Moore, Antropología y Feminismo-13-57

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Antropología y feminismo: historia de una relación

La antropología es el estudio de
un hombre que abraza a una mujer.

BKONISLAW MALINOWSKI

La crítica feminista en antropología social, al igual que en las demás


ciencias sociales, surgió de la inquietud suscitada por la poca atención que
la disciplina prestaba a la mujer. Ante lo ambiguo del tratamiento que la
antropología social ha dispensado siempre a la mujer, no resulta fácil, sin
embargo, dilucidar la historia de esta inquietud. La antropología tradicio­
nal no ignoró nunca a la mujer totalmente.

En la fase de «observación» de los trabajos de campo, el compor­


tamiento de la mujer se ha estudiado, por supuesto, al igual que el del
hombre, de forma exhaustiva: sus matrimonios, su actividad económi­
ca, ritos y todo lo demás (Ardener, 1975a: 1).

La presencia de la mujer en los informes etnográficos ha sido constan­


te, debido eminentemente al tradicional interés antropológico por la fami­
lia y el matrimonio. El principal problema no era, pues, de orden empíri­
co, sino más bien de representación. Los autores de un famoso estudio
sobre la cuestión, analizaron las distintas interpretaciones aportadas por
etnógrafos de ambos sexos acerca de la situación y la idiosincrasia de las
aborígenes australianas. Los etnógrafos varones calificaron a las mujeres
de profanas, insignificantes desde el punto de vista económico y excluidas

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de los rituales. Las ctnógrafas, por el contrario, subrayaron el papel cru­
cial desempeñado por las mujcTes en las labores de subsistencia, la impor­
tancia de los rituales femeninos y el respeto que los varones mostraban
hacia ellas (Rohrlich-Leavitt et al., 1975). La mujer estaba presente en
ambos grupos de etnografías, pero de forma muy distinta.
Así pues, la nueva «antropología de la mujer» nació a principios de la
década de 1970 para explicar cómo representaba la literatura antropológi­
ca a la mujer. Este planteamiento inicial se identificó rápidamente con la
cuestión del androcentrismo, en la cual se distinguían tres niveles o «pel­
daños». El primer nivel corresponde a la visión personal del antropólogo,
que incorpora a la investigación una serie de suposiciones y expectativas
acerca de las relaciones entre hombres y mujeres, y aceTca de la importan­
cia de dichas relaciones en la percepción de la sociedad en su sentido más
amplio.

El androcentrismo deforma los resultados del Irabajo de campo. Se


dice a menudo que los varones de otras culturas responden con más
diligencia a las preguntas de extraños (especialmente si son varones).
Más grave y trascendental es que creamos que esos varones controlan
la información valiosa de otras culturas, como nos inducen a creer que
ocurre en la nuestra. Les buscamos a ellos y tendemos a preslar poca
atención a las mujeres. Convencidos de que los hombres son más
abiertos, que están más involucrados en los círculos culturales influ­
yentes, corroboramos nuestras profecías al descubrir que son mejores
informantes sobre el terreno (Reiter, 1975: 14).

El segundo efecto distorsionador es inherente a la sociedad objeto del


estudio. En muchas sociedades se considera que la mujer está subordinada
al hombre, y esta visión de las relaciones entre los dos sexos será la que
probablemente se transmita al antropólogo encuestador. El tercer y último
nivel de androcentrismo procede de una parcialidad ideológica propia de
la cultura occidental: los investigadores, guiados por su propia experien­
cia cultural, equiparan la relación asimétrica entre hombres y mujeres de
otras culturas con la desigualdad y la jerarquía que presiden las relaciones
entre los dos sexos en la sociedad occidental. Algunas antropólogas femi­
nistas han demostrado que, incluso en sociedades donde impera la igual­
dad en las relaciones entre hombres y mujeres, los investigadores son en
muchas ocasiones incapaces de percibir esta igualdad potencial porque
insisten en traducir diferencia y asimetría por desigualdad y jerarquía
(Rogers, 1975; Leacock, 1978; Dwyer, 1978; véase el capítulo 2 para
mayor información sobre esta cuestión).
Poco debe sorprender, pues, que las antropólogas feministas concibie­
ran su labor prioritaria en términos del desmantelamiento de esta estructu­
ra de tres niveles de influencias androcéntricas. Una forma de llevar a
cabo esta tarea era centrarse en la mujer, estudiar y describir lo que hacen
realmente las mujeres en contraposición a lo que los varones (etnógrafos e

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informantes) dicen que hacen, y grabar y analizar las declaraciones, pun­
tos de vista y actitudes de las propias mujeres. No obstante, corregir el
desequilibrio creado por el hombre al recoger y consolidar información
acerca de la mujer y de sus actividades, sólo era un primer paso, aunque
indispensable. El verdadero problema de la incorporación de la mujer a la
antropología no está en la investigación empírica, sino que procede del
nivel teórico y analítico de la disciplina. La antropología feminista se
enfrenta, por lo tanto, a una empresa mucho más compleja: remodelar y
redefinir la teoría antropológica. «De la misma manera que muchas femi­
nistas llegaron a la conclusión de que los objetivos de su movimiento no
podían alcanzarse mediante el método de "añadir mujeres y batir la mez­
cla", los especialistas en estudios de la mujer descubrieron que no se
podía erradicar el sexismo del mundo académico con una sencilla opera­
ción de acrecencia» (Boxer, 1982: 258). Los antropólogos se erigieron sin
tardanza en «herederos de una tradición sociológica» que siempre ha
tachado a la mujer de «esencialmente carente de importancia e irre-
levanle» (Rosaldo, 1974: 17). Pero reconocieron asimismo que limitarse a
«añadir» mujeres a la antropología tradicional no resolvería el problema
de la «invisibilidad» analítica de la mujer, no eliminaría el efecto distor-
sionador provocado por el androcentrismo.

MODELOS Y SILENCIAMIENTO

Edwin Ardener fue uno de los primeros en reconocer la importancia


del androcentrismo en el desarrollo de modelos explicativos en antropolo­
gía social. Ante este hecho, propuso una teoría de «grupos silenciados», a
tenor de la cual los grupos socialmente dominantes generan y controlan
los modos de expresión imperantes. La voz de los grupos silenciados que­
da amortiguada ante las estructuras de dominio y, para expresarse, se ven
obligados a recurrir a los modos de expresión y a las ideologías dominan­
tes (Ardener, 1975b: 21-3). Un grupo de este modo abocado al silencio o
neutralizado (gitanos, niños o delincuentes) puede considerarse un grupo
«silenciado», y las mujeres sólo son un ejemplo entre otros. Según
Ardener, el «silenciamiento» es fruto de las relaciones de poder que se
establecen entre grupos sociales dominantes y subdominantes. Su teoría
no implica que los grupos «silenciados» perrnanezxan realmente callados,
ni que sean necesariamente ignorados por la investigación empírica.
Como el propio Ardener señala, el que las mujeres hablen muchísimo y el
etnógrafo estudie minuciosamente sus actividades y responsabilidades, no
impide que sigan «silenciadas», dado que su modelo de la realidad, su
visión del mundo, no puede materializarse ni expresarse en los mismos
términos que el modelo masculino dominante. Las estructuras sociales
eminentemente masculinas inhiben la libre expresión de modelos alterna­
tivos y los grupos dominados deben estructurar su concepción del mundo

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a través del modelo del grupo dominante. Para Ardener, el problema del
silenciamiento es un problema de comunicación frustrada. La libre expre­
sión de la «perspectiva femenina» queda paralizada a nivel del lenguaje
directo de todos los días. La mujer no puede emplear las estructuras lin­
güísticas dominadas por el hombre para decir lo que quisiera decir, para
referir su visión del mundo. Sus declaraciones son deformadas, sofocadas,
silenciadas. Ardener sugiere, por consiguiente, que las mujeres y los hom­
bres tienen distintas «visiones del mundo», distintos modelos de sociedad
(Ardener, 1975a: 5)'. A continuación, compara la existencia de modelos
«masculinos» y «femeninos» con el problema del androcenlrismo en los
informes etnográficos.
Ardener alega que los tipos de modelos facilitados por los informantes
varones pertenecen a la categoría de modelos familiares e inteligibles para
los antropólogos. Ello se debe a que los investigadores son varones, o
mujeres formadas en disciplinas orientadas hacia los hombres. La propia
antropología articula el mundo en un idioma masculino. Partiendo de la
base de que los conceptos y categorías lingüísticas de la cultura occidental
asimilan la palabra «hombre» a la sociedad en su conjunto —como ocurre
con el vocablo «humanidad» o con el uso del pronombre masculino para
englobar conceptos masculinos y femeninos—, los antropólogos equiparan
la «visión masculina» con la «visión de toda la sociedad». Ardener conclu­
ye que el androcentrismo no existe únicamente porque la mayoría de etnó­
grafos y de informantes sean varones, sino porque los antropólogos y las
antropólogax se basan en modelos masculinos de su propia cultura para
explicar los modelos masculinos presentes en otras culturas. Como resulta­
do, surge una serie de afinidades entre los modelos del etnógrafo y los de
las personas (varones) objeto de su estudio. Los modelos de las mujeres
quedan eliminados. Las herramientas analíticas y conceptuales disponibles
no permiten que el antropólogo oiga ni entienda el punto de vista de las
mujeres. No es que las mujeres permanezcan en silencio; es senciLamente
que no logran ser oídas. «Las personas con formación etnográfica experi­
mentan una cierta predilección por los modelos que los varones están dis­
puestos a suministrar (o a aprobar), en detrimento de aquéllos proporciona­
dos por las mujeres. Si los hombres, a diferencia de las mujeres, ofrecen
una imagen "articulada", es sencillamente debido a que la conversación
tiene lugar entre semejantes» (Ardener, 1975a: 2).
Ardener propone una identificación correcta del problema que supera
las barreras de la práctica antropológica, para pasar al marco conceptual
en el que reposa dicha práctica. La teoría siempre se inspira en la forma

1
He defendido en otras ocasiones que las mujeres y los hombres no tienen modelos dis­
tintos del mundo. La mujer contempla, sin duda alguna, el mundo desde un punto de vista o
desde una «perspectiva» diferente, pero ello no es fruto de un modelo distinto, sino de su
empeño por situarse dentro del modelo cultural dominante, es decir, en el de los hombres
(Moore. 1986).

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de recopilar, interpretar y presentar los datos y, por consiguiente, nunca
será imparcial. La antropología feminista no se reduce, pues, a «añadir»
mujeres a la disciplina, sino que consiste en hacer frente a las incoheren­
cias conceptuales y analíticas de la teoría disciplinaria. Se trata, sin duda
alguna, de una empresa de gran envergadura, pero la cuestión más acu­
ciante es saber cómo acometerla.

LA MUJER ESTUDIA A LA MUJER

El argumento de Ardener según el cual los hombres y las mujeres tie­


nen distintos modelos del mundo se aplica indiscutiblemente a la socie­
dad de los antropólogos y a la sociedad que éstos estudian. Este hecho
plantea una interesante incógnita: descubrir si las antropólogas contem­
plan el mundo igual que sus colegas varones y, en caso de no ser así,
saber si ello supone alguna ventaja especial cuando se trata de estudiar a
la mujer. Este tipo de interrogantes fue tomado en consideración desde
los primeros albores del desarrollo de la «antropología de la mujer», al
tiempo que se expresaban temores de que la «hegemonía masculina» se
convirtiera en «hegemonía femenina». Si el modelo del mundo no era
adecuado a los ojos de los hombres, ¿por qué tendría que serlo a los ojos
de la mujer? Decidir si las antropólogas están mejor cualificadas que los
antropólogos varones para estudiar a la mujer, sigue siendo fuente de
controversias. Privilegiar la labor de las etnógrafas, observa Shapiro,
siembra la duda en tomo a la competencia de la mujer para estudiar al
varón, pero a la larga, siembra la duda en torno al proyecto y objetivo
globales de la antropología: el estudio comparativo de las sociedades hu­
manas.

Muchos ensayos acerca de influencias sexistas y gran parte de la


liieratura sobre la mujer reconocen implícitamente que. sólo las muje­
res pueden o deben estudiar a las mujeres, lo que equivale a decir que
para entender a un grupo hay que pertenecer a él. Esta actitud, provo­
cada por la conciencia feminista de que la sociedad científica, mayori-
tariamente masculina, defiende puntos de vista distorsionadores acerca
de la mujer, se apoya además en las particularidades del trabajo de
campo; en muchas sociedades existe una marcada separación entre el
mundo social del hombre y el de la mujer. Ahora bien, la tendencia
observable en nuestra profesión hacia la división sexual del trabajo,
exige una reflexión crítica y no una justificación epistemológica o una
nueva fuente de apoyo ideológico. Después de todo, si realmente
hubiera que pertenecer a un grupo para llegar a conocerlo, la antropo­
logía no sería mas que una gran aberración (Shapiro, 1981: 124-5).

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Mujeres en el ghetto

Milton (1979), Shapiro (1981) y Strathem (1981a) han coincidido en


señalar varios problemas relativos al supuesto privilegio de las etnógrafas
en el estudio de la mujer. Una reflexión critica sobre este punto revela tres
tipos de problemas. En primer lugar, cabe referirse a la formación de un
ghetto y, posiblemente, de una subdisciplina. Este argumento se ocupa de
la posición y de la condición de la antropología de la mujer dentro de la
disciplina. El riesgo más preocupante es que, si la atención se centra ex­
plícitamente en la mujer o en el «punto de vista femenino» como alterna­
tiva al androcentrismo y al «punto de vista masculino», mucha de la fuer­
za de la investigación feminista se perderá a través de una segregación
que definirá permanentemente la «antropología femenina» como empresa
«no masculina». Este riesgo surge en parte debido a que la «antropología
de la mujer», a diferencia de las demás ramas de la antropología, se basa
en el estudio de las mujeres llevado a cabo por otras mujeres. La mujer
que estudia a la mujer no tiene miedo de los ghettos, sino de la margina-
ción, y su temor es legítimo. No obstante, contemplar las cosas en estos
términos es un esfuerzo baldío porque se deja totalmente de lado la
importantísima distinción entre «antropología de la mujer» y antropología
feminista. La «antropología de la mujer» fue la precursora de la antropo­
logía feminista; gracias a ella la mujer se situó dé nuevo en el «punto de
mira» de la disciplina en un intento por remediar una situación, más que
para acabar con una injusticia. La antropología feminista franquea la fron­
tera del estudio de la mujer y se adentra en el estudio del género, de la
relación entre la mujer y el varón, y del papel del género en la estructura­
ción de las sociedades humanas, de su historia, ideología, sistema econó­
mico y organización política. El género, al igual que el concepto de
«acción humana» o de «sociedad», no puede quedar al margen del estudio
de las sociedades humanas. Sería imposible dedicarse al estudio de una
ciencia social prescindiendo del concepto de género.
Ello no significa ni mucho menos el cese definitivo de los esfuerzos
por marginar la antropología feminista. Sabemos perfectamente que no
cesarán. Se ha aplaudido, en ocasiones, la manera en que la antropología
ha asimilado las críticas feministas y ha aceptado el estudio del género
como parte de la disciplina (Stacey y Thome, 1985). Esta muestra de
admiración tal vez sea merecida, por lo menos parcialmente, pero debe­
mos prestar atención, asimismo, a aquellos que hablan de la escasez de
obras sobre el sistema de género, de lo difícil que resulta obtener financia­
ción para dedicarse al tema y del número, relativamente bajo, de antropó-
logas en activo. La marginación política del feminismo en círculos acadé­
micos sigue teniendo, por desgracia, mucho que ver con el sexo de las
feministas.

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La acusación de que e) estudio de la mujer se ha convertido en una
subdisciplina de la antropología social también puede abordarse reformu-
lando la percepción de lo que realmente engloba el estudio del sistema de
género. La antropología es famosa por su notable pluralismo intelectual,
puesto de manifiesto en las numerosas subdivisiones especializadas de la
disciplina, por ejemplo, la antropología económica, la antropología políti­
ca y la antropología cognoscitiva; en las distintas áreas de investigación
especializada, como por ejemplo la antropología del derecho, la antropo­
logía de la muerte y la antropología histórica; y en las diferentes concep­
ciones teóricas, como el marxismo, el estructuralismo y la antropología
simbólica2. Cierto es que no existe unanimidad sobre cómo deberían arti­
cularse todas estas tipologías dentro de la disciplina. Sin embargo, si tra­
tamos de engastar el estudio de las relaciones de género en una tipología
de esta índole, descubrimos inmediatamente lo irrelevante del término
«subdisciplina» en el contexto de la antropología social moderna. ¿En qué
sentido son subdisciplinarias las categorías de la tipología definida? Este
interrogante se ve complicado al observar que el estudio de las relaciones
de género podría pertenecer potencialmente a las tres categorías. Los
intentos por atribuir a la antropología feminista la condición de subdisci­
plina dimanan de una política restrictiva y no de consideraciones intelec­
tuales serias.

La mujer universal

Volviendo a la cuestión de la mujer estudiada por la mujer, el segundo


problema planteado por la afinnación de que para comprender a un grupo
es preciso formar parte de él atañe a la situación analítica de la«mujer»
como categoría sociológica. El malestar ante la formación de un ghetto y
de una subdisciplina en torno a la «antropología de la mujer» está, por
supuesto, muy ligado a un miedo real a la marginación, pero también tie­
ne mucho que ver con la segregación de las «mujeres» en la disciplina, en
tanto que categoría y/u objeto de estudio. La relación privilegiada entre
etnógrafo e informante, establecida entre dos mujeres, depende del reco­
nocimiento de una categoría universal «mujer». Pese a ello, al igual que
ocurre con entidades como «matrimonio», «familia» y «hogar», es nece­
sario analizar la categoría empírica denominada «mujer». Las imágenes,
características y conductas normalmente asociadas con la mujer tienen
siempre una especificidad cultural e histórica. El significado en un con-

2
El pluralismo en antropología está sin duda ligado a sus orígenes intelectuales libera­
les. Marilyn Strathem aborda en un artículo reciente la relación entre feminismo y antropo­
logía (Strathern, 1978a). He elaborado mi propia tipología de la disciplina a partir de la que
ella propone en su artículo, pero nuestros puntos de vista acerca de la vinculación de la
antropología feminista a la antropología general difieren en algunos aspectos.

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texto determinado de la categoría «mujer» o, lo que es lo mismo, de la
categoría «hombre», no puede darse por sabido sino que debe ser investi­
gado (MacCormack y Strathem, 1980; Ortner y Whitehead, 1981a).
Como muy bien señalan Brown y Jordanova, las diferencias biológicas no
proporcionan uüa base universal para la elaboración de definiciones
sociales. «La diversidad cultural de puntos de vista acerca de las relacio­
nes entre sexos es casi infinita y la biología no puede ser el factor deter­
minante. Los hombres y las mujeres son fruto de relaciones sociales, si
cambiamos de relación social modificamos las categorías "hombre" y
"mujer"» (Brown y Jordanova, 1982: 393).
A tenor de este argumento, el concepto «mujer» no puede constituir
una categoría analítica de investigación antropológica y, por consiguiente,
no pueden existir connotaciones analíticas en expresiones tales como
«situación de la mujer», «subordinación de la mujer» o «hegemonía del
hombre» cuando se aplican universalmente. El carácter irrefutable de las
diferencias biológicas entre los dos sexos no aporta ningún dato acerca de
su significado social. Los antropólogos son plenamente conscientes de
ello y reconocen que la antropología feminista no puede pretender que la
biología deje de ser el factor limitativo y definitorio de la mujer y elevar,
al mismo tiempo, la fisiología femenina a una categoría social que preva­
lezca sobre las diferencias culturales.

Etnocentrismo y racismo

El tercer problema planteado por la complejidad teórica y política del


estudio de la mujer llevado a cabo por otras mujeres es el del racismo y el
etnocentrismo (tendencia a favorecer la cultura propia). La antropología
no ha dejado de luchar por reconciliarse con su pasado colonial y con la
relación de fuer/a que impera en los contactos entre el investigador y el
sujeto investigado (Asad, 1973; Huizer y Mannheim, 1979). A pesar de
ello, todavía no ha respondido satisfactoriamente a los argumentos de
antropólogos y feministas de raza negra que hacen hincapié en los prejui­
cios racistas subyacentes en muchas teorías y obras sobre antropología
(Lewis, 1973; Magubane, 1971; Owusu, 1979; Amos y Parmar, 1984;
Bhavnani y Coulson, 1986). Ello se debe, en parte, a que la antropología
siempre ha basado el problema de las hegemonías culturales —que ha
reconocido y analizado exhaustivamente— en la noción de etnocentrismo.
No cabe duda alguna acerca de la importancia fundamental de la crítica
del etnocentrismo en antropología (véase en el capítulo 2 la justificación
de este hecho). Históricamente, la antropología surgió del dominio ejerci­
do por la cultura occidental y de él se alimentó. Sin el concepto de etno­
centrismo, resultaría imposible discutir las categorías dominantes del pen­
samiento disciplinario, prescindir de los parámetros teóricos impuestos
por dichas categorías y cuestionar los cimientos del pensamiento antropo-

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lógico. El concepto de etnocentrismo es consustancial a la crítica de la
antropología practicada por la propia antropología. Con todo y con eso,
algunas cuestiones no pueden englobarse en la noción de etnocentrismo,
ni ser interpretadas con respecto a ella, por no verse directamente implica­
das en esta crítica interna. En antropología se prefiere hablar de prejuicios
«etnocéntricos» de la disciplina que de prejuicios «racistas». El concepto
de etnocentrismo, pese a su valor inestimable, tiende' a falsear la realidad3.
Demostraremos esta afirmación retomando algunos de los ejemplos ya
abordados en este capítulo.
Al principio del capítulo, me he referido a la controversia suscitada :
por la nueva «antropología de la mujer» ante el efecto distorsionador del
androcentrismo en la disciplina. Hemos visto asimismo que uno de los
aspectos de dicha distorsión procede de la propia cultura occidental, que
impone sus puntos de vista a otras culturas a través de la interpretación
antropológica. Este argumento es indudablemente correcto, pero debe
contemplarse como parte integrante de una incipiente teoría antropológi­
ca. Es obvio que, en su calidad de postulado teórico, presupone que los
antropólogos proceden de culturas occidentales y que, por ende, son de
raza blanca. Podría alegarse con toda razón que una persona procedente
de una cultura occidental no tiene por qué ser blanca; así como afirmarse
que la influencia occidental sería patente en antropólogos formados en
Occidente, aunque no fueran nativos de un país occidental. Estas críticas
son muy corrientes, pero aceptarlas de plano equivale a admitir que cuan­
do utilizamos el término «antropólogos» hablamos automáticamente de
profesionales blancos y negros. Esta evidencia acarrea, sin embargo, una
dificultad, ya que las antropólogas feministas saben por experiencia pro­
pia que el término «antropólogos» no siempre ha englobado a las mujeres.
La exclusión por omisión no deja de ser exclusión.
Ahora bien, la interpretación de la categoría sociológica «mujer»,
basada en la necesidad ineludible de analizar las experiencias y las activi­
dades de la mujer en un contexto social e histórico determinado, propor­
ciona a las antropólogas feministas un punto de partida para responder a
las acusaciones de racismo en la disciplina. Varias son las razones de que
así ocurra. En primer lugar, nos obliga a reformular la parcialidad de las
etnógrafas para con las mujeres que estudian, y a reconocer que las rela­
ciones de fuerza en la confrontación etnográfica no tienen por qué desapa­
recer por el simple hecho de que las dos partes sean del mismo sexo. En
segundo lugar, pone de manifiesto la importancia teórica y política de
que, aunque existan experiencias y problemas comunes entre mujeres de
sociedades dispares, este paralelismo debe cotejarse con las grandes dife-

3
Esta parte del argumento se basa en un artículo donde Kum-Kum Bhavnani y Margarct
Coulsun explican de qué manera el término «etnocentrismo» encubre la cuestión del racis­
mo; gracias a dicho artículo he podido desarrollar mi propio punto de vista (Bhavnani y
Coulson, 1986).

21
rencias en las condiciones de vida de la mujer en el mundo entero, espe­
cialmente en lo que respecta a raza, colonialismo, auge del capitalismo
industrial e intervención de los organismos internacionales para el desa­
rrollo'1. En tercer lugar, el interés teórico ya no enfoca directamente la
noción de «semejanza» ni las ideas de «experiencias comunes a todas las
mujeres» y de «subordinación universal de la mujer», sino que se centra
en el replantcamicnto crítico de los conceptos de «diferencia». Los antro­
pólogos siempre han reconocido y han destacado las diferencias cultura­
les, verdaderos pilares de la disciplina. Además, éste ha sido el aspecto de
la antropología más aplaudido por las feministas y por otras personas aje-
nas a la disciplina. La crítica de la cultura occidental y de sus convencio­

Í nalismos ha bebido con frecuencia en las fuentes de la investigación an­


tropológica. Por todo ello, es menester dilucidar las razones de que el
concepto antropológico de«diferencia cultural» no coincida con la noción
de «diferencia» que aflora en antropología feminista.
La antropología ha luchado a brazo partido por demostrar que la «di­
ferencia cultural» no recoge lo exótico y lo extravagante de «otras cultu­
ras», sino aquello que las distingue cuUuralmente, sin dejar de lado las
semejanzas de la vida cultural de las sociedades5. Esto constituye precisa­
mente la base del proyecto comparativo en antropología. Comprender la
diferencia cultural es algo esencial, pero el concepto en sí no puede seguir
siendo el eje de una antropología moderna, ya que sólo contempla una de
las múltiples diferencias existentes. Para estudiar la familia, losrituales,la
economía y las relaciones de género, la antropología se ha inspirado tradi-
cionalmente en la organización, interpretación y experimentación de estas
realidades desde el punto de vista cultural. Las discrepancias observadas
se han catalogado, pues, en el grupo de las diferencias culturales. Pero,
una vez admitido que la diferencia cultural sólo es un tipo de diferencia
entre otros muchos, este punto de vista resulta insuficiente. La antropolo­
gía feminista se ha hecho eco de esta insuficiencia al basar sus cuestiones
teóricas en cómo se manifiesta y se estructura la economía, la familia y
los rituales a través de la noción de género, en lugar de examinar cómo se
manifiesta y se estructura la noción de género a través de la cultura.
También se ha preocupado por descubrir de qué manera se estructura y se
manifiesta el género bajo el prisma del colonialismo, del neoimperialismo
y del auge del capitalismo. No obstante, debemos reconocer que todavía

i Las consecuencias del colonialismo, la penetración de las relaciones capitalistas de


producción y la intervención de organismos internacionales para el desarrollo en los siste­
mas rurales de producción, en la división sexual del trabajo y en la política regional han sido
analizados extensa y brillantemente por historiadores de África y Latinoamérica. Véase capí­
tulo 4 para mayor información.
5
Muchas de las críticas de la antropología colonial se han centrado en el apoyo suminis­
trado por los argumentos de exclusividad cultural a ideologías y políticas racistas y separa­
tistas. Actualmente, en África del Sur, algunos antropólogos afrikaners siguen recurriendo a
argumentos similares para justificar el apartheid.

22
queda por ver cómo se expresa y se estructura el género a través del con­
cepto de raza. Ello se debe en gran medida a que la antropología aún tiene
que descubrir y asimilar la diferencia entre racismo y etnocentrismo (véa­
se capítulo 6).
La antropología feminista no es, ni mucho menos, la única que inten­
ta penetrar el concepto de diferencia y examinar el complejo entramado
de relaciones de género, raza y clase, así como los vínculos que estable­
cen con el colonialismo, la división internacional del trabajo y el desarro­
llo del Estado moderno. La antropología marxista, la teoría de los siste­
mas del mundo, los historiadores, los antropólogos de la economía y
otros muchos profesionales de las ciencias sociales se han adentrado en
caminos paralelos. La cuestión de diferencia constituye, no obstante, un
problema muy particular para las feministas.

F E M I N I S M O Y DIFF.RBNCIA*

Cuando nos alejamos de la posición privilegiada de las etnógrafas con


respecto a la mujer objeto de su estudio, así como del concepto de «seme­
janza» en el que se basa la noción universal de «mujer», empezamos a
cuestionar, no sólo los postulados teóricos de la antropología social, sino
también los objetivos y la coherencia política del feminismo. «Femi­
nismo», al igual que «antropología», es una de esas palabras cuyo signifi­
cado todo el mundo cree conocer. Una definición minimalista identificaría /
el feminismo con la toma de conciencia de la opresión y de la explotación I
de la mujer en el trabajo, en el hogar y en la sociedad, así como con la ini- j
ciativa política deliberada tomada por las mujeres para rectificar esta I
situación. Este tipo de definición entraña una serie de consecuencias. En I
primer lugar, implica que los intereses de la mujer forman, a un nivel fun­
damental, un cuerpo unitario, por el que se debe y se puede luchar. En
segundo lugar, es obvio que aunque el feminismo contempla distintas ten­
dencias políticas —feministas socialistas, feministas marxistas, separatis­
tas radicales, etc.— la premisa de partida de la política feminista es la
existencia real o potencial de una identidad común a todas las mujeres.
Esta premisa existe sin lugar a dudas porque constituye la fuente de la que
emana el cuerpo unitario compuesto por los intereses de la mujer. En ter­
cer lugar, la cohesión —potencial o real— de la política feminista depen­
de también de la opresión compartida de la mujer. En esta opresión com­
partida se basa la «política sexual», que gira en tomo al hecho de que las
mujeres como grupo social están dominadas por los hombres como grupo
social (Delmar, 1986: 26). El resultado final es que el feminismo en tanto

6
Kl argumento expuesto en este apartado está inspirado en el artículo «What is femi-
nism» de Rosalind Delmar (Delmar, 1986).

23
que crítica social, crítica política y factor desencadenante de una actividad
política se identifica con las mujeres —no con las mujeres situadas en dis­
tintos contextos sociales e históricos, sino con las mujeres que forman
parte de una misma categoría sociológica. Pero el feminismo se enfrenta
al peligro de que el concepto de diferencia eche por tierra el isomorfismo,
la «semejanza», y con ellos todo el edificio que sustenta la política femi­
nista.
Tanto la antropología como el feminismo deben hacer frente a la
noción de diferencia. De la relación entre feminismo y antropología se
desprende que la antropología feminista empezó con la critica del andro-
centrismo en la disciplina, y la falta de atención y/o la distorsión de que
era objeto la mujer y sus actividades. Esta fase de la «relación» es la que
puede denominarse «antropología de la mujer». La fase siguiente se mate­
rializó en una reestructuración crítica de la categoría universal «mujer»,
acompañada de una evaluación igualmente crítica de la eventualidad de
que las mujeres fueran especialmente aptas para estudiar a otras mujeres.
Ello provocó, de forma totalmente natural, temores de rechazo y margina-
ción dentro de la disciplina de la antropología social. Sin embargo, como
consecuencia de esta fase, la antropología feminista empezó a consolidar
nuevos puntos de vista, nuevas áreas de investigación teórica y a redefmir
su proyecto de «estudio de la mujer» como «estudio del género». A medi­
da que nos internamos en la tercera fase de esta relación, la antropología
feminista trata de reconciliarse con las diferencias reales entre mujeres, en
lugar de contentarse con demostrar la variedad de experiencias, situacio­
nes y actividades propias de la mujer en el mundo entero. Esta fase pre­
senciará la construcción de soportes teóricos relacionados con el concepto
de diferencia, y en ella se estudiará particularmente la formación de dife­
rencias raciales a través de consideraciones de género, la división de
género, identidad y experiencia provocada por el racismo, y la definición
de clase a partir de las nociones de género y de raza. Durante este proce­
so, la antropología feminista amén de reformular la teoría antropológica,
definirá la teoría feminista. La antropología se encuentra en condiciones
de criticar el feminismo sobre la base del desmantelamiento de la catego­
ría «mujer», así como de proporcionar datos procedentes de diversas cul­
turas que demuestren la hegemonía occidental en gran parte de la teoría
general del feminismo (véanse capítulos 5 y 6 para mayor información al
1
respecto). La tercera fase, que es además por la que atraviesa actualmente
la relación entre feminismo y antropología, está caracterizada, pues, por
un resurgir de la «diferencia» en detrimento de la «semejanza», y por un
intento de levantar los pilares teóricos y empíricos de una antropología
feminista centrada en el concepto de diferencia.

24
2
Género y estatus: la situación de la mujer

Este capítulo trata de esclarecer qué significa ser mujer, cómo varía la
percepción cultural de la categoría «mujer» a través del tiempo y del espa­
cio, y cuál es el vínculo de dichas percepciones con la situación de la
mujer en las diferentes sociedades. Los antropólogos contemporáneos que
exploran la situación de la mujer, ya sea en su propia sociedad o en otra
distinta, se ven inmersos inevitablemente en la polémica sobre el origen y
la universalidad de la subordinación de la mujer. Ya en los albores de la
antropología, las relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres consti­
tuían un particular foco de interés disciplinario. Las teorías de la evolución
que brotaron en el siglo Xix imprimieron un nuevo impulso al estudio de
la teoría social y política, y a la cuestión afín de la organización en las
sociedades no occidentales. Conceptos cruciales para entender la organi­
zación social de dichas comunidades eran los de «parentesco», «familia»,
«hogar» y «hábitos sexuales». En debates sucesivos, las relaciones entre
los dos sexos se convirtieron en el eje central de las teorías propuestas por
los llamados «padres fundadores de la antropología»'. Como resultado, un
cierto número de los conceptos y postulados que ocupan un lugar preemi­
nente en la antropología contemporánea, incluida la antropología feminis­
ta, deben su aparición a teóricos del siglo XIX. Ciertamente muchos de Ios-
argumentos de los pensadores del siglo XH han sido puestos en tela de
juicio, revelándose sus deficiencias. Malinowski y Radcliffe-Brown, entre
otros especialistas en antropología, criticaron la búsqueda de un pasado

1
Para más detalles sobre esia leona, véase Coward, 1983; Rosaldo, 1980: 401-9; Fee.
1974; Rogéis, 1978: 125-7.

25
hipostático —especialmente el interés por la evolución unilineal y la tran­
sición de un «derecho de la madre» a un «derecho del padre». Las déca­
das de 1920 y de 1930 asistieron a la consolidación de la antropología
como disciplina bien definida, con un especial énfasis en la investigación
empírica, es decir, basada en el trabajo de campo. Lo que realmente tuvo
lugar fue un replanteamiento de la noción de relaciones familiares y un
interés explícito en la función de las instituciones sociales en determina­
das sociedades, en lugar del papel desempeñado en un supuesto esquema
histórico. Al afirmar que muchos de los postulados teóricos del siglo xrx
siguen en plena vigencia, pretendo demostrar que las inquietudes de la
antropología de la mujer cuentan con una larga historia en la disciplina?.

2
En 1861. Ilenry Maine publicó la obra Ancient l-aw en la que abordó la variabilidad de
las estructuras jurídicas a través de la historia, prestando especial atención a las distintas for­
mas de relaciones de propiedad. Maine aprovechó su trabajo de derecho comparativo para
exponer una teoría sobre la familia patiíarcal. Su interés por la propiedad, la herencia y los
derechos culminó en una imagen de la familia como unidad básica, no sólo del derecho anti­
guo, sino también de la sociedad en su conjunto. Para Maine la familia, bajo el control y la
autoridad del padre, constituía el principio organizativo básico de la sociedad.
La teoría de la primacía de la familia patriarcal fue inmediatamente blanco de las criti­
cas de un grupo de especialistas, que publicaron sus obras prácticamente al mismo tiempo
que Maine, y que proclamaban que la familia patriarcal procedía de una forma anterior de
organización social en la que predominaba el «derecho de la madre» (Bachofen, 1861;
McLennan, 1865; Morgan, 1877). Bstos argumentos se vieron apoyados, en parle, por las
actividades de la colonización europea, que demostraban la existencia de familias no patriar­
cales (Meefc, 1976). Eslos textos tenían un carácter evolucionista ya que buscaban los oríge­
nes y la historia de estructuras sociales. Bachofen describía la evolución de la sociedad
como una lucha entre sexos, donde, en un instante dado, el «derecho de la madre» dio paso
al «derecho del padre». La primacía otorgada a las transiciones experimentadas por las prac­
ticas sexuales y matrimoniales está asimismo presente en los trabajos de Mcl.cnnan y
Morgan (Goody, 1976: 1-8; Schneider y Gough, 1961). Las cuestiones suscitadas por estos
teóricos del siglo xix —la relación de la familia con la organización política de la sociedad,
los cambios en las relaciones sexuales y en las formas matrimoniales, la base de los distintos
tipos de estructuras de parentesco y la discusión sobre los conceptos afines de «incesto»,
«poder», «propiedad privada», «antagonismo sexual» y «descendencia»— establecieron el
orden del día de un debate que se ha perpetuado, aunque con ciertas modificaciones, en la
antropología contemporánea. El tema común que planea sobre este debate es el siguiente:
¿qué función social desempeñan las distintas formas de control de las relaciones entre sexos?
Teorizar el sexo a través de la expresión «relaciones entre sexos» daba por supuesta una
división absoluta entre los dos sexos, ya que, por una parte, la reproducción .sexual implica­
ba la unión de dos sexos distintos y, por otra parle, la existencia de una división sexual del
trabajo se atribuía a la identificación de hombres y mujeres con grupos de intereses distintos
(Coward, 1983). fistos dos aspectos se encuentran relacionados entre sí, puesto que la divi­
sión del trabajo por sexos se contemplaba, en última instancia, como una consecuencia de
los distintos papeles desempeñados por hombres y mujeres en la reproducción sexual. Los
teóricos sociales de finales del siglo Xix y principios del siglo XX dieron prioridad a la cues­
tión del estatus de la mujer —la posición que la mujer ocupa en la sociedad— acentuando la
modificación de las relaciones sexuales y de las estructuras familiares en el marco de la evo­
lución de la sociedad. El debate sobre la «posición de la mujer» derivó en preocupaciones
más actuales con el advenimiento, ya en el siglo XIX, del movimiento feminista y de la
divulgación del discurso sobre sexualidad en la sociedad occidental (p. cj.. Foncault, 1978;
Hcath, 1982; Weeks, 1981.1985).

26
Además, el simple hecho de que existan continuidades y discontinuidades
intelectuales justifica, en gran medida, la necesidad de una crítica feminis­
ta contemporánea.
Todo propósito de sintetizar los distintos puntos de vista autodeterini-
nados por el feminismo contemporáneo es necesariamente generalizado^.
Lo mismo ocurre con las tentativas de formalizar los distintos puntos de
vista que caracterizan al estudio de la mujer en antropología. Estas postu­
ras reflejan un desacuerdo intelectual muy profundo en el seno de las
ciencias sociales, como veremos con mayor claridad más adelante, en este
mismo capítulo y en el capítulo 4. No obstante, la disparidad de las postu­
ras teóricas existentes en antropología feminista, se explica mejor si con­
sideramos la controversia que se cierne sobre la cuestión: ¿es la asimetría
sexual un fenómeno universal o no?* En otras palabras, ¿está la mujer
siempre subordinada al varón?
El análisis de la subordinación de la mujer depende de algunas consi­
deraciones concemientes a las relaciones de género. El análisis antropoló­
gico contempla el estudio del genero desde dos perspectivas distintas,
pero no excluyentes. El concepto de género puede considerarse como una
construcción simbólica o como una relación social. La perspectiva adop­
tada por un investigador suele determinar, como veremos más adelante, la
explicación de los orígenes y de la naturaleza de la subordinación de la
mujer. Empezaré el siguiente apartado hablando del género como cons­
trucción simbólica.

LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DEL GÉNERO

Una de las principales aportaciones de la antropología de la mujer ha


sido el continuado análisis de los símbolos del género y de los estereoti­
pos sexuales. El primer problema que se plantea un investigador a este
respecto es cómo explicar la enorme variedad de interpretaciones cultura­
les de las categorías «hombre» y «mujer», y el hecho de que algunas
nociones de género se planteen en sociedades muy distintas entre sí. Así
es como Sherry Ortner expresó este problema en las primeras páginas del
ensayo «Is female to male as nature is to culture?» (¿Es la mujer al hom­
bre lo que la naturaleza a la cultura?):

Mucha de la creatividad de la antropología emana de la tensión


entre dos grupos de exigencias: por un lado, nos ocupamos de seres

3
Para más explicaciones y tipologías sobre otras posturas teóricas, véase Barret (1980),
Eisenstein (1984), Elshlain (1981) y Glennon (1979); véase también en el capítulo 1 la dis­
cusión sobre la relación entre el feminismo y la antropología.
4
Para más información sobre posturas generales de la antropología feminista, véase
Rapp (1979), Scheper-Hughes (1983), Rosaldo (1980). Atkinson (1982), Lamphcrc (1977) y
Quinn(1977).

27
humanos universales y, por otro, cíe realidades culturales particulares.
En este contexto, la mujer constituye uno de los retos más interesan­
tes. El papel secundario de la mujer en la sociedad es uno de los
hechos universales y panculturales perfectamente asentados. Sin
embargo, en el interior de este hecho universal, las concepciones y
símbolos culturales específicos de la mujer son de una diversidad
extraordinaria y, a veces, incluso contradictoria. Además, el tratamien­
to real que recibe la mujer, así como su contribución y su poder varían
enormemente de una cultura a otra, y de un periodo a otro de la histo­
ria de determinadas tradiciones culturales. Estos dos aspectos —el
hecho universal y la disparidad cultural— constituyen dos problemas
que precisan ser explicados (Ortner, 1974: 67).

El ensayo de Ortner, junto con el artículo de Edwin Ardener titulado


«Belief and the problem of women» (La fe y el problema de la mujer),
abrieron una vía influyente y poderosa para el estudio del problema de la
subordinación de la mujer a través de un análisis del simbolismo del
género. Ortner empezó alegando que la subordinación femenina es uni­
versal pero, como esta condición no es inherente a las diferencias biológi­
cas entre los sexos, es preciso buscar otra explicación. Partiendo de la
idea de que las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer sólo tie­
nen sentido dentro de sistemas de valores definidos culturalmente, situó el
problema de la asimetría sexual al mismo nivel que las ideologías y los
símbolos culturales (Ortner, 1974: 71). La pregunta que se formuló a con­
tinuación fue la siguiente: ¿qué tienen en común todas las culturas para
que, sin excepción, valoren menos a la mujer que al hombre? La respuesta
aportada por la propia autora afirma que todas las culturas relacionan a la
mujer con algo que todas las culturas subestiman. Para Ortner sólo existe
«una cosa que cumple todos los requisitos, la "naturaleza", en su sentido
más amplio» (Ortner, 1974: 72). Todas las culturas reconocen y estable­
cen una diferencia entre la sociedad humana y el mundo natural. La cultu­
ra trata de controlar y dominar la naturaleza para que se pliegue a sus
designios. La cultura es, por tanto, superior al mundo natural y pretende
delimitar o «socializar» la naturaleza, con objeto de regular y supervisar
las relaciones entre la sociedad y las fuerzas y condiciones del medio
ambiente. Ortner sugiere que identificamos, o asociamos simbólicamente,
a las mujeres con la naturaleza, y a los hombres con la cultura. Dado que
la cultura aspira a controlar y dominar la naturaleza, es «natural» que las
mujeres, en virtud de su proximidad a la «naturaleza», experimenten el
mismo control y dominio.
Merece la pena examinar con más detenimiento una parte del argu­
mento de Ortner, ya que las razones que aduce para explicar la asociación
de la mujer con la naturaleza —o la mayor proximidad a la naturaleza de
la mujer que del hombre— constituyen los verdaderos cimientos de la crí­
tica feminista, aunque a veces también sean una abrumadora amenaza
contra ella. La universalidad de la proposición de Ortner implica la nece-

28
sidad de apoyar su tesis con alegatos igualmente universales. \AKÍ tíos
argumentos principales podrían resumirse así:
1. La mujer, dada su fisiología y su específica función reproducidla, se
encuentra más cerca de la naturaleza. Los hombres, a diferencia de las
mujeres, tienen que buscar medios culturales de creación —tecnología,
símbolos— mientras que la creatividad de las mujeres se satisface natu­
ralmente a través de la experiencia de dar a luz. Los hombres, por consi­
guiente, se relacionan más directamente con la culLura y con su poder crea­
tivo, en oposición a la naturaleza. «La mujer crea de forma natural desde
el interior de su propio ser, mientras que el hombre es libre de crear artifi­
cialmente, o está obligado a ello, es decir, a crear sirviéndose de medios
culturales y con la finalidad de perpetual- la cultura» (Ortner, 1974: 77).
2. El papel social de la mujer se percibe tan próximo a la naturaleza
porque su relación con la reproducción ha tendido a limitarlas a determi­
nadas funciones sociales, que también se perciben próximas a la naturale­
za. Aquí, Ortner se refiere al confinamiento de la mujer al círculo domés­
tico. Dentro de la familia, las mujeres se asocian normalmente con el cui­
dado de la prole, es decir, con esas personas presociales o sin entidad
cultural propia. Ortncr señala que en muchas sociedades se observa una
asociación implícita de los niños con la naturaleza (Ortner, 1974: 78). La
asociación «natural» de la mujer con los niños y con la familia proporcio­
na una nueva clave de clasificación. Dado que las mujeres están relegadas
al contexto doméstico, su principal esfera de actividad gira en torno a las
relaciones intrafamiliares e interfamiliares, frente a la participación de los
hombres en los aspectos políticos y públicos de la vida social. De esta
manera, se identifica a los hombres con la sociedad y el «interés público»,
mientras que las mujeres siguen asociadas a la familia y, por lo tanto, a
consideraciones particulares o socialmente fragmentadas.
Ortncr pone especial empeño en resaltar que «en realidad» la mujer no
está más cerca ni más lejos de la naturaleza que el hombre. Su objetivo
consiste, pues, en descubrir el sistema de valores culturales en virtud del
cual las mujeres parecen «más próximas a la naturaleza».
La afirmación de que «la naturaleza es a la cultura lo que la mujer al
hombre» dotó a la antropología social una sólida estructura analítica que
tuvo gran repercusión en la disciplina de finales de los 70 y principios de
los 80. La calificamos de sólida porque mostró el camino hacia la integra­
ción de ideologías y estereotipos sexuales en un sistema más amplio de
símbolos sociales, así como en la experiencia y actividad social. Existe una
gran variedad de ideologías y estereotipos sexuales, pero en muchas socie­
dades se establecen vínculos simbólicos entre el género y otros aspectos de
la vida cultural. Las diferencias entre hombres y mujeres puede conceptua-
lizarse como un conjunto de pares contrarios que evocan otra serie de
nociones antagónicas. De esta manera, los hombres pueden asociarse con
«arriba», «derecha», «superioD>, «cultura» y «fuerza», mientras que las
mujeres se asocian con sus contrarios, «abajo», «izquierda», «inferior»,

29
«naturaleza» y «debilidad». Estas asociaciones no proceden de la naturale­
za biológica o social de cada sexo, sino que son una construcción social,
apuntalada por las actividades sociales que determina y por las que es
determinada. El valor de analizar al «hombre» y a la «mujer» como cate­
gorías o construcciones simbólicas reside en identificar las expectativas y
valores que una cultura concreta asocia al hecho de ser varón o hembra.
Este tipo de análisis ofrece algunas indicaciones acerca del comportamien­
to ideal de hombres y mujeres en sus respectivos papeles sociales, que pue­
de compararse con el comportamiento y las responsabilidades reales de los
dos sexos. El valor del análisis simbólico del género se pone de manifiesto
una vez comprendido cómo se articulan socialmente los hombres y las
mujeres y cómo el resultado de esta articulación define y redefine la activi­
dad social. La oposición naturaleza/cultura y mujer/hombre ha sido, por
supuesto, objeto de críticas (Mathieu, 1978; MacCormack y Strathern,
1980), pero constituye un punto de partida muy útil para examinar la cons­
trucción cultural del género y para entender las asociaciones simbólicas de
las categorías «hombre» y «mujer» como resultado de ideologías cultura­
les y no de características inherentes o fisiológicas.

«Hombre» y «mujer»

Una de las particularidades del simbolismo del género más estudiadas


por los especialistas que pretenden explicar la «estatus inferior» de la
mujer ha sido el concepto de contaminación. Las restricciones y los tabúes
de conducta, como por ejemplo los que muchas mujeres experimentan
después del parto o durante la menstruación, proporcionan claves para
entender cómo se clasifica a las personas y se estructura, en consecuencia,
su mundo social5. Un análisis de las creencias en materia de contamina­
ción y su relación con las ideologías sexuales es muy revelador, ya que
dichas creencias se asocian con frecuencia a las funciones naturales de
cuerpo humano. En todo el mundo existen ejemplos de sociedades que
consideran a la mujer como un agente contaminante, ya sea en general o
en momentos determinados de su vida. Para ilustrar este punto, me centra­
ré en las sociedades melanesias, dada la riqueza de material etnográfico
acerca de las creencias en materia de contaminación y del antagonismo
sexual que las caracterizáis.

s
VéaseDouglas(l%6).
6
No obstante, muchos análisis recientes, centrados especialmente en comunidades de
Austronesia, han rebalido la asociación entre mcnstruación/partu/naiuraleza y contamina­
ción. Keesing afirma que pata las mujeres kwaio el cuerpo es un lugar sagrado, peligroso
pero no sucio ni mancillado (Keesing, 1985). Para una critica paralela basada en datos sobre
Polinesia, véase Thomas (1987). Véase también Ralston (1988).

30
Los kaulong

Los kaulong de Nueva Bretaña consideran a las mujeres agentes cmi-


taminantes desde antes de la pubertad hasta después de la menopausia, y
especialmente «peligrosas» durante la menstruación y el parto. En cslox
periodos la mujer debe mantenerse alejada de jardines, viviendas y fuen­
tes, además de evitar tocar cosas que un hombre pudiera tocar posterior­
mente (Goodale, 1980: 129). La contaminación femenina es peligrosa
únicamente para los varones adultos, que pueden enfermar con sólo inge­
rir algo contaminado o situarse directamente debajo de un objeto contami­
nado o de una mujer contaminante. Normalmente, la contaminación se
transmite en dirección vertical, por lo que el contacto lateral entre los dos
sexos sigue siendo posible (Goodale, 1980: 130-1). Sin embargo, durante
la menstruación y el parto, la contaminación emana de la mujer en todas
direcciones y se impone la separación física de todos los lugares y objetos
utilizados por ambos sexos. Como resultado, las mujeres quedan aisladas
durante la menstruación y el parto, lejos de las viviendas y jardines.
El miedo a la contaminación enlre los kaulong es importante porque
caracteriza la naturaleza de las relaciones de género y define las particu­
laridades de los hombres y las mujeres. Según Goodale, los kaulong
equiparan sexo con matrimonio, y los «hombres sienten literalmente
pánico al matrimonio (y al sexo)» (Goodale, 1980: 133). Se cree que la
cópula es contaminante para el hombre y, como además se considera una
actividad «propia de animales», debe llevarse a cabo en los bosques,
lejos de las viviendas y de los jardines. Hombre y mujer se casan para
procrear, y éste es el significado y el objetivo central de la relación entre
los dos sexos. Esta particular visión del matrimonio está corroborada por
la posibilidad reconocida de recurrir al suicidio para poner fin a una
«relación estéril».
Dado que los varones kaulong tienen miedo y se muestran reacios al
matrimonio, no es de sorprender que sea la mujer la que desempeñe el
papel protagonista durante el noviazgo (Goodale, 1980: 135). Las mucha­
chas ofrecen comida o tabaco al hombre que han elegido o incluso le ata­
can físicamente. El hombre debe huir o mantenerse imperturbable, sin
ceder a los avances hasta que lleguen a un acuerdo sobre los bienes y
objetos que está dispuesto a entregar a la mujer. Goodale señala que desde
la infancia, se enseña a las chicas a mostrar agresividad para con los hom­
bres, que se someterán sin resistencia o escaparán. Si un hombre se acer­
cara a una mujer por iniciativa propia, la acción sería tachada de viola­
ción. Las mujeres disponen de una libertad casi total en la elección de
marido, aunque suelen consultar con sus familiares más próximos. Las
mujeres recurren, con frecuencia, a la ayuda de sus hermanos para atrapar
o seducir a un novio remiso a doblegarse ante su «destino», mientras que

31
ellas se ven obligadas muy pocas veces a aceptar un marido que no sea de
su agrado (Goodale, 1980: 135).
De estos detalles acerca de las relaciones hombre/mujer en la sociedad
kaulong, se desprenden una serie de aspectos concernientes a la diversi­
dad cultural de las definiciones de género y a la validez de percibir a la
mujer como un ser «más próximo a la naturaleza» que el hombre. En pri­
mer lugar, es obvio que si se comparan las ideas kaulong sobre el compor­
tamiento adecuado de hombres y mujeres y sobre la esencia del matrimo­
nio, con la actitud europea y norteamericana contemporánea al respecto,
se ponen de manifiesto claras diferencias. En Occidente no se valora espe­
cialmente a la mujer como «iniciadora», sobre lodo en lo que a las rela­
ciones sexuales se refiere. Además, la sociedad occidental incita a los
hombres a mostrarse activos y «defenderse a sí mismos», mientras que el
punto de vista kaulong invierte los papeles activo y pasivo del hombre y
la mujer occidentales. El deseo de tener hijos es una de las razones deter­
minantes que inducen a los occidentales al matrimonio, pero el matrimo­
nio en sí mismo se concibe como una asociación donde el compañerismo
y la vida en familia son dos aspectos clave. El matrimonio kaulong parece
ser una institución completamente distinta. Estas consideraciones ilustran
el tipo de diversidad cultural que puede establecerse no sólo entre el com­
portamiento del hombre y de la mujer, sino entre los tipos de personas que
supuestamente son los hombres y las mujeres. Plantea asimismo la cues­
tión de la diversidad cultural de instituciones como el matrimonio. Ahora
bien, esta diversidad no es lo único destacable. La idea de la mujer «se­
ductora», «cazadora de hombres» y la imagen correspondiente del «novio
remiso» encuentran equivalentes en la cultura occidental. El problema
que plantea el análisis simbólico del género es cómo utilizamos esta com­
pleja y cambiante tipificación para llegar a comprender la posición de la
mujer. Las mujeres kaulong poseen aparentemente un nivel considerable
de independencia económica, que se refleja en el control de los recursos y
del fruto de su trabajo (Goodale, 1980: 128, 139). Pero estas mismas mu­
jeres son tildadas de peligrosas y contaminantes para los hombres. No
existe ninguna pauta explícita para entender y evaluar estas contradic­
ciones.
La sugerencia de Ortner de que las mujeres están «más próximas de la
naturaleza» dadas sus características fisiológicas y su capacidad repro­
ductora podría aplicarse al caso kaulong. Una cadena de asociaciones del
tipo mujer-matrimonio-relaciones sexuales-comportamiento animal-bos­
que, establecería un vínculo entre las funciones fisiológicas y reproducto­
ras de la mujer, calificadas de contaminantes, y el dominio no humano del
bosque «natural». Sólo existe un paso entre esta afirmación y el argumen­
to de que la mujer es inferior porque es contaminante y es contaminante
debido a las funciones «naturales» de su cuerpo, que a su vez la vinculan
de cierta manera al mundo natural. Esta cadena de asociaciones se ve ilus­
trada en el aislamiento físico que sufre la mujer en el bosque durante el

32
parto y la menstruación. Sin embargo, como Goodale indica en su artículo,
esta sencilla ecuación de igualdad entre mujer y naturaleza, y hombre y
cultura, presenta algunos puntos débiles. En primer lugar, es evidente que
tanto el hombre como la mujer están relacionados con el bosque y con el
«mundo natural» a través de su participación en las relaciones sexuales.
Las viviendas centrales de los poblados pertenecen a las mujeres y a los
hombres solteros, mientras que las parejas casadas son las que ocupan las
cabanas lindantes con las zonas de cultivo, lindantes, en realidad, con el
mundo natural y con el mundo cultural. Goodale (1980: 121) representa el
modelo kaulong de la siguiente forma:

Cultura: Naturaleza
Poblado: Bosque
Solteros: Casados

En otras palabras, tanto los hombres como las mujeres están relaciona­
dos con la naturaleza a través de su participación en la reproducción
(Goodale, 1980: 140). Además, el sistema kaulong de representación no
parece suministrar ninguna prueba contundente de la asociación exclusiva
de la cultura con los hombres. Muchos análisis basados en el modelo
naturaleza/cultura y mujer/hombre deducen implícitamente de la asocia­
ción entre mujer y naturaleza, una similar entre hombre y cultura. Esta
deducción no siempre es válida.
En segundo lugar, la afirmación de que se considera a la mujer «más
próxima a la naturaleza» debido a su función reproductora plantea una
serie de dificultades. Decimos que «se considera» a la mujer «más próxi­
ma a la naturaleza», pero ¿quién la considera de esta manera? ¿Se consi­
dera la mujer a sí misma más próxima a la naturaleza, un agente contami­
nante o incluso reflejo de su función reproductora? Parece que las mujeres
kaulong contestarían negativamente a este interrogante. El modelo natura­
leza/cultura y mujer/hombre da por supuesta una unidad cultural que no
está justificada, y excluye la posibilidad de que grupos sociales distintos
perciban y experimenten las cosas de distinta manera7. Goodale (1980:
130-1) señala que la mujer kaulong hace caso omiso, en la mayoría de los
casos, del efecto potencialmente contaminante que tienen sobre los hom­
bres, a excepción de la inquietud que suscita en las madres el hecho de
que sus hijos sufran las consecuencias nocivas de esta contaminación.
Esto confirma otra dificultad procedente del hecho de considerar «hom­
bre» y «mujer» como dos categorías simbólicas opuestas, a saber: la aten­
ción desmesurada centrada en un tipo concreto de relaciones de género.
La oposición entre los sexos se concibe implícitamente como la oposición

7
Véase en Atkinson (1982: 248), Feil (1978), MacCormack (1980: 17-18) y Strathcrn
(1981 a), de qué manera las imágenes de la mujer nu son válidas para todos los sectores de la
sociedad ni para todas las esferas del mundo cultural.

M
entre esposos, y se presta poca atención a otro tipo de relaciones de géne­
ro, por ejemplo las existentes entre hermano/hermana, madre/hijo o padre/
hija, que constituyen una parte igualmente importante de la vida de un
hombre o de una mujer. Lo improcedente de considerar las relaciones
entre esposos como modelo de las demás relaciones de género se pone de
manifiesto en el caso de los kaulong, donde un hermano puede situarse de
parte de su hermana para ayudarla a conseguir marido. Esto sugiere que la
ansiedad potencial que caracteriza las relaciones entre esposos tal vez esté
ausente de las relaciones entre hermanos.
El tercer punto que debemos tener en cuenta al contemplar la opo­
sición naturaleza/cultura y mujer/hombre se refiere a la especificidad
cultural de las categorías analíticas. «Naturaleza» y «cultura» no son
categorías denotativas ni exentas de valores; son construcciones cultura­
les similares a las categorías «mujer» y «hombre». Las nociones de natu­
raleza y cultura, utilizadas en el análisis antropológico, proceden de la
sociedad occidental y, como tales, son fruto de una tradición intelectual
muy concreta y de una trayectoria histórica específica8. De la misma
manera que no podemos asumir que las categorías «mujer» y «hombre»
signifiquen lo mismo en todas las sociedades, debemos aceptar que otras
sociedades no vislumbren la cultura y la naturaleza como categorías dis­
tintas y contrarias, tal como sucede en la cultura occidental. Además,
incluso si existe esta distinción, no debemos dar por sentado que los tér­
minos occidentales «naturale/.a»/«cultura» traducen adecuada o razona­
blemente las categorías imperantes en otras culturas (Goody, J977: 64;
Rogers, 1978: 134; Slrathem, 1980: 175-6).

Los gimi

Entre los gimi de las tierras altas de Papua Nueva Guinea, las mujeres
también son consideradas seres contaminantes, pero ello no puede atri­
buirse a su relación con la naturaleza por oposición a la cultura (Gillison,
1980). La idea de «salvaje» de los gimi se aplica a la vida vegetal y ani­
mal que constituye el bosque de la lluvia. El bosque es un reino masculi­
no, donde residen los espíritus de los antepasados (personificados en pája­
ros y marsupiales), responsables de la abundancia y la creatividad del
mundo natural, así como de la creatividad trascendente del espíritu mas­
culino en el mundo. «La ambición de los hombres, expresada en sus ritua­
les, consiste en identificarse con el mundo no humano y renovarse a tra-

8
Algunos especialistas atribuyen el ungen de la distinción naturaleza/cultura en antro­
pología a Lévi-Strauss, que reconoce la deuda contraída con Rousseau y. por ende, con el
particular punto de vista de la cultura como culminación de la naturaleza. Véase Lévi-
Strauss (1966, 1969), MacCormack (19R0). y Bloch y Bloch (198(1).

34
vés de sus ilimitados poderes masculinos» (Gillison, 1980: 144). lil asen­
tamiento, por su parte, se relaciona con la mujer.
Kore es la palabra en gimi para designar tanto lo baldío como !¡i vida
después de la muerte. Dusa es lo contrario de kore, y significa «lo lene
no», además de calificar a las plantas cultivadas y a los animales domcxii
eos, y a la «obligaciones sociales de los seres humanos» (Gillison, I9K0:
144). Incluso si kore se tradujera por «naturaleza» y dusa por «cultura»,
estas categorías no se asocian con mujer y hombre respectivamente, lil
mtKlelo de oposiciones de los gimi sería más bien el siguiente;

Dusa: Kore
Cultivado: Baldío
Relaciones varón/hembra: Hombres

De los trabajos de Gillison se colige que la oposición entre naturale­


za/mujer y cultura/hombre no se aplica a los gimi. Además, aunque exista
una distinción entre «cultivado» y «salvaje», ésta no puede compararse
con la distinción que el pensamiento occidental establece entre cultura y
naturaleza. Un Occidente, «naturaleza» es algo que debe ser dominado y
controlado por la «cultura»; en el pensamiento gimi lo «salvaje» trascien­
de de la vida social humana y, en ningún caso, está sujeto a control ni a
degradación alguna. La superioridad de la cultura sobre la naturaleza es*
un concepto occidental, y forma parte de la estructura conceptual de una 1
sociedad que concibe la civilización como la culminación del triunfo del
«hombre» sobre la naturaleza, La industrialización, la ciencia moderna y I
la tecnología han sido fundamentales en el desarrollo de los conceptos
occidentales de naturaleza y cultura. La manifestación más aterradora y
falaz de esta fantasía es la fabricación de armas nucleares, con la con­
siguiente implicación de que el «hombre puede dominar el mundo» en
todos los sentidos.
El sesgo etnocéntrico de las categorías analíticas es un problema
omnipresente en antropología. Los peligros inherentes a los postulados
culturales surgieron espontáneamente con el desarrollo de la «antropolo­
gía de la mujer», que tuvo en la crítica del androecntrismo uno de sus
puntos de partida (cf. Rosaldo y Lamphere, 1974; Reiter, 1975; y véase
capítulo 1). No obstante, tal como se deduce del estudio del modelo natu­
raleza/cultura, la parcialidad analítica es un problema con el que la
«antropología de la mujer», al igual que otras ramas de la disciplina, ten­
drá que seguir enfrentándose. Ello se debe en parte a las creencias profun­
damente arraigadas en las que se apoya la teoría antropológica en general,
y que van más allá del simple reconocimiento del androcentrismo en la
metodología y la práctica de los trabajos de campo (véase capítulo 1). Lo
arraigado de estas creencias queda demostrado a través del estudio de la
mujer en la esfera doméstica.

35
Lo domestico contra lo público

Una de las razones aducidas por Ortner para explicar por qué la mujer
se considera «más próxima a la naturaleza» es la asociación espontánea
de la mujer con el aspecto «doméstico», en oposición al aspecto «públi­
co», de la vida social. Esta idea es el germen de la relación establecida en
la «antropología de la mujer» entre la dicotomía naturaleza/cultura y la
división correspondiente entre lo «doméstico» y lo «público» —una
estructura que se ha propuesto como modelo universal para explicar la
subordinación de la mujer. Recientemente ha surgido una serie de críticas
dirigidas contra el modelo doméstico/público (Burton, 1985: cap. 2 y 3;
Rapp, 1979; Rogers, 1978; Rosaldo, 1980; Strathem, 1984a; Tilly, 1978;
Yanagisako, 1979), pero, pese a todo, sigue siendo una característica so­
bresaliente de muchos tipos de análisis, y se recurre con frecuencia a él
para clasificar datos etnográficos y delimitar un campo exclusivo de la
mujer dentro del material presentado.
El modelo que contrapone lo «doméstico» a lo «público» ha tenido, y
sigue teniendo, gran importancia en antropología social, puesto que pro­
porciona un medio de enlazar los valores sociales asignados a la categoría
«mujer» con la organización de la actividad de la mujer en la sociedad.
Un artículo de Michelle Rosaldo contiene una de las primeras explicacio­
nes de este modelo; la autora declara con respecto a su vigencia universal:
«aunque esta oposición ("doméstico" contra "público") sea más o menos
notoria según los sistemas sociales e ideológicos, constituye un marco
universal para la conceptualización de las actividades de los dos sexos»
(Rosaldo, 1974: 23). Rosaldo, al igual que Ortner, vincula la «identifica­
ción denigrante» de la mujer con lo doméstico a su función reproductora
(Rosaldo, 1974: 30; 1980: 397). La oposición entre lo «doméstico» y lo
«público», al igual que entre naturaleza y cultura, se deriva en última ins­
tancia del papel de la mujer en tanto que madre y responsable de la crian­
za de la prole. Las categorías «doméstico» y «público» se articulan en un
esquema jerárquico. Rosaldo define lo «doméstico», como el conjunto de
instituciones y actividades organizadas en torno a grupos madre-hijo,
mientras que lo «público» se refiere a las actividades, instituciones y tipos
de asociación que vinculan, clasifican, organizan o engloban a determina­
dos grupos madre-hijo (Rosaldo, 1974: 23; 1980: 398). La mujer y la es­
fera doméstica están así comprendidas en la esfera masculina y pública, y
son consideradas inferiores a ésta. Sin embargo, tanto la separación por
categorías entre lo «doméstico» y lo «público», como su relativa interac­
ción, son dos cuestiones discutibles.
Muchos autores han señalado que la separación tajante de la vida
social entre una esfera «doméstica» y otra «pública» está muy inspirada
en la influyente teoría social del siglo xix (Coward, 1983; Rosaldo, 1980;

36
Collier et al., 1982). Los teóricos sociales de finales del siglo xix y princi­
pios del XX percibieron la transformación de las relaciones entre sexos
—ilustrada en el cambio experimentado por la estructura familiar— como
la clave del desarrollo histórico de la humanidad. El que la historia de la
humanidad pudiera concebirse en términos de una lucha entre sexos, don­
de el «derecho de la madre» cediera eventualmente ante el «derecho del
padre», convirtió en esencial el significado del término «derecho». Una
cosa quedó clara: los derechos de la mujer en las sociedades «matriarca­
les» no eran comparables a los derechos del hombre en las sociedades
«patriarcales» (Coward, 1983: 52-6). No pudo encontrarse ninguna socie­
dad «primitiva» en la que los hombres fueran sistemáticamente desposeí­
dos de derechos y poderes políticos, de la forma en que las mujeres se
vieron desposeídas de ellos en las sociedades occidentales del siglo xix.
La lucha por el sufragio de la mujer reflejaba sencillamente que el hombre
podía representar a la mujer en el ámbito político, pero no existía ningún
precedente de lo contrario'. Frente al reinado político del hombre, el feu­
do de la mujer era el hogar. La negación del voto femenino despojaba a la
mujer de derechos políticos y la convertía en un ciudadano de segunda
clase, subordinado al hombre. Según la ideología dominante a la sazón,
los hombres mandaban en la sociedad y las mujeres en el hogar (Coward,
1983: 56). La sociedad occidental de finales del siglo xix y principios del
xx basaba, pues, los derechos políticos en consideraciones de sexo. El
resultado era un modelo de vida social en el que lo «doméstico» estaba
separado de lo «público», y dentro de estas dos esferas los «derechos» de
los individuos dependían de su sexo. La identificación de esta desigualdad
de «derechos» se tradujo posteriormente en una concepción cultural espe­
cífica de lo que la mujer y el hombre debían ser, tanto en el hogar como
fuera de él. Esta concepción constituyó la base de una serie de ideas acer­
ca de la maternidad, la paternidad, la familia y el hogar; ideas que han
sobrevivido en la sociedad occidental de muy distintas maneras, y han
influido en el mantenimiento de la dicotomía «doméstico»/«público»
como estructura analítica de la antropología social. Una de las formas de
exponer el carácter arbitrario y culluralmente específico de la división
«doméstico»/«público» consiste en examinar algunos de los principios
relativos a la maternidad y a la familia en los que se basa. (Véase también
el capítulo 5.)
Una de las razones de que la oposición «doméstico»/«público» pueda
jactarse de una incontestable validez en numerosas culturas es que presupo­
ne una unidad madre-hijo bien definida, que parece «naturalmente» univer­
sal. Sean cuales fueren las influencias culturales en las costumbres familia­
res y en las relaciones entre géneros, mujeres de todas las culturas dan a luz.

9
En la problemática del sufragio intervenían, sin duda, distinciones de clase y de géne­
ro, dado que, junto con las mujeres, los varones de las clases trabajadoras carecían igual­
mente del derecho al voto.

37
La idea de las unidades madre-hijo como adoquines de la sociedad, expre­
sada por Rosaldo entre otros, es la continuación del debate existente en
antropología social acerca de los orígenes y de los modelos de familia.
En uno de sus primeros trabajos sobre los aborígenes australianos,
Malinowski enterró debates anteriores sobre la existencia de la institución
familiar en todas las sociedades (Malinowski, 1913). El argumento de
Malinowski consistía en afirmar que la familia era universal porque satis­
facía la necesidad humana universal de la crianza y cuidado de los niños.
Definió la familia como (1) una unidad social distinta de otras unidades
similares; (2) un lugar físico (el hogar) donde se desarrollan las funciones
relacionadas con la crianza de los niños; (3) un conjunto específico de
lazos emocionales (el amor) entre los miembros de la familia (Collier et
al., 1982). Esta definición en tres partes de la familia es preceptiva preci­
samente porque encaja perfectamente con las ideas occidentales a propó­
sito de la forma y la función de la familia. «La familia», al igual que las
demás unidades comparativas, plantea problemas de etnocentrismo, y la
definición de Malinowski está claramente influida por la concepción vi­
gente en el siglo xix del hogar como refugio y paraíso fértil, en contrapo­
sición a la excentricidad del mundo público (Trióme, 1982). En la socie­
dad occidental, la familia, el hogar y lo «doméstico» se conciben como
una unidad definida por yuxtaposición a la esfera «pública» del trabajo,
los negocios y la política; en otras palabras, a las relaciones de mercado
de) capitalismo. El sistema de mercado engloba relaciones de competen­
cia, de negociación y contractuales que la sociedad occidental contrapone
a las relaciones de intimidad y crianza asociadas con la familia y el hogar
(Rapp, 1979: 510). Esta particular visión de las esferas «doméstica» y
«pública» de la vida social y de las relaciones entre ambas, no puede cali­
ficarse de universal, y en este mismo capítulo me referiré a los problemas
específicos planteados por la aplicación de los conceptos «doméstico» y
«público» a otras culturas.
La definición que ofrece Malinowski de familia ha tenido gran
influencia en antropología. Cierto es que antropólogos más modernos,
Fortes (1969), Fox (1967), Goodenough (1970), Gough (1959) y Smith
(1956), pusieron en tela de juicio la idea de Malinowski sobre la familia
nuclear universa], y alegaron que la unidad básica de la sociedad no es la
familia nuclear formada por el padre, la madre y la prole, sino la unidad
madre-hijo. De esta manera la «mujer y los niños que dependen de ella...
representan el grupo familiar nuclear de las sociedades humanas» (Good­
enough, 1970: 18). No obstante, pese a «eliminar» al padre de la unidad
familiar, la antropología contemporánea conserva el concepto básico de
familia propuesto por Malinowski. Las unidades madre-hijo son ahora las
que enmarcan la crianza de los niños; las que forman unidades indepen­
dientes con respecto a otras unidades similares, ocupan un lugar físico
determinado y comparten profundos lazos emocionales de un tipo muy
especial. Al retirar ai padre de la unidad madre-hijo, la antropología con-

38
temporánea aceniúa la diferencia entre maternidad y paternidad, y consii
lida la idea de que la «maternidad» es la relación de parentesco que ini-jor
expresa la realidad biológica. La relación entre madre e hijo es particular
mente «natural», debido al hecho incontestable de que el niño hn nucido
de esa mujer. Bames (1973) señala que «la paternidad no es invluiablo
como ocurre con la maternidad». Además sugiere que la paternidad
(«genitor») es una condición social, a diferencia de la maternidad («peni-
lora»), determinada prioritariamente por procesos naturales. Su afirma­
ción general es que al ser «"genitor" una condición social y al variar
mucho los derechos y deberes de una sociedad a otra, y los privilegios y
obligaciones, en caso de que existan, asociadas a esta condición» (Barncs,
1973: 68), la paternidad varía mucho de una cultura a otra, mientras que
la maternidad es algo más natural, más universal y más constante.
Sean cuales fueren las ideas imperantes acerca de la paternidad física,
casi todas las culturas conceden una importancia simbólica a la paternidad
y a la maternidad. Mi opinión es que la paternidad es un símbolo más libre,
capaz de dar cabida a una mayor diversidad de significados culturales, por
mantener un vínculo m i s débil con el mundo natural (Bames, 1973: 71).
La relación de la naturaleza con la paternidad y con la maternidad es
diferente (Barnes, 1973: 72).
En antropología contemporánea, destaca la tendencia a considerar a las
madres y la maternidad como algo «natural», tendencia directamente here­
dada de la visión de Malinowski de la familia (Collier et al., 1982: 28;
Yanagisako, 1979: 199). El reconocimiento de que las madres y las unida­
des madre-hijo desempeñan una función universal facilita la separación
entre lo «doméstico» y lo «público», apoya la hipótesis de que las unidades
«domésticas» tienen en todo el mundo la misma forma y la misma función,
ambas dictadas por la realidad biológica de la reproducción y de la necesi­
dad de criar a la prole (Yanagisako, 1979: 189). La calidad de incontestable
y, más concretamente, la «naturalidad», de las madres y de la maternidad, y
de los conceptos de familia y domesticidad que de ellas dependen, constitu­
yen el verdadero blanco de las recientes críticas feministas en antropología.

Madre y maternidad

La idea de que la existencia de un campo «doméstico» separado de la


arena «pública» es una característica universal de las sociedades humanas,
excluye definitivamente la posibilidad de interrogarse sobre los aspectos
«domésticos» que parecen más naturales, y a través de los cuales se cons­
truye la noción «doméstico»: los conceptos conexos de «madre» y «mater­
nidad» (Harris, 1981). El concepto de «madre» no se manifiesta única­
mente en procesos naturales (embarazo, alumbramiento, lactancia, crian­
za), sino que es una construcción cultural erigida por muchas sociedades
utilizando métodos distintos. No se trata sencillamente de una cuestión de

39
diversidad cultural basada en las distintas formas de ejercer la maternidad
—en algunas culturas las madres son tiernas, solícitas y madres de jorna­
da completa, mientras que en otras son autoritarias, distantes y madres de
media jomada (Drummond, 1978: 31; Collier y Rosaldo, 1981: 275-6). Se
trata de examinar también qué relación guarda la categoría «mujer» en
cada cultura con los atributos de la maternidad, como por ejemplo fertili­
dad, naturalidad, amor maternal, crianza, alumbramiento y reproducción.
Se impone la necesidad de estudiar los vínculos entre la idea de «mujer» y
la de «madre», especialmente por parte de aquellos escritores que preten­
den conectar la subordinación universal de la mujer con el papel aparente­
mente universal de la mujer como madre y educadora. En la sociedad
occidental, las categorías «mujer» y «madre» se superponen en puntos
fundamentales y bien diferenciados'". Las ideas acerca de la mujer y la
actitud respecto a ella están fuertemente unidas a los conceptos de matri­
monio, familia, hogar, niños y trabajo. El concepto de «mujen> se perfila a
través de estas distintas constelaciones de ideas, y la mujer se conforma
individualmente a través de las consiguientes definiciones culturales de
feminidad, aunque este proceso se alimente de conflictos y contradiccio­
nes. El resultado final es una definición de «mujer» que depende esencial­
mente del concepto de «madre» y de las actividades y asociaciones con­
comitantes. Otras culturas, por supuesto, no definen a la «mujer» de la
misma manera, ni siquiera establecen necesariamente una relación espe­
cial entre la «mujer» y el hogar o la esfera doméstica, como ocurre en la
cultura occidental. La asociación entre «mujer» y «madre» no es ni mu­
cho menos todo lo «natural» que podría parecer a primera vista. La mejor
manera de demostrar este punto consiste probablemente en examinar lo
que, para los ojos occidentales, son las características más «naturales» de
la maternidad por sí misma: criar a los niños y dar a luz.
La crianza de los hijos es una actividad que caracteriza supuestamente
a los grupos domésticos en todas las sociedades humanas (Goody, 1972).
Este hecho supera las barreras de la diversidad observable, tanto en la
composición de los grupos domésticos como en la atribución de las tareas
relativas a la crianza de la prole. En su libro acerca de la sociedad urbana
de Estados Unidos, Carol Stack pone de manifiesto las grandes diferen­
cias en la formación de los hogares de las familias negras urbanas, y
demuestra que el 20 por ciento de los niños objeto de su estudio eran cria­
dos en un hogar distinto al que albergaba a su madre biológica —aunque
en la mayoría de los casos dicho hogar estaba vinculado a la familia de la
madre (Stack, 1974). No se trata sencillamente de alegar que las madres
no son las únicas personas que se dedican al cuidado de los niños, sino de
subrayar que (1) las unidades domésticas no se conslruyen necesariamen-

10
Oakley (1979: 613-6) analízalos vínculos entre feminidad y reproducción en la socie­
dad occidental.

40
te en tomo a la madre biológica y a su prole, y que (2) el coin/opio de
«madre» en una sociedad determinada no liene por qué estar basudo en el
amor maternal, cuidado cotidiano o proximidad física. La realidad hiolrt
gica de la maternidad no produce una relación ni una unidad madre hijo
universal e inmutable. Este hecho puede ilustrarse en la sociedad hriiáni
ca, haciendo referencia a los cambios de ideas acerca de la maternidad, la
infancia y la vida en familia.
Philip Aries (1973) ha afirmado que la infancia, tal como la entende­
mos actualmente en Occidente, es un fenómeno reciente". La noción de
un mundo infantil distinto al mundo de los adultos, con actividades, die­
tas, cánones de conducta y modo de vestir especiales es característica de
un periodo histórico muy específico. La imagen de una madre aislada en
el hogar con sus hijos, organizando su jornadas en torno al cuidado de los
niños y actuando de guardián moral, responsable de socializar a los más
jóvenes, no puede generalizarse a todos los periodos de la historia occi­
dental, y menos aún a las demás culturas'-'. Antes de la promulgación de
los Factory Acts, en algunos sectores de la sociedad británica, existía una
elevada proporción de mujeres y niños trabajadores y asalariados (Olaf-
son Hellerstein el al., 1981: 44-6; Walvin, 1982). Pero, en el otro extremo
del espectro de la sociedad victoriana, la vida en familia y la vida de las
mujeres eran muy diferentes. Las mujeres de clase media y de clase alta
se ocupaban de las labores domésticas y casi nunca trabajaban fuera de
casa. Pero excluir a estas mujeres i!e¡ trabajo remunerado no significaba
necesariamente que las madres biológicas se ocuparan de la crianza, del
cuidado diario y de la educación de su prole. Muchas familias de clase
media y alta confiaban plenamente en una «nanny», no sólo para encar­
garse de los más pequeños de la casa, sino para llevar toda una sección
del hogar, denominada «nursery»: entre 1850 y 1939, más de 2 millones
de «nannies» rellejaban y determinaban los valores y actividades —la
cultura— de toda la clase alta británica y de gran paite de la clase media»
(Boon, 1974: 138).
El ejemplo de las «nannies», como observa Drummond (1978: 32), es
válido para presentar la «maternidad» como realidad social. Tanto Boon
como Drummond opinan que la «nanny» representa una erosión teórica
del concepto de una familia universal basada en aspectos bioculturales y
construida en tomo a la unidad madre-hijo. Boon hace hincapié en tradi­
ciones seculares en Inglaterra, antes de la generalización de las «nannies»,

I' Linda Pollock (1983) adopta una postura distinta a la de Aries y afirma que el origen
de un estado o categoría infantil diferenciada en la sociedad británica se sitúa en un periodo
mucho más remoto que el propuesto por Aries. Esta cuestión es objeto de fuertes controver­
sias y la literatura al respecto es muy abundante, pero ello no afecta a la importancia de la
variabilidad histórica y cultural de las ideas de madre, infancia y vida familiar.
12
Greer (1984: 2-5) desarrolla este argumento. Shanley (1979) reíala la historia de la
familia desde una perspectiva feminista c incluye una bibliografía de las principales fuentes
sobre el lema.

41
de instituciones que asumían el papel propio de la madre, por ejemplo, las
nodrizas, la adopción o los aprendices. «A partir del siglo XVIII en las cla­
ses altas británicas, las progenituras amamantaban durante algún tiempo y
las "nannies" hacían el resto; antes de siglo XVII las progenitoras aristó­
cratas británicas hacían el resto y las nodrizas amamantaban» (Boon,
1974: 138). Las madres británicas no eran consideradas «malas madres»
por delegar así el cuidado de sus hijos. No se trata sencillamente de que
recibieran ayuda para cuidar a sus hijos —fenómeno observado en mu­
chas sociedades de todo el mundo—, sino de que la participación de una
«nanny» en el complejo madre-hijo afectaba claramente a la interpreta­
ción del concepto de «madre», así como a la relación entre las categorías
culturales «mujer» y «madre».
La vida en familia de los hogares de la clase alta victoriana no tiene
nada en común con lo que entendemos hoy en día por «familia». Boon
señala que el desarrollo de subunidades sociales intradomésticas plantea
la cuestión de si las «familias» británicas de clase alta eran en realidad
unidades domésticas en el sentido que la palabra tiene en el siglo XX
(Boon, 1974: 319). Cita además las palabras de Gathorne-Hardy acerca de
la existencia de unidades distintas que conformaban el hogar: «la cocina a
cargo del cocinero en jefe; los quehaceres domésticos, colada y plancha,
etc. a cargo del ama de llaves; la despensa y el comedor a cargo del jefe
de mayordomos; y la "nursery" a cargo de la "nanny"» iGalhome-Hardy,
1972: 191-2).
La presencia de la «nanríy« pone en tela de juicio la exclusividad del
amor madre-hijo: «muchos niños querían a su "nanny", y con razón, más
que a su madre» (Gathorne-Hardy, 1972: 235); también cuestiona la inte­
gridad del grupo doméstico basada en la unidad madre-hijo; y, por último,
pone en duda la relación singular entre las unidades madre-hijo y la exis­
tencia de un lugar físico determinado donde las madres se ocupan de los
niños, ya que las dependencias de los niños solían estar separadas del res­
to de la casa: «A veces tenían su propia escalera de acceso, su propia
puerta de entrada directamente desde el exterior, podían hallarse en otra
ala de la casa, en un corredor distinto o en otro piso, separadas e incluso
aisladas del resto de la casa mediante una puerta forrada de fieltro y cla­
veteada de bronce para amortiguar el mido» (Gathorne-Hardy, 1972: 77).
En pocas palabras, la presencia de la «nanny» trastoca la triple definición
de familia mencionada anteriormente. Por esta razón, Boon y Drummond
tratan de relacionar el «fenómeno de la nanny» con aspectos más genera­
les abordados por el estudio antropológico de la familia. Boon se muestra
especialmente terminante:

/.Fueron la familia de Murdock y ahora la familia madre-hijo de


Goodenough casos de etnocentrismo o castillos en el aire...? ¿Han
sido las definiciones funcionales de Familia menos etnocéntlicas y
más abiertamenterománticas...?Las definiciones funcionales univer-

42
sales premaluras —primero de la familia nuclear y ahora de la lamiliii
matrifocal— pueden distorsionar las percepciones culturales. ¿I'or qiu?
aspirar al universalismo funcional cuando el planleamicnlo de un pro­
blema heurístico sería más que suficiente? (Boon, 1972: I.19).

A estas alturas, podría alegarse que aunque las madres no cuiden


siempre, de forma exclusiva, a sus hijos, aunque no ocupen con ellos un
lugar físico, o aunque no les profesen amor, una cosa es cierta, ellas los
han parido. Los aechos biológicos de la reproducción son de una «naltii ;i-
lidad» inapelable y su condición claramente universal emana de la ten
dencia generalizada de establecer un vínculo indisoluble entre la vida de
las mujeres y su fisiología: «la biología es su destino». No obstante, como
ya he dicho anteriormente la categoría «madre», al igual que la de
«mujer» es una construcción cultural. Drurnmond expresa esta idea con
mucho acierto:

lejos de ser «la cosa más natural del inundo», la maternidad es, en
realidad, una de las más antinaturales... en lugar de centrarse en el lla­
mado «vínculo madre-hijo» innato, universal y biocultural, el proceso
de concebir, gestar y criar un niño debería contemplarse como un di­
lema que asalta la esencia de la comprensión humana y evoca una
interpretación cultural nada sencilla, sino en extremo elaborada
(Drurnmond, 1978:31).

La intención de Drurnmond no es sencillamente hacer hincapié en el


papel que desempeñan los factores culturales en la condición de la mujer,
antes bien insistir en que la cultura encarna las posibilidades de la expe­
riencia humana, incluidas las de dar a luz y la de ser madre. Este aspecto
no se aprecia correctamente en la cultura occidental, aunque sí en otras
sociedades. En algunas culturas, todo lo que rodea la procreación, es decir,
la menstruación, la gestación y el parto, presentan un interés social para
toda la comunidad y no se circunscribe a la mujer ni a la esfera doméstica
de la sociedad. En dichas culturas, el hombre está convencido de que su
papel en la reproducción social y en el proceso de procreación es decisi­
vo. La mujer de estas culturas no se define, pues, exclusivamente, por sus
«aptitudes» biológicas ni por el control que ejerce sobre aspectos clave de
la vida —especialmente la reproducción— de los que el hombre queda
excluido. Se ha observado que en un amplio abanico de sociedades, el
concepto «mujer» no gira en torno a las nociones de maternidad, fertili­
dad, crianza y reproducción.

Diversos escritos acerca de comunidades aborígenes australianas,


americanas, asiáticas y africanas, de cazadores-recolectores y de caza­
dores-horticultores, pusieron de manifiesto que la influencia de la
maternidad y de la reproducción sexual en la percepción de la mujer
es menor de lo que en un principio habíamos creído. La idea de que la

4.1
maternidad inviste a toda mujer de una fuente natural de satisfacción
emocional y de valores culturales se vio rebatida al darnos cuenta de
que en sociedades muy sencillas ni la mujer ni el hombre celebran la
dedicación de la mujer a la crianza de los niños y su capacidad exclu­
siva de dar a luz... La Mujer fértil, la Mujer madre y fuente de vida,
estaba sorprendentemente ausente de todos los informes realizados
(Collier y Rosaldo, 1981: 275-6).

Collier y Rosaldo ofrecen a continuación una serie de ejemplos de los


bosquimanos Kung del Kalahari, de los aborígenes mumgin de Australia
y de los ilongots de Filipinas. El hecho de que extraigan los ejemplos de
lo que denominan «sociedades .sencillas» tiene su importancia. Se recono­
ce con frecuencia que dichas sociedades son más igualitarias y que el
mayor control de la mujer sobre los recursos y el trabajo contribuye a
mejorar su condición. Volveré a este argumento más adelante, en este mis­
mo capítulo, cuando me ocupe de la subordinación universal de la mujer.
Sin embargo, es preciso señalar que de la observación de sociedades a
pequeña escala se deduce que si no se limita a la mujer a su labor de ma­
dre y educadora, su condición social y su «valor» cultural mejoran. Pero
no hay que olvidar que ello no equivale a decir que la condición de la
mujer depende exclusivamente de su papel de madre y educadora, En
todas las sociedades las mujeres dan a luz, pero este hecho no merece
siempre idéntico reconocimiento c interpretación cultural. El significado
«cultural» de la condición de la mujer no puede deducirse directamente de
su participación en la sociedad.
En algunas sociedades, la participación del hombre en la reproducción
y en el alumbramiento se centra en un interés ritual que gira en tomo a las
funciones fisiológicas del cuerpo femenino, una práctica que en antropo­
logía se denomina cuvada. La cuvada es un término muy amplio, pero
normalmente_j¿e .refiere a «la observancia por parte del nombre de una
serie de tabúes dietéticos^ de restricciones de determinadas prácticas, y en
algunos casos de la reclusión durante el periodo de parto y posparto de su
esposa» (Paige y Paige, 1981: 189). Esta práctica se ha interpretado de
distintas formas y1', en algunas ocasiones, se ha considerado como la afir­
mación de la paternidad social (Douglas, 1968; Malinowski, 1960 [1927]:
214-15). Otros escritores la han definido, a mi parecer más acertadamen­
te, como el reconocimiento del papel del marido en el alumbramiento.
Mauss habría explicado la cuvada diciendo que «nacer no es un aconteci­
miento sin importancia y es perfectamente comprensible que el padre y la
madre participen en él» (Dumont, citado in Riviére, 1974: 430). Este pun­
to de vista coincide con el argumento de Drummond sobre la «naturaleza»

13
Véase Paige y Paige (1981: 34-41) para un resumen sobre la cuestión. Véase también
Riviére (1974:424-7).

44
social de la reproducción biológica citado anteriormente, y al do llealncc
Blackwood, que estudió la práctica de la cuvada entre los kuiiatehi del
Pacífico. Durante el parto y los seis días siguientes, los maridos kurialdii
permanecen recluidos, sometidos a una dieta especial y dispensados de las
actividades normales de subsistencia (Blackwood, 1934: 150-60). Hlai-k-
wood interpreta estas actividades como el reconocimiento del papel del
marido en el nacimiento del niño (Paige y Paige, 1981: 190).
La cuvada no es más que un ejemplo de la participación del varón en
la reproducción. Los trabajos de Anna Meigs acerca de los hua de Papua
Nueva Guinea ofrecen un ejemplo muy distinto del papel del hombre en
la reproducción. Los varones hua simulan la menstruación, «un proceso
que supuestamente detestan en la mujer», y se creen capaces de concebir
hijos.

La creencia de los hua en la capacidad de gestación masculina es


difícil de describir. La mayoría de los informantes responderían nega­
tivamente a la pregunta «¿puede quedar preñado un hombre?»... Sin
embargo, esta creencia se encuentra implícita en los relatos de los
informantes acerca de las prohibiciones dietéticas y sexuales. En estos
contextos, el con vencí míenlo queda patente. Algunos informantes
aseguran incluso haber visto fetos extraídos de cuerpos masculinos
(Meigs, 1976:393).

Meigs atribuye la simulación de la menstruación, mediante la realiza­


ción de una sangría, y la creencia en la preñez masculina, al deseo del
hombre de imitar las aptitudes reproductoras de la mujer. La controversia
surge a la hora de decidir si esta situación refleja la envidia que siente el
hombre por la capacidad reproductora de la mujer o, como señala
Bettelheim (1962: 109-13), si la cuvada y otras prácticas «simuladas»
traslucen el deseo del hombre por manifestar los aspectos femeninos de su
personalidad. En cualquier caso, lo importante es que la fisiología ofrece
una serie de posibilidades, pero no prescribe la interpretación cultural.

LA FUNCIÓN SOCIAL DEL GÉNERO

En el apartado anterior aduje que las categorías «mujer» y «hombre»


son construcciones culturales y que incluso la función más natural de
todas, la «maternidad», es una actividad definida culturalmente. Los estu­
dios feministas se han afanado en demostrar la complejidad y la diversi­
dad de estas categorías que siempre se habían dado por supuestas, y en
matizar el carácter problemático y potencialmente distorsionador de dis­
tinciones analíticas como naturaleza/cultura y esfera doméstica/pública,
cuya vigencia se presupone en las diferentes culturas. Pese a ello, las
antrópólogas feministas no se muestran unánimes al respecto, y existen
distintos puntos de vista académicos en lo que se refiere a la utilidad y a

45
la adecuación de marcos analíticos adaptados a varias culturas. Esle punto
aparecerá más claramente en el siguiente apartada, donde consideraré la
postura de los escritores que no conciben la subordinación de la mujer
como un fenómeno universal.
Los académicos que mantienen que la subordinación de la mujer no es
universal tienden a centrar el problema de las relaciones de género en lo que
hacen la mujer y el hombre y no en un análisis de la valoración simbólica
atribuida a hombres y mujeres en una sociedad dada. Normalmente explican
los problemas de género desde una perspectiva más sociológica, es decir,
contemplan el género como una relación. Tal como indiqué al principio del
capítulo, los enfoques simbólicos y sociológicos del estudio del género no
se excluyen mutuamente, pero la mayoría de trabajos marcadamente socio­
lógicos adolecen de una falla de análisis en materia de valoraciones e ideo­
logías culturales. No obstante, centrarse en lo que hacen los hombres y las
mujeres, plantea inevitablemente la cuestión de la división sexual del traba­
jo y de la división concomitante de la vida social en esfera «doméstica» y
«pública», la primera reservada a la mujer y la segunda al hombre.
Eleanor Leacock es una antropóloga marxista que rebate el carácter
universal de la subordinación de la mujer. Considera que este postulado se
desprende de un modo de análisis básicamente antihistórico (Leacock,
1978: 254), que deja de lado las consecuencias de la colonización y del
auge de la economía capitalista en todo el mundo (Leacock, 1972; 1978:
253-5); Etienne y Lcacock, 1980), y que comporta un marcado carácter
etnocéntrico y androcéntrico (Leacock, 1978: 247-8; Etienne y Leacock,
1980:4). Las críticas de Leacock no perdonan a algunos de los primeros
textos feministas, especialmente el libro de Erncstine Friedl (1975), Wo-
men and Men, y la colección de Rosal do y Lamphere (1974), Women,
Culture and Sociely.
En su obra, Leacock rechaza dos de los argumentos propuestos por
otras escritoras feministas, (1) que la condición de la mujer depende di­
rectamente de su función de concebir y criar niños, y (2) que la distinción
«doméstico»/«público» es un marco válido para el análisis de las relacio­
nes de género en todas las culturas. A partir del material recogido en so­
ciedades de cazadores-recolectores, corrobora el razonamiento de Engels
(1972) al afirmar que la subordinación de la mujer con respecto al hom­
bre, el desarrollo de la familia en tanto que unidad económica autónoma y
el matrimonio monógamo están ligados al desarrollo de la propiedad pri­
vada de los medios de producción. En el capítulo 3 me ocuparé más
extensamente de la relevancia del argumento de Engels para la antropolo­
gía feminista, pero lo más importante del trabajo de Leacock es que en las
sociedades «preclasistas» los hombres y las mujeres eran individuos autó­
nomos que ocupaban posiciones de idéntico prestigio y valía. Estas posi­
ciones eran sin duda diferentes, pero no superiores ni inferiores. Hablando
de la situación de la mujer eu esas sociedades, lcacock afirma:

46
[cuandoj se toma en consideración el tipo de decisiones tomadas
por las mujeres, se pone de manifiesto el papel público y autónomo de
la mujer. Su condición no era literalmente de «igualdad» respecto al
hombre (un punto que ha suscitado mucha confusión) sino respecto a
lo que ellas mismas representaban, es decir, personas de sexo femeni­
no, con sus propios derechos, obligaciones y responsabilidades, con
una función complementaria a la del hombre, pero en ningún caso
secundaria (Leacock, 197H: 252).

Leacock opina que, contrariamente a los primeros informes redactados


por etnógrafos varones, las mujeres de todas las sociedades contribuyen
de manera sustancial a la economía; y que contrariamente a las afirmacio­
nes de algunas antropólogas feministas, la condición de la mujer no
depende de su papel de madre ni de su reclusión en la esfera «doméstica»,
sino de si controlan (I) el acceso a los recursos, (2) sus condiciones de
trabajo y (3) la distribución del producto de su trabajo. Hste aspecto ha
sido abordado por varios investigadores (por ejemplo, Brown, 1970;
Sanday, 1974; Sanday, 1981: cap. 6; Schlegel, 1977). Al examinar la etno­
grafía de los indios iraqueses, Leacock concluye que la separación de la
vida social en esfera «doméstica» y «pública» no tiene razón de ser en
comunidades pequeñas donde la producción y la administración de la uni­
dad doméstica forman parte, simultáneamente, de la vida «pública», eco­
nómica y política.

Las matronas iroquesas recogían, almacenaban y repartían el maíz,


la carne, el pescado, las bayas, las calabazas y la manteca, que se ente­
rraban en pozos especiales o se guardaban en la casa comunal..., el
control de la mujer en la distribución de la comida que producían, así
como de la carne, les otorgaba un poder de facto sobradamente amplio
para impedir declaraciones de guerra y para intervenir en la consecu­
ción de la paz. Las mujeres también supervisaban el «tesoro público
de la tribu», a buen recaudo en la casa comunal, los adornos de cuen­
tas, cálamos y plumas, y las pieles... Lo más importante es que se tra­
taba de una «adnúnistraciún domestica» radicalmente distinta de la
propia de la familia nuclear o extendida de las sociedades patriarcales.
En estas últimas, las mujeres pueden seducir, manipular o intimidar a
los hombres, pero siempre cutre bastidores; mientras que en el primer
caso, la «administración doméstica» no era otra cosa que la adminis­
tración de la economía «pública» (Leacock, 1978: 253).

Una situación similar aparece claramente en varias comunidades de


cazadores-recolectores. En los años 1930, Phyllis Kaberry dejó constancia
del grado de autonomía de las aborígenes australianas y de la ausencia de
subordinación con respecto al hombre. Kaberry atribuyó la situación de la
mujer a la importancia de su aportación a la economía y a su control sobre
ella (1939: 142-3), así como a su participación en rituales específicamente
femeninos valorados tanto por el hombre como por la mujer (1939: 277).

47
Diane Bcll llegó a conclusiones similares en su reciente etnografía acerca
de las aborígenes, donde observa que los mundos del hombre y de la
mujer son suslancialmente independientes entre sí, desde el punto de vista
económico y ritual (Bell, 1983: 23). Como resultado, los hombres y las
mujeres disponen de poderes distintos, propios de su sexo, pero los ejer­
cen en igualdad de condiciones. Bell corrobora la opinión de Leacock
cuando alega que esta separación y diferencia no implica necesariamente
inferioridad ni subordinación. No obstante, la etnografía aborigen también
contiene múltiples referencias a relaciones hombre/mujer difíciles de
encajar en este marco de complementariedad autónoma, especialmente
ejemplos de violencia del hombre hacia la mujer. Tanto Bell (J 980; 1983)
como Leacock parecen atribuir estos hechos a cambios en las relaciones
de género, resultado del contacto cada vez mayor con el «hombre blan­
co», la creación de reservas y la incorporación a la economía general aus­
traliana.
Hoy por hoy es un hecho irrefutable que las relaciones de género, en
muchas partes del mundo, se han visto transformadas por el sucesivo im­
pacto de la colonización, de la «occidenlalización» y del capitalismo
internacional. Algunos estudios ponen de manifiesto que el desarrollo y el
trabajo remunerado aumentan la dependencia de la mujer respecto al hom­
bre, minando los sistemas tradicionales en los que la mujer ejercía un cier­
to control sobre la producción y la reproducción (véanse capítulos 3 y 4)'-*.
En su investigación sobre los indios montañeses, comunidad cazadora de
la Península Labrador, Leacock demuestra que las relaciones de genero
cambiaron de forma significativa con la llegada del comercio de pieles
y de otras influencias europeas, como por ejemplo la introducida por
los misioneros jesuítas, lo cual menoscabó la autonomía de la mujer
(Leacock, 1972; 1980).
Karen Sacks es otra especialista en antropología marxista que se ha
ocupado de la subordinación supuestamente universal de la mujer. En uno
de sus primeros artículos (Sacks, 1974), pretendió modificar la tesis de
Engels, a tenor de la cual la subordinación de la mujer empezó ,con el
desarrollo de la propiedad privada, alegando que existen «demasiados
datos que demuestran que en la mayoría de sociedades sin clases, que
carecen del concepto de propiedad privada, no existe igualdad entre hom­
bres y mujeres» (Sacks, 1974: 213). A pesar de esta afirmación, se mues­
tra totalmente de acuerdo con la opinión de Engels porque (1) explica las
condiciones en las que las mujeres pasan a estar subordinadas a los hom­
bres, y (2) se ve corroborada por los dalos etnográficos e históricos reco-

14
Para algunos de los primeros ejemplos publicados, véase Brain (1976). Boserup
(1970), Bossen (1975), Remy (1975), Tinker y Bramsen (1976), Dey (1981) y Rogers
(1980). Véase también la explicación detallada de este argumento en el capítulo 4, en el que
encontrará asimismo algunas críticas de distintas posturas feministas.

48
gidos desde la publicación de la obra de Bngels, que reflejan que «la |>osi
ción social de la mujer no se ha mantenido siempre, ni en todas paru-s ni
en la mayoría de los aspectos, subordinada a la del hombre» (Sacks, 1974:
207). La obra de Sacks es muy útil porque no da por supuesta la igualdad
y la autonomía de la condición de la mujer en sociedades «preclasisla.s».
como parece ser el caso de Leacock, y, por consiguiente, ofrece la posihi •
lidad de examinar cómo ha evolucionado la posición de la mujer en eslas
sociedades.
En una obra más reciente, Sixterx and Wives (1979), Sacks pone en pie
una estructura para apreciar cómo varía la condición de la mujer de una
cultura a otra. Empieza confirmando una crítica ya formulada (Sacks,
1976) contra los antropólogos que han inferido de la existencia de una
división sexual del trabajo en sociedades sin clases, una asimetría en las
relaciones entre hombres y mujeres. Critica asimismo a feministas y no
feministas, sin distinción, por asumir que la subordinación de la mujer
está relacionada con su condición de madre. Sacks tilda esta postura de
etnocéntrica, ya que proyecta en otras culturas los conceptos occidentales
de familia y de relaciones sociosexuales. Seguidamente, propone un mar­
co conceptual para analizar la posición de la mujer en términos de su
intervención en los medios de producción. Sacks distingue en las socieda­
des sin ciases dos modos de producción: un modo comunal y un modo
familiar. En el primer tipo, todas las personas, hombres o mujeres, «man­
tienen la misma relación con los medios de producción y, por ende, perte­
necen en igualdad de condiciones a una comunidad de "propietarios"»
(Sacks, 1979: 113). En el segundo tipo, los grupos familiares controlan
colectivamente los medios de producción, y el estatus de la mujer varía
según sea (a) hermana, en cuyo caso se consideran miembros del grupo
familiar dirigente, o (b) esposa, cuyos derechos derivan del matrimonio
contraído con un miembro del grupo familiar, y no de su relación con su
propio (nativo) grupo familiar. Lo importante para Sacks es que si la
mujer ejerce sus derechos en tanto que hermana, su condición mejora en
comparación con las situaciones donde sus derechos se restringen por su
calidad de esposa. Esta cuestión no se plantea en el modo de producción
comunal, donde, según Sacks, no se establecen diferencias notables entre
los derechos de las hermanas y de las esposas.

Me llamó mucho la atención el contrapunto entre hermana y es­


posa en numerosas sociedades africanas preclasistas o protoclasistas
con organización económica patrilineal —por ejemplo, las comuni­
dades lovedu, mpondo e igbo. También me sorprendió la destrucción
de la relación de hermana en las sociedades clasistas ante la aparición
de la esposa, como en Buganda. Por otra parte, en zonas de forraje,
no se aprecia diferencia alguna entre esposas y hermanas, por ejem­
plo entre los mbuti. Esposa y hermana tienen un significado opuesto
muy similar en numerosas sociedades patrilineales cuando se trata de
la relación de la mujer con los medios de producción, con otros adul-

49
tos, con el poder y con su propia sexualidad. No creo que traicione
los datos recogidos si defino a la hermana, en csle Upo de sociedades
patiilineales, como una propiciaría, con derecho de decisión dentro
del grupo y como una persona que controla su propia sexualidad. Por
el contrario la esposa se encuentra subordinada de forma muy similar
a la expuesta por Engels en las familias basadas en la propiedad pri­
vada (Sacks, 1979: 110).

El postulado subyacente en la obra de Sacks sería que si la mujer y el


hombre acceden por igual a los medios de producción, existe necesaria­
mente igualdad entre sexos.
Burton (1985: 23-30) formula una serie de críticas contundentes con­
tra el trabajo de Sacks, basadas en el análisis de un artículo anterior
(Sacks, 1976), pero igualmente aplicables a Sisterx and Wives. Dos aspec­
tos merecen especial atención: el primero se refiere a la dicotomía domés­
tico/público y el segundo al problema de las ideologías del género y a su
relación con las condiciones económicas. La distinción hermana/esposa
establecida por Sacks se basa en la suposición implícita de que los dere­
chos y las actividades de una se distinguen fácilmente de los de la otra;
una suposición injustificada en sociedades donde las familias no son uni­
dades económicas autónomas. En otras palabras, donde tal vez no sea
posible distinguir entre una esfera «doméstica» perfectamente delimitada
en la que las mujeres dispondrían de los derechos de esposas y una esfera
«pública» o económica en la que ejercerían sus derechos de hermanas.
Sacks había señalado en otra ocasión (Sacks, 1976) que separar las socie­
dades no clasistas en esferas «doméstica» y «pública» constituía un error
de análisis, pero parece olvidar esta puntualización cuando se trata de dis­
tinguir entre hermanas y esposas15.
La segunda crítica se refiere a las ideologías culturales. Creo que la
mayoría de estudiosos del feminismo estarían ahora de acuerdo en que la
valoración cultural atribuida a los hombres y a las mujeres en la sociedad
no depende únicamente de su posición respectiva ante el sistema de pro­
ducción. Es bien sabido que las representaciones culturales del concepto
de genero «reflejan raramente con exactitud las relaciones hombre-mujer,
las actividades del hombre y de la mujer, y la contribución de los hombres y
las mujeres a una sociedad determinada» (Ortner y Whitehead, 1981a: 10).
Este principio quedo rápidamente establecido en antropología feminista y
dio lugar a múltiples trabajos que demostraron de forma concluyente que,
aunque los hombres representaban el elemento dominante en muchas
sociedades, las mujeres poseían y esgrimían, en realidad, un poder consi­
derable16. Lo preocupante de estas investigaciones fue que no sólo pusie-

15
Véase en Robcrts (1981) un punto de vista diferente y favorable sobre este aspecto de
la tesis de Sack.
16
Para ejemplos anteriores de este tipo de trabajo, véase Kriedl (1975), Wolf (1972),
Sanday (1974), Lamphere (1974). Nelson (1974) y Rogcrs (1975).

50
ron de manifiesto que la antropología, en su calidad de disciplina, bahía
desdeñado aspectos clave de la vida y de las experiencias de l¡i mujer,
sino que desvelaron la existencia de informes que ilustraban la .subordina­
ción de las mujeres en una sociedad determinada, cuando la situación real
era muy distinta a la vista de su forma de actuar, de expresar sus opinio­
nes y de tomar decisiones en los asuntos cotidianos de su mundo. Lisia
situación se califica con frecuencia con la expresión «mito del dominio
masculino» (Rogers, 1975) y forma parte del debate tratado en el capítulo
I, relativo a la posible existencia de modelos distintos para un mundo
«masculino» y otro «femenino». El problema planteado con respecto a la
obra de Sacks es que si consideramos a la mujer subordinada al hombre,
cuando en realidad posee cierto grado de autonomía económica y política,
es difícil apreciar de qué manera la condición de la mujer en una sociedad
determinada podría deducirse directamente de su relación con el sistema
de producción. Es imposible negar la influencia determinante de las repre­
sentaciones culturales de los sexos en el estatus y en la posición de la
mujer en la sociedad, y si la mujer con un considerable poder económico
y político se considera como un ser subordinado, nos encontramos ante
una característica de la vida social que pide a gritos una explicación.
Sacks no parece abordar el tema de las ideologías sobre el genero de for­
ma sistemática, y muestra escaso empeño en explicar por qué la valora­
ción cultural concedida a la mujer y al hombre no refleja, en la mayoría
de los casos, el control que ejercen respectivamente sobre los recursos
económicos.

L o SIMBÓLICO Y LO SOCIOLÓGICO TODO EN UNO17

Algunos especialistas en feminismo han enfocado el estudio del géne­


ro desde el punto de vista simbólico y sociológico simultáneamente, ante
la evidencia de que las ideas relacionadas con los hombres y las mujeres
no son plenamente independíenles de las relaciones económicas de pro­
ducción ni derivan directamente de ellas. Jane Collier y Michelle Ro­
saldo, en su artículo «Politics and gender in simple societies» (1981),
desarrollan un modelo para analizar los sistemas de género en sociedades
pequeñas, similar al «modo de producción comunal» de Sacks. Collier y
Rosaldo opinan que es imposible entender los procesos productivos y
políticos si se aislan de las percepciones culturales que las personas expe­
rimentan acerca de dichos procesos, y que todo análisis debe centrarse en
lo que las personas hacen y en las interpretaciones culturales de dichas
acciones (Collier y Rosaldo, 1981: 276). Su objetivo consiste en enlazar

17
Véase en Atkinson (1982: 240-9) y en Ortner y Whitchcad (1981b) una discusión sobre
esfuerzos recientes por combinar los enfoques simbólicos y sociológicos del estudio del
género.

SI
las ideas culturales sobre el género con las relaciones sociales reales que
presiden la vida, el pensamiento y las acciones de los individuos de am­
bos sexos.
Collier y Rosaldo estudian sociedades donde impera e) matrimonio
por servicios, es decir, donde el yerno establece relaciones permanentes
con los padres de su esposa basadas en ofrendas de trabajo y comida.
Desde su punto de vista, estas ofrendas, que se inician antes del matrimo­
nio y se prolongan después de éste, crean obligaciones y relaciones socia­
les totalmente distintas de las que se desarrollan en sociedades donde pre­
valece el matrimonio por compra. En estas últimas, el esposo entrega a la
familia de la novia una serie de bienes en el momento del matrimonio,
como pago por los derechos sobre el trabajo, la sexualidad y la capacidad
de procreación de la mujer. En este punto, los autores sugieren que el
estudio del género en sociedades pequeñas debería basarse en las caracte­
rísticas que rodean al matrimonio. Afirman, además, que los antropólogos
reconocen desde hace mucho tiempo que el parentesco y el matrimonio
determinan las relaciones productivas y la estructura de derechos y obli­
gaciones en las sociedades sin clases. Como resultado de ello, la organiza­
ción del matrimonio y de las relaciones que se construyen a su alrededor,
deberían proporcionar la clave de la organización de las relaciones pro­
ductivas basadas en el género.

Al casarse, las personas «constituyen lamillas», pero también con­


traen deudas, cambian de residencia, provocan enemistades y estable­
cen vínculos cooperativos. Una tipología de las sociedades no clasistas
en términos de la organización del matrimonio parecería, pues, un pri­
mer paso muy importante para analizar la problemática del genero.
Las distintas formas en que las sociedades tribales «constituyen matri­
monios» corresponden, probablemente, por una parte a las importantes
diferenciasl económicas y políticas, y por otra, a las notables varia-
"úione3''eiinu;-itftM'¡)ib'iaL-íoii'lü1i,'ia»''il;iat'Jont3'1Oc."geñEfu'V>2!JínEi',y
Rosaldo, 1981:278).

Esta postura se basa fundamentalmente en un argumento propuesto


por Janet Siskind (1973; 1978) y Gayle Rubín (1975) según el cual el
parentesco y el matrimonio son factores determinantes en la interpreta­
ción de las relaciones de género. Llegados a este punto, Collier y Ro­
saldo van más allá del tipo de argumentación formulada por Sacks. En
lugar de contemplar las representaciones del género como el reflejo
directo de las relaciones sociales o productivas, las interpretan como
«declaraciones altamente ritualizadas» sobre lo que los hombres y las
mujeres perciben como preocupaciones políticas particularmente impor­
tantes. El matrimonio por servicios vigente en algunas sociedades consti­
tuye una relación de gran contenido político porque es el medio principal
al alcance de hombres y mujeres para relacionarse con los demás indivi­
duos. Es además el mecanismo por el cual se configuran las relaciones

52
productivas, así como los derechos y obligaciones. Póeiello, Cnllier y
Rosaldo postulan que las relaciones de género reciben un interés especial
por ser la tribuna social desde la cual las personas reivindican sus dere­
chos políticos y emprenden estrategias personales. A través de las ex i
gencias mutuas entre hombres y mujeres, expresadas en un contexto par
ticular de relaciones sociales y económicas, se van perfilando las concep­
ciones culturales del género.
Este argumento es muy similar al que propuse en el estudio que reali­
cé sobre los marakwel de Kcnia (Moore, 1986). Al ocuparme de las rela­
ciones de género, demostré que los marakwet provocan situaciones
social y económicamente distintas entre hombres y mujeres, y utilizan
estas diferencias como mecanismo simbólico. Las ideas culturales acerca
de las distintas cualidades, actitudes y comportamiento de las mujeres y
de los hombres se generan y se expresan a través de los conflictos y ten­
siones que surgen entre cónyuges, originados por exigencias tendentes a
controlar la tierra, los animales y otros recursos (Moore, 1986: 64-71).
Las ideas culturales sobre el género no reflejan directamente la posición
social y económica de la mujer y del hombre, aunque ciertamente nacen
en el contexLo de dichas condiciones. Ello se debe a que tanto los hom­
bres como las mujeres respetan los estereotipos acerca del género a la
hora de plantear estratégicamente sus intereses en distintos contextos
sociales. Consideremos, por ejemplo, una frase escuchada a menudo en
boca de los varones marakwet: «las mujeres son como los niños, hablan
antes de pensar». En una sociedad que valora enormemente la sabiduría
fruto de la edad y la experiencia, este aserto no tiene, por supuesto, nada
que ver con el posible carácter infantil de la mujer. Se trata, por el con­
trario, de un estereotipo de gran fuerza, al que poco afecta el que muchos
hombres conozcan a mujeres enérgicas e influyentes. En tanto que este­
reotipo está sin duda relacionado con el hecho de que en esta sociedad
patrilineal, las mujeres son jurídicamente menores en determinadas áreas
de la vida, pero para explicar su poder e influencia debemos recurrir a la
interacción estratégica entre hombres y mujeres en la vida cotidiana. La
fuerza de este estereotipo procede en parte de su amplio campo de apli­
cación: serviría para definir los motivos de una mujer en caso de conflic­
to matrimonial e indicaría un atributo propio de la mujer, en oposición al
hombre. No obstante, tanto las mujeres como los hombres saben que
estos estereotipos se ven rebatidos por la experiencia, pero incluso esto
tiene poca repercusión en la importancia y permanencia de su vigor retó­
rico y material. Estas afirmaciones no sólo ofrecen una razón estratégica
para excluir a las mujeres de determinadas actividades, sino que garanti­
zan que las mujeres serán excluidas en muchos casos. La fuerza de los
estereotipos sobre el género no es sencillamente psicológica, sino que
están dotados de una realidad material perfecta, que contribuye a con­
solidar las condiciones sociales y económicas dentro de las cuales se ge­
neran.

5.Í
L A MUJER COMO I'KRSONA

En los últimos años, la antropología se lia orientado hacia teorías rela­


tivas a los actores sociales pensantes y a las estrategias que éstos aplican
en la vida cotidiana. Esta nueva tendencia teórica es, en parte, una reac­
ción ante la influencia del estructuralismo en antropología, y concede una
importancia particular a los modelos que desarrollan los actores sobre la
constitución del mundo y a su influencia en la vida social, alejándose de
los modelos propios de analistas y antropólogos. Para la antropolo­
gía feminista ello supone un estímulo muy especial, dado el papel cen­
tral concedido por todos los análisis a las experiencias de la mujer
(cf. Strathern, 1987b; Keohane et al., 1982; Register, 1980; Rapp, 1979)'».
Esta ponderación de las experiencias impone la consideración del «sujeto
que experimenta» o de la «persona». La interpretación cultural del sujeto
o persona, a través del análisis de la identidad de género, sigue siendo uno
de los aspectos más importantes de la contribución de la antropología
feminista al desarrollo teórico de la disciplina. Considerar a la mujer
como persona nos lleva inevitablemente de vuelta a la controvertida di­
visión entre lo «doméstico» y lo «público», y a las cuestiones de poder,
autonomía y autoridad. En un artículo de 1976, «Women as persons»,
Elisabeth Faithorn defiende con ahínco un análisis de las relaciones hom­
bre-mujer en el que las mujeres se consideren personas con un poder de
pleno derecho. Como ya hemos señalado, a finales de los años 1970 la
«antropología de la mujer» llevó a cabo un replanteamiento de las activi­
dades femeninas, pero muy especialmente en la etnografía melanesia,
donde se vio acompañado de un interés muy particular por la mujer en
tanto que individuo o persona. El conocido análisis de Annette Weiner
acerca de las mujeres trobriand concede mucha importancia al hecho de
contemplar a la mujer como persona. «Tanto si la mujer recibe reconoci­
miento público como si se encuentra recluida, tanto si controla la política
o los recursos económicos como si posee poderes mágicos, no constituye
un simple objeto de la sociedad en que vive, antes bien es un sujeto que
posee un cierto grado de control» (Weiner, 1976: 228). En opinión de
Weiner, algunas actividades culturales son propias de la mujer y en ellas
su poder es considerable, construyendo de esta manera una plataforma de
acción social que pone de manifiesto su valía en la sociedad trobriand.
Daryl Feil estudió las relaciones hombre-mujer entre los enga y otorga
gran importancia a las mujeres como personas: «En Nueva Guinea, las

18
Véase en Ortncr (1984) una descripción de las innovaciones teóricas en antropología, y
en Stralhern (1987a) una discusión sobre el paralelismo en la leona contemporánea feminis­
ta y antropológica sobre el concepto de «experiencia».

54
mujeres son "personas" sea cual fuere la noción adquirida c iiulqH'iulini
teniente de si aparecen como rales en la literatura» (Feil, I97K: 2(>8). IVm.
la opinión de Feil difiere de la de Weiner en dos aspectos. \:.i\ primer
lugar, afirma que para tratar a la mujer como persona es preciso demostrar
que participan en los asuntos sociopolíticos normalmente exclusivos de
los hombres. Weiner, por su parte, opina que las mujeres ejercen su poder
en un campo exclusivamente femenino, sin dejar de gozar por e)Jo de una
relación de igualdad con los hombres. En segundo lugar, Feil circunscribe
el poder de la mujer a la esfera de la vida cotidiana, mientras que Weiner
hace hincapié en el poder cultural del simbolismo de la condición de
mujer, expresada en actividades y objetos específicamente femeninos (el.
Stratliern, 1984a). El problema esencial no es nuevo: para contemplar a
las mujeres como adultos sociales de pleno derecho, ¿es suficiente con
decir que ejercen el poder en un campo exclusivamente femenino, o debe­
mos demostrar que ejercen poder en las áreas de la vida social que nor­
malmente se consideran como territorio público y político exclusivo de
los hombres? Esta cuestión traduce sencillamente la distinción «domés-
tico»/«público» y la pone al servicio del problema que aspira a resolver.
Marilyn Strathern ha observado la existencia de algunos escollos
potenciales en el replanteainiento, tan necesario pero a veces no lo bastan­
te crítico, de las mujeres como personas o individuos influyentes. Sus tra­
bajos acerca de los conceptos de género, identidad y sujeto entre los
hagen de las tierras altas de Papua Nueva Guinea (1980; 1981b; 1984a)
pretenden establecer los pilares necesarios para analizar dichos conceptos,
y para revisar, con ojo crítico, muchos de los principios etnocéntricos
occidentales que sostienen las estructuras analíticas. La noción de «indivi­
duo» o «persona» varía de una cultura a otra, al igual que ocurre con las
de «mujer» y «hombre». Strathern señala que la pretensión de que los
antropólogos traten a la mujer como individuo o persona de pleno derecho
está perfectamente fundada. No obstante, existe el peligro de que a) for­
mular esta exigencia consideremos exclusivamente el punto de vista occi­
dental en materia de personalidad social y jurídica, y de la relación entre
la sociedad y sus miembros: «podemos hablar efectivamente de ideas
hagen acerca de la persona, en un sentido analítico, siempre y cuando no
confundamos la interpretación con el "individuo" ideológico de la cultura
occidental. Este último es un tipo cultural determinado (de persona) y no
una categoría analítica en sí misma» (Strathern, 1981b: 168).
El concepto de individuo en el pensamiento occidental configura una
constelación de ideas muy definida, que combina las teorías de autono­
mía, comportamiento y valores morales con una particular visión de la
forma en que los individuos se integran en la sociedad y se aislan, al mis­
mo tiempo, de ella. Parece claro que, si bien los conceptos de «individuo»
y de «persona» encierran ideas relativas a las posibilidades de acción y de
conducta moral, plantean asimismo problemas de expectativas. En otras
palabras, los prejuicios sociales del comportamiento de los individuos in-
lerfieren siempre en la valoración que hacemos de las motivaciones, de la
conducta y de la valía social de los demás. Asumir que las nociones occi­
dentales de «individuo» o «persona» actuante pueden adaptarse a otros
contextos equivale a ignorar los dispares mecanismos y expectativas cul­
turales que rodean todo el proceso de evaluación.
La segunda puntualizaron de Strathem a propósito del análisis de las
mujeres como individuos o personas consiste en enfatizar de qué manera
el concepto occidental de individuo autónomo implica una división entre
las esferas «domestica» y «pública» de la vida social. Strathem señala
que, en la cultura occidental, existe el riesgo de desposeer a la mujer del
calificativo de persona, dada su relación con lo natural, con los niños y
con la esfera «doméstica», por oposición a la cultura y al «mundo social
de los asuntos públicos» que normalmente son exclusivos del hombre
(Strathem, 1984a: 17). Como indica Strathem, estos son precisamente los
criterios en los que basa Ortner la subordinación universal de la mujer y
están sujetos a las mismas críticas formuladas anteriormente contra el tra­
bajo de Ortner (Ortner, 1974; y véase más arriba). Strathem subraya que
el desprestigio de las labores domésticas es una noción occidental y, como
ya se ha dicho, no debe confundirse con una cualidad umversalmente
válida de la esfera «doméstica» ni de las mujeres. Es obvio que los hagen
establecen una conexión simbólica y social entre lo «femenino» y lo
«doméstico», pero, tal como demostró Strathem, estas asociaciones no
pueden explicarse mediante las distinciones occidentales de naturaleza/
cultura y doméstico/público (Strathem, 1980; Strathem 1984a: 17-18).
Con vistas a evaluar a las mujeres hagen no es preciso observar el aspecto
«doméstico» ni demostrar que estas mujeres desempeñan una actividad en
la esfera «pública». La asociación de lo «doméstico» con actividades
desacreditadas o no merecedoras del adjetivo de social no está presente en
el pensamiento hagen.

En la teoría social hagen, sin embargo, la identidad de las mujeres


como personas no depende de si ejercen poder en algún campo creado
por ellas mismas, ni en la posibilidad de rebasar las fronteras del mun­
do doméstico erigidas por el hombre... La condición de mujer se aso­
cia, simbólica y convencionalmente, con lo domestico, y a su vez lo
domestico puede simbolizar intereses opuestos a los intereses públicos
y colectivos de los hombres. Aun así, la mujeres hagen no se ven por
ello amenazadas por la posibilidad, tan denigrante en nuestro propio
sistema, de no llegar a ser personas de pleno derecho (Strathem,
1984a: 18).

La distinción hombre-mujer en el pensamiento hagen tiene un valor


metafórico y se emplea para clasificar otros contrastes o distinciones,
como doméstico/público, insignificancia/prestigio, interés personal/bien
social, que son expresiones válidas para reflejar el mérito social (Strathem,
1981b: 169-70). No obstante, estos pares de contrarios son distinciones

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morales que se aplican tanto a los hombres como a las mujeres, y las
mujeres hagen no se encuentran asociadas de forma pernianeiuc ni indiso­
luble a los términos negativos. El significado de estos pares no es un
«problema de mujeres» sino un «problema de seres humanos» (Slrallicni,
1981b: 170). Strathcrn hace hincapié en que las acciones de la mujer, en
tanto que individuo, pueden separarse en cierta medida de las asociado
nes y de los valores otorgados a la condición de mujer en la cultura liaren
(Strathern, 1981b: 168, 184; Siralhem 1984a: 23)". Puede considerarse
que las mujeres, al igual que los hombres, actúan por el bien social u
movidos por su interés personal; pueden considerarse como individuos
prestigiosos o insignificantes (Strathern, 1981b: 181-2). «Una mujer ha-
gen no se identifica totalmente con los estereotipos de su sexo. Al utilizar
el género para estructurar otros valores... los hagen desligan las cualida­
des supuestamente masculinas o femeninas de los hombres y las mujeres
propiamente dichos. Una persona, independientemente de su sexo, puede
acluaT de forma masculina o femenina» (Strathern, 1981b: 178). Las mu­
jeres hagen están íntimamente ligadas a la esfera doméstica, pero es preci­
so analizar con deLallc lo que significa exactamente esta vinculación. El
esfuerzo de valorar a la mujer como «persona de pleno derecho» se malo­
gra si se limita a ser poco más que un reflejo de las ideas occidentales al
respecto. La aportación de la obra de Marilyn Strathern reside ante todo
en recordar que las construcciones sobre el género van ligadas a los con­
ceptos de sujeto, persona y autonomía. Para analizar dichos conceptos es
preciso abordar las nociones de elección, estrategia, valor moral y mérito
social, por la relación que mantienen con la manera de actuar de los prota­
gonistas sociales en tanto que individuos. En estos campos del análisis
social es donde se reconoce y se investiga más claramente la conexión
entre los aspectos simbólicos o culturales de la vida social, así como las
condiciones sociales y económicas que la rodean. Aquí es donde el estu­
dio del género sigue contribuyendo de forma significativa al desarrollo de
la teoría antropológica.

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Biersack (1984) expresa un pumo de vista similar para los paiela e insiste en qu
posible separar, en cierta medida, la actividad individual de la mujer de los estereotipos
turales del sexo femenino, per» la conclusión de su análisis difiere de la de Strathern.

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