Moore, Antropología y Feminismo-13-57
Moore, Antropología y Feminismo-13-57
Moore, Antropología y Feminismo-13-57
La antropología es el estudio de
un hombre que abraza a una mujer.
BKONISLAW MALINOWSKI
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de los rituales. Las ctnógrafas, por el contrario, subrayaron el papel cru
cial desempeñado por las mujcTes en las labores de subsistencia, la impor
tancia de los rituales femeninos y el respeto que los varones mostraban
hacia ellas (Rohrlich-Leavitt et al., 1975). La mujer estaba presente en
ambos grupos de etnografías, pero de forma muy distinta.
Así pues, la nueva «antropología de la mujer» nació a principios de la
década de 1970 para explicar cómo representaba la literatura antropológi
ca a la mujer. Este planteamiento inicial se identificó rápidamente con la
cuestión del androcentrismo, en la cual se distinguían tres niveles o «pel
daños». El primer nivel corresponde a la visión personal del antropólogo,
que incorpora a la investigación una serie de suposiciones y expectativas
acerca de las relaciones entre hombres y mujeres, y aceTca de la importan
cia de dichas relaciones en la percepción de la sociedad en su sentido más
amplio.
14
informantes) dicen que hacen, y grabar y analizar las declaraciones, pun
tos de vista y actitudes de las propias mujeres. No obstante, corregir el
desequilibrio creado por el hombre al recoger y consolidar información
acerca de la mujer y de sus actividades, sólo era un primer paso, aunque
indispensable. El verdadero problema de la incorporación de la mujer a la
antropología no está en la investigación empírica, sino que procede del
nivel teórico y analítico de la disciplina. La antropología feminista se
enfrenta, por lo tanto, a una empresa mucho más compleja: remodelar y
redefinir la teoría antropológica. «De la misma manera que muchas femi
nistas llegaron a la conclusión de que los objetivos de su movimiento no
podían alcanzarse mediante el método de "añadir mujeres y batir la mez
cla", los especialistas en estudios de la mujer descubrieron que no se
podía erradicar el sexismo del mundo académico con una sencilla opera
ción de acrecencia» (Boxer, 1982: 258). Los antropólogos se erigieron sin
tardanza en «herederos de una tradición sociológica» que siempre ha
tachado a la mujer de «esencialmente carente de importancia e irre-
levanle» (Rosaldo, 1974: 17). Pero reconocieron asimismo que limitarse a
«añadir» mujeres a la antropología tradicional no resolvería el problema
de la «invisibilidad» analítica de la mujer, no eliminaría el efecto distor-
sionador provocado por el androcentrismo.
MODELOS Y SILENCIAMIENTO
15
a través del modelo del grupo dominante. Para Ardener, el problema del
silenciamiento es un problema de comunicación frustrada. La libre expre
sión de la «perspectiva femenina» queda paralizada a nivel del lenguaje
directo de todos los días. La mujer no puede emplear las estructuras lin
güísticas dominadas por el hombre para decir lo que quisiera decir, para
referir su visión del mundo. Sus declaraciones son deformadas, sofocadas,
silenciadas. Ardener sugiere, por consiguiente, que las mujeres y los hom
bres tienen distintas «visiones del mundo», distintos modelos de sociedad
(Ardener, 1975a: 5)'. A continuación, compara la existencia de modelos
«masculinos» y «femeninos» con el problema del androcenlrismo en los
informes etnográficos.
Ardener alega que los tipos de modelos facilitados por los informantes
varones pertenecen a la categoría de modelos familiares e inteligibles para
los antropólogos. Ello se debe a que los investigadores son varones, o
mujeres formadas en disciplinas orientadas hacia los hombres. La propia
antropología articula el mundo en un idioma masculino. Partiendo de la
base de que los conceptos y categorías lingüísticas de la cultura occidental
asimilan la palabra «hombre» a la sociedad en su conjunto —como ocurre
con el vocablo «humanidad» o con el uso del pronombre masculino para
englobar conceptos masculinos y femeninos—, los antropólogos equiparan
la «visión masculina» con la «visión de toda la sociedad». Ardener conclu
ye que el androcentrismo no existe únicamente porque la mayoría de etnó
grafos y de informantes sean varones, sino porque los antropólogos y las
antropólogax se basan en modelos masculinos de su propia cultura para
explicar los modelos masculinos presentes en otras culturas. Como resulta
do, surge una serie de afinidades entre los modelos del etnógrafo y los de
las personas (varones) objeto de su estudio. Los modelos de las mujeres
quedan eliminados. Las herramientas analíticas y conceptuales disponibles
no permiten que el antropólogo oiga ni entienda el punto de vista de las
mujeres. No es que las mujeres permanezcan en silencio; es senciLamente
que no logran ser oídas. «Las personas con formación etnográfica experi
mentan una cierta predilección por los modelos que los varones están dis
puestos a suministrar (o a aprobar), en detrimento de aquéllos proporciona
dos por las mujeres. Si los hombres, a diferencia de las mujeres, ofrecen
una imagen "articulada", es sencillamente debido a que la conversación
tiene lugar entre semejantes» (Ardener, 1975a: 2).
Ardener propone una identificación correcta del problema que supera
las barreras de la práctica antropológica, para pasar al marco conceptual
en el que reposa dicha práctica. La teoría siempre se inspira en la forma
1
He defendido en otras ocasiones que las mujeres y los hombres no tienen modelos dis
tintos del mundo. La mujer contempla, sin duda alguna, el mundo desde un punto de vista o
desde una «perspectiva» diferente, pero ello no es fruto de un modelo distinto, sino de su
empeño por situarse dentro del modelo cultural dominante, es decir, en el de los hombres
(Moore. 1986).
16
de recopilar, interpretar y presentar los datos y, por consiguiente, nunca
será imparcial. La antropología feminista no se reduce, pues, a «añadir»
mujeres a la disciplina, sino que consiste en hacer frente a las incoheren
cias conceptuales y analíticas de la teoría disciplinaria. Se trata, sin duda
alguna, de una empresa de gran envergadura, pero la cuestión más acu
ciante es saber cómo acometerla.
17
Mujeres en el ghetto
18
La acusación de que e) estudio de la mujer se ha convertido en una
subdisciplina de la antropología social también puede abordarse reformu-
lando la percepción de lo que realmente engloba el estudio del sistema de
género. La antropología es famosa por su notable pluralismo intelectual,
puesto de manifiesto en las numerosas subdivisiones especializadas de la
disciplina, por ejemplo, la antropología económica, la antropología políti
ca y la antropología cognoscitiva; en las distintas áreas de investigación
especializada, como por ejemplo la antropología del derecho, la antropo
logía de la muerte y la antropología histórica; y en las diferentes concep
ciones teóricas, como el marxismo, el estructuralismo y la antropología
simbólica2. Cierto es que no existe unanimidad sobre cómo deberían arti
cularse todas estas tipologías dentro de la disciplina. Sin embargo, si tra
tamos de engastar el estudio de las relaciones de género en una tipología
de esta índole, descubrimos inmediatamente lo irrelevante del término
«subdisciplina» en el contexto de la antropología social moderna. ¿En qué
sentido son subdisciplinarias las categorías de la tipología definida? Este
interrogante se ve complicado al observar que el estudio de las relaciones
de género podría pertenecer potencialmente a las tres categorías. Los
intentos por atribuir a la antropología feminista la condición de subdisci
plina dimanan de una política restrictiva y no de consideraciones intelec
tuales serias.
La mujer universal
2
El pluralismo en antropología está sin duda ligado a sus orígenes intelectuales libera
les. Marilyn Strathem aborda en un artículo reciente la relación entre feminismo y antropo
logía (Strathern, 1978a). He elaborado mi propia tipología de la disciplina a partir de la que
ella propone en su artículo, pero nuestros puntos de vista acerca de la vinculación de la
antropología feminista a la antropología general difieren en algunos aspectos.
19
texto determinado de la categoría «mujer» o, lo que es lo mismo, de la
categoría «hombre», no puede darse por sabido sino que debe ser investi
gado (MacCormack y Strathem, 1980; Ortner y Whitehead, 1981a).
Como muy bien señalan Brown y Jordanova, las diferencias biológicas no
proporcionan uüa base universal para la elaboración de definiciones
sociales. «La diversidad cultural de puntos de vista acerca de las relacio
nes entre sexos es casi infinita y la biología no puede ser el factor deter
minante. Los hombres y las mujeres son fruto de relaciones sociales, si
cambiamos de relación social modificamos las categorías "hombre" y
"mujer"» (Brown y Jordanova, 1982: 393).
A tenor de este argumento, el concepto «mujer» no puede constituir
una categoría analítica de investigación antropológica y, por consiguiente,
no pueden existir connotaciones analíticas en expresiones tales como
«situación de la mujer», «subordinación de la mujer» o «hegemonía del
hombre» cuando se aplican universalmente. El carácter irrefutable de las
diferencias biológicas entre los dos sexos no aporta ningún dato acerca de
su significado social. Los antropólogos son plenamente conscientes de
ello y reconocen que la antropología feminista no puede pretender que la
biología deje de ser el factor limitativo y definitorio de la mujer y elevar,
al mismo tiempo, la fisiología femenina a una categoría social que preva
lezca sobre las diferencias culturales.
Etnocentrismo y racismo
20
lógico. El concepto de etnocentrismo es consustancial a la crítica de la
antropología practicada por la propia antropología. Con todo y con eso,
algunas cuestiones no pueden englobarse en la noción de etnocentrismo,
ni ser interpretadas con respecto a ella, por no verse directamente implica
das en esta crítica interna. En antropología se prefiere hablar de prejuicios
«etnocéntricos» de la disciplina que de prejuicios «racistas». El concepto
de etnocentrismo, pese a su valor inestimable, tiende' a falsear la realidad3.
Demostraremos esta afirmación retomando algunos de los ejemplos ya
abordados en este capítulo.
Al principio del capítulo, me he referido a la controversia suscitada :
por la nueva «antropología de la mujer» ante el efecto distorsionador del
androcentrismo en la disciplina. Hemos visto asimismo que uno de los
aspectos de dicha distorsión procede de la propia cultura occidental, que
impone sus puntos de vista a otras culturas a través de la interpretación
antropológica. Este argumento es indudablemente correcto, pero debe
contemplarse como parte integrante de una incipiente teoría antropológi
ca. Es obvio que, en su calidad de postulado teórico, presupone que los
antropólogos proceden de culturas occidentales y que, por ende, son de
raza blanca. Podría alegarse con toda razón que una persona procedente
de una cultura occidental no tiene por qué ser blanca; así como afirmarse
que la influencia occidental sería patente en antropólogos formados en
Occidente, aunque no fueran nativos de un país occidental. Estas críticas
son muy corrientes, pero aceptarlas de plano equivale a admitir que cuan
do utilizamos el término «antropólogos» hablamos automáticamente de
profesionales blancos y negros. Esta evidencia acarrea, sin embargo, una
dificultad, ya que las antropólogas feministas saben por experiencia pro
pia que el término «antropólogos» no siempre ha englobado a las mujeres.
La exclusión por omisión no deja de ser exclusión.
Ahora bien, la interpretación de la categoría sociológica «mujer»,
basada en la necesidad ineludible de analizar las experiencias y las activi
dades de la mujer en un contexto social e histórico determinado, propor
ciona a las antropólogas feministas un punto de partida para responder a
las acusaciones de racismo en la disciplina. Varias son las razones de que
así ocurra. En primer lugar, nos obliga a reformular la parcialidad de las
etnógrafas para con las mujeres que estudian, y a reconocer que las rela
ciones de fuerza en la confrontación etnográfica no tienen por qué desapa
recer por el simple hecho de que las dos partes sean del mismo sexo. En
segundo lugar, pone de manifiesto la importancia teórica y política de
que, aunque existan experiencias y problemas comunes entre mujeres de
sociedades dispares, este paralelismo debe cotejarse con las grandes dife-
3
Esta parte del argumento se basa en un artículo donde Kum-Kum Bhavnani y Margarct
Coulsun explican de qué manera el término «etnocentrismo» encubre la cuestión del racis
mo; gracias a dicho artículo he podido desarrollar mi propio punto de vista (Bhavnani y
Coulson, 1986).
21
rencias en las condiciones de vida de la mujer en el mundo entero, espe
cialmente en lo que respecta a raza, colonialismo, auge del capitalismo
industrial e intervención de los organismos internacionales para el desa
rrollo'1. En tercer lugar, el interés teórico ya no enfoca directamente la
noción de «semejanza» ni las ideas de «experiencias comunes a todas las
mujeres» y de «subordinación universal de la mujer», sino que se centra
en el replantcamicnto crítico de los conceptos de «diferencia». Los antro
pólogos siempre han reconocido y han destacado las diferencias cultura
les, verdaderos pilares de la disciplina. Además, éste ha sido el aspecto de
la antropología más aplaudido por las feministas y por otras personas aje-
nas a la disciplina. La crítica de la cultura occidental y de sus convencio
22
queda por ver cómo se expresa y se estructura el género a través del con
cepto de raza. Ello se debe en gran medida a que la antropología aún tiene
que descubrir y asimilar la diferencia entre racismo y etnocentrismo (véa
se capítulo 6).
La antropología feminista no es, ni mucho menos, la única que inten
ta penetrar el concepto de diferencia y examinar el complejo entramado
de relaciones de género, raza y clase, así como los vínculos que estable
cen con el colonialismo, la división internacional del trabajo y el desarro
llo del Estado moderno. La antropología marxista, la teoría de los siste
mas del mundo, los historiadores, los antropólogos de la economía y
otros muchos profesionales de las ciencias sociales se han adentrado en
caminos paralelos. La cuestión de diferencia constituye, no obstante, un
problema muy particular para las feministas.
F E M I N I S M O Y DIFF.RBNCIA*
6
Kl argumento expuesto en este apartado está inspirado en el artículo «What is femi-
nism» de Rosalind Delmar (Delmar, 1986).
23
que crítica social, crítica política y factor desencadenante de una actividad
política se identifica con las mujeres —no con las mujeres situadas en dis
tintos contextos sociales e históricos, sino con las mujeres que forman
parte de una misma categoría sociológica. Pero el feminismo se enfrenta
al peligro de que el concepto de diferencia eche por tierra el isomorfismo,
la «semejanza», y con ellos todo el edificio que sustenta la política femi
nista.
Tanto la antropología como el feminismo deben hacer frente a la
noción de diferencia. De la relación entre feminismo y antropología se
desprende que la antropología feminista empezó con la critica del andro-
centrismo en la disciplina, y la falta de atención y/o la distorsión de que
era objeto la mujer y sus actividades. Esta fase de la «relación» es la que
puede denominarse «antropología de la mujer». La fase siguiente se mate
rializó en una reestructuración crítica de la categoría universal «mujer»,
acompañada de una evaluación igualmente crítica de la eventualidad de
que las mujeres fueran especialmente aptas para estudiar a otras mujeres.
Ello provocó, de forma totalmente natural, temores de rechazo y margina-
ción dentro de la disciplina de la antropología social. Sin embargo, como
consecuencia de esta fase, la antropología feminista empezó a consolidar
nuevos puntos de vista, nuevas áreas de investigación teórica y a redefmir
su proyecto de «estudio de la mujer» como «estudio del género». A medi
da que nos internamos en la tercera fase de esta relación, la antropología
feminista trata de reconciliarse con las diferencias reales entre mujeres, en
lugar de contentarse con demostrar la variedad de experiencias, situacio
nes y actividades propias de la mujer en el mundo entero. Esta fase pre
senciará la construcción de soportes teóricos relacionados con el concepto
de diferencia, y en ella se estudiará particularmente la formación de dife
rencias raciales a través de consideraciones de género, la división de
género, identidad y experiencia provocada por el racismo, y la definición
de clase a partir de las nociones de género y de raza. Durante este proce
so, la antropología feminista amén de reformular la teoría antropológica,
definirá la teoría feminista. La antropología se encuentra en condiciones
de criticar el feminismo sobre la base del desmantelamiento de la catego
ría «mujer», así como de proporcionar datos procedentes de diversas cul
turas que demuestren la hegemonía occidental en gran parte de la teoría
general del feminismo (véanse capítulos 5 y 6 para mayor información al
1
respecto). La tercera fase, que es además por la que atraviesa actualmente
la relación entre feminismo y antropología, está caracterizada, pues, por
un resurgir de la «diferencia» en detrimento de la «semejanza», y por un
intento de levantar los pilares teóricos y empíricos de una antropología
feminista centrada en el concepto de diferencia.
24
2
Género y estatus: la situación de la mujer
Este capítulo trata de esclarecer qué significa ser mujer, cómo varía la
percepción cultural de la categoría «mujer» a través del tiempo y del espa
cio, y cuál es el vínculo de dichas percepciones con la situación de la
mujer en las diferentes sociedades. Los antropólogos contemporáneos que
exploran la situación de la mujer, ya sea en su propia sociedad o en otra
distinta, se ven inmersos inevitablemente en la polémica sobre el origen y
la universalidad de la subordinación de la mujer. Ya en los albores de la
antropología, las relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres consti
tuían un particular foco de interés disciplinario. Las teorías de la evolución
que brotaron en el siglo Xix imprimieron un nuevo impulso al estudio de
la teoría social y política, y a la cuestión afín de la organización en las
sociedades no occidentales. Conceptos cruciales para entender la organi
zación social de dichas comunidades eran los de «parentesco», «familia»,
«hogar» y «hábitos sexuales». En debates sucesivos, las relaciones entre
los dos sexos se convirtieron en el eje central de las teorías propuestas por
los llamados «padres fundadores de la antropología»'. Como resultado, un
cierto número de los conceptos y postulados que ocupan un lugar preemi
nente en la antropología contemporánea, incluida la antropología feminis
ta, deben su aparición a teóricos del siglo XIX. Ciertamente muchos de Ios-
argumentos de los pensadores del siglo XH han sido puestos en tela de
juicio, revelándose sus deficiencias. Malinowski y Radcliffe-Brown, entre
otros especialistas en antropología, criticaron la búsqueda de un pasado
1
Para más detalles sobre esia leona, véase Coward, 1983; Rosaldo, 1980: 401-9; Fee.
1974; Rogéis, 1978: 125-7.
25
hipostático —especialmente el interés por la evolución unilineal y la tran
sición de un «derecho de la madre» a un «derecho del padre». Las déca
das de 1920 y de 1930 asistieron a la consolidación de la antropología
como disciplina bien definida, con un especial énfasis en la investigación
empírica, es decir, basada en el trabajo de campo. Lo que realmente tuvo
lugar fue un replanteamiento de la noción de relaciones familiares y un
interés explícito en la función de las instituciones sociales en determina
das sociedades, en lugar del papel desempeñado en un supuesto esquema
histórico. Al afirmar que muchos de los postulados teóricos del siglo xrx
siguen en plena vigencia, pretendo demostrar que las inquietudes de la
antropología de la mujer cuentan con una larga historia en la disciplina?.
2
En 1861. Ilenry Maine publicó la obra Ancient l-aw en la que abordó la variabilidad de
las estructuras jurídicas a través de la historia, prestando especial atención a las distintas for
mas de relaciones de propiedad. Maine aprovechó su trabajo de derecho comparativo para
exponer una teoría sobre la familia patiíarcal. Su interés por la propiedad, la herencia y los
derechos culminó en una imagen de la familia como unidad básica, no sólo del derecho anti
guo, sino también de la sociedad en su conjunto. Para Maine la familia, bajo el control y la
autoridad del padre, constituía el principio organizativo básico de la sociedad.
La teoría de la primacía de la familia patriarcal fue inmediatamente blanco de las criti
cas de un grupo de especialistas, que publicaron sus obras prácticamente al mismo tiempo
que Maine, y que proclamaban que la familia patriarcal procedía de una forma anterior de
organización social en la que predominaba el «derecho de la madre» (Bachofen, 1861;
McLennan, 1865; Morgan, 1877). Bstos argumentos se vieron apoyados, en parle, por las
actividades de la colonización europea, que demostraban la existencia de familias no patriar
cales (Meefc, 1976). Eslos textos tenían un carácter evolucionista ya que buscaban los oríge
nes y la historia de estructuras sociales. Bachofen describía la evolución de la sociedad
como una lucha entre sexos, donde, en un instante dado, el «derecho de la madre» dio paso
al «derecho del padre». La primacía otorgada a las transiciones experimentadas por las prac
ticas sexuales y matrimoniales está asimismo presente en los trabajos de Mcl.cnnan y
Morgan (Goody, 1976: 1-8; Schneider y Gough, 1961). Las cuestiones suscitadas por estos
teóricos del siglo xix —la relación de la familia con la organización política de la sociedad,
los cambios en las relaciones sexuales y en las formas matrimoniales, la base de los distintos
tipos de estructuras de parentesco y la discusión sobre los conceptos afines de «incesto»,
«poder», «propiedad privada», «antagonismo sexual» y «descendencia»— establecieron el
orden del día de un debate que se ha perpetuado, aunque con ciertas modificaciones, en la
antropología contemporánea. El tema común que planea sobre este debate es el siguiente:
¿qué función social desempeñan las distintas formas de control de las relaciones entre sexos?
Teorizar el sexo a través de la expresión «relaciones entre sexos» daba por supuesta una
división absoluta entre los dos sexos, ya que, por una parte, la reproducción .sexual implica
ba la unión de dos sexos distintos y, por otra parle, la existencia de una división sexual del
trabajo se atribuía a la identificación de hombres y mujeres con grupos de intereses distintos
(Coward, 1983). fistos dos aspectos se encuentran relacionados entre sí, puesto que la divi
sión del trabajo por sexos se contemplaba, en última instancia, como una consecuencia de
los distintos papeles desempeñados por hombres y mujeres en la reproducción sexual. Los
teóricos sociales de finales del siglo Xix y principios del siglo XX dieron prioridad a la cues
tión del estatus de la mujer —la posición que la mujer ocupa en la sociedad— acentuando la
modificación de las relaciones sexuales y de las estructuras familiares en el marco de la evo
lución de la sociedad. El debate sobre la «posición de la mujer» derivó en preocupaciones
más actuales con el advenimiento, ya en el siglo XIX, del movimiento feminista y de la
divulgación del discurso sobre sexualidad en la sociedad occidental (p. cj.. Foncault, 1978;
Hcath, 1982; Weeks, 1981.1985).
26
Además, el simple hecho de que existan continuidades y discontinuidades
intelectuales justifica, en gran medida, la necesidad de una crítica feminis
ta contemporánea.
Todo propósito de sintetizar los distintos puntos de vista autodeterini-
nados por el feminismo contemporáneo es necesariamente generalizado^.
Lo mismo ocurre con las tentativas de formalizar los distintos puntos de
vista que caracterizan al estudio de la mujer en antropología. Estas postu
ras reflejan un desacuerdo intelectual muy profundo en el seno de las
ciencias sociales, como veremos con mayor claridad más adelante, en este
mismo capítulo y en el capítulo 4. No obstante, la disparidad de las postu
ras teóricas existentes en antropología feminista, se explica mejor si con
sideramos la controversia que se cierne sobre la cuestión: ¿es la asimetría
sexual un fenómeno universal o no?* En otras palabras, ¿está la mujer
siempre subordinada al varón?
El análisis de la subordinación de la mujer depende de algunas consi
deraciones concemientes a las relaciones de género. El análisis antropoló
gico contempla el estudio del genero desde dos perspectivas distintas,
pero no excluyentes. El concepto de género puede considerarse como una
construcción simbólica o como una relación social. La perspectiva adop
tada por un investigador suele determinar, como veremos más adelante, la
explicación de los orígenes y de la naturaleza de la subordinación de la
mujer. Empezaré el siguiente apartado hablando del género como cons
trucción simbólica.
3
Para más explicaciones y tipologías sobre otras posturas teóricas, véase Barret (1980),
Eisenstein (1984), Elshlain (1981) y Glennon (1979); véase también en el capítulo 1 la dis
cusión sobre la relación entre el feminismo y la antropología.
4
Para más información sobre posturas generales de la antropología feminista, véase
Rapp (1979), Scheper-Hughes (1983), Rosaldo (1980). Atkinson (1982), Lamphcrc (1977) y
Quinn(1977).
27
humanos universales y, por otro, cíe realidades culturales particulares.
En este contexto, la mujer constituye uno de los retos más interesan
tes. El papel secundario de la mujer en la sociedad es uno de los
hechos universales y panculturales perfectamente asentados. Sin
embargo, en el interior de este hecho universal, las concepciones y
símbolos culturales específicos de la mujer son de una diversidad
extraordinaria y, a veces, incluso contradictoria. Además, el tratamien
to real que recibe la mujer, así como su contribución y su poder varían
enormemente de una cultura a otra, y de un periodo a otro de la histo
ria de determinadas tradiciones culturales. Estos dos aspectos —el
hecho universal y la disparidad cultural— constituyen dos problemas
que precisan ser explicados (Ortner, 1974: 67).
28
sidad de apoyar su tesis con alegatos igualmente universales. \AKÍ tíos
argumentos principales podrían resumirse así:
1. La mujer, dada su fisiología y su específica función reproducidla, se
encuentra más cerca de la naturaleza. Los hombres, a diferencia de las
mujeres, tienen que buscar medios culturales de creación —tecnología,
símbolos— mientras que la creatividad de las mujeres se satisface natu
ralmente a través de la experiencia de dar a luz. Los hombres, por consi
guiente, se relacionan más directamente con la culLura y con su poder crea
tivo, en oposición a la naturaleza. «La mujer crea de forma natural desde
el interior de su propio ser, mientras que el hombre es libre de crear artifi
cialmente, o está obligado a ello, es decir, a crear sirviéndose de medios
culturales y con la finalidad de perpetual- la cultura» (Ortner, 1974: 77).
2. El papel social de la mujer se percibe tan próximo a la naturaleza
porque su relación con la reproducción ha tendido a limitarlas a determi
nadas funciones sociales, que también se perciben próximas a la naturale
za. Aquí, Ortner se refiere al confinamiento de la mujer al círculo domés
tico. Dentro de la familia, las mujeres se asocian normalmente con el cui
dado de la prole, es decir, con esas personas presociales o sin entidad
cultural propia. Ortncr señala que en muchas sociedades se observa una
asociación implícita de los niños con la naturaleza (Ortner, 1974: 78). La
asociación «natural» de la mujer con los niños y con la familia proporcio
na una nueva clave de clasificación. Dado que las mujeres están relegadas
al contexto doméstico, su principal esfera de actividad gira en torno a las
relaciones intrafamiliares e interfamiliares, frente a la participación de los
hombres en los aspectos políticos y públicos de la vida social. De esta
manera, se identifica a los hombres con la sociedad y el «interés público»,
mientras que las mujeres siguen asociadas a la familia y, por lo tanto, a
consideraciones particulares o socialmente fragmentadas.
Ortncr pone especial empeño en resaltar que «en realidad» la mujer no
está más cerca ni más lejos de la naturaleza que el hombre. Su objetivo
consiste, pues, en descubrir el sistema de valores culturales en virtud del
cual las mujeres parecen «más próximas a la naturaleza».
La afirmación de que «la naturaleza es a la cultura lo que la mujer al
hombre» dotó a la antropología social una sólida estructura analítica que
tuvo gran repercusión en la disciplina de finales de los 70 y principios de
los 80. La calificamos de sólida porque mostró el camino hacia la integra
ción de ideologías y estereotipos sexuales en un sistema más amplio de
símbolos sociales, así como en la experiencia y actividad social. Existe una
gran variedad de ideologías y estereotipos sexuales, pero en muchas socie
dades se establecen vínculos simbólicos entre el género y otros aspectos de
la vida cultural. Las diferencias entre hombres y mujeres puede conceptua-
lizarse como un conjunto de pares contrarios que evocan otra serie de
nociones antagónicas. De esta manera, los hombres pueden asociarse con
«arriba», «derecha», «superioD>, «cultura» y «fuerza», mientras que las
mujeres se asocian con sus contrarios, «abajo», «izquierda», «inferior»,
29
«naturaleza» y «debilidad». Estas asociaciones no proceden de la naturale
za biológica o social de cada sexo, sino que son una construcción social,
apuntalada por las actividades sociales que determina y por las que es
determinada. El valor de analizar al «hombre» y a la «mujer» como cate
gorías o construcciones simbólicas reside en identificar las expectativas y
valores que una cultura concreta asocia al hecho de ser varón o hembra.
Este tipo de análisis ofrece algunas indicaciones acerca del comportamien
to ideal de hombres y mujeres en sus respectivos papeles sociales, que pue
de compararse con el comportamiento y las responsabilidades reales de los
dos sexos. El valor del análisis simbólico del género se pone de manifiesto
una vez comprendido cómo se articulan socialmente los hombres y las
mujeres y cómo el resultado de esta articulación define y redefine la activi
dad social. La oposición naturaleza/cultura y mujer/hombre ha sido, por
supuesto, objeto de críticas (Mathieu, 1978; MacCormack y Strathern,
1980), pero constituye un punto de partida muy útil para examinar la cons
trucción cultural del género y para entender las asociaciones simbólicas de
las categorías «hombre» y «mujer» como resultado de ideologías cultura
les y no de características inherentes o fisiológicas.
«Hombre» y «mujer»
s
VéaseDouglas(l%6).
6
No obstante, muchos análisis recientes, centrados especialmente en comunidades de
Austronesia, han rebalido la asociación entre mcnstruación/partu/naiuraleza y contamina
ción. Keesing afirma que pata las mujeres kwaio el cuerpo es un lugar sagrado, peligroso
pero no sucio ni mancillado (Keesing, 1985). Para una critica paralela basada en datos sobre
Polinesia, véase Thomas (1987). Véase también Ralston (1988).
30
Los kaulong
31
ellas se ven obligadas muy pocas veces a aceptar un marido que no sea de
su agrado (Goodale, 1980: 135).
De estos detalles acerca de las relaciones hombre/mujer en la sociedad
kaulong, se desprenden una serie de aspectos concernientes a la diversi
dad cultural de las definiciones de género y a la validez de percibir a la
mujer como un ser «más próximo a la naturaleza» que el hombre. En pri
mer lugar, es obvio que si se comparan las ideas kaulong sobre el compor
tamiento adecuado de hombres y mujeres y sobre la esencia del matrimo
nio, con la actitud europea y norteamericana contemporánea al respecto,
se ponen de manifiesto claras diferencias. En Occidente no se valora espe
cialmente a la mujer como «iniciadora», sobre lodo en lo que a las rela
ciones sexuales se refiere. Además, la sociedad occidental incita a los
hombres a mostrarse activos y «defenderse a sí mismos», mientras que el
punto de vista kaulong invierte los papeles activo y pasivo del hombre y
la mujer occidentales. El deseo de tener hijos es una de las razones deter
minantes que inducen a los occidentales al matrimonio, pero el matrimo
nio en sí mismo se concibe como una asociación donde el compañerismo
y la vida en familia son dos aspectos clave. El matrimonio kaulong parece
ser una institución completamente distinta. Estas consideraciones ilustran
el tipo de diversidad cultural que puede establecerse no sólo entre el com
portamiento del hombre y de la mujer, sino entre los tipos de personas que
supuestamente son los hombres y las mujeres. Plantea asimismo la cues
tión de la diversidad cultural de instituciones como el matrimonio. Ahora
bien, esta diversidad no es lo único destacable. La idea de la mujer «se
ductora», «cazadora de hombres» y la imagen correspondiente del «novio
remiso» encuentran equivalentes en la cultura occidental. El problema
que plantea el análisis simbólico del género es cómo utilizamos esta com
pleja y cambiante tipificación para llegar a comprender la posición de la
mujer. Las mujeres kaulong poseen aparentemente un nivel considerable
de independencia económica, que se refleja en el control de los recursos y
del fruto de su trabajo (Goodale, 1980: 128, 139). Pero estas mismas mu
jeres son tildadas de peligrosas y contaminantes para los hombres. No
existe ninguna pauta explícita para entender y evaluar estas contradic
ciones.
La sugerencia de Ortner de que las mujeres están «más próximas de la
naturaleza» dadas sus características fisiológicas y su capacidad repro
ductora podría aplicarse al caso kaulong. Una cadena de asociaciones del
tipo mujer-matrimonio-relaciones sexuales-comportamiento animal-bos
que, establecería un vínculo entre las funciones fisiológicas y reproducto
ras de la mujer, calificadas de contaminantes, y el dominio no humano del
bosque «natural». Sólo existe un paso entre esta afirmación y el argumen
to de que la mujer es inferior porque es contaminante y es contaminante
debido a las funciones «naturales» de su cuerpo, que a su vez la vinculan
de cierta manera al mundo natural. Esta cadena de asociaciones se ve ilus
trada en el aislamiento físico que sufre la mujer en el bosque durante el
32
parto y la menstruación. Sin embargo, como Goodale indica en su artículo,
esta sencilla ecuación de igualdad entre mujer y naturaleza, y hombre y
cultura, presenta algunos puntos débiles. En primer lugar, es evidente que
tanto el hombre como la mujer están relacionados con el bosque y con el
«mundo natural» a través de su participación en las relaciones sexuales.
Las viviendas centrales de los poblados pertenecen a las mujeres y a los
hombres solteros, mientras que las parejas casadas son las que ocupan las
cabanas lindantes con las zonas de cultivo, lindantes, en realidad, con el
mundo natural y con el mundo cultural. Goodale (1980: 121) representa el
modelo kaulong de la siguiente forma:
Cultura: Naturaleza
Poblado: Bosque
Solteros: Casados
En otras palabras, tanto los hombres como las mujeres están relaciona
dos con la naturaleza a través de su participación en la reproducción
(Goodale, 1980: 140). Además, el sistema kaulong de representación no
parece suministrar ninguna prueba contundente de la asociación exclusiva
de la cultura con los hombres. Muchos análisis basados en el modelo
naturaleza/cultura y mujer/hombre deducen implícitamente de la asocia
ción entre mujer y naturaleza, una similar entre hombre y cultura. Esta
deducción no siempre es válida.
En segundo lugar, la afirmación de que se considera a la mujer «más
próxima a la naturaleza» debido a su función reproductora plantea una
serie de dificultades. Decimos que «se considera» a la mujer «más próxi
ma a la naturaleza», pero ¿quién la considera de esta manera? ¿Se consi
dera la mujer a sí misma más próxima a la naturaleza, un agente contami
nante o incluso reflejo de su función reproductora? Parece que las mujeres
kaulong contestarían negativamente a este interrogante. El modelo natura
leza/cultura y mujer/hombre da por supuesta una unidad cultural que no
está justificada, y excluye la posibilidad de que grupos sociales distintos
perciban y experimenten las cosas de distinta manera7. Goodale (1980:
130-1) señala que la mujer kaulong hace caso omiso, en la mayoría de los
casos, del efecto potencialmente contaminante que tienen sobre los hom
bres, a excepción de la inquietud que suscita en las madres el hecho de
que sus hijos sufran las consecuencias nocivas de esta contaminación.
Esto confirma otra dificultad procedente del hecho de considerar «hom
bre» y «mujer» como dos categorías simbólicas opuestas, a saber: la aten
ción desmesurada centrada en un tipo concreto de relaciones de género.
La oposición entre los sexos se concibe implícitamente como la oposición
7
Véase en Atkinson (1982: 248), Feil (1978), MacCormack (1980: 17-18) y Strathcrn
(1981 a), de qué manera las imágenes de la mujer nu son válidas para todos los sectores de la
sociedad ni para todas las esferas del mundo cultural.
M
entre esposos, y se presta poca atención a otro tipo de relaciones de géne
ro, por ejemplo las existentes entre hermano/hermana, madre/hijo o padre/
hija, que constituyen una parte igualmente importante de la vida de un
hombre o de una mujer. Lo improcedente de considerar las relaciones
entre esposos como modelo de las demás relaciones de género se pone de
manifiesto en el caso de los kaulong, donde un hermano puede situarse de
parte de su hermana para ayudarla a conseguir marido. Esto sugiere que la
ansiedad potencial que caracteriza las relaciones entre esposos tal vez esté
ausente de las relaciones entre hermanos.
El tercer punto que debemos tener en cuenta al contemplar la opo
sición naturaleza/cultura y mujer/hombre se refiere a la especificidad
cultural de las categorías analíticas. «Naturaleza» y «cultura» no son
categorías denotativas ni exentas de valores; son construcciones cultura
les similares a las categorías «mujer» y «hombre». Las nociones de natu
raleza y cultura, utilizadas en el análisis antropológico, proceden de la
sociedad occidental y, como tales, son fruto de una tradición intelectual
muy concreta y de una trayectoria histórica específica8. De la misma
manera que no podemos asumir que las categorías «mujer» y «hombre»
signifiquen lo mismo en todas las sociedades, debemos aceptar que otras
sociedades no vislumbren la cultura y la naturaleza como categorías dis
tintas y contrarias, tal como sucede en la cultura occidental. Además,
incluso si existe esta distinción, no debemos dar por sentado que los tér
minos occidentales «naturale/.a»/«cultura» traducen adecuada o razona
blemente las categorías imperantes en otras culturas (Goody, J977: 64;
Rogers, 1978: 134; Slrathem, 1980: 175-6).
Los gimi
Entre los gimi de las tierras altas de Papua Nueva Guinea, las mujeres
también son consideradas seres contaminantes, pero ello no puede atri
buirse a su relación con la naturaleza por oposición a la cultura (Gillison,
1980). La idea de «salvaje» de los gimi se aplica a la vida vegetal y ani
mal que constituye el bosque de la lluvia. El bosque es un reino masculi
no, donde residen los espíritus de los antepasados (personificados en pája
ros y marsupiales), responsables de la abundancia y la creatividad del
mundo natural, así como de la creatividad trascendente del espíritu mas
culino en el mundo. «La ambición de los hombres, expresada en sus ritua
les, consiste en identificarse con el mundo no humano y renovarse a tra-
8
Algunos especialistas atribuyen el ungen de la distinción naturaleza/cultura en antro
pología a Lévi-Strauss, que reconoce la deuda contraída con Rousseau y. por ende, con el
particular punto de vista de la cultura como culminación de la naturaleza. Véase Lévi-
Strauss (1966, 1969), MacCormack (19R0). y Bloch y Bloch (198(1).
34
vés de sus ilimitados poderes masculinos» (Gillison, 1980: 144). lil asen
tamiento, por su parte, se relaciona con la mujer.
Kore es la palabra en gimi para designar tanto lo baldío como !¡i vida
después de la muerte. Dusa es lo contrario de kore, y significa «lo lene
no», además de calificar a las plantas cultivadas y a los animales domcxii
eos, y a la «obligaciones sociales de los seres humanos» (Gillison, I9K0:
144). Incluso si kore se tradujera por «naturaleza» y dusa por «cultura»,
estas categorías no se asocian con mujer y hombre respectivamente, lil
mtKlelo de oposiciones de los gimi sería más bien el siguiente;
Dusa: Kore
Cultivado: Baldío
Relaciones varón/hembra: Hombres
35
Lo domestico contra lo público
Una de las razones aducidas por Ortner para explicar por qué la mujer
se considera «más próxima a la naturaleza» es la asociación espontánea
de la mujer con el aspecto «doméstico», en oposición al aspecto «públi
co», de la vida social. Esta idea es el germen de la relación establecida en
la «antropología de la mujer» entre la dicotomía naturaleza/cultura y la
división correspondiente entre lo «doméstico» y lo «público» —una
estructura que se ha propuesto como modelo universal para explicar la
subordinación de la mujer. Recientemente ha surgido una serie de críticas
dirigidas contra el modelo doméstico/público (Burton, 1985: cap. 2 y 3;
Rapp, 1979; Rogers, 1978; Rosaldo, 1980; Strathem, 1984a; Tilly, 1978;
Yanagisako, 1979), pero, pese a todo, sigue siendo una característica so
bresaliente de muchos tipos de análisis, y se recurre con frecuencia a él
para clasificar datos etnográficos y delimitar un campo exclusivo de la
mujer dentro del material presentado.
El modelo que contrapone lo «doméstico» a lo «público» ha tenido, y
sigue teniendo, gran importancia en antropología social, puesto que pro
porciona un medio de enlazar los valores sociales asignados a la categoría
«mujer» con la organización de la actividad de la mujer en la sociedad.
Un artículo de Michelle Rosaldo contiene una de las primeras explicacio
nes de este modelo; la autora declara con respecto a su vigencia universal:
«aunque esta oposición ("doméstico" contra "público") sea más o menos
notoria según los sistemas sociales e ideológicos, constituye un marco
universal para la conceptualización de las actividades de los dos sexos»
(Rosaldo, 1974: 23). Rosaldo, al igual que Ortner, vincula la «identifica
ción denigrante» de la mujer con lo doméstico a su función reproductora
(Rosaldo, 1974: 30; 1980: 397). La oposición entre lo «doméstico» y lo
«público», al igual que entre naturaleza y cultura, se deriva en última ins
tancia del papel de la mujer en tanto que madre y responsable de la crian
za de la prole. Las categorías «doméstico» y «público» se articulan en un
esquema jerárquico. Rosaldo define lo «doméstico», como el conjunto de
instituciones y actividades organizadas en torno a grupos madre-hijo,
mientras que lo «público» se refiere a las actividades, instituciones y tipos
de asociación que vinculan, clasifican, organizan o engloban a determina
dos grupos madre-hijo (Rosaldo, 1974: 23; 1980: 398). La mujer y la es
fera doméstica están así comprendidas en la esfera masculina y pública, y
son consideradas inferiores a ésta. Sin embargo, tanto la separación por
categorías entre lo «doméstico» y lo «público», como su relativa interac
ción, son dos cuestiones discutibles.
Muchos autores han señalado que la separación tajante de la vida
social entre una esfera «doméstica» y otra «pública» está muy inspirada
en la influyente teoría social del siglo xix (Coward, 1983; Rosaldo, 1980;
36
Collier et al., 1982). Los teóricos sociales de finales del siglo xix y princi
pios del XX percibieron la transformación de las relaciones entre sexos
—ilustrada en el cambio experimentado por la estructura familiar— como
la clave del desarrollo histórico de la humanidad. El que la historia de la
humanidad pudiera concebirse en términos de una lucha entre sexos, don
de el «derecho de la madre» cediera eventualmente ante el «derecho del
padre», convirtió en esencial el significado del término «derecho». Una
cosa quedó clara: los derechos de la mujer en las sociedades «matriarca
les» no eran comparables a los derechos del hombre en las sociedades
«patriarcales» (Coward, 1983: 52-6). No pudo encontrarse ninguna socie
dad «primitiva» en la que los hombres fueran sistemáticamente desposeí
dos de derechos y poderes políticos, de la forma en que las mujeres se
vieron desposeídas de ellos en las sociedades occidentales del siglo xix.
La lucha por el sufragio de la mujer reflejaba sencillamente que el hombre
podía representar a la mujer en el ámbito político, pero no existía ningún
precedente de lo contrario'. Frente al reinado político del hombre, el feu
do de la mujer era el hogar. La negación del voto femenino despojaba a la
mujer de derechos políticos y la convertía en un ciudadano de segunda
clase, subordinado al hombre. Según la ideología dominante a la sazón,
los hombres mandaban en la sociedad y las mujeres en el hogar (Coward,
1983: 56). La sociedad occidental de finales del siglo xix y principios del
xx basaba, pues, los derechos políticos en consideraciones de sexo. El
resultado era un modelo de vida social en el que lo «doméstico» estaba
separado de lo «público», y dentro de estas dos esferas los «derechos» de
los individuos dependían de su sexo. La identificación de esta desigualdad
de «derechos» se tradujo posteriormente en una concepción cultural espe
cífica de lo que la mujer y el hombre debían ser, tanto en el hogar como
fuera de él. Esta concepción constituyó la base de una serie de ideas acer
ca de la maternidad, la paternidad, la familia y el hogar; ideas que han
sobrevivido en la sociedad occidental de muy distintas maneras, y han
influido en el mantenimiento de la dicotomía «doméstico»/«público»
como estructura analítica de la antropología social. Una de las formas de
exponer el carácter arbitrario y culluralmente específico de la división
«doméstico»/«público» consiste en examinar algunos de los principios
relativos a la maternidad y a la familia en los que se basa. (Véase también
el capítulo 5.)
Una de las razones de que la oposición «doméstico»/«público» pueda
jactarse de una incontestable validez en numerosas culturas es que presupo
ne una unidad madre-hijo bien definida, que parece «naturalmente» univer
sal. Sean cuales fueren las influencias culturales en las costumbres familia
res y en las relaciones entre géneros, mujeres de todas las culturas dan a luz.
9
En la problemática del sufragio intervenían, sin duda, distinciones de clase y de géne
ro, dado que, junto con las mujeres, los varones de las clases trabajadoras carecían igual
mente del derecho al voto.
37
La idea de las unidades madre-hijo como adoquines de la sociedad, expre
sada por Rosaldo entre otros, es la continuación del debate existente en
antropología social acerca de los orígenes y de los modelos de familia.
En uno de sus primeros trabajos sobre los aborígenes australianos,
Malinowski enterró debates anteriores sobre la existencia de la institución
familiar en todas las sociedades (Malinowski, 1913). El argumento de
Malinowski consistía en afirmar que la familia era universal porque satis
facía la necesidad humana universal de la crianza y cuidado de los niños.
Definió la familia como (1) una unidad social distinta de otras unidades
similares; (2) un lugar físico (el hogar) donde se desarrollan las funciones
relacionadas con la crianza de los niños; (3) un conjunto específico de
lazos emocionales (el amor) entre los miembros de la familia (Collier et
al., 1982). Esta definición en tres partes de la familia es preceptiva preci
samente porque encaja perfectamente con las ideas occidentales a propó
sito de la forma y la función de la familia. «La familia», al igual que las
demás unidades comparativas, plantea problemas de etnocentrismo, y la
definición de Malinowski está claramente influida por la concepción vi
gente en el siglo xix del hogar como refugio y paraíso fértil, en contrapo
sición a la excentricidad del mundo público (Trióme, 1982). En la socie
dad occidental, la familia, el hogar y lo «doméstico» se conciben como
una unidad definida por yuxtaposición a la esfera «pública» del trabajo,
los negocios y la política; en otras palabras, a las relaciones de mercado
de) capitalismo. El sistema de mercado engloba relaciones de competen
cia, de negociación y contractuales que la sociedad occidental contrapone
a las relaciones de intimidad y crianza asociadas con la familia y el hogar
(Rapp, 1979: 510). Esta particular visión de las esferas «doméstica» y
«pública» de la vida social y de las relaciones entre ambas, no puede cali
ficarse de universal, y en este mismo capítulo me referiré a los problemas
específicos planteados por la aplicación de los conceptos «doméstico» y
«público» a otras culturas.
La definición que ofrece Malinowski de familia ha tenido gran
influencia en antropología. Cierto es que antropólogos más modernos,
Fortes (1969), Fox (1967), Goodenough (1970), Gough (1959) y Smith
(1956), pusieron en tela de juicio la idea de Malinowski sobre la familia
nuclear universa], y alegaron que la unidad básica de la sociedad no es la
familia nuclear formada por el padre, la madre y la prole, sino la unidad
madre-hijo. De esta manera la «mujer y los niños que dependen de ella...
representan el grupo familiar nuclear de las sociedades humanas» (Good
enough, 1970: 18). No obstante, pese a «eliminar» al padre de la unidad
familiar, la antropología contemporánea conserva el concepto básico de
familia propuesto por Malinowski. Las unidades madre-hijo son ahora las
que enmarcan la crianza de los niños; las que forman unidades indepen
dientes con respecto a otras unidades similares, ocupan un lugar físico
determinado y comparten profundos lazos emocionales de un tipo muy
especial. Al retirar ai padre de la unidad madre-hijo, la antropología con-
38
temporánea aceniúa la diferencia entre maternidad y paternidad, y consii
lida la idea de que la «maternidad» es la relación de parentesco que ini-jor
expresa la realidad biológica. La relación entre madre e hijo es particular
mente «natural», debido al hecho incontestable de que el niño hn nucido
de esa mujer. Bames (1973) señala que «la paternidad no es invluiablo
como ocurre con la maternidad». Además sugiere que la paternidad
(«genitor») es una condición social, a diferencia de la maternidad («peni-
lora»), determinada prioritariamente por procesos naturales. Su afirma
ción general es que al ser «"genitor" una condición social y al variar
mucho los derechos y deberes de una sociedad a otra, y los privilegios y
obligaciones, en caso de que existan, asociadas a esta condición» (Barncs,
1973: 68), la paternidad varía mucho de una cultura a otra, mientras que
la maternidad es algo más natural, más universal y más constante.
Sean cuales fueren las ideas imperantes acerca de la paternidad física,
casi todas las culturas conceden una importancia simbólica a la paternidad
y a la maternidad. Mi opinión es que la paternidad es un símbolo más libre,
capaz de dar cabida a una mayor diversidad de significados culturales, por
mantener un vínculo m i s débil con el mundo natural (Bames, 1973: 71).
La relación de la naturaleza con la paternidad y con la maternidad es
diferente (Barnes, 1973: 72).
En antropología contemporánea, destaca la tendencia a considerar a las
madres y la maternidad como algo «natural», tendencia directamente here
dada de la visión de Malinowski de la familia (Collier et al., 1982: 28;
Yanagisako, 1979: 199). El reconocimiento de que las madres y las unida
des madre-hijo desempeñan una función universal facilita la separación
entre lo «doméstico» y lo «público», apoya la hipótesis de que las unidades
«domésticas» tienen en todo el mundo la misma forma y la misma función,
ambas dictadas por la realidad biológica de la reproducción y de la necesi
dad de criar a la prole (Yanagisako, 1979: 189). La calidad de incontestable
y, más concretamente, la «naturalidad», de las madres y de la maternidad, y
de los conceptos de familia y domesticidad que de ellas dependen, constitu
yen el verdadero blanco de las recientes críticas feministas en antropología.
Madre y maternidad
39
diversidad cultural basada en las distintas formas de ejercer la maternidad
—en algunas culturas las madres son tiernas, solícitas y madres de jorna
da completa, mientras que en otras son autoritarias, distantes y madres de
media jomada (Drummond, 1978: 31; Collier y Rosaldo, 1981: 275-6). Se
trata de examinar también qué relación guarda la categoría «mujer» en
cada cultura con los atributos de la maternidad, como por ejemplo fertili
dad, naturalidad, amor maternal, crianza, alumbramiento y reproducción.
Se impone la necesidad de estudiar los vínculos entre la idea de «mujer» y
la de «madre», especialmente por parte de aquellos escritores que preten
den conectar la subordinación universal de la mujer con el papel aparente
mente universal de la mujer como madre y educadora. En la sociedad
occidental, las categorías «mujer» y «madre» se superponen en puntos
fundamentales y bien diferenciados'". Las ideas acerca de la mujer y la
actitud respecto a ella están fuertemente unidas a los conceptos de matri
monio, familia, hogar, niños y trabajo. El concepto de «mujen> se perfila a
través de estas distintas constelaciones de ideas, y la mujer se conforma
individualmente a través de las consiguientes definiciones culturales de
feminidad, aunque este proceso se alimente de conflictos y contradiccio
nes. El resultado final es una definición de «mujer» que depende esencial
mente del concepto de «madre» y de las actividades y asociaciones con
comitantes. Otras culturas, por supuesto, no definen a la «mujer» de la
misma manera, ni siquiera establecen necesariamente una relación espe
cial entre la «mujer» y el hogar o la esfera doméstica, como ocurre en la
cultura occidental. La asociación entre «mujer» y «madre» no es ni mu
cho menos todo lo «natural» que podría parecer a primera vista. La mejor
manera de demostrar este punto consiste probablemente en examinar lo
que, para los ojos occidentales, son las características más «naturales» de
la maternidad por sí misma: criar a los niños y dar a luz.
La crianza de los hijos es una actividad que caracteriza supuestamente
a los grupos domésticos en todas las sociedades humanas (Goody, 1972).
Este hecho supera las barreras de la diversidad observable, tanto en la
composición de los grupos domésticos como en la atribución de las tareas
relativas a la crianza de la prole. En su libro acerca de la sociedad urbana
de Estados Unidos, Carol Stack pone de manifiesto las grandes diferen
cias en la formación de los hogares de las familias negras urbanas, y
demuestra que el 20 por ciento de los niños objeto de su estudio eran cria
dos en un hogar distinto al que albergaba a su madre biológica —aunque
en la mayoría de los casos dicho hogar estaba vinculado a la familia de la
madre (Stack, 1974). No se trata sencillamente de alegar que las madres
no son las únicas personas que se dedican al cuidado de los niños, sino de
subrayar que (1) las unidades domésticas no se conslruyen necesariamen-
10
Oakley (1979: 613-6) analízalos vínculos entre feminidad y reproducción en la socie
dad occidental.
40
te en tomo a la madre biológica y a su prole, y que (2) el coin/opio de
«madre» en una sociedad determinada no liene por qué estar basudo en el
amor maternal, cuidado cotidiano o proximidad física. La realidad hiolrt
gica de la maternidad no produce una relación ni una unidad madre hijo
universal e inmutable. Este hecho puede ilustrarse en la sociedad hriiáni
ca, haciendo referencia a los cambios de ideas acerca de la maternidad, la
infancia y la vida en familia.
Philip Aries (1973) ha afirmado que la infancia, tal como la entende
mos actualmente en Occidente, es un fenómeno reciente". La noción de
un mundo infantil distinto al mundo de los adultos, con actividades, die
tas, cánones de conducta y modo de vestir especiales es característica de
un periodo histórico muy específico. La imagen de una madre aislada en
el hogar con sus hijos, organizando su jornadas en torno al cuidado de los
niños y actuando de guardián moral, responsable de socializar a los más
jóvenes, no puede generalizarse a todos los periodos de la historia occi
dental, y menos aún a las demás culturas'-'. Antes de la promulgación de
los Factory Acts, en algunos sectores de la sociedad británica, existía una
elevada proporción de mujeres y niños trabajadores y asalariados (Olaf-
son Hellerstein el al., 1981: 44-6; Walvin, 1982). Pero, en el otro extremo
del espectro de la sociedad victoriana, la vida en familia y la vida de las
mujeres eran muy diferentes. Las mujeres de clase media y de clase alta
se ocupaban de las labores domésticas y casi nunca trabajaban fuera de
casa. Pero excluir a estas mujeres i!e¡ trabajo remunerado no significaba
necesariamente que las madres biológicas se ocuparan de la crianza, del
cuidado diario y de la educación de su prole. Muchas familias de clase
media y alta confiaban plenamente en una «nanny», no sólo para encar
garse de los más pequeños de la casa, sino para llevar toda una sección
del hogar, denominada «nursery»: entre 1850 y 1939, más de 2 millones
de «nannies» rellejaban y determinaban los valores y actividades —la
cultura— de toda la clase alta británica y de gran paite de la clase media»
(Boon, 1974: 138).
El ejemplo de las «nannies», como observa Drummond (1978: 32), es
válido para presentar la «maternidad» como realidad social. Tanto Boon
como Drummond opinan que la «nanny» representa una erosión teórica
del concepto de una familia universal basada en aspectos bioculturales y
construida en tomo a la unidad madre-hijo. Boon hace hincapié en tradi
ciones seculares en Inglaterra, antes de la generalización de las «nannies»,
I' Linda Pollock (1983) adopta una postura distinta a la de Aries y afirma que el origen
de un estado o categoría infantil diferenciada en la sociedad británica se sitúa en un periodo
mucho más remoto que el propuesto por Aries. Esta cuestión es objeto de fuertes controver
sias y la literatura al respecto es muy abundante, pero ello no afecta a la importancia de la
variabilidad histórica y cultural de las ideas de madre, infancia y vida familiar.
12
Greer (1984: 2-5) desarrolla este argumento. Shanley (1979) reíala la historia de la
familia desde una perspectiva feminista c incluye una bibliografía de las principales fuentes
sobre el lema.
41
de instituciones que asumían el papel propio de la madre, por ejemplo, las
nodrizas, la adopción o los aprendices. «A partir del siglo XVIII en las cla
ses altas británicas, las progenituras amamantaban durante algún tiempo y
las "nannies" hacían el resto; antes de siglo XVII las progenitoras aristó
cratas británicas hacían el resto y las nodrizas amamantaban» (Boon,
1974: 138). Las madres británicas no eran consideradas «malas madres»
por delegar así el cuidado de sus hijos. No se trata sencillamente de que
recibieran ayuda para cuidar a sus hijos —fenómeno observado en mu
chas sociedades de todo el mundo—, sino de que la participación de una
«nanny» en el complejo madre-hijo afectaba claramente a la interpreta
ción del concepto de «madre», así como a la relación entre las categorías
culturales «mujer» y «madre».
La vida en familia de los hogares de la clase alta victoriana no tiene
nada en común con lo que entendemos hoy en día por «familia». Boon
señala que el desarrollo de subunidades sociales intradomésticas plantea
la cuestión de si las «familias» británicas de clase alta eran en realidad
unidades domésticas en el sentido que la palabra tiene en el siglo XX
(Boon, 1974: 319). Cita además las palabras de Gathorne-Hardy acerca de
la existencia de unidades distintas que conformaban el hogar: «la cocina a
cargo del cocinero en jefe; los quehaceres domésticos, colada y plancha,
etc. a cargo del ama de llaves; la despensa y el comedor a cargo del jefe
de mayordomos; y la "nursery" a cargo de la "nanny"» iGalhome-Hardy,
1972: 191-2).
La presencia de la «nanríy« pone en tela de juicio la exclusividad del
amor madre-hijo: «muchos niños querían a su "nanny", y con razón, más
que a su madre» (Gathorne-Hardy, 1972: 235); también cuestiona la inte
gridad del grupo doméstico basada en la unidad madre-hijo; y, por último,
pone en duda la relación singular entre las unidades madre-hijo y la exis
tencia de un lugar físico determinado donde las madres se ocupan de los
niños, ya que las dependencias de los niños solían estar separadas del res
to de la casa: «A veces tenían su propia escalera de acceso, su propia
puerta de entrada directamente desde el exterior, podían hallarse en otra
ala de la casa, en un corredor distinto o en otro piso, separadas e incluso
aisladas del resto de la casa mediante una puerta forrada de fieltro y cla
veteada de bronce para amortiguar el mido» (Gathorne-Hardy, 1972: 77).
En pocas palabras, la presencia de la «nanny» trastoca la triple definición
de familia mencionada anteriormente. Por esta razón, Boon y Drummond
tratan de relacionar el «fenómeno de la nanny» con aspectos más genera
les abordados por el estudio antropológico de la familia. Boon se muestra
especialmente terminante:
42
sales premaluras —primero de la familia nuclear y ahora de la lamiliii
matrifocal— pueden distorsionar las percepciones culturales. ¿I'or qiu?
aspirar al universalismo funcional cuando el planleamicnlo de un pro
blema heurístico sería más que suficiente? (Boon, 1972: I.19).
lejos de ser «la cosa más natural del inundo», la maternidad es, en
realidad, una de las más antinaturales... en lugar de centrarse en el lla
mado «vínculo madre-hijo» innato, universal y biocultural, el proceso
de concebir, gestar y criar un niño debería contemplarse como un di
lema que asalta la esencia de la comprensión humana y evoca una
interpretación cultural nada sencilla, sino en extremo elaborada
(Drurnmond, 1978:31).
4.1
maternidad inviste a toda mujer de una fuente natural de satisfacción
emocional y de valores culturales se vio rebatida al darnos cuenta de
que en sociedades muy sencillas ni la mujer ni el hombre celebran la
dedicación de la mujer a la crianza de los niños y su capacidad exclu
siva de dar a luz... La Mujer fértil, la Mujer madre y fuente de vida,
estaba sorprendentemente ausente de todos los informes realizados
(Collier y Rosaldo, 1981: 275-6).
13
Véase Paige y Paige (1981: 34-41) para un resumen sobre la cuestión. Véase también
Riviére (1974:424-7).
44
social de la reproducción biológica citado anteriormente, y al do llealncc
Blackwood, que estudió la práctica de la cuvada entre los kuiiatehi del
Pacífico. Durante el parto y los seis días siguientes, los maridos kurialdii
permanecen recluidos, sometidos a una dieta especial y dispensados de las
actividades normales de subsistencia (Blackwood, 1934: 150-60). Hlai-k-
wood interpreta estas actividades como el reconocimiento del papel del
marido en el nacimiento del niño (Paige y Paige, 1981: 190).
La cuvada no es más que un ejemplo de la participación del varón en
la reproducción. Los trabajos de Anna Meigs acerca de los hua de Papua
Nueva Guinea ofrecen un ejemplo muy distinto del papel del hombre en
la reproducción. Los varones hua simulan la menstruación, «un proceso
que supuestamente detestan en la mujer», y se creen capaces de concebir
hijos.
45
la adecuación de marcos analíticos adaptados a varias culturas. Esle punto
aparecerá más claramente en el siguiente apartada, donde consideraré la
postura de los escritores que no conciben la subordinación de la mujer
como un fenómeno universal.
Los académicos que mantienen que la subordinación de la mujer no es
universal tienden a centrar el problema de las relaciones de género en lo que
hacen la mujer y el hombre y no en un análisis de la valoración simbólica
atribuida a hombres y mujeres en una sociedad dada. Normalmente explican
los problemas de género desde una perspectiva más sociológica, es decir,
contemplan el género como una relación. Tal como indiqué al principio del
capítulo, los enfoques simbólicos y sociológicos del estudio del género no
se excluyen mutuamente, pero la mayoría de trabajos marcadamente socio
lógicos adolecen de una falla de análisis en materia de valoraciones e ideo
logías culturales. No obstante, centrarse en lo que hacen los hombres y las
mujeres, plantea inevitablemente la cuestión de la división sexual del traba
jo y de la división concomitante de la vida social en esfera «doméstica» y
«pública», la primera reservada a la mujer y la segunda al hombre.
Eleanor Leacock es una antropóloga marxista que rebate el carácter
universal de la subordinación de la mujer. Considera que este postulado se
desprende de un modo de análisis básicamente antihistórico (Leacock,
1978: 254), que deja de lado las consecuencias de la colonización y del
auge de la economía capitalista en todo el mundo (Leacock, 1972; 1978:
253-5); Etienne y Lcacock, 1980), y que comporta un marcado carácter
etnocéntrico y androcéntrico (Leacock, 1978: 247-8; Etienne y Leacock,
1980:4). Las críticas de Leacock no perdonan a algunos de los primeros
textos feministas, especialmente el libro de Erncstine Friedl (1975), Wo-
men and Men, y la colección de Rosal do y Lamphere (1974), Women,
Culture and Sociely.
En su obra, Leacock rechaza dos de los argumentos propuestos por
otras escritoras feministas, (1) que la condición de la mujer depende di
rectamente de su función de concebir y criar niños, y (2) que la distinción
«doméstico»/«público» es un marco válido para el análisis de las relacio
nes de género en todas las culturas. A partir del material recogido en so
ciedades de cazadores-recolectores, corrobora el razonamiento de Engels
(1972) al afirmar que la subordinación de la mujer con respecto al hom
bre, el desarrollo de la familia en tanto que unidad económica autónoma y
el matrimonio monógamo están ligados al desarrollo de la propiedad pri
vada de los medios de producción. En el capítulo 3 me ocuparé más
extensamente de la relevancia del argumento de Engels para la antropolo
gía feminista, pero lo más importante del trabajo de Leacock es que en las
sociedades «preclasistas» los hombres y las mujeres eran individuos autó
nomos que ocupaban posiciones de idéntico prestigio y valía. Estas posi
ciones eran sin duda diferentes, pero no superiores ni inferiores. Hablando
de la situación de la mujer eu esas sociedades, lcacock afirma:
46
[cuandoj se toma en consideración el tipo de decisiones tomadas
por las mujeres, se pone de manifiesto el papel público y autónomo de
la mujer. Su condición no era literalmente de «igualdad» respecto al
hombre (un punto que ha suscitado mucha confusión) sino respecto a
lo que ellas mismas representaban, es decir, personas de sexo femeni
no, con sus propios derechos, obligaciones y responsabilidades, con
una función complementaria a la del hombre, pero en ningún caso
secundaria (Leacock, 197H: 252).
47
Diane Bcll llegó a conclusiones similares en su reciente etnografía acerca
de las aborígenes, donde observa que los mundos del hombre y de la
mujer son suslancialmente independientes entre sí, desde el punto de vista
económico y ritual (Bell, 1983: 23). Como resultado, los hombres y las
mujeres disponen de poderes distintos, propios de su sexo, pero los ejer
cen en igualdad de condiciones. Bell corrobora la opinión de Leacock
cuando alega que esta separación y diferencia no implica necesariamente
inferioridad ni subordinación. No obstante, la etnografía aborigen también
contiene múltiples referencias a relaciones hombre/mujer difíciles de
encajar en este marco de complementariedad autónoma, especialmente
ejemplos de violencia del hombre hacia la mujer. Tanto Bell (J 980; 1983)
como Leacock parecen atribuir estos hechos a cambios en las relaciones
de género, resultado del contacto cada vez mayor con el «hombre blan
co», la creación de reservas y la incorporación a la economía general aus
traliana.
Hoy por hoy es un hecho irrefutable que las relaciones de género, en
muchas partes del mundo, se han visto transformadas por el sucesivo im
pacto de la colonización, de la «occidenlalización» y del capitalismo
internacional. Algunos estudios ponen de manifiesto que el desarrollo y el
trabajo remunerado aumentan la dependencia de la mujer respecto al hom
bre, minando los sistemas tradicionales en los que la mujer ejercía un cier
to control sobre la producción y la reproducción (véanse capítulos 3 y 4)'-*.
En su investigación sobre los indios montañeses, comunidad cazadora de
la Península Labrador, Leacock demuestra que las relaciones de genero
cambiaron de forma significativa con la llegada del comercio de pieles
y de otras influencias europeas, como por ejemplo la introducida por
los misioneros jesuítas, lo cual menoscabó la autonomía de la mujer
(Leacock, 1972; 1980).
Karen Sacks es otra especialista en antropología marxista que se ha
ocupado de la subordinación supuestamente universal de la mujer. En uno
de sus primeros artículos (Sacks, 1974), pretendió modificar la tesis de
Engels, a tenor de la cual la subordinación de la mujer empezó ,con el
desarrollo de la propiedad privada, alegando que existen «demasiados
datos que demuestran que en la mayoría de sociedades sin clases, que
carecen del concepto de propiedad privada, no existe igualdad entre hom
bres y mujeres» (Sacks, 1974: 213). A pesar de esta afirmación, se mues
tra totalmente de acuerdo con la opinión de Engels porque (1) explica las
condiciones en las que las mujeres pasan a estar subordinadas a los hom
bres, y (2) se ve corroborada por los dalos etnográficos e históricos reco-
14
Para algunos de los primeros ejemplos publicados, véase Brain (1976). Boserup
(1970), Bossen (1975), Remy (1975), Tinker y Bramsen (1976), Dey (1981) y Rogers
(1980). Véase también la explicación detallada de este argumento en el capítulo 4, en el que
encontrará asimismo algunas críticas de distintas posturas feministas.
48
gidos desde la publicación de la obra de Bngels, que reflejan que «la |>osi
ción social de la mujer no se ha mantenido siempre, ni en todas paru-s ni
en la mayoría de los aspectos, subordinada a la del hombre» (Sacks, 1974:
207). La obra de Sacks es muy útil porque no da por supuesta la igualdad
y la autonomía de la condición de la mujer en sociedades «preclasisla.s».
como parece ser el caso de Leacock, y, por consiguiente, ofrece la posihi •
lidad de examinar cómo ha evolucionado la posición de la mujer en eslas
sociedades.
En una obra más reciente, Sixterx and Wives (1979), Sacks pone en pie
una estructura para apreciar cómo varía la condición de la mujer de una
cultura a otra. Empieza confirmando una crítica ya formulada (Sacks,
1976) contra los antropólogos que han inferido de la existencia de una
división sexual del trabajo en sociedades sin clases, una asimetría en las
relaciones entre hombres y mujeres. Critica asimismo a feministas y no
feministas, sin distinción, por asumir que la subordinación de la mujer
está relacionada con su condición de madre. Sacks tilda esta postura de
etnocéntrica, ya que proyecta en otras culturas los conceptos occidentales
de familia y de relaciones sociosexuales. Seguidamente, propone un mar
co conceptual para analizar la posición de la mujer en términos de su
intervención en los medios de producción. Sacks distingue en las socieda
des sin ciases dos modos de producción: un modo comunal y un modo
familiar. En el primer tipo, todas las personas, hombres o mujeres, «man
tienen la misma relación con los medios de producción y, por ende, perte
necen en igualdad de condiciones a una comunidad de "propietarios"»
(Sacks, 1979: 113). En el segundo tipo, los grupos familiares controlan
colectivamente los medios de producción, y el estatus de la mujer varía
según sea (a) hermana, en cuyo caso se consideran miembros del grupo
familiar dirigente, o (b) esposa, cuyos derechos derivan del matrimonio
contraído con un miembro del grupo familiar, y no de su relación con su
propio (nativo) grupo familiar. Lo importante para Sacks es que si la
mujer ejerce sus derechos en tanto que hermana, su condición mejora en
comparación con las situaciones donde sus derechos se restringen por su
calidad de esposa. Esta cuestión no se plantea en el modo de producción
comunal, donde, según Sacks, no se establecen diferencias notables entre
los derechos de las hermanas y de las esposas.
49
tos, con el poder y con su propia sexualidad. No creo que traicione
los datos recogidos si defino a la hermana, en csle Upo de sociedades
patiilineales, como una propiciaría, con derecho de decisión dentro
del grupo y como una persona que controla su propia sexualidad. Por
el contrario la esposa se encuentra subordinada de forma muy similar
a la expuesta por Engels en las familias basadas en la propiedad pri
vada (Sacks, 1979: 110).
15
Véase en Robcrts (1981) un punto de vista diferente y favorable sobre este aspecto de
la tesis de Sack.
16
Para ejemplos anteriores de este tipo de trabajo, véase Kriedl (1975), Wolf (1972),
Sanday (1974), Lamphere (1974). Nelson (1974) y Rogcrs (1975).
50
ron de manifiesto que la antropología, en su calidad de disciplina, bahía
desdeñado aspectos clave de la vida y de las experiencias de l¡i mujer,
sino que desvelaron la existencia de informes que ilustraban la .subordina
ción de las mujeres en una sociedad determinada, cuando la situación real
era muy distinta a la vista de su forma de actuar, de expresar sus opinio
nes y de tomar decisiones en los asuntos cotidianos de su mundo. Lisia
situación se califica con frecuencia con la expresión «mito del dominio
masculino» (Rogers, 1975) y forma parte del debate tratado en el capítulo
I, relativo a la posible existencia de modelos distintos para un mundo
«masculino» y otro «femenino». El problema planteado con respecto a la
obra de Sacks es que si consideramos a la mujer subordinada al hombre,
cuando en realidad posee cierto grado de autonomía económica y política,
es difícil apreciar de qué manera la condición de la mujer en una sociedad
determinada podría deducirse directamente de su relación con el sistema
de producción. Es imposible negar la influencia determinante de las repre
sentaciones culturales de los sexos en el estatus y en la posición de la
mujer en la sociedad, y si la mujer con un considerable poder económico
y político se considera como un ser subordinado, nos encontramos ante
una característica de la vida social que pide a gritos una explicación.
Sacks no parece abordar el tema de las ideologías sobre el genero de for
ma sistemática, y muestra escaso empeño en explicar por qué la valora
ción cultural concedida a la mujer y al hombre no refleja, en la mayoría
de los casos, el control que ejercen respectivamente sobre los recursos
económicos.
17
Véase en Atkinson (1982: 240-9) y en Ortner y Whitchcad (1981b) una discusión sobre
esfuerzos recientes por combinar los enfoques simbólicos y sociológicos del estudio del
género.
SI
las ideas culturales sobre el género con las relaciones sociales reales que
presiden la vida, el pensamiento y las acciones de los individuos de am
bos sexos.
Collier y Rosaldo estudian sociedades donde impera e) matrimonio
por servicios, es decir, donde el yerno establece relaciones permanentes
con los padres de su esposa basadas en ofrendas de trabajo y comida.
Desde su punto de vista, estas ofrendas, que se inician antes del matrimo
nio y se prolongan después de éste, crean obligaciones y relaciones socia
les totalmente distintas de las que se desarrollan en sociedades donde pre
valece el matrimonio por compra. En estas últimas, el esposo entrega a la
familia de la novia una serie de bienes en el momento del matrimonio,
como pago por los derechos sobre el trabajo, la sexualidad y la capacidad
de procreación de la mujer. En este punto, los autores sugieren que el
estudio del género en sociedades pequeñas debería basarse en las caracte
rísticas que rodean al matrimonio. Afirman, además, que los antropólogos
reconocen desde hace mucho tiempo que el parentesco y el matrimonio
determinan las relaciones productivas y la estructura de derechos y obli
gaciones en las sociedades sin clases. Como resultado de ello, la organiza
ción del matrimonio y de las relaciones que se construyen a su alrededor,
deberían proporcionar la clave de la organización de las relaciones pro
ductivas basadas en el género.
52
productivas, así como los derechos y obligaciones. Póeiello, Cnllier y
Rosaldo postulan que las relaciones de género reciben un interés especial
por ser la tribuna social desde la cual las personas reivindican sus dere
chos políticos y emprenden estrategias personales. A través de las ex i
gencias mutuas entre hombres y mujeres, expresadas en un contexto par
ticular de relaciones sociales y económicas, se van perfilando las concep
ciones culturales del género.
Este argumento es muy similar al que propuse en el estudio que reali
cé sobre los marakwel de Kcnia (Moore, 1986). Al ocuparme de las rela
ciones de género, demostré que los marakwet provocan situaciones
social y económicamente distintas entre hombres y mujeres, y utilizan
estas diferencias como mecanismo simbólico. Las ideas culturales acerca
de las distintas cualidades, actitudes y comportamiento de las mujeres y
de los hombres se generan y se expresan a través de los conflictos y ten
siones que surgen entre cónyuges, originados por exigencias tendentes a
controlar la tierra, los animales y otros recursos (Moore, 1986: 64-71).
Las ideas culturales sobre el género no reflejan directamente la posición
social y económica de la mujer y del hombre, aunque ciertamente nacen
en el contexLo de dichas condiciones. Ello se debe a que tanto los hom
bres como las mujeres respetan los estereotipos acerca del género a la
hora de plantear estratégicamente sus intereses en distintos contextos
sociales. Consideremos, por ejemplo, una frase escuchada a menudo en
boca de los varones marakwet: «las mujeres son como los niños, hablan
antes de pensar». En una sociedad que valora enormemente la sabiduría
fruto de la edad y la experiencia, este aserto no tiene, por supuesto, nada
que ver con el posible carácter infantil de la mujer. Se trata, por el con
trario, de un estereotipo de gran fuerza, al que poco afecta el que muchos
hombres conozcan a mujeres enérgicas e influyentes. En tanto que este
reotipo está sin duda relacionado con el hecho de que en esta sociedad
patrilineal, las mujeres son jurídicamente menores en determinadas áreas
de la vida, pero para explicar su poder e influencia debemos recurrir a la
interacción estratégica entre hombres y mujeres en la vida cotidiana. La
fuerza de este estereotipo procede en parte de su amplio campo de apli
cación: serviría para definir los motivos de una mujer en caso de conflic
to matrimonial e indicaría un atributo propio de la mujer, en oposición al
hombre. No obstante, tanto las mujeres como los hombres saben que
estos estereotipos se ven rebatidos por la experiencia, pero incluso esto
tiene poca repercusión en la importancia y permanencia de su vigor retó
rico y material. Estas afirmaciones no sólo ofrecen una razón estratégica
para excluir a las mujeres de determinadas actividades, sino que garanti
zan que las mujeres serán excluidas en muchos casos. La fuerza de los
estereotipos sobre el género no es sencillamente psicológica, sino que
están dotados de una realidad material perfecta, que contribuye a con
solidar las condiciones sociales y económicas dentro de las cuales se ge
neran.
5.Í
L A MUJER COMO I'KRSONA
18
Véase en Ortncr (1984) una descripción de las innovaciones teóricas en antropología, y
en Stralhern (1987a) una discusión sobre el paralelismo en la leona contemporánea feminis
ta y antropológica sobre el concepto de «experiencia».
54
mujeres son "personas" sea cual fuere la noción adquirida c iiulqH'iulini
teniente de si aparecen como rales en la literatura» (Feil, I97K: 2(>8). IVm.
la opinión de Feil difiere de la de Weiner en dos aspectos. \:.i\ primer
lugar, afirma que para tratar a la mujer como persona es preciso demostrar
que participan en los asuntos sociopolíticos normalmente exclusivos de
los hombres. Weiner, por su parte, opina que las mujeres ejercen su poder
en un campo exclusivamente femenino, sin dejar de gozar por e)Jo de una
relación de igualdad con los hombres. En segundo lugar, Feil circunscribe
el poder de la mujer a la esfera de la vida cotidiana, mientras que Weiner
hace hincapié en el poder cultural del simbolismo de la condición de
mujer, expresada en actividades y objetos específicamente femeninos (el.
Stratliern, 1984a). El problema esencial no es nuevo: para contemplar a
las mujeres como adultos sociales de pleno derecho, ¿es suficiente con
decir que ejercen el poder en un campo exclusivamente femenino, o debe
mos demostrar que ejercen poder en las áreas de la vida social que nor
malmente se consideran como territorio público y político exclusivo de
los hombres? Esta cuestión traduce sencillamente la distinción «domés-
tico»/«público» y la pone al servicio del problema que aspira a resolver.
Marilyn Strathern ha observado la existencia de algunos escollos
potenciales en el replanteainiento, tan necesario pero a veces no lo bastan
te crítico, de las mujeres como personas o individuos influyentes. Sus tra
bajos acerca de los conceptos de género, identidad y sujeto entre los
hagen de las tierras altas de Papua Nueva Guinea (1980; 1981b; 1984a)
pretenden establecer los pilares necesarios para analizar dichos conceptos,
y para revisar, con ojo crítico, muchos de los principios etnocéntricos
occidentales que sostienen las estructuras analíticas. La noción de «indivi
duo» o «persona» varía de una cultura a otra, al igual que ocurre con las
de «mujer» y «hombre». Strathern señala que la pretensión de que los
antropólogos traten a la mujer como individuo o persona de pleno derecho
está perfectamente fundada. No obstante, existe el peligro de que a) for
mular esta exigencia consideremos exclusivamente el punto de vista occi
dental en materia de personalidad social y jurídica, y de la relación entre
la sociedad y sus miembros: «podemos hablar efectivamente de ideas
hagen acerca de la persona, en un sentido analítico, siempre y cuando no
confundamos la interpretación con el "individuo" ideológico de la cultura
occidental. Este último es un tipo cultural determinado (de persona) y no
una categoría analítica en sí misma» (Strathern, 1981b: 168).
El concepto de individuo en el pensamiento occidental configura una
constelación de ideas muy definida, que combina las teorías de autono
mía, comportamiento y valores morales con una particular visión de la
forma en que los individuos se integran en la sociedad y se aislan, al mis
mo tiempo, de ella. Parece claro que, si bien los conceptos de «individuo»
y de «persona» encierran ideas relativas a las posibilidades de acción y de
conducta moral, plantean asimismo problemas de expectativas. En otras
palabras, los prejuicios sociales del comportamiento de los individuos in-
lerfieren siempre en la valoración que hacemos de las motivaciones, de la
conducta y de la valía social de los demás. Asumir que las nociones occi
dentales de «individuo» o «persona» actuante pueden adaptarse a otros
contextos equivale a ignorar los dispares mecanismos y expectativas cul
turales que rodean todo el proceso de evaluación.
La segunda puntualizaron de Strathem a propósito del análisis de las
mujeres como individuos o personas consiste en enfatizar de qué manera
el concepto occidental de individuo autónomo implica una división entre
las esferas «domestica» y «pública» de la vida social. Strathem señala
que, en la cultura occidental, existe el riesgo de desposeer a la mujer del
calificativo de persona, dada su relación con lo natural, con los niños y
con la esfera «doméstica», por oposición a la cultura y al «mundo social
de los asuntos públicos» que normalmente son exclusivos del hombre
(Strathem, 1984a: 17). Como indica Strathem, estos son precisamente los
criterios en los que basa Ortner la subordinación universal de la mujer y
están sujetos a las mismas críticas formuladas anteriormente contra el tra
bajo de Ortner (Ortner, 1974; y véase más arriba). Strathem subraya que
el desprestigio de las labores domésticas es una noción occidental y, como
ya se ha dicho, no debe confundirse con una cualidad umversalmente
válida de la esfera «doméstica» ni de las mujeres. Es obvio que los hagen
establecen una conexión simbólica y social entre lo «femenino» y lo
«doméstico», pero, tal como demostró Strathem, estas asociaciones no
pueden explicarse mediante las distinciones occidentales de naturaleza/
cultura y doméstico/público (Strathem, 1980; Strathem 1984a: 17-18).
Con vistas a evaluar a las mujeres hagen no es preciso observar el aspecto
«doméstico» ni demostrar que estas mujeres desempeñan una actividad en
la esfera «pública». La asociación de lo «doméstico» con actividades
desacreditadas o no merecedoras del adjetivo de social no está presente en
el pensamiento hagen.
56
morales que se aplican tanto a los hombres como a las mujeres, y las
mujeres hagen no se encuentran asociadas de forma pernianeiuc ni indiso
luble a los términos negativos. El significado de estos pares no es un
«problema de mujeres» sino un «problema de seres humanos» (Slrallicni,
1981b: 170). Strathcrn hace hincapié en que las acciones de la mujer, en
tanto que individuo, pueden separarse en cierta medida de las asociado
nes y de los valores otorgados a la condición de mujer en la cultura liaren
(Strathern, 1981b: 168, 184; Siralhem 1984a: 23)". Puede considerarse
que las mujeres, al igual que los hombres, actúan por el bien social u
movidos por su interés personal; pueden considerarse como individuos
prestigiosos o insignificantes (Strathern, 1981b: 181-2). «Una mujer ha-
gen no se identifica totalmente con los estereotipos de su sexo. Al utilizar
el género para estructurar otros valores... los hagen desligan las cualida
des supuestamente masculinas o femeninas de los hombres y las mujeres
propiamente dichos. Una persona, independientemente de su sexo, puede
acluaT de forma masculina o femenina» (Strathern, 1981b: 178). Las mu
jeres hagen están íntimamente ligadas a la esfera doméstica, pero es preci
so analizar con deLallc lo que significa exactamente esta vinculación. El
esfuerzo de valorar a la mujer como «persona de pleno derecho» se malo
gra si se limita a ser poco más que un reflejo de las ideas occidentales al
respecto. La aportación de la obra de Marilyn Strathern reside ante todo
en recordar que las construcciones sobre el género van ligadas a los con
ceptos de sujeto, persona y autonomía. Para analizar dichos conceptos es
preciso abordar las nociones de elección, estrategia, valor moral y mérito
social, por la relación que mantienen con la manera de actuar de los prota
gonistas sociales en tanto que individuos. En estos campos del análisis
social es donde se reconoce y se investiga más claramente la conexión
entre los aspectos simbólicos o culturales de la vida social, así como las
condiciones sociales y económicas que la rodean. Aquí es donde el estu
dio del género sigue contribuyendo de forma significativa al desarrollo de
la teoría antropológica.
19
Biersack (1984) expresa un pumo de vista similar para los paiela e insiste en qu
posible separar, en cierta medida, la actividad individual de la mujer de los estereotipos
turales del sexo femenino, per» la conclusión de su análisis difiere de la de Strathern.
57