1898 Herbert Marcuse

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HERBERT MARCUSE (1898) Alemania

He analizado en este libro algunas tendencias del capitalismo americano que conducen a una
«sociedad cerrada», cerrada porque disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia,
privada o pública. La sociedad cerrada sobre el interior se abre hacia el exterior mediante la expansión
económica, política y militar. Es más o menos una cuestión semántica saber si esta expansión es del
«imperialismo» o no. También allí es la totalidad quien está en movimiento: en esta totalidad apenas
es posible ya la distinción conceptual entre los negocios y la política, el beneficio y el prestigio, las
necesidades y la publicidad. Se exporta un «modo de vida» o éste se exporta a sí mismo en la
dinámica de la totalidad. Con el capital, los ordenadores y el saber-vivir, llegan los restantes «valores»:
relaciones libidinosas con la mercancía, con los artefactos motorizados agresivos, con la estética falsa
del supermercado. Nos sometemos a la producción pacífica de los medios de destrucción, al
perfeccionamiento del despilfarro, al hecho de estar educados para una defensa que deforma a los
defensores y aquello que defienden. Si intentamos relacionar las causas del peligro con la manera en
que la sociedad está organizada y organiza a sus miembros, nos vemos obligados a enfrentarnos
inmediatamente con el hecho de que la sociedad industrial avanzada es cada vez más rica, grande y
mejor conforme perpetúa el peligro. La estructura de defensa hace la vida más fácil para un mayor
número de gente y extiende el dominio del hombre sobre la naturaleza. Bajo estas circunstancias,
nuestros medios de comunicación de masas tienen pocas dificultades para vender los intereses
particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles. Las necesidades políticas de la
sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individuales, su satisfacción promueve los
negocios y el bienestar general, y la totalidad parece tener el aspecto mismo de la Razón. Y sin
embargo, esta sociedad es irracional como totalidad. Su productividad destruye el libre desarrollo de
las necesidades y facultades humanas, su paz se mantiene mediante la constante amenaza de guerra,
su crecimiento depende de la represión de las verdaderas posibilidades de pacificar la lucha por la
existencia en el campo individual, nacional e internacional. La unión de una creciente productividad y
una creciente destructividad; la inminente amenaza de aniquilación; la capitulación del pensamiento, la
esperanza y el temor a las decisiones de los poderes existentes; la preservación de la miseria frente a
una riqueza sin precedentes constituyen la más imparcial acusación: incluso si estos elementos no son
la raison d'être de esta sociedad sino sólo sus consecuencias; su pomposa racionalidad, que propaga
la eficacia y el crecimiento, es en sí misma irracional. El hecho de que la gran mayoría de la población
acepte, y sea obligada a aceptar, esta sociedad, no la hace menos irracional y menos reprobable.
El hombre unidimensional oscilará continuamente entre dos hipótesis contradictorias: 1) que la
sociedad industrial avanzada es capaz de contener la posibilidad de un cambio cualitativo para el
futuro previsible; 2) que existen fuerzas y tendencias que pueden romper esta contención y hacer
estallar la sociedad. Yo no creo que pueda darse una respuesta clara. Las dos tendencias están ahí,
una al lado de otra, e incluso una en la otra. En la sociedad de la abundancia, el capitalismo se mueve
en terreno propio. Las dos fuentes principales de su dinámica -el aumento en la producción de
mercancías y la explotación productiva- se unen e impregnan todas las dimensiones de la existencia
pública y privada. Esta sociedad es obscena en cuanto produce y expone indecentemente una
sofocante abundancia de bienes mientras priva a sus víctimas en el extranjero de las necesidades de
la vida; obscena al hartarse a sí misma y a sus basureros mientras envenena y quema las escasas
materias alimenticias en los escenarios de su agresión; obscena en las palabras y sonrisas de sus
políticos y sus bufones; en sus oraciones, en su ignorancia, y en la sabiduría de sus intelectuales a
sueldo. La llamada economía del consumo y la política del capitalismo empresarial han creado una
segunda naturaleza en el hombre que lo condena libidinal y agresivamente a la forma de una
mercancía. La necesidad de poseer, consumir, manipular y renovar constantemente la abundancia de
adminículos, aparatos, instrumentos, máquinas, ofrecidos e impuestos a la gente; la necesidad de usar
estos ‘bienes de consumo incluso a riesgo de la propia destrucción, ha convertido en una necesidad
“biológica” en el sentido antes dicho.  El capitalismo organizado ha sublimado y deparado un uso
socialmente productivo a la frustración y la agresividad primarias, en una escala sin precedente; sin
precedente no en términos cuantitativos de violencia, sino más bien en el sentido de su capacidad de
producir apaciguamiento y satisfacción de largo alcance; de reproducir la “servidumbre voluntaria”. 
El nuevo objeto del arte no se ha “dado” todavía, pero su objeto consabido ha venido a ser imposible,
falso. Las revoluciones y las revoluciones derrotadas y traicionadas que ocurrieron al despertar de la
guerra denunciaban una realidad que había hecho del arte una ilusión, y en la medida en que el arte
ha sido una ilusión, el nuevo arte se proclama a sí mismo como antiarte. Es más, el arte ilusorio
incorporaba ingenuamente las ideas establecidas de posesión en sus formas de representación: no
ponía en duda el carácter de objeto del mundo sometido al hombre. Desde entonces, la erupción del
antiarte en el arte se ha manifestado en muchas formas familiares: destrucción de la sintaxis,
fragmentación de las palabras y frases, uso explosivo del lenguaje ordinario, composiciones sin
partitura, sonatas para cualquier cosa.

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