Articulo Sobre Hagiografía

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La Hagiografía

Su evolución histórica y su recepción


historiográfica actual

Antonio Rubial García


Facultad de Filosofía y Letras, unam

El término hagiografía (palabra de origen griego for-


mada por hagios, santo y graphos, escritura) fue una
expresión utilizada desde el siglo xvii para denomi-
nar los textos que referían las vidas de los santos.
Aunque es un concepto construido tardíamente, de
hecho cuando se da la separación entre sagrado y
profano, la temática relacionada con la narración so-
bre virtudes y milagros de los hombres y mujeres ex-
cepcionales por su santidad tiene una larga tradición
en la cristiandad que se remonta a los siglos iv y v.
Los cambios
de la Literatura Hagiográfica en Europa
Cuando el emperador Constantino dio su apoyo a
los obispos de las iglesias helenísticas y latinas del
Mediterráneo, esta facción cristiana, mejor organi-
zada, impuso sus dogmas y sus prácticas sobre todo
el territorio imperial, desplazando y persiguiendo a
las otras denominaciones y corrientes, como aque-
llas de tendencia gnóstica. Desde entonces comen-
zaron a fraguarse los “modelos” sobre los cuales los
obispos construirían las vidas ejemplares. En tales
narraciones, moralizar era lo que le daba sentido y
estructura a estos textos. Los rasgos individuales y
propios de los personajes, como los que describen
las biografías modernas, pasaban a un segundo pla-
no frente al carácter general y modélico, casi podría-
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mos decir estereotipado, de las hagiografías. Como señala Michel de


Certeau:
La individualidad en la hagiografía cuenta menos que el personaje; los
mismos rasgos o los mismos episodios pasan de un nombre propio al otro:
con esos elementos flotantes, palabras o joyas disponibles, las combina-
ciones componen una u otra figura y le señalan un sentido. Más que el
nombre propio, importa el modelo que resulta de esta artesanía, más que
la unidad biográfica, importa la asignación de una función y del tipo que
la representa.1
El primer modelo hagiográfico cristiano, el del mártir, nació preci-
samente en el siglo iv como una necesidad de la Iglesia victoriosa apo-
yada por Constantino. Aquellos que habían muerto por la fe durante
las anteriores persecuciones imperiales, se constituían en pruebas
fehacientes de una verdad que triunfaba sobre las “herejías” y el pa-
ganismo. Estos mártires eran los que más se acercaban al modelo del
fundador, Cristo, cuya sangre se consideraba fuente de vida eterna.
Las actas de los mártires, registros oficiales de las torturas y muertes,
se transformaron, con Eusebio de Cesarea y otros autores, en narra-
ciones apologéticas de una Iglesia primitiva que con la sangre de sus
fieles fertilizó la tierra de las nuevas conversiones y propició el triunfo
de la Iglesia. Poco después comenzaron a narrarse las vidas de los ere-
mitas que habitaron los desiertos orientales, como la de san Antonio
escrita por el patriarca de Alejandría, Atanasio. Las narraciones sobre
la muerte en vida de estos personajes retirados del mundo, y a menu-
do imbuidos por la espiritualidad gnóstica contraria a toda autoridad,
constituiría una manera de asimilarlos a la estructura episcopal. Sus
vidas constituían además otra “imitación” de un modelo bíblico, el del
mismo Cristo y el de san Juan Bautista retirados al desierto, y mostra-
ba el triunfo del alma cristiana sobre las fuerzas diabólicas.
Los principales promotores de tales narraciones, y del culto asociado
con ellas, fueron los obispos, por lo que muy pronto también ellos con-
formaron un modelo de santidad que se centraba en la caridad y la sabi-
duría, pues muchos de ellos fueron dadivosos benefactores (san Martín

1 Michel de Certeau, La escritura de la Historia, México, Universidad Iberoamericana,


1985, pp. 287 y 294.

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de Tours) e ilustres teólogos (san Ambrosio y san Agustín). Mientras que


en las biografías de los mártires el interés recaía en la muerte, en las de
los ermitaños y los obispos eran sus vidas las que atraían más la atención
de los escritores. “Frente a los martirios, propios de una etapa en la que
la comunidad está marginada, las virtudes y milagros pertenecen a una
Iglesia establecida, epifanía del orden social en que se inscribe.”2
Entre los siglos vi y x apareció un nuevo modelo de santidad, el
monje, en el cual la caridad, el ascetismo y la castidad, se combinaban
con la vida de oración, el retiro monacal y la dedicación al estudio y
a la meditación. A esa época pertenecieron las vidas de monjes creado-
res de reglas monacales como san Benito, sabios escritores como san
Beda, misioneros fundadores de las nuevas iglesias germánicas, celtas
y eslavas, como san Bonifacio, y algunas, muy pocas, monjas abadesas
y fundadoras como Santa Radegunda, cuyos rasgos no se diferencia-
ban mucho de aquellos atribuidos a los varones. En este periodo es
notable el predominio de los varones santos (90% de los casos), sobre
las mujeres y los estrechos vínculos entre aristocracia y perfección
moral y religiosa, dado que la mayoría de los santos pertenecían a las
más altas esferas sociales.3
Junto con las virtudes, las narraciones de vidas de santos —tanto
antiguos como recientes— comenzaron a insistir también en sus mi-
lagros. Esto surgió de la necesidad de hacer patente la “potencia” de
los patronos celestiales y su posibilidad de intercesión ante Dios para
solucionar las urgentes necesidades materiales. Muestra de ese gusto
por lo maravilloso fueron las obras de san Gregorio de Tours y de san
Gregorio Magno, quienes no sólo recopilaron narraciones prodigio-
sas, sino que además le dieron al elemento milagroso la sacralidad
que conservaría por mucho tiempo.4
A partir del siglo xi, el renacimiento de la vida económica en las ciuda-
des, el surgimiento del hombre burgués, la consolidación de las monar-

2 Ibidem, p. 291.
3 André Vauchez, “El santo” en Jacques Le Goff et al. El hombre medieval, Madrid,
Alianza Editorial, 1991, pp. 332 y s.
4 Jacques Le Goff, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona,
Gedisa, 1986, p. 14.

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quías y las reformas eclesiásticas realizadas por el papado trajeron cam-


bios profundos tanto en la concepción de la santidad y en su elevación
al culto público, como en la difusión de la literatura hagiográfica. Ésta
se enriqueció con nuevos tipos de santos: fundadores de las modernas
órdenes monásticas cistercienses y mendicantes (san Bernardo, san Fran-
cisco y Santo Domingo), pilares de la Iglesia que conseguían la salvación
de los fieles con la predicación y el ejemplo; reyes que promovieron la
cristianización de sus pueblos (san Olaf, san Esteban, san Wenceslao);
nobles y burgueses (san Homobono, san Gerlaldo) que imitaban las virtu-
des monásticas de castidad y ascetismo; reinas, monjas y laicas urbanas
(asociadas en el norte de Europa con las beguinas y en el sur con las
terciarias) que proponían una perspectiva de santidad específicamente
femenina dentro del cristianismo. Ascetismo, visiones y servicio fueron
las cualidades que caracterizaron a santas como Margarita de Cortona,
Clara de Montefalco y Angela de Foligno; en otras, como Santa Brígida
y Santa Catalina de Siena, la actividad visionaria se dirigió, además, a la
predicción de calamidades y a la reforma de la Iglesia. Una reina como
Santa Isabel de Hungría se convirtió en modelo de caridad sin límites.
La santificación de numerosos laicos, hombres y mujeres, no pro-
puso sin embargo un cambio sustancial en la propuesta de las virtu-
des que siguieron siendo aquellas propiamente monacales: castidad,
caridad, humildad, vida de oración y ascetismo. Entre los siglos xi y
xv, en contraste con esta relativa homogeneización de las virtudes, la
hagiografía recibió una gran influencia formal de los otros géneros
narrativos, sobre todo de la crónica histórica y de la literatura caba-
lleresca. Las vidas de los santos, difundidas por los juglares junto
con las de los héroes guerreros, aportaron y recibieron numerosos
elementos de los géneros narrativos novelados, en formación du-
rante ese periodo. Por otro lado, las cruzadas habían propiciado el
surgimiento de un nuevo ideal del “caballero cristiano”, cuya activi-
dad bélica era justificada pues iba dirigida a proteger a la Cristiandad
del Islam.5 Con este rescate de la santidad caballeresca se resaltó un
aspecto olvidado de los viejos mártires y soldados romanos: san Mau-

5 Jean Flori, La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cris-


tiano, Madrid, Editorial Trotta, Universidad de Granada, 2003, pp. 123 y ss.

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ricio, san Acacio, san Crisógono, san Hipólito, san Eustaquio o san
Sebastián habían entregado su vida por la fe, y se habían salvado,
siendo hombres laicos cuyas vidas estaban dedicadas al combate. Un
caso especial fue el de san Jorge, cuyo culto llegó a Occidente proce-
dente del Oriente bizantino y tuvo un gran impacto. También a par-
tir del siglo xii comenzaron a insertarse rasgos caballerescos en otros
modelos de santidad, por ejemplo la de los obispos que habían tenido
en su juventud un pasado caballeresco (san Martín, san Huberto). Un
caso singular fue el del apóstol Santiago, quien se convirtió en un
violento guerrero matador de musulmanes, dentro del contexto de la
reconquista castellano-leonesa sobre las tierras hispanas dominadas
por el Islam.
En este proceso de formación de modelos jugó también un impor-
tante papel la retórica. Con su codificación de técnicas, con sus tropos,
sus reglas y sus alegorías, con su reutilización de modelos clásicos, la
retórica definió en adelante, hasta el Renacimiento y el Barroco, los
usos sociales de la lengua y afectó todos los campos del discurso.6
La nueva literatura hagiográfica se enriqueció además con los libelli
miraculorum: recopilaciones de historias de los milagros realizados
por las reliquias, hechas por los clérigos guardianes de los santua-
rios, aderezadas con las narraciones de descubrimientos y traslados
de reliquias (las llamadas inventio). Asimismo, estas vidas de varones
ilustres se incluyeron en las crónicas religiosas de las órdenes mendi-
cantes como menologios que servían de modelos a las generaciones
de jóvenes frailes. En este periodo las vidas de los santos se convir-
tieron en “sofisticadas biografías ricas en detalles y delineación de
personalidad”.7
En este contexto se produjo en el siglo xiii la primera recopilación
monumental de materiales hagiográficos: La Leyenda Dorada del do-
minico Jacobo de la Vorágine. Este texto fue escrito en latín como un
manual auxiliar de la predicación y de la liturgia para combatir las

6 Michel de Certeau, La fábula mística, México, Universidad Iberoamericana, 1993, pp.


110, 148 y 173.
7 Rudolph Bell y Donald Weinstein, Saints and Society: The Two Worlds of Western
Christendom, 1000-1700, Chicago, University of Chicago Press, 1982, p. 8.

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herejías, dirigir a los fieles a la formación de comportamientos mora-


les y difundir la veneración a los santos mendicantes para reforzar el
prestigio de sus institutos. Con él se instauraba una nueva tipología
hagiográfica y se fijaba el modelo narrativo que se seguiría en adelan-
te.8 La nueva narrativa, influida por la visión de que cada ser humano
debía ganarse el cielo en la tierra, insistiría en que las virtudes eran
tan importantes como los milagros, y en que los santos debían ser
considerados como modelos de vida cristiana, del mismo modo que
lo eran como intercesores. A su aspecto devocional se le agregó así un
carácter normativo.
El humanismo y la Reforma protestante trajeron consigo fuertes
cuestionamientos alrededor del culto a los santos al proponer una so-
ciedad sin sacramentos y sin sacerdocio donde todos los creyentes
tenían la obligación de llegar al sumo grado de perfección y al negar
toda posibilidad de intermediación entre Dios y los hombres. Ante
tales postulados, la Iglesia católica reaccionó reafirmando el papel fun-
damental que tenían los santos en la formación de la religiosidad de
los fieles, bien como modelos de comportamiento, bien como inter-
mediarios ante Dios. Sin embargo, el papado aumentó los controles
no sólo sobre los procesos de canonización, sino también sobre la
literatura hagiográfica. Esta necesidad era consecuencia de la enorme
difusión de textos que había traído consigo la invención de la impren-
ta y el peligro que esto conllevaba para la integridad de la fe. Por otro
lado, la proliferación de venerables durante la segunda mitad del siglo
xvi hizo necesario ejercer mayores controles sobre el culto y sobre la
literatura que lo nutría.9 Por último, los movimientos de “alumbra-
dos” del siglo xvi y sus arrobos hacían sospechar de cualquier mani-
festación mística que no fuera controlada y certificada por la Iglesia.
En el siglo xvii, un decreto de Urbano viii firmado el 13 de mar-
zo de 1625 prohibió imprimir libros que contuvieran sugerencias de
santidad, milagros o revelaciones, que no contaran con la aprobación
explícita de la Iglesia a través de la Sagrada Congregación de Ritos.

8 Alain Boureau, La légende dorée. Le systéme narratif de Jacques de Voragine, Paris,


Les Éditions du Cerf, 1984, pp. 19 y ss.
9 Jean-Michel Sallmann, Naples et ses saints a l´age baroque (1540-1750), Paris, Press
Universitaires de France, 1994, pp. 20 y 45.

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Todos los autores debían hacer protesta de no dar autoridad alguna a


hechos sobrenaturales y de sólo hacerse eco de opiniones humanas.
Su finalidad: preservar la autoridad papal, frenar la divulgación de
materias heterodoxas y limitar la infiltración de elementos de origen
popular. La hagiografía, que durante siglos se había alimentado de
fuentes populares, y por tanto laicas, se vio sometida a una creciente
clericalización. La “protesta” que acompañará en adelante todo tra-
tado hagiográfico, consolidaba el viejo argumento que requería la
sanción de la autoridad para ratificar la veracidad y autenticidad de
cualquier discurso.
Estas pautas marcaron la hagiografía de la época barroca, que se
vio enriquecida por una serie de elementos provenientes del huma-
nismo renacentista. En primer lugar, se introdujo una exaltación del
individualismo y con ella la influencia de la biografía clásica en la
descripción de la vida de los santos, hombres con virtudes humanas;
el “modelo”, a la manera medieval, comenzó a ceder ante la “biogra-
fía” que, bajo los dictados de la retórica ciceroniana, insistía más en
los rasgos individuales. Por otro lado, se exaltó al hombre de acción
más que al hombre contemplativo, al hombre virtuoso más que al
hombre milagroso. En tercer lugar, se fomentó el uso de las descrip-
ciones psicológicas, elementos propios de una época que había redes-
cubierto el complejo mundo de las intenciones y de las decisiones
humanas. Por último, se fomentó el criticismo, el cuestionamiento de
los testimonios, la búsqueda de fuentes históricas. El nuevo espíritu
se manifestó en la hagiografía muy débilmente en el siglo xvi, pero se
fue fortaleciendo hasta dar sus mejores frutos a partir de mediados
del siglo xvii. Uno de ellos fue la sociedad bolandista formada por un
grupo de eruditos jesuitas, encabezados por Jean Bolland, con quienes
“se introdujo la búsqueda sistemática de manuscritos, la clasificación
de fuentes, la conversión del texto en documento, paso discreto de la
verdad dogmática a una verdad histórica”.10 Los bolandistas aplicaron
estos criterios a “los santos antiguos”, buscando cuáles elementos del
relato tenían un sustento documental para mostrar lo que era real-
mente “auténtico” en esas narraciones.

10 Certeau, La escritura de la Historia, p. 289.

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Esta visión no afectó por el momento a los nuevos modelos de los


“santos contemporáneos”; en ellos convivían lo afectivo y lo milagro-
so, con la necesidad de modelar los comportamientos de los fieles
por medio de virtudes como la obediencia a la autoridad, la caridad
como medio de salvación y el ejercicio de prácticas devocionales. En
esta época se promovieron como modelos de santidad básicamente a
miembros destacados del clero: sacerdotes, predicadores, misioneros
y fundadores de órdenes religiosas (los jesuitas san Ignacio y san Fran-
cisco Xavier, el franciscano san Pedro de Alcántara); obispos (san
Carlos Borromeo) y religiosas visionarias y fundadoras (santa Teresa
de Jesús). No faltaron, sin embargo, algunos santos laicos como san
Isidro labrador, uno de los primeros campesinos canonizados.
La hagiografía barroca, al igual que la medieval, se vio fuertemente
influida por el ambiente literario que la rodeaba. El sermón y el teatro,
los géneros más difundidos en la época, le prestaron su forma grandi-
locuente y rebuscada; la literatura emblemática la llenó de símbolos
y alegorías sacadas de los escritores clásicos y renacentistas; los trata-
dos morales la influyeron con su tono didáctico y sus consejos para la
vida cotidiana. No obstante, la hagiografía barroca aún conservó, en
la mayoría de los casos, la sencillez de las narraciones medievales.11
Con la Ilustración y su espíritu anticlerical y racionalista, la litera-
tura hagiográfica comenzó a decaer en la Europa del siglo xviii. A la
crítica protestante de los siglos anteriores se unió un espíritu secula-
rizador que marginó los temas de la religión y la moral al ámbito per-
sonal. Los nuevos modelos de comportamiento colectivo se centraban
en el buen ciudadano y las virtudes burguesas laicas sustituyeron a
aquellas que definían al buen cristiano.
Los textos Hagiográficos en la Nueva España
En la Nueva España la hagiografía se manifestó como un género histó-
rico desde el siglo xvi, aunque fue hasta el xvii y el xviii que se convir-
tió en una de las expresiones literarias más importantes. A semejanza
de los textos europeos, todas las historias siguen una secuencia cro-
nológica a partir del nacimiento, familia, niñez y educación del bio-
grafiado. En la literatura hagiográfica novohispana existen muy pocos

11 Sallmann, Naples et ses saints a l´age baroque (1540-1750), p. 58.

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ejemplos de grandes conversos como san Agustín o san Ignacio, casi


todos los santos lo son desde niños. Ni siquiera las travesuras inocen-
tes del pequeño Felipe, el futuro protomártir del Japón, pueden ser
consideradas como representativas de una vida disipada. Después, las
virtudes y hechos prodigiosos se describen a partir de anécdotas coti-
dianas llenas de colorido. Por último la agonía, la muerte y el destino
de las reliquias, con los milagros suscitados alrededor de ellas, confor-
man la culminación de una vida cuya principal finalidad fue conseguir
la salvación eterna.
Estos textos, llenos de metáforas, alegorías y alusiones a autores clá-
sicos, bíblicos y patrísticos, utilizaron para sus narraciones materiales
diversos: anécdotas e intimidades escuchadas en el confesionario de
boca de los mismos biografiados; testimonios escritos u orales de quie-
nes los conocieron; experiencias personales en su trato con los venera-
bles. Todos estos elementos, teñidos con anécdotas que le dan a la na-
rración un colorido local, se entrelazaban y acomodaban a los modelos
hagiográficos europeos para producir obras de gran originalidad.
Los textos novohispanos sobre estos temas tomaron las diferentes
formas que tenían en Europa: sermones fúnebres, interrogatorios so-
bre virtudes y milagros, cartas edificantes, “vidas” particulares y “vi-
das” incluidas en textos sobre santuarios o en menologios de crónicas
provinciales femeninas y masculinas. En todos aparecen ejemplos de
virtud, piedad, sacrificio y devoción, así como revelaciones y hechos
sobrehumanos. Sin embargo no todos estos textos tienen la misma
finalidad por lo que debemos diferenciar dos tipos de narraciones.12
El primero son los menologios de las crónicas, en las que se descri-
bían las vidas de los varones apostólicos de la época misional, o de las
monjas destacadas por su ascetismo. A pesar de que algunas de estas
“vidas” pueden funcionar por su estructura como textos autónomos,
al reinsertarse en una perspectiva más amplia responden a otras nece-
sidades, entre ellas exaltar a las instituciones y dar ejemplos de virtud
a sus miembros. De ahí proviene la mayor insistencia por mostrar mo-
delos de comportamiento, aunque incidentalmente también puedan
mencionar hechos prodigiosos.

12 Antonio Rubial, La santidad controvertida, México, fce, unam, 1999, pp. 93 y ss.

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El segundo tipo son las “vidas” particulares de hombres y mujeres


destacados cuyas acciones merecieron ser tratadas individualmente: los
beatos, cuya veneración pública fue autorizada por la Iglesia después de
un proceso de beatificación, y de los que México sólo tuvo dos casos;13
los “siervos de Dios”, a quienes se les inició una causa ante la Sagra-
da Congregación de Ritos, pero esta quedó inconclusa (cinco casos en
total en Nueva España);14 y los venerables, es decir aquellos que no
fueron objeto de un proceso en Roma (que sobrepasan el centenar).
En todos estos casos, junto con las virtudes de los biografiados, se
destacan sobre todo los numerosos milagros que realizaron. Por ello
estos seres eran, además de modelos imitables, intermediarios para
obtener los favores divinos, aunque sólo los reconocidos por la Igle-
sia como beatos o como santos podían recibir veneración pública.
En el desarrollo de la literatura hagiográfica virreinal podemos re-
conocer cuatro etapas. La primera (1536-1602), tuvo como su objeti-
vo principal exaltar a los misioneros que participaron en la era dorada
de la evangelización, parte del magno proyecto mendicante que in-
tentaba consolidarse frente a los intentos episcopales por conformar
una Iglesia diocesana. Esta etapa se inicia con la vida de fray Martín
de Valencia escrita por fray Francisco Jiménez y copiada después en la
Crónica de fray Toribio de Motolinía (ambas inéditas en su tiempo).
Después están tres sermones fúnebres dedicados a celebrar a dos des-
tacadas figuras agustinas (fray Alonso de la Veracruz y fray Juan Bau-
tista Moya) y al sacerdote místico Fernando de Córdoba. Salvo la no-
ticia que de ellos da Beristain, muy poco se sabe sobre su contenido.
Finalmente a esta etapa pertenecen también dos crónicas mendicantes
escritas en la segunda mitad del siglo xvi y que contienen extensos
menologios. Una es la Historia eclesiástica indiana del franciscano Je-
rónimo de Mendieta, la primera obra que introdujo una colección de
biografías de los frailes misioneros. En ella se destaca tanto a los er-

13 En los tres siglos virreinales, los novohispanos lograron tan sólo dos beatificaciones:
la del mártir franciscano criollo Felipe de Jesús en 1621, y la del también fraile, el penin-
sular Sebastián de Aparicio en 1790.
14 Éstos fueron el ermitaño Gregorio López, el mártir en Japón Bartolomé Gutiérrez,
el obispo Juan de Palafox, la monja María de Jesús Tomellín y el misionero franciscano
Antonio Margil de Jesús.

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La Hagiografía, Su evolución histórica y su recepción historiográfica actual

mitaños (fray Martín de Valencia y fray Alonso de Escalona), como a


los misioneros civilizadores y predicadores (fray Pedro de Gante, fray
Martín de la Coruña, fray Andrés de Olmos, fray Juan de san Francis-
co, fray Toribio de Motolinía) y de los mártires que murieron por la
fe en las tierras de los bárbaros del norte (fray Juan Calero). Mendieta
también fue el primer cronista que presentó un boceto biográfico del
obispo fray Juan de Zumárraga. En esas vidas se hacían constantes
comparaciones con el cristianismo primitivo para remarcar el carácter
excepcional que se vivió en la Edad Dorada. La otra obra es del domi-
nico fray Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de
la provincia de Santiago de México, que fue la primera crónica religiosa
editada (Madrid, 1596). Influido por la lectura de fray Bartolomé de
las Casas, de quien hizo una elogiosa biografía, este autor incluyó en su
texto las obras y milagros de los frailes ilustres de su provincia en Nue-
va España: el obispo de Tlaxcala fray Julián Garcés, el fundador de la
provincia fray Domingo de Betanzos y el héroe misionero de la Mixteca
fray Gonzalo Lucero.
La segunda etapa (1602-1640), presenta muchos más textos e infor-
mación. Para principios del siglo xvii, los clérigos novohispanos encon-
traron en la cultura barroca, y en especial en la literatura hagiográfica,
un instrumento ideal para redefinir el papel social de la Iglesia ameri-
cana. Esta institución se enfrentaba a una serie de retos una vez que la
labor evangelizadora estaba consumada en Mesoamérica: hacia el norte
de Nueva España y en Asia se abría para ella un amplio frente misional;
la formación de una sociedad pluriétnica y las supervivencias idolátricas
indígenas requerían la utilización de nuevos métodos de cristianización
y de convencimiento; los problemas que enfrentaban a los cleros secu-
lar y regular y, en el seno de las órdenes mendicantes, a los peninsulares
y a los criollos por las alternativas, y la relajación moral de los clérigos
hacían necesario resaltar las vidas ejemplares y mostrar que la Iglesia era
el único agente efectivo de la salvación.15
En esta etapa se publicaron las vidas del franciscano Sebastián de
Aparicio (1602) y del ermitaño Gregorio López (1613), ambos penin-

15 Michel T. Destephano, “Miracles and monasticism in mid colonial Puebla, 1600-


1750”, tesis de doctorado, Florida, University of Florida, 1977, pp. 39 y ss.

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sulares. Escritas respectivamente por los también hispanos fray Juan


de Torquemada y Francisco Losa, estas biografías quieren mostrar dos
modelos de santidad aparecidos en una Iglesia novohispana ya madura,
libre de herejías y seguidora fiel de los dictados de la reforma católica
postridentina.16 A esta etapa pertenece también la crónica de fray Juan
de Grijalva Crónica de la Orden de Nuestro Padre san Agustín en las
provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta
el de 1592 (editada en 1624). En ella el autor describe a los agustinos
como héroes culturales fundadores de pueblos y civilizadores, como
guerreros infatigables que lucharon contra las fuerzas demoníacas,
como ermitaños santos vestidos de cilicios, ayunando perpetuamente y
escondidos del bullicio, como teólogos y educadores. Dos ejemplos de
estas vidas ejemplares fueron fray Juan Bautista Moya (misionero en
Michoacán comparado con el precursor de Cristo san Juan Bautista) y
fray Alonso de la Veracruz (varias veces provincial, maestro universita-
rio, teólogo, misionero y fundador de colegios).17
A partir de Urbano viii (1623-1644), las nuevas normas papales limi-
taron la literatura hagiográfica, pero al mismo tiempo la cultura barro-
ca de la Contrarreforma promovía una religiosidad cargada de hechos
prodigiosos, de reliquias, de imágenes, de ángeles, de demonios y de
consecuencia, una “protesta” esquemática en la que se declaraba no dar
más crédito que el huprácticas devocionales para rescatar a las ánimas
del Purgatorio. La mano a los hechos prodigiosos y, junto a ella, un aba-
nico infinito de imágenes, de anécdotas y de referencias que mostraban
un mundo lleno de maravillas, de manifestaciones de lo divino.
La nueva política papal y la cultura barroca influyeron en la tercera
etapa de la hagiografía novohispana (1640 y 1700). Nuevos personajes
y modelos de santidad: los mártires, los obispos, los sacerdotes, las
mujeres laicas y religiosas. A las necesidades propias de una Iglesia en
búsqueda de renovación se unieron aquellas nacidas de la formación
16 Juan de Torquemada, Vida y milagros del santo confesor de Cristo, fray Sebastián
de Aparicio, fraile lego de la orden del seráfico padre San Francisco de la provincia del
Santo Evangelio, México, Imprenta de Diego López Dávalos, 1602. Francisco Losa, La vida
que hizo el siervo de Dios Gregorio López en algunos lugares de esta Nueva España,
México, J. Ruiz, 1613.
17 Ibidem, lib. iii, cap. xvii, pp. 283 y s.; lib. iv, cap. xi, pp. 404 y s.

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De sendas, brechas y atajos
La Hagiografía, Su evolución histórica y su recepción historiográfica actual

de una conciencia de identidad criolla. Mostrar la presencia de lo divi-


no en su tierra se convirtió para el novohispano en uno de los puntos
centrales de su orgullo y de su seguridad. La existencia de portentos
y milagros equiparaba a este territorio con la vieja Europa, y el culto
rendido a personas nacidas o relacionadas con Nueva España cargaba
de sentido el espacio y el tiempo novohispanos. Además, con interme-
diarios celestes propios estaban aseguradas la fertilidad, la salud y la
felicidad de sus habitantes.
A este periodo pertenecen dos nuevas “vidas” de Sebastián de Apa-
ricio, obras de Diego de Leyba y de Isidro de san Miguel, impresas
en Sevilla y en Nápoles en 1687 y 1695 respectivamente.18 El lego
franciscano comparte el interés de los hagiógrafos con el protomártir
Felipe de Jesús, de los descalzos de san Francisco, único beato nativo
de Nueva España que había elevado a los altares Urbano viii, junto
a sus 25 compañeros, en 1627, sobre quien se predicaron numero-
sos sermones y se publicó la primera biografía, obra de fray Baltasar
de Medina (1683). La monja poblana sor María de Jesús, a quien
se le abrió causa en Roma, también mereció dos biografías (Francis-
co Pardo, 1676 y Diego de Lemus, 1683). Otro de los ejemplos más
notables del periodo es la vida de Catarina de san Juan, una esclava
hindú adscrita al colegio de la Compañía de Puebla y cuya “vida”, la
más extensa de toda la hagiografía virreinal, fue recopilada en tres
volúmenes por el jesuita Alonso Ramos (1689, 1690, 1692). Cabe des-
tacar también en este periodo las biografías incluidas en las crónicas
provinciales: por ejemplo las de Michoacán del agustino fray Diego
de Basalenque (1673) y del franciscano fray Alonso de la Rea (1643);
la de Oaxaca del dominico fray Francisco de Burgoa (1670); la Cró-

18 Diego de Leyba, Virtudes y milagros en vida y muerte del venerable padre fray
Sebastián de Aparicio, Sevilla, Imprenta de Lucas Martín de Hermosilla, 1687. Isidro de
San Miguel, Paraíso cultivado de la más sencilla prudencia... vida del venerable siervo de
Dios... fray Sebastián de Aparicio... Nápoles, Imprenta de Iván Vernunccio, 1695. Este
beato fue quizá el que recibió una mayor atención por parte de los hagiógrafos: fray
Joseph Manuel Rodríguez, en su Vida prodigiosa del siervo de dios fray Sebastián de
Aparicio, México, Imprenta de Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1769, señala en el prólogo que
“más de quince escritores entre regnícolas y extranjeros”, han tratado sobre ese asunto
hasta sus días.

27
Antonio Rubial García

nica de la Compañía de Jesús de Francisco de Florencia (1694); y el


Menologio franciscano publicado por fray Agustín de Vetancurt en su
Teatro mexicano (1698).
El año 1700 marcó el inicio de una cuarta etapa para la literatura ha-
giográfica novohispana. Los modelos siguen los mismos lineamientos
que en la época anterior, aunque se acentúan las alusiones al orgullo
local cargadas de tintes patrióticos. Frases como “nuestra América”
llenan estos escritos como expresión de una exigencia: los americanos
tienen el mismo derecho que los europeos de ser reconocidos como
una parte valiosa de la Iglesia Universal.
Durante esta etapa el género llega a una gran madurez y en ella se
escriben el mayor número de obras, muestra clara de su importancia
en la promoción de una conciencia colectiva. Aunque existen ejem-
plos de todos los modelos de la época anterior, excepto de los ermita-
ños, entre 1700 y 1821 el interés de la hagiografía se centra sobre todo
en cinco temas. El más notable, las “vidas de monjas” (por ejemplo
sor María de San José, sor Mariana Agueda de San Ignacio, María
Josefa Lino de la Santísima Trinidad); en segundo lugar, las vidas de
laicas beatas (Josefa Antonia de Nuestra Señora de la Salud, Francisca
Carrasco); en tercero, los sacerdotes jesuitas y oratorianos (Antonio
Núñez de Miranda, Juan Antonio de Oviedo, Pedro Arellano y Sosa);
en cuarto, los misioneros y beatos franciscanos (Fray Antonio Margil
de Jesús, Sebastián de Aparicio beatificado en 1789); y por último los
obispos (Manuel Fernández de Santa Cruz, Alonso de Cueva y Dáva-
los, Juan Joseph de Escalona y Calatayud). Cabe destacar también las
vidas incluidas en algunas crónicas como la inédita del agustino fray
Matías de Escobar (Americana tebaida) y las editadas del franciscano
Isidro Félix de Espinosa sobre los padres apostólicos de los Colegios
de Propaganda Fide (1746) y del oratoriano Julián Gutiérrez Dávila
sobre los sacerdotes de la Congregación de san Felipe Neri (1736).
La literatura hagiográfica novohispana es una rica fuente para co-
nocer la realidad cultural de los siglos xvi, xvii y xviii. Por un lado nos
habla de un sistema que propone como principales virtudes sociales
la pobreza, la caridad, la paciencia y la castidad. A la par, los tratados
hagiográficos son, a través de sus distintos modelos, espejo de virtu-

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De sendas, brechas y atajos
La Hagiografía, Su evolución histórica y su recepción historiográfica actual

des corporativas; monjas enclaustradas, obispos funcionarios, secu-


lares subalternos, frailes párrocos y laicos cofrades podían encontrar
en ellos una norma para el cumplimiento de sus votos y obligaciones
dentro de su estado y condición.
La hagiografía es asimismo un referente importante para recons-
truir la formación de las identidades colectivas. Por medio de ella las
diversas corporaciones eclesiásticas buscaban ser émulas y espejos
de la Iglesia primitiva y las otras corporaciones (cabildos, cofradías)
encontraban en ella las flores de santidad que enorgullecían el senti-
miento patriótico en las urbes novohispanas.
Por último, el estudio de estas vidas de santos, con su carácter na-
rrativo y sus historias sorprendentes, es un material indispensable
para el estudio de la literatura novohispana. El pícaro y el santo, los
dos extremos del ideal barroco, compitieron exitosamente con el ca-
ballero y con al héroe galante en el gusto de la época.19
Las creaciones de la hagiografía no sólo llegaron a las mentes de un
limitado público lector. Por medio de la difusión oral, de los sermones,
de las confesiones, de las direcciones espirituales, de las lecturas pú-
blicas en estrados, salas de labor y refectorios se hicieron presentes en
el imaginario de toda la población de Nueva España. Con estas vidas
se creaba un sentimiento de diferenciación con lo hispánico y de amor
y pertenencia a la tierra que con el tiempo haría posible la formación
de conciencias patrias en cada una de las ciudades novohispanas.
La Hagiografía descubierta
por los Autores del Siglo xx
La finalidad de los textos hagiográficos había sido fundamentalmente
devocional y normativa. Por ello, con el proceso de secularización que
vivió la cultura occidental durante el siglo xviii, esta literatura perdió su
sustento y dejó de interesar a aquellos que se dedicaban al estudio del
pasado. La historiografía del siglo xix, que sólo tenía interés por “lo
que realmente sucedió”, no podía acudir a unas narraciones llenas de
prodigios para reconstruir los hechos; por otro lado, las acciones de los

19 Dolores Bravo, “Santidad y narración novelesca en las crónicas de las órdenes reli-
giosas (siglos xvi y xvii)” en América-Europa. Encuentros, desencuentros y encubrimientos,
Memorias del II encuentro y diálogo entre dos mundos: 1992, México, uam, 1993, p. 38.

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Antonio Rubial García

santos encaminadas a la salvación eterna no tenían ningún interés para


una sociedad que buscaba el progreso en la tierra.
A principios del siglo xx los bolandistas jesuitas Hippolyte Dele-
haye y René Aigrain, haciendo uso de los métodos positivistas y de
una gran erudición, se aplicaron al estudio de los santos buscando
reconstruir sus vidas personales e “históricas”. Para ello utilizaron
otras fuentes además de las hagiografías, partiendo de la premisa de
que era posible saber como fueron los santos “en realidad”. A pesar
de sus grandes aportes, la perspectiva de sus estudios aún se concebía
dentro de los intereses eclesiásticos por exaltar a hombres y mujeres
distinguidos por sus vidas ejemplares.
El cambio debía venir por tanto desde fuera de la institución y se
comenzó a dar a partir de la aplicación de los métodos sociológicos
y antropológicos a la hagiografía. Es decir desde una perspectiva que
veía a los textos en su contexto social, como productos de una menta-
lidad y como parte de un ambiente cultural. En este sentido son muy
esclarecedoras las palabras de Rudolph Bell y Donald Weinstein: “lo
que a nosotros nos interesa no es si los personajes llamados santos
fueron figuras reales o creaciones de la leyenda del mito o de la pro-
paganda, sino que a través de ellos una sociedad dada manifiesta, por
medio de la antítesis y de la proyección, sus propios valores”.20
Uno de los primeros estudios que observó a la hagiografía desde
esta perspectiva fue la Escritura de la Historia de Michel de Certeau
(1978). Lo siguieron varios impresos publicados en las décadas de
1980 y 1990; los autores pioneros más destacados fueron el francés
André Vauchez (La Sainteté en Occident aux derniéres siécles du Mo-
yen Age, París, 1981) y el irlandés Peter Brown (The cult of the Saints.
Its rise and function in Latin Christianity, Chicago, 1981). Desde en-
tonces, y a partir de distintas perspectivas, se utilizaron los textos ha-
giográficos como documentos, pero no para reconstruir la vida de los
santos, sino para comprender la sociedad que los creó narrativamen-
te hablando. La hagiografía no era ya una fuente para obtener datos
duros, sino más bien una ventana que permitía observar el contexto

20 Rudolph M. Bell y Donald Weinstein, Saints and Society, Chicago, The University of
Chicago Press, 1982, p. 8.

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De sendas, brechas y atajos
La Hagiografía, Su evolución histórica y su recepción historiográfica actual

en el que tal texto se produjo, la subjetividad que lo elaboró y los


subtextos que en él se podían descubrir. Su estudio se hizo desde di-
ferentes perspectivas: la “historia de las mentalidades” que pretende
aproximarse a las prácticas y cosmovisiones colectivas; los estudios de
género que intentan descifrar la formación de los discursos sobre lo
femenino; los trabajos acerca del impacto de las tecnologías comuni-
cativas (oralidad, escritura, imprenta) sobre la cultura; y la teoría de la
recepción, que insiste en la necesidad de estudiar los textos en los que
se emiten los mensajes y, sobre todo, la apropiación que los escuchas o
lectores hacen de los mismos.21
Desde la década de 1980 hasta hoy existen numerosos trabajos que
se han dedicado a estudiar el valor social de la hagiografía (Rudolph
M. Bell y Donald Weinstein), los modelos de santidad como ideales de
vida (Michael Goodich), las características de la escritura hagiográfica
y de sus autores (Thomas Heffernann), las peculiaridades de la santi-
dad femenina o masculina (Caroline W. Bynum y John Kitchen), las
fuentes y los métodos de este tipo de literatura (Dom Jacques Dubois
y Jean-Loup Lemaitre), los usos retóricos de los textos hagiográficos
(Allan Boureau, Ruth Morse), y el papel de la santidad en la forma-
ción de las identidades (Jean-Michel Sallmann).22
La nueva historia cultural, que hace hincapié en la necesidad de
utilizar testimonios poco empleados por los historiadores de las insti-
tuciones y las sociedades, le ha dado a la hagiografía un papel deter-

21 Un interesante resumen de esta producción se puede ver en el libro de Norma Du-


rán, Ascesis, culpa y subjetividad. Un estudio de la vida de fray Sebastián de Aparicio escri-
ta por fray Juan de Torquemada, México, Universidad Iberoamericana (en prensa).
22 Michael Goodich, Vita Perfecta: The ideal of Sainthood in the Thirteenth-Century,
Stuttgart, A. Hiersemann, 1982. Dom Jacques Dubois y Jean-Loup Lemaitre, Sources et
méthodes de l´hagiographie mediévale, Paris, Les Éditions du Cerf, 1993. Caroline Walker
Bynum, Holy Feast and Holy Fast. The religious significance of food to medieval women,
Berkeley, University of California Press, 1987. John Kitchen, Saint´s Life and the Rhetoric
of gender. Male and Female in Merovingian Hagiography, New York, Oxford University
Press, 1998. Thomas Heffernann, Sacred Biography: Saints and their biographers in the
Middle Ages, New York, Oxford University Press, 1988. Ruth Morse, Truth and Convention
in the Middle Ages. Rhetoric, representation and reality, New York, Cambridge University
Press, 1991. Los textos de Rudolph Bell, Jean-Michel Sallmann y Allan Boureau ya fueron
citados en notas anteriores.

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Antonio Rubial García

minante como fuente para el estudio de los valores, las prácticas, las
mentalidades colectivas y la sociedad que la produjo. La lectura actual
de la hagiografía nos puede mostrar valores morales dominantes, pre-
juicios, expectativas, variados aspectos relacionados con la historia
del arte, con la vida cotidiana, e incluso elementos sobre la formación
de conciencias de identidad local o nacional. “La vida de un santo
—dice Michel de Certeau— es la cristalización literaria de las percep-
ciones de una conciencia colectiva”.23
Como puede verse por la bibliografía citada, la mayor parte de las
obras sobre el tema están escritas en inglés o en francés y sólo un
pequeño número de ellas ha sido traducido al castellano. Por otro
lado, frente a los numerosos trabajos que tratan del ámbito europeo,
aquellos sobre hagiografía novohispana o peruana son aún muy esca-
sos. Los estudios de género, sobre todo las vidas de las religiosas, han
recibido una especial atención por parte de algunas escritoras norte-
americanas como Kathleen A. Myers, Amanda Powell, Elisa Sampson
Vera Tudela y la islandesa Ellen Gunnarsdóttir.24 Ronald Morgan ha
trabajado algunos casos de México y Perú y Allan Greer y Jodi Bi-
linkoff editaron una serie de ensayos sobre la santidad en América.
En Perú, varios investigadores se han dedicado a Santa Rosa de Lima,
pero sin duda Ramón Mujica ha escrito el estudio más completo y
propositivo sobre ella.25 En México, está por publicarse un revelador
estudio de Norma Durán sobre Sebastián de Aparicio y en 1999 salió
mi libro La santidad controvertida sobre los “santos” no canonizados
y su incidencia en la formación de las identidades novohispanas. No

23 Certeau, La escritura de la Historia, p. 290.


24 Kathleen A. Myers y Amanda Powell, Wild Country in the Garden. The Spiritual
Journals of a Colonial Mexican Nun, Bloomington, Indiana University Press, 1999. Elisa
Sampson Vera Tudela. Colonial Angels: Narratives of Gender and Spirituality in Mexico,
1580-1750, Austin, University of Texas Press, 2000. Ellen Gunnarsdóttir, Mexican Karisma-
ta. The baroque vocation of Francisca de los Ángeles. 1674-1744, Lincoln/London, Univer-
sity of Nebraska Press, 2004.
25 Ronald Morgan, Spanish American Saints and the Rhetoric of Identity, 1600-1810,
Tucson, University of Arizona Press, 2002. Allan Greer y Jodi Bilinkoff (Eds.) Colonial Saints.
Discovering the Holy in the Americas, 1500-1800, New York, Routledge, 2003. Ramón Mu-
jica, Rosa Limensis. Mística, política e iconografía en torno a la patrona de América, Lima,
FCE, Banco de Crédito del Perú, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2001.

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De sendas, brechas y atajos
La Hagiografía, Su evolución histórica y su recepción historiográfica actual

hay nada más. Sin embargo, comienzan a aparecer artículos sobre el


tema en revistas especializadas y varias tesis que utilizan esos materia-
les están siendo elaboradas para obtener grados universitarios. Este es
sin duda uno de los campos de la investigación historiográfica que nos
deparará muchas sorpresas en el futuro.

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