La Inteligencia Al Servicio de Cristo - Gilson

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E. Gilson: Fe y Razón, la inteligencia al servicio de Cristo Rey.

Sí, el cristianismo es una condenación radical del mundo, pero es al mismo tiempo una aprobación
sin reservas de la naturaleza. Porque el mundo no es la naturaleza, sino la naturaleza labrando su
curso apartada de Dios.
Lo que es verdad para la naturaleza es verdad en grado eminente para la inteligencia, cumbre de la
naturaleza. En la tarde de la creación, Dios miró su obra y juzgó –dice la Escritura- que todo aquello
era muy bueno. Pero lo mejor de su obra era el hombre, creado a su imagen y semejanza; y si
buscamos en qué consiste esta semejanza divina, la encontramos –dice San Agustín- in mente: en la
mente. Vayamos más allá, siguiendo al mismo doctor: encontramos esta semejanza en aquella parte
de la mente que es, por así decirlo, su cúspide, aquella por la cual la mente, en contacto con la luz
divina, de la que es como un reflejo, concibe la verdad. Comprender con la inteligencia la verdad en
este mundo, aun cuando sea de una manera oscura y parcial, mientras esperamos verla un día en su
completo esplendor, tal es el destino del hombre de acuerdo con el cristianismo. Lejos de despreciar
el conocimiento, el cristianismo lo ama: intellectum valde ama.

Como la naturaleza que corona, la inteligencia es buena, siempre que a través de ella y en ella, la
naturaleza entera se dirija hacia su fin, que es ordenarse a Dios. Ahora bien, tomándose a sí misma
como fin, la inteligencia se ha apartado de Dios, apartando con ella a la naturaleza, y sólo la gracia
puede ayudar tanto a la una como a la otra a retornar a lo que es su fin, porque es su origen. El
mundo es precisamente ese rechazo a participar en la gracia que separa a la naturaleza de Dios, y la
inteligencia misma es del mundo en tanto que rehúsa con él la gracia. La inteligencia que la acepta,
es la del cristiano. Y de este estado cristiano de la inteligencia es precisamente de lo que el mundo,
porque lo detesta, nos invita incesantemente a apartarnos junto con él.

Allí está nuestro verdadero peligro. No dudamos de la verdad del cristianismo; tenemos la firme
resolución de pensar como cristianos; pero, ¿sabemos lo que hay que hacer para lograrlo? ¿Sabemos
incluso exactamente en qué consiste el cristianismo?

Es aquí, me parece, donde debemos volvernos hacia nosotros mismos, para preguntarnos si estamos
cumpliendo nuestro deber y sobre todo si lo estamos cumpliendo bien. Todos hemos encontrado, ya
en la historia, ya a nuestro alrededor, algunos de esos cristianos que creen rendir homenaje a Dios
adoptando en relación a la ciencia, a la filosofía y al arte, una indiferencia que parece a veces
desprecio. Pero ese desprecio puede manifestar o grandeza suprema o suprema pequeñez. Me gusta
oír decir que toda la filosofía no vale una hora de esfuerzo, cuando quien me lo dice se llama
Pascal, es decir, a la vez uno de los más grandes filósofos, uno de los más grandes científicos y uno
de los más grandes artistas de todos los tiempos. Siempre se tiene el derecho de despreciar lo que se
ha superado, sobre todo si lo que se desprecia no es tanto aquello que se amaba como el excesivo
apegamiento que nos había detenido allí. Pascal no desprecia ni la ciencia, ni la filosofía; pero no
les perdona el haberle ocultado por un tiempo el misterio más profundo de la caridad. Cuidémonos
entonces, quienes no somos Pascal, de despreciar lo que quizás os sobrepasa, porque la ciencia es
una de las mayores alabanzas a Dios: la comprensión de lo que Dios ha hecho.
Eso no es todo. Por alta que sea la ciencia, es demasiado claro que Jesucristo no vino a salvar a los
hombres por medio de la ciencia o de la filosofía; El vino a salvar a todos los hombres, incluso a los
filósofos y a los científicos; y si estas actividades humanas no son indispensable para la salvación,
ellas también tienen necesidad de ser salvadas, como todo este orden de la naturaza que la gracia ha
venido a rescatar. Ahora bien, hay que tener cuidado de no salvarlas con un celo indiscreto que, so
pretexto de purificarlas más completamente, no tenga oro resultado que corromper sus esencia. Hay
razón para temer que esta falta sea cometida demasiado a menudo –y ello con las mejores
intenciones del mundo- cuando se ve lo que algunos defensores de la fe llaman el uso apologético
de la ciencia. Fórmula, sin duda, excelente, con la condición de que uno sepa no sólo que es
paciencia, sino lo que es la apologética.
Para ser un apologista eficaz, es necesario primero ser teólogo; yo diría incluso, en la medida de lo
posible, un excelente teólogo. Estos escasean más de lo que suele pensarse; pero no se
escandalizarán sino aquellos que no hablan de teología sino de oídas o que se contentan con recitar
sus fórmulas sin haberse molestado en profundizar en su significado. Sin embargo, si se quiere
hacer apologética por medio de la ciencia, no basta ni siquiera ser excelente científico. Digo –con
toda la intención- un científico, y no solamente un hombre inteligente y cultivado con más o menos
barniz de ciencia. Si requiere practicar la ciencia por Dios, la primera condición es practicar licencia
por sí misma, o como si se la practicara por sí misma, porque ése es el único medio de adquirirla.
Lo mismo se puede decir de la filosofía; creer que se sirve a Dios aprendiéndose un buen número de
fórmulas que dicen lo que uno sabe que debe decirse, sin comprender por qué lo que dicen es
verdad, es engañarse. … Se nos dice que ha sido la fe la que ha construido las catedrales de la edad
media; sin duda, pero la fe no hubiera construido nada si no hubiera habido arquitectos también; y si
es cierto que la fachada de Notre Dame es un rapto del alma hacia Dios, eso no le impide ser
también una obra de geometría: hay que saber geometría para construir una fachada que sea un acto
de caridad. … la piedad no dispensa nunca de la técnica.

Pero hay que recordar que es por El por quien se hace, y olvidarlo es el segundo peligro que nos
amenaza.
… diré aquí que se puede ser un científico, un filósofo y un artista sin haber estudiado teología, pero
que sin ella no se podrá llegar a ser un científico, un filósofo o un artista cristiano. Sin ella
podremos ser, por un lado cristianos, y por otro científicos, filósofos o artistas, pero sin ella nuestro
cristianismo no descenderá nunca a nuestra ciencia, a nuestra filosofía y a nuestro arte, para
reformarlos desde dentro y vivificarlos.
(E. Gilson, El amor a la Sabiduría)

Etienne Gilson y la filosofía cristiana

El marco de sus estudios sobre el pensamiento medieval lo constituye la noción de filosofía


cristiana. Gilson, en sus «Gifford Lectures», ha hecho un análisis de aquello que tenían en común
los filósofos escolásticos, aquello que constituye «el espíritu de la filosofía medieval»: la manera de
hacer filosofía, integrando las luces provenientes de la razón humana y de la revelación divina. La
filosofía cristiana se define en función de su relación con los datos provenientes de la revelación.
¿En qué consiste esa forma de pensamiento filosófico? «Para que una filosofía cristiana merezca
verdaderamente ese título, es menester que lo sobrenatural descienda, a título de elemento
constitutivo, no en su textura, lo que sería contradictorio, sino en la obra de su constitución. Llamo,
pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos
órdenes, considere la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón». A partir de
la constatación histórica de esta forma de hacer filosofía, busca describirla y defender su validez y
actualidad.
Quizá Gilson no midió el alcance de la encendida discusión que surgiría acerca de la validez del
concepto mismo de filosofía cristiana, en la que de manera inmediata se involucraron él mismo y el
historiador racionalista Emile Bréhier, quien aducía que el cristianismo, en realidad, no era una
doctrina especulativa, sino únicamente una predicación que exigía un carácter moral o práctico.
Esta suposición la basaba en la afirmación de que el Evangelio no ha introducido, históricamente,
ninguna influencia notable en el desarrollo de la filosofía, de modo que —en opinión de Bréhier—
no es posible hablar de una filosofía cristiana. En 1931 la Sociedad francesa de filosofía promovió
un primer debate en torno al tema en el que participaron, además de los mencionados, Léon
Brunschvicg, Gabriel Marcel, Maurice Blondel, Marie-Dominique Chenu y Jacques Maritain, entre
otros. Martin Heidegger, por otro lado, se opuso resueltamente al concepto mismo de filosofía
cristiana, y sus argumentos han tenido y tienen aún gran influjo en el pensamiento filosófico. Para él
la noción de filosofía cristiana constituye una contradicción, puesto que el acto filosófico
primigenio que es la búsqueda del sentido del ser supone una puesta en cuestión radical que es
inadmisible para la fe. Heidegger reconoce que la fe brinda una respuesta a la pregunta filosófica
por el sentido del ser, pero considera que al responder se ahoga la pregunta filosófica misma, se
elimina. Las sólidas certezas de la fe y el eterno e insaciable preguntar filosófico son planteados así
por el pensador alemán como dos caminos posibles y mutuamente excluyentes ante la cuestión
fundamental de la vida humana que es la cuestión sobre el sentido del ser. Encontramos aquí una de
las más radicales formulaciones de la nefasta oposición entre fe y razón que en nuestro tiempo
parece generalizarse, y que deja a tantos en la triste situación de no querer ver saciada su hambre de
sentido.
Posteriormente un gran número de filósofos de diversas líneas de pensamiento se involucrarían en
la discusión, haciéndola más compleja y extensa. No podemos incluir en estas breves páginas la
historia de este proceso sin desviarnos de nuestro objetivo. De hecho en ese momento las relaciones
entre razón y fe estaban siendo abordadas de una manera poco orgánica, aun por quienes
procuraban mostrar que entre ellas no había oposición, como el propio Étienne Gilson. Más que una
síntesis que mostrara que razón y fe se reclaman mutuamente, se procuraba alcanzar un difícil
equilibrio en ocasiones incluso inclinado hacia elentre ambos aspectos , en el acento quizás
excesivo que se daba a la autonomía de laracionalismo filosofía y la insuficiente consideración de
su relación vital con la revelación, o bien en la confianza a momentos desmesurada en las
posibilidades de la sola razón, sin considerar suficientemente la misteriosa profundidad de lo real,
que es más inagotable aún por esa única vía.
Entre el fideísmo y el racionalismo, extremos excluyentes y evidentemente errados, existe una
amplia gama de tendencias que han ido planteándose en la búsqueda de una mirada auténticamente
integral. Con el tiempo se ha ido llegando a un mayor esclarecimiento de los términos, a fin de
superar soluciones unilaterales y caminar hacia una síntesis más profunda en la explicación de las
relaciones entre la fe y la razón. Esta discusión ha ido situándose en una perspectiva más
antropológica, lo cual ha favorecido la comprensión del problema, donde la necesaria distinción
entre fe y razón, entre disciplina filosófica y teológica, no tiene por qué llevar a una separación,
pues forman parte del único impulso del ser humano hacia la verdad, como se puede ver en la
reciente encíclica Fides et ratio de S.S. Juan Pablo II.
(Franca Zadra A., La contribución histórica y metafísica de Étienne Gilson)

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