Fe Catolica
Fe Catolica
Fe Catolica
Pedro García
Misionero Claretiano
Con aprobación eclesiástica:
Marcos Gregorio McGrath, Arzobispo de Panamá
Con permiso de los Superiores:
José Sentre Cmf, Superior Provincial
Propiedad: Provincia Claretiana de Centroamérica
Primera Edición: SAN JOSE, Costa Rica,1994
Segunda Edición: SAN SALVADOR, 2008
Impreso por
BELLAS ARTES
Noviembre - 2008
SAN SALVADOR; El Salvador C.A.
YO CREO
Preliminares. La Fe. El Credo. La Palabra de Dios, 1-7.
Biblia, Tradición y Magisterio, 8-16.
Significado de Mi Fe Católica. La lectura de la Biblia.
Afirmaciones, 17-21.
Dios y su Trinidad, 22-27.
El Padre, el Señor Jesucristo, el Espíritu Santo, 28-40.
La Iglesia y la Comunión de los Santos, 41-48.
María, 49-52.
El perdón de los pecados, 53-55.
La Vida Eterna. Muerte, Juicio, Purgatorio, Cielo e
Infierno sin fin, 56-64.
YO RECIBO
Los Sacramentos, 65-66. Bautismo, 67. Confirmación,
68. Eucaristía, 69. Penitencia o Reconciliación, 70. Unción
de los Enfermos, 71. Orden Sagrado, 72. Matrimonio, 73.
Afirmaciones, 74.
YO AMO
Ley, Gracia y pecado, 75. La Gracia y la Perfección
cristiana, 76-80. ¿Y el pecado?, 81-83. Afirmaciones, 84.
El Decálogo, 85. Primer Mandamiento, 86-88. Segundo
Mandamiento, 89. Tercer Mandamiento, 90.
Intermedio. El hermano. Dignidad personal, 91-92.
Cuarto Mandamiento, 93. Quinto Mandamiento, 94.
Sexto Mandamiento, 95. Séptimo Mandamiento, 96. Octa-
vo Mandamiento, 97. Noveno Mandamiento, 98. Décimo
Mandamiento, 99. Abolición de la Ley antigua, 100. La
Ley de la Iglesia, 101. Afirmaciones, 102.
TO REZO
La Oración, 103-111.
Breve Devocionario
El Papa Pío XI
YO CREO
3. ¿Y qué es la Fe?
La fe es la raíz de la amistad con Dios y de la santidad.
“El justo vive de la fe” (Romanos 1,17). “Sin la fe es im-
posible agradar a Dios” (Hebreos 11,6). “La fe es una ad-
hesión personal del hombre entero a Dios que se revela”
(CEC 176).
EL CREDO
FE Y VIDA
¿Vale la pena creer?... Cuando en el siglo dieciocho estaba
de moda la Enciclopedia y empezaba a brotar con empuje el
Racionalismo, un rey de la talla de Federico El Grande, en la
Prusia alemana y protestante, coqueteaba demasiado con Voltai-
re y presumía de incredulidad, como lo exigía la elegancia de los
días. Pero, por lo visto, eso era de labios afuera. En lo íntimo de
su conciencia, parece que pensaba de modo muy diferente. Un
día de frío invierno, ve a través de los cristales del palacio cómo
los católicos salían de la iglesia después de vivir su Misa domi-
nical. Y, en un arranque de sinceridad, exclama con rostro pen-
sativo y serio: “¡Estos sí que son felices!”...
Por boca del monarca se pronunciaba la experiencia de cada
día y el mismo sentido común. Los creyentes somos más felices
de lo que nos imaginamos. Somos los únicos que sabemos dar
sentido a la vida. No creemos al que dice estar satisfecho consi-
go mismo si no sabe de dónde viene ni adónde va.
Pero esa fe tiene que ser firme, segura, y jamás titubeante. El
que duda, se convierte en un masoquista que disfruta en tortu-
rarse. De aquí la providencia de Dios al darnos su Palabra, lo
mismo en la Biblia que en la Tradición, confiada a un Magiste-
rio que no se calla nunca ni tartamudea cuando propone la ver-
dad que el Señor le confió.
Ese aplomo de nuestros Pastores es el que nos da nuestra
fuerza inconmovible. Esta sumisión a unos hombres, ¿rebaja
nuestra dignidad personal? ¿O tal vez nos hace vivir en la Igle-
sia bajo las botas aplastantes de dictadores?... Sólo un irreflexi-
vo se atreve a hablar de este modo. Me gustó la expresión des-
enfadada de un simpático autor: “Creo a pie juntillas lo que en-
seña la Iglesia, precisamente porque no soy un borrego. Discu-
rro, y veo que tiene que ser así. O la Iglesia habla con „autori-
dad‟, como Jesucristo, o no es la Iglesia de Jesucristo”.
La Iglesia (y no saquemos a cuento los tiempos de la Inquisi-
ción) no impone. Sino que expone, propone, invita a escuchar y
aceptar la palabra de Jesucristo. Como en los concursos de la
radio o la televisión: si lo quieres lo tomas, si no lo quieres lo
dejas... Aunque, ¡claro!, detrás está la palabra del mismo Jesu-
cristo: “El que crea se salvará. Pero el que se resista a creer, se
condenará” (Marcos 16, 16).
DIOS
27. AFIRMAMOS
- Hay un solo Dios verdadero.
- En Dios hay tres Personas distintas: el Padre, y el Hijo
y el Espíritu Santo. O sea, Dios ES Trinidad.
- Dios es infinitamente grande en poder, sabiduría y
amor, Creador de todas las cosas, de los ángeles y de los
hombres.
EL PADRE
JESUCRISTO
EL ESPIRITU SANTO
40. AFIRMAMOS
- La Primera Persona de la Santísima Trinidad es el Pa-
dre, que engendra a su Hijo divino y nos ha adoptado a
nosotros como hijos, destinados a su Gloria.
- Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre.
- Jesús nos salvó por el llamado Misterio Pascual: su
pasión, muerte, resurrección y ascensión al Cielo.
- En el Cielo está Jesús intercediendo siempre por noso-
tros, hasta que vuelva glorioso al final del mundo.
- El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, Dios como el Padre y el Hijo.
- Jesús Resucitado comunicó su Espíritu a los Apóstoles
y a todos los redimidos.
FE Y VIDA
Dios, Padre – Jesucristo – El Espíritu Santo
LA IGLESIA
FE Y VIDA
“¡Al fin, muero hija de la Iglesia!”, exclamó en su agonía
nuestra mujer más grande, la incomparable Santa Teresa de
Jesús. Suerte como ésta la tiene quien ha vivido siempre como
miembro vivo de la Iglesia de Jesucristo. ¿La tendremos noso-
tros? ¡Dios lo quiera!...
Ser hijo o hija de la Iglesia significa, ante todo, estar orgullo-
sos de nuestra Madre. Ya sabemos que la Iglesia, en su elemento
humano, y mientras camina por este mundo, siente las miserias
de muchos hijos suyos, que somos nosotros. Es así. Pero tam-
bién sabemos que un día, al triunfar totalmente la Gracia sobre
nuestras debilidades, la Iglesia aparecerá ante Cristo como su
“Esposa santa e inmaculada, radiante de hermosura, sin mancha
ni arruga que desluzca su hermosas faz”, como asegura San
Pablo (Efesios 5,27).
Hoy la Iglesia Católica es atacada por todos sus costados.
Igual que lo ha sido siempre y lo será hasta el final. La Iglesia
Católica, que conserva el espíritu de Cristo, y que es el mismo
Cristo continuado en el mundo, sentirá siempre, como gran
gloria suya, el zarpazo de la fiera. Ya nos lo dijo el Señor: “Si a
mí me han perseguido, también les perseguirán a ustedes”
(Juan 15,20).
Y nos atacarán con la mayor persecución de todas, como es
incitando a la apostasía de muchos hijos suyos, de la que ya
nos previno San Pablo: “Es inevitable que surjan entre ustedes
divisiones; así se demuestra quiénes son los fieles de verdad”
(1Corintios 11,19). “Se introducirán entre ustedes lobos rapa-
ces que no perdonarán al rebaño. De entre ustedes mismos
surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas, y arras-
trarán discípulos detrás de sí. ¡Estén alerta” (Hechos 20,29-31).
No creamos nunca en una Iglesia que no es perseguida, ca-
lumniada, denigrada, desgarrada por los que se van de ella…
Esa Iglesia no perseguida no es la de Jesucristo. Como el espí-
ritu de Cristo y el mundo no se podrán casar jamás, jamás tam-
poco el mundo dará paz a la Iglesia verdadera y dejará de
hacerle la guerra.
La Iglesia, que exige de nosotros amor, pide también a cada
uno fidelidad, entrega, trabajo, para colaborar todos en la con-
solidación y expansión del Reino de Dios instaurado por Jesu-
cristo, hasta que llegue a su consumación al final de los tiem-
pos. No trabajar nada por la Iglesia es demostrase un cristiano
muy flojo, demasiado flojo…
“Iglesia peregrina de Dios... Somos en la tierra semilla de
otro Reino, somos testimonio de amor”... Con qué ardor lo
cantamos en nuestras celebraciones, ¿no es así?...
MARIA
FE Y VIDA
Quitemos del cristianismo a María y le habremos privado del
amor, el cariño, la ternura, la belleza y el encanto que pone en
todo la mujer… Aparte del papel que juega María en el plan
divino de la salvación, miremos cómo Dios nos la dio para lle-
nar ese vacío que se hubiera producido en la Iglesia sin la pre-
sencia de la Mujer que es Madre, Hermana y Amiga.
Cuando nuestros hermanos separados los protestantes supri-
mieron el culto a María en sus iglesias cegaron la fuente de la
poesía en sus templos y en su piedad. Y lo añoran muchos de
ellos. Es célebre la confesión de un protestante luterano, que
escribió, hace ya muchos años, en un periódico de Berlín: “La
Iglesia evangélica es demasiado fría. Tiene necesidad de calor.
¿Quién se lo podrá comunicar? Es mi convicción que debemos
volver a nuestra Madre María”. Sigue un párrafo precioso, que
acaba con un grito casi patético: “A nosotros nos falta María.
¡Oh, sí, volvamos a nuestra Madre María!”. Este hermano pro-
testante debe estar en el Cielo muy cerca de esa Virgen a la que
tan metida llevaba dentro…
A la Virgen María nosotros la veneramos. ¡Es tan grande!...
La amamos. ¡Es nuestra Madre! Luego sobran todas las razones
para quererla... La invocamos. ¡Puede tanto su intercesión ante
Dios!... La imitamos. ¡Dios nos la dio como imagen y modelo
de la Iglesia!
Siguiendo lo que nos dice el Concilio, la piedad cristiana ha
sentido siempre la devoción a María como prenda segura de
salvación y garantía para conseguir la perfección cristiana a la
que Dios nos llama. Porque María nos lleva a Jesús. Esta es su
misión. Pocos habrán expresado este sentimiento tan vigorosa-
mente como San Juan de Ávila. Al que le pregunta: “¿Qué haré
para tener devoción a la Virgen?”, le contesta extrañado el ar-
diente predicador: “¿No le tenéis devoción? ¡Harto mal tenéis,
harto bien os falta! ¡Más quisiera yo estar sin pellejo que sin
devoción a María!”.
55. AFIRMAMOS
- El perdón de los pecados es la amnistía completa con-
cedida por Dios al hombre, en virtud de la Sangre de Cris-
to, que la derramó por nosotros.
LA VIDA ETERNA
64. AFIRMAMOS
- Juicio particular es aquel a que será sometido cada uno
en el momento de su muerte y que fijará su suerte por toda
la eternidad.
- Juicio universal es el que ejercerá Jesucristo al final
del mundo, después de resucitar a todos los muertos, y con
el cual cerrará la Historia de la Humanidad.
- El Cielo o la Gloria es la felicidad con que Dios pre-
mia en su presencia a los buenos por toda la eternidad.
- El Infierno es el castigo eterno de los que mueren im-
penitentes en pecado mortal.
- Entendemos por Vida Eterna la que esperamos des-
pués de la muerte y que no acabará jamás.
FE Y VIDA
YO RECIBO
74. AFIRMAMOS
- Aunque la Gracia se nos da y acrecienta por toda obra
buena que hacemos, los Sacramentos son los conductos
ordinarios de la Gracia de Dios.
- Los Sacramentos fueron instituidos por nuestro Señor
Jesucristo y son conservados fielmente por la Iglesia.
- Los Sacramentos son siete: Bautismo, Confirmación,
Eucaristía, Penitencia, Unción de los Enfermos, Orden
Sagrado y Matrimonio.
FE Y VIDA
No hay palabra que tanto gasten nuestros labios como la pa-
labra VIDA. En el orden natural como en el sobrenatural. El
Evangelio de Juan, lo más sublime que se ha escrito, empieza
hablándonos del Dios eterno, “en el cual estaba la vida” (Juan
1.4). Jesucristo se proclamará a sí mismo diciendo que es el
camino, la verdad y la vida. Y dirá que vino al mundo precisa-
mente para que los hombres “tengan vida y la tengan en abun-
dancia” (Juan 1,10). Estamos, pues, ante una realidad, tanto
humana como divina, que casi nos trastorna: ¡la vida!...
Esta vida divina que nos trajo Jesucristo, la vida misma de
Dios, es en nosotros, dentro de la Iglesia, algo existencial. No es
una teoría. Es un hecho que conocemos por la fe y lo palpamos
en sus signos, en las señales externas que Jesucristo nos dejó
para saber que ÉL está en nosotros comunicándonos de continuo
lo que es Dios mismo: su naturaleza, su amor, su gloria...
Desde el momento que los Sacramentos son los canales ordi-
narios por los que Jesucristo nos comunica esa vida de Dios que
El posee en plenitud, ya se ve que el cristiano más pletórico,
más lleno a rebosar de la vida de Dios, es el que más y mejor
recibe los Sacramentos.
Por eso hay que revalorizar los Sacramentos. El Bautismo,
que nos hace “partícipes de la naturaleza divina”, según la mis-
ma Biblia (2Pedro 1,4). La Confirmación, que hoy nuestros
Jóvenes reciben con preparación y con tanta conciencia, sabien-
do el compromiso que con ella contraen. El Matrimonio, que
santifica toda la vida de los esposos. Hay mucha diferencia entre
casarse o no casarse por la Iglesia, “en el Señor”, como se ex-
presa San Pablo (1Corintios 7,39). La Reconciliación, por la
Confesión, que, contra tantos desaciertos que se dicen de ella, es
una educadora del espíritu extraordinaria.
Y, sobre todo, la Eucaristía, la cual es un encuentro personal
con Cristo. La Misa del domingo es el punto culminante de la
semana del cristiano. No se va a ella por obligación, sino por un
convencimiento propio que nace de lo más hondo del alma. La
Comunión dominical ─¡ojalá sea más frecuente y hasta diaria!─
es la riqueza suma que nos llega de Dios. Toda la vida de Dios
trasvasada a la Humanidad de Jesucristo, “en quien habita toda
la plenitud de la divinidad” (Colosenses 2,9), nos dice San Pa-
blo, se vuelca y se mete ahora toda en mí por la Comunión del
Cuerpo de Cristo...
“Si me aman, guardarán mis mandamientos. El que tiene mis man-
damientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama, será
amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan
14,15.21)
YO AMO
84. AFIRMAMOS
- La Gracia es la vida de Dios en nosotros, es Dios
mismo que se nos da y vive en nuestro corazón.
- La Gracia nos convierte en hijos de Dios, en miembros
de Cristo, en templos vivos del Espíritu Santo, en ciudada-
nos del Reino dentro de la Iglesia, y en herederos del Cie-
lo.
- Todos los bautizados hemos sido llamados a la santi-
dad en la perfección del amor.
- Pecado es la rebelión del hombre contra Dios y la es-
clavitud con que se somete a Satanás.
FE Y VIDA
Contra la costumbre secular de hablar demasiado en la Igle-
sia sobre los castigos eternos ─¡siempre el temor de Dios, sinó-
nimo de miedo a Dios!─, que no hizo demasiado bien en el pue-
blo cristiano, vino, muy entrado ya el siglo veinte, la feliz cos-
tumbre de hablar mucho de LA GRACIA. Un acierto indiscuti-
ble. Jesucristo y la Gracia han sido y siguen siendo los temas
centrales de nuestra predicación actual.
El Papa Juan Pablo II lanzó la consigna de “la nueva evan-
gelización”, que exige proclamar la Buena Noticia de Jesucristo,
tan vieja y tan actual, con nuevo ardor, nuevos métodos y nueva
expresión: al hombre del siglo veintiuno se le habla a lo siglo
veintiuno y no a lo siglo trece... Esta evangelización nueva la
hemos de cifrar en el Reinado de Dios sobre una nueva Huma-
nidad, en la lucha victoriosa contra el pecado, tanto individual
como social, y marchando gozosos, a impulsos del Espíritu,
hacia esas promesas de la salvación última que nos espera en
una eternidad feliz...
Todo se reducirá a la proclamación de esas dos realidades
que son Jesucristo y su gracia. La vida que nos ha traído Jesu-
cristo metida en cada corazón y comunicada a todos los hombres
por un apostolado ardiente.
Es necesario que el pecado no nos diga nada, porque no vale
la pena lo que no trae más que desilusión. Por el contrario, que
nos diga mucho la realidad de la vida divina, fuente de la alegría
verdadera. Aquel muchacho, dirigente de Encuentros Juveniles
entre nosotros, se lo expresó a su mamá con esta fórmula, a fuer
de sencilla casi genial: “¿Vivir en gracia?... ¡Si es una ganga!”...
Dijimos algo sobre el pecado después del número 54 y en el
Fe y Vida siguiente al nº. 64. Vimos allí cómo por parte de Dios
la amnistía, el perdón, el olvido es total, porque es aniquilación
de la culpa: ya no existe. Consolador, ¿no es cierto?...
Lo malo es que nosotros somos reiterativos. Dios nos perdo-
na, y nosotros, “¡dale que dale!”, como decimos familiarmente,
siempre a las mismas... Y esto no es una broma. Porque tiene
graves consecuencias. Poco a poco se va cayendo en ese mal
que diagnosticó severamente el Papa Pío XII: “El mundo ha
perdido la noción de pecado”. Entonces, es natural, el pecado
nos lo tragamos como un bocadillo o una coca cola fresca...
Por lo aleccionador que es, traemos el ejemplo de San Igna-
cio de Loyola, que, ante la culpa grave, nos estimula a tener
valentía y generosidad; nos enseña a valorar el problema de
nuestra salvación y de los demás; a la vez que nos empuja a
buscar la gloria de Dios en el apostolado que llevamos adelante.
Estudiante todavía Ignacio en París, como nos cuenta su pri-
mer biógrafo Ribadeneira, se entera de los malos pasos de un
caballero, que tenía su amante algo lejos, y cada vez había de
pasar por un camino obligado. En noche de friísimo invierno,
Ignacio está al acecho. Cuando entre las sombras, a la luz de la
luna, lo distingue ya cercano, se zambulle casi hasta el cuello en
el agua de la laguna helada, y, al estar el otro ya delante, le grita
con fuerza: “Anda y goza de tus asquerosos placeres. Anda, que
aquí me estaré atormentándome yo y haciendo penitencia por ti,
hasta que Dios aplaque el justo castigo que ya contra ti tiene
aparejado”. El otro, desde luego, tuvo bastante...
Ya sacerdote y en Roma, Ignacio se dedica, entre otros apos-
tolados, al de hacer el bien a las pobres prostitutas que tanto
vagabundeaban por la ciudad. El mismo las acompañaba a la
Casa de Santa Marta para su regeneración. La conducta de Igna-
cio fue muy criticada, por su puesto, y se le hizo ver además lo
inútil de sus esfuerzos. Pero él respondió de una manera digna
de Ignacio: “Si yo pudiese impedir con todos mis trabajos un
solo pecado mortal de ellas esta noche, los daría por bien paga-
dos, para que no fuese ofendida la Majestad de mi Creador y
Señor”...
Este Ignacio, que, militar de vida no muy santa, se convirtió
a sus treinta años, pudo dar con autoridad en sus Ejercicios espi-
rituales para todos esta norma formidable: “Que en todo obe-
dezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que, aunque
me hiciesen señor de todas las cosas criadas de este mundo, y ni
por guardar mi propia vida, no sea en deliberar ─ni se me ocu-
rra, ni tan siquiera me pase por la cabeza─ quebrantar un man-
damiento, divino o humano, que me obligue a pecado mortal”.
Esto es generosidad. Esto es elegancia. Aunque veamos de-
rrotados mil a nuestra derecha y diez mil a nuestra izquierda,
vale la pena distinguirse por una valentía que podría llegar hasta
el extremo, como nos pide Dios en la carta a los Hebreos: “Aún
no han llegado ustedes hasta la sangre en su resistencia contra el
pecado” (Hebreos 12,4).
Ante la culpa que anega al mundo, a uno le viene a la mente
el inmortal y trágico verso de Virgilio cuando describe la tem-
pestad sufrida por Eneas en el mar y que dio a pique con la em-
barcación: “Apparent rari nantes in gurgite vasto” = sólo unos
poquísimos náufragos se ven bracear entre las olas... La lucha
contra el pecado se presenta hoy como un campeonato, que pide
atletas bien entrenados...
Intermedio
El Catecismo de la Iglesia Católica pone antes del Cuarto Manda-
miento una nota sobre el amor al hermano, como un pórtico ante los
preceptos de la segunda tabla de la Ley (CEC 2196). Magnífico. Noso-
tros hacemos lo mismo con los dos números siguientes, 91 y 92.
102. AFIRMAMOS
- Ama de verdad a Dios el que cumple los Mandamien-
tos, y ama al hermano el que está dispuesto a ayudarle en
sus necesidades.
- El Decálogo, o los Diez Mandamientos, es la expre-
sión de la Ley de Dios impresa en nuestros corazones.
- Aunque la ley antigua quedase abolida, Jesucristo
confirmó y llevó a su perfección los Diez Mandamientos
de la Ley de Dios.
- La Iglesia, con la autoridad de Jesucristo, nos impone
algunos mandamientos para nuestro bien y para la edifica-
ción moral del mundo.
FE Y VIDA
Hay muchos conceptos y pareceres acerca de la Ley de
Dios. Pero sólo hay una opinión válida: que la Ley de Dios
es un regalo y un privilegio. Aunque la conciencia íntima
le dicte siempre al hombre dónde está lo bueno y dónde
empieza la frontera del mal, es una suerte grande el tener
claros, precisos, nítidos y fuera de nosotros esos dictáme-
nes de la conciencia. De este modo ya no podemos errar
por ignorancia el camino que nos lleva a Dios y a la salva-
ción. Por otra parte, los Mandamientos son la salvaguarda
más firme y segura del orden y del bienestar del hombre en
la sociedad.
Cuando Hitler implantó el nazismo alemán, y las men-
tes más claras veían toda la catástrofe que le venía encima
al mundo, el Papa Pío XI, con una valentía que hizo tem-
blar al temido dictador, le dijo en la famosa encíclica Mit
brennender Sorge: “Si la doctrina moral se cimienta en
opiniones humanas en vez de anclarse en la voluntad de
Dios y en sus mandamientos, es lo mismo que abrir de par
en par las puertas a las fuerzas que destruyen todo”.
Además, los Mandamientos, al ser para todos sin excep-
ción, no hacen a nadie superior a otro en el mundo, sino
que a todos nos proclaman iguales, con los mismos dere-
chos y las mismas obligaciones. El mismo Papa Pío XI
decía en esa famosa encíclica: “Nuestro Dios, que es un
Dios personal, rey y fin último de la historia del mundo, ha
dado sus mandamientos de manera soberana, mandamien-
tos independientes de tiempos y espacio, de región y de
raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre todo
el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni
excepciones”.
La Ley de Dios es una ley nacida del amor, que lleva al
amor y que se cifra en el amor. Así entendida, como nos lo
enseñaron Jesucristo y los Apóstoles, es yugo suave y car-
ga ligera, que quita de encima todo el miedo a Dios. El
Beato Federico Ozanam, moribundo, oye la voz de su
hermano que le anima a confiar en Dios. Y aquel santo
esposo y padre de familia, que se dio a los más pobres con
sus famosas Conferencias de San Vicente de Paúl, agoni-
zaba con estas palabras en sus labios: “¿Y por qué tengo
que temer a Dios? ¡Le amo tanto!”...
¡Le amo! Aquí está la clave de todo. Para el que ama no
hay carga imposible de llevar.
“La Ley de Dios es inmaculada, sus mandamientos ro-
bustecen el alma”, canta la Biblia (Salmo 18,8). Dios, ¡que
es sabio!, nos ha dado en unos cuantos puntos lo que las
constituciones de los pueblos tienen diluido en miles de
leyes, que nadie aprende ni sabe cómo cumplir. Y sobrar-
ían todos los códigos civiles con sólo tener claros y llevar a
la práctica, individual y socialmente, esos diez puntos del
Legislador supremo.
Los hombres nos los podemos echar de encima, pero
jamás anularemos lo establecido por Dios. Cuando la Igle-
sia se ha tenido que poner seria en nuestros días ante tanta
desviación moral, no ha hecho otra cosa que recordarnos
los diez Mandamientos y, a lo más, explicarnos el alcance
de algunos de ellos ante las variantes de la sociedad mo-
derna. Ni ha inventado, ni quitado ni añadido nada. Sólo
nos ha señalado lo que es la base del orden, la justicia y la
paz por la que tanto suspira el mundo de nuestros días.
“De un hombre y para un hombre que ora, no hay nada que tener”
(Padre Meschler SJ.)
YO REZO
111. AFIRMAMOS
- La oración es imprescindible para la vida cristiana y
para alcanzar la salvación.
- La oración es un hablar con Dios en plan de amistad
para manifestarle nuestro amor y pedirle sus gracias.
- La oración es siempre eficaz, porque tiene la palabra
infalible de Nuestro Señor Jesucristo.
FE Y VIDA
El Padrenuestro
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu
Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del
mal.
El Avemaría
Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es
contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito
es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, peca-
dores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
El Gloria
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era
en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los si-
glos. Amén.
Confesión general
Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes,
hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra,
obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran
culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los
ángeles, a los santos, y a ustedes, hermanos, que interced-
áis por mí ante Dios, nuestro Señor.
Acto de contrición
Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos
los pecados que he cometido hasta hoy, y me pesa de todo
corazón porque con ellos ofendí a un Dios tan bueno. Pro-
pongo firmemente no volver a pecar, y confío en que, por
tu infinita misericordia, me has de conceder el perdón de
mis culpas y me has de llevar a la vida eterna.
Alma de Cristo
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh buen Jesús, óyeme!
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de ti.
Del enemigo malo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a ti,
para que con tus Santos te alabe
por los siglos de los siglos. Amén.
Consagración a María
Señora y Madre mía, yo me ofrezco del todo a ti. Y en
prueba de mi filial afecto, te consagro en este día mis ojos,
mi oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi
ser. Ya que soy todo tuyo/a, Madre de bondad, guárdame y
defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.
La Salve
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dul-
zura y esperanza nuestra. Dios te salve. A ti llamamos los
desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos gimiendo y llo-
rando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada
nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y
después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito
de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Vir-
gen María!
El Acordaos
Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se
ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protec-
ción, implorado tu asistencia y reclamado tu auxilio, haya
sido desamparado de ti. Animado con esta confianza, a ti
también acudo, oh Virgen Madre de las vírgenes, y, aun-
que gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a
presentarme ante tu presencia soberana. No desoigas, Ma-
dre de Dios, mis humildes súplicas; antes bien, escúchalas
propicia y dígnate acogerlas favorablemente. Amén.
Bajo tu protección
Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios.
No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras ne-
cesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh
Virgen gloriosa y bendita.
Aspiraciones franciscanas
Señor, hazme un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, ponga yo amor.
Donde haya ofensa, ponga perdón.
Donde haya discordia, ponga yo unión.
Donde haya error, ponga verdad.
Donde haya duda, ponga la fe.
Donde haya desesperación, ponga esperanza.
Donde haya tinieblas, ponga la luz.
Donde haya tristeza, ponga alegría.
Haz, oh Maestro,
que yo busque consolar, no ser consolado;
comprender, no ser comprendido;
amar, no ser yo amado.
Porque dando, se recibe;
olvidándose de sí, se encuentra uno en ti;
perdonando se es perdonado,
y muriendo a sí mismo, se resucita a la Vida.
Oración de la mañana
Dios mío, creo en ti. Espero en ti. Te amo y te adoro. Te
doy gracias por el nuevo día que me concedes para servir-
te.
En unión con Cristo, que vive en mí, y en comunión con
todos los miembros de tu Iglesia, te ofrezco mis pensa-
mientos, afectos y acciones de este día para tu gloria, santi-
ficación mía y bien de tu Reino.
María, mi Madre, te amo y me confío a tu protección.
Ángel mío Custodio, guíame y guárdame en todos mis
pasos.
Amén.
Oración de la noche
Señor, gracias por el día que me has concedido pasar en
tu servicio y en amor; por el trabajo que con tu ayuda he
realizado, y por el bien que con tu gracia he hecho a mis
hermanos.
Me arrepiento de todo lo que te haya disgustado hoy en
mí.
Te ofrezco mi descanso de esta noche.
Cristo Jesús, por ti vivo, por ti moriré; pues tanto que
viva como que muera, soy tuyo/a, Señor.
María, Madre y Señora mía, bendíceme y guárdame
siempre en tu Corazón.
Ángel mío Custodio, vela mi descanso. Amén.
Bendición de la mesa
Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que va-
mos a tomar recibidos de tu mano bondadosa. Acuérdate
de los que no tienen pan ni techo, y socórrelos a ellos co-
mo nos ayudas a nosotros. Amén.
Jaculatorias
- Dios mío, creo en ti, espero en ti, y te amo con todo el
corazón.
- Bendito, y alabado, y amado seas, Dios mío.
- Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.
- Señor Jesús, Tú sabes que yo te quiero.
- ¡Ave María Purísima, sin pecado concebida!
- Dulce Corazón de María, ruega por mí.
- Corazón Inmaculado de María, te encomiendo mi sal-
vación.
- Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros,
que recurrimos a ti.
CONCLUSION