Historia de La Lengua Española

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HISTORIA DE LA LENGUA

ESPAÑOLA
ÍNDICE
Evolución histórica:

- Las lenguas prerrománicas y la romanización.


- El latín en Hispania.
- La época visigoda.
- La invasión árabe y los primitivos dialectos peninsulares.
- Auge del castellano.

- Del castellano al español.


- Español contemporáneo.

APÉNDICE
- Generalidades.
- Español: palabra extranjera.
- La base del español.
- Las lenguas de sustrato.
- El íbero.
- El tartesio.
- El plomo de Alcoy.
- Problema del celtíbero.
- Vascoiberismo.
- Onomástica.
- Toponimia.
- Otros aportes.
- El latín en hispania.
- La colonización suritálica.
- Germanismos.
- Arabismos.
- La modernización de la lengua.

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Evolución histórica

Las lenguas prerrománicas y la romanización


En el comienzo de su historia, la Península Ibérica estaba habitada por una serie de pueblos, entre ellos los
iberos, los tartesios, los lusitanos, losceltíberos y los vascos. Más tarde, los fenicios se asentaron en las costas
meridionales, fundando varias ciudades: Gádir (Cádiz), Málaka (Malaga), Abdera(Adra), etc. Sus aliados los
cartagineses reafirmaron esta influencia mediterránea (testimoniada en ciudades como Cartagena y Mahón),
mientras que los griegos extendieron su dominio por el Levante y Cataluña: Lucentum(Alicante), Rhode (Rosas),
Emporion (Ampurias). Precisamente en esta últimaciudad desembarcaron los romanos en el año 218 a.C.,
dentro del marco de la 2ª Guerra Púnica que los enfrentaba a los cartagineses. Tras mantener una serie de
luchas con los pobladores de la Península, los romanos terminan por someterlos en el año 19 a.C. Durante todo
este tiempo tuvo lugar un proceso conocido como romanización, que básicamente consistió en la introducción de
la lengua y la cultura latinas a través de los legionarios y colonos que desembarcaron en Hispania. El latín que
empezó a usarse con profusión no era el latín clásico que se utilizaba en la literatura, sino el llamado latín vulgar,
la modalidad hablada de la lengua, que presentaba algunas diferencias importantes con respecto al primero
(véase latín). Durante varios siglos hubo un período de bilingüismo entre este latín vulgar y las lenguas
prerrománicas, hasta que finalmente éstas desaparecieron, aunque no sin antes dejar su huella en el léxico
común (palabras como vega, barranco, colmena, estancar, páramo, camisa, cerveza, carro, pizarra, izquierdo,
Segovia, Hispania, etc. pertenecen a esta época).

El latín en Hispania
La romanización de la Península Ibérica fue completa, lo cual no sólo se muestra en la floración de autores
latinos (Séneca, Marcial, Columela, Lucano) y en la existencia de grandes focos de latinidad (Hispalis, Corduba,
Emerita, Tarraco), sino muy especialmente en el hecho de ser el latín vulgar la única lengua empleada hasta en
los escritos más humildes. El tránsito de esta lengua itálica a los primitivos romances peninsulares fue
prácticamente imperceptible, aunque por los documentos conservados puede hablarse de latín propiamente
dicho hasta el año 600 a.C. y de distintos dialectos románicos desde el 800.

Al igual que en el resto de la Romania, las diez vocales originales del latín clásico se redujeron a siete en el latín
vulgar hablado en la Península: [i], [e], [e], [a], []], [o], [u]. Más tarde, las vocales abiertas [e] y []] diptongaron por
lo general en el primitivo castellano en [ie] y [ue] dentro de sílaba tónica (ej.: terra > tierra; porta > puerta), algo
que no se produjo en una lengua vecina como el portugués, que mantuvo inalteradas las vocales del latín.

La época visigoda
La dominación romana en Hispania llega a su conclusión en el año 409, cuando un grupo de pueblos
germánicos (visigodos, vándalos, suevos y alanos) invaden la Península. Durante varios años se produce una
convivencia entre estos invasores nórdicos (especialmente los visigodos) y la población hispanorrománica, lo
que se refleja en la introducción en la lengua de germanismos como burgo, guerra, espía, guardián, aspa, rueca,
Fernando, Rodrigo, Castrogeriz, etc. No obstante, los visigodos abandonaron pronto su lengua gótica y se
asimilaron a las costumbres y la lengua románica de la Península.

La invasión árabe y los primitivos dialectos peninsulares


A partir del año 711, unos nuevos invasores vienen a incrementar el crisol cultural en el que se había convertido
Iberia: los musulmanes (especialmente árabes, sirios y beréberes). No sólo trajeron conflictos bélicos, sino una
cultura mucho más avanzada que ayudó en gran medida al desarrollo de la Península. Tras el latino, el
componente léxico arábigo ha sido el más importante a la hora de configurar el actual vocabulario del español
(en el que existen unos cuatro mil términos de procedencia árabe), gracias a la introducción de palabras como
adalid, atalaya, alférez, acequia, alberca, alcachofa, noria, marfil, azufre, arancel, tarea y otras. Durante los siete

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siglos que duró la ocupación musulmana en España, la población cristiana se agrupó en la mitad norte de la
Península en diversos reinos con escaso contacto entre sí. Esto hace que en ellos se desarrollen diversos
romances con marcadas diferencias lingüísticas (gallego-portugués, astur-leonés, castellano, navarro-aragonés,
catalán), que en un principio quedan reservados al ámbito oral, ya que el latín seguía siendo la única lengua de
cultura, empleada en la redacción de documentos escritos.

El gallego-portugués, hablado al norte del río Duero, constituía durante esta época una única lengua, portadora
de una gran tradición literaria (cuyo máximo exponente son las cantigas). A raíz de la Reconquista de los
territorios musulmanes, el foco lingüístico de este romance peninsular se fue desplazando hacia la emergente
nación de Portugal, con lo que surgió el portugués medieval y el gallego, lengua esta última que quedó aislada
durante mucho tiempo y sometida al enorme influjo del emergente castellano. Por otro lado, el catalán siempre
estuvo más cerca de los dialectos provenzales del sur de Francia que del resto de lenguas románicas
peninsulares, por lo que evolucionó de forma distinta a éstas. En la mitad sur del país (llamada entonces Al-
Andalus) la lengua de la administración y la cultura fue el árabe, aunque la población hispánica desarrolló una
serie de dialectos mozárabes que, aislados del resto de romances y cohibidos por la preeminencia del árabe,
tuvieron una lenta evolución.

No fue hasta el siglo X cuando surgen los primeros testimonios de un romance peninsular al que cabe considerar
como el germen de la lengua española: se trata de las Glosas Emilianenses, anotaciones marginales a unos
textos litúrgicos latinos que el escriba insertó para facilitar la comprensión de la lectura. El dialecto peninsular en
el que están escritas es el navarro-aragonés.

Auge del castellano


De entre todos los dialectos romances de la Península, el castellano (que empezó a desarrollarse en Cantabria)
se convirtió pronto en la modalidad más evolucionada, producto de la estratégica situación del reino de Castilla
como vértice en el que confluían las diversas tendencias lingüísticas del habla peninsular, lo que hizo que
asimilara rápidamente las principales innovaciones procedentes de las regiones vecinas. Por ejemplo, con el
este practicó las asimilaciones fonéticas AI > E (ej.: carraira > carrera), AU > O (ej.: aurum > oro) y MB > M (ej.:
palumba > paloma); con el noroeste palatalizó la L de los grupos iniciales PL-, CL- y FL-, aunque después siguió
una evolución distinta, suprimiendo la primera consonante (ej.: planu > llano, clave > llave, flama > llama); al
igual que el resto de dialectos románicos centrales, diptongó los sonidos abiertos [e] y []] en IE y
UE, respectivamente (ej.: septem > siete, foco > fuego). Como innovaciones particulares, el castellano
transformó la F- inicial latina en el sonido aspirado [h] y más tarde la suprimió por completo (ej.: forno > horno), y
también eliminó la G- y J- iniciales delante de vocal palatal átona (ej.: ianuarius > enero, germanus > hermano).
Fue precisamente el castellano la lengua que los cristianos extendieron por toda la Península durante la
Reconquista, proceso durante el cual los dialectos mozárabes fueron suprimidos progresivamente. Con la toma
de Toledo en 1085 desapareció uno de los principales centros de mozarabismo. A partir del siglo XII la
Reconquista progresa considerablemente, hasta que en el XIII los árabes quedan reducidos al reino de Granada.
A este período pertenece la obra maestra de la literatura épica castellana, el anónimo Cantar de mio Cid, que
tras circular oralmente en boca de juglares fue refundido por escrito hacia 1140. En el aspecto léxico, el gran
desarrollo de las cortes francesas supuso la entrada en el castellano de numerosos galicismos y occitanismos
(ligero, doncel, linaje, mensaje, trovar, español, etc.). Esta etapa primitiva del castellano es
lo que se conoce como español medieval o antiguo.

Hasta el siglo XVI, el castellano distinguió una serie de fonemas que posteriormente se asimilaron al sistema
fonológico general o desaparecieron por completo. Se trata de los fricativos /•/ (como en baxo 'bajo') y /¥/ (como
en muger 'mujer') y los africados /ts/ (como en braço 'brazo') y /dz/ (como en fazer 'hacer'). La letra s
representaba el fonema ápico-alveolar sordo /s/ en posición inicial de palabra o en posición media tras
consonante (como en señor, pensar), al igual que el grupo ss entre vocales (como en amasse), mientras que la s
intervocálica transcribía su correlato sonoro /z/ (como en rosa). Existía igualmente una distinción entre el fonema
bilabial /b/, escrito como b (cabeça), y el labiodental /v/, escrito con v o u (cavallo / cauallo, aver / auer). El sonido
aspirado [h] era un simple alófono de /f/, por lo que era posible encontrar formas como fijo o hijo.

La primera normalización ortográfica de importancia del castellano tuvo lugar durante el reinado de Alfonso X el
Sabio (1252-1284), que supervisó personalmente una intensa actividad científica y literaria. Su gran producción
en prosa favoreció extraordinariamente la propagación del castellano por todo el reino, elevándolo al rango de
lengua oficial en los documentos reales en detrimento del latín. Durante el siglo XIV, el castellano liquida algunas
de sus más importantes vacilaciones, desecha anteriores prejuicios respecto a fenómenos fonéticos dialectales y

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camina con paso firme hacia su normalización. Con la llegada del Humanismo y el Renacimiento en los siglos
XV y XVI, la lengua recibe gran cantidad de influencias lingüísticas por parte de las lenguas clásicas: latín y
griego. El habla de Castilla comienza a confundir los sonidos [b] y [v] del español medieval y deja de pronunciar
la aspirada [h]. Por otro lado, se produce en el habla el ensordecimiento de los sonoros [dz], [z] y [¥], que se
empiezan a confundir con sus correlatos sordos [ts], [s] y [•], con las consiguientes vacilaciones ortográficas
entre Z / C / Ç, -S- / -SS- y G / J / X. La Gramática de la lengua castellana (1492), de Nebrija, constituye el
primer estudio detallado de la lengua hablada en España y uno de los primeros entre las lenguas vernáculas
europeas. La doctrina estilística de la época se encierra en la conocida frase de Juan de Valdés (1499-1541): "el
estilo que tengo me es natural y sin afectación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de
vocablos que sinifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es possible, porque a mi
parecer, en ninguna lengua stá bien el afetación".

Del castellano al español


Elevada por los Reyes Católicos al rango de gran potencia mundial, España se lanza con Carlos V a la conquista
de Europa y del Nuevo Mundo. Es entonces cuando el nombre de lengua española (o español) tiene absoluta
justificación, ya que el castellano dejó de ser simplemente la lengua local de Castilla para convertirse en el
idioma unificador de la recién creada nación española, y ser de esta forma la variante lingüística que los
colonizadores introdujeron en América. Como resultado de estos contactos comerciales, pasaron a la lengua
americanismos como maíz, patata, tabaco, huracán, tiburón, chocolate, etc. La lengua que se desarrolla a partir
del siglo XVI puede llamarse ya propiamente español clásico, que alcanza su máxima expresión literaria de la
mano de autores consagrados como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Góngora.

Como ya se dijo anteriormente, el fonema fricativo palatal sonoro [¥] empezó a confundirse con su correlato
sordo [•], que en el siglo XVII se transformó en el sonido velar [x] del español moderno (obsérvese los casos de
bajo y mujer, resultantes de dos fonemas distintos en español medieval). En Andalucía occidental se consolidó la
fusión de los fonemas fricativos alveolares /s/, /z/ (representados mediante S y SS) con sus correlatos
africados /ts/, /dz/ (representados mediante C, Ç y Z), que posteriormente adelantaron su articulación para dar
lugar a un único fonema dental con dos variantes articulatorias fundamentales: una dental [s] (origen del
fenómeno conocido como seseo) y una interdental [›] (origen del ceceo). La puntillosidad de los hablantes
españoles del siglo XVI relegó el pronombre personal tú a la intimidad familiar o al trato con inferiores, y
desvalorizó tanto su correlato formal vos que, de no mediar gran confianza, resultaba descortés emplearlo con
quien no fuera inferior. Para el resto de casos se empleaban las fórmulas vuesa merced (de cuya reducción
resultó el pronombre usted), vuestra señoría (origen de usía) o vuestra excelencia (origen de vuecencia). De
esta forma, en el siglo XVII se alcanzó el actual estado de la lengua en cuanto a este fenómeno pragmático: tú
es el pronombre de confianza y usted el de respeto. Este mismo uso es el que se trasplantó en América, aunque
en Argentina, Uruguay, Paraguay y América Central tú fue sustituido por vos, mientras que en Panamá, Chile,
Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia estos dos pronombres alternan.

Español contemporáneo
A partir del siglo XVIII, la lengua adopta progresivamente su actual forma, y entra en la étapa histórica que se
conoce como español contemporáneo. Un hecho fundamental fue la creación de la Real Academia de la Lengua
en 1713, en cuyo Diccionario de autoridades (1726-39) propone las reglas ortográficas principales del español
moderno: 1) la letra U se emplea únicamente como vocal, y V como consonante (eliminando así anteriores
grafías como vno o cauallo); 2) suprime la grafía Ç y distribuye el uso de C y Z según el esquema actual; 3) se
atiene a criterios etimológicos en el empleo de B y V (cuya pronunciación se había confundido por completo),
reservando la primera para los casos en los que en su étimo latino existiera una B o una P, y la segunda cuando
hubiera una V; 4) suprime la distinción entre las grafías -SS- y -S-, generalizando esta última; 5) reserva la letra
X para el grupo culto latino [ks], y propone la J para representar su antiguo sonido velar [x]; 6) elimina los grupos
consonánticos griegos y latinos reintroducidos en la lengua durante el período clásico. De esta manera, en 1815
queda fijada definitivamente la ortografía del español actual (los pocos cambios que se produjeron
posteriormente no fueron especialmente importantes). Durante esta época se introducen gran cantidad de
tecnicismos, galicismos y anglicismos en la lengua (mechánica, termómetro, fábrica; pichón, bisutería, chófer,
garaje; club, líder, turista).

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APÉNDICE

Generalidades
A la lengua española se la considera constituida como tal en el siglo X, en una zona al norte del Ebro, en el
límite con el vasco (que entonces llegaba hasta el sur de la actual provincia de Álava), por lo que se ha hablado
de lengua vascorrománica. Tiene como primera documentación las Glosas Emilianenses, anotaciones a un
manuscrito latino entre las cuales se encuentra un texto más largo, una oración, que dice así:

conoajutorio de nuestro dueno, / dueno Christo, dueno Salbatore, / qual dueno get ena honore, / equal duenno
tienet ela mandatjone / cono Patre, cono Spiritu Sancto, / enos sieculos delosieculos. / Facanos Deus ompipotes
tal sebitjo / fere ke denante ela sua face / gaudioso segamus. Amem

[con la ayuda de nuestro señor, señor Cristo, señor Salvador, el cual señor tiene el honor, el cual señor tiene el
poder con el Padre, con el Espíritu Santo, en los siglos de los siglos. Háganos Dios omnipotente hacer tal
servicio que delante de su rostro seamos bienaventurados. Amén]

A lo largo de los ocho siglos de la Reconquista fue expandiéndose hacia el sur y abriéndose en la llamada cuña
castellana, limitando la extensión de los otros romances peninsulares e imponiéndose como lengua literaria y
científica. Tras el descubrimiento de América en 1492 fue llevada a este continente, donde se habla actualmente
en los Estados Unidos de América (donde es lengua histórica de algunos estados, como California, Arizona,
Nuevo México y Texas, o lengua más de inmigración en otros, como Florida); al sur del Río Grande se extiende,
en convivencia más o menos marcada con diversas lenguas amerindias, por México, Guatemala, Nicaragua,
Honduras, El Salvador, Costa Rica, Panamá, Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Colombia, Venezuela,
Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina y Chile. También es ampliamente usada en zonas del
Brasil, por la afinidad del portugués brasileño y el español y por la expansión de ese país por territorios de
lengua española originaria. Por el Pacífico se llevó a las Islas Filipinas y Marianas, donde ha dejado huellas en
las lenguas locales, además de ciertos restos en sectores limitados de la población y, a partir del siglo XIX, se
introdujo en África, donde se habla en Guinea Ecuatorial y en la llamada República Árabe Saharaui Democrática,
campamentos de refugiados en la frontera entre el Sahara y Argelia, además de en las ciudades españolas de
Melilla y Ceuta, en el Mediterráneo. El español europeo se habla en un amplio territorio de la Península Ibérica
(en parte de la cual convive con el vasco, el gallego, el catalán y otras hablas románicas, como asturleonés y
aragonés), en las Islas Canarias y, junto con el catalán, en las islas Baleares. Las diferencias locales y
dialectales no impiden una gran cohesión y una fácil inteligibilidad entre los hablantes, apoyada en una literatura
de gran prestigio. Existen dos normas o criterios de corrección: la norma peninsular, con el sonido /›/ para la
grafía z (o c delante de e, i), leísmo (uso de le por lo) y mayor frecuencia del pretérito perfecto compuesto (he
cantado), por dar una caracterización rápida; y la norma atlántica (que en realidad empieza en Andalucia, por lo
que históricamente se llama sevillana), con seseo, preferencia o uso exclusivo de ustedes sobre vosotros,
tendencia al uso etimológico de los pronombres átonos y mayor empleo del pretérito perfecto simple (canté). Se
estima que el número de hablantes del español hacia el año 2000 rondará los quinientos millones.
La lengua española es conocida con dos nombres, lengua española o lengua castellana, e incluso con términos
históricos como lengua española castellana.

En un libro cuyo título es ya por sí significativo (Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres
nombres), Amado Alonso habló, en primer lugar, de cómo las nuevas lenguas necesitan nuevos nombres, para
identificarse frente al latín. La distinción se inicia en latín vulgar con el término romanice, equivalente a romana
lingua, frente a latina lingua. Esta conciencia de cambio de lengua pasa a las designaciones en las nuevas
lenguas, y así, p. ej., el castellano diferencia lengua vulgar o romance de lengua latina (vb. gr., en el proemio de
la traducción de la Eneida por el marqués de Villena).

Un tercer paso se da cuando las designaciones romances incluyen la referencia geopolítica: al valor identificador
y peculiarizante típico de lo castellano, frente al latín y los otros romances, corresponden términos como
lenguaje de Castilla, nuestro lenguaje de Castilla, nuestro romanz de Castilla, el propio romanz castellano, el
castellano, en nuestra lengua, en el lenguaje (junto a vulgar, romance, lengua vulgar, como se ve en los títulos
de los libros).

Poco a poco se va implantando el término español, a cuyos aspectos formales nos referiremos luego, a medida
que se va formando el concepto de nación (y con un amplio valor hispánico, pues los propios portugueses se

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incluyen en el gentilicio, por su sentido latino de Hispania). El término español, por tanto, --dice A. Alonso--
comporta en su expansión un aspecto de la ideología renacentista. Castellano, sin embargo, persiste, y esa
persistencia requiere una explicación. Para darla, A. Alonso recurre al recuento de títulos de libros, con lo que
quiere apoyar su criterio de que se debe a inercia del arcaísmo; en efecto: castellano domina en la primera mitad
del siglo XVI de modo amplio, aunque ya desde 1495 hay títulos en los que aparece español. La abundancia de
traducciones aporta un buen material. El propio autor, no obstante, señala que la argumentación pierde fuerza si
notamos que gran parte de los usos de español no están en el libro en sí, sino en glosas, apostillas, o sólo en
registros (como el de Hernando Colón) y bibliografías.

Una serie de circunstancias constituyen los argumentos históricos enumerados como explicación de la extensión
de español. En primer lugar, el carácter más amplio, que empalma con la idea renacentista-imperialista de
universalidad. El castellano se siente sucesor del latín; como instrumento nacional y político la lengua se vincula
al Imperio, y se extiende a todos los pueblos que sostienen la idea, es decir, a toda Hispania, haciéndose
español. La anécdota característica es bien conocida: el 17 de abril de 1536, lunes de Pascua de Resurrección,
el emperador Carlos V, de regreso de Túnez, se dirigió en español al papa Paulo III, los embajadores de Francia
y Venecia y el Consistorio Vaticano, para justificar su política de enemistad con el rey francés, aliado de los
turcos, en un famoso discurso. En su respuesta a la protesta del obispo de Mâcon, embajador francés, por no
haber usado la lengua internacional de entonces, el latín, el rey-emperador replica: Señor obispo, entiéndame si
quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida
y entendida de toda la gente cristiana.

Sin entrar en disquisiciones acerca de si Carlos I se había visto obligado a hablar en español como
consecuencia de su deficiente conocimiento del latín (sobre lo cual tenemos testimonios, algunos
contradictorios), no cabe duda de que del rey de España no podemos decir que fuera castellano: nacido en
Flandes y nieto del rey de Aragón, Cataluña y Navarra, lo castellano es sólo una parte de su propia herencia
personal.

Esta observación coincide con el segundo argumento en favor de la extensión de español (y que ya fue causa
del origen de la palabra misma): más allá de los Pirineos se ve lo que los españoles, en común, tienen de
diferente frente a los otros pueblos, y no se precisan particularismos, ignorándose la peculiaridad de lo
castellano. Los dos términos siguen siendo intercambiables, sin embargo, lo que puede observarse, por ejemplo,
en la referencia de A. Alonso al libro siguiente:

Juan de Miranda publica en Venecia, 1569, para los italianos de la Señoría, unas Osservationi della lingua
castigliana, y en ellas habla con evidente satisfacción de il nostro spagnuolo idioma, y hasta con el título mismo
se continúa así: divisi en quatri libri: ne quali sinsegna con gran facilita la perfecta lingua spagnuola.

En favor de español interviene también un tercer argumento, el paralelismo con los nombres de los otros idiomas
nacionales (francés, inglés, italiano), que el autor une a un cuarto: la concepción del idioma nacional coincide
también con un cambio de forma interior: El nombre de castellano había obedecido a una visión de paredes
peninsulares adentro; el de español/ miraba al mundo (p. 31).

Pese a todo, castellano persiste, lo que hace necesaria una segunda explicación de su supervivencia, que vaya
más lejos de la simple inercia de un arcaísmo; se va así al contenido sociopolítico: millones de campesinos han
sentido siempre la entidad nacional y sus problemas mucho más débilmente que en las ciudades, explicación
que continúa en una tercera, que sigue a la anterior también lógicamente: puesto que castellano cambia su
contenido, ampliándolo y haciéndolo coincidente con español, muchos autores pueden utilizar uno u otro
nombre. A partir de ahí se llega al uso más curioso, por lo que supone de eclecticismo, que es la unión de
ambos adjetivos, en las combinaciones castellana-española o española-castellana, como en el Arte de Gonzalo
Correas.

Tras estas explicaciones de la pervivencia de castellano, queda, sin embargo, un quinto argumento a favor de
español: desde finales del siglo XVI, salvo rarísimas excepciones (debidas a autores españoles que escriben
fuera de su patria), el término aceptado mayoritariamente en los países hispanohablantes para referirse a la
lengua común de España es el de español.

En esta situación se plantea, según A. Alonso, el conflicto, estudiado al recoger la opinión del anónimo autor de
la Gramática de la Lengua Vulgar de España, que nos permite situarnos ante un aspecto del problema que
condiciona su evolución: había un grupo de autores que seguían usando castellano; este grupo no debió de ser
muy polémico, porque no hemos notado señales ostensibles de encono. Otro grupo se resistía a usar este

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nombre, porque le parecía que equivalía a colocar a Castilla en lugar preeminente. Notemos que todavía hoy
podemos notar esta actitud (en Andalucía, por ejemplo).

Cuando se rechaza castellano quedan dos opciones: o usar español, o crear una designación nueva. No
obstante, el uso de español pudo no resultar satisfactorio para algunos autores que tampoco querían usar
castellano, porque la lengua de Castilla era (y es) una entre las varias lenguas españolas. Llamarla lengua
española sería así otorgarle un privilegio injustificado. Esta postura también es importante, porque se traduce
hoy en aspectos del problema en las regiones bilingües.

La tercera solución, crear un nuevo término, tampoco ha prosperado: el anónimo de Lovaina usó lengua vulgar,
pero la evolución del significado de vulgar, que de contrapuesto a latino ha pasado a contrapuesto a culto,
hubiera impedido la adopción de este término, en todo caso. Tampoco esta solución parece ser muy necesaria,
porque hay que tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, el hablante no se para a medir y calibrar las
diferencias entre uno y otro término. A. Alonso dice, en concreto, que el hispanoamericano que dice castellano
no piensa, cada vez que lo dice, que esa lengua se originó en Castilla. Se puede añadir fácilmente que el gallego
o catalán que oye decir español en vez de su más usual castellano no se para a pensar a cada momento que así
se cambia el esquema de equivalencias de las lenguas peninsulares. La designación se percibe así como un
nombre propio, por lo que deja de sentirse lo que pudiera haber de hiriente en el adjetivo especificativo
pospuesto (posposición tanto más necesaria por tratarse de un adjetivo de relación).

Tendríamos así que un sexto argumento en favor de español coincidiría con una cuarta explicación de la
pervivencia de castellano: ambos han pasado a tener un valor más cercano al nombre propio que a la
especificación originaria. A ello habría que sumar, aunque cada vez con menos fuerza y como quinta explicación
de la pervivencia de castellano, una vaga conciencia de los hablantes, con una antigüedad que remonta a varios
siglos, sobre el supuesto prestigio de la lengua hablada en Castilla. A. Alonso cita ejemplos renacentistas a los
que todos podríamos añadir esos elogios que se oyen con alguna frecuencia, sobre todo entre el pueblo, sobre
el habla de Burgos o de Valladolid. No hace falta insistir en lo impreciso de tales afirmaciones generalizadoras.

Cuando A. Alonso insiste, a continuación, con una magnífica exposición de las ideas de los literatos del Siglo de
Oro (especialmente los no castellanos), en la preferencia por español, y en cómo se siente que lo español es
unitario y universal, lo hace para luego hablar del término castellano en el XVIII como castizo y regionalizante.
No negamos con ello, de ningún modo, el interés y valor de los argumentos de un Fray Luis de León, Ambrosio
de Morales, Herrera o Correas, pero sí queremos insistir en la evolución del punto de vista. Lo que se debate
ahora es, básicamente, un problema de prestigio: cuál es el ideal, el modelo teórico de la lengua, si es que
existe, y no cuál pueda ser la mejor designación de esa lengua.

Los argumentos que emplea Amado Alonso al hablar del siglo XVIII pueden puntualizarse en lo que se refiere a
la denominación de la Real Academia, su gramática y su diccionario. La Academia se llama Española por
imitación de la francesa, y porque con esta denominación no hay equívocos (puede ser académico cualquier
español, y no sólo los castellanos). El diccionario, en cambio, es de la lengua castellana, según las Actas del 14-
XII-1793, y así será hasta 1924, pues a partir de esta fecha será de la lengua española (cambio de
denominación que se extiende a todas las obras y documentos académicos). La decisión primera a favor de
castellano no tuvo nada que ver con que Castilla sea el solar de su idioma y su árbitro, ya que ese papel arbitral
no aparece en parte alguna y, además, los académicos creían, erróneamente, que la cuna del idioma era astur-
gallega. Rechaza luego la solución centralista borbónica, pues el Diccionario de Autoridade s (primero de la
Academia) se abre con amplitud a las voces periféricas y se preocupa especialmente de su recolección. La
Academia Española ha desarrollado una labor en favor de los dialectos que no tiene parangón en instituciones
normativas similares. La diferenciación castellano/español aparece en la designación de los documentos
oficiales, ya que en los textos de los académicos (los Prólogos del Diccionario, p. ej.) los dos adjetivos son
intercambiables. Sin embargo, los textos de los académicos no se hacen siempre eco de la opción institucional.

Aunque la Academia se llame Española, en la Aprobación del Diccionario (1724) por don Fernando de Luján y
Sylva se lee: He visto con todo cuidado y atención el Diccionario de la Lengua Castellana compuesto por la Real
Académia de ella. En el prólogo, en cambio, se altera el adjetivo: Entre las Lénguas vivas es la Españóla, sin la
menor duda, una de las más compendiosas y expresivas; La Léngua Españóla, siendo tan rica y poderosa de
palabras y locuciones, quedaba en la mayor obscuridad...; El libro del Thesoro de la Léngua Castellana. o
Españóla, que sacó a luz el año de 1611. Don Sebastian de Covarrubias [es el título del libro]; A este sabio
Escritor [Covarrubias] no le fué facil agotar el dilatado Océano de la Léngua Españóla; Como basa y fundamento
de este Diccionario, se han puesto los Autóres que ha parecido a la Académia han tratado la Léngua Españóla
con la mayor propiedad y elegáncia. Así se sigue hablando de la Lengua Española y de Nacion Española y su
Léngua (p. 11).

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En la p. IV habla de Orthographia Castellana, y en la V, donde se refiere a voces no usadas en el reino de
Castilla, pero aceptadas en el diccionario, y a las de germanía, justifica la introducción de voces de este segundo
tipo por ser casi todas las dichas palabras en su formación Castellanas. Luego ya habla de voces Castellanas
antiguas (ibid. pár. 11) para hablar de Léngua Españóla en el pár. 12 (pág. VI). En la p. VII, 618: convertir... la
voz Castellana en otra Latina y, a continuación, por evitar no volver la voz Españóla en otra Latina. La pág. VII,
pár. 22, incluye otro ejemplo de Léngua Españóla.

En el prólogo, en resumen, español domina claramente a castellano, a pesar del lengua castellana del título.

Una prueba más de la sinonimia castellano/español en lo lingüístico tenemos en el cap. V, en el primero de los
estatutos de la Real Academia (pág. XXIX del Diccionario):

Fenecido el Diccionario (que como vá expressado en el Capítulo priméro debe ser el primer objeto de la
Academia) se trabajará en una Grammatica, y una Poética Españolas, e História de la léngua por la falta que
hacen en España.

Sabiendo, como sabemos, que ha sido redactado cada uno de los discursos proemiales del Diccionario de
Autoridades por autor distinto, no extrañará que haya ligeras divergencias en las preferencias por uno y otro
término. Frente a la vacilación registrada en el Prólogo, escrito por don Juan Isidro Fajardo, se observa una
preferencia clara por lengua castellana en la Historia de la Academia, redactada por el P. José Casani. Nuestra
última cita nos mostraba otra vacilación en los estatutos, a la que podemos añadir ahora la importante precisión
del primer párrafo del Discurso Proemial sobre el Origen de la Lengua Castellana (p. XLII), obra de don Juan de
Ferreras:

La Léngua Castellana. que por usarse en la mayor y mejor parte de España suelen comunmente llamar
Española los Extrangéros, en nada cede a las mas cultivadas con los afanes del arte. y del estúdio.

El mismo P. Casani, de cuya preferencia por lengua castellana acabamos de hablar, en su discurso de las
Etimologías emplea español como equivalente a lengua española o castellana (p. LX):

Las partículas compositivas en nuestro Españól son...

A estos textos, ya suficientemente explícitos, se puede añadir un precioso testimonio, procedente de los Papeles
y Legajos de Gramática, descubiertos en la biblioteca de la Academia por Ramón Sarmiento. He aquí un
interesante texto del tomo 1, fol. 21 a b:

La gramática española en primer lugar deberá tratarse en el idioma propio, esto es en castellano, por que
haviendo de ser precisamente su fin el de enseñar a hablar, y escribir rectamente en el no puede ofrecerse duda
en que esto principalmente mira al español, que por lo mismo que esta es su lengua, tiene mas necesidad que el
estrangero de saberla con perfección, y por consequencia primer derecho a la instrucción, por cuio medio lo ha
de conseguir.

La variación de términos --gramática española, castellano, su lengua [del español]-- se observa de nuevo,
también por razones de alternancia estilística, en otros textos, como, a continuación, fol 21 d:

[Traducir la gramática al latín] puede hacerse con la Gramatica española para hacerla mas universal. Nuestro
Maestro Correas puso en español su Arte Castellana, y tambien Paton sus instituciones.

No quiere esto decir que la alternativa hoy se vea como una simple variación estilística (aunque sea así en
algunos autores). Ya hemos indicado algunas preferencias por castellano o por español: otras distinciones
históricas pueden haberse perdido, como la preferencia del campo por castellano y de la ciudad por español,
señalada por Amado Alonso. Es probable que la cuestión, para las generaciones más jóvenes, haya perdido
interés y, desde luego, virulencia. En el fondo, a menos que se use uno de los términos con carácter
especificador e intención poco clara, casi nadie se ofende porque su interlocutor emplee uno u otro. Hay también
otros usos, menos extendidos, como idioma nacional, que en Argentina y México alternó con castellano en cierta
época y que ahora pervive sin ciertas connotaciones pasadas, salvo para los nostálgicos. También existen
idioma patrio, lengua patria, lengua nacional e, incluso, idioma nativo. Otra solución puede ser la apuntada por
Menéndez Pidal en La lengua española, artículo inaugural de la revista Hispania (California), 1918, publicado de
nuevo en el Cuaderno I del Instituto de Filología de Buenos Aires. Don Ramón dejaba castellano para la lengua
del Cantar de mio Cid y español para la lengua en cuyo florecimiento estético colaboraron todas las regiones de

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España. Como uso muy curioso de estratos rurales, entre indios y criollos, tenemos hablar la castilla, entender la
castilla, y el uso de castilla como adjetivo.

La pasión desatada en torno a la denominación no ha sido motivada por un nominalismo bizantino, sino porque
detrás de cada designación puede haber, en muchos casos, una manera de interpretar la historia de España. La
historia espiritual de estos nombres --concluye Amado Alonso-- no es nada más que la enredada historia de los
sentimientos y de los anhelos, de la fantasía y de los impulsos activos, nuestros y de nuestros antepasados
lingüísticos, con relación al idioma común.

La tendencia a la interpretación regionalista de la constitución de España se opone, por ejemplo, al centralismo


de un país fuertemente unitario, como Francia, cuya lengua, hablada por senegaleses, polinesios, canadienses o
belgas, es tan francés como para los mismos franceses. Coincide, sólo parcialmente, el probiema de la
denominación de la lengua (quizá más en América) con el problema de designación del inglés: English es el
término general, y también England es una región del Reino Unido, región aglutinadora por más señas. En
cambio, los americanos diferencian su acento del de los insulares con la oposición American accent/British
accent (y no English accent).

La conclusión pueden ser las palabras de Camilo José Cela en el discurso inaugural del Ateneo, que no llegó a
pronunciar:

España es país, o puzzle de países, con tantos meridianos como vientos tiene la rosa de los vientos, y ahí,
precisamente ahí, reside su riqueza. La cultura española, que es lo que debe preocuparnos, puede y debe
expresarse en cualquiera de las cuatro lenguas españolas, y su serena contemplación y su flexible convivencia
ha de ser el denominador común de nuestro interés culto.

La diversidad terminológica que hemos repasado, si se toma como signo de riqueza, y no de disgregación,
ennoblece; por ello debe actuarse con la máxima tolerancia en estos problemas de denominación, y dejar que
cada hablante, en cada región o país, emplee la que considere más adecuada, sin sobresaltos anacrónicos. Lo
que no conviene olvidar es que la designación de lengua oficial no añade nada al lustre cultural de una lengua.
Con palabras de Cela, en el discurso citado, podríamos decir que el castellano es la lengua común de todos los
españoles. Repárese que es más importante, bastante más importante, y duradero y glorioso, ser la lengua de
Cervantes, de Quevedo y de Fray Luis, que ser la lengua del Boletín Oficial del Estado.

Español: palabra extranjera


Fue el suizo Paul Aebischer, en 1948, quien señaló primero este origen necesario, tras insistir en la imposibilidad
de que de uno de los tres gentilicios latinos (Hispanus, Hispaniolus, Hispaniensis) pueda salir español. Esta
última palabra puede proceder, según las dos distintas teorías, de hispanionem o de hispaniolem, formas ambas
reconstruidas, no documentadas en latín. La primera forma, con evolución explicada por el paso disimilatorio n -
n > n - l, difícilmente aceptable, fue apuntada, dubitativamente, por Friedrich Diez y aceptada por Meyer-Lübke y
Menéndez Pidal. La forma españón, sin disimilar, existe (aunque no muy abundantemente documentada), pero
falta cualquier lazo que la conecte con español. Habrá que volverse, por razones que Aebischer desarrolla, a la
segunda forma, lo que supondría una derivación desde lenguas extrapeninsulares y, concretamente, desde el
provenzal, donde la terminación -ol, sin diptongar, es abundante.

Esta es la tesis aceptada por Américo Castro y Rafael Lapesa, para quien el romanista suizo Paul Aebischer
dilucidó el asunto de manera definitiva. La prueba de Aebischer es irrebatible, pues se apoya en testimonios de
español en el Languedoc desde el siglo XI, incluso como nombre propio, lo que prueba un arraigo de la
denominación indiscutible. Desde Provenza vuelve a entrar en la Península Ibérica, con la oleada de términos
que los francos introducen en el siglo XII por las vías de peregrinación y el dominio religioso de Cluny. Así, M.
Coll i Alentorn y Manuel Alvar lo documentan en Aragón desde 1129 y 1131. En Soria aparece en 1141; Ricardo
Ciérvide lo halla en un texto navarro de 1150, en Cataluña lo recoge Aebischer desde 1192, Lapesa lo
documenta en Castilla a partir de 1191. Maravall señala, utilizando el Cartulario de la Catedral de Huesca,
veinticuatro menciones de Español, con variantes en la grafía (variantes que no incluye), que se extienden desde
1139 a 1211, lo que daría una gran difusión nortearagonesa, en coincidencia con el Bearne, anterior al paso a la
zona de Toulouse. Esta documentación nos ofrece la forma español antes incluso que españón (h. 1240-1250),
lo que puede hacer pensar que esta segunda forma sea acomodación de la primera, según el tipo gascón,
bretón.

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La aplicación del término, por tanto, se da primero a catalanes y aragoneses y más tarde a los castellanos. Al rey
Enrique III (r. 1390-1406) se refiere un decir de Alfonso Álvarez de Villasandino, en el fol. 64 r del Cancionero de
Baena (h. 1445-54):

Rey de grant /. magnjficencia


muy poderoso /. español
pues / non escallenta el sol
otro de mayor / . prudençia
sabet que / . con mj dolencia
yo no valgo /. un caracol
antes me juggan por ffol
los dela / . gaya çiençia

Español, pues, perteneció a la misma oleada que aportó palabras que hoy son tan castizas como solaz, donaire,
fraile, monja, homenaje o deleite. La razón por la que fue necesario que viniera de fuera está ligada a una visión
también externa de la historia de España. Los habitantes del norte de la Península eran, todos ellos, cristianos,
frente a los moros del sur; entre sí eran leoneses, castellanos, catalanes, etc., y con estas denominaciones
satisfacían sus necesidades comunicativas. Al norte de los Pirineos, sin embargo, se imponían otras
denominaciones: el particularismo de leonés o castellano no tenía ya objeto, lo que el habitante de la antigua
Galia buscaba era un nombre que cuadrase a los habitantes de Hispania (diferenciados de los moros). Cristiano
no era término que pudiera emplear, puesto que franceses y provenzales eran también cristianos y, por otro
lado, a diferencia de los cristianos de Hispania, para los de Francia y Provenza este término era sólo religioso,
no político: necesitaban un término, por decirlo así, laico, y español satisfizo esta necesidad. El término, luego,
hizo fortuna y fue adoptado por aquellos a quienes designaba.

La base del español


Al estudiar históricamente una lengua (entidad que, necesariamente, es histórica), tenemos que considerar cuál
es su antecedente lingüístico, es decir, de qué otra lengua procede en lo fundamental, de cuál deriva su léxico,
han evolucionado su Morfología y su Sintaxis, y desde dónde se ha transformado su Semántica. En el caso del
español, debemos tener en cuenta que su base es el viejo dialecto castellano medieval, procedente del latín de
Hispania. En este latín hispánico perduran restos de las lenguas prerromanas, anteriores a la colonización
itálica; restos no sólo en el léxico (donde tampoco son demasiado abundantes), sino en condicionamientos
estructurales, especialmente, parece, en la Fonología. Estos son los llamados fenómenos sustratísticos, y las
lenguas prerromanas las lenguas de sustrato. El ibérico, el vasco y el celta son los principales sustratos del latín
hispánico que evolucionó hasta el castellano.

Esta evolución ha sufrido, además, dos tipos de influencias: la superestratística de la lengua, distinta, hablada
por la clase dominante durante una época, pero que no llegó a desplazar a la lengua latina evolucionada
hablada por el pueblo en las distintas regiones peninsulares; y la adstratística o de contacto en inmediata
vecindad territorial, o parcial superposición. Caso de superestrato es, en relación con las hablas del sur, el griego
bizantino hablado en la Bética por los conquistadores del Imperio de Oriente (desde la época de Atanagildo
hasta la de Suíntila, siglos Vl-VII) durante unos sesenta años, o --asimismo-- el del germánico (en distintas
variedades) hablado por los pueblos de esta etnia que conquistaron la Hispania Romana (suevos, vándalos,
alanos, visigodos). La penetración e influencia real de estos superestratos lingüísticos es bastante discutible,
porque, al menos en el caso de los visigodos, parece poco probable que no hablaran latín –más o menos
germanizado--, teniendo en cuenta que su larga migración hasta la Península Ibérica les hizo recorrer, durante
siglo y medio, el Imperio Romano, desde el Danubio al Tajo.

Después de estos superestratos, el romance hispánico estuvo sometido a la compleja influencia del árabe, que
actuó de dos maneras; como superestrato, en las zonas en las cuales los sometidos hablaban romance y los
conquistadores musulmanes árabe, y como adstrato o lengua vecina de contacto, en aquellas otras en las que
no se hablaba árabe (como lengua natural de la sociedad), pero se sufría la tremenda influencia del modo de
vida y la cultura de los musulmanes andalusíes, arabizados, mucho más desarrollados y refinados que los
cristianos del norte. Ésta fue la última gran influencia, por contacto directo, sufrida por las lenguas romances
peninsulares, que luego irían recibiendo aportaciones de otros idiomas, sobre todo italiano, francés e inglés, pero
ya sin la penetración en la constitución de la morada vital que caracteriza a las aportaciones del árabe.

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Las lenguas de sustrato
A. Tovar postuló, con razones bastante convincentes, la existencia de una base lingüística norteafricana que se
extendería hasta la Irlanda precéltica. Relacionados con esta base estarían los dialectos iberos, y quizá el vasco,
lengua no ibérica.

Los iberos ocupaban la zona suroriental de la Península, en el centro estaban los celtíberos (que escribían su
lengua céltica con alfabeto ibérico), y en la zona noroccidentai tendríamos que colocar primero unos pueblos
paracélticos, a los que se sobreponen luego los celtas. Para Tovar es fundamental el bilingüismo latino-celta de
esa zona noroccidental para explicar una serie de fenómenos romances posteriores: lenición (sonorización de
sordas intervocálicas y fricación de oclusivas sonoras), palatalización e inflexión por yod (sonido palatal
semivocálico o semiconsonántico). La identidad de estos pueblos anteriores a los celtas es muy discutida y está
en relación con el complejo problema de los ligures, ilirio-ligures o ambroilirios, pueblo cuya existencia y
extensión habían sido rechazadas por los investigadores, aunque ahora parece necesario admitirlas.

Entre los rasgos que parecen típicamente ligures podemos citar el sufijo -asco de Viascón (Pontevedra),
Tarascón (Orense), Balasc (Lérida), Benascos (Murcia), nombres que tienen relación con otros topónimos que
se extienden hasta el norte de Italia. También parece ligur el conocido Velasco, formado sobre bela cuervo. Ilirio-
ligures parecen Badajoz y aquellos cuya raíz es borm, bord o born, así como el -ona de Barcelona, Ausona y los
derivados de carau piedra. Los ambrones aparecen en los topónimos Ambrona, Ambroa, Hambrón de Soria,
Coruña y Salamanca.

Los celtas nos han dejado nombres de antiguas ciudades fortificadas en las que aparecen los sustantivos briga o
dunum fortaleza, como Coimbra, Besalú o sego segi victoria, como Segovia. También es celta el sufijo -acu de
Buitrago (con sonorización). De los ártabros de La Coruña es propio el sufijo -obre muy frecuente en topónimos
entre Coruña y Ferrol.

Por medio de la escritura ibérica se representan dos lenguas: el ibero (para la que fue creada) y el celtíbero
(para la que se utilizó, aunque tiene sonidos irrepresentables con la escritura ibera). Los intentos para descifrar
esta escritura, antes de Gómez Moreno, se hicieron sólo sobre la escritura ibérica. El primero fue Antonio
Agustín (1587); en los siglos XVII y XVIII varios investigadores de origen nórdico intentaron clasificar monedas
hispánicas, suponiendo que estaban en letra visigoda; en 1752, Luis José Velázquez (Ensayos sobre los
alfabetos de letras desconocidas) señaló que debían hacerse comparaciones con otros alfabetos y realizó una
distinción entre el celtibérico, fenicio y turdetano. Por fin, en 1922, Gómez Moreno publica su primer trabajo,
Epigrafía ibérica: el plomo de Alcoy, donde aporta ya resultados, aunque sin decir cómo los ha obtenido. Habrá
que esperar a 1943, cuando, en La escritura ibérica y su lenguaje explica los pasos que fue dando hasta llegar a
descifrar la escritura ibérica.

El íbero
Gómez Moreno llegó a la conclusión de que su escritura era un semisilabario. Restableció las cinco vocales y,
después, las seis consonantes (l, r, m, n y dos tipos de s), partiendo de textos latinos donde aparecían nombres
ibéricos, sobre todo del Bronce de Áscoli, plancha que se conoció en 1808 ó 1809.

Vio que no aparecían consonantes aspiradas y que había seis oclusivas sordas y seis sonoras, aparte de cuatro
signos claramente silábicos: ka, ke, ko, ku. La p era muy rara y existía una nasal de correspondencia no bien
determinada. Recogiendo todos estos datos, puede decirse que el semisilabario consta de los siguientes
elementos:
-- Un signo diferenciado para las vocales.
-- Un signo diferenciado para líquidas y nasales.
-- Dos tipos de [s]
-- Un signo único para cada grupo de oclusivas combinadas con las vocales, sin distinción de sordas y sonoras.
-- La [p] no existía, salvo en ejemplos escasos como luspana.

Fue aplicando el sistema, comprobándolo con los topónimos conocidos y leyendo otros textos donde había
nombres parecidos o idénticos a los que se leían en inscripciones hispanorromanas.

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El tartesio
Gómez Moreno, en este caso, dudó en interpretar su escritura como un semisilabario. En su última obra,
publicada en 1961, llamó a esta escritura bástulo-turdetana. Recoge un texto de Estrabón en el que se dice que
los tartesios eran el pueblo más culto de Hispania; otros autores antiguos hablan de que tenían escritura y de
que ésta era de gran antigüedad. Puede dividirse esta escritura en dos grupos:

a) La que se encuentra en textos de la parte de Levante y del sur (Murcia, Albacete, Almería..., hasta la zona de
Jaén).
b) La puramente turdetana o tartesia (Algarbe). Los textos de esta zona son los que más problemas plantean,
sobre todo respecto a la carencia de uniformidad en las opiniones sobre la antigüedad de los textos (se
consideran del siglo V o VI, pero Maluquer opina que se debe pensar en los siglos II ó III; la diferencia, pues, es
muy grande).

El plomo de Alcoy
La escritura jónica del sureste (en terminología de Gómez Moreno) o greco-ibérica (según Maluquer). En Alcoy
se descubrió un plomito hacia 1920 ó 1921 en el que se creyeron ver signos ibéricos. Sin embargo, Gómez
Moreno llegó a la conclusión de que los dieciséis signos que tenía no podían ser nada más que griegos. Es una
adaptación indígena de un alfabeto jónico.

Problema del celtibérico


En Hispania no se hablaba un solo tipo de lengua cuando llegaron los romanos. Algunas de ellas no son
indoeuropeas (el ibero) y de otras no se sabe con seguridad si lo son (es el caso de los textos del Algarbe,
emparentados, según unos, con las lenguas orientales y, según otros, con la indoeuropea). Los demás restos
lingüísticos han de relacionarse con las lenguas indoeuropeas, con un rasgo común a todos: un cierto arcaísmo,
ya que en Hispania acaban todas las inmigraciones.

Sólo dos grupos de lenguas se conocen por textos: el celtibérico y el lusitano. Las demás se pueden estudiar
indirectamente, mediante la onomástica, la toponimia, etc.

Centrándonos en el celtibérico, los textos conocidos se encuentran en el valle del Ebro, zonas próximas a Soria,
Guadalajara, Zaragoza, Burgos, Palencia, una estela en Ibiza, Teruel y Segovia, y están escritos en la misma
escritura ibérica (los más tardíos, en latina). Hay incluso monedas con las dos escrituras: latina e ibérica. Nos
encontramos aquí con el terreno mejor conocido desde el punto de vista lingüístico, ya que aparecen
desinencias casuales, formas verbales, partículas..., que, por lo que sabemos del latín, griego u otras lenguas
indoeuropeas, pueden reconstruirse aunque no traducirse.

Contamos con dos bronces: el de Luzaga (relativarnente reciente) y el de Botorrita. Con el celtiberismo del
primero no ha habido problemas; sí con el de Botorrita, texto considerado como el más largo del celta
continental. Posee dos caras, con 11 y 9 líneas escritas respectivamente. Como es tardío, no es de extrañar que
contenga algunos latinismos (ya estaban los romanos en Hispania). El problema esencial que plantea el bronce
de Botorrita no es el de la lectura, sino el de la traducción del texto leído. Muchos especialistas (Lejune, Tovar,
Hoz, Michelena) opinan que corresponde a una lengua indoeuropea. La cuestión se relaciona con la extensión
de los celtíberos y su lengua, que pudo llevarse hasta cerca del Ebro, pero que utilizó el alfabeto ibérico y que,
en la época tardía en que fue labrado el bronce se habría insertado en un nuevo sistema. (Se data en el siglo I
a.C.). La publicación del bronce hallado por Antonio Beltrán en Botorrita, cerca de Zaragoza, es, sin duda, el
testimonio más importante de las lenguas prerromanas de Hispania que se nos ha conservado.

Vascoiberismo
Desde el siglo XVI se ha hablado del parentesco entre el ibero y el vasco. Antonio Beltrán opina que las
coincidencias no han llegado a permitirnos traducir el ibero por el vasco actual y bien podría afirmarse que no
existe identidad entre uno y otro idioma en la forma que los conocemos. Es difícil que se trate del mismo idioma

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o que el vasco moderno derive directamente del ibero; pero es innegable que tiene relaciones que, a veces, son
muy profundas, lo que nos obliga a pensar en una raíz común que explicaría las lecturas que él aporta.

En cuanto a los lazos que existieran entre el vascuence y los otros idiomas prerromanos de la Península --nos
dice Rafael Lapesa--, el problema lingüístico suele aparecer mezclado con cuestiones étnicas. Hoy no suele
admitirse una comunidad racial; hay quien admite que los dos pueblos son ramas distintas de origen caucásico,
pero la procedencia africana de los iberos parece indudable, e incluso se puede pensar en un posible influjo de
los iberos sobre los vascos, pueblo menos elevado culturalmente.

Así pues, hoy predomina una inclinación por separar el vasco del ibero, atribuyendo el primero a la capa
hispano-caucásica y el segundo a la euroafricana. Se suma a ello el problema de que no sabemos casi nada del
vasco arcaico y que la lengua que hoy se habla, llena de latinismos, castellanismos y galicismos, bien puede
estar también llena de iberismos, lo que explicaría las coincidencias (más bien escasas, según Tovar), que han
dado pie a la tesis vasco ibérica, del tipo iri/ili ciudad, berri nuevo. Una idea de la complejidad de la cuestión
puede darnos este párrafo de Tovar:

Especialmente resonante ha sido la coincidencia señalada ya hace más de veinte años entre la inscripción
ibérica gudua deisdea (...) y las palabras vascas gudu guerra y dei > llamada => deitu llamar. La dificultad mayor
es que gudu parece ser un préstamo germánico en el vasco, y dei, sobre todo en la forma verbal deitu, recuerda
demasiado al románico dictu. Sin embargo, A. Beltrán ha señalado otras formas iberas (bangudur iradiar: otro
gudua aparece hoy en Ensérune LXVII 15) que podrían probar, al menos, la vitalidad de una raíz gud(u), en
ibero.

Tras señalar una serie de coincidencias, Tovar se inclina por un parentesco ibero-vasco, pero en un nivel proto-
histórico, profundamente diverso al de las lenguas resultantes, en familia genealógica, de la expansión de un
dialecto más o menos unitario y que forman los grandes troncos que han ocupado el viejo continente.

En relación con estas lenguas están los sufijos -occu, que dará la terminación -ueque -ueco de Aranzueque,
Barrueco, y el sufijo –enus -ena -én, muy abundante en los topónimos.

Al sustrato vasco-ibérico (pues ambas lenguas coinciden en ello) se debe la aspiración inicial y pérdida posterior
de la f- inicial latina, como demostró Menéndez Pidal (lat. filiu, cast. hijo; lat. filu, cast. Hilo vasco iru), así como la
inexistencia en vasco y castellano de una v labiodental, similar a la francesa o italiana. Ibero, vasco y castellano
tienen cinco fonemas vocálicos idénticos. Otros rasgos son propios de las zonas dialectales más
inmediatamente en contacto con el vasco y aparecen abundantemente documentados en la Historia de la
Lengua de Rafael Lapesa.

Para completar esta situación sustratística hemos de decir que aparece en el español una cierta tendencia a
formar derivados mediante un sufijo cuyo único rasgo permanente es que lleva una vocal a y es átono:
relámpago. Las alternancias prueban que las consonantes son indiferentes: murciélago, murciégalo,
murciégano. Como una breve nota referente al léxico, del índice de palabras del Diccionario Etimológico de
Corominas y Pascual (Vasco, Ibérico e Hispánico no Indoeuropeo) podemos seleccionar cueto, chabola,
izquierdo, gabarra, a las que podemos añadir barro, manteca, nava, perro. Una serie de palabras célticas
penetraron en el latín, como camisia camisa, lancea lanza y cereuisia cerveza .

Onomástica
Cuando se trata de lenguas poco o nada documentadas, es imprescindible recurrir a medios indirectos: el
estudio de los nombres propios, la onomástica, y sus variedades (toponimia, teonimia, antroponimia, etc.).
Señala Mª Lourdes Albertos Firmat que tal vez uno de los problemas que presente la onomástica no sólo a nivel
de toponimia, sino más aún en cuanto a la antroponimia y a los nombres de instituciones o de dioses, es que
hay que tener en cuenta que su significación no es exclusivamente lingüística, sino que tiene un contenido
sociológico, étnico, cultural, y esto hace que aquí la investigación roce otras ciencias, principalmente la etnología
y la arqueología.

Para ella, el testimonio antroponímico debe presentar ciertas condiciones: tratarse de nombres correctamente
leídos, que no se trate de hallazgos aislados, tener en cuenta los nombres latinos que pueden ser homófonos,
traducciones o acomodaciones de los nombres indígenas.

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El documento más importante para conocer la onomástica personal ibérica es el Bronce de Áscoli, texto fechable
en el año 89 a.C., y en el que se mencionan treinta jinetes indígenas --la Turma Salluitana-- a los cuales fue
concedida la ciudadanía romana, así como otras recompensas militares. Los elementos característicos de estos
nombres se repiten en otros conocidos por la epigrafía latina de la Península, y sirven para comprobar los que se
pueden recoger de los textos en lengua ibérica. (Una de las pocas veces que aparece la p lo hace en este
bronce.)

Toponimia
Los principales especialistas en los nombres de lugares han sido Joan Corominas, para el catalán y los
topónimos de esa área y la pirenaica (muchos de ellos prerromanos), Miguel Asín y Elías Terés para al-Andalus;
pero son muchos los estudiosos que han contribuido con menor número de trabajos. La preocupación es muy
antigua. Humboldt, ya en 1821, se ocupó de manera especial de los topónimos, pero llegó a la falsa conclusión
de que la Península era un dominio lingüístico uniforme, a causa de no disponer de una gramática histórica
vasca y de no poder recurrir a inscripciones ibéricas (no descifradas todavía). Se interesó especialmente por los
nombres compuestos de -briga encontrados en los territorios donde se hallaban celtas, celtíberos y otros
pueblos.

Posteriormente, DArbois consideró la lengua de los ligures como indoeuropea y creyó encontrar restos del
idioma en los topónimos: La presencia de los ligures en España está atestiguada por veintiún topónimos
modernos terminados en -asco -asca -ascon -usco y que se encuentran en el Noroeste, Centro y Este de
España. (Los celtas en España 1904).

En los años siguientes a las investigaciones de Menéndez Pidal, los autores se han venido ocupando más de las
inscripciones en lenguas vernáculas y de la antroponimia que de la toponimia. Los resultados fueron resumidos
por Ulrich Schmoll en Las lenguas de los indoeuropeos precélticos de Hispania y el celtíbero (1959) donde
también tiene en cuenta los topónimos.

Otros aportes
Además de estas lenguas prerromanas peninsulares que hemos ido viendo, tenemos que tener en cuenta que
las colonizaciones fenicia, griega y cartaginesa aportaron elementos lingüísticos propios, que hoy vemos
reflejados en la toponimia: Cádiz, Málaga, Ampurias, Rosas.

El latín de Hispania
Dos notas esenciales parecen caracterizar el latín hispánico: arcaísmo y dialectalismo itálico. Para explicar su
carácter arcaizante se han aducido razones diversas, algunas basadas hasta en supuestos psicológicos, poco
seguros, dada la lejanía de la época. Factor determinante de ese arcaísmo, en el que coinciden la mayor parte
de los investigadores, es, al parecer, la antigüedad de su colonización; pensemos que el desembarco romano
tiene lugar en el 218 a.C. Por otra parte, el apartamiento geográfico de la Península respecto del centro del
Imperio fue otra causa favorecedora de que su latín cambiase con menos rapidez. Ese alejamiento puede
explicar las coincidencias léxicas que existen entre el español y los romances que, como él, estaban más
alejados de la metrópolis. Así, las coincidencias del español con el rumano son abundantes: R. Lapesa señala
cómo, en lugar del latín clásico inuenire, el lenguaje vulgar acudió a una metáfora propia de la caza: afflare
resollar el perro al oler la presa pasó a significar encontrar (cast. hallar port. achar dialectos meridionales de
Italia ahhari, asá, siciliano asari, dálmata aflar rum. afla). De los adjetivos de igual significación pulcher y
formosus, el primero no pasó al latín vulgar, mientras que formosus, más popular, subsistió en el cast. hermoso
port. fermoso y rum. frumos frente al centro de la Romania, donde triunfó el vulgar y más reciente bellus (fr.
beau, ital. bello) que en castellano (bello) es literario. Estos ejemplos serían aumentados fácilmente.

Estas coincidencias entre el español y los romances meridionales, orientales y de zonas aisladas no sólo tienen
lugar en el plano léxico, sino también en el gramatical. Así, para sustituir a los comparativos sintéticos latinos,
dulcior, nitidius, los romanos, siguiendo la forma latino vulgar, tenían opción a perífrasis del tipo magis o plus +
adjetivo en grado positivo, magis o plus dulcis; mientras plus triunfaba en el centro de la Romania, magis era
preferido por el rumano y los romances peninsulares, aunque la comparación con plus no fuera desconocida en

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España (plus aspero glosa a asperius en las Glosas Emilianenses). En el verbo, por poner otro tipo de ejemplos,
castellano, catalán y portugués conservan el pluscuamperfecto latino en -eram total o parcialmente convertido en
subjuntivo; este fenómeno, fuera de la Península, sólo se observa en provenzal y en dialectos del sur de Italia.
También Sicilia y el sur de Italia se unen a los romances peninsulares en la conservación de los tres
demostrativos, este ese aquel, a partir de iste ipse y atque eccum ille o atque ille, frente a la reducción a dos,
para indicar proximidad y lejanía, característica del resto.

En otras ocasiones, las lenguas romances peninsulares y las de la Romania oriental concuerdan en usos ajenos
al latín clásico, frente a la Romania central, aquí conservadora. R. Lapesa interpreta estas coincidencias como
resultados casuales de evoluciones independientes entre sí, o bien como innovaciones generales en toda la
Romania, en un momento dado, olvidadas en la Galia y en Italia, pero no en el resto: es lo que sucede con
quaerere como sustituto de velle querer; el francés y el italiano actuales tienen derivados de volere (vulgar por
uelle), si bien en épocas anteriores la situación pudo ser más parecida a la del castellano actual; así, el francés
antiguo conoció también querre desear, querer, ahora obsoleto. También se manifiesta el arcaísmo del español
al comprobar que algunos rasgos de la época clásica, desaparecidos en el resto del Imperio, se conservan en la
Península: por ejemplo, los numerales de decena conservaron la acentuación clasica -agínta y derivaron en
-enta, frente al resto de la Romania, donde hubo cambio de acento, -áginta, y evolución posterior a -anta.

Antonio Tovar, al estudiar los aspectos léxicos de la romanización en el latín hispánico, recoge como arcaísmos
léxicos de los dialectos románicos de Hispania las voces, oír, hermoso, mesa, comer, hablar, feo, heder,
enfermo, ir, malo, madera, mujer, preguntar, querer (de desear y de amar), trigo, barrer, pedir, ciego, cojo. Insiste
en el carácter arcaizante, al tiempo que trata de conciliar la tesis de la uniformidad del latín vulgar con la de una
distinta evolución regional que sería continuación de las diferencias existentes entre los dialectos de los
colonizadores. Cree que existió una unidad básica, que permitia la intercomunicación; pero con una serie de
rasgos peculiares de unas regiones, no compartidos por otras. Los escritos de los autores romanos que
estuvieron en la conquista de Hispania son, en este sentido, una valiosa fuente de información en la que rastrear
palabras o usos hispánicos introducidos en el latín general. En Catón, por ejemplo, pueden recogerse términos
que descubren algunos rasgos de la implantación del latín; así, en la agricultura y el menaje, tenemos lebrillo,
trapiche molino de aceite, luego de azúcar y pocillo, palabra que, según Corominas, no tiene correspondencia en
ninguna otra lengua románica y que no figura en el Diccionario etimológico románico de W. Meyer-Lübke. Otra
voz recogida en Catón pero que ya no pertenece a la agricultura, sino a la cocina popular, es mostachón pasta
de mazapán.

Un fenómeno curioso es el de las palabras tomadas de la jerga soldadesca que han sufrido un proceso
semántico de ennoblecimiento. En Lucilo se encuentra rostro, que originariamente tenía el valor de morro, jeta.
Hay algo similar en varón, cuyos valores eran los de necio bruto, ganapán o atleta, en el sentido peyorativo que
hoy damos a hércules o tarzán. Como términos insultantes se recogen también gumia, esp. gomia tragón, y
comedone comilón. Este verbo comedere, más antiguo, ha sido conservado en español y portugués, frente al
tardío manducare que pasa al resto de la Romania.

Otros términos arcaicos que se han ennoblecido son cabeza y pierna desde cabezón y pernil, respectivamente.
Para berrido, que Corominas y García de Diego harán derivar de uerres verraco, señala Tovar que pudo quedar
en España la voz barritus con que los romanos designaban el berrido del elefante. Cansar y harto pertenecen
también a estos elementos léxicos.

Desde el punto de vista morfológico destacan otros dos arcaísmos, el relativo cuius cuyo, que se encuentra en la
literatura de los siglos de la conquista, y el adverbio demagis demás. De formas antiguas provienen asimismo
nada, nadie, ninguno y sendos. Nada y nadie son formas originadas, al parecer, en el latín del teatro, en Plauto y
Terencio, en cuyas obras aparece la expresión res nata con el sentido de circunstancias, tal como están las
cosas; por su empleo en negaciones, según señala Corominas, pudo tomar el valor del español actual nada.
Nata causa aparece en un documento leonés del siglo X, y tiene un paralelo en natus nemo, del cual provendría
el antiguo nadi (actual nadie). Para el origen de ninguno acude Tovar a la forma ningulus, que se encuentra en
Ennio, rechazando la opinión de Meillet según la cual esta última forma era una creación del poeta, a lo que
replica que también se encuentra en Marcio.

La colonización suritálica
En lo que respecta a los orígenes dialectales del latín de Hispania, hemos de considerar la tesis de Menéndez
Pidal, aceptada básicamente por A. Tovar y R. Lapesa, pero no así por Sebastián Mariner, de una colonización

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osco-umbra de la Península Ibérica, a la que llega al comprobar que tanto Hispania como el sur de Italia
coinciden en los resultados de una serie de fenómenos. En la Península Itálica esa zona estaba habitada por
pueblos indoeuropeos, oscos y umbros, hablantes de lenguas muy próximas al latín, pero diferenciadas en una
serie de rasgos característicos. La tesis de esta colonización se basa en varios argumentos, de distinto valor:

La Tarraconense, una de las primeras regiones conquistadas, y el sur de Italia ofrecen una importante cantidad
de topónimos idénticos. Tomemos algunos ejemplos de Menéndez Pidal: en la región del Ebro hallamos Lavern,
pueblo, y Lavernia, apellido, que repiten un nombre frecuente en Italia, Lavernium en la Campania, y Lavernae.
Tres pueblos con el nombre de Abella, en Lérida y Huesca, repiten el nombre de Abella, fortaleza de Campania,
etc. Uno de los más discutidos (y discutibles) es Osca, correspondiente al gentilicio de los oscos y al topónimo
hispano de donde podría haberse originado Huesca. Que el Osca antecedente de Huesca sea itálico es
discutido por algunos investigadores, especialmente Rohlfs, partidario del origen céltico: osca huerto. En
monedas de Huesca en alfabeto ibérico aparece (b)olscan. Tenemos también las asimilaciones y sonorizaciones
consonánticas en las que coinciden Hispania, Gascuña y el sur de Italia.

La asimilación MB > mm > m se inicia, en la Península, en la cuenca del Ebro. Los documentos de los siglos X y
XI nos muestran ejemplos de Cataluña, Cantabria y de la meseta del alto Duero hasta Sahagún. Desde Castilla
se extiende el fenómeno hacia el sur. Los ejemplos de asimilación que se encuentran en el territorio mozárabe
(romance en tierra musulmana) son escasos y tardíos, debidos probablemente a influjo castellano. La reducción
de mb a mm se da en toda la Italia central y meridional, incluida Sicilia. El vasco no presenta asimilación, aunque
se oyen reducciones ocasionales en pronunciación rápida.

La asimilación de ND > n es general en gascón; fue abundante en aragonés antiguo y escasa en el antiguo
castellano del norte y en leonés antiguo. Es rasgo característico del antiguo osco-umbro y es corriente, hoy, en
el centro y sur de Italia y Sicilia.

Un tercer grupo evolucionado es LD > ll > l, mucho menos frecuente. Se encuentra algún ejemplo en Cataluña,
como Besalú (Gerona, de Bisaldunum, con un dunum céltico), en Aragón, en Castilla y León y en textos de la
Alta Edad Media; pero son siempre casos aislados. En las lenguas del nordeste de Hispania se encuentran las
formas Iluro, Ilerda 'Lérida', y Salluie, Saluie junto a Salduie. En Italia la asimilación, que se da en el centro, sur y
las islas, es más importante; pero es, a su vez, menos frecuente que la de MB, ND.

Otro punto en el que la Península Ibérica y el Sur de Italia presentan coincidencias de resultados es el de la
sonorización de las sordas t p k tras n l r. El área de extensión de este fenomeno es más restringida que en los
casos anteriores. Tiene alguna vitalidad en alto aragonés, en el gascón del Sur de Bearne y en el del valle de
Arán; tuvo, en otro tiempo, más importancia en Jaca, Cataluña y en territorio valenciano. En Italia, el antiguo
osco-umbro sonorizaba tras n; hoy la sonorización suritaliana es característica del centro y sur, aunque sin
demasiada extensión. En cuanto al vasco, para el que Menéndez Pidal señala algún ejemplo aislado de
sonorización en el caso de nt y lt, hay que tener en cuenta las investigaciones de Fernando González Ollé. El
análisis de algunas formas de las Glosas, del vocabulario actual dialectal y de la toponimia, aunque restringido a
un corto muestreo (5 casos de NK, 3 de NT, 1 de NP y otro de RP), le lleva a concluir que el fenómeno de la
sonorización fue también conocido en riojano. Este fenómeno le parece indudablemente relacionado con el
vascuence (aunque señala, remitiendo a la Fonética Histórica Vasca de Luis Michelena, las limitaciones
geográficas y contextuales de la sonorización de NT en las palabras latinas y romances primitivas incorporadas
al eusquera). En este sentido, señala este argumento como una de las pruebas del carácter euskaldún (vasco-
hablante) del glosador, a quien también se deben, como glosas, las primeras frases que conservamos en lengua
vasca. Estos datos no contribuyen precisamente a reforzar la tesis suritálica, a menos que las supongamos
rasgo italico en el latín de colonización y de ahí extendido al vasco.

Curtis Blaylock, aunque fundamentalmente opuesto a la tesis suritálica, afirma que en relación con este hecho se
sitúa también la repetición de los pronombres personales con la misma función en el mismo contexto, como
sucede en los casos:

Le he dicho a él lo que querías


Le he dicho a ella lo que querías

Con esta repetición de pronombres, perfectamente correcta, se soluciona la anfibología de la forma de objeto
indirecto a tras nasal donde etimológicamente había una sorda. Para la reducción de ND a nn conviene tener en
cuenta que esta nn no evolucionó a nasal palatal, lo que puede ser indicio de asimilación tardía.

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Finalmente, en otras dos circunstancias más se observan coincidencias entre los dialectos del sur de Italia,
Sicilia y Cerdeña y los romances hispánicos: el caso de r- inicial de palabra que se refuerza en rr- (múltiple), en
catalán, castellano, portugués y gascón, igual que en siciliano, sardo e italiano meridional, y el de l- inicial de
palabra que, junto a la geminada -ll- interior da, en unas zonas (no en castellano, donde tienen evolución
distinta) resultado palatal (tipo -ll- o tipo -y-) y en otras un resultado cacuminal (con la lengua vuelta contra el
cielo del paladar (dd, ts, d, t, ch vaqueira). De este modo los resultados que aparecen actualmente en el sur de
Italia (lluna, luna, dana, ddengua) se corresponden con dialectos románicos hispánicos (catalán lluna, llana,
llengua, asturleonés lluna, llana, llingua, romance andalusí yengua). Menos importancia tiene el refuerzo de N-
inicial, hasta Y-, en astur-leonés regional y en el sur de Italia, esporádicamente.

Menéndez Pidal es insistente en señalar cómo, si bien algunos de los fenómenos vistos pueden encontrarse en
zonas distintas de las mencionadas (como el paso de mb a mm en dialectos franceses), nunca tiene la misma
firmeza y extensión que en las dos penínsulas mediterráneas.

A los argumentos citados podemos añadir que Rafael Lapesa y Silva Neto han señalado la importancia de
formas como las catalanas, nu, uytubre, cast. nudo, octubre, port. outubro, que exigen una U larga, nudus
octuber en vez de la latina normativa nodus, october con O larga. Este hecho podría ponerse en relación con el
vocalismo osco, que tenía u donde el latín presentaba O. La forma OCTUBER aparece ya en el año 119 en una
inscripción de Pamplona. En favor del elemento itálico en el latín hispanico, E. Vetter señaló el precedente
umbro fui como pasado a la vez de esse y de ire. Otro dialectalismo léxico, señalado por Tovar, es,
probablemente, tierno port. terno para el cual supone una evolución desde la forma sabina (otro dialecto itálico)
terenum en vez de una metátesis del latín tener. Dialectalismo de colonización sería también el uso de tenere en
vez de habere en español y portugués, como ha señalado Meillet, así como la conservación del neutro de
materia (sidra nuebo) en asturiano central.

Dámaso Alonso, en la Enciclopedia Lingüística Hispánica, además de recoger estos rasgos apuntados, insiste
en la coincidencia entre el español y las hablas del sur de Italia en el uso de preposición ante objeto directo
personal: ha visto a tu padre. Al otro extremo de la Romania, el rumano especializa en este uso no la preposición
a sino pe (á PER): vad pe Petru 'veo a Pedro'.

En lo que concierne a la metafonía (inflexión de la tónica por la final), tal como se da en asturiano central:
pirru/perros, de gran incidencia en el sur de Italia, donde condiciona la diptongación, sería necesario determinar
previamente si la metafonía asturiana, que parece un fenómeno relativamente moderno, puede remontarse
hasta un influjo de colonización.

Por último, un dato importante podría ser el suministrado por la antroponimia, estudiada por P. Aebischer y que,
al parecer (según carta de éste a Menéndez Pidal, en 1954), permite concluir que la inmensa mayoría de los
gentilicios latinos usados en Hispania provienen de la mitad sur de Italia.

Estos rasgos afectan al latín básico, impuesto, a su vez, sobre las lenguas de sustrato, y al que se fueron
imponiendo las sucesivas capas de colonizadores romanos, hasta llegar a una uniformidad lo suficientemente
grande como para permitir la intercomprensión entre las distintas variedades regionales, progresivamente
diferenciadas, especialmente como consecuencia de la fragmentación de la Romania por las invasiones
bárbaras y, particularmente, por las alteraciones sociopolíticas de la Península Ibérica a lo largo de la
Reconquista y la acción diferenciadora del más eusquerizado de todos los dialectos románicos peninsulares, el
castellano.

Germanismos
El elemento germánico en español ha sido sobrevalorado, en parte por el designio de borrar la mancha semítica
de ciertos investigadores, y parte de la conciencia general, y en parte también por su propia importancia parcial,
literaria, sobre todo en la épica, muy superior a su aportación lingüística, aunque aquí también conviene
deslindar muchos terrenos.

La mayor parte de los elementos germánicos que sobreviven en español provienen directamente del latín vulgar,
o de otras lenguas románicas, principalmente del francés, siendo escasas las formas que han sido tomadas
directamente de un idioma germánico. Gamillscheg, en la Enciclopedia Lingüística Hispánica afirma: Las
palabras germánicas, atestiguadas hasta el año 400, en los escritores latinos o en inscripciones, son muy raras y
no desempeñan ningún papel en el vocabulario español. Palabras como marrire, superviviente en esp. antiguo

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como marrido apenado, afligido', hoy amarrido, pueden pertenecer a este período. Gamillscheg considera,
teniendo en cuenta que no existe en la Península el verbo (a)marrir, que este participio (a)marrido ha de
proceder directamente del provenzal marrit. Esmagar apretar, estrujar, que se encuentra en Salamanca, en
gallego y en portugués, puede pertenecer al estrato más antiguo de los germanismos. Corominas afirma que se
encuentra en todas las lenguas romances occidentales, y lo explica desde un gótico magan tener fuerzas, o
forma emparentada, con un prefijo ex- que cambia el significado de un radical en su contrario: sería una
formación latino vulgar.

La penetración de elementos germánicos en el mundo románico aumenta notablemente a partir del siglo V, con
la fundación de los estados visigodos en el sur de la Galia, con Tolosa como capital, y la extensión de los
francos en el norte. De ahí penetrarán en español estos elementos.

Las voces de la jurisdicción, administración y organización germánica penetran primero en el latín vulgar, medio
natural de entendimiento entre los pobladores romanos y los germanos invasores (federados); una vez
latinizadas, su extensión es rápida y tiende a la uniformidad. Después, con la romanización de los germanos,
pasarán al latín de éstos una serie de voces que se extienden luego a la población autóctona, que imita el
modelo de sus dominadores. Son estos los que denomina Gamillscheg reliquias del lenguaje.

Las formas germánicas que penetran más tempranamente en el latín vulgar provienen de los visigodos, quienes,
no olvidemos, se encontraban muy romanizados ya al llegar a Aquitania, por su estancia anterior en la Dacia y
oriente del Imperio. El conocimiento que poseían de la lengua vulgar hizo que integraran en el sistema latino
algunos radicales de su idioma. Así, el verbo garêdan abastecer se latiniza en corredare (el prefijo cum latino
sustituye al germánico ga) cast. correar. En otros casos, es el prefijo latino ad el que se construye con un radical
gótico, como rêths cuidado provisión: arredare esp. arrear adornar.

La población franca, más numerosa que la goda, tiene una gran influencia en la fragmentación y evolución de la
Romania; en el latín vulgar penetran también voces francas, tan influyentes que incluso llegarán a eliminar
germanismos góticos ya implantados: sucede así con yelmo, que era elmo en antiguo español, procedente del
gótico hilms y que fue sustituido progresivarnente por la forma yelmo, derivada desde el franco hëlm. Esta
misma influencia franca se muestra en la existencia de formas dobles (dobletes) como espía (gót. spaíha) al lado
de espión, de origen franco-francés. San Isidoro de Sevilla usa la forma latinizada guaranem, warranem
procedente del gótico wrainja, pero es el franco wrainjo el que sobrevive en el español garañón.

Los elementos francos han podido penetrar en los romances hispánicos en dos períodos, antes de la invasión
musulmana y desde el siglo XII. El Cantar de mío Cid trae huesa, 'bota alta, procedente de un préstamo antiguo,
hosa calzón corto; también es antiguo frasca, del que frasco es forma regresiva. Los prestamos por intermedio
del francés, u otra lengua románica, pueden producirse con adaptación fonética, o con mantenimiento de rasgos
fónicos de la lengua intermediaria; así, en faraute intérprete, la f- castellana responde a la h- del francés heraut,
que respeta la aspiración germánica. El grupo germánico hr- da en francés fr-, como se ve en froncir, cast.
fruncir. La literatura, especialmente la épica, ha sido una importante vía de penetración de germanismos: blandir,
dardo, estandarte, bohordo/bofordo lanza corta arrojadiza, guante, fardido intrépido, y otros muchos. En los
siglos XV y XVI, sobre todo, aumenta la penetración de términos náuticos: bao, boya, escota, estrave, estrenque,
guindar. También han podido penetrar los germanismos francos por las vías indirectas de las rutas medievales,
Aragón y Cataluña, de un lado, Gascuña y Asturias, de otro. Así penetró jaquir dejar, desamparar, por el catalán,
como bala, buque, blandon, brafonera, blanco, esmalte. Los visigodos hicieron ya prestamos desde su primer
asentamiento en la Galia; en esta época sitúa Gamillscheg vocablos como albergue, amagar, embajada (a
través del provenzal). Mientras que muchas de estas expresiones se encuentran también en las lenguas
galorrománicas, las palabras visigóticas prestadas en la época de la monarquía visigótica hispánica ya no
aparecen al norte de los Pirineos: álamo, del gótico alms, amainar, ataviar, casta, encastar, esquilar, ganso, y
tantos más.

En la morfología quedan restos visigodos en el sufijo -ing > -engo, y en unos cuantos derivados de voces latinas,
como abadengo, realengo, abolengo.

Los suevos, que se habían separado de los restantes pueblos germánicos hacia el año 400, traen un idioma más
arcaico que los francos o los visigodos. Los restos son escasos; Gamillscheg recoge labio parral de poca altura,
en gallego, como topónimo, o laverco, cuya -o final se conserva en portugués, frente al gall. laverca. Por razones
no sólo fonéticas, sino también geográficas, se considera suevo el origen del gallego brétema, niebla, vapor a
modo de nube rastrera.

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En todo caso, hay que tener en cuenta la afirmación de Gamillscheg de que la influencia directa germánica en el
romance hispánico no llegó a alterar ningún rasgo de éste, al no ser grande; tampoco afectó al abrumador
predominio del léxico latino, ni a la gramática. Ahora bien, lo que está por estudiar es el influjo que pudo tener
sobre el latín de la Península Ibérica el latín hablado por estos germanos.

La influencia germánica es notable en la antroponimia. Sobre todo los antropónimos visigodos tienen una gran
importancia, nada de extrañar si tenemos en cuenta la escasa imaginación de que hacían gala los romanos a la
hora de poner nombres a sus hijos (Primus, Secundus, Secuntinus, Tertius... Decimus). Hasta el siglo XII, en
que la corriente a favor de nombres de santos cristianos los relegará a segundo plano, los antropónimos
germánicos logran extraordinaria difusión, todavía notable. Uno de los más destacados investigadores de este
campo, J. M. Piel, señala que estos nombres se componen de dos elementos del léxico común (Teodo-rico), de
los que el segundo puede suprimirse (Teoda) o cambiarse por un sufijo (Teod-illa). En el primer caso se trataría
de nombres bitemáticos o plenos, y en el segundo de nombres acortados o monotemáticos. Los bitemáticos,
más generales, admiten diversas combinaciones:

sustantivo-sustantivo: Ar-ulfo águila-lobo.


sustantivo-adjetivo: Frede-nando 'paz-audaz.
adjetivo-sustantivo: Berto-sendo brillante-expedición.
adjetivo-adjetivo: Baldo-miro audaz-famoso.
adverbio-adjetivo: Ala-rico todo-poderoso.

Existe una restricción fonológica, que obliga a comenzar por consonante al segundo elemento (así tenemos
Arnulfo, y no Arulfo).

De los monotemáticos podemos señalar Ala(n), Bera, Cendo, Eudo, Codo, Nando, Tello, o Sindo. Entre los
sufijos que sustituyen al segundo elemento de un compuesto el más importante es -ila (Favila, Danila, Emila,
Andila, Froila, Gaudila, Quintila, Teodila, etc.). Menos importante es el también destacable -inus/-ino: Fonsinus,
Godinus, Randinus, Sandinus, Sendinus. (Doña Godina o Sandino son famosos por distintos motivos). Como
este último sufijo es abundante en latín, puede pensarse que el godo lo tomara de él, aunque puede pensarse
también en una latinización de un sufijo germánico parecido.

Relacionada con la frecuencia de los antropónimos está la importancia del elemento germánico en la toponimia
peninsular. Hoy subsisten pueblos llamados Godos, Revillagodos, La Goda, testigos en toda la península de
unos asentarnientos de población diferenciada de la que habitaba en La Romana, Romanos, Romanillos. Los
nombres de propietarios, expresados en genitivo latino de posesión, dan origen a Guitiriz, Mondariz, Gomariz,
Hermisende, etc., también en compuestos híbridos, muy extendidos, como Castrogeriz, Villasandino, Villafáfila,
etc. Tal vez esta latinización de genitivos góticos (rici- > -riz) haya contribuido a la formación del típico
patronímico español en -ez (Pérez, González, Suárez).

Respecto a la huella de los otros pueblos invasores en la toponimia, los alanos la han dejado en Villalán
(Valladolid), Puerto del Alano y Bandaliés (Huesca), y Campdevanol (Gerona). Los suevos en Suevos y Suegos
abundantes en Galicia, y en Puerto Sueve (Asturias). Algunas de estas etimologías, aceptadas por Menéndez
Pidal y Lapesa, pueden tener sus reparos.

Arabismos
El estudio de las palabras y estructuras de origen árabe presentes en la lengua española --las segundas en
número, aunque a considerable distancia, después de las latinas-- está inevitablemente vinculado a nuestro
concepto de la Historia de España. Toda la obra de Américo Castro, tras el fin de la guerra civil, no ha sido sino
una permanente llamada de atención hacia el hecho de que del conocimiento de su historia los españoles no
sólo han de sacar motivos de queja, sino también lecciones de varios tipos, especialmente de armonía y
convivencia.

Si la Reconquista peninsular duró tanto como ocho siglos, fue precisamente porque hubo mas períodos de
tolerancia con el infiel (epíteto mutuo) que de enfrentamientos sangrientos. Si, a la postre, triunfó la intolerancia y
los mozárabes fueron deportados al sur por los invasores musulmanes norteafricanos, asustados por la
extensión de la frontera del Tajo al Guadiana o, siglos después, al fin de la guerra, primero los judíos y luego los
moriscos hubieron de abandonar un suelo tan suyo como de los cristianos, ahora llamados españoles, no es
menos cierto que, para ver el aprecio que la cultura del sur despertó en el norte, no hace falta ir a Sevilla,

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Granada o Córdoba, ni a la misma Toledo: llenas están Aragón y Castilla, hasta León, de esas iglesias
mudéjares, más pobres materialmente, pero no menos elegantes que sus lejanos modelos andaluces.

El estudio exhaustivo del léxico español, como se llevaba a cabo para la preparación del Diccionario Histórico de
la Lengua Española, el gran proyecto abandonado por la Real Academia, permite descubrir una gran cantidad de
arabismos, usados esporádicamente, que no habían sido recogidos con anterioridad; estas nuevas apariciones
de arabismos permitirán ampliar el caudal léxico árabe en el español al menos en un tercio. Además, sabemos
ahora que no sólo entran sustantivos (el grupo dominante), sino que también hay adjetivos, más verbos de los
que se suponía, y alguna partícula, como hasta.

La conservación de este léxico no ha sido uniforme. Hay algunos términos que pertenecen al lenguaje de todos
los días, como zaguán, alcoba, almirez, aceite, azúcar; otros, como alambique, almazara, jaraiz, llegan hasta
nuestros días, pero ya no tienen la misma vigencia. En otros casos, como alcántara, alfayate, aleve (como
sustantivo, por lo que hoy decimos alevosía), han muerto hace tiempo. Algunos, como alcozcode, han pasado
sólo por un texto y ni siquiera sabemos bien lo que significan.

Tan importante como la fijación del número de arabismos de la lengua es su distribución en distintos campos de
la actividad vital de los españoles. Se ha dicho, y no sin cierto fundamento, que predominan los arabismos de
actividades y seres concretos. Hay que tener en cuenta que el árabe sólo posee la categoría nombre, y no
distingue entre sustantivo y adjetivo. Esto corresponde a una visión muy concreta de los fenómenos. Por otra
parte, tampoco el nivel cultural de la época era tan elevado y no hay que olvidar que el importantísimo papel de
los árabes en la historia de la cultura es el de conservadores y transmisores del pensamiento clásico y la ciencia
oriental.

Hay quien ha tratado de minimizar por ello su aportación; para quienes sufran esa tentación conviene recordar
que mientras los cristianos hispanos y los europeos alfombraban sus casas y castillos de paja y estiércol para
calentarse y sufrían atroces epidemias por falta de higiene personal y publica, los árabes disponían de sistemas
rudimentarios de calefacción central y de abundantísimos baños públicos, y no estará de más repetir, aunque ya
se haya dicho muchas veces, que el alumbrado y el alcantarillado no eran extraños a las ciudades importantes
del mundo islámico.

Además de los términos agrícolas, nombres de profesiones, mercaderías y otras denominaciones de este tipo
hay algún arabismo perteneciente a la esfera del derecho, como aleve, con la significación de alevosía, del ár. al
Caib vergüenza, afrenta. Es importante destacar este caso porque a pesar de haber probado Leo Spitzer de
modo concluyente esta etimología, se da como supuesto germanismo formado a partir del anglosajón laeva
traidor, para inventar un supuesto gótico levian traicionar cuando se disponía de este término árabe, cuyos
valores coinciden con los de los primeros textos castellanos, como atestigua el Diccionario Histórico; Corominas
y Pascual, por fin, se inclinan por la etimología árabe, evidente tras el examen de los testimonios,
abundantísimos, que el Diccionario Histórico ya ha aceptado.

No obstante, ante la evidencia, hasta los estudiosos más antiárabes han tenido que rendirse y admitir la
presencia del léxico de este origen. Esta influencia, a fin de cuentas, es externa (dicen) y no afecta al espíritu de
la lengua. Para estos autores lo difícil de admitir son las otras dos influencias, la de la manera de concebir la
realidad, y la gramatical, de las estructuras lingüísticas.

Los calcos semánticos demuestran que en algunos puntos la manera árabe de concebir la realidad pasó al
castellano. Un término latino recubre un significado árabe. Esto es lo que sucede en expresiones como tener un
hambre de lobo o en la consideración de la casa como lo interno y lo externo, lo material y lo social, aplicable
incluso a una ubicación en el firmamento (la casa en astrología), que coincide plenamente con el árabe där.
También está presente la idea de la persona como hijo de sus obras o sus circunstancias que aparece en
hidalgo, que responde al mismo esquema mental de Ibn al-layla hijo de la noche, ladrón, Ibn al-madimma hijo de
la deshonra, deshonrado, o Ibn al-harb hijo de la guerra, guerrero.

Finalmente hay que indicar que algunos verbos castellanos, como los impersonales amanecer y anochecer, se
han personalizado, como sus correspondientes árabes hacen en forma IV en la lengua clásica y en forma II en
los dialectos (a causa de la debilidad del ataque vocálico inicial, del hamza), Aunque E. Coseriu haya tratado de
negar que esto se debiera a arabismo, y pretendido apoyar sus argumentos con ejemplos rumanos, la verdad es
que el rumano no cubre todos los campos que amanecer o anochecer, como verbos personales, tienen en
español, usos en los que coinciden completamente con las formas árabes. Además, el rumano es, precisamente,
una lengua románica poco segura para estas comparaciones, por sus muchos elementos no románicos.

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Casos como amanecí pobre, anochecí rico, amanecí en Madrid, anochecí en Barcelona muestran la absoluta
coincidencia del castellano y el árabe, aunque el segundo tipo también pueda encontrarse en rumano y Coseriu
documente usos románicos intermedios.

En relación con estas interferencias semánticas están las formas de bendición o saludo (Dios te guarde, quedad
con Dios, vaya usted con Dios), clichés como ojalá (evolución fonética castellana de la frase árabe equivalente a
Dios lo quiera, si Dios quiere), amén de una serie de actitudes artísticas, desde la arquitectura a la gastronomía,
o vitales, e incluso político-religiosas: el Rey que se salva por haber sostenido a la Religión en un traspiés, en el
auto calderoniano de El gran teatro del mundo, no está distante de las vinculaciones político-religiosas que
proliferan en el mundo islámico actual.

En el campo poco trabajado de las relaciones entre el español y el árabe hay que señalar, con un planteamiento
romanista, el estudio de A. Galmés sobre Influencias sintáctico-estilísticas del árabe en la prosa medieval
castellana, limitado a un estudio parcial de un texto alfonsí, en el que se señalan una serie de rasgos comunes al
árabe y al castellano, explicables también a partir del latín. Esta puede ser, precisamente, una de las vías de
investigación más válida: estudiar los rasgos sintácticos que el castellano no tiene en común con otros
romances, aunque reaparezcan en algún tipo de latín, y que también se dan en árabe, es decir, buscar más el
influjo del árabe como circunstancia concomitante de una evolución románica distintiva del castellano que el
árabe como única causa. Más moderna es la vía de la reconstrucción del continuum sociolingüístico andalusí,
desde el árabe clásico hasta el romance andalusí, mal llamado mozárabe, que es un término sólo religioso. Ésta
es la línea de investigación abierta por Federico Corriente.

Sabemos, por otra parte, que existieron híbridos morfológicos, recogidos en las jarchas romances y en otros
textos. En el romance andalusí toledano de los documentos editados por González Palencia, entre otros muchos
ejemplos, puede citarse el caso de qandil candil, que construye su plural como los plurales fractos del árabe, con
modificación vocálica: qanadil, o, entre los femeninos, especialmente abundantes, el caso de toca, que no hace
su plural tocas, sino, al igual que un femenino árabe normal, toqat.

Poco a poco van apareciendo nuevos ejemplos de estas interferencias, que nos demuestran que la influencia del
árabe fue más profunda de lo que se ha venido diciendo y afectó a todos los sistemas de la lengua.

Principales diferencias entre el castellano y los otros romances peninsulares

En el siglo XVIII el castellano y el portugués parecían ser las únicas lenguas peninsulares. Se hablaban también
el catalán (con sus variedades de Cataluña, Valencia y Baleares), el gallego, dialectos aragoneses, asturianos y
leoneses, pero se los consideraba lenguas rústicas y poco dignas de atención. Fuera de las lenguas románicas,
el vascuence estaba en situación similar de descuido, o de ignorancia social (no sólo oficial). El uso erróneo del
término dialecto, referido a estas lenguas, se ha utilizado por escrito hasta hace poco y perdura todavía en
ciertos ámbitos. La situación, sin embargo, ha mejorado notablemente; desde el Romanticismo se ha producido
un renacer de todas las lenguas de España a la escritura, la literatura, o la ciencia, a pesar de los difíciles años
que la mayoría de ellas han tenido que sufrir.

Hemos tenido ocasión de aludir, en páginas anteriores, a cómo el latín hispánico se caracterizaba por una cierta
unidad, observable en los protorromances, y cómo el castellano, en célebre imagen de Menéndez Pidal, ha
actuado como una cuña, abierta hacia el sur, más diferenciada, con su peculiar carácter vascorrománico.

Las lenguas extremas, es decir, catalán y gallego, tienen una serie de rasgos comunes, diferentes de los
castellanos. En cuanto al vocalismo, la diferencia fundamental es la reacción de la vocal tónica abierta del latín
vulgar ante la yod (semiconsonante o semivocal palatal), y la diptongación en general. Mientras que el gallego
no diptonga nunca, y el catalán, o bien no diptonga (según unos), o diptonga sólo ante yod, en epoca
prehistórica, monoptongando luego en vocal cerrada extrema (según otros), el castellano diptonga la vocal
tónica abierta E, O, del latín vulgar, salvo en presencia de todos los tipos de yod segunda, tercera o cuarta. así,
lat. CAELU, gallego ceo, castellano cielo, catalán cel (con -e- abierta), frente a, con acción de yod, lat.
PECTU(S), gall. peito, castellano pecho, cat. pits. La diferencia entre el catalán y el gallego, además de ese
cierre extremo en i, u (lat. OCULU, cat. ull) del cat. ante yod, se manifiesta en que el catalán ha alterado, en
muchas ocasiones, el timbre de la vocal latina, conservado en gallego, salvo acción de la metafonía.

Rafael Lapesa ha señalado, en su Historia de la Lengua Española, las coincidencias gallego catalanas (y
dialectos intermedios, frente al castellano) en el sistema consonántico. La G palatalizada y la I consonántica
latina, iniciales, ante e, i, átonas, se conservan, en castellano se pierden: lat. clas. IANUARIU, lat. vulg
IENUARIU, gall. janeiro, cat. giner, pero castellano enero. La F- inicial latina, que se aspira y pierde en

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castellano, se conserva en gallego y catalán: lat. FILIUS, gall. fillo, cat. fill; pero en cast. hijo. Los grupos L + yod,
CL, que en cast. Dan j (fricativa velar sorda), dan en gallego y catalán la lateral palatal ll, como hemos visto en
fillo, fill, frente a hijo y vemos también en lat. OCULU, lat. vulg. oCLU, gall. ollo, cat. ull, cast. ojo. En el grupo
latino -KT-, el castellano completa la evolución a ch mientras que el gallego y el catalán conservan el segundo
elemento, es decir la -T-, y se diferencian en la evolución del primero, en algunos casos; así, lat. OCTU, cast.
ocho, gall. oito, cat. uit (vuit), lat. FACTU, cast. hecho, gall. feito, cat. fet. Los grupos -SC' (palatalizada) o -SC +
yod-, que en castellano dan zeta (tras etapas intermedias en la lengua medieval y clásica), dan en gallego y en
catalán una prepalatal fricativa sorda (como la ch francesa o portuguesa, o sh en inglés), lat. PISCE, cast. pez,
pero gall. peixe, cat. peix. En otras ocasiones, se observa cómo el castellano presenta una situación intermedia
entre el gallego y el catalán; tal sucede en la evolución de las vocales finales latinas: el catalán las pierde (salvo
la -a), el gallego las conserva, por regla general, mientras que el castellano pierde más que el gallego pero
menos que el catalán, como puede comprobarse por los ejemplos de arriba. Las distintas etapas de la evolución
se aprecian también en otro rasgo del consonantismo. El gallego conserva la L- inicial latina, como el castellano,
mientras que el catalán la palataliza en ll- (lua, luna, llua) el gallego pierde la -N- latina intervocálica, que se
conserva en castellano y catalán (cf. el ejemplo anterior). El castellano y el catalán van también de acuerdo en la
evolución de -NN- latina a -ñ- (grafía catalana -ny-), que el gallego simplifica en -n- (a menos que vaya precedida
de i, como en VINU, viño); así lat. ANNU, gall. ano, cast. año, catalán any; sin que falten ejemplos en los que el
catalán sea conservador y el castellano y gallego innovadores, como en el caso de los grupos iniciales PL-, KL-,
FL-: lat. FLAMMA, cat. flama, cast. llama, gall. chama, o lat. PLICARE, cat. plega(r), cast. llegar, gall. chegar.

La modernización de la lengua
La consideración histórica tradicional de una lengua se fija en ella como algo abstracto que, pasivamente,
reciben los hablantes, y se observa gracias a distintos cortes sincrónicos, perpendiculares al eje de la diacronía.
No obstante, por muy útil que sea este tratamiento, cabe también otra posibilidad: la de ver en los hablantes --y,
especialmente, en algunos de ellos-- agentes modificadores de la lengua, que, deliberadamente, tratan de
adaptar a las necesidades expresivas de cada tiempo.

Hemos de reducirnos a señalar alguna de las características fundamentales de la modernización de nuestra


lengua.

Hay --a nuestro juicio-- cuatro momentos en los que se ha producido una serie de actuaciones coherentes y
relativamente conscientes sobre el español, con el propósito de modernizarlo.

El primero de ellos corresponde al rey Alfonso X el Sabio, en la segunda mitad del siglo XIII. Es una época de
triunfo de la lengua romance, en la que se escriben todos los documentos públicos, con una grafía de tipo
fonológico, en la que se fija el español, básicamente, hasta el siglo XVIII (con la excepción de la f- inicial latina,
sustituida definitivamente por h- en los casos de aspiración y pérdida, a principios del siglo XVI). El rey, que
interviene directamente en la corrección de su ingente obra, nos da ya una buena muestra de una de las
características fundamentales de las modernizaciones del español: la persistencia de sus estructuras
fundamentales (obviamente, no exentas de cambios) y el empleo de todos los recursos posibles para el
enriquecimiento del léxico. De éstos, por su futura trascendencia, debemos destacar el doble papel del
préstamo: por un lado, se introduce léxico de lenguas en contacto (el árabe y los romances de la Galorromania,
francés y provenzal, pero también los otros romances hispánicos) y, por otro, se recurre a la lengua madre, al
latín, y se inicia un fecundo acopio de cultismos. Así, la herencia romana se revitaliza en las palabras,
construcciones y rasgos estilísticos que enriquecen, no sólo la obra de Alfonso X, sino, antes y a continuación, la
de los autores del Mester de Clerecía, para, a lo largo del XIV, hasta el XV, pasar a un desmedido empleo de
giros latinos, que llegan a alterar la fisonomía del castellano, enredado en sintagmas no progresivos y otras
construcciones humanísticas, pseudolatinizantes.

El siglo XVI ve una segunda modernización de esta lengua, superada pronto la pueril discusión en torno a qué
romance, al ser más próximo al latín, es más puro. Aunque falte una cabeza directora, como la del Rey Sabio,
hay figuras e instituciones (Garcilaso, Herrera con su grupo de poetas sevillanos, Fray Luis y su influjo
universitario, la espléndida floración de nuestros gramáticos) que aglutinan estos aires modernizadores y rompen
la pesada osamenta del latinismo sintáctico, con la misma facilidad que pasan del lento y pesado dodecasílabo
al ligero endecasílabo. El contacto con los pueblos de Europa, la conquista de América, proporcionan nuevas
fuentes de ampliación del léxico: las lenguas americanas nos darán desde la canoa al maíz, el tomate o el
chocolate, sin contar la variopinta diversidad lingüística de las regiones americanas. El italiano, el francés, y
hasta el inglés, el holandés y el alemán, enriquecerán el léxico castellano llevándose, a cambio, palabras

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españolas que, en el suyo, darán idea de la grandeza y jactancia que se entremezclan en el Imperio Español:
habler, grandee, picaroon son la cara y la cruz de esa presencia europea de España. Nuestra lengua, además,
mantiene, como en la Edad Media, su capacidad de adaptación de los préstamos, luego perdida: las voces
extranjeras se reforman según la fonología española: si de jalifa se había hecho califa o de maison, mesón, las
ciudades del norte, como Tübingen, Groningen, son Tubinga y Groninga para los soldados
españoles y, a su regreso, para sus paisanos.

Surge también la realidad americana, como hemos dicho, y, para afrontarla, son necesarias más innovaciones
del léxico, en dos momentos: en el primero de ellos los conquistadores, en la creencia de que las tierras
descubiertas eran las Indias y que, por tanto, la lengua de aproximación a ellas sería el árabe (pues los viajes de
los árabes a la India eran bien conocidos), utilizarán los viejos arabismos para designar los objetos nuevos o las
variantes de los ya conocidos (almadía, gandul): poco a poco, el mejor conocimiento de la realidad de América
hará que se impongan las palabras americanas (almadía, v.gr., será sustituida por el ya citado canoa).

El siglo XVIII, con la fundación de la Real Academia Española (1713-1714), supone una nueva etapa de
modernización, bien dirigida, de la lengua. Pese a discusiones y reticencias, la Academia, con el favor real y el
testimonio de su gigantesco esfuerzo, se convierte en la primera institución lingüística española, modelo de otras
muchas. En el breve espacio entre 1726 y 1739 publica el Diccionario de Autoridades, en el cual, no sólo recoge,
con citas abundantes de ejemplos comprobatorios de las autoridades del idioma, un inventario léxico de primer
orden, sino que, también, reforma la ortografía, con un reajuste, aunque incompleto, a la fonología dieciochesca,
matizado por la presión etimológica, y trata de sistematizar una Historia de la Lengua, todavía muy deficiente. La
presión social sobre la institución causa, por otra parte, que la segunda obra importante de la Academia, la
Gramática, no resulte tan avanzada como hubiera podido serlo, según nos hacen suponer los proyectos y
legajos de preparación de la misma.

También es el siglo XVIII la centuria en la que España necesita recurrir a la ciencia y la técnica extranjeras, sin
tiempo para adaptar la oleada de préstamos que ello comporta. Con éstos entran también los términos que
corresponden a los nuevos modos de vida. Además de la Academia, también pensadores de talla,
independientes, como el P. Feijoo, tratan de evitar que este enriquecimiento necesario desvirtúe la lengua, y que
la reacción de los puristas impida su oportuna modernización. El francés es la gran fuente de estos préstamos, y
los galicismos léxicos y sintácticos se extienden por España y América, con una afortunada uniformidad que no
daña gravemente la unidad del idioma. (Gracias, en América, al juicio claro de hombres como, ya en el XIX,
Andrés Bello, para quienes el ideal de libertad e independencia era compatible con el orgullo por la cultura
común, propiedad de todos, no sólo de los españoles o de los realistas.) El inglés, por otra parte, empieza su
influencia; los anglicismos serán visitantes frecuentes de nuestro léxico y estructuras, colocando al español ante
su cuarta modernización, en la hora presente.

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