Círculo de Lovecraft - Nº3
Círculo de Lovecraft - Nº3
Círculo de Lovecraft - Nº3
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Canción de la muerte
José de Espronceda (1808-1842)
En mi la ciencia enmudece,
en mi concluye la duda
y árida, clara, desnuda,
enseño yo la verdad;
y de la vida y la muerte
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al sabio muestro el arcano
cuando al fin abre mi mano
la puerta a la eternidad.
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El caso de Charles Dexter Ward
Lovecraft y Culbard
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Es este uno de los relatos escalofriantes de Lovecraft que se desarrollan con
paciencia, desgranando poco a poco el entramado que incluye varios personajes
en los que él mismo se veía reflejado en sus lacónicas y existenciales vidas, y a
lo largo de diversas generaciones para enredar el asunto. Los elementos que
caracterizan los relatos de Lovecraft se manifiestan en la narración a través de
conjuros de indescifrables lenguas extraídos de los oscuros libros del
Necronomicón para invocar de una larga letanía bestias desterradas. La
influencia de Poe en el desarrollo policíaco y la ambientación también están
presentes. Todo envuelto en una atmósfera tétrica, en un frío páramo donde los
pocos vecinos cercanos escuchan alaridos de ultratumba y extrañas luces
procedentes de una de las granjas. Dentro del género de intriga, el relato va
dejando pistas a lo largo de sus páginas que hacen que intuyas por dónde
pueden ir los tiros. La misión de los médicos del manicomio es descubrir la
extraña desaparición de Charles Dexter y será su médico personal quien narre
los terribles episodios que investigó sobre él. Hechos que se remontan a sus
primeras sesiones en casa de Charles donde le reveló un cruento descubrimiento
que afectaba al linaje de su familia; las misteriosas noches que su paciente se
aislaba y asustaba a sus padres por extraños rituales que preparaba en soledad;
la revelación que padeció en primera persona de eso que tanto aterraba a su
paciente.
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elementos sensoriales por cuestiones de espacio y fluidez narrativa. Para eso
emplean los dibujos como útil para el desarrollo. Me he encontrado el caso en
este cómic de dar con un leal adaptador de cuentos. Cada viñeta, cada texto que
la acompaña y cuando solo el dibujo narra el relato, han conseguido poseerme
de tal modo que me sentía dentro de ella, dentro de esa granja donde se
sucedían las siniestras evocaciones. Una formidable opción para leer y
acercarse al vasto universo lovecraftniano.
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Señoras y señores … ¡hay muerte más allá de los zombis! ¡Estamos aburridos
con tanta no-muerte en el cine y en la literatura!
A esto hay que sumar el hecho de que, además, ninguna lista con los mejores
libros de terror incluye libros de género zombi en ella. O al menos, nunca lo
hacen en las primeras 10 o 20 posiciones. Por algo será…
¡Ah sí! Perdonad, también se suelen incluir obras tan modernas como… Drácula,
Frankenstein, El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde… Vais a permitidme una
palabrota, pero… ¡Joder! ¿No se ha podido innovar un poco en los últimos…
digamos… ¡¡100 años!!?
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Es verdad que hay alguna joya escondida, como La Chica de al Lado (de Jack
Ketchum), alguno de los libros de Peter Straub, El Exorcista o… ¿Me seguís?
Todos ellos publicados hace más de 20 años.
Me niego a creerlo. Pero hay que reconocer que el género de terror vive una
paradoja temporal increíble: mientras en el cine proliferan las películas
escalofriantes, en la literatura éstas han decaído hasta unos mínimos
inaceptables para aquellos que amamos el género.
Pero voy a intentar extraer los que, para mí, son los 10 mejores libros de terror
que he leído. Espero poder sorprenderos con alguno, aunque sobre todo espero
que vosotros me sorprendáis a mí con más literatura de terror.
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Del 1 al 5 son mis favoritos. Los más destacados, aquellos que
consiguieron tocar una fibra dentro de mí. Puede que no sean los mejores
libros que existen, pero sin lugar a dudas han sido los mejores para mí
(por el momento de lectura, por el propio texto, por lo que sea).
Del 6 al 10 os propongo 5 libros de terror muy buenos. Quizás no sean
obras maestras, pero disfruté mucho con su lectura.
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Este intenta huir del mundo y termina encontrando Midian, un terrible lugar lleno
de monstruosas criaturas.
Sé que no es el mejor de sus relatos, tiene otros mucho más aterradores o mucho
más fantasiosos que este. De hecho, hay quien dice que ni siquiera es original,
ya que el tema no proviene
enteramente de su cerebro.
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Un clásico aún más clásico que el anterior. El Pozo y el Péndulo me hizo sudar
con menos de 15 años. Transmite una desesperación y un abandono que no
sé si he vuelto a encontrar en un texto escrito.
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Si bien ahora Stephen King ha perdido mucha de esa aterradora fuerza que tenía
hace más de 30 años, sus primeras novelas son unas de las mejores que existen
en el género. Cualquier lista con los mejores libros de terror incluye al
menos tres de sus obras. Y yo he incluido la primera de ellas.
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El último de mis 5 mejores libros de terror se lo cedo a este autor moderno. El
británico. Adam Nevill tiene tres novelas en castellano.
En cuanto pone el pie dentro del apartamento, descubre que allí pasan muchas
más cosas de las que parecen a simple vista. Hay algo en ese edificio que no es
del todo terrenal. Y no quiere que ella se vaya.
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Vuelvo a los clásicos. No me
gustaría decir nada de este
relato, salvo que lo guardo
en mi recuerdo aún más
dentro que El Gato Negro.
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Por fin un escritor español. Un libro que me cautivó desde su propia cubierta:
Terror es aquello que nos hace querer huir para alejarnos. Horror es
aquello que nos paraliza y deseamos que no hubiese sucedido nunca.
Del terror puedes huir. El horror penetra en tu interior y permanece ahí
para siempre.
Estás en tu casa. Bienvenido.
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De Cujo sólo diré lo siguiente: es un libro que me hizo sufrir.
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Una muy buena reflexión sobre cómo dar miedo sin describir nada con la vista.
Sólo mediante el oído y las sensaciones de sus protagonistas.
Lo que importan son las vivencias de quienes sobrevivieron. Eso amigos míos,
podrían ser zombis o cualquier otra cosa. Y en este caso, está redactado de un
modo envolvente y muy fácil de leer.
Aunque claro, como todo son mini relatos… siempre es más cómodo para leer.
Si alguno no te gusta, se termina rápido.
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Esta es mi lista con los mejores libros de terror de todos mis tiempos. Espero
que os haya gustado, espero haber conseguido haceros recordar esos buenos y
escalofriantes momentos de lectura nocturna con alguno de estos libros.
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Oceanus
H.P. Lovecraft (1890-1937)
Desde las simas profundas de valles sin nombres, Y desde colinas y llanuras
que ningún mortal ha hollado, La mística marejada y el áspero oleaje Sugieren
como taumaturgos malditos Un millar de horrores, henchidos por el temor Que
ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.
¡Oh vientos salados que tristemente barréis Las desnudas regiones abisales;
Oh pálidas olas salvajes, que recordáis El caos que la Tierra ha dejado tras de
sí;
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Jikininki
Lafcadio Hearn (1850-1904)
Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la
provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie
que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar
refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada
por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu,
que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ
se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a
quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con
hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle
próximo, donde hallaría alojamiento y comida.
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pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que
sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras
plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde
queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería
mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento.
Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus
malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a
nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un
sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.
Musõ respondió:
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olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.
Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas
de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó
sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño
de la casa le dijo a Musõ:
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-Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha
dicho al respecto desde antiguo.
Musõ entonces preguntó:
- ¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros
muertos?
- ¿Qué monje? -preguntó el joven.
-El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea -respondió Musõ-. Llegué
hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo
llegar aquí.
Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables
anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto
se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su
camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o
no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a
acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y
exclamó:
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carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me
redujo a esta condición.
“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No
había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los
montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces
desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados.
Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de
lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante
mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer,
inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy
obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta
comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis...
Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio
Ségaki para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para
que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia...”
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Robert Bloch
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo
manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir
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una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante
algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces
fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas
de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero
que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de
horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia
y candidez, éste era mi propósito.
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principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si
pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al
precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses
antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba
vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua,
la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías
las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y
ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces
podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el
modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y
soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita
de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con
un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos
libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó
con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se
refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su
carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes
que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara
demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad
de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído
cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias
negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala
gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían
ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable
brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más
exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el
resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis
manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros
deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a
astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres
oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus
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respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían
semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen
develados por un intruso.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que
había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y
había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por
brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista,
nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad
milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se
decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía
como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto
es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los
caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando
como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso
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caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que
había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a
menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos
orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios
circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en
Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su
tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro
prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí
moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios.
Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era
asistido por “compañeros invisibles” y “servidores enviados de las estrellas”. Los
campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le
gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían
ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que
se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere,
después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las
criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde
había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres
sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas… todo había desaparecido de
la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque
prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso
de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento.
Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último,
cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue
durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto
morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los “Misterios del
Gusano”. Nadie se explica cómo pudo lograrlo sin que los guardianes lo
sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en
Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya
se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en
secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de
suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo
de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que
encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por
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algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento
de propagarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis
manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo
fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque
estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa
lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable.
Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para
desentrañarlo.
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también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían
agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le
hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un
fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que
encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas
traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas
estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída
por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente
horrible.
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Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo;
luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo
comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía
haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y
encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación,
tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de
serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría
temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó
en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran
agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas
sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había
hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su
repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en
un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie
de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a
sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora lo iba a
escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo
que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o
de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y
me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la
violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror
y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego
letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco
infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de
enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión
en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me
paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo
respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación,
cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando
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un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido,
como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió
en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la
ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más
allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas
histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas
carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del
horror.
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis
oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora
que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se
mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado,
suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre
brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que
se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo
comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá!
¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e
inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
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pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo…
sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue
perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la
invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante,
húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que
se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena,
un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de
garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se
había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo
para presenciarlo un humano.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de
mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y
abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera
ensangrentada vuelta hacia las estrellas.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante
el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora,
mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en
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la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó
su vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven
a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo
drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras
duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no
permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las
estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura
que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día,
porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios
del Gusano.
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SERIAL
MIERCOLES
Israel Santiago Velázquez
Día tras día, al comenzar el cotidiano paseo del sol, sueles jugar al azar del
tiempo que ocurrirá en su caminar a través del pequeño fragmento de mundo en
el cual vives; ofreces una sonrisa optimista y das por medio de tus palabras
buenos deseos, así como frases optimistas, y cómo olvidarlo, recomendaciones
para evitar las caricias del tiempo, la cual por medio de broma puede cambiar
gracias a su humor cambiante y dispar.
En una pequeña pantalla llena de nubes que simulan lluvias, tormentas y días
nublados y soleados, realizas tu profecía científica sobre lo que ocurrirá en el
transcurso del día, haciendo que muchos de tus fieles seguidores sigan tus
recomendaciones sin importar si te equivocas o no, haciéndoles caer en la
desesperación, burla y la negación; sin embargo, vuelven a escuchar tus
palabras con fe y atención para prepararse de momentos espontáneos que las
estaciones te regalan año tras año.
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amenaza constante y al viento en una daga cortante, es una tristeza que esto
ocurra en estos días, nosotros como raza humana hemos aprendido a través de
los años la forma en la cual debemos de protegernos de su temperamento,
hemos olvidado las bendiciones que esta nos otorga. ¿Acaso no recuerdas que
ella estaba antes de osáramos lastimar a la tierra con nuestra presencia?
Observa a lo lejos como las nubes se acercan dejando escuchar sus gritos de
furia; haciendo estremecer el viento intangible a su alrededor, cuando ven que
se acerca todos corren a refugiarse maldiciendo esta situación, la cual es una
bendición para aquellos que esperan sus caricias con angustia y desesperación;
observa como sus brazos llenos de luz recorren el cielo oscurecido por su fuerza.
Es la presencia de aquel que ha sido olvidado en su esencia, visto por todos
como una caricatura en revistas, televisión y cine. ¿Acaso no sabes lo ridículo
que se siente?
No tiene caso que grites y supliques ayuda porque nadie podrá escucharte en
este monte tan elevado, tu figura iluminada se pierde en la magnitud del lugar
donde te encuentras atado, siente en tu cuerpo desnudo la caricia de la lluvia
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que cae lentamente lavándote de toda inmundicia, a la vez que tus pies se
regocijan de la caricia de la tierra húmeda; ¡qué hermoso se ve en el cielo toda
esta demostración de fuerza y bondad, estaré cercas de ti para acompañarte en
tu viaje final!
Debes estar orgulloso porque conocerás el rostro del dios que has
menospreciado, la caricia del dios de las tormentas, las lluvias y el rayo.
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Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las
arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En
el caso de las segundas, no hace falta que las delate
ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y
una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su
compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay
algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin
querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y
malignos pensamientos que hace que los de su entorno
inmediato se retraigan como ante un enfermo.
Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los
rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se
hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus
vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los
jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la
entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj,
que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra.
Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la
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misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas
que las demás. Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los
cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta,
espantosamente distinta.
Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la
casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró
rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa
misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un
aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de
manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su
impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado
por un motivo muy especial.
Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja
solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y
fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente
para llevar a término sus propósitos.
Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él,
por el paseo marítimo, en el crepúsculo.
—Tengo las llaves —anunció con voz embargada, aunque medio sobrecogida—
. ¡Me las han dejado hasta el lunes!
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—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la
mirada del mar al pueblo.
Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.
—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.
—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré
lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.
—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?
—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con
mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar
y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.
—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más
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desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió
por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una
noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió
sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano
y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al
recibimiento.
—¿Y el mozo…?
—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un
siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.
—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo
inconveniente en escuchar tu condición.
—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios;
¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!
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como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado
en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.
Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de
las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos
humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas.
Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que
se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de
que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez
de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su
semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en
un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda
esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían
cualquier sobresalto.
Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño
plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve
soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les
observaron en silencio al pasar.
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significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura
había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de
manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.
Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante
ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas
sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo
de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la
pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo
este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había
a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había
adquirido.
Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había
seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que
les cerraba el paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo
rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a
decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos
de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral
aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre
su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento.
Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la
experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de
esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un
rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave
era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente
la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.
Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la
puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los
pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía
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Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás
para no caerse.
Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a
él, en la oscuridad.
Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado
bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire.
Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación.
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arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa
infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad.
La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la
rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las
innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio,
sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de
estar que habían dejado hacía una hora. Comprendiendo que estos
pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su
energía para concentrarse en el momento presente.
—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta
a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.
—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso
es lo primero.
—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de
atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa…
—¿Qué?
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—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—.
Procuraré…
Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la
capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera
menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática.
Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una
especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y
oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás.
Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones
inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado
que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada.
Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado
por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir
corriendo.
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—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.
—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz
que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí
no hay nada.
Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron
adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de
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hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía
fuerza para andar por los dos.
La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión
que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y
las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado
como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la
presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo
tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de
algún modo, escapaba a su poder de análisis.
—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar
una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde
esperar.
Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de
la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes,
ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron
a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su
peso.
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—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz
baja, dando media vuelta para bajar otra vez.
De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose
el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían
cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue
Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la
habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.
—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la
de su tía.
Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran
las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta
aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de
pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento
no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber
oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos
precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!
Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena
estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al
incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se
acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro
dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos
furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión
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vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un
semblante malvado y terrible.
No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de
pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la
aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.
Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums
y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums
sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las
fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con
lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando
lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso.
Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios
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pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una
inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.
Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la
escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la
aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada
como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su
víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo
de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de
inspeccionar.
A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos
que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede
describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra
parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que
mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto
antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo
que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él
constituyó lo más horrible de toda la experiencia.
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La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían
ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo.
Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron
los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la
noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de
murmullos cavernosos.
Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no
podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las
venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con
claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las
profundidades de la casa.
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como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en
hielo.
Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si
compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija
de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado
relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar
profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro,
y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le
estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante —
con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil.
Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que
podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las
expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser
literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como
lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que
reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al
notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar
la visión.
60
Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel,
descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía
la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba
volviendo su aspecto normal.
Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar
el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso
de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto.
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algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de
vez en cuando contra los muebles.
Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y
consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en
silencio, y dijo con voz decidida:
—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que
venir también. Es lo acordado.
Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con
la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre
que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más
grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba
emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado
una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo
grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría
sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.
Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre
la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera,
dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por
momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para
cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el
corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de
terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.
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pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin
apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo
torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío.
Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor,
saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.
Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera
un jirón revoloteante de ropa.
Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos
—la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la
pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron
los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores;
poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba
cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el
ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo,
abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.
Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo,
empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a
mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.
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que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a
cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podían sorprender en el
tramo superior.
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Negotium Perambulans
Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al
atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el
Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un
terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción
medio borrada diciendo: Polearn 2 millas, aunque es probable que muy pocos
hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al
que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un
par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores
con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera
grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente
pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed
existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de
conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos
a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es
demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras
difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y
cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer
el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada
como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la
posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas
parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.
65
cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero,
siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se
llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay
una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del
camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con
candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete
demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero,
debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su
propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su
amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la
caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán
recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado
por la administración de correos de Polearn.
66
benigna como terrible...
La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y
enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo
retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la
benignidad del clima eran para mí condiciones esenciales si debía llegar hasta
la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de
Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres
años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión.
Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a
gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans,
enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La
casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus
costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo
vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni
una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del
mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a
derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o
bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando
nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y
durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a
hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre.
Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos
atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables
excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de
todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases
claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos
y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la
manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas
exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de
observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había
encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el
nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la
67
observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas
se convertiría en mi profesión.
De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días
de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío
incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el
domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con
un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y
se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños
durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la
doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro
amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer
alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a
apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos
protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a
atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También
recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de
relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía
en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también
estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me
inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel mi tío bajaba del púlpito
para señalar los detalles trabajados por el tiempo representaba la puerta del
cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era
remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una
túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a
una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al
encontrárselo delante.
68
pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto
que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los
perversos...
En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío
cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de
trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había
bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar
la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los
materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre
el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se
apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas
encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran
espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca
habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y
apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo
encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la
garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra
que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la
pared, se escurría por la ventana rota.
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profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel.
—Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez.
—Poco más o menos. En todo caso, latín.
—¿Y después? —pregunté.
—No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se
fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde,
entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad
de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de
latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba
encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar.
70
Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a
instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los
vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.
Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos
primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y
robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación
necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo
anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que
me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y
mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este
lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no
poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos,
por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una
ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado
tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a
Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de
aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que
ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir
sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin
aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me
comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte,
con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no
había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado
marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi
independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría
nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de
Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y
se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las
gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que
forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios
ojos.
La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi
71
tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a
Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir
con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición.
La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por
carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me
instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven
a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos
marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn,
y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones
principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el
deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se
vive en ellas.
72
años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se
disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Había
palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me
entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una
buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar
en Polearn y su hechizo me envolvía.
Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió
a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la
porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido
para refinarla.
—Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya
debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta
porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu
tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si
continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo
exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer.
—Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester?
—Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie
podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en
Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si
debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito
explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible
criatura apostada en la puerta del cementerio.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí.
—Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo
escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó
73
aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de
tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel
reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía,
seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario
que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un
hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella
criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas
encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel
panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia
e intentó destruirlo.
Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana
siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido
en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió
inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no
lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano,
continuó allí sentado bebiendo su whisky.
—¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y
también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!
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Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila:
—Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por
encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque
habían desaparecido todas las pruebas.
—Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto...
Ella sonrió.
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—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al
menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de
quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros
y misteriosos.
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los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el
presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos
dos espacios de tiempo se ajustaban como gomitas de mercurio que se reúnen
para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos.
Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de
la casa de la cantera aún iluminadas.
Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables,
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y sin duda pertenecía a esos aquel «Negotium perambulans in tenebris» que,
aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado
únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos...
Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho
tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban.
¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos? No tardé
mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en
la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de
mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las
cejas y me miró fijamente.
—Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me
preguntó—.¿No sabes quién soy?
—Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías
hacerme dibujos.
—Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado.
Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha.
No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay,
Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y
también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y
debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo,
si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen
retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven
en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de
este tipo de asuntos.
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—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me
pasaría por allí, si no te importa.
Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel
de la chimenea y, riéndose dijo:
—Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los
propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres
beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me
acicalo un poco.
Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que
se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan
inexplicablemente malévolas. Había estudios exquisitos de árboles, pero te
dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo
del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar
de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un
chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser
maligno recién salido del mar. Había sobre todo pinturas del jardín rebosante
de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los
arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti...
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mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento
captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la
naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en
común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo
del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo
el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.
Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel
maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días
y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera,
siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a
cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de
conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba
la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.
—Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos
será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.
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mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien
abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era
incapaz de trasladar la llama a la mecha de las
luces.
Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente
que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...
Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había
apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos
impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque
allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se
me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.
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Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber,
hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera
que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando
y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía
unos puntiagudos huesos.
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“Por un Alma” …
“Los hombres de ciencia sospechan algo sobre este mundo, pero lo ignoran casi todo. Los
sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen.”
H. P. Lovecraft
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cartesiano: solo era cierto aquello que podía reconocer con la mayor y absoluta
racionalidad.
-Mi querido amigo Thomas… ¡ya estamos viejos! -dijo mientras paladeaba
el incitante vaso de alcohol y contemplaba con ojos cansados las alicaídas hojas
de los castaños. -Quería verte. ¡Tenía que verte!
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- ¡Viejo carcamal! ¡Tan solo tenías que llamarme! Francamente, creí que
habías decidido prescindir de mi amistad.
- ¡Sí! ¡Sí! Doris está bien…Sigue siendo la chica más guapa del baile y
recuerda que… ¡me eligió a mí!
- ¡Cómo olvidarlo!
- ¡En fin! Quería verte con el propósito de anunciarte algo que es importante
para mí, y para Doris. -La mueca de una débil sonrisa desapareció de repente
de su cara.
- ¡No! ¡No! Me marcho, pero algo más lejos…Me estoy muriendo, Thomas.
>>Alexander me refirió que hacía apenas tres meses que lo sabía. Aquellos
dolores de cabeza que heredó de su madre y que se acentuaron tras sufrir la
experiencia de vivir en primera línea de combate la detonación incesante de las
bombas, los gritos desgarradores de los niños perdidos entre los escombros de
las casas, el olor ácido de la sangre magenta esparcida por entre charcos de orín
y miedo, el chirrido espeso de las sirenas anunciando un nuevo envite de los
alemanes… Todo aquello produjo un daño irreparable en su cerebro. El tumor
se encontraba alojado en los lóbulos parietales. La pérdida de movilidad y la
dificultad para reconocer a sus propios nietos, lo pusieron sobre aviso.
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>>Sin embargo, en lugar de encontrar a mi amigo destrozado y sin apenas
consuelo, me topé de bruces con un hombre especialmente sereno y frío. Se
enfrentaba a la muerte cara a cara. No tenía miedo. Su Fe era férrea,
indestructible. Había encontrado en la religión, el bote salvavidas que todo
náufrago necesita en mitad de una tormenta terrible. La creencia en otra vida
más allá de la existencia terrena, era el axioma al que fuertemente se agarraba.
>> ¿Qué clase de persona soy? ¿En qué me he convertido? ¡Yo!, tengo la
obligación de sobreponerme al dolor y al pesar que siento. ¡Yo!, tengo el deber
de insuflar esperanza y ánimo en el amigo que se marcha. ¡Yo! ¡No él a mí! Soy
un ser sin rumbo. Una criatura sin alma, atado a la cadena de un racionalismo
pragmático…
-Querido Thomas, no debes estar así por mí-, sus palabras disiparon el
letargo acuoso en el que me encontraba sumergido. -Yo voy a estar bien. ¡Lo sé!
No necesito ninguna clase de consuelo. Además, tu coherencia y carácter
incrédulo no me serviría de apoyo en este trance. Sólo quiero que cuides de
Doris. Ella es quien lo va a necesitar.
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-Prométeme que en el transcurso de lo que voy a referirte, ni una sola vez
interrumpirás mi narración para interferir en ella con tu metodología racional.
>>Traté de mirar más allá, pero, me topé de bruces con unos ojos suplicantes.
>>Pero no. ¡Estaba allí! Ese algo o ese alguien ¡estaba allí!, y me
contemplaba. Aquellos ojos fijos, igual que dos faros amarillentos en mitad de
una oscuridad densa y despoblada, parecían rellenar de vida la soledad y la
angustia ácida que embargaban a mi pobre alma… ¡Olvidé mi muerte! ¡Desterré
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mis miedos!, y comencé a sentir el corazón bombeando mi sangre nuevamente
caliente.
>> Sin embargo, el relato que acababa de narrarme con tanta intensidad,
no había servido más que para confirmarme el estado de alta gravedad en el que
su enfermedad se hallaba. Probablemente, el tumor había comenzado a
despedazar sus conexiones neuronales, e intensificar la presión intracraneal
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hasta el punto de generar graves alucinaciones que él experimentaría como
hechos reales. ¡Pobre amigo!... Y ¡pobre Doris!
- ¿Dígame?
- ¡Oh, Thomas!...
-¡¡ ¿Doris?!!...
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>>Intuyo que todo responde a un patrón, a un truculento canon, a una rutina
demoniaca: las 03:30 h. de la madrugada, y el mensajero de la muerte se hace
presente, helando tus huesos… ¡llegando incluso hasta los tuétanos!
>> ¡Lo veo en todas partes!: escondido por entre los rincones húmedos de la
casa; acechando encubierto en los arbustos de los jardines; camuflado como un
mortal viandante… pero, ¡a mí no me engaña! ¡Es Él! ¡Lo sé!, y sé que me
contempla con esos ocelos impíos, turbadores…, llenos de oscuridad ocre y de
nauseabunda miseria.
>>Mi querido amigo Alexander, murió creyendo que el ser que cada noche
lo visitaba y lo contemplaba en el más absoluto de los silencios, era un ser de
Dios; una llama divina que lo acomodaría sobre sus alas y se mostraría piadoso
mientras esculpía su nombre en el Libro de los Muertos. ¡Qué equivocado
estaba! ¡No existe divinidad en eso!... ¡No es más que una cadavérica sombra
arcana, una pesadilla horrenda!…
Thomas H. Ludowich.
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Documento manuscrito extraído de la carpeta F-u2820 hallada en el escritorio del ingeniero
Ludowich H. Thomas, fallecido en su domicilio el 20 de Marzo de 1.989, por causas que aún se
desconocen.
Sirva lo expuesto como prueba pericial en la derogación de las últimas voluntades del testamento
del señor Ludowich H. Thomas modificado con carácter ológrafo en fecha del 13 de Marzo del
corriente, al considerarse que éste no se hallaba en pleno poder de sus facultades mentales.
Sus herederos legítimos: el Sr. Ludowich Clarke, Alba y la Srta. Ludowich Clarke, Mary Jane,
impugnan el testamento de su padre, al concederles sólo la parte correspondiente de la legítima.
Empero, otorgando el resto de sus ahorros, casas y propiedades en manos de asociaciones
benéficas y de caridad.
El proceso es admitido a trámite.
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Compendium
Maleficarum
El Compendium Maleficarum es uno de los
tratados demonológicos más interesantes,
no tanto por su faceta enciclopédica, sino por
sus descripciones sobre el culto a los
demonios y espíritus en general.
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Ambrosianos, una de las más herméticas
de su época.
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entre hombres y demonios, súcubos, íncubos y vampiros.
Por el otro lado tenemos al Compendium Maleficarum como libro: una obra
monolítica, impresionante por su erudición, incluso en cuestiones ridículas,
pero que necesariamente debieron provenir de un hombre sumamente
ilustrado. En sus páginas hay referencias a más de doscientas obras y autores,
muchas de las cuales son verdaderas rarezas bibliográficas.
Como dato a favor de Guazzo, diremos que gran parte del Compendium
Maleficarum se dedica a la descripción del comportamiento de las brujas, de
su técnica y práctica; pero nunca utiliza ejemplos de los juicios que el propio
Guazzo había encabezado.
Compendium Maleficarum.
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Nota de la Directora
Queridas “Hordas del Horror”, como diría mi amigo Antonio Reverte (TyNM):
nuevamente aquí con todos vosotros, en este nuevo y espectacular nº 3 de la
revista Círculo de Lovecraft.
Lovecraft se presenta con Oceanus y con la reseña que hace Mayorga sobre
Lovecraft y Culbard en El extraño caso de Charles Dexter Ward.
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Mención especial haremos del relato de uno de nuestros editores, Israel Santiago
que nos trae un relato corto, pero cargado de filosofía existencialista… Como
veis, ¡mucho, muy bueno y muy variado!
Queridos amigos: ¡leed!; ¡leed y disfrutad!, pues el arte es el único legado que
se perpetua en el tiempo; autores perennes y otros nuevos, que se abren al
mundo del terror cargados de una emoción sincera, para darnos y provocarnos:
horror, miedo…, pero siempre, siempre, ganas de pensar y descubrir el mundo
siguiendo nuestras reglas, sin cortapisas…, tratando de andar nuestro propio
camino.
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