CURSO DSI - Módulo Anexo - Laudato Si - Resumen de Encíclica
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Social de la Iglesia
“Defiende el derecho, ama la justicia y camina humildemente con tu Dios”
Miqueas 6,8
ANEXO
LAUDATO SI
sobre el cuidado de la casa común
(Encíclica del Papa Francisco 2015)
(Resumen de la Conferencia Episcopal Española)
La Encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «Laudato si’, mi’ Signore», que en
el Cántico de las creaturas recuerda que la tierra, nuestra casa común, «es también como una
hermana con la que compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus
brazos » (1). Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está formado por
elementos del planeta, su aire nos da el aliento y su agua nos
vivifica y restaura» (2).
El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos, retomando las palabras de San Juan
Pablo II: «los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como
sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» (64), pero se propone
«especialmente entrar en diálogo con todos sobre nuestra casa común» (3): el diálogo aparece en
todo el texto, y en el capítulo 5 se vuelve instrumento para afrontar y resolver los problemas.
Desde el principio el papa Francisco recuerda que también «otras Iglesias y Comunidades
cristianas –como también otras religiones– han desarrollado una profunda preocupación y una
valiosa reflexión» sobre el tema de la ecología (7). Más aún, asume explícitamente su contribución
a partir de la del «querido Patriarca Ecuménico Bartolomé» (7), ampliamente citado en los nn. 8-9.
En varios momentos, además, el Pontífice agradece a los protagonistas de este esfuerzo –tanto
individuos como asociaciones o instituciones–, reconociendo que «la reflexión de innumerables
científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales [ha] enriquecido el pensamiento de la
Iglesia sobre estas cuestiones» (7) e invita a todos a reconocer «la riqueza que las religiones
pueden ofrecer para una ecología integral y para
el desarrollo pleno del género humano» (62).
El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde variadas perspectivas, que le dan
una fuerte coherencia interna: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la
convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas
de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la
economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la
necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y
local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida.» (16).
La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el acceso al agua potable y segura es un
derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las
personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos». Privar a
los pobres del acceso al agua significa «negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad
inalienable» (30).
La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que
ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre» (33). No
son sólo eventuales “recursos” explotables, sino que tienen un valor en sí mismos. En esta
perspectiva «son loables y a veces admirables los esfuerzos de científicos y técnicos que tratan de
aportar soluciones a los problemas creados por el ser humano», pero esa intervención humana,
cuando se pone al servicio de las finanzas y el consumismo, «hace que la tierra en que vivimos se
vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris » (34).
La deuda ecológica: en el marco de una ética de las relaciones internacionales, la Encíclica indica
que existe «una auténtica deuda ecológica» (51), sobre todo del Norte en relación con el Sur del
mundo. Frente al cambio climático hay «responsabilidades diversificadas» (52), y son mayores las
de los países desarrollados.
Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas problemáticas, el Papa
Francisco se muestra profundamente impresionado por la «debilidad de las reacciones» frente a
los dramas de tantas personas y poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos (58), señala «un
cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (59). Faltan una cultura adecuada (53) y la
disposición a cambiar de estilo de vida, producción y consumo (59), a la vez que urge «crear un
sistema normativo que […] asegure la protección de los ecosistemas» (53).
En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo», y «en Él se conjugan el
cariño y el vigor» (73). El relato de la creación es central para reflexionar sobre la relación entre el
ser humano y las demás criaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la creación
en su conjunto. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones
fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra.
Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro
de nosotros. Esta ruptura es el pecado» (66).
Por ello, aunque «si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado
incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a
imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las
demás criaturas» (67). Al ser humano le corresponde «“labrar y cuidar” el jardín del mundo (cf. Gn
2,15)» (67), sabiendo que «el fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas
avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios» (83).
Que el ser humano no sea patrón del universo «no significa igualar a todos los seres vivos y
quitarle al ser humano ese valor peculiar» que lo caracteriza ni «tampoco supone una divinización
de la tierra que nos privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad» (90). En
esta perspectiva «todo ensañamiento con cualquier criatura “es contrario a la dignidad humana”»
(92), pero «no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza
si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres
humanos» (91). Es necesaria la conciencia de una comunión universal: «creados por el mismo
Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie
de familia universal, […] que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde» (89).
Concluye el capítulo con el corazón de la revelación cristiana: el «Jesús terreno» con su «relación
tan concreta y amable con las cosas» está «resucitado y glorioso, presente en toda la creación con
su señorío universal» (100).
Desde esta perspectiva, la Encíclica afronta dos problemas cruciales para el mundo de hoy. En
primer lugar, el trabajo: «En cualquier planteo sobre una ecología integral, que no excluya al ser
humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo» (124), pues «Dejar de invertir en las
personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad» (128).
En segundo lugar, los límites del progreso científico, con clara referencia a los Objetivos Generales
del Milenio (132-136), que son «una cuestión ambiental de carácter complejo» (135). Si bien «en
algunas regiones su utilización ha provocado un crecimiento económico que ayudó a resolver
problemas, hay dificultades importantes que no deben ser relativizadas» (134), por ejemplo «una
concentración de tierras productivas en manos de pocos» (134). El Papa Francisco piensa en
particular en los pequeños productores y en los trabajadores del campo, en la biodiversidad, en la
red de ecosistemas. Es por ello necesario asegurar «una discusión científica y social que sea
responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a las cosas
por su nombre», a partir de «líneas de investigación libre e interdisciplinaria» (135).
La perspectiva integral incorpora también una ecología de las instituciones. «Si todo está
relacionado, también la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el
ambiente y en la calidad de vida humana: “Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo
produce daños ambientales”» (142).
Con muchos ejemplos concretos el Papa Francisco ilustra su pensamiento: hay un vínculo entre los
asuntos ambientales y cuestiones sociales humanas, y ese vínculo no puede romperse. Así pues,
«el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos,
familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma» (141), porque «no
hay dos crisis separadas, una ambiental y la otra social, sino una única y compleja crisis socio-
ambiental» (139).
Esta ecología ambiental «es inseparable de la noción de bien común» (156), que debe
comprenderse de manera concreta: en el contexto de hoy en el que «donde hay tantas
inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos
básicos», esforzarse por el bien común significa hacer opciones solidarias sobre la base de una
«opción preferencial por los más pobres» (158). Este es el mejor modo de dejar un mundo
sostenible a las próximas generaciones, no con las palabras, sino por medio de un compromiso de
atención hacia los pobres de hoy como había subrayado Benedicto XVI: «además de la leal
solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada
solidaridad intrageneracional» (162).
La ecología integral implica también la vida cotidiana, a la cual la Encíclica dedica una especial
atención, en particular en el ambiente urbano. El ser humano tiene una enorme capacidad de
adaptación y «es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces
de revertir los límites del ambiente, […] aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la
precariedad» (148). Sin embargo, un desarrollo auténtico presupone un mejoramiento integral en
la calidad de la vida humana: espacios públicos, vivienda, transportes, etc. (150-154).
También «nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los
demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para
acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común; mientras una lógica de
dominio sobre el propio cuerpo se transforma en
una lógica a veces sutil de dominio» (155).
Sobre esta base el Papa Francisco no teme formular un juicio severo sobre las dinámicas
internacionales recientes: «las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no
respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos
ambientales globales realmente significativos y eficaces» (166). Y se pregunta «¿Para qué se
quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era
urgente y necesario hacerlo? (57). Son necesarios, como los Pontífices han repetido muchas veces
a partir de la Pacem in terris, formas e instrumentos eficaces de gobernanza global (175):
«necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de gobernanza global para toda la gama de los
llamados “bienes comunes globales”» (174), dado que «“la protección ambiental no puede
asegurarse sólo en base al cálculo financiero de costos y beneficios. El ambiente es uno de esos
bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover
adecuadamente”» (190, que cita las palabras del Compendio de la doctrina social de la Iglesia).
Igualmente en este capítulo, el Papa Francisco insiste sobre el desarrollo de procesos de decisión
honestos y transparentes, para poder “discernir” las políticas e iniciativas empresariales que
conducen a un «auténtico desarrollo integral» (185). En particular, el estudio del impacto
ambiental de un nuevo proyecto «requiere procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo,
mientras la corrupción, que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de
favores, suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente» (182).
La llamada a los que detentan encargos políticos es particularmente incisiva, para que eviten «la
lógica eficientista e inmediatista» (181) que hoy predomina. Pero «si se atreve a hacerlo, volverá a
reconocer la dignidad que Dios le ha dado como humano y dejará tras su paso por esta historia un
testimonio de generosa responsabilidad» (181).
El punto de partida es “apostar por otro estilo de vida” (203-208), que abra la posibilidad de
«ejercer una sana presión sobre quienes detentan el poder político, económico y social» (206). Es
lo que sucede cuando las opciones de los consumidores logran «modificar el comportamiento de
las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y los patrones de producción» (206).
Vuelve la línea propuesta en la Evangelii Gaudium: «La sobriedad, que se vive con libertad y
conciencia, es liberadora» (223), así como «la felicidad requiere saber limitar algunas necesidades
que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida»
(223). De este modo se hace posible «sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una
responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (229).
Los santos nos acompañan en este camino. San Francisco, mencionado muchas veces, es el
«ejemplo por excelencia del cuidado por lo que es débil y de una ecología integral, vivida con
alegría» (10). Pero la Encíclica recuerda también a san Benito, santa Teresa de Lisieux y al beato
Charles de Foucauld. Después de la Laudato si’, el examen de conciencia –instrumento que la
Iglesia ha aconsejado para orientar la propia vida a la luz de la relación con el Señor– deberá incluir
una nueva dimensión, considerando no sólo cómo se vive la comunión con Dios, con los otros y
con uno mismo, sino también con todas las creaturas y la naturaleza.