Fe Catolica

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MI FE CATOLICA

Una síntesis de la verdad cristiana

Pedro García
Misionero Claretiano
Con aprobación eclesiástica:
Marcos Gregorio McGrath, Arzobispo de Panamá
Con permiso de los Superiores:
José Sentre Cmf, Superior Provincial
Propiedad: Provincia Claretiana de Centroamérica
Primera Edición: SAN JOSE, Costa Rica,1994
Segunda Edición: SAN SALVADOR, 2008

Impreso por
BELLAS ARTES
Noviembre - 2008
SAN SALVADOR; El Salvador C.A.

La hermosa portada de este libro es de la Congregación Mariana de


Barcelona, que generosamente nos autorizó su publicación ya en la
edición primera. Preciosa imagen de lo que es nuestra fe católica. De-
rramada la luz por el Espíritu Santo en Pentecostés sobre los Apósto-
les, unidos en Pedro, que, desde su sede romana en el Vaticano, sigue
actuando en su sucesor el Papa como cabeza de los Obispos; y, siem-
pre, bajo la protección de María, Madre de la Iglesia y Estrella de la
Evangelización.
PRESENTACIÓN

A la importante Conferencia Episcopal de una nación


cuyos ciudadanos han recibido todos el Bautismo, le fue
formulada esta cuestión: “Quién es y quién puede conside-
rarse un católico”. El asunto se tomó muy en serio. Se
nombró una comisión especial de Obispos y teólogos, que
contestó después de maduro examen:
Los Hechos de los Apóstoles dicen que “los que habían
sido bautizados perseveraban
- en la enseñanza de los apóstoles
- y en la unión fraterna,
- en la fracción del pan
- y en las oraciones” (Hechos 2,42).
El que hoy hace lo mismo es un verdadero cristiano
católico.

Tal fue la acertada, profunda y oportuna respuesta de


los ilustres Obispos.

Debe profesar íntegra la fe de Cristo, transmitida por


los Apóstoles y confiada a la Iglesia. “Vayan, y evangeli-
cen. El que crea, se salvará; pero el que no crea, se conde-
nará” (Marcos 16,15-16).
Ha de vivir la unidad de la fe en el amor a Dios y al
hermano. “Hagan discípulos, enseñándoles a poner por
obra todo lo que les he mandado” (Mateo 28,19-20). “Si
me aman, obedecerán mis mandamientos... El que acepta
mis preceptos y los pone en práctica, ése me ama de ver-
dad” (Juan 14,15 y 21). “Quien ama al prójimo ha cumpli-
do la ley” (Romanos 13,8).
Tiene que participar de la Eucaristía, la cual presu-
pone el Bautismo junto con otros Sacramentos. “Tomen y
coman; esto es mi cuerpo. Beban todos, porque ésta es mi
sangre” (Mateo 26, 26-28). “Hagan esto como memorial
mío” (Lucas 22,19). “Si no comen la carne del Hijo del
hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y
yo lo resucitaré en el último día (Juan 6,53-54).
Y ha de orar continuamente, haciendo de la oración el
respirar de su alma y su quehacer primario, porque Jesús
les mostró “la necesidad de orar siempre sin desanimarse”
(Lucas 18,1). “Vivan en constante oración y súplica”
(Efesios 6,18).
Por lo mismo,
- si creemos, - si amamos, y por amor cumplimos la Ley de
Dios, - si recibimos la Eucaristía, - si rezamos…, nos
podemos considerar católicos genuinos, cabales; no nos
falta nada, lo tenemos todo y poseemos la Vida Eterna.
El Catecismo de la Iglesia Católica vino después, con
un punto magnífico, a ilustrar esta misma verdad:
“Están plenamente incorporados a la sociedad que es la
Iglesia aquellos que, teniendo el espíritu de Cristo, aceptan
íntegramente su constitución y todos los medios de salva-
ción establecidos en ella y están unidos, dentro de su es-
tructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo
Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profe-
sión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y
de la comunión. No se salva, en cambio, el que no perma-
nece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, por-
que está en el seno de la Iglesia con el “cuerpo”, pero no
con el “corazón” (CEC 837).
Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos glo-
riamos de profesar, la fe cristiana y católica. En ella que-
remos vivir y morir.
Pedro García Cmf
CONTENIDO

La numeración se refiere a los párrafos, no a las páginas

Presentación. - Tres observaciones

YO CREO
Preliminares. La Fe. El Credo. La Palabra de Dios, 1-7.
Biblia, Tradición y Magisterio, 8-16.
Significado de Mi Fe Católica. La lectura de la Biblia.
Afirmaciones, 17-21.
Dios y su Trinidad, 22-27.
El Padre, el Señor Jesucristo, el Espíritu Santo, 28-40.
La Iglesia y la Comunión de los Santos, 41-48.
María, 49-52.
El perdón de los pecados, 53-55.
La Vida Eterna. Muerte, Juicio, Purgatorio, Cielo e
Infierno sin fin, 56-64.

YO RECIBO
Los Sacramentos, 65-66. Bautismo, 67. Confirmación,
68. Eucaristía, 69. Penitencia o Reconciliación, 70. Unción
de los Enfermos, 71. Orden Sagrado, 72. Matrimonio, 73.
Afirmaciones, 74.

YO AMO
Ley, Gracia y pecado, 75. La Gracia y la Perfección
cristiana, 76-80. ¿Y el pecado?, 81-83. Afirmaciones, 84.
El Decálogo, 85. Primer Mandamiento, 86-88. Segundo
Mandamiento, 89. Tercer Mandamiento, 90.
Intermedio. El hermano. Dignidad personal, 91-92.
Cuarto Mandamiento, 93. Quinto Mandamiento, 94.
Sexto Mandamiento, 95. Séptimo Mandamiento, 96. Octa-
vo Mandamiento, 97. Noveno Mandamiento, 98. Décimo
Mandamiento, 99. Abolición de la Ley antigua, 100. La
Ley de la Iglesia, 101. Afirmaciones, 102.

TO REZO
La Oración, 103-111.
Breve Devocionario

Conclusión: La Misa Dominical


Apéndice I: Las sectas.
Apéndice II. Fe Católica y salvación.
Tres observaciones.

1ª. La exposición doctrinal del libro seguirá el orden del


Catecismo de la Iglesia Católica, que se citará siempre con
la sigla oficial latina: CEC (Cathechismus Ecclesiae Cat-
holicae).

2ª. Para el estudio no resulte demasiado frío, después de


cada tema, e independiente de la numeración, va un breve
inciso titulado FE Y VIDA, con estilo muy diferente del de
la exposición doctrinal, el cual nos traerá ese calor que
necesitamos los que vamos buscando con ansia la verdad y
el amor cristianos.

3ª. Aparecido el Compendio del Catecismo de la Iglesia


Católica, vemos en él lo que dice el Cardenal Ratzinger,
responsable de su composición, y después Papa Benedicto
XVI que ordenó su publicación, cuando habla de la forma
dialogal que adoptó:
“Recupera un antiguo género catequético basado en
preguntas y respuestas. Se trata de volver a proponer un
diálogo ideal entre el maestro y el discípulo, que implica al
lector a proseguir en el descubrimiento de la verdad de su
fe…, favoreciendo de este modo la asimilación y eventual
memorización de los contenidos”.
Si esto ha hecho ese tan acertado Compendio, este libri-
to debía seguir el mismo camino. Por lo tanto, se ha modi-
ficado el estilo de la edición anterior. Aunque algunos pun-
tos permanezcan en la forma que tenían.
OPINIONES

“¿Qué sabe usted de Dios?”, fue la pregunta de la gran


encuesta que un escritor francés realizó estre gente importante.
Y el Premio Nóbel, poeta y diplomático, PAUL CLAUDEL,
respondió escuetamente: “¿Lo que sé de Dios? Exactamente lo
que enseña el catecismo, ni más ni menos”.

Daba con ello la razón a un célebre convertido, Z.


WERNER, que mostraba el catecismo a la audiencia: “En este
pequeño libro hay más verdad que la que pudieron enseñar todos
los filósofos del mundo”.

Y el pensador JOUFFROY, moribundo: “He leído


muchísimo, pero no he encontrado nada que valga tanto como
una página del catecismo”.

El Papa Pío XI

“El Catecismo, de reducido volumen e insignificante por su


exterior, es en realidad de una grandeza y elevación divinas.
Contiene todo cuanto puede alimentrar y confortar la vida
espiritual del hombre. El Catecismo es el resumen de las
verdades, leyes y prescripciones elevadas que conducen a la
cima de la perfección humana y cristiana. Está claro que una
obra que tiene un significado tan fundamental para la vida y una
eficacia tan profunda, necesita un estudio detenido, que debe
continuarse a lo largo de la vida”
“El justo vive de la fe” (Romanos 1,17).
“Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11,6).

YO CREO

El Catecismo de la Iglesia Católica comienza con


esta palabra: CREO ─el Credo, como hemos dicho siem-
pre con la antiquísima expresión latina─, que entraña estos
cuatro elementos íntimamente ligados entre sí:
- sé quién es Dios; - me fío de Dios; - por eso lo acepto, -
y me doy a El.
Al fiarse de Dios y al aceptar a Dios, lo primero que se
acoge es su palabra, lo que nos dice, aunque no lo enten-
damos, por difícil e imposible que nos parezca. Nos lo di-
ce Él, y tenemos bastante. Esto es lo que significamos con
la expresión: YO CREO.
Es la primera exigencia de la FE, que tendrá después,
como complemento natural y obligado, el darnos a ese
Dios en quien creemos y al cual aceptamos como fin de
nuestra vida y de nuestra eternidad.
Esto es lo primero que vamos a ver: qué nos ha dicho
Dios.
Preliminares
1. ¿Vive satisfecho el hombre?
El hombre moderno tiene angustias y esperanzas, y se
formula mil preguntas. ¿De dónde vengo? ¿Qué sentido
tiene mi vida? ¿Por qué existe el dolor? ¿Cómo es que la
vida acaba en nada: podredumbre en el sepulcro, un puña-
do de cenizas en el crematorio? ¿Y después? ¿Hay algo
fuera de esta vida? ¿Es cierto que existe un más allá?... El
hombre tiene ansias insatisfechas: gozar, gozar..., y ve
cómo el placer se le escapa de las manos cuando más lo
disfruta y le deja vacío. La existencia, muchas veces, se
convierte en un fracaso. Entonces, ¿vale la pena vivir? ¿Se
puede esperar en algo?...

2. ¿Se pierde por eso la esperanza?


Sin embargo, el hombre no pierde nunca la esperanza.
Siente que hay algo fuera de él. Más que algo, es AL-
GUIEN que le va a colmar todos sus anhelos. Y cree en él.
Tiende a él. Lo quiere instintivamente. Lo ha llamado
siempre con el nombre de DIOS. Cree en el que espera y a
quien ama.
Ese Dios ha venido en ayuda del hombre. Se le ha dado
en Jesucristo, el cual ha respondido a todas sus inquietu-
des. Dios le pide al hombre que se fíe de Él. Que espere de
Él lo que anhela y no alcanza. Que le ame. Le pide que
tenga FE.

3. ¿Y qué es la Fe?
La fe es la raíz de la amistad con Dios y de la santidad.
“El justo vive de la fe” (Romanos 1,17). “Sin la fe es im-
posible agradar a Dios” (Hebreos 11,6). “La fe es una ad-
hesión personal del hombre entero a Dios que se revela”
(CEC 176).

4. ¿Y cuál es el fundamento de la fe?


Nuestra fe se funda en Jesucristo, revelación y donación
de Dios al mundo. Al aceptar a Cristo por la fe, aceptamos
su Persona, nos damos a Él, y creemos todo lo que Él nos
dijo. Rechazar una sola verdad enseñada por Jesucristo es
negarle del todo, pues es decirle que nos miente. El fallo
de las herejías está en que aceptan unas verdades y recha-
zan otras. Pero, al negar unas verdades, niegan práctica-
mente toda la fe, pues niegan al que las reveló.
Por eso la fe es radical. El que niega una verdad pone
en tela de juicio a cada una de las tres Divinas Personas: al
Padre y a Jesucristo, el cual nos reveló todo de parte de su
Padre, igual que al Espíritu Santo, que iluminó la mente de
los Apóstoles: “La doctrina que me han oído no es mía,
sino del Padre que me ha enviado... El Espíritu Santo les
enseñará todo y les recordará todo cuanto yo les he dicho”
(Juan 14,24-26).

5. ¿A quién confió Jesús el depósito de la fe?


Jesús confió su verdad a los Apóstoles y, en ellos, a los
Pastores de su Iglesia, los Obispos unidos con el Papa,
sucesores de los Apóstoles: “Quien les escucha a ustedes,
me escucha a mí; quien les rechaza a ustedes, a mí me
rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha
enviado” (Lucas 10,16). Unido a la Iglesia que enseña, el
católico no se equivoca nunca en las cosas de Dios. El
error comienza en el momento en que uno se separa del
Magisterio de la Iglesia.
6. ¿Qué debemos creer?
Lo encontraremos explanado en las páginas siguientes,
y ahora, sintetizado, en el CREDO o profesión de fe.

EL CREDO

Creo en Dios, Padre todopoderoso,


Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu
Santo,
nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopode-
roso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia Católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna.
Amen.
7. ¿Qué es la Palabra de Dios?
Como guía, alimento y sostén de la fe que Dios nos in-
fundió, contamos con la Palabra que Dios mismo nos diri-
gió. Esta Palabra de Dios la tenemos tanto en la Biblia co-
mo en la Tradición, y la guarda celosamente el Magisterio.

8. ¿Qué son la Biblia, la Tradición y el Magisterio?


Conviene tener claros los conceptos que entrañan estas
tres palabras.
LA BIBLIA, o Sagrada Escritura, es la Palabra de Dios
que ha quedado escrita.
La TRADICION es la misma Palabra de Dios transmi-
tida oralmente, de viva voz, por Jesús y por los Apóstoles
después de recibir el Espíritu Santo, y conservada en toda
su pureza dentro de la Iglesia hasta nosotros y hasta el fin
del mundo. Biblia y Tradición constituyen un solo depósito
sagrado de la Palabra de Dios (CEC 80-82), confiado para
su custodia al Magisterio.
El MAGISTERIO es el ejercicio del derecho y deber
que Jesucristo dio e impuso a los Pastores de la Iglesia, los
Obispos unidos al Papa (CEC 84-87), a fin de custodiar y
enseñar todo lo que Él les había confiado. “Vayan e instru-
yan a todas las gentes, enseñándoles a observar todo lo que
yo les he ordenado. Y sepan que yo estaré con ustedes has-
ta el final de los tiempos” (Mateo 28,19-20).

9. ¿Cómo se divide la Biblia?


La Biblia tiene dos partes distintas: el Antiguo Testa-
mento y el Nuevo Testamento.
El Antiguo Testamento nació de la tradición de Israel
desde Abraham hasta Jesucristo, y nos narra la primera
revelación y la pedagogía que Dios usó para anunciar,
prometer y preparar la venida del Mesías o El Cristo.
El Nuevo Testamento nació de la tradición de Jesús y de
los Apóstoles en la primitiva Iglesia, y nos transmite el
conocimiento y el mensaje de Jesucristo tal como lo oye-
ron, lo entendieron y lo vivieron los mismos Apóstoles y
las primeras comunidades de la Iglesia a la luz de la Resu-
rrección de Jesús y de la venida del Espíritu Santo (CEC
121-130).

10. ¿Dónde está la Tradición


La Tradición está contenida en esa enseñanza viva de la
Iglesia, como es la predicación, catequesis, escritos, litur-
gia, oraciones etc., y con ella la Iglesia nos hace llegar la
Palabra de Dios que ella atesora. Los testigos más autori-
zados de la Tradición son los llamados SANTOS PA-
DRES, esos grandes escritores, Santos y Doctores de los
primeros siglos, que nos han conservado el pensamiento y
la doctrina de la Iglesia en sus primeros tiempos (CEC 75-
79). Los más citados de esos Padres en la predicación y en
los escritos de la Iglesia son San Ignacio de Antioquía y
San Ireneo, que enlazaron con los mismos Apóstoles; Orí-
genes y Tertuliano; y los Santos Gregorio Nacianceno,
Atanasio, Basilio, Juan Crisóstomo, Jerónimo, Ambrosio,
Agustín, Cirilo de Jerusalén, Gregorio Magno y otros...

11. ¿Qué es el Magisterio?


Es la potestad de enseñar que tienen el Papa y los Obis-
pos como sucesores de los Apóstoles. Ellos son los Pasto-
res puestos por el Espíritu Santo al frente de la Iglesia para
vigilar por la pureza de la doctrina, igual que para gobernar
y santificar a toda la Iglesia. San Pablo se despedía de los
del Asia Menor en Éfeso, encargándoles: “Cuiden de uste-
des mismos y de todo el rebaño, pues el Espíritu Santo los
ha constituido pastores vigilantes de la Iglesia de Dios”. Y
les prevenía con gravedad: “Incluso de entre ustedes mis-
mos saldrán algunos difundiendo doctrinas perniciosas,
para arrastrar a los discípulos detrás de ellos” (Hechos
20,28-30).

12. ¿Cómo se ejercita el Magisterio?


Asistidos por el Espíritu Santo, el Papa y los Obispos
son los intérpretes autorizados de la Palabra de Dios, y lo
hacen con el magisterio ordinario y con el extraordinario.
El magisterio ordinario es la enseñanza normal, la que
imparten cada día (CEC 892). Y el extraordinario ─que es
muy raro y de tarde en tarde─ lo ejercen de dos maneras.
Primera, cuando todos los Obispos juntos, bajo la autori-
dad del Papa, se reúnen en Concilio (CEC 884). Segunda,
cuando el Papa, como Vicario de Cristo y hablando “ex
cathedra”, define una verdad como de fe, revelada por
Dios (CEC 891).
Y aunque sea sin la infalibilidad de una definición
dogmática, en la cual no puede en modo alguno equivocar-
se, el Papa enseña de una manera especial y autorizadísima
cuando escribe alguna encíclica, que es una carta o docu-
mento con destino para toda la Iglesia.

13. ¿Cuál es la relación entre los Obispos y el Papa?


Los Obispos, por voluntad de Jesucristo, están unidos
todos en el Papa. Con enseñanzas del Evangelio y del
Concilio, el nuevo Catecismo universal nos dice sobre el
Papa:
“El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pe-
dro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó
las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está
claro que también el Colegio de los apóstoles, unido a su
Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro.
Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles per-
tenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los
obispos bajo el primado del Papa.
“El Papa, 0bispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto
de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El
Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud
de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Igle-
sia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejer-
cer siempre con entera libertad” (CEC 881-882).

14. ¿Cómo se unen Biblia, Tradición y Magisterio?


El Concilio Vaticano II nos dejó un párrafo precioso
sobre la Palabra de Dios, que dice así:
“La Tradición y la Escritura constituyen el depósito de
la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. El oficio de inter-
pretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha
sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia,
la cual lo ejercita en nombre de Jesucristo... Así, pues, la
Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según
el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo
que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno
según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu San-
to, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas”
(Dei Verbum 10).
Dicho de otra manera: Dios, para nuestra salvación, nos
reveló su Palabra, que nos dejó escrita en la Biblia, de viva
voz en la Tradición, e interpretada de manera auténtica y
segura en la enseñanza del Magisterio de la Iglesia.

15. ¿Ponemos un ejemplo de todo esto?


De nuestros mismos días. El Papa Pío XII quiso definir
como dogma de fe la Asunción de María en cuerpo y alma
al Cielo. ¿Obró precipitadamente, o como capricho o por
devoción personal? No. En la Biblia no consta la Asunción
corporal de María a la gloria. Pero la Iglesia lo había creí-
do siempre. En 1946 el Papa preguntó a todos los Obispos
del mundo por carta cuál era su parecer propio y la creen-
cia de sus fieles. Todos, por unanimidad, contestaron que
sí, que María fue Asunta al Cielo en cuerpo y alma. El Pa-
pa entonces, con autoridad apostólica, definió el dogma el
1 de Noviembre de 1950.
Aquí vemos cómo esta verdad, que no es Palabra de
Dios escrita en la Biblia, es palabra de Dios viva en la
Tradición y en la fe de la Iglesia, guiada siempre por el
Espíritu Santo. Entonces el Magisterio actuó de manera
infalible y definitiva sobre esta verdad revelada por Dios.

16. ¿Qué decir de Católicos y Protestantes?


Notemos la diferencia entre nosotros y los hermanos se-
parados de las iglesias protestantes (no decimos de las sec-
tas, que son muy diferentes)
Para los protestantes, la única fuente de la Palabra de
Dios es la Biblia, sólo la Biblia, interpretada por cada uno
sin sujeción a ningún magisterio. De ahí nacen las múlti-
ples iglesias evangélicas, todas diferentes e independientes
entre sí.
Para los católicos, en cambio, la Palabra de Dios está en
la Biblia y en la Tradición, tan sagrada la una como la otra,
e interpretada siempre infaliblemente por el Magisterio del
Papa y de los Obispos, que no se pueden equivocar nunca
al estar asistidos por el Espíritu Santo. De ahí también la
unidad de la Iglesia Católica. Iglesias protestantes podrá
haber muchas y se podrán multiplicar por muchas más.
Iglesia Católica sólo hay una, y jamás podrá haber dos, por
estar unificada en la Roca que es el Papa, sobre la cual la
edificó Jesucristo (Mateo 16,18-19).

17. ¿Cuál es, entonces, mi Fe Católica?


Ahora entendemos el título, el prólogo, la razón, el con-
tenido y el alcance de este libro. No tiene precio esta cita
del Concilio en ese mismo número 10 de la Dei Verbum:
“Fiel a dicho propósito, el pueblo cristiano entero, unido
a sus Pastores, persevera siempre en la doctrina de los
apóstoles y en la unión, en la Eucaristía y la oración
(Hechos 2,42), y así se realiza una maravillosa unión de
corazones entre Pastores y fieles al conservar, practicar y
profesar la fe recibida”.

18. ¿Qué significa apostatar de la Fe?


El pecado más grave que el católico puede cometer es la
apostasía de su fe. Es el auténtico pecado contra el Espíritu
Santo, del que habla Jesús tan seriamente: “Todo pecado y
blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu Santo no se perdonará. Al que diga una
palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en
este mundo ni en el otro” (Mateo 12,31-32). Y esto es por-
que le está enfocando la luz, y cierra voluntariamente los
ojos para no ver.
El Concilio (LG 14) habló muy grave sobre la salvación
de los que voluntaria y culpablemente no entran en la Igle-
sia o no perseveran en ella: “Cristo confirmó la necesidad
de la Iglesia. Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo
que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica
como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubie-
sen querido entrar o perseverar en ella” (CEC 846).

19. ¿Dónde está el peligro de la apostasía?


El gran peligro está, y es el primer paso que suele darse,
en interpretar la Biblia prescindiendo de la autoridad de la
Iglesia. Lo dice la misma Biblia: “Tengan presente que
ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por
cuenta propia, porque nunca profecía alguna ha venido por
voluntad humana, sino por el Espíritu Santo, que ha habla-
do por hombres movidos por él” (2Pedro 1,20-21). Enton-
ces, solamente interpreta autorizadamente la Palabra de
Dios aquél a quien el Espíritu Santo la confía: el Magiste-
rio de la Iglesia.

20. ¿Cómo leer la Biblia?


La lectura de la Biblia, junto con la Eucaristía, puede y
debe ser el alimento espiritual del católico. El Espíritu San-
to le hablará por medio de ella, con tal que el alma sea fiel
y no se desvíe de lo que el mismo Espíritu Santo le enseña
por la Iglesia (CEC 131-133). Cuando un individuo o un
grupo prescinden del Magisterio, allí empieza a sentirse el
humo de Satanás. Pararán, al fin, en la apostasía. De ahí la
importancia de estar siempre unidos, siempre, al Papa y a
los Obispos.
Con la Biblia en la mano y la Tradición de la Iglesia, y
guiados siempre por el Magisterio, podemos hablar con
plena seguridad de todo lo referente a Dios.
21. AFIRMAMOS
- Fe es adherirse enteramente a Dios que nos habla.
- La fe exige aceptar TODA la Palabra de Dios, sin mu-
tilación alguna.
- La Biblia es la Palabra de Dios escrita.
- La Tradición es la misma Palabra de Dios conservada
viva en la Iglesia.
- El Magisterio es la autoridad del Papa y los Obispos
que interpretan auténticamente la Palabra de Dios.

FE Y VIDA
¿Vale la pena creer?... Cuando en el siglo dieciocho estaba
de moda la Enciclopedia y empezaba a brotar con empuje el
Racionalismo, un rey de la talla de Federico El Grande, en la
Prusia alemana y protestante, coqueteaba demasiado con Voltai-
re y presumía de incredulidad, como lo exigía la elegancia de los
días. Pero, por lo visto, eso era de labios afuera. En lo íntimo de
su conciencia, parece que pensaba de modo muy diferente. Un
día de frío invierno, ve a través de los cristales del palacio cómo
los católicos salían de la iglesia después de vivir su Misa domi-
nical. Y, en un arranque de sinceridad, exclama con rostro pen-
sativo y serio: “¡Estos sí que son felices!”...
Por boca del monarca se pronunciaba la experiencia de cada
día y el mismo sentido común. Los creyentes somos más felices
de lo que nos imaginamos. Somos los únicos que sabemos dar
sentido a la vida. No creemos al que dice estar satisfecho consi-
go mismo si no sabe de dónde viene ni adónde va.
Pero esa fe tiene que ser firme, segura, y jamás titubeante. El
que duda, se convierte en un masoquista que disfruta en tortu-
rarse. De aquí la providencia de Dios al darnos su Palabra, lo
mismo en la Biblia que en la Tradición, confiada a un Magiste-
rio que no se calla nunca ni tartamudea cuando propone la ver-
dad que el Señor le confió.
Ese aplomo de nuestros Pastores es el que nos da nuestra
fuerza inconmovible. Esta sumisión a unos hombres, ¿rebaja
nuestra dignidad personal? ¿O tal vez nos hace vivir en la Igle-
sia bajo las botas aplastantes de dictadores?... Sólo un irreflexi-
vo se atreve a hablar de este modo. Me gustó la expresión des-
enfadada de un simpático autor: “Creo a pie juntillas lo que en-
seña la Iglesia, precisamente porque no soy un borrego. Discu-
rro, y veo que tiene que ser así. O la Iglesia habla con „autori-
dad‟, como Jesucristo, o no es la Iglesia de Jesucristo”.
La Iglesia (y no saquemos a cuento los tiempos de la Inquisi-
ción) no impone. Sino que expone, propone, invita a escuchar y
aceptar la palabra de Jesucristo. Como en los concursos de la
radio o la televisión: si lo quieres lo tomas, si no lo quieres lo
dejas... Aunque, ¡claro!, detrás está la palabra del mismo Jesu-
cristo: “El que crea se salvará. Pero el que se resista a creer, se
condenará” (Marcos 16, 16).

DIOS

22. ¿Quién es Dios?


El pueblo de Israel creía en un solo Dios, en el único y
verdadero Dios, Creador de todas las cosas. El Antiguo
Testamento es clarísimo en esto. “Yo soy el Señor, y fuera
de mí no hay otro Dios” (Isaías 45,5). Jesucristo no des-
hizo esta idea: “El Señor nuestro Dios es el único Señor”
(Marcos 12,29). Pero la completó al revelar toda la verdad
sobre Dios. Porque hablaba de su Padre, hablaba del Espí-
ritu Santo y se proclamaba a sí mismo como Hijo de Dios.
¿Quién es, entonces, el Dios revelado por Jesucristo?

23. ¿Hay un solo Dios?


Sí. El mismo ser de Dios exige que sea uno solo e infi-
nito en todos sus atributos y perfecciones. Si hubiera otro
dios, o si Dios no fuera infinito en esos sus atributos y per-
fecciones, Dios ya no sería Dios y ni tan siquiera existiría
Dios.
Es ETERNO, ya que existe desde siempre y para siem-
pre, porque no tuvo principio ni tendrá nunca fin.
Es TODOPODEROSO, que con sólo su querer creó to-
das las cosas, sacándolas de la nada.
Es ESPIRITU purísimo, sin cuerpo, ajeno a toda mate-
ria.
Es OMNISCIENTE, que lo sabe todo, conoce todas las
cosas y nada se oculta a sus divinos ojos.
Es PROVIDENTE, porque cuida con solicitud de todas
las criaturas y a todas extiende su amor.
Es INFINITO, que está sobre todas las cosas del Uni-
verso, y no tiene límite alguno en su ser, bondad, sabiduría,
amor, poder, riqueza y gloria.
Dios es ciertamente todo esto, y todo lo podemos probar
con la Biblia. Sin embargo, éste es el Dios, podríamos de-
cir, filosófico, el que tiene que ser así, de lo contrario ya no
sería Dios. Puede y debe ser conocido así por el hombre,
que no tendrá excusa en el juicio si deja de conocerlo, co-
mo nos dice San Pablo refiriéndose a los paganos: “Lo que
se puede conocer de Dios lo tienen claro ante sus ojos,
puesto que Dios se lo ha revelado. Y es que lo invisible de
Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible
desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas.
Así que no tienen excusa” (Romanos 1,19-20).

24. ¿Cómo fue y es la fe de Israel y de la Iglesia en


Dios?
El pueblo de Israel tenía y conserva una profesión de fe
preciosa en su Dios: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios
es el único Dios. Y amarás a Yahvé tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deute-
ronomio 6,4-5). Lo llamaban el Shemá, y lo recitaban co-
mo la mejor oración al levantarse el día.
Jesucristo confirmó esta fe de Israel (Marcos 12,28-34),
pero nos reveló de una manera plena lo que es Dios. Nos
dijo que es nuestro PADRE, que nos ama, nos quiere sal-
var, nos hace hijos suyos y nos da la vida eterna en su
misma Gloria. Nos enseñó además que, aunque sea UN
SOLO Dios, es a la vez TRINO en Personas, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, como veremos a continuación.

25. ¿Qué decimos del Dios Creador?


La ciencia moderna está acorde en que el universo tuvo
un principio, con lo que ha llamado el Big Bang, teoría
ampliamente aceptada por los astrofísicos. La ciencia, sin
pretenderlo y yendo por los caminos de la sola razón, con-
cuerda con la primera palabra de la Biblia: “En el principio
creó Dios el cielo y la tierra” (Génesis 1,1). Porque, si an-
tes del llamado Big Bang no había nada, todo lo que existe
tuvo que ser creado.
Dios, que creó las cosas visibles, el universo entero,
creó también las invisibles, como son los ANGELES, espí-
ritus puros, libres, dotados de inteligencia y voluntad. Mu-
chos de ellos se rebelaron contra Dios, y, condenados, se
convirtieron en demonios, o diablos. A su jefe, la Biblia lo
llama Satanás. Y el hombre, instigado por Satanás, se re-
beló también contra Dios. A esta rebelión del hombre con-
tra Dios se le llama pecado original, que abarcó a la
humanidad entera. Cometido el pecado por el hombre en el
principio, y condenado justamente, recibió de Dios, sin
embargo, la promesa de un Salvador.
Los tres primeros capítulos de la Biblia nos narran la
creación, aunque con un lenguaje popular de Oriente en
aquellos siglos, sin aparato alguno científico, pero que nos
explican de esa manera el mensaje del Dios Creador, el
cual nos hizo para que participásemos de su vida y de su
gloria.

26. ¿Qué entendemos por Santísima Trinidad?


Jesucristo nos reveló la verdad más profunda de todas:
que Dios es uno solo, pero que en Él hay tres personas
distintas, a saber, el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo. El
PADRE es Dios, el HIJO es Dios, y el ESPIRITU SANTO
es Dios. Pero no son tres dioses, sino un solo Dios verda-
dero. Dios es uno y es trino. Este es el misterio insondable:
el DIOS ÚNICO es un DIOS TRINIDAD.

27. AFIRMAMOS
- Hay un solo Dios verdadero.
- En Dios hay tres Personas distintas: el Padre, y el Hijo
y el Espíritu Santo. O sea, Dios ES Trinidad.
- Dios es infinitamente grande en poder, sabiduría y
amor, Creador de todas las cosas, de los ángeles y de los
hombres.

EL PADRE

28. ¿Es Dios un Padre verdadero?


“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido... eligiéndonos para ser sus hijos
adoptivos por medio de Jesucristo” (Efesios 1,3-5). Si
examinamos estas palabras de San Pablo, nos damos cuen-
ta de que en el seno de Dios hay un PADRE, Padre del
Hijo de Dios hecho Hombre, Jesucristo, y distinto de Él. El
Padre, Primera Persona de la Santísima Trinidad, engendra
un hijo, el Hijo de Dios, en todo igual a su Padre, infinito
en grandeza, poder, sabiduría, hermosura y en toda perfec-
ción.

29. ¿Y es también Padre nuestro?


Jesucristo nos reveló a su Padre como Padre también de
todos nosotros. Ejemplos. “Cuando oren, digan: ¡Padre
nuestro!” (Mateo 6,9). “Voy a mi Padre y Padre de uste-
des” (Juan 20,17). Dios Padre quiso formarse una gran
familia de hijos adoptivos. Nos eligió como hijos en Jesu-
cristo su Hijo querido (Efesios 1,5) e ideó desde el princi-
pio lo que sería la Iglesia, familia suya.
Caído el hombre por el pecado de Adán, y después por
los pecados propios de cada uno, Dios Padre tiene miseri-
cordia de nosotros y nos salva por Jesucristo, su Hijo
hecho Hombre. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó
su Hijo único” (Juan 3,16). Al final de los tiempos, Jesu-
cristo ofrendará su Iglesia glorificada a Dios Padre, y el
Padre “será Dios todo en todas las cosas” (1Corintios
15,28). Esto es lo que Jesucristo nos reveló de Dios: que es
nuestro Padre.

JESUCRISTO

30. ¿Quién es el Hijo de Dios.


Dios Padre engendra un Hijo, “por quien hizo el univer-
so; el Hijo que, siendo resplandor de su gloria e imagen
perfecta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra
poderosa” (Hebreos 1,3). El Hijo es en todo igual a su Pa-
dre: “El Padre y yo somos uno”, dijo Jesús (Juan 10,30).
Dios como el Padre, el Hijo hecho Hombre es nuestro Se-
ñor JESUCRISTO.
31. ¿Fue anunciado el Salvador?
Durante miles de años la humanidad fue de mal en peor,
hundiéndose más y más en el pecado y alejándose siempre
de Dios. Pero Dios se eligió un pueblo ─el pueblo de Isra-
el, el pueblo judío─ por el cual iba a venir la salvación.
Abraham fue el padre del pueblo escogido. Dios fue anun-
ciando durante muchos siglos por medio de los profetas la
venida del Mesías, del Cristo o Ungido, del Salvador. Isra-
el vivió siempre esta esperanza, tal como lo vemos en la
primera parte de la Biblia, llamada Antiguo Testamento.

32. ¿Y cumplió Dios su palabra?


Al fin, llegada la plenitud de los tiempos ─o la hora pre-
fijada por Dios─, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, se hizo Hombre, tomando nuestra pro-
pia naturaleza en el seno de una mujer, María. Se llamó
Jesús, Cristo, Jesucristo. Concebido virginalmente por
obra del Espíritu Santo, nació en Belén, dentro de una cue-
va de animales y en medio de una extrema pobreza.

33. ¿Cómo se desarrolló la vida de Jesús?


Treinta años vivió Jesús en la aldea de Nazaret de Gali-
lea, ejerciendo el oficio de carpintero, en vida de familia,
con María su Madre y José. Ya mayor, predicó la llegada
del Reino de Dios, que Él venía a establecer. Durante tres
años anunció el Evangelio, o Buena Nueva, en toda Pales-
tina, desde Galilea en el norte hasta Jerusalén en el sur,
donde murió clavado en la cruz. Confirmó su doctrina y su
misión realizando muchos milagros, que lo acreditaban
como el Mesías o el Cristo prometido.
Mucho de lo que hizo y enseñó Jesús está escrito en la
segunda parte de la Biblia, o Nuevo Testamento. Los
Evangelios nos narran cosas y palabras de Jesús, y los es-
critos de los Apóstoles nos exponen la doctrina cristiana tal
como ellos se la entendieron al Señor.

34. ¿Qué significa EL REINO?


La palabra REINO, o REINO DE DIOS, o REINO DE
LOS CIELOS, es de lo más importante y rico de toda la
Biblia. Significa que Dios, el Creador, es el Rey y el Señor
de su pueblo elegido. Es el iniciador de la Alianza con Is-
rael. Alianza que, con el Cristo, se extendería a todo el
mundo, para convertirse el Dios de Israel en el Dios del
mundo entero. Ésta era la predicación constante de todos
los profetas.
Jesús proclama que con Él viene el tan deseado Reino.
“Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (Mateo
3,2). “Se ha cumplido el plazo, y ya tienen encima el Reino
de Dios” (Marcos 1,15).
Ésta fue la primera proclama de Jesús. El Reino se cen-
tra en la Persona, palabras y obras de Cristo.
Hoy la Iglesia hace presente el Reino en el mundo y lle-
va la salvación de Cristo a todas las gentes, hasta que lle-
gue la consumación del Reino al final de los tiempos.

35. ¿Cómo Jesús fue el Redentor?


El mensaje de Jesús chocó bien pronto con los dirigen-
tes de los judíos. Fue entregado Jesús a Pilato, el goberna-
dor romano, para ser condenado a morir en la cruz. Jesús
aceptó voluntariamente su pasión y su muerte, por amor y
en acto de obediencia a Dios su Padre, quien, por el sacri-
ficio de Cristo, nos devolvió su amistad y su gracia.
Decimos que Jesús, una vez muerto, “descendió a los
infiernos”. Es decir: el alma de Jesús fue adonde estaban
todos los que habían muerto en la amistad de Dios desde el
principio del mundo, y que esperaban su venida para que
les abriera las puertas de la Gloria. Ellos fueron el botín
inmenso que Jesús se llevó consigo al Cielo cuando resu-
citó.
Porque, enterrado Jesús, resucitó al tercer día, subió al
Cielo y está sentado a la derecha de Dios. O sea, que Jesús,
hombre como nosotros y hermano nuestro, a partir de su
resurrección fue constituido SEÑOR, con el mismo poder
y gloria que Dios. Esto es lo que significa “está sentado a
la derecha del Padre”.
Nos dice San Pablo que Jesús “fue entregado a la muer-
te para expiación de nuestros pecados y resucitó para nues-
tra santificación” (Romanos 4,25). Porque con su muerte
nos mereció la amistad de Dios, y, al resucitar, nos dio el
Espíritu Santo, con el que nos hizo y hace santos.
En el Cielo está Jesús vivo, “intercediendo siempre por
nosotros” (Hebreos 7,25), como único Mediador nuestro
ante el Padre y salvando a cuantos creen en El.

36. ¿Se fue Jesús para siempre?


¡No! Al subir Jesús al Cielo, dijeron a los Apóstoles
aquellos dos ángeles: “¿Qué están mirando de ese modo al
cielo? Este Jesús, que ha subido de entre ustedes al cielo,
así volverá” (Hechos 1,11). ¡Volverá!... Esta es nuestra fe
y nuestra esperanza. El que vino por primera vez al mundo
en humildad, al final vendrá “sobre las nubes del cielo, con
gran poder y majestad” (Mateo 24,30), para poner el punto
final a la Historia humana.
37. ¿Quién es entonces Jesucristo?
No se puede expresar en una sola palabra lo que es Je-
sucristo. Pero encerramos toda su naturaleza, persona y
misión en esta expresión feliz: “Hijo de Dios, Cristo Jesús,
Señor”.
HIJO DE DIOS, es decir, Dios verdadero, eterno, exis-
tente antes de la creación del mundo.
CRISTO, el Mesías anunciado y esperado por el mundo
durante siglos.
JESUS, llamado así como hombre verdadero; el hijo de
María; el hermano nuestro; el Salvador.
SEÑOR, el nombre trascendente de Dios; el glorificado
a la derecha del Padre en lo más alto de los cielos; el cons-
tituido Juez de vivos y muertos; el Hombre Jesús que tiene
el mismo poder y gloria que Dios.
Estas palabras definen todo lo que es Jesucristo: “¡Hijo
de Dios, Cristo Jesús, Señor!”. Hasta se pueden repetir
como una oración que no cansa nunca... (CEC 2667-
2668).

EL ESPIRITU SANTO

38. ¿Quién es la Tercera Persona de la Trinidad?


En Dios hay una Tercera Persona: el Espíritu Santo. Es
Dios como el Padre y el Hijo. El mismo Jesucristo nos
reveló el nombre del Espíritu Santo. “Espíritu”, tanto en
hebreo como en griego, lenguas en que se escribió la Bi-
blia, es lo mismo que viento, aire, soplo, aliento. Y nos
explica lo que es en sí y lo que hace el Espíritu Santo. En
el seno de Dios, en la Santísima Trinidad, es el amor eter-
no con el que el Padre y el Hijo se dan el uno al otro en un
éxtasis inefable y que llena a las Tres Divinas Personas de
felicidad infinita. Y en el mundo, el Espíritu Santo es el
que anima, sostiene, impulsa y dirige a la Iglesia, llevándo-
la hasta su consumación final.

39. ¿Qué dijo Jesús de su Espíritu?


Jesús nos mereció el Espíritu Santo con su pasión y su
muerte. Por eso, una vez resucitado y constituido Señor en
el Cielo, Jesús comunicó el Espíritu Santo a los Apóstoles:
“Reciban el Espíritu Santo” (Juan 20,22). Y lo derramó
solemne y clamorosamente en la Iglesia el día de Pente-
costés (Hechos 2,1-13).
El Espíritu Santo hizo entender a los Apóstoles todo lo
que Jesús les había enseñado. “Cuando venga el Espíritu
de la verdad, les guiará hasta la verdad completa” (Juan
16, 13). Y les hizo dar testimonio de Jesús en todas partes,
porque el Espíritu Santo es el que mueve la actividad mi-
sionera de la Iglesia: “Recibirán el Espíritu Santo, que
vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en
toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”
(Hechos 1,8).
Aparte de todo esto sobre la Tercera Persona de la
Santísima Trinidad, pronto veremos lo que es y hace el
Espíritu Santo en la Iglesia y en cada cristiano.

40. AFIRMAMOS
- La Primera Persona de la Santísima Trinidad es el Pa-
dre, que engendra a su Hijo divino y nos ha adoptado a
nosotros como hijos, destinados a su Gloria.
- Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre.
- Jesús nos salvó por el llamado Misterio Pascual: su
pasión, muerte, resurrección y ascensión al Cielo.
- En el Cielo está Jesús intercediendo siempre por noso-
tros, hasta que vuelva glorioso al final del mundo.
- El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, Dios como el Padre y el Hijo.
- Jesús Resucitado comunicó su Espíritu a los Apóstoles
y a todos los redimidos.

FE Y VIDA
Dios, Padre – Jesucristo – El Espíritu Santo

Pensamos en Dios. Pero, que no sea fríamente. Ni filosófi-


camente. Pensamos en un Dios que es AMOR. Que es NUES-
TRO PADRE. Que lo llena todo, desde la última galaxia a
muchísimos millones de años luz, hasta el microbio invisible y,
desde luego, hasta todas las fibras de nuestro ser. Quiere que lo
busquemos con la fe, aunque está metido dentro de nosotros,
pues “en él vivimos, nos movemos y existimos”, como predica-
ba San Pablo a los filosofantes del areópago de Atenas (Hechos
17,25).
Francisco de Asís, “el mayor cristiano de la Iglesia”, como
se le ha llamado cariñosamente, entra con un compañero en el
aula de Teología, precisamente cuando el profesor propone la
pregunta pedagógica: “A ver si existe Dios”. El encantador
Francisco, pasmado, se dirige a su compañero: “¿A oír esto
hemos venido? Vámonos cuanto antes”...
“God loves you!”, fue el slogan que Monseñor Fulton Sheen
lanzó como santo y seña en Estados Unidos, y en verdad que
hizo fortuna. Hoy lo repite todo el mundo: ¡Dios te ama!...
“¡Jesucristo, Jesucristo, Jesucristo, yo estoy aquí!”, decía
aquella conocida canción juvenil. Hoy el mundo, sobre todo el
de los Jóvenes, harto de líderes que nos han llevado al fracaso,
vuelve su mirada a Jesucristo, el mayor hombre de la Humani-
dad, el mayor bienhechor, el más valiente defensor del pobre, el
que liberó a la mujer de una esclavitud y una sujeción degradan-
tes... Esto es Jesucristo, igual para un católico que para un no
creyente. Pero para nosotros, además y sobre todo, es el Hijo de
Dios, el Hombre Dios, el Enviado del Padre para salvar al mun-
do.
Jesucristo interesa. Por eso se lo procuran hacer suyo hasta
las ideologías más disparatadas, que llegan a armarlo de una
metralleta en vez de su cruz... Pero a nosotros, que sabemos bien
quién es Él, ¿qué nos dice Jesucristo?
Ante Jesucristo no caben los indiferentes: o se está con Él o
contra Él, sin que se den los neutrales.
Jesucristo es el único capaz de decir y proponer los mayores
heroísmos: dar la vida por Él; renunciar al amor humano y no
casarse, sólo para darse a Él y su causa de manera total; combi-
nar los deberes familiares con la entrega a su Iglesia, dándole
gratuitamente tiempo y dinero ... Y los voluntarios surgen por
doquier a montones.
En el fondo de la mina de carbón, con sus rostros renegridos
y sus pulmones asfixiados, charlan dos hombres entre golpe y
golpe del pico y el barrer de la pala. Uno habla muy convencido
y quiere ganar para su fe católica y para el Corazón de Cristo al
compañero, amargado por la dureza de la vida. El pobre obrero
va deponiendo poco a poco sus odios, cada vez escucha con más
emoción, y se convierte al Señor. Al fin, una conversación que
fue muy conocida:
- Y tú, ¿no te jugarías la vida por Cristo?
- ¿Que si me la jugaría por Cristo, cuando me la estoy jugan-
do a cada minuto en esta mina por cuatro miserables mone-
das?...
Pues, sí. La vida no nos la jugamos por nadie, sino por Jesu-
cristo, el único que ni nos miente ni nos defrauda...

¿Interesa aún el Espíritu Santo?... “Ni tan siquiera hemos oí-


do hablar de que exista el Espíritu Santo”, le respondieron aqué-
llos al apóstol San Pablo (Hechos 19,2). Así ha pasado por lar-
gos siglos en la Iglesia. Hoy, por gracia sobre todo de varios
movimientos apostólicos y de oración, el Espíritu Santo ha pa-
sado a estar felizmente de moda entre nosotros. Y aunque todas
las modas pasan ─por eso son modas─, que ésta no pase ya
jamás... Cuando un gran dirigente seglar acabó de leer la en-
cíclica del Papa Juan Pablo II titulada “Señor y Dador de Vida”,
comentó públicamente: “¡Vah! El Espíritu Santo en la Iglesia no
hace nada, excepto todo”. Hubo aplausos. No lo pudo decir me-
jor...
El Espíritu Santo es Vida y es Amor. Es la actividad vivísima
en el seno mismo de Dios. Y ha de ser por lo tanto el gran motor
de toda nuestra existencia cristiana. “¡Dejarme llevar por el
Espíritu!” debería ser un lema enardecedor para nosotros.
Ante tanta frialdad en el amor como se nota alrededor nues-
tro, ¡que el Espíritu nos encienda!
Ante tanto disparate como se oye por ahí, que el Espíritu
Santo nos lleve “al conocimiento de toda verdad”, como dijo
Jesús (Juan 16,13).
Ante tantos como desprecian este don máximo de Dios, ex-
pulsándolo de su corazón, que lo defendamos en nosotros con
energía. Como aquel hombre valiente y simpático, que contaba
su historia. Vivía vigorosamente la Gracia de Dios. Pero..., un
día se sienta en el parque y se le pone delante aquélla, vestida
así o desvestida asá... “Se me estaban yendo los ojos, el corazón
y todo. Los sentidos me tiraban fuerte. Pero, me dije apretando
los puños: -¡Ep! Que puedes echar de ti al Espíritu Santo!”...
“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y en-
ciende en ellos el fuego de tu amor”.

LA IGLESIA

41. ¿Es la Iglesia el Pueblo de Dios?


En la antigüedad Dios se escogió un pueblo, el pueblo
de Israel, que fue el pueblo de la Antigua Alianza. A él le
confió Dios el conocimiento del Dios verdadero, su Ley y
la promesa del Redentor que nacería de él. Cuando los je-
fes del pueblo judío rechazaron al Salvador, Dios se re-
servó del mismo pueblo judío “un resto”, que aceptó a
Jesús como El Cristo, y con el cual el Señor fundó su Igle-
sia, el nuevo Pueblo de Dios, el verdadero “Israel de Dios”
(Gálatas 6,16; Romanos 9,8).
La Iglesia es la congregación y familia de los fieles cris-
tianos, el Pueblo de Dios, formado por hombres “de toda
raza, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 5,9). En él no
hay diferencia entre europeos y africanos, norteamericanos
y rusos, judíos y palestinos, conservadores o laboristas,
raza blanca o de color..., porque todos somos hijos de
Dios, hermanos de Cristo, ciudadanos por igual del Reino
y herederos de la misma Gloria celestial.
Sobra decir, porque hoy está bien adentro de la concien-
cia de todos, que la Iglesia, el Pueblo de Dios, abarca por
igual a todos los bautizados, sin que exista en nadie supe-
rioridad sobre otro. Y la Iglesia, en su inmensa mayoría,
está formada por los seglares o laicos. El Papa, los Obispos
y Sacerdotes tienen el carisma propio de gobernar, enseñar,
santificar, evangelizar etc., precisamente en orden a esa
muchedumbre formada por los laicos. Porque Dios ama
tanto a esa multitud de los fieles, Él se ha escogido a los
pastores para que la guíen y guarden bien como el mayor
tesoro suyo.
“Los fieles laicos deben tener conciencia, cada vez más
clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Igle-
sia. Ellos son la Iglesia” (CEC, 899, que usa palabras de
los Papas Pío XII y Juan Pablo II). “Los laicos tienen la
vocación propia de buscar el Reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (LG,
31). Para ello participan de la misión sacerdotal, profética
y real del mismo Cristo (CEC 898-913).
42. ¿Quién es el Fundador de la Iglesia?
Lo sabemos muy bien: Jesucristo. Jesús se subió al Cie-
lo después de realizar con su muerte y resurrección la sal-
vación del mundo. Pero hizo antes una promesa solemne:
“Con ustedes estoy hasta el final de los tiempos” (Mateo
28,20). Se quedó en su Iglesia, la cual, animada por el
Espíritu Santo, lleva a cabo para todos los hombres, de
todos los tiempos y lugares, la salvación que nos mereció
Jesús. La Iglesia es el sacramento o signo y medio de la
salvación universal, porque ella guarda y nos da todo lo
que necesitamos para llegar definitivamente a Dios.

43. ¿Qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia?


El Espíritu Santo ha sido dado por Jesucristo a la Iglesia
para gobernarla y santificarla con sus dones jerárquicos y
carismáticos. Siendo el mismo y único Espíritu, reparte
estos dones a todos como Él quiere y a quien Él quiere. A
cada uno le da el suyo propio. Todos estos dones, llamados
carismas, son para el bien común de toda la Iglesia, a la
vez que el medio de santificación para el que los recibe.
De este modo, hay en la Iglesia quienes gobiernan, otros
que santifican con los Sacramentos, éstos predican, aqué-
llos ejercen obras de caridad, quiénes educan a la niñez y
juventud, algunos se dan a la oración por el mundo, los hay
que se casan, los hay que se consagran en virginidad a
Cristo para darse en exclusiva a su amor y a los intereses
del Reino. Y algunos, elegidos por Él, dan el testimonio
supremo derramando la sangre en el martirio... Todo esto
son carismas, dones, gracias “del mismo y único Espíritu
Santo, que, según El quiere, reparte a cada uno su don par-
ticular” (1Corintios 12, 4-11).
44. ¿Mora el Espíritu Santo en nuestro corazón?
Dado a toda la Iglesia, el Espíritu Santo ha sido dado
también a cada uno en particular, porque “el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que se nos ha dado” (Romanos 5,5). Dentro de noso-
tros, el Espíritu Santo no permanece inactivo. Es Él quien
inspira nuestra oración, haciéndonos gritar de continuo:
“¡Padre, papá!” (Romanos 8,15 y 26-27). Ha hecho de
nuestro corazón un templo suyo: “¿No saben que son san-
tuarios de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en uste-
des?” (1Corintios 3,16).
Quien se deja guiar por el Espíritu Santo que lleva de-
ntro, no sólo abandona por completo las obras del pecado
que conduce a la perdición (Gálatas 5,19-21), sino que,
además, produce como árbol sanísimo “los frutos del Espí-
ritu, que son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bon-
dad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí...” y de toda
obra buena (Gálatas 5, 22-23).

45. ¿Cuántas Iglesias fundó Cristo?


Jesucristo no fundó más que UNA sola Iglesia, de la
cual es Él la Cabeza y la Roca invisibles (Efesios 1,22;
4,15; 1Corintios 3,11). Pero le dio también una roca y ca-
beza visibles, que pudieran ser bien distinguidas por todos
y dieran a todos la seguridad de estar con SU Iglesia ver-
dadera. Esta roca y esta cabeza visibles son PEDRO, el
Papa: “Tú eres Pedro ─que significa roca, piedra─, y sobre
esta roca yo edificaré MI Iglesia” (Mateo 16, 18-19).
Quien está con Pedro, con el Papa, sabe que está con la
única Iglesia de Cristo.
El Papa es el sucesor de Pedro en la sede de Roma y
Vicario de Cristo, porque hace sus veces en la Tierra. Los
Obispos, en comunión con el Papa, son los sucesores de
los Apóstoles. El Papa es cabeza de los Obispos como Pe-
dro era cabeza de los Apóstoles. Por eso, constituir comu-
nidades que prescinden de la Jerarquía establecida por Je-
sucristo es vivir, de hecho, fuera de la Iglesia Católica.

46. ¿Qué notas tiene la Iglesia?


Jesucristo confirió a su Iglesia unas notas que la distin-
guen siempre como la verdadera Iglesia suya: una, santa,
católica, y apostólica.
UNA, y no dividida en mil pedazos.
SANTA, por la santidad que Jesucristo, Cabeza, comu-
nica a sus miembros; santa, por los Sacramentos con los
que les distribuye la Gracia; santa, por la doctrina y leyes
puras con que la ilustra y gobierna.
CATOLICA, porque es universal, de todos los hombres
y de todos los lugares, y cree y acepta en su totalidad la
verdad revelada.
APOSTOLICA, porque se fundamenta en los Obispos,
que, con el Papa, suceden en línea directa y sin interrup-
ción a los Apóstoles, sobre los que la fundó Jesucristo.
De hecho, estas notas se dan únicamente en la Iglesia
ROMANA, es decir, en esa que tiene por cabeza visible al
Papa, sucesor de Pedro en la sede de Roma y, por eso
mismo, Vicario de Jesucristo.
Como una ilustración curiosa. Cuando decimos que se ha elegido
Papa, lo que se ha hecho es, propiamente, elegir al Obispo de Roma,
sucesor de Pedro en línea directa. Y ese elegido ha quedado automáti-
camente convertido en Papa, Vicario de Cristo.
Las otras Iglesias cristianas se separaron de Roma, y
hoy, con un ecumenismo impulsado por el Espíritu Santo,
buscamos la unión con esos hermanos separados, para
cumplir el deseo, encargo y mandato de Jesucristo: “¡Que
todos sean uno!” (Juan 17,21). Llamamos “ecumenismo”
al movimiento que se ha suscitado para conseguir esa
unión de todas las iglesias cristianas en la única Iglesia de
Jesucristo.

47. ¿Qué es la Comunión de los Santos?


Todos los miembros de la Iglesia estamos unidos en
Cristo los unos con los otros, formamos un solo cuerpo y
nos comunicamos todos los bienes espirituales. No hay
acción de un solo miembro que no repercuta en los demás.
Rogamos los unos por los otros y todos nos ayudamos mu-
tuamente: los Santos que ya están en el Cielo, los que vi-
vimos en la Tierra y los que, habiendo muerto en Gracia,
se están limpiando de toda mancha en el Purgatorio para
poder entrar purísimos en el Cielo. Por eso oramos unos
por otros, nos encomendamos a los Santos, y rogamos
también por las almas de los difuntos.
Incluso los bienes materiales y de caridad son fruto de
la Comunión de los Santos. Ayudamos con nuestros bienes
materiales a los hermanos necesitados, para llenarnos no-
sotros con los bienes espirituales que ellos nos comunican:
“Lo que a ustedes les sobra remediará la pobreza de ellos,
a fin de que la abundancia espiritual de ellos socorra la
pobreza de ustedes” (2Corintios 8,14).
La Comunión del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía es
signo, expresión y fuerza eficiente de la comunión de todos
los cristianos, de todos los santos entre sí.
48. AFIRMAMOS
- La Iglesia es el Pueblo de Dios, fundada por nuestro
Señor Jesucristo.
- El Espíritu Santo ha sido dado a la Iglesia para santifi-
carla y gobernarla, hasta conducirla a la consumación en su
encuentro con Jesucristo al final del mundo.
- El Espíritu Santo vive en nuestro corazón como en un
santuario, y nos hace orar y practicar toda obra buena.
- Jesucristo no fundó más que UNA sola Iglesia, sobre
la roca visible de Pedro.
- El Papa es el Obispo de Roma, sucesor de Pedro y Vi-
cario de Jesucristo.
- Las notas de la verdadera Iglesia, fundada por Jesu-
cristo, son cuatro: una, santa, católica y apostólica.
- La Comunión de los Santos es la comunicación de
bienes espirituales que se da entre todos los miembros de
la Iglesia: los Santos del Cielo, los cristianos de la Tierra y
los difuntos del Purgatorio.

FE Y VIDA
“¡Al fin, muero hija de la Iglesia!”, exclamó en su agonía
nuestra mujer más grande, la incomparable Santa Teresa de
Jesús. Suerte como ésta la tiene quien ha vivido siempre como
miembro vivo de la Iglesia de Jesucristo. ¿La tendremos noso-
tros? ¡Dios lo quiera!...
Ser hijo o hija de la Iglesia significa, ante todo, estar orgullo-
sos de nuestra Madre. Ya sabemos que la Iglesia, en su elemento
humano, y mientras camina por este mundo, siente las miserias
de muchos hijos suyos, que somos nosotros. Es así. Pero tam-
bién sabemos que un día, al triunfar totalmente la Gracia sobre
nuestras debilidades, la Iglesia aparecerá ante Cristo como su
“Esposa santa e inmaculada, radiante de hermosura, sin mancha
ni arruga que desluzca su hermosas faz”, como asegura San
Pablo (Efesios 5,27).
Hoy la Iglesia Católica es atacada por todos sus costados.
Igual que lo ha sido siempre y lo será hasta el final. La Iglesia
Católica, que conserva el espíritu de Cristo, y que es el mismo
Cristo continuado en el mundo, sentirá siempre, como gran
gloria suya, el zarpazo de la fiera. Ya nos lo dijo el Señor: “Si a
mí me han perseguido, también les perseguirán a ustedes”
(Juan 15,20).
Y nos atacarán con la mayor persecución de todas, como es
incitando a la apostasía de muchos hijos suyos, de la que ya
nos previno San Pablo: “Es inevitable que surjan entre ustedes
divisiones; así se demuestra quiénes son los fieles de verdad”
(1Corintios 11,19). “Se introducirán entre ustedes lobos rapa-
ces que no perdonarán al rebaño. De entre ustedes mismos
surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas, y arras-
trarán discípulos detrás de sí. ¡Estén alerta” (Hechos 20,29-31).
No creamos nunca en una Iglesia que no es perseguida, ca-
lumniada, denigrada, desgarrada por los que se van de ella…
Esa Iglesia no perseguida no es la de Jesucristo. Como el espí-
ritu de Cristo y el mundo no se podrán casar jamás, jamás tam-
poco el mundo dará paz a la Iglesia verdadera y dejará de
hacerle la guerra.
La Iglesia, que exige de nosotros amor, pide también a cada
uno fidelidad, entrega, trabajo, para colaborar todos en la con-
solidación y expansión del Reino de Dios instaurado por Jesu-
cristo, hasta que llegue a su consumación al final de los tiem-
pos. No trabajar nada por la Iglesia es demostrase un cristiano
muy flojo, demasiado flojo…
“Iglesia peregrina de Dios... Somos en la tierra semilla de
otro Reino, somos testimonio de amor”... Con qué ardor lo
cantamos en nuestras celebraciones, ¿no es así?...

MARIA

49. ¿Quién es María?


Por ser la Madre de Jesús y la Madre nuestra, María
juega un papel importantísimo en el plan de Dios dentro de
la Iglesia. María, una mujer como las demás, fue elegida
entre todas las mujeres para ser la Madre del Salvador y la
Madre, la imagen y modelo de toda la Iglesia.
Por ser la Madre de Jesús, que es Dios, María es en ver-
dad la MADRE DE DIOS.
Y Dios, para que María fuese digna Madre suya, la hizo
INMACULADA, es decir, sin el pecado original de Adán,
que todos contraemos, y sin mancha alguna propia.
La conservó VIRGEN en la concepción y nacimiento de
Jesús, y virgen permaneció siempre después.
En su ASUNCION fue llevada por Dios en cuerpo y
alma a la Gloria.
Y es REINA de Cielo y Tierra, de los ángeles y de los
hombres.

50. ¿Qué decir de María y la Iglesia?


María, como Madre de Dios, está elevada sobre toda
criatura. Como hermana nuestra, es un miembro más de la
Iglesia, el mayor y el más importante de todos después de
Jesús, que es la Cabeza de la Iglesia.
Es MADRE de todos los redimidos, a los que llevó es-
piritualmente en su seno cuando concibió a Jesús. En la
cruz, Jesús nos la dio por Madre, y es la Madre de la Igle-
sia.
En el Cielo, el Señor le ha confiado la distribución de
todas las gracias que Él nos mereció, y por eso la llamamos
la MEDIANERA, no diferente de Cristo ─“porque uno
solo es el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús
hombre” (1Timoteo 2,5)─, sino subordinada a Él, ya que
Dios quiso unirla al sacrificio redentor de Cristo, y ahora
intercede por nosotros y nos dispensa y distribuye la Gra-
cia merecida por el Señor Jesús.

51. ¿Qué significa María, imagen y modelo?


En María ha avanzado Dios todo lo que la Iglesia será
un día. Por eso se le llama a María “imagen“, que quiere
decir ejemplar, modelo; y en María ha alcanzado ya la
Iglesia esa perfección de pureza y de gloria a las que aspira
y se esfuerza por conseguir desde ahora en todos sus
miembros.
Por ejemplo, María es Inmaculada, para gloria de Dios
y honor de la misma Virgen; pero lo es también para ser la
imagen o ejemplar de lo que un día será la Iglesia entera: la
esposa sin tacha de Cristo, “sin mancha, ni arruga, ni nada
semejante, sino santa e inmaculada” (Efesios 5,27).
Así también, Dios la hizo Virgen-Madre, consagrada
con amor exclusivo a Cristo, igual que debe ser la Iglesia:
Esposa virgen de Cristo y fecunda madre de todos los re-
dimidos.
Otro ejemplo: Dios resucitó a María y la subió en cuer-
po y alma al Cielo en su Asunción, igual que hará con toda
la Iglesia al final de los tiempos.
Por eso la Iglesia tiene en María no sólo a su Madre, si-
no también al modelo más perfecto de todo cristiano.
Pero el Concilio Vaticano II se fijó en María sobre todo
como imagen, modelo y ejemplar acabado para la Iglesia
en la fe y la caridad (LG 53). María dio un “Sí” a Dios
cuando el anuncio del Ángel, y no lo retractó jamás. Sin
ver muchas veces nada, se fió de Dios y siguió a Jesús has-
ta el Calvario con una fidelidad inquebrantable, por amor a
su Hijo Jesús y a nosotros, los nuevos hijos que Dios le
daba.
52. AFIRMAMOS
- María es la Madre de Dios, Inmaculada y siempre
Virgen, que está en cuerpo y alma en el Cielo, Reina de los
ángeles y de los hombres.
- María es nuestra Madre, porque nos concibió espiri-
tualmente en su seno al concebir a Jesús, y porque el mis-
mo Jesús en la cruz nos entregó a Ella como hijos suyos.
- María es la imagen, o modelo y ejemplar de la Iglesia
en su peregrinación, porque Dios ha realizado ya en Ella
todo lo que la misma Iglesia es o va a ser un día cuando
llegue a su perfección.

FE Y VIDA
Quitemos del cristianismo a María y le habremos privado del
amor, el cariño, la ternura, la belleza y el encanto que pone en
todo la mujer… Aparte del papel que juega María en el plan
divino de la salvación, miremos cómo Dios nos la dio para lle-
nar ese vacío que se hubiera producido en la Iglesia sin la pre-
sencia de la Mujer que es Madre, Hermana y Amiga.
Cuando nuestros hermanos separados los protestantes supri-
mieron el culto a María en sus iglesias cegaron la fuente de la
poesía en sus templos y en su piedad. Y lo añoran muchos de
ellos. Es célebre la confesión de un protestante luterano, que
escribió, hace ya muchos años, en un periódico de Berlín: “La
Iglesia evangélica es demasiado fría. Tiene necesidad de calor.
¿Quién se lo podrá comunicar? Es mi convicción que debemos
volver a nuestra Madre María”. Sigue un párrafo precioso, que
acaba con un grito casi patético: “A nosotros nos falta María.
¡Oh, sí, volvamos a nuestra Madre María!”. Este hermano pro-
testante debe estar en el Cielo muy cerca de esa Virgen a la que
tan metida llevaba dentro…
A la Virgen María nosotros la veneramos. ¡Es tan grande!...
La amamos. ¡Es nuestra Madre! Luego sobran todas las razones
para quererla... La invocamos. ¡Puede tanto su intercesión ante
Dios!... La imitamos. ¡Dios nos la dio como imagen y modelo
de la Iglesia!
Siguiendo lo que nos dice el Concilio, la piedad cristiana ha
sentido siempre la devoción a María como prenda segura de
salvación y garantía para conseguir la perfección cristiana a la
que Dios nos llama. Porque María nos lleva a Jesús. Esta es su
misión. Pocos habrán expresado este sentimiento tan vigorosa-
mente como San Juan de Ávila. Al que le pregunta: “¿Qué haré
para tener devoción a la Virgen?”, le contesta extrañado el ar-
diente predicador: “¿No le tenéis devoción? ¡Harto mal tenéis,
harto bien os falta! ¡Más quisiera yo estar sin pellejo que sin
devoción a María!”.

EL PERDON DE LOS PECADOS

53. ¿Cuál fue el primer anuncio de la salvación?


Si profesamos expresamente nuestra fe en el perdón de
los pecados, es señal de que es un artículo de fe muy im-
portante. Así lo ha creído la Iglesia desde los Apóstoles,
que proclamaban el perdón de los pecados como algo fun-
damental dentro de la predicación evangélica.
Esta era la primera “Buena Noticia”: ¡los pecados han
sido perdonados!... Lo cual equivalía a decir que Dios era
de nuevo nuestro amigo, que ya no le podíamos tener mie-
do, que estábamos salvados los que antes íbamos hacia la
condenación. Jesús resucitado dice a los Apóstoles que “en
su nombre se ha de predicar la remisión de los pecados”
(Lucas 24,47). Pedro, en su primer discurso el día de Pen-
tecostés: “Bautícense en el nombre de Jesucristo, para re-
misión de sus pecados” (Hechos 2,38). Y después, a la
asamblea de los judíos: “Dios resucitó a Jesús y lo exaltó a
su diestra, para otorgar el perdón de los pecados” (Hechos
5,30-31).
54. ¿Perdona Dios el pecado?
Caído libremente el hombre, Dios no tenía ninguna
obligación de venir en su ayuda. Pudo haber obrado con
nosotros como con los ángeles rebeldes: “Sabemos que
Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los
arrojó a las cavernas tenebrosas del abismo” (2Pedro 2,4),
“perpetuamente encadenados en espera del gran juicio”
(Judas, 6).
Muy al contrario, al hombre pecador, ya en el paraíso,
le prometió un Redentor. Enviado su Hijo al mundo, quiso
que se llamase Jesús, es decir, Yahvé Dios que salva: “Y le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de
los pecados” (Mateo 1, 21). Jesús, al instituir la Eucaristía,
nos dice: “Esta es mi sangre, que se derrama por todos para
el perdón de los pecados” (Mateo 26,28).
El perdón de Dios es una remisión total, una amnistía
completa. “Ya no queda nada de condenación para los que
viven en Cristo Jesús” (Romanos 8,1). Por parte de Dios, la
salvación es absoluta, sin regresión. Es el hombre el que
puede abandonar a Dios y perderse.
“¡Creo en el perdón de los pecados!”. Así expresamos el
primer anuncio gozoso de la salvación, la primera gran
Buena Noticia que nos proclamaron los Apóstoles al resu-
citar Jesús y venir el Espíritu Santo.
Más tarde veremos lo que es el pecado como trasgresión
de la Ley de Dios. Ahora nos basta saber que eso que
hubiera sido la causa de nuestra ruina eterna, es precisa-
mente la manifestación espléndida de la bondad misericor-
diosa de Dios. San Pablo expresa ambas ideas, pecado y
condenación, conversión y perdón, en un párrafo terrible y
consolador a la vez: “No se engañen. Ni los lujuriosos, ni
los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borra-
chos, ni los difamadores, ni los estafadores tendrán parte
en el reino de Dios. Y esto es lo que eran algunos de uste-
des; pero han sido purificados, consagrados y salvados en
nombre de Jesucristo, el Señor, y en el Espíritu de nuestro
Dios” (1Corintios 6,9-11).

55. AFIRMAMOS
- El perdón de los pecados es la amnistía completa con-
cedida por Dios al hombre, en virtud de la Sangre de Cris-
to, que la derramó por nosotros.

LA VIDA ETERNA

56. ¿Cuál es nuestro destino final?


Dios nos destinó desde el principio para la Vida Eterna,
que el hombre perdió por el pecado, pero nos fue restituida
por la pasión, muerte y resurrección de Cristo, “entregado
a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra
santificación” (Romanos 4,25). La Vida Eterna sigue sien-
do nuestro destino final. Nos encontramos ante ella con la
muerte. Seremos purificados por Dios en el Purgatorio, si
es necesario, antes de entrar en el Cielo, nuestra morada
definitiva. Aunque, para los que se pierdan les quedará una
condenación sin fin.

57. ¿Qué sentido tiene la muerte?


Es un fenómeno natural, comprobado cada día por to-
dos. En la Biblia aparece como castigo del pecado: “Mo-
rirás... Volverás al polvo del que fuiste formado” (Génesis
2, 17; 3,19). “Por un hombre entró el pecado en el mundo
y con el pecado la muerte. Y como todos los hombres pe-
caron, a todos alcanzó la muerte” (Romanos 5,12).
Sin embargo, vencida ahora la muerte por Jesucristo,
para el cristiano el morir es compartir la muerte del Señor,
a fin de compartir también con El la gloria de su Resurrec-
ción. “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí,
aunque muera, vivirá. Y todo el que vive, y cree en mí, no
morirá para siempre” (Juan 11, 25-26).

58. ¿Qué es el Juicio?


Una verdad también fundamental en la predicación
apostólica. “Está establecido para los hombres el morir una
sola vez y, después de esto, el juicio” (Hebreos 9,27).
“Una sola vez”. Eso de la reencarnación, aparte de una
necedad, es una contradicción flagrante con la Palabra de
Dios. El hombre, al morir, es juzgado por Dios en un juicio
personal, y entonces mismo recibe su sentencia eterna, de
premio o castigo. Es el que llamamos “juicio particular”.
Al final de los tiempos, Jesucristo volverá “acompañado
de todos sus ángeles” (Mateo 25, 31). Resucitará a todos
los muertos, y “saldrán los que obraron el bien para la re-
surrección de vida; y los que obraron el mal, para la resu-
rrección de condenación” (Juan 5,29). Todos seremos juz-
gados, lo mismo que los demonios del infierno: “¿No sa-
ben que juzgaremos a los mismos ángeles?” (1Corintios
6,3). Y cuando “venga el Señor, sacará a luz lo escondido
en las tinieblas y hará patentes las intenciones de los cora-
zones” (1Corintios 4,5). Será el “juicio universal”, aunque
no cambiará para nada la sentencia que en el particular
habrá recibido cada uno. Diríamos que el particular es una
audiencia privada, y el universal una pública, a la faz de
todo el mundo. “Porque todos nosotros debemos compare-
cer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de
las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mor-
tal” (2Corintios 5, 10).
Mateo, en el capítulo 25, 31-46, lo escenifica todo y nos
ofrece una imagen grandiosa de aquel hecho final con el
que Cristo cerrará la Historia. Los Apóstoles lo llamaban
“El Día del Señor” por antonomasia, el de su triunfo defi-
nitivo y el de su Iglesia. Todos sus enemigos, vencidos, le
reconocerán como Dios y Señor.

59. ¿Qué decimos del Purgatorio?


El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que la Igle-
sia llama Purgatorio a la purificación “de los que mueren
en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, a fin de obtener la santidad necesaria para en-
trar en la alegría del cielo” (CEC 1030). El Purgatorio ha
sido llamado el dogma del sentido común... Porque si uno
muere con un solo pecadillo, por mínimo que sea, no en-
trará nunca en la presencia de Dios, pues “nada manchado
entrará en ella” (Apocalipsis 21,27). Ha de limpiarse com-
pletamente.
Al haber muerto en la gracia de Dios, las almas del Pur-
gatorio están seguras de su salvación, pero deben limpiarse
del todo en aquel fuego abrasador, aunque “esta purifica-
ción final de los elegidos es completamente distinta del
castigo de los condenados” (CEC 1031). La Biblia elogia a
Judas Macabeo, que “actuó recta y noblemente”, porque
“ofreció un sacrificio expiatorio para que los muertos fue-
sen absueltos de sus pecados” (2Macabeos 12,43-46).
60. ¿Podemos rogar por los difuntos?
En fuerza de la Comunión de los Santos, nosotros ofre-
cemos oraciones y sacrificios por los difuntos para acelerar
su purificación, y ellos, agradecidos, ruegan también por
nosotros. Ofrecemos por ellos, sobre todo, la Santa Misa,
el mismo sacrificio de Jesucristo en el Calvario, que les
aplica sus méritos infinitos.
Al hablar del Purgatorio, debemos mencionar las indul-
gencias. INDULGENCIA es el perdón o indulto que la
Iglesia nos concede por recitar algunas oraciones o practi-
car ciertas obras buenas y con la cual pagamos a Dios la
deuda que habríamos de satisfacer en el Purgatorio.
Un gran catequista, el P. Luis Ribera, explicaba esto de
las indulgencias con esta comparación.
A. Un hombre fue condenado a muerte por un delito
cometido. B. Pidió clemencia y le fue concedida. C. En
cambio, le impusieron una pena de algunos días de cárcel.
D. E incluso esta pena le fue también perdonada por un
trabajo insignificante de pocas horas.
Sigue la aplicación.
A. Quien ha cometido pecado mortal merece la pena del
infierno, la muerte eterna. B. Se arrepiente, confiesa su
culpa y queda perdonado. C. En cambio, ha de pagar algo
a la Justicia divina en este mundo o en el otro. D. Pero
también esta pena se le perdona con sus buenas obras, ora-
ciones e indulgencias.
Las indulgencias las ganamos para nosotros mismos,
pero, por la Comunión de los Santos, las podemos aplicar a
las almas de los difuntos, y así les ayudamos para su pronta
purificación. Ese tesoro de la Iglesia nunca se agotará,
porque cuenta con los méritos infinitos de Jesucristo. La
Iglesia tiene señaladas las oraciones y prácticas a las que
ha concedido indulgencias (CEC 1471-1473).

61. El Cielo existe. Pero, ¿qué y cómo es?


Llamamos Cielo, simbólicamente, al lugar y estado en
que los justos viven felices con Dios para siempre en su
gloria. “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del
reino que les está preparado desde la creación del mundo”
(Mateo 25,34), dirá Jesús en la sentencia final. En el Cielo
veremos a Dios tal como es El, lo amaremos ardentísima-
mente, y seremos felices con la misma dicha con que El es
eterna e infinitamente feliz.
Es imposible imaginarse la felicidad de la gloria. “El
Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones
más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo
de dicha” (CEC 1024). Será la culminación de todos los
bienes mesiánicos, de los que dice San Pablo que “ni el ojo
vio, ni el oído escuchó, ni en cabeza humana cabe el pen-
sar lo que Dios tiene preparado para los que le aman”
(1Corintios 2,9).
Son célebres las palabras con que San Agustín acaba su
genial libro Sobre la Ciudad de Dios, cuando describe
nuestra vida en la Gloria: “Allí descansaremos y veremos.
Veremos y amaremos. Amaremos y alabaremos. Alabare-
mos y seremos felices. He aquí lo que será el fin sin fin”.
Nadie lo niega. Pero el pensamiento cristiano puede ir
también en otra dirección. Aquella vida no será una con-
templación embobada. A la vez que en la visión beatífica
de Dios, el bienaventurado estará dentro del cosmos, trans-
formado por la acción divina, en una actividad dichosa y
sin cansancio, como es la de Dios mismo.
En definitiva, no sabemos cómo será el Cielo. Pero el
Concilio nos dice que “Dios nos prepara una nueva mora-
da..., cuya felicidad es capaz de saciar y rebasar todos los
anhelos de paz que surgen en el corazón del hombre” (GS
39).

62. ¿Y el Infierno? ¿Qué decir de él?


También simbólicamente, llamamos Infierno al lugar y
estado en que serán castigados eternamente los que murie-
ron en enemistad de Dios por el pecado mortal: “Apártense
de mí, malditos, vayan al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles” (Mateo 25,41), será la sentencia de
Jesucristo a los condenados. Al hablar Jesús del castigo
eterno, siempre emplea la palabra “fuego”. ¿Real? ¿Simbó-
lico?... Tanto nos da. Lo que Jesús quiere expresar es que
el castigo será atroz, inimaginable, incomprensible para
nosotros ahora. Se trata de un fuego real, aunque misterio-
so, que vindicará la justicia de Dios para siempre. “¡Es
horroroso caer en las manos del Dios vivo!” (Hebreos
10,31).
Nadie duda de que hay pecados que cierran para siem-
pre las puertas de la salvación. Sin enumerar todos, San
Pablo nos da una lista impresionante. “En cuanto a las con-
secuencias de esos desordenados apetitos, son bien conoci-
das: fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, hechicer-
ía, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disen-
siones, cismas, envidias, borracheras, orgías y cosas seme-
jantes. Los que hacen tales cosas, se lo repito ahora como
se lo dije antes, no heredarán el reino de Dios” (Gálatas
5,19-21).
63. ¿Qué significa eternidad?
“E irán éstos, los malos, al castigo eterno, y los buenos
a la vida eterna” (Mateo 25,46). Con estas palabras acaba y
cierra Jesús la Historia humana. ¿Cuándo? ¿Cómo?
¿Dónde?... Es un secreto que se ha reservado Dios (Mateo
24, 36). Lo único que hace es aconsejarnos el vigilar y es-
tar al tanto (Lucas 21,34-36), porque nos jugamos, a la
última carta o a la ruleta rusa, el siempre, siempre, siem-
pre... de la eternidad, que para cada uno empieza en el
momento de su muerte, de la cual nadie sabe ni el cómo ni
el cuándo.
De todo esto estamos segurísimos, porque lo dice Jesús
con aplomo sobrecogedor: “El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán” (Lucas 21,33).
Sin embargo, no son palabras de espanto, sino todo lo
contrario, son una proclama triunfal. Pues el mismo Jesús
le dice al creyente fiel: “Cuando empiecen a suceder estas
cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca
su liberación” (Lucas 21,28).
Se habrá consumado el Reino de Dios. El cosmos, el
universo entero, será transformado en plenitud (Romanos
8,21-23), de un modo que solamente Dios sabe, para ser
digna morada y quehacer feliz de los elegidos. El Papa
Pablo VI dictaba en el Credo del Pueblo de Dios: “Confe-
samos que el Reino de Dios, iniciado aquí abajo en la Igle-
sia de Cristo, no es de este mundo”.
Pero se ha iniciado ya con Cristo, y está en marcha im-
parable hacia su término final. A nosotros nos impone la
obligación de trabajar por el Reino aquí, pero mirando
siempre al más allá. Continúa Pablo VI: La Iglesia “sin
cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una mora-
da permanente en este mundo, los alienta también, en con-
formidad con la vocación y los medios de cada uno, a con-
tribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia,
la paz y la fraternidad entre los hombres, a prodigar la
ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y
desgraciados”.

64. AFIRMAMOS
- Juicio particular es aquel a que será sometido cada uno
en el momento de su muerte y que fijará su suerte por toda
la eternidad.
- Juicio universal es el que ejercerá Jesucristo al final
del mundo, después de resucitar a todos los muertos, y con
el cual cerrará la Historia de la Humanidad.
- El Cielo o la Gloria es la felicidad con que Dios pre-
mia en su presencia a los buenos por toda la eternidad.
- El Infierno es el castigo eterno de los que mueren im-
penitentes en pecado mortal.
- Entendemos por Vida Eterna la que esperamos des-
pués de la muerte y que no acabará jamás.

FE Y VIDA

En la mente cristiana, en la Teología y en la misma Biblia, el


pecado y la Vida Eterna están íntimamente unidos. El pecado es
lo único que nos puede privar de la felicidad eterna al llevarnos
a una condenación irremediable. De aquí, que no hay que temer
a Dios, Padre bueno que nos quiere salvar, sino a nosotros
mismos que nos pdoemos alejar voluntariamente de Dios y
perdernos.
Se ha dicho muy bien que el pecado en nosotros no es una
hipótesis, algo posible, sino una tesis, es decir, un hecho cierto.
Todos somos pecadores. Luego, ¿perdidos para siempre?... Todo
lo contrario. Dios, que es más grande que nuestro pecado, lo
perdona, lo aniquila, lo olvida.
De aquí que el cristiano, por pecador que haya sido antes, no
vive del temor por lo que hizo, aunque pueda tener mucho dolor
por haber ofendido a un Dios tan bueno. Tiene temor de sí mis-
mo, porque puede volver al pecado y perderse. Pero no lo tiene
de Dios, que olvida la culpa para siempre, y el arrepentimiento
se ha convertido para el pecador en causa de mucho más amor.
La bonita anécdota de un alma mística, que tenía continuas
locuciones del Señor, nos ilustra este hecho del perdón. Estaba
escribiendo sobre la mesa, cuando de un codazo tira la estampa
de Jesús que tenía como señal. La recoge del suelo y, como la
cosa más natural que hacemos todos, le da un beso al papel. Oye
inmediatamente la palabra del Señor:
- ¿Me hubieras dado este beso si no me hubiera caído al sue-
lo?
- No, Jesús.
- Pues, mira. Esto ocurre con el pecado y el arrepentimiento.
Si me caigo de un corazón, que me pierde, pero recobra la gra-
cia, y después me dice por eso que me ama, y me lo dice muchas
veces, todos esos actos de amor son fruto del pecado perdonado.
Pero, ¿es oportuno hablar hoy de pecado y de vida eterna?...
El filósofo Maritain, una de las mentes filosóficas católicas más
brillantes del siglo veinte, ante la crisis de fe que hemos sufrido
en años pasados, dijo que un sacerdote necesita hoy valentía
para hablar de la Vida Eterna. Corremos el peligro de que nues-
tra predicación se diluya en palabras bonitas, “que deleitan los
oídos”, en expresión de San Pablo (2Timoteo 4,3).
El inolvidable Papa Pío XII no estaba muy de acuerdo con
esta moda cobarde, y avisaba a los cuaresmeros de Roma: “La
predicación de las primeras verdades de la fe y de los fines últi-
mos no sólo no ha perdido nada de su oportunidad en nuestros
tiempos, sino que ha venido a ser más necesaria y urgente que
nunca. Lo mismo se diga de la predicación del infierno. La Igle-
sia tiene ante Dios el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla
sin atenuación alguna, como Cristo la ha revelado, y no hay
ninguna coyuntura de los tiempos que pueda debilitar el rigor de
esta obligación”.
¿Muy fuertes estas palabras?... Son muy suaves en compara-
ción de las que hubiera dicho cuarenta años más tarde. Hoy
hemos de volver a la seriedad de la vida cristiana, que, si no se
sustenta en un más allá eterno, carece por completo de sentido.
Dios no es ligero ni voluble en sus decretos y enseñanzas, como
tampoco lo puede ser la Iglesia, depositaria de la verdad de
Dios.
Y no digamos que con estas verdades ante los ojos la vida se
hace triste. Se convierte en una vida seria, que es muy distinto,
porque sabemos que con Dios no se puede jugar, conforme a lo
que nos previene San Pablo: “No se engañen; de Dios nadie se
burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará: el que siembre
para su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre
para el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna” (Gálatas 6,7-
8).
La vida es esperanza e ilusión cuando uno sabe que se enca-
mina hacia esos bienes imperecederos, que le hacían suspirar a
un San Agustín: “¡Oh bienes del Señor, dulces, inmortales, in-
comparables, eternos, inmutables! ¿Y cuándo os veré, oh bienes
de mi Señor?”...
“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”
(Juan 10,10).
“Quien tenga sed, que venga a mi y beba… Y saldrán de sus entra-
ñas torrentes de agua viva” (Juan 7,37-38).

YO RECIBO

La FE necesita celebrarse. Porque es vida. Y los fieles


la manifiestan en las formas y costumbres más variadas.
Pero la Iglesia celebra la Fe con la Liturgia, sobre todo por
los Sacramentos, que alcanzan su punto culminante en el
culto de la Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cris-
tiana.
La Gracia se nos comunica de muchas maneras. Nadie
detiene la mano de Dios, el cual conoce y usa mil caminos
para darse al hombre. Pero nunca se encontrarán el hom-
bre y Dios como en los Sacramentos. Fe y Sacramentos
están indisolublemente unidos.
Cada Sacramento es un encuentro personal con Cristo.
Lo es, sobre todo, la Eucaristía, en la Comunión del Cuer-
po y la Sangre del Señor. Recibir un Sacramento es hen-
chirse de la vida de Dios.
Nosotros no podemos permanecer indiferentes, con
frialdad y flojedad, ante la esplendidez divina, que nos lo
da todo...
65. ¿Qué son los Sacramentos?
Los Sacramentos son unos signos sensibles instituidos
por Jesucristo para darnos la Gracia. Sensibles quiere decir
que los vemos, los tocamos, los sentimos. Y, aunque no
veamos la Gracia que nos dan, vemos el signo, la señal, el
conducto por el que nos llega la Gracia. Son como los ca-
bles de alta tensión que atraviesan los campos: no vemos la
electricidad, pero vemos los conductos que la llevan. Por
ejemplo, no vemos la Gracia, la vida de Dios, que nos trae
el Bautismo; pero vemos el agua y oímos las palabras que
nos indican que Dios hace aquello que nosotros vemos y
oímos.
Son, además de signo, “como fuerzas que brotan del
Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante”, el cual actúa
en la Iglesia mediante los Sacramentos, que son “las obras
maestras de Dios” (CEC 1116). “El Padre escucha siempre
la oración de la Iglesia de su Hijo” cuando “en cada sa-
cramento expresa, con la invocación, su fe en el poder del
Espíritu”. Y “como el fuego transforma en sí todo lo que
toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina lo que
se somete a su poder” (CEC 1127).
Aquí vemos cómo en esas “obras maestras de Dios”,
realizadas por la Iglesia, intervienen las Tres Divinas Per-
sonas para salvarnos y santificarnos:
- la Iglesia celebra el Sacramento en la Persona de
CRISTO;
- muy atento a su Hijo, el PADRE escucha la oración de
la Iglesia,
- y manda al ESPIRITU SANTO, el cual transforma ese
signo en fuente de la Gracia.
66. ¿Cuántos y cuáles son los Sacramentos?
Fueron SIETE los instituidos por Jesucristo y reconoci-
dos por la Iglesia, la cual no ha añadido ni quitado ningu-
no, y siete serán hasta el fin: Bautismo, Confirmación, Eu-
caristía, Penitencia, Unción de los Enfermos, Orden Sagra-
do y Matrimonio.
El Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrado no se
reciben más que una sola vez, porque imprimen un sello,
llamado carácter, que no se borra ya jamás: es como un
sello o cuño indeleble.
La Unción de los Enfermos se puede recibir más de una
vez: en una enfermedad distinta de la anterior en que ya se
recibió, o al prolongarse mucho la misma enfermedad, o al
presentarse inminente el peligro de muerte. La puede reci-
bir también, aunque no esté enferma, una persona de mu-
cha edad, que así se va preparando serenamente para el
final de su vida.
Se puede contraer nuevo Matrimonio cuando el anterior
quedó disuelto por la muerte del cónyuge.
La Eucaristía y la Penitencia son los Sacramentos ordi-
narios de la vida cristiana, y se pueden recibir cuantas ve-
ces se desee, aunque bajo las normas establecidas por la
Iglesia.

67. ¿Qué es el Bautismo?


“Vayan, y bauticen a todas las gentes en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19). “El
que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará” (Marcos 16,16).
El Bautismo es el primer Sacramento y la puerta de los
demás Sacramentos, que no se pueden recibir si antes no se
está bautizado.
El Bautismo, al infundirnos la vida divina, nos borra to-
do pecado: a un niño, el original; y a un adulto, el original
y todo pecado personal. Nos convierte en hijos de Dios,
nos hace hermanos de Jesucristo, y derrama en nuestros
corazones el Espíritu Santo. Nos agrega a la Iglesia, el
Pueblo de Dios, y nos hace herederos de la Vida Eterna.

68. ¿Qué es la Confirmación?


Los Apóstoles imponían las manos y el ya bautizado re-
cibía el Espíritu Santo (Hechos 8,17). “Fueron sellados con
el Espíritu Santo” (Efesios 1,13), nos dice San Pablo. La
Confirmación es el Sacramento que nos hace adultos en
Cristo. Robustece la Gracia que se recibió en el Bautismo,
nos une más estrechamente a la Iglesia y nos da fuerza
para profesar, defender y propagar nuestra fe y la vida di-
vina que llevamos dentro.
El confirmado se convierte en un verdadero atleta para
su lucha contra el pecado, porque la Confirmación da la
fuerza que hace robusta a la Gracia. Por eso, aunque la
Confirmación se puede recibir en cualquier edad, pues in-
cluso la recibe un niño recién bautizado, sin embargo, la
edad ideal es la del desarrollo, cuando el adolescente ya
adivina y siente las primeras luchas por la virtud.

69. ¿Qué decir de la Eucaristía.


La Eucaristía es el Sacramento más grande, pues en él
está Cristo no solamente por su fuerza, sino que bajo las
especies o apariencias del pan y del vino está Cristo real y
verdaderamente presente. Es así porque, mediante las pa-
labras de la consagración, el pan y el vino se han converti-
do en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. La Eucaristía es
el mismo sacrificio del Calvario: “Esto es mi cuerpo, que
por ustedes es entregado... Esta es mi sangre, que por uste-
des es derramada... Hagan esto como memorial mío” (Lu-
cas 22,19-20; 1Corintios 11,24-25).
Aquí está Jesús como VICTIMA por nuestros pecados,
porque es el mismo sacrificio del Calvario, y no otro distin-
to, por millones de veces que se repita, y es ofrecido “para
el perdón de los pecados” (Mateo 26,28).
Está además como ALIMENTO de nuestra vida divina:
“Yo soy el pan viviente que ha bajado del cielo. Quien
coma de este pan vivirá para siempre” (Juan 6,51). “Así
como yo vivo por el Padre viviente que me envió, de igual
modo el que me coma a mí, vivirá por mí” (Juan 6,57).
Está como PRENDA de nuestra resurrección gloriosa:
“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6,54).
Y está como signo y lazo de UNIDAD de su Iglesia:
“Así como es uno el pan, un solo cuerpo somos toda la
muchedumbre que participamos de este único pan”
(1Corintios 10,17).
¿Cuántas veces se debe y se puede comulgar? La Iglesia
manda comulgar al menos una vez al año, durante el tiem-
po pascual. Pero debería comulgarse cada domingo, cuan-
do se participa en la Misa. Así sería la Comunión el ali-
mento ordinario del cristiano. ¡Y ojalá se comulgara di-
ariamente!
Según el nuevo Derecho Canónico, se puede comulgar
dos veces cada día, con tal que la segunda vez sea dentro
de la Misa entera en que se participe (Canon 917).
Y, desde luego, debe administrarse la Comunión por
Viático a quien se halle en peligro de muerte, aunque ya
hubiera comulgado ese mismo día.
Conviene insistir en que, para comulgar, NO hace falta
confesarse, a no ser que se tenga pecado mortal, actual y
no confesado todavía. Las faltas de cada día, esas que te-
nemos todos y que no son graves, no impiden la Comu-
nión. Aunque es de desear que quien comulga con frecuen-
cia se confiese también con una conveniente periodicidad.

70. ¿Qué es la Penitencia?


Hoy se le da también el nombre de Sacramento de la
Reconciliación, y en la Iglesia se administra por el rito de
la Confesión. El poder de perdonar los pecados fue confe-
rido por Jesucristo a la Iglesia, como consta en los Evange-
lios. Y es un poder auténticamente ministerial, es decir,
que sólo podrá perdonarlos quien tenga la potestad recibida
de Jesucristo. “A quienes ustedes perdonen los pecados, les
quedan perdonados. A quienes se los retengan, les quedan
retenidos” (Juan 20,23). Y repite Jesús por Mateo, en el
capítulo que trata de la constitución de la Iglesia: “Todo lo
que ataren sobre la tierra, quedará atado en el cielo. Y todo
lo que desataren sobre la tierra, quedará desatado en el
cielo” (Mateo 18,18).
Decir: “yo me confieso con Dios”, es equivocar el
número del teléfono..., que no contestará nunca. Valdrá, sí,
esa confesión directa con Dios cuando uno está arrepentido
y no puede confesarse con el sacerdote. De lo contrario,
hay que atenerse a la condición impuesta por la Iglesia,
que nos reitera en el canon 989 del Derecho la costumbre
multisecular: “Todo fiel que haya llegado al uso de razón
está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al
menos una vez al año”.

71. ¿Qué es la Unción de los Enfermos?


Este Sacramento consta en la Palabra de Dios, que nos
dice: “¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los
presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con
óleo en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo restablecerá, y, si hubiera cometido
pecados, le serán perdonados” (Santiago 5,14-15). Admi-
nistrada también con una unción, un masaje, es el encuen-
tro de Cristo con el enfermo, al que cura si conviene, le
conforta en la agonía o lucha final, le perdona todo el resto
de pecado y le da los últimos toques a la Gracia, para que
se presente dignamente ante Dios.
La Unción de los Enfermos es la preparación más bella
en que soñamos para nuestra muerte. Y es el mayor bien
que podemos procurar a nuestros familiares y amigos
cuando les llega la hora. Para ello, hay que procurar que se
reciba con pleno conocimiento. El enfermo entonces, ro-
bustecido con la fuerza de Cristo, mira y espera la muerte
con paz, serenidad y confianza total.

72. ¿Qué es el Orden Sagrado?


Todos los bautizados somos miembros sacerdotales de
Cristo Sacerdote. Pero, distinto de este sacerdocio general,
es el sacerdocio ministerial, propio de los obispos, presbí-
teros o sacerdotes, y diáconos. Jesucristo consagra y desti-
na a su ministro para que desempeñe como pastor las fun-
ciones de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios.
Los Apóstoles fueron constituidos sacerdotes en la Ultima
Cena, nos dice el concilio de Trento, cuando les ordenó al
consagrar el pan y el vino: “Hagan esto como memorial
mío” (Lucas 22,19). Los Apóstoles, a su vez, consagraban
obispos, presbíteros y diáconos con la imposición de las
manos, haciéndoles partícipes del único sacerdocio de
Cristo: “No descuides el carisma que hay en ti, y que se te
comunicó por la imposición de las manos de los presbíte-
ros” (1Timoteo 4,14). “Los presentaron a los Apóstoles, y,
habiendo hecho oración, les impusieron las manos”
(Hechos 6, 6).
Con palabras del Concilio Vaticano II, el Catecismo de
la Iglesia Católica nos explica lo que es el Sacramento del
Orden en sus diversos grados.
Los obispos “de manera eminente y visible, hacen las
veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y
actúan en su nombre”. Son los únicos que tienen „la pleni-
tud del sacramento del Orden‟, el „sumo sacerdocio‟ o
„cumbre del ministerio sagrado‟, que les “confiere, junto
con la función de santificar, también las funciones de en-
señar y gobernar” (CEC 1557-1558).
Los presbíteros, a los que llamamos, sin más, sacerdo-
tes, “quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de
la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sa-
cerdote, para anunciar el Evangelio a los fieles, para diri-
girlos y para celebrar el culto divino” (CEC 1564).
Los diáconos reciben la imposición de las manos “para
realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio”. Lo
que les distingue es el servicio. La ordenación “los confi-
gura con Cristo que se hizo diácono, es decir, el servidor
de todos” (CEC 1569-1570).
73. ¿Qué es el Matrimonio como sacramento?
Es la alianza que establecen entre sí el hombre y la mu-
jer, entregándose el uno al otro para toda la vida, alianza
que, entre los bautizados, ha sido elevada por Jesucristo a
la dignidad de Sacramento.
Por eso, no puede haber matrimonio válido y legítimo
entre bautizados si, al mismo tiempo, no es Sacramento
(Canon 1055). Entre bautizados, el matrimonio civil no es
matrimonio verdadero, aunque la sociedad lo exija y la
Iglesia lo acepte para efectos meramente civiles.
La Iglesia nos dice que “los cónyuges cristianos son for-
tificados y como consagrados para los deberes y dignidad
de su estado por este sacramento especial” (Concilio, GS
48; CEC 1535).
Las propiedades esenciales del matrimonio son la uni-
dad y la indisolubilidad: uno con una y para siempre. Es
ley estricta de Jesucristo: “Lo que Dios ha unido no lo
puede separar el hombre” (Mateo 19,6). Así lo exigen las
dos grandes riquezas del matrimonio: el amor de los espo-
sos y el bien de los hijos.
Los esposos que viven su matrimonio cristianamente se
convierten para el mundo en testimonio del amor de Cristo
a su Iglesia y de la dignidad del amor humano, tan profa-
nado en nuestros días.
Jesucristo ama tanto el matrimonio de los suyos que lo
ha hecho signo de su propio desposorio con la Iglesia. Al
final del mundo desaparecerá el matrimonio, como dice
Jesús: “En la resurrección, ni se casarán ellos ni ellas serán
dadas en matrimonio, sino que serán como los ángeles de
Dios” (Mateo 22,30). Entonces, sólo quedará ya el único
desposorio de Cristo con la Iglesia, su Esposa virginal y
glorificada.
Mientras tanto, los esposos que viven en amor y fideli-
dad, como sacramento de Cristo y la Iglesia, encuentran en
su matrimonio el camino bendito y bello de su santifica-
ción, como se lo enseña finamente el Concilio cuando les
dice que su amor, “ratificado por la mutua fidelidad y so-
bre todo por el sacramento de Cristo”, “se expresa y per-
fecciona singularmente con la acción propia del matrimo-
nio. Por ello los actos con que los esposos se unen íntima y
castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de
manera verdaderamente humana, significan y favorecen el
don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un
clima de gozosa gratitud” (GS 49).

74. AFIRMAMOS
- Aunque la Gracia se nos da y acrecienta por toda obra
buena que hacemos, los Sacramentos son los conductos
ordinarios de la Gracia de Dios.
- Los Sacramentos fueron instituidos por nuestro Señor
Jesucristo y son conservados fielmente por la Iglesia.
- Los Sacramentos son siete: Bautismo, Confirmación,
Eucaristía, Penitencia, Unción de los Enfermos, Orden
Sagrado y Matrimonio.

FE Y VIDA
No hay palabra que tanto gasten nuestros labios como la pa-
labra VIDA. En el orden natural como en el sobrenatural. El
Evangelio de Juan, lo más sublime que se ha escrito, empieza
hablándonos del Dios eterno, “en el cual estaba la vida” (Juan
1.4). Jesucristo se proclamará a sí mismo diciendo que es el
camino, la verdad y la vida. Y dirá que vino al mundo precisa-
mente para que los hombres “tengan vida y la tengan en abun-
dancia” (Juan 1,10). Estamos, pues, ante una realidad, tanto
humana como divina, que casi nos trastorna: ¡la vida!...
Esta vida divina que nos trajo Jesucristo, la vida misma de
Dios, es en nosotros, dentro de la Iglesia, algo existencial. No es
una teoría. Es un hecho que conocemos por la fe y lo palpamos
en sus signos, en las señales externas que Jesucristo nos dejó
para saber que ÉL está en nosotros comunicándonos de continuo
lo que es Dios mismo: su naturaleza, su amor, su gloria...
Desde el momento que los Sacramentos son los canales ordi-
narios por los que Jesucristo nos comunica esa vida de Dios que
El posee en plenitud, ya se ve que el cristiano más pletórico,
más lleno a rebosar de la vida de Dios, es el que más y mejor
recibe los Sacramentos.
Por eso hay que revalorizar los Sacramentos. El Bautismo,
que nos hace “partícipes de la naturaleza divina”, según la mis-
ma Biblia (2Pedro 1,4). La Confirmación, que hoy nuestros
Jóvenes reciben con preparación y con tanta conciencia, sabien-
do el compromiso que con ella contraen. El Matrimonio, que
santifica toda la vida de los esposos. Hay mucha diferencia entre
casarse o no casarse por la Iglesia, “en el Señor”, como se ex-
presa San Pablo (1Corintios 7,39). La Reconciliación, por la
Confesión, que, contra tantos desaciertos que se dicen de ella, es
una educadora del espíritu extraordinaria.
Y, sobre todo, la Eucaristía, la cual es un encuentro personal
con Cristo. La Misa del domingo es el punto culminante de la
semana del cristiano. No se va a ella por obligación, sino por un
convencimiento propio que nace de lo más hondo del alma. La
Comunión dominical ─¡ojalá sea más frecuente y hasta diaria!─
es la riqueza suma que nos llega de Dios. Toda la vida de Dios
trasvasada a la Humanidad de Jesucristo, “en quien habita toda
la plenitud de la divinidad” (Colosenses 2,9), nos dice San Pa-
blo, se vuelca y se mete ahora toda en mí por la Comunión del
Cuerpo de Cristo...
“Si me aman, guardarán mis mandamientos. El que tiene mis man-
damientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama, será
amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan
14,15.21)

YO AMO

La Fe es entrega a Dios. Es un “Sí” que lleva consigo,


como en María, el fiarse de Dios en todo, creyendo lo que
nos dice y siguiendo adelante por donde nos lleva su ma-
no, con decisión y aunque no se vea nada. Así se acepta su
voluntad siempre y en todo, como Jesús y María: “Yo no
he venido para hacer mi voluntad, sino la de mi Padre”,
aseguraba Jesús (Juan 6,38). Y María había dicho: “Que
se cumpla en mí tu palabra” (Lucas 1,38)´.
Es lo mismo que nos exige a nosotros: “Quien guarda
mis mandamientos, ése es el que me ama” (Juan 14,21).
Porque, “no el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el re-
ino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre
celestial” (Mateo 7,21).
El aceptar y cumplir la Ley de Dios es la manifestación
del amor que tenemos a Dios nuestro Señor y Padre, y nos
gloriamos en ella, porque, como decía Tertuliano en la an-
tigüedad cristiana, “El hombre es el único entre todos los
seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de
recibir de Dios una ley”. La Ley de Cristo no impone una
esclavitud, sino que da la máxima libertad.
75. ¿Qué entendemos por Ley, por Gracia y por pe-
cado?
El hombre, destinado a la felicidad eterna, fue creado
por Dios en su amistad, en su Gracia. E imprimió en su ser
una ley natural “que es una participación en la sabiduría y
la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen
de su Creador”. Vino después la Ley revelada, cuyas
“prescripciones morales se resumen en los diez manda-
mientos”. Esa “Ley antigua es una preparación al Evange-
lio”. “La Ley evangélica cumple, supera y lleva a su per-
fección la Ley antigua... Es ley de amor, ley de gracia, ley
de libertad” (CEC 1978-1985).
La Ley de Dios, dada así al hombre en diversas etapas,
es la salvaguardia del amor y de la amistad de Dios en no-
sotros. Pero el hombre se rebeló contra su Dios, se quiso
independizar de El, cuando hizo caso a Satanás, que le
dijo: “serán como Dios” (Génesis 3, 5), y quedó esclavo
del pecado. El pecado sigue en el mundo. Pero, por la Re-
dención de Jesucristo, y en virtud de su Sangre, Dios nos
devuelve siempre su amistad y su Gracia cuando existe
nuestro arrepentimiento.

76. ¿Qué significamos por la Gracia?


“Gracia” es lo mismo que “regalo”. Y es el don que
Dios nos hace al comunicarnos su propia vida y que nos
convierte en una nueva criatura, en una nueva creación,
porque nos transforma totalmente en Dios. Al darnos el
Espíritu Santo, no solamente nos da algo, sino Alguien. El
Espíritu Santo es una Persona, que es don y es dador. Y lo
que nos da es al mismo Dios, y, con El, la vida de Dios,
que nos hace “partícipes de la naturaleza divina” (2Pedro
1, 4). Asombroso cuanto queramos, pero nos convierte en
Dios.
Si la Gracia es “Dios que se nos da”, a esta Gracia la
llamamos increada. Porque es el mismo Dios eterno
dándosenos. Y a este Dios eterno nadie lo ha creado.

77. ¿En qué nos convierte la Gracia?


Lo acabamos de decir: en Dios. Somos Dios por partici-
pación. Tenemos su misma vida. La Gracia ha hecho de
nosotros un nuevo ser: los que somos hombres, seguimos
siendo hombres, pero radicalmente transformados en nue-
vas criaturas, ya que pensamos, amamos y vivimos como
el mismo Dios.
Y llegará el día en que, resucitado “nuestro cuerpo mor-
tal y configurado con el Cuerpo glorioso de Cristo” (Fili-
penses 3,21), irradiaremos la misma gloria de Dios.
Cuando queremos detallar esta maravilla de la Gracia,
especificamos sus efectos sorprendentes, y decimos que
nos hace hijos de Dios; hermanos de Jesucristo y miem-
bros suyos; templos vivos del Espíritu Santo; amigos de
Dios; herederos del Cielo, porque en el Bautismo, al
dársenos la Gracia, se nos da también la “cédula” (Filipen-
ses 3,20) que nos acredita ciudadanos del Reino de los
Cielos. En una palabra, al dársenos el Espíritu Santo, nos
hace verdaderos santos. No se equivoca quien al tener con-
ciencia de estar en Gracia, se llama con confianza San En-
rique o Santa Sonia, San Roberto o Santa Rosita, porque lo
es en verdad...
Como la Gracia realiza todo esto en nosotros, haciéndo-
nos nuevas criaturas o nueva creación, decimos que es
Gracia creada, aunque en el lenguaje cristiano la llama-
mos, sin más, La Gracia, o Gracia Santificante.
78. ¿Qué hace en nosotros la Gracia?
Al convertirnos en un nuevo ser, en una nueva creación,
la Gracia ─Dios que vive en nosotros─, no está inactiva.
Trabaja sin cesar. Se desarrolla continuamente, haciéndo-
nos crecer en la vida de Dios. Un niñito de tres meses tiene
la vida del hombre, pero le falta mucho hasta desarrollarla
como la de un varón o de una mujer en sus pletóricos trein-
ta años. Así, Dios nos hace ir adelante en el crecimiento
espiritual, “hasta que seamos hombres perfectos, hasta que
alcancemos en plenitud la talla de Cristo” (Efesios 4,13).
Por eso, el Espíritu Santo nos inspira la oración, nos da
en cada instante la luz para conocer la voluntad de Dios,
nos insinúa, nos ruega, nos pide y ─sobre todo─ nos da la
fuerza para cumplir todo eso que quiere de nosotros, a fin
de evitar el pecado y hacernos crecer en la vida divina.
Aunque, eso sí, el Espíritu nunca nos fuerza, nos deja li-
bres, ya que sin libertad no habría amor. Y lo que Dios
quiere de nosotros es amor de hijos, no temor de esclavos.
A esta acción del Espíritu Santo en nosotros la llama-
mos Gracia actual, porque nos ilumina, nos impulsa, nos
ayuda y nos acompaña en cada acto y en cada momento de
nuestra vida cristiana.

79. ¿Qué significa organismo sobrenatural?


La Gracia ha hecho de nosotros una nueva creación, y
hemos de actuar como criaturas nuevas. Es Dios quien ha
de actuar en nosotros. Para ello, a la par que la Gracia,
Dios nos infunde las llamadas VIRTUDES TEOLOGA-
LES, porque vienen sólo de Dios y nos llevan a Dios. Son
la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Por la FE, el cristiano funda toda su vida en Dios y pro-
fesa todo lo que Dios le comunica: cree en El.
Por la ESPERANZA, está seguro de la fidelidad de
Dios, que cumplirá su promesa de darle la vida eterna con
todos los medios necesarios, y tiende hacia El con todas
sus fuerzas.
Por la CARIDAD, ama a Dios con todo su ser, rechaza
todo lo que le aparta de Dios, y extiende su amor a todas
las criaturas de Dios, especialmente al hermano, en el que
vive Dios de la misma manera que en sí propio.
Así, la inteligencia y la voluntad nuestras vienen a ser
para los cristianos como unas potencias divinas, que nos
hacen capaces de pensar y amar como piensa y ama Dios, a
la vez que nos hacen tender hacia El de modo irresistible.
Junto con las virtudes teologales, el Espíritu Santo nos
infunde sus DONES, que, siguiendo a Isaías, enumeramos
siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios (Isaías 11,2).
Si el cristiano actúa guiado por las virtudes teologales y
los dones, produce toda obra buena, que San Pablo llama
“FRUTOS del Espíritu”, entre los cuales enumera éstos:
“amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe,
mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gálatas 5,22-23).

80. ¿Qué entendemos por perfección cristiana?


Más todavía, el bautizado llegará a la perfección o al
colmo de la santidad a la que está llamado, como nos dice
el Concilio (LG 4) y nos recuerda el Catecismo de la Igle-
sia Católica: “Todos los fieles, de cualquier estado o régi-
men de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana
y a la perfección de la caridad” (CEC 2013). Todos son
llamados a la santidad: “Sean perfectos como su Padre
celestial es perfecto” (Mateo 5,48). Indica crecimiento
continuo. El progreso espiritual tiende a la unión cada vez
más íntima con Cristo.
Esta unión se llama „mística‟, porque nos hace partici-
par del misterio de Cristo por los Sacramentos, „los santos
misterios‟. Cristo entonces nos mete en el misterio de la
Santísima Trinidad.
Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aun-
que las gracias especiales o signos extraordinarios de esta
vida mística sean concedidos solamente a algunos para
manifestar así el don gratuito hecho a todos” (CEC 2013-
2014).
Conviene entender estas últimas palabras del Catecismo
de la Iglesia Católica, consoladoras a más no poder. La
santidad perfecta la encontramos, vivimos y desarrollamos
dentro de la vida ordinaria, en el cumplimiento del deber
de cada uno, pero hecho todo con un gran amor y con la
participación máxima de los Sacramentos, la que nos sea
posible, especialmente la Eucaristía.
El desenvolvimiento normal de la Gracia nos llevará a
la vida “mística” de una unión grande con Dios. Según el
Catecismo, esos favores extraordinarios concedidos a al-
gunos santos, como la oración altísima, locuciones íntimas,
revelaciones etc., no son más que una manifestación para
nosotros de lo que cada uno llevamos dentro y sin darnos
cuenta. ¡Las sorpresas que tendremos el último día!...

81. ¿Y qué decir del pecado?...


Es la triste y dolorosa contraposición de la Gracia. Ese
don espléndido de Dios lo puede perder el hombre por el
pecado. Dios creó al hombre en su Gracia. Pero el hombre
pecó en Adán desde el principio, y todos los hombres des-
pués hemos ido añadiendo a aquel primer pecado de origen
─el pecado original─, pecados y más pecados personales.
Y entre el pecado original y los pecados personales, la
Humanidad entera perdió la Gracia y amistad de Dios, de
modo que todos “viniéramos a ser destinatarios de la ira
divina”, como nos enseña San Pablo (Efesios 2,3).

82. ¿Cómo entendemos el pecado?


Solamente Dios conoce la inmensidad trágica del peca-
do. Nosotros podemos decir sólo que es un acto libre de
rebelión contra Dios. El hombre se enfrenta con Dios que
le manda, y le dice: “¿Tú mandas? Pues, yo no obedezco”.
Un puro acto de orgullo. Y un atentado contra el amor. El
que peca, viene a decir a Dios: “No quiero, porque no te
quiero”. Prefiero mi comodidad, mi sensualidad, mi pla-
cer... Egoísmo total, contra la entrega amorosa al querer de
Dios.
Entonces, por el pecado se esclaviza el hombre a Sa-
tanás, y se hace también destinatario de la misma suerte
que su nuevo amo: “Sabido es que si ustedes se ofrecen a
alguien como esclavos y se someten a él, se convierten en
sus esclavos: o son esclavos del pecado, que los llevará a la
muerte; o bien son esclavos de la obediencia a Dios, que
los conducirá a la salvación” (Romanos 6,16).
¿Nos damos cuenta de lo que es vivir en Gracia o en pe-
cado? Hay mayor diferencia que entre la noche y el día;
mayor que entre el fuego atómico o el frío glacial... Es la
misma diferencia que existe entre Dios y Satanás, entre el
Cielo y el Infierno.
Sin quitarles nada de importancia, pues siempre son una
ofensa a Dios, son muy diferentes los llamados pecados
veniales o leves, que son esas faltas ordinarias, de cada día,
las cuales no se oponen gravemente al amor y no se pierde
por ellas la vida eterna. Hacemos un acto de arrepentimien-
to sincero, un acto de amor..., y todo queda olvidado en la
presencia de Dios.

83. ¿Qué pecados son especialmente graves?


Nos recuerda el Catecismo (CEC 1867) que, por esa
expresión bíblica, varias veces repetida con estas o pareci-
das palabras: “Su clamor sube hasta Dios”, hay pecados
que “claman venganza al Cielo”. La Biblia señala el de-
rramamiento de sangre inocente (Génesis 4,10); el homo-
sexualismo, practicado por los de Sodoma (Génesis 18,20;
19,13); la injuria al pobre que se lamenta desamparado
(Éxodo 22,20-22), y la injusticia con el trabajador al que se
le niega un sueldo que le es necesario e imprescindible
(Santiago 5,4).

84. AFIRMAMOS
- La Gracia es la vida de Dios en nosotros, es Dios
mismo que se nos da y vive en nuestro corazón.
- La Gracia nos convierte en hijos de Dios, en miembros
de Cristo, en templos vivos del Espíritu Santo, en ciudada-
nos del Reino dentro de la Iglesia, y en herederos del Cie-
lo.
- Todos los bautizados hemos sido llamados a la santi-
dad en la perfección del amor.
- Pecado es la rebelión del hombre contra Dios y la es-
clavitud con que se somete a Satanás.

FE Y VIDA
Contra la costumbre secular de hablar demasiado en la Igle-
sia sobre los castigos eternos ─¡siempre el temor de Dios, sinó-
nimo de miedo a Dios!─, que no hizo demasiado bien en el pue-
blo cristiano, vino, muy entrado ya el siglo veinte, la feliz cos-
tumbre de hablar mucho de LA GRACIA. Un acierto indiscuti-
ble. Jesucristo y la Gracia han sido y siguen siendo los temas
centrales de nuestra predicación actual.
El Papa Juan Pablo II lanzó la consigna de “la nueva evan-
gelización”, que exige proclamar la Buena Noticia de Jesucristo,
tan vieja y tan actual, con nuevo ardor, nuevos métodos y nueva
expresión: al hombre del siglo veintiuno se le habla a lo siglo
veintiuno y no a lo siglo trece... Esta evangelización nueva la
hemos de cifrar en el Reinado de Dios sobre una nueva Huma-
nidad, en la lucha victoriosa contra el pecado, tanto individual
como social, y marchando gozosos, a impulsos del Espíritu,
hacia esas promesas de la salvación última que nos espera en
una eternidad feliz...
Todo se reducirá a la proclamación de esas dos realidades
que son Jesucristo y su gracia. La vida que nos ha traído Jesu-
cristo metida en cada corazón y comunicada a todos los hombres
por un apostolado ardiente.
Es necesario que el pecado no nos diga nada, porque no vale
la pena lo que no trae más que desilusión. Por el contrario, que
nos diga mucho la realidad de la vida divina, fuente de la alegría
verdadera. Aquel muchacho, dirigente de Encuentros Juveniles
entre nosotros, se lo expresó a su mamá con esta fórmula, a fuer
de sencilla casi genial: “¿Vivir en gracia?... ¡Si es una ganga!”...
Dijimos algo sobre el pecado después del número 54 y en el
Fe y Vida siguiente al nº. 64. Vimos allí cómo por parte de Dios
la amnistía, el perdón, el olvido es total, porque es aniquilación
de la culpa: ya no existe. Consolador, ¿no es cierto?...
Lo malo es que nosotros somos reiterativos. Dios nos perdo-
na, y nosotros, “¡dale que dale!”, como decimos familiarmente,
siempre a las mismas... Y esto no es una broma. Porque tiene
graves consecuencias. Poco a poco se va cayendo en ese mal
que diagnosticó severamente el Papa Pío XII: “El mundo ha
perdido la noción de pecado”. Entonces, es natural, el pecado
nos lo tragamos como un bocadillo o una coca cola fresca...
Por lo aleccionador que es, traemos el ejemplo de San Igna-
cio de Loyola, que, ante la culpa grave, nos estimula a tener
valentía y generosidad; nos enseña a valorar el problema de
nuestra salvación y de los demás; a la vez que nos empuja a
buscar la gloria de Dios en el apostolado que llevamos adelante.
Estudiante todavía Ignacio en París, como nos cuenta su pri-
mer biógrafo Ribadeneira, se entera de los malos pasos de un
caballero, que tenía su amante algo lejos, y cada vez había de
pasar por un camino obligado. En noche de friísimo invierno,
Ignacio está al acecho. Cuando entre las sombras, a la luz de la
luna, lo distingue ya cercano, se zambulle casi hasta el cuello en
el agua de la laguna helada, y, al estar el otro ya delante, le grita
con fuerza: “Anda y goza de tus asquerosos placeres. Anda, que
aquí me estaré atormentándome yo y haciendo penitencia por ti,
hasta que Dios aplaque el justo castigo que ya contra ti tiene
aparejado”. El otro, desde luego, tuvo bastante...
Ya sacerdote y en Roma, Ignacio se dedica, entre otros apos-
tolados, al de hacer el bien a las pobres prostitutas que tanto
vagabundeaban por la ciudad. El mismo las acompañaba a la
Casa de Santa Marta para su regeneración. La conducta de Igna-
cio fue muy criticada, por su puesto, y se le hizo ver además lo
inútil de sus esfuerzos. Pero él respondió de una manera digna
de Ignacio: “Si yo pudiese impedir con todos mis trabajos un
solo pecado mortal de ellas esta noche, los daría por bien paga-
dos, para que no fuese ofendida la Majestad de mi Creador y
Señor”...
Este Ignacio, que, militar de vida no muy santa, se convirtió
a sus treinta años, pudo dar con autoridad en sus Ejercicios espi-
rituales para todos esta norma formidable: “Que en todo obe-
dezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que, aunque
me hiciesen señor de todas las cosas criadas de este mundo, y ni
por guardar mi propia vida, no sea en deliberar ─ni se me ocu-
rra, ni tan siquiera me pase por la cabeza─ quebrantar un man-
damiento, divino o humano, que me obligue a pecado mortal”.
Esto es generosidad. Esto es elegancia. Aunque veamos de-
rrotados mil a nuestra derecha y diez mil a nuestra izquierda,
vale la pena distinguirse por una valentía que podría llegar hasta
el extremo, como nos pide Dios en la carta a los Hebreos: “Aún
no han llegado ustedes hasta la sangre en su resistencia contra el
pecado” (Hebreos 12,4).
Ante la culpa que anega al mundo, a uno le viene a la mente
el inmortal y trágico verso de Virgilio cuando describe la tem-
pestad sufrida por Eneas en el mar y que dio a pique con la em-
barcación: “Apparent rari nantes in gurgite vasto” = sólo unos
poquísimos náufragos se ven bracear entre las olas... La lucha
contra el pecado se presenta hoy como un campeonato, que pide
atletas bien entrenados...

Una observación sobre el Decálogo


Al tener que entrar ya en los Mandamientos es oportuno hacer una
observación previa. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, verda-
dera bendición de Dios para nuestros días, suscitó una expectación
inmensa ya antes de su publicación. El punto clave de esa inquietud
casi mundial se basaba en la propaganda de que el Papa y los Obispos
inventaban y proponían “nuevos” pecados.
Esto no era posible. El Papa y los Obispos pueden, ciertamente,
prescribir algunas prácticas, de tal modo necesarias para el bien de
todos, que deban ser observadas bajo precepto grave, como es, por
ejemplo, la participación en la Misa dominical. Pero siempre serían
una aplicación de la Ley de Dios y de Jesucristo. La Iglesia no añade,
quita o modifica nada sobre la Ley divina que recibió de su Fundador.
Ocurre, sin embargo, que el mundo actual atraviesa por unas con-
diciones sociales que exigen esas aplicaciones concretas de la Ley de
Dios, y que el Magisterio de la Iglesia, Papa y Obispos, debe iluminar
con la autoridad propia que le confirió Jesucristo.
Nosotros, después de enunciar cada Mandamiento, vamos a señalar
solamente algunos de esos puntos que son de más candente actualidad
y que preocupan a bastantes.

85. ¿Qué es el Decálogo? Le dijo Jesús al joven: “Si


quieres conseguir la vida eterna, guarda los mandamien-
tos” (Mateo 19,17). Esos Mandamientos, tomados de la
Biblia en las prescripciones del Sinaí, han sido tradicio-
nalmente clasificados en diez, y por eso tienen el nombre
de Decálogo.
Los Mandamientos del Decálogo son expresión de la
ley natural, “inmutable, permanente a través de la historia”
(CEC, 1979), y quedaron confirmados por el mismo Jesús
y los Apóstoles, como vemos en muchos pasajes del Nue-
vo Testamento. Conviene saberlos de memoria:

El primero, amarás a Dios sobre todas las cosas.


El segundo, no tomarás el nombre de Dios en vano.
El tercero, santificarás las fiestas.
El cuarto, honrarás a tu padre y a tu madre.
El quinto, no matarás.
El sexto, no cometerás actos impuros.
El séptimo, no robarás.
El octavo, no dirás falso testimonio ni mentirás.
El noveno, no consentirás pensamientos ni deseos
impuros.
El décimo, no codiciarás los bienes ajenos.
Estos diez mandamientos se encierran en dos: amar a
Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.

86. ¿Cuál es el Primer Mandamiento?


“Amarás a Dios sobre todas las cosas”
Lo dijo Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu co-
razón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas” (Marcos 12,30). Claro y nítido como la luz del
sol. “El primer mandamiento llama al hombre para que
crea en Dios, espere en El y lo ame sobre todas las cosas”
(CEC 2134). Además, “el deber de dar a Dios un culto
auténtico corresponde al hombre individual y socialmente
considerado” (CEC 2136).
87. ¿Qué decimos del amor?
El amor nos lo ha infundido Dios mediante el Espíritu
Santo, “que ha sido derramado en nuestros corazones”
(Romanos 5,5). Es uno mismo el amor con que amamos a
Dios y al hermano, porque a uno y al otro los amamos con
el Espíritu Santo, el Amor de Dios en el seno de la Trini-
dad Santísima.
Quien ama hace todo el bien y no comete ningún mal.
Por eso, el amor encierra todos los mandamientos.
La nueva Ley de la Gracia, dada por Jesucristo, no tiene
de suyo más que un solo precepto: el amor. “Porque aque-
llo de no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás,
y cualquier otro mandamiento, se compendia en esta pala-
bra: amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace
mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la ley plenamente
cumplida” (Romanos 13,9-10).
Con este mandamiento del amor el cristiano es el hom-
bre más libre, al mismo tiempo que es el más fiel a toda ley
divina y humana. Aunque Jesucristo nos ha advertido bien
en qué consiste el amor. No está en exclamaciones bonitas
─“¡Señor, Señor!”─, sino en el cumplimiento de la volun-
tad de Dios (Mateo 7,21,23). “Si me aman guardarán mis
mandamientos... El que no me ama no guarda mis ense-
ñanzas” (Juan 14, 15 y 24).
Y comenta Juan: “El que dice que le ha conocido y no
observa sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad
en él. Pero el que observa la ley, ése es el que ama perfec-
tamente a Dios” (1Juan 2, 4-5). Y sobre el amor al próji-
mo: “Este es el mandamiento que hemos recibido de él:
que quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Juan
4,21).
El cristiano ama, y demuestra y confirma su amor con la
observancia de los mandamientos.

88. ¿Qué peligros principales acechan al primer


Mandamiento?
Existen hoy peligros especialmente graves que deben
hacernos vivir alerta.
- La incredulidad, “que es el menosprecio de la ver-
dad revelada”. Pecado tan frecuente en los que dicen que
no creen sino lo que ven o lo que entienden. De negación
en negación, pueden caer en la apostasía, que “es el recha-
zo total de la fe cristiana”. Pecado gravísimo de orgullo,
desde luego, pues el apóstata pretende sobreponerse a
Dios. Pero, ante la invasión de las sectas, es hoy mucho
más frecuente la herejía, la cual consiste en “la negación
pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad
que ha de creerse con fe divina y católica” (CEC 2089).
Los que abandonan la Iglesia han de pensar seriamente en
su salvación (CEC 846).
- La superstición. Tiene mucha aplicación en nuestras
tierras, porque “puede afectar también al culto que damos
al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una
importancia, de algún modo mágica, a ciertas prácticas,
por otra parte legítimas o necesarias” (CEC 2111). Pone-
mos el caso del agua bendita, utilizada para curaciones o
remedios puramente físicos. “Atribuir su eficacia a la sola
materialidad de las oraciones o de los signos sacramenta-
les, prescindiendo de las disposiciones interiores que exi-
gen, es caer en la superstición” (CEC 2111).
- La adivinación. “Todas las formas de adivinación de-
ben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la
evocación de los muertos, y otras prácticas que equivoca-
damente se suponen „desvelan‟ el porvenir”. Y el Catecis-
mo señala concretamente la consulta de horóscopos..., el
recurso a “mediums”..., a lo cual añadiríamos nosotros la
peligrosísima “ouija”... (CEC 2116). Véase Deuteronomio
18,10.
- El ateísmo. Ya no le tenemos miedo al ateísmo “mili-
tante” del comunismo. Pero nos debe preocupar el ateísmo
“práctico”. Por éste, no se niega a Dios; sencillamente, se
prescinde de El porque no se le necesita... En vez de Dios,
se instala al hombre ─el antropocentrismo─ como el cen-
tro en el cual converge toda la actividad del mundo (CEC
2123-2126).
- El agnosticismo. Es, quizá, lo peor. No se niega a
Dios. Incluso, se le admite como “algo”, superior al mun-
do. Pero algo vago, no “Alguien” personal que pida res-
ponsabilidades. Entonces, viene el hombre a convertirse en
dueño de sí mismo y de sus acciones, sabiendo que a nadie
tendrá que rendir cuentas... (CEC 2127-2128).

89. ¿Cuál es el Segundo Mandamiento?


“No tomarás el nombre de Dios en vano”.
“El segundo mandamiento prescribe respetar el nombre
del Señor..., y prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir,
todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo,
de la Virgen María y de todos los santos” (CEC 2142 y
2146). Los pecados más notables contra este mandamiento
son la blasfemia, el juramento en falso y el incumplimiento
de las promesas o votos hechos en nombre de Dios.
Contra esos pecados, está la práctica de santificar el
nombre de Dios con oraciones bellas y sentidas: “¡Alaba-
do sea Dios!”. “¡Bendito sea su santo Nombre!”...

90. ¿Cuál es el Tercer Mandamiento?


“Santificarás las fiestas”.
¿Cómo? Con el culto y con el descanso. Ambos se in-
tercalan y se relacionan admirablemente para el bien espi-
ritual y corporal del hombre. Recibidos de la Biblia y de la
más pura Tradición apostólica, obligan en este día el repo-
so y la práctica de la Religión, que para el cristiano es la
participación necesaria en la Eucaristía.
“La institución del domingo contribuye a que todos dis-
fruten de un reposo y ocio suficientes para cultivar la vida
familiar, cultural, social y religiosa” (GS 67. CEC 2194).
Por eso, el patrón, la autoridad y “todo cristiano debe evi-
tar imponer, sin necesidad, a otro impedimentos para guar-
dar el día del Señor” (CEC 2195).

Intermedio
El Catecismo de la Iglesia Católica pone antes del Cuarto Manda-
miento una nota sobre el amor al hermano, como un pórtico ante los
preceptos de la segunda tabla de la Ley (CEC 2196). Magnífico. Noso-
tros hacemos lo mismo con los dos números siguientes, 91 y 92.

91. ¿Qué exige el amor al hermano?


Es el mandamiento más específico de Jesús. “Les doy
un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros
como yo los he amado. En esto conocerán todos que son
mis discípulos, en que se aman los unos a los otros” (Juan
13, 34-35). Y lo repite Juan en sus cartas: “Este es el man-
damiento que oyeron desde el principio, que nos amemos
los unos a los otros” (1Juan 3,11).
Amor sin distinciones. El cristiano debe amar a todos
los hombres, porque todos son imágenes de Dios (Génesis
1,26), y están revestidos de una gran dignidad personal.
Por eso Jesús llega a lo último: “Amen a sus enemigos,
hagan bien a los que les odien, bendigan a los que les mal-
digan, rueguen por los que les difamen. Así serán hijos del
Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y perversos”
(Lucas 6, 27-28, 35).

92. ¿Qué entendemos por dignidad personal?


Es el respeto que merece cualquier individuo, por ser
hombre, por ser mujer. El “YO”, como decimos hoy, cons-
tituye una persona con derechos sagrados, recibidos de
Dios.
La dignidad de la persona es la base de todas las exi-
gencias sociales. Como hombre y como imagen e hijo de
Dios, todo hombre está revestido de una dignidad personal
inalienable y exigente. El hombre es un ser social, que ne-
cesita de los demás, y los demás necesitan de él. Por eso no
puede cerrarse al amor: tiene derecho al amor y a la ayuda
de todos, y él mismo está obligado a ayudar y a amar a
todos los otros.
Siguiendo al Concilio (GS 27), se nos recuerda que “ca-
da uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo
como „otro yo‟, cuidando, en primer lugar, de su vida y de
los medios necesarios para vivirla dignamente” (CEC
1931). Porque la persona humana es de tal dignidad que es
el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones so-
ciales” (CEC 1892). De aquí nace la obligación tan grave
de aportar la colaboración propia a la sociedad, formada
por el conjunto de todas las personas.
Conviene tener presente esto, como se expone después
al hablar en el nº. 96 sobre la justicia o cuestión social.
Semejante deber es de tal manera serio, que el Concilio
Vaticano II lanza esta amenaza tan excepcional: “El cris-
tiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus
deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligacio-
nes para con Dios y pone en peligro su eterna salvación”
(GS 43). La dignidad personal exige sus derechos a la vez
que cumple sus obligaciones.

93. ¿Qué prescribe el Cuarto Mandamiento?


“Honrarás a tu padre y a tu madre”.
Amplísimo. Todos sabemos y entendemos su prescrip-
ción principal: los deberes familiares, que exigen a los pa-
dres la formación completa de los hijos, en el orden físico,
intelectual y moral; lo mismo que la sumisión de los hijos
a sus padres mientras no sobrevenga la emancipación legí-
tima. Y en cuanto a la formación religiosa, la Iglesia les
pide a todos que lleguen a formar una verdadera “iglesia
doméstica”, donde Dios sea el centro real del amor, de la
plegaria, de la honestidad, y de todas las virtudes cristia-
nas.
Aparte del grupo familiar, este mandamiento “se ex-
tiende a los deberes de los alumnos respecto a los maes-
tros, de los empleados respecto a los patronos, de los su-
bordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto
a su patria, a los que la administran o la gobiernan”.
Además, “este mandamiento implica y sobreentiende los
deberes de los padres, tutores, maestros, jefes, magistrados,
gobernantes, de todos los que ejercen una autoridad sobre
otros o sobre una comunidad de personas” (CEC 2199).
La autoridad. Es el punto que nos merece una atención
particular, en orden a orientar nuestra conciencia cristiana.
Porque, al vivir modernamente en democracia, proclama-
mos que la soberanía reside en el pueblo, y es algo tan in-
tangible que cuidado se atreva alguien a discutirlo… Tran-
quilos, que la Iglesia no se meterá en esas cosas que Dios
ha dejado a la discreción y libre determinación de los
hombres.
Pero empezamos con la Palabra de Dios, categórica:
“No hay autoridad que no venga de Dios, y las que hay,
por él han sido establecidas” (Romanos 13,1). Y esto tiene
una consecuencia lógica: “Todos deben someterse a las
autoridades constituidas... Por lo tanto, quien se opone a la
autoridad, se opone al orden establecido por Dios” (Roma-
nos 13,1-2). Esto conlleva derechos y deberes lo mismo
para los que gobiernan como para los gobernados.
“El ejercicio de una autoridad está moralmente regula-
do por su origen divino”. Por eso, “nadie puede ordenar o
establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas
y a la ley natural” (CEC 2235).
Como una simple sugerencia: ¿puede la autoridad legalizar el abor-
to, autorizar el matrimonio entre homosexuales, o cosas parecidas?...
¡No! ¡Jamás! Quienes lo hacen se enfrentan directamente con Dios, “y,
no se engañen, de Dios nadie se va a reír” (Gálatas 6,7).
“Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad
civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia,
solidaridad y libertad. El amor y servicio de la patria for-
man parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”
(CEC 2239). Todo viene dictado por Dios: “Sean sumisos,
a causa del Señor, a toda institución humana... Obren como
hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un
pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios”
(1Pedro 2,13 y 16).
¿Y cuando la autoridad abusa de su poder, a qué está
obligado el ciudadano? Dejamos la palabra al Catecismo
de la Iglesia Católica, que sigue al Concilio Vaticano II
(GS 74): “El ciudadano tiene obligación en conciencia de
NO seguir las prescripciones de las autoridades civiles
cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del
orden moral, a los derechos fundamentales de las personas
o a las enseñanzas del Evangelio” (CEC 2242).

94. El Quinto Mandamiento.


“No matarás”.
No puede ser más escueto. Hoy día tiene este principio
unas aplicaciones múltiples, que colocan a la Iglesia en
situaciones comprometidas ante la opinión pública y las
autoridades civiles. Pero la Iglesia, naturalmente, no cederá
jamás en su enseñanza ni nadie la hará tirarse para atrás
por muchos miedos que le quieran meter.
- Concretamente, rechazará siempre como inmoral el
aborto directo. El embrión es una persona desde el primer
instante de su ser en el seno materno, y el aborto procurado
es siempre un asesinato. Igualmente, tendrá siempre por
inmoral e inaceptable la eutanasia, que es poner fin a la
vida de una persona disminuida, enferma o moribunda
(CEC 2270-2279).
- Así como proscribe el aborto, se condena también co-
mo inmoral “producir embriones humanos destinados a ser
explotados como „material biológico‟ disponible” (CEC
2275).
- La Iglesia declara asimismo inmorales los secuestros,
la toma de rehenes y la tortura, igual que las mutilaciones
y esterilizaciones directamente voluntarias (CEC 2297).
- Mientras que declara aceptable y hasta elogioso el
trasplante de órganos, lo mismo para el donante como
para el paciente, cuando se hacen sin riesgo físico o
psíquico para salvar una vida (CEC 2296).
- La droga merece una mención especial. “El uso de la
droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida
humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por
prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta gra-
ve. La producción clandestina y el tráfico de drogas son
prácticas escandalosas; constituyen una cooperación dire-
cta, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contra-
rias a la ley moral” (CEC 2291).
- La moral de la carretera. ¿Se puede conducir a cual-
quier velocidad, saltándose las leyes de tráfico, o con se-
miembriaguez?... “La ley moral prohíbe exponer a alguien
sin razón grave a un riesgo mortal”. “No se está libre de
falta grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha
obrado de manera que se ha seguido la muerte, incluso sin
intención de causarla” (CEC 2269 y 2290).

95. ¿Qué nos dice el Sexto Mandamiento?


“No cometerás acciones impuras”.
Mirando a “Cristo, modelo de la castidad, todo bautiza-
do es llamado a llevar una vida casta, cada uno según su
estado de vida” (CEC 2394). Ser castos es avanzar en la
tierra esa vida que nos espera en el Cielo, donde seremos
“como los ángeles de Dios” (Mateo 22,30). A la castidad
se oponen el adulterio, la fornicación y cualquier uso de la
facultad sexual fuera del matrimonio (CEC 2352). Pero el
nuevo Catecismo se fija en algunos puntos concretos de
máxima actualidad en nuestros días.
- La masturbación solitaria es defendida por muchos
como una exigencia sicológica del soltero, sobre todo del
adolescente. Pero, cualquier siquiatra sabe que “tanto el
Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición
constante, como el sentido moral de los fieles, han afirma-
do sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrín-
seca y gravemente desordenado” (CEC 2352). Se entiende,
la masturbación buscada y querida con plena libertad. La
cual es muy diferente del fenómeno fisiológico natural y
espontáneo, que carece de toda malicia y no impide la re-
cepción de los Sacramentos.
- Las relaciones prematrimoniales. Hoy son algo co-
rriente en grandes sectores de la sociedad. Pero, la palabra
no la tienen los hombres sino Dios, que ha reservado el uso
del sexo para el matrimonio exclusivamente, y los novios
todavía no son esposos... “Los novios están llamados a
vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de
ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje
de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el
otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las
manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal.
Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad” (CEC
2350). Ya el Concilio había dicho: “Hay que formar a los
jóvenes sobre la dignidad, función y ejercicio del amor
conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma
familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán
pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al
matrimonio” (GS 49).
- La homosexualidad, lo mismo en hombre que en la
mujer. La Biblia la presenta como la mayor vergüenza en
que cayó el paganismo grecorromano: “Sus mujeres han
cambiado las relaciones naturales del sexo por usos antina-
turales; e igualmente los hombres, dejando la relación na-
tural con la mujer, se han abrasado en deseos de unos por
otros. Hombres con hombres cometen acciones ignominio-
sas y reciben en su propio cuerpo el pago merecido por su
extravío” (Romanos 1, 26-27). Comenta el nuevo Catecis-
mo: “Los actos homosexuales son intrínsecamente desor-
denados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto
sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera
complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir
aprobación en ningún caso” (CEC 2357).
Y, sin embargo, el mismo Catecismo nos aconseja, casi
con emotividad, la comprensión con esos hermanos y her-
manas nuestros que padecen el homosexualismo como una
enfermedad innata, cuyas causas, a estas horas, aún desco-
noce la ciencia. Merecen todo nuestro respeto y cariño, “y
a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada,
de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acer-
carse gradual y resueltamente a la perfección cristiana”
(CEC 2358-2359). La enfermedad y la debilidad son muy
diferentes del vicio...
- La pornografía la vemos ya tan natural, que ni nos
impresiona. Pero la enseñanza de la Iglesia es valiente. “La
pornografía consiste en dar a conocer actos sexuales, reales
o simulados, puesto que queda fuera de la intimidad de los
protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de ma-
nera deliberada. Ofende la castidad porque desnaturaliza la
finalidad del acto sexual. Atenta gravemente a la dignidad
de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, públi-
co), pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer
rudimentario y de una ganancia ilícita. Introduce a unos y a
otros en la ilusión de un mundo ficticio. Es una falta grave.
Las autoridades civiles deben impedir la producción y la
distribución de material pornográfico” (CEC 2354).
- El control de la natalidad tenía que ser cuestionado
una vez más. El Catecismo lo hace sin amenazas y con la
comprensión maternal de la Iglesia. Si declara intrínseca-
mente mala “toda acción que se proponga como fin o como
medio hacer imposible la procreación”, declara también
que “los métodos de regulación de nacimientos fundados
en la autoobservación y el recurso a los períodos infecun-
dos son conformes a los criterios objetivos de la moralidad.
Estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan
el afecto entre ellos y favorecen la educación de una liber-
tad auténtica” (CEC 2370).
Habla también el Catecismo sobre los otros temas del
divorcio, separación, unión libre, etc. etc., que todos sa-
bemos valorar rectamente conforme a la doctrina de Dios
propuesta siempre por la Iglesia.

96. ¿Cuál es el Séptimo Mandamiento?


“No robarás”.
Habría muchas observaciones que hacer. Pero hay que
limitarse a muy pocas, a las de más actualidad entre noso-
tros. Digamos, para empezar, que es un pecado muy “com-
prometedor”, porque, robado algo, incumbe la obligatorie-
dad de la restitución al perjudicado...
- Maneras de robo. El Catecismo empieza por formar
un catálogo elemental, pero más que suficiente, de modos
de robar. “Toda forma de tomar o retener injustamente el
bien ajeno... es contraria al séptimo mandamiento”. For-
mulado este principio, sigue la lista: retener bienes presta-
dos u objetos perdidos; la especulación con la cual se varía
la valoración de los bienes; la corrupción, con la cual se
vicia el juicio de los que deben tomar decisiones según
derecho; la apropiación de los bienes sociales de una em-
presa; los trabajos mal hechos; el fraude fiscal; la falsifica-
ción de cheques y facturas; los gastos excesivos y el des-
pilfarro (CEC 2409).
Pero, así como roba quien defrauda a otro, sobre todo al
pobre indefenso, pues no lo trata ni como persona, también
roba el que cobra un sueldo no merecido, porque no ha
trabajado lo que debe, y defrauda a la sociedad, a la em-
presa o al amo que le paga.
- El juego es mencionado aparte. Cartas, apuestas, lo-
tería..., no son en sí mismos contrarios a la justicia. Luego,
en sí no son pecado. “No obstante, resultan moralmente
inaceptables cuando privan a la persona de lo que es nece-
sario para atender a sus necesidades o las de los demás. La
pasión del juego corre peligro de convertirse en una grave
servidumbre” (CEC 2413).
- La Naturaleza. La palabra „Ecología‟ se nos va
haciendo modernamente muy familiar. Desde el momento
que Dios creó todo el mundo para todos los hombres, a
todos nos incumbe la obligación de respetar la Naturaleza,
porque podemos perjudicar gravemente a los demás. Cabr-
ía mencionar sobre esto la tala indiscriminada de árboles;
la caza de animales que llevaría a la extinción de especies
necesarias a la naturaleza misma; la irresponsable conta-
minación del aire, causa de muchos perjuicios para la sa-
lud...
Todo esto nos impone obligaciones morales serias.
Aunque se puede caer en extremos contrarios, por ejemplo
en la protección de los animales, muy digna por una parte,
pero “es indigno invertir en ellos sumas que deberían re-
mediar más bien la miseria de los hombres. Se puede amar
a los animales; pero no se puede desviar hacia ellos el
afecto debido únicamente a los seres humanos” (CEC
2418).
- La solidaridad humana. A nuestra sensibilidad mo-
derna se le toca su punto más delicado cuando se trata de la
llamada por antonomasia “cuestión social”. Porque es una
injusticia intolerable y una verdadera estructura de pecado
el que exista una desigualdad tan marcada en la distribu-
ción de los bienes materiales, creados por Dios para todos:
unos nadan en abundancia escandalosa, los grandes epulo-
nes de hoy (Lucas 16,19-31), y otros se ven sepultados en
una miseria infrahumana.
Por eso, la promoción humana del marginado, del opri-
mido, del obrero sin defensa, ha venido a ser el santo y
seña de la sociedad moderna. La palabra “caridad” se tra-
duce hoy, ante todo, por la palabra “justicia”. Todos
hemos de trabajar para que a nadie le falte lo que exige su
condición de hombre y, para nosotros, su dignidad de cris-
tiano. Esta es hoy la obra de misericordia número uno
(CEC 2419-2425).
- Las obras de misericordia las coloca el Catecismo
aquí, en el séptimo mandamiento (CEC 2447). El amor al
prójimo se ha especificado tradicionalmente en las Obras
de Misericordia, y que se encuentran enumeradas en todos
los catecismos. Se señalaban catorce, y se dividían en espi-
rituales y corporales. Algunas, como “dar posada al pere-
grino”, ya se ve que responden a costumbres de otras épo-
cas.
Y no nos gusta ya esa distinción entre espirituales y
corporales, aunque siga siendo válida. Hoy miramos la
dignidad de la persona en su valor total, y lo mismo tene-
mos que dar de comer al que tiene hambre como enseñar al
analfabeto, curar a un enfermo que instruir en las cosas de
Dios al que las ignora. Por eso, decimos que obra de mise-
ricordia es todo acto de amor que realizamos con un her-
mano que nos necesita.

97. ¿Qué ordena el Octavo Mandamiento?


“No dirás falso testimonio ni mentirás”.
Lo exige la justicia y el respeto debido a la persona. “La
verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse
verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la dupli-
cidad, la simulación y la hipocresía” (CEC 2505). Además,
“una falta cometida contra la verdad exige reparación”
(CEC 2509)
Como cuestión muy actual, nos vamos a fijar solamente
en una: los medios de comunicación social. Nadie niega
que tenemos derecho a la comunicación y a la información.
Pero deben estar fundadas “en la verdad, la libertad, la
justicia y la solidaridad” (CEC 2494).
La persona tiene derecho a su vida privada, que no se le
puede violar, aunque sea verdad lo que se difunde, si no lo
exige el bien común de la sociedad. “Los responsables de
la comunicación deben mantener un justo equilibrio entre
las exigencias del bien común y el respeto de los derechos
particulares. La ingerencia de la información en la vida
privada de personas comprometidas en una actividad polí-
tica o pública, es condenable en la medida en que atenta
contra su intimidad y libertad” (CEC 2492).

98. ¿Cuál es el Noveno Mandamiento?


“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”.
Jesucristo quiso la pureza del corazón para conseguir la
pureza total de la carne. “Porque de dentro del corazón
salen las intenciones malas, los asesinatos, los adulterios,
las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las
injurias” (Mateo 15,19). Y concretándose a la castidad,
dijo: “El que mira a una mujer deseándola, ya cometió
adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5,28). Como lo
comete la mujer que mira a un hombre con ojo seductor...
Vale la pena meditar esta palabra tan bella de Jesús:
“¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios!” (Mateo 5,8).

99. ¿Qué ordena el Décimo Mandamiento?


“No codiciarás los bienes ajenos”.
Lo que el noveno mandamiento es a la castidad, lo es el
décimo a la generosidad, desprendimiento y pobreza de
espíritu, virtudes fundamentales del Evangelio. Al no codi-
ciar nada de lo que pertenece a otro, se hace un imposible
el robo, la injusticia y la opresión. Y, desprendida el alma
de los bienes de la tierra, se ponen todos los deseos en los
bienes del Cielo, porque “donde está tu tesoro, allí estará
también tu corazón” (Mateo 6,21).

100. ¿Quedó abolida la antigua Ley?


Con Jesucristo y los Apóstoles, el Decálogo quedó in-
mutable y llevado a su perfección. Pero todo el resto de la
ley antigua, comprendida en la “Torah” o cinco primeros
libros de la Biblia, fue anulada para siempre, como cosa ya
inútil y hasta como una ocasión de pecado. Leamos en los
Hechos de los Apóstoles el capítulo 15, 1-32.
La ley antigua fue la gran lucha de San Pablo con los
judaizantes que querían imponer la circuncisión y, con ella,
la obligación de toda la ley, a pesar de que “Cristo nos ha
liberado de la maldición de la ley”, porque “ustedes han
sido llamados a la libertad” (Gálatas 5,3; 3,13; 5,13), ya
que, como diría San Pedro en el concilio de los Apóstoles,
la ley “era un yugo que ni nosotros ni nuestros antepasados
hemos podido soportar” (Hechos 15,10). Jesucristo acabó
de una vez para siempre “destruyendo el pliego de acusa-
ciones que contenía cargos contra nosotros, y lo ha aniqui-
lado de en medio clavándolo en la cruz” (Colosenses 2,14).
Con esto bien claro, sabremos responder a los que nos
vienen con eso de que no podemos venerar las imágenes, o
que obligan los diezmos y primicias, etc., exigidos como
ley de Dios. Si les obliga eso, en la misma “Torah” o ley
están las leyes de la purificación, de las fiestas, del descan-
so sabático cada siete años, de animales impuros etc. etc.
¡Cristo nos hizo libres, y nos salvó de la maldición de la
ley!
¿Por qué, entonces, dijo Jesucristo que no venía a abolir
la Ley sino a completarla? (Mateo 5,17). Es cierto. Pero
una ley queda abolida de dos maneras: eliminándola o per-
feccionándola. Y esto último es lo que hizo Jesús.
Ponemos una comparación. La técnica moderna de va-
lientes artistas ha metido mano en la Capilla Sixtina del
Vaticano, nada menos que en las pinturas de Miguel
Ángel, las más famosas del mundo. No han quitado nada,
sino que han devuelto todo a su primer esplendor. Han
eliminado las impurezas que sobraban, acumuladas por el
humo, la humedad y la pátina del tiempo. Han perfeccio-
nado los frescos, no los han borrado.
Así Jesús, y los Apóstoles con su autoridad, quitaron las
costumbres judías que Dios había prescrito para mantener
la fe, unión y moral de Israel “en espera de la fe que iba a
ser revelada” (Gálatas 3,23). Era una ley que conducía a
Cristo; llegado Cristo, la ley sobraba del todo (Gálatas
3,24). Vale la pena tener esto claro cuando leemos muchos
pasajes de la Biblia en el Antiguo Testamento.

101. Y la Iglesia, ¿puede legislar?


Jesucristo confió a Pedro y a los Apóstoles el gobierno
de la Iglesia con el poder de legislar y mandar: “Cuanto
ustedes ataren sobre la tierra, quedará atado en el cielo. Y
cuanto desaten sobre la tierra, quedará desatado en el cie-
lo” (Mateo 18,18). “Vayan, y enséñenles a guardar todo lo
que yo les he mandado” (Mateo 28,20).
La Iglesia se gobierna por su legislación propia, conte-
nida en el Código de Derecho Canónico, e independiente
de cualquier potestad civil. Son muchas las normas esta-
blecidas para el buen ordenamiento de la vida cristiana.
Pero los mandamientos más generales de la Iglesia para
todos los fieles son estos cinco:

El primero, participar en la Misa todos los domingos


y fiestas de precepto.
El segundo, confesar los pecados mortales al menos
una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de co-
mulgar.
El tercero, comulgar por Pascua de Resurrección.
El cuarto, ayunar y guardar la abstinencia cuando lo
manda la Santa Iglesia.
El quinto, ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

El fin de estos mandamientos, tan sencillos, tan suaves


─igual que los de Jesús, cuando dijo: “mi yugo es suave y
mi carga ligera” (Mateo 11, 30)─, es “garantizar a los fie-
les el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en
el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del
prójimo” (CEC 2041). Asimismo, les hacen contribuir “a
la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus
convicciones y de sus costumbres”, y “llevando una vida
según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino
de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz” (CEC
2045-2046).

102. AFIRMAMOS
- Ama de verdad a Dios el que cumple los Mandamien-
tos, y ama al hermano el que está dispuesto a ayudarle en
sus necesidades.
- El Decálogo, o los Diez Mandamientos, es la expre-
sión de la Ley de Dios impresa en nuestros corazones.
- Aunque la ley antigua quedase abolida, Jesucristo
confirmó y llevó a su perfección los Diez Mandamientos
de la Ley de Dios.
- La Iglesia, con la autoridad de Jesucristo, nos impone
algunos mandamientos para nuestro bien y para la edifica-
ción moral del mundo.

FE Y VIDA
Hay muchos conceptos y pareceres acerca de la Ley de
Dios. Pero sólo hay una opinión válida: que la Ley de Dios
es un regalo y un privilegio. Aunque la conciencia íntima
le dicte siempre al hombre dónde está lo bueno y dónde
empieza la frontera del mal, es una suerte grande el tener
claros, precisos, nítidos y fuera de nosotros esos dictáme-
nes de la conciencia. De este modo ya no podemos errar
por ignorancia el camino que nos lleva a Dios y a la salva-
ción. Por otra parte, los Mandamientos son la salvaguarda
más firme y segura del orden y del bienestar del hombre en
la sociedad.
Cuando Hitler implantó el nazismo alemán, y las men-
tes más claras veían toda la catástrofe que le venía encima
al mundo, el Papa Pío XI, con una valentía que hizo tem-
blar al temido dictador, le dijo en la famosa encíclica Mit
brennender Sorge: “Si la doctrina moral se cimienta en
opiniones humanas en vez de anclarse en la voluntad de
Dios y en sus mandamientos, es lo mismo que abrir de par
en par las puertas a las fuerzas que destruyen todo”.
Además, los Mandamientos, al ser para todos sin excep-
ción, no hacen a nadie superior a otro en el mundo, sino
que a todos nos proclaman iguales, con los mismos dere-
chos y las mismas obligaciones. El mismo Papa Pío XI
decía en esa famosa encíclica: “Nuestro Dios, que es un
Dios personal, rey y fin último de la historia del mundo, ha
dado sus mandamientos de manera soberana, mandamien-
tos independientes de tiempos y espacio, de región y de
raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre todo
el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni
excepciones”.
La Ley de Dios es una ley nacida del amor, que lleva al
amor y que se cifra en el amor. Así entendida, como nos lo
enseñaron Jesucristo y los Apóstoles, es yugo suave y car-
ga ligera, que quita de encima todo el miedo a Dios. El
Beato Federico Ozanam, moribundo, oye la voz de su
hermano que le anima a confiar en Dios. Y aquel santo
esposo y padre de familia, que se dio a los más pobres con
sus famosas Conferencias de San Vicente de Paúl, agoni-
zaba con estas palabras en sus labios: “¿Y por qué tengo
que temer a Dios? ¡Le amo tanto!”...
¡Le amo! Aquí está la clave de todo. Para el que ama no
hay carga imposible de llevar.
“La Ley de Dios es inmaculada, sus mandamientos ro-
bustecen el alma”, canta la Biblia (Salmo 18,8). Dios, ¡que
es sabio!, nos ha dado en unos cuantos puntos lo que las
constituciones de los pueblos tienen diluido en miles de
leyes, que nadie aprende ni sabe cómo cumplir. Y sobrar-
ían todos los códigos civiles con sólo tener claros y llevar a
la práctica, individual y socialmente, esos diez puntos del
Legislador supremo.
Los hombres nos los podemos echar de encima, pero
jamás anularemos lo establecido por Dios. Cuando la Igle-
sia se ha tenido que poner seria en nuestros días ante tanta
desviación moral, no ha hecho otra cosa que recordarnos
los diez Mandamientos y, a lo más, explicarnos el alcance
de algunos de ellos ante las variantes de la sociedad mo-
derna. Ni ha inventado, ni quitado ni añadido nada. Sólo
nos ha señalado lo que es la base del orden, la justicia y la
paz por la que tanto suspira el mundo de nuestros días.
“De un hombre y para un hombre que ora, no hay nada que tener”
(Padre Meschler SJ.)

YO REZO

Nuestro Señor Jesucristo insistió sobre la oración de


una manera verdaderamente machacona, llamativa y ex-
cepcional. Los Apóstoles hicieron lo mismo. ¿Por qué?...
La teoría y la doctrina de la vida cristiana se han de
convertir en vida. Y esto se consigue sólo en el trato con
Dios mediante la oración. Porque la oración, al conectar-
nos directamente con Dios, pone en funcionamiento el or-
ganismo sobrenatural de que nos ha dotado el Espíritu
Santo.
Es cuestión de subir, como el pájaro, de la tierra al cie-
lo: de nuestra pobre inteligencia a la verdad divina, de
nuestro egoísmo al corazón de Dios. Y nada como la ora-
ción nos hace remontar el vuelo hacia las alturas...
El Doctor de la Iglesia San Alfonso de Ligorio expresó
con una afirmación contundente e incuestionable la conse-
cuencia de orar o no orar: “Quien ora se salva, quien no
ora se condena”. “Todos los que se han salvado, se han
salvado por la oración; todos los que se han condenado, se
han condenado por no haber orado”. Y comentaba el Papa
Benedicto XI: “La oración no es algo accesorio u opcio-
nal, sino una cuestión de vida o muerte. Sólo quien reza,
quien se encomienda a Dios con amor filial, puede entrar
en la vida eterna”
103. ¿Qué es la oración?
Digamos que es un encuentro del hombre con Dios para
escucharse mutuamente, para hablarse, para expresarse su
mutuo amor, para pedirse cosas uno al otro, lo que Dios
quiere del hombre y lo que el hombre quiere de Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo dice con unas
palabras de Santa Teresa de Lisieux: “Para mí, la oración
es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al
cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde
dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (CEC
2558).
Santa Teresa de Ávila lo dijo con una frase inmortal:
“No es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amis-
tad, estando muchas veces tratando a solas con quien sa-
bemos que nos ama”.
En una palabra: orar es hablar con Dios como nuestro
Padre y nuestro amigo. El mismo Catecismo (CEC 2576)
nos lo dice con un ejemplo típico de la Biblia: “Dios
hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre
con su amigo” (Éxodo 33, 11).

104. ¿Quién es el gran maestro de la oración?


¡Jesús! Hay que mirar ante todo a Jesús.
Lo vemos siempre en oración, siempre enseñándonos a
rezar, siempre mandándonos orar. Se le encuentra en el
templo, “porque yo debo ocuparme en los asuntos de mi
Padre” (Lucas 2,49). “De madrugada, muy oscuro todavía,
se levantó, salió y se retiró a un lugar solitario, y allí se
daba a la oración” (Marcos 1,35). “Y después de despedir-
los, se retiró al monte a orar” (Marcos 6,46). “Y se retiraba
a lugares solitarios, y se entregaba a la oración” (Lucas
5,16). “Jesús se retiró al monte para orar y pasó la noche
orando a Dios” (Lucas 6,12). Los discípulos notaron esta
insistencia de Jesús en la oración, y al fin le pidió uno de
ellos: “Maestro, enséñanos a orar” (Lucas 11,1). Y esta
petición nos valió el “Padre nuestro”..., dictado por el
mismo Jesús (Lucas 11, 2-4; Mateo 6,9-13).
Al ejemplo que nos daba, Jesús añadió el mandato. “Es
necesario orar siempre, sin desfallecer nunca” (Lucas
18,1). “Pidan y se les dará. Busquen y hallarán. Llamen y
se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que bus-
ca, halla; y al que llama, se le abre” (Mateo 7,7-8). Y ante
el peligro del pecado: “Vigilen y oren, para que no caigan
en la tentación. Porque el espíritu está ciertamente decidi-
do, pero la carne es débil” (Marcos 14,38). San Pablo,
buen conocedor del mandato del Señor, nos encomienda:
“Vivan en constante oración y súplica, orando siempre en
el Espíritu, velando juntos con perseverancia” (Efesios
6,18).

105. ¿Para qué oramos?


Muchos piensan que la oración se reduce a pedir a Dios
los bienes materiales que necesitamos. Ciertamente que
podemos y debemos hacerlo. Jesús mismo puso en nues-
tros labios la plegaria: “danos hoy nuestro pan de cada día”
(Mateo 6,11). Y el apóstol Santiago: “¿Sufre alguno de
ustedes? Que ore” (Santiago 5,13). Nuestra pobreza y ne-
cesidad nos hacen acordarnos de Dios, y esto ya es una
gracia. El que está satisfecho no necesita de Dios, se olvida
de El, y se pierde. Por lo mismo, debemos pedir.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos avisa: “He aquí
una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le
damos gracias por sus beneficios en general, no estamos
preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por
el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado.
¿Cuál es entonces la imagen de Dios en este modo de orar:
Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor
Jesucristo?” (CEC 2735). Egoísmo, puro egoísmo de nues-
tra oración...
Oramos porque amamos a Dios. Y lo demás se lo deja-
mos a cuenta suya, “porque su Padre de los cielos ya sabe
que tienen necesidad de todo esto” (Mateo 6, 32).
Si pedimos a Dios cosas muy buenas, no temamos que
El nos dé cosas malas. Recordemos la palabra de Jesús, de
ternura y poesía incomparables: “¿Qué padre hay entre
ustedes que, si su hijo le pide pan, le dé una piedra? ¿O si
le pide un pescado, le dé una serpiente? ¿O si le pide un
huevo, le dé un escorpión? Pues si ustedes, que sois malos,
sabéis dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre
celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lu-
cas 11, 11-13).

106. ¿Qué sentimiento debe inspirar nuestra ora-


ción?
Debe ser el espíritu filial. Es decir, el de sentirnos hijos
de Dios, no esclavos. Sin miedos, sino con una confianza
total.
La oración pretende comunicarnos con Dios, en des-
ahogo de hijos con el Padre celestial, poniendo en ejercicio
actual las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la
caridad.
El amor a Dios, especialmente. Le hablamos a Dios
porque le queremos. Dialogamos con El porque buscamos
complacerle, hablando con El, sabiendo que nos ama, y
buscando cumplir su voluntad. La oración se convierte en
la conciencia y en la vivencia de que somos hijos de Dios:
nos hace caer en la cuenta de que Dios es nuestro Padre y
nos hace sentirnos hijos amantes suyos.

107. ¿Es siempre eficaz la oración?


Aquí dejamos la palabra a Jesús. “Todo lo que pidan
con fe en la oración, lo recibirán” (Mateo 21, 22). “Lo que
pidan al Padre en mi nombre, Él se lo concederá. Hasta el
presente, nada le han pedido en mi nombre. Pidan y reci-
birán, y así quedará colmado su gozo” (Juan 16,23-24).
“Todo lo que pidieren en mi nombre, lo haré, para que sea
glorificado el Padre en el Hijo. Lo que pidan en mi nom-
bre, lo haré” (Juan 14,13-14). Como vemos, la palabra de
Jesús está empeñada. Más que palabra de honor de un
hombre. Es palabra de Dios. Nos lo hace notar el apóstol
Santiago: “La oración ferviente del justo tiene mucho po-
der” (Santiago 5,16).

108. ¿Está implicada la Iglesia en la oración?


La oración cristiana se extiende a toda la Iglesia. Lo
vemos continuamente en los Hechos de los Apóstoles y en
sus cartas. La oración era de la comunidad para toda la
comunidad. Los Apóstoles la encarecían mucho. “Primero
de todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones,
rogativas, acciones de gracias por todos los hombres”
(1Timoteo 2, 1). Sin excluir a nadie.
Hay que rogar muy en especial por los que gobiernan:
“Por los reyes y por cuantos están constituidos en autori-
dad, a fin de que nuestra vida transcurra tranquila y pacífi-
ca, con toda piedad y dignidad. Esto es hermoso y grato a
los ojos de Dios nuestro Salvador” (1Timoteo 2,2-3).
Con nuestras oraciones nos ayudamos unos a otros para
nuestra salvación: “Oren unos por otros, para que alcancen
la salvación” (Santiago 5,16). Vemos así cómo la oración
del cristiano es generosa y universal: es por todos y por
todas las necesidades.

109. ¿A quiénes oramos?


La oración siempre termina en Dios por Jesucristo,
nuestro Mediador (CEC 2664). Pero tenemos otros media-
dores, totalmente subordinados a la única mediación de
Cristo Jesús.
Oramos a DIOS. La oración está dirigida principalmen-
te al Padre. Igualmente se dirige a Jesús, en especial por la
invocación de su santo Nombre. Lo mismo que al Espíritu
divino: “La Iglesia nos invita a invocar al Espíritu Santo
como Maestro interior de la oración cristiana” (CEC 2663-
2672 y 2680-2681).
Oramos a MARIA. “La Iglesia ora también en comu-
nión con la Virgen María para ensalzar con ella las maravi-
llas que Dios ha realizado en ella y confiarle súplicas y
alabanzas” (CEC 2673-2679 y 2682).
Oramos a los SANTOS, “los cuales atraen a todos por
Cristo al Padre, y por los méritos de los mismos la Iglesia
implora los beneficios divinos” (Concilio, SC 104). La
oración de los Santos es siempre por Cristo al Padre, y
ellos se unen a la súplica de Cristo por nosotros.

110. ¿Cómo hay que rezar?


Ante esta abrumadora cantidad de textos bíblicos ─sólo
del Nuevo Testamento, y no todos─, cabe preguntar: ¿es
cristiano católico el que no reza?... No digamos que no
sabemos rezar. Hablar con Dios es fácil... No digamos que
no tenemos ganas. Amemos a Dios, y lo haremos... No
digamos que no conseguimos nada. Cuando hayamos pa-
sado la frontera, veremos que a la oración deberemos nues-
tra salvación y la de otros...
Para la oración podemos usar ante todo la Biblia. Los
Salmos, por ejemplo, son una fuente inagotable de inspira-
ción (CEC 2653-2654; 2585-2589).
Podemos rezar con el Misal y Liturgia de las Horas,
oración oficial de la Iglesia (CEC 2655).
Y podemos hacerlo con esas oraciones sencillas, tradi-
cionales, devotísimas, que sabe y reza todo el pueblo cris-
tiano.
Ponemos a continuación un pequeño devocionario, re-
sumido, con algunas de esas oraciones que nos podrán ser-
vir siempre para dirigirnos a Dios.

111. AFIRMAMOS
- La oración es imprescindible para la vida cristiana y
para alcanzar la salvación.
- La oración es un hablar con Dios en plan de amistad
para manifestarle nuestro amor y pedirle sus gracias.
- La oración es siempre eficaz, porque tiene la palabra
infalible de Nuestro Señor Jesucristo.

FE Y VIDA

¿Quién ha dicho que la oración es humillante?... Sólo el ce-


rebro envenenado de un Nietzsche pudo proferir semejante bar-
baridad. Cuando por los años setenta se metió la moda de hablar
sobre “la muerte de Dios”, un telepredicador protestante famoso,
ante el auditorio que atestaba el gimnasio, preguntó con toda
chispa: “¿Que ha muerto Dios?... ¡No! Porque yo acabo de
hablar con El”.
El Dios inmortal no muere. Muere para Dios el hombre que
se desliga de Dios. Pero vive siempre, cada vez con vida más
pletórica, el que está unido constantemente a Dios con una ora-
ción continua.
Werner von Braun, el genio alemán que, ya en Estados
Unidos, colocó al hombre en la Luna, nos decía a todos: “Em-
pecé a hacer oración todos los días. Me tomé el trabajo de ale-
jarme muchos kilómetros para internarme en el desierto y hacer
mi oración en solitario. Rezaba también con mi mujer por las
tardes. Y, al considerar mis problemas, procuraba encontrar la
voluntad de Dios actuando sobre cada uno de sus aspectos. En
nuestra época de vuelos espaciales y fisiones nucleares, es preci-
so conseguir una atmósfera ética y moral que gobierne nuestro
control del poder. Y esto puede conseguirse solamente dedican-
do muchas horas a esa concentración profunda que llamamos
oración”.
La oración es el termómetro de nuestra fe y del calor del co-
razón. ¿A cuántos grados sube?...
BREVE DEVOCIONARIO

Las oraciones básicas del cristiano

La señal del cristiano


Por la señal de la Santa Cruz de nuestros enemigos
líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Las virtudes teologales


Dios mío, creo en ti, espero en ti y te amo con todo mi
corazón. Quiero vivir y morir en tu gracia. Amén.

El Padrenuestro
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu
Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del
mal.

El Avemaría
Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es
contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito
es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, peca-
dores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
El Gloria
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era
en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los si-
glos. Amén.

El Credo. Véase en el número 6 el llamado Credo


apostólico.

Confesión general
Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes,
hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra,
obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran
culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los
ángeles, a los santos, y a ustedes, hermanos, que interced-
áis por mí ante Dios, nuestro Señor.

Acto de contrición
Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos
los pecados que he cometido hasta hoy, y me pesa de todo
corazón porque con ellos ofendí a un Dios tan bueno. Pro-
pongo firmemente no volver a pecar, y confío en que, por
tu infinita misericordia, me has de conceder el perdón de
mis culpas y me has de llevar a la vida eterna.

Alma de Cristo
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh buen Jesús, óyeme!
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de ti.
Del enemigo malo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a ti,
para que con tus Santos te alabe
por los siglos de los siglos. Amén.

Consagración a María
Señora y Madre mía, yo me ofrezco del todo a ti. Y en
prueba de mi filial afecto, te consagro en este día mis ojos,
mi oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi
ser. Ya que soy todo tuyo/a, Madre de bondad, guárdame y
defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

La Salve
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dul-
zura y esperanza nuestra. Dios te salve. A ti llamamos los
desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos gimiendo y llo-
rando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada
nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y
después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito
de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Vir-
gen María!

El Acordaos
Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se
ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protec-
ción, implorado tu asistencia y reclamado tu auxilio, haya
sido desamparado de ti. Animado con esta confianza, a ti
también acudo, oh Virgen Madre de las vírgenes, y, aun-
que gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a
presentarme ante tu presencia soberana. No desoigas, Ma-
dre de Dios, mis humildes súplicas; antes bien, escúchalas
propicia y dígnate acogerlas favorablemente. Amén.

Bajo tu protección
Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios.
No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras ne-
cesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh
Virgen gloriosa y bendita.

Bendita sea tu pureza


Bendita sea tu pureza,
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen Sagrada, María,
te ofrezco desde este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión.
No me dejes, Madre mía.

Al Ángel Custodio - Dos fórmulas


Ángel de mi guarda, Ángel de Dios,
dulce compañía, que eres mi custodio,
no me desampares pues la bondad divina
ni de noche ni de día. me ha encomendado a ti,
No me dejes solo/a, ilumíname, guárdame,
que me perdería. defiéndeme y gobiérname. Amén.

Aspiraciones franciscanas
Señor, hazme un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, ponga yo amor.
Donde haya ofensa, ponga perdón.
Donde haya discordia, ponga yo unión.
Donde haya error, ponga verdad.
Donde haya duda, ponga la fe.
Donde haya desesperación, ponga esperanza.
Donde haya tinieblas, ponga la luz.
Donde haya tristeza, ponga alegría.
Haz, oh Maestro,
que yo busque consolar, no ser consolado;
comprender, no ser comprendido;
amar, no ser yo amado.
Porque dando, se recibe;
olvidándose de sí, se encuentra uno en ti;
perdonando se es perdonado,
y muriendo a sí mismo, se resucita a la Vida.

Oración de la mañana
Dios mío, creo en ti. Espero en ti. Te amo y te adoro. Te
doy gracias por el nuevo día que me concedes para servir-
te.
En unión con Cristo, que vive en mí, y en comunión con
todos los miembros de tu Iglesia, te ofrezco mis pensa-
mientos, afectos y acciones de este día para tu gloria, santi-
ficación mía y bien de tu Reino.
María, mi Madre, te amo y me confío a tu protección.
Ángel mío Custodio, guíame y guárdame en todos mis
pasos.
Amén.

Oración de la noche
Señor, gracias por el día que me has concedido pasar en
tu servicio y en amor; por el trabajo que con tu ayuda he
realizado, y por el bien que con tu gracia he hecho a mis
hermanos.
Me arrepiento de todo lo que te haya disgustado hoy en
mí.
Te ofrezco mi descanso de esta noche.
Cristo Jesús, por ti vivo, por ti moriré; pues tanto que
viva como que muera, soy tuyo/a, Señor.
María, Madre y Señora mía, bendíceme y guárdame
siempre en tu Corazón.
Ángel mío Custodio, vela mi descanso. Amén.

Bendición de la mesa
Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que va-
mos a tomar recibidos de tu mano bondadosa. Acuérdate
de los que no tienen pan ni techo, y socórrelos a ellos co-
mo nos ayudas a nosotros. Amén.

Jaculatorias
- Dios mío, creo en ti, espero en ti, y te amo con todo el
corazón.
- Bendito, y alabado, y amado seas, Dios mío.
- Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.
- Señor Jesús, Tú sabes que yo te quiero.
- ¡Ave María Purísima, sin pecado concebida!
- Dulce Corazón de María, ruega por mí.
- Corazón Inmaculado de María, te encomiendo mi sal-
vación.
- Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros,
que recurrimos a ti.
CONCLUSION

Este manual de MI FE CATOLICA ha querido ser una


orientación en orden a una existencia genuinamente cris-
tiana. Y llegados al final, uno podría preguntarse: ¿no
habrá un medio eficaz, seguro, para que todo lo aquí ex-
puesto se convierta en realidad a lo largo de toda la vida?...

Sí, lo hay. Y ese medio es la MISA DOMINICAL


fielmente participada. El “tercer” mandamiento viene a ser
el “primero” de todos. Porque un católico que santifica las
fiestas con la asistencia asidua a la Misa,
- oye la Palabra de Dios, leída en la Biblia o escuchada
en la predicación viva de la Iglesia, y de este modo nunca
falla en su FE;
- recibe la EUCARISTIA, fuente y cima de toda la vida
cristiana, signo de unidad y prenda de la Gloria futura, de
modo que la salvación queda asegurada;
- metido en la asamblea, estrecha los lazos de la unión
con los hermanos, vive la fraternidad, aprende a comunicar
sus bienes con los demás, se entrega al apostolado y se
siente estimulado con todos al AMOR;
- la ORACION, quehacer primario del cristiano, en-
cuentra en la asamblea su expresión más poderosa, porque
la oración privada lleva a la comunitaria, y la comunitaria
induce a la privada durante la semana entera.

La Misa dominical es la experiencia, la expresión y el


mejor aprendizaje de la piedad bíblica, litúrgica y comuni-
taria que debe vivir el cristiano. Con la asiduidad a la mis-
ma y con la participación activa, al igual que los primeros
cristianos,
- viviremos íntegra y firme la fe de los Apóstoles,
- nos llenaremos de la vida de Cristo en la Eucaristía,
- amaremos a nuestro Dios y al hermano con todo nues-
tro ser,
- y seremos almas ardientes de oración.
¿Qué nos faltaría entonces?... Nada.
APENDICE I

El Católico ante el Ecumenismo y las sectas

Voces amigas me han sugerido, y hasta pedido, que incluya en el


libro una sección de respuestas a las objeciones que nos oponen de
continuo los acatólicos de las sectas. No lo creo oportuno. Tertuliano,
el gran escritor cristiano del siglo segundo, con su libro “La prescrip-
ción contra los herejes”, nos da la orientación más sensata. Es perder
el tiempo. Pero voy a apropiarme y proponer algunas de sus ideas.
Porque parece mentira que estén escritas hacia el año 200, cuando
cualquiera diría que están formuladas en la América Latina de nuestros
días...

1. Ante todo, no se trata de los hermanos separados,


nacidos y formados en las iglesias que hace siglos se aleja-
ron de Roma, y con los cuales hoy estamos llevando ade-
lante el Ecumenismo, verdadero soplo del Espíritu Santo,
para dar cumplimiento al deseo y mandato del Señor:
“¡Que todos sean uno!” (Juan 17,21). Con estos hermanos
separados hablamos, exponemos, dialogamos, oramos, nos
respetamos, nos aceptamos y quedamos al fin más amigos
que antes. Sobre éstos nos dice el nuevo Catecismo univer-
sal con palabras del Concilio:
“Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de ta-
les rupturas ─de aquéllas de hace siglos─ y son instruidos
en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la
separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y
amor fraternos. Justificados por la fe en el bautismo, se han
incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se hon-
ran con el nombre de cristianos y son reconocidos con
razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en
el Señor” (CEC 818).
2. Aquí hablamos de las sectas que se han echado como
un aluvión devastador sobre nuestras tierras sembrando por
doquier el error, y que apelan hasta a falsos milagros, cu-
yas trampas han quedado patentes en sus asambleas de
sanación divina etc. Llegan así, descaradamente, hasta ese
pecado contra el Espíritu Santo, “pecado que no se perdo-
nará ni en este mundo ni en el otro” (Mateo 12,31-32).
Hoy se ha descubierto, y comprobado, que, para atraerse a
católicos hacia sus sectas, usan con engaño lo que más
odian ellos: imágenes, agua bendita, etc.
3. Nosotros no podemos confundir el ecumenismo y el
amor con un falso irenismo. Semejante pacifismo no es
cristiano ni nace de amor verdadero. El mismo respeto a la
persona no nos exime de la corrección que en conciencia
debemos dar (y es lo que pretenden ahora estas breves no-
tas). Basta por todos los textos apostólicos éste de San Pa-
blo: “Después de haberle avisado una o dos veces, huye
del sectario. Ya sabes que ese tal está pervertido y peca,
condenado por su propia sentencia” (Tito 3,10-12).
4. Presuponiendo lo anterior sobre el Ecumenismo con
los hermanos separados y sobre las sectas, ya se ve que la
mejor respuesta que podemos dar no es la discusión vana,
sino la convicción de nuestra Fe Católica. Nosotros no
discutimos la palabra y la verdad de Dios, sino que las
aceptamos íntegras y sin paliativos. Y esto es lo que ha
pretendido este libro: formar y robustecer nuestra Fe Cató-
lica recibida en el Bautismo. Con un conocimiento claro de
la verdad de Dios, sabemos a qué atenernos ante las voces
de sirena que traen las sectas, las cuales, desde que Tertu-
liano escribió su libro famoso, no se han abierto ni un
milímetro en su actitud hostil y en su cerrazón ante la ver-
dad de Dios.
5. Los de las sectas están siempre con la Biblia en la
mano, pero es inútil hablar con ellos sobre la Biblia, que
interpretan a su manera:
“Discutir con los herejes las Escrituras es tiempo perdi-
do. Ellos niegan lo que tú defiendes y a la vez defienden lo
que tú niegas. Lo único que se consigue al discutir con
ellos es revolverse el estómago y el cerebro. Suponiendo
que aceptas la discusión con el hereje sobre las Escrituras
para sacarle del error, ¿crees que de veras va a dejar él su
error para acogerse a la verdad? ¡Vana ilusión! Hay que
saber que el hereje no busca la verdad, sino pruebas y pre-
textos de toda clase para aferrarse más y más a la herejía”.
6. Al exponer nosotros con buena fe nuestra doctrina
basados en la Biblia, no somos aceptados nunca. Sigue
Tertuliano:
“Los herejes no reconocen todas las Escrituras, y sólo
sacan unos textos que amplían o mutilan según sus princi-
pios. Ofenden así la verdad, corrompiendo unos textos e
interpretando torcidamente otros. Las Escrituras pertene-
cen a la Iglesia y no están sujetas a ninguna interpretación
privada”.
Hace referencia al texto incuestionable de Pedro: “Ten-
gan presente que ninguna profecía de la Escritura puede
ser interpretada por cuenta propia, pues ninguna profecía
procede de la voluntad humana, sino que, impulsados por
el Espíritu Santo, algunos hombres hablaron de parte de
Dios” (2Pedro 1, 20-21). Por lo mismo, sólo quien tiene la
autoridad de Dios puede interpretarla, y éste es únicamente
el Magisterio de la Iglesia.
7. Jamás admiten nuestro argumento principal: que nos
demuestren la sucesión ascendente de sus pastores, hasta
que nos hagan llegar a su fundador enlazado con uno de
los Apóstoles... No lo harán. Les es imposible. Y una igle-
sia que no es apostólica no es la Iglesia de Jesucristo:
“están cimentados sobre el fundamento de los apóstoles”
(Efesios 2,20).
“Yo les digo a los herejes: demuestren el origen de sus
iglesias, enseñándonos el orden con que sus obispos se han
sucedido hasta hoy, de tal manera que el primer obispo
tenga por predecesor y maestro a un Apóstol. Esto lo pue-
den demostrar sólo las Iglesias apostólicas. Prueben los de
las sectas de demostrar algo semejante”.
8. Al separarse del Magisterio, repudian a María con
una antipatía inexplicable. Ignoran o retuercen el pasaje de
Juan 19, 26-27, y con sólo esto demuestran que no son la
Iglesia de Cristo. Así hablaba ya Tertuliano:
“Han rechazado la verdad y han manchado vergonzo-
samente hasta a la Virgen María, confiada a la Iglesia por
Jesús”.
9. Divididas entre sí las sectas, no tienen más punto de
unión, ahora como entonces, que su lucha contra nosotros:
“A pesar de tanta división, todos al fin se encuentran
unidos para combatir a la Iglesia Católica, puesta por Cris-
to su fundador como columna y fundamento de la verdad”
(1Timoteo 3,15).
10. Este es el panorama sombrío de las sectas, que están
causando estragos en nuestra Latinoamérica. Todos sabe-
mos de dónde viene la dirección y qué fines pretenden.
Desde aquel informe fatídico de Rockefeller, y después
con los acuerdos de Santa Fe en New Mexico u otras con-
venciones, han volcado sobre nuestras tierras millones y
millones de dólares en propaganda y proselitismo. Seme-
jante estrategia persecutoria ─no con armas que causan
mártires, sino con sectarismo que consigue apóstatas─, se
dirige contra la Iglesia porque ésta ha salido en defensa de
los pobres y oprimidos, cuya condición queremos elevar de
modo que corresponda a su dignidad de hombres y de hijos
de Dios.
En contienda semejante, nosotros permanecemos tran-
quilos. “No teman, pequeñito rebaño” (Lucas 12,32). Ante
el río de dinero con que ellos cuentan ─algunas sectas son
auténticos imperios financieros─, nosotros nos apoyamos
en la pobreza, la persecución y la fuerza de la verdad, sig-
nos inequívocos del Evangelio genuino de Cristo, no el de
“tantos otros que andan negociando con la palabra de
Dios” (2Corintios 2,17).
11. Esta situación nos obliga a nosotros a formar un
frente unido, sin discusiones ni polémicas, con mucha ora-
ción y con la misma paciencia de Dios para conseguir la
salvación de esos hermanos (2Pedro 3, 9), “que salieron de
entre nosotros, pero no eran de los nuestros” (1Juan 2,19).
Todo lo anterior podrá parecer duro, y más, expresado
con palabras del tremendo Tertuliano; pero Dios sabe que
a nosotros nos sale del corazón con amor inmenso. Amigos
muy queridos se han hundido en el abismo del error. Y no
podemos permanecer indiferentes ante la tragedia de tanta
apostasía, cuyas consecuencias eternas solo Dios puede
conocer... Nuestra apatía e inacción serían inexcusables,
mientras que Jesucristo bendecirá agradecido nuestros es-
fuerzos por conseguir y conservar la unidad de su Iglesia.
Para ello, nosotros nos unimos en nuestra fe apostólica,
encarnada en el Magisterio del Papa y de los Obispos, en la
concordia, en torno a la Eucaristía y bajo la protección de
la Madre de la Iglesia, María, a la que se dirige así la bellí-
sima canción:
Cuando se fue Jesús,
Tú te quedaste
al frente de la fe y de la oración,
alentando la unión de los discípulos
y esperando al Espíritu,
que es vida y es amor.
APENDICE II
Fe Católica y salvación

Para empezar, conviene considerar un punto que justifi-


que el título y el contenido de todo el libro. Y nos pregun-
tamos:
¿Es necesaria la FE CATOLICA para salvarse?
Dios se trazó un proyecto de salvación que desemboca
plenamente en la Fe Católica, legada por Jesucristo a su
Iglesia, y el Evangelio la impone como una exigencia in-
controvertible: “El que crea… se salvará” (Marcos 16,16)
Por otra parte, hay que partir de un principio fundamen-
tal, dictado por San Pablo: “Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”
(1Timoteo 2,4).
TODOS: no queda excluido ninguno.

El plan de Dios. El plan de salvación por parte de Dios


se ha desarrollado y llega a su término en diferentes etapas.
Mirando la Historia de la Salvación en la Biblia, podría-
mos explicarlo así: Dios se dio a conocer al hombre
- primero por la Naturaleza;
- después, irrumpiendo Él mismo en la Historia con
Abraham y formando el pueblo de Israel;
- y por último, definitivamente, en Jesucristo, el Salva-
dor de todos.
Los paganos. Empezando por el hombre primitivo. To-
dos los hombres pueden y deben conocer a Dios. Empezó
Dios por revelarse al hombre mediante la Naturaleza: “Lo
que se puede conocer de Dios, está en ellos manifiesto,
pues Dios se lo reveló. Porque, desde la creación del mun-
do, lo invisible de Dios, su poder eterno y hasta su divini-
dad, se les deja ver a través de sus obras” (Romanos 1,19-
29).
Y por eso se les reveló Dios a todos, para que llegaran a
la fe, y en el corazón de todos imprimió su ley, que conlle-
va premio o castigo según se cumpla o se actúe contra ella.
Porque, “sin fe es imposible agradarle, pues el que se acer-
ca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los
que le buscan” (Hebreos 11,6).
San Pablo expresa esta misma idea en un texto lumino-
so: “Los paganos, que no tienen ley, cumplen naturalmente
las prescripciones de la ley, y muestran tenerla escrita en
su corazón, atestiguándolo su conciencia, que les dicta
juicios de condenación o de salvación” (Romanos 2, 16).
Israel. La Humanidad entera se había alejado de Dios
por el pecado y, para salvarla, Dios quiso dar un paso más
con una manifestación del todo singular. Después de mu-
chos miles de años, Dios se metió personalmente en la
Historia humana revelándose al hebreo Abraham, al que
prometía un Salvador definitivo. A los descendientes de
Abraham ─el pueblo de Israel o judío─, Dios les dio por
Moisés su Ley escrita en el Sinaí, y los fue formando du-
rante muchos siglos para la venida del Mesías prometido.
Jesucristo. Finalmente, vino Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre en el seno de María Virgen, el cual nos en-
señó en plenitud la Verdad de Dios y, con su misterio pas-
cual, es decir, con su muerte y resurrección, liberó a la
humanidad del pecado y del dominio de Satanás y mereció
para todos la Vida Eterna.
Un mandato apremiante. Jesucristo, antes de subirse
al Cielo, encargó a los Apóstoles y a la Iglesia: “Vayan a
todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la crea-
ción. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no
crea, se condenará” (Marcos 16,15-16).
Jesucristo dictó la última palabra de la Revelación, y la
confió a la Iglesia. No se le puede añadir ni quitar nada.
Entonces, la FE CATOLICA ─que es la fe de Jesucristo─,
es necesaria para la salvación. Y “el oficio de interpretar
auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado única-
mente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los Obispos
en comunión con él” (CEC 100).
La Iglesia y Jesucristo. El Evangelio de Mateo precisa
lo que ha dicho Marcos: “Vayan, y hagan discípulos de
todas las gentes…, enseñándoles a guardar todo lo que YO
les he mandado” (Mateo 28,19-20). Si la doctrina de la
Iglesia es la misma y definitiva de Jesucristo, “la fe cristia-
na no puede aceptar „revelaciones‟ que pretenden separar o
corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el
caso de ciertas religiones no cristianas y también de algu-
nas sectas recientes que se fundan en semejantes revela-
ciones” (CEC 67).
Consecuencia. Al que rechaza la Fe Católica y por eso
no acepta a la Iglesia o le niega su adhesión, el Concilio
Vaticano II le avisa de la manera más grave: “No podrán
salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia
Católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo co-
mo necesaria, sin embargo, se niegan a entrar o a perseve-
rar en ella” (LG 14). Sólo queda excusado quien involunta-
riamente desconoce el Evangelio y lo que es la Iglesia
Católica.
Salvación de los que no la conocen. Mientras que el
Concilio dice de los paganos de todos los tiempos: “Dios
no está lejos de los que buscan en sombras e imágenes al
Dios desconocido… Pues quienes, ignorando sin culpa el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan a Dios con un
corazón sincero, y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia,
en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el
juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eter-
na” (LG 16). Son aquellos de los que decíamos antes que
tienen la ley escrita en sus corazones y conocen a Dios a
través de sus obras.
Amplitud de la salvación. Dios quiere la salvación de
TODOS, y por TODOS murió Jesucristo. Por la sangre de
Jesús, se salvaron todos los que murieron fieles a Dios
antes de la venida de Jesucristo y se salvarán igualmente
los que han venido al mundo después del Calvario. Tratán-
dose de paganos, lo único que les exige Dios es la fe con-
forme al conocimiento que cada uno tiene de la Verdad
que Él reveló y el cumplimiento de la ley tal como la siente
escrita en su corazón.
Conclusión. Con esto se da respuesta a la pregunta
formulada al principio. La FE CATOLICA es necesaria
para la salvación; Jesucristo mandó a su Iglesia predicarla
a todo el mundo, y sólo se pierde quien la rechaza volunta-
riamente después de conocerla, mientras que tienen segura
la salvación los que la aceptan, la viven con amor y perse-
veran en ella hasta la muerte.
La opinión de un Obispo

El Padre Pedro García, compañero y amigo de siempre, pone en


mis manos su libro MI FE CATOLICA, del que me envió hace ya años
una primera redacción, pero que no quiso publicar hasta la aparición
del tan suspirado Catecismo de la Iglesia Católica. Me dice en su carta:
“No quiero más ese apuro de cada día en nuestra Centroamérica,
donde llevo tantos años como misionero. Un joven, un adulto, que
quieren hacer la Primera Comunión o confirmarse o casarse, y te lle-
gan con que no estudiaron la Doctrina o que la han olvidado del todo.
“Deme un libro, Padre”... Y no puedes poner en sus manos el impo-
nente Catecismo de la Iglesia Católica, que ni está a su alcance ni lo
entenderían, ni tampoco darles un catecismo de los niños, que pararía
en la papelera... Al fin, sale aquel proyectado librito de hace siete
años. Mi ilusión de siempre: que fuera breve, completo en lo posible y
barato. Importar, resulta carísimo y de trámites inacabables. Había que
hacer uno nuestro. No sé si he acertado o no. Los destinatarios lo
dirán. Si ha de valer, lo pongo en las manos de los Obispos. Tú te
encargas, si quieres, de darlo a tus colegas del SEDAC, y que se im-
prima en cada República si lo desean”.
Estas líneas de su carta me eximen de toda presentación. Puede que
el buen amigo tenga razón en lo que me dice. Creo sinceramente que
los Obispos del Secretariado Episcopal de América Central tenemos
con este compendio un buen instrumento para la enseñanza de la Doc-
trina Cristiana entre los adultos, igual que para la preparación de los
Catequistas o los Jóvenes de Confirmación. Dios lo quiera.
Carlos María Ariz C.M.F., Obispo de Colón

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