Círculo de Lovecraft - Nº3

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Canción de la muerte
José de Espronceda (1808-1842)

Débil mortal no te asuste


mi oscuridad ni mi nombre;
en mi seno encuentra el hombre
un término a su pesar.
Yo, compasiva, te ofrezco
lejos del mundo un asilo,
donde a mi sombra tranquilo
para siempre duerma en paz.

Isla yo soy del reposo


en medio el mar de la vida,
y el marinero allí olvida
la tormenta que pasó;
allí convidan al sueño
aguas puras sin murmullo,
allí se duerme al arrullo
de una brisa sin rumor.

Soy melancólico sauce


que su ramaje doliente
inclina sobre la frente
que arrugara el padecer,
y aduerme al hombre, y sus sienes
con fresco jugo rocía
mientras el ala sombría
bate el olvido sobre él.

Soy la virgen misteriosa


de los últimos amores,
y ofrezco un lecho de flores,
sin espina ni dolor,
y amante doy mi cariño
sin vanidad ni falsía;
no doy placer ni alegría,
más es eterno mi amor.

En mi la ciencia enmudece,
en mi concluye la duda
y árida, clara, desnuda,
enseño yo la verdad;
y de la vida y la muerte

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al sabio muestro el arcano
cuando al fin abre mi mano
la puerta a la eternidad.

Ven y tu ardiente cabeza


entre mis manos reposa;
tu sueño, madre amorosa;
eterno regalaré;
ven y yace para siempre
en blanca cama mullida,
donde el silencio convida
al reposo y al no ser.

Deja que inquieten al hombre


que loco al mundo se lanza;
mentiras de la esperanza,
recuerdos del bien que huyó;
mentiras son sus amores,
mentiras son sus victorias,
y son mentiras sus glorias,
y mentira su ilusión.

Cierre mi mano piadosa


tus ojos al blanco sueño,
y empape suave beleño
tus lágrimas de dolor.
Yo calmaré tu quebranto
y tus dolientes gemidos,
apagando los latidos
de tu herido corazón.

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El caso de Charles Dexter Ward
Lovecraft y Culbard

«Se lo volveré a repetir: no evoque nada que no


pueda dominar». Si este imperativo lo ubicas en
el primer tercio del siglo XX, en una granja de
Providence donde un joven con inquietudes por
las ciencias oscuras y la nigromancia se dedica
a realizar conjuros que escapan a toda
comprensión humana, el relato no puede
pertenecer a otro que a H. P. Lovecraft. Y de él
es este siniestro caso de desaparición dentro de
un cuarto cerrado; el clásico enigma policíaco
que tanto gustaba a escritores como Arthur
Conan Doyle o Edgar Allan Poe.

El caso de Charles Dexter Ward cuenta la historia de un suceso oscuro que se


remonta a un pasado muy lejano y que ahora ha despertado. En un manicomio
de Providence, Rhode Island, un peligroso paciente internado desaparece de su
celda misteriosamente. El último hombre en haber tratado con el paciente es el
Dr. Marinus Bickwell y ahora tiene la obligación de contar la verdad que rodeaba
a este siniestro hombre. Lo que duda es que el mundo esté preparado para
aceptar los hechos de cuanto consiguió investigar acerca del desaparecido
Charles Dexter Ward tal y como sucedieron.

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Es este uno de los relatos escalofriantes de Lovecraft que se desarrollan con
paciencia, desgranando poco a poco el entramado que incluye varios personajes
en los que él mismo se veía reflejado en sus lacónicas y existenciales vidas, y a
lo largo de diversas generaciones para enredar el asunto. Los elementos que
caracterizan los relatos de Lovecraft se manifiestan en la narración a través de
conjuros de indescifrables lenguas extraídos de los oscuros libros del
Necronomicón para invocar de una larga letanía bestias desterradas. La
influencia de Poe en el desarrollo policíaco y la ambientación también están
presentes. Todo envuelto en una atmósfera tétrica, en un frío páramo donde los
pocos vecinos cercanos escuchan alaridos de ultratumba y extrañas luces
procedentes de una de las granjas. Dentro del género de intriga, el relato va
dejando pistas a lo largo de sus páginas que hacen que intuyas por dónde
pueden ir los tiros. La misión de los médicos del manicomio es descubrir la
extraña desaparición de Charles Dexter y será su médico personal quien narre
los terribles episodios que investigó sobre él. Hechos que se remontan a sus
primeras sesiones en casa de Charles donde le reveló un cruento descubrimiento
que afectaba al linaje de su familia; las misteriosas noches que su paciente se
aislaba y asustaba a sus padres por extraños rituales que preparaba en soledad;
la revelación que padeció en primera persona de eso que tanto aterraba a su
paciente.

El caso de Charles Dexter Ward lo he descubierto gracias a esta adaptación


en cómic que ha editado Norma. El dibujante Culbard adapta este clásico del
terror en cómic con un dibujo que a mí me recuerda mucho a las tiras de
periódico. Nada criticable, por supuesto. Creo que ha sido una elección como
dibujante excepcional. No es un gran arte estético o excesivamente expresivo,
pero sí muy efectivo que, a mi parecer, hace más fluida la historia con viñetas
muy narrativas que en ningún momento despistan y te sacan del argumento, y
con una estructura básica de cómic de 3×3. Un argumento que tiene sus enredos
temporales y trucos clásicos de novela de intrigas en la que se intenta mantener
el suspense hasta el desenlace final.

Es un detalle sensorial que solo puedes descubrir en su apogeo leyendo sus


relatos originales. Las adaptaciones, por norma general, te alejan de esos

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elementos sensoriales por cuestiones de espacio y fluidez narrativa. Para eso
emplean los dibujos como útil para el desarrollo. Me he encontrado el caso en
este cómic de dar con un leal adaptador de cuentos. Cada viñeta, cada texto que
la acompaña y cuando solo el dibujo narra el relato, han conseguido poseerme
de tal modo que me sentía dentro de ella, dentro de esa granja donde se
sucedían las siniestras evocaciones. Una formidable opción para leer y
acercarse al vasto universo lovecraftniano.

Por Jonathan Mayorga

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Señoras y señores … ¡hay muerte más allá de los zombis! ¡Estamos aburridos
con tanta no-muerte en el cine y en la literatura!

A esto hay que sumar el hecho de que, además, ninguna lista con los mejores
libros de terror incluye libros de género zombi en ella. O al menos, nunca lo
hacen en las primeras 10 o 20 posiciones. Por algo será…

Mi intención es elaborar una lista un poco diferente al resto. Si de algo me he


dado cuenta navegando por la red en búsqueda de joyas ocultas de la literatura
de terror, es que el 95% de las listas con los mejores libros de terror repiten a los
mismos autores y los mismos libros: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft y Stephen
King.

¡Ah sí! Perdonad, también se suelen incluir obras tan modernas como… Drácula,
Frankenstein, El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde… Vais a permitidme una
palabrota, pero… ¡Joder! ¿No se ha podido innovar un poco en los últimos…
digamos… ¡¡100 años!!?

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Es verdad que hay alguna joya escondida, como La Chica de al Lado (de Jack
Ketchum), alguno de los libros de Peter Straub, El Exorcista o… ¿Me seguís?
Todos ellos publicados hace más de 20 años.

Me niego a creerlo. Pero hay que reconocer que el género de terror vive una
paradoja temporal increíble: mientras en el cine proliferan las películas
escalofriantes, en la literatura éstas han decaído hasta unos mínimos
inaceptables para aquellos que amamos el género.

Os pido perdón de antemano, porque me veo obligado a incluir a los autores


antes mencionados. Esa paradoja temporal junto con lo buenos que son… hace
que al menos una de sus obras deba aparecer en este listado.

Pero voy a intentar extraer los que, para mí, son los 10 mejores libros de terror
que he leído. Espero poder sorprenderos con alguno, aunque sobre todo espero
que vosotros me sorprendáis a mí con más literatura de terror.

¡Qué difícil es encontrar algo que


merezca la pena destacar! Es por eso
voy a dividir los que considero que
son los 10 mejores libros de terror en
dos partes:

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 Del 1 al 5 son mis favoritos. Los más destacados, aquellos que
consiguieron tocar una fibra dentro de mí. Puede que no sean los mejores
libros que existen, pero sin lugar a dudas han sido los mejores para mí
(por el momento de lectura, por el propio texto, por lo que sea).
 Del 6 al 10 os propongo 5 libros de terror muy buenos. Quizás no sean
obras maestras, pero disfruté mucho con su lectura.

Y sin más preámbulos…

Con esta obra, llena de ficción, terror y mucho surrealismo estrambótico y


macabro, Clive Barker nos cuenta la historia de un hombre que cree estar loco.
Tiene unos sueños violentos hasta la saciedad y su psicólogo le convence de
que realmente los ha cometido.

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Este intenta huir del mundo y termina encontrando Midian, un terrible lugar lleno
de monstruosas criaturas.

Y en medio de una fantástica narración de muerte, muertos y razas de noche,


hay una mujer dispuesta a traspasar las fronteras de la humanidad para estar
con el hombre al que ama.

Sé que no es el mejor de sus relatos, tiene otros mucho más aterradores o mucho
más fantasiosos que este. De hecho, hay quien dice que ni siquiera es original,
ya que el tema no proviene
enteramente de su cerebro.

Sin embargo, esta historia de


esa expedición a la Antártida
que termina descubriendo
una ciudad primigenia… fue
para mí un hito en mi
romance con la literatura.

¡Ah! Y para los más cinéticos,


hay una película de los 80
que, aunque dice estar
basada en otra novela (¿Who
goes there?) de John W. Campbell, me recuerda de modo increíble a En las
Montañas de la Locura. Es más, Lovecraft publicó la suya en 1936, y Campbell
lo hizo en 1938. ¿Coincidencia?

Y siguiendo con los clásicos…

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Un clásico aún más clásico que el anterior. El Pozo y el Péndulo me hizo sudar
con menos de 15 años. Transmite una desesperación y un abandono que no
sé si he vuelto a encontrar en un texto escrito.

Es un relato corto, quizás


uno de los mejores de Poe,
que relata las torturas a las
que somete la inquisición a
un pobre hombre que,
privado de luz, situado en
una habitación en torno a
un pozo en la que un
péndulo con una guadaña
le hacen sufrir lo indecible.

Además, tiene una curiosa


historia (que no he
verificado) que dice que
Poe, poco antes de tener
que entregar el relato a su
editor, seguía sin tener un
final decidido. Y ni corto ni
perezoso, redactó ese final
en las puertas mismas de
la editorial. Y… no digo
más, si lo leéis, recordaréis
esta pequeña historia
cuando terminéis El Pozo y
el Péndulo.

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Si bien ahora Stephen King ha perdido mucha de esa aterradora fuerza que tenía
hace más de 30 años, sus primeras novelas son unas de las mejores que existen
en el género. Cualquier lista con los mejores libros de terror incluye al
menos tres de sus obras. Y yo he incluido la primera de ellas.

Para mi Carrie fue un descubrimiento aterradoramente bello. Lo disfruté de un


tirón y sentí verdadero placer conforme Carrietta White va… descubriendo quien
es. Existen tres o cuatro adaptaciones cinematográficas, pero sin lugar a dudas,
la novela es mucho mejor que cualquiera de ellas.

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El último de mis 5 mejores libros de terror se lo cedo a este autor moderno. El
británico. Adam Nevill tiene tres novelas en castellano.

De ellas, Apartamento 16 fue la que mejores sensaciones me produjo.


Atrapándome dentro del edificio Barrington, en el barrio de Kensington de
Londres. Es una asfixiante historia de una estadounidense que va a reclamar la
herencia de una lejana tía abuela a la que no ve desde hace décadas.

En cuanto pone el pie dentro del apartamento, descubre que allí pasan muchas
más cosas de las que parecen a simple vista. Hay algo en ese edificio que no es
del todo terrenal. Y no quiere que ella se vaya.

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Vuelvo a los clásicos. No me
gustaría decir nada de este
relato, salvo que lo guardo
en mi recuerdo aún más
dentro que El Gato Negro.

De hecho, he leído unas


cuantas novelas que hacen
referencia a él (directa o
indirectamente) y de hecho
actualmente estoy leyendo
una que tiene bastante
relación. Aunque mejor no
diré por qué.

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Por fin un escritor español. Un libro que me cautivó desde su propia cubierta:

Terror es aquello que nos hace querer huir para alejarnos. Horror es
aquello que nos paraliza y deseamos que no hubiese sucedido nunca.
Del terror puedes huir. El horror penetra en tu interior y permanece ahí
para siempre.
Estás en tu casa. Bienvenido.

Interesante, ¿verdad? Aunque el libro explora más la brutalidad que el terror


psicológico y su argumento (referente a los sueños) podrá enganchar a unos y
no gustar nada a otros… creo que es una muy recomendable adquisición del
género.

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De Cujo sólo diré lo siguiente: es un libro que me hizo sufrir.

Aunque también debo decir que, según el propio Stephen King en su


libro Mientras escribo, él ni siquiera se acuerda de haber escrito este libro…

Algo ha pasado en el mundo. Algo te vuelve loco y hace


que mates y te mates. Pero solo si lo miras.

Ese es el original argumento de la asfixiante y opresiva


novela de Josh Malerman, A Ciegas. La protagonista
tendrá que sobrevivir sin ver y conseguir encontrar un lugar
seguro para sus hijos. Con los ojos tapados.

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Una muy buena reflexión sobre cómo dar miedo sin describir nada con la vista.
Sólo mediante el oído y las sensaciones de sus protagonistas.

El último puesto, pero no menos importante, se lo lleva Guerra Mundial Z.


Básicamente porque es un libro de zombis… sin zombis propiamente dichos.

Lo que importan son las vivencias de quienes sobrevivieron. Eso amigos míos,
podrían ser zombis o cualquier otra cosa. Y en este caso, está redactado de un
modo envolvente y muy fácil de leer.

Aunque claro, como todo son mini relatos… siempre es más cómodo para leer.
Si alguno no te gusta, se termina rápido.

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Esta es mi lista con los mejores libros de terror de todos mis tiempos. Espero
que os haya gustado, espero haber conseguido haceros recordar esos buenos y
escalofriantes momentos de lectura nocturna con alguno de estos libros.

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Oceanus
H.P. Lovecraft (1890-1937)

A veces me detengo en la orilla,


Donde las penas vierten sus flujos,
Y las aguas turbulentas suspiran y se quejan De secretos incontables.

Desde las simas profundas de valles sin nombres, Y desde colinas y llanuras
que ningún mortal ha hollado, La mística marejada y el áspero oleaje Sugieren
como taumaturgos malditos Un millar de horrores, henchidos por el temor Que
ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.

¡Oh vientos salados que tristemente barréis Las desnudas regiones abisales;

Oh pálidas olas salvajes, que recordáis El caos que la Tierra ha dejado tras de
sí;

Una sola cosa os pido:

Guardad por siempre oculto vuestro antiguo saber!

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Jikininki
Lafcadio Hearn (1850-1904)

Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la
provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie
que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar
refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada
por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu,
que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ
se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a
quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con
hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle
próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de


granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la
llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento
principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le
ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy
temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un
llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas
correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo
saludó con una reverencia y le dijo:

-Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable


de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí,
vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo: no os
anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas.
Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes
de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo
homenaje; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí,

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pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que
sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras
plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde
queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería
mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento.
Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus
malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a
nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un
sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.

Musõ respondió:

-Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad,


merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado
la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo
fatigado, por cierto, que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir
con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el
servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez
que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os
referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no temo
a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno
por mi persona.

Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud


con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia, así
como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las
promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de
la casa:

-Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos


despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí
después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto
cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y
si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no

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olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.

Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde


yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas; ardía un
tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes
plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda
meditación. Así permaneció durante varias horas; ni un sonido alteró la paz de
la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma,
vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se
vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del
cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al
comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes: el pelo,
los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el
cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue tan
misteriosamente como había venido.

Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas
de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó
sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño
de la casa le dijo a Musõ:

-Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra


estancia: temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo.
De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes
de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas
después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se
infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la
obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra
ausencia. Acaso hayáis visto la causa.

Entonces Musõ le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la


cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció
sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló:

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-Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha
dicho al respecto desde antiguo.
Musõ entonces preguntó:

- ¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros
muertos?
- ¿Qué monje? -preguntó el joven.
-El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea -respondió Musõ-. Llegué
hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo
llegar aquí.

Todos se miraron entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio,


el dueño de la casa declaró:

-Venerable señor, en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas


generaciones que ningún monje reside en esta comarca.

Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables
anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto
se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su
camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o
no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a
acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y
exclamó:

- ¡Ah! ¿Vergüenza de mí...! ¿Gran vergüenza sobre mí...! ¡Terrible vergüenza


sobre mí!
-No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento -dijo Musõ-. Me
indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad; y os
agradezco ese favor.
-A nadie puedo ofrecer alojamiento -respondió el recluso-, y no es mi negación
lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera
forma... pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros
propios ojos... Sabed, venerable señor, que soy un jikininki, un devorador de

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carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me
redujo a esta condición.
“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No
había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los
montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces
desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados.
Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de
lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante
mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer,
inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy
obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta
comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis...
Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio
Ségaki para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para
que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia...”

En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la


ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas en el
pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman go-
rin-ishi, que parecía ser la tumba de un sacerdote.

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Robert Bloch

Confieso que sólo soy un simple escritor


de relatos fantásticos. Desde mi más
temprana infancia me he sentido
subyugado por la secreta fascinación de
lo desconocido y lo insólito. Los temores
innominables, los sueños grotescos, las
fantasías más extrañas que obsesionan
nuestra mente, han tenido siempre un
poderoso e inexplicableatractivo para mí.
En literatura, he caminado con Poe por
senderos ocultos; me he arrastrado entre
las sombras con Machen; he cruzado con
Baudelaire las regiones de las hórridas
estrellas, o me he sumergido en las
profundidades de la tierra, guiado por los
relatos de la antigua ciencia. Mi escaso
talento para el dibujo me obligó a intentar
describir con torpes palabras los seres
fantásticos que moran en mis sueños
tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en
mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los
Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un
perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi
vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez
más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un
mundo de libros y sueños.

El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo
manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir

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una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante
algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces
fue cuando me decidí a escribir.

Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas
de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero
que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de
horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia
y candidez, éste era mi propósito.

Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron


lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más
brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no
encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo
desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las
pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa
unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a
ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y
las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto
aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un
segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos
más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con
cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis
queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para
subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La
ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.

Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados


que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de
semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen
escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que
mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido.Los vampiros, hombres-
lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un
material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario
de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los

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principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si
pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!

Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al
precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses
antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba
vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua,
la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías
las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y
ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces
podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el
modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y
soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita
de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con
un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos
libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó
con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se
refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su
carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes
que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara
demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad
de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído
cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias
negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala
gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían
ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable
brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más
exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el
resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis
manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros
deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a
astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres
oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus

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respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían
semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen
develados por un intruso.

Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una


llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue
darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas,
evasivas, desaires, amenazas…. ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar
por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante
olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a
soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de
las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del
maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia
acaba por triunfar. En una vieja tienda de la calle South Dearborn, en unas
estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí,
encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran
libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De
Vermis Mysteriis, “Misterios del Gusano”. El propietario no supo decirme de
dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en
algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su
naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada
venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.

Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que
había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y
había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por
brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista,
nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad
milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se
decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía
como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto
es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los
caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando
como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso

34
caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que
había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a
menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos
orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios
circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en
Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su
tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro
prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí
moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios.
Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era
asistido por “compañeros invisibles” y “servidores enviados de las estrellas”. Los
campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le
gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían
ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que
se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere,
después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las
criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde
había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres
sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas… todo había desaparecido de
la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque
prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso
de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento.
Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último,
cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue
durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto
morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los “Misterios del
Gusano”. Nadie se explica cómo pudo lograrlo sin que los guardianes lo
sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en
Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya
se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en
secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de
suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo
de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que
encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por

35
algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento
de propagarlos.

Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis
manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo
fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque
estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa
lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable.
Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para
desentrañarlo.

Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un


texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde
tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar
ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las
espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin
pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su
contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir
inmediatamente.

Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un


estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente
colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por
una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante
la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta
a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla
llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con
nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la
mesa grande, las sillas de alto respaldo… Los libros tapizaban las paredes, los
manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo
estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado
perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante
de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente
flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de
unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible

36
también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían
agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le
hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un
fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que
encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas
traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas
estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída
por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente
horrible.

Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había


desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría
yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía
en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué
conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían
sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era
conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la
ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi
investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en
fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones
con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos
una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado
fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas
amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos… y nada
más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la
tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento,
se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con
creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último,
vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a
la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía
al inglés.

Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba


una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro.

37
Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo;
luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo
comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía
haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y
encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación,
tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de
serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría
temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó
en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran
agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas
sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había
hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su
repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en
un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie
de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a
sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora lo iba a
escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo
que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o
de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y
me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la
violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:

El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror
y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego
letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco
infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de
enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión
en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me
paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo
respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación,
cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando

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un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido,
como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió
en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la
ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más
allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas
histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas
carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del
horror.

Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana


y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de
la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento
después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el
aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con
un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos
vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar
algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora
provenía de dentro de la habitación!

Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis
oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora
que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se
mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado,
suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre
brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.

Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que
se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo
comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá!
¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e
inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?

Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi


compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y
quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo

39
pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo…
sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue
perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la
invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante,
húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que
se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena,
un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de
garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se
había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo
para presenciarlo un humano.

Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante


mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo,
asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la
ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través
de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las
ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.

Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de
mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y
abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera
ensangrentada vuelta hacia las estrellas.

Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la


habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían
toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me
conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes
de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo,
por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las
estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través
de los desgarrones de la niebla fantasmal.

Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante
el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora,
mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en

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la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó
su vivienda.

Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven
a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo
drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras
duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no
permaneceré mucho tiempo aquí.

Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las
estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura
que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día,
porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios
del Gusano.

41
SERIAL
MIERCOLES
Israel Santiago Velázquez

Día tras día, al comenzar el cotidiano paseo del sol, sueles jugar al azar del
tiempo que ocurrirá en su caminar a través del pequeño fragmento de mundo en
el cual vives; ofreces una sonrisa optimista y das por medio de tus palabras
buenos deseos, así como frases optimistas, y cómo olvidarlo, recomendaciones
para evitar las caricias del tiempo, la cual por medio de broma puede cambiar
gracias a su humor cambiante y dispar.

En una pequeña pantalla llena de nubes que simulan lluvias, tormentas y días
nublados y soleados, realizas tu profecía científica sobre lo que ocurrirá en el
transcurso del día, haciendo que muchos de tus fieles seguidores sigan tus
recomendaciones sin importar si te equivocas o no, haciéndoles caer en la
desesperación, burla y la negación; sin embargo, vuelven a escuchar tus
palabras con fe y atención para prepararse de momentos espontáneos que las
estaciones te regalan año tras año.

Te preguntarás por qué te encuentras ahora en estas circunstancias, tu mente


se preguntará qué es lo que ocurre y dentro de tu miedo, pánico y terror trataras
de encontrar una explicación lógica para tranquilizarte. Te has convertido en un
mercader del tiempo aprovechándote de las bondades que encierra las
sorpresas que nos da la madre naturaleza; has convertido la lluvia en un
monstruo indescriptible, al calor en un verdugo implacable, al frio en una

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amenaza constante y al viento en una daga cortante, es una tristeza que esto
ocurra en estos días, nosotros como raza humana hemos aprendido a través de
los años la forma en la cual debemos de protegernos de su temperamento,
hemos olvidado las bendiciones que esta nos otorga. ¿Acaso no recuerdas que
ella estaba antes de osáramos lastimar a la tierra con nuestra presencia?

Mi piel siente el recorrido de la emoción alegre que mi corazón tiene en este


momento; tú serás el instrumento para calmar la frustrante decepción que siente
la naturaleza este momento, no tienes idea del honor al que fuiste asignado y sin
embargo prostituiste tan solo tenías que seguir con el corazón y con tus instintos
ayudado por tus conocimientos adquiridos la magia de decir aquello que podía
decirnos el tiempo, pero al contrario aceptas la fama falsa y vacía de aquello que
representaba tu bienestar y comodidad al jugar con Eolo, dejando en ridículo a
los tlaloques y aquellas deidades que aún están presentes en nuestros tiempos
modernos.

Observa a lo lejos como las nubes se acercan dejando escuchar sus gritos de
furia; haciendo estremecer el viento intangible a su alrededor, cuando ven que
se acerca todos corren a refugiarse maldiciendo esta situación, la cual es una
bendición para aquellos que esperan sus caricias con angustia y desesperación;
observa como sus brazos llenos de luz recorren el cielo oscurecido por su fuerza.
Es la presencia de aquel que ha sido olvidado en su esencia, visto por todos
como una caricatura en revistas, televisión y cine. ¿Acaso no sabes lo ridículo
que se siente?

Ahora recibirás su bendición que te llevara a sus dominios; en el día de ho y


honraras al dios del trueno, los relámpagos y las tormentas. Del cual diariamente
te burlabas de su divina gracia con tus palabras necias, la ciencia del hombre
ayudará a que él se acerque a ti y emita su juicio justo; estás desnudo y atado a
una gran estaca de metal y sujeto con cuerdas del mismo material; ¿Cómo le
dicen ustedes hombres de ciencia a este instrumento?; ahora lo recuerdo,
ustedes le llaman pararrayos.

No tiene caso que grites y supliques ayuda porque nadie podrá escucharte en
este monte tan elevado, tu figura iluminada se pierde en la magnitud del lugar
donde te encuentras atado, siente en tu cuerpo desnudo la caricia de la lluvia

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que cae lentamente lavándote de toda inmundicia, a la vez que tus pies se
regocijan de la caricia de la tierra húmeda; ¡qué hermoso se ve en el cielo toda
esta demostración de fuerza y bondad, estaré cercas de ti para acompañarte en
tu viaje final!

Debes estar orgulloso porque conocerás el rostro del dios que has
menospreciado, la caricia del dios de las tormentas, las lluvias y el rayo.

©Israel Santiago Velázquez

Cuernavaca Morelos México.

16 de abril del 1017.

44
Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las
arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En
el caso de las segundas, no hace falta que las delate
ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y
una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su
compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay
algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin
querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y
malignos pensamientos que hace que los de su entorno
inmediato se retraigan como ante un enfermo.

Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el


aroma de las malas acciones perpetradas bajo un
determinado techo —mucho después de haber
desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de
gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror
experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que
nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela
la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.

Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los
rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se
hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus
vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los
jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la
entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj,
que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra.
Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la

45
misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas
que las demás. Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los
cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta,
espantosamente distinta.

Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede


atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de
lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que
algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver
a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor;
entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que
abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.

Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la
casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró
rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa
misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un
aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de
manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su
impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado
por un motivo muy especial.

Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja
solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y
fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente
para llevar a término sus propósitos.

Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él,
por el paseo marítimo, en el crepúsculo.

—Tengo las llaves —anunció con voz embargada, aunque medio sobrecogida—
. ¡Me las han dejado hasta el lunes!

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—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la
mirada del mar al pueblo.
Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.
—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.

Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su


tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento.
Hablaba en serio.

—Pero no puedes ir sola… —empezó.

—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación.


El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le
brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un
segundo estremecimiento, esta vez más acusado.

—Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo.

—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré
lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.

—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?

—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con
mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar
y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.

A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria.

—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más

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desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió
por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una
noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió
sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano
y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al
recibimiento.

—¿Y el mozo…?

—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un
siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.

A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se


inquietaba especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía.

—Con una condición —dijo por fin.

—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo
inconveniente en escuchar tu condición.

—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo


realmente horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar
demasiado.

—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios;
¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!

Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras


aspiraciones que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su
vanidad no era capaz de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de
preparación subconsciente, mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la
tarde, obligándose a hacer acopio de autocontrol mediante un indefinible proceso
interior por el que fue vaciando gradualmente todas sus emociones abriendo el
grifo de cada una… proceso difícil de describir, pero asombrosamente eficaz,

48
como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado
en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.
Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de
las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos
humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas.
Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que
se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de
que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez
de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su
semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en
un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda
esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían
cualquier sobresalto.

Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño
plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve
soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les
observaron en silencio al pasar.

Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando:


se daba cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de
parachoques mentales: hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas
extraordinarias. Veían alguna ventana con luz, y de alguna que otra chimenea
salía humo o chispas. Shorthouse había empezado ya a fijarse en todo, incluso
en los más pequeños detalles. Poco después se detuvieron en la esquina y
miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y de común acuerdo,
pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que quedaba en
la sombra.

—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor


comentario sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz
lunar y echaron a andar por el enlosado en silencio.

A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero

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significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura
había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de
manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.

Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante
ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas
sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo
de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la
pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo
este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había
a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había
adquirido.

Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había
seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que
les cerraba el paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo
rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a
decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos
de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral
aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre
su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento.

Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la
experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de
esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un
rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave
era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente
la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.

Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la
puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los
pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía

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Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás
para no caerse.
Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a
él, en la oscuridad.

Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado
bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire.
Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación.

—Aquí hay alguien —susurró—; le he oído.

—Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de


la calle.

—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino,


manipulando la caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso
de piedra con leve repiqueteo.

El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un


minuto después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro
vacía como palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la
improvisada lámpara e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre,
a decir verdad; porque no hay morada humana más desolada que la que está
vacía de muebles, oscura, muda, abandonada, y ocupada no obstante por un
rumor sobre sucesos malvados y violentos.

Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta


que daba a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba,
estrechándose, en un pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la
escalera que bajaba a la cocina. Una ancha escalera desnuda ascendía ante
ellos describiendo una curva; estaba toda en sombras salvo un único rodal, en
mitad, donde daba la luna que se filtraba por una ventana, creando una mancha
luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una tenue luminiscencia

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arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa
infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad.
La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la
rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las
innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio,
sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de
estar que habían dejado hacía una hora. Comprendiendo que estos
pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su
energía para concentrarse en el momento presente.

—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta
a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.

Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso


silencio que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el
rostro mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en
un susurro, colocándose frente a él:

—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso
es lo primero.

Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración.

—¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde…

—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de
atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa…

—¿Qué?

—No tienes que dejarme sola ni un instante.

—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o


aparición; porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.

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—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—.
Procuraré…

Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la
capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera
menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática.

Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia


a través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron
un solo mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les
miraron. Todas las cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les
observaron con ojos velados, por así decir; les seguían ciertos susurros; las
sombras revoloteaban en silencio a derecha e izquierda; parecía que tenían
siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión para atacarles.

Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en


suspenso, hasta que volvieran a irse, actividades que habían estado
desarrollándose en la habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio
pareció convertirse en una Presencia maligna que se alzaba para advertirles que
desistieran y no se metiesen donde nadie les llamaba; la tensión de los nervios
aumentaba por momentos.

Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una
especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y
oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás.
Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones
inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado
que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada.
Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado
por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir
corriendo.

—¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los


espacios vacíos y oscuros de abajo.

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—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.

Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío,


estancado y maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera
a través de un estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas:
unas eran de alacenas con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban
acceso a dependencias horribles y espectrales, todas ellas más frías y menos
acogedoras que la propia cocina. Las cucarachas se escabulleron por el suelo;
una de las veces, al tropezar con una mesa de madera que había en un rincón,
algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el piso de piedra, y
desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación de haber
sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.

Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba


entornada, la empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito
penetrante, que en seguida intentó sofocar llevándose la mano a la boca.

Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido.


Notó como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo
picado. Ante ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.

Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y


mortalmente pálido.

Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la


mujer desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que
una oscuridad vacía.

—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz
que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí
no hay nada.

Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron
adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de

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hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía
fuerza para andar por los dos.

La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión
que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y
las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado
como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la
presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo
tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de
algún modo, escapaba a su poder de análisis.

—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar
una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde
esperar.

Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de
la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes,
ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron
a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su
peso.

En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló


nada: tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente
ocupación; no había más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes
puertas plegables entre el salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al
rellano, y continuaron subiendo.

No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los


dos a la vez a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima
de la llama temblona de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía
apenas diez segundos les llegó un ruido apagado de puertas al cerrarse. No
cabía ninguna duda: habían oído la resonancia que producen unas puertas
pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al encajar el pestillo.

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—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz
baja, dando media vuelta para bajar otra vez.

De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose
el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían
cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue
Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la
habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.

Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular.


Probaron a hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de
aire ni siquiera para que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían
a menos que alguien las empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como
una tumba. Era innegable que las habitaciones se hallaban totalmente vacías, y
la casa entera en absoluta quietud.

—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la
de su tía.

Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran
las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta
aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de
pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento
no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber
oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos
precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!

Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena
estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al
incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se
acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro
dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos
furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión

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vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un
semblante malvado y terrible.

No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de
pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la
aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.

A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de


perder el equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de
auténtico, incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino
con todas sus fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido
de pasos.

Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una


cerilla. Las sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se
inclinó y recogió la boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido
apagada de un soplo: habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera,
que estaba aplanada como por un instrumento liso y pesado.

Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a


su terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se
multiplicó por diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo
que se sintió agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de
fuerza física que acababan de comprobar.

Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums
y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums
sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las
fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con
lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando
lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso.

Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios

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pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una
inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.

Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la


servidumbre, con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos
rajados, y armazones de cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo
inclinado, con telarañas aquí y allá, ventanas pequeñas, y paredes mal
enyesadas: una región lúgubre y deprimente que se alegraron de poder dejar
atrás.

Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la
escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la
aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada
como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su
víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo
de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de
inspeccionar.

A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos
que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede
describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra
parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que
mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto
antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo
que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él
constituyó lo más horrible de toda la experiencia.

Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el


resplandor no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo.
A continuación, extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la
espalda pegada a la pared. Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba
al rellano; desde su posición dominaba buena parte de la escalera principal que
descendía a la oscuridad, así como de la que subía a las habitaciones de los
criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el grueso bastón.

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La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían
ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo.
Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron
los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la
noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de
murmullos cavernosos.

Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en


cualquier instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera
se iba apoderando cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en
susurros, ya que sus voces sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente
atribuible al aire de la noche invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los
influjos adversos, cualesquiera que fuesen, les minaban la confianza en sí
mismos y la capacidad para una acción decidida; sus fuerzas estaban cada vez
más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió un nuevo y terrible
significado.

Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no
podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las
venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con
claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las
profundidades de la casa.

Cuando trataba de concentrar la atención en esos ruidos, cesaban


instantáneamente. Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por
menos de pensar que había movimiento en alguna de las regiones inferiores de
la casa. El piso donde estaba el salón, cuyas puertas se habían cerrado
misteriosamente, parecía demasiado cercano; los ruidos provenían de más lejos.
Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas escabullándose, y en la
pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían no surgir de
parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!

Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció

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como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en
hielo.

Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de


aquellos horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos
inclinados y estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de
donde salió para morir.

Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más


claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de
arriba, entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.

Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si
compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija
de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado
relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar
profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro,
y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le
estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante —
con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil.

Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente


cercano al horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de
hacía cuarenta años, el rostro inocente y vacío de una niña.

Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que
podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las
expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser
literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como
lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que
reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al
notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar
la visión.

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Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel,
descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía
la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba
volviendo su aspecto normal.

—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la


respuesta fue elocuente, viniendo de esta mujer:

—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.

Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se


apartase de su lado ni un instante.

—Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento


capaz de subir.

Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar
el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso
de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto.

Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.

Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase


irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del
enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era
menos dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas,
enérgicas medidas.

Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento


crítico, si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso
podía hacerlo ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para
actuar por sí mismo, ¡y mucho menos por los dos!

Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de

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algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de
vez en cuando contra los muebles.

Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y
consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en
silencio, y dijo con voz decidida:

—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que
venir también. Es lo acordado.

Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con
la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre
que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más
grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba
emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado
una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo
grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría
sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.

Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre
la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera,
dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por
momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para
cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el
corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de
terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.

Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien


irrumpió en el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus
fuerzas, salvando los peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían
detenido. Las pisadas eran leves y vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más
pesadas que hacían estremecer la escalera.

Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la

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pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin
apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo
torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío.
Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor,
saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.

Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera
un jirón revoloteante de ropa.

Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos
—la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la
pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron
los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores;
poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba
cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el
ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo,
abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.

A continuación, reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se


alzaba imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún
movimiento había agitado el aire.

Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a


tientas, llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la
rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una
hoja.

Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo,
empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a
mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.

No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien


les seguía paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían

63
que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a
cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podían sorprender en el
tramo superior.

Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz


de la luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del
mar.

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Negotium Perambulans
Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al
atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el
Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un
terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción
medio borrada diciendo: Polearn 2 millas, aunque es probable que muy pocos
hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al
que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un
par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores
con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera
grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente
pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed
existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de
conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos
a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es
demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras
difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y
cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer
el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada
como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la
posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas
parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.

Polearn, por tanto, incluso en el momento álgido de la estación turística, es


poco propenso a la invasión y, durante el resto del año, no creo que haya más
de un par de personas diarias que atraviesen estas dos larguísimas millas de

65
cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero,
siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se
llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay
una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del
camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con
candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete
demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero,
debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su
propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su
amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la
caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán
recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado
por la administración de correos de Polearn.

Respecto a los pescadores de la localidad, que con su comercio de exportación


establecen el vínculo principal entre Polearn y el mundo exterior, nunca les
pasaría por la cabeza el subir la pronunciada pendiente y recorrer las seis
millas que los separan del mercado de Penzance. La ruta del mar es más corta
y adecuada y pueden dejar el pescado en la punta de la escollera.

Así pues, aunque la única industria de Polearn es la pesca, no se puede


disponer de pescado si no se encarga previamente a algún pescador. Cuando
vuelven las barcas vienen más vacías que una casa encantada, ya que el
pescado se ha cargado en los vagones que se dirigen rápidamente hacia
Londres. Este aislamiento, durante siglos, de la pequeña comunidad produce
igualmente el aislamiento del individuo y explica que no haya nadie tan
individualista como la gente de Polearn. A pesar de todo, o así me lo ha
parecido siempre, la gente está unida por una misteriosa comprensión, como si
todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y compuesto por
fuerzas visibles e invisibles. Las tempestades que atacan las costas en
invierno, el hechizo de la primavera, los veranos cálidos y tranquilos, la
estación de las lluvias y la putrefacción otoñal crean un sortilegio que, poco a
poco, se transmite a los habitantes e influye en las fuerzas del bien y del mal
que gobiernan el mundo, manifestándose de una manera que tanto puede ser

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benigna como terrible...

La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y
enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo
retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la
benignidad del clima eran para mí condiciones esenciales si debía llegar hasta
la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de
Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres
años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión.

Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a
gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans,
enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La
casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus
costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo
vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni
una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del
mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a
derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o
bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando
nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y
durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a
hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre.
Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos
atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables
excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de
todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases
claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos
y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la
manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas
exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de
observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había
encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el
nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la

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observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas
se convertiría en mi profesión.

De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días
de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío
incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el
domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con
un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y
se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños
durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la
doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro
amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer
alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a
apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos
protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a
atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También
recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de
relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía
en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también
estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me
inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel mi tío bajaba del púlpito
para señalar los detalles trabajados por el tiempo representaba la puerta del
cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era
remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una
túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a
una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al
encontrárselo delante.

Según la interpretación de mi tío, representaba algún ser de una maldad y de


un poder casi infinitos, que sólo podía ser combatido con una fe firme y un
corazón puro. Debajo se leía una leyenda que decía: «Negotium perambulans
in tenebris», sacada del salmo noventa y uno. Habíamos hallado también la
traducción: «la pestilencia que camina por las tinieblas», que sólo reproducía
débilmente el latín. De hecho, era más mortal para el alma que cualquier

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pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto
que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los
perversos...

Mientras él hablaba, yo me daba cuenta de las miradas que intercambiaban los


feligreses y sabía que sus palabras evocaban algún supuesto, algún recuerdo.
Movían la cabeza y murmuraban en voz baja, entendían las alusiones. Con
aquel espíritu inquisitivo de los niños, no podía descansar hasta que arrancaba
la historia a mis compañeros, hijos de los pescadores, cuando a la mañana
siguiente nos tostábamos desnudos al sol tras haber tomado un baño. Uno
sabía un fragmento, el segundo conocía otro más y, pegando unos con otros
terminábamos formando una leyenda verdaderamente alarmante. En pocas
líneas, se desarrollaba como sigue:

En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío
cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de
trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había
bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar
la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los
materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre
el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se
apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas
encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran
espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca
habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y
apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo
encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la
garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra
que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la
pared, se escurría por la ventana rota.

—Allí yacía bien muerto —explicó el último de mis informantes—, y él, un


hombre fornido, quedó reducido a un saco de piel y huesos, al que aquella
bestia había chupado toda la sangre. Su último suspiro fue un grito en el cual

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profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel.
—Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez.
—Poco más o menos. En todo caso, latín.
—¿Y después? —pregunté.
—No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se
fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde,
entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad
de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de
latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba
encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar.

Prescindiendo de la autenticidad de la leyenda, me explicaron la verdad sobre


el Sr. Dooliss de Penzance, quien desde aquel día se convirtió en el objeto de
mi ávida curiosidad, especialmente porque la casa que se había construido en
la cantera estaba situada al lado del jardín de mi tío. La Cosa que caminaba en
medio de la Oscuridad no excitaba especialmente mi imaginación y yo ya
estaba tan acostumbrado a dormir solo en el cobertizo que la noche no me
inspiraba terror alguno. Pero habría sido muy excitante despertarme a cualquier
hora y oír gritar al Sr. Dooliss, ya que esto indicaría que la Cosa lo había
atrapado.

Aquella historia se me fue borrando de la cabeza, ensombrecida por cosas más


interesantes que pasaban durante el día y, en el transcurso de los dos últimos
años de vida al aire libre en el jardín de la vicaría, rara vez pensé en el Sr.
Dooliss y en el hado que podía corresponderle por la osadía de vivir en un
lugar donde se movía aquella Cosa tenebrosa. Ocasionalmente lograba verlo
por encima de la valla del jardín, un hombre que era como una gavilla
desmadejada y amarillenta, que caminaba lentamente y vacilando, aunque
nunca me lo encontré al otro lado de la reja de su casa, ni en calle alguna del
pueblo, ni abajo en la playa. Nadie se metía en su vida y él no se metía en la
vida de nadie.

Si quería arriesgarse a ser la víctima del legendario monstruo nocturno o beber


tranquilamente en su casa hasta morir, era algo que a mí ni me iba ni me venía.

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Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a
instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los
vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.

Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos
primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y
robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación
necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo
anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que
me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y
mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este
lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no
poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos,
por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una
ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado
tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a
Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de
aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que
ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir
sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin
aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me
comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte,
con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no
había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado
marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi
independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría
nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de
Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y
se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las
gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que
forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios
ojos.

La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi

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tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a
Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir
con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición.

La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por
carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me
instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven
a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos
marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn,
y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones
principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el
deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se
vive en ellas.

Poco a poco se mueren, el alma se les debilita y termina abandonándolas. ¿No


te explicaron estas simplezas en tus años de estudio en Londres?...

Como era natural, acepté entusiasmado aquel arreglo momentáneo y un


atardecer de junio me encontré al inicio de aquella costa que bajaba hasta
Polearn y nuevamente descendí hasta el profundo valle encastrado entre
montañas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido: aquel cartel indicador
tan gastado —o su substituto— aún señalaba con el dedo delgaducho aquella
bajada y, unos cuantos centenares de metros más allá, había aquella caja
blanca donde se intercambiaban las cartas. Mis ojos topaban una a una con
cosas recordadas y lo que veían no había empequeñecido, como suele pasar
con los escenarios de la niñez al ser revisitados y meterlos en una escala más
pequeña. Allá estaba la administración de correos, también la iglesia y, muy
cerca de ella, la vicaría, y más allá, toda aquella vegetación que aislaba la casa
a donde me dirigía desde el camino y, aún más allá, los techos grises de la
casa de la cantera, húmedos y brillantes, barridos por la brisa mojada de la
tarde que sopla desde el mar. Todo era exactamente como lo recordaba y, por
encima de todo, aquella sensación de reclusión y aislamiento. En algún lugar
más arriba de las copas de los árboles se encaramaba aquel sendero que unía
la carretera a Penzance... pero todo estaba inconmensurablemente lejano. Los

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años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se
disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Había
palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me
entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una
buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar
en Polearn y su hechizo me envolvía.
Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió
a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la
porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido
para refinarla.

Mientras permanecíamos sentados hablando tras la cena, me informó de todas


las novedades acaecidas en Polearn durante aquellos años. Los cambios de
los que me habló solo sirvieron para confirmar la inmutabilidad de los hechos.
Volviendo a recordar nombres, le pregunté por la casa de la cantera y por el Sr.
Dooliss, y me di cuenta de que su rostro se oscureció un tanto, como si la
sombra de una nube acabara de enturbiar un día de primavera.

—Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya
debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta
porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu
tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si
continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo
exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer.
—Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester?
—Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie
podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en
Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si
debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito
explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible
criatura apostada en la puerta del cementerio.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí.
—Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo
escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó

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aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de
tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel
reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía,
seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario
que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un
hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella
criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas
encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel
panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia
e intentó destruirlo.

Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana
siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido
en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió
inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no
lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano,
continuó allí sentado bebiendo su whisky.

—¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y
también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!

Tu tío se fue sin responder a aquella blasfemia, con intención de dirigirse


derecho a Penzance e informar a la policía de aquel ultraje a la iglesia; sin
embargo, al salir de la casa de la cantera se metió de nuevo en la iglesia para
poder dar detalles sobre los desperfectos, y se encontró con el panel en su
sitio, intacto e ileso. Él, no obstante, lo había visto destrozado y el mismo Sr.
Dooliss le había confesado que la destrucción era obra suya. Pero era un
hecho que estaba allí, ¿y quién habría podido decir si había sido el poder de
Dios o algún otro poder el que lo había recompuesto?

Así era Polearn verdaderamente, y era el espíritu de Polearn el que me hacía


aceptar todo lo que me decía mi tía Hester como hecho comprobado. Había
pasado de esa manera.

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Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila:

—Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por
encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque
habían desaparecido todas las pruebas.

Me cayó encima un súbito raudal de palabras.

—Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto...
Ella sonrió.

—Has pasado mucho tiempo en Londres, querido sobrino...—me dijo—;


déjame que te explique el resto de la historia. Aquella noche, por alguna razón,
no pude dormir. Hacía mucho calor y parecía que me faltase aire. Supongo que
debes pensar que el insomnio queda explicado con ese bochorno. De tanto en
tanto me levantaba de la cama y me aproximaba a la ventana para intentar
respirar un poco, y desde allí, la primera vez que me levanté de la cama vi que
la casa de la cantera resplandecía. Pero la segunda vez me di cuenta de que
estaba completamente a oscuras y, cuando me preguntaba cuál podría ser el
motivo, escuché un grito terrible y, al poco, los pasos de alguien que caminaba
muy deprisa por el camino que estaba al otro lado de la puerta. Mientras corría
no paraba de chillar: «¡Luz, luz! ¡Dadme luz o me atrapará!». Era horrible el
escucharlo y fui corriendo a despertar a mi marido, que dormía en el vestidor al
otro lado del pasillo. No me demoré nada, si bien los gritos habían despertado
todo el pueblo y, al llegar a la escollera, descubrió que todo había concluido. La
marea se había retirado y, al pie de las rocas yacía el cuerpo del Sr. Dooliss.
Seguramente debía haberse seccionado alguna arteria al chocar contra alguna
de aquellas piedras tan angulosas. Se había desangrado hasta morir y, aunque
era un hombre corpulento, su cuerpo parecía un saco de huesos. A pesar de
todo, a su alrededor no había ningún charco de sangre, como sería de esperar.
Solo la piel y los huesos, como si hubieran chupado hasta la última gota de
sangre.

Me incliné hacia delante.

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—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al
menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de
quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros
y misteriosos.

Imagino fácilmente qué hubiera pensado de tal historia si me la hubieran


relatado en Londres. Existía una justificación obvia: el hombre en cuestión
había sido un bebedor y, por tanto, no es extraño que los demonios del delirio
lo persiguieran. Pero aquí, en Polearn, la situación era diferente.

—¿Y quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace muchos


años los hijos de los pescadores me contaron la historia del hombre que la
construyó y el espantoso fin que tuvo. Ahora ha sucedido lo mismo. No debe
haber nadie que ose vivir allí de nuevo.

Le leí en la cara, incluso antes de formularle la pregunta, que sí existía tal


persona.

—Sí, vuelven a habitarla —contestó ella—, dado que la ceguera no conoce


freno... No sé si te acuerdas de él. Hace muchos años ocupó la vicaría.
—John Evans —dije yo.
—Sí, un hombre agradable, por cierto. Tu tío estaba muy satisfecho por tener
un inquilino tan buena persona como él. Y ahora...
Se levantó.
—Tía Hester, no deberías dejar las frases a medio decir —le recriminé.
Ella negó con la cabeza.
—Es una frase que se acabará sola —replicó—. ¡Qué noche! Debo retirarme a
dormir y tú también deberías hacerlo o pensarán que queremos tener la luz
encendida cuando oscurece.
Antes de meterme en la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas de par en
par para que así el aire tibio procedente del mar entrara en el dormitorio. Al
contemplar el jardín, la luz de la luna iluminó el techo, brillante por el rocío, del
cobertizo donde había vivido tres años. Como todo lo demás, me transportó a

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los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el
presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos
dos espacios de tiempo se ajustaban como gomitas de mercurio que se reúnen
para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos.

Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de
la casa de la cantera aún iluminadas.

La mañana, como suele pasar tantas veces, no rompió la ilusión. Cuando


comencé a recobrar la consciencia, me imaginé que volvía a ser un niño y
despertaba en el cobertizo del jardín y aunque, al despertarme completamente,
aquella ilusión me hizo reír, el hecho en el que se basaba era real. Ahora como
entonces, solo, era necesario hallarse aquí, recorrer de nuevo los acantilados y
escuchar el estallido de las vainas entre los arbustos; pasearse por la costa
hasta la cueva donde tomar el baño, flotar, dejarse llevar por el agua, nadar en
la marea caliente y tostarse sobre la arena, contemplar las gaviotas que van
pescando, vagar por la punta de la escollera con los pescadores, ver en sus
ojos y escuchar en sus tranquilas palabras que hay cosas secretas que, sin
ellos saberlo, forman parte de sus instintos y de su propia esencia. Había en mí
poderes y presencias; los blancos chopos erguidos junto al riachuelo que
borboteaba por el valle lo sabían y de tanto en tanto soltaban un centelleo,
como la chispa de blancura que se observaba bajo las hojas, que lo
demostraba; incluso las piedras que pavimentaban la calle estaban
impregnadas de ello...

Yo no quería otra cosa que tenderme allí e impregnarme. Ya lo había hecho, de


niño, de una manera inconsciente, pero ahora el proceso debía ser consciente.
Debía saber qué sacudida de fuerzas, fructíferas y misteriosas, hervían al
mediodía en las laderas de la colina y centelleaban de noche sobre el mar. Era
factible conocerlas, incluso era posible dominarlas por quienes eran maestros
en sortilegios, pero nunca podía hablarse de ellas, porque habitaban la parte
más interior, estaban injertadas en la vida entera del mundo.

Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables,

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y sin duda pertenecía a esos aquel «Negotium perambulans in tenebris» que,
aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado
únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos...
Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho
tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban.
¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos? No tardé
mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en
la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de
mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las
cejas y me miró fijamente.

—Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me
preguntó—.¿No sabes quién soy?

Lo supe al escuchar su voz. Esta fue la que me informó y, al reconocerla, vi los


rasgos de aquel chico fuerte y despierto convertidos en grotesca caricatura.

—Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías
hacerme dibujos.
—Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado.
Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha.
No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay,
Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y
también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y
debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo,
si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen
retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven
en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de
este tipo de asuntos.

No sabría decir si alguna vez había sentido repulsión y atracción al mismo


tiempo como en esa ocasión. Tras aquel grosero rostro se escondía algo que
horrorizaba y fascinaba a la vez. Con su hablar ceceante sucedía lo mismo. En
cuanto a sus pinturas, ¿cómo debían ser éstas?

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—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me
pasaría por allí, si no te importa.

A través del jardín descuidado y rebosante de vegetación me hizo entrar en


aquella casa donde no había puesto los pies en toda mi vida. Un gato gris muy
grande tomaba el sol en la ventana y una vieja servía la comida en un rincón de
la helada estancia situada tras la puerta de entrada. Sus paredes eran de
piedra, y unas molduras llenas de relieves se engastaban en los muros,
fragmentos de gárgolas e imágenes escultóricas que testificaban su
procedencia de la iglesia derruida. En un rincón se hallaba una tabla de madera
oblonga y decorada con relieves, cargada con toda la parafernalia del oficio de
pintor y, apoyadas en las paredes, un grupo de telas.

Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel
de la chimenea y, riéndose dijo:

—Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los
propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres
beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me
acicalo un poco.

Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que
se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan
inexplicablemente malévolas. Había estudios exquisitos de árboles, pero te
dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo
del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar
de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un
chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser
maligno recién salido del mar. Había sobre todo pinturas del jardín rebosante
de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los
arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti...

—Bien, ¿te gusta mi estilo? —me preguntó levantándose con el vaso en la

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mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento
captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la
naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en
común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo
del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo
el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.

Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel
maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días
y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera,
siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a
cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de
conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba
la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.

Me tropecé con él un atardecer de octubre en los acantilados, cuando el sol de


la tarde aún brillaba en el cielo, pero con sorprendente rapidez llegó desde el
Oeste la negrura de una nube tan espesa como nunca nadie había visto. El
cielo absorbió la luz, y la oscuridad cayó en capas cada vez más espesas.
Súbitamente, él se dio cuenta.

—Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos
será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.

Y marchó con una extraordinaria agilidad tratándose de una persona que


camina arrastrando los pies y que a duras penas puede levantarlos. No tardó
nada en ponerse a correr atropelladamente. En medio de la creciente oscuridad
pude observar que tenía la cara húmeda por el sudor de un inexplicable terror.

—Debes acompañarme —me dijo jadeando—, porque cuanto antes


encendamos las luces, mejor. No puedo permanecer sin luz.

Me esforcé en seguirlo, pues parecía que el terror le diera alas. A pesar de


todo, fui tras él y, cuando llegué a la puerta del jardín, ya había recorrido la

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mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien
abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era
incapaz de trasladar la llama a la mecha de las
luces.

—Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? —le pregunté.


De pronto observó la puerta abierta detrás mío y saltó de la silla que tenía al
lado de la mesa —aquella mesa que en otro tiempo fuera altar de Dios—
dejando escapar un bufido y un grito.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Vete!...

Al girarme, vi lo que él estaba contemplando. La Cosa había entrado y ahora


reptaba por el suelo dirigiéndose hacia él, como una oruga gigante. Emanaba
una luz fosforescente y fría, y aunque la oscuridad exterior se había convertido
en negrura, podía ver claramente a aquel ser gracias a la luz terrible de su
propia presencia. Salía también de ella un olor de corrupción y putrefacción, de
limo que ha permanecido largo tiempo bajo el agua. Parecía no tener cabeza,
si bien delante se le apreciaba un orificio de piel arrugada que se abría y
cerraba, todo lleno de babas en derredor. No tenía pelo y, respecto a la forma y
la textura, parecía una babosa.

Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente
que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...

Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había
apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos
impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque
allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se
me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.

Me parece que sólo transcurrieron escasos segundos antes de que todo


terminara. Los gritos de aquel desgraciado se volvieron gemidos y murmullos
cuando la Cosa le cayó encima. Todavía jadeó una o dos veces antes de
quedar inmóvil.

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Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber,
hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera
que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando
y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía
unos puntiagudos huesos.

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83
“Por un Alma” …

“Los hombres de ciencia sospechan algo sobre este mundo, pero lo ignoran casi todo. Los
sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen.”

H. P. Lovecraft

<<De ningún modo olvidaré el funeral de mi


viejo amigo y camarada Alexander Pickmon.

La tarde anterior, Alexander y yo habíamos


compartido un magnífico brandy de Charente.
Nadie como los holandeses para elaborar
“Brandewijm”.

>>Coincidimos en el club social, tras una


larga temporada sin noticias el uno del otro.
Aunque éramos ya viejos y destartalados jinetes-
siempre que podíamos y nuestras respectivas
vidas lo permitían- asistíamos con gusto a los tediosos
y largos partidos de Polo. He de reconocer que era solo una mera
excusa para mantenernos informados de las ocupaciones de cada uno, por lo
que los primeros chukkers casi siempre, los pasábamos en plenas discusiones
sobre cuestiones metafísicas o dogmáticas.

>>Alexander era un hombre muy devoto. Prácticamente, su vida se movía


entorno a las ocupaciones que su comunidad religiosa le imponía. Jamás pude
entender cómo una persona tan marcadamente sensata e inteligente, era
manipulado por otro hombre, que se otorgaba a sí mismo, la absurda rareza de
ser elegido místicamente por un ente creador. Yo, al contrario que mi amigo,
había adquirido con los años un juicio empírico y escéptico, claramente

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cartesiano: solo era cierto aquello que podía reconocer con la mayor y absoluta
racionalidad.

>>Trataba de evitar todo perjuicio o daño que pudiera insuflarle a mi vida


pragmática, y en la que las faltas se contaban por decenas. Imponía pues a mi
esencia, una duda metódica, haciendo de las cuestiones un método. Mi viejo
camarada era mi antagonismo calcado.

>>Su fervor religioso se desató combatiendo en las trincheras durante la


gran guerra, cuando las tropas alemanas irrumpieron en la ciudad de Londres y
la sometieron a constantes y devastadores bombardeos. El terrible Blitz o
relámpago alemán, trajo muerte y desolación. Por millares se contaban los
cadáveres desperdigados por las calles, y ni los bunkers, ni los muros de
contención, ni siquiera los globos antiaéreos sirvieron para frenar la embestida
nazi…

>>En este colapso existencial, en esta amalgama de dolor y muerte,


Alexander descubrió el sentido de la Fe.

>>En medio de tan herrumbroso escenario, en medio de tanta devastación


y caos en donde el género humano muestra su auténtica naturaleza
depredadora, mis dengues creencias se extinguieron.

>>Alexander se convirtió en un hombre de Dios…Yo, solamente en un


hombre.

-Mi querido amigo Thomas… ¡ya estamos viejos! -dijo mientras paladeaba
el incitante vaso de alcohol y contemplaba con ojos cansados las alicaídas hojas
de los castaños. -Quería verte. ¡Tenía que verte!

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- ¡Viejo carcamal! ¡Tan solo tenías que llamarme! Francamente, creí que
habías decidido prescindir de mi amistad.

- ¡No digas eso! -se incorporó sobre el respaldo de la mecedora de teca


blanca. -Sabes que nos une una dilatada amistad. Juntos hemos hecho y visto
tantas cosas…Algunas, ¡horrendas! Otras, francamente hermosas…

- ¡Cierto! mas, como te conozco bien sé que te estás mostrando conmigo


algo reservado. ¿Qué te ocurre? ¿Todo bien por casa? -pregunté en tono
incisivo.

- ¡Sí! ¡Sí! Doris está bien…Sigue siendo la chica más guapa del baile y
recuerda que… ¡me eligió a mí!

- ¡Cómo olvidarlo!

- ¡En fin! Quería verte con el propósito de anunciarte algo que es importante
para mí, y para Doris. -La mueca de una débil sonrisa desapareció de repente
de su cara.

- ¡Ya sé! ¡Te marchas a vivir a Australia! -bromeé.

- ¡No! ¡No! Me marcho, pero algo más lejos…Me estoy muriendo, Thomas.

>>Alexander me refirió que hacía apenas tres meses que lo sabía. Aquellos
dolores de cabeza que heredó de su madre y que se acentuaron tras sufrir la
experiencia de vivir en primera línea de combate la detonación incesante de las
bombas, los gritos desgarradores de los niños perdidos entre los escombros de
las casas, el olor ácido de la sangre magenta esparcida por entre charcos de orín
y miedo, el chirrido espeso de las sirenas anunciando un nuevo envite de los
alemanes… Todo aquello produjo un daño irreparable en su cerebro. El tumor
se encontraba alojado en los lóbulos parietales. La pérdida de movilidad y la
dificultad para reconocer a sus propios nietos, lo pusieron sobre aviso.

>>Los médicos no permitieron que prendiera en ellos un hálito de


esperanza. No tenía ninguna posibilidad. Esta batalla, la había perdido.

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>>Sin embargo, en lugar de encontrar a mi amigo destrozado y sin apenas
consuelo, me topé de bruces con un hombre especialmente sereno y frío. Se
enfrentaba a la muerte cara a cara. No tenía miedo. Su Fe era férrea,
indestructible. Había encontrado en la religión, el bote salvavidas que todo
náufrago necesita en mitad de una tormenta terrible. La creencia en otra vida
más allá de la existencia terrena, era el axioma al que fuertemente se agarraba.

>>Me pidió que acompañara a Doris en el funeral, que no la dejara sola-


ella era más frágil de lo que aparentaba-pues mi amigo conocía la especial fobia
que yo sentía por estos actos, considerados por mí como meramente sociales.
Aun así, confiaba en mi asistencia.

>>Juré que iría, mas no pude contener el llanto ni el avance a pasos


agigantados de una lividez mortecina que me cubrió el rostro.

>>Alexander agarró una de mis manos y aproximando su silla a la mía,


trató de darme algo de consuelo. Me sentí entonces, no solo preocupado por él
sino también por mí.

>> ¿Qué clase de persona soy? ¿En qué me he convertido? ¡Yo!, tengo la
obligación de sobreponerme al dolor y al pesar que siento. ¡Yo!, tengo el deber
de insuflar esperanza y ánimo en el amigo que se marcha. ¡Yo! ¡No él a mí! Soy
un ser sin rumbo. Una criatura sin alma, atado a la cadena de un racionalismo
pragmático…

-Querido Thomas, no debes estar así por mí-, sus palabras disiparon el
letargo acuoso en el que me encontraba sumergido. -Yo voy a estar bien. ¡Lo sé!
No necesito ninguna clase de consuelo. Además, tu coherencia y carácter
incrédulo no me serviría de apoyo en este trance. Sólo quiero que cuides de
Doris. Ella es quien lo va a necesitar.

-Admiro tu optimismo amigo, pero…

-Thomas, he de confesarte algo, pero he de pedirte un último favor antes


de ser completamente sincero contigo…

-Lo que sea.

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-Prométeme que en el transcurso de lo que voy a referirte, ni una sola vez
interrumpirás mi narración para interferir en ella con tu metodología racional.

>>Traté de mirar más allá, pero, me topé de bruces con unos ojos suplicantes.

-Cuando quieras-respondí. Y Alexander comenzó su exposición:

<<Al principio me costó asimilar la noticia. Tanto luchar y sufrir para


disponer de unas buenas rentas, para conseguir sacar a mis hijos adelante
otorgándoles un futuro digno, enseñándoles valores tales como la humildad, el
apego a la familia, la misericordia hacia los demás…Ahora que Doris y yo,
empezábamos a gozar de los pocos regalos que da la vida, ésta me era
cercenada de un mazazo.

>>Comencé a sentirme airado con Dios y con el mundo. Mi carácter se agrió


y las malas palabras hicieron acto de presencia en mi matrimonio. Incluso más
de una vez, llegué a pensar en golpear a Doris… ¿Te imaginas? Ella que es mi
universo y mi único refugio.

>>Pasaba los días, acurrucado en el balancín del jardín, y ni siquiera mis


nietos conseguían sacarme una sonrisa. En realidad, era un muerto que
respiraba, pero un muerto, al fin y al cabo. De madrugada, despertaba
sobresaltado e iracundo, empapado en un sudor frío que me helaba el alma.
Pero hace cosa de dos semanas, ¡todo cambió! Una noche… ¡todo cambió!

>>Desperté encharcado y confuso. El reloj de la mesita marcaba las 03:30


h. de la madrugada. Doris dormía a mi lado, plácidamente. Tenía frío, así que
me levanté para entornar las hojas de la ventana…De repente, ¡lo vi!

>>Sumidos en un rincón entre penumbras, unos grandes ojos luminosos…


me miraban fijamente. Me quedé quieto, ¡paralizado! Parpadeé insistente,
tratando de disipar una posible pareidolia que se hubiera formado por el reflejo
de las luces de la calle.

>>Pero no. ¡Estaba allí! Ese algo o ese alguien ¡estaba allí!, y me
contemplaba. Aquellos ojos fijos, igual que dos faros amarillentos en mitad de
una oscuridad densa y despoblada, parecían rellenar de vida la soledad y la
angustia ácida que embargaban a mi pobre alma… ¡Olvidé mi muerte! ¡Desterré

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mis miedos!, y comencé a sentir el corazón bombeando mi sangre nuevamente
caliente.

>>Entonces, di mis primeros pasos en dirección a aquellos ojos y sentí mi


gesto correspondido pues aquel ser-que me observaba en la penumbra-, avanzó
hasta quedar iluminado por la luz de la lámpara. Dios me había concedido la
gracia de enviarlo…

- ¿Quién?, amigo… ¿A quién?...

- ¡Oh, mi incrédulo Thomas! ¡Al ángel Ashriel! El Creador lo condujo hasta


mí para ayudarme en este difícil tránsito que ha de experimentar mi alma…En
realidad, todas las almas. ¡La tuya también!, querido amigo. Dios ha confiado en
Ashriel el propósito de otorgarme una comprensión sabia y profunda de la
muerte. Su misión es la de servirme de sostén en el momento en que abandone
los elementos transitorios y perecederos, triunfando sobre el vacío de la
disolución en virtud de aquello que hay de eterno en mí. La crisis existencial en
la que me encontraba, ¡se esfumó!… ¡desapareció al contemplar su esbelta
figura! Y ¡esos ojos, amigo mío!, son los que me liberaron del dolor, de la ira
acumulada, del sentimiento de soledad y confusión en el que me hallaba. ¡Él es
el conocedor de todo lo que ha acaecido desde el inicio de los tiempos!… ¡Él
reconoce las almas de los hombres justos y honestos!… ¡Oh, amigo! ¡Jamás
experimenté tanta dicha! ¡Tanta felicidad!... Mi muerte amigo, ¡sólo es el
principio!…

>>Me despedí en la puerta del club, de un Alexander Pickmon


irreconocible para mí. Marchaba alegre, sanguíneo… ¡hasta parecía haberse
recompuesto!

>> Sin embargo, el relato que acababa de narrarme con tanta intensidad,
no había servido más que para confirmarme el estado de alta gravedad en el que
su enfermedad se hallaba. Probablemente, el tumor había comenzado a
despedazar sus conexiones neuronales, e intensificar la presión intracraneal

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hasta el punto de generar graves alucinaciones que él experimentaría como
hechos reales. ¡Pobre amigo!... Y ¡pobre Doris!

>>Aquella madrugada, desperté tiritando por el frío que comenzaba a


proyectarse en las calles. Cerré los postigos de la ventana del dormitorio y volví
a sumergirme bajo el edredón de lana. La mente voló hacia atrás en el tiempo.
Apenas unas horas habían pasado desde el encuentro con mi amigo. Traté de
dormir, pero el recuerdo de sus palabras horadaba mi cerebro.

>>Encendí la luz y observé el reloj de la mesita de noche. Las 03.30. De


repente, el teléfono sonó.

- ¿Dígame?

- ¡Oh, Thomas!...

-¡¡ ¿Doris?!!...

>>De ningún modo olvidaré el funeral de mi viejo amigo y camarada


Alexander Pickmon. Doris me confesó entre sollozos que se lo encontró muerto
en un rincón de la habitación. Habría ido al baño y no pudo llegar hasta la cama.
Ella, despertó tiritando por el frío…>>

<<Reconozco que ahora mi vida es un infierno. ¡Tengo miedo! Un miedo


cruento e indescriptible. Me aterra dormirme y no volver a despertar. Sumirme
en un sueño eterno. Un sueño de pesadillas y demonios que me arrebaten la
débil esperanza con la que trato de asirme a la vida, pero, tampoco la vigilia me
otorga paz, una paz que apenas ya rememoro…

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>>Intuyo que todo responde a un patrón, a un truculento canon, a una rutina
demoniaca: las 03:30 h. de la madrugada, y el mensajero de la muerte se hace
presente, helando tus huesos… ¡llegando incluso hasta los tuétanos!

>> ¡Lo veo en todas partes!: escondido por entre los rincones húmedos de la
casa; acechando encubierto en los arbustos de los jardines; camuflado como un
mortal viandante… pero, ¡a mí no me engaña! ¡Es Él! ¡Lo sé!, y sé que me
contempla con esos ocelos impíos, turbadores…, llenos de oscuridad ocre y de
nauseabunda miseria.

>>Mi querido amigo Alexander, murió creyendo que el ser que cada noche
lo visitaba y lo contemplaba en el más absoluto de los silencios, era un ser de
Dios; una llama divina que lo acomodaría sobre sus alas y se mostraría piadoso
mientras esculpía su nombre en el Libro de los Muertos. ¡Qué equivocado
estaba! ¡No existe divinidad en eso!... ¡No es más que una cadavérica sombra
arcana, una pesadilla horrenda!…

>>El destino inexorable aguarda a mi estéril alma, el alma de un pobre


hombre atormentado, que dedicó por completo su vida al estudio y a la lógica
pero, no descubrió lo esencial… ¡¡¡no aprendió a rezar!!!…

Thomas H. Ludowich.

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Documento manuscrito extraído de la carpeta F-u2820 hallada en el escritorio del ingeniero
Ludowich H. Thomas, fallecido en su domicilio el 20 de Marzo de 1.989, por causas que aún se
desconocen.
Sirva lo expuesto como prueba pericial en la derogación de las últimas voluntades del testamento
del señor Ludowich H. Thomas modificado con carácter ológrafo en fecha del 13 de Marzo del
corriente, al considerarse que éste no se hallaba en pleno poder de sus facultades mentales.
Sus herederos legítimos: el Sr. Ludowich Clarke, Alba y la Srta. Ludowich Clarke, Mary Jane,
impugnan el testamento de su padre, al concederles sólo la parte correspondiente de la legítima.
Empero, otorgando el resto de sus ahorros, casas y propiedades en manos de asociaciones
benéficas y de caridad.
El proceso es admitido a trámite.

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Compendium
Maleficarum
El Compendium Maleficarum es uno de los
tratados demonológicos más interesantes,
no tanto por su faceta enciclopédica, sino por
sus descripciones sobre el culto a los
demonios y espíritus en general.

Compendium Maleficarum significa


Compendio de las brujas. Fue escrito por el
sacerdote italiano Francesco María Guazzo, y
su aparición oscila en torno a los primeros
años del siglo XVII, para algunos, en 1608.
Guazzo pertenecía a la orden de los

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Ambrosianos, una de las más herméticas
de su época.

Utilizando una cita del propio Guazzo, El


Compendium Maleficarum puede
describirse en los siguientes términos:
...aquí se detallan las viles artes y la
enemistad de las brujas contra toda la raza
humana. Y en el que, además, se anexa un
muy salutario y poderoso Exorcismo para
disolver y disipar todas las inquidades y engaños del diablo...

Sin embargo, el contenido del Compendium Maleficarum excede la


introducción de su autor.

El libro reúne todo el vasto, ridículo y distorsionado material sobre brujería y


satanismo del período. Describe con macabra precisión las once ceremonias
o rituales previos a la iniciación satánica; las cuales, se decía, eran necesarias
para participar del aquelarre o fiestas satánicas.

Francesco María Guazzo, como si lo anterior no fuese suficiente, agregó al


Compendium Maleficarum un detallado informe de las relaciones sexuales

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entre hombres y demonios, súcubos, íncubos y vampiros.

Muchos ven en el Compendium Maleficarum


una especie de arma siniestra, de un verdadero
látigo contra las mujeres y hombres con ideas y
creencias diferentes. Ciertamente, el libro sirvió
como material de consulta inevitable por los
inquisidores; y no es alocado afirmar que sus
páginas, aún las más abstrusas, sirvieron como
elementos de prueba contra diversos acusados
de brujería.

Por el otro lado tenemos al Compendium Maleficarum como libro: una obra
monolítica, impresionante por su erudición, incluso en cuestiones ridículas,
pero que necesariamente debieron provenir de un hombre sumamente
ilustrado. En sus páginas hay referencias a más de doscientas obras y autores,
muchas de las cuales son verdaderas rarezas bibliográficas.

Como dato a favor de Guazzo, diremos que gran parte del Compendium
Maleficarum se dedica a la descripción del comportamiento de las brujas, de
su técnica y práctica; pero nunca utiliza ejemplos de los juicios que el propio
Guazzo había encabezado.

El Compendium Maleficarum es un libro fundamental para aquellos que


quieran profundizar en el estudio del ocultismo, pero más aún para aquellos
otros, tal vez menos afines a lo fantástico, que rastrean en la literatura una
forma de signar las formas incorpóreas de sus propios demonios.

Pueden leer o descargar gratis el Compendium Maleficarum, de Francesco


María Guazzo, aquí:

 Compendium Maleficarum.

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Nota de la Directora

Queridas “Hordas del Horror”, como diría mi amigo Antonio Reverte (TyNM):
nuevamente aquí con todos vosotros, en este nuevo y espectacular nº 3 de la
revista Círculo de Lovecraft.

Ya os dijimos que necesitábamos un descanso, necesario para que las ideas se


condensen y fluya el pensamiento; pues bien, en estos días de semi-relax hemos
conseguido finalizar esta belleza de la que me siento una madre orgullosa-pues
con cada número, el equipo de Circulo de Lovecraft se supera-… al menos, a mi
parecer, creo que estamos ante el mejor magazine que hemos confeccionado
hasta el momento. Se os dijo: << ¡volveremos con más y mejor! >> y creo que
lo hemos hecho una realidad.

En él, encontraréis textos de autores de estilo depurado y trazo romántico: el


gran Espronceda con su Oda a la Muerte; Algernor Blackwood, con Casa Vacía-
inquietantemente exquisito-, o el maravilloso espectro de Lafcadio Heard, que
al igual que La familia del Vurdalak de Tolstoi, nos adentra en ese miedo
primigenio de antiguas civilizaciones que poblaron la tierra, y que trataron de
sobrevivir a los fantasmas de los muertos, ambulantes en un plano físico que no
les correspondía… En esta línea, me he permitido incluir uno de mis relatos, Por
un Alma, que espero que os introduzca aún más en ese universo metafísico,
oscuro y cóncavo que resulta de la escisión entre Fe y Ciencia- con escabrosas
consecuencias-. También el tema vampírico se da la mano con el gran Benson
y su increíble relato Negotium Perambulans, que seguro que arrancará vuestra
imaginación a un vuelo en caída libre.

Lovecraft se presenta con Oceanus y con la reseña que hace Mayorga sobre
Lovecraft y Culbard en El extraño caso de Charles Dexter Ward.

Navegaremos por el espacio con El Vampiro Estelar de Bloch; descubriremos el


que sería un ranking bastante aceptable de los diez mejores libros de terror, y
ahondaremos en aquellas obras que forman parte de la historia occidental-no tan
lejana-con el Compendium Maleficarum.

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Mención especial haremos del relato de uno de nuestros editores, Israel Santiago
que nos trae un relato corto, pero cargado de filosofía existencialista… Como
veis, ¡mucho, muy bueno y muy variado!

Queridos amigos: ¡leed!; ¡leed y disfrutad!, pues el arte es el único legado que
se perpetua en el tiempo; autores perennes y otros nuevos, que se abren al
mundo del terror cargados de una emoción sincera, para darnos y provocarnos:
horror, miedo…, pero siempre, siempre, ganas de pensar y descubrir el mundo
siguiendo nuestras reglas, sin cortapisas…, tratando de andar nuestro propio
camino.

Saludos e infinitas pesadillas.

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