Bestiarius Douglas Jackson

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Cayo

Julio César Germánico, el tercer emperador romano, es más conocido


por el nombre de Calígula, sinónimo de decadencia, crueldad y locura.
Rufo, un joven esclavo, crece alejado de la corrupción de la corte imperial.
Su dueño se dedica a adiestrar animales que luego lucharán en el circo con
los gladiadores, y Rufo descubre que tiene un talento natural para controlar y
enseñar a las bestias. Es precisamente en la arena donde conoce a su gran
amigo Cupido, uno de los más prestigiosos gladiadores de Roma. Su
creciente reputación como adiestrador de animales y su amistad con Cupido
captan la cruel mirada del emperador, que busca a alguien que se encargue
del elefante imperial.
Rufo es comprado a su dueño y llevado al palacio, donde su vida se ve
sometida a los cambiantes estados de ánimo de Calígula. Este puede ser tan
generoso como frío; es un megalómano que se autoproclama dios, al tiempo
que vive en constante temor de las conjuras que puedan organizarse contra
su vida. Su paranoia, sin embargo, no carece de motivos. Las intrigas surgen
por todas partes, y Rufo y Cupido se encuentran, sin saber cómo, en el
centro de una conspiración para asesinar a Calígula. Pero ¿podrá un esclavo
decidir el destino de un emperador?

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Douglas Jackson

Bestiarius
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Título original: Caligula
Douglas Jackson, 2008
Traducción: Enrique Murillo

Editor digital: sleepwithghosts


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Para Alison, Kara, Nikki y Gregor…
que siempre creyeron en mí

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Prólogo
Frontera, del Rin, 18 d. C.

El muchacho se arrastró silenciosamente entre los matorrales, lanzando miradas


furtivas a derecha e izquierda en busca de señales de la presencia del enemigo. Ese
día imaginaba ser el último superviviente de la batalla del Bosque de Teutoburgo, el
único soldado de las tres legiones allí aniquiladas que aún podía llevar a cabo la
misión que se les había encomendado: matar a Arminio, el rey de los cheruscos.
Llegó al borde de un claro del bosque y se detuvo. Allí estaba su presa. Sacó la
pequeña daga que hacía en su imaginación las veces de gladius, de espada, y cargó
contra las hordas de cheruscos hasta matar uno por uno a todos sus jefes. ¡Toma!
¡Toma tú también! ¡Muere, traidor!
Una vez que la victoria fue total, permaneció un momento en pie rodeado por los
cadáveres de sus enemigos, respirando con jadeos bajo la ligera armadura que le
protegía el pecho. Le faltaba el casco, pero por lo demás llevaba el uniforme
completo de la infantería ligera de la Décimo segunda legión: túnica roja, cota de
malla, grueso cinturón con anillas de cuero donde colgar las armas, espinilleras y
sandalias. Se lo había hecho, a la medida de un niño de seis años, el furriel, y siempre
que se lo ponía el corazón se le henchía de orgullo.
Se apartó el pelo indócil que le caía sobre los ojos y comenzó a recoger los
cadáveres de los enemigos. Las ramas más gruesas y verdes tendrían que secarse
primero, pero acabarían sirviendo para alimentar el fuego. Salir por leña era una
buena excusa para rondar por el bosque. Le encantaba el bosque, le gustaba el olor
intenso a resina, el silbido del viento colándose por entre las ramas de los árboles, la
manera en que el sol se filtraba a través del dosel de hojas y penetraba hasta el suelo
para dibujar en él formas extrañas y siempre cambiantes. Le fascinaban las aves y las
fieras, y siempre andaba en busca de algún nuevo descubrimiento. A su madre no le
gustaba que se fuese tan lejos. Siempre estaba preocupada por él, y habría preferido
que se quedara cerca del campamento y se relacionara con niños de su misma edad.
Pero ¿para qué le hacían falta amigos cuando contaba con los soldados? Los
soldados le querían al igual que querían a Germánico, su padre. Germánico era un
gran jefe y uno de los favoritos del emperador. Su hijo podía enumerar cada una de
las victorias de su padre, y llegó a tocar con sus manos las dos águilas ganadas por
Germánico a los cheruscos, cuando combatió contra ellos para vengar el desastre de
Teutoburgo. Amaba a su padre, sobre todo cuando le hacía regalos como el uniforme
que ahora llevaba puesto.
Una vez reunidos los troncos y algunas ramas pequeñas inició el camino de
regreso al campamento. Tenía sólo una vaga idea de la dirección que debía seguir,

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pero no sentía ningún miedo. Avanzó por un sendero borroso que los ciervos habían
dejado entre los matorrales; si lo seguía acabaría llegando a la orilla de un riachuelo.
Una vez allí, sabía qué camino tenía que tomar.
Un mirlo graznó asustado desde una planta espinosa al costado del sendero,
sobresaltando al niño, que se rió de su propio temor. Dejó en el suelo el montón de
ramas e inspeccionó cuidadosamente el arbusto, tratando de no pincharse con
ninguna de las largas y duras espinas. Y al final lo halló, casi en el suelo. Era una
compleja estructura de hierba y musgo. Se agachó y reptó por tierra hasta alcanzarlo.
Cabía la posibilidad de que en su interior hubiese unos cuantos huevos de color azul
pálido con montas pardas.
Una vez en la posición adecuada logró ver el interior del nido, y experimentó una
gran emoción al comprobar que los huevos acababan de abrirse. Apretados en el
centro del nido había cuatro polluelos de mirlo recién nacidos. Con extremo cuidado,
tendió el brazo y cogió a una de aquellas criaturas temblorosas y menudas, y la
sostuvo en la palma de la mano. Primero la estudió con sumo cuidado. Pequeña,
desnuda, vulnerable. Un pedazo de carne rosada, con el cuello alargado, y tan ligera
que su mano apenas notaba el peso. Tenía la cabeza del mismo tamaño que el cuerpo,
y las alas eran un par de pliegues de piel que apenas tenían la forma adecuada, y en la
que se notaban unos bultitos de los que luego saldrían las plumas. El pico era casi
invisible, de un amarillo muy pálido aún, y los ojos no eran más que unos círculos
oscuros bajo una piel translúcida. Le bastó sentir aquel calor, aquel desamparo,
aquella forma viva en su mano, tan tenue que notaba el corazón palpitar bajo la
delgadísima piel sonrosada, para experimentar un estremecimiento de placer que lo
recorrió de pies a cabeza.
Pero al mismo tiempo se apoderó de él otro sentimiento, una tensión que subyacía
a la otra y que apenas llegaba a percibir y que, sin embargo, le dejó casi sin aliento.
¿Se atrevería? Con la mano libre partió desde la base, dando un golpe seco, una de las
espinas del arbusto. Aquella sensación de haberse quedado sin aliento le fue
abandonando, y al propio tiempo fue como si él estuviese haciéndose mucho más
grande y el pajarillo mucho más pequeño. Vaciló, inseguro aún, esperando una señal.
El pajarito abrió el pico.
El chico sonrió y, con toda la intención, clavó la espina, afilada como una aguja, a
través de la piel hasta meter la punta en el centro del globo ocular del desamparado
polluelo. El animal trató de escabullirse de entre sus dedos, pero él lo sujetó con
fuerza. La boquita se abrió y cerró, en una expresión muda de dolor. El chico buscó
otra espina en el arbusto.
Era muy interesante. Cada uno de los polluelos reaccionaba de una manera
ligeramente distinta cuando le clavaban la espina. Uno de ellos retrocedió y trató de
escapar. Otro se encogió y, sencillamente, aceptó el tormento. Conforme iba

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completando los sucesivos experimentos, soltaba los polluelos agonizantes en la
hojarasca del suelo, cada uno con una espina clavada en su ojo ciego.
—¡Caaayo!
Era la voz de su madre, y el chico comprendió que ya era muy tarde.
Dejó caer al último de los polluelos junto a sus demás hermanos, se incorporó y
descargó con todas sus fuerzas la planta de su coliga, su sandalia claveteada, sobre
los pequeños y rosados cuerpos, y estuvo un rato retorciendo el pie a un lado y a otro
hasta que aquellos polluelos de mirlo perfectamente formados quedaron convertidos
en una masa rojiza en medio del barro.
—¡Ya voy! —gritó.
Estaba tan excitado que casi se dejó las ramas, pero al final las recogió del suelo y
se puso a correr hacia la voz que le llamaba. Faltaba poco para que fuese la hora de
cenar.

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Roma, 36 d. C.

Rufo se había sentado con la espalda recostada contra la cálida corteza de un


peral, pensando sobre su futuro. Por vez primera en su vida, le torturaba el lujo de la
capacidad de elegir.
¿Era mejor que se quedara con Cerialis, o tal vez debía aceptar la oferta del
tratante de animales? Llevaba toda la mañana dándole vueltas al asunto, y al cabo de
dos horas seguía sin encontrar la respuesta.
Desde que tenía seis años de edad, la casa del gordo panadero había sido su
hogar, y se consideraba afortunado por ello. No podía ser de otro modo puesto que
Cerialis le había demostrado siempre un gran respeto, hasta el punto de que ahora
permitía que él, un simple esclavo, decidiese sobre su futuro. Había estado
aprendiendo un oficio, no había pasado hambre, y no le habían pegado jamás.
De modo que, evidentemente, lo mejor era quedarse con Cerialis.
Sin embargo, en el otro platillo de la balanza estaba la perspectiva, casi increíble,
de la libertad. La libertad. Esa sola palabra hacía que le diera vueltas la cabeza.
¿Quería de verdad llegar a ser libre algún día? ¿Libre para hacer qué? ¿Libre para
morirse de hambre? ¿Para pedir limosna por la calle?
Por otro lado, el tratante de animales no le había ofrecido una libertad inmediata.
Podían pasar muchos años antes de que cumpliera su promesa.
La culpa la tenía el oso. De no haber sido por el oso, seguiría en el horno,
haciendo el mejor pan de toda Roma, en lugar de estar sentado en aquel momento en
un rincón de los jardines del Porticus Liviae, con la cabeza haciendo más ruido que
un tambor.
Un par de mariposas, una de ellas de un delicado tono azul, y la otra con una bella
combinación de rojos y marrones, se deslizaron por el borde de su campo de visión
hasta meterse entre las flores. Sonrió, y se llevó la mano al amuleto que le colgaba
del cuello.
Que así sea. Que los dioses decidan.

***

Cornelio Aurio Fronto tenía una risa capaz de doblar los árboles de un bosque
entero y de romper las tejas de toda una casa, y en este momento estaba riendo.
—Vaya, así que el chico del panadero ha conseguido tomar una decisión. Y,
naturalmente, ha decidido aspirar a la grandeza que le espera al lado de Fronto, en
lugar de seguir buscando gorgojos en los panes de ese tendero de culo gordo. ¿Acaso

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podía ser de otro modo?
Esta última frase estaba dirigida, acompañada de un ademán teatral, hacia el
grupo de media docena de esclavos y hombres libres que salieron a darle la
bienvenida a Rufo en cuanto oyeron los gritos de Fronto. Surgieron, mostrando tedio
los unos, los otros interés, a la puerta del recinto vallado donde permanecían los
animales con los que Fronto se ganaba la vida. Rufo se preguntó qué hubiera pensado
el tratante de haber sabido que su destino lo había decidido el vuelo de una mariposa
de color azul.
Mientras el grupo se reunía para recibirle, Rufo hizo memoria y recordó el
contraste entre la bienvenida que estaba dándole Fronto y la anterior ocasión en la
que había cambiado de amo. Cuando llegó en el barco procedente de Cartago, la
algarabía que reinaba en el inmenso mercado de esclavos del puerto de Ostia fue una
experiencia que no iba a olvidar en toda su vida. No era entonces más que un niño
pequeño y aterrorizado que se sentía completamente solo en medio de una inmensa
multitud, tanta gente que jamás había siquiera soñado que hubiese tanta en el mundo
entero. Recordó que buscó un lugar donde esconderse en medio de aquel oleaje de
personas, pero que no lo encontró. Al final fue a sentarse en el suelo, junto a un muro,
y lloró hasta que ya no le salían más lágrimas. Fue un alivio que al día siguiente le
eligiese Cerialis.
Devolvió las miradas que le dirigía el grupito, tratando de averiguar si alguno
sonreía abiertamente y si otro lo consideraba ya un enemigo en potencia. Había mitad
y mitad.
—¿Os he contado cómo me salvó la vida este chico? —preguntó Fronto, y unas
cuantas sonrisas muy anchas le dijeron a Rufo que sí, que ya se lo había contado
varias veces a todos ellos, pero también sabían que iban a tener que escuchar el relato
una vez más.
—Era un oso grande, aunque no de los mejores que tengo. A los mejores los
guardo para el circo. En realidad, este que os digo era un oso viejo y sarnoso y
piojoso. Pero le quedaban unas buenas garras. Unas enormes garras muy afiladas
capaces de arrancarle a cualquier hombre el cuero cabelludo. De un zarpazo. ¿Es así,
joven Rufo?
Lo que Rufo recordaba era, más bien, que las garras del oso estaban recortadas,
pero le pareció que se consideraría una insolencia que contradijera las afirmaciones
de su nuevo amo. De manera que hizo un gesto de asentimiento. Por otro lado, la
dentadura amarillenta de aquella fiera resultaba por sí sola aterradora.
Rufo había ido acompañando a Lucrecia, la cocinera, al mercado de frutas, y
estaban subiendo por una de las estrechas callejas de Sacer Clivus, la Vía Sacra,
cuando ocurrió el incidente. La calle estaba repleta de campesinos que reían y
conversaban animadamente, y al instante siguiente un único grito dejó la calzada

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vacía. El oso se había levantado sobre sus patas traseras, y de la gruesa anilla de
metal que rodeaba su cuello pendía un pedazo de cadena rota. En su pelaje pardo
destacaban algunas manchas rojas de sangre seca.
—Ay, y allí quedó aquella pobre criatura —dijo Fronto casi en sollozos—,
abandonada por su nodriza, sola e indefensa frente al monstruo feroz que babeaba a
punto de lanzarse sobre ella. Pobrecita… —De repente le falló la memoria.
—Tulia —dijeron a coro las voces de su público.
En efecto, la pobrecita Tulia, rubia y pequeña, había quedado sola y al alcance de
aquel oso enorme e iracundo.
—¡Una muerte segura! —aulló el tratante de ganado—. Eso era lo que le
aguardaba a la criatura, hasta que apareció este valiente muchacho —añadió al
tiempo que extendía un brazo poderoso, grueso como una rama, en dirección a Rufo.
El primer impulso del chico fue coger a Lucrecia de la mano y salir corriendo
para refugiarse del oso. Pero no fue eso lo que hizo, sino correr hacia donde se
encontraba la fiera.
—¿A que no sabéis lo que hizo el chico? ¡Se puso a bailar! —Fronto se partía de
risa al contarlo, su panza enorme se estremecía de las carcajadas—. ¡Se puso a bailar
con el oso!
En aquel momento, a Rufo no se le ocurrió qué otra cosa podía hacer. No podía
pelear con el oso, pues era dos veces más grande que él y tenía muchísima más
fuerza. Pero si se quedaba quieto, el oso lo mataría.
—¿Podrías decirme, muchacho, cómo se te ocurrió? —preguntó Fronto—. ¿Por
qué te pusiste a bailar con mi oso?
Fue un momento aterrador, y Rufo recordó muy bien el instante en el que se
encontró a merced de la fiera, pero su respuesta fue encogerse de hombros, como si
bailar con osos fuese lo más normal del mundo.
—Cuando era pequeño —comenzó a explicar— un circo ambulante pasó por mi
aldea. No era como los circos de Roma, apenas había cuatro actores malos con sus
pobres animales martirizados por las pulgas. Llevaban un oso pequeño, tenía apenas
la misma estatura que yo. Le habían enseñado a bailar, sólo un par de pasos, pero el
oso bailaba, y la gente bailaba con él. Y al oso parecía gustarle. Imagino que pensé
que podía bailar de la misma manera que la gente de mi aldea bailó con aquel oso.
Bailó alrededor del oso enorme, y el oso le siguió el juego con sus ojos de color
obsidiana fijos en el muchacho, como si su cerebro estuviera concentrado en el
propósito de imitar cada uno de sus movimientos. Al girar, un grupo de hombres
apareció tras la fiera. Uno de ellos le dijo al chico que no dejara de bailar y, mientras,
los demás hombres comenzaron a desplegar una red muy grande. Se fueron
acercando a la bestia mientras el chico retrocedía y se iba separando del oso, abriendo
muy poco a poco un espacio cada vez mayor entre él y el animal. Hasta que la red

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voló por los aires y el oso se convirtió en una masa furiosa que gruñía salvajemente
mientras sus garras trataban de rasgar la red que le envolvía por todas partes.
—Salvaste tu propia vida y, aunque no lo supieras, salvaste también la de Fronto,
y Fronto siempre paga sus deudas. —El tratante de animales lo rodeó con sus
poderosos brazos, y Rufo pensó por un instante que iba a morir asfixiado—. Le di mi
palabra a Vitelio Genias Cerialis, y te doy a ti mi palabra ahora. Tienes una habilidad
especial con los animales, y me resultará muy útil. Me dedico a comprar fieras y a
entrenarlas para el circo. Te enseñaré todos los trucos que conozco y, si estás a la
altura que espero, dentro de pocos años serás mi heredero y yo podré sentarme a
descansar y envejecer mientras tú me haces rico. Mañana mismo lo pondremos por
escrito.
Un murmullo recorrió el grupo de trabajadores. Rufo se fijó en los ceños
fruncidos y supo que la decisión de Fronto distaba de contar con la aprobación
general. Entendió esa actitud negativa de algunos. Era de imaginar que aquel chico de
diecisiete años con el pelo revuelto y la túnica raída, no les había producido muy
buena impresión. Los más ambiciosos de entre sus futuros compañeros lo
consideraban un rival, y sin duda tratarían de poner obstáculos a su paso, pero eso no
le preocupaba. Se había convertido en un chico muy fuerte gracias a los años que
había pasado acarreando sacos de harina en la panadería. Estaba listo para enfrentarse
a cualquiera. Y en su ir y venir por las calles romanas lo había acompañado la buena
fortuna, puesto que Tulia era hija de un senador muy importante. El padre de aquella
cría era famoso tanto por el amor que sentía por la pequeña como por la sangre fría
con la que solía apartar de su camino a sus contrincantes políticos. Si el oso hubiese
herido a la niña, o algo peor, Fronto habría terminado en una cloaca, con el cuchillo
de cualquier asesino clavado en el hígado.
—¿Y si no estoy a la altura de vuestras expectativas? —preguntó a Fronto.
—Te echaré a los leones, suelen estar hambrientos. Hubo un silencio prolongado.
—Era broma, chico… ¡Te echaré a los leones…! —De nuevo unas carcajadas
muy sonoras sacudieron el cuerpo entero del tratante—. Tendrías que ver la cara que
has puesto.
Fronto tenía su negocio en una zona situada al sur de Roma, al otro lado de los
cuatro arcos del Puente Sublicio. A suficiente distancia de la ciudad como para evitar
que los curiosos fueran a meter sus narices, pero también lo bastante cerca del
mercado de ganado del Foro Boario para que sus carnívoros tuvieran un
abastecimiento constante de alimentos.
Una vez dentro del recinto donde Fronto guardaba a sus fieras, el corazón de Rufo
comenzó a animarse. El tratante, no sin orgullo, le fue explicando los nombres de los
exóticos tesoros que compraba primero y luego vendía para ser utilizados en los
grandes espectáculos del circo. En unos cercados muy amplios estaban primero los

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herbívoros, que mordisqueaban el suelo pacíficamente. Fronto fue señalando y
nombrando las diversas especies.
—Antílopes —dijo, indicando un rebaño de gráciles animales que permanecían
encerrados en uno de los cercados. Su pelaje era de varios tonos de pardo arenoso, y
sus tamaños iban desde las frágiles y diminutas crías que apenas medían lo mismo
que un perro pequeño, hasta unos gigantes de ancho pecho, largos cuernos en espiral,
y patas con manchas oscuras.
—¿Y ésos, qué son? —preguntó Rufo, señalando a otro grupo no muy numeroso
—. Nunca había visto caballos a listas.
—Son un tipo de asno salvaje. He intentado adiestrarlos para que tiren de los
carros, pero son mucho más estúpidos que los caballos.
—¿Y aquéllos? —Rufo señalaba unas criaturas de color marrón oscuro, con una
giba en la espalda y la frente poderosa, del tamaño de un mulo pequeño, pero dotadas
de breves cuernos curvados hacia dentro, ceño peligroso, ojos pequeños situados a
bastante distancia el uno del otro, y un hocico del que goteaban espesos mocos.
—No tenemos nombre para ésos. Los llamamos feos —dijo Fronto riendo.
Pasados ésos cercados, y en una zona separada, había unas cabañas de forma
cuadrada y construidas con gruesos troncos. Fronto le condujo hacia esa parte de sus
posesiones. A medida que se aproximaban allí, le llegó a Rufo un olor vagamente
conocido, un aroma penetrante y picante que se enseñoreaba de toda esa zona. Tardó
unos segundos hasta que al final su memoria le llevó a un momento del pasado, una
experiencia de diez años atrás.
Eran leones.
La galera con la que hizo la travesía desde Cartago a Ostia llevaba un cargamento
de leones. Dos hembras y un par de cachorros. De repente se encontró observando las
mismas miradas asesinas, los ojos amarillo claro moteado de manchitas grises que le
devolvían una expresión de odio en estado puro.
Todavía no era capaz de comprender del todo por qué le vendieron al tratante de
esclavos. Su padre era un soldado español que, cuando terminó su periodo en las filas
del ejército romano, decidió establecerse por su cuenta en Mauritania. Y resultó que
era mejor militar que agricultor. Sus tierras, unos terrenos requemados y polvorientos
situados en las faldas del Atlas, ardían en verano y padecían en invierno un frío capaz
de romper las piedras. De su madre le quedaba apenas un vago recuerdo, pero sabía
que lo adoraba, y tenía esa certidumbre porque siempre que se acordaba de ella sentía
un calor especial en el corazón. Si cerraba los ojos era casi capaz de recordar su
rostro y el olor de su cabello largo y negro, siempre húmedo por la mañana. Pasaban
hambre, pero ella trató de retenerlo a su lado pese a todo. Le parecía recordar a su
madre llorando cuando se lo llevaban a rastras. Rufo calculaba que eso había ocurrido
en el undécimo año del reinado del emperador Tiberio.

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Fronto poseía una docena de leones, entre los que destacaban tres magníficos
machos de melena negruzca. Además, había tres animales de aspecto gatuno,
delgados y atléticos, con dibujos listados en la piel, y otras tres fieras similares pero
con motas oscuras en el pelaje. Rufo nunca había visto animales de esa clase.
—Esos de las manchas son leopardos —le explicó Fronto—. El público los adora.
Son tan grandes como leones, pero el doble de rápidos. Si logran saltar sobre un
hombre, por muy guarnecido que éste vaya puede darse por muerto. Le buscarán la
garganta con los dientes y la tripa con las garras. ¿Has visto alguna vez a un gatito
atacando como un loco con las garras a una paloma muerta? Lo mismo hacen estas
fieras, los leopardos. Y si no encuentran la tripa van a por sus huevos. Y si no
encuentran los huevos, se lanzan contra las piernas y las desgarran hasta dejar los
huesos al desnudo. No importa. La única diferencia es que su víctima muere antes si
le pillan la tripa al descubierto.
Al final llegaron ante un animal del que Fronto dijo que era su «monstruo».
—¿No te parece sorprendente? Y lo más raro es que sólo come hierba.
Rufo se quedó mirando aquella bestia enorme y gris que permanecía encerrada,
sola, en su cabaña. Era dos veces más grande que un toro, y tenía una piel gruesa
semejante al cuero. Su cabeza era grandísima, incluso comparada con su cuerpo, y
sus patas, casi cómicamente cortas. Sus ojos eran diminutos y de la base de su hocico,
ancho y alargado como una pala, le salían dos cuernos, el uno detrás del otro. El más
largo medía más de un palmo de diámetro y formaba un arco de más de cinco palmos
de longitud, y terminaba en una punta afiladísima. El segundo era más corto, apenas
la mitad del otro, pero su punta parecía más afilada incluso.
—No sé qué hacer con esta bestia. Parece peligrosa, pero se pasa todo el tiempo
de pie, muy quieta, sin hacer nada. Puedes darle unos golpéenos en el costado, y
reacciona tranquilamente, como un perro. ¿Quieres probarlo?
Los ojos con que estudiaba a Rufo parecían sinceros. Fronto ponía cara de no
haber roto un plato en su vida; como si el día en que le tocase ir a la tumba pudiese
hacerlo sin una sola mancha en su historial. Rufo no se fió de él ni un pelo.
Fronto trataba de ponerlo a prueba, y a Rufo le pareció saber el porqué. El tratante
era un hombre muy listo y quería darle al joven una oportunidad de demostrar ante
sus demás compañeros de trabajo, aquellos que algún día le obedecerían, porque
acabaría siendo el amo, cuan valeroso era en realidad. Rufo volvió a mirar al
monstruo y le pareció todavía más enorme que antes. La pregunta era, ¿lograría
sobrevivir a la prueba?
El muchacho compuso una sonrisa torcida, fingió sentirse mucho más seguro de
lo que en realidad se sentía, y le contestó:
—Pues, claro.
Tito, uno de los esclavos que habían formado el comité de bienvenida, abrió la

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puerta y de inmediato, mientras la cerraba a su espalda, le susurró:
—¡Cuidado con sus orejas!
Rufo avanzó a paso lento hacia el interior del vallado. El corazón le latía
enloquecidamente, pero una vez dentro tuvo la sensación de que el mundo era un
lugar menos abigarrado, y sintió de pronto el deseo de enfrentarse a la gran bestia.
Mientras avanzaba se fijó en que los postes que formaban el vallado, que como los de
los demás tenían la altura de un hombre, estaban reforzados con tablas horizontales.
Aquí y allá, además, vio trozos de color muy claro, como si la madera se hubiese
astillado hacía muy poco.
Sentía el calor del sol golpear su espalda igual que un martillo conforme
avanzaba. Y allí, en el centro del vallado, le esperaba el monstruo.
Después de dar unos veinte pasos notó algo en la cabeza del animal, el rastro
fugaz de un movimiento casi imperceptible. Y de nuevo lo vio, esta vez con mayor
claridad: un levísimo estremecimiento de la oreja izquierda.
Sin apartar ni por un instante la vista del animal, siguió avanzando pero
cambiando sutilmente de dirección. Cada uno de sus pasos le conducía ahora hacia la
parte frontal, trazando una diagonal en lugar de avanzar directamente hacia la bestia.
Era increíble que aquel bicho enorme se moviera tan deprisa. El animal
permanecía quieto, con los ojillos inmóviles, como si fuese ciego, y al instante se
movía a gran velocidad sobre sus cortas patas y había recorrido ya la mitad de la
distancia que los separaba, con la cabeza gacha y la cimitarra del cuerno inferior
apuntándole directamente a las tripas.
No tenía ningún sentido dar media vuelta y echar a correr hacia la valla. Jamás
conseguiría llegar antes de que aquel enorme animal lo alcanzara. Pero el cambio en
la dirección de sus pasos había alejado ligerísimamente a Rufo del camino que la
bestia había emprendido, y eso le proporcionó la fracción de segundo que necesitaba
para eludir la carga.
Esperó mucho. Tanto, que casi hubiese podido estirar el brazo y tocar con la
punta de los dedos el menor de los cuernos. Y justo en ese momento Rufo se arrojó al
suelo, a su derecha. Enseguida, y de un brinco, se puso de nuevo en pie y echó a
correr hacia la valla.
Mientras corría podía oír claramente el tronar de los pasos de la bestia a sus
espaldas, muy cerca, de modo que no necesitó volver la cabeza para saber que el
animal había cambiado de dirección pese a lo voluminoso de su cuerpo, y que estaba
persiguiéndole. Comenzó a ver con claridad los gruesos nudos de las maderas que
formaban el cercado, las herrumbrosas cabezas de los clavos que las sujetaban. A su
espalda, los resoplidos del animal, los estallidos de su respiración, muy audibles, le
confirmaron que lo tenía ya muy cerca.
Un instante de duda representaría la muerte. Eligió con cuidado un punto exacto

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del cercado, tomó impulso y saltó hacia lo alto de los maderos. Con un pie pisó una
de las tablas horizontales, y utilizó toda la fuerza de cada uno de sus músculos para,
apoyándose en ese pie, saltar hacia arriba y tratar de salir por encima de la cerca. Por
un par de centímetros, a punto estuvo de conseguirlo. Pero la rodilla de la otra pierna
tropezó contra el extremo superior de los troncos, notó una puñalada de dolor, y aquel
salto bien calculado y salvador acabó transformándose en una cabriola mal dirigida y
torpe. Mientras se encontraba todavía en pleno vuelo, oyó claramente el estruendo del
choque de una masa enorme y veloz contra otra masa más recia incluso, que no cedió
al impacto. Al cabo de medio segundo aterrizó. El impacto fue tan fuerte que se
quedó sin respiración, le dejó unos cuantos dientes medio sueltos, y se preguntó
cuántos huesos se había roto.
Se quedó tendido y aturdido, notando en la boca el sabor metálico de la sangre y
la nariz taponada por el barro.
—Para no ser más que un panadero, eres bastante veloz, pero he visto saltos más
elegantes.
Rufo abrió un ojo. Fronto estaba delante de él, tapando con el cuerpo los rayos del
sol.
—Venga, ponte en pie y vamos a mirar lo que le has hecho a esa pobre bestia —
añadió, tendiéndole una mano y ayudándolo a levantarse.
El muchacho hizo una mueca de dolor y regresó cojeando a la valla. Observó que
en ésta había ahora un agujero del tamaño de un puño. Rufo miró por la tronera y se
encontró con el ojo iracundo de la enorme bestia, que lo miraba a través del agujero.
La bestia sacudió la cabeza y regresó trotando al centro del corral.
—Le dolerá bastante la cabeza, pero está sana y salva —dijo con orgullo su
propietario.
—¿Y yo qué? —se quejó Rufo—. Así que podía darle unos golpecitos como si se
tratara de un perro, ¿eh? Ha estado a punto de matarme.
—Bueno, tal vez haya exagerado un poco —reconoció Fronto—, pero ésta es la
primera lección que debía darte, muchacho. Aunque has demostrado que no temes a
los animales, debes aprender a respetarlos. La próxima vez que entres en un corral o
en una jaula, mira primero qué clase de animal hay dentro. Todas estas fieras son
peligrosas, cada una a su modo. Incluso los antílopes más pequeños podrían tumbarte
con un golpe de su testuz si creyeran que pretendes molestar a una cría.
Fronto se agachó y cogió un pedazo de estiércol del suelo, y lo levantó hasta
ponerlo ante los ojos de Rufo.
—Míralo bien. Lo que importa es el beneficio. Da lo mismo que huela a mierda o
a perfume. Si da beneficio, huele a gloria. Y bien, empezaremos por el principio. A
ver, Tito, enséñale a limpiar las pocilgas de los jabalíes.

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Eso de empezar por el principio hizo que Rufo pensara que su vida anterior era,
en comparación, un verdadero paraíso. Entonces olía a pan fresco todos los días.
Ahora, le asaltaban diariamente los hedores de diversas clases de estiércol animal.
Pero aprendía mucho y cada uno de los momentos que pasaba con los animales le
servía de lección.
Aprendió a darles de comer y a lavarlos. Cada una de las especies seguía un
régimen alimenticio especial que garantizaba que cada animal estuviera en óptimas
condiciones físicas. Si les daban demasiada carne, los felinos engordaban y se hacían
más perezosos. Si les daban poca, se debilitaban y perdían parte de su enorme
poderío físico.
Aprendió a buscar los síntomas que denunciaban que un antílope, por ejemplo, se
había puesto enfermo, víctima de una de las numerosas afecciones que debilitaban a
su especie. Si en el hocico o las pezuñas de uno solo de ellos aparecían ciertas llagas,
había que exterminar al rebaño entero.
Aprendió a distinguir el levísimo bulto que significaba que una hembra estaba
embarazada y debía ser apartada del resto del rebaño.
Y aprendió lo que les pasa a los hombres que se descuidan un solo instante
cuando se encuentran cerca de los leones. Jamás olvidaría las tiras de carne
desgarrada y los huesos partidos que fueron todo cuanto quedó del pobre y algo tonto
Tito el día en que al oír los gruñidos de furia de un león, él los tomó equivocadamente
por señal de un dolor de muelas. Los demás esclavos no oyeron sus gritos hasta que
ya era demasiado tarde, y el vigilante decidió que resultaba más adecuado dejar que
los animales devorasen al desdichado —ya estaba muerto— que tratar de entrar para
enterrarlo. Desde luego, a nadie se le ocurrió matar al león. Valía diez veces más que
Tito y además, tal como subrayó Fronto, su destino era el de matar a los hombres.
Día tras día y semana tras semana, Rufo fue adquiriendo cada vez más respeto por
Fronto. El tratante de fieras era un hombre con una infinita sed de vida, y eso hacía
que incluso sus competidores le admirasen, y era frecuente que Rufo sintiera hasta
mareo al experimentar como tantos otros aquellas oleadas de entusiasmo por él. Sin
embargo, cuando Fronto regresó de su última expedición a África para comprar más
animales con los que llenar de nuevo jaulas y cercados, la sonrisa de suficiencia que
solía iluminar su rostro fue sustituida por una mueca de cansancio.
—El mercado está empeorando —se quejó cuando, apoyados ambos contra una
valla, miraba con Rufo un par de machos de gacela que se daban cabezazos,
fingiendo poner a prueba sus fuerzas—. Nuestros clientes quieren bestias cada vez
más grandes y mejores, más espectaculares y más exóticas, mientras que quienes nos
las venden se quejan cada vez más amargamente de lo mucho que van escaseando los

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animales, y de lo mucho más al sur que se aleja el ganado con el que alimentan a las
fieras, con lo cual exigen precios cada vez más altos. Habría pensado que estaban
tomándome el pelo de no ser porque otros compradores me han dicho que se han
encontrado con la misma situación, en todas partes. Sólo me consuela una cosa, y es
que, por el momento, puedo pasarles a los compradores el aumento de mis costes.
Pero sólo Júpiter sabe por cuánto tiempo las cosas seguirán así.
—¿Y no podrías hacer que los animales que tienes aquí criaran? —preguntó
Rufo.
—¿Que criaran? Soy un tratante, no un ganadero. Compro barato y vendo por un
buen margen. Y, además, la mayoría de estos animales son incapaces de criar aquí.
Hay gente que lo ha intentado. Puede salirte bien con los antílopes, suponiendo que
vayas con cuidado y les des mucho espacio y mucha tranquilidad. Pero con los
animales más escasos, con las fieras, por las que sacas de verdad un gran beneficio,
no hay manera. Jamás en la vida. Esos gatos gigantes, por ejemplo. En los territorios
donde habitan se reproducen como ratas. No hay ningún depredador que les haga la
competencia, como no sean ellos mismos. Pero en cuanto les metes en una jaula
parece que ni siquiera supieran cómo se hace. Ven conmigo.
Fronto se encaminó a paso vivo hacia una de las zonas más alejadas de su
propiedad. Rufo lo siguió.
—Me cuentan que aprendes deprisa, muchacho. Muy bien —dijo Fronto mientras
abría la cadena de una jaula—. Esta fiera ha llegado hoy. De África. A partir de
ahora, dejo a esta hembra bajo tu responsabilidad. Dale de comer. Trata de
comprenderla. Gánate su confianza. Gánate su respeto.
Rufo tenía al fin su propio leopardo.
Era un animal de unos seis meses de edad, en sus flancos comenzaban a asomar
ya las primeras manchas conforme la pelusa de cachorro iba cayéndole.
—Su madre murió durante el viaje desde África. Si la pongo en una jaula con
otros leopardos mucho mayores que ella, se la comerán viva.
Aquella jovencísima hembra no tenía aún la violencia incontrolada ni el odio
contra los seres humanos propios de los leopardos adultos. Al contrario, era
juguetona como un gatito y disfrutaba peleándose contra todo lo que se moviera.
Viéndola disfrutar de aquellos placeres inocentes, Rufo experimentó un
extraordinario sentimiento de alegría.
Decidió llamarla Circe.
Era la primera vez en su vida que Rufo poseía algo de valor, y decidió establecer
con la hembra de leopardo un vínculo poderosísimo que nada ni nadie rompería
jamás. Tal como acababa de reconocer Fronto, Rufo había sido capaz de aprender
muy deprisa las lecciones que le habían ido dando los demás encargados de tratar con
las fieras. Sabía en qué momento podía aproximarse incluso a la peor de ellas, y

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cuándo había que dejarlas en paz; cuándo tenías que tratarlas como a un perrito
inocente, y cuándo había que castigarlas. Así que decidió domar a la cría de leopardo,
conseguir que le obedeciera.
Y se concentró tanto en ella que no se fijó en las miradas maliciosas que le
lanzaban algunos de sus compañeros de trabajo mientras estaba con aquella cría.
Al cabo de un mes, cuando Fronto regresó de otra expedición, vio al leopardo
tendido a los pies de Rufo, y se puso a sacudir lentamente la cabeza.
—Venga, ya es hora de que conozcas el circo.
El tratante se vistió con sus mejores galas, y amo y esclavo se dirigieron hacia la
capital en un carro tirado por un caballo.
—¿Qué pasa, chico?, ¿qué es lo que miras tan boquiabierto?
Rufo conocía el camino, pero cada vez que contemplaba Roma se quedaba
admirado. A primera vista, aquella ciudad, la más grande del mundo, era un
gigantesco espejismo blanco y anaranjado que reverberaba bajo la luz del sol. Pero
conforme se iban aproximando, las imágenes confusas iban adquiriendo estructura,
forma y, por increíble que pudiera parecer, solidez.
Ante él se elevaba la ciudad, colina tras colina, como si fuesen las quebradas
faldas de una gran montaña. Pero ése no era un espectáculo magnífico creado por la
naturaleza. Todo aquello, piedra a piedra, había sido creado por las manos de los
hombres. Había edificios de unas proporciones y un esplendor tan vastos que sólo
podían ser palacios habitados por los dioses. Hileras de columnas enormes sostenían
techos triangulares y gigantescos bajo los cuales se alzaban paredes de piedra tan
altas como unos acantilados. ¡Y qué colores tan maravillosos: naranjas y rojos,
plateados y dorados! La ciudad entera brillaba a la luz del sol poniente como si
estuviese en llamas.
Cuando trabajaba en la panadería y lo enviaban con un recado a la casa del
panadero, Rufo había tenido oportunidad de explorar callejas atestadas y grandes
avenidas. Le fascinaban los grandes arcos triunfales y los edificios monumentales
rodeados de columnas. Miraba con envidia las inscripciones. Era incapaz de leerlas,
naturalmente, pero sabía que estaban dedicadas a los grandes héroes del pasado: Julio
César, Augusto, Craso y Pompeyo. El enorme grupo de palacios del monte Palatino,
que estudió mientras ascendía por Sacer Clivus, le atraía de la misma manera que una
llama atrae a una mariposa nocturna. Jamás osó aproximarse a la estrecha escalera
que le hubiese conducido hasta el centro del grupo de palacios, pero sabía que era un
paraíso digno del propio Júpiter.
Y, durante esas mismas exploraciones, también descubrió otra cosa, que Roma era
una ciudad de esclavos.
En efecto. Había diez veces más esclavos en Roma que ciudadanos libres, y si
bien los romanos gobernaban la ciudad, eran los esclavos los que hacían que

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funcionase. Eran esclavos o antiguos esclavos liberados quienes ejercían de médicos,
abogados y prestamistas. Quienes llevaban las riendas de los negocios de sus amos.
Quienes hacían las cosas, quienes las compraban y las vendían. Incluso se decía que
eran esclavos quienes hacían de oídos del propio emperador.
Sin sus esclavos, Roma no era nada.
En las puertas de la ciudad, Rufo y Fronto se vieron obligados a bajar del carro,
pues solamente se autorizaba la entrada en la ciudad, durante el día, a quienes
llevaban a los correos del emperador o a los que transportaban bienes y provisiones
para los mercados. Pero el tratante de fieras contrató los servicios de una silla
cubierta por cortinas y de la que tiraba un cuarteto de estirios musculosos, a los que
pidió que les condujeran al gran anfiteatro Tauro. Seguidos por Rufo, que trotaba
junto a ellos abriéndose paso entre la multitud, enseguida emprendieron el camino.
La algarabía que acompañaba la frenética actividad de la ciudad era un ataque
permanente contra los oídos. Parecía que todos y cada uno de los romanos hablaran a
la vez, y en distintas lenguas. Los vendedores anunciaban a gritos sus mercancías
desde la miríada de puestos que se alineaban en las calles. Tal variedad de
especialidades que se volvía uno loco observándolos. A pocos metros de distancia
unos de otros, se veían puestos donde podías comprarte calzado, el cuero con el que
lo habían fabricado, y el cuchillo con el que había que cortarlo. Al cruzar delante de
una tienda de especias se te llenaba la nariz de los aromas de la canela, la pimienta y
el incienso. En la entrada de las callejas gritaban multitud de pordioseros tullidos que
pedían comida, y al lado de ellos gordos comerciantes ofrecían almendras
garrapiñadas aprecios desorbitados.
El circo Tauro se encontraba cerca del Campo de Marte, en la parte norte de la
ciudad. Sus pisos inferiores eran de piedra, mientras que los demás eran de madera.
En cambio, el monumental circo Máximo, al igual que el circo Magno, que aunque
estaba medio en ruinas todavía resultaba espectacular por sus dimensiones, eran
enteramente de piedra. Tenían una capacidad de treinta mil personas.
Hacía cincuenta años que el Tauro había sido ofrecido como regalo a la ciudad. Y
ahora ya mostraba los desmanes propios del paso de los años, como si se tratara de
una prostituta cuyos mejores tiempos han quedado muy atrás. Se rumoreaba que el
emperador Tiberio tenía la intención de construir un circo nuevo y todavía más
grande. Pero construir semejante edificio llevaría, si se llegaba a empezar,
muchísimos años, suponiendo que el emperador, que tenía fama de frugal, terminara
aprobando el presupuesto.
Había treinta y cuatro puertas de acceso para el público que pagaba su entrada,
pero Fronto se dirigió con Rufo a una pequeña puerta sin cartel que daba paso a unas
estrechas escaleras de madera iluminadas por antorchas y que bajaban hacia las tripas
mismas del circo. Siguiendo los pasos de su amo, Rufo se sintió tan emocionado

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como cuando entró por vez primera en el recinto donde guardaban al gigantesco
monstruo. Fronto siguió caminando, internándose luego por un complicado laberinto
de pasadizos, habitaciones grandes y pequeñas, y jaulas de animales, y todo el
recorrido estaba empapado de un hedor rancio en el que se mezclaban sudor, orina y
excrementos, tanto animales como humanos. Había además otro olor, más poderoso
que todos los demás y que producía cierto escozor en los orificios nasales. Rufo se
quedó bastante perplejo tratando de adivinar qué lo producía, hasta que vio algo que
le recordó el montón de carne y huesos quebrados que quedó después de que el león
matara a Tito. En efecto, olía a sangre.
Tembló de pies a cabeza cuando se acordó de dónde estaba. Durante los años en
los que trabajaba en la panadería, Rufo soñó con que más tarde o más temprano
llegaría para él el momento de sentarse en las gradas de un circo y aclamar por su
nombre a sus principales actores, aquellos cuyos nombres y cuyo historial conocía de
memoria.
—¿No vamos a ver a los gladiadores? —preguntó, y el temblor de su voz delató
la excitación que experimentaba.
Fronto se volvió hacia él y a Rufo le dejó pasmado la intensidad de su mirada.
—Los verás en la arena, y sólo allí. Los hombres, al igual que las mujeres, pagan
sus buenos dineros por compartir con ellos los lugares donde aguardan el momento
de salir a combatir. Esas gradas vibran, Rufo, con una atmósfera y una tensión sin
igual en ningún otro rincón de la tierra. En más de una ocasión he visto a cierto
matrimonio perteneciente a algunos de los mejores linajes de Roma, abrumado por el
hedor producido por el miedo ilimitado, que ha terminado tirándose al suelo ante los
gladiadores.
Fronto respiró profundamente por las aletas de su nariz, como si acabara de
realizar algún tipo de trabajo físico muy intenso.
—¿Sabes qué hicieron esos nobles viéndose a un paso de la muerte? Giraron la
vista hacia otro lado y se quedaron mirando las paredes. Posee mayor dignidad el más
vil de los esclavos condenados que todos esos supuestos nobles.
Tomaron luego otra escalera, esta vez ascendente, que les llevó hasta una puerta
que se abría directamente a la arena mortal. La superficie de tierra estaba rodeada de
unas tablas muy lisas que medían dos veces la altura de un hombre. Nadie que entrara
en esa trampa podría escapar trepando por aquellas planchas completamente lisas.
—Y lo que ves aquí todavía no es nada —susurró Fronto, con una voz
repentinamente glacial. Rufo notó un estremecimiento que le recorría toda la espalda
—. No es nada. Apenas un aperitivo para los pobres y los aburridos, para los que no
tienen ninguna diversión mejor que ésta, ni nada en que gastarse el dinero.
Recuérdalo. Todo esto no es nada.
A su espalda oyeron el ruido inconfundible del entrechocar de los metales

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desnudos. Rufo dio media vuelta y contempló a tres figuras aterradoras.

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A primera vista no parecían seres humanos. El que encabezaba el grupo iba
tocado con un casco de bronce que le cubría toda la cabeza, con apenas unas rendijas
para los ojos y la boca, y en la parte superior del cráneo le crecían unos mechones de
pelo delicadamente esculpidos en metal. Por lo demás, no llevaba puesto más que una
faldita sobre los riñones y un ancho cinturón que le cruzaba el pecho en diagonal
desde el hombro izquierdo y que le rodeaba luego toda la cintura. En su mano
derecha sujetaba un hacha de asa corta y hoja ancha, y en un aro sujeto al cinturón
llevaba otra hacha colgada.
Detrás de él asomaba un gigante, el hombre más grande que Rufo había visto en
toda su vida. Sus rasgos quedaban ocultos tras una máscara que cubría toda su cara y
que estaba punteada de pequeños orificios. El casco de hierro tenía un ala ancha y lo
coronaba un penacho de borde afilado como un cuchillo, como si se tratara de un
enorme gallo de pelea. Una malla le protegía el costado izquierdo desde el hombro
hasta la cintura, e iba armado de un tridente en una mano y una red muy grande en la
otra.
El tercero de los gladiadores era el más pequeño del grupo, pero su presencia
desdibujaba la de los otros dos. También llevaba el rostro oculto, pero el suyo era un
casco dorado en cuya cara anterior había labrado algún artesano los rasgos bellísimos
de un joven dios, y aquella máscara magnífica armonizaba con el esplendor del torso
inmaculadamente esculpido del hombre que la llevaba. Sobresalían en sus brazos los
aceitados bíceps en los que destacaban las venas como el dibujo de las raíces
entrelazadas de un árbol. Este último gladiador combatía sin protegerse con ninguna
armadura, para que la multitud disfrutara mejor incluso de la belleza de su cuerpo, e
iba armado con una larga espada recta en su mano izquierda y que así sujeta por él
parecía pesar como una pluma. En la derecha sostenía un escudo redondo y pequeño
en cuya superficie resaltaba en relieve la imagen de Marte, el dios de la guerra.
Fronto y Rufo se hicieron a un lado para permitir que los tres gladiadores se
acercaran a la puerta. Permanecieron en silencio expectante, y a Rufo le pareció que
cada uno de ellos realizaba ciertos levísimos movimientos para evitar que el cuerpo
se les agarrotara. Descargaban su peso ora en un pie, ora en el otro, o giraban la
cabeza trazando un pequeño arco en el aire, ejercitando así los músculos del cuello y
de los hombros. Sus cuerpos relucían y Rufo notó el olor, nada desagradable, de
algún tipo de aceite o bálsamo con el que habían untado su piel.
Cuando la muchedumbre percibió que había algún tipo de movimiento tras el
umbral de aquella portezuela comenzó a oírse un murmullo. Rufo dio un par de pasos
atrás hacia el fondo del pasillo, tratando de alejarse lo más posible de las figuras
intimidatorias de los gladiadores. A través de una grieta de la puerta vio que, en el

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centro de la arena, procedentes de las jaulas subterráneas, empezaban a salir varios
antílopes y ciervos. Formaron un grupo que cargó contra las tablas laterales, los ojos
en blanco de puro miedo, resoplando por los orificios nasales, corriendo y haciendo
que el sonido tumultuoso de sus cascos, repetido por los tablones que les cerraban el
paso por todos lados, sonara como una sucesión de truenos en todo el circo. Los
animales más grandes y fuertes se abrieron paso hasta adelantar a los más pequeños y
débiles, pero de nada les sirvió. No había ninguna salida.
Al final, su galope de bestias presas del pánico comenzó a refrenarse y se
convirtió en un trote, y luego en un paso cansino. Confundidos y exhaustos, los
animales terminaron deteniéndose. Formaban una masa jadeante, en sus flancos
brillaba el sudor y de sus cuerpos ascendía vapor en forma de nubéculas.
También Rufo jadeaba, atrapado por la excitación y el terror de los animales. El
ruido que le llegaba desde la arena comenzó a ceder, pero parecía que el aire crujiera
ante la energía de una atmósfera cargada en la que la tormenta estaba a punto de
estallar.
De repente un rugido atronó los aires, y los animales se lanzaron de nuevo a
correr. Rufo vio una mancha de color pardo cruzar la arena ante sus ojos. Un león
acababa de saltar sobre la espalda de uno de los antílopes más pequeños, y había
clavado las garras en los flancos del animal, que chillaba con desesperación. Desde el
otro extremo del circo se oyó el rugido de otro león, y de repente Rufo notó que un
estremecimiento le recorría toda la espalda porque el rugido que se oía en este
momento era distinto, era el inconfundible rugido áspero y ronco de un leopardo. De
su leopardo.
La carnicería había empezado.
En las sabanas, los antílopes utilizan su velocidad y su agilidad para burlar a los
depredadores que tratan de cazarlos. Este instinto no les sirve de nada en el espacio
cerrado del circo. Los grandes gatos mataban a placer, y cada uno de sus ataques
arrancaba gritos más fuertes del público, que brindaba cada vez que las garras se
hundían en la carne y los dientes mordían los cuellos, produciendo la muerte de sus
víctimas por asfixia lenta.
Al oler la sangre, los antílopes y los ciervos enloquecieron aún más. Algunos de
ellos corrían cojeando, tras haberse roto una pierna en su vano intento de escalar las
paredes de tablas lisas, o de trepar de un salto hasta las gradas del anfiteatro. La
audiencia rugía pidiendo más carnicería.
Pero Fronto sabía que las víctimas durarían poco tiempo. No era la primera vez
que lo veía. Los leones y el leopardo terminaban sintiéndose aburridos con la
matanza y solían tumbarse en cualquier rincón para darse un festín con los cadáveres.
Los antílopes ya no tenían fuerzas, llegaba un momento en que eran incapaces de
seguir corriendo. En su pecho, el corazón estaba a punto de reventar y los pulmones

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no admitían más aire. Los directores de escena necesitaban algo que añadiera de
nuevo movimiento al espectáculo.
Era el momento de convertir a los cazadores en cazados.
Rufo vio con orgullo la facilidad con la que Circe había matado a un primer
antílope y luego a otro. Tan entretenido estaba contemplando esas proezas que se
llevó una sorpresa enorme cuando la doble puerta del final de su pasillo se abrió y
salieron a la arena los gladiadores, que avanzaron enseguida hacia el centro, ante el
regocijado griterío de la multitud.
Los dos leones levantaron la cabeza de los cadáveres de sus presas y rugieron, en
señal de desafío ante lo que percibieron enseguida como una amenaza. El leopardo se
tendió en tierra, detrás de la última de sus víctimas, y esperó. Sólo en este momento,
cuando cada uno de los gladiadores encaminaba sus pasos hacia uno de los enormes
gatos, comprendió Rufo qué iba a ocurrir a continuación.
—Y ahora, Rufo, segunda lección —susurró a su oído Fronto—. Jamás pierdas la
distancia necesaria con los animales con que trabajas. Tu leopardo me habría
permitido ganar un montón de dinero, pero tú has echado el negocio a perder. Lo has
convertido en un animalito de compañía. Míralo. Está confundido, tiene miedo. No se
entera de qué está pasando. Los leones, en cambio, saben que el hombre representa
un peligro para ellos. Fíjate en cómo se comportan. Van a pelear. En cambio, tu
hembra de leopardo sólo sabe morir.
No obstante, Fronto se había equivocado. Porque si bien los dos leones
comenzaron a combatir, también lo hizo Circe, el leopardo.
El primer movimiento lo realizó el gladiador de estatura de gigante, el que llevaba
el casco como una cresta de gallo.
—Se llama Sabatis —explicó Fronto—. Es un veterano del circo. Será el primero
de los venatores, de los cazadores, en intervenir.
Sabatis alzó el tridente para agradecer las aclamaciones del público, y luego
comenzó a acercarse a la leona, su arma levantada al frente, con el brazo extendido.
Al principio, la víctima elegida apenas si roncó en tono desafiante mientras trataba de
proteger su presa. Sabía que debía temer a los hombres, pero aún confiaba en que éste
se alejara y la dejase en paz. Pero el venator se aproximó un poco más, y la leona
tuvo que tomar una decisión. Y se lanzó a la carga.
—Mira qué veloz es —dijo Fronto.
Sabatis esperó a que la leona estuviera a sólo tres pasos de él, y justo entonces se
agachó y puso una rodilla en tierra. El salto de la leona debería haberle pillado de
lleno, pero el cambio de posición hizo que la garra pasara unos cuantos centímetros
por encima de la cabeza del venator, que lanzó el tridente hacia arriba, y sus afiladas
puntas se clavaron en el vientre desprotegido de la leona. Esta gimió de dolor, aunque
su fortísimo impulso la llevó a superar de largo al gladiador, y a punto estuvo de

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partir el tridente y arrancárselo. Pero Sabatis sujetó su arma con fuerza, giró sobre sí
mismo, y tiró del tridente hacia sí, desgarrando de esta manera la piel de la leona y
produciendo un chorro de sangre y un rastro de intestinos que colgaban de la horrible
rajadura del vientre de la leona.
La fiera aterrizó envuelta por una nube de polvo y rodó una docena de veces
sobre sí misma antes de recobrar el equilibrio y tratar de ponerse en pie. El dolor que
padecía era inmenso y su cuerpo entero se estremeció, y luego trató inútilmente de
lamerse la monstruosa herida. Estaba perdiendo fuerzas por momentos al tiempo que
la sangre empapaba la tierra a sus pies. Se encontraba mortalmente herida, pero
también furiosa, más peligrosa que nunca.
Esta vez el ataque no fue precipitado. Avanzó, aunque notaba mucho dolor, hasta
colocarse en la posición adecuada para saltar sobre su enemigo, calculando de manera
que sus fauces fuesen a dar directamente contra la garganta del gladiador. Pero le
costaba muchísimo moverse, cada vez que respiraba era como si el dolor se metiera
más en su cuerpo. El salto que quería dar, un salto mortífero, no fue finalmente más
que un aspaviento que dejó su pecho al descubierto, lo cual fue aprovechado por
Sabatis para lanzarse contra ella tridente en mano, y dos de las puntas del arma se
clavaron en el corazón de la leona. La fiera, vomitando sangre por la boca, se
estremeció y cayó fulminada en tierra, con el tridente todavía clavado en su pecho.
La multitud gritó su admiración y rugió, exigiendo al segundo gladiador que
cumpliera con su deber.
—Este no tiene tanto estilo como Sabatis —comentó Fronto.
El gladiador que iba armado con un hacha se había mostrado impresionado por la
rapidez con que la leona lanzó su primer ataque contra Sabatis. Y aunque pretendía
demostrar la habilidad con la que podía manejar la afiladísima hoja de su arma, el
público notó que no se sentía del todo seguro.
Retrocedió hasta las tablas que formaban la pared del anillo y regresó hacia el
centro provisto de una larga lanza en cada mano. Eran lanzas con una hoja ancha que
se iba afinando hasta llegar a una punta tan fina como una aguja, y una pieza que
cruzaba la hoja a un palmo de distancia de la punta, de manera que, una vez clavada
el arma en el cuerpo de un león, esa cruceta frenara la caída de su cuerpo ensartado
en la lanza e impidiera así que, incluso herida, la fiera pudiese atacar con sus zarpas
al gladiador.
Viendo estas lanzas, el ambiente que palpitaba en las gradas cambió de forma
ostensible. El gentío esperaba que el combate fuese más igualado, y no les gustó que
este gladiador pretendiese atacar a la fiera sin aproximarse a ella. Y así lo
manifestaron con abucheos y silbidos.
El gladiador, que ya se había puesto nervioso antes de provocar esta reacción,
erró en sus cálculos cuando lanzó su primer ataque contra un león de melena oscura,

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y no logró más que arañar los músculos del hombro de la fiera. Lo hirió, pero no
pudo impedir que conservara toda su agilidad. El segundo de sus ataques fue también
torpe. Una de las lanzas penetró en la zona del vientre del león, pero sin alcanzar
ningún órgano vital. Y, encima, se le escapó la lanza de la mano y, presa del pánico,
el gladiador perdió también la segunda lanza.
De haberse plantado ante la fiera, quizás el león se hubiese lamido sus heridas.
Pero el gladiador no tenía ya más arma que un puñal, y decidió que lo mejor era
alejarse lo más posible del animal y de su destino. Lo cual no hizo sino estimular el
instinto de cazador del león, que cargó contra él.
La multitud estalló en carcajadas. Tan asustado estaba el gladiador, que perdió el
sentido de la dirección y se puso a correr en círculo, haciendo que se desperdigaran
los antílopes que aún estaban vivos, mientras el león iba ganándole terreno a cada
paso. Las risas alcanzaron el grado de la histeria cuando el gladiador, volviendo la
cabeza para ver a qué distancia se encontraba el león, perdió el casco y se manchó el
taparrabos, todo en un solo instante. Y en un momento la fiera lo alcanzó, lo tumbó
boca abajo, le clavó las fauces en el hombro y comenzó a sacudirle. Cuando los
dientes del león atravesaron el cuero protector y se le clavaron en la piel, el griterío se
hizo todavía más intenso, aunque durante unos segundos vitales el gladiador se salvó
de lo peor porque la hombrera le salvó de una mordedura fatal.
Rufo contempló la escena con fascinación y horror al mismo tiempo, incapaz de
arrancar la vista del desdichado gladiador. Y ni siquiera se dio cuenta de la aparición
de una figura estilizada que, avanzando como si fuera con pasos de baile, cruzó la
arena hasta interponerse entre el león y su víctima.
—Esto va a estar bien —dijo a su lado Fronto.
El hombre de la máscara dorada hubiese podido matar al león de un solo golpe,
pero era capaz de dominar los sentimientos de la muchedumbre con la misma
habilidad con la que calculaba la importancia de las heridas que el león estaba
haciéndole a su colega.
En lugar de descargar enseguida un ataque, fingió experimentar cierta indecisión,
pero con la misma confianza en sí mismo que si se hubiese tratado del más
consumado actor. Los ojos sin vida del joven dios representado por la máscara
contribuyeron a que el efecto de comicidad fuese aún más intenso. ¿Debía lanzar un
golpe contra el león? ¿Tal vez no? ¿Estaba su amigo, tendido en el suelo, a punto de
ser devorado? Quizá sí. Pero, claro, el pobre león tenía que comer, desde luego. Bien,
que sea el público el que decida.
La mayor parte de los espectadores habría preferido, sin duda, que muriese la
víctima del león. Pero cuando el joven gladiador del casco dorado lanzó un certero
golpe, y su espada penetró en la base del cuello de la fiera, matándola en un instante,
el ataque certero recibió el beneplácito de todo el público.

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Le quedaba su parte del espectáculo, y fue una escena que rompió el corazón de
Rufo.
Circe combatió, porque el joven gladiador no le dejó alternativa. La hembra de
leopardo se encontraba detrás del cadáver de la última de sus víctimas, y agachó las
orejas hasta pegarlas contra su cráneo cuando vio que el gladiador se le acercaba,
mirándole con recelo. Incluso cuando el hombre estaba tan cerca de ella que ya
hubiese podido tocarla con la punta de su espada, Circe permaneció inmóvil, incapaz
de decidir si aquella extraña aparición era inofensiva, o todo lo contrario.
Rufo notó que el sabor a bilis le subía a la boca. Supo que el desafío no tenía más
que un resultado posible, y sin embargo no pudo evitar que salieran de sus labios
unos gritos de ánimo:
—¡Atácale, Circe! Si no le matas, morirás tú. Haz algo, por favor…
Fronto le agarró del brazo y sus gritos de angustia se interrumpieron hasta
convertirse en silencio. Trató de esconder la cabeza entre los pliegues de la capa del
tratante de animales, pero con toda la fuerza de sus manos Fronto le obligó a alzar el
rostro y girarlo para que viera todo el espectáculo.
Circe no murió como una valiente, ni lo hizo tampoco con dignidad. El gladiador
hizo con ella una carnicería, cortándole un miembro con cada golpe, para mayor
disfrute del público.
Girando la muñeca levísimamente, el gladiador de máscara dorada introdujo la
punta de su espada en la carne tierna del hocico del animal, haciendo brotar la sangre
y provocando gañidos de dolor en el animal, que comenzó a retroceder, alejándose
del cadáver del antílope, tratando de evitar los ataques. Y ni siquiera entonces
contraatacó, sino que permitió que el gladiador avanzara lenta pero firmemente, sin
dejar que la fiera pudiese pensar siquiera en cómo evitar el ataque.
Centelleó de nuevo la espada, y esta vez cortó un pedazo de oreja, y la sangre que
salió a chorros dejó casi ciega a Circe. El felino sufría dolores insoportables, y, ahora
sí, se lanzó sobre su torturador, convertido en un ágil torbellino amarillo y negro que
dirigió sus afiladísimas garras contra la piel suave y vulnerable del estómago del
gladiador.
Era exactamente lo que éste esperaba.
Frente a la mirada hipnotizada de la multitud que llenaba las gradas, fue como si
todo su ser pegara un brinco y abandonara de repente un lugar de la arena para
reaparecer en otro situado a unos cinco pasos de distancia del anterior. Para el
leopardo fue como si hubiese lanzado un ataque contra las finas nubes alargadas que
manchaban de blanco el azul del cielo sobre el circo. Parecía tenerle a su alcance,
estar a punto de hacerle sentir en la piel la fuerza de sus garras, pero el gladiador ya
no estaba allí, y los cuartos traseros del leopardo se quedaron rígidos de sorpresa, y el
animal se retorció en un movimiento de incrédulo e insoportable dolor.

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La multitud gritó de admiración, y Fronto hizo lo propio.
—Di Omnes, ¡por todos los dioses!, ¿has visto eso?
Al tiempo que desaparecía en el aire para zafarse del ataque del felino, el
gladiador se colocó en la posición adecuada para descargar un nuevo golpe con la
espada, y cortó casi de raíz la cola del animal.
Circe comenzó a girar sobre sí misma, enloquecida de dolor, soltando chillidos
patéticos, tratando sin éxito de lamer el muñón de cola que le había quedado. Hasta
que se detuvo, temblando, y se quedó frente a su torturador.
Rufo contempló el tormento al que Circe estaba siendo sometida, el inmenso
dolor. Habría sido capaz de arriesgar su vida y salir corriendo hasta el centro de la
arena para interponerse entre Circe y su verdugo, pero la mano fuerte de Fronto le
retuvo a su lado. El horror de la escena era excesivo, sin embargo, y de repente Rufo
se sintió vacío. Deseó que el gladiador con rostro de joven dios dorado se apiadase
del animal y pusiera fin enseguida al desigual combate, pero supo que no iba a ser
así. Cada corte producido por la espada provocaba nuevos grados de éxtasis en la
muchedumbre, y cada nuevo golpe reducía al que fuese orgulloso animal a una masa
sanguinolenta y temblorosa de carne cruda.
De un golpe preciso, el gladiador le arrancó un ojo. Otro golpe, dado como quien
no quiere la cosa, cortó la otra oreja. Cuando el animal atormentado trató de
aproximársele, el gladiador lanzó sucesivos golpes contra su lomo, cortando aquí y
allá las manchas negras de la piel de uno de los más bellos animales del mundo, y
dejando en su lugar obscenos círculos rojos de carne y blancas manchas de huesos al
desnudo. Circe ya no podía sostenerse sobre las patas, agotada por sus esfuerzos y
por la pérdida constante de sangre que iba empapando la tierra.
El gladiador dio media vuelta para alejarse. Circe encontró, nadie supo de dónde,
fuerzas suficientes para iniciar un trote cojeante que cobró fuerza hasta convertirse en
un ataque contra la espalda desprotegida del gladiador.
El público gritó para alertarle, pero Rufo supo que el hombre no necesitaba que le
avisaran. Había coreografiado este instante, del mismo modo que había coreografiado
cada uno de los momentos del desigual combate. Se giró con un movimiento
armonioso, con la espada extendida desde antes de iniciar el movimiento, hundió la
hoja en la garganta del animal cuando éste se encontraba en pleno salto, y metió la
espada entera hacia abajo, buscándole el corazón, que se partió con la arremetida.
Circe murió en aquel instante.
Sollozando, pero atraído irresistiblemente por la terrible escena de la arena, Rufo
entrevió debajo de la máscara los rasgos sonrientes y triunfantes del gladiador que
ahora se retiraba lentamente. Sin embargo, cuando el hombre cruzó el umbral y
abandonó la deslumbrante escena de su hazaña para penetrar en la oscuridad del
pasillo, a Rufo le pareció que su expresión cambiaba, que incluso su paso era menos

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firme, como si le debiera al sol toda la energía y la fuerza que acababa de demostrar.
El muchacho notó en su interior una erupción de odio tan potente como la explosión
de lava de un volcán, y por un instante estuvo a punto de saltar sobre el hombre que
había matado a Circe.
En ese momento el gladiador se quitó el casco dorado.

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Los ojos más tristes que jamás en la vida había visto Rufo le miraban desde un
rostro tan bello como el de la máscara que lo ocultaba hasta entonces, porque esa cara
era la de un ser vivo, en lugar de pertenecer a una fachada de metal que mataba sin
compasión ni conciencia. Tenía el cabello del color de un trigal en pleno verano, pero
los ojos, del gris apagado de una mañana de invierno. La tristeza que asomaba a ellos
era profundísima, insondable, y Rufo sólo deseó no llegar nunca al fondo de esas
simas.
La segunda sorpresa fue que el gladiador, que actuaba como un veterano de cien
combates, y parecía ser un hombre muy curtido, apenas contaba unos pocos años más
que el propio Rufo, unos veintipocos a lo sumo.
Al hablar, dirigiéndose a Fronto, lo hizo con un acento gutural, un latín teñido de
alemán, que al principio Rufo no entendía del todo bien.
—¿Este es el chico que me dijiste?
—Sí. Es él.
El joven gladiador miró apenas un segundo a Rufo.
—Soy Cupido —dijo, en un tono que parecía llevar implícito la interrogación.
Rufo dudó. Pero Fronto habló por él.
—Se llama Rufo. Es uno de mis esclavos, pero algún día, si aprende, lo convertiré
en socio mío.
—Así que ahora, Rufo, ¿me odias? ¿Me odias por lo que le he hecho a ese animal
tuyo?
Rufo parpadeó para sofocar las lágrimas, pero se mantuvo en silencio.
—Me dijeron que tenías que aprender las cosas que pasaban en la arena del circo.
Su crueldad, supongo. Tenía que formar parte de tu aprendizaje. —Cupido fijó su
mirada en Fronto, y el tratante de fieras se estremeció—. No he obtenido ningún
placer, me han pagado para hacerlo así. Así que ahora te diré otra cosa, y te la digo de
buena fe, para que no seamos enemigos: tienes que aprender todavía una lección más.
No malgastes tu odio contra aquel que no disfruta del lujo de elegir lo que hace.
Y se fue sin añadir nada más que un vago ademán de despedida.

***

Conforme fue pasando el tiempo y reflexionó sobre lo que había visto en el circo,
los sentimientos de Rufo cambiaban constantemente, yendo de un extremo a otro. Al
principio sentía mucho odio contra Fronto por el modo cruel en que hizo tratar a un
animal que no se había hecho merecedor de la terrible muerte que padeció. Rufo
consideró incluso la posibilidad de huir, pero tampoco sabía adonde dirigirse. Hasta

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que al fin llegó a la conclusión de que la lección que había recibido Circe era una
lección que él mismo iba a tener que aplicarse. Cuando se trataba de animales cuyo
destino final era el circo, las emociones estaban fuera de lugar. Aunque los corazones
de esos animales latieran como los de los hombres, aunque respirasen el mismo aire
limpio que los hombres, el destino de esos animales estaba trazado desde el momento
mismo en que eran capturados en las sabanas o las selvas donde habían nacido y
vivido hasta entonces. A partir de ese momento, a Rufo no le quedaba otro remedio
que endurecer el corazón y tratar a todos esos animales como instrumentos de trabajo.
Y al tiempo que comprendía que las cosas eran así, también supo que Fronto era
mucho más que su amo. En apenas unos meses de convivencia, se había convertido
para él en un amigo, y cuando Rufo pensó en toda la vida de soledad en la que había
vivido, cuando pensó en que había sido a veces incluso un simple proscrito, valoró
muchísimo esa amistad que su amo le brindaba.
Y al comprender todo esto se abrió también para él otra puerta por la cual se coló
en su interior otro sentimiento maravilloso y nuevo. El deseo de cambiar de vida, el
deseo de alcanzar una vida mejor. El tiempo que había pasado con el tratante había
constituido para él todo un éxito. Había trabajado muy duro, había avanzado, y se
había abierto para él la posibilidad de llegar a ser un hombre libre y socio del negocio
de Fronto, y tal vez también la de algún día llegar a tener un negocio propio. Un día
Fronto le prometió llevarle consigo en uno de sus viajes a Cartago. ¿Sería posible que
se produjera un reencuentro con su madre, suponiendo que estuviese viva todavía?
La siguiente etapa de su maduración se produjo de manera inesperada, el
siguiente octubre, cuando los primeros nubarrones de tormenta procedentes de la
costa barrieron el lugar donde vivían y provocaron en los animales de los cercados y
las jaulas una reacción nerviosa que expresaban caminando inquietos dentro de los
recintos. Un día Fronto ordenó a Rufo que recogiera sus cosas y fuera a instalarse con
él en la casa donde vivía, justo al lado de la frontera de la ciudad. Cuando ya se había
instalado, le dijeron que fuera a presentarse ante su amo. Fronto no le recibió solo. Le
acompañaba un hombre bajo y gordito de ojos pequeños e inteligentes, y unos largos
mechones de pelo indomeñable encima de las orejas. Tenía en realidad aspecto de
ardilla bien alimentada.
—Se llama Séptimo, y es griego. Te enseñará a leer y escribir.
Fue de este modo como empezó para Rufo un camino muy largo y difícil, que
terminó abriendo sus ojos a las maravillas de un mundo nuevo, y que le condujo a
lugares que jamás hubiese podido imaginar. Se trató de un proceso lento. Pero
Séptimo, empezando por sencillas historias infantiles, le enseñó la magia de la
palabra escrita. Fronto poseía una biblioteca bien surtida. Apretados rollos encerrados
en tubos de cuero protector llenaban los anaqueles que forraban casi del todo las
paredes de una habitación. Con el tiempo a Rufo no había nada que le gustara tanto

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como mirarlos y ojearlos, pese a que todavía eran muchísimas las palabras que
escapaban por completo a su comprensión.
Al cabo de seis meses de empezar sus clases comenzó a ir con Fronto a las
reuniones que éste celebraba con los organizadores de los grandes juegos circenses.
Hombres que trabajaban a las órdenes de senadores y cónsules, e incluso algunos que
obedecían directamente al emperador en persona. Al principio, Rufo permaneció en
silencio y en un segundo plano, tratando de concentrarse en lo que todos esos
hombres decían y, a veces, tratando de adivinar incluso lo que, pese a no haber dicho,
pensaban en realidad, haciéndose así una idea de cómo se desarrollaban las
negociaciones hasta en sus más mínimos detalles. Señales casi invisibles del
movimiento de una mano, gestos casi imperceptibles de un rostro, significaban
diferencias de miles de sestercios. Eran hombres endurecidos, miembros de un mismo
gremio, que sobrevivían gracias a su ingenio, gracias a su capacidad de sacar un
precio mejor que sus rivales. Muy pronto Rufo comprendió que subestimar el talento
o la astucia de cada uno de ellos, o menospreciarlos, podía conducir al desastre.
Poquito a poco se fue produciendo una mejoría de su posición. Con mayor
frecuencia Fronto le pedía que interviniese en la conversación, preguntándole unas
veces su opinión acerca de algún aspecto de no gran importancia, o pidiéndole su
consejo acerca de las cualidades de una de las fieras que Rufo conocía tan bien.
Aunque nunca lo dijo de manera explícita, todos los participantes en las rondas de
negociación fueron comprendiendo que Rufo había sido elegido por Fronto como su
sucesor, por mucho que siguiera siendo su esclavo.

***

Cuando estaba trabajando con sus animales, a menudo Rufo se acordaba del
gladiador joven. Hacía tiempo que ya no le echaba a Cupido la culpa de la muerte de
Circe. Desde el primer día, la hembra de leopardo estaba destinada al circo. Sólo la
estupidez del propio Rufo había acelerado la llegada de su último día.
Un día de comienzos de la siguiente temporada de circo Rufo y Cupido volvieron
a encontrarse. Los entusiastas del anfiteatro pronunciaban ya el nombre de Cupido
con reverencia. Los ricos y poderosos festejaban sus hazañas. Por eso Rufo se sintió a
la vez sorprendido y adulado cuando el gladiador se le acercó y le preguntó cómo
estaba.
—Yo, bien. Pero sé que tú estás todavía mejor. He oído decir que ya has matado a
veinte rivales.
El gladiador de ojos grises sonrió como restándole importancia.
—¡Qué sabrán esa pandilla de pederastas y torturadores de esposas que gritan
pidiendo sangre desde las gradas de precio más bajo! Ni todos los combates son a

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muerte ni hay un cadáver al final de todas las peleas que parecen terminar en una
muerte.
En efecto, Rufo había oído comentar que no era siempre el público quien decidía
el destino final de los protagonistas de la arena. Parecía que Cupido confirmaba esa
opinión, pero era evidente que al gladiador le parecía haberse ido de la lengua, y Rufo
prefirió no tratar de sondearle. Luego, cuando caminaban juntos por entre las jaulas
subterráneas, le preguntó a Cupido de dónde había salido su nombre, muy poco
corriente.
—Me llamo así sólo en el circo —dijo el gladiador encogiéndose de hombros—.
Y mi verdadero nombre ya no importa nada. Quien se llamaba con aquel nombre ha
desaparecido para siempre. Yo era el príncipe de mi pueblo, pero cuando los soldados
de la tribu de mi padre se alzaron en armas contra los romanos y fueron derrotados,
me convertí en un esclavo, como todos los demás. Los romanos me pusieron a
trabajar en una granja. Un lugar insalubre. Muchos de mis paisanos murieron en las
canteras. Y si yo hubiese permanecido allí, habría muerto de puro agotamiento.
—¿Cómo lograste escapar?
—¿Escapar? No me escapé. El supervisor tenía la mala costumbre de tratarnos a
patadas y de usar su látigo sin medida. A mí sólo me fustigó una vez —dijo Cupido,
esta vez en un tono que denotaba un gran orgullo—. Le arranqué el látigo de las
manos y le golpeé con él hasta que pidió clemencia porque ya no le quedaba piel en
la espalda. Hubiese debido matarle, tal vez. Y él me hubiese matado a mí al
recobrarse de sus heridas. Pero tuve fortuna. El magistrado me permitió elegir entre
morir en la cruz o ser gladiador. Elegí el circo. Miró a Rufo con una sonrisa triste.
—Ahora —prosiguió Cupido— los grandes hombres me tratan de nuevo como a
un príncipe. Un senador me paga para ser su guardaespaldas, y así impresionar a sus
amigos y atemorizar a sus enemigos. Sabe que les desprecio a él y a los suyos, y sin
embargo tengo que enseñar a sus hijos a utilizar la espada y a defenderse, y me llena
de regalos. La semana pasada hubo otro ricachón que me envió a una bella mujer,
porque le había ganado dinero en una apuesta. Cuando se la devolví sin haberla
utilizado, la mujer pareció decepcionada.
A Rufo le dejó perplejo que Cupido pareciera obtener tan escasa satisfacción de
sus logros. Se había preguntado alguna vez qué debía de sentirse oyendo que el
público del circo aclamaba tu nombre. A veces soñaba que ocupaba el lugar de
Cupido en la arena y que hacía silbar su espada en el aire cuando descargaba el golpe
fatal contra sus rivales, pero en sus sueños siempre llegaba el terrible momento en el
cual la punta de su espalda vacilaba, y entonces se despertaba bañado en sudor y
convencido de que la siguiente víctima iba a ser él.
—Tienes muchísimo talento, tu nombre ha adquirido una enorme fama y es
aclamado por media Roma. Si tengo suerte, algunos días trabajo haciendo cuentas, y

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cuando no la tengo me paso horas cepillando el lomo de un hipopótamo. ¿Preferirías
acaso una vida como la mía?
El gladiador le miró irritado.
—Es cierto, mi nombre es aclamado… ¿De qué me sirve? Cualquier día, la
sangre derramada sobre la arena será la mía. ¿Y de qué me servirán entonces todas las
aclamaciones de la muchedumbre que haya podido oír antes de que me llegue esa
hora? Seré otro saco de tripas sanguinolentas arrastrado por la arena y que alguien
arrojará a tus leones, para saciar su hambre. Y, por otro lado, llevas razón. Tengo
talento. Soy muy hábil a la hora de quitarles la vida a otros combatientes del circo, y
conseguir que el público crea que no hay nada más fácil. Pero pago un precio elevado
por ese talento. Algunos de los combatientes cuya amistad me honra, disfrutan con la
matanza. Viven esperando que llegue ese momento en el que le provocan la muerte a
otro hombre. Saborean la emoción que les produce clavar la espada, hacer que
penetre en la piel y la carne abrace la hoja del arma como si diese la bienvenida a un
invitado. Nada les produce mayor satisfacción. Pero yo no soy así. Me desprecio a mí
mismo, porque matar es demasiado fácil. Es como si me ofreciera al sacrificio. En la
arena sólo hay dos clases de hombres, los rápidos y los muertos. Los hombres que se
me enfrentan en el circo ya están muertos, antes de luchar. Es como si combatieran
con los pies atrapados en el barro. Sólo esperan a que me coloque en el punto
adecuado para descargar el golpe fatal. Se ponen donde yo quiero. Hacen que sus
armas centelleen en el aire, pero son armas blandas que no me alcanzarán jamás. Y
entonces los mato. ¿Qué talento tienen los verdugos? ¿Y los carniceros? Si ellos
tienen algún talento, entonces yo también lo tengo.
Y dio media vuelta y dejó a Rufo profundamente perplejo.

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Los rumores circulaban por Roma a gran velocidad, y cruzaban del monte
Palatino al Aventino más deprisa que el ladrido de un perro. Pero el último rumor que
circuló por la ciudad era cierto. Tiberio ya no era el mismo hombre que, al frente de
las legiones romanas, cruzó el Rin y conquistó Germania. Ahora el emperador se
tomaba la vida relajadamente en Capri, y acerca del acontecer en la isla se contaban
historias de costumbres libertinas capaces de hacer que palideciera el rostro de las
personas más tolerantes de toda Roma. El viejo gobernante, tras derrotar a todos los
posibles rivales durante más de veinte años, mantenía el poder sin miedo a la
competencia. Ni siquiera se esforzaba por cortejar la popularidad entre la plebe, y era
lo bastante astuto para aprovecharse de su ventajosa situación. Incluso se negó a
pagar la organización de nuevos juegos en el circo.
El negocio había entrado en decadencia, y Rufo temió que Fronto estuviese
preocupado por la nueva situación, pero en donde otros veían un problema, el tratante
captaba una oportunidad.
—No te agobies, muchacho, los juegos regresarán. Dicen que Tiberio ha elegido
como heredero a un joven que ama locamente nuestro espectáculo. Y entretanto,
mejoramos los animales que guardamos en nuestras jaulas.
Cupido, que deseaba aprender cosas acerca de los animales destinados al circo, se
había convertido en un visitante frecuente de las instalaciones de Fronto. Vestido con
su túnica blanca, podía ser confundido en apariencia con cualquier otro esclavo de la
misma talla y corpulencia, pero la fiereza de su espíritu, la tensión de su cuerpo
siempre a punto de saltar, hacían que los demás hombres se mantuvieran a una
precavida distancia de él.
Aprendió a analizar los animales que guardaba el tratante con ojo experto. Se
fijaba unas veces en la agilidad de un antílope, otras en la capacidad de resistencia
que mostraba su vecino. Un día se detuvieron él y Rufo al lado del cercado donde
estaba la fiera que el joven esclavo había aprendido a llamar rinoceronte. Cupido rió a
carcajadas cuando Rufo le contó de qué manera Fronto le había mostrado por vez
primera al enorme animal, y ambos, apostados en la cerca, contemplaron la pesada
fiera con curiosidad.
—Seguro que es mucho más veloz de lo que aparenta —dijo el gladiador
observando la musculatura de las patas—. Y fíjate en la piel, parece tres veces más
gruesa que el mejor cuero. Si tuviera que enfrentarme a esta fiera no querría hacerlo
con una sola espada. Seguro que en lugar de clavarse, rebotaría. Y esos cuernos, creo
que sirven tanto para atemorizar como para matar. En realidad, para matar a un
legionario le bastaría aplastarlo bajo su peso, incluso podría aplastar fácilmente a un
hoplomacus, a un gladiador con una armadura completa. Para vencerle, seguramente

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haría falta un equipo formado por dos combatientes, un gladiador armado de una gran
red y un mimillo, un cazador como Sabatis, armado de escudo y espada, y protegido
por un casco galo.
Después Cupido preguntó por las numerosas jaulas y cercados vacíos. Rufo le
explicó que Fronto estaba preparando un nuevo viaje a África para adquirir allí más
ganado, y le garantizó que en cuestión de no muchas semanas el recinto estaría
nuevamente repleto. En ese momento Rufo vio que una sombra nublaba los ojos del
gladiador.
—¿Crees que hay en el mundo suficientes fieras y animales para mantener
entretenidos a los romanos? Míralas. Son bellas, tan bellas como salvajes. Cada una
de ellas tiene su lugar en el mundo y su función, desde el más salvaje de todos los
felinos hasta el más dócil de los antílopes. ¿Acaso no merecen vivir?
—Qué punto de vista tan inesperado para proceder de alguien que se dedica a una
actividad como la tuya…
—Cuando salto a la arena, dejo mis sentimientos en la sala de armas —replicó
Cupido—. Después, cuando ha terminado la carnicería, pienso de otra manera. Cada
individuo sacrificado se suma a la carga que pesa sobre mis hombros. Y sé que un día
esa carga me aplastará con su peso. Pero no te pongas triste por mí, Rufo. Mi destino
quedó sellado el día en que pisé la arena de un circo por primera vez. La riáis no está
hecha para mí. Me bastará con una muerte limpia y rápida.
El fatalismo de su amigo sorprendió a Rufo. Una riáis era una vara que
simbolizaba para los gladiadores la libertad o, al menos, el retiro.
—No hay en el circo combatiente más famoso que tú en toda Roma. La
muchedumbre te admira. Los grandes hombres van a buscarte para obsequiarte con
regalos y monedas. ¿No te obsequiarán algún día con la libertad?
Cupido dijo que no con la cabeza, y cambió de tema.
—El día que nos conocimos, Rufo, recuerdo que lloraste por aquella hembra de
leopardo. Algún día ya no quedarán leopardos, ni antílopes tampoco, ni rinocerontes.
Habrán desaparecido todos. Habrán sido sacrificados como presas del hambre
insaciable de los juegos circenses. Dime, ¿qué harás ese día?
—Fronto conoce su oficio. Encontrará más animales —dijo Rufo, mostrando una
confianza que estaba lejos de sentir.
—Quizás esta vez los encuentre. Y también la próxima. Pero habrá un día en que
ya no encontrará ninguno. Piensa en eso, Rufo. Piensa en algún modo de entretener al
gentío sin derramamiento de sangre. Hace tiempo que estudio al público. No vienen
sólo por la sangre. Si pudiésemos proporcionarles alguna cosa diferente, algo que no
han visto hasta ahora, a lo mejor se darían por satisfechos con un poco menos de
sangre.
Cuando regresó de su nueva expedición africana, Fronto parecía cansado y

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descorazonado. En la costa, todos los vendedores de animales le habían contado la
misma historia. No tenían muchos animales que vender, y los pocos que tenían eran
de mala calidad y muy caros. Fronto contrató a algunos guías que exploraron las
montañas en largos viajes, y las noticias con las que regresaban eran siempre las
mismas. No quedaban animales apenas. O habían sido cazados, o habían huido al sur,
seguidos por los depredadores que se alimentaban de ellos. Fronto estaba
lamentándose de la situación ante la atenta mirada de Rufo cuando les interrumpieron
unos gritos que sonaban a la puerta del recinto.
—¡Cornelio Aurio Fronto, viejo libertino! ¡Has estado en Mauritania y no me has
avisado de tu viaje! De haber sabido que ibas tan lejos, te habría encargado algunas
compras.
Fronto se disculpó y fue a recibir a quien gritaba: un hombre alto y calvo vestido
con una túnica raída que colgaba de cualquier manera sobre su cuerpo huesudo.
Estuvieron conversando reservadamente durante media hora, y luego Fronto volvió al
lado de Rufo con aspecto pensativo, cosa bien rara en él.
—¿Quién era? —preguntó Rufo, incapaz de esconder su curiosidad.
Fronto respondió con un encogimiento de hombros, como si fuese un asunto sin
importancia. Pero Rufo insistió.
—Algún día podría resultar importante que yo sepa quién era ése. Siempre dices
que del conocimiento se deriva el negocio.
—Se llama Narciso —dijo el comerciante a su pesar—. Compra y vende.
—¿Qué cosas son las que compra y vende?
Fronto no le respondió de manera directa.
—Narciso es un antiguo esclavo de un senador, que ahora ya es un hombre libre.
El senador al que me refiero es un pariente lejano de la familia imperial. Nuestro
visitante es un hombre listo, el más listo que conozco, la verdad. Habla siete lenguas
y además una docena de dialectos. A veces me sirve de intérprete. A veces le hago
algún favor.
—¿Qué clase de favores?
—A veces me pide que transmita cierto mensaje a alguien que habita en un puerto
lejano. A cambio, alguien me da un mensaje para el senador, que yo le transmito a
través de Narciso.
—Entonces, ¿significa eso que la mercancía que compra y vende Narciso consiste
en informaciones secretas? ¿Es un espía?
Fronto volvió los ojos a Rufo. Tenían una expresión peligrosa.
—No es ningún espía. Es un negociante. Se dedica, como yo, a comprar y vender.
A mí no me importa que la información acabe llegando o no a oídos de Tiberio.
—Entonces, este tal Narciso es un hombre importante —dijo Rufo, sumido en sus
reflexiones.

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Fronto respondió con un ademán de su mano gordezuela.
—Ya le gustaría a él ser importante. Y rico. Pero nunca será ni una cosa ni la otra.
El senador del que te hablo es un don nadie, y Narciso ha elegido tan mal el caballo
como la cuadra. Todo el mundo en el circo sabe que si Narciso apuesta por el rojo,
seguro que gana el verde. Ven, tenemos mucho que hacer.

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El tratante tardó poco tiempo tras su llegada en comprobar que las cosas no
estaban a su regreso tal como las había dejado.
Rufo hablaba junto a las jaulas de los leones con Casio, el principal guardián de
las fieras, cuando oyeron a sus espaldas un potente ronquido. Ambos se preguntaron
si alguien se había olvidado tal vez de cerrar una de las jaulas. Pero era Fronto, y el
tratante estaba hecho una furia.
—¿Se puede saber, en nombre de todos los dioses inmortales, qué habéis hecho?
¿Acaso os di permiso para que pusierais a los gatos salvajes más jóvenes lejos de los
mayores? Rufo, va a ocurrir lo mismo que con la hembra de leopardo, ¡vas a echarlos
a perder!
Rufo estaba seguro de que este momento iba a llegar, pero no estaba preparado
para enfrentarse a un cataclismo como los que solían significar los estallidos de
malhumor incontenible por parte de Fronto. Creía que habría tenido tiempo de
explicarle sus planes antes de que viera lo que estaba haciendo, pero fue incapaz de
encontrar el momento oportuno. En este instante sus rostros estaban tan pegados el
uno del otro que el joven notó la ira de Fronto en su cara, como si fuese un horno
encendido cuya puerta se acabase de abrir.
—Te he dejado a cargo de todo porque creía que podía confiar en tu criterio —
rugió Fronto—. Sólo tenías que asegurarte de que las cosas funcionaran igual que
siempre. Pero has sido incapaz de dejarlo todo tal cual, ¿verdad, jovencito? No digas
que no, porque te conozco. Has estado jugando con los leones como si fuesen
corderitos, te has sentado dentro de la jaula con ellos, dándoles la comida con tu
propia mano. ¡Por Júpiter! Has estado revoleándote con ellos. Cuando salgan a la
arena del circo, seguro que se les ocurrirá matar a los gladiadores de un abrazo y un
par de besos.
Rufo abrió los labios, dispuesto a replicar, pero aquel tímido gesto de desafío sólo
logró enfurecer todavía más a Fronto.
—Eres demasiado blando. Yo quería darte todo esto, pero no me he abierto
camino hasta ser ciudadano de Roma desde una remota granja etrusca para que
llegaras tú y lo arrojaras todo por la borda. Nunca serás nada más que un esclavo. Sal
hoy mismo de mi casa y regresa al pajar con los demás esclavos. Apártate de mi
vista.
Rufo, sin embargo, se negó a retirarse cuando el enorme corpachón de Fronto
chocó con él, y al tratante le dejó perplejo comprobar la fuerza del hombro que logró
detenerle sobre sus pasos, la energía de la voz con la que el chico le contestó. ¿El
chico? Tal vez había dejado de ser un chico. No era el mismo Rufo al que asustaba
hacía unos meses con un simple grito.

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—Sé exactamente cuántos animales han venido en el último viaje. Ocho en total.
Seis antílopes y dos leopardos flacos. ¿Cuánto tiempo durará este negocio si no
tenemos animales? La respuesta es sencilla Fronto, la sabemos muy bien los dos.
—La respuesta consiste en viajar todo lo lejos que haga falta para encontrar más
animales —repuso Fronto escupiendo con rabia las palabras.
—No, no es ésa. La respuesta consiste en mantener vivos a los animales que
tenemos, encontrar la manera de que el público disfrute lo mismo sin necesidad de
sacrificarlos. Así podremos usar los animales una vez y otra y otra. Los mismos, y
con estos solos podemos ganar fortunas.
Fronto rió a carcajadas incrédulas.
—¿Y quién es el loco ahora? La gente quiere sangre y sólo sangre. Hace cien
años que lo único que quiere es más sangre. ¿Crees posible satisfacerles con cuatro
trucos ingenuos?
Rufo le sostuvo la mirada y el tratante acabó cediendo, dejando que remitiera su
furia de la misma manera que una ola se retira de la playa de grava contra la que
acaba de descargar su fuerza.
—¿No me permites probar siquiera?
Fronto reconoció la fuerza de la determinación de Rufo en su mirada. Había en
esos ojos una certeza que frenó en la punta de su lengua la respuesta despectiva que
estaba a punto de pronunciar. Durante un momento se vio a sí mismo en el joven que
le plantaba cara: la misma testarudez, el mismo ímpetu, sin herida alguna de las
espinas del fracaso. La ira que sentía se disolvió, y, perplejo ante su debilidad,
terminó sacudiendo la cabeza en un gesto incrédulo.
—Que los dioses se apiaden de mí. Dime, qué pretendes hacer.

***

Durante las siguientes semanas Rufo se pasó el día entero con aquellos gatos
gigantes. Averiguó poco a poco que tenían un carácter tan personal y unos hábitos tan
individuales como las personas, de modo que nada parecía más natural que darles a
cada uno su nombre, aunque trató de impedir que Fronto se enterase.
—A ti te llamaré Diana —dijo a una leona, la más pequeña y también la más ágil
—. Porque un día te convertirás en una veloz cazadora.
—Y tú serás Africano —susurró al oído del más grande de los machos, un animal
cuya melena, que ahora no era más que una mata de pelos revueltos, se convertiría
pronto en un símbolo de poderío y fuerza capaz de atemorizar a cualquier hombre o
bestia—. Eres todo un conquistador valiente y poderoso.
Estaba convencido de que, una vez habituados a la obediencia, sería capaz de
conseguir que aquellos animales hicieran lo que a él se le antojara. Pero ¿qué sería?

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Fue a la escuela de gladiadores, en donde encontró a su amigo Cupido realizando
una serie muy complicada de ejercicios ante la mirada atenta del lanista, el director
de combate y maestro de gladiadores. Sabatis observaba desde una esquina, y Rufo se
le acercó y se quedó mirando fascinado las piruetas y pasos como de baile que daba
el cuerpo desnudo de Cupido, haciendo centellear en el aire su espada, que dibujaba
complejas líneas en el aire.
—Ponte cómodo, se va a pasar el día entero ejercitándose sin parar. Me canso de
sólo mirarle —gruñó el grandote gladiador.
No parecía posible mantener el ritmo de Cupido. Pero el sol fue ascendiendo en
su recorrido por el cielo de la mañana sin que Cupido redujera la intensidad de los
ejercicios, pese a que era patente que sus músculos comenzaban a temblar y el sudor
bajaba por su tostada piel formando torrentes luminosos. Por fin, a una señal del
maestro, Cupido se detuvo, con el pecho subiendo y bajando a medida que sus
pulmones vacíos buscaban aire para devolverle la respiración. Rufo permaneció en la
sombra y vio las señales de asentimiento que Cupido hacía con la cabeza mientras
escuchaba a su entrenador hablándole en voz baja, subrayando de qué modo podía
mejorar sus movimientos.
Por fin el lanista se fue, tras darle a Cupido su túnica. El gladiador vio a Rufo y
se aproximó a su refugio en la sombra. Se sentó en el suelo apoyando la espalda
contra la pared, cerrando los ojos, y tomó un sorbo de agua templada.
—¿Así que quieres ser gladiador como nosotros, Rufo? ¿Querrás combatir contra
mí en los próximos juegos?
Rufo se partió de risa. Sabían los dos perfectamente bien que delante de Cupido,
en la arena, Rufo duraría tanto como una nevada en Egipto.
—He venido porque me gusta verte sufrir, y también porque tu cara de niño no
puede esconder el hecho de que eres más listo que el hambre, y necesito
desesperadamente que me des tus consejos e ideas.
Cupido le miró lleno de curiosidad.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, ven, caminemos. He de impedir que se me
agarroten los músculos.
Se despidieron de Sabatis y se internaron en la ciudad. A Rufo le encantaban las
callejas repletas siempre de vida, y evidentemente Cupido compartía con él esta
afición. Bajo un toldo, un comerciante exponía telas brillantes de todos los colores
del arco iris, y Cupido le aseguró a Rufo que procedían de un país de Oriente en el
que brillaba tanto el sol que sus habitantes vivían con los ojos siempre cerrados. En
los puestos de frutas vieron melocotones maduros de color rojo y amarillo dorado,
albaricoques de piel aterciopelada, y feas granadas.
Pasearon luego por una calle que les condujo a la mayor de las panaderías de
Cerialis, y enseguida Rufo distinguió junto al puesto una cara que le resultaba muy

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conocida.
—¡Corvo! ¿Sigues paseando por ahí a Ático el ciego?
—Ya no, Rufo. Ahora me paso el día trabajando. Trabajo, trabajo, trabajo, y luego
tengo apenas un ratito para descansar. —El rostro del comerciante, rodeado de un
aura de pelo ensortijado, sonreía de placer recordando a su antiguo compañero de
trabajo.
—Y otra cosa, ¿aún horneas el mejor pan de toda Roma?
—Eso sí —reconoció Corvo—. Es probable que la vista de Ático sea tan aguda
como la de un topo, pero muele la mejor harina, y yo horneo las mejores hogazas. —
Miró a su alrededor y, susurrando, añadió—: Y debajo del mostrador seguimos
guardando pan del bueno, pan de verdad, para los amigos.
Se agachó bajo la tela que cubría la parte baja del mostrador, y sacó cinco medias
hogazas de pan. La mayor de todas era un semicírculo en cuya corteza había una
línea de un trazo especial.
—Prueba un poco, a ver qué te parece.
Rufo quiso que Cupido fuese el primero en probar y contempló al gladiador
mientras éste le pegaba un buen mordisco al pan de aspecto tosco, y cuyo centro era
de color pardo oscuro.
—Está bueno —dijo Cupido hablando con la boca llena—. Pero me parece que
tendrías que evitar que tuviera dentro esto tan duro —terminó, escupiendo en la
palma de su mano una semilla de cebada sin moler.
Corvo rió a mandíbula batiente.
—Es panis rusticus, pan de campesino. Y ésos son los panes sordidus, castrensis
y plebeius, hechos a la manera del pan de campesinos, aunque algo más refinados.
Prueba ahora este otro —le dijo señalando la hogaza más grande, que tenía un color
más dorado—. Es un panis siligineus, el mejor de todos los que salen de nuestro
horno.
Cupido mordió la dura corteza para encontrarse enseguida con la blandísima miga
del interior. Tenía una textura algo gomosa, era de color blanquísimo y poseía un
sabor limpio y fresco que mejoraba conforme lo masticaba lentamente. Tardó un
poco, de tan bien que sabía en la boca, pero al final se tragó el mendrugo.
—No está nada mal —comentó, tratando sin éxito de no revelar su asombro.
Corvo y Rufo rieron a gusto un buen rato ante la incredulidad de Cupido, y luego
el gladiador y su amigo continuaron su paseo calle abajo, camino del monte Palatino.
Las fachadas de muchas de las casas por delante de las cuales caminaban tenían hasta
seis pisos de altura, y en ellas se veían montones de ventanas, y Rufo le comentó a
Cupido la sorpresa que se llevó la primera vez que vio casas así.
—Pensé que los que vivían en lo alto eran los más ricos, porque sus casas estaban
tocando casi las nubes. Y descubrí luego que ocurría justo al contrario. Que arriba

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vivían los más pobres, o al menos los pobres que ganan lo suficiente como para poder
pagarse un techo, porque hay otros que no llegan ni a eso. Los que construyen estas
casas tan altas son unos ladrones, y los que las alquilan, unos atracadores. O mueres
cuando te caen esos edificios encima de tu cabeza, o mueres cuando se incendian.
Siguieron paseando y por fin Rufo comenzó a hablar de sus queridos gatos
gigantes. De lo mucho que avanzaba en su adiestramiento, pero al final tuvo que
admitir que no tenía ni idea de qué hacer a continuación, cuál debía ser el paso
siguiente.
—Lo he hablado con Fronto, pero todas las ideas que se nos ocurren son muy
malas, y a cuál más disparatada. Ya sólo nos queda lanzar el dado una vez más… y si
falla, los leones morirán y, probablemente, muramos nosotros a continuación.
Cupido se quedó un momento reflexionando, mirando a lo lejos con sus ojos de
color gris peltre.
—Puede que el público cambie de humor muy a menudo —dijo al fin—, pero
seguramente ya sabes cuál es la manera de conquistarlo. ¿Recuerdas el día de nuestro
primer encuentro?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Ya, pero me refiero al pobre tonto de Serpentio…
—¿Aquel gladiador que salió corriendo, perseguido por el león? Naturalmente
que me acuerdo de él. Daba pena verle corriendo de aquel modo por toda la arena.
¿Qué fue de él?
—Su siguiente combate, el primer combate de verdad en el que se vio metido, fue
también el último. De hecho, carecía de las cualidades necesarias para el circo.
—Lo lamento.
—¿Por qué lo lamentas? Ni siquiera le conociste. Era un esclavo más. Otro
pedazo de carne arrojado a la muchedumbre. Pero recuerda la escena que viste.
Recuerda cuál fue la reacción del público viéndole correr. ¿Qué hacía la gente?
—Fue muy triste. Se burlaban de él.
—Ni era triste ni se burlaban de él. Lo que hicieron fue reírse mucho porque lo
que veían les pareció divertido. ¿Entiendes ahora?
En un primer momento Rufo puso cara de no comprender, hasta que en sus ojos
se encendió una luz. Lo había entendido por fin, y un estremecimiento le recorrió
toda la espalda.
Era hora de lanzarse a la arena.

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Si las últimas semanas habían sido muy intensas, las que siguieron lo fueron
también, pero el doble que las anteriores. Rufo trabajó con los leones desde el
amanecer hasta el crepúsculo, en un gran recinto cuya forma y tamaño eran parecidos
a los de la arena del circo.
Todas las noches, cuando al fin se tumbaba en su camastro, cada uno de sus
músculos estaba dolorido y los arañazos que tenía por todo el cuerpo le escocían,
incluso en las partes del cuerpo que protegía con la recia tela que le había
proporcionado Fronto. Ni siquiera así se libraba del veneno de las zarpas de los
leones, tan ponzoñoso que las heridas solían hincharse y enrojecer al principio, y
luego volverse de color negro, y que podían acabar matándote. Cada día, sin
embargo, aprendía más de las fieras, y les enseñaba también más cosas, y cada día
estaba más convencido de que terminaría saliéndose con la suya.
Tuvo que ir a visitarle Cupido para que su orgullo desmedido recibiera un toque
de atención que le puso de nuevo los pies en el suelo.
—Sí, sí, los leones se están comportando muy bien —dijo el gladiador—. Pero
tienes que recordar que para convencer de verdad al público del circo has de
conseguir que hagan algo especial y diferente, algo que esa multitud no haya visto
jamás. Piensa en algo que tenga esas características. ¿Hay alguna cosa especial que
puedas enseñarles? ¿Qué puedes enseñarles que sirva para entretener un rato a un
senador que se aburre incluso viendo a un par de hombres tratando de hacerse
pedazos mutuamente?
Rufo sacudió la cabeza, desesperado, incapaz de tener una idea capaz de
semejante resultado.
—No sé. Lo he probado todo. Tal vez ha llegado la hora de aceptar la derrota, de
rendirme.
—Como te rindas, estás muerto —dijo Cupido—. Y lo mismo les pasará a tus
animales. Ven conmigo. —Cruzó los caminos de tierra, fue más allá de los cercados
de los antílopes, seguido siempre por Rufo, y al final del recorrido se volvió hacia él
y dijo—: Ahí tienes la respuesta. Ahí tienes lo que estabas buscando.
Rufo miró con ojos como platos. Era como si el corazón le hubiese dejado de
latir.
—No —dijo con voz temblorosa—. No puedo.
—Debes seguir mi consejo —replicó Cupido sin alzar la voz—. No hay otra
salida. Pero mantenlo en secreto, no se lo digas ni a Fronto.

***

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Fronto iba calibrando los avances de Rufo con los leones y, aunque sólo
secretamente, estaba muy impresionado por todo lo que iba viendo. Sin embargo
Rufo siguió el consejo de Cupido y mantuvo ocultos a ojos de Fronto algunos
aspectos de la preparación de las fieras, pues era preferible que su amo no se enterase
de ciertas cosas. En cualquier caso, Fronto no estaba en absoluto convencido de que
el joven alcanzara el éxito, pero viéndole trabajar prefería seguir confiando en su
plan.
—¿No decías que tu intención era conseguir que la gente se riese? —dijo un día
Fronto, quejándose—. Llevo una hora viéndote trabajar, y sólo tengo ganas de llorar.
—Si crees que es tan fácil, ¿por qué no lo intentas tú mismo? —replicó en tono
cansado Rufo.
—Estoy demasiado gordo y soy demasiado viejo para probar siquiera —sonrió
Fronto—. Tú eres el cachorro, el que tiene sed de éxito y fortuna.
—Cierto, pero ni siquiera suponiendo que triunfe obtendré nada que no sea el
éxito. La fortuna será toda para ti.
—Tal vez sea así, y es justo que así sea. Yo pago todo esto. Pago por todos,
incluso por ti. Venga, a trabajar otra vez.
—¿Podrías conseguir que me trajeran unos cuantos barriles?
—Si tienes sed, bebe agua. Con el vino serías más lento…
—Me refiero a barriles vacíos, así de grandes, más o menos —y Rufo alzó la
mano hasta la cintura.
Fronto se rascó la barba, y repuso al fin:
—No va a ser sencillo. Esos que dices son barriles de cerveza, y sólo los bárbaros
beben cerveza. Pero creo que conozco alguien que puede tener algún barril de sobras.
Al cabo de un par de días Fronto se presentó junto al cercado con aspecto de
sentirse muy satisfecho de sus habilidades.
Cuando llegó el tratante, Rufo estaba llevando a cabo la parte más difícil del
número que ensayaba una y otra vez. Y como las cosas estaban saliéndole bastante
bien, no pudo resistir la tentación de exhibirse ante su amo. Pero cuando más trataba
de impresionarle, menos concentrado estaba en lo que hacía, y calculó mal los
tiempos. En lugar de un aterrizaje elegante, Rufo terminó rodando por el suelo con
los dos leones, y los animales se quedaron mirándole con desaprobación.
Se puso de nuevo en pie, le dio a Africano unas palmaditas en el lomo, y regresó
caminando con una cojera ostensible hacia el lugar donde le esperaba Fronto.
—Espero que no hayas venido a quejarte otra vez.
—En absoluto —dijo Fronto dándose aires—. He venido a contemplar el
espectáculo de mi más nuevo artista circense, y confiando en comprobar que ha
alcanzado la perfección. Aunque parece que he llegado en el peor momento.
Rufo sonrió, más tranquilo.

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—Te has perdido la mejor parte.
—Espero que sea así. Porque dentro de dos semanas estaré compartiendo esa
experiencia con varios miles de ciudadanos romanos, y puede que ellos sean más
exigentes de lo que yo he sido ahora.
—¿Dos semanas? —Rufo sintió que se le revolvían las tripas—. Es imposible que
esté preparado dentro de sólo dos semanas.
—Me temo que no tienes más remedio que estarlo del todo, Rufo. Ya hemos
invitado al público. Ha corrido el rumor por toda la ciudad, sólo se habla del nuevo
espectáculo. Ahora ya es tarde para echarse atrás. Y hemos estado toda la mañana
pintando los carteles que lo anuncian.
—Pero…
—No hay pero que valga. Está hecho. Venga, vete otra vez con esas bestias
melenudas, a ver si ahora consigues hacerme reír.
Fronto había logrado que el lanista del grupo de Cupido accediera a dar a sus
gladiadores más inexpertos la oportunidad de participar en un espectáculo incruento
ante un público preparado para no exigir su muerte en caso de que no saliera
satisfecho.
El momento cumbre del espectáculo sería la actuación de Rufo y sus animales.
Ese era, como mínimo, el plan.

***

Al cabo de dos semanas, Rufo estaba sentado en el suelo de los pasadizos


subterráneos del circo Tauro. Sobre su cabeza escuchaba las carreras de unos pies que
corrían por la arena y el entrechocar del hierro de las armas de un grupo de
gladiadores que representaban un combate de mentirijillas, pero que libraban con
semejante grado de realismo que, aunque no se derramara sangre, el público
agradecía con rugidos de aprobación. Rufo no había sentido tanto pánico en toda su
vida.
Un par de veces había vaciado sus intestinos en la latrina habilitada para los que
salían a actuar en la arena, y en una ocasión había terminado vomitando bilis mientras
su estómago vacío ardía y temblaba de puro nerviosismo. Las manos le temblaban de
tal manera que apenas si era capaz de sostener la espada corta de legionario que
sujetaba desde hacía una hora.
Estaba seguro de que todo iba a salir mal.
Trató de pasar revista mentalmente a todos los detalles del número que había
preparado, y sólo era capaz de pensar en las consecuencias del fracaso. En la
humillación y la vergüenza que iba a sentir. Después del desastre, no sería capaz de
mirar cara a cara a Fronto ni a Cupido, que tanta confianza habían depositado en él.

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¿Cómo había sido tan audaz, tan estúpido, como para pensar que podía realizar
semejante proeza?
Ahí fuera, por encima de la oscuridad que reinaba en el subterráneo, había cinco
mil personas esperando. Esperándole. Esperando a Rufo. Rufo el esclavo. Rufo, el
esclavo que no había conseguido hacer nada en toda su vida. El esclavo que muy
pronto se plantaría, completamente helado bajo el sol, en aquella arena, mientras la
multitud enorme se partía de risa y gritaba que se lo llevaran pronto lejos de allí, y
que saliera pronto alguien capaz de entretenerles de verdad.
No iba a ser capaz de hacerlo. Renunció a hacerlo.
Se puso en pie, notó el temblor incontrolable de sus piernas, y se arrastró poco a
poco hacia la puerta, alejándose del terror que le roía por dentro, como si fuese una
víctima más del circo.
Y en aquel instante oyó el rugido de los leones.
Rugían de pura excitación. Rugían porque durante la última semana habían oído
desde las jaulas situadas bajo la arena el mismo entrechocar de espadas. Rugían
porque ellos sí estaban preparados para salir.
Rufo se detuvo en seco, se quedó plantado camino de la puerta. Los leones
volvieron a rugir. Y el eco de sus rugidos regresó, repetido por los ecos de los
pasadizos oscuros, hasta devolverle el valor que hacía un instante creía que le había
abandonado para siempre.
Se le despejó la cabeza, esa misma cabeza que hacía unos instantes estaba vacía
de todo lo que no fuera pánico, y fue como si hubiera sido ciego y volviese otra vez a
ver. Alzó la mano hasta el cuello y palpó el diente de león, el amuleto que siempre le
acompañaba. Inspiró profundamente, y su cuerpo experimentó un último espasmo
convulsivo.
Dio media vuelta y encontró un par de ojos que le miraban fijamente, y en esos
ojos brillaba todavía la luz del combate. Cupido se quitó el casco, tenía el cabello
pegado a la cabeza como una corona de oro fundido. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Sin embargo, aunque hubiese visto algo, el gladiador tuvo la prudencia de no
hacer comentarios.
—Te queda muy poco rato, Rufo. Mis compañeros están realizando los últimos
números de su actuación. Toma, en lugar de la gladius, usa esto.
Rufo se quedó mirando con curiosidad el gran paquete envuelto en una tela que
Cupido le ofrecía.
—Cógelo.
Rufo cogió el paquete que el gladiador le tendía, y lo desenvolvió. Contenía una
espada tan larga que podría haber sido una lanza, y un casco de gladiador de los más
grandes, como los que utilizaban los mirmillones. Ambos objetos parecían ser
terriblemente pesados, pero Rufo se sorprendió cuando comprobó su extraordinaria

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ligereza.
—Pruébalo todo —le apremió Cupido.
Rufo entregó la espada a Cupido y se puso el casco con las dos manos. Era tan
grande que le cubría la cabeza y se le apoyaba en los hombros, pero había sendos
orificios perfectamente ubicados por donde se asomaban los ojos, de manera que si
bien desde el exterior parecía imposible que quien llevaba aquel enorme casco
pudiese ver nada, su visión estaba tan poco limitada como si llevase un casco normal.
—¿Tengo que ponerme esto? —preguntó Rufo, con la voz asordinada por el
enorme casco—. Seguro que parezco un estúpido.
—Lo pareces. Y ahí está la gracia. Ahora prueba la espada.
Rufo obedeció y alzó la espada ante sí.
—Magnífico. Pareces un noble al que acabasen de darle una cagarruta. Y, ahora,
agita un poco la hoja.
Rufo obedeció de nuevo. Y se llevó una sorpresa cuando comprobó que, como si
estuviese dotada de vida propia, la espada se ponía a temblar por su cuenta.
—Es un encargo que le hice a mi maestro de armas. Está hecha del peor hierro del
mundo —explicó Cupido—. El filo es tan romo que no haría daño ni a una mosca. Y
si tratas de clavársela a alguien, se doblará la hoja hacia atrás. Pruébalo. Clávamela a
mí.
Cupido llevaba en el pecho una armadura de hierro, e insistió tanto que Rufo no
pudo seguir negándose. Ocurrió lo que su amigo le había anunciado.
—Ya lo ves, con esto no atravesarías ni un pedazo de queso tierno. Es lo mismo
que si trataras de clavarme una rama. Qué, ¿estás listo ya?
Rufo se quitó el casco y miró directamente a los ojos grises de su amigo. Asintió
con la cabeza.
—Lo estoy.
Cupido le dio una palmada en el hombro y apretó su mano.
—Pues, anda. Ve y entretenles. Lo están esperando.
El camino recorrido por Rufo hasta la trampilla que daba acceso a la arena fue el
más largo y solitario de su vida. Era como si el laberinto de túneles no tuviera final, y,
si bien durante el paseo se cruzó con varios conocidos, nadie le saludó, como si fuera
invisible, todos volvieron la vista a otro lado, como si al mirarle corriesen el riesgo de
compartir con él su destino.
Por fin llegó a la plataforma de tablas que le izaría hasta la arena, justo en el
centro del circo. Sobre su cabeza, el griterío de la muchedumbre crecía en intensidad
por efecto del cilindro hueco. Con la cabeza gacha y las piernas tiesas, esperó la señal
que iba a indicarle que el público se centraba en el momento en el que iba a concluir
la batalla de los gladiadores.
Y oyó un griterío, cincuenta gargantas diciendo a la vez a todo pulmón: «Roma

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victor». Hizo un gesto con la cabeza al hombre que movía las palancas, y la
plataforma comenzó a elevarse, muy poco a poco, dos dedos cada vez que la palanca
se movía.
Cuando salió lentamente a la luz exterior quedó deslumbrado; hasta que, poco a
poco, recobró la vista y tuvo la impresión de encontrarse en el lugar más solitario de
la tierra.
Había estado otras veces allí, con el estadio vacío, ensayando este momento, pero
nada le había preparado para la enorme muralla de rostros que gritaban a su
alrededor, ni para la tremenda explosión de sonido. Por un instante regresó el pánico
que hacía poco rato le había abrumado cuando se encontraba en los pasillos
subterráneos, amenazando con derrotarle antes de empezar, pero oyó la voz de
Cupido en su cabeza, diciéndole: «Hazles reír y te adorarán».
Rufo el esclavo, transformado en Rufo el payaso.
En las gradas, el público contempló la figura casi infantil y pasmada del joven,
diminuta y perdida bajo aquel casco que parecía tres tallas mayor de la cuenta,
sosteniendo en la mano una espada grandota, varias veces más grande que la gladius
de los legionarios. Vieron que el casco giraba, lentamente, como si pasara revista a
todo lo que le rodeaba, y encontrándolo todo tan extraño. ¿Por qué se encontraba allí?
Era como si el casco tuviese vida propia, y careciese de toda relación con el pequeño
cuerpo que había debajo. El casco se giró hacia uno de los lados, al parecer
examinando las gradas. ¿Alguno de los presentes, fuesen damas o caballeros, podía
explicarle dónde se encontraba? ¿Tal vez ese espectador que está sentado allí? Los
orificios del casco miraban directamente a los varones de rica toga que estaban
sentados en las gradas más bajas y caras, justo encima de la arena.
Algunos de los miembros del público habían comenzado a sonreír, sorprendidos
ante tan silenciosa presencia, pero había muchos que comenzaban a inquietarse.
¿Cuándo iba a haber movimiento? ¿Qué clase de juego estúpido era ése?
De repente se oyó un grito sofocado en las gradas más bajas, y unas risas irónicas
desde las más altas. Rufo no alcanzó a oír el ruido de la puerta que se acababa de
abrir, pero supo al instante que Africano comenzaba a acecharle. Era el juego al que
habían estado jugando durante las largas semanas de entrenamiento.
Él lo sabía, pero el casco no sabía nada, y el aspecto de la figura coronada por
aquel ridículo casco monstruoso no podía ser más perplejo. ¿Estaban vitoreándole?
¿En serio? Nada podía ser más inmerecido. No era necesario que le animasen. Y el
casco agradeció los gritos de ánimo con un saludo de la larga espada.
Africano se mantuvo con la tripa pegada a tierra, y comenzó a avanzar muy
lentamente. Cada uno de los pasos de sus enormes garras le aproximaba un poquito
más a la figura que, solitaria, seguía aparentemente ignorando por completo el peligro
que le acechaba en el centro de la arena.

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Los ojos vacíos del casco seguían mirando fijamente al gentío. Estaba en el sitio
más privilegiado del mundo, rodeado de la gente más refinada y amable del universo
entero. El casco agradeció tanta simpatía con una reverencia.
A cada breve paso que avanzaba el león, crecía la expectación del público, pues la
víctima se encontraba más cerca cada vez. La cacería había logrado captar por
completo la atención del público, la gente estaba sobresaltada. Contenía el aliento. La
excéntrica vulnerabilidad del ser protegido bajo el gigantesco casco conmovió a
algunas de las espectadoras más jóvenes, hasta que una de ellas fue incapaz de
contener un grito de alarma.
El casco pareció, al oírlo, más perplejo todavía. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Qué?
Rufo contó los segundos mentalmente. El primer grito estaba siendo ahora
acompañado por otros cien gritos de alarma. Africano permanecía agachado, a unos
pocos pasos, justo detrás de la espalda de aquel extraño ser. Tres, dos, uno… Africano
acababa de iniciar el salto, volaba ya con las patas extendidas y las garras dispuestas
a clavarse en el cuerpo que tenía delante, y que parecía seguir sin sospechar nada de
nada.
¡Eh, mirad! Pareció que el casco había visto algo en tierra, alguna cosa que
brillaba en la arena. Y se agachó a coger esa cosa.
Rufo notó el aire agitándose sobre su cabeza en el momento en que Africano
saltaba y volaba por encima de él, fallando en su ataque por menos de la mitad de una
de las hogazas que horneaba el muchacho cuando trabajaba en la panadería de
Cerialis. Oyó el griterío del público cuando el león dio una voltereta sobre su cabeza
y rodó uno poco más allá, hacia el borde del recinto.
El casco no se giró hacia ese lado sino hacia el lado opuesto del circo, temblando
de sorpresa ante toda esa atención inmerecida que se volcaba sobre él desde las
graderías. ¡Caramba! ¿Les estaba gustando verle allí?
El griterío se convirtió en una catarata de carcajadas y aplausos.
Pero, enseguida, un segundo león reclamó con un gruñido la atención del público.
La incertidumbre de la cacería había sido reemplazada por la emoción de la
cacería.
El casco corría ahora hacia aquí y luego hacia allá. A veces en dirección contraria
al sitio donde estaban los leones, otras veces hacia donde estaba el uno, otras hacia
donde aguardaba el otro, pero siempre se libraba de las fauces y de las garras letales
por apenas un palmo. Los leones, fastidiados, rugían. El casco agitaba su espada en
señal de desafío.
Y ahora, ¿qué estaba pasando? El casco estaba cansado, sus pasos eran más lentos
y tambaleantes. Se frenó en seco.
Los leones también se detuvieron.
El casco se agachó en el centro de la arena, respiraba pesadamente.

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Los leones estaban cansados, les asomaba la lengua, que colgaba hacia un lado de
sus fauces abiertas.
El casco se enderezó. Miró a los leones. Los leones le devolvieron la mirada.
Estaban todos de acuerdo. La cacería volvía a empezar.
La mitad del público animaba a los leones. La otra mitad animaba al tonto que
llevaba el casco enorme. Todo el público se lo estaba pasando en grande.
De repente, el casco se encontró metido de cabeza en un barril, uno de cuyos
lados estaba abierto. Uno de los leones empujaba el barril, lo hacía rodar por la arena,
trazando un ancho círculo. La gente animó a los leones.
De repente, el casco salió del barril y se puso en pie, con aquella extraña espada
doblándose bajo su propio peso, pura impotencia. La gente siguió animando a los
leones.
Había llegado el momento de la sangre. El tonto del casco iba a morir.
Los leones soltaron sendos rugidos triunfales, pero al instante el sonido quedó
sofocado por el tronar de unos cascos, más poderoso de lo que jamás había escuchado
nunca el público.
Había llegado el monstruo.
Era el instante que Rufo había ensayado una y otra y otra vez, con el cuerpo
dolorido y la frustración del fracaso repetido. El rinoceronte era una fiera
notablemente impredecible, pero Rufo averiguó que podía juzgar el estado de humor
de aquella bestia con unos instantes de antelación, y eso era todo lo que necesitaba
para confiar en que sabía lo que iba a hacer. Cuando aquella enorme masa gris de
duro lomo cargó contra él envuelta en una nube de polvo, Rufo tiró a un lado la
espada y el casco, y pegó un brinco hasta montarse sobre sus lomos, y consiguió
mantener el equilibrio encima del rinoceronte, que seguía su carrera enloquecida y
que terminó ahuyentando a los leones hasta sacarlos de la arena.
Hecho su trabajo, la enorme bestia se detuvo en el centro de la arena, con Rufo
montado todavía sobre sus cuartos traseros. Se fue posando la polvareda poco a poco,
y Rufo se enderezó, alzó los brazos al cielo, y saludó con una profunda reverencia.
Al principio hubo un silencio casi escandalizado. Luego se oyeron los murmullos
de la conversación, los comentarios. El murmullo creció rápidamente en intensidad, y
acabó convirtiéndose en una explosión… de carcajadas.
Rufo había triunfado.

***

Cupido fue el primero en felicitar a su joven amigo cuando se retiró de la arena, y


enseguida hizo lo mismo Fronto, que estaba extraordinariamente excitado.
—Lo hemos hecho maravillosamente bien —dijo exultante el amo de Rufo, con

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su rostro sonriendo y calculando los beneficios que podía sacar a partir de ese
momento—. Organizaremos la próxima actuación para dentro de dos semanas. Será
como el aperitivo de la actuación principal. Al fin y al cabo, la muchedumbre querrá
que en un momento u otro haya sangre de verdad. Actuaremos en todos los circos de
Roma, y cuando ya nos hayan visto todos los ciudadanos de aquí, nos iremos de gira.
Lo veo, lo veo…
—No pienso salir a la arena otra vez. Fronto se quedó boquiabierto:
—Pero la multitud… el dinero… el… Pero… —Y se quedó mudo de repente.
—No puedo volver a salir a la arena —dijo Rufo mirando esta vez a Cupido.
Cupido asintió amablemente con la cabeza. El sí entendía a qué se estaba
refiriendo Rufo. Había gente para la cual los vítores del público eran como una droga.
Las oleadas de aplausos que llegaban desde las gradas les hipnotizaban, y cuando
salían cansados de la arena sólo vivían pensando en la siguiente actuación, incluso los
que temían que esa vez fuera la última. A otros, en cambio, aquella muralla de gritos
les helaba la sangre y les destruía los nervios. Si se trataba de gladiadores, a la
siguiente actuación terminaban muriendo, porque aquello mismo que ponía en
tensión los cuerpos de sus colegas, hacía mucho más lentas las reacciones de los
otros. Y si podían, como Rufo, elegir, no salían nunca más a actuar. Rufo había
utilizado todo su talento, hasta la última gota, para entretener a la multitud. No le
quedaba nada que darles. Nunca más.
Rufo se volvió a Fronto, que aún no había podido cerrar la boca.
—Yo no saldré nunca más a la arena —dijo—, pero puedo preparar a otros para
que salgan en mi lugar.
—¿Qué dices? —Fronto habló como si estuviera muñéndose, como si le faltara el
aire—. ¿Quieres matarme del susto, muchacho?
—Prepararé a tus animales de manera que sepan actuar con atletas y payasos,
gente capaz de divertir al público mucho mejor que yo. Y tienes toda la razón, hemos
de ir de gira. Y cuando los romanos crean que ya han visto todo lo que podían ver,
regresaremos y realizaremos ante ellos actuaciones mejores y más espectaculares. Y
usando otros animales, otras combinaciones de animales. No fallaremos.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Fronto hasta mojarle la barba.
—Eres como un hijo para mí. Sabía que podía confiar en ti, desde el primer día.
Ven, tomemos unas copas de vino y hablemos de todo eso.
Y se alejaron. Cupido se quedó mirándoles desde la sombra. Una levísima sonrisa
pareció iluminar sus labios.

***

Rufo tenía razón. La fama de su actuación inicial resultó muy atractiva para las

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masas, y enseguida llegaron a las instalaciones de Fronto muchos voluntarios que
querían participar en aquellos números. Dirigidos por Rufo, bestias y hombres
ensayaron una y otra vez, y ninguno de ellos obtuvo su aprobación hasta haber
demostrado una gran capacidad. Junto con los leones participaron en nuevas
actuaciones otros felinos, incluso algunos osos, pero a la gente le gustaba sobre todo
la aparición de los rinocerontes. Y sólo los más valientes se atrevían a saltar sobre las
anchas espaldas de aquellos monstruos, para escapar así de las garras y las fauces de
los cazadores.
Triunfaron, pero su fama no alcanzó nunca la de Cupido, cuya reputación crecía a
medida que mataba uno por uno a todos sus contrincantes. Y fueron muchos los que
murieron frente a él, sobre todo en los grandes juegos que se celebraron en memoria
del emperador Tiberio, que murió ese mismo año, el vigésimo tercero de su reinado.
Aquellos juegos se celebraron bajo el patrocinio de los dos herederos, el sobrino nieto
del emperador, Cayo, y su nieto, Tiberio Gemelo.

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Cayo César Augusto Germánico contempló las vistas que se dominaban desde el
gran ventanal de ligeras columnas que miraba hacia la casa de las vestales.
Desperezándose, pensó a qué podían estar dedicándose aquellas mujeres, aparte de
mantener viva la llama. Tal vez sería interesante averiguarlo. Desvió luego la mirada
hacia las arcadas de la fachada de la Basílica Emilia, y luego hacia los muros
externos del foro de Augusto y la cúpula octagonal del templo de Marte, y luego más
allá, hacia las villas y mansiones que se esparcían por la gran extensión arcillosa de
techos detrás de los cuales se ocultaban los barrios y pocilgas habitados por la plebe
en la zona de Subura, cuyas casas cubrían esa zona como una manta que tapa las
heridas pustulosas de las piernas de un leproso. ¿Cuántos años habían transcurrido
desde que Rómulo fundó la ciudad? Debería haberlo sabido, pero no tenía ni idea. Y
ahora todo aquello era suyo. O casi.
Se giró para mirar a la persona que le acompañaba en esos momentos:
—Bien dicho, Tiberio. Tienes toda la sabiduría de tu abuelo. Debemos concentrar
nuestros esfuerzos en las cuestiones locales que asedian como plagas la vida de
nuestros ciudadanos, antes de emprender el amplísimo plan de construcciones que
quiero iniciar. Antes de construir el arco en memoria de mi madre deberíamos
ponernos manos a la obra con el nuevo sistema de acueductos del que hemos hablado.
Sonrió, mirando a su primo. Tiberio Julio César Nerón Gemelo era, en realidad,
un joven de muy buen aspecto. E inteligente además, y uno de los más elocuentes
oradores que animaban las sesiones del Senado. Se habían hecho amigos desde el día
en que su tío abuelo, y abuelo de Gemelo, el emperador Tiberio, les invitó a su
palacio de Capri. Allí jugaron juntos, pelearon juntos y nadaron juntos, estudiaron
juntos las artes de la oratoria y el debate, y juntos recibieron buenas palizas cuando
no lograron convencer a sus superiores. Fue la genialidad suprema del emperador
Tiberio la que adivinó que, uniendo sus talentos dispares, aquellos herederos
conjuntos se complementarían y acabarían creando una Roma más grande que nunca.
Habían aprendido a gobernar.
Y la suma de fuerzas había funcionado de maravilla. En seis meses sus logros
eran muy superiores a todos los que se habían producido a lo largo de los últimos
diez años de gobierno del viejo Emperador. ¡Y cuánto poder llegaban a reunir juntos!
Cayo había disfrutado siempre del poder. Pero esto era diferente. Tenía el poder de
hacer cualquier cosa. El poder de barrer a un lado lo mundano y lo corriente. El poder
sobre la vida y la muerte. Tanto era el poder del que disfrutaba que le parecía notarlo
al circular por sus venas, como si de un elixir se tratara, una sustancia preciosa que
liberaba sus pensamientos y les permitía tener toda suerte de planes, ideas y visiones.
Pensando en toda esa brillantez sonrió de nuevo.

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Su primo le devolvió la sonrisa.
Era una pena que su querido primo tuviese que morir.

***

A finales de la siguiente primavera, Rufo se llevo a su grupo de gira por el sur de


Roma, y allí tuvieron que actuar en unos circos muy rudimentarios, ante públicos más
rudimentarios todavía. De vez en cuando Fronto le enviaba noticias del éxito de
Cupido.
A Rufo le gustaba recibir esas cartas, pero su contenido, que hablaba de las
victorias de su amigo, de la sangre derramada, de la supervivencia pese a las
circunstancias adversas, no le proporcionó ningún placer. Recordaba el día en que
reprendió a su amigo por no apreciar cabalmente su propio talento, y las heridas
mentales que había dejado al descubierto.
Conforme se desarrollaba la gira, las noticias que iba recibiendo evolucionaban
en un sentido que le preocupó mucho. Seguían hablando de victorias pero Fronto,
aunque con su acostumbrada cautela, insinuó que el favorito de las masas se
enfrentaba ahora a nuevos obstáculos. Rufo entendió que había cierta reacción de
disgusto por parte de algunos personajes importantes, y que los peligros que
acechaban a Cupido no se encontraban sólo en la arena del circo.
A comienzos de julio Fronto viajó al sur para reunirse con Rufo en la importante
ciudad de Pompeya, el próspero puerto de la bahía de Nápoles. La ciudad se elevaba
a la sombra de una enorme montaña cuyas laderas estaban cubiertas de viñas y
olivares, y poseía un buen anfiteatro. A Rufo le sorprendió comprobar que sus
ciudadanos eran casi tan cultos como los de Roma. Los habitantes más ricos de
Pompeya vivían en villas muy amplias que se encontraban en una altura que
dominaba la ciudad desde la falda de la montaña. Rufo, sin embargo, estaba alojado
en un antiguo hospitium que las autoridades de la ciudad habían habilitado para
albergar a los artistas de circo que pasaban por allí. Por supuesto, Fronto era un
hombre demasiado importante para vivir en un lugar tan humilde, y vivía en casa de
su primo Marco Lucrecio Fronto, en un edificio no muy grande pero bastante bello
cuya fachada daba a una de las calles principales del núcleo de la ciudad.
Un esclavo de la familia condujo a Rufo hasta el mismo atrio de la casa, tras
cruzar la doble puerta que daba a la calle. El patio interior era pequeño y luminoso y
comunicaba directamente con el tablinum, la galería cubierta cuyas paredes estaban
decoradas con pinturas murales exquisitas que llamaron poderosamente la atención
de Rufo.
En uno de los frescos, un dios vestido con una toga del más luminoso azul que
pudiera imaginarse, y coronado por un casco dorado en el que se elevaban como

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crestas sendas plumas de águila, permanecía en pie junto a una bella diosa de cabello
moreno, vestida con una tela de color turquesa centelleante. Rufo imaginó que se
trataba de una escena nupcial, pues la pareja estaba rodeada de numerosos invitados
que vestían ropajes igualmente elegantes. Seguía espiando los frescos desde el atrio
cuando apareció Fronto por un lateral.
Su amo vio a Rufo mirando los frescos.
—¡No está nada mal, verdad! Lucrecio se gana bien la vida. ¡Quién hubiese
podido imaginar que un lugar apartado como éste iba a resultar una auténtica mina de
oro! No nos iría mal del todo si nos quedáramos una temporadita por aquí…, ¿no te
parece?
A Rufo le sorprendió el comentario. Hacía meses que el plan de la gira había
quedado cerrado. De hecho, en su última carta Fronto parecía insinuar que, en todo
caso, lo que más les convenía era abreviarla para regresar directamente a Roma, y
ganar dinero gracias a que los herederos de Tiberio estaban haciendo que los juegos
circenses cobraran de nuevo mucha fuerza.
—Tenemos casi preparados del todo los nuevos números. Los participantes están
en forma. Y tienen derecho a aspirar a que se les permita demostrar de lo que son
capaces enjugares más amplios. Así que no acabo de entender… Tú mismo me habías
dicho que se avecinaban mejores momentos de Roma para los buenos
entretenimientos.
Fronto frunció el ceño y se pasó la mano por la barba.
—Lo dije, en efecto. Pero ahora las cosas en Roma han cambiado.
—¿En qué sentido? ¿No me habías dicho que Cayo Germánico y su primo eran
unos enamorados del circo?
—Sin duda, a Cayo le encanta el circo. Nadie disfruta más que él del espectáculo.
Roma entera es un gran espectáculo, de día y de noche, y la multitud le adora por
haber dado de nuevo esplendor al circo. Pero el problema está en la clase de
actuaciones que gustan en este momento. Por cierto, el joven Tiberio ha
desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Al parecer, su abuelo confiaba en que él fuese capaz de refrenar los
entusiasmos disparatados de su primo. El viejo emperador creyó que le hacía un
honor al muchacho haciendo que compartiera con su primo su sucesión, pero de
hecho lo que hizo fue firmar su sentencia de muerte.
Rufo reflexionó un momento.
—Vaya, pero no debería constituir un problema para nosotros. Somos simples
negociantes. No nos ha de preocupar lo que les ocurra a los príncipes o a los reyes.
—Eres algo ingenuo, Rufo. Todo lo que afecte al circo nos afecta a nosotros. Y
ahora Cayo lo ha cambiado todo. Durante unos meses la gente le adoraba. Cuando

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llegó a Roma procedente de Miseno la plebe le tiraba flores a sus pies y le dedicaba
sacrificios. Y es un chico muy listo. Convocó un desfile de la Guardia Pretoriana,
hizo pagar por verlo, y destinó el dinero recaudado a los soldados, a los que Tiberio
les había dejado a deber varias pagas. De manera que ahora es improbable que
aparezca un joven comandante de la legión al frente de sus tropas para colarse por la
puerta trasera de palacio y deponerle sin necesidad de librar ninguna batalla
importante.
Rufo frunció el ceño:
—De acuerdo pero ¿por qué deberían estas circunstancias cambiar nuestros
planes? ¿No dices que es un enamorado del circo? Pues vamos a darle un espectáculo
único y que no habrá visto jamás. Tendrías que ver a Marco cuando lleva a cabo el
nuevo número…
—¿Es que no estabas escuchándome? —interrumpió Fronto—. Esa clase de
números ha terminado para siempre. Cayo no quiere fingimientos. No quiere que
salgan a la arena unos hombrecitos diminutos que huyan de unos leones más mansos
que un perrito, que parezca que se los zampan y que luego reaparezcan para saludar
al público que les recibe con grandes aplausos. Con Cayo, todo eso se terminó.
Quiere sangre. Sangre de verdad. Le gusta presenciar el combate de tullidos y
ancianos contra los más feroces gladiadores, y es la carnicería que se produce
entonces lo que le hace reír. Manda a la arena a varones de las mejores familias
romanas, gente que no ha empuñado una espada en su vida, a combatir contra sus
mejores gladiadores, y se ríe de ellos cuando los ve agonizar. Desde los últimos días
de César, no se veían carnicerías semejantes en los circos.
Rufo recordó una información leída en una de las cartas que había ido recibiendo,
y preguntó por su amigo:
—¿Y Cupido? Dijiste que había obtenido grandes victorias. Que era más famoso
incluso que antes. Sin embargo, el Cupido que yo conocí jamás habría participado en
carnicerías como las que dices que ahora se producen. Es un hombre de honor.
—Y tú eres bobo, Rufo —dijo Fronto, en tono muy amable—. Cupido no es más
que un esclavo. Puede que fuese un hombre de honor, pero ese honor quedó muy
atrás en su vida, entre las cenizas de la casa donde vivía el día en que fue capturado.
Combate contra quien le dicen que combata, aunque…
—¿Aunque…?
—Pero también Cupido es bobo —dijo Fronto encogiéndose de hombros—.
Podría ser hoy mismo uno de los favoritos del emperador, sólo tenía que dedicarse a
hacer lo que hace mejor que nadie: matar, y matar con mucha clase. Pero Cupido no
quiso hacerlo así. El día en que le enviaron a combatir contra un grupo de ancianos,
debería haber jugado con ellos como el gato juega con el ratón, para diversión de
Cayo y de su pandilla de sicofantes. Pero él prefirió ignorar a aquel hatajo de viejos.

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El muy necio se mantuvo al margen, dejó que la matanza la llevaran a cabo sus
ayudantes, y él se puso a hacer ejercicios a cierta distancia, sin implicarse. A la
muchedumbre su actitud le provocó hilaridad, pero Cayo creyó que la gente se estaba
riendo de él. Tan mal se sintió, que decidió castigar a Cupido, y organizó un nuevo
combate en el que tu amigo debía enfrentarse esta vez a un grupo de nobles
pertenecientes al grupo de los que, desde que Cayo ocupa el poder, se han ido
arruinando. Cayo supuso que incluso aquella pandilla de desdichados presentarían
batalla, que le proporcionarían en la arena un entretenimiento adecuado. Pero ¿sabes
qué hizo el joven Cupido? ¡Qué exhibición! Cruzó el grupo como una exhalación,
blandiendo y descargando su espada, de manera que en pocos instantes los sacrificó a
todos. No hubo un verdadero combate, no les dio tiempo a defenderse. Cuando todo
hubo terminado, Cayo no tuvo más remedio que ponerse en pie y aplaudir con el
resto del público, por no parecer estúpido. Pero Cayo no se lo va a perdonar, y
Cupido podría pasarlo mal.
Rufo pensó en el dolor que había visto alguna vez en los ojos de color gris
tormenta de Cupido, en los demonios interiores que se agitaban en el corazón de su
amigo.
—¿Y no puedes hacer nada por ayudarle?
—La única persona que puede ayudar a Cupido —dijo Fronto sacudiendo
negativamente la cabeza— es el propio Cupido. Y bien. Nosotros hemos de volver a
lo nuestro. Cayo ha decidido que el antiguo circo Tauro está pasado de moda, le está
diciendo a todo el mundo que no piensa volver por allí. Pero como el emperador no
es el único que puede organizar unos juegos, vamos a organizarlos nosotros con
nuestros amigos. Todavía nos queda algún amigo en Roma. Sobreviviremos.
Y regresaron a Roma, donde, al llegar, se enteraron de que los ciudadanos del
imperio llamaban al joven emperador por su nuevo nombre.
Calígula.

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Estudió detenidamente su imagen en el gran espejo plateado. En efecto, una
nueva arruga surcaba su frente. ¿Y, encima, no se le estaba aclarando el cabello otro
poco más, justo en la parte anterior de su cabeza? Se giró para mirar esa zona desde
otro ángulo, pero ni siquiera así pudo estar seguro del todo. Hizo un ademán para
despedir al esclavo y se volvió hacia los dos hombres que aguardaban en el centro de
la sala, ostensiblemente nerviosos.
El sudor resbalaba formando riachuelos a ambos lados del rostro de Nigrino,
arrancando del pelo para resbalar hasta sus orejas grandotas. Aquel hombre había
engordado horriblemente. Las carnes de las mejillas le caían por debajo de la
mandíbula formando sucesivos pliegues que se le apelotonaban hasta el pecho, y ni
siquiera la carísima toga que vestía podía esconder el bulto enorme de su tripa. Más
que un cónsul de Roma parecía el Hipopótamo de Roma.
Como mínimo, Próculo sí parecía un auténtico romano. Sus rasgos marcados y su
nariz aguileña eran señales evidentes de un linaje que se remontaba varios siglos
atrás. Era una pena, sin embargo, que su talento no estuviese a la misma altura que su
pasado familiar.
Al principio había parecido todo la mar de sencillo. En cuanto se hubiese librado
de su primo, las cosas volverían a ocupar cada una su sitio, y no habría ningún
obstáculo que se opusiera a la grandiosidad de sus planes. Pero las cosas terminaron
saliendo mal. La culpa la tuvo el Senado, por supuesto.
—No te he pedido, Nigrino, que vengas a decirme lo que no puedes hacer, sino
que me demuestres de qué eres capaz. Te he apoyado y he conseguido que fueras
nombrado cónsul porque me prometiste el control del Senado. Y ahora acabo de
descubrir que el Senado ha vuelto a poner obstáculos en mi camino.
El emperador trató de evitar que se le alterase la voz. Sabía que, cuando se
irritaba, podía parecer muy petulante, pero le resultaba imposible no perder los
nervios cuando tenía que tratar con imbéciles.
—Pero, César… el problema está en el coste. Si se tratara de un solo palacio, si
hablásemos de sólo un palacio en lugar de hablar de una docena… Y el arco triunfal,
el que ha de conmemorar la memoria de tu madre, es colosal, jamás se ha construido
ninguno tan grande… Y tu generosidad para quienes han visto su hacienda arruinada
por culpa del fuego es admirable, pero no hay modo de pagarla. Y los grandes juegos
que patrocinas están resultando ruinosos. Al Senado no vamos a poder arrancarle más
dinero, por poco que sea.
Próculo habló en tono truculento. Le había fastidiado mucho que le recordasen
quién había pagado los sobornos gracias a los cuales había obtenido aquel cargo
honorífico.

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El emperador notó que le atacaba de nuevo la jaqueca. A veces tenía la sensación
de que se le estaba partiendo la cabeza en dos. Tendría que pedirle a Agripina que le
preparase otra de sus pociones, con eso se arreglaría el dolor. Lo cierto era que la
última vez no había resultado tan eficaz como de costumbre, y de hecho hizo que se
sintiera un poco raro. Se frotó las sienes, como si así pudiera impedir que el dolor
cesara.
—¿Así que Roma debe creer que no lloro a mi madre? ¿Debe creer que carezco
de la voluntad necesaria para conseguir que se termine por fin el templo en honor del
divino Augusto, que a día de hoy no es más que un socavón en la tierra, un agujero en
el que no han empezado a colocar un solo ladrillo? ¿Pasaré a la historia como un
pordiosero? ¡No! Encontrarás la manera, Próculo, y si no la encuentras dejarás de
ocupar el puesto de cónsul, porque ya no tendrás cabeza. Si necesito buscar a alguien
para que te reemplace, puedo encontrarlo en mis cuadras. Incitato, uno de mis potros,
podría hacer de cónsul tan bien como cualquiera de vosotros. ¡Fuera de aquí!
¡Qué injusto era todo! Tanto eso, como la inquietud que comenzaba a notar en el
pueblo romano. Parecía que el circo ya no les satisfacía. Tendría que hablar con los
organizadores y encontrar alguna cosa que fuese verdaderamente espectacular. Algo
que fuera muy diferente. Eran tantos sus planes… Necesitaba tanto dinero para
llevarlos a cabo… Había proscrito a un gran número de nobles, y les había confiscado
todos sus bienes. Y le quedaban muchos nobles aún. Pero las calles comenzaban a
estar repletas. ¿Y si…? Fue como si el rayo de Júpiter se hubiera cruzado en su paso.
De repente tuvo una luminosa idea. Claro que sí… Era perfecta. Y solucionaba dos
problemas de una sola vez… Así vaciaría las cárceles y entretendría al pueblo, de
golpe.

***

Para Rufo actuar de nuevo en el circo Tauro fue como volver al hogar. Las gradas
del viejo estadio estaban sólo medio llenas, pero enseguida corrió la voz entre
aquellos romanos a los que les gustaban no sólo los espectáculos brutales, sino
también y sobre todo los sorprendentes. Y la gente volvió al circo.
Ahora bien, Fronto necesitaba mucha actividad para que su negocio floreciera.
Era un tratante de animales, y con Calígula jamás había suficientes fieras.
—El problema ya no consiste en ver a quién le vendo mi ganado —se quejaba
Fronto—. Hay intermediarios del emperador por todas partes. Vienen a nuestras
instalaciones acompañados por media docena de guardias pretorianos, y señalan y
dicen, «Quiero éste, y ése y aquél…» Y se largan sin decir nada más. No me quejo, el
emperador paga los mejores precios. En fin, Rufo, tendrás que llevarte al león grande
de melena oscura, no me refiero a Africano, sino al otro, y también un par de

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leopardos y a ese otro parecido a un perrito faldero, y te vas con todos ellos al nuevo
circo que está junto al cuartel general de los pretorianos. Van a utilizarlos en no sé
qué gran espectáculo que se le ha ocurrido al emperador. Participará Cupido, puedes
aprovechar para hablar con él.
Al llegar a la arena Rufo vio primero a Sabatis y a algún otro gladiador de la
escuela de Cupido. Estaban preparando sus armaduras y sus armas; pero no vio a su
amigo entre ellos, y decidió regresar al día siguiente. De manera que antes de irse se
acercó a los hombres que cuidaban de los animales y se ofreció voluntariamente a
prestarles ayuda si la necesitaban. Gracias a su única actuación ante el público del
circo, Rufo había conquistado la fama entre los hombres que cuidaban y daban de
comer a los animales del circo, y su ofrecimiento fue muy bien recibido.
Cuando a la mañana siguiente se presentó, le sorprendió comprobar que muchas
de las jaulas de los animales estaban ahora llenas de varios grupos de aterrorizados
prisioneros hambrientos y harapientos.
—Son todos ellos noxii, criminales que han sido condenados a muerte. El
emperador ha decidido que sean ejecutados en el circo, para que el populacho
contemple su muerte —le explicó el encargado de los animales—. Son gentuza,
plebeyos en general, pero he oído decir que entre ellos hay algunos nobles que
tramaron un complot contra el emperador. Y él en persona vendrá al circo para verles
morir en la arena.
Faltaba un buen rato para que diese comienzo el espectáculo, y Rufo intentó
localizar a Cupido antes de que el gladiador iniciase los preparativos para su
actuación. Encontró al rubio Cupido sentado junto con otros gladiadores de su
escuela, pero su amigo se puso en pie en cuanto vio a Rufo, y se fue con él a caminar
hacia la entrada principal, y desde allí contemplaron a la gente que comenzaba a
ocupar las gradas.
—Míralos —dijo Cupido, en tono despectivo—. Son igual que corderos. No se
mueven en todo el día, ni siquiera para ir a mear, por miedo a que alguien les robe su
sitio en las gradas, o por si se pierden un buen chorro de sangre derramada.
Rufo estudió a su amigo mientras permanecían a la sombra del pasillo de entrada.
La luz que penetraba hasta allí desde la dorada arena creaba zonas tenebrosas y simas
profundas en el bello rostro de Cupido, que parecía mucho mayor que de ordinario.
Una sombra oscura que se dibujaba en torno a los ojos hacía pensar en que quizá
llevaba muchas noches en blanco, esperando la llegada de un sueño reparador que por
alguna razón se le resistía.
—Me ha contado Fronto que te has hecho más famoso que nunca —dijo Rufo
animadamente, tratando de romper el maleficio—. Pero que vives tan bien que
acabarás engordándote y habrá que empujarte en un carro para llevarte al centro de la
arena…

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Cupido miró a Rufo enarcando una ceja:
—Pues según Fronto, tú eres mucho más famoso que yo, pero solamente en
lugares donde la gente apenas se baña dos veces al año y donde jamás ha visto nadie
una actuación de circo auténtica.
—Sí —rió Rufo—. Y Fronto sigue siendo el mismo mentiroso de siempre.
Rufo le contó al gladiador sus viajes, los sitios por donde había pasado, los
grandes triunfos en circos pequeños, y lo bien que funcionaba el grupo de artistas y
animales, que habían terminado creando un espectáculo merecedor de las grandes
arenas de Roma.
—Pero parece que en Roma nadie quiere ahora esa clase de espectáculos. Fronto
dice que el emperador no está interesado en algo que entretenga, que sólo quiere
sangre.
—¿Eso te dijo Fronto?
—Sí. Quería que nos quedásemos en Pompeya. Tiene miedo de que nuestras
fieras, después de haber aprendido a realizar esos números tan complicados, no sirvan
en Roma más que para el sacrificio y la muerte.
—Me parece que se equivoca. Es verdad que jamás se derramará sangre
suficiente para complacer al emperador, pero Calígula devora el arte y el espectáculo
en cualquiera de sus formas. Se rodea de actores y cantantes, no sólo de gladiadores,
y pasa tanto tiempo en el teatro como en el circo. Actuar en su presencia puede
suponer cierto riesgo, naturalmente, pero si obtuvierais el favor del emperador habría
dado un paso valiosísimo y muy útil.
—¿Y tú, Cupido, has conquistado al emperador?
—Para matar a los viejos encanecidos y los críos que no tienen estatura suficiente
para ponerse una toga, no me necesita. Cualquiera vale para matar a esos pobres. Y
hay montones de gente dispuesta a distraerle de esa manera.
—Fronto me dijo que te la jugaste cuando no cumpliste al pie de la letra los
deseos del emperador en la arena.
—¡Y qué sabrá lo que hay que hacer en la arena ese estafador rollizo que apesta
peor que los búfalos! —replicó Cupido sin alzar la voz—. Yo, como todos los
gladiadores, me enfrento a la muerte cada vez que cruzo esas puertas. Los que
sobrevivimos lo conseguimos por méritos propios. ¿Acaso cree que, como no sea por
la intervención de los dioses, el circo puede llegar a convertirse en un sitio más
peligroso de lo que ya lo es ahora?
—Quizá, Cupido, llevas tú razón, y él es quien se equivoca —admitió Rufo—.
Pero ¿no me habías dicho siempre que para sobrevivir hay que mantener el nivel de
riesgo lo más bajo posible, de forma que seas capaz de controlar ese riesgo? Por eso
creo que deberías considerar el hecho de que, si complaces al emperador y le das lo
que te pide, podrás sentirte más seguro. Piénsalo.

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—A veces —dijo el gladiador, negando con la cabeza—, el orgullo, aunque sea el
orgullo de un esclavo, debe ser quien decida qué debe y qué no debe hacer un
hombre. Antiguamente yo luchaba para sobrevivir, porque me enfrentaba a hombres
capaces de matarme. Desde el fallecimiento de Tiberio, he dejado de ser un
combatiente para convertirme en un verdugo. Hoy mismo, cuando entre ahí, podré
elegir, y tomaré la decisión, sea la que sea, solamente cuando vea a mis contrincantes.
Y esa decisión no la cambiaré por nada, y el emperador tendrá que aceptarla.
Más tarde, examinando los pasillos y las rampas de acceso a la arena del circo,
Rufo notó mucho movimiento en las jaulas donde guardaban a los delincuentes.
Habían entrado unos guardias que los iban separando en grupos de cinco o seis, y
enseguida los iban enviando hacia la arena. Los desdichados rezaban o pedían
clemencia. Rufo observó a uno de los encargados que elevaba un palo en el aire y
descargaba un golpe contra uno de los presos, al que arrancó un aullido de dolor.
Muchos presos ya estaban heridos, y la sangre brotaba de unas heridas que nadie
había tratado de cerrar. Cuando el primero de los grupos ya se había encaminado a la
arena, oyó que daban la orden de soltar a los leones.
Los gritos resultaban insoportables, incluso oídos desde abajo, en las profundas
tripas del circo.
Rufo había oído y visto morir a muchos hombres, pero los sonidos que ahora le
llegaban no parecían salir de ninguna garganta humana. No era sólo el potente
volumen, que permitía comprender el insoportable dolor, el horror inimaginable, sino
sobre todo la duración de la agonía, que le agarraba el corazón y lo apretujaba como
si fuese un puño de hierro. Parecía imposible que una persona pudiese emitir esos
sonidos tan espantosos durante tanto tiempo.
Al cabo de una hora, con los sentidos embotados, a Rufo le parecía seguir oyendo
aquellos gritos penetrantes de unos hombres que morían en medio de un dolor
increíble. Abajo, seguían seleccionando grupos de presos en las jaulas, pero el llanto
había cesado. Nadie suplicaba ya. Eran hombres carentes de toda esperanza. Sabían la
suerte que les aguardaba y, sin embargo, no hacían nada por escapar de ella. Como si
su mente embotada no pudiera aceptar lo que iba a ocurrirles, y hubiese cortado todo
vínculo con la realidad.
Para Rufo, sin embargo, no había ningún rincón en donde refugiarse. Su mente no
se cerraba a la percepción de los gritos, y estaba verdaderamente convencido de que
si no salía de aquellas tinieblas iba a volverse loco de verdad. No podía soportarlo ni
un instante más. Subió los peldaños tambaleándose, avanzó por los pasillos, y llegó al
sitio donde hacía un rato había estado charlando con Cupido. Jamás olvidaría lo que
vieron entonces sus ojos.
La arena del circo parecía un matadero.
Una docena de leones y leopardos disfrutaba de un festín con los cadáveres de sus

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presas. Pero Rufo comprendió que aquel banquete de carne humana distaba mucho de
haber saciado a las fieras. Sus movimientos eran letárgicos, y masticaban la carne y
los huesos mecánicamente, más por costumbre que por hambre.
Se volvió de espaldas al espectáculo en el momento en que conducían al último
grupo de presos hacia la arena, donde se iban a encontrar con su destino, pero en el
postrer momento su mirada se vio atraída por la figura de un hombre vestido con una
túnica carmesí que permanecía medio tumbado en el trono, rodeado de una numerosa
guardia. Incluso desde el otro extremo del circo Rufo vio que Calígula era un hombre
de aspecto imponente, que le sacaba media cabeza a todos los que le rodeaban. Y
notó también otra cosa que le llamó poderosamente la atención: aquel hombre, tras
haber visto en los últimos minutos cómo unas fieras desgarraban a un centenar de
cautivos, estaba muy aburrido. Sin la menor duda, pensó Rufo. Incluso vio bostezar al
joven emperador. Observó que se miraba la manicura de sus uñas. Que parloteaba con
el senador que estaba sentado a su izquierda. Y cuando volvieron a oírse aquellos
gritos desgarradores, apenas pareció volverse para contemplar el espectáculo.
El cual, no obstante, tenía en la multitud que le rodeaba el efecto contrario. Los
espectadores disfrutaban viendo cómo se quebraban los huesos de las víctimas.
Aullaban de placer viendo cómo se desgarraba la carne. Reían a carcajadas cuando
los gritos de dolor crecían en intensidad. En tiempos de Tiberio, esos mismos
entusiastas del circo habían visto en la arena la muerte de docenas de hombres que
caían en combates, de uno contra uno, o en algunas grandes batallas de gladiadores.
Pero el nuevo emperador les había proporcionado una cosa nueva que no habían visto
jamás: sacrificios humanos a gran escala.
Hasta que en cierto momento cesaron los gritos. Las fieras fueron conducidas en
rebaño fuera de la arena y, con el rostro empalidecido, Rufo se reunió con los demás
trabajadores y participó en la horripilante tarea de limpiar la arena de restos humanos.
Para evitar que le afectara el hedor que producían los centenares de intestinos
reventados, Rufo procuró respirar por la boca, pero incluso así se le llenó la garganta
de un ardor tan intenso que era como si pudiese notar el sabor de la porquería
hedionda que flotaba en el aire. Trató de no mirar fijamente los restos humanos, pero
por mucho que tratara de impedirlo, su mente identificaba el origen de cada uno de
los trozos de carne inanimada que iba recogiendo con sus dedos.
Terminada la ingente tarea, echaron arena limpia encima de los charcos de sangre,
no tanto para disimular lo ocurrido como para que los nuevos actores de aquella
tragedia repulsiva inventada por el emperador, pisaran con firmeza a la hora de
demostrar sus habilidades mortíferas.
Porque ahora les había llegado el turno a los gladiadores.
Rufo observó a todos y cada uno de los que pertenecían a la escuela de Cupido
conforme comenzaban a trotar hacia el interior del circo. Sabatis, con sus hombros de

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búfalo y su cota de malla, oculto el rostro tras un casco de mimillo, un nombre que
describía el casco, que tenía forma de cola de pez; Flamma, el lancero sirio, veterano
de montones de combates, que lucharía bajo la protección de un casco que le dejaba
el rostro al descubierto, y cuyo estilo quedó pasado de moda hacía al menos diez
años; y el pequeño Níger, el retiarius, con la red en una mano y el tridente en la otra.
Y por fin el gladiador dorado en persona.
Cupido tenía un aspecto magnífico. Si notaba sobre sí el peso de la expectación,
lo disimulaba bajo la máscara dorada, y en su cuerpo no se podía percibir, cuando
salió corriendo hacia el centro, la menor huella de hartazgo. No llevaba ninguna clase
de protecciones en el cuerpo, pero los reflejos del sol en la musculosa piel aceitada le
proporcionaban una apariencia mucho más marcial que la de cualquiera de sus
compañeros, pese a los bruñidos metales con que los demás se protegían. Cupido se
plantó en el centro de la pista, alta la cabeza bajo el casco dorado, firme la espada
larga en su mano izquierda. Parecía lo que era. Una máquina letal.
¿A quién matará hoy?, se preguntó Rufo.

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Una falange de gladiadores en perfecta formación apareció al otro lado de la
arena del circo, entrando por una puerta situada justo enfrente de donde estaba Rufo.
Avanzaron al trote, volviendo el rostro hacia el emperador. Rufo contó incrédulo su
número: ocho, diez… hasta catorce en total. Cupido y los suyos estaban en franca
desventaja numérica.
Con los cascos de grifo característicos de la infantería ligera tracia, y las escamas
de cuero que adornaban sus lorigas, los enemigos tenían todos la misma estatura y
una corpulencia similar, así que daba la sensación de que les hubieran elegido para
tirar de un carro. De repente, y todos a una, pusieron rodilla en tierra y gritaron: «Ave,
Casar, morituri te salutant».
Por su parte, Cupido y los suyos permanecieron en silencio, y de ellos sólo salió
el golpeteo metálico producido por Sabatis, que ajustó la protección de su hombro.
La actitud desafiante hubiese debido ofender a Calígula, pero éste se limitó a
sonreír muy levemente y hacerle una seña al director del espectáculo, que proclamó
al instante y en voz bien alta:
—Que comience el combate.
El público no estaba enterado de la circunstancia, pero el emperador había
dispuesto que aquel combate no se iba a regir por las mismas normas que los demás.
Menandro, el jefe de los tracios, había recibido un mensaje cuando se encontraba con
su grupo en la sala de armas: «Dice el emperador que debéis emplearos muy a fondo
y que espera de vosotros que descarguéis golpes capaces de provocar el máximo
dolor y los mayores destrozos posibles en vuestros rivales. Si Cupido no acaba
pagando hoy por los insultos que ha lanzado contra el emperador, serás tú quien
pague por él».
No iba a ser un día de muertes rápidas.
Formando dos filas, los tracios avanzaron hacia sus contrincantes y, una vez cerca
de ellos, formaron un círculo a su alrededor. Pero en cuanto comenzaron a transcurrir
los primeros minutos se fue haciendo evidente que la estrategia ideada por Menandro
no sería tan fácil de ejecutar como él había imaginado. Los gladiadores se colocaron
espalda contra espalda y en esa posición se aprestaron al combate; de este modo, su
lado más desprotegido quedaba cubierto por el compañero. Y cada vez que los tracios
trataban de impedir que usaran esa forma de protegerse mediante ataques por el
flanco o a base de ataques fingidos, los gladiadores reaccionaban uniendo más aún
sus espaldas la una contra la otra.
A la voz de mando de Menandro, dos de los tracios, situados en extremos
opuestos del círculo, se lanzaron directamente contra los gladiadores, ambos a la vez.
La idea de Menandro consistía en que los dos alcanzaran las posiciones que cubrían

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Cupido y Flamma, el lancero, de manera simultánea, para que de esta manera el
pequeño grupo se abriese, haciendo que los gladiadores fuesen vulnerables a los
ataques individuales. Pero de forma casi imperceptible, dando juntos unos pocos
pasos, fue la pareja formada por Níger y Salamis la que les hizo frente.
El retiarius hizo volar su red mediante un giro súbito de su muñeca, y el primer
tracio cayó de bruces a sus pies. Níger necesitó un simple movimiento para clavar su
tridente en el cuello del soldado tracio, recuperó enseguida la red, y ocupó de nuevo
su posición frente al enemigo. En ese mismo instante, Sabatis aplastó con su escudo
el rostro del otro tracio justo cuando cargaba contra él, y le hizo retroceder. Luego,
con un solo golpe, aprovechando que su rival se tambaleaba hacia atrás, le clavó su
gladius en el vientre, que había quedado al descubierto, y el soldado cayó y quedó
retorciéndose de dolor en el suelo, mientras la sangre brotaba de la herida como si
fuese vino saliendo de una bota de cuero reventada por un pinchazo.
La multitud rugió aprobando el espectáculo que había visto, y el anillo de tracios,
que acababa de perder dos unidades, retrocedió. Menandro echó una ojeada hacia el
lugar donde Calígula presenciaba el combate, observó la frialdad de su mirada, y notó
un estremecimiento a lo largo de su espalda.
Rufo se fijó en las dudas del jefe tracio, y supo que Cupido, que se dejaba
gobernar por su instinto, también había notado esa circunstancia. Pero los cuatro
gladiadores seguían enfrentándose a una docena de tracios.
Menandro comprendió que los ataques individuales terminarían causando poco a
poco bajas entre sus hombres, y una creciente frustración en el emperador. Tenía que
jugársela de una sola vez, y aprovechar su ventaja numérica. «A formar filas», ordenó
a sus hombres.
Se deshizo el anillo y los tracios formaron en dos filas, con sus escudos
rectangulares muy juntos, como una pared sólida. Menandro se colocó en el extremo
izquierdo de la primera línea y gritó: «¡Avanzad!»
Frente a la clásica táctica de combate adoptada ahora por los legionarios, el
sistema defensivo por parejas que había utilizado anteriormente Cupido no iba a ser
eficaz, pensó Rufo. En cuanto las dos líneas de atacantes alcanzaran el grupo de
gladiadores, tratarían de buscarles los flancos, y mientras que la primera línea de
tracios ponía a prueba la defensa de los gladiadores y aceptaba perder unidades, la
segunda línea podría explotar fácilmente los huecos que tenían que abrirse por fuerza
en la defensa de los gladiadores.
En ese momento Cupido y los suyos estarían perdidos.
Cupido sabía que ese momento iba a llegar, tarde o temprano. Y antes de que
comenzara el combate había confiado en haber causado más de dos bajas entre los
tracios, quizás haber logrado matar al propio Menandro: Y sólo después se vería
forzado a cambiar de táctica. Pero no había sido así.

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—¡Flamma! —dijo sin alzar mucho la voz.
El sirio hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento.
—Esperad a que os dé la orden para actuar. Les dejaremos algo confundidos,
apenas unos instantes. Y seguramente uno o dos de ellos cederán. Atacad hacia abajo.
¡Que griten pidiendo auxilio a sus madres!
Cupido esperó. Y cuando las dos líneas de atacantes se encontraban apenas a diez
pasos de su grupo, por fin dio la orden:
—¡Romped!
El grupo se abrió de repente. Sabatis y Níger salieron hacia la izquierda, mientras
que el gran mimillo se posicionaba justo en el flanco de la primera línea tracia, y
Cupido se desplazaba a la derecha, para posicionarse en el otro flanco. Tal como
Cupido predijo, los hombres de Menandro vivieron unos momentos de desconcierto y
no supieron cómo reaccionar. Ambas líneas de tracios se detuvieron, incapaces de
pensar de qué modo defenderse ante la amenaza que sufrían sus dos flancos a la vez.
Estos instantes de confusión bastaron para que Flamma se enderezara, buscara
una posición equilibrada, y se preparase para lanzar su arma. La primera jabalina
alcanzó en los riñones a uno de los tracios de la primera línea de ataque, y la punta en
forma de hoja se clavó justo en una arteria. El soldado cayó de golpe al suelo, donde
estuvo retorciéndose un rato, en medio de terribles gritos de dolor.
La segunda de las lanzas ya estaba en la mano de Flamma antes incluso de que la
primera hubiese penetrado a fondo en su víctima. Buscaba alcanzar a su nuevo
objetivo entre las costillas, pero el escudo del tracio alcanzó esta vez a desviar la
punta hacia abajo, le atravesó el lino que vestía bajo las protecciones de cuero, y fue a
clavarse en la cara superior de su muslo, dejándolo completamente cojo.
Los gritos de dolor desconcertaban aún más a los tracios cuando, con enorme
rapidez, Flamma, armado ahora con una daga solamente, tomó posiciones justo detrás
de su jefe, un poco a su derecha.
Menandro soltó una maldición entre dientes. Había que acabar con aquel juego
del gato y el ratón. Ordenó a sus hombres que se dividieran en tres grupos, y luego les
lanzó al ataque. El propio Menandro se unió a la formación que dirigió su amenaza
contra la pareja formada por Cupido y Flamma.
El primero de los nuevos ataques le costó a Menandro la vida de uno de sus
tracios, al que Cupido le clavó la larga espada en la garganta, y dejó a otro tratando
de curarse la fea raja que se llevó por haber subestimado la habilidad de Flamma con
la daga.
Rufo se había quedado tan hipnotizado por los ataques contra Cupido, que apenas
si se fijó en lo que ocurría en el resto de la arena. Pero en este momento se dio cuenta
de que los tracios que atacaban a Sabatis y a Níger, muy superiores en número,
habían sido muy eficaces. El pequeño Níger se había llevado tres buenos cortes, y

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trataba con dificultad de mantener a raya a sus numerosos oponentes. Cuando por fin
Rufo se fijó en él, el retiarius clavó su tridente en el pecho del más próximo de los
tracios. Pero en ese mismo momento estaban atacándole los demás, y acabó cayendo
a tierra en medio de un diluvio de golpes. Por encima del griterío de la muchedumbre,
Rufo percibió con náuseas el ruido de las hojas de las espadas clavándose en la carne,
quebrando los huesos, hasta que al final uno de los tracios cogió por los cabellos la
cabeza de Níger y, tras cortarla de un tajo, la alzó hacia la tribuna desde donde
Calígula contemplaba el espectáculo.
Por su parte Sabatis, el gran Sabatis, lo había dado todo en el combate. Tres de
sus rivales se arrastraban por la arena o trataban de escapar gateando mientras él,
clavada la rodilla en tierra, moría de asfixia escupiendo borbotones de sangre que
manchaba la arena, con el corazón alcanzado una docena de veces, pero negándose
todavía a morir.
Sólo Cupido se había librado de sufrir cualquier herida. Flamma en cambio se
llevó un enorme tajo en el brazo con el que sostenía la daga. Estaba completamente
indefenso.
Menandro ordenó al resto de sus hombres, a los que muy a su pesar se habían
unido ahora los que habían matado a Níger, que acecharan a Cupido todos a la vez,
tratando así de distraer su atención mientras él mismo le buscaba el flanco. Cupido
comprendió cuáles eran sus intenciones, pero se enfrentaba a cuatro espadas y no
podía prestar ninguna atención al nuevo ataque de Menandro. Viendo un par de
huecos, Cupido lanzó sendos golpes con su espada, primero a la derecha y luego a la
izquierda, y logró clavarla sucesivamente en el cuello de dos de los tracios, aquellos
cuya posición los hacía más vulnerables. Pero al actuar así quedó al descubierto del
lado por donde pensaba atacarle Menandro, que no necesitaba ninguna invitación
para hacerlo.
El comandante tracio lanzó su espada contra las costillas de Cupido, cuya espalda
se encontraba ahora al descubierto, con la intención de clavarle la punta en plena
espina dorsal. Pero no había contado con Flamma. El pequeño lancero interpuso su
cuerpo entre la espada de Menandro y el cuerpo de su jefe, y se llevó todo el golpe en
el cuello. Murió al instante. El sacrificio de Flamma proporcionó a Cupido el instante
que necesitaba para repeler el ataque de los dos tracios que trataban de asediarle de
frente. A uno de ellos le cortó la retirada de una acometida, mientras el otro, con los
ojos aterrorizados, huía, dejando caer su arma en su precipitada carrera.
Durante un instante Cupido se quedó muy quieto, con los hombros hundidos.
Rufo vio el jadeo del pecho respirando cansado, agotado por el esfuerzo enorme del
combate, que ya era muy prolongado, y los riachuelos de sudor que al resbalar se
abrían paso por entre las manchas de la sangre que sus enemigos heridos habían ido
salpicando sobre su cuerpo, formando complicados dibujos.

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El gladiador dorado alzó la vista hacia el sitio donde se encontraba Calígula, vio
en su rostro una confusa mezcla de ira y frustración, y enseguida se volvió hacia
Menandro.
El combate definitivo duró menos de un minuto. Menandro sabía que no tenía
nada que hacer frente a Cupido. Mostraba en el rostro un gesto taciturno, y tenía los
pies pesados, como si fuesen incapaces de dar un paso más. Cupido, sin darle la
menor importancia, interpuso una pierna entre las del tracio y le hizo dar una vuelta
de campana por los aires, dejándolo caer a su espalda como si se tratara de un
principiante. De modo casi despreocupado, puso la punta de la espada bajo el mentón
de Menandro, obligándole a alzar la cabeza y dejando su garganta al descubierto.
La máscara dorada de ojos vacíos se volvió hacia el público. El emperador
aguardaba, las manos apretadas en la barandilla. Por fin se decidió, y Calígula levantó
el pulgar y luego, ostentosamente, lo encerró dentro del puño, ordenando a Cupido
que guardase la espada.
Los ojos de Cupido, ocultos tras su máscara dorada, no dejaron un instante de
mirar a los del emperador. Su mirada se mantuvo atada a la de Calígula cuando se
apoyó con todo su peso en la espada, y la clavó en el cuello de Menandro, cuya carne
y cuyos huesos atravesó sonoramente. El ruido se pudo oír muy bien desde la grada.
El silencio que siguió era sólido como un objeto. Diez mil corazones paralizados
no se atrevían a latir. Diez mil bocas no se atrevían a respirar. Rufo esperó al igual
que los demás, paralizado por el miedo. Jamás podría Calígula perdonar ni olvidar
semejante insulto. Todos y cada uno de los ojos de los espectadores que llenaban el
circo se habían fijado en la figura del emperador, estaban esperando a que ordenase a
los pretorianos que salieran a la arena empapada de sangre para vengarle.
Los segundos fueron convirtiéndose en minutos, la tensión se fue haciendo
insoportable. Sobre su cabeza, Rufo escuchó los sollozos de alguien.
El emperador se puso en pie. Había recuperado la compostura y su rostro parecía
una máscara, tan inexpresiva como la máscara de oro que ocultaba la cara de Cupido.
Lentamente levantó los brazos… y unió de golpe las palmas de sus manos haciendo
un ruido que resonó a través del circo como un trueno, y volvió y volvió y volvió a
juntarlas, hasta que el público entendió la actitud de Calígula, comprendió que no
había decretado una sentencia de muerte, sino que estaba batiendo palmas,
aplaudiendo al esclavo que había sido capaz de sobrevivir al combate.
Rufo captó la confusión del propio Cupido cuando el aplauso de todo el público
le premió. Sabía que el joven germano creía que iba a morir, quizás incluso lo
esperaba. El gladiador sacudió levemente la cabeza, como si tratara de despejarse, y
comenzó a salir caminando lentamente, sin volverse una sola vez a mirar atrás,
mientras el público le vitoreaba gritando su nombre:
—¡Cupido, Cupido, Cupido!

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El pánico atenazaba el corazón de Rufo. Corrió al otro extremo de la arena para
reunirse allí con su amigo, pero una figura vestida con una toga refinada se interpuso
en su camino.
—Vaya, si es el protegido de Fronto. ¿Qué tal, joven, te ha gustado el
espectáculo?
Se trataba de Narciso, que le hablaba en voz baja. Sus ojos de color azul cobalto
poseían unas cualidades hipnóticas casi imperceptibles pero indudables. Le sonreía,
con su alta frente calva como un huevo, pero perlada de gotitas de sudor.
—¿No te parece que ese apuesto gladiador ha ofendido al emperador? Cualquier
hombre sensato habría muerto heroicamente, no sin haber entretenido al público. Es
lo que se suponía que debía ocurrir. Magnífica simetría, que no habría hecho sino
añadir más brillo a su nombre. Ahora, en cambio…
—Lo siento… debo irme —dijo Rufo, tratando de disimular sus sentimientos.
—Oh, claro. Ya me lo dijo tu amo, eres muy amigo del valiente gladiador.
¿Quieres ayudarle a celebrar esta carnicería? Tal vez no sea lo más adecuado en tu
caso. ¿Acaso no aprecias mi compañía?
—No es eso en absoluto —dijo Rufo, que seguía sin alcanzar a comprender por
qué razón quería Narciso retenerle.
—Entonces, quédate un rato conmigo, háblame de ti. Sin duda, tuviste otro amo
antes de pertenecer a Cornelio Aurio Fronto. Algún pasado debes de tener…
Rufo le miró a los ojos.
—Vaya, qué despiste el mío. No me he presentado. Soy Tiberio Claudio Narciso,
y soy griego, nací en Pidna. Antaño fui esclavo, como tú. Ahora he sido liberado por
el senador Tiberio Claudio Druso Nero Germánico, sobrino del fallecido emperador.
Y soy su secretario, y realizo cualesquiera tareas que él desee encomendarme. Es un
gran hombre, un ser magnífico. No hagas caso de las habladurías que corren por ahí.
Narciso se inclinó hacia Rufo hasta pegar sus labios al oído del esclavo.
—No sólo tu amigo corre peligro. El gladiador ha tomado la decisión que le ha
parecido oportuna. Harías bien dejando que todas las consecuencias de su acto
recayeran sobre él solamente. Es una lástima; podría haberme sido útil, y yo le
hubiese sido útil a él. Pero no aceptó el favor que le propuse. No cometas la misma
equivocación.
—Debo irme a su lado —exclamó Rufo.
—Entonces, ve. Actúa como un necio. Pero ándate con cuidado. Puede que tenga
algún encargo que hacerte, y si has muerto no podrás llevarlo a cabo.
Rufo le había dejado atrás cuando oyó esas palabras a su espalda, mientras se
abría paso a empujones por el pasillo subterráneo, que estaba repleto de gente.
Cuando por fin llegó a la sala de armas, se había formado un grupo de una docena de
pretorianos armados que comenzaban a alejarse, llevando en medio de ellos a

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Cupido, que no portaba ahora su máscara dorada.
Rufo estuvo a punto de gritar su nombre, pero Cupido, que debió de haber notado
su presencia, se volvió, le miró directamente a los ojos, y sacudió la cabeza un poco,
diciéndole que no. Era un mensaje muy sencillo: mi destino está sellado; no eches tu
vida a perder tratando de salvar la mía. Y con esto desapareció.

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—Tengo que encontrarle.
Rufo caminaba de un extremo a otro de la sala principal de la villa de Fronto.
Había ido siguiendo la pista de Cupido y los pretorianos a través del laberinto de
calles de la zona del Castra Praetorium, el cuartel general de la guardia, hasta que
salieron al centro de la ciudad. Una vez allí el grupo pasó junto a un puesto de
vigilancia y se esfumó al otro lado de una colina situada en el centro del monte
Palatino, y Rufo no tuvo valor para seguir más allá.
—Ha muerto. Olvídale. No intentes nada, sólo conseguirás morir tú también.
¿Crees que Cupido hubiese querido que tú murieras por su culpa? Ese chico vivió su
vida entera en compañía de la muerte. Y cuando mató a Menandro sabía
perfectamente bien lo que hacía.
Rufo sabía que era cierto, pero no quería ni oír hablar del terrible destino que
aguardaba a su amigo en las mazmorras del emperador.
Fronto le dirigió una sonrisa triste:
—Piénsalo bien, Rufo. Nadie le conocía mejor que tú. Sólo quería estar en otro
sitio, en un lugar sin sangre ni matanzas, y ha tomado el único camino honorable que
podía conducirle hasta allí. Se negó a inclinarse ante Calígula, y tú deberías felicitarte
por él.
—Pero trata al menos de ayudarme a averiguar qué le ha pasado.
El tratante de animales negó con la cabeza:
—¿Qué pretendes que haga, que vaya a palacio y se lo pregunte al emperador?
Rufo se quedó un momento reflexionando, y recordó el extraño encuentro que se
había producido en los pasillos subterráneos del circo.
—Seguro que el griego está enterado de qué han hecho con él. Fronto negó con la
cabeza:
—Puede que sí, pero Narciso nunca da nada sin cobrar a cambio. ¿Qué podrías
ofrecerle? No creo que le parezca buena moneda de cambio el último truco que le has
enseñado a Africano.
—Quizás ahora no pueda ofrecerle nada que le interese, pero podría
comprometerme a pagar la deuda con un favor, con algún regalo, en el futuro. Tengo
la impresión de que Narciso no colecciona monedas de oro, como otros, sino favores.
La mirada del tratante de animales le dijo que estaba en lo cierto.
—Puede que sea así. Pero has de comprender, Rufo, que resulta peligroso estar en
deuda con alguien como Narciso. Siempre anda con sus largos dedos metidos en los
charcos más mugrientos. Podría ser que te exigiera que le pagases la deuda en el
momento y en el lugar que más le sirvieran a él, y que peor te fueran a ti.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo.

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—Pues no sé si yo —dijo Fronto, mordiéndose el labio— estoy dispuesto a
arriesgarme a perderte a ti.

***

Durante la semana siguiente Fronto hizo cuanto estuvo en su mano por disuadir a
Rufo de la idea de reunirse con Narciso. Le dijo que no era posible que Cupido
sobreviviese allí donde todos los demás habían sucumbido. E incluso, argumentó, en
el supuesto de que el gladiador estuviese todavía vivo, seguro que lo habrían enviado
a una de las minas de plomo situadas al norte del imperio, y allí moriría al poco
tiempo.
Rufo, no obstante, se negó a permitir que lo desanimaran, y en último extremo
Fronto no tuvo más remedio que organizar el encuentro.
—Hubiese preferido acompañarte —dijo Fronto a Rufo—, porque Narciso suele
hacer trampas, pero me ha insistido en que debes ir solo. Te esperará en la escalinata
del templo de Hércules, que es ese templo redondo que se encuentra al lado de la
entrada del circo Máximo. Llegará a la hora séptima. Tú habla poco, y no digas que sí
a nada. Prométemelo, Rufo. ¿Me prometes que no le dirás que sí a ninguna cosa que
te proponga sin antes hablarlo conmigo?
Rufo accedió, pero esa noche soñó que le vendía Africano a Narciso por un único
sestercio, y al despertar tuvo conciencia de que en sus tratos con el resbaladizo griego
no iba a saber defenderse.
Le temblaban las tripas de puro nerviosismo cuando atravesaba el Foro Boario y
divisaba ya la cúpula del templo de Hércules, pero Narciso le recibió saludándole con
una sonrisa amable, como si fuesen viejos conocidos, y de entrada le preguntó por sus
animales.
Rufo dio una respuesta más bien vaga, e hizo una pausa. Luego preguntó:
—¿Y Cupido…?
—Deja los negocios para más tarde —repuso el esclavo liberado—. He tenido
una mañana complicada y me apetece conversar un rato contigo antes de que
hablemos de otros asuntos que, sin duda, van a ser cosas bastante serias. Ven y pasea
conmigo en esa dirección, alejándonos del río, que a esta hora del día apesta, la
verdad. ¿No te parece?
Rufo se fijó en que apenas había nadie por ese lado, y comprendió que Narciso
había elegido con sumo cuidado el lugar y la hora del encuentro. Todos los romanos
que podían dedicaban la hora sexta y la séptima a almorzar en familia. Por aquel
lugar sólo rondaban algunos esclavos que estaban limpiando los despojos que habían
dejado los comerciantes del mercado de la carne celebrado allí por la mañana.
Caminaron hasta detrás del templo y a la sombra de las enormes columnas

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esculpidas que conducían a la entrada del circo Máximo. Narciso encaminó sus pasos
hacia donde se encontraban los guardias del circo, con sus chillones uniformes, y
viendo sus rostros inexpresivos y sus garrotes claveteados Rufo mostró cierta
vacilación.
—No temas, me conocen muy bien —dijo Narciso. El griego apoyó la mano en el
hombro de Rufo y le guió por entre dos de los guardias.
Una vez en el interior del circo, Rufo se quedó de piedra. A estas alturas ya era
todo un veterano de los circos, y había estado en muchos estadios romanos, pero el
Máximo era, tal como decía su nombre, el mayor de todos, con mucha diferencia. De
hecho era gigantesco, casi tres veces mayor que ninguno de los demás circos del
imperio. Había una pista de carreras ancha como una avenida triunfal, y que casi
desaparecía a media distancia bajo el brillo del sol de mediodía. A lo lejos, la pista
daba la vuelta y regresaba hasta donde ellos se encontraban dejando en medio una
columnata central. A ambos lados de esa pista se elevaban, altas como montañas, las
hileras de gradas. Se decía que a menudo llegaban a apretujarse en aquel estadio hasta
ciento cincuenta mil espectadores cuando había carreras de cuadrigas y otros
espectáculos de esa categoría. Por un momento Rufo recordó aquellos momentos en
los que él mismo ocupaba el centro de la arena del circo Tauro, rodeado de oleadas de
gritos del gentío. Se estremeció por un instante su corazón, y sintió incluso miedo,
hasta que la voz de Narciso, muy tranquila, le devolvió al presente.
—Ven y siéntate conmigo a la sombra —dijo Narciso conduciéndole hacia un
punto situado frente a las puertas de salida. Una docena de bancos protegidos por una
lona proporcionaban allí un lugar fresco para charlar.
—Y bien, ¿querías preguntarme algo?
Rufo vaciló. ¿Qué derecho tenía él, un simple esclavo, a pedirle un favor a un
hombre como Narciso? Miró los ojos azules del griego, y comprendió que aquel
hombre le estaba leyendo el pensamiento.
—Cupido —balbució por fin—. A Cupido se lo llevaron los soldados de la
guardia imperial…
Narciso sacudió la cabeza como si el solo recuerdo le entristeciera.
—Así es. Fue una estupidez por su parte desafiar públicamente al emperador.
Podría haber sido fatal para él.
—¿Podría haber sido…?
Rufo notó el matiz y permitió que le embargara por un momento la esperanza.
—Era… es amigo mío —dijo—. Estaba seguro de poder averiguar hoy cuál había
sido su destino. Y a cambio estaría en deuda…
No llegó a terminar la última frase, que cayó como una piedra en una profunda
laguna. Rufo supo que con aquello había dado un paso que le conducía hacia peligros
desconocidos. Por un instante deseó ser capaz de retirar aquellas palabras. Pero

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ninguna palabra pronunciada en voz alta puede ser retirada. En los ojos de Narciso
percibió el centelleo de la mirada de un cazador que acaba de pillar en la trampa a su
presa, o la del pescador que ve a un pez que acaba de picar en el anzuelo. Pero el
griego no tenía la menor prisa.
—Es posible que yo posea esta información, o que sea capaz de obtenerla, pero
antes de nada es preciso que decida si me conviene o no revelarla. Los secretos son a
veces muy valiosos. Y también pueden traer consigo muchísimo peligro. Y me
pregunto: ¿acaso Rufo, el joven preparador de animales, es una persona a la que se
pueden confiar secretos?
El griego no dio a Rufo tiempo de responderle. Y prosiguió:
—La última vez que tuvimos ocasión de hablar nuestra conversación quedó
interrumpida antes de que concluyera. Hoy tenemos más tiempo. Me gustaría saber
cosas de ti. Me gustaría saber algo sobre este amuleto que llevas. No sé si soy quién
para juzgarlo, pero yo diría que fue esculpido por un buen artesano. Es más, en mis
tiempos, ningún esclavo tenía derecho a tener posesiones personales. Parece que
ahora vivimos en tiempos mucho más tolerantes.
Rufo alzó la mano hasta tocar el amuleto que le colgaba del cuello. ¿Un buen
artesano? Jamás se le había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista. Para él no era
más que el diente amarillento de un león, montado en un soporte de metal que tal vez
fuese plata, pero que probablemente no lo era. Terminó tratando de contarle a Narciso
que se lo había regalado el capitán del barco que hizo la travesía del Mare Internum
de Cartago a Roma.
—Llevaban en cubierta cuatro leones metidos en jaulas. Uno de ellos, un
cachorro, estaba enfermo, parecía que agonizaba. Se negaba a comer y permanecía el
día entero tendido en el suelo, mientras sus hermanos jugaban a su alrededor. Iban a
tirarlo por la borda, pero yo rogué que no lo hicieran, pedí que me permitieran tratar
de salvarlo.
Rufo recordó que el cachorro era como una imagen de sí mismo, embargado de
nostalgia y muy asustado, metido en un barco que le conducía hacia un futuro incierto
sobre el que no podía ejercer el más mínimo control.
—Comencé a darle la comida masticándola yo previamente —explicó Rufo, y
cuando recordó el asco que le producía masticar aquella carne medio rancia, casi le
dieron náuseas—. Pero el cachorro comenzó a recobrar fuerzas y el capitán se sintió
agradecido, porque ese animal valía mucho dinero. Fue entonces cuando me dio este
amuleto, dijo que me daría buena suerte.
—¿Ha sido así?
—Al día siguiente, en el mercado de esclavos, un joven de Siracusa que se
encontraba vigilándonos me sacó de las primeras filas, donde estaban los esclavos
que iban a trabajar en la agricultura y donde me había colocado el supervisor, y me

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situó en las filas de atrás; dijo que yo serviría de ayudante de cocina. Si me hubiese
quedado en las primeras filas, a estas alturas ya habría muerto. De modo que, en
efecto, podría decirse que me ha dado suerte.
Narciso le miró asintiendo con la cabeza, como si lo que acababa de escuchar
fuese la confirmación de algo que ya se imaginaba.
—De modo que no sólo tienes talento, sino que además los dioses han decidido
protegerte. Es una combinación poco frecuente, y yo podría sacarle bastante
rendimiento a una cosa así.
Hizo una pausa, como si reflexionara sobre lo que acababa de decir.
—Tu amigo Cupido fue llevado a una celda de tortura, y le tuvieron encerrado allí
durante dos días. Cuando después fue conducido ante el emperador todo el mundo le
daba por muerto. Pero los humores de Cayo Calígula son tan variables como los
cuatro vientos. Y no hay virtud que admire más que la valentía. Sin duda, el gladiador
debió de impresionar muchísimo al emperador. Porque ha entrado a formar parte de
la guardia personal de Calígula.
Rufo no sabía si llorar de alegría por el hecho de que Cupido hubiese sobrevivido,
o proclamar a gritos su incredulidad ante lo que acababa de escuchar. ¿Cupido
convertido en miembro de la Guardia Pretoriana? ¿Cupido dedicado a proteger a un
hombre al que despreciaba por encima de todos los demás? Recordó la figura del
casco dorado, de pie al lado del cadáver de Menandro, y lanzando una mirada
desafiante al tirano que le observaba desde la tribuna. ¿No era imposible? Alzó los
ojos y se encontró con la mirada del griego, que le observada detenidamente.
—Hay veces en que la memoria resulta más difícil de aceptar que una mentira.
¿Habrías preferido que estuviese muerto?
—No.
—Entonces, acepta que esto es así, acéptalo como si fuese un regalo de los dioses.
He podido comprobar que sus designios son a veces difíciles de comprender. Es
posible que hayan puesto ahí a Cupido de acuerdo con ciertos planes divinos de
difícil comprensión. O es posible también que el emperador haya decidido,
simplemente, jugar con él. No sería la primera vez.
—¿Qué puedo hacer ahora? ¿De qué manera podría ver a Cupido?
Narciso le miró esbozando en los labios una de sus enigmáticas sonrisas.
—¿Hacer? Deberías hacer lo mismo que ha hecho tu amigo. Confiar en los
dioses.

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Al cabo de tres semanas fueron a buscarle un par de hombres de aspecto vulgar,
y ambos muy jóvenes. La suya era una actitud tan vulgar que les protegía como un
manto de anonimato. Fronto les recibió en la puerta principal, y Rufo comprendió que
su presencia perturbó a su amo. No se trataba de la aparición en su casa de un
acreedor, ni tampoco la de un organizador de festivales del circo que fuera a
quejársele porque a uno de sus animales se le caían los dientes.
Pasó un buen rato y al final Fronto sacudió negativamente la cabeza. No era de
manera desafiante, sino encajando la derrota. Y aceptó un rollo manuscrito que le
entregaba uno de los jóvenes. Luego, se encaminó lentamente hacia Rufo.
Fronto inspiró profundamente antes de decirle:
—Acabo de venderte al emperador.
Rufo creyó que había entendido mal las palabras de Fronto. Pero al final, el
verdadero significado de aquella frase comenzó a penetrar en su cerebro como una
llamarada. Miró a su alrededor, deseando huir, pero las manos encallecidas de Fronto
se posaron sobre sus hombros.
—Ten valor, Rufo. No es lo que te imaginas. Quieren que te encargues de sus
animales. Al parecer tiene alguna fiera nueva, algo muy especial, y estos hombres,
que son los compradores en nombre del emperador, han conocido tu fama. Lo siento
—dijo—. Lo siento de verdad. Les he explicado que estaba a punto de convertirte en
un hombre libre. Les he dicho que me resultas imprescindible. He discutido, hasta
que he visto a la muerte reflejada en sus rostros. Cuentan con la autoridad del
emperador. Yo te habría dado la libertad en cuanto hubiera podido. Pero no soy más
que un viejo, y un tonto. No lo hice antes por temor a que me abandonaras. Y ahora te
he perdido.
Rufo se tambaleó, tratando de comprender qué le estaba ocurriendo. Su vida
estaba allí, con los animales que estaban a su cuidado, con la gente con la que había
trabado amistad. Con Fronto. Allí había aprendido un montón de cosas y podía seguir
aprendiendo muchas más. Y de repente lo iba a perder todo. Incluyendo la libertad
que su amo le había prometido. Todo lo había perdido. Todo.
Se estremeció, de repente le costaba respirar. Por un momento sintió que estaba a
punto de hundirse, notaba el picor del llanto en los ojos. Hasta que de forma súbita
surgió una fuerza de su interior, algo cuya existencia no conocía hasta ese momento.
Miró a Fronto, notó su tristeza, y también otra cosa que era más profunda que la
tristeza. ¿Lloraba la amistad perdida? ¿Sentía el dolor por la pérdida del hijo que no
había llegado a tener? ¿Era tal vez amor?
Ya no importaba nada de eso. Caminó en dirección adonde estaban sus nuevos
amos. Fronto le acompañó.

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—El dinero que he estado ahorrando para ti… te lo guardaré siempre —dijo el
tratante en un susurro lleno de apremio—. Si le gustas al emperador, podrías llegar a
obtener de él la libertad. La vida no termina aquí, tiene que haber otras formas de que
seas liberado. Y siempre podrás regresar…
Cuando llegó a la puerta Rufo tuvo un momento de vacilación. Los dos hombres
estaban impacientes por irse, pero no podía dejar a su amigo de esta manera.
—Si existe algún modo de regresar lo encontraré, Fronto, pero soy un esclavo.
Siempre lo seré. De manera que me iré con ellos porque no tengo otra elección. Pero
no te pongas triste por mí. Es cierto que no llegaste a concederme la libertad, pero
como mínimo, estando contigo, he llegado a saber en qué consistía la libertad. Y eso
es algo que nadie podrá quitarme, ni siquiera el emperador.
Imaginó que le iban a llevar directamente adonde estaban las jaulas de los
animales situadas en el recinto del circo Máximo, de manera que le sorprendió ver
que los dos jóvenes le conducían al centro de la ciudad, al gigantesco grupo de
palacios imperiales que coronaba el monte Palatino.
Supo que hubiese debido sentirse atemorizado, y por eso le llamó la atención
descubrir que no todas sus emociones eran negativas, y que no estaba en absoluto
confundido. No le abandonó la tristeza por lo que había perdido, pero vio que ese
sentimiento quedaba equilibrado por el mismo tipo de pragmatismo que le había
permitido salir sano y salvo a lo largo de toda una vida en la que sólo había conocido
la esclavitud.
Los esclavos tienen que obedecer. Los esclavos que piensan más de la cuenta, los
que olvidan esa regla primordial, acaban desapareciendo en las canteras o en las
minas. De modo que él obedecería. Sobreviviría. Además, cada paso que daba
camino de la que iba a ser su nueva casa era también un paso que le acercaba a
Cupido, y estaba seguro de que si estaban los dos en el mismo palacio, tarde o
temprano se encontrarían. Había, en algún lugar muy profundo de su ser, un tercer
sentimiento que, no obstante, era tan potente como los dos anteriores. Un sentimiento
de excitación. Sabía que iba a entrar en un mundo completamente nuevo, y que su
vida cambiaría allí para siempre.
Caminando por entre los grandes templos y palacios de la colina, su mirada se fijó
en su esplendor rebosante de finos detalles. Visto desde lejos, el Palatino parecía estar
a punto de hundirse bajo el paso de los enormes edificios que la coronaban. Pero una
vez en lo alto Rufo descubrió que cada uno de los palacios tenía a su lado un parque,
y en cada templo, un bello jardín. Era un paraíso. El hogar donde habitaban los dioses
y los reyes que gobernaban todo el mundo que quedaba a sus pies.
La escolta le condujo a uno de los palacios, y lo atravesaron por un ancho pasillo
de mármol en el que se sucedían los ornamentos de oro y plata, junto con bustos de
mármol que representaban a Hércules y Apolo, Artemisa y Hermes, así como frescos

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que representaban el rostro de antiguos emperadores. Sus pies caminaban pisando
bellas imágenes de colores vivos, rojo, azul y ocre, en mosaicos de piedrecitas que
cubrían todo el suelo. Sin embargo, el lugar al que le estaban conduciendo no era un
palacio.
El establo se encontraba al lado del muro exterior del monte Palatino, junto a un
parque que fue construido cuando Tiberio hizo demoler las casas de dos aliados suyos
que olvidaron una cosa sencilla: que la amistad de un emperador tiene una vida tan
larga como uno de los gallos que se crían para ser sacrificados. En la entrada había
una doble puerta de grandes dimensiones, pero a Rufo le hicieron pasar por una
puertecilla lateral situada en la pared más lejana. Al llegar sacaron una llave muy
grande, la abrieron, y le hicieron entrar dándole un empujón.
—Tendrás que cuidar de esta bestia. A partir de este momento.
El lugar estaba completamente a oscuras y olía al animal que habitaba el recinto.
Era un olor de una intensidad superior a todo lo que Rufo había conocido en su vida.
El joven esclavo no se atrevió a moverse. Más que verla, sentía a la fiera que
permanecía allí encerrada y con la que ahora compartía vivienda. Era una enorme
presencia quieta que sólo se podía identificar por su pausada respiración. Sin previo
aviso, un apéndice poderoso como una pitón restalló en la oscuridad y, con una
increíble ternura, le tocó la frente. Rufo alzó la vista y se encontró con los ojos más
inteligentes que había visto jamás.
Solamente cuando abrió las puertas principales de aquel recinto captó en toda su
inmensidad el tamaño de aquel animal. Tenía el pecho tan ancho como un carro de
cuatro ruedas y al punto vio que aquel elefante, el elefante del emperador, tenía
también una estatura tan gigantesca que su cuerpo tapó por completo el sol. Rufo
percibió también que se trataba de una hembra. Alguna cosa en su modo de saludarle
hacía un momento le convenció de esa circunstancia. Su tamaño gigantesco era
suficiente para que cualquier hombre se acobardara en su presencia. Pero Rufo no se
sintió amenazado. Era el destino lo que le había llevado hasta allí. No tenía nada que
temer.
La elefanta estaba retenida en aquel establo por medio de una gruesa cadena que
daba la vuelta a su gruesa pata trasera izquierda. La cadena era corta, apenas bastaba
su extensión para permitirle llegar a un gran cesto de heno que colgaba de una de las
vigas que sostenían el techo del establo. En un rincón había una cisterna de piedra
con agua.
Rufo estudió detenidamente al animal. Tenía la piel muy gruesa y arrugada, y era
toda ella de un color gris pardo erizado de tiesas cerdas. A los lados de su grandísima
cabeza aleteaban un par de orejas enormes que parecían abanicos de grandes
dimensiones. A ambos lados de la boca más bien pequeña emergían sendos colmillos
de tono amarillento, y ambos muy largos. Rufo tenía experiencia con muchas clases

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de animales, y enseguida vio que aquél se encontraba en buen estado físico. Y pronto
supo el porqué.
En la parte posterior del establo había una abertura por la que emergió un esclavo
flaco como un esqueleto y la piel tan negra que casi era violeta. Llevaba consigo un
cesto repleto de fruta podrida, cuyo olor atrajo al punto la atención de la elefanta.
El hombre de piel oscura rió, mostrando una boca en la que había varios dientes
rotos. Le ofreció el cesto a la elefanta, que alargó la trompa en toda su extensión y
comenzó a deslizaría delicadamente por los frutos, de uno en uno, y, tras haber
elegido el mejor, enroscó la punta en una manzana roja como si de una mano se
tratara, y, mostrando una increíble destreza, se la metió en la boca. El esclavo negro
depositó cuidadosamente el cesto delante del animal, y él y Rufo se sentaron
cómodamente y en silencio hasta que la elefanta dejó el cesto del todo vacío. La
punta de la trompa describió un último círculo por el fondo del cesto, haciendo un
ruido nasal, y después lo cogió y se lo tiró con cuidado al acompañante de Rufo, que
lo cogió al vuelo y sacudió la cabeza.
—Por hoy se ha terminado. Ya es suficiente —dijo, hablando en latín con un
acento tan malo que Rufo apenas si entendió las palabras.
Pronto supo que aquel hombrecito atendía por el nombre de Varro, y que había
nacido en una provincia africana cuyo nombre Rufo no había oído nunca y cuya
ubicación le resultaba imposible de adivinar. Varro estuvo ayudando al encargado de
la elefanta hasta que aquel hombre falleció. A partir de esa fecha el africano tuvo que
componérselas solo para cuidar del animal, y tenía la costumbre prudente de buscar
algún escondrijo en el establo siempre que entraba en él algún criado del emperador.
—¿Y cómo se llama la elefanta? —preguntó Rufo.
—Se llama Bersheba —dijo el hombrecito—. En el país donde vivía, es un gran
nombre.
—Sí —dijo Rufo—. Es un gran nombre.
Bersheba levantó la trompa e inspiró, olisqueando el aire, y al mismo tiempo
emitió un gruñido surgido de algún rincón profundo de su pecho. Al oírla, Varro se
quedó mirando fijamente a Rufo, con los ojos como platos, y se esfumó a través de la
misma puerta por la que había entrado, en la zona situada al fondo del establo.
Se oía el tintineo que producía el entrechocar de las armaduras de unos soldados,
y el sonido anunció a Rufo que se acercaban visitas.
Inspiró profundamente y salió al sol. Para conocer por vez primera al emperador.

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El joven que le miraba con curiosidad, situado entre dos guardias gemelos,
podría haber sido cualquier noble rico de una ciudad de provincias. Calígula, a quien
le faltaba todavía un mes para cumplir los veintisiete años, llevaba casi dos
gobernando Roma. Vestido con una toga muy sencilla, blanca y con una única lista de
color rojo muy vivo, medía de altura un palmo más que Rufo. De amplio pecho y
fuertes músculos de atleta, poseía en cambio una cabeza pequeña colgada encima de
un cuello antinaturalmente alargado, y una tez de un color enfermizo. Sus rasgos
faciales, además, parecían blandos, y muy infantiles. Si Rufo no hubiese oído contar,
y, en alguna ocasión, observado como testigo presencial, los innumerables excesos de
los que aquel joven era capaz, nada le hubiera impedido creer que aquella sonrisa era
muestra de la actitud paternal con la que se acercaba a conocer a la última de sus
adquisiciones. Pero Rufo había oído y había visto muchas cosas, y eso le hizo
permanecer alerta, mantenerse en guardia ante esa sonrisa que parecía incapaz de
iluminar los ojos azules del joven, tan deslucidos, tan opacos. Le miraba con el
interés de un coleccionista analizando el último espécimen de una larga serie. O el de
un verdugo midiendo el volumen de la cabeza para calcular la medida de la mortaja.
—¿Este es el nuevo cuidador? Pero si es muy joven —exclamó.
La voz que había ordenado mil ejecuciones debería haber tenido un timbre
venenoso capaz de llenar el aire de azufre. Sin embargo, el emperador habló en tono
completamente normal.
—Le regalé a Sohaemo la mitad de Arabia y él me dio un elefante. ¿Para qué
quiero yo un elefante? Ni siquiera es un elefante de combate, esta bestia ha sido
criada como si se tratase de un animal de compañía. No puedo llevarlo al circo. Todos
recordamos lo que ocurrió cuando lo intentó Pompeyo. Echó a perder su reputación.
¿Qué se puede hacer con un elefante?
Sus ojos, que no parpadeaban nunca, permanecían fijos en Rufo, y éste
comprendió que lo que en este momento se esperaba de él era una respuesta. Abrió
los labios, con la mente en blanco, pero antes de que pudiese decir nada, el propio
emperador se respondió a sí mismo con una carcajada.
—Le puedes enseñar a hacer algún truco, claro. Tengo montones de gente que
pueden hacer trucos, pero los trucos acaban no teniendo la menor gracia, y no te
queda más remedio que buscar más gente que haga trucos nuevos. Y entonces vuelve
a ocurrir lo de antes, y acabas encontrándote con que ya no tienes a nadie capaz de
hacerte reír.
Hizo una breve pausa y prosiguió, con la mirada lejana y algo triste:
—Y con los animales pasa lo mismo. Perros, osos, leones y caballos. Conozco
todos los números que esos animales pueden hacer. Pero al final todos resultan

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aburridos, y no te queda otro remedio que librarte de ellos. —Los ojos pálidos del
emperador volvieron a fijarse en Rufo—. ¿Y los elefantes? ¿No te parece que un
elefante podría hacer números verdaderamente impresionantes? —Deslizó ahora la
mirada sobre la enorme masa de Bersheba—. ¿Crees, muchacho, que podrás
enseñarle a hacer algo espectacular? Sabes una cosa, dicen que eres una especie de
brujo, lo dicen los que han trabajado contigo. Lo decía el viejo necio que era tu amo.
No quería dejarte marchar. Te aseguro que si se hubiera resistido habría terminado
con la cabeza cortada. Pero no hizo falta. Además, no puedes estar matando a todo el
mundo. Tuve que firmar un contrato, le compraremos animales para el circo Máximo.
Así que será mejor que le enseñes al elefante a hacer algún número. Tienes un mes
para lograrlo.
Hizo un leve gesto con la cabeza y regresó hacia su palacio, seguido por los dos
guardias.
Hacía más de un minuto que el emperador se había ido cuando Rufo comprendió
que ni siquiera se había acordado de mirar si uno de los dos guardias era Cupido.

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Por suerte para Varro, y también para Rufo, el anterior cuidador de la elefanta
había llegado a enseñarle lo más básico, antes de que una enfermedad le alcanzara y
le condujera a su final inevitable. Resultó, así pues, que Bersheba era un animal
paciente de costumbres aceptables y que por lo general estaba dispuesta a obedecer
cuando se le pedía que realizara tareas que le parecieran razonables.
—Has de pedírselo —dijo Varro—. Pedírselo, porque si se lo ordenas, no le
gusta. Si no la tratas con mucho respeto, es muy tozuda.
Sin embargo, pronto quedó muy claro que por mucho que le pidieras y rogaras
aquel animal no iba a facilitarle a Rufo la tarea de cumplir con la orden que le había
dado el emperador, todo eso de realizar números lo suficientemente especiales como
para servir de diversión a un hombre que ya había visto cuantas cosas divertidas
podía ofrecer el mundo entero.
Por otro lado, los animales que Rufo había entrenado hasta ahora para trabajar en
el circo habían estado a su lado desde que eran pequeños. Rufo había dormido a su
lado, había jugado con ellos, y era capaz de controlarles bastante bien mediante el uso
de la comida, que les daba o les negaba según las circunstancias. Era después de
haber establecido ese sistema de disciplina cuando a Rufo le resultaba fácil, al menos
relativamente, enseñarles trucos, utilizando el método simple, aunque agotador, de
repetir constantemente los ejercicios, y partir de los más sencillos para avanzar hacia
los más complicados, camino de la actuación que se esperaba de ellos en el circo.
Pero Bersheba ya había sido adiestrada. En cierto modo.
Cuando le ordenaban, o mejor le suplicaban, que lo hiciera, Bersheba caminaba,
se detenía, doblaba una rodilla y permitía que su preparador, o alguna otra persona, la
montara. Y si ella decidía que eran merecedores de ese trato, incluso estaba dispuesta
a llevarles sobre su grupa adonde le pidieran. Rufo comprobó que podía, por ejemplo,
conseguir que girase a la derecha o a la izquierda dándole cachetes con la palma
abierta en uno de sus dos gigantescos hombros.
Varro le informó, y Rufo creyó que este hecho podía proporcionarle alguna clase
de esperanza, de que en su país Bersheba había sido utilizada para arrastrar o empujar
cargas muy pesadas. Ahora bien, no sabía hacer nada que se pareciese remotamente a
algún tipo de número. La verdad era que no, que nadie le había enseñado nada de eso,
según le dijo Varro, que prosiguió diciendo que, ¿a quién se le podía ocurrir enseñarle
a hacer números a un elefante? Varro expresó con claridad su opinión: si Rufo
pretendía enseñarle algún número, es que estaba completamente loco. ¡Números!
¡Trucos!
Poco a poco a Rufo le pareció que había logrado que Bersheba y él comenzaran a
entenderse. Observando la manera en que le miraba con aquellos ojitos pequeños e

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inteligentes, Rufo creyó que, si conseguía encontrar algún modo de comunicarse con
ella, a Bersheba le encantaría hacer lo que él le pidiese.
Pero ¿cómo explicárselo?
Tras haberlo meditado detenidamente, Rufo llegó a la conclusión de que sólo
había dos maneras, y una de ellas resultaba tan impensable que quedaba descartada
de raíz. Lo más rápido sería utilizando la fuerza: repetir las órdenes, acompañándolas
del uso repetido de algún pinchazo doloroso hasta que el daño o el miedo hicieran
que aquel animal llevara a cabo lo que se le pedía. Pero Rufo no era capaz de alzar la
mano ni mucho menos un palo contra aquel animal tan magnífico e inteligente.
La otra posibilidad consistía en persuadirla a base de amabilidad, y la amabilidad
y la persuasión requerían mucho tiempo. Pero si era ésa la única opción, no quedaba
más remedio que intentarlo de esa manera.
Ahora bien, ¿cómo se podía persuadir a un elefante para que ampliase un
repertorio que a Bersheba debía de parecerle más que suficiente? Ciertamente, podía
caminar, pero no parecía dispuesta a emprender ni siquiera algo parecido al trote.
Podías convencerla de que «cogiese» cualquier alimento, pero se lo tragaba
enseguida, y no parecía querer devolvérselo a su cuidador. Su trompa estaba
dispuesta a agarrar cualquier cosa, incluso a Varro, que se partía de risa, pero sólo
cuando ella quería, y nunca cuando Rufo se lo pedía. Rufo comprendió que no se
negaba porque tuviera mala disposición, y a veces incluso tenía mala conciencia por
estar exigiéndole según qué cosas. Si Bersheba detectaba en la voz de Rufo el menor
signo de fastidio, le miraba con sus ojos marrones cargados de reproche, con lo que él
se sentía aún más culpable.
Varro contemplaba todo aquello la mar de divertido, y era obvio que estaba
convencido de que los romanos estaban todos como cabras. A veces, cuando se
aburría, lanzaba hacia Bersheba una de las manzanas maduras que le reservaba a la
elefanta, y ella la cazaba al vuelo con la característica destreza de su trompa, y
enseguida se la metía en la boca. Un día, cuando Rufo trataba inútilmente de
enseñarle por enésima vez a rodar sobre su espalda, Varro tiró la manzana de turno
con tal falta de destreza que la fruta aterrizó sobre el techo del establo, y después rodó
mansamente hasta su extremo.
Rufo y Bersheba se encontraban en el patio exterior. La elefanta soltó un gruñido
de fastidio. Ignorando a Rufo, salió camino del establo. Cuando llegó allí se detuvo
un momento y se quedó mirando la manzana, cuya forma redonda asomaba justo al
borde del techo. Bersheba levantó la trompa todo cuanto pudo, pero la manzana
estaba lejos de su alcance por mucho que la elefanta lo intentara, estirando la trompa
con su característica delicadeza. Rufo la miró, tratando de adivinar qué iba a hacer
Bersheba a continuación, y de repente se quedó de piedra viendo a la elefanta elevar
su gigantesco cuerpo sobre las patas traseras, dar dos cautelosos pasos adelante, y

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recoger el premio en lo alto del techo.
Rufo se partió de risa, asombrado. ¡Por fin! Podía enseñar a Bersheba a caminar
ante el emperador sobre sus patas traseras. Tal vez podía incluso tratar de enseñarle a
bailar. ¿Acaso no bailaban algunos perros convenientemente adiestrados para el
circo?
Cinco minutos después Rufo se había encaramado a lo alto del techo, justo
encima de la puerta del establo, poniendo una pierna a cada lado. Con una mano se
sujetaba a la superficie de piedrecillas pegadas al negro alquitrán, y con la otra
sostenía una vara muy larga. Al final de la vara había colocado una cesta cargada de
manzanas semipodridas, las que más le gustaban a la elefanta. La primera prueba casi
terminó en un desastre. Rufo colocó la vara de modo que la cesta quedara justo un
palmo más allá del extremo del techo, y gritó «¡Manzana!».
Bersheba avanzó hacia allí. Pero en esta ocasión no se detuvo ni se quedó
mirando. La elefanta hizo que el edificio entero se estremeciera porque, sin
miramientos, golpeó una pared con el costado y apoyándose en él con las patas
delanteras se alzó hasta el cesto. Los maderos que formaban las paredes crujieron,
amenazando con partirse, y un ruido delató que al menos uno de los troncos se había,
en efecto, quebrado bajo el peso. Si no reaccionaba rápidamente, Bersheba destruiría
el establo entero.
—¡Toma! —gritó con desesperación, y le tiró el cesto a su espalda.
Durante unos instantes le pareció que Bersheba no iba a cambiar de posición, y
que el establo se desplomaría arrastrándole consigo, pero, justo antes de que ocurriese
la desgracia, Bersheba se bajó y comenzó a olisquear el suelo buscando manzanas.
—Demasiado cerca —dijo Varro—. Las manzanas demasiado cerca…
Rufo le miró furioso, y bajó a buscar otro cesto de manzanas.
Se había hecho ya de noche cuando finalmente lo dejó correr. Trabajando con una
vara más larga, había logrado que Bersheba se levantara sobre las patas traseras, pero
resultaba imposible que diera un solo paso en esa posición. Se había quedado afónico
de tanto gritar «¡Manzana!» una y otra vez. En ocasiones probaba el truco con el
cesto lleno, y otras con el cesto vacío. Cuando había premio, la elefanta se levantaba
sobre sus patas traseras en cada ocasión, pero las veces en que no había nada
mostraba su fastidio, se tumbaba en el suelo, y no había modo de que se moviera de
nuevo hasta al cabo de un rato bastante largo.
Los días que faltaban para que se cumpliera el plazo que le había dado el
emperador iban corriendo velozmente. La esperanza de Rufo era que Calígula se
hubiese olvidado de él y de todo. Sin duda, los emperadores tenían cosas mucho más
importantes que hacer, y no debían de tener ni un momento para recordar a sus
esclavos y a sus divertidos, o aburridos, elefantes.
Sin embargo, suponiendo que ocurriese lo peor, Rufo estaba decidido a que

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Calígula viese alguna de las grandes cualidades de Bersheba. La trataba con el
máximo cariño, pensando que así lograría mejores resultados. Y le frotaba su rugosa
y dura piel con los materiales más duros que encontraba, sabiendo que eso era lo que
más le gustaba.
Al amanecer, él y Varro conducían a la elefanta hacia el exterior. Llenaban de
agua una gran tinaja de madera a fin de remojar todo el cuerpo del animal. Para ello,
habían conseguido unos baldes de cuero que les permitían lanzar el agua a gran
distancia. Cuando el polvo que le cubría toda la piel adquiría una consistencia como
la del barro, comenzaban a frotarla con unos cepillos especiales inventados por el
anterior cuidador. Eran ramitas gruesas entrelazadas y sujetas al extremo de unas
ramas largas, y de este modo alcanzaban todas las partes del cuerpo de Bersheba y lo
frotaban, hacían que el barro se desprendiera, y cuando ya se lo habían quitado todo
volvían a echarle agua con los baldes.
El trabajo absorbía muchísimo a Rufo. Los ronquidos felices de Bersheba
demostraban lo mucho que disfrutaba de esas sesiones de frotado y lavado, tanto que
a veces Rufo olvidaba para qué lo hacía. Hasta que, cierto día, estropeó la diversión
una voz extraordinariamente potente que sonó a espaldas del esclavo.
Este se volvió, dejó caer los brazos doloridos y permitió que el sudor resbalara
por el rostro hasta gotearle por la barbilla, cuando vio a Calígula que cruzaba el patio
acompañado por alguien no tan alto como él y que caminaba cojeando
ostensiblemente. El sol asomaba ya por encima de los árboles, a la espalda de ambos,
y Rufo estaba tan deslumbrado que no logró ver los rasgos del acompañante.
—Ya te había dicho que valía la pena madrugar, Claudio, so borracho y holgazán.
¿Creías que te permitiría olvidar la promesa que me habías hecho y te dejaría seguir
holgando con esa furcia a la que te llevaste contigo cuando creías que no estaba
viéndote?
Al fijarse en la entonación ronca del emperador, y la ropa manchada que llevaba,
y las oscilaciones de su cabeza, Rufo comprendió que si el tal Claudio se había ido a
dormir, él había pasado toda la noche en vela aguantando la jarana hasta el final.
—¡Chico! ¡Eh, chico! Muéstranos qué es capaz de hacer este animal. Y espero
que sea gracio…
El sonido estentóreo que emitió el animal, fastidiado al notar que alguien
interrumpía su diversión matutina, acalló las palabras del emperador.
Calígula parpadeó, dio un traspié y retrocedió. Luego, soltando una sonora
carcajada, le dio semejante palmada a la espalda de Claudio que éste casi cayó de
bruces.
—¡Qué, te has cagado del susto, eh! Tío Claudio, no has sido nunca muy valiente.
Por eso el viejo Tiberio te mandó de paseo por ahí. Y has tenido suerte de que yo te
hiciera regresar. Venga, chico, a ver qué espectáculo nos ofreces —dijo con un tono

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algo más preocupante—. He traído al senador Claudio para que vea algún número. Y
porque tiene las orejas grandes como las de los elefantes, ¿a que sí, Claudio?
El emperador, colocado detrás de su acompañante, cogió los dos grandes lóbulos
de las orejas del senador, y tiró de ambos hacia fuera.
—Exactamente igual que las de los elefantes. Ay, tío Claudio, la vida no te ha
tratado demasiado bien, ¿no es cierto? Siempre has sido el patito feo. Ta-ta-
tartamudeas mucho y eres un perfecto inútil. Pero, en fin, eres de la familia —dijo
Calígula, pasando cariñosamente la palma de una mano por la calva del senador—.
Venga, veamos un buen número ahora. Queremos ver qué es capaz de hacer este
elefante.
Rufo notó que una cosa se le enroscaba en el hombro y tiraba de su brazo con
impaciencia.
—Si el emperador pudiese aguardar un momento más…
—No tengo ganas de esperar —le interrumpió Calígula en tono despectivo.
Rufo se sintió muy mal, pero saludó con una reverencia. Su única esperanza
radicaba en conseguir que Bersheba, accediera a hacer algo especial y confiar en que
el emperador, que estaba evidentemente muy borracho aún, lo encontrara interesante.
Pero cuando Rufo se volvía hacia la elefanta notó las salpicaduras de un tremendo
chorro de agua que acababa de salir disparado hasta más allá de donde él se
encontraba. Era un montón de agua y volaba a gran velocidad porque Bersheba había
utilizado para lanzar el chorro la enorme potencia de sus pulmones prodigiosos. El
chorro alcanzó al alarmado Claudio en todo el pecho y toda la cara, y a punto estuvo
de tumbarle. Se oyó un chillido de indignación.
Rufo se quedó helado. No, no era posible. Eso no. Era hombre muerto.
Los dos hombres, el emperador y su tío, se habían quedado tan quietos como un
par de relieves de los que adornaban las paredes del palacio imperial. Estaban
paralizados, pálidos, los ojos saliéndose de las órbitas.
Hasta que, de golpe, Calígula estalló en una carcajada.
La risa surgió de lo más profundo de su tripa, se convirtió en una carcajada que
iba cobrando fuerza conforme le subía hacia el pecho, y terminó emergiendo en
forma de grititos histéricos. Agarrándose el estómago con una mano, incapaz de
frenar las risas e hipidos que emitía, señalaba con la otra al desdichado Claudio.
Mojadísimo, el cabello enroscado y canoso del senador se le había pegado a su
cráneo sonrosado, y su toga empapada dejaba resbalar hacia el suelo un auténtico río
de agua. Claudio movió los labios, pero no fue capaz de encontrar las palabras que
buscaba, y sus ojos pálidos miraron a Rufo con una expresión de infinito
desconcierto.
Para cuando la incontenible risa del emperador terminó y se transformó en una
especie de sollozos semiasfixiados, Rufo recuperó el instinto de conservación. Se fue

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junto a Bersheba y le susurró al oído una orden. La elefanta dio un solo paso al
frente, dobló una de sus enormes rodillas hasta posarla en tierra, y agachó la cabeza.
Rufo no alzó la pierna para montarla, tal como hubiese hecho normalmente, sino que
permaneció inmóvil junto a Bersheba hasta que vio al emperador que, recuperado de
la risa, se volvía hacia ellos dos. Y cuando Calígula le miraba, Rufo le hizo una
reverencia.
Al emperador le dio la sensación de que el animal y el esclavo le saludaban,
brindándole un número genial. Calígula rompió a aplaudir y exclamó:
—¡Maravilloso! ¡Qué número tan bueno! Hace años que no veía nada que me
hiciese reír tanto. Traeré a todos mis amigos, y espero que sean recibidos como el tío
Claudio. Anda, Claudio, volvamos a casa y cámbiate de ropa. Estás empapado —dijo,
cogiendo del brazo al senador, de cuya ropa seguía goteando agua—. ¿Qué te pasa?
¿No eres capaz ni de sonreír? ¿No le ves el lado gracioso de la cosa? Un maldito
senador romano que parece un gato mojado. Ja, ja, ja…
Claudio se soltó y se volvió a Rufo y su elefante.
—¿Co-co-co-cómo te llamas, esclavo?
Rufo vaciló. Al fin contestó:
—Rufo, señor. Lo siento mucho. Bersheba no tenía intención de hacer daño.
Claudio le miró fijamente un segundo y repuso:
—Ru-ru-rufo… Lo reco-co-cordaré…
Y su triste figura encogida y remojada emprendió el regreso siguiendo los pasos
de Calígula, que seguía riendo.

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Durante algunas semanas Rufo temió que el emperador regresara, pero Calígula
no volvió a presentarse con ningún acompañante a ver los números de Bersheba.
Siempre le quedaba a Rufo el miedo a que compareciera de repente y exigiera que le
mostrara algún nuevo y más hilarante truco, pero como transcurrió el tiempo sin que
eso ocurriera el esclavo pudo olvidarlo y dedicarse a estudiar mejor a su elefanta.
Bersheba sólo tenía un punto débil, su vista, muy limitada. Aquellos ojillos
pequeños situados en la parte delantera de la enorme cabeza con unas orejas que
parecían sendas velas de una nave, no le proporcionaban apenas visión periférica.
Pero si su vista no era muy buena, el resto de los sentidos del animal compensaba
largamente ese defecto. Los dos orificios nasales, llenos de duros pelos, que
coronaban el extremo carnoso de la grande y larga trompa, tenían un olfato finísimo.
También el oído de la elefanta parecía sobrenaturalmente agudo. Cuando se
aproximaba cualquier visitante, Bersheba se enteraba de su presencia minutos antes
de que Varro o Rufo se enterasen. Esta virtud les ponía sobreaviso con antelación, y
en varias ocasiones les libró de serios problemas cuando iban a verles los emisarios
del emperador.
Naturalmente, algunas visitas eran más bienvenidas que otras.
Un día, cuando entrenaba a Bersheba en el patio situado delante del establo, Rufo
vio a los visitantes aproximándose. Al principio no entendió quiénes formaban parte
de aquel grupito ruidoso, pero una vez que estuvieron más cerca vio que se trataba de
unas cuantas mujeres, todas ellas muy jóvenes.
Eran seis en total, y las acompañaba una pareja de guardias pretorianos. Rufo
miró fijamente los rostros de ambos soldados, pero ninguno de los dos era Cupido.
Calígula tenía a su servicio cientos de pretorianos que montaban guardia en el
palacio, en toda la colina, y en sus alrededores. El ex gladiador, si aún seguía vivo,
podía estar en cualquier parte.
Tratando de evitar que lo notaran, Rufo desvió la mirada hacia las mujeres. Y
cuando comprendió quiénes eran, sintió un estremecimiento recorriéndole la espalda.
Bersheba debió de notar su inquietud porque agitó los hombros a su espalda, y elevó
la trompa para inspeccionar el aire. Por una vez, Rufo no necesitaba que hiciera
demostraciones de talento. El joven era capaz de percibir el peligro enseguida, y supo
que subestimar al grupito de mujeres resultaba tan peligroso como pisar un nido de
cobras en el momento del emparejamiento.
—¿Y nos puedes decir ahora, Drusila, para qué nos has hecho venir hasta aquí?
—preguntó la mayor de las mujeres a una chica muy alta que se encontraba a su lado.
—Sabes muy bien, Milonia, que tu esposo y hermano mío nos lo ha prohibido.
Pero he querido aprovechar que Cayo Calígula se ha ido a la bahía tratando de

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demostrarle a Jerjes que le saca mucha ventaja en todo. Y ya sabes que Calisto no se
ha atrevido nunca a oponerse a mis deseos. Ni a los tuyos, Milonia. —Dicho esto,
Drusila, la hermana de Calígula, lanzó una mirada maliciosa a su cuñada—. Por
supuesto, como descubra que has puesto en peligro la vida de su hermanita
permitiendo que se acercara a tan gigantesco animal, tendrás que volver a ganarte la
vida como antes, poniendo tu grupa para que los soldados se sirvan de ella en
cualquier esquina. En todo caso, estoy segura de que no ibas a encontrarlo muy
desagradable, precisamente.
Milonia, una mujer de rasgos fuertes y poderosa nariz aguileña, resopló:
—¡Vaya con la niña inocente! ¡Cómo te atreves a hablar de mí de esta manera!
¿Acaso no estuviste en la cama de tu hermano mucho antes de que yo la ocupara, y
no está Roma entera enterada de todo eso?
Drusila se rió, y sacudió su melena de reflejos rojizos.
—Me limité a cumplir con mi deber de buena hermana, cosa que tampoco resultó
desagradable, debo decirlo. ¿No será, Milonia, que temes que mi hermano se canse de
tus esfuerzos tan profesionales, y salga en busca de una fruta más dulce y suculenta?
—¿Hemos de volver siempre a tratar de este mismo asunto? —las interrumpió
una tercera mujer vestida con ropa de color rosa—. Me duelen los oídos de oír
vuestra cháchara constante, y sabéis muy bien que luego los esclavos andan
repitiéndolo todo por ahí.
—Me parece, Livila, que tienes celos, pero tanto tú como Agripina sois tan feas
que difícilmente podríais cautivar al emperador —dijo Drusila—. Y es un honor,
además de un placer, estar con él en la cama. Piénsalo bien, se trata de un
descendiente directo de Augusto. Bastante mejor que ese mico gordo que fue fruto
del feo esposo de Agripina.
Agripina miró fríamente a Drusila. Había escuchado la misma canción una
docena de veces, y era inmune a las burlas que le lanzaba su hermana.
—Han predicho los augurios que cuando Nerón sea mayor, va a ser un hombre
agraciado. Es posible que jamás llegue a gobernar Roma, hermana mía, pero
convenientemente dirigido por su madre llegará a ser un gran romano.
—Bueno, Agripina, todos conocemos tu ambición. Tienes suerte, sin duda, de que
Cayo no sepa hasta dónde alcanza. Aunque podría ser que mi lengua se soltara la
próxima vez que… le vea. —Drusila pronunció el final de la frase en un tono tan
insinuante que dio un sentido de pura sensualidad a sus palabras, lo cual provocó en
Milonia una mirada malévola.
—¿No habíamos venido aquí para ver a esa bestia que tan fascinado tiene a mi
esposo? Espero que sea capaz de hacer algo más que caminar con sus enormes
patazas con ese hombre tan sucio montado sobre su lomo.
Drusila volvió la vista hacia donde Milonia miraba.

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—¿Hemos venido a ver a un esclavo?
Tardíamente, Rufo comprendió que hubiese tenido que desmontar y saludarlas. Se
deslizó por la espalda de Bersheba, hasta el suelo, y se quedó junto a ella, a unos
pasos apenas de Drusila. No se atrevió a mirar directamente a sus ojos, de modo que
se quedó pegado a Bersheba mirando por encima del hombro de la joven, y tuvo que
contener el aliento.
La muchacha que le miraba era la más bella que había visto en su vida. Tenía
unos ojos oscuros y líquidos que parecían beber directamente de un espíritu agudo, y
el centelleo divertido que Rufo alcanzó a captar le mostró que ella estaba encantada
viéndole tan incómodo. Era la más alta del grupo, y, dedujo, también la más joven de
las seis. Su lustrosa melena dorada se derramaba sobre sus hombros, y la tela color
cereza del vestido permitía adivinar el bulto de unos pechos prietos y redondos.
Debía de tener apenas dieciséis o diecisiete años, y llevaba consigo un bebé de apenas
nueve meses, un crío moreno que no paraba de revolverse en sus brazos.
Rufo retiró los ojos del crío con dificultad, y se encontró mirando a los ojos de la
otra mujer joven, Drusila, que transmitían un mensaje tan evidente que borró en él
todo otro pensamiento. La hermana del emperador se le acercó, provocando que la
mirada de Rufo descendiera hacia el profundo escote y la línea oscura que se
dibujaba entre sus pechos. Estaba tan próxima a él que Rufo notaba su aliento en la
mejilla, y su perfume le dejó abrumado. Había además otra cosa: no tanto un olor
como algo que flotaba en el aire, un leve indicio que, sin embargo, poseía tal fuerza
que produjo en él un efecto instantáneo. Rufo soltó una boqueada de asfixia al notar
que algo se agitaba en su bajo vientre, y se mordió el labio tratando de controlar lo
incontrolable.
Milonia soltó una risotada.
—¿No te basta con todos los cachorros que tienes a tu disposición, Drusila? A
éste no le han enseñado aún a mear en su sitio… —Y se volvió a la otra muchacha, la
jovencísima rubia cuya belleza había cautivado tan profundamente a Rufo—: Emilia,
acércate. Hay que darle de comer al bebé.
Rufo se giró, pero Drusila seguía mirándole.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Rufo, señora. —La voz sonó frágil, como hielo a punto de quebrarse.
—Pues bien, Rufo —dijo ella, marcando con exceso las letras de su nombre—,
cuéntanos algo de tu animalito.
Las mujeres se quedaron por allí mucho tiempo, viéndole hacer demostraciones
de la fuerza de Bersheba, y también de la delicadeza con la que su trompa recogía
objetos muy pequeños. Milonia y Livila no mostraron el menor interés excepto en el
momento en que Bersheba soltó un pedo enorme. A esas alturas competían por
demostrar cuál de las dos estaba más aburrida, tanto viendo al elefante como al chico

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que cuidaba de él.
—Venga, es hora de irnos —dijo Milonia, tratando de subrayar que ella mandaba,
como consorte del emperador.
—Esperad, tengo una idea.
Los ojos de todas se volvieron hacia Agripina, y Milonia hizo un puchero de
desagrado con los labios.
—Nuestro hermano —prosiguió Agripina— dijo que lo más divertido fue cuando
estaban bañando a esta bestia. Esclavo, lava a tu animal, así lo podremos ver también
nosotras.
Drusila batió las palmas y dio unos saltitos, como si fuese un niño pequeño.
—Sí, sí, baña al elefante.
Rufo tuvo un momento de duda. Normalmente sólo bañaba a Bersheba al
amanecer, y era un ser al que le gustaba hacer siempre lo mismo. No estaba seguro de
cómo iba a reaccionar la elefanta. Por otro lado, a Rufo no le quedaba otro remedio
que obedecer las órdenes de las hermanas del emperador. Se le quedaron mirando,
esperando a que cumpliera sus deseos. Emilia le dirigió además una sonrisa,
animándole, y a Rufo le encantó.
—Vamos, Bersheba.
Y se encaminó con la elefanta hacia el establo y la dejó allí encadenada.
Rufo llenó un balde y colocó bien las piernas para lanzarlo con fuerza sobre su
lomo, pero dudó. Llevaba la túnica puesta, y no se la quería quitar delante de las
mujeres, que se habían sentado en una pendiente para contemplar el espectáculo. Era
la única prenda de vestir que poseía, y si se le mojaba no iba a poder ponerse ninguna
otra cosa.
Entró en el establo y se la quitó, quedándose con el somero taparrabos como
única vestimenta. Dobló la túnica de forma cuidadosa, y salió de nuevo. Trató de
ignorar la presencia del público, pero notaba todos aquellos ojos clavados en él, y al
menos una de las mujeres soltó un gritito de admiración. A Rufo le producía una gran
timidez saberse casi desnudo delante de ellas, pero también sabía que no tenía nada
de lo que avergonzarse. No había ni una sola onza de carne sobrante en todo su
cuerpo, y como llevaba a cabo regularmente una serie de ejercicios que Cupido le
enseñó, poseía una musculatura firme, como la de un atleta.
Trató de centrarse en el trabajo de remojar primero a Bersheba y luego frotarle
toda la piel, pero resultaba muy desconcertante sentirse estudiado como si fuese un
animal encerrado en una de las jaulas del emperador. Captó la mirada de Drusila, y su
concentración se disipó. Y ése fue el motivo por el cual no se dio cuenta de que
Bersheba introducía la trompa en un balde lleno de agua. El chorro explosivo que la
elefanta lanzó contra él le dejó sin aliento y congelado.
Las mujeres se partieron de risa. Y Bersheba se unió al coro con un potente

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bocinazo. Al recobrarse, Rufo supo que se sentía igual de mal que Claudio se había
sentido días atrás. Hasta que notó que las risas cambiaban sutilmente de tono.
Además, las mujeres le estaban mirando todas de otra manera. Drusila se levantó con
los movimientos de un gato desperezándose, y caminó hacia él dirigiéndole una
sonrisa muy franca.
—Bien, Rufo, hombre elefante, te damos las gracias por habernos entretenido. Mi
hermano tenía razón: los elefantes pueden ser la mar de divertidos. Además —añadió,
hablando ahora en susurros—, nos ha parecido que todo ha sido muy revelador.
Verdaderamente revelador.
Y diciendo estas últimas palabras bajó la vista hacia la entrepierna de Rufo.
Riéndose a gusto, dio media vuelta hacia el grupo de mujeres, todas ellas soltando
risillas incontrolables, y se fueron de regreso al palacio de Calígula. Antes de irse,
Emilia se volvió y le dirigió una sonrisa tímida.

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¿Cómo podía existir un ser tan bello? Inspiró profundamente para absorber el
aroma almizclado del cabello moreno de la joven, y no pudo contener un breve
sollozo. La mano de ella le acarició la frente.
—Tranquilo, hermano. Ahora estás en casa.
¿En casa? Sí, ésa era su casa, aquellos momentos en que se enroscaba, muy
calentito, en brazos de Drusila, el lugar donde estaba seguro de que nadie podía
hacerle ningún daño. Siempre se había sentido seguro allí, incluso en los más
tenebrosos momentos de su vida en la isla de Capri. Aquellos días en los que Tiberio,
que los dioses confundieran su sombra, erraba por los pasillos de palacio como un
perro sarnoso buscando simas en las que hundir todavía más su depravación. Hubo
noches en las que sabía que sólo convirtiéndose en un ser invisible podría estar a
salvo del emperador. Recordó las veces en que aguardaba a que Gemelo se hubiese
dormido en la habitación donde dormían juntos, y luego se arrastraba, burlando a la
guardia, hasta el cuarto de su hermana. ¿Es verdad que no alcanzaban a verle? ¿O les
quedaba una mínima chispa de honradez pese a todo lo que habían tenido que ver en
el pozo de degeneración en el que se había convertido esa isla? Al principio, Calígula
no buscaba junto a ella más que el consuelo y la seguridad de su presencia. Le cogía
la mano en la oscuridad y dejaban que pasara la noche mientras ella le contaba las
historias de la vida de su padre; historias de honor y de valentía, historias de bondad
que parecían pertenecer a un mundo que no era aquel en el que ahora habitaban. Visto
con sus ojos de niños, Germánico, el más noble de los romanos, brillaba como un
faro en la penumbra estigia de su existencia. Pero después las cosas cambiaron.
Algo se agitó en el interior de Calígula cuando recordó la noche en que todo
cambió. ¿Quién fue el instigador, él mismo, o había sido su hermana? Ni uno ni otro,
fueron los dos, juntos, inocentes y perversos a la vez, una fusión de mente y cuerpo
que ni podían ni querían negar.
También ella lo notó, y ronroneó como un gatito a su lado.
—¿Tan pronto? —preguntó Drusila.
En la profundidad de la noche Calígula despertó y vio la silueta de su hermana
perfilándose contra la ventana que daba al barrio de Velabro, hacia el monte
Capitolino. El cuerpo desnudo de Drusila estaba envuelto en la luz cálida de la luna
del tiempo de la cosecha. Ella permaneció quieta, dejando que la luz de la luna
pintara su piel perfecta de tal modo que daba la sensación de que acabara de salir de
un baño de oro fundido. Sí, era una estatua de oro. Perfecta. Su hermano permaneció
mirándola, sin respirar siquiera. No quería que ella se moviera en absoluto. Cuando
por fin Drusila dio un paso, y comenzó a regresar pausadamente al lecho cubierto de
satén, la mente de Calígula se llenó de una repentina rabia incontenible. ¿Podía ella

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engañarle?
—No deberías haberte movido —dijo, tratando de que no se le alterase el tono de
voz, pero sin conseguirlo. Y ella notó bien el matiz.
—Cuéntame de nuevo cómo fue lo que pasó en la bahía —dijo ella deslizándose
en la cama y envolviendo con su cuerpo el de su hermano, para que su piel ardiera
con el contacto de la suya—. Cuéntame qué pasó el día en que cabalgaste con los
dioses desafiando a Neptuno.
El humor de Calígula cambió, tal como ella esperaba que ocurriese.
—¿Tuvo alguna vez Alejandro una fortuna comparable, la tuvo quizá Jerjes? Les
saqué mucha ventaja a los dos. Doscientas naves, compradas o encargadas, enlazadas
popa con proa una tras otra en dos hileras paralelas y cruzando la bahía de un
extremo al otro, desde el puerto hasta el dique de Puteoli.
El corazón de Calígula flotaba de sólo recordarlo. Había dado órdenes a mil
carpinteros para que construyeran una plataforma de tablones, ancha como dos
cuadrigas, y la hizo colocar encima del puente de barcos, y cinco mil esclavos
trabajaron hasta echar por encima la tierra suficiente como para convertirla en un
camino. Un camino que cruzaba el mar. Un camino de dos mil pasos, o más, según
algunos. Más, seguro.
—El primer día —prosiguió— me puse la coraza que llevó Augusto en la batalla
de Granico, y mi capa púrpura adornada de joyas, y ordené a mis pretorianos que me
siguieran, y cruzamos al galope todo el puente de un lado al otro de la bahía. El
segundo día, celebré un gran espectáculo, y las dos legiones que iban en pos de mi
carro me adoran desde entonces. Y también el pueblo romano. Fue como si el mundo
entero me contemplara desde la playa. ¿Ha habido acaso algún hombre tan
afortunado?
Con los ojos relucientes, Drusila le miró:
—Tú no eres un hombre, hermano mío. Sino un dios, un dios que pisa la tierra.
Su hermano asintió con la cabeza. Sabía que Drusila tenía razón. Ella siempre
tenía razón.
—Y sin embargo el Senado trató de desbaratar mis planes. Esos estúpidos no
comprendieron por qué lo quería hacer, ni que mi gloria es la gloria de Roma. No
gastes el oro romano, sino el tuyo propio, me dijeron. Y así lo hice. Me he gastado
todo cuanto heredé, pero te lo juro por el rayo de Júpiter que lo van a pagar. Lo
pagarán mil veces.
Mientras seguía hablando su rostro se fue ensombreciendo, y vio el miedo cerval
en los ojos de Drusila, cuyo cuello acariciaba con ambas manos. A Calígula le
gustaba ver el miedo.
—Ellos me odian. ¿Me odias tú también, Drusila? —Calígula dejó que sus dedos
apretaran la garganta de su hermana. Vio que abría la boca, que los ojos se le salían

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de las órbitas—. ¿Me odias tú también?
Drusila intentó mover la cabeza, pero su hermano le apretaba el cuello con tal
fuerza que no le dejaba respirar, impedía que el aire llegara a sus pulmones. La visión
comenzó a hacerse borrosa, y todo quedó de color rosado al principio, y después de
color rojo rodeado de un halo negro. Drusila sabía que cuando el color negro
invadiera del todo su visión, estaría muerta. Pero entonces dejó de sentir miedo, y
comenzó la euforia. Al fin y al cabo, ¡morir en manos de aquel hombre significaba
convertirse en inmortal!
Muy lentamente, la presión ejercida sobre su cuello se fue aflojando. El negro
pasó a ser rojo y el rojo regresó al rosa, y cuando abrió los ojos él estaba montado
encima de ella con los ojos brillantes de deseo.
—Sí —exclamó Drusila—. Sí, Cayo. Por favor. Ahora.

***

La sonrisa de Emilia hechizaba a Rufo. La muchacha le perseguía en sus sueños,


y entonces su belleza le atormentaba y sentía la tentación de penetrar en lugares que
no había imaginado jamás. Pero en esos sueños ella escapaba siempre a su alcance de
manera que, si bien notaba el calor que ella emitía, nunca conseguía tocar su piel
aterciopelada. Veía el centelleo dorado de su cabello, pero nunca conseguía acariciar
sus sedosos mechones.
Incluso a la plena luz del día tenía la sensación de que la presencia de Emilia le
rodeaba por todas partes. Cada voz de mujer que oía era la de ella. Cada entrevisión
de un ropaje rojo destacando por entre los árboles o en la lejanía hacía que el corazón
se le acelerase, que el estómago le diera un vuelco. Imaginaba lo que harían cuando
estuviesen juntos, las cosas que él le diría. Con Emilia todo sería placentero, incluso
las cosas mas sencillas. Estar con ella sería suficiente.
Pero en las infrecuentes ocasiones en que por fin aquel vestido rojo era el de ella,
Rufo acababa sintiéndose fracasado. Sí, Emilia le sonreía, pero le pareció que sonreía
a todo el mundo. Le saludaba calurosamente, pero ¿lo hacía de manera singularmente
calurosa cuando le saludaba a él? Como Emilia no estaba nunca sola, no podía
preguntarle ninguna de las cosas que le rondaban la cabeza, ni decirle nada de lo que
tenía que decirle. Pensaba que manifestaba sus sentimientos hacia ella de forma
palpable, pero como ella no respondía, como nunca manifestaba cuáles eran los
sentimientos que él le inspiraba, resultaba imposible estar seguro de nada. Cualquier
indicio por parte de ella le habría parecido suficiente a Rufo, pero nunca hubo nada
de eso. A lo sumo, la vez en que le pareció entender cierta perplejidad en la mirada de
ella, cuando él se atrevió a sostenerle la mirada sonriente unos cuantos segundos más
de lo normal, y ella le preguntó si se encontraba bien.

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Pasaron las semanas y Rufo comprendió que estaba siendo un necio, y ansiaba
que aquellos sentimientos se desvaneciesen, pero fue inútil. Lo único que hacía que la
imagen de Emilia se alejara de sus pensamientos era la incertidumbre que le producía
ser un miembro de la corte del emperador Calígula.
Este ejercía una influencia perniciosa que iba mucho más allá de su presencia
física inmediata. Los que estaban más cerca de él vivían los unos en el miedo
constante, los otros en la confusión permanente, pues era imposible adivinar cuál
podía ser el estado de ánimo, siempre cambiante, del emperador. Esta incertidumbre
se filtraba desde las altas esferas hacia abajo, se transmitía desde los hombres libres a
los funcionarios, desde los sirvientes de palacio a los esclavos. Los errores, por
mínimos que fuesen, podían resultar fatales. Siempre se podía sacrificar a cualquiera
en los espectáculos interminables que organizaba Calígula. Eran frecuentes las
desapariciones de personas.
Un día fue Varro quien desapareció.
Posteriormente a este hecho Rufo averiguó que el africano había cerrado un trato
con un funcionario palaciego para vender a las huertas que rodeaban Roma el rico
estiércol producido por Bersheba. Por desgracia, el pequeño africano cometió el error
de acercarse en exceso a la esposa de uno de los campesinos que compraban ese
estiércol de elefanta. El día en que la mujer fue tan imprudente que confesó lo que
pasaba entre ella y el esclavo, el marido habló con el supervisor de palacio, amenazó
con estropearle el magnífico negocio, y bastó que el funcionario hablara con los
guardias de palacio.
Rufo se escandalizó al saber cuál había sido el trágico destino de Varro, pero no
tuvo casi tiempo de llorar la muerte de su amigo. Tenía mucho que hacer, el doble de
trabajo que antes. Y le asaltó un nuevo y peligroso motivo de preocupación.
Un día, cuando limpiaba el establo de su elefanta, entrada ya la estación otoñal en
que, al atardecer, se alargaban las sombras cada día un poco más, dos guardias
pretorianos entraron en el recinto.
—Ven con nosotros —ordenó el de más alta graduación.
Rufo se quedó helado. ¿Iban a convertirle en otra víctima del circo, como le había
ocurrido a Varro? No podía desobedecer la orden. Se volvió hacia la cisterna,
pensando que era necesario lavarse un poco, quitarse el estiércol que tenía pegado a
diversas partes del cuerpo.
—No hay tiempo.
Los guardias le condujeron colina arriba hacia palacio y después le hicieron
atravesar diversos y lujosísimos pasillos hasta conducirle a una sala en la que había
un grupo de nobles, todos ellos vestidos de forma elegantísima. Se quedaron mirando
al recién llegado tan asombrados como si acabasen de ver a alguien que regresaba
desde el otro lado de la laguna Estigia.

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—Por fin, el chico del elefante. Es el último de los participantes al que todavía
esperábamos. Podemos comenzar.
El emperador estaba sentado en un asiento bajo al fondo de la sala. Sus ojos
pálidos observaron unos pocos segundos a Rufo, lo suficiente como para que el
esclavo se estremeciera, y alzó una mano lánguida para señalarle que se sentara en
otro asiento, el único vacío de la docena más o menos que rodeaba una mesa alargada
que parecía de plata. El pretoriano que se encontraba detrás de él empujó a Rufo, y
dio media vuelta para reunirse con otros veinte guardias que ocupaban sus posiciones
a intervalos junto a las paredes de la sala. Rufo se fijó en que cada uno de ellos
apoyaba la mano derecha en la empuñadura de su espada.
¿Estaba soñando? Todo aquello parecía imposible. Se acercó lentamente a su sitio
al lado de la mesa, y se sentó con la espalda muy tiesa en los almohadones del sitio
que Calígula le había indicado.
—No, esclavo, no —dijo Calígula en tono casi suave—. Túmbate relajadamente.
Traedle un poco de vino.
Rufo vio que los demás participantes estaban tumbados en sus asientos, todos
ellos situados de modo que, con tan sólo alargar el brazo, pudieran servirse lo que
quisieran del banquete que había en la mesa. Con no poca torpeza, Rufo trató de
imitar la postura relajada de los demás mientras un esclavo se le acercaba para
ponerle una copa de vino a su alcance.
El emperador alzó su propia copa brindando silenciosamente en dirección a Rufo,
con una mirada desafiante de sus ojos fríos que le invitaban a beber. Con la mano
temblorosa, Rufo cogió y alzó la copa, llena de un vino de color rojo sangre e intenso
olor afrutado. Los demás tomaron largos tragos, pero él mantuvo los labios apretados
y procuró no beber ni una sola gota.
Calígula se puso a charlar animadamente con un hombre de aspecto enfermizo y
edad similar a la suya, que ocupaba el asiento contiguo al suyo, a su derecha, y Rufo
aprovechó el momento para dirigir una mirada secreta a la sala, tratando que ninguno
de los comensales pudiese mirarle a los ojos.
Le pareció que, en torno a la mesa, había dos grupos claramente diferenciados de
personas. Uno de ellos lo formaban unos hombres que escuchaban con atención casi
excesiva cada palabra del emperador, que reían aduladora y sonoramente cada una de
sus gracias, y que bebían cada vez que él lo hacía. El otro grupo permanecía más
silencioso, bebía menos, y comía más. Eran matrimonios pertenecientes a la clase
ecuestre, y estaban sentados por parejas. No todos ellos eran jóvenes, pero las
mujeres, fuera cual fuese su edad, lucían una cuidada belleza. Rufo se fijó en que sus
rostros mostraban la misma expresión desesperanzada que había visto por última vez
cuando contempló los grupos de prisioneros condenados a muerte en los pasillos
subterráneos del circo.

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Y luego sus ojos se fijaron en los de Claudio.
El tío del emperador estaba sentado justo en el extremo opuesto del emperador.
Devolvió la mirada a Rufo con unos ojos de párpados semicerrados, mientras gotas
de vino le resbalaban por las comisuras de la boca y manchaban su toga, que estaba
ya muy sucia. Parecía muy borracho, pero cierto brillo de los ojos permitió a Rufo
comprender que no lo estaba tanto como pudiera parecer. Al esclavo le sorprendió
que el anciano alzara su copa, haciendo un brindis medio burlón.
Habían servido en la mesa suficiente comida como para alimentar todo un mes a
una familia entera. Comenzaron con cosas pequeñas como higadillos, lenguas y sesos
de ave y otros animales; erizos de mar y mejillones de tres clases diferentes, caracoles
marinos, ostras y otros frutos del mar; y una bandeja de zorzales asados con
espárragos. Luego aparecieron platos mayores, como aves de todos los tamaños,
incluyendo pollos y palomas, cuya carne estaba asada hasta darle un tono dorado (le
pareció distinguir también un cisne y un pavo real, porque estaban adornados con sus
respectivas plumas); y carnes de texturas y tonos variados, por ejemplo una ubre de
jabalina y una cabeza entera de jabalí; y muchísimas escudillas que contenían
verduras troceadas de diversas formas.
Acompañando a cada uno de los nuevos platos servidos se escanciaban vinos,
cada vez más rápidamente, y la algarabía fue creciendo de volumen sobre todo en el
extremo de la mesa que Calígula presidía. A Rufo le llegaban fragmentos de las frases
pronunciadas por el emperador, que seguía discutiendo acaloradamente con el
invitado que se sentaba a su derecha.
—Escribonio Próculo y su hermano son mucho peor que unos pesados,
Protógenes. Son gente peligrosa. Quiero que alguien se encargue de ellos. Quiero que
los pongas en tu lista.
Protógenes, flaco hasta extremos increíbles, era un hombre de rostro marcado por
la viruela, y respondió con un gesto de asentimiento a la orden del emperador. Sus
ojos muy hundidos le recordaron a Rufo los de las serpientes, y por eso se estremeció
cuando captó que le miraban directamente a él. El esclavo supo que Protógenes se
había dado cuenta de que las palabras del emperador habían sido perfectamente
escuchadas por él, y también supo que aquel hombre extraño estaba calibrando la
idea de incluirle o no en su lista de candidatos a la matanza. Le miró a los ojos, sin
parpadear, durante un instante y luego desvió la mirada, como si hubiese decidido
que no valía la pena preocuparse por él.
A estas alturas Rufo ya sabía que él formaba parte del entretenimiento de aquellos
nobles, de la misma manera que las danzarinas ilirias y los prestidigitadores que
tragaban fuego después de que los comensales hubiesen dado buena cuenta de cada
uno de los platos principales. El era un divertimento más, maloliente, sin duda, pero
útil para Calígula, que sólo pretendía mantener inquietos y nerviosos a sus invitados.

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Rufo supo que él formaba parte de la diversión de la misma manera que Claudio.
Al comienzo del banquete el emperador no hizo el menor caso a su tío, el viejo
senador, pues parecía tener suficiente con charlar y bromear con la pandilla de
aduladores que comían cerca de él. Pero conforme avanzó la velada Calígula
comenzó a tomarle el pelo, a burlarse de su tartamudez y del aspecto nefasto de su
ropa. Y cuando se cansó de lanzarle aquellas andanadas verbales, se dedicó a tirarle
trozos de comida, y el desdichado senador tuvo que soportar tumbado que le
alcanzaran los trozos de carne y los muslos de pollo a medio comer que le disparaba
su sobrino, y una vez casi le dio de lleno con una bandeja entera de guisado de
lenguas de flamenco. Insatisfecho con esas hazañas, el emperador animó a sus
invitados a hacer puntería como él contra el senador y, aunque no lo hicieron con
tanta saña como Calígula, llegó un momento en el que Claudio no pudo soportar los
ataques ni un momento más. Y, esbozando una sonrisa vacua, cerró lentamente los
ojos y se tumbó del todo en su asiento como si se hubiese dormido.
Calígula y quienes le rodeaban más de cerca habían agotado su ingenio y la
animada conversación les había abandonado. Con una risa perezosa adornando su
rostro, el emperador deslizó su mirada por la concurrencia hasta fijarse en una mujer
guapa de melena muy negra, que permanecía con la mirada baja, junto a un noble de
cabello muy corto y pocos años mayor que ella, y que Rufo supuso que era el marido.
A partir de este instante los ojos de Calígula no la abandonaron.
Mientras retiraban los restos del final de la comida, el emperador se puso en pie.
Rufo notó que los invitados se ponían en tensión, y que los guardias que permanecían
alineados en las paredes circundantes enderezaban un poco más sus cuerpos. Calígula
se tambaleó ligeramente, y enseguida comenzó a rodear la mesa con paso cauteloso,
hasta que se situó justo a la espalda de la mujer morena que, notando su presencia,
soltó unos gemidos callados bajo la protección de su espesa melena. Su marido
permanecía completamente inmóvil.
—Quiero que esta noche me complazcas, Cornelia —dijo en voz baja Calígula,
estirando el brazo para acariciar la piel blanquísima del hombro de aquella joven.
El noble que estaba a su lado se sacudió nervioso e hizo ademán de ponerse en
pie.
—Espero que vengas tú también, Calpurnio —le invitó el emperador—. ¿No
quieres? Tal vez debería insistir. Da lo mismo, ya lo decidiré luego. Ven, Cornelia.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas en el tono inconfundible de una
orden. Sin dejar de sollozar, la joven morena se puso en pie pese a que le temblaban
las piernas y, con la mano de Calígula posada en su hombro, abandonó la sala con él.
En ese mismo instante, los invitados abandonaron la tensión insoportable que
había reinado entre todos ellos durante unos momentos, y se relajaron por completo.
Un senador de tez agrisada vomitó en el suelo de mármol, y no lejos de él hubo un

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noble que parecía ser víctima de un ataque. Las mujeres que participaban en el
banquete tuvieron reacciones diversas. Un par de ellas parecían haberse quedado
heladas en su asiento, con la mirada fija en algo que sólo ellas alcanzaban a ver. Una
matrona rubia que ocupaba un asiento contiguo al de Rufo salió corriendo y chillando
de la sala, perseguida por su marido. Espiándole por el rabillo del ojo Rufo alcanzó a
ver que Claudio, olvidado por todos, alzaba por fin la cabeza en un gesto de
cansancio.
Un golpecito en el hombro hizo que Rufo se pusiera en pie de un salto. Y
enseguida se fijó en la cara conocida que le miraba bajo un casco de pretoriano. Era
Cupido.

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Abrió los labios para decir algo, pero el gladiador se lo impidió con un rápido
movimiento negativo de la cabeza.
—Se acabó la diversión, muchacho. Te toca volver a tu casa.
Otro guardia pretoriano se les acercó para acompañar a Cupido justo cuando
salían de la sala y emprendían el camino a través de un ancho pasillo, pero el amigo
de Rufo dijo que no hacía falta.
—Me las arreglaré solo, Décimo. Sólo espero ser capaz de soportar el hedor.
El otro guardia, un hombre ancho de hombros y enorme estatura, soltó una
carcajada y dijo algo ininteligible.
—¡Cupido! —estalló por fin Rufo cuando salieron al aire libre—. ¡Cuánto…!
—Aún no —murmuró el germano—. No digas nada hasta que lleguemos al
establo, y antes de hablar incluso allí, miraremos que no haya nadie.
Una vez en el recinto de la elefanta, Rufo avanzó hacia el fondo, pero Cupido le
detuvo.
—Será más seguro al lado del animal, me parece —dijo—. Y habla en voz muy
baja. El emperador tiene espías por todas partes, y no siempre son los que uno cree. A
partir de ahora, ven a verme al regimiento. Cuando no estoy de guardia tengo una
habitación propia en el palacio de Tiberio. Dejaré dicho que pueden permitirte el paso
cuando vengas a visitarme.
La excesiva cautela de Cupido dejó bastante desconcertado a Rufo, pero se le
iluminó el rostro de alegría cuando por fin estuvo cara a cara con él.
—Eres el mismo Cupido de siempre, tratando de sacarle a la vida todo el partido
posible. Discúlpame, amigo mío, pero el solo hecho de encontrarme en tu presencia
me llena de gozo, incluso en un sitio tan descuidado como éste. Piensa que, cuando
fuiste detenido, temí por tu vida.
El gladiador le miró enarcando con sorna una ceja, y por un instante fue
exactamente el Cupido de antaño. Pero Rufo comprendió que vivir tantos meses en el
palacio le había cambiado. En sus ojos grises había una amargura y un cansancio
nuevos. Como si la túnica negra, símbolo de la autoridad del emperador, hubiera
teñido de sombras su espíritu. Con la coraza resplandeciente que adoptaba la forma
de su pecho, y su nueva manera de mirar, parecía más peligroso de cuanto hubiera
podido serlo en sus días de gladiador.
Bersheba gruñó a su lado, y Rufo sonrió.
—Vaya modales los míos. Bersheba, te presento a mi amigo Cupido, el más
grande de todos los gladiadores vivos, gran filósofo, hombre de ingenio y ahora, con
el más inesperado disfraz, aquí lo tienes, convertido, si he deducido bien, en el Primer
Lancero de la Cohorte Tungriana de los Guardias Pretorianos del emperador.

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Cupido dio un paso al frente y la trompa de Bersheba salió de entre las sombras
para olisquearle. Y tras hacerlo, emitió un sonido de bienvenida que salió de lo más
profundo de su pecho.
—Qué honor para ti, Cupido. Acabas de ser aceptado como parte de los amigos
más íntimos de Bersheba… de la misma manera que has entrado a formar parte del
círculo de personas más próximas al emperador.
Estas últimas palabras eran una afirmación, pero también en parte una pregunta, y
Cupido decidió quitarse entonces su casco de hierro y dejarlo sobre el montón de
heno que tenían a su lado, para sentarse con la espalda recostada en la pared del
establo. Y luego alzó la vista y miró a Rufo, con un rostro que era una máscara de
sombras y simas.
—¿Creíste que había muerto, dices? Yo estaba seguro de morir. No tengo apenas
tiempo, pero trataré de contaros —dijo acompañando sus palabras con un ademán que
les abarcaba a él y a Bersheba— qué fue lo que pasó.
En tono templado confirmó lo que Narciso había sospechado, pero también había
otras cosas. Los guardias se llevaron a Cupido a una mazmorra situada en los sótanos
del palacio de Calígula, en las tripas del monte Palatino, y allí le quitaron todo cuanto
había poseído. Era un lugar que sólo conocían los principales aliados del emperador,
es decir, los torturadores que trabajaban para él, y también, aunque sólo por
brevísimo tiempo, por sus principales enemigos.
—Un lugar espantoso —confesó sombríamente Cupido— en el que el aire olía a
carne quemada, y los gritos de los torturados me reventaban los oídos. Cuando me
hicieron pasar delante de la cámara de los hierros al rojo vivo y los instrumentos
punzantes, tuve que desviar la mirada. He visto el sufrimiento en muchas
modalidades, Rufo, pero aún me persiguen en sueños las cosas que vi allí abajo.
La noche de su tercer día en la celda le sacaron de allí.
—Fui llevado a rastras ante el emperador, desnudo y cubierto por mis propios
excrementos, para que al miedo que ya sentía se sumara la humillación máxima. Pero
pedí a la sombra de mi padre que me concediera el privilegio de la valentía, y me
puse muy firme ante él, tan orgulloso como el primer día en que me sentí un hombre
adulto, y me expuse a hacer lo que él quisiera. Tuve la impresión de que en cualquier
momento iba a notar la hoja de una espada penetrando en mi piel, pero no dio
ninguna orden. En lugar de eso, se levantó de su trono de oro y se puso en pie delante
de mí, tan cerca como tú lo estás ahora mismo, sin retroceder ante el mal olor. Y te
juro por los viejos dioses que en ese momento lo supo todo de mí, que su mente
penetró en la mía y conoció mi pasado, mi presente y mi futuro. Al principio, era
como si abusara de mí, peor que si me hubiese enviado de nuevo a las mazmorras.
Pero tiene un gran poder, y utilizó ese gran poder, créeme, Rufo, para dominarme.
Cupido tragó saliva y sacudió la cabeza como si toda esa experiencia le hubiese

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dejado maravillado.
—No sé cuánto tiempo permanecí en trance. Estaba mareado de hambre, o tal vez
el agua que me dieron contenía alguna droga. La cuestión es que en cierto momento
él regresó al trono y ordenó a los guardias que me lavaran y vistieran. La ropa que me
pusieron era la que ahora llevo, el uniforme de la Guardia Pretoriana. Cuando me
presenté así ante él, me devolvió mi espada larga y me pidió que le jurase fidelidad. Y
juré. —Le cayó la cabeza sobre el pecho y, como si no fuese capaz de creer lo que
decía, volvió a repetir las mismas palabras—: Y juré. Le juré fidelidad.
Rufo le escuchó horrorizado al principio, luego con incredulidad.
—No es posible. El Cupido al que yo conocí jamás le hubiese jurado lealtad a un
hombre como él. Es un monstruo, soy testigo de ello.
Cupido replicó con una risa sorda.
—¿Que eres testigo de su monstruosidad? Todavía no has visto nada. Eres todavía
un niño para esta gente, y ojalá lo sigas siendo. No sabes aún de qué es capaz, y si lo
supieras la sola idea te roería los pensamientos noche y día, te dejaría helado. Eso es
lo que he venido a decirte. Debes encontrar el modo de regresar junto a Fronto. No
creas que es improbable. El emperador cambia de humor repentinamente. Se cansará
muy pronto de ti y de tu elefante.
Rufo negó incrédulo con la cabeza.
—No, no. No te dejaré solo. Enséñame a combatir como tú sabes, y juntos
sobreviviremos. Tienes razón, debieron de suministrarte una droga. A Calígula no le
debes fidelidad ni nada que se le parezca. Un juramento pronunciado sin honor no es
en realidad un juramento.
—No puedo enseñarle a nadie mi manera de combatir, Rufo —dijo Cupido con
una sonrisa amable—. Pero te voy a enseñar técnicas para que puedas defenderte
cuando llegue el momento. Pero te equivocas en lo otro: un juramento es un
juramentó si quien lo pronuncia lo cree. Es más, le debo algo más que lealtad.
—¿Qué cosa?
—Mi hermana es suya.

***

Horas más tarde Rufo seguía sentado en la oscuridad, aturdido todavía por el
secreto que el gladiador le había revelado.
Cupido le relató lo ocurrido en cierta jornada de sangre y fuego durante la cual los
jinetes del ejército romano cortaron las cabezas de sus paisanos como si fueran
espigas de trigo en verano, y las suelas claveteadas de las sandalias de la infantería
los aplastó contra los campos embarrados, cuando trataban de plantarles cara y
defender a los suyos.

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—Mi padre fue el último en caer. Luchó hasta el último aliento, y cuando las
espadas le cortaron en pedazos murió soltando su grito de guerra. Yo era muy joven y
me habían dejado en la retaguardia, formando parte del grupo que defendía el
poblado, las mujeres, los niños. Dijo mi padre que luchar desde allí era un honor,
pero creo que él supo qué era lo que iba a ocurrir. Cuando llegaron los romanos traté
de lanzar a mis hombres al ataque, pero los ancianos sabían cuál sería la actitud de los
romanos. Si resistíamos, se lo llevarían todo. Matarían a los hombres, las mujeres y
los niños. Matarían a los caballos, los perros y los cerdos. Nada quedaría de mi tribu,
nada que no fueran huesos e historias. Sin embargo —y aquí la voz de Cupido se
endureció, mostrando el orgullo que sentía—, mi hermanita, que sólo tenía doce años,
subió a la muralla y lanzó un grito de desafío hasta que la cogí y la devolví al lado de
mi madre.
Cupido soltó una de sus sonrisas tristes, y prosiguió.
—Los ancianos habrían hecho bien dejándome combatir. Los que no parecían
capaces de trabajar en las minas y canteras cayeron muertos allí mismo. A los demás
se los llevaron para convertirlos en esclavos. Todavía puedo sentir el peso de las
cadenas en mis muñecas, oler el humo de las chozas ardiendo. Vi a Ilde por última
vez en el mercado de esclavos. Traté de hablar con ella, explicarle, pero no quería
mirarme a los ojos. Sé que me despreciaba por no haber tenido el valor de morir por
mi pueblo.
Luego, tres meses después del último combate de Cupido en el circo, y cuatro
años después del día en que fue hecho cautivo, Calígula le convocó para una
audiencia.
—Y ese día me dijo: «Quiero hacerle un regalo a mi más fiel servidor, a Cupido
el pretoriano, el hombre que tiene mi vida en sus manos». Y entró en la sala una
muchacha, alta y con el cabello como hilos de oro y la actitud orgullosa de una
princesa. Pensé al principio que me regalaba una concubina con la que compartir el
lecho, pues había premiado así a otros, hasta que miré a la muchacha a los ojos y supe
que era Ilde. La hermanita que había perdido hacía tantísimos años.
Rufo no supo en qué momento ocurrió, pero en cierto instante, mientras
escuchaba el relato de Cupido, lo comprendió, y comprenderlo fue como verse
alcanzado por un durísimo golpe de la trompa de Bersheba. Sabía muy bien qué iba a
contarle su amigo.
—Mi hermana forma ahora parte de las personas más importantes de palacio, y es
la criada personal de Milonia, la esposa del emperador, y está al cuidado de su hija.
La conocerás por el nombre de Emilia.
Su Emilia.

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18
Se recostó en el magnífico trono de oro que dominaba la sala donde celebraba las
audiencias y se preguntó por qué no era feliz. ¿Acaso pedía demasiado? Al fin y al
cabo, era el dueño del imperio más grande que jamás hubiera existido en el mundo.
Contempló la muchedumbre de ciudadanos que se amontonaba al final de la sala,
todos aquellos romanos que habían acudido para formularle una petición al
emperador. ¿No se daban cuenta de lo difícil que era su tarea?
Los supervisores del emperador estaban preparando la construcción del canal que
debía cruzar el istmo jónico, el extraordinario regalo que Calígula quería ofrecer a
Grecia. Había hecho reconstruir las murallas y los templos de Siracusa. Y pronto
habría una nueva ciudad situada entre las altas cumbres, que daría un nuevo impulso
económico a la Galia Cisalpina.
Pero no era suficiente. Nada era nunca suficiente.
Todos le esperaban, pero sus reflexiones le habían conducido a un punto muy
importante. Comenzaba a comprender.
¿Cómo era posible que poseyera todo lo que poseía, y que sin embargo siguiera
sintiéndose vacío?
Era un problema de límites. Los límites eran la cuestión.
Todo tenía un límite. Podías disfrutar de todos los placeres del mundo, pero a no
ser que alguien compartiera el placer contigo, nunca era suficiente. Podías comer las
cosas más exóticas que el imperio entero pudiese ofrecerte, podías beber sus mejores
vinos, pero al final todos sabían igual. Los hombres tenían límites. La velocidad a la
que podían correr en los juegos tenía un límite, y también lo tenía la altura máxima
que esos mismos hombres eran capaces de saltar. Había un límite más allá del cual un
hombre ya no podía soportar más dolor, y pasado ese límite el hombre moría. Era un
límite que había explorado a menudo.
Hasta el amor tenía límites. Drusila, él lo sabía, le amaba. Y Milonia le había
demostrado mil veces su amor. Pero ¿acaso el amor podía ser eterno? Lo dudaba.
Había pensando poner a prueba los límites del amor de esas mujeres en la cámara de
torturas, pero sabía que si se atrevía a hacerlo, acabaría perdiéndolas a las dos. ¿Y en
quién más podía confiar?
Desde luego, no confiaba en ninguno de los hombres que estaba en aquella sala.
¡Qué aspecto! Todos escondidos detrás de una máscara, tratando de ocultar el miedo
o el odio o la codicia. Cualquiera de ellos podía formar parte de los grupos que
tramaban planes en contra de su emperador. ¿Y si ordenaba que los mataran a todos?
La vida sería entonces más sencilla. Más clara.
Miró a los ojos del centurión que estaba al mando de los guardias. Hoy les había
tocado a los germanos. Le gustaban los germanos porque odiaban a los italianos.

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El soldado acudió a su lado.
—Si yo te lo ordenase, ¿matarías a todos los hombres que hay en esta sala? —dijo
en voz baja y tranquila.
Por un instante los ojos del centurión se abrieron como platos, pero pronto se
controló, con la disciplina que le había permitido sobrevivir cien combates. Posó su
mano en la empuñadura de la espada.
—Por supuesto, César. ¡A tus órdenes!
¿Y si se lo ordenaba? Miró los rostros de los presentes. Senadores, nobles.
Pretores, tribunos. Los unos decían ser amigos suyos, los otros no trataban siquiera de
disimular su desprecio. Allí estaba el hombre de Judea que llevaba una semana entera
fastidiándole con la aburrida historia de los problemas de su maldita provincia.
Problemas y más problemas. De repente se le ocurrió otra idea.
—Y si te lo ordenara, ¿me matarías también a mí?
El soldado se quedó helado. ¿Cómo dar una respuesta a una pregunta que no la
tenía?
El emperador miró el rostro del centurión, que iba empalideciendo cada vez más.
Comenzaron a aparecer en su frente diminutas gotas de sudor mientras trataba de
encontrar una salida para lo que iba a tener que decir a continuación. Abría y cerraba
la boca como un pez agonizante, y eso resultaba bastante gracioso.
Hasta que la espera le resultó aburrida.
—Puedes retirarte. Hablaremos de eso en otra ocasión.
Calígula cogió algo de comida de la bandeja que tenía junto al trono. Qué tedioso
resultaba todo, absolutamente todo. ¿Había probado ya todos los sabores conocidos
del mundo entero? Repasó mentalmente la larga lista. Faltaba una cosa. En efecto,
había una clase de carne que no había probado jamás. La carne prohibida. Alzó los
ojos. Sí, eso sería interesante, incluso estimulante. ¿La de quién? ¿La de aquel gordo
del fondo de la sala? ¿La del tipo atlético que se movía inquieto junto a la pared?
Tenía mucho donde elegir.
Estuvo pensándolo durante todo un minuto.
No, decidió al final, lo dejaré para otro día.
Sonrió considerando una cosa que acababa de aprender. Incluso él tenía límites.
No estaba seguro de si eso le satisfacía o le disgustaba.

***

Durante un breve periodo Rufo se convirtió en un invitado frecuente de la mesa


del emperador. Si, cuando iban a buscarle, no estaba muy sucio o cubierto de
estiércol, los guardias le ordenaban que se frotara con la porquería amontonada justo
detrás del establo.

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Esas veladas seguían un ritual muy similar en todas las ocasiones. La consabida
humillación de Claudio. La tensión insoportable. El momento terrible en el que el
emperador elegía pareja, y que a Rufo le servía para recordar que en Roma no eran
sólo los esclavos los que eran totalmente impotentes.
Poco a poco comenzó a reconocer a los favoritos del emperador, los nobles que le
adulaban cuando Calígula mostraba toda su furia contra el pueblo y contra «esos
calvorotas del Senado» que, según él, sólo pretendían robarle todo su dinero, el que
necesitaba para pagar sus ambiciosos proyectos. Entre todos estos destacaba el joven
Apeles, un actor de rostro excesivamente empolvado que reía como una niña y que
siempre estaba junto al emperador; y Protógenes, esclavo liberado y consejero de
Calígula, con el rostro blancuzco por la escasa salud, incapaz de la menor sonrisa,
que no se separaba nunca de un par de rollos de pergamino, la «espada» y la «daga»,
como los llamaba el emperador, y que se decía que contenían las largas listas de
secretos que condenaban a muerte a más de mil romanos. Y Querea, el rubicundo
tribuno pretoriano, un soldado veterano de cien batallas cuya voz, sin embargo, tenía
un timbre atiplado, y que tenía que aguantar que el emperador le llamase «mi guapa
putita».
Pero, de la misma manera que se cansaba de otras muchas cosas, también terminó
Calígula cansándose de la presencia de Rufo. Cierto día no volvió a invitarle, y él
sintió que por fin le dejaban en paz.
Cuando su amigo no estaba de guardia, y encontraban algún rincón donde nadie
pudiera verles, Cupido enseñaba a Rufo el manejo de las armas. Era peligroso para
los dos. Si en el monte Palatino alguien descubría a un esclavo con un arma en la
mano, el castigo era la pena de muerte inmediata. Y quien le hubiese proporcionado
el arma terminaría gritando de miedo y dolor en las mazmorras imperiales. En el
monte Palatino vivía una pequeña y agitada comunidad de personas, y no había sitios
reservados a la curiosidad de los demás. Sin embargo, descubrieron que en el
bosquecillo situado delante del establo de Bersheba y pegado a los muros de algunos
edificios del palacio, había lugares adecuados para que sus actividades permanecieran
ocultas.
El primer día Cupido le dio a Rufo una espada corta de madera, más o menos del
tamaño de la gladius de los legionarios.
—Aunque sea inofensiva, si nos pillan lo pasaremos mal —dijo Cupido—. Pero
al menos no se precipitarán, viendo que es de madera…
Cupido le enseñó los golpes más sencillos: atacar, defenderse, esquivar. Y se los
hizo repetir una y otra vez, incansablemente, a Rufo, hasta que le dolían los brazos.
—Más adelante estudiaremos cosas más complicadas, por ejemplo el golpe con el
que fingiremos atacar las partes bajas del contrincante, y el golpe de revés… pero de
momento nos vamos a conformar con todos éstos.

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Hacia el final de los ejercicios, cuando Rufo comenzaba a mostrar señales de
cansancio, el gladiador dejó en el suelo su espada, y le dijo a Rufo que hiciera lo
mismo.
—Un combatiente cansado es hombre muerto. Puedo enseñarte a que te
defiendas, pero de nada serviría si bajas la guardia y le ofreces a tu rival un flanco
desprotegido, como si fueses un cordero en el sacrificio. Ya eres fuerte, pero debes
llegar a serlo mucho más.
Dicho esto, salió trotando hacia la pared cercana y pegó un brinco agilísimo y se
puso boca abajo, apoyado en las palmas de las manos, con los pies apoyados en la
pared.
—Fíjate bien, y aprende esto que te voy a enseñar —dijo.
Y Rufo tomó buena nota mientras veía a Cupido doblando los brazos por los
codos una y otra vez, hasta doce veces, y vio cómo los tendones cobraban volumen
como si fueran raíces de árboles, y cómo los músculos se hinchaban, siempre
moviéndose como si aquello no costara el menor esfuerzo.
—Ahora te toca a ti —dijo.
Rufo corrió hacia la pared y copió con torpeza la posición de su amigo, y
enseguida notó el dolor en los brazos.
Cupido se agachó a su lado, hasta situar su cara a un palmo de la de Rufo.
—Hazlo diez veces.
—¿Diez? —gimió Rufo con incredulidad.
—Diez, y después haremos ejercicios con los músculos del estómago.
Terminados todos los ejercicios, Rufo tenía la sensación de que, de cintura para
arriba, su cuerpo entero estaba en llamas, y respiraba con breves jadeos. Comenzó a
regresar al establo, pero Cupido, sin la menor clemencia, alzó la voz para detenerle.
—Bien, eres capaz de combatir. Pero ¿y qué ocurre cuando termina el combate?
—¿Qué quieres decir? ¿Hay que celebrarlo? —dijo Rufo mirándole perplejo.
—Eres un esclavo —rió Cupido—. Ponte a correr. —Y salió corriendo
empujando a Rufo, fingiendo que golpeaba las nalgas de Rufo con una espada
imaginaria—. Venga, corre. Tienes que dar veinte vueltas al bosquecillo. No van a
ejecutarnos porque nos encuentren corriendo.
Rufo sacudió la cabeza con incredulidad, pero hizo lo que pudo por esbozar una
sonrisa y trató de conseguir que su cuerpo trotase tanto como su amigo le pedía.
Permanecer vivo era terrible, podía matarle…

***

Cuanto más tiempo pasaba con Bersheba, más admiraba el modo sereno en que el
enorme animal aceptaba la vida en cautividad. Además, la elefanta cumplía

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felizmente sus órdenes, sobre todo si coincidían con lo que ella quería hacer, y si
alguna vez se quejaba lo hacía de una manera magníficamente amistosa. Estaban
juntos en aquella clase de vida, y, parecía decir Bersheba, había que disfrutarla en la
medida de lo posible.
Y no le faltaba el sentido del humor. En efecto, le tomaba el pelo a Rufo, escondía
cosas cuando él no estaba mirando, le ponía obstáculos en su camino para hacerle
tropezar. Y después fingía no tener nada que ver con eso. En realidad, recordando la
vez en que, hacía ya bastante tiempo, dejó a Claudio empapado de pies a cabeza,
Rufo pensaba que lo había hecho a posta.
Claudio.
El tonto de Claudio.
Y, ahora, el enigmático Claudio.
Ocurrió durante los días en que Calígula se retiró a pasar una temporada en su
villa situada en las colinas al norte de Roma, tratando de eludir el calor brutal que
convertía en un horno las calles de la ciudad.
Tres días después de su partida, Claudio se presentó en el establo de Bersheba.
Al principio Rufo pensó que el senador cojitranco y ojos abesugados pretendía
vengarse de la humillación que le hizo padecer el animal, pero no fue así. Nada más
llegar, Claudio le indicó por señas que no se preocupase por él, que siguiera con su
trabajo, y se limitó a entrar hasta el fondo del establo, como si tratase de estudiar más
de cerca a la elefanta.
E hizo exactamente lo mismo tres tardes seguidas. La cuarta, al anochecer, y
cuando Rufo estaba tumbado en su catre, oyó el crujido que hacían las tablas de la
puerta abriéndose y luego cerrándose.
Claudio había vuelto a presentarse, y comenzó a hablar en voz baja al elefante en
medio de la oscuridad reinante. Lo que más sorprendió a Rufo fue el modo en que
hablaba. Porque la tartamudez que era objeto de chirigota por parte de todo el mundo
parecía haberse esfumado como por arte de ensalmo. Nadie habría reconocido a
Claudio oyéndole hablar así. Lo hacía con seguridad, las palabras fluían sin tropiezos,
y expresaba sus pensamientos de forma elegante.
Y hablaba de traición.
—¡Qué nos has hecho, Tiberio! Lo sé, lo sé, yo también albergaba grandes
esperanzas pensando en estos muchachos. El uno tenía espíritu aventurero, era un
chico rebosante de ideas, y el otro era reflexivo, un gran organizador, con el instinto
nato de quien sabe gobernar con sabiduría. Qué ingenuos fuimos, qué temerarios.
¿Cuánto tiempo creíamos que el pollito más débil sería capaz de compartir el nido de
águila con el más fuerte? Y ahora tu nieto Tiberio Gemelo ha muerto, y Cayo
Calígula tiene a Roma agarrada por el cuello. ¿Sabes qué me dijo hace solamente una
semana? Me dijo: «Si el pueblo tuviese un único cuello, se lo cortaría de un solo

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golpe de mi espada». Desprecia a los romanos, y los romanos empiezan a odiarle.
Sólo les ata al emperador el espectáculo del circo, pero la sangre les permitirá seguir
estando ciegos sólo durante un tiempo limitado. Y luego todos nosotros
cosecharemos lo que él ha sembrado. Y sin embargo creo que no se hace a la idea de
hasta qué punto está provocando nuestra ruina. Es como un niño que ha encontrado
por casualidad un nido de hormigas. Le fascinan las idas y venidas de esos animales
minúsculos, pero me pregunto, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta el día en que ese
crío decida golpear el nido con un palo, cuánto hasta que descubra el caos que puede
provocar en sus habitantes? Y cuando eso ocurra, ¿cuánto tiempo tardará, si se trata
de esa clase de niño, en descubrir que posee el poder completo sobre la vida y la
muerte de toda la población de ese desdichado nido? ¿Y cuánto tiempo tardará en
decidir que quiere utilizar ese poder? Hay niños que, de pequeños, suelen clavar
alfileres en los ojos de las ranas, y quemar pajaritos en sus nidos. Y esa clase de niños
podrían, de adultos, ponerse a quemar a hombres hechos y derechos. Calígula siente
curiosidad por descubrir los límites del poder que le hemos concedido. Pero no
conoce límites; ni tampoco los conoce su curiosidad. No atenderá a razones. Aquellos
que se atrevieron a aprovechar su proximidad para criticarle han desaparecido hace
tiempo. El Senado mismo vive aterrorizado esperando su próxima decisión. Tampoco
yo tengo valor para interponerme en su camino, y si lo hubiese hecho a estas alturas
ya habría muerto. Da lo mismo que sea su «tío Claudio», no le importa. Sólo el
ejército tiene la fuerza necesaria para librarnos de él. Pero fue el ejército el que le dio
el mote infantil, Calígula, «botitas», del que tan orgulloso está. No, el ejército le
adora. Y si no es el ejército, ¿quién se atreverá?
No habiendo obtenido respuesta, Claudio se fue sacudiendo apesadumbrado la
cabeza.
Siguió habiendo visitas similares, y fue así como Rufo se enteró, hasta más allá
de donde él mismo hubiera deseado, de las cosas más secretas que ocurrían en
palacio. Por fin Calígula regresó y las visitas de Claudio se interrumpieron de golpe y
porrazo. Pero alcanzaron a tener una consecuencia adicional.
Una bonita mañana se presentó en el establo Narciso, tan temprano que el rocío
centelleaba todavía en la hierba y punteaba las mallas de fina seda de las telarañas
que colgaban de los matorrales.
—Me alegra saber que te has aclimatado tan bien —dijo cuando Rufo estaba
dándole a Bersheba su ración matutina de comida—. Imagino que a estas alturas ya
debes de haber visto a tu amigo por aquí. Tengo entendido que es uno de los
preferidos del emperador. Tiene mucho que agradecer… Igual que tú.
Rufo se le quedó mirando fijamente. Le había dado muchas vueltas a este asunto,
y había llegado siempre a la misma conclusión.
—A ti te lo debo, griego —dijo, lanzándole una mirada acusatoria—. Tú lograste

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que me trajeran aquí, a este lugar que huele a muerte en todos sus rincones. No
esperes de mí ninguna clase de gratitud. Cupido es amigo mío, y celebro que esté
sano y salvo, pero preferiría mil veces pasar la noche en la jaula de los gatos fieros de
Fronto antes que permanecer un solo día más en el monte Palatino.
—¿Tú crees que con Fronto tendrías una vida más segura? —rió Narciso—. Si es
así, tal vez convendría que organizara las cosas de manera que pudieses regresar
junto a ese gordinflón. Podríamos incluso cruzar una apuesta. ¿Cuánto tiempo vivirá
Rufo, el esclavo, una semana, tal vez dos? ¿Por qué crees tú que le dije al chambelán
del emperador que era una buena idea traer aquí a un talentoso cuidador de animales
para hacerse cargo del elefante de Calígula? A veces, la proximidad significa
seguridad. Puede que no des crédito a lo que estoy diciéndote, pero gozas del favor
imperial, si es que eso vale algo. Nadie te hará ningún daño mientras sigas aquí.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué me ayudas de esta manera? Soy un esclavo. No
soy nada, a no ser que…
Rufo se sonrojó y a sus ojos asomó una gran confusión. Tuvo visiones de cierto
día en que Albino, el esclavo de Cerialis, le hizo experimentar cierta afrenta. Recordó
con repugnancia las caricias que le daba Albino en el muslo con sus dedos aceitosos,
la lengua que trataba de colarse entre sus labios. Logró escapar del acoso, pero lo
pagó pasando una noche entera entre los perros guardianes.
Narciso negó, sin embargo, con la cabeza:
—No, no es eso. Me interesan otro tipo de cosas. ¿Acaso ya has olvidado lo que
te dije un día? Que siempre estarías en deuda conmigo. Pero creo que estando aquí
tienes más probabilidades de saldar pronto esa deuda.
—¿De qué manera?
—Sé que hay alguien que ha venido a visitarte por las noches. Espero que… no
haya corrido ningún peligro… acercándose a tu elefante. —Narciso hablaba como si
sopesara cada una de sus palabras—. Sería poco provechoso que mi amo corriese
riesgos innecesarios. ¿Dirías tú que durante sus visitas llegó a hablar de alguna cosa
que pareciese de gran interés?
—No lo sé —mintió Rufo—. Viene de noche, en efecto. Y se pasa el rato al lado
de Bersheba. Habla, pero yo no escucho.
—No importa —dijo Narciso encogiéndose de hombros—. Habrá nuevas
ocasiones, y es probable que cuando vuelvan a presentarse te parezca mucho más
conveniente escuchar lo que dice. Y si un día tienes alguna cosa que contarme, cuelga
una tela blanca en la puerta del establo. Al día siguiente me encontrarás junto a la
fuentecilla que hay detrás del palacio de Augusto, a la hora séptima, y espero que
vengas a reunirte allí conmigo. Rufo, es bueno tener amigos. Y yo sería un enemigo
muy peligroso.
Pronunció estas últimas palabras con una sonrisa llena de amabilidad, pero Rufo

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captó la seriedad de la amenaza que anunciaban.
Luego Narciso quiso saber cosas de los banquetes de Calígula. Por supuesto,
estaba enterado de que Rufo había ido muchas veces. ¿Quiénes eran los invitados?
¿Qué se decía allí? ¿Cuál era la mujer elegida en cada ocasión, y qué decía el esposo?
Cosas pequeñas, que podían ser intercambiadas por otras cosas pequeñas. Esta vez
Rufo no se negó a darle informaciones precisas, y el esclavo liberado por Claudio se
fue la mar de satisfecho. Rufo se preguntó cuál habría sido sin embargo la reacción
del griego en caso de que le hubiera contado lo que pasó entre Calígula y Claudio en
el último banquete:
—Dile a tu griego que no meta su larga nariz en los asuntos ajenos, tío Claudio, o
les diré a los guardias que se la corten —advirtió el emperador.

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19
Habían transcurrido más de tres meses desde que Rufo fue invitado por última
vez al banquete de palacio, y el joven esclavo creía que se había librado para siempre
de esas convocatorias. Por eso se llevó una conmoción tan grande cuando, en mitad
de una noche, le despertaron de golpe y se encontró con un joven legionario vestido
con una túnica roja, que le miraba.
—Tienes que acompañarme —le ordenó el soldado con brusquedad, destapándole
de golpe.
Mientras seguía a su escolta a través de interminable pasillos y escaleras, Rufo
tuvo tiempo para preguntarse por qué aquel soldado no llevaba el uniforme negro de
los pretorianos sino el rojo de las tropas regulares, sobre todo porque en el monte
Palatino no solía haber soldados de estas últimas fuerzas.
La confusión que sentía no hizo sino aumentar cuando llegaron a su destino, un
lugar situado en uno de los pisos superiores del grandioso edificio que fue construido
en tiempos de Tiberio. Estaba seguro de no haber pisado nunca esa parte del palacio.
Una grandiosa puerta dorada con bajorrelieves elaboradísimos que representaban
escenas de caza y de los juegos les cerraba el paso. El joven soldado se adelantó,
llamó con unos suaves golpecitos, y después dio media vuelta y se fue sin decir
palabra.
Rufo esperó, con el corazón golpeando con violencia su caja torácica, hasta que la
puerta se abrió apenas un palmo y vio que por allí asomaban unos ojos almendrados
de color negrísimo.
Sin darle tiempo a decir palabra, un brazo delgado se coló por la abertura, y una
mano le cogió de la muñeca y tiró de él hacia dentro.
La habitación estaba completamente a oscuras y a Rufo le dio vueltas la cabeza
como si sus sentidos hubiesen recibido el pleno impacto del olor almizcleño de
ciertos perfumes exóticos tan intensos que casi tuvo la sensación de masticarlos. Un
estremecimiento recorrió su cuerpo, pero no era porque tuviese miedo. Oyó un suave
susurro que parecía sonar al mismo tiempo a su derecha y a su izquierda, y enseguida
una primera luz, y luego otra, se encendieron. Sendas lamparitas atravesaron la
estancia iluminando con su pequeña llama primero un extremo y luego otro de la
habitación. Luego siguieron otras llamitas más, hasta una docena, y juntas revelaron
un paraíso. El lugar que tenía ante su vista era como la cámara del tesoro. En el
centro se hallaba una cama grande y adoselada con ropajes del color rojo púrpura del
emperador. Cien estatuas de oro se alineaban en las paredes representando a dioses y
diosas que competían con emperadores y reyes por un lugar de privilegio. Pero el
objeto que captó por encima de todos los demás su mirada era una forma humana
cuya perfección era tan grande que casi parecía inhumana. Era un cuerpo desnudo

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colocado sobre un plinto situado al pie de la cama, y las luces de las lámparas
brillaban reflejadas en sus ojos, y el tono dorado del reflejo formaba un agudo
contraste con el blanco de la piel de mármol. Su rostro juvenil mostraba unos ojos
que miraban sin ver, muy concentrados. La figura estaba semidoblada por la cintura,
con la mano izquierda junto a la rodilla derecha, y el brazo derecho extendido a su
espalda, agarrando con fuerza el disco que aquel jovencísimo atleta estaba a punto de
lanzar. El escultor, cuya genialidad no podía dejar de apreciarse, había creado vida a
partir de la materia sin vida. Cada una de las venas del cuerpo esculpido destacaba
formando un relieve visible en los tensos músculos de la figura, como si por dentro
las recorriese sangre latiendo sin cesar. Cada costilla mostraba su presencia bajo los
pectorales perfectamente formados del joven.
—¿Te gusta mi ser inmortal?
Rufo se sobresaltó al oír la voz pegada a su oreja.
—Permanecerá siempre igual a como lo vemos ahora, congelado en su momento
de máxima belleza. Nunca envejecerá. Nunca se le arrugará la piel, ni perderán brillo
sus ojos. —Era la voz de Drusila, que le hablaba con suavidad, y Rufo notó su aliento
en la nuca—. Ojalá la belleza humana fuese tan duradera, en lugar de florecer por un
breve instante, para después irse borrando hasta alcanzar la fealdad de la ancianidad.
¿Y yo, te parezco bella?
Rufo vaciló, no estaba seguro de que quería ver a quien estaba justo a su espalda,
pero las manos de la princesa cayeron con suavidad sobre sus hombros y le forzaron a
volverse para encararla.
Llevaba un vestido diáfano que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel en
las partes en donde entraba en contacto con ella. También ahí había una muestra de
suprema perfección en forma humana. Sí, pensó Rufo, era bella, pero la suya era una
belleza muy dura, y enseguida entendió que esa belleza podía dejarle seco, chuparle
hasta la última gota de su sangre. Notó el calor que irradiaba la piel de Drusila, y su
olfato percibió el olor natural suavísimo de su cuerpo. La tela suavísima marcaba las
cumbres y las hendiduras de aquel cuerpo henchido de promesas. Por un momento
Rufo olvidó dónde estaba y quién era él. Y luego se le partió la mente en dos. Una
parte de sus pensamientos quería que ocurriese lo que estaba a punto de ocurrir, y con
un apremio como jamás había sentido. La sexualidad que transmitía Drusila encendía
en su bajo vientre un fuego que amenazaba consumirle. Pero había otro Rufo, Rufo el
esclavo, y éste supo que se encontraba en una situación de inmenso peligro, más que
nunca en toda su vida. Y lo que este otro Rufo le decía era que debía huir, antes de
que fuese demasiado tarde.
—Por… favor… —tartamudeó.
Ella entreabrió los labios y acercó su rostro al de él. De repente su nariz imperial
se arrugó y soltó un estornudo muy poco imperial.

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—¡Uuufff! ¡Cómo apestas!
Dio dos palmadas volviéndose hacia una cortina situada al otro lado de la estancia
y de aquel rincón salió una doncella, seguida por otra que era gemela exacta de la
anterior. Eran bajitas y de cuerpo compacto, con el pelo tan negro que casi era azul, y
los almendrados ojos de ambas centelleaban de malicia.
—Bañadle y luego me lo devolvéis —ordenó la hermana del emperador, dándole
la espalda a Rufo y desapareciendo tras los cortinajes de la inmensa cama.
Las dos muchachas le miraron e intercambiaron gestos de asentimiento. Y luego,
mientras la primera, a la que Rufo identificaba por el cordón rojo con el que sujetaba
en la cintura su túnica, desapareció tras la cortina del fondo, mientras que la otra se le
acercaba y le indicaba que debía quitarse la túnica que llevaba. El dijo que no con la
cabeza. Ella se dispuso a encargarse ella misma de desnudarle, pero él se alarmó y
apartó sus manos. La muchacha gruñó, dio un paso atrás y se quedó mirándole con
perplejidad.
Al otro lado de los cortinajes que caían del dosel, Rufo se dio cuenta de que
Drusila se impacientaba.
—Si no te quitas la ropa, le diré a mi hermano que te he encontrado escondido en
mi habitación. Imagino que preferirías que no se lo dijera.
Muy a su pesar, Rufo accedió, se quitó la túnica por la cabeza y vio a la otra
hermana que aparecía cargada con una pequeña tina. Todavía dudó antes de
desprenderse de su taparrabos.
Cerró los ojos mientras ellas se ajetreaban a su alrededor, girándole a un lado y
luego al otro. Lo más desconcertante para él no fue tanto su propia desnudez, o el
tacto suave de la tela con la que le iban frotando el cuerpo por todos lados, sino el
parloteo en voz bajita con que las dos gemelas charlaban todo el rato, como si se
tratara de un par de tórtolas que estuvieran apareándose. Intentó mantener la mente en
blanco. Se esforzó por pensar que todo aquello no era más que otra de las ordalías
que los esclavos no tenían más remedio que soportar. Pero a medida que las dos
muchachas encontraban nuevos rincones de su cuerpo que necesitaban de sus
cuidados, más difícil le resultaba a Rufo hacer caso omiso de sus desvelos, y la
vergüenza que todo aquello le hacía sentir iba creciendo por momentos. Tragó saliva,
intentó inventar alguna escapatoria que le librase de aquella placentera agonía, y
abrió de golpe los ojos, conmocionado al notar que mientras una mano le agarraba
cierta delicada parte, otra se lanzaba a por su escroto. Al notar que le frotaban allí
supo que ya no habría modo de ocultar su deseo.
—No desperdiciéis ni una sola gota, o voy a ordenaros que os azotéis
mutuamente las espaldas hasta despellejaros vivas…
El comentario suscitó risillas divertidas por parte de las torturadoras de Rufo.
Luego, ambas dieron un paso atrás y contemplaron su obra. Debió de gustarles lo que

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veían porque una de las dos hermanas, la del cordón rojo, le tomó de la mano y lo
llevó hacia la cama.
Rufo se quedó plantado ante los cortinajes rojos, sabedor de qué era lo que le
pedían que hiciese, pero incapaz de reunir fuerzas para dar el siguiente paso. Una
mano pequeñita le dio un suave empujón por la espalda, y Rufo se coló por entre las
gruesas cortinas y cayó torpemente sobre una tela muy suave.
Al principio quedó deslumbrado. El recinto protegido por los cortinajes era como
un templo dorado. Cuatro lámparas aromáticas que colgaban de los postes que
sostenían el dosel iluminaban el lugar cerrado. En el centro se encontraba la cama,
enorme y sembrada de suaves almohadas. Un artista había esculpido en relieve
numerosas escenas eróticas en los postes, y a Rufo le pareció que algunas de las
posiciones adoptadas por diversas combinaciones de varones y hembras eran
improbables, por no decir que imposibles. Pero lo que más atrajo su atención fue la
delgada figura que yacía en la cama. Drusila, completamente desnuda, estaba
tumbada boca arriba, con su larga melena leonada sobre los hombros, y los brazos
alzados y apoyados en la cabeza. Su piel, muy pálida, relucía como el oro a la luz de
las lámparas. Ni un solo pelo perturbaba la perfección de las curvas de su cuerpo, y
Rufo devoró con la mirada todos los marcados volúmenes, todos los escondidos
huecos. Tenía unos pechos perfectos coronados de auras rosadas, y esos suaves
volúmenes subían y bajaban con su respiración. Un estómago plano y suave rodeado
de caderas generosas y anchas. Le sonreía con los párpados entrecerrados, y en ese
momento Rufo notó el aroma del deseo de la joven y notó el brillo líquido de las
yemas de los dedos de su mano derecha.
—Perrito mío, ¿no te parezco bella? —le preguntó Drusila con voz ronca de
deseo—. ¿No soy el tesoro que habías soñado, pero que no habías podido nunca
poseer?
El trató de contestar, pero tenía la garganta tan seca que no le salieron las
palabras. Estaba de rodillas al borde de la cama, junto a los pies, lo bastante cerca
como para que ella pudiera tocarle. Ella estiró un brazo, pero la enormidad de lo que
estaba ocurriendo era tanta que el cerebro de Rufo reaccionó con un ataque de pánico
paralizante. Y lo que la había impresionado tanto a ella hasta ese momento,
desapareció como por arte de ensalmo.
Rufo se quedó pasmado cuando ella sonrió, y se enderezó en la cama. Sus pechos
temblequearon con el movimiento.
—Mejor que mejor, perrito mío. Me gustan los desafíos, más que ninguna otra
cosa. Así que vamos a empezar relajándonos los dos. —Alargó el brazo hacia un lado
de la cama y tomó una ampolla llena de un líquido rojo—. Lo mejor será que
empieces con un buen masaje.
Le dio a Rufo el pequeño frasco, que estaba templado al tacto, y se tendió de

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nuevo con las manos en la nuca, dejando todo su sensual cuerpo expuesto a la mirada
del joven esclavo.
—Empieza por los hombros —le dijo—. Ven, ponte encima de mí, una rodilla a
cada lado. ¡Venga!
La voz era tan firme que Rufo, que había dudado, se sobresaltó y a punto estuvo
de derramar el precioso contenido de la ampolla. Al fin obedeció la orden, se puso a
horcajadas y enseguida notó la suavidad de la piel de ella bajo sus piernas.
—Vierte un poco de aceite en la base de mi cuello, sólo ahí. Así. Y ahora ponte
una gota en la palma de cada mano y apóyalas en mi cuello.
Nuevamente Rufo obedeció, actuando con toda la suavidad de la que era capaz,
consciente de que sus manos eran demasiado grandotas y tenían un tacto áspero al
posarse en la vulnerabilidad y delgadez de la garganta de Drusila.
—Frota el aceite con los dedos… Hummm. No seas tan delicado, no soy un
juguete. Así, mucho mejor. Piensa que podrías asfixiarme antes de que nadie viniese
a socorrerme. —Y se estremeció, sin dejar de reír—. Ahora házmelo en los hombros.
Utiliza toda la fuerza de tus dedos.
Rufo notó el movimiento sinuoso del cuerpo de Drusila conforme deslizaba aquel
líquido resbaladizo por su piel, y aquellas sensaciones produjeron en su propio cuerpo
cierta reacción, notó que recobraba la potencia anterior, o más incluso que antes. Y
ella también lo notó.
—Así me gusta, perrito mío. Ponme un poco de aceite aquí —dijo, señalándose
entre los pechos.
La reacción de Rufo fue esta vez inmediata, y ya no necesitó que ella le diera
instrucciones, deslizó las palmas de sus manos aceitosas a derecha e izquierda,
girando en torno a los firmes volúmenes, notando cómo los pezones se endurecían
bajo sus dedos. Drusila se estremeció de pies a cabeza.
—Así, así, perrito. Aprendes deprisa.
Rufo aumentó la velocidad con la que sus manos recorrían el cuerpo de la joven,
que soltó un jadeo mudo.
—Hacia abajo —dijo ella.
Y Rufo siguió acariciándola más abajo, pasó sus manos por el marfil bruñido de
su abdomen primero, y luego descendió otro poco más, y cuando descendió más
abajo del ombligo descubrió que se había equivocado, que sí había una suave
pelusilla que descendía hacia aquel otro sitio escondido. Trató de no bajar la vista
hacia el sexo de Drusila pero se sentía atraído hacia allí como una polilla se siente
atraída por la luz de una lámpara en la oscuridad. Instintivamente, su mano buscó ese
sitio.
—Aún no —dijo ella cogiéndole por la muñeca. Rufo la miró a los ojos. Los
párpados habían ido abriéndose y ahora podía ver la expresión de deseo desnudo

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brillando en sus pupilas—. Baja hasta mis pies, perrito, y empieza a subir despacio
desde allí.
—¿Así?
Rufo cumplió la orden cambiando de posición. Estaba acostumbrándose a jugar a
aquel juego, y fue avanzando despacio, primero por los tobillos, los músculos de las
piernas, la larga curva de la cara interior de los muslos, con una desesperante lentitud,
y cuando al final llegó a ese sitio, ella volvió a estremecerse.
Mientras sus manos se deslizaban por la carne de Drusila, Rufo notaba que su
deseo crecía cada vez más, y la sensación especial que primero notó en el bajo vientre
se concentró luego más abajo, en sus partes. Se le había endurecido tanto el miembro
que ahora casi le dolía. Sabía que algo iba a ocurrir, y estaba a punto de tumbarse
sobre ella cuando ella se escabulló de repente, como un perro saliendo de las aguas de
un río.
—Ahora te toca a ti.
Le empujó, obligándole a tumbarse de espaldas, y ahora le correspondió a él
experimentar las sensaciones que hasta ahora había disfrutado ella. El tacto de los
dedos de Drusila, fuerte al principio, suave después, haciendo que el aceite penetrara
en su piel… Y había otra cosa, además. Junto con el aceite, una sensación ardiente,
intensa y erótica, hasta que su cuerpo entero parecía latir con aquella energía especial.
Cuando Drusila llegó por fin al objeto de su deseo, lo hizo latir con sus manos.
—Ahora, perrito. Ahora estás preparado.
Drusila alzó una pierna y, con un movimiento suave, se deslizó hasta colocarse
encima de él.
Rufo tuvo la misma sensación que si le hubiesen envuelto en miel templada, y
gruñó de placer. Estaban los dos tan excitadísimos que el calor del cuerpo de ella
sobre el de él sólo podía conducir a un resultado, y ella se movió, acunándose hacia
delante y hacia atrás, y contrajo sus músculos apretándole con mucha fuerza, y él, con
un grito de agonía, estalló en su interior.
Sin que eso la intimidara en lo más mínimo, Drusila no le soltó, y fue aumentando
el ritmo de sus movimientos hasta que, frotándose contra las partes bajas del cuerpo
de Rufo, también ella alcanzó la culminación que acompañó de una serie de
contenidos gritos de asfixia que concluyeron con un prolongado gemido.
Minutos más tarde Rufo abrió los ojos, se dio cuenta de que se había quedado
dormido. El calor de la habitación, la suavidad de la cama, la fuerza misma de la
actividad amorosa se habían sumado hasta privarle de todo su instinto de
conservación. Un estremecimiento de pánico le recorrió todo el cuerpo cuando
comprendió el alcance de lo que acababa de hacer. Trató de incorporarse, pero un
brazo delgado que estaba apoyado en su pecho le retuvo. Volvió la cabeza hacia ese
lado y vio a Drusila que le observaba con mucha curiosidad.

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—Si supiera que has estado aquí, mi hermano te haría matar —dijo ella, sin darle
importancia, como si hablara del tiempo que iba a hacer al día siguiente—. Es
horriblemente celoso.
No parecía posible responder a un comentario así, pero si permanecía callado
temía que ella pudiese pensar que lo había asustado con sus palabras, y a Rufo le
pareció además que en el tono de Drusila había percibido cierto desafío.
—¿Dará esa orden?
—Sólo si se entera, pero sólo se enterará en caso de que yo quiera que sea así.
Nadie sabe que has venido, únicamente mis palomitas y Lucio, el soldado que te ha
acompañado. Mis palomitas no dirán nada porque no pueden. Son mudas de
nacimiento. Y Lucio tampoco lo dirá, porque tiene mucho más que perder que tú
mismo.
La mano de Drusila le acarició el muslo.
—Perrito mío, eres guapísimo, casi tanto como mi inmortal. Qué pena que tu
belleza no vaya a perdurar, como la suya. La vida es cruel, ¿no te parece?
Lo dijo en tono melancólico, pero al pronunciar estas palabras fue como si se
disparase en su ser un cambio. Se le nubló la vista, y el timbre con el que siguió
hablando parecía distinto.
—Mi hermano es muy cruel. Sabe que le amo, y aun sabiéndolo se dedica a mirar
por entre los intersticios de mi amor para buscar imperfecciones, cosas que no le
gusten. Ayer mismo, y en voz alta, se preguntaba si debería someterme a torturas a fin
de tener la medida exacta de la devoción que siento por él. Y cuando me pone las
manos en torno al cuello, como tú lo hacías hace un rato, dice que le maravilla que
sea tan delgado, lo compara con el cuello de los cisnes, y luego me comunica que
bastaría una palabra suya para que me lo cortaran de un hachazo.
Rufo permaneció en silencio. Sabía que no era necesario que dijera nada. Drusila
hablaba con él de la misma manera que Claudio hablaba con Bersheba. Le utilizaba
para que reflejara como un espejo sus pensamientos, para poder estudiarlos desde un
nuevo punto de vista. Para ella, Rufo era poco más que un animal que podía utilizar
para lo que le viniera en gana.
—Ser la favorita del emperador puede ser una pesada carga. ¿Sería un honor
morir en manos de un dios vivo? ¿Significaría eso que yo, Drusila, me convertiría en
una diosa por derecho propio? ¿O la muerte no es más que muerte? Un punto final.
Por un instante pareció estar desconcertada, y Rufo comprendió que ella no estaba
segura ni sabía muy bien qué pensar al respecto. Y enseguida fue como si una
lámpara se encendiera detrás de sus ojos.
—La fama de mi hermano será inmortal, y el nombre de Drusila será recordado
junto al suyo. Su fama es superior a las de Julio, Augusto y Tiberio juntos. Su reino
durará cincuenta años, y sus proezas serán recordadas durante otros mil. La gente ya

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se refiere ahora mismo a él como si hablara de un dios, y pronto ocupará un lugar al
lado de los dioses más importantes. ¿Debería Cayo, el salvador de Roma, inclinarse
ante Júpiter? ¡No! —Entrecerró los ojos, y de repente comenzó a emerger una
personalidad diferente, inquietante—. Pero antes debe destruir a sus enemigos.
Incluso ahora, cuando el pueblo cree que pretende dirigir a su ejército para que se
lleve el botín de Roma y entregárselo a los bárbaros de Britania, cuando marcha hacia
el Rin para enfrentarse a Getúlico el traidor. Un traidor que pretende suplantarle nada
menos que con mi propio esposo, cuya garganta cortaré con mis manos. Cuántos
enemigos tiene Cayo, incluso entre aquellos que él considera amigos.
Le miró a los ojos y prosiguió en tono confidencial:
—Creen que yo no sé nada de nada. Pero les veo reírse en son de burla a espaldas
de Cayo, y tramar complots contra él a sus espaldas. Casio Querea, el soldado que
tiene vocecita de mujer, de quien dicen que está dispuesto a acostarse con lo que sea,
mujer, hombre o animal. Y Calpurnio, que todavía acusa a mi hermano de haberle
robado a su esposa, como si eso tuviera alguna importancia. Cayo no puede fiarse ni
siquiera de los miembros de su propia familia. Tío Claudio, que es mejor actor que
muchos de los que salen a escena, y lo mismo ese griego que anda siempre a su lado,
y que se dedican a difundir sus palabras venenosas entre los senadores y los guardias.
Se lo he dicho, le he dicho que los mate a todos, pero es muy débil. Querea y
Calpurnio se llevarán su merecido, pero Claudio se librará de la venganza, y eso que
es el peor de todos los traidores. Cayo no actuará contra él, sólo porque forma parte
de la familia. Pero si mi hermano es débil, yo soy fuerte. Les borraría a todos de la
faz de la tierra en un solo día, una jornada que Roma recordaría para siempre. Sus
gritos clamando clemencia se oirían a todo lo ancho y largo del imperio, de manera
que nadie más se atrevería a seguir los pasos de los traidores. Y mis hermanas, lo
mismo. También ellas andan tramando planes, y la mujer de mi hermano, pero no
contra él, sino contra mí. Saben que gozo de su favor y mientras sea así no se
atreverán a atacarme. Livila es inofensiva. Podemos apartarla, basta con casarla con
un marido que la pegue de verdad y le haga mucho daño. Y Milonia es una pesadez,
nada más. Pero Agripina, ésa es diferente. Tenemos que vigilar a Agripina. Es una
bruja, y las brujas son peligrosas. Puede provocar más daños con sus pociones y sus
emplastos que el propio tío Claudio. Cayo no ha vuelto a ser el mismo desde que ella
le curó el dolor de cabeza. ¿Le curó? Le envenenó, más bien. Eso pienso. Le drogó
para doblar su voluntad y hacer que la obedeciera. Pero, llegado el momento, nos
encargaremos de Agripina.
Mientras iba hablando, casi sin darse cuenta, Drusila acariciaba el muslo de Rufo.
Y en este momento pasó a acariciarle otra cosa y a ronronear:
—Sí, mi perrito. No nos queda mucho tiempo, y has de rendirle un nuevo servicio
a tu ama antes de que ella te devuelva a tu establo.

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Drusila volvió a tenderse en la cama y le indicó por señas que la montara. Ella
estaba hambrienta de su sexo, y tenía mucha costumbre de practicar el amor, pero
Rufo era joven y fuerte. Y ahora estaba más seguro de sí mismo, de los trucos que
podía llevar a cabo. Su arrogancia, propia de la juventud, era insuperable. Y en la
competición que siguió, en el sudoroso combate que pareció durar una era y en el que
hubo momentos alternos de dominio, fue finalmente ella quien tuvo que lanzar el
grito que reconocía su derrota. Un solo grito que le clavó a Rufo una lanzada de
hierro fundido en el corazón.
—¡Caaaayyooo!

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20
No hizo falta mucho tiempo para descubrir que la confianza que Drusila tenía en
su capacidad de mantener su relación en secreto era completamente infundada.
Narciso se presentó en el establo a los pocos días de aquella excursión nocturna.
Rufo estaba limpiándole a Bersheba los pies cuando apareció el griego. A la elefanta,
aquellos cuidados parecían proporcionarle placeres infinitos.
Rufo se había situado de espaldas a Bersheba, y sostenía la pata trasera izquierda
del animal entre sus dos piernas, a fin de cortar con un cuchillo afilado los largos
pelos que le crecían en la planta. Y mientras él trabajaba así, la elefanta se movía un
poco y emitía suaves ronquidos de placer.
—Es asombroso que puedas estar tan cerca de una cosa tan enorme y tan
evidentemente peligrosa —dijo Narciso tras haber observado durante unos momentos
la complicada operación.
Rufo gruñó mientras trataba de cortar una duricia especialmente rebelde, y por fin
respondió:
—Bersheba es muy grande, pero no es peligrosa. ¿Verdad que no lo eres? —dijo
Rufo, dándole unos golpéenos en la rugosa piel de la pata.
—Puede que ahora no lo sea. Pero he visto a bestias como ésta en el campo de
batalla, y te aseguro que son temibles, incluso cuando miran hacia el otro lado.
Recuerda, Rufo —añadió, subrayando exageradamente sus palabras—, que dominas
un arma muy poderosa.
A Rufo le sorprendió que Narciso hablara de que había estado en un campo de
batalla. El griego daba la impresión de ser… tal vez no exactamente un ser muy
blando, pero sí de pertenecer a otro mundo.
—No fui militar, nunca lo fui —dijo Narciso, captando su sorpresa—. Pero
acompañé a mi anterior amo, alguien que no era el senador Claudio, a una misión
diplomática en la que debía tratar con ciertos salvajes que se oponían de forma muy
violenta a cumplir ciertas obligaciones. Supongo que se trataba de impuestos. Y vi a
nuestras legiones hacer frente al escuadrón de elefantes de combate que el jefe local
lanzó contra nuestro ejército.
Hacía tanto tiempo que Rufo cuidaba de Bersheba que ni se le ocurría considerar
la posibilidad de que fuese un animal peligroso o capaz en absoluto de entrar en
combate. Podía ser un animal bastante torpe. Y podía, sin duda, aplastar
accidentalmente a una persona sin darse ni siquiera cuenta de que lo hacía. Aunque a
veces, tenía un carácter que…
—¿Cómo eran esos elefantes? ¿Parecidos a Bersheba? ¿Más grandes?
—No, eran iguales, tan pesados como ella. Me parece recordar que tenían las
orejas más pequeñas, y la espalda con una giba más pronunciada. Iban preparadas

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para el combate con armas aquí —se señaló la frente—, y en los flancos. Montaban
sobre su cuello unos hombrecillos de color marrón oscuro que controlaban a esas
bestias, y llevaban colgado un cesto dentro del cual había un arquero.
—Puedo imaginar que eran eficaces contra jinetes a caballo —dijo Rufo,
estudiando esa posibilidad—. Cuando un caballo se siente cerca de Bersheba suele
ponerse muy nervioso. Basta con que la huelan. No sería fácil detener a un animal tan
grande.
—No lo es. Vi a uno de esos elefantes que llevaba tantas lanzas clavadas en el
cuerpo que parecía un erizo gigante —Rufo sonrió al oír la comparación, pero
Narciso prosiguió como si tal cosa—. El elefante estaba furioso y sus embestidas
resultaron muy peligrosas, al menos durante un rato. Hasta que pareció enloquecer.
—¿Y qué pasó luego?
—Dio media vuelta y cargó contra los suyos, y corrió contra el potentado y contra
el diplomático al que yo acompañaba. El hombrecillo que montaba el elefante
enarboló un palo con un pincho largo en su extremo, y se lo clavó, y le dio mazazos
en el cuello con un martillo. Y sólo entonces el elefante cayó como fulminado por un
rayo. Muerto.
Miraron ambos a Bersheba un instante. No parecía posible siquiera que un solo
golpe fuese capaz de abatir a un animal así.
—Ya lo sé, parece imposible. Pero lo vi con mis propios ojos. Y bien, ¿tienes
alguna cosa para mí? ¿Alguna habladuría? Tengo entendido que ahora tienes
amistades muy interesantes.
Rufo se quedó helado.
Narciso le dirigió una mirada tranquilizadora.
—No te preocupes, guardaré tu secreto. Pero el monte Palatino es un lugar
peligroso, y en todo él no hay ningún rincón más especialmente peligroso que el sitio
al que fuiste hace tres noches. La persona que vive ahí es bella, pero lo es de la
misma manera que son bellas las serpientes marinas. Bailan sinuosamente en las
corrientes, y tienen unos colores que te pueden hechizar, pero si les faltas al respeto,
puedes considerarte hombre muerto en cuestión de un solo instante. Y bien, ¿tienes
algo que contarme?
—Getúlico —dijo Rufo tras pensar un momento.
—Ah, el poético gobernador de la provincia Germánica Superior. ¿Qué dice de él
tu amiga?
Rufo le contó a Narciso que la invasión de Britania era una maniobra engañosa,
pues el verdadero objetivo iba a ser el gobernador, tan querido por el pueblo, y las
legiones que le obedecían.
Narciso saludó la información con una carcajada.
—¡Cómo es posible que las informaciones de tu amiga estén tan anticuadas y

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sean tan equivocadas! Getúlico ha muerto ya en manos de su emperador, pero
Calígula se equivocó a la hora de valorar la fidelidad de las legiones. Decidió utilizar
las fuerzas de la Primera y la Vigésima legión para fortalecer su ejército en su
proyectada invasión de Britania. Solo un loco podía creer que podría cruzar el mar en
esta época del año, cuando más a menudo muestra su furor. Ni siquiera había
organizado las cosas de manera que hubiese navíos preparados. El Senado no habla
de otra cosa. Hace dos días oí a un ex cónsul afirmar que Calígula no servía para
conseguir las naves suficientes, que como mucho valía para recoger conchas en la
playa. Claro que, como Roma es como es, ha corrido la voz y la plebe está
convencida ahora de que el emperador cruzó las Galias con intención de usar sus
tropas para coger almejas. Cuando regrese será el hazmerreír de todo el mundo.
Espero que tu encuentro te proporcionara informaciones más interesantes que ésta.
—Ella dijo que nadie se enteraría de nada —dijo Rufo, sintiéndose derrotado.
—Drusila cuenta con el poder de su hermano para protegerla, pero no tiene ni
idea de las cosas que pasan en el monte Palatino.
Narciso alzó las manos de modo que Rufo pudiera verlas, y comenzó a hacer unos
extraños movimientos en el aire, dándose golpecitos en una palma con los dedos de la
otra mano.
Rufo se quedó mirándole boquiabierto, pensando que el griego se había vuelto
loco.
—Descubrí esta forma de hablar de manera accidental —explicó Narciso—. Es
así como esas pobrecitas hermanas mudas se comunican. ¡No van a hacerlo moviendo
las pestañas! En fin, no importa cómo es que yo aprendí su lenguaje. Basta con saber
que lo conozco, y que si yo lo conozco otros pueden conocerlo también. —El rostro
de Narciso mostraba una expresión grave—. Estás en peligro, Rufo, a no ser que
encuentres alguien en quien confiar.
—Confío ciegamente en Cupido.
El griego hizo un movimiento negativo con la cabeza y mostró un semblante
entristecido.
—No sería prudente confiar en él. El valeroso gladiador no es ya el que era. Vivir
en palacio puede destruir a cualquiera, y también puede seducir a todas las personas,
sean como sean. Mira el emperador: un hombre vanidoso, arrogante, imprevisible y
cruel. —Rufo volvió la vista alrededor de manera instintiva, por si alguien podía estar
escuchándoles. El solo hecho de escuchar esas palabras era un delito de traición. Pero
Narciso quería decirle algunas cosas más—: Pero también puede ser leal, simpático,
generoso y brillante. Se parece un poco al sol, si te desvías de tu camino y te acercas
demasiado a él, acabas quemándote como una polilla en la llama de un candil, o
tostarte junto al calor de su presencia. Tu amiga conoce aspectos de nuestro
emperador que poca gente ha visto. Y eso puede nublar su juicio.

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Rufo frunció el ceño. En parte, deseaba negar todo lo que Narciso estaba
insinuando, pero también sabía que el griego tenía toda la razón, o parte de la razón.
Cupido había cambiado, en efecto, y sin embargo Rufo estaba convencido de que ese
cambio no tenía raíces tan profundas como decía el griego, y que además obedecía a
otros motivos.
—Si no puedo confiar en Cupido, ¿en quién puedo hacerlo? Cuando pudiera
necesitarle, Fronto podría encontrarse en África. Y no tengo más amigos, a no ser
que…
Narciso sonrió como un maestro cuyo alumno más recalcitrante ha entendido por
fin las claves de un problema sencillo.
—¿Por qué debería confiar en ti, si me has traído hasta aquí en contra de mi
voluntad, y sigues sin explicarme cuáles son tus verdaderos motivos? ¿Y cómo
podrías tú ayudarme, si absolutamente todo el mundo sabe que tú y Claudio andáis
tramando un complot?
La sonrisa de Narciso se congeló de repente, y un tic agitó nerviosamente uno de
sus ojos. Abrió los labios como si fuese a decir alguna cosa pero, por una vez, pareció
que no tuviese nada que decir.
—Drusila, que no es más que una niña perdida en las sombrías tinieblas de
palacio —dijo Rufo, imitando la forma sofisticada de hablar propia de los cortesanos
y que tan bien conocía de escuchar al griego—, te ha estado espiando, Narciso, y está
espiando a todo el mundo. En este mismo momento podría estar convenciendo al
emperador de que tiene que haceros arrestar, a ti y a Claudio, y llevaros a sus
mazmorras —añadió, disfrutando sin duda ante la inquietud de Narciso.
—¿Qué más te dijo? —preguntó Narciso, carraspeando muy nervioso.
Rufo se encogió de hombros, como quitándole importancia a sus palabras.
—No sospecha solamente de ti y de Claudio. Mencionó también el nombre del
comandante de la Guardia Pretoriana, Querea, y el de Calpurnio, el marido de
Cornelia. Ella desprecia a la mujer del emperador, y odia a su hermana Agripina, a la
que acusa de ser una bruja experta en el uso de venenos. Está convencida de que
Agripina ha drogado a su hermano.
—No importa demasiado de cuántos más tenga sospechas. Basta con una simple
acusación para que cualquiera sea condenado a muerte. —Narciso se mordió el labio,
y se puso a pensar en voz alta—. Así que dices que cree que Agripina practica la
brujería. Esto es muy interesante. Es una cosa de la que yo no estaba enterado.
Hablaremos otro día de eso de la confianza, Rufo. Pero ahora te dejo, tengo asuntos
urgentes que atender.
Dicho lo cual, Narciso se fue apresuradamente, y mientras Rufo le veía alejarse
con presteza, alejándose hacia el otro extremo del parque, tuvo la sospecha de que
seguramente había hablado más de la cuenta.

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21
El recuerdo de la noche que pasó con Drusila roía los pensamientos de Rufo
como si los hubiese invadido un enjambre de termitas. Se despertaba en mitad del
sueño, sudoroso, viendo imágenes del cuerpo de Drusila bailando delante de él, y con
el aroma de su piel penetrando en sus aletas nasales. Cada vez que se producía esta
situación, terminaba pasando la noche en vela, en estado febril, esperando que de un
momento a otro llamaran de nuevo a su puerta para convocarle a pasar una nueva
velada en la habitación de la cama adoselada.
En otras ocasiones se quedaba detenido en mitad de cualquier tarea que estuviese
realizando, abrumado por la magnitud de lo que había hecho, atemorizado por el
precio que podía tener que pagar como consecuencia de su fechoría. Cuando se le
ocurría esto último, se llevaba a Bersheba a un rincón muy apartado del bosquecillo
vecino al establo, como si allí pudiese hallar un refugio que pudiese librarle del
terrible destino al que temía haberse expuesto.
Además, estaba Emilia.
Milonia Cesonia había mostrado escaso interés por la elefanta tras aquella
primera visita, pero conforme iba terminando el verano y el calor agobiante iba
amenguando su intensidad, era cada vez más frecuente que miembros de la familia
real salieran a pasear por el parque, y la hija del emperador y el hijo de Agripina, el
pequeño Nerón, jugasen cerca del establo.
Fue en una de esas ocasiones, un día en que Rufo se encontraba a las puertas del
establo remendando las guarniciones de Bersheba, cuando de repente vio una sombra
que se proyectaba en tierra justo delante de él. Alzó la vista y contempló a una joven
muy alta que le observaba, con el sol reflejándose en su melena rubia.
—Si estás muy ocupado no quiero entretenerte —dijo la muchacha pronunciando
el latín con un marcado acento extranjero.
A Rufo le recordó la pronunciación de Cupido. Pero había más similitudes con su
amigo el ex gladiador. La pose de su cuerpo, alto y esbelto, y dotado de una oculta
fuerza atlética, y de una agilidad propia de un guerrero, subrayaban el linaje al que
pertenecía. Nada en ella recordaba la actitud sumisa de las esclavas, sojuzgadas desde
su nacimiento y marcadas por la impotencia a la que las reducía su posición de
servidumbre.
—Todo lo contrario —respondió Rufo, enderezándose para mirarla cara a cara—.
Bersheba no me necesita ahora.
La muchacha llevaba en brazos a la pequeña Drusila. El bebé debía de tener
apenas un año, y tenía el pelo oscuro y rizado y un rostro que parecía ser el reflejo
exacto de la petulancia de su madre.
Emilia notó el gesto de Rufo al contemplar a la criatura.

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—Está engordando rápidamente. Me parece que no tardará en llegar el día en que
me sienta incapaz de cargar con ella mucho rato. Tendría que empezar a caminar,
pero es una malcriada, y prefiere gatear. Y si decide gatear, nadie puede llevarle la
contraria.
Emilia se volvió y dirigió la vista hacia el lugar en donde Milonia y Agripina
estaban sentadas en unos almohadones que sus esclavos habían dispuesto para ellas
en la hierba, protegidas por la sombrilla gigante que sostenían dos altos nubios.
En ese momento apareció Bersheba a la puerta del establo, y estiró la trompa para
olisquear el aire.
—Qué animal tan magnífico, pero preferiría que pudiese regresar al mundo
salvaje donde debió de transcurrir su infancia, en lugar de permanecer encadenada en
la oscuridad esperando que una sola persona decida que quiere usarla para divertirse.
—El tono de estas palabras de Emilia era notablemente triste, y Rufo entendió que
veía en el destino de la elefanta un reflejo del suyo propio—. ¿Qué crees que haría la
elefanta si le quitaras la cadena? ¿Te parece que comenzaría a caminar y no se
detendría hasta llegar a un riachuelo que fuese el mismo que conoció en su infancia, o
una colina desde la que miró el mundo de pequeña? Ay, qué tonta soy diciendo estas
cosas. La cazarían y la matarían mucho antes de que se pudiese acercar a la libertad
en la que vivió su infancia.
—Más bien me parece que no haría nada de eso. Se quedaría quieta donde está,
esperando a que su olvidadizo cuidador corriese a darle de comer, porque los
humores de Bersheba varían según le dicte su barriga. ¿Verdad que sí, grandullona?
—dijo Rufo, tratando de reanimar a Emilia.
—Tienes razón —dijo ella con una sonrisa tristona—. Debemos dar las gracias
por los pequeños regalos que trae consigo nuestra cautividad.
Drusila se agitó, estuvo a punto de saltar de los brazos de Emilia, y ésta se agachó
para depositarla con mucho cuidado en la hierba. De inmediato el bebé comenzó a
inspeccionar la zona.
—Mejor que ronde por aquí a que esté con su primo —dijo Emilia—. Pobre
Nerón, esta cría le araña la cara hasta que el otro se pone a llorar. Imagínate lo que va
a hacerle cuando le crezcan todos los dientes. Pobre niño, la de mordiscos que se
llevará.
Una nube ocultó momentáneamente el sol, y Emilia se puso seria de nuevo y su
cuerpo se estremeció.
—Te agradezco que hayas sido tan amistoso con mi hermano. Confío en que
también tú y yo podamos ser amigos —dijo, y Rufo trató de ocultar su decepción.
Había esperado ser algo más que amigo de aquella muchacha, de aquella mujer—. He
venido porque quería alertarte, corres peligro. Milonia Cesonia ha contado varias
veces que hay un esclavo que es el perrito de Drusila, lo dice con estas palabras. Y ha

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añadido comentarios muy duros, y habla de eso delante de todo el mundo. Tienes que
andarte con muchísimo cuidado, Rufo. Da igual lo que puedas sentir por Drusila,
mantente alejado de ella. Si el emperador llegara a enterarse de vuestra relación, ni
ella ni nadie podría salvarte de su venganza.
Rufo abrió los labios, dispuesto a negar que experimentase ninguna clase de
sentimientos hacia Drusila. Se enfureció, le parecía que aquella joven germánica
había hablado con una altivez que no podía tolerar. ¿Quién se había creído que era,
cómo se atrevía a avergonzarle? ¿Creía acaso que sólo ella conservaba todo su
orgullo, pese a ser una esclava? Pero antes de que llegara a pronunciar palabra,
Emilia soltó un grito sofocado.
Rufo se volvió a ver qué la había sobresaltado de esa manera.
Era el bebé, la pequeña Drusila, que jugaba en el establo y había llegado a
meterse entre las patas de Bersheba. Si la elefanta movía un poco una de sus
gigantescas patas, la hija de Calígula iba a morir aplastada bajo ellas.
Pero Bersheba era un ser muy especial. Lo que hizo fue simplemente bajar la
cabeza, para mirar a la diminuta criatura que se había colado hasta allí, y con la punta
de la trompa empujó suavemente al bebé, alejándolo más allá del montón de heno,
mientras la niñita reía a carcajadas.
Rufo corrió a recoger a la cría, le limpió de paja el cabello ensortijado, y la miró
sorprendido mientras la pequeña Drusila exigía con grititos y agitando el cuerpo que
la soltara y la dejase regresar junto a su nueva y enorme compañera de juegos.
Emilia, pálida como un fantasma, le cogió al bebé de los brazos.
—Este sitio es peligroso, Emilia, y debemos andarnos con mucho cuidado en todo
momento, pero a veces los hados se conjuran en contra de cualquiera, incluso de
quien más cauteloso se muestra. Soy un esclavo, y si la hermana del emperador lo
ordena, tengo que acudir a su lado. Pero no me avergüences pensando que esas visitas
tienen más significado que la obediencia.
Dio media vuelta y comenzó a caminar, pero se detuvo al oír el tono de disculpa
con el que Emilia reclamó su atención:
—¡Rufo!
Al volverse de nuevo se encontró con la mirada de Emilia, y fue como si ella le
estuviese mirando por primera vez. ¿Qué significaba él para ella, qué pensaba Emilia
del joven alto de rostro limpio, con aquella mata ingobernable de cabello broncíneo
sobre unos ojos amables de color verde casi esmeralda? Emilia se había fijado muy
bien en el modo en que él la miraba; Rufo no disimulaba esa forma de mirarla, y ella
no podía no haber notado su intensidad. Aquel joven la deseaba, pero eso era
frecuente entre los hombres. Era, sin duda, muy guapo, aunque la suya fuese una
belleza rústica, y a Emilia le gustaba, pero también le gustaban muchos otros jóvenes.
A veces, cuando coincidían casualmente, Emilia notaba que se producía en todo su

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ser cierta agitación, cierta confusión, ambas inexplicables. ¿Era eso amor? Sabía
cosas del amor, las chicas en palacio no hablaban de otra cosa. Y el acto amoroso le
producía una gran curiosidad, pero no sentía prisa por ponerlo en práctica. Por otro
lado, ¿qué podía ofrecerle Rufo? Era un esclavo. Y aunque era cierto que también ella
era una esclava, tenía siempre presente que Milonia le había prometido que, llegado
el momento adecuado, la libertaría, y que encontraría entonces un esposo adecuado.
De manera que con Rufo no podía haber más que amistad. Sólo que tal vez para él
eso no fuera suficiente.
—He elegido muy mal mis palabras, y te pido perdón por ello. Pero cuando te he
ofrecido mi amistad lo he dicho muy en serio, y vuelvo a brindártela. Muéstrame las
manos —concluyó.
Al oír la repentina petición Rufo se llevó una gran sorpresa, pero le mostró las
manos, con las palmas hacia arriba. Sabía que tenía la piel áspera, y no pudo
olvidarlo cuando Emilia le cogió la mano derecha y la sujetó entre sus dos manos,
mientras sostenía a la pequeña Drusila en el ángulo del codo izquierdo.
—Cuando era pequeñita, las mujeres de mi tribu decían que yo tenía el don de
leer las manos. No sé si es verdad o no, pero puedo leer los pensamientos de la gente,
a veces, y veo cosas cuyo alcance no comprendo. Y en ocasiones, cuando puedo tocar
una mano como toco ahora la tuya, puedo ver el futuro.
Cerró los ojos, y Rufo notó que en su mano y su brazo derechos latía una energía
que antes no estaba allí. Tal vez fuera el tacto cálido de las manos de Emilia, y nada
más que eso, pero notó esa vibración claramente, y conforme pasaban los instantes
percibió que ese poder fluía a través de su brazo, ascendía hasta el hombro y se
derramaba en su pecho.
Emilia volvió a abrir los ojos, y Rufo se sintió atraído por su profundidad
insondable. Cuando ella habló, lo hizo en el tono mesurado de los oráculos.
—Eres fuerte, Rufo, mucho más fuerte de lo que crees, de lo que podrías llegar a
imaginar. Aunque otros no van a lograrlo, tú serás capaz de sobrevivir a este sitio
peligroso, y viajarás lejos de aquí, por tierra y por mar, y llegarás finalmente a un
lugar donde serás testigo de la resistencia final de los tiranos.
Rufo se estremeció. No alcanzaba a comprender que lo que ella acababa de
anunciar fuera posible, ni cómo podía llegar a ocurrir nada parecido. Pero en el fondo
de su corazón supo que en todo eso había una verdad.
—¿Me acompañará Cupido en ese momento? ¿Estarás tú conmigo entonces?
Ella sonrió, como distraída.
—Tal vez. Nuestra historia ya está escrita, y nuestro destino, trazado. Si los dioses
lo quieren, estaré allí contigo.

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22
Todos los habitantes del monte Palatino, desde los más encumbrados hasta los
más humildes, vivían en silencio, sometidos siempre al miedo. El abortado intento de
invasión de Roma y la reacción de los ciudadanos romanos habían provocado en el
emperador un estado de crispación más intenso que el acostumbrado en él, y sus
humores eran incluso más impredecibles que de costumbre. Los esclavos de palacio
comentaban en susurros los ataques de furia y los gritos del emperador e incluso sus
favoritos estaban acobardados y se rendían a sus pies, tratando así de salvarse de su
ira. Los dos cónsules del emperador recorrían por turnos las provincias y ofrecían
continuos sacrificios a los dioses, confiando en que Calígula no les llamara de vuelta
a su lado.
Rufo tuvo la fortuna de que ninguna de estas circunstancias afectara a su vida.
Apenas veía a Emilia, cuya actitud seguía confundiéndole, y no tenía ni siquiera
noticias de Drusila, quien, ahora lo entendía con claridad, lo había utilizado
solamente mientras le pareció una novedad que se doblegaría fácilmente a sus deseos.
Pero después de haberla experimentado, la novedad se había desvanecido para
siempre. Rufo no sabía si sentirse insultado o aliviado por ese olvido.
Una mañana muy fresca que anunciaba un precioso día, apenas una semana más
tarde de la celebración de la Parilia, estaba Rufo preparando la comida de Bersheba
cuando oyó un clamor de voces y un retumbar de martillos. Procedía el tumulto del
fondo del bosquecillo vecino, pero por mucho que lo intentase no lograba ver qué
podía estar provocándolo. La esquina del alto edificio que era el palacio de mármol
que habitaba el emperador ocultaba de su vista lo que estaba ocurriendo.
Conforme avanzaba el día, más curiosidad iba sintiendo.
Vio a mucha distancia diversas personas que iban y venían como imbuidas de
algún propósito muy firme, pero estaban tan lejos que ni siquiera podía adivinar qué
hacían, ni era tampoco capaz de deducir siquiera a qué se dedicaban.
Llegada la hora sexta, cuando casi todos los habitantes del monte Palatino estaban
sin duda tomando el almuerzo, le colocó a Bersheba sus arreos.
—Venga, chica —le dijo—. El paseo que daremos hoy será un poco más largo
que de ordinario.
Le condujo hacia la profundidad del bosquecillo, pero no en dirección a palacio
sino que la hizo girar hacia la derecha, de manera que el recorrido les conduciría a
cruzar por delante de la fachada del grandioso edificio. Esa maniobra, al mismo
tiempo, le permitiría ver de cerca y con claridad lo que estaba ocurriendo en aquel
extremo del bosquecillo, poblado de escasos árboles de tronco muy delgado aún.
Al principio, lo que comenzaba a vislumbrar no parecía tener mucho sentido
todavía. Pero gradualmente, las escenas caóticas que alcanzó a ver fueron cobrando

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significado poco a poco. En la zona de palacio que daba al lugar donde la colina
iniciaba su descenso suave hacia donde se encontraba el foro, la actividad era
incesante, como un auténtico hormiguero. Grupos de hombres estaban amontonando
enormes pilas de troncos, tan grandes que su altura era el doble de la enorme estatura
de Bersheba, y la actividad constructora había comenzado también, en un lugar muy
cercano a los muros del palacio. Algunos obreros cavaban profundas zanjas y otros
grupos transportaban los enormes troncos, tan pesados que hacían falta doce hombres
para acarrear cada uno de ellos. Además de lo que imaginó que eran esclavos, había
entre ellos multitud de oficiales de la legión, que organizaban el trabajo y gritaban
órdenes.
Decidió dar media vuelta y alejarse de allí, pero en ese momento oyó una voz a su
espalda que a punto estuvo de hacerle caer de lo alto del cuello de Bersheba.
—¿No te parece impresionante?
Era Narciso.
—¿Es que no tienes nada mejor que hacer que andar espiando a la gente? —dijo
Rufo sin tomarse la molestia de ocultar el fastidio que sentía.
—¿No crees que podría hacerte a ti esa misma pregunta? Parece que últimamente
el elefante del emperador no tiene nada que hacer. ¿Quieres que te sugiera alguna
idea?
Rufo se sonrojó. Narciso lograba siempre sacarle todo el jugo. Pensó que ahora el
griego comenzaría a hablarle de la necesidad de que confiara en él, pues este aspecto
de la relación fue lo que centró la última conversación que mantuvieron, pero al final
pareció que en esta ocasión no tenía prisa por replantear el asunto.
—Todo eso que ves ahí no es más que una pequeñísima parte de los planes
grandiosos del emperador —dijo, sacudiendo con incredulidad la cabeza—. Tiene a
una legión casi entera trabajando ahí abajo, y los pobres soldados andan sudando y
soltando maldiciones para que el sueño de Calígula se convierta en realidad.
—¿Qué quieres decir? No lo entiendo.
—¿Ves a ese tipo bajo y gordito que está en aquella esquina? Está hablando con
una persona que, a no ser que yo esté muy confundido, es un tribuno de la
Decimocuarta Gemina. Supongo que esta mañana ha sacrificado a Júpiter un gran
toro blanco y ha rezado pidiéndole al dios que le concediera un día cargado de buenos
auspicios. Y si no lo ha hecho es un loco, o bien ha preparado ya la cicuta porque
sabe que su fracaso está garantizado.
—Es cierto que parece estar gravemente preocupado.
En efecto, incluso desde la distancia era notable la agitación que experimentaba
aquel desdichado noble.
—Tiene motivos para estarlo. Hace una semana el emperador tuvo un sueño
vivísimo en el que era objeto de un intento de asesinato cuando caminaba del monte

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Palatino al Senado. Dicen que notó que le clavaban varias dagas en el cuerpo y al
despertar sintió que estaba nadando en sangre. Resulta que le sangró la nariz, nada
más, pero los emperadores se toman literalmente estos indicios. Convocó enseguida a
sus consejeros, entre los cuales, como es natural, se cuenta el senador Claudio, mi
amo. Que, por cierto, es un hombre de exquisita sensibilidad y al que le preocupa el
bienestar del emperador. Si se lo hubieran permitido, habría podido devolverle la
tranquilidad. Pero ese peligroso necio de Protógenes convenció a Calígula de que el
sueño era un portento y que debía tomar medidas para protegerse. Y el resultado es lo
que ves ahí —dijo, señalando con un amplio ademán la obra que había empezado a
construirse—. Va a gastar un millón de sestercios para ser capaz de recorrer todo el
camino que va desde palacio hasta las escaleras de entrada al Senado, apenas unos
cuatrocientos metros de distancia, sin que el hedor de la plebe alcance su fino olfato.
Eso que ves ahí es un puente —explicó Narciso—, el puente terrestre más grande del
mundo, probablemente. La Decimocuarta legión tardará un mes, más o menos, en
construirlo, y ese hombrecito gordo de ahí es el responsable de garantizarle al
emperador que el puente no se hundirá cuando lo cruce Calígula. ¿Entiendes por qué
está tan inquieto?
—No querría estar en su piel ni por todo el oro del imperio —dijo Rufo.
Narciso cambió de actitud y continuó, hablando esta vez muy en serio:
—Hablemos de la confianza, Rufo, como el otro día. Hemos de continuar
hablando de eso. Quiero que abandones tu actitud desconfiada, quiero que deposites
tu fe en mí. Para bien o para mal, nuestras vidas han quedado entrelazadas, y si
nosotros, los siervos, no somos capaces de unir fuerzas, acabaremos como ese
hombrecillo encargado de construir el puente por orden del emperador. Viviremos
sometidos constantemente al miedo.
Antes de responder, Rufo estuvo un momento reflexionando.
—¿No vivimos de todos modos sometidos al miedo constante, Narciso? Algunos
de mis amigos, gente que no había hecho nada, han muerto. Si Drusila convence al
emperador de que tramas un complot contra él, toda esa confianza que tienes en
Claudio no te habrá servido de nada. Sólo te salvaría en ese caso que decidieras
traicionar a todos los que hayan confiado alguna vez en ti.
Curiosamente, la mención de la hermana del emperador hizo que Narciso
reaccionara con una sonrisa algo picara.
—Me temo que Drusila no volverá a perjudicar a nadie. Pensé que debías ser el
primero en saberlo. Está postrada en cama, víctima de algún tipo de leve
indisposición, según tengo entendido.

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23
Al día siguiente Rufo regresó a su observatorio para ver los avances que habían
hecho los constructores del puente. Cada día que pasaba Rufo se atrevía a acercarse
más, cada día era más osado. La estructura del puente comenzaba con los troncos más
gruesos en un extremo, unas vigas enormes que medían de largo como seis hombres
altos puestos el uno encima del otro, y que estaban siendo clavadas profundamente en
la tierra para hacer de cimientos. Entre cada uno de esos troncos principales, los
legionarios iban cruzando otros más pequeños, pero también grandísimos. Y sobre
esa estructura de vigas cruzadas acabaría apoyándose el piso del puente. Finalmente,
una doble capa de tablas gruesas sería dispuesta sobre la estructura y clavada en ella
para darle la máxima firmeza.
Rufo se quedó maravillado viendo la velocidad con la que se iba construyendo el
puente que iba a unir la puerta de palacio con la entrada del Senado, colgado en su
zona central a una altura notable sobre el nivel del suelo. El puente pasaría por
encima del cruce de la Clivus Victoriae, la Cuesta de la Victoria, y la Vía Nova; más
adelante, cruzaría entre los cimientos de lo que iba a ser el templo de Augusto y la
columnata de la fachada de la casa de las vestales; luego pasaría sobre la fuente de
Juturna y junto al templo de Castor y Pólux, y luego daría un giro para avanzar por
encima de la Vía Sacra.
Pero hubo algo en la construcción que le pareció muy extraño. Tenía que ser muy
fuerte, pues debía utilizarlo el emperador, y el hombrecillo que dirigía su
construcción no quería correr ni el más mínimo riesgo. Sin embargo, la escala de la
obra era inmensa, desproporcionada. El grosor de los tablones y el volumen de los
troncos que formaban la estructura, gigantesca. Rufo dedujo que un puente así iba a
ser capaz de soportar el peso de dos legiones enteras, de tres incluso. ¿Y si ése fuera
su auténtico objetivo, proporcionar un atajo a las tropas para que llegasen a la zona
del Senado de forma muy rápida en caso de que se produjeran disturbios y la plebe se
lanzara a las calles, como había ocurrido con frecuencia durante los tiempos de
Tiberio?
La construcción quedó terminada tres días antes de la predicción que hizo
Narciso, y pareció que los carpinteros se dedicaban en los últimos momentos a las
tareas más sutiles. Lijaron con sus cepillos las tablas y los pasamanos de las
barandillas, y colocaron postes adornados con bajorrelieves con escenas de
gladiadores en las puertas situadas a ambos extremos de la estructura. Terminado su
trabajo les reemplazaron los pintores, que transformaron el puente, de punta a cabo,
en una joya de oro reluciente que dañaba la vista cuando se reflejaba en él el sol de
otoño.
Conforme el proyecto avanzaba se formaron multitudes de curiosos que se

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acercaban a contemplar la última maravilla creada por el emperador. La tarde en que
los pintores terminaron su parte del trabajo comenzó a correr un rumor que se oyó
primero en el Campo Marcio. Decían que Calígula cruzaría el puente por primera vez
al día siguiente. Esa noche, antes de acostar a Bersheba, Rufo se fijó en la primera
llegada de la multitud que caminaba hacia el foro. Trataban de asegurarse las mejores
posiciones e iban a esperar allí toda la noche para contemplar el espectáculo desde la
primera fila. Cuando ya se iba, había cientos de personas. E imaginó que al día
siguiente se contarían por millares.
Tenía intención de levantarse temprano, porque sentía tanta curiosidad como
cualquier otro romano por el paseo que iba a dar el emperador a través de su puente.
Sin embargo, aún estaba tumbado en el catre cuando oyó que llamaban a la puerta
con fuertes golpes. Se restregó los ojos, apesadumbrado ante la llegada intempestiva
y comprobó mirando por las rendijas que aún no había amanecido. Se vistió
apresuradamente, sin que el martilleo violento contra la puerta hubiera cesado, y oyó
a Bersheba soltar un gruñido de preocupación, y agitar su cuerpo, haciendo así sonar
la cadena.
—No hace falta que derribes la puerta —gritó Rufo, tratando de sacudirse el
sueño de encima—. Ya voy.
Alzó el madero con el que aseguraba las puertas, y las abrió. Le miraba, a la luz
de una docena de antorchas, un canoso centurión. Por un segundo Rufo temió que
esta vez le hubiese tocado a él, que hubieran ido a detenerle, y miró entre los guardias
para ver si entre ellos se encontraba Cupido, pero no era así.
El centurión soltó una orden que pronunció como si fuera un ladrido, y Rufo
parpadeó:
—Eh, no te quedes ahí parado. El emperador ordena que su elefante esté en
perfectas condiciones y preparado a la segunda hora. Ponte a trabajar. Si necesitas
ayuda, tengo órdenes de proporcionártela.
Seguido de un par de soldados que sostenían sendas lámparas, y de otros dos que
le ayudaban a manejarse con presteza, Rufo preparó la guarnición de Bersheba, sacó
brillo a los metales, y le limpió el marfil de sus colmillos. Incluso logró hacerle un
poco de manicura antes de que comenzara a amanecer, y la tarea estuvo a tiempo
realizada, y a la perfección. Con un movimiento airoso, lanzó la manta de tela dorada
con borlas en las puntas hasta colocarla sobre el lomo del animal. Una vez que
concluyó todos los preparativos se volvió nervioso hacia el centurión y le preguntó
adonde tenían que dirigirse.
—Limítate a tener al elefante fuera del establo y a punto para cuando llegue el
emperador. El mismo te dará las instrucciones.
Conforme la hora se iba aproximando el centurión ordenó de repente a sus
hombres que formaran una doble fila en medio del establo, dejando un pasillo central.

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Rufo le quitó la cadena a Bersheba y tiró de la elefanta a la tenue luz del amanecer, y
por enésima vez se preguntó qué estaba pasando exactamente.
El tintineo de las armaduras y el olisqueo inquieto de Bersheba le alertaron de
que Calígula se aproximaba. Utilizando su bastón de mando, el centurión corrigió la
posición de sus soldados, para que la formación fuese perfecta, y Rufo jugueteó
nervioso con un extremo de la guarnición del elefante, y se agachó para mirar por
debajo de su vientre y ver así al emperador aproximándose.
Calígula caminaba con paso firme al frente de la comitiva, magníficamente
vestido con una toga de un encendido rojo púrpura, y con una corona de hojas de
laurel sobre su cabeza medio calva. Detrás de él, casi trotando para no quedarse
rezagado, caminaba un hombre bajito y gordezuelo, en forma de tonel, al que Rufo
creyó reconocer, junto con un oficial legionario de larga zancada en cuyo pecho
brillaban las insignias de los ingenieros. A los dos lados de tan desparejada comitiva
caminaban sendas hileras de pretorianos, de manera que el pequeño grupo parecía
llevar a alguien detenido.
Sólo cuando ya se encontraban más cerca Rufo supo por fin quién era el hombre
bajo y gordito. Se trataba del constructor del puente, según la información que
Narciso le había proporcionado. Era el hombre que había sido capaz de convertir en
realidad lo que el emperador había soñado.
¿Por qué razón se dirigían hacia su establo?
Calígula no se detuvo hasta plantarse junto a Bersheba, y la observó, aprobando
su aspecto con la mirada. Nunca le había parecido a Rufo que el emperador estuviese
tan sano como aquel amanecer. El brillo enfermizo de la piel, que tantas veces le
hacía parecer un inválido, o un hombre disoluto, había desaparecido, y la mirada, que
Rufo recordaba como terriblemente opaca, tenía la luminosidad de unas pupilas
azules y brillantes. No iba vestido en absoluto como alguien que está a punto de
participar en los juegos esa misma mañana, pero tenía aspecto de atleta.
—Una bestia magnífica, ¿a que sí? —dijo Calígula, como si no hablase con nadie
en especial. Hizo indicaciones a sus dos acompañantes, diciéndoles que se acercaran
—: Coriolano, Sulpicio, os advertí de que llegaría este día. ¿Ahora me creéis?
El más bajo de los dos acompañantes descargó su peso en la otra pierna, como si
fuese el paso de una danza salvaje.
—J-jj-jamás hemos dudado, César, jamás —graznó.
El oficial de la legión permaneció en silencio, pero Rufo se fijó en que prestaba
una gran atención a Bersheba, y que en su frente se dibujaba una «v» de
concentración.
—¿Qué opinas, Sulpicio? ¿Cuánto debe de pesar? ¿Sigues estando seguro de que
resistirá? —La voz de Calígula adquirió ahora un tono desafiante que a Rufo le dejó
más que preocupado. Comenzaba a entender que Bersheba y él iban a encontrarse

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metidos en medio de un gran acontecimiento, y la perspectiva no le gustaba en lo más
mínimo.
La respuesta del oficial consistió en un encogimiento de hombros, como si eso
fuese algo que a él no le preocupaba.
—No me atrevo a decir cuánto puede pesar esa bestia, pero tampoco me
preocupa. El puente resistirá perfectamente.
—Mejor será… ¿Y qué dices tú, Marco Petronio Coriolano? ¿Resistirá? Es más,
¿te apuestas la vida a que va a resistir?
El rostro del hombre bajito se puso casi tan rojo como la toga del emperador, y
con aquel color y los ojos saltándosele de las órbitas, daba toda la sensación de que
estuviese dándole un ataque.
Calígula emitió un gruñido de fastidio:
—A ver si alguien le ayuda. No quiero que se nos muera ahora. Aún no. Eh, tú —
dijo señalando a Rufo—, síguenos, trae contigo a mi elefante.
Y el emperador emprendió el camino hacia el bosquecillo, seguido de cerca por
Bersheba, Rufo y la escolta de pretorianos. Rufo ya había comprendido en qué
consistían los planes del emperador, y temía tanto por sí mismo como por Bersheba.
Era la elefanta la que iba a probar el puente. Ella iba a ser la primera en cruzarlo.
Trató de recordar las dimensiones exactas de los troncos que sostenían la plataforma,
el grosor de las tablas que formaban el piso. Se preguntó si los ingenieros y soldados
de la Decimocuarta legión habían hecho bien su trabajo. ¿Resistiría? Esa era la
cuestión. ¿Resistiría el puente tanto peso? Imaginó por un instante a la pobre
Bersheba cayendo a plomo hasta el suelo rodeada de maderos quebrados bajo su
peso. Le pareció incluso oír el ruido de sus huesos partiéndose con el impacto, sus
gritos de agonía.
¡No, no iba a permitirlo! Y sin embargo, se encaminaban hacia allí. El emperador
llegó junto al puente, y les contó su plan al arquitecto y al ingeniero. Rufo sabía que
no podía elegir. Si se negaba, Calígula daría órdenes a cualquiera para que se la
llevara al puente y la hiciera cruzar, y él sería hombre muerto.
Mientras esperaban, aprovechó para estudiar de nuevo aquella estructura. Se
quedó casi sin aliento. Allá abajo, en el suelo, los edificios más grandes parecían
flotar en medio de un mar de rostros vueltos hacia arriba. Todas las calles estaban
repletas de gente, las posiciones más elevadas que permitían albergar espectadores se
encontraban atestadas, a rebosar. Los más atrevidos y más ágiles habían trepado hasta
la azotea de la basílica Julia. Daba la sensación de que todos los romanos, desde el
más importante senador hasta el más humilde pordiosero, estuvieran decididos a ser
testigos de aquel acontecimiento histórico.
—Venga, Coriolano, adelántate tú. Sé el primero. Pero camina con paso leve, que
pesas casi tanto como este animal. —El emperador le dio al gordo un empujoncito—.

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Pero ve despacio y no te alejes demasiado, no vaya a ser que hayas cruzado al otro
extremo cuando el elefante comience a caminar por el puente. Y le sigues tú,
Sulpicio.
El legionario no necesitó que le animaran a obedecer. Sus sandalias de planta
claveteada arrancaron de las tablas un sonido alegre cuando comenzó a caminar por
ellas, mientras Coriolano le aguardaba algo más adelante, hecho todo él un temblor.
La actitud del legionario daba a entender que todas aquellas pruebas eran una simple
pérdida de tiempo. Rufo notó un rayo de esperanza. Aquel hombre estaba muy seguro
de lo que había hecho. Confiaba en el trabajo de sus hombres.
—Venga, chico, ¿a qué esperas? Monta en el elefante de una vez.
Rufo miró a Calígula, sin moverse aún.
—Deprisa —dijo el emperador—. La muchedumbre aguarda.
Rufo le hizo a Bersheba la señal de que debía agacharse, pues al doblar las
rodillas él podía poner el pie en una de ellas y así encaramarse sobre su cuello.
Bersheba obedeció, agachó la cabeza, y Rufo se agarró a la oreja de la elefanta para
ayudarse.
—¡Espera!
¿Y ahora qué pasa?, se preguntó. Tenía ganas de superar la prueba de una vez,
fueran cuales fuesen las consecuencias.
—Primero me monto yo.
¿Se puede saber…? Entre las filas de los pretorianos brotó un reprimido
murmullo de asombro. Además de Rufo, esa mañana había mucha gente que iba de
sorpresa en sorpresa.
—César —dijo el comandante de la guardia, incapaz de contenerse—… ¿No es
una impru…? —No se atrevió a concluir la frase. La sola posibilidad de que
ocurriese… era terrible—. El emperador es demasiado importante para Roma, para su
pueblo…
Calígula se arremangó la toga, se desprendió de su calzado de sendas patadas, y
se dispuso a montar a Bersheba. Dirigió una mirada a Rufo, y sus ojos azules le
atravesaron como dos saetas.
—Chico, ayúdame, pero como te propases y no mantengas el respeto debido, te
haré cortar la cabeza. —Se volvió de nuevo al jefe de la guardia—. Fiel Petronio,
agradezco tu preocupación —dijo en un tono sobremanera teatral—. ¿Pero crees que
puedo pedirles a estos dos que arriesguen sus vidas si no estoy yo también dispuesto
a compartir el riesgo con ellos? Hace un bello día para dar un paseo montado en este
animal, y el pueblo espera impaciente. ¿No les oyes? Se están impacientando de
verdad.
Rufo se quedó pasmado ante la actuación…, pues se trataba de una auténtica
actuación. Ahí estaba Calígula, el hombre que gobernaba el imperio más vasto de la

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tierra, dispuesto a poner en peligro su vida en una demostración de osadía ante una
multitud de súbditos. Y todo por nada.
No tuvo apenas tiempo de considerar la situación, porque el emperador apoyó la
mano en su hombro para apoyarse en él y poner los pies encima de la pata del animal.
Y con mucha habilidad logró encaramarse sobre el elefante hasta ponerse a
horcajadas sobre su cuello. Una vez montado, miró a Rufo, que seguía aguardando
junto a la enorme rodilla de Bersheba.
—Sube, chico. No sé cómo dirigir los pasos de esta bestia. Esto no es un
carruaje…
Rufo se aclaró la garganta carraspeando sonoramente.
—Necesito un espacio, César… Tengo que sentarme delante, necesito sólo un
palmo… y yo la conduciré.
El emperador frunció el ceño pero no rechistó. Se echó un poco para atrás,
dejando sitio para Rufo, y éste se alzó de manera atlética hasta sentarse sobre el
cuello de Bersheba, con Calígula tan pegadito a él que notaba su aliento en el cuello.
—¡En marcha! ¡Por Roma y por el Imperio!
Aquel hombre del que dependían tantísimos súbditos estaba encantado de la
situación, animadísimo y expectante.
Rufo apretó las rodillas contra el costillar de Bersheba, y le dio un golpecito en el
hombro izquierdo, indicándole así que se enderezara y girase enseguida de manera
que pudiese colarse entre los postes que señalaban el comienzo del puente. Coriolano
y Sulpicio se pusieron a caminar, el uno inseguro, el otro confiado. No tenían
suficiente estatura para que la muchedumbre de espectadores alcanzara a verles por
encima de las barandillas, pero cuando la cabeza del emperador resultó visible
encima de Bersheba, el murmullo de la gente creció en intensidad. Y Rufo les vio, de
la misma manera que ellos les veían, a millares. Bersheba estaba dando los primeros
pasos por el puente, y el murmullo se convirtió en una multitud de gritos de
incredulidad y pasmo, hasta que las muestras de incredulidad dieron finalmente paso
a un griterío entremezclado de vítores.
Bersheba se agitó con cierta inquietud y, al notarlo, Rufo se puso a hablarle en
tono tranquilizador, a pesar de que estaba seguro de que no iba a poder oírle por
encima del estruendo de aquel clamor de las masas, pero convencido al propio tiempo
de que la sola vibración de su voz sería suficiente para que el animal no perdiera la
calma. Los primeros pasos condujeron a la elefanta por una ligera pendiente hacia
arriba, y al final de la leve cuestecilla se extendió ante ellos toda la longitud del
puente propiamente dicho, una avenida dorada de diez pasos de ancho, con
fragilísimas barandillas a los dos lados. Al principio era sencillo, pues la altura del
puente sobre la falda del monte Palatino era escasa. Pero conforme Bersheba
avanzaba, la distancia entre el puente y el suelo creció rápidamente y lo que al

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principio daba la sensación de ser una plataforma muy sólida se transformó en una
precaria cuerda floja que producía vértigo por la creciente altura. Rufo miró por
encima de los tablones y la barandilla, y la cabeza empezó a darle vueltas. Diez mil
rostros incrédulos le miraban desde cada vez más lejos. Mirando al frente, el puente
parecía bambolear y balancearse lateralmente. Tenían que volver atrás. De manera
instintiva, bajó la mano. Quería ordenarle a Bersheba que diera media vuelta, aun a
sabiendas de que no tenía espacio suficiente para realizar la maniobra. De repente
notó que dos brazos le rodeaban por la cintura, y que la voz inesperada de Calígula le
hablaba al oído.
Calígula reía, disfrutaba increíblemente.
—Míralos, cómo me adoran. Los cónsules, los senadores y los nobles puede que
me odien y que traten de impedir que construya mis grandes obras, pero no importa.
Porque ellos, míralos bien, ellos son el verdadero poder de Roma. Bastaría una sola
palabra mía para que derrumbasen el Senado, piedra a piedra, sepultando a sus
ocupantes entre los escombros. —Apretujó las costillas de Rufo y prosiguió—: ¿No
me has oído, chico? ¡Has visto cuánto me aman!
Y rió de nuevo y soltó un brazo para saludar a la multitud con un airoso
movimiento de su mano, mientras contemplaba el mar de rostros cautivados que le
miraban desde abajo. Y Rufo comprendió al fin que el emperador estaba hablando
con él. No lo hacía a la manera de Drusila, cuyas palabras apenas pretendían rebotar
en él, sino que Calígula hablaba con él, esperaba que le prestase su atención.
Un tablón gimió en protesta bajo el enorme pie de Bersheba, y el cuerpo entero
de Rufo se puso en tensión, temiendo que en un instante el puente entero se hundiese
debajo de ellos, precipitándolos a la muerte. Vio la fuente en la que Castor y Pólux
abrevaron a sus caballos, y, al lado, el templo dedicado a ellos, que desde esa altura
parecía diminuto. A la izquierda asomaba el nuevo templo que Calígula ordenó
empezar a construir en honor de Augusto, el dios-emperador. A la derecha, detrás de
la casa de las vestales, se extendían los suburbios de Roma hacia la lejanía.
Calígula aflojó una de las manos con las que se sujetaba a su cintura, y le dio
unos golpecitos en el hombro, como tranquilizándole.
—No te preocupes, chico, conmigo no correrás ningún riesgo. Hoy no voy a
morir. Tengo demasiado que hacer para eso. Convertiré Roma en una ciudad
grandiosa y la gente se maravillará viéndola durante mil años. ¿Ves esos edificios? —
añadió, señalando por delante del pecho de Rufo hacia el foro, que comenzaban a
vislumbrar en la distancia—. Son poca cosa comparados con los templos y edificios
que voy a construir. Y habrá muchos más. Cada ciudadano romano tendrá una casa
que merecerá el nombre de casa. No vivirán en esos barrios y esos edificios que
arderían a la que saltara la primera chispa. Tendrán casas auténticas. Casas de piedra,
con agua que llevarán hasta ellas los nuevos acueductos que he encargado construir.

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Y habrá un circo nuevo, de diez pisos de altura, e incluso los más ancianos, los que
fueron testigos de los juegos de Augusto, se quedarán boquiabiertos viendo los
espectáculos que les voy a preparar.
»Pero antes he de librar de obstáculos mi camino. Librarlo de los obstáculos
humanos. No sabes lo afortunado que eres, Rufo, el cuidador de mi elefante, no sabes
lo afortunado que eres habiendo nacido esclavo. Porque tú no has de preocuparte de
casi nada que no sea el cuidado de este magnífico animal. Yo, en cambio, tengo que
cuidarme de un imperio enorme. Tengo que alimentar a un millón de bocas, pagar a
los ejércitos, construir templos y palacios que me garanticen la inmortalidad. Y, sin
embargo, cada vez que me vuelvo a mirar a cualquier lado no encuentro más que
aplazamientos, obstáculos. Ellos creen que no sé quiénes son, pero mis ojos lo ven
todo. Drusila —y al oír pronunciar su nombre, Rufo tembló— quiere que los mate a
todos. Pobrecita, está enferma, sabes, pero utiliza todas las fuerzas que le restan para
advertirme en contra de ellos. A veces pienso que está bastante loca. Me dice los
nombres de tantos enemigos que llega a confundirme. ¿Cómo es posible que sean
tantos los que me odian? ¿Y por qué? ¿Por culpa de Gemelo? No entiendo que
Tiberio no comprendiese, precisamente él, que Roma no puede ser gobernada por dos
personas, que ha de estar dominada por una sola mano, y una mano que sea muy
fuerte. Si no hubiese matado a mi primo, él me hubiera matado a mí. ¿De qué se
quejan? ¿De que me gasto su dinero? ¿Y qué sería de un emperador que no pudiese
dejar su marca personal en el imperio que gobierna? Dejaré mi marca en forma de
edificios y grandes acciones, pero ni siquiera eso basta. Tiene que ser mucho más. Mi
padre, Germánico, debería haber sido emperador antes de que yo lo fuera, y mi huella
ha de ser doble, la suya y la mía. Fue un gran hombre, y un hombre bueno. Quizá yo
no sea tan bueno como él, pero demostraré hasta dónde llega mi grandeza.
Los pasos medidos de Bersheba les condujeron hacia donde el puente avanzaba
por encima de la Vía Sacra, por el borde del foro, girando bruscamente hacia la
izquierda. A pesar de sí mismo, Rufo había empezado a disfrutar con aquella
experiencia. Cada vez estaba más claro que el pequeño arquitecto y el ingeniero de la
legión habían conseguido realmente construir un puente sólido, capaz de soportar el
peso de una docena de elefantes. Estando allí arriba Rufo notó una sensación de
soledad muy marcada, a esa enorme altura por encima del mundo de verdad, te
sentías superior y distante, pese a que los miles de rostros seguían mirando
embelesados hacia arriba, sin perder detalle. Rufo disfrutaba de su posición, junto al
emperador. Aún se sentía preocupado a veces, todavía permanecía inquieto temiendo
que hubiese un repentino cambio de humor en aquel hombre joven cuyas piernas
desnudas rozaban las de él. No podía olvidar al monstruo de mirada fría que
disfrutaba viendo cómo otros seres humanos eran devorados vivos por los animales
del circo. Sin embargo, en aquellos momentos ese otro Calígula no parecía

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encontrarse presente. El hombre que estaba sentado a su espalda era el Calígula
misericordioso al que los romanos adoraban.
Llegaron a un punto desde el que ya se veían las columnas del Senado. Rufo
distinguió las filas de senadores, con sus blancas togas, esperando en las escaleras de
la fachada. Oyó suspirar a Calígula junto a su oreja.
—En esto debe de consistir eso de ser dios. Estar por encima de todo y de todos.
Bajar la vista y saber que una sola voz tuya, una sola orden, lo barrería todo de golpe.
Ojalá fuese así. Y qué pena que este recorrido tenga que terminar tan pronto. Me ha
gustado estar contigo y con tu elefante, chico. Porque de nuevo tendré que verme otra
vez rodeado de buitres. Mira hacia allí, mira cómo comienzan a verse sus picos
afilados. Las cosas podrían ser distintas. Cómo añoro los viejos tiempos de campaña
con mi padre, aquellos días en los que los hombres honestos me trataban como a un
hombre honesto, y eso que yo no era más que un chiquillo. Me vestía con la túnica
escarlata, y cuando me ponía en fila con ellos no calzaba soccus de seda como los
romanos, sino las mismas caligae, las mismas sandalias de legionario que usaban
ellos, y por eso me pusieron este sobrenombre. Pero ahora Calígula debe volver a ser
el emperador —dijo, y su voz adquirió al final una firmeza distinta cuando Bersheba
inició el descenso por el puente, que formaba una suave rampa hacia el final de su
dorada estructura.
—¿Y si diéramos media vuelta y nos volviéramos atrás? —dijo repentinamente,
pillando a Rufo por sorpresa.
Y el emperador rió, soltó una carcajada que mostraba auténtica diversión de sólo
pensarlo.
—¡Ojalá! Sería maravilloso que pudiésemos quedarnos aquí arriba, en el puente,
para que me adorase el pueblo hasta la puesta de sol. Pero no me está permitido.
Haremos que tu elefante ocupe mi lugar, que él haga de dios. Este animal le ha
rendido un gran servicio a su emperador. Y merece pasarse el día entero al sol,
venerado por todos.
Cuando llegaron a la escalera de entrada al Senado, Rufo ordenó a Bersheba que
doblara las rodillas. El emperador se dejó caer suavemente por su costado hasta llegar
al suelo, donde le rodearon los miembros de honor de la guardia pretoriana. Entre sus
rostros severos Rufo distinguió los bellos rasgos de Cupido.

***

Horas más tarde Rufo entró en el cuartel de la guardia y fue a buscarle.


—Has conocido un aspecto del emperador que pocos han visto —reconoció
Cupido—. Podría ser un gran emperador y un hombre magnífico, pero no te dejes
engañar por lo que ha ocurrido hoy. En un instante puede pasar de ser así a

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convertirse en un monstruo. Yo he sido testigo de esos cambios bruscos. Todos los
habitantes de palacio, incluso aquellos de los que él dice que son sus favoritos,
incluso los miembros de su Guardia Pretoriana, se mueren de miedo por dentro
cuando tienen que acudir ante su presencia, porque ninguno de ellos sabe a qué
Calígula encontrarán. Ya has visto las actitudes de los que están más próximos. No
solamente Apeles es un actor. Todo el mundo interpreta un papel, incluso Protógenes,
el único en el que realmente confía.
—¿También le teme Querea, tu comandante?
—El más que nadie. Calígula sabe que la única verdadera garantía para su poder
es la Guardia Pretoriana, pero eso no significa que esté completamente seguro de que
los guardias le son fieles. Por eso hay dos cuerpos diferentes de pretorianos.
—¿Hay dos? —dijo Rufo, perplejo.
Cupido asintió con la cabeza:
—Por un lado están los Lobos. Por otro, los Escorpiones. Los italianos están al
mando de Querea, y se les reconoce porque llevan el símbolo del escorpión en la
coraza, sobre el pecho. Y a mí, que soy germánico, me distingues por el emblema del
lobo que resalta en mi propia coraza. Calígula juega a enfrentar una facción contra la
otra, y ninguna de las dos sabe de cuál se fía más en un día concreto. Pero, amigo
Rufo, recuerda siempre una cosa: cuando veas el símbolo del lobo, estás entre
amigos.

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24
Al cabo de una semana de la excursión por el puente, Rufo experimentó otro de
esos instantes en que parecía que el corazón se le paraba de golpe, pues fue
convocado nuevamente a palacio. Los pretorianos que le comunicaron la orden le
llevaron una túnica blanca de tejido muy fino, y le dijeron que se lavara y se vistiera
con ella. Era la primera vez que ocurría una cosa así.
Después le escoltaron a una suntuosa habitación situada en las profundidades del
palacio, y una vez allí vio a Calígula tendido en una tumbona desde la que dominaba
a un grupo de hombres y mujeres de la nobleza, todos ellos ataviados con elegancia.
Al ver a Rufo, el emperador se puso en pie, y le saludó con la sonrisa dura y salvaje
de un gran felino que acabara de descubrir un nido lleno de pajarillos recién nacidos.
—Por fin llega nuestro invitado. He decidido que, como reconocimiento por los
servicios que le has prestado a esta casa, ha llegado el momento de que te cases y que
engendres una dinastía de niños, que serán los futuros cuidadores de los elefantes del
emperador. Ya lo ves, he reunido aquí a las mejores familias de Roma porque quiero
que sean todos ellos testigos del acontecimiento, y que de esta manera se haga todo
con los honores que mereces. Voy a mostrarte a tu novia.
Dio un par de palmadas, y Rufo se giró. A través de las columnas de la entrada de
aquella estancia, entró un ser bellísimo.
Tanto, que Rufo pudo ignorar las risotadas que saludaron su entrada en la sala.
Llevaba un sencillo vestido blanco que contrastaba con el tono dorado de su piel
color de miel, y la ropa caía sobre su cuerpo de forma que hacía resaltar las elegantes
curvas de su cuerpo, divinamente proporcionado. Se le notaban los volúmenes de
unos pechos que sorprendían por su gran tamaño, y sus curvas magníficas descendían
luego hasta una cintura elegante y estrecha, y después se insinuaban más abajo unos
muslos fuertes de bailarina. Llevaba el pelo, muy rubio, peinado hacia atrás, para
dejar despejado su rostro de ninfa, con un par de rizos que caían a ambos lados de
una frente ancha bajo la que un par de grandes ojos miraban atemorizados. El
emperador, que se esforzaba por mantener una expresión solemne en medio de
aquellas risas que las paredes repetían en un intenso eco, le dio instrucciones de que
se aproximara, y la condujo al lado de Rufo, y una vez allí acompañó la delicada
mano de aquella criatura hasta unirla a la del esclavo.
Aquella joven era un ser diminuto, su cabeza apenas llegaba a la altura de la
cintura del joven.
La ceremonia nupcial no fue muy ortodoxa. Calígula, actuando como sumo
sacerdote, trató torpemente de combinar el recitado de tiernos poemas de amor con
brutales referencias a la enorme diferencia de estatura entre los contrayentes, y no
utilizó ninguna de las formalidades propias de aquella clase de ceremonias, ni utilizó

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el velo de color rojo fuego ni tampoco el tradicional nudo de Hércules.
Al principio Rufo tuvo la sensación de que contemplaba la ceremonia desde lo
alto de la estancia, como si el protagonista no fuese él, sino otro joven. Hasta que de
repente la realidad de lo que estaba pasando le golpeó con la contundencia de un
tremendo martillazo. Le estaban tomando el pelo. La mujer que tenía que haber
estado allí en ese momento era Emilia, en lugar de… de… Tuvo la sensación de que
estaba a punto de desvanecerse, pero hizo un esfuerzo por evitarlo. Miró al
emperador, que seguía impertérrito oficiando la ceremonia, y se quedó pasmado
observando el cambio que se había producido en él en apenas siete días. Aquel joven
tranquilo de voz amable que montó con él a lomos de Bersheba había desaparecido.
¿Dónde estaba aquel gobernante preocupado por sus súbditos, dónde el Calígula que
hablaba apasionadamente del pueblo que tanto le quería? Los ojos de este otro
hombre brillaban de forma antinatural, y tenía la piel tan blanca como harina recién
amasada. Y cuando reía, lo hacía de forma cruel, como sólo podía reír un déspota.
Lentamente, pero sin cesar, el resentimiento que había sentido antes Rufo se fue
transformando en ira. Es cierto, era un esclavo y como tal debía someterse a los más
mínimos caprichos de su amo, pero ni siquiera a un esclavo había por qué someterle a
una humillación como aquélla: se le había convertido en el hazmerreír de los peores
instintos de aquella gente, y se encontraba tan impotente como un oso rodeado de
perros de caza. Alzó la cabeza y miró la expresión del emperador, que clavó en los
ojos de Rufo su mirada de burla, mientras sus labios se torcían en una expresión de
desprecio. Rufo sintió por primera vez en su vida auténtico odio. Tengo ganas de
matarle, pensó. Tengo ganas de cogerle el cuello entre mis manos y apretar y no
soltarle hasta que haya exhalado el último aliento. Vio los ojos burlones que se
entrecerraban, ocultando entre sombras el azul de las pupilas, y comprendió
escandalizado que Calígula estaba leyéndole el pensamiento, que le desafiaba a hacer
lo que había deseado hacer. Y en ese mismo instante, la ira que Rufo sentía se
transformó en una euforia loca y osada. Los guardias que permanecían apoyados en
las paredes de la sala no importaban en lo más mínimo, y los demás testigos
desaparecieron en una neblina confusa y amorfa. En aquella sala sólo había dos
personas, y una de las dos tenía que morir.
Oyó un respingo que interrumpió sus pensamientos. Bajó la vista y vio la mueca
de dolor que asomaba en el rostro de la chica, y comprendió que le había apretado su
mano con tanta fuerza que le había causado un terrible dolor, y estaba a punto de
partirle los dedos. La pequeña le devolvió la mirada, pidiéndole clemencia de forma
desesperada. Había percibido la tensa violencia que había entre aquellos dos
hombres, y sabía que eso acabaría significando su propia muerte. Rufo vaciló, un
instante apenas. ¿Se atrevería a poner en peligro a aquella criatura? Esbozó en el
rostro una sonrisa triste y vio que ella se relajaba. También Calígula lo notó, y soltó

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una risotada. Había pasado todo. Rufo volvía a ser un esclavo.
Fue un alivio para la pareja que se los llevaran de allí antes de que comenzara el
banquete nocturno.
Cuando sus guardianes les dejaron solos, se encontraban en la cochambrosa
habitación situada detrás del establo de Bersheba. La pequeña mujer estaba encogida
en un extremo del catre, lo más lejos posible de Rufo pese a lo exiguo de la cama, y
ponía cara de niña asustada, más que en ningún momento anterior. Rufo supo que
tenía que hablar con ella, tranquilizarla como fuera. Cualquier otro hombre habría
prometido en ese momento protegerla para siempre. Pero Rufo no encontraba
palabras que pudiesen sonar sinceras, ni promesa que se sintiese capaz de cumplir.
Era como si le hubiese seguido hasta su casa una cría abandonada en la calle, y que se
negara a irse, bajo ningún pretexto. Era guapa, sin duda, pero no podía ignorar que
era una… Se esforzó por encontrar un término que no fuera ofensivo, que no le
hiciese parecer tan cruel como el emperador, y tuvo que abandonar sus esfuerzos. No
sentía por ella apenas nada, simplemente cierta simpatía. Ella no había pronunciado
palabra. Rufo se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba.
—Livia —dijo ella, como si leyera sus pensamientos. Tenía la voz suave, y un
acento extraño cuya procedencia no le resultaba familiar.
—Yo soy Rufo, el cuidador del elefante del emperador.
—Entonces, ¿ése es el olor que noto? Pensaba que alguien había vomitado cerca
de aquí.
Se volvió hacia la pared y se enroscó un poco más, abrazándose como para
protegerse. Por un momento Rufo se sintió abrumado por una mezcla de compasión y
preocupación, y se levantó, dispuesto a sentarse junto a ella en el catre para brindarle
consuelo. Pero algo se lo impedía, algo le prohibía dar ese paso, y se detuvo a mitad
de camino. Dio media vuelta, abrió la puerta que daba al establo, y pasó su noche de
bodas solo, rodeado del dulce olor del heno, y espantando insectos, al lado de
Bersheba.
Por la mañana dio de comer a la elefanta, la lavó, y la sacó a hacer un poco de
ejercicio por el bosquecillo. Cuando regresó al establo vio a la diminuta Livia
observándole desde la entrada, y se acercó con Bersheba hacia ella.
—¡No! —gritó la joven, retrocediendo, presa del pánico.
—No debes temer a Bersheba —dijo él, tranquilizándola—. Es muy grande, pero
inofensiva. No te hará daño.
—¡Qué sabrás tú lo que es hacer daño! —soltó ella, y dio media vuelta para
esconderse en la casa, cerrando la puerta de golpe tras de sí y dejando a Rufo perplejo
ante la terquedad de las mujeres.

***

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Pasaron todo ese día, y el siguiente, manteniendo una especie de batalla silenciosa
en la que ninguno de los dos podía derrotar al otro. El imaginaba que ella quería
decirle algunas cosas, pero que o bien el orgullo, o la tozudez, le impedían decir nada.
Estaban en la casa que había sido el hogar de Rufo mucho tiempo, y era un sitio
humilde pero agradable, al que él ya se había acostumbrado. En cambio, para ella era
un sitio desconocido, plagado de amenazas en potencia, extrañísimo, y con la
presencia constante de la gigantesca elefanta con la que compartían el recinto. Pero el
silencio, como las promesas, se rompen tarde o temprano. No iban a poder vivir
juntos en un espacio tan reducido sin hablar nunca, al menos con ademanes, y los
ademanes acabarían conduciéndoles a las palabras.
El tercer día, cuando cenaban juntos, ella empezó a hablar de sí misma, y Rufo
descubrió muchos detalles en poco tiempo. Livia dijo que nació en Aquea, que tenía
más o menos veinte años, que había llevado una vida de nómada, y que últimamente
trabajaba con un grupo de acróbatas, de los que era la principal figura.
Rufo siguió durmiendo en el establo, y al principio soñaba por las noches con
Emilia. Pero llegó un momento en el que, en medio de sus reflexiones nocturnas, el
cuerpo suave de Emilia fue reemplazado por otro cuerpo más pequeño y delicado.
También notó cierto cambio en Livia, y la noche en que ella extendió el brazo para
retenerle, justo cuando él se iba a dormir fuera del cuarto, no le pilló completamente
de sorpresa.
Fue la propia Livia quien tomó la iniciativa. Le cogió de la mano y le condujo al
catre, y allí le empujó suavemente hasta que lo tumbó de espaldas. Y después, sin
llegar nunca a mirarle a los ojos, se quitó la ropa encogiendo los hombros para que se
deslizara hacia el suelo por todo su cuerpo, y se quedó delante de él, desnuda.
El se quedó en trance. Nunca había visto nada tan perfecto. La belleza de Livia
quitaba el aliento, y al mismo tiempo le aterraba. Si Calígula se daba cuenta del favor
que había hecho a los dos miembros aparentemente contrapuestos de aquella pareja,
los separaría por la fuerza.
Livia le miró a los ojos por vez primera, y enseguida entendió en qué pensaba
Rufo.
—Ven —dijo ella—, aprovechemos el tiempo que esto dure.
Se tumbaron uno junto a otro, pegadas las mejillas, pequeño y vulnerable el
cuerpo de ella, pero también suave y cautivador, muy junto al de él. Rufo la apretó
contra sí, e inclinó la cabeza para besarla. Ella apoyó la mano en sus labios.
—Antes, debes saber algunas cosas —susurró Livia—. He vendido mi cuerpo.
Fueron unos hombres los que lo vendieron. A pesar de mi talla, o tal vez a causa de
ella, los hombres me han deseado siempre. He sido utilizada de formas que me
repugnan y que te harían vomitar. Si vamos a estar juntos y a seguir juntos, es
necesario que lo sepas.

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Rufo notó que a Livia se le había humedecido la mejilla, y también brotó una
lágrima de los ojos de él, y se mezcló con el llanto de ella. Y cuando el gris del
amanecer comenzó a asomar en las grietas de las tablas que formaban la pared del
cuarto, fue la cabeza de ella la que se alzó hasta la de él, y ya no había frontera que
les impidiese besarse.
Al comienzo Rufo la trató como si fuese una muñeca muy frágil, temiendo que su
mayor tamaño y gran fuerza pudiesen hacerle daño. Pero muy pronto tomó
conciencia de que Livia, a su modo, era tan fuerte como él, y que para ella el tamaño
de Rufo, en todos los sentidos, era una fuente de placer. Y ella le enseñó algunas
cosas acerca de su propio cuerpo, y acerca del de él, que jamás en la vida hubiese
podido descubrir.
Las semanas siguientes quedaron para siempre en la memoria de Rufo como una
especie de interminable verano. Cada día traía consigo nuevas razones para estar
agradecido, y cada noche nuevos motivos para maravillarse. Livia era un ser lleno de
contradicciones. Averiguó eso, y supo también que, si bien deseaba ser amada, no
soportaba que la agobiasen como si no pudiera valerse por sí misma. Cuando él
trataba de ayudarla a llevar la casa, ella le sacaba los dientes, furiosa como un perro.
Minutos más tarde, sin embargo, aparecía una Livia muy distinta, y entonces parecía
disfrutar como nadie del afecto que recibía, y combinaba la pasión y la compasión de
un modo que dejaba a Rufo perplejo, sin fuerzas.
Estaba decidida a demostrar que podía ser la mejor esposa y la mejor amante.
Libró una dura batalla contra la inmundicia en la que Rufo había vivido como si tal
cosa, y se convirtió en un pequeño torbellino capaz de limpiarlo todo con enorme
energía, y a pesar de la escasez de los recursos de que disponía se las compuso para
convertir la pequeña habitación que había detrás del establo en un auténtico hogar.
Sólo una cosa se interpuso entre los dos.
—¿Y por qué razón hemos de seguir viviendo junto a este animal maloliente? —
preguntó un atardecer, cuando estaban los dos tumbados, muy juntos—. Gozas del
favor del emperador, ¿no podrías pedirle que te asignara cualquier otra tarea?
—No, no. Bersheba es cosa mía. Es muy…
Livia le tapó la boca con la mano, y, riendo, se montó encima de él.
—¿A quién quieres más, a tu elefanta o a mí?
Rufo dudó un instante, y un instante fue un tiempo excesivo.
—¡Quieres más a tu elefanta!
Daba igual lo que a partir de ahí pudiese decir él. Nada cambiaría la opinión que
Livia se había formado. Rufo no tenía más remedio que demostrar que se equivocaba.
Así que a la mañana siguiente, cuando se levantó del catre, estaba completamente
agotado. Había que admitir que Bersheba no era tan complicada como ella.
Ahora bien, los elefantes se acostumbran a que las cosas se hagan siempre de

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manera muy regular, y si no ocurre así, si un elefante tiene la impresión de que lo
tienen medio abandonado, sus malos humores pueden llegar a ser terribles, y su
morriña, incurable.
Bersheba no hacía el menor caso a Rufo cuando éste la saludaba. El se preguntó
si no le habría tal vez faltado comida. Hacía mucho tiempo que le tocaba comer. Se
volvió de espaldas al elefante y comenzó a coger hierba para irla poniendo en el
comedero. Mientras lo hacía, se distrajo pensando en lo que había ocurrido con Livia
durante la larga noche pasada, concentrándose en la suavidad aterciopelada de su
piel, la picardía con la que con sus pequeños dientecillos le mordieron el labio en el
momento en que los dos a la vez alcanzaban la culminación de su pasión en el
momento perfecto…
De repente se encontró con que estaba tumbado de espaldas contra el suelo, y las
vigas del tejado parecían dar vueltas sobre él, dejándole completamente mareado.
¿Qué había ocurrido?
Cuando el mundo dejó de dar vueltas a tanta velocidad, trató de ponerse en pie,
sin conseguirlo, porque a la que se sostenía sobre una pierna, la otra le fallaba, y
volvía a caer sentado al suelo, donde se agarraba la cabeza con ambas manos.
Cuando la cabeza pareció tranquilizarse un poco y alzó la vista, se encontró con
que Bersheba estaba a su lado, gigantesca, amenazadora, agitando la trompa de
manera rítmica. Temió que le golpeara de nuevo, pues ahora ya comprendía que
cuando pensó que se le había caído el techo del establo en la cabeza, era simplemente
que la elefanta había descargado contra él un golpe con su musculosa y larga trompa.
Los movimientos de la trompa cesaron, y la elefanta enroscó su apéndice en el brazo
de Rufo y, suavemente, le puso en pie.
Rufo sacudió apesadumbrado la cabeza y se encaminó al lugar donde guardaba la
fruta.
—Te pido perdón, poderosa Bersheba.
Puso una manzana medio aplastada en el hueco que se formaba en el extremo de
la trompa, y añadió:
—Veo que no será tan fácil como imaginaba cuidar de mis dos damas
adecuadamente. Pero he aprendido la lección.
Bersheba soltó un ronquido, aceptando las disculpas, y volvió al heno. Rufo abrió
la doble puerta y dejó que penetrara en el recinto el luminoso sol de la mañana, y sus
rayos se reflejaron en las nubecitas de polvo que se alzaban del suelo. Se sintió feliz,
disfrutando de los pequeños placeres de la vida y salió al exterior, donde respiró
profundamente el aire limpio del bosquecillo, hasta que ya no le cupo más aire.
—¿Es posible que la luna de miel pueda terminar tan pronto?

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25
Lucio, el oficial de la guardia que había llevado a Rufo junto a Drusila, estaba
sentado en la hierba húmeda del amanecer, apenas a una docena de pasos de Rufo, en
la dirección del palacio. No parecía tener la menor prisa por levantarse, sino que
permaneció tumbado, mirando la mar de feliz hacia el cielo. Rufo se le acercó, se
quedó un momento en pie a su lado, comprendió finalmente que su actitud era como
de tonto, y se tumbó en el suelo junto al militar.
—Qué limpio y puro está todo en mañanas como ésta, ¿verdad? Lo que ocurrió
ayer, fuera lo que fuese, ha quedado borrado para siempre y el nuevo día está cargado
de promesas. Me recuerda los momentos anteriores a una batalla, esos momentos en
que todo cobra mayor viveza ante tus ojos, cuando cada movimiento de tu respiración
es preciosa porque podría ser la última vez que te entra aire.
Eran palabras dirigidas a Rufo, que sin embargo mantuvo la vista fija en el
intenso azul del cielo.
—¿Has combatido en muchas batallas? —dijo Rufo sin ocultar su escepticismo.
El rostro de Lucio tenía unos rasgos que le daban aspecto sempiternamente juvenil.
Era imposible imaginárselo luchando en una batalla.
—¿Quieres decir que he sido siempre el perrito faldero de una princesa? Te
equivocas del todo. He avanzado con mi escudo pegado al de mis colegas de
regimiento y he notado la fuerza de las hordas de los bárbaros cuando cargábamos
contra ellas. He saboreado con mis propios labios la sangre de los bárbaros, y he
escuchado los gritos de los moribundos, y olido la mierda de las tripas de una barriga
abierta de par en par tras ser atravesada por la hoja de una espada. —Dicho esto se
encogió de hombros, como si todo aquello careciera de importancia, aunque Rufo
notó el tono de orgullo con el que acababa de hablar—. Pero eso ocurrió en otro
lugar, en otra vida. Me gustaba la guerra. No tenías otra cosa que hacer más que
obedecer órdenes y poner cara de valiente, aunque te notaras helado el bajo vientre.
—Se rió y se incorporó, sacudiéndose la hierba de la espalda—. Tal vez la vida aquí
no sea tan diferente, al fin y al cabo. Tengo órdenes de conducirte ante cierta dama.
Rufo siguió sus pasos por el pasillo cubierto que conectaba el palacio del
emperador con el de Tiberio, pero a mitad de camino torcieron a mano derecha para
girar hacia el norte y entrar en un pequeño jardín cerrado que estaba junto a la
biblioteca de palacio. Unos árboles altos de grandes copas, y que Rufo no conocía,
formaban anchos círculos de sombra sobre la hierba bien recortada. Un pavo real,
completa y vanidosamente abierta su cola en forma de abanico multicolor, gritó en
son de protesta al pasar los intrusos, mientras en una esquina un grupo de gamos
mordisqueaba pacíficamente la hierba. En los senderos, unas esculturas de tamaño
natural y mirada pétrea, enfocada en cierto acontecimiento ocurrido en un lejano

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pasado, se alineaban una tras otra. Eran patricios perfectamente vestidos con sus
elegantes togas. Cada rostro distinto del siguiente, cada capa de mármol con dobleces
ligeramente distintas. Rufo se sintió inquieto bajo sus miradas severas, y se preguntó
qué estaba haciendo allí. ¿Había algo que Drusila no le hubiese arrancado todavía?
La princesa le esperaba al lado de una fuente situada en el centro del jardín. Lucio
le hizo señas indicándole que se adelantara, y se retiró hacia un lado, y se introdujo
entre los árboles, pero se quedó lo bastante cerca como para oír bien lo que pasara
entre los dos.
Drusila llevaba una capa con capucha, y permanecía de espaldas a Rufo. Parecía
más pequeña de lo que él recordaba, como si se hubiese encogido. Tal vez no fuera
más que un efecto engañoso de la luz de primera hora de la mañana.
—Camina a mi lado —dijo ella, y su voz era casi un susurro.
Se puso a caminar hacia el fondo del jardín. Entre los árboles, Rufo pudo ver el
rojo del techo del templo de Apolo. Se situó junto a su lado izquierdo, y caminó junto
a Drusila.
—¿Me temes, perrito mío? —Aquellas palabras hicieron que un estremecimiento
recorriese el cuerpo de Rufo. Ahora había hablado con una voz algo más fuerte, pero
él tuvo que adelantar el cuello porque la gruesa tela de la capucha amortiguaba sus
palabras. Todavía no había podido verle el rostro—. Haces bien en temerme. Bastaría
una palabra mía para que una docena de guardias cayeran sobre ti, sin esperar a saber
por qué debían hacerlo.
Después de dar unos cuantos pasos más, volvió a dirigirle la palabra:
—Pero la cuestión, perrito mío, es si yo tendría que temerte a ti. Cuando te hice
llamar la otra vez, no eras más que otro buen pedazo de carne a la que me apetecía
dar un buen mordisco. Carne tierna que saborear primero, y luego descartar. No podía
ser de otro modo. Tú eres un esclavo, y yo estoy predestinada, y algún día me
convertiré en una diosa. No debería sentir por ti la menor consideración. —Sacudió la
cabeza bajo la capucha, negando con firmeza—. Y sin embargo, desde nuestro
encuentro no he dejado de recordar tus rasgos, tu cuerpo, tu tacto. Me he consumido
pensando en el sonido de tu voz, la fuerza de tu piel en mis manos. Al principio pensé
que se trataba de una debilidad por mi parte, y traté de sacudirme esas ideas de la
cabeza. Pero luchando contra eso me he debilitado aún más. Hasta que por fin he
comprendido. Me habías embrujado. Y ahora —y diciendo esto se quitó de un
manotazo la capucha y se volvió a mirarle, haciendo que él diese un paso atrás, presa
del miedo—, tengo que decidir si acepto este hechizo, o si ordeno que te maten para
librarme de él.
Rufo entendió el significado de aquellas palabras, pero incluso esa comprensión
se esfumó ante la horrible impresión que sentía viendo lo que veía.
Parecía como si toda la belleza de Drusila hubiera sido absorbida por alguna

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extraña fuerza hasta desaparecer del todo, como si fuese una manzana que ha
resistido la llegada del invierno sin caer del árbol. Tenía profundas arrugas en el
rostro, cuya piel había adquirido el color y la textura de un pergamino ajado,
salpicado de manchas oscuras de carne sin vida. Los ojos, amarillentos, estaban muy
hundidos en las órbitas. Era el rostro de la muerte.
Ella rió viéndole tan confundido, y aquella boca destrozada produjo en él un
sobresalto. Los labios que había besado apasionadamente estaban cubiertos de úlceras
abiertas, y se le habían caído unos cuantos dientes, y los otros parecían vacilar, a
punto de saltarle también. Y estaba calva, casi completamente calva. Sólo algunos
mechones aislados de su cabellera cobriza permanecían en la cabeza, como tallos
olvidados por una guadaña poco meticulosa.
—¿Acaso no soy bella? —dijo con voz afónica, y la pregunta le sonó a Rufo
como un eco de la que le formuló en su encuentro nocturno, en presencia del bello
lanzador de disco—. ¿No soy el tesoro que siempre habías deseado? —Y prosiguió,
la voz cada vez más rasposa—. ¿Esta es la clase de regalo que le has hecho a Drusila,
esclavo? ¿Me has traicionado?
—No —suplicó Rufo, tratando de sonar sincero y, sin embargo, recordando sus
conversaciones con Narciso.
¿Era el griego quien la había embrujado de esa manera? ¿No le había dicho
Narciso que Drusila ya no iba a ser capaz de perjudicar a nadie? ¿Lo había dicho con
una convicción mayor que la percibida por Rufo? Su cabeza pensó con celeridad.
Sabía que se estaba jugando la vida, y buscaba con desesperación unas palabras
capaces de salvarle.
Y cuando habló, notó que tartamudeaba, que le salían inanidades casi
incoherentes pero que, por alguna razón que a él se le escapaba, tuvieron en
apariencia la virtud de apaciguarla.
—Me diste tu amor y lo disfruté. Por unas horas muy breves me pusiste a la altura
de los dioses, y quedé cegada por las maravillas que pude ver allí. Cuando todo eso
terminó, me dejaste en un mundo de sombras, en el rincón donde nace todo lo
sombrío, porque es una penumbra interior. En vano esperé que me llamaras. Creí que
te había fallado en algo, y saberlo hizo que creyese que mi vida no valía nada. Daría
cualquier cosa por evitarlo. Mátame si quieres, pero has de saber que me has
embrujado tanto como tú dices que yo te embrujé a ti.
Rufo cayó de rodillas, sin atreverse a mirarle la cara. Sabía que corría un grave
riesgo ofreciéndole la vida, pero algo que le llegaba del recuerdo del tiempo que
pasaron juntos le hacía creer que eso era lo que ella esperaba de él. No alcanzó a ver
la lágrima que resbaló por su estropeada mejilla.
—Fuiste el último de mis amantes, tú, Rufo, el chico del elefante. Algunos dirían
que fuiste el último de una larguísima legión, pero créeme cuando te digo que no fue

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así. Drusila elegía bien qué perritos le hacían compañía, espero que le concedas al
menos esto. Y tú la llenaste de placer. —El modo en que Drusila hablaba en pasado,
como si ya hubiese muerto, rebosaba de una tristeza infinita. No sólo sus palabras,
también el tono en que las pronunciaba. Y eso hizo que se sintiera conmovido, pese al
miedo que sentía, pues de verdad temía por su propia vida—. Y ahora Drusila ha de
preguntarse si eso basta para salvarte. Tal vez sería más apropiado que te reunieras
con ella en la pira funeral, como dice Herodoto que hacían algunas terribles reinas
babilónicas, que se llevaban sus más preciadas posesiones consigo cuando viajaban al
otro mundo. Me lo pensaré bien…
Rufo notó el tacto helado de los dedos de Drusila en su piel, y enseguida se puso
en pie. Y cuando estuvo a su altura, notó que los hundidos ojos de la princesa
atravesaban los suyos con la mirada.
—¿Estarías dispuesto a arder al lado de tu Drusila? ¿Querrías acoplarte una
última vez conmigo mientras íbamos camino a los dioses para bailar con ellos su
danza interminable? —Rió, y la risa sonó como ramas que se parten bajo los pies de
alguien que camina por un bosque espeso. Cogió la cara de Rufo entre sus manos
ajadas, la acercó a la suya, sus labios se tocaron, y el joven notó la lengua de la
princesa que penetraba en su boca, y pudo así notar el sabor horrible de su aflicción.
A pesar suyo, Rufo retrocedió, y así le dio la respuesta que ella le estaba pidiendo.
—¿No quieres? Me lo temía. Porque eres un esclavo y jamás serás otra cosa que
un esclavo, mientras que Drusila será una diosa. Su hermano no entiende cuál es la
verdadera naturaleza de su enfermedad, pero ella ha logrado que él le prometa que la
convertirá en diosa.
Pareció que se había quedado sin fuerza, y se tambaleó como si estuviese
borracha. Instintivamente Rufo la sostuvo del brazo, y notó los huesos quebradizos
bajo la gruesa tela de la capa. Pero ella se sacudió su mano de encima, y se quedó
mirándole con expresión de sorpresa, como si no supiera que todavía se encontraba a
su lado.
—¿No ha sido el esclavo quien me embrujó? ¿Entonces, quién ha sido? ¿Fue el
soldado? No, porque el método habría sido más violento incluso, menos sutil. ¿El
espía, tal vez? Justo lo contrario. Milonia no, carece del valor para intentarlo siquiera.
Y Livila no me odia lo suficiente. Agripina sabe cómo hacerlo, pero no se atrevería a
exponerse a la ira de su hermano. Y tío Claudio…
Rufo escuchó la letanía desordenada de nombres y se alejó, retrocediendo hasta
llegar junto a los árboles. Allí, a la sombra, le esperaba Lucio.
—¿Así que has sobrevivido, eh? —dijo el soldado a modo de saludo—. Me
alegro.
Rufo le miró, algo perplejo.
—En serio, me alegro. Bastaba con que ella levantase la mano, y al ver esa señal

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yo habría ido a rajarte el cuello. Con esto. —Le mostró una daga de hoja curva que
sacó del cinto—. Se la quité a un soldado parto, pero no la he usado nunca. Cuando te
has puesto de rodillas creí que ella estaba ya a punto de hacerme la señal.
Rufo se encogió al ver el puñal.
—¿Y por qué iba a hacerlo? No he hecho nada malo. No soy un peligro para
Drusila ni para nadie.
Lucio le miró y se encogió de hombros:
—Está segura de haber sido envenenada. El médico le dijo que está enferma, que
tiene cáncer, pero ella no le hizo caso. Y cuando el pobre viejo insistió en decir que
tenía razón, lo puso en manos de los verdugos de su hermano. Y dijo que al mirarte a
los ojos sabría si tú la habías traicionado. Y en cuanto lo supiera me ordenaría que te
matara. Así que por lo que veo debes de haberla convencido de que no era así, de otro
modo ya no estarías aquí. En serio, me alegro. Hace una mañana demasiado bonita
para estropearla matando a alguien a quien apenas conoces. Toma, cógela.
Lucio le tendió la daga a Rufo, y añadió:
—Ya no la necesito. Tal vez te resulte útil algún día.
Dio media vuelta para salir del jardín, pero Rufo vaciló, la mirada vuelta hacia la
figura que permanecía entre las sombras del final del jardín.
—¿Cuánto tiempo…?
Lucio se detuvo y miró hacia donde él estaba mirando.
—Hace más de un mes que se puso enferma. He visto cómo iba marchitándose,
igual que una flor cuando hay una helada tardía en primavera. Al principio se fue
borrando su belleza, hasta que acabó desapareciendo. Le colgaban las carnes, le caía
el pelo. No soporto mirarla cuando me hace llamar cada noche. —Se estremeció, y
vio que sus ojos tenían una mirada endurecida—. Antes soportaría los hierros
candentes de los torturadores de su hermano, que estar aguardando que de un
momento a otro me llame a su lado.
—Creo que yo la amé.
Lucio se le quedó mirando fijamente, y Rufo temió que el joven tribuno le diera
una bofetada para castigar su insolencia. Pero esa mirada se desvaneció. La edad
parecida y las experiencias compartidas establecían entre ellos dos unos vínculos que
salvaban la distancia que mediaba entre el soldado y el esclavo.
—Entonces no lo supe, y sigue dejándome muy confundido, pero Drusila
encendió en mi corazón una llama que ni siquiera todo esto que le ocurre ahora va a
poder extinguir. Al principio me enfadaba pensando en todo lo que se aprovechaba de
mí; pero enseguida supe que además de sacarme mucho, también era mucho lo que
me daba, no sé si he sabido explicarme. Era su esclavo, al comienzo, pero al final era
ella quien era mía.
—Entonces, eres más necio de lo que pareces. Los esclavos no pueden amar, sólo

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obedecer —replicó enfadado Lucio—. ¿Acaso no entiendes que ella siempre ha
corrompido todo cuanto tocaba? Esa fealdad que has visto ahora ya estaba allí desde
un buen principio, pero antes estaba dentro de ella, y era incluso más repugnante que
ahora. Las palabras que gotean como miel de sus labios son mentiras, de la primera a
la última, y los besos que te da tienen más venenos que los de una víbora. Es igual
que su hermano, un ser repugnante cuyas caricias sólo sirven para preparar tu piel
para el filo que te matará o las pinzas ardientes que van a torturarte.
Las últimas palabras fueron pronunciadas con los dientes apretados, y de repente
Rufo comprendió escandalizado que el joven tribuno había tenido que compartir el
lecho con Drusila, y no sólo con ella.
—Lo siento. No sabía…
—No malgastes en mí tu compasión —le cortó Lucio—. La enfermedad que
aflige a Drusila es una señal, y anuncia que estos tiempos van tocando a su fin… —
Comprendió tardíamente el alcance de lo que acababa de decir y se interrumpió a
mitad—. Perdóname. Hablo demasiado. Olvídate de Drusila. Morirá antes de que
termine esta semana.
Se equivocó. Tardó dos semanas enteras, y luego llegó el anuncio de su
fallecimiento, y el monte Palatino entero contuvo la respiración porque ese drama se
pagaría muy caro.

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26
Rufo se mantuvo como los demás a la expectativa. Cada momento de cada uno
de los días que iban transcurriendo temía oír el ruido de los pasos de un grupo de
pretorianos, su llamada a la puerta, la mano que le agarraba del hombro, la dentellada
del frío hierro en sus muñecas. El miedo le atenazaba, le vaciaba de valor. Livia notó
que había cambiado, y se esforzó sin éxito por comprender los motivos. Pero él no la
ayudó a hacerlo. Temía que, si le contaba lo ocurrido entre él y Drusila, también
Livia acabaría viéndose atrapada en las redes tendidas por el emperador. Si no sabía
nada, pensó Rufo, Livia podría salvarse gracias a su ignorancia, incluso si él era
víctima del castigo. Era injusto, y lo sabía, pero se había retirado hacia dentro tan
profundamente que le resultaba imposible comunicarse con nadie. Pasaba más tiempo
con Bersheba que con su mujer, pero a menudo no era capaz ni siquiera de soportar la
mirada de la elefanta.
Narciso le mantuvo informado de lo que ocurría en palacio. El griego permanecía
imperturbable, casi parecía disfrutar la tensión reinante. Era obvio que creía estar por
encima de toda sospecha, y se divertía viendo tan atribulados a sus rivales.
—El emperador va a utilizar la muerte de Drusila para librarse de una docena de
senadores que están en contra de él. Les ha dado la opción de quitarse la vida ellos
mismos, o soportar el hierro candente, a sabiendas de que si eligen esta última opción
su familia sufrirá con ellos. Naturalmente —añadió Narciso dándose aires—, a
Calígula no le importa nada qué decisión puedan tomar. Sabe que no tienen la menor
responsabilidad en relación con la muerte de su hermana. Para tratar de resolver ese
acertijo, por cierto, llamó a su chambelán y le pidió que investigara, y ahora éste ha
visto una oportunidad magnífica para humillar a sus rivales. Pero carece de la
inteligencia y de la capacidad de llevar a cabo sus planes. —Y sacudió la cabeza,
como si le admirase la estupidez del chambelán—. El muy imbécil interrogó a las dos
gemelas orientales que estaban siempre con Drusila y guardaban casi todos sus
secretos. ¡Como si pudiese arrancar nada que no fuesen gritos de unas bocas que eran
mudas de nacimiento! Por fortuna, al chambelán le han librado de seguir fracasando
en sus intentos de conseguir que confiesen. Esta mañana las han encontrado a las dos
en su habitación, desangradas. Alguien les había cortado el cuello. Muy práctico.
Rufo tuvo un momento de intensa vacilación que casi le hizo marearse. Por un
lado sentía alivio al saber que dos de los testigos de su larga noche con Drusila
habían dejado de constituir para él una amenaza. Por otro, sentía culpa pensando que
garantizaba su supervivencia a expensas de aquellas inocentes gemelas de ojos
oscuros, aquellas «palomitas» de Drusila, que con tanto cariño habían tratado su
cuerpo.
—Lo siento. Eran inofensivas. No habían cometido ningún delito, como no fuera

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el de servir a su ama.
—¿Inofensivas? —dijo Narciso, haciendo un gesto despectivo hacia Rufo—. Su
delito no era servir a su ama, sino saber demasiadas cosas. Son muchos los que han
muerto por crímenes menos graves que ése. Si hubiesen sido más listas, habrían
confiado en alguien capaz de obtener a cambio de sus informaciones la necesaria
protección para ambas. Es una pena que no lo hicieran.
Por el tono en que dijo esto último, era obvio que Narciso insinuaba quién era la
persona en quien debían haber confiado, pero Rufo pensó que ni así hubiesen salvado
la vida. A estas alturas ya sabía que Narciso jamás iba a poner en peligro ni su
posición ni su vida por salvar a nadie. Y estudió de nuevo al griego: era un hombre
agraciado, guapo pese a la calvicie, con un estilo culto, decadente incluso. Educado e
inteligente; astuto, sin duda, y gracias a eso había sobrevivido tanto tiempo. Era el
espía que actuaba en nombre de Claudio, pero también, en cierto sentido, se dedicaba
a espiar al propio Claudio. ¿Carecía de sentimientos? Recordó que él mismo había
llegado a sospechar de él, a pensar que podía haber envenenado a Drusila, o al menos
organizado las cosas de forma que alguien la envenenase.
—Entonces, si sabían tantas cosas de tanta gente, habrá una larga lista de
sospechosos, ¿no? —insinuó, confiando en obtener algún dato de Narciso.
Éste sonrió con un gesto que denotaba que sí estaba enterado de muchas cosas.
—Podría ser una lista larga, pero parece que sólo hay un único sospechoso. Que a
estas alturas ya habría pasado a integrarse en las filas de los presuntos culpables, pero
que desapareció a tiempo. En cualquier caso, no importa dónde se haya escondido,
incluso si sus muy nobles familiares han decidido proporcionarle un escondrijo. La
mitad de Roma ya está tratando de congraciarse con el emperador prometiéndole
entregarle su cabeza, y la otra mitad está dispuesta a traicionarle porque tiene
demasiado miedo de no hacerlo.
Rufo no necesitó que se lo dijeran para saber quién era el sospechoso. Sólo había
un lazo que podía vincularle a él con Drusila; sólo una lengua podía llegar a
pronunciar su nombre en relación con ella.
—Es cuestión de tiempo, sólo de tiempo —predijo Narciso—. La vida del tribuno
Lucio Sulpicio Galba apenas durará unos cuantos días.

***

Pero Lucio no fue detenido esa semana, ni tampoco la siguiente. Narciso estaba
convencido de que el joven aristócrata había decidido esfumarse introduciéndose en
las profundas conejeras de las calles estrechas y los callejones más despreciables de
los barrios próximos a la Puerta Esquilina.
—Es asombroso que haya logrado sobrevivir hasta hoy en un lugar donde todo el

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mundo está dispuesto a entregarle. Pídele a los dioses que muera antes de que lo
pillen, y que el secreto de tu nombre muera con él —dijo Narciso al preocupado
Rufo.
Mientras transcurrían los días Narciso paladeaba con delectación todos los
matices, todos los cambios de humor, dedicándose a estudiar minuciosamente cada
una de las modificaciones sutiles que se producían en la complicada red de odios y
alianzas que eran la sangre misma de palacio.
—Drusila fue para el emperador la amiga y la consejera, además de la hermana.
Era la principal pasión de Calígula. Ahora el emperador ni come ni bebe casi, está
encerrado en sus habitaciones de día, y de noche apenas duerme. Calisto no logra
acercarse a él, y desconfía de todos cuantos consiguen entrar en ese reducto. Teme a
Protógenes, que no teme a nadie, mientras al fondo Casio Querea sonríe con su
sonrisa de escorpión, y espera.
Narciso le contó que el emperador estaba tan triste que no tuvo ni fuerzas para ir
al funeral de su hermana. Se quedó en Roma hasta el día en que el Senado votó la
concesión de los honores debidos a Drusila, y aprobó también la construcción de un
arco de mármol que, según los planes de Calígula, sería el más grande del mundo.
Cumplidos sus deseos, el emperador se fue a Campania, acompañado de Milonia y su
hija, y sus consejeros más próximos. Emilia —la cual, pese a que Rufo llevaba poco
tiempo casado, seguía invadiendo sus sueños y provocando en ellos toda clase de
ideas excitantes— formó parte de la expedición.
Entrado el mes de septiembre, cuando el emperador y sus acompañantes
regresaron a Roma, la hermana de Cupido fue a ver a Rufo para darle la noticia.
—Calígula ha decretado que Drusila es una diosa, y como tal deberá ser adorada
—le explicó.
Era algo inédito, casi sacrílego. Las esposas y madres de los emperadores habían
sido muchas veces elegidas para ser objeto de grandes honores, y desde hacía mucho
tiempo, pero esto era distinto. Drusila iba a ser colocada junto a Venus en el panteón.
Algo que sólo estaba al alcance de un emperador con mucho poder, o muy temido.
Los que desde el Senado se oponían a Calígula se mostraron escandalizados. Los
sacerdotes alertaron de que los dioses, ofendidos, podían vengarse de los hombres.
Pero al emperador todo eso le dejó indiferente. Drusila sería elevada a la altura de los
dioses cuando concluyera el largo periodo de luto, el mes de mayo, tres días antes del
festival dedicado al dios Mercurio.
Conforme transcurrieron las semanas, los temores que Rufo aún albergaba
respecto a los peligros derivados de su fugaz vinculación con Drusila fueron
desvaneciéndose. Lucio no había sido visto desde la muerte de las gemelas. Tampoco
había aparecido su cadáver, cosa que resultaba en cierto modo preocupante, pero a
pesar de esto último Rufo respiró más tranquilo cada día, y dejó de mirar todo el

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tiempo a ver si alguien le seguía o estaba a punto de detenerle.

***

—Debes presentarte ante el secretario del emperador a la hora séptima.


Al oír esta frase Rufo estuvo a punto de caer al suelo, presa del pánico. Pero la
voz era juvenil y no sonaba amenazadora. Se volvió, creyendo que se había
presentado a buscarle una patrulla entera de pretorianos armados con sus espadas,
pero en lugar de eso quien había hablado estaba solo, y no era más que un muchacho
vestido con una fina túnica, ceñida a la cintura con un delgado cinturón de plata.
Debió de quedarse boquiabierto y sin respiración, porque el chico repitió la frase,
esta vez en voz más alta y más lentamente, como si hablase con un anciano, o un
idiota.
—Debes… presentarte… ante… el… secretario… del… emperador… a… la…
hora… séptima…
—No estoy sordo —dijo Rufo, muy tranquilo porque le pareció que el joven
presumido que tenía ante sí no representaba ningún tipo de amenaza, de modo que la
respuesta adecuada era la insolencia. Así que continuó en tono burlón—: ¿Y…
tengo… que… presentarme… así…, tal… como… estoy… ahora?
El chico le observó detenidamente, se entretuvo mirando las manchas de la
túnica, las piernas enlodadas, y frunció el ceño:
—¿No sería mejor cambiarse?
—No tengo otra ropa. —Era mentira, aún conservaba la túnica que usó el día de
su boda, pero Rufo pensó que podía jugar un poco con el chico. Los esclavos apenas
tenían oportunidades que permitieran ninguna clase de diversión, y sintió grandes
deseos de aprovechar la que se le había presentado.
—Tal vez… —murmuró el chico, con el ceño fruncido—, tal vez encuentre yo
alguna cosa…
—Sería una buenísima idea —repuso Rufo.
El chico gimió, e iba a darse la media vuelta cuando, de nuevo, algo le detuvo.
—¿Apesto?
—¿Cómo? —replicó el chico, aturdido.
—Te pregunto que si huelo a mierda.
—Podrías lavarte mientras voy a buscar otra túnica —insinuó el chico.
—Incluso así apestaré. Siempre huelo a mierda. Porque me paso el día con el
elefante —dijo Rufo señalando a Bersheba, que mordisqueaba hierba tan tranquila en
el establo.
El chico se mordió el labio. No había tenido en cuenta que pudiera presentarse un
problema así. Calisto, el secretario, era famoso por su sensibilidad olfativa.

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—Tráeme aceite aromático. Tráeme mucho. Me embadurnaré en ese aceite y
entonces el secretario no tendrá que oler el hedor de mi cuerpo. O quizá será mejor
que me quede fuera de la puerta, a cierta distancia de él —sugirió Rufo.
El mensajero se agarró a esta solución como un náufrago a una tabla flotante.
—Bien. Perfume —dijo, y salió corriendo antes de que a Rufo se le ocurriera otra
idea.
—¡Pero trae mucho! —gritó a su espalda Rufo.
Se lo regalaría a Livia, pensó. Y después, estremeciéndose, y sintiendo culpa,
pensó que si le llevaba muchísimo, seguramente podía guardar parte del aceite para
Emilia. Calisto no tendría más remedio que soportar su hedor.

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27
¿Acaso alguien había sufrido tanto como él? ¿Acaso alguien se había encontrado
tan solo? Drusila ya no estaba a su lado. Y era su única amiga. Su hermana. La única
persona en la que había confiado de verdad. ¿Cómo se atrevió a abandonarle?
Soltó un sollozo y parpadeó para que una única lágrima saltara de sus ojos. Olía
mal, pero no le importaba. Tenía el pelo grasiento, y despeinado, pero no importaba
en absoluto. Hacía tres meses que no se afeitaba, y no pensaba hacerlo hasta
encontrar a los que habían asesinado a Drusila, o al menos hasta haberla convertido
en diosa, cumpliendo así el intenso deseo que tuvo ella en vida. Por encima de todos
y de todos, si alguien merecía la divinidad, ésa era ella.
Deseaba haberla acompañado a la otra vida. En ésta no quedaba nada que no
fuera pena y dolor, y no quería ninguna de las dos cosas. ¿Para qué iba ahora a
demostrarle a nadie sus méritos y sus logros, si no tenía con quién compartirlos? Sólo
le quedaba construir monumentos a su vanagloria. ¿Para qué seguir librando batallas,
todas las que inevitablemente irían llegando, si la victoria le sabría a ceniza? Ella era
la única que había hecho que mereciesen la pena todos sus esfuerzos. Mirándose en
ella podía contemplar el reflejo de su propia grandeza. Pero ahora ya no podía
hacerlo.
¿Y en quién iba a confiar ahora?
La respuesta se perfiló con claridad y al verla notó en lo más profundo de su ser
una sensación desacostumbrada que ascendió por su cuerpo hasta instalarse en su
cabeza. Sintió por vez primera la asfixia del pánico.
Y hacía muchísimo tiempo que ni siquiera sentía miedo.

***

Cuando llegó la hora séptima, Rufo se encontraba ya delante mismo de la puerta


del lugar donde trabajaba el secretario, disfrutando de la suavidad de una túnica
sedosa y más fina que nada de lo que en su vida hubiera podido poseer. Llevaba
húmedo el cabello y en la nariz flotaba el aroma de un perfume de flores orientales
con el que el chico había insistido en rociarle con abundancia. No importaba, porque
había quedado perfume de sobras, para Livia… y para Emilia también.
—Pasa.
La voz sonó fuerte, con un tono rebosante de autoridad natural, y dotada de cierta
aspereza, la cual hizo que Rufo se enderezara. Abrió la puerta, que giró suavemente
sobre su gozne de madera.
Calisto, el secretario imperial, era el más poderoso de todos los grandes hombres
que gobernaban Roma desde el monte Palatino, y quien mejor podía resolver los

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problemas que suscitaban los cambiantes estados de humor de Calígula, su ambición
desmedida. Nadie penetraba hasta las salas donde el emperador recibía en audiencia
sin haber antes sido sometido por su secretario a un amplio interrogatorio. Semejante
privilegio le había convertido en un hombre muy rico, y le confería un inmenso
poder. Pero el poder tenía un precio, y el precio se notaba en la tensión que reflejaban
las facciones de aquel hombre que le miraba desde el otro lado de una mesa repleta
de rollos.
Calisto tenía una frente ancha y curvada que descendía sin encontrar obstáculos
hacia una nariz aguileña y aristocrática. Todo ello le daba aquel aspecto de ave rapaz
de las llanuras. Un efecto subrayado por su cabello, puesto que tenía una calva en
forma de media luna que dejaba al descubierto una parte amplia de su poderosa
cabeza. Su palidez era enfermiza, sin embargo, y se le formaban gruesas bolsas
debajo de cada uno de los ojos, y las mejillas le colgaban fláccidas hasta más abajo de
sus labios, y por esa razón su boca parecía tener pintada siempre una mueca de
desaprobación.
Los ojos del secretario recorrían de un extremo a otro el pergamino de uno de los
rollos escritos que tenía en la mesa, y acompañaba el recorrido con gruñidos de
fastidio, de incredulidad, ante los errores que había cometido aparentemente cierto
lejano funcionario de una remota provincia. Al final enrolló el pergamino con un
suspiro, lo introdujo en su estuche de cuero, y lo depositó con cuidado en el montón
que tenía a su izquierda. Sólo entonces alzó la vista para mirar a Rufo, a quien
inspeccionó con ojos avinagrados, sin tratar de disimular en lo más mínimo su
desaprobación.
—¿Eres el cuidador del elefante del emperador?
—Exacto —dijo Rufo asintiendo con la cabeza—. Yo…
La mano de Calisto se alzó para imponerle silencio.
—No quiero saber nada más. Y, por ahora, lo único que tú necesitas saber es que
el emperador ha dispuesto que participes de manera destacada en la celebración de la
ceremonia que convertirá a su hermana en diosa. Tendrás que participar tú, con tu
elefante.
Rufo tragó saliva y trató de acallar el pánico que le subía desde el estómago, en
donde tenía la sensación de albergar una docena de sapos que brincaban como locos.
—Dado que es evidente que no podrás hacer nada de lo que se te pida sin la
debida supervisión, el emperador —dijo Calisto sacudiendo resignado la cabeza— ha
decidido que, además de las otras innumerables responsabilidades que recaen sobre
mis hombros, tendré que cuidarme yo de supervisar tu participación en la ceremonia.
Para ello mañana, a la hora segunda, tendréis que estar tú y tu elefante preparados
para una visita de inspección.
—¿Y puedo atreverme a preguntar qué clase de participación vamos a tener en la

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ceremonia? —preguntó Rufo educadamente, aunque añadiendo enseguida, por si sus
palabras podían ser entendidas como un acto de insolencia—: Lo digo en caso de que
haga falta realizar alguna clase de entrenamiento especial y lograr así que Bersheba
esté preparada para cualquier tarea que se le pida.
Calisto cerró los ojos. Aquello iba a ser más fastidioso de lo que había imaginado.
—¿Qué entrenamiento especial dices?
—No sé, me refiero a que quizá tenga que prepararla para llevar nuevas
guarniciones, o una cesta diferente. Si Bersheba ha de llevar al emperador, habrá que
hacerlo en un receptáculo adecuado. Tal vez algo que esté de acuerdo con la
ceremonia, no sé.
—Ese animal —dijo el secretario haciendo un puchero con los labios— no va a
tener que llevar al emperador. Sin embargo, veo que será necesario advertirte de la
clase de carga que tendrá que llevar, que por cierto es bastante pesada, según me
cuentan.
Rufo pasó una noche entera en vela con los preparativos, los suyos y los de su
elefanta. A la hora establecida, Bersheba y él se encontraban en el exterior, junto a la
puerta del establo. Ella llevaba guarniciones de lujo para la ceremonia, y él se había
puesto la túnica que le proporcionó el muchacho que hizo de mensajero de Calisto.
Pero transcurrió muchísimo tiempo antes de que apareciera jadeando el secretario,
que bajó la pendiente de la colina escoltado por un grupo de soldados.
Los guardias se hicieron a un lado cuando Calisto se adelantó a observar al
elefante, manteniendo la distancia que le dictaba la prudencia, y tapándose la nariz
con un paño embebido en perfume.
—No, no. Qué va. Así no vamos a ninguna parte —dijo.
Rufo se agitó, inquieto, miró a Bersheba y se preguntó qué tenían de malo las
guarniciones que le había puesto. Después de pasarse toda la noche frotándola,
limpiándole los dientes y los colmillos y cepillándole la manta dorada con la que
cubría su lomo, se preguntaba qué más se podía hacer.
—Acércamela —dijo Calisto—. Pero no demasiado.
Rufo obedeció.
—Haz que dé la vuelta.
De nuevo Rufo hizo lo que le decían.
—No, no… —Calisto sacó un recado de escribir que llevaba escondido en la
manga de la toga, y tomó unas notas apresuradas—. ¡Soldado! —exclamó luego—.
Sí, tú. Ven. Lleva esto al guarnicionero del emperador. Dile que ha de tenerlo todo
listo antes de diez días. Y que ya sé que es imposible, pero que tiene que lograrlo, y
consultarme todo lo que haga, hasta el más pequeño remache.
Como era evidente que la inspección había concluido, Rufo condujo a Bersheba
al establo. Sabía que había hecho cuanto estaba en su mano, y la reacción del

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secretario le enfureció, de manera que trató a la elefanta con pocos miramientos. A su
vez Bersheba le demostró su reacción dándole un golpe con la trompa que, aunque
fue suave, a punto estuvo de lanzar a Rufo por los aires. Eso bastó para mejorar su
humor. Se puso a quitarle los arreos que sostenían la manta.
—No pierdas el tiempo —dijo Calisto a su espalda, con sequedad, con
impaciencia—. Escúchame, esclavo.
Rufo no había visto nunca el interior de un carruaje cerrado. De hecho, muchos
senadores tampoco lo habían visto, pues los pocos que circulaban por las calles de
Roma eran de uso exclusivo para el emperador y sus allegados. Se sentó donde le
indicaron, y hubiese disfrutado de la suavidad de los almohadones mientras el
carruaje brincaba por los caminos, si no hubiera sido porque debía fijarse sobre todo
en la presencia de aquel hombre importante. Además, no veía nada, porque le habían
puesto una venda apretada sobre los ojos.
Oyó que la voz del secretario soltaba una orden que más parecía un ladrido, y
luego el gemido de unas puertas abriéndose, con lo cual supo que había llegado a su
destino. Una mano firme le ayudó a bajar del carruaje, y notó un cambio en el aire,
pues estaban en algún lugar cerrado y bajo techo. Un olor muy fuerte hacía que le
picase la nariz. Le sonaba de algo ese olor, no recordaba cuándo ni qué cosa era, pero
en algún rincón de su memoria había un recuerdo de un olor exactamente como
aquél. Hasta que de repente reprodujo en sus pensamientos las chispas rojas que
saltaban del acero cuando el martillo del herrero golpeaba la hoja ardiente de una
espada corta. A eso olía. Podía hasta percibir el sabor en su boca. Olía a armaduras.
Olía a un calor intensísimo.
—Si revelas este secreto a quien sea, tu esposa o tu amante o incluso a tu elefante,
la venganza del emperador te perseguirá hasta los confines de la tierra.
Las palabras sonaron a su espalda al tiempo que unas manos aflojaban el nudo de
la venda.
Al quitarle la tela de los ojos, parpadeó un momento. Estaba en una sala sin
ventanas y de alto techo, grande como el establo de Bersheba. Al principio no veía
muy bien, y apenas distinguió el temblor de la llama de las antorchas que les
rodeaban y, al fondo, una fuente intensísima de luz. Se despejó finalmente su vista, y
se encontró ante una de las maravillas del mundo.
En la muerte era más bella incluso que en vida. Más alta, mejor proporcionada, y
toda posible imperfección, por pequeña que fuese, había sido borrada o ignorada.
Sostenía la cabeza muy tiesa y el cabello caía como una cascada de rizos sobre sus
hombros. Era una figura mayestática aunque no distante, y miraba sin ver, dirigiendo
los ojos a media distancia. Quienes la mirasen podían al principio encontrar que
mostraba una actitud fría, pero aquellos ojos dorados brillaban con un calor que
jamás tuvieron en vida de su dueña. La superficie de su cuerpo absorbía la luz de las

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antorchas y la reflejaba multiplicándola por mil, de manera que desde algunos puntos
de vista era como mirar al centro de un horno.
Una vez recuperado de la primera conmoción, Rufo comprendió que Drusila
había hecho realidad el sueño que siempre había ambicionado. Ya era inmortal.
¿Dónde habían encontrado tantísimo oro? La estatua encargada por Calígula
como símbolo de la divinidad de su hermana medía casi como tres personas de altura,
y bajo ella había una base cuadrada de mármol rosa. El artista la había vestido como
Diana, pero su cuerpo recordaba más bien a una Venus cincelada por los griegos.
Durante unos instantes Rufo se quedó maravillado ante aquella estatua. Luego, sintió
como si estuviese de nuevo en la cama, protegido por el alto dosel y las cortinas, y
como si tuviera el cuerpo sinuoso de Drusila debajo del suyo, y lo veía brillando de
sudor, con los pechos ascendiendo y descendiendo al ritmo de la respiración jadeante,
y las diversas sombras profundas de aquel bello cuerpo configurando otras tantas
tentaciones. La estatua era exactamente eso: una pieza inerte de metal que jamás
podría compararse con el ser vivo que tiempo atrás habitó en ese cuerpo.
Calisto le devolvió a la realidad:
—¿Podrá tu animal arrastrar todo el peso?
Rufo le miró confundido al principio, pero sus pensamientos aceptaron el desafío
y trató de calcular el peso enorme de todo aquel oro y del carro sobre el que habría
que colocar tan inmensa estatua.
—El problema es el puente que va desde palacio hasta el Senado. Ese puente no
va a soportar tanto peso —dijo sin la menor vacilación—. Se hundiría. Se rompería
en pedazos.
De sólo pensarlo, Calisto palideció.
—No será ése el camino. Mantendremos todavía la ruta en secreto, pero baste con
que sepas que irá por el foro y quizá dará un rodeo hasta el circo Máximo.
—Siendo así, Bersheba podrá arrastrar ese peso sin problemas.

***

La ceremonia estaba programada de forma que coincidiese con el último día de


las restricciones que Calígula impuso a los romanos durante el periodo de luto, lo
cual garantizaba que ese día hubiese una explosión de júbilo como no se había visto
en la ciudad desde el día en que fue coronado emperador.
Pero Calisto reservaba una última sorpresa para Rufo. Una docena de esclavos
llevó, muy bien envueltos en cuero del más suave, un montón de bultos pesados y de
formas extrañas hasta la casa donde vivían Rufo y su elefanta, y los depositaron con
mucho cuidado en el suelo. Rufo procedió a desenvolverlos observado de cerca por
Calisto, que iba contando cada una de las partes a medida que quedaban al

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descubierto.
—Es imposible, Bersheba no podrá llevar esto —dijo Rufo, incapaz de creer lo
que estaba viendo.
—Pues tendrá que llevarlo. Son deseos del emperador.
El paquete que tenía la forma más extraña de todos contenía algo que Rufo tardó
en averiguar qué era exactamente, y que resultó ser un elaboradísimo tocado que
debía coronar la cabeza de Bersheba, una especie de gorro enorme hecho de cadenilla
metálica con baño de oro. El tocado debía descender desde el cráneo hasta proteger
los colmillos y los ojos de la elefanta, y debía sujetarse a su cabeza por medio de
unos cintos de cuero que lo mantendrían firme en su sitio. Y en la parte que debía
situarse sobre la frente de Bersheba Rufo vio que, justo entre las dos grandes
aberturas para los ojos, le habían colocado un par de pinchos dorados de dos palmos
de longitud, y aspecto francamente peligroso.
En otros bultos había unas protecciones para las rodillas, también muy
extravagantes, y dotadas cada una de ellas de pinchos como los de la frente.
Y por fin, en el gran paquete que había sido llevado hasta allí por cuatro esclavos,
emergió un extensísimo manto, tan grande que habría bastado para servir de alfombra
y cubrir por completo el suelo entero de la modesta vivienda de Rufo, y que estaba
formado por segmentos entrelazados, en forma de hojas, de metal bañado también en
oro. Se suponía que aquello tenía que caer sobre el lomo y los flancos de Bersheba.
—Ah, y además hay que ponerle esto —dijo el secretario imperial, recordándolo
de repente, y sacando de debajo de los pliegues de su capa dos fundas doradas que
había que poner en los colmillos del elefante.
—Tendrá un aspecto ridículo —se quejó Rufo.
—De ridículo, nada. Estará magnífico —insistió Calisto—. Tienes que conseguir
que ese animal se acostumbre a llevar estos adornos para la ceremonia, de manera
que cuando tire de la gran estatua de la hermana del emperador proporcione a los
romanos el más grande espectáculo que hayan visto jamás. Y una última cosa.
Rufo se mordió la lengua. Rufo sabía que Calisto no olvidaría nunca su actitud
rebelde y quejumbrosa. Si no estaba enviándole en ese mismo momento a que lo
ataran en un poste y comenzaran a azotarle era porque sólo él sabía cómo manejar a
Bersheba.
Calisto indicó por señas a uno de los esclavos que desenvolviese otro paquete,
que hasta ese momento había permanecido olvidado, y que contenía la armadura
dorada y la oscura túnica de los soldados de la Guardia Pretoriana.
—Deberías sentirte muy honrado, esclavo. El emperador ha decidido nombrarte
miembro honorífico de su guardia principal. De forma solamente temporal, y sin
salario, por supuesto.
Por supuesto.

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***

A Bersheba le fastidiaba enormemente el disfraz, por elegante que fuera, y no


ocultó su disgusto.
Al principio, cuando Rufo trataba de ponerle el complicadísimo tocado, se dejaba
hacer hasta el final, y en el momento en que su guardián estaba a punto de cerrar la
última hebilla, Bersheba sacudía la cabeza, con todas sus fuerzas hasta sacárselo y
dejarlo colgando de una de sus orejas.
Pero el grandísimo manto que tenía que llevar sobre la espalda y proteger sus
flancos era incluso más difícil de poner. Por lo grande y por lo complicado. Rufo
supo que sería incapaz de colocarlo en su sitio si no contaba con la ayuda de alguien.
Calisto fingió despreciar sus ruegos, pero luego hizo llamar a media docena de
esclavos, que media hora más tarde se pusieron manos a la obra.
Al final Bersheba resultó estar dispuesta a dejarse hacer. Obedeció cada una de
las instrucciones que Rufo fue dándole, y el grupo de esclavos logró colocar el
pesadísimo manto de metal sobre la espalda del elefante. Luego, cuando Rufo le
ordenó que se levantara, el animal lo hizo con extremo cuidado, de manera que
aquella cosa pesada se mantuviera en su sitio. Una vez en pie, Rufo se coló bajo sus
patas y, usando todas sus fuerzas para tensar los tirantes de cuero, logró cerrar todas
las hebillas que mantenían en su sitio el manto.
Luego retrocedió unos pasos para contemplar el resultado de tantos esfuerzos, y
tuvo que admitir que en su vida se había sentido tan satisfecho como cuando al fin
pudo ver a Bersheba disfrazada. Sonrió a gusto y admitió interiormente que el
secretario tenía toda la razón. El aspecto de la elefanta era magnífico.
—Gracias, Bersheba —dijo, mirando a los ojos marrones del elefante—. Me
siento orgulloso de ti.
Bersheba le devolvió la mirada. ¿Le pareció que había un extraño brillo en los
ojos de la elefanta?
—¡No!
Y fue que sí. Primero percibió cierto estremecimiento de la piel de los hombros
del elefante, y luego ese sutil temblor descendió por los enormes flancos del animal,
una agitación casi imperceptible que continuó hasta convertirse en unas profundas
sacudidas de todo el lomo y que Bersheba remató agitando la punta de la cola. Como
consecuencia de lo cual, lenta, lentísimamente, el manto dorado resbaló lateralmente
y terminó deslizándose hasta quedar colgando entre las patas de la elefanta.
Todo ello emitiendo un gruñido de fastidio que se oyó por todo el monte Palatino
y que hizo salir volando de miedo todas las palomas de los techos y las copas de
todos los árboles de por allí.
Sin embargo, la principal lección que aprendió Rufo cuando estuvo trabajando

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con los animales de Fronto fue que era necesario ser perseverante. Sabía que al final
se saldría con la suya, de manera que justo un día antes del gran desfile pudo mirar a
Bersheba con aspecto casi estremecedor, y con todas las guarniciones ceremoniales
en su sitio, convertida en una montaña de centelleantes fragmentos dorados que
reflejaban mil veces cada uno de los rayos del sol.
Pidió que fueran a buscar a Calisto. El funcionario palaciego entrecerró los ojos y
observó a Bersheba. Dio varias vueltas a su alrededor para verla desde todos los
ángulos posibles, y finalmente asintió con la cabeza en un gesto de satisfacción.
—Espera —ordenó.
Al cabo de un rato regresó acompañado por el emperador. Los seguía Protógenes,
que iba acompañado por un hombre con aspecto de comadreja, y que Rufo supuso
que era el chambelán.
El esclavo se escandalizó ante el aspecto que tenía el emperador. No lo había
visto desde la muerte de su hermana, y el tiempo transcurrido desde entonces había
provocado profundos y terribles cambios en el joven Calígula. Llevaba el pelo muy
largo y lacio, y una barba descuidada, como si no se hubiese afeitado ni cortado el
pelo en todos aquellos meses. Tenía los ojos hundidísimos, y las mejillas pálidas
como la cera.
Cuando vio a Bersheba, Calígula se detuvo tan de repente que Protógenes estuvo
a punto de tropezar contra su espalda, y, para evitar el choque, tuvo que pegar un
torpe salto hacia la izquierda. El emperador se quedó boquiabierto ante el elefante,
como si fuese la primera vez que veía al animal.
—Ciertamente, es lo que mi hermana merece —exclamó—. Ojalá tuviera una
docena de animales así. Qué digo una docena, ¡ojalá tuviese otros cien como éste!
¡Entonces podría tratarla con todos los honores! —Rufo notó que se le habían
humedecido los ojos. Calígula sollozó un momento, y luego se dirigió directamente al
esclavo—: Cumple correctamente con tus obligaciones, y tu emperador sabrá
recompensarte.
Mucho después, cuando Rufo descansaba en su habitación contigua al establo, y
notaba que el estómago se le retorcía continuamente, embargado por las dudas, Livia
le preguntó:
—Si el emperador te ofrece que seas tú quien elija una recompensa, ¿qué le
pedirías? —dijo, muy en serio.
—No sé —Rufo se encogió de hombros—. Es muy pronto para pensar en cosas
así. Como mañana salga mal alguna cosa, por la noche seré hombre muerto.
—¿En serio que no hay ninguna cosa que ansíes por encima de todas las demás?
—insistió Livia.
Su esposa acertaba. Rufo sabía qué era exactamente lo que pediría en esas
circunstancias. Pero si lo decía en voz alta era como si se arriesgara a perderlo. A los

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dioses les gustaba jugar cruelmente con los ambiciosos, con los orgullosos.
Disfrutaban permitiendo que los hombres concibieran esperanzas, y transformando
luego esos sentimientos en desesperación. Ya había experimentado esta clase de
cambios bruscos de los caprichos divinos. Pero Livia insistió, y él terminó
capitulando.
—Trataría de comprar nuestra libertad —dijo en tono despreocupado, como si no
fuese lo más grandioso que les pudiera ocurrir—. Fronto conserva todavía el dinero
que guardaba para mí. Tal vez no fuera suficiente, pero creo que me adelantaría lo
que yo necesitara. Y nos podríamos ganar muy bien la vida juntos.
Livia trató sin éxito de esconder su decepción. ¿Cómo era posible que Rufo no lo
entendiera? Por vez primera en su vida, Livia había logrado burlar su destino. Por vez
primera en su vida tenía algo que era casi suyo. No mucho. Apenas una habitación
por la que se colaba el viento y que olía a estiércol de elefante, y en la que vivía junto
a un esposo que era apenas un muchacho, y que muy a menudo resultaba tan ingenuo
que llegaba a parecer tonto. Pero todo eso era suyo.
Su vida había sido muy solitaria. Cuando se vio que nunca crecería gran cosa, fue
rechazada y tratada como un ser monstruoso, y su padre la vendió como esclava. Su
amo la trató primero como si fuera un juguete y más tarde la empleó como objeto
sexual, hasta que se cansó de ella y la desechó, y Livia se deslizó hacia grados de
depravación más profundos cada vez. A esa primera experiencia siguieron otras, y
otros amos que la emplearon para fines similares. Sin embargo, cuando la vendieron a
un grupo de enanos que realizaban actuaciones por ahí, creyó que por fin había
encontrado, como mínimo, verdaderos compañeros. Se equivocó. Porque siendo
como era joven, guapa, y dotada de unas proporciones bellas y humanas, era diferente
de los demás, que tenían los brazos y piernas demasiado gruesos, y unos cuerpos
desproporcionados. A diferencia de lo que le ocurría a ella. Y la odiaron por ese
motivo.
Gracias a su destreza a la hora de hacer números, gracias a que sus habilidades
mejoraron la fama del grupo, acabaron aceptándola. Y si bien seguía siendo deseada
por los hombres, que la miraban con lubricidad al verla brincar y danzar, al menos
eso le permitía no comer tan mal como otros.
Rufo y el emperador la libraron de esa clase de vida. Pero ahora su esposo estaba
amenazando la escasa seguridad conquistada recientemente, la seguridad de ella y
también la de él, por culpa de aquel sueño de realización imposible.
¿Acaso no comprendía Rufo que el emperador no iba jamás a concederle la
libertad? No había más que un elefante, y sólo un hombre capaz de controlarlo. Las
posibilidades de que le hiciera libre eran tan mínimas como las de que le concediera
la libertad a Bersheba. Livia iba a decírselo tal como lo sentía, pero llamaron a la
puerta y tuvo que callar.

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Rufo la miró a los ojos. Se oyó de nuevo el golpe en la puerta, esta vez más
fuerte, autoritario. Se puso en pie, se acercó a la puerta, y abrió una pequeña rendija.
—¡Vaya bienvenida…!
—¡Cupido!
Livia alzó la vista y vio al germano que entraba en la habitación, joven,
guapísimo y elegante, con la coraza dorada ostentando el símbolo del lobo, y su pelo
rubio en fuerte contraste con el color oscuro de la capa.
—He venido a desearte toda la fortuna del mundo, Rufo. Emilia y yo hemos
sacrificado un gallo blanco a los dioses, y las señales indicaban buenos augurios. Mi
hermana ha tirado los palos. Predicen que tanto tú como yo nos enfrentaremos a
serias pruebas, pero que juntos las vamos a superar, y que al final alcanzaremos el
triunfo. Así lo quieren los dioses.
Rufo notó un estremecimiento involuntario. En la manera de hablar de Cupido
había notado una sombra de advertencia.
—Hablas de pruebas. ¿Qué clase de pruebas?
—No es más que una palabra —dijo Cupido, encogiéndose de hombros. Y Rufo
entendió que su amigo no estaba del todo convencido. ¿Le ocultaba algún detalle?
Emilia afirmaba ser capaz de ver el futuro, pero los mensajes que los dioses
comunicaban a los hombres adoptaban diversas formas, y no siempre carecían de
ambigüedad.
—¿Qué clase de pruebas? —repitió Rufo.
Cupido miró un momento a Livia. Rufo comprendió qué era lo que su amigo
estaba insinuando. Le pedía que no tratara de presionarle más. Que confiara en él.
—Sólo sé que yo estaré a tu lado cuando más me necesites —dijo el ex gladiador,
tratando de que su tono fuera menos grave—. Por cierto, la cohorte de los tungrios
formará la escolta personal del emperador durante el desfile de mañana. Procura que
Bersheba no suelte ninguno de sus regalitos cuando yo camine detrás de ella, llevaré
unas sandalias nuevas y no me gustaría mancharme…
Rufo le miró unos segundos y después sonrió. No importaba, pues lo que los
dioses hubieran decidido es lo que iba a ocurrir, y los hombres nada podían hacer por
torcer su voluntad. Lo único seguro era que tendría a su amigo muy cerca de él
cuando Bersheba encabezara la procesión hacia el templo construido por orden de
Calígula en honor de Drusila en el monte Capitolino. Y con eso bastaba.
Cupido se quedó un rato más con ellos. Cuando se fue, Rufo se volvió sonriente
hacia Livia, pero ella estaba cosiendo, concentrada en lo que hacía, y no levantó la
vista.
Rufo pensó que tanto ella como el emperador estarían orgullosos de él. Se vería
sometido a una prueba, y la victoria le aguardaba al final.

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28
Cuando a la mañana siguiente Rufo abrió las puertas del establo se encontró con
un sol radiante que parecía haber sido creado a propósito para Drusila. Brillaba con
especial intensidad, como si los dioses le hubieran sacado lustre en honor al recién
llegado miembro del panteón. Cuando sacó a Bersheba al exterior, las piezas
metálicas de la guarnición de gala brillaron como si tuviese la piel de oro, y supo que
la escultura de Drusila cegaría e infundiría un temor reverencial a todo el que la
mirase bajo aquella luz.
Bersheba se comportó maravillosamente bien y aceptó, sin dar señales de
rebeldía, que le fueran poniendo las diversas piezas de su brillante uniforme. Cuando
Calisto acudió al establo a la hora quinta para pasar revista, refunfuñó y exigió que
Rufo sacara más brillo a esta pieza de aquí y aquella de allí, pero el esclavo notó que
el secretario imperial estaba casi tan orgulloso del elefante como lo estaba su propio
cuidador. También Rufo, bastante incómodo con su uniforme marcial de guardia
pretoriano, fue sometido a la inspección por parte de Calisto, y obtuvo igualmente su
aprobación. Estaban los dos preparados.
Una pequeña escolta de pretorianos les condujo a la fundición, donde les
aguardaba la escultura de Drusila, bien sujeta y soldada en el carruaje de cuatro
ruedas, que había sido decorado con los motivos de hojas doradas que usaba la
familia imperial. Rufo enganchó el elefante al carruaje, se sentó a horcajadas encima
de sus hombros, y la doble puerta se abrió.
Desde antes de amanecer se había congregado en el exterior una gran multitud, y
todos los romanos llevaban días esperando expectantes la fecha en la que Drusila
sería convertida en diosa. Lo esperaban con el apetito de una persona que ha pasado
muchísima hambre. Y no porque todos aprobaran la decisión de convertirla en diosa;
todo lo contrario. Muchos romanos creían que esa decisión violaba todos los códigos,
y otros temían incluso que los dioses se vengaran de Roma por haberse atrevido a
lanzar aquel insulto contra el orden establecido. Sin embargo, todos tenían la
sensación de que llevaban una auténtica eternidad cumpliendo las normas
draconianas que el emperador impuso durante el luto por la muerte de su hermana.
Desde ese día, todo el que fuese descubierto riendo, bañándose o incluso cenando con
un grupo de amigos podía ser ejecutado de manera instantánea. Aquellas estrecheces
terminarían por fin, y eso redundaría en el éxito de las celebraciones en todo el
imperio.
La fundición se hallaba cerca del lugar donde debía iniciar su recorrido la
procesión, en el cruce de la Vía Nova con la Vía Sacra. Casi toda la gente ya había
ocupado a esas horas el lugar que había elegido para ver el desfile, pero aún había
grupos de romanos que llegaban tarde y caminaban por la Vía Sacra tratando de

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localizar un punto desde el que poder ver bien el momento en que pasara el
emperador.
Rufo indicó a Bersheba que debía comenzar a ponerse en marcha. Como la
elefanta estaba muy acostumbrada a tirar del carro con el que llevaban heno a su
establo, no tuvo problemas a la hora de inclinar el cuerpo hacia delante, para cargar
con todo el peso del carruaje en cuyo centro se mantenía erguida la estatua de
Drusila. Bersheba tenía una fuerza descomunal, pero Rufo temió que no soportara
bien el primer instante, al notar por vez primera en su cuerpo el inesperado peso de
aquella figura dorada y altísima. Pero la elefanta dio el primer paso y al momento
resultó evidente que el esfuerzo necesario para tirar del carro con todo aquel peso era
mucho menor de lo que él se había temido, así que el carro comenzó a deslizarse
hacia delante sin problemas, y sus ruedas con llantas metálicas arrancaron un sonido
metálico de los guijarros del suelo.
Rufo estaba muy alerta. Volvió la cabeza, atrás y miró el carro. Era sólido, pero él
temía que se quebrara bajo el peso de la sólida escultura que le habían colocado en el
centro. ¿Cómo era posible que aquel enorme y pesado volumen pudiese ser arrastrado
sin que nada crujiera apenas? ¿No sería que…?
Casi estuvo a punto de soltar una sonora carcajada. ¡Claro! La estatua era hueca
por dentro. ¡El tributo ofrecido por el emperador a su hermana difunta era sólo una
cáscara vacía!
Cruzaron la puerta doble de la fundición y salieron a la Vía Nova, y Rufo le dio
unos golpecitos a Bersheba en el hombro izquierdo, para que la elefanta girase y
encaminara sus pasos hacia la amplia avenida. En el primer momento todas las
miradas se fijaron en la elefanta del emperador, admirando su dorada magnificencia.
Pero a los pocos momentos Rufo oyó los gritos de asombro proferidos por los
espectadores cuando comprendieron qué había en el carro del que Bersheba tiraba.
—¡Drusila! ¡Drusila! ¡Miradla, es la diosa! ¡Una diosa de oro puro!
La multitud se abalanzó hacia la calzada, los de detrás empujaban a los que
ocupaban las primeras filas. Pero Calisto no quería ninguna clase de riesgos en la
procesión de la divina hermana del emperador. Dos centurias completas de
pretorianos formaban una barrera a uno y otro lado de la Vía Nova, y al notar la
presión de los espectadores los guardias desenvainaron sus espadas cortas, y la gente
de las primeras filas empujó hacia atrás para evitar las puntas afiladas de las armas.
Con lentos pasos majestuosos, Bersheba avanzó y pasó frente a las columnas del
templo de Júpiter Estator, con los guardias a ambos lados de la vía, avanzando junto a
ella y lanzando golpes al aire cada vez que la multitud amenazaba con volcarse hasta
la calzada. La preciosa carga que arrastraba la elefanta era demasiado valiosa como
para permitir que nadie se acercara mucho a ella. En la intersección de la Vía Nova
con la Vía Sacra les esperaba el emperador, invisible tras las cortinas de su carruaje

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dorado. Detrás de él, en orden jerárquico de rango y linaje, la nobleza romana
extendía sus filas a lo largo de la Clivus Platinus, la Cuesta Palatina. Cónsules y
gobernadores, senadores y generales, reyes y príncipes. Todos ellos habían viajado
hasta Roma desde todos los rincones del mundo para estar allí ese día, y ser testigos
del momento en el que Drusila entraría en el reino de los inmortales.
Cupido ocupaba su posición junto al carruaje del emperador, con una docena de
pretorianos que formaban la guardia personal de Calígula, y su imagen resultaba
espectacular porque la coraza en la que destacaba el símbolo del lobo refulgía bajo el
sol de la mañana. Detrás del carruaje Rufo vio que Calisto se apresuraba yendo de un
lado a otro, como una rata presa de pánico, agitándose, brincando, enderezándose. Un
ronquido de Bersheba le sorprendió de tal modo que el secretario imperial se quedó
boquiabierto, boqueando, como la viese por primera vez, y Rufo temió que hubiesen
avanzado demasiado aprisa. El hombrecillo agitó los brazos desde el suelo, y le dio a
Rufo instrucciones. Se trataba de que Bersheba y el carro del que la elefanta tiraba se
colocaran al frente mismo de la procesión. El resto de los guardias pretorianos
salieron trotando para formar junto con los demás, y se dispusieron a lo largo de la
avenida, a intervalos de seis pasos entre un guardia y el siguiente.
Calisto lanzó una última mirada fugaz hacia atrás, inspiró profundamente, y dio la
orden de que la comitiva se pusiera en marcha. Y Rufo, con el corazón palpitándole
con intensidad, dio órdenes a Bersheba para que la elefanta reanudase la marcha.
Parecía que toda Roma estuviese apretujada en las calles próximas al foro. La
multitud que llenaba los lados de la Vía Sacra alcanzaba la cifra de varios millares y
hasta decenas de millares, y la gente se colgaba de los lugares más insospechados, en
la entrada de los templos y entre sus estatuas y encaramados a ellas, a fin de tener una
visión clara del lujoso desfile. Delante de Rufo, a uno y otro lado, altas columnas de
mármol con relieves acanalados marcaban la calle, cada una de ellas coronada por
una escultura solemne. Desde su elevada posición sobre el cuello de Bersheba, la
amplia avenida se extendía ante sus ojos hasta llegar al enorme edificio que guardaba
los registros imperiales, al pie del monte Capitolino. Más próximos y a ambos lados
de la avenida, los templos y edificios públicos denotaban que ésta era la calle más
importante de Roma. Más adelante vio que se acercaba a la fachada de la casa de las
vestales. Y después de este edificio, se elevaba el templo del Divino Julio, con su
rostrum, la tribuna de oradores ante la que se congregaban cientos y hasta miles de
personas en algunas ocasiones importantes de la historia romana.
Avanzando paso a paso, pacientemente, Bersheba dejaba impresionado al gentío,
que arrojaba pétalos de flores para alfombrarle el camino, y el aroma llegaba hasta
Rufo, que oía constantemente los vítores de miles de gargantas. No se atrevía a mirar
atrás, pero notaba la tranquilizadora presencia de Cupido muy cerca de él, caminando
al mismo ritmo que avanzaba el carruaje de Calígula, el cual seguía solo y oculto tras

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las cortinas de seda. Era el día de Drusila y el emperador no deseaba nada para sí, no
quería que su presencia pudiese distraer la atención de los ciudadanos del imperio,
que debía concentrarse en la enorme figura de oro de su hermana.
Llegaron por fin frente al rostrum del templo de Julio, en el que destacaban los
característicos mascarones de proa de los barcos capturados en la batalla de Actio,
asomando en los muros a los dos lados del nicho que guardaba el sepulcro imperial.
El incidente se produjo cuando se encontraban justo delante del rostrum.
Rufo estaba distraído, contemplando con detenimiento las maravillas que le
rodeaban por todos lados y, al principio, no entendió qué estaba ocurriendo. Hasta
que de repente, por encima del griterío de la multitud, oyó el grito de Cupido.
—A mí, la guardia.
Cuando, alarmado, Rufo se volvió hacia atrás para ver qué estaba ocurriendo, no
dio crédito a sus ojos. De entre la muchedumbre que gritaba desde los lados de la
calle, había emergido una veintena de figuras siniestras que habían logrado colarse
por entre los pretorianos que montaban guardia a los lados de la calle. Cada una de
esas figuras iba oculta bajo una capa de color pardo, provistas todas de unas capuchas
que escondían las cabezas. No se veía ningún rostro, pero todos los encapuchados
llevaban una espada desnuda. Su manera de manejar el arma denotaba que eran
soldados muy expertos, o ex soldados. Avanzaron rápidamente y en silencio hacia el
carruaje dorado, muy decididos, y con un evidente propósito.
¡Eran asesinos! Pretendían matar al emperador. Otra docena de encapuchados
apareció detrás de los primeros, y saltó a la avenida, sin que nadie hubiera sido capaz
de frenarles.
—¡A mí, la guardia! —repitió Cupido con un timbre más estridente todavía, en un
tono más desesperado.
¿Por qué no reaccionaba ninguno de los pretorianos que montaban guardia a los
lados de la calle, frente a la multitud de espectadores? Todos ellos se habían quedado
helados, sin abandonar sus puestos, inmóviles como las estatuas de la avenida.
Los asesinos sin rostro habían alcanzado las posiciones que ocupaban los
hombres de Cupido, y en grupos de tres o cuatro rodeaban a cada uno de los
pretorianos. Los demás atacantes se iban colando entre los grupos así formados para
alcanzar el carruaje. Los combates comenzaron a cobrar intensidad por todas partes,
pero Cupido consiguió mantenerse junto al carruaje, como última defensa del
emperador. Su larga espada centelleó en el aire, y uno de los agresores cayó abatido.
La sangre manaba abundantemente del tajo que le había hecho Cupido en la garganta.
Pero enseguida le reemplazó cerca del carruaje otro de los encapuchados, cuyas
acometidas pretendían que Cupido tuviese que separarse del lugar donde se refugiaba
Calígula.
Sin pensar en lo que hacía, Rufo saltó al suelo, dejándose resbalar por el flanco de

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Bersheba, y salió corriendo hasta plantarse al lado de su amigo el gladiador.
—Por aquí, Cupido —gritó sin dejar de correr.
Cupido lanzó una fugaz mirada hacia el lado por el que llegaba Rufo, que
reconoció en su mirada el brillo del combatiente avezado. Aunque estuviera en clara
desventaja frente a tantos agresores, era obvio que el germano se encontraba en su
elemento, con la espada en la mano y el enemigo delante de él. El arma del atacante
que había caído hacía unos instantes yacía a su lado en el suelo, y Cupido usó la
punta de su arma para lanzarla, con la empuñadura por delante, hacia el sitio por
donde llegaba Rufo, que la agarró al vuelo.
—Recuerda mis lecciones —gritó Cupido, alzando la espada para cortar de golpe
el ataque que lanzaba contra él uno de los atacantes, y el choque de metales produjo
una fuerte vibración en el oído de Rufo—. Ojos, garganta y pelotas.
La orden, tan mortífera, debió de producir cierto efecto entre los atacantes, porque
mostraron por vez primera alguna vacilación. Fue apenas un instante, pero lo
suficiente para que cambiaran las tornas. Cupido soltó su acostumbrado grito de
guerra y lanzó una estocada que clavó la punta de su espada en la boca de la robusta
figura que se encontraba en el centro del grupo de quienes le atacaban en ese
momento, y cuando tiró de su arma con fuerza hacia atrás brotó muchísima sangre, y
el hombre cayó como una piedra.
Rufo consiguió entretanto ubicarse a la derecha de Cupido, cerrando un poco
mejor el acceso al carruaje, pero en ese momento otro grupo de asesinos
encapuchados se abrió paso por entre los pretorianos que vigilaban a la multitud. La
seguridad con la que se movía su amigo permitió a Rufo resistir el nudo helado que
se le había formado en el estómago, aunque la verdad es que estaba aterrorizado.
Tragó saliva e intentó centrarse en el combate, aunque no pudo dejar de mirar al
asesino que yacía en medio de un charco de sangre, justo a sus pies, y cuyo cuerpo se
retorcía al tiempo que emitía un grito sofocado. Luego, el encapuchado se estremeció
violentamente, y se quedó quieto.
Repitiendo mentalmente las instrucciones de Cupido, una y otra vez, Rufo
mantuvo la espada a media altura y con la punta enhiesta, lanzando golpes rápidos
contra el bajo vientre y el estómago de sus oponentes, tal como su amigo le había
enseñado a hacer. No parecía una táctica muy marcial, pero sirvió para mantener a
distancia al enemigo que tenía enfrente. Bajo la capucha alcanzó a ver los ojos del
asaltante. Tuvo la sensación de que era muy joven y que tenía muchísimo miedo, y
que miraba los golpes de su espada con más respeto del que su escasa experiencia
merecía. Rufo se preguntó cómo era posible, hasta que recordó que ese día iba
vestido con un uniforme muy especial. Los pretorianos formaban parte de las tropas
más selectas del emperador, y tenían fama de ser los soldados mejor preparados de
todo el imperio. Sin duda, su oponente imaginó que estaba siendo atacado por un

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combatiente veterano de cien batallas.
Cupido luchaba con enorme energía, y Rufo se dio cuenta de que su amigo
dedicaba sus mejores fuerzas, su agilidad y rapidez de movimientos a conseguir que
los asesinos centraran sus ataques en él, en lugar de lanzarse a por su novato
compañero. Logró que otro encapuchado cayera, víctima de un certero golpe de su
espada, y los demás supervivientes del grupo retrocedieron unos pasos. La valentía
que demostraron al cruzar por entre la muchedumbre y los pretorianos que
patrullaban a los lados de la avenida pareció esfumarse rápidamente ante la habilidad
con la que combatía el veterano de tantas justas en el circo.
—¡El carruaje! ¡No olvidéis para qué hemos venido!
La nueva orden sonó desesperada. La gritó el más alto de los atacantes desde
debajo de su capucha, y el timbre de su voz le sonó a Rufo vagamente reconocible.
Sin embargo, no tuvo tiempo para tratar de hacer memoria, porque en ese instante dos
de los atacantes se lanzaron contra los defensores del emperador cargando con sus
espadas. Uno de ellos fue alcanzado en el pecho por la espada de Cupido que,
además, con una daga que de repente apareció en su mano izquierda, logró detener la
andanada salvaje que le lanzaba otro de los asesinos, que le atacaba por un flanco.
Rufo oyó el entrechocar de hierros a su espalda, y comprendió que al otro lado del
carruaje se estaba desarrollando un combate similar al que se libraba ante sus ojos.
Pero no podía preocuparse por eso. Bastante hacía tratando de salvar su vida. Hubo
luego un momento, en mitad de aquella batalla, en el que el enemigo más próximo a
él se apartó de él, y de repente Rufo se encontró en un Oasis de calma en medio del
torbellino. Inspiró profundamente y, por vez primera en un rato, pudo mirar a su
alrededor.
Los lobos de Cupido, aunque su número fuera inferior al de los atacantes, estaban
consiguiendo resistir. Los cuerpos heridos comenzaban a amontonarse en torno al
carruaje, algunos paralizados por la muerte, los otros agitados en una agonía terrible,
sangrando y chillando de dolor. El cochero del emperador había sido alcanzado, cayó
al suelo, y lo habían partido en pedazos. Una de las blancas yeguas que tiraban del
carruaje había caído al suelo, y sus pezuñas pataleaban en el aire. Una lanza le había
atravesado el vientre y, aun así, trataba de ponerse de nuevo en pie.
Lo más pasmoso era que los pretorianos que hacían guardia a los dos lados de la
calle seguían conteniendo a la multitud, aunque algunos de ellos miraban alrededor
con perplejidad, seguramente preguntándose por qué no les habían dado la orden de
combatir en defensa del emperador. Evidentemente, se daban perfecta cuenta de que
el reducido grupo de compañeros suyos que luchaba junto al carruaje estaba en
situación desventajosa, y sabían por tanto que Calígula corría peligro de muerte. A
Rufo le pareció injusto que Cupido y él tuviesen que luchar casi solos.
El brillo de la hoja de una espada rompió el momentáneo hechizo, y Rufo agachó

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el cuerpo para salvarse del golpe que, de no haber sido por su ágil movimiento, le
hubiese separado la cabeza del cuerpo. La espada cruzó el espacio por encima de su
cabeza, sin dañarle. El combate se cerró otra vez junto a ellos, y no tuvo más remedio
que concentrarse en él.
El oponente que se le enfrentaba ahora era más grande y fuerte, y actuaba sin la
cautela del jovencito de antes. Rufo se vio forzado a retroceder, paso a paso, y eso le
hizo tropezar con el cuerpo de uno de los hombres caídos, que había ido a refugiarse
parcialmente entre las ruedas del carruaje. Rufo cayó, le pareció que el mundo giraba
en redondo, y por un instante percibió unos ojos aterrados que miraban por entre las
cortinas del carruaje. El atacante le pisó con su sandalia en medio del pecho, Rufo
soltó un gruñido de dolor y comprendió que su rival le utilizaba como peldaño para
subirse hacia el carruaje y comenzar a forcejear, tratando de abrir las puertas
adornadas de hojas doradas. Rufo estaba siendo aplastado por el enorme peso de
aquel hombre, y el instinto le hizo lanzar una estocada hacia lo alto con su espada.
Notó cierta resistencia por un momento, hasta que oyó un ruido repugnante, y el
hombre que le pisaba empezó a retorcerse porque la afilada punta del arma de Rufo le
había alcanzado de lleno, y buena parte de la hoja había penetrado profundamente en
su carne. Rufo se sintió horrorizado, tiró atrás de la espada, y oyó un aullido de
agonía. Un líquido caliente le remojó la cara y el pecho al mismo tiempo, y el asesino
cayó derribado sobre un costado.
De repente experimentó un terrible cansancio, pero Cupido seguía enzarzado en
el combate apenas a dos pasos, y Rufo hizo un enorme esfuerzo para levantarse,
apoyándose en la rueda del carruaje. Todo estaba a punto de terminar porque los
pretorianos que habían permitido que los asesinos lanzaran su ataque por en medio de
sus filas estaban por fin reaccionando y abandonando su letargo, y seis o siete
atacantes trataban sin éxito de librarse de ellos.
Cupido alcanzó a otro de los encapuchados, que salió huyendo mientras la sangre
manaba con abundancia de su cuello. No quedaba más que un enemigo en pie, el
hombre más alto de todos los atacantes. Era el jefe, el hombre que había dado la
orden. Sabía combatir, lo hacía como un soldado con experiencia, pero ni así podía
con un gladiador como Cupido. Girando la muñeca con un ágil movimiento, el amigo
de Rufo le arrancó la espada de la mano y la hizo volar por los aires. Y enseguida
apoyó la punta de su propia espada en la garganta del asesino, le obligó a ponerse de
rodillas, y le quitó de golpe la capucha.
Rufo se atragantó.
Era Lucio.

***

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—Mátame.
No estaba suplicando. Era demasiado orgulloso para eso. Se dirigía a Cupido,
pero la mirada de Lucio estaba clavada en los ojos de Rufo. Sabía muy bien qué
destino le aguardaba si caía en manos de los torturadores del emperador.
—Mátame —repitió, y Rufo supo que uno de los nombres que pronunciaría
cuando le aplicaran una y otra vez los hierros al rojo vivo sería el suyo.
También Cupido le oyó, pero conocía bien su deber, y no tenía intención de darle
una muerte misericordiosa al hombre que acababa de hacer un intento de matar al
emperador. Y por esta razón alzó la espada que tenía apoyada en el cuello de Lucio.
—Tu destino quedó escrito cuando atravesaste la línea formada por los guardias.
¿Por qué lo has hecho? Será lo primero que van a preguntarte, y tendrás que dar una
respuesta. Y la darás, porque todo el mundo, tanto los valientes como los cobardes,
todos acaban hablando.
Lucio bajó la vista, pero antes de que lo hiciera Rufo tuvo tiempo de ver en sus
ojos la desesperación.
—¡Cuidado, lleva una daga! —gritó Rufo.
Las palabras brotaron de su garganta sin pensarlo siquiera. Cupido dio un paso
atrás, y alzó la espada, pero Rufo ya estaba allí, y había clavado la espada en el pecho
de Lucio. El joven tribuno abrió la boca, como si tuviese alguna cosa importante que
decir, pero una cascada roja brotó de golpe por su garganta, y cayó de bruces,
arrastrando la espada de Rufo, que había cogido con la mano.
Rufo se volvió hacia otro lado, y tropezó con los ojos acusadores de Cupido.
—No llevaba ninguna daga.
Mientras le escuchaba, Rufo sacó de entre los pliegues de su toga el cuchillo de
hoja curva que Lucio le dio cuando se encontró con él tras unos árboles en el jardín
de Drusila. Utilizando el cuerpo de Cupido para ocultar lo que estaba haciendo de la
mirada del ocupante del carruaje, se agachó y puso el arma en la mano sin vida de
Lucio.
—Ahora sí la lleva.
Cupido le miró con severidad, pero no trató de impedir sus movimientos.
—Más tarde hablaremos de esto.
Se oyó un tremendo gruñido, y Rufo recordó que había dejado a Bersheba
completamente abandonada. Regresó hacia donde se encontraba la elefanta con paso
dolorido, y tuvo que cruzar por entre los cónsules y senadores que le miraban
horrorizados tras haber sido impotentes testigos del combate. Los ojos de Rufo se
cruzaron con los del tío del emperador. Claudio parpadeaba, muy nervioso, como un
viejo mochuelo sorprendido por la luz del día.
—Llama a Néstor, dile que tenga preparados los instrumentos más terribles de su
oficio.

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A su espalda, la orden había sido pronunciada a gritos por Calígula, que abrió de
una patada y con un golpe estrepitoso la puerta del carruaje, con el rostro rojo de furia
y de miedo reprimido.
—Instalaremos el tripalium y la forja, aquí mismo, a cielo abierto. ¡Roma entera
verá qué premio reserva el emperador a quienes pretenden atentar contra él!
Rufo se estremeció, pero siguió caminando. Néstor era el torturador más experto
y refinado de Calígula. ¿Eran imaginaciones suyas, o el rostro de Claudio
empalideció más al oír pronunciar aquel nombre?

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29
Había matado a un hombre. No, había matado a dos.
El aire que respiraba le parecía todavía más precioso ahora que Lucio ya no
disfrutaba de él. Pero las muertes parecían haberle robado algo. ¿Acaso Cupido se
sentía así cada vez que abandonaba la arena del circo? ¿También él sentía esa
sensación de vacío, como si al irse de este mundo el muerto se hubiese llevado una
parte esencial de quien lo había matado?
Rufo estaba sentado sobre la rasposa superficie de una mesa de madera. Llevaba
una hora entera en la fuente pública, tratando de limpiarse la sangre de la piel y de la
ropa, pero parecía que se tratara de manchas indelebles. De vez en cuando frotaba los
dedos distraídamente contra ciertas manchas de sus brazos, unas manchas que nadie
que no fuese él podía ver. Livia le observaba, muy inquieta. Sabía que se había
producido un intento de asesinato, pero desconocía los detalles. Notaba que Rufo
estaba profundamente afectado por lo que había ocurrido, y ella quería tranquilizarle,
pero nadie, ni siquiera ella, podía atravesar la barrera que su esposo había creado a su
alrededor.
Además, Livia tenía otro motivo para hablarle. Era importante que le transmitiese
sus propias noticias. Pero comprendió que tendrían que esperar.
Al final hubo un momento en que Rufo rompió su silencio:
—¿Y por qué lo hicieron?
—¿Quiénes?
—Lucio tenía que haber sabido que fracasaría. Lo más extraño fue que me
pareció que estaba seguro de que los guardias no iban a actuar. Y, en efecto, hubo
muchos que se quedaron paralizados. Pero Cupido y yo actuamos.
—¿De qué Lucio hablas?
—Yo le maté. Podría haber sido amigo mío, pero le atravesé el corazón con la
espada y murió dándome las gracias por ello. —Sacudió la cabeza horrorizado y miró
a Livia con ojos vacíos—. Les maté. A los dos. Les maté para salvar al emperador.
—¿Salvaste al emperador? —dijo Livia, cuyos ojos se encendieron de golpe.
Rufo la miró confundido. No recordaba apenas los detalles. Todo había ocurrido
muy rápidamente. Veía la espada de Cupido trazar complejos dibujos en el aire,
seguro de que la hoja iba a clavarse siempre en una nueva víctima. Veía unos ojos
acusadores, los ojos de alguien conocido. ¿Los de Lucio, los de Cupido?
—No fui yo. Fue Cupido, él salvó al emperador.
—¿Y tú no?
—Yo también.
—Entonces, el emperador te premiará.
—No quiero ningún premio —dijo Rufo, sintiéndose muy mal.

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Se alejó, caminando hacia donde estaba Bersheba… para esperar allí la llegada de
Cupido.

***

Cupido se presentó en el establo al atardecer del día siguiente, y estaba


irreconocible. No parecía el mismo joven que Rufo vio moverse de manera
deslumbrante entre sus oponentes en el circo, ni tampoco recordaba al asesino de
mirada fría que combatió a su lado junto al rostrum del templo de Julio.
El gladiador tropezó con la puerta, y habría caído entre las patas de Bersheba de
no haber sido porque Rufo dio un salto al frente y le sostuvo a tiempo. Los ojos de
Cupido carecían de brillo y en su aliento se notaba el olor al peor de los vinos que
servían en las tabernas baratas. Rufo trató de cogerle y acompañarle hacia la
habitación, pero el gladiador se lo sacudió de encima de mala manera, murmurando
para sí:
—Nos traicionaron.
Rufo iba a replicar, pero se lo pensó dos veces antes de hacerlo.
Cupido le miró con una mirada vacilante y borrosa, y acercó mucho su rostro al
de él, como si le costara esfuerzo enfocar la mirada.
—Engañaron a la guardia —balbució con amargura—. ¡La engañaron! Un oficial
de la legión de palacio fue al cuartel de los pretorianos y advirtió al centurión que
estaba al mando de que el emperador había decidido hacer una prueba, para
entretener a la plebe. Le convenció de que los guardias debían permitir que llegaran
hasta su propio carruaje, atravesando la calle, unos hombres a los que distinguirían
porque llevarían una capa con la capucha puesta.
Rufo tragó saliva. El gladiador continuó su relato beodo:
—Al centurión le sorprendió semejante idea, pero no hubiera sido la primera vez
que ocurrían cosas así. Era un buen oficial, así que comprobó la veracidad de la orden
escrita. Llevaba la firma de Calisto, el secretario imperial, y la rúbrica de Casio
Querea en nombre de la Guardia Pretoriana. Y transmitió la orden a sus soldados. —
Cupido sacudió la cabeza como si tratase de borrar todo aquello de su mente—. Por
supuesto, todo era una falsificación. Ahora, suponiendo que no esté ya muerto, debe
de estar deseando que su actitud hubiera sido más desconfiada.
—¿Fue un oficial de la legión? —Rufo habló por vez primera, aunque ya sabía la
respuesta a su pregunta—. Lu… —y se le atragantaron las letras, porque una mano
que parecía una garra de hierro le apretó la garganta.
—Lucio, sí, fue Lucio. Traicionó a su emperador. Lucio, que podía haber causado
la muerte de otros cien, de otros mil traidores, de haber vivido y de haber confesado
lo que sabía. Lucio, el oficial… al que tú… mataste…

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Mientras pronunciaba esta última frase, la mano que apretaba el cuello de Rufo
aumentó su presión, y le alzó en volandas hasta sostenerle con los pies en el aire.
Rufo quiso explicarle, trató de hablar, de suplicarle que no le matara allí mismo, pero
no consiguió emitir una sola palabra. Su visión se hizo borrosa y después se
desvaneció por completo…
Notó que volaba, por un segundo creyó que los dioses acababan de reclamarle
para que entrara en su reino, pero el vuelo concluyó con un tremendo batacazo de sus
costillas contra el suelo.
Abrió los ojos, y vio a Cupido tumbado en el suelo junto al montón de paja de la
puerta del establo, y a Bersheba, junto a él, haciendo oscilar amenazadoramente su
trompa. Por su posición, Rufo dedujo que estaba a punto de alzar una pata y aplastar
al gladiador bajo su peso.
—Quieta, Bersheba —gritó con todas sus fuerzas, mientras intentaba aclararse la
garganta—. Quieta.
Se arrastró hasta donde estaba tendido Cupido, boca abajo y desmayado, tal como
pudo comprobar al alzar su cabeza, y notó un impresionante chichón debajo de su
melena dorada, justo detrás de la oreja izquierda. Levantó la vista y vio que Livia se
les había acercado, protegiendo su estómago con las manos y con la mirada
reflejando todo el miedo que sentía. Entre los dos llevaron a Cupido hasta el catre y
se quedaron esperando a su lado.
Dos horas más tarde abrió los ojos, y dio la sensación de que no sabía quién era ni
dónde estaba. Rufo le ofreció agua de la cisterna y Cupido bebió un sorbo y se
incorporó en el catre. Después levantó un poco la cabeza y lanzó una mirada furiosa a
Rufo. Una mirada en la que su amigo vio brillar unos sentimientos que ni siquiera los
terribles acontecimientos que habían vivido juntos podían explicar.
Luego, con voz desprovista de toda emoción, les dijo cuál había sido la venganza
de Calígula.
—Primero les rompieron las piernas a los supervivientes del grupo de asaltantes,
para que no se atreviesen a estar de pie delante del emperador. Y no por un solo sitio,
sino que las golpearon con barras de hierro en varios puntos, como para asegurarse de
que nunca más volvían a ser capaces de dar un solo paso.
»Después de esto, y cuando se retorcían de dolor a los pies de Calígula, porque se
las rompieron al lado de su trono, para que el emperador disfrutara plenamente del
espectáculo, cogieron al primero de ellos y le colgaron del tripalium. Era un chico
joven, fuerte y guapo… —Rufo recordó los ojos asustados bajo la capucha, se
preguntó si se trataba del asaltante contra el que él había combatido—. El emperador
bromeó, dijo que sin duda había gozado del favor de las damas. Y ordenó a Néstor
que le cortara las partes viriles, ya que no iba a volver a necesitarlas. Así lo hizo el
verdugo, de un solo tajo, y los gritos del joven helaron la sangre de todos los

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presentes. No hubo interrogatorios, porque se trataba solamente de que lo vieran los
demás asesinos que seguían aguardando su turno.
Según contó Cupido, a continuación Calígula, y mientras el joven moría
desangrado a sus pies, habló con Néstor de lo que iban a hacer con los siguientes.
—En cuanto agarraron al segundo, éste comenzó a tartamudear, presa del pánico.
Néstor dispuso delante de él los instrumentos de tortura, los ganchos, las tijeras, los
hierros de empalar, y el hombre se puso a gritar que quería contarlo todo, que no le
sometieran al hierro candente. Los funcionarios tomaron nota de todos los nombres y
las fechas y los detalles de la traición que el desgraciado fue enumerando. Cuando
hubo soltado todo lo que sabía, dio gracias al emperador por su clemencia, pero el
emperador le preguntó muy tranquilo que no podía estar seguro de que había dicho
todo lo que sabía, ya que no le habían sometido a la prueba de los hierros. Por
ejemplo, ¿no había omitido tal vez los nombres de su madre o de su hermana, por
amor y por compasión hacia ellas? El asaltante no supo qué replicar, nadie habría
sabido qué decir en ese momento. Y entonces le aplicaron los hierros al rojo, y expiró
sin dejar de pronunciar los nombres de sus amigos.
»Así prosiguió la escena. Cada uno de ellos dio una docena de nombres, y cuando
ya se les habían acabado, todavía pronunciaron doce nombres más, y después el
emperador les iba sugiriendo otros: los nombres de los nobles y caballeros, los
terratenientes y los más ricos, que darían al emperador generosamente todas sus
posesiones para demostrar su lealtad y salvar sus vidas. Cuando ya habían muerto
todos los asaltantes, trajeron a los hombres y mujeres a los que ellos habían
traicionado, y esas mismas escenas se repitieron una y otra y otra vez. Toda la tarde y
toda la noche hubo gritos incesantes. A veces las torturas las aplicaban a las víctimas
de uno en uno, otras veces de dos en dos e incluso de tres en tres.
»Sólo en una ocasión el emperador demostró clemencia, aunque fue una clase de
clemencia algo especial. Cuando llegó Quintilia, la actriz, estaba tan guapa como
siempre, era una de las mujeres más bellas de Roma. Se mostró valiente, y te
sorprendería saber cuántos se mostraron valientes, al menos al principio, pero Néstor
es un experto en su oficio, y la belleza de Quintilia le brindaba una oportunidad
especial. Le fue arrancando diversas partes del cuerpo de una en una, y ella siguió
negándose a hablar. De modo que el torturador le hizo cosas que prefiero no
mencionar aquí, y ella mostró tanto coraje que incluso le arrancó lágrimas al
emperador, e hizo que la bajaran del tripalium. Quintilia no se sostenía en pie, y
Calígula se arrodilló a su lado, le puso mil sestercios en la palma de la mano, como si
con eso pudiese pagarle lo que le habían hecho y devolverle su belleza.
Cupido cerró los ojos y se quedó dormido en ese momento. Cuando, antes del
amanecer, se despertó para volver al cuartel, Rufo le acompañó a la puerta.
—¿Deberíamos haber permitido que muriese el emperador, Cupido? Piensa en

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cuántas vidas se habrían salvado, cuánto sufrimiento se habría evitado si no le
hubiéramos defendido.
El rostro del gladiador quedaba oculto por las sombras, de modo que Rufo no
logró ver su expresión cuando le contestó:
—Si hubiésemos permitido que le mataran, Rufo, podríamos haber salvado mil
vidas, excepto las nuestras, la de Livia, o la del hijo que lleva en su vientre.
—¿De qué hijo hablas? —repuso perplejo su amigo, creyendo no haber entendido
bien.
—¿Cómo puedes ser tan ciego?
Rufo sacudió la cabeza, incrédulo. Era muy joven todavía para tener hijos. No
estaba preparado para ello. Recordó su propia infancia, los tiempos antes de Fronto y
de Cerialis. Las palizas, el hambre. ¿Tenía derecho a traer al mundo a un niño que iba
a nacer esclavo?
Cupido salió a la luz y apoyó la mano en el hombro de su amigo.
—La vida era mucho más sencilla en la arena del circo.

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30
Cuando Cupido se fue, Rufo regresó al establo, pasó junto a Bersheba y entró en
la habitación.
—¿Es cierto, Livia? —preguntó.
—Lo es —admitió su esposa, sorprendida de que él se hubiese enterado sin que
ella le hubiese dicho nada—. He consultado con la anciana Galla, que entiende de
estas cosas. El tiempo se cumplirá en primavera. Tenemos mucho que hacer.
Habló con los ojos encendidos con un brillo especial, cogió la mano de Rufo y le
acercó al catre, e hicieron el amor por vez primera en mucho tiempo. Después Livia
estuvo hablándole de sus planes, de las esperanzas que albergaba pensando en el hijo
de ambos, mientras Rufo le acariciaba el cuello… y trataba al mismo tiempo de
borrar el rostro de Emilia de sus pensamientos.
Trató de hacer las paces con la nueva posición de padre que se le planteaba de
repente, pero sus pensamientos se habían lanzado a una loca carrera de dudas y
miedos, como un carro tirado por unos caballos desbocados. Tenía que pensar en
muchas cosas, tantas cosas que no era capaz de imaginar todavía en qué podía
consistir la paternidad. ¿Podía pedir ayuda a alguien? No podía pedírsela a Cupido,
tan desconocedor de estos asuntos como el propio Rufo. Ni tampoco a Narciso. Sólo
una persona le podía realmente ayudar.
Fronto.

***

Cupido consiguió organizar el encuentro para tres noches después. Iban a verse en
el gran pajar adonde Rufo acudía periódicamente a recoger el heno para Bersheba.
Estaba cargando Rufo su carro cuando vio el temblor de una llama de antorcha
reflejándose en los guijarros húmedos del suelo, y así supo que alguien se
aproximaba. Era el tratante de fieras, acompañado por dos hombres que caminaban
con la reserva atenta y la seguridad en sus músculos típica de los guardaespaldas.
Rufo corrió al encuentro de su viejo amigo, dispuesto a abrazarlo, pero se llevó
una sorpresa desagradable. Fronto había cambiado mucho. No solamente tenía el pelo
completamente blanco y escaso, y una barba no menos canosa. No solamente las
arrugas de su rostro le daban aspecto de un hombre viejo. Sino que aquel cuerpo
voluminoso que Rufo siempre comparaba con el de un oso había perdido mucho
peso, y la figura que abrazó parecía ser apenas la sombra de la de unos tiempos que
aún eran bastante recientes. Y las manos que el viejo posó en sus hombros temblaban
como juncos sometidos a un vendaval.
A Fronto, sin embargo, le quedaba parte de la chispa de siempre.

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—Así que ésta es la razón por la cual el emperador se te llevó de mi lado —dijo,
señalando a Bersheba, que seguía esperando plácidamente enganchada al carro—. Si
tuviera unos cuantos hermanos suyos, no tendría de qué preocuparme. ¿No querría
venderme este elefante? Podrías venirte tú también, por supuesto. ¿No? ¿Piensas que
no estaría dispuesto a venderle este elefante a nadie? Bueno, qué más da. Ya nos
arreglaremos…
—¿Tan mal te van los negocios? —dijo Rufo, y su voz traicionó su preocupación
—. Estaba convencido de que a estas alturas serías un hombre riquísimo.
—Soy rico, claro está —replicó airosamente Fronto—. Pero el éxito ha traído
consigo algunas recompensas y no pocas cargas. Unas cargas que jamás imaginé.
—¿Por eso vas a todas partes acompañado de este par de gladiadores veteranos?
Tan veteranos, que Cupido los aplastaría como Bersheba aplastaría a una mariposa.
—Sí, supongo que no le duraría mucho. Pero incluso Cupido, que tanto talento
tiene, ha sido derrotado por ese hombre.
—¿Qué hombre?
—El emperador. Me temo que ahora está en contra de mí, o que alguien le ha
puesto en contra de mí. Protógenes espía a todo el mundo. Todo lo que toco, cada uno
de los tratos que cierro, todo queda registrado en los libros mayores que lleva tan al
día y que le acompañan a todas partes.
Rufo sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Y por eso te preocupas? Siempre has sido honesto en todos los negocios.
—Quién sabe. Tal vez en cierta ocasión cobré por una leona un precio algo
exagerado, o tal vez vendí un antílope que cojeaba un poco. Probablemente haya sido
así. Pero lo mismo han hecho todos los demás, y antaño los tratantes y los
compradores nos tomábamos un poco de vino y nos reíamos de todo. En cambio,
ahora…
—¿Qué ocurre ahora?
Fronto bajó mucho la voz, trató de no mirar a su espalda, como si fuese un mal
actor representando uno de los interminables dramas del teatro de Pompeya.
—Ahora he de negociar con la gente de Calígula, con Protógenes y gentuza así.
Hieden a corruptos de la misma manera que los búfalos hieden cuando hace calor, y
ese mal olor permanece, se nos pega a todos, querido Rufo. Cada vez que me acerco a
uno de ellos, luego, cuando vuelvo a casa, me tengo que frotar la piel hasta que me
hago sangre, y todavía noto ese olor nauseabundo. Ahora mismo lo noto, y me
produce ganas de vomitar.
»El emperador tiene una sed insaciable de juegos circenses. Es capaz de ver la
muerte de cien animales, qué digo cien, de mil animales, y sigue sin sentirse saciado.
¿Y quién ha de sustituir a los que van muriendo? ¿Y quién ha de encontrar
muchísimos más? Fronto.

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Se dio una palmada en el pecho, y prosiguió su relato:
—Ya sabes lo dificilísimo que resulta encontrar buen ganado en los tiempos que
corren. Pero tu amigo Fronto acaba encontrándolo, donde sea, y como cuento con la
sanción del emperador, los proveedores no tienen más remedio que venderme a mí
todo lo que tienen. Eso me da muchísimo poder, mucho más que nunca. Si hubiese
dispuesto de un poder semejante hace diez años, a estas alturas yo sería el hombre
más rico de toda Roma.
—Pero…
—Pero ahora, todos y cada uno de los tratos que hago han de ser garantizados por
Protógenes, o por uno de sus esclavos. El dinero pasa directamente de las arcas del
emperador al ganadero que vende la fiera que sea, y mi parte me la pagan más
adelante.
—¿Quieres decir que Protógenes te está robando?
—Es sorprendente, pero no lo hace —admitió Fronto—. Me pagan lo que se me
debe, y a veces incluso un poco más, una propina de vez en cuando, o dinero para
comprar mi silencio, y nadie dice nunca nada. El problema es que incluso mis viejos
amigos evitan encontrarse conmigo, mirarme a los ojos. Oigo murmullos aquí y allá.
Gente que dice que Fronto es un ladrón. Que es un estafador. He recibido incluso
amenazas, Rufo, dicen que me van a quitar la vida, y por eso voy siempre tan bien
acompañado últimamente. Me temo que Protógenes y su gente estafan a los
vendedores por un lado, y en el otro extremo estafan también al emperador. Y con
tantísimos animales que se están trayendo de África, seguro que están ganando
fortunas, a expensas mías y de mi honor.
Rufo reflexionó unos instantes, y replicó:
—De todos modos, tú eres la clave de todo el tráfico, y les interesa protegerte.
¿Cómo iban a amenazarte?
—Las amenazas no vienen de ellos sino de los vendedores, a los que les roban
miles de sestercios, y que están convencidos de que la culpa es mía. Además,
¿protegerme ellos a mí? Lo dudo. Pueden temer que haya hablado demasiado. Que
me haya quejado. Que les esté acusando a ellos.
Ay, viejo amigo, en qué lío te has metido, pensó Rufo, ¿y cómo podría ayudarte a
salir de esta trampa?
—Deberías contárselo al emperador —sugirió.
—No, no —dijo Fronto, aterrorizado de sólo pensarlo—. Imposible. Si
Protógenes albergara la más mínima sospecha de que yo pretendía denunciarle, me
haría matar en el mismo instante. ¿No has oído decir cómo se cargó a Próculo? Y
Próculo era nada menos que un senador, y no un simple tratante de ganado como yo.
Protógenes le acusó de traición ante sus colegas, y sus propios compañeros le
destrozaron.

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—Entonces, que la denuncia no salga de tus labios, sino de los de otra persona —
dijo Rufo. Sus palabras quedaron unos instantes flotando en el aire, hasta que por fin
Fronto comprendió todo su significado.
—No pienso permitírtelo, Rufo —dijo su amigo. El viejo Fronto de siempre
acababa de reaparecer, y su tono era una orden indiscutible—. ¿Crees que iba a dejar
que pusieras tu vida en peligro por mí? Has sido como un hijo para mí, Rufo. Ojalá
yo hubiera sido un poco más como un padre para ti. Pero este deber paterno lo
acepto. No permitiré que mi hijo muera antes que yo, si puedo evitarlo.
Rufo trató de luchar contra sus propias emociones. Se quedaron los dos en
silencio un momento, y al final Fronto dijo:
—Se me olvidaba… Eres tú quien me ha llamado. ¿Qué quieres de mí? No puedo
negarte nada. El dinero de tu herencia sigue estando bien guardado.
Rufo le sonrió. No se sentía capaz de sumar otro peso a la carga que ya tenía que
soportar aquel buen hombre.
—No, no era nada importante. Sólo que tenía ganas de verte de nuevo.

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31
Rufo esperó que pasaran los días pensando que tarde o temprano el emperador le
haría llamar para premiarle por su comportamiento cuando fue asaltado. Pero aunque
se hubiese fijado en su presencia entre los defensores de su persona, Calígula no dio
señales de recordarla. O tal vez le pareció que su esclavo se había limitado a cumplir
su deber. Seguramente se trataba de esto último. Mientras, las celdas de los sótanos
de su palacio estaban llenas a rebosar de detenidos, y cada día olía más a muerte en
todo el monte Palatino.
Rufo y Livia siguieron viviendo de acuerdo con sus costumbres de siempre, al
paso que el bebé crecía en el vientre de ella, y la futura madre estaba cada vez más
centrada en él y no admitía que nada la distrajera. Rufo la seguía a todas partes y se
ofrecía a reemplazarla en la realización de las tareas más pesadas, pero ella acababa
gritándole furiosa que la dejara en paz, y se iba poniendo más nerviosa a medida que
transcurría el tiempo. El pequeño catre ya no parecía tener cabida para los dos, y
Rufo se acostumbró a irse a dormir con Bersheba.
Una noche, estando él despierto sobre un montón de heno al fondo del establo,
oyó un ruido de cadenas. Bersheba hizo un ruido, y Rufo supo que era un saludo
dirigido por la elefanta a alguien conocido. Pensó en un primer momento que podía
tratarse de Cupido, pues su amigo tenía una actitud cada vez más impredecible,
debido a las tensiones internas que sufría como consecuencia del combate que
libraban en su interior el sentimiento del honor y la presión de sus deberes. Pero la
voz tranquila que hablaba desde la oscuridad no tenía el acento germano del
gladiador. Era Claudio.
Rufo se quedó quieto como un muerto y prestó oídos al monólogo del tío del
emperador, que había vuelto para hablar con la elefanta. Y sus palabras eran
peligrosamente indiscretas.
—¿Qué habrá hecho Roma para tener que destruirse a sí misma de esta manera?
Los mejores ciudadanos, los que tenían más talento, han caído bajo el hacha y han
sido sometidos al empalador y, mientras, los chacales del emperador compiten entre
sí para ver cuál de ellos es más cruel. —Suspiró largamente, y prosiguió—: Todo lo
que se me ha ocurrido hacer, todos los planes y todas las estratagemas, se han visto
amenazadas por la impetuosidad de los jóvenes. ¿Cuántas veces les repetí que se nos
concedería una oportunidad, sólo una, para que se cumpliera lo que tiene que
cumplirse? Y sólo supieron jugársela y salir derrotados, y ahora el emperador ha
ahogado en un mar de sangre todo lo que llegamos a tramar. ¿Por qué? Lucio no era
ningún loco. No habría actuado sin garantías. Pero ¿quién le dio esas garantías? Basó
tenía los medios, ¿pero habría actuado con tanta imprudencia? Culpable o inocente,
¿y qué importa ahora que ya ha muerto ante la presencia de su propio padre? ¿Tal vez

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Asiático? No lo creo. Ambos pretendemos la misma finalidad, la vuelta de la
república por medios pacíficos. Los dos buscamos el gobierno del pueblo en lugar de
la dictadura de un tirano. Y Pomponio tampoco. Tiene los medios, pero le falta la
motivación. ¿Narciso? Seguro que no. Pero ¿debo en realidad confiar en Narciso, que
conoce hasta mis secretos más íntimos, y los usa para sacar ventajas personales a la
que tiene la menor ocasión de utilizarlos? Y si no es Narciso, ¿quién puede ser?
Hizo una breve pausa. Rufo casi pudo percibir la fuerza con la que su cabeza daba
vueltas a toda esa información dispersa, tratando de poner un poco de orden.
—Querea —dijo ahora Claudio, complacido de su propia perspicacia—. Sí, Casio
Querea, o lo más probable, alguien actuando en su nombre. Es posible incluso que su
firma, la que figuraba en la orden que les decía a los pretorianos que no interviniesen,
no hubiera sido falsificada. Le han fastidiado tantísimo las pullas del emperador que
lo que al principio era rabia se ha acabado convirtiendo en odio ciego. Y él fue quien
persuadió a Lucio de la posibilidad de lanzar el ataque sin temor a las represalias. Y
cuando ya había ocurrido todo, ¿quién iba a poder imaginar que él estaba detrás del
ataque, quién habría podido dudar de su inteligencia y de su poder, de su capacidad?
¿Quién si no es él podía atreverse a mancillar el manto del César, suponiendo que no
esté ya mancillado hasta extremos insuperables? El fiel comandante de la Guardia
Pretoriana, Casio Querea, naturalmente. ¿Y dónde está ahora? Bañado en sangre
hasta los codos, pero en el lugar donde más visible está a los ojos del emperador, y
donde más útil le resulta. Pero al mismo tiempo que cumple con su deber, tiembla por
dentro temiendo que su nombre sea pronunciado por alguien, por uno de los suyos.
Pues también él fue traicionado. Y si no, ¿por qué combatieron sus guardias
germanos, cuando se suponía que debían dejar hacer y salir huyendo? Un solo
hombre ocupaba una posición desde la cual podía garantizar el resultado, y un solo
hombre podía sacar el mayor provecho de la fechoría.
Claudio se interrumpió otra vez, y cuando habló de nuevo su voz había cambiado,
y por el tono Rufo dedujo que ahora hablaba directamente a Bersheba.
—Toda la fuerza ingobernable de tu especie está dentro de ti. Y a pesar de toda tu
fuerza, ¿acaso eres otra cosa que un adorno que refleja el poder de tu amo? En el
pasado, no obstante, fuiste un arma de guerra y un vencedor seguro en el campo de
batalla. Dale las gracias a tu amo por no haberte usado en la guerra, o para cosas
peores. Hasta ahora no se le ha ocurrido siquiera, pero se le podría ocurrir en
cualquier momento. A no ser que… ¿Y si, como si fuese accidentalmente, se pudiera
usar tu fuerza contra él? ¿Podría el César sobrevivir a tus caricias, tan fuertes, acaso
soportaría que todo tu peso se apoyara sobre su cuerpo? Piensa en lo que te digo,
poderoso animal. De ti podría depender la suerte de un imperio.
Rufo sentía escalofríos cuando Claudio se fue y cerró la puerta tras de sí. Había
oído pronunciar algunos de los nombres más poderosos e influyentes de toda Roma.

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Y había obtenido pruebas de su traición. Y de la traición del propio Claudio. Hubiese
querido haber podido no oír lo que acababa de oír, pero su memoria conservaba todos
los datos y todos los nombres por mucho que tratara de borrarlos. De manera que
hizo lo único que estaba en su mano hacer. Guardó toda esa información en un
departamento separado de su mente, para que permaneciese allí hasta el día en que
pudiese utilizarlo para realizar algún intercambio, o cuando sintiese el frío filo del
hacha del verdugo en la piel de su cuello.

***

Teniendo pocas tareas encomendadas oficialmente, y con una esposa que no


quería apenas saber de él, Rufo se pasó las siguientes semanas pensando en maneras
de ayudar a Fronto. Sabía que no podía dirigirse más que a una sola persona, pero
¿podía confiar en él teniendo en cuenta que ni siquiera Claudio le tenía verdadera
confianza? Sólo había un modo de averiguarlo. Colgó un trapo blanco a la puerta del
establo, y al día siguiente se encaminó a la fuentecilla.
Narciso conservaba el buen humor que había manifestado desde la muerte de
Drusila, y era obvio que estaba seguro de que la protección que le brindaba Claudio
le situaba por encima de las persecuciones del emperador.
—Vaya, qué mal huele aquí —dijo—, tendríamos que buscar otro sitio donde
reunimos. No parece que seas tú —añadió, olisqueándole—, así que supongo que
serán las cloacas. ¿Tienes alguna información que ofrecerme?
Rufo mencionó algunos detalles de las cosas que había oído comentar entre los
siervos, pero nada de lo que dijo parecía interesar al griego. Luego añadió, vacilante:
—He de pedirte consejo. Un amigo mío se encuentra en dificultades. Es Fronto.
Pensé que podrías ayudarme.
—Hummm… —murmuró Narciso, y miró a Rufo como si estuviera viéndole por
vez primera en su vida—. Es un conocido mío —reconoció—, pero tengo
muchísimos conocidos. ¿Un consejo? Puedo darte algún consejo, si quieres. Pero eso
de ayudarte… ¿Por qué tendría yo que ayudar a un esclavo?
—Porque te cuento cosas —repuso Rufo, pensando que no hacía falta que se lo
dijera él.
La respuesta de Narciso fue una carcajada. ¿De verdad creía Rufo que las
habladurías de palacio que le transmitía poseían algún valor? ¿No comprendía que no
era más que una parte diminuta de un todo mucho más grande? Una hormiga obrera a
la que se podía aplastar en cualquier momento, y olvidar al siguiente instante su
existencia, pues podía ser olvidado eternamente.
—Me parece que no me has contado nada que merezca un precio como el que me
pides… Nada menos que mi ayuda. —Pronunció esta última palabra muy despacio,

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como si le costara encontrarla, como si fuese una cosa de lo más desagradable. Luego
dio media vuelta y comenzó a alejarse.
Rufo dejó que diese unos cuantos pasos.
—Puedo contarte lo que Claudio le dice a Bersheba.
Narciso se detuvo, dudó un segundo, y regresó a su lado con una sonrisa en los
labios.
—Cuenta.
Rufo le proporcionó la información poquito a poco, observando la mirada del
griego, que se iluminaba cada vez más. Sólo se guardó un detalle, el hecho de que
Claudio no confiaba en su fiel Narciso, pues tal vez ese dato podía resultarle útil más
adelante. Cuando concluyó, pasó a explicarle a Narciso el dilema en el que Fronto se
encontraba.
El griego hizo ademanes de fingida pena por el tratante de ganado.
—Eres muy inocente. Y Fronto también lo es. Por supuesto que Protógenes en un
hombre corrupto. Todos los romanos, de Calígula hacia abajo, son corruptos. El
emperador exprime a la nobleza para financiar sus planes más chiflados, de modo que
la nobleza exprime a los que tiene debajo, y los que están debajo de la nobleza
exprimen a los plebeyos. Los únicos que no están siendo exprimidos son los esclavos,
y sólo porque no tienen nada que exprimir.
—¿Podrás ayudarle?
—Puedo decir algo aquí, insinuar algo allá, si estoy seguro de que no va a
perjudicarme —dijo Narciso sin comprometerse, y dando la entrevista por concluida.

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Ahora le temían, todos ellos. Lo notaba en sus miradas cuando iba al Senado.
Toda aquella pandilla de calvos no se atrevía a mirarle a los ojos, y sus cuerpos
temblaban de sólo pensar en lo que Néstor les podía tener reservado. Notaba también
el miedo en la plebe, cuando circulaba por las calles y todo el mundo se inclinaba
hasta tocar el suelo con la punta de la nariz. Ni siquiera sus generales se atrevían a
discutirle nada.
Estaba por encima de todos. Se lo había confirmado Drusila.
Las voces empezaron al cesar las jaquecas, unas semanas después de que trataran
de asesinarle. Cuando su hermana ya se había reunido con los dioses y formaba parte
del paraíso celestial, Drusila se le acercó una noche, cuando mayor necesidad sentía
de que ella le tranquilizase. El intento de asesinato le había conmovido mucho más de
lo que estaba dispuesto a reconocer. Una cosa era ver la violencia de lejos, o ver
cómo, obedeciendo tus propias órdenes, se infligía esa violencia a otros. Pero otra
cosa muy distinta era oler la sangre y ver las partes vitales arrancadas teniendo al
mismo tiempo la conciencia de que las afiladas hojas buscaban precisamente el
corazón que latía en el interior de su propio pecho.
Ahora, sin embargo, ya no le importaba.
Drusila había hablado. Le había dicho que estaba a la par con cualquiera de los
habitantes del panteón, incluido el propio Júpiter. Había llegado el momento de
librarse de las preocupaciones terrenales. Había llegado el momento de exigir un
lugar entre ellos.
Debía convertirse en un dios viviente.

***

Fueron a por Rufo en mitad de la noche, sin previo aviso. Le taparon la boca con
una mano y le pusieron una espada contra el cuello, para garantizar su silencio, y sé
lo llevaron desnudo y temblando de miedo. Livia dormía con el rostro vuelto hacia la
pared, aparentando dormir, pero Rufo supo que estaba despierta, y que se quedó
aterrorizada.
A la luz de la luna, cuando ya estaban al aire libre, uno de los soldados le entregó
su túnica, pero no se detuvieron para que se la pusiera, y tuvo que hacerlo sin dejar de
caminar. Un montón de preguntas se amontonaba en su mente. ¿Quiénes eran?
¿Adonde le conducían? Imaginó que iban a llevarle a palacio para, una vez allí,
bajarle a las mazmorras subterráneas de las que nadie salía jamás vivo. De modo que
le sorprendió que quienes le habían detenido se esforzaran por avanzar siempre por
entre los árboles y finalmente le dirigiesen hacia un camino poco frecuentado que

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descendía la ladera y se metía en las calles de la ciudad. No le trataron con
amabilidad. La espada seguía siempre con la punta apoyada en su espalda y, si
caminaba más despacio o tropezaba, le daban empujones y patadas. Todos iban
ocultos bajo gruesas capas y no tuvo oportunidad de ver ninguno de sus rostros. Sin
embargo, el brillo de una coraza les delató en cierto momento.
Eran escorpiones.
Comprendió qué era aquello, pero no supo el porqué.
Más que un cuartel, el Castra Praetorium era una fortaleza. Las enormes puertas
de entrada podían detener incluso a un ejército poderoso. Había, sin embargo, otra
entrada menos grande y poco conocida en la fachada norte, y Rufo fue conducido
hacia allí. Una vez en el interior de la edificación le condujeron a lo largo de
interminables pasillos vacíos, y luego le hicieron bajar una escalera que desembocaba
en una puerta pequeña al otro lado de la cual había una habitación diminuta y sin una
sola ventana. Le arrojaron al interior y cerraron y atrancaron la puerta, dejándole en
medio de una oscuridad impenetrable, más negra y temible que la noche más negra.
Se quedó sentado en el suelo un rato, esperando a que el pánico perdiera poco a
poco intensidad, escuchando el sonido de su propia respiración. La única indicación
del paso del tiempo eran los latidos de su corazón, pero sabía que el terrible miedo
que sentía hacía que pareciese que su encarcelamiento durase mucho más tiempo de
lo real. No estaba seguro de qué le atemorizaba más, si la idea de quedar encerrado en
aquella mazmorra para siempre, o lo que pudiese aguardarle si al final alguien abría
esa puerta.
Trató de pensar en otras cosas, olvidar la situación en la que se encontraba.
Recordó el día en que Fronto le metió en el recinto del rinoceronte. El día de su
triunfo con Africano, en el circo. En Livia y en el hijo que iba a nacer. Pero cuando
trataba de recordar el rostro de Livia, acababa apareciendo el de Emilia. ¿Podía
decirse que no quería lo que tenía y no podía tener lo que deseaba? Qué confuso
resultaba todo. Lo dejó correr y dejó que el misterio le envolviera como un sudario.
Seguramente se había quedado dormido, porque no oyó los pasos, y fue el ruido
de los cerrojos abriéndose lo que acabó despertándole con un sobresalto. Alzó la vista
y vio a Casio Querea a su lado. Llevaba en la mano una antorcha de llama
temblorosa.
—Espero que no te hayas sentido muy incómodo.
El comandante pretoriano le sonrió y el tono en que le habló no podía ser más
solícito, pero Rufo no encontró el menor consuelo en esa actitud. Sabía que bastaba
una sola palabra de aquel hombre para que le cortaran la cabeza y echaran su cadáver
al Tíber.
De cerca, Querea resultaba combinar fuerza y suavidad de manera muy curiosa.
Llevaba el pelo canoso muy corto, y tenía el rostro rocoso y el cuerpo fornido, todo lo

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cual hacía pensar en el típico militar veterano de cien campañas. Había alcanzado ya
la cincuentena, y fue de muy joven, en las batallas de la frontera germana, cuando se
ganó su reputación de hombre temible. En cambio, tenía la voz atiplada y caminaba
con pasos airosos como de danzarín, motivo por el cual Calígula y sus allegados
solían hacer toda clase de chanzas sobre él.
—Siento haber tenido que traerte aquí de esta manera, pero es el único modo de
que no corramos riesgos. Así podrás decirle a tu esposa que fuiste detenido por error
y que sólo has pasado una mala noche en el calabozo. Mejor eso que tener que
mentirle. Y si cualquier otro te preguntase algo, ya sabes qué debes responderle.
Las palabras de Querea no podían ser más sensatas, pero la mirada granítica de
los ojos del pretoriano parecía desmentirlas.
—Aquel día en la Vía Sacra actuaste como un héroe. Al principio no lograba
localizarte, no sabía quién era el chico que corrió a ponerse junto al germano para
interponerse entre el emperador y sus asaltantes. Soy soldado, y me enorgullezco de
conocer a todos los miembros de las unidades que están bajo mi mando. Pero al verte
combatir supe que no eras un militar. Me pareciste valiente, sin duda, pero no
conoces el manejo de la espada. Ni tampoco comprendes las tácticas. De haberlas
conocido, jamás hubieses corrido semejante riesgo. Los soldados han de saber cuándo
tienen que resistir, pero aprenden pronto cuándo deben retirarse. ¿Por qué lo hiciste,
podrías decírmelo? Insisto, tu comportamiento fue heroico, pero no me parece que el
heroísmo forme parte de tu carácter. —Notó que Rufo se sentía ofendido, y sonrió—.
No te estoy insultando, en absoluto. Meterse en un lugar tan peligroso no siendo
experto en el manejo de las armas requiere valor, sin duda. Pero, dime, ¿por qué lo
hiciste? Me interesa de verdad.
Rufo reflexionó unos momentos antes de responder:
—El emperador estaba en peligro, sólo hice lo que debe hacer cualquiera de sus
fieles servidores. —Era una mentira, pero no muy grave—. Cuando salí corriendo
hacia allí no sabía cuánto riesgo iba a correr. Solamente había visto unas figuras
encapuchadas acercándose al carruaje. Y en cuanto comenzaron los combates no hice
otra cosa que luchar tratando de salvar mi vida. —Lo cual era literalmente cierto. En
ese momento cerró los ojos y no vio más que estocadas, cuerpos que caían
atravesados por la hoja de una espada, heridas que dejaban al descubierto cosas que
jamás deberían asomar más allá de la piel.
—Buena respuesta. Una respuesta digna de un soldado —dijo Querea,
sinceramente impresionado—. No es todo lo que podrías decir al respecto, pero
vamos a estudiar el asunto desde otro punto de vista, ¿te parece?
Esperó a que Rufo asintiera con la cabeza.
—Tus amigos y tú salvasteis al emperador, no cabe la menor duda. Sin vuestra
intervención, los asesinos que le atacaron le habrían hecho pedazos. Seguro. —En

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realidad, Rufo no estaba tan seguro. Aunque la plebe no adoraba precisamente a
Calígula, al ver lo que ocurría lo lógico hubiera sido que se lanzaran muchos romanos
a impedir la carnicería. Pero como Querea no quería oír esta clase de respuesta, Rufo
asintió con la cabeza otra vez, y el pretoriano prosiguió—: ¿Qué habría significado su
muerte para Roma?
—El caos, la ruina. La república. —Rufo recordó palabras que había usado
Claudio y las repitió—. ¿Qué sería de Roma sin un emperador?
—Más bien habría que preguntarse otra cosa. ¿Qué sería de Roma sin este
emperador en particular? —Ahora el tono de Querea era tan pétreo como su mirada, y
pronunció cada palabra como si estuviera clavando con ellas unos clavos en una cruz
—. ¿Y si los asesinos hubiesen logrado su propósito, y el actual emperador hubiese
sido reemplazado por otro, por alguien que cuidara de los verdaderos intereses
imperiales? Sería distinto si el emperador fuese alguien capaz de gobernar con
energía, pero también con compasión. Un emperador capaz de usar su fuerza en
beneficio de todos los romanos. Un emperador capaz de construir en lugar de
provocar la ruina de todos. —Rufo escuchaba atentamente, tratando de captar algún
matiz irónico. ¿Pretendía Querea que creyese que, si él fuese emperador, ejercería el
poder de acuerdo con esa imagen tan maravillosa? No era posible que fuese tan
petulante. Pero Querea prosiguió—: Un emperador como el senador Claudio.
Querea le miró fijamente, y Rufo tuvo conciencia de haberse quedado
completamente boquiabierto.
—No le subestimes. Puede parecer que es sólo un viejo amable, pero es un
hombre de hierro. Los otros veían en él solamente a un idiota babeante, pero he
descubierto su enorme talento. También Tiberio estaba al tanto de eso. Con tío
Claudio se terminarían del todo las matanzas, las locuras.
Todo aquello le sonaba a Rufo muy conocido, de hecho había oído decir cosas
parecidas a Narciso. ¿Era una simple coincidencia, o el griego estaba siendo espiado
de mucho más cerca de lo que él pensaba? Fuera cual fuese la verdad, Rufo decidió
mostrarse muy cauteloso ante Querea. Recordó lo que Claudio había dicho cuando
creía ser escuchado sólo por Bersheba. El viejo senador parecía convencido de que el
tribuno Querea pretendía conquistar el trono imperial para sí. Y por mucho que el
pretoriano hubiese elegido sus palabras de forma extremadamente cuidadosa,
instintivamente supo que Claudio acertaba. Pero Querea tenía más cosas que decir.
—Respaldado por la Guardia Pretoriana en pleno, Claudio no tendría que
preocuparse por los enemigos del Senado. Gobernaría con fuerza y Roma se
beneficiaría de ello, lo mismo que todos los romanos. Sin embargo, tú y tu amigo
germano lograsteis impedirlo. Es amigo tuyo, ¿no es cierto? Me refiero a Cupido, el
gladiador, ese hombre al que el emperador tiene en tan alta estima.
—Cupido es… —balbució Rufo asintiendo con la cabeza. Y estuvo a punto de

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confesar que Cupido tenía al emperador en tan alta estima como el propio Querea,
pero calló a tiempo porque una campanilla de alarma sonó en su cabeza.
Era obvio que Querea se estaba impacientando.
—Es tu amigo y deberías servirme de mensajero. Es tu deber, ya que os une la
amistad. Debes decirle que la próxima vez, y habrá una próxima vez, debe dejar que
ocurran las cosas, como el resto de la guardia, sin intervenir. Que no impida que
ocurra lo que debe ocurrir, por el bien de Roma.
—¿Y por qué debería Cupido escucharme a mí? Depende de sí mismo y le es fiel
al emperador. Si el honor le dicta que combata, hará eso exactamente. No es bueno
subestimarle.
Querea alzó la mano y rozó la mejilla de Rufo. Tenía los dedos fríos y tiesos, y
Rufo sufrió un estremecimiento de asco.
—No le subestimo —dijo el pretoriano en tono suave—. Por eso te he traído a ti
hasta aquí en lugar de traerle a él. ¿Cuál es el precio del honor de un gladiador? ¿Qué
le costaría permitir que lo que tiene que ocurrir ocurra? O, mejor aún, ¿qué le costaría
ser él quien descargara el golpe fatal? ¿Sería suficiente con amenazarle? —Querea se
contestó a sí mismo negando con la cabeza—. No, creo que la reacción de un hombre
como Cupido, al sentirse amenazado, no sería la más conveniente. Costaría apenas
mil sestercios que le mataran, pero ¿qué ganaríamos con su muerte? El emperador le
reemplazaría por otro, y es el puesto lo importante, no quién lo ocupe. ¿Dinero?
Calígula le paga más de lo que puede gastar. ¿La libertad? Será libre en cuanto
termine su periodo como pretoriano.
»No. Nada que haga yo, nada que pueda ofrecerle, le convencería de que hiciese
lo que yo le pidiera. Sin embargo, hay algo que sí ama por encima de todo, ¿no es
cierto? Su padre murió, su madre murió… Pero su hermana vive. Y haría por ella
cualquier cosa. Cualquier cosa.
Rufo sintió deseos de agarrar a Querea por el cuello. Sólo veía el rostro de Emilia.
Sus ojos solemnes, sus labios perfectos. La sonrisa que era capaz de fundir su
corazón. ¡Pensar que pudiera estar a merced de Querea! Antes de permitirlo, mataría
él mismo al pretoriano.
—A Cupido no le importa nada su hermana. Desde que fueron capturados, nunca
han vuelto a estar juntos. Y ella le desprecia por haber permitido que los convirtieran
en esclavos —dijo Rufo.
—Vaya, cuánta lealtad. Mira, no vale la pena que trates de mentirme. Mis amigos
y yo estamos enterados de todo. Quizá, sin embargo, no estés tratando de proteger a
tu amigo, quizás esa puta germana signifique para Rufo, el hombre del elefante, más
incluso que para su propio hermano, ¿no es cierto? ¿Y qué crees que pensaría tu
guapa esposa si supiera lo mucho que te gusta Emilia?
»Pero no te he traído hasta aquí para que estemos en desacuerdo. Narciso te

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cuenta sus secretos íntimos, de manera que no estamos en bandos opuestos. Sólo te
pido una cosa, que vayas a ver a tu amigo germano y repitas ante él lo que has
escuchado aquí. El ocupa una posición que le permitiría rendir un inmenso servicio al
imperio. Un solo golpe descargado por su brazo produciría mayor impacto que el
ataque frontal de todo un ejército. Basta con que descargue ese golpe para que se
convierta en el hombre más honrado por todos los romanos. ¿Se lo contarás todo, me
harás ese favor?
—¿Y si me negara a hacerlo?
Querea sacudió la cabeza en un gesto de tristeza.
—Tu esposa lleva dentro de sí la continuación de tu linaje. Sería una pena que
alguien cortara esa continuidad…

***

Había terminado el amanecer cuando los escoltas condujeron a Rufo hasta el


establo del monte Palatino, siguiendo el mismo sendero oculto que, por fortuna, no
vigilaba nadie.
Rufo estaba agotado. Abrió las puertas y vio que Bersheba estaba muy inquieta.
—Vaya, chica, hoy desayunarás una hora más tarde que de ordinario. No me
extraña que estés fastidiada.
Durante un buen rato Rufo estuvo con ella, llenando de heno y fruta los cestos,
sobre todo con manzanas de las muy maduras, que tanto le gustaban a la elefanta.
Una vez que la dejó bien abastecida de todo lo que necesitaba, le dio un cachete
amistoso en la nalga y se fue a la habitación. Y allí vio que en el catre, otro hombre
había ocupado su puesto.

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Era viejo, diminuto, y movía el cuerpo de un lado a otro, como si estuviera
acunándose, y murmurando para sí palabras casi inaudibles. Livia permanecía
sentada a su vera, y le pasaba un trapo húmedo por la frente. Cuando vio entrar a
Rufo alzó la vista para mirarle, y su rostro reflejó un enorme alivio.
—Temí… que tardaras mucho más en llegar.
Rufo casi sonrió, porque Livia estaba asustadísima. Como si hubiese temido que
hubiera desaparecido para siempre.
—¿Te han hecho daño? —preguntó ella.
—No —dijo él, negando con la cabeza—. No he corrido ningún peligro grave…
Creo que no. Ha sido una confusión, pero hizo falta toda la noche para que la
confusión se desvaneciese. Me han dejado libre en cuanto logré que por fin
entendieran que yo no era el que ellos buscaban. Dime, ¿quién es nuestro nuevo
amigo?
—No lo sé —dijo ella, mordiéndose el labio—. Le he encontrado por casualidad.
Rufo soltó una carcajada. No pretendía otra cosa la respuesta de Livia. El azar
podía ayudarte a encontrar un sestercio que se le hubiese caído a alguien al suelo,
pero difícilmente el azar te hacía tropezar con un desdichado anciano.
—Esta mañana, cuando he salido a ver si te encontraba —le explicó Livia—,
tratando al menos de oír noticias de ti, le he visto. Estaba tumbado en la hierba,
hablando solo. Me parece que ha tratado de escalar un muro y se ha caído.
—En tal caso, es un hombre doblemente afortunado. Si hubiese logrado llegar a
lo alto, cayendo al otro lado del muro se hubiese partido la cabeza y estaría muerto. Y
si no le hubieses encontrado tú, estaría muerto de frío. Parece muy frágil.
—Me da miedo. Habla de no sé qué río terrible. Cuando le encontré, llevaba esto
colgado del cuello. Parece un amuleto extraño, ¿no te parece?
Le dio a Rufo un objeto metálico de un palmo de largo y en forma de T alargada,
pero que en el extremo inferior también tenía otras dos barras cruzadas, más cortas
que los brazos superiores de la T.
Rufo hizo un signo negativo con la cabeza:
—Ni idea. Nunca había visto nada parecido. Debe de venir de palacio, vete a
saber. Quizá le conozcan los guardias. Tendré que preguntárselo a Cupido. Tal vez él
sepa si alguien ha echado de menos a algún anciano.
El hombrecillo del que hablaban experimentó un sobresalto repentino, como si
hubiese estado escuchándoles, y abrió los ojos como si viese una cosa que ellos no
percibían.
—Son tantos. Son tantos que no puedo contarlos —gruñó, meneando la cabeza
hacia un lado y luego al otro—. Pero he de ayudarles. ¿Dónde está el barquero?

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¿Acaso no ha cobrado? ¿No le han pagado el dinero que pedía para que les ayudara a
cruzar el río?
Todas aquellas palabras fueron pronunciadas de carrerilla, sin parar, y Rufo no
logró casi entenderlas. Sabía que aquel hombre debía inspirarle compasión, pero
después de haber pasado tantas horas de la noche con Querea, le resultaba difícil
sentir simpatía por nadie.
—¿De qué río hablas? Dinos qué río es. —Y agitó al viejo sacudiéndole por los
hombros, y por un momento el anciano fijó la mirada.
—Hablo del río Estigio.
Rufo retiró las manos, como si se hubiese quemado, y cuando miró a Livia a los
ojos los encontró a punto de salírsele de las órbitas, seguramente tanto como los
suyos propios. Livia hizo una señal para protegerse de la muerte, y enseguida él imitó
su ejemplo.
—¿Qué podemos hacer con él? —susurró ella.
Rufo sintió la tentación de responder: «Devuélvele al sitio donde le has
encontrado y déjalo allí», pero había visto recientemente tantas muertes que no quería
añadir una más, aunque fuese una muerte no provocada por la mano humana.
—¿Qué podemos hacer? Dale un poco de caldo, esperemos que se recupere un
poco y que él solo regrese al lugar de donde ha venido.
Horas más tarde Rufo fue al cuartel de la guardia de palacio y preguntó por
Cupido. Uno de los pretorianos a los que conocía de vista respondió:
—Está de guardia, pero si regresas hacia la hora octava, seguramente le
encontrarás por aquí.
Rufo se pasó el resto de la mañana paseando a Bersheba, y se llevó una sorpresa
cuando, cerca ya de mediodía, hizo dar un giro a la elefanta y, de repente, se encontró
de frente con Calisto, que les observaba a los dos. En lugar de ir acompañado como
siempre por su numeroso séquito palaciego, el secretario estaba solo, con un niño que
aparentaba no tener más de cinco años de edad. El crío estaba emocionadísimo y
señalaba con el dedo al gran animal.
Rufo se acercó con Bersheba, pero se detuvo a unos pasos del lugar donde se
encontraban Calisto y el niño, y se dejó caer por el costado de Bersheba hasta el
suelo. Se acercó enseguida a Calisto y le hizo una reverencia.
—Desde que le hablé de la elefanta, mi hijo no ha parado de decirme que quería
verla de cerca —explicó el secretario imperial, mirando con una sonrisa indulgente al
niño—. Le prometí traerle hoy, aunque tendría que estar tomando sus lecciones.
Era un Calisto muy diferente del que organizó el desfile en honor de la
divinización de Drusila. Se había desprovisto del tono amenazador con el que
generalmente se protegía, y a Rufo le sorprendió el enorme cariño que demostraba
por su hijito.

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El niño miraba fijamente a Bersheba, como si fuese incapaz de dar crédito a lo
que estaba viendo. Llevaba el pelo moreno muy corto, y en su rostro comenzaba a dar
señales de vida una nariz que acabaría siendo tan larga como la de su padre. Y en los
ojos brillaba una picardía que a Rufo le encantó. Se le ocurrió una idea.
—¿Quieres montar a Bersheba?
El crío esbozó una sonrisa muy tímida, y el rostro de Calisto adoptó una
expresión preocupada.
—¿No será peligroso?
—¡Pero si Bersheba ha llevado al emperador en persona! —rió francamente Rufo
—. Y no tuvimos ninguna queja.
Calisto asintió con la cabeza.
—Por supuesto. Entonces, de acuerdo, pero sólo un momento. —Indicó al niño
que se adelantara—. No tengas miedo, Gnaio. Es la elefanta del emperador, y es muy
dócil.
Rufo ordenó a Bersheba que se arrodillara, y puso al crío, que no paraba de
removerse, sobre el cuello de la elefanta, y luego se encaramó él también y se sentó
detrás del niño. Dio un golpecito en el hombro de Bersheba.
—Arriba —dijo.
Y se pusieron en marcha. El niño reía de placer, y cuando Rufo se volvió a mirar
a Calisto observó que el rostro del secretario imperial, tan solemne y severo en todas
las ocasiones, esbozaba esta vez una ancha sonrisa.
Para cuando terminaron de dar una vuelta Rufo y el niño se habían hecho muy
buenos amigos. Le costó convencer al crío de que tenía que desmontar, y al final no
hubo modo de persuadirle, hasta que una orden de su padre acabó con la discusión.
Rufo regresó al establo con Bersheba y se preparó para ir a reunirse con Cupido.
Gracias al encuentro con el anciano por la mañana, y a la aparición de Calisto y de su
hijo unas horas después, Rufo había conseguido alejar de sus pensamientos el dilema
que le agobiaba. Pero que luego se había presentado de nuevo con mucha fuerza.
¿Cómo podía decirle a su amigo que estaba envuelto en un complot en contra del
emperador? Y, lo que más le atormentaba, ¿cómo reaccionaría su amigo cuando
supiera lo que tramaba el hombre que estaba tratando de forzar su participación en
aquel plan?
Cupido, cuando saltaba a la arena del circo, sólo manejaba cosas ciertas. En
medio de la arena manchada de sangre sólo podía elegir entre dos cosas, la vida y la
muerte, y para poder seguir con vida mataba sin la menor vacilación. Pero no había
nada cierto ni seguro en el monte Palatino desde que Calígula era el emperador. Los
amos eran Narciso y su rival, Protógenes. Y las armas con las que luchaban aquellos
dos hombres eran la información y la intriga, y las utilizaban con la misma sutileza
mortífera con la que Cupido descargaba los golpes de su espada larga. Querea se

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hacía ilusiones cuando creía estar a la misma altura que los otros dos, pero Rufo
estaba convencido de que el comandante pretoriano no pisaba terreno firme. Era una
persona que carecía de la astucia suficiente para manejarse bien en medio de la
inteligencia feroz de sus rivales. Rufo comprendió al fin que su detención por parte
de Querea no era más que la demostración de que el veterano soldado carecía de
recursos y, tras el fracaso del intento de asesinato contra Calígula, estaba
verdaderamente desesperado.
Y, aun así, era un hombre muy peligroso.

***

—Debería matarle —dijo Cupido en tono tranquilo.


Estaban sentados en el pequeño edificio anexo al cuartel en donde vivía Cupido
con sus camaradas. El germano había sacado una bota de vino no muy refinado, y a
Rufo le estaba sentando muy bien el calórenlo que sentía en el estómago después de
haber dado unos tragos…
—Seguramente es lo que tendrías que hacer… suponiendo que no te importe
fugarte la vida. Ni la de Emilia, claro. Los amigos de Querea no permitirían que ella
salvara la vida.
—¿Crees que me derrotarían los escorpiones de Querea? Les aplastaría si se
atreviesen a desafiarme, y me encantaría hacerlo.
—No hablo de los escorpiones, sino del emperador. Calígula está convencido de
que Querea le ha sido fiel. Y el emperador no aceptaría que mataran al comandante
supremo de su Guardia Pretoriana. Y si tú mueres, Emilia no tendrá quien la proteja.
—Pero Querea es un traidor, y el emperador cree en mí.
—Es cierto, pero no tienes pruebas contra Querea, como no sea mi testimonio de
lo que me dijo anoche en el cuartel general de la Guardia Pretoriana, y si matas a
Querea yo seré hombre muerto, mucho antes de poder dar testimonio ante nadie.
Tampoco deberías preocuparte demasiado. El emperador te demostrará lo mucho que
te aprecia permitiendo que alguien mejore el vino que tomas con unas gotas de cicuta.
El bello rostro de Cupido hizo una mueca de preocupación evidente:
—Así que, de momento, Querea va a seguir vivo. ¿Tienes alguna otra de tus
astutas ideas que ofrecerme?
Rufo pensó unos momentos y luego repuso:
—Por los mismos motivos, ni puedes enfrentarte a Querea ni tampoco puedes
matarle. Yo soy lo único que puedes utilizar contra él, y mi vida no valdría un solo
sestercio si Querea supiese ciertas cosas. No se me ocurre qué otra cosa podríamos
hacer.
—Queda una. Matar a Calígula.

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Rufo estuvo a punto de atragantarse con el vino al oír aquellas palabras, que había
pronunciado una voz desde la otra esquina de la habitación.
—No lo digo porque yo sea una mujer, ni porque sea la persona que ha sido
amenazada directamente por ese… ese gusano repugnante —dijo Emilia—. ¿Esperáis
que me quede sentada aquí aguardando a que otros decidan mi destino, mientras
vosotros le dais una y mil vueltas a una decisión que otros han tomado ya en vuestro
lugar?
Cupido se tomó aquel arranque de furia con muy buen humor. En cuanto se enteró
de las amenazas de Querea había hecho llamar a su hermana, que había permanecido
escuchando en silencio en un rincón oscuro. En los ojos de Emilia brillaba ahora la
ira justa, y Rufo comprendió por vez primera que el hombre que decidiese compartir
su vida con ella tendría que escucharla y ceder ante ella infinidad de veces. Tal vez
ayudaría que Cupido fuese capaz de llevarle la contraria.
—Si lo ves todo tan fácil, dinos, ¿qué habría que hacer? —preguntó Cupido a su
hermana.
—De momento, nada. ¿Qué puedes hacer que no sea esperar? Si Querea pretende
actuar, no lo hará enseguida. La seguridad del emperador está ahora bajo el dominio
de Calisto, y ya sabes que nunca había sido tan estricta. Los únicos guardias que le
protegen durante largo tiempo ahora son los lobos pretorianos que le defendieron el
día de la divinización de Drusila. Todos los demás son reemplazados casi sin previo
aviso. Querea no se atreverá a lanzar un ataque hasta estar seguro del éxito.
El gladiador miró pensativo a Rufo, luego dijo:
—Emilia tiene razón. —Hizo un gesto de fastidio, y añadió—: Aunque no sea
más que una mujer. —Agachó la cabeza rápidamente para evitar el impacto de un
almohadón que casi le dio de lleno—. Pero no podemos aguardar indefinidamente.
—No podemos, pero el tiempo no está de nuestro lado. Si esperamos mucho, vete
a saber lo que podría ocurrir. Los hombres fieles al emperador tienen un surtido
incesante de víctimas. Podría ocurrir perfectamente que alguno soltara el nombre de
Querea, y si así fuera lo mejor que podría hacer en esas circunstancias es clavarse su
propia espada. Además, sabemos que Querea y los que traman con él un nuevo
complot no son los únicos romanos que desean que se produzca un cambio. Otros
tratarán de usar métodos más sutiles. Recuerda lo que le pasó a Drusila.
—No —dijo Rufo—, Drusila murió de una enfermedad. Sólo su hermano cree
que la envenenaron.
—Allá tú si piensas eso —refunfuñó Emilia—. Agripina está segura de que la
mataron, y nadie mejor que Agripina para saberlo. Conoce muy bien las propiedades
de las setas que utiliza en la cocina.
—¿Crees que ella tuvo algo que ver con la muerte de Drusila?
—No, pero tal vez deberíamos pensar en algunos de tus amigos.

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—¿A qué te refieres?
—Sólo digo que tienes amistades extrañas. En palacio todo el mundo sabe que
Narciso espía en nombre de Claudio. ¿Y por qué razón pasaría tanto tiempo un
esclavo como tú conversando con Narciso, si no fuese porque a su vez espía en
nombre del griego? Por ejemplo, me gustaría saber, Rufo —dijo ella con dulzura—,
si tienes intención de contarle a tu amo griego todo lo que estamos hablando ahora.
Rufo se sobresaltó, a punto de ponerse en pie:
—¿Cómo…?
Cupido le detuvo apoyando la mano en el pecho de Rufo.
—Ya basta. No hemos venido a discutir ni a pelearnos. Emilia, no olvides que
Rufo es amigo mío y amigo tuyo. Se ha jugado la vida para avisarnos. Estamos en
deuda con él. Pídele disculpas. —Esperó un momento, pero la única reacción de
Emilia fue seguir mirando a Rufo fijamente—. Por otro lado, podría resultarnos útil
en algún momento mantener informado a Narciso de ciertas cosas. Ya veremos —
concluyó, dándole vueltas a alguna idea que no manifestó.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Emilia.
—Lo que has insinuado antes. Esperaremos. Pero entretanto le haremos creer a
Querea que estoy considerando la posibilidad de hacer lo que él me ha pedido. No
tendrá más remedio que dar por buena esta mentira. Y de este modo como mínimo
estaremos a salvo. Tanto tú, Rufo, como tú, Emilia.
—No necesito que nadie me proteja, ni de Querea ni de nadie —repuso la joven
despectivamente—. Si algún lugar hay seguro en Roma es el propio palacio y todo el
Palatino. Tú mismo, hermano, y tú, el chico del elefante, bien seguros estáis aquí.
Rufo hizo como que no se sentía ofendido por el trato que le daban:
—No subestimes a Querea. Podrá no ser muy refinado, pero no es un necio, y los
militares están entrenados para permanecer alerta ante cualquier oportunidad que se
les presente. Atacará cuando menos lo espere nadie.
—Soy una princesa de la tribu de los tungrios, y puedo protegerme yo sólita —
dijo ella, con la mirada furiosa. Pero de repente cambió de actitud, suavizó su
expresión y su postura, rió, y se aproximó tanto que el joven alcanzó a oler el aroma
de su piel—. Disculpa mis palabras, Rufo —susurró—. Pero no olvides una cosa. Si
Querea ataca tendrá que andarse con mucho cuidado, porque tampoco a mí hay que
subestimarme.
En ese momento, Rufo notó un pinchacito en la garganta, y al bajar la vista se
encontró con la daga de enjoyada empuñadura que Emilia acababa de sacar de entre
los pliegues de su túnica.
—Te has puesto algo pálido, Rufo —sonrió Cupido—. ¿No te gusta la compañía
de mi hermana?
—Lo único que pasa —dijo Rufo, tragando saliva— es que no estoy

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acostumbrado a tratar con chiquillos traviesos. Por cierto, ¿conoces a un viejecito que
ronda por los terrenos próximos al palacio y que anda diciendo no sé qué de cruzar el
río Estigio?
El cambio de tema pilló a Cupido por sorpresa:
—El único viejo que anda por este monte hablando solo es Claudio, el senador.
—No me refiero a Claudio.
Rufo explicó que Livia había descubierto al anciano junto al muro. Trató de
describirle:
—Delgadísimo, con el pelo muy blanco y largo. Y llevaba esto al cuello, le
colgaba de una cinta de cuero. ¿Qué es, tienes idea? —y, diciendo esto, mostró aquel
extraño pedazo de metal.
Cupido lo estudió un momento.
—Sé quién es. No conozco su nombre, y por la manera como lo describes ha
cambiado bastante desde la última vez que le vi. Pero tengo entendido que vive en el
Domus Augustus, en la Casa de Augusto. Es bastante peculiar, ciertamente. Anda por
ahí con la cabeza siempre gacha, como si estuviese buscando algo en el suelo. Los
guardias lo llaman el hombre de las basuras. Creo que tiene alguna relación con el
abastecimiento de aguas. —Cogió el objeto de metal en forma de T y lo miró con
cuidado—. Nunca había visto una forma como ésta, seguro que él mismo encargó que
se lo hicieran. Mira, ahí debajo está la marca del herrero.
—¿Te importaría ir adonde vive y averiguar si alguien podría recogerle? Por
ahora lo tenemos con nosotros. Y la pobre Livia le tiene miedo. No dice más que
chifladuras.
—¿Tengo cara de no tener nada que hacer? Te conseguiré una autorización para
que te dejen entrar en donde vive, sólo eso. Y por cierto, Emilia, ¿por qué no le
acompañas? Eso sí, deja esa daga en tu cuarto, no vayas a hacerle daño a alguien.
Cupido abandonó la habitación y regresó al poco rato.
—Toma —le dijo a Rufo dándole un salvoconducto—. Muéstraselo a los guardias
y te permitirán entrar. No lo pierdas.

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34
La Casa de Augusto se encontraba en el otro extremo del monte Palatino, y para
llegar hasta allí tuvieron que pasar por diversos pasadizos cubiertos y atravesar unos
cuantos bosquecillos y jardines, altares y fuentes. Emilia llevaba un vestido rojo que
le llegaba hasta los tobillos, de acuerdo con la moda de las damas de la corte. Rufo se
preguntó si era un regalo que le había hecho Milonia, cansada de llevarlo. La esposa
del emperador tenía fama de gastar muchísimo en su vestuario, de modo que Rufo
supuso que le sobraba ropa de todo tipo. Los hombros de Emilia quedaban al
desnudo, y Rufo se fijó en las pecas que los adornaban. El sol arrancaba brillos
dorados de los cabellos cortos que crecían en la base de la nuca, y el joven no pudo
evitar que se le ocurriese pensar en acariciarlos. Era una muchacha muy bella,
extraordinariamente bella a veces. Estar a su lado hacía que Rufo se sintiera
especialmente vivo. Y no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios.
—¿De qué te reías? —preguntó ella—. ¿Llevo mal puesto el vestido?
—No… Pensaba en lo fácil que resulta olvidar.
—¿Olvidar qué cosa?
—Nada. Todo. En días como hoy, incluso los asuntos más graves parecen menos
complicados.
—¿Y qué tiene de especial el día de hoy? —preguntó ella, sintiéndose recelosa.
—Nada.
Y la respuesta de Rufo la irritó más incluso.
—Eres un verdadero chiflado, a veces —dijo ella, pero él mantuvo la sonrisa.
En la entrada del palacio de Augusto, el guardia miró por encima el
salvoconducto y les permitió pasar al interior. Antaño, el Domus Augustus había sido
el más suntuoso edificio de todo el monte Palatino, pero en sus habitaciones
principales moraban ahora los parientes más lejanos de Calígula, mientras que en los
cuartos pequeños vivían diversos funcionarios de segunda fila.
Cuando Rufo describió al anciano, el guardia soltó una risotada.
—Ya sé de quién hablas. Se llama Varro. Su cuarto se encuentra en la parte de
atrás, junto a la cocina. —Les enumeró una lista interminable de pasillos y giros a la
derecha y la izquierda, y escaleras que subir y que bajar—. Si os perdéis, dejaros
guiar por el olfato.
Resultó que las instrucciones no eran tan complicadas como le había parecido a
Rufo inicialmente, pero cuando llegaron por fin a la cocina tuvieron que preguntar a
las chicas que trabajaban por allí cuál era la puerta exacta.
—Ninguna —repuso una de ellas—. La habitación de Varro no tiene puerta.
Sigue hacia allí, su cuarto está donde veas la tercera cortina. ¿Esposa, dices? Me
parece que no está casado. ¿Sabéis si Varro tiene esposa? —gritó la chica hacia donde

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estaban los hornos.
Rufo le dio las gracias, y una de las mujeres replicó con una risotada.
—¿No vais a quedaros a probar lo que estamos cocinando? Iría bien que nos
ayudarais, siempre tenemos mucho trabajo, sobre todo para chicos guapos como tú.
Rufo retrocedió, sonrojándose, y tropezó con algo cálido y suave que primero
cedió un poco al contacto, pero luego le repelió de un empujón propinado con
muchísima fuerza.
—«Sobre todo para chicos guapos» —dijo Emilia imitando la voz de la cocinera
—. Bueno, a ver si te tienes en pie tú sólito, «guapo». ¿Qué puerta te ha dicho que
era?
—La tercera a la derecha, hay una cortina.
—Pues sígueme —ordenó ella abriendo camino.

***

Enseguida vieron que Varro no compartía su cuartucho con ninguna esposa ni


compañero de ningún tipo. Era un sitio diminuto, más pequeño que la habitación
junto al establo donde vivían Rufo y Livia. Contra una de las paredes, debajo de una
ventana cerrada con tablas, vieron un catre pequeño con una tela de saco encima. En
una palangana situada en un rincón vieron varios cacharros sucios. Y no había, aparte
del catre, nada que mereciese pertenecer a la categoría de mobiliario como no fuese
una caja grande de madera situada en una esquina junto a la cama. Seguramente la
usaba como mesa.
—No veo nada —dijo Rufo— que nos explique quién es, o que nos diga a quién
podríamos pedirle que se hiciera cargo de él.
Dio media vuelta para irse, pero Emilia le indicó que esperase:
—¿No vas a mirar siquiera?
—No hay nada que ver —dijo él, señalando la habitación vacía.
Emilia le lanzó una de esas miradas que suelen usar las mujeres cuando piensan
que un hombre es tan listo como una rata tonta.
—¿Ahí? —dijo él, siguiendo la dirección hacia donde se había puesto ella a mirar
—. Eso no es más que una caja vacía.
—A lo mejor contiene alguna cosa que te informará de quién es. ¿Has traído la
llave?
—¿De qué llave hablas?
Ella le miró de nuevo como antes, como se mira a un inútil.
—La del anciano, la que llevaba colgada al cuello cuando Livia lo encontró.
—¿Una llave? ¿Por qué dices que es una llave? Jamás había visto ninguna llave
con esa forma.

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—Prueba y verás.
Rufo sabía que era un error, pero en algún rincón de su mente supo que discutir
con ella iba a ser inútil.
—Lo ves, es demasiado grande —dijo con aquella pieza metálica en forma de T
junto a la cerradura de la caja—. No abriremos nada con esto, y, además, no estaría
bien hacerlo. Vamos.
Ella se cruzó en su camino, cogió la tapa de la caja y logró levantarla fácilmente.
—¿Lo ves? Yo tenía razón —dijo triunfalmente, metiendo la cabeza para mirar en
el interior—. Aquí hay documentos, y también otra llave y… ¿qué debe de ser esto?
Aunque a Rufo le fastidiaba darle la razón, acabó cediendo porque también sentía
curiosidad. Se trataba de un pergamino, distinto de los que había visto hasta ese día.
Había muchas líneas delgadas que se entrecruzaban y estaban sobrepuestas a otras
líneas más finas incluso y que apenas se distinguían por falta de luz. Una sola cosa
destacaba con claridad, una línea de color rojo, que serpenteaba de un lado a otro del
pergamino trazando una especie de zigzag. Mirando con más detenimiento, Rufo
observó que en un punto donde la línea roja torcía hacia la izquierda, se juntaba con
ella otra línea, ésta de color verde y más gruesa que todas las demás, y que de repente
se desviaba hacia la derecha.
—Parece como si fuese un mapa, pero no entiendo nada. Sería mejor estudiarlo
en donde haya más luz, ¿no te parece?
—Déjamelo un momento.
Rufo se lo dio a Emilia, que se acercó a una ventana abierta. Haciendo un puchero
con los labios, resiguió la línea roja con el dedo, guiñando los ojos en su intento de
ver bien cada uno de los contornos, bastante borrosos. Ponía una cara que permitió a
Rufo comprender lo jovencísima que era en realidad, y eso le hizo sonreír de nuevo.
Ella alzó la vista y vio su expresión:
—Te ríes de mí. ¿Crees que soy tonta? —dijo.
—Qué va…
—Llévaselo a Cupido, tu amigo. Seguro que él es mucho más inteligente que la
necia de su hermana. —Y le tiró el pergamino a la cara—. ¿Qué más hay ahí dentro?
Rufo miró el interior de la caja. Había otros tres documentos. Dos de ellos
estaban repletos de lo que parecían complicadísimos cálculos que se sintió incapaz de
entender, pero en el tercero parecía haber otro mapa, no tan complejo como el
primero, y tenía un trazo principal de color verde, el mismo color que el trazo que
habían visto en el primer mapa.
—Es como si fuese un detalle ampliado del otro, para que la línea verde se
distinga mejor. Mira, justo ahí es donde en el otro se junta con la línea de color rojo.
¿Qué debe de indicar?
—¿Y eso, qué debe de ser? —se preguntó Emilia, asomándose a mirar el nuevo

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mapa por encima del hombro de Rufo. Él notó el calor del cuerpo de la joven pegado
al suyo, y de repente se sintió incapaz de pensar correctamente—. Me refiero a eso —
dijo ella dándole un golpecito en el tronco, y de repente entendió a qué se refería
Emilia. Era una sucesión de lo que a él le habían parecido simples borrones, pero que
ahora comprendió que eran símbolos que aparecían a intervalos regulares a todo lo
largo de la línea verde.
—No tengo ni idea. Es imposible comprender todo esto de una vez. Deberíamos
dejar los pergaminos aquí y volver otro día.
—¿Y si no hubiese otro día? —insistió ella—. Mejor que nos los llevemos. Se los
podríamos mostrar a Cupido, y si tampoco él los entiende, siempre queda el recurso
de llevárselos al anciano, y preguntarle a él cuando se encuentre mejor.
—Los guardias no van a permitirnos salir de este palacio llevando documentos
como éstos. Creerán que los hemos robado, y tendrán razón. Además, probablemente
no sean más que garabatos de un viejo chiflado. Dibujos hechos al azar encima de un
viejo mapa.
Ella le miró de la misma manera que las dos veces anteriores.
Rufo soltó un suspiro.
—Bueno. ¿Y cómo vamos a esconderlos?
Ella sonrió con picardía y se levantó el vestido. Rufo contempló unos instantes
aquellas inquietantes y largas piernas, y después desvió la mirada sin dar crédito a la
intensidad del deseo que ella le provocaba.
—Ya puedes mirar.
Rufo alzó de nuevo la vista y miró otra vez a la dama romana elegantemente
vestida. Sólo que ahora el vestido parecía irle un poco más ajustado que antes. Emilia
le devolvió la mirada y luego se puso a reír con picardía de adolescente.
—No te imaginas lo mucho que me escuecen estos pergaminos.

***

Cuando ya regresaban hacia el otro extremo del monte Palatino, Rufo vio a
Narciso, que caminaba hacia ellos. Al verle, Rufo dijo a Emilia en susurros:
—Llévale esos documentos a Cupido, y dile que hoy mismo me pondré en
contacto con él, y si no fuera posible, mañana a lo más tardar, cuando salga de la
guardia. Venga, no te entretengas, evitemos provocar sospechas.
El griego aceleró el paso, tratando de interceptarles. Y cuando iba a abrir la boca
para saludarles, Emilia le lanzó una mirada de desdén y, con aires señoriales, se cruzó
en su camino y enseguida se fue, dejándole boquiabierto y tan asfixiado como un pez
fuera del agua.
Rufo sintió ganas de reírse de él, pero se contuvo. Cuando se recuperó del

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esfuerzo por mantenerse serio, vio la expresión grave de Narciso.
—Por bonita que sea esa chica, no debería darse esos aires. ¿Quién se ha creído
que es? —dijo apenado—. Parece no darse cuenta de lo peligroso que resulta poseer
toda esa belleza en un lugar en donde parece que son muchos los que compiten por
adquirir cosas bellas como si fuese una competición de los juegos.
Era la primera vez que Rufo notaba a Narciso mostrarse interesado por una mujer.
—¿A qué te refieres? ¿Crees que Emilia corre peligro?
—Jovencito, tu ingenuidad ha dejado de sorprenderme hace tiempo —replicó el
griego—. A la sombra de Calígula, no hay ser vivo que no corra peligro. Tal vez ella
no ocupe una posición tan arriesgada como otros, pero todo depende de a qué clase
de riesgo se refiera uno.
—No entiendo nada, parece que hables en forma de adivinanzas.
—Ni falta que hace que lo entiendas, muchacho —dijo Narciso en tono
desdeñoso—. Eres un esclavo, y sólo tienes que hacer una cosa, obedecer. ¿Tienes
alguna cosa para mí?
Rufo recordó de repente las horas que pasó en el cuartel general de los
pretorianos. Podía contarle muchísimas cosas a Narciso, pero no era todavía el
momento adecuado. Antes necesitaba comprender mejor el sentido de su encuentro
con Querea, todo lo que había pasado allí. Cualquier matiz que se escapara a su
comprensión podía traer consigo consecuencias impredecibles y graves. Si algunos
fragmentos de la información adquirida entonces llegaba a oídos de la persona
equivocada, esas consecuencias podían ser fatales. Antes de soltar prenda, necesitaba
que Narciso mostrara con claridad de qué lado estaba.
—Nada nuevo. Por cierto, ¿has podido servir de ayuda a Fronto?
Narciso endureció su mirada.
—Ya no se le puede ayudar. Olvídate de él —dijo con frialdad, y se fue.
Pero Rufo no iba a poder olvidar a Fronto.

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35
Le convocaron dos semanas más tarde, cuando estaba realizando preparativos de
cara a las carreras de cuadrigas que iban a celebrarse con motivo de las fiestas de
Consus, el dios protector de los cereales.
Los guardias que fueron a buscarle le ordenaron que se lavase y se vistiera lo
mejor posible. Mientras Livia le miraba con aprensión, sujetando con ambas manos
su vientre ya muy hinchado, los guardias esperaron a que cumpliese la orden y se lo
llevaron a palacio.
Le condujeron a la sala en la que había la enorme mesa de plata, pero esta vez era
diferente. Rufo era al parecer el primero de los invitados en llegar.
Calígula estaba tumbado sobre unos almohadones, en un asiento situado en lo alto
de un estrado, y cuando le vio se quedó mirándole con atención unos momentos.
—Acércate, chico del elefante. —Y señaló un asiento próximo adonde él se
encontraba—. Quiero que me contestes unas preguntas que he de hacerte.
Los guardias empujaron a Rufo hacia el lugar que señalaba el emperador.
—Dime, cuidador de mi elefante, ¿verdad que tú no tramarías jamás ningún
complot contra mí? —dijo Calígula con una voz tan melosa como algunos de los
postres y dulces que servían al final de sus banquetes.
—N-n-n-no, emperador, jamás —tartamudeó Rufo. Tuvo tanto miedo que hasta
sintió vergüenza. Calígula soltó una sonrisilla:
—N-n-n-no —le imitó en son de guasa—. Hablas tan mal como tío Claudio. No
creas que eso te salvaría. Claudio anda tramando algo, sabes, Claudio y ese maldito
griego suyo andan tramando algo. Pero me libraré de los dos muy pronto. ¿Así que
dices que tú no conspiras contra mí?
Rufo no se atrevió a pronunciar palabra, y negó con la cabeza solamente.
—Pues verás, hay un pajarillo, digamos más bien que ha sido uno de mis espías,
que me ha dicho que andas relacionándote con ese antiguo amo tuyo, ese tan peludo.
¿Cómo se llama? El tratante de ganado, ya sabes. No me acuerdo de su nombre. ¿Y
tú? Bueno, da lo mismo. Supongo que no se te habrá ocurrido la idea de volver con
él, ¿verdad que no?
Rufo negó de nuevo con la cabeza.
—Muy bien. Porque no sería una buena idea. Me ha dicho Protógenes que ese
tratante anda conspirando contra mí. ¿No es así, Protógenes?
—Así es, emperador —dijo una voz ronca a la derecha de Rufo, que comprendió
que, mientras Calígula le interrogaba, el secretario imperial debía de haber entrado en
la sala.
—De manera que si estuvieses conspirando con el tratante te convertirías en
enemigo mío, y tendría que ordenar que te ejecutaran. ¿No es así? —continuó

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Calígula.
Rufo no sabía si asentir, admitiendo que no habría en tal caso nada más lógico
que el emperador ordenase su ejecución, o decir que no, lo cual equivaldría a decir
que Calígula era un mentiroso. Al final ni afirmó ni negó.
—Así que, dime, ¿conspiras contra mí?
A lo cual Rufo respondió negando con la cabeza tan repetidas veces que temió
que se le rompiera el cuello.
—Magnífico. Porque si tuviera que hacerte matar, ¿quién cuidaría de mi elefante?
Dice Protógenes que una vez vio a un elefante caminando sobre una cuerda tendida
en el aire —añadió en tono ahora muy distendido—. Pero no le creo. Protógenes, eres
un mentiroso —y esta última frase la dijo gritando de tal manera que Rufo estuvo a
punto de desmayarse de pánico—. ¿No crees que para sostener a un elefante, esa
cuerda tendría que ser imposiblemente gruesa? Anda, acércate de una vez y siéntate a
mi lado, chico.
Sentado ahora a la izquierda del emperador, sobre el estrado, Rufo vio que los
demás invitados iban entrando en la sala por una puerta lateral situada a la espalda del
asiento que ocupaba Protógenes, en cuyo rostro cansado asomaba una mueca de
expectación, como si disfrutase de antemano de lo que estaba a punto de ocurrir.
Acompañado de una muchacha tan joven que no parecía posible que fuera su esposa,
entró Querea, que saludó a Rufo con una helada sonrisa cuando le reconoció.
También lo hizo a continuación Apeles, uno de los invitados que no faltaba nunca en
esos banquetes, luciendo un pómulo muy amoratado que trataba de esconder con un
mechón de sus cabellos largos, y con otras cicatrices bastante visibles en otros puntos
de su rostro, y que lanzó alguna disimulada mirada de pánico hacia Calígula. Y luego
entró Cornelio Aurio Fronto.
Le siguieron otros invitados, pero Rufo ya no tenía ojos para nadie más.
Era visible el terror que sentía Fronto. Su cuerpo entero se agitaba víctima de
espasmos repetidos. Su rostro, brillante de sudor, estaba pálido, y no tenía más color
que el tono violáceo de sus profundas ojeras. La toga le colgaba de mala manera
sobre su cuerpo, que estaba extrañamente esquelético. Rufo habría jurado que
alcanzaba a escuchar los latidos enloquecidos del corazón de Fronto, pero luego
comprendió que eran los del suyo propio.
El banquete transcurrió inicialmente como cualquiera de los anteriores. Los
esclavos retiraban cada uno de los platos que iban sirviendo sin apenas dar tiempo a
que ningún comensal vaciara ni la mitad de las fuentes. Calígula conversaba
lánguidamente con Querea, y sus ojos azul pálido se fijaban sobre todo en la
acompañante del comandante pretoriano, demostrando con la sensualidad de sus
miradas que ya había elegido a la que iba a ser su acompañante una vez terminara la
comilona. El resto de los invitados se mantenía en una actitud muy discreta, trataban

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de parecer tranquilos, e iban sirviéndose un bocado de esto, otro de aquello. Rufo no
probó ningún plato.
Los ojos sin brillo ni piedad de Protógenes estaban clavados en la figura de
Fronto.
Al final Calígula abandonó su posición recostada y, enderezándose del todo, se
volvió hacia el tratante de ganado. Sin embargo, no se dirigió a él, sino a Protógenes.
—Cuéntame, Protógenes, ¿van bien nuestros negocios?
Protógenes cogió uno de los rollos que siempre le acompañaban, y lo desenrolló
con excesivo esmero, y antes de contestar lo estudió unos momentos:
—Van bien, pero menos de lo que deberían…
Calígula reaccionó fingiendo la más aparatosa sorpresa:
—¡Qué me dices, Protógenes! ¿Y se puede saber por qué?
—Me temo que nos han estafado —dijo el secretario imperial en tono solemne.
Fronto se mostraba más agitado después de cada una de las frases, y en este
momento emitió un graznido afónico:
—No es eso…
Calígula le hizo callar con un ademán de la mano.
—¿Estafado, dices? ¿Alguien se ha atrevido a estafar a su emperador? ¿Quién ha
sido?
—No lo sé —admitió Protógenes, mostrándose profundamente compungido por
ese desconocimiento.
—¿No tienes todos los datos en esos rollos? ¿Qué nos dicen?
Fingiendo que se resistía a contarlo, Protógenes consultó de nuevo su libro mayor.
—Parece que Fronto, el tratante de ganado, ha utilizado su posición privilegiada
para desviar los beneficios imperiales y conducirlos hacia su propio bolsillo —dijo
Protógenes.
—¿Y cuánto calculas que nos ha defraudado? Eres muy listo para las cifras,
seguro que lo sabes con exactitud —añadió Calígula, de nuevo sobreactuando.
—Fronto ha hecho de las suyas y no se trata de cosas de poca monta. En parte,
todavía permanece oculto lo que ha defraudado, pero calculo que se ha quedado con
varios miles de sestercios que deberían formar parte de los bienes imperiales.
—¿Tanto?
—Tanto.
—¿Y cuál es la pena que debe pagar quien ha cometido semejante delito?
Protógenes fingió reflexionar un momento, creando una pausa teatral. Finalmente
se pronunció:
—La pena de muerte —dijo con determinación.
Rufo miraba en ese momento a Fronto, que se estremeció como si le hubiese
alcanzado un rayo. Debajo de su asiento comenzó a gotear un líquido dorado que

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poco a poco formó un charco en el piso de mármol, justo debajo de él. Un olor
característico flotó en el aire, más intenso que el perfume de las velas. Por el rabillo
del ojo, Rufo alcanzó a ver a Querea, que abandonaba su asiento y salía de la sala por
una esquina.
—En efecto, la pena de muerte —dijo Calígula—. Sin embargo, ¿no me habías
informado siempre que este mismo hombre se había comportado siempre como un
fiel servidor, antes de abandonar el camino de la honestidad?
—Así es —dijo Protógenes.
—Siendo así, querría ser clemente con él.
Calígula miró a Fronto, sonriente, y el tratante le miró con los ojos
exageradamente abiertos de un conejo atrapado por una comadreja en su madriguera.
—Te impongo una multa de diez millones de sestercios.
Los comensales reprimieron un grito sofocado ante la enormidad de la suma
exigida por el emperador, y enseguida sonrieron aduladoramente.
—Y el pago tiene que ser inmediato, desde luego —informó Protógenes al
aterrorizado Fronto que, por un instante, había albergado algún tipo de esperanza—.
¿No puedes pagar ahora mismo? Oh. Qué pena.
Rufo contempló el lento desarrollo de aquella escena dramática cada vez más
atemorizado. Había llegado para él el momento de alzar su voz en defensa del
hombre que tan amistosamente le había tratado. Tenía que levantarse y acusar a
Protógenes. Pero su cuerpo no le obedeció. El miedo le paralizaba. Por mucho que lo
intentó, nada pudo romper los grilletes del instinto de conservación que le mantenían
pegado al asiento. De repente le faltó la respiración, la cabeza comenzó a darle
vueltas.
A través del muro de pánico alcanzó a oír en su oído la voz de Calígula, que le
susurraba al oído en tono helado:
—Abre los ojos, joven cuidador de mi elefante, ábrelos bien y no te pierdas ni un
detalle. Mira cómo premia tu emperador a los que le traicionan. Y como te atrevas a
desviar la mirada, ordenaré que te cosan los párpados.
A continuación Rufo oyó el ruido de un arrastrar de cadenas.
También Fronto lo oyó, y comenzó a balbucear palabras incomprensibles,
tratando de convencer a todos de su inocencia. Ese esfuerzo le pareció a Calígula
muy gracioso, pero sólo al principio. Enseguida se enfadó con él.
—Como diga una palabra más, le cortas la lengua. Y como alce una mano, se la
cortas también —dijo, dirigiéndose ahora a Querea, que acababa de reaparecer y se
había situado justo detrás de Fronto, acompañado por dos de sus guardias pretorianos.
Querea les ordenó que encadenaran a Fronto, pero la fértil imaginación de
Calígula acababa de tener una idea mucho más divertida.
—Encadenar a un hombre que se ha pasado la vida encadenando a sus animales

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me parece demasiado adecuado. No, mejor será que reciba unos azotes.
Querea, sorprendido, buscó su bastón de mando para utilizarlo como instrumento
de tortura.
—No, azotadle con las cadenas.
Los pretorianos se miraron mutuamente, y enseguida procedieron a doblar las
gruesas cadenas hasta dejarlas de una longitud manejable. Querea asintió con la
cabeza.
Y comenzaron los golpes.
Los dos fornidos germanos descargaron las cadenas contra los hombros y el torso
de Fronto, al que arrancaron terribles gruñidos de dolor. Parte de la violencia de los
golpes, sin embargo, quedaba amortiguada por los pliegues de la toga.
—No, no —dijo Calígula—. Dadle en la cabeza.
Fronto supo ahora el pleno significado de la palabra horror. Los gruesos eslabones
de hierro comenzaron a golpearle la cara y la cabeza, ambos desprotegidos,
rasgándole la piel, pulverizando sus huesos y quebrándolos. La agonía de dolor que
padecía debía de ser terrorífica, pues desde el fondo de su garganta comenzó a emitir
unos agudos gemidos que poco a poco se convirtieron en gritos desgarradores. Uno
de los durísimos golpes descargados por los germanos le alcanzó en la boca abierta, y
los gritos se transformaron en un gorgoteo de asfixia. La cadena le rompió los dientes
en diminutos fragmentos y le partió en dos la mandíbula inferior. A los pocos minutos
los guardias no lograban sujetar bien el hierro, de tanta sangre y tantos trozos de
cuero cabelludo y largos mechones que se habían ido pegando a los eslabones de las
cadenas con que le seguían golpeando.
Rufo vio todo aquello refugiado en algún lejano rincón de su mente. Un lugar en
el que estaba a salvo de Calígula y los suyos. Un lugar más allá del cual, y al otro
lado de una delgada frontera, no había ya otra cosa que la locura más desesperada.
Después vio que cuando Fronto, o lo que hasta hacía un rato era Fronto, se dobló
por la cintura, impidiendo que las cadenas siguieran golpeándole la cabeza, Calígula,
cuyos ojos brillaban de excitación, ordenó a los dos senadores que estaban sentados a
ambos lados del tratante que le levantaran para exponer de nuevo su cabeza al
castigo. Los golpes continuaron y Rufo vio que la frente de su viejo amo y amigo,
completamente despellejada, y en la que apenas quedaba un único mechón de pelo,
había dejado al descubierto el hueso blanco que en algunos sitios ya estaba quebrado
y permitía ver una masa amorfa asomando. También se fijó en que, entre los
pretorianos que vigilaban junto a las paredes de la sala para evitar que se fuera de allí
ninguno de los presentes, había uno que estaba mucho más firme que los demás.
Cupido contemplaba impotente la escena, y sus ojos reflejaban la misma angustia que
los de Rufo, y unas gotitas de sangre resbalaban por su mentón debido a la fuerza con
la que se había mordido el labio.

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El emperador alzó una mano y los pretorianos se detuvieron, jadeando.
Calígula se levantó y se aproximó con pasos lentos hacia donde estaba aquella
ruina humana que había sido Fronto, y le miró detenidamente, tratando de captar
algún signo de vida. Los ojos del tratante de ganado, que estaban ahora
hinchadísimos, permanecían cerrados. La antaño orgullosa nariz de halcón había
quedado aplastada contra su rostro. Un trozo triangular del cráneo, justo encima de la
oreja derecha, había saltado, y en el hueco que dejaba se veía una masa amarillenta y
rosada que, vista de más cerca, todavía temblaba.
Atraído por esa abertura que daba paso al interior de una cabeza humana,
Calígula estiró el dedo y tocó la materia blanda, y eso provocó un ruido áspero que
emergió de un punto situado más o menos a la altura de los orificios nasales de
Fronto, acompañado de unas delicadas burbujas de sangre que se hincharon un poco
y después estallaron con un suave clic, cosa que al joven emperador pareció resultarle
espectacularmente gracioso.
—Qué extraño, aún vive. Este hombre debía de ser muy fuerte, Protógenes. ¿Y tú,
cuánto habrías durado?
El rostro maltrecho del secretario imperial empalideció, pero se trataba de una
pregunta meramente retórica porque el emperador prosiguió, en tono apenado:
—Vaya desdicha. ¿Y quién nos procurará animales ahora?
Querea se dirigió por señas a los dos pretorianos, indicándoles que se llevaran al
agonizante, pero Calígula, sonriendo, intervino una vez más:
—No, no, dejadle aquí. Nos ha proporcionado una compañía magnífica. Merece
disfrutar del resto de la velada.
Fronto seguía tendido en el asiento cuando, por la noche, unos soldados se
llevaron a Rufo a su casa. Y cuando llegó al establo del elefante en sus ojos no había
lágrimas. La agonía del que fue su amo y protector estaba más allá del luto.
Siguiendo su instinto, se quedó en el establo, donde se preparó una cama entre la
hierba. Sólo más tarde recordó que Calígula en algún momento se había referido a
«un pajarito», a un «espía», que le había contado ciertas cosas.

***

En aquel mundo a caballo entre el establo y el palacio, no le pareció extraño a


Rufo que le llamaran de nuevo a palacio apenas dos días después.
Fronto permanecía tendido en el mismo sitio, enfrente del asiento del emperador,
y Calígula se lo estaba mostrando animadamente a un grupo de nobles que trataban,
no sin esfuerzo, de ocultar su repugnancia.
Aquella masa horrible todavía respiraba un poco, con enorme dificultad. Sólo los
dioses sabían cómo podía resistir. La cabeza de Fronto estaba muy hinchada, y la piel

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tensa y magullada viraba del azul intenso al negro. De la herida que tenía en el lado
derecho de la cabeza salía pus amarillenta que resbalaba por lo que hacía unos días
era un rostro humano.
Al emperador parecía cautivarle este despojo sobreviviente, como mínimo tanto
como las esculturas de oro que se alineaban en las paredes de la estancia, o los ricos
frescos que adornaban los muros. Cuando el viejo emitió al fin un último suspiro,
Calígula lloró como si no hubiera sido él quien había ordenado que lo matasen de
aquella manera.
Rufo no disfrutó del lujo del llanto. El momento del adiós se produjo para el
joven cuando Fronto recibió el primero de los golpes. El resto no fue más que una
pesadilla.
Pero aún alcanzó a sorprenderse cuando Calígula, con los ojos húmedos por las
lágrimas, se volvió hacia él y le dijo:
—Ahí tienes a tu antiguo amo. Fue nuestro amigo y compañero. Llévatelo de aquí
y organízale un funeral digno de un servidor fiel.
El emperador y sus invitados mantuvieron un solemne silenció cuando los
mismos pretorianos que mataron a Cornelio Aurio Fronto, tratante de ganado, le
envolvieron cuidadosamente en un blanco sudario y se lo llevaron de allí.
Bañado por la luz de la luna, el grupo siguió a Rufo camino del bosquecillo que
conducía al establo de Bersheba. Al llegar, los soldados depositaron su carga en tierra
y permanecieron en silencio durante un momento junto al cadáver.
—No tengo leña para incinerarle —dijo Rufo.
—Tendrás que enterrarle —dijo el más alto de los germanos, después de que se
quedaran ambos mirándose el uno al otro—. No puedes dejarlo ahí tirado. Puedes
sepultarlo al otro lado de la muralla. No hay muchas raíces.
—¿No podéis ayudarme? —suplicó Rufo.
—No podemos. Somos soldados, no sepultureros. Y este hombre era amigo tuyo,
merece que le despidas adecuadamente.
—Yo te ayudaré —dijo una voz desde la oscuridad.
Los pretorianos se volvieron de golpe, llevando la mano derecha a la empuñadura
de su espada. Pero se tranquilizaron cuando vieron que quien hablaba era un
pretoriano.
Rufo se quedó al pie del cadáver mientras Cupido iba a buscar sendas palas al
establo. Cavaron en silencio porque no se podía decir nada. La tierra estaba dura y el
pretoriano se equivocaba pues en realidad sí había bastantes raíces de árbol en aquel
lado. Se extendían como tentáculos bajo tierra. Cuando terminaron de cavar la fosa y
tiraron la tierra sobre los destrozados restos mortales de Cornelio Aurio Fronto, desde
el establo Bersheba se quejaba soltando gruñidos porque hacía rato que tendría que
haber comenzado a desayunar.

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Rufo sabía que tenía que pronunciar ciertas palabras, y que tendrían que haber
ofrecido sacrificios, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Permaneció en pie, con
Cupido a su lado, mirando el pequeño montículo de tierra que era todo el túmulo que
Fronto iba a tener, y por su mente pasaron fugaces numerosas imágenes y recuerdos
de sus años junto a él. Vio a Fronto y al rinoceronte. A Fronto riendo a carcajadas
porque uno de los números inventados por Rufo terminaba en desastre. Recordó el
gran corazón y la enorme generosidad de aquel hombre. Y sólo entonces llegaron las
lágrimas, que resbalaron por su rostro y saltaron desde su mentón al suelo, en donde
mojaron la tierra removida. Cupido apoyó la mano en el hombro, y Rufo no podía
dejar de llorar.
—Tal vez Querea tenga razón. Tal vez haya llegado el momento.
Con las facciones endurecidas, Rufo se volvió a mirarle:
—¿Crees que Querea sería un emperador muy diferente?
Bersheba recobró el buen humor en cuanto Rufo entró en el establo y llenó de
hierba el comedero, y enseguida comenzó a darle golpecitos con la trompa, como si
quisiera devolverle el buen humor, hasta que supo que era imposible, y lo dejó correr.
Después de comer la lavó, y Rufo regresó junto a su esposa. Era la primera vez en
dos días que estaban otra vez juntos.

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36
Livia cogió a Rufo entre sus brazos. Le abrazó un momento, apoyó la cabeza
sobre el estómago de su marido, y apoyó su vientre hinchado entre las rodillas de él.
Cuando alzó la vista y miró a los ojos de su esposo, Livia supo que él se había dado
cuenta de lo que había hecho.
Un pajarito. La palabra se coló sin avisar en sus pensamientos.
—Lo siento —dijo ella. Nada más.
Rufo la miró, sin saber qué decir; a mitad de camino entre el hundimiento físico y
un ataque de violencia desmedida.
—Tú no llegaste a conocerle.
—Era amigo tuyo.
—No, era mucho más que un amigo.
—Entonces, lo siento.
Rufo quiso preguntarle: ¿le traicionaste? Las palabras llegaron a la punta de su
lengua, pero no salieron de ahí.
—Un día me prometió que me concedería la libertad. Pero cuando trabajaba con
él me sentía siempre libre, así que en realidad no importaba. ¿Lo entiendes?
El rostro de Livia empalideció.
—Ni yo lo entiendo ni lo entiendes tú. Él te compró y él te vendió. No fue
simplemente un anciano bonachón que puso un techo sobre tu cabeza y te alimentó
porque te quería. Te utilizó.
—Me hubiese dado la libertad y me hubiera hecho socio de su negocio —dijo
Rufo, sacudiendo la cabeza en señal de frustración—. Ahorró dinero y lo guardaba
para mí.
—¿Y dónde está toda esa fortuna? —preguntó Livia—. ¿Dónde está la herencia
que el gran Cornelio Aurio Fronto le ha dejado a Rufo, el esclavo? ¿No me he
enterado? ¿Acaso ahora somos ricos?
—Me hubiera dado ese dinero, pero…
—¿Pero qué? ¿Qué? Pero estafó al emperador, y ahora ha muerto por culpa de
eso. Lo siento, siento muchísimo que Fronto haya muerto. Pero murió porque era
muy codicioso, Rufo. ¿Habrías preferido ser tú la víctima? No era tu padre. Era un
rico mercader que quería ser más rico de lo que ya era, y para ello usó todos los
medios, incluyéndote a ti.
—No. El me habría liberado —insistió Rufo, aunque con menos convicción en la
voz.
—¿Qué es la libertad para ti y para mí, Rufo? —dijo ella, insistiendo en sus
ataques—. Tal vez para ti sea otra cosa, pero para mí no es más que una palabra.
¿Quiero ser libre para morir de hambre? ¿Quiero ser libre para vender mi cuerpo

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hasta que un pervertido de mal aliento decida que se divertirá más arrancándome la
vida en lugar de seguir violándome? Somos esclavos y con eso hemos de vivir.
Hemos de sacar todo el partido que podamos de nuestras circunstancias. Doblarnos
como árboles al viento, y hacerlo por nuestro hijo. Y no debemos invitar a ejercerlo a
quienes tienen poder sobre nosotros. No tendrán clemencia. No arriesgues de nuevo
tu vida, Rufo.
—Fronto era amigo mío.
—Lo era, sí, pero ya no está aquí. Y nosotros seguimos vivos. Y debemos
sobrevivir.
Livia hizo ademán de cogerle entre sus brazos, pero él se lo impidió y salió
tambaleándose de la habitación, dejó atrás a Bersheba y salió al sol, porque allí el aire
estaba más limpio y las cosas eran menos confusas.
¿Por qué no actuó? Habría dado la vida por Fronto, pero le había visto morir sin
levantar un dedo para defenderle. La respuesta parecía sencilla: era un cobarde.
Continuó andando con la cabeza gacha, sin ver nada, con la vergüenza pesando
sobre sus hombros como un yugo de hierro. Hasta que tropezó con alguien muy
ligero, y la fuerza del impacto tumbó al otro. Rufo se estremeció de miedo, porque el
hombre al que había tirado al suelo era el tío del emperador.
Claudio yacía boca arriba en la hierba, y agitaba brazos y piernas con sacudidas
descoordinadas, como si fuese una tortuga patas arriba, pensó Rufo. Se agachó para
ayudar al senador a ponerse en pie. El viejo agitó los hombros rechazando su ayuda,
se tumbó sobre un costado, se puso de cuatro patas y al fin se levantó. La ropa se le
había manchado con la hierba y algunas briznas y ramitas se le habían pegado al
tejido, pero cuando Rufo trató de sacudirle todo aquello con el dorso de la mano, el
hombre le rechazó de nuevo.
—La-la-la-lárgate —tartamudeó enfurecido, mientras la saliva le resbalaba del
labio inferior—. Vo-vo-voy a…
—Pido disculpas, he sido muy torpe y no me he fijado en que…
Por vez primera Claudio se dio cuenta de quién le había tumbado.
—Vaya, eres tú otra vez. Ti-ti-ti-tienes una espe-pe-pecial habilidad pa-pa-para
fastidiar a est-t-te viejo…
—No… —dijo Rufo lleno de ansiedad, y luego recordó la vez en que Bersheba
dejó al senador empapado de pies a cabeza—. Digo, sí…
Por primera vez, a Rufo le pareció que los ojos del senador se reían de la
situación; pero aquella lucecita desapareció al instante.
—¿Así que has ce-ce-cenado con el emperador otra vez?
El cambio brusco de tema sorprendió a Rufo, que contestó:
—Sí.
Claudio pareció reflexionar sobre ese hecho, como si estuviera sopesando la

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decisión que iba a tomar:
—Narciso ve-vendrá a bu-bu-buscarte. Escúchale bien. Tal vez lo que te di-di-
diga te parezca interesante.
Hizo un ademán despectivo con la mano y se fue con paso inestable y
murmurando alguna cosa para sí.
Rufo frunció el ceño y se quedó mirándole.

***

Transcurrieron dos días enteros antes de que Narciso hiciera lo que había dicho
Claudio que iba a hacer. Rufo supo que no era coincidencia el hecho de que el alto
griego se presentara en su casa momentos después de que Livia acabase de salir.
Fingiendo sentirse indispuesto a causa del calor, Narciso preguntó si podía
refugiarse del sol bajo el techo del establo.
—Tu amigo no ha tenido suerte —dijo una vez en el fresco del sombrío establo
—. Hice lo que pude, pero, naturalmente, su destino estaba trazado. Protógenes le
llevó al emperador las pruebas unas cuantas semanas atrás. Calígula se fía de él más
que de ningún otro.
Rufo no ocultó su incredulidad, pero Narciso fingió ignorar la frialdad de su
mirada.
—No, nada podría haber cambiado las cosas. ¡Qué muerte! —añadió buscando
alguna reacción en la cara de Rufo—. No es posible dejar de odiar a quien ha sido
capaz de hacerle algo así a un amigo.
Era una trampa, y Rufo la vio, y olió el cebo a distancia. ¿Qué fue lo que Claudio
le dijo? Que le escuchara. Y ahora había llegado el momento de escuchar, en lugar de
ponerse a ladrar como un perro furioso.
Narciso entendió que el silencio le invitaba a proseguir.
—Oh, disculpa, no he hablado muy claro. ¿Quién es ese «quien» al que me he
referido? Podría ser Protógenes, que tuvo la idea. O Querea, que dio la orden. Podría
estar hablando de esos brutos de la tribu tungria que le golpearon con las cadenas.
Comprendo tu confusión, y admito que cada uno de ellos tiene su parte de culpa.
Admito también que nada me satisfaría más que ver a Protógenes, especialmente a él,
pagar por la muerte de Fronto y por unos cuantos crímenes más. La lista sería larga.
Pero ¿qué puede la espada sin la mano que la sujeta? A su debido tiempo Protógenes
encontrará su merecido. Mejor será que centremos nuestra discusión, nuestro debate,
en la persona que le da las órdenes.
Narciso esperó a ver si obtenía algún comentario, y viendo que no se producía
continuó:
—Hablemos, pues, de quien le da las órdenes. Has tenido que sufrir de diversas

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formas por culpa de él. Muchos han sufrido muchísimo más que tú, y no me refiero
solamente a Fronto, tu amigo. El número de quienes han sufrido, y el de quienes han
visto sufrir a los que amaban, y todo por culpa de esa misma persona, es infinito,
Rufo. No sólo tú le odias. No lo creas.
Rufo vio que en el juego al que Narciso estaba jugando se podían pronunciar
diversos nombres, todos menos el de quien constituía el centro de su monólogo. Y se
quedó tan metido en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que Narciso
había callado al fin, y que esperaba pacientemente, aguardando una palabra suya.
—Tú y yo no deberíamos tener secretos, Rufo —dijo el griego en tono amable.
Rufo dijo que no con la cabeza. No quería oír secretos—. Somos muchos y estamos
en todas partes. Senadores y soldados, hombres libres y filósofos, gente de la calle y
gente de palacio. ¿Necesitas oír sus nombres? Te los diré.
—No quiero oír ningún nombre —dijo Rufo con firmeza—. Además, si te apoya
tantísima gente, ¿qué más te da que te apoye uno más? Hablas de senadores y
soldados, pero no mencionas a los esclavos. ¿Acaso tienes necesidad de un esclavo,
que no es nadie?
Narciso consideró estas palabras. Conocía bien la respuesta. Precisamente por ser
esclavo y de tan baja condición, podría alcanzar, sin ser notado, lugares que no
estaban al alcance de los senadores o los soldados. Además, y precisamente por ser
esclavo, era prescindible, cosa que no eran ni los senadores ni los soldados.
Pero también había un motivo más:
—Puede que haya sido excesivamente sutil. Es uno de mis defectos. ¿No
habíamos hablado en una ocasión de un arma, un arma que nadie puede detener y que
es capaz que aplastar completamente a un hombre, y hacerlo de un solo golpe? Sólo
una persona en toda Roma posee la habilidad y el poder de utilizar ese arma, sólo una
persona puede decir cuál es el momento oportuno para atacar con ella. ¿Nos vamos
entendiendo?
De repente la garganta de Rufo se secó como si llevara horas en un desierto. Una
voz interior le decía a gritos que se fuera corriendo de allí. Bastaba estar hablando de
esto para ser merecedor de la pena de muerte.
—¿Y si…?
Narciso hizo un ademán como restando importancia a lo que Rufo iba a
preguntar.
—Ya procuraremos que se presente la ocasión. Y cuando eso ocurra, tú tendrás
que decidir si la aprovechas o no. Vendrá a visitarte, como aquella vez que vino a
verte acompañado de Claudio. No habrá guardias. Estaréis solos él y tú y tu elefante.
Piénsalo bien, Rufo. Ese hombre ha matado a Fronto. Y pocos son los que tienen la
oportunidad de darle un giro a la historia. La de salvar Roma. Deberías sentirte
orgulloso.

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Rufo le miró de hito en hito, asombrado ante aquel arrogante cortesano que se
atrevía a decidir sobre la vida y la muerte. ¿Creía Narciso que él era un verdadero
tonto? El destino que sufriría el asesino de Calígula era indudable, tanto como que el
sol sale cada mañana. Quien pusiera su mano sobre el emperador era un hombre
muerto. Y además, Rufo sabía algo que Narciso desconocía. Bersheba era incapaz de
descargar un golpe mortal. Y él era incapaz de darle esa orden.
Cuando Narciso se fue, Rufo estuvo un buen rato reflexionando, incapaz de
encontrar una salida. El griego le había tendido una trampa y encerrado en una jaula,
como si fuera una de las fieras de los subterráneos del circo. Cuando la jaula se
abriera, la puerta le permitiría ir en una sola dirección.

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37
Cupido estuvo riendo con incredulidad un buen rato después de oírle contar a
Rufo el disparatado plan de Narciso.
—¿Es que no hay nadie en toda Roma que no esté metido en una conspiración
contra el emperador? ¡Pretende que Bersheba mate a Calígula! Jamás había oído una
locura igual. Si supiera el emperador cuántas manos se alzan contra él, las calles de
Roma serían ríos de sangre. Mira, Rufo, he estado pensando en lo que me dijiste. Las
ideas de Querea. Tienes razón. No puedes confiar en él, tiene tanta compasión en su
corazón como una piedra, y tan buenos principios como un chacal. Sería un
emperador como Calígula e incluso trataría de ser más cruel que su antecesor, lo vería
como un reto. Pero… ¿Claudio? Es viejo y tiene las flaquezas de los viejos. Querea lo
aplastaría como si fuera una mosca, y Narciso, su espía, estaría gritando desde lo alto
de una cruz antes de que la púrpura imperial se posara sobre los hombros del senador.
Pero Rufo recordó a aquel otro Claudio menos conocido, el que hablaba con
Bersheba, y negó con la cabeza:
—Podría ser que te equivocaras respecto a Claudio. Me da la sensación de que es
un actor que cambia de personaje en cada escena. Se disfraza de una manera ante sus
amigos, y de otra ante sus enemigos. El tonto baboso que anda cojo y tartamudea
todo el rato no es más que un engaño, y debajo de ese personaje está Claudio, el de
verdad, y creo que este otro Claudio sería capaz de gobernar.
Contó a Cupido lo que le había oído decir al senador en sus visitas nocturnas al
establo. El gladiador se quedó pensativo.
—Resulta útil saberlo. Y, si tienes razón, es un hombre muy hábil que ha sabido
disimular cómo es en realidad. Pero en esto que me cuentas hay contradicciones.
Parece estar por un lado en contra de Querea, pero al mismo tiempo conoce bien sus
intenciones. Lo suficiente como para saber que fue Lucio quien trató de cometer el
asesinato. ¿Significa eso que forma parte del grupo que ha conspirado con Querea,
aunque no se fíe de él? ¿O es que hay alguien que forma parte del círculo de los
íntimos de Querea, y que es quien informa a Claudio de los planes del comandante?
¿Y de qué lado está Narciso? Por un lado, Claudio no se fía de él completamente, y
en cambio Querea lo menciona como uno de sus aliados. ¿Hay una conspiración que
tiene diversas líneas de actuación, o hay varias conspiraciones que se entrecruzan?
—¿Qué podemos hacer?
—¿Hacer, dices? Nada que no sea lo que nos aconsejó Emilia. Esperar, hacer
sacrificios a los dioses, y pedir que el tiempo esté de nuestro lado.
Cogió su espada larga y, con una piedra de afilar, se puso a trabajar la hoja.
—Querea cree que es mi amo, Narciso cree que es tu amo. Es como si
estuviésemos metidos en una trampa sin salida, pero en la que podríamos entrever

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algunas cosas que están a nuestro favor. Cada uno de ellos ve sólo la mitad de lo que
pasa, y en cambio nosotros tenemos la fortuna de ver las dos partes. Llegado cierto
momento, podríamos jugar de modo que se pusieran los unos en contra de los otros.
—¿No sería mejor salir corriendo?
Cupido le miró con una de sus sonrisas tristes:
—¿Y se puede saber, Rufo, hacia dónde correrías? En cuanto a mí, no tengo
adonde ir. En el lugar donde estaba mi casa no quedan más que cenizas y hierba muy
alta, y no siento deseos de ver los huesos de mi padre esparcidos de cualquier manera.
Si he de morir, prefiero morir aquí empuñando la espada y al lado de un amigo.
Cualquier cosa antes de ser acorralado en cualquier apestoso callejón sin salida. No
huiré. Me quedaré y, si puedo, lucharé por defenderme.
Rufo le envidió esas muestras de convicción. Se preguntó cómo era posible que
un hombre como Cupido pudiera soportar tantas contradicciones y soportar tantas
adversidades, y sin embargo seguir vivo y mantener la nobleza en su corazón. Dio
media vuelta para irse, cuando de repente se acordó de los documentos del anciano.
—¿Te trajo Emilia los pergaminos?
—En efecto, y le dije que habíais actuado como unos locos llevándoos todo eso
de allí. ¿No os disteis cuenta del riesgo que corríais? Son propiedad del emperador, y
tenerlos sin autorización trae consigo la pena de muerte. Debemos devolverlos.
—Pero ¿los has mirado? Emilia pensaba que tal vez tú serías capaz de
descifrarlos.
Cupido asintió con la cabeza y se dirigió a un pequeño armario del que sacó los
dos pergaminos enrollados.
—¿Recuerdas que Varro te dijo que él tenía algo que ver con el abastecimiento de
agua? El pergamino más pequeño está basado en un viejo mapa del monte Palatino.
Mira, esto de aquí es el palacio de Augusto. Y esto otro de aquí son los edificios en
donde Calígula hizo construir su enorme palacio. Estas líneas delgadas son las
conducciones del agua, que pasan por todas las edificaciones del monte Palatino.
Varro es el capataz de los esclavos encargados de mantenerlas en buen
funcionamiento.
Rufo estudió detenidamente el plano. Ahora lo entendía correctamente. Los
edificios estaban marcados mediante la línea de su perímetro. Las conducciones
estaban conectadas al gran sistema de acueductos que hacía siglos proporcionaba a
Roma su abastecimiento de agua. Estaba todo, incluso la fuentecilla en la que Narciso
y Rufo se encontraban. Pero aún había una cosa que no entendía completamente.
—¿Y esa línea verde? Es mucho más larga que las demás, y parece más
importante. Y aquí es donde, en el mapa más grande, se une a la línea roja.
—No sé qué significa. Pero podrías preguntárselo a Décimo cuando se los
entregues.

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—¿A quién?
—Décimo, uno de los hombres que trabajan a las órdenes de Varro. Armiño, que
combatió a nuestro lado delante del rostrum del templo de Julio, es amigo suyo. Dile
que cuando Livia encontró a Varro, éste llevaba consigo los documentos.

***

Décimo era un joven fuerte de rostro bello, pero con la piel estropeada por la
viruela que debió de padecer cuando era pequeño. En un primer momento se mostró
más interesado por ver detenidamente a Bersheba que por ir a buscar a su jefe. Se
quedó junto a la elefanta observándola con enorme interés y cierto temor, pidió
permiso para tocar su piel arrugada, y una vez que le autorizaron a hacerlo y parecía
dispuesto a seguir allí todo el día, Rufo le recordó cuál era el propósito de su visita al
establo.
Varro parecía haberse recobrado físicamente, pero su mente seguía extraviada,
rondando rincones a los que sólo él podía llegar. Décimo le miró con tristeza.
—Hace semanas que está así —dijo—. Desde la última inspección.
—Llevaba consigo estos documentos cuando le encontramos —dijo Rufo
entregándole los dos pergaminos, y Livia le miró con severidad—. No sabemos qué
son.
—Éste es el plano que nos guiaba a la hora de inspeccionar las conducciones de
agua por toda la colina. Si baja la presión en una casa o en una fuente, mediante este
plano tratamos de localizar el punto en donde se ha producido el escape. Y reparamos
la conducción. Ocurre muy a menudo, te sorprendería comprobarlo. Algunas cañerías
no han sido cambiadas jamás, desde los tiempos de Rómulo.
—¿Y esas líneas verdes y rojas, qué son? ¿Es por ahí por donde pasan las
conducciones más importantes de las que salen las demás?
—No, eso no es agua, sino mierda —dijo Décimo—. Esa línea roja es la cloaca
Máxima —le explicó, orgulloso de sus conocimientos—. Todas las alcantarillas que
bajan del monte Capitolino y del monte Palatino, todas las que bajan desde el
Argileto y desde el Foro Boario, van a parar a ese albañal. —Vio la cara de asombro
que ponía Rufo, y prosiguió—: La cloaca Máxima unifica todas las alcantarillas.
Siguiendo su curso, podrías cruzar Roma entera de un extremo a otro sin necesidad
de salir a la superficie. Suponiendo que soportaras el mal olor. ¿Te has fijado en el
altar en honor de Venus Cloacina que está en el foro? Pues bien, ella es nuestra
protectora cuando rondamos por ahí debajo. Pero parece que no protegió al pobre
Varro.
—¿Qué le ocurrió?
—Estaba inspeccionando la bajante palatina, esa línea verde que nosotros

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llamamos la cloaca Palatina. Desde la calle se ve por dónde recorre el subsuelo
porque ahí, donde ves estos símbolos, se encuentran las tapas de los registros. Un día
Varro bajó por uno de ellos, tan sano como siempre, pero al salir se encontraba como
le ves ahora. Habla todo el tiempo del río de la muerte. Desde entonces, ninguno de
nosotros se ha acercado siquiera a esa zona de las galerías subterráneas.
Normalmente, rondar por ahí debajo, estando todo tan oscuro y maloliente, ya nos
impresiona mucho. Pero los compañeros creen que se topó con algún monstruo, y que
de sólo verlo se volvió loco. Yo creo más bien que debió de ser a causa de los
vapores. Huele tan fuerte que hay veces en que te mareas incluso. En fin, fuera lo que
fuese, yo no pienso volver a bajar por ahí.
Rufo le dio las gracias por las explicaciones, y le dijo que podía pasar a visitar a
Bersheba cuando le pareciese. Décimo se fue, llevándose a Varro, que no cesaba de
decir las mismas cosas alucinadas de siempre.

***

La muerte de Fronto abrió entre Rufo y Livia una sima que al principio parecía
insuperable. Ocupaban los mismos sitios que antes, al igual que animales de especies
distintas ocupan también los mismos territorios, mirándose de forma desconfiada los
unos a los otros, pero sin apenas comunicarse. Pero no podían ignorar a la criatura
que seguía creciendo en el vientre de Livia. Poco a poco las heridas fueron
cicatrizándose, al menos en parte, y su relación mejoró. Eran unos amigos que
dormían juntos y cuando estaban de humor para ello, hacían el amor con una pasión y
una imaginación que a ellos mismos les resultaba sorprendente.
En algún momento, no supo cuándo, Rufo se dio cuenta de que Livia le vigilaba.
Ni oyó ni vio nada que le hiciera pensar que era así, no había nada sólido, nada
tangible; pero estaba convencido de que así era. Notaba los ojos de Livia clavados en
él, a todas horas. Cuando salía al patio para hacer que Bersheba ejercitara su cuerpo y
sus habilidades. Cuando hablaba con los visitantes de la nobleza que, autorizados por
el emperador, se acercaban al establo para ver a Bersheba de cerca. Y Rufo temía que
Livia estuviera tratando de establecer contacto con alguien.
Cuando se sintió completamente seguro de que ella le vigilaba, se acostumbró a
irse con Bersheba más lejos que de ordinario y buscó un rincón del bosquecillo donde
los árboles les ocultaban de Livia. Desde allí, escondido, vigiló a Livia hasta
comprobar que, en efecto, su esposa estaba rondando por allí, tratando de
encontrarles, de averiguar adonde habían podido dirigirse.
Este juego acabó convirtiéndose en parte de su vida cotidiana. ¿Era cruel? Tal vez
lo fuera. Pero valía la pena practicarlo y tener paciencia. Pues al final descubrió de
esta manera la identidad de la persona que le encargaba a Livia que le vigilara.

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Eso tardó todavía otras dos semanas en ocurrir. Esa mañana divisó a un criado de
palacio que se acercaba al establo desde el otro extremo del bosque. Rufo no le
reconoció, pero por su actitud era evidente que trataba de avanzar hacia allí sin que
nadie le viera. El criado entró en el establo por la puerta lateral y desapareció. Al
poco rato salió de nuevo, acompañado por Livia. Rufo notó que su esposa estaba
atemorizada. Y poco después apareció en escena otro ser furtivo.
Querea.
Observado desde lejos por Rufo, el comandante pretoriano empezó a gritarle algo
a Livia, y ella le dijo que no con la cabeza. Querea parecía estar cada vez más furioso
hasta que, repentinamente, con un ademán de su mano más veloz que el ataque de
una serpiente, agarró a Livia del cabello y tiró de ella hacia la sombra del establo.
Livia forcejeó, pero Querea era muy fuerte, y forzó la cabeza de Livia hasta meterla
de bruces en su entrepierna.
Un velo rojo cubrió los ojos de Rufo. Iba a salir a campo abierto, impulsado por
la idea de matar al hombre que estaba deshonrando a su esposa. Pero antes de salir de
la protección que le ofrecían los árboles, se paró en seco. Querea no era uno de esos
príncipes malcriados que solían alcanzar un puesto de mando al frente de las legiones
gracias solamente a su buena cuna. Casio Querea era otro tipo de hombre. Un
veterano de mil combates, capaz de matar con sus propias manos. Si actuaba en ese
momento, tanto Livia como él mismo morirían.
Cuando Querea dio por terminada su fechoría, se limpió en el cabello de Livia y
la tiró al suelo. En esos momentos, la furia incontenible que Rufo había sentido al
principio se había transformado en la más fría de las iras. Decidió que mataría a
Querea. Aunque fuese lo último que hacía en su vida, le mataría.
Vio a Livia luchando trabajosamente por ponerse de nuevo en pie, cosa que su
abultado vientre no le permitió hacer deprisa, y sintió deseos de correr a abrazarla y
consolarla. Pero Querea, aunque ya se había ido, podía estar vigilando.
Decidió hacer caminar un rato más a Bersheba, arriba y abajo, de forma
mecánica. Rufo se estaba convirtiendo en un frío conspirador, y se detestó a sí mismo
por haber degenerado de aquella manera.
Mucho más tarde, cuando entró de nuevo en la pequeña habitación situada detrás
del establo, Livia le saludó con una sonrisa que, de no ser porque Rufo había sido
testigo de toda la escena, le habría engañado. Sólo el hecho de que llevaba el pelo
mojado, el hecho de habérselo lavado hacía poco, y el tinte enrojecido de sus ojos,
traicionaban lo ocurrido.
Rufo le sonrió cálidamente. Y, durante un momento, la amó de verdad; era Livia,
su esposa y compañera, la mujer que traería al mundo a su hijo, la mujer que era su
amante y también la que le había traicionado. Y Rufo supo también que ella le
amaba. Si había tratado de construir aquella fachada de normalidad, no era para

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protegerse de él. Era para protegerles de ellos a los dos.
Cuando Livia volvió la espalda Rufo la miró a hurtadillas, maravillándose de que,
incluso con la preñez tan avanzada, su cuerpo conservara aquellas proporciones tan
perfectas, asombrado ante la inteligencia que, como siempre, estaba demostrando.
¿Cuántas veces habría Livia lanzado maldiciones contra el destino que había detenido
su crecimiento antes de hora? ¿Cuántas veces se habría quedado despierta en plena
noche preguntándose el porqué de su limitación? ¿Quién habría llegado a ser, y de
qué habría sido capaz, si no hubiese sido tan pequeña?
Por vez primera Rufo comprendió la frustración que ella debía de sentir al verse
atrapada en un cuerpo diminuto, y se juró a sí mismo que haría cuanto estuviese en su
mano por ayudarla a huir, si no de esa limitación física, sí al menos de sus
consecuencias, que la habían condenado a llevar esa clase de vida. Fronto le había
prometido guardar para él una cantidad de dinero que iba a servir para que comprase
su libertad. No sabía cuánto era, pero estaba seguro de que su amigo no le había
engañado. Y estaba convencido de que Fronto debía de haber dejado esa suma en
manos de alguien en quien confiaba, o en algún lugar donde Rufo sería capaz de
encontrarlo. Y Rufo decidió que haría lo que fuera por localizar ese dinero, y que lo
usaría para conseguir que tanto Livia como él alcanzaran la libertad.
Antes, sin embargo, tenía que librarla de las garras de Querea.
Narciso le debía un favor.

***

Cuando oyó hablar de los métodos abusivos que empleaba Querea para obtener
informaciones, los ojos del griego se encogieron de furia.
—De modo que el soldadito ha decidido mancharse las manos —dijo Narciso—.
¿Y por qué con tu esposa? Seguro que también él se ha enterado, como sea, de las
visitas de Claudio a tu elefanta. Debe de preguntarse para qué va al establo, con quién
habla, qué le cuenta, cómo sacar provecho de todo eso. Si supiera que el senador
Claudio va a hablar con tu elefanta, se moriría de risa en lugar de morir atravesado
por los instrumentos del empalador, que es lo que en realidad merece. Has hecho bien
en contármelo, Rufo. Esto podría resultarnos fatal. Pero ahora que sabemos dónde
está el peligro, trataremos de protegernos. E incluso tal vez podamos usar lo que
sabemos en beneficio propio.
—Hay que encontrar enseguida la manera de que deje de abusar de Livia. Hemos
de usar esta información para liberarla de él —suplicó Rufo.
Narciso le miró con expresión decepcionada.
—No sería muy sutil, y probablemente supondría la muerte, para ella y para ti.
Livia estará segura mientras siga siéndole útil a Querea. Hemos de tener paciencia.

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No debemos contarle nada a ella.
—¿Y qué puedo hacer yo? Si Livia no puede darle ninguna información a Querea,
éste pensará que ya no le sirve de nada y entonces…
—Exacto —dijo Narciso—. Y precisamente por eso hemos de asegurarnos de que
Livia le cuenta a Querea cosas que él aprecie.
—¿Y cómo vamos a hacer algo así? —preguntó desconcertado Rufo.
—No «vamos» a hacerlo. Lo vas a hacer tú, Rufo. Le daré algunas vueltas, y te
facilitaré algún secretillo de alcoba, algo que convierta a Livia en la más preciada
posesión de Querea.
—Tengo que hablarte de otra cosa —dijo Rufo, y a continuación le explicó sus
planes en relación con la herencia de Fronto.
—Creo que depositas una confianza exagerada en los amigos de Fronto —dijo
Narciso, que frunció el ceño y se quedó pensativo—. Hace falta ser
extraordinariamente honesto para guardar tantísimo dinero y luego entregárselo a un
esclavo a la muerte de esa persona. Mira, Fronto era demasiado listo para confiar en
ninguna de las personas con las que tenía tratos. Suponiendo que dejara algún dinero
a alguien, lo habría confiado a un letrado, en cuyo caso Protógenes averiguará quién
es y hará desaparecer todo ese dinero. Enviaré a algún emisario a hablar con los
amigos de Fronto, y lo haré de manera que nadie se entere por qué pregunta ni quién
le ha enviado a preguntar, pero no confío apenas en los resultados, Rufo. ¿No se te
ocurre qué otro escondrijo podría haber utilizado Fronto?
Rufo reflexionó unos momentos. Y al final se le ocurrió algo, pero tan
descabellado que hasta ese momento no se había atrevido a pensarlo.
—Existe una posibilidad.

***

Más tarde, Rufo se había tendido al lado de Livia en el colchón de paja de su


catre, y le acariciaba la curva del vientre con suavidad, mientras ella apoyaba la
cabeza en el hombro de su esposo.
Entrada la noche, seguían hablando.
A la mañana siguiente, con la excusa de ir a por pan, Livia abandonó el establo a
primerísima hora. Rufo comprobó que tenían pan de sobras.
Se puso a llenar de agua el barreño que usaba para lavar a Bersheba cuando le
llamó la atención un zumbido cuya intensidad fue creciendo con bastante rapidez. Por
fin sintió tanta curiosidad que decidió averiguar qué era lo que lo producía.
Ordenó a Bersheba que se pusiera de rodillas, montó sobre sus hombros, y le dio
instrucciones para que se dirigiera hacia la muralla de palacio. Allí, gracias a la
enorme altura del animal, pudo contemplar sin obstáculos las calles de la ciudad que

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se extendían al pie del monte Palatino. Jamás había visto a tantísima gente junta. Eran
miles de personas, un río de vida que inundaba las estrechas calles romanas y que las
llenaba hasta tal punto que le sorprendió que aquella gente pudiese avanzar. Pero
todos ellos avanzaban, todos en dirección al foro.
Abajo, mientras las masas iban hacia un lado, Narciso caminaba en dirección
contraria. Era un momento perfecto. Toda Roma convergía hacia el Senado para oír a
Calígula proclamar que se había convertido en dios.
En cierto modo aquella proclamación no era ninguna sorpresa. La parte más
maleable de la plebe llevaba tiempo tratándole como a un dios y dedicándole altares a
su espíritu. Con lo cual no hacían más que continuar una tradición que había sido
establecida en tiempos de Augusto, su antecesor. Sin embargo, aquella declaración
oficial que iba a celebrarse ese día supondría un paso más, incluso superior al que dio
Calígula cuando elevó a su hermana Drusila hasta lo alto del panteón. Calígula
hablaba desde hacía tiempo con Júpiter, en el templo dedicado al dios en el Capitolio.
Y también hacía tiempo que ordenaba quitarles la cabeza a las estatuas de los dioses
para reemplazarlas con su propio busto. A partir de aquel día les diría a todos los
romanos que lo adorasen como adoraban a Marte, a Hermes y a Apolo. Los nobles
estarían dispuestos a arruinarse con tal de construir templos en su honor y dedicarles
sacrificios muy caros. Y enseguida le odiarían aún más. Narciso sonrió con su
acostumbrada frialdad, y aceleró el paso en dirección contraria a las masas.
La casa que Rufo le indicó se encontraba al este del circo Máximo, casi a las
afueras de la ciudad. Las propiedades y los bienes del tratante de ganado habían sido
confiscados y repartidos entre los favoritos del emperador, pero Narciso sabía que esa
casa aún no había sido ocupada por el nuevo propietario, un joven afeminado que era
sobrino de Protógenes.
La casa permanecía cerrada, pero Narciso iba muy bien preparado. Sacó de
debajo de la túnica un manojo de llaves sujetas a un cordel. Nadie las echaría de
menos antes de que el ladrón que, siguiendo sus instrucciones, las habían robado,
pudiera devolverlas. Probó con tres llaves distintas y a la cuarta pudo abrir el cerrojo
de la cancela exterior. Luego, en la puerta de la vivienda, probó dos veces y a la
segunda logró abrir.
Era una casa espartana, exactamente lo que Narciso esperaba tratándose del hogar
de un patán que vivía solo y se pasaba la vida comprando animales destinados a morir
en el circo. No había opulencia ni decoración ostentosa, ninguna gran estatua ni
ningún fresco, pero le sorprendió encontrar una amplia biblioteca. Tal vez Fronto no
fuera tan bufonesco como parecía.
Miró a su alrededor. ¿Qué dijo Rufo? Sí, se había referido a una urna con un
dibujo de una viña retorcida a la altura del cuello. Recuerdo de uno de los viajes
orientales del tratante. Se encontraba en una esquina. Pesaba bastante, pero utilizando

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todas sus fuerzas Narciso consiguió apartarla de donde se encontraba. Debajo, en
efecto, había una losa quebrada. Temblando de excitación a pesar suyo, fue sacando
uno por uno los fragmentos de la losa, hasta que se abrió un hueco que le permitió
asomarse a la oscura cavidad.

***

En cuanto vio la cara de Narciso, Rufo supo que no traía buenas noticias.
El griego abrió los brazos en señal de impotencia:
—Ninguno de los amigos de Fronto reconoce tener información de tu dinero,
Rufo. Puede que alguno de ellos mienta, claro está, pero no lo creo. Fronto era
demasiado listo para confiar en ellos.
—¿Y en su casa?
Narciso hizo un gesto negativo, y le miró con ojos de derrota.
—Nada. Yo mismo fui a verla, y en ese agujero del rincón que me dijiste no había
más que arañas y ratones.
—Tal vez era mucho pedir —dijo Rufo bajando la cabeza—. No fue más que un
sueño.
Narciso le dio un golpecito en la espalda y añadió:
—No te rindas, Rufo. Todavía podrías conquistar la libertad, como yo.
Rufo alzó la vista, y en sus ojos se reflejó el dolor del fracaso.
—Tú eres culto e inteligente, Narciso. Y conquistaste la libertad gracias al talento
que los dioses te regalaron. ¿Qué puedo ofrecerles yo? Nací para acabar convertido
en un esclavo.
Narciso sacudió apenado la cabeza y se dio la vuelta para emprender el camino a
palacio. Le costó esfuerzo reprimir la sonrisilla presumida que empezaba a asomar a
sus labios.
Nunca llegaba nadie a ser demasiado rico. En realidad, le había hecho un favor a
Rufo porque le había librado de tener que adoptar una decisión complicada. El oro
contenido en las dos bolsas de cuero no habría bastado para liberarles a los dos, a
Rufo y a su bonita esposa. Además, Calígula no le hubiese concedido nunca la
libertad. Porque entonces, ¿quién se habría encargado de cuidar su elefante?

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La puerta que daba acceso al mundo clandestino de Narciso estaba ahora mucho
más abierta que antes. La cantidad de informaciones que iba pasándole a Livia
aumentaba y, al mismo tiempo, los mensajes iban haciéndose cada vez más
complicados. Para transmitirle tanta información el esclavo liberado de Claudio no
tenía suficiente con unas pocas visitas breves a casa del cuidador del elefante. Rufo
esperaba a que Livia se disculpara y se fuera a ver a la mujer que cuidaba de su
embarazo (al tiempo que transmitía a Querea el fruto de la conversación de la noche
anterior con su esposo), y entonces se iba él también y acudía al lugar donde se
habían citado con Narciso.
Una vez con él, no solamente le decía palabra por palabra lo que debía transmitir
sino también en qué tono había que pronunciarlas y de qué manera debía ir
soltándolas. Era importante que no se lo contara todo de golpe a Livia; que ella
tratara de obligarle a ceder. Y no debía decir que A había coincidido con B en el
pasadizo situado al pie de la cocina del palacio de Tiberio. Sino que A fue
sorprendido por C cuando paseaba sin hacer nada. Y que C había dicho que le pareció
que A andaba tramando alguna cosa. Y justo entonces debía cambiar de tema, como
si lo que estaba contando pareciese carecer de toda importancia. Entonces Livia
trataría de hacerle regresar a esa historia, y era entonces, y sólo entonces, cuando
tenía que revelar que, en el momento de irse, C vio que B se encontraba con A y que
luego se iban los dos charlando animadamente.
Dos vidas a un tiempo. Las tormentosas corrientes subterráneas, y las siempre
cambiantes alianzas de la política palaciega, tenían lugar en una dimensión muy
próxima a la vida normal, en la que a veces llegaban a interferir. Pero no parecían
nunca tan reales como las aburridas actividades que formaban parte de su vida diaria.
La fama de ser un gran experto con los animales le siguió desde el circo hasta el
monte Palatino, y de vez en cuando se le pedía que utilizara esa habilidad para ayudar
a los cuidadores de los no muy numerosos animales que estaban alojados en los
patios del palacio imperial. Una de las cosas especialmente misteriosas de Calígula
era el placer extraordinario que sentía cuando estudiaba a los animales exóticos que le
llegaban desde África y Asia, un placer tan intenso como el que sentía al
contemplarlos el día en que los mataban a cientos en la arena del circo.
—Uno de los tigres nos está dando problemas. Es la hembra grande —le explicó
un día el esclavo a cargo de la gente que cuidaba aquellas fieras—. Normalmente está
muy tranquila, basta con que la alimentemos bien. Pero ayer estuvo a punto de
arrancarle el brazo entero a Ródano, y desde entonces no hay nadie que se atreva a
acercársele. ¿Por qué no vienes a echarle una ojeada?
Por la noche, aquellos gatos gigantes dormían en unas jaulas dispuestas en torno a

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un foso profundo de suelo enlosado, pero de día les abrían la jaula a todos ellos, y
rondaban libremente de modo que el emperador pudiese contemplarlos a gusto junto
con sus invitados.
A Rufo le sorprendió encontrarse con Calisto y su hijito entre las personas que
miraban desde detrás de la barandilla el foso donde estaban las fieras. Les dirigió una
sonrisa. Calisto hizo como si no supiera quién era, pero el niño —¿cómo se llamaba,
Gaio?— le devolvió la sonrisa y enseguida volvió a mirar a aquellos emocionantes
gatos salvajes. Rufo descendió por los peldaños de una escalera estrecha que bajaba a
las jaulas. El intenso olor acre de los felinos le excitó, como solía ocurrirle, y le
recordó los tiempos en que vivía con Fronto, pero ese recuerdo trajo consigo una
tristeza tremenda que trató de apartar de su mente. Fronto ya no estaba vivo. No
habría podido evitar su muerte. A no ser que… No, no debía pensar cosas así.
—Ven por este lado. —La voz de Graco, el capataz de los cuidadores de las
fieras, le devolvió al presente, y sepultó profundamente la voz de la traición.
—La tigresa está en esa jaula. No hemos dejado que se mezclara con los demás.
Rufo se aproximó con cautela, tratando de no sobresaltar ni asustar a la fiera. Esta
se encontraba tumbada sobre un costado, sobre un montón de paja, y cuando notó que
Rufo se acercaba apenas si soltó un levísimo gruñido adormilado. Rufo se quedó
donde estaba un buen rato, limitándose a mirarla bien a la escasa luz que
proporcionaban unas antorchas encendidas en la zona. En los ojos de la tigresa no
percibió en absoluto la clase de fuego demoníaco que caracterizaba la mirada de los
tigres, y luego se dio cuenta de que tenía una respiración entrecortada, la típica de un
animal que sufre algún dolor agudo. Y como si tratara de confirmar esa opinión, el
animal se giró para lamerse le pelusa blancuzca de la tripa. Rufo esperó un poco más,
pero estaba ya convencido de saber qué le ocurría al animal.
—O bien está embarazada, en cuyo caso tendrás que dejar que la naturaleza siga
su curso, o quizá tiene un cólico. Lo más probable es que sea esto último.
Le explicó a Graco qué debía hacer para aliviarle el dolor de tripas, y el hombre le
dio las gracias.
Cuando Rufo se volvía hacia la escalera para subir de nuevo, le llegó un gritito de
desamparo. Podía parecer un sonido inocuo, pero aunque pareciera increíble era
exactamente lo que parecía, y se detuvo sobre sus pasos. Un instante después el grito
se repitió y fue como si llenara todo aquel espacio.
—¡Gnaio!
—¡El niño! —gritó el capataz de los cuidadores—. ¡Y mira que le insistí en que
no se asomara!
El pequeño había caído al foso. Rufo fue el primero en recuperar la calma.
—Dime, ¿por dónde puedo llegar al fondo?
—Pero, están los leones… y…

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—No hay tiempo que perder. —Rufo le agarró de la túnica y le dijo muy serio—:
¿Por dónde se baja?
—Por allí —señaló Graco.
Y se puso a forcejear con el cerrojo de una puerta que cerraba una enorme jaula.
Estaba a punto de entrar con Rufo en su interior cuando un rugido fuerte como un
trueno resquebrajó el silencio.
Rufo supo quién lo había emitido. No quedaban más que unos pocos segundos.
—Apártate.
Empujó a Graco a un lado y atravesó corriendo la jaula hasta que vio ante sí toda
la longitud del foso.
Era grande, de unos quince pasos o más, y sus paredes medían la altura de dos
hombres y medio, y eran de piedras muy lisas. Debido a que los leopardos hubiesen
podido salvar de un salto esa distancia, para aumentar la seguridad habían colocado
en lo alto, junto a todo el borde superior del foso, una serie de hierros puntiagudos de
dos palmos de largo, para evitar que ninguna de las fieras pudiese escapar. Los
hierros estaban situados justo debajo de la barandilla baja que coronaba el foso por el
lado de los espectadores.
Seguramente el crío había perdido el equilibrio cuando estaba sentado encima de
la barandilla. Habría podido morir por el impacto de la caída, pero tuvo la fortuna de
que le parase un espeso matorral que crecía justo en la base del foso. Gracias a ello
no se había dado un golpe fatal, pero se encontraba aturdido y, lo que es peor,
sangraba mucho.
Y era el olor a sangre lo que había despertado el instinto cazador de una leona.
En el fondo del foso había ya tres gatos gigantes, y Rufo se tomó el tiempo del
que no disponía para estudiarlos.
Dos de los felinos, un león de melena oscura y una leona muy joven, apenas un
cachorro, mostraban una actitud más de curiosidad que de otra cosa ante la aparición
del pequeño intruso que acababa de colarse en su territorio. Decidió no hacerles
apenas caso. En cambio, había también una hembra adulta cuya actitud era distinta.
Estaba medio agachada, con la cabeza y los hombros hundidos sobre las patas
delanteras en las que los músculos se habían tensado. Estaba lista para lanzar su
ataque. El crío se había salvado hasta ese momento por el hecho de que no se movía
en lo más mínimo. Rufo lo miró fijamente, notó que respiraba. Luego alzó la mano
hacia una herida que el niño se había hecho en la cabeza; en ese momento el pequeño
se tocó la brecha y soltó un gemido. Las orejas de la leona temblaron un instante.
Gracias a su experiencia, Rufo sabía detectar las señales que indicaban que el
ataque estaba a punto de producirse. Caminó muy lentamente hacia el centro del foso.
Lo hizo sin apartar la mirada de la leona adulta, ordenándola así que no se
moviera de donde estaba. Por el borde de su ángulo de visión alcanzó a ver a Calisto,

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con la cara pálida de terror, rodeado de otras personas que permanecían asomadas a la
barandilla.
Cada paso que daba Rufo le acercaba más a una situación de riesgo.
Un movimiento nervioso agitó la piel del poderoso pecho que podía vislumbrar a
un lado, y al otro lado y en el mismo instante se produjo un segundo movimiento
parecido. El león de oscura melena había comenzado a seguir los pasos de Rufo. De
sólo pensar en las garras abiertas y la boca feroz, a Rufo se le puso la espalda en
tensión repentinamente. Había llegado justo a la altura en donde se encontraba la
hembra adulta, que permanecía lista para lanzarse adelante, y le quedaban apenas
unos diez pasos para reunirse con el niño. Daba igual, podrían haber sido mil.
La leona adulta sólo había tenido ojos para la presa que tenía delante, pero en ese
momento se fijó en la nueva presencia. Giró hacia Rufo su cabeza fuerte, mostrando
su furia, con las aletas nasales muy abiertas y el odio asesino en la mirada. Pero los
años de cautividad habían familiarizado a la hembra con la presencia de seres
humanos, y Rufo pensó que eso le daba una pequeñísima oportunidad que no debía
desaprovechar. Bastaba con que la leona no lanzase su ataque antes de que llegase
junto al niño. Con eso sería suficiente para agarrarse a una de las cuerdas que algunos
esclavos le estaban tendiendo desde lo alto.
Siguió caminando sin alterar el paso, procurando que sus ojos y los de la leona no
se cruzasen en ningún momento, tratando de evitar que ella notase el terror que le
agarrotaba los músculos y le helaba la sangre. Quedaban siete, cinco pasos; ahora
sabía que lo lograría, como mínimo llegar hasta donde se encontraba Gnaio. Estaba
tan cerca que ya veía claramente la mancha de sangre que le había manchado el pelo
al herirse la cabeza cuando se dio un golpe contra una de las piedras. Como mínimo,
podría proteger al niño en espera de que llegase ayuda. En ese preciso instante Gnaio
soltó un gemido y trató de ponerse en pie.
La leona rugió. Rufo sabía que al siguiente rugido saltaría sobre el niño. Aceleró
un poco el paso pero no se atrevió a correr, aunque sabía que apenas le quedaban
instantes para hacer algo. Estaba a dos pasos del niño cuando oyó un nuevo rugido de
la leona, y el ruido de las uñas de sus patas que producían unos chasquidos al golpear
las losas en plena carrera.
La leona era tan rápida que apenas si tuvo tiempo de ver una forma borrosa y
agacharse para coger y levantar a Gnaio. Ya no podía alzar el niño para que lo
cogieran desde arriba. Sólo tuvo tiempo de entrever unas fauces repletas de afilados
dientes que se abrían, y en ese mismo momento alzó el brazo libre como si con eso
pudiera defenderse.
La leona había sido rapidísima, pero el león fue incluso más veloz. La alcanzó en
las costillas justo cuando se alzaba en el largo salto que le habría permitido clavar los
dientes en la garganta de Rufo, pero el peso y la potencia del impacto del león que se

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había lanzado a atacarla la dejaron sin aliento, y enseguida retrocedió corriendo hacia
el fondo del foso. Estaba aturdida, pero aún tuvo fuerzas para ponerse de nuevo en
pie, gruñó en dirección al león, y Rufo oyó que su salvador emitía un poderoso rugido
estableciendo su jerarquía superior. Sin detenerse a mirar atrás, Rufo salió corriendo
con el niño en brazos, buscando la puerta de la jaula por la que había entrado al
recinto.
Una vez en lugar seguro, detrás de los barrotes, cerró de golpe y se sentó en el
suelo sin soltar el cuerpecillo de Gnaio. Tenía ganas de vomitar pero también de reír.
Ahora que ya había pasado, no parecía haber nada más gracioso que el peligro. Nada
tan tremendo ni atroz como haberse atrevido a caminar, desarmado y sin preparación
alguna, por el espacio ocupado por tres leones.
—Yo…
Alzó la vista y vio a Graco. No se atrevía a mirarle a los ojos. Rufo comprendió
que no había dado un solo paso desde que Gnaio había caído al foso. Nadie habría
rescatado al chiquillo de no ser por él. Y eso hizo que tuviera todavía más ganas de
reír.
Graco se agachó para coger al niño pero, por motivos que no entendió, Rufo no
quiso soltarle. Se levantó con el niño en brazos y se fue, dejando tras de sí a Graco.
Ya estaba casi en la escalera cuando recordó algo.
—No te olvides —le dijo al cuidador de los leones— de darle esta noche una
comida un poco especial a. Africano. Se lo merece.
Y sacudió levemente la cabeza, asombrado ante su propia necedad. ¿Cómo había
sido capaz de no reconocer al león al que de pequeño había adiestrado con tanto
esmero?
Cuando subía al piso superior, la euforia que había sentido se esfumó, y de
repente se sintió extenuado. Cuando salió a la luz todo su cuerpo temblaba y no cayó
rodando porque una mano le ayudó.
—¿Está bien? —dijo Calisto temblando de emoción.
—Se ha dado un buen golpe en la cabeza, pero es un chico fuerte. Creo que no
tiene nada grave, pero lo mejor será que alguien lo examine ahora mismo.
Los ojos del secretario imperial se llenaron de lágrimas cuando cogió a su hijo de
los brazos de Rufo.
—Te debo una vida —dijo, en voz baja, para que no alcanzaran a oírle los
esclavos que estaba cerca de allí—. Ven esta noche a mis habitaciones y tal vez pueda
recompensarte al menos en parte por lo que has hecho.
Se fue con la cabeza inclinada sobre la de su hijo, y Rufo se quedó tan
desconcertado como mareado.

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La información es poder. Era una lección de Narciso que había aprendido bien.
Pero, ahora que poseía la información, ¿qué debía hacer con ella?
En las manos adecuadas, serviría para destrozar a su enemigo. Pero las manos
adecuadas eran las de un hombre que era un enemigo peor incluso que el otro. Y
además estaba la cuestión de la supervivencia. Si la información era proporcionada
por alguien situado muy cerca de quien ocupaba el centro mismo del poder, esa
información poseía parte de ese poder y su efecto se multiplicaría. Pero ¿qué ocurriría
si la fuente de esa información no era más que un esclavo? ¿Acaso no suscitaría
dudas? Sí. Lo primero serían las dudas, y luego las sospechas. Rufo se estremeció
pensando en las consecuencias que traería consigo el hecho de suscitar las sospechas
de la persona con la que había pensado compartir su secreto. No. Ese no era el
camino adecuado.
El tiempo estaba de su lado. Podía guardar el secreto hasta el momento en que
pudiese utilizarlo como un elemento de negociación. También cabía la posibilidad de
que esa información fuese perdiendo valor, o que estuviese en una situación tan
apurada que no le cupiese más remedio que venderla por un precio inferior a su valor
real.
Tanto Narciso como Claudio pagarían por ella un buen precio, de eso no cabía la
menor duda. Para el griego, sería algo que le proporcionaría una ventaja enorme
sobre el principal de sus rivales. Tal vez, quién sabe, sirviese para abrir la puerta de
un imperio diferente. Pero ¿qué clase de imperio? Había visto actuar a Narciso, le
había mirado cuando sus ojos reflejaban el más frío cálculo. ¿Debía confiar a Narciso
el regalo que acababan de hacerle?
La respuesta era la misma: no.
En realidad, sólo había una salida. Pero aquello que obraba ahora en su poder era
tan enormemente importante que debía considerar todas las opciones.

***

—Muy bonita, ¿pero de qué me serviría? —dijo Cupido estudiando el objeto que
sostenía en la mano.
Era una caja pequeña, de metal finísimamente trabajado, parecida a las que
utilizaban las damas de la nobleza para guardar sus anillos más valiosos. La caja era
de plata, pero la tapa estaba decorada con filigrana de hilo de oro y mostraba a un
dragón que estaba siendo atacado por un leopardo. Era preciosa y, sin duda,
valiosísima.
—¿La has robado? —preguntó finalmente Cupido.

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—Qué pena dan quienes no confían en sus amigos —repuso Rufo.
—Recuerdo la historia de un chico —dijo Cupido— al que le dijeron que podía
acariciar a un rinoceronte como si se tratara de un perro. Pues bien, esto —y sostuvo
la cajita entre dos dedos— se parece mucho a un rinoceronte.
—En tal caso, tu vista ya no es lo que era. Yo al menos he estado lo
suficientemente cerca de un rinoceronte como para no confundirlo con ningún otro
animal. De todos modos, permíteme que te cuente una historia. Comienza, como
otras tantas historias, hace mucho tiempo. En realidad, hace treinta años, o casi.
—Pues apresúrate a contarla, tengo cosas importantes que hacer. Aunque tú no
sepas cómo entretenerte hoy.
—Oh, claro. —Rufo cogió la cajita con un ademán airoso—. Es una historia que
tiene que ver con un tal Germánico.
De repente Cupido alzó la cabeza. Conocía muy bien el nombre que su amigo
había mencionado, pues era nada menos que el del padre de Calígula. Rufo sabía que
a partir de ese instante podía contar con la plena atención del gladiador.
—Se decía de este tal Germánico que era poseedor de las mejores cualidades que
pueden adornar a un hombre. Era guapo, valiente, listo. Un orador y un guerrero.
Amigo de muchos, estímulo para todos. Cuando las legiones germanas estaban a
punto de volverse en contra de Tiberio, él logró que cambiasen de idea recordándoles
su juramento. Cuando se enfrentaron cara a cara con la derrota, utilizó toda la fuerza
de su carácter para conseguir la victoria. Un hombre así, ¿no te parece que
seguramente era amado por todo el mundo?
»Sin embargo, cuando los hombres menos valiosos miran al cielo y contemplan
una estrella que brilla más que la suya, o cuando los hombres menos favorecidos se
miran a un espejo y ven un rostro menos bello que el de otros, se vuelven retorcidos.
Y eso es lo que ocurrió con quienes consideraron que Germánico era un rival difícil
de vencer.
»No les bastó con que restaurase el orden en Oriente, que conquistara el reino de
los armenios, y que concediera a Capadocia el honor de convertirse en provincia
romana. Hubo quien pensó que todo eso no bastaba, que sólo servía para proyectar
una oscura sombra sobre la figura del propio emperador, y que le proporcionaba un
poder muy superior al del más íntimo consejero del emperador.
»Y es por todo lo que antecede que enviaron a un soldado hacia Antioquía, y allí
las hazañas y los honores que había obtenido ese soldado hasta entonces le
garantizaban un lugar de honor al lado del general Germánico. Y fue una lástima que
un militar tan importante y tan amado como Germánico cayese muy pronto víctima
de una enfermedad despreciable. Su piel bronceada empalideció y quedó cubierta de
pústulas horribles. Aquellos labios de los que habían brotado palabras tan dulces,
dejaban escapar ahora horribles espumarajos. Y murió, y fue llorado por todos, y

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sobre todo por su emperador y, más incluso que por su emperador, por el principal
consejero del emperador, Gnaio Piso, aquel buen soldado que fue enviado a
Antioquía para ponerse, justo a tiempo, al servicio del gran hombre.
—¿Puede saberse quién te ha contado todo esto? —inquirió Cupido.
—Aún no he terminado. ¿Quieres escuchar el resto de la historia? ¿Te parece
emocionante?
Las aletas de la nariz de Cupido se dilataron, de tal manera que Rufo recordó su
reciente enfrentamiento con la leona. Pensó que tal vez había ido demasiado lejos,
pero el gladiador le hizo con la cabeza un gesto indicándole que continuase.
—He oído decir que esta clase de enfermedad no es rara en Oriente. Los que
lloraron la muerte del general hubiesen podido creer que se trataba de un golpe del
destino. Pero había un par de cosas que les hicieron pensar de modo diferente.
Cuando el cuerpo del gran hombre quedó reducido a cenizas entre las llamas fieras de
la pira funeraria, encontraron su corazón entero. Lo cual, como si duda te habrá dicho
alguna vez tu hermana, experta en brujerías, es señal inequívoca de que ese hombre
ha sido envenenado. Además, entre sus efectos personales encontraron una cosa muy
bonita —y Rufo alzó la cajita para que centelleara a la luz—, y que al mismo tiempo
no parecía apropiada para un comandante cuya vida no podía ser más sencilla.
Entregó de nuevo la caja de plata a Cupido, y el joven germano se quedó
mirándola, como si tratara de arrancarle sus secretos por la pura fuerza de su
voluntad.
—Uno de los miembros del estado mayor no se dio por satisfecho. Cogió aquella
preciosa caja y la llevó a cierta persona que poseía profundos conocimientos de
medicina, pero que los mantenía ocultos para casi todos los que le trataban. Ese
hombre llevó a cabo numerosas pruebas las cuales, de formas que escapan a mi
conocimiento, demostraron que la cajita, esta misma cajita que ahora tienes en tus
manos, había contenido los gérmenes del hongo de las manchas rojas. Cualquiera que
hubiese tomado una dosis de ese polvillo, por pequeña que fuese la dosis, habría
muerto.
—¡Narciso! —exclamó Cupido—. ¡Todo esto te lo ha revelado Narciso! Sólo él,
gracias a sus contactos en Oriente, podría haber obtenido una información tan
precisa. ¿Y has llegado a estos extremos por mí? ¿Has contraído semejante deuda por
ayudar a tu amigo?
Rufo sonrió con modestia, y recordó una frase que Calisto pronunció justo cuando
el día anterior estaban despidiéndose: «Que crea cualquier cosa, todo menos la
verdad».
—¿Y quién era ese soldado —preguntó Cupido, aunque estaba convencido de
conocer ya la respuesta— en quien su general confiaba tanto, pero que ocultaba bajo
esa apariencia amistosa una amenaza que acabó resultando fatal?

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—Claro que fue él —dijo Rufo sonriendo fríamente—. Nuestro buen amigo Casio
Querea.
Pasaron el resto de la noche buscando el modo más adecuado para sacar todo el
partido posible de la información que había conseguido Rufo. De vez en cuando a
éste le daba la sensación de que Cupido le miraba de una forma extraña, como si no
le pareciera creíble que alguien como él hubiese sido capaz de conseguir semejante
combinación poderosísima de información secreta y pruebas materiales.
—¿No tienes ninguna duda de la procedencia de la información? —preguntó a
Rufo en cierto momento de la discusión—. ¿Confías plenamente en la fuente, crees
tanto en ella que incluso estás dispuesto a jugarte la vida?
—Más incluso. Incluso estoy arriesgando también tu vida… —dijo Rufo sin
vacilar.
Finalmente tomaron una decisión. Cupido trataría de entrevistarse con Querea en
algún lugar neutral, le repetiría la historia tal como Rufo se la había contado, y le
permitiría ver que la cajita de plata estaba en su poder. Si la reacción de Querea era
tal como ellos imaginaban, Cupido le diría que no quería mezclarse en ningún
complot que estuviese tramando, y le comunicaría que si trataba nuevamente de
entrometerse en su vida o en la de Rufo, esa información llegaría a oídos de Calígula.
—Y debes convencerle de que quien hablará con Calígula será alguien situado en
los círculos más elevados de poder —repitió Rufo por tercera vez.
—Si Querea teme que un senador, Claudio por ejemplo, o Helicón, el chambelán,
están dispuestos a denunciarle ante el emperador en cuanto tú se lo digas, no se
atreverá a actuar contra nosotros, porque él moriría en el acto.
—Más bien morirás tú de forma inmediata como la respuesta de Querea sea que
le gusta mucho esa cajita y que la quiere para regalársela a una de sus furcias —dijo
Cupido con sequedad.
—No será así. Pero no trates de precipitar la fecha del encuentro. Trata de
establecerlo para dentro de unos cuatro días, y que Querea empiece a darle vueltas al
encuentro, que trate de imaginar qué pretendes. Después del intento de matar a
Calígula, se pasa el rato mirando hacia atrás, no se siente del todo seguro. Y con esa
cita estará más inquieto todavía.
Cupido asintió con la cabeza, pero con gesto sombrío:
—Tengo algo que ofrecerle a Narciso a cambio de este regalo.
Rufo le miró boquiabierto. Cupido no revelaba casi nunca cosas relativas a sus
tratos con el emperador. Que dijera esto suponía que estaba convencido de que se
encontraban en una situación muy peligrosa.
—La guardia no está unida. Casio Querea ha sobornado a muchos pretorianos con
promesas de riqueza y poder, pero muchos no se han dejado convencer. Algunos ven
que es un chacal que pretende alimentarse de las presas que otros cazan para él. Y

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saben que si sus planes terminan con éxito, será él quien luzca la púrpura imperial,
que no se la entregará a ese candidato misterioso que dice defender. Y cuando eso
ocurra, saben muy bien cómo va a tratar a los que considere enemigos suyos.
Algunos de los que no se fían de él son oficiales muy queridos por sus tropas. No son
ingenuos, pero están hartos de que Querea los haya utilizado como verdugos en lugar
de usarlos como soldados. No le son fieles. No creo que vayan a actuar directamente
contra él. Querrían que el emperador desapareciese, pero no a costa de que lo
reemplace Querea. Necesitan seguir a alguien que merezca su fidelidad, alguien que
merezca su apoyo. Apoyarían a Claudio.
Lo que estaba escuchando era tan tremendo que Rufo notó que la cabeza, le daba
vueltas. Además, esa información abría las puertas a ciertas oportunidades muy
importantes. Pero la realidad era muy complicada.
—No creo que Claudio acepte nunca el puesto de emperador. Recuerda las
palabras que te referí, las cosas que le dijo a Bersheba. Cree que hay que regresar a la
cordura. Que hay que volver a la república.
—Lo entiendo muy bien. Pero la guardia, aquellos oficiales pretorianos que están
en contra de Querea, no apoyarían el regreso a la república. Creen que sólo serviría
para debilitar el imperio, que conduciría a que fuese ingobernable. Confían en que
Roma recupere la antigua prosperidad, la seguridad también, que gozó con Augusto.
Y eso sólo puede venir si nos gobierna alguien que pertenezca al linaje de Augusto.
—Se encogió de hombros y concluyó—: Puede que Claudio no sea el candidato
perfecto, pero está disponible.
—Ya, pero recuerda lo que te he repetido ahora mismo. No aceptaría.
—¿Y si alguien organizara las cosas de manera que no tuviese otra elección? —
insinuó Cupido—. Digamos que si ese alguien fuese una persona que iba a
beneficiarse personalmente en caso de que su amo ascendiera a lo alto del pináculo…
Alguien como Narciso.
Pero antes de que Rufo organizase un encuentro con él, las vidas de ellos dos
colgarían de un hilo.

***

Rufo y Livia estaban en su casa, tres noches más tarde. Era la víspera del
sacrificio del Caballo de Octubre, y en Roma flotaba el ambiente propio de los
grandes festivales, e incluso en la pequeña habitación situada detrás del establo se
podía palpar la inminencia de la gran fiesta. La relación entre los cónyuges había
mejorado últimamente, y Rufo trataba de reconciliarse con el enorme cambio que el
nacimiento de su hijo iba a traer consigo. Un acontecimiento que se acercaba cada
vez más, como era evidente viendo el volumen y la redondez del vientre de Livia.

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Rufo trataba de hacerse a la idea de lo que sería el momento del parto, cuando la
puerta de la habitación se abrió bruscamente.
Buscó la daga que tenía escondida bajo el catre, y se puso en pie, dispuesto a
utilizarla. Pero se quedó helado cuando vio quién era el intruso que asomaba en el
umbral.
Se trataba de Emilia, pero estaba casi irreconocible. Tenía los ojos
exageradamente abiertos, y el cabello rubio muy sucio, con ramitas y hierbas
enredadas en él, como si hubiese estado durmiendo en el suelo de un bosque
descuidado. Respiraba de forma entrecortada, desesperada, y su pecho se alzaba y
descendía con brusquedad bajo la tela de la rica toga que vestía.
—No sabía adonde ir —dijo, jadeando—. Ayúdame.
Miró a Rufo, ni siquiera se había fijado en que Livia también estaba allí.
Rufo iba a tranquilizarla, pero Livia intervino antes que él. Los habitantes del
monte Palatino eran como una gran familia, y Livia había reconocido enseguida a
Emilia, y sabía que era hermana de Cupido. Era, sin embargo, la primera vez que
tenían que tratar la una con la otra, y a Livia le fastidiaba bastante que Emilia ocupara
una posición de cierta relevancia en la casa de Milonia.
—¿Qué ha ocurrido para que entres en nuestra casa sin haber sido invitada y en
mitad de la noche? —preguntó en un tono que no era acogedor, sino más bien
bastante frío.
Emilia se volvió hacia aquella persona diminuta y después miró a Rufo con cara
de ser un ciervo huyendo de una manada de lobos.
—Ya basta —dijo Rufo dirigiéndose a su esposa—. Ha venido a pedir ayuda, y
vamos a ayudarla. Trae agua. Cuando pueda, Emilia nos lo explicará todo.
—No, Rufo, no te enfades con ella, tiene toda la razón. Tenéis que saber por qué
he venido así. Mi presencia aquí representa un peligro para todos nosotros. —La voz
de Emilia se quebró, y bajó la vista para no tener que mirarles a los ojos—. Es el
emperador… Estaba cenando yo con Milonia, me lo había pedido ella como favor.
Eso me dijo. De repente se presentó él, justo cuando estábamos comiendo, y se sentó
a mi lado. Fui una tonta, me sentí honrada cuando vi que me dedicaba tantas
atenciones. Y luego empezó a tocarme. Al principio sólo el cabello. —Y, diciéndolo,
cogió con una mano un mechón e hizo como si sintiera deseos de arrancárselo—.
Después me tocó la piel. Me tocó la piel y su mano reptó por ella como si estuviese
tocándome una serpiente. Y se puso a decirme cosas que yo no entendía ni deseaba
entender. Me habló de la naturaleza del amor. ¿Y qué me importa a mí el amor, qué
sabré yo de eso viviendo como vivo en un lugar donde el amor no es más que algo
que se compra y se vende? Dijo que tenía que meterme en la cama con ellos. Miré a
Milonia, pidiéndole ayuda, pero ella se limitó a sonreír, y vi en su sonrisa algo que
me dejó helada. Ella sabía que iba a venir él y le parecía bien, le parecía bien lo que

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él iba a proponerme. El emperador me cogió de la mano y me dijo: «Ven». Pero era
incapaz de obedecerle. Me solté de un tirón, y empecé a correr. —Sollozó, e inspiró
profundamente, y oírla podía enternecer a cualquiera—. No sabía a dónde ir.
Rufo escuchó en silencio. Estaba escandalizado. No tanto por la simpatía que le
inspiraba la terrible prueba a la que Emilia se había visto sometida, sino porque al
entrar en su casa les había puesto a todos en peligro de muerte. Sin motivo. ¿Cómo
había sido capaz de actuar de esa manera? Su casa no era un refugio, sino una trampa.
Como si los dioses le estuvieran leyendo el pensamiento, se oyeron unos golpes
muy violentos en la puerta.
—Abrid. Enseguida.
Rufo respiró aliviado. Cupido. Cupido sabría qué hacer.
Abrió la puerta con cautela, y el joven germano, con una capa encima de su
uniforme militar, entró deprisa.
—He sabido que ella había venido corriendo hacia aquí, y he decidido acercarme
a ver… —Se detuvo en mitad de la frase, boquiabierto, y miró desconcertado a
Emilia—: ¿Tú? Me han dicho que era una muchacha… —Sacudió la cabeza con
incredulidad—. No sabía… No me habían dicho que…
Emilia corrió a su lado, diciendo su nombre, y él la abrazó para que se sintiera
protegida. Pero en los ojos que miraban a Rufo por encima de los hombros de Emilia
se reflejaba sobre todo una tremenda confusión.
—Tienes que llevártela de aquí, ahora mismo —dijo Livia con una voz quebrada
por la enorme tensión—. Mi hijo… Sabes muy bien lo que harán como la encuentren
aquí.
—Es demasiado tarde para eso —dijo Cupido. Y Rufo notó en el tono de la voz
de su amigo algo tan increíble en aquel valiente guerrero como si le dijeran que había
nevado en la Toscana en mitad del verano. Porque era el tono de quien admite la
derrota.
Y Cupido tenía razón. Afuera se oía ya el estruendo de las armaduras de los
soldados de la guardia imperial, que bajaban corriendo desde palacio.
—Esperad. Hablaré con ellos —dijo Cupido tratando de apartar de sí a Emilia,
pero su hermana estaba fuertemente agarrada a él, y le miró a los ojos.
—No —dijo Emilia. Su rostro tenía una expresión salvaje y Rufo se acordó de las
historias de mujeres combatientes que se mostraban en la batalla tan letales como los
hombres—. Matadme.
Cupido retrocedió, como si le hubiesen dado un puñetazo.
—No. Jamás.
—Matadme —repitió ella—. Si no me podéis salvar, salvad al menos mi honor.
—Cupido negó con la cabeza, sumido en la desesperación, pero ella lo apartó
empujándole lejos de sí—. Fuiste un cobarde el día que nos cogieron, y vuelves a ser

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cobarde hoy —dijo Emilia con una entonación rebosante de desdén.
Cupido se había quedado lívido. Emilia miró a Rufo.
—Entonces, mátame tú. Ya que mi hermano no tiene valor para hacerlo, se lo
pido a un amigo.
—Si ella muere, moriremos todos. Y si vamos a morir, moriremos matando —
dijo Cupido desenvainando su larga espada y lanzando una daga a Rufo, que la cogió
al vuelo sin mucha destreza. Emilia se lanzó a por ella, pero Rufo la apartó, a
sabiendas de que trataba de clavársela ella misma. Emilia rompió en sollozos y cayó
derrumbada junto a Livia, que alzó la vista y la miró a los ojos.
—Eres muy joven —dijo Livia— terriblemente joven. Y debes pensar, Emilia,
que no es más que un hombre, por alta que sea su jerarquía. No es más que uno solo,
y en tu vida habrá otros muchos hombres. No le tengas miedo. Tiene orgullo, pero ese
orgullo no vale nada si no encuentra una mujer que lo valore. También duda, como
todos los hombres, y tiene que ponerse a prueba con muchas mujeres para que esas
dudas no se conviertan en certidumbre y evitar así que crea que no es tan hombre
como él pensaba. Es el emperador, y por eso tanto su orgullo como sus dudas son mil
veces mayores que en los demás. Y, sin embargo, no es más que un hombre.
Emilia se quedó mirándola:
—¿Y tú, has…?
Livia replicó, sonriendo con tristeza:
—He estado con tantos hombres que no consigo recordarlos a todos…
—Yo no puedo olvidar —dijo Emilia con firmeza—. Mi honor…
—Recuerda —dijo Livia con fiereza— que lo que importa no es lo que haga con
tu cuerpo. Importa que tu mente no ceda. Sé fiel a ti misma, y sobrevivirás.
—Pero Milonia…
—En este asunto ella es tu aliada. Si ella está con él, él no estará contigo. En
Milonia encontrarás como mínimo el afecto, ya que no el placer. No pongas esa cara
de escandalizada. Es bien sabido, hay mujeres que prefieren a las mujeres antes que a
los hombres. —Se quedó mirando a Rufo y a Cupido, que aguardaban junto a la
puerta, visiblemente incómodos. Desde el otro lado les llegaban ruidos
inconfundibles, eran los soldados aprestándose a entrar en combate—. No es difícil
entender el porqué.
—Eh, los de ahí dentro —dijo a voz en grito alguien desde el exterior, y la voz
atronó en la pequeña estancia—. Abrid, o vamos a derribar la puerta.
Cupido se puso en tensión, Rufo se situó a su lado:
—Estoy dispuesto a morir —dijo—, aunque hubiese preferido que fuese por
algún motivo mejor.
—También hay motivos peores —dijo Cupido encogiéndose de hombros.
—A la de tres —oyeron que la voz del pretoriano gritaba, disponiendo a sus

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hombres a lanzar el ataque.
—¡Esperad! —gritó Emilia, y su voz produjo una evidente confusión al otro lado
de la puerta—. Estoy dispuesta a ir con el emperador. —Se volvió hacia su hermano y
se secó las lágrimas—. Iré —añadió, la voz libre de toda emoción—. Pero que sepas
una cosa: ya no tengo hermano ni tengo tampoco un nombre.
Hizo ademán de apartar a Cupido de su camino, pero él la detuvo. Y Emilia no se
resistió cuando su hermano se quitó la capa y la envolvió en ella. Emilia estaba
ajustando la hebilla cuando él alzó la mano a su cabello y le quitó una ramita. Era un
ademán tan fraternal y tan contradictorio en medio de aquellas circunstancias, que
Rufo creyó que sólo se lo había imaginado.
Junto a la puerta, Emilia se volvió a mirar a Rufo, y fue como si hubiesen estado
completamente a solas. En ese momento él supo que Emilia comprendía la intensidad
de la pasión que sentía por ella. La joven no había podido jamás devolvérsela, pero
no la rechazaba.
—Ya que no puedes apiadarte de mí y concederme una muerte rápida, prométeme
como mínimo una cosa: que le matarás en cuanto tengas la menor oportunidad.
Emilia esperó todavía un instante, alta y orgullosa de nuevo, pidiéndole con la
mirada que le diera una respuesta que él no podía conceder. E inmediatamente salió.

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40
Emilia cambió profundamente. No quiso volver jamás a hablar de lo ocurrido esa
noche, ni tampoco de las noches que, inevitablemente, siguieron a ésa. Su actitud
despreocupada se esfumó, y en su lugar apareció una mujer adulta de lengua viperina.
Seguía siendo bella, pero la suya era una belleza distinta; más fría. De vez en cuando
Rufo la veía en el parque acompañando a la hija del emperador, y siempre trataba de
que sus miradas se cruzasen. Pero si antaño ella sonreía y le saludaba aunque fuera de
lejos, a partir de entonces decidió ignorarle, como si no existiera. Rufo sentía por ella
demasiado aprecio como para que aquella nueva actitud no le ofendiera, pero no era
tan tonto como para tratar de imponerle su compañía. Semanas más tarde, cuando
terminaron los tres días de las fiestas Compítales, y cuando Rufo creía que tal vez la
herida hubiese empezado a sanar, le preguntó a Cupido si había conseguido hablar
con ella. El rostro del gladiador se puso sombrío:
—No tengo hermana —dijo.
Rufo no supo explicarse si se debía al clima, que estaba dando un salto brusco
desde el templado otoño al más crudo invierno, o a algo que flotaba en el aire, pero la
cuestión es que se sintió enfermo, víctima de una afección inexplicable. No fue
suficiente como para que tuviera que quedarse en cama, pero el malestar no le
abandonó en ningún momento. Era como si se le hubiese formado una pelota fría y
dura en el estómago, y eso hacía que se sintiera adormilado y desdichado. Trató de
seguir llevando a cabo las mismas tareas que, apenas una semana antes, formaban
parte de su vida cotidiana, y le costaban ahora tanto esfuerzo que todo el rato gemía
sin saber por qué. Livia notó esos cambios, y, siendo como era una mujer, dedujo
cuáles eran las causas. Primero se sintió furiosa, hasta que esa furia se convirtió en
una aceptación y una distancia pragmáticas. Emilia no era en absoluto su rival. Rufo
seguía siendo su hombre. Y si eso seguía siendo así, tenía otras cosas de las que
preocuparse.
Un atardecer, mientras estaban tumbados en el colchón de paja, charlando, y Rufo
iba a contarle la última pieza de uno de los rompecabezas de Narciso, ella le
interrumpió para decirle que el momento se estaba aproximando.
Aunque Livia había tratado de prepararle, y él creía estar preparado, Rufo
contempló la novedad como si una avalancha estuviera precipitándose sobre él desde
lo alto de una montaña. Se refugió en el trabajo que le daba el cuidar de Bersheba, y
entretanto Livia ultimó los preparativos necesarios para el momento en que tuviera
que dar a luz. Cada vez que ella hablaba de su hijo como de un ser vivo, era como si
emplease un idioma que él no entendía. No le entraba en la cabeza la idea de
convertirse en padre.
Trataba siempre de cambiar de tema, de transmitirle con precisión las

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instrucciones de Narciso, pero ella apoyaba el dedo en los labios de Rufo, y le hacía
callar.
—Olvídate de todo ese jaleo. Tenemos otras cosas de que ocuparnos. Mira: sabrás
que el niño ya viene cuando veas que rompo aguas… lo notarás aquí. —Y cogió la
mano de Rufo y la puso entre sus piernas, muy arriba, tocando su grueso vientre—.
No hagas esas muecas —rió ella—. Todas las mujeres parimos así.
Y Livia no cesaba de darle instrucciones, le recordaba que tenía que ir enseguida
a buscar a Galla, la esclava de palacio que había vigilado todo su embarazo, hasta que
vio que Rufo terminó quedándose dormido. Livia sonrió, le dio un beso en los labios
y pensó que en realidad era aún muy joven, apenas un muchacho.
Los gritos tardaron en penetrar hasta el interior de su mente dormida. Jamás llegó
a saber si se trataba de una cita que él había concertado con antelación, o si Querea
había conseguido de algún modo evitar la vigilancia de Bersheba. Pero cuando Rufo
salió tambaleándose al exterior, guiñando los ojos, y miró hacia la oscuridad que
había detrás de la enorme masa del elefante, lo que vio, a unos cincuenta pasos de
distancia, fue la figura del comandante pretoriano que, bajo la luz de la luna,
descargaba patadas, una tras otra, con toda la saña del mundo, contra un pequeño
bulto blanco que se revolvía a sus pies. Era Livia.
Ciego de ira, Rufo corrió hacia él cuando Querea daba punto final a su brutalidad
descargando una última patada dirigida con precisión contra el vientre al desnudo de
Livia, y dando media vuelta para dejarla abandonada. Apenas había dado diez pasos
cuando Rufo se lanzó de un largo salto sobre él con la intención de agarrarle por los
hombros. Pero Querea era un veterano legionario que no iba a ser presa fácil. El
ataque era risible. ¿Tan viejo estaba que aquel imberbe esclavo creía que iba a ser
capaz de pillarle por sorpresa?
Al notar que se cernía Rufo sobre él, se agachó bruscamente, y el impulso del
joven le hizo volar por los aires, justo por encima de los hombros de Querea, hasta
dar con sus huesos en tierra un par de zancadas más adelante. El golpe fue tremendo.
Rufo quedó aturdido y sin sentido, pero aunque no hubiera sido así Querea se hubiese
plantado igualmente junto a él antes de darle tiempo a levantarse. Y de pronto el
joven notó en el cuello el frío filo de una daga de hoja curva.
—Tendría que matarte, muchacho, tendría que mataros a ti y a la puta enana de tu
mujer. Pero parece que has conseguido el favor de ciertos amigos, no sé cómo, y
prefiero que de momento no se les alteren los ánimos —gruñó Querea, cuyo apestoso
aliento se coló profundamente por las narices de Rufo—. ¿Así que creías que podías
hundirme contando cuatro cosillas en susurros y mostrando cualquier basura, eh? ¿Te
crees muy listo? Pues te daré una cosita que hará que te acuerdes de mí toda la vida.
La mente de Rufo se llenó de una luz blanca al tiempo que una lanza de dolor
golpeaba de lleno su frente. Y enseguida perdió la visión tras un mar de color rojo.

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Por un instante creyó que Querea le había dejado ciego.
El pretoriano soltó una carcajada, y cambió el cuerpo de posición, dejando que
Rufo pudiese respirar de nuevo. Rufo exploró su rostro para averiguar cuánto daño le
había hecho. Sólo encontró un corte breve, de un dedo de largo.
—Vivirás, no te preocupes. No me importa demasiado que vivas o no, no vayas a
creer. Y ya puedes decirle al gladiador que no está a mi altura. Y le dices además que
le doy de tiempo hasta el noveno día antes de las Calendas de Febrero para hacer lo
que le dije que hiciera. O lo hace, o su hermana morirá. Por ahora está a salvo, pero
eso durará poco tiempo. Y dile que si no hace lo que le dije que hiciera, la mataré yo
mismo. Despacio, disfrutándolo. Y como trate de aproximarse a ella para avisarla, lo
freiré vivo en una pira al aire libre y ella tendrá que verle morir mientras mis guardias
la poseen. Y quiero celebrar un encuentro con el viejo tullido.
Rufo notó que una mano encallecida le agarraba del mentón y le obligaba a
levantar la cabeza, mientras que otra mano le limpiaba la sangre de los ojos.
—¿Me has oído bien? Quiero un encuentro con ése.
Rufo asintió con la cabeza.
—¡Ruuuufooo!
El chillido contenía un terror tan desnudo que congeló el corazón de Rufo.
Querea se rió de nuevo.
—Parece que necesitarás una partera.
Con esfuerzo, Rufo se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia donde yacía
Livia, todavía hecha un ovillo en tierra y retorciéndose de dolor.
—Iré a por Galla —dijo él.
—No hay tiempo. No te vayas. Ayúdame tú. ¡Cómo me duele!
Un nuevo grito desgarrado le dejó helado donde estaba. Se sintió inútil,
desamparado, necesitado de una ayuda que sabía que no iba a llegar a tiempo.
Esfuérzate por pensar, se dijo a sí mismo.
La ropa de Livia, que estaba enrollada hasta lo alto de sus muslos y manchada de
hierba y sangre, dejaba al descubierto sus piernas despatarradas. La breve grieta que
tanto placer había proporcionado a Rufo estaba ahora muy distendida y seguía
abriéndose ante sus ojos atónitos, y una pequeña esfera azulada se abría paso
empujando con fuerza desde el interior del cuerpo de la madre. Iba a ser imposible.
No podría salir. La abertura era muy pequeña.
Livia gemía de dolor y comenzó a respirar en forma de breves explosiones
desesperadas. Agitaba la cabeza hacia los lados y los ojos se le salían de las órbitas.
Rufo sabía que tenía que actuar pronto.
Se arrodilló entre las piernas de Livia, rasgó frenéticamente un pedazo de ropa de
su vestido, y trató de secar los muslos de su esposa. Ella volvió a gritar. Una vez. Y
otra. Cuando vio que la cabecita iba resbalando hasta asomar por completo en la

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pequeña abertura, Rufo dejó de secar las piernas de Livia.
—Por favor —suplicó ella.
Rufo se colocó mejor entre sus piernas y trató de ayudar a que la cabeza
emergiera, haciendo lo posible por tirar de ella. Pero fue inútil. Le resbalaba todo el
rato.
Sintió deseos de salir corriendo y alejarse de allí. Irse, a cualquier parte. Pero no
podía abandonarla. Lo intentó de nuevo, con tan poco éxito como antes. Sabía que
sólo necesitaba poder agarrar de verdad la pequeña cabeza para ayudar a que saliera
todo el cuerpo y de esta manera ayudar a Livia.
Pero temía que si apretaba demasiado la criatura podía morir. Era su hijo.

***

Costó una hora entera.


Al final, la naturaleza y la propia Livia hicieron la fuerza necesaria. Salieron los
hombros del bebé, luego la cintura y finalmente emergieron las piernecitas por el
estrecho hueco de la pelvis, hasta que el cuerpecito entero cayó en la hierba, entre los
muslos de Livia. Y a continuación emergió la sangre, a borbotones. Más sangre de la
que Rufo había visto nunca. Ni siquiera en la arena del circo había visto tanta.
Hizo todo cuanto pudo por contener la hemorragia, naturalmente. Cogió la tela de
su propia ropa, rompió un pedazo, y lo embutió dentro de ella. Y viendo que no
bastaba con ese primer trozo, rompió otro e hizo lo mismo. Y luego otro más. Hasta
quedar completamente desnudo. Pero la sangre no dejaba de manar.
Durante todo aquel rato estuvo hablando con ella; pronunciando una letanía
interminable de palabras de amor y esperanza y mentiras piadosas. Ella ya no tenía
fuerzas para responder. Pero el reproche que vio en su mirada era suficiente para
hacerle comprender la realidad: se estaba muriendo, y era por culpa de él, y sin
embargo Livia le perdonaba.
La piel dorada de su esposa se volvió al principio de color gris, y después quedó
tan blanca como el mármol. Su respiración fue haciéndose menos profunda hasta que,
con una última exhalación, se interrumpió de golpe.
Rufo sintió deseos de gritar para expresar así todo el odio que sentía, odio contra
el mundo entero. Quería que el mundo supiera que nada merecía la pena. Quería
vengarse. Pero no pudo hacer otra cosa que permanecer junto a ella, y su mente se
negaba a aceptar la pérdida que ya se había producido, por mucho que Livia estuviera
tendida, ya sin vida, a sus pies.
El bebé lloraba; con un prolongado llanto que cortaba como un cuchillo el
silencio del amanecer.
Era un chico. Una cosa diminuta, fea y de piel arrugada, con una mata de pelo

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moreno en la cabeza y un pene del tamaño del dedo meñique de Rufo, y brotaba de su
extremo un arco de líquido dorado. Rufo cogió en brazos a su hijo y se lo llevó a la
casa.
Cuando le oyó entrar, Bersheba se mostró agitada, retrocedió hacia un rincón,
tironeó de la cadena que la sujetaba. Sólo en ese momento comprendió Rufo que
estaba empapado de sangre de pies a cabeza. Depositó con sumo cuidado al bebé
junto a la cisterna, se lavó con el agua helada que contenía, y todo su cuerpo tembló.
De frío, pero también como reacción retrasada por la conmoción que había padecido.
Quedaba algo pendiente. Sabía que tenía que hacer una cosa más.
No tenía elección.
Cogió un pedazo de tela que encontró en la polvorienta habitación donde Livia y
él habían vivido los últimos tiempos, y la humedeció en la cisterna. Agachándose,
limpió con sumo cuidado la piel del bebé de toda la materia de aspecto mucoso y de
sangre que tenía pegada por todo el cuerpo. El bebé se encogió porque el roce le
producía irritación en la piel y le miró con sus ojos azules, y encogió su diminuta
naricita, y la mirada se transformó hasta convertirse en algo parecido a una sonrisa
desdentada. Sí, era una sonrisa. Hoy, pensó Rufo, mi hijo, este hijo mío, me ha
sonreído por primera vez.
La cabeza le dio vueltas, el pecho comenzó a palpitarle violentamente, y de golpe
perdió el sentido y cayó al suelo. Se quedó enroscado como una pelota fetal al lado
del cuerpecillo inquieto de su hijo, sumido en un insoportable nudo de
contradicciones.
Pero no tenía elección. No iba a ser capaz de criar a aquel hijo.
Sacando fuerzas de donde ya no había, se obligó a sí mismo a ponerse otra vez en
pie, se aseguró de que la tela estaba completamente empapada, y la apoyó
suavemente sobre el rostro del bebé.
Éste se agitó, tratando de respirar como fuera, moviendo espasmódicamente sus
pequeños miembros, tratando de agarrarse a la vida.
Estaba a punto de morir. Rufo iba a poner una mano encima de la tela para
abreviar la agonía, pero no fue capaz. Había que hacerlo.
—No.
La voz sonó a su espalda. Se dio media vuelta y descubrió que quien hablaba era
el emperador, que se encontraba en la puerta, flanqueado por dos guardias
pretorianos.
—Deja que viva.
Rufo le miró deslumbrado, perplejo.
—Que viva. —Era una orden tajante.
Uno de los guardias se acercó, pero antes de que pudiese coger al niño como era
su intención, Rufo retiró la tela mojada y descubrió la carita azulada y roja, que

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pugnaba por encontrar aire como fuera.
—Id a buscar a una nodriza —ordenó Calígula—. Seguro que hay muchas en
palacio. Y si no la encontráis ahí, sacadla de donde sea. —Se volvió a Rufo y añadió
—: Me he enterado de la pérdida que has padecido, y lo siento mucho.
Rufo se quedó mirando al emperador de hito en hito. Estaba absolutamente
confundido. ¿Se trataba de una broma pesada? ¿Le estaban jugando una mala pasada?
Miró alrededor. Si sólo pretendía montar un espectáculo, ¿dónde se encontraba el
público que tenía que reírle la gracia?
—¿Te sorprende? —preguntó Calígula, y en este momento no era en absoluto
aquel otro Calígula que tanto terror inspiraba a todo el mundo—. No debería
sorprenderte. Hoy ya soy un dios, pero hasta hace bien poco no era más que un
hombre, con todas esas fragilidades que hacen que los hombres sean seres débiles. Yo
también tuve una esposa. Se llamaba Junia Claudila. Era bella y amable y murió
dando a luz a mi hijo. Tal vez si ella hubiese sobrevivido… Tal vez si mi hijo no
hubiese muerto… las cosas habrían sido de otra manera. Y yo también habría sido de
otra manera. —De repente su voz volvió a adquirir un tono más severo—. Tendrás
toda la ayuda necesaria para que puedas atender a tu hijo. Y si no es suficiente,
mándame recado. Toma, te quiero hacer este regalo para conmemorar el nacimiento
del niño. Y, por supuesto, le pondrás de nombre Cayo.
El pretoriano que permanecía junto al emperador le hizo entrega de dos grandes
monedas de oro. Rufo tartamudeó unas palabras de agradecimiento, pero el
emperador hizo un ademán con la mano, restándole importancia a lo que había hecho,
y dio media vuelta para irse.
—Querea.
Pronunció ese nombre, y quedó flotando en el aire entre ellos dos, como flota el
humo de una hoguera las tardes encalmadas de otoño. El emperador se giró otra vez y
dirigió una mirada directa a los ojos de Rufo. Calígula el depredador estaba de vuelta.
¿Iba a castigar lo que entendía como alguna insolencia por parte del esclavo? ¿Había
decidido tal vez castigarle? No parecía.
—Casio Querea se ha excedido —dijo Calígula—. Le concedí mi amistad, pero
no ha sido generoso y me ha pagado con infidelidades.
—Quiero enfrentarme a él, combatir y derrotarle en la arena del circo —dijo
Rufo.
Calígula le miró extrañado, como si no le entendiera del todo. Se estaba
preguntando si debía autorizar un enfrentamiento así. Debió de pensar primero que
iba a resultar interesante, pero al cabo de un momento cambió de opinión y, negando
con la cabeza, dijo por fin:
—No lo permitiré. ¿Quién cuidaría de mi elefante cuando te hubiese matado?

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***

Con la ayuda de Cupido, Rufo excavó una fosa para sepultar a Livia, justo al lado
del lugar donde reposaba Fronto. Mientras, el bebé, Cayo, gorgoteaba en brazos de la
nodriza, una muchacha rolliza y tímida que apenas hablaba y no esperaba casi nada
de la vida. Había perdido a su hijo de una enfermedad de la garganta, y le bastaba con
poder alimentar y cuidar a otro bebé en su lugar.
Después de dejar bien cubierta con hierbas la tumba de Livia, Rufo le dijo al
gladiador lo que Querea había dicho de Emilia. El rostro de su amigo se endureció
como el granito.
—Estamos de acuerdo. Querea ha de morir. No importa si es en tus manos o en
las mías, pero morirá y no tendrá una muerte rápida. Lo juro por los dioses de mi
infancia. Pero lo primero es encontrar a Emilia, antes de que ellos la maten.
Después el gladiador se interrumpió. En realidad no tenían ni idea de dónde tenía
Querea escondida a Emilia. Podía estar en el Castra Praetorium, pero Cupido
pensaba que sería más bien en otro sitio. Pensaba que no le habría sido fácil a Querea
mantener en secreto, en medio de cinco mil soldados, la presencia de una prisionera
en el cuartel general de la guardia. Pero, si no era allí, ¿dónde podía haberla retenido?
Querea era rico y poseía al menos una docena de casas esparcidas por toda Roma.
Emilia podía estar encerrada en cualquiera de ellas. Pero además, Querea tenía
muchísimos amigos ricos, y todos ellos estarían dispuestos a cederle para cualquier
uso un lugar en donde la presencia de la muchacha no fuese a despertar ninguna clase
de sospechas.
Rufo estaba todavía aturdido, pero se esforzaba por no pensar más en los muertos
y concentrarse en los vivos. Livia había fallecido, eso lo comprendía, pero al mismo
tiempo sabía que aún no había acusado todo el impacto que ese hecho iba a producir
en él, ni tampoco estaba aún padeciendo en su máximo grado la soledad en la que iba
a encontrarse ahora. Llegado el momento, lloraría su muerte. Pero ahora lo primero
era ayudar a Cupido, salvar a Emilia, cuya vida corría grave riesgo. Sintió que en su
pecho anidaba una furia fría, y se juró a sí mismo no cejar hasta localizarla, y llegado
el momento vengar de paso a Livia.
Pero ¿cómo encontrar a Emilia?
—Me parece que sé de alguien que puede ayudarnos.
Cupido miró sorprendido a su amigo. ¿Iba a resultar así de fácil?

***

—Fuiste muy imprudente, Rufo, implicando a Claudio en tus planes. De haberme

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consultado, te habría aconsejado que no lo hicieras. —Calisto permanecía sentado a
su mesa y miraba a los dos hombres que tenía en pie delante de él—. Puede que
Querea se comportara como un necio, pero ni le falta inteligencia ni carece de
apoyos. Tiene espías infiltrados en los grupos de la Guardia Pretoriana que se han
pasado a la oposición. Y por fuerza iba a acabar descubriendo cualquier conspiración
contra él en la que estuviese implicada una personalidad de esa importancia, y lo
lógico era que, en cuanto se enterase, pasara a la acción. Tenía mucho miedo de la
información que yo te transmití, pero todavía debía de temer más esta otra amenaza,
incluso más inminente y grave. Culpó de todo a tu mujer —dijo, mirando a Rufo. Y
luego prosiguió, volviendo sus ojos hacia Cupido—, y tomó como rehén a tu
hermana para conseguir que colaborases con él en ese plan que él cree que mantiene
en absoluto secreto.
—Alguien que sabe tantísimas cosas sobre los planes de Querea parece que tenga
por fuerza que formar parte de ellos —dijo Cupido con aspereza—. En cuyo caso,
dinos dónde está escondida Emilia.
Calisto sonrió entre dientes.
—Suponiendo que fuese así y que, en efecto, yo lo supiera, ¿por qué iba a
contárselo a un gladiador caído en desgracia y a un miserable cuidador de animales?
¿Qué ganaría si lo hiciera?
—Evitarías perder la vida.
Y al tiempo que hablaba Cupido sacó su larga espada y apuntó con ella a la
garganta de Calisto, casi rozándole la piel. El secretario imperial frunció el ceño, pero
no retrocedió ante la amenaza.
—Me debes una vida —dijo Rufo, apartando con suavidad la espada de Cupido
—. Y he venido a cobrarla.
Calisto tragó saliva y se frotó el cuello.
—Siempre resulta un placer tratar con hombres razonables.
Les dio una descripción muy precisa de una gran villa romana situada cerca del
templo de Minerva.
Cupido se concentró, fruncido el ceño, en asimilar todos los datos que les estaba
proporcionando Calisto.
—¡Conozco esa casa! —exclamó de repente—. Está en el Argileto, no lejos del
foro de Augusto. Su dueño es Sabino, el lugarteniente de Querea. Va a ser muy
complicado, pero no imposible, entrar ahí sin que nadie se dé cuenta.
—En efecto, no es imposible —dijo Calisto, de acuerdo con él—. Pero sí será
peligroso, tanto para ti como para tu hermana. La vigilan seis de los guardias de
Querea. Que tienen instrucciones de guardarla, o matarla si fuese necesario.
—Pues no hay tiempo que perder —dijo Cupido volviéndose hacia Rufo—.
Reúnete conmigo en mi habitación. Ponte tu uniforme de pretoriano, servirá para que

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nadie sepa quién eres, y también nos proporcionará más autoridad. Dentro de una
hora hemos de estar allí.
—¡Esperad! —dijo Calisto—. Como no disimuléis vuestra identidad con una
capa, no podréis salir del monte Palatino. Querea ha dado orden de que te arresten,
Cupido. Y tiene guardias apostados por todos los rincones. Si quieres llegar hasta esa
villa tendrás que volar como un pájaro o reptar por debajo de la tierra, como si fueras
un topo.
¿Por debajo de tierra? Los dos jóvenes tuvieron la misma idea en el mismo
momento. Rufo vio cómo tomaba forma esa posibilidad en los ojos de Cupido, al
tiempo que en su propia mente se desplegaba el plano del pergamino. La línea verde
y la línea roja. La que conducía desde el monte Palatino hasta el barrio de Velabro,
pasando por debajo de todo el Vicus Tuscus, el barrio de los toscanos. Y la que
avanzaba hacia el norte por debajo del foro y salía, más allá del Senado, hacia el
Argileto y llegaba hasta la villa que Calisto acababa de describir.
Sintió un estremecimiento de miedo:
—La cloaca… —dijo Rufo.
La voz de Cupido, en cambio, vibraba cargada de expectación:
—Suponiendo, incluso, que no nos permita llegar hasta allí mismo, nos dejará lo
bastante cerca como para asegurarnos que podemos acercarnos a la villa sin que nadie
nos lo impida. Vamos a necesitar antorchas y…
Rufo estaba oyendo la voz de Cupido, pero las palabras de su amigo el gladiador
parecieron disolverse en el aire, perder consistencia. Porque tenía en mente la imagen
del viejo Varro, aquel hombre que parecía haberse vuelto medio loco, y las
expresiones de terror que se dibujaban en su rostro.
Sí, conseguirían salvar a Emilia. Pero para ello sería necesario que sobreviviesen
al río de la muerte.

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41
¿Estaba volviéndose loco?
El día anterior había exigido que le llevaran a su presencia a Julio Cano, el
filósofo estoico, para continuar la discusión que habían empezado la semana anterior.
Pero tuvieron que recordarle que Cano ya no formaba parte de los vivos, que había
sido ejecutado en cumplimiento de las órdenes que él mismo había emitido. Y la
cuestión es que Cano era un hombre que le gustaba. Un tipo con sentido del humor.
Eran demasiados los que se reían solamente porque él, el César, reía. En cambio,
Cano sólo se reía cuando le parecía graciosa alguna cosa.
¿Se había convertido finalmente en alguien tan monstruoso que era capaz de
matar a un hombre y después no recordar lo que había hecho?
Tuvo ganas de ponerse a llorar. Si algo despreciaba era la gente que se
compadecía de sí misma. Pero desde la muerte de Drusila sentía muy a menudo ganas
de llorar. Sí, desde que ella le había abandonado, porque consideraba que se trataba
exactamente de eso. Todos le habían abandonado. El mismísimo día en que se
convirtió en dios, las voces que le tranquilizaban habían dejado de oírse. ¿Fue un
error convertirse en dios? ¿Había tal vez ido demasiado lejos? Y suponiendo que
fuese así, ¿cuál iba a ser la venganza de los dioses?
Sintió un agudo dolor en la cabeza y se encogió. Seguía tomando los remedios
que le proporcionaba Agripina, pero ya no le servían de nada. ¿Tal vez eran los dioses
los responsables de esa nueva situación?
¿Podía hacer algo que los apaciguase? ¿No encontraría algún remedio si se
esforzaba en buscarlo? Y sin embargo lo había intentado, lo había intentado con todas
sus fuerzas, pero los dioses rechazaban todo lo que hacía. El día en que sacrificó a
Marte un toro blanco, el imbécil del sacerdote había errado el golpe, de manera que la
sangre tiñó de rojo muy oscuro el rojo púrpura de su capa imperial. Los augures se
habían quedado mirándose los unos a los otros, y les oyó murmurar que aquello era
una señal de mala fortuna. Calígula rió a carcajadas de los temores que no se atrevían
a expresar en voz alta, pero sabía por dentro que llevaban razón.
Hasta que de repente encontró la respuesta, una respuesta tan simple que se
extrañó de que no se le hubiese ocurrido antes.
Se había extraviado. Las conspiraciones y las tragedias le habían cegado,
aguijoneándole hasta obligarle a lanzarse a la terrible retribución que las siguió de
forma inevitable. Así que era imprescindible que encontrase de nuevo aquella magia
especial que hizo que toda Roma le quisiera tanto, como ocurrió al principio, durante
los breves meses siguientes al día en que Gemelo y él fueron nombrados
emperadores. Suspiró. ¡Ojalá pudiese conseguir que Gemelo regresara a su lado!
Había, sin embargo, una solución. La solución que tantas veces había funcionado

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antiguamente. Organizaría unos juegos, de un esplendor como jamás se habían visto
sobre la faz de la tierra. La gente vería mucho más que unos pocos duelos, mucho
más que una batalla. Esta vez verían una guerra. Y no combatirían unos gladiadores,
sino soldados. La Guardia Pretoriana del emperador, ni más ni menos. Los Lobos
contra los Escorpiones de su guardia. En un combate a muerte. Llenaría el circo
Máximo a rebosar, y no una sola vez, sino dos veces, una docena de veces. Todos los
romanos, ricos y pobres por igual, serían testigos de esa guerra mortal, y todos ellos
amarían a su emperador como antaño.
Decidió no demorar el anuncio. Sería al día siguiente. A la salida del teatro.
Llovía con insistencia cuando Rufo terminó de prepararse. Siguiendo el consejo
de Cupido se puso la túnica de pretoriano que Calisto le dio el día de la divinización
de Drusila. Le habría parecido mucho mejor llevar también el pecho protegido por la
armadura metálica bellamente adornada con bajorrelieves, pero el gladiador le
aconsejó que no llevara nada pesado cuando hablaron de los preparativos.
—Cuando lleguemos a la villa habrá que combatir, de eso no hay duda, y ellos
serán más numerosos. Pero antes de eso hay que llegar hasta allí —le hizo reflexionar
su amigo—. Y no sabemos a qué nos tendremos que enfrentar ahí abajo, en la cloaca
Máxima. Nos hemos de fiar de Décimo, él nos ha asegurado que se puede circular por
esas cavidades. Mejor que no llevemos mucho peso. Las armas, las antorchas, una
capa, porque me temo que ahí abajo hará mucho frío, y eso es todo. No debemos
ponernos armaduras.
Rufo cogió una bolsa de tela y en ella metió las antorchas y los pedernales.
Cupido le dio una de las espadas cortas que llevaban los legionarios, mientras que él
se colocaba un cinto de cuero con una vaina donde llevar su espada larga.
Esperaron a que se hiciera de noche antes de ponerse en marcha, y mientras
aguardaban el momento de partir trataron de recomponer de memoria el trazado de
los mapas de Varro. Recordaban el recorrido que seguía la cloaca Máxima, pero no
sabían cuál era su ubicación exacta. Pero Cupido estaba convencido de que cuando
llegaran a la principal canalización no cabrían dudas al respecto.
—Seguro que hay una entrada por lo menos en la pendiente de la colina que baja
a la ciudad, pero ¿cómo localizar ese acceso? —se preguntó Cupido.
Rufo no le respondió hasta que estuvieron fuera, con la lluvia golpeándoles el
rostro. En ese momento señaló los riachuelos que corrían por entre las losas que
formaban el piso del camino de bajada, y le indicó el lugar en donde se amontonaba
el agua para allí desaparecer.
—La cloaca Máxima sirve para dos cosas, es un albañal pero también un desagüe.
Tenemos que seguir el recorrido del agua. Décimo dijo que los registros eran visibles
en la superficie. Seguro que acabaremos por localizar alguno.
Cuando ya llevaban cinco minutos buscándolo, Cupido lanzó un grito triunfal:

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—¡Aquí! —dijo, señalando al suelo, justo a sus pies. Rufo corrió a su lado para
ver qué había encontrado.
En el suelo había una cara mojada por la lluvia, un rostro semihumano de grandes
barbas, ojos vacíos y una ranura en el lugar de la boca. Una cara que pretendía
atemorizar a quien la viese. Un dios de las aguas que vigilaba el acceso a un reino
oculto. La cara estaba dibujada en una piedra circular que era la tapa del registro, y
medía dos palmos y medio de ancho. Los riachuelos de agua de lluvia desaparecían
filtrándose por los bordes de la circunferencia. Es más, consiguieron oír con claridad
el ruido que el agua hacía al caer y finalmente golpear el suelo, a cierta profundidad.
—Aparta, déjame abrirla.
Cupido empujó un poco a Rufo. Se agachó, trató de abrir la tapa, y tuvo que
aceptar enseguida la derrota.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. Es una cloaca. ¡Cómo hiede!
Intentó de nuevo colar los dedos en la delgada separación lateral, pero el hueco
era tan fino que no permitía agarrar la piedra y hacer fuerza. Pero el gladiador no se
dejó amilanar, buscó una postura más adecuada, y estiró el brazo para meter los dedos
esta vez por la ranura de la boca.
—Sólo cabe una mano —gruñó fastidiado—. No consigo agarrarla lo suficiente
para moverla. Abrirla sería imposible. ¿Y si usamos tu espada para hacer palanca?
—Tengo una idea mejor —dijo Rufo, sacando algo de la bolsa—. Hazte a un
lado.
A Cupido le fastidió mucho aceptar la derrota:
—Si yo no he podido levantarla, ¿cómo vas a poder tú? —dijo muy molesto.
Rufo le miró sonriente:
—No es momento para la fuerza, sino para la astucia.
Cogió el objeto que había sacado de la bolsa y lo alzó para que lo viese Cupido.
Era el extraño objeto metálico en forma de T que Varro llevaba colgado al cuello
cuando lo encontraron.
—Se me ocurrió que podía resultarnos de utilidad —dijo, agachándose en el lugar
que había dejado Cupido al levantarse—. La cruceta de la parte de abajo encaja en la
ranura de la boca, ¿lo ves? Así que si ahora giro para este lado… —Y, utilizando la
pieza metálica como si se tratara de una llave, dio un giro de modo que la cruceta
sostuviera la losa—. Ahora tal vez podamos levantarla.
Con un esfuerzo enorme alzó la losa un par de dedos y luego la deslizó
lateralmente, hasta dejar el registro al descubierto.
—¡Puajj! —exclamó, semiasfixiado.
Una vez retirada la tapa, el hedor que emanaba la cloaca Palatina le alcanzó en
pleno rostro, casi como si fuese un puñetazo. Miró a Cupido, y ambos se quedaron
contemplando la negrura amenazadora que tenían a sus pies. Era como si acabasen de

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abrir la puerta que daba acceso al tenebroso inframundo.
Y por unos instantes ambos creyeron que lo mejor era dar media vuelta y
olvidarse de todo.
Cupido notó el miedo que sentía Rufo.
—¿Te acuerdas de la vez que estuviste metido en aquel pozo situado debajo de la
arena, en los subterráneos del circo Tauro? Aquella vez luchaste contra los demonios
del miedo, y venciste. Dar un paso por el inframundo requirió de todo tu valor, y
fuiste capaz de encontrar en ti mismo todo el valor necesario. Lo que pueda haber en
el fondo de este agujero no es tan temible como salir ante un público de cinco mil
personas. Puedes conseguirlo. Hazlo por Emilia. Tengo tanto miedo como tú, pero
prefiero enfrentarme con el mismísimo Hades antes de dejarla en manos de Querea.
Al oír el nombre de Emilia, Rufo notó que el vacío que sentía dejaba de asustarle.
No supo nunca si fue por valentía o simple decisión. No importaba. Bastaba con ese
cambio. Sonrió a Cupido, aún temeroso.
—Bien, pero entra tú primero. Jamás estaré tan preparado para enfrentarme al
Hades como tú…
Cupido se puso muy serio y asintió:
—De acuerdo, bajo yo primero —dijo.
Y se deslizó hacia las tinieblas. Rufo se colgó la bolsa de tela al cuello y se quedó
sentado al borde del agujero.
—En las paredes hay huecos donde apoyar los pies y para sujetarse con las manos
—dijo desde las profundidades del pozo circular la voz cavernosa de Cupido—. Te
costará bastante encontrar el primer hueco, pero en cuanto lo encuentres verás que se
baja con facilidad. Pero ándate con mucho cuidado, está todo muy resbaladizo. ¡Sólo
faltaría que me cayeses encima de la cabeza!
Rufo tanteó con un pie, buscando el hueco del que hablaba Cupido. Una vez que
lo encontró, giró y empezó a dejar que su cuerpo descendiera, tanteando hasta
encontrar el segundo peldaño abierto en la pared.
Tenía la cabeza al nivel de la superficie cuando recordó que había dejado la losa
que cubría el registro fuera de su sitio. Y no podía dejarla así. Si pasaba por allí un
guardia, sospecharía enseguida. Y cabía la posibilidad de que las sospechas recayeran
en ellos y les enviaran una patrulla, que les perseguiría por los conductos
subterráneos. Tuvo que retorcer el cuerpo y estirar al máximo los brazos hasta sujetar
la losa circular y empezar a tirar de ella. Se le ocurrió que lo mejor sería dejarla
apoyada solamente sobre un lado del hueco, sin cerrarla del todo.
Empezó a desplazarla poco a poco hasta casi llegar adonde pretendía dejarla, y
bajó un peldaño más. Faltaban sólo unos dedos para dejarla bien. Pero el enorme peso
sobre sus brazos estirados hacia arriba, la difícil postura en la que se encontraba, con
los pies apoyados en un lado del pozo y la espalda en el opuesto no le permitían

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maniobrar. ¡Pesaba demasiado! Desde esa posición, no podía cogerla bien. La había
desplazado tan lejos que si seguía tratando de devolverla a su lugar acabaría
perdiendo la sujeción de los pies y la espalda, y corría el riesgo de caer a plomo hasta
el lugar donde le esperaba Cupido al fondo del pozo. Gruñendo y haciendo el
máximo esfuerzo, lo intentó otra vez, y acabaron doliéndole tanto los hombros y los
brazos que sintió como si se le clavaran unas lanzas afiladas en todas partes. Al final,
la tapa acabó colocada de nuevo en su sitio, cerrando del todo el orificio con un
sonoro golpe.
—¿Qué ocurre? —reclamó Cupido—. ¿Qué ha sido eso?
Rufo empujó la tapa con el hombro, pero no se movió. Estaba completamente
encajada en su sitio, y habían quedado atrapados.
Se puso a bajar, moviendo con cautela los pies de uno en uno, peldaño a peldaño.
En su imaginación se había representado aquel agujero como infinito y sin fondo, de
modo que se llevó una sorpresa cuando, en lugar de más peldaños, sus pies se
apoyaron en suelo firme. Calculó que había descendido la estatura de cuatro hombres,
como mínimo.
Se dio la vuelta lentamente, levantando los brazos estirados delante de él como si
fuera un ciego. El instinto le decía que no se encontraba ya en un espacio tan
claustrofóbico como el pozo por el que había bajado, sino que ahora ya se encontraba
en un lugar más amplio. No podía verlo, en absoluto, pero la oscuridad era más
cerrada incluso que antes. Una oscuridad tan cerrada que era casi sólida.
El frío que notaba una vez abajo era también distinto; más intenso y desnudo, y se
alegró de que Cupido hubiese tomado la precaución de decirle que se pusiera una
capa gruesa. Oyó en el suelo el ruido del agua que caía desde lo alto, goteando sin
cesar, y, más cerca de él, otro ruido de agua pero distinto, como una corriente bastante
fuerte.
—¿Piensas encender las antorchas, o prefieres quedarte aquí toda la noche?
Las palabras fueron pronunciadas a dos palmos de su cara, y de la sorpresa Rufo
estuvo a punto de caerse de espalda. Buscó una antorcha en su bolsa.
—Cógela —dijo, tendiendo la primera hacia donde calculaba que se encontraba
su amigo, que seguía siendo del todo invisible.
—¿Cómo quieres que la coja si no la veo?
Con la mano que había metido de nuevo en la bolsa, Rufo encontró al fin el
pedernal. En realidad habría necesitado contar con una tercera mano para golpear
metal contra piedra y arrancar unas chispas, mientras sostenía la antorcha muy cerca
de donde iban a saltar éstas, y la operación no resultó sencilla. Pero al final se las
compuso. Una llama tembló unos instantes, comenzó a crecer en tamaño e intensidad,
y terminó proyectando su luz en un círculo de una docena de pasos a su alrededor.
Se encontraban en un pasadizo enlosado que avanzaba junto a una corriente

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oscura que arrastraba cosas cuya naturaleza prefería no investigar a fondo, y que se
deslizaba por una alcantarilla de unos tres pasos de anchura. Todo lo cual descendía
por un túnel que se alejaba hasta más allá de donde le alcanzaba la luz de su antorcha
y cuyo techo curvado estaba formado por gruesas piedras de un palmo de ancho y el
triple de longitud. No era muy alto, ya que apenas se elevada un palmo y medio por
encima de sus cabezas, y estaba cubierto de una capa resbaladiza de lodo acumulado
a lo largo de cientos de años, del que colgaban unas obscenas hilachas de algas que
parecían mechones del pelo de una bruja. Estaba tan asombrado que la sorpresa
dominaba en sus sentimientos por encima del miedo. ¿Cómo era posible que aquella
obra maravillosa, aquel mundo diferente, hubiera existido durante toda su vida sin
que jamás se hubiese dado cuenta?
Oyó unos ruidos como de algo que se deslizara velozmente más allá del círculo
de luz, y volvió a sentir el miedo del comienzo, y se llevó la mano a la espada.
—Ratas —dijo Cupido—. Ratas y alcantarillas, se llevan muy bien las unas con
las otras.
Rufo soltó una risilla nerviosa. Miró a su alrededor.
—¿En qué dirección hemos de ir?
—Seguiremos la corriente. El agua ha de bajar por fuerza en una dirección, hacia
la cloaca Máxima, y nosotros hemos de ir hacia esa conducción. Venga, vamos de una
vez, ya hemos perdido bastante tiempo. Quiero llegar a la villa antes de que
amanezca. Guarda la otra antorcha de forma que no se humedezca, y no se te ocurra
perder el pedernal. No me gustaría quedarme completamente a oscuras aquí abajo.
Rufo murmuró una breve plegaria a los dioses. Ojalá no se le hubiese ocurrido a
Cupido mencionar esa posibilidad.
Comenzaron a caminar túnel abajo. Rufo abría paso con la antorcha en la mano.
Primero iba a buen paso, pero enseguida comprendieron los dos que la parte de las
alcantarillas que habían visto les había proporcionado una idea equivocada de aquel
lugar. No se trataba de un camino uniforme. Sin duda había sido construido de una
manera, y luego reconstruido de otra en algunos tramos, sometido una y otra vez a
reparaciones realizadas en periodos diferentes, con técnicas de construcción diversas
y con grupos de trabajadores que comenzaban por un lado y otros por el lado
contrario, hasta encontrarse.
El aire era húmedo y fétido, y olía a materia putrefacta y a heces humanas. Rufo
tuvo la sensación de que ese aire se le pegaba a la garganta como si se tratase de algo
sólido, y necesitaba tragar todo el rato para no asfixiarse. El túnel se estrechó más
adelante, se hizo incluso más claustrofóbico, y el piso por el que avanzaban terminó
siendo ancho como apenas un anaquel, y les obligó a caminar poniendo un pie
delante del otro, muy despacio, mientras peligrosamente cerca, a su derecha, seguía
corriendo la estrecha corriente de agua y materias en descomposición. Rufo notó que

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el agua corría ahora más rápidamente que antes, y que la altura de su superficie había
subido un poquito. Pensó que la lluvia arrastraría la porquería a mayor velocidad,
como si eso fuese un alivio.
Al principio, el pasillo estrecho era fastidioso y hacía difícil caminar por él, pero
acabó estrechándose tantísimo que terminó constituyendo un auténtico riesgo. La luz
de la antorcha, bastante débil, comenzó a temblar en exceso y casi no ayudaba a
verse, y en algunos sitios parecía como si las algas que colgaban de las paredes se la
comiesen casi entera. En muchos puntos las losas del suelo no estaban fijas sino que
se movían al ser pisadas, amenazando con tirarles a la alcantarilla. De repente el
techo bajó a la mitad de la altura anterior, y para poder seguir avanzando tuvieron que
hacerlo a gatas. Este mismo fenómeno se iba produciendo a intervalos, y Cupido
comentó que debía de obedecer a alguna necesidad constructiva.
También era evidente que cada vez bajaban más, aunque fuera de manera apenas
perceptible, hacia las profundidades de la tierra.

***

Llevaban caminando más de diez minutos cuando oyeron unas voces.


—Apaga la antorcha —susurró Cupido.
—¿Cómo?
—Apaga la antorcha, que no nos vean.
—No. Nos quedaríamos a oscuras. Si no les vemos, ¿cómo vamos a combatir
contra ellos?
—Hazme caso, a oscuras irá mejor. Les podemos oír, y ellos en cambio no nos
oyen a nosotros.
A regañadientes, Rufo bajó la antorcha al piso y pisó las llamas hasta apagarlas
del todo, tratando de no estropear la antorcha. Estaba convencido de que, antes de que
terminara la noche, iban a necesitar hasta la última chispa de luz que pudieran
producir las dos antorchas que llevaban.
Notó que Cupido apoyaba la mano en su hombro, tranquilizándole.
—Vamos a esperar…
Se sentaron en la oscuridad, escuchando; esperaban que las voces terminaran
aproximándose adonde se encontraban. Pero lo único que se les acercó fueron las
ratas, que antes permanecían alejadas de ellos porque temían la luz, pero que ahora
pasaban junto a ellos en solitario o en parejas. Rufo notó algo que le rozaba la mano:
—¡Aaaahhh!
—Chsss.
—Odio las ratas.
—¿No te gustaban tanto los animales?

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—Pero las ratas no.
—No te harán ningún daño.
—¿Ni siquiera unas ratas grandes como gatos?
Silencio.
Las voces de la otra gente eran extrañas, inhumanas. A veces se oían con claridad,
como si estuviesen próximas, y otras veces su volumen descendía mucho, como si el
viento las arrastrase en otra dirección. Pero allí abajo no soplaba ningún viento.
Además de las voces estaba el hedor. En los primeros momentos les produjo
ganas de vomitar, les revolvía el estómago como si fuesen unos miasmas de tal
espesor que podían masticarlos. Más adelante, conforme avanzaban, fue como si se
hubiesen acostumbrado a olerlo, o como si les hubiese embargado del todo. En
cambio, en cuanto se sentaron a oscuras, volvieron a notarlo en toda su repugnante
intensidad.
Rufo notó que Cupido se movía.
—Vamos —dijo Rufo—, no podemos quedarnos aquí toda la noche. En marcha
—susurró en la oscuridad.
—De acuerdo, pero no podemos encender ninguna luz, habrá que ir a tientas.
A Rufo le pareció que eso era un disparate, y así lo dijo, pero comenzó a caminar
apoyando una mano en la pared de su izquierda. Apenas había dado una docena de
pasos cuando la pared desapareció de repente. El túnel daba un brusco giro hacia ese
mismo lado. Para cuando se dio cuenta, Rufo había metido un pie en la corriente, y
maldijo su mala suerte y, de paso, a su amigo. Sólo a los pocos instantes, cuando se
recobró de la sensación de repugnancia, vio la luz.
De hecho no se trataba de luz exactamente, sino de un cambio en el espesor de la
oscuridad. Delante de él tenía un lugar donde la negrura no era tan profunda. Caminó
muy despacio hacia ese lado.
El túnel cambiaba nuevamente de dirección, y ahora giraba bruscamente hacia la
derecha. La zona menos oscura era el reflejo de una fuente de luz más poderosa que
se encontraba situada más adelante.
Cuando estaba a punto de llegar al sitio donde el túnel daba el nuevo giro oyó un
grito que le dejó helado, pegado al muro. Era un grito agudo y terrible, pareció durar
una eternidad, y luego terminó en una especie de estertor asfixiado. Pero enseguida
cobró de nuevo fuerza y creció en intensidad. Rufo buscó con la mano el diente de
león que colgaba de su cuello y musitó una nueva plegaria. Deseó que ese grito
estremecedor no saliera de ninguna garganta humana, pero sabía que no era así. El
alarido le había destrozado el espíritu, y hasta las piernas le temblaban cuando dobló
la esquina, negándose a contemplar los horrores que le aguardaban al otro lado.
Hasta ese momento se habían ido cruzando con alcantarillas muy estrechas que
desembocaban en la más importante y amplia cuyo curso habían seguido. Pero lo que

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ahora encontraron era muy diferente.
Vio ante sí una enorme cámara excavada en la roca. Tenía forma de campana y
arriba del todo, a una altura de unos seis o siete hombres de gran estatura, una luz roja
temblaba atravesando la oscuridad e iluminando parcialmente el espacio donde ellos
se encontraban. La base de la campana era un estanque de veinte pasos de anchura, y
allí las aguas sucias procedentes de diversas alcantarillas se remansaban antes de
precipitarse hacia otra conducción mucho más ancha y aparentemente profunda.
Entendió el sentido que tenía aquella especie de estanque cuando vislumbró, a
derecha e izquierda, que ahí se reunían, para formar la cloaca Máxima, numerosas
conducciones procedentes de otras zonas de la ciudad. A cada lado había varios
túneles que iban abasteciendo el estanque central y mantenían la corriente en un fluir
constante.
Ahora oían las voces con mucha mayor claridad, y comprendieron que les
llegaban desde lo alto. Cupido se puso al lado mismo de Rufo y le susurró al oído:
—Son las mazmorras, ahí arriba están los verdugos. Pasé dos noches encadenado
en una de ellas, y pude ver cómo trabajaban. Y me fijé en una cosa que pensé que era
un pozo, en medio de las celdas y las salas de torturas, pero ahora veo que se trataba
de eso de ahí arriba. Vámonos de aquí ahora mismo. En este punto somos muy
vulnerables. Venga.
Cupido abrió camino y avanzaron los dos en silencio camino del gran túnel de
evacuación de las múltiples alcantarillas secundarias.
Rufo se volvió en el último momento para echar una ojeada más. La superficie
del estanque era casi bonita, y las aguas bailaban bajo el suave resplandor procedente
de lo alto. Hasta que de repente ocurrió algo, de forma tan súbita que no tuvo tiempo
ni siquiera de registrar mentalmente los detalles: sonó una explosión, un trueno,
desde un lado, y aquello le cegó y le sumergió repentina y violentamente en una
tromba de aguas pestilentes de color marrón que parecían brotar de las profundidades.
Se quedó helado en donde estaba, temiendo estar a punto de ver al monstruo del que
le había hablado Décimo, el mismo que había conducido al desdichado Varro hasta el
borde mismo de la locura.
Temblando sin cesar, esperó a que una figura monstruosa saliera de entre las
aguas para llevárselo, pero no apareció en medio de las removidas aguas un dragón
de piel escamosa sino una cosa blancuzca, como la panza de un gigantesco pez
muerto. Aquella cosa estaba casi en la superficie. La miró horrorizado, y en esa cosa
blanca y sin forma comenzó a perfilarse una figura humana. Flotaba al principio boca
abajo, con los brazos colgándole hacia las profundidades; pero luego, muy
lentamente, fue girándose hasta ponerse boca arriba, como si quisiera echarle una
última ojeada a la vida que acababa de abandonar. Sólo que no podía ver porque le
habían arrancado los ojos de cuajo.

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Rufo intentó tragar saliva, y notó la bilis que le atascaba el gaznate.
En la boca desdentada y abierta del cadáver se dibujaba un rictus de puro terror.
Además de faltarle los ojos, en aquel rostro se echaban en falta la nariz y las orejas.
Porque lo que vio era un hombre, o lo había sido, un hombre al que le habían ido
arrancando los genitales, y todo lo demás, con unas pinzas al rojo vivo.
El maltrecho cadáver siguió el curso de las aguas, giró sobre sí mismo una vez
más, y terminó hundiéndose y desapareciendo así de la vista.
—Venga —dijo Cupido apremiándole y tirándole del hombro—. Es indudable
que no tenemos tiempo que perder. Rufo sacudió la cabeza, tratando de despejar su
mente.
—Corre —insistió Cupido—. ¿Le reconoces? Antes de que fuese presa de los
verdugos del emperador, ese cuerpo pertenecía a Marco Agripa, un decurión de la
guardia, uno de los principales aliados de Querea. Se va cerrando la red. Si Querea no
actúa pronto, también él notará en su cuerpo el beso fatal de las tenazas de los
torturadores.
Rufo encendió de nuevo la antorcha en cuanto salieron de la gran cámara. Resultó
para los dos un alivio comprobar enseguida que el camino era ahora más fácil pues
tanto el túnel como el suelo por el que iban avanzando se hacía muy ancho, del
mismo modo que aumentaba considerablemente el caudal de agua. La rapidez del
curso también aumentaba, según comprobó enseguida Rufo. Las aguas, que antes se
deslizaban lentamente y cuya superficie era muy plácida, corrían ahora velozmente, y
en su superficie muy revuelta flotaba una sucia espuma parda. Poco más allá Rufo se
fijó alarmado en que las aguas lameteaban con fuerza los costados de la alcantarilla, y
muy pronto a cada paso que daba sus pies quedaban remojados por una alta capa de
agua y porquería.
Se detuvo y miró a Cupido:
—Algo va mal.
Los ojos de Cupido centellearon a la luz de la antorcha.
—No tenemos elección. Hemos de seguir avanzando. Sólo así llegaremos a la
villa donde está Emilia.
A pesar suyo, Rufo continuó el camino a pesar de que las aguas seguían elevando
su nivel, primero hasta las rodillas y finalmente hasta la cintura.
Se detuvo otra vez, pero Cupido le empujó obligándole a seguir. Pero Rufo se
resistió. Alzó la antorcha para iluminar un buen trecho del túnel.
—Es imposible. ¡Mira! Hemos de retroceder.
Cupido miró hacia delante y se estremeció.
Una docena de pasos más adelante, la luz de la antorcha estaba siendo reflejada
por otro estanque muy grande. Pero, además, se trataba de uno de esos puntos en los
que el techo bajaba, y esta vez muy pronunciadamente. A la luz de la antorcha parecía

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que a la salida del segundo estanque el techo era tan bajo que el agua llenaba por
completo el túnel. No iban a ser capaces de pasar por allí.
Rufo sacudió la cabeza en un ademán de desesperación. Habían fracasado.
—Ven, buscaremos otro camino —dijo, a sabiendas de que no había ninguno
más. Apoyó la mano en el hombro del gladiador, pero éste se la quitó de encima con
un movimiento muy brusco.
—No hay otro. Este es el único camino. Alguna cosa debe de haber obstruido la
conducción. Trataré de averiguar qué es, intentaré quitar el obstáculo. Coge todo esto
—añadió, quitándose la capa, desenvainando la espada larga, y quitándose también la
túnica—. Procura que no se moje nada. Cuando sigamos, lo necesitaré.
Una vez desnudo, avanzó caminando hasta que las aguas le llegaron a la altura de
los hombros, y entonces se puso a nadar rodeado de toda la porquería que flotaba en
la corriente.
Cuando ya estaba llegando al otro extremo, notó que su cabeza rozaba el
resbaloso techo. En ese momento se apercibió de que había muchas más ratas, que
nadaban de un lado a otro entre un montón de materiales sólidos que asomaban en la
superficie, y un lugar en donde todavía quedaba un pasadizo no sumergido. Esa
materia blancuzca estaba taponando el conducto subterráneo.
La luz de la antorcha alcanzaba justo hasta iluminar ese sitio, y le permitió
distinguir vagamente de qué clase de materia se trataba, y al comprenderlo tuvo
dificultad para dar crédito a lo que sus ojos veían. Pero era real. La esfera blanca que
había vislumbrado era una calavera que le miraba con una helada sonrisa. Y detrás de
la calavera había unos restos vagamente humanos. Las docenas de ratas que nadaban
junto a él trabajaban intensamente para irle arrancando la carne.
Éste era el río de los muertos al que Varro se había referido. Ahí flotaba el ejército
de víctimas de las torturas del emperador. Y eran tantos los cadáveres, que habían
terminado bloqueando la cloaca Palatina hasta formar una pared sólida.
Nadando hacia atrás, regresó hasta donde se encontraba Rufo con el agua hasta la
cintura y la ropa y el arma de Cupido alzadas sobre sus hombros.
—Tal como está construido el tapón, tiene que haber una piedra angular. Si la
localizo, todo cederá.
Rufo oyó las palabras que pronunciaba su amigo, pero su significado se le
escapaba. Vio que Cupido inspiraba profundamente y se zambullía en la corriente.
Era una visión espantosa.
Como Cupido sabía que no iba a ver nada, y como temía que la porquería le
afectara los ojos, los mantuvo cerrados y nadó a tientas, avanzando con cuidado y
tratando de localizar con las manos el amontonamiento de cadáveres. Se alegró de
que los cadáveres situados más al fondo estuvieran por lo menos enteros, y de que no
llevaran demasiado tiempo allí, de otro modo se habrían descompuesto al tacto.

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Tampoco eran tantísimos como se temía. La capa de cadáveres de la superficie era
mucho más amplia que la del fondo, sin duda debido a que los de arriba flotaban y el
agua los había dispuesto así con su fuerza de arrastre.
Palpó un brazo, trató de contener el asco que sintió al notar la piel arrugada y
muerta, y lo agarró con todas sus fuerzas. El pecho le dolía horriblemente por falta de
aire, así que tuvo que dar un par de patadas y salir a la superficie, donde inspiró un
par de veces y volvió a sumergirse de inmediato.
¿Qué era eso, una pierna? Tocó una cara con los dedos. Era una cara de mujer, y
se estremeció horrorizado. Pensó en Quintilia, su bello rostro estropeado por las
torturas. ¿Por qué resultaba mucho peor cuando se trataba de una mujer? Por ahí no
estaba encontrando lo que buscaba. Avanzó hacia su izquierda. Sí, ahí estaba la
pierna de nuevo. La cogió, y apoyando los pies en el amasijo de cadáveres para hacer
más fuerza, tiró de la pierna con toda la potencia de su cuerpo. No ocurrió nada, de
manera que volvió a insistir. Se produjo un ruido de burbujas borboteando hacia
arriba conforme el aire se soltó de entre los cuerpos, y la pierna primero, y el cuerpo
al que correspondía después, terminaron desprendiéndose, y la presa formada por
cadáveres cayó a plomo.
Durante un brevísimo instante Cupido se sintió eufórico.
Luego notó la enorme fuerza de la corriente y comprendió que al quebrar la presa
se había condenado a morir.
¡Estúpido! ¿Cómo no se le había ocurrido pensar en eso, cómo no se había
preparado para hacer frente a esa eventualidad? El enorme volumen de aguas
retenidas corriente arriba había encontrado por fin un paso franco y le arrastró con
una fuerza enorme y se lo tragó, arrastrándole entre los cadáveres. Era como si los
muertos se le estuviesen agarrando, decididos a llevárselo con ellos hasta que también
él estuviese tan muerto como ellos. Notó una terrible tensión en el pecho, y la
necesidad de respirar se hizo insoportable. Con la fuerza de la desesperación, se libró
de los cadáveres y trató de nadar hasta la superficie. Estaba demasiado débil para dar
una brazada. La corriente no le soltaba. Estiró un brazo del todo, notó que emergía
fuera del agua, pero ya era demasiado tarde. Se vio arrastrado por un remolino de una
terrible violencia que hacía girar enloquecidamente brazos, piernas y caras sin ojos, y
que en unos instantes le convirtió en otro pedazo de carne impotente en medio de un
montón de carne muerta.

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Rufo estaba tan lejos que no sabía con exactitud qué era lo que cerraba el paso de
las aguas cloaca abajo, pero también sabía que Cupido jamás se dejaría vencer por
aquel problema. Aunque le costara la vida. Mientras Cupido permanecía sumergido,
Rufo contenía el aliento, como si eso pudiera servir de algo a su amigo. Cuando notó
que no podía aguantar más tiempo sin respirar y abrió de nuevo la boca, no le cupo la
menor duda de que jamás volvería a ver vivo al germano. Hasta que de repente le
pareció entrever que se abrían las aguas y que el pelo rubio de Cupido emergía
durante unos brevísimos instantes.
Después de un intervalo que a Rufo le pareció increíblemente largo, Cupido salió
otra vez a la superficie, y de nuevo desapareció con la misma rapidez. A continuación
vio que se formaba un remolino en el centro del estanque y eso le bastó para saber
que el gladiador había logrado la victoria a pesar de los pesares. Pero al poco rato
comprendió qué era lo que estaba ocurriendo en la profundidad de las aguas, y el
sentimiento de alegría incontenible se transformó de repente un horror fascinado.
Llamó a su amigo a gritos, y un momento más tarde vio un brazo que salía de las
aguas como si tratara de agarrarse a algo que no estaba allí. Y enseguida, arrastradas
por una furia incontenible, las aguas se precipitaron a enorme velocidad hacia el túnel
formando una corriente impetuosa.
Rufo vio lo que había pasado, pero su cabeza se negaba a aceptarlo. Aquellas
aguas que antes tenían una profundidad de más de un hombre entero puesto en pie
sobre el fondo, se habían convertido de repente en una corriente de apenas un palmo
de agua que se deslizaba gorgoteando túnel abajo.
Además, ahora se encontraba completamente solo.
Dejó caer la antorcha y se derrumbó contra la pared, y desde el suelo se quedó
mirando el espacio antes lleno de agua. El camino hacia delante había quedado
despejado, pero no era capaz de dar ni un solo paso. Podía pensar, pero no actuar. Se
dijo a sí mismo que debía levantarse, pero las piernas no obedecieron la orden.
Era tan horrible lo que acababa de ocurrir que no podía aceptarlo. ¿Cómo podía
Cupido haber desaparecido para siempre? No era posible. Cupido no podía morir, era
más grande que la muerte. Sin embargo, había visto con sus propios ojos la
desaparición del hombre al que tanto amaba… Sí, ahora sabía que era más que
amistad y respeto, que había sentido siempre por Cupido un amor de verdad. Y ahora
el impulso incontenible del agua se lo había llevado para siempre.
La antorcha parpadeó y se apagó del todo, y le dejó en tinieblas. No hizo sin
embargo el menor esfuerzo por sacar la otra antorcha.
Sentía auténtica desesperación, como si fuese una fuerza física que le aplastaba
contra el suelo, que le había robado la voluntad. Toda la valentía que le había

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sostenido durante el largo caminar a través de aquella pesadilla subterránea se había
esfumado de golpe. No tenía ni siquiera fuerzas para seguir respirando. Se resignó a
morir.
Pero había algo en lo más profundo de su ser, algo que no iba a consentir que se
dejara vencer por estos sentimientos. Algo en su mente forcejeaba por transmitirle
una idea. Tenía que recordar que el tiempo se agotaba. Que tenía una misión que
cumplir, y que el tiempo contaba mucho. Comenzaron a bailarle en la cabeza ideas
llenas de colorido, y ninguna tenía significado para él. Luego esos colores se
fundieron hasta adquirir forma, y en el centro apareció un rostro. Emilia. Tenía que
encontrar a Emilia.
¿Para qué? Porque Rufo, sin Cupido, no era nadie.
Y con esta última idea dejó que el sentimiento de fracaso le envolviera como un
sudario. Soltó una risilla histérica. Si no se movía, las ratas le roerían la carne y se
darían un buen festín. Se quedó como hipnotizado por esa idea, y ni siquiera así
encontró fuerzas que le ayudaran a moverse.
Hasta que oyó una voz en su cabeza que le susurraba algo. Le hablaba del honor y
del deber, de la lealtad y del valor. Y como seguía sin levantarse esa misma voz le
fustigó lanzándole insultos y burlándose de él, de su debilidad. Hizo un esfuerzo de
voluntad, tratando de borrar esa voz, pero era implacable. Sintió una decepción
porque no era la voz de Emilia, pero en el fondo de su corazón sabía que ella no
podía avergonzarle hasta el punto de forzarle a moverse. Sólo Livia podía
conseguirlo.
Gradualmente se fueron recomponiendo sus pensamientos y al fin se puso en pie.
Encontró la otra antorcha, la encendió, y mientras la llama cobraba cuerpo se dio
cuenta de que había perdido una enormidad de tiempo. Y se puso en camino corriente
abajo, hacia la cloaca Máxima.
Ahora que tenía que recorrerlo en solitario le parecía que aquel túnel no fuese a
acabar nunca jamás. Hasta ese momento la presencia de Cupido había servido para
sostenerle; en cambio, cada paso que daba ahora parecía no tener ningún sentido. Ya
no importaba averiguar qué planes tenía Cupido para el asalto contra la villa. Rufo
sabía que él solo no iba a ser capaz de vencer. Carecía de la preparación y de la
astucia necesarias para enfrentarse solo a seis soldados muy bien entrenados. Y, si lo
intentaba, sin duda Emilia moriría mucho antes de que él alcanzara el lugar donde la
tenían encerrada. Cupido habría utilizado sobre todo su fuerza. Él tendría que
emplear sobre todo la astucia. Tenía que haber una manera. Tenía que encontrarla.
Cuando finalmente alcanzó el punto en el cual convergían la cloaca Palatina con
la cloaca Máxima, se encontró frente a un muro sin ningún relieve. Sabía que una vez
allí tenía que girar a la izquierda y caminar contracorriente. El camino se encontraba
ahora del otro lado de las aguas. Lanzó al otro lado de la alcantarilla las dos capas y

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la bolsa, y después cruzó él.
Poco a poco comenzó a recobrar la confianza en sí mismo. Como mínimo,
caminar por esa cloaca, la más importante de todas, resultaba menos incómodo. El
piso era más ancho y se encontraba en muy buen estado. Debía encontrar una salida
y, cuando emergiera, se enfrentaría a cada desafío conforme se fuesen cruzando en su
camino. Aunque significara la muerte.
Después de haber caminado apenas unos pasos, oyó un sonido a su espalda. ¿Más
ratas? No. Más bien sonaba a…
Dio media vuelta y adelantó el brazo de la antorcha para iluminar el sitio del que
parecía proceder el sonido, y con la otra mano sacó la espada. Ahora estaba seguro de
que había oído una voz humana. Apenas un susurro. Sin duda, le habían seguido.
Posiblemente estuvieran todavía en el cruce de la cloaca Palatina con la Máxima.
¡Qué necio! ¡La antorcha! Recordó las instrucciones de Cupido para combatir a
oscuras. Apretó la punta contra la pared y luego pisoteó las brasas con el pie.
Había silencio y reinaba la más completa oscuridad. Regresó hasta el cruce de
cloacas. ¡Eso era! Aguardaría emboscado hasta el momento en que sus perseguidores
llegaran al cruce y entraran en la cloaca Máxima. O, mejor aún, recordando un
saliente que había visto antes al pasar por allí, se escondería detrás de él hasta que los
soldados pasaran de largo. Podía después seguirles y atacarles por sorpresa, uno a
uno. Tal vez pudiese matar a unos cuantos antes de que los demás se dieran cuenta de
lo que estaba pasando.
Tanteó la pared con la mano, saltó la alcantarilla y avanzó hasta encontrar el
saliente. Lo rodeó, tratando de no tropezar. Como se cayera al agua iba a parecer un
auténtico idiota. Y en ese momento se quedó helado.
¡Estaba pisando un cuerpo, y era el de alguien que estaba vivo!
Sacó de nuevo la espada lentamente, inspiró profundamente, y se preparó para
lanzar un golpe terrible contra lo que había bajo su pie.
—¿Así piensas tratar a un amigo? —dijo una voz rota que le llegaba muy
debilitada—. ¿Ahora me vas a utilizar como si yo no fuera más que un simple
peldaño?
—¡Cupido! —Rufo estuvo a punto de caer desmayado.
—Prende una antorcha, por favor. Antes, cuando he visto la luz, pensé que
vendrías a ayudarme, pero después me ha parecido que la antorcha se apagaba y…
He tenido suficiente oscuridad para toda la vida.
Cuando Rufo volvió a su lado comprobó que el gladiador estaba tendido en el
suelo junto al saliente, con el rostro roto de dolor y la mano izquierda agarrándose el
hombro derecho, que debía de dolerle muchísimo. Su cuerpo entero temblaba
horriblemente de pies a cabeza, aterido de frío. Rufo preparó las dos capas e intentó
envolverle en ellas.

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—Cuidado —exclamó Cupido—. ¡El hombro!
—¿Se te ha roto?
Cupido dijo que no con la cabeza.
—Se habrá dislocado cuando la corriente me ha lanzado contra la pared, pero
gracias a eso he salvado la vida. Si hubiera seguido empujado por las aguas como
todos esos nuevos amigos que encontré sumergidos, a estas horas estaría siendo pasto
de los peces del Tíber.
—Puedo ponértelo en su sitio. Lo he conseguido muchas veces cuando se les
dislocaba a los antílopes.
Cupido le dirigió una sonrisa de agotamiento.
—Más tarde pondremos a prueba tus habilidades como médico. Ahora necesito
entrar en calor. Tengo tanto frío como un cadáver de hace una semana. Como no
consigas hacerme entrar en calor, ni esta noche ni nunca saldremos de aquí.
Siguiendo las instrucciones del gladiador, Rufo le envolvió con suavidad. Primero
le puso una de las capas. Y con la otra comenzó a frotarle suavemente la piel. La
tenía azulada y arrugada y con bultos por todos lados. La espalda estaba tan pelada
que en varios sitios le asomaban los huesos desnudos, pues se había rozado contra los
muros de la alcantarilla a gran velocidad. Viendo su estado Rufo se maravilló de que
hubiese sobrevivido, y al propio tiempo temió que aquella tortura, aquella larguísima
inmersión en medio de toda la porquería de Roma, pudiese tener efectos negativos a
largo plazo.
Y muy pronto comprendió que frotarle de aquel modo no servía de nada. La cara
de Cupido estaba cada vez más pálida. Le quitó la capa, se abrazó a él, y envolvió los
cuerpos de los dos en ambas capas, tratando de transmitirle el calor de su propio
cuerpo.
De repente Cupido entreabrió los ojos, y a Rufo le gustó ver el brillo del humor
en el fondo de sus pupilas grises.
—¿Tan débil me encuentras que te has permitido incluso esto? Ojalá mi padre no
esté mirándome desde arriba y no pueda ver lo bajo que he caído.
Cerró los ojos otra vez. Y ahora Rufo comprobó que le había subido un poco de
color a las mejillas.
Diez minutos más tarde el cuerpo de Cupido volvió a agitarse.
—Este romance ya ha durado mucho tiempo. Tráeme la túnica —graznó. Se quitó
la capa dejando el hombro herido al descubierto, y añadió—: Y ahora, inténtalo con
todas tus fuerzas. No pares ni siquiera si me oyes llorar.
Rufo palpó en busca de los músculos, tratando de encontrar el punto exacto donde
tenía que aplicar la presión, y notó que su amigo se encogía por el dolor.
—No sé… No sé si voy a poder… Es todo muy diferente que cuando se lo hacía a
un antílope. Todo, los huesos…

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—Has de hacerlo. Venga, te mostraré cómo. Pon una mano aquí —señaló un
punto del brazo— y la otra aquí. —Y llevó la mano de Rufo al lugar del hombro por
donde asomaba la cabeza de un hueso—. Y ahora empuja con todas tus fuerzas con
esta mano, y tira con la otra.
Rufo se empleó con todas sus fuerza, y su amigo gimió de dolor, pero el hueso
recuperó su posición produciendo de paso un sonido estremecedor.
—Si tus conocimientos de medicina sólo llegan hasta aquí, siento compasión por
esos pobres animales que tienes a tu cuidado. Esta noche el brazo me ha quedado
inútil, pero si vivo para contarlo lo recuperaré plenamente. —Apoyó la mano en el
hombro de Rufo y se impulsó para ponerse de nuevo en pie—. Tenía razón Varro,
éste es el río de la muerte. Cualquiera que haya tenido que trabajar aquí abajo viendo
las cosas que hemos visto y oliendo estos olores espantosos, seguro que tiene que
acabar perdiendo el juicio.
Rufo le ayudó a vestirse la túnica y le puso el cinturón y la espada. Cupido se
colocó el arma en el otro lado y la desenvainó con la mano izquierda, y luego lanzó al
aire un par de golpes.
—Mucho mejor ahora. El hierro me da fuerzas. Puede que me valga con este otro
brazo. En caso contrario —y miró fijamente a Rufo al decirlo— tú serás mi brazo
derecho si hiciera falta. Venga, hemos de irnos. Deprisa. Me temo que ya vamos a
llegar demasiado tarde.
—¿Cómo sabremos que ya hemos llegado al lugar preciso, y cómo saldremos una
vez que estemos allí?
Rufo formuló las dos preguntas que habían estado dándole vueltas a la cabeza
desde el momento en que cerró la tapa del registro.
—Ya lo averiguaremos —dijo Cupido, y su voz sonó cargada de una seguridad
tranquilizadora. Luego sacó la daga y rascó la losa del suelo con la punta, haciendo
un aspa—: Estamos aquí en estos momentos, debajo del Velabro y no muy lejos del
Vico Tusco, al pie mismo del palacio imperial del monte Palatino. Si no me falla la
memoria de aquellos planos de Varro, la cloaca tuerce a la izquierda cuando deja atrás
el foro, y luego cruza delante mismo del edificio del Senado. Después de haber
girado a la derecha por esa zona, nos encontraremos muy cerca de la villa que
buscamos. Esta noche, mientras esperaba que reaparecieses en mi busca, he dirigido
una plegaria a la Venus Cloacina, y le he ofrecido un sacrificio. Era un sacrificio
bastante valioso, y le he pedido que nos ayude a localizar a Emilia. Ya verás como
Venus nos ayuda a hallarla.

***

Veinte minutos más tarde llegaron al lugar donde se encontraban los peldaños que

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buscaban.
Rufo hubiese podido no verlas ni siquiera cuando ya estaban al lado. No eran más
que unas sombras muy densas en la pared de la izquierda. Pero Cupido estaba muy
alerta y con todos los sentidos a punto, y se detuvo justo delante. El nivel de la
calzada superior se encontraba justo encima de sus cabezas, puesto que los peldaños
que permitían subir hasta arriba eran apenas seis. En lo alto había una tapa de
registro, una losa de aspecto semejante al de la que habían tenido que abrir para bajar
a las cloacas.
—Seguramente es uno de los accesos principales —dijo Cupido señalando los
peldaños, tan gastados que se notaba que habían sido utilizados con muchísima
frecuencia.
Una vez arriba Rufo apoyó el hombro contra la losa circular. Creyó que iba a ser
casi imposible retirarla, pero debido a que los peldaños eran profundos y permitían
apoyarse muy bien, la losa cedió fácilmente, en cuanto la empujó la primera vez.
Apagó la antorcha y trepó hasta salir a la calle. Caía una llovizna fina y la luz era la
de un gris amanecer de invierno.
Cuando Cupido comprendió dónde se encontraban, rió de alegría. Estaban en el
centro de un pequeño círculo de piedra, cuyo diámetro medía apenas cinco pasos, y
los muros se alzaban sólo hasta la cintura. A un lado del círculo había un pequeño
altar con la estatua de mármol de una mujer que sostenía unas hojas de mirto.
—Mírala, es la diosa. Nos ha favorecido, tal como le he solicitado.
En efecto, se trataba de un pequeño altar dedicado a la Venus Cloacina, la diosa
de las alcantarillas. Delante de Cupido, a la vuelta de la esquina de una basílica
cercada, Rufo distinguió los muros del foro de Augusto, y el singular techo del
templo de Marte Vengador, el Mars Ultor, en el que se guardaba la espada de Julio
César. Y a la derecha de ese templo, apenas doscientos pasos más allá, se encontraba
el templo de Minerva. Y a continuación la villa de Sabino, el lugar donde estaba
secuestrada Emilia.
—Hubiese preferido llegar en plena noche —dijo Cupido—. Pero
aprovecharemos este resto de oscuridad.
Se pusieron la capucha de sus capas cubriendo la cabeza y comenzaron a caminar
por la calle desierta. De repente Cupido tiró de Rufo y le obligó a guarecerse a la
sombra de un portal.
—Con los sobornos que debe de haber cobrado, me había imaginado que Sabino
podía permitirse algo mejor que esto —dijo Cupido.
Rufo notó que trataba con esta broma de tranquilizarle, pero notó también en su
voz la emoción de quien se apresta a un combate inminente. En cualquier caso, no era
una villa enorme, pero sí bastante grande. Dos pisos de altura, un edificio blanco, y
un jardín que separaba la casa de la calle. Había un muro a todo alrededor, pero no

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era defensivo sino que trataba solamente de aislar el conjunto de los transeúntes.
Desde el sitio en donde se habían escondido divisaban el fulgor anaranjado de una
gran fogata.
Cupido prefirió no emplear la puerta principal, de madera y bastante grande, y
que permanecía completamente cerrada y que seguramente habían asegurado por
dentro con un grueso travesaño.
—Vayamos hasta la esquina del muro, hasta ese sitio donde se ve un árbol
bastante grueso y alto. Los guardias deben de haber encendido la hoguera para
resguardarse del frío, pero también para ver mejor, y para alejar el miedo. Pero me
parece que nos resultará mucho más útil a nosotros.
Estaba comenzando a trazar un plan. Avanzaron cautelosamente por la calzada,
pegados a la pared, hasta llegar al punto indicado por Cupido.
—Sube a lo alto pero una vez arriba pégate al muro, y espérame tendido —
susurró el gladiador, empujando a Rufo hacia arriba con la mano buena, y ayudándole
a encaramarse a lo alto del muro. A pesar del brazo herido, Cupido logró subir solo
con la facilidad de un acróbata. Silenciosamente, se dejaron caer en el jardín.

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43
El instinto de Cupido había dado en el clavo. Junto al montón de troncos
ardientes, cuatro pretorianos uniformados mostraban el cansancio y la escasa atención
de quienes han pasado más tiempo de la cuenta aguardando, mientras el frío húmedo
del invierno les entumecía los músculos. Parecían hipnotizados por la danza de las
llamas rojas que miraban fijamente. El fuego crepitaba, sobre todo cuando uno de los
troncos crujía y lanzaba al aire una columna de chispas. Aunque las sombras de los
arbustos y los árboles no les hubieran ofrecido ninguna protección, Cupido y Rufo
habrían podido colarse en el recinto sin que los guardias se enterasen.
—Llevan demasiado tiempo encerrados en su cuartel sin tener que combatir —
murmuró Cupido—. Pero son igualmente peligrosos. Permanece a mi derecha en todo
momento, y utiliza la espada igual que el día en que tuvimos que defender al
emperador, y verás que podemos con todos ellos.
Por vez primera, Rufo notó un temblor en el pecho, tenía miedo. Cupido se dio
cuenta y apoyó la mano en su hombro.
—Ten confianza, Rufo. Tú llamas su atención, y yo les atacaré. Y no te olvides de
que Emilia está encerrada en la casa. Si perdemos mucho tiempo, la ejecutarán. Lo
importante es la rapidez, no hay que entretenerse en matarles limpiamente a cada uno.
Y dicho esto comenzó a avanzar hacia el grupo, agachándose entre los arbustos.
Igual que una pantera en plena cacería, pero más letal incluso. Los guardias estaban a
sólo veinte pasos, y no se enteraron de absolutamente nada hasta que ya tenían a la
pareja encima de ellos. Y entonces ya era tarde para defenderse.
Rufo había visto a Cupido combatir un montón de veces antes de aquel amanecer,
pero aquella vez fue diferente. Era una furia desatada, fría e inclemente, que sólo
pretendía acabar con sus enemigos. La espada larga del gladiador cortó de un solo
tajo preciso la cabeza del primer pretoriano, y la lanzó hacia la hoguera girando a
gran velocidad sobre sí misma. Dos de los supervivientes eran reclutas muy novatos y
se quedaron helados, mirando paralizados cómo el fuego derretía velozmente los
rasgos de la cara de su compañero. Pero el tercero giró de golpe y se lanzó contra el
encapuchado que les atacaba. Se trataba de un guardia veterano, y cuando vio a
Cupido supo que era hombre muerto. Pero no por eso carecía de valor. Hizo un gesto
desafiante y lanzó una arremetida de la espada contra el vientre descubierto de
Cupido. El gladiador desvió el golpe casi sin hacer ningún esfuerzo, y giró la muñeca
velozmente. El golpe de la espada de Cupido dejó al pretoriano mirando con
perplejidad el muñón del brazo que acababan de cortarle de un solo tajo.
Los demás guardias estaban bien armados, pero se habían quedado tan aterrados y
conmocionados que eran seres indefensos. Todos a la vez tiraron sus espadas al fuego
y cayeron de rodillas, rindiéndose. Cupido no tenía sin embargo tiempo ni ganas de

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mostrarse clemente. Descargó su espada a derecha e izquierda, y los pretorianos
cayeron contra las brasas lanzando gritos de dolor.
—Remátalos —dijo Cupido mientras corría hacia la puerta del edificio.
Rufo se quedó un momento boquiabierto al oír la orden, pero pensó con lógica
que los tres pretorianos estaban prácticamente muertos. El primero de ellos
permanecía sentado en un charco formado por su propia sangre y en el rostro se le
dibujaba una expresión de asombro. Los demás expiraban ruidosamente mientras sus
cuerpos se asaban al fuego. En realidad, matarles era un acto de compasión.
Una vez dentro de la casa les dio la sensación de que el tiempo se hubiera
detenido por completo. Sólo se oían los gemidos del pretoriano que montaba guardia
tras la puerta, y que trataba inútilmente de volverse a meter en el vientre los intestinos
que se le habían desparramado por la enorme grieta que le había producido la espada
de Cupido.
El gladiador seguía avanzando, diez pasos por delante de Rufo, que le seguía a la
carrera, y un poco más allá vio a un guardia de rostro cruzado por una gran cicatriz, y
que sin duda era el jefe de la patrulla de vigilancia. Junto a él se encontraba Emilia.
Ésta miró fijamente a su hermano, con expresión irritada, o algo parecido. No era
miedo lo que mostraba, aunque nada habría estado más justificado que el miedo dado
que la punta de la espada corta del pretoriano la obligaba a alzar el mentón. Bastaba
un golpe para que el guardia se la clavara por debajo de la mandíbula. El pretoriano
mantenía su espalda pegada a la pared enyesada y pintada de color bermellón, y
mostraba una expresión tan aterrada que su miedo valía por el de los dos.
—Un paso más y mato a esta mujer —dijo el guardia con voz ronca.
—¿No te habían dicho que la violaras mientras veía cómo me asaba vivo en la
hoguera? —comentó Cupido, en tono tranquilo, como si se tratara de una
conversación intranscendente.
El guardia cambió de expresión. Su rostro abandonó todo intento de parecer
desafiante, pero se frunció en un gesto de confusión.
—¿No fue eso lo que te dijo Querea que me tuvieses preparado? ¿No te dijo que
me echaras al fuego para cocinarme vivo mientras tú te divertías con Emilia?
El soldado soltó un escupitajo.
—Si tiras la espada al suelo —le dijo a Cupido— podríamos llegar a un acuerdo.
Algo que sea bueno para los dos, ¿qué te parece?
Aunque sus palabras representaban una oferta de negociación, el brillo de sus ojos
traicionaba sus verdaderas intenciones.
—Me parece que tu oferta no me interesa —sonrió Cupido, y el brillo en el ojo
izquierdo del pretoriano se apagó de golpe, pues al mismo tiempo que hablaba, y
como por arte de magia, Cupido sacó su larga espada y le golpeó con ella la cabeza,
consiguiendo que la hoja penetrara en el cráneo del soldado a través de su ojo

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derecho, y dejándole clavado en la pared.
El movimiento de Cupido fue extraordinariamente veloz, tanto que Rufo ni
siquiera alcanzó a verlo. Fue un ataque tan impresionante que sintió deseos de
aplaudir. Jamás llegó a saber si se trataba de un truco que Cupido había aprendido en
sus años de gladiador y que ya había puesto en práctica en el circo, o si quizá fue
parte de las enseñanzas de su padre, cuando el germano era aún un crío que corría a
gatas a los pies de su progenitor. Fuera como fuese que hubiera aprendido a hacer
aquello, su eficacia era terrible. La cuestión es que el gladiador había conseguido
desenvainar y alzar la espada larga con una presteza extraordinaria, y clavarla en un
cuerpo que se encontraba situado a sólo medio palmo de Emilia.
—Has tardado bastante, hermano —dijo ella, soltándose de la mano del
pretoriano que aún la sujetaba por la garganta.
Emilia miró al soldado con frío interés. No estaba muerto, pero no tardaría en
fallecer. Su cuerpo colgaba de la pared, y se agitaba en medio de tremendas
convulsiones. El ojo que aún tenía brillaba con una serie cambiante de expresiones:
horror ante lo que inevitablemente iba a producirse, sorpresa ante la capacidad del
ataque para pillarle desprevenido, y quizás una muda súplica que le pedía a su
atacante que le arrancara aquella cosa dolorosísima que le había atravesado el ojo y la
cabeza.
Emilia escupió en su rostro y tiró de la espada, y el cuerpo cayó como una piedra.
—¿No habías dicho que no tenías ningún hermano? —dijo Cupido.
Ella le sacó la lengua y dijo:
—¡Puaajjj! ¡Pero qué mal hueles!
—Bonita manera de dirigirte a quien te ha salvado. De todas formas, tienes razón.
¿Dónde me puedo bañar? ¿Has visto si hay ropa limpia por ahí?
Emilia le indicó adonde debía dirigirse, y él se fue murmurando por lo bajo acerca
de la ingratitud de las mujeres. Rufo y Emilia se quedaron solos, con la única
compañía del infortunado militar, que ahora trataba de arrastrarse hacia el exterior de
la casa.
—¡Ah, es cierto! —exclamó Emilia, como si acabara de acordarse de algo
importante. Se agachó sobre el soldado y le arrancó del cinto un objeto.
—Estaba segura de que te la habías guardado —dijo en tono triunfal, tras
recuperar su daga de empuñadura enjoyada—. ¿En qué han quedado tus promesas
lujuriosas, Marco?
Dicho esto, clavó la daga con un movimiento repentino en la garganta del
pretoriano, y la sangre que manó de su cuello formó enseguida un charco de color
rojo muy vivo en el mosaico del suelo. Emilia alzó la vista y se fijó en la expresión
horrorizada de Rufo.
—¿Qué crees que habrían hecho conmigo este y el otro pretoriano de ahí, si no

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hubieseis llegado a tiempo? —dijo—. ¿Quieres que te cuente cuáles eran sus planes?
Seguro que te parecerá muy instructivo.
Rufo dijo que no con la cabeza. De repente se sintió cansadísimo. Sus piernas
vacilaron, y habría caído derrumbado en el suelo si no fuera porque Emilia le sostuvo
a tiempo.
—Lo siento, Rufo. He hablado sin pensar en lo que decía. Estos dos cerdos me
han contado lo que la bestia de Querea le hizo a Livia. Llegado el momento, también
él seguirá el mismo rumbo que estos dos por las aguas estigias.
Emilia cogió el rostro de Rufo por la barbilla y, sin darle tiempo a saber lo que
ocurría, le besó. Fue un beso prolongado y apasionado, y Rufo se quedó sin aire y
tuvo la sensación de que el corazón estaba a punto de detenérsele.
—Me has salvado. Me habéis salvado, tú y mi hermano. Acepta esto como pago
por ello. Y no es más que el principio.
Rufo retrocedió un paso. Las emociones contradictorias que sentía le habían
dejado muy confundido. Hacía sólo un instante que aquella joven le había rajado el
cuello a un soldado agonizante, y ahora…
—Mira…
Pero calló de golpe, se oían unos pasos acercándose. Emilia alzó la mano con la
daga que aún goteaba sangre, pero Rufo le indicó por señas que se hiciera a un lado y
corrió junto a la puerta, espada en mano. Permitió que el intruso cruzara el umbral y
le diera la espalda, y enseguida le puso la punta de la espada contra la espina dorsal,
con tanta fuerza que la punta atravesó su túnica.
—Vaya manera de dar la bienvenida a un amigo —dijo Narciso con voz fastidiada
—. Calisto me ha dicho que necesitaríais ayuda. Ahora ha decidido por fin que ya
sabe hacia dónde sopla el viento. De todas formas, me parece que no necesitáis de
ninguna clase de ayuda. Impresionante —concluyó, señalando los dos cuerpos
tendidos boca abajo del guardia veterano y de su joven compañero, rodeados ambos
de sendos charcos de sangre.
—¿Y se puede saber, eunuco, qué clase de ayuda podrías habernos
proporcionado? —dijo Cupido, que en ese momento entraba en la sala por una de las
puertas, vestido con ropa limpia y el cabello rubio bien pegado al cráneo—. No veo
que lleves ninguna espada.
Narciso acogió la pulla con una sonrisa tensa, pero en sus ojos brilló una mirada
cargada de peligro.
—Tienes razón, naturalmente. No todos los romanos somos tan buenos para
producir la muerte de los demás como tú. Pero en momentos de peligro, incluso un
simple escriba puede resultar útil. No sólo venía a ofreceros mi ayuda sino también a
traer un mensaje, que dice lo siguiente: Casio Querea, el tribuno pretoriano, y sus
aliados han planeado acabar hoy con la vida del emperador. Hay que detenerles.

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Debes detenerles.
—¿Y he de ser yo? ¿Por qué? —dijo Cupido haciendo un movimiento negativo
con la cabeza—. Tengo tantos motivos como cualquiera para odiar a Calígula.
—Es muy sencillo. El emperador confía en ti más que en nadie porque ya le
salvaste la vida en una ocasión. Y si necesitas un motivo: porque le has jurado
fidelidad. Y por si necesitases otro motivo: porque si lo impides contribuirás a evitar
que comience una guerra civil en la que morirán sin la menor duda miles de
inocentes. ¿Quieres cargar sobre ti con la culpa de la muerte de miles de inocentes, y
la de otros muchos que quizá no lo son?
—Ándate con cuidado, griego —dijo Cupido. La hoja de su larga espada rozaba
la piel de la garganta de Narciso antes de que los labios del gladiador hubiesen
pronunciado la última palabra. Luego añadió—: Una muerte más no tendría ya mucha
importancia.
Medio asfixiado, como si el metal ya hubiera atravesado su piel, el esclavo
liberado añadió:
—He traído un caballo. El emperador está esperando en el teatro. Debes
convencerle de que lo abandone antes de la hora sexta. La sexta, ¿entendido?
»No más tarde de la sexta. Tampoco debes actuar con precipitación exagerada.
Los asesinos tienen intención de atacar cuando termine la representación. Pero si
supieran cuál es tu intención, podrían atemorizarse, cambiar de planes y atacarle
antes. Por lo general Calígula se va del teatro a tiempo para la comida del mediodía.
Puedes aprovechar su salida para conducirle por una ruta diferente de la
acostumbrada, y llevártelo sin que los asesinos sepan qué está ocurriendo.
—¿Y la guardia? —dijo Cupido, mirándole con dureza.
—Querea ha avisado a sus perros y no habrá vigilancia. Les ha preparado para
que, algo más tarde, cumplan otra clase de órdenes suyas.
Cupido envainó la espada y se puso la capa.
—¡No! —gritó entonces Rufo—. ¡No te fíes de él! ¡Es una trampa!
El gladiador le dirigió una mirada triste.
—Narciso tiene razón. He jurado fidelidad. Y quizá si hago lo que él me pide
pueda compensar las cosas que haya podido hacer anteriormente. Ayúdame si puedes.
Le llevaré por la ruta más corta. Hay un pasadizo secreto que comunica el teatro con
el palacio imperial. Emilia te dirá dónde desemboca. Te espero allí.
Y se fue sin añadir palabra.
—¿Podrías quitarme esa cosa de la espalda? —dijo Narciso en tono algo molesto.
—Tendría que usarla para convertirte en filetes. ¿Se puede saber por qué tu
senador Claudio y tú, que pretendíais que usara mi elefanta para aplastarle, queréis de
repente que siga con vida?
—Hay que calcular cuál es el momento más adecuado —dijo Narciso—. Ven y te

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lo explicaré por el camino.
Narciso había ido a la villa de Sabino en uno de los carruajes imperiales, uno
espléndido con adornos de hojas doradas y filigranas de metal. Tenía derecho de paso
por toda Roma de día y de noche, y nadie se atrevería a interponerse en su camino.
Cruzaron el patio y Rufo comprendió que era mucho más tarde de lo que él pensaba.
La hoguera de los centinelas ya no era más que un montón de cenizas, y había un par
de bultos de aspecto reconocible que todavía humeaban junto al borde de la pira, y
que emitían un poderoso olor a cerdo asado. El aroma hizo que se le amontonara la
saliva en la boca, y este fenómeno le revolvió las tripas.
Cuando el carruaje avanzaba haciendo repicar las llantas metálicas de sus ruedas
en las losas de la calle, Narciso le explicó por qué razón era tan importante que el
emperador sobreviviera.
—Querea cree que si mata hoy a Calígula no habrá nada que le impida
convertirse en su sucesor, pero se equivoca. Si el emperador muriese sin sucesor, una
docena de generales caería sobre Roma al frente de sus legiones, y todos ellos
convencidos de tener muy buenas razones para asumir personalmente el poder. La
guardia germana, que se opone a Querea, tiene la clave de lo que pueda ocurrir. Lo
que ocurra depende del momento y del reparto del poder. Si convencemos a los
pretorianos germanos de que deben proclamar emperador a un miembro de la familia,
puesto que se trataría de un heredero natural, y si esa parte de la guardia lleva a un
pariente de Calígula al Senado y lo hace a tiempo, ese sucesor tendrá el respaldo del
ejército y del pueblo. Y entonces los generales se quedarán en las provincias donde
tienen sus cuarteles generales, y habrá paz.
—Y un nuevo emperador que se llamará Claudio. Narciso se encogió de hombros
como si eso no importara mucho:
—Convencer al senador Claudio no ha sido nada sencillo. Pero al final ha
comprendido que estos tiempos son demasiado… —Trató de encontrar la palabra
adecuada durante unos momentos, y continuó—: turbulentos para que nadie pueda
convencer al Senado de que lo mejor sería volver a la república. Ya sólo falta una
cosa: acordar un precio con los germanos. Te sorprendería saber lo aburridas que son
las cosas cuando hay que lidiar con la avaricia, Rufo. Y para negociar necesitamos
tiempo. Por eso hace falta que Cupido salve hoy al emperador.
—Pero de todas formas, Calígula tendrá que morir.
Narciso sonrió y enseguida repuso:
—Todos tendremos que morir tarde o temprano, querido Rufo. Y en efecto,
Calígula morirá… Y lo hará cuando nosotros decidamos que debe morir. ¿Sigue
nuestro pacto en pie?
—No.
Narciso mantuvo la sonrisa:

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—Me lo imaginaba. Nunca me había parecido ni siquiera probable que acabaras
siendo tú el asesino. Tiendes a ver el lado bueno de las personas. —Alzó la vista y
miró a Emilia, que parecía dormitar—. Algún día esta característica tuya acabará
trayéndote problemas.

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44
Cuando llegaron al monte Palatino era casi mediodía. Rufo salió del carruaje de
un salto. Narciso le agarró del brazo:
—Recuérdalo. Llegado el momento, me derrotarás. Por ahora, escolta al
emperador hasta su palacio, allí estará a salvo. Todos los guardias son germanos y
fieles a él.
—Ve a palacio y espérame allí —dijo Rufo volviéndose a Emilia y sin admitir
discusión.
La mirada que ella le dirigió habría bastado para tumbar a un ternero, y su voz
estaba cargada de menosprecio:
—¿Crees que puedes mantenerme alejada de mi emperador?
Rufo se quedó muy confundido ante aquel cambio de actitud por parte de Emilia.
¿Dónde estaba la joven de labios húmedos que hacía no mucho rato le había dado
aquel largo beso? Trató de responder endureciendo la voz, imitándola:
—De acuerdo, ven conmigo. Pero si tratas de impedir que corra, te dejaré atrás.
—Soy la hermana de Cupido. Si llegas tarde, te aseguro que no será por mi culpa.
Y comenzó a avanzar al trote, como los soldados cuando salen en campaña, y a
pesar de que las faldas le entorpecían a veces el paso, a Rufo le costó no quedar
rezagado.
Cuando llegaron a las columnas que formaban la entrada del pasadizo procedente
del teatro, Emilia había desacelerado un poco el ritmo de la marcha. Rufo intentó
hacerle ver la contradicción que había entre la manera como le había tratado cuando
estuvieron solos en la villa de Sabino y la actitud que la joven acababa de adoptar
junto al carruaje, pero ella se negó siquiera a hacerle caso. Había cambiado de humor
una vez más. Se mostraba silenciosa y reservada, aunque su rostro mantenía una
expresión de absoluta determinación. Entraron en el pasillo y caminaron juntos, pero
en silencio. Era tan ancho que hubiesen cabido seis soldados marchando codo con
codo, pero estaba muy oscuro ya que solamente brillaban aquí y allá los rayos de sol
que se colaban por unos ventanucos altos separados unos de otros por una veintena de
pasos. A Rufo le recordó en ciertos aspectos a la cloaca Palatina, pero el aire era
fresco. Y las paredes estaban forradas de mármol blanco, y el piso de mosaico,
aunque la falta de luz no permitía captar los detalles, parecía maravilloso. Lo habían
decorado por partes algunos de los mejores artistas de todo el imperio. Habían creado
escenas en las que aparecían dioses de expresión furiosa y monstruos de ojos
terribles, y el trabajo era tan magnífico que casi parecía sacrílego pisar aquella
belleza. En una de las escenas que llamaron más la atención de Rufo, un sinuoso
dragón marino de escamas verde esmeralda y sendas hileras de dientes ominosos se
enroscaba en pleno combate con una ballena enorme que trataba de salvar la vida. Un

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poco más adelante, Júpiter lanzaba unos rayos dorados en forma de línea quebrada
que atravesaban un bello y despejado cielo sobre el mar Tirreno para alcanzar a un
gigante barbudo armado de un tridente, y que sin duda era el dios Neptuno. A lo largo
del pasadizo había de vez en cuando pequeñas oquedades cubiertas por cortinajes y
en las que como decoración se encontraban bellas estatuas de emperadores y
generales famosos, todos los hombres que habían contribuido a la grandeza de Roma.
El interior de aquellos entrantes permanecía a oscuras y oculto, y Rufo estaba más
nervioso por momentos. Narciso había dicho muy convencido que Querea había
acuartelado a sus guardias. Pero en caso de tropezarse con una patrulla de
Escorpiones, sus vidas durarían apenas unos segundos.
Habían llegado casi a la mitad del recorrido cuando Emilia se detuvo en seco.
Rufo frenó a su lado y bajó la mano a la espada, presa de pánico. ¿Acaso ella había
visto algo que a él se le había pasado por alto? Permaneció al lado de Emilia, la hoja
desnuda en la mano derecha, y esperó. Sus oídos sólo percibían los fortísimos latidos
que brotaban de su propio pecho.
Unos dedos muy delgados y cálidos se entrelazaron con los suyos, y Rufo los
apretó. Se volvió sorprendido hacia Emilia y encontró sus ojos que le miraban con
tristeza infinita. Tanta que se asustó más incluso, y el miedo que esa mirada le hizo
sentir fue más terrible que todo lo que llevaba visto en aquella terrible jornada. Era la
mirada de alguien que lo había perdido todo, todo menos una parte de su espíritu. La
misma mirada, seguramente, que debían de mostrar los ojos de Emilia el día en que
se la llevaron para convertirla en esclava mientras el mundo entero ardía en llamas a
su alrededor.
La joven alzó la otra mano para tocarle la mejilla. Y cuando por fin le habló, lo
hizo con voz de niña. Rufo comprendió que se había olvidado de lo joven que era
aquella muchacha. Y mirándola pensó que aquella expresión tan triste hacía que
pareciese aún más bella.
—Pase lo que pase, Rufo, no pienses mal de mí. Por mucho que hayas sufrido y
vayas a sufrir, recuerda que yo he sufrido mucho más. No soportaría pensar que vas a
odiarme. A veces no controlamos nuestras vidas en lo más mínimo. Es nuestra vida la
que nos controla. Hace mucho tiempo creí que iba a poder amarte como tú me
amabas a mí. Pero primero se interpuso Livia, y ahora lo hace el emperador.
Compartir una sonrisa sería la muerte, ahora.
Rufo tuvo intención de replicar, pero su mente era un torbellino de confusión, de
pensamientos que cobraban forma y se partían en pedazos, de esperanzas que surgían
y se rompían contra la certidumbre de las palabras de Emilia, duras como el
diamante.
Ella le puso un dedo en los labios y le dijo en voz muy baja:
—Tú debes vivir tu vida y yo viviré la mía, no importa lo que esa vida traiga

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consigo. Prométemelo.
Rufo sacudió la cabeza, víctima todavía del torbellino de confusiones y
emociones contradictorias. No quería dejar que toda esperanza muriese, aunque fuera
a costa de su propia vida.
Ella iba a añadir algo más, pero el ruido de unas voces les llegó desde el fondo
del pasadizo, y Rufo dio un paso adelante para protegerla, y alzó la espada.
—¿Se puede saber por qué no hemos podido esperar a que vengan los
porteadores? Prefiero que me lleven en mi litera. No es propio de un emperador tener
que ir andando cuando pueden llevarle sus esclavos.
El tono estridente y quejumbroso de la voz de Calígula era fácilmente
reconocible. Cuando Cupido respondió, sus palabras les llegaron con fuerza y
claridad:
—A veces hay que preocuparse más por la vida que por la dignidad del
emperador. Hay que continuar…
Rufo suspiró aliviado. Ya estaba llegando Cupido. No habría peligro con él cerca.
El gladiador se haría cargo de la situación y su presencia indomable y su valentía
infinita les ayudarían a salir del aprieto. Hacía apenas unos segundos, Rufo era capaz
de asustarse de su propia sombra, pero al lado de Cupido no temía ninguna
circunstancia, por adversa que pudiera ser. Agarró la espada con más fuerza. Cada
vez se sentía más a gusto con ella.
Al fondo del pasadizo, donde terminaba una suave curvatura de su trazado,
aparecieron las figuras de dos hombres. En un primer momento daba la sensación de
que combatieran. Pero enseguida Rufo vio que el uno sostenía al otro y le iba dando
empujones para que caminara por el pasadizo lo más rápidamente posible.
—Suelta a tu emperador, necio —decía Calígula a gritos, tratando de zafarse de
Cupido, que tiraba de su toga—. Mnester, el actor, estaba alcanzando el momento
culminante con la música de Cíniras, y sólo le he visto danzar una vez. Y el pueblo
espera ver a su emperador en los juegos, y te garantizo que le verá allí.
—Gran César, no me cansaré de repetirlo. Si no llegamos a palacio muy pronto,
ver a Mnester bailando será imposible, porque los muertos no van al teatro ni al circo.
Los pretorianos desleales nos pisan los talones. El emperador ha sido traicionado. Y
los pretorianos fieles, mis Lobos, apenas podrán repeler el ataque durante unos
momentos. Como no nos apresuremos, Roma se va a quedar sin su emperador.
Fue como si estas últimas palabras hubiesen logrado penetrar más allá de la
dignidad mancillada de Calígula, que permitió que lo arrastrasen unos cuantos pasos
más.
—¿Quién ha sido? —preguntó en un tono que combinaba la incredulidad y el
pasmo—. ¿Quién ha traicionado a Roma?
—Cuando lleguemos a palacio, Narciso dirá los nombres de los traidores —dijo

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Cupido. Al oírle, Calígula se quedó rígido, y al instante el gladiador comprendió que
había cometido un error.
—¿Narciso? —dijo Calígula, y su voz era un chillido de pánico—. ¿El espía
preferido de mi tío? Quiero que me traigan mi litera y cuando esté subido en ella voy
a ordenar que le detengan. ¿Qué clase de trampa es ésta? ¿Me arrastras para ponerme
en manos de mi enemigo?
—¡Cupido! —exclamó entonces Rufo.
El joven germano se quedó helado y al instante había alzado su espada
defensivamente.
Calígula se quedó perplejo.
—¿Se puede saber qué hace mi esclavo aquí? ¿No tendría que estar cuidando de
mi elefante?
Cupido sonrió y envainó la espada.
—Son amigos, César. No hay nada que temer.
Sin apenas mirarla, Rufo notó que Emilia se ponía en tensión a su lado. Era como
si estuviesen conectados por alguna clase de vínculo físico. Y por fin comprendió por
qué motivos los sentimientos de Emilia habían estado fluctuando con tanta rapidez
desde hacía un buen rato. Se maldijo a sí mismo por haber sido tan estúpido de no
haberse dado cuenta desde el principio. ¿Cómo había permanecido tan ciego? Emilia
estaba presta a actuar, había tomado una decisión terrible. Rufo deseó con todas sus
fuerzas que la joven se quedara quieta. A su lado. Por favor, pensó el esclavo, que sea
capaz de gobernar su propia vida. Que los hados se vean satisfechos, pero que no sea
ahora.
—¡César! —exclamó Emilia. Y a Rufo se le heló el corazón.
Vio a la joven salir corriendo hacia el emperador, a toda la velocidad que le
permitía la larga falda, con sus rizos dorados flotando a su espalda. Fue como si los
dioses hubiesen frenado el curso del tiempo. Cada latido del corazón de Rufo parecía
contener toda una eternidad. No hacía falta siquiera respirar. Cada nuevo paso que
daba Emilia era un paso que la alejaba para siempre de Rufo. Iba a gritar su nombre,
y se mordió el labio para no hacerlo.
Calígula se encontraba a la derecha de Cupido, tironeándose de los extremos de la
toga, para tratar de devolverle su forma original. En su rostro se dibujó una expresión
de perplejidad. Aquellas muestras públicas de cariño por parte de Emilia le
produjeron tanta sorpresa como a Rufo, y como al propio Cupido, que no salía de su
asombro.
Emilia llegó por fin adonde se encontraba el emperador. Rufo notó que le
escocían los ojos, que comenzaba a derramar lágrimas al ver que Emilia abrazaba a
Calígula de la manera como sólo un amante lo podría hacer, cogiéndole de la nuca
con la mano izquierda para forzarle a buscar sus labios mientras ella se ponía de

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puntillas y le acercaba los suyos.
Las dos figuras quedaban iluminadas en medio de la penumbra por los rayos de
sol que se colaban por uno de los ventanucos cuadrados, y todo aquello ocurrió tan
deprisa que al principio Rufo no entendió qué era lo que estaba ocurriendo. La mano
derecha de Emilia se alzó hacia la mejilla de su amante, y en ese mismo momento
centelleó un rojo muy vivo mezclado con unos brillos verdes, como si el sol hubiese
alcanzado el ala de un estornino arrancándole reflejos de vivo color. En ese mismo
instante el emperador soltó un grito y dio un paso atrás, llevándose la mano al cuello.
Calígula estaba hasta entonces muy ocupado tratando de entender qué ocurría,
pues la misma esclava que se había resistido a que abusara de ella como le había dado
la gana, ahora le declaraba públicamente su amor, mientras que al mismo tiempo que
se devanaba los sesos en la resolución de la aparente contradicción, no podía sino
distraerse del problema fijándose en lo que la lengua de la joven hacía dentro de su
boca. Por todo ello, la picadura como de avispa que notó en el cuello fue para él la
mayor de las sorpresas.
Un instante más tarde ya sabía que aquello era algo bastante más grave que la
picadura de una avispa, y las tripas se le revolvieron. Lo que había notado en el
cuello era un pinchazo afiladísimo, mortal, descargado por una mano fuerte que había
hecho penetrar el ataque hasta el fondo. Sintió pánico, un pánico creciente y un dolor
cada vez más acusado en el cuello, tanto que era como si le hubiesen metido la punta
de un clavo al rojo vivo que se había colado dentro mismo de la garganta, de manera
que le costaba muchísimo respirar. Los labios de Emilia se despegaron de los suyos y
se encontró mirando la luz enloquecida que brillaba en las pupilas de la joven. Esta
retrocedió unos pasos, y en sus labios se esbozó una sonrisa triunfal.
Con una mano temblorosa se palpó el cuello, y sus dedos se sobresaltaron al
encontrar la empuñadura de la pequeña daga enjoyada de Emilia. La cabeza le daba
vueltas conforme se iba dando cuenta de la enormidad de lo que le estaba pasando, y
se mareó y estuvo a punto de caer en redondo. Trató de decir alguna cosa pero lo
único que salió de sus labios fue un extraño ruido parecido a un gorgoteo. Dio
instrucciones a sus dedos para que arrancasen la daga y consiguió darle un tirón. La
hoja, muy corta, había dejado una herida de abertura pequeña de la que brotaba
sangre a borbotones espasmódicos que mancharon el hombro de la toga que llevaba.
Un rojo oscuro y transparente sobre un blanco inmaculado.
—¿Qué has hecho? —exclamó Cupido, apartando por la fuerza a Emilia, que aún
estaba cerca de Calígula.
El emperador tosió y escupió sangre. Aquello sirvió aparentemente para
desobstruirle la garganta. Y así se reencontró con su voz:
—¿Que qué ha hecho? La muy puta me ha matado. Cumple con tu deber,
ejecútala.

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Cupido le ignoró por completo y se dirigió a su hermana:
—Vete, ahora mismo. Busca a Narciso y dile que, si te pone a salvo, cumpliré con
sus deseos. Recuérdalo bien. —Sacudió a su hermana por los hombros e insistió—:
Dile que si te pone a salvo Cupido hará lo que le pidió.
Emilia hizo tanto caso a sus palabras como si hubiese oído cantar a un pajarillo.
Parecía estar paralizada.
—Ayúdala tú —le rogó a Rufo—. Sácala de aquí. Ganaré tiempo para que puedas
llevarla adonde pueda permanecer oculta.
La cabeza de Rufo trataba de pensar velozmente en medio de la confusión.
Miraba a Emilia y luego a Calígula y después otra vez a Emilia, incapaz de creer lo
que había visto. La joven había tratado de asesinar al emperador, precisamente
cuando ellos intentaban salvar su vida. Salvar a Calígula ahora equivalía a condenarla
a ella, y no salvarle significaba condenar a la muerte a los miles de inocentes que,
según Narciso, podían morir en la guerra civil que iba a producirse según él de
manera inevitable.
—Corre —dijo Cupido agarrándole del brazo—. Sácala de aquí inmediatamente.
Busca a Narciso.
Rufo asintió con la cabeza, pero en ese mismo momento oyó el inconfundible
sonido que produce una espada cuando la desenvainan. Se habían olvidado por
completo del emperador. Y Calígula había conseguido acercarse a Cupido y coger su
espada por la empuñadura y tirar de ella.
—Si no piensas matar a esa puta tú mismo, lo haré yo —dijo enfurecido, alzando
la espada hasta situar la punta a tres palmos del pecho de Emilia, preparándose para
descargar una estocada que atravesaría fatalmente a la joven.
Emilia le miró con enorme desprecio. Rufo recordó una estatua que había visto
una vez, representaba la imagen de una princesa galacia que protegía a sus hijos de la
venganza de las legiones romanas, con una actitud y una expresión en las que se
combinaban el desafío, la valentía y la desesperación para vergüenza de sus
atacantes.
—Ataca como la serpiente que eres… —le dijo Emilia.
Los ojos de Calígula se le salían de las órbitas encendidos de furia ante el insulto.
El rostro se le retorció formando una mueva espantosa y, gritando con todo el odio
que sentía, se lanzó a la carga para clavar la hoja en el pecho desprotegido de Emilia.
Rufo no vio el movimiento de Cupido, que actuó con presteza inverosímil. Era de
nuevo el gladiador que actuaba en el circo, y que estaba de nuevo realizando una de
aquellas rapidísimas transiciones en el tiempo y el espacio que le habían mantenido
con vida durante cuatro años en el lugar más peligroso del mundo entero. Tardó
menos de lo que tarda en producirse un latido en interponerse como una barrera
humana entre su hermana y la espada de Calígula, con un brazo extendido hacia el

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emperador.
Parecía que nada pudiera hacerle daño. Llevaba el pecho protegido por la
armadura con el dibujo del lobo, pero al levantar el brazo protector dejó al
descubierto el hueco de la axila, y la espada con la que Calígula lanzaba su ataque se
coló por aquel orificio, impulsada con semejante fuerza que penetró por completo en
el cuerpo del gladiador, que ofreció tan poca resistencia como si estuviera hecho de
seda.
La punta de la espada se abrió paso en la carne, y Cupido sintió que su cabeza
estallaba al mismo tiempo. Extrañamente, no notó ningún dolor, sólo la tremenda
conmoción que siente cualquiera que se zambulla de golpe en un río helado en pleno
invierno. El corazón se le detuvo de golpe. Era lo mismo que habían experimentado
todos los hombres con los que había combatido, todos aquellos a los que había
terminado matando. ¿Cuántas veces se había despertado, sudoroso, en plena noche,
preguntándose qué habían sentido? Y ahora lo sentía él. Durante los brevísimos
instantes que transcurrieron hasta el momento en que perdió por completo la
conciencia, supo sorprendido que el sentimiento era casi de bienvenida. ¡Qué extraño
que se enfrentara a eso de forma tan… objetiva! Sin miedo ninguno. Pensó en la lista
de órganos que la hoja de la espada había atravesado: el pulmón primero y luego el
corazón y luego el pulmón otra vez. La muerte.
Rufo vio que su amigo se estremecía con un estertor cuando la hoja de hierro se
introducía en su cuerpo. Oyó el grito de Emilia. Durante un instante el emperador, el
dueño de Roma, desapareció para ser sustituido por el enemigo. Rufo soltó un
aullido, un aullido de lobo sin piedad que llenó de odio y furia el pasadizo, y actuó
movido por el incontenible deseo de venganza. La espada que su mano sostenía se
alzó como movida por el impulso de una vida propia, y cortó la mandíbula de
Calígula hasta casi partirla en dos, y salió por la mejilla, abriéndola con un profundo
corte. El emperador se tambaleó retrocediendo, llevando una mano hacia su rostro
destrozado, pero sin soltar la espada que sostenía en la otra mano, que extrajo del
cuerpo ensangrentado de Cupido, momento en el cual el cuerpo del gladiador cayó a
plomo al suelo, como si al sacar la hoja se hubiese llevado consigo todo rastro de
vida.
Rufo se lanzó hacia Calígula, pero un revés de la larga espada del gladiador le
obligó a saltar lateralmente, de modo que la estocada que hubiese debido reventar las
tripas de Calígula apenas le produjo un corte en la toga. La boca del emperador
emitió un gruñido terrible, como el de un cerdo buscando bellotas en tierra. Sin
embargo, ni la nueva herida espantosa de su rostro, ni la que la daga de Emilia le
había producido en el cuello, bastaron para tumbarle.
La espada que aún sostenía trazó un semicírculo en el aire tratando de matar a
Rufo, pero éste consiguió librarse de su filo, aunque apenas por un dedo. De nuevo se

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situó de manera que pudiese descargar un golpe mortal, y otra vez alcanzó a entrever
por el rabillo del ojo un centelleo fugaz de la hoja plateada de la espada larga, y pudo
librarse dando un salto de un golpe que a punto estuvo de rasgarle el vientre.
Sabía que cuanto más tiempo durase el combate más probabilidades tenía
Calígula de matarle. Pero un ejército de fantasmas le impulsó a seguir y vencer. Allí
estaban Varro, Fronto, Quintilia y las innumerables víctimas de aquel ser monstruoso:
todas ellas le susurraban al oído clamando venganza, pidiendo justicia. Venganza. El
rostro de Cupido planeó un momento delante de él, y al mismo tiempo oyó dentro de
su cabeza una voz tranquila. Durante los instantes que siguieron, los movimientos de
Rufo se hicieron más controlados, más sutiles. La punta de su espada bailó lanzando
golpes rapidísimos que frustraron y engañaron a su rival. Era ahora el emperador
quien, de repente, comenzaba a retroceder forzado a defenderse del ataque
relampagueante, hasta hacerle tropezar. Y en ese momento Rufo cayó sobre él
descargando su espada contra el cuello del emperador, que había quedado por
completo expuesto. Calígula aún fue increíblemente capaz de esquivar parcialmente
el golpe, y clavó una mano cuyos dedos parecían de hierro en la garganta de Rufo, y
se cerraron sobre ella. Ahora era el esclavo el que notaba la falta de aire y emitía por
la boca angustiados gorgoteos.
Animado por una furia frenética Rufo clavó la espada contra el cuerpo del
emperador, algunas veces notando que daba un tajo en la carne, pero sin lograr que
ninguna vez le infligiese una herida mortal. La mano de hierro seguía apretándole, y
Rufo notó que su visión se difuminaba hasta cegarse por completo.
Estaba muñéndose.
El brazo de Calígula, con sus músculos duros como piedras por el intento de
matarle de asfixia, estaba justo delante de la cara de Rufo, que prácticamente ya no
podía combatir. Le había quedado la mente en blanco, aunque en algún rincón de su
cuerpo todavía pululaba un resto de fuerza instintiva que le exigía que luchara por su
supervivencia. Había dejado de dar golpes ineficaces con su espada corta y como si
actuara movida por su propio impulso, el filo de su hoja empezó a serrar, lenta y
determinadamente, los tendones del antebrazo del emperador. Calígula soltó un
gruñido ante tan inesperado ataque, y la luz asesina de sus ojos enloquecidos se
transformó por instantes en pura duda.
Empezó a aflojar la presión que ejercía con la mano, el brazo acabó cayendo, y
Rufo consiguió respirar de nuevo. El peso de su rival dejó de aplastarle porque
Calígula retrocedió. Pero el emperador mantenía en su mano derecha la espada larga
que había pertenecido a Cupido. Rufo vio que la levantaba para descargar un postrer
golpe fatal. La hoja era muy pesada y Rufo supo que no iba a tener tiempo de parar su
golpe, y que Calígula iba a partirle el cráneo en dos. Pero, como salida de ninguna
parte, una manita leve agarró la muñeca de Calígula, y el emperador tuvo que girarse

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un poco, sorprendido. Era la oportunidad que Rufo necesitaba. Utilizando hasta la
última gota de sus escasas fuerzas, hundió su gladius entre dos de las costillas del
emperador y buscó el corazón con la punta de la espada.
El hombre que gobernaba a un millón de romanos soltó un grito de agonía final, y
en su rostro se dibujó una expresión horrorizada. Rufo notó el momento en el que el
espíritu del emperador abandonaba su cuerpo, como el agua saltando violentamente
al romperse la presa que la contenía. El emperador cayó desplomado junto a él, dando
un brusco giro de forma que cayó de espaldas, y con los ojos sin vida fijos en el
techo. Calígula había muerto. Había vivido veintiocho años y gobernado Roma sólo
tres, y diez meses y ocho días.
Rufo permaneció tendido en el suelo durante lo que pareció una eternidad, los
ojos fijos en el ventanuco, mirando las nubes que pasaban por el cielo, prueba
irrefutable de lo que parecía imposible: estaba vivo. Trató de pensar qué era lo que
tenía que hacer a continuación, pero parecía que su cabeza estuviese todavía
abrumada por la enormidad de todo lo que había pasado anteriormente. Los
pensamientos se le derretían antes de tomar cuerpo, como el agua que se escurre entre
los dedos de una mano.
—¡Rufo!
La voz incorpórea de Emilia sonó apremiante a su lado, y fue así como le pareció
que recuperaba la sensatez. La miró casi sin ver.
—¡Rufo! —repitió ella—. Se acercan. Como nos encuentren aquí, nos matarán.
En efecto, Rufo oyó las voces acercándose, el ruido metálico de las armaduras.
Estaba tan cansado que no podía pensar, pero Emilia pensaba por los dos.
—Ayúdame —susurró ella a su oído.
Cupido. De repente Rufo empezó a recordar. Cupido había sido gravemente
herido por Calígula. Alzó la cabeza y vio que Emilia trataba de arrastrar el cuerpo de
su hermano hacia una de las oquedades laterales, cuya entrada estaba cerrada por una
gruesa cortina.
Rufo trató de levantarse y ayudarla, pero resbaló y bajó la vista. El suelo era un
charco de sangre, y el pasillo entero parecía un matadero. Su ropa estaba también
empapada de sangre, al igual que su cara y sus brazos y hasta sus cabellos.
Las voces se aproximaban. Pero la situación era imposible.
—Mira el rastro que dejan tus sandalias —dijo a Emilia, asustado, y quitándose
su calzado—. Hasta un niño podría seguirlo.
Emilia bajó la vista y contempló las huellas que estaba dejando en el suelo. Se
quitó el calzado. Entre los dos cogieron el cuerpo de Cupido, lo levantaron, y lo
llevaron al interior del pequeño entrante hasta dejarlo tendido con mucho cuidado en
el suelo, pegado a la pared. Apenas cabían los tres al pie de la estatua situada en el
centro de la oquedad, pero afortunadamente la cortina era larga y llegaba hasta el

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suelo de mosaico.
Permanecieron en silencio, cogiendo cada uno una de las manos de Cupido.
Oyeron pasos que se acercaban, caminando ahora con mucha cautela, y luego se
escuchó un tremendo grito. Uno de los soldados acababa de reconocer la identidad
del cadáver que yacía destrozado en el suelo. Después se oyó otra voz que a Rufo no
le costó nada reconocer, una voz que sonó apremiante, aunque también balbuceaba.
—Parece que alguien nos ha ahorrado el trabajo. Y, a fuer de sincero, se han
empleado a fondo —exclamó Casio Querea—. Estos hijos de puta de los Lobos se
han ensañado. Ya sabía yo que se traían alguna cosa entre manos. Tenían sus propios
planes, y tienen también a su propio candidato a emperador.
—¿Quién?
—Da lo mismo, Sabino. Lo único que importa ahora es que hemos de matarles,
hay que matarles a todos. Lo único que importa es que tenemos que hacerlo
inmediatamente. Tú sube al monte por poniente, tal como habíamos dicho. Da caza a
Milonia y al crío. No quiero que quede ningún descendiente de su linaje. Mata
también a sus hermanas, si las encuentras. Ya sabes a quiénes has de matar. Hazlo.
—¿Y Claudio? No he visto el nombre del senador en ninguna de las listas.
—Déjamelo a mí. Yo me encargaré de él. Tengo ciertos planes para Claudio y
para esa víbora del griego. Corre. Tenemos que actuar con muchísima rapidez.
Rufo contuvo el aliento mientras al otro lado de la cortina una docena de soldados
salía corriendo. Tenían que encontrar otro refugio, mucho más seguro que aquel, pero
prefirió pensar un momento qué era mejor. Su única ayuda exterior era la que podía
proporcionarles Narciso, pero tampoco podía estar del todo seguro. ¿Correría el
griego algún riesgo por ayudarles? No había más que una forma de averiguarlo.
Adelantó la mano para descorrer la cortina, pero una voz solitaria frenó la acción y a
punto estuvo de pararle también el corazón para siempre.
Por alguna razón Querea se había rezagado y seguía en pie junto al cadáver de su
torturador, mientras los hombres que seguían sus órdenes se encaminaban
presurosamente a cumplirlas.
—¿Qué te pasa, joven león, ya no eres tan valiente? —El tono burlón del
pretoriano sonaba con claridad en el pasadizo abandonado por los demás—. Es una
lástima que los Lobos te hayan pillado antes que yo. Merecías una muerte
especialmente lenta, y hace tiempo que soñaba que morías en mis manos. ¿Alguna
vez han quedado sin venganza tantísimos insultos? Pero me queda algo por hacer
todavía.
Hubo una breve pausa, y luego se oyó el inconfundible sonido de un pequeño
chorro líquido que rompía el silencio.
Tras haber deshonrado de aquel modo el cadáver del emperador, se oyeron los
pasos de un solo par de sandalias claveteadas que se acercaban a buen ritmo hacia su

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escondrijo. Rufo soltó la mano con la que sostenía la de Cupido, agarró la espada
corta y miró fijamente a Emilia, ordenándole que estuviese muy quieta.
Los pasos cesaron al otro lado de la cortina. Rufo imaginó que Querea estaba
estudiando las diversas manchas de sangre que había esparcidas por todo el piso de
mosaico. Trató de recordar si la herida de Cupido soltaba sangre todavía cuando lo
entraron en la oquedad. Le pareció que en ese momento ya no sangraba. Porque, de lo
contrario, era como un indicador que estaría ahora mismo señalando hacia ellos.
Le pareció que el silencio duraba una eternidad, y luego los mismos pasos
rítmicos siguieron su camino en otra dirección. Cuando dejaron de oírse, Rufo soltó
un profundo suspiro y se dejó caer al lado de su amigo. La cara del gladiador había
adquirido una palidez de cera agrisada, pero no sangraba. Rufo lo miró con cuidado y
vio una herida bajo su axila izquierda. Era pequeña y parecía insignificante.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó.
—No lo entenderás nunca. Eres un hombre —dijo Emilia.
—Necesito entender.
—Era un ser repugnante. Más repugnante de lo que podrías imaginar. Merecía
morir doce veces. Si pudiera, volvería a matarle.
Entre los dos sonó lo que parecía ser una especie de risilla sofocada.
—Te han estafado, hermanita. ¿Qué significa la muerte para todo un dios? Yo no
soy más que un hombre, y he visto la muerte con mil disfraces distintos. Y no la
temo.
Rufo apretó la mano de Cupido. Estaba tan fría como cuando se la cogió al
reencontrarle en las alcantarillas. Fría como la mano de un cadáver.
La mente del gladiador saltaba del pasado al presente, de la realidad a la ilusión, y
ambos extremos seguían resultándole confusos. Sabía que estaba muriendo. Lo
aceptó casi con gratitud, y con esa aceptación sintió un ataque de euforia extraña que
empapó su cuerpo entero de cierto suave calor. Notó la mano fuerte de su padre que
le cogía de la cintura para montarle encima de su primer caballo enano. Saboreó las
dulces fresas de los primeros labios que besó. Entendió por fin la desolación que
sintió su madre el día en que le vio coger por vez primera una espada, una pena
terrible que él pudo leer en sus ojos. Le tendió una mano, para pedirle a su madre
perdón, pero antes de alcanzarla notó un pinchazo de espantoso dolor bajo el brazo, y
se encontró de nuevo en la oquedad de la estatua, entre Rufo y Emilia que le miraban
con expresión preocupada.
Tosió y la tos le supo a sangre.
—No te aflijas por mí, Rufo. Una legión entera de muertos me aguarda en las
salas del otro mundo. Celebraremos allí una gran fiesta y alardearemos de las hazañas
de nuestras grandes batallas. Y yo… —le tembló la voz, y soltó una risilla infantil—:
Y yo seré uno de los más grandes entre los grandes.

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—¿Y se puede saber, Cupido, por qué serás tú uno de los más grandes entre los
grandes cuando ya estés en el otro mundo?
El gladiador le apretó la mano en ese momento:
—¿Puede caber un honor mayor que el de morir en manos del emperador en
persona?
Rufo parpadeó para conseguir que se desprendieran de sus ojos unas lágrimas
inoportunas mientras veía en los ojos de su amigo que la vida se le escapaba.
Notó que la mano que le sujetaba la suya perdía fuerza y creyó que todo había
terminado. Pero Cupido aún tenía un resto de fuerzas que aprovechó para decir,
medio asfixiado, una última frase:
—Recuérdalo —dijo jadeando—, una espada en la mano y un amigo a mi lado.
Rufo se inclinó para depositar un beso en la piel fría de la frente del gladiador, y
al mismo tiempo colocó la empuñadura de la gladius en la palma abierta de su amigo,
y cerró luego sobre ella los dedos sin vida. Cupido se relajó, y su rostro pareció por
un momento el de un muchacho, y soltó un suspiro prolongado, casi apenado. El más
grande gladiador de su tiempo había fallecido al fin.
Emilia acarició la melena rubia de su hermano y le habló en susurros.
Extrañamente, no derramó ninguna lágrima. Rufo se preguntó por qué. ¿Tal vez
porque el tiempo que pasó en el palacio de Calígula la había habituado tanto a la
muerte, hasta tal punto que ni siquiera el fallecimiento de su hermano llegaba a
conmoverla?
Emilia comprendió qué estaba pensando Rufo:
—La muerte le había señalado con el dedo hacía muchos años. Era su destino. Lo
vi cuando tiré los bastoncillos para adivinar su futuro la víspera de la procesión de
Drusila, y aquel mismo día lloré por él. También él se dio cuenta en ese momento.
Dijo que cuando llegase el momento, la muerte sería bien recibida. Llevaba en su ser
una mancha que no podía limpiar en esta vida. Y sabía que para librarse de ella
necesitaba volver a nacer. Alégrate por él.
Rufo se acordó de la expresión que vio en el rostro de Cupido la noche en que se
presentó en la pequeña habitación situada detrás del establo del elefante. Habló de
pruebas a las que se vería sometido. Habló de pruebas y de victoria.
—Hay una cosa más —dijo Emilia. Rufo la miró de hito en hito. ¿Qué más podía
haber?—. Llevo un hijo dentro de mí.
Rufo cerró los ojos. Era como si la espada de Calígula le hubiese atravesado el
corazón. No hizo la pregunta, pero se le notó en la cara.
—Sí, es hijo suyo. El hijo de Calígula. De no haber muerto, nos hubiese matado a
mí y a mi hijo. No habría sido la primera vez que lo hacía. ¿Entiendes ahora por qué
tenía que morir?
Rufo se tragó las lágrimas y asintió con la cabeza, pero la verdad era que ahora ya

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no entendía absolutamente nada. Emilia estaba embarazada del hijo de Calígula.
¿Cuantísimo dolor contenía una frase tan breve como aquélla? ¿Qué horrores
insoportables les tenía reservado el futuro? Era el hijo de un monstruo. Tal vez lo
mejor habría sido matarlo.
Pero no fue eso lo que dijo.
—Que nadie llegue jamás a saberlo. El niño debe tener un padre, pero ni siquiera
él debe jamás saber cuál es su verdadero linaje. Dirás que fue hijo de un simple
esclavo de palacio.
Emilia se le quedó mirando fijamente. Entendía que en aquellas palabras se
escondía un ofrecimiento, pero también le parecía que en ese ofrecimiento había una
trampa. ¿Por qué?
Rufo esperó a oír la respuesta, pero no hubo ninguna. Llegó un momento en que
supo que ya no podían seguir esperando:
—Hemos de irnos. Si nos quedamos, acabarán encontrándonos. —Se encogió de
hombros. Sabían los dos qué iba a ocurrir si les encontraban—. Tenemos que dejar a
Cupido aquí.
Tal como Rufo esperaba, ella protestó, pero la convenció de que si querían seguir
vivos debían irse y permanecer juntos. Apartó la cortina, salió e iba a emprender el
camino hacia el palacio. Pero la figura que yacía en medio de la sangre derramada
por todo el piso de mosaico reclamó su atención.
La cabeza de Calígula estaba situada en medio de una zona iluminada
directamente por los rayos de sol, y su cuerpo había adquirido esa extraña postura de
cuerpo sin huesos que sólo se ve en los muertos. Se quedó mirándolo, extrañado por
la falta de sentimientos que notaba. Eran muchísimas las preguntas que quería haber
formulado y que nunca obtendrían respuesta. O tal vez se tratara de una única
pregunta. La misma que le había formulado antes a Emilia. ¿Por qué?
Los dos oyeron al mismo tiempo los pasos que se acercaban a la carrera. Pero una
noche y un día enteros de miedo y tensiones les habían vaciado de toda capacidad de
reacción.
—¡Allí, allí! ¡El asesino!
Eran cuatro fornidos pretorianos por cuyas venas corría la sangre del combatiente.
Hacía horas que perseguían sombras por todas partes, y no podían distinguir al amigo
del enemigo. Tres de ellos pretendían cortarle en pedazos en aquel mismo lugar, pero
el jefe del grupo les ordenó que guardaran sus espadas. Le desarmaron y dos de ellos
le ataron los brazos, mientras el otro sujetaba a Emilia.
—Se le hará justicia al César, y no tendrá la clemencia de la espada.
Rufo estaba tan fuertemente atado que se preguntó si las manos no se le iban a
desprender de las muñecas en cualquier momento.
Los soldados le llevaron a empujones camino de palacio, y por turnos le

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pinchaban con la punta de sus espadas si no andaba deprisa. Intentó encontrar los ojos
de Emilia, quería por lo menos despedirse de ella. Pero la joven llevaba la cabeza
gacha y una cortina de cabello dorado ocultaba su expresión.
Cuando apenas habían recorrido cien pasos, se detuvieron de golpe.
—Arrodíllate, esclavo —dijo el jefe de la patrulla dándole una patada en la parte
posterior de las rodillas, forzándole a doblarlas, mientras los soldados hacían que
también Emilia se arrodillase.
Rufo oyó unos pasos que se aproximaban, pero no levantó la cabeza. ¿Acaso
importaba que Querea les matara? Había perdido a muchos de sus amigos. Primero a
Fronto, que fue su padre y mentor; luego a Livia, a la que no había sabido amar todo
lo que ella se merecía; y a Cupido, el mejor y el más valiente de todos. No iba a ser
muy duro reunirse con ellos. Y luego recordó a Cayo, el hijo al que apenas había
llegado a conocer, y sintió una puñalada de dolor cuando comprendió que aquel pobre
niño viviría como un esclavo y lejos de sus padres. Durante un instante consideró la
posibilidad de revelar el secreto de Emilia. Pero ¿de qué iba a servirle? Desde luego
no para salvarle a él, y sin duda la condenaría a ella. Querea no iba a permitir que
siguiera con vida nadie que perteneciera al linaje de Calígula. Callando, tal vez ella
tendría alguna probabilidad de sobrevivir.
—Es uno de los asesinos, César —dijo el jefe de la patrulla que los había
detenido—. Le hemos encontrado junto al emper… Junto al anterior emperador, con
la ropa manchada de sangre y una espada en la mano. ¿Le ejecutamos ahora mismo, o
con todos los demás?
La mente cansada de Rufo trató de enviarle un mensaje. Había algo extraño en la
situación, pero estaba tan agotadísimo que no era capaz de pensar. ¿Asesino? En
efecto, lo era. Pero ¿y cómo lo sabían?
—¿Quién habla de ejecutarle?
Rufo reconoció la voz, pero no era la misma de siempre, había cambiado y no
sabía en qué. Tensó los músculos del cuello, temiendo recibir de un momento a otro
el golpe de la espada.
—¿Ejecutarle? —dijo otra vez la voz reconocible.
Pasaron unos largos instantes y resultó que seguía vivo. Así que alzó la cabeza.
No era Querea. Sino Claudio. Claudio, pero iba más tieso, parecía incluso más alto. A
su lado se encontraba Calisto, que miraba con una sonrisa compasiva en el rostro, un
rostro que no estaba preparado para esa clase de expresiones. Y junto a ellos dos
estaba Narciso, que se esforzaba por poner cara de aburrimiento y de picardía, ambos
gestos al mismo tiempo. Estaban los tres rodeados de miembros de la Guardia
Pretoriana, y ahora comprendió Rufo que se trataba de compañeros de Cupido. Eran
todos Lobos.
—¿Ejecutarle? —repitió una vez más el nuevo emperador romano—. Me parece

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que no. ¿Quién cuidaría entonces de mi elefante?

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Agradecimientos
Quiero expresar muy especialmente mi gratitud hacia mi editor, Simon
Thorogood, y a todo el equipo de Transworld. Stan, mi representante en la agencia de
Jenny Brown, supo guiarme por el campo minado de mi primera novela. Querría dar
también las gracias a Edward y a todos los de Youwrite.com, que contribuyeron a
convertir a un escritor en novelista, y a Sara O’Keeffe por sus consejos y ánimos. Y a
John Wyllie, el primero que la leyó y dijo que le gustaba, cosa que fue sin duda muy
estimulante.

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