Un Tiempo de Rupturas

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SELLO Ediciones crítica

COLECCIÓN
FORMATO 15,5x23 RÚSTICA
BIBLIOTECA ERIC HOBSBAWM

ERIC HOBSBAWM UN TIEMPO DE RUPTURAS


ERIC HOBSBAWM SERVICIO

El mundo del trabajo (1987)

Los ecos de la Marsellesa (1992) UN TIEMPO ERIC HOBSBAWM (1917-2012)


CORRECCIÓN: PRIMERAS

Política para una izquierda racional (1993) DE RUPTURAS está considerado uno de los grandes
DISEÑO

historiadores del siglo xx. Fue profesor REALIZACIÓN


Naciones y nacionalismo desde 1780 (1995) SOCIEDAD Y CULTURA
EN EL SIGLO XX emérito de Historia social y económica
La era de la revolución, 1789-1848 (1997) EDICIÓN
del Birkbeck College, en la Universidad
La era del capital, 1848-1875 (1998) de Londres. Entre sus numerosos libros
«Este es un libro —nos dice Eric Hobsbawm — sobre lo que sucedió debe destacarse, sobre todo, la serie
CORRECCIÓN: SEGUNDAS

La era del imperio, 1875-1914 (1998) al arte y a la cultura de la sociedad burguesa una vez esta sociedad formada por La era de la revolución, 1789- DISEÑO
Sobre la historia (1998) desapareció, en la generación posterior a 1914». Su destrucción 1848 (1997), La era del capital, 1848- 1875
se produjo como consecuencia de los efectos combinados de la (1998), La era del imperio, 1875-1914 (1998) REALIZACIÓN
Historia del siglo xx (1998)
revolución en la ciencia y la tecnología, del desarrollo de la sociedad e Historia del siglo xx (1998). Sus últimos
trabajos fueron Entrevista sobre el siglo xxi CARACTERÍSTICAS
Gente poco corriente (1999) de consumo y de la entrada de las masas en la escena política. Unas
(2000), Años interesantes. Una vida en el
sociedades inmersas en la constante presencia de nueva información
230mm

A la zaga. Decadencia y fracaso de las IMPRESIÓN


siglo xx (2003), Guerra y paz en el siglo xxi
vanguardias del siglo xx (1999) y de nueva producción cultural — de sonidos, imágenes, palabras y
(2007), Cómo cambiar el mundo (2011), y el
Entrevista sobre el siglo xxi (2000) símbolos— han visto transformarse el modo de aprehender la realidad,

ERIC HOBSBAWM
compendio de todos sus estudios sobre
pero también su concepción de la cultura, que estaba asociada a las PAPEL
Revolucionarios (2000) America Latina, ¡Viva la revolución! (2018),
convenciones que gobiernan las relaciones humanas. Este libro, el todos ellos publicados por Crítica. PLASTIFÍCADO

UN TIEMPO
Industria e imperio (2001) último que dejó escrito Hobsbawm, es una gran aportación a la
UVI
La invención de la tradición (2002, historia de la cultura del siglo xx, como señala el profesor Richard
con Terence Ranger) Evans: «Leyendo este libro he aprendido una enorme cantidad de RELIEVE

Rebeldes primitivos (2003)

Años interesantes:
una vida en el siglo xx (2003)
cosas que antes no sabía». Pero es también una reflexión sobre un
presente convulso, un tiempo de incertidumbre en que, nos dice
Hobsbawm, miramos hacia adelante con perplejidad, sin guías que
DE RUPTURAS BAJORRELIEVE

STAMPING

orienten nuestro camino hacia un futuro irreconocible.


Guerra y paz en el siglo xxi (2007) SOCIEDAD Y CULTURA FORRO TAPA

Cómo cambiar el mundo (2011) EN EL SIGLO XX


Bandidos (2016)
GUARDAS
¡Viva la Revolución! (2018) PVP 21,90 € 10232799
www.ed-critica.es INSTRUCCIONES ESPECIALES
Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
Fotografía de la cubierta: © Jc_Design - Digital Vision - Getty Images

100mm 157mm 16mm 157mm 100mm


ERIC HOBSBAWM

UN TIEMPO DE
RUPTURAS
Sociedad y cultura en el siglo xx

Traducción castellana de
Cecilia Belza y Gonzalo García

Crítica
Barcelona

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Primera edición: junio de 2013
Primera edición en esta nueva presentación: enero de 2019

Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo xx


Eric Hobsbawm

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un


sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
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mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(Art. 270 y siguientes del Código Penal)
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita
reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO
a través de la web www.conlicencia.com
o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Título original: Fractured times. Culture and Society in the Twentieth Century

© Bruce Hunter and Christopher Wrigley, 2013

© de la traducción, Cecilia Belza y Gonzalo García, 2013

© de la traducción del capítulo 20, Gonzalo Pontón, 1999

© Editorial Planeta S. A., 2013


Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
Crítica es un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.

[email protected]
www.ed-critica.es

ISBN: 978-84-9199-064-2
Depósito legal: B. 28764 - 2018
2018. Impreso y encuadernado en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es 100% libre de cloro y está
calificado como papel ecológico.

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Capítulo 1
MANIFIESTOS

La mayoría de cuantos participan aquí han escrito manifiestos. Yo no


tengo manifiestos que proponer y no creo que jamás haya esbozado siquiera
un documento de tal nombre, aunque he bosquejado textos equivalentes.
No obstante, llevo leyendo textos llamados «manifiestos» durante casi un
siglo e imagino que eso me otorga cierta credibilidad como comentarista,
en una maratón de manifiestos. Mi vida intelectual escolar se inauguró en
Berlín, a los quince años, con un manifiesto: el Manifiesto Comunista de
Marx y Engels. Y tengo una fotografía de prensa donde aparezco, con los
ochenta ya cumplidos, leyendo el periódico italiano Il Manifesto, que es,
según creo, el último diario europeo que se denomina a sí mismo comu-
nista. Como mis padres se casaron en la Zúrich de la primera guerra mun-
dial, entre Lenin y los dadaístas del Cabaret Voltaire, me gustaría pensar
que un manifiesto de los dadaístas profirió un sonoro pedo en el momento
de mi concepción; pero por desgracia, el primer manifiesto dadaísta se re-
citó tres meses antes de que esto pudiera suceder.
En realidad, los lectores sistemáticos de manifiestos son una especie
del siglo xx. En siglos anteriores se han conocido abundantes declara­
ciones colectivas de esa naturaleza, sobre todo religiosas y políticas, pero
recibieron otras etiquetas: peticiones, cartas y constituciones, llamamien-
tos, etc. Existieron las grandes declaraciones —‌la Declaración de Inde-
pendencia de Estados Unidos de América, la Declaración de los Derechos
del Hombre—, pero por lo general son textos de gobiernos y organizacio-
nes de lo más oficial, como la Declaración Universal de De­rechos Huma-
nos, de 1948. La mayoría de los manifiestos son del siglo pasado.
¿Cómo sobrevivirán los manifiestos en el siglo xxi? Los movimientos
y partidos políticos —‌que, después de todo, fueron uno de los dos mayo-

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res focos de producción de manifiestos— ya no son lo que eran en el siglo


anterior. El otro foco fueron las artes. De nuevo, con el ascenso de la so-
ciedad empresarial y la jerga de los másteres en dirección de empresas, se
han visto sustituidos en su mayoría por ese espantoso invento de la «de-
claración de misión». Ninguna de las declaraciones «de misión» con las
que me he encontrado decía nada que mereciera la pena, a menos que uno
sea entusiasta de las perogrulladas mal escritas. Es imposible caminar
unos metros entre la maleza de la letra impresa sin tropezarse con algún
ejemplo, de sentimiento casi inevitablemente huero, que nos dice algo
parecido a «Que tenga un buen día» y «Nos importa que nos llame».
Aun así, los «manifiestos» están compitiendo con bastante éxito con
las declaraciones de objetivos. Google ofrece casi veinte millones de re-
sultados para esa búsqueda, lo que es muchísimo (aun excluyendo a la
discográfica Manifesto Records y sus diversos productos). No puedo afir-
mar que todos ellos encajen con las definiciones de diccionario: «decla­
ración pública de principios o intenciones, especialmente de naturaleza
política». O de cualquier otro tipo. Hallarán por ejemplo un manifiesto so-
bre la lactancia materna, otro sobre jardinería silvestre, un manifiesto «por
las colinas» (que trata sobre el ganado en las tierras altas escocesas) y un
manifiesto bastante tentador sobre una nueva cultura del paseo, obra de
Wrights & Sites, plagado de referencias a los dadaístas, los situacionistas,
André Breton y Brecht pero, no poco sorprendentemente, sin ninguna men-
ción al campeón de los paseantes urbanos, Walter Benjamin. Y, por supues-
to, hallarán también todos los manifiestos de esta maratón.
No he tenido ocasión de escuchar buena parte de los manifiestos de
este fin de semana, pero hay una cosa que me llama la atención: muchos
son propuestas individuales en lugar de ser, como sucedía casi siempre en
el pasado, declaraciones de un grupo, la representación de algún «noso-
tros» colectivo, formalmente organizado o no. Sin duda, todos los mani-
fiestos políticos que recuerdo son de esta naturaleza. Siempre hablan en
plural y pretenden ganar partidarios (también en plural). También este es
el caso habitual de los manifiestos artísticos, que se popularizaron después
de que los futuristas introdujeran la palabra en el mundo del arte en 1909,
gracias al don de la verborrea del italiano Marinetti. Con ello, se adelanta-
ron unos cuantos años a los franceses. Estoy convencido de que a los cu-
bistas les habría gustado inventar la palabra de marras, pero en aquel mo-
mento no estaban mucho por la política y se les daba mejor pensar en
términos pictóricos que lingüísticos. Por supuesto, estoy hablando de van-
guardias que se reconocían como tales en aquel momento, no de etiquetas

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manifiestos 17

y escuelas creadas a posteriori (como el «postimpresionismo») o fruto de


la invención de los críticos y, cada vez más, de los marchantes (como el
«expresionismo abstracto»). Estoy pensando en auténticos grupos de per-
sonas (a veces formados en torno a un individuo, o una publicación perió-
dica, por más corta que fuese su vida), conscientes de contra qué luchaban,
así como de lo que tenían en común: dadaístas, surrealistas, De Stijl, LEF
o el Grupo Independiente en torno al cual surgió el Pop Art en Gran Breta-
ña, en la década de 1950. O, para el caso, la primera cooperativa de fotó-
grafos, Magnum. Por decirlo así, todos ellos son grupos en campaña.
No estoy seguro de para qué sirven los manifiestos puramente indivi-
duales, más allá de exponer los miedos de una persona acerca del presente y
sus esperanzas sobre el futuro, que pueden (o no) esperar que otros compar-
tan con ellos. ¿Cómo se va a llevar esto a cabo? ¿Se trata principalmente del
cultivo de uno mismo y una experiencia compartida, según afirma Vivienne
Westwood en su atractivo manifiesto? Los futuristas fueron los primeros en
anunciarse a sí mismos. Que la publicidad en los medios sea hoy lo que pri-
mero le viene a la cabeza a un potencial manifestante, antes que la tradicio-
nal forma de acción colectiva, es un signo de nuestra sociedad caótica y en
estado de desintegración. Por supuesto, una persona, individualmente, tam-
bién puede utilizar un manifiesto para anunciarse y, de esta forma, reclamar
cierta prioridad para ciertas innovaciones personales, como en el caso del
«Manifiesto literario» de Jeff Noon, de 2001 (The Guardian, 10 de enero de
2001). También existe la clase de manifiesto terrorista de la que fue pionero
«Unabomber» en 1995; anuncia un intento individual de cambiar la socie-
dad, en su caso, mandando cartas bomba a enemigos escogidos. Pero no
estoy seguro de si esto pertenece al ámbito de la política o del arte concep-
tual. Ahora bien, existe aún otro manifiesto puramente individual (o viaje al
ego) que no tiene a nadie en mente, salvo al solipsista que lo emite. El ejem-
plo más extremo es un documento extraordinario, el Manifiesto del Hotel
Chelsea de Yves Klein, en 1961. Klein —‌quizá se acordarán ustedes— ha-
bía forjado su carrera pintando con un solo color, un azul oscuro que se re-
conoce de inmediato. Nada más: sobre lienzos cuadrados y alargados, sobre
cualquier cosa tridimensional; principalmente, esponjas, pero también mo-
delos a las que hacía rodar sobre la pintura. El manifiesto explica que se
debía a que el cielo azul lo perseguía, aunque el azul de Klein es el menos
cerúleo que he visto nunca. Tumbado en la playa, en Niza, nos dice: «Em-
pecé a odiar a los pájaros que volaban adelante y atrás atravesando mi cielo
azul y despejado, porque intentaban abrir agujeros en mi obra más grande y
más hermosa. Hay que eliminar a los pájaros».

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No hará falta que les diga que Klein encontró a críticos que explicasen
su profundidad y marchantes que lo vendieran a los clientes. La Galería
Gagosian —‌que se ha reservado los derechos de copia del manifiesto— le
ha concedido la clase de inmortalidad que merecía.
Esto me lleva al contenido de los manifiestos proclamados a lo largo
de mi vida. Lo primero que me llama la atención, al echar la vista atrás, es
que el verdadero interés de esos documentos no está en aquello que recla-
man. Esto suele ser obvio, en su mayoría, incluso tópico; o bastarían para
construir grandes vertederos rebosantes o están destinados a una rápida
obsolescencia. Así le sucede incluso al gran e inspirador Manifiesto Co-
munista, que sigue tan vivo que, en los últimos diez años, ha sido redescu-
bierto por los propios capitalistas, ante la ausencia en Occidente de una
izquierda con verdadera relevancia política. La razón por la que lo leemos
hoy es la misma que me lo hizo leer cuando yo tenía quince años: prime-
ro, el maravilloso e irresistible estilo y brío del texto. Pero principalmente
es la magnífica visión analítica de cómo se transforma el mundo, recogida
en las primeras páginas. Buena parte de lo que aconsejaba realmente el
manifiesto es de interés puramente histórico, y en su mayoría los lectores
se lo saltan hasta el toque de rebato del final: el que afirma que los traba-
jadores que no tienen nada que perder, salvo sus cadenas, tienen un mun-
do por ganar. Trabajadores del mundo, uníos. Por desgracia, también esto
ha superado con creces su fecha de caducidad.
Sin duda, este es el problema de cualquier escrito que trate sobre el
futuro: no podemos conocerlo. Sabemos qué nos disgusta del presente y
por qué nos disgusta; por eso, en lo que sobresalen todos los manifiestos
es en la denuncia. En lo que atañe al futuro, solo podemos tener la seguri-
dad de que lo que hagamos tendrá consecuencias involuntarias.
Si todo esto es cierto en un texto tan perdurable como el Manifiesto
Comunista, aún lo es más para los manifiestos de las artes creativas. Para
muchos artistas, tal como me dijo en una ocasión un músico de jazz en un
club nocturno, «las palabras no son mi instrumento». Hasta cuando lo
son, como sucede con los poetas, incluso con los mejores, la creación no
sigue la senda del «pienso y luego escribo», sino una mucho menos con-
trolable. Este es el problema, si se me permite decirlo así, del arte concep-
tual. Desde la perspectiva intelectual, los conceptos del arte conceptual
suelen carecer de interés, a menos que puedan leerse como bromas, al es-
tilo del urinario de Duchamp o las obras —‌a mi juicio, mucho más diver-
tidas— de Paul Klee.
Por lo tanto, leer la mayoría de los manifiestos artísticos por el signifi-

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cado que pretenden es una experiencia frustrante salvo, quizá, como per-
formance. E incluso en este caso, son mejores como textos de ingenio y
humor que en el modo oratorio. Por eso, probablemente, Dadá —‌con su
estilo de comedia en vivo— sigue siendo el recurso habitual de tantos
manifiestos actuales: su humor es al tiempo divertido y negro, como el
surrealismo, y no pide una interpretación, sino el juego imaginativo, lo
cual es, a fin de cuentas, la base de todo trabajo creativo. Y en cualquier
caso, la valoración de las cosas depende de la experiencia que vivamos
con ellas, no de cómo se las describa.
Por eso los creadores de arte han alcanzado éxitos mayores que sus
manifiestos. En mi Age of Extremes escribí: «Por qué los brillantes dise-
ñadores de moda, una raza notoria por no ser analítica, en ocasiones anti-
cipan mejor la forma de las cosas por venir que los profesionales de la
predicción es una de las cuestiones más oscuras de la historia y, para el
historiador de las artes, una de las más fundamentales».* Aún no sé la
respuesta. Al examinar las artes de la década anterior a 1914, podemos
observar que había en ellas muchas cosas que anticipaban la caída de la
civilización burguesa después de esa fecha. El Pop Art de las décadas de
1950 y 1960 reconocía las consecuencias que la economía fordista y la
sociedad de consumo de masas implican y, de este modo, la abdicación de
la antigua obra de arte visual. ¿Quién sabe? Quizá un historiador que es-
criba de aquí a cincuenta años diga lo mismo de lo que sucede en las artes,
o lo que se hace bajo el nombre de arte, en nuestro momento de crisis ca-
pitalista, y se retire a las ricas civilizaciones de Occidente. Igual que en la
extraordinaria película —‌casi un documental— Man on Wire, aunque con
mucha mayor inquietud, las artes caminan sobre la cuerda floja entre el
alma y el mercado, entre la creación individual y la colectiva, incluso en-
tre los productos creativos reconocibles e identificables como humanos y
el asalto que han sufrido por parte de la tecnología y el ruido omnipresen-
te de internet. En su conjunto, el capitalismo tardío ha proporcionado una
buena vida a más personas creativas que nunca, pero por suerte no ha he-
cho que se sientan satisfechas ni con su situación ni con la sociedad. ¿Qué
anticipaciones leerá el historiador de 2060 en las producciones culturales
de los últimos treinta años? No lo sé ni puedo saberlo, pero mientras tanto
se habrán proclamado unos cuantos manifiestos.

*  Hay traducción castellana: Historia del siglo xx, 1914-1991, Barcelona: Crítica,
1995, 2011. (N. de los t.)

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Parte I
LOS APUROS DE LA «ALTA CULTURA»
EN LA ACTUALIDAD

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Capítulo 2
¿ADÓNDE VAN LAS ARTES?

Sin duda, es inapropiado preguntarle a un historiador cómo será la


cultura en el próximo milenio: los historiadores somos los expertos del
pasado. No nos ocupamos del futuro y, menos aún, del futuro de las artes,
que están experimentando la era más revolucionaria de su larga trayecto-
ria. Ahora bien, como no podemos confiar en los profetas profesionales
—‌pese a las colosales sumas de dinero que los gobiernos y las empresas
gastan en sus pronósticos—, quizá un historiador también pueda aventu-
rarse en los terrenos de la futurología. A fin de cuentas, a pesar de todas
las convulsiones, pasado, presente y futuro forman en efecto una conti-
nuidad inseparable.
Las artes, en nuestro siglo, se caracterizan por depender de una revo-
lución tecnológica única desde el punto de vista histórico, revolución que
además las ha transformado, especialmente por medio de las tecnologías
de la comunicación y la reproducción. Porque la segunda fuerza que ha
revolucionado la cultura —‌me refiero a la sociedad de consumo de ma-
sas— es impensable sin la revolución tecnológica; sin el cine, por ejem-
plo, o la radio, o la televisión, o el reproductor de música portátil. Pero es
precisamente esto lo que permite pocos pronósticos generales sobre el
futuro del arte como tal. Las antiguas artes visuales, como la pintura y la
escultura, se habían conservado hasta hace bien poco como formas de ar-
tesanía pura; simplemente, no se habían industrializado —‌de ahí, por
cierto, la crisis en la que se hallan sumidas hoy—. La literatura, en cam-
bio, se adaptó a la reproducción mecánica hace medio milenio, en los días
de Gutenberg. El poema ya no se concibe para la representación pública
(como sucedía con la épica, que en consecuencia desapareció tras la in-
vención de la imprenta), ni tampoco (como es el caso, por ejemplo, de la

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24 un tiempo de rupturas

literatura clásica china) como una obra caligráfica. Se trata, sencillamen-


te, de una compilación mecánica de símbolos alfabéticos. Dónde, cuándo
y cómo recibimos ese resultado —‌sobre papel, una pantalla o cualquier
otro soporte— no son cuestiones que carezcan de toda importancia, pero
sí secundarias.
Por otro lado, en el siglo xx, y por primera vez en la historia, la música
ha cruzado el muro de la comunicación puramente física entre el instru-
mento y el oído. La gran mayoría de sonidos y ruidos que oímos a modo de
experiencia cultural nos llegan hoy de forma indirecta: reproducidos mecá-
nicamente o transmitidos a distancia. De modo que cada una de las musas
ha tenido una experiencia distinta de la «era de la reproducción» —‌según
el concepto de Walter Benjamin— y encara el futuro de un modo diferente.
Iniciaré, pues, la charla con un breve repaso de las distintas áreas de la
cultura. Como escritor que soy, les ruego me permitan comenzar por la li-
teratura.
Empecemos por tomar conciencia de que, en contraste con el panora-
ma de principios del siglo xx, la humanidad del siglo xxi ya no estará
formada principalmente por analfabetos. Hoy ya solo quedan dos partes
del mundo en las que haya una mayoría analfabeta: el sur de Asia (la In-
dia, Pakistán y las regiones colindantes) y África. Una educación formal
implica libros y lectores. Tan solo con que la alfabetización se incremente
un 5 por 100, aparecen cincuenta millones de posibles lectores (de libros
de texto, al menos). Lo que es más, desde mediados del siglo xx, casi toda
la población de las naciones que se consideran «desarrolladas» puede
contar con recibir educación secundaria y, en el último tercio de la centu-
ria, un destacado porcentaje de los grupos de edad relevantes recibe edu-
cación superior (la proporción, en la Inglaterra actual, ronda la tercera
parte). Por lo tanto, se ha multiplicado el público, para todos los tipos de
literatura. Y con este, por cierto, el conjunto del «público culto» al que se
han dirigido todas las artes de la alta cultura occidental desde el siglo
xviii. Este nuevo público de lectores sigue aumentando claramente, en
cifras absolutas. Incluso los actuales medios de comunicación de masas
apuntan hacia ellos.
La película El paciente inglés, por ejemplo, nos presentó a un héroe
lector de Herodoto; y de inmediato, montones de británicos y estadouni-
denses compran libros de un antiguo historiador griego al que antes, a lo
sumo, habían oído nombrar.
Como ya sucedió en el siglo xix, esta democratización del material
escrito conduce necesariamente a una fragmentación, por el ascenso de

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¿adónde van las artes? 25

las antiguas y nuevas literaturas vernáculas; y —‌de nuevo como en el si-


glo xix— también a una edad dorada de la traducción. Porque ¿cómo, si
no a través de las traducciones, pudieron Shakespeare y Dickens, Balzac
y los grandes autores rusos pasar a ser propiedad común de la cultura bur-
guesa internacional? Es una situación aún vigente, en parte, hoy día. Un
John le Carré puede convertirse en éxito de ventas porque se lo traduce de
forma regular a entre treinta y cincuenta lenguas. Pero hay dos aspectos
fundamentales que distinguen nuestro momento actual.
En primer lugar, como es sabido, la palabra lleva un tiempo de retira-
da en comparación con la imagen; y la palabra escrita o impresa pierde
terreno frente a la hablada en la pantalla. Hoy, las tiras cómicas y los álbu-
mes ilustrados con un texto mínimo en ningún caso se dirigen ya solo a
los primeros lectores que comienzan a deletrear. Sin embargo, lo más im-
portante es cómo las noticias impresas ceden ante las habladas e ilustra-
das. La prensa, el medio principal de la «esfera pública» de Habermas en
el siglo xix y hasta bien entrado el xx, apenas podrá mantener esta situa-
ción en el siglo xxi. Pero, en segundo lugar, la economía global y la cultu-
ra global de nuestro tiempo necesitan un lenguaje igualmente global que
complemente al local, y no solo para una élite insignificante (en cuanto al
número se refiere), sino para estratos más amplios de la población. En
nuestros días, la lengua global es el inglés y así seguirá siendo, probable-
mente, a lo largo del siglo xxi. Ya está apareciendo en esa lengua una lite-
ratura especializada internacional. Este nuevo «angloesperanto» guarda
poco parecido con el inglés literario; el mismo parecido, de hecho, que el
latín eclesiástico medieval tenía con la lengua de Virgilio y Cicerón.
Pero todo esto no puede detener el ascenso cuantitativo de la literatu-
ra, esto es: de la palabra en tipos de imprenta; ni siquiera el de las belles
lettres. De hecho, casi me atrevería a sostener que —‌pese a todos los pro-
nósticos pesimistas— el que ha sido tradicionalmente el principal medio
de difusión de la literatura, el libro impreso, se mantendrá en su puesto sin
graves dificultades, salvando solo algunas excepciones como las grandes
obras de referencia, los vocabularios, diccionarios, etc.; en suma, los ni-
ños mimados de internet. En primer lugar porque a la hora de leer, no hay
nada más práctico y fácil que el pequeño libro de bolsillo, portátil y de
impresión clara, inventado por Aldo Manucio en la Venecia del siglo xvi;
mucho más fácil y práctico que la impresión de un ordenador, que a su
vez es de lectura incomparablemente más cómoda que un texto que par-
padea en una pantalla. Para confirmarlo, basta con pasar una hora leyendo
el mismo texto, primero impreso y luego en pantalla. De hecho, ni tan si-

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26 un tiempo de rupturas

quiera el dispositivo de libros digitales se publicita apelando a una legibi-


lidad superior, sino a que tiene mayor capacidad de almacenaje y nos evi-
ta pasar las páginas.
En segundo lugar, el papel impreso es, hasta la fecha, más duradero
que los medios tecnológicos más avanzados. La primera edición de Las
desventuras del joven Werther todavía se puede leer hoy, pero no sucede
necesariamente lo mismo con los textos informáticos de hace treinta años,
ya sea porque —‌igual que las fotocopias y películas viejas— tienen una
vida limitada o porque la tecnología queda atrasada con tanta celeridad
que los últimos ordenadores no pueden, sencillamente, seguir leyendo
aquel formato. El progreso triunfal de los ordenadores no acabará con el
libro, igual que no lo consiguieron el cine, la radio, la televisión y otras
innovaciones tecnológicas.
La segunda de las grandes artes a la que le va bien en la actualidad es
la arquitectura, y así seguirá siendo en el siglo xxi, porque la humanidad
no puede vivir sin edificios: la pintura es un lujo, pero las casas son una
necesidad. Probablemente se produzcan cambios en quién diseñe y cons-
truya los edificios, dónde lo haga, cómo, con qué materiales y estilos, si es
arquitecto, ingeniero o un ordenador; pero la necesidad de levantar edifi-
cios no cambiará. De hecho, podríamos incluso afirmar que, en el trans-
curso del siglo xx, el arquitecto —‌en especial, de los grandes edificios
públicos— se ha convertido en el soberano del mundo de las bellas artes.
Él —‌pues por lo general sigue siendo un él, no una ella— sabe expresar
de la forma más adecuada (es decir, la más cara e impresionante) la mega-
lomanía de la riqueza y el poder, así como la de los nacionalismos. (No en
vano, el País Vasco acaba de encargar a una estrella internacional que
construya en Bilbao un símbolo nacional —‌un museo de las artes no con-
vencional— que alojará otro símbolo nacional, el Guernica de Picasso,
aunque en realidad Picasso no pintase esa obra como ejemplo del arte re-
gional vasco.)
Apenas caben dudas de que la tendencia se mantendrá durante el si­-
glo xxi. Hoy, Kuala Lumpur y Shanghái ya están demostrando que aspi-
ran a un estatus económico de nivel mundial con los nuevos récords de
altura de sus rascacielos; y la Alemania reunificada está transformando su
nueva capital en un gigantesco complejo de edificios. Pero ¿qué tipo de
edificios se convertirán en símbolos del siglo xxi? Algo sí está claro: se-
rán grandes. En la era de las masas, es menos probable que sean las sedes
de los gobiernos, ni siquiera las de las grandes empresas internacionales,
aunque sigan prestando sus nombres a los rascacielos. Es casi seguro que

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¿adónde van las artes? 27

se tratará de edificios (o complejos de edificios) abiertos al público. Antes


de la era burguesa, cuando menos en Occidente, este puesto lo ocupaban
las iglesias. En el siglo xix fueron por lo general, como mínimo en las
ciudades, los teatros de la ópera —‌catedrales de la burguesía— y las esta-
ciones de ferrocarril —‌catedrales del progreso tecnológico—. (Valdría la
pena estudiar alguna vez por qué, durante la segunda mitad del siglo xx,
la monumentalidad dejó de ser un rasgo característico de las estaciones de
tren y los espacios que las sucedieron, los aeropuertos. Quizá en el futuro
se recupere.) A punto de terminar el milenio, hay tres tipos de edificios o
complejos que encajan como nuevos símbolos de la esfera pública: en
primer lugar, los estadios y grandes recintos de espectáculos y deportes;
en segundo lugar, los hoteles internacionales; y por último, en la más re-
ciente de estas innovaciones, las colosales edificaciones cerradas de los
nuevos centros comerciales y de ocio. Si tuviera que apostar por uno de
ellos, me decantaría por los estadios y recintos para espectáculos. Pero si
me preguntan cuánto durará la moda de diseñar estos edificios con formas
inesperadas y fantásticas —‌una moda desenfrenada desde que se erigió la
Ópera de Sídney—, no sabría darles una respuesta.
¿Qué podemos decir de la música? A finales del siglo xx, vivimos en
un mundo saturado de música. El sonido nos acompaña por todas partes,
sobre todo mientras esperamos en espacios cerrados, ya sea al teléfono,
en un avión o en la peluquería. Al parecer, la sociedad de consumo consi-
dera el silencio como algo delictivo. Por lo tanto, la música no tiene nada
que temer en el siglo xxi. Hay que reconocer que sonará algo distinta, en
comparación con la del siglo xx. Ha sufrido una revolución crucial con la
electrónica, lo que implica que ahora es bastante más independiente del
talento creador y la pericia técnica de cada uno de los artistas. La música
del siglo xxi se producirá, principalmente, sin mucha aportación humana;
y así llegará también a nuestros oídos.
Pero ¿qué escucharemos? La música clásica vive, en lo esencial, de un
repertorio muerto. De las cerca de sesenta óperas que se representaron en
la Ópera Estatal de Viena durante la temporada 1996-1997, solo una era
de un compositor nacido en el siglo xx, y en los auditorios tampoco mejo-
ra mucho la cosa. Debemos añadir que el público potencial de estas repre-
sentaciones —‌que aun en una ciudad de más de un millón de habitantes
cuenta, en el mejor de los casos, con veinte mil señoras y señores de avan-
zada edad— apenas se renueva. No durará indefinidamente. De hecho,
mientras el repertorio siga congelado en el tiempo, ni tan siquiera los nu-
tridos públicos nuevos de oyentes indirectos de música podrán rescatar el

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negocio de la música clásica. ¿Cuántas grabaciones de la sinfonía Júpiter,


del Viaje de invierno de Schubert o de la Missa solemnis puede asumir el
mercado? Desde la segunda guerra mundial, este mercado se ha salvado
tres veces gracias a las innovaciones tecnológicas: por el paso sucesivo a
los LP, los casetes y luego los CD. La revolución tecnológica continúa,
pero los ordenadores e internet están destruyendo casi por completo los
derechos de copia, así como el monopolio del productor, y es probable
que esto redunde negativamente en las ventas. Todo esto no significa, en
modo alguno, que la música clásica vaya a desaparecer; pero estoy con-
vencido de que, en cierta medida, sí implicará cambios en el papel que
interpreta dentro de la vida cultural y, sin ninguna duda, transformará su
estructura social.
En la actualidad podemos apreciar también cierto agotamiento inclu-
so en la música comercial para las masas, un campo que ha sido muy acti-
vo, dinámico y creativo a lo largo de este siglo.
Ofreceré solo un apunte. En julio, por ejemplo, un estudio realizado
por aficionados y expertos en la música rock concluyó que, de los cien
«mejores temas del rock de todos los tiempos», casi todos pertenecían a la
década de 1960, y prácticamente ninguno, a los últimos veinte años. Pero
hasta la fecha, la música pop ha pervivido a todos los cambios y cabe es-
perar que en el próximo siglo pueda continuar lográndolo.
De este modo, en el siglo xxi seguirá habiendo canciones y marcha,
como las hubo en el xx, aunque quizá a veces nos lleguen bajo una forma
inesperada.
En lo que atañe a las artes visuales, las cosas se ven ya de otro modo.
La escultura vive una existencia triste en las fronteras de lo cultural, por-
que ha caído en el abandono a lo largo de este siglo, tanto en la vida públi-
ca como en la privada, como forma de fijar la realidad o de simbolismo
antropomorfo. Solo hay que comparar los cementerios actuales con los
del siglo xix, plagados de monumentos. En la década de 1870, en la Ter-
cera República, se erigieron más de 210 monumentos en París, lo que
significa una media de tres al año. Una tercera parte de todas estas esta-
tuas desapareció durante la segunda guerra mundial, y (como es bien sabi-
do) la masacre de estos objetos continuó alegremente, recurriendo a cues-
tiones estéticas, en tiempos de André Malraux. Además, tras la segunda
guerra mundial, al menos fuera del territorio soviético, se levantaron po-
cos monumentos bélicos, en parte porque los nombres de los nuevos
muertos bien podían inscribirse en las bases de los monumentos de la pri-
mera guerra mundial. Las antiguas alegorías y símbolos también se han

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desvanecido. En resumen, la escultura ha perdido su principal mercado.


Ha tratado de salvarse a sí misma, quizá por analogía con la arquitectura,
mediante el gigantismo en los espacios públicos —‌lo grande impresiona,
tenga la forma que tenga— y con la ayuda de unos cuantos auténticos ge-
nios; con qué éxito, se juzgará mejor en 2050.
La base de las artes visuales de Occidente —‌en comparación, por
ejemplo, con las islámicas— es la representación de la realidad. En con-
secuencia, el arte figurativo ha sufrido sobre todo desde mediados del si-
glo xix por la competencia de la fotografía, que alcanzaba su principal co-
metido tradicional —‌representar la impresión de los sentidos sobre el ojo
humano— con mayor facilidad, menor precio y mucha más precisión. A mi
entender, esto explica el ascenso de las vanguardias, es decir, de una pintu-
ra que escapa a las posibilidades de la cámara, a partir del impresionismo:
ya sea por medio de nuevas técnicas de representación, del expresionis-
mo, de la fantasía y la visión o, por último, de la abstracción, el rechazo del
carácter representativo. Esta búsqueda de alternativas la modificó el ciclo
de la moda, lo que dio origen a una búsqueda infinita de lo nuevo que, como
cabía esperar, por analogía con la ciencia y la tecnología se consideraba
mejor, más progresista y moderno. Esta «conmoción de lo nuevo» (Robert
Hughes)* ha perdido su legitimidad artística desde la década de 1950, por
razones que ahora no hay tiempo de detallar aquí. Además, la tecnología
moderna también produce hoy día arte abstracto, o al menos puramente de-
corativo, exactamente igual que la artesanía manual. La pintura se halla, a
mi juicio, en lo que podemos llamar una crisis desesperada; sin que ello
signifique la desaparición de buenos pintores, ni siquiera de los extraordi-
narios. Probablemente no sea casualidad que el Premio Turner, concedido
a los mejores artistas británicos jóvenes del año, haya seleccionado cada
vez a menos pintores entre los candidatos, durante los últimos diez años.
Este año (1997) no había ninguno entre los cuatro candidatos de la elimi-
natoria final. La pintura tampoco recibe especial atención en la Bienal de
Venecia.
¿Qué hacen, pues, los artistas? Hacen «instalaciones» y vídeos, aun-
que estas propuestas revisten menos interés que la obra de los escenógra-
fos y los especialistas en publicidad. Trabajan con objets trouvés que a
menudo son escandalosos. Tienen sus ideas, a veces malas. Las artes vi-
suales de la última década del siglo están retrocediendo del arte a la idea:

*  Referencia a la serie de ocho documentales de historia del arte The shock of the
new, producida por la BBC en 1980. (N. de los t.)

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solo los humanos tenemos ideas, a diferencia de la lente o el ordenador. El


arte ya no es lo que yo puedo hacer y producir de forma creativa, sino lo
que estoy pensando. El «arte conceptual» deriva, en última instancia, de
Marcel Duchamp. Y, como Duchamp con su innovadora exposición de un
urinario público como arte «ready-made», este tipo de modas no preten-
de ampliar el campo de las bellas artes, sino destruirlo. Son declaraciones de
guerra a las bellas artes, o quizá mejor a la «obra de arte», a la creación
de un solo artista, un símbolo que busca la admiración y la reverencia del
observador y que debe ser juzgado por los críticos atendiendo a los crite-
rios estéticos de belleza. En realidad ¿qué hace hoy día un crítico de arte?
¿Quién utiliza aún la palabra «belleza» en un discurso crítico, si no es con
intención irónica? Solo los matemáticos, los ajedrecistas, los periodistas
deportivos, los admiradores de la belleza humana, ya sea por su presencia
o su voz, son capaces de llegar sin problemas a un consenso sobre la «be-
lleza» o su ausencia. Los críticos de arte no pueden hacerlo.
Lo que ahora me parece importante es que, transcurridos tres cuartos
de siglo, los artistas visuales están recuperando el estado de ánimo de la
época dadaísta, es decir, el de las vanguardias apocalípticas de hacia
1917-1923, que no pretendían modernizar el arte como tal sino eliminar-
lo. Creo que, en cierto modo, han reconocido que nuestro concepto tradi-
cional de arte ha muerto. Aún se aplica al antiguo arte de creación manual,
que se ha fosilizado en formas clasicistas. Pero ya no sirve para el mundo
de los sentimientos y las impresiones sensoriales que hoy inundan la hu-
manidad.
Y esto sucede por dos razones. En primer lugar, porque esta inunda-
ción ya no se puede seguir analizando como una serie inconexa de crea-
ciones artísticas personales. Ni siquiera la alta costura puede compren-
derse hoy como el feudo de creadores individuales sobresalientes —‌un
Balenciaga, un Dior, un Gianni Versace— cuyas grandes obras, encarga-
das como piezas exclusivas por patronos ricos, inspiran y por lo tanto
dominan la moda de las masas. Los grandes nombres se han convertido
en reclamos publicitarios para las empresas mundiales en la industria del
embellecimiento general del cuerpo humano. La casa Dior no vive de lo
que crea para las señoras ricas, sino del enorme volumen de ventas de
cosméticos y ropa prêt-à-porter ennoblecida con su nombre. Esta indus-
tria, como todo aquello que sirve a una humanidad que ya no se encuen-
tra coaccionada por la mera subsistencia, posee un elemento creativo;
pero no tiene ni puede tener el significado que le atribuíamos a «crea-
ción» en el antiguo vocabulario del individuo artístico independiente que

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aspira a la genialidad. De hecho, en el nuevo léxico de las ofertas labora-


les, «creativo» apenas significa algo más que un trabajo que no es del todo
rutinario.
En segundo lugar, vivimos en el mundo de la civilización consumista,
en la que se supone que la estructura de vida se determina por la consecu-
ción —‌a ser posible, inmediata— de todos los deseos humanos. ¿Existe
una jerarquía entre las posibilidades de cumplir un deseo? ¿Puede existir?
¿Tiene algún sentido señalar una u otra fuente de este placer y examinar-
las por separado? Las drogas y la música rock, por lo que sabemos, van
de la mano desde la década de 1960. La experiencia de la juventud inglesa
en las fiestas conocidas como «raves» no consta por separado de música,
baile, bebidas, drogas, sexo y la forma de vestir de cada uno —‌el adorno
del cuerpo al último grito de la moda— frente a la forma que adopta la
masa de los otros en estos festivales órficos, sino que consta de todo esto
en conjunto, en este momento y no en otro. Y son precisamente estas co-
nexiones las que hoy, para la mayoría de personas, forman la experiencia
cultural típica.
La antigua sociedad burguesa fue la era del separatismo en las artes y
la alta cultura. Como sucediera antaño con la religión, el arte era algo
«más elevado», o un peldaño hacia algo superior: la «cultura». Gozar del
arte guiaba hacia una superación espiritual y era una especie de práctica
devota, ya fuera privada —‌como la lectura— o pública —‌en teatros, salas
de concierto, museos o emplazamientos famosos del mundo cultural,
como por ejemplo las pirámides o el Panteón—. Se distinguía marcada-
mente de la vida cotidiana y del mero «entretenimiento», al menos hasta
el día en que el «entretenimiento» ascendió al nivel de la cultura; por
ejemplo, Johann Strauss dirigido por Carlos Kleiber, en lugar de Johann
Strauss interpretado en una taberna vienesa, o cuando los críticos de París
elevaron a la condición de arte las películas de Hollywood de serie B. Por
descontado que aún existe este tipo de experiencia artística, como de-
muestra, sin ir más lejos, esta participación nuestra en el Festival de Salz-
burgo. Pero, para empezar, culturalmente no está al alcance de todo el mun-
do y, por otra parte, ya no representa la experiencia cultural prototípica, al
menos para las jóvenes generaciones. El muro entre cultura y vida, entre
reverencia y consumo, entre trabajo y placer, entre cuerpo y espíritu, está
siendo derribado. Dicho de otro modo: la «cultura», en el sentido burgués
y críticamente valorativo del término, está dejando paso a la «cultura» en
el sentido antropológico puramente descriptivo.
A finales del siglo xx, la obra de arte no solo se perdió en la avalancha

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de palabras, sonidos e imágenes que inunda el hábitat universal que antes


se habría llamado «arte», sino que además se desvaneció en esta disolu-
ción de la experiencia estética en una esfera en la que es imposible distin-
guir entre los sentimientos que se han desarrollado en nuestro interior y
los que han llegado de fuera. En estas circunstancias, ¿quién puede hablar
de arte?
¿Cuánta pasión de la que despiertan hoy una pieza musical o una pin-
tura proviene de las asociaciones? No de que la canción sea bonita, sino
de que sea «nuestra canción». No lo sabemos; y no podremos determinar
el papel de las artes vivas —‌y de sus continuadoras en el siglo xxi— hasta
que encontremos la respuesta.

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