Badiou - Qué Piensa El Teatro

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¿Qué piensa el teatro?

por Alain Badiou

(...) Me parece que la morosidad y el sistema de sospechas


cruzadas de dónde venimos terminó prohibiendo que esta cues-
tión nos sea realmente común.
El Qué, que exigía que se intente una determinación del
contenido de las proposiciones teatrales, ha sido, en nuestros
debates, la principal víctima. Nos hemos preguntado muchas
veces si las condiciones actuales del teatro le dejaban la espe-
ranza de pensar, pero nunca lo que tenía para pensar, o lo que
ya pensaba, en su libertad precaria. Mi sentimiento es que las
condiciones (institucionales, de opinión, etc.) del pensamiento
son, en el teatro como en otras partes, siempre malas. Tomar la
cuestión por esta vertiente alimenta de manera inevitable la
pulsión triste, la queja sin resultado.

* Las reflexiones de Alain Badiou, publicadas aquí constituyen la


prolongación de un coloquio organizado por el Festival de Avignon, en
julio de 1994. El título del debate era: ¿Qué piensa el teatro? Se encontraban
reunidos: Agathe Alexis, Alain Badiou, Jean-Christophe Bailly,
Bernadette Bost, Christine Buci-Glucksmann, Stéphane Braunschweig,
Vincent Colin, Frédéric Ferney, Alain Françon, Armelle Héliot, Pierre
Judet de La Combe, Blandine Masson, Didier Méreuze, Daniel Mesguich,
Alain Milianti, Isabelle Nanty, Jacques Nichet, Stanislas Nordey, Michel
Onfray, Jean-Marie Piemme, Odile Quirot, Jean-Pierre Léonardini, Jean-
Loup Rivière, Christian Schiaretti, Olivier Schmitt, Bernard Sichère,
Jean-Pierre Thibaudat, Antoine Wicker, Heinz Wismann.

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El piensa, si lo consideramos bien, tampoco fue plantea-
do de mejor modo. Pues se trataba la mayoría del tiempo de
saber si hacer teatro tenía sentido, y cuál era su sentido. Pero
en el pensamiento, en última instancia no se trata del senti-
do, sino de la verdad. Si el arte del teatro no constituye el
paso de algunas verdades públicas que ningún otro recurso
del pensamiento puede manejar como él, entonces no vale
la pena ni una hora. No nos hemos preguntado de cuáles
verdades, el teatro, en tanto teatro, es capaz hoy.
De manera que, al final, el teatro no estuvo tampoco,
casi podría decir materialmente, en el centro de nuestras
charlas. Hemos hablado con demasiada distancia de sus ver-
daderos operadores, con demasiada distancia de lo que com-
pone un “momento de teatro”, con demasiada distancia de la
complejidad precaria de estos momentos.
No tengo, por supuesto, ni la intención ni la capacidad para
revertir el curso de las cosas. Sin embargo, esta morosidad per-
sistente bien debe significar, sin que alcancemos su verdadero
desciframiento, un estado de la situación.
Lo que puedo hacer, cuando me acuerdo de Nietzsche -para
quien el verdadero teatro estaba en todo caso ligado a alguna
afirmación dionisíaca, a una verdadera partición de Mediodía-
, es oponer a la interrogación triste, o a la reivindicación des-
confiada, un tono decididamente afirmativo. Tendremos por lo
menos el beneficio de que los acuerdos y los desacuerdos pue-
dan ser explícitos, en la medida en que me habré realmente
expuesto ante ustedes.
Procederé mediante diez tesis. Diez tesis sobre el teatro.
1. El teatro piensa. ¿Qué debemos entender aquí por “tea-
tro”? La disposición de componentes materiales y de ideas ex-
tremadamente disímiles, cuya única existencia es la repre-

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sentación. Estos componentes (un texto, un lugar, cuerpos,
voces, vestuario, luces, un público...) se encuentran reunidos
en un acontecimiento, la representación, cuya repetición
noche tras noche no impide que cada vez se trate de un acon-
tecimiento, es decir, de algo particular. Plantearemos, por lo
tanto, que este acontecimiento -cuando es realmente teatro,
arte del teatro- es un acontecimiento de pensamiento. Esto quiere
decir que la disposición de los componentes produce ideas.
Estas ideas -y esto es un punto capital- son ideas-teatro. Lo
que quiere decir que no pueden ser producidas en ningún
otro lugar, de ningún otro modo. Y también que ninguno de
estos componentes tomado en forma aislada es apto para pro-
ducir ideas-teatro, ni siquiera el texto. La idea adviene en y
por la representación. Es irreductiblemente teatro, y no pre-
existe a su llegada “en escena”.
2. Una idea-teatro es primero un esclarecimiento.
(Antoine) Vitez tenía la costumbre de decir que el teatro se
daba como meta esclarecernos sobre nuestra situación, de
orientarnos en la historia y en la vida. Escribía que el teatro
debía volver legible la inextricable vida. El teatro es una ex-
periencia, material y textual, de la simplificación. Separa lo
que se encuentra mezclado, confuso, y esta separación guía
las verdades de las cuales es capaz. No vayamos sin embargo
a creer que obtener la simplicidad sea algo simple en sí. En
matemática, simplificar un problema o una demostración
constituye muchas veces un gran arte intelectual. De la mis-
ma manera en el teatro, separar y simplificar la inextricable
vida exige los más variados y difíciles medios de arte. La idea-
teatro, como esclarecimiento público de la historia o de la
vida, sólo nace en la cima del arte.
3. La inextricable vida, es esencialmente dos cosas: el

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deseo que circula entre los sexos, y las figuras, exaltadas o
mortíferas, del poder político y social. Es a partir de ahí que
existe, que sigue existiendo, la tragedia y la comedia. La tra-
gedia es el juego del Gran Poder y de los estancamientos del
deseo. La comedia es el juego de los pequeños poderes, de
los roles de poder, y de la circulación fálica del deseo. Lo que
piensa la tragedia es, en suma, la experiencia estatal del de-
seo. Lo que piensa la comedia es, del deseo, su conflicto fa-
miliar. Cualquier género que se pretende intermediario tra-
ta la familia como si fuera un Estado (Strimberg, Ibsen,
Pirandello...); o al Estado como si fuera una familia o una
pareja (Claudel...). El teatro piensa, al fin de cuentas, en el
espacio abierto entre la vida y la muerte, el nudo del deseo y
de la política. Lo piensa bajo la forma de un acontecimiento,
es decir, de intriga o de catástrofe.
4. La idea-teatro está, en el texto o en el poema, incom-
pleta. Porque se encuentra ahí retenida en una suerte de
eternidad. Pero justamente, la idea-teatro, en tanto sólo es
en su forma eterna, no es todavía ella-misma. La idea-teatro
sólo viene durante el tiempo (breve) de la representación. El
arte del teatro es sin duda el único que tiene que completar
una eternidad mediante lo que le falta de instantáneo. El
teatro va de la eternidad hacia el tiempo, y no a la inversa.
Es entonces necesario comprender que la puesta en esce-
na, la que gobierna los componentes del teatro -difícilmen-
te, por ser tan heterogéneos- no constituye una interpreta-
ción, como se cree comúnmente. El acto teatral es una com-
plementación singular de la idea-teatro. Toda representación
es una finalización posible de esta idea. El cuerpo, la voz, la
luz, etc., vienen a finalizar la idea (o, si el teatro falla, dejar-
la sin terminar aún más que lo que lo es en el texto). Lo

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efímero del teatro, no es directamente que empiece una re-
presentación, que termine, y que al final sólo deje marcas
oscuras. Ante todo se trata de esto: una idea eterna incom-
pleta en la experiencia instantánea de su finalización.
5. La experiencia temporal conlleva una parte importan-
te de azar. El teatro es siempre la complementación de la idea
eterna por un azar un poco gobernado. La puesta en escena
es muchas veces una clasificación pensada de los azares.
Ora los azares completan efectivamente la idea, ora la disi-
mulan. El arte del teatro reside en una elección, a la vez muy
instruida y ciega (vean de qué manera trabajan los grandes
directores), entre configuraciones escénicas azarosas que
completan a la idea (eterna) por el instante que le falta, y
configuraciones, a veces extremamente seductoras, pero que
permanecen exteriores, y agravan el aspecto incompleto de
la idea. Será entonces necesario dar crédito al axioma: ja-
más una representación teatral abolirá el azar.
6. En el azar, hay que contar el público. Pues, el público
hace parte de lo que completa a la idea. Todos sabemos que,
según el público sea de tal o cual manera, libera o no la idea-
teatro complementándola. Pero si el público forma parte del
azar, debe ser él también lo más azaroso posible. Es necesa-
rio elevarse contra cualquier concepción del público que
quiera ver ahí una comunidad, una sustancia pública, un
conjunto consistente. El público representa a la Humanidad
en su inconsistencia misma, en su variedad infinita. Más es
unificado (socialmente, nacionalmente, civilmente...), menos
es útil a la complementación de la idea, menos sostiene, en
el tiempo, su eternidad y su universalidad. Sólo vale un pú-
blico Genérico, un público de azar.

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7. La crítica es la encargada de cuidar el carácter azaroso
del público. Su tarea consiste en llevar la idea-teatro, tal como
la recibe, bien o mal, hacia el ausente y el anónimo. Ella incita
a la gente a venir, ellos también, a completar la idea. O piensa
que esta idea, nacida un día cualquiera en la experiencia aza-
rosa que la completa, no merece recibir el honor del azar au-
mentado de un público. La crítica trabaja, entonces, ella tam-
bién en la multiforme llegada de las ideas-teatro. Ella hace pa-
sar (o no pasar) de la “première” a aquellas otras premières que
son las siguientes. Obviamente, si su destino es demasiado res-
tringido, demasiado comunitario, demasiado marcado social-
mente (porque el diario es de derecha, o de izquierda, o porque
toca a un solo grupo “cultural” etc.), ella trabaja a veces en con-
tra de la genericidad del público. Contaremos entonces sobre
la multiplicidad, ella-misma azarosa, de los diarios y de los crí-
ticos. Lo que el crítico tiene que cuidar, no es su parcialidad,
que es necesaria, sino el seguimiento de las modas, la copia, el
chismerío en serie, el espíritu que quiere “volar al auxilio de la
victoria”, o al servicio de una audiencia demasiado comunita-
ria. Es necesario reconocer, al respecto, que un buen crítico -al
servicio del público como figura del azar- es un crítico capri-
choso, imprevisible. Por más vivos que puedan ser los sufrimien-
tos que provoca. No se pedirá a un crítico de ser justo, se le
pedirá de ser un representante instruido del azar público. Si
además no se equivoca nunca sobre la aparición de las ideas-
teatro, entonces será un gran crítico. Pero de nada sirve pedirle
a una corporación, ni a ésta ni a ninguna otra, de inscribir en
sus estatutos la obligación de grandeza.
8. No creo que la cuestión principal de nuestros tiempos
sea el horror, el sufrimiento, el destino o la desamparo. Esta-
mos saturados de ello y además la fragmentación de todo esto

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en ideas-teatro es incesante. Sólo vemos teatro coral y de
compasiones. Nuestra cuestión es el del coraje afirmativo, de
la energía local. Agarrarse de un punto, sostenerlo. Nuestra
pregunta es entonces mucho menos la de las condiciones
de una tragedia moderna que la de las condiciones de una
comedia moderna. Beckett, cuyo teatro (correctamente com-
pletado) es hilarante, lo sabía. Es más inquietante que no se-
pamos visitar a Aristófanes o a Plauto, que el regocijo de com-
probar una vez más que sabemos dar fuerza a Esquilo. Nues-
tro tiempo exige un invento, el que anuda en el escenario la
violencia del deseo con los roles del pequeño poder local.
Aquélla que transmite bajo la forma de ideas-teatro todo lo
capaz que es la sabiduría popular. Queremos un teatro de la
capacidad y no de la incapacidad.
9. El obstáculo sobre el camino de la energía cómica con-
temporánea es el rechazo consensual de la tipificación. La “de-
mocracia” consensual no soporta ninguna tipificación de las
categorías subjetivas que la componen. ¡Traten de hacer gesti-
cular sobre la escena y ridiculizar a un Papa, a un gran médico
mediático, a una celebridad de una institución humanitaria o
a una dirigente del sindicato de las enfermeras! Tenemos infi-
nitamente más tabúes que los Griegos. Es necesario romper-
los, poco a poco. El teatro tiene el deber de recomponer sobre el
escenario a las situaciones vivas, articuladas a partir de algu-
nos tipos esenciales. Y de proponer para nuestro tiempo el equi-
valente de los esclavos y sirvientes de la comedia, gente exclui-
da e invisible que, de repente, sobre el escenario y por efecto de
la idea-teatro se vuelve inteligencia y fuerza, deseo y dominio.
10. La dificultad general del teatro, en todas las épocas es su
relación con el Estado. Pues, siempre depende de él. ¿Cuál es
la forma moderna de esta dependencia? Es muy difícil de re-

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gular. Hay que apartarse de una visión del tipo reivindicativo,
que transformaría el teatro en una profesión asalariada como
cualquiera, un sector quejoso de la opinión pública, un
funcionariado cultural. Pero también hay que apartarse del
teatro del príncipe, que instala lobbys cortesanos, serviles fren-
te a las fluctuaciones de la política. Para ello es necesario una
idea general, la cual utiliza la mayoría de las veces los equívo-
cos y las divisiones del Estado (de suerte que un comediante-
cortesano, como Molière, puede actuar con el público popular
en contra del público noble, o snob, o devoto, con la complici-
dad del Rey que tiene sus propias cuentas que arreglar con su
entorno feudal y clerical; y Vitez, el comunista, puede de esta
manera recibir la dirección del Chaillot otorgada por Michel
Guy, justamente porque la dimensión ministerial del hombre
de buen gusto satisface a la “modernidad” de Giscard D’Estaing,
etc.). Es verdad que se precisa, para mantener cerca del Esta-
do la llegada de ideas-teatro, una Idea (la descentralización,
el teatro popular, “elitista para todos”, etc.). Esta idea perma-
nece por el momento demasiado imprecisa y es lo que provoca
nuestra morosidad. El teatro debe pensar su propia idea. Sólo
nos puede guiar la convicción de que hoy en día y más que
nunca, el teatro, en la medida en que piensa, no constituye
un elemento de la cultura sino del arte. El público no viene al
teatro para que lo cultiven. No es un repollo. El teatro depende
de la acción restringida, y cualquier comparación con el rating
le es fatal. El público viene al teatro para ser golpeado. Golpea-
do por las ideas-teatro. No sale de allí cultivado sino aturdido,
cansado (pensar cansa), soñador. No encontró, incluso en la
risa más grande, algo que lo satisfaga. Encontró ideas cuya
existencia ni siquiera sospechaba.

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