Guía de Trabajos Prácticos-FACE. 2012
Guía de Trabajos Prácticos-FACE. 2012
Guía de Trabajos Prácticos-FACE. 2012
UNIDAD 1
TRABAJO PRÁCTICO N° 1
La filosofía
1. “Hay una ciencia que estudia el ente en cuanto ente y las determinaciones que
por sí le pertenecen. Esa ciencia no se identifica con ninguna de las llamadas ciencias
particulares, pues ninguna de éstas considera en su totalidad al ente en cuanto ente,
sino que, después de haber deslindado alguna porción de él, estudia lo que le pertenece
accidentalmente por sí a esa cosa, tal como ocurre con las ciencias matemáticas. Mas,
puesto que buscamos los principios y las causas supremas, es evidente que han de ser
causas de alguna naturaleza en virtud de su propio carácter. Si los que investigaron los
elementos de los seres buscaron esos primeros principios, los elementos que buscaban
tenían que ser necesariamente elementos del ente, no accidentalmente sino en cuanto
tal. De ahí que también debemos aprehender las primeras causas del ente en cuanto
ente.” Aristóteles
2. “A esta reflexión sobre sí, de la que venimos hablando, propende sobre todo el
hombre que se siente solitario y él es también el más capacitado para ejercerla, el
hombre, por tanto, que, por su carácter o por su destino, o por ambas cosas vez, se
halla a solas y con su problematismo, y que en esta soledad que le queda logra topar
consigo mismo y descubrir en su propio yo al hombre y en sus propios problemas los del
hombre. [...]
En el hielo de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente como
problema, se hace cuestión de sí mismo, y como la cuestión se dirige y hace entrar en
juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar experiencia de sí mismo.”
Martín Buber
3. “Obra de modo que tu máxima pueda valer siempre al mismo tiempo como
principio de una legislación universal.” Immanuel Kant
5. “El principal fin que mueve a los hombres a unirse en comunidades económicas y
a someterse a un gobierno es la conservación de su propiedad individual." John Locke
6. "Ahora bien, como no se da nada ante el espíritu que no sean las percepciones, y
como todas las ideas se derivan de algo que existía ya con anterioridad para la mente,
se sigue de ello que nos es imposible concebir o formarnos una idea de nada
específicamente diferente de las ideas y las impresiones. Fijemos nuestra atención tan
fuera de nosotros mismos como nos sea posible, hagamos volar nuestra imaginación
hacia el cielo o a los confines del universo; nunca daremos un paso fuera de nosotros, ni
podremos concebir otra clase de existencia que las percepciones que se nos han
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aparecido en tan estrechos límites. Éste es el universo de la imaginación y no podemos
tener otras ideas que las que en él se producen." David Hume
7. “El mundo real está sujeto a cambio constante. Hasta las leyes fundamentales de
la física pueden variar ligeramente de un siglo a otro, por todo lo que sabemos. Una
constante física a la que asignamos un valor fijo puede estar sujeta a vastos cambios
cíclicos que aún no hemos observado. Pero tales cambios, por profundos que sean,
nunca destruirían la verdad de una sola ley lógica o aritmética. Suena muy solemne,
quizás hasta reconfortante, decir que en este punto, al menos, hemos hallado la certeza.
Es verdad que hemos logrado la certeza, pero hemos pagado por ella un precio muy
alto. El precio es que los enunciados de la lógica y la matemática no nos dicen nada
acerca del mundo. Podemos estar seguros de que tres más uno son cuatro; pero, como
esto es válido en todo mundo posible, no nos dice nada acerca del mundo que
habitamos.” Rudolf Carnap
TRABAJO PRÁCTICO N° 2
Filosofía y ética
Lea los siguientes fragmentos y diga a qué tipo de Éticas corresponden según la
clasificación vista en clase (formal, material, eudaimonista, de las virtudes,
deontológica).
1. “...es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda
posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el
bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no
está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que
no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde
solamente hay hombres.” Sartre, El existencialismo es un humanismo
2. “Una acción realizada por deber tiene que excluir completamente, por tanto, el
influjo de la inclinación, y con éste, todo objeto de la voluntad. No queda, pues,
otra cosa que pueda determinar la voluntad más que, objetivamente, la ley, y
subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima de
obedecer siempre a esa ley, incluso con perjuicio de todas mis inclinaciones.”
Kant, La fundamentación de la metafísica de las costumbres
4. “Pues quien opina que algo es por naturaleza bueno o malo se turba por todo, y
cuando le falta lo que parece que es bueno, cree estar atormentado por cosas
malas por naturaleza y corre tras lo —según él piense— bueno y, habiéndolo
conseguido, cae en más preocupaciones al estar excitado fuera de toda razón y
sin medida y, temiendo el cambio, hace cualquier cosa para no perder lo que a él
le parece bueno. Por el contrario, el que no se define sobre lo bueno o malo por
naturaleza no evita ni persigue nada con exasperación, por lo cual mantiene la
serenidad de espíritu.” Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos
5. "Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así
también haced vosotros con ellos". Evangelio según San Mateo (Mt. 7, 12.
Sermón de la montaña).
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6. “...yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima
se convierta en ley universal.” Kant, La fundamentación de la metafísica de las
costumbres
7. “Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los
demás por él, y no elegimos todo por otra cosa –pues así se seguiría hasta el
infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano–, es evidente que ese fin será
lo bueno y lo mejor.” Aristóteles, Ética nicomaquea
UNIDAD 2
TRABAJO PRÁCTICO N° 3
Los presocráticos: el cosmos
PROEMIO
De Parménides
Las yeguas, que me conducen tan lejos como mi ánimo alcance, me llevaban a toda prisa,
cuando me trajeron y situaron sobre la muy afamada vía de la diosa, que guía al hombre
de conocimientos por sobre todas las ciudades. Por este camino he sido conducido.
Ya que por él las sabias yeguas me llevaban, tirando velozmente del carro, mientras las
doncellas mostraban el camino. Y el eje brillante, en sus bujes, hacía cantar los cubos,
presionando, a cada lado, por los discos giratorios, mientras las hijas del sol, tras
abandonar la morada de la Noche, se apresuraban a conducirme hacia la luz, echándose
hacia atrás los velos de la cabeza con sus manos.
Allí se encuentran las puertas de los caminos de la Noche y del Día, colocadas entre un
dintel y un umbral de piedra. Las mismas, en lo alto del cielo, están cerradas por grandes
hojas, cuyas llaves de doble uso guarda Diké, [la justicia]. Las doncellas, hablándole con
suaves palabras, la convencieron hábilmente, para que, sin tardanza, retirara de las
puertas la barra reforzada. Las puertas se abrieron y dejaron al descubierto entre sus hojas
el amplio espacio, haciendo girar alternativamente en sus cubos los ejes recubiertos de
bronce, provistos de clavos y remaches. Rectamente, a través de ellas, las doncellas
condujeron el carro y los caballos por el ancho camino.
Y la diosa me recibió con benevolencia, tomó mi mano derecha entre las suyas y se
dirigió a mí con estas palabras: “Joven, que vienes a mi morada acompañado por
inmortales aurigas, con las yeguas que te traen, te doy la bienvenida. No es ningún hado
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funesto el que te ha impulsado a viajar por este camino -tan apartado, en verdad, del
sendero de los hombres-, sino Themis [el derecho] y Diké [la justicia]. Te es conveniente
conocer todas las cosas, tanto el corazón imperturbable de la verdad perfectamente
redonda, como las opiniones de los mortales, en las que no hay fe verdadera. Pero deberás
aprender también estas cosas, es decir, lo que parece que tuviera que existir con
seguridad, que, realmente, es todo.”
Pues bien, ahora yo te diré (y recuerda tú mi palabra cuando la hayas escuchado) cuáles
son las únicas vías de investigación en las que puede pensarse. La primera, que el ser es y
que es imposible que no sea, es el camino de la Persuasión (ya que sigue a la Verdad). La
otra, que el ser no es y que necesariamente tiene que no ser, ésta, te lo aseguro, es una vía
completamente impracticable, ya que nadie puede conocer lo que no es -ello es
imposible- ni expresarlo. Pues lo mismo es lo que puede pensarse y lo que puede ser.
LA VÍA DE LA VERDAD
Aquello sobre lo que se puede hablar y pensar tiene que ser, ya que le es posible ser, pero
es imposible que la nada sea. Te ordeno que consideres esto, ya que ésta es la primera vía
falsa de investigación de la que te aparto.
Pero también te aparto de aquella por la que los mortales que nada saben deambulan
bicéfalos; ya que la incapacidad que anida en sus propios pechos guía sus mentes
vacilantes. Son arrastrados, como sordos y ciegos, estupefactos, gentes sin juicio, que
creen que ser y no ser son lo mismo y no lo mismo, y que el camino de todas las cosas
vuelve hacia atrás sobre sí mismo. Nunca, pues, prevalecerá que las cosas que no son
sean, pero tú aparta tu pensamiento de esta vía de investigación, y no permitas que el
hábito que se origina de la mucha práctica te fuerce a marchas por esta vía, excitando un
ojo desatento y un oído y una lengua ruidosos, sino juzga mediante la razón la muy
debatida argumentación propuesta por mí.
Sólo una vía queda de que hablar, a saber, que “Es”. En esta vía hay signos abundantes de
que lo que es, puesto que existe, es inengendrado e imperecedero, total. Único, inmóvil e
inmutable y sin fin. No fue en el pasado, ni deberá ser aún, puesto que ahora es, todo a la
vez, uno y continuo. Pues, ¿qué origen le buscarías? ¿Cómo y de dónde habría nacido?
No te permitiré decir, ni pensar “de lo que no es”, ya que no puede decirse ni pensarse
que “no es”. ¿Y qué necesidad le habría impulsado a nacer antes o después, proviniendo
de la nada? Así, tiene que o bien ser plenamente, o no ser en modo alguno.
No es divisible, puesto que es todo por igual. No existe más plenamente en una dirección,
lo que impediría su cohesión, ni más débilmente en otra, sino que todo está lleno de lo
que es. Por tanto, es un todo continuo, pues lo que es está en contacto con lo que es.
Pero mira a las cosas que, aunque distantes, están firmemente presentes en la mente; ya
que lo que es no deberás separarlo por ti mismo del contacto con lo que es, ni
dispersándolo, en su orden, en cualquier dirección o forma, ni reuniéndolo.
Es inmóvil y no excede en absoluto los límites porque el llegar a ser y el perecer han sido
apartados muy lejos y la fe verdadera los ha rechazado. Permaneciendo lo mismo en el
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mismo lugar, yace sobre sí mismo y, así, permanece firme donde está; ya que la poderosa
Ananké [Necesidad] lo tiene en las envolventes cadenas que lo rodean por todas partes,
porque no le es lícito a lo que es poder se incompleto; ya que no se encuentra en situación
de carencia; pero no siendo, carecería de todo.
Lo que puede pensarse y el pensamiento de que “es” son lo mismo; ya que, sin lo que es,
en cuya relación se expresa, no hallarás pensamiento. Nada existe ni puede existir aparte
de lo que es, puesto que Ananké [Necesidad] lo ha encadenado, de modo que permanezca
total e inmóvil. Por tanto, todas las cosas son nombres que los mortales han impuesto
creyendo que son verdaderas: llegar a ser y perecer, ser y no ser, cambio de lugar y
alteración del color resplandeciente.
Pero, puesto que hay un límite último, es completo por todas partes, como la masa de una
esfera bien redonda, parejo desde el centro en todas direcciones; ya que no puede ser en
modo alguno ni mayor ni menor en una dirección que en otra; ya que ni existe lo que no
es, que le puede impedir alcanzar su homogeneidad, ni es posible que lo que es pueda ser
aquí más, y allí menos, puesto que es totalmente inviolable, y ya que, igual a sí mismo
por todas partes, encuentra sus límites de un modo uniforme.
Fragmentos de Heráclito
“Aunque este Logos sea eterno, no lo comprenden los hombres ni antes de haber
sabido de él ni cuando se enteran por primera vez. Y aunque el universo se
desenvuelve según este Logos, los hombres parecen no tener experiencia alguna
[de él] cuando se ejercitan en palabras y hechos semejantes a aquéllos cuya
naturaleza contraria yo separo y explico aquí. Los demás hombres no se dan
cuenta de lo que hacen despiertos, así como olvidan lo que hacen cuando
duermen. Por lo cual es necesario seguir a lo común; pero aunque la razón es
común, la mayoría viven como si tuvieran una inteligencia particular.”
“Los contrarios concuerdan, la discordancia crea la más bella armonía, [que todo
se produce por la discordia].”
“No se puede bañar dos veces en el mismo río porque las aguas nuevas siempre
están fluyendo encima de ti.”
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“Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha
hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto fuego siempre vivo,
encendiéndose con medida y con medida apagándose.”
“La guerra es la madre de todo, la reina de todo, y a los unos los ha revelado
dioses, a los otros hombres; a los unos los ha hecho esclavos, a los otros libres.”
TRABAJO PRÁCTICO N° 4
Los sofistas: la argumentación y el relativismo moral
Elogio de Helena
Gorgias. Fragmentos y testimonios. Buenos Aires: Aguilar, 1974
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comete un acto bárbaro, merece ser castigado con la ley, con la palabra y con la
acción; con la ley, mediante la pérdida de sus derechos civiles; con la palabra,
mediante una acusación; con la acción, mediante una sanción penal. Pero, la
que fue violentada, privada de su patria y alejada de sus amigos, cómo
lógicamente no sería compadecida antes que difamada? El uno comete un
delito, la otra lo padece. Por tanto, lo justo es compadecer a ésta y reprobar a
aquél.
(8) Si fue convencida y engañada en su espíritu por la palabra, no es difícil en
este caso defenderla y liberarla de toda acusación.
La palabra es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo y muy invisible
cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. En efecto, puede eliminar el
temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión. Voy a
demostrar que esto es así,
(9) pues es preciso ponerlo de manifiesto ante la opinión de los que me
escuchan.
(10) Las sugestiones inspiradas mediante la palabra producen el placer y
apartan el dolor. La fuerza de la sugestión adueñándose de la opinión, del alma,
la domina, la convence y la transforma como por una fascinación. Dos artes de
fascinación y de encantamiento han sido creadas, las cuales sirven de extravío
al alma y de engaño a la opinión.
Y, por tanto, (12) qué causa pudo impedir que también y de un modo análogo la
sugestión dominase a Helena, aun no siendo la primera vez con el mismo
resultado que si hubiera sido raptada violentamente? Pues la fuerza de la
persuasión, de la que nació el proyecto de Helena, es imposible de resistir y por
ello no da lugar a censura, ya que tiene el mismo poder que el destino. En
efecto, la palabra que persuade el alma obliga necesariamente a esta alma, que
ha persuadido, a obedecer sus mandatos y a aprobar sus actos. Por tanto, el
que infunde una persuasión, en cuanto priva de la libertad, obra injustamente,
pero quien es persuadida, en cuanto es privada de la libertad por la palabra, sólo
por error puede ser censurada.
(13) En cuanto a que la persuasión producida por la palabra modela el alma
como quiere, hay que fijarse en primer lugar en las teorías de los fisiólogos [en el
texto con el sentido de “los filósofos presocráticos”], quienes sustituyendo una
opinión mediante la exposición de otra consiguen que lo que es increíble y
oscuro se presente como evidente a los ojos de la opinión. En segundo lugar en
las convincentes argumentaciones de los discursos judiciales, con las que un
solo discurso encanta y persuade a una gran multitud, siempre que haya sido
escrito con habilidad e independientemente de su veracidad. En tercer lugar en
las discusiones de materias filosóficas, en las que se muestra también la
labilidad de la mente en cuanto hacen mutable la confianza en una opinión.
(15) Así, pues, he demostrado que si fue convencida con la palabra, no es
culpable, sino que tuvo mala suerte.
Y paso a exponer la cuarta causa con el cuarto argumento. Si lo que originó sus
actos fue el amor no es difícil que eluda la acusación de culpabilidad en la que
se dice que ha incurrido.
Las cosas que vemos tienen la naturaleza propia de cada una de ellas, no la que
nosotros queremos. Además, mediante la percepción visual el alma es modelada
en modo de ser.
(16) Y así, cuando la vista contempla personas enemigas revestidas de
armadura guerrera con ornamentos guerreros de bronce y de hierro, ya
ofensivos ya defensivos, se aterra y aterra al alma, de manera que muchas
veces huimos llenos de pavor aunque no haya un peligro en el futuro.
Lo verdad de esta argumentación se presenta como poderosa a causa del temor
que se deriva de la percepción visual, la cual una vez que se ha producido, hace
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que se renuncie a actuar, aunque se sepa lo que es bueno según la ley y lo que
es justo según el derecho.
(19) Por tanto, si el ojo de Helena originó en su alma deseo y pasión amorosa
del cuerpo de Alejandro, qué hay en ello de asombroso? Si el amor es un dios,
¿cómo hubiera podido resistir y vencer el divino poder de los dioses quien es
más débil que ellos? Si se trata de una enfermedad humana y de un error de la
mente, no se ha de censurar como si fuera una culpa, sino se ha de considerar
como una mala suerte. Y, en efecto, ella marchó a Troya, como marchó, a causa
de las insidias que padeció en su alma, no por voluntaria decisión de su espíritu;
a causa de la inexorabilidad del amor, no por intrigas de su arte.
(20) Cómo es posible estimar justo el censurar a Helena, la cual hizo lo que hizo
enamorada o persuadida con palabras o raptada con violencia, u obligada por el
poder divino y que, por tanto, escapa por completo a toda acusación?
(21) He borrado con mi razonamiento la infamia de una mujer; he mantenido la
norma que establecí al principio de mi disertación; he intentado destruir la
injusticia de un reproche y la ignorancia de una opinión; he querido escribir este
discurso como elogio de Helena, como un producto de mi fantasía.”
TRABAJO PRÁCTICO N° 5
Sócrates: su método
3. ¿Cuáles son los defectos de las dos definiciones de valor dadas por Laques?
Al hablar Laques de la fuerza del alma, su error es creer que solo por la
misma que el considera algo bello y bueno, el valor debe representar lo
mismo. Pero porque alguien que no es bueno no podría tener valor.
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Sócrates.-Voy a intentar explicarme, en la medida en que soy capaz de ello. Sin
duda que el hombre de quien hablas tú es un hombre valeroso, el que firme en su
puesto, combate con el enemigo. (...) Pero ¿y este otro que, en lugar de
mantenerse en el puesto, se bate retrocediendo? (...) Como los escitas, por
ejemplo, que, según se dice, combaten tan bien retrocediendo como avanzando
en persecución de los otros. Homero elogia también los caballos de Eneas, “tan
rápidos en la persecución como en la huida”; y, hablando del mismo Eneas en
persona, lo alaba por esto mismo, por su habilidad en huir, y lo llama “artista en el
arte de la huida”.
(...)
Laques.-Es verdad lo que dices.
Sócrates.-Yo te decía, pues, que era culpa mía si tú me habías respondido mal,
porque mi pregunta había sido mal planteada. Quería, en efecto, preguntarte no
solamente por el valor de los hoplitas, sino también por el de los caballeros y
todos los combatientes en general; no solamente por el de los combatientes, sino
también por el de los hombres expuestos a los peligros del mar; por el valor que
se manifiesta en la enfermedad, en la pobreza, en la vida política; el valor que
resiste no solamente a los males y a los temores, sino también a las pasiones y a
los placeres, sea por medio de la lucha a pie firme, sea por medio de la huida;
pues en todas las circunstancias, Laques, hay hombres que se muestran
valerosos, ¿no es verdad?
Laques.-En el más alto grado, Sócrates.
Sócrates.-Mi cuestión tenía como objeto la naturaleza del valor y de la cobardía.
Intenta decirme ahora, primeramente acerca del valor qué es lo que hay de
idéntico en todas estas formas. ¿Comprendes qué es lo que quiero decir?
(...)
Laques.-Me parece que es una cierta fuerza del alma, si consideramos su
naturaleza general.
Sócrates.-Hemos de hacerlo así, Laques, si queremos dar respuesta a nuestra
cuestión. Sin embargo, tengo mis dudas sobre que toda fuerza del alma sea
valerosa y te parezca así, y he aquí lo que motiva mis dudas: estoy seguro de
que clasificas el valor entre las cosas que son muy bellas. (...) Pero ¿no es la
fuerza acompañada de inteligencia la que es bella y buena?
Laques.-Ciertamente
Sócrates.-Y si va unida a la locura, ¿no es entonces mala y nociva?
Laques.-Sí.
Sócrates.-¿Puedes tú llamar bella una cosa que es nociva y mala?
Laques.-No es en absoluto justo, Sócrates.
Sócrates.-No llamarás, por tanto, valor a esta fuerza del alma, ya que ella es fea y
el valor es algo bello.
Laques.-Dices verdad.
Sócrates.-¿Y sería la fuerza de alma inteligente, según tú, la que sería valor?
Laques.-Así parece.
Sócrates.-Veamos, pues, en qué ha de ser inteligente. ¿Ha de serlo respecto de
todo, sea esto algo grande o algo pequeño? Por ejemplo, si un hombre tolera
hacer un gasto inteligente previendo una ganancia superior, ¿Dirás tú que es
valeroso?
Laques.-¡Ciertamente no, por Zeus!
(...)
Sócrates.-En la guerra, un hombre resiste y se dispone a combatir, porque ha
hecho un cálculo inteligente, sabiendo que otros van a venir en su ayuda, que el
enemigo es menos numeroso y más débil que su propia parte y que tiene,
además, la ventaja de la posición. Este hombre cuya fortaleza de alma se apoya
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en tanta inteligencia y tantos preparativos, ¿es más valeroso según tú, que aquel
que, en las filas opuestas, sostiene enérgicamente su ataque?
Laques.-Es este último, Sócrates, el que es valeroso.
Sócrates.-Sin embargo, la energía de este es menos inteligente que la del otro.
Laques.-Dices verdad.
(...)
Sócrates.-¿No hemos dicho antes que la fuerza y la energías desprovistas de
inteligencia eran feas y nocivas?
Laques.-Sí.
Sócrates.-Y hemos reconocido que el valor era una cosa bella.
Laques.-Sí, de común acuerdo.
Sócrates.-Pues bien: he aquí que ahora, completamente al contrario, llamamos
valor a esta cosa fea, a esta fuerza del alma que carece de razón.
Laques.-Es verdad.
Sócrates.-¿Crees, pues, tú que hemos razonado bien?
Laques.-De ninguna manera, Sócrates, ¡Por Zeus!
(…)
Sócrates y Atenas
Imaginemos que estamos a fines del siglo V antes de Cristo y que caminamos por
las calles de Atenas. Es una gran ciudad para la época (probablemente unos cien mil
habitantes) y eso se nota a cada paso: el mercado desborda de gente, numerosos
ciudadanos entran y salen de los edificios públicos, el camino hacia el puerto hormiguea
de comerciantes, de carretas cargadas de mercancía y de esclavos que transportan
fardos. Si levantamos los ojos hacia la acrópolis vemos el Partenón, terminado de
construir pocos años antes y (contra lo que muchos creen) pintado de colores
estridentes. Es el imponente testimonio de un pasado glorioso pero definitivamente
clausurado, ya que Atenas acaba de perder su puesto de primera potencia mundial.
La ciudad viene de ser derrotada en una guerra, ha sido golpeada por dos
epidemias de peste y ha sufrido una tiranía breve pero terrible que mató o envió al
exilio a miles de ciudadanos. Todos esos golpes fueron duros y dejaron su marca.
Pero los atenienses han sabido sobreponerse a la desgracia y poco a poco parecen
retornar los viejos buenos tiempos: la democracia es sólida, los negocios recuperan
su ritmo, la paz social parece asegurada.
De pronto, en una esquina, un pequeño grupo de hombres forma un
semicírculo en torno a un personaje estrafalario. El que habla es bajo de estatura,
tiene un vientre movedizo y una nariz chata que estalla entre dos ojos demasiado
separados. Va descalzo, tiene los pies sucios y la túnica en mal estado. En una
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palabra, es todo lo contrario de esos griegos apolíneos que nos muestran las
estatuas.
Ese hombre gesticula, mueve los brazos, señala impertinentemente con el
dedo. Sus interlocutores pasan de la risa a la confusión, del interés a la furia, pero
en ningún momento dejan de escucharlo. La mayoría de ellos son jóvenes bien
vestidos y de físicos cuidados. Cualquier ateniense los reconocería como hijos de
ciudadanos ricos. Y cualquier ateniense diría ante ese cuadro: "Ahí está Sócrates
insistiendo con sus molestas preguntas".
Sócrates era uno de los personajes más populares de Atenas, la ciudad que
lo vio nacer, en la que creció y enseñó, la que lo juzgó y terminó por obligarlo a
envenenarse. Allí había nacido en el 469 antes de Cristo, hijo de Sofronisco, un
tallador de piedra, y de una conocida partera llamada Fenaretes. Ambos eran
gente sencilla, trabajadora, sin grandes propiedades ni rentas. Pero los dos eran
atenienses de pura cepa, de modo que los varones de esa familia pertenecían a la
minoría de ciudadanos con plenos derechos políticos: podían hablar en la
asamblea, votar y ocupar rotativamente alguno de los numerosos cargos públicos.
Sócrates se había casado con Jantipa, una mujer también ateniense que era
famosa por su mal carácter. El matrimonio había tenido tres hijos y no se
diferenciaba en nada de cualquier familia de atenienses pobres.
La relación entre Sócrates y Atenas se extendió durante largas décadas, de
manera que ambos tuvieron tiempo para formarse una opinión acerca del otro.
Sócrates había nacido en esa ciudad y nunca se había alejado de ella. No era
amigo de hacer grandes viajes ni parecía tener necesidad de recorrer el mundo.
Después de todo, lo que a él le interesaba no eran los paisajes sino los hombres, y
todos los personajes interesantes de aquella época terminaban por confluir en
Atenas. Su vida no era la de un pensador solitario y aislado, como habían sido
Tales o Heráclito, ni la de un aristócrata alejado del pueblo, como sería más tarde
su discípulo Platón. A Sócrates se lo podía encontrar en la calle o en el mercado,
conversando con los políticos, con los comerciantes o con los artesanos. Su vida,
como la de todo buen ateniense, había estado constantemente ligada a la historia
de la ciudad. La había visto crecer y fortalecerse, había asistido regularmente a la
asamblea e incluso había cumplido un par de veces con el más serio de los
deberes del ciudadano: había luchado como soldado de infantería para defender a
Atenas de ataques exteriores. No se destacó, que sepamos, como un combatiente
particularmente brillante, pero el hecho es que allí había estado, hombro con
hombro en ese ejército formado por ciudadanos en armas.
¿Cómo es posible que un hombre semejante, que hacía parte del más típico
paisaje ateniense, haya despertado un odio suficiente en sus conciudadanos como
para terminar siendo condenado a muerte a los setenta años de edad? Contestar
esta pregunta no es tarea fácil, pero al menos podemos descartar una posible
respuesta: cualquiera sea el crimen cometido por Sócrates, lo cierto es que no fue
un agitador ni un subversivo en el sentido habitual de estos términos. Jamás desafió
a las autoridades legítimas, nunca participó en una campaña política, ni siquiera fue
un orador que se destacara en la asamblea. Su currículum de ciudadano se reduce
a un par de anécdotas que no permiten explicar su muerte, sino que más bien lo
pintan como un hombre que hubiera merecido el elogio de sus conciudadanos.
Por la primera historia sabemos que al menos una vez en su vida Sócrates
ocupó una magistratura, es decir, uno de esos cargos rotativos que duraban un año
y que se distribuían por sorteo entre los ciudadanos. Esto no tiene nada de
excepcional porque así funcionaban las cosas en Atenas: la administración de
justicia, la inspección de las pesas que se utilizaban en el mercado, el control de las
operaciones de carga y de descarga en el puerto, el cumplimiento de las liturgias en los
templos, eran funciones que se ponían en manos de ciudadanos comunes según lo
determinara la suerte. En esta rotación de responsabilidades consistía para los griegos
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la democracia directa. Así que no es nada raro que una vez le tocara a Sócrates, no
porque fuera Sócrates sino porque era ciudadano. (…)
Es que la vida y la política estaban ligadas en esa ciudad hasta un punto que
hoy nos cuesta imaginar. Los atenienses empezaban a prepararse para participar en
los asuntos públicos casi desde niños. Todavía adolescentes, los futuros ciudadanos
empezaban a ser integrados a los banquetes y a las tertulias de sus mayores. Allí
conocían a las figuras más importantes del arte y de la política, al tiempo que aprendían
a argumentar, a discutir y a persuadir a los demás. En esa misma época empezaban a
frecuentar el gimnasio, preparándose para servir como soldados. Luego se integraban a
la asamblea y a partir de los treinta años se convertían en ciudadanos plenos, con
derecho a ser electos para todos los cargos de la administración. A lo largo de ese
proceso los atenienses tomaban partido, se incorporaban a corrientes de opinión, tejían
una compleja red de amistades y de enemistades políticas, participaban en toda clase
de conflictos y no pocas veces se jugaban la vida. Por eso, casi cualquier ateniense que
llegara a los setenta años tenía mucha experiencia acumulada y muchas historias que
contar.
¿Cómo pudo ocurrir que un hombre comparativamente poco involucrado en los
vaivenes de la vida política terminara siendo ejecutado? ¿Y cómo se explica que haya
sido condenado a muerte en un momento de relativa calma, bajo un gobierno legítimo y
democrático? Porque Sócrates no fue ejecutado por la dictadura de los Treinta Tiranos
sino cinco años más tarde, cuando la democracia ya había sido restaurada. No fue
condenado por un régimen débil o acorralado, sino bajo instituciones que contaban con
un gran apoyo popular. (…)
Para encontrar una solución al problema tenemos que empezar por preguntarnos
qué hizo Sócrates de especial a lo largo de su vida. Y la respuesta inmediata es que
habló todo el tiempo sin escribir jamás una sola línea. Pero hablar estaba lejos de ser un
delito en Atenas. Al contrario, esa era una ciudad donde las cosas más importantes se
hacían hablando: se hablaba en el mercado y en los tribunales, se hablaba en la
asamblea, se hablaba sin parar en la tienda del barbero, en el teatro y en las esquinas.
Hablaban los jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres, los ciudadanos y los
extranjeros. Atenas era una ciudad soleada y meridional donde nadie pensaba que
hablar fuera una pérdida de tiempo. ¿De qué había hablado Sócrates para que lo suyo
fuera tan especial en ese contexto? Sencillamente había hablado de todo: de la virtud,
de la verdad, de la ciencia, de la justicia, de la belleza, del amor, de la libertad, de la
muerte, de la vida. Y más que hablar, había preguntado. Había tratado de saber qué
pensaban sus vecinos para ver qué podía sostenerse con razonable firmeza.
Aquí parece estar una de las claves del problema: el trabajo de Sócrates no
consistía tanto en afirmar como en poner en duda. Se había propuesto mostrar a los
atenienses que sus opiniones y sus juicios estaban basados en la costumbre y no en la
razón, de modo que eran incapaces de defender con argumentos lo que tenían por
bueno, por justo o por verdadero. Se trataba de una tarea capaz de exasperar a
cualquiera y él la llevaba a cabo con verdadera impertinencia. Su método consistía en
pedir la definición de un concepto aparentemente claro para deducir de allí una serie de
consecuencias insospechadas y contradictorias. Sócrates enredaba a su interlocutor con
sus propias palabras y lo alentaba a reformular el concepto. Pero luego volvía a hacerlo
trizas y lo dejaba todavía más perplejo. Como si todo esto fuera poco, sus palabras
estaban permanentemente adornadas con declaraciones de humildad: "Sólo sé que no
sé nada. Sólo repito el oficio de mi madre: con mis preguntas saco a luz ideas que son
de otros".
Detrás de estas declaraciones falsamente modestas había un objetivo muy poco
tranquilizador: se trataba de poner en evidencia todo lo que había de infundado o de
poco claro en las ideas que eran ampliamente aceptadas por los atenienses de su
tiempo. Pero no seamos injustos con los antiguos griegos. Ellos conocían perfectamente
la diversidad de opiniones y habían hecho un culto de la tolerancia. La prédica de
12
Sócrates podía parecerles incómoda pero no por eso lo habrían matado. No, al
menos, si esa prédica no se hubiera sumado a otros factores hasta producir una
mezcla explosiva. Y eso fue precisamente lo que pasó.
La perplejidad y la crispación
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Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales
habían conmovido la cultura tradicional diciendo que la costumbre no alcanzaba para
justificar las convicciones y que aun lo más sagrado debía encontrar un fundamento en
la razón. Los jóvenes aristócratas habían convertido ese lema en un grito de guerra y se
habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había llegado a fundar
un Club de Adoradores del Mal que se dedicaba a burlarse de los cultos ancestrales.
Una de sus actividades preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes
precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí. Una
mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los atenienses
descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían a la ciudad habían
sido mutiladas. Durante la noche, algún grupo que nunca fue identificado pero que sabía
dónde golpear había cometido un acto que hubiera sido inimaginable pocos años atrás.
"Esto es demasiado -pensaba el ateniense común; esto nos va a traer la ira de los
dioses." Y lo peor es que ese hombre sencillo tuvo la plena confirmación de sus
temores.
La segunda mitad del siglo V antes de Cristo fue uno de los períodos más
calamitosos de la historia de Atenas. En el 431 se desató la Guerra del Peloponeso, ese
largo conflicto contra Esparta que terminó en una derrota abrumadora. En un lapso de
apenas cuatro años (entre el 430 y el 426) dos epidemias de peste cayeron sobre la
ciudad y mataron a un tercio de la población. La peste se llevó entre otros al propio
Pericles, que no sólo era el jefe político y militar de la ciudad sino el símbolo viviente de
su grandeza. En el 415 los atenienses hicieron un último intento por revertir la situación
militar y reunieron todas sus fuerzas para conquistar Sicilia. Pero cuando los barcos
acababan de dejar el puerto se descubrió la mutilación de las estatuas sagradas y el
terror se apoderó de la ciudad: los supuestos culpables fueron perseguidos, expropiados
o ejecutados tras juicios sumarísimos. Entre los sospechosos figuraba Alcibíades, un
aristócrata joven y ambicioso que comandaba la flota de guerra. Alcibíades fue
convocado a Atenas para ser sometido a juicio pero, en lugar de obedecer, se escapó a
Esparta y empezó a colaborar con el enemigo. La expedición a Sicilia terminó en un
desastre y en Atenas hubo un golpe de estado. La guerra duró todavía unos años pero
en el 405 se produjo la derrota definitiva. La ciudad se rindió y fue ocupada por las
fuerzas espartanas. Sus habitantes quedaron en manos de los Treinta Tiranos.
Esta sucesión de calamidades demandaba alguna explicación y los ojos de
muchos atenienses empezaron a dirigirse hacia los nuevos intelectuales. Con su
racionalismo a ultranza y su relativismo moral, esos nuevos maestros habían traído los
peores males imaginables a la ciudad. La irreverencia y los sacrilegios de sus discípulos
habían terminado por desatar la furia de los dioses. La guerra, la peste, los golpes
oligárquicos eran la consecuencia inevitable del abandono de la vieja sabiduría.
En todo esto había un enorme malentendido, pero también un conflicto muy real.
La sabiduría convencional griega (la que transmitían los poemas de Hornero) había sido
siempre una sabiduría de los límites: la innovación política debía respetar la costumbre,
la discusión moral debía contemplar la tradición, la religión debía continuar con los usos
del pasado, el conocimiento no debía profanar lo que era patrimonio de los dioses. Ese
era el gran secreto que explicaba la estabilidad y la continuidad del estilo de vida griego:
los hombres podían innovar pero no debían actuar como si fuesen dioses. Esa falta se
designaba con una palabra, hybris, que quería decir desmesura, tentación de lo absoluto.
Los nuevos intelectuales fueron vistos como responsables de las calamidades que
sufría Atenas porque habían convertido la hybris en programa. A ojos de la sabiduría
tradicional, lo que pretendían esos hombres era ir más allá de donde era sensato llegar
si se quería mantener la paz social y la vida civilizada. El filósofo Heráclito había
despreciado la sabiduría de los ancestros y no había vacilado en tratar a Hornero de
charlatán. Y a los sofistas como Protágoras no les temblaba la voz cuando decían que
había que investigar la naturaleza sin preocuparse en saber si los dioses existen o no.
Para muchos atenienses esto implicaba rivalizar con lo divino, intentar elevarse por
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encima de los límites humanos para alcanzar un conocimiento y un dominio absolutos.
Y tal pretensión sólo podía culminar en un desastre. No había que olvidar que a
Prometeo le habían comido el hígado por desafiar a los dioses y que a Ícaro se le
habían fundido las alas por acercarse demasiado al sol. (…)
La cultura tradicional ateniense había ingresado en una profunda crisis y esto
planteaba un problema de supervivencia en tanto sociedad. Los atenienses
empezaron a defenderse como podían de ese peligro y, como casi siempre ocurre
cuando actuamos crispados, en general lo hicieron mal.
A principios de la guerra con Esparta fue incorporado a la legislación
ateniense el delito de impiedad, que podía aplicarse a todos quienes pusieran en
duda la existencia de los dioses. Por lo que sabemos, la norma fue propuesta por un
tal Diopites hacia el año 432 antes de Cristo, con el objeto de perseguir a quienes
buscaban explicaciones naturales para los fenómenos que hasta entonces habían
sido considerados divinos. Pero el hecho es que la nueva ley fue usada casi
exclusivamente para atacar al círculo de intelectuales y de artistas que rodeaba a
Pericles, que eran los representantes más visibles de la nueva mentalidad.
El primer acusado fue Anaxágoras, un filósofo que enseñaba que el Sol y los
cometas eran piedras incandescentes, que la Luna era una piedra fría de relieve
montañoso y que el trueno era el resultado de una colisión entre nubes. El acusado fue
condenado a muerte y terminó huyendo de la ciudad. El siguiente ataque se dirigió
contra el escultor Fidias, a quien los atenienses debían los frisos del Partenón y algunas
de las estatuas más famosas de Grecia. Fidias fue acusado de utilizar su arte para
divinizarse a sí mismo: aparentemente había esculpido su propio retrato en algún lugar
del Partenón. Y pese a todo su talento y a todo su prestigio, no pudo escapar a una
condena que le hizo terminar sus días en prisión. "La historia posee en su totalidad -dice
el historiador Moses Finley- la apariencia de un ataque dirigido contra los intelectuales,
en un tiempo en que una parte de ellos estaba cuestionando y con frecuencia
desafiando creencias profundamente enraizadas en los campos de la religión, la ética y
la política."
¿Y por qué no incluir a Sócrates entre estos hombres que empujaban la ciudad
hacia la desintegración? Es verdad que él no era un sofista, como lo mostraba su propia
condición de ateniense y el que se negara a cobrar por sus lecciones. Pero Sócrates
también criticaba la moral tradicional y demolía las antiguas ideas acerca de lo justo y
de lo bueno. Era además un severo crítico de la democracia, a la que acusaba de poner
en el gobierno a hombres indignos de esa tarea. Nunca se le había escuchado hablar en
favor de la tiranía ni de los golpes oligárquicos, pero si no había hecho nada en contra
de la democracia, tampoco había hecho gran cosa por ella. Más bien había mostrado
una olímpica indiferencia hacia las instituciones, hasta el punto de que jamás había
tomado la palabra en la asamblea de ciudadanos. Este hombre locuaz y entrometido,
que hablaba en todas las plazas y esquinas de Atenas, se había callado justamente allí
donde más consecuencias podía tener su voz. (…)
Aristófanes, un comediante brillante y muy popular en Atenas, fue uno de los
primeros en sacar esta conclusión. Por eso escribió una serie de comedias en las que
Sócrates aparecía como personaje, pero sobre todo una -Las nubes- que parecía
escrita con toda la intención de destruido.
Las nubes se estrenó en Atenas veinticinco años antes del juicio. En ella aparece
un Sócrates burdo y caricaturesco, mitad sofista y mitad bufón, que pasa sus días en
una Casa de Pensar. Desde ese extraño reducto hace la defensa del ateísmo radical y
confunde a sus interlocutores con razonamientos absurdos. El retrato es claramente
difamatorio, pero es seguro que Aristófanes se hacía eco de algunas bromas bien
conocidas en la ciudad. La obra termina en un gigantesco caos donde todo se confunde
y se destruye. En un cierre típico de Aristófanes (que bien podría haber sido guionista
de los Monty Phyton) la Casa de Pensar es incendiada y reducida a escombros, sin que
quede claro si Sócrates consigue escapar. Platón nunca le perdonó este final y, muchos
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años después de la ejecución, todavía acusaba a Aristófanes de haber sido su primer
instigador.
Es difícil saber si Platón tenía razón o no, pero es seguro que los motivos del
proceso debieron cocerse a fuego lento. En parte Sócrates fue ejecutado por lo que dijo,
en parte por lo que no dijo y en parte por lo que dijeron e hicieron los hombres que lo
rodeaban. Esta complejidad tal vez explique por qué fue juzgado y condenado en un
tiempo en que poca gente corría ese peligro, como lo prueba el hecho de que no se
conozcan procesos semejantes al suyo en las décadas posteriores. Sócrates fue llevado
a juicio como nuevo intelectual y por delitos de opinión. Pero es seguro que si él mismo
no hubiera colaborado activamente con sus censores, difícilmente hubiera conocido
el sabor de la cicuta.
"La presente acusación y declaración son juradas por Meleto, hijo de Meleto,
del demo de Pitthos, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del demo de Alopece.
Sócrates es culpable de no creer en los dioses en los que cree la ciudad y de
introducir divinidades nuevas. También es culpable de corromper a los jóvenes. El
castigo propuesto es la muerte." (…)
La acusación fue leída ante un jurado de 501 miembros elegidos al azar entre
los ciudadanos mayores de treinta años. Esto era parte del procedimiento normal en
Atenas, donde existían jurados pero no jueces: los propios miembros del tribunal
decidían la sentencia, votando en una urna tras haber escuchado el testimonio de
las partes. El magistrado que presidía el proceso no era un jurista profesional sino
un ciudadano también designado por sorteo. Tampoco existía una corte de
apelaciones, de modo que la decisión era definitiva. Los acusadores tenían cierto
plazo para formular sus cargos y presentar sus testigos. Luego le tocaba al acusado
defenderse a sí mismo, aunque podía contar con el asesoramiento previo de
oradores profesionales. Todo el proceso era oral y aun las pruebas documentales
debían leerse en voz alta. El tiempo que cada parte tenía para hablar era el mismo
y se medía con un reloj de agua que se detenía durante las declaraciones de los
testigos y la lectura de los documentos.
El proceso duraba varias horas y durante ese tiempo los miembros del jurado
permanecían sentados en bancos de madera. Las sesiones eran públicas, de
manera que cualquier persona podía asistir a las discusiones. Cuando las
intervenciones de cada parte terminaban, los miembros del tribunal votaban una
primera vez para decidir si el acusado era culpable o inocente. Si resolvían esto
último, la persona quedaba en libertad y podía presentar cargos contra su acusador.
Esta era una manera ingeniosa de desalentar a quienes no tuvieran buenas razones
para iniciar un proceso. Si, en cambio, el acusado era encontrado culpable, cada una de
las partes debía sugerir una condena. Los miembros del tribunal votaban entonces una
segunda vez para elegir entre las dos propuestas presentadas, sin poder formular
alternativas. Este mecanismo incitaba a las dos partes a sugerir condenas justas, ya
que si una de ellas cargaba demasiado las tintas corría el riesgo de inclinar al jurado en
la dirección de su oponente.
La acusación leída por Meleto combinaba dos cargos diferentes. El primero era el
de impiedad, es decir, el de "no creer en los dioses en los que cree la ciudad y de
introducir divinidades nuevas". El segundo, decididamente menos teológico, era el de
"corromper a los jóvenes". Las dos cosas eran bien diferentes entre sí, pero habían
estado tradicionalmente unidas en las críticas que se hacían a los nuevos intelectuales.
(…)
Cuando en la Atenas de los siglos V o IV antes de Cristo se hablaba de
corromper a los jóvenes, no se hablaba de nada parecido a lo que podemos
entender hoy. Buena parte de los actos que nosotros agruparíamos en este rubro
16
eran considerados por los atenienses (al menos por los pertenecientes a los
círculos aristocráticos) como perfectamente admisibles y hasta edificantes. Dicho
más claramente: cuando Meleto acusaba a Sócrates de corromper a la juventud no
estaba hablando de nada que tuviera que ver con el sexo. Lo estaba acusando (a él
y al resto de los nuevos intelectuales) de apartar a los jóvenes de la sabiduría
convencional, de debilitar sus lazos de fidelidad con la ciudad, de alejados de la
moral ancestral que se había transmitido de generación en generación.
Esto se ve claramente cuando, en un momento dramático del proceso,
Sócrates exige a Meleto que nombre "un solo hombre al que yo haya corrompido".
Meleto responde: "Puedo nombrar a cuantos convenciste de seguir tu autoridad en lugar
de seguir la autoridad de sus padres". Y Sócrates se justifica exponiendo una de sus
ideas más recurrentes: "Eso es verdad, pero en asuntos de educación se debería acudir
a expertos y no a parientes". (…)
Para los hombres como Anito y Meleto, los nuevos intelectuales eran culpables de
haber corrompido a los jóvenes en el sentido de haberles hecho cambiar la religión por
la astronomía, el respeto a la ciudad por el cosmopolitismo, el interés hacia los asuntos
públicos por la juerga y la poesía intimista. Entre los adultos y los jóvenes se había
interpuesto una barrera conformada por las exigencias de la nueva razón, y esa barrera
había terminado por destruir aquello que desde siempre habían compartido los
atenienses. (…)
Es por eso que la condena a muerte no puede ser vista como un simple error
judicial ni como un acto de venganza mezquina. Fue más bien el resultado de un
conflicto entre un mundo que nacía y un mundo que estaba muriendo. (…)
¿Por qué, entonces, el juicio de Sócrates terminó tan mal como terminó? La
respuesta es chocante pero no por eso menos clara: lo que lo perdió fue que él mismo
llevó las cosas del peor modo posible, sin hacer el más mínimo intento por escapar a la
situación. Lejos de buscar salvarse, buscó sistemáticamente su propia perdición.
Sócrates no estaba dispuesto a conceder la menor legitimidad a la acusación.
Estaba convencido de haber sido un buen ciudadano y de haber beneficiado a los
atenienses con su actividad de filósofo. Ya que el juicio sobre su conducta se había
convertido en un asunto público, exigía que se recorriera ese camino hasta el final:
si la ciudad debía pronunciarse sobre sus actos, lo único que podía hacer era
reconocer los servicios que le había prestado a lo largo de toda su vida. Y si había
que decidir una pena, él pedía que se le diera el mismo trato que recibían los
vencedores de los juegos olímpicos, es decir, que se lo alojara de por vida en un
edificio público y que fuera alimentado a costas de la ciudad. Esa fue precisamente
la pena que propuso como alternativa a la sentencia de muerte.
Si Sócrates hubiera propuesto la multa que sus amigos ricos estaban
dispuestos a pagar, o si hubiera aceptado pasar algunas semanas en la cárcel, es
casi seguro que no lo hubieran matado. La primera votación del jurado fue muy
ajustada (280 miembros lo encontraron culpable y 221 lo declararon inocente), de
manera que todo se hubiera arreglado con una pena suave. Pero Sócrates se
tomaba muy en serio la opinión de sus conciudadanos, como lo hubiera hecho todo
viejo ateniense y muy pocos de sus discípulos. En ese proceso era la ciudad, su
ciudad, la que debía pronunciarse sobre su actividad como filósofo y sobre el
conjunto de su vida. No era un negocio privado que pudiera arreglarse mediante
regateo, sino un asunto público. Si en ese momento optaba por una salida
pragmática se estaría traicionando a sí mismo, porque habría demostrado que no
tomaba en serio su vida de filósofo. Y además habría insultado a su ciudad, porque
habría insinuado que tampoco le importaba demasiado la opinión de sus vecinos.
Así que Sócrates no transó. Exigió que se le tratara como un campeón olímpico y
con eso firmó su sentencia de muerte. Una vez que la primera votación estableció su
culpabilidad, había que decidir en la segunda ronda cuál pena se aplicaría. Las únicas
dos opciones eran la muerte o el tratamiento de campeón. Sócrates había extremado
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las cosas y eso radicalizó las opiniones. El conteo de votos reveló que 361 jurados
habían optado por la sentencia de muerte mientras que 140 habían aceptado su
propuesta. Lo que después de todo no era poco.
Sócrates casi había obligado al tribunal a que lo condenara, convirtiendo un
proceso poco firme en una decisión dramática y definitiva. Pero eso no pareció bastarle.
Después de la condena estuvo encarcelado un mes entero, ya que por razones
religiosas no podía ser ejecutado de inmediato. En efecto, cada año los atenienses
enviaban un barco ritual a Delos para conmemorar la victoria de Teseo sobre el
Minotauro. Hasta que ese barco no volviera, nadie podía ser sometido a la pena de
muerte en Atenas. Esas largas semanas fueron una nueva oportunidad de escapar a la
condena. Sus amigos le propusieron repetidamente que se fugara de la cárcel y
abandonara la ciudad. Ellos estaban dispuestos a ayudarlo y eran suficientemente ricos
como para garantizarle la subsistencia por el resto de sus días. Pero Sócrates se negó
una y otra vez. La ciudad había decidido que él muriera y esa resolución era inapelable.
Empecinadamente se negó a eludir la pena de muerte hasta que, un día de
primavera del 399 antes de Cristo, le llegó la hora de beber la cicuta. Según los
testigos, tomó tranquilamente el veneno y luego se cubrió con la túnica para
esperar la muerte dignamente. Su cuerpo fue poniéndose progresivamente rígido y
frío. Cuando faltaba poco para el final, se destapó la cara y se dirigió a su amigo
Critón para decir sus últimas, típicas, desconcertantes palabras: "Le debemos un
gallo a Asclepio; no te olvides de pagárselo". (…)
TRABAJO PRÁCTICO Nº 6
La ética intelectualista de Sócrates
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pereció en él. Claro está que ahora, por haber cometido los mayores crímenes
perpetrados en su país, es el más desgraciado de todos los macedonios, y no el
más feliz, y sin duda hay atenienses, comenzando por ti, que preferirían ser
cualquier macedonio antes que Arquelao.
[...]
SÓCRATES. –En mi opinión, por el contrario, amigo Polo, el autor de una
injusticia, el hombre injusto, es por entero desgraciado. Más desgraciado si no
es juzgado y castigado por sus delitos; menos desgraciado si es juzgado y
castigado por los dioses y por los hombres.
POLO. –Ya empiezas a decir cosas absurdas, Sócrates.
SÓCRATES. –Pues voy a procurar hacerte decir, amigo mío, lo mismo que yo
estoy diciendo, en atención a que te considero amigo.
[...]
SÓCRATES. –Pues, en efecto, la felicidad no consiste, según parece, en
librarse del mal, sino en no haberlo tenido nunca, ¿no es eso?
POLO. –Así es.
SÓCRATES. –Bien. Y ahora dime: de dos hombres que tienen un mal, sea en el
cuerpo sea en el alma, ¿cuál de ellos es más desgraciado, el que está en manos
de médico y en vías de quedar libre de su mal, o el que, aun teniendo el mal, no
es sometido a curación?
POLO. –Me parece que este último.
SÓCRATES. –Y bien, ¿no hemos convenido en que ser castigado es la
liberación del mayor mal, la maldad?
POLO. –Cierto.
SÓCRATES. –Porque el castigo justamente impuesto enmienda a los hombres,
los hace más justos y es una medicina de la maldad, ¿no es eso?
POLO. –Sí.
SÓCRATES. –El hombre más feliz, por tanto, es aquel que no tiene maldad en
su alma, lo cual es, según hemos visto claramente, el más grande de los males.
POLO. –Sin duda alguna.
SÓCRATES. –Y el segundo en cuanto a felicidad es sin duda el que se libera de
la maldad.
POLO. –Así parece.
SÓCRATES. –Ese, según decíamos, es el que es objeto de reprensión y
reproches y sufre el castigo correspondiente. ¿No es verdad?
POLO. –Sí.
SÓCRATES. –La vida más desventurada, pues, es la del que persevera en la
injusticia y no se libera de ella.
POLO. –Así parece sin duda.
SÓCRATES. –¿Y no es ese el caso del que, a pesar de ser el autor de las
mayores atrocidades y de vivir en la mayor injusticia, consigue no ser
amonestado ni reprendido ni castigado, como ese Arquelao de que hablas y
como los demás tiranos, oradores y gente de poder?
POLO. –Así parece.
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aquellos cuya conducta es defectuosa en estas materias; es decir, en lo que
respecta a los bienes y los males. No solamente había allí un fallo de saber,
sino, además, de una ciencia que habéis reconocido era la de la medida. Ahora
bien: sabéis perfectamente que un error de conducta producido por falta de
ciencia es pecar por ignorancia. De forma que dejarse vencer por el placer es la
peor de las ignorancias. [...]
SÓCRATES. – ¿Y qué pensáis de esto? ¿Acaso todas las acciones que tienen
como principio el asegurar una vida exenta de dolor y agradable no son bellas?
¿Y no es verdad que toda obra bella es buena y útil?
Convinieron en ello.
SÓCRATES. –Si, pues, lo agradable es bueno, nadie, sabiendo o pensando que
otra acción es mejor que la que él realiza y que es posible, querrá hacer lo que
lleva a cabo, siendo así que puede obrar mejor, y dejarse vencer es pura
ignorancia, mientras que vencerse es saber.
Todos lo reconocieron así.
SÓCRATES. –Y además, ¿a qué llamáis ignorancia sino al hecho de tener una
opinión falsa y mentirosa sobre las cosas de valor?
Nuevamente y con unanimidad me dieron su aprobación.
SÓCRATES. – ¿Qué otra conclusión sacar de ello, sino que nadie tiende por
propio gusto y voluntad hacia lo que es malo o lo que él cree malo, que incluso
parece contrario a la naturaleza del hombre buscar lo que se cree malo con
preferencia a lo bueno, y finalmente, que si es inevitablemente preciso escoger
entre dos males, nadie va a preferir el mayor cuando le sea posible quedarse
con el menor?
También sobre este punto la unanimidad fue total.
TRABAJO PRÁCTICO N° 7
Platón: los dos mundos
–Ahora supongamos, por ejemplo, una línea cortada en dos partes desiguales;
cortemos del mismo modo, en dos cada una de esas partes, que representan el
género de lo visible y el género inteligible; el orden de la claridad y oscuridad de
los objetos entre sí se hará manifiesta en ambos casos. Entonces, en el mundo
de lo visible, tendrás una primera sección: la de las imágenes. Doy el nombre de
imágenes, en primer término a las sombras, y en el segundo, las figuras
reflejadas en las aguas y en la superficie de los cuerpos opacos, pulidos y
brillantes (...).
-Coloca en la otra sección los objetos que esas imágenes representan, es decir,
los animales, las plantas y todas las cosas fabricadas por el hombre. (Libro VI,
509d-510a)
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–Estudia ahora -proseguí- como es preciso hacer la división en el mundo
inteligible (...).
–No ignoras, creo yo, que aquellos que se ocupan de geometría, aritmética y otras ciencias
semejantes dan por supuestos el número par y el impar, las figuras (...) y otras cosas análogas, según el
objeto de su demostración, dándolas por conocidas y tomándolas como hipótesis, y no consideran sobre
ellos exigibles dar razón alguna, ni a sí mismos ni a los demás, dado que son evidentes para todos; de tal
manera, partiendo de esas hipótesis y siguiendo una cadena no interrumpida de deducciones coherentes,
llegan a la proposición que se habían propuesto demostrar.
– (...) Todas estas figuras que modelan y dibujan [los geómetras] (...) las utilizan
como si también fueran imágenes, para llegar a comprender aquellas cosas en sí
que sólo pueden conocerse por el entendimiento. (...) Ésta es la primera clase de
objetos inteligibles (...) lo que se hace en la geometría y en las demás ciencias
afines a ella.
– (...) entiendo por la segunda sección de lo inteligible aquello a que llega la
razón por sí misma.
– (...) Intentas explicar, según creo, que el conocimiento del ser y de lo inteligible,
tal como se adquiere por la dialéctica, es más claro que el que el que se adquiere
por medio de las artes a las cuales sirven de principios ciertas hipótesis. Es
verdad que quienes siguen el método propio de las artes están obligados a
servirse del entendimiento y no de los sentidos, pero como sus razonamientos se
fundan en hipótesis y no ascienden hasta un principio, no parece que esos
hombres tengan para los objetos de estudio el conocimiento puro que tendrían si
sus demostraciones estuvieran apoyadas en un principio (...) (510b-511d)
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–Figúrate además, a lo largo de la tapia, a unos hombres que llevan objetos de
toda clase y que se elevan por encima de ella, objetos que representan en
piedra o en madera, figuras de hombres y animales y de mil formas diferentes. Y
como es natural, entre los que los llevan, algunos conversan, otros pasan sin
decir palabra.
–¡Extraño cuadro y extraños cautivos! -exclamó.
–Semejantes a nosotros en todo porque ¿crees tú que en esa situación puedan
ver, de sí mismos y de los que a su lado caminan, alguna otra cosa fuera de las
sombras que se proyectan, al resplandor del fuego, sobre el fondo de la caverna
expuesto a sus miradas?
–No –contestó–, porque están obligados a tener inmóvil la cabeza durante toda
su vida.
–Y en cuanto a los objetos que transportan a sus espaldas, ¿podrán ver otra
cosa que no sea su sombra?
–¿Qué más pueden ver?
–Y si pudieran hablar entre sí, ¿no juzgas que considerarían objetos reales las
sombras que vieran?
–Necesariamente.
–¿Y qué pensarían si en el fondo de la prisión hubiera un eco que repitiera las
palabras de los que pasan? ¿Creerían oír otra cosa que la voz de la sombra que
desfila ante sus ojos?
–Es indudable que no tendrán por verdadera otra cosa que no sea la sombra de
esos objetos artificiales.
–Considera ahora lo que naturalmente les sucedería si se los librara de sus
cadenas a la vez que se los curara de su ignorancia. Si a uno de esos cautivos
se lo libra de sus cadenas y se lo obliga a ponerse súbitamente de pie, a volver
la cabeza, a caminar, a mirar a la luz, todos esos movimientos le causarán dolor
y el deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras veía
momentos antes. ¿Qué habría de responder, entonces, si se le dijera que
momentos antes sólo veía vanas sombras y que ahora, más cerca de la realidad
y vuelta la mirada hacia objetos reales, goza de una visión verdadera?
Supongamos, también, que al señalarle cada uno de los objetos que pasan se le
obligara, a fuerza de preguntas, a responder qué eran; ¿no piensas que
quedaría perplejo y que aquello que antes veía habría de parecerle más
verdadero que lo que ahora se le muestra? (...)
–Y si se le obligara a mirar la luz misma del fuego, ¿no herirá ésta sus ojos?
¿No habrá de desviarlos para volverlos a las sombras, que pueden contemplar
sin dolor? ¿No las juzgará más nítidas que los objetos que se les muestran? (...)
–Y en caso de que se lo arrancara por la fuerza de la caverna (...), haciéndolo
subir por el áspero y escarpado sendero, y no se lo soltara hasta sacarlo a la luz
del Sol, ¿no crees que lanzará quejas y gritos de cólera? Y al llegar a la luz,
¿podrán sus ojos deslumbrados distinguir uno siquiera de los objetos que
nosotros llamamos verdaderos? (...)
–Si no me engaño (...), necesitará acostumbrarse para ver los objetos de la
región superior. Lo que más fácilmente distinguirá serán las sombras, luego las
imágenes de los hombres y de los demás objetos que se reflejan en las aguas y,
por último, los objetos mismos; después, elevando sus miradas hacia la luz de
los astros y de la luna, contemplará durante la noche las constelaciones y el
firmamento más fácilmente que durante el día el Sol y el resplandor del Sol. (...)
–Por último, podría fijar su vista en el Sol, y sería capaz de contemplarlo, no en
sus imágenes reflejadas en las aguas, ni en otro lugar extraño sino tal cual es y
allí donde verdaderamente se encuentra. (...)
–Después de lo cual, reflexionando sobre el Sol, llegará a la conclusión de que
éste produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el mundo visible y
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que es la causa de cuanto veía en la caverna con sus compañeros de cautiverio.
(...)
–Supón también que tuviera que disputar otra vez con los que continúan en la
prisión, dando a conocer su parecer sobre las sombras en el momento en que
aún mantiene su cortedad de vista y no ha llegado a alcanzar la plenitud de la
visión. Desde luego será corto el tiempo de adaptación a su nuevo estado, pero
¿no movería a risa y no obligaría a decir que, precisamente por haber salido
fuera de la caverna había perdido la vista, y que, por tanto, no convenía intentar
esa subida? ¿No procederían a dar muerte, si pudiesen tomarle en sus manos y
matarle, al que intentase desatarles y obligarles a la ascensión?
–Sin duda –dijo.
–Pues bien –continué– (...) el antro subterráneo es este mundo visible; el
resplandor del fuego que lo ilumina es la luz del Sol; si en el cautivo que
asciende a la región y la contempla te figuras el alma que se eleva al mundo
inteligible (...). En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien
que se percibe con dificultad, pero que no podemos percibir sin llegar a la
conclusión de que es la causa de cuanto existe de recto y de bueno en todas las
cosas; que en el mundo visible crea la luz y el astro que la dispensa; que en el
mundo inteligible, engendra y procura la verdad y la inteligencia, que por lo tanto
tenemos que tener los ojos fijos en ella para conducirnos sabiamente tanto en la
vida pública como privada. (Libro VII, 514a-517d.)
UNIDAD 3
TRABAJO PRÁCTICO N° 8
Aristóteles: la metafísica
23
El ser se entiende de muchas maneras, según lo hemos expuesto más arriba,
en el libro de las diferentes acepciones (272). Ser significa, ya la esencia, la
forma determinada (273), ya la cualidad, la cantidad o cada uno de los demás
atributos de esta clase. Pero entre estas numerosas acepciones del ser, hay una
acepción primera; y el primer ser es sin contradicción la forma distintiva, es
decir, la esencia. En efecto, cuando atribuimos a un ser tal o cual cualidad,
decimos que es bueno o malo, etc., y no que tiene tres codos o que es un
hombre, cuando queremos, por lo contrario, expresar su naturaleza, no decimos
que es blanco o caliente ni que tiene tres codos de altura, sino que decimos que
es un hombre o un dios. Las demás cosas no se las llama seres, sino en cuanto
son: o cantidades del ser primero, o cualidades, o modificaciones de este ser, o
cualquier otro atributo de este género. No es posible decidir si andar, estar sano,
sentarse son o no seres, y lo mismo sucede con todos los demás estados
análogos. Porque ninguno de estos modos tiene por sí mismo una existencia
propia; ninguno puede estar separado de la sustancia. Si estos son seres, con
más razón lo que anda es un ser, así como lo que está sentado, y lo que está
sano. Pero estas cosas no parecen tan grabadas con el carácter del ser, sino en
cuanto bajo cada una de ellas se oculta un ser, un sujeto determinado. Este
sujeto es la sustancia, es el ser particular, que aparece bajo los diversos
atributos. Bueno, sentado, no significan nada sin esta sustancia. Es evidente
que la existencia de cada uno de estos modos depende de la existencia misma
de la sustancia. En vista de esto, es claro que la sustancia será el ser primero,
no tal o cual modo del ser, sino el ser tomado en su sentido absoluto.
2. Caracterice las nociones de materia y forma.
Libro VII. Parte III.
El sujeto es aquél del que todo lo demás es atributo, no siendo él atributo de
nada. Examinemos por de pronto el sujeto: porque la sustancia debe ser, ante
todo, el sujeto primero. El sujeto primero es, en un sentido, la materia; en otro, la
forma; y en tercer lugar el conjunto de la materia y de la forma (278). Por materia
entiendo el bronce, por ejemplo: la forma es la figura ideal; el conjunto es la
estatua realizada. En virtud de esto, si la forma es anterior a la materia; si tiene,
más que ella, el carácter del ser, será igualmente anterior, por la misma razón, al
conjunto de la forma y de la materia.
24
4. ¿Cómo explica el cambio Aristóteles? (Haga referencia a los conceptos de
acto y potencia)
TRABAJO PRÁCTICO N° 9
Aristóteles: la ética
Libro I
Cap. I
Todo arte y toda investigación científica, lo mismo que toda acción y elección
parecen tender a algún bien; y por ello definieron con toda pulcritud el bien los
que dijeron ser aquello a lo que todas las cosas aspiran.
Cap. II
Si existe un fin de nuestros actos querido por sí mismo, y los demás por él; y si
es verdad también que no siempre elegimos una cosa en vista de otra –sería
tanto como remontar al infinito, y nuestro anhelo sería vano y miserable–, es
claro que ese fin último será entonces no sólo el bien, sino el bien supremo.
Cap. VII
Volvamos de nuevo al bien que buscamos, y preguntémonos cuál pueda ser.
Porque el bien parece ser diferente según las diversas acciones y artes, pues no
es el mismo en la medicina que en la estrategia, y del mismo modo en las demás
artes. ¿Cuál será, por tanto, el bien de cada una? ¿No es claro que es aquello
por cuya causa se pone en obra todo lo demás? Lo cual en la medicina es la
salud; en la estrategia, la victoria; en la arquitectura, la casa; en otros menesteres
otra cosa, y en cada acción y elección el fin, pues es en vista de él por lo que
todos ejecutan todo lo demás.
Puesto que los fines parecen ser múltiples, y que de entre ellos elegimos algunos
por causa de otros, como la riqueza, las flautas, y en general los instrumentos, es
por ello evidente que no todos los fines son fines finales; pero el bien supremo
debe ser evidentemente algo final. Por tanto, si hay un solo fin final, éste será el
bien que buscamos; y si muchos, el más final de entre ellos.
Lo que se persigue por sí mismo lo declaramos más final que lo que se busca
para alcanzar otra cosa; y lo que jamás se desea con ulterior referencia, más
final que todo lo que se desea al mismo tiempo por sí y por aquello; es decir, que
lo absolutamente final declaramos ser aquello que es apetecible siempre por sí y
jamás por otra cosa.
Tal nos parece ser, por encima de todo, la felicidad. A ella, en efecto, la
escogemos siempre por sí misma, y jamás por otra cosa; en tanto que el honor,
el placer, la intelección y toda otra perfección cualquiera, son cosas que, aunque
es verdad que las escogemos por sí mismas –si ninguna ventaja resultase
elegiríamos, no obstante, cada una de ellas–, lo cierto es que las deseamos en
vista de la felicidad, suponiendo que por medio de ellas seremos felices. Nadie,
en cambio, escoge la felicidad por causa de aquellas cosas, ni, en general, de
otra ninguna.
25
3. ¿En qué consiste la felicidad?
Cap. VII
Quizá, empero, parezca una perogrullada decir que la felicidad es el bien
supremo; y lo que se desea, en cambio, es que se diga con mayor claridad en
qué consiste. Lo cual podría tal vez hacerse si pudiésemos captar el acto del
hombre. Pues así como para el flautista y para el escultor y para todo artesano, y
en general para todos aquellos que producen obras o que desempeñan una
actividad, en la obra que realizan se cree que residen el bien y la perfección, así
también parece que debe acontecer con el hombre en caso de existir algún acto
que le sea propio. ¿O es que sólo habrá ciertas obras y acciones que sean
propias del carpintero y del zapatero, y ninguna del hombre, como si éste
hubiese nacido como cosa ociosa? ¿O que así como es notorio que existe algún
acto del ojo, de la mano, del pie, y en general de cada uno de los miembros, no
podríamos constituir para el hombre ningún acto fuera de todos los indicados?
¿Y cuál podría entonces ser?
El vivir, con toda evidencia, es algo común aun a las plantas; mas nosotros
buscamos lo propio del hombre. Por tanto, es preciso dejar de lado la vida de
nutrición y crecimiento. Vendría en seguida la vida sensitiva; pero es claro
también que ella es común aun al caballo, al buey y a cualquier animal.
Resta, pues, la que puede llamarse vida activa de la parte racional del hombre, la
cual a su vez tiene dos partes: una, la que obedece a la razón; otra, la que
propiamente es poseedora de la razón y que piensa. Pero como esta vida
racional puede, asimismo entenderse en dos sentidos, hemos de declarar, en
seguida, que es la vida como actividad lo que queremos significar, porque éste
parece ser el más propio sentido del término.
Si, pues, el acto del hombre es la actividad del alma según la razón, o al menos
no sin ella; y si decimos de ordinario que un acto cualquiera es genéricamente el
mismo, sea que lo ejecute un cualquiera o uno competente, como es el mismo,
por ejemplo, el acto del citarista y el del buen citarista, y en general en todos los
demás casos, añadiéndose en cada uno la superioridad de la perfección al acto
mismo (diciéndose así que es propio del citarista tañer la cítara, y del buen
citarista tañerla bien); si todo ello es así, y puesto que declaramos que el acto
propio del hombre es una cierta vida, y que ella consiste en la actividad y obras
del alma en consorcio con el principio racional, y que el acto de un hombre de
bien es hacer todo ello bien y bellamente; y como, de otra parte, cada obra se
ejecuta bien cuando se ejecuta según la perfección que le es propia, de todo esto
se sigue que el bien humano resulta ser una actividad del alma según su
perfección; y si hay varias perfecciones, según la mejor y más perfecta, y todo
esto, además, en una vida completa.
Cap. VIII
Con los que identifican la felicidad con la virtud o con cierta virtud particular
concuerda nuestra definición.
26
intelectuales; a otras morales. Intelectuales son, por ejemplo, la sabiduría, la
comprensión y la prudencia; morales, la generosidad y la templanza.
Cap. X
Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable que sea
una actividad de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de
la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto, ya otra cosa lo que, por
naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos
nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en
nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y
esta actividad es contemplativa, como ya hemos dicho.
5. ¿En qué consisten las virtudes morales para Aristóteles?
Cap. XIII
Cómo sea esto posible, lo hemos dicho ya, pero se tornará más claro aún si
consideramos cuál es la naturaleza de la virtud.
En toda cantidad continua y divisible puede distinguirse lo más, lo menos y lo
igual, y esto en la cosa misma o bien con relación a nosotros. Pues bien, lo igual
es un medio entre el exceso y el defecto. Llamo término medio de una cosa a lo
que dista igualmente de uno y otro de los extremos, lo cual es uno y lo mismo
para todos. Mas con respecto a nosotros, el medio es lo que no es excesivo ni
defectuoso, pero esto ya no es uno ni lo mismo para todos.
Hablo, bien entendido, de la virtud moral, que tiene por materia pasiones y
acciones, en las cuales hay exceso y defecto y término medio. Así por ejemplo,
en el tener miedo, el tener audacia, el desear, el airarse, el compadecerse, y en
general en el tener placer o dolor, hay su más y su menos, y ninguno de ambos
está bien. Pero experimentar esas pasiones cuando es menester, en las
circunstancias debidas, con respecto a tales o cuales personas, por una causa
justa y de la manera apropiada, he ahí el término medio, que es al mismo tiempo
lo mejor y esto es lo propio de la virtud.
En las acciones, asimismo, hay exceso y defecto y término medio. La virtud, por
tanto, tiene por materia pasiones y acciones en las cuales se peca por exceso y
se incurre en censura por defecto, mientras que el término medio obtiene la
alabanza y el éxito, doble resultado propio de la virtud. En consecuencia, la virtud
es una posición intermedia, puesto que apunta al término medio.
UNIDAD 4
TRABAJO PRÁCTICO N° 10
El helenismo: la búsqueda de la felicidad
1. Lea los siguientes fragmentos y diga en qué consiste la felicidad para los
estoicos, los epicúreos y los escépticos.
Alguien podrá decir: ¿De qué me sirve la filosofía, si existe algo como el
destino? ¿Para qué, si es un dios el que gobierna, si todo está sometido al azar?
Pues no podemos modificar lo que ya está fijado de antemano, ni hacer nada
contra lo imprevisible; porque, o el dios se anticipó a mi decisión y determinó lo
que habría que hacer, o la suerte cierra toda posibilidad de juego a mi libre
27
decisión. En cualquiera de estos casos, o aunque esas hipótesis fueran ciertas,
debemos acudir a la filosofía: sea que el destino nos tenga cogidos en una red de
la que no podamos escapar, o que un dios, árbitro del Universo, lo haya decidido
todo, o que el azar empuje y agite sin orden los asuntos humanos, la filosofía
está para protegernos. Nos dirá que obedezcamos al dios de buen grado, que
resistamos duramente a la fortuna. Te enseñará cómo seguir al dios, cómo
sobrellevar al destino.
Parte de nuestros deseos son naturales, y otra parte son vanos deseos; entre
los naturales, unos son necesarios y otros no; y entre los necesarios, unos lo son
para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo y otros para la vida misma.
Conociendo bien estas clases de deseos es posible referir toda elección a la
salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque en ello consiste la vida feliz.
Pues actuamos siempre para no sufrir dolor ni pesar, y una vez que lo hemos
conseguido ya no necesitamos de nada más.
Por eso decimos que el placer es el principio y fin del vivir feliz. Pues lo
hemos reconocido como bien primero y connatural, y a partir de él hacemos
cualquier elección o rechazo, y en él concluimos cuando juzgamos acerca del
bien, teniendo la sensación como norma o criterio. Y puesto que el placer es el
bien primero y connatural, no elegimos cualquier placer, sino que a veces
evitamos muchos placeres cuando de ellos se sigue una molestia mayor.
Consideramos que muchos dolores son preferibles a los placeres, si, a la larga,
se siguen de ellos mayores placeres. Todo placer es por naturaleza un bien, pero
no todo placer ha de ser aceptado. Y todo dolor es un mal, pero no todo dolor ha
de ser evitado siempre. Hay que obrar con buen cálculo en estas cuestiones,
atendiendo a las consecuencias de la acción, ya que a veces podemos servirnos
de algo bueno como de un mal, o de algo malo como de un bien.
TRABAJO PRÁCTICO Nº 11
Edad Media: razón y fe
28
A partir de la lectura de los siguientes fragmentos, realice una breve síntesis de
cómo se fue modificando la relación entre la razón y la fe durante la Edad Media.
De Praescriptione, 7, 1 ss.
29
[verdades] dadas por revelación y que no pueden ser concluidas por razones
naturales. Y nada [se nos diga] hora acerca de los milagros de Dios, cuando
tratamos de modo natural acerca de cosas naturales.
De anima intellectiva, cap. III
Entendemos que el Filósofo consideró de este modo la unión del alma intelectiva
al cuerpo. Sin embargo si la sentencia de la santa fe católica es contraria a lo
que pensó el Filósofo, gustosos la preferimos, así como [también] acerca de
cualquier otra cosa.
De anima intellectiva, cap. III
30
TRABAJO PRÁCTICO Nº 12
Santo Tomás: la felicidad sobrenatural
31
minuciosamente Agustín en XIX De civ. Dei. Igualmente tampoco el deseo de
bien puede saciarse en esta vida, pues el hombre desea naturalmente la
permanencia del bien que tiene. Pero los bienes de la vida presente son
transitorios, puesto que la vida misma pasa y la deseamos naturalmente,
queremos que permanezca sin interrupción, porque el hombre rehuye
naturalmente la muerte. Por consiguiente, es imposible tener en esta vida la
verdadera bienaventuranza.
En segundo lugar, si se considera aquello en lo que consiste especialmente la
bienaventuranza, es decir, la visión de la esencia divina, que no puede ocurrirle
al hombre en esta vida, como se demostró en la primera parte (q.12 a.2). Según
esto, queda claro que nadie puede conseguir la bienaventuranza verdadera y
perfecta en esta vida.
32
4. ¿Cómo se caracterizan las virtudes teológicas? ¿Cuáles son? ¿En qué se
diferencian del resto de las virtudes?
Respondo: La virtud perfecciona al hombre para aquellos actos por los que se
ordena a la bienaventuranza, según consta por lo dicho anteriormente (q.5 a.7).
Pero hay una doble bienaventuranza o felicidad del hombre, según se ha dicho
anteriormente (q.5 a.5). Una es proporcionada a la naturaleza humana, es decir,
que el hombre puede llegar a ella por los principios de su naturaleza. Otra es la
bienaventuranza que excede la naturaleza del hombre, a la cual no puede llegar
el hombre si no es con la ayuda divina mediante una cierta participación de la
divinidad, conforme a aquello que se dice en 2 Pe 1,4, que por Cristo hemos sido
hechos partícipes de la naturaleza divina. Y como esta bienaventuranza excede
la proporción de la naturaleza humana, los principios naturales del hombre que le
sirven para obrar bien proporcionalmente a su naturaleza, no son suficientes para
ordenar al hombre a dicha bienaventuranza. De ahí que sea necesario que se le
sobreañadan al hombre algunos principios divinos por los cuales se ordene a la
bienaventuranza sobrenatural, al modo como por los principios naturales se
ordena al fin connatural, aunque sea con la indispensable ayuda divina. Y estos
principios se llaman virtudes teológicas, en primer lugar, porque tienen a Dios por
objeto, en cuanto que por ellas nos ordenamos rectamente a Dios; segundo,
porque sólo Dios nos las infunde; y tercero, porque solamente son conocidas
mediante la divina revelación, contenida en la Sagrada Escritura.
Art. 2
¿Son las virtudes teológicas distintas de las virtudes intelectuales y morales?
Art. 3
¿Son la fe, la esperanza y la caridad adecuadamente las virtudes teológicas?
Respondo: Según queda dicho (a.1), las virtudes teológicas ordenan al hombre a
la bienaventuranza sobrenatural al modo como la inclinación natural. Pero esto
sucede de dos modos. Primero, según la razón o entendimiento, en cuanto
contiene los primeros principios universales, que nos son conocidos por la luz
natural del entendimiento, de los que parte la razón, tanto en el orden
especulativo como en el orden práctico. Segundo, por la rectitud de la voluntad,
que tiende naturalmente al bien de la razón.
Pero estas dos cosas son insuficientes en orden a la bienaventuranza
sobrenatural según aquello de 1 Cor 2,9: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman. Fue, pues,
necesario que en cuanto a lo uno y a lo otro el hombre fuese sobrenaturalmente
dotado para ordenarlo al fin sobrenatural. Y así, primeramente, en cuanto al
entendimiento, se dota al hombre de ciertos principios sobrenaturales conocidos
33
por la luz divina: son las verdades a creer, sobre las que versa la fe. En segundo
lugar, la voluntad se ordena a aquel fin, en cuanto al movimiento de intención,
que tiende a él como a algo que es posible conseguir, lo cual pertenece a la
esperanza; y en cuanto a cierta unión espiritual, por la que se transforma de
algún modo en aquel fin, lo cual se realiza por la caridad. En efecto, el apetito de
cualquier cosa se mueve naturalmente y tiende al fin que le es connatural; y este
movimiento proviene de cierta conformidad de la cosa con su fin.
TRABAJO PRÁCTICO N° 13
La filosofía moderna
En el libro Diálogos acerca de dos nuevas ciencias (Buenos Aires, Librería del
Colegio, 1944) Galileo Galilei, en el contexto de probar si la Tierra está en
reposo o en movimiento, hace referencia a un experimento donde se tira una
piedra desde lo alto del mástil de un barco y ésta cae siempre al pie del mástil,
tanto si el barco está quieto como si está en movimiento. El interlocutor del
portavoz de Galileo le pregunta si él mismo hizo el experimento, a lo que Galileo
responde:
“La filosofía está escrita en ese vasto libro que se halla abierto ante nuestros
ojos, quiero decir, el universo; pero no puede ser leído en tanto que no hayamos
aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con los caracteres en que
está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos,
círculos y otras figuras geométricas, sin cuyos medios es humanamente
imposible entender una sola palabra”
1. ¿Puede relacionar estos párrafos con las ideas de Platón o con las de
Aristóteles? Fundamente su respuesta.
TRABAJO PRÁCTICO N° 14
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Descartes: el racionalismo
Primera meditación:
He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había
admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después
sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto;
de modo que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea
de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado
crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer
algo firme y constante en las ciencias. Pero pareciéndome ardua dicha empresa,
he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no tener
que esperar otra posterior más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo
he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en
deliberaciones el tiempo que me queda para obrar.
Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome
procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con
libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Ahora bien, para
cumplir tal propósito, no me será necesario probar que son todas ellas son falsas,
lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade
desde el principio para que a las cosas que no son enteramente ciertas e
indudables no dé más crédito que a las manifiestamente falsas, me bastará para
rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y
para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues
sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva
necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los
fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.
Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he
aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a
veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero
de quienes nos han engañado una vez.
Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, respecto de las cosas
poco perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no
podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como,
por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este
papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este
cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo
cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran
constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando
desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Pero son
locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo.
Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo
costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces
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cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas
veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido,
junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy
seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza
que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y
con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto
como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras
dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un
modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a
distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal
que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo.
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Segunda meditación:
Consideremos, pues, ahora las cosas que vulgarmente se tienen por las más
fáciles de conocer y pasan también por ser las más distintamente conocidas, a
saber: los cuerpos que tocamos y vemos; no ciertamente los cuerpos en general,
pues las nociones generales son, por lo común, un poco confusas, sino un cuerpo
particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera; acaba de salir de la
colmena; no ha perdido aún la dulzura de la miel que contenía; conserva algo del
37
olor de las flores, de que ha sido hecho; su color, su figura, su tamaño son
aparentes; es duro, frío, manejable y, si se le golpea, producirá un sonido. En fin,
en él se encuentra todo lo que puede dar a conocer distintamente un cuerpo. Mas
he aquí que, mientras estoy hablando, lo acercan al fuego; lo que quedaba de
sabor se exhala, el olor se evapora, el color cambia, la figura se pierde, el tamaño
aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas si puede ya manejarse y, si lo
golpeo, ya no dará sonido alguno. ¿Sigue siendo la misma cera después de tales
cambios? Hay que confesar que sigue siendo la misma; nadie lo duda, nadie juzga
de distinto modo. ¿Qué es, pues, lo que en este trozo de cera se conocía con
tanta distinción? Ciertamente no puede ser nada de lo que he notado por medio
de los sentidos, puesto que todas las cosas percibidas por el gusto, el olfato, la
vista, el tacto y el oído han cambiado y, sin embargo, la misma cera permanece.
Acaso sea lo que ahora pienso, a saber: que esa cera no era ni la dulzura de la
miel, ni el agradable olor de las flores, ni la blandura, ni la figura, ni el sonido, sino
sólo un cuerpo que poco antes me parecía sensible bajo esas formas y ahora se
hace sentir bajo otras. Pero ¿qué es, hablando con precisión, lo que yo imagino
cuando lo concibo de esta suerte? Considerémosle atentamente y, separando
todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo que queda. No queda
ciertamente más que algo extenso, flexible y mudable. Ahora bien: ¿qué es eso de
flexible y mudable? ¿No será que imagino que esta cosa, si es redonda, puede
tornarse cuadrada y pasar del cuadrado a una figura triangular? No, por cierto; no
es eso, puesto que la concibo capaz de recibir una infinidad de cambios
semejantes, y, sin embargo, no podría yo correr esta infinidad con mi imaginación;
por consiguiente, la concepción que tengo de la cera no se realiza por la facultad
de imaginar. Y ¿qué es esa extensión? ¿No es también desconocida? Se hace
mayor cuando se derrite la cera, mayor aún cuando hierve y mayor todavía
cuando el calor aumenta; y no concebiría yo claramente, conforme a la verdad, lo
que es la cera, si no pensara que aun este mismo pedazo, que estamos
considerando, es capaz de recibir más variedades de extensión que todas las que
haya yo nunca imaginado. Hay, pues, que convenir en que no puedo, por medio
de la imaginación, ni siquiera comprender lo que sea este pedazo de cera y que
sólo mi entendimiento lo comprende. Digo este trozo de cera en particular, pues
en cuanto a la cera en general, ello es aún más evidente. Pero ¿qué es ese
pedazo de cera que sólo el entendimiento o el espíritu puede comprender? Es
ciertamente el mismo que veo, toco, imagino; es el mismo que siempre he creído
que era al principio. Y lo que aquí hay que notar bien es que su percepción no es
una visión, ni un tacto, ni una imaginación y no lo ha sido nunca, aunque antes lo
pareciera, sino sólo una inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y
confusa, como lo era antes, o clara y distinta, como lo es ahora, según que mi
atención se dirija más o menos a las cosas que están en ella y la componen.
Tercera meditación:
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7. ¿Qué entiende Descartes por “idea”? ¿Qué tipos de ideas distingue?
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos
conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un
hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios [...]
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y
venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la
facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un
pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si
oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el presente que
esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último,
me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son
ficciones e invenciones de mi espíritu.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas
tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se
toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas
diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo
modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y
otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto,
las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así
decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más
grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o
accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno,
infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las
cosas que están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en sí más
realidad objetiva que las que me representan substancias finitas. [...]
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo
menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de
dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría
esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? [...]
Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra,
debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad
formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. [...]
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y
distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré
de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es
tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni
eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se
sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que
existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una
idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la
existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma
diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro. [...]
Con respecto a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas
tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más a
fondo y las examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto en ellas muy
pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la
extensión en longitud, anchura y profundidad; la figura, formada por los límites de
esa extensión; la situación que mantienen entre sí los cuerpos diversamente
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delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal situación; pueden añadirse la
substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los
colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades
perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y
confusión, que hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es
decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas
de cosas reales o bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden
existir. [...]
En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay
algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; del
mismo modo que las de substancia, duración, número y otras semejantes. [...]
Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que
no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita,
eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a
mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues
bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más
atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda
proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según
lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en
virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita,
siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente
fuese infinita.
TRABAJO PRÁCTICO N° 15
Hume: el empirismo
Parte I
1. ¿Qué objetivos persigue Hume en este libro? Compárelo con los objetivos de
Descartes en las Meditaciones.
Este libro parece haberse escrito según el mismo sistema de otras varias
obras que durante los últimos años han estado muy en boga en Inglaterra. El
espíritu filosófico, que en estos últimos ochenta años ha hecho tantos progresos
por toda Europa, se ha difundido a lo largo de este reino tanto como en cualquier
otro. Nuestros escritores parecen haber iniciado un nuevo género de filosofía,
que promete más deleite y provecho a la humanidad a cualquier otro que el
mundo haya conocido. La mayoría de los filósofos de la antigüedad que trataron
sobre la naturaleza humana han manifestado tener más delicadeza de
sentimiento, justo sentido de la moral, o grandeza de espíritu, que razonamiento
y reflexión en profundidad. Se contentan con imaginarse el sentido común de la
humanidad con la luz más nítida y con los más acertados giros de pensamiento y
expresión, sin seguir de modo riguroso una cadena de proposiciones ni integrar
las diversas verdades en una ciencia sistemática. Pero al menos merece la pena
probar si la ciencia del hombre no admite la misma precisión que se ha
encontrado aplicable a diversas partes de la filosofía natural. Parece que existe
toda la razón del mundo para imaginar que esta ciencia puede ser llevada al
máximo grado de exactitud. Si, al examinar diversos fenómenos, descubrimos
40
que todos ellos se resuelven en un principio común, y podemos encadenar este
principio a otro, al final llegaremos a los pocos últimos principios de los que
depende el resto. Y aunque nunca podamos alcanzar los últimos principios, es
una satisfacción llegar tan lejos como lo permitan nuestras facultades.
Este parece haber sido el propósito de nuestros últimos filósofos y, entre ellos, el
de este autor. Él se propone realizar la anatomía de la naturaleza humana de
modo sistemático y promete deducir conclusiones sólo donde la experiencia lo
autorice. Habla con desprecio de las hipótesis e insinúa que aquellos
compatriotas que las han desterrado de la filosofía moral han prestado al mundo
un servicio más notable que Milord Bacon, a quien el autor considera el padre de
la física experimental. Menciona, con este motivo, al Sr. Locke, a Milord
Shaftsbury, al Dr. Mandeville, al Sr. Hutchison, al Dr. Builer quienes, aunque
difieren entre sí en muchos puntos, parecen estar todos de acuerdo en
fundamentar totalmente en la experiencia sus correctas disquisiciones sobre la
naturaleza humana.
Parte III
3. a. Defina el concepto de percepción, de impresión y de idea. Dé ejemplos.
b. Diga qué relación hay entre impresiones e ideas.
Parte IV
4. a. ¿Cuál es el criterio de verdad de Hume? Compárelo con el de Descartes.
b. ¿Con qué argumentos afirma que la metafísica carece de sentido?
c. ¿Habría, según Hume, ideas innatas?
Nuestro autor piensa “que ningún descubrimiento podría haberse hecho con
tanto éxito, para resolver todas las controversias sobre las ideas, como éste: que
las impresiones siempre preceden a las ideas, y que cada idea de que se provee
la imaginación aparece primero en su correspondiente impresión. Estas últimas
percepciones son todas tan claras y evidentes, que no admiten controversia; si
bien muchas de nuestras ideas son tan obscuras, que es casi imposible, incluso
para la mente que las forma, decir exactamente su naturaleza y composición”.
De acuerdo con esto, cuando una idea es ambigua, el autor recurre siempre a la
impresión que ha de transformarla en clara y precisa. Y cuando sospecha que un
término filosófico no tiene ninguna idea correspondiente a él (como es muy
41
común) pregunta siempre ¿de qué impresión se deriva esa idea? Y si no puede
remitirse a ninguna impresión, concluye que el término en cuestión carece de
significado De este modo examina nuestra idea de substancia y esencia; y sería
de desear, que este método riguroso fuese ejercitado en todos los debates
filosóficos.
Parte V
5. Respecto de la idea de causa, ¿qué características tienen las situaciones en
las que se hallan presentes a los sentidos tanto la causa como el efecto?
Este es el caso en que tanto la causa como el efecto están presentes en los
sentidos. Veamos ahora en qué se fundamenta nuestra inferencia cuando de la
presencia de una concluimos que la otra ha existido o existirá Supóngase que
veo una bola moviéndose en línea recta hacia otra; inmediatamente concluyo
que chocarán y que la segunda se pondrá en movimiento. Esta es la inferencia
de la causa al efecto; y de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos en
la conducta de la vida; en esto se fundamenta toda nuestra creencia en la
historia y de aquí se deriva toda la filosofía, con la única excepción de la
geometría y la aritmética Si podemos explicar la inferencia del choque de las dos
bolas, podemos justificar esta operación de la mente en todos los casos.
42
7. ¿Por qué la inferencia de la causa al efecto no es una demostración?
Si un hombre tal como Adán hubiese sido creado con pleno vigor intelectual,
pero sin experiencia, jamás sería capaz de inferir el movimiento de la segunda
bola a partir del movimiento y el impulso de la primera. No hay nada que la razón
vea en la causa que nos permita inferir el efecto. Tal inferencia, si fuese posible,
equivaldría a una demostración, al basarse meramente en la comparación de
ideas. Pero ninguna inferencia de la causa al efecto equivale a una
demostración. He aquí la prueba evidente. La mente puede concebir siempre
que un efecto se sigue de una causa, y que un suceso se sigue de otro; todo
aquello que concebimos es posible, al menos en un sentido metafísico; pero
dondequiera que una demostración tiene lugar, lo contrario es imposible e
implica una contradicción. No hay demostración, por tanto, para ninguna
conjunción de causa y efecto. Y este es un principio que generalmente es
admitido por los filósofos.
Hubiera sido necesario, así pues, que Adán (de no estar inspirado) hubiese
tenido experiencia del efecto que se derivó del impulso de estas dos bolas. Tuvo
que haber visto, en varios casos, que cuando una de las bolas chocaba con la
otra, la segunda siempre adquiría movimiento. Si hubiese visto un número
suficiente de casos de esta clase, dondequiera que viese una bola moviéndose
hacia otra, habría concluido siempre, sin vacilación, que la segunda adquiría
movimiento. Su entendimiento se anticiparía a su vista, y establecería una
conclusión apropiada con su experiencia pasada.
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Sólo por la costumbre, estamos determinados a suponer que el futuro se
ajusta al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi
mente se conduce inmediatamente por el hábito hacia el efecto acostumbrado y
se anticipa a mi vista al concebir la segunda bola en movimiento. No hay nada
en estos objetos, considerados de modo abstracto e independientemente de la
experiencia, que me induzca a establecer tal conclusión; e incluso después de
haber tenido la experiencia de muchos y repetidos efectos de esta clase, no hay
argumento alguno que me lleve a suponer que el efecto se ajustará a la
experiencia pasada. Las fuerzas a través de las cuales actúan los cuerpos son
totalmente desconocidas. Percibimos sólo sus cualidades sensibles; ¿y qué
razón tenemos para pensar que las mismas fuerzas han de estar siempre
conectadas con las mismas cualidades sensibles?
No es por tanto la razón, sino la costumbre la que es guía de la vida. Ella
sola determina la mente a suponer Que el futuro se conforma al pasado en todas
las cosas. Por fácil que pueda parecer este paso, la razón nunca sería capaz, ni
en toda una eternidad, de llevarlo a cabo.
Parte VIII
10. ¿En qué consiste el escepticismo de Hume? Compárelo con el de
Descartes.
Parte IX
11. a. ¿Qué es para Hume el alma?
b. Explique la crítica a Descartes acerca de que el yo no es pensamiento y
tampoco substancia.
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de substancia, puesto que sólo tenemos la idea derivada de alguna impresión, y
no tenemos impresión alguna de substancia, ya sea material o espiritual. No
conocemos nada que no sean cualidades o percepciones particulares. Así como
nuestra idea de cuerpo, un melocotón, por ejemplo, es sólo la de un particular
sabor, color, figura, tamaño, consistencia, etc., así nuestra idea de mente es sólo
la idea de percepciones particulares sin ninguna noción de algo a lo que
denominamos substancia, ya sea simple o compuesta.
Parte XII
12. ¿Qué entiende Hume por “principios de asociación” y qué papel cumplen en
su filosofía?
TRABAJO PRÁCTICO N° 16
Hume: la causalidad (continuación)
1. Reconstruya los pasos del argumento con el que Hume intenta probar que la
ciencia no es conocimiento. Para ello, coloque entre paréntesis el número de
orden en que debería estar cada enunciado.
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El conocimiento de que la naturaleza es uniforme está justificado o por la
razón o por la experiencia. ( )
UNIDAD 5
TRABAJO PRÁCTICO N° 17
La síntesis de Immanuel Kant
46
de las impresiones sensibles) proporciona por sí misma. En tal supuesto, no
distinguiríamos este añadido de aquella materia fundamental hasta que un largo
ejercicio nos hubiese hecho atentos a ello y hábiles en separar ambas cosas.
Es pues por lo menos una cuestión que necesita de una detenida
investigación y que no ha de resolverse a primera vista, la de si hay un
conocimiento semejante, independiente de la experiencia y aun de toda
impresión de los sentidos. Esos conocimientos se llaman a priori y se distinguen
de los empíricos, que tienen sus fuentes a posteriori, a saber, en la experiencia.
2. ¿Cuáles son los criterios, según Kant, para distinguir el conocimiento a priori
del conocimiento a posteriori?
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IV. Distinción entre los juicios analíticos y los sintéticos
48
Pero en los juicios sintéticos a priori falta enteramente esa ayuda. Si he de
salir del concepto A para conocer otro B como enlazado con él, ¿en qué me
apoyo? ¿Mediante qué es posible la síntesis, ya que aquí no tengo la ventaja de
volverme hacia el campo de la experiencia para buscarlo? Tómese esta
proposición “Todo lo que sucede tiene una causa”. En el concepto “algo que
sucede” pienso ciertamente una existencia, a la que precede un tiempo, etc., y
de aquí pueden sacarse juicios analíticos. Pero el concepto de una causa [está
enteramente fuera de aquel concepto y] me ofrece algo distinto del concepto “lo
que sucede” y no está por tanto contenido en esta última representación. ¿Cómo
llego a decir de “lo que sucede” algo enteramente distinto y a reconocer como
perteneciente a ello [y hasta necesariamente] el concepto de causa, aun cuando
no se halle contenido en ello? ¿Cuál es aquí la incógnita x, sobre la cual se
apoya el entendimiento cuando cree encontrar fuera del concepto A un
predicado B extraño a aquel concepto y lo considera, sin embargo, enlazado con
él? La experiencia no puede ser, porque el principio citado añade esta segunda
representación a la primera, no sólo con más universalidad de la que la
experiencia puede proporcionar, sino también con la expresión de la necesidad
y, por tanto, enteramente a priori y por meros conceptos. Ahora bien, en
semejantes principios sintéticos, es decir, de ampliación, descansa todo el
propósito último de nuestro conocimiento especulativo a priori; pues aunque los
juicios analíticos son muy importantes y necesarios, lo son tan sólo para
alcanzar aquella claridad de los conceptos, que se exige para una síntesis
segura y extensa, que sea una adquisición verdaderamente nueva.
49
siete y cinco, y por mucho que analice mi concepto de una posible suma
semejante, no encontraré en él el número doce. Hay que salir de esos
conceptos, ayudándose con la intuición que corresponde a uno de ellos, por
ejemplo, los cinco dedos o bien (como Segner en su Aritmética) cinco puntos, y
así poco a poco añadir las unidades del cinco, dado en la intuición, al concepto
del siete.
Pues tomo primero el número 7 y, ayudándome con la intuición de los dedos
de mi mano para el concepto del 5, añado una a una las unidades que antes
había recogido para constituir el número 5, al número 7, y así veo surgir el
número 12. Que 5 ha de añadirse a 7 es cierto que lo he pensado en el concepto
de una suma = 7 + 5; pero no que esa suma sea igual al número 12. La
proposición aritmética es, por tanto, siempre sintética y de esto se convence uno
con tanta mayor claridad cuanto mayores son los números que se toman, pues
entonces se advierte claramente que por muchas vueltas que le demos a
nuestros conceptos, no podemos nunca encontrar la suma por medio del mero
análisis de nuestros conceptos y sin ayuda de la intuición.
De igual modo, ningún principio de la geometría pura es analítico. Que la
línea recta es la más corta entre dos puntos es una proposición sintética. Pues
mi concepto de recta no encierra nada de magnitud, sino sólo una cualidad. El
concepto de lo más corto es enteramente añadido y no puede sacarse, por
medio de ningún análisis, del concepto de línea recta; la intuición tiene pues que
venir aquí a ayudarnos y por medio de ella tan sólo es posible la síntesis.
2. La ciencia de la naturaleza (Física) contiene juicios sintéticos a priori como
principios. Quiero adelantar tan sólo un par de proposiciones como ejemplos:
que en todas las transformaciones del mundo corporal la cantidad de materia
permanece inalterada, o que en toda comunicación del movimiento tienen que
ser siempre iguales la acción y la reacción. En ambas, no sólo la necesidad y por
ende el origen a priori está claro, sino que se ve claramente también que son
proposiciones sintéticas. Pues en el concepto de materia no pienso la
permanencia, sino sólo la presencia de la materia en el espacio, llenándolo. Así,
pues, salgo realmente del concepto de materia, para pensar a priori unido a él,
algo que no pensaba en él. La proposición no es, por tanto, analítica, sino
sintética y, sin embargo, pensada a priori. Así también en las demás
proposiciones, que constituyen la parte pura de la física.
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7. Explique la tesis de que el espacio y el tiempo son condiciones necesarias a
priori de la experiencia sensible.
Dos son las fuentes del conocimiento humano, las cuales brotan acaso de
una raíz común, pero desconocida, a saber, la sensibilidad y el entendimiento.
Por la primera nos son dados los objetos; por la segunda son pensados.
51
lógicas según la precedente tabla en todos los juicios posibles. Porque el
entendimiento se halla completamente agotado y toda su facultad totalmente
reconocida y medida en esas funciones. Llamaremos a esos conceptos
categorías, siguiendo a Aristóteles, pues igual es nuestro fin, aunque haya
bastante diferencia en la ejecución.
TRABAJO PRÁCTICO Nº 18
La ética formal de Kant
52
En efecto, como la razón no es bastante apta para dirigir de un modo seguro
a la voluntad en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de
nuestras necesidades (que en parte la razón misma multiplica), pues a tal fin
nos habría conducido mucho mejor un instinto natural congénito; como, sin
embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica,
es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que
el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad
buena, no en tal o cual sentido, como medio, sino buena en sí misma, cosa para
la cual la razón es absolutamente necesaria, si es que la naturaleza ha
procedido por doquier con un sentido de finalidad en la distribución de las
capacidades. Esta voluntad no ha de ser todo el bien ni el único bien, pero ha
de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de
felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de
la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin
primero e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo menos en esta
vida. La consecución del segundo fin, siempre condicionado, que es la felicidad,
sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista,
porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la
fundamentación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de
tal propósito más que una satisfacción especial, a saber, la que nace de la
realización de un fin determinado solamente por la razón, aunque ello tenga que
ir unido a algún perjuicio para los fines de la inclinación.
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suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello,
sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin
inclinación alguna, solo por deber, entonces y sólo entonces posee esta acción
su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza
haya puesto poca simpatía en el corazón; un hombre que, siendo por lo demás
honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso
porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza
de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente
en los demás; un hombre como éste (que no sería seguramente el peor
producto de la naturaleza), desprovisto de cuanto es necesario para ser un
filántropo, ¿no encontraría en sí mismo, sin embargo, cierto germen capaz de
darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento
bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter que,
sin comparación, es el más alto desde el punto de vista moral: en hacer el bien
no por inclinación sino por deber.
Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos
al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta
pueda llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente buena? Puesto que he
sustraído la voluntad a todos los impulsos que podrían apartarla del
cumplimiento de una ley, no queda nada más que la legalidad universal de las
acciones en general (que debe ser el único principio de la voluntad); es decir,
yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se
convierta en ley universal. Aquí, la mera legalidad en general (sin poner como
fundamento ninguna ley adecuada a acciones particulares) es la que sirve de
principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber no debe reducirse a una
vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto coincide perfectamente la
razón común de los hombres en sus juicios prácticos, puesto que el citado
principio no se aparta nunca de sus ojos.
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6. Explique cómo se aplica el imperativo categórico en el ejemplo de Kant
acerca de las promesas.
TRABAJO PRÁCTICO Nº 19
Sartre: el existencialismo
1. ¿Qué quiere decir Sartre con la frase “La existencia precede a la esencia”?
55
de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una
receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera
y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un
hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto.
Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia -es decir, el
conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo-
precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí, de tal o
cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del
mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.
Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a
un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos,
trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos
siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo
acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el
concepto de hombre en el espíritu de Dios es asimilable al concepto de
cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo
técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un
cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así el hombre individual
realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en
el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo
mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la
encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y
aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta
naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los
hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un
concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto
el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están
sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así,
pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica
que encontramos en la naturaleza.
El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que
si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la
esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y
que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué
significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre
empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define.
El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque
empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho.
Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El
hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se
quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después
de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se
hace. Este es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama
la subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué
queremos decir con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la
piedra o la mesa? Porque queremos decir que el hombre empieza por existir,
es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es
consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un
proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una
podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay
en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser.
No lo que querrá ser. Porque lo que entendemos ordinariamente por querer es
una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que
el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido,
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escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la manifestación de una
elección más original, más espontánea que lo que se llama voluntad.
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por sí misma. El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo
que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar
valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no
hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna
parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir;
puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres.
Dostoievsky escribe: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido.” Este es el
punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no
existe y en consecuencia el hombre está abandonado, por que no encuentra ni
en sí ni fuera de sí una posibilidad de donde aferrarse. No encuentra ante todo
excusas. Si en efecto la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás
explicar por referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo,
no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra
parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que
legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en
el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin
excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser
libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro
lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que
hace.
En segundo lugar se nos dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto
es verdad en cierta medida, y falso en otra. Es verdadero en el sentido de que,
cada vez que el hombre elige su compromiso y su proyecto con toda sinceridad
y con toda lucidez, sea cual fuere por lo demás este proyecto, es imposible
hacerle preferir otro; es verdadero en el sentido de que no creemos en el
progreso; el progreso es un mejoramiento; el hombre es siempre el mismo
frente a una situación que varía y la elección se mantiene siempre una elección
en una situación. El problema moral no ha cambiado desde el momento en que
se podía elegir entre los esclavistas y los no esclavistas, en el momento de la
guerra de Secesión, por ejemplo, hasta el momento presente, en que se puede
optar por el M.R.P. o los comunistas.
Pero sin embargo se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente
a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y
este no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están
fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo
que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección
libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa
de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de
mala fe.
Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de mala fe?
Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe como
un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es
evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En
el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos
valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez,
los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala
fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que
usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe.
[...]
En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad total, he
reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la
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existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, sino
querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos de
querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de libertad,
implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de
ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se
oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los
llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria,
cuando que es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra,
los llamaré inmundas Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más
que en el plano de la estricta autenticidad
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