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Colmillo Blanco

Jack London
Colmillo Blanco

Jack London
Gerente de Ediciones: Daniel Arroyo
Edición y traducción: Ana Lucía Salgado
Secciones especiales: Soledad Silvestre
Corrección: Amelia Rossi
Jefe del Departamento de Arte y Diseño: Lucas Frontera Schällibaum
Diagramación: Ana G. Sánchez
Coordinación de imágenes y archivo: Samanta Méndez Galfaso
Tratamiento de imágenes: Pamela Donnadío, Máximo Giménez y Tania Meyer
Imagen de tapa: Thinkstock
Imágenes: John y Karen Hollingsworth y Gary Kramer (US Fish and Wildlife Service),
Wikimedia Commons Puertas
Gerente de Preprensa y Producción Editorial: Carlos Rodríguez
de acceso
Jack London
Colmillo Blanco. - 1ª ed. 1ª reimp.- Boulogne: Cántaro, 2015.
320 p.; 19x14 cm. - (Del mirador)

ISBN 978-950-753-283-2

1. Narrativa Estadounidense.
CDD 813

© Editorial Puerto de Palos S.A., 2011


Editorial Puerto de Palos S.A. forma parte del Grupo Macmillan
Avda. Blanco Encalada 104, San Isidro, provincia de Buenos Aires, Argentina
Internet: www.puertodepalos.com.ar
Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
ISBN 978-950-753-283-2

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penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Primera edición, primera reimpresión.


Esta obra se terminó de imprimir en marzo de 2015, en Encuadernación Aráoz S. R. L.,
Avda. San Martín 1265, Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires, Argentina.
Aventuras en la estepa boreal
Salvo por el hecho de que el protagonista es un perro lobo
que, además, no vuelve a su hogar, no hay grandes diferencias en-
tre Colmillo Blanco y cualquier novela de aventuras.
La Odisea de Homero —para tomar un ejemplo del que des-
cienden directamente no solo el relato de aventuras, sino también
la novela como género— nos narra las peripecias que Ulises (u
Odiseo) tiene que vivir para poder regresar a su patria, la isla de
Ítaca, una vez acabada la guerra de Troya. De hecho, a este relato
paradigmático de la cultura occidental debemos al menos una de
las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española en
su vigésima segunda edición registra para el término odisea: “Via-
je largo, en el que abundan las aventuras adversas y favorables al
viajero”. La otra acepción se desprende probablemente de los re-
latos de aventuras en su versión más moderna, ligada más a la fi-
gura del antihéroe que a la del héroe mítico (podemos pensar, por
ejemplo, en don Quijote de La Mancha): “Sucesión de peripecias,
por lo general desagradables, que le ocurren a alguien”.
Es que en toda novela de aventuras hay, necesariamente, un
viaje. Y sin duda alguna, lo que Colmillo Blanco vive desde el
momento en que abandona la seguridad de su cueva es una odisea
que, igual que en Ulises o don Quijote, operará en dos niveles:
8 Puertas de acceso Puertas de acceso 9

por un lado, el viaje propiamente dicho, a lo largo del cual Col- ten viajar y conocer regiones lejanas: el desierto, la selva, los ex-
millo Blanco deberá hacer frente a una serie de situaciones com- tremos del mundo. La mayor parte de Colmillo Blanco transcurre
prometidas y riesgosas; y, por otro, el viaje interior, aquel que lo en la región ártica, al norte del continente americano. Allí tiene
proveerá de un saber que antes no tenía y que generará tarde o lugar la expedición funeraria que emprenden Bill y Henry, dos
temprano una transformación en él. personajes que solo aparecen en la primera parte y de quienes no
Es Colmillo Blanco, además, como el protagonista de las no- volvemos a tener noticias. Y aunque no se nos da ninguna marca
velas de aventuras, un personaje que genera empatía en el lector. topográfica precisa, es posible inferir que la acción transcurre en
Aun cuando se muestra más salvaje y sanguinario, es posible po- el Polo Norte, probablemente en Alaska, gracias a la minuciosa
nerse en su lugar, entenderlo, sentir impotencia frente a las situa- descripción que del entorno hace el narrador:
ciones que le tocan vivir. Situaciones que, por otro lado, como
A ambos lados del congelado curso de agua, el oscuro
pasa en este tipo de relatos, siempre se precipitan: la acción es
bosque de abetos fruncía su ceño. Un viento reciente
trepidante (y esto a pesar de los largos pasajes descriptivos que
había despojado a los árboles de su cobertura de escar-
encontramos en la novela). Además, la tensión se va mudando
cha, y estos parecían recostarse unos sobre otros, negros
rápidamente conforme Colmillo Blanco cambia de dueño y de
y siniestros, en la decreciente luz. Un vasto silencio rei-
situación: la cueva, la naturaleza, el campamento indio, los nor-
naba sobre la tierra. La tierra misma era desolación,
teamericanos que llegan a la región movidos por la Fiebre del oro,
sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que su
Weedon Scott y el cambio abrupto de escenario al dejar la tierra
espíritu ni siquiera era el de la tristeza.
salvaje para adaptarse a la civilización.
Allí es donde nace Colmillo Blanco y donde pasa sus tiem-
pos de cachorro. Hasta que emprende el viaje con Castor Gris a
lo largo del río Mackenzie para asentarse en la región canadiense
del Yukón, donde pasará a manos del Hermoso Smith:
Castor Gris había cruzado la gran vertiente que se
extiende entre el Mackenzie y el Yukón a fines del in-
vierno, y había pasado la primavera cazando al pie
de las montañas del lado occidental de las Rocallosas.
Luego, construyó una canoa y descendió con ella, apro-
vechando el deshielo, por la corriente del arroyo Puer-
Trineo como el de Weedon Scott, en Dawson City, 1899. coespín, hasta su cruce con el Yukón, algo por debajo
del Círculo Polar Ártico. En ese sitio, se alzaba el vie-
Y damos así con otro elemento fundamental de la novela de jo fuerte que pertenecía a la Compañía de la Bahía
aventuras: los lugares exóticos. Estas historias siempre nos permi- de Hudson; en él, abundaban los indios y los víveres,
10 Puertas de acceso Puertas de acceso 11

se desplegaba una insólita animación acompañada de Justamente en ese punto, Colmillo Blanco terminará su viaje:
mucho barullo. en el Valle de Santa Clara tiene a sus cachorros y se asienta de ma-
nera definitiva junto a Scott y su familia; y es allí también donde
El regreso al hogar, a diferencia de lo que pasa con los héroes
aprende a ser un buen perro doméstico a pesar de su naturale-
de los relatos de aventuras, no es de ningún modo un regreso.
za de lobo. Es que el viaje interior de Colmillo Blanco también
Colmillo Blanco no vuelve a pisar la región ártica, sino que se va a
ha concluido: el amor de su nuevo amo lo ha transformado por
California con su último amo, Weedon Scott, quien le da efectiva-
completo y ha entendido que ya nada tiene que ver con la gélida
mente un hogar. El lobo, a pesar del cambio, no tardará en adaptar-
Alaska. Es, allí, en el calor californiano donde Colmillo Blanco
se al nuevo escenario, aun cuando su instinto le juegue en contra:
encuentra un hogar.
En las tierras del norte, el único animal domesticado que
tenían los hombres era el perro. Los demás vivían en los
bosques, en estado salvaje y, cuando no resultaban dema-
¡Si parece real!
siado formidables para luchar con ellos, se consideraban
Aunque las transformaciones sociales, políticas y económi-
como legítima presa de los perros. Colmillo Blanco los ha-
cas venían gestándose desde mucho antes, es en la Europa de
bía cazado durante toda su vida para procurarse carne, y
1830 donde se toma verdadera conciencia de que el mundo ha
no entendía que esta situación fuera tan distinta en las tie-
cambiado. En ese momento, la burguesía está en plena pose-
rras del sur. Pero de ello tuvo que convencerse muy pronto
sión de su poder y, además, se da cuenta de ello. La aristocra-
en su nueva residencia del valle de Santa Clara.
cia ya no tiene el protagonismo de antaño y casi no participa
de la vida política. Al mismo tiempo, la clase trabajadora em-
pieza a luchar para hacerse de un lugar en la nueva sociedad
que se perfila.
La literatura de la región no es indiferente a esto, no solo por-
que la obra literaria se convierte en mercancía (tiene su tarifa que
se fija no de acuerdo con el valor artístico, sino en función de
la demanda, se confecciona según un modelo, se entrega en una
fecha pautada, etc.), sino porque además se compromete con la
realidad social. Surgen así las novelas realistas, en las que se preten-
de abordar la realidad objetiva, como fruto de una nueva socie-
dad (la burguesa), de una nueva filosofía (el positivismo) y de la
preeminencia de lo científico.
En efecto, la base teórica del movimiento realista será el po-
El puerto de San Francisco (daguerrotipo c. 1850-1851). sitivismo, escuela filosófica inaugurada por el francés Auguste
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Comte, según la cual el conocimiento humano se reduce a los ejemplo, en el instinto y aquellos rasgos que Colmillo Blanco
llamados hechos positivos, que son aquellos que podemos captar hereda de sus ancestros:
con los sentidos y someter a comprobación a través de la expe-
Nunca había visto hombres; pero cierto vago y oscuro
riencia. Por eso, las novelas realistas suelen ser agnósticas1, se
instinto le decía que era preciso reconocer en el hombre al
enmarcan en una realidad externa comprobable y ponen su én-
animal que había sabido conquistarse la primacía sobre
fasis en las cuestiones sociales. La ciencia, además, está general-
los demás en la tierra salvaje. El cachorro contemplaba
mente en primer plano o por lo menos presente en el proceso
a los humanos no solo con sus propios ojos, sino también
de escritura. Poco a poco, el realismo va convirtiéndose en natu-
con los de sus antepasados… con los ojos que se habían
ralismo, escuela literaria que lleva todavía más allá los preceptos
alineado formando un círculo, allá en la oscuridad, al-
realistas: se trata entonces de describir la realidad circundante
rededor de las hogueras que protegían los campamentos
de manera objetiva, pero también de hacerlo desde el punto de
de invierno; que acecharon desde una distancia algo se-
vista de la ciencia.
gura y desde el corazón de los bosques al extraño bípedo
Jack London fue uno de los primeros escritores norteameri-
que era dueño y señor de todos los seres vivientes.
canos en acercarse a las fórmulas naturalistas europeas y Colmillo
Blanco (que publicó en 1906), un buen exponente de esta expe- También destaca las cualidades que debe desarrollar para so-
riencia. La novela se sitúa en espacios concretos (Alaska, Yukón, brevivir, las que podrían determinar la evolución de su especie:
California), en una época determinada en la que se describen
Se hizo más enérgico y rápido en sus movimientos com-
además hechos históricos reales (por ejemplo, la Fiebre del oro
parado con los perros que lo rodeaban; más veloz en la
que se desató a fines del siglo xix en el río Klondike). Asimismo,
carrera; más astuto, más destructivo y esbelto que ellos,
se ponen en primer plano varias de las cuestiones sobre las que
pero con más músculos y con unos tendones de hierro
Charles Darwin se basó para formular su teoría de la selección
que le brindaban mayor resistencia; más cruel, feroz e
natural: la influencia del medio, la herencia genética y la lucha
inteligente. Se vio obligado a desarrollar todas esas cua-
de los seres vivos por adaptarse al mundo que los rodea. De esta
lidades, porque, de no ser así, no hubiera podido sobre-
forma, el narrador —como un científico— somete permanente-
vivir en aquel medio hostil.
mente a prueba al personaje: nos muestra cómo va reaccionan-
do Colmillo Blanco frente a los distintos estímulos del medio, Y nos hace saber, además, cómo viven los lobos salvajes. No
y nos explica las causas y consecuencias de cada una de sus res- desde la explicación teórica, sino desde la experiencia: nos per-
puestas, siempre desde el rigor de la ciencia. Hace hincapié, por mite verlos en acción, desenvolverse en distintas situaciones.
Así, por ejemplo, cuando la loba y el Tuerto se separan de su
grupo después del período de hambruna, el lector aprende que
1  Agnosticismo: postura filosófica que considera inaccesible al entendimiento humano los lobos salvajes no andan en manada, salvo cuando el ham-
el conocimiento de lo divino (lo religioso) y de lo que no se puede conocer a través de
la experiencia. bre los acosa.
Colmillo Blanco

Jack London

Título original: White Fang


Primera edición: Nueva York, Macmillan, 1906
Colmillo
Primera Blanco
parte

Jack London
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aire en cuanto salía de su boca y era despedido hacia atrás en va-


porosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristaliza-
ba. Los perros llevaban sendos arneses de cuerpo, como tirantes,
que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. Había
sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas
o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nie-
ve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin
de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le
dificultaba el paso. Atada con fuerza sobre el trineo, se veía una
I. El rastro de la carne caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos:
mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que
ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre
A ambos lados del congelado curso de agua, el oscuro bosque todo lo demás, era esa caja estrecha y larga.
de abetos fruncía su ceño. Un viento reciente había despojado a Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de
los árboles de su cobertura de escarcha, y estos parecían recostar- pelo para la nieve, avanzaba con dificultad un hombre. Detrás del
se unos sobre otros, negros y siniestros, en la decreciente luz. Un trineo iba otro. Dentro, en la caja, se encontraba un tercero para
vasto silencio reinaba sobre la tierra. La tierra misma era desola- quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel
ción, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que su espíritu salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más,
ni siquiera era el de la tristeza. Había en ella un asomo de risa, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el mo-
pero de una risa mucho más terrible que cualquier tristeza; una vimiento. Toma como una ofensa la vida, porque la vida implica
risa sin alegría como la de la esfinge1, una risa fría como la escar- movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para
cha y con parte de la dureza de lo infalible. Era la sabiduría de no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles hasta
la eternidad, magistral e incomunicable, riéndose de la insignifi- congelarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y de un
cancia de la vida y del esfuerzo de la vida. Era lo salvaje, lo feroz modo más terrible aún, humilla al hombre y lo obliga a some-
del corazón helado de las tierras del norte. terse. Justamente al hombre, que es lo más inquieto que la vida
Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin ofrece, siempre en rebelión y en contra de la idea de que todo
duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce, una hile- movimiento acaba en el momento en que cesa.
ra de perros, que parecían más bien lobos, bajaba con dificultad. Pero allí, al frente y por detrás, como escolta, audaces e in-
La escarcha cubría su áspero pelaje. El aliento se les helaba en el domables, caminaban con esfuerzo los dos hombres que no ha-
bían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos.
1  Esfinge: ser fabuloso que se representa, generalmente, como un león recostado con
Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de
cabeza humana. hielo, producidos por su helada respiración, que era imposible
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distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el
duendes, de enterradores de un mundo de espectros en el entie- aire perforando aquel silencio con la sutil penetración de una
rro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hom- aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el soni-
bres que penetraban en una tierra donde todo es desolación, do. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que
burla sarcástica y silencio; aventureros novatos enfrascados en acababan de atravesar. Un tercer grito, contestación a los ante-
una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mun- riores, resonó también en la misma dirección, pero más a la iz-
do poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso quierda del segundo.
como las profundidades del espacio. —Nos persiguen, Bill —dijo el hombre que iba delante del
Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para man- vehículo.
tener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el silen- Su voz sonó ronca, con un matiz que no parecía humano, y
cio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como que evidenciaba el esfuerzo que debía realizar para hablar.
las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hon- —La carne escasea —contestó su compañero—. Desde hace
do de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente días no he visto ni el rastro de un conejo.
bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fa- No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento
llos. Los hundía hasta reducirlos al último rincón de su mente, a los gritos de caza que continuaban resonando allá lejos, a su
prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos espalda.
el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas pre- Como había oscurecido ya por completo, desviaron los pe-
sunciones del alma humana, hasta lograr que se sintieran muy rros hacia un grupo de abetos ubicados al borde del cauce y allí
limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unas par- acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de asiento
tículas que se movían con poca habilidad y escasa inteligencia y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera,
en el drama externo e interno de las ciegas y gigantescas fuerzas gruñían y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de per-
de la naturaleza. derse entre la oscuridad.
Pasó una hora y luego otra. Menguaba, cada vez más rápido, —Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de
la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire en que se hayan quedado tan cerca de nosotros —comentó Bill.
reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la cafetera
rápido impulso hasta llegar a la nota más alta, donde se afirmó con un pedazo de hielo, asintió con la cabeza. No añadió una pa-
vibrante para ir bajando después, muy lento, hasta dejar de oírse. labra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó a comer.
Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no —Saben que, si se apartan, pueden acabar sin su pellejo
haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta vehe- —contestó entonces—. Prefieren comer de lo nuestro a ser co-
mencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la cabeza y midos. Saben bien lo que hacen.
cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha Bill movió dubitativamente la cabeza y objetó:
caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento. —¡Oh, no sé! ¡No sé!
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Su compañero lo miró con cierta curiosidad. —También a mí se me ocurrió la idea —contestó Bill muy
—Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto. serio—. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqué
—Henry —replicó el otro, mascando con firmeza las habas y observé las huellas. Entonces conté los perros y aún había seis.
que comía—, ¿te has fijado, por casualidad, de qué modo se re- En la nieve han quedado todavía las pisadas. ¿Quieres verlas? Yo
volvían los perros cuando les daba yo la comida? te las enseñaré.
—Sí, alborotaban más que de costumbre —contestó el Henry no contestó y siguió mascando en silencio hasta que,
interpelado. terminada la comida, tomó una taza de café. Se secó la boca con
—¿Cuántos perros tenemos, Henry? el dorso de la mano y dijo:
—Seis. —Pues entonces, tú crees que era…
—Bueno, Henry… —Bill se interrumpió un momento como Un prolongado aullido, tan feroz como triste y que partía de
para dar mayor fuerza y énfasis a sus palabras—. Como íbamos aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo es-
diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqué yo del cuchó un momento y luego terminó la frase diciendo:
saco. Le fui dando uno a cada perro, pero, al llegar al último, no —… Uno de esos —al tiempo que acompañaba las palabras
me quedaba ya pescado para él. con un movimiento de la mano, señalando el sitio de donde el
—Es que contaste mal. aullido provenía.
—Seis perros tenemos —insistió el otro con tranquilidad—. Bill asintió con la cabeza.
Seis eran los pescados que yo saqué. Una Oreja se quedó sin el —Yo me inclinaría a creer esto antes que otra cosa —indi-
suyo. Volví al saco, tomé otro y se lo di. có—. Tú mismo observaste el alboroto que armaron los perros.
—Pues no tenemos más que seis perros. Como un aullido sucedía a otro, el silencio de antes se había
—Henry —continuó Bill como si nada—, no diré yo que fue- convertido en un vocerío de casa de locos. De todas partes se ele-
ran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados. vaban los gritos, y de tal modo impresionó aquello a los perros
Henry dejó de comer para echar una mirada por encima de que se apretaban, aterrorizados, unos contra otros, tan cerca de
la lumbre y contar los perros. la lumbre que el pelo se les chamuscaba. Bill echó algo más de
—Lo que es ahora, no hay más que seis —dijo. leña al fuego antes de encender la pipa.
—Yo vi al otro huir a través de la nieve —anunció Bill impa- —Me parece que no las tienes todas contigo —observó su
sible, pero con toda seguridad—. Yo vi siete. compañero.
Henry lo miró con lástima y dijo: —Henry… —y entonces Bill, muy pensativo, le dio una chu-
—¡Qué alegría enorme tendré cuando hayamos llegado al fin pada a la pipa antes de seguir adelante—. Henry, estaba pensan-
de este viaje…! do en la maldita suerte que ha tenido ese y que no llegaremos
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bill. nunca a tener nosotros —y al decirlo, señalaba con el pulgar al
—Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha puesto que iba en el ataúd que les servía de asiento—. Espero que cuan-
tan nervioso que empiezas a ver visiones. do tú y yo nos muramos, Henry, tengamos la satisfacción de que
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haya bastantes piedras sobre nuestros esqueletos para evitar que pero volvió a la misma posición de antes en cuanto los perros se
los perros nos desentierren. apaciguaron.
—Pero es que nosotros no tenemos familia ni dinero y demás, —Henry, ¡qué desgracia que tengamos tan pocas municiones!
como tiene él —objetó Henry—. Estos entierros a larga distancia Bill había acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su
son un lujo que, por cierto, ni tú ni yo podemos pagar. compañero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abe-
—Lo que no me cabe a mí en la cabeza, Henry, es que a un to que habían esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gruñó
muchacho como ese, que era lord2 o cosa por el estilo en su país, y comenzó a desatarse los zapatos.
y que nunca tuvo que preocuparse de provisiones, ni de man- —¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban?
tas, ni de todas esas cosas, se le antojara venir a estas malditas —Tres —fue la contestación—. Y ojalá fueran trescientos.
tierras que son el fin del mundo… Eso es lo que no acabo de Entonces verían esos condenados para qué me iban a servir.
comprender. Lleno de furia, amenazó con el puño a aquellos ojos que bri-
—Y que si hubiera sabido quedarse en casa, bien podía ha- llaban en la oscuridad y, con cuidado, comenzó a acercar a la
berse muerto de puro viejo —contestó Henry, compartiendo la lumbre sus zapatos para que se secaran.
opinión del otro. —Lo que yo quisiera es que esta racha de frío se acabara
Bill abrió la boca para hablar, pero se quedó sin hacerlo. En —continuó—. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte gra-
vez de ello, señaló hacia el espeso muro de sombras que parecía dos bajo cero. Y lo que también quisiera es no haber emprendido
oprimirlos por todos lados. No se distinguía en la profunda os- nunca este viaje, Henry. Las cosas se presentan mal. No las tengo
curidad ninguna forma, pero sí un par de ojos que relucían como todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que desearía es
ascuas. Pronto, Henry indicó con un movimiento de la cabeza que hubiéramos terminado de una vez con todo esto, y estuvié-
un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se semos ya sentados tú y yo junto al fuego en Fuerte McGurry, ju-
había ido formando un círculo de relucientes ojos. gando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.
De vez en cuando, uno de aquellos se movía, o bien desapa- Henry volvió a contestar con un gruñido y se arrastró para acos-
recía para volver a aparecer después. tarse. Dormitaba ya cuando lo despertó la voz de su compañero.
La intranquilidad de los perros había ido en aumento y huían, —Oye, Henry: a aquel otro que se acercó y robó el pescado,
presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban ¿por qué no se le echaron encima los perros? Eso me está ator-
los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del mentando la cabeza.
tumulto, uno de los perros cayó rodando al borde mismo de la —Sí, una manía demasiado fuerte, Bill —contestó el otro
hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire olía a medio dormido—. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de
pelo quemado. El barullo hizo que el círculo de ojos se movie- callar y duerme, que cuando llegue la mañana te habrá pasado
ra con inquietud durante un momento y que se alejara un poco; todo. Es que estás mal del estómago: eso es lo que tienes.
Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno
2  Lord: título nobiliario, sinónimo de señor. al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de
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la hoguera fue amortiguándose y el círculo de ojos brillantes que —Tienes razón, Bill —confesó—. El Gordito se ha marchado.
la rodeaba se fue cerrando. Los perros se apiñaron atemorizados, —Se apartó un poco y ha desaparecido para siempre.
y gruñían de cuando en cuando de una forma amenazadora, al —No es fácil que volvamos a verlo. Seguro que se lo han en-
ver que algún par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De gullido vivo. Apostaría cualquier cosa a que aún gruñía cuando
pronto, fue tal el ruido que armaron que Bill se despertó. Salió se lo tragaron. ¡El diablo se los lleve!
del lecho con cautela, como si no quisiera despertar a su com- —¡Perro tonto! ¡Siempre fue así!
pañero, y echó más leña al fuego. En cuanto se alzaron las lla- —Pero por tonto que fuera, no debía haberlo sido hasta el
mas, el círculo de ojos se fue retirando. Entonces miró, como punto de ir a suicidarse de ese modo. —Miró a los demás perros
por casualidad, a los apiñados perros. Se restregó los ojos y vol- del trineo con ojos escudriñadores que parecieron juzgar, en un
vió a mirarlos con mayor atención. Después se arrastró hacia el momento, los rasgos más salientes de cada animal—. Apuesto
montón de mantas. —añadió— a que ninguno de estos haría lo que él ha hecho.
—¡Henry! —llamó—. ¡Henry! —Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre —dijo Bill,
Este lanzó una especie de gemido al despertarse y preguntó: asintiendo a aquellas palabras—. Siempre me pareció que el Gor-
—¿Qué ocurre ahora? dito no andaba bien de la cabeza.
—Nada… que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos. Y ese fue el epitafio3 que inspiró la muerte de un perro en
Henry se limitó a manifestar con otro gruñido que quedaba aquellas tierras del norte… menos corto, por cierto, que el de
enterado y, al momento, vencido de nuevo por el sueño, ronca- muchos hombres.
ba otra vez.
Quien primero se despertó a la mañana siguiente fue él, que
llamó a su compañero para que se levantara. Faltaban tres horas
para que se hiciera de día, a pesar de que eran las seis de la ma-
ñana, y, en medio de la oscuridad, Henry comenzó a preparar el
desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y dejaba listo el tri-
neo para enganchar.
—Oye, Henry —preguntó de pronto—, ¿cuántos perros di-
jiste que teníamos?
—Seis.
—Pues no, señor —exclamó triunfalmente Bill.
—¿Otra vez siete?
—No, cinco. Uno ha desaparecido.
—¡Diablos! —gritó furioso Henry, abandonando sus queha-
ceres para ir a contar los perros. 3  Epitafio: inscripción que se pone en la lápida de una tumba.
Índice

Literatura para una nueva escuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3


Puertas de acceso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Aventuras en la estepa boreal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
¡Si parece real! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Dime qué lees y te diré qué escribes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Jean-Jacques Rousseau . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Charles Darwin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
Me gusta ser lobo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Colmillo Blanco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Primera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
I. El rastro de la carne . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
II. La loba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
III. El aullido del hambre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Segunda parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
I. La batalla de los colmillos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
II. El cubil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
III. El cachorro gris . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
IV. La pared del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
V. La ley de la carne . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Tercera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
I. Los hacedores del fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
II. El cautiverio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
III. El marginal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142
IV. El rastro de los dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
V. El pacto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
VI. La hambruna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
Cuarta parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
I. El enemigo de su especie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
II. El dios loco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192
III. El reinado del odio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202
IV. Las garras de la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 208
V. El indomable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 222
VI. El amo amable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 230
Quinta parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
I. El largo camino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 248
II. Las tierras del sur . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
III. Los dominios del dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 264
IV. El llamado de la especie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277
V. El lobo durmiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285
Manos a la obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Cuestión de perspectiva: el punto de vista . . . . . . . . . . . . . . . . . 299
Moldear la arcilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301
Expertos en biología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 302
Sopa salvaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 304
Luz, cámara, ¡acción! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305
Cuarto de herramientas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307
¿Quién fue Jack London? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309
El perro lobo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317

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