principal, y Rufo comprendió que
su presencia perturbó a su amo. No se trataba de la aparición en su casa de un
acreedor, ni tampoco la de un organizador de festivales del circo que fuera a
quejársele porque a uno de sus animales se le caían los dientes.
Pasó un buen rato y al final Fronto sacudió negativamente la cabeza. No era de
manera desafiante, sino encajando la derrota. Y aceptó un rollo manuscrito que le
entregaba uno de los jóvenes. Luego, se encaminó lentamente hacia Rufo.
Fronto inspiró profundamente antes de decirle:
—Acabo de venderte al emperador.
Rufo creyó que había entendido mal las palabras de Fronto. Pero al final, el
verdadero significado de aquella frase comenzó a penetrar en su cerebro como una
llamarada. Miró a su alrededor, deseando huir, pero las manos encallecidas de Fronto
se posaron sobre sus hombros.
—Ten valor, Rufo. No es lo que te imaginas. Quieren que te encargues de sus
animales. Al parecer tiene alguna fiera nueva, algo muy especial, y estos hombres,
que son los compradores en nombre del emperador, han conocido tu fama. Lo siento
—dijo—. Lo siento de verdad. Les he explicado que estaba a punto de convertirte en
un hombre libre. Les he dicho que me resultas imprescindible. He discutido, hasta
que he visto a la muerte reflejada en sus rostros. Cuentan con la autoridad del
emperador. Yo te habría dado la libertad en cuanto hubiera podido. Pero no soy más
que un viejo, y un tonto. No lo hice antes por temor a que me abandonaras. Y ahora te
he perdido.
Rufo se tambaleó, tratando de comprender qué le estaba ocurriendo. Su vida
estaba allí, con los animales que estaban a su cuidado, con la gente con la que había
trabado amistad. Con Fronto. Allí había aprendido un montón de cosas y podía seguir
aprendiendo muchas más. Y de repente lo iba a perder todo. Incluyendo la libertad
que su amo le había prometido. Todo lo había perdido. Todo.
Se estremeció, de repente le costaba respirar. Por un momento sintió que estaba a
punto de hundirse, notaba el picor del llanto en los ojos. Hasta que de forma súbita
surgió una fuerza de su interior, algo cuya existencia no conocía hasta ese momento.
Miró a Fronto, notó su tristeza, y también otra cosa que era más profunda que la
tristeza. ¿Lloraba la amistad perdida? ¿Sentía el dolor por la pérdida del hijo que no
había llegado a tener? ¿Era tal vez amor?
Ya no importaba nada de eso. Caminó en dirección adonde estaban sus nuevos
amos. Fronto le acompañó.
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—El dinero que he estado ahorrando para ti… te lo guardaré siempre —dijo el
tratante en un susurro lleno de apremio—. Si le gustas al emperador, podrías llegar a
obtener de él la libertad. La vida no termina aquí, tiene que haber otras formas de que
seas liberado. Y siempre podrás regresar…
Cuando llegó a la puerta Rufo tuvo un momento de vacilación. Los dos hombres
estaban impacientes por irse, pero no podía dejar a su amigo de esta manera.
—Si existe algún modo de regresar lo encontraré, Fronto, pero soy un esclavo.
Siempre lo seré. De manera que me iré con ellos porque no tengo otra elección. Pero
no te pongas triste por mí. Es cierto que no llegaste a concederme la libertad, pero
como mínimo, estando contigo, he llegado a saber en qué consistía la libertad. Y eso
es algo que nadie podrá quitarme, ni siquiera el emperador.
Imaginó que le iban a llevar directamente adonde estaban las jaulas de los
animales situadas en el recinto del circo Máximo, de manera que le sorprendió ver
que los dos jóvenes le conducían al centro de la ciudad, al gigantesco grupo de
palacios imperiales que coronaba el monte Palatino.
Supo que hubiese debido sentirse atemorizado, y por eso le llamó la atención
descubrir que no todas sus emociones eran negativas, y que no estaba en absoluto
confundido. No le abandonó la tristeza por lo que había perdido, pero vio que ese
sentimiento quedaba equilibrado por el mismo tipo de pragmatismo que le había
permitido salir sano y salvo a lo largo de toda una vida en la que sólo había conocido
la esclavitud.
Los esclavos tienen que obedecer. Los esclavos que piensan más de la cuenta, los
que olvidan esa regla primordial, acaban desapareciendo en las canteras o en las
minas. De modo que él obedecería. Sobreviviría. Además, cada paso que daba
camino de la que iba a ser su nueva casa era también un paso que le acercaba a
Cupido, y estaba seguro de que si estaban los dos en el mismo palacio, tarde o
temprano se encontrarían. Había, en algún lugar muy profundo de su ser, un tercer
sentimiento que, no obstante, era tan potente como los dos anteriores. Un sentimiento
de excitación. Sabía que iba a entrar en un mundo completamente nuevo, y que su
vida cambiaría allí para siempre.
Caminando por entre los grandes templos y palacios de la colina, su mirada se fijó
en su esplendor rebosante de finos detalles. Visto desde lejos, el Palatino parecía estar
a punto de hundirse bajo el paso de los enormes edificios que la coronaban. Pero una
vez en lo alto Rufo descubrió que cada uno de los palacios tenía a su lado un parque,
y en cada templo, un bello jardín. Era un paraíso. El hogar donde habitaban los dioses
y los reyes que gobernaban todo el mundo que quedaba a sus pies.
La escolta le condujo a uno de los palacios, y lo atravesaron por un ancho pasillo
de mármol en el que se sucedían los ornamentos de oro y plata, junto con bustos de
mármol que representaban a Hércules y Apolo, Artemisa y Hermes, así como frescos
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que representaban el rostro de antiguos emperadores. Sus pies caminaban pisando
bellas imágenes de colores vivos, rojo, azul y ocre, en mosaicos de piedrecitas que
cubrían todo el suelo. Sin embargo, el lugar al que le estaban conduciendo no era un
palacio.
El establo se encontraba al lado del muro exterior del monte Palatino, junto a un
parque que fue construido cuando Tiberio hizo demoler las casas de dos aliados suyos
que olvidaron una cosa sencilla: que la amistad de un emperador tiene una vida tan
larga como uno de los gallos que se crían para ser sacrificados. En la entrada había
una doble puerta de grandes dimensiones, pero a Rufo le hicieron pasar por una
puertecilla lateral situada en la pared más lejana. Al llegar sacaron una llave muy
grande, la abrieron, y le hicieron entrar dándole un empujón.
—Tendrás que cuidar de esta bestia. A partir de este momento.
El lugar estaba completamente a oscuras y olía al animal que habitaba el recinto.
Era un olor de una intensidad superior a todo lo que Rufo había conocido en su vida.
El joven esclavo no se atrevió a moverse. Más que verla, sentía a la fiera que
permanecía allí encerrada y con la que ahora compartía vivienda. Era una enorme
presencia quieta que sólo se podía identificar por su pausada respiración. Sin previo
aviso, un apéndice poderoso como una pitón restalló en la oscuridad y, con una
increíble ternura, le tocó la frente. Rufo alzó la vista y se encontró con los ojos más
inteligentes que había visto jamás.
Solamente cuando abrió las puertas principales de aquel recinto captó en toda su
inmensidad el tamaño de aquel animal. Tenía el pecho tan ancho como un carro de
cuatro ruedas y al punto vio que aquel elefante, el elefante del emperador, tenía
también una estatura tan gigantesca que su cuerpo tapó por completo el sol. Rufo
percibió también que se trataba de una hembra. Alguna cosa en su modo de saludarle
hacía un momento le convenció de esa circunstancia. Su tamaño gigantesco era
suficiente para que cualquier hombre se acobardara en su presencia. Pero Rufo no se
sintió amenazado. Era el destino lo que le había llevado hasta allí. No tenía nada que
temer.
La elefanta estaba retenida en aquel establo por medio de una gruesa cadena que
daba la vuelta a su gruesa pata trasera izquierda. La cadena era corta, apenas bastaba
su extensión para permitirle llegar a un gran cesto de heno que colgaba de una de las
vigas que sostenían el techo del establo. En un rincón había una cisterna de piedra
con agua.
Rufo estudió detenidamente al animal. Tenía la piel muy gruesa y arrugada, y era
toda ella de un color gris pardo erizado de tiesas cerdas. A los lados de su grandísima
cabeza aleteaban un par de orejas enormes que parecían abanicos de grandes
dimensiones. A ambos lados de la boca más bien pequeña emergían sendos colmillos
de tono amarillento, y ambos muy largos. Rufo tenía experiencia con muchas clases
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de animales, y enseguida vio que aquél se encontraba en buen estado físico. Y pronto
supo el porqué.
En la parte posterior del establo había una abertura por la que emergió un esclavo
flaco como un esqueleto y la piel tan negra que casi era violeta. Llevaba consigo un
cesto repleto de fruta podrida, cuyo olor atrajo al punto la atención de la elefanta.
El hombre de piel oscura rió, mostrando una boca en la que había varios dientes
rotos. Le ofreció el cesto a la elefanta, que alargó la trompa en toda su extensión y
comenzó a deslizaría delicadamente por los frutos, de uno en uno, y, tras haber
elegido el mejor, enroscó la punta en una manzana roja como si de una mano se
tratara, y, mostrando una increíble destreza, se la metió en la boca. El esclavo negro
depositó cuidadosamente el cesto delante del animal, y él y Rufo se sentaron
cómodamente y en silencio hasta que la elefanta dejó el cesto del todo vacío. La
punta de la trompa describió un último círculo por el fondo del cesto, haciendo un
ruido nasal, y después lo cogió y se lo tiró con cuidado al acompañante de Rufo, que
lo cogió al vuelo y sacudió la cabeza.
—Por hoy se ha terminado. Ya es suficiente —dijo, hablando en latín con un
acento tan malo que Rufo apenas si entendió las palabras.
Pronto supo que aquel hombrecito atendía por el nombre de Varro, y que había
nacido en una provincia africana cuyo nombre Rufo no había oído nunca y cuya
ubicación le resultaba imposible de adivinar. Varro estuvo ayudando al encargado de
la elefanta hasta que aquel hombre falleció. A partir de esa fecha el africano tuvo que
componérselas solo para cuidar del animal, y tenía la costumbre prudente de buscar
algún escondrijo en el establo siempre que entraba en él algún criado del emperador.
—¿Y cómo se llama la elefanta? —preguntó Rufo.
—Se llama Bersheba —dijo el hombrecito—. En el país donde vivía, es un gran
nombre.
—Sí —dijo Rufo—. Es un gran nombre.
Bersheba levantó la trompa e inspiró, olisqueando el aire, y al mismo tiempo
emitió un gruñido surgido de algún rincón profundo de su pecho. Al oírla, Varro se
quedó mirando fijamente a Rufo, con los ojos como platos, y se esfumó a través de la
misma puerta por la que había entrado, en la zona situada al fondo del establo.
Se oía el tintineo que producía el entrechocar de las armaduras de unos soldados,
y el sonido anunció a Rufo que se acercaban visitas.
Inspiró profundamente y salió al sol. Para conocer por vez primera al emperador.
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El joven que le miraba con curiosidad, situado entre dos guardias gemelos,
podría haber sido cualquier noble rico de una ciudad de provincias. Calígula, a quien
le faltaba todavía un mes para cumplir los veintisiete años, llevaba casi dos
gobernando Roma. Vestido con una toga muy sencilla, blanca y con una única lista de
color rojo muy vivo, medía de altura un palmo más que Rufo. De amplio pecho y
fuertes músculos de atleta, poseía en cambio una cabeza pequeña colgada encima de
un cuello antinaturalmente alargado, y una tez de un color enfermizo. Sus rasgos
faciales, además, parecían blandos, y muy infantiles. Si Rufo no hubiese oído contar,
y, en alguna ocasión, observado como testigo presencial, los innumerables excesos de
los que aquel joven era capaz, nada le hubiera impedido creer que aquella sonrisa era
muestra de la actitud paternal con la que se acercaba a conocer a la última de sus
adquisiciones. Pero Rufo había oído y había visto muchas cosas, y eso le hizo
permanecer alerta, mantenerse en guardia ante esa sonrisa que parecía incapaz de
iluminar los ojos azules del joven, tan deslucidos, tan opacos. Le miraba con el
interés de un coleccionista analizando el último espécimen de una larga serie. O el de
un verdugo midiendo el volumen de la cabeza para calcular la medida de la mortaja.
—¿Este es el nuevo cuidador? Pero si es muy joven —exclamó.
La voz que había ordenado mil ejecuciones debería haber tenido un timbre
venenoso capaz de llenar el aire de azufre. Sin embargo, el emperador habló en tono
completamente normal.
—Le regalé a Sohaemo la mitad de Arabia y él me dio un elefante. ¿Para qué
quiero yo un elefante? Ni siquiera es un elefante de combate, esta bestia ha sido
criada como si se tratase de un animal de compañía. No puedo llevarlo al circo. Todos
recordamos lo que ocurrió cuando lo intentó Pompeyo. Echó a perder su reputación.
¿Qué se puede hacer con un elefante?
Sus ojos, que no parpadeaban nunca, permanecían fijos en Rufo, y éste
comprendió que lo que en este momento se esperaba de él era una respuesta. Abrió
los labios, con la mente en blanco, pero antes de que pudiese decir nada, el propio
emperador se respondió a sí mismo con una carcajada.
—Le puedes enseñar a hacer algún truco, claro. Tengo montones de gente que
pueden hacer trucos, pero los trucos acaban no teniendo la menor gracia, y no te
queda más remedio que buscar más gente que haga trucos nuevos. Y entonces vuelve
a ocurrir lo de antes, y acabas encontrándote con que ya no tienes a nadie capaz de
hacerte reír.
Hizo una breve pausa y prosiguió, con la mirada lejana y algo triste:
—Y con los animales pasa lo mismo. Perros, osos, leones y caballos. Conozco
todos los números que esos animales pueden hacer. Pero al final todos resultan
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aburridos, y no te queda otro remedio que librarte de ellos. —Los ojos pálidos del
emperador volvieron a fijarse en Rufo—. ¿Y los elefantes? ¿No te parece que un
elefante podría hacer números verdaderamente impresionantes? —Deslizó ahora la
mirada sobre la enorme masa de Bersheba—. ¿Crees, muchacho, que podrás
enseñarle a hacer algo espectacular? Sabes una cosa, dicen que eres una especie de
brujo, lo dicen los que han trabajado contigo. Lo decía el viejo necio que era tu amo.
No quería dejarte marchar. Te aseguro que si se hubiera resistido habría terminado
con la cabeza cortada. Pero no hizo falta. Además, no puedes estar matando a todo el
mundo. Tuve que firmar un contrato, le compraremos animales para el circo Máximo.
Así que será mejor que le enseñes al elefante a hacer algún número. Tienes un mes
para lograrlo.
Hizo un leve gesto con la cabeza y regresó hacia su palacio, seguido por los dos
guardias.
Hacía más de un minuto que el emperador se había ido cuando Rufo comprendió
que ni siquiera se había acordado de mirar si uno de los dos guardias era Cupido.
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Por suerte para Varro, y también para Rufo, el anterior cuidador de la elefanta
había llegado a enseñarle lo más básico, antes de que una enfermedad le alcanzara y
le condujera a su final inevitable. Resultó, así pues, que Bersheba era un animal
paciente de costumbres aceptables y que por lo general estaba dispuesta a obedecer
cuando se le pedía que realizara tareas que le parecieran razonables.
—Has de pedírselo —dijo Varro—. Pedírselo, porque si se lo ordenas, no le
gusta. Si no la tratas con mucho respeto, es muy tozuda.
Sin embargo, pronto quedó muy claro que por mucho que le pidieras y rogaras
aquel animal no iba a facilitarle a Rufo la tarea de cumplir con la orden que le había
dado el emperador, todo eso de realizar números lo suficientemente especiales como
para servir de diversión a un hombre que ya había visto cuantas cosas divertidas
podía ofrecer el mundo entero.
Por otro lado, los animales que Rufo había entrenado hasta ahora para trabajar en
el circo habían estado a su lado desde que eran pequeños. Rufo había dormido a su
lado, había jugado con ellos, y era capaz de controlarles bastante bien mediante el uso
de la comida, que les daba o les negaba según las circunstancias. Era después de
haber establecido ese sistema de disciplina cuando a Rufo le resultaba fácil, al menos
relativamente, enseñarles trucos, utilizando el método simple, aunque agotador, de
repetir constantemente los ejercicios, y partir de los más sencillos para avanzar hacia
los más complicados, camino de la actuación que se esperaba de ellos en el circo.
Pero Bersheba ya había sido adiestrada. En cierto modo.
Cuando le ordenaban, o mejor le suplicaban, que lo hiciera, Bersheba caminaba,
se detenía, doblaba una rodilla y permitía que su preparador, o alguna otra persona, la
montara. Y si ella decidía que eran merecedores de ese trato, incluso estaba dispuesta
a llevarles sobre su grupa adonde le pidieran. Rufo comprobó que podía, por ejemplo,
conseguir que girase a la derecha o a la izquierda dándole cachetes con la palma
abierta en uno de sus dos gigantescos hombros.
Varro le informó, y Rufo creyó que este hecho podía proporcionarle alguna clase
de esperanza, de que en su país Bersheba había sido utilizada para arrastrar o empujar
cargas muy pesadas. Ahora bien, no sabía hacer nada que se pareciese remotamente a
algún tipo de número. La verdad era que no, que nadie le había enseñado nada de eso,
según le dijo Varro, que prosiguió diciendo que, ¿a quién se le podía ocurrir enseñarle
a hacer números a un elefante? Varro expresó con claridad su opinión: si Rufo
pretendía enseñarle algún número, es que estaba completamente loco. ¡Números!
¡Trucos!
Poco a poco a Rufo le pareció que había logrado que Bersheba y él comenzaran a
entenderse. Observando la manera en que le miraba con aquellos ojitos pequeños e
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inteligentes, Rufo creyó que, si conseguía encontrar algún modo de comunicarse con
ella, a Bersheba le encantaría hacer lo que él le pidiese.
Pero ¿cómo explicárselo?
Tras haberlo meditado detenidamente, Rufo llegó a la conclusión de que sólo
había dos maneras, y una de ellas resultaba tan impensable que quedaba descartada
de raíz. Lo más rápido sería utilizando la fuerza: repetir las órdenes, acompañándolas
del uso repetido de algún pinchazo doloroso hasta que el daño o el miedo hicieran
que aquel animal llevara a cabo lo que se le pedía. Pero Rufo no era capaz de alzar la
mano ni mucho menos un palo contra aquel animal tan magnífico e inteligente.
La otra posibilidad consistía en persuadirla a base de amabilidad, y la amabilidad
y la persuasión requerían mucho tiempo. Pero si era ésa la única opción, no quedaba
más remedio que intentarlo de esa manera.
Ahora bien, ¿cómo se podía persuadir a un elefante para que ampliase un
repertorio que a Bersheba debía de parecerle más que suficiente? Ciertamente, podía
caminar, pero no parecía dispuesta a emprender ni siquiera algo parecido al trote.
Podías convencerla de que «cogiese» cualquier alimento, pero se lo tragaba
enseguida, y no parecía querer devolvérselo a su cuidador. Su trompa estaba
dispuesta a agarrar cualquier cosa, incluso a Varro, que se partía de risa, pero sólo
cuando ella quería, y nunca cuando Rufo se lo pedía. Rufo comprendió que no se
negaba porque tuviera mala disposición, y a veces incluso tenía mala conciencia por
estar exigiéndole según qué cosas. Si Bersheba detectaba en la voz de Rufo el menor
signo de fastidio, le miraba con sus ojos marrones cargados de reproche, con lo que él
se sentía aún más culpable.
Varro contemplaba todo aquello la mar de divertido, y era obvio que estaba
convencido de que los romanos estaban todos como cabras. A veces, cuando se
aburría, lanzaba hacia Bersheba una de las manzanas maduras que le reservaba a la
elefanta, y ella la cazaba al vuelo con la característica destreza de su trompa, y
enseguida se la metía en la boca. Un día, cuando Rufo trataba inútilmente de
enseñarle por enésima vez a rodar sobre su espalda, Varro tiró la manzana de turno
con tal falta de destreza que la fruta aterrizó sobre el techo del establo, y después rodó
mansamente hasta su extremo.
Rufo y Bersheba se encontraban en el patio exterior. La elefanta soltó un gruñido
de fastidio. Ignorando a Rufo, salió camino del establo. Cuando llegó allí se detuvo
un momento y se quedó mirando la manzana, cuya forma redonda asomaba justo al
borde del techo. Bersheba levantó la trompa todo cuanto pudo, pero la manzana
estaba lejos de su alcance por mucho que la elefanta lo intentara, estirando la trompa
con su característica delicadeza. Rufo la miró, tratando de adivinar qué iba a hacer
Bersheba a continuación, y de repente se quedó de piedra viendo a la elefanta elevar
su gigantesco cuerpo sobre las patas traseras, dar dos cautelosos pasos adelante, y
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recoger el premio en lo alto del techo.
Rufo se partió de risa, asombrado. ¡Por fin! Podía enseñar a Bersheba a caminar
ante el emperador sobre sus patas traseras. Tal vez podía incluso tratar de enseñarle a
bailar. ¿Acaso no bailaban algunos perros convenientemente adiestrados para el
circo?
Cinco minutos después Rufo se había encaramado a lo alto del techo, justo
encima de la puerta del establo, poniendo una pierna a cada lado. Con una mano se
sujetaba a la superficie de piedrecillas pegadas al negro alquitrán, y con la otra
sostenía una vara muy larga. Al final de la vara había colocado una cesta cargada de
manzanas semipodridas, las que más le gustaban a la elefanta. La primera prueba casi
terminó en un desastre. Rufo colocó la vara de modo que la cesta quedara justo un
palmo más allá del extremo del techo, y gritó «¡Manzana!».
Bersheba avanzó hacia allí. Pero en esta ocasión no se detuvo ni se quedó
mirando. La elefanta hizo que el edificio entero se estremeciera porque, sin
miramientos, golpeó una pared con el costado y apoyándose en él con las patas
delanteras se alzó hasta el cesto. Los maderos que formaban las paredes crujieron,
amenazando con partirse, y un ruido delató que al menos uno de los troncos se había,
en efecto, quebrado bajo el peso. Si no reaccionaba rápidamente, Bersheba destruiría
el establo entero.
—¡Toma! —gritó con desesperación, y le tiró el cesto a su espalda.
Durante unos instantes le pareció que Bersheba no iba a cambiar de posición, y
que el establo se desplomaría arrastrándole consigo, pero, justo antes de que ocurriese
la desgracia, Bersheba se bajó y comenzó a olisquear el suelo buscando manzanas.
—Demasiado cerca —dijo Varro—. Las manzanas demasiado cerca…
Rufo le miró furioso, y bajó a buscar otro cesto de manzanas.
Se había hecho ya de noche cuando finalmente lo dejó correr. Trabajando con una
vara más larga, había logrado que Bersheba se levantara sobre las patas traseras, pero
resultaba imposible que diera un solo paso en esa posición. Se había quedado afónico
de tanto gritar «¡Manzana!» una y otra vez. En ocasiones probaba el truco con el
cesto lleno, y otras con el cesto vacío. Cuando había premio, la elefanta se levantaba
sobre sus patas traseras en cada ocasión, pero las veces en que no había nada
mostraba su fastidio, se tumbaba en el suelo, y no había modo de que se moviera de
nuevo hasta al cabo de un rato bastante largo.
Los días que faltaban para que se cumpliera el plazo que le había dado el
emperador iban corriendo velozmente. La esperanza de Rufo era que Calígula se
hubiese olvidado de él y de todo. Sin duda, los emperadores tenían cosas mucho más
importantes que hacer, y no debían de tener ni un momento para recordar a sus
esclavos y a sus divertidos, o aburridos, elefantes.
Sin embargo, suponiendo que ocurriese lo peor, Rufo estaba decidido a que
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Calígula viese alguna de las grandes cualidades de Bersheba. La trataba con el
máximo cariño, pensando que así lograría mejores resultados. Y le frotaba su rugosa
y dura piel con los materiales más duros que encontraba, sabiendo que eso era lo que
más le gustaba.
Al amanecer, él y Varro conducían a la elefanta hacia el exterior. Llenaban de
agua una gran tinaja de madera a fin de remojar todo el cuerpo del animal. Para ello,
habían conseguido unos baldes de cuero que les permitían lanzar el agua a gran
distancia. Cuando el polvo que le cubría toda la piel adquiría una consistencia como
la del barro, comenzaban a frotarla con unos cepillos especiales inventados por el
anterior cuidador. Eran ramitas gruesas entrelazadas y sujetas al extremo de unas
ramas largas, y de este modo alcanzaban todas las partes del cuerpo de Bersheba y lo
frotaban, hacían que el barro se desprendiera, y cuando ya se lo habían quitado todo
volvían a echarle agua con los baldes.
El trabajo absorbía muchísimo a Rufo. Los ronquidos felices de Bersheba
demostraban lo mucho que disfrutaba de esas sesiones de frotado y lavado, tanto que
a veces Rufo olvidaba para qué lo hacía. Hasta que, cierto día, estropeó la diversión
una voz extraordinariamente potente que sonó a espaldas del esclavo.
Este se volvió, dejó caer los brazos doloridos y permitió que el sudor resbalara
por el rostro hasta gotearle por la barbilla, cuando vio a Calígula que cruzaba el patio
acompañado por alguien no tan alto como él y que caminaba cojeando
ostensiblemente. El sol asomaba ya por encima de los árboles, a la espalda de ambos,
y Rufo estaba tan deslumbrado que no logró ver los rasgos del acompañante.
—Ya te había dicho que valía la pena madrugar, Claudio, so borracho y holgazán.
¿Creías que te permitiría olvidar la promesa que me habías hecho y te dejaría seguir
holgando con esa furcia a la que te llevaste contigo cuando creías que no estaba
viéndote?
Al fijarse en la entonación ronca del emperador, y la ropa manchada que llevaba,
y las oscilaciones de su cabeza, Rufo comprendió que si el tal Claudio se había ido a
dormir, él había pasado toda la noche en vela aguantando la jarana hasta el final.
—¡Chico! ¡Eh, chico! Muéstranos qué es capaz de hacer este animal. Y espero
que sea gracio…
El sonido estentóreo que emitió el animal, fastidiado al notar que alguien
interrumpía su diversión matutina, acalló las palabras del emperador.
Calígula parpadeó, dio un traspié y retrocedió. Luego, soltando una sonora
carcajada, le dio semejante palmada a la espalda de Claudio que éste casi cayó de
bruces.
—¡Qué, te has cagado del susto, eh! Tío Claudio, no has sido nunca muy valiente.
Por eso el viejo Tiberio te mandó de paseo por ahí. Y has tenido suerte de que yo te
hiciera regresar. Venga, chico, a ver qué espectáculo nos ofreces —dijo con un tono
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algo más preocupante—. He traído al senador Claudio para que vea algún número. Y
porque tiene las orejas grandes como las de los elefantes, ¿a que sí, Claudio?
El emperador, colocado detrás de su acompañante, cogió los dos grandes lóbulos
de las orejas del senador, y tiró de ambos hacia fuera.
—Exactamente igual que las de los elefantes. Ay, tío Claudio, la vida no te ha
tratado demasiado bien, ¿no es cierto? Siempre has sido el patito feo. Ta-ta-
tartamudeas mucho y eres un perfecto inútil. Pero, en fin, eres de la familia —dijo
Calígula, pasando cariñosamente la palma de una mano por la calva del senador—.
Venga, veamos un buen número ahora. Queremos ver qué es capaz de hacer este
elefante.
Rufo notó que una cosa se le enroscaba en el hombro y tiraba de su brazo con
impaciencia.
—Si el emperador pudiese aguardar un momento más…
—No tengo ganas de esperar —le interrumpió Calígula en tono despectivo.
Rufo se sintió muy mal, pero saludó con una reverencia. Su única esperanza
radicaba en conseguir que Bersheba, accediera a hacer algo especial y confiar en que
el emperador, que estaba evidentemente muy borracho aún, lo encontrara interesante.
Pero cuando Rufo se volvía hacia la elefanta notó las salpicaduras de un tremendo
chorro de agua que acababa de salir disparado hasta más allá de donde él se
encontraba. Era un montón de agua y volaba a gran velocidad porque Bersheba había
utilizado para lanzar el chorro la enorme potencia de sus pulmones prodigiosos. El
chorro alcanzó al alarmado Claudio en todo el pecho y toda la cara, y a punto estuvo
de tumbarle. Se oyó un chillido de indignación.
Rufo se quedó helado. No, no era posible. Eso no. Era hombre muerto.
Los dos hombres, el emperador y su tío, se habían quedado tan quietos como un
par de relieves de los que adornaban las paredes del palacio imperial. Estaban
paralizados, pálidos, los ojos saliéndose de las órbitas.
Hasta que, de golpe, Calígula estalló en una carcajada.
La risa surgió de lo más profundo de su tripa, se convirtió en una carcajada que
iba cobrando fuerza conforme le subía hacia el pecho, y terminó emergiendo en
forma de grititos histéricos. Agarrándose el estómago con una mano, incapaz de
frenar las risas e hipidos que emitía, señalaba con la otra al desdichado Claudio.
Mojadísimo, el cabello enroscado y canoso del senador se le había pegado a su
cráneo sonrosado, y su toga empapada dejaba resbalar hacia el suelo un auténtico río
de agua. Claudio movió los labios, pero no fue capaz de encontrar las palabras que
buscaba, y sus ojos pálidos miraron a Rufo con una expresión de infinito
desconcierto.
Para cuando la incontenible risa del emperador terminó y se transformó en una
especie de sollozos semiasfixiados, Rufo recuperó el instinto de conservación. Se fue
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junto a Bersheba y le susurró al oído una orden. La elefanta dio un solo paso al
frente, dobló una de sus enormes rodillas hasta posarla en tierra, y agachó la cabeza.
Rufo no alzó la pierna para montarla, tal como hubiese hecho normalmente, sino que
permaneció inmóvil junto a Bersheba hasta que vio al emperador que, recuperado de
la risa, se volvía hacia ellos dos. Y cuando Calígula le miraba, Rufo le hizo una
reverencia.
Al emperador le dio la sensación de que el animal y el esclavo le saludaban,
brindándole un número genial. Calígula rompió a aplaudir y exclamó:
—¡Maravilloso! ¡Qué número tan bueno! Hace años que no veía nada que me
hiciese reír tanto. Traeré a todos mis amigos, y espero que sean recibidos como el tío
Claudio. Anda, Claudio, volvamos a casa y cámbiate de ropa. Estás empapado —dijo,
cogiendo del brazo al senador, de cuya ropa seguía goteando agua—. ¿Qué te pasa?
¿No eres capaz ni de sonreír? ¿No le ves el lado gracioso de la cosa? Un maldito
senador romano que parece un gato mojado. Ja, ja, ja…
Claudio se soltó y se volvió a Rufo y su elefante.
—¿Co-co-co-cómo te llamas, esclavo?
Rufo vaciló. Al fin contestó:
—Rufo, señor. Lo siento mucho. Bersheba no tenía intención de hacer daño.
Claudio le miró fijamente un segundo y repuso:
—Ru-ru-rufo… Lo reco-co-cordaré…
Y su triste figura encogida y remojada emprendió el regreso siguiendo los pasos
de Calígula, que seguía riendo.
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Durante algunas semanas Rufo temió que el emperador regresara, pero Calígula
no volvió a presentarse con ningún acompañante a ver los números de Bersheba.
Siempre le quedaba a Rufo el miedo a que compareciera de repente y exigiera que le
mostrara algún nuevo y más hilarante truco, pero como transcurrió el tiempo sin que
eso ocurriera el esclavo pudo olvidarlo y dedicarse a estudiar mejor a su elefanta.
Bersheba sólo tenía un punto débil, su vista, muy limitada. Aquellos ojillos
pequeños situados en la parte delantera de la enorme cabeza con unas orejas que
parecían sendas velas de una nave, no le proporcionaban apenas visión periférica.
Pero si su vista no era muy buena, el resto de los sentidos del animal compensaba
largamente ese defecto. Los dos orificios nasales, llenos de duros pelos, que
coronaban el extremo carnoso de la grande y larga trompa, tenían un olfato finísimo.
También el oído de la elefanta parecía sobrenaturalmente agudo. Cuando se
aproximaba cualquier visitante, Bersheba se enteraba de su presencia minutos antes
de que Varro o Rufo se enterasen. Esta virtud les ponía sobreaviso con antelación, y
en varias ocasiones les libró de serios problemas cuando iban a verles los emisarios
del emperador.
Naturalmente, algunas visitas eran más bienvenidas que otras.
Un día, cuando entrenaba a Bersheba en el patio situado delante del establo, Rufo
vio a los visitantes aproximándose. Al principio no entendió quiénes formaban parte
de aquel grupito ruidoso, pero una vez que estuvieron más cerca vio que se trataba de
unas cuantas mujeres, todas ellas muy jóvenes.
Eran seis en total, y las acompañaba una pareja de guardias pretorianos. Rufo
miró fijamente los rostros de ambos soldados, pero ninguno de los dos era Cupido.
Calígula tenía a su servicio cientos de pretorianos que montaban guardia en el
palacio, en toda la colina, y en sus alrededores. El ex gladiador, si aún seguía vivo,
podía estar en cualquier parte.
Tratando de evitar que lo notaran, Rufo desvió la mirada hacia las mujeres. Y
cuando comprendió quiénes eran, sintió un estremecimiento recorriéndole la espalda.
Bersheba debió de notar su inquietud porque agitó los hombros a su espalda, y elevó
la trompa para inspeccionar el aire. Por una vez, Rufo no necesitaba que hiciera
demostraciones de talento. El joven era capaz de percibir el peligro enseguida, y supo
que subestimar al grupito de mujeres resultaba tan peligroso como pisar un nido de
cobras en el momento del emparejamiento.
—¿Y nos puedes decir ahora, Drusila, para qué nos has hecho venir hasta aquí?
—preguntó la mayor de las mujeres a una chica muy alta que se encontraba a su lado.
—Sabes muy bien, Milonia, que tu esposo y hermano mío nos lo ha prohibido.
Pero he querido aprovechar que Cayo Calígula se ha ido a la bahía tratando de
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demostrarle a Jerjes que le saca mucha ventaja en todo. Y ya sabes que Calisto no se
ha atrevido nunca a oponerse a mis deseos. Ni a los tuyos, Milonia. —Dicho esto,
Drusila, la hermana de Calígula, lanzó una mirada maliciosa a su cuñada—. Por
supuesto, como descubra que has puesto en peligro la vida de su hermanita
permitiendo que se acercara a tan gigantesco animal, tendrás que volver a ganarte la
vida como antes, poniendo tu grupa para que los soldados se sirvan de ella en
cualquier esquina. En todo caso, estoy segura de que no ibas a encontrarlo muy
desagradable, precisamente.
Milonia, una mujer de rasgos fuertes y poderosa nariz aguileña, resopló:
—¡Vaya con la niña inocente! ¡Cómo te atreves a hablar de mí de esta manera!
¿Acaso no estuviste en la cama de tu hermano mucho antes de que yo la ocupara, y
no está Roma entera enterada de todo eso?
Drusila se rió, y sacudió su melena de reflejos rojizos.
—Me limité a cumplir con mi deber de buena hermana, cosa que tampoco resultó
desagradable, debo decirlo. ¿No será, Milonia, que temes que mi hermano se canse de
tus esfuerzos tan profesionales, y salga en busca de una fruta más dulce y suculenta?
—¿Hemos de volver siempre a tratar de este mismo asunto? —las interrumpió
una tercera mujer vestida con ropa de color rosa—. Me duelen los oídos de oír
vuestra cháchara constante, y sabéis muy bien que luego los esclavos andan
repitiéndolo todo por ahí.
—Me parece, Livila, que tienes celos, pero tanto tú como Agripina sois tan feas
que difícilmente podríais cautivar al emperador —dijo Drusila—. Y es un honor,
además de un placer, estar con él en la cama. Piénsalo bien, se trata de un
descendiente directo de Augusto. Bastante mejor que ese mico gordo que fue fruto
del feo esposo de Agripina.
Agripina miró fríamente a Drusila. Había escuchado la misma canción una
docena de veces, y era inmune a las burlas que le lanzaba su hermana.
—Han predicho los augurios que cuando Nerón sea mayor, va a ser un hombre
agraciado. Es posible que jamás llegue a gobernar Roma, hermana mía, pero
convenientemente dirigido por su madre llegará a ser un gran romano.
—Bueno, Agripina, todos conocemos tu ambición. Tienes suerte, sin duda, de que
Cayo no sepa hasta dónde alcanza. Aunque podría ser que mi lengua se soltara la
próxima vez que… le vea. —Drusila pronunció el final de la frase en un tono tan
insinuante que dio un sentido de pura sensualidad a sus palabras, lo cual provocó en
Milonia una mirada malévola.
—¿No habíamos venido aquí para ver a esa bestia que tan fascinado tiene a mi
esposo? Espero que sea capaz de hacer algo más que caminar con sus enormes
patazas con ese hombre tan sucio montado sobre su lomo.
Drusila volvió la vista hacia donde Milonia miraba.
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—¿Hemos venido a ver a un esclavo?
Tardíamente, Rufo comprendió que hubiese tenido que desmontar y saludarlas. Se
deslizó por la espalda de Bersheba, hasta el suelo, y se quedó junto a ella, a unos
pasos apenas de Drusila. No se atrevió a mirar directamente a sus ojos, de modo que
se quedó pegado a Bersheba mirando por encima del hombro de la joven, y tuvo que
contener el aliento.
La muchacha que le miraba era la más bella que había visto en su vida. Tenía
unos ojos oscuros y líquidos que parecían beber directamente de un espíritu agudo, y
el centelleo divertido que Rufo alcanzó a captar le mostró que ella estaba encantada
viéndole tan incómodo. Era la más alta del grupo, y, dedujo, también la más joven de
las seis. Su lustrosa melena dorada se derramaba sobre sus hombros, y la tela color
cereza del vestido permitía adivinar el bulto de unos pechos prietos y redondos.
Debía de tener apenas dieciséis o diecisiete años, y llevaba consigo un bebé de apenas
nueve meses, un crío moreno que no paraba de revolverse en sus brazos.
Rufo retiró los ojos del crío con dificultad, y se encontró mirando a los ojos de la
otra mujer joven, Drusila, que transmitían un mensaje tan evidente que borró en él
todo otro pensamiento. La hermana del emperador se le acercó, provocando que la
mirada de Rufo descendiera hacia el profundo escote y la línea oscura que se
dibujaba entre sus pechos. Estaba tan próxima a él que Rufo notaba su aliento en la
mejilla, y su perfume le dejó abrumado. Había además otra cosa: no tanto un olor
como algo que flotaba en el aire, un leve indicio que, sin embargo, poseía tal fuerza
que produjo en él un efecto instantáneo. Rufo soltó una boqueada de asfixia al notar
que algo se agitaba en su bajo vientre, y se mordió el labio tratando de controlar lo
incontrolable.
Milonia soltó una risotada.
—¿No te basta con todos los cachorros que tienes a tu disposición, Drusila? A
éste no le han enseñado aún a mear en su sitio… —Y se volvió a la otra muchacha, la
jovencísima rubia cuya belleza había cautivado tan profundamente a Rufo—: Emilia,
acércate. Hay que darle de comer al bebé.
Rufo se giró, pero Drusila seguía mirándole.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Rufo, señora. —La voz sonó frágil, como hielo a punto de quebrarse.
—Pues bien, Rufo —dijo ella, marcando con exceso las letras de su nombre—,
cuéntanos algo de tu animalito.
Las mujeres se quedaron por allí mucho tiempo, viéndole hacer demostraciones
de la fuerza de Bersheba, y también de la delicadeza con la que su trompa recogía
objetos muy pequeños. Milonia y Livila no mostraron el menor interés excepto en el
momento en que Bersheba soltó un pedo enorme. A esas alturas competían por
demostrar cuál de las dos estaba más aburrida, tanto viendo al elefante como al chico
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que cuidaba de él.
—Venga, es hora de irnos —dijo Milonia, tratando de subrayar que ella mandaba,
como consorte del emperador.
—Esperad, tengo una idea.
Los ojos de todas se volvieron hacia Agripina, y Milonia hizo un puchero de
desagrado con los labios.
—Nuestro hermano —prosiguió Agripina— dijo que lo más divertido fue cuando
estaban bañando a esta bestia. Esclavo, lava a tu animal, así lo podremos ver también
nosotras.
Drusila batió las palmas y dio unos saltitos, como si fuese un niño pequeño.
—Sí, sí, baña al elefante.
Rufo tuvo un momento de duda. Normalmente sólo bañaba a Bersheba al
amanecer, y era un ser al que le gustaba hacer siempre lo mismo. No estaba seguro de
cómo iba a reaccionar la elefanta. Por otro lado, a Rufo no le quedaba otro remedio
que obedecer las órdenes de las hermanas del emperador. Se le quedaron mirando,
esperando a que cumpliera sus deseos. Emilia le dirigió además una sonrisa,
animándole, y a Rufo le encantó.
—Vamos, Bersheba.
Y se encaminó con la elefanta hacia el establo y la dejó allí encadenada.
Rufo llenó un balde y colocó bien las piernas para lanzarlo con fuerza sobre su
lomo, pero dudó. Llevaba la túnica puesta, y no se la quería quitar delante de las
mujeres, que se habían sentado en una pendiente para contemplar el espectáculo. Era
la única prenda de vestir que poseía, y si se le mojaba no iba a poder ponerse ninguna
otra cosa.
Entró en el establo y se la quitó, quedándose con el somero taparrabos como
única vestimenta. Dobló la túnica de forma cuidadosa, y salió de nuevo. Trató de
ignorar la presencia del público, pero notaba todos aquellos ojos clavados en él, y al
menos una de las mujeres soltó un gritito de admiración. A Rufo le producía una gran
timidez saberse casi desnudo delante de ellas, pero también sabía que no tenía nada
de lo que avergonzarse. No había ni una sola onza de carne sobrante en todo su
cuerpo, y como llevaba a cabo regularmente una serie de ejercicios que Cupido le
enseñó, poseía una musculatura firme, como la de un atleta.
Trató de centrarse en el trabajo de remojar primero a Bersheba y luego frotarle
toda la piel, pero resultaba muy desconcertante sentirse estudiado como si fuese un
animal encerrado en una de las jaulas del emperador. Captó la mirada de Drusila, y su
concentración se disipó. Y ése fue el motivo por el cual no se dio cuenta de que
Bersheba introducía la trompa en un balde lleno de agua. El chorro explosivo que la
elefanta lanzó contra él le dejó sin aliento y congelado.
Las mujeres se partieron de risa. Y Bersheba se unió al coro con un potente
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bocinazo. Al recobrarse, Rufo supo que se sentía igual de mal que Claudio se había
sentido días atrás. Hasta que notó que las risas cambiaban sutilmente de tono.
Además, las mujeres le estaban mirando todas de otra manera. Drusila se levantó con
los movimientos de un gato desperezándose, y caminó hacia él dirigiéndole una
sonrisa muy franca.
—Bien, Rufo, hombre elefante, te damos las gracias por habernos entretenido. Mi
hermano tenía razón: los elefantes pueden ser la mar de divertidos. Además —añadió,
hablando ahora en susurros—, nos ha parecido que todo ha sido muy revelador.
Verdaderamente revelador.
Y diciendo estas últimas palabras bajó la vista hacia la entrepierna de Rufo.
Riéndose a gusto, dio media vuelta hacia el grupo de mujeres, todas ellas soltando
risillas incontrolables, y se fueron de regreso al palacio de Calígula. Antes de irse,
Emilia se volvió y le dirigió una sonrisa tímida.
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¿Cómo podía existir un ser tan bello? Inspiró profundamente para absorber el
aroma almizclado del cabello moreno de la joven, y no pudo contener un breve
sollozo. La mano de ella le acarició la frente.
—Tranquilo, hermano. Ahora estás en casa.
¿En casa? Sí, ésa era su casa, aquellos momentos en que se enroscaba, muy
calentito, en brazos de Drusila, el lugar donde estaba seguro de que nadie podía
hacerle ningún daño. Siempre se había sentido seguro allí, incluso en los más
tenebrosos momentos de su vida en la isla de Capri. Aquellos días en los que Tiberio,
que los dioses confundieran su sombra, erraba por los pasillos de palacio como un
perro sarnoso buscando simas en las que hundir todavía más su depravación. Hubo
noches en las que sabía que sólo convirtiéndose en un ser invisible podría estar a
salvo del emperador. Recordó las veces en que aguardaba a que Gemelo se hubiese
dormido en la habitación donde dormían juntos, y luego se arrastraba, burlando a la
guardia, hasta el cuarto de su hermana. ¿Es verdad que no alcanzaban a verle? ¿O les
quedaba una mínima chispa de honradez pese a todo lo que habían tenido que ver en
el pozo de degeneración en el que se había convertido esa isla? Al principio, Calígula
no buscaba junto a ella más que el consuelo y la seguridad de su presencia. Le cogía
la mano en la oscuridad y dejaban que pasara la noche mientras ella le contaba las
historias de la vida de su padre; historias de honor y de valentía, historias de bondad
que parecían pertenecer a un mundo que no era aquel en el que ahora habitaban. Visto
con sus ojos de niños, Germánico, el más noble de los romanos, brillaba como un
faro en la penumbra estigia de su existencia. Pero después las cosas cambiaron.
Algo se agitó en el interior de Calígula cuando recordó la noche en que todo
cambió. ¿Quién fue el instigador, él mismo, o había sido su hermana? Ni uno ni otro,
fueron los dos, juntos, inocentes y perversos a la vez, una fusión de mente y cuerpo
que ni podían ni querían negar.
También ella lo notó, y ronroneó como un gatito a su lado.
—¿Tan pronto? —preguntó Drusila.
En la profundidad de la noche Calígula despertó y vio la silueta de su hermana
perfilándose contra la ventana que daba al barrio de Velabro, hacia el monte
Capitolino. El cuerpo desnudo de Drusila estaba envuelto en la luz cálida de la luna
del tiempo de la cosecha. Ella permaneció quieta, dejando que la luz de la luna
pintara su piel perfecta de tal modo que daba la sensación de que acabara de salir de
un baño de oro fundido. Sí, era una estatua de oro. Perfecta. Su hermano permaneció
mirándola, sin respirar siquiera. No quería que ella se moviera en absoluto. Cuando
por fin Drusila dio un paso, y comenzó a regresar pausadamente al lecho cubierto de
satén, la mente de Calígula se llenó de una repentina rabia incontenible. ¿Podía ella
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engañarle?
—No deberías haberte movido —dijo, tratando de que no se le alterase el tono de
voz, pero sin conseguirlo. Y ella notó bien el matiz.
—Cuéntame de nuevo cómo fue lo que pasó en la bahía —dijo ella deslizándose
en la cama y envolviendo con su cuerpo el de su hermano, para que su piel ardiera
con el contacto de la suya—. Cuéntame qué pasó el día en que cabalgaste con los
dioses desafiando a Neptuno.
El humor de Calígula cambió, tal como ella esperaba que ocurriese.
—¿Tuvo alguna vez Alejandro una fortuna comparable, la tuvo quizá Jerjes? Les
saqué mucha ventaja a los dos. Doscientas naves, compradas o encargadas, enlazadas
popa con proa una tras otra en dos hileras paralelas y cruzando la bahía de un
extremo al otro, desde el puerto hasta el dique de Puteoli.
El corazón de Calígula flotaba de sólo recordarlo. Había dado órdenes a mil
carpinteros para que construyeran una plataforma de tablones, ancha como dos
cuadrigas, y la hizo colocar encima del puente de barcos, y cinco mil esclavos
trabajaron hasta echar por encima la tierra suficiente como para convertirla en un
camino. Un camino que cruzaba el mar. Un camino de dos mil pasos, o más, según
algunos. Más, seguro.
—El primer día —prosiguió— me puse la coraza que llevó Augusto en la batalla
de Granico, y mi capa púrpura adornada de joyas, y ordené a mis pretorianos que me
siguieran, y cruzamos al galope todo el puente de un lado al otro de la bahía. El
segundo día, celebré un gran espectáculo, y las dos legiones que iban en pos de mi
carro me adoran desde entonces. Y también el pueblo romano. Fue como si el mundo
entero me contemplara desde la playa. ¿Ha habido acaso algún hombre tan
afortunado?
Con los ojos relucientes, Drusila le miró:
—Tú no eres un hombre, hermano mío. Sino un dios, un dios que pisa la tierra.
Su hermano asintió con la cabeza. Sabía que Drusila tenía razón. Ella siempre
tenía razón.
—Y sin embargo el Senado trató de desbaratar mis planes. Esos estúpidos no
comprendieron por qué lo quería hacer, ni que mi gloria es la gloria de Roma. No
gastes el oro romano, sino el tuyo propio, me dijeron. Y así lo hice. Me he gastado
todo cuanto heredé, pero te lo juro por el rayo de Júpiter que lo van a pagar. Lo
pagarán mil veces.
Mientras seguía hablando su rostro se fue ensombreciendo, y vio el miedo cerval
en los ojos de Drusila, cuyo cuello acariciaba con ambas manos. A Calígula le
gustaba ver el miedo.
—Ellos me odian. ¿Me odias tú también, Drusila? —Calígula dejó que sus dedos
apretaran la garganta de su hermana. Vio que abría la boca, que los ojos se le salían
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de las órbitas—. ¿Me odias tú también?
Drusila intentó mover la cabeza, pero su hermano le apretaba el cuello con tal
fuerza que no le dejaba respirar, impedía que el aire llegara a sus pulmones. La visión
comenzó a hacerse borrosa, y todo quedó de color rosado al principio, y después de
color rojo rodeado de un halo negro. Drusila sabía que cuando el color negro
invadiera del todo su visión, estaría muerta. Pero entonces dejó de sentir miedo, y
comenzó la euforia. Al fin y al cabo, ¡morir en manos de aquel hombre significaba
convertirse en inmortal!
Muy lentamente, la presión ejercida sobre su cuello se fue aflojando. El negro
pasó a ser rojo y el rojo regresó al rosa, y cuando abrió los ojos él estaba montado
encima de ella con los ojos brillantes de deseo.
—Sí —exclamó Drusila—. Sí, Cayo. Por favor. Ahora.
***
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Pasaron las semanas y Rufo comprendió que estaba siendo un necio, y ansiaba
que aquellos sentimientos se desvaneciesen, pero fue inútil. Lo único que hacía que la
imagen de Emilia se alejara de sus pensamientos era la incertidumbre que le producía
ser un miembro de la corte del emperador Calígula.
Este ejercía una influencia perniciosa que iba mucho más allá de su presencia
física inmediata. Los que estaban más cerca de él vivían los unos en el miedo
constante, los otros en la confusión permanente, pues era imposible adivinar cuál
podía ser el estado de ánimo, siempre cambiante, del emperador. Esta incertidumbre
se filtraba desde las altas esferas hacia abajo, se transmitía desde los hombres libres a
los funcionarios, desde los sirvientes de palacio a los esclavos. Los errores, por
mínimos que fuesen, podían resultar fatales. Siempre se podía sacrificar a cualquiera
en los espectáculos interminables que organizaba Calígula. Eran frecuentes las
desapariciones de personas.
Un día fue Varro quien desapareció.
Posteriormente a este hecho Rufo averiguó que el africano había cerrado un trato
con un funcionario palaciego para vender a las huertas que rodeaban Roma el rico
estiércol producido por Bersheba. Por desgracia, el pequeño africano cometió el error
de acercarse en exceso a la esposa de uno de los campesinos que compraban ese
estiércol de elefanta. El día en que la mujer fue tan imprudente que confesó lo que
pasaba entre ella y el esclavo, el marido habló con el supervisor de palacio, amenazó
con estropearle el magnífico negocio, y bastó que el funcionario hablara con los
guardias de palacio.
Rufo se escandalizó al saber cuál había sido el trágico destino de Varro, pero no
tuvo casi tiempo de llorar la muerte de su amigo. Tenía mucho que hacer, el doble de
trabajo que antes. Y le asaltó un nuevo y peligroso motivo de preocupación.
Un día, cuando limpiaba el establo de su elefanta, entrada ya la estación otoñal en
que, al atardecer, se alargaban las sombras cada día un poco más, dos guardias
pretorianos entraron en el recinto.
—Ven con nosotros —ordenó el de más alta graduación.
Rufo se quedó helado. ¿Iban a convertirle en otra víctima del circo, como le había
ocurrido a Varro? No podía desobedecer la orden. Se volvió hacia la cisterna,
pensando que era necesario lavarse un poco, quitarse el estiércol que tenía pegado a
diversas partes del cuerpo.
—No hay tiempo.
Los guardias le condujeron colina arriba hacia palacio y después le hicieron
atravesar diversos y lujosísimos pasillos hasta conducirle a una sala en la que había
un grupo de nobles, todos ellos vestidos de forma elegantísima. Se quedaron mirando
al recién llegado tan asombrados como si acabasen de ver a alguien que regresaba
desde el otro lado de la laguna Estigia.
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—Por fin, el chico del elefante. Es el último de los participantes al que todavía
esperábamos. Podemos comenzar.
El emperador estaba sentado en un asiento bajo al fondo de la sala. Sus ojos
pálidos observaron unos pocos segundos a Rufo, lo suficiente como para que el
esclavo se estremeciera, y alzó una mano lánguida para señalarle que se sentara en
otro asiento, el único vacío de la docena más o menos que rodeaba una mesa alargada
que parecía de plata. El pretoriano que se encontraba detrás de él empujó a Rufo, y
dio media vuelta para reunirse con otros veinte guardias que ocupaban sus posiciones
a intervalos junto a las paredes de la sala. Rufo se fijó en que cada uno de ellos
apoyaba la mano derecha en la empuñadura de su espada.
¿Estaba soñando? Todo aquello parecía imposible. Se acercó lentamente a su sitio
al lado de la mesa, y se sentó con la espalda muy tiesa en los almohadones del sitio
que Calígula le había indicado.
—No, esclavo, no —dijo Calígula en tono casi suave—. Túmbate relajadamente.
Traedle un poco de vino.
Rufo vio que los demás participantes estaban tumbados en sus asientos, todos
ellos situados de modo que, con tan sólo alargar el brazo, pudieran servirse lo que
quisieran del banquete que había en la mesa. Con no poca torpeza, Rufo trató de
imitar la postura relajada de los demás mientras un esclavo se le acercaba para
ponerle una copa de vino a su alcance.
El emperador alzó su propia copa brindando silenciosamente en dirección a Rufo,
con una mirada desafiante de sus ojos fríos que le invitaban a beber. Con la mano
temblorosa, Rufo cogió y alzó la copa, llena de un vino de color rojo sangre e intenso
olor afrutado. Los demás tomaron largos tragos, pero él mantuvo los labios apretados
y procuró no beber ni una sola gota.
Calígula se puso a charlar animadamente con un hombre de aspecto enfermizo y
edad similar a la suya, que ocupaba el asiento contiguo al suyo, a su derecha, y Rufo
aprovechó el momento para dirigir una mirada secreta a la sala, tratando que ninguno
de los comensales pudiese mirarle a los ojos.
Le pareció que, en torno a la mesa, había dos grupos claramente diferenciados de
personas. Uno de ellos lo formaban unos hombres que escuchaban con atención casi
excesiva cada palabra del emperador, que reían aduladora y sonoramente cada una de
sus gracias, y que bebían cada vez que él lo hacía. El otro grupo permanecía más
silencioso, bebía menos, y comía más. Eran matrimonios pertenecientes a la clase
ecuestre, y estaban sentados por parejas. No todos ellos eran jóvenes, pero las
mujeres, fuera cual fuese su edad, lucían una cuidada belleza. Rufo se fijó en que sus
rostros mostraban la misma expresión desesperanzada que había visto por última vez
cuando contempló los grupos de prisioneros condenados a muerte en los pasillos
subterráneos del circo.
***
Horas más tarde Rufo seguía sentado en la oscuridad, aturdido todavía por el
secreto que el gladiador le había revelado.
Cupido le relató lo ocurrido en cierta jornada de sangre y fuego durante la cual los
jinetes del ejército romano cortaron las cabezas de sus paisanos como si fueran
espigas de trigo en verano, y las suelas claveteadas de las sandalias de la infantería
los aplastó contra los campos embarrados, cuando trataban de plantarles cara y
defender a los suyos.
***
***
Cuanto más tiempo pasaba con Bersheba, más admiraba el modo sereno en que el
enorme animal aceptaba la vida en cautividad. Además, la elefanta cumplía
***
***
***
Pero Lucio no fue detenido esa semana, ni tampoco la siguiente. Narciso estaba
convencido de que el joven aristócrata había decidido esfumarse introduciéndose en
las profundas conejeras de las calles estrechas y los callejones más despreciables de
los barrios próximos a la Puerta Esquilina.
—Es asombroso que haya logrado sobrevivir hasta hoy en un lugar donde todo el
***
***
***
***
***
***
Cupido consiguió organizar el encuentro para tres noches después. Iban a verse en
el gran pajar adonde Rufo acudía periódicamente a recoger el heno para Bersheba.
Estaba cargando Rufo su carro cuando vio el temblor de una llama de antorcha
reflejándose en los guijarros húmedos del suelo, y así supo que alguien se
aproximaba. Era el tratante de fieras, acompañado por dos hombres que caminaban
con la reserva atenta y la seguridad en sus músculos típica de los guardaespaldas.
Rufo corrió al encuentro de su viejo amigo, dispuesto a abrazarlo, pero se llevó
una sorpresa desagradable. Fronto había cambiado mucho. No solamente tenía el pelo
completamente blanco y escaso, y una barba no menos canosa. No solamente las
arrugas de su rostro le daban aspecto de un hombre viejo. Sino que aquel cuerpo
voluminoso que Rufo siempre comparaba con el de un oso había perdido mucho
peso, y la figura que abrazó parecía ser apenas la sombra de la de unos tiempos que
aún eran bastante recientes. Y las manos que el viejo posó en sus hombros temblaban
como juncos sometidos a un vendaval.
A Fronto, sin embargo, le quedaba parte de la chispa de siempre.
***
***
Fueron a por Rufo en mitad de la noche, sin previo aviso. Le taparon la boca con
una mano y le pusieron una espada contra el cuello, para garantizar su silencio, y sé
lo llevaron desnudo y temblando de miedo. Livia dormía con el rostro vuelto hacia la
pared, aparentando dormir, pero Rufo supo que estaba despierta, y que se quedó
aterrorizada.
A la luz de la luna, cuando ya estaban al aire libre, uno de los soldados le entregó
su túnica, pero no se detuvieron para que se la pusiera, y tuvo que hacerlo sin dejar de
caminar. Un montón de preguntas se amontonaba en su mente. ¿Quiénes eran?
¿Adonde le conducían? Imaginó que iban a llevarle a palacio para, una vez allí,
bajarle a las mazmorras subterráneas de las que nadie salía jamás vivo. De modo que
le sorprendió que quienes le habían detenido se esforzaran por avanzar siempre por
entre los árboles y finalmente le dirigiesen hacia un camino poco frecuentado que
***
***
***
***
Cuando ya regresaban hacia el otro extremo del monte Palatino, Rufo vio a
Narciso, que caminaba hacia ellos. Al verle, Rufo dijo a Emilia en susurros:
—Llévale esos documentos a Cupido, y dile que hoy mismo me pondré en
contacto con él, y si no fuera posible, mañana a lo más tardar, cuando salga de la
guardia. Venga, no te entretengas, evitemos provocar sospechas.
El griego aceleró el paso, tratando de interceptarles. Y cuando iba a abrir la boca
para saludarles, Emilia le lanzó una mirada de desdén y, con aires señoriales, se cruzó
en su camino y enseguida se fue, dejándole boquiabierto y tan asfixiado como un pez
fuera del agua.
Rufo sintió ganas de reírse de él, pero se contuvo. Cuando se recuperó del
***
***
Transcurrieron dos días enteros antes de que Narciso hiciera lo que había dicho
Claudio que iba a hacer. Rufo supo que no era coincidencia el hecho de que el alto
griego se presentara en su casa momentos después de que Livia acabase de salir.
Fingiendo sentirse indispuesto a causa del calor, Narciso preguntó si podía
refugiarse del sol bajo el techo del establo.
—Tu amigo no ha tenido suerte —dijo una vez en el fresco del sombrío establo
—. Hice lo que pude, pero, naturalmente, su destino estaba trazado. Protógenes le
llevó al emperador las pruebas unas cuantas semanas atrás. Calígula se fía de él más
que de ningún otro.
Rufo no ocultó su incredulidad, pero Narciso fingió ignorar la frialdad de su
mirada.
—No, nada podría haber cambiado las cosas. ¡Qué muerte! —añadió buscando
alguna reacción en la cara de Rufo—. No es posible dejar de odiar a quien ha sido
capaz de hacerle algo así a un amigo.
Era una trampa, y Rufo la vio, y olió el cebo a distancia. ¿Qué fue lo que Claudio
le dijo? Que le escuchara. Y ahora había llegado el momento de escuchar, en lugar de
ponerse a ladrar como un perro furioso.
Narciso entendió que el silencio le invitaba a proseguir.
—Oh, disculpa, no he hablado muy claro. ¿Quién es ese «quien» al que me he
referido? Podría ser Protógenes, que tuvo la idea. O Querea, que dio la orden. Podría
estar hablando de esos brutos de la tribu tungria que le golpearon con las cadenas.
Comprendo tu confusión, y admito que cada uno de ellos tiene su parte de culpa.
Admito también que nada me satisfaría más que ver a Protógenes, especialmente a él,
pagar por la muerte de Fronto y por unos cuantos crímenes más. La lista sería larga.
Pero ¿qué puede la espada sin la mano que la sujeta? A su debido tiempo Protógenes
encontrará su merecido. Mejor será que centremos nuestra discusión, nuestro debate,
en la persona que le da las órdenes.
Narciso esperó a ver si obtenía algún comentario, y viendo que no se producía
continuó:
—Hablemos, pues, de quien le da las órdenes. Has tenido que sufrir de diversas
***
Décimo era un joven fuerte de rostro bello, pero con la piel estropeada por la
viruela que debió de padecer cuando era pequeño. En un primer momento se mostró
más interesado por ver detenidamente a Bersheba que por ir a buscar a su jefe. Se
quedó junto a la elefanta observándola con enorme interés y cierto temor, pidió
permiso para tocar su piel arrugada, y una vez que le autorizaron a hacerlo y parecía
dispuesto a seguir allí todo el día, Rufo le recordó cuál era el propósito de su visita al
establo.
Varro parecía haberse recobrado físicamente, pero su mente seguía extraviada,
rondando rincones a los que sólo él podía llegar. Décimo le miró con tristeza.
—Hace semanas que está así —dijo—. Desde la última inspección.
—Llevaba consigo estos documentos cuando le encontramos —dijo Rufo
entregándole los dos pergaminos, y Livia le miró con severidad—. No sabemos qué
son.
—Éste es el plano que nos guiaba a la hora de inspeccionar las conducciones de
agua por toda la colina. Si baja la presión en una casa o en una fuente, mediante este
plano tratamos de localizar el punto en donde se ha producido el escape. Y reparamos
la conducción. Ocurre muy a menudo, te sorprendería comprobarlo. Algunas cañerías
no han sido cambiadas jamás, desde los tiempos de Rómulo.
—¿Y esas líneas verdes y rojas, qué son? ¿Es por ahí por donde pasan las
conducciones más importantes de las que salen las demás?
—No, eso no es agua, sino mierda —dijo Décimo—. Esa línea roja es la cloaca
Máxima —le explicó, orgulloso de sus conocimientos—. Todas las alcantarillas que
bajan del monte Capitolino y del monte Palatino, todas las que bajan desde el
Argileto y desde el Foro Boario, van a parar a ese albañal. —Vio la cara de asombro
que ponía Rufo, y prosiguió—: La cloaca Máxima unifica todas las alcantarillas.
Siguiendo su curso, podrías cruzar Roma entera de un extremo a otro sin necesidad
de salir a la superficie. Suponiendo que soportaras el mal olor. ¿Te has fijado en el
altar en honor de Venus Cloacina que está en el foro? Pues bien, ella es nuestra
protectora cuando rondamos por ahí debajo. Pero parece que no protegió al pobre
Varro.
—¿Qué le ocurrió?
—Estaba inspeccionando la bajante palatina, esa línea verde que nosotros
***
La muerte de Fronto abrió entre Rufo y Livia una sima que al principio parecía
insuperable. Ocupaban los mismos sitios que antes, al igual que animales de especies
distintas ocupan también los mismos territorios, mirándose de forma desconfiada los
unos a los otros, pero sin apenas comunicarse. Pero no podían ignorar a la criatura
que seguía creciendo en el vientre de Livia. Poco a poco las heridas fueron
cicatrizándose, al menos en parte, y su relación mejoró. Eran unos amigos que
dormían juntos y cuando estaban de humor para ello, hacían el amor con una pasión y
una imaginación que a ellos mismos les resultaba sorprendente.
En algún momento, no supo cuándo, Rufo se dio cuenta de que Livia le vigilaba.
Ni oyó ni vio nada que le hiciera pensar que era así, no había nada sólido, nada
tangible; pero estaba convencido de que así era. Notaba los ojos de Livia clavados en
él, a todas horas. Cuando salía al patio para hacer que Bersheba ejercitara su cuerpo y
sus habilidades. Cuando hablaba con los visitantes de la nobleza que, autorizados por
el emperador, se acercaban al establo para ver a Bersheba de cerca. Y Rufo temía que
Livia estuviera tratando de establecer contacto con alguien.
Cuando se sintió completamente seguro de que ella le vigilaba, se acostumbró a
irse con Bersheba más lejos que de ordinario y buscó un rincón del bosquecillo donde
los árboles les ocultaban de Livia. Desde allí, escondido, vigiló a Livia hasta
comprobar que, en efecto, su esposa estaba rondando por allí, tratando de
encontrarles, de averiguar adonde habían podido dirigirse.
Este juego acabó convirtiéndose en parte de su vida cotidiana. ¿Era cruel? Tal vez
lo fuera. Pero valía la pena practicarlo y tener paciencia. Pues al final descubrió de
esta manera la identidad de la persona que le encargaba a Livia que le vigilara.
***
Cuando oyó hablar de los métodos abusivos que empleaba Querea para obtener
informaciones, los ojos del griego se encogieron de furia.
—De modo que el soldadito ha decidido mancharse las manos —dijo Narciso—.
¿Y por qué con tu esposa? Seguro que también él se ha enterado, como sea, de las
visitas de Claudio a tu elefanta. Debe de preguntarse para qué va al establo, con quién
habla, qué le cuenta, cómo sacar provecho de todo eso. Si supiera que el senador
Claudio va a hablar con tu elefanta, se moriría de risa en lugar de morir atravesado
por los instrumentos del empalador, que es lo que en realidad merece. Has hecho bien
en contármelo, Rufo. Esto podría resultarnos fatal. Pero ahora que sabemos dónde
está el peligro, trataremos de protegernos. E incluso tal vez podamos usar lo que
sabemos en beneficio propio.
—Hay que encontrar enseguida la manera de que deje de abusar de Livia. Hemos
de usar esta información para liberarla de él —suplicó Rufo.
Narciso le miró con expresión decepcionada.
—No sería muy sutil, y probablemente supondría la muerte, para ella y para ti.
Livia estará segura mientras siga siéndole útil a Querea. Hemos de tener paciencia.
***
***
En cuanto vio la cara de Narciso, Rufo supo que no traía buenas noticias.
El griego abrió los brazos en señal de impotencia:
—Ninguno de los amigos de Fronto reconoce tener información de tu dinero,
Rufo. Puede que alguno de ellos mienta, claro está, pero no lo creo. Fronto era
demasiado listo para confiar en ellos.
—¿Y en su casa?
Narciso hizo un gesto negativo, y le miró con ojos de derrota.
—Nada. Yo mismo fui a verla, y en ese agujero del rincón que me dijiste no había
más que arañas y ratones.
—Tal vez era mucho pedir —dijo Rufo bajando la cabeza—. No fue más que un
sueño.
Narciso le dio un golpecito en la espalda y añadió:
—No te rindas, Rufo. Todavía podrías conquistar la libertad, como yo.
Rufo alzó la vista, y en sus ojos se reflejó el dolor del fracaso.
—Tú eres culto e inteligente, Narciso. Y conquistaste la libertad gracias al talento
que los dioses te regalaron. ¿Qué puedo ofrecerles yo? Nací para acabar convertido
en un esclavo.
Narciso sacudió apenado la cabeza y se dio la vuelta para emprender el camino a
palacio. Le costó esfuerzo reprimir la sonrisilla presumida que empezaba a asomar a
sus labios.
Nunca llegaba nadie a ser demasiado rico. En realidad, le había hecho un favor a
Rufo porque le había librado de tener que adoptar una decisión complicada. El oro
contenido en las dos bolsas de cuero no habría bastado para liberarles a los dos, a
Rufo y a su bonita esposa. Además, Calígula no le hubiese concedido nunca la
libertad. Porque entonces, ¿quién se habría encargado de cuidar su elefante?
***
—Muy bonita, ¿pero de qué me serviría? —dijo Cupido estudiando el objeto que
sostenía en la mano.
Era una caja pequeña, de metal finísimamente trabajado, parecida a las que
utilizaban las damas de la nobleza para guardar sus anillos más valiosos. La caja era
de plata, pero la tapa estaba decorada con filigrana de hilo de oro y mostraba a un
dragón que estaba siendo atacado por un leopardo. Era preciosa y, sin duda,
valiosísima.
—¿La has robado? —preguntó finalmente Cupido.
***
Rufo y Livia estaban en su casa, tres noches más tarde. Era la víspera del
sacrificio del Caballo de Octubre, y en Roma flotaba el ambiente propio de los
grandes festivales, e incluso en la pequeña habitación situada detrás del establo se
podía palpar la inminencia de la gran fiesta. La relación entre los cónyuges había
mejorado últimamente, y Rufo trataba de reconciliarse con el enorme cambio que el
nacimiento de su hijo iba a traer consigo. Un acontecimiento que se acercaba cada
vez más, como era evidente viendo el volumen y la redondez del vientre de Livia.
***
Con la ayuda de Cupido, Rufo excavó una fosa para sepultar a Livia, justo al lado
del lugar donde reposaba Fronto. Mientras, el bebé, Cayo, gorgoteaba en brazos de la
nodriza, una muchacha rolliza y tímida que apenas hablaba y no esperaba casi nada
de la vida. Había perdido a su hijo de una enfermedad de la garganta, y le bastaba con
poder alimentar y cuidar a otro bebé en su lugar.
Después de dejar bien cubierta con hierbas la tumba de Livia, Rufo le dijo al
gladiador lo que Querea había dicho de Emilia. El rostro de su amigo se endureció
como el granito.
—Estamos de acuerdo. Querea ha de morir. No importa si es en tus manos o en
las mías, pero morirá y no tendrá una muerte rápida. Lo juro por los dioses de mi
infancia. Pero lo primero es encontrar a Emilia, antes de que ellos la maten.
Después el gladiador se interrumpió. En realidad no tenían ni idea de dónde tenía
Querea escondida a Emilia. Podía estar en el Castra Praetorium, pero Cupido
pensaba que sería más bien en otro sitio. Pensaba que no le habría sido fácil a Querea
mantener en secreto, en medio de cinco mil soldados, la presencia de una prisionera
en el cuartel general de la guardia. Pero, si no era allí, ¿dónde podía haberla retenido?
Querea era rico y poseía al menos una docena de casas esparcidas por toda Roma.
Emilia podía estar encerrada en cualquiera de ellas. Pero además, Querea tenía
muchísimos amigos ricos, y todos ellos estarían dispuestos a cederle para cualquier
uso un lugar en donde la presencia de la muchacha no fuese a despertar ninguna clase
de sospechas.
Rufo estaba todavía aturdido, pero se esforzaba por no pensar más en los muertos
y concentrarse en los vivos. Livia había fallecido, eso lo comprendía, pero al mismo
tiempo sabía que aún no había acusado todo el impacto que ese hecho iba a producir
en él, ni tampoco estaba aún padeciendo en su máximo grado la soledad en la que iba
a encontrarse ahora. Llegado el momento, lloraría su muerte. Pero ahora lo primero
era ayudar a Cupido, salvar a Emilia, cuya vida corría grave riesgo. Sintió que en su
pecho anidaba una furia fría, y se juró a sí mismo no cejar hasta localizarla, y llegado
el momento vengar de paso a Livia.
Pero ¿cómo encontrar a Emilia?
—Me parece que sé de alguien que puede ayudarnos.
Cupido miró sorprendido a su amigo. ¿Iba a resultar así de fácil?
***
***
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Veinte minutos más tarde llegaron al lugar donde se encontraban los peldaños que