Sacro Imperio Romano
Sacro Imperio Romano
Sacro Imperio Romano
Entre los siglos XI y XIV los reyes de Europa occidental intentaron la construcción de
estructuras políticas mayores con el fin de dominar comunidades mayores que sus
principados. Sus esfuerzos originaron un nivel de orden político que no había existido
desde el derrumbe del régimen imperial romano. Las principales entidades políticas creadas
en dicho período marcaron el origen de Estados que han perdurado hasta el presente.
Durante la Baja Edad Media reyes exitosos recurrieron a varias tradiciones para expandir su
autoridad: los conceptos germánicos de los reyes guerreros, el ideal carolingio del reinado
ministerial y el derecho romano. Pero fue dominante para su éxito el aprovechamiento de
los derechos que se les concedió por su posición como jefes principales en la jerarquía
feudal, un estatus que les proporcionó amplios derechos para exigir fidelidad, obediencia y
servicios de sus vasallos. En esencia los Estados conformados entre 1000 y 1300 fueron
monarquías feudales, posibles por la explotación de prácticas feudales.
El Sacro Imperio Romano fue el primer esfuerzo de reconstrucción política: resultó de la
combinación de reinos establecidos por las divisiones del Imperio Carolingio. El más
importante fue el reino de los Francos Orientales (843, Tratado de Verdúm). A este núcleo
germánico se unieron los subreinos formados durante el siglo IX por las divisiones del
reino de Lotaringia; de éstos, el reino de Italia fue de especial importancia como
componente del Sacro Imperio Romano. Durante la última parte del siglo IX y comienzos
del X, el poder real decayó firmemente en todos estos reinos. En el reino de los francos
orientales -Alemania- los duques que habían servido a los fuertes reyes carolingios como
oficiales reales, usurparon el poder real para crear principados independientes: Sajonia,
Bavaria, Franconia, Suabia y Alta y Baja Lotaringia. Estas entidades territoriales fueron un
reflejo de los agrupamientos por tribu carolingios. Estos lazos étnicos, combinados con los
poderes políticos asociados al cargo ducal, le dio una solidaridad interna a cada principado,
lo quem obstaculizó la total fragmentación de Alemania en insignificantes señoríos y la
feudalización de las relaciones entre la nobleza gobernante. Una indicación del adelanto del
poder ducal surgió en el 911, cuando los duques unieron sus fuerzas para deponer al último
rey Carolingio y elegir como rey a uno de los suyos, Conrado, duque de Franconia. En los
reinos carolingios de Italia y Borgoña-Arlés, el proceso de fragmentación política también
se llevó a cabo rápidamente: los potentados locales se adueñaron de los principados e
impusieron su señorío en la población local, respetando poco el poder local. Para complicar
la situación, a finales del siglo IX y principios del X, toda esa área, así como la mayor parte
de Europa, fue asolada por los ataques de los sarracenos, magiares y vikingos.
En Alemania la tendencia hacia el localismo se invirtió con la elección de Enrique I duque
de Sajonia como rey en el 917. Su sucesor, Otón I, el Grande (936-973), fue el arquitecto
de las políticas básicas que restauraron la autoridad monárquica. Después de una larga
lucha obligó a los duques a aceptar el dominio real absoluto; en el transcurso de esta lucha ,
logró desalojar a la mayoría de las familias poderosas que controlaban los cargos oficiales,
a menudo reemplazándolas con miembros de su propia familia. Otón ganó fama como rey
guerrero, eficaz, al derrotar decisivamente a los invasores magiares en la batalla de
Lechfeld en el 955, terminando con sus destructivas invasiones a Alemania. No contento
con su notable éxito, Otón fomentó la expansión militar en el mundo eslávico, empezando
una germánica “ofensiva al Oriente”, que se prolongó por siglos y encontró apoyo entre los
príncipes, prelados y campesinos alemanes.
Los éxitos de Otón en esta empresas fueron el resultado de su habilidad para reforzar la
base institucional del poder real. A pesar de que insistía contantemente en los servicios de
los duques como representantes de la autoridad pública, basó su poder principalmente en
una alianza feudal con el clero. Siguiendo un modelo establecido por los grandes
gobernantes carolingios, hizo grandes concesiones de tierra real a los obispos y abades con
una base feudal, creando feudos eclesiásticos en cada rincón de Alemania. Los funcionarios
de la Iglesia que recibieron feudos reales se convirtieron en vasallos reales, obligados a
prestarle al rey los servicios militares y políticos que se necesitaban para mantener la
autoridad real. Para poner a funcionar esta política, Otón tenía que estar seguro de las
capacidades políticas y la fidelidad de quienes ocupaban los cargos eclesiásticos y recibían
como feudos las tierras adjuntas a estos cargos. Asumió el poder de seleccionar a quienes
ocuparían cargos eclesiásticos. Como consecuencia de esta política, llamada investidura
laica, el establecimiento eclesiástico llegó a ser el elemento vital en l administración real.
Por su éxito en unir y defender su reino, Otón I participó directamente en los asuntos
italianos. Ciertamente su urgencia por imitar a los carolingios fue un factor en este paso
irrevocable. Pero las realidades políticas desempeñaron su papel. Casi a mediados del siglo
X, muchos italianos, incluyendo los papas, estaban buscando un extranjero capaz de hacer
lo que sus débiles reyes no podían: refrenar el desorden interno y protegerlos de los ataques
magiares y de los sarracenos. Otón se vio obligado a conceder atención a los asuntos
italianos porque sus súbditos influyentes, especialmente los duques de Baviera, estaban
pesando el río revuelto en busca de una base de poder de la cual retar a su autoridad real.
Después de un acto aventurado en Italia en el 951, el cual le aportó el título de “rey de
Italia”, retornó en el 961 para solidificar su dominio en su nuevo reino. En el 962 entró en
Roma y fue coronado emperador por el papa Juan XII, quien le estaba agradecido por
haberle liberado de las presivas garras de codiciosos nobles romanos. De este modo se
renovó el cargo que había creado Carlomagno; la corona imperial recayó una vez más en el
gobernador más poderoso de Occidente, cuyos logros le habían hecho ganar este honor.
Una vigorosa campaña diplomática terminó con el reconocimiento del título imperial del
emperador bizantino. La aceptación bizantina del imperio de Otón se vio fortalecida por
una alianza matrimonial entre el hijo de Otón, el futuro Otón II (973-983), y una destacada
princesa bizantina, Theophano. Otón I impuso su autoridad sobre la nobleza italiana y
confió el ejercicio del poder real a influyentes funcionarios de la Iglesia que se convirtieron
en sus vasallos. Especialmente significativa fue su política hacia el papado. Cuando Juan
XII se negó a aceptar las condiciones imperiales, Otón lo depuso, ordenó la elección de un
sucesor más flexible, y decretó que en el futuro ningún papa fuese elegido sin el
consentimiento del emperador. Esta decisión, que abrió una época de dominación alemana
sobre el papado, acentuó el hecho de que el emperador era la cabeza de la comunidad
cristiana, tal como lo habían sido Constantino y Carlomagno.
Desde la muerte de Otón I en el 973 hasta 1056, cinco emperadores continuaron sus
políticas con considerable éxito. En Alemania se refrenó la independencia de los ducados,
sus líderes se convirtieron en subordinados a la autoridad imperial. La Iglesia fue
hábilmente manipulada para asegurar su servicio a los emperadores; a su vez, los
emperadores actuaron de manera que se fomentaran sus intereses.
Para complementar los servicios administrativos prestados por funcionarios feudalizados de
la Iglesia, los emperadores crearon una asociación de administradores seculares, llamados
ministeriales, recogidos de la población no libre bajo términos que los sometían totalmente
al servicio real. Los emperadores mantuvieron una firme autoridad en Italia, actuando allí a
través de obispos vasallos. El Imperio se expandió en su frontera suroccidental debido a la
toma del antiguo subreino de Borgoña-Arles. Se continuaron las presiones fuertes sobre el
oriente, con tanto éxito que alrededor del 1056, tanto Polonia, Bohemia como Hungría
magiar reconocieron al absoluto dominio imperial. Los emperadores y sus seguidores
eclesiásticos trataron de asediar al cargo imperial con una ideología teocrática que
enfatizaba el sagrado rol del emperador como protector del orden cristiano. Este esfuerzo
alcanzó su apogeo durante el reinado de Otón III (983-1002), cuya madre, la emperatriz
Theophano, unió sus fuerzas con el sabio líder de la época, Gerbert, que reinaba ahora
como el papa Silvestre II (999-1003), para promover no sólo sus planes para instalar en
Roma al emperador en un sitio que exaltaría su sagrado rol; sino también, su sucesoría a los
antiguos emperadores romanos y, quizás su superioridad sobre emperadores
contemporáneos que reinaban en Constantinopla.
Pero el mismo éxito de los emperadores alemanes tuvo su costo; provocó la oposición
desde diversas fuentes. La nobleza alemana aceptó de mala gana la autoridad imperial.
Todo ese tiempo sus miembros reforzaron su posición extendiendo sus posesiones,
consolidando su autoridad sobre el campesinado, y estableciendo sus propias alianzas con
la Iglesia, fundando monasterios sobre los cuales mantenían control. El cargo de monarca
era particularmente vulnerable porque siguió siendo de carácter electivo; a pesar de sus
esfuerzos, los gobernantes de los siglos X y XI no fueron capaces de hacer a un lado el
antiguo principio electivo alemán en favor de la sucesión hereditaria. En Italia los nobles se
sintieron agraviados por la autoridad imperial y la dominación extranjera. Las ciudades
comerciales italianas en su etapa inicial de desarrollo estaban ansiosas por establecer sus
libertades a expensas del control imperial. Los gobernantes que estaban por fuera de las
fronteras imperiales -los reyes franceses en el Occidente y los príncipes eslavos en el
Oriente- desconfiaban de los designios imperiales sobre su independencia y sus territorios.
Por último, y más importante, fue la oposición generada por un movimiento de reforma
religiosa influyente que se estaba dando en Europa. En su aspecto ideológico este
movimiento desafiaba el concepto de que los gobernantes seculares -incluyendo el
emperador- eran los líderes predestinados por la divinidad para la sociedad cristiana. En su
aspecto práctico el movimiento reformador estaba dirigido en contra del mundano e
inmoral clero producto de esta prácticas. Los monjes, arzobispos y monarcas, incluyendo el
virtuoso emperador Enrique III (1039-1056), apoyaron la reforma.
Con el tiempo, el movimiento reformador encontró su liderazgo en Roma. Desde finales del
siglo IX, el papado había desempeñado un modesto papel en la dirección de la vida
cristiana. La función papal fue controlada primero por nobles familias romanas locales y
luego, después del 962, por los sacros emperadores romanos. Un momento de cambio
decisivo surgió cuando Enrique III instaló a un consagrado reformador alemán, León IX
(1049-1054) como papa. Bajo el liderazgo de León, un grupo de reformadores reunidos en
Roma, dedicó su talento a la definición de los objetivos de la reforma y a la recolección de
precedentes para justificar la purificación de la vida religiosa. A la larga, la fuerza motriz
de este grupo fue un monje llamado Hildebrando, más tarde el Papa Gregorio VII, quien
trazó la orientación política al movimiento. Consideraba a la Iglesia como un cuerpo
terrenal corporativo que tenía la responsabilidad de cumplir con la voluntad de Dios: la
salvación de la humanidad. Para lograr ese fin, la Iglesia debía convertirse en una
comunidad visible con su propio jefe, su propia ley, sus propios recursos y su propia
libertad. Todos los cristianos, aún los más altos príncipes, deben ser dirigidos por el obispo
de Roma, sucesor de San Pedro como el vicario de Cristo en la tierra, hacia la correcta
ejecución de sus responsabilidades en el drama de la salvación. DE aquí en adelante expuso
el elemento radical de la ideología reformadora: negó el papel de los gobernantes seculares
como directores de la vida cristiana predestinados divinamente. A lo sumo, los príncipes
eran agentes de la Iglesia, comisionados por autoridades eclesiásticas para ayudar en la
dirección de la sociedad cristiana, y sujetos al juicio sacerdotal en el cumplimiento de su
rol.
Durante el pontificado de León, el papado convirtió su nueva ideología en un programa de
reforma práctica que interfirió directamente con los establecimientos políticos y
eclesiásticos existentes. El concepto de jefatura papal de la Iglesia se propagó ampliamente
para recordarle al clero inferior su obligación de acudir a la dirección romana. La exigencia
se extendió inclusive al Imperio bizantino; el resultado fue una intensa disputa que terminó
en 1054 cuando el papa y el patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente,
creando un cisma entre las iglesias romana y griega, que ha persistido hasta el presente.
Constantemente los papas expidieron normas en contra de la inmoralidad y la corrupción
que padecía el clero, especialmente la simonía (compra y venta de cargos y servicios
religiosos) y el matrimonio de os clérigos. Los agentes papales organizaron consejos de
Iglesia locales por todo el Occidente para poner en ejecución la reformada legislación. Los
papas comenzaron a establecer en Roma una maquinaria administrativa centralizada para
hacer valer a los gobernantes papales por toda Europa. En 1059 un edicto papal estipuló
que en adelante los papas serían elegidos por el Colegio cardenalicio, un cuerpo de
funcionarios eclesiásticos centrado en Roma, que ayudaba al papa en la administración de
la Iglesia. Se privó al emperador del derecho a opinar en las elecciones papales, excepto
para aprobar lo que los cardenales decidieran. Buscando reforzar su posición, en 1059, el
papado formó una alianza con los normandos, una nueva fuerza política que estaba
surgiendo en Italia y Sicilia; este pacto le dio al papado un protector diferente al emperador.
Esta agresiva política generó resistencia en muchas regiones. Mucho clérigos,
acostumbrados por mucho tiempo a tener esposas o concubinas y recibir pago por servicios
religiosos, temblaron a la voz de una reforma moral. Los obispos y abades se sintieron
agraviados por la creciente influencia romana en asuntos religiosos que la tradición les
había reservado a su jurisdicción. Los señores se inquietaron ante la perspectiva de perder
el derecho de designar funcionarios eclesiásticos y controlar los ingresos provenientes de
los cargos y las propiedades eclesiásticas. El sacro emperador, quien no solamente confiaba
en una Iglesia subordinada y feudalizada como la fuente principal de su poder sino que
exigía, en virtud de su elevado cargo, el derecho otorgado por Dios de dirigir el destino de
la sociedad cristiana, era especialmente vulnerable. Tan formidable oposición bien hubiera
podido arruinar el movimiento reformador de no haber sido porque Gregorio VII era un
fuerte y obstinado hombre de gran habilidad política y valentía, que no temía actuar para
obtener lo que creía que era correcto.
Una vez elegido papa en 1073, entró resueltamente en acción para mantener el esfuerzo de
corregir la vida religiosa. En 1075 decretó que la investidura laica, es decir, el control de
autoridades laicas sobre la elección e instalación de funcionarios eclesiásticos era ilegal. Y
además decretó que las propiedades que pertenecían a funcionarios eclesiásticos no estarían
sujetas a control laico.
Este acto, que desafiaba a todo el orden feudal en un asunto crucial, puso al papado en
continua pugna con la mayoría de los reyes y señores de Europa occidental, y
especialmente con los sacros emperadores romanos, en una contienda conocida como la
Lucha por la investidura.