La I Latina
La I Latina
La I Latina
José Pocaterra
I
¡No, no era posible!, andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocer
la o por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.
-¡Nada!, ¡nada! -dijo mi abuelita-. A ponerlo en la escuela...
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta
años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que
estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al
entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un
bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y
un atadito de lápices, me dijo poniendo en mi aquella grave dulzura de sus
ojos azules: -¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a
enseñar muchas cosas...!
¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes
mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en
la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo
sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde ésa y la noche sin quererme
dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes
forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para
admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres
manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir
a la escuela.
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el largo
corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía
el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara
de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa
desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos
mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de
yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido;
pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los
mismos sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla
enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con
una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y
pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella
piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas,
me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar...
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó
mi abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me
observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía
delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente,
de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue
mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había
sido ilusorias visiones de sapiencia... Así que en la tarde, al volver para la
escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de
llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra
y los lápices el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo
acompasado y burlón.
III
IV
Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más «enfermo» que de
costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a
tomarle del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un
ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás
con la mano en la cabeza... Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que
se había inclinado a palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito
teñido de rojo:
-Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese.
Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito
pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien
vendada:
-¿Como que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso
azorada:
-No señor, que me tropecé...
-Mentira, señor inspector, mentira -protesté rebelándome de un modo
brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimule- fue su hermano, el señor
Ramón María que la empujó, así... contra la pared... -y expresivamente le
pegué un empujón formidable al anciano.
-Sí, niño, si ya sé... -masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a
castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos
fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho
tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par
de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de
llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca
podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos
de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.
VI
VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De
casa han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no
le gustaba nada esa tos...
No sé de quién hablaban.
VIII
IX