5 La Vidente de Kell - David Eddings

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Se

acaba el tiempo para salvar al pequeño Geran. Si no se logra encontrar el


Lugar que ya no Existe, Zandramas, la Niña de las Tinieblas, usará al hijo y
heredero de Garion en un rito que, según las profecías, concedería a las
Tinieblas el dominio eterno del mundo.
La Vidente de Kell era la única capaz de conducir a los que iban en busca del
niño a ese misterioso lugar, pero sólo después de que Garion y Polgara
hicieran realidad una antigua profecía en las montañas.
Aunque Kell estaba vedada a Zandramas, sus tenebrosos poderes mágicos
le permitían leer la ubicación del lugar en la mente de algún miembro del
grupo. Resuelta a entregar el mundo al dios de las Tinieblas, Zandramas les
tendía trampas una y otra vez y enviaba en su busca a sus temibles
secuaces. Pero Garion no permitiría que nada se interpusiera entre él y su
hijo, consciente de que el futuro del mundo dependía del éxito de la misión
que el destino le había asignado al principio de los tiempos.

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David Eddings

La vidente de Kell
Crónicas de Mallorea V

ePUB v1.0
Volao 09.03.12

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Hemos trabajado juntos durante una década. Después de todo este tiempo, la única
expectativa razonable habría sido envejecer diez años, pero por lo visto hemos hecho
algo más. Creo que entre los dos hemos dado vida a un buen chico. Espero que te
hayas divertido tanto como yo, y considero que ambos podemos estar orgullosos de
no habernos matado en el curso de esta empresa, aunque estoy convencido de que el
mérito no puede atribuirse a nuestras virtudes personales, sino a la paciencia infinita
de un par de damas muy especiales.

Con todo mi afecto.

Dave Eddings

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Mapas

Kell

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Perivor

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Las tierras altas de Korim

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Prólogo
Extractos del Libro de las Eras,
volumen primero de Los textos sagrados malloreanos.

Éstas son las eras del hombre:


En la primera fue creado el hombre, que despertó maravillado y asombrado del
mundo que lo rodeaba. Luego los creadores estudiaron el género humano y
seleccionaron a aquellos que más les agradaron, apartando o ahuyentando a los
demás. Algunos fueron en busca de un espíritu conocido como UL, nos abandonaron
para marcharse al oeste y no volvimos a verlos nunca. Otros negaron la existencia de
los dioses y se marcharon al lejano norte a luchar contra demonios. Por fin un tercer
grupo se volcó a asuntos mundanos y se dirigió al este, donde construyeron opulentas
ciudades.
Pero nosotros nos desesperamos, nos sentamos a la sombra de las montañas de
Korim a lamentarnos de nuestro destino, que nos había condenado al destierro
inmediatamente después de nuestra creación.
Sin embargo, en medio de la desesperación, una mujer tuvo una iluminación, y
fue como si una mano todopoderosa la hubiera sacudido. Se levantó del suelo donde
estaba sentada y se cubrió los ojos con una venda, en señal de que había visto algo
que ningún mortal había contemplado antes, pues he aquí que era la primera vidente
del mundo. Y con esa visión aún presente, nos habló a todos del siguiente modo:
—¡Mirad! Se ha servido un banquete a aquellos que nos crearon, un banquete que
llamaremos el Festín de la Vida, y en su transcurso nuestros creadores eligieron lo
que les gustaba e hicieron a un lado aquello que no les gustaba.
»Nosotros somos el Festín de la Vida, y nos lamentamos de que nadie nos haya
escogido, pero no desesperéis, porque hay un invitado que aún no ha llegado a la
fiesta. Los demás han cogido lo suyo, pero este gran Festín de la Vida aún aguarda al
bienaventurado invitado que vendrá más tarde, y yo puedo aseguraros a todos que él

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nos elegirá. Aguardad entonces su llegada, porque estoy segura de que vendrá.
Olvidad vuestro dolor y volved la cara hacia el cielo y hacia la tierra para que podáis
leer los signos allí escritos, pues debo advertiros que su llegada depende de vosotros.
Él no os elegirá a menos que vosotros lo elijáis a él. Éste es el destino para el cual
hemos sido creados. Por lo tanto, incorporaos, y dejad de estar sentados en la tierra
sumidos en inútiles y tontas lamentaciones. Aceptad vuestra misión y preparad el
camino para aquel que vendrá.
Todos nos maravillamos ante aquellas palabras y meditamos sobre ellas en
profundidad. Interrogamos a la vidente, pero sus respuestas fueron oscuras e
imprecisas. De modo que volvimos la vista hacia el cielo e intentamos oír los
murmullos de la tierra, para ver, escuchar y aprender. Y mientras aprendíamos a leer
el Libro de los Cielos y a oír los susurros de las rocas, encontramos innumerables
signos de que dos espíritus vendrían a nosotros, uno perverso y otro bueno. Sin
embargo, pese a nuestros afanosos esfuerzos, no lográbamos distinguir entre el
espíritu bueno y el malo. Eso nos preocupaba, pues en el Libro de los Cielos y en el
lenguaje de la tierra, el mal se disfraza de bien, y ningún hombre es lo bastante sabio
para elegir entre ambos.
Mientras meditábamos sobre esta cuestión, salimos de la sombra de las montañas
de Korim y nos dirigimos a las tierras que se extienden del otro lado, donde aún hoy
seguimos aguardando. Dejamos a un lado las preocupaciones normales de los
hombres y concentramos todos nuestros esfuerzos en la tarea que nos habían
asignado. Nuestros brujos y nuestros videntes buscaron ayuda en el mundo de los
espíritus, nuestros nigromantes consultaron con los muertos y nuestros adivinos
solicitaron consejo a la tierra, pero he aquí que ninguno de ellos pudo averiguar nada
más que nosotros.
Por fin nos reunimos en una llanura fértil, para confrontar todo lo que habíamos
aprendido. Y éstas son las verdades que hemos descubierto en las estrellas, las rocas,
los corazones de los hombres y los espíritus:
Sabed que a lo largo de las infinitas avenidas del tiempo, la división ha
estropeado todo lo que existe, pues ha habido división en el propio centro de la
creación. Aunque algunos digan que esto es natural y que persistirá hasta el final de
los tiempos, no es así. Si la división estuviera destinada a ser eterna, el propósito de la
creación habría sido contenerla, pero las estrellas, los espíritus y las voces de las
rocas hablan del día en que esa división terminará y todo volverá a convertirse en
unidad, pues la propia creación sabe que ese día llegará.
Sabed también que dos espíritus luchan entre sí en el corazón mismo del tiempo y
que estos espíritus representan las dos partes de aquello que dividió la creación.
Llegará el momento en que esos dos espíritus se encuentren en este mundo, y
entonces será la hora de la elección. Pero si la elección no se realizara, este mundo

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desaparecería y el bienaventurado invitado de quien habló la vidente no llegaría
nunca, pues a eso se refería al decir: «Él no os elegirá, a menos que vosotros lo elijáis
a él». Y puesto que la elección que debemos hacer decidirá entre el bien y el mal, a
partir de entonces la realidad que se prolongará hasta el final de los días será buena o
perversa, según el camino que hayamos tomado.
Recordad también esta verdad: las rocas de este mundo y de cualquier otro mundo
hablan sin cesar entre murmullos de las dos piedras que participaron en la división.
En un tiempo, estas piedras eran una sola y estaba en el centro de la creación, pero
luego fue dividida, como todo lo demás, separada por una fuerza capaz de destruir
soles enteros. Pero allí donde esas piedras vuelvan a encontrarse, sin duda habrá un
enfrentamiento entre los dos espíritus. Llegará el día donde todo se convierta otra vez
en una unidad, excepto las dos piedras, pues su división fue tan poderosa que nunca
volverán a unirse. Y cuando llegue el fin de la división, una de las piedras dejará de
existir junto con uno de los espíritus.
Ésas eran las verdades que habíamos reunido, y este descubrimiento marcó el
final de la primera era.
La segunda era del hombre comenzó con truenos y terremotos, pues la propia
tierra decidió partirse, y el mar se apresuró a separar los territorios de los hombres,
imitando el cisma de la propia creación. Entonces las montañas de Korim temblaron,
gimieron y se sacudieron mientras el mar las tragaba. Sin embargo, puesto que
nuestras videntes nos habían advertido que esto sucedería, seguimos nuestro camino
y hallamos un sitio seguro antes de que la tierra se agrietara y el mar la cubriera, se
retirara, y luego volviera a quedarse eternamente.
Durante los días siguientes a la inundación, los hijos del dios dragón huyeron de
las aguas y se instalaron al norte, detrás de nuestras montañas. Entonces las videntes
nos avisaron que algún día los hijos del dios dragón intentarían conquistarnos, y a
partir de ese momento nos dedicamos a estudiar la forma de no ofenderlos, para que
nos permitieran seguir con nuestros estudios. Por fin llegamos a la conclusión de que
nuestros belicosos vecinos se mostrarían menos aprensivos ante unos simples
campesinos y organizamos nuestra vida de ese modo. Derribamos nuestras ciudades y
volvimos a dedicarnos al cultivo de la tierra, para no alarmar a nuestros vecinos ni
despertar su envidia.
Así pasaron los años y se convirtieron en siglos, y los siglos en eones. Por fin,
como habíamos vaticinado, los hijos de Angarak vinieron a nosotros, nos sometieron
y llamaron Dalasia a la tierra que habitamos. Nosotros aceptamos su voluntad, pero
sin abandonar nuestros estudios.
En aquella época, un discípulo del dios Aldur llegó con otra gente a reclamar algo
que el dios dragón había robado a Aldur. Aquel hecho tuvo tanta importancia que
marcó el final de la segunda era y el comienzo de la tercera.

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Fue en la tercera era cuando los sacerdotes de Angarak, a quienes los hombres
llaman grolims, vinieron a hablarnos del dios dragón y de su deseo de que lo
amáramos. Nosotros reflexionamos sobre lo que nos dijeron, como siempre
meditamos sobre lo que nos dicen los hombres. Consultamos el Libro de los Cielos y
confirmamos que Torak era una de las deidades que luchan en el centro del tiempo,
pero ¿dónde estaba la otra? ¿Qué posibilidades de elección tenía el hombre, si sólo
uno de los espíritus se presentaba ante él? Entonces fuimos conscientes de nuestra
enorme responsabilidad. Los espíritus vendrían a nosotros, uno por vez, y cada uno
de ellos afirmaría representar el bien y acusaría al otro de encarnar el mal. Era el
hombre, sin embargo, quien debía elegir. Después de consultar entre nosotros,
llegamos a la conclusión de que podíamos aceptar los ritos que los grolims nos
exigían. De este modo tendríamos la oportunidad de examinar la naturaleza del dios
dragón y prepararnos para la elección que deberíamos realizar cuando apareciera el
otro dios.
Con el tiempo, los acontecimientos del mundo obstaculizaron nuestra tarea. Un
matrimonio marcó la alianza de los angaraks con los grandes constructores de
ciudades del este, que se hacían llamar melcenes, y entre los dos pueblos
construyeron un imperio que se encumbró sobre el continente. Los angaraks se
convirtieron en artífices de grandes hazañas, mientras los melcenes se limitaban a
cumplir con las tareas asignadas. Las hazañas, una vez concluidas, perduraban
eternamente, pero las tareas debían repetirse cada día y los melcenes vinieron a
buscarnos para que los ayudáramos con ellas. Sin embargo, quiso el azar que uno de
los hombres que acudió en su ayuda viajara hacia el norte para realizar una de esas
tareas. Así llegó a un lugar llamado Ashaba, buscando refugio de una tormenta, y
descubrió que el amo del lugar no era grolim ni angarak. Nuestro compatriota había
dado con la casa de Torak, quien por simple curiosidad, quiso ver a nuestro hermano
y de este modo éste tuvo oportunidad de contemplar al dios dragón. En el preciso
instante en que miró su rostro, acabó la tercera era y comenzó la cuarta, pues he aquí
que el dios dragón de Angarak no era uno de los dioses que esperábamos. Los signos
que lo señalaban no eran trascendentales, por lo cual nuestro compatriota supo
enseguida que Torak moriría y que todo lo que representaba se acabaría con él.
Entonces comprendimos nuestro error y nos maravillamos de no haberlo visto
antes: incluso un dios puede ser un simple instrumento del destino, pues aunque
Torak pertenecía a uno de los dos destinos, sólo constituía una parte de él.
Mientras tanto, al otro lado del mundo, un rey y su familia eran asesinados,
quedando un único superviviente. Puesto que ese rey había sido el guardián de una de
las dos piedras del poder, Torak se alegró al conocer la noticia, convencido de que su
ancestral enemigo había desaparecido, y comenzó a prepararse para luchar contra los
reinos del Oeste. Sin embargo, los signos de los cielos y los murmullos de las rocas

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vaticinaban el error de Torak. Puesto que la piedra seguía protegida y aún quedaba un
miembro del linaje de su guardián, la guerra causaría gran pesar a Torak.
Los preparativos del dios dragón fueron largos y las tareas que asignó a sus
súbditos se prolongaron a lo largo de generaciones. Al igual que nosotros, Torak
observó los cielos para leer allí una señal que le indicara el momento de marchar
contra el Oeste; pero sólo vio los signos que quiso ver, y no fue capaz de leer la
totalidad del mensaje escrito en los cielos. Al leer sólo una parte de las señales, puso
en marcha sus fuerzas en el peor día posible.
Y, tal como nosotros habíamos previsto, el desastre cayó sobre el ejército de
Torak en una extensa llanura del lejano oeste, frente a la ciudad de Vo Mimbre, donde
el dios dragón fue condenado a aguardar en sueños la llegada de su enemigo.
Entonces oímos un murmullo con un nuevo nombre. El murmullo se fue haciendo
cada vez más claro, hasta convertirse en un inmenso grito el día del nacimiento de
Belgarion: por fin había llegado el justiciero de los dioses.
A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron y la marcha hacia el
terrible encuentro se tornó tan rápida que las páginas del Libro de los Cielos se
volvieron imprecisas. El día en que los hombres conmemoran la creación, Belgarion
recibió la piedra del poder y cuando su mano se cerró sobre ella, el Libro de los
Cielos se llenó de una poderosa luz y el nombre de Belgarion reverberó desde la
estrella más lejana.
Entonces supimos que Belgarion avanzaba hacia Mallorea con la piedra del
poder, mientras Torak se agitaba en sueños. Por fin llegó la terrible noche en que las
páginas del Libro de los Cielos se movieron con tal rapidez que nosotros no pudimos
leerlas y debimos limitarnos a contemplarlas, impotentes. Pero de repente el libro se
detuvo y leímos una espantosa frase: «Torak ha muerto». Luego el libro tembló y la
creación entera se quedó sin luz. En aquel momento aterrador de oscuridad y silencio
concluyó la cuarta era y comenzó la quinta.
Al comienzo de la quinta era, encontramos un misterio en el Libro de los Cielos.
Antes, todo parecía moverse hacia el encuentro entre Belgarion y Torak, pero ahora
los acontecimientos giraban en torno a otro encuentro. Ciertas señales en el cielo
indicaban que los destinos habían elegido otras formas para su enfrentamiento final, y
aunque no sabíamos de quién o de qué se trataba porque las páginas del gran libro
seguían oscuras y confusas, pudimos percibir los movimientos de estas presencias,
entre ellas los de una figura envuelta en bruma y tinieblas, de quien la luna hablaba
claramente, indicándonos que se trataba de una mujer.
Lo único que pudimos descifrar en la enorme confusión que nublaba el Libro de
los Cielos fue que las eras del hombre se acortaban y que el encuentro entre los dos
destinos se acercaba cada vez más. El tiempo de la contemplación ociosa había
quedado atrás y debíamos apresurarnos para evitar que el gran acontecimiento final

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nos pillara desprevenidos.
Entonces decidimos que debíamos instigar o engañar a los participantes de ese
encuentro final, con el fin de que ambos llegaran al sitio previsto en el momento
indicado.
Así, enviamos la imagen de la responsable de la elección a la figura brumosa de
las tinieblas y a Belgarion, el justiciero de los dioses, y ella les indicó el camino que
por fin los conduciría al lugar de la elección.
Entonces nos concentramos en nuestros preparativos, pues aún quedaba mucho
por hacer, y sabíamos que este hecho sería el definitivo. La división de la creación
había durado demasiado tiempo y estaba destinada a acabar en este enfrentamiento
sobre los dos destinos, tras el cual todo volvería a formar una unidad.

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Capítulo 1
El aire era transparente, fresco, y estaba cargado del penetrante aroma de los
árboles de hojas perennes, que permanecían intensamente verdes y resinosos desde el
comienzo al final de sus días. La luz resplandecía sobre los campos nevados y el
sonido del agua que caía en cascada sobre las rocas para alimentar los ríos de las
llanuras de Darshiva y Gandahar, muchos kilómetros más abajo, no cesaba de
susurrar en los oídos de Garion. El rugido del agua al precipitarse hacia su inevitable
encuentro con el río Magan se sumaba al suave, melancólico suspiro del viento
incesante, que acariciaba el verde bosque de pinos y abetos de las colinas,
encumbradas hacia el cielo con una especie de ansia inconsciente. La ruta de las
caravanas que seguían Garion y sus amigos ascendía de forma constante, serpenteaba
a lo largo de los lechos de los arroyuelos y trepaba sobre las ondulaciones del terreno.
Desde lo alto de cada una de estas ondulaciones, alcanzaban a ver otra nueva, y sobre
todas ellas, se alzaba la columna vertebral del continente, donde picos de altura
inimaginable, puros y prístinos bajo sus mantos de nieve eterna, parecían rozar la
propia bóveda celeste. Garion conocía muchas montañas, pero nunca había visto
picos tan altos. Sabía que aquellas colosales torres se hallaban a muchos kilómetros
de distancia, pero el aire era tan claro que tenía la impresión de que podía tocarlas
con sólo extender la mano.
Allí arriba reinaba una paz inmutable, una paz que aliviaba la confusión y la
ansiedad que se habían apoderado de ellos en las llanuras, haciéndolos olvidar la
cautela e incluso la reflexión. Cada giro en el camino y cada nueva colina traían
consigo vistas insospechadas, tan llenas de esplendor que no podían hacer otra cosa
que contemplarlas, mudos y atónitos, sin dejar de cabalgar. En aquel lugar, todas las
obras del hombre parecían insignificantes. Ninguna obra humana podría igualar
aquellas montañas eternas.
Estaban en verano, así que los días eran largos y soleados. Los pájaros cantaban
desde los árboles que flanqueaban el sinuoso camino y la fragancia de los pinos se
fundía con los delicados aromas de las innumerables flores silvestres que
alfombraban los ondulados prados. De vez en cuando, el canto agudo y salvaje de un
águila resonaba entre las rocas.
—¿Nunca has pensado en la posibilidad de trasladar la capital de tu reino? —le
preguntó Garion al emperador de Mallorea, que cabalgaba a su lado.
Hablaba en voz baja, como si temiera profanar la paz que los rodeaba.
—No, Garion —respondió Zakath—. Mi gobierno no funcionaría en un sitio
como éste. Casi todos los burócratas son melcenes, y aunque parezcan gente prosaica,
en realidad no lo son. Me temo que mis oficiales dedicarían la mitad de su tiempo a
contemplar el paisaje y la otra mitad a escribir poesía mediocre, así que nadie

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trabajaría. Además, tú no sabes lo que es esto en invierno.
—¿Nieve?
Zakath asintió con un gesto.
—La gente del lugar ni siquiera se preocupa en medirla en centímetros, la miden
por metros.
—¿Acaso vive gente en este lugar? Yo no he visto a nadie.
—Sólo algunos... Tramperos que comercian con pieles, buscadores de oro, ese
tipo de gente. —Zakath esbozó una breve sonrisa—. Sin embargo, creo que sus
oficios son sólo una excusa. Hay gente que prefiere la soledad.
—Éste es un buen lugar para encontrarla.
El emperador de Mallorea había cambiado mucho desde que habían abandonado
el campamento de Atesca, en la ribera del Magan. Estaba más delgado y sus ojos
habían perdido su expresión inerte. Al igual que Garion y todos los demás, cabalgaba
cautelosamente, con los ojos y los oídos alerta. Sin embargo, el principal indicio de
cambio no estaba en su aspecto externo. Zakath siempre había sido una persona
reflexiva, melancólica y con tendencia a la depresión, aunque al mismo tiempo llena
de una fría codicia. Garion a menudo había pensado que la ambición del malloreano y
su aparente ansia de poder no respondían a una necesidad imperiosa, sino que eran
una forma de ponerse constantemente a prueba y quizás, en un nivel más profundo,
un medio de autodestrucción. Daba la impresión de que Zakath invertía todos sus
esfuerzos —y todos los recursos de su imperio— en batallas imposibles con la secreta
esperanza de encontrarse con alguien lo bastante fuerte para matarlo y por
consiguiente aliviarlo del terrible peso de una vida casi intolerable para él.
Pero ya no era así. Su encuentro con Cyradis en la orilla del Magan lo había
transformado de forma definitiva. El mundo que siempre había considerado opaco y
desolado, ahora le parecía nuevo. Por momentos, Garion creía adivinar una levísima
esperanza reflejada en el rostro de su amigo, y ésa era una emoción inaudita en
Zakath.
Cuando giraban por una gran curva del camino, Garion vio a la loba que habían
encontrado en el bosque marchito de Darshiva. Estaba sentada sobre sus grupas,
esperándolos pacientemente. La conducta de la loba lo asombraba cada vez más.
Ahora que su pata herida había sanado, hacía esporádicos paseos por los campos
circundantes en busca de su jauría, pero siempre regresaba sin dar muestras de que la
búsqueda frustrada la afectara. Parecía estar perfectamente satisfecha de permanecer
con ellos, como un miembro más de aquella extraña jauría. Mientras se encontraran
en bosques y montañas deshabitadas, esta peculiaridad suya no les causaría
problemas. Sin embargo no siempre estarían allí, y no cabía duda de que la presencia
de una loba salvaje y probablemente nerviosa en una calle concurrida de una ciudad
populosa atraería la atención de la gente..., aunque ése era el inconveniente más leve

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que podría llegar a causar.
—¿Qué te ocurre, pequeña hermana? —le preguntó amablemente Garion en el
lenguaje de los lobos.
—Todo va bien.
—¿Has encontrado a tu jauría?
—Hay muchos lobos en los alrededores, pero ninguno de mi familia. Tendré que
permanecer con vosotros durante un tiempo. ¿Dónde está el pequeño?
Garion se giró para mirar el carruaje de dos ruedas por encima de su hombro.
—Está sentado junto a mi compañera, en el animal de pies redondos.
La loba suspiró.
—Si sigue allí sentado mucho tiempo, no volverá a correr ni a cazar —dijo con
tono de reprobación—, y si tu compañera sigue alimentándolo tanto, hará que se le
estire el vientre y no podrá sobrevivir en las temporadas de poca caza.
—Prometo hablar con ella al respecto.
—¿Y ella te escuchará?
—Tal vez no, pero hablaré con ella de todos modos. Aprecia al pequeño y le gusta
mucho estar cerca de él.
—Pronto tendré que enseñarle a cazar.
—Sí. Lo sé y se lo explicaré a mi compañera.
—Te estaré agradecida. —La loba hizo una pausa y miró a su alrededor con
cautela—. Tened cuidado —advirtió—, pues cerca de aquí vive una extraña criatura.
No la he visto, pero he olfateado su aroma en varias ocasiones. También sé que es
bastante grande.
—¿Cómo de grande?
—Más grande que la bestia sobre la cual te sientas —dijo mirando a Chretienne.
La presencia constante de la loba había conseguido que el caballo se familiarizara
con ella y se mostrara menos nervioso, pero Garion sospechaba que el animal hubiera
preferido que no se le acercara tanto.
—Se lo diré al jefe de la jauría —prometió Garion.
Por alguna razón, la loba evitaba a Belgarath. Garion suponía que se debía a
algún aspecto del protocolo lobuno que él aún desconocía.
—Entonces continuaré la búsqueda —dijo ella mientras se incorporaba—. Es
probable que encuentre a la bestia, y así sabremos cómo es. —Hizo una pausa—. Su
olor indica que es peligrosa. Se alimenta de todo tipo de criaturas, incluso de aquellas
de las que nosotros huiríamos.
Tras esas palabras, la loba dio media vuelta y corrió hacia el bosque, veloz y
silenciosa.
—Esto es realmente extraño —observó Zakath—. Ya había oído a algunos
hombres hablar con animales, pero nunca en su propia lengua.

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—Es una peculiaridad hereditaria —sonrió Garion—. Al principio, yo tampoco
podía creerlo. Los pájaros solían acercarse a tía Pol y hablarle todo el tiempo, casi
siempre sobre sus huevos. Según tengo entendido, a los pájaros les encanta hablar de
sus huevos, y a veces pueden parecer muy tontos. Los lobos, en cambio, son mucho
más dignos. —Hizo otra pausa—. Será mejor que no comentes con tía Pol lo que
acabo de decirte —añadió.
—¿No es eso una impostura, Garion? —rió Zakath.
—Sólo prudencia —corrigió el joven—. Tengo que ir a hablar con Belgarath.
Mantén los ojos bien abiertos, pues la loba afirma que hay un extraño animal en los
alrededores. Dice que es más grande que un caballo y muy peligroso. Además,
sugirió que podría comer hombres.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo ha visto, pero lo ha olido y ha encontrado sus huellas.
—Estaré alerta.
—Bien —respondió Garion. Se giró y volvió hacia atrás, donde Belgarath y
Polgara estaban enfrascados en una acalorada discusión.
—Durnik necesita una torre en algún lugar del valle —decía Belgarath.
—No veo por qué —respondió Polgara.
—Todos los discípulos de Aldur tienen torres, Pol. Es una costumbre.
—Las viejas costumbres suelen persistir aunque hayan dejado de ser necesarias.
—Tendrá que estudiar, Pol. ¿Cómo podrá hacerlo contigo siempre en el medio?
—Ella le dedicó una mirada larga y fría—. Bueno, tal vez debería buscar otra forma
de expresar esa idea.
—Tómate todo el tiempo que necesites, padre. Estoy dispuesta a esperar.
—Abuelo —dijo Garion mientras tiraba de las riendas—. Acabo de hablar con la
loba, y dice que hay un animal muy grande en el bosque.
—¿Un oso?
—No lo creo. Lo ha olido varías veces, y habría reconocido el olor de un oso, ¿no
crees?
—Supongo que sí.
—No lo ha dicho claramente, pero ha insinuado que no es un ser muy selectivo en
sus hábitos alimenticios. —Hizo una pausa—. ¿Es idea mía, o se trata de una loba
muy extraña?
—¿Qué quieres decir?
—Parece sacar el máximo beneficio de la lengua, pero siempre tengo la impresión
de que quiere sugerir algo más de lo que dice.
—Es una loba inteligente, eso es todo, No es una característica habitual en las
hembras, pero tampoco es tan insólita.
—La conversación ha tomado un curso fascinante —observó Polgara.

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—¡Oh! —dijo el anciano con suavidad—. ¿Sigues ahí, Pol? Creí que habrías
encontrado alguna otra cosa que hacer. —La hechicera le dirigió una mirada
fulminante, pero Belgarath permaneció impasible—. Será mejor que adviertas a los
demás —le dijo a Garion—. Un lobo no haría comentarios especiales sobre un animal
común. Sea quien fuere esa criatura, debe de tratarse de un ser excepcional y eso
suele implicar peligro. Dile a Ce'Nedra que se acerque a los demás, pues lejos del
resto del grupo, correrá más riesgos. —Reflexionó un momento—. No le digas nada
que la alarme, pero consigue que Liselle se monte al carruaje con ella.
—¿Liselle?
—La joven rubia, la de los hoyuelos.
—Ya sé quién es, abuelo. Pero ¿no sería mejor que fuera Durnik, o tal vez Toth?
—No. Si cualquiera de los dos se montara al carruaje con Ce'Nedra, ella
adivinaría que algo va mal y se asustaría. Un animal que está de caza puede oler el
miedo y debemos evitar exponerla a ese tipo de peligro. Liselle está bien entrenada y
sin duda tendrá dos o tres dagas escondidas en algún sitio. —Esbozó una sonrisa
maliciosa—. Seguro que Seda podría decirnos exactamente dónde.
—¡Padre! —exclamó Polgara.
—¿Acaso no lo sabías? ¡Cielos, qué poco observadora eres!
—Un tanto a tu favor —señaló Garion.
—Me alegro de que te gustara —dijo Belgarath mientras dirigía una sonrisa
irónica a Polgara.
Garion giró su caballo, para que su tía no advirtiera su propia sonrisa.
Aquella noche montaron el campamento con más precauciones de las habituales.
Eligieron un pequeño bosquecillo de álamos, encerrado entre un abrupto peñasco y
un arroyuelo de montaña. Beldin regresó de su largo viaje de exploración cuando el
sol comenzaba a hundirse en los eternos campos nevados y la luz del crepúsculo
cubría de sombras azules barrancos y cañadas.
—¿No es algo temprano para detenerse? —preguntó el hechicero con voz ronca
mientras recuperaba su forma natural.
—Los caballos están cansados —respondió Belgarath con una mirada disimulada
a Ce'Nedra—. La cuesta es muy empinada.
—Espera y verás —dijo Beldin mientras cojeaba hacia el fuego—. Más adelante
se vuelve aún más empinada.
—¿Qué te ha ocurrido en el pie?
—He tenido una pequeña disputa con un águila. Las águilas son pájaros estúpidos
y ésta era incapaz de distinguir la diferencia entre un halcón y una paloma, por lo
tanto tuve que educarla. Me dio un picotazo cuando yo estaba arrancándole unas
cuantas plumas del ala.
—Tío —dijo Polgara en tono de reproche.

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—Ella empezó.
—¿Has descubierto si nos siguen los soldados? —preguntó Belgarath.
—Algunos darshivanos. Sin embargo, les llevamos dos o tres días de ventaja. El
ejército de Urvon se retira. Ahora que él y Nahaz se han ido, no tiene sentido que sus
tropas continúen.
—Al menos de ese modo tendremos menos hombres pegados a nuestros talones
—dijo Seda.
—No te apresures a celebrarlo —le advirtió Beldin—. Ahora que se han
marchado los guardianes del templo y los karands, los darshivanos tienen el camino
libre para concentrarse en nosotros.
—Supongo que tienes razón. ¿Crees que saben que estamos aquí?
—Zandramas lo sabe y no creo que oculte información a sus soldados. Es
probable que mañana por la tarde os encontréis con nieve, así que tendréis que pensar
en algún modo de ocultar las huellas. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está tu loba?
—le preguntó a Garion.
—Cazando. Ha estado buscando el rastro de su jauría.
—Eso me recuerda algo —dijo Belgarath en voz baja para asegurarse de que
Ce'Nedra no podía oírlos—. La loba le ha dicho a Garion que hay un animal muy
grande en la zona. Pol saldrá a echar un vistazo esta noche, pero no estaría de más
que tú también lo hicieras mañana. No estoy de humor para sorpresas.
—Veré lo que puedo hacer.
Sadi y Velvet estaban sentados junto al fuego. Habían colocado la pequeña botella
de cerámica en el suelo e intentaban hacer salir a Zith y a su prole, tentándolos con
trocitos de queso.
—Ojalá tuviéramos leche —dijo Sadi con su voz de contralto—. La leche es muy
buena para las serpientes jóvenes. Les fortalece los dientes.
—Lo recordaré —dijo Velvet.
—¿Estás planeando dedicarte a la cría de serpientes, margravina?
—Son unas criaturas encantadoras —respondió ella—. Son limpias, silenciosas y
no comen demasiado. Además, pueden resultar muy útiles en situaciones de
emergencia.
—Acabaremos convirtiéndote en una verdadera nyissana —observó él con una
sonrisa afectuosa.
—No si yo puedo evitarlo —le dijo Seda a Garion en un murmullo cargado de
malicia.
Aquella noche comieron trucha a la parrilla. Después de montar las tiendas,
Durnik y Toth se habían dirigido a la orilla del arroyuelo con cañas y carnada.
Aunque Durnik había experimentado algunos cambios desde su ascenso a la
condición de discípulo de Aldur, nunca había renunciado a su pasatiempo favorito. Su

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amigo mudo y él ya no necesitaban programar estas excursiones. Siempre que
acampaban en las cercanías de un lago o arroyuelo, la reacción de ambos era
automática.
Después de cenar, Polgara sobrevoló el bosque sombrío, pero cuando regresó,
dijo que no había visto ninguna señal de la enorme bestia que había mencionado la
loba.

El día siguiente amaneció frío y el aire anunciaba heladas. El aliento de los


caballos se convertía en vapor, y Garion y sus amigos cabalgaban envueltos en sus
capas.
Tal como Beldin les había advertido, a última hora de la tarde llegaron a territorio
nevado. Los primeros copos blancos caídos sobre el sendero de la caravana eran finos
y grumosos, pero era evidente que más adelante se toparían con nevadas más
abundantes. Acamparon bajo la nieve y se pusieron en marcha otra vez a primera
hora de la mañana siguiente. Seda había diseñado una especie de balancín para los
caballos de carga, al que había amarrado con sogas varias rocas redondeadas.
Mientras se internaban en el territorio de las nieves eternas, el hombrecillo examinó
con aire crítico las señales dejadas por las rocas.
—Bastante bien —dijo con orgullo.
—No alcanzo a comprender la utilidad de tu invento, príncipe Kheldar —confesó
Sadi.
—Las rocas dejan huellas idénticas a las de los carros —explicó Seda—. Las
huellas de caballos solos despertarían sospechas en los soldados que nos persiguen,
pero los rastros de carros no llamarán tanto la atención.
—Muy ingenioso —admitió el eunuco—, pero ¿no es más sencillo arrancar
arbustos y borrar las huellas?
Seda sacudió la cabeza.
—Si limpias las huellas con arbustos, parecerá incluso más sospechoso. Ésta es
una ruta bastante transitada.
—Piensas en todo, ¿verdad?
—El arte de escabullirse fue una de las especialidades en que más destacó en la
academia —observó Velvet desde el pequeño carruaje que compartía con Ce'Nedra y
el cachorrillo de lobo—. A veces lo emplea sólo para no perder la práctica.
—No creo que sea para tanto, Liselle —dijo el hombrecillo, ofendido.
—¿No?
—Bueno, supongo que sí, pero la palabra «escabullirse» no suena muy bien.
—¿Se te ocurre alguna mejor?
—Bien, creo que «evadirse» es mucho más distinguida, ¿no te parece?
—Puesto que significa lo mismo, ¿por qué discutir sobre terminología? —dijo

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con una sonrisa que marcó dos hoyuelos en sus mejillas.
—Es una cuestión de estilo, Liselle.
El sendero se volvió más abrupto y los montículos de nieve que lo flanqueaban
eran cada vez más altos. Enormes torbellinos de nieve descendían desde las cumbres
de las montañas y el seco viento helado soplaba con creciente furia.
Al mediodía, los picos se oscurecieron de forma súbita, envueltos en un banco de
nubes de aspecto funesto. Entonces, la loba corrió cojeando al encuentro del grupo.
—Os aconsejo que busquéis refugio para la jauría y sus bestias —dijo con inusual
nerviosismo.
—¿Has encontrado a la criatura que vive aquí? —preguntó Garion.
—No. Esto es más peligroso —dijo y dirigió una mirada significativa a las nubes
que se acercaban a su espalda.
—Avisaré al jefe de la jauría.
—Es lo adecuado —respondió la loba y señaló a Zakath con su hocico—. Dile a
éste que me siga. Por aquí cerca hay algunos árboles y entre los dos encontraremos
un lugar apropiado.
—Quiere que vayas con ella —le dijo Garion al malloreano—. Se aproxima mal
tiempo y cree que debemos buscar refugio un poco más adelante, entre unos árboles.
Mientras tanto, yo iré a avisar a los demás.
—¿Va a desatarse una tormenta de nieve? —preguntó Zakath.
—Supongo que sí. Tiene que tratarse de algo muy grave, para asustar a un lobo.
Garion hizo girar a Chretienne y volvió atrás para alertar al resto del grupo. El
terreno abrupto y resbaladizo les impedía cabalgar aprisa, y cuando todos llegaron al
bosquecillo adonde la loba había conducido a Zakath, el viento frío los azotaba con
urticantes copos de nieve. Los árboles eran delgados pinos jóvenes, que se alzaban
muy cerca unos de otros, formando un grupo compacto. Era evidente que en un
pasado no muy lejano una avalancha había abierto una brecha en el bosquecillo,
dejando una montaña de ramas y troncos partidos sobre la ladera de un abrupto
peñasco de roca. Durnik y Toth pusieron manos a la obra de inmediato, mientras el
viento se enfurecía y la nieve se volvía más espesa. Garion y los demás se unieron a
ellos y en un momento erigieron una especie de cobertizo enrejado sobre la pared del
peñasco. Luego cubrieron la estructura de troncos con las lonas de las tiendas, las
ataron con esmero y las aseguraron con pesados maderos. Cuando por fin la tormenta
se desató con toda su fuerza, introdujeron a los caballos al improvisado refugio y los
condujeron a un rincón.
El viento rugía con frenesí y el bosquecillo desapareció, envuelto en la nieve que
se arremolinaba a su alrededor.
—¿Creéis que Beldin estará bien? —preguntó Durnik preocupado.
—No temas por él —le respondió Belgarath—. Ya ha sobrevivido a otras

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tormentas. Volará por encima de ella o cambiará de forma y se enterrará en la nieve
hasta que todo haya pasado.
—¡Entonces morirá congelado! —exclamó Ce'Nedra.
—Debajo de la nieve, no —le aseguró Belgarath—. Beldin no suele dar
importancia al tiempo. —Miró a la loba, que contemplaba los remolinos de nieve
sentada junto a la puerta del refugio—. Te agradezco la información, pequeña
hermana —le dijo con solemnidad.
—Ahora soy un miembro de tu jauría, venerable jefe —respondió ella con
idéntica formalidad—. El bienestar de todos es una responsabilidad común.
—Sabias palabras, hermana.
Ella sacudió la cola, pero no volvió a hablar.
La tormenta de nieve continuó durante el resto del día y parte de la noche,
mientras Garion y sus amigos aguardaban sentados alrededor del fuego que había
encendido Durnik. Luego, cerca de medianoche, el viento se retiró tan
repentinamente como había llegado. La nieve siguió cayendo entre los árboles hasta
la mañana, pero por fin también amainó. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Fuera
del refugio, la nieve llegaba hasta las rodillas de Garion.
—Me temo que tendremos que abrir un camino —dijo Durnik con seriedad—.
Hay cuatrocientos metros hasta la ruta de las caravanas, y podemos encontrar todo
tipo de objetos enterrados en la nieve. No podemos permitir que los caballos se
rompan las patas en este momento y en este lugar.
—¿Qué hay de mi carruaje? —le preguntó Ce'Nedra.
—Me temo que tendremos que abandonarlo, Ce'Nedra. La nieve es demasiado
profunda. Incluso si pudiéramos llevarlo hasta el camino, el caballo no sería capaz de
tirar de él a través de la nieve.
—Era un carruaje tan bonito —suspiró ella y luego miró a Seda con absoluta
seriedad—. Quiero agradecerte que me lo entregaras, príncipe Kheldar —le dijo—,
pero ahora que ya no me hace falta, te lo devuelvo.
Toth abrió camino por la empinada cuesta hacia la ruta de las caravanas. Los
demás lo siguieron, ampliando el sendero e intentando localizar con los pies cualquier
leño o rama ocultos bajo la nieve. Tardaron casi dos horas en llegar al camino, y
cuando lo hicieron, todos jadeaban de agotamiento.
Luego se dispusieron a regresar al refugio, donde las damas aguardaban con los
animales, pero a mitad de camino, la loba se detuvo de repente, alzó las orejas y
aulló.
—¿Qué ocurre? —preguntó Garion.
—La bestia —respondió la loba—. Está de caza.
—¡Preparaos! —gritó Garion a los demás—. ¡Ese animal está cerca! —añadió
mientras desenfundaba la espada de Puño de Hierro.

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La criatura salió del bosquecillo, desde el fondo de la brecha abierta por la
avalancha. Encorvada y con el pelaje hirsuto cubierto de nieve, se movía con pasos
torpes y pesados. Su cara era aterradora y al mismo tiempo escalofriantemente
familiar. Tenía ojos de cerdo hundidos bajo los prominentes arcos ciliares. La
mandíbula inferior sobresalía de su rostro y dos enormes colmillos amarillentos se
curvaban sobre sus mejillas. Por fin, la bestia abrió la boca y rugió, mientras se
golpeaba el enorme pecho con los puños y se erguía hasta alcanzar su altura máxima,
que ascendería a unos dos metros y medio.
—¡Es imposible! —exclamó Belgarath.
—¿Qué es eso? —preguntó Sadi.
—Es un eldrak —dijo Belgarath— y esta especie sólo vive en Ulgo.
—Creo que te equivocas, Belgarath —discrepó Zakath—. Se trata de un oso-
simio. Existen unos cuantos en estas montañas.
—Caballeros, ¿no podríais dejar esta discusión para otro momento? —sugirió
Seda—. Ahora debemos decidir entre luchar o huir.
—No podemos huir con toda esta nieve —dijo Garion—. Tendremos que luchar.
—Temía que dijeras eso.
—Lo principal es mantenerlo apartado de las mujeres —dijo Durnik—. Sadi,
¿crees que el veneno de tus dagas podría matarlo?
—Seguramente —dijo Sadi con expresión dubitativa—, pero es una criatura
enorme y el veneno tardaría mucho en hacer efecto.
—Entonces está decidido —dijo Belgarath—. Intentaremos llamar su atención
mientras Sadi va por detrás. Cuando lo haya apuñalado, retrocederemos y
esperaremos a que el veneno haga efecto. Dispersaos y no corráis ningún riesgo —
añadió mientras comenzaba a transformarse en lobo.
Los demás formaron un semicírculo con las armas preparadas mientras el
monstruo se golpeaba el pecho con creciente furia. Por fin avanzó levantando oleadas
de nieve con sus enormes pies. Sadi se dirigió a lo alto de la colina, con la daga en la
mano, mientras Belgarath y la loba intentaban herir a la bestia con sus garras.
A medida que avanzaba con la espada en alto, Garion comenzaba a ver las cosas
con mayor claridad. Pronto comprendió que aquella criatura no era tan rápida como
Grul, el eldrak, pues era incapaz de responder a los inesperados rasguños de los
lobos, y la nieve que lo rodeaba empezaba a teñirse de sangre.
La bestia rugió con ira y frustración, e intentó un ataque desesperado contra
Durnik. Toth, sin embargo, se interpuso y dirigió la punta de su pesada porra
directamente a la cara de la bestia, que gimió de dolor y abrió los brazos para atrapar
al gigantesco mudo, pero Garion lo hirió en un hombro con la espada, mientras
Zakath se agazapaba debajo del otro brazo peludo y lo laceraba con varios cortes de
espada en el pecho y el vientre.

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La enorme criatura gemía y la sangre manaba a borbotones de sus heridas.
—Cuando quieras, Sadi —gritó Seda con voz apremiante, mientras se agachaba y
hacía amagos de arrojar una daga con el fin de afinar la puntería.
Los lobos continuaron sus terribles ataques contra los flancos y las piernas del
animal, mientras Sadi avanzaba con cautela hacia la peluda espalda de la furiosa
bestia. La criatura sacudía los brazos con desesperación, intentando apartar a sus
atacantes.
Entonces, con absoluta precisión, la loba saltó y desgarró uno de los músculos
posteriores de la pata izquierda de la bestia.
El agónico grito de la criatura fue estremecedor, sobre todo porque sonaba
extrañamente humano. La peluda bestia se tambaleó hacia atrás, cogiéndose la pata
herida con las manos.
Entonces Garion giró su poderosa espada, aferrando la cruceta de la empuñadura,
se lanzó sobre el enorme cuerpo y alzó el arma, con la intención de clavarla en el
peludo pecho del animal.
—¡Por favor! —gimió éste con la monstruosa cara contorsionada en una mueca
de angustia y terror—. ¡Por favor, no me mates!

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Capítulo 2
Era un grolim. Mientras los amigos de Garion se acercaban con las armas
preparadas para asestarle el último golpe mortal, la silueta de la bestia ensangrentada
se desdibujó y cobró la forma de un grolim.
—¡Esperad! —dijo Durnik con brusquedad—. ¡Es un hombre!
Todos se detuvieron y contemplaron al sacerdote herido, tendido sobre la nieve.
Garion apoyó la punta de su espada bajo la barbilla del grolim. Era evidente que
estaba furioso.
—¿Y bien? —le dijo con voz fría—. Ya puedes comenzar a hablar, aunque será
mejor que te muestres muy convincente. ¿Quién te ha enviado aquí?
—Naradas —gimió el grolim—, el arcipreste del templo de Hemil.
—¿El lugarteniente de Zandramas? —preguntó Garion—. ¿El de los ojos
blancos?
—Sí. Yo sólo cumplía sus órdenes. Por favor, te ruego que no me mates.
—¿Por qué te ordenó que nos atacaras?
—Se suponía que debía matar a uno de vosotros.
—¿A quién?
—Eso no tenía importancia, pero dijo que me asegurara de que uno de vosotros
moría.
—Siguen con el mismo viejo y aburrido truco —observó Seda mientras
enfundaba las dagas—. ¡Los grolims tienen tan poca imaginación!
Sadi miró a Garion con expresión inquisitiva y la delgada y pequeña daga alzada
en un sugestivo gesto.
—¡No! —exclamó Eriond con brusquedad.
Garion vaciló un instante, pero por fin dijo:
—Tiene razón, Sadi. No podemos matarlo a sangre fría.
—Alorns —suspiró Sadi y alzó los ojos hacia el cielo, ahora más despejado—.
Por supuesto, sois conscientes de que si lo dejamos aquí en estas condiciones morirá
de todos modos y de que si intentamos llevarlo con nosotros, nos retrasará..., eso sin
mencionar el hecho de que no es una persona digna de confianza.
—Eriond —dijo Garion—. ¿Por qué no llamas a tía Pol? Será mejor que le cure
las heridas antes de que se desangre. —Miró a Belgarath, que ya había recuperado su
forma natural—. ¿Alguna objeción? —preguntó.
—Yo no he dicho nada.
—Me alegro.
—Debiste matarlo antes de que se transformara —dijo una voz familiar desde el
bosquecillo.
Beldin estaba sentado sobre un tronco, masticando un animal crudo que todavía

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conservaba algunas plumas.
—Supongo que no se te ocurrió echarnos una mano —le reprochó Belgarath.
—Os habéis apañado bastante bien sin mí —dijo el enano encogiéndose de
hombros, luego eructó y arrojó los restos de su desayuno a la loba.
—Te estoy muy agradecida —dijo ella con cortesía mientras clavaba las
mandíbulas en la carcasa a medio comer.
Garion no estaba seguro de que el hombrecillo deforme pudiera comprenderla,
aunque suponía que lo hacía.
—¿Qué hace un eldrak en Mallorea? —preguntó Belgarath.
—No es exactamente un eldrak, Belgarath —respondió Beldin y escupió varias
plumas mojadas.
—De acuerdo, pero ¿cómo puede saber un grolim malloreano qué aspecto tiene
un eldrak?
—¿Es que no me escuchas, viejo amigo? Hay vanas criaturas similares a ésa en
estas montañas. Tienen un parentesco lejano con los eldraks, pero no son iguales.
Para empezar no son tan grandes, y además, tampoco son tan listos.
—Creí que todos los monstruos vivían en Ulgo.
—Usa la cabeza, Belgarath. Hay trolls en Cherek, algroths en Arendia y dríadas
en el sur de Tolnedra. Además, está ese dragón, que nadie sabe exactamente dónde
vive. La única diferencia es que en Ulgo hay una mayor concentración, eso es todo.
—Supongo que tienes razón —admitió Belgarath y se volvió hacia Zakath—.
¿Cómo has llamado a esa bestia?
—Un oso-simio. Tal vez no sea el nombre adecuado, pero la gente que vive por
aquí no se anda con remilgos.
—¿Dónde está Naradas? —le preguntó Seda al grolim herido.
—Yo lo vi por última vez en Balasa —respondió el grolim—, pero no sé adonde
iba después.
—¿Zandramas estaba con él?
—Yo no la vi, aunque eso no quiere decir que no estuviera allí. La sagrada
sacerdotisa ya no se exhibe en público muy a menudo.
—¿A causa de las luces que han aparecido bajo su piel? —preguntó con astucia el
hombrecillo con cara de comadreja.
—Tenemos prohibido hablar de eso —dijo el grolim asustado mientras su palidez
crecía—, incluso entre nosotros.
—No te preocupes, amigo —dijo Seda mostrándole una de sus dagas—, tienes mi
permiso.
El grolim tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Eres un tipo muy valiente —le dijo Seda dándole una palmadita en el hombro
—. ¿Cuándo aparecieron esas luces?

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—No estoy seguro, pues Zandramas pasó una larga temporada en el oeste con
Naradas, y cuando regresó las luces ya habían aparecido. Uno de los sacerdotes de
Hemil solía hablar mucho sobre este asunto. Decía que era una especie de epidemia.
—¿Solía hablar?
—Cuando ella lo descubrió, le hizo arrancar el corazón.
—Ésa es la Zandramas que todos conocemos y queremos, no hay duda.
Tía Pol llegó por el sendero cubierto de nieve, seguida por Ce'Nedra y Velvet, y
se puso a curar las heridas del grolim sin hacer ningún comentario, mientras Durnik y
Toth volvían a buscar los caballos al refugio. Luego desataron las lonas de las tiendas
y rompieron la estructura de troncos. Cuando llegaron con los caballos a donde estaba
el grolim herido, Sadi sacó su maletín rojo de una alforja.
—Será mejor evitar riesgos —le dijo a Garion mientras extraía un pequeño
frasco. Garion alzó una ceja, en un gesto inquisitivo—. No le hará daño —le aseguró
el eunuco—, pero lo volverá más tratable. Además, ya que eres tan humanitario, te
alegrará saber que esto le aliviará el dolor de las heridas.
—No estás de acuerdo con que le hayamos respetado la vida, ¿verdad?
—Me parece una medida imprudente, Garion —dijo Sadi con seriedad—. Un
enemigo muerto no ofrece ningún riesgo, mientras que uno vivo puede perseguirte.
Sin embargo, acepto tu decisión.
—Te haré una concesión —dijo Garion—. Permanece junto a él, y si ves que no
podemos controlarlo, haz lo que creas oportuno.
—Eso está mejor —asintió Sadi con una pequeña sonrisa—, aunque aún debemos
enseñarte los rudimentos del pragmatismo político.
Condujeron los caballos colina arriba, hacia la ruta de las caravanas, y luego
montaron. El tempestuoso viento que había acompañado a la tormenta también había
despejado la mayor parte de la nieve del camino, aunque había altos montículos en
lugares resguardados, donde el camino se curvaba tras grupos de árboles o
afloraciones rocosas. Cuando el sendero estaba despejado, avanzaban con rapidez,
pero cada vez que se encontraban con estos montículos se veían forzados a reducir la
marcha. Ahora que la tormenta había acabado, la luz destellaba sobre la nieve, y
aunque Garion cabalgaba con los ojos entornados, después de una hora de viaje
comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza.
Entonces Seda tiró de las riendas.
—Creo que es hora de tomar ciertas precauciones —les anunció.
Sacó un pañuelo del interior de su capa y se lo anudó sobre los ojos. Garion
recordó a Relg, que nunca salía a la luz con los ojos descubiertos.
—¿Una venda? —preguntó Sadi—. ¿Acaso te has convertido en un vidente,
príncipe Kheldar?
—No soy el tipo de persona capaz de presagiar el futuro, Sadi —respondió Seda

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—. El pañuelo es lo bastante fino para ver a través de él. Sólo intento protegerme los
ojos del resplandor que produce el sol sobre la nieve.
—Es deslumbrante, ¿verdad? —asintió Sadi.
—Así es, y si lo miras demasiado tiempo, puede enceguecerte... al menos por un
tiempo —respondió Seda mientras se anudaba el pañuelo—. Éste es un truco que
suelen emplear los pastores de renos en el norte de Drasnia. Funciona muy bien.
—No corramos riesgos —dijo Belgarath mientras se cubría los ojos con un trozo
de tela. Luego sonrió—. Quizás así es como los magos dalasianos enceguecen a los
grolims cuando intentan acercarse a Kell.
—Me decepcionaría que fuera de una forma tan simple —observó Velvet
mientras ataba un pañuelo sobre sus ojos—. Prefiero que la magia sea hermosa e
inexplicable. ¡Esa teoría suena tan prosaica!
Avanzaron con esfuerzo a través de los montículos de nieve, ascendiendo en
dirección a un paso elevado que unía dos picos colosales. Cuando llegaron al paso, ya
era media tarde. Al llegar a la cima, el sinuoso sendero se volvió recto. Por fin se
detuvieron para dejar descansar a los caballos y contemplar el amplio desierto que se
extendía al otro lado del paso.
Toth se quitó el pañuelo de los ojos e hizo un gesto a Durnik. El herrero lo imitó y
buscó con la vista el punto que señalaba el mudo. Entonces su rostro se llenó de
temor reverente.
—¡Mirad! —dijo en un murmullo ahogado.
Los demás también se descubrieron los ojos.
—¡Por Belar! —exclamó Seda—. ¿Cómo es posible que exista algo tan grande?
Los picos que los rodeaban, y que les habían parecido enormes, quedaron
reducidos a una insignificancia. Ante sus ojos se alzaba, solitaria y espléndida, una
montaña gigantesca, mucho más grandiosa de lo que cualquier mente humana pudiera
imaginar. Era un cono perfectamente simétrico, abrupto, con empinadas caras. Su
base era descomunal y su cumbre se elevaba a más de mil metros por encima de los
picos circundantes. La gran mole parecía irradiar una paz absoluta, como si, tras
alcanzar el máximo esplendor a que puede aspirar una montaña, ahora simplemente
se limitara a existir.
—Es el pico más alto del mundo —dijo Zakath en voz baja—. Los eruditos de la
universidad de Melcena han calculado su altura y la han comparado con la de los
picos más altos del oeste. Supera en más de mil metros a cualquier otra montaña.
—Por favor —dijo Seda con aflicción—, no me digas la altura exacta. —Zakath
lo miró perplejo—. Como ya habrás notado, no soy una persona muy alta y la
enormidad me deprime. Admito que tu montaña es más grande que yo, pero no
quiero saber cuánto.
Mientras tanto, Toth seguía hablándole a Durnik por medio de gestos.

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—Dice que Kell se encuentra a la sombra de esa montaña —explicó el herrero.
—No es una indicación muy concreta, mi señor —dijo Sadi con ironía—.
Supongo que la mitad del continente se encuentra debajo de esa sombra.
Beldin llegó volando y volvió a transformarse.
—¿Grande, eh? —dijo mientras contemplaba el enorme pico blanco que se
elevaba hacia el cielo.
—Lo hemos notado —respondió Belgarath—. ¿Qué nos espera de aquí en
adelante?
—Un largo camino de bajada..., al menos hasta llegar a ese monstruo de allí.
—Eso ya lo veo desde aquí.
—Enhorabuena. He encontrado un sitio donde podréis deshaceros de vuestro
grolim, o mejor dicho, varios sitios.
—¿A qué te refieres, tío? —preguntó Polgara con desconfianza.
—Hay varios picos altos junto a este camino —respondió él con suavidad—, y a
menudo se producen accidentes, ¿sabes?
—Ni hablar. No le he curado las heridas para que luego tú lo arrojes desde lo alto
de la montaña.
—Polgara, estás interfiriendo en la práctica de mi religión. —Ella lo miró con las
cejas alzadas en un gesto de sorpresa—. Creí que lo sabías. Es uno de los
mandamientos de mi fe: «Mata a cualquier grolim que se cruce en tu camino».
—Es probable que me convierta a esa religión —dijo Zakath.
—¿Estás absolutamente seguro de que no eres arendiano? —le preguntó Garion.
—Aunque eres una aguafiestas, Pol —suspiró Beldin—, te diré que he encontrado
un grupo de ovejeros debajo de la línea de nieve.
—Querrás decir pastores —corrigió ella.
—Es lo mismo, la palabra no tiene importancia.
—Pastores suena más bonito.
—Más bonito —gruñó él—. Las ovejas son estúpidas, huelen mal y saben peor.
Cualquiera que dedique su vida a cuidarlas tiene que ser estúpido o anormal.
—Esta tarde estás de buen humor —lo felicitó Belgarath.
—Ha sido un día ideal para volar —explicó Beldin con una amplia sonrisa—.
¿Tienes idea de cuántas corrientes de aire cálido se elevan desde la nieve cuando a
ésta la toca el sol? Una vez volé tan alto que comencé a ver manchas delante de los
ojos.
—Eso fue una estupidez, tío —lo regañó Polgara con brusquedad—. Nunca debes
volar cuando el aire es tan tenue.
—Todos tenemos derecho a una pequeña estupidez de vez en cuando —dijo él
encogiéndose de hombros—, y bajar en picado desde esa altura es una experiencia
increíble. ¿Por qué no vienes y te lo enseño?

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—¿Nunca crecerás?
—Lo dudo, y espero que no. —Se volvió hacia Belgarath—. Creo que deberíais
acampar un kilómetro y medio más abajo.
—Todavía es temprano.
—No, en realidad es tarde. El sol del crepúsculo es bastante cálido y la nieve
comienza a derretirse. Ya he visto tres avalanchas. Si no calculas bien tus pasos aquí
arriba, puedes llegar abajo mucho antes de lo esperado.
—Parece un motivo de peso. Acamparemos al otro lado del paso.
—Yo iré delante. —Beldin se acuclilló y abrió los brazos—. ¿Estás segura de que
no quieres venir, Polgara?
—No seas tonto.
Beldin se elevó en el aire con una risita espectral.

Pasaron la noche junto a la cuesta de un cerro, que aunque los dejaba expuestos al
viento constante, los protegía de las avalanchas. Garion tuvo un sueño intranquilo. El
viento que azotaba el cerro hacía tamborilear las paredes de lona de la tienda que
compartía con Ce'Nedra y el ruido truncaba sus repetidos esfuerzos por conciliar el
sueño.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó Ce'Nedra en la fría oscuridad.
—Es por el viento —respondió él.
—Intenta no pensar en él.
—No necesito pensar en él. Es como intentar dormir en el interior de un enorme
tambor.
—Esta mañana te comportaste como un valiente, Garion. Me asusté mucho
cuando me enteré de lo del monstruo.
—No es la primera vez que tenemos que enfrentarnos con un monstruo. Con el
tiempo, uno se acostumbra.
—¡Vaya! Ya nada te impresiona, ¿verdad?
—Son gajes del oficio. A todos los grandes héroes nos ocurre lo mismo. Además,
luchar contra un par de monstruos antes del desayuno abre el apetito.
—Has cambiado, Garion.
—No lo creo.
—Sí, has cambiado. Cuando te conocí, no habrías dicho algo así.
—Cuando me conociste, yo me tomaba las cosas muy en serio.
—¿Y ahora no te tomas en serio lo que hacemos? —dijo en tono acusatorio.
—Por supuesto que sí, pero resto importancia a los pequeños incidentes que
suceden a lo largo del camino. No tiene sentido preocuparse por algo que ya ha
pasado, ¿verdad?
—Bueno, ya que ninguno de los dos podemos dormir... —dijo ella mientras lo

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atraía hacia sí y lo besaba con absoluta seriedad.
Aquella noche la temperatura bajó, y cuando se despertaron, la nieve que la noche
anterior estaba peligrosamente blanda se había congelado y les permitió continuar el
viaje sin excesivos riesgos de avalancha. Puesto que aquel lado del pico había
soportado el azote del viento durante la tormenta, el camino estaba casi libre de nieve
y pudieron descender a paso rápido. A media tarde, dejaron atrás los últimos rastros
de nieve y cabalgaron hacia un mundo primaveral. Los prados húmedos y lozanos
estaban salpicados por flores silvestres, que se mecían con la brisa de la montaña. Los
arroyuelos procedentes de las laderas de los glaciares susurraban y danzaban sobre
las brillantes rocas, mientras los ciervos de ojos apacibles miraban pasar al grupo de
Garion con sereno asombro.
Varios kilómetros más allá del límite de las nieves perpetuas, comenzaron a ver
rebaños de ovejas que pastaban con estúpida concentración, y consumían hierbas y
flores silvestres con indiscriminando apetito. Los pastores que las cuidaban vestían
simples túnicas blancas y permanecían sentados sobre rocas o montecillos, sumidos
en somnolienta contemplación, mientras sus perros hacían todo el trabajo.
La loba trotaba con tranquilidad junto a Chretienne. Sin embargo, de vez en
cuando observaba a las ovejas con un brillo de interés en sus ojos castaños, y sus
orejas se crispaban.
—Te aconsejo que no lo hagas, pequeña hermana —le dijo Garion en el lenguaje
de los lobos.
—No pensaba hacerlo —respondió ella—. Ya me he cruzado con estas bestias en
otras oportunidades y también con los perros y los humanos que las cuidan. No es
difícil atrapar a una de ellas, pero los perros se enfurecen cuando lo haces y sus
ladridos te amargan la comida. —Sacó la lengua en una especie de sonrisa lobuna—
Sin embargo, no hay nada de malo en hacer correr un poco a esas bestias. Todos los
seres deberían saber a quién pertenece el bosque.
—Mucho me temo que el jefe de la manada desaprobaría esa conducta.
—Ah —asintió ella—. Quizás el jefe de la manada se tome las cosas con excesiva
seriedad. Ya había observado esa cualidad en él.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Zakath con curiosidad.
—Que estaba pensando en perseguir a las ovejas —respondió Garion—, no para
matarlas, sino para hacerlas correr. Creo que eso la divierte.
—¿La divierte? Eso suena muy extraño en un lobo.
—En realidad no. Los lobos juegan mucho y tienen un sentido del humor muy
refinado.
La expresión de Zakath se volvió pensativa.
—¿Sabes una cosa, Garion? —dijo—. Los hombres nos consideramos los
propietarios del mundo, pero en realidad lo compartimos con todo tipo de seres

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indiferentes a nuestra superioridad. Ellos tienen sus propias sociedades, y supongo
que sus propias culturas, y ni siquiera nos prestan atención, ¿verdad?
—Sólo cuando los importunamos.
—Es un golpe muy duro para el ego de un emperador —dijo Zakath con una
sonrisa irónica—. Somos los hombres más poderosos del mundo, y los lobos nos
miran sólo como a una trivial inconveniencia.
—Eso nos enseña a tener humildad —respondió Garion—. La humildad es muy
buena para el espíritu.
—Quizá.
Cuando llegaron al campamento de los pastores, comenzaba a anochecer. El
carácter casi permanente de los campamentos de pastores les permitía estar más
organizados que los de los viajeros. En primer lugar, las tiendas eran más amplias, se
sostenían con estructuras de madera y se alzaban a ambos lados de un sendero
marcado por troncos colocados en hilera. Los corrales de los caballos de los pastores
estaban al final de la calle y un gran tronco cruzaba un arroyuelo de montaña,
formando un espumoso bebedero para las ovejas y los caballos. Las sombras del
atardecer comenzaban a cernirse sobre el pequeño valle del campamento y nubes
azules de humo se elevaban desde los fogones hacia el aire sereno.
Un hombre alto y delgado, con la cara curtida, cabello blanco y la típica túnica
blanca de los pastores, salió de una tienda justo cuando Garion y Zakath se detenían
junto al campamento.
—Nos avisaron que veníais —dijo con voz baja y grave—. ¿Os gustaría
compartir nuestra cena?
Garion lo miró con atención y reparó en su parecido con Vard, el hombre que
habían conocido en la isla de Verkat, en el otro extremo del mundo. Era evidente que
los esclavos de Cthol Murgos estaban emparentados con los dalasianos.
—Será un honor —respondió Zakath—. Sin embargo, no quisiéramos molestar.
—No es ninguna molestia. Yo soy Burk. Haré que mis hombres se ocupen de
vuestros caballos. —En ese momento, los demás llegaron junto a ellos—.
Bienvenidos —saludó Burk—. Si queréis desmontar, la cena está casi lista y os
hemos destinado una tienda.
Miró con seriedad a la loba y la saludó con una inclinación de cabeza. Era obvio
que su presencia no lo alarmaba.
—Vuestra cortesía nos abruma —dijo Polgara mientras desmontaba—, y vuestra
hospitalidad es bastante inusual tan lejos de la civilización.
—El hombre lleva la civilización consigo, mi señora —respondió Burk.
—Traemos a un hombre herido —dijo Sadi—, un pobre viajero que encontramos
en la montaña. Le hemos prestado toda la ayuda posible, pero nuestros asuntos son
apremiantes y tememos que la velocidad de nuestra marcha empeore su estado.

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—Podéis dejarlo aquí. Nosotros cuidaremos de él. —Burk miró con aire crítico al
sacerdote drogado e inclinado sobre su montura—. Un grolim —señaló—. ¿Os dirigís
a Kell?
—Tenemos que detenernos allí —dijo Belgarath con cautela.
—Entonces este grolim no podría ir con vosotros de todos modos.
—Eso hemos oído —dijo Seda mientras desmontaba—. ¿Es verdad que se
vuelven ciegos cuando intentan ir a Kell?
—En cierto modo, sí. Nosotros tenemos a uno de ellos aquí, en nuestro
campamento. Lo encontramos vagando por el bosque cuando traíamos a las ovejas a
las tierras de pastoreo de verano.
—¿Crees que podría hablar con él? —dijo Belgarath con expresión de asombro
—. He estado estudiando esos fenómenos y me gustaría obtener más información.
—Por supuesto —asintió Burk—. Está en la última tienda de la derecha.
—Garion, Pol, venid conmigo —dijo el anciano mientras comenzaba a andar por
la calle flanqueada por troncos.
Curiosamente, la loba también fue con ellos.
—¿A qué se debe esta súbita curiosidad, padre? —preguntó Polgara cuando ya
nadie podía oírlos.
—Quiero comprobar la efectividad de la maldición de los dalasianos sobre Kell.
Si no es demasiado efectiva, podríamos encontrarnos con Zandramas allí.
Hallaron al grolim sentado en el suelo de su tienda. La severa angulosidad de sus
rasgos se había ablandado y sus ojos ciegos habían perdido la ardiente expresión de
fanatismo característica de los grolims. Por el contrario, su rostro sólo reflejaba
asombro.
—¿Cómo estás, amigo? —le preguntó Belgarath con suavidad.
—Estoy feliz —respondió el grolim.
Aquella palabra sonaba extraña de boca de un sacerdote de Torak.
—¿Por qué intentaste acercarte a Kell? ¿Acaso no conocías la maldición?
—No es una maldición, sino una bendición.
—¿Una bendición?
—La hechicera Zandramas me ordenó que intentara llegar a la ciudad sagrada de
los dalasianos —continuó el grolim—. Me dijo que si lo conseguía, me ascendería.
—Esbozó una sonrisa benévola—. Creo que pretendía comprobar la efectividad del
hechizo conmigo, para descubrir si ella podría realizar el viaje sin riesgos.
—Por lo visto no podrá hacerlo.
—Es difícil predecirlo, pero creo que obtendría un enorme beneficio si lo hiciera.
—Volverse ciego no me parece un beneficio.
—Pero yo no estoy ciego.
—Creí que el encantamiento consistía en eso.

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—Oh, no. No puedo ver el mundo a mi alrededor, pero eso es porque veo otra
cosa. Algo que llena de dicha mi corazón.
—¿Y qué es?
—Veo la cara de Dios, amigo mío, y seguiré viéndola hasta el final de mis días.

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Capítulo 3
Siempre estaba allí. Incluso en el interior de los bosques tupidos y fríos, la sentían
cernirse sobre ellos, inmóvil, blanca, serena. La montaña ocupaba toda su vista, sus
pensamientos y hasta sus sueños. A medida que se acercaban a aquella enorme mole
blanca, el humor de Seda iba empeorando.
—¿Cómo hace la gente de esta región para concentrarse en sus actividades,
mientras esa montaña ocupa medio cielo?
—Tal vez ni la noten, Kheldar —repuso Velvet con dulzura.
—¿Cómo puedes dejar de ver algo tan grande? —replicó él—. Me pregunto si se
da cuenta de que tiene un aspecto ostentoso e incluso vulgar.
—No seas irracional —dijo ella—. A la montaña le tiene sin cuidado lo que
pensemos de ella. Estará allí mucho después de que nosotros hayamos desaparecido.
—Hizo una pausa—. ¿Es eso lo que te preocupa, Kheldar?, ¿encontrarte con algo
permanente en medio de una vida transitoria?
—Las estrellas son permanentes —señaló él—, y de hecho también el polvo, y sin
embargo no interfieren con nosotros como esa mole. —Se volvió hacia Zakath—
¿Alguien ha llegado alguna vez a la cima? —preguntó.
—¿Por qué iban a querer hacer eso?
—Para vencerla, para reducirla —rió Seda—. Eso suena aún más irracional,
¿verdad?
Zakath, sin embargo, miraba con aire especulativo la imponente presencia que
llenaba el sur del cielo.
—No lo sé, Kheldar —dijo—. Nunca he pensado en la posibilidad de luchar
contra una montaña. Vencer a los hombres es una cosa, pero vencer a una montaña...
es otra muy distinta.
—¿Crees que le importaría? —preguntó Eriond. El joven hablaba tan poco, que a
veces parecía tan mudo como Toth, y últimamente se mostraba incluso más retraído
—. Es probable que la montaña te recibiera con agrado. —Esbozó una sonrisa tierna
—. Supongo que se sentirá sola y hasta es probable que esté deseosa de compartir lo
que ve con cualquiera lo bastante valiente para subir allí arriba a mirarlo.
Zakath y Seda intercambiaron una mirada larga, casi ansiosa.
—Necesitaríamos cuerdas —observó Seda con tono indiferente.
—Y tal vez algunas herramientas —añadió Zakath—. Algo que se clavara en el
hielo y nos sostuviera a medida que fuéramos subiendo.
—Durnik podría inventarlas para nosotros.
—¿Queréis parar? —dijo Polgara con voz cortante—. Tenemos otras cosas en que
pensar.
—Sólo son especulaciones, Polgara —dijo Seda con tono trivial—. Esta misión

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nuestra no durará para siempre, y cuando acabe..., bueno, quién sabe...
La montaña los había alterado de una forma sutil. Las palabras parecían cada vez
menos necesarias, y todos se sumían en largas reflexiones, que intentaban compartir
con los demás por las noches, cuando se detenían a descansar y se reunían alrededor
del fuego. Aquellos encuentros se convirtieron en una forma de higiene, de saludable
desahogo, y a medida que se acercaban a aquella mole solitaria e inmensa,
comenzaban a sentirse más unidos.
Una noche, una luz tan brillante como la del día despertó a Garion. El joven salió
de entre las mantas y apartó la lona que hacía de puerta de la tienda. La luna llena
cubría al mundo de una pálida luminiscencia. La montaña se recortaba, rígida y
blanca, contra el oscuro cielo estrellado de la noche, brillando con una fría
incandescencia que casi parecía estar viva.
Entonces, un movimiento le llamó la atención. Polgara salió de la tienda que
compartía con Durnik, vestida con una túnica blanca que parecía un reflejo de la
montaña bañada por la luz de la luna. Tras un momento de muda contemplación, se
volvió y dijo en un suave murmullo:
—Durnik, ven y mira.
Durnik salió de la tienda. Tenía el torso desnudo y su amuleto de plata
resplandecía bajo la luz de la luna. Rodeó con un brazo los hombros de Polgara y
ambos se quedaron allí, bebiendo la belleza de la más perfecta de las noches.
Garion estaba a punto de llamarlos, pero algo lo detuvo. El momento que
compartían era demasiado entrañable y no deseaba inmiscuirse en su intimidad.
Después de un rato, tía Pol murmuró algo a su marido y ambos volvieron a la tienda
cogidos de la mano.
Garion dejó caer la lona de la tienda en silencio y volvió a envolverse en las
mantas.

Mientras avanzaban hacia el sudoeste, el bosque iba cambiando de forma gradual.


En las montañas había árboles de hojas perennes intercalados de tanto en tanto con
algunos álamos, pero a medida que se acercaban a la base de la enorme montaña,
comenzaron a pasar bosquecillos de hayas y olmos, y por fin penetraron en un bosque
de viejos robles.
Mientras cabalgaban debajo de la cúpula de ramas, en la sombra moteada por el
sol, Garion recordó el bosque de las Dríadas, situado al sur de Tolnedra. Con sólo
mirar la expresión de su menuda esposa, supo que a ella tampoco se le escapaba la
similitud. La joven parecía sumida en una especie de feliz arrobamiento, como si
estuviera atenta a voces que sólo ella podía oír.
Un espléndido día de verano, cerca del mediodía, se cruzaron con otro viajero, un
hombre de barba blanca vestido con ropas de cuero de venado. Las herramientas que

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sobresalían de la voluminosa alforja de su mula de carga indicaban claramente que se
trataba de un buscador de oro, uno de esos ermitaños vagabundos que deambulan por
los desiertos del mundo entero. Cabalgaba sobre un peludo poni de montaña, tan bajo
que el hombrecillo casi tocaba el suelo con los pies.
—Me pareció oír que alguien venía por detrás —dijo el buscador de oro a Garion
y Zakath, ambos vestidos con cascos y cotas de malla—. Con lo de la maldición, no
se ve a mucha gente por aquí.
—Creí que la maldición sólo afectaba a los grolims —dijo Garion.
—La gente piensa que no vale la pena correr riesgos. ¿Adonde os dirigís?
—A Kell —respondió Garion, consciente de que no tenía sentido ocultarlo.
—Espero que os hayan invitado. A los habitantes de Kell no les gusta que los
extraños se inviten solos.
—Ya saben que vamos.
—Oh, entonces está bien. Kell es un sitio extraño y sus habitantes también lo son.
Por supuesto, después de vivir un tiempo debajo de esta montaña cualquiera puede
volverse extraño. Si no os importa, cabalgaré con vosotros hasta el desvío de Balasa,
que está a unos tres kilómetros de aquí.
—Como gustes —respondió Zakath—, pero ¿no estás desaprovechando un buen
momento para encontrar oro?
—El invierno pasado me quedé atrapado en las montañas —respondió el anciano
—, y gasté todas las provisiones. Además, de tanto en tanto siento necesidad de
hablar. La mula y el poni son buenos oyentes, pero no saben contestar, y los lobos se
mueven tanto que es difícil entablar una conversación con ellos. —Miró a la loba y
luego, sorprendentemente, le habló en su propia lengua—. ¿Qué tal estás, madre? —
le preguntó.
Aunque su acento era desastroso y hablaba de forma entrecortada, era innegable
que conocía el idioma de los lobos.
—¡Qué extraordinario! —dijo ella, sorprendida, y luego respondió al saludo ritual
—. Estoy bien.
—Me alegra oírlo. ¿Cómo es que vas con los humanos?
—Me he unido a su jauría por un tiempo.
—Ah.
—¿Cómo has podido aprender el lenguaje de los lobos? —preguntó Garion con
asombro.
—¿Te has dado cuenta? —Por alguna razón, el anciano parecía complacido. Se
inclinó hacia atrás en su montura—. He pasado la mayor parte de mi vida en
territorios donde hay lobos —explicó—, y por simple cortesía, es bueno aprender la
lengua de tus vecinos. —Sonrió—. Para serte franco, al principio no entendía nada,
pero si uno se esfuerza en escuchar, al final acaba por aprender. Hace cinco años pasé

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un invierno entero con una jauría. Eso ayudó bastante.
—¿Y te permitieron vivir con ellos? —preguntó Zakath.
—Les llevó un tiempo acostumbrarse a mí —admitió el anciano—, pero me
mostré servicial con ellos y acabaron por aceptarme.
—¿Servicial?
—La cueva era un poco estrecha. Yo llevé herramientas —dijo, señalando a la
mula de carga— y la agrandé un poco. Ellos parecieron apreciarlo. Luego, más
adelante, comencé a ocuparme de los cachorros mientras ellos iban de caza. Eran
unos cachorrillos encantadores. Juguetones como gatitos. Pasado un tiempo, intenté
trabar amistad con un oso, pero esa vez no tuve suerte. Los osos son muy retraídos y
sólo se tratan con otros ejemplares de su propia especie. Los ciervos, por otra parte,
son demasiado inquietos para hacer amistades. Prefiero a los lobos toda la vida.
El poni del buscador de oro no se movía muy aprisa, de modo que los demás
miembros del grupo pronto los alcanzaron.
—¿Has tenido suerte? —le preguntó Seda al viejo, moviendo su nariz con
curiosidad.
—Más o menos —respondió de forma evasiva el hombre de barba blanca.
—Lo siento —dijo Seda—, no pretendía inmiscuirme en tus asuntos.
—No te preocupes, amigo, se nota que eres un hombre honrado. —Velvet
reprimió una risita irónica—. Es sólo una costumbre que he adquirido —continuó el
hombre—. No me parece conveniente ir contándole a todo el mundo cuánto oro has
encontrado.
—Por supuesto, lo comprendo.
—Cuando bajo a los valles, no suelo traer mucho conmigo. Sólo lo indispensable
para comprar lo que necesito. El resto lo tengo escondido en las montañas.
—Entonces ¿por qué dedicas tu vida a buscar oro? —preguntó Durnik—. ¿Qué
sentido tiene si después no vas a gastarlo?
—Es una actividad como cualquier otra —dijo el individuo encogiéndose de
hombros—, y me sirve de excusa para vivir en lo alto de las montañas. Si no lo
hiciera, me sentiría frívolo viviendo allí. —Volvió a sonreír—. Además, encontrar
una veta de oro en el lecho de un río puede resultar muy emocionante. Algunos dicen
que es más divertido encontrarlo que gastarlo, y el oro es un metal agradable a la
vista.
—Desde luego —asintió Seda con vehemencia.
El viejo buscador de oro miró a la loba y luego a Belgarath.
—Por la forma en que actúa la loba, veo que eres el jefe del grupo —dijo.
Belgarath lo miró con asombro.
—Ha aprendido el lenguaje de los lobos —explicó Garion.
—¡Qué extraordinario! —dijo Belgarath, sin saber que repetía las palabras de la

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loba.
—Pensaba dar unos consejos a estos dos jóvenes, pero tal vez seas tú quién deba
escucharlos.
—Puedo asegurarte que lo haré.
—Los dalasianos son un pueblo extraño, amigo, y tienen curiosas supersticiones.
Decir que consideran sagrado a este bosque sería exagerar, pero lo cierto es que le
tienen un gran aprecio. No os aconsejo que cortéis ningún árbol, y pase lo que pase,
no matéis a ninguna persona o animal en su interior. —Señaló a la loba—. Ella ya lo
sabe, y quizás hayáis notado que no caza en este lugar. Los dalasianos no quieren que
nadie profane este bosque con sangre, y yo, en vuestro lugar, respetaría sus deseos. Es
un pueblo bastante amistoso, pero si ofendéis sus creencias, pueden complicaros la
vida.
—Te agradezco la información —dijo Belgarath.
—No hace daño a nadie compartir las cosas que uno ha descubierto —dijo el
anciano y luego miró hacia el camino—. Bueno, aquí nos separamos, pues ése es el
sendero que conduce a Balasa. Ha sido un placer hablar con vosotros. —Saludó a
Polgara quitándose el tosco sombrero y luego miró a la loba—. Que te vaya bien,
madre —dijo mientras clavaba los talones en los flancos del poni.
El animal apresuró el paso y giró hacia el camino de Balasa. Poco después
desapareció de la vista.
—¡Qué anciano encantador! —exclamó Ce'Nedra.
—Y útil —añadió Polgara—. Será mejor que te pongas en contacto con el tío
Beldin, padre. Dile que se olvide de los conejos y de las palomas mientras estemos en
este bosque.
—Lo había olvidado —dijo él—. Me ocuparé de eso enseguida.
Luego alzó la cara y cerró los ojos.
—¿Es verdad que ese viejo puede hablar con los lobos? —le preguntó Seda a
Garion.
—Conoce su lengua —respondió Garion—. No la habla muy bien, pero la
conoce.
—Estoy segura de que la entiende mejor de lo que la habla —dijo la loba.
Garion la miró, asombrado de que hubiera comprendido su conversación.
—No es difícil aprender la lengua de los humanos —dijo ella—. Como bien dijo
el humano con la piel blanca en la cara, si escuchas con atención, puedes aprender
con rapidez. Sin embargo, nunca intentaría hablar vuestro lenguaje —añadió con voz
crítica—, pues creo que me arriesgaría a morderme la lengua.
Una idea súbita asaltó a Garion e inmediatamente supo que estaba en lo cierto.
—Abuelo —dijo.
—Ahora no, Garion, estoy ocupado.

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—Esperaré.
—¿Es algo importante?
—Creo que sí.
—¿De qué se trata? —preguntó Belgarath con curiosidad.
—¿Recuerdas la conversación que tuvimos en Tol Honeth la mañana de la
nevada?
—Creo que sí.
—Hablábamos de que todo lo que ocurría parecía haber sucedido antes.
—Sí, ahora lo recuerdo.
—Entonces tú dijiste que cuando las dos profecías se separaron, las cosas se
detuvieron y que no habría futuro a menos que volvieran a unirse. Luego añadiste
que, hasta tanto llegara ese momento, tendríamos que vivir las mismas circunstancias
una y otra vez.
—¿De verdad dije eso? —El anciano parecía complacido—. Es una idea bastante
profunda, ¿no crees?, pero ¿por qué lo mencionas ahora?
—Porque creo que acaba de suceder otra vez. —Garion se volvió hacia Seda—
¿Recuerdas el viejo buscador de oro que encontramos en Gar og Nadrak cuando los
tres nos dirigíamos a Cthol Mishrak?
Seda asintió con un gesto dubitativo.
—¿No era muy parecido al anciano con el que acabamos de hablar?
—Ahora que lo dices... —Seda entrecerró los ojos—. De acuerdo, Belgarath,
¿qué significa eso?
Belgarath alzó la vista hacia las tupidas ramas que se extendían sobre sus cabezas.
—Dejadme pensar un momento —dijo—. Es verdad que hay ciertas similitudes
—admitió—. Los dos hombres se parecen y ambos nos advirtieron algo. Creo que
debería llamar a Beldin. Esto podría ser importante.
Quince minutos más tarde, el halcón de franjas azules descendió del cielo y se
transformó en el deforme hechicero.
—¿Por qué estás tan nervioso? —preguntó molesto.
—Acabamos de encontrarnos con alguien —respondió Belgarath.
—Enhorabuena.
—Creo que podría tratarse de algo serio, Beldin —dijo Belgarath y se apresuró a
explicarle la teoría de los hechos que se repetían.
—Es una idea un tanto rudimentaria —gruñó Beldin—, pero eso no me
sorprende, pues tus hipótesis siempre lo son. —Hizo una mueca de concentración—
Sin embargo, es probable que estés en lo cierto... al menos hasta el momento.
—Gracias —dijo Belgarath con sequedad y luego procedió a relatarle el
encuentro de Gar og Nadrak y el que acababa de suceder—. Las similitudes son
sorprendentes, ¿no crees?

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—¿No serán coincidencias?
—Restar importancia a los hechos, tomándolos como simples coincidencias, es el
mejor medio que conozco de meterse en problemas.
—De acuerdo. Consideremos la posibilidad de que no se trate de coincidencias.
—El enano se sentó sobre el suelo polvoriento con la cara contorsionada en una
mueca de concentración—. Pensemos por un momento que estas repeticiones se
producen en momentos significativos dentro del curso de los acontecimientos.
—¿Como hitos en el camino? —sugirió Durnik.
—Exacto, yo no podría haber hallado una expresión más exacta. Supongamos que
estos hitos nos indican que está a punto de suceder un acontecimiento realmente
importante, que actúan como advertencias.
—Demasiadas ideas y suposiciones —dijo Seda con escepticismo—. Creo que
habéis entrado en un terreno puramente especulativo.
—Eres un hombre valiente, Kheldar —dijo Beldin con sarcasmo—. Alguien
podría estar intentando avisarte de una catástrofe potencial, pero tú prefieres pasar
por alto la advertencia. Para eso hay que ser muy valiente o muy estúpido. Por
supuesto, al elegir la primera palabra en lugar de la segunda, te he concedido el
beneficio de la duda.
—Un tanto a su favor —murmuró Velvet, y Seda se ruborizó ligeramente.
—Pero ¿cómo podemos saber lo que va a suceder? —objetó.
—No podemos —dijo Belgarath—, pero las circunstancias exigen que nos
mantengamos alerta. Ya hemos recibido el aviso, el resto depende de nosotros.
Aquella noche, cuando acamparon para descansar, tomaron precauciones
especiales. Polgara se apresuró a preparar la cena y apagaron el fuego en cuanto
acabaron de comer. Garion y Seda se ocuparon del primer turno de guardia,
escudriñando la oscuridad desde lo alto de un montecillo.
—Detesto esta situación —murmuró Seda.
—¿A qué te refieres?
—A esto de creer que va a suceder algo y no saber de qué se trata. Ojalá esos dos
viejos se guardaran sus especulaciones para sí.
—¿De verdad prefieres las sorpresas?
—Es mejor que vivir con esta sensación de peligro. Mis nervios ya no son los de
antes.
—A veces eres demasiado impresionable. Piensa en toda la diversión que
obtienes por anticipado.
—Me decepcionas mucho, Garion. Creí que eras un chico agradable y sensato.
—¿Qué he dicho? .
—Has hablado de divertirse por anticipado. Más bien se trata de «preocuparse»
de antemano, y la preocupación no es buena para nadie.

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—Es sólo una forma de prepararnos por si sucede algo.
—Yo siempre estoy preparado, Garion. Así es como he conseguido vivir tanto
tiempo. Sin embargo, ahora mismo estoy tan tenso como una cuerda de laúd.
—Intenta no pensar en ello.
—Por supuesto —respondió Seda con sarcasmo—. Pero entonces ¿no perdería
sentido la advertencia? ¿No se supone que debemos pensar en ello?
El sol aún no había salido cuando Sadi regresó al campamento y fue de tienda en
tienda, murmurando una advertencia:
—Se acerca alguien —dijo tras arañar la lona de la tienda de Garion.
Garion salió de entre las mantas y buscó instintivamente la espada, pero
enseguida se detuvo. El buscador de oro les había advertido que no derramaran
sangre en el bosque. ¿Sería aquél el acontecimiento que habían estado esperando?
¿Debían obedecer la prohibición o responder a una necesidad más importante,
tomando las medidas necesarias? Sin embargo, no había tiempo para vacilaciones, y
Garion salió de la tienda con la espada en la mano.
La luz tenía el característico tono acerado que irradia el descolorido cielo que
precede al amanecer. No proyectaba sombras, y debajo de las ramas extendidas de los
robles no había oscuridad, sino una luz más pálida. Garion se movía de prisa, y sus
pies esquivaban mecánicamente las ramas caídas que cubrían el suelo del bosque.
Zakath estaba en lo alto del montecillo con la espada en la mano.
—¿Dónde están? —preguntó Garion en una voz que más que un murmullo era
apenas un soplo.
—Vienen desde el sur —susurró Zakath.
—¿Cuántos son?
—Es difícil calcularlo.
—¿Intentan sorprendernos?
—No lo parece. Es probable que se hayan escondido entre los árboles, pero daba
la impresión de que venían andando tranquilamente por el bosque.
Garion escudriñó la creciente claridad y los vio. Todos estaban vestidos con
túnicas o guardapolvos blancos y no intentaban disimular su presencia. Sus
movimientos eran estudiados y parecían plácidos, serenos. Avanzaban en fila,
separados unos de otros por una distancia de unos diez metros. Aquella procesión
tenía un aire perturbadoramente familiar.
—Sólo les faltan las antorchas —dijo Seda detrás de Garion, sin esforzarse por
bajar la voz.
—¡Calla! —ordenó Zakath en un susurro.
—¿Por qué? Ya saben que estamos aquí —respondió Seda con una risita irónica
—. ¿Recuerdas aquella ocasión en la isla de Verkat? Tú y yo nos arrastramos sobre la
hierba húmeda durante media hora, persiguiendo a Vard y a su gente, y estoy seguro

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de que sabían que estábamos allí. Si nos hubiésemos limitado a caminar detrás de
ellos, nos habríamos ahorrado muchas molestias.
—¿De qué hablas, Kheldar? —preguntó Zakath con un murmullo ronco.
—Esta es otra de las repeticiones de Belgarath —dijo el hombrecillo
encogiéndose de hombros—. Garion y yo ya hemos vivido esta situación antes. —
Suspiró con tristeza—. La vida se volverá muy aburrida si nunca sucede nada nuevo.
—Luego alzó la voz—: ¡Estamos aquí! —les gritó a las figuras vestidas de blanco.
—¿Te has vuelto loco? —exclamó Zakath.
—No lo creo, aunque los locos nunca son conscientes de su estado, ¿verdad?
Esos hombres son dalasianos, y por lo que sé, ningún dalasiano ha hecho daño a
nadie desde el comienzo de los tiempos.
El jefe del extraño grupo se detuvo al pie del montecillo y se quitó la capucha de
la túnica blanca.
—Os esperábamos —anunció—. La sagrada vidente nos ha enviado para que os
llevemos a Kell sanos y salvos.

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Capítulo 4
Aquella mañana el rey Kheva de Drasnia estaba de mal humor. Su estado de
ánimo obedecía a una especie de dilema moral, pues la noche anterior había oído una
conversación entre su madre y un emisario del rey Anheg de Cherek, y para discutir
sobre lo que había escuchado ahora debía confesar su indiscreción o esperar que ella
sacara el tema. Sin embargo, como la segunda posibilidad parecía improbable, Kheva
se encontraba en un callejón sin salida.
En honor a la verdad, el rey Kheva no solía inmiscuirse en los asuntos privados
de su madre, y era básicamente un buen chico, pero también era drasniano. Los
drasnianos tenían una característica que, a falta de un término mejor, podría definirse
como curiosidad. Todo el mundo siente cierto grado de curiosidad en alguna ocasión
pero en los drasnianos esta cualidad era casi una fuerza compulsiva. Muchos
sostenían que esa curiosidad innata era lo que había convertido al arte de espiar en la
industria nacional de Drasnia, mientras otros afirmaban, con igual convicción, que
varías generaciones de espías habían conseguido aguzar la innata curiosidad
drasniana, pero el debate sobre este tema era similar —e idénticamente absurdo— a
la discusión sobre si existió primero el huevo o la gallina. Desde su más tierna
infancia, Kheva había seguido disimuladamente los pasos de uno de los espías de la
corte y así había descubierto un armario en el muro este de la sala de su madre. De
vez en cuando, el joven se ocultaba en aquel armario para mantenerse informado
sobre los asuntos de Estado o cualquier otro tema de interés. Después de todo, él era
el rey, y tenía derecho a aquella información. Solía autojustificarse con la teoría de
que al espiar evitaba a su madre el trabajo de comunicarle todos aquellos datos.
Kheva era un joven muy considerado.
La conversación en cuestión se refería a la misteriosa desaparición del conde de
Trellheim, de su barco La Gaviota y de varios individuos más, incluyendo a su hijo
Unrak.
En ciertos círculos, Barak, el conde de Trellheim, no era considerado un hombre
de fiar, pero la reputación de sus compañeros era aún peor. Los reyes alorns estaban
inquietos por la catástrofe potencial que podían significar Barak y sus secuaces
errando por mares ignotos.
Lo que preocupaba a Kheva, sin embargo, no eran los posibles desastres, sino el
hecho de que su amigo Unrak hubiera sido invitado a participar en ellos y él no. Era
una injusticia inadmisible. Su condición de rey parecía excluirlo de forma automática
de cualquier acto remotamente peligroso. Todo el mundo hacía lo imposible para
salvaguardar la seguridad de Kheva, pero Kheva no quería seguridad. La seguridad
resulta aburrida, y a la edad de Kheva, uno está dispuesto a correr cualquier riesgo
con tal de evitar el aburrimiento.

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Aquella mañana de invierno, el joven rey caminaba por los pasillos de mármol
del palacio de Boktor, todo vestido de rojo. De repente se detuvo ante un gran tapiz y
fingió contemplarlo. Por fin, cuando se hubo asegurado de que nadie lo veía —
después de todo estaban en Drasnia— se escondió detrás del tapiz y dentro del
armario mencionado.
Su madre conversaba con Vella, la joven nadrak, y con Yarblek, el andrajoso
socio del príncipe Kheldar. Vella tenía la virtud de poner nervioso a Kheva, pues
despertaba en él ciertos sentimientos para los cuales aún no estaba preparado, de
modo que siempre que era posible intentaba evitarla. Yarblek, por el contrario, podía
ser muy divertido. Su lenguaje era vulgar, gráfico, salpicado de palabrotas cuyo
significado se suponía que el joven rey debía ignorar.
—Ya aparecerán, Porenn —le decía Yarblek a su madre—. Barak se habrá
aburrido, eso es todo.
—No me preocuparía tanto si se hubiera aburrido solo —respondió la reina
Porenn—. Lo que me inquieta es que su aburrimiento parece ser muy contagioso. Los
compañeros de Barak no son las personas más sensatas del mundo.
—Los conozco —gruñó Yarblek—, y es probable que tengas razón. —Caminó de
un extremo al otro de la sala—. Me encargaré de que nuestros hombres los vigilen.
—Yarblek, yo tengo el mejor servicio de inteligencia del mundo.
—Es probable, Porenn, pero Seda y yo tenemos más hombres que tú, además de
oficinas y almacenes en sitios de los que Javelin ni siquiera ha oído hablar. —Se
volvió hacia Vella—. ¿Quieres volver a Gar og Nadrak conmigo? —le preguntó.
—¿En invierno? —objetó Porenn.
—Bastará con que nos abriguemos un poco más de lo habitual —respondió
Yarblek encogiéndose de hombros.
—¿Qué vas a hacer allí? —preguntó Vella—. No tengo demasiado interés en
sentarme a oírte hablar de negocios.
—Pienso que deberíamos ir a Yar Nadrak. Los hombres de Javelin no han
conseguido averiguar los planes de Drosta. —Se interrumpió y miró a la reina Porenn
con expresión inquisitiva—. A menos que hayan descubierto algo de lo que aún no he
sido informado —añadió.
—¿Crees que yo sería capaz de ocultarte algo, Yarblek? —preguntó ella con
fingida ingenuidad.
—Es muy probable. Por favor, Porenn, si sabes algo, dímelo, pues no quiero
hacer este viaje en vano. Yar Nadrak es un sitio horrible en invierno.
—Aún no sé nada nuevo —respondió ella con seriedad.
—Lo imaginaba —gruñó Yarblek—. Los drasnianos son incapaces de pasar
inadvertidos por mucho tiempo en Yar Nadrak. —Miró a Vella—. ¿Y bien? —le
preguntó.

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—¿Por qué no? —dijo ella encogiéndose de hombros—. No lo tomes a mal,
Porenn, pero este proyecto tuyo de convertirme en una señorita me está volviendo un
poco distraída. ¿Puedes creer que ayer salí de mi habitación con una sola daga? Creo
que necesito un poco de aire puro y cerveza rancia para aclararme las ideas.
—Intenta no olvidar lo que te he enseñado, Vella —suspiró la madre de Kheva.
—Tengo muy buena memoria y sé distinguir la diferencia entre Boktor y Yar
Nadrak. Para empezar, Boktor huele mejor.
—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —le preguntó Porenn al larguirucho nadrak.
—Supongo que un mes o dos. Creo que debemos ir a Yar Nadrak por una ruta
indirecta. No quiero que Drosta se entere de mi llegada.
—De acuerdo —asintió la reina. De repente recordó algo—. Ah, Yarblek, otra
cosa.
—¿Sí?
—Siento mucho afecto por Vella, así que no cometas el error de venderla en Gar
og Nadrak. Me enfadaría mucho si lo hicieras.
—¿Quién iba a querer comprarla? —respondió Yarblek con una sonrisa y se
apresuró a escabullirse mientras Vella buscaba instintivamente una de sus dagas.

La eterna Salmissra miró con expresión de disgusto a Adiss, nuevo jefe de los
eunucos. Además de incompetente, Adiss era mugriento. Su túnica iridiscente tenía
manchas de comida y tanto su cabeza como su cara estaban mal afeitadas. La reina
llegó a la conclusión de que siempre había sido un oportunista y de que tras ascender
al puesto de jefe de los eunucos, se había abandonado al más vergonzoso libertinaje.
Consumía asombrosas cantidades de las drogas más perniciosas que había en Nyissa
y a menudo se presentaba ante ella con la mirada ausente propia de un sonámbulo. Se
bañaba muy de vez en cuando, y los efectos del clima de Sthiss Tor, sumados a las
diversas drogas que tomaba, hacían que su cuerpo despidiera un olor rancio, apestoso.
Mientras la reina serpiente cataba el aire con su titilante lengua, no sólo olía, sino
también degustaba ese hedor.
El eunuco, postrado sobre el suelo de mármol, presentaba su informe con voz
plañidera y nasal. El jefe de los eunucos pasaba sus días abocado a asuntos triviales.
Puesto que las cuestiones relevantes excedían su capacidad, se concentraba en las
insignificantes. Con la estúpida concentración de un hombre de inteligencia limitada,
convertía los pequeños detalles en temas trascendentes e informaba sobre ellos como
si tuvieran una importancia vital. Salmissra sospechaba que era incapaz de reconocer
las cuestiones dignas de atención.
—Eso es todo, Adiss —le dijo en un murmullo siseante mientras se movía
inquieta en su trono con forma de sofá.
—Pero, reina mía... —protestó él, envalentonado por la media docena de drogas

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que había tomado desde el desayuno—, este asunto es muy urgente.
—Tal vez para ti, pero a mí me deja indiferente. Contrata a un asesino para
cortarle la cabeza al sátrapa y acaba con eso.
—Pe-pero eterna Salmissra —dijo él consternado—, el sátrapa es de vital
importancia en la seguridad de la nación.
—El sátrapa es un insignificante oportunista que te soborna para que lo
mantengas en el puesto. No sirve para nada. Liquídalo y tráeme su cabeza en prueba
de tu absoluta devoción y obediencia.
—¿Su-su cabeza?
—Es ésa parte donde tiene los ojos, Adiss —siseó ella con sarcasmo—. No
cometas el error de traerme un pie. Ahora retírate. —El eunuco retrocedió con pasos
tambaleantes, haciendo una genuflexión cada dos o tres pasos—. ¡Ah, Adiss! —
añadió la reina—. No vuelvas a entrar en la sala del trono sin haberte bañado antes.
—Él la miró boquiabierto, con expresión de estúpida incomprensión—. Apestas,
Adiss, y tu olor me produce náuseas. Ahora vete de aquí. —El se marchó
rápidamente—. Oh, mi querido Sadi —dijo la reina para sí—, ¿dónde estás?, ¿por
qué me has abandonado?

Urgit, venerable rey de Cthol Murgos, estaba sentado sobre su llamativo trono del
palacio Drojim, vestido con calzas y capa azul. Javelin sospechaba que la nueva
esposa de Urgit tenía mucho que ver con el cambio de vestuario y de conducta del
rey. Urgit no parecía llevar demasiado bien las presiones del matrimonio y tenía una
expresión de ligera perplejidad, como si su vida hubiera experimentado una
transformación profundamente perturbadora.
—Éste es el informe de la situación, Majestad —concluyó Javelin—. Kal Zakath
ha dejado tan pocos hombres en Cthol Murgos, que podrías arrojarlos al mar sin la
menor dificultad.
—Es muy fácil decir eso, margrave Khendon —respondió Urgit con cierta
petulancia—, pero dudo que los alorns me ayudéis a hacerlo.
—Majestad, ése es un punto muy delicado —respondió Javelin mientras intentaba
pensar con extrema rapidez—. Aunque desde el comienzo hemos estado de acuerdo
en que el emperador de Mallorea era nuestro enemigo común, es difícil borrar de la
noche a la mañana siglos de enemistad entre alorns y murgos. ¿De verdad deseas ver
una flota cherek en tu costa o a una multitud de jinetes algarios en las llanuras de
Cthan y Hagga? Por supuesto, los reyes alorns y la reina Porenn darían las órdenes,
pero los comandantes tienen tendencia a interpretar las instrucciones según sus
propios intereses. Además, es muy probable que los generales murgos confundieran
tus órdenes cuando vieran un mar de alorns acercándose a ellos.
—En eso tienes razón —admitió Urgit—, pero ¿qué hay de las legiones

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tolnedranas? Tolnedra y Cthol Murgos siempre han mantenido relaciones amistosas.
Javelin tosió con delicadeza y miró alrededor, como para comprobar que nadie los
oía. Sabía que debía andarse con cuidado, pues Urgit demostraba ser mucho más
astuto de lo que esperaba. De hecho, en ocasiones era tan escurridizo como una
anguila y parecía intuir exactamente lo que tramaba la artera mente drasniana de
Javelin.
—¿Puedo confiar en que esta noticia no saldrá de aquí, Majestad? —preguntó en
un susurro.
—Tienes mi palabra, margrave —respondió Urgit con otro murmullo—, aunque
aquel que se fíe de la palabra de un murgo, y para colmo miembro del linaje de los
Urga, demuestra muy poca lucidez. Ya sabes que los murgos no somos de fiar y que
todos los Urga estamos locos.
Javelin se mordisqueó una uña, asaltado por la fuerte sospecha de que intentaban
manipularlo.
—Hemos recibido noticias inquietantes desde Tol Honeth.
—¿Ah sí?
—Ya sabes que los tolnedranos siempre están a la pesca de oportunidades
beneficiosas.
—Oh, claro que sí —rió Urgit—. Uno de los recuerdos más entrañables de mi
infancia se remonta a la época en que Taur Urgas, mi difunto y odiado padre, se lió a
dentelladas con los muebles al oír la última propuesta de Ran Borune.
—Debo advertirte, Majestad —continuó Javelin—, que no es mi intención sugerir
que el propio emperador Varana pudiera estar implicado en este asunto, pero ha
llegado a mis oídos que varios distinguidos nobles tolnedranos han iniciado
conversaciones con Mal Zeth.
—No hay duda de que se trata de una noticia inquietante, pero Varana controla a
sus legiones, de modo que mientras él siga enfrentado a Zakath, no corremos ningún
riesgo.
—Eso siempre y cuando Varana siga vivo.
—¿Estás sugiriendo la posibilidad de un golpe de Estado?
—No es tan inaudito, Majestad. Tu propio reino puede dar testimonio de ello. Las
grandes familias del norte de Tolnedra siguen furiosas por la forma en que los
Anadile y los Borune los forzaron a poner a Varana en el trono. Si algo le ocurre a
Varana, no cabe la menor duda de que lo sucedería un Vordue, un Honeth o un
Horbite. Una alianza entre Mal Zeth y Tol Honeth entrañaría un enorme peligro para
murgos y alorns por igual. Pero aún hay más: si esta alianza se firmara a tus espaldas
y las legiones tolnedranas apostadas en Cthol Murgos recibieran órdenes de cambiar
de bando, te encontrarías atrapado entre un ejército de tolnedranos y otro de
malloreanos. No me parece una forma placentera de pasar el verano. —Urgit se

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estremeció—. En estas circunstancias, Majestad —continuó Javelin—, te ruego que
tengas en cuenta los siguientes puntos: primero —dijo y comenzó a contar con los
dedos—, se ha reducido de forma notable el número de malloreanos en Cthol
Murgos. Segundo, la presencia de tropas alorns dentro de tu territorio no es necesaria
ni aconsejable. Tienes suficientes tropas para echar a los malloreanos y no
deberíamos arriesgarnos a posibles enfrentamientos entre tu gente y la nuestra.
Tercero, la delicada situación de Tolnedra haría en extremo peligroso el traslado de
nuevas legiones a Cthol Murgos.
—Espera un momento —objetó Urgit—. Vienes a Rak Urga con brillantes
discursos sobre alianzas e intereses comunes, pero cuando llega el momento de que
intervengan tus tropas te echas atrás. Entonces ¿por qué has estado perdiendo el
tiempo?
—La situación ha cambiado mucho desde que iniciamos las negociaciones,
Majestad —respondió Javelin—. No esperábamos una retirada semejante de los
malloreanos y, sobre todo, no podíamos prever la inestabilidad política de Tolnedra.
—¿Entonces qué obtendré yo de este acuerdo?
—¿Qué crees que hará Zakath cuando se entere de que atacas sus fuertes?
—Enviará a todo su apestoso ejército de nuevo a Cthol Murgos.
—¿Abriéndose paso entre la flota cherek? —sugirió Javelin—. Ya lo intentó una
vez, ¿recuerdas? El rey Anheg y sus feroces guerreros hundieron casi todos sus
barcos y ahogaron a regimientos enteros.
—Es verdad —musitó Urgit—. ¿Crees que Anheg estaría dispuesto a bloquear la
costa este para evitar el regreso del ejército de Zakath?
—Creo que estaría encantado de poder hacerlo. Los chereks experimentan un
placer infantil en hundir los barcos de otros pueblos.
—Sin embargo, necesitará mapas para llegar desde el extremo sur de Cthol
Murgos —dijo Urgit, pensativo.
Javelin carraspeó.
—Eh..., ya los tenemos, Majestad —respondió Javelin con delicadeza.
—¡Maldita sea, Khendon! ¡Estás aquí como embajador, no como espía! —
exclamó Urgit al tiempo que golpeaba con el puño el brazo del trono.
—Estoy de acuerdo, Majestad —replicó Javelin con suavidad—. Ahora bien —
continuó—, además de bloquear la costa este con la flota cherek, estamos dispuestos
a apostar jinetes algarios y piqueros drasnianos en las fronteras norte y oeste de
Goska. De ese modo cerraríamos todas las vías de escape a los malloreanos atrapados
en Cthol Murgos, bloquearíamos la entrada preferida de Zakath para sus invasiones, a
través de Mishrak ac Thull, y mantendríamos apartados a los tolnedranos en caso de
una alianza entre Tol Honeth y Mal Zeth. Así todo el mundo se limitaría a defender
su propio territorio y los chereks mantendrían a los malloreanos alejados del

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continente, en beneficio de todos.
—También dejarías Cthol Murgos totalmente aislado —señaló Urgit, tocando el
único tema que Javelin deseaba evitar—. Empleo todas las fuerzas de mi país en
sacaros las castañas del fuego para que vosotros, alorns, tolnedranos, arendianos y
sendarios tengáis la libertad de eliminar a los angaraks del continente occidental.
—Tienes a los nadraks y a los thulls como aliados, Majestad.
—Te hago una propuesta —dijo Urgit con sequedad—, te cambio a los
arendianos y a los rivanos por los thulls y los nadraks.
—Creo que ha llegado el momento de que informe a mi país sobre todo este
asunto, Majestad. Ya me he excedido en mi autoridad y necesito instrucciones de
Boktor.
—Envía recuerdos a Porenn —dijo Urgit—, y dile que comparto sus deseos de
éxito para nuestro pariente común.
Javelin se retiró sintiéndose mucho menos seguro de sí mismo que cuando había
llegado.

Aquella mañana la Niña de las Tinieblas había roto todos los espejos del templo
grolim de Balasa. Aquel extraño fenómeno comenzaba a afectar su rostro. Tras
descubrir las tenues luces titilantes bajo la piel de sus mejillas, había roto el espejo
que las había revelado... y todos los demás. Poco después contempló con horror una
herida en la palma de su mano: las luces parpadeaban incluso en su sangre. Recordó
con amargura la gran dicha que la había embargado al leer por primera vez las
palabras proféticas: «He aquí que la Niña de las Tinieblas se encumbrará por encima
de todos y será glorificada por la luz de las estrellas». No obstante, la luz de las
estrellas no era un halo o una brillante aureola, sino una enfermedad progresiva que
invadía su cuerpo centímetro a centímetro.
Sin embargo, las luces no eran su único problema. Poco a poco, sus
pensamientos, recuerdos e incluso sus sueños habían dejado de pertenecerle. Una y
otra vez se despertaba aterrorizada por la misma pesadilla, donde se veía suspendida,
insensible y sin cuerpo, en un vacío inimaginable, donde contemplaba con
indiferencia a una estrella gigante que avanzaba temblorosa, girando en un curso
sinuoso, dilatándose y enrojeciendo a medida que se aproximaba a la inevitable
extinción. La caprichosa oscilación de la estrella descarriada no le preocupaba hasta
que se volvía más y más pronunciada.
Entonces, la conciencia asexuada y sin cuerpo suspendida en el vacío
experimentaba un ligero interés, seguido de una creciente alarma. Algo iba mal,
aquello no estaba previsto. Por fin, la gigantesca estrella explotaba en el sitio
incorrecto y, puesto que el lugar no era el adecuado, otras estrellas quedaban
atrapadas en la explosión. Después, una colosal y creciente bola de ardiente energía

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avanzaba en un sendero ondulante, devorando un sol tras otro, hasta consumir una
galaxia entera.
Cuando la galaxia explotaba, la conciencia del vacío sentía una horrible sacudida
en su interior, y por un momento tenía la impresión de existir en más de un sitio a la
vez. «Esto no puede ser», decía la conciencia en su muda voz. «Es verdad»,
respondía otra voz insonora.
Y ése era el horror que hacía estremecer a Zandramas y la despertaba noche tras
noche, induciéndola a gritar: la existencia de otra presencia, cuando hasta entonces
había disfrutado de la perfecta soledad de la unidad eterna.
La Niña de las Tinieblas intentaba apartar de su mente aquellos pensamientos —o
quizá más exactamente recuerdos—, cuando oyó un golpe en la puerta. Entonces se
cubrió la cara con la capucha de la túnica grolim.
—¿Sí? —preguntó con brusquedad.
Se abrió la puerta y entró el arcipreste del templo.
—Naradas se ha marchado, sagrada sacerdotisa —informó—. Me pediste que te
avisara.
—De acuerdo —respondió ella en voz inexpresiva.
—Ha llegado un mensajero del oeste —continuó el arcipreste—. Dice que un
jerarca grolim ha desembarcado en la costa oeste de Finda y ahora cruza Dalasia en
dirección a Kell.
La noticia pareció llenarla de satisfacción.
—Bienvenido a Mallorea, Agachak —dijo casi en un ronroneo—, te estaba
esperando.

La niebla cubría el extremo sur de la isla de Verkat, pero Gart era pescador y
conocía bien aquellas aguas. Había salido con las primeras luces del amanecer,
guiándose más por el olor de la tierra que quedaba a su espalda y por el curso de la
corriente que por cualquier otra cosa. De vez en cuando dejaba de remar, alzaba la
red y vaciaba su contenido de inquietos peces de flancos plateados en la gran caja
situada bajo sus pies. Luego volvía a arrojar la red y seguía remando mientras los
peces se sacudían y se chocaban con estrépito.
Era una buena mañana para la pesca y a Gart no le preocupaba la niebla. Sabía
que había otros barcos por allí, pero la bruma creaba la ilusión de que tenía todo el
océano para él solo y eso le gustaba.
De repente, un ligero cambio de la corriente en su bote le advirtió que se acercaba
otra embarcación. Dejó los remos, se inclinó hacia adelante y comenzó a tañir la
campana de la proa para anunciar su presencia.
Entonces lo vio. Nunca había tenido oportunidad de contemplar un barco
semejante, tan largo, grande y delgado. Su alto bauprés estaba elegantemente tallado

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y el propósito con que había sido construido resultaba evidente. Gart se estremeció al
verlo pasar.
Un gigantón de barba roja vestido con cota de malla lo miraba por encima de la
borda, desde la popa del barco.
—¿Ha habido suerte? —le gritó.
—Bastante —respondió Gart con cautela, temeroso de que los tripulantes de
aquel enorme barco tuvieran intención de apoderarse de sus peces.
—¿Estamos cerca de la costa sur de Verkat? —le preguntó el gigante de barba
roja.
Gart olfateó el aire hasta captar el aroma de la tierra.
—Casi la habéis pasado —respondió—. En esta zona, la costa gira en dirección
noreste.
Un hombre vestido con una resplandeciente armadura se unió al hombretón de
barba roja. Tenía el cabello negro y rizado, y sostenía el casco bajo un brazo.
—Parecéis poseer un profundo conocimiento de estas aguas —dijo con un
lenguaje arcaico que Gart no había escuchado jamás—, y vuestra disposición a
compartirlo con otros revela una amabilidad que os honra. ¿Podríais, por ventura,
indicarnos la ruta más breve a Mallorea?
—Eso dependerá de a qué parte de Mallorea queréis ir —respondió Gart.
—Al puerto más cercano —respondió el hombretón de barba roja.
Gart entrecerró los ojos e intentó recordar los detalles del mapa que había dejado
en un estante de su casa.
—Entonces será Dal Zerba, al sudoeste de Dalasia —dijo—. Yo seguiría diez o
veinte leguas en dirección este y luego giraría hacia el norte.
—¿Y cuánto tiempo tardaremos en arribar al puerto que habéis mencionado? —
preguntó el hombre de la armadura.
—Eso depende de la velocidad de vuestro barco —dijo Gart mirando con
atención la embarcación larga y estrecha—. Está a una distancia aproximada de
trescientas cincuenta leguas, pero tendréis que desviaros para evitar el arrecife de
Turim, pues es muy peligroso y nadie se atreve a atravesarlo.
—Tal vez quiera el azar que seamos los primeros en lograrlo, mi señor —le dijo
el caballero de la armadura a su amigo, con alegría.
El gigantón suspiró y se cubrió los ojos con una mano.
—Oh, no, Mandorallen —dijo con voz plañidera—. Si encallamos en el arrecife,
tendremos que nadar el resto del camino, y tú no vas vestido de la forma más
adecuada para hacerlo.
La niebla comenzó a devorar el enorme barco.
—¿Qué clase de barco es ése? —gritó Gart a los tripulantes de la nave que
desaparecía.

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—Es un barco de guerra cherek —respondió una resonante voz con un deje de
arrogancia—. El más grande del mundo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Gart ahuecando las manos alrededor de la boca.
—La Gaviota —respondió una voz espectral.

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Capítulo 5
No era una ciudad grande, pero Garion nunca había tenido oportunidad de
contemplar semejante complejidad arquitectónica. Se erigía sobre un valle, al cobijo
del enorme pico blanco, como si descansara sobre el regazo de la montaña. Era una
ciudad de delgadas torres blancas y peristilos de mármol. Muchos de los edificios
bajos intercalados entre las torres tenían paredes enteras de cristal. Los edificios
estaban separados por amplios prados verdes y arboledas con bancos de mármol.
Jardines convencionales jalonaban los prados: setos angulares y lechos de flores
rodeados por pequeños muros blancos. El agua de las fuentes caía en bulliciosas
cascadas en los jardines o los patios de los edificios.
Zakath contemplaba la ciudad de Kell con absoluta admiración.
—¡Jamás imaginé que existiera un sitio semejante! —exclamó.
—¿No habías oído hablar de Kell? —le preguntó Garion.
—Claro que sí, pero no sabía que fuera así. —Zakath hizo una mueca de disgusto
—. Hace que Mal Zeth parezca un conjunto de simples chozas, ¿verdad?
—Y también Tol Honeth, e incluso Melcena —asintió Garion.
—Estaba convencido de que los dalasianos eran incapaces de construir una casa
decente —observó el malloreano—, y ahora me encuentro con esto.
Mientras tanto, Toth se comunicaba con Durnik por medio de gestos.
—Dice que es la ciudad más antigua del mundo —informó el herrero—. Fue
construida antes de que el mundo se agrietara y prácticamente no ha cambiado en
diez mil años.
—Entonces es probable que hayan olvidado cómo la construyeron —suspiró
Zakath—. Pensaba contratar a sus arquitectos. A Mal Zeth no le vendría mal una
renovación.
Toth volvió a gesticular y Durnik frunció el entrecejo.
—No puedo haberlo entendido bien —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—He creído entender que los dalasianos nunca olvidan nada de lo que hacen. —
Durnik se volvió hacia su amigo—. ¿Estoy en lo cierto?
Toth asintió e hizo nuevos gestos.
—Dice que todos los dalasianos vivos poseen los conocimientos de los que
vivieron desde el principio de los tiempos —dijo Durnik.
—Entonces tendrán buenos colegios —sugirió Garion.
Ante aquella observación, Toth se limitó a esbozar una sonrisa extraña, llena de
piedad. Luego le hizo un breve gesto a Durnik, desmontó del caballo y se alejó.
—¿Adonde va? —preguntó Seda.
—A ver a Cyradis —respondió Durnik.

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—¿No deberíamos ir con él?
Durnik negó con la cabeza.
—Ella vendrá a vernos cuando esté preparada.
Como todos los dalasianos que había visto Garion, los habitantes de Kell llevaban
túnicas blancas con amplias capuchas cosidas a la espalda. Caminaban en silencio
sobre los prados o discutían con seriedad en los jardines, en grupos de dos o tres
personas. Algunos llevaban libros o pergaminos y otros no. Garion no pudo evitar
recordar las universidades de Tol Honeth y Melcena. Sin embargo, estaba convencido
de que la comunidad de eruditos de Kell se dedicaba a estudios mucho más profundos
de los que preocupaban a los profesores de esas distinguidas instituciones.
El grupo de dalasianos que los había escoltado hasta aquella maravillosa ciudad
los guiaba por una calle ligeramente sinuosa, en dirección al otro lado de los jardines.
Allí los aguardaba un anciano vestido de blanco, apoyado contra un portal. Tenía los
ojos de un intenso color azul y el pelo blanco como la nieve.
—Hace tiempo que esperamos vuestra llegada —dijo con voz temblorosa—, pues
el Libro de las Eras nos anunció que el Niño de la Luz y sus compañeros vendrían a
Kell en busca de consejo en la quinta era.
—¿Y la Niña de las Tinieblas? —preguntó Belgarath mientras desmontaba—.
¿También vendrá ella?
—No, venerable Belgarath —respondió el anciano—. Ella no puede venir aquí,
pero encontrará su guía en otro sitio y de otra manera. Mi nombre es Dallan y soy el
encargado de daros la bienvenida.
—¿Tú mandas aquí, Dallan? —preguntó Zakath, también desmontando.
—Aquí no manda nadie, emperador de Mallorea —dijo Dallan—. Ni siquiera tú.
—Pareces conocernos —observó Belgarath.
—Os conocemos desde la primera vez que el Libro de los Cielos se abrió ante
nosotros, pues vuestros nombres están escritos claramente en las estrellas. Ahora os
llevaré a un lugar donde podéis descansar y aguardar la bendición de la visita de la
sagrada vidente. —Miró a la loba que estaba junto a Garion, curiosamente tranquila,
y al cachorrillo que retozaba detrás—. ¿Cómo estás, pequeña hermana? —preguntó
con tono formal.
—Estoy contenta, amigo —respondió ella en el lenguaje de los lobos.
—Me alegra oírlo —respondió él en la misma lengua.
—¿Acaso soy el único ser en todo el mundo que no habla el idioma de los lobos?
—preguntó Seda.
—¿Te gustaría recibir lecciones? —dijo Garion.
—Olvídalo.
Luego, el hombre del pelo blanco comenzó a cruzar el lozano prado con pasos
tambaleantes y los condujo a un enorme edificio de mármol con una ancha y

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reluciente escalinata.
—Esta casa fue construida para vosotros al comienzo de la tercera era, venerable
Belgarath —dijo el anciano—. La primera piedra se colocó el día en que recuperaste
el Orbe de tu maestro en la Ciudad de la Noche Eterna.
—Eso fue hace bastante tiempo —observó el hechicero.
—Al comienzo las eras eran largas —asintió Dallan—, pero se están volviendo
más cortas. Ahora descansad. Nosotros nos ocuparemos de vuestros caballos.
Luego dio media vuelta y regresó a su casa.
—El día en que un dalasiano diga claramente lo que piensa sin tantos misterios, el
mundo habrá llegado a su fin —gruñó Beldin—. Ahora entremos. Si esta casa lleva
tanto tiempo esperándonos, el polvo va a llegarnos a las rodillas y tendremos que
limpiarla.
—¿Desde cuándo te interesas por la limpieza, tío? —rió Polgara mientras
ascendían la escalinata de mármol.
—Un poco de suciedad no me molesta, Polgara, pero el polvo me hace
estornudar.
Sin embargo, el interior de la casa estaba inmaculadamente limpio. La dulce brisa
estival mecía las cortinas de tul de las ventanas, y los muebles, pese a su insólito
aspecto, eran muy cómodos. Las paredes interiores de la casa tenían una peculiar
curvatura y no se veían ángulos rectos por ninguna parte.
Deambularon por aquella extraña casa, para acostumbrarse a ella, y luego se
reunieron en una sala abovedada de una de cuyas paredes manaba una pequeña
fuente.
—No hay puerta trasera —observó Seda con aire crítico.
—¿Piensas escapar, Kheldar? —le preguntó Velvet.
—No necesariamente, pero me gusta saber que puedo hacerlo si la ocasión lo
requiere.
—Llegado el caso, siempre puedes saltar por la ventana.
—Eso es propio de aficionados, Liselle. Sólo un estudiante del primer curso de la
academia escaparía por una ventana.
—Lo sé, pero a veces es necesario improvisar.
De repente, Garion oyó un extraño murmullo. Al principio pensó que se trataba
de la fuente, pero luego se dio cuenta de que no era un sonido producido por el agua.
—¿Crees que les molestará que salga a echar un vistazo? —le preguntó a
Belgarath.
—Esperemos un poco. Nos han traído aquí y aún no sé si eso significa que
debemos permanecer encerrados o no. Intentemos analizar nuestra situación antes de
correr ningún riesgo. Los dalasianos, y en particular Cyradis, tienen algo que
necesitamos, de modo que no debemos ofenderlos. —Se volvió hacia Durnik—.

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¿Toth te ha dicho cuándo vendrá a vernos?
—No, pero tengo la impresión de que no tardará mucho.
—No eres muy preciso, hermano mío —dijo Beldin—. Los dalasianos tienen una
idea muy curiosa del tiempo. Lo cuentan por eras en lugar de años.
Zakath examinaba con atención la pared, a pocos metros de la fuente cantarina.
—¿Habéis notado que este muro no está unido con argamasa?
Durnik se unió a él, desenvainó un cuchillo y examinó una fina grieta entre dos
bloques de mármol.
—Es el sistema de caja y espiga —dijo con aire pensativo—, con los bloques muy
apretados unos a otros. Deben de haber tardado años en construir esta casa.
—Y si todo está hecho del mismo modo, siglos enteros en edificar la ciudad —
añadió Zakath—. ¿Dónde habrán aprendido a construir de este modo?, ¿y cuándo?
—Tal vez en la primera era —dijo Belgarath.
—Para ya, Belgarath. Hablas igual que ellos.
—Siempre me adapto a las costumbres locales.
—Aún no me habéis aclarado nada —protestó Zakath.
—La primera era cubre el período desde la creación del hombre hasta el día en
que Torak dividió el mundo —explicó Belgarath—. Los comienzos son un pocos
vagos, pues nuestro maestro nunca fue muy preciso sobre el momento en que él y sus
hermanos crearon el mundo. Supongo que ninguno quiere hablar de ello porque lo
hicieron sin la aprobación de su padre. Sin embargo, la fecha de la división de la
tierra se conoce con bastante exactitud.
—¿Tú ya existías cuando sucedió, Polgara? —preguntó Sadi con curiosidad.
—No —respondió ella—. Mi hermana y yo nacimos un tiempo después.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos dos mil años, ¿verdad, padre?
—Sí, algo así.
—Me dan escalofríos al ver la poca importancia que dais a un siglo más o menos
—dijo Sadi estremeciéndose.
—¿Qué te induce a pensar que aprendieron este sistema de construcción antes de
la división del mundo? —le preguntó Zakath a Belgarath.
—He leído parte del Libro de las Eras —respondió el anciano—, que documenta
bastante bien la historia de los dalasianos. Después de que el mundo se agrietara y el
mar separara los continentes, los angaraks huisteis a Mallorea. Los dalasianos sabían
que tarde o temprano tendrían que enfrentarse con vosotros y decidieron hacerse
pasar por simples campesinos. Por lo tanto, desmantelaron todas sus ciudades,
excepto ésta.
—¿Por qué decidieron dejar Kell intacta?
—No había necesidad de derrumbarla, pues sólo les preocupaban los grolims y

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éstos no pueden venir a Kell.
—Pero sí otros angaraks —señaló Zakath con tono malicioso—. ¿Cómo es que
ninguno de ellos informó a los burócratas de la existencia de una ciudad semejante?
—Es probable que los animen a olvidarla —respondió Polgara. El emperador la
miró con perplejidad—. No es tan difícil, Zakath. Una simple sugerencia suele bastar
para borrar recuerdos. —De repente, una expresión de impaciencia se dibujó en su
cara—. ¿Qué es ese murmullo? —preguntó.
—Yo no oigo nada —respondió Seda, asombrado.
—Entonces debes de tener los oídos tapados, Kheldar.
Al atardecer, varias mujeres jóvenes vestidas con finas túnicas blancas trajeron la
cena en bandejas con tapa.
—Veo que algunas cosas son iguales en todo el mundo —le dijo Velvet con
sarcasmo a una de las jóvenes—. Los hombres se sientan a conversar mientras las
mujeres trabajan.
—Oh, a nosotras no nos importa —respondió una de ellas con seriedad—. Servir
es un honor.
La joven tenía grandes ojos oscuros y una brillante cabellera castaña.
—Eso es lo peor —dijo Velvet—. Primero nos obligan a hacer el trabajo y luego
nos convencen de que nos gusta.
La joven la miró asombrada y rió. Luego echó un vistazo a su alrededor, con
expresión culpable y las mejillas teñidas de rubor.
Beldin había cogido una jarra de cristal en cuanto las jóvenes habían entrado.
Llenó un vaso y bebió ruidosamente, pero enseguida pareció ahogarse y escupió el
líquido púrpura por toda la habitación.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó indignado.
—Zumo de frutas, señor —le aseguró con seriedad la joven morena—. Es muy
fresco. Fue exprimido esta misma mañana.
—¿No esperáis a que fermente?
—¿Te refieres a que se ponga malo? Oh, no. Cuando eso ocurre lo tiramos.
—¿Y qué hacéis con la cerveza?
—¿Qué es eso?
—Sabía que había algo malo en este sitio —gruñó el enano mirando a Belgarath.
Polgara, sin embargo, sonreía con evidente satisfacción.
—¿A qué venían todas esas tonterías? —le preguntó Seda a Velvet tras la partida
de las jóvenes dalasianas.
—Estaba investigando el terreno —respondió ella con aire enigmático—.
Siempre es conveniente abrir vías de comunicación.
—Mujeres —suspiró él alzando los ojos hacia el techo.
Garion y Ce'Nedra, que recordaban haberse dicho las mismas cosas y en el mismo

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tono al comienzo de su matrimonio, intercambiaron una breve mirada y rieron al
unísono.
—¿Qué os causa tanta gracia? —preguntó Seda con desconfianza.
—Nada, Kheldar —respondió Ce'Nedra—. Absolutamente nada.
Aquella noche, Garion durmió mal. El murmullo en sus oídos lo despertaba una y
otra vez. Por la mañana, se levantó de mal humor y con los ojos vidriosos.
En la amplia sala circular encontró a Durnik con la cabeza apoyada contra la
pared, cerca de la fuente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Garion.
—Intento localizar ese ruido —dijo Durnik—. Tal vez sea algún desperfecto en
las cañerías. El agua de esta fuente debe de venir de algún lado y quizá llegue a través
de caños colocados bajo el suelo o detrás de las paredes.
—¿Crees que el agua podría producir esa clase de ruido?
—Nunca se sabe qué tipo de ruido puede surgir de una cañería —rió Durnik—.
En una ocasión conocí un pueblo abandonado, cuyos habitantes habían huido
pensando que el lugar estaba embrujado. Los ruidos que oían venían del tanque
municipal de agua.
Sadi entró a la sala, vestido una vez más con su túnica de seda iridiscente.
—Hoy llevas un atuendo muy llamativo —observó Garion, pues durante los
últimos meses el eunuco había estado usando calzas, chaqueta y botines sendarios.
—Por alguna razón siento nostalgia de mi tierra —dijo Sadi encogiéndose de
hombros. Suspiró—. Creo que podría vivir feliz hasta el resto de mis días sin pisar
otra montaña. ¿Qué haces, Durnik? ¿Sigues examinando la construcción?
—No. Intento encontrar el origen del ruido.
—¿De qué ruido?
—Sin duda puedes oírlo.
Sadi inclinó la cabeza hacia un lado.
—Oigo algunos pájaros al otro lado de la ventana —dijo—, y un arroyo cercano,
pero nada más.
Garion y Durnik intercambiaron una larga mirada con aire pensativo.
—Ayer Seda tampoco podía oírlo —recordó Durnik.
—¿Por qué no despertamos a todo el mundo? —sugirió Garion.
—No creo que les guste, Garion.
—Se repondrán. Creo que esto podría ser importante.
Mientras los demás entraban en la sala, Garion fue blanco de varias miradas
maliciosas.
—¿De qué se trata, Garion? —preguntó Belgarath con exasperación.
—De algo similar a un experimento, abuelo.
—Pues ya podrías hacer experimentos a otra hora.

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—Vaya, qué enfadado estás esta mañana —le dijo Ce'Nedra al anciano.
—No he dormido bien.
—Es curioso. Yo he dormido como un niño.
—Durnik —dijo Garion—, ¿quieres ponerte allí, por favor? —Señaló a un
extremo de la habitación—. Y tú, Sadi, allí. —Señaló hacia el lado contrario—. Esto
sólo nos llevará unos minutos —les dijo a todos—. Os haré un pregunta a cada uno y
quiero que os limitéis a responder sí o no.
—¿No crees que te estás comportando de una forma un tanto extraña? —preguntó
Belgarath con acritud.
—Pretendo evitar que arruinéis el experimento hablando entre vosotros.
—Parece un principio científico —aprobó Beldin—. Hagámosle caso. Ha
despertado mi curiosidad.
Garion fue de persona en persona y les murmuró la misma pregunta al oído:
—¿Puedes oír ese susurro?
Después, según la respuesta obtenida, les rogaba que se unieran a Sadi o a
Durnik. El experimento no llevó mucho tiempo y el resultado confirmó las sospechas
de Garion. Junto a Durnik estaban Belgarath, Polgara, Beldin y, sorprendentemente,
Eriond. En el grupo de Sadi se encontraban Seda, Velvet, Ce'Nedra y Zakath.
—¿Ahora podrías explicarnos el sentido de este galimatías? —preguntó
Belgarath.
—Le hice la misma pregunta a todo el mundo, abuelo. La gente que está contigo
puede oír el sonido y los demás no.
—¿Cómo no van a oírlo? Me mantuvo despierto toda la noche.
—Tal vez eso explique por qué estás tan estúpido esta mañana —gruñó Beldin—.
Buen experimento, Garion. ¿Ahora por qué no se lo explicas a nuestro atontado
amigo?
—Es muy simple, abuelo —dijo Garion restándole importancia—, tanto que
quizá no te hayas dado cuenta justamente por eso. Los únicos que podemos oír el
susurro somos aquellos que tenemos lo que soléis llamar «poderes». Los demás no
pueden oírlo.
—Con franqueza, Belgarath —dijo Seda—, yo no oigo nada.
—Y yo lo he estado oyendo desde que avistamos Kell —añadió Durnik.
—¿No es interesante? —le preguntó Beldin a Belgarath—. ¿Hacemos algo al
respecto, o quieres volver a la cama?
—No seas ridículo —respondió Belgarath con aire ausente.
—De acuerdo —continuó Beldin—, tenemos un sonido que la gente normal no
puede oír, pero nosotros sí. Ahora mismo se me ocurre otro ejemplo similar.
—El sonido que hace alguien al practicar la hechicería —asintió Belgarath.
—Entonces no se trata de un sonido natural —dijo Durnik pensativo, y de repente

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rió—. Me alegro de que lo hayas averiguado, Garion. Estaba a punto de levantar el
suelo.
—¿Para qué? —preguntó Polgara.
—Pensé que el sonido venía de alguna cañería.
—Sin embargo, no se trata del ruido que producen los trucos de hechicería —
observó Belgarath—. Ni el sonido ni la impresión son iguales.
Beldin se rascaba la enmarañada barba con aire pensativo.
—¿Qué te parece esta idea? —le dijo Beldin a Belgarath—: Los habitantes de
este lugar tienen suficiente poder como para enfrentarse a un solo grolim o a un grupo
entero, así que ¿para qué crear una maldición?
—No te entiendo.
—La gran mayoría de los grolims son hechiceros, ¿verdad?, por lo tanto deberían
ser capaces de oír este sonido. ¿No es probable que el encantamiento tenga el único
fin de mantenerlos a distancia, para que no puedan oír este ruido?
—¿No es una idea un tanto rebuscada, Beldin? —preguntó Zakath con
escepticismo.
—En realidad no. Creo que estoy simplificando el problema. No tiene mucho
sentido echar una maldición para mantener lejos a gente a quien uno no teme. Todo el
mundo pensaba que el objetivo de este encantamiento era proteger la ciudad de Kell,
pero eso también es absurdo. ¿No es más lógico pensar que intentan protegerse de
algo más importante?
—¿Qué tiene de particular ese sonido para que los dalasianos se preocupen tanto
de que nadie lo oiga? —preguntó Velvet perpleja.
—Bien —dijo Beldin—, ¿qué es un sonido?
—Ya empezamos otra vez —suspiró Belgarath.
—No me refiero al sonido en el bosque. Un sonido es sólo un ruido a no ser que
tenga algún significado. ¿Cómo llamamos a un sonido con significado?
—Lengua, ¿verdad?
—No entiendo —dijo Ce'Nedra—. ¿Qué dicen los dalasianos para querer
mantenerlo en secreto? Además, de todos modos nadie puede comprenderlos.
Beldin abrió los brazos en un gesto de impotencia, mientras Durnik se paseaba
por la sala con una mueca de concentración.
—Tal vez la clave no esté en qué dicen, sino en cómo lo hacen.
—Y tú me acusas de ser rebuscado —le dijo Beldin a Belgarath—. ¿Qué quieres
decir, Durnik?
—Es sólo una hipótesis —admitió el herrero—. Ese sonido, ruido o como queráis
llamarlo, ¿no podría ser una indicación de que alguien está convirtiendo a la gente en
sapos? —Se interrumpió—. ¿Podemos hacer eso?
—Sí —respondió Beldin—, pero no vale la pena. Los sapos se reproducen a un

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ritmo frenético. Prefiero soportar a una persona molesta que a un millón de
exasperantes sapos.
—Bien —continuó Durnik—. No se trata del tipo de ruido que produce la
práctica de la hechicería.
—Es evidente que no —asintió Belgarath.
—Y creo que Ce'Nedra tiene razón. Nadie puede entender lo que dicen los
dalasianos, con la excepción de otros dalasianos. Yo no entiendo ni la mitad de las
cosas que dice Cyradis.
—¿Qué otra posibilidad queda? —preguntó Beldin con los ojos brillantes de
interés.
—No estoy seguro, pero tengo la impresión de que el «cómo» es más importante
que el «qué». —De repente, Durnik pareció avergonzarse—. Estoy hablando
demasiado —admitió—. Sin duda los demás tendréis cosas más interesantes que
decir al respecto.
—No lo creo —dijo Beldin—. Creo que estás a punto de descubrirlo. No dejes
escapar la idea.
Durnik, sudoroso, se cubrió los ojos con una mano e intentó concentrarse. Garion
notó que todos observaban expectantes mientras su viejo amigo intentaba elaborar
una idea que quizá ningún otro pudiera comprender.
—Los dalasianos intentan proteger algo —continuó el herrero—, y tiene que
tratarse de algo muy simple..., al menos para ellos, pero no desean que nadie lo
descubra. Ojalá Toth estuviera aquí. Quizás él pudiera explicarlo.
De repente, el herrero abrió mucho los ojos.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó Polgara.
—¡No puede ser! —exclamó, súbitamente agitado—. ¡Es imposible!
—¡Durnik! —dijo ella impaciente.
—¿Recuerdas cuando Toth y yo comenzamos a comunicarnos a través de gestos?
—Durnik hablaba muy rápido y daba la impresión de que le faltaba el aliento—.
Hemos estado trabajando juntos y cuando dos hombres comparten el trabajo, uno
acaba por saber lo que hace el otro..., incluso lo que piensa. —Se volvió hacia Seda
—. Tú, Garion y Pol usáis el lenguaje de los dedos —dijo.
—Así es.
—Habéis visto los gestos de Toth. ¿Pensáis que vuestro lenguaje secreto podría
expresar lo mismo con unos pocos movimientos de las manos, tal como hace él?
Garion conocía la respuesta.
—No —dijo Seda perplejo—. Sería imposible.
—Sin embargo, yo siempre sé exactamente lo que intenta decir —continuó
Durnik—. Los gestos no significan nada en absoluto. Sólo los emplea para ofrecerme
una explicación racional de lo que está haciendo. —La cara de Durnik se llenó de

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temor reverente—. Ha estado poniendo las palabras directamente en mi mente, sin
necesidad de hablar. Tiene que hacerlo así, porque no puede hablar. ¿Y si ese
murmullo que oímos fuera el sonido de las conversaciones de los dalasianos? Tal vez
se comuniquen a través de enormes distancias.
—Y también a través del tiempo —dijo Beldin con asombro—. ¿Recuerdas lo
que tu gigantesco amigo mudo nos dijo cuando llegamos? Dijo que nada de lo que
ellos han hecho ha sido olvidado y que los dalasianos vivos saben todo lo que sabían
sus antepasados.
—Estás sugiriendo algo absurdo —dijo Belgarath con tono desdeñoso.
—No. Las hormigas y las abejas lo hacen.
—Nosotros no somos hormigas ni abejas.
—Yo puedo hacer cualquier cosa que haga una abeja —dijo el jorobado
encogiéndose de hombros—, con la excepción de la miel. Y hasta creo que tú serías
capaz de construir un hormiguero bastante aceptable.
—¿Alguien tiene la bondad de explicarme de qué están hablando? —preguntó
Ce'Nedra disgustada.
—Están considerando la posibilidad de que los dalasianos tengan una mente
colectiva, cariño —explicó Polgara con calma—. Aunque no sepan expresarse muy
bien, es evidente que se refieren a eso. —Miró a los dos ancianos con una sonrisa
condescendiente en los labios—. Hay ciertas criaturas, por lo general insectos, que
individualmente no son inteligentes, pero como grupo pueden llegar a ser muy sabios.
Una sola abeja es bastante tonta, pero un panal entero es capaz de recordar todo lo
que le ha pasado a la comunidad.
La loba se acercó a ellos, tamborileando las uñas de las patas sobre el suelo de
mármol. El cachorrillo la seguía retozando.
—Los lobos también lo hacemos —informó indicando que había escuchado la
conversación desde la puerta.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Seda.
—Dice que los lobos también lo hacen —tradujo Garion y de repente recordó
algo—. En una ocasión Hettar me comentó que los caballos hacen algo similar. No
piensan en sí mismos como seres individuales, sino como parte de la manada.
—¿Es posible que un grupo de personas haga lo mismo? —preguntó Velvet con
incredulidad.
—Sólo hay una forma de comprobarlo —dijo Polgara.
—No, Polgara —dijo Belgarath con firmeza—. Es muy peligroso. Si te quedaras
atrapada, no podrías regresar.
—No, padre —respondió ella con calma—. Es probable que los dalasianos no me
dejen entrar, pero no me harán daño ni me retendrán en contra de mi voluntad.
—¿Cómo lo sabes?

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—Simplemente lo sé —dijo la hechicera y cerró los ojos.

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Capítulo 6
La hechicera alzó su rostro perfecto y todos los demás la miraron con aprensión.
Se concentró, con los ojos cerrados, y de repente sus facciones dibujaron un
expresión extraña.
—¿Y bien? —preguntó Belgarath.
—Calla, padre, estoy escuchando.
Belgarath tamborileó los dedos con impaciencia sobre el respaldo de la silla
mientras los demás observaban expectantes a la hechicera.
Por fin, Polgara abrió los ojos y suspiró con cierta tristeza.
—Es enorme —dijo en voz baja—. Alberga todos y cada uno de los pensamientos
y recuerdos que ha tenido este pueblo. Recuerda incluso el momento de la creación, y
todos los miembros de la raza comparten estos conocimientos.
—¿Y tú también has podido hacerlo? —preguntó Belgarath.
—Sólo por un instante, padre. Me permitieron echar un breve vistazo. Sin
embargo, algunas partes permanecieron ocultas.
—Debimos haberlo imaginado —dijo Beldin, ceñudo—. No nos darán la menor
ventaja. Han evitado hacerlo desde el comienzo de los tiempos.
Polgara volvió a suspirar y se sentó en un pequeño sofá.
—¿Te encuentras bien, Pol? —preguntó Durnik con preocupación.
—Estoy bien, Durnik —respondió ella—, aunque acabo de experimentar una
sensación única. Sin embargo, sólo duró un instante, pues enseguida me pidieron que
me marchara.
—¿Crees que les molesta que salgamos de la casa y echemos un vistazo a la
ciudad? —preguntó Seda.
—No, no les importará.
—Pues entonces yo diría que ése es el siguiente paso que deberíamos dar —
sugirió el hombrecillo—. Sabemos que la decisión final depende de los dalasianos, o
al menos de Cyradis, pero tal vez reciba las instrucciones de ese espíritu ciclópeo.
—Una expresión muy interesante, Kheldar —dijo Beldin.
—¿Cuál?
—«Espíritu ciclópeo.» ¿De dónde la has sacado?
—Siempre se me han dado bien las palabras.
—Es probable que aún quede alguna esperanza para ti. Algún día tendremos una
larga charla.
—Estoy a tu disposición, Beldin —dijo Seda con una elegante reverencia—.
Como decía —continuó—, ya que los dalasianos serán quienes decidan el curso de
los acontecimientos, creo que deberíamos conocerlos mejor. De ese modo, si vemos
que se inclinan en la dirección incorrecta, tal vez podamos persuadirlos de que

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cambien de idea.
—Una conducta artera muy propia de ti —murmuró Sadi—, aunque quizá tengas
razón. Sin embargo, deberíamos dividirnos para cubrir mayor terreno.
—Lo haremos después del desayuno —dijo Belgarath.
—Pero, abuelo... —protestó Garion, impaciente por salir.
—Necesito comer algo, Garion. Cuando tengo hambre no puedo pensar con
claridad.
—Eso explica muchas cosas —señaló Beldin—. Tal vez deberíamos haberte
alimentado mejor cuando eras joven.
—¿Sabes que a veces puedes ser muy ofensivo?
—Pues la verdad es que sí, lo sé.
Cuando el mismo grupo de mujeres entró con el desayuno, Velvet llevó a un lado
a la joven de ojos grandes y brillante cabello castaño e intercambió unas palabras con
ella. Luego regresó a la mesa.
—Se llama Onatel —les informó—, y nos ha invitado a Ce'Nedra y a mí a
conocer el lugar donde trabaja. Las mujeres jóvenes suelen hablar mucho, así que
quizá podamos obtener algún dato útil.
—Aquella vidente que conocimos en la isla de Verkat, ¿no se llamaba también
Onatel? —preguntó Sadi.
—Es un nombre muy común entre las mujeres dalasianas —dijo Zakath—.
Onatel fue una de las hechiceras más queridas por su pueblo.
—Pero la isla de Verkat está en Cthol Murgos —señaló Sadi.
—No es tan extraño —dijo Belgarath—. Ya hemos visto que hay grandes
posibilidades de que los dalasianos y los esclavos de Cthol Murgos estén
emparentados y mantengan un contacto constante. Esta es sólo una nueva
confirmación.
Salieron de la casa y se dispersaron bajo el sol cálido y radiante de la mañana.
Garion y Zakath se habían quitado las armaduras, aunque el joven rey había tomado
la precaución de llevar el Orbe en una bolsa atada a la cintura. Los dos hombres
cruzaron un prado cubierto de rocío en dirección a un grupo de edificios más grandes,
cerca del centro de la ciudad.
—Eres muy prudente con esa piedra, ¿verdad, Garion? —preguntó Zakath.
—No estoy seguro de que «prudente» sea la palabra exacta —respondió Garion
—, aunque tal vez lo sea en un sentido más amplio. El Orbe es muy peligroso, y no
quiero que haga daño a nadie.
—¿Qué puede llegar a hacer?
—No estoy seguro. Nunca lo he visto herir a nadie, excepto a Torak..., aunque es
probable que en ese caso el daño lo haya infligido la espada.
—¿Eres la única persona en el mundo que puede tocarlo?

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—Casi. Eriond lo llevó consigo durante un par de años e intentó dárselo a varios
hombres, pero eran todos alorns y sabían que no debían cogerlo.
—Entonces ¿sólo podéis tocarlo tú o Eriond?
—Mi hijo también —dijo Garion—. Apoyé su manita sobre la piedra poco
después de su nacimiento. La piedra se alegró de conocerlo.
—¿Cómo puede alegrarse una piedra?
—No es como otras piedras —sonrió Garion—. De vez en cuando se deja llevar
por el entusiasmo y se comporta de forma estúpida. A veces tengo que tener cuidado
con lo que pienso. Si decido que quiero algo, la piedra puede resolver actuar por sí
sola para conseguirlo. —El joven se echó a reír—. En una ocasión, estaba pensando
en el momento en que Torak agrietó la tierra, y el Orbe se apresuró a indicarme cómo
arreglarla.
—¡Bromeas!
—Créeme, la piedra no tiene idea de lo que significa la palabra «imposible». Si
yo lo deseara, sería capaz de escribir mi nombre con estrellas. —Sintió un pequeño
tirón en la bolsa amarrada a su cinturón—. ¡Para! —le dijo con brusquedad al Orbe
—. Era un ejemplo, no una orden.
Zakath lo miraba atónito.
—¿No sería una imagen grotesca? —observó Garion con ironía—. «Belgarion»
escrito de un extremo al otro del horizonte en el cielo de la noche.
—¿Sabes una cosa, Garion? —dijo Zakath—. Siempre he creído que tú y yo
acabaríamos enfrentándonos en una guerra. ¿Te sentirás muy decepcionado si no
acudo a la cita?
—Creo que podré soportarlo —sonrió Garion—. Si no hay más remedio,
empezaré sin ti. Tú podrás pasar de vez en cuando para ver cómo van las cosas.
Ce'Nedra te hará la cena. No es muy buena cocinera, pero todos tenemos que hacer
algún sacrificio, ¿verdad?
Se miraron un momento y luego los dos se echaron a reír a carcajadas. El proceso
que había comenzado en Rak Urga con el idealista Urgit llegaba a su fin. Garion
comprendió con satisfacción que había dado los primeros pasos para acabar con cinco
mil años de odio constante entre los alorns y los angaraks.
Caminaban por las calles de mármol, junto a las fuentes cantarinas, sin que los
dalasianos les prestaran mayor atención. Los habitantes de Kell seguían con sus
actividades habituales en actitud silenciosa y contemplativa, con la mirada perdida en
el vacío. Hablaban muy poco, pues era evidente que para ellos las palabras resultaban
innecesarias.
—Es un sitio misterioso, ¿verdad? —observó Zakath—. No estoy acostumbrado a
las ciudades donde nadie hace nada.
—Oh, pero ellos están haciendo algo.

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—Ya sabes a qué me refiero. No hay tiendas ni nadie que limpie las calles.
—Supongo que es extraño —dijo Garion mirando alrededor—, pero lo más
extraño es que no he visto a una sola vidente desde que llegamos. Creí que vivían
aquí.
—Tal vez permanezcan dentro de las casas.
—Es posible.
El paseo matinal resultó infructuoso. En varias ocasiones intentaron trabar
conversación con los ciudadanos de blancas túnicas, pero aunque todos se mostraban
extremadamente corteses, ninguno parecía dispuesto a hablar demasiado y se
limitaban a contestar sus preguntas con parquedad.
—Es frustrante, ¿no es cierto? —dijo Seda cuando él y Sadi regresaron a la casa
—. Nunca había conocido a un pueblo con tan pocas ganas de hablar. Ni siquiera he
encontrado a nadie dispuesto a charlar sobre el tiempo.
—¿Has visto hacia dónde iban Ce'Nedra y Liselle?
—Creo que se dirigieron hacia el otro extremo de la ciudad. Supongo que
vendrán con esas jovencitas, cuando nos traigan la comida.
—¿Alguien ha visto a alguna de las videntes? —preguntó Garion mirando
alrededor.
—No están aquí —respondió Polgara, que zurcía un calcetín de Durnik sentada
junto a la ventana—. Una anciana me dijo que se alojan en un sitio especial, fuera de
la ciudad.
—¿Cómo conseguiste que te contestara? —preguntó Seda.
—Fui bastante directa. A los dalasianos hay que forzarlos un poco para conseguir
información.
Tal como Seda había previsto, Velvet y Ce'Nedra regresaron con las jóvenes que
traían la comida.
—Tienes una esposa brillante, Belgarion —dijo Velvet después de que las
dalasianas se retiraran—. Ha hablado como si no tuviera un cerebro dentro de esa
cabecita. Lleva toda la mañana cotilleando.
—¿Cotilleando? —protestó Ce'Nedra.
—¿No es verdad?
—Bueno, supongo que sí, pero «cotillear» es una palabra muy desagradable.
—Estoy seguro de que tenía una razón para hacerlo —sugirió Sadi.
—Por supuesto —dijo Ce'Nedra—. Enseguida me di cuenta de que esas jóvenes
no iban a hablar mucho, así que intenté tapar los huecos de la conversación. Después
de un rato, comenzaron a ablandarse. Hablé de ese modo para que Liselle pudiera
estudiarles las caras. —Sonrió con orgullo—. Modestia aparte, creo que me ha salido
bastante bien.
—¿Pudisteis sacarles información? —preguntó Polgara.

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—Algo —respondió Velvet—. Nos dieron algunas ideas, aunque nada demasiado
concreto. Creo que esta tarde podremos averiguar algo más.
—¿Dónde está Durnik? —preguntó Ce'Nedra mirando alrededor—. ¿Y Eriond?
—¿A ti qué te parece? —suspiró Polgara.
—¿Dónde han encontrado un arroyo donde pescar?
—Durnik es capaz de oler el agua a kilómetros de distancia —respondió Polgara
con resignación—. Puede decirte qué tipo de peces hay en un río, cuántos son y hasta
es probable que sepa sus nombres.
—El pescado nunca me ha gustado demasiado —comentó Beldin.
—Tampoco a Durnik, tío.
—¿Entonces por qué los molesta?
—¿Quién sabe? —respondió ella abriendo los brazos en un gesto de impotencia
—. Los motivos de los pescadores son muy misteriosos. Sin embargo, puedo decirte
una cosa.
—¿Ah sí? ¿De qué se trata?
—Has dicho varias veces que querías tener una larga conversación con él.
—Sí, así es.
—Entonces será mejor que aprendas a pescar. De lo contrario, no lograrás
retenerlo el tiempo necesario.
—¿Ha venido alguien a traer algún mensaje de Cyradis? —preguntó Garion.
—Nadie —respondió Beldin.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo Garion con impaciencia.
—Tal vez yo pueda obtener alguna respuesta —ofreció Zakath—. Cyradis me
ordenó que me presentara ante ella en Kell. —El emperador se sobresaltó—. No
puedo creer lo que acabo de decir. Nadie me ha dado una orden desde que tenía ocho
años. Bueno, vosotros ya sabéis a qué me refiero. Quizá pueda lograr que alguien me
lleve con ella. De ese modo, estaría obedeciendo sus órdenes.
—Me extraña que no te hayas atragantado con esa palabra —dijo Seda, risueño
—. La gente de tu posición suele tener dificultades para comprender el concepto de
obediencia.
—Es un hombrecillo exasperante, ¿verdad? —le dijo Zakath a Garion.
—Ya lo he notado.
—¡Oh, Majestad! —exclamó Velvet con los ojos muy abiertos en un gesto de
fingida inocencia—. ¡ Cómo os atrevéis a sugerir algo semejante!
—¿Tú no estás de acuerdo? —inquirió Zakath.
—Por supuesto que sí, aunque no está bien decirlo en voz alta.
—¿Queréis que me marche para que podáis criticarme con libertad? —preguntó
Seda algo ofendido.
—Oh, no será necesario, Kheldar —respondió Velvet con los dos hoyuelos de sus

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mejillas marcados por una gran sonrisa.
Aquella tarde obtuvieron muy poca información, y al comprobar que sus
esfuerzos habían resultado inútiles, todos se pusieron de pésimo humor.
—Creo que deberíamos poner en práctica tu idea —le dijo Garion a Zakath
después de la cena—. ¿Por qué no vamos a ver a ese anciano llamado Dallan, mañana
temprano? Le diremos que tienes que presentarte ante Cyradis. Creo que ya es hora
de que intentemos forzar los acontecimientos.
—De acuerdo —asintió Zakath.
Dallan, sin embargo, se mostró tan reacio a colaborar como el resto de los
ciudadanos de Kell.
—Ten paciencia, emperador de Mallorea —le aconsejó—. La sagrada vidente se
presentará ante ti en el momento indicado.
—¿Y cuándo llegará ese momento? —preguntó Garion.
—Cyradis lo sabe. Eso es lo único importante, ¿verdad?
—Si no fuera tan viejo y débil, le sacaría la información por la fuerza —murmuró
Garion mientras él y Zakath regresaban a la casa.
—Si esto se prolonga demasiado, creo que no tendré en cuenta su edad ni su
estado físico —dijo Zakath—. No estoy acostumbrado a que evadan mis preguntas de
este modo.
Cuando Garion y Zakath llegaron junto a la escalinata de mármol, vieron a Velvet
y a Ce'Nedra que se aproximaban desde la dirección opuesta. Las dos jóvenes
hablaban con rapidez y Ce'Nedra tenía una expresión triunfal en la cara.
—Creo que por fin hemos averiguado algo útil —dijo Velvet—. Entremos y os lo
contaremos todo enseguida.
Se reunieron en la sala abovedada y la joven rubia se dirigió a ellos con seriedad:
—No es algo demasiado concreto —admitió—, pero creo que será todo lo que
podremos conseguir de este gente. Esta mañana, Ce'Nedra y yo volvimos a la casa
donde trabajan las jóvenes. Me alegró ver que estaban trabajando en un telar, pues es
difícil mantenerse alerta mientras se teje. Bueno, la cuestión es que Onatel, la joven
de los ojos grandes, no estaba allí. Entonces Ce'Nedra puso su mejor cara de tonta...
—Yo no hice nada por el estilo —dijo Ce'Nedra indignada.
—Oh, sí cariño, lo hiciste, y te salió de maravilla. Con los ojos muy abiertos y
expresión inocente, preguntó dónde podíamos encontrar a nuestra «querida amiga».
Entonces a una de las jóvenes se le escapó algo que sin duda tendría prohibido decir.
Dijo que Onatel había sido enviada a servir a «la morada de las videntes». Ce'Nedra
exageró la expresión de ingenuidad, si es que eso es posible, y preguntó dónde estaba
aquel sitio. Nadie respondió, pero una de las chicas miró hacia la montaña.
—¿Crees que alguien puede evitar mirar a esa mole? —preguntó Seda con desdén
—. Perdóname, Liselle, pero pienso que no podemos fiarnos de ese indicio.

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—La joven estaba tejiendo, Kheldar. Yo lo he hecho en varias ocasiones y sé que
es imprescindible mantener la vista fija en lo que haces. Ella desvió la vista en
respuesta a la pregunta de Ce'Nedra y luego se apresuró a intentar corregir su error.
Yo también he estudiado en la academia, Seda, y conozco a la gente casi tan bien
como tú. Fue como si esa chica lo gritara a voz en cuello. Las videntes están en algún
lugar de la montaña.
—Es probable que tenga razón, ¿sabéis? —admitió Seda—. Esa es una de las
cuestiones que más recalcan en la academia. Cuando sabes lo que buscas, la cara de
la mayoría de las personas es como un libro abierto. —Irguió los hombros—. Bien,
Zakath —dijo—. Parece que tendremos que escalar esa montaña antes de lo que
esperábamos.
—No lo creo —dijo Polgara con firmeza—. Podríais pasaros la vida curioseando
en los glaciares sin encontrar a las videntes.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—En realidad, tengo varias ideas mejores. —Se puso de pie—. Ven conmigo,
Garion —dijo—. Y tú también, tío.
—¿Qué estás tramando, Pol? —preguntó Belgarath.
—Vamos a subir a echar un vistazo.
—¿Y qué había sugerido yo? —protestó Seda.
—Hay una pequeña diferencia, Kheldar —dijo ella con dulzura—. Tú no sabes
volar.
—Bueno —respondió él, ofendido—, si te pones de ese modo.
—Así es, Seda. Es una de las ventajas de ser mujer. Puedo cometer todo tipo de
injusticias y tú tienes que aceptarlas porque eres demasiado cortés para oponerte.
—Un tanto a su favor —murmuró Garion.
—¿Por qué dices eso todo el tiempo? —preguntó Zakath, perplejo.
—Es un chiste alorn —dijo Garion.
—¿Por qué no intentas ahorrar tiempo, Pol, y confirmas la sospecha de Velvet
consultando a esa mente colectiva antes de marcharte? —sugirió Belgarath.
—Buena idea, padre —asintió ella. Cerró los ojos y alzó la cara, pero después de
unos instantes, sacudió la cabeza—. No me permiten volver a entrar —dijo con un
suspiro.
—Eso ya es una confirmación —rió Beldin.
—No entiendo —dijo Sadi mientras se acariciaba la calva recién afeitada.
—Los dalasianos podrán ser muy sabios —dijo el jorobado—, pero les falta
astucia. Si la información obtenida por estas dos jovencitas no fuera correcta, no
habría ninguna razón para bloquear el acceso de Pol a la mente colectiva. Por
consiguiente, al hacerlo no hacen más que confirmar nuestras sospechas. Salgamos de
la ciudad —le dijo a Polgara—. De ese modo no nos delataremos.

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—Yo no sé volar muy bien, tía Pol —señaló Garion con tono dubitativo—. ¿Estás
segura de que me necesitas?
—Es mejor no correr riesgos, Garion. Si los dalasianos han tomado tantas
precauciones para hacer inaccesible ese lugar, podríamos necesitar el Orbe para
entrar. Si lo traes contigo, ahorraremos tiempo.
—Ah —dijo él—. Es probable que tengas razón.
—Manteneos en contacto —dijo Belgarath mientras los tres hechiceros se
dirigían a la puerta.
—Por supuesto —gruñó Beldin.
Una vez fuera, el enano escrutó a su alrededor con ojos miopes.
—Por allí —dijo señalando un lugar—. Los setos que rodean la ciudad nos
ayudarán a ocultarnos.
—De acuerdo, tío —asintió Polgara.
—Otra cosa, Pol —añadió él— y no lo tomes a mal, pues no tengo intención de
ofenderte.
—Eso es toda una novedad.
—Esta mañana estás en buena forma —sonrió él—. Bien, quería advertirte que
una montaña como ésta tiene su propio clima... y sobre todo, sus propios vientos.
—Lo sé, tío.
—Sé que sientes predilección por los búhos blancos, pero sus plumas son
demasiado suaves. Si te encontraras con un viento fuerte, podrías volver desnuda. —
Ella le dirigió una mirada larga y fulminante—. ¿Acaso quieres quedarte sin plumas?
—No, tío, por supuesto que no.
—Entonces ¿por qué no haces las cosas a mi manera? Hasta es probable que te
guste ser halcón.
—También querrías que tuviera rayas azules, supongo.
—Bueno, eso ya depende de ti, pero el azul siempre te ha sentado muy bien, Pol.
—Eres imposible —rió ella—. De acuerdo, tío, tú ganas. Lo haremos a tu manera.
—Yo me transformaré primero —sugirió él—, así podrás tomarme de modelo.
Pero asegúrate de formar bien la figura.
—Ya sé qué aspecto tiene un halcón, tío.
—Por supuesto, Pol. Sólo intentaba ser útil.
—Eres muy amable.
Garion se sintió muy extraño al transformarse en un animal distinto al lobo.
Luego se examinó con atención y comparó hasta el más mínimo detalle de su cuerpo
con el de Beldin, que estaba posado sobre una rama con actitud digna y ojos
resplandecientes.
—Está bastante bien —dijo Beldin—, pero la próxima vez intenta hacer las
plumas de la cola un poco más largas. Las necesitas para marcar el rumbo.

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—Muy bien, caballeros —dijo Polgara desde una rama cercana—, vámonos ya.
—Yo iré delante porque tengo más práctica —dijo Beldin—. Si nos encontramos
con una corriente de aire descendente, alejaos de la montaña. De lo contrario
chocaréis contra las rocas.
El halcón desplegó las alas, las sacudió unas cuantas veces y se alejó volando.
Garion sólo había volado otra vez, durante el largo viaje de Jarviksholm a Riva,
poco después del rapto de Geran. En aquella ocasión había tomado la forma de un
halcón moteado, pero el pájaro de rayas azules era mucho más grande y volar en
terreno montañoso era muy distinto a hacerlo sobre la vasta extensión del Mar de los
Vientos. Las corrientes de aire se arremolinaban alrededor de las rocas, con lo cual
resultaban peligrosas e impredecibles.
Los tres halcones ascendieron en espiral ayudados por una corriente de aire
ascendente. Entonces Garion comenzó a comprender el inmenso placer que sentía
Beldin al volar.
También descubrió que su vista tenía una agudeza sorprendente. Veía cada
pequeño detalle de la montaña como si lo tuviera frente a sus ojos. Podía avistar con
absoluta claridad insectos diminutos y cada uno de los pétalos de las flores silvestres.
Además, sus garras se crispaban de forma involuntaria cuando veía a los pequeños
roedores correr entre las rocas.
«Concéntrate en lo que hemos venido a hacer, Garion», dijo la voz de Polgara en
su mente.
«Pero...»
El deseo de descender en picado con las garras abiertas era casi irresistible.
«Sin peros, Garion. Ya has desayunado. Así que deja en paz a esa pobre criatura.»
«Le quitas toda la diversión, Pol», protestó la voz de Beldin.
«No hemos venido a divertirnos, tío. Sigue guiándonos.»
El embate fue tan repentino, que pilló a Garion completamente desprevenido. Una
violenta corriente descendente lo empujó contra una roca y sólo en el último instante
logró salvarse de un desastre seguro. De repente, una feroz granizada se sumó a la
corriente que lo empujaba de un sitio a otro, tirando violentamente de sus alas, y
enormes trozos de hielo lo golpearon como si fueran martillos húmedos.
«¡Esto no es natural, Garion!», oyó que decía la voz de Polgara con brusquedad.
El joven miró hacia todas partes, pero no pudo verla.
«¿Dónde estás?», preguntó telepáticamente.
«¡Eso no tiene importancia! ¡Usa el Orbe! Los dalasianos intentan detenernos.»
Garion no estaba seguro de que el Orbe pudiera oírlo desde aquel extraño lugar al
que se retiraba cuando él se transformaba, pero no tenía más remedio que intentarlo.
La furiosa lluvia y las tremendas corrientes de aire le impedirían descender a tierra y
recuperar su forma natural.

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«¡Detén la lluvia y el viento!», le ordenó a la piedra.
La oleada de vibraciones que sentía cuando el Orbe liberaba su poder lo hizo
balancearse en el aire y tuvo que aletear de forma desesperada para mantener el
equilibrio. De repente, el aire que lo rodeaba cobró un intenso color azul.
La turbulencia y la lluvia desaparecían a medida que la brisa cálida regresaba y se
elevaba plácidamente en el aire estival.
La corriente lo había obligado a descender al menos trescientos metros, y avistó a
Beldin y a Polgara a un kilómetro de distancia en direcciones opuestas. Luego,
mientras comenzaba a ascender en espiral, notó que también ellos subían y se
aproximaban a él.
«Mantente alerta», dijo la voz de tía Pol. «Usa el Orbe para defendernos de
cualquier otro ataque.»
Tardaron apenas unos minutos en recuperar la altura perdida y continuaron
ascendiendo sobre bosques y laderas rocosas hasta llegar a la región boscosa de las
montañas, debajo de las nieves perpetuas. Era una zona de ondulados prados, donde
la brisa de la montaña mecía la hierba y las flores silvestres.
«¡Por allí!», sonó la voz crepitante de Beldin. «¡Es un camino!»
«¿Estás seguro de que no se trata de un sendero de ciervos, tío?», le preguntó
Polgara telepáticamente.
«Es demasiado recto, Pol. Un ciervo no podría caminar en línea recta aunque su
vida dependiera de ello. Ese sendero ha sido hecho por el hombre. Veamos adonde
nos conduce.»
Beldin se inclinó sobre un ala y descendió en picado hacia el trillado camino que
ascendía por un prado hacia un agujero de la roca. Al llegar a lo alto del prado,
desplegó las alas.
«Bajemos», les dijo. «Será mejor que sigamos el resto del camino a pie.»
Tía Pol y Garion lo siguieron, y, una vez en el suelo, recuperaron su forma
natural.
—Por un momento nuestra suerte pendió de un hilo —dijo Beldin—. He estado a
punto de partirme el pico contra una roca. —Luego miró a Polgara con aire crítico-
¿No crees que deberías modificar tu teoría de que los dalasianos no hacen daño a
nadie?
—Ya lo veremos.
—Ojalá tuviera mi espada —dijo Garion—. Si nos encontramos con dificultades,
estaremos casi indefensos.
—No sé si tu espada sería de mucha utilidad para solucionar el tipo de problemas
que podemos llegar a encontrar aquí—dijo Beldin—, pero no pierdas el contacto con
el Orbe. Ahora veamos adonde nos conduce este camino —añadió mientras
comenzaba a ascender hacia el peñasco por el empinado sendero.

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La grieta era una estrecha abertura entre dos grandes rocas. Toth estaba en el
centro del camino, bloqueándoles el paso.
Polgara lo miró a los ojos con frialdad.
—No te quepa la menor duda de que vamos a entrar a la morada de las videntes,
Toth —dijo—. Está predestinado.
Durante unos instantes, los ojos de Toth cobraron una expresión ausente. Luego
asintió con un gesto y se hizo a un lado para dejarlos pasar.

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Capítulo 7
La caverna era enorme y albergaba una ciudad entera, muy similar a Kell, aunque
sin prados ni jardines. Era un sitio oscuro, pues las videntes no necesitaban luz y,
según suponía Garion, los ojos de los guías mudos estaban acostumbrados a la
penumbra.
Las calles sombrías estaban casi desiertas y los pocos transeúntes que se cruzaron
con ellos no les prestaron la menor atención. Beldin no dejaba de refunfuñar mientras
caminaba.
—¿Qué ocurre, tío? —le preguntó Polgara.
—¿Has notado cuánta gente es esclava de las convenciones? —replicó él.
—No veo adonde quieres llegar.
—A pesar de que la ciudad está dentro de una cueva, las casas tienen techos. ¿No
te parece absurdo? No creo que llueva aquí dentro.
—Pero seguramente hará frío, sobre todo en invierno, y debe de ser difícil
mantener el calor en una casa sin techo, ¿no crees?
—No había pensado en eso —admitió él con una mueca de disgusto.
La casa adonde los condujo Toth estaba en el centro de la ciudad subterránea.
Aunque no se diferenciaba de las que la rodeaban, su posición indicaba su
importancia. Toth entró sin llamar y los guió hasta una sencilla sala donde los
aguardaba Cyradis, con su pálida cara juvenil iluminada por una sola vela.
—Habéis llegado antes de lo que esperábamos —dijo ella.
Por alguna razón, su voz no parecía la misma de los encuentros anteriores. Garion
tenía la extraña sensación de que la vidente hablaba con más de una voz, aunque el
resultado era sorprendentemente armonioso.
—Entonces ¿sabías que podíamos venir solos? —le preguntó Polgara.
—Por supuesto. Sólo era cuestión de tiempo. Tarde o temprano teníais que
cumplir con vuestra triple tarea.
—¿Tarea?
—Era algo muy sencillo para una persona de vuestro talento, Polgara. Sin
embargo, debía poneros a prueba.
—No creo recordar...
—Como ya os he dicho, era algo tan simple que seguramente lo habréis olvidado.
—Refréscanos la memoria —dijo Beldin con rudeza.
—Por supuesto, honorable Beldin —sonrió ella—. Habéis encontrado este lugar,
habéis superado la oposición de los elementos para conseguirlo y Polgara ha dicho las
palabras idóneas para merecer entrar.
—Más acertijos —dijo él con amargura.
—A veces los acertijos son la mejor manera de volver perceptiva la mente. —El

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anciano hechicero gruñó—. Era necesario que descifrarais los acertijos y cumplierais
la tarea para que la ubicación de este sitio os fuera revelada. —Se puso de pie—.
Ahora marchémonos y bajemos a Kell. Mi guía y querido compañero llevará el gran
libro que debe ser entregado al venerable Belgarath.
El gigante mudo se aproximó a un estante situado al fondo de la lúgubre
habitación y tomó un enorme libro encuadernado en piel negra. Lo puso bajo el
brazo, cogió la mano de su ama y los condujo fuera de la casa.
—¿A qué viene tanto misterio, Cyradis? —le preguntó Beldin a la joven de los
ojos vendados—. ¿Por qué las videntes os escondéis aquí en lugar de vivir en Kell?
—Pero esto es Kell, honorable Beldin.
—¿Y entonces cómo se llama la ciudad del valle?
—También Kell —sonrió ella—. Siempre ha sido así entre nosotros. A diferencia
de otras comunidades, nuestras ciudades están diseminadas. Ésta es la morada de las
videntes, pero hay muchos otros sitios en la montaña: la morada de los magos, la
morada de los nigromantes, la morada de los adivinos... y todos forman parte de Kell.
—No hay como un dalasiano para inventar complicaciones innecesarias.
—Los demás pueblos construyen sus ciudades con otros propósitos, Beldin.
Algunas para el comercio, otras para la defensa... Nuestras ciudades han sido
construidas para el estudio.
—¿Cómo puedes estudiar si tienes que andar un día entero para poder hablar con
tus colegas?
—No hay necesidad de andar, Beldin. Podemos hablarnos unos a otros en
cualquier momento. ¿Acaso no conversáis así el venerable Belgarath y vos?
—Eso es distinto —gruñó Beldin.
—¿En qué sentido?
—Nuestras conversaciones son privadas.
—Nosotros no necesitamos vida privada. Los pensamientos de uno son los
pensamientos de todos.
Cuando por fin salieron de la caverna y se encontraron con la cálida luz del sol ya
era casi mediodía. Guiando con ternura a Cyradis, Toth los condujo hacia la grieta del
peñasco, y una vez allí descendieron la abrupta senda que cruzaba el prado. Después
de una hora de viaje, entraron en un fresco y lozano bosque donde los pájaros
cantaban y los insectos se arremolinaban como chispas encendidas bajo los rayos
oblicuos del sol.
El camino seguía siendo escarpado y Garion pronto descubrió las desventajas de
caminar colina abajo durante un período prolongado. Se le había formado una
ampolla grande y dolorosa sobre uno de los dedos del pie izquierdo y unas breves
punzadas en el pie derecho le indicaban que pronto tendría otra haciendo juego.
Apretó los dientes y continuó el viaje cojeando.

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Cuando llegaron a la rutilante ciudad del valle, ya atardecía. Garion notó con
satisfacción que Beldin también cojeaba mientras andaban por la calle de mármol que
los conducía a la casa donde los había alojado Dallan.
Cuando llegaron, los demás estaban cenando. Por casualidad, Garion miró la cara
de Zakath justo en el momento en que el emperador descubrió que los acompañaba
Cyradis. La piel oliveña de su rostro palideció ligeramente, pero la barba corta que se
había dejado crecer para ocultar su identidad hizo que aquella palidez resultara más
evidente.
—Sagrada vidente —dijo.
—Emperador de Mallorea —respondió ella—. Como os prometí en la brumosa
Darshiva, me entrego a vos como rehén.
—No hay necesidad de hablar de rehenes, Cyradis —dijo él avergonzado
mientras sus mejillas se teñían de rubor—. En Darshiva hablé de forma impulsiva,
pues no comprendía lo que debía hacer. Ahora estoy entregado a mi tarea.
—Sin embargo, sigo siendo vuestra rehén, porque así está previsto, y debo
acompañaros al Lugar que ya no Existe para cumplir con la tarea que me ha sido
asignada.
—Estaréis hambrientos —dijo Velvet—. Sentaos a comer a la mesa.
—Primero debo concluir un trabajo, Cazadora —dijo Cyradis. Extendió las
manos y Toth apoyó sobre ellas el pesado libro que había traído de la montaña—.
Venerable Belgarath —dijo en aquella extraña voz colectiva—, tal como las estrellas
nos han ordenado, ponemos en vuestras manos nuestro libro sagrado. Leedlo con
cuidado, pues sus páginas revelan vuestro lugar de destino.
Belgarath se apresuró a levantarse, se acercó a ella y cogió el libro con manos
temblorosas de impaciencia.
—Te lo agradezco, Cyradis. Sé cuan valioso es este libro, de modo que lo cuidaré
mientras esté en mis manos y te lo devolveré en cuanto haya encontrado lo que
busco.
Después el anciano se dirigió a una mesa más pequeña, cerca de la ventana, y
abrió el pesado volumen.
—Déjame sitio —le dijo Beldin mientras se acercaba a la mesa llevando otra
silla.
Luego los dos ancianos inclinaron sus cabezas sobre las frágiles páginas y
olvidaron el mundo que los rodeaba.
—¿Comerás ahora, Cyradis? —le preguntó Polgara a la joven de los ojos
vendados.
—Sois muy amable, Polgara —respondió la vidente de Kell—. He ayunado desde
vuestra llegada, preparándome para este encuentro, y el hambre me debilita.
Polgara la condujo a la mesa con delicadeza y la invitó a sentarse entre Ce'Nedra

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y Velvet.
—¿Mi pequeño se encuentra bien? —le preguntó Ce'Nedra con tono apremiante.
—Está bien, reina de Riva, aunque añora el día en que será devuelto a vuestros
brazos.
—Me sorprende que me recuerde —dijo ella con amargura—, pues apenas era un
bebé cuando Zandramas lo raptó. —Suspiró—. ¡He perdido tantas cosas, tantos
momentos de su infancia que ya nunca veré! —añadió con labios temblorosos.
Garion se acercó a ella y la rodeó con un brazo en actitud protectora.
—Todo saldrá bien, Ce'Nedra —le aseguró.
—¿Es verdad, Cyradis? —preguntó la joven al borde de las lágrimas—. ¿Es
cierto que todo saldrá bien?
—No os lo puedo asegurar, Ce'Nedra. Dos caminos distintos se abren ante
nosotros, y ni siquiera las estrellas saben hacia cuál de ellos dirigiremos nuestros
pasos.
—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó Seda, y Garion intuyó que lo hacía más
preocupado por superar aquel incómodo momento que movido por la curiosidad.
—Exasperante —respondió Garion—. No sé volar muy bien y nos encontramos
con muy mal tiempo.
—Pero si es un día estupendo —dijo Seda con una mueca de asombro.
—No donde estábamos nosotros —dijo Garion. Luego miró a Cyradis y decidió
no dar demasiada importancia a la peligrosa corriente descendente—. ¿Puedo
hablarles sobre el lugar donde vivís? —le preguntó.
—Por supuesto, Belgarion —respondió ella—. Forman parte de vuestro grupo y
no debéis ocultarles nada.
—¿Recuerdas el monte Kahsha en Cthol Murgos? —le preguntó Garion a su
amigo.
—Intentaba olvidarlo.
—Bien, las videntes tienen una ciudad similar a la que los dagashi construyeron
en Kahsha. Está dentro de una cueva enorme.
—Entonces me alegro de no haber ido.
Cyradis giró la cara hacia él y una pequeña arruga de preocupación se dibujó en
su frente.
—¿Aún no habéis podido vencer ese miedo irracional que os domina, Kheldar?
—No, la verdad es que no. Pero yo no lo llamaría irracional. Créeme, Cyradis,
tengo razones para tener miedo..., un montón de buenas razones —añadió
estremeciéndose.
—Debéis armaros de valor, Kheldar, pues llegará el día en que deberéis penetrar a
uno de esos sitios que tanto teméis.
—No lo haré si puedo evitarlo.

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—Estaréis obligado a hacerlo, Kheldar. No tendréis otra opción.
Seda empalideció, pero no dijo nada.
—Dime, Cyradis —dijo entonces Velvet—, ¿fuiste tú quien interrumpió el
proceso del embarazo de Zith?
—Demostráis gran inteligencia al notar una pausa en el más natural de los hechos
—dijo la vidente—, pero yo no he sido responsable de ello. El mago Vard de la isla
de Verkat le ordenó esperar hasta que concluyera su tarea en Ashaba.
—¿Vard es mago? —preguntó Polgara, sorprendida—. Yo siempre los detecto,
pero en ese caso no me di cuenta.
—Es muy sutil —asintió Cyradis—. Tal como están las cosas en Cthol Murgos,
debemos practicar nuestras artes con gran cautela. Los grolims de la tierra de los
murgos están pendientes de las alteraciones que inevitablemente causan estos actos.
—En Verkat nos enfadamos contigo —dijo Durnik—, al menos antes de
comprender los motivos de tu conducta. Me temo que traté muy mal a Toth durante
un tiempo, pero él ha sido lo bastante bondadoso como para perdonarme.
El enorme mudo le sonrió y gesticuló.
—Ya no necesitas hacer eso —rió Durnik—. Por fin he descubierto cómo me
hablas. —Toth bajó las manos y Durnik pareció escuchar durante unos instantes—. Sí
—asintió—. Ahora que no tenemos que gesticular la comunicación resulta más
sencilla... y también más rápida. Por cierto, Eriond y yo hemos encontrado un arroyo
cerca de la ciudad. Tiene unas truchas fantásticas. —Toth esbozó una amplia sonrisa
—. Sabía que te alegraría saberlo.
—Me temo que hemos corrompido a tu guía, Cyradis —se disculpó Polgara.
—No, Polgara —sonrió la vidente—, ha tenido esa pasión desde la infancia. En
nuestros viajes siempre encontraba una excusa para permanecer un tiempo junto a un
lago o un arroyo. Yo no puedo regañarlo, porque me gusta el pescado y él sabe
prepararlo de una forma exquisita.
Cuando acabaron de cenar, permanecieron sentados alrededor de la mesa,
charlando en voz baja para no molestar a Belgarath y a Beldin, que seguían
estudiando los textos sagrados malloreanos.
—¿Cómo sabrá Zandramas adonde vamos? —le preguntó Garion a la vidente—.
Ella es grolim, por lo tanto no puede acercarse aquí.
—No puedo responder a esa pregunta, Niño de la Luz. Sin embargo, ella llegará
al sitio indicado en el momento previsto.
—¿Con mi hijo?
—Tal como ha sido vaticinado.
—Espero con impaciencia ese encuentro —dijo Garion con aire sombrío—.
Zandramas y yo tenemos que saldar muchas cuentas.
—No permitáis que el odio os ciegue en vuestra misión —aconsejó ella con

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seriedad.
—¿Y cuál es esa misión, Cyradis?
—Eso lo sabréis cuando llegue el momento de cumplirla.
—¿No antes?
—No. Si tuvierais tiempo de meditar sobre ella con antelación, su cumplimiento
se vería afectado.
—¿Y cuál es mi misión, sagrada vidente? —preguntó Zakath—. Prometiste
darme instrucciones aquí, en Kell.
—Debo revelaros vuestra misión en privado, emperador de Mallorea. Sabed, sin
embargo, que la tarea que os ha sido encomendada comenzará cuando vuestros
compañeros hayan concluido las suyas, y os llevará el resto de vuestra vida.
—Ya que hablamos de misiones, ¿podrías decirme cuál es la mía? —preguntó
Sadi.
—Vos ya habéis comenzado a cumplirla, Sadi.
—¿Lo estoy haciendo bien?
—Aceptablemente bien —respondió ella con una sonrisa.
—Tal vez podría hacerlo mejor, si supiera de qué se trata.
—No, Sadi. Como en el caso de Belgarion, vuestra tarea se truncaría si supierais
de qué se trata.
—¿El sitio adonde vamos está muy lejos? —preguntó Durnik.
—Muy lejos, y aún queda mucho por hacer.
—Entonces tendré que pedir provisiones a Dallan. Y creo que deberíamos
examinar los cascos de los caballos antes de salir. Podría ser un buen momento para
volver a herrarlos.
—¡Eso es imposible! —exclamó Belgarath de repente.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Polgara.
—¡Es en Korim! ¡Se supone que el encuentro se llevará a cabo en Korim!
—¿Dónde está eso? —preguntó Sadi, perplejo.
—En ninguna parte —gruñó Beldin—. Era una cadena montañosa que se hundió
en el mar cuando Torak agrietó el mundo. El Libro de los Alorns la menciona como
«las tierras altas de Korim, que ya no existen».
—Eso tiene una lógica maliciosa —observó Seda— y explica a qué se referían las
distintas profecías cuando hablaban del Lugar que ya no Existe.
—Hay algo más —dijo Beldin mientras se rascaba una oreja con aire pensativo
—. ¿Recordáis lo que nos contó Senji en Melcena sobre el erudito que robó el
Sardion? Su barco fue visto por última vez rondando el extremo sur de Gandhar y
nunca regresó, por lo cual Senji pensaba que se había ahogado en una tormenta cerca
de la costa dalasiana. Pues al parecer tenía razón. Tenemos que ir en busca del
Sardion y mucho me temo que éste descansa en una montaña sumergida bajo el mar

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desde hace cinco mil años.

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Capítulo 8
La reina de Riva abandonó la brillante ciudad de mármol con aire pensativo. La
extraña lasitud que se apoderó de ella mientras atravesaban el bosque en dirección al
este de Kell parecía crecer con cada kilómetro recorrido. No participaba en las
conversaciones y se limitaba a escuchar.
—No veo cómo puedes estar tan tranquila, Cyradis —le decía Belgarath a la
vidente de los ojos vendados mientras cabalgaban—. Si el Sardion está sumergido en
el fondo del mar, tu misión también fracasará. ¿Y por qué debemos desviarnos a
Perivor?
—Allí comprenderéis por fin las instrucciones que habéis recibido del libro
sagrado, venerable Belgarath.
—¿No podrías explicármelas tú? No tenemos mucho tiempo, ¿sabes?
—No puedo hacerlo. No puedo ofreceros ninguna ayuda que no haya ofrecido
también a Zandramas. Descifrar este acertijo es tarea vuestra... y de ella. Está
prohibido ayudar a uno y no al otro.
—Sabía que ibas a decir algo así —dijo él con tristeza.
—¿Dónde está Perivor? —le preguntó Garion a Zakath.
—Es una isla al sur de Dalasia —respondió el malloreano— y tiene unos
habitantes muy extraños. Sus leyendas dicen que descienden de un pueblo del oeste
que llegó a la isla después de un naufragio, hace unos dos mil años. Puesto que la isla
no es gran cosa y los nativos son feroces guerreros, en Mal Zeth siempre hemos
creído que no valía la pena intentar someterla. Urvon ni siquiera se preocupó por
enviar grolims allí.
—¿No será peligroso visitar la isla si sus habitantes son tan salvajes?
—No. Mientras no se intente desembarcar allí con un ejército, se muestran
educados y bastante hospitalarios. Sólo cuando se ven atacados empiezan a ir mal las
cosas.
—¿Realmente tenemos tiempo para ir a ese lugar? —le preguntó Seda a la
vidente de Kell.
—Mucho tiempo, príncipe Kheldar —respondió ella—. Durante eones, las
estrellas nos han dicho que el Lugar que ya no Existe espera vuestra llegada y que
vos y vuestros compañeros llegarán allí el día señalado.
—Y también Zandramas, supongo.
—¿Cómo podría realizarse el encuentro sin la presencia de la Niña de las
Tinieblas? —preguntó ella con una pequeña sonrisa en los labios.
—Creo haber detectado un deje sarcástico en tu voz, Cyradis —dijo él con tono
burlón—. ¿No es algo inusual en una vidente?
—Qué poco sabéis, príncipe Kheldar —respondió ella con una sonrisa—. A

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menudo nos reímos a carcajadas de los mensajes escritos claramente en el cielo y de
los esfuerzos que hace alguna gente para ignorar o evitar los designios del destino.
Cumplid las instrucciones de los cielos, Kheldar, y os ahorraréis la angustia y la
confusión causadas por los intentos de eludir vuestro destino.
—Usas la palabra «destino» con excesiva ligereza, Cyradis —acusó él.
—¿Acaso no habéis venido aquí en respuesta a un destino dispuesto para vos
desde el comienzo de los días? Vuestra afición por el comercio y el espionaje ha sido
sólo una excusa para manteneros ocupado hasta que llegara el día señalado.
—Es una forma muy cortés de decirle a alguien que se ha estado comportando
como un niño.
—Todos somos niños, Kheldar.
Beldin atravesó planeando el bosque moteado por el sol, evitando los árboles con
diestros movimientos de las alas. Por fin se posó en el suelo y recuperó su forma
natural.
—¿Problemas? —le preguntó Belgarath.
—No tantos como esperaba —respondió el enano encogiéndose de hombros—. Y
eso me preocupa un poco.
—¿No es una incoherencia?
—La coherencia es la defensa de las mentes mediocres. Zandramas no puede ir a
Kell, ¿verdad?
—Eso creemos.
—Entonces tendrá que seguirnos para llegar al lugar del encuentro, ¿no es cierto?
—Sí, a menos que de alguna forma haya descubierto otro camino.
—Eso es lo que me preocupa. Si debe seguirnos, ¿no sería lógico que hubiera
llenado el bosque de tropas y grolims para que averiguaran nuestro rumbo?
—Supongo que sí.
—Pues no hay ningún ejército en las cercanías. Sólo unas pocas patrullas de
rutina.
—¿Qué pretende? —dijo Belgarath con una mueca de preocupación.
—Lo mismo me pregunto yo. Creo que nos tiene reservada una sorpresa en
alguna parte.
—Entonces mantén los ojos bien abiertos. No la quiero husmeando detrás de mí.
—Eso podría simplificar las cosas.
—Lo dudo. En todo este asunto no ha habido nada simple y no creo que a esta
altura vayan a cambiar las cosas.
—Seguiré explorando.
El enano volvió a transformarse en halcón y levantó vuelo.
Aquella noche montaron el campamento junto a una fuente que brotaba de unas
rocas cubiertas de musgo. Belgarath parecía estar de mal humor, así que los demás lo

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evitaron y se concentraron en sus tareas que, tras tanto repetirlas, se habían
convertido en hábitos.
—Estás muy callada esta noche —le dijo Garion a Ce'Nedra después de la cena,
cuando se sentaron alrededor del fuego—. ¿Qué te ocurre?
—No tengo ganas de hablar. Eso es todo.
La joven reina no había logrado liberarse del extraño letargo que la embargaba y a
última hora de la tarde se había quedado dormida sobre el caballo en varias
ocasiones.
—Pareces cansada —observó él.
—Lo estoy. Llevamos mucho tiempo de viaje y todo el cansancio acumulado
parece haberme afectado de repente.
—¿Por qué no te vas a dormir? Te sentirás mucho mejor después de una buena
noche de descanso.
Ella bostezó y le extendió los brazos.
—Llévame —dijo.
Él la miró atónito. A Ce'Nedra le gustaba sorprender a su marido, pues cuando lo
hacía, él abría mucho los ojos y su cara cobraba un aspecto infantil.
—Me encuentro bien, Garion. Sólo estoy un poco cansada y necesito que me
mimen como a un bebé. Llévame a la tienda y arrópame entre las mantas.
—Bueno, si eso es lo que quieres...
Garion se incorporó, la levantó con facilidad y cruzó el campamento en dirección
a la tienda que compartían.
—Garion —dijo ella con voz somnolienta una vez que él la hubo arropado.
—¿Sí, cariño?
—No te metas en la cama con la cota de malla, por favor. Hueles como una vieja
olla de hierro.
Aquella noche, el descanso de Ce'Nedra se vio perturbado por extraños sueños.
Parecía ver gente y lugares que no había visto ni recordado desde hacía años. Veía a
los legionarios que custodiaban el palacio de Ran Borune y a Morin, el chambelán de
su padre, corriendo por los pasillos de mármol. De repente aparecía en Riva y
mantenía una larga e incomprensible conversación con el Guardián de Riva, mientras
la rubia sobrina de Brand hilaba ovillos de lino junto a la ventana. A Arell no parecía
preocuparle la daga cuya empuñadura sobresalía entre sus omóplatos. Ce'Nedra se
movía, murmurando para sí, y de inmediato comenzaba a soñar otra vez. Luego
parecía estar en Rheon, al este de Drasnia, donde cogía con indiferencia una de las
dagas de Vella, la bailarina nadrak, y con la misma indiferencia la clavaba en el
vientre de Ulfgar, el jefe del culto del Oso. Sin embargo, Ulfgar estaba hablándole a
Belgarath en tono despectivo y prescindía completamente de Ce'Nedra mientras ella
removía despacio la daga hundida en sus entrañas.

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Poco después aparecía una vez más en Riva, donde Garion y ella estaban sentados
desnudos junto al espumoso lago de un bosque, rodeados por miles de mariposas que
revoloteaban a su alrededor.
En sus inquietos sueños viajaba a la antigua ciudad de Val Alorn, en Cherek, y de
allí se iba a Boktor para asistir al funeral del rey Rhodar. Una vez más veía el campo
de batalla de Thull Mardu y la cara del hombre que se había asignado a sí mismo la
tarea de protegerla, Olban, el hijo de Brand.
Eran sueños incoherentes, y la joven reina parecía viajar en el tiempo y el espacio
sin esfuerzo, como si buscara algo, aunque le resultaba imposible recordar de qué se
trataba.
A la mañana siguiente se sentía tan cansada como la noche anterior. Cada
movimiento le suponía un gran esfuerzo y no podía parar de bostezar.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Garion mientras se vestían—. ¿No has dormido
bien?
—En realidad no —respondió ella—. He tenido unos sueños muy extraños.
—¿Quieres hablar de ellos? A veces es la mejor manera de evitar que se repitan
noche tras noche.
—No tenían sentido, Garion. Saltaban de una cosa a otra. Era como si ella
quisiera pasearme de un sitio a otro por alguna misteriosa razón.
—¿Ella? ¿Había una mujer?
—¿He dicho «ella»? No sé por qué. Nunca vi a esa persona. —Ce'Nedra volvió a
bostezar—. Espero que quienquiera que fuera haya acabado, pues no podría soportar
otra noche como ésta. —La joven entornó los ojos y lo miró con una expresión pícara
—. Sin embargo, algunas partes del sueño eran bastante agradables —dijo—.
Estábamos sentados junto a un lago de Riva y... ¿quieres saber lo que hacíamos?
—Eh, no, Ce'Nedra, creo que no —dijo Garion mientras un leve rubor ascendía
por su cuello.
Pero ella comenzó a contárselo de todos modos, con lujo de detalles, hasta que
Garion huyó de la tienda.
La intranquilidad de la noche había acentuado la lasitud que la embargaba desde
la salida de Kell y aquella mañana cabalgó semidormida, pese a sus esfuerzos por
mantenerse en vela. Garion le habló varias veces para advertirle que su caballo estaba
a punto de perder el rumbo, y por fin, en vista de que no parecía capaz de mantener
los ojos abiertos, le quitó las riendas de las manos y lo guió él mismo.
A media mañana, Beldin volvió a unirse a ellos.
—Será mejor que os escondáis —le dijo a Belgarath brevemente—. Una patrulla
de darshivanos viene en esta dirección.
—¿Nos buscan a nosotros?
—¿Cómo puedo saberlo? Aunque si es así, no parecen tomárselo muy en serio.

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Internaos unos doscientos metros en el bosque y dejad que pasen de largo. Yo los
vigilaré y te avisaré cuando se hayan ido.
—De acuerdo.
Belgarath volvió atrás en el camino y condujo a los demás hacia un lugar
resguardado del bosque.
Desmontaron y aguardaron en tensión. Pronto oyeron el tintineo de los trajes de
los soldados que se acercaban al trote por el camino.
Pese al peligro potencial de la situación, Ce'Nedra no podía mantener los ojos
abiertos y oía los susurros de los demás como si se encontrara a una gran distancia.
Por fin, volvió a quedarse dormida.
De repente se despertó, o al menos parcialmente. Caminaba por el bosque,
abstraída en sus pensamientos. Sabía que debía sentir miedo por haberse separado de
los demás, pero por extraño que pareciera, no era así. Siguió andando sin rumbo fijo,
como si respondiera a una sutil llamada.
Por fin llegó a un claro cubierto de hierba y flores silvestres y se encontró con una
joven rubia que sostenía un bulto cubierto de mantas entre los brazos. La joven
llevaba trenzas recogidas sobre las sienes y su semblante era tan claro como el color
de la leche fresca. Era la sobrina de Brand, Arell.
—Buenos días —saludó—. Te estaba esperando.
En el fondo de la mente de la reina, una voz intentaba decirle que algo iba mal,
que la joven rubia no podía estar allí. Pero Ce'Nedra no podía recordar por qué.
—Buenos días, Arell —le respondió a su querida amiga—. ¿Qué demonios haces
aquí?
—He venido a ayudarte, Ce'Nedra. Mira lo que he encontrado —dijo mientras
levantaba un extremo de la manta para mostrarle una carita pequeña.
—¡Mi pequeño! —exclamó Ce'Nedra, rebosante de alegría, y corrió hacia ella
con los brazos extendidos. Cogió al pequeño de los brazos de su amiga y lo apretó
contra su cuerpo, apoyando la mejilla sobre sus rizos—. ¿Cómo has podido
encontrarlo? —le preguntó a Arell—. Hace mucho tiempo que lo estamos buscando.
—Viajaba sola por el bosque —respondió Arell— cuando me pareció oler el
humo de un campamento. Fui a investigar y encontré una tienda junto a un pequeño
arroyo. Miré en el interior y allí estaba el pequeño príncipe Geran. No había nadie
más, así que lo cogí y vine a buscarte.
La mente de Ce'Nedra seguía intentando decirle algo, pero ella estaba demasiado
feliz para prestarle atención. Mecía al pequeño entre sus brazos y le cantaba una
suave canción de cuna.
—¿Dónde está el rey Belgarion? —le preguntó Arell.
—Por allí —respondió ella con un gesto impreciso.
—Deberías volver con él para comunicarle que su hijo está a salvo.

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—Sí. Se pondrá muy contento.
—Tengo asuntos que atender, Ce'Nedra. ¿Crees que podrás encontrar el camino
sola?
—Oh, claro que sí, pero ¿no podrías venir conmigo? Su Majestad querrá
recompensarte por devolvernos a nuestro hijo.
—La dicha que refleja tu rostro es suficiente recompensa —sonrió Arell—, y yo
debo ocuparme de una cuestión muy importante. Sin embargo, es probable que pueda
unirme a vosotros más tarde. ¿Hacia dónde os dirigís?
—Creo que hacia el sur —respondió Ce'Nedra—. Tenemos que llegar a la costa.
—¿Ah, sí?
—Sí. Vamos a una isla. Creo que se llama Perivor.
—Se supone que pronto habrá una especie de encuentro, ¿verdad? ¿Acaso se
llevará a cabo en Perivor?
—Oh, no —aclaró Ce'Nedra sin dejar de arrullar a su bebé—. Sólo vamos allí
para buscar más información. Luego seguiremos viaje.
—Es probable que no pueda reunirme con vosotros en Perivor —dijo Arell con
una pequeña mueca de preocupación—, pero si me dices dónde será ese encuentro,
tal vez pueda ir allí.
—Espera —dijo Ce'Nedra con aire pensativo—, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, ya
recuerdo. Será en un lugar llamado Korim.
—¿Korim? —exclamó Arell asombrada.
—Sí. Belgarath parecía muy contrariado cuando lo descubrió, pero Cyradis le ha
dicho que todo irá bien. Por eso tenemos que ir a Perivor. Cyradis dice que allí hay
algo que nos hará ver las cosas con claridad. Me parece que habló de un mapa, o algo
así. —Dejó escapar una risita tonta—. Para serte franca, Arell, en los últimos días he
tenido tanto sueño que no he podido enterarme de lo que decía la gente que me
rodeaba.
—Por supuesto —dijo Arell con aire ausente y la frente arrugada en una mueca
de concentración—. ¿Qué podría haber en Perivor que explicara este absurdo? —dijo
para sí—. ¿Estás segura de que la palabra era Korim? Tal vez hayas entendido mal.
—Eso es lo que oí, Arell. Yo no lo leí, pero Beldin y Belgarath no dejaban de
hablar de las tierras altas de Korim, que ya no existen. ¿Y acaso el encuentro no debía
llevarse a cabo en el Lugar que ya no Existe? Todo parece encajar, ¿no crees?
—Sí —respondió Arell con una extraña mueca—, ahora que lo pienso, tienes
razón. —Luego se incorporó y alisó su túnica—. Tengo que irme, Ce'Nedra —dijo—.
Lleva al pequeño con tu marido. —Sus ojos parecieron resplandecer bajo la luz del
sol—. Dale recuerdos míos a Belgarion y también a Polgara —añadió con un deje
malicioso en la voz.
Luego se giró y cruzó el florido prado en dirección al bosque oscuro.

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—Adiós, Arell —dijo Ce'Nedra a su espalda—, y gracias por encontrar a mi
pequeño.
Arell no respondió.
Garion estaba furioso. Al descubrir que su mujer había desaparecido, saltó a su
caballo y se internó en el bosque a todo galope. Cuando había recorrido unos
trescientos metros, Belgarath lo alcanzó.
—¡Garion! ¡Detente! —gritó el anciano.
—¡Pero abuelo! —respondió Garion—. ¡Tengo que encontrar a Ce'Nedra!
—¿Y dónde piensas comenzar la búsqueda? ¿O acaso vas a limitarte a cabalgar
en círculos, confiando en la suerte?
—Pero...
—¡Usa la cabeza, chico! Hay otro método mucho más rápido. Conoces su olor,
¿verdad?
—Por supuesto, pero...
—Entonces tendremos que usar la nariz. Desmonta y envía el caballo de vuelta
con los demás. De ese modo será más rápido y mucho más seguro.
De repente, Garion se sintió muy tonto.
—No se me había ocurrido —confesó.
—Ya me había dado cuenta. Ahora deshazte del caballo.
Garion desmontó y dio una fuerte palmada sobre la grupa de Chretienne. El gran
caballo pardo se giró y corrió hacia el lugar donde se ocultaban los demás.
—¿En qué demonios estaría pensando Ce'Nedra? —dijo Garion, furioso.
—No creo que haya pensado —gruñó Belgarath—. Los últimos días se ha
comportado de un modo extraño. Ahora acabemos con esto. Cuando antes la
encontremos, antes volveremos con los demás. Tu tía investigará este asunto. —El
cuerpo del anciano comenzaba a desdibujarse y a transformarse en el de un enorme
lobo gris—. Tú irás delante —le dijo a Garion con un gruñido—, pues estás más
familiarizado con su olor.
Garion se transformó en lobo y luego fue de un sitio a otro hasta que captó el
familiar aroma de Ce'Nedra.
—Ha ido por allí —dijo en el lenguaje de los lobos.
—¿Es un rastro reciente? —preguntó Belgarath.
—No tiene más de media hora —respondió Garion preparándose para la carrera.
—Bien. Vamos a buscarla.
Y los dos corrieron a través del bosque con los hocicos pegados al suelo, como si
estuvieran cazando.
La encontraron un cuarto de hora después. Parecía muy dichosa y cantaba
suavemente al bulto que sostenía con ternura entre los brazos.
—¡No la asustes! —advirtió Belgarath—. No se encuentra bien. Diga lo que diga,

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limítate a darle la razón.
Los dos hombres recuperaron su forma natural.
Al verlos, Ce'Nedra dejó escapar un gritito de alegría.
—¡Oh, Garion! —exclamó mientras corría hacia ellos—. ¡Mira! ¡Arell ha
encontrado a nuestro pequeño!
—Arell, pero si Arell está...
—¡Calla! —dijo Belgarath en un murmullo apremiante—. ¡Conseguirás que le dé
un ataque de histeria!
—Eh..., qué bien, es maravilloso —respondió Garion con fingida naturalidad.
—Ha pasado tanto tiempo —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—, y sin
embargo tiene el mismo aspecto de antes. Míralo, Garion, ¿no es hermoso?
La joven retiró la manta y Garion pudo comprobar que lo que sostenía con tanta
ternura no era un bebé, sino un montón de harapos.

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Capítulo 9
Aquella mañana la eterna Salmissra había decidido prescindir de los servicios de
Adiss, el jefe de los eunucos. La ingestión de una dosis masiva de su droga favorita
había nublado la memoria del eunuco, que se presentó en la sala del trono a ofrecer su
informe diario sin recordar que la reina le había ordenado que se bañara antes de
volver allí. En cuanto Adiss se aproximó a la plataforma, Salmissra notó por su
apestoso olor que había incumplido las órdenes. Lo miró con frialdad mientras se
postraba sobre el suelo de mármol y presentaba su informe con voz pastosa, y ni
siquiera le dio la oportunidad de acabar de hablar. A una siseante orden de la reina,
una pequeña serpiente verde salió de debajo del trono con forma de sofá,
ronroneando suavemente, y Adiss recibió el merecido castigo a la desobediencia.
Ahora la eterna Salmissra se enrollaba en el trono con aire pensativo mientras
contemplaba ociosamente su imagen en un espejo. Debía ocuparse de la delicada
tarea de elegir un nuevo jefe de eunucos, pero no estaba de humor para hacerlo. Por
fin decidió postergar esa cuestión por un tiempo, para que los eunucos del palacio
tuvieran la oportunidad de luchar por el puesto. De todos modos, había demasiados
eunucos en el palacio y las luchas por el poder tenían la ventaja de que siempre
acababan con unas cuantas muertes.
Se oyó un gruñido de irritación desde debajo del sofá. Era evidente que su
mascota estaba preocupada por algo.
—¿Qué ocurre, Ezahh? —le preguntó.
—¿No podrías hacerlos lavar antes de pedirme que los muerda? —dijo Ezahh con
tono plañidero—. Al menos debiste advertirme lo que debía esperar.
Aunque Ezahh y Salmissra pertenecían a especies diferentes, sus lenguas eran en
cierto modo compatibles.
—Lo siento, Ezahh. He sido muy desconsiderada.
Aunque la reina serpiente trataba con desprecio a los humanos, siempre se
mostraba cortés con otros reptiles, sobre todo si pertenecían a especies venenosas. En
el reino de las serpientes, esta cualidad era considerada una prueba de sabiduría.
—No fue sólo culpa tuya, Salmissra. —Ezahh también era una serpiente, y como
tal, muy cortés—, pero ojalá hubiera alguna forma de quitarme este gusto amargo de
la boca.
—Si quieres, mandaré pedir un platillo con leche. Eso podría ayudar.
—Gracias, Salmissra, pero es probable que su sabor cortara la leche. Preferiría un
ratón gordo, si es posible, vivo.
—Me ocuparé de ello de inmediato —respondió la reina girando su cara
triangular sobre el delgado cuello—. Eh, tú —siseó a uno de los eunucos del coro,
postrados en actitud servil a un costado del trono—. Ve a buscar un ratón. Mi

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pequeño amigo verde tiene hambre.
—Enseguida, divina Salmissra —respondió el eunuco con tono servil.
Se puso de pie y retrocedió hacia la puerta, haciendo genuflexiones a cada paso.
—Gracias, Salmissra —ronroneó Ezahh—. Los humanos son seres
insignificantes, ¿verdad?
—Sólo responden al miedo —asintió ella—, y a la lujuria.
—Por cierto —señaló Ezahh—, ¿has tenido tiempo para considerar mi propuesta
del otro día?
—He enviado a algunos hombres a investigar —le aseguró ella—, pero como ya
sabes, tu especie es muy rara y podríamos tardar bastante tiempo en encontrarte una
hembra.
—Puedo esperar si es necesario, Salmissra —ronroneó él—. En mi especie,
somos todos muy pacientes. —Hizo una pausa—. Sin intención de ofender, si no
hubieras echado a Sadi, ahora no tendrías que tomarte estas molestias. Su pequeña
serpiente y yo nos llevábamos muy bien.
—Tuve oportunidad de comprobarlo. Hasta es probable que ya seas padre.
La pequeña serpiente verde asomó la cara por debajo del sofá y la miró. Como
todos los ejemplares de su especie, tenía una brillante raya roja sobre la espalda
verde.
—¿Qué significa «padre»? —preguntó con tono inexpresivo, sin verdadera
curiosidad.
—Es un concepto difícil de explicar —respondió ella—. Por alguna razón, los
humanos le dan mucha importancia.
—¿A quién pueden importarle las grotescas peculiaridades de los humanos?
—A mí no, desde luego..., al menos ahora.
—Siempre fuiste una serpiente de corazón, Salmissra.
—Vaya, gracias, Ezahh —respondió la reina con un silbido de satisfacción. Hizo
una pausa mientras restregaba unos con otros los anillos que formaba su enroscado
cuerpo—. Debo elegir un nuevo jefe para los eunucos —musitó—. Es un asunto
incómodo.
—¿Para qué te preocupas? Elige uno al azar. Al fin y al cabo, los humanos son
todos iguales.
—Sí, casi todos. Sin embargo, he estado intentando localizar a Sadi. Me gustaría
convencerlo de que volviera a Sthiss Tor.
—Ése es diferente —asintió Ezahh—. Hasta podría atribuírsele algún parentesco
con nosotros.
—Tiene ciertas características propias de los reptiles, ¿verdad? Es un ladrón y un
pillo, y sin embargo organizaba el palacio mucho mejor que cualquier otro. Si no
hubiese estado mudando la piel cuando cayó en desgracia, quizá lo habría perdonado.

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—Mudar la piel siempre resulta agotador —asintió Ezahh—. Si quieres un
consejo, Salmissra, no deberías permitir que los humanos se te acercaran en esa
época.
—Siempre necesito tener alguno a mi alrededor..., al menos para morderlo.
—Limítate a morder ratones —aconsejó él—. Saben mejor y tienen la ventaja de
que luego puedes tragarlos.
—Si consigo convencer a Sadi de que regrese, podría solucionar los problemas de
los dos —dijo con un áspero siseo—. Yo tendría quien gobernara el palacio sin
molestarme y tú recuperarías a tu pequeña compañera de juegos.
—Es una idea interesante, Salmissra —dijo Ezahh, y luego miró alrededor—.
¿Acaso ese humano que enviaste a buscar mi ratón piensa criarlo y esperar a que se
haga adulto?

Yarblek y Vella entraron clandestinamente a Yar Nadrak un atardecer nevoso,


poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Vella había dejado sus túnicas de
raso color lavanda en Boktor y llevaba su acostumbrado traje ceñido de piel. Como
era invierno, se había puesto también un abrigo de marta que en Tol Honeth habría
costado una fortuna.
—¿Por qué este sitio olerá siempre tan mal? —le preguntó a su propietario
mientras cabalgaban por las calles cubiertas de nieve en dirección al barrio ribereño.
—Quizá porque Drosta cedió el contrato del sistema de cloacas a uno de sus
primos —dijo Yarblek encogiéndose de hombros, y subió las solapas de su raído
abrigo para cubrirse el cuello—. Los ciudadanos pagaron un montón de impuestos
por las obras, pero el primo de Drosta resultó ser mejor timador que ingeniero. Creo
que es un problema hereditario, pues Drosta estafa hasta a su propio fisco.
—¿No es absurdo?
—Tenemos un rey absurdo, Vella.
—Creí que el palacio quedaba hacia allí —dijo ella señalando el centro de la
ciudad.
—Drosta no estará en el palacio a esta hora de la noche —respondió Yarblek—
En cuanto el sol se esconde, comienza a sentirse solo y sale en busca de compañía.
—Entonces puede estar en cualquier sitio.
—Lo dudo. Drosta sólo es bien recibido en unos pocos sitios al anochecer.
Nuestro rey no es un personaje muy querido. —Yarblek señaló un callejón cubierto
de basura—. Vayamos por allí. Nos detendremos en la oficina de nuestro agente a
buscar ropa adecuada para ti.
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—En el sitio adonde vamos, tu abrigo de marta llamaría la atención, Vella, y
debemos actuar con discreción.

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La oficina de la delegación del amplio imperio comercial de Yarblek y Seda en
Yar Nadrak estaba situada en una buhardilla, sobre un oscuro almacén lleno de atados
de pieles y gruesas alfombras malloreanas. El agente era un nadrak bizco llamado
Zelmit, que sin duda era tan poco fiable como aparentaba ser. A Vella nunca le había
caído bien y cada vez que se encontraba con él solía aflojar las dagas en sus fundas,
para asegurarse de que no habría malentendidos. En teoría, Vella era propiedad de
Yarblek, y Zelmit tenía fama de usar con libertad las propiedades de su jefe.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Yarblek mientras él y Vella entraban en la
pequeña y atiborrada oficina.
—Vamos tirando —dijo Zelmit con voz áspera.
—Sé más concreto, Zelmit —dijo Yarblek con brusquedad—. Las generalidades
me ponen muy nervioso.
—Hemos encontrado un desvío para eludir Boktor y no pasar por la aduana
drasniana.
—Es un descubrimiento útil.
—Lleva un poco más de tiempo, pero de ese modo podemos enviar nuestras
pieles a Tol Honeth sin pagar impuestos a Drasnia. Nuestros beneficios en el mercado
de la piel han subido un sesenta por ciento.
Yarblek estaba encantado.
—Si Seda pasa por aquí en alguna ocasión, será mejor que no se lo digas —le
advirtió—. De vez en cuando sufre ataques de patriotismo, y después de todo, Porenn
es su tía.
—No pensaba comentarlo con él. Sin embargo, aún tenemos que llevar las
alfombras malloreanas a través de Drasnia. El mejor mercado para ellas sigue siendo
la gran feria de Arendia, y por más dinero que estemos dispuestos a pagar, nadie
acepta transportarlas por territorio ulgo. —Hizo una mueca de preocupación— Por lo
visto, alguien está bajando los precios. Creo que no sería mala idea reducir las
importaciones hasta averiguar qué sucede.
—¿Conseguiste vender esas piedras preciosas que traje de Mallorea?
—Por supuesto. Las sacamos de contrabando y las vendimos en distintos sitios
del camino, en el viaje rumbo al sur.
—Bien. Si uno llega a un sitio con un cesto lleno de piedras preciosas, el mercado
se hunde. ¿Sabes si esta noche podremos encontrar a Drosta en el sitio habitual?
Zelmit asintió con un gesto.
—Salió para allí poco antes de la puesta de sol.
—Vella necesitará una túnica discreta —dijo Yarblek.
Zelmit estudió la figura de la joven. Vella se abrió el abrigo, y apoyó las manos en
las empuñaduras de las dagas.
—¿Por qué no lo intentas, Zelmit? —dijo ella—. Acabemos con esto de una vez.

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—No intentaba ofenderte, Vella —respondió él con tono inocente—. Me limitaba
a calcular tus medidas.
—Lo había notado —respondió ella con sequedad—. ¿Ha cicatrizado ya la herida
de tu hombro?
—Me molesta un poco cuando hay humedad —protestó Zelmit.
—Deberías haber mantenido las manos quietas.
—Creo que tengo una túnica vieja que te servirá, aunque está un poco raída.
—Mucho mejor —dijo Yarblek—. Vamos a El Perro Tuerto y nos convendría
estar a tono con el ambiente.
Vella se quitó el abrigo de piel de marta y lo dejó sobre una silla.
—No lo pierdas, Zelmit —le advirtió—. Le tengo mucho cariño y estoy segura
que los dos lamentaríamos que acabara por casualidad en una caravana con destino a
Tol Honeth.
—No necesitas amenazarlo, Vella —dijo Yarblek con suavidad.
—No ha sido una amenaza, Yarblek —replicó ella—. Sólo quería asegurarme de
que Zelmit me entendía.
—Iré a buscar la túnica —dijo Zelmit.
—Hazlo —dijo ella.
La túnica no estaba raída, sino harapienta, y olía como si nunca hubiera sido
lavada. Vella se la puso con cierta reticencia.
—Súbete la capucha —le dijo Yarblek.
—Si lo hago, luego tendré que lavarme el pelo.
—¿Y qué?
—¿Sabes cuánto tarda en secarse en invierno?
—Limítate a hacerlo, Vella. ¿Por qué tienes que discutir todo lo que te digo?
—Es una cuestión de principios.
Yarblek suspiró con tristeza.
—Ocúpate de los caballos —le dijo a Zelmit—. Iremos andando. —Condujo a
Vella fuera de la oficina, y cuando llegaron a la calle, sacó de un bolsillo de su abrigo
un trozo de cadena con una correa de cuero en cada extremo—. Ponte esto —le dijo.
—No he llevado cadenas en años —dijo ella.
—Es por tu propia protección, Vella —dijo él con voz cansina—. Vamos a entrar
en una parte muy violenta de la ciudad y El Perro Tuerto es el peor sitio de la zona. Si
estás encadenada, nadie te molestará... a no ser que quiera pelear conmigo. Si vas
suelta, algún cliente de la taberna podría malinterpretar la situación.
—Para eso tengo las dagas, Yarblek.
—Por favor, Vella. Aunque parezca increíble, te tengo afecto, y no quiero que
nadie te haga daño.
—¿Afecto, Yarblek? —rió ella—. Creí que sólo eras capaz de sentir algo así por

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el dinero.
—No soy totalmente malo, Vella.
—Podré soportarte hasta que llegue mi verdadera oportunidad —dijo mientras se
ajustaba la correa de piel alrededor del cuello—. La verdad es que me gustas.
Yarblek abrió mucho los ojos y esbozó una amplia sonrisa.
—Tampoco tanto —añadió ella.
El Perro Tuerto era la peor taberna que Vella había conocido, y eso que la joven
había entrado en muchos antros miserables y despreciables en su vida. A partir de los
doce años, siempre había confiado en sus dagas para protegerse de atenciones
indeseables, y aunque con la excepción de unos pocos perseverantes rara vez se había
visto obligada a matar a alguien; se había ganado la reputación de ser una mujer a
quien ningún hombre sensato osaba molestar. En ocasiones, esa fama le había
molestado, pues de vez en cuando Vella hubiese recibido con agrado ese tipo de
atenciones. Un par de tajos infligidos a un ardiente admirador en sitios poco
peligrosos habrían probado su honra y entonces..., bueno, ¿quién sabe?
—No bebas cerveza en este lugar —le advirtió Yarblek cuando entraron—. La
cuba no tiene tapa y suele haber algunas ratas flotando dentro —explicó mientras se
enrollaba la cadena alrededor de la mano.
—Es un sitio repulsivo, Yarblek —dijo ella.
—Has pasado demasiado tiempo con Porenn —respondió él—. Te estás
volviendo delicada.
—¿Qué tal si te degüello para demostrarte lo contrario? —preguntó ella.
—¡Esa es mi chica! —sonrió él—. Vamos arriba.
—¿Qué hay arriba?
—Mujeres. Drosta no viene aquí por la cerveza con sabor a rata.
—Eso es inmoral, ¿sabes?
—Aún no conoces a Drosta. Inmoral es una palabra demasiado refinada para
definirlo. Es capaz de hacerme sentir náuseas a mí.
—¿No pensarás entrar directamente? Primero deberías explorar un poco el
terreno.
—Has estado demasiado tiempo en Drasnia —respondió él mientras comenzaban
a subir la escalera—. Drosta y yo nos conocemos y él sabe que no le conviene
mentirme. Llegaré al fondo de este asunto de inmediato y luego podremos salir de
esta apestosa ciudad.
—Creo que tú también te estás volviendo delicado.
Había una puerta al final del pasillo y el par de soldados nadraks que la
flanqueaban anunciaban, con su sola presencia, que el rey Drosta se encontraba en el
interior.
—¿Cuántas van? —preguntó Yarblek al llegar junto a la puerta.

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—Tres, ¿verdad? —le dijo un soldado a otro.
—He perdido la cuenta —respondió el guardia encogiéndose de hombros—.
Todas me parecen iguales. Tres o cuatro, lo he olvidado.
—¿Ahora está ocupado? —preguntó Yarblek.
—Está descansando.
—Eso prueba que está envejeciendo. Antes tres no bastaban para cansarlo.
¿Podéis decirle que estoy aquí? Tengo que hacerle una proposición comercial —
añadió agitando con un gesto sugestivo la cadena de Vella.
Uno de los soldados miró a la joven de arriba abajo.
—Es probable que ella logre despertarlo —dijo con tono burlón.
—Y luego volveré a hacerlo dormir con la misma rapidez —dijo Vella abriéndose
la andrajosa túnica para mostrar sus dagas.
—Eres una de esas salvajes del bosque, ¿eh? —preguntó el otro soldado—. Creo
que no deberíamos dejarte entrar con esas dagas.
—¿Quieres intentar quitármelas?
—Yo no —respondió él con prudencia.
—Bien. Afilarlas es un trabajo tedioso y últimamente he tenido muchas disputas.
El otro soldado abrió la puerta.
—Es ese tal Yarblek otra vez, Majestad —dijo—. Quiere venderte una chica.
—Acabo de comprar tres —respondió él con una risita obscena.
—Ninguna como ésta, Majestad.
—Siempre es agradable que sepan apreciarte —murmuró Vella.
El soldado le sonrió.
—¡Pasa, Yarblek! —ordenó Drosta con su voz aguda.
—De inmediato, Majestad. Ven conmigo, Vella —dijo Yarblek y tiró de la cadena
para conducirla a la habitación.
Drosta lek Thun, rey de Gar og Nadrak, estaba tendido semidesnudo sobre la
desordenada cama. Era el hombre más feo que Vella había visto en su vida. Hasta el
enano Beldin podía considerarse guapo a su lado. Tenía un cuerpo esquelético, la cara
llena de cicatrices de viruela, ojos saltones y una barba muy rala.
—¡Idiota! —le gritó a Yarblek—. Yar Nadrak está atestada de agentes
malloreanos. Saben que eres socio del príncipe Kheldar y que prácticamente vives en
el palacio de Porenn.
—Nadie me ha visto, Drosta —replicó Yarblek—, y aunque lo hubieran hecho,
tengo una razón perfectamente válida para estar aquí —añadió y agitó la cadena de
Vella.
—¿De verdad quieres venderla? —preguntó Drosta estudiando a la joven.
—No, pero podríamos decirle a cualquier curioso que no nos pusimos de acuerdo
en el precio.

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—Entonces ¿por qué estás aquí?
—Porenn siente curiosidad por tus actividades. Javelin tiene algunos espías en tu
palacio, pero tú eres lo bastante listo para ocultarles lo que haces. Pensé que ahorraría
tiempo si venía a preguntártelo directamente.
—¿Qué te hace pensar que estoy tramando algo?
—Siempre es así.
—Supongo que es verdad —respondió Drosta con una risita aguda—. Pero ¿por
qué iba a querer contártelo a ti?
—Porque si no lo haces, me instalaré en tu palacio y los malloreanos pensarán
que los estás traicionando.
—Eso es chantaje, Yarblek —lo acusó Drosta.
—Sí, podría definirse así.
—De acuerdo —suspiró el rey—, aunque espero que esta información llegue sólo
a oídos de Porenn y no quiero que ni tú ni Seda saquéis provecho de ella. Intento
hacer las paces con Zakath. Él se enfadó mucho cuando cambié de bando en Thull
Mardu, y como no tardará mucho en someter Cthol Murgos, no quiero que se le
ocurra la idea de avanzar hacia el norte en mi busca. He estado negociando con
Brador, el jefe de su departamento de asuntos internos, y casi hemos llegado a un
acuerdo. Si permito que los agentes de Brador pasen por Gar og Nadrak para
infiltrarse en el oeste, salvaré el pellejo. Si me muestro útil, Zakath será lo bastante
pragmático como para renunciar al placer de hacerme despellejar vivo.
—De acuerdo, Drosta —dijo Yarblek con escepticismo—. ¿Qué más? Ésa no es
razón suficiente para evitar que Zakath te pele como a una manzana.
—A veces eres más listo de lo que te conviene, Yarblek.
—Dímelo, Drosta. No quiero pasarme un mes entero en Yar Nadrak llamando la
atención.
Drosta se dio por vencido.
—He bajado los impuestos de importación de las alfombras malloreanas. Zakath
necesita ingresos tributarios para continuar con la guerra de Cthol Murgos. Si yo bajo
los impuestos, los mercaderes malloreanos podrán hundiros a ti y a Seda en el
mercado occidental. La idea es convertirme en una persona tan indispensable para Su
Majestad imperial, que él decida dejarme en paz.
—Sentía curiosidad por saber por qué había bajado la venta de alfombras —dijo
Yarblek con aire pensativo—. ¿Eso es todo? —preguntó.
—Sí, Yarblek, te lo juro.
—Tus juramentos no tienen ningún valor, mi querido rey.
—¿Estás seguro de que no quieres vender a esta chica? —preguntó Drosta, que
había estado mirando a Vella con admiración.
—No podrías pagarme, Majestad —le dijo Vella—. Además, como tarde o

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temprano tus instintos acabarían traicionándote, yo me vería obligada a tomar
medidas.
—No serías capaz de clavarle una daga a tu propio rey, ¿verdad?
—Ponme a prueba.
—Ah, otra cosa, Drosta —añadió Yarblek—. De ahora en adelante, Seda y yo
pagaremos los mismos impuestos que les has estado cobrando a los malloreanos.
—¡Eso es imposible! —exclamó Drosta con los ojos desorbitados—. ¿Y si Brador
se enterara?
—Tendremos que asegurarnos de que no lo haga, ¿verdad? Ése es mi precio por
mantener la boca cerrada. Si tú no nos bajas los impuestos, tendré que correr la voz
de que sí lo has hecho. A partir de ese momento dejarás de ser indispensable para
Zakath, ¿no crees?
—Me estás robando, Yarblek.
—Los negocios son los negocios, Drosta —respondió Yarblek con indiferencia.

El rey Anheg de Cherek había viajado a Tol Honeth para conferenciar con el
emperador Varana. Una vez dentro del palacio imperial, fue directamente al grano.
—Tenemos un problema, Varana —dijo.
—¿Ah sí?
—¿Conoces a mi primo, el conde de Trellheim?
—¿Barak? Por supuesto.
—Nadie lo ha visto desde hace un tiempo. Se ha largado con su enorme barco en
compañía de varios amigos.
—El océano es libre, pero ¿quiénes son esos amigos?
—Hettar, el hijo de Cho-Hag, el mimbrano Mandorallen y el asturio Lelldorin.
También ha llevado consigo a su hijo Unrak y al fanático Relg.
—Un grupo peligroso —señaló Varana con una mueca de preocupación.
—Estoy de acuerdo. Es como una especie de catástrofe natural en busca de un
sitio donde desatarse.
—¿Tienes idea de lo que pretenden?
—Si supiera hacia dónde se dirigen, podría aventurar algunas conjeturas.
En ese momento, alguien llamó respetuosamente a la puerta.
—Majestad Imperial —anunció uno de los guardias de la puerta—, un marinero
cherek dice que necesita hablar con el rey Anheg.
—Hazlo pasar —ordenó el emperador.
Era Greldik y estaba algo borracho.
—Creo que he solucionado tu problema, Anheg. Después de dejarte en el
desembarcadero, caminé un poco por los muelles para recoger información.
—En las tabernas, por lo que veo.

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—Es difícil encontrar marineros en una casa de té. Bueno, la cuestión es que me
topé con un comerciante tolnedrano que había recogido un cargamento de productos
malloreanos y había cruzado el Mar del Este en dirección al extremo sur de Cthol
Murgos.
—Eso está muy bien, pero no veo qué interés puede tener para nosotros.
—Vio un barco cuya descripción coincide con la de La Gaviota.
—Eso ya es algo. ¿Hacia dónde se dirigía Barak?
—A Mallorea, por supuesto, ¿a qué otro sitio podía ser?

Después de una semana de viaje, La Gaviota atracó en el puerto de Dal Zerba,


situado en la costa sudoeste del continente malloreano. Barak hizo algunas preguntas
y luego condujo a sus amigos a las oficinas que el agente de Seda tenía en la ciudad.
El agente era un hombre excesivamente delgado, aunque no por falta de
alimentos, sino por constitución.
—Necesitamos localizar al príncipe Kheldar —le dijo Barak con su voz
atronadora—. Es un asunto urgente y te agradeceremos cualquier información que
puedas suministrarnos sobre su paradero.
—Lo último que supe de él fue que estaba en Melcene, en el otro extremo del
continente —dijo el agente con aire pensativo—. Sin embargo, ya hace un mes de eso
y el príncipe Kheldar nunca permanece demasiado tiempo en el mismo sitio.
—Típico de Seda —murmuró Hettar.
—¿Podrías darnos alguna pista sobre dónde puede haberse dirigido tras
abandonar Melcene? —le preguntó Barak.
—Esta oficina es bastante nueva —respondió el agente—, y estoy situado al final
de la ruta de los mensajeros —añadió con expresión de amargura—. El agente de Dal
Finda se molestó un poco cuando Kheldar y Yarblek abrieron esta delegación, pues
sin duda creyó que yo le haría la competencia, de modo que a menudo olvida
pasarme la información. Su oficina lleva mucho tiempo establecida y todos los
mensajeros se detienen allí. Él es el único que puede saber algo de Kheldar en esta
región de Dalasia.
—Muy bien, pero ¿dónde está Dal Finda?
—A unos doscientos kilómetros río arriba.
—Gracias por tu ayuda, amigo. ¿Por casualidad tienes un mapa de esta zona de
Mallorea?
—Creo que podré conseguirte uno.
—Te lo agradecería, pues no estamos familiarizados con esta parte del mundo.
—¿De modo que iremos río arriba? —preguntó Hettar mientras el agente salía de
la habitación a buscar el mapa.
—Si es el único lugar donde podemos encontrar información sobre Garion y los

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demás, tendremos que hacerlo —respondió Barak.
El Finda era un río de corrientes tranquilas y los remeros pudieron avanzar
deprisa. Llegaron a la ciudad ribereña a última hora del día siguiente y se dirigieron
directamente a las oficinas de Seda.
El agente local era el polo opuesto del de Dal Zerba. Más que gordo, era
corpulento, tenía unas enormes manos rollizas y una cara rubicunda.
—¿Cómo sé que sois amigos del príncipe? —preguntó con desconfianza—. No
pienso revelar su paradero a unos perfectos desconocidos.
—¿Intentas causarnos dificultades? —preguntó Barak.
El agente miró al gigantón de barba roja y tragó saliva.
—No, pero a veces el príncipe prefiere que su paradero se mantenga en secreto.
—Sobre todo cuando tiene intenciones de robar algo —añadió Hettar.
—¿Robar? —preguntó el agente escandalizado—. El príncipe es un respetable
hombre de negocios.
—También es mentiroso, timador, ladrón y espía —dijo Hettar—. Y ahora dinos
dónde está. Sabemos que estuvo en Melcene hace poco tiempo. ¿Adonde fue desde
allí?
—¿Puedes describirlo? —contraatacó el agente.
—Es bajo —respondió Hettar—, más bien delgado, tiene cara de rata y una nariz
larga y puntiaguda. Es un lengua larga y se cree muy gracioso.
—Es una buena descripción del príncipe Kheldar —admitió el agente.
—Hemos oído que nuestro amigo podría hallarse en dificultades —dijo
Mandorallen—, y hemos viajado desde muy lejos para ofrecerle nuestra ayuda.
—Ya me preguntaba yo por qué llevabais armadura. Oh, de acuerdo. Lo último
que supe de él es que se dirigía a un sitio llamado Kell.
—Enséñamelo —dijo Barak desplegando el mapa.
—Está aquí —respondió el agente.
—¿Ese río es navegable?
—Sólo hasta Balasa.
—Bien. Podemos rodear el extremo sur del continente y subir por ese río. ¿A qué
distancia está Kell del canal principal?
—A unos cinco kilómetros de la orilla este, al pie de una enorme montaña. Sin
embargo, debéis tener cuidado, pues Kell tiene una extraña reputación. A los videntes
que viven allí no les gustan las visitas de extraños.
—Tendremos que correr el riesgo —dijo Barak—. Gracias por tu ayuda, amigo.
Le daremos recuerdos tuyos a Kheldar cuando lo encontremos.
A la mañana siguiente iniciaron la travesía río abajo. Había suficiente viento
como para que las velas ayudaran a los remeros y pudieron navegar a gran velocidad.
Poco después del mediodía oyeron una serie de detonaciones procedentes de un sitio

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cercano.
—Creo que está a punto de desatarse una tormenta —dijo Mandorallen.
—El cielo está muy despejado, Mandorallen —replicó Barak con una mueca de
preocupación—, y esos ruidos no parecían truenos. —Alzó la voz—: Desarmad los
remos y bajad la vela —le ordenó a sus marineros mientras giraba con brusquedad el
timón para conducir La Gaviota a la costa.
Hettar, Relg y Lelldorin subieron de la bodega.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Hettar.
—Creo que ocurre algo extraño un poco más adelante —respondió Barak—. Será
mejor que echemos un vistazo para no encontrarnos con sorpresas.
—¿Quieres que coja los caballos?
—No. No estamos muy lejos y un jinete llama más la atención.
—Empiezas a hablar como Seda.
—Recuerda que hemos pasado mucho tiempo juntos. ¡Unrak! —llamó a su hijo
que estaba sentado en la popa—. Vamos a averiguar qué ha sido ese ruido. Quedas al
mando hasta que volvamos.
—Pero padre... —protestó el joven pelirrojo.
—Es una orden —gritó Barak con su poderosa voz.
—Sí, señor —respondió Unrak con tristeza.
La Gaviota se deslizó despacio con la corriente y chocó suavemente contra la
ribera cubierta de arbustos. Barak y los demás saltaron la borda y se internaron con
cautela tierra adentro.
Entonces oyeron más detonaciones similares a truenos.
—Sea lo que fuere, viene de más adelante —dijo Hettar en voz baja.
—Mantengámonos ocultos hasta que averigüemos qué ocurre —dijo Barak—. Ya
hemos oído este tipo de sonido antes, en Rak Cthol, cuando Belgarath y Ctuchik se
enfrentaron.
—¿Por ventura pensáis que se trata de hechiceros? —sugirió Mandorallen.
—No estoy seguro, pero comienzo a sospechar que sí. Creo que será mejor que
nos mantengamos ocultos hasta que sepamos qué ocurre.
Se arrastraron hasta un grupo de matorrales y se asomaron a un claro.
Varios individuos vestidos de negro yacían sobre la hierba, despidiendo nubes de
humo, mientras otros se apiñaban en un extremo del claro con expresión aprensiva.
—¿Murgos? —preguntó Hettar con asombro.
—Creo que no, mi señor —respondió Mandorallen—. Si observáis con atención,
veréis que las capuchas de sus túnicas están forradas con telas de distintos colores, y
esos colores indican las jerarquías de los grolims. Teníais razón, mi querido señor de
Trellheim, al aconsejarnos cautela.
—¿Por qué despiden humo? —preguntó Lelldorin en un susurro mientras

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jugueteaba nerviosamente con su arco.
De repente, como en respuesta a su pregunta, una figura encapuchada y vestida de
negro subió a la cima de un montecillo e hizo un gesto casi desdeñoso. Entonces, una
bola de fuego incandescente pareció saltar de su mano, cruzó el claro con un
chisporroteo y dio de lleno en el pecho de uno de los asustados grolims, produciendo
otra de aquellas crepitantes detonaciones. El grolim gritó, se llevó las manos al pecho
y cayó al suelo.
—Supongo que eso explica el ruido —observó Relg.
—Barak —dijo Hettar en voz baja—. La figura que está sobre el montecillo es
una mujer.
—¿Estás seguro?
—Tengo muy buena vista, Barak, y sé distinguir a un hombre de una mujer.
—Yo también, pero no cuando están envueltas en ese tipo de túnicas.
—La próxima vez que levante los brazos, mírale los codos. Los codos de las
mujeres tienen una forma diferente. Adara dice que tiene algo que ver con el hecho
de cargar a los bebés.
—¿Temías venir solo, Agachak? —preguntó con desdén la mujer que estaba
sobre la pequeña colina.
Luego arrojó otra bola de fuego y un nuevo grolim cayó herido al suelo.
—No te temo, Zandramas —dijo una voz resonante desde el borde del bosque.
—Ahora sabemos quiénes son —dijo Hettar—, pero ¿por que pelean?
—¿Zandramas es una mujer? —preguntó Lelldorin asombrado.
Hettar asintió con un gesto.
—La reina Porenn lo descubrió hace un tiempo. Envió un mensaje a todos los
reyes alorns y Cho-Hag me avisó a mí.
Zandramas derribó a los tres grolims restantes con indiferencia.
—Bien, Agachak —dijo entonces—, ¿te decides a salir de tu escondite? ¿O
prefieres que vaya a buscarte?
—Tu fuego no puede hacerme ningún daño, Zandramas —dijo él mientras
caminaba al encuentro de la mujer encapuchada.
—No pensaba emplear fuego —dijo ella con un ronroneo—. Éste será tu destino.
De repente, la figura de la hechicera pareció desdibujarse y una bestia enorme y
horrible ocupó su lugar. Tenía un cuello largo, similar al de una serpiente e inmensas
alas de murciélago.
—¡Por Belar! —maldijo Barak—. ¡Se ha transformado en un dragón!
El dragón desplegó las alas y las agitó en el aire, mientras el grolim de aspecto
cadavérico se encogía y alzaba los dos brazos. Entonces se oyó un impresionante
estallido y el dragón quedó envuelto en una nube de fuego verde. La atronadora voz
que surgió de la boca del dragón era igual a la de Zandramas.

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—Deberías haberte esmerado más en tus estudios, Agachak. Si lo hubieras hecho,
sabrías que Torak hizo a los dragones inmunes a la hechicería. —El dragón se
aproximó al aterrorizado grolim—. Por cierto, Agachak —añadió—, te alegrará saber
que Urvon ha muerto. Dale recuerdos míos cuando lo veas.
Y con esas palabras clavó sus garras en el pecho de Agachak, quien aún tuvo
ocasión de gritar una vez más antes de que una súbita ola de fuego negruzco brotara
de la boca del dragón y devorara su rostro. Por fin, el dragón le arrancó la cabeza de
una dentellada.
Lelldorin dio una arcada.
—¡Por el gran Chamdar! —exclamó con repulsión—. ¡Se lo está comiendo!
El dragón continuó su morboso festín masticando ruidosamente hasta que por fin
desplegó las alas y se alejó hacia el este con un gran chillido triunfal.
—¿Ya puedo salir? —preguntó una voz temblorosa desde un sitio cercano.
—Será mejor que lo hagas —respondió Barak con voz amenazadora, blandiendo
su espada.
Era un thull joven, con cabello oscuro y boca entreabierta.
—¿Qué demonios hace un thull en Mallorea? —le preguntó Lelldorin al extraño.
—Agachak me trajo aquí —respondió el thull temblando con violencia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Relg.
—Soy Nathel, rey de Mishrak ac Thull. Agachak me prometió convertirme en
señor supremo de Angarak si lo ayudaba a hacer algo aquí. Por favor, no me dejéis
solo —suplicó con la cara empapada en lágrimas.
Barak miró a sus compañeros. Todos miraban al joven con compasión.
—Oh, de acuerdo —dijo de mala gana—. Supongo que puedes venir con
nosotros.

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Capítulo 10
—¿Qué le ocurre, tía Pol? —preguntó Garion mirando a Ce'Nedra, que estaba
sentada arrullando el atado de harapos envueltos en una manta.
—Eso es lo que pretendo averiguar —dijo Polgara—. Sadi, necesito un poco de
oret.
—¿Te parece conveniente, Polgara? —preguntó el eunuco—. En su condición
actual... —dijo mientras abría las manos de dedos finos en un sugestivo gesto.
—El oret es casi inofensivo —lo interrumpió ella—. Estimula un poco el corazón,
pero Ce'Nedra tiene un corazón fuerte. Puedo oírlo latir desde el otro extremo del
continente.
Sadi abrió su maletín de piel roja y le entregó un pequeño frasco a Polgara. La
hechicera virtió cuidadosamente tres gotas del líquido amarillo en una taza y luego la
llenó con agua.
—Ce'Nedra, cariño —le dijo a la menuda reina—, debes de estar sedienta. Esto te
sentará bien.
—Oh, gracias, Polgara —respondió la joven y bebió con avidez—. Lo cierto es
que estaba por pediros un vaso de agua.
—Muy sutil, Pol —murmuró Beldin.
—Y muy rudimentario, tío.
—¿A qué se refieren? —le preguntó Zakath a Garion.
—Tía Pol puso la idea de la sed en la mente de Ce'Nedra.
—¿Sois capaces de hacer algo así?
—Como dijo ella, es un truco rudimentario.
—¿Tú también puedes hacerlo?
—No lo sé. Nunca lo he intentado —respondió Garion, aunque sin desviar la vista
de su esposa, que sonreía rebosante de felicidad.
Polgara aguardaba con calma.
—Creo que ya puedes empezar, mi señora —dijo Sadi después de unos minutos.
—Sadi —replicó ella con aire ausente—, nos conocemos desde hace bastante
tiempo como para olvidar los formalismos. No pienso atragantarme llamándote
«excelencia», así que no es necesario que tú te esfuerces en llamarme «mi señora».
—Gracias, Polgara.
—Bueno, ahora Ce'Nedra.
—¿Sí tía Pol? —dijo la pequeña reina con los ojos un poco vidriosos.
—Ésa es toda una iniciativa —le dijo Seda a Beldin.
—Lleva bastante tiempo viviendo con Garion —respondió el enano— y tarde o
temprano las costumbres se contagian.
—Me pregunto qué haría Polgara si yo la llamara así.

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—No te recomiendo el experimento, amigo —repuso Beldin—, aunque dejo la
decisión en tus manos. Tal vez tengas un aspecto interesante convertido en rábano.
—Ce'Nedra —dijo Polgara—, ¿por qué no me cuentas cómo has encontrado a tu
pequeño?
—Arell lo encontró —sonrió ella—. Ahora tengo otra razón para quererla.
—Todos queremos a Arell.
—¿No es hermoso? —preguntó Ce'Nedra mientras apartaba la manta para
mostrar el atado de harapos.
—Lo es, cariño, pero ahora dime, ¿tú y Arell tuvisteis oportunidad de hablar?
—Oh, sí, tía Pol. Ella está haciendo algo muy importante, por eso no ha podido
unirse al grupo. Dijo que tal vez pudiera encontrarse con nosotros en Perivor, o tal
vez más tarde, en Korim.
—¿Entonces sabía adonde íbamos?
—Oh, no, tía Pol —rió Ce'Nedra—. Tuve que decírselo. Tenía muchas ganas de
acompañarnos, pero antes debía ocuparse de un asunto muy importante. Me preguntó
adonde íbamos y yo le respondí que a Perivor y a Korim. Parecía un poco
sorprendida por lo de Korim.
—Ya veo —dijo tía Pol con una mueca de preocupación—. Durnik, ¿por qué no
montas una tienda? Creo que Ce'Nedra y su pequeño necesitan descansar un rato.
—De inmediato —dijo el herrero tras intercambiar una breve mirada con su
esposa.
—Ahora que lo dices, tía Pol, creo que tienes razón. Estoy un poco cansada y
estoy segura de que Geran también necesita una siesta. Ya sabes cuánto duermen los
bebés. Le daré de comer y luego se dormirá. Siempre se duerme después de comer.
—Tranquilo —le dijo Zakath en voz baja a Garion mientras los ojos del rey de
Riva se llenaban de lágrimas.
El emperador malloreano apoyó su mano con firmeza sobre el hombro de su
amigo.
—¿Qué ocurrirá cuando se despierte?
—Polgara podrá arreglarlo.
Cuando Durnik hubo montado la tienda, Polgara acompañó a la atontada joven
adentro. Un instante después, Garion percibió las vibraciones características de los
actos de hechicería, seguidas de un tenue murmullo. Luego Polgara salió de la tienda
con el atado de harapos.
—Deshazte de esto —le dijo a Garion.
—¿Se repondrá? —preguntó él.
—Ahora duerme. Descansará durante una o dos horas, y cuando despierte no
recordará nada de lo ocurrido. Nadie mencionará este asunto y todo habrá acabado
así.

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Garion llevó el atado de harapos al interior del bosque y lo escondió debajo de un
arbusto. Cuando regresó, se acercó a Cyradis.
—Era Zandramas, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí —se limitó a responder Cyradis.
—¿Y tú sabías que esto iba a suceder?
—Sí.
—Entonces ¿por qué no nos lo advertiste?
—Porque de ese modo habría interferido con un hecho que tenía que suceder.
—Ha sido un acto cruel, Cyradis.
—Los hechos necesarios suelen serlo. Zandramas no podía ir a Kell como
vosotros, Belgarion, por lo tanto debía descubrir el sitio del encuentro a través de uno
de vuestros compañeros. De lo contrario, no habría llegado al Lugar que ya no Existe
a la hora indicada.
—Pero ¿por qué eligió a Ce'Nedra?
—Como recordaréis, Zandramas ya ha impuesto su voluntad sobre la de vuestra
reina en el pasado. No es difícil para ella reinstaurar ese vínculo.
—No pienso olvidar eso, Cyradis.
—Garion —intervino Zakath—, déjalo ya. Ce'Nedra no ha sido herida y Cyradis
se ha limitado a cumplir con su obligación —añadió el malloreano con una actitud
extrañamente defensiva.
Garion se giró y se alejó de allí, con la cara pálida de furia.
Cuando Ce'Nedra despertó, había vuelto a la normalidad, sin que pareciera
recordar el encuentro del bosque. Durnik desmontó la tienda y continuaron el viaje.
Al atardecer, llegaron al límite del bosque y se dispusieron a acampar allí. Garion
evitaba deliberadamente a Zakath, pues no creía poder comportarse con educación
después de la forma en que su amigo había defendido a la vidente. Zakath y Cyradis
habían iniciado una larga conversación antes de salir de Kell y ahora el emperador
parecía completamente comprometido con su causa. Sin embargo, sus ojos reflejaban
cierta confusión y a menudo se giraba en la montura para mirar a la vidente.
Aquella noche, Garion tuvo que hacer guardia con Zakath y no pudo seguir
rehuyéndolo.
—¿Sigues enfadado conmigo? —preguntó Zakath.
—No, supongo que no —dijo Garion con un suspiro—. No estaba
verdaderamente enfadado, sino molesto. En realidad estoy enfadado con Zandramas,
no contigo o con Cyradis. No me gusta la gente que juega malas pasadas a mi esposa.
—Tenía que suceder así, Garion. Zandramas necesitaba descubrir el lugar del
encuentro, pues ella también debe estar allí.
—Quizá tengas razón. ¿Cyradis te ha dado detalles sobre tu misión?
—Algunos, pero se supone que no debo hablar de ello. Lo único que puedo

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decirte es que vendrá alguien muy importante y que yo debo ayudarlo.
—¿Y eso te llevará el resto de tu vida?
—Y las vidas de varios otros también.
—¿También la mía?
—No lo creo. Me parece que tu misión habrá concluido después del encuentro.
Cyradis sugirió que ya habías hecho bastante.
Aquella mañana, emprendieron viaje muy temprano y cabalgaron a través de los
prados ondulados en el margen occidental del río Balasa. De vez en cuando, pasaban
junto a alguna aldea de aspecto rústico, pero con viviendas de construcción sólida.
Los labradores dalasianos trabajaban la tierra con herramientas muy primitivas.
—Lo hacen para disimular —dijo Zakath con astucia—. Este pueblo está más
avanzado que el melcene, pero se han tomado grandes molestias para ocultarlo.
—¿Creéis que vuestro pueblo o los sacerdotes de Torak los habrían dejado en paz
si se hubiera conocido la verdad? —le preguntó Cyradis.
—Quizá no —admitió él—. Los melcenes, sobre todo, se habrían apresurado a
emplear a los dalasianos al servicio de la burocracia.
—Eso habría interferido con nuestras misiones.
—Ahora lo comprendo. Cuando regrese a Mal Zeth, haré algunos cambios en la
política del imperio con respecto a los protectorados dalasianos. Tu pueblo hace algo
mucho más importante que cultivar remolachas y nabos para el resto de Mallorea.
—Si todo va bien, nuestra tarea estará cumplida después del encuentro,
emperador Zakath.
—Pero continuaréis con vuestros estudios, ¿no es cierto?
—Eso será inevitable —sonrió ella—. Cuesta mucho dejar hábitos que han
perdurado durante milenios.
Belgarath acercó su caballo al de Cyradis.
—¿Podrías darnos instrucciones más concretas sobre lo que debemos buscar al
llegar a Perivor? —le preguntó.
—Ya os lo dije en Kell, venerable Belgarath. En Perivor debéis buscar el mapa
que os guiará al Lugar que ya no Existe.
—¿Cómo es posible que los habitantes de Perivor sepan más al respecto que los
del resto del mundo? —La vidente no respondió—. Parece que ésa es otra de las
cosas que no piensas decirme.
—No puedo hacerlo ahora, Belgarath.
Beldin llegó planeando.
—Será mejor que os preparéis —dijo—. Hay una patrulla de soldados
darshivanos un poco más adelante.
—¿Cuántos son? —se apresuró a preguntar Garion.
—Una docena. Llevan a un grolim con ellos. No he querido acercarme

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demasiado, pero creo que se trata del de los ojos blancos. Os han preparado una
emboscada en un bosquecillo del próximo valle.
—¿Cómo han adivinado que vamos hacia allí? —preguntó Velvet, perpleja.
—Zandramas sabe que vamos a Perivor —respondió Polgara—, y ésta es la ruta
más corta hacia allí.
—Una docena de darshivanos no representan una gran amenaza —dijo Zakath
con confianza—, así que ¿cuál es el propósito de esa emboscada?
—Retrasarnos —respondió Belgarath—. Zandramas pretende llegar a Perivor
antes que nosotros. Ella puede comunicarse con Naradas a través de grandes
distancias, y es muy probable que le ordene llenar de trampas todo el camino hacia
Lengha.
Zakath se rascó la barba corta con un gesto de concentración. Luego abrió una de
las alforjas, sacó un mapa y lo consultó.
—Estamos a unos sesenta kilómetros de Lengha —dijo y se volvió hacia Beldin
—. ¿Cuánto tiempo tardarías en recorrer esa distancia?
—Un par de horas. ¿Por qué lo preguntas?
—Allí hay una guarnición imperial. Te daré un mensaje con mi sello para el
comandante. Él saldrá con sus hombres y rastreará las trampas. En cuanto nos
unamos a sus tropas, Naradas dejará de molestarnos. —Entonces recordó algo—.
Sagrada vidente —le dijo a Cyradis—, cuando estábamos en Darshiva me ordenaste
que dejara atrás las tropas antes de venir a Kell. ¿La prohibición sigue vigente?
—No, Kal Zakath.
—Bien, entonces escribiré el mensaje.
—¿Y qué haremos con la patrulla que nos ha preparado la emboscada? —le
preguntó Seda a Garion—. ¿O nos vamos a quedar aquí esperando a las tropas de
Zakath?
—No lo creo. ¿Qué tal te sentaría un poco de ejercicio?
Seda respondió con una sonrisa maliciosa.
—Sin embargo, aún queda otro problema —dijo Velvet—. Si Beldin se va a
Lengha, nadie podrá alertarnos sobre futuras emboscadas.
—Dile a la hembra de pelo amarillo que no se preocupe —le dijo la loba a Garion
—. Yo puedo moverme sin que me vean, e incluso si me ven, los humanos no me
prestarán atención.
—No te preocupes, Liselle —dijo Garion—. La loba explorará el camino.
—Es una persona muy útil —sonrió Velvet.
—¿Una persona? —preguntó Seda.
—Bueno, ¿acaso no lo es?
Seda hizo un gesto de concentración.
—¿Sabes? Es probable que tengas razón. Es evidente que tiene personalidad, ¿no

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es cierto?
La loba sacudió la cola y se marchó corriendo.
—De acuerdo, caballeros —dijo Garion mientras aflojaba la espada de Puño de
Hierro en su funda—. Vayamos a hacer una visita a esos darshivanos.
—¿Naradas no podría causarnos problemas? —preguntó Zakath y le entregó la
nota a Beldin.
—Espero que lo intente —respondió Garion.
Sin embargo, Naradas ya no estaba entre los soldados darshivanos ocultos en la
arboleda. Puesto que la mayoría de los soldados parecían mejores corredores que
luchadores, la pelea acabó muy pronto.
—Aficionados —dijo Zakath con tono desdeñoso mientras limpiaba la cuchilla de
su espada en la capa de uno de los caídos.
—Te estás volviendo muy competente con la espada, ¿sabes? —lo felicitó Garion.
—Parece que comienzo a recordar las instrucciones que recibí en mi juventud —
respondió Zakath con modestia.
—Usa esa espada casi con la misma destreza que Hettar demuestra con el sable,
¿no crees? —observó Seda mientras sacaba una daga del pecho de un darshivano.
—Casi igual —asintió Garion—, y Hettar se entrenó con Cho-Hag, el mejor
espadachín de Algaria.
—Taur Urgas tuvo oportunidad de comprobarlo de la forma más dura posible —
añadió Seda.
—Habría dado cualquier cosa por presenciar esa pelea —dijo Zakath con tristeza.
—Yo también —dijo Garion—, pero en ese momento estaba ocupado en otra
cosa.
—¿Entrando a hurtadillas en el templo de Torak? —sugirió Zakath.
—No creo que ésa sea la expresión adecuada, pues él me esperaba.
—Iré a buscar a las mujeres y a Belgarath —dijo Durnik.
—Beldin se ha comunicado conmigo —informó Belgarath mientras cabalgaban
—. Naradas huyó volando del bosquecillo antes de que llegarais. Beldin consideró la
posibilidad de matarlo, pero el pergamino que llevaba entre las garras le impidió
hacerlo.
—¿Qué forma tomó Naradas? —preguntó Seda.
—La de un cuervo —respondió Belgarath, disgustado—. Por alguna razón, los
grolims sienten predilección por los cuervos.
Seda soltó una repentina carcajada.
—¿Recordáis aquella ocasión en que el murgo Asharak se transformó en cuervo
en la llanura de Arendia y Polgara llamó a ese águila para que se encargara de él?
Llovieron plumas durante casi una hora.
—¿Quién es el murgo Asharak? —preguntó Zakath.

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—Era uno de los secuaces de Ctuchik —respondió Belgarath.
—¿El águila lo mató?
—No —dijo Seda—. Garion se ocupó de eso más tarde.
—¿Con su espada?
—No, con la mano.
—Debe de haber sido un golpe muy fuerte. Los murgos suelen ser corpulentos.
—Sólo fue una bofetada —dijo Garion—. Lo incendié. —Hacía años que no
pensaba en Asharak y, curiosamente, su recuerdo ya no lo turbaba. Sin embargo,
Zakath lo miraba con horror—. Él mató a mis padres prendiéndoles fuego —le
explicó Garion—, de modo que me pareció justo hacer lo mismo con él. ¿Seguimos
cabalgando?
La infatigable loba descubrió dos nuevas emboscadas antes de la puesta de sol.
Sin embargo, los supervivientes del primer ataque frustrado habían hecho correr la
voz sobre el desenlace de la pelea y los dos grupos restantes de darshivanos huyeron,
presas del pánico, en cuanto vieron a Garion.
—Es decepcionante —dijo Sadi después de ahuyentar al segundo grupo, y guardó
la pequeña daga envenenada en su funda.
—Espero que Naradas sea severo con ellos cuando descubra que se tomó tantas
molestias para nada —añadió Seda con tono jocoso—. Es probable que sacrifique a
unos cuantos en el primer altar que encuentre en el camino.
Al mediodía del día siguiente, se encontraron con los hombres de la guarnición
imperial de Lengha. El comandante se acercó a Zakath y lo miró atónito.
—Majestad Imperial —dijo—, ¿de verdad sois vos?
—¡Oh! ¿Lo dices por esto? —preguntó Zakath rascándose la barba negra—. Fue
una sugerencia de este anciano —señaló a Belgarath—. No queríamos que la gente
me reconociera, y mi cara está grabada en todas las monedas de Mallorea. ¿Has
tenido algún problema en el camino hacia el norte?
—Ninguno que valga la pena mencionar, Majestad. Nos encontramos con una
docena de grupos de soldados darshivanos, casi siempre escondidos en arboledas. En
todos los casos los rodeamos y se rindieron inmediatamente. Las rendiciones se les
dan muy bien.
—También hemos notado que son excelentes corredores —sonrió Zakath.
El coronel miró al emperador con aire vacilante.
—No es mi intención ofenderos, Majestad —dijo—, pero habéis cambiado
bastante desde la última vez que os vi en Mal Zeth.
—¿Ah sí?
—Para empezar, nunca os había visto armado.
—Son tiempos difíciles, coronel, muy difíciles.
—Y si me permitís decirlo, nunca os había oído reír.

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—Nunca había tenido razones para hacerlo antes, coronel. ¿Continuamos el viaje
hacia Lengha?
Cuando llegaron a Lengha, Cyradis, guiada por Toth, los condujo al puerto, donde
los esperaba un barco de extraño aspecto.
—Gracias, coronel —le dijo Zakath al comandante de la guarnición—. Has sido
muy amable al proporcionarnos un barco.
—Perdonadme, Majestad —respondió el coronel—, pero yo no he tenido nada
que ver con el barco.
Zakath miró con asombro a Toth y el enorme mudo dedicó una pequeña sonrisa a
Durnik.
—No lo creerás, Zakath —le dijo el herrero con una mueca de perplejidad—,
pero este barco fue preparado hace miles de años.
—Eso significa que llegamos justo a tiempo —dijo Belgarath con una amplia
sonrisa—. Odio llegar tarde a una cita.
—¿De veras? —preguntó Beldin—. Recuerdo que una vez llegaste a una cinco
años después de lo acordado.
—Surgió un imprevisto.
—Siempre surgen imprevistos. ¿No fue en la época en que pasabas todo el tiempo
con las chicas de Maragor?
Belgarath tosió y miró a su hija con expresión culpable. Polgara alzó una ceja,
pero no dijo nada.
El barco estaba tripulado por el mismo tipo de hombres silenciosos que los habían
llevado de la costa de Gorut, en Cthol Murgos, a la isla de Verkat. Una vez más,
Garion experimentó la perturbadora sensación de que los hechos se repetían. En
cuanto subieron a bordo, los marineros soltaron amarras y desplegaron las velas.
—Es curioso —observó Seda—. El viento sopla hacia la costa y sin embargo
nosotros nos estamos internando mar adentro.
—Lo he notado —asintió Durnik.
—Supuse que lo habrías hecho. Parece que los dalasianos no se rigen por las
leyes naturales.
—Belgarion —dijo Cyradis—, ¿tendríais la bondad de acompañarme al camarote
de popa con vuestro amigo Zakath?
—Por supuesto, sagrada vidente —respondió Garion.
Cuando se dirigían hacia allí, el joven rey de Riva notó que Zakath guiaba a la
vidente con la misma solicitud con que solía hacerlo Toth y entonces lo asaltó una
idea extraña. Miró con atención a su amigo y vio que su cara irradiaba una curiosa
placidez, y sus ojos tenían una expresión inusual. Aunque la idea pareciera absurda,
Garion supo que estaba en lo cierto, pues los sentimientos del emperador se
reflejaban en su rostro con absoluta claridad. El joven se esforzó por reprimir una

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sonrisa.
En el camarote de popa encontraron dos brillantes armaduras, casi idénticas a las
de los caballeros de Vo Mimbre.
—En Perivor deberéis llevar esta indumentaria —les dijo Cyradis.
—Supongo que habrá alguna razón para ello —respondió Garion.
—Por supuesto. Cuando nos acerquemos a la costa, deberéis bajar vuestras
viseras y no levantarlas mientras estemos en la isla, a no ser que yo os dé permiso.
—Supongo que no nos explicarás el motivo de estas instrucciones, ¿me
equivoco?
—Sólo debéis saber lo imprescindible —dijo ella con una dulce sonrisa,
apoyándole una mano sobre el brazo.
—Sabía que diría algo así —le dijo Garion a Zakath. Luego se acercó a la puerta
del camarote—. Durnik —llamó—, vamos a necesitar tu ayuda.
—Todavía no tenemos que ponérnosla, ¿verdad? —le preguntó Zakath.
—¿Alguna vez has usado una armadura completa?
—No, nunca.
—Entonces necesitarás un poco de tiempo para acostumbrarte a ella. Hasta
Mandorallen refunfuñó un poco la primera vez que se la puso.
—¿Mandorallen? ¿Te refieres a tu amigo mimbrano?
Garion asintió con un gesto.
—Es el protector de Ce'Nedra.
—Creí que tú te ocupabas de protegerla.
—Yo soy su esposo. Las reglas son diferentes. —Miró con aire crítico la espada
de Zakath, un arma liviana y de cuchilla fina—. Necesitará una espada más grande,
Cyradis —dijo.
—Mirad en ese armario, Belgarion.
—Piensa en todo —dijo Garion con ironía mientras abría el armario. En el
interior había una espada ancha, pesada y tan alta que casi llegaba al hombro de
Garion. El joven la levantó con las dos manos—. Tu espada, Majestad —dijo y le
ofreció la empuñadura a Zakath.
—Gracias, Majestad —sonrió Zakath, pero cuando intentó levantar el arma sus
ojos se llenaron de asombro—. ¡Por los dientes de Torak! —exclamó casi soltando la
enorme espada—. ¿Hay alguien capaz de usar armas semejantes para atacar a otras
personas?
—Mucha gente. En Arendia, es la diversión favorita del pueblo. Si esa espada te
parece pesada deberías levantar la mía. —Entonces Garion recordó algo—. Despierta
—le dijo al Orbe con voz autoritaria. El murmullo con que respondió la piedra
demostraba que se sentía ofendido—. No te pases —lo instruyó Garion—, pero la
espada de mi amigo es algo pesada para él. Hagámosla más liviana, aunque poco a

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poco. —Miró a Zakath, que se esforzaba por levantar el arma—. Un poco más —le
ordenó al Orbe. La punta de la espada se elevó despacio—. ¿Qué tal? —preguntó
Garion.
—Eso está mejor —suspiró Zakath—, pero ¿no te da miedo hablarle a esa piedra
de ese modo?
—Hay que ser firme. A veces se comporta como un perro o un caballo... O
incluso como una mujer.
—No olvidaré ese comentario, rey Belgarion —dijo Cyradis con voz cortante.
—No esperaba que lo hicieras, sagrada vidente —replicó Garion con una amplia
sonrisa.
—Un tanto a tu favor —dijo Zakath.
—¿Ves que útil resulta? —rió Garion—. Acabaré convirtiéndote en un auténtico
alorn.

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Capítulo 11
El barco continuó avanzando en sentido opuesto al viento, y cuando estaban a
unas tres leguas del puerto, apareció un albatros, planeando sobre sus alas inmóviles,
semejantes a las de un serafín. El pájaro profirió un grito y Polgara inclinó la cabeza
en señal de respuesta. Luego el albatros se colocó delante del bauprés, como para
guiar al barco.
—¿No es extraño? —preguntó Velvet—. Es muy similar al pájaro que vimos en la
isla de Verkat.
—No es similar, cariño —le respondió Polgara—. Es el mismo.
—Eso es imposible, Polgara. Estamos en el otro extremo del mundo.
—Para un pájaro con esas alas, las distancias son casi irrelevantes.
—¿Qué hace aquí?
—Tiene su propia misión que cumplir.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?
—No me lo ha dicho y preguntárselo habría sido de mala educación.
Zakath llevaba un rato caminando de un extremo al otro de la cubierta para
acostumbrarse a la armadura.
—Este traje tiene un aspecto espléndido —dijo—, pero es muy incómodo,
¿verdad?
—No tanto como no tenerlo puesto cuando lo necesitas —respondió Garion.
—Supongo que con el tiempo uno se acostumbra a usarlo.
—No demasiado.
Aunque aún estaban lejos de la isla de Perivor, el extraño barco de silenciosa
tripulación continuó avanzando con rapidez y atracó junto a una costa arbolada al
mediodía del día siguiente.
—Para serte absolutamente franco —le dijo Seda a Garion mientras
desembarcaban los caballos—, me alegro de dejar esa embarcación. Un barco que
navega en contra del viento y unos marineros que no dicen palabrotas me ponen
nervioso.
—A mí hay infinidad de cosas que me ponen nervioso en este asunto —dijo
Garion.
—La diferencia es que tú eres un héroe y yo un hombre normal.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Los héroes no deben ponerse nerviosos.
—¿Quién inventó esa regla?
—Es un hecho probado. ¿Qué ocurrió con el albatros?
—Se alejó en cuanto avistamos tierra —respondió Garion mientras se bajaba la
visera de la armadura.

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—No me importa lo que diga Polgara —dijo Seda estremeciéndose—. He
conocido a muchos marineros y nunca he oído a ninguno de ellos decir nada bueno de
esos pájaros.
—Los marineros son supersticiosos.
—Garion, todas las supersticiones tienen cierta base. —El hombrecillo escudriñó
el bosque oscuro que cubría la parte alta de la costa—. No es una costa muy atractiva,
¿verdad? Me pregunto por qué no nos dejaron en un puerto.
—No creo que nadie comprenda las razones de los dalasianos para hacer las
cosas.
Después de desembarcar los caballos, Garion y los demás montaron y se
internaron en el bosque.
—Creo que será mejor que fabrique algunas lanzas para ti y para Zakath —le dijo
Durnik a Garion—. Cyradis habrá tenido alguna razón para vestiros con esas
armaduras y he notado que un hombre con armadura no está completo sin una lanza.
—El herrero desmontó, cogió su hacha y se perdió entre los árboles. Poco después
regresó con dos robustos maderos. —Esta noche, cuando acampemos, les haré las
puntas —prometió.
—Esto va a resultar incómodo —dijo Zakath mientras intentaba manipular la
lanza y el escudo.
—Se hace así —dijo Garion ofreciéndole una demostración—. Amarra el escudo
al brazo izquierdo y coge las riendas con la misma mano. Luego apoya la base de la
lanza sobre el estribo derecho y sostenla con la mano libre.
—¿Alguna vez has peleado con una lanza?
—En varias ocasiones. Es bastante útil cuando luchas contra un hombre vestido
con armadura. Si lo arrojas del caballo, tardará mucho tiempo en volver a ponerse de
pie.
Beldin, que como de costumbre iba delante para explorar el camino, volvió
planeando entre los árboles.
—No creerás lo que voy a decirte —le dijo a Belgarath mientras recuperaba su
forma natural.
—¿A qué te refieres?
—Allí arriba hay un castillo.
—¿Un qué?
—Uno de esos edificios enormes que suelen tener murallas, fosos y puentes
levadizos.
—Ya sé lo que es un castillo, Beldin.
—Entonces ¿para qué preguntas? Bueno, el que está aquí cerca parece
trasplantado directamente de Arendia.
—¿Podrías aclararnos esto, Cyradis? —le preguntó Belgarath a la hechicera.

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—No es ningún misterio, Belgarath —respondió ella—. Hace unos dos mil años,
un grupo de aventureros del oeste naufragaron junto a las costas de esta isla. Al ver
que no podían reparar el barco, se establecieron aquí y se casaron con mujeres
locales. Sin embargo han conservado las costumbres, los modales e incluso la forma
de hablar de su tierra natal.
—¿Con muchos «vos» y todo tipo de fiorituras? —Ella asintió—. ¿Y tienen
castillos? —La vidente volvió a asentir—. ¿Y los hombres llevan armaduras, como
ahora Garion y Zakath?
—Todo tal cual lo habéis descrito, príncipe Kheldar.
El hombrecillo refunfuñó.
—¿Qué ocurre, Kheldar? —le preguntó Zakath.
—Hemos viajado miles de kilómetros sólo para volver a encontrarnos con los
mimbranos.
—Los informes que recibí durante la batalla de Thull Mardu indicaban que eran
muy valientes. Eso podría explicar la reputación de esta isla.
—Oh, desde luego, Zakath —dijo el hombrecillo—. Los mimbranos son los seres
más valientes de la tierra..., tal vez porque no tienen el sentido común necesario para
sentir miedo. Mandorallen, el amigo de Garion, está totalmente convencido de que es
invencible.
—Y lo es —afirmó Ce'Nedra, saliendo en defensa de su protector—. En una
ocasión lo vi matar a una león sin ningún arma.
—He oído hablar de él —dijo Zakath—, pero creí que su reputación era
exagerada.
—No demasiado —dijo Garion—. Una vez les sugirió a Barak y a Hettar la
posibilidad de atacar una legión tolnedrana los tres solos.
—Quizá fuera una broma.
—Los caballeros mimbranos no saben hacer bromas —le aseguró Seda.
—No pienso quedarme escuchando cómo insultáis a mi caballero —dijo
Ce'Nedra con vehemencia.
—No lo insultamos, Ce'Nedra —protestó Seda—, nos limitamos a describirlo. Es
tan noble, que su recuerdo conmueve mi corazón.
—Será porque la nobleza es una cualidad extraña para los drasnianos —observó
ella.
—Extraña no, Ce'Nedra. Incomprensible.
—Tal vez después de dos mil años hayan cambiado —dijo Durnik esperanzado.
—Yo no contaría con ello —gruñó Beldin—. Según mi experiencia, la gente que
vive aislada tiende a aferrarse más que nadie a sus costumbres.
—Sin embargo, debo advertiros una cosa —dijo Cyradis—. Los habitantes de
esta isla son el resultado de una extraña mezcla. En algunas cosas se comportan como

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habéis dicho, pero también poseen antecedentes dalasianos y están versados en las
artes de nuestro pueblo.
—Oh, genial —dijo Seda con sarcasmo—, mimbranos que usan trucos de
hechicería. Espero que sepan hacia dónde dirigirlos.
—Cyradis —dijo Garion—, ¿es por eso que Zakath y yo llevamos armaduras? —
Ella asintió—. ¿Y por qué no lo dijiste antes?
—Era necesario que lo descubrierais solos.
—Bien. Vayamos a echar un vistazo —propuso Belgarath—. Ya hemos tratado
con mimbranos en otras ocasiones y casi siempre logramos evitar problemas.
Atravesaron el bosque bajo el sol dorado del mediodía, y al llegar a la última
hilera de árboles, vieron el edificio que había anunciado Beldin. Se alzaba sobre un
alto promontorio y estaba rodeado por las habituales murallas con almenas.
—Fantástico —murmuró Zakath.
—No tiene sentido que nos escondamos entre los árboles —les dijo Belgarath—,
pues no podremos atravesar el campo sin que nos vean. Garion, tú y Zakath iréis al
frente. Los hombres vestidos con armadura suelen ser mejor recibidos.
—¿Vamos a cabalgar directamente hacia el castillo? —preguntó Seda
—¿Por qué no? —respondió Belgarath—. Si todavía actúan como mimbranos, se
verán obligados a ofrecernos su hospitalidad por una noche. Además, necesitamos
información.
Salieron al prado descubierto y se dirigieron a paso lento hacia el castillo de
aspecto lúgubre.
—Cuando lleguemos allí, será mejor que me dejes hablar a mí —le aconsejó
Garion a Zakath—. Creo que podré hablar su jerga.
—Buena idea —asintió Zakath—. Yo me atragantaría con todos esos remilgos.
El sonido estridente de un cuerno anunció que los habían visto desde el castillo.
Pocos minutos después, una docena de caballeros vestidos con relucientes armaduras
atravesó el puente levadizo al trotecillo. Garion adelantó unos pasos a Chretienne.
—Os ruego que detengáis vuestros pasos, señor caballero —dijo el hombre que
parecía ser el jefe—. Me llamo Astellig, soy barón de este lugar. —¿Puedo
preguntaros vuestro nombre y el asunto que os trae ante mis puertas a vos y a
vuestros compañeros?
—No puedo revelaros mi nombre, caballero —respondió Garion—, por razones
que os explicaré en el momento oportuno. Mi compañero y yo nos hemos embarcado
en una urgente misión con este heterogéneo grupo que aquí veis y hemos venido en
busca de refugio para pasar la noche, que, según creo, se cernirá sobre nosotros en
pocas horas.
Garion estaba bastante orgulloso de su lenguaje.
—No necesitáis pedirlo —dijo el barón—, pues el honor, además de las reglas de

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cortesía, obliga a todos los auténticos caballeros a ofrecer cobijo y ayuda a cualquier
compañero en el transcurso de una misión.
—Nunca podré agradeceros vuestra hospitalidad, Astellig. Como podréis
observar, llevamos con nosotros a distinguidas damas, a quienes el rigor de nuestro
viaje ha fatigado sobremanera.
—Entonces vayamos directamente a mis aposentos, caballero. Es menester de
todo hombre de noble cuna cuidar del bienestar de las damas.
Tras hacer una florida reverencia, el caballero giró su caballo y los condujo hacia
la cima de la colina, seguido de cerca por sus hombres.
—Muy elegante —murmuró Zakath.
—Pasé unos días en Vo Mimbre —explicó Garion—. Después de un tiempo,
acabas acostumbrándote a su forma de hablar. El único problema es que a veces las
frases son tan complicadas que olvidas lo que ibas a decir antes de terminarlas.
Cruzaron el puente levadizo detrás del barón Astellig y luego desmontaron en un
patio de baldosas.
—Mis criados os conducirán a vos y a vuestros compañeros a aposentos
apropiados, caballero —dijo—. Allí podréis refrescaros. Luego os ruego tengáis la
bondad de reuniros conmigo en la sala principal para decirme cómo puedo ayudaros
en vuestra noble misión.
—Vuestra cortesía os honra, mi señor —respondió Garion—. Os aseguro que mi
compañero y yo nos reuniremos con vos tan pronto nos hayamos ocupado de
acompañar a las damas.
Siguieron a uno de los criados del barón a las cómodas habitaciones del segundo
piso del edificio principal.
—Me has sorprendido, Garion —dijo Polgara—. Jamás habría imaginado que
sabías hablar de forma civilizada.
—Gracias —dijo él con sarcasmo.
—Tal vez sea conveniente que tú y Zakath habléis a solas con el barón —le dijo
Belgarath a Garion—. Hasta ahora te las has arreglado bastante bien para mantener el
anonimato, pero si te acompañamos, el barón podría sentir curiosidad y pedirte que
nos presentaras. Tantea la situación con cuidado. Averigua cuáles son las costumbres
locales y pregúntale si hay alguna guerra cerca. —Se volvió hacia Zakath—. ¿Cuál es
la capital de la isla?
—Creo que Dal Perivor.
—Entonces debemos dirigirnos allí. ¿Dónde está?
—Al otro lado de la isla.
—Por supuesto —suspiró Seda.
—Será mejor que bajéis —les dijo Belgarath a los dos hombres vestidos con
armaduras—. No hagáis esperar a nuestro anfitrión.

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—Cuando todo esto acabe, ¿considerarías la posibilidad de alquilarme a
Belgarath? —le preguntó Zakath a Garion mientras los dos caminaban con estrépito
por los pasillos—. Podrías hacer un buen negocio, ¿sabes? Y mi gobierno sería el más
competente del mundo.
—¿De verdad querrías tener al frente de tu gobierno a un hombre que vivirá
eternamente? —preguntó Garion divertido—. Eso sin mencionar el hecho de que tal
vez sea más corrupto que Seda y Sadi juntos. Es un viejo insoportable, Zakath. Su
sabiduría supera a la de generaciones enteras, pero tiene muchas costumbres
deplorables.
—Es tu abuelo, Garion —protestó Zakath—. ¿Cómo puedes hablar de ese modo
de él?
—La verdad es siempre la verdad, Majestad.
—Los alorns sois muy extraños, amigo.
—Nunca hemos intentado disimularlo, amigo.
De repente oyeron un tintineo a sus espaldas y la loba se abrió paso entre los dos.
—Me preguntaba adonde os dirigíais —le dijo a Garion.
—Vamos a hablar con el amo de esta casa, pequeña hermana —respondió él.
—Os acompañaré —dijo ella—. Si fuera necesario, podría ayudaros a evitar
errores.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Zakath.
—Viene con nosotros para evitar que cometamos errores —tradujo Garion.
—¿Una loba?
—Comienzo a sospechar que no se trata de una loba normal, Zakath.
—Me alegro de que incluso un cachorro sea capaz de demostrar ciertas dotes
perceptivas —dijo la loba con presunción.
—Gracias —respondió él—. Me alegro de obtener la aprobación de un ser tan
amado.
Ella sacudió la cola.
—Sin embargo, te ruego que mantengas tu descubrimiento en secreto.
—Por supuesto —prometió él.
—¿De qué hablabais? —preguntó Zakath.
—De asuntos de lobos —respondió Garion—. No podría traducirlo.
El barón Astellig se había quitado la armadura y estaba sentado ante el fuego
crepitante en un enorme sillón.
—Siempre es así, caballeros —dijo—. La piedra proporciona una excelente
protección contra los enemigos, pero siempre está fría y las huellas del invierno
tardan en abandonar su dura superficie. Por lo tanto, nos vemos forzados a mantener
ardiendo los fuegos, incluso cuando el verano baña nuestra isla con su agradable
calor.

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—Es tal como decís, mi señor —respondió Garion—. También los enormes
muros de Vo Mimbre albergan este agobiante frío.
—¿Acaso habéis estado en Vo Mimbre, señor caballero? —preguntó el barón con
asombro—. Yo entregaría todas mis posesiones actuales y futuras a cambio de la
oportunidad de contemplar esa fabulosa ciudad. ¿Cómo es en realidad?
—Colosal, mi señor —respondió Garion—. Sus piedras doradas reflejan con
deslumbrante esplendor la luz del sol, como si quisieran rivalizar con la
magnificencia de los cielos.
Los ojos del barón se llenaron de lágrimas.
—Soy muy afortunado, caballero —dijo con la voz ahogada por la emoción—.
Este inesperado encuentro con un caballero de noble misión y maravillosa elocuencia
ha sido una bendición para mí, pues a lo largo de la eterna progresión de los años, el
recuerdo de Vo Mimbre ha nutrido el espíritu de quienes aquí vivimos nuestro exilio,
pero con cada nueva estación los ecos de ese recuerdo se vuelven más remotos, así
como los amados rostros de aquellos que nos precedieron ya sólo se nos aparecen en
un sueño que se desvanece y muere a medida que la cruel senectud avanza cautelosa
a nuestro encuentro.
—Mi señor —dijo Zakath con voz vacilante—, vuestras palabras han tocado mi
corazón. Si algún día tengo el poder de hacerlo, y no dudo de que así será, dispondré
que viajéis a Vo Mimbre y os presentéis ante el trono del palacio, para que de ese
modo podáis reuniros con vuestros compatriotas.
—¿Lo ves? —murmuró Garion a su amigo—. Es un hábito contagioso.
El barón se secó las lágrimas sin disimulo.
—He reparado en vuestro acompañante, caballero —le dijo a Garion para superar
la incomodidad del momento—. Una perra, según creo...
—Tranquila —le dijo Garion con firmeza a la loba.
—Ése es un término muy ofensivo —gruñó ella.
—No es culpa suya. Él no lo ha inventado.
—Tiene una silueta esbelta, apariencia ágil —continuó el barón— y sus ojos
dorados reflejan una inteligencia muy superior a la de los perros híbridos que atestan
este reino. ¿Podríais, por favor, identificar su raza?
—Es una loba, mi señor —respondió Garion.
—¡Una loba! —exclamó el barón y se levantó de un salto—. Debemos huir antes
de que se arroje sobre nosotros y nos devore.
Garion extendió una mano y acarició las orejas de la loba. Era un gesto algo
ostentoso, pero solía impresionar a la gente.
—Vuestro valor es increíble, caballero —dijo el barón, maravillado.
—Es mi amiga —respondió Garion—. Estamos unidos por lazos que nunca
alcanzaríais a comprender.

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—Te aconsejo que pares de hacer eso —le dijo la loba—, a menos que no te
importe perder una pata.
—¡No te atreverías! —exclamó él retirando la mano.
—No estás completamente seguro, ¿verdad? —dijo ella mostrando los dientes en
un gesto similar a una sonrisa.
—¿Sabéis hablar el lenguaje de las bestias? —preguntó el barón atónito.
—De algunas, mi señor —respondió Garion—. Como ya sabréis, cada especie
tiene su propia lengua. Aún no he logrado aprender el lenguaje de las serpientes. Creo
que se debe a la forma de mi boca.
El barón soltó una carcajada.
—Sois un bromista, caballero. Me habéis ofrecido mucho en que pensar y ante lo
cual admirarme, pero ahora volvamos al asunto principal. ¿Por qué no podéis
revelarme el propósito de vuestra misión?
—Ahora ten cuidado —le advirtió la loba a Garion.
—Como quizá ya sepáis —comenzó el joven tras meditar unos instantes—, al
otro lado de los mares están sucediendo cosas terribles.
Era una táctica bastante efectiva, pues en el mundo siempre están sucediendo
cosas malas.
—Es verdad —asintió el barón con vehemencia.
—Mi intrépido compañero y yo hemos jurado enfrentarnos al mal. Sabed, sin
embargo, que si permitiéramos que se conociera nuestra identidad, el rumor correría
delante, como si anunciara con ladridos nuestra llegada, y la revelaría a los viles
individuos contra quienes pretendemos luchar. Estamos convencidos de que tan
pronto como nuestro ruin enemigo se enterara de nuestra proximidad, sus secuaces
intentarían detenernos, y por eso debemos ocultarnos tras nuestras viseras y evitar dar
a conocer a todos nuestros nombres..., que han merecido honores en diversas partes
del mundo. —Garion comenzaba a disfrutar de la situación—. Ninguno de los dos
tememos a criatura viviente alguna —dijo con una seguridad que ni el propio
Mandorallen habría conseguido emular—. Sin embargo, nos acompañan unos
queridos amigos cuyas vidas no deseamos poner en peligro. Además, nuestra misión
está llena de arriesgados encantamientos que podrían necesitar de todo nuestro valor.
Por eso, aunque ello no nos guste, debemos acercarnos a esos viles individuos con la
cautela de un ladrón si queremos lograr administrarles su merecido castigo.
Garion pronunció la última palabra con un tono lo más sentencioso posible y el
barón lo comprendió de inmediato.
—Mi espada y las de mis caballeros están a vuestra inmediata disposición, mi
señor. Juntos erradicaremos el mal de una vez para siempre.
No cabía duda de que el barón era mimbrano hasta la médula, pero Garion alzó
una mano para detenerlo.

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—No, honorable Astellig —dijo—. Aunque estaría encantado de contar con
vuestra ayuda, eso no es posible. Esta tarea nos ha sido asignada a mí y a mis
compañeros. Si aceptara vuestra colaboración, despertaría la ira de los seres del
mundo de los espíritus que luchan como nosotros en este asunto. Todos nosotros
somos mortales, pero el mundo de los espíritus es un reino de seres inmortales, y si
desafiara sus órdenes podría interferir con el propósito de los espíritus amigos que
nos apoyan en esta última batalla.
—Aunque ello llene de congoja mi corazón, caballero —dijo el barón con tristeza
—, debo reconocer la sensatez de vuestros argumentos. Deberíais saber, sin embargo,
que un pariente mío acaba de llegar de la capital, Dal Perivor, y me ha advertido en
secreto de un preocupante giro de los acontecimientos en la corte. Hace apenas unos
días, un mago apareció en el palacio, y sin duda usando encantamientos como los que
habéis mencionado, logró convertirse en poco tiempo en el consejero favorito de
nuestro rey. Ahora ejerce una autoridad casi absoluta sobre el reino, así que debéis ser
prudentes, caballeros, pues si acaso ese mago fuera uno de vuestros enemigos, ahora
posee poder suficiente para infligiros graves daños. —Hizo una mueca de
preocupación—. Creo que no debe de haberle resultado difícil engañar al rey, pues
aunque no debería decirlo, Su Majestad no es un hombre de grandes dotes
intelectuales. —¿Cómo era posible que un mimbrano hablara así?—. Este mago —
continuó el barón—, es un hombre perverso, y el espíritu de camaradería que nos une
me induce a rogaros que rehuyáis su compañía.
—Agradezco vuestro consejo, mi señor —dijo Garion—, pero nuestro destino y
el de nuestra misión nos obliga a ir a Dal Perivor. Si es necesario, nos enfrentaremos
a ese mago y liberaremos al reino de su influencia.
—Que los dioses y los espíritus guíen vuestra mano —dijo el barón con
vehemencia. Luego sonrió—. Quizá, si os place, podría ver cómo vos y vuestro
lacónico compañero le administráis el castigo que consideréis oportuno.
—Sería un honor, mi señor —le aseguró Zakath.
—Entonces, mis señores —dijo el barón—, os comunico que mañana viajaré con
diversos nobles hacia el palacio del rey en Dal Perivor para participar en un gran
torneo, cuyos vencedores tendrán que solucionar un antiguo problema que aflige a
nuestro reino. Debéis saber también que una milenaria tradición dispone que durante
esos días se olviden los malentendidos y fricciones entre los hombres, a modo de
tregua general, de modo que podemos esperar tranquilidad durante nuestro viaje al
oeste. Y ahora, señores, ¿me concedéis el honor de acompañarme a la capital?
—Mi señor —respondió Garion con un reverencia que hizo crujir la armadura—
vuestra generosa invitación no podría ser más conveniente para nuestros propósitos.
Y ahora, si nos disculpáis, nos retiraremos a hacer los preparativos para el viaje.
Mientras Garion y Zakath caminaban por el largo pasillo, las uñas de las patas de

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la loba resonaban tras ellos con un sonido metálico.
—Estoy satisfecha —dijo—. Teniendo en cuenta que aún sois un par de
cachorros, no lo habéis hecho tan mal.

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Capítulo 12
Perivor resultó ser una isla agradable, con onduladas colinas de color verde
esmeralda, donde pastaban las ovejas, y oscuros campos arados donde crecían los
cultivos en hileras meticulosamente rectas. El barón Astellig miró a su alrededor con
orgullo.
—Es una bonita tierra —observó—, aunque sin duda no tanto como la lejana
Arendia.
—Creo que sufriríais una decepción al conocer Arendia, mi señor —dijo Garion
—. Aunque el paisaje sea hermoso, el reino no lo parece tanto a causa de las disputas
constantes y la miseria de los siervos.
—¿Acaso esa antigua institución aún perdura allí? Aquí se abolió la esclavitud
hace ya varios siglos. —Garion se sorprendió—. Los habitantes de esta isla eran seres
apacibles y nuestros antepasados buscaron a sus esposas entre ellos. Al principio,
estos hombres sencillos eran considerados esclavos, tal como se acostumbraba en
Arendia, pero pronto nuestros ancestros se dieron cuenta de que esto entrañaba la
mayor de las injusticias, pues estaban emparentados con ellos a través del
matrimonio. —El barón hizo una pequeña mueca de disgusto—. ¿Y esos conflictos
que mencionasteis están muy extendidos por nuestra madre patria?
—Tenemos pocas esperanzas de que acaben, mi señor —suspiró Garion—. Tres
grandes ducados lucharon entre sí durante siglos hasta que por fin uno de ellos,
Mimbre, obtuvo una supuesta supremacía. Sin embargo, las disputas continuaron de
forma clandestina. Además, los barones del sur de Arendia se enfrentan en
sangrientas guerras por las razones más triviales.
—¿Guerra? ¿De veras? Aquí, en Perivor, también hay conflictos, pero los
reglamentamos de tal modo que pocas veces llegan a costar vidas.
—¿Qué queréis decir con «reglamentarlos», mi señor?
—Casi siempre, excepto en los casos de raptos de ira o de afrentas graves, esas
disputas se resuelven con torneos —sonrió el barón—. De hecho, sé de más de un
conflicto que se originó con la complicidad de los implicados, como excusa para
organizar uno de esos torneos que entretienen a nobles y plebeyos por igual.
—¡Qué sistema tan civilizado, mi señor! —exclamó Zakath.
Garion comenzaba a cansarse de inventar frases floridas, de modo que rogó al
barón que lo disculpara un momento y volvió atrás a charlar con Belgarath y los
demás.
—¿Qué tal te va con el barón? —le preguntó Seda.
—Bastante bien. La mezcla con los dalasianos ha suavizado las cualidades más
irritantes de los arendianos.
—¿Por ejemplo?

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—La estupidez. Han abolido la esclavitud y por lo general solucionan sus
disputas con torneos en lugar de guerras. —Garion se volvió hacia Belgarath, que
dormitaba sobre su caballo—. Abuelo —dijo y el anciano abrió los ojos—. ¿Crees
que hemos conseguido llegar antes que Zandramas?
—No hay forma de saberlo con seguridad.
—Podría volver a usar el Orbe.
—Será mejor que no lo hagas. Si ella está en la isla, no podemos saber dónde ha
desembarcado. Si no hubiera venido por aquí, el Orbe no delataría su presencia, pero
como estoy seguro de que ella puede percibir sus vibraciones, lo único que haríamos
es alertarla de nuestra llegada. Además, el Sardion está en esta parte del mundo. No
la despertemos todavía.
—Deberías preguntárselo a tu amigo el barón —sugirió Seda—. Si Zandramas
está aquí, es probable que él haya oído hablar de ella.
—Lo dudo —dijo Belgarath—. Hasta ahora se ha tomado muchas molestias para
pasar inadvertida.
—Es verdad —admitió Seda—, y supongo que ahora se tomará más. Podría tener
dificultades para explicar la presencia de tantas luces bajo su piel.
—Esperemos a que lleguemos a Perivor —decidió Belgarath—. Antes de hacer
nada irreversible, quiero ver cómo están las cosas allí.
—¿Crees que serviría de algo hablar con Cyradis? —preguntó Garion en voz baja
mientras miraba de soslayo a la vidente.
Cyradis viajaba en un lujoso carro que el barón había suministrado para las
damas.
—No —respondió Belgarath—. No le permitirán contestarnos.
—Tal vez contemos con ventaja —observó Seda—. Se supone que Cyradis debe
hacer la elección, y el hecho de que viaje con nosotros en lugar de con Zandramas
parece una buena señal, ¿no es cierto?
—No —discrepó Garion—. No creo que viaje con nosotros, sino que está aquí
para vigilar a Zakath. El tiene algo muy importante que hacer y ella no quiere que se
desvíe del camino apropiado.
Seda gruñó.
—¿Y dónde piensas empezar a buscar ese mapa que debes encontrar? —le
preguntó a Belgarath.
—Quizás en una biblioteca —respondió el anciano—. Es evidente que ese mapa
es otro de los «misterios» que debo descubrir, y con los demás he tenido bastante
suerte en las bibliotecas. Garion, intenta convencer al barón de que nos lleve al
palacio del rey en Dal Perivor. Las bibliotecas de los palacios suelen ser las más
completas.
—Por supuesto —asintió Garion.

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—Además, quiero echarle un vistazo a ese mago. Seda, ¿tienes alguna oficina en
Dal Perivor?
—Me temo que no, Belgarath. En esta isla no hay nada que valga la pena vender.
—Bueno, no tiene importancia. Tú eres un hombre de negocios y en la ciudad
encontrarás a otros. Quiero que entables conversación con ellos con la excusa de
informarte sobre las rutas comerciales. Estudia cada mapa que puedas conseguir. Ya
sabes lo que buscamos.
—Estás haciendo trampa, Belgarath —gruñó Beldin.
—¿Qué quieres decir?
—Cyradis dijo que el mapa lo tenías que encontrar tú.
—Me limito a delegar responsabilidades, Beldin. Es perfectamente lícito.
—No creo que ella lo vea de esa forma.
—Tú podrás explicárselo. Eres mucho más persuasivo que yo.
El viaje se desarrolló en cómodas etapas para no cansar a los caballos. Los
equinos de Perivor no eran muy grandes y tenían que cargar con el peso de hombres
vestidos con armadura, de modo que tardaron varios días en llegar a lo alto de la
colina que se alzaba sobre la ciudad portuaria de Dal Perivor, capital del reino.
—He aquí Dal Perivor —anunció el barón—, sede de la corona y corazón de la
isla.
Garion notó enseguida que los arendianos llegados a aquella costa dos mil años
antes habían intentado construir una réplica exacta de Vo Mimbre. Las murallas de la
ciudad eran altas, gruesas y amarillas, y en lo alto de las torres del interior ondeaban
banderas de brillantes colores.
—¿Dónde encontraron las piedras amarillas, mi señor? —le preguntó Zakath al
barón—. No he visto ningún mineral semejante en el viaje hacia aquí.
El barón carraspeó con actitud culpable.
—Las murallas fueron pintadas —explicó.
—¿Con qué fin?
—En memoria de las de Vo Mimbre —dijo el barón con tristeza—. Nuestros
antepasados añoraban Arendia. Vo Mimbre es la joya de nuestra madre patria y los
muros dorados nos recuerdan nuestros orígenes, a pesar de la enorme distancia que
nos separa.
—Ah —dijo Zakath.
—Como os he prometido, caballero —le dijo el barón a Garion—, tendré el
placer de acompañaros al palacio del rey, quien sin duda os hará los honores
pertinentes y os ofrecerá su hospitalidad.
—Una vez más estamos en deuda con vos, mi señor —respondió Garion.
—Debo confesaros, caballero, que mis motivos no son enteramente
desinteresados —admitió el barón con una sonrisa astuta—, pues aumentaré mi

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prestigio al llevar al palacio a extraños caballeros embarcados en una noble misión.
—Eso está muy bien —rió Garion—. De ese modo, todos ganaremos algo.
El palacio era casi idéntico al de Vo Mimbre, un fortificación dentro de otra con
altas murallas y una imponente puerta.
—Espero que esta vez mi abuelo no tenga que hacer crecer un árbol —le dijo
Garion a Zakath en un murmullo.
—¿A qué te refieres?
—La primera vez que fuimos a Vo Mimbre, el caballero que custodiaba la puerta
no creyó a Mandorallen cuando éste le presentó a Belgarath, el hechicero, así que el
abuelo cogió una ramita de la cola de su caballo e hizo crecer un manzano frente al
palacio, en medio de la plaza. Luego ordenó al escéptico caballero que dedicara el
resto de su vida a cuidarlo.
—¿Y el caballero lo hizo?
—Supongo que sí. Los mimbranos suelen tomarse esas cosas muy a pecho.
—Es gente muy extraña.
—Oh, ya lo creo. Tuve que obligar a Mandorallen a que se casara con una joven a
quien amaba desde la infancia y al mismo tiempo evitar una guerra.
—¿Cómo pudiste evitar una guerra?
—Proferí ciertas amenazas y creo que me tomaron en serio. —Reflexionó unos
instantes—. También es probable que la tormenta que desaté ayudara a convencerlos
—añadió—. Bueno, lo cierto es que hacía años que Mandorallen y Nerina se amaban,
pero habían estado sufriendo en silencio durante todo ese tiempo. Yo acabé
cansándome del asunto y añadí nuevas amenazas a las anteriores. Este cuchillo
grande que tengo aquí —dijo señalando la espada que llevaba amarrada a su espalda
— suele surtir bastante efecto.
—¡Garion! —rió Zakath—. ¡Eres un verdadero patán!
—Es probable —admitió Garion—, pero después de todo logré que se casaran.
Ahora los dos son muy felices, pero si algo fuera mal, siempre podrán culparme a mí,
¿no crees?
—Eres muy distinto a la mayoría de los hombres, amigo —dijo Zakath con
seriedad.
—Así es —suspiró Garion—, aunque preferiría no serlo. El mundo es una carga
demasiado pesada para nuestras espaldas, Zakath, y no nos deja tiempo para nuestras
propias vidas. ¿No te gustaría salir a cabalgar una mañana de verano, sólo para mirar
el amanecer o descubrir qué hay detrás de la siguiente colina?
—Creí que eso era lo que estábamos haciendo.
—No exactamente. Hacemos todo esto porque estamos obligados y yo hablaba de
hacerlo por simple diversión.
—Hace años que no hago nada simplemente para divertirme.

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—¿No te divirtió amenazar con crucificar al rey Gethel de los thulls? Ce'Nedra
me lo contó.
Zakath soltó una carcajada.
—No estuvo mal —admitió—, aunque por supuesto, nunca lo habría hecho.
Gethel era un idiota, pero también resultaba necesario en ese momento.
—Siempre volvemos a lo mismo, ¿verdad? Tú y yo hacemos lo que es necesario
en lugar de cualquier otra cosa que preferiríamos hacer. Ninguno de los dos eligió
este camino, pero siempre haremos lo que se espera de nosotros. De lo contrario, el
mundo se acabaría y hombres buenos y honestos morirían con él. No lo permitiré si
puedo evitarlo. Nunca traicionaré a esos hombres, ni tú tampoco, pues en el fondo
eres uno de ellos.
—¿Yo un buen hombre?
—No te subestimes, Zakath. Pronto vendrá alguien que te enseñará a dejar de
odiarte. —Zakath se sobresaltó de forma evidente—. ¿Creías que no lo sabía? —dijo
Garion, implacable—. Pero eso está a punto de acabar. El dolor, el sufrimiento y los
remordimientos pronto dejarán de molestarte. Si necesitas instrucciones para ser feliz,
consúltame. Para eso están los amigos, ¿no crees?
Dentro de la visera de Zakath se oyó un sollozo ahogado.
La loba, que caminaba entre los dos caballos, alzó la vista hacia Garion.
—Bien dicho —lo felicitó—. Tal vez te haya juzgado mal y ya no seas un
cachorro.
—Hago todo lo que puedo —respondió Garion también en el lenguaje de los
lobos—. Sólo espero no haberte decepcionado mucho.
—Creo que prometes, Garion.
Eso confirmaba algo que Garion había estado sospechando desde hacía un
tiempo.
—Gracias, abuela —dijo, seguro al fin de la identidad de la loba.
—¿Tanto tiempo te llevó descubrirlo?
—Si me hubiera equivocado, podrías haberlo considerado una descortesía.
—Creo que llevas demasiado tiempo con mi hija mayor. He notado que ella está
demasiado pendiente de las reglas del decoro. ¿Puedo contar con que guardes en
secreto tu descubrimiento?
—Si así lo deseas...
—Será lo más sensato. —Miró hacia la puerta del palacio—. ¿Qué lugar es éste?
—Es el palacio del rey.
—¿Qué es un rey para un lobo?
—Es costumbre entre los humanos mostrarse respetuosos con él, abuela, aunque
se siente más respeto por la tradición que por el humano que lleva la corona.
—¡Qué curioso! —resopló ella.

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Por fin, el puente levadizo descendió con grandes crujidos y rechinar de cadenas,
y el barón Astellig los condujo hacia el patio del palacio.
La sala del trono del palacio de Dal Perivor era muy similar a la de Vo Mimbre,
un amplio recinto abovedado con contrafuertes en las paredes. La luz entraba a
raudales por las altas y estrechas ventanas situadas entre los contrafuertes y, al
filtrarse a través de los paneles de colores, cobraba el brillo deslumbrante de las
piedras preciosas. El suelo era de mármol pulido, y al fondo, sobre una plataforma de
piedra alfombrada en rojo, estaba el trono de Perivor, con gruesas cortinas púrpura
tras el respaldo. A cada lado de las cortinas, se exhibían las antiguas armas de los dos
mil años de historia de la corona. Lanzas, mazas y enormes espadas, más altas que
cualquier hombre, expuestas entre los raídos estandartes de guerra de reyes olvidados.
Confundido por las numerosas semejanzas entre los dos palacios, Garion casi
esperaba ver acercarse a Mandorallen, vestido con su resplandeciente armadura,
flanqueado por el gigantón de barba roja, Barak, y el experto jinete, Hettar. Una vez
más, tuvo la extraña sensación de que los hechos se repetían. De pronto comprendió
que al contarle sus experiencias pasadas a Zakath había estado desahogándose, como
si, de una forma misteriosa, el encuentro que se llevaría a cabo en el Lugar que ya no
Existe le exigiera un acto previo de purificación.
—Si os place, caballeros —les decía el barón Astellig a Garion y a Zakath—, nos
acercaremos al trono para que pueda presentaros a Su Majestad, el rey Oldorin. Le
advertiré sobre las restricciones que vuestra misión os ha obligado a observar.
—Vuestra consideración y cortesía os honra, mi señor —dijo Garion—. Y será un
inmenso placer saludar a vuestro rey.
Los tres caminaron por el pasillo de mármol hacia la plataforma alfombrada.
Garion observó que Oldorin parecía más robusto que el rey Korodullin de Arendia,
aunque sus ojos reflejaban una temible carencia de sensatez.
Un caballero alto y robusto salió al encuentro de Astellig.
—Esto es impropio, mi señor —dijo—. Decidle a vuestros compañeros que se
levanten la visera para que el rey pueda ver quién sé aproxima a él.
—Explicaré a Su Majestad la razón de este misterio, mi señor —respondió
Astellig con solemnidad—. Puedo aseguraros que estos caballeros, a quienes me
atrevo a llamar amigos, no intentan faltar el respeto a nuestro señor rey.
—Lo siento, barón Astellig —dijo el caballero—, pero no puedo permitirlo.
El barón se llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—Tranquilo —le advirtió Garion mientras apoyaba una mano enguantada sobre
su brazo—. Como todo el mundo sabe, está prohibido empuñar las armas en
presencia del rey.
—Sois un hombre versado en las reglas del protocolo, caballero —dijo el hombre
que les bloqueaba el paso, un poco menos seguro de sí mismo.

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—He estado en presencia de reyes en otras ocasiones, mi señor, y estoy
familiarizado con las tradiciones. Os aseguro que no pretendemos faltar el respeto a
Su Majestad al acercarnos al trono con la cara cubierta. Sin embargo, estamos
obligados a hacerlo por exigencias de una dura misión que nos ha sido asignada.
El caballero vacilaba.
—Sabéis expresaros, caballero —reconoció de mala gana.
—Si os place, señor caballero —continuó Garion—. ¿Tendríais la bondad de
acompañarnos al barón Astellig, a mi compañero y a mí hasta el trono? Sin duda, un
hombre de vuestro evidente valor será capaz de evitar cualquier afrenta.
Garion sabía que en aquellas situaciones nunca estaban de más unos halagos.
—Será como decís, mi señor —decidió el caballero.
Los cuatro hombres se acercaron al trono y saludaron con una reverencia algo
rígida.
—Mi señor —dijo Astellig.
—Barón —respondió Oldorin con un gesto distraído.
—Tengo el honor de presentaros a dos extraños caballeros que han venido desde
muy lejos para cumplir una noble misión. —El rey los miró con interés. La palabra
«misión» parecía sonar igual que el repique de campanas en las cabezas de los
mimbranos—. Como habréis notado, Majestad —continuó Astellig—, mis amigos
llevan los rostros ocultos tras sus viseras, pero no debéis interpretar este gesto como
una falta de respeto, pues la naturaleza de su misión exige cautela. Ambos gozan de
una eminente reputación más allá de las costas de nuestra isla, y si mostraran sus
rostros, serían reconocidos de inmediato. Entonces, los ruines enemigos que
persiguen serían advertidos de su proximidad e intentarían obstaculizarles el paso.
Por esa razón, sus viseras deben permanecer cerradas.
—Es una precaución razonable —asintió el rey—. Salud, caballeros, y sed
bienvenidos a mi reino.
—Sois muy amable, Majestad —dijo Garion—, y agradecemos vuestra
comprensión de las circunstancias. Nuestra misión está llena de peligrosos
encantamientos y temo que si reveláramos nuestra identidad, fracasaríamos en su
realización y el mundo entero sufriría.
—Lo comprendo perfectamente, caballero, y no os pediré detalles de esa misión.
Las paredes de mi palacio tienen oídos y hasta es probable que algunos de los
presentes sean aliados de los villanos a quienes perseguís.
—Sabias palabras, mi rey —dijo una voz ronca desde el fondo de la sala—. Yo
mismo conozco bien los innumerables peligros que entrañan los encantamientos y
comprendo que incluso la gran fuerza de estos dos valientes caballeros podría ser
insuficiente para vencerlos.
Garion se volvió. El hombre que había hablado tenía los ojos totalmente blancos.

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—Es el mago de quien os he hablado —murmuró el barón Astellig—. Tened
cuidado con él, caballeros, pues tiene sojuzgado al rey.
—Ah, el bueno de Erezel —dijo el rey y se le iluminó la cara—, acercaos al
trono, por favor. Quizá vos que sois tan sabio podáis aconsejar a estos dos caballeros
sobre cómo evitar los peligros de los encantamientos que obstaculizan su camino.
—Será un placer, mi señor —respondió Naradas.
—¿Sabes quién es? —le preguntó Zakath a Garion en un murmullo.
—Sí.
Naradas se aproximó al trono.
—Si me disculpáis la sugerencia, caballeros —dijo en tono almibarado—, está a
punto de comenzar un gran torneo, y si no participáis, podríais despertar sospechas en
los espías que aquel que buscáis sin duda habrá apostado aquí. Por consiguiente, mi
primer consejo es que participéis en el torneo para evitar percances.
—Excelente sugerencia, Erezel —aprobó el necio rey—. Caballeros, éste es
Erezel, magnífico mago y principal consejero del trono. Tened en cuenta sus palabras,
pues encierran una gran verdad. Además, será un inmenso honor para nosotros que os
unáis a nuestro divertimento.
Garion apretó los dientes. Naradas llevaba semanas intentando demorarlos, y con
aquella propuesta de apariencia inocente, por fin iba a conseguirlo. Sin embargo, ya
no tenían escapatoria.
—Será un honor uniros a vos y a vuestros valientes caballeros en la contienda,
Majestad —dijo Garion—. Decidme, por favor, ¿cuándo comenzarán los juegos?
—Dentro de diez días, caballero.

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Capítulo 13
Las habitaciones adonde fueron conducidos tenían un aspecto misteriosamente
familiar. Los arendianos que habían naufragado en aquellas costas tantos siglos atrás
habían intentado recrear su amado palacio de Vo Mimbre hasta el último detalle...,
incluidas las inconveniencias. Durnik, con su característico sentido práctico, pronto
reparó en ese hecho.
—Deberían haber aprovechado la oportunidad para mejorar algunas cosas —
observó.
—El apego a las tradiciones tiene su encanto, cariño —sonrió Polgara.
—Quizá sea nostálgico, Pol, pero algunos toques modernos no habrían venido
mal. Has notado que los baños están en el sótano, ¿verdad?
—Creo que Durnik tiene razón, Polgara —asintió Velvet.
—En Mal Zeth resultaba mucho más cómodo —dijo Ce'Nedra—. Un baño en la
habitación ofrece todo tipo de oportunidades para divertirse y hacer picardías.
Las orejas de Garion enrojecieron de forma violenta.
—Creo que no alcanzo a comprender la parte más interesante de esta
conversación —dijo Zakath con ironía.
—Olvídalo —dijo Garion con voz cortante.
Entonces llegaron las modistas, y Polgara y las demás damas se volcaron de lleno
a una actividad que, según había notado Garion, parecía llenar los corazones
femeninos de arrobadora dicha.
Tras las modistas llegaron los sastres, que parecían igualmente dispuestos a
hacerlos sentir lo más anticuados posible. Beldin, por supuesto, rechazó con firmeza
sus servicios, e incluso llegó a enseñar su puño grande y deforme a un insistente
sastre para demostrarle que estaba muy satisfecho con su aspecto.
Garion y Zakath, por su parte, siguieron vestidos con armadura, pues la
restricción impuesta por la vidente de Kell les impedía cambiarse de ropa.
Cuando por fin los dejaron solos, la expresión de Belgarath se volvió seria.
—Quiero que tengáis mucho cuidado en el torneo —les dijo a los dos hombres de
armadura—. Naradas sabe quiénes somos y ya ha conseguido demorarnos. Podría
intentar llegar un poco más lejos. —De repente miró hacia la puerta con asombro—.
¿Adonde vas? —le preguntó a Seda.
—A echar un vistazo —respondió el ladronzuelo, con aire inocente—. Nunca está
de más saber contra qué peligro te enfrentas.
—De acuerdo, pero ten cuidado y no permitas que nada entre en tu bolsillo por
error. Estamos en una situación delicada, y si alguien te viera robando, podríamos
meternos en graves problemas.
—Belgarath —respondió Seda ofendido—, nadie me ha visto robar jamás.

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Luego se alejó refunfuñando.
—¿Ha querido decir que no roba? —preguntó Zakath.
—No —respondió Eriond—, sólo que nadie lo ha visto hacerlo. —Esbozó una
sonrisa afectuosa—. Tiene algunos malos hábitos, pero estamos intentando corregirlo.
Hacía mucho tiempo que Garion no oía hablar a su joven amigo. Por alguna
razón, Eriond se había vuelto muy reservado, incluso introvertido, y eso lo
preocupaba. Siempre había sido un joven extraño, capaz de percibir cosas que los
demás no veían. Garion se estremeció al recordar las fatídicas palabras de Cyradis en
Rheon: «Vuestra misión encerrará grandes peligros, Belgarion, y uno de vuestros
compañeros perderá la vida en su realización».
Entonces, como si la hubiera convocado telepáticamente, la vidente de Kell salió
de la habitación donde las mujeres hablaban con las modistas. Detrás de ella venía
Ce'Nedra, vestida sólo con una enagua muy corta.
—Es un vestido perfectamente decoroso, Cyradis —protestaba la joven reina.
—Tal vez lo sea para vos —respondió la vidente—, pero esos atavíos no son
apropiados para mí.
—¡Ce'Nedra! —exclamó Garion escandalizado—. ¡No estás vestida!
—¿Y eso qué importa? —replicó ella—. No será la primera vez que vean a una
mujer desnuda. Sólo intento razonar con nuestra mítica amiga. Cyradis, si no te pones
ese vestido, me enfadaré mucho contigo. Además, debemos hacer algo con tu pelo.
La vidente se acercó a la menuda reina sin equivocar el camino y la estrechó con
afecto entre sus brazos.
—Mi querida, querida Ce'Nedra —dijo con dulzura—, vuestro corazón es más
grande que vos misma, y vuestras preocupaciones son también las mías. Sin embargo,
me siento feliz con este sencillo atuendo. Tal vez con el tiempo mis gustos cambien;
entonces me someteré con alegría a vuestras amables sugerencias.
—¡No hay forma de convencerla! —exclamó Ce'Nedra alzando los brazos.
Luego se giró, agitando con coquetería la enagua, y volvió a entrar en la
habitación de donde había salido.
—Deberías alimentarla mejor —le dijo Beldin a Garion—. Está esquelética,
¿sabes?
—Me gusta tal como es —respondió Garion, y se volvió hacia Cyradis—.
¿Quieres sentarte, sagrada vidente?
—Si me lo permitís.
—Por supuesto.
Toth fue instintivamente al auxilio de su ama, pero Garion lo apartó con un gesto
y guió a la joven hasta un cómodo sillón.
—Os lo agradezco, Belgarion —dijo ella—. Sois tan amable como valiente. —La
vidente sonrió y fue como si saliera el sol. Luego se llevó una mano al pelo—. ¿Tan

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mal aspecto tiene mi cabello? —preguntó.
—Está bien, Cyradis —respondió Garion—. Ce'Nedra suele exagerar y le
apasiona disfrazar a la gente..., casi siempre a mí.
—¿Y os molestan sus esfuerzos, Belgarion?
—En realidad, creo que no. Tal vez si no lo hiciera, lo echaría de menos.
—Estáis atrapado en los lazos del amor, rey Belgarion. Sois un poderoso
hechicero, pero estoy convencido de que vuestra menuda reina os supera, pues os
tiene en la palma de su pequeña mano.
—Supongo que es verdad, pero eso no me preocupa.
—Si esto se vuelve más empalagoso, creo que voy a vomitar —gruñó Beldin.
En ese momento regresó Seda.
—¿Alguna novedad? —preguntó Belgarath.
—Naradas se te ha adelantado. He pasado por la biblioteca y el encargado...
—El bibliotecario —corrigió Belgarath con aire ausente.
—Como se llame. Bueno, me ha dicho que Naradas saqueó la biblioteca en
cuanto llegó.
—Entonces está claro —dijo Belgarath—. Zandramas no ha venido a la isla, sino
que ha enviado a Naradas a hacer la búsqueda en su lugar. ¿Sigue buscando?
—Parece que no.
—Eso significa que ya ha encontrado lo que buscaba.
—Y tal vez lo haya destruido para evitar que caiga en nuestras manos.
—No, honorable Beldin —dijo Cyradis—. El mapa que buscáis aún existe,
aunque no está en el sitio donde os proponíais buscarlo.
—¿No podrías darnos alguna pista? —preguntó Belgarath. La vidente negó con la
cabeza—. Me lo temía.
—Has hablado de el mapa. ¿Quieres decir con eso que hay sólo una copia?
Ella asintió.
—Oh, bien —dijo el hechicero enano encogiéndose de hombros—. Al menos
tendremos algo que hacer mientras esperamos que nuestros dos héroes salgan a
abollar las armaduras de otros caballeros.
—Por cierto —le dijo Garion a Zakath—, tú no estás muy familiarizado con el
uso de la lanza, ¿verdad?
—No.
—Entonces mañana tendremos que ir a algún sitio donde pueda darte lecciones.
—Me parece una idea muy sensata.
A la mañana siguiente, los dos amigos se levantaron temprano y abandonaron el
palacio a caballo.
—Será mejor que nos alejemos de la ciudad —dijo Garion—. Hay un campo de
prácticas cerca del palacio, pero allí habrá otros caballeros, y aunque no es mi

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intención ofenderte, todos solemos ser bastante torpes con la lanza cuando
empezamos a usarla. Se supone que somos grandes caballeros, y no debemos permitir
que se enteren de que eres un completo inepto.
—Gracias —dijo Zakath con sequedad.
—¿Prefieres hacer el ridículo en público?
—Creo que no.
—Entonces hagamos las cosas a mi manera.
Salieron de la ciudad y se dirigieron a unos prados situados a escasos kilómetros
de distancia.
—Tienes dos escudos —observó Zakath—. ¿Es lo habitual?
—El otro es para nuestro contrincante.
—¿Contrincante ?
—Seguramente un árbol o un tronco. Necesitamos un objetivo —Garion tiró de
las riendas—. Ahora bien —comenzó—, vamos a participar en un torneo formal. No
se trata de matar a nadie, ya que eso es considerado de mala educación. Es probable
que usemos lanzas romas, lo cual ayudará a evitar accidentes mortales.
—Pero a veces hay muertos, ¿verdad?
—No es extraño que suceda. El propósito de un torneo formal es derribar al
contrincante del caballo. Corres hacia él y diriges tu lanza al centro de su escudo.
—Supongo que mientras tanto él hará lo mismo.
—Exactamente.
—Tengo la impresión de que será doloroso.
—Lo será. Después de unos pases, tendrás magulladuras de la cabeza a los pies.
—¿Y hacen eso para entretenerse?
—No sólo para eso. También es una forma de competición y lo hacen para
comprobar quién es el mejor.
—Eso sí puedo entenderlo.
—Sabía que la idea te gustaría.
Amarraron el escudo extra a una rama baja y flexible de un cedro.
—Ésta es la altura adecuada —dijo Garion—. Yo haré el primer par de pases.
Mírame atentamente y luego lo intentarás tú.
Garion se había vuelto bastante diestro con la lanza y dio de lleno en el escudo en
los dos pases.
—¿Por qué te incorporas en el último segundo? —preguntó Zakath.
—Más que incorporarte debes inclinarte hacia adelante, para sostenerte sobre los
estribos. De ese modo el peso del caballo se suma al tuyo.
—Muy ingenioso. Ahora déjame intentarlo.
En su primer intento, Zakath no alcanzó a tocar el escudo.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —preguntó.

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—Al incorporarte e inclinarte hacia adelante, has bajado la punta de la lanza.
Tienes que afinar la puntería.
—Oh, ya veo. Déjame probar otra vez. —En el pase siguiente, el emperador
asestó semejante golpe al escudo que lo hizo girar en círculos bajo la rama—. ¿Está
mejor? —preguntó.
Garion negó con la cabeza.
—Habrías matado a tu contrincante. Si golpeas la parte superior del escudo de ese
modo, la lanza se inclina hacia arriba y entra de lleno en la visera. Le habrías roto el
cuello.
—Lo intentaré otra vez.
Al mediodía, Zakath había hecho considerables progresos.
—Ya es suficiente por hoy —dijo Garion—. Empieza a hacer calor.
—Yo estoy bien —protestó Zakath.
—Pensaba en tu caballo.
—Oh, está un poco sudado, ¿verdad?
—Más que un poco. Además, comienzo a sentir hambre.
El día del torneo amaneció claro y soleado. Los ciudadanos de Dal Perivor,
vestidos con coloridos trajes, atestaban las calles de la ciudad en dirección al campo
donde se llevaría a cabo el torneo.
—Acaba de ocurrírseme una idea —le dijo Garion a Zakath cuando abandonaban
el palacio—. Ni tú ni yo estamos realmente interesados en ganar el torneo, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Tenemos algo mucho más importante que hacer y sería un problema que nos
rompieran unos huesos. Creo que deberíamos hacer unos cuantos pases, derribar a
algunos caballeros y luego dejarnos arrojar del caballo. De ese modo, habremos
salvado el honor sin arriesgarnos a sufrir heridas graves.
—¿Estás sugiriendo que perdamos deliberadamente? —preguntó Zakath
incrédulo.
—Algo así.
—Nunca he perdido una contienda en toda mi vida.
—Cada día te pareces más a Mandorallen —suspiró Garion.
—Además —continuó Zakath—, creo que has olvidado algo. Se supone que
somos poderosos guerreros comprometidos en una noble misión. Si no hacemos todo
lo posible por ganar, Naradas le llenará la cabeza al rey con todo tipo de sospechas e
insinuaciones. Si ganamos, por otra parte, lo habremos fastidiado.
—¿Si ganamos? —rió Garion—. Has aprendido con mucha rapidez durante esta
semana, pero nos enfrentaremos a caballeros que llevan toda una vida de prácticas.
No creo que corramos muchos riesgos de ganar.
—A no ser que empleemos alguna artimaña —sugirió Zakath con astucia.

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—¿A qué te refieres?
—Si ganamos el torneo, el rey nos concederá cualquier cosa, ¿verdad?
—Suele ser así.
—¿No crees que estaría encantado en mostrarle ese mapa a Belgarath? Estoy
seguro de que sabe dónde encontrarlo o que puede obligar a Naradas a dárselo.
—Supongo que tienes razón.
—Bueno, tú eres un hechicero, y podrías conseguir que ganáramos.
—Eso es trampa.
—Eres muy incoherente, Garion. Hace un momento sugeriste que nos
arrojáramos deliberadamente de los caballos, ¿no habría sido trampa? Te diré una
cosa, amigo mío: yo soy el emperador de Mallorea y te concedo permiso para hacer
trampas. Ahora, ¿puedes hacerlo?
Garion reflexionó un momento y entonces recordó algo.
—¿Recuerdas que te conté que en una ocasión tuve que detener una guerra para
que Mandorallen y Nerina se casaran?
—Sí.
—Bueno, así es como lo hice: la mayoría de las lanzas se rompen tarde o
temprano. Cuando el torneo termine, la palestra estará llena de astillas. El día que
detuve esa guerra, sin embargo, mi lanza no se rompió, pues la rodeé de una enorme
fuerza. Fue muy efectivo. Aquel día ningún caballero, ni siquiera los mejores de
Mimbre, lograron mantenerse en sus caballos.
—Creí que habías desatado una tormenta.
—Eso fue después. Los dos ejércitos estaban a punto de enfrentarse en un campo.
Ni siquiera los mimbranos se atreven a correr por un campo donde los rayos están
abriendo agujeros en la tierra. No son tan estúpidos.
—Has tenido una carrera extraordinaria, mi querido amigo —rió Zakath.
—Ese día me divertí mucho —admitió Garion—. Un hombre no suele tener
muchas oportunidades en la vida de burlarse de dos ejércitos enteros. Sin embargo,
más tarde tuve muchos problemas. Cuando uno manipula el tiempo nunca puede
calcular las consecuencias. Belgarath y Beldin se pasaron los seis meses siguientes
recorriendo el mundo para arreglar la situación. El abuelo estaba muy enfadado
conmigo. Me dedicó todo tipo de insultos, entre los cuales «estúpido» fue el más
suave.
—¿Qué es esa «palestra» que has mencionado?
—Clavan postes en el suelo y les amarran largas y pesadas varas en la parte
superior. El poste llega a la altura del hombro de un jinete. Los caballeros que
compiten en el torneo cabalgan unos hacia otros desde los dos extremos de la vara,
según creo, para evitar que los caballos choquen entre sí. Un buen caballo cuesta
mucho dinero. Ah, eso me recuerda que contaremos con ventaja, pues nuestros

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caballos son más grandes y fuertes que los locales.
—Es verdad. Sin embargo, me sentiré más cómodo si haces trampa.
—Yo también. Si hiciéramos esto de forma legítima, es probable que
obtuviéramos tantas magulladuras que no podríamos salir de la cama por una semana,
y tenemos que asistir a una cita..., si es que algún día descubrimos dónde.
El campo del torneo estaba decorado con brillantes guirnaldas de colores y
ondulantes estandartes. Habían erigido una tribuna para el rey, las damas de la corte y
los nobles demasiado viejos para participar en la competición. La plebe observaba el
campo con interés desde el otro lado de la palestra. Un par de bufones con llamativos
atuendos entretenía a la multitud mientras los caballeros concluían los preparativos. A
cada extremo de la palestra se alzaban grandes tiendas con rayas de intensos colores:
en unas se repararían las armaduras de los caballeros y en las otras se atendería a los
heridos, pues los gemidos y aspavientos de los vencidos podrían empañar el divertido
festejo.
—Volveré enseguida —le dijo Garion a su amigo—. Quiero hablar un momento
con el abuelo.
Desmontó y caminó sobre la lozana hierba en dirección al sitio donde estaba
sentado Belgarath. El anciano, vestido con una túnica blanca, parecía de pésimo
humor.
—Estás muy elegante —dijo Garion.
—Alguien ha querido gastarme una broma pesada —dijo Belgarath.
—Tus años se reflejan con absoluta claridad en tu rostro, viejo amigo —dijo con
descaro Seda, que estaba sentado detrás de él—, y la gente siente la necesidad
instintiva de darte un aspecto lo más digno posible.
—¿Quieres parar de una vez? ¿Qué ocurre, Garion?
—Zakath y yo vamos a hacer trampa. Si ganamos, el rey nos concederá un
deseo... como permitirte ver el mapa.
—Es cierto. Creo que podría funcionar.
—¿Cómo se puede hacer trampas en un torneo? —preguntó Seda.
—Hay formas de hacerlo.
—¿Estás seguro de que ganarás?
—Casi puedo garantizártelo.
Seda se incorporó de un salto.
—¿Adonde vas? —le preguntó Belgarath.
—Quiero hacer algunas apuestas —respondió el hombrecillo mientras se alejaba
a toda prisa.
—Nunca cambiará —dijo Belgarath.
—Sin embargo, hay un problema. Naradas está allí. Él es grolim y sabe lo que
hacemos. Por favor, intenta controlarlo. No quiero que interfiera en mis planes en un

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momento crucial.
—Yo me ocuparé de él —dijo Belgarath con voz taciturna—. Ahora vete y haz
las cosas lo mejor que puedas, pero ten cuidado.
—Sí, abuelo.
Garion se giró y volvió a donde Zakath lo esperaba con los caballos.
—Entraremos en segundo o tercer lugar —dijo Garion—. Según la tradición, los
ganadores de los torneos anteriores luchan primero. De ese modo actuaremos con la
debida modestia y mientras tanto tú podrás estudiar la forma de entrar a la palestra.
—Miró a su alrededor—. Tendremos que entregar nuestras lanzas antes de que
empiece el combate y entonces nos entregarán aquellas sin punta que están en ese
armero. Yo me ocuparé de ellas en cuanto nos las entreguen.
—Eres un joven astuto, Garion. ¿Qué está haciendo Seda? Corre de un extremo al
otro de las tribunas como un ratero en plena faena.
—En cuanto se enteró de lo que estábamos planeando, se fue a hacer unas
apuestas.
Zakath soltó una carcajada.
—Ojalá lo hubiera sabido —dijo—. Le habría dado dinero para que apostara por
mí.
—Luego habrías tenido dificultades para recuperarlo.
Su anfitrión, el barón Astellig, fue arrojado del caballo en el segundo pase.
—¿Estará bien? —preguntó Zakath, preocupado.
—Todavía se mueve —dijo Garion—. Es probable que se haya roto una pierna.
—Al menos no tendremos que luchar con él. Odio herir a los amigos. Aunque,
por supuesto, no tengo muchos.
—Quizá tengas más de los que crees, Zakath.
Después del tercer pase de la primera cuadrilla, Zakath preguntó:
—¿Alguna vez has estudiado esgrima, Garion?
—Los alorns no usamos espadas livianas, Zakath. A excepción de los algarios.
—Ya lo sé, pero la teoría es similar. Si giras la muñeca o el codo en el último
instante, puedes obligar a tu contrincante a desviar la lanza. Luego, cuando la lanza
esté fuera de posición, afinas la puntería y le asestas un golpe en el escudo. Entonces
estaría perdido, ¿no crees?
—Es muy poco ortodoxo —dijo Garion con tono dubitativo tras reflexionar unos
instantes.
—La hechicería también lo es. ¿Crees que podría funcionar?
—Zakath, nos darán una lanza de cinco metros que pesa casi un kilo por metro.
Habría que tener brazos de gorila para moverla con tanta rapidez.
—No lo creo. No es necesario moverla de delante atrás. Con un golpe bastará.
¿Puedo intentarlo?

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—Ha sido idea tuya. Yo estaré aquí para recoger tus restos si no da resultado.
—Sabía que podía contar contigo —respondió Zakath con la voz cargada de un
entusiasmo casi infantil.
—¡Oh, por todos los dioses! —murmuró Garion con desesperación.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Zakath.
—No, supongo que no. Adelante, si crees que debes hacerlo, inténtalo.
—¿Qué podría pasar? De todos modos no pueden hacerme daño, ¿verdad?
—No puedo asegurártelo. ¿Ves a aquel hombre? —añadió y señaló a un caballero
que acababa de ser derribado y había caído de espaldas sobre el poste central de la
palestra, entre trozos de armadura que saltaban en todas las direcciones.
—No está herido de gravedad, ¿verdad?
—Aún se mueve un poco, pero necesitará que un herrero lo saque de la armadura
antes de que los médicos puedan ocuparse de él.
—Sigo creyendo que funcionará —dijo Zakath con obstinación.
—Si no fuera así, te prometo que te celebraremos un espléndido funeral. De
acuerdo, ya es nuestro turno. Vayamos a buscar las lanzas.
Las lanzas tenían la punta cubierta con varias capas de lana de oveja sostenida
firmemente con un trozo de lona. Sin embargo, Garion sabía que aquella bola
acolchada de apariencia inofensiva podría arrojar a un hombre del caballo con terrible
fuerza, pues no era el impacto de la lanza lo que producía fracturas de huesos, sino el
contacto violento con el suelo. Cuando llegó el momento de hacer uso de su poder,
Garion estaba un poco distraído y la mejor expresión que pudo hallar fue: «Que así
sea».
Al principio, las cosas no salieron según sus planes. El primer contrincante cayó
del caballo un metro antes de que la lanza de Garion pudiera alcanzarlo. Entonces el
joven rey ajustó el aura de fuerza que rodeaba las lanzas. Luego Garion se sorprendió
al descubrir que la técnica de Zakath resultaba infalible. Un simple e imperceptible
giro de su antebrazo desviaba la lanza del contrincante, permitiendo que su propia
lanza roma chocara directamente contra el escudo del caballero. El siguiente hombre
voló por los aires, despedido a gran distancia de su caballo, y cayó en el suelo con el
mismo estrépito que podría causar una herrería al derrumbarse. A continuación,
ambos caballeros fueron retirados inconscientes del campo.
Fue un mal día para el orgullo de Perivor. Una vez que adquirieron experiencia
con sus «perfeccionadas» armas, el rey de Riva y el emperador de Mallorea
devastaron las filas de los caballeros, llenando los dispensarios de cuadrillas enteras
de gimientes heridos. Fue mucho más que una simple derrota y pronto degeneró en
una verdadera catástrofe. Por fin, a pesar de la característica impulsividad mimbrana,
los caballeros de Perivor, cuando se dieron cuenta de que se encontraban ante un par
de hombres invencibles, se reunieron a conferenciar y resolvieron rendirse.

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—¡Qué pena! —dijo Zakath acongojado—. Justo cuando empezaba a divertirme.
Garion decidió hacer caso omiso de aquel comentario. Más tarde, cuando los dos
se dirigían a la tribuna a ofrecer el tradicional saludo al rey, Naradas salió a su
encuentro con una sonrisa hipócrita en los labios.
—Felicitaciones, caballeros —dijo—. Estáis dotados de gran destreza y
extraordinaria habilidad. Merecéis los laureles del torneo. Supongo que habréis oído
hablar del glorioso premio reservado a los campeones del torneo.
—No —dijo Garion con firmeza—, no sabemos nada al respecto.
—Habéis participado en el torneo para obtener el honor de enfrentaros a una
importuna bestia que amenaza la paz de nuestro hermoso reino.
—¿Qué tipo de bestia? —preguntó Garion con desconfianza.
—Pues un dragón, por supuesto, caballero.

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Capítulo 14
—¿Ha vuelto a engañarnos, ¿verdad? —gruñó Beldin después del torneo, cuando
regresaban a sus aposentos—. Ojos Blancos comienza a ponerme nervioso. Creo que
tomaré medidas al respecto.
—Harías demasiado ruido —dijo Belgarath—. La gente del lugar no es
enteramente mimbrana. —Se volvió hacia Cyradis—. El uso de la hechicería produce
cierto ruido —dijo.
—Sí —respondió ella—, lo sé.
—¿Tú puedes oírlo? —La vidente asintió en silencio—. ¿Y los demás dalasianos
de la isla también?
—Sí, venerable Belgarath.
—¿Y qué hay de estos falsos mimbranos? Tienen sangre dalasiana. ¿Es probable
que algunos también puedan oírlo?
—Así es.
—Abuelo —dijo Garion preocupado—, ¿eso significa que la mitad de los
asistentes al torneo saben lo que hice con las lanzas?
—No. Con semejante multitud, no pueden haberte oído.
—No sabía que eso tuviera nada que ver.
—Por supuesto que sí.
—Bien —dijo Seda con firmeza—, yo no usaré hechicería y puedo aseguraros
que no haré ningún ruido.
—Pero dejarás pruebas, Kheldar —señaló Sadi—, y puesto que somos los únicos
extraños en el palacio, si encuentran a Naradas con una de tus dagas clavada en la
espalda podrían empezar a hacer preguntas incómodas. ¿Por qué no me dejáis
ocuparme de este asunto? Yo puedo hacer que todo parezca mucho más natural.
—Estás hablando de un asesinato a sangre fría, Sadi —lo acusó Durnik.
—Tu sensibilidad me conmueve, Durnik —respondió el eunuco—, pero Naradas
ya nos ha engañado dos veces, y cada vez que lo hace, nos retrasa más. Tenemos que
sacarlo del medio.
—Tiene razón, Durnik —señaló Belgarath.
—¿Zith? —le preguntó Velvet a Sadi.
—Nunca dejaría a su prole —respondió el eunuco sacudiendo la cabeza—, ni por
el placer de morder a alguien. Sin embargo, conozco otros métodos igual de
efectivos. Tal vez no sean tan rápidos, pero cumplirán su cometido.
—Zakath y yo aún tenemos que enfrentarnos con Zandramas —dijo Garion con
tristeza—, y esta vez tendremos que hacerlo solos. Todo por ese estúpido torneo.
—No se trata de Zandramas —dijo Velvet—. Mientras vosotros os lucíais con
vuestra brillante actuación, Ce'Nedra y yo conversamos con las jóvenes de la corte.

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Nos dijeron que esta temible bestia aparece de vez en cuando desde hace siglos, y las
actividades de Zandramas comenzaron hace apenas una década, ¿verdad? Creo que el
dragón contra el cual tendréis que luchar será el verdadero.
—No estoy tan segura, Liselle —replicó Polgara—. Zandramas puede asumir la
forma de ese dragón cuantas veces quiera. Quizás el verdadero esté durmiendo en su
madriguera, mientras Zandramas aterroriza a la población..., todo como parte del plan
para obligarnos a luchar antes de llegar al lugar del encuentro.
—Sabré si es ella en cuanto vea al dragón —dijo Garion.
—¿Por qué? —preguntó Zakath.
—La primera vez que nos enfrentamos, le corté más de un metro de la cola. Si al
dragón que encontremos le falta un trozo de cola, sabremos que es Zandramas.
—¿Es imprescindible que vayamos a la celebración de esta noche? —preguntó
Beldin.
—Es lo que esperan de nosotros, tío —respondió tía Pol.
—Pero no tengo nada que ponerme, ¿sabes? —dijo con picardía, volviendo a usar
la voz de Feldegast.
—Ya nos ocuparemos de eso —respondió ella con tono amenazador.
Los preparativos para la fiesta de aquella noche habían durado semanas enteras.
Era el gran final del torneo e incluía bailes, en los que Zakath y Garion, todavía
vestidos con armadura, no podían participar, un banquete, del que la prohibición de
sacarse la visera les impedía disfrutar, y gran cantidad de floridos brindis por «los
poderosos campeones que han traído gloria a nuestra remota isla con su sola
presencia». Los nobles de la corte del rey Oldorin parecían competir entre sí para
dedicar la alabanza más exagerada a Garion y Zakath.
—¿Cuánto tiempo durará esto? —le preguntó Zakath a Garion en un murmullo.
—Horas.
—Temía que dijeras algo así. Aquí vienen las damas.
Polgara, flanqueada por Ce'Nedra y Velvet, entró a la sala del trono como si fuera
su dueña. Curiosamente —o tal vez no—, Cyradis no estaba con ellas. Polgara vestía
una túnica de terciopelo azul con ribetes plateados y, como siempre que se vestía de
aquel color, tenía un aspecto imponente. Ce'Nedra llevaba un vestido color crema,
muy similar a su traje de novia, aunque sin las perlas que habían adornado aquél. Su
espléndida cabellera cobriza caía sobre un hombro en una cascada de rizos. Velvet,
por su parte, llevaba un vestido de raso color lavanda. Varios jóvenes caballeros de
Perivor, aquellos que aún podían andar después del torneo, quedaron prendados de su
belleza.
—Creo que ha llegado la hora de hacer unas enigmáticas presentaciones —le
anunció Garion a Zakath en un murmullo.
Con la excusa de mantener el anonimato, las damas habían permanecido en sus

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aposentos desde su llegada. Garion se unió a ellas y las escoltó hasta el trono.
—Majestad —le dijo al rey Oldorin con una pequeña reverencia—, aunque, a
causa de nuestra necesidad de discreción no podré revelaros sus lugares de origen,
sería una descortesía por mi parte, tanto hacia vos como hacia las damas, no
presentarlas. Por lo tanto, tengo el honor de presentaros a su excelencia la duquesa de
Erat.
Era una revelación bastante prudente, pues en aquel confín del mundo nadie
sabría donde estaba Erat.
Polgara hizo una elegante reverencia.
—Majestad —saludó con su voz modulada.
El rey se apresuró a incorporarse.
—Excelencia —respondió con una solemne reverencia—, vuestra presencia
ilumina mi modesto palacio.
—Majestad —continuó Garion—, su Alteza la princesa Xera. —Ce'Nedra lo miró
fijamente—. Tu verdadero nombre es demasiado conocido —le dijo en un murmullo.
Ce'Nedra recuperó la compostura de inmediato.
—Majestad —dijo con una reverencia tan elegante como la de Polgara.
Después de todo, una joven educada en un palacio tenía que haber aprendido
algo.
—Alteza —respondió el rey—. Vuestra belleza me deja sin habla.
—¿No es encantador? —murmuró Ce'Nedra.
—Y por fin, Majestad —concluyó Garion—, la margravina de Turia —dijo
inventándose el nombre en ese mismo momento.
—Majestad —saludó Velvet con una pequeña reverencia, y cuando se incorporó
su sonrisa marcaba claramente los dos hoyuelos de su rostro.
—Mi señora —balbuceó el rey con otra reverencia—, vuestra sonrisa ha
paralizado mi corazón. —Luego miró alrededor con cierta perplejidad—. Creo
recordar que había otra dama entre vuestros acompañantes, caballero —le dijo a
Garion.
—Una pobre joven ciega, Majestad —intervino Polgara—, que se ha unido a
nosotros desde hace muy poco. Mucho me temo que una persona acostumbrada a
vivir en perpetua oscuridad no podría disfrutar de los entretenimientos de la corte.
Ella está bajo la protección de un hombre corpulento de nuestro grupo, un fiel criado
de la familia que la ha guiado y protegido desde el triste momento en que la luz del
día abandonó para siempre sus ojos.
Dos grandes lágrimas de compasión se deslizaron por las mejillas del rey. No
cabía duda que los arendianos, incluso aquellos que habían emigrado a otras tierras,
eran muy sentimentales.
En ese momento llegaron los demás compañeros de Garion y el joven se alegró

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de que la visera del casco ocultara su sonrisa. La cara de Beldin tenía un aspecto más
lúgubre que una nube de tormenta. Se había lavado y peinado la barba y el pelo, y
llevaba una túnica azul similar a la blanca de Belgarath. Garion prosiguió con
presentaciones tan falsas como las anteriores.
—Y éste, Majestad —concluyó— es el maestro Feldegast, un bufón de gran
talento cuyas curiosas bromas alivian el cansancio de nuestros largos viajes.
Beldin lo miró con una mueca de disgusto y luego saludó al rey con una
reverencia.
—Ah, Majestad. Me siento abrumado por el esplendor de vuestra ciudad y por
vuestro magnífico palacio. No tienen nada que envidiar a Tol Honeth, Mal Zeth e
incluso Melcena, donde he estado en el transcurso de mis viajes, demostrando mis
asombrosos talentos.
—Maestro Feldegast —dijo el rey con una amplia sonrisa—, en un mundo tan
lleno de dolor, los hombres como vos son pocos y preciados.
—Ah, ¿no es maravilloso que lo reconozcáis, Majestad?
Luego, una vez cumplidas las formalidades, Garion y los demás se unieron al
resto de los invitados. Entonces una mujer se acercó a Garion y a Zakath con
expresión decidida.
—Sois los más gloriosos caballeros de la historia, señores —los saludó con una
reverencia—, y la noble posición de vuestros compañeros revelan mejor que las
palabras que también sois hombres de alta alcurnia, tal vez incluso reyes. ¿Acaso
estáis prometido, caballero? —le preguntó a Garion con una mirada ardiente.
Garion supo que estaba ante otra repetición.
—Casado, mi señora —respondió.
Por fortuna, esta vez sabía como manejar la situación.
—Ah —dijo con evidente decepción y luego se volvió hacia Zakath—. ¿Y vos,
mi señor? ¿Estáis casado o quizá prometido?
—No, mi señora —respondió Zakath con perplejidad.
Los ojos de la dama se iluminaron y Garion consideró que era el momento de
intervenir.
—Es hora de que toméis otra dosis de esa horrible pócima, amigo mío.
—¿Pócima? —preguntó Zakath con asombro.
—Según veo, vuestra enfermedad progresa —dijo Garion con fingida compasión
—. Mucho me temo que estos olvidos vuestros sean sólo los signos preliminares de
los síntomas más violentos que sin duda aparecerán. Ruego a los siete dioses que
podamos acabar nuestra misión antes de que vuestra locura hereditaria, maldición de
vuestra familia, se haya apoderado por completo de vos.
La joven de aspecto decidido retrocedió, con los ojos desorbitados de terror.
—¿De qué diablos hablas, Garion? —murmuró Zakath.

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—Ya he pasado por esto en otras ocasiones. Esa joven estaba buscando un
marido.
—Eso es absurdo.
—Para ella no.
En ese momento comenzó la danza, y los dos amigos se apartaron a mirar.
—Es un pasatiempo estúpido, ¿no crees? —observó Zakath—. Nunca he
comprendido por qué hay hombres sensatos que pierden tiempo haciendo algo así.
—Porque a las damas les encanta bailar —respondió Garion—. Aún no he
conocido a ninguna a la que le disguste hacerlo. Creo que lo llevan en la sangre. —
Miró hacia el trono y vio que el rey Oldorin estaba solo. Sentado en el trono, movía
un pie al ritmo de la música—. Vayamos a buscar a Belgarath y luego a hablar con el
rey. Podría ser un buen momento para preguntarle por el mapa.
Belgarath estaba recostado sobre uno de los contrafuertes, observando a los
bailarines con una expresión de profundo aburrimiento en la cara.
—Abuelo —le dijo Garion—, el rey está solo en este momento. ¿Por qué no
vamos a preguntarle por el mapa?
—Buena idea. Esta fiesta puede durar hasta bien entrada la noche, así que no
tendremos oportunidad de pedirle una audiencia privada.
Se aproximaron al trono y saludaron con una reverencia.
—¿Podríamos hablar un momento con vos, Majestad? —preguntó Garion.
—Por supuesto, mi señor. Vos y vuestro compañero sois mis campeones y sería
una grosería de mi parte no prestaros la debida atención. ¿Cuál es el asunto que os
preocupa?
—Es sólo una pequeñez, Majestad. El maestro Garath —Garion le había quitado
el «Bel» al hacer las presentaciones—, como ya os había dicho antes, es mi más
antiguo consejero y ha guiado mis pasos desde mi más tierna infancia. Además, es un
erudito distinguido y desde hace un tiempo se interesa por el estudio de la geografía.
Ahora bien, hay una vieja disputa entre los geógrafos acerca de la configuración del
mundo en la antigüedad. Quiso el azar que el maestro Garath oyera hablar de un
antiquísimo mapa que, según le aseguró su informador, se encuentra en Perivor.
Movido por una imperiosa curiosidad, el maestro Garath me ha rogado que os
preguntara si sabéis si ese mapa aún existe, y en tal caso, si tendríais a bien
concederle permiso para examinarlo.
—Por supuesto, maestro Garath —respondió el rey—, puedo aseguraros que
vuestro informante no se ha equivocado. El mapa que buscáis es una de nuestras más
preciadas reliquias, pues es el mismo que guió a nuestros ancestros a estas costas
miles de años atrás. En cuanto me sea posible, tendré el honor de llevaros ante él para
que podáis proseguir con vuestros estudios.
En ese momento, Naradas salió de detrás de la cortina púrpura situada junto al

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respaldo del trono.
—Me temo que habrá poco tiempo para estudios por ahora, Majestad —dijo con
presunción—. Perdonadme, mi rey, pero no he podido evitar oír vuestro último
comentario mientras me aproximaba a traeros terribles noticias. Un mensajero ha
llegado del este para informarnos que el malvado dragón ha atacado la aldea de Dal
Esta, a escasos quince kilómetros de aquí. Esta bestia es impredecible y podría
ocultarse en el bosque durante días antes de salir afuera otra vez. Sin embargo, he
pensado que quizás este trágico incidente pueda resultar ventajoso para nosotros. Es
el momento de atacar. ¿Qué mejor oportunidad que ésta para que nuestros dos
valientes caballeros salgan en su busca y nos liberen para siempre de este estorbo?
Además, como veo que ambos confían ciegamente en el consejo de este anciano, creo
que sería conveniente que él los acompañara para guiarlos.
—Bien dicho, Erezel —asintió con entusiasmo el estúpido rey—. Temía que esa
bestia permaneciera escondida durante semanas, pero ahora todo habrá acabado en
una noche. Que la suerte os acompañe, campeones y maestro Garath. Liberad a mi
reino de este dragón y no os denegaré nada de lo que me pidáis.
—Vuestro feliz descubrimiento ha sido muy oportuno, maestro Erezel —dijo
Belgarath, y aunque sus palabras parecieron amistosas, Garion conocía lo bastante
bien a su abuelo para reconocer su doble sentido—. Como ya ha dicho Su Majestad,
nos habéis ahorrado mucho tiempo esta noche. En cuanto tenga un momento, buscaré
una forma de demostraros mi agradecimiento.
Naradas retrocedió unos pasos y una expresión aprensiva se dibujó en su rostro.
—No necesitáis agradecérmelo, maestro Garath —dijo—. Me limito a cumplir
con mi obligación para con mi rey y su reino.
—Ah, sí —dijo Belgarath—, la obligación. Todos tenemos obligaciones,
¿verdad? Saludad a la Niña de las Tinieblas de mi parte la próxima vez que la
invoquéis y avisadle que, tal como está previsto, volveremos a encontrarnos.
Con esas palabras se giró, seguido de cerca por Garion y Zakath, se abrió paso
entre los bailarines y salió de la sala del trono. Mientras estaba rodeado de extraños,
el anciano se había esforzado por mantener una expresión indiferente, pero en cuanto
llegaron al pasillo desierto, comenzó a maldecir con furia.
—¡Estaba a punto de conseguir ese mapa! —exclamó—. Naradas se ha vuelto a
burlar de mí.
—¿Quieres que vuelva a buscar a los demás? —preguntó Garion.
—No. Querrán venir y acabaremos discutiendo. Será mejor que les dejemos una
nota.
—¿Otra vez?
—Las repeticiones se vuelven cada vez más frecuentes, ¿no es cierto?
—Esperemos que tía Pol no reaccione como la última vez.

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—¿A qué os referís? —preguntó Zakath.
—Seda, el abuelo y yo nos escapamos de Riva para ir a encontrarnos con Torak
—explicó Garion—. Entonces dejamos una nota, pero tía Pol no lo tomó muy bien.
Según tengo entendido, abundaron toda clase de maldiciones y de explosiones.
—¿Polgara? Pero si es la educación personificada.
—No te engañes, Zakath —le dijo Belgarath—. Pol tiene un genio terrible cuando
las cosas no salen como ella espera.
—Debe de ser un problema de familia —dijo Zakath con delicadeza.
—Muy gracioso. Bueno, ahora id al establo, decidle a los mozos que ensillen los
caballos y averiguad dónde está esa aldea. Antes de irnos, quiero hablar un momento
con Cyradis. Me reuniré con vosotros en el patio dentro de algunos minutos.
Diez minutos después, se montaron a los caballos. Garion y Zakath cogieron sus
lanzas del armero situado en la pared del establo y los tres cabalgaron fuera del
palacio.
—¿Has tenido suerte con Cyradis? —le preguntó Garion a Belgarath.
—Un poco. Me ha dicho que el dragón que está allí no es Zandramas.
—¿Entonces es el verdadero?
—Tal vez. A partir de ahí se volvió misteriosa y dijo que hay otro espíritu
influyendo en el dragón. Eso quiere decir que ambos deberéis tener mucho cuidado.
El dragón es muy estúpido, pero si lo guía un espíritu, podría volverse más
perceptivo.
Una sombra emergió desde una calle lateral. Era la loba.
—¿Qué tal estás, pequeña hermana? —la saludó Garion con formalidad,
recordando en el último momento que no debía llamarla «abuela».
—Estoy bien —respondió ella—. Veo que vais de caza, así que os acompañaré.
—Debo advertirte que la criatura que buscamos no puede comerse.
—Yo no cazo sólo para comer.
—Entonces nos sentiremos honrados con tu compañía.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Zakath.
—Quiere venir con nosotros.
—¿Le has advertido que podría ser peligroso?
—Creo que ya lo sabe.
—Como quiera —dijo Belgarath encogiéndose de hombros—. Es inútil intentar
explicarle a un lobo lo que debe hacer.
Atravesaron las puertas de la ciudad y tomaron el camino que uno de los mozos le
había indicado a Garion.
—Me ha dicho que está a unos doce kilómetros de aquí —observó Garion.
Belgarath escudriñó el cielo de la noche.
—Bien —dijo—, hay luna llena. Iremos al galope hasta un kilómetro antes de

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llegar a la aldea.
—¿Cómo sabremos que estamos cerca? —preguntó Zakath.
—Lo sabremos —respondió Belgarath con aire sombrío—. Habrá muchos
incendios.
—¿No será verdad que arrojan fuego por la boca?
—Sí, lo hacen. Vosotros dos lleváis armaduras, así que estaréis algo más
protegidos. Sus flancos y su vientre son un poco más blandos que su espalda, de
modo que primero deberéis intentar clavarle las lanzas allí y luego lo remataréis con
las espadas. No debemos demorarnos, pues quiero volver al palacio para ver ese
mapa. Adelante.
Una hora después, avistaron un resplandor rojo y Belgarath tiró de las riendas de
su caballo.
—Vayamos con cuidado —dijo—. Debemos descubrir su ubicación exacta antes
de acercarnos.
—Yo iré a investigar —dijo la loba y se internó en la oscuridad.
—Me alegro de que haya venido —observó Belgarath—. Por alguna razón, me
resulta reconfortante tenerla cerca.
La visera de Garion ocultó su sonrisa.
Dal Esta estaba situada en la cumbre de una colina y desde abajo podían ver las
oscuras llamas rojas que se elevaban sobre las casas y los graneros incendiados.
Cabalgaron un trecho colina arriba y encontraron a la loba esperándolos.
—He visto a la criatura que buscamos —anunció—. Ahora mismo está comiendo
al otro lado de la colina donde están las madrigueras de los humanos.
—¿Qué está comiendo? —preguntó Garion con aprensión.
—Una bestia igual a ésa sobre la que estás sentado.
—¿Y bien? —preguntó Zakath.
—El dragón está del otro lado del pueblo —tradujo Belgarath— y en estos
momentos se está comiendo un caballo.
—¿Un caballo? Belgarath, éste no es un buen momento para sorpresas, así que
dime ¿qué tamaño tiene esa criatura?
—El de una casa... aunque sin contar las alas, por supuesto.
Zakath tragó saliva.
—¿No podríamos reconsiderar esta acción? Hasta hace poco no me había
divertido mucho en la vida y me gustaría saborearla un poco más.
—Me temo que estamos obligados a hacerlo —le dijo Garion—. No vuela muy
rápido y tarda bastante en alzar el vuelo. Si lo sorprendemos comiendo, tal vez
podamos matarlo antes de que nos ataque.
Mientras rondaban la colina con cuidado, repararon en los huertos pisoteados y en
los cadáveres de las vacas a medio comer. También había otras criaturas muertas,

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pero Garion evitó mirarlas.
Entonces lo vieron.
—¡Por los dientes de Torak! —exclamó Zakath—. ¡Es más grande que un
elefante!
El dragón sostenía el cadáver de un caballo con las patas delanteras, y más que
comerlo, lo devoraba.
—Intentadlo —dijo Belgarath—. Cuando come suele estar distraído. Pero tened
cuidado y apartaos en cuanto le hayáis clavado las lanzas. Y no permitáis que los
caballos se acerquen, pues los mataría, y no es conveniente enfrentarse con un dragón
a pie. Nuestra pequeña hermana y yo daremos la vuelta y lo atacaremos por la cola.
Es su parte más sensible y podremos distraerlo con unas cuantas dentelladas.
Belgarath desmontó, se alejó un poco de los caballos y se transformó en un
enorme lobo gris.
—Todavía no me acostumbro a verlo —admitió Zakath.
Garion observaba con atención al dragón.
—Observa que tiene las alas levantadas —dijo en voz baja—. Con la cabeza
agachada como ahora, no puede ver nada a su espalda. Tú ve por aquel lado y yo iré
por éste. Cuando estemos en la posición adecuada, yo silbaré y atacaremos. Actúa
con la mayor rapidez posible e intenta colocarte debajo del ala. Clávale la lanza con
todas tus fuerzas y déjala allí. Un par de lanzas clavadas servirán para dificultarle los
movimientos. Una vez que lo hayas conseguido, date la vuelta y aléjate.
—Tienes mucha sangre fría, Garion.
—En estas situaciones es imprescindible tenerla. Si te detienes a pensar, no harás
nada. Nos hemos visto forzados a hacer cosas aún más irracionales, ¿sabes? Buena
suerte.
—Igualmente.
Se separaron y caminaron despacio a cierta distancia del dragón, hasta situarse a
ambos lados de su cuerpo. Zakath clavó su lanza dos veces en el suelo para indicar
que estaba en posición. Garion inspiró hondo y notó que le temblaban las manos.
Intentó borrar cualquier pensamiento de su mente y se concentró en un punto detrás
del hombro del dragón. Entonces emitió un silbido agudo, y él y Zakath atacaron.
Al principio, la estrategia de Garion pareció funcionar bastante bien. Sin
embargo, la piel escamosa del dragón era mucho más dura de lo que esperaban y sus
lanzas no penetraron con la profundidad necesaria. El joven rey hizo girar a
Chretienne y se alejó a todo galope.
El dragón aulló y arrojó una bocanada de fuego mientras intentaba girarse hacia
Garion. Tal como él había previsto, las lanzas clavadas en sus flancos le dificultaban
los movimientos. Luego Belgarath y la loba atacaron, mordiendo y desgarrando con
furia la escamosa cola. El dragón comenzó a agitar con desesperación sus alas

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grandes como velas y levantó vuelo laboriosamente sin dejar de aullar y arrojar fuego
por la boca.
«¡Se escapa!», le dijo Garion a su abuelo con el pensamiento.
«Volverá. Es una bestia muy vengativa.»
Garion pasó junto al caballo muerto y volvió a unirse a Zakath.
—Las heridas que le hemos infligido podrían ser mortales, ¿no crees? —preguntó
el malloreano, esperanzado.
—Yo no contaría con ello —dijo Garion—. Me temo que no le clavamos las
lanzas con suficiente profundidad. Deberíamos habernos alejado unos doscientos
metros para coger más ímpetu. El abuelo dice que seguramente volverá.
«Garion», resonó la voz de Belgarath en su mente, «voy a hacer algo. Dile a
Zakath que no se asuste.»
—Zakath —dijo Garion—. El abuelo va a emplear la hechicería. No te pongas
nervioso.
—¿Qué va a hacer?
—No lo sé. No me lo ha dicho. —Entonces Garion oyó el ruido característico de
la hechicería y el aire cobró un pálido tono azulado.
—Muy colorido —dijo Zakath—. ¿Qué se supone que va a hacer?
Belgarath emergió de la oscuridad con pasos silenciosos.
—Bastante bien —dijo en el lenguaje de los lobos.
—¿De qué se trata? —le preguntó Garion.
—Es una especie de escudo que os protegerá del fuego... al menos en parte.
Podréis chamuscaros un poco, pero no sufriréis ningún daño grave. Sin embargo, no
hace falta que demostréis demasiado valor. Todavía tiene garras y colmillos.
—Es una especie de escudo —le explicó Garion a Zakath—. Debería protegernos
de las llamas.
De repente se oyó un chillido procedente del este y una oscura oleada de fuego
cubrió el cielo.
—¡Prepárate! —exclamó Garion—. ¡Ya vuelve!
El joven ordenó al Orbe que se comportara y desenfundó la espada de Puño de
Hierro. Zakath también desenvainó su corta espada con un zumbido metálico.
—Separémonos —dijo Garion—. Aléjate lo suficiente como para que sólo pueda
atacar a uno por vez. Si se acerca a ti, yo lo sorprenderé por la espalda, y si viene
hacia mí, tú haz lo mismo. Intenta herirle la cola, pues cuando lo hacen se pone
frenético. Sin duda tratará de girarse para protegerla, entonces el que esté frente a ella
podrá clavarle la espada en el cuello.
—De acuerdo —respondió Zakath.
Caminaron en direcciones opuestas, esperando en tensión el ataque del dragón.
Garion notó que las lanzas se habían partido y que sólo dos pequeños fragmentos

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de éstas sobresalían de los flancos del dragón. Por fin la bestia decidió seguir a
Zakath y la fuerza de su ataque lo derribó del caballo. El emperador intentó
incorporarse con torpeza mientras el dragón lo bañaba en llamas.
Una y otra vez luchó por levantarse, pero no podía evitar retroceder
instintivamente ante las oleadas de fuego. Además, la bestia lo sujetaba con sus
garras en forma de rastrillo, impidiéndole incorporarse. El dragón extendió su cabeza
de serpiente y sus mortíferos colmillos chirriaron contra la armadura de Zakath.
Entonces Garion olvidó sus planes. Su amigo necesitaba ayuda urgente, así que
saltó de su caballo y corrió a socorrerlo.
—¡Necesito fuego! —le gritó al Orbe y de inmediato su espada comenzó a
desprender llamaradas azules.
Sabía que Torak había concedido al dragón inmunidad frente a la hechicería
común, pero esperaba que el poder del Orbe pudiera vencerlo. Al llegar junto a
Zakath, que seguía haciendo esfuerzos por levantarse, obligó a retroceder al dragón
asestándole furiosos golpes de espada con las dos manos. La espada de Puño de
Hierro chisporroteaba al tocar la cabeza de la bestia, que aullaba de dolor con cada
nueva estocada. Sin embargo, no parecía dispuesta a huir.
—¡Levántate! —le gritó Garion a Zakath—. ¡Ponte de pie!
Oyó el chasquido metálico de la armadura de su amigo, que intentaba
incorporarse a su espalda. De repente, sin hacer caso del dolor que Garion le causaba,
el dragón lo atrapó entre sus garras y le hizo perder el equilibrio. Garion se tambaleó
y cayó encima de Zakath. Entonces la bestia profirió un chillido triunfal y avanzó
hacia ellos. Garion lanzó desesperadas y torpes estocadas hasta que por fin, con un
silbido chisporroteante, le sacó el ojo izquierdo. Sin dejar de luchar, el joven pensó
que la historia se repetía, pues el Orbe también había destruido el ojo izquierdo de
Torak. Entonces, a pesar del terrible peligro que corrían, supo que vencerían.
El dragón, que había caído hacia atrás, chillaba de rabia y de dolor. Garion
aprovechó la ocasión para incorporarse y ayudar a Zakath.
—¡Ve hacia su izquierda! —le gritó—. Ahora está ciego de ese lado. Yo lo
distraeré mientras tú intentas herirlo en el cuello.
Se separaron y se apresuraron a situarse en las posiciones apropiadas antes de que
el dragón se repusiera. Garion dejó caer su colosal y llameante espada con todas sus
fuerzas e infligió una enorme herida en el hocico de la bestia. La sangre manaba a
borbotones, empapando su armadura, pero el dragón respondió al ataque con una
nueva oleada de fuego. Sin embargo, Garion no hizo caso de las llamas y siguió
hiriéndole la cara. Vio que Zakath le dirigía estocadas con ambas manos al cuello de
serpiente, pero la gruesa piel de escamas superpuestas truncaba sus esfuerzos. Garion
continuó su ataque con la ardiente espada. El tuerto dragón intentó atraparlo entre sus
garras, pero el joven hirió su pata escamosa y estuvo a punto de amputársela. Por fin,

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incapaz de soportar el dolor de sus múltiples heridas, el dragón comenzó a retroceder
despacio y de mala gana.
—¡Sigue el ataque! —le gritó Garion a Zakath—. No le des tiempo a recuperarse.
Los dos hombres obligaron a retroceder a la bestia, turnándose para atacarla.
Cuando Garion arremetía, el dragón se giraba para bañarlo con fuego, y entonces
Zakath asestaba sus golpes en la desprotegida nuca de la bestia. El dragón giraba la
cabeza para contener el ataque y Garion lo hería. Confundido y frustrado por esta
mortífera táctica, el dragón sacudía la cabeza de adelante hacia atrás, y su ardiente
aliento chamuscaba la tierra y los arbustos, en lugar de alcanzar a sus atacantes. Por
fin, al límite de sus fuerzas, comenzó a agitar con desesperación sus alas enormes
como velas en un torpe intento por levantarse.
—¡No pares! —gritó Garion—. ¡Sigue insistiendo! —Los dos amigos
continuaron su salvaje ataque—. ¡Intenta darle en las alas! —exclamó—. ¡No lo dejes
escapar!
Dirigieron su ataque a las alas de la criatura, similares a las de un murciélago, con
la intención de mutilarla e impedir su huida, pero la gruesa piel del dragón truncó sus
esfuerzos. Por fin se alzó pesadamente en el aire, sin dejar de chillar y arrojar fuego
mientras la sangre manaba de sus múltiples heridas, y se alejó hacia el este.
Belgarath, que había recuperado su forma natural, se aproximó a ellos con la cara
pálida de furia.
—¿Estáis locos? —les gritó—. ¡Os dije que tuvierais cuidado!
—Las cosas se nos escaparon de las manos, Belgarath —dijo Zakath, jadeante—.
Hemos hecho todo lo que hemos podido. —Se volvió hacia el rey rivano—. Has
vuelto a salvar mi vida —dijo—. Parece que se ha convertido en un hábito.
—Me pareció lo correcto —respondió Garion mientras se arrojaba al suelo,
exhausto—. Creo que tendremos que perseguirlo. De lo contrario, volverá.
—Oh, no lo creo —dijo la loba—. Tengo mucha experiencia con bestias heridas.
Le clavasteis lanzas, le sacasteis un ojo y lacerasteis su cara y una de sus patas
delanteras con fuego. Regresará a su madriguera y permanecerá allí hasta que se
cure... o hasta que muera.
Garion tradujo las palabras de la loba a Zakath.
—Sin embargo, hay un problema —señaló el emperador de Mallorea con voz
dubitativa—. ¿Cómo vamos a convencer al rey de Perivor de que lo hemos
ahuyentado para siempre? Si lo hubiéramos matado, habríamos cumplido nuestro
compromiso, pero el rey, aconsejado por Naradas, podría pedirnos que nos
quedáramos para asegurarnos de que no volverá.
—Creo que Cyradis tenía razón —dijo—. El dragón no se comportaba como era
de esperar. Cada vez que Garion lo tocaba con la espada se encogía por un momento.
—¿Tú no habrías hecho lo mismo? —le preguntó Zakath.

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—Hay una pequeña diferencia. El dragón no debería sentir el fuego. Es evidente
que alguien lo dirigía..., alguien a quien el Orbe podría dañar. Lo consultaré con
Beldin cuando volvamos. En cuanto recuperéis el aliento, iremos a buscar los
caballos. Quiero volver a Dal Perivor y echar un vistazo a ese mapa.

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Capítulo 15
Regresaron al palacio cerca del amanecer y los sorprendió encontrar a todo el
mundo despierto. Cuando el rey de Riva y el emperador de Mallorea entraron en la
sala del trono, se oyeron innumerables exclamaciones de asombro. La armadura de
Garion estaba tiznada y manchada con la sangre del dragón, el sobreveste de Zakath
chamuscado y su pechera tenía profundas marcas de colmillos. La condición de sus
trajes ofrecía un mudo testimonio de la gravedad de la pelea.
—¡Mis gloriosos campeones! —exclamó el rey mientras los dos amigos entraban
en la sala.
Al principio, Garion creyó que el rey se había apresurado a sacar conclusiones, y
que al verlos regresar vivos, pensaba que habían logrado matar al dragón.
—En todos los años que esta horrible bestia ha estado asolando esta región —dijo
el rey, sin embargo—, nadie había logrado hacerla huir. —Luego, al notar la mirada
perpleja de Belgarath, explicó—: Hace apenas dos horas, vimos al dragón
sobrevolando la ciudad, gimiendo de dolor y miedo.
—¿Hacia dónde se dirigía, Majestad? —preguntó Garion.
—Fue visto por última vez en dirección al mar, caballero, pues como todos
sabemos su madriguera está en el oeste. El castigo que vos y vuestro compañero le
habéis propinado lo ha obligado a huir de este reino. Sin duda buscará refugio en su
madriguera y se lamerá las heridas allí. Ahora, si no os importa, nuestros oídos están
impacientes por escuchar el relato de lo sucedido.
—Dejadme a mí —murmuró Belgarath y dio un paso al frente—. Vuestros dos
campeones, Majestad, son hombres modestos, como corresponde a su nobleza, y sin
duda tendrían reparos en ofreceros una descripción exacta de lo sucedido, por temor a
parecer presuntuosos. Por consiguiente, quizá sea mejor que yo describa la pelea,
para que vuestra Majestad y los miembros de la corte podáis escuchar una versión fiel
de lo sucedido.
—Bien dicho, maestro Garath —respondió el rey—. La humildad es el atributo
esencial de cualquier hombre de noble cuna, pero, como bien habéis dicho, podría
oscurecer la verdad sobre un encuentro como el que habéis presenciado. Os ruego,
entonces que lo relatéis.
—¿Por dónde empiezo? —musitó Belgarath—. Ah, bien, como ya sabéis, el aviso
del maestro Erezel sobre la peligrosa presencia del dragón en la aldea de Dal Esta no
pudo ser más oportuno, de modo que tan pronto como abandonamos esta sala,
montamos nuestros caballos y nos dirigimos a la mencionada aldea. Allí encontramos
colosales fuegos, pruebas fehacientes del ardiente y devastador aliento del dragón,
además de numerosos habitantes y animales aniquilados o parcialmente devorados
por la bestia, para quien todo tipo de carne es comida.

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—Es lastimoso —suspiró el rey.
—Su compasión está muy bien —le dijo Zakath a Garion en un murmullo—, pero
me pregunto si estará dispuesto a ayudar a los aldeanos en la reconstrucción de sus
casas.
—¿Te refieres a devolverles los impuestos después de haberse tomado la molestia
de arrebatárselos? —preguntó Garion con fingido asombro—. ¡Qué sugerencia tan
escandalosa!
—Los caballeros exploraron las cercanías de la aldea con cautela —continuaba
Belgarath—, y pronto localizaron al dragón, que en aquel momento se alimentaba
con una manada de caballos.
—Yo sólo vi uno —murmuró Zakath.
—A veces embellece la realidad para hacer más interesante el relato —respondió
Garion con otro murmullo.
Belgarath comenzaba a entusiasmarse.
—Siguiendo mi consejo —dijo con modestia—, vuestros campeones se
detuvieron a estudiar la situación. De inmediato reparamos en que el dragón
concentraba toda su atención en su espeluznante festín, pues sin duda, a causa de su
tamaño y ferocidad, nunca había tenido razón para temer a nadie. Los campeones se
separaron y caminaron alrededor del dragón en direcciones opuestas, con el fin de
atacarlo por ambos lados y clavarle las lanzas en los flancos. Avanzaron paso a paso,
con extrema cautela, ya que, a pesar de ser los hombres más valientes del mundo, no
son unos insensatos.
En la sala del trono reinaba un silencio absoluto y la corte del rey escuchaba al
anciano con la misma fascinación con que Garion solía hacerlo muchos años atrás, en
la hacienda de Faldor.
—¿No crees que está recargando demasiado la historia? —murmuró Zakath.
—No puede evitarlo —respondió Garion con otro murmullo—. El abuelo es
incapaz de dejar un buen relato librado a sus propios méritos. Siente la imperiosa
necesidad de mejorarlo artísticamente.
Convencido por fin de que había logrado captar toda la atención de su público,
Belgarath comenzó a emplear todos los trucos sutiles del arte narrativo. Cambiaba de
cadencias y a menudo bajaba la voz hasta convertirla en un susurro. Era evidente que
se divertía mucho. Describió el ataque simultáneo al dragón con lujo de detalles.
Habló de la retirada inicial de la bestia, añadiendo gratuitamente un infundado
sentimiento de triunfo en el corazón de los dos caballeros, convencidos, según él, de
que habían matado al dragón con sus lanzas. Aunque esa parte del relato no fuera
enteramente cierta, colaboró a aumentar el suspenso.
—Ojalá hubiera podido presenciar esa pelea —murmuró Zakath—. La nuestra fue
mucho más prosaica.

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Luego el anciano pasó a describir el vengativo regreso del dragón, y con la única
intención de acrecentar el interés del público, exageró enormemente la situación de
peligro de Zakath.
—Y entonces —continuó—, sin preocuparse por su propia vida, su intrépido
compañero se metió en la pelea. Temiendo que su amigo ya hubiera sufrido heridas
mortales y presa de una justificada ira, se arrojó a los dientes de la bestia, dando
furiosas estocadas con su poderosa espada.
—¿Realmente pensabas en esas cosas? —le preguntó Zakath a Garion.
—Más o menos.
—Y entonces —dijo Belgarath—, aunque podría haberse tratado de una ilusión
óptica provocada por la luz procedente de la aldea en llamas, creí ver cómo la espada
del héroe se encendía en llamas. Una y otra vez atacó al dragón y cada una de sus
estocadas era recompensada por ríos de sangre roja e intensos chillidos de dolor. Y
luego, horror de los horrores, un golpe fortuito de las poderosas garras del dragón
hizo perder el equilibrio a nuestro campeón, que tras tambalearse unos instantes cayó
sobre el cuerpo de su compañero, que hacía vanos esfuerzos por levantarse.
Entre la multitud que atestaba la sala del trono se oyeron varios gritos de terror,
aunque la presencia allí de los dos héroes era un claro testimonio de que habían
sobrevivido.
—Admito sin rubor que mi corazón se llenó de sombría desesperación, pero
mientras el salvaje dragón intentaba matar a nuestros campeones, éste, cuyo nombre
no puedo pronunciar, hundió su espada en el ojo de la odiosa bestia. —La sala
retumbó con el estrépito de fervorosos aplausos—. Gimiendo de dolor, el dragón se
tambaleó y cayó hacia atrás. Nuestros campeones aprovecharon la oportunidad para
incorporarse y se desató una colosal batalla.
Belgarath pasó a describir con lujo de detalles al menos diez veces más estocadas
de las que Zakath y Garion habían asestado al dragón.
—Si hubiera usado la espada tantas veces, se me habrían caído los brazos —
murmuró Zakath.
—No tiene importancia —respondió Garion—. Se está divirtiendo en grande.
—Por fin —concluyó Belgarath—, incapaz de soportar un minuto más aquel
feroz castigo, el dragón, que nunca antes había conocido el miedo, se giró y huyó
cobardemente del campo de batalla, para pasar, como ya ha dicho Su Majestad, sobre
esta hermosa ciudad en dirección a su oculta guarida, donde, según creo, el temor que
ha pasado esta noche lo habrá escarmentado más que las heridas recibidas. Majestad,
pienso que esta criatura nunca regresará a vuestro reino, pues por estúpida que sea, no
volverá por propia voluntad al sitio donde le han infligido semejante daño. Y eso,
Majestad, es exactamente lo que ha ocurrido.
—¡Magistral! —exclamó el rey con alegría mientras la corte estallaba en un

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estruendoso aplauso.
Belgarath se volvió, saludó e indicó con un gesto a Garion y a Zakath que lo
imitaran, haciendo gala de gran generosidad al permitirles compartir los halagos.
Los nobles de la corte, varios de ellos con lágrimas en los ojos, se acercaron a
felicitar a los tres hombres, a Garion y Zakath por su heroísmo y a Belgarath por su
magnífica descripción de la batalla. Garion notó que Naradas estaba junto al rey, con
los ojos blancos llenos de odio.
—Preparaos —advirtió Garion a sus amigos—. Naradas está planeando algo.
Cuando el alboroto se calmó, el grolim de los ojos blancos se acercó al frente de
la plataforma.
—Yo también deseo unir mi voz en la alabanza de estos poderosos héroes y de su
brillante consejero. Este reino jamás había visto un trío igual. Sin embargo, creo que
es necesario extremar la prudencia. Mucho me temo que el maestro Garath, recién
llegado del escenario de esa magnífica e inenarrable lucha y comprensiblemente
enfervorizado por lo que allí ha presenciado, podría haber sido demasiado optimista
en su juicio sobre las intenciones del dragón. Sin duda, la mayoría de las criaturas
huirían para siempre de un sitio donde hubieran sufrido semejantes daños, pero esta
despreciable bestia no es una criatura normal. ¿No es más probable que, por lo que
sabemos de ella, la consuman la ira y la sed de venganza? Si ahora estos poderosos
caballeros se marcharan, nuestro hermoso y amado reino quedaría indefenso ante el
peligro de vengativas depredaciones por parte de una criatura carcomida por el odio.
—Sabía que iba a decir algo así —gruñó Zakath.
—La prudencia me obliga, por lo tanto —continuó Naradas— a aconsejar a Su
Majestad y a los miembros de esta corte a meditar con cuidado y no tomar ninguna
decisión apresurada en lo referente a los planes de estos caballeros. Hemos visto que
tal vez sean los dos únicos hombres capaces de enfrentarse al monstruo con
posibilidades de éxito. ¿De qué otros caballeros de este reino podríamos decir lo
mismo con similar grado de certeza?
—Lo que decís podría ser verdad, maestro Erezel —replicó el rey con
sorprendente frialdad—, pero sería una grosería de mi parte retenerlos aquí en vista
de la noble naturaleza de la misión en que están comprometidos. Ya los hemos
demorado demasiado tiempo y nos han rendido suficientes servicios. Exigirles más
sería un signo de extrema ingratitud. Por consiguiente, declaro que mañana será un
día de celebración y agradecimiento en todo el reino, que culminará con un gran
banquete en honor a estos poderosos campeones, a modo de triste despedida. He
notado que el sol ya ha salido y sin duda nuestros campeones estarán cansados por los
rigores del torneo de ayer y por su lucha con el perverso dragón. Este día, por lo
tanto, será un día de preparativos y mañana lo será de júbilo y gratitud. Retirémonos
entonces a nuestras camas a descansar para poder enfrentarnos luego con mayor

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energía a nuestras múltiples actividades.
—Creí que no iba a sugerirlo nunca —dijo Zakath mientras los tres salían de la
abarrotada sala del trono—. Podría dormirme de pie ahora mismo.
—Por favor, no lo hagas —dijo Garion—. Llevas armadura y provocarías un
terrible estrépito al caer al suelo. Estoy tan cansado como tú y no quisiera que me
despertaras.
—Al menos tú tienes con quién dormir.
—Sí, y si cuentas al cachorrillo, tengo dos acompañantes en la cama. Sin
embargo, he notado que los cachorros sienten un irritante interés por los dedos de los
pies de las personas. —Zakath rió—. Abuelo —prosiguió Garion—, hasta ahora el
rey había aceptado servilmente todas las sugerencias de Naradas. ¿Has usado algún
truco para que dejara de hacerlo?
—Puse un par de ideas en su cabeza —admitió Belgarath—. No me gusta hacer
esas cosas, pero esta situación era especial.
Mientras caminaban por el pasillo, Naradas los alcanzó.
—Aún no has ganado, Belgarath —susurró.
—Es probable que no —admitió el anciano con aplomo—, pero tú tampoco,
Naradas, y supongo que Zandramas, de quien sin duda habrás oído hablar, se
enfadará bastante cuando se entere de tu fracaso. Quizá si empiezas a correr ahora
consigas escapar de ella..., al menos por un tiempo.
—Esto no acaba aquí, Belgarath.
—Nunca pensé que fuera a hacerlo, muchacho —dijo Belgarath mientras
palmeaba con desprecio una de las mejillas de Naradas—. Aprovecha a correr ahora
—le aconsejó—, mientras conservas la salud. —Hizo una pausa—. A no ser que
desees enfrentarte conmigo, aunque considerando tu limitado talento, yo te sugeriría
que no lo hicieras. Sin embargo, eso depende de ti.
Naradas miró con asombro al hombre eterno y huyó de allí.
—Me encanta hacerle eso a la gente de su calaña —dijo Belgarath con
presunción.
—Eres un anciano muy perverso, ¿no crees? —dijo Zakath.
—Nunca he pretendido ocultarlo, Zakath —sonrió Belgarath—. Ahora vayamos a
hablar con Sadi. Naradas comienza a convertirse en un estorbo. Creo que ha llegado
la hora de deshacernos de él.
—Eres capaz de hacer cualquier cosa, ¿verdad? —preguntó Zakath mientras
continuaban caminando por el pasillo.
—¿Para concluir nuestro trabajo? Por supuesto.
—Y cuando yo interferí contigo en Rak Hagga, podrías haberte deshecho de mí,
¿no es cierto?
—Es probable.

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—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque pensé que podría necesitarte más adelante y noté que eras más
importante de lo que creían los demás.
—¿Hay algo más importante que ser emperador de la mitad del mundo?
—Eso es una tontería, Zakath —dijo Belgarath con desprecio—. Tu amigo es el
Señor Supremo del Oeste y aún tiene dificultades para ponerse cada bota en el pie
indicado.
—¡Eso no es cierto! —exclamó Garion con vehemencia.
—Será porque ahora cuentas con la ayuda de Ce'Nedra. Eso es lo que tú
necesitas, Zakath, una esposa, alguien que te dé una apariencia presentable.
—Me temo que eso es imposible, Belgarath —suspiró Zakath.
—Ya lo veremos —dijo el hombre eterno.
En sus aposentos del palacio de Dal Perivor no los recibieron con la misma
cordialidad que en la sala del trono.
—¡Viejo estúpido! —le gritó Polgara a Belgarath.
A partir de ese momento, la situación se deterioró con suma rapidez.
—¡Tú, idiota! —le gritó Ce'Nedra a Garion.
—Por favor, Ce'Nedra —dijo Polgara con suavidad—, primero déjame acabar a
mí.
—Oh, por supuesto Polgara —asintió la reina de Riva con cortesía—. Lo siento.
Tú has soportado muchos más años de afrentas que yo. Además, yo puedo pillar a
éste a solas en la cama y decirle unas cuantas cosas.
—¿Y tú querías que me casara? —le preguntó Zakath a Belgarath.
—Tiene sus inconvenientes —respondió Belgarath con calma y luego miró
alrededor—. Por lo que veo, las paredes siguen en pie, y no parece haber señales de
explosiones. Tal vez aún queden esperanzas de que madures, Pol.
—¿Otra nota? —dijo ella casi gritando—. ¿Otra miserable nota?
—Teníamos prisa.
—¿Vosotros tres os enfrentasteis solos contra el dragón?
—Más o menos. La loba también estaba con nosotros.
—¿Has llevado un animal como protección?
—Resultó muy útil.
En ese momento, Polgara comenzó a maldecir en varias lenguas diferentes.
—Vaya, Pol —protestó él con suavidad—, ni siquiera sabes lo que significan esas
palabras... Al menos, eso espero.
—No me subestimes, viejo. Esto aún no ha acabado. Muy bien, Ce'Nedra, es tu
turno.
—Creo que preferiría tener una conversación con su Majestad en privado. De ese
modo podré ser mucho más franca —dijo la menuda reina con voz implacable.

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Garion se encogió, pero entonces, sorprendentemente, Cyradis tomó la palabra:
—Ha sido muy descortés de vuestra parte aventuraros a correr un peligro mortal
sin consultarme, emperador de Mallorea.
Por lo visto, Belgarath había sido tan oscuro como de costumbre en su discusión
con ella y había olvidado oportunamente mencionar lo que se proponían hacer.
—Os ruego que me perdonéis, sagrada vidente —se disculpó Zakath, usando de
manera inconsciente las formas lingüísticas arcaicas—. La urgencia de la situación no
dejaba tiempo para consultas.
—Bien dicho —murmuró Velvet—. Al final, conseguiremos convertirlo en un
auténtico caballero.
Zakath levantó su visera y le sonrió con expresión sorprendentemente infantil.
—De todos modos debéis saber que estoy furiosa con vos a causa de vuestra
precipitada e irracional imprudencia —continuó Cyradis con firmeza.
—Me avergüenzo sobremanera de haberos ofendido, sagrada vidente, y espero
que alberguéis en vuestro corazón la benevolencia necesaria para perdonar mi error.
—¡Oh! —suspiró Velvet—. Lo hace muy bien. ¿Has tomado nota, Kheldar?
—¿Yo? —preguntó Seda, sorprendido.
—Sí, tú.
Ocurrían demasiadas cosas al mismo tiempo y Garion estaba agotado.
—Durnik —dijo con voz plañidera—, ¿podrías ayudarme a quitarme esto? —
añadió golpeando los nudillos contra el peto de la armadura.
—Si tú quieres.
Incluso la voz de Durnik expresaba frialdad.

—¿Es imprescindible que duerma con nosotros? —protestó Garion a media


mañana.
—Me da calor —respondió Ce'Nedra con brusquedad—, y no puede decirse lo
mismo de otros. Además, él llena el vacío de mi corazón..., aunque sólo en parte,
claro.
El pequeño cachorrillo, escondido entre las mantas, estaba lamiendo con
entusiasmo los dedos de los pies de Garion. Luego, como parecía inevitable, comenzó
a mordisquearlos.
Durmieron durante gran parte del día y se levantaron a media tarde. Luego, con la
excusa de que estaban muy cansados, enviaron un criado a ver al rey, pidiendo que
los disculpara por no asistir a las festividades de la noche.
—¿No crees que es un buen momento para pedirle el mapa? —preguntó Beldin.
—No —respondió Belgarath—. Naradas está cada vez más desesperado. Sabe
que Zandramas es muy vengativa y hará cualquier cosa para que ese mapa no llegue a
nuestras manos. Todavía tiene una gran influencia sobre el rey e inventará todo tipo

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de excusas para detenernos. ¿Por qué no esperamos un poco? Así se preguntará qué
tramamos y aumentará su confusión hasta que Sadi tenga la oportunidad de
proporcionarle un buen descanso.
El eunuco saludó con una reverencia burlona.
—Hay otra posibilidad, Belgarath —ofreció Seda—. Yo podría husmear un poco
por el palacio y reunir información. Si logro localizar el mapa, solucionaremos el
problema con un simple robo.
—¿Y si te pillan? —preguntó Durnik.
—Por favor, Durnik —dijo Seda, ofendido— no me insultes.
—Es una idea viable —admitió Velvet—. Seda es capaz de robarle la dentadura a
un hombre aunque éste tenga la boca cerrada.
—Es mejor no correr riesgos —dijo Polgara—. Naradas es un grolim y podría
haber puesto trampas alrededor de ese mapa. Nos conoce a todos, o al menos conoce
nuestra reputación, y estoy segura de que ha oído hablar de las especialidades de
Seda.
—¿Pero ¿es imprescindible matar a Naradas? —preguntó Eriond con tristeza.
—Creo que no tenemos otra opción, Eriond —dijo Garion—. Mientras siga vivo,
no dejará de interponerse en nuestro camino. —Hizo una mueca de preocupación—.
Quizá me equivoque, pero Zandramas se muestra muy reacia a dejar la elección en
manos de Cyradis. Si consigue que no nos presentemos, habrá ganado la batalla.
—Vuestra intuición encierra algo de verdad, Belgarion —dijo Cyradis—.
Zandramas ha hecho todo lo posible para obstaculizar mi tarea. —Esbozó una
pequeña sonrisa—. Os aseguro que me ha causado graves disgustos, y cuando deba
elegir entre ella y vos, podría sentirme tentada a vengarme de ella.
—Nunca creí que fuera a oír semejantes palabras de boca de una vidente —dijo
Beldin—. ¿Por fin has decidido dar el brazo a torcer, Cyradis?
—Mi querido y honorable Beldin —respondió ella con una sonrisa afectuosa—,
nuestra neutralidad no es producto del capricho, sino del deber..., un deber que nos
fue asignado incluso antes de que vos nacierais.
Puesto que habían dormido casi todo el día, siguieron conversando hasta bien
entrada la noche. A la mañana siguiente, Garion se despertó descansado y se preparó
para enfrentarse a las festividades del día.
Los nobles de la corte del rey Oldorin habían dedicado todo el día anterior, y tal
vez incluso la noche, a preparar sus discursos; largos, almibarados y tediosos
discursos en honor a los «heroicos campeones». Protegido tras la visera cerrada,
Garion no pudo evitar dormirse en varias ocasiones, vencido por el aburrimiento más
que por el cansancio. De repente, oyó un pequeño chasquido en un costado de su
armadura.
—¡Auch! —dijo Ce'Nedra mientras se restregaba un codo.

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—¿Qué ocurre, cariño?
—¿Es necesario que vayas vestido con esa lata?
—Sí, pero si sabes que llevo armadura, ¿por qué me das un codazo en las
costillas?
—Supongo que es la costumbre. Mantente despierto, Garion.
—No estaba durmiendo —mintió él.
—¿De veras? ¿Y entonces por qué roncabas?
Tras los discursos, el rey observó los ojos somnolientos de los invitados y llamó
al buen maestro Feldegast, para animar el ambiente.
Aquel día, la actuación de Beldin fue más extravagante que nunca. Caminó sobre
las manos, realizó sorprendentes saltos hacia atrás e hizo malabarismos con
asombrosa habilidad, todo sin parar de contar chistes con su melodiosa jerga.
—Espero haber contribuido con mi granito de arena a la alegría de la fiesta,
Majestad —dijo al final de la actuación, tras agradecer los entusiastas aplausos del
público con una reverencia.
—Sois un verdadero virtuoso, maestro Feldegast —lo felicitó el rey—. El
recuerdo de vuestra actuación dará calidez a las duras tardes de invierno que pasaré
en esta sala.
—Ah, vuestras palabras me honran, Majestad —respondió el enano con otra
reverencia.
Antes de que se sirviera el banquete, Garion y Zakath regresaron a sus
habitaciones a tomar una comida ligera, pues la prohibición de quitarse las viseras les
impedía comer en público. Sin embargo, como invitados de honor, su ausencia se
habría considerado una descortesía.
—Nunca me ha divertido mucho ver comer a los demás —le dijo Zakath en voz
baja a Garion, una vez sentados en sus sitios en la sala del banquete.
—Si quieres divertirte, mira a Beldin —respondió Garion—. Tía Pol habló
seriamente con él anoche y le pidió que cuidara sus modales. Ya has visto cómo suele
comer, así que el esfuerzo que tendrá que hacer para comportarse con decoro puede
hacerlo estallar.
Naradas estaba sentado a la derecha del rey. Sus ojos blancos tenían una
expresión indecisa y algo perpleja. Era evidente que se sentía desconcertado por el
hecho de que Belgarath no hubiera intentado arrebatarle el mapa.
En ese momento, los criados comenzaron a servir el banquete. Garion sintió que
el olor de la comida le hacía la boca agua y deseó haber cenado un poco más
temprano.
—Debo hablar con el cocinero del rey antes de irme —dijo Polgara—. Esta sopa
es exquisita. —Sadi rió con picardía—. ¿He dicho algo gracioso? —le preguntó ella.
—Limítate a mirar, Polgara. No quiero estropearte la sorpresa.

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De repente se oyó una conmoción en un extremo de la mesa. Naradas se había
incorporado y se agarraba la garganta con las manos. Sus ojos blancos estaban
desorbitados y emitía ruidos ahogados.
—¡Se está ahogando...! —gritó el rey—. ¡Que alguien lo ayude!
Varios nobles que estaban cerca de la cabecera se levantaron con rapidez y
comenzaron a golpearle la espalda. Naradas, sin embargo, continuó ahogándose. La
lengua le colgaba entre los labios y su cara comenzaba a ponerse azul.
—¡Salvadlo! —gritó el rey.
Pero nadie podía salvar a Naradas, cuyo cuerpo se arqueó hacia atrás, se puso
rígido y se desplomó sobre el suelo.
La sala se llenó de exclamaciones de pesar.
—¿Cómo lo hiciste? —le preguntó Velvet a Sadi en un murmullo—. Podría jurar
que nunca te acercaste a su comida.
—No necesité hacerlo, Liselle —dijo el eunuco con una sonrisa maliciosa—. La
otra noche descubrí que siempre se sentaba a la derecha del rey, así que pasé por aquí
hace una hora y unté su cuchara con algo capaz de hinchar la garganta de un hombre
hasta cerrarla. —Hizo una pausa—. Espero que haya disfrutado de la sopa —añadió
—. Yo, desde luego, lo hice.
—Liselle —dijo Seda—, ¿por qué no hablas con tu tío cuando volvamos a
Boktor? Sadi está sin trabajo y Javelin podría aprovechar a un hombre con sus
habilidades.
—En Boktor nieva, Kheldar —señaló Sadi con disgusto—, y a mí no me gusta la
nieve.
—No tendrías necesidad de instalarte en Boktor, Sadi. ¿Qué te parece Tol
Honeth? Eso sí, tendrías que dejarte crecer el pelo.
Zakath se inclinó hacia adelante y dejó escapar una risita divertida.
—Espléndido, Sadi —lo felicitó—, y muy apropiado. Naradas me envenenó a mí
en Rak Hagga y ahora tú lo envenenas a él. Si vienes a trabajar para mí en Mal Zeth,
te pagaré el doble de lo que te ofrezca Javelin.
—¡Zakath! —exclamó Seda.
—En los últimos tiempos me llueven oportunidades de empleo en todas partes del
mundo —observó Sadi.
—Es difícil encontrar hombres competentes —dijo Zakath.
El rey, pálido y tembloroso, fue escoltado fuera de la sala. Al pasar junto a la
mesa donde se sentaba el grupo de amigos, Garion lo oyó sollozar.
Belgarath comenzó a maldecir entre dientes.
—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Polgara.
—Ese idiota estará de duelo semanas enteras. ¡Nunca conseguiré el mapa!

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Capítulo 16
Cuando regresaron a sus aposentos, Belgarath aún seguía maldiciendo.
—Creo que me he pasado de listo —dijo con furia—. Antes de matar a Naradas,
deberíamos haberlo puesto en evidencia. Ahora no hay forma de desacreditarlo ante
los ojos del rey.
Cyradis, sentada a la mesa, tomaba una sencilla comida mientras Toth la
observaba con aire protector.
—¿Qué habéis hecho, venerable anciano? —le preguntó.
—Naradas ya no está entre nosotros —respondió él— y el rey está de duelo por
él. Podrían pasar semanas antes de que recupere la compostura y me enseñe ese
mapa.
La expresión de la vidente se volvió distante y Garion creyó percibir el murmullo
de aquella extraña mente colectiva.
—Se me permite ayudaros en esto, venerable anciano —dijo—. La Niña de las
Tinieblas ha violado la orden que le dimos al asignarle su misión. Envió aquí a su
ayudante, en lugar de venir a buscar el mapa por sí misma. Gracias a eso, podré
transgredir ciertas restricciones. —Se recostó, sobre el respaldo de su silla y pareció
comunicarse con Toth. El asintió con un gesto y abandonó la habitación—. He
enviado a buscar a alguien que nos ayudará —dijo.
—¿Qué pretendes hacer? —le preguntó Seda.
—Sería poco inteligente comunicároslo con antelación, príncipe Kheldar. Sin
embargo, ¿seríais capaz de encontrar los restos de Naradas?
—Sin duda —respondió él—. Iré a echar un vistazo —añadió mientras se retiraba
de la habitación.
—Cuando el príncipe Kheldar nos comunique la ubicación de los restos de
Naradas, vos, rey de Riva, y vos, emperador de Mallorea, iréis a ver al rey y le
rogaréis con firmeza que os acompañe a ese lugar a medianoche, pues entonces
descubrirá ciertas verdades que podrían mitigar su dolor.
—Cyradis —suspiró Beldin—, ¿por qué siempre te las ingenias para complicar
las cosas?
—Es uno de mis pocos placeres, honorable Beldin —respondió ella con una
sonrisa tímida—. Al hablar de forma enigmática, obligo a los demás a meditar con
más cuidado sobre mis palabras. Cuando noto que comienzan a comprenderme
experimento cierta satisfacción
—Sin embargo, tu sistema resulta muy irritante.
—Eso forma parte del placer —asintió ella con picardía.
—¿Sabes? —le dijo Beldin a Belgarath—. Creo que en el fondo es un ser
humano.

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Seda regresó diez minutos después.
—Lo he encontrado —anunció con presunción—. Lo han puesto en un féretro en
la capilla de Chamdar, en la planta principal del palacio. Le he echado un vistazo y la
verdad es que resulta bastante más atractivo con los ojos cerrados. El funeral está
programado para mañana. Estamos en verano, y no se conservaría mucho más.
—¿Qué hora creéis que es, señor? —le preguntó Cyradis a Durnik.
El herrero se acercó a la ventana y miró las estrellas.
—Calculo que falta una hora para medianoche.
—Entonces debéis iros ahora, Belgarion y Zakath. Usad todos vuestros poderes
de persuasión, pues es imprescindible que el rey esté en la capilla a medianoche.
—Lo llevaremos allí, sagrada vidente —prometió Zakath.
—Aunque tengamos que arrastrarlo —añadió Garion.
—Ojalá supiera qué pretende —le dijo Zakath a Garion mientras caminaban por
el pasillo—. Sería más fácil convencer al rey si pudiéramos decirle qué va a suceder.
—También podría mostrarse escéptico —señaló Garion—. Creo que el plan de
Cyradis es bastante misterioso y hay gente que tiene dificultades para aceptar ese tipo
de cosas.
—Oh, desde luego —sonrió Zakath.
—Su Majestad no desea ser molestado —dijo uno de los guardias cuando
pidieron permiso para entrar.
—Por favor, dile que se trata de un asunto de suma urgencia —rogó Garion.
—Lo intentaré, caballero —respondió el guardia con voz vacilante— pero el rey
está muy afectado por la muerte de su amigo.
El guardia regresó pocos instantes después.
—Su Majestad acepta veros, pero os ruega que seáis breves, en consideración a su
enorme dolor.
—Por supuesto —murmuró Garion.
Los aposentos privados del rey estaban decorados con excesivo ornato. El rey,
sentado en un mullido sillón, leía un delgado libro a la luz de una vela. Su cara estaba
demacrada y mostraba señales de llanto. Después de los saludos pertinentes, les
mostró el libro que leía.
—Un texto de consuelo —dijo—. Sin embargo, a mí no ha conseguido brindarme
mayor alivio. ¿En qué puedo serviros, caballeros?
—Ante todo hemos venido a ofreceros nuestras condolencias, Majestad —
comenzó Garion con prudencia—. Debéis saber que los primeros momentos del dolor
son siempre los peores y que el paso del tiempo mitigará vuestro pesar.
—Pero nunca conseguirá borrarlo por completo, caballero.
—Sin duda, Majestad. Lo que hemos venido a pediros podría pareceros cruel en
las actuales circunstancias, y si el asunto que nos trae ante vuestra presencia no fuera

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de suma urgencia tanto para vos como para nosotros, jamás habríamos osado
molestaros.
—Hablad, caballero —dijo el rey con un tenue brillo de curiosidad en los ojos.
—Esta noche os serán reveladas ciertas verdades, Majestad —continuó Garion—,
que sólo podréis conocer en presencia de vuestro difunto amigo.
—Eso es inconcebible —dijo el rey con firmeza.
—La persona que os revelará estas verdades nos ha asegurado que éstas
ayudarían a mitigar vuestro dolor. Erezel era vuestro más querido amigo y no habría
querido que sufrierais sin necesidad.
—Es verdad —admitió el rey—. Era un hombre con un gran corazón.
—No me cabe ninguna duda —dijo Garion.
—Sin embargo, aún hay una razón más personal para que visitéis la capilla donde
se encuentra el maestro Erezel, Majestad —añadió Zakath—. Según nos han
informado, su funeral se llevará a cabo mañana y la mayor parte de la corte asistirá a
la ceremonia. Esta noche tendréis la última oportunidad de visitarlo en privado y de
grabar en vuestra memoria sus amados rasgos. Mi amigo y yo custodiaremos la
puerta de la capilla para asegurarnos de que nadie interfiera en vuestra comunión con
él y con su espíritu.
El rey meditó unos instantes.
—Tal vez estéis en lo cierto, caballeros —admitió—, y deba contemplar su rostro
por última vez, aunque el simple hecho de hacerlo desgarre mi corazón. Muy bien,
vayamos entonces a la capilla.
La capilla del dios arendiano Chamdar estaba alumbrada por una sola vela,
situada sobre el féretro y junto a la cabeza del difunto. Un paño dorado cubría el
cuerpo, inmóvil, hasta el pecho, y la cara de Naradas parecía calma, incluso serena.
Con todo lo que Garion sabía de la historia del grolim, aquella serenidad le parecía
casi una burla.
—Custodiaremos la puerta de la capilla, Majestad —dijo Zakath— y os
dejaremos a solas con vuestro amigo.
Él y Garion salieron al pasillo y cerraron la puerta.
—Has demostrado tener mucho tacto —le dijo Garion a su amigo.
—Tú tampoco lo has hecho mal, pero con tacto o sin él, lo importante es que
hemos conseguido traerlo aquí.
Aguardaron junto a la puerta a Cyradis y los demás, que llegaron a la capilla un
cuarto de hora después.
—¿Está ahí dentro? —le preguntó Belgarath a Garion.
—Sí. Tuvimos que insistir bastante, pero por fin lo convencimos.
Junto a Cyradis había una figura encapuchada y vestida de negro. Parecía una
mujer dalasiana, aunque era la primera vez que Garion veía a alguien de aquella raza

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sin las habituales ropas blancas.
—Ésta es la persona que nos ayudará —dijo la vidente—. Ahora vayamos a ver al
rey, pues ya es la hora adecuada.
Garion abrió la puerta y todos entraron en la capilla. El rey alzó la vista,
sorprendido.
—No os asustéis, rey de Perivor —le dijo Cyradis—, pues tal como vuestros
campeones os han advertido, hemos venido a revelaros ciertas verdades que
mitigarán vuestro dolor.
—Os agradezco vuestros esfuerzos, señora —respondió el rey—, pero eso no será
posible. Mi pesar no podrá mitigarse ni desaparecer. Aquí yace mi amado amigo y mi
corazón está en ese frío féretro con él.
—Vuestro linaje es parcialmente dalasiano, Majestad —le dijo ella—, de modo
que sabéis que algunos de nosotros poseemos poderes. Aquel que llamabais Erezel no
os dijo ciertas cosas antes de morir y he traído a alguien que podrá interrogar a su
espíritu antes de que éste se pierda en las tinieblas.
—¿Un nigromante? ¿De verdad? Había oído hablar de ellos, pero nunca había
tenido oportunidad de verlos practicar sus artes.
—¿Sabéis que aquel que posee este don no puede falsear lo que revelan los
espíritus?
—Eso tengo entendido.
—Puedo aseguraros que es verdad. Indaguemos en la mente de vuestro amigo
Erezel y veamos qué verdades puede revelarnos.
La nigromante encapuchada se acercó al féretro y apoyó sus manos pálidas y
delgadas sobre el pecho de Naradas.
Cyradis inició el interrogatorio.
—¿Quién erais? —preguntó.
—Mi nombre era Naradas —respondió la figura de negro con voz sorda y
entrecortada—. Era arcipreste grolim del templo de Torak en Hemil, Darshiva.
El rey miró primero a Cyradis y luego al cuerpo de Naradas con expresión
atónita.
—¿A quién servíais? —preguntó Cyradis.
—Servía a la Niña de las Tinieblas, la sacerdotisa grolim Zandramas.
—¿Por qué vinisteis a este reino?
—Mi ama me envió a buscar cierto mapa y a evitar que el Niño de la Luz llegara
al Lugar que ya no Existe.
—¿Y qué medidas empleasteis para conseguir vuestros fines?
—Me acerqué al rey de esta isla, un hombre vano y estúpido, y lo engañé. Él me
mostró el mapa que buscaba y éste me reveló un milagro que mi sombra comunicó de
inmediato a mi ama. Ahora ella sabe con exactitud dónde se realizará el encuentro

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final. Aproveché la credulidad del rey para obligarlo a realizar varios actos que
retrasaron el viaje del Niño de la Luz y sus compañeros. De ese modo, mi ama podrá
llegar al Lugar que ya no Existe antes que ellos y no tendrá necesidad de dejar las
cosas en manos de cierta vidente, en la que no confía.
—¿Por qué vuestra ama no realizó por sí misma la tarea que le había sido
asignada a ella y no a vos? —preguntó Cyradis con dureza.
—Zandramas debía ocuparse de otros asuntos. Yo era su mano derecha y todo lo
que hacía era como si lo hubiera hecho ella misma.
—Su espíritu comienza a alejarse, sagrada vidente —dijo la nigromante con su
voz natural—. Apresuraos a interrogarlo, pues muy pronto ya no podré obtener más
respuestas de él.
—¿Cuáles eran los asuntos que impidieron a vuestra ama buscar personalmente la
respuesta al último acertijo, tal como se le había ordenado?
—Cierto jerarca de Cthol Murgos, Agachak, había llegado a Mallorea en busca
del Lugar que ya no Existe, con la esperanza de suplantar a mi ama. Él era el único
miembro de nuestra raza con suficiente poder para desafiarla. Lo encontró junto a las
tierras yermas de Finda y lo mató allí mismo. —La voz sorda se interrumpió para
convertirse en un grito desesperado—. ¡Zandramas! —gritó la voz—. ¡Dijiste que no
moriría! ¡Me lo prometiste!
La última palabra pareció perderse en un abismo inimaginable.
La nigromante dejó caer su encapuchada cabeza hacia adelante y comenzó a
temblar con violencia.
—Su espíritu se ha ido, sagrada vidente —dijo con voz fatigada—. La
medianoche ha pasado y ya no puedo alcanzarlo.
—Os agradezco vuestro esfuerzo —le respondió Cyradis con sencillez.
—Sólo espero haberos ofrecido una modesta ayuda en vuestra imponente tarea.
¿Puedo retirarme? El contacto con esta mente me ha agotado.
Cyradis asintió con un breve gesto y la nigromante se retiró en silencio de la
capilla.
El rey de Perivor se dirigió al féretro con expresión sombría pero resuelta. Cogió
el paño dorado que cubría a Naradas y lo arrojó al suelo.
—Un trapo sería más adecuado —dijo con los dientes apretados—. No quiero
volver a contemplar la cara de este maldito grolim.
—Veré lo que puedo hallar —dijo Durnik con voz comprensiva mientras se
dirigía al pasillo.
Los demás permanecieron en silencio junto al rey, que miraba la pared del fondo
de la capilla con aire ausente y los dientes apretados.
Unos instantes después, Durnik regresó con un tosco trozo de arpillera, manchado
de óxido y moho.

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—He encontrado un almacén al fondo del pasillo, Majestad —dijo— y este trapo
estaba bloqueando una ratonera. ¿Os parece apropiado?
—Perfecto, amigo mío. Y ahora, si no os importa, arrojadlo sobre la cara de esa
carroña. Declaro aquí, ante vosotros, que no habrá funeral para este bribón. Su tumba
se reducirá a un foso cubierto con varias paladas de tierra.
—Será mejor que sean muchas paladas, Majestad —aconsejó Durnik con
prudencia—. Ya ha corrompido bastante vuestro reino, y no quisiéramos que lo
contaminara más, ¿verdad? Con vuestro permiso, yo me ocuparé de todo.
—Me agradáis mucho, amigo —dijo el rey—. Y si no os importa, ¿podríais
enterrar a este grolim boca abajo?
—Así lo haremos, Majestad —prometió Durnik.
Luego le hizo un gesto a Toth y entre los dos levantaron con brusquedad el cuerpo
de Naradas y lo arrastraron por los hombros fuera de la capilla, mientras sus sandalias
golpeaban el suelo de forma poco ceremoniosa.
Seda se acercó a Zakath.
—Urgit estará encantado de enterarse de la muerte de Agachak —le dijo en un
murmullo—. Me preguntaba si estarías dispuesto a enviar un mensajero para darle la
noticia.
—Las tensiones entre tu hermano y yo aún no se han relajado tanto, Kheldar.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó el rey—. ¿Acaso esa misión vuestra era
otro engaño?
—Ha llegado el momento de revelaros nuestra identidad —dijo Cyradis con
seriedad—. Ya no es necesario seguir guardando nuestro secreto, pues los espías que
Zandramas ha enviado al palacio sin el conocimiento de Naradas no podrán
comunicarse con ella sin ayuda del grolim.
—Muy propio de Zandramas —dijo Seda—. No se fía ni de sí misma.
Garion y Zakath se levantaron las viseras aliviados.
—Sé que tu reino está muy aislado —dijo Garion, volviendo a emplear su forma
natural de hablar—, pero ¿qué sabes del mundo exterior?
—De vez en cuando los navegantes atracan en nuestros puertos —respondió el
rey—, y nos traen noticias además de provisiones.
—¿Y qué sabes de los hechos que ocurrieron en el mundo en el pasado?
—Nuestros antepasados traían consigo muchos libros, caballeros, pues las horas
en el mar son largas y tediosas. Entre esos libros, había algunos de historia y yo los
he leído.
—Bien —dijo Garion—. Eso simplificará las cosas. Yo soy Belgarion, rey de
Riva —se presentó.
El rey lo miró atónito.
—¿El justiciero de los dioses? —preguntó con temor reverente.

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—Veo que ya has oído hablar de eso.
—Todo el mundo lo ha oído. ¿Es verdad que matasteis al dios de Angarak?
—Me temo que sí, amigo. Mi amigo es Kal Zakath, emperador de Mallorea.
—¿Qué asuntos tan importantes pueden haberos obligado a olvidar vuestra
ancestral enemistad? —preguntó el rey temblando de forma notable.
—Ya llegaremos a eso, Majestad. Ese hombre servicial que está fuera enterrando
a Naradas es Durnik, el último discípulo del dios Aldur. El hombrecillo bajito es
Beldin, otro discípulo, y el de la barba es Belgarath, el hechicero.
—¿El hombre eterno? —preguntó el rey con voz ahogada.
—Ojalá no fueras contando eso por ahí, Garion —dijo Belgarath con voz
plañidera—. La gente se impresiona.
—Pero también nos permite ahorrar tiempo, abuelo —respondió Garion—. La
dama alta con el mechón de cabello blanco es la hija de Belgarath, la hechicera
Polgara. La joven menuda y pelirroja es Ce'Nedra, mi esposa. La rubia es la
margravina Liselle, sobrina del jefe del servicio de inteligencia de Drasnia, y la mujer
de los ojos vendados que puso en evidencia a Naradas es la vidente de Kell. El
gigantón que está ayudando a Durnik es Toth, el guía de la vidente, y éste es el
príncipe Kheldar de Drasnia.
—¿El hombre más rico del mundo?
—Esa reputación es un poco exagerada, Majestad —dijo Seda con modestia—,
pero hago todo lo posible por llegar a merecerla.
—El joven rubio se llama Eriond y es un amigo muy querido.
—Me complace hallarme en tan distinguida compañía. ¿Cuál de vosotros es el
Niño de la Luz?
—Me temo que soy yo quien lleva esa pesada carga sobre los hombros, Majestad
—dijo Garion—. Puesto que esto forma parte de la historia de las profecías alorns,
supongo que ya sabrás que en el pasado hubo varios encuentros entre el Niño de la
Luz y la Niña de las Tinieblas. Sin embargo, está a punto de suceder el último
encuentro, que decidirá el destino de la humanidad. En estos momentos, nuestro
problema es descubrir dónde se llevará a cabo.
—Vuestra misión es aún más importante de lo que imaginaba, rey Belgarion, y
será un honor ayudaros en todo lo que esté en mis manos. Con sus engaños, el vil
grolim Naradas me obligó a entorpecer vuestra tarea y ahora haré todo lo necesario
para compensaros, al menos en parte, por ese error. Enviaré a mis barcos a buscar el
lugar del encuentro, donde quiera que esté, desde las playas de Ebal al arrecife de
Korim.
—¿El arrecife de qué? —exclamó Belgarath.
—Korim, venerable Belgarath. Está situado al noroeste de esta isla y aparece
claramente señalado en el mapa que buscabais. Regresemos a mis habitaciones y os

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lo enseñaré.
—Creo que estamos llegando al final de este asunto, Belgarath. —dijo Beldin—.
En cuanto veas el mapa, podrás irte a casa.
—¿A qué te refieres?
—Tu misión se acerca a su fin, viejo amigo. Quiero que sepas que apreciamos
mucho los esfuerzos que has realizado.
—Espero que no te importe demasiado que os acompañe.
—Bueno, puedes hacer lo que quieras, por supuesto, pero no quisiéramos que
abandonaras ningún asunto importante por nuestra culpa —dijo Beldin con una
sonrisa maliciosa.
Hacer enfadar a Belgarath era uno de sus entretenimientos favoritos.
Cuando salían de la capilla, Garion vio a la loba sentada junto a la puerta. Sus
ojos dorados tenían un brillo radiante y su lengua colgaba entre sus labios en una
sonrisa lobuna.

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Capítulo 17
Siguieron al rey a través de los oscuros y desiertos pasillos del palacio de Perivor.
Garion sentía una intensa emoción. Aunque Zandramas había hecho todo lo posible
para evitarlo, habían ganado. La respuesta al último acertijo se hallaba a unos pasos
de distancia, y el encuentro se llevaría a cabo en cuanto la encontraran. No había
poder en el mundo capaz de impedirlo.
«Para ya», le dijo la voz de su mente. «Tienes que permanecer tranquilo, muy
tranquilo. Intenta pensar en la hacienda de Faldor. Eso suele calmarte.»
«¿Dónde has...?», comenzó Garion, pero enseguida se interrumpió.
«¿Dónde he hecho qué?»
«No tiene importancia. Esa pregunta siempre te molesta.»
«Es sorprendente. Has logrado recordar algo de lo que te he dicho. Pero ahora te
he pedido que pensaras en la hacienda de Faldor, Garion. En la hacienda de Faldor.»
El joven hizo lo que le ordenaban. Aunque los recuerdos parecían haberse
desvanecido con los años, de repente regresaron a su memoria con sorprendente
claridad. Vio la casa, los establos, los graneros, la cocina, la herrería, el comedor de la
planta baja, y la terraza del segundo piso, donde estaban las habitaciones... Todo
alrededor del patio central. Podía oír el sonido metálico del martillo de Durnik
procedente de la herrería y oler la cálida fragancia del pan recién hecho que venía de
la cocina de tía Pol. Recordó a Faldor, al viejo Cralto e incluso a Brill. Vio a Doroon,
a Rundorig y, por último, a Zubrette, rubia, hermosa y astuta. Lo embargó una
profunda sensación de paz, similar a aquella que se había apoderado de él mucho
tiempo antes, frente a la tumba del dios tuerto, en la Ciudad de la Noche Eterna.
«Eso está mejor», dijo la voz. «Intenta seguir así. En los próximos días tendrás
que pensar con mucha claridad y no podrás hacerlo si saltas de una idea a otra con
nerviosismo. Ya podrás estallar cuando todo esto haya acabado.»
«Eso será si sigo vivo.»
«La esperanza es lo último que se pierde», dijo la voz antes de desaparecer.
En cuanto los guardias que custodiaban la habitación del rey les abrieron las
puertas, el monarca se dirigió directamente a un armario. Lo abrió y extrajo un rollo
de pergamino viejo y ajado.
—Me temo que está bastante descolorido —dijo—. Hemos intentado protegerlo
de la luz, pero es muy viejo. —Se dirigió a una mesa y lo desenrolló con cuidado,
sosteniendo los extremos con unos libros. Una vez más, Garion se sintió presa de la
emoción y volvió a buscar en su memoria las imágenes de la hacienda de Faldor, con
la intención de tranquilizarse—. Aquí está Perivor —dijo el rey señalando un punto
con un dedo—, y aquí el arrecife de Korim.
Garion sabía que si miraba durante demasiado tiempo aquel fatídico punto del

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mapa, la emoción y el sentimiento de triunfo volverían a apoderarse de él, de modo
que le dedicó un breve vistazo y dejó que sus ojos vagaran por el resto del mapa. El
joven notó que las palabras escritas en el pergamino eran misteriosamente arcaicas e
instintivamente buscó su propio reino. Cuando lo encontró, descubrió que estaba
señalado con el nombre de «Ryva». También reparó en las denominaciones de
«Aryndia», «Kherech», «Tol Nydra», «Draksnya» y «Chthall Margose».
—Está mal escrito —observó Zakath—. El nombre correcto es «arrecife de
Turim».
Beldin comenzó a explicárselo, pero Garion ya conocía la respuesta.
—Las cosas cambian —dijo el enano—, y también las palabras. Los sonidos
varían a través de los siglos. No me cabe duda de que el nombre de ese arrecife habrá
cambiado varias veces en los últimos milenios. Es un fenómeno muy común. Si
Belgarath hablara tal como se hacía en la aldea donde se crió, ninguno de nosotros
sería capaz de comprenderlo. Supongo que en una época el arrecife se llamó Torim, o
algo similar, y al final se transformó en Turim. Es probable que cambie otra vez en
varias ocasiones. Yo he realizado una investigación al respecto y he descubierto que...
—¿Quieres terminar de una vez por todas? —exclamó Belgarath.
—¿No estás interesado en ampliar tu educación?
—En estos momentos no.
—Bueno —continuó Beldin con un suspiro—, la escritura no es más que una
forma de reproducir el sonido de una palabra, de modo que cuando el sonido cambia,
también lo hace la palabra escrita. La diferencia puede explicarse con facilidad.
—Vuestra respuesta ha sido muy convincente, honorable Beldin —dijo Cyradis
—, pero en este caso en particular, el sonido cambió como consecuencia de una
imposición.
—¿Una imposición? —preguntó Seda—. ¿De quién?
—De las dos profecías, príncipe Kheldar. Ellas alteraron el sonido de la palabra
con el fin de continuar con su juego y evitar que Belgarath y Zandramas descubrieran
el lugar del encuentro.
—¿Su juego? —preguntó entonces Seda con incredulidad—. ¿Cómo pueden
jugar con algo tan importante?
—Estas dos conciencias eternas no se parecen a nosotros, príncipe Kheldar. Se
han enfrentado de innumerables formas. A menudo, una de ellas lucha por cambiar el
curso de una estrella mientras la otra se esfuerza por sostenerla en su sitio. Si una
intenta mover un grano de arena, la otra empleará toda su energía para hacerlo
permanecer inmóvil. Estas batallas pueden llegar a durar eones enteros. El juego de
acertijos que han practicado con Belgarath y Zandramas es sólo otra de las formas
que ha tomado su conflicto, pues si alguna vez decidieran enfrentarse directamente,
destruirían el universo.

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De repente, Garion recordó una imagen que había aparecido en su mente en la
sala del trono de Vo Mimbre, poco antes de revelar la identidad del murgo Nachak al
rey Korodullin. Entonces había creído ver dos jugadores sin rostro participando en un
juego tan complejo que su mente era incapaz de seguir sus movimientos. Con la
absoluta seguridad de que había sido testigo de esa realidad superior de la que
hablaba Cyradis, le preguntó a la voz de su mente:
«¿Lo hiciste adrede?»
«Por supuesto. En ese momento necesitabas un estímulo para hacer aquello que
era necesario, y puesto que eres un chico competitivo, pensé que la imagen de un
gran juego podría inspirarte.»
Entonces Garion tuvo otra idea.
—Cyradis —dijo—, ¿por qué nosotros somos tantos, mientras Zandramas lucha
prácticamente sola?
—Siempre ha sido así, Belgarion. La Niña de las Tinieblas es solitaria, al igual
que el orgulloso Torak. Vos, sin embargo, sois humilde. Nunca habéis cometido
excesos porque no conocéis la magnitud de vuestra valía. Eso os honra, Niño de la
Luz, pues no os regodeáis en vuestra propia importancia. La Profecía de las Tinieblas
ha elegido una sola persona y le ha concedido todo el poder. La Profecía de la Luz,
sin embargo, ha preferido dispersar su poder entre varias. Aunque vos sois el
principal portador de esta carga, todos vuestros compañeros comparten su peso. La
diferencia entre las dos profecías es simple, aunque profunda.
—¿Te refieres a la diferencia entre el absolutismo y la responsabilidad
compartida? —preguntó Beldin con aire pensativo.
—Algo similar, pero la diferencia es mucho más compleja.
—Sólo intentaba ser conciso.
—Eso es toda una novedad —dijo Belgarath y luego se dirigió al rey de Perivor
—. ¿Podríais describir el arrecife, Majestad? —le preguntó—. El dibujo del mapa no
es demasiado claro.
—Será un honor, venerable Belgarath. En mi juventud, navegué hasta aquellas
aguas, pues el arrecife es una maravilla. Los navegantes aseguran que no hay nada
igual en el mundo. Está formado por una serie de picos rocosos que se elevan por
encima del mar. Es fácil ver los picos y por lo tanto también esquivarlos. Sin
embargo, bajo la superficie de aquellas aguas acechan otros peligros. Furiosas
corrientes y mareas fluyen entre las grietas del arrecife y el clima del lugar es muy
inestable. Por este motivo, nadie ha logrado trazar un mapa preciso de la zona. Los
marineros prudentes evitan pasar por allí y se mantienen apartados de este temerario
obstáculo.
En ese momento entraron Durnik y Toth.
—Ya nos hemos ocupado de todo, Majestad —informó Durnik—. Naradas está

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bajo tierra y no volverá a causaros problemas. ¿Os interesa saber dónde lo hemos
enterrado?
—Prefiero ignorarlo, amigo. Vos y vuestro gigantesco amigo me habéis hecho un
gran favor esta noche, así que os ruego que si alguna vez puedo serviros en algo, no
dudéis en avisarme.
—Cyradis —dijo Belgarath—, ¿se han acabado los acertijos? ¿Ó aún queda algún
hilo suelto por ahí?
—No, venerable anciano. El juego de los acertijos ha concluido. Ahora comienza
el de los hechos.
—Por fin —suspiró Belgarath, aliviado.
Entonces él y Beldin se dispusieron a estudiar el mapa.
—¿Habéis encontrado el mapa de Korim? —le preguntó Durnik a Seda.
—Ahí lo tienes —respondió Seda acompañándolo hasta la mesa—. Es un mapa
muy antiguo. Los modernos escriben el nombre de otra forma y por eso tuvimos que
venir hasta aquí.
—Hemos recorrido una larga distancia persiguiendo un simple trozo de papel —
observó el herrero.
—Así es, amigo mío. Según Cyradis, todo ha sido parte de un juego entre el
amigo que Garion lleva dentro de su cabeza y otro, que probablemente esté dentro de
la cabeza de Zandramas.
—Odio los juegos.
—A mí no me molestan —dijo Seda.
—Porque eres drasniano.
—Supongo que ésa es la razón, al menos en parte.
—Está más o menos en el mismo sitio donde se encontraban las montañas de
Korim, Belgarath —dijo Beldin mientras medía las distancias con los dedos—. Es
probable que se movieran un poco cuando Torak agrietó la tierra.
—Si no recuerdo mal, ese día se movieron un montón de cosas.
—Oh, sí —asintió Beldin con vehemencia—. Tuve dificultades para mantenerme
en pie, y eso que estoy más cerca del suelo que tú.
—¿Sabes una cosa? Ya lo había notado. Majestad —le dijo el anciano al rey—,
¿no podríais ser más concreto con respecto al arrecife? Intentar atracar junto a un
pico rocoso con un barco que salta sobre el oleaje podría resultar difícil y peligroso.
—Si la memoria no me engaña, venerable Belgarath, creo recordar algunas playas
de roca, construidas sin duda con piedras y guijarros caídos de las laderas de los
promontorios y luego erosionados por el turbulento mar. Cuando la marea está baja,
estos ripios, acumulados a lo largo de siglos y siglos, proporcionan un medio de
trasladarse de un promontorio al siguiente.
—Como el puente de tierra entre la tierra de los morinds y Mallorea —recordó

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Seda con amargura—. Aquél no fue un viaje muy agradable.
—¿Hay algún tipo de señal que nos permita identificar esa playa? —insistió
Belgarath—. El arrecife es bastante grande y podría llevarnos mucho tiempo
encontrar el lugar exacto donde desembarcar.
—No puedo hablar por experiencia propia —dijo el rey con cautela—, pero
ciertos navegantes aseguran que hay una cueva al norte del promontorio más alto. En
más de una ocasión audaces marineros se han arriesgado a desembarcar allí para
investigar su interior, pues como todo el mundo sabe, las cuevas remotas a menudo
albergan tesoros de contrabandistas o piratas. El promontorio, sin embargo, siempre
ha logrado vencer los más valientes esfuerzos y cada vez que uno de estos intrépidos
individuos intenta desembarcar, el mar se enfurece y una súbita tormenta se desata en
el cielo despejado.
—Ya lo tenemos —rió Beldin con alborozo—. Es evidente que algún ser ha
intentado evitar por todos los medios que exploradores fortuitos se acercaran a esa
cueva.
—Creo que han sido dos seres —corrigió Belgarath—. Sin embargo, tienes razón
al pensar que hemos localizado el lugar del encuentro. Sucederá en esa cueva.
Seda gimió.
—¿Acaso estáis enfermo, príncipe Kheldar? —preguntó el rey.
—Aún no, Majestad, pero pronto lo estaré.
—Nuestro querido príncipe tiene problemas con las cavernas, Majestad —explicó
Velvet con una sonrisa.
—No tengo ningún problema, Liselle —objetó Seda—. Es muy sencillo: cada vez
que veo una caverna, sufro un ataque de pánico.
—He oído hablar de esa aversión —dijo el rey—. Me pregunto cuál será su
misterioso origen.
—No hay nada misterioso en el origen de mi aversión —dijo Seda con frialdad—.
Sé exactamente a qué se debe.
—Si tenéis la intención de acercaros a ese peligroso arrecife, venerable Belgarath
—dijo entonces el rey—, os entregaré un barco fuerte, apropiado para llevaros allí.
Daré las órdenes pertinentes y estará listo para zarpar con la marea de la mañana.
—Sois muy amable, Majestad.
—Es sólo una pequeña recompensa por el favor que me hicisteis anoche. —El rey
hizo una pausa y su rostro cobró un aire pensativo—. Es probable que el espíritu del
perverso Naradas tuviera razón —musitó—. Quizá sea un hombre vano y estúpido,
pero sé demostrar gratitud. No quiero demoraros más, pues todos tenéis preparativos
que hacer. Nos encontraremos mañana a la hora de la partida.
—Estamos muy agradecidos, Majestad —dijo Garion con una reverencia que hizo
crujir su armadura.

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Luego condujo a los demás fuera de la habitación y no le sorprendió ver a la loba
sentada junto a la puerta.
—Es el momento apropiado, ¿verdad, Cyradis? —le dijo Polgara a la vidente
cuando todos salieron al pasillo—. En Ashaba dijiste que faltaban nueve meses para
el encuentro. Según tengo entendido, el día exacto será pasado mañana.
—Vuestros cálculos son correctos, Polgara.
—Todo encaja a la perfección. Tardaremos un día en llegar al arrecife e iremos a
la cueva a la mañana siguiente —dijo Ce'Nedra con una sonrisa irónica—. Durante
los últimos días hemos estado preocupados porque temíamos no llegar a tiempo, y
ahora resulta que estaremos allí en el momento exacto. —Rió—. ¡Vaya derroche de
preocupaciones!
—Bueno —dijo Durnik—, ya sabemos cuándo y dónde será el encuentro. Lo
único que nos resta por hacer es acudir allí.
—Buen resumen —asintió Seda.
Eriond suspiró y una estremecedora sospecha asaltó a Garion, aunque no podía
estar seguro.
«¿Será él?», le preguntó a la voz de su mente. «¿Acaso es Eriond la persona que
debe morir?»
Pero la voz no respondió.
Entraron en sus habitaciones seguidos por la loba.
—Hemos tardado mucho en llegar aquí —dijo Belgarath con cansancio—. Me
estoy volviendo viejo para estos viajes largos.
—¿Viejo? —gruñó Beldin—. Tú naciste viejo. Sin embargo, creo que podrás
recorrer unas cuantas millas más.
—Cuando vuelva a casa, me quedaré un siglo entero encerrado en mi torre.
—Buena idea. Es el tiempo aproximado que necesitarás para limpiarla. Ah, por
cierto, Belgarath, ¿por qué no reparas ese escalón flojo?
—Algún día lo haré.
—¿No estáis todos demasiado seguros de la victoria? —dijo Seda—. Hacer
planes para el futuro en estos momentos podría ser un poco prematuro... A no ser que
la sagrada vidente tenga la bondad de darnos alguna pista sobre el resultado del
encuentro —añadió con la vista fija en Cyradis.
—No podría hacer eso, príncipe Kheldar, aunque supiera la respuesta...
—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó con incredulidad.
—La elección aún no ha sido hecha —dijo ella con sencillez—. No se realizará
hasta que me halle frente al Niño de la Luz y la Niña de las Tinieblas. Hasta entonces,
las posibilidades de éxito serán iguales para ambas partes.
—¿De qué te sirve ser vidente si no puedes predecir el futuro?
—Este hecho en particular es impredecible, Kheldar —dijo ella con frialdad.

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—Será mejor que durmamos un poco —propuso Belgarath—. Los dos próximos
días serán muy agitados.
La loba siguió a Garion y a Ce'Nedra a su habitación y entró con ellos. Ante la
mirada sorprendida de Ce'Nedra, se dirigió directamente a la cama y apoyó las patas
delanteras sobre el colchón para inspeccionar con aire crítico a su cachorro, que
dormía de espaldas con las cuatro patas en el aire.
—Veo que ha engordado —le dijo a Garion con tono de reproche—. Tu
compañera lo ha estropeado con un exceso de mimos y comida. Ya no parece un
lobo; ni siquiera huele como tal.
—Mi compañera lo baña de vez en cuando —explicó Garion.
—¡Baños! —dijo la loba con desdén—. Un lobo sólo debe bañarse con la lluvia o
en un río, cuando es necesario cruzarlo. —La loba se sentó sobre sus ancas—.
Necesito pedirle un favor a tu compañera.
—Yo le traduciré tu pedido.
—Esperaba que lo hicieras. Pregúntale si está dispuesta a seguir ocupándose del
pequeño. Supongo que no necesitas añadir que ya lo ha estropeado tanto, que sólo
podrá comportarse como un perro faldero.
—Expresaré tu pregunta con sumo cuidado.
—¿Qué dice? —preguntó Ce'Nedra.
—Quiere saber si deseas ocuparte del cachorro.
—Por supuesto que sí. Siempre he querido hacerlo. —Entonces se arrodilló y
estrechó impulsivamente a la loba entre sus brazos—. Yo lo cuidaré —prometió.
—No huele tan mal —le dijo la loba a Garion.
—Ya lo he notado.
—No me cabe duda de ello —dijo la loba.
Luego se incorporó y salió de la habitación.
—Va a abandonarnos, ¿verdad? —preguntó Ce'Nedra con tristeza—. La echaré de
menos.
—¿Qué te hace pensar que se irá?
—¿Por qué si no iba a entregarme a su cachorro?
—Tengo la impresión de que se trata de algo más importante, como si se estuviera
preparando para algo.
—Estoy cansada, Garion. Vamos a dormir.
Más tarde, en la aterciopelada oscuridad de la habitación, Ce'Nedra suspiró.
—Sólo faltan dos días para que vea otra vez a mi pequeño. Ha pasado tanto, tanto
tiempo...
—Intenta no pensar en eso, Ce'Nedra. Necesitas descansar y los recuerdos
podrían mantenerte despierta.
La joven suspiró otra vez, y después de unos instantes se quedó dormida.

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«Cyradis no es la única que tiene que elegir», dijo la voz de su mente. «Tú y
Zandramas también tendréis que tomar una decisión.»
«¿A qué te refieres?»
«Debéis elegir a vuestros sucesores. Zandramas ya ha escogido al suyo. Deberías
reflexionar sobre tu última tarea como Niño de la Luz, pues será muy importante.»
«Creo que en cierto modo echaré de menos esta responsabilidad, pero en el fondo
me alegro de librarme de ella. Ahora podré volver a ser una persona normal.»
«Nunca has sido normal. Fuiste el Niño de la Luz desde el momento de tu
nacimiento.»
«Sé que te echaré de menos.»
«Por favor, Gañón, no te pongas sentimental. Tal vez pase a visitarte de vez en
cuando. Ahora descansa.»
A la mañana siguiente, Garion se demoró un rato en la cama. Hacía tiempo que
evitaba ciertos pensamientos, pero ahora no tenía más remedio que enfrentarse a
ellos. Tenía todas las razones del mundo para odiar a Zandramas, pero...
Por fin se levantó, se vistió y fue a buscar a Belgarath. Lo encontró sentado en la
sala, junto a Cyradis.
—Abuelo —dijo—, tengo un problema.
—Eso no es ninguna novedad. ¿Qué te ocurre esta vez?
—Mañana me encontraré con Zandramas.
—¡Vaya! ¿Sabes una cosa? Creo que tienes razón.
—Por favor, para ya. Esto es muy serio.
—Lo siento, Garion, pero hoy me siento un poco extraño.
—Temo que la única forma de detenerla sea matarla, y no estoy seguro de poder
hacerlo. Con Torak fue distinto porque él era un hombre, pero Zandramas es una
mujer.
—Lo era, pero creo que ahora su sexo se ha convertido en un detalle irrelevante...
Incluso para ella misma.
—Aun así, no sé si seré capaz de hacerlo.
—No será necesario, Belgarion —le aseguró Cyradis—. Sea cual fuere mi
elección, el destino que aguarda a Zandramas es otro. No os veréis obligado a
derramar su sangre.
Garion experimentó un enorme alivio.
—Gracias, sagrada vidente —dijo—. Temía tener que matarla y me complace
saber que no estaré obligado a hacerlo. Ah, por cierto, abuelo, este amigo mío —dijo
señalándose la cabeza— me ha hecho otra visita. Anoche me dijo que mi última tarea
consistirá en elegir un sucesor. Supongo que no podrás ayudarme, ¿verdad?
—No, Garion, creo que no. ¿Qué opinas, Cyardis?
—No debes hacerlo, venerable Belgarath. Esa tarea corresponde al Niño de la

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Luz.
—Temía que dijeras eso —observó Garion con tristeza.
—Ah, Garion, sólo un consejo. La persona que elijas podría convertirse en dios,
de modo que no me escojas a mí. No estoy preparado para cumplir esa función.
Los demás llegaron individualmente o por pares. A medida que iban entrando,
Garion estudiaba sus caras e intentaba imaginárselos en el papel de deidades. ¿Tía
Pol? No, por alguna razón no parecía la elección apropiada y eso excluía
automáticamente a Durnik, pues no sería justo privarla de su esposo. ¿Seda? La idea
estuvo a punto de provocarle un ataque de risa. ¿Zakath? Esa opción tenía más
posibilidades. El emperador era malloreano y el nuevo dios podría convertirse en el
patrono de toda la raza. Sin embargo, no estaba seguro de poder confiar en él, pues
hasta hacía muy poco había estado obsesionado con la idea del poder y un súbito
ascenso a la categoría de dios podría devolverle sus antiguas ambiciones. Garion
suspiró. Tendría que meditar un poco más.
Los criados trajeron el desayuno y Ce'Nedra preparó un plato para el cachorro, sin
duda recordando la promesa de la noche anterior. El plato contenía huevos, salchichas
y una generosa ración de mermelada. La loba se estremeció y desvió la vista.
Todos evitaron mencionar el tema del encuentro del día siguiente. Puesto que el
enfrentamiento ya era inevitable, no tenía sentido hablar de él.
Belgarath apartó su plato con expresión satisfecha.
—No olvides agradecer al rey su hospitalidad —le dijo a Garion.
La loba se aproximó y apoyó la cabeza en el regazo del anciano. Belgarath estaba
atónito, pues hasta entonces siempre lo había rehuido.
—¿Qué ocurre, pequeña hermana? —le preguntó en el lenguaje de los lobos.
Entonces, ante el asombro de todo el mundo, la loba rió y habló claramente en la
lengua de los humanos.
—Parece que se te han ablandado los sesos, Viejo Lobo —le dijo a Belgarath—
Debiste haberme reconocido mucho antes. ¿Te ayuda esto? —Una súbita aureola
azulada rodeó el cuerpo de la loba—. ¿O tal vez esto?
La loba desapareció con un resplandor y en su sitio apareció una mujer de cabello
leonado y ojos dorados con un vestido marrón.
—¡Madre! —exclamó Polgara.
—No eres más observadora que tu padre, Polgara —dijo Poledra con tono de
reprobación—. Garion lo sabe desde hace bastante tiempo. —Belgarath, sin embargo,
miraba horrorizado al cachorro—. ¡Oh, no seas tonto! Sabes bien que nuestra unión
es eterna. El cachorrillo estaba tan débil y enfermo, que la jauría tuvo que dejarlo
atrás. Yo me ocupé de él, eso es todo.
Una dulce sonrisa se dibujó en los labios de la vidente.
—Ésta es la Mujer que Observa, venerable Belgarath —dijo—. Ahora, vuestro

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grupo está completo. Debéis saber, sin embargo, que ella siempre ha estado con vos y
siempre lo estará.

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Capítulo 18
Garion había visto a su abuela —o su imagen— en varias ocasiones, pero la
similitud de sus rasgos con los de tía Pol seguía sorprendiéndolo. Había diferencias,
por supuesto. El cabello de su tía, a excepción del mechón blanco que caía sobre su
frente, era oscuro, casi negro, y sus ojos de un intenso color azul. Poledra, por su
parte, tenía el pelo leonado, casi tan rubio como el de Velvet, y sus ojos eran dorados
como los de la loba. Sin embargo, los rasgos de las dos mujeres eran casi idénticos, al
igual que los de Beldaran, la hermana de Pol. Belgarath, su esposa y su hija se habían
retirado a un rincón de la habitación, y Beldin, con lágrimas en su rostro ceñudo, se
había colocado entre ellos y los demás para garantizar la intimidad de la reunión.
—¿Quién es? —preguntó Zakath, perplejo.
—Es mi abuela —respondió Garion con sencillez—. La esposa de Belgarath.
—No sabía que estuviera casado.
—¿De dónde pensabas que había salido tía Pol?
—Supongo que no me había puesto a pensar en eso.
Zakath miró alrededor y notó que tanto Ce'Nedra como Velvet se secaban las
lágrimas con pequeños y finos pañuelos.
—¿Por qué razón se ha emocionado todo el mundo? —preguntó.
—Porque pensábamos que había muerto al dar a luz a tía Pol y a su hermana
Beldaran.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Tía Pol tiene más de tres mil años —dijo Garion encogiéndose de hombros.
—¿Y Belgarath ha sufrido durante todo ese tiempo? —preguntó,
estremeciéndose.
—Sí.
En realidad, Garion no quería hablar del tema. Lo único que deseaba era
contemplar la dicha de su familia. Aquella palabra vino a su mente de forma
espontánea, pero de repente recordó el triste momento en que había descubierto que
tía Pol no era su verdadera tía. Entonces se había sentido terriblemente solo, un
huérfano en todo el sentido de la palabra. La tristeza había durado años, pero ahora se
sentía bien; su familia estaba casi completa. Belgarath, Poledra y tía Pol no se
hablaban, pues era evidente que entre ellos sobraban las palabras. Sentados en sillas
muy próximas y con las manos cogidas, se miraban con atención unos a otros. Garion
apenas alcanzaba a intuir la intensidad de sus sentimientos, pero lejos de sentirse
marginado, compartía la felicidad de sus familiares.
Durnik cruzó la habitación y se acercó a los demás. También los ojos del práctico
y fuerte herrero brillaban con lágrimas que no se atrevía a derramar.
—¿Por qué no los dejamos solos? —sugirió—. De todos modos es un buen

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momento para comenzar a preparar el equipaje. ¿Recordáis que tenemos que coger un
barco?
—Ella dijo que tú lo sabías —le dijo Ce'Nedra a Garion con tono acusatorio al
regresar a la habitación.
—Sí —admitió él.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—Porque me pidió que guardara el secreto.
—Eso no incluye a tu propia esposa, Garion.
—¿No? —preguntó él con fingido asombro—. ¿Quién ha inventado esa regla?
—Yo —admitió ella—. ¡Oh, Garion! —exclamó de repente arrojándose a sus
brazos y besándolo—. ¡Te quiero!
—Eso espero. ¿Preparamos el equipaje?
Garion y Ce'Nedra regresaron a la sala central por los fríos pasillos del palacio
real de Perivor. La luz dorada de la mañana se filtraba a través de las ventanas
arqueadas, como si los propios elementos hubieran decidido convertir aquella jornada
en un día especial, incluso sagrado.
Cuando todos volvieron a reunirse, Belgarath, su hija y su esposa habían
recuperado la compostura y agradecieron la compañía.
—¿Te gustaría que te los presentara, madre? —preguntó tía Pol.
—Ya los conozco a todos, Polgara —respondió Poledra—. No olvides que he
pasado bastante tiempo con vosotros.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Quería averiguar si serías capaz de descubrirlo sola. Me has decepcionado un
poco, Polgara.
—Madre —dijo Polgara—, no digas eso delante de los niños. —Ambas estallaron
en una risa igualmente cálida y armoniosa—. Señoras y caballeros —dijo entonces
Polgara—, ésta es mi madre, Poledra.
Todos se agruparon alrededor de aquella leyenda viva de cabello leonado y Seda
le besó la mano con extravagancia.
—Supongo, lady Poledra —dijo con picardía—, que deberíamos felicitar a
Belgarath. Sin duda, él se ha llevado la mejor parte del trato. Vuestra hija ha estado
intentando reformarlo desde hace tres mil años sin demasiado éxito.
—Tal vez yo tenga mayores recursos que mi hija, príncipe Kheldar— respondió
Poledra con una sonrisa.
—De acuerdo, Poledra —gruñó Beldin, dando un paso al frente—, ahora dinos
qué ocurrió realmente. Después del nacimiento de las niñas, nuestro maestro vino a
decirnos que ya no estabas con nosotros. Las gemelas lloraron dos meses enteros y yo
tuve que ocuparme de ellas. ¿Qué sucedió?
—Aldur no te mintió, Beldin —respondió ella con serenidad—. En cierto sentido,

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yo ya no estaba con vosotros. Veréis, poco después del nacimiento de las niñas, Aldur
y UL aparecieron ante mí. Dijeron que iban a asignarme una gran misión, pero que
ésta me exigiría hacer un sacrificio igual de grande. Tendría que dejaros a vosotros y
prepararme para mi misión. Al principio me negué, pero cuando me explicaron la
importancia de mi tarea no tuve más remedio que aceptar.
Abandoné el valle y me marché a Prolgu con UL a recibir mi entrenamiento. De
vez en cuando, él me permitía venir al mundo sin que nadie me viera para averiguar
cómo le iba a mi familia. —Miró a Belgarath con severidad—. Tú y yo tenemos
mucho de que hablar, Viejo Lobo —le dijo ella.
Belgarath se sobresaltó.
—Supongo que no podrás darnos alguna pista sobre esa importante misión que
debías cumplir —sugirió Sadi con delicadeza.
—Lo cierto es que no.
—Me lo temía —murmuró el eunuco.
—Eriond —dijo entonces Poledra, saludando al joven rubio.
—Poledra —respondió él, que, como de costumbre, aceptaba con absoluta
naturalidad el curso de los acontecimientos.
Garion había notado que el joven nunca parecía sorprenderse por nada.
—Has crecido mucho desde la última vez que te vi —señaló ella.
—Supongo que sí —asintió él.
—¿Estás preparado?
Aquella pregunta hizo estremecer a Garion, que de repente recordó el extraño
sueño que había tenido la noche anterior a la revelación de su verdadera identidad.
En ese momento, alguien llamó respetuosamente a la puerta. Durnik la abrió y
encontró a un caballero vestido con armadura.
—Su Majestad me ha enviado a avisaros que vuestro barco os espera en el puerto,
mi señor —dijo el caballero.
—Yo no soy... —comenzó Durnik.
—Déjalo —interrumpió Seda—. Caballero —le dijo al hombre de la puerta—,
¿dónde podemos encontrar a su Majestad? Nos gustaría despedirnos de él y
agradecerle sus atenciones.
—Su Majestad os espera en el puerto, mi señor. Allí se despedirá de vosotros y os
deseará suerte en la gran aventura que os tiene reservada el destino.
—Entonces nos daremos prisa, caballero —prometió el hombrecillo—. Sería en
extremo descortés de nuestra parte hacer aguardar demasiado a uno de los más
ilustres monarcas de este mundo. La eficiencia con que habéis cumplido vuestra tarea
os honra, señor caballero, y todos nos sentimos en deuda con vos.
El caballero, radiante de alegría, hizo una reverencia y se alejó por el pasillo.
—¿Dónde has aprendido a hablar así? —preguntó Velvet, sorprendida.

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—Ah, mi estimada dama —respondió Seda con ridícula afectación—, ¿acaso no
sabéis que detrás de la más vulgar apariencia puede ocultarse un poeta? Y si así os
place, puedo dedicar gloriosas alabanzas a todos y cada uno de vuestros
incomparables atributos —añadió mirándola de arriba abajo con expresión sugerente.
—¡Kheldar! —exclamó ella, roja de vergüenza.
—Es divertido, ¿sabes? —dijo Seda, y Garion quiso creer que se refería a la
forma de hablar arcaica—. Si uno consigue no atragantarse con los «vos», puede
disfrutar de la musicalidad y encanto del lenguaje, ¿no os parece?
—Estamos rodeados de charlatanes, madre —suspiró Polgara.
—Belgarath —dijo Durnik con seriedad—, no tiene sentido llevar los caballos,
¿verdad? Si cuando lleguemos al arrecife, tenemos que escalar rocas y vadear entre el
oleaje ¿no crees que nos molestarían?
—Tal vez tengas razón, Durnik —asintió el anciano.
—Iré a los establos a hablar con los mozos —dijo el herrero—. Los demás id
delante, ya os alcanzaré.
Durnik se giró y abandonó la habitación.
—Es un hombre eminentemente práctico —observó Poledra.
—Sin embargo, bajo la apariencia del más práctico de los hombres puede
ocultarse un poeta, madre —sonrió Polgara—, y no podéis imaginaros el placer que
me brinda esa faceta suya.
—Creo que es hora de que nos marchemos de esta isla, Viejo Lobo —dijo Poledra
con sarcasmo—. Dentro de dos días, todos podréis sentaros a escribir poesía
mediocre.
Los criados acudieron a ayudarlos a llevar los paquetes al puerto. Garion y sus
amigos marcharon en tropel por los pasillos del palacio y luego por las calles de Dal
Perivor. Aunque el día había amanecido radiante y soleado, un banco de densas nubes
púrpuras comenzaba a avistarse en el oeste, reflejando con elocuencia la posibilidad
de mal tiempo en Korim.
—Deberíamos haberlo imaginado —suspiró Seda—. Me gustaría que aunque sólo
fuera por una vez, uno de estos magníficos acontecimientos sucediera con buen
tiempo.
Garion comprendía bien el temor que subyacía debajo de aquella charla
intrascendente. Todos aguardaban el día siguiente con cierta aprensión. Las palabras
que Cyradis había pronunciado en Rheon, presagiando la muerte de uno de ellos,
estaban presentes en la mente de todos y, siguiendo una costumbre tan antigua como
el hombre, cada miembro del grupo intentaba reírse de sus miedos. Eso le recordó
algo y volvió atrás para hablar con la vidente de Kell.
—Cyradis —le dijo a la joven de los ojos vendados—, ¿crees que Zakath y yo
debemos usar la armadura para ir al arrecife? —Aquella mañana se había abotonado

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la casaca con la secreta esperanza de no tener que volver a enfundarse en un traje de
metal—. Me refiero a que, si este encuentro va a ser puramente espiritual, no hay
necesidad de llevarla, ¿verdad? Sin embargo, si hubiera alguna posibilidad de lucha,
quizá deberíamos estar preparados, ¿no crees?
—Sois tan trasparente como el cristal, Belgarion de Riva —dijo ella regañándolo
con dulzura—. Intentáis sacarme con engaños respuestas que me está prohibido
revelaros. Podéis hacer lo que os plazca, rey de Riva. Sin embargo, la prudencia
siempre sugiere que un poco de acero en vuestro atuendo es apropiado al aproximarse
a una situación donde pueden esperaros sorpresas.
—Me dejaré guiar por vos —dijo Garion—. Vuestros prudentes consejos me
conducirán por la senda de la sabiduría.
—¿Acaso intentáis burlaros de mí, Belgarion? •
—¿Me creéis capaz de hacer algo así, sagrada vidente? —repuso Garion con una
sonrisa.
Luego volvió con Belgarath y Poledra, que caminaban cogidos de la mano detrás
de Zakath y Sadi.
—Creo que he conseguido sacarle una respuesta a Cyradis, abuelo —dijo.
—Sería toda una novedad —respondió el anciano.
—Parece que habrá una pelea al llegar al arrecife. Le pregunté si Zakath y yo
debíamos usar la armadura, y aunque no me contestó directamente, dijo que no sería
mala idea... por si acaso.
—Informa a los demás. Será mejor que no los pille desprevenidos.
—Lo haré.
El rey, rodeado por la mayor parte de su engalanada corte, los esperaba en el
muelle que se extendía sobre las tumultuosas aguas del puerto. A pesar de la
benignidad del clima, el rey llevaba un traje de armiño y una pesada corona de oro.
—Me complace saludaros a vos y a vuestros nobles compañeros, Belgarion de
Riva —declaró—, y aguardo con suma tristeza vuestra partida. Muchos de los
presentes me han rogado que les permita pronunciar un discurso apropiado a la
ocasión, pero consciente de la urgencia de vuestra misión, me he negado
rotundamente a concederles mi permiso.
—Sois un verdadero y leal amigo, Majestad —dijo Garion con auténtica gratitud
al descubrir que se ahorraría una mañana entera de pomposos discursos. Luego
estrechó la mano del rey—. Sabed que si mañana los dioses nos conceden la victoria,
regresaremos de inmediato a esta bella isla a ofreceros nuestra gratitud a vos y a los
miembros de vuestra corte, por habernos tratado con tan magnánima cortesía. —De
todos modos tendrían que volver a buscar los caballos—. Y ahora, Majestad, nuestro
destino nos aguarda. Tras tan breve y humilde despedida, debemos embarcar e ir al
encuentro de ese destino con los corazones llenos de resolución. Adiós, amigo.

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—¡Adiós, Belgarion de Riva! —dijo el rey al borde de las lágrimas—. ¡Y que los
dioses tengan a bien concederos la victoria!
—Rogad que así sea.
Garion se giró, haciendo ondular su capa con un gesto algo melodramático, y
condujo a sus amigos hacia la pasarela. Al girar la cabeza, se alegró de ver a Durnik
abriéndose paso entre la multitud. En cuanto el herrero subiera a bordo, podría dar la
orden de levar anclas y evitar así que los saludos gritados a través de la borda se
prolongaran demasiado.
Detrás de Durnik venían varios carros cargados con las pertenencias del grupo.
Una vez trasladadas al barco, Garion fue a hablar con el capitán, un marino de cabello
cano y rostro curtido.
A diferencia de las naves occidentales, cuyas cubiertas de tablones solían estar
llenas de arena blancuzca, el alcázar y las barandillas circundantes estaban pintadas
con un barniz oscuro y brillante, y las impecables cuerdas colgaban en meticulosos
rollos de lustrosas cabillas de maniobra. El orden resultaba casi ostentoso y reflejaba
el gran orgullo que el capitán sentía por su embarcación. El propio capitán llevaba
una elegante aunque algo raída chaqueta azul —después de todo, estaba en el puerto
— y una vistosa gorra azul inclinada con gallardía sobre una de sus orejas.
—Creo que eso es todo, capitán —dijo Garion—. Será mejor que levemos anclas
y nos alejemos del puerto antes de que cambie la marea.
—Veo que conoces el mar, joven amo —dijo el capitán con tono de aprobación
—. Espero que tus amigos también lo conozcan, pues siempre es difícil llevar
hombres de tierra a bordo. Nunca comprenden que no es buena idea vomitar al
viento. ¡Soltad amarras! —gritó con voz ensordecedora—. ¡Preparaos para zarpar!
—No hablas igual que los demás habitantes de la isla —observó Garion.
—Sería sorprendente que lo hiciera, jovencito, pues procedo de las islas
melcenes. Hace unos veinte años, en mi tierra corrieron desagradables rumores sobre
mí, de modo que decidí alejarme por un tiempo y vine aquí. No puedes ni imaginar
cómo eran los objetos que esa gente llamaba barcos cuando llegué.
—¿Algo así como castillos flotantes? —sugirió Garion.
—Entonces ¿los has visto?
—En otra parte del mundo.
—¡Desplegad las velas! —gritó el capitán a su tripulación—. Muy bien, joven
amo —le dijo a Garion—. Te sacaré de aquí de inmediato y te libraré de esas
pomposas muestras de elocuencia. ¿Qué te decía? Ah, sí. Cuando llegué aquí los
barcos de Perivor tenían tanto peso en la parte superior que un simple estornudo
podía hacerlos volcar. ¿Puedes creer que me llevó cinco años convencerlos de ello?
—Entonces debes de ser muy persuasivo, capitán —rió Garion.
—Un par de duelos con cabillas de maniobra contribuyeron un poco —admitió el

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capitán—, pero al final, me vi obligado a desafiarlos. Esta gente es incapaz de
rechazar un reto, de modo que les propuse una carrera alrededor de la isla. Salieron
veinte barcos, y sólo regresó el mío. Entonces comenzaron a escucharme y dediqué
los cinco años siguientes a supervisar la construcción de nuevas embarcaciones. Por
fin el rey me permitió volver al mar y hasta me nombró barón. No es que me importe,
pero creo que hasta tengo un castillo en algún sitio.
Un bronco estruendo de instrumentos de viento llegó desde el puerto. Los
caballeros de la corte los saludaban con sus cuernos, al auténtico estilo mimbrano.
—¿No es patético? —dijo el capitán—. No creo que haya un solo hombre en toda
la isla capaz de entonar una melodía. —Miró a Garion con admiración—. Me han
dicho que os dirigís al arrecife de Turim.
—Korim —corrigió Garion con aire distraído.
—Veo que has estado oyendo a los hombres de tierra, que ni siquiera saben
pronunciar bien su nombre. Bueno, antes de resolver dónde quieres desembarcar,
envíame a buscar. Hay aguas muy tempestuosas alrededor del arrecife y no es el sitio
adecuado para cometer errores. Yo tengo unos mapas bastante precisos.
—El rey nos dijo que no había mapas del arrecife.
El capitán hizo un guiño de complicidad.
—Los rumores que he mencionado hicieron que un par de capitanes intentaran
seguirme —admitió—, aunque tal vez «cazarme» sería un término más adecuado. Las
recompensas suelen tener esas consecuencias. En cierta ocasión pasaba cerca del
arrecife con buen tiempo y decidí hacer algunos sondajes. Nunca está de más tener un
escondite en un sitio adonde todos teman acercarse.
—¿Cómo te llamas, capitán?
—Kresca, joven amo.
—Olvida esos formalismos. Puedes llamarme Garion.
—Como quieras, Garion, pero ahora sal de mi alcázar para que pueda sacar esta
vieja bañera del puerto.
Aunque su forma de hablar fuera diferente y estuvieran en el otro extremo del
mundo, el capitán Kresca se parecía tanto a Greldik, el amigo de Barak, que Garion
se sentía seguro a bordo de su barco. El joven bajó a la bodega a reunirse con los
demás.
—Hemos tenido suerte —les dijo—. El capitán es melcene, y aunque no le sobran
escrúpulos morales, tiene un mapa del arrecife. Es muy probable que sea el único que
posea un mapa en estas aguas y me ha prometido asesoramiento para cuando llegue el
momento de desembarcar.
—Es muy amable de su parte —dijo Seda.
—Tal vez, aunque creo que su mayor preocupación es no destrozar el fondo de su
barco.

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—Yo la comparto —dijo Seda—, al menos mientras esté a bordo.
—Vuelvo a la cubierta —dijo Garion—. No puedo permanecer en un sitio mal
ventilado el primer día de viaje sin sentir náuseas.
—¿Y tú eres el amo de una isla? —dijo Poledra.
—Sólo necesito acostumbrarme, abuela.
—Por supuesto.
Tanto el cielo como el mar tenían un aspecto amenazador. El denso banco de
nubes seguía avanzando desde el oeste, mientras las largas y furiosas olas
encrespadas parecían proceder de la costa este de Cthol Murgos. Aunque, como rey
de una isla, Garion sabía que aquel fenómeno era frecuente, no pudo evitar sentir una
supersticiosa aprensión al comprobar que los vientos de la superficie soplaban hacia
el oeste y los de arriba hacia el este, tal como proclamaba el movimiento de las
nubes. Había sido testigo de este fenómeno en varias ocasiones, pero esta vez no
estaba seguro de que se debiera a causas naturales. Se preguntó qué habrían hecho las
dos conciencias eternas si él y sus amigos no hubieran encontrado un barco y tuvo
una breve visión del mar que se abría para formar un amplio camino sobre su
superficie, un camino lleno de asombrados peces. Cada vez se sentía menos dueño de
su destino. Como ya le había sucedido en el viaje a Cthol Mishrak, tuvo la certeza de
que las dos profecías lo empujaban hacia Korim para un encuentro que él no había
elegido, pero que el mundo entero estaba esperando desde el comienzo de los
tiempos. Cuando sus labios estaban a punto de murmurar un lastimero «¿Por qué
yo?», Ce'Nedra apareció a su lado y se acurrucó debajo de su brazo, como solía hacer
desde aquellos primeros, embriagadores días en que habían descubierto su amor.
—¿En qué piensas, Garion? —le preguntó en voz baja.
Había cambiado la túnica verde de raso que llevaba en el palacio por un práctico
vestido de lana gris.
—En nada en particular. Sólo estoy un poco preocupado.
—No tienes motivos para preocuparte. Porque vamos a ganar, ¿verdad?
—Eso aún no ha sido decidido.
—Por supuesto que ganarás. Siempre lo haces.
—Esta vez es diferente, Ce'Nedra —suspiró él—. Pero el encuentro no es lo
único que me preocupa. Tengo que elegir un sucesor, que se convertirá en el nuevo
Niño de la Luz y quizás en un dios. Si escojo a la persona incorrecta, tendré la
responsabilidad de haber creado a un dios nefasto. ¿Te imaginas a Seda como dios?
Iría por ahí, hurgando en los bolsillos de otros dioses, o escribiendo chistes subidos
de tono en las constelaciones.
—No parece tener el temperamento adecuado para ese oficio —asintió ella—. Me
cae bien, pero temo que UL no lo aceptaría. ¿Qué otra cosa te preocupa?
—Tú ya lo sabes. Uno de nosotros no pasará de mañana —respondió Garion.

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—No tienes que preocuparte por eso, Garion. Seré yo. Lo he sabido desde el
principio.
—No seas ridícula Yo me aseguraré de que no seas tú.
—¿Ah sí, y cómo?
—Simplemente les diré que no haré ninguna elección si te hacen daño.
—¡Garion! —exclamó ella—. ¡No puedes hacer eso! ¡Destruirías el universo!
—¿Y qué? Sin ti, el universo no significaría nada para mí.
—Eso es muy romántico, pero sé que nunca lo harías. Eres demasiado
responsable.
—¿Por qué crees que se trata de ti?
—Por las tareas, Garion. Todos tienen la suya e incluso algunos más de una.
Belgarath debía descubrir el lugar del encuentro, Velvet tenía que matar a Harakan y
Sadi tenía la misión de asesinar a Naradas. Sin embargo yo no tengo ninguna tarea...,
aparte de morir.
Entonces Garion decidió hablar con ella.
—Tú también tenías una tarea, Ce'Nedra —le dijo— y la realizaste muy bien.
—¿De qué hablas?
—Tú no puedes recordarlo. Cuando salimos de Kell estuviste somnolienta
durante varios días.
—Lo recuerdo perfectamente.
—No se debía al cansancio, sino a que Zandramas estaba manipulando tu mente.
Ya lo hizo antes. ¿Recuerdas cuando enfermaste en el camino a Rak Hagga?
—Sí.
—Era otro tipo de enfermedad, pero también ése fue un truco de Zandramas.
Hace más de un año que intenta controlarte. —Ce'Nedra lo miró con asombro—.
Bueno, cuando salimos de Kell, ella consiguió dormir tu mente. Te internaste en el
bosque y creíste encontrar a Arell.
—¿A Arell? Pero si está muerta.
—Lo sé, pero de todos modos creíste que te habías encontrado con ella y que te
había entregado a nuestro pequeño. Luego, la supuesta Arell te hizo algunas
preguntas y tú las respondiste.
—¿Qué tipo de preguntas?
—Zandramas debía descubrir el lugar del encuentro y no podía ir a Kell, de modo
que se hizo pasar por Arell para preguntártelo a ti. Tú le hablaste de Perivor, del mapa
y de Korim. Ésa era tu tarea.
—¿Os traicioné? —preguntó ella, alarmada.
—No, salvaste el universo. Es imprescindible que Zandramas esté en Korim en el
momento adecuado. Alguien tenía que decirle dónde era y ésa fue tu tarea.
—No recuerdo nada de eso.

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—Claro que no, porque tía Pol borró el recuerdo de tu mente. Aunque nada de lo
ocurrido fue culpa tuya, si lo hubieras sabido habrías sentido remordimientos.
—Sea como fuere os tracioné.
—Hiciste lo que tenías que hacer, Ce'Nedra. —Garion sonrió con tristeza—.
¿Sabes? Los dos bandos hemos estado intentando hacer lo mismo. Tanto nosotros
como Zandramas queríamos encontrar Korim y evitar que lo hiciera el otro, pensando
que en ese caso ganaríamos. Sin embargo, es necesario que el encuentro se lleve a
cabo para que Cyradis pueda hacer su elección. Las profecías no permitirían que
sucediera de otra manera, de modo que todos derrochamos esfuerzos para hacer algo
que era imposible. Si nos hubiéramos dado cuenta al principio, nos habríamos
ahorrado muchos problemas. Mi único consuelo es que Zandramas se esforzó mucho
más que nosotros.
—Todavía estoy segura de que seré yo.
—Tonterías.
—Sólo espero que me dejen abrazar a mi pequeño antes de morir —dijo con
tristeza.
—No vas a morir, Ce'Nedra.
—Quiero que te cuides, Garion —dijo ella con firmeza pasando por alto sus
palabras—. Come bien, abrígate en invierno y asegúrate de que mi hijo no me olvide.
—¿Quieres parar ya, Ce'Nedra?
—Una última cosa, Garion —continuó ella, implacable—. Después de un tiempo,
quiero que te cases otra vez. No quiero que andes por ahí despertando compasión
como ha hecho Belgarath en los últimos tres mil años.
—Por supuesto que no. Además, no va a sucederte nada.
—Eso ya lo veremos. Prométemelo, Garion. Tú no sirves para estar solo.
Necesitas alguien que te cuide.
—¿Habéis acabado ya con eso? —preguntó de repente Poledra saliendo de detrás
del palo de trinquete, con expresión resuelta—. Es todo muy bonito y
románticamente melancólico, pero ¿no os parece demasiado dramático? Garion tiene
razón, Ce'Nedra, no va a sucederte nada, así que ya puedes guardar todos esos
sentimientos nobles para otro momento.
—Yo sé lo que sé, Poledra —dijo Ce'Nedra con obstinación.
—Espero que no te decepciones demasiado cuando te despiertes pasado mañana y
descubras que gozas de perfecta salud.
—Entonces ¿quién morirá?
—Yo —respondió Poledra con sencillez—. Lo sé desde hace más de tres mil
años, de modo que ya he tenido tiempo de acostumbrarme. Al menos he conseguido
pasar un día con mis seres amados antes de irme para siempre. Ce'Nedra, sopla un
viento muy frío. Entremos antes de que te resfríes.

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—Es igual que tía Pol, ¿verdad? —dijo por encima de su hombro mientras
Poledra la conducía escaleras abajo.
—Por supuesto —respondió Garion.
—Veo que ya han empezado —dijo Seda desde un sitio cercano.
—¿A qué te refieres?
—A las efusivas despedidas. Todo el mundo está convencido de que mañana no
verá la puesta de sol. Supongo que vendrán a despedirse uno a uno. Quise ser el
primero para salir del medio, pero Ce'Nedra me ganó.
—¿Tú? No hay nada que pueda acabar contigo, Seda. Tienes demasiada suerte.
—Yo he hecho mi propia suerte, Garion. No es difícil trampear con los dados. —
La expresión del hombrecillo se volvió pensativa—. Hemos pasado muchos buenos
momentos juntos, ¿no es cierto? Creo que superan a los malos, y eso es todo lo que
puede pedir un hombre.
—Eres tan sensiblero como Ce'Nedra y mi abuela.
—Eso parece y no es propio de mí, pero no sufras, Garion. Si yo tuviera que
morir, me ahorraría el mal momento de tomar una decisión muy desagradable.
—¿Ah sí? ¿De qué se trata?
—Sabes lo que pienso del matrimonio, ¿verdad?
—Por supuesto. Has hablado de ello en muchas ocasiones.
—A pesar de todo —suspiró Seda—, creo que deberé tomar una decisión con
respecto a Liselle.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en descubrirlo.
—¿Lo sabías? —preguntó Seda, sorprendido.
—Todo el mundo lo sabe. Ella se propuso conquistarte y lo consiguió.
—Resulta deprimente que me atrapen cuando estoy a punto de entrar en la vejez.
—Yo no diría tanto.
—Debo de estar loco por pensar algo así —dijo Seda con malhumor—. Liselle y
yo podríamos seguir como hasta ahora, pero por alguna razón meterme en su
dormitorio en medio de la noche me parece una falta de respeto hacia ella y le tengo
demasiado aprecio para hacerle algo así.
—¿Aprecio?
—De acuerdo —dijo con brusquedad—. Estoy enamorado de ella. ¿Te sientes
mejor ahora que me has obligado a confesarlo?
—Sólo quería que quedara claro. Es la primera vez que lo admites..., ¿incluso
ante ti mismo?
—Siempre he intentado evitarlo. ¿Crees que podríamos hablar de otra cosa? —
Miró alrededor—. Ojalá encontrara otro sitio donde volar —refunfuñó.
—¿Quién?
—Ese maldito albatros. Ha vuelto otra vez.

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Garion se giró y vio a la blanca ave marina, planeando con sus enormes alas
quietas delante del bauprés. A medida que transcurría la mañana, el banco de nubes
del oeste cobraba una tonalidad más violácea, y sobre aquel fondo, el pájaro blanco
parecía brillar con una incandescencia sobrenatural.
—Es muy extraño —dijo Garion.
—Sólo me gustaría saber qué se propone —repuso Seda—. Vuelvo abajo. No
quiero verlo más. —Estrechó la mano de Garion—. Nos hemos divertido —dijo con
brusquedad—. Cuídate.
—No tienes por qué marcharte.
—Los demás aguardan para venir a saludarte, Majestad —sonrió Seda—. Creo
que te espera un día deprimente. Yo voy a averiguar si Beldin encontró ese barril de
cerveza.
El hombrecillo lo saludó con un gracioso ademán y se dirigió a la escalera.
La predicción de Seda resultó ser tristemente cierta. Uno a uno, los amigos de
Garion fueron a verlo, todos convencidos de que iban a morir. Fue un día bastante
aciago.
El joven oyó el último de aquellos epitafios compuestos por el propio interesado
cuando ya comenzaba a ponerse el sol. Garion se apoyó sobre la barandilla y
contempló la estela fosforescente que dejaba el barco.
—Ha sido un mal día, ¿verdad?
Era Seda otra vez.
—Horrible. ¿Beldin ha encontrado la cerveza?
—Sí, pero te recomiendo que no la pruebes. Mañana necesitarás toda tu lucidez.
Sólo he venido a asegurarme de que la tristeza que te han estado transmitiendo tus
amigos no te indujera a arrojarte al mar. —De repente, hizo una mueca de asombro
—. ¿Qué ha sido eso?
—¿A qué te refieres?
—A ese ruido retumbante. —Miró hacia la proa—. Ahí está otra vez —añadió
con nerviosismo.
Con la llegada de la noche, el cielo púrpura se había vuelto casi negro, salpicado
aquí y allí con pequeñas manchas de ardiente color rojo, producidas por la luz del sol
que se ponía detrás de las nubes. Un velo herrumbroso cubría el horizonte y sobre él
las espumosas olas parecían un collar blanco.
El capitán Kresca se acercó con el paso bamboleante propio de un hombre que no
pasa mucho tiempo en tierra.
—Aquí está, amos —les dijo—: el arrecife.
Garion contempló el Lugar que ya no Existe con una confusión de sentimientos y
pensamientos.
Entonces el albatros dejó escapar un extraño chillido, un chillido casi triunfal. El

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enorme pájaro nacarado aleteó una vez y luego continuó el viaje hacia Korim con las
alas aparentemente inmóviles.

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Capítulo 19
El senescal Oskatat caminaba con rapidez por los pasillos del palacio Drojim, en
dirección a la sala del trono de Urgit, rey de Cthol Murgos. Su cara llena de cicatrices
estaba demacrada y su mente confusa. Por fin se detuvo frente a la puerta de la sala
del trono.
—Quiero hablar con Su Majestad —anunció.
Los guardias se apresuraron a abrirle la puerta. Aunque, por un acuerdo entre él y
el rey, Oskatat seguía siendo sólo senescal, los guardias, como todos los habitantes
del palacio, sabían que sólo el rey lo superaba en autoridad en todo Cthol Murgos.
Oskatat encontró al monarca con cara de rata enfrascado en una frívola
conversación con la reina Prala y su madre, Tamazin, esposa del propio senescal.
—Ah, aquí estás, Oskatat —dijo Urgit—. Ahora mi pequeña familia ya está
completa. Estábamos discutiendo la posibilidad de hacer grandes reformas en el
palacio. Todas esas piedras preciosas y esas toneladas de oro en el techo son de muy
mal gusto, ¿no crees? Además, el dinero que pueda conseguir a cambio de esa basura
me vendría bien para el equipamiento de guerra.
—Ha ocurrido algo importante, Urgit —le dijo Oskatat al rey.
Por orden real, Oskatat siempre llamaba al monarca por su nombre de pila en las
conversaciones privadas.
—Eso es deprimente —dijo Urgit arrellanándose en los cojines de su trono.
Taur Urgas, el supuesto padre de Urgit, siempre había rechazado comodidades
como cojines, pues prefería dar ejemplo de la fortaleza murga pasándose horas
sentado sobre la piedra fría. Sin embargo, el único resultado de aquel ridículo gesto
había sido una fístula, que durante los últimos años de su vida había contribuido
notablemente a acrecentar su mal humor.
—Siéntate erguido, Urgit —dijo Tamazin, la madre del rey, con aire distraído.
—Sí, madre —respondió él mientras se enderezaba un poco—. Adelante, Oskatat,
dilo, pero hazlo con delicadeza. En los últimos tiempos los «sucesos importantes»
son siempre verdaderas catástrofes.
—He tenido noticias de Jaharb, el jefe de los dagashis —informó Oskatat—. Por
órdenes mías, llevaba un tiempo intentando localizar al jerarca Agachak y por fin lo
ha encontrado o, mejor dicho, ha averiguado de qué puerto zarpó cuando se marchó
de Cthol Murgos.
—Resulta sorprendente —respondió Urgit con una amplia sonrisa—, por fin me
traes buenas noticias. De modo que Agachak se ha marchado de Cthol Murgos.
Espero que tenga intenciones de navegar hasta el fin del mundo. Me alegro de que me
lo hayas dicho, Oskatat. Ahora que ese cadáver andante no contamina lo que queda
de mi reino, podré dormir mucho mejor. ¿Los espías de Jaharb han descubierto hacia

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dónde se dirigía?
—Se dirigía a Mallorea, Urgit. Por lo visto, está convencido de que el Sardion se
encuentra allí. Pasó por Thull Mardu y convenció al rey Nathel de que lo
acompañara.
Urgit soltó una sonora carcajada.
—¡Lo hizo! —exclamó con alegría.
—No te entiendo.
—Una vez le sugerí que cuando fuera a buscar el Sardion llevara a Nathel en mi
lugar, y ahora se ha marchado con ese imbécil. Daría cualquier cosa por oír alguna de
sus conversaciones. Si llegara a triunfar, convertiría a Nathel en rey supremo de
Angarak, aunque el pobre es incapaz de atarse los cordones de los zapatos.
—No creeréis que Agahack tiene posibilidades de triunfar, ¿verdad? —preguntó
la reina Prala con una mueca de preocupación en su rostro perfecto.
La reina Prala estaba embarazada de varios meses, y en los últimos tiempos se
preocupaba demasiado por todo.
—¿Triunfar? —rió Urgit—. No tiene la más mínima posibilidad. Primero tendría
que vencer a Belgarion, eso sin mencionar a Belgarath y a Polgara. Ellos lo
incinerarán —añadió con una sonrisa irónica—. Es tan agradable tener amigos
poderosos. —De repente se detuvo e hizo una mueca de preocupación—. Sin
embargo, deberíamos avisar a Belgarion... y a Kheldar. —Volvió a arrellanarse entre
los almohadones—. Según las últimas noticias, Belgarion y sus amigos abandonaron
Rak Hagga con Kal Zakath. Lo más probable es que se dirigieran a Mal Zeth, como
invitados o prisioneros. —Se rascó la nariz larga y puntiaguda—. Conozco a
Belgarion lo suficiente para saber que no permanecerá demasiado tiempo como
prisionero. Tal vez Zakath sepa dónde está. ¿Es posible enviar a un dagashi a Mal
Zeth, Oskatat?
—Podríamos intentarlo, Urgit, pero las probabilidades de éxito no son muchas.
Además, un dagashi tendría dificultades en llegar hasta el emperador. Zakath tiene
una guerra civil entre manos, de modo que estará preocupado.
—Es verdad —dijo Urgit mientras tamborileaba los dedos sobre el brazo de su
trono—. Sin embargo, todavía intentará mantenerse informado sobre lo que ocurre en
Cthol Murgos, ¿no crees?
—Sin duda.
—Entonces ¿por qué no usarlo a él como mensajero de Belgarion?
—Me temo que vas demasiado rápido para mí, Urgit —admitió Oskatat.
—¿Cuál es la ciudad más cercana ocupada por los malloreanos?
—Todavía tienen una pequeña guarnición en Rak Cthaka. Podríamos vencerlos
con facilidad, pero no hemos querido dar razones a Kal Zakath para que regresara con
todas sus fuerzas.

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Urgit se estremeció.
—Yo apoyo esa idea —admitió—, pero le debo varios favores a Belgarion y
deseo proteger a mi hermano en la medida de lo posible. Te diré lo que debes hacer,
Oskatat. Lleva tres unidades del ejército a Rak Cthaka. Los espías malloreanos
correrán a Rak Hagga a informarle a Kal Zakath que hemos comenzado a atacar sus
ciudades. Eso bastará para captar su atención. Reuníos alrededor de la ciudad y
sitiadla. Luego exige parlamentar con el comandante de la guarnición y explícale la
situación. Yo escribiré una carta a Zakath con la excusa de que tenemos intereses
comunes en este asunto. Estoy seguro de que la presencia de Agachak en Mallorea le
desagrada tanto como a mí que estuviera en Cthol Murgos. Insistiré en que debe
avisarle a Belgarion. La noticia de que hemos iniciado acciones hostiles garantizará
que lea mi carta. Luego se pondrá en contacto con Belgarion y los dos podremos
sentarnos a esperar que el justiciero de dioses solucione el problema por nosotros. —
De repente sonrió—. ¿Quién sabe? Podría ser el primer paso hacia la reconciliación
entre Su Implacable Majestad y yo. Creo que ha llegado la hora de que los angaraks
dejemos de matarnos entre nosotros.

—¿No puedes conseguir que avance más rápido? —le preguntó el rey Anheg al
capitán Greldik.
—Por supuesto, Anheg —gruñó Greldik—, podría hacer fuerza de vela e iríamos
más rápido que una flecha... durante cinco minutos. Luego los mástiles se romperían
y tendríamos que volver a remar. ¿Qué prefieres?
—¿Alguna vez has oído la expresión «lesa majestad»?
—Tú la usas con frecuencia, Anheg, pero deberías consultar las leyes marítimas.
A bordo de este barco y en alta mar, yo tengo más autoridad que tú en Val Alorn. Si te
digo que remes, tendrás que remar... o incluso nadar.
Anheg se marchó, maldiciendo entre dientes.
—¿Has tenido suerte? —preguntó el emperador Varana cuando el rey alorn se
acercó a la proa.
—Me ha sugerido que me meta en mis asuntos —gruñó Anheg— y luego ha
añadido que si tengo prisa puede dejarme un remo.
—¿Alguna vez has remado?
—En una ocasión. Los chereks somos muy aficionados al mar y mi padre pensó
que sería instructivo obligarme a hacer un viaje como marinero de cubierta. Remar no
me molestaba tanto, pero odiaba los azotes.
—¿De verdad azotaban al príncipe de la corona? —preguntó Varana con
incredulidad.
—Es muy difícil reconocer a un remero por la espalda —explicó Anheg
encogiéndose de hombros—. Nuestro jefe pretendía que nos diéramos prisa, pues

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perseguíamos a un mercader tolnedrano y no queríamos que llegara a aguas
territoriales.
—¡Anheg! —exclamó Varana.
—Eso ocurrió hace muchos años, Varana. Ahora he dado órdenes de no molestar
a los barcos tolnedranos..., al menos en presencia de testigos. Lo cierto es que Greldik
tiene razón. Si hace fuerza de vela, el viento arrancará los mástiles y tanto tú como yo
tendremos que remar.
—Entonces no tenemos muchas posibilidades de alcanzar a Barak, ¿verdad?
—No estoy seguro. Barak no es tan buen marino como Greldik, y esa enorme
bañera suya no es fácil de guiar. Cada día que pasa, les sacamos ventaja. Cuando
llegue a Mallorea, tendrá que detenerse en todos los puertos para hacer preguntas. La
mayoría de los malloreanos no reconocerían a Garion aunque les escupiera en los
ojos. Sin embargo, Kheldar es otro asunto. Tengo entendido que ese ladronzuelo tiene
delegaciones comerciales en casi todas las ciudades y pueblos de Mallorea. Barak
preguntará por Seda, pues se supone que él y Belgarion van juntos. Sin embargo, yo
no tendré que hacerlo. Con sólo describir La Gaviota a los vagabundos de los
muelles, y por el módico precio de una jarras de cerveza, podré seguir a Barak
dondequiera que vaya. Con un poco de suerte lo alcanzaremos antes de que encuentre
a Garion y lo estropee todo. Ojalá esa joven ciega no le hubiera dicho que no podía ir
con él. La mejor manera de conseguir que Barak haga algo es prohibírselo. Si
estuviera con Garion, Belgarath podría controlarlo.
—¿Cómo pretendes detenerlo si lo encontramos? Aunque su barco sea más lento
que éste, también en más grande y lleva más hombres.
—Ya lo he discutido con Greldik —respondió Anheg—. El tiene un arma especial
en la bodega de popa. Si Barak se niega a venir cuando se lo ordene, Greldik atacará.
No podrá ir muy rápido en un barco que se hunde.
—¡Anheg, eso es monstruoso!
—También lo que intenta hacer Barak. Si él logra llegar hasta Garion, Zandramas
ganará y todos acabaremos bajo el dominio de alguien mucho peor que Torak. Si
tengo que hundir La Gaviota para evitarlo, lo haré diez veces seguidas. —Suspiró—.
Aunque si mi primo se ahoga, lo echaré de menos —admitió.

Aquella mañana, la reina Porenn de Drasnia había mandado llamar al margrave


Khendon, el jefe de su servicio de inteligencia, para darle órdenes muy precisas.
—Todos y cada uno de ellos, Javelin —dijo con firmeza—. No quiero ningún
espía en este ala del palacio durante el resto del día.
—¡Porenn! —exclamó Javelin—. ¡Nunca he oído nada igual!
—Pues acabas de oírlo... de mis labios. Diles a tus hombres que también saquen
de aquí a los espías no oficiales. Quiero que este ala del palacio esté desierta en

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menos de una hora. Yo tengo mis propios espías, Javelin, y conozco sus escondites.
Quítalos a todos de aquí.
—Me decepcionas, Porenn. Un monarca no puede tratar de ese modo a su propio
servicio de inteligencia. ¿Tienes idea del daño que puede ocasionar esto en la moral
de mis agentes?
—Con franqueza, Khendon, la moral de tus curiosos profesionales me tiene sin
cuidado. Éste es un asunto importantísimo.
—¿Alguna vez te ha fallado mi servicio? —preguntó Javelin, ofendido.
—Dos veces, si no recuerdo mal. ¿Recuerdas cuando el culto del Oso se infiltró
en él? ¿Y cuando tus hombres olvidaron mencionar la deserción del general Haldar?
—De acuerdo, Porenn —suspiró Javelin—, hemos cometido pequeños errores.
—¿Llamas «pequeño error» al hecho de que Haldar se uniera al culto del Oso?
—Tus críticas son injustas, Porenn.
—Sólo pretendo dejar las cosas claras, Javelin. ¿Quieres que llame a mi hijo y
redactemos una ley que prohíba espiar a la familia real?
—¡No te atreverías! —dijo Javelin, súbitamente pálido—. Todo el servicio de
inteligencia se desmoronaría. El derecho a espiar a la familia real siempre ha sido la
mayor recompensa por un servicio ejemplar. Mis hombres son capaces de cualquier
cosa por ese honor..., aunque Seda lo rechazó tres veces —añadió con una mueca de
perplejidad.
—Entonces retíralos de aquí, Javelin, y no olvides el armario que está detrás del
tapiz del pasillo.
—¿Cómo lo has descubierto?
—No lo hice yo, sino Kheva.
Javelin se marchó refunfuñando.
Unas horas más tarde, Porenn estaba sentada en su salita con su hijo, el rey
Kheva. El joven rey maduraba con rapidez. Su voz había adquirido un resonante
timbre de barítono y sus mejillas comenzaban a cubrirse de una barba suave. Su
madre, a diferencia de la mayoría de los regentes, lo había ido introduciendo de
forma gradual en los consejos de Estado y en las negociaciones con instituciones
extranjeras. No faltaba demasiado tiempo para que pudiera dejarlo al frente y delegar
en él aquella autoridad que no deseaba. Estaba convencida de que Kheva sería un
buen rey. Era casi tan listo como su padre y tenía una condición indispensable en un
monarca: sentido común.
Se oyó un sonoro golpe en la puerta de la sala.
—¿Sí? —dijo Porenn.
—Porenn, soy yo —respondió una voz estridente—, Yarblek.
—Entra, Yarblek. Tenemos que hablar.
Yarblek abrió la puerta y entró seguido de Vella. Porenn suspiró. La visita a Gar

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og Nadrak había cambiado a Vella. Había perdido la apariencia refinada que Porenn
se había esforzado tanto en crear para ella y su ropa indicaba que volvía a ser la
salvaje e indomable criatura de antes.
—¿Por qué tanta prisa, Porenn? —preguntó Yarblek con brusquedad mientras
arrojaba en un rincón su andrajosa chaqueta de felpa y su tosco sombrero—. Tu
mensajero estuvo a punto de matar a su caballo para alcanzarme.
—Ha surgido algo urgente —respondió la reina de Drasnia—, y creo que nos
concierne a los dos. Sin embargo, quiero que lo mantengas en el más riguroso
secreto.
—¿Secreto? —dijo Yarblek con una risa burlona—. Sabes muy bien que en tu
palacio no hay secretos, Porenn.
—Esta vez sí —respondió ella con cierta presunción—. Esta mañana he ordenado
a Javelin que retirara a todos sus espías de este ala del palacio.
—¿Cómo lo tomó? —sonrió Yarblek.
—Me temo que mal.
—Bien. En los últimos tiempos se mostraba demasiado seguro de sí mismo. Pero
ahora vayamos al grano, ¿qué es lo que ocurre?
—Te lo diré dentro de un momento. ¿Has descubierto qué trama Drosta?
—Por supuesto. Intenta hacer las paces con Zakath. Está en tratos con el
malloreano que dirige el Departamento de Asuntos Internos, creo que se llama
Brador. Bueno, lo cierto es que Drosta ha estado permitiendo pasar por Gar og
Nadrak a agentes malloreanos que intentan infiltrarse en el oeste.
El tono de voz de Yarblek advirtió a Porenn que había algo más.
—Cuéntamelo todo, Yarblek. Me estás ocultando algo —dijo la reina.
—Odio tratar con mujeres inteligentes —protestó—. Por alguna razón, no parece
natural. —Se apresuró a salir del alcance de las dagas de Vella—. De acuerdo —se
rindió—. Zakath necesita mucho dinero para hacer frente a los gastos de las guerras
que tiene en dos frentes diferentes. Drosta ha reducido los impuestos de importación
sobre las alfombras malloreanas, al menos a los mercaderes que pagan impuestos a
Mal Zeth, los que han estado compitiendo con Seda y conmigo en los mercados
arendianos.
—Supongo que ya habrás sacado provecho de esa información.
—Por supuesto. —Reflexionó un momento—. Ésta es tu oportunidad de hacer un
buen negocio, Porenn —sugirió—. Ya que Drosta ha bajado un quince por ciento los
impuestos de importación de los malloreanos, tú podrías subir los tuyos en la misma
proporción. De ese modo, tú ganarías más dinero, mientras Seda y yo podríamos
seguir compitiendo con los precios.
—Creo que intentas timarme, Yarblek —dijo Porenn con desconfianza.
—¿Yo?

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—Hablaremos de eso más tarde. Ahora escúchame con atención. Te he mandado
a buscar porque me he enterado de que Barak, Mandorallen, Hettar, Lelldorin y Relg
han zarpado hacia Mallorea. No estamos muy seguros, pero creemos que se proponen
interferir en la misión de Belgarion. Tú estabas presente en Rheon, y sabes lo que dijo
la vidente dalasiana. Es imprescindible que esos cabezas huecas se mantengan al
margen de esto.
—Estoy de acuerdo contigo.
—¿Cuánto tardarías en enviar un mensaje a tus hombres en Mallorea?
—Unas pocas semanas, incluso menos si lo pongo como prioridad.
—Este asunto es muy importante, Yarblek. Anheg y Varana persiguen a Barak,
pero no podemos estar seguros de que lo alcancen. Tenemos que demorar a Barak y
el mejor modo de hacerlo es proporcionarle información falsa. Aprovecha cualquier
oportunidad de enviarlo en dirección equivocada. Barak seguirá a Kheldar, de modo
que buscará información en cada una de tus oficinas de Mallorea. Si Kheldar y los
demás van hacia Maga Renn o a Penn Daka, haz que tus hombres le digan a Barak
que se dirigen a Mal Dariya.
—Conozco el procedimiento, Porenn —respondió Yarblek. Luego la miró con
expresión inquisitiva—. Pronto delegarás tu autoridad en tu hijo aquí presente,
¿verdad? —le preguntó.
—Dentro de pocos años.
—El día que acabe todo este asunto de Mallorea, Seda y yo tendremos una larga
charla contigo.
—¿Ah, sí?
—Cuando tus obligaciones oficiales hayan concluido, ¿no te gustaría tener una
pequeña participación en nuestra empresa?
—Me halagas, Yarblek. ¿Qué te ha inducido a hacerme una propuesta semejante?
—Eres muy astuta, Porenn, y tienes todo tipo de contactos. Podríamos ofrecerte
hasta un cinco por ciento de participación en los beneficios.
—De ningún modo, Yarblek —interrumpió el príncipe Kheva ante la sorpresa
general—. El porcentaje tendría que ser de un veinte por ciento como mínimo.
—¿Veinte? —exclamó Yarblek.
—Tengo que proteger los intereses de mi madre —respondió Kheva con suavidad
—. No será joven siempre, ¿sabes?, y odiaría que tuviera que pasar sus últimos años
fregando suelos.
—Eso sería un robo, Kheva —dijo Yarblek con la cara roja de indignación.
—No te estoy amenazando con un cuchillo en el cuello, Yarblek. Después de
todo, tal vez fuera mejor que mi madre creara su propio negocio. Podría irle muy
bien, sobre todo teniendo en cuenta que los miembros de la familia real están exentos
de impuestos en Drasnia.

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—Creo que acabas de pillarte los dedos, Yarblek —señaló Vella con una sonrisa
burlona—. Y ya que hoy es tu día para recibir malas noticias, añadiré la mía. Cuando
todo esto acabe, quiero que me vendas.
—¿Venderte?, ¿a quién?
—Te lo diré cuando llegue el momento.
—¿Es alguien con dinero?
—No lo sé, pero eso no tiene importancia. Te pagaré tu parte yo misma.
—Debes admirarlo mucho para hacer una oferta semejante.
—No tienes ni idea, Yarblek. Yo he sido creada para ese hombre.

—Nos dijeron que esperáramos aquí, Atesca —dijo Brador con terquedad.
—Eso fue antes de este largo silencio —respondió el general Atesca mientras se
paseaba con nerviosismo por la gran tienda que compartían. Atesca llevaba uniforme
y un peto de acero con incrustaciones en oro—. El bienestar y la seguridad del
emperador son responsabilidad mía.
—Y también mía —respondió Brador mientras acariciaba con aire ausente el
aterciopelado vientre de una gatita que ronroneaba sobre su regazo.
—De acuerdo, ¿y entonces por qué no haces algo? No sabemos nada de él desde
hace semanas y ni siquiera tu servicio de inteligencia puede decirnos dónde está.
—Ya lo sé, Atesca, pero no pienso desobedecer una orden del emperador sólo
porque estoy nervioso... o aburrido.
—Entonces quédate aquí a ocuparte de los gatitos —respondió Atesca con acritud
—. Yo movilizaré al ejército mañana mismo.
—No me merezco ese trato, Atesca.
—Lo siento, Brador. Este largo silencio me vuelve irascible y he perdido los
estribos.
—Yo estoy tan preocupado como tú, Atesca —dijo Brador—, pero mi experiencia
me impide hacer cualquier cosa que burle directamente una orden del emperador. —
La gatita que tenía sobre el regazo le restregó el hocico contra los dedos—. ¿Sabes?
—dijo—, cuando vuelva el emperador, le pediré que me regale esta gata. Le he
cogido mucho cariño.
—Como quieras —dijo Atesca—. Es probable que si te entretienes en buscar
hogares para dos o tres camadas de gatos cada año no te metas en tantos problemas.
—El general con la nariz rota se restregaba una oreja con aire pensativo—. ¿Qué te
parece un acuerdo? —preguntó.
—Siempre estoy abierto a las sugerencias.
—De acuerdo. Sabemos que el ejército de Urvon se ha dispersado y que hay
grandes probabilidades de que él esté muerto.
—Sí, eso parece.

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—Y Zandramas ha trasladado sus fuerzas a los protectorados dalasianos.
—Eso dicen los informes de mis hombres.
—Ahora bien, los dos somos oficiales superiores del gobierno de Su Majestad,
¿no es cierto?
—Sí.
—¿Y eso no significa que debemos usar nuestra propia iniciativa para sacar
provecho de situaciones estratégicas sin necesidad de pedir instrucciones a Mal Zeth?
—Supongo que sí, aunque tú sabes más de esto que yo.
—Es la práctica habitual, Brador. Bien, puesto que Darshiva está prácticamente
indefensa, sugiero que restauremos el orden en Peldane, al otro lado del río, y luego
ocupemos Darshiva para dejar a Zandramas sin apoyo. Luego desplegaríamos una
fuerza de resistencia al borde de las montañas para repeler sus tropas en caso de que
intentaran regresar. Si lo conseguimos habremos situado esas dos provincias otra vez
bajo el dominio del imperio, y hasta es probable que nos concedan una medalla por
hacerlo.
—Su Majestad se alegraría, ¿verdad?
—Estaría encantado, Brador.
—Todavía no entiendo por qué crees que el hecho de ocupar Darshiva nos
permitiría localizar a Su Majestad.
—No lo entiendes porque no eres militar. Tenemos que mantenernos informados
sobre los movimientos del enemigo, que en este caso es el ejército darshivano. El
procedimiento habitual en estas situaciones es enviar varias patrullas para que
establezcan contacto con el enemigo y determinen su fuerza y probables intenciones.
Si esas patrullas, por pura casualidad encontraran a Su Majestad mientras cumplen
con su obligación, bueno... —dejó la frase en el aire y abrió los brazos en un gesto
elocuente.
—Tendrás que dar instrucciones muy precisas a los oficiales al mando de esas
patrullas —señaló Brador con cautela—. Un teniente inexperto podría entusiasmarse
y decir cosas que no queremos que el emperador sepa.
—He dicho varias patrullas, Brador —sonrió Atesca—. Pensaba en brigadas
enteras. Las brigadas están comandadas por coroneles, y tengo varios coroneles
inteligentes.
Brador sonrió.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó.
—¿Tienes algún compromiso para mañana a la mañana?
—Ninguno que no pueda posponer —respondió Brador.

—Pero ¿cómo es posible que no te dieras cuenta? —le preguntó Barak a Drolag,
su contramaestre.

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Los dos estaban en la cubierta de popa, mientras la lluvia caía casi
horizontalmente por encima de la borda, empujada por un viento feroz que parecía
querer arrancarles las barbas.
—No tengo la menor idea —admitió Drolag limpiándose la cara con una mano—.
La pierna nunca me había fallado antes.
Drolag había tenido la desgracia de romperse una pierna en el pasado durante una
pelea en una taberna. Sin embargo, poco tiempo después de que el hueso se soldara,
había descubierto que su pierna era extremadamente sensible a los cambios
climáticos, lo que le permitía predecir el mal tiempo con misteriosa exactitud. Sus
compañeros de barco solían observarlo con atención. Cuando Drolag se sobresaltaba
con cada paso que daba, buscaban signos de mal tiempo en los cielos; cuando
cojeaba, apocaban las velas y preparaban cuerdas de seguridad, y cuando se caía con
un súbito grito de dolor, se apresuraban a asegurar las escotillas, arrojaban el ancla y
bajaban a la bodega. De ese modo, Drolag había convertido una pequeña
inconveniencia en la gran ventaja de su vida. Siempre exigía una paga extra y nadie
esperaba que trabajara como los demás. Lo único que debía hacer era caminar por la
cubierta donde todo el mundo pudiera verlo. La milagrosa pierna le permitía predecir
con exactitud las tormentas. Sin embargo, esta vez no había sucedido así. La tormenta
que azotaba la cubierta de La Gaviota había llegado de forma inesperada y Drolag
estaba tan sorprendido como cualquier otro marinero.
—No te habrás emborrachado y te la habrás roto de nuevo con otra caída,
¿verdad? —preguntó Barak con desconfianza.
Barak tenía unos conocimientos muy rudimentarios de la anatomía humana,
excepto cuando se trataba de que un golpe de hacha o una estocada con la espada
surtieran el efecto esperado, por lo general, mortal. El hombretón de barba roja tenía
la absurda impresión de que si Drolag había adquirido la capacidad de predecir el
tiempo rompiéndose la pierna, una segunda fractura podría hacérsela perder.
—No, por supuesto que no, Barak —dijo Drolag, disgustado—. Sería incapaz de
arriesgar mi medio de vida por unas cuantas jarras de cerveza mediocre.
—Entonces ¿cómo es posible que la tormenta te sorprendiera?
—No lo sé, Barak. Quizá no sea una tormenta natural, podría haberla provocado
algún mago. No sé si mi pierna reaccionaría ante algo así.
—Esa es una excusa muy burda, Drolag —gruñó Barak—. Cada vez que un
hombre ignorante no puede explicar algo, le echa la culpa a la magia.
—No tengo por qué soportar esas insinuaciones, Barak —-dijo Drolag, furioso—.
Yo me gano la vida con esto, pero no soy responsable de las fuerzas sobrenaturales.
—Baja a la bodega, Drolag —le ordenó Barak— y mantén una larga
conversación con tu pierna, a ver si puede ofrecerte una excusa mejor.
Drolag se tambaleó escaleras abajo, refunfuñando para sí.

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Barak estaba de pésimo humor. Todo parecía confabularse para demorarlo. Poco
después de que él y sus compañeros presenciaran la desagradable muerte de Agachak,
La Gaviota había chocado contra un tronco sumergido y se había agrietado. Habían
tenido que hacer enormes esfuerzos para arrastrarlo río abajo hacia Dal Zerba y
subirlo a un montículo de barro, donde repararlo. Aquel incidente les había hecho
perder dos semanas y ahora esta tormenta los demoraba aún más. En ese momento
Unrak subió a la cubierta, seguido por el estúpido rey de los thulls. El joven miró
alrededor, mientras el furioso viento le despeinaba la barba roja.
—No parece que fuera a amainar pronto, ¿verdad, padre? —observó.
—No.
—Hettar quiere hablar contigo.
—Tengo que quedarme al timón de esta mole.
—El maestre puede hacerlo, padre. Sólo tiene que mantener la popa en dirección
al viento. Hettar ha estudiado ese mapa y cree que estamos en peligro.
—¿Por esta pequeña tormenta? No seas tonto.
—¿Crees que el fondo de La Gaviota es lo bastante fuerte para resistir el golpe de
las rocas?
—Navegamos sobre aguas profundas.
—No por mucho tiempo. Baja, padre, Hettar te lo explicará.
Barak le pasó el timón al maestre a regañadientes y siguió a su hijo hacia la
escalera que conducía a la bodega. Nathel, el rey de los thulls, los imitó con
expresión indiferente. Aunque Nathel era algo mayor que Unrak, se había
acostumbrado a seguir al hijo de Barak como un cachorrillo perdido. Era evidente
que Unrak no apreciaba demasiado su compañía.
—¿Qué ocurre, Hettar? —preguntó Barak cuando entró en la bodega atiborrada
de objetos.
—Acércate y mira esto —respondió el algario. Barak se aproximó a la mesa
clavada en el suelo y miró el mapa—. Salimos de Dal Zerba ayer por la mañana, ¿no
es cierto?
—Sí y habríamos salido antes si alguien hubiera prestado atención a lo que había
bajo las aguas de ese río. Cuando averigüe quién estaba de guardia en la popa ese día,
lo haré pasar por debajo de la quilla.
—¿Qué es eso? —le preguntó Nathel a Unrak.
—Algo muy desagradable —respondió el joven pelirrojo.
—Entonces será mejor que no me lo digas. No me gustan las cosas desagradables.
—Como quieras, Majestad —respondió Unrak, que aún respetaba unas pocas
reglas de educación.
—¿No podrías llamarme Nathel? —preguntó el thull con voz quejumbrosa—. En
realidad no soy un verdadero rey. Mi madre toma todas las decisiones por mí.

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—Como quieras, Nathel —respondió Unrak con un atisbo de compasión.
—¿Qué distancia crees que hemos recorrido desde ayer? —le preguntó Hettar a
Barak.
—Unas veinte leguas. Tuvimos que sondar las aguas, porque estamos en territorio
extraño.
—Eso significa que nos encontramos aquí —dijo Hettar señalando un peligroso
punto del mapa.
—No podemos estar tan cerca de ese arrecife, Hettar. En cuanto salimos de ese
estuario, en la desembocadura del río, nos dirigimos al sudeste.
—No, Barak. Por lo visto, hay una corriente muy fuerte procedente de la costa de
Mallorea. Lo he comprobado varias veces. Aunque la popa apunta hacia el sudeste, la
corriente arrastra a La Gaviota de costado, directamente hacia el sur.
—¿Desde cuándo eres un experto en navegación?
—No necesito serlo, Barak. Coge un palo y arrójalo hacia estribor. Tu barco lo
alcanzará en apenas unos minutos. Al margen de la dirección que tenga tu popa, es
evidente que nos dirigimos hacia el sur. Sospecho que en menos de una hora
podremos oír el ruido de las olas al romperse contra el arrecife.
—Yo afirmo que nuestro amigo dice la verdad, mi estimado señor de Trellheim
—le aseguró Mandorallen—. Yo mismo he sido testigo de su experimento con el palo
y no cabe duda de que nos dirigimos al sur.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lelldorin con aprensión.
Barak estudió el mapa con expresión sombría.
—No tenemos elección. Es imposible volver a mar abierto con esta tormenta, de
modo que tendremos que arrojar el ancla y rezar para que el fondo la aguante. Luego
tendremos que esperar que amaine la tormenta. ¿Cómo se llama ese arrecife, Hettar?
—Turim —respondió el algario.

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Capítulo 20
Como prácticamente cualquier bodega del mundo, la del capitán Kresca tenía
techo bajo con vigas barnizadas en un tono oscuro. Los muebles estaban atornillados
al suelo y las lámparas de aceite colgaban de las vigas. Las olas procedentes del Mar
del Este mecían con fuerza el barco anclado. A Garion le gustaba el mar, pues allí
parecía encontrar paz, una especie de tregua a sus preocupaciones. Cuando estaba en
tierra, tenía la impresión de que siempre iba de un sitio a otro, abriéndose paso entre
una multitud que lo distraía con su alboroto. En el mar, por el contrario, tenía tiempo
para quedarse solo con sus pensamientos, y el uniforme y paciente flujo de las olas,
sumado al lento movimiento del cielo, hacía que esos pensamientos se volvieran
largos y profundos.
La cena había sido sencilla, una nutritiva sopa de alubias con gruesas rodajas de
pan integral. Después de comer, habían permanecido sentados en torno a la mesa,
conversando ociosamente mientras aguardaban la llegada del capitán, quien les había
prometido unirse a ellos en cuanto acabara su turno al timón.
El cachorrillo estaba sentado debajo de la mesa, cerca de Ce'Nedra, con una
estudiada expresión suplicante en los ojos. Los lobos no son tontos, y éste
aprovechaba la compasión de Ce'Nedra, que cuando creía que nadie la veía, le pasaba
restos de comida.
—El mar está turbulento —dijo Zakath mientras inclinaba la cabeza hacia un lado
para escuchar el retumbar de las olas contra las rocas del arrecife—. Eso nos traerá
problemas cuando intentemos atracar, ¿verdad?
—Lo dudo —respondió Belgarath—. Es muy probable que esta tormenta haya
comenzado a prepararse el día de la creación del mundo. De ningún modo será un
obstáculo para nosotros.
—¿No eres un poco fatalista, Belgarath? —sugirió Beldin—. ¿Y tal vez
demasiado confiado?
—No lo creo. Las dos profecías quieren que este encuentro se realice. Han estado
preparándose para él desde el comienzo de los tiempos y no permitirán que nada
impida la llegada de los que deben presentarse aquí.
—Entonces ¿por qué desataron una tormenta semejante?
—Esta tormenta no tiene el objetivo de detenernos a nosotros... ni a Zandramas.
—¿Cuál es su propósito?
—Quizá mantener alejados a otros. Mañana sólo debe estar presente determinada
gente en el arrecife y las profecías se encargarán de que nadie más se acerque allí
hasta que nuestra misión haya concluido.
Garion miró a Cyradis, cuyo rostro reflejaba paz, absoluta serenidad. La venda
que llevaba en los ojos escondía parte de sus rasgos. Sin embargo, en aquella luz,

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Garion pudo apreciar su enorme belleza.
—Eso me recuerda algo interesante, abuelo —dijo—. Cyradis, ¿no nos habías
dicho que la Niña de las Tinieblas siempre había sido un ser solitario? ¿Eso significa
que mañana tendrá que enfrentarse con nosotros sola?
—Habéis malinterpretado mis palabras, Belgarion. Vuestro nombre y el de cada
uno de vuestros compañeros ha estado escrito en las estrellas desde el comienzo de
los tiempos. Sin embargo, aquellos que acompañarán a la Niña de las Tinieblas no
tienen importancia y sus nombres no aparecen en el Libro de los Cielos. Zandramas
es el único emisario relevante de la profecía de las tinieblas. Las demás personas que
traiga consigo se habrán elegido al azar y su número será el necesario para rivalizar
con tu grupo.
—Entonces será una pelea justa —murmuró Velvet—. Creo que podremos
arreglárnoslas.
—Yo no lo veo tan claro —dijo Beldin—. Cuando estábamos en Rheon,
mencionaste a todas las personas que debían venir aquí con Garion. Si no recuerdo
mal, yo no estaba entre ellas. ¿Crees que olvidaron mandarme una invitación?
—No, honorable Beldin. Vuestra presencia aquí es necesaria, pues Zandramas ha
incluido entre sus fuerzas a una persona más de las señaladas por las profecías. Vos
estáis aquí para equilibrar los números.
—Zandramas es incapaz de participar en un juego sin hacer trampas, ¿verdad? —
preguntó Seda.
—¿Tú sí? —dijo Velvet.
—Es distinto. Yo sólo juego por insignificancias, simples trozos de despreciable
metal. En este juego las apuestas son mucho más importantes.
La puerta de la bodega se abrió y el capitán Kresca entró con varios rollos de
pergamino bajo el brazo. Se había quitado el sombrero y cambiado la chaqueta por un
abrigo de marino manchado de alquitrán. Garion notó que su pelo era tan plateado
como el de Belgarath y que producía un sorprendente contraste con su cara bronceada
y curtida.
—La tormenta está amainando —anunció—, al menos alrededor del arrecife.
Nunca había visto una tormenta semejante.
—Me sorprendería que la hubieras visto —dijo Beldin—. Si no me equivoco, ésta
es la primera y la última tormenta de este tipo.
—Creo que te equivocas, amigo —dijo el capitán Kresca—. En el clima del
mundo nunca hay nada nuevo. Todo ha sucedido antes.
—Déjalo así —le aconsejó Belgarath a Beldin en voz baja—. Es un melcene y no
está preparado para este tipo de revelaciones.
—De acuerdo —dijo el capitán mientras apartaba los platos de sopa y acomodaba
los mapas sobre la mesa—. Nosotros estamos aquí. —Señaló un punto—. Ahora

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bien, ¿en qué parte del arrecife os proponíais desembarcar?
—Junto al pico más alto —respondió Belgarath.
—Debería haberlo imaginado —respondió Kresca con un suspiro—. Ésa es la
única parte del arrecife que mis mapas no describen con precisión. Cuando sondeaba
esa zona, se desató una súbita ventolera y tuve que retroceder. —Reflexionó un
momento—. No tiene importancia —dijo—. Atracaremos a media milla de la costa y
luego seguiremos en una chalupa. Sin embargo, hay algo que deberíais saber sobre
esa parte del arrecife.
—¿A qué te refieres? —preguntó Belgarath.
—Creo que allí hay gente.
—Lo dudo.
—No conozco a ningún animal que haga fuego, ¿y tú? Al norte de ese
promontorio hay una cueva y hace años que los marineros avistan hogueras allí.
Supongo que está habitada por una banda de piratas. No sería tan difícil para ellos
salir en pequeños botes en las noches oscuras y asaltar a los mercaderes que encallan
en el arrecife.
—¿Es posible ver algún fuego desde donde estamos ahora? —preguntó Garion.
—Supongo que sí. Si quieres, podemos subir a echar un vistazo.
Las damas, Sadi y Toth permanecieron en la bodega, mientras Garion y los demás
seguían al capitán Kresca a la cubierta. El viento, que había estado rugiendo entre el
cordaje desde que habían anclado, por fin se había calmado y las olas ya no se
deshacían en montañas de espuma al chocar contra el arrecife.
—Allí —dijo Kresca señalando un lugar—. Desde aquí no se ve demasiado bien,
pero frente a la abertura de la cueva se distingue con absoluta claridad.
Garion avistó un suave resplandor rojizo arriba de un abultado pico que emergía
sobre la superficie del agua. Las demás rocas que formaban el arrecife parecían
delgadas torres, pero el pico central tenía una forma distinta. Por alguna razón,
Garion recordó la montaña de pico truncado, sede de la lejana ciudad de Prolgu, en la
tierra de los ulgos.
—Nadie me ha explicado nunca cómo se derrumbó la cumbre de esa montaña —
dijo Kresca.
—Sin duda será una historia muy larga —repuso Seda con un escalofrío—. Aquí
hace frío —observó—. ¿Por qué no volvemos abajo?
Garion se aproximó a Belgarath.
—¿Qué es lo que produce esa luz, abuelo? —preguntó en voz baja.
—No estoy seguro —respondió el anciano—, pero creo que podría ser el Sardion.
Sabemos que está en esa cueva.
—¿Lo sabemos?
—Por supuesto. En el momento del encuentro, el Orbe y el Sardion tendrán que

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enfrentarse igual que Zandramas y tú. Ese erudito melcene de quien nos habló Senji,
el que robó el Sardion, navegó alrededor del extremo sur de Gandahar y desapareció
entre las aguas. Todo parece demasiado exacto para que se trate de una simple
coincidencia. El Sardion controlaba al erudito y éste lo llevó al sitio adonde quería ir.
Es muy probable que nos haya estado esperando allí durante quinientos años.
Garion miró por encima de su hombro. Aunque la empuñadura de su espada
estaba cubierta por la funda de piel, creyó percibir el suave resplandor del Orbe.
—¿El Orbe no suele reaccionar en presencia del Sardion? —preguntó.
—Quizás aún no estemos lo bastante cerca. Además, seguimos en el mar y el
agua confunde al Orbe. Por otra parte, podría estar intentando ocultarse del Sardion.
—¿Crees que es capaz de elaborar una idea tan compleja? He notado que suele
ser bastante infantil.
—No lo subestimes, Garion.
—Entonces todo encaja, ¿verdad?
—Como debe ser, Garion. De lo contrario, el encuentro previsto para mañana no
podría ocurrir.
—¿Y bien, padre? —preguntó Polgara cuando regresaron a la bodega.
—Es verdad que hay fuego en esa caverna —dijo. Sin embargo, sus dedos
expresaban algo distinto—: Hablaremos de ello cuando se marche el capitán. —Se
volvió hacia Kresca—. ¿Cuándo bajará la marea? —le preguntó.
—Ahora está subiendo —dijo el capitán con expresión de concentración—.
Volverá a bajar al amanecer, y si no me equivoco, será una marea de cuadratura.
Ahora os dejo para que descanséis. Creo que mañana tendréis un día duro.
—Gracias, capitán —dijo Garion y le estrechó la mano.
—De nada, Garion —sonrió Kresca—. El rey de Perivor me ha pagado muy bien
por este viaje, de modo que no me cuesta nada ser servicial.
—Bien —respondió Garion con otra sonrisa—, me gusta que mis amigos
prosperen en la vida.
El capitán rió, hizo un cordial ademán de despedida y se marchó.
—¿De qué hablaba? —preguntó Sadi—. ¿Qué es una marea de cuadratura?
—Algo que sucede sólo pocas veces al año —explicó Beldin—. Es una marea
muy baja y ocurre sólo cuando el sol y la luna se encuentran en una posición
determinada.
—Todo parece querer contribuir a que mañana sea un día especial, ¿no es cierto?
—observó Seda.
—De acuerdo, padre —dijo Polgara con brusquedad—. ¿Qué hay del fuego de la
caverna?
—No puedo estar seguro, Pol, pero sospecho que no se trata de un grupo de
piratas. Después de todas las molestias que se han tomado las profecías para

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ahuyentar a la gente de esa cueva, sería absurdo que los hubieran dejado entrar.
—Entonces ¿qué crees que es?
—Quizás el Sardion.
—¿Produciría un resplandor rojo?
—El Orbe despide un brillo azul —respondió el anciano encogiéndose de
hombros—. Supongo que es lógico que el del Sardion sea distinto.
—¿Por qué no verde? —preguntó Seda.
—El verde es un color secundario —respondió Beldin—. Es una mezcla de azul y
amarillo.
—¿Sabes, Beldin? Eres una fuente inagotable de conocimientos inútiles.
—Los conocimientos nunca son inútiles, Kheldar —respondió Beldin, ofendido.
—Muy bien, ¿cuáles son nuestros planes? —preguntó Zakath.
—Cyradis —dijo Belgarath—, sólo es una suposición, pero creo que no me
equivoco al pensar que nadie llegará a esa cueva en primer lugar. Me refiero a que las
profecías no permitirán que ni Zandramas ni nosotros lleguemos antes.
—Asombroso —murmuró Beldin—. Eso parece lógica pura. ¿Te encuentras bien,
Belgarath?
—¿Quieres dejarme en paz? —gruñó el anciano—. ¿Y bien, Cyradis?
Ella permaneció callada unos instantes, con expresión distante, y Garion creyó
percibir otra vez el lejano murmullo colectivo.
—Vuestro razonamiento es correcto, venerable anciano. Zandramas descubrió
esto hace algún tiempo, de modo que no estoy revelando nada que ella no sepa.
Zandramas, sin embargo, negó sus propias conclusiones y pretendió cambiar el curso
de los hechos.
—Bien —dijo Zakath—, si vamos a llegar al mismo tiempo, y todos lo sabemos,
no tiene sentido disimular. Propongo que desembarquemos y caminemos
directamente hacia la cueva.
—Sólo nos detendremos un momento para ponernos las armaduras —añadió
Garion—. No creo que sea conveniente hacerlo en el barco, pues el capitán Kresca
podría ponerse nervioso.
—Tu plan me parece apropiado, Zakath —dijo Durnik.
—A mí no tanto —dijo Seda con desconfianza—. El disimulo tiene ciertas
ventajas.
—¡Drasnianos! —suspiró Ce'Nedra.
—Debes escuchar sus motivos antes de descartar su idea, Ce'Nedra —propuso
Velvet.
—El asunto es así —continuó Seda—: En el fondo, Zandramas sabe que no podrá
llegar antes que nosotros a la cueva. Sin embargo, lo ha estado intentando durante
meses, con la esperanza de encontrar un modo de burlar las reglas. Ahora intentemos

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pensar a su manera.
—Yo preferiría envenenarme —dijo Ce'Nedra estremeciéndose.
—Sólo es una forma de comprender al adversario, Ce'Nedra. Ahora bien,
Zandramas alberga la absurda esperanza de llegar antes que nosotros para evitar tener
que enfrentarse a Garion. Después de todo, él mató a Torak y nadie en su sano juicio
querría enfrentarse con el justiciero de los dioses.
—Cuando vuelva a Riva, prohibiré que me llamen de ese modo —dijo Garion
con amargura.
—Ya tendrás tiempo de hacerlo —dijo Seda—. ¿Qué pensaría Zandramas si
llegara a la entrada de la cueva, espiara en el interior y no nos encontrara?
—Creo que adivino tus intenciones, Kheldar —dijo Sadi con admiración.
—Muy propio de ti —observó Zakath con sequedad.
—Es una idea brillante, Kal Zakath —afirmó el eunuco—. Zandramas se pondrá
muy contenta. Creerá que ha logrado burlar las profecías y que triunfará a pesar de
ellas.
—¿Y qué ocurrirá cuando todos salgamos de detrás de una roca y descubra que
todavía tiene que enfrentarse con Garion y someterse a la elección de Cyradis? —
preguntó Seda.
—Sin duda se llevará una gran decepción —dijo Velvet.
—Creo que «decepción» es un término demasiado suave —replicó Seda—. Sería
más apropiado decir que se pondrá furiosa. Súmale a esa exasperación una saludable
dosis de miedo, y nos encontraremos ante alguien incapaz de pensar con claridad. Es
casi seguro que habrá una pelea cuando lleguemos allí, y tú siempre has sabido sacar
ventaja de una pelea donde el adversario está confuso.
—Parece una buena táctica, Garion —admitió Zakath.
—Yo la apruebo —dijo Belgarath—. Al menos me dará la oportunidad de
retribuir a Zandramas los malos momentos que me ha hecho pasar. Aún debo
recompensarla por mutilar Los Oráculos de Ashaba. Mañana a primera hora hablaré
con el capitán Kresca para saber si hay una playa al este del pico. Con una marea de
cuadratura, tendremos bastantes posibilidades de éxito. Luego nos acercaremos por
un costado, sin ser vistos. Nos ocultaremos cerca de la entrada de la cueva y
esperaremos a que aparezca. Entonces la sorprenderemos.
—Yo puedo ofreceros otra ventaja —dijo Beldin—. Exploraré el terreno por
delante y os diré dónde desembarca. De ese modo, estaréis preparados.
—Pero no lo hagas transformado en halcón, tío —sugirió Polgara.
—¿Por qué no?
—Zandramas no es tonta. Un halcón no pintaría nada en un arrecife. Allí no
tendría qué comer.
—Puede pensar que la tormenta me obligó a alejarme del mar.

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—¿Quieres arriesgar las plumas de tu cola por una posibilidad remota? Será
mejor que te conviertas en gaviota, tío.
—¿Una gaviota? —protestó él—, pero son tan estúpidas... y tan sucias.
—¿Desde cuándo te preocupa la suciedad? —le preguntó Seda, que parecía muy
ocupado contando algo con los dedos.
—No te pases, Kheldar —gruñó Beldin con furia contenida.
—¿En qué día del mes nació Geran, Ce'Nedra? —preguntó Seda.
—El siete, ¿por qué?
—Creo que el día de mañana será muy especial por otro motivo adicional. Si no
me equivoco, será el segundo cumpleaños de tu hijo.
—¡Eso es imposible! —exclamó ella—. Mi hijo nació en invierno.
—Ce'Nedra —dijo Garion con ternura—, Riva está en el extremo norte del
mundo y este arrecife está situado muy cerca del extremo sur. En Riva ahora es
invierno. Cuenta los meses desde el nacimiento de Geran..., el tiempo que pasó con
nosotros antes de que Zandramas lo raptara, el de la marcha hacia Rheon, los viajes a
Prolgu, a Tol Honeth, a Nyissa y a todos los sitios donde hemos ido. Si calculas con
atención, descubrirás que ya han pasado casi dos años.
Ce'Nedra comenzó a contar con una mueca de concentración.
—¡Creo que Seda tiene razón! —exclamó con asombro—. Geran cumplirá dos
años mañana.
Durnik apoyó una mano en el brazo de la menuda reina.
—Veré si puedo fabricarte algún regalo, Ce'Nedra —dijo con afecto—. Un niño
que ha estado tanto tiempo separado de su familia debe tener un regalo de
cumpleaños.
—¡Oh, Durnik! —dijo Ce'Nedra con los ojos llenos de lágrimas y abrazó al
herrero—. ¡Piensas en todo!
Garion miró a tía Pol y movió los dedos de forma casi imperceptible.
—¿Por qué las damas no vais a vuestro camarote y acompañáis a Ce'Nedra a la
cama? —sugirió—. Aquí ya hemos acabado y si sigue pensando en esto se deprimirá.
Mañana será un día muy duro para ella...
—Es probable que tengas razón...
Cuando las señoras se marcharon, Garion y los demás se sentaron en torno a la
mesa a charlar del pasado. Evocaron las aventuras que habían compartido desde
aquella ventosa y lejana noche en que Garion, Belgarath, tía Pol y Durnik se habían
escabullido de la hacienda de Faldor para salir a un mundo donde lo posible y lo
imposible se fundían de forma inexorable. Era como si al recapitular sobre todo lo
ocurrido en su largo viaje hasta aquel arrecife, que los aguardaba en la oscuridad,
intentaran fortalecer su resolución y su sentido del deber. Por alguna razón, hablar de
aquellas cosas, parecía ayudarlos.

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—Creo que ya es suficiente —dijo Belgarath por fin, poniéndose de pie—. Es
hora de arrumbar los recuerdos y mirar hacia delante. Ahora intentemos dormir un
poco.
Cuando Garion se metió en la cama, Ce'Nedra se movió, inquieta.
—Creí que te ibas a pasar la noche en vela —dijo con voz somnolienta.
—Estábamos charlando.
—Lo sé. Podía oír el murmullo de vuestras voces desde aquí. ¡Luego decís que
las mujeres hablamos demasiado!
—¿Y no es así?
—Tal vez, pero las mujeres podemos hablar mientras hacemos otras cosas y los
hombres no.
—Es probable que tengas razón.
—Garion —dijo ella después de una pausa.
—¿Sí, Ce'Nedra?
—¿Podrías dejarme tu cuchillo? Me refiero a la pequeña daga que Durnik te
regaló cuando eras pequeño.
—Si quieres cortar algo, dímelo. Yo lo cortaré por ti.
—No se trata de eso, Garion. Sólo quiero tener un cuchillo mañana.
—¿Para qué?
—En cuanto vea a Zandramas, voy a matarla.
—¡Ce'Nedra!
—Estoy en todo mi derecho, Garion. Le dijiste a Cyradis que no sabías si serías
capaz de hacerlo porque es una mujer. Yo no tengo tus escrúpulos. Pienso sacarle el
corazón muy despacio..., si es que tiene uno. —Pronunció aquella frase con una
ferocidad impropia de ella—. ¡Quiero sangre, Garion! ¡Mucha sangre! Y quiero oírla
gritar mientras hundo mi cuchillo en sus entrañas. Me darás esa daga ¿verdad?
—¡Por supuesto que no!
—Da igual, Garion —respondió con frialdad—. Estoy segura de que Liselle me
dejará alguna de las suyas. Liselle es una mujer y sabe lo que siento.
Luego le volvió la espalda.
—Ce'Nedra —dijo él con tono conciliador.
—¿Sí? —respondió ella de mal humor.
—Intenta ser razonable, cariño.
—No quiero ser razonable. Quiero matar a Zandramas.
—No permitiré que te expongas a ese tipo de peligro. Mañana tendremos cosas
mucho más importantes que hacer.
—Supongo que tienes razón —respondió ella con un suspiro—. Es sólo que...
—¿Qué?
Ella se volvió y le rodeó el cuello con los brazos.

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—No tiene importancia, Garion —dijo—. Ahora duerme.
Se acurrucó junto a él y después de unos instantes el joven supo, por su
respiración regular, que ya estaba dormida.
«Debiste darle el cuchillo», dijo la voz de la mente de Garion. «Seda podría
habérselo quitado disimuladamente mañana.»
«Pero...»
«Tenemos que hablar de otra cosa, Garion. ¿Has pensado en un sucesor?»
«Bueno, un poco. Ninguno parece adecuado, ¿sabes?»
«¿Has considerado cada caso con cuidado?»
«Supongo que sí, pero todavía no he tomado ninguna decisión. »
«Es que aún no debes tomarla. Sólo debías reflexionar sobre las posibilidades de
cada uno de ellos y mantener la idea en mente.»
«¿Cuándo tendré que hacer la elección?»
«En el último momento, Garion. Zandramas podría leer tus pensamientos, pero no
puede adivinar lo que aún no has decidido.»
«¿Que pasará si cometo un error?»
«No creo que puedas, Garion. No lo creo.»
Aquélla fue una noche intranquila para Garion. Sus sueños eran caóticos,
inconexos, y se despertó en varias ocasiones sólo para volver a sumirse en un
inquieto sopor. Al principio, pareció hacer una desordenada recapitulación de los
extraños sueños que lo habían atormentado una lejana noche en la Isla de los Vientos,
poco antes de que su vida cambiara para siempre. La pregunta «¿estás preparado?» se
repetía una y otra vez en las profundidades de su mente. Volvió a enfrentarse a
Rundorig, cumpliendo las frías órdenes de su tía de que matara a su amigo de la
infancia. Y luego el jabalí que había encontrado en el bosque de las afueras de Val
Alorn estaba allí, pisoteando la nieve, con los ojos encendidos de furia y odio.
«¿Estás preparado?», le preguntaba Barak antes de soltar a la bestia. Luego aparecía
en una descolorida llanura, rodeado por las piezas de un juego incomprensible, e
intentaba decidir qué pieza mover mientras la voz de su mente lo apremiaba.
El sueño cambió de forma súbita y cobró un cariz diferente. Los sueños, por
absurdos que sean, siempre guardan ciertos rasgos familiares, pues son creados y
concebidos por nuestras propias mentes. Sin embargo, los sueños de Garion parecían
forjados por una conciencia extraña y hostil. También Torak había interferido en sus
sueños y pensamientos poco antes del enfrentamiento de Cthol Mishrak.
Una vez más, se enfrentó al murgo Asharak en el bosque de las Dríadas, y una
vez más liberó su poder con una simple bofetada y la palabra fatal: «Quémate». Ésta
era una pesadilla familiar, que había atormentado a Garion durante años. Notó cómo
la mejilla de Asharak comenzaba a chamuscarse y a humear, oyó el grito del grolim y
lo vio agarrarse la cara incendiada. Escuchó su patética súplica: «¡Amo, ten piedad!»,

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pero la desoyó e intensificó la fuerza de las llamas. Sin embargo, esta vez el sueño no
iba acompañado de remordimientos, sino de un cruel regocijo, una perversa alegría
que lo embargaba mientras veía a su enemigo retorcerse y quemarse ante él. Pero en
el fondo de su corazón, algo intentaba repudiar ese vil sentimiento de dicha.
Luego apareció otra vez en Cthol Mishrak y su llameante espada se hundió una y
otra vez en el cuerpo del dios tuerto. En esta ocasión, el grito desesperado de Torak
invocando a su madre no le inspiró compasión sino una enorme satisfacción. Se vio a
sí mismo riendo con salvajes y despiadadas carcajadas que lo despojaban de
cualquier vestigio de humanidad.
Con muchos gritos de horror, Garion intentó huir, no de las horribles imágenes de
aquellos a quienes había destruido, sino de su propio regocijo ante la angustia de
éstos.

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Capítulo 21
Al día siguiente se reunieron en la bodega poco antes del amanecer con
expresiones sombrías. Garion tuvo el súbito y sorprendente presentimiento de que no
había sido la única víctima de las pesadillas. Pero Garion no solía dejarse llevar por
su intuición. Su racional educación sendaria lo inducía a considerar los
presentimientos como algo absurdo, incluso inmoral.
«¿Has sido tú?», le preguntó a la voz.
«No, por extraño que parezca, has tenido esa intuición por ti mismo. Pareces estar
haciendo progresos. Lentos, por supuesto, pero progresos al fin.»
«Gracias.»
«De nada.»
Seda entró a la bodega con un aspecto especialmente alterado. El hombrecillo
tenía los ojos desorbitados y las manos temblorosas. Se sentó en un banco y escondió
la cara entre las manos.
—¿Te queda un poco de cerveza? —le preguntó a Beldin con voz ronca.
—¿Te encuentras un poco tenso esta mañana, Kheldar? —le preguntó el enano.
—No —dijo Garion—. No es eso lo que le preocupa. Ha tenido pesadillas.
Seda alzó la cara de repente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Yo también he tenido algunas. Reviví lo que le hice al murgo Asharak y volví a
matar a Torak... varias veces. A partir de ahí, las cosas no hicieron más que empeorar.
—Yo estaba atrapado en una cueva —contó Seda, estremeciéndose—. No había
luz, pero podía percibir la presencia de los muros que se cerraban a mi alrededor. La
próxima vez que vea a Relg, le daré un puñetazo en la boca..., aunque con suavidad,
claro. Relg es un amigo.
—Me alegro de no haber sido el único —dijo Sadi. El eunuco había colocado un
cuenco con leche sobre la mesa y Zith y su prole se apiñaban alrededor, bebiendo y
ronroneando. Garion notó con cierta sorpresa que ya nadie prestaba atención a la
serpiente y a sus crías. Era evidente que la gente podía acostumbrarse a cualquier
cosa. Sadi se acarició la cabeza afeitada con una mano de largos dedos—. Yo
deambulaba por las calles de Sthiss Tor e intentaba sobrevivir pidiendo limosna. Era
horrible.
—Yo vi cómo Zandramas sacrificaba a mi pequeño —dijo Ce'Nedra con voz
angustiada—. Había llantos y mucha sangre..., demasiada sangre.
—Es extraño —intervino Zakath—. Yo presidía un juicio y tenía que condenar a
varios individuos. Entre ellos había una persona a quien quería mucho, pero de todos
modos estaba obligado a condenarla.
—Yo también tuve una pesadilla —admitió Velvet.

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—Estoy seguro de que todos las tuvimos —dijo Garion—. Durante el viaje hacia
Cthol Mishrak, Torak se la pasó metiéndose en mis sueños. —Miró a Cyradis— ¿Es
un recurso habitual en los Niños de las Tinieblas? —preguntó—. Hemos notado que
los hechos se repiten cada vez que nos acercamos a uno de estos encuentros. ¿Es éste
otro de los hechos que ha sucedido una y otra vez?
—Sois muy perceptivo, Belgarion de Riva —respondió la vidente—. En los
innumerables milenios transcurridos desde el primer encuentro, sois el único Niño de
la Luz o de las Tinieblas que se ha dado cuenta de que la secuencia debe repetirse
hasta que termine la división.
—No puedo atribuirme todo el mérito de ese descubrimiento, Cyradis —admitió
él—. Según tengo entendido, estos encuentros se vuelven cada vez más frecuentes.
Quizá yo sea el único Niño de la Luz o de las Tinieblas que participó en dos
encuentros. Además, me llevó bastante tiempo dilucidar lo que sucedía. ¿Las
pesadillas también forman parte de las repeticiones?
—Vuestra conjetura refleja una gran astucia, Belgarion —dijo ella con una dulce
sonrisa—, pero me temo que es incorrecta. Sin embargo, es una pena desperdiciar tan
brillante percepción.
—¿Te estás burlando de mí, sagrada vidente?
—¿Me creéis capaz de algo semejante, noble Belgarion? —replicó ella imitando a
la perfección el tono de Seda.
—Podrías azotarla —sugirió Beldin.
—¿Con esa mole que la cuida? —dijo Garion sonriéndole a Toth. Luego entornó
los ojos—. No tienes permiso para ayudarnos, ¿verdad, Cyradis? —Ella suspiró y
negó con la cabeza—. No te preocupes. Creo que podremos encontrar la respuesta
solos. —Se volvió hacia Belgarath—. Muy bien —dijo—. Torak intentó asustarme
con pesadillas y ahora parece que Zandramas pretende hacer lo mismo, con la
diferencia de que esta vez nos lo está haciendo a todos. Si no es una de esas
repeticiones, ¿de qué puede tratarse?
—Este chico comienza a desarrollar una gran capacidad analítica, Belgarath —
dijo Beldin.
—Es natural —dijo el anciano sin falsa modestia.
—Te dislocarás el hombro intentando palmearte tu propia espalda —observó
Beldin con acritud. Luego se incorporó y comenzó a pasearse de un sitio a otro, con
el entrecejo arrugado en una mueca de concentración—. Bien —comenzó—:
Primero: ésta no es una de esas tediosas repeticiones que nos han estado acosando
desde el comienzo de este asunto, ¿verdad?
—Así es —asintió Belgarath.
—Segundo: ocurrió de una forma similar la última vez. —Se giró hacia Garion—.
¿No es cierto? —preguntó.

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—Sí.
—Entonces sólo llevamos dos veces. Un hecho puede repetirse dos veces por
simple coincidencia, pero supongamos que no es así. Sabemos que los Niños de la
Luz siempre llevan acompañantes, y que los Niños de las Tinieblas van solos.
—Eso ha dicho Cyradis —asintió Belgarath.
—No tiene ninguna razón para mentirnos. Ahora bien, si el Niño de la Luz tiene
acompañantes y el de las Tinieblas no, ¿eso no pondría a su bando en seria
desventaja?
—Sería lógico pensarlo.
—Sin embargo, ambas fuerzas han mantenido siempre semejante equilibrio que
ni siquiera los dioses han sido capaces de predecir el resultado. La Niña de las
Tinieblas debe tomar medidas para compensar la aparente desventaja de su situación,
y creo que estas pesadillas podrían formar parte de esas medidas.
Seda se incorporó y se acercó a Garion.
—Estas discusiones me dan dolor de cabeza —dijo en voz baja—. Voy a subir un
rato a la cubierta.
El hombrecillo abandonó la bodega y el cachorro de lobo lo siguió, sin razón
aparente.
—No creo que unas cuantas pesadillas puedan alterar el curso de los
acontecimientos, Beldin —objetó Belgarath.
—Pero ¿y si las pesadillas fueran sólo una parte de su táctica, Viejo Lobo? —
preguntó Poledra—. Tú y Pol estuvisteis en Vo Mimbre, en uno de esos encuentros, y
habéis acompañado al Niño de la Luz en dos ocasiones. ¿Qué sucedió en Vo Mimbre?
—También tuvimos pesadillas —admitió Belgarath.
—¿Algo más? —preguntó el enano con interés.
—Tuvimos alucinaciones, aunque podrían haber sido provocadas por los grolims
de la vecindad.
—¿Qué más?
—Todo el mundo pareció volverse loco. Tuvimos que hacer grandes esfuerzos
para evitar que Brand atacara a Torak a dentelladas. Luego, en Cthol Mishrak, yo
enterré a Belzedar bajo la roca y Polgara quería desenterrarlo para beberse su sangre.
—¡Padre! —exclamó ella—. Yo jamás deseé algo semejante.
—Es verdad, Pol. Ese día estabas furiosa.
—Todo encaja, Viejo Lobo —dijo Poledra con voz lúgubre—. Nuestro bando
lucha con armas normales. La espada de Garion no lo parece tanto, pero al fin y al
cabo es sólo una espada.
—No opinarías lo mismo si hubieras estado en Cthol Mishrak —dijo su esposo.
—Estuve allí, Belgarath —respondió ella.
—¿De veras?

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—Por supuesto. Estaba escondida entre las ruinas, espiando. Bueno, por lo visto
los Niños de las Tinieblas no atacan el cuerpo, sino la mente. Así consiguen mantener
un perfecto equilibrio.
—Pesadillas, alucinaciones y, por fin, locura —enumeró Polgara con aire
pensativo—. Es un formidable arsenal. Hasta es probable que hubiera funcionado... si
no fuera por la torpeza de Zandramas.
—No te entiendo, Pol —dijo Durnik.
—Se equivocó —dijo Polgara encogiéndose de hombros—. Si sólo hubiera
tenido pesadillas uno de nosotros, les habría restado importancia y no las habría
mencionado el día del encuentro con Zandramas. Entonces esta conversación no se
habría llevado a cabo.
—Me alegra saber que ella también comete errores —observó Belgarath—.
Bueno, ya sabemos que ha estado manipulando nuestras mentes, así que el mejor
contraataque consistirá en borrar esas pesadillas de nuestra mente.
—Además de tener cautela si comenzamos a ver cosas extrañas —añadió Polgara.
Seda y el lobo volvieron a la bodega.
—Es una mañana hermosa —informó con alegría mientras se agachaba a
acariciar las orejas del cachorro.
—Espléndido —murmuró Sadi con sequedad.
El eunuco estaba untando con cuidado su pequeña daga con una nueva capa de
veneno. Llevaba un grueso chaquetón de cuero y altas botas de piel, que le cubrían
hasta la mitad del muslo. A pesar de su delgadez, en Sthiss Tor, Sadi aparentaba tener
un cuerpo blando, incluso fláccido. Sin embargo ahora se lo veía atlético y fuerte.
Después de un año sin drogas y con una práctica forzosa de ejercicios físicos, había
cambiado mucho.
—Es perfecto —le dijo Seda—. Esta mañana tenemos niebla, caballeros —dijo
—, una agradable, húmeda, niebla gris casi tan densa que se podría caminar sobre
ella. Una niebla que haría las delicias de cualquier ladrón.
—Si Seda lo dice... —sonrió Durnik.
El herrero iba vestido con su ropa habitual, pero le había entregado su hacha a
Toth y llevaba el terrible martillo con que había ahuyentado al demonio Nahaz.
—Las profecías vuelven a tenernos agarrados por las narices —dijo Beldin con
furia—, pero al menos parece que anoche tomamos la decisión correcta. Una buena y
densa niebla hace que la clandestinidad se vuelva casi inevitable.
Beldin había recuperado su apariencia normal: sucio, andrajoso y muy feo.
—Quizá sólo intenten ayudar —sugirió Velvet. La joven los había sorprendido a
todos al entrar en la bodega media hora antes vestida con un ceñido traje de piel,
similar al que solía llevar Vella, la bailarina nadrak. Era un atuendo extrañamente
masculino y práctico—. Han hecho todo lo posible para ayudar a Zandramas. Tal vez

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ya sea hora de que obtengamos un poco de ayuda.
«¿Tiene razón?», Garion le preguntó a la conciencia que habitaba en su mente.
«¿Tú y tu contrincante nos estáis ayudando, para variar?»
«No seas tonto, Garion. Nadie ayuda a nadie. A esta altura de la cuestión, eso está
prohibido.»
«¿Entonces de dónde ha venido la niebla?»
«¿De dónde suele venir la niebla?»
«¿Cómo quieres que lo sepa?»
«Pregúntaselo a Beldin. Es probable que él pueda ayudarte. Esa niebla es
perfectamente natural.»
—Liselle —dijo Garion—, acabo de consultar a mi amigo y la niebla no ha sido
provocada por ningún truco. Es sólo una consecuencia natural de la tormenta.
—Me decepcionas —dijo ella.
Aquella mañana, Ce'Nedra había decidido ponerse una túnica dríada, pero Garion
se había negado con firmeza. En su lugar, llevaba un simple vestido gris sin ninguna
enagua que obstaculizara sus movimientos. Era evidente que estaba preparada para la
acción y Garion estaba convencido de que ocultaba al menos un cuchillo entre sus
ropas.
—¿Por qué no empezamos? —preguntó.
—Porque todavía está oscuro, cariño —explicó Polgara con paciencia—.
Tenemos que esperar a que aclare un poco.
Polgara y su madre llevaban vestidos casi idénticos, aunque uno era gris y el otro
marrón.
—Garion —dijo Poledra—, ¿por qué no bajas a la cocina y les pides que nos
traigan el desayuno? Deberíamos comer algo ahora, pues dudo que tengamos tiempo
o ganas de hacerlo más tarde.
Poledra y Belgarath, sentados lado a lado, se habían cogido inconscientemente de
la mano.
Garion se sentía un poco ofendido por aquella orden. Después de todo, él era un
rey y no el chico de los recados. Sin embargo, enseguida se percató de la
irracionalidad de su enfado y comenzó a incorporarse.
—Iré yo, Garion —dijo Eriond, como si hubiese leído sus pensamientos.
El joven estaba vestido con su habitual túnica marrón y no llevaba ningún tipo de
arma.
Mientras Eriond salía de la bodega, una extraña idea asaltó a Garion. ¿Por qué
prestaba tanta atención a la apariencia de sus compañeros? Él los conocía bien y
había visto las prendas que llevaban aquella mañana tantas veces que no había razón
para que reparara en ellas. De repente comprendió con absoluta certeza lo que le
ocurría. Uno de ellos iba a morir y él intentaba grabar todos los semblantes en su

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mente para recordar durante el resto de su vida a aquel que se sacrificaría. Miró a
Zakath. El malloreano se había afeitado la barba, y pese al parche blanco que ésta le
había dejado en la mandíbula y las mejillas, su piel oliveña ya no estaba pálida, sino
bronceada y con aspecto saludable. Llevaba un atuendo tan sencillo como el de
Garion, pues ambos tendrían que ponerse la armadura en cuanto llegaran al arrecife.
Toth, con su expresión impasible, también estaba vestido como de costumbre: con
un taparrabos y una rústica manta de lana sobre un hombro. Sin embargo, en lugar de
su pesada porra, tenía el hacha de Durnik sobre el regazo.
El aspecto de la vidente de Kell permanecía inmutable. Su blanca túnica con
capucha seguía inmaculada y la venda que cubría sus ojos se mantenía lisa y sin
arrugas. Garion se preguntó si se la quitaría para dormir y entonces lo asaltó una
escalofriante idea: ¿Y si Cyradis fuera la persona destinada a morir? Ella lo había
sacrificado todo por su misión. Las profecías no podían ser tan crueles como para
exigirle ese último y supremo sacrificio.
Belgarath, por supuesto, era incapaz de cambiar. Llevaba las mismas botas
desparejas, las calzas remendadas y la túnica rojiza con que había aparecido en la
hacienda de Faldor, haciéndose pasar por un narrador llamado Lobo. La única
diferencia era que esta vez no sostenía una espumosa jarra de cerveza en su mano
libre. La noche anterior había cogido una con naturalidad, pero Poledra, con idéntica
naturalidad aunque con suma firmeza, se la había quitado de la mano para vaciarla en
una portilla. Garion sospechaba que sus días de borracheras habían llegado a un
súbito final y pensó que sería agradable mantener una conversación con un Belgarath
perfectamente sobrio.
Desayunaron casi sin hablar, pues ya no quedaba nada por decir. Ce'Nedra
alimentó con diligencia al cachorrillo y luego miró a Garion con tristeza.
—Encárgate de él, por favor —le dijo. No tenía sentido volver a discutir ese tema
con ella, pues estaba tan convencida de que moriría aquel día, que no había
argumento capaz de quitarle esa idea de la cabeza—. Podrías dárselo a Geran —
añadió—. Todos los niños deberían tener un perro. La obligación de ocuparse de él lo
hará volverse responsable.
—Yo nunca tuve un perro —dijo Garion.
—Deberías haberle dado uno, tía Pol —dijo Ce'Nedra, volviendo a usar la
familiar forma de tratamiento de manera inconsciente... o tal vez no.
—No habría tenido tiempo de cuidarlo, Ce'Nedra —respondió Polgara—. Nuestro
querido Garion ha tenido una vida muy ocupada.
—Esperemos que deje de serlo cuando todo esto termine —dijo Garion.
Después del desayuno, el capitán Kresca entró en la bodega con un mapa en la
mano.
—Como ya os dije anoche, este mapa no es muy preciso —se disculpó—. Nunca

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pude sondear con exactitud la costa que rodea ese pico. Podemos avanzar muy
despacio hasta llegar a unos cien metros de la playa. Luego tendremos que seguir con
la chalupa. Me temo que esta niebla complicará aún más el viaje.
—¿Hay una playa al este del promontorio? —le preguntó Belgarath.
—Una muy pequeña —respondió Kresca—. Aunque con la marea en cuadratura
tal vez se vuelva un poco más ancha.
—Bien. Necesitamos desembarcar algunas cosas —añadió el anciano señalando
los resistentes sacos de lona que contenían las armaduras de Garion y Zakath.
—Ordenaré a mis hombres que las lleven al bote.
—¿Cuándo podremos desembarcar? —preguntó Ce'Nedra, impaciente.
—Dentro de unos veinte minutos.
—¿Tanto?
El capitán asintió con la cabeza.
—A menos que se le ocurra un modo de hacer salir el sol más temprano.
Ce'Nedra se giró rápidamente hacia Belgarath.
—Olvídalo —le dijo.
—¿Podrías cuidar de nuestra mascota, capitán? —preguntó Poledra señalando al
lobo—. Es demasiado impulsivo y no queremos que se ponga a aullar en un momento
inoportuno.
—Por supuesto, señora —respondió Kresca, que por lo visto no había pasado el
tiempo suficiente en tierra para reconocer a un lobo.
La última etapa del viaje resultó aún más tediosa. Los marineros levaron el ancla
y comenzaron a remar. Sin embargo, después de cada par de brazadas, se detenían a
arrojar una sondaleza con un peso de plomo.
—Es un procedimiento lento —dijo Seda en voz baja a todos los presentes en la
cubierta—, pero no sabemos quién está en el arrecife y no nos conviene anunciar
nuestra presencia.
—La profundidad disminuye, capitán —informó el marinero que sostenía la
sondaleza, sin subir la voz más de lo imprescindible.
Los preparativos de Garion y sus amigos habían expresado la necesidad de
silencio con mayor claridad que las palabras. El marinero volvió a arrojar la
sondaleza, y después de una espera que pareció interminable, dijo:
—Nos acercamos al fondo con rapidez, capitán. Calculo que estamos a unas dos
brazas.
—Dejad los remos —ordenó Kresca a su tripulación en voz baja—. Arrojad el
ancla. —Se volvió hacia su contramaestre—. Después de que nos hayamos marchado
en la chalupa, avanza otros trescientos metros y atraca allí. Cuando volvamos
silbaremos. Ya sabes, la señal acostumbrada. Entonces guíanos.
—De acuerdo, capitán.

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—Por lo que veo, ya habéis hecho esto antes —dijo Seda.
—Alguna vez —admitió el capitán.
—Si todo va bien, tú y yo debemos tener una pequeña charla. Te haré una
propuesta de negocios que podría interesarte.
—¿Nunca piensas en otra cosa? —preguntó Velvet.
—Nunca hay que dejar pasar una oportunidad, mi querida Liselle —respondió él
con pomposidad.
—Eres incorregible.
—Supongo que tienes razón.
Un fajo de arpillera empapado de aceite y colocado en el escobén ahogó el ruido
producido por la cadena de la pesada ancla al hundirse en las oscuras aguas. Garion
adivinó, más que oyó, el chasquido metálico de las puntas del ancla contra las rocas,
debajo de las olas turbulentas.
—Subamos a la chalupa —dijo Kresca—. La tripulación la bajará una vez que
estemos a bordo. —Luego los miró con expresión culpable—. Me temo que tus
amigos y tú tendréis que ayudar a remar, Garion, pues no cabe más gente en el bote.
—Por supuesto, capitán.
—Yo iré con vosotros para asegurarme de que lleguéis sanos y salvos a la costa.
—Capitán —dijo Belgarath—, cuando lleguemos a la costa, aléjate un poco con
el barco. Te haremos una señal cuando estemos listos para que nos recojas.
—De acuerdo.
—Si no ves esa señal antes de mañana por la mañana, puedes volver a Perivor,
porque eso significará que no volveremos.
—¿Lo que vais a hacer allí es realmente tan peligroso? —preguntó Kresca con
expresión grave.
—Mucho más de lo que imaginas —respondió Seda—, aunque todos intentamos
no pensar demasiado en ello.
Mientras remaban sobre el agua oleosa y oscura, nubes grisáceas de niebla se
alzaban desde las turbulentas olas en el aire espectral. De repente, Garion recordó la
brumosa noche en Sthiss Tor en que habían cruzado el río de la Serpiente, guiados
sólo por el infalible instinto de Issus, el asesino tuerto. Sin dejar de remar, Garion se
preguntó qué habría sido de él.
Después de cada diez brazadas, el capitán Kresca, que estaba en la popa ante el
timón, les hacía un gesto para que se detuvieran e inclinaba la cabeza para oír el ruido
de las olas.
—Otros doscientos metros —dijo por fin en voz baja—. Eh, tú —le dijo al
marinero que llevaba otra sondaleza en la popa—, sigue sondando. No quiero chocar
con una roca. Avísame cuando estemos cerca del fondo.
—De acuerdo, capitán.

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La chalupa avanzaba entre las sombras y la niebla hacia la invisible playa donde
se rompían las olas, deslizándose sobre el fondo de grava con un sonido chirriante.
Cada una de ellas levantaba guijarros a su paso y los arrastraba hasta la misma orilla
sólo para volver a empujarlos hacia el interior, como si el insaciable mar lamentara su
incapacidad para devorar la tierra y convertir al mundo entero en un infinito océano,
donde las enormes olas pudieran correr libremente.
El denso banco de niebla que se alzaba al este comenzó a aclarar cada vez más, a
medida que despuntaba el alba sobre las oscuras y brumosas olas.
—Otros cien metros —dijo Kresca con voz tensa.
—Cuando lleguemos allí, ordena a tus hombres que se queden en el bote —dijo
Belgarath—. Será mejor que no intenten desembarcar, pues no se lo permitirán.
Empujaremos la chalupa en cuanto toquemos tierra.
Kresca tragó saliva y asintió con un gesto.
El rugido de las olas se volvió más fuerte y Garion percibió el intenso olor a
algas, característico de toda zona donde el mar se encuentra con la tierra. Entonces,
poco antes de que pudiera divisar la línea de la costa a través de la oscura niebla, las
grandes y peligrosas olas se alisaron y el mar se tornó tan llano como un cristal.
—Éste ha sido todo un detalle por parte de las profecías —observó Seda.
—Chist —dijo Velvet llevándose un dedo a la boca—. Intento escuchar.
Cuando la proa de la chalupa rozó el fondo de grava, Durnik saltó a la superficie
y la arrastró hacia la playa. Garion y sus amigos también bajaron y caminaron por el
agua hasta la orilla.
—Te veremos mañana por la mañana, capitán —dijo Garion en voz baja mientras
Toth se preparaba a empujar el bote—. Al menos, eso espero —añadió.
—Buena suerte, Garion —respondió Kresca—. Cuando vuelvas, tendrás que
explicarme todo este asunto.
—Es probable que prefiera olvidarlo —respondió Garion con tristeza.
—No si ganas —dijo Kresca mientras volvía a internarse en la niebla.
—Me gusta ese hombre —afirmó Seda—. Tiene una saludable actitud optimista.
—Alejémonos de la playa —dijo Belgarath—. A pesar de lo que dijo el amigo de
Garion, tengo la impresión de que la niebla se está disipando. Me sentiré mucho
mejor cuando pueda esconderme detrás de una roca sólida.
Durnik y Toth levantaron los dos sacos de lona que contenían las armaduras.
Garion y Zakath desenvainaron las espadas y comenzaron a caminar por la playa de
grava, seguidos por los demás. La montaña que se alzaba ante ellos parecía formada
por granito moteado, recortado en bloques de aspecto artificial. Garion había visto
suficientes montañas de granito en distintos sitios del mundo como para saber que ese
tipo de roca se desmoronaba y erosionaba en los extremos, produciendo formas
redondeadas.

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—Es extraño —murmuró Durnik mientras pateaba con la bota húmeda el
anguloso extremo de un bloque. Dejó el saco de lona en el suelo, sacó su cuchillo e
intentó hundirlo en la piedra—. No es granito —dijo en voz baja—, parece granito
pero es mucho más duro. Es otro tipo de roca.
—Ya la identificaremos más tarde —dijo Beldin—. Ahora busquemos un sitio
donde refugiarnos, por si acaso las sospechas de Belgarath tuvieran algún
fundamento. En cuanto nos hayamos instalado, saldré a dar un paseo alrededor de los
picos.
—No podrás ver nada —predijo Seda.
—Pero podré oír.
—Allí —dijo Durnik señalando un lugar con su martillo—. Por lo visto, uno de
esos bloques de piedra se soltó y rodó hasta la playa, dejando un hueco considerable
donde esconderse.
—Parece un sitio apropiado —asintió Belgarath—. Beldin, cuando te transformes
hazlo muy despacio. Estoy seguro de que Zandramas desembarcó a la misma hora
que nosotros y podría oírte.
—Sé cómo hacerlo, Belgarath.
El hueco que se abría a un costado de aquel extraño pico escalonado era lo
bastante amplio para ocultarlos y entraron en él con cuidado.
—Muy bien —dijo Seda—. ¿Por qué no aguardáis aquí hasta que recuperéis el
aliento? Mientras tanto, Beldin explorará la isla convertido en gaviota y yo iré a
buscar un camino.
—Ten cuidado —le dijo Belgarath.
—El día que olvides decírmelo, Belgarath, se habrán marchitado todos los árboles
de la tierra.
El hombrecillo trepó para salir del hueco y desapareció en la niebla.
—Es verdad que siempre le dices lo mismo —observó Beldin.
—Seda es muy impulsivo y necesita que le repita las cosas con frecuencia. ¿Y tú
no piensas marcharte nunca?
Beldin le dedicó un adjetivo poco halagador, se transformó despacio y se alejó
volando.
—Tu carácter no ha mejorado, Viejo Lobo —le dijo Poledra.
—¿Esperabas que lo hubiera hecho?
—En realidad no —respondió ella—, pero la esperanza es lo último que se pierde.
Pese a los temores de Belgarath, la niebla no se desvaneció. Beldin regresó media
hora después.
—No los he visto, pero los he oído con claridad. Los angaraks son incapaces de
hablar en voz baja. Lo siento, Zakath, pero es verdad...
—Si quieres, promulgaré una ley para que las próximas tres o cuatro generaciones

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hablen en murmullos.
—No te molestes, Zakath —sonrió el enano—, mientras me queden algunos
angaraks como enemigos, prefiero oírlos venir. ¿Ha vuelto Kheldar?
—Todavía no —respondió Garion.
—¿Qué demonios hace? Estos bloques de piedra son demasiado pesados para
robarlos.
En ese momento Seda se asomó por la abertura del hueco y saltó con agilidad al
suelo de piedra.
—No vais a creer lo que voy a deciros —predijo.
—Tal vez no —respondió Velvet—, pero ¿por qué no lo haces de todos modos?
—Este pico ha sido construido por la mano del hombre, al menos en parte. Los
bloques que lo rodean son como terraplenes, lisos, pulidos y escalonados hasta
aquella superficie llana de allí arriba, donde hay un altar y un enorme trono.
—¡Conque era eso! —exclamó Beldin chasqueando los dedos—. ¿Alguna vez has
leído el Libro de Torak, Belgarath?
—Lo intenté en varias ocasiones, pero mi angarak arcaico no es demasiado
bueno.
—¿Hablas angarak arcaico? —preguntó Zakath, sorprendido—. Es una lengua
prohibida en Mallorea. Sospecho que Torak modificó unas cuantas cosas y no quería
que nadie lo descubriera.
—Yo lo aprendí antes de la prohibición. Pero ¿a qué viene eso, Beldin?
—¿Recuerdas un pasaje cerca del comienzo, en medio de tanta palabrería, donde
Torak decía que había subido a las tierras altas de Korim para discutir la creación del
mundo con UL?
—Lo recuerdo de forma vaga.
—Bueno, como UL no quiso escucharlo, Torak le dio la espalda, reunió a los
angaraks y los condujo hacia Korim. Entonces les comunicó sus planes y, al mejor
estilo angarak, ellos se inclinaron ante él y comenzaron a sacrificarse unos a otros. En
ese pasaje hay una palabra «Halagachak» que significa «templo» o algo así. Siempre
creí que Torak hablaba en sentido figurado, pero por lo visto no era así. Ese pico es el
templo, como confirman el altar y los terraplenes desde los cuales los angaraks
contemplaban cómo los grolims sacrificaban al pueblo en honor a su dios. Si no me
equivoco, éste también es el sitio donde Torak habló con su padre. Al margen de lo
que pienses del viejo Cara Quemada, éste es uno de los lugares más sagrados de la
tierra.
—¿Por qué hablas del padre de Torak? —preguntó Zakath, perplejo—. No sabía
que los dioses tuvieran padre.
—Por supuesto que sí —dijo Ce'Nedra con presunción—. Todo el mundo lo sabe.
—Yo no lo sabía.

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—UL es su padre —dijo la joven con deliberada naturalidad.
—¿No es el dios de los ulgos?
—No exactamente por elección —explicó Belgarath—. El primer Gorim lo
obligó a serlo.
—¿Cómo se puede obligar a hacer algo a un dios?
—Con tacto —respondió Beldin—, con mucho, mucho tacto.
—Yo conocí a UL —informó Ce'Nedra gratuitamente—, y me tiene mucho
afecto.
—A veces puede llegar a ser muy pesada, ¿no es cierto? —le dijo Zakath a
Garion.
—¿Cómo lo has notado?
—No necesito vuestra aprobación —dijo ella agitando su cabellera en un gracioso
gesto—. Si cuento con la de los dioses, quiere decir que estoy haciendo las cosas
bien.
Garion se alegró de ver que Ce'Nedra estaba dispuesta a bromear con ellos, pues
parecía un indicio de que no tomaba los supuestos presentimientos sobre su
inminente muerte demasiado en serio. Sin embargo, hubiese dado cualquier cosa por
quitarle el cuchillo.
—Oye, Seda —dijo Belgarath—, durante el curso de tus fascinantes
exploraciones, ¿no habrás encontrado esa cueva, por casualidad? Creí que te habías
internado en la niebla con ese propósito.
—¿La cueva? —dijo Seda—. Ah, sí, está prácticamente en medio de la ladera
norte, frente a una especie de anfiteatro. La encontré diez minutos después de salir. —
Belgarath le dirigió una mirada fulminante—. Sin embargo, no es exactamente una
cueva —añadió Seda—. Es probable que en el interior sí lo sea, pero la entrada es
una amplia puerta con columnas a cada lado y una cara familiar en el dintel.
—¿Torak? —preguntó Garion, acongojado.
—El mismo.
—¿No deberíamos ir hacia allí? —sugirió Durnik—. Si Zandramas ya ha llegado
a la isla... —dejó la frase en el aire y abrió las manos.
—¿Qué pasa? —dijo Beldin y todos se volvieron a mirarlo con extrañeza—.
Zandramas no puede entrar a la cueva sin nosotros, ¿verdad? —le preguntó a Cyradis.
—No, Beldin —respondió ella—. Eso está prohibido.
—Bien, entonces dejemos que espere. Estoy seguro de que disfrutará de la
expectación. ¿Alguien ha traído algo de comer? El hecho de que me haya visto
obligado a transformarme en gaviota no significa que tenga que comer pescado
crudo.

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Capítulo 22
Esperaron durante casi una hora, hasta que Beldin se convenció de que
Zandramas ya estaría furiosa. Garion y Zakath aprovecharon la demora para ponerse
las armaduras.
—Iré a echar un vistazo —dijo por fin el enano.
Se transformó muy despacio en una gaviota y se perdió entre la niebla. Cuando
regresó, reía con malicia.
—Nunca había oído ese tipo de lenguaje de boca de una mujer —dijo—. Te
supera incluso a ti, Pol.
—¿Qué hace? —preguntó Belgarath.
—Espera junto a la entrada o la puerta de la cueva, como prefieras llamarla. La
acompañaban unos cuarenta grolims.
—¿Cuarenta? —exclamó Garion y se volvió hacia Cyradis—. Dijiste que las
fuerzas estarían equilibradas —acusó.
—¿Acaso vuestra fuerza no equivale a la de cinco hombres, Belgarion? —se
limitó a responder ella.
—Bueno...
—¿Por qué has hablado en pasado? —le preguntó Belgarath a su hermano.
—Yo diría que nuestra luminosa amiga ordenó a varios de ellos derribar algo que
les obstaculizaba el paso. No sé si la propia puerta posee una fuerza especial o si
Zandramas perdió la paciencia, pero es evidente que cinco de ellos ya han muerto.
Zandramas está fuera, inventando nuevas palabrotas. Por cierto, todos los grolims
llevan capuchas forradas de color púrpura.
—Hechiceros —dijo Polgara con frialdad.
—La hechicería grolim no es tan efectiva —repuso Beldin encogiéndose de
hombros.
—¿Has podido ver las luces bajo su piel? —preguntó Garion.
—Desde luego. Su cara parece un prado lleno de luciérnagas en una noche de
verano. Pero he visto algo más. Ese albatros está allí. Nos saludamos, pero no
tuvimos tiempo de detenernos a hablar.
—¿Qué hacía? —preguntó Seda con desconfianza.
—Se limitaba a planear por allí. Ya sabes cómo son los albatros, mueven las alas
una vez por semana. La niebla comienza a disiparse. ¿Por qué no esperamos a que
termine de desvanecerse sobre uno de aquellos terraplenes, encima del anfiteatro? Se
llevará un buen susto al ver aparecer entre la niebla a un grupo de figuras oscuras,
¿no os parece?
—¿Has visto a mi bebé? —preguntó Ce'Nedra con evidente angustia.
—Ya no es un bebé, pequeña, sino un robusto niño con rizos tan rubios como los

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que solía tener Eriond. Adivino por su expresión que no está muy feliz con su
compañía y que va a tener el mismo genio que el resto de la familia. Creo que si
Garion bajara ahora mismo y le entregara la espada, podríamos sentarnos todos a
mirar cómo soluciona el problema sin ayuda de nadie.
—Preferiría que no matara a nadie hasta que cambiara los dientes de leche —dijo
Garion con firmeza—. ¿Los demás también están allí?
—He reconocido al archiduque de Otrath por la descripción de su esposa. Lleva
una corona barata y ropas reales de segunda mano. Sus ojos reflejan una carencia
absoluta de inteligencia.
—Ése es mío —gruñó Zakath—. Nunca había tenido la oportunidad de ocuparme
personalmente de un hombre culpable de alta traición.
—Su esposa te estará eternamente agradecida —sonrió Beldin—. Hasta es
probable que viaje a Mal Zeth para ofrecerte personalmente su reconocimiento...,
entre otras cosas. Es una mujer insaciable, Zakath. Te aconsejo que descanses bien
antes de atenderla.
—No me agrada el curso que ha tomado la conversación —dijo Cyradis con voz
cortante—. El día avanza y debemos seguir adelante.
—Lo que tú digas, cariñín —respondió Beldin hablando con la voz de Feldegast.
Cyradis no pudo evitar sonreír.
Todos volvían a hablar con tono jovial y jactancioso. Eran conscientes de que
estaban a punto de presenciar el acontecimiento más importante de la historia, pero
también sabían que burlarse de las cosas serias es una reacción natural en los seres
humanos.
Seda salió primero del escondite, sin que sus suaves botas hicieran ningún ruido
sobre las rocas húmedas. Garion y Zakath, por el contrario, tuvieron que extremar las
precauciones para evitar los chirridos de sus armaduras. Los abruptos terraplenes
tenían una altura de unos tres metros, pero estaban comunicados entre sí por escaleras
situadas a intervalos regulares. Seda los condujo tres niveles más arriba y luego
comenzó a rodear la pirámide truncada. Por fin se detuvo en el extremo norte.
—Será mejor que hagamos silencio —murmuró—. Sólo estamos a cien metros de
ese anfiteatro y podría descubrirnos algún grolim con el sentido del oído desarrollado.
Giraron la esquina muy despacio y avanzaron con cautela por la cara norte del
pico durante varios minutos. Luego Seda se detuvo y se asomó por encima del borde,
intentando distinguir algo entre la niebla.
—Ya está —murmuró—. El anfiteatro es una hondonada rectangular situada a un
costado del pico. Va desde la playa a ese portal, o como queráis llamarle. Si miráis
por encima del borde, veréis que los terraplenes inferiores se interrumpen allí. El
anfiteatro está justo debajo de nosotros y ahora mismo nos encontramos a unos cien
metros de Zandramas.

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Garion escudriñó la niebla con la absurda esperanza de que la bruma se disipara
de inmediato y le permitiera contemplar por fin la cara de su enemiga.
—Tranquilo —susurró Beldin—. Ya falta poco. No estropees la sorpresa.
Las voces estridentes y guturales de los murgos se alzaron sobre la niebla. Garion
no podía descifrar las palabras, aunque tampoco necesitaba hacerlo.
Esperaron. El sol se asomaba al este del horizonte y su pálido disco era apenas
visible a través de la neblina y las turbias nubes, consecuencia de la tormenta. De
repente, la bruma comenzó a arremolinarse y girar, se disipó de forma gradual sobre
sus cabezas, y Garion pudo ver el cielo. El arrecife seguía cubierto por un denso
manto de sucias nubes vaporosas, pero éste se extendía apenas unos kilómetros hacia
el este. De repente, a la altura del horizonte, el sol se asomó por debajo de las nubes y
los cubrió con un resplandor naranja, como si el cielo se hubiera incendiado de
repente.
—Muy colorido —murmuró Sadi mientras se pasaba la daga envenenada con
nerviosismo de una mano a la otra. Dejó el maletín rojo en el suelo y lo abrió. Extrajo
el frasco de cerámica, le quitó la tapa y lo colocó a su lado—. En este arrecife deben
de haber ratones —dijo—, o huevos de gaviotas. Zith y sus bebés se encontrarán a
gusto aquí. —Luego se incorporó y metió con cuidado en el bolsillo de su túnica una
bolsita que había sacado del maletín—. Simple precaución —añadió a modo de
explicación.
La niebla ya estaba debajo de ellos como un nacarado océano gris a la sombra de
la pirámide. Garion oyó un extraño grito melancólico y alzó la vista. El albatros
planeaba sobre la niebla con las alas quietas. El joven escudriñó con atención la
oscura bruma y se llevó la mano a la espada de forma inconsciente. El Orbe irradiaba
un tenue resplandor, aunque no era azul, sino de un furioso color rojo, casi el mismo
tono del ardiente cielo.
—Esto lo confirma, Viejo Lobo —le dijo Poledra a su marido—. El Sardion está
en esa cueva.
Belgarath, con su barba y su pelo plateados teñidos por el resplandor rojizo de la
luz, respondió con un gruñido.
La niebla comenzó a arremolinarse, como si fuera un mar turbulento. Se disipó
poco a poco, hasta que Garion pudo distinguir a sus pies las figuras brumosas,
imprecisas y oscuras.
La niebla ya era sólo una tenue y vaporosa nube.
—¡Sagrada hechicera! —exclamó una voz llena de alarma—. ¡Mira!
Una figura encapuchada, envuelta en una brillante túnica negra de raso, se giró, y
por fin Garion pudo contemplar el rostro de la Niña de las Tinieblas. Había oído
varias descripciones de las luces que invadían su cuerpo, pero ninguna de ellas lo
había preparado para lo que vio. Las luces no estaban quietas, sino que se movían

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incansablemente bajo su piel. A la sombra de la antigua pirámide, sus rasgos eran
oscuros, casi invisibles, pero las luces producían la ilusión de que, tal como
anunciaban las misteriosas palabras de Los Oráculos de Ashaba, «todo el universo
estrellado» se hallaba confinado en su persona.
Garion oyó una ruidosa inspiración de Ce'Nedra. Giró la cabeza y vio a la
menuda reina con la daga en la mano y los ojos encendidos de odio, mirando hacia la
escalera que conducía al anfiteatro. Sin embargo, Polgara y Velvet, conscientes de lo
que se proponía, se apresuraron a desarmarla.
Entonces Poledra se acercó al borde del terraplén.
—De modo que por fin ha llegado el momento, Zandramas —dijo con voz clara.
—Hace tiempo que esperaba que os unierais a vuestros amigos, Poledra —
respondió la hechicera en tono insolente—. Me preocupaba que os hubierais perdido
en el camino. Pero ya estáis todos y podré acabar con vosotros ordenadamente.
—Habéis comenzado a preocuparos por el orden con cierto retraso, Zandramas —
respondió Poledra—, pero eso no tiene importancia. Como estaba previsto, hemos
llegado al sitio indicado a la hora señalada. ¿Por qué no dejamos de lado estas
trivialidades y entramos dentro ? El universo podría impacientarse por nuestra
demora.
—Todavía no —respondió Zandramas con firmeza.
—Qué tedioso —dijo la esposa de Belgarath con voz cansina—. Ése es vuestro
peor defecto, Zandramas. Aunque hayáis comprobado mil veces que un método no
funciona, seguís insistiendo con él. Habéis hecho innumerables trampas para evitar
este encuentro, todas en vano. Vuestros intentos por escapar de la fatalidad sólo han
servido para apresurar vuestra llegada a este lugar. ¿No creéis que ya es hora de
olvidar los trucos y aceptar el destino con dignidad?
—No, no lo creo.
Poledra suspiró.
—De acuerdo, Zandramas —dijo con voz resignada—, como queráis. —Extendió
un brazo señalando a Garion—. Ya que os negáis a colaborar, convoco al justiciero de
los dioses.
Garion se llevó la mano a la empuñadura de la espada con deliberada lentitud. El
arma produjo un furioso silbido al salir de su vaina, y cuando lo hizo, ardía con una
incandescente luz azul. La mente de Garion estaba fría y serena. Todas las dudas
habían quedado atrás, pues el espíritu del Niño de la Luz se había apoderado de él,
como ya había ocurrido en Cthol Mishrak. Cogió la espada con ambas manos y la
levantó despacio, hasta que la punta de la llameante cuchilla señaló las ígneas nubes.
—¡Éste será vuestro destino, Zandramas! —rugió con voz atronadora.
Garion notó que la forma arcaica de tratamiento surgía naturalmente de sus
labios.

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—Eso aún está por verse, Belgarion —respondió Zandramas. Como era de
esperar, su tono sonaba desafiante, pero también parecía ocultar algo más—. No es
tan fácil leer el destino.
A un imperioso gesto de la hechicera, los grolims formaron una falange a su
alrededor y entonaron un cántico en una lengua antigua y disonante.
—¡Retrocede! —gritó Polgara de repente mientras ella, sus padres y Beldin se
acercaban al frente del terraplén.
Una sombra oscura apareció en el límite de la visión de Garion y el joven
comenzó a sentir una extraña aprensión.
—Tened cuidado —les dijo a sus amigos en voz baja—. Creo que intenta crear
una de esas alucinaciones de las que hablábamos ayer.
A continuación experimentó una poderosa agitación y oyó un fuerte ruido. Una
oleada de oscuridad surgió de las manos extendidas de los grolims congregados
alrededor de Zandramas. Sin embargo, los cuatro hechiceros pronunciaron
desdeñosamente y al unísono una sola palabra y la tenebrosa nube se deshizo en
negros fragmentos que se separaban y corrían por el anfiteatro como ratones
asustados. Varios grolims cayeron desplomados sobre el suelo de piedra,
retorciéndose de dolor, y los demás retrocedieron, con las caras súbitamente pálidas.
—¿Quieres intentarlo otra vez, cariñín? —rió Beldin con la voz de Feldegast y
tono burlón—. Porque si es así, deberías haber traído más grolims. ¿No crees que los
estás gastando con excesiva rapidez?
—Odio oírte hablar de ese modo —le dijo Belgarath.
—Apuesto a que ella también lo odia. Se toma a sí misma muy en serio y las
burlas la sacan de sus casillas.
Con expresión impasible, Zandramas arrojó una bola de fuego al enano, pero éste
la hizo a un lado como si se tratara de un molesto insecto.
De repente, Garion comprendió lo que ocurría. La súbita nube de oscuridad y la
bola de fuego eran simples trucos para distraer su atención de la sombra que se
formaba en el límite de su vista.
La hechicera de Darshiva esbozó una sonrisa escalofriante.
—No tiene importancia —dijo encogiéndose de hombros—. Sólo te estaba
poniendo a prueba, mi pequeño bufón jorobado. Sigue riendo, Beldin. Me gusta ver a
la gente morir feliz.
—Por supuesto —asintió él—. Sonríe tú también, cariñín, y echa un vistazo a tu
alrededor. Ya que estás, puedes despedirte del sol, pues no creo que vuelvas a verlo.
—¿Crees que todas esas amenazas son necesarias? —preguntó Belgarath con voz
cansina.
—Es lo tradicional —dijo Beldin—. Todo asunto serio debe ir precedido de
insultos y fanfarronadas. Además, ella empezó. —Miró hacia abajo, donde los

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grolims de Zandramas comenzaban a avanzar en actitud amenazadora—. Sin
embargo, creo que ya es hora de acabar con esto. ¿Qué tal si bajamos a preparar un
gran guiso de grolims? A mí me gustan picados gruesos.
El hombrecillo extendió la mano, chasqueó los dedos e hizo aparecer un afilado
cuchillo ulgo con punta curva.
Garion los condujo hacia las escaleras, y todos los hombres bajaron decididos con
diversas armas en las manos.
—¡Vuelve atrás! —le gritó Seda a Velvet, que se había unido a ellos y empuñaba
una daga con aire profesional.
—Ni lo sueñes —respondió ella con firmeza—. Estoy protegiendo mi inversión.
—¿Qué inversión?
—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora estoy ocupada.
El grolim al frente del grupo era un hombre gigantesco, casi tan grande como
Toth. Balanceaba una enorme hacha en una mano y sus ojos tenían un brillo
demencial. Cuando estaba a un metro y medio de Garion, Sadi le arrojó un polvo de
extraños colores a la cara por encima del hombro del rey de Riva. El grolim sacudió
la cabeza y se llevó las manos a los ojos. Luego estornudó, sus ojos se llenaron de
horror y gritó. Por fin arrojó el hacha, sin dejar de aullar de terror, y volvió corriendo
abajo, atropellando a los demás grolims a su paso. No se detuvo al llegar al suelo del
anfiteatro, sino que continuó su carrera hacia el mar. Se sumergió hasta la cintura y
luego saltó por encima de un terraplén oculto bajo el agua. Sin embargo, todo parecía
indicar que no sabía nadar.
—Creí que se te había terminado ese polvo —le dijo Seda al eunuco mientras
ejecutaba un hábil y largo lanzamiento con una de sus dagas.
Un grolim retrocedió, sujetándose el cuchillo que sobresalía de su pecho, pero
entonces tropezó y se deplomó escaleras abajo.
—Siempre guardo un poco para emergencias —respondió Sadi mientras
esquivaba una espada y hundía su daga envenenada en el vientre de otro grolim.
El grolim herido tensó su cuerpo y luego se tambaleó despacio hacia un costado
de la escalinata. Varios individuos vestidos de negro trepaban por los empinados
costados de las escaleras con la intención de sorprenderlos por la espalda. Velvet se
arrodilló y clavó con frialdad una de sus dagas en la cara de un grolim que estaba a
punto de llegar a lo alto. El murgo aulló de dolor, se llevó las manos a la cara y cayó
hacia atrás, arrastrando consigo a varios de sus compañeros.
Entonces la rubia joven drasniana saltó al otro lado de la escalinata, agitando su
cuerda de seda. Enlazó con destreza el cuello de un grolim que intentaba subir las
escaleras. Luego se colocó debajo de los brazos del sacerdote, que se agitaban con
desesperación, se giró hasta que quedaron espalda contra espalda, y se inclinó hacia
adelante, levantando al indefenso grolim, que agarró con ambas manos el cordón que

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le rodeaba el cuello. Sus pies patalearon inútilmente en el aire por unos instantes,
hasta que su cara se volvió morada y su cuerpo laxo. Velvet volvió a girarse, desató la
cuerda y pateó el cadáver fuera de su camino con absoluta frialdad.
Durnik y Toth habían tomado posiciones junto a Garion y Zakath, y los cuatro
bajaban las escaleras, implacables, paso a paso, hiriendo o derribando a los sacerdotes
vestidos de negro que salían a su encuentro. El martillo de Durnik parecía apenas
menos temible que la espada del rey de Riva. Los grolims caían ante ellos a medida
que continuaban su inexorable descenso. Toth daba golpes a diestra y siniestra con el
hacha de Durnik, con la misma naturalidad con que un hombre tala un árbol. Zakath
era un esgrimista y hacía amagos o quites con su enorme, aunque ligera espada. Sus
estocadas eran rápidas y casi siempre mortales. El camino del temible cuarteto pronto
quedó alfombrado de cuerpos contorsionados y empapado con ríos de sangre.
—Tened cuidado al andar —aconsejó Durnik mientras machacaba el cráneo de
otro grolim—. Los escalones se han vuelto resbaladizos.
Garion degolló a otro grolim, cuya cabeza rodó escaleras abajo mientras el cuerpo
caía hacia un costado de la escalinata. Entonces el joven se atrevió a mirar por
encima de su hombro. Belgarath y Beldin se habían unido a Velvet y la ayudaban a
ahuyentar a los grolims que escalaban las gradas. Beldin parecía experimentar un
morboso placer al hundir su cuchillo curvo en los ojos de los murgos y luego, con un
brusco giro y un tirón, extraer por sus cuencas grandes trozos de cerebro. Belgarath
esperaba, tranquilo, con los dedos apoyados sobre su cinturón de soga. Cuando la
cabeza de un grolim aparecía por encima del borde de piedra, el anciano extendía un
pie y pateaba al sacerdote en plena cara. Puesto que la distancia entre las escaleras y
el fondo del anfiteatro era de unos nueve metros, ninguno de los grolims que caía
volvía a intentar el ascenso.
Cuando Garion y sus amigos llegaron al pie de las escaleras, casi no quedaba
ningún grolim vivo. Con su acostumbrada prudencia, Sadi fue de un extremo al otro
de la escalera, hundiendo su daga envenenada en los cuerpos de los grolims caídos,
sin hacer distinciones entre heridos y muertos.
Zandramas parecía sorprendida por el violento descenso de sus enemigos, pero
mantuvo la compostura y se irguió en actitud desdeñosa y desafiante. Junto a ella,
boquiabierto de terror, se encontraba un hombre con una corona barata y un andrajoso
traje de rey. Por el leve parecido que sus rasgos guardaban con los de Zakath, Garion
supuso que se trataba del archiduque Otrath. Luego vio por fin a su pequeño hijo.
Había evitado mirarlo durante el sangriento descenso, pues no estaba seguro de
cuál sería su reacción en un momento en que la concentración resultaba vital. Como
les había anticipado Beldin, Geran ya no era un bebé. Sus rizos dorados conferían un
aspecto tierno a su rostro, pero sus ojos no reflejaron dulzura al encontrarse con los
de su padre. Era evidente que Geran sentía un profundo odio hacia la mujer que lo

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sujetaba con fuerza en sus brazos.
Garion alzó la espada hasta su visera, a modo de saludo, y el pequeño respondió
levantando la mano libre.
Entonces el rey de Riva inició un implacable avance, deteniéndose apenas lo
suficiente para patear fuera de su camino una cabeza de grolim. Las dudas que lo
habían atormentado en Dal Perivor se habían desvanecido. Zandramas estaba a pocos
metros de distancia y el hecho de que fuera mujer le tenía sin cuidado. El joven
continuó avanzando con su llameante espada en alto.
Sin embargo, la sombra que se formaba al límite de su vista se volvió más oscura
y Garion vaciló, presa de una creciente aprensión que parecía incapaz de ahuyentar.
La sombra, que al principio era imprecisa, comenzó a cobrar la forma de un
espantoso rostro que se alzaba por encima de la hechicera vestida de negro. Tenía las
cuencas de los ojos vacías y la boca entreabierta en una expresión de inenarrable
angustia, como si el propietario de aquella cara hubiera sido arrastrado desde un lugar
glorioso y luminoso hasta otro increíblemente horrendo. Sin embargo, aquella
angustia no despertaba compasión o ternura, sino que expresaba la implacable
necesidad de ese ser horrible de encontrar a otros dispuestos a compartir su miseria.
—¡Contemplad al Rey de los Infiernos! —gritó Zandramas con voz triunfal—.
Huid si queréis vivir unos segundos más, antes de que os conduzca hasta las tinieblas,
las llamas y la angustia eternas.
Garion se detuvo. No podía avanzar hacia aquel espantoso horror.
Entonces una voz surgió de entre sus recuerdos y con ella una imagen. Creyó
estar en el húmedo claro de un bosque, en cualquier lugar del mundo. Una ligera
llovizna caía desde el cielo oscuro de la noche y, a sus pies, las hojas estaban
empapadas. Eriond hablaba con indiferencia. Garion recordó que aquella escena
había sucedido poco después del primer encuentro con Zandramas, que había
adoptado la forma de un dragón para atacarlos. «Pero el fuego no era real —les
explicaba el joven—. ¿No lo sabíais?» Parecía sorprendido de que no lo entendieran.
«Sólo era una ilusión. El mal no es más que eso... Una ilusión. Lamento que os hayáis
preocupado, pero no había tiempo para explicaciones.»
Ésa era la clave y por fin Garion lo comprendía. Las alucinaciones eran producto
de la locura, los espejismos no. No se estaba volviendo loco. La cara del Rey de los
Infiernos no era más real que el espejismo de Arell, que Ce'Nedra había encontrado
en el bosque. Aquélla era la única arma con que la Niña de las Tinieblas podía
enfrentarse al Niño de la Luz, un truco sutil dirigido a la mente. Era un arma
poderosa y frágil a la vez, pues un simple rayo de luz podía destruirla. Volvió a
avanzar.
—¡Garion! —gritó Seda.
—Prescinde de ese rostro —le dijo Garion—. No es real. Zandramas intenta

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volvernos locos. La cara no está allí, no tiene más sustancia que una sombra.
Zandramas retrocedió y la enorme cara de su espalda se desvaneció. Sus ojos se
pasearon de un sitio a otro, deteniéndose, según notó Garion, en el portal de la cueva.
Entonces Garion supo con absoluta certeza que había algo en aquella caverna: el
último recurso de Zandramas.
Con aparente indiferencia por la desaparición del arma que siempre había servido
a los Niños de las Tinieblas, la hechicera de Darshiva hizo un rápido gesto a los
pocos grolims que seguían con vida.
—No —dijo la voz clara y cristalina de la vidente de Kell—. No puedo
permitirlo. Esta cuestión se decidirá mediante una elección y no en el curso de una
absurda pelea. Guardad la espada, Belgarion de Riva, y retirad a vuestros secuaces,
Zandramas de Darshiva.
Garion notó que los músculos de sus piernas se habían paralizado y que era
incapaz de dar un solo paso. Se giró con esfuerzo y dolor, y vio a Cyradis bajando las
escaleras, de la mano de Eriond, seguida por tía Pol, Poledra y la reina de Riva.
—La misión que compartís —continuó Cyradis con su retumbante voz colectiva
— no consiste en destruiros mutuamente, pues si uno de los dos matara al otro,
vuestras tareas quedarían inconclusas y yo no podría realizar la mía. En ese caso todo
lo que es, lo que fue y lo que será desaparecería. Guardad vuestra espada, Belgarion,
y haced retirar a vuestros grolims, Zandramas. Vayamos al Lugar que ya no Existe
para hacer la elección. El universo comienza a cansarse de nuestras demoras.
Garion enfundó su espada de mala gana, pero la hechicera de Darshiva entrecerró
los ojos en una mueca de furia.
—Matadla —ordenó a sus grolims con una voz escalofriantemente perentoria—
Matad a la ciega dalasiana en nombre del nuevo dios de Angarak.
Los grolims supervivientes, llenos de fanatismo religioso, se dirigieron hacia el
pie de las escaleras. Eriond suspiró y, decidido, se interpuso entre ellos y Cyradis.
—Eso no será necesario, Portador del Orbe —le dijo Cyradis.
La vidente inclinó la cabeza y la voz coral ascendió en un crescendo. Los grolims
vacilaron y luego comenzaron a andar a tientas, mirando, sin ver, la luz que los
rodeaba.
—Es el encantamiento —murmuró Zakath—, el mismo que rodea Kell. Están
ciegos.
Sin embargo, en esta ocasión, lo que los grolims veían en su ceguera no era la
cara de dios que contemplaba el amable y anciano sacerdote que habían conocido en
el campamento de pastores, en las cercanías de Kell, sino algo muy distinto. Por lo
visto el encantamiento era capaz de producir dos efectos diferentes. Los grolims
gritaron, primero alarmados, después asustados. Luego sus gritos se convirtieron en
aullidos y se volvieron, tropezando unos con otros, incluso arrastrándose, para huir de

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aquello que veían. Se dirigieron a la orilla del mar, con la evidente intención de
seguir al grolim atacado por los extraños polvos de Sadi. Caminaron con torpeza
entre el ahora tranquilo oleaje y luego, uno a uno, se sumergieron en aguas profundas.
Algunos sabían nadar, pero la mayoría no. Los que podían hacerlo, se alejaron
con desesperación hacia alta mar, al encuentro de una muerte inevitable. Aquellos
que no sabían nadar se hundieron, alzando los brazos en actitud suplicante mucho
después de que sus cabezas se hubieran sumergido. La superficie del agua se llenó de
burbujas durante unos instantes, pero pronto volvió a calmarse.
El albatros revoloteó con sus enormes alas sobre ellos y luego volvió a planear
encima del anfiteatro.

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Capítulo 23
—Por fin estáis como siempre habéis querido estar, Niña de las Tinieblas, sola —
dijo Cyradis con dureza.
—Aquellos que me acompañaban no eran importantes —respondió Zandramas
con indiferencia—. Han cumplido su cometido y ya no los necesito.
—¿Estáis preparada para atravesar el portal del Lugar que ya no Existe y hacer
vuestra elección en presencia del Sardion?
—Por supuesto, sagrada vidente —respondió Zandramas con sorprendente
docilidad—. Será un placer unirme al Niño de la Luz, para que ambos podamos
penetrar en el templo de Torak.
—Mantente alerta, Garion —susurró Seda—. Su tono no me gusta y creo que está
tramando algo.
Sin embargo, era evidente que Cyradis también intuía que se trataba de una
trampa.
—Vuestra súbita aceptación resulta sorprendente, Zandramas —dijo—. Durante
estos largos meses habéis hecho vanos intentos por evitar este encuentro, y ahora
aceptáis de buena gana entrar a la gruta. ¿Qué os ha hecho cambiar de opinión? ¿Por
ventura acecha algún peligro dentro de la caverna? ¿Aún intentáis conducir con
engaños al Niño de la Luz hacia su propia muerte, movida por la secreta esperanza de
evitar la elección?
—La respuesta a esa pregunta, bruja ciega, está detrás de ese portal —respondió
Zandramas con brusquedad. Luego giró su cara brillante hacia Garion—. Sin duda, el
gran justiciero de los dioses no tendrá miedo —dijo ella—. ¿O acaso aquel que mató
a Torak se ha vuelto cobarde y temeroso? ¿Qué amenaza puedo significar yo, una
simple mujer, para el guerrero más poderoso del mundo? Investiguemos esa gruta
juntos, Belgarion. Con toda confianza dejo mi seguridad en vuestras manos.
—No será así, Zandramas —declaró la vidente de Kell—. Ya es demasiado tarde
para trucos y engaños. Sólo la elección podrá liberaros. —Hizo una pausa e inclinó la
cabeza un instante, durante el cual Garion volvió a oír un murmullo colectivo—. Ah
—dijo por fin—, ya lo comprendemos. Ese pasaje del Libro de los Cielos era
confuso, pero ahora se ha aclarado. —Se giró hacia el portal—. Venid aquí, Señor de
los Demonios. No esperéis a vuestra víctima en la oscuridad, salid donde podamos
veros.
—¡No! —gritó Zandramas con voz ronca.
Pero era demasiado tarde. De mala gana, como si lo arrastrara una fuerza
invisible, el mutilado dragón salió cojeando de la gruta, rugiendo y arrojando fuego
por la boca.
—Otra vez, no —protestó Zakath.

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Garion, sin embargo, vio algo más que un dragón. Al igual que aquella vez en el
bosque, cuando con sólo catorce años había herido a un jabalí y había contemplado la
figura de Barak superpuesta a la del temible oso que acudía en su ayuda, ahora veía la
figura de Mordja, el Señor de los Demonios, dentro de la silueta del dragón. Mordja,
principal enemigo de Nahaz, el demonio que había arrojado a Urvon al eterno foso
del infierno. Mordja, el demonio que con su media docena de brazos finos como
serpientes empuñaba una enorme espada que Garion conocía bien. El Señor de los
Demonios, personificado en la forma de un dragón, avanzaba con monstruosos pasos
hacia el rey de Riva con Cthrek Goru, la temible espada de las tinieblas que había
pertenecido a Torak.
.Las llameantes nubes rojas estallaron en truenos mientras la horrible bestia doble
se aproximaba a ellos.
—¡Separaos! —gritó Garion—. ¡Seda! ¡Diles lo que deben hacer! —Inspiró
hondo mientras los rayos caían del cielo rojo para azotar las caras de la pirámide
escalonada, acompañados de truenos que estremecían la tierra—. ¡Adelante! —le dijo
Garion a Zakath, pero de repente se detuvo, atónito.
Poledra se acercó al monstruo tan tranquila como si estuviera paseando por un
prado.
—Más que Señor de los Demonios sois el Señor de la Decepción, Mordja —le
dijo a la criatura que se quedó súbitamente paralizada ante ella—, pero es hora de
acabar con los engaños. Por fin diréis la verdad. ¿Qué buscáis todos los de tu raza en
este lugar? —El Señor de los Demonios, paralizado en la forma de un dragón, rugía
con odio mientras hacía vanos esfuerzos por liberarse de la fuerza que lo
inmovilizaba—. Hablad, Mordja —le ordenó Poledra.
¿Cómo era posible que alguien tuviera tanto poder?
—No lo haré —respondió Mordja, como si escupiera las palabras.
—Lo haréis —dijo la abuela de Garion con una voz asombrosamente tranquila, y
de inmediato Mordja dejó escapar un aullido de inimaginable dolor—. ¿Qué os
proponéis? —insistió Poledra.
—¡Sirvo al Rey de los Infiernos! —gritó el demonio.
—¿Y qué se propone el Rey de los Infiernos?
—Quiere apoderarse de las piedras del poder —aulló Mordja.
—¿Por qué?
—Para romper las cadenas con que el maldito UL lo aprisionó mucho antes de la
creación.
—¿Por eso ayudasteis a la Niña de las Tinieblas y por eso vuestro enemigo Nahaz
socorrió al discípulo de Torak? ¿Acaso vuestro amo no sabía que ambos intentaban
crear un nuevo dios?, ¿un dios que sin duda lo encadenaría con mayor firmeza?
—Lo que ellos buscaban no tenía importancia —gruñó Mordja—. Es verdad que

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Nahaz y yo nos enfrentamos, pero nuestra lucha no tenía nada que ver con el loco
Urvon o con la sucia Zandramas. En el mismo instante en que cualquiera de los dos
se apoderara del Sardion, el Señor de los Demonios cogería la piedra por medio de
mis manos o las de Nahaz. Entonces, con el poder del Sardion, uno u otro arrancaría
Cthrag Yaska de manos del justiciero de los dioses y entregaría ambas piedras a
nuestro amo. En cuanto él tocara las piedras, se convertiría en el nuevo dios. Sus
cadenas se romperían y podría enfrentarse a UL de igual a igual... No, no de igual a
igual, sino como un ser superior, pues todo lo que es, fue o será le pertenecería sólo a
él.
—¿Y cuál habría sido el destino de la Niña de las Tinieblas o del discípulo de
Torak?
—Ellos habrían sido nuestra recompensa. Así como Nahaz devorará eternamente
al loco Urvon en las oscuras profundidades del infierno, yo me alimentaría de
Zandramas. El premio máximo del Rey de los Infiernos es el tormento eterno.
La hechicera de Darshiva oyó horrorizada y boquiabierta la clara predicción del
destino de su alma.
—No podréis detenerme, Poledra —dijo Mordja en tono desafiante—, pues el
Rey de los Infiernos fortalecerá mi mano.
—Vuestra mano, sin embargo, está confinada en el cuerpo de esta tosca bestia —
dijo Poledra—. Ya habéis hecho vuestra elección, y en este sitio es imposible
volverse atrás. Ahora lucharéis solo, y vuestro único aliado no será el Señor de los
Demonios, sino esa criatura estúpida que habéis elegido.
El demonio alzó su temible hocico lleno de dientes y profirió un aullido
ensordecedor, haciendo vanos esfuerzos por liberarse de la forma que lo confinaba.
—¿Esto significa que tendremos que luchar con los dos? —le preguntó Zakath a
Garion con voz temblorosa.
—Me temo que sí.
—¿Has perdido la cabeza, Garion?
—Debemos hacerlo, Zakath. Al menos Poledra ha conseguido limitar el poder de
Mordja..., no entiendo cómo, pero lo ha hecho. De este modo, tenemos alguna
posibilidad de éxito. ¡Adelante! —dijo el joven mientras cerraba su visera y avanzaba
con la llameante espada en alto.
Seda y los demás se habían separado, y se aproximaban a la bestia por detrás y
por los costados.
Mientras Zakath y él avanzaban, Garion reparó en un detalle que podría jugar a su
favor. La fusión entre la mente primitiva del dragón y la antiquísima mente del
demonio no era completa. El dragón sólo podía enfocar su único ojo al frente y
avanzaba con obstinada estupidez, ignorando a los amigos de Garion. Sin embargo,
Mordja era consciente de los peligros que lo acechaban por detrás y por los lados.

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Esta divergencia en la mente artificialmente dual de aquella enorme criatura con alas
de murciélago provocaba una conducta vacilante, indecisa. Entonces Seda, con la
espada de uno de los grolims caídos en la mano, asestó una diestra estocada a la
escurridiza cola del dragón.
La bestia aulló de dolor, arrojando fuego por la boca. Luego obedeció al mínimo
control que Mordja ejercía sobre él, y se giró para responder al ataque, pero el
pequeño ladronzuelo se apartó de su camino con un ágil salto, mientras los demás
avanzaban por los costados. Durnik asestaba acompasados martillazos en un flanco
mientras Toth lo imitaba, con idéntico ritmo, en el otro.
Una idea temeraria asaltó a Garion al ver que el dragón se había girado por
completo para responder al ataque de Seda.
—¡Dale en la cola! —le gritó Zakath.
Garion se alejó unos pasos para tomar ímpetu y luego corrió con torpeza a causa
de la armadura. Saltó sobre la cola del dragón y ascendió por su espalda.
—¡Garion! —gritó Ce'Nedra horrorizada, pero él no le hizo caso y continuó
escalando sobre la escamosa espalda hasta que logró apoyar los pies sobre los
hombros del dragón, entre las gigantescas alas de murciélago.
Sabía que el dragón no temería ni percibiría los golpes de su llameante espada.
Mordja, por el contrario, sí lo haría. Garion levantó la espada de Puño de Hierro y la
clavó dos veces en el escamoso cuello de la bestia. El dragón continuó agitando la
cabeza y arrojando fuego por la boca sin prestarle mayor atención, pero Mordja gimió
de dolor, quemado por el poder del Orbe. Ahora el rey de Riva contaba con una gran
ventaja, pues el dragón era incapaz de hacer frente al múltiple ataque por sí solo.
Únicamente la inteligencia del Señor de los Demonios volvía peligroso al dragón,
pero Garion ya había tenido oportunidad de comprobar que el Orbe podía infligir un
terrible dolor a un demonio. Los demonios huían de la presencia de los dioses, pero
no podían escapar al castigo del Orbe de Aldur.
—¡Más caliente! —le gritó al Orbe mientras volvía a alzar la espada.
Garion asestaba un golpe tras otro. La enorme cuchilla ya no rebotaba sobre las
escamas del dragón, sino que abría sus carnes, quemándolas. La brumosa imagen de
Mordja, confinada dentro del cuerpo del dragón, gritaba de dolor, pues al cortarle éste
el cuello, Garion cortaba también el suyo. De repente el joven se detuvo, giró la
espada, cogiéndola de la guarnición de la empuñadura, y la hundió entre los enormes
hombros del dragón.
Mordja lanzó un grito estremecedor, pero Garion continuó metiendo y sacando la
espada para ensanchar aún más la herida.
Ahora también el dragón sentía dolor y comenzó a aullar. Garion alzó la espada
otra vez y volvió a hundirla en la herida sangrante, esta vez más hondo.
El dragón y Mordja gritaron al unísono y, por muy absurdo que pareciera, Garion

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recordó un lejano día de su infancia en que había visto a Cralto cavar hoyos para
postes. Entonces comenzó a imitar conscientemente los movimientos rítmicos del
granjero, levantando su espada tan alto como Cralto había alzado su pala, para luego
volver a hundirla en la carne del dragón. La herida se hacía más profunda con cada
nuevo golpe y la sangre manaba a borbotones de la carne temblorosa. De repente
vislumbró un hueso y cambió su objetivo, pues ni siquiera la espada de Puño de
Hierro sería capaz de cortar aquel espinazo grueso como un tronco.
Sus amigos habían retrocedido y contemplaban atónitos la audaz e irracional
hazaña del joven rey. De repente vieron que la cabeza del dragón, similar a la de una
serpiente, se elevaba en un desesperado esfuerzo por girarse y morder al agresor que
cavaba un enorme hoyo en su espalda. Entonces corrieron otra vez al ataque y
apuñalaron las partes menos escamosas del dragón: la garganta, el vientre y los
flancos. Seda, Velvet y Sadi le laceraban la parte inferior del cuerpo, dando rápidos
saltos para evitar ser aplastados por sus enormes patas. Durnik continuaba con su
ataque lateral: rompía las costillas de la bestia una a una, mientras Toth se ocupaba
del otro flanco. Belgarath y Poledra, otra vez convertidos en lobos, mordisqueaban la
retorcida cola.
Entonces Garion vio lo que había estado buscando, el tendón similar a una cuerda
que conducía a una de las enormes alas del dragón.
—¡Más caliente! —volvió a gritarle al Orbe.
La espada se iluminó con un resplandor más potente, pero esta vez Garion no
golpeó. Se limitó a apoyar un lado de su cuchilla sobre el tendón y comenzó a serrar
hacia delante y hacia atrás, quemando más que cortando el duro ligamento. por fin el
tendón se partió con un ruido seco y sus extremos se deslizaron, como una serpiente,
hacia el interior de la carne sangrante.
El aullido de dolor que salió de la boca ardiente del dragón fue escalofriante. La
bestia se tambaleó y luego cayó, sacudiendo sus enormes miembros con terrible
angustia.
Garion cayó con el dragón y rodó hacia abajo, haciendo desesperados intentos por
desasirse de las garras de la bestia. Zakath corrió a su lado y lo ayudó a levantarse.
—¡Estás loco! —le gritó con voz estridente—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —respondió Garion con firmeza—. Acabemos con esto.
Pero Toth ya estaba allí. A la sombra de la enorme cabeza del dragón, y con los
pies bien plantados en el suelo, hundía su hacha en el cuello de la bestia. Ríos de
sangre brotaban de las arterias seccionadas, mientras el enorme mudo intentaba cortar
la tráquea del animal, grande como un barril. A pesar del esfuerzo conjunto de Garion
y sus amigos, hasta el momento sólo habían logrado infligir dolor al dragón, pero
ahora el obstinado ataque de Toth amenazaba su vida. Si el gigante conseguía cortar
el grueso cartílago de aquella tráquea, el dragón se ahogaría en su propia sangre y

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moriría asfixiado. La bestia luchó por incorporarse sobre sus patas delanteras y por
fin se alzó sobre el enorme mudo.
—¡Sal de ahí, Toth! ¡Va a atacar!
Sin embargo, no fue la enorme boca de afilados dientes la que atacó. Dentro del
sangrante cuerpo del dragón, Garion vislumbró la brumosa imagen de Mordja, que
alzaba con desesperación a Cthrek Goru, la espada de las sombras. La cuchilla salió
por el cuerpo del dragón como si fuera incorpórea y se hundió limpiamente en el
vientre de Toth hasta salir por su espalda. El mudo tensó los músculos y cayó
separándose de la espada, incapaz de gritar incluso en el momento de su muerte.
—¡No! —gimió Durnik con la voz cargada de una angustia indescriptible.
La mente de Garion, sin embargo, conservaba una absoluta frialdad.
—Protégeme de sus mordiscos —le dijo a Zakath con voz inexpresiva e
impasible.
Luego se lanzó hacia adelante y volvió a girar la espada, preparándose para una
embestida sin precedentes. No dirigió la espada a la herida que había abierto Toth,
sino al ancho pecho del dragón.
Cthrek Goru se apresuró a repelerlo, pero Garion esquivó esa desesperada
defensa, luego apoyó el hombro contra la enorme guarnición de la empuñadura de su
espada, dirigió una mirada de odio al acobardado demonio y hundió la espada con
todas sus fuerzas en el pecho del dragón. La poderosa vibración del Orbe al liberar su
poder estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
Los horribles aullidos del dragón y el demonio se trucaron de repente en una
especie de gorjeante suspiro.
Garion tiró de su espada y se apartó de la bestia moribunda. Entonces, el dragón
se desmoronó como una casa incendiada, su cuerpo se sacudió varias veces con
movimientos espasmódicos y por fin quedó inmóvil.
Garion se giró, agotado.
La cara de Toth irradiaba paz, pero tanto Cyradis como Durnik, que estaban
arrodillados junto a él, lloraban sin disimulo.
En lo alto del cielo, el albatros emitió un grito de frustración y dolor.
Cyradis lloraba y la venda que cubría sus ojos estaba empapada en lágrimas. El
humeante cielo naranja se enturbiaba y se movía sobre sus cabezas. De repente, en
los extremos de las nubes, unas manchas oscuras como tinta comenzaron a deslizarse,
arremolinarse y ondularse, mientras las propias nubes, todavía teñidas en su parte
inferior por el sol del amanecer, temblaban y se contorsionaban con unos rayos de
aspecto frágil, que atravesaban el aire sombrío para caer furiosamente sobre el altar
del dios tuerto, situado en la cumbre del promontorio.
Cyradis sollozaba. Las piedras rigurosamente regulares que formaban el suelo del
anfiteatro estaban húmedas por la persistente neblina que había cubierto el arrecife

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antes del amanecer y por la lluvia del día anterior. Las manchas blancas de esa piedra
dura como el hierro brillaban como estrellas bajo aquel barniz de agua.
Cyradis sollozaba. Garion respiró hondo y echó un vistazo alrededor del
anfiteatro. No era tan grande como había imaginado al principio, y desde luego, no lo
bastante amplio para albergar un acontecimiento de la magnitud del que estaba
ocurriendo allí, aunque el mundo entero no hubiera alcanzado a contenerlo. Las caras
de sus compañeros, bañadas por la ardiente luz del cielo y regularmente teñidas de
blanco por los poderosos relámpagos que acompañaban a los entrecortados rayos,
reflejaban un reverente temor por la enormidad de lo que acababa de suceder. El
suelo del anfiteatro estaba cubierto de grolims muertos, bultos negros acurrucados
sobre las rocas o estirados encima de las escaleras, como masas de carne sin huesos.
Garion percibió un extraño ruido sordo que pronto se trucó en algo similar a un
suspiro. Miró con indiferencia al dragón, cuya lengua sobresalía de su boca
entreabierta y cuyos ojos de reptil habían quedado en blanco. El sonido que había
oído procedía del enorme cadáver: las entrañas de la bestia, ignorando que estaban
muertas, como el resto del dragón, continuaban su metódico trabajo digestivo.
Zandramas contemplaba la escena con horror. Tanto la criatura que había creado
como el demonio que había enviado a poseerla estaban muertos y su desesperado
esfuerzo por evitar presentarse, sola e indefensa, en el sitio de la elección se había
frustrado igual que un castillo de arena se derrumbaba con la llegada de las olas. El
hijo de Garion observaba a su padre con evidente confianza y orgullo, y Garion
encontró cierto consuelo en aquella mirada clara.
Cyradis sollozaba. En la mente de Garion los pensamientos y las impresiones se
mezclaban de forma confusa. El único hecho seguro e indiscutible para él era que
Cyradis tenía el corazón desgarrado por el dolor. En aquel momento, ella era la
persona más importante del universo, y tal vez lo hubiera sido siempre. Garion pensó
que quizás el universo entero hubiese sido creado con el solo propósito de conducir a
aquella frágil jovencita en el momento y el lugar indicados para hacer su elección.
Pero ¿podría hacerlo? ¿Era posible que la muerte de su amigo y protector, la única
persona en el mundo a quien había amado de verdad, le impidiera hacer esa elección?
Cyradis lloraba y los minutos pasaban. Garion supo con absoluta certeza, como si
lo hubiera leído en ese Libro de los Cielos que guiaba a los videntes, que el momento
del encuentro y de la elección no era sólo ese día en particular, sino una hora
específica de aquella jornada. Si Cyradis, abatida por su intolerable dolor, era incapaz
de tomar la decisión en ese momento, el pasado, el presente y el futuro se
desvanecerían para siempre.
Todo comenzó con el sonido de una voz cristalina, una voz que se elevaba de
forma gradual en una desgarradora elegía que contenía en sí misma la suma de todo
el dolor humano. Luego otras voces se unieron individualmente a la angustiosa

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canción, en tríos u octetos. El coro de la voz colectiva de los videntes sondeó las
profundidades de la pena de Cyradis, luego disminuyó en un patético diminuendo del
más tenebroso dolor y por fin se desvaneció en un silencio más denso que el de una
tumba.
Cyradis lloraba, pero no lo hacía sola. Toda su raza la acompañaba en su dolor.
La voz solitaria entonó una melodía similar a la anterior. Aunque ambas parecían
iguales para el oído inexperto de Garion, se había producido un sutil cambio de
timbre, y a medida que las demás voces se unían a la primera, se insinuaban nuevos
acordes, hasta que, en las notas finales parecía cuestionarse el dolor y la
desesperación.
La canción recomenzó una vez más, pero esta vez con un poderoso acorde que
pareció estremecer los cielos con su triunfal afirmación. La melodía casi no había
variado, pero lo que había comenzado como una elegía fúnebre ahora era un
verdadero canto de júbilo.
Cyradis colocó con ternura la mano de Toth sobre su pecho inmóvil, le alisó el
pelo y extendió su propia mano por encima del cadáver para acariciar la cara
empapada en lágrimas de Durnik, en un gesto consolador.
Cuando se levantó, ya no lloraba, y los temores de Garion se desvanecieron, así
como la niebla de la mañana que había oscurecido el arrecife se había disipado con el
ataque del sol.
—Id —dijo con voz resuelta señalando el portal, ahora sin custodia—. Se acerca
la hora. Entrad en la gruta, Niño de la luz y Niña de las Tinieblas, pues debemos
hacer una elección, que, una vez hecha, nadie podrá deshacer. Venid conmigo al
Lugar que ya no Existe, donde se decidirá el destino de todos los hombres.
Con pasos firmes y seguros, la vidente de Kell los condujo al portal coronado con
una escultura de la cara de Torak.
Garion se sintió indefenso ante el poder de aquella voz clara y siguió junto a
Zandramas a la estilizada vidente. Cuando atravesaba el portal con la Niña de las
Tinieblas, Garion sintió un suave roce sobre su hombro derecho. Entonces
comprendió con mordaz jocosidad que las fuerzas que controlaban aquel encuentro
no estaban completamente seguras de sí mismas y habían alzado una barrera entre él
y la hechicera de Darshiva. El desprotegido cuello de Zandramas estaba a escasos
centímetros de sus vengativas manos, pero la barrera la hacía tan inalcanzable como
si estuviera al otro lado de la luna. Garion intuyó vagamente que sus amigos lo
seguían a él, mientras Geran y Otrath, que no dejaba de temblar con violencia,
caminaban tras los pasos a Zandramas.
—No es necesario que las cosas sean así, Belgarion de Riva —dijo Zandramas
con un murmullo urgente—. ¿ Cómo es posible que nosotros, los dos seres más
poderosos del universo, nos sometamos a la caprichosa elección de esta loca

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jovencita? Hagamos nuestras propias elecciones y convirtámonos los dos en dioses.
Entonces podremos dejar a un lado a UL y a los demás, y juntos dominar a toda la
creación. —El remolino de luces debajo de la piel de su rostro comenzó a moverse
con mayor rapidez y sus ojos se encendieron con un resplandor rojizo—. Una vez que
seamos dioses, podréis abandonar a vuestra esposa, que después de todo es humana, y
podréis uniros a mí. Así seréis padre de una raza de dioses, ambos nos saciaremos
mutuamente con placeres sobrenaturales. Me encontraréis hermosa, rey de Riva,
como todos los hombres, y yo consumiré vuestros días con la pasión divina que
compartiremos en el encuentro de la Luz y las Tinieblas.
Garion estaba asombrado e incluso un poco asustado ante la determinación del
espíritu que dirigía a la Niña de las Tinieblas, tan implacable e inmutable como un
roca de diamante. El joven notó que no cambiaba porque no podía hacerlo y creyó
vislumbrar un hecho que parecía importante: la Luz podía cambiar, cada día recibía
un testimonio de ello, pero las Tinieblas no. Por fin comprendió el verdadero
significado del conflicto eterno que había dividido al universo: las Tinieblas
pretendían un estancamiento invariable, mientras la Luz perseguía la evolución. Las
Tinieblas se detenían en una supuesta perfección, mientras la Luz seguía avanzando
inducida por la idea de que todo era perfeccionable. Cuando Garion habló, no
respondió a las hipócritas insinuaciones de Zandramas, sino al propio espíritu de las
Tinieblas.
—Las cosas cambiarán, ¿sabes? —dijo—. Nada de lo que digas me convencerá
de lo contrario. Torak me ofreció convertirse en mi padre, y ahora Zandramas
pretende ser mi esposa. Yo rechacé a Torak y ahora rechazo a Zandramas. No puedes
condenarme a la inmovilidad. Si yo cambio algo, por pequeño que sea, estarás
perdida. Ve a parar el curso de la marea, si es que puedes, y déjame hacer mi trabajo
en paz.
La exclamación de asombro que surgió de la boca de Zandramas no era humana.
La súbita conciencia de Garion había horrorizado a las Tinieblas, y no sólo a su
instrumento. Sintió que otra mente se adentraba en la suya, como para inspeccionarla,
y no hizo ningún esfuerzo para rechazarla.
Zandramas refunfuñó con los ojos ardientes de odio y frustración.
—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Garion.
La voz que surgió de su boca era seca, inexpresiva:
—Tarde o temprano tendrás que hacer tu elección, ¿sabes?
Las palabras que brotaron de los labios de Garion tampoco eran suyas y
reflejaban la misma frialdad e indiferencia:
—Aún queda mucho tiempo —respondió—. Mi instrumento elegirá cuando sea
preciso.
—Buena jugada, pero no significa que hayas ganado la partida.

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—Por supuesto que no. La última jugada está en manos de la vidente de Kell.
—Que así sea, entonces.
Caminaban por un pasillo largo con olor a moho.
—Odio este lugar —dijo Seda a su espalda.
—Todo irá bien —le aseguró Velvet con tono reconfortante—. No permitiré que
te ocurra nada.
Entonces el pasillo se abrió en una gruta. Las paredes eran rugosas, irregulares,
pues no se trataba de un edificio, sino de una cueva natural. Un hilo de agua brotaba
del muro del fondo y caía incansablemente en un oscuro charco con un sonido
cristalino. La gruta tenía un vago olor a reptil mezclado con el hedor a carne podrida,
y el suelo estaba cubierto de mordisqueados huesos blancos. No dejaba de ser una
ironía que la madriguera del dios dragón se hubiera convertido en la madriguera de la
bestia del mismo nombre. Nunca se había necesitado otro guardián para custodiar la
cueva.
En la pared de la izquierda se alzaba un enorme trono esculpido en la propia
piedra, y ante él se hallaba uno de los famosos altares murgos. En el centro del altar
reposaba una piedra oblonga, un poco más grande que la cabeza de una persona. La
piedra brillaba con un resplandor rojizo y su turbia luz iluminaba la gruta. A un lado
del altar yacía un esqueleto humano, con su descarnado brazo extendido en un gesto
suplicante. Garion frunció el entrecejo. ¿Se trataba de algún sacrificio en honor a
Torak? ¿Alguna víctima del dragón? Enseguida lo comprendió: era el erudito
melcene que había robado el Sardion de la universidad y huido con él para morir allí,
en absurda actitud de adoración hacia la misma piedra que lo había matado.
Por encima de su hombro, el Orbe dejó escapar un súbito gruñido animal y de
inmediato la piedra roja del altar, el Sardion, respondió con un sonido similar. Siguió
un confuso alboroto de palabras pronunciadas en multitud de lenguas procedentes de
los más remotos confines del universo. Parpadeantes luces azules se encendían en el
cuerpo del turbio Sardion rojo y, de forma similar, un furioso tono rojo bañaba el
Orbe en fluctuantes oleadas, mientras los conflictos de todas las épocas se reunían en
aquel reducido espacio.
—¡Contrólalo, Garion! —ordenó Belgarath con firmeza—. Si no lo haces, se
destruirán el uno al otro... y al universo también.
Garion extendió el brazo y apoyó la señal de su palma sobre el Orbe, hablando en
voz baja a la vengativa piedra.
—Todavía no —le dijo—. Todo en su momento.
No habría podido explicar por qué había elegido esas palabras en concreto.
Refunfuñando, como un niño desobediente, el Orbe guardó silencio y el Sardion
también interrumpió de mala gana sus gruñidos.
Las luces, sin embargo, continuaron bañando la superficie de ambas piedras.

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«Has estado muy bien allí fuera», dijo la voz de la mente de Garion a modo de
felicitación. «Nuestro enemigo está un poco desconcertado, pero no debes confiarte
demasiado. Estamos en desventaja, porque el espíritu de la Niña de las Tinieblas tiene
mucho poder en esta gruta.»
«¿Por qué no me lo dijiste antes?»
«¿Me habrías hecho algún caso? Ahora escucha con atención, Garion. Mi
adversario ha aceptado dejar este asunto en manos de Cyradis. Zandramas, sin
embargo, no hará concesiones y es muy capaz de usar algún truco. Colócate entre ella
y el Sardion. Pase lo que pase, no permitas que se acerque a esa piedra.»
«De acuerdo», respondió Garion con amargura.
Sabía que si intentaba acercarse poco a poco no engañaría a la hechicera de
Darshiva, de modo que se situó frente al altar con calma y resolución, desenvainó la
espada y apoyó su punta en el suelo, con las manos cruzadas sobre la empuñadura.
—¿Qué os proponéis? —preguntó Zandramas con voz brusca y desconfiada.
—Lo sabes muy bien, Zandramas —respondió Garion—. Los dos espíritus han
acordado dejar que Cyradis elija a uno de ellos, pero aún no he oído tu aprobación.
¿Todavía crees que puedes evitar la elección?
Su cara bañada de luces se desfiguró en una expresión de odio.
—Pagaréis por esto, Belgarion —respondió—. Todo lo que sois y lo que amáis
perecerá aquí.
—Eso lo decidirá Cyradis, no tú. Mientras tanto, nadie va a tocar el Sardion hasta
que se haya hecho la elección.
Zandramas apretó los dientes, presa de una súbita e impotente furia.
Entonces Poledra se acercó y su cabello leonado se tiñó con la luz del Sardion.
—Bien hecho, joven lobo —le dijo a Garion.
—Ya no tenéis vuestro poder, Poledra —dijo una extraña voz a través de la boca
de Zandramas.
—Un tanto —dijo la familiar voz seca a través de los labios de Poledra.
—Yo no veo dónde está el tanto.
—Eso es porque siempre destruyes a tus instrumentos cuando acabas con ellos.
Poledra fue la Niña de la Luz en Vo Mimbre, donde incluso fue capaz de vencer a
Torak..., al menos de forma temporaria. Una vez que ese poder ha sido concedido, no
puede retirarse. ¿No has tenido ocasión de comprobarlo cuando controló al Señor de
los Demonios? —Garion estaba atónito. ¿Poledra había sido la Niña de la Luz
durante aquella terrible batalla, quinientos años antes?—. ¿Reconoces el tanto? —
preguntó la voz.
—¿Qué importancia tiene? El juego acabará pronto.
—Quiero que reconozcas el tanto. Nuestras reglas así lo exigen.
—De acuerdo, lo reconozco. Te has vuelto muy infantil con ese asunto, ¿sabes?

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—Las reglas son las reglas y el juego aún no ha concluido.
Garion vigilaba a Zandramas con atención, preparado para impedir cualquier
movimiento súbito hacia el Sardion.
—¿Cuándo será la hora, Cyradis? —preguntó Belgarath en voz baja a la vidente
de Kell
—Pronto —respondió ella—. Muy pronto.
—Todos estamos aquí —dijo Seda mirando el techo con nerviosismo—. ¿Por qué
no acabas de una vez?
—Éste es el día, Kheldar —respondió ella—, pero no el instante preciso. Cuando
lo sea, aparecerá una gran luz, una luz tan poderosa que incluso yo seré capaz de
verla.
La extraña calma que se apoderó de él advirtió a Garion que el gran
acontecimiento estaba a punto de suceder. Era la misma calma que lo había
embargado en las ruinas de Cthol Mishrak, en su encuentro con Torak.
Entonces, como si sus pensamientos hubieran invocado por un instante al espíritu
del dios tuerto, Garion creyó oír la horrible voz de Torak entonando el profético
mensaje de la última página de Los Oráculos de Ashaba:
«Aunque nuestro mutuo sentimiento de odio pueda llegar a dividir los cielos,
debéis saber, Belgarion, que somos hermanos. Somos hermanos porque compartimos
una terrible tarea. Sin embargo, el hecho de que ahora estéis leyendo mis palabras
significa que me habéis destruido, y por lo tanto habéis quedado a cargo de la
totalidad de la misión. Los presagios de estas páginas son una aberración y no debéis
permitir que sucedan. Destruid el mundo, destruid el universo si fuera necesario, pero
no permitáis que sucedan. El destino de todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo
que será se encuentra ahora en vuestras manos. Salud, mi odiado hermano, y adiós.
Nos encontraremos —o ya nos habremos encontrado— en la Ciudad de la Noche
Eterna, donde concluirá nuestra disputa. Nuestra misión, sin embargo, aún nos
aguarda en el Lugar que ya no Existe. Uno de nosotros deberá ir allí y enfrentarse con
el último horror. Si ése fuerais vos, no nos falléis. Si no queda otro remedio, deberéis
segar la vida de vuestro único hijo como segasteis la mía.»
Esta vez, sin embargo, las palabras de Torak no llenaron a Garion de congoja,
sólo reforzaron su decisión y le permitieron conocer la verdad. La visión que Torak
había tenido en Ashaba era tan aterradora que en el momento de despertar de su
profético sueño el dios mutilado se había sentido obligado a delegar la terrible tarea
en manos de su más odiado enemigo. Aquel transitorio horror había superado incluso
la colosal arrogancia de Torak. Sólo más tarde, después de que recuperara su orgullo,
Torak había arrancado las páginas de la profecía. En aquel patético instante de
lucidez, el dios mutilado había hablado con sinceridad por primera vez en su vida.
Garion podía imaginar la humillación que habría sufrido Torak al descubrir la verdad.

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En el silencio de su mente Garion juró cumplir con la misión que le había asignado su
más antiguo enemigo: «Haré todo lo que esté en mi poder para evitar esta aberración,
hermano —le dijo al espíritu de Torak—. Descansad en paz, que yo os relevaré de
vuestra carga».
El oscuro resplandor rojo del Sardion había disminuido la intensidad del remolino
de luces de la piel de Zandramas y Garion logró ver sus rasgos con mayor claridad.
Era evidente que la hechicera no estaba preparada para la repentina conformidad del
espíritu que la dominaba. Su ambición de ganar a cualquier precio se veía frustrada
por la falta de apoyo. Su propia mente —o lo que quedaba de ella— aún se esforzaba
por evadir la elección. Al comienzo de los tiempos, las dos profecías habían acordado
dejar la decisión en manos de la vidente de Kell. Los trucos, las evasivas y las
innumerables atrocidades que había llevado a cabo la Niña de la Luz procedían de sus
propias y retorcidas ideas grolims. En aquel momento, Zandramas era más peligrosa
que nunca.
—Bien, Zandramas —dijo Poledra— ¿es éste el momento que habéis elegido
para nuestro encuentro? ¿Nos destruiremos la una a la otra después de haber llegado
tan cerca del momento crucial? Si aguardáis la elección de Cyradis, tendréis la
oportunidad de conseguir aquello que deseabais con tanta ansiedad. Sin embargo, si
queréis enfrentaros a mí, dejaréis todo este asunto en manos del azar. ¿Despreciaréis
una posibilidad de éxito a cambio de una incertidumbre absoluta?
—Soy más fuerte que vos, Poledra —declaró Zandramas con voz desafiante—.
Soy la Niña de las Tinieblas.
—Y yo fui la Niña de la Luz. ¿Cuánto estáis dispuesta a arriesgar por la
posibilidad de que aún conserve toda mi fuerza y mi poder? ¿Lo apostaríais todo,
Zandramas? ¿Todo?
Zandramas entrecerró los ojos y Garion percibió con claridad las vibraciones de
su poder. Luego, con una súbita oleada de energía y un ruido ensordecedor, la
hechicera lo liberó. Rodeada por una súbita aura de oscuridad, alzó al hijo de Garion
entre sus brazos.
—Esto es lo que conseguiré, Poledra. —Cerró su mano sobre la muñeca del niño,
que luchaba por zafarse, y enseñó la palma del pequeño marcada con la señal del
Orbe—. En el mismo instante en que la mano del hijo del Belgarion toque el Sardion,
yo triunfaré.
Luego comenzó a andar paso a paso, con actitud implacable.
Garion alzó la espada y la apuntó con ella.
—Empújala hacia atrás —le ordenó al Orbe.
Un rayo de intensa luz azul surgió de la punta de la espada, pero se dividió al
tocar el aura oscura y aunque envolvió a la sombra no logró detener el avance de
Zandramas.

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«¡Haz algo!», exigió Garion a la voz de su mente.
«No puedo interferir», respondió la voz.
—¿No se os ocurre nada mejor, Zandramas? —preguntó Poledra con calma.
Garion había oído aquel tono muchas veces en la voz de tía Pol, pero nunca con
semejante determinación. Poledra alzó la mano con un gesto casi indiferente y dejó
escapar la fuerza de su poder. Las vibraciones y el ruido hicieron temblar las rodillas
de Garion. La hechicera de Darshiva, sin embargo, no vaciló y continuó su lento
avance.
—¿Mataréis a vuestro hijo, Belgarion de Riva? —preguntó ella—. Pues no podéis
lastimarme sin destruirlo a él.
«¡No puedo hacerlo!», exclamó Garion mentalmente con los ojos llenos de
lágrimas. «¡No puedo!»
«Debes hacerlo. Ya se te había advertido que esto podría suceder. Si ella triunfa y
pone la mano de tu hijo sobre el Sardion, él estará mucho peor que muerto. Haz lo
que debas hacer, Garion.»
Garion alzó la espada, llorando de forma incontrolable, y Geran lo miró a los
ojos, sin temor.
—¡No! —gritó Ce'Nedra. Cruzó la gruta y se colocó enfrente de Zandramas—. Si
quieres matar a mi pequeño, primero tendrás que matarme a mí, Garion —dijo con
voz ahogada.
Luego se volvió de espaldas a Garion e inclinó la cabeza.
—Tanto mejor —dijo Zandramas con regocijo—. ¿Mataréis a vuestra esposa y a
vuestro hijo, Belgarion de Riva? ¿Cargaréis con ese remordimiento hasta el día de
vuestra muerte?
La cara de Garion se desfiguró en una mueca de angustia mientras aferraba con
más fuerza su llameante espada. Con un solo golpe, destruiría su vida entera.
Zandramas, todavía con Geran en brazos, lo miró con incredulidad.
—¡No lo haréis! —exclamó—. ¡No podéis hacerlo!
Garion apretó los dientes y alzó aún más su espada.
La incredulidad de Zandramas se trucó en terror. La hechicera se detuvo y
comenzó a retroceder, por temor a aquella temible estocada.
—¡Ahora, Ce'Nedra! —gritó Polgara y su voz sonó como un latigazo.
La reina de Riva, que había estado acurrucada en actitud de aparente sumisión a
su destino, reaccionó. Con un solo salto arrancó a Geran de las manos de Zandramas
y volvió con él junto a Polgara.
Zandramas gritó e intentó seguirla con una expresión de odio en la cara.
—No, Zandramas —dijo Poledra—, si no os detenéis, os mataré... o lo hará
Belgarion. Habéis revelado de forma inconsciente vuestras intenciones. Vuestra
decisión ya ha sido tomada y ya no sois la Niña de las Tinieblas, sino una simple

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sacerdotisa grolim. Ya no os necesitamos aquí. Ahora sois libre de marcharos o de
morir. —Zandramas se quedó paralizada—. Todos vuestros engaños y evasivas no
han servido de nada, Zandramas. ¿Os someteréis ahora a la decisión de la vidente de
Kell? —Zandramas la miró con una mezcla de temor y enorme odio—. Bien,
Zandramas —continuó Poledra—. ¿Qué ocurrirá? ¿Moriréis tan cerca de vuestra
esperada exaltación? —Poledra miró a la sacerdotisa grolim con sus penetrantes ojos
dorados—. Ah, no —dijo con serenidad—, noto que no lo haréis. No podéis hacerlo.
Pero preferiría oír esas palabras de vuestra propia boca, Zandramas. ¿Aceptaréis
ahora la decisión de Cyradis?
—Lo haré —dijo Zandramas con los dientes apretados.

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Capítulo 24
Los truenos todavía crepitaban y rugían fuera, mientras el viento que acompañaba
aquella tormenta, concebida en el momento de la creación del mundo, gemía en el
pasillo que conducía a la gruta desde el anfiteatro. Garion volvió a envainar la
espada, y al hacerlo, comprendió de una forma un tanto abstracta lo que sucedía en su
mente. Había ocurrido tantas veces en el pasado que se preguntó por qué no lo habría
previsto. Las circunstancias le exigían tomar una decisión, y el hecho de que, en lugar
de concentrarse en ella, se dedicara a hacer un meticuloso examen de todo lo que lo
rodeaba, indicaba que ya había hecho su elección aunque no fuera consciente de ello.
Admitía que había una buena razón para su comportamiento. Pensar sobre la crisis o
el enfrentamiento inminente sólo conseguiría alterarlo o distraerlo con toda una serie
de hipótesis o dudas que lo paralizarían en un angustioso estado de indecisión.
Acertada o no, la decisión ya había sido tomada, y no servía de nada preocuparse por
ella. Sabía que la elección no dependía sólo de una reflexión escrupulosa sino de
emociones profundas, y la paz que lo embargaba probaba que, fuera cual fuese la
elección, había sido la correcta. Volvió a concentrar su atención en la gruta con
absoluta serenidad.
Aunque la persistente luz del Sardion no le permitía ver con claridad, los muros
de piedra parecían formados por una especie de basalto fragmentado en innumerables
superficies planas con bordes abruptos. El suelo era especialmente liso, quizá como
consecuencia de la milenaria y paciente erosión del agua o simplemente por voluntad
de Torak, que había residido allí durante su enfrentamiento con UL, su padre, a quien
por fin había rechazado. El goteo del agua en el charco era un verdadero misterio.
Aquél era el pico más alto del arrecife y por consiguiente el agua debería ir hacia
abajo, y no brotar hacia arriba hasta el manantial oculto tras el muro. Quizá Beldin o
Durnik pudieran explicárselo. Garion era consciente de que debía permanecer alerta y
no quería desviar su atención hacia los enigmas de la hidráulica.
Entonces, la mirada casi indiferente del joven se posó inevitablemente en el
Sardion, única fuente de luz de aquella gruta. No era una piedra bonita. Formada por
apretadas franjas alternadas de color blanco nacarado y naranja, ahora también estaba
teñida por la temblorosa luz azul del Orbe. Era tan lisa y lustrosa como su piedra
rival, el Orbe bruñido por Aldur. Sin embargo, ¿quién había pulido el Sardion? ¿Un
dios desconocido? ¿Una tribu de hombres primitivos, acuclillados con ojos ausentes
sobre la piedra; entregados generación tras generación a la sola e incomprensible
tarea de alisar aquella superficie naranja y blanca, con uñas rotas y manos
encallecidas más similares a patas que a extremidades humanas? Sin duda aquellas
criaturas irracionales, intuyendo el poder de la piedra, la habían considerado un dios
—o al menos un objeto divino—, de modo que el absurdo acto de pulirla habría

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constituido un acto de fervor religioso.
Luego los ojos de Garion se pasearon por los rostros de sus compañeros, los
rostros familiares de aquellos que, en respuesta a designios escritos en las estrellas
desde el comienzo de los tiempos, lo habían acompañado hasta aquel lugar en el día
señalado. La muerte de Toth había respondido a la única pregunta pendiente y ya todo
estaba en orden.
Cyradis, con la cara todavía mojada por las lágrimas y desfigurada por la pena, se
aproximó al altar.
—Se acerca el momento —dijo con voz clara y firme—. El Niño de la Luz y la
Niña de las Tinieblas deben tomar sus decisiones. Todo tiene que estar preparado para
cuando llegue la hora de mi elección. Sin embargo, debéis saber que una vez tomada
vuestra decisión no podréis volveros atrás.
—Mi decisión fue tomada al principio de los tiempos —declaró Zandramas—. El
nombre del hijo de Belgarion ha retumbado en los infinitos pasadizos del tiempo,
pues él ha tocado a Cthrag Yaska, que abrasa las manos de todos los hombres,
excepto las del propio Belgarion. En el mismo instante en que Geran toque a Cthrag
Sardius, se convertirá en un dios omnipotente, superior a todos los demás, y dominará
la creación entera. Dad un paso al frente, Niño de las Tinieblas. Ocupad vuestro lugar
frente al altar de Torak y esperad allí la elección de la vidente de Kell. En cuanto ella
os elija, extended vuestra mano y asid vuestro destino.
Era la última prueba. Garion por fin tomó conciencia de la decisión que había
tomado en el silencio de su mente y supo que era la adecuada. Geran caminó hacia el
altar de mala gana, luego se detuvo y se giró con una expresión de absoluta seriedad
en su cara pequeña.
—Y ahora, Niño de la Luz —dijo Cyradis—, ha llegado la hora de vuestra
elección. ¿En cuál de vuestros compañeros delegaréis la tarea?
Garion no tenía mayores cualidades para el melodrama. Ce'Nedra e incluso tía
Pol eran capaces de dar un aire teatral a casi cualquier situación, pero él, como cauto
y práctico sendario, prefería los actos directos y poco ostentosos. Sin embargo, estaba
convencido de que Zandramas sabía cuál debería ser su elección y de que, a pesar de
su aparente aceptación a la elección de la vidente de Kell, la hechicera de Darshiva
aún era capaz de poner en práctica un último truco desesperado. Por lo tanto, decidió
hacer algo que la sorprendiera y la hiciera dudar. Si él fingía estar a punto de tomar la
decisión equivocada, la hechicera se alegraría y pensaría que había ganado. Entonces,
en el último instante, él podría hacer la elección correcta. El disgusto de la Niña de
las Tinieblas la paralizaría y le daría tiempo a detenerla. Garion estudió con cuidado
la posición de Geran y de Otrath. Geran estaba a unos tres metros del altar y
Zandramas pocos pasos detrás. Otrath, por su parte, retrocedía hacia la rugosa pared
de la gruta.

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Era necesario calcularlo todo a la perfección. Primero tenía que crear un suspenso
intolerable para Zandramas y luego destruir todas sus esperanzas de un solo golpe.
Ensayó una artística mueca de angustiosa indecisión, luego comenzó a caminar entre
sus amigos con una expresión de fingida perplejidad. De vez en cuando se detenía un
instante para mirar fijamente alguna cara e incluso llegó a levantar la mano, como si
estuviera a punto de tomar la decisión incorrecta. Cada vez que lo hacía, podía
percibir la poderosa sensación de júbilo que embargaba a Zandramas, quien ya ni
siquiera se esforzaba por esconder sus sentimientos. Su enemigo había dejado de ser
una criatura racional.
—¿Qué haces? —preguntó Polgara en un susurro cuando Garion se detuvo frente
a ella.
—Te lo explicaré más tarde —murmuró él—. Esto es necesario... e importante, tía
Pol.
Siguió avanzando, y cuando llegó a Belgarath, intuyó el temor de Zandramas. Él
Hombre Eterno ya era una persona importante por sí sola, pero si además se convertía
en Niño de la Luz y potencial divinidad, podría transformarse en un serio adversario.
—¿Quieres acabar con esto? —murmuró el anciano.
—Sólo intento confundir a Zandramas —respondió Garion con otro murmullo—
Por favor, vigílala con atención cuando haya elegido. Podría intentar algo.
—Entonces ¿ya sabes a quién vas a elegir?
—Por supuesto, pero intento no pensar en ello por si Zandramas me lee la mente.
—Hazlo a tu manera, Garion —dijo el anciano con una mueca de disgusto—,
pero no tardes demasiado. Podrías impacientar a Cyradis, además de a Zandramas.
Garion asintió. Al pasar junto a Velvet y Sadi, intentó leer la mente de
Zandramas. Sus emociones estaban desbocadas y era evidente que la intriga había
llegado a un punto culminante. Ya no serviría de nada prolongar las cosas. Por fin se
detuvo frente a Seda y Eriond.
—Mantente serio —le dijo en un susurro al hombrecillo con cara de rata—. No
permitas que Zandramas descubra ningún cambio en tu expresión, haga lo que haga
yo.
—Intenta no cometer un error, Garion —le advirtió Seda—. No estoy buscando
un ascenso.
Garion asintió. Todo estaba a punto de acabar. Miró a Eriond, el joven que era
casi su hermano.
—Lo siento, Eriond —se disculpó en un murmullo—. Tal vez no me agradezcas
lo que voy a hacer.
—Está bien, Belgarion —sonrió Eriond—. Hace tiempo que sabía que iba a
ocurrir y estoy preparado.
Era la última prueba. Eriond había respondido a la persistente pregunta «¿Estás

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preparado?», quizá por última vez. Por lo visto, el joven estaba preparado desde el día
de su nacimiento. Ahora cada cosa encajaba en su sitio con tal precisión que nada ni
nadie podría volver a alterar el orden.
—Elegid, Belgarion —lo apremió Cyradis.
—Ya lo he hecho, Cyradis —dijo Garion con sencillez mientras extendía la mano
y la colocaba sobre el hombro de Eriond—. Ésta es mi elección. Éste es el Niño de la
Luz.
—¡Perfecto! —exclamó Belgarath.
«¡Ya está!», asintió la voz de la mente de Garion.
Garion experimentó una violenta sacudida, seguida de una triste sensación de
vacío. Ahora todo estaba en manos de Eriond, pero él sabía que aún le quedaba una
última responsabilidad. Se giró despacio, intentando que su movimiento pareciera
natural. La cara llena de luces de Zandramas expresaba una mezcla de ira, temor y
frustración, confirmando que Garion había tomado la decisión adecuada. Entonces
hizo algo que, aunque nuevo para él, se lo había visto hacer a tía Pol en varias
ocasiones. No era buen momento para experimentos, así que procedió con sumo
cuidado. Buceó en la mente de Zandramas, ya no para descubrir su estado de ánimo
sino ideas muy concretas.
La mente de la hechicera de Darshiva era una confusión de sentimientos y
pensamientos. El truco de Garion había surtido efecto y Zandramas se debatía en un
mar de dudas, incapaz de concentrarse en su próximo paso. Sin embargo, debía dar
ese paso. Garion notó que era incapaz de resignarse y dejar el asunto en manos de la
vidente de Kell.
—Id, entonces, Niño de la Luz, a situaros junto al Niño de las Tinieblas, para que
pueda elegir entre vosotros —dijo Cyradis.
—Ya está, Cyradis —dijo Poledra—. Todas las decisiones han sido tomadas,
excepto la tuya. Éste es el día elegido y la hora señalada. Ha llegado el momento de
que cumplas con tu tarea.
—Aún no, Poledra —dijo Cyradis con voz temblorosa—. Cuando llegue el
momento de la elección, el Libro de los Cielos me dará una señal.
—Pero tú no puedes ver los cielos, Cyradis —le recordó la abuela de Garion—.
Estamos bajo tierra. El Libro de los Cielos está oculto.
—Yo no necesito buscarlo —respondió ella—. El vendrá a mí.
—Meditad, Cyradis —dijo Zandramas con voz persuasiva—. Meditad sobre mis
palabras. No hay otra opción posible que el hijo de Belgarion.
De repente Garion extremó la vigilancia. Zandramas había tomado la decisión.
Ella sabía lo que iba a hacer, pero de algún modo se las había ingeniado para
ocultarle su decisión. Había preparado cada uno de sus movimientos y sus tácticas
defensivas con una precisión casi militar. Cuando alguna de sus acciones fallara,

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intentaría otra. De repente, Garion comprendió por qué no había podido leer los
pensamientos de la hechicera. Zandramas ya sabía lo que iba a hacer, por lo tanto no
necesitaba pensar en ello. Sin embargo, Garion intuía que su último truco tenía que
ver con Cyradis. Ése sería su último recurso.
—No digas eso, Zandramas —dijo el joven rey—. Sabes que no es cierto. Déjala
en paz.
—Entonces, elegid, Cyradis —ordenó la hechicera.
—No puedo hacerlo. Aún no ha llegado el instante señalado.
El rostro de Cyradis reflejaba una terrible angustia.
Entonces Garion notó que Zandramas, en un último y desesperado esfuerzo por
triunfar, proyectaba verdaderas oleadas de indecisión sobre Cyradis. Tras un fracaso
con ellos, Zandramas atacaba directamente a la vidente.
«Ayúdala, tía Pol», suplicó Garion mentalmente a su tía. «Zandramas intenta
impedir que Cyradis haga la elección.»
«Sí, Garion», respondió la voz de Polgara con serenidad. «Lo sé.»
«¡Haz algo!»
«Todavía no es el momento. Debo esperar al instante de la elección, pues si
intento hacer algo antes, Zandramas lo notará y tomará medidas para contraatacar.»
—Ocurre algo fuera —dijo Durnik con nerviosismo—. Se acerca una luz por el
pasillo.
Garion se giró con rapidez. Todavía era una luz vaga e imprecisa, pero Garion
nunca había visto nada igual.
—Ha llegado la hora de la elección, Cyradis —dijo Zandramas con voz
despiadada—. ¡Elegid!
—¡No puedo! —gimió la vidente, volviéndose hacia la resplandeciente luz—.
¡Todavía no estoy preparada! —Caminaba con pasos tambaleantes de un sitio a otro
mientras se restregaba las manos—. ¡No estoy lista! ¡No puedo elegir! ¡Enviad a
otro!
—¡Elegid! —insistió Zandramas, implacable.
—¡Si sólo pudiera verlos! —sollozó Cyradis—. Si pudiera verlos.
Entonces, por fin, Polgara dio un paso al frente.
—Eso puede arreglarse, Cyradis —dijo con voz serena y extrañamente
reconfortante—. La visión te ha nublado la vista, eso es todo. —Extendió la mano y
retiró con delicadeza la venda de los ojos de la vidente—. Míralos con ojos humanos
y haz tu elección.
—¡Eso está prohibido! —protestó Zandramas con voz estridente, al ver esfumarse
su ventaja.
—No —respondió Polgara—. Si hubiera estado prohibido, yo no habría podido
hacerlo.

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La suave luz de la gruta bastó para deslumbrar a Cyradis.
—¡No puedo! —gimió la joven cubriéndose los ojos con las manos—. ¡No
puedo!
—¡He triunfado! —exclamó entonces Zandramas con los ojos llenos de alegría—.
La elección debe hacerse, pero ahora la hará otra persona. Ya no está en manos de
Cyradis, puesto que la decisión de no elegir también es una elección.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Garion a Beldin.
—Hay dos corrientes de pensamiento al respecto.
—Sí o no, Beldin.
—No lo sé. De verdad no lo sé, Garion.
Una súbita y silenciosa oleada de luz penetró por el pasillo que conducía a la
entrada de la cueva. Más brillante que el sol, la luz amplió su alcance y aumentó su
fulgor. Era tan poderosa que hasta las grietas entre las piedras de la gruta destellaban
un resplandor incandescente.
—Por fin ha llegado —dijo el compañero de Garion a través de los labios de
Eriond—. Éste es el instante señalado para la elección. Elegid, Cyradis. De lo
contrario, todo lo que existe será destruido.
—Ha llegado la hora —dijo otra voz inexpresiva por boca del hijo de Garion—.
Éste es el instante señalado para la elección. Elegid, Cyradis. De lo contrario, todo lo
que existe será destruido.
Cyradis vaciló, atormentada por la indecisión. Sus ojos se posaron
alternativamente en las dos caras que tenía delante mientras volvía a restregarse las
manos.
—¡No puede hacerlo! —exclamó el emperador de Mallorea y comenzó a andar
hacia ella de forma impulsiva.
—¡Debe hacerlo! —dijo Garion y sujetó a su amigo de un brazo—. Si no lo hace,
será el fin.
—Es demasiado para ella —afirmó Zandramas con los ojos llenos de cruel
alborozo—. ¡Ya habéis hecho vuestra elección, Cyradis! —gritó—, y no podéis
volveros atrás. Ahora yo haré la elección y recibiré el reconocimiento del dios de las
Tinieblas, cuando él regrese.
Ese fue el último y fatal error de Zandramas. Cyradis irguió los hombros y dirigió
una mirada fulminante a la luminosa cara de la hechicera.
—No, Zandramas —dijo con frialdad—. He pasado un momento de indecisión,
pero no he hecho ninguna elección. La hora señalada aún no ha terminado. —Alzó su
hermoso rostro y cerró los ojos. El colosal coro de los videntes de Kell elevó su
canto, acompañado por acordes de órgano, en los estrechos confines de la gruta, pero
la melodía concluyó con un tono interrogante—. Entonces la decisión sigue en mis
manos —dijo Cyradis—. ¿Están dadas las condiciones? —preguntó a las dos

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conciencias invisibles, encarnadas en Geran y Eriond.
—Lo están —dijo una de ellas a través de los labios de Eriond.
—Lo están —respondió la otra por boca de Geran.
—Entonces escuchad mi elección —dijo ella mientras volvía a mirar con atención
al niño y al joven. Por fin, con un estremecedor gemido de angustia, se arrojó en
brazos de Eriond—. Os elijo a vos —sollozó—. Para bien o para mal, os elijo a vos.
En ese momento la tierra se agitó con un titánico movimiento lateral. No era un
terremoto, pues no se había movido una sola piedra de la gruta. Sin embargo, Garion
estaba seguro de que el mundo entero se había desplazado hacia un lado, centímetros,
metros o quizá centenares de kilómetros. También estaba convencido de que había
sido un movimiento universal. La magnitud del poder liberado por la angustiosa
decisión de Cyradis superaba la imaginación de cualquier mortal.
La intensidad de la luz disminuyó de forma gradual y el resplandor del Sardion se
volvió débil y enfermizo. Tras la decisión de Cyradis, Zandramas había retrocedido,
mientras las tornadizas luces de su rostro parecían parpadear. Por fin, esas luces se
convirtieron en un torbellino cada vez más brillante.
—¡No! —gritó—. ¡No!
—Tal vez estas luces de vuestra carne sean el encumbramiento que esperabais,
Zandramas —dijo Poledra—. Vuestro brillo supera al de cualquier astro. Habéis
servido con eficacia a la profecía de las Tinieblas y ahora ella busca una forma de
recompensaros.
La abuela de Garion cruzó la gruta y se acercó a la hechicera de la túnica de raso
negro.
—¡No me toquéis! —exclamó Zandramas mientras retrocedía.
—No pretendo tocaros a vos, Zandramas, sino a vuestra indumentaria. Me
ocuparé de que recibáis vuestra recompensa y vuestro ascenso.
Polgara rasgó la capucha de raso y arrancó la túnica de la hechicera. Zandramas
no hizo ningún esfuerzo por cubrir su desnudez, que, en realidad, no era tal, pues su
cuerpo era sólo una silueta brumosa, un caparazón lleno de luces movedizas y
brillantes, cuya intensidad crecía de forma gradual.
Geran corrió con sus pequeñas piernas robustas hacia donde lo aguardaba su
madre, y Ce'Nedra lo estrechó entre sus brazos, llorando de alegría.
—¿Va a ocurrirle algo? —le preguntó Garion a Eriond—. Después de todo, es el
Niño de las Tinieblas.
—Ya no hay más Niños de las Tinieblas, Garion —respondió Eriond—. Tu hijo
está a salvo.
Garion sintió un enorme alivio. Entonces, cobró conciencia de algo que había
intuido desde el momento en que Cyradis había tomado su decisión. Se trataba de la
abrumadora y extraña sensación que lo invadía cada vez que estaba ante un dios.

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Miró con mayor atención a Eriond y esa sensación se volvió más fuerte. Hasta su
aspecto había cambiado. Antes parecía un joven de apenas veinte años, pero ahora
aparentaba la misma edad de Garion, aunque su rostro tenía un aire curiosamente
intemporal. Su expresión dulce e inocente se había vuelto seria, incluso sabia.
—Aún nos queda algo por hacer aquí, Belgarion —dijo con tono solemne. Hizo
un gesto a Zakath y con delicadeza le entregó a la llorosa Cyradis—. Por favor,
ocúpate de ella —murmuró.
—Dedicaré mi vida entera a hacerlo —prometió Zakath mientras conducía a la
joven con los demás.
—Ahora, Belgarion —continuó Eriond—, saca el Orbe de mi hermano de la
empuñadura de la espada de Puño de Hierro y entrégamelo. Ha llegado la hora de
acabar lo que hemos comenzado.
—Por supuesto —respondió Garion mientras extendía el brazo por encima del
hombro y apoyaba la mano en la empuñadura—. Sepárate —le dijo al Orbe y, una
vez que la piedra cayó en su mano, se la entregó al joven dios.
Eriond miró primero al Sardion y luego al resplandeciente Orbe azul que
reposaba en su mano, las dos piedras que habían encarnado la división del mundo,
con una expresión indescifrable. Luego alzó la cara un instante con absoluta
serenidad.
—Que así sea —dijo por fin.
Entonces, ante la mirada horrorizada de Garion, apretó el Orbe con todas sus
fuerzas contra el rutilante Sardion.
La piedra roja pareció retroceder. Como había hecho Ctu-chik en sus últimos
momentos de vida, primero se expandió y luego se contrajo, para por fin dilatarse una
vez más. Entonces, al igual que Ctuchik, estalló. Sin embargo, fue una explosión
confinada a un espacio reducido, encerrada en un inexplicable globo de fuerza creado
quizá por el poder de Eriond, por el Orbe o por cualquier otra fuente. Garion sabía
que de no ser por aquella fuerza, el mundo entero habría estallado con el Sardion.
Aquella explosión, aunque parcialmente ahogada por el cuerpo inmortal e
indestructible de Eriond, había sido colosal y su violencia los había arrojado a todos
al suelo. Rocas y guijarros cayeron del techo y toda la isleta piramidal, último
vestigio de Korim, tembló en un terremoto incluso más poderoso que el que había
destruido Rak Cthol. Confinado dentro de la cueva, el sonido de la explosión cobró
una intensidad inimaginable. Sin detenerse a pensarlo, Garion rodó sobre el
tembloroso suelo para cubrir a Geran y a Ce'Nedra con su cuerpo protegido por la
armadura. Al hacerlo, notó que muchos de sus compañeros hacían lo mismo con sus
seres queridos.
La tierra continuó sacudiéndose con violencia. La piedra que reposaba sobre el
altar, donde aún permanecía sepultada la mano de Eriond, ya no era el Sardion, sino

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una intensa bola de energía mil veces más deslumbrante que el sol.
Eriond, con la misma expresión de serenidad, separó el Orbe de la bola
incandescente que una vez había sido el Sardion. Entonces, como si al apartar la
piedra de Aldur también retirara la restricción que mantenía al Sardion en una sola
pieza y en un sitio determinado, los ardientes fragmentos volaron hacia arriba,
horadando el techo de la temblorosa pirámide y arrojando enormes bloques de piedra
en todas las direcciones, como si fueran simples guijarros.
De repente el cielo quedó a la vista, iluminado por una luz más brillante que la del
sol, una luz que se extendía de un extremo al otro del horizonte. Los fragmentos del
Sardion flotaron en el aire hasta desvanecerse en aquella luz.
Zandramas profirió un grito animal, y su brumosa silueta, todo lo que quedaba de
ella, comenzó a contorsionarse, a retorcerse.
—¡No! —gritó—. ¡No puede ser! ¡Lo prometiste! —Garion no podía saber a
quién le hablaba, pero la hechicera extendía los brazos hacia Eriond en actitud
suplicante—. ¡Ayúdame, dios de Angarak! —gritó—. No me dejes caer en manos de
Mordja ni me arrojes al vil abrazo del Rey de los Infiernos. ¡Sálvame!
Entonces, su cascarón de sombras se desvaneció y el remolino de luces que
formaba su cuerpo comenzó a ascender de forma inexorable, siguiendo a los
fragmentos del Sardion hacia la luz colosal que iluminaba el cielo.
Los restos de la hechicera de Darshiva cayeron al suelo como una prenda
desechada, como un harapo inservible, arrugado y raído.
La voz que surgió de labios de Eriond era muy familiar para Garion, pues la había
estado oyendo durante toda su vida.
—Un tanto para mí —dijo, como si se limitara a corroborar un hecho—, y con
éste he ganado el juego.

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Capítulo 25
La gruta se llenó de un súbito silencio, casi espectral. Garion se incorporó y
ayudó a levantarse a Ce'Nedra.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó con voz ronca. Ce'Nedra asintió con un
gesto ausente mientras examinaba a su pequeño con una mueca de preocupación en la
cara manchada—. ¿Estáis todos bien? —interrogó a los demás.
—¿Ha acabado el terremoto? —preguntó Seda, sin dejar de cubrir el cuerpo de
Velvet con el suyo.
—Ya ha pasado, Kheldar —respondió Eriond.
El joven dios se giró y devolvió el Orbe a Garion.
—¿No deberías quedártelo? —le preguntó Garion—. Yo creía...
—No, Garion. Tú sigues siendo el guardián del Orbe.
Por alguna razón, Garion se alegró de oír aquello. Incluso mientras vivía aquellos
extraños sucesos, el joven había experimentado una curiosa sensación de vacío.
Garion no era un avaro, pero con los años el Orbe se había convertido en un amigo
más que en una posesión.
—¿No podríamos salir de este lugar? —preguntó Cyradis con la voz cargada de
una profunda tristeza—. No quiero dejar a mi querido compañero solo y abandonado.
Durnik le dio una suave palmada en el hombro y todos se marcharon en silencio
de la gruta derruida.
Salieron a una luz distinta a la del sol. El deslumbrante resplandor que iluminaba
el interior de la sombría cueva había disminuido de intensidad y ya no resultaba
enceguecedor. Aunque la hora del día era diferente, Garion tenía la sensación de estar
viviendo aquel momento por segunda vez. La tormenta y los rayos que asolaban el
Lugar que ya no Existe habían cesado. El cielo se había despejado y el viento que
azotaba el arrecife durante la pelea con el dragón y el demonio Mordja se había
convertido en una serena brisa. Tras la muerte de Torak en Cthol Mishrak, Garion
había sentido que contemplaba el amanecer del primer día. Ahora, aunque era
mediodía y habían pasado varios años, tenía la impresión de que se trataba del mismo
día. Por fin concluía aquello que había comenzado en Cthol Mishrak. A pesar de
sentirse algo aturdido, Garion experimentó un enorme alivio. Desde que el alba del
día más importante de la historia había despuntado despacio sobre el mar envuelto en
niebla, había hecho tal derroche de energía física y emocional que ahora se
encontraba débil y agotado. Lo que más deseaba en ese momento era sacarse la
armadura, pero el enorme esfuerzo que eso implicaba lo acobardaba. Se contentó con
quitarse el casco y volvió a mirar a sus amigos.
Aunque era evidente que Geran ya sabía andar, Ce'Nedra había insistido en
llevarlo en brazos y mantenía la cara apretada contra la del pequeño, separándose

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sólo de vez en cuando para besarlo. Geran no parecía molesto por aquellas
expresiones de afecto.
Zakath había rodeado con un brazo los hombros de la vidente de Kell y la
expresión de su rostro indicaba que no tenía intenciones de quitarlo de allí. Garion
recordó con una sonrisa cómo, en los inicios de su relación, poco después de
declararse mutuamente su amor, Ce'Nedra solía acurrucarse junto a él, adoptando una
posición semejante. Se acercó con pasos cansados a Eriond, que contemplaba las olas
bañadas por el sol.
—¿Puedo preguntarte algo? —le preguntó.
—Por supuesto, Garion.
—¿Es así como deben ser las cosas? —preguntó con una mirada sugestiva a
Cyradis y a Zakath—. Zakath perdió a alguien muy querido cuando era joven, y si
ahora perdiera a Cyradis se desmoronaría. No me gustaría que sucediera eso.
—Tranquilízate, Garion —sonrió Eriond—. Nada los separará. Es uno de los
designios del destino.
—Bien, ¿y ellos lo saben?
—Cyradis sí. Ella se lo explicará a Zakath cuando llegue el momento.
—Entonces ¿sigue siendo una vidente?
—No. Esa etapa de su vida concluyó cuando Polgara le quitó la venda de los ojos.
Sin embargo, ella ya ha visto el futuro y tiene una memoria excelente.
Garion meditó un momento y de repente sus ojos se llenaron de asombro.
—¿Quieres decir que el destino de toda la humanidad dependía de la elección
hecha por un vulgar ser humano ? —preguntó, incrédulo.
—Yo no llamaría «vulgar» a Cyradis. Ella comenzó a prepararse para su misión
cuando era apenas una niña. Sin embargo, en cierto sentido tienes razón. La elección
debía ser hecha por un ser humano y sin ninguna ayuda. Ni siquiera su propio pueblo
pudo auxiliarla en ese momento.
—Debe de haber sido terrible para ella —observó Garion con un escalofrío—. Se
habrá sentido desesperadamente sola.
—Lo estaba, pero la gente que toma decisiones siempre está sola.
—Sin embargo, no fue una elección al azar, ¿verdad?
—No. No se trataba de elegir entre tu hijo y yo, sino entre la Luz y las Tinieblas.
—Entonces no veo dónde estaba la dificultad. Todo el mundo prefiere la Luz.
—Tal vez tú y yo sí, pero los videntes siempre han sabido que la Luz y las
Tinieblas son sólo dos aspectos de una misma cosa. No te preocupes por Zakath y
Cyradis, Garion —dijo Eriond, volviendo al tema original—. Nuestro mutuo amigo
—se señaló la frente con un dedo— ha tomado medidas al respecto. Zakath será un
hombre importante durante el resto de su vida, y nuestro amigo suele premiar a la
gente por sus acciones, incluso antes de que sucedan.

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—¿Como con Relg y Taiba?
—O tú y Ce'Nedra... o también Polgara y Durnik.
—¿Puedes decirme cuál es la misión de Zakath? ¿Que puedes querer tú de él?
—El va a completar la tarea que tú iniciaste.
—¿Acaso yo no lo hacía bien?
—Por supuesto que sí, pero no eres angarak. Con el tiempo lo comprenderás. No
es tan complicado.
Garion tuvo una idea súbita y de inmediato supo que estaba en lo cierto.
—Conocías tu identidad desde el principio, ¿verdad?
—Sabía que existía la posibilidad de que esto ocurriera. Sin embargo, esa
posibilidad no se concretó hasta que Cyradis hizo su elección. —Miró a los demás,
congregados alrededor del cuerpo inmóvil de Toth—. Creo que nos necesitan —dijo.
La cara de Toth irradiaba paz y sus manos, entrelazadas sobre su pecho, cubrían
la herida infligida por Mordja. Cyradis, rodeada por los brazos de Zakath, lo miraba
con la cara empapada en lágrimas.
—¿Estás seguro de que es lo correcto? —le preguntó Beldin a Durnik.
—Sí —respondió el herrero con naturalidad—. Verás...
—No tienes por qué explicármelo, Durnik —dijo el jorobado—. Sólo quería saber
si estabas seguro. Fabriquemos una camilla para transportarlo de una forma más
digna. —Con un pequeño gesto, el hechicero hizo aparecer junto al cuerpo de Toth
varios palos lisos y un rollo de soga. Entre los dos, amarraron con cuidado los palos y
construyeron una camilla a la medida del enorme cuerpo del mudo—. Belgarath —
dijo Beldin—, Garion necesitará ayuda.
Aunque cualquiera de ellos podría haber usado sus poderes para teletransportar el
cuerpo de Toth al interior de la gruta, los cuatro hechiceros prefirieron hacerlo
manualmente, en una ceremonia tan antigua como la humanidad.
Desde que la explosión del Sardion había derrumbado el techo de la cueva, el sol
del mediodía inundaba de luz la sombría caverna. Cyradis se sobresaltó de forma casi
imperceptible al ver el tétrico altar donde había estado el Sardion.
—Es tan oscuro y feo —dijo con voz triste y débil.
—No es muy bonito, ¿verdad? —asintió Ce'Nedra con aire crítico y se volvió a
mirar a Eriond—. ¿Crees que...?
—Por supuesto —respondió él, y tras dirigir una breve mirada al tosco altar, éste
se desdibujó y se convirtió en un catafalco de inmaculado mármol blanco.
—Eso está mucho mejor —dijo ella—. Muchas gracias.
No era un auténtico funeral. Garion y sus amigos se limitaron a rodear el
catafalco y a contemplar el rostro de su difunto amigo. Había tanto poder concentrado
en la pequeña gruta que Garion no podía saber con exactitud quién había hecho
aparecer la primera flor. Finos tallos de hiedra comenzaron a crecer sobre los muros y

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a cubrirse de flores blancas. Luego, en un brevísimo instante, el suelo quedó
alfombrado de musgo fresco. Cyradis se aproximó al catafalco cubierto de flores y
colocó una sencilla rosa blanca, que le había entregado Poledra, sobre el pecho del
gigante dormido. Besó su fría frente y suspiró.
—Las flores se marchitarán y morirán demasiado pronto —dijo.
—No, Cyradis —replicó Eriond con dulzura—, no lo harán—. Permanecerán
frescas y lozanas hasta el final de los días.
—Os lo agradezco, dios de Angarak —dijo ella con franqueza.
Durnik y Beldin se habían retirado a conferenciar en un rincón, cerca de la fuente.
Luego los dos alzaron la vista, se concentraron un momento y techaron la gruta con
brillante piedra de cuarzo, que reflejaba la luz con toda la gama de colores del arco
iris.
—Es hora de regresar, Cyradis —le dijo Polgara a la joven delgada—. Ya no
podemos hacer nada más por él.
La hechicera y su madre cogieron ambas manos de la joven vidente y la
condujeron fuera de la gruta. Los demás las siguieron.
Durnik fue el último en salir. Permaneció unos instantes junto al catafalco, con
una mano apoyada sobre el hombro inmóvil de Toth. Por fin hizo aparecer la caña de
pescar del mudo, la colocó con cuidado en el catafalco, junto a su amigo, y se
despidió con una palmada afectuosa sobre las enormes manos de Toth. Luego se giró
y se alejó de allí.
Una vez fuera, Beldin y el herrero cerraron el pasillo con una pared de cuarzo.
—Es un bonito detalle —le dijo Seda con tristeza a Garion, señalando la imagen
sobre el portal—. ¿De quién fue la idea?
Garion se volvió a mirar. La imagen de Torak había desaparecido y, en su lugar, la
cara de Eriond sonreía con expresión bondadosa.
—No lo sé —respondió él—, aunque no creo que tenga importancia. —
Tamborileó los dedos contra el peto de su armadura—. ¿Me ayudas a quitarme esto?
—pidió—. No creo que vuelva a necesitarla.
—No —asintió Seda—, tal vez no. Por lo visto, te has quedado sin nadie con
quien pelear.
—Eso espero.
Horas después, habían retirado los cuerpos de los grolims del anfiteatro y
limpiado la suciedad que cubría el suelo de piedra. Sin embargo, no podían hacer
nada con el enorme cadáver del dragón. Garion estaba sentado en el último peldaño
de la escalera que descendía al anfiteatro. Ce'Nedra, con el pequeño Geran dormido
en brazos, dormitaba acurrucada a su lado.
—No ha estado nada mal —dijo la voz familiar.
Sin embargo, ya no retumbaba en el interior de su mente, sino que parecía estar a

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su lado.
—Creí que te habías ido —respondió Garion, hablando en voz baja para no
despertar a su mujer y a su hijo.
—No, en realidad no —respondió la voz.
—Creo recordar que en una ocasión me dijiste que cuando todo esto acabara
habría una nueva voz, o quizá sería mejor llamarla «conciencia».
—En efecto, la hay, pero yo formo parte de ella.
—No entiendo.
—No es demasiado complicado, Garion. Antes del accidente había una sola
conciencia, pero luego se dividió del mismo modo que todo lo demás. Ahora ha
regresado, y como yo era parte de la original, he vuelto a unirme a ella. Volvemos a
ser una unidad.
—¿Y eso te parece poco complicado?
—¿Quieres que te lo explique mejor?
Garion iba a decir algo, pero se interrumpió.
—¿Todavía podéis volver a separaros?
—No. Eso conduciría a otra división.
—Entonces ¿cómo...? —En el último momento, Garion decidió que no quería
hacer esa pregunta—. ¿Por qué no dejamos el tema? —sugirió—. ¿De dónde venía
esa luz?
—Del accidente que dividió el universo y también me separó a mí de mi
adversario y al Orbe del Sardion.
—Pensé que eso había ocurrido hace mucho tiempo.
—Así fue. Hace mucho tiempo.
—Pero...
—Intenta escucharme por una vez, Garion. ¿Sabes algo sobre la luz?
—Es sólo luz, ¿verdad?
—Hay algo más. ¿Alguna vez oíste desde una cierta distancia a un leñador
cortando troncos?
—Sí.
—¿Notaste que tú oías el sonido un momento después de que él cortara el leño?
—Sí, ahora que lo dices, así es. ¿Cuál es el motivo de ese fenómeno ?
—Ese intervalo es el período que el sonido tarda en alcanzarte. La luz se mueve a
mucha más velocidad que el sonido, pero de todos modos tarda un tiempo en llegar
de un sitio a otro.
—Si tú lo dices...
—¿Sabes en qué consistió el accidente?
—Tengo entendido que fue algo relacionado con las estrellas.
—Exacto. Una estrella se destruyó en el sitio equivocado. Como no estaba en el

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sitio indicado, incendió a un grupo de estrellas, a una galaxia entera. Cuando la
galaxia explotó, rasgó la materia del universo, que se protegió dividiéndose. Ese
Fenómeno nos condujo a esta situación.
—De acuerdo. ¿Y qué tiene que ver la luz con todo eso?
—Esa súbita luz procedía del estallido de la galaxia, del accidente. Sólo llegó a
este sitio ahora.
Garion tragó saliva.
—¿A qué distancia sucedió ese accidente?
—Los números no significarían nada para ti.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?
—Ese es otro número que no comprenderías, pero puedes preguntárselo a
Cyradis. Es probable que te lo diga. Ella tenía una razón muy especial para calcularlo
con precisión.
—¡Eso es! —exclamó Garion que por fin comenzaba a comprender—. El instante
señalado para la elección fue aquel en que la luz del accidente llegó al mundo.
—Muy bien, Garion.
—¿Y ese grupo de estrellas que explotó reapareció después de la elección de
Cyradis? Tiene que haber alguna forma de reparar ese agujero en el universo,
¿verdad?
—Has progresado mucho, Garion, estoy orgulloso de ti. ¿Recuerdas que
Zandramas y el Sardion se deshicieron en pequeñas partículas de luz cuando estalló el
techo de la gruta?
—No creo que pueda olvidarlo nunca —respondió Garion con un escalofrío.
—Había una razón para eso. Zandramas y el Sardion, o al menos sus partículas,
se dirigen hacia ese «agujero», como tú lo has llamado y ellos se ocuparán de
llenarlo. Como es natural, se harán más grandes en el camino.
—¿Y cuánto tiempo...? —Garion se interrumpió—. Supongo que me dirás que es
otro número sin sentido.
—Sin ningún sentido.
—Cuando estábamos en la gruta, descubrí varias cosas con respecto a Zandramas.
Lo tenía todo planeado desde el principio, ¿verdad?
—Mi adversario siempre fue muy metódico.
—Me refiero a que hizo todos los arreglos por adelantado. Tenía todo preparado
en Nyissa antes de ir a Cherek para aliarse con los miembros del culto del Oso. Más
tarde, cuando se dirigió a Riva a raptar a Geran, todo estaba dispuesto. Planeó las
cosas de modo que sospecháramos del culto y no de ella.
—Habría sido un buen general.
—Pero fue más allá. Por buenos que fueran sus planes, siempre tenía una táctica
prevista por si fallaba el plan original. —De repente lo asaltó una idea—. ¿Mordja

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pudo atraparla? Ella estalló en trozos cuando el Sardion explotó, ¿pero su espíritu se
ha mezclado con esas estrellas o ha descendido al infierno? Poco antes de
desaparecer, parecía horrorizada.
—La verdad es que no lo sé, Garion. Mi adversario y yo nos ocupamos de este
universo, no del infierno, que, como es natural, es un universo aparte.
—¿Qué habría ocurrido si Cyradis hubiera elegido a Geran en lugar de a Eriond?
—Que en estos momentos el Orbe y tú estaríais de camino a una nueva morada.
Garion se estremeció.
—¿Y por qué no me lo advertiste? —preguntó con incredulidad.
—¿Crees que habrías querido saberlo? ¿De qué te habría servido?
Garion decidió dejarlo pasar.
—¿Eriond siempre fue un dios? —preguntó.
—¿Nunca escuchas mis explicaciones? Eriond debía ser el séptimo dios. Torak
fue un error provocado por el accidente.
—Entonces ¿Eriond ha existido siempre?
—Siempre es mucho tiempo, Garion. El espíritu de Eriond estuvo presente desde
el accidente. Cuando tú naciste, él comenzó a moverse por el mundo.
—Entonces ¿tenemos la misma edad?
—Para los dioses, la edad carece de significado. Ellos pueden tener la edad que
quieren. El robo del Orbe puso en marcha todo lo que sucedió hoy. Zedar quería robar
el Orbe, así que Eriond lo buscó y le enseñó cómo hacerlo. Eso marcó el inicio de tus
hazañas. Si Zedar no hubiera robado el Orbe, todavía estarías en la hacienda de
Faldor, casado con Zubrette. Espero que no te envanezcas con esta revelación,
Garion, pero en cierto modo el mundo fue creado sólo para que tuvieras un lugar
donde pisar mientras arreglabas las cosas.
—Por favor, no bromees.
—No bromeo, Garion. Eres la persona más importante que ha vivido o vivirá, con
la posible excepción de Cyradis. Mataste a un dios malvado y lo reemplazaste por
uno bueno. Cometiste un montón de torpezas en el camino, pero al final conseguiste
triunfar. Estoy bastante orgulloso de ti. Después de todo, no lo has hecho tan mal.
—Tuve mucha ayuda.
—Es cierto, pero también tienes derecho a presumir un poco. Sin embargo, yo en
tu lugar no me excedería. La vanidad es un defecto muy desagradable.
Garion reprimió una sonrisa.
—¿Por qué yo? —preguntó con el tono más plañidero y estúpido posible.
Hubo un silencio lleno de asombro y luego la voz rió.
—Por favor, Garion, no vuelvas a preguntar eso.
—Lo siento. ¿Qué pasa ahora?
—Que te puedes ir a casa.

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—Me refería al mundo.
—Gran parte de lo que ocurra dependerá de Zakath. Eriond es el dios de Angarak,
y a pesar de Urgit, Drosta y Nathel, Zakath será el auténtico señor supremo de
Angarak. Aunque ello exija tomar medidas drásticas y deshacerse de unos cuantos
grolims, tendrá que obligar a todos los angaraks del mundo a tragarse sus prejuicios y
aceptar a Eriond.
—Lo conseguirá. Zakath es muy bueno obligando a la gente a tragarse cosas.
—Espero que Cyradis suavice esa faceta suya.
—Muy bien. ¿Y qué pasará cuando por fin los angaraks acepten a Eriond?
—El movimiento se extenderá. Es probable que vivas lo suficiente para ver a
Eriond convertido en dios de todo el mundo. Eso era lo que estaba previsto desde el
comienzo.
—¿«Y él tendrá supremacía y dominio»? —citó Garion con congoja, recordando
una profecía grolim.
—Conoces bien a Eriond. ¿Te lo imaginas sentado en un trono recreándose en la
contemplación de sacrificios?
—No, la verdad es que no. Pero ¿qué pasará con los demás dioses? ¿Qué será de
Aldur y los demás?
—Seguirán su camino. Ya han acabado con lo que tenían que hacer aquí y hay
muchos otros mundos en el universo.
—¿Y qué pasará con UL? ¿Él también se marchará?
—UL no puede marcharse de ningún sitio pues está en todas partes. ¿Eso
responde a todas tus preguntas? Tengo que ocuparme de otras cosas, como solucionar
la situación de alguna gente. Ah, por cierto, enhorabuena por tus hijas.
—¿Hijas?
—Pequeñas hijas mujeres. Son muy pícaras, pero también son más bonitas que
los niños y suelen oler mejor.
—¿Cuántas? —preguntó Garion, asustado.
—Varias, pero no voy a decirte el número exacto, pues no quisiera estropearte la
sorpresa. Cuando vuelvas a Riva, será mejor que empieces a ampliar las habitaciones
infantiles del palacio. —Hubo una larga pausa—. Adiós, Garion —dijo la voz cuyo
tono había dejado de ser seco—. Cuídate.
Y luego se desvaneció.
El sol se ponía y Garion, Ce'Nedra y su hijo Geran se habían reunido con los
demás en el portal de la gruta. Estaban sentados alrededor del cadáver del dragón con
expresiones serenas.
—Deberíamos hacer algo —murmuró Belgarath—. No era tan malo. Su único
crimen era la estupidez. Siempre sentí pena por él, y odiaría dejarlo aquí para que los
pájaros se alimentaran de sus restos.

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—Acabo de descubrir una faceta sentimental en tu personalidad, Belgarath —
señaló Beldin—. Me decepcionas, ¿sabes?
—Todos nos volvemos sentimentales cuando nos hacemos mayores —respondió
Belgarath encogiéndose de hombros.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Velvet a Sadi cuando el eunuco regresaba
con la pequeña botella de cerámica de Zith—. Has tardado mucho.
—Está bien —respondió Sadi—. Una de las crías quería jugar y pensó que sería
divertido esconderse de mí. Me llevó un tiempo localizarla.
—¿Hay alguna razón para permanecer aquí? —preguntó Seda—. Si encendemos
esa baliza, el capitán Kresca pasará a recogernos antes de que anochezca.
—Esperamos compañía, Kheldar —dijo Eriond.
—¿Ah, sí? ¿A quién esperamos?
—A unos amigos que piensan detenerse aquí.
—¿Amigos tuyos o nuestros?
—Ambas cosas. Allí está uno de ellos —dijo Eriond señalando hacia el mar, y
todos se volvieron a mirar.
Seda soltó una carcajada.
—Deberíamos haberlo imaginado —dijo—. Nadie como Barak para desobedecer
órdenes.
Todos miraron hacia el tranquilo océano. La Gaviota parecía algo estropeada por
el mal tiempo, pero avanzaba pesadamente entre las olas hacia estribor, en un curso
que la alejaba del arrecife.
—Beldin —sugirió Seda—, ¿por qué no nos acercamos a la costa y les hacemos
una señal luminosa?
—¿No puedes hacerlo tú solo?
—Lo haré encantado si me enseñas a prenderles fuego a las rocas.
—Oh, supongo que no había pensado en eso.
—¿Estás seguro de que no eres más viejo que Belgarath? Tu memoria también
comienza a fallar, muchacho.
—No te pases, Seda. Vayamos a ver si podemos atraer a esa enorme bañera a
tierra.
Los dos comenzaron a andar hacia la costa.
—¿Estaba prevista la llegada de Barak? —le preguntó Garion a Eriond.
—Tuvimos algo que ver —admitió Eriond—. Tú necesitarás quien te traslade a
Riva, y Barak y los demás tienen derecho a enterarse de lo ocurrido aquí.
—¿Los demás también? ¿No es peligroso? En Rheon, Cyradis dijo que...
—Ya no hay ningún peligro —dijo Eriond—, pues la elección está hecha. En
realidad, vendrán a vernos varias personas. A nuestro mutuo amigo le encanta atar
cabos sueltos.

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—Veo que tú también lo has notado.
La Gaviota se situó a sotavento del arrecife. Poco después, una chalupa, arrojada
desde estribor, comenzó a deslizarse sobre el agua, que la luz del sol poniente parecía
haber convertido en un río de oro fundido. Todos se unieron a Seda y a Beldin en la
costa a esperar la chalupa que avanzaba lentamente hacia el arrecife.
—¿Por qué has tardado tanto? —le gritó Seda a Barak.
El hombretón estaba de pie en la proa de la chalupa, con su barba roja rutilante
bajo la luz del sol.
—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó Barak con una amplia sonrisa.
—Bastante bien —respondió Seda. Luego pareció recordar algo—. Lo siento,
Cyradis —le dijo a la vidente—. He sido muy desconsiderado, ¿verdad?
—No, príncipe Kheldar. El sacrificio de mi compañero fue voluntario y estoy
segura de que su espíritu se alegrará de nuestro triunfo tanto como nosotros.
Garion notó que todos sus amigos acompañaban a Barak en el bote. Detrás del
enorme cherek, se vislumbraba el resplandor de la armadura de Mandorallen.
También estaban Hettar, tan delgado y corpulento como de costumbre, Lelldorin e
incluso Relg. Unrak, el hijo de Barak, iba encadenado a la popa. El joven había
crecido mucho, pero era evidente que seguía sujeto a desconcertantes restricciones.
Barak apoyó un enorme pie sobre la regala, preparado para saltar fuera del bote.
—Ten cuidado —le dijo Seda—. Allí todavía hay bastante profundidad. Varios
grolims tuvieron oportunidad de descubrirlo de la forma más dura.
—¿Los arrojasteis al agua? —preguntó Barak.
—No. Lo hicieron voluntariamente.
La quilla de la chalupa rozó las piedras erosionadas por el agua del anfiteatro y
Barak y los demás desembarcaron.
—¿Nos hemos perdido algo interesante? —preguntó el hombretón.
—En realidad no —respondió Seda encogiéndose de hombros—. Sólo las
acostumbradas trivialidades necesarias para salvar el universo. Ya sabes cómo son
esas cosas. ¿Tu hijo se ha metido en problemas? —dijo Seda señalando a Unrak,
cabizbajo entre sus cadenas.
—No exactamente —respondió Barak—. Al mediodía se convirtió en un oso. Nos
pareció un hecho bastante significativo.
—Por lo visto, es un problema hereditario, pero ¿por qué encadenarlo ahora?
—Los marineros se negaban a subir a la chalupa si no lo hacíamos.
—No lo entiendo —le dijo Zakath a Garion en un murmullo.
—Es una característica hereditaria —explicó Garion—. La familia de Barak se
encarga de la protección del rey de Riva, y cuando la situación lo exige, se convierten
en osos. Barak lo hizo en varias ocasiones cuando yo estaba en peligro, y por lo visto,
su hijo Unrak lo ha heredado de él.

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—Entonces ¿Unrak es tu protector? Parece un poco joven. Además, no creo que
tú necesites protección.
—No. Sin duda será el protector de Geran, y es evidente que mi hijo corrió un
serio peligro en la gruta.
—Caballeros —dijo Ce'Nedra con voz triunfal—, ¿puedo presentaros al príncipe
de la corona de Riva?
Alzó al pequeño Geran para que todos pudieran verlo.
—Cuando por fin se decida a dejarlo en el suelo, el pequeño habrá olvidado cómo
andar—le dijo Beldin a Belgarath en un susurro.
—No te preocupes. Dentro de poco comenzarán a cansársele los brazos —
respondió Belgarath.
Barak y los demás rodearon a la menuda reina, mientras los marineros le quitaban
las cadenas a Unrak con cierta reticencia.
—¡Unrak! —gritó Barak—. ¡Ven aquí!
—Sí, padre —respondió el joven mientras salía de la chalupa.
—Este jovenzuelo es responsabilidad tuya —le dijo Barak señalando a Geran—
Me enfadaré mucho contigo si le sucede algo.
Unrak hizo una reverencia a Ce'Nedra.
—Majestad —dijo—, tenéis buen aspecto.
—Gracias, Unrak —sonrió ella.
—¿Puedo? —preguntó el joven y extendió los brazos hacia Geran—. Creo que Su
Alteza y yo deberíamos empezar a conocernos.
—Por supuesto —respondió Ce'Nedra mientras entregaba su pequeño al joven
cherek.
—Te hemos echado de menos, Alteza —le dijo Unrak al niño con una sonrisa—
La próxima vez que decidas hacer un viaje tan largo, tendrás que avisarnos.
Estábamos preocupados.
Geran rió. Luego extendió una mano y tiró de la barba roja y rala de Unrak. El
joven se sobresaltó.
Ce'Nedra abrazó uno a uno a sus amigos, sin regatear besos. Mandorallen, como
era de esperar, lloraba sin disimulo, demasiado emocionado para pronunciar uno de
sus pomposos saludos. Por lo visto, Lelldorin se encontraba en un estado similar.
Relg, por extraño que pareciera, no rehuyó los abrazos de la reina. Era evidente que
su filosofía de la vida había experimentado un profundo cambio durante los años de
matrimonio con Taiba.
—Creo que no conocemos a vuestros nuevos amigos —señaló Hettar con su
habitual serenidad.
—¡Qué descuido de mi parte! —exclamó Seda golpeándose la frente con la palma
abierta de la mano—. Ésta es Poledra, esposa de Belgarath y madre de Polgara. Los

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rumores sobre su muerte parecen haber sido infundados.
—¿Por qué no hablas con un poco de seriedad? —murmuró Belgarath mientras
sus amigos saludaban a la mujer de cabello leonado con reverencia.
—Ni lo sueñes —respondió Seda—. Me estoy divirtiendo mucho con todo esto y
sólo acabo de comenzar. Por favor, caballeros —les dijo a sus amigos—, permitidme
continuar. De lo contrario, las presentaciones se extenderán hasta medianoche. Este
es Sadi, a quien sin duda recordaréis, jefe de los eunucos del palacio de Salmissra.
—Antiguo jefe de los eunucos, príncipe Kheldar —corrigió Sadi—. Señores —
añadió con una reverencia.
—Excelencia —respondió Hettar—. Estoy seguro de que las explicaciones
llegarán más tarde.
—También recordaréis a Cyradis, por supuesto —continuó Seda—, la sagrada
vidente de Kell. Ahora se encuentra un poco cansada, pues este mediodía tuvo que
tomar una importante decisión.
—¿Dónde está ese hombretón que estaba contigo en Rheon, Cyradis? —preguntó
Barak.
—Ay, señor de Trellheim —respondió ella—, mi guía y protector entregó su vida
por nuestra causa.
—Lo siento mucho —dijo Barak con sencillez.
—Y éste, por supuesto —continuó Seda con naturalidad—, es Su Majestad
imperial, Kal Zakath de Mallorea. Nos ha resultado bastante útil en algunas
ocasiones.
Los amigos de Garion miraron a Zakath con una mezcla de desconfianza y
sorpresa.
—Espero que podamos olvidar ciertos episodios desagradables del pasado —dijo
Zakath con educación—. Garion y yo hemos superado nuestras diferencias.
—Majestad Imperial —respondió Mandorallen con una ruidosa reverencia—, me
complace haber vivido lo suficiente para ver restaurada la paz del mundo.
—Vuestra prodigiosa reputación os honra a lo largo y ancho de todo el mundo
conocido, mi señor de Mandor —respondió Zakath al mejor estilo mimbrano—.
Aunque acabo de descubrir que esa reputación es sólo una sombra comparada con la
magnífica realidad.
Mandorallen estaba radiante.
—No ha estado mal —le murmuró Hettar a Zakath.
El emperador le respondió con una sonrisa y luego miró a Barak.
—La próxima vez que veas a Anheg, dile que le enviaré la cuenta por todos los
barcos que me hundió en el Mar del Este, después de la batalla de Thull Mardu. No
estará de más ir preparándolo.
—Os deseo toda la suerte del mundo, Majestad —sonrió Barak—, pero sin duda

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descubriréis que es muy difícil que Anheg recurra a su tesoro.
—No te pongas así —le dijo Garion en voz baja a Lelldorin, que se había puesto
pálido de furia al oír pronunciar el nombre de Zakath.
—Pero...
—No fue culpa suya —dijo Garion—. Tu primo murió en una batalla. Esas cosas
pasan y no tiene sentido guardar rencores. Eso es lo que ha mantenido la inestabilidad
en Arendia durante los últimos veinte años.
—Y estoy seguro de que todos reconoceréis a Eriond, a quien antes llamábamos
Misión —dijo Seda con tono trivial—, el nuevo dios de Angarak.
—¿El nuevo qué? —exclamó Barak.
—Deberías mantenerte actualizado, mi querido Barak —dijo Seda mientras se
lustraba las uñas en la pechera de su túnica.
—Seda —lo regañó Eriond.
—Lo siento —sonrió Seda—, no he podido resistir la tentación. ¿Podréis
perdonarme, mi sagrada deidad? —Hizo una mueca—. Eso no suena muy bien,
¿sabes? ¿Cuál es la forma correcta de tratamiento?
—¿Qué tal si me llamas simplemente Eriond?
Relg, súbitamente pálido, se arrodilló de forma instintiva.
—Por favor, no hagas eso, Relg —dijo Eriond—. Después de todo, me conoces
desde que era un niño, ¿verdad?
—Pero...
—Levántate, Relg —dijo Eriond, ayudándolo a incorporarse—. Por cierto, mi
padre te envía recuerdos.
Relg lo miraba con expresión reverente.
—Oh, bueno —dijo Seda con ironía—, supongo que ha llegado el momento de
revelarlo, caballeros. Todos conocéis a la margravina Liselle, mi novia.
—¿Tu novia? —exclamó Barak, atónito.
—Tarde o temprano, todos tenemos que sentar la cabeza —dijo Seda
encogiéndose de hombros.
Todos se acercaron a felicitarlo. Sin embargo, Velvet no parecía muy complacida.
—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó Seda con inocencia.
—¿No crees que has olvidado algo, Kheldar?
—No, que yo sepa.
—Has olvidado pedir primero mi consentimiento.
—¿De verdad? ¿Cómo he podido olvidarlo? No pensarías rechazarme, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Bien, entonces...
—Esto no se acaba aquí, Kheldar —añadió ella con tono amenazador.
—Creo que he comenzado mal —observó él.

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—Muy mal —asintió ella.
Encendieron una enorme fogata en el anfiteatro, junto al colosal cadáver del
dragón. Durnik había usado sus poderes para teletransportar una considerable
cantidad de leños desde diversas playas del arrecife. Garion miró la montaña de
madera con aire crítico.
—Recuerdo varias tardes lluviosas en que Eriond y yo nos pasamos interminables
horas buscando leña seca —le dijo a su viejo amigo.
—Ésta es una ocasión especial —explicó Durnik con expresión culpable—.
Además, si hubieses querido hacerlo de este modo, podrías haberlo hecho tú solo, ¿no
es cierto?
Garion lo miró fijamente y luego soltó una sonora carcajada.
—Sí, Durnik —admitió—, supongo que sí, pero no es necesario que se lo
digamos a Eriond.
—¿Crees que él no lo sabe?
Charlaron hasta muy tarde. Habían sucedido infinidad de cosas desde la última
vez que se habían visto y todos querían ponerse al día. Por fin, se fueron quedando
dormidos uno a uno.
Poco antes del amanecer, Garion se despertó sobresaltado.
No lo había despertado un ruido, sino una luz. Un intenso rayo azul bañaba el
anfiteatro con su resplandor. Pronto se le unieron otros rayos —rojos, amarillos,
verdes o de colores indefinibles— que descendían desde el cielo nocturno como
enormes columnas luminosas. Las columnas formaron un semicírculo junto a la orilla
del mar, y en el centro de aquella luz matizada con todos los tonos del arco iris, el
albatros de inmaculada blancura planeaba sobre sus alas de serafín. Las figuras
incandescentes que Garion había visto en Cthol Mishrak comenzaron a aparecer en
las columnas de luz. Aldur, Mara, Issa, Nedra, Chaldan y Belar estaban allí con
expresiones de dicha en sus rostros.
—Es la hora —suspiró Poledra, sentada, protegida por los brazos de Belgarath.
Se soltó con firmeza del abrazo de su marido y se incorporó.
—No —protestó Belgarath con la voz cargada de angustia y los ojos llenos de
lágrimas—. Todavía hay tiempo.
—Ya sabías que esto tenía que suceder, Viejo Lobo —repuso ella con ternura—
Tiene que ser así.
—No voy a perderte dos veces —declaró él y también se levantó—. Esto ya no
tiene sentido. —Se volvió hacia su hija—. Pol —dijo.
—¿Sí, padre? —respondió Polgara mientras se incorporaba junto con su marido.
—Ahora tendrás que ocuparte de todo. Beldin, Durnik y los gemelos te ayudarán.
—¿Permitirás que me quede huérfana de padre y madre a la vez? —preguntó ella
con la voz ahogada por las lágrimas contenidas.

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—Tienes la fortaleza necesaria para superarlo, Pol. Tu madre y yo estamos
orgullosos de ti. Cuídate.
—No seas tonto —dijo Poledra con firmeza.
—No lo soy. No pienso volver a vivir sin ti.
—No está permitido.
—Nadie puede evitarlo, ni siquiera mi Maestro. No te irás sola, Poledra, yo me
iré contigo. —Apoyó un brazo sobre los hombros de su esposa y miró fijamente sus
ojos dorados—. Será mejor así.
—Como tú quieras, esposo mío —dijo ella por fin—. Sin embargo, debemos
actuar ahora, antes de que llegue UL. Él sí puede evitarlo, por fuerte que sea tu
resolución.
Entonces Eriond se acercó a ellos.
—¿Lo has pensado bien, Belgarath? —preguntó.
—He tenido mucho tiempo para hacerlo en estos tres mil años. Sin embargo, tenía
que esperar a que Garion cumpliera su misión. Ahora ya no hay nada que me retenga
aquí.
—¿Hay algo capaz de hacerte cambiar de opinión?
—Nada. No pienso volver a separarme de ella.
—Entonces supongo que tendré que ocuparme de esto.
—Está prohibido, Eriond —protestó Poledra—. Yo acepté las condiciones cuando
me asignaron mi tarea.
—Las condiciones siempre pueden volver a negociarse, Poledra —dijo él—.
Además, mi padre y mis hermanos olvidaron comunicarme su decisión, de modo que
tendré que actuar sin su consentimiento.
—Tú no puedes desafiar la voluntad de tu padre —protestó ella.
—Pero aún no conozco su voluntad. Por supuesto, luego le pediré disculpas.
Estoy seguro de que no se enfadará demasiado. Además, nadie se enfada para
siempre, ni siquiera mi padre, y ninguna decisión es irrevocable. Si es necesario, le
recordaré que él también cambió de opinión en Prolgu, cuando el Gorim logró
apaciguarlo.
—Esos argumentos suenan muy familiares —le dijo Barak a Hettar en un
murmullo—. Parece que el nuevo dios de Angarak ha pasado demasiado tiempo junto
a nuestro querido príncipe Kheldar.
—Podría ser contagioso —asintió Hettar.
En el corazón de Garion había brotado una esperanza imposible.
—¿Puedo pedirte prestado el Orbe una vez más, Garion? —preguntó Eriond.
—Por supuesto —respondió el joven, y prácticamente arrancó la piedra de la
empuñadura para entregársela al joven dios.
Eriond se acercó a Belgarath y a su esposa con el Orbe en la mano. Extendió un

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brazo y rozó con la piedra la frente de cada uno de ellos. Garion, consciente de que el
contacto con el Orbe significaba la muerte, dio un salto al frente con un grito
ahogado, pero ya era demasiado tarde.
Un aura azul rodeó las figuras de Belgarath y Poledra, que no dejaban de mirarse
fijamente a los ojos. Entonces Eriond devolvió el Orbe a Garion.
—¿Esto te ocasionará problemas? —preguntó Garion.
—No te preocupes —respondió Eriond—. En los próximos años tendré que
romper muchas reglas, así que será mejor que vaya acostumbrándome.
Un vibrante acorde de órgano surgió de los incandescentes haces de luz, junto a la
orilla del mar. Garion alzó la vista hacia los dioses y notó que el albatros se había
vuelto tan brillante que su resplandor lo enceguecía.
De repente, el albatros desapareció y el padre de los dioses ocupó su lugar, en
medio de sus hijos.
—Muy bien hecho, hijo —dijo UL.
—Tardé un tiempo en advertir lo que deseabais —se disculpó Eriond—. Lamento
haber sido tan estúpido.
—Aún no estáis acostumbrado a estas cosas, hijo mío —lo disculpó UL—. Sin
embargo, el empleo del Orbe de vuestro hermano no estaba previsto y fue un acto
muy ingenioso. —Una tenue sonrisa se dibujó en los labios de aquel rostro eterno—
Aunque no hubiera estado dispuesto a acceder, ese simple hecho me habría inclinado
a cambiar de opinión.
—Supuse que sería así, padre mío.
—Poledra —dijo UL—, os ruego que perdonéis mi cruel engaño. Sabed, sin
embargo, que no intentaba engañaros a vos, sino a mi hijo. Siempre ha tenido una
naturaleza humilde y se ha mostrado reacio a imponer su voluntad. Sin embargo, su
voluntad dominará este mundo y debe aprender a usarla o contenerla, según considere
justo.
—Entonces ¿era una prueba, reverendísimo? —preguntó la voz de Belgarath con
un deje extraño.
—Todas las cosas que ocurren son pruebas, Belgarath —explicó UL con calma—.
Creo que os alegrará saber que vos y vuestra esposa habéis actuado muy bien. Fue
vuestra decisión la que obligó a mi hijo a tomar la suya, de modo que habéis seguido
prestando vuestros servicios incluso una vez concluida vuestra misión. Bien, ahora,
Eriond, os ruego que os unáis a mí y a vuestros hermanos. Queremos daros la
bienvenida a este mundo, que desde hoy ponemos en vuestras manos.

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Capítulo 26
El sol del amanecer parecía un disco dorado suspendido en el cielo, al este del
horizonte. El firmamento tenía un intenso color azul y la suave aunque persistente
brisa que soplaba desde el oeste coronaba las olas de blanca espuma. El tenue olor a
humedad de la neblina del día anterior todavía se rezagaba sobre las piedras de la
extraña pirámide, que se alzaba sobre el mar en el centro del arrecife.
Garion se sentía mareado por el agotamiento. Su cuerpo necesitaba un descanso
urgente, pero la confusión de ideas, impresiones e imágenes que ocupaba su mente lo
mantenía absorto y no le permitía conciliar el sueño. Ya llegaría la hora de pensar en
todo lo que había ocurrido en el Lugar que ya no Existe, aunque tal vez tuviera que
modificar su impresión sobre ese tema, pues nunca había estado tan seguro de la
existencia de un lugar como lo estaba de la de aquél. Korim era más eterno y real que
Tol Honeth, Mal Zeth o Val Alorn. Garion estrechó con más fuerza a su esposa y a su
hijo dormidos. Olían bien. El pelo de Ce'Nedra tenía la habitual fragancia floral y
Geran olía como todos los niños pequeños del mundo..., aunque quizá necesitara un
baño. En el caso de Garion, esa necesidad era perentoria, pues acababa de vivir un día
especialmente extenuante.
Sus amigos se habían reunido en pequeños grupos en distintos puntos del
anfiteatro. Barak, Hettar y Mandorallen hablaban con Zakath. Liselle peinaba a
Cyradis con aire ausente. Las mujeres parecían decididas a animar a la vidente de
Kell. Sadi y Beldin bebían cerveza tendidos sobre las escaleras, cerca del cadáver del
dragón. Aunque su expresión era amable, resultaba evidente que el eunuco bebía
aquel brebaje por cortesía más que por gusto. Unrak exploraba el lugar, seguido de
cerca por Nathel, el joven y atontado rey de los thulls. El archiduque Otrath estaba
solo, cerca del portal de la gruta, con la cara llena de horror. Kal Zakath aún no había
considerado oportuno hablar con su pariente y era obvio que Otrath tampoco
aguardaba con impaciencia aquella charla. Eriond, rodeado por una extraña aureola
de luz pálida, conversaba en voz baja con tía Pol, Durnik, Belgarath y Poledra. Seda
no estaba a la vista.
De repente, el hombrecillo apareció a un costado de la pirámide. Tras él, al otro
lado del pico, se elevaba una nube de humo oscuro. Bajó la escalera hasta el
anfiteatro y se aproximó a Garion.
—¿Qué hacías? —le preguntó Garion.
—He encendido una señal para el capitán Kresca —res​pondió Seda—. Él conoce
bien el camino de regreso a Perivor. Ya he visto a Barak maniobrar en aguas
accidentadas. La Gaviota fue diseñada para navegar en mar abierto.
—Herirás sus sentimientos cuando se lo digas, ¿sabes?
—No pensaba decírselo —respondió el hombrecillo mientras se tendía junto a

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Garion y su familia.
—¿Liselle ya ha hablado contigo? —preguntó Garion.
—Creo que se reserva la charla para otra ocasión. Es obvio que espera a que
tengamos mucho tiempo libre, sin riesgo de interrupciones. ¿El matrimonio siempre
es así? ¿Vives con un temor permanente a esa clase de conversaciones?
—Es lo habitual, pero tú aún no estás casado.
—Estoy más cerca del matrimonio de lo que jamás hubiera imaginado.
—¿Te arrepientes?
—No, en realidad no. Liselle y yo somos tal para cual. Tenemos mucho en
común. Lo único que me molesta es que me haga sentir siempre culpable. —Miró
alrededor del anfiteatro con expresión de amargura—. ¿Es imprescindible que brille
así? —preguntó señalando a Eriond.
—Tal vez ni siquiera sepa que lo hace. Es nuevo en el oficio, ya mejorará con el
tiempo.
—¿Te das cuenta de que estamos aquí sentados tan tranquilos, criticando a un
dios?
—Antes que nada es un amigo. Las críticas de los amigos nunca resultan
ofensivas.
—Vaya, esta mañana estás muy filosófico. Sin embargo, mi corazón estuvo a
punto de detenerse cuando tocó a Belgarath y a Poledra con el Orbe.
—El mío también —reconoció Garion—. Pero es obvio que sabía lo que hacía —
añadió con un suspiro.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Todo ha terminado. Creo que echaré de menos este tipo de vida..., al menos
después que haya recuperado todo el sueño atrasado.
—Estos últimos días han sido muy emocionantes, ¿verdad? De todos modos,
supongo que si nos ponemos a pensar, ya se nos ocurrirá algo mejor que hacer.
—Yo ya sé lo que voy a hacer yo —dijo Garion.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
—Seré un padre muy ocupado.
—Tu hijo no será siempre un niño, Garion.
—Geran no será mi único hijo. Mi amigo —se señaló la cabeza— me ha
advertido que tendré varias hijas.
—Bien. Eso te ayudará a sentar la cabeza. No pretendo criticarte, Garion, pero a
veces eres un poco alocado. No pasa un solo año sin que viajes a algún confín del
mundo con esa espada ardiente en la mano.
—¿Te crees gracioso?
—¿Yo? —preguntó Seda tendiéndose cómodamente hacia atrás—. No podrás
tener tantas hijas. La época fértil de una mujer no dura toda la vida.

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—Seda —dijo Garion con sarcasmo—, ¿recuerdas a Xbell, la dríada que
encontramos en el río de Los Bosques, al sur de Tolnedra?
—¿Aquella a la que le gustaban tanto los hombres?, ¿todos los hombres?
—Exacto. ¿Dirías que aún está en su etapa fértil?
—Oh, por supuesto.
—Xbell tiene más de trescientos años y Ce'Nedra también es una dríada, ¿sabes?
—Bueno, entonces llegará el momento en que tú seas demasiado viejo para... —
Seda se interrumpió y miró a Belgarath—. Oh, cielos. Tienes un problema, ¿no es
cierto?
Era casi mediodía cuando embarcaron en La Gaviota. Barak había aceptado de
mala gana seguir al capitán Kresca hasta Perivor. Sin embargo, después de conocerse
e inspeccionar los dos barcos, las cosas comenzaron a marchar mucho mejor entre
ellos. Kresca no había escatimado halagos hacia La Gaviota, y eso solía bastar para
ganarse a Barak.
Mientras levaban anclas, Garion se apoyó sobre la barandilla de estribor a
contemplar la extraña pirámide que emergía del mar y la nube de oleoso humo que se
alzaba al norte del anfiteatro.
—Habría dado cualquier cosa por estar presente —dijo Hettar en voz baja
mientras apoyaba los brazos sobre la barandilla, junto a Garion—. ¿Cómo fue?
—Muy ruidoso —respondió Garion.
—¿Por qué Belgarath insistió en quemar el dragón?
—Le daba pena.
—A veces se comporta de una forma extraña.
—Desde luego, amigo mío. ¿Cómo están Adara y los niños?
—Bien. Está embarazada otra vez, ¿sabes?
—¿Otra vez? Hettar, sois casi peores que Relg y Taiba.
—No tanto —respondió Hettar con modestia—. Aún nos llevan bastante ventaja.
—Arrugó su cara de halcón, recortada sobre el resplandor del sol—. Sin embargo,
creo que ellos hacen algún tipo de trampa. Taiba tiene hijos de a pares y tríos. Por eso
Adara no logra alcanzarlos.
—No pretendo acusar a nadie, pero sospecho que Mara tiene algo que ver con
eso. La repoblación de Maragor llevará bastante tiempo. —Miró hacia la proa, donde
estaba Unrak con su sombra, Nathel, pegado a él—. ¿Por qué están siempre juntos?
—preguntó.
—No lo sé —respondió Hettar—. Nathel es un muchacho patético y creo que
Unrak siente pena por él. Supongo que Nathel nunca ha recibido afecto en su vida y
por eso está dispuesto a aceptar compasión. Ha estado siguiendo a Unrak como un
cachorro desde que lo recogimos. —El alto algario miró a Garion—. Pareces cansado
—dijo—. Deberías dormir un poco.

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—Estoy agotado —admitió Garion—, pero prefiero no dormir de día para no
alterar el ritmo de mi sueño. Vayamos a hablar con Barak. Parecía algo molesto
cuando atracó en la costa.
—Ya sabes cómo es Barak. Perderse una pelea lo pone de pésimo humor. Sin
embargo, un buen relato le gusta casi tanto como una buena lucha.
Era agradable volver a estar con los viejos amigos. Desde la partida de Rheon,
Garion había sentido una especie de vacío en su vida. Perder la temeraria confianza
de sus amigos había contribuido a ello, pero por encima de todo había echado en falta
la camaradería, el generoso sentido de la amistad que se ocultaba bajo sus constantes
disputas. Mientras se dirigían hacia la popa, donde Barak guiaba el timón con su
enorme manaza, Garion vio a Zakath y a Cyradis a sotavento de una chalupa. Le hizo
un gesto a Hettar para que se detuviera y se llevó un dedo a los labios, pidiendo
silencio.
—No está bien escuchar las conversaciones ajenas, Garion —murmuró el algario.
—No es eso —dijo Garion con otro murmullo—. Sólo quiero asegurarme de que
no tendré que intervenir.
—¿Intervenir?
—Ya te lo explicaré luego.
—¿Y qué vas a hacer, sagrada vidente? —le preguntaba Zakath a la esbelta joven,
con el corazón en la boca.
—Tengo todo un mundo de posibilidades ante mí, Kal Zakath —respondió ella
con un deje de tristeza—. Me han liberado de la carga de mi misión, y ya no
necesitáis llamarme «vidente», pues también he sido relevada de esa responsabilidad.
Ahora mis ojos están fijos en la fea, vulgar luz del día y yo también soy una mujer fea
y vulgar.
—No eres fea, Cyradis, y distas mucho de ser vulgar.
—Sois muy amable, Kal Zakath.
—¿Por qué no dejamos el «Kal», Cyradis? Es una afectación que significa rey y
dios. Ahora que he visto a los verdaderos dioses, comprendo que he sido muy
presuntuoso al pretender llamarme así. Pero ahora volvamos al tema que nos interesa.
Tus ojos habían estado vendados durante muchos años, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces ¿no has tenido oportunidad de mirarte al espejo por mucho tiempo?
—Ni oportunidad ni necesidad.
Zakath era un hombre astuto y sabía reconocer el momento indicado para las
excentricidades.
—Entonces permitid que mis ojos sean vuestro espejo, Cyradis —dijo—.
Contemplaos en ellos y comprobad vuestra enorme belleza.
Cyradis se ruborizó.

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—Vuestros halagos me dejan sin aliento, Zakath.
—No son halagos, Cyradis —dijo él con naturalidad, volviendo a la forma de
tratamiento habitual—. Eres la mujer más hermosa que he visto y si regresas a Kell, o
te marchas a cualquier otro sitio, dejarás un enorme vacío en mi corazón. Has perdido
a tu guía y amigo. Permíteme convertirme en ambas cosas. Regresa conmigo a Mal
Zeth. Tenemos tanto de que hablar que necesitaremos el resto de nuestras vidas para
hacerlo.
Cyradis giró la cara y la pequeña sonrisa triunfal que se dibujó en su rostro
reflejaba con claridad que sabía mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Luego se volvió una vez más hacia el emperador de Mallorea, con los ojos muy
abiertos en una expresión de inocencia.
—¿Realmente seríais capaz de encontrar algún placer en mi compañía? —
preguntó.
—Tu compañía daría sentido a mi vida, Cyradis —respondió él.
—Entonces me sentiré honrada de acompañaros a Mal Zeth —dijo ella—, pues
sois mi más leal amigo y mi más querido compañero.
A un gesto de Garion, él y Hettar siguieron andando en dirección a la popa.
—¿Qué estábamos haciendo? —preguntó Hettar—. Esa conversación parecía
bastante privada.
—Lo era —admitió Garion—, pero necesitaba asegurarme de que todo marchaba
bien. Sabía que iba a suceder, pero me gusta comprobar las cosas con mis propios
ojos. —Hettar lo miró con perplejidad—. Durante mucho tiempo, Zakath ha sido el
hombre más solitario de la tierra —explicó Garion—, por eso era un ser vacío, cruel y
peligroso. Sin embargo, todo ha cambiado. Ya no volverá a estar solo, y eso le
ayudará a cumplir con su tarea.
—Déjate de misterios, Garion. Lo único que yo he visto ha sido una mujer
intentando liar a un hombre.
—Eso parecía, ¿verdad?
A la mañana siguiente, Ce'Nedra saltó de la cama y corrió hacia la cubierta.
Garion la siguió, alarmado.
—Perdona —le dijo a Polgara, que estaba apoyada en la barandilla.
Luego las dos mujeres vomitaron por encima de la borda.
—¿Tú también? —preguntó Ce'Nedra con una débil sonrisa.
Polgara asintió con un gesto mientras se limpiaba la boca con un pañuelo. Acto
seguido, las dos se abrazaron y se echaron a reír.
—¿Se encuentran bien? —le preguntó Garion a Poledra, que acababa de subir a la
cubierta, seguida por el ubicuo cachorrillo—. Nunca les habían afectado los viajes en
barco.
—No es el viaje en barco lo que les ha afectado, Garion —dijo Poledra con una

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sonrisa enigmática.
—Entonces ¿por qué han...?
—Están bien, Garion, muy bien. Ahora vuelve a tu camarote. Yo me ocuparé de
esto.
Garion acababa de despertarse y estaba un poco atontado, de modo que no tomó
conciencia de lo que ocurría hasta que estaba casi al pie de la escalera. Entonces se
detuvo con los ojos muy abiertos.
—¡Ce'Nedra! —exclamó—. ¿Y tía Pol?
Luego él también se echó a reír.

La aparición del señor Mandorallen, el invencible barón de Vo Mandor, en la


corte del rey Oldorin provocó un silencio reverencial. Perivor estaba demasiado lejos
para que la impresionante reputación de Mandorallen hubiera llegado allí, pero su
sola presencia, esa abrumadora apariencia noble y elegante, causó una admiración
absoluta. Mandorallen era la personificación del espíritu mimbrano y todo el mundo
reparó en ello de inmediato.
Garion y Zakath, vestidos una vez más con la armadura completa, se acercaron al
trono con el imponente caballero en el medio.
—Majestad —dijo Garion con una reverencia—, tengo el enorme placer de
anunciaros que nuestra misión ha sido cumplida con éxito. La bestia que asolaba
vuestras costas ha muerto y el peligro que acechaba al mundo ha desaparecido. El
azar, que en ocasiones prodiga bendiciones con generosidad, también se ha dignado
reunirnos a mis compañeros y a mí con unos antiguos y queridos amigos, a quienes
os presentaré de inmediato. Sin embargo, como soy consciente de la gran importancia
que esta visita puede tener para vos y vuestra corte, me permito presentaros en primer
lugar a este valiente caballero de la lejana Arendia, mano derecha de Su Majestad el
rey Korodullin, quien sin duda estará encantado de saludaros con el afecto de un
verdadero compatriota. Tengo el honor de presentaros al señor Mandorallen, barón de
Vo Mandor, el caballero más importante de este mundo.
—Cada vez lo haces mejor —lo felicitó Zakath con un murmullo.
—La práctica —respondió Garion, restándole importancia.
—Majestad —dijo Mandorallen con voz resonante mientras hacía una reverencia
—, es un honor saludaros a vos y a los miembros de vuestra corte, a quienes desde ya
me atrevo a llamar hermanos. Me atribuyo el honor de presentaros los respetos del
rey Korodullin y la reina Mayaserana, monarcas de nuestra amada Arendia, pues no
me cabe duda de que, en cuanto regrese a Vo Mimbre y les revele que hemos tenido
la dicha de encontrar a aquellos a quienes creíamos perdidos, los ojos de Sus
Majestades se llenarán de lágrimas de gratitud y, a pesar de la inevitable distancia, os
abrazarán como hermanos, pues si el gran Chaldan me da fuerzas, yo en persona

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regresaré a vuestra magnífica ciudad con misivas llenas del respeto y afecto de Sus
Majestades, presagio de una pronta reunión, que incluso me atrevería a llamar
reunificación, de las distintas ramas del sagrado linaje de la bendita Arendia.
—¿Cómo consiguió decir todo eso en una sola frase? —murmuró Zakath con
admiración.
—Creo que han sido dos —respondió Garion con otro murmullo—. Mandorallen
está en su elemento. Creo que esto llevará tiempo..., dos o tres días.
No fue tanto tiempo, pero el cálculo de Garion no había sido muy disparatado. Al
principio, los discursos de los nobles de Perivor fueron bastante rudimentarios, pues
la visita de Mandorallen había cogido por sorpresa a los miembros de la corte del rey
Oldorin y el asombro había afectado a su elocuencia. Sin embargo, una noche en
vela, enteramente dedicada a la fervorosa composición, había remediado esa
deficiencia. El día siguiente transcurrió entre almibarados discursos, grandes
banquetes y entretenimientos variados. A petición del público, Belgarath ofreció una
versión sólo ligeramente adornada de los hechos acaecidos en el arrecife. El anciano
tuvo la precaución de no hacer referencia a los incidentes más increíbles, consciente
de que la aparición de divinidades en medio de una historia de aventuras podría
despertar el escepticismo de los oyentes más crédulos.
Garion se inclinó hacia adelante para hablar con Eriond, que estaba sentado frente
a él en la mesa del banquete.
—Al menos ha respetado tu anonimato —dijo en voz baja.
—Así es —asintió Eriond—. Tendré que encontrar un modo de agradecérselo.
—Supongo que devolverle a Poledra ha sido suficiente recompensa por ahora. Sin
embargo, llegará el momento en que habrá que revelar tu identidad, ¿sabes?
—Primero es preciso hacer algunos preparativos. Creo que tendré que pedirle
consejo a Ce'Nedra.
—¿A Ce'Nedra?
—Me gustaría saber cómo consiguió organizar el ejército que llevó a Thull
Mardu. Creo que comenzó con un pequeño grupo y fue avanzando de forma gradual.
Tal vez sea la mejor forma de hacerlo.
—Tu educación sendaria comienza a notarse, Eriond —rió Garion—. Durnik dejó
su marca en nosotros dos, ¿no crees? —De repente carraspeó, incómodo—. Lo estás
haciendo otra vez —le advirtió.
—¿Haciendo qué?
—Brillar.
—¿Se nota?
—Me temo que sí —asintió Garion.
—Tendré que aprender a controlarlo.
Los banquetes y diversiones se prolongaron hasta bien entrada la noche, durante

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varios días. Sin embargo, como los nobles no acostumbran a madrugar, Garion y sus
amigos tenían las mañanas libres para discutir todo lo ocurrido desde su separación
en Rheon. Intercambiaron noticias sobre los que habían quedado en casa: desde
detalles domésticos —como niños y bodas— a asuntos de Estado. Garion se alegró
de oír que el hijo de Brand, Kail, gobernaba el reino de Riva casi tan bien como lo
habría hecho él mismo. Además, como los murgos estaban pendientes de la presencia
malloreana al sudeste de Cthol Murgos, en los reinos del Oeste reinaba la paz y
florecía el comercio. Esta última información hizo crispar la nariz de Seda.
—Todo eso está muy bien —dijo Barak con voz atronadora—. Pero ¿no
podríamos olvidar por un momento lo que ocurre en nuestras tierras para escuchar la
historia que nos interesa? Me muero de curiosidad.
Entonces comenzaron a hablar. No les permitieron ninguna digresión y
saborearon hasta el último detalle del relato.
—¿De verdad hiciste eso? —le preguntó Lelldorin a Garion, después de escuchar
la emocionante descripción de Seda sobre el primer enfrentamiento con Zandramas,
cuando ella había adoptado la forma de un dragón en las colinas del norte de la
llanura arendiana.
—Bien —respondió Garion con modestia—, no fue toda la cola, sino apenas un
metro y medio. Sin embargo, sirvió para llamar su atención.
—Cuando nuestro espléndido héroe vuelva a casa, podrá buscar un empleo en el
campo del exterminio de dragones —rió Seda.
—Pero ya no quedan más dragones, Kheldar —señaló Velvet.
—Oh, no hay problema, Liselle —sonrió el hombrecillo—. Tal vez Eriond pueda
hacer aparecer unos cuantos.
—Olvídalo —dijo Garion.
Luego, en cierto punto del relato, todos quisieron conocer a Zith y Sadi enseñó
con orgullo a la pequeña serpiente verde y a su inquieta prole.
—A mí no me parece tan peligrosa —gruñó Barak.
—Eso díselo a Harakan —sonrió Seda—. Liselle se la arrojó a la cara en Ashaba.
Zith le dio un par de mordiscos y lo dejó absolutamente petrificado.
—¿Lo mató? —preguntó el hombretón.
—Nunca he visto a nadie tan muerto.
—Te estás adelantando a la historia —lo riñó Hettar.
—Es imposible contaros todo lo que ocurrió en una sola mañana, Hettar —dijo
Durnik.
—No te preocupes, Durnik —respondió Barak—. El viaje a casa es muy largo.
Tendremos tiempo de sobra en alta mar.
Aquella tarde, por aclamación popular, Beldin se vio obligado a repetir el
espectáculo que había ofrecido antes de marcharse al arrecife. Luego, sólo para

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demostrar los talentos de sus compañeros, Garion sugirió que se reunieran en el
campo de torneos, donde disponían de más lugar. Lelldorin enseñó al rey y a la corte
algunas de las más brillantes técnicas de tiro con arco, acabando con la demostración
de una novedosa forma de recoger ciruelas de un árbol lejano. Barak dobló una barra
de hierro hasta convertirla en algo similar a un lazo y Hettar los dejó atónitos con una
deslumbrante exhibición de equitación. Sin embargo, el espectáculo no acabó
demasiado bien. Cuando Relg atravesó una sólida pared de piedra, varias damas se
desmayaron y algunos niños del público huyeron despavoridos.
—Creo que aún no están preparados para ver eso —dijo Seda, que se había vuelto
de espaldas al ver a Relg aproximarse a la pared—. Yo no lo estoy —añadió.
Varios días después, un mediodía, dos barcos procedentes de distintas direcciones
entraron en el puerto. Uno de ellos era un conocido barco de guerra cherek; del otro
desembarcaron el general Atesca y Brador, el jefe del Departamento de Asuntos
Internos. El rey Anheg y el emperador Varana descendieron por la pasarela del barco
de guerra, con el capitán Greldik al frente.
—¡Barak! —gritó Anheg mientras bajaba—, ¿puedes darme alguna excusa para
que no te lleve de vuelta a Val Alorn encadenado?
—Es muy quisquilloso, ¿verdad? —le dijo Hettar al hombretón de la barba roja.
—Se le pasará en cuanto lo emborrache —respondió Barak encogiéndose de
hombros.
—Lo siento, Garion —dijo Anheg con voz resonante—. Varana y yo intentamos
detenerlo, pero esa enorme chalana se mueve más rápido de lo que pensábamos.
—¿Chalana? —protestó Barak con suavidad.
—No tiene importancia, Anheg —respondió Garion—. Cuando llegaron, ya había
acabado todo.
—Entonces ¿has recuperado a tu hijo?
—Sí.
—Tendremos que verlo. Hemos hecho muchos esfuerzos para encontrarlo.
Ce'Nedra se adelantó con Geran y Anheg los estrechó a ambos en un gran abrazo.
—Majestad —saludó a la reina de Riva—, y Alteza —sonrió haciéndole
cosquillas al pequeño, que rió divertido.
Ce'Nedra intentó hacer una reverencia.
—No hagas eso, Ce'Nedra —la riñó Anheg—. Harás caer al pequeño.
Ce'Nedra rió y luego sonrió al emperador Varana.
—Tío —le dijo.
—Ce'Nedra —respondió el emperador de cabello plateado—. Tienes buen
aspecto. —Luego la miró con más atención—. ¿Son ideas mías, o has engordado un
poco?
—Sólo es pasajero, tío. Ya te lo explicaré más tarde.

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Mientras tanto Brador y Atesca se aproximaron a Zakath.
—¡Vaya, Majestad! —dijo Atesca con fingida sorpresa—. ¡Qué casualidad
encontraros aquí!
—General Atesca —respondió Zakath—, ¿no nos conocemos lo suficiente para
evitar estas triquiñuelas?
—Estábamos preocupados por ti —dijo Brador—, y como estábamos cerca... —
dejó la frase en el aire y abrió los brazos.
—¿Y qué hacíais cerca de aquí? Si no recuerdo mal, os dejé a orillas del Magan.
—Surgió un imprevisto —intervino Atesca—. El ejército de Urvon se dispersó y
los darshivanos parecían desconcertados. Brador y yo aprovechamos la oportunidad
para recuperar Peldane y Darshiva para el imperio, y desde entonces hemos estado
persiguiendo a los últimos miembros del ejército darshivano por todo el este de
Dalasia.
—Muy bien, caballeros —aprobó Zakath—. Muy bien. Debería tomarme
vacaciones más a menudo.
—¿Es ésta su idea de unas vacaciones? —murmuró Sadi.
—Por supuesto —respondió Seda—. Luchar contra dragones puede resultar muy
estimulante.
Zakath y Varana se habían estado mirando con expresión inquisitiva.
—Majestades —dijo Garion con cortesía—. Debería presentaros. Emperador
Varana, éste es Su Majestad Imperial, Kal Zakath de Mallorea. Emperador Zakath,
éste es Su Majestad Imperial, Ran Borune XXIV del Imperio de Tolnedra.
—Habría bastado con decir Varana, Garion —dijo el tolnedrano—. Kal Zakath,
hemos oído hablar mucho de ti —añadió extendiendo la mano.
—Supongo que nada bueno, Varana —respondió Zakath con una sonrisa mientras
le estrechaba la mano con aprecio.
—Los rumores no suelen ser exactos, Zakath.
—Tenemos mucho de que hablar, Majestad Imperial —dijo Zakath.
—Desde luego que sí, Majestad Imperial.
El rey Oldorin parecía estar al borde de un ataque de nervios. De repente, su isla
se había llenado de personajes reales. Garion hizo las presentaciones con tacto,
intentando impresionarlo lo menos posible. El rey Oldorin sólo atinaba a murmurar
vagos saludos, olvidando incluso las fiorituras del lenguaje. Garion se lo llevó a un
lado.
—Ésta es una ocasión muy importante, Majestad —declaró—. La presencia en un
mismo lugar de Zakath de Mallorea, Varana de Tolnedra y Anheg de Cherek presagia
la posibilidad de dar grandes pasos hacia la paz universal, que hemos estado
esperando durante milenios.
—Vuestra propia presencia aquí aumenta la importancia de la ocasión, Belgarion

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de Riva.
Garion hizo una reverencia de reconocimiento.
—Aunque la cortesía y hospitalidad de vuestro reino superan a la de cualquier
otro del mundo conocido, Majestad —dijo—, sería imprudente de nuestra parte no
aprovechar esta oportunidad para ocuparnos de una causa tan noble. Por consiguiente,
os ruego que permitáis que mis amigos y yo nos separemos por un tiempo para
explorar las posibilidades de este encuentro casual, que, sin embargo, no parece
enteramente producto del azar. Creo que los propios dioses podrían haber intervenido
en su realización.
—Estoy seguro de ello, Majestad —asintió Oldorin—. Hay salas de reuniones en
la planta superior del palacio, rey Belgarion, y están a inmediata disposición de vos y
de vuestros amigos reales. No dudo de la importancia de las decisiones que podrían
surgir de este encuentro, y el honor de que esto suceda bajo mi propio techo me
abruma.
La improvisada reunión se llevó a cabo en una sala de la planta superior del
palacio. Por acuerdo general, Belgarath la presidió. Garion aceptó velar por los
intereses de la reina Porenn y Durnik por los del rey Fulrach. Relg habló por Ulgo y
Maragor. Mandorallen representó a Arendia y Hettar actuó como delegado de su
padre. Seda participó en nombre de su hermano, Urgit; Sadi en el de Salmissra, y
Nathel en el de los thulls, aunque sus intervenciones fueron escasas. Nadie demostró
interés por representar a Drosta lek Thun, de Gar og Nadrak.
Antes de comenzar, y pese a la evidente reticencia de Varana, se acordó excluir
las cuestiones comerciales de la discusión. Luego dieron por iniciada la reunión.
Al mediodía de la segunda jornada, Garion se recostó en el respaldo de su silla,
escuchando sólo a medias las interminables negociaciones de Seda y Zakath sobre un
posible tratado de paz entre Mallorea y Cthol Murgos. Garion suspiró con aire
pensativo. Pocos días antes, sus amigos y él habían participado en el acontecimiento
más importante de la historia del universo, y ahora estaban sentados alrededor de una
mesa, enfrascados en problemas mundanos de política internacional. Aunque
resultara decepcionante, Garion sabía que la mayoría de los habitantes del mundo
estarían más preocupados por lo que sucedía alrededor de esa mesa que por lo
ocurrido en Korim.
Por fin, se redactaron los Acuerdos de Dal Perivor, provisionales y basados en
generalidades. Como es natural, deberían ser ratificados por los monarcas ausentes.
Eran acuerdos vagos e inspirados en la buena voluntad, más que en el escabroso toma
y daca de la auténtica negociación política. Sin embargo, Garion estaba convencido
de que constituían una verdadera esperanza para la humanidad. Mandaron llamar a
escribas para copiar las abundantes notas de Beldin y por fin se decidió firmar el
documento con el sello del monarca anfitrión, el rey Oldorin de Perivor.

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La ceremonia de la firma fue majestuosa, como corresponde a una ceremonia
mimbrana.
Al día siguiente llegó el momento de las despedidas. Zakath, Cyradis, Eriond,
Atesca y Brador partirían hacia Mal Zeth, mientras los demás iniciarían el largo viaje
a casa a bordo de La Gaviota. Antes de marcharse, Garion mantuvo una larga
conversación con Zakath, durante la cual acordaron escribirse y, si los asuntos de
Estado se lo permitían, visitarse. Ambos sabían que la correspondencia no constituiría
ningún problema, pero que las visitas serían mucho más problemáticas.
Luego Garion se unió a su familia para la despedida de Eriond. Garion acompañó
al joven y aún desconocido dios de Angarak hasta el muelle, donde aguardaba el
barco de Atesca.
—Hemos compartido juntos momentos muy importantes, Eriond —dijo.
—Sí —asintió Eriond.
—Aún te queda mucho por hacer, ¿verdad?
—Más de lo que imaginas, Garion.
—¿Estás preparado?
—Sí, Garion, lo estoy.
—Bien. Si alguna vez me necesitas, llámame. Iré a donde sea lo antes posible.
—Lo recordaré.
—Y no dejes que las ocupaciones te absorban demasiado, o Caballo acabará
engordando.
—No te preocupes —sonrió Eriond—, Caballo y yo aún debemos recorrer un
largo camino juntos.
—Cuídate, Eriond.
—Tú también, Garion.
Se estrecharon las manos y Eriond se dirigió a la pasarela de su barco.
Garion suspiró y se encaminó hacia La Gaviota. Subió la pasarela y se unió a los
demás, que observaban cómo el barco de Atesca se alejaba despacio del puerto,
girando ligeramente alrededor del de Greldik, que aguardaba con la impaciencia de
un perro amarrado.
Por fin los marineros de Barak soltaron amarras y comenzaron a remar fuera del
puerto. Desplegaron las velas y La Gaviota dirigió su proa rumbo a casa.

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Capítulo 27
El tiempo se mantenía claro y soleado, y una persistente brisa empujaba las velas
de La Gaviota hacia el noroeste, tras la estela del deteriorado barco de guerra de
Greldik. Por insistencia de Unrak, las dos naves se habían desviado hacia Mishrak ac
Thull, para dejar a Nathel en su propio reino.
Los días eran largos, llenos de la radiante luz del sol y el penetrante aroma del
agua salada. Garion y sus amigos pasaban casi todo el día en la bodega. El relato de
los acontecimientos de Korim era largo y complejo, pero aquellos que no habían
estado presentes querían conocer todos los detalles. Las abundantes preguntas e
interrupciones provocaban largas digresiones, pero, pese a los frecuentes saltos hacia
delante o atrás en el tiempo, la historia avanzaba. Un oyente común se habría
mostrado escéptico ante muchos de los hechos relatados, pero Barak y los demás los
aceptaban sin discutir. Habían pasado suficiente tiempo con Polgara y Garion para
saber que no había nada imposible. La única excepción a esta regla era el emperador
Varana, cuya obstinada incredulidad, según creía Garion, obedecía más a principios
filosóficos que a una desconfianza genuina.
Antes de dejar al rey de los thulls en un puerto de su propio reino, Unrak le dio
unos cuantos consejos, instándolo a ganar confianza en sí mismo y a liberarse del
dominio de su madre. Sin embargo, el joven Unrak no parecía demasiado optimista
sobre el futuro de su amigo.
Por fin La Gaviota giró hacia el sur, siempre tras la estela del barco de Greldik, y
navegó junto a la rocosa y estéril costa de Goska, al norte de Cthol Murgos.
—Es patético, ¿no crees? —le dijo un día Barak a Garion, señalando el barco de
Greldik—. Parece una ruina flotante.
—Greldik es bastante severo con su barco —asintió Garion—. He viajado con él
en varias ocasiones.
—Ese hombre no siente ningún respeto por el mar —gruñó Barak—, y bebe
demasiado.
Garion parpadeó, asombrado.
—¿Cómo has dicho? —preguntó.
—Oh, estoy dispuesto a admitir que bebo una jarra o dos de cerveza de vez en
cuando, pero Greldik bebe en alta mar y eso es asqueroso, Garion, hasta podría
calificarse de irreverente.
—Tú sabes más del mar que yo —admitió Garion.
El barco de Greldik y La Gaviota atravesaron el angosto estrecho que separaba
Verkat de las costas australes de Hagga y Gorut. En aquellas latitudes era verano y el
buen tiempo les permitía avanzar con rapidez. Tras pasar junto al peligroso
archipiélago de islas rocosas, frente al extremo de la península de Urga, Seda subió a

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la cubierta.
—Vosotros dos os pasáis el día aquí —les dijo a Garion y a Barak.
—Me gusta estar en cubierta cuando hay tierra a la vista —respondió Garion—
Cuando ves moverse la costa, tienes la impresión de que realmente vas a algún sitio.
¿Qué hace tía Pol?
—Teje —dijo Seda encogiéndose de hombros—. Les está enseñando a Ce'Nedra
y a Liselle. Entre las tres están produciendo verdaderas montañas de prendas
diminutas.
—Me pregunto por qué lo harán —preguntó Garion muy serio.
—Tengo que pedirte un favor, Barak —dijo Seda.
—¿De qué se trata?
—Me gustaría detenerme en Rak Urga para entregarle una copia de los acuerdos a
Urgit. Además, Zakath hizo un par de propuestas en Dal Perivor que mi hermano
debería conocer.
—¿Me ayudarás a encadenar a Hettar al palo mayor cuando lleguemos al puerto?
—le preguntó Barak.
Seda hizo una mueca de asombro, pero enseguida pareció comprender.
—Ah —dijo—, lo había olvidado. No sería buena idea llevar a Hettar a una
ciudad llena de murgos, ¿verdad?
—Sería muy mala idea, Seda. Aunque tal vez «desastrosa» fuera un término más
adecuado.
—Dejadme hablar con él —sugirió Garion—, es probable que pueda calmarlo.
—Si lo consigues, yo subiré a la cubierta y hablaré con la próxima tormenta que
se nos presente —dijo Barak—. Hettar es casi tan irracional como el tiempo en lo que
concierne a los murgos.
Sin embargo, el alto algario no se enfureció ni cogió su sable al oír la palabra
«murgo». Durante el viaje, le habían revelado el verdadero origen de Urgit, y cuando
Garion le comunicó con cierta reticencia sus intenciones de pasar por Rak Urga, su
cara de halcón se llenó de curiosidad.
—Controlaré mis instintos, Garion —prometió—. Creo que me gustaría conocer
al drasniano que logró convertirse en rey de los murgos.
Debido a la proverbial y casi instintiva aversión entre murgos y alorns, Belgarath
les aconsejó actuar con prudencia.
—Ahora que las cosas están más tranquilas, no debemos crear problemas —dijo
—. Barak, despliega una bandera de paz, y en cuanto puedan oírte desde el muelle,
envía a buscar a Oskatat, el senescal de Urgit.
—¿Podemos confiar en él? —preguntó Barak con desconfianza.
—Eso creo. Sin embargo, no iremos todos al palacio de Drojim. Ordena que La
Gaviota y el barco de Greldik se alejen de la costa cuando hayamos desembarcado.

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Ni el más fanático capitán murgo atacaría a un par de barcos de guerra chereks en alta
mar. Estaré en contacto con Polgara, y si surge algún imprevisto, os enviaré ayuda.
Fueron necesarios varios e insistentes gritos para convencer al coronel murgo que
estaba en el muelle de que enviara a buscar al senescal Oskatat al palacio de Drojim.
Por fin el coronel aceptó la sugerencia cuando Barak ordenó cargar las catapultas de
su barco. Aunque Rak Urga no era una ciudad muy bonita, era evidente que el
coronel no deseaba verla convertida en ruinas.
—¿Ya habéis regresado? —gritó Oskatat desde el puerto cuando llegó al muelle.
—Pasábamos cerca de aquí y se nos ocurrió haceros una visita —dijo Seda con
sarcasmo—. Si es posible, nos gustaría ver a Su Majestad. Nosotros controlaremos a
estos alorns si tú puedes hacer lo mismo con tus murgos.
Oskatat repartió unas cuantas órdenes enérgicas, acompañadas por espantosas
amenazas, y Garion, Belgarath y Seda embarcaron en una chalupa de La Gaviota. Los
acompañaban Barak, que había dejado a Unrak al mando, Hettar y Mandorallen.
—¿Cómo os ha ido? —le preguntó Oskatat a Seda mientras el grupo, custodiado
por la guardia personal del rey Urgit, cabalgaba hacia el palacio de Drojim.
—Todo ha salido bastante bien —sonrió Seda.
—Su Majestad se alegrará de esa noticia.
Cuando entraron al llamativo palacio, Oskatat los condujo hacia la sala del trono,
a través de un pasillo alumbrado por humeantes antorchas.
—Su Majestad espera a estas personas —dijo Oskatat con brusquedad a los
guardias— y las recibirá ahora. Abrid las puertas.
—Pero son alorns, señor —dijo uno de los guardias, que parecía nuevo en su
oficio.
—¿Y qué? Abre la puerta.
—Pero...
—¿Sí? —dijo Oskatat en un tono engañosamente trivial mientras desenvainaba su
pesada espada.
—Eh..., nada, señor —respondió el guardia—. Nada en absoluto.
—Entonces ¿por qué sigue cerrada la puerta?
Los guardias se apresuraron a abrirla.
—¡Kheldar! —exclamó una voz estridente, procedente del fondo de la sala. El rey
Urgit corrió escaleras abajo desde la plataforma del trono, sosteniéndose la corona.
Estrechó a Seda en un fuerte abrazo, sin poder contener las carcajadas—. ¡Creí que
habías muerto! —dijo.
—Tienes buen aspecto, Urgit —le dijo Seda.
—Me he casado, ¿sabes? —respondió Urgit con una mueca extraña.
—Sabía que Prala acabaría por pillarte. Yo mismo me casaré pronto.
—¿Con aquella joven rubia? Prala me contó lo que sentía por ti. ¡Vaya, conque el

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invencible Kheldar se casa por fin!
—Todavía no hagas tus apuestas, Urgit —le dijo Seda a su hermano—. Tal vez
me suicide antes de decidirme. ¿Estamos solos? —preguntó—. Tenemos mucho de
qué hablar y no nos sobra el tiempo.
—Mi madre y Prala están aquí —respondió Urgit—, y mi padrastro, por supuesto.
—¿Padrastro? —preguntó Seda, mirando a Oskatat con incredulidad.
—Mi madre se sentía sola. Echaba de menos los divertidos malos tratos que le
prodigaba Taur Urgas. Sin embargo, me temo que se ha llevado una terrible
decepción. Hasta ahora, Oskatat no la ha arrojado por las escaleras ni le ha pateado la
cabeza una sola vez.
—Cuando habla en broma, resulta insoportable —lo disculpó Oskatat.
—Sólo intento alegrar los ánimos —rió Urgit—. ¡Por el ojo chamuscado de
Torak! ¡Cuánto te he echado de menos, Seda!
Tras saludar a Garion y a Belgarath, miró a Barak, Mandorallen y Hettar con
expresión inquisitiva.
—Barak, señor de Trellheim —presentó Seda al gigante de barba roja.
—Es incluso más grande de lo que dicen —observó Urgit.
—Mandorallen, barón de Vo Mandor —continuó Seda.
—La personificación de un auténtico caballero —dijo Urgit.
—Y por último, Hettar, hijo del rey Cho-Hag de Algaria.
Urgit retrocedió, con los ojos llenos de temor, e incluso Oskatat dio un paso atrás.
—No hay razón para preocuparse, Urgit —señaló Seda con tono magnánimo—
En el largo camino desde el puerto, Hettar no ha matado a uno solo de tus súbditos.
—Asombroso —murmuró Urgit con nerviosismo—. Por lo visto, has cambiado
mucho —le dijo—. Se dice que mides trescientos metros y que llevas un collar hecho
con cráneos de murgos.
—Sólo me he tomado un descanso —respondió Hettar con frialdad.
—No vamos a mostrarnos desagradables el uno con el otro, ¿verdad? —preguntó
Urgit con una sonrisa aprensiva.
—No —respondió Hettar—, no lo creo. Por alguna razón, has despertado mi
curiosidad.
—Es un alivio —dijo Urgit—, pero si empiezas a ponerte nervioso, avísame.
Todavía quedan una docena de generales leales a mi padre escondidos en el palacio y
Oskatat aún no ha encontrado una excusa para decapitarlos. Llegado el caso, yo los
enviaré a buscar y tú podrás hacer algo para relajarte. Después de todo, para mí no
son más que una molestia. —Arrugó la frente—. Ojalá hubiera sabido que venías —
dijo—, hace años que quiero enviarle un regalo a tu padre. —Hettar lo miró con las
cejas arqueadas en un gesto de asombro—. Me hizo el favor más grande que un
hombre podrá hacerme en toda la vida: hundió su sable en las entrañas de Taur Urgas.

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Dile que cuando se marchó, yo acabé su trabajo.
—¿Ah, sí? —preguntó Hettar—. Mi padre no suele dejar sus trabajos
inconclusos.
—Oh, Taur Urgas estaba bien muerto —le aseguró Ur​git—, pero temía que
viniera algún grolim e intentara resucitarlo, así que lo degollé antes de que lo
enterraran.
—¿Lo degollaste? —preguntó Hettar, atónito.
—De oreja a oreja —respondió Urgit con tono divertido—. Cuando tenía diez
años robé un pequeño cuchillo y luego me pasé varios años afilándolo. Después de
cortarle el gaznate, le clavé una estaca en el corazón y lo enterré a cinco metros de
profundidad... con la cabeza hacia abajo. Nunca había tenido tan buen aspecto como
esa vez, con sólo los pies asomándole sobre la tierra. Incluso dejé de cavar un rato
para disfrutar de la vista.
—¿Lo enterraste tú mismo? —preguntó Barak.
—Desde luego. No podía permitir que lo hiciera ningún otro, pues quería
asegurarme de que estuviera bien enterrado. Cuando terminé, provoqué una
estampida de caballos para que disimularan el lugar de la tumba con sus pisadas.
Como habréis imaginado, mi padre y yo no nos llevábamos muy bien, y la certeza de
que ningún murgo sabe dónde está enterrado me produce un gran placer. ¿Por qué no
nos unimos a mi esposa y a mi madre? Luego me contaréis vuestras espléndidas
noticias..., cualesquiera que éstas sean. ¿Puedo acariciar la esperanza de que Kal
Zakath repose en los brazos de Torak?
—No lo creo.
—Qué pena —dijo Urgit.
En cuanto descubrieron que Polgara, Ce'Nedra y Velvet estaban a bordo de La
Gaviota, la reina Prala y su suegra Tamazin se disculparon para ir a visitar a sus
viejas amigas.
—Sentaos, caballeros —dijo Urgit tras la partida de las damas, y él se repantigó
en el trono, apoyando una pierna sobre uno de sus brazos—. Ahora, dime, Kheldar,
¿cuál es esa espléndida noticia que querías comunicarme?
Seda se sentó en un extremo de la plataforma y buscó algo en el interior de su
túnica.
—Por favor, no hagas eso, Kheldar —dijo Urgit encogiéndose en el trono—. Sé
bien cuántas dagas llevas contigo.
—Esta vez no se trata de una daga, Urgit —lo tranquilizó Seda—, sino de esto.
Le entregó un pergamino doblado. Urgit lo abrió y lo examinó con rapidez.
—¿Quién es Oldorin de Perivor? —preguntó.
—Es el rey de una isla situada al sur de Mallorea —explicó Garion—. Algunos de
nosotros nos reunimos allí.

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—Vaya grupo —observó Urgit mirando las firmas. Luego hizo una mueca de
preocupación—. También veo que tú hablaste en mi nombre —le dijo a Seda.
—Protegió tus intereses con bastante eficacia, Urgit —le aseguró Belgarath—.
Como habrás notado, sólo nos hemos puesto de acuerdo en generalidades, pero de
todos modos es un buen comienzo.
—Lo es, Belgarath —asintió Urgit—. Por lo que veo, nadie actuó como delegado
de Drosta.
—El rey de Gar og Nadrak no estuvo representado, Majestad —dijo Mandorallen.
—Pobre Drosta —rió Urgit—, siempre lo dejan a un lado. Todo esto está muy
bien, caballeros, y hasta podría garantizaros una década entera de paz... siempre y
cuando no le hayáis prometido a Zakath entregarle en bandeja mi cabeza para decorar
alguna habitación secundaria del palacio de Mal Zeth.
—Eso es lo que queríamos discutir contigo —dijo Seda—. Zakath regresó a Mal
Zeth cuando abandonamos Perivor, pero antes de separarnos tuve ocasión de hablar
seriamente con él y aceptó comenzar las negociaciones de paz.
—¿Paz? —se burló Urgit—. Zakath sólo desea la paz eterna para todos los
murgos y yo estoy en el primer lugar de la lista.
—Ha cambiado un poco —le dijo Garion—. Ahora mismo, tiene algo más
importante en la cabeza que exterminar murgos.
—Tonterías, Garion. Todo el mundo quiere exterminar a los murgos. Incluso yo,
que soy su rey.
—Envía algunos emisarios a Mal Zeth —le aconsejó Seda—, y dales suficiente
poder para que puedan negociar de buena fe.
—¿Pretendes que otorgue poder a un murgo? ¿Te has vuelto loco, Kheldar?
—Yo podré encontrar algunos hombres de confianza, Urgit —le aseguró Oskatat.
—¿En Cthol Murgos? ¿Dónde? ¿Debajo de alguna roca húmeda?
—Tendrás que empezar a confiar en la gente, Urgit —le dijo Belgarath.
—Oh, por supuesto, Belgarath —respondió Urgit con la voz cargada de sarcasmo
—. Ya lo creo que me fío de ti..., aunque sólo porque temo que de lo contrario me
conviertas en un sapo.
—Envía emisarios a Mal Zeth, Urgit —dijo Seda con voz paciente—. Los
resultados podrían depararte una agradable sorpresa.
—Cualquier hecho que no acabara con mi decapitación sería una sorpresa
agradable. —Urgit miró a su hermano con expresión astuta—. Tienes algo más en
mente, Kheldar. Suéltalo de una vez.
—El mundo está a punto de enfermar con una grave epidemia de paz —dijo Seda
—. Mi socio y yo hemos creado nuestro imperio comercial en épocas de guerra. Si no
encontramos nuevos mercados con demanda de productos necesarios en períodos de
paz, nuestros negocios podrían fundirse. Cthol Murgos ha estado en guerra durante

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una generación entera.
—Más. En concreto, estamos en guerra desde la ascensión de la dinastía Urga, a
la cual tengo el dudoso placer de representar.
—Entonces es muy probable que la gente añore las comodidades propias de los
tiempos de paz, pequeñas frivolidades como tejados para las casas, ollas donde
cocinar y cosas por el estilo.
—Supongo que sí.
—Bien. Yarblek y yo podríamos traer nuestros productos a través del mar y
convertir Rak Urga en el mayor centro comercial de la mitad sur del continente.
—¿Por qué ibais a querer hacer algo así? Cthol Murgos está en bancarrota.
—Las inagotables minas de oro siguen allí, ¿verdad?
—Por supuesto, pero están en los territorios controlados por los malloreanos.
—Sin embargo, si tú firmas un tratado de paz con Zakath, los malloreanos se
marcharán, ¿no es cierto? Tenemos que darnos prisa, Urgit. En cuanto las tropas
malloreanas se retiren, tú tendrás que movilizar tanto a tus tropas como a tus mineros.
—¿Qué obtengo yo del trato?
—Impuestos, querido hermano, impuestos. Podrás cobrar impuestos a los
mineros, a mí y a mis clientes. Dentro de pocos años, estarás nadando en dinero.
—Y los tolnedranos me lo robarán en unas pocas semanas.
—No lo creo —sonrió Seda—. Varana es el único tolnedrano enterado de esto y
ahora está en el barco de Barak, en la costa. No regresará a Tol Honeth hasta dentro
de varias semanas.
—¿Y eso qué importancia tiene? Nadie puede hacer nada hasta que yo haya
firmado un tratado de paz con Zakath, ¿no es cierto?
—No exactamente, Urgit. Tú y yo podemos llegar a un acuerdo si me garantizas
acceso exclusivo al mercado murgo. Por supuesto, yo te pagaré generosamente a
cambio. Será un acuerdo legal e inquebrantable. He redactado suficientes tratados
comerciales para asegurarme de que así sea. Podremos concretar los detalles más
tarde, pero ahora es importante escribir un documento y ponerle nuestras firmas.
Luego, cuando se decida la paz y los tolnedranos vengan hacia aquí como moscas a la
miel, podrás mostrarles el documento y enviarlos de regreso a casa. Si me concedes
acceso exclusivo, ganaremos millones, Urgit, ¡millones!
Entonces las narices de ambos comenzaron a crisparse de forma notable.
—¿Qué tipo de cláusulas incluiríamos en ese acuerdo? —preguntó Urgit con
cautela.
Seda le dedicó una amplia sonrisa y volvió a buscar algo en el interior de su
chaqueta.
—Me he tomado la libertad de esbozar un documento provisional —dijo mientras
sacaba otro pergamino—. Sólo para ahorrar tiempo, por supuesto.

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Mientras los marineros de Barak atracaban La Gaviota en el conocido muelle del
distrito drasniano, Garion notó que Sthiss Tor seguía siendo una ciudad muy poco
atractiva. En cuanto acabaron de amarrar las sogas, Seda saltó a tierra y corrió hacia
las calles de la ciudad.
—¿Crees que tendrá algún problema? —le preguntó Garion a Sadi.
—No es muy probable —respondió Sadi que estaba acurrucado detrás de una
chalupa—. Salmissra lo conoce y yo conozco a mi reina. Aunque su rostro no refleje
sus emociones, es muy curiosa. He dedicado los últimos tres días a la composición de
mi carta y casi me atrevería a garantizarte que me recibirá. ¿Ahora podríamos bajar a
la bodega, Garion? No me gustaría que me viera nadie.
Dos horas más tarde, Seda regresó acompañado por un pelotón de soldados
nyissanos. El comandante del pelotón tenía un aspecto familiar.
—¿Eres tú, Issus? —dijo Sadi desde la portilla del camarote donde estaba
escondido—. Creí que habrías muerto.
—Pues ya ves que no es así —respondió el asesino tuerto.
—¿Ahora trabajas en el palacio?
—Sí.
—¿Para la reina?
—En parte. De vez en cuando hago algún trabajito para Javelin.
—¿Y la reina lo sabe?
—Desde luego. Muy bien, Sadi, la reina ha aceptado darte una amnistía de dos
horas, así que será mejor que nos demos prisa. Estoy seguro que querrás haber salido
de aquí antes de que se acabe el tiempo. Los colmillos de la reina empiezan a temblar
cada vez que oye pronunciar tu nombre. Vamos..., a menos que hayas cambiado de
opinión y quieras comenzar a correr ahora mismo.
—No —dijo Sadi—. Subiré enseguida. Si no hay inconveniente, llevaré a Polgara
y a Belgarion conmigo.
—Como quieras —dijo Issus con indiferencia.
El palacio seguía lleno de serpientes y eunucos de mirada ausente. Un oficial con
la cara llena de granos, anchas caderas y un grotesco maquillaje en la cara los recibió
en la puerta del palacio.
—Bien, Sadi —dijo con aflautada voz de soprano—, veo que has regresado.
—Y yo veo que tú aún sigues con vida, Y'sth —respondió Sadi con frialdad—. Es
una verdadera pena.
Y'sth entrecerró los ojos en una clara expresión de odio.
—Deberías tener más cuidado con lo que dices, Sadi —sugirió—. Ya no eres el
jefe de los eunucos. De hecho, es muy probable que pronto lo sea yo.
—En tal caso, espero que los cielos se apiaden de la pobre Nyissa —murmuró

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Sadi.
—¿Sabes que la reina ha ordenado que Sadi sea llevado ante ella sano y salvo? —
le preguntó Issus al eunuco.
—No lo he oído de sus propios labios.
—Salmissra no tiene labios, Y'sth, y yo acabo de recordarte su orden. ¿Ahora vas
a salir del medio o prefieres que te aparte yo mismo con un cuchillo?
—No puedes amenazarme, Issus —dijo Y'sth mientras retrocedía.
—No ha sido una amenaza, sino una simple pregunta —respondió el asesino.
Luego los condujo hacia la sala del trono por los lustrosos pasillos del palacio.
La sala no había cambiado ni tal vez fuera a cambiar nunca, pues la milenaria
tradición de los nyissanos así lo exigía. Salmissra estaba en el trono con el cuerpo
enroscado, moviendo sinuosamente la coronada cabeza roma ante el espejo.
—Sadi el eunuco, mi reina —anunció Issus con una reverencia.
Garion notó que Issus no se postraba ante el trono, como solían hacer los demás
nyissanos.
—Ah —siseó Salmissra—, también la hermosa Polgara y el rey Belgarion. Te
tratas con gente importante desde que no estás a mi servicio, Sadi.
—Pura casualidad, mi reina —respondió Sadi con soltura.
—¿Cuál es ese asunto urgente que te lleva a arriesgar tu vida presentándote ante
mí?
—Sólo esto, eterna Salmissra —respondió Sadi. Dejó su maletín rojo en el suelo,
lo abrió y sacó un pergamino doblado. Luego pateó con naturalidad a un eunuco en
las costillas—. Llévale esto a la reina —le ordenó.
—No estás acrecentando tu popularidad aquí, Sadi —le advirtió Garion en voz
baja.
—No tengo intenciones de proponerme para ningún cargo público, de modo que
puedo ser tan desagradable como desee.
Salmissra examinó rápidamente los acuerdos de Dal Perivor.
—Interesante —siseó.
—Estoy seguro de que sabrás apreciar las oportunidades implícitas en este
documento —dijo Sadi—. Creí que era mi responsabilidad presentarlo ante ti.
—Por supuesto que entiendo lo que esto significa, Sadi. Aunque sea una
serpiente, no soy estúpida.
—Entonces me despido, mi reina. Ya te he prestado mi último servicio.
Salmissra había fijado la vista en el vacío con aire pensativo.
—Todavía no, Sadi —dijo ella en un murmullo que era casi un ronroneo—.
Acércate un poco.
—Me has dado tu palabra, Salmissra —protestó él con aprensión.
—Oh, Sadi, sé razonable. No pienso morderte. Fue una conspiración, ¿verdad?

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Habías descubierto la posibilidad de que se firmaran estos acuerdos e hiciste que te
despidiera para marcharte a investigar al respecto. Debo decir que tus negociaciones
en mi nombre fueron brillantes. Lo has hecho muy bien, Sadi, aunque para ello
tuvieras que engañarme. Estoy orgullosa de ti. ¿Aceptarías volver a tu antiguo cargo
aquí en el palacio?
—¿Que si aceptaría? —exclamó él con una alegría infantil—. Estaría encantado
de hacerlo. Sólo vivo para servirte.
Salmissra giró la cabeza hacia ambos lados, para mirar a los eunucos postrados en
el suelo.
—Ahora os iréis todos de aquí —ordenó—. Quiero que divulguéis por todo el
palacio la noticia de que Sadi ha sido rehabilitado y de que vuelve a ocupar su cargo.
Si alguien se atreve a criticar mi decisión, traedlo ante mí. Yo le daré las
explicaciones pertinentes.
Todos la miraron fijamente y Garion notó que más de una cara reflejaba un
profundo malestar.
—¡Qué agotador! —suspiró Salmissra—. Están demasiado complacidos con la
noticia como para moverse. Por favor, ayúdalos a salir, Issus.
—Como gustes —respondió Issus mientras desenvainaba su espada—. ¿Quieres
supervivientes?
—Alguno que otro, Issus, pero sólo los más dóciles.
La sala del trono se vació de inmediato.
—No sé cómo expresar mi gratitud —dijo Sadi.
—Ya se me ocurrirá algo, mi querido Sadi. En primer lugar, ambos fingiremos
que los motivos que mencioné hace un momento son reales, ¿verdad?
—Lo entiendo perfectamente, Salmissra.
—Después de todo, debemos proteger la dignidad del trono —añadió ella—.
Reanudarás tus tareas habituales en tus antiguas oficinas. Más adelante hablaremos
de honores y recompensas. —Hizo una pausa—. Te he echado de menos, mi querido
Sadi. No sabes cuánto. —Movió la cabeza con lentitud y fijó sus ojos en Polgara—.
¿Cómo fue tu encuentro con Zandramas, Polgara? —preguntó.
—Zandramas ya no está entre nosotros, Salmissra.
—Espléndido, nunca me cayó bien. Entonces ¿el universo ya ha sido reparado?
—Así es, Salmissra.
—Me alegro. Ya sabes que el caos y la confusión resultan irritantes para una
serpiente. Nosotros amamos la paz y el orden.
Garion notó que una pequeña serpiente verde se deslizaba desde debajo del trono
de Salmissra hacia el maletín que Sadi había olvidado abierto sobre el suelo de
mármol. La pequeña serpiente alzó la cabeza para espiar en el interior de la botella de
cerámica mientras ronroneaba con tono seductor.

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—¿Y has recuperado a tu hijo, Belgarion? —preguntó Salmissra.
—Así es, Majestad.
—Enhorabuena. Dale mis recuerdos a tu esposa.
—Lo haré, Salmissra.
—Ahora debemos irnos —dijo Polgara—. Adiós, Sadi.
—Adiós, Polgara —respondió Sadi y luego se volvió hacia Garion—. Adiós,
Garion —saludó—. Nos hemos divertido mucho, ¿verdad?
—Así es —respondió Garion mientras estrechaba la mano del eunuco.
—Despídeme de los demás. Supongo que nos veremos de vez en cuando por
asuntos oficiales, pero ya no será lo mismo, ¿verdad?
—Supongo que no.
Garion caminó hacia la salida de la sala del trono, detrás de Polgara y de Issus.
—Un momento, Polgara —dijo Salmissra de repente—. Tú cambiaste muchas
cosas aquí. Al principio estaba muy enfadada contigo, pero ahora que he tenido
tiempo para pensar creo que todo es mejor así. Te lo agradezco. —Polgara inclinó la
cabeza—. Y enhorabuena por la gracia que recibirás pronto.
Polgara no pareció extrañarse de que Salmissra hubiera adivinado su estado.
—Gracias, Salmissra —dijo ella.

Se detuvieron en Tol Honeth para dejar al emperador Varana en su palacio.


Garion había notado que aquel militar profesional de hombros corpulentos parecía un
poco distraído. Mientras el grupo se dirigía al palacio, Varana intercambió unas
palabras con un oficial y éste se marchó con rapidez.
La despedida fue breve, casi fría. Varana se mostraba tan cortés como siempre,
pero era obvio que tenía otras cosas en mente.
Ce'Nedra estaba furiosa. Como de costumbre, llevaba a su pequeño en brazos y le
acariciaba los rizos rubios con aire ausente.
—Se ha mostrado casi grosero —dijo, indignada.
Seda contempló el sendero de mármol que conducía al palacio. La primavera se
acercaba en aquellas latitudes nórdicas y las hojas comenzaban a brotar en los viejos
y enormes árboles que flanqueaban el camino. Varios tolnedranos elegantes corrían
por aquel sendero en dirección al palacio.
—Tu tío, o tu hermano, como prefieras llamarlo, tiene asuntos muy importantes
que atender —le dijo el hombrecillo a Ce'Nedra.
—¿Qué podría ser más importante que las reglas de cortesía?
—En estos momentos, Cthol Murgos.
—No te entiendo.
—Si Zakath y Urgit firman un tratado de paz, habrá todo tipo de oportunidades
comerciales en Cthol Murgos.

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—Eso lo entiendo —dijo ella con acritud.
—Por supuesto que sí. Después de todo, eres tolnedrana.
—¿Y cómo es posible que tú no estés haciendo nada al respecto?
—Ya lo he hecho, Ce'Nedra —sonrió él mientras sacaba brillo a la piedra de un
enorme anillo contra su chaqueta gris perla—. Es probable que Varana se enfade
conmigo cuando se entere.
—¿Qué has hecho exactamente?
—Te lo contaré cuando estemos en alta mar. Sigues siendo una Borune y podrías
guardar algún vestigio de lealtad hacia la familia. No me gustaría que estropearas la
sorpresa que se va a llevar tu tío.

Navegaron hacia el norte, bordeando la costa oeste, y ascendieron por el río


Arend hasta los bajíos situados en las cercanías de Vo Mimbre. Una vez allí,
desembarcaron y se dirigieron a caballo hacia la legendaria ciudad de los mimbranos.
La noticia de que habían descubierto a un grupo de mimbranos arendianos en los
confines del mundo sacudió a la corte del rey Korodullin. Diversos cortesanos y
funcionarios corrieron a las bibliotecas a redactar respuestas adecuadas a los saludos
enviados por el rey Oldorin.
Sin embargo, la copia de los Acuerdos de Dal Perivor, que fue presentada por
Lelldorin, produjo expresiones de preocupación en los rostros de los más selectos
miembros de la corte.
—Mucho me temo, Majestades —les dijo un anciano cortesano a Korodullin y a
Mayaserana—, que nuestra pobre Arendia ha vuelto a quedar marginada del mundo
civilizado. En el pasado, siempre hemos encontrado consuelo en el eterno conflicto
entre alorns y angaraks, o en el más reciente entre malloreanos y murgos,
considerando, quizá, que su discordia justificaba la nuestra. Sin embargo, ya no
tendremos ni siquiera este pobre consuelo. ¿Permitiremos que se diga que sólo en
este trágico reino prevalecen aún rencores e incivilizadas guerras? ¿Cómo podremos
mantener las cabezas altas en un mundo pacífico mientras las pueriles disputas y las
estúpidas luchas internas siguen malogrando nuestras relaciones?
—Vuestras palabras me parecen enormemente ofensivas, mi señor —respondió
un joven y presuntuoso barón—. Ningún mimbrano auténtico puede negarse a
responder a las serias exigencias de su honor.
—No hablo sólo de los mimbranos, mi señor —respondió el anciano—, sino de
todos los arendianos, tanto asturios como mimbranos.
—Los asturios no tienen honor —dijo el barón con una risita despectiva.
Lelldorin se llevó la mano a la espada de inmediato.
—No, mi joven amigo —dijo Mandorallen, conteniendo al impulsivo joven—. El
insulto ha sido pronunciado aquí, en suelo mimbrano, por lo tanto es mi

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responsabilidad, y un placer para mí, responder a él. —Dio un paso al frente—. Quizá
vuestras palabras fueran demasiado precipitadas, mi señor —dijo con cortesía al
arrogante barón—. Os ruego que las reconsideréis.
—He dicho lo que pienso —respondió el joven fanático.
—Habéis hablado con descortesía a un honorable consejero del rey —dijo
Mandorallen con firmeza— y habéis proferido un grave insulto a nuestros hermanos
del norte.
—Yo no tengo hermanos asturios —declaró el caballero—. No reconozco ningún
parentesco con seres ruines y traidores.
Mandorallen suspiró.
—Os ruego que me perdonéis, Majestad —le dijo al rey—. Pero ¿podríais,
quizás, hacer retirar a las damas? Me propongo hablar con crudeza.
Sin embargo, no había fuerza en la tierra capaz de sacar a las damas de la sala del
trono en un momento como aquél.
Mandorallen se volvió hacia el barón, que sonreía con expresión insolente.
—Mi señor —dijo el gran caballero con frialdad—. Vuestra cara se asemeja a la
de un simio y vuestra figura es deforme. Además, vuestra barba es una ofensa contra
la decencia, pues se parece más al áspero pelaje que decora el trasero de un perro
mestizo que a un apropiado adorno para un rostro humano. ¿Es acaso posible que
vuestra madre, en un momento de fervorosa lujuria, se divirtiera en el pasado con
alguna cabra extraviada? —El barón empalideció y balbuceó algo, incapaz de hablar
—. Parecéis enfadado, mi señor —dijo Mandorallen con la misma serenidad
engañosa—. ¿O tal vez vuestros impropios orígenes han robado a vuestra lengua la
posibilidad de articular la lengua humana? —Miró al barón con aire crítico—. Creo
percibir, barón, que a la desgracia de vuestro dudoso origen se suma también la de la
cobardía, pues ningún hombre de honor habría soportado tan graves insultos sin
reaccionar. Por lo tanto, me temo que tendré que seguir provocándoos.
Como todo el mundo sabía, la tradición exigía arrojar el guante de la armadura al
suelo para retar a alguien a duelo. Sin embargo, no fue allí donde lo arrojó
Mandorallen. El joven barón retrocedió con paso tambaleante, escupiendo dientes y
sangre.
—¡Ya no sois joven, señor Mandorallen! —exclamó lleno de ira—. Durante
mucho tiempo habéis aprovechado vuestra cuestionable reputación para evitar el
combate. Creo que ha llegado el momento de poneros a prueba.
—Habla —dijo Mandorallen con fingida incredulidad—. ¡Contemplad este
milagro, señoras y caballeros, un perro que habla! —Toda la corte rió—. Ahora
salgamos al patio, mi querido señor de las pulgas —continuó Mandorallen—. Tal vez
un duelo con un caballero tan anciano y débil pueda entreteneros.
Los diez minutos siguientes se hicieron interminables para el joven barón

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insolente. Mandorallen, que sin duda podría haberlo cortado en dos con una simple
estocada, prefirió jugar un rato con él, infligiéndole numerosas y dolorosas heridas.
Sin embargo, ninguno de los huesos que rompió fueron importantes y ninguna de las
heridas o contusiones amenazaron funciones vitales. El barón saltaba de un sitio a
otro con la intención de protegerse de los diestros golpes de Mandorallen pero, en
pocos instantes, éste dejó su armadura reducida a una pila de chatarra. Por fin,
obviamente aburrido de la pelea, el campeón de Arendia rompió las dos tibias del
joven con un solo golpe. El barón se desplomó en el suelo, gimiendo de dolor.
—Os ruego, mi señor, que moderéis vuestros gritos para no alarmar a las damas
—lo riñó Mandorallen—. Gemid en voz baja, si así os place, e intentad reducir al
mínimo esas impropias contorsiones de vuestro cuerpo. —Se giró a mirar con
seriedad a la multitud silenciosa, asustada—. Y si alguno de los presentes comparte
los prejuicios de este impulsivo joven, que hable ahora, antes de que guarde mi
espada, pues resulta fatigoso desenvainarla una y otra vez. —Miró alrededor—.
Adelante, caballeros, pues estas trivialidades me agotan y podrían llegar a
enfurecerme.
Cualesquiera que fuesen las opiniones de los caballeros de la corte, era obvio que
preferían guardárselas para sí.
Ce'Nedra dio un paso al frente con expresión grave.
—Mi señor —le dijo a Mandorallen, orgullosa, aunque con un brillo pícaro en los
ojos—. Veo que vuestro valor permanece inmutable pese a la cruel senectud que
enlentece vuestros miembros y los hilos de plata que tiñen vuestros oscuros rizos.
—¿Senectud? —protestó Mandorallen.
—Sólo era una broma, Mandorallen —rió ella—. Ahora guarda tu espada. Es
evidente que nadie más quiere jugar contigo.
Se despidieron de Mandorallen, Lelldorin y Relg, que se quedaba en Vo Mimbre
para regresar desde allí a Maragor, junto a Taiba y los niños.
—¡Mandorallen! —gritó el rey Anheg cuando comenzaban a alejarse de la ciudad
—. Ven a Val Alorn el próximo invierno. Iremos a cazar jabalíes con Barak.
—Lo haré, Majestad —prometió Mandorallen desde las almenas del palacio.
—Ese hombre me cae muy bien —dijo el rey Anheg con voz efusiva.

Volvieron a embarcar y navegaron hacia el norte, en dirección a la ciudad de


Sendar, para comunicar al rey Fulrach los Acuerdos de Dal Perivor. Seda, Velvet,
Barak y Anheg zarparían hacia el norte a bordo de La Gaviota, y los demás planeaban
una placentera cabalgata a través de las montañas de Algaria hasta llegar al valle.
La despedida junto al muelle fue breve, en parte porque pensaban volver a verse
pronto y en parte porque ninguno de ellos quería dejarse traicionar por las emociones.
Garion, en particular, odiaba tener que despedirse de Seda y de Barak. Aquellos

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hombres, pese a sus marcadas diferencias, habían sido sus compañeros durante media
vida y la perspectiva de separarse de ellos le producía un misterioso dolor. Las
trepidantes aventuras habían acabado y ya nada sería igual.
—¿Crees que podrás dejar de meterte en líos? —le preguntó Barak—. Merel se
pone nerviosa cuando se despierta por la mañana y se da cuenta de que ha compartido
la cama con un oso.
—Haré todo lo posible —prometió Garion.
—¿Recuerdas lo que te dije una vez cerca de Winold, aquella mañana helada? —
preguntó Seda. Garion arrugó la frente, intentando recordar—. Te dije que nos había
tocado vivir en tiempos importantes, y que era una suerte estar vivos para participar
en acontecimientos tan trascendentales.
—Oh, sí, ahora lo recuerdo.
—Lo he pensado mejor y creo que he cambiado de opinión.
Seda sonrió y Garion supo que el hombrecillo no hablaba en serio.
—Te veremos en el Consejo alorn a fines del verano, Garion —gritó Anheg desde
La Gaviota, cuando se preparaban para zarpar—. Este año es en tu casa. Tal vez, si
nos esforzamos, podamos enseñarte a cantar decentemente.

Abandonaron la ciudad de Sendar al amanecer del día siguiente y tomaron el


camino de Muros. Aunque en realidad no era necesario, Garion había insistido en
acompañar a sus amigos a casa. La renuncia gradual a su compañía resultaba
deprimente y Garion aún no estaba preparado para separarse de todos.
Cabalgaron a través de Sendaria bajo el sol de finales de primavera, cruzaron las
montañas de Algaria y llegaron a la Fortaleza una semana más tarde. El rey Cho-Hag
parecía encantado con los resultados del enfrentamiento de Korim y asombrado por la
improvisada reunión de Dal Perivor. Puesto que Cho-Hag era bastante más razonable
que el brillante, aunque en ocasiones escéptico, Anheg, Belgarath y Garion le
ofrecieron una descripción minuciosa de la glorificación de Eriond.
—Siempre fue un muchacho extraño —murmuró Cho-Hag con su característica
voz grave—, aunque todos estos acontecimientos también lo han sido. Hemos tenido
el privilegio de vivir en tiempos importantes, amigos míos.
—Así es —asintió Belgarath—. Esperemos que ahora todo se tranquilice, al
menos por un tiempo.
—Padre —dijo entonces Hettar—, Urgit, el rey de los murgos, me pidió que te
presentara sus respetos.
—¿Conociste al rey de los murgos? ¿Y no luchaste con él? —preguntó Cho-Hag,
atónito.
—Urgit no se parece a ningún otro murgo que hayas conocido, padre —respondió
Hettar—. Quiere agradecerte que hayas matado a Taur Urgas.

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—Es una reacción poco habitual en un hijo.
Garion le explicó los extraños orígenes de Urgit y el rey de Algaria,
habitualmente reservado, se echó a reír a carcajadas.
—Yo conocí al padre del príncipe Kheldar —dijo—, y eso es muy propio de él.
Las damas se habían congregado en torno a Geran y la creciente descendencia de
Adara. La prima de Garion estaba en la última etapa de su embarazo y pasaba casi
todo el tiempo sentada, con una sonrisa de arrobamiento en la cara, pendiente de los
inexorables cambios que la naturaleza imponía a su cuerpo. La noticia de los
embarazos de Ce'Nedra y Polgara había llenado de alegría a Adara y a la reina Silar.
Poledra estaba sentada entre ellas, con una sonrisa misteriosa, y Garion sospechó que
sabía algo más de lo que decía.
Unos diez días después, Durnik comenzó a inquietarse.
—Hemos estado mucho tiempo lejos de casa, Pol —dijo una mañana—. Todavía
hay tiempo para sembrar y también necesitaremos poner un poco de orden en la
casa... Habrá que reparar las vallas, examinar el techo y cosas por el estilo.
—Lo que tú digas —asintió ella con placidez.
El embarazo había producido notables cambios en Polgara, que ya no parecía
alterarse por nada.
El día de la partida, Garion bajó al patio para ensillar a Chretienne. Aunque
cualquier jinete algario lo habría librado gustosamente de esa tarea, el joven fingió
querer hacerlo él mismo. Los demás estaban enfrascados en una larga despedida y
Garion sabía que bastaría un solo adiós más para provocarle el llanto.
—Es un buen caballo, Garion.
Era su prima Adara. Su rostro reflejaba la serenidad característica de las mujeres
embarazadas y al mirarla Garion comprobó una vez más que Hettar era un hombre
afortunado. Siempre había habido un vínculo especial y una singular clase de amor
entre Garion y su prima.
—Me lo regaló Zakath —respondió él.
Si se limitaban a hablar de caballos, estaba seguro de que podría controlar sus
emociones.
Sin embargo, Adara no estaba allí para hablar de caballos. Le puso una mano en
la nuca con suavidad y lo besó.
—Adiós, querido primo —dijo con ternura.
—Adiós, Adara —respondió él con voz ahogada—. Adiós.

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Capítulo 28
El rey Belgarion de Riva, Señor Supremo del Oeste, señor del Mar del Este,
justiciero de los dioses y famoso héroe universal, mantenía una extensa discusión con
su co-regente, la reina Ce'Nedra de Riva, princesa del imperio de Tolnedra y joya de
la corona de la casa de los Borune. La disputa se debía a la divergencia de opiniones
sobre quién tendría el privilegio de llevar al pequeño Geran, príncipe de la corona,
heredero del trono de Riva, guardián del Orbe y, hasta poco tiempo antes, Niño de las
Tinieblas. La conversación se prolongó durante bastante tiempo mientras la pareja
real cabalgaba con su familia desde la Fortaleza de los algarios hacia el valle de
Aldur.
Por fin, la reina Ce'Nedra cedió de mala gana. Tal como el hechicero Belgarath
había previsto, sus brazos se cansaron de llevar al pequeño, y se lo entregó a su
marido con cierto alivio.
—Ten cuidado de que no se caiga —advirtió ella.
—Sí, cariño —respondió Garion mientras sentaba al pequeño sobre el cuello de
Chretienne, justo delante de la montura.
—Y no permitas que se queme con el sol.
Tras su rescate de manos de Zandramas, Geran se había comportado siempre
bien. Hablaba con la media lengua propia de un niño de su edad y su carita cobraba
una expresión muy seria cuando intentaba explicarle algo a su padre. Mientras
cabalgaban hacia el sur, el pequeño señalaba los ciervos y conejos que encontraban a
su paso o dormitaba apoyando su pequeña cabeza rubia y ensortijada sobre el pecho
de su padre. Sin embargo, una mañana en que parecía inquieto, Garion, sin detenerse
a pensarlo, separó el Orbe de la empuñadura de la espada y se lo entregó para que
jugara con él. Geran parecía encantado con la resplandeciente piedra entre las manos
y su vista buceaba en sus profundidades con arrobada fascinación. El Orbe, por lo
visto, estaba incluso más complacido que el pequeño.
—Esto es preocupante, Garion —lo riñó Beldin—. Has convertido el objeto más
poderoso del universo en el juguete de un niño.
—Después de todo es suyo... o lo será algún día. ¿No crees que deberían empezar
a conocerse?
—¿Y si lo pierde?
—¿De verdad crees que alguien puede perder el Orbe, Beldin?
Sin embargo, el juego llegó a un brusco final cuando Poledra acercó su caballo al
del Señor Supremo del Oeste.
—Es demasiado joven para hacer eso, Garion —dijo ella con tono de
reprobación. Luego extendió la mano e hizo aparecer una ramita curiosamente
enroscada y llena de nudos—. Guarda el Orbe, Garion, y dale esto para jugar.

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—Es una rama con un solo extremo, ¿verdad? —preguntó él con desconfianza,
recordando el juguete que Belgarath le había enseñado una vez en su torre, el mismo
que había mantenido ocupada a tía Pol durante toda su infancia.
—Esto distraerá su atención —dijo ella.
Geran cambió de buena gana el nuevo juguete por el Orbe. Sin embargo, la piedra
protestó durante varias horas con un persistente murmullo en los oídos de Garion.
Llegaron a la cabaña un día más tarde. Poledra la contempló desde lo alto de una
colina con aire crítico.
—Veo que has hecho algunos cambios —le dijo a su hija.
—¿Te importa, madre? —preguntó tía Pol.
—Por supuesto que no, Polgara. Una casa debe reflejar el carácter de sus
habitantes.
—Estoy seguro de que hay millones de cosas por hacer —dijo Durnik—. Esas
vallas necesitan una reparación urgente, de lo contrario, pronto tendremos centenares
de vacas algarias en nuestras puertas.
—Y estoy segura de que la casa necesitará una buena limpieza —añadió su
esposa.
Cabalgaron colina abajo, desmontaron y entraron en la cabaña.
—Es terrible —exclamó Polgara, mirando con pesar la insignificante capa de
polvo que cubría todos los muebles—. Necesitaremos escobas, Durnik —dijo.
—Por supuesto, cariño —asintió él.
Mientras tanto, Belgarath rebuscaba en la despensa.
—Ahora no, padre —le dijo Polgara con firmeza—. Quiero que tú, tío Beldin y
Garion vayáis a quitar las malezas de mi huerto.
—¿Qué? —preguntó él, incrédulo.
—Mañana quiero sembrar algunas hortalizas —dijo ella—. Remueve la tierra por
mí, padre.
Garion, Beldin y Belgarath se dirigieron con expresión de desconsuelo al
cobertizo donde Durnik guardaba las herramientas.
Garion miró horrorizado el huerto de tía Pol, que parecía lo bastante grande para
abastecer de hortalizas a un ejército entero.
Beldin hundió su azadón en la tierra varias veces.
—¡Esto es ridículo! —exclamó.
Luego arrojó el azadón y señaló el suelo con un dedo. A medida que movía el
dedo, el suelo se cubría de ordenados surcos de tierra removida.
—Tía Pol se enfadará —le advirtió Garion al jorobado.
—Eso será si nos pilla —gruñó Beldin, mirando hacia la cabaña donde Polgara,
Poledra y la reina de Riva estaban ocupadas con escobas y trapos para el polvo—. Es
tu turno, Belgarath. Intenta mantener los surcos rectos. —Cuando terminaron, Beldin

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sugirió—: Veamos si podemos robar un poco de cerveza antes de empezar a rastrillar.
Éste es un trabajo duro, incluso cuando se hace de esta forma.
Durnik también había regresado a la casa a refrescarse, haciendo una pausa en la
reparación de las vallas. Las mujeres empuñaban las escobas, decididas a acabar con
el polvo, que según notó Garion, volvía a asentarse obcecadamente en los sitios que
ya habían barrido. A veces el polvo se comportaba así.
—¿Dónde está Geran? —exclamó de repente Ce'Nedra, arrojando la escoba al
suelo y mirando alrededor con aprensión.
La mirada de Polgara se volvió distante.
—Oh, cielos —suspiró—. Durnik —dijo con serenidad—, ve a sacarlo del
arroyo, por favor.
—¿Qué? —gritó Ce'Nedra, alarmada, mientras Durnik corría fuera.
—Se encuentra bien, Ce'Nedra —le aseguró Polgara—. Sólo se ha caído en el
arroyo. Eso es todo.
—¿Eso es todo? —dijo Ce'Nedra y su voz subió otra octava.
—Es el pasatiempo favorito de los niños pequeños —dijo Polgara—. Lo hizo
Garion, luego Eriond y ahora Geran. No te preocupes. Sabe nadar bastante bien.
—¿Cómo aprendió a nadar?
—No tengo la menor idea. Quizá los niños nazcan con esa habilidad, o al menos
algunos. Garion fue el único que intentó ahogarse.
—Acababa de encontrarle el tranquillo a la natación, cuando me golpeé la cabeza
con un tronco, tía Pol —protestó él.
Ce'Nedra lo miró horrorizada y rompió a llorar de forma súbita.
Durnik regresó sujetando a Geran de la parte posterior de su túnica. El pequeño
estaba empapado, pero parecía muy contento.
—Está cubierto de barro, Pol —observó el herrero—. Eriond solía mojarse, pero
creo que nunca se ensució tanto.
—Llévalo fuera, Ce'Nedra —ordenó Polgara—. Está chorreando barro sobre el
suelo limpio. Garion, en el cobertizo hay una tina. Ponla en el portal y llénala. —
Sonrió a la madre de Geran—. De todos modos, ya era hora de darle un baño. Por
alguna razón, los niños pequeños siempre necesitan un baño. Garion solía ensuciarse
incluso mientras dormía.
En una noche perfecta, Garion se unió a Belgarath en el portal de la cabaña.
—Pareces preocupado, abuelo. ¿Cuál es el problema?
—He estado pensando en nuestra casa. Poledra se mudará a la torre conmigo.
—¿Y bien?
—Creo que me espera una década entera de limpieza. Además, colgará cortinas
en las ventanas. ¿Cómo puede un hombre contemplar el mundo con cortinas de por
medio?

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—Tal vez no le dé tanta importancia a esas cuestiones. Cuando estábamos en
Perivor, comentó que los lobos no eran tan fanáticos por el orden como los pájaros.
—Mentía, Garion. Créeme, mentía.
Pocos días después, recibieron dos invitados. Aunque ya estaban casi en verano,
Yarblek llevaba el raído abrigo de felpa y el tosco sombrero de piel. El nadrak tenía
una expresión de desconsuelo en la cara. Vella, la sensual bailarina, vestía su habitual
traje ceñido de cuero negro.
—¿Qué haces por aquí, Yarblek? —le preguntó Belgarath al socio de Seda.
—Este viaje no ha sido idea mía, Belgarath. Vella ha insistido en venir.
—De acuerdo —dijo Vella con voz autoritaria—. No tengo todo el día, así que
acabemos con esto cuanto antes. Haz salir a todo el mundo de la casa. Quiero
testigos.
—¿De qué vamos a ser testigos, Vella? —preguntó Ce'Nedra.
—Yarblek va a venderme.
—¡Vella! —exclamó Ce'Nedra—. ¡Eso es degradante!
—Oh, al infierno con esas tonterías —replicó Vella, aunque «infierno» no fue
exactamente la palabra empleada. Luego miró alrededor—. ¿Estamos todos? —
preguntó.
—Así es —respondió Belgarath.
—Bien. —Desmontó y se sentó sobre la hierba con las piernas cruzadas—.
Vayamos al grano. Tú, Beldin, Feldegast o como quiera que te llames, en una
ocasión, cuando estábamos en Mallorea, dijiste que querías comprarme, ¿lo decías en
serio?
Beldin parpadeó.
—Bueno —balbuceó—, supongo que en parte sí.
—Quiero un sí o un no, Beldin —conminó ella con brusquedad.
—Oh, de acuerdo, entonces sí. No eres fea y las palabrotas y los insultos se te dan
bastante bien.
—De acuerdo. ¿Cuánto estás dispuesto a ofrecer?
Beldin se atragantó y su cara enrojeció de forma súbita.
—No pierdas el tiempo, Beldin —dijo ella—. No tenemos todo el día. Haz una
oferta a Yarblek.
—¿Hablas en serio? —exclamó Yarblek.
—Nunca he hablado tan en serio en toda mi vida. ¿Cuánto estás dispuesto a pagar
por mí, Beldin?
—Vella —protestó Yarblek—, esto es una locura.
—Cierra el pico, Yarblek. ¿Y bien, Beldin? ¿Cuánto?
—Todo lo que tengo —respondió él con los ojos llenos de arrobación.
—Eso es muy vago, Beldin. Dame una cifra. No podemos regatear sin una cifra.

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Beldin se rascó la barba enmarañada.
—Belgarath —dijo—, ¿aún conservas aquel diamante que encontraste en
Maragor antes de la invasión tolnedrana?
—Supongo que sí. Está en algún lugar de mi torre.
—Junto con la mitad de la basura de la tierra.
—Está en la estantería de la pared sur —dijo Poledra—, detrás de una copia,
comida por las ratas, de El Códice de Darine.
—¿De veras? —preguntó Belgarath—. ¿Cómo lo sabes?
—¿Recuerdas cómo me llamó Cyradis en Rheon?
—¿La mujer que observa?
—¿No responde eso a tu pregunta?
—¿Me lo dejarías prestado? —le preguntó Beldin a su hermano—. Aunque tal
vez «regalar» sea el término más adecuado. Dudo que alguna vez pueda devolvértelo.
—Por supuesto, Beldin —respondió Belgarath—. De todos modos, no lo estaba
usando.
—¿Podrías traérmelo?
Belgarath asintió con un gesto, extendió una mano y se concentró. El diamante
que apareció de repente en su mano parecía un trozo de hielo, aunque tenía un
peculiar tono rosado y era más grande que una manzana.
—¡Por los dientes y las uñas de Torak! —exclamó Yarblek.
—¿Estaríais dispuesto, pese a vuestra notable codicia, a aceptar esta pequeña
insignificancia a cambio de la maravillosa mujer que habéis consentido en venderme?
—preguntó Beldin con la voz de Feldegast, señalando la piedra que Belgarath tenía
en la mano.
—Eso vale cien veces más que el máximo que alguien ha llegado a pagar por una
mujer —dijo Yarblek con incredulidad.
—Entonces parece la cantidad apropiada —repuso Vella con aire triunfal—.
Yarblek, cuando vuelvas a Gar og Nadrak haz correr la voz sobre esta compra. Quiero
que durante los cien años venideros todas las mujeres del reino lloren cada noche en
la cama, hasta dormirse, pensando en el precio que he conseguido obtener.
—Eres una mujer cruel, Vella —sonrió Yarblek.
—Es una cuestión de orgullo —dijo ella agitando su cabellera azabache—.
Bueno, no hemos tardado demasiado, ¿verdad? —Se puso de pie y se sacudió el
polvo con las manos—. ¿Tienes mis papeles de propiedad, Yarblek? —preguntó.
—Sí.
—Dáselos a mi nuevo dueño y firma el trato.
—Primero tendremos que dividir los beneficios, Vella —dijo él mirando con
tristeza la piedra rosada—. Es una verdadera pena tener que partir esta preciosidad —
añadió.

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—Guárdatela —dijo ella—. Yo no la necesito.
—¿Estás segura?
—El diamante es todo tuyo, Yarblek. Ahora, saca esos papeles.
—¿De verdad estás segura, Vella? —insistió él.
—Nunca había estado tan segura de algo en mi vida —respondió ella.
—Es que es tan feo. Lo siento, Beldin, pero es la verdad. ¿Qué has visto en él,
Vella?
—Sólo una cosa.
—¿De qué se trata?
—Puede volar —respondió ella con admiración.
Yarblek sacudió la cabeza y se acercó a su caballo. Sacó los papeles de una
alforja, los firmó y se los entregó a Beldin.
—¿Y para qué iba a querer yo estos papeluchos? —preguntó Beldin, una vez más
con la voz de Feldegast.
Garion notó que el hechicero jorobado estaba asustado por la intensidad de sus
sentimientos y usaba aquel tono jocoso para ocultar su turbación.
—Guárdalos o tíralos a la basura —dijo Vella encogiéndose de hombros—. Ya no
significan nada para mí.
—De acuerdo, cariñín —dijo él. Hizo una bola con los papeles y la sostuvo sobre
la mano extendida. De repente la bola se incendió y pronto quedó convertida en un
puñado de cenizas—. Ya está —dijo mientras soplaba las cenizas—. Ahora ya no nos
molestarán más. ¿Es eso todo?
—No —respondió ella mientras extraía las dagas de sus botas. Luego sacó otras
dos de su cinturón—. Aquí tienes —le dijo con una mirada súbitamente tierna—. Ya
no las necesitaré más —añadió mientras entregaba los cuchillos a su nuevo dueño.
—¡Oh! —suspiró Polgara con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué ocurre, Polgara? —preguntó Durnik, alarmado.
—Este es el acto más sagrado que una mujer nadrak puede realizar —respondió
Polgara mientras se secaba las lágrimas con la punta del delantal—. Se ha entregado
totalmente a Beldin. ¡Es maravilloso!
—¿Y para qué iba a querer yo estos cuchillos, cariñín? —preguntó Beldin con
una sonrisa afectuosa. Arrojó las dagas al aire, una a una, y todas desaparecieron
convertidas en pequeñas nubecillas de humo. Luego se volvió—. Adiós, Belgarath —
dijo—. Nos hemos divertido, ¿verdad?
—Lo hemos pasado muy bien —respondió Belgarath con lágrimas en los ojos.
—Durnik —continuó Beldin—, parece que tendrás que ocupar mi lugar.
—Hablas como un hombre al borde de la muerte —dijo Durnik.
—Oh, no, Durnik. No voy a morir..., sólo cambiaré un poco. Despídete de los
gemelos por mí y explícales todo. Que disfrutes de tu fortuna, Yarblek, aunque creo

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que yo me llevo la mejor parte. Garion, intenta que el mundo continúe girando.
—Se supone que Eriond se encargará de eso.
—Lo sé, pero vigílalo. No permitas que se meta en líos.
Beldin no le dijo adiós a Ce'Nedra, se limitó a darle un sonoro beso a modo de
despedida. Luego besó también a Polgara, que lo miró con los ojos llenos de amor.
—Adiós, vieja vaca —le dijo por fin a la hechicera, dándole una descarada
palmada en el trasero, y luego miró su cintura con expresión sugerente—. Te avisé
que si seguías comiendo tantos dulces te engordarías. —Ella lo besó con los ojos
llenos de lágrimas—. Y ahora, cariñín —le dijo a Vella—, apartémonos un poco.
Tengo unas cuantas cosas que decirte antes de partir.
Los dos caminaron cogidos de la mano hasta lo alto de una colina. Al llegar
arriba, se detuvieron y conversaron unos instantes. Luego se abrazaron y se besaron
con vehemencia. Entonces, sin separarse, sus siluetas se desdibujaron y parecieron
desvanecerse.
Uno de los halcones tenía un aspecto muy familiar con sus brillantes rayas azules
en las alas. Las rayas del otro, sin embargo, eran de un azul más pálido, del color de
las flores de lavanda. Juntos se elevaron en el aire resplandeciente formando una
suave espiral. Ascendieron más y más alto en aquella danza nupcial, hasta convertirse
en dos minúsculos puntos que se alejaban hacia el valle.
Por fin desaparecieron para siempre.

Garion y los demás permanecieron en la cabaña dos semanas más. Luego, como
era evidente que Polgara y Durnik querían estar solos, Poledra sugirió que se
marcharan al valle. Tras prometer que volverían aquella noche, Garion y Ce'Nedra se
marcharon con Belgarath y Poledra, llevando consigo a Geran y al cachorro de lobo.
Llegaron a la torre de Belgarath al mediodía y subieron por la escalera a la
habitación circular de la planta superior.
—Cuidado con el escalón —dijo el anciano con aire ausente mientras subían.
Esta vez, sin embargo, Garion se detuvo y cedió el paso a los demás. Levantó la
plancha de piedra que formaba el peldaño y descubrió un guijarro esférico, del
tamaño de una avellana. Garion retiró el guijarro, se lo puso en el bolsillo y colocó el
escalón en su sitio. Notó que todos los peldaños, excepto aquél, estaban gastados en
el centro, y se preguntó durante cuántos siglos o milenios el anciano habría evitado
pisarlo. Luego subió, bastante satisfecho de sí mismo.
—¿Qué hacías? —le preguntó Belgarath.
—He arreglado el escalón —le respondió Garion entregándole el guijarro al viejo
—. Se movía porque tenía esto debajo. Ahora está firme.
—Echaré de menos ese peldaño, Garion —protestó su abuelo mirando fijamente
el guijarro—. Ah, ahora que me acuerdo, yo puse esa piedra ahí adrede.

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—¿Por qué? —preguntó Ce'Nedra.
—Es un diamante, Ce'Nedra —dijo Belgarath encogiéndose de hombros—.
Quería descubrir cuánto tiempo tardaría en pulverizarse.
—¿Un diamante, dices? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.
—Si quieres, puedes quedártelo —dijo él y se lo entregó.
Entonces, Ce'Nedra hizo algo que, teniendo en cuenta su ascendencia tolnedrana,
podría definirse como un acto de absoluto desprendimiento.
—No, Belgarath —respondió ella—. No quisiera separarte de un viejo amigo.
Garion y yo lo pondremos en su sitio antes de marcharnos.
Belgarath soltó una carcajada.
Mientras tanto, Geran y el joven lobo jugaban cerca de una ventana. El juego
consistía en una batalla de manotazos, pero el lobo hacía descaradas trampas
aprovechando cualquier oportunidad para lamer el cuello y la cara de Geran, lo que
provocaba incontrolables ataques de risa en el pequeño.
Poledra contemplaba la atiborrada habitación circular.
—Es agradable volver a casa —dijo mientras acariciaba con ternura el respaldo
lleno de arañazos de búho de una silla—. Me pasé mil años posada en esa silla —le
dijo a Garion.
—¿Y qué hacías ahí, abuela? —preguntó Ce'Nedra, que, sin darse cuenta, había
comenzado a usar los mismos apelativos que su marido.
—Lo miraba a él —respondió la mujer de cabello leonado—. Sabía que tarde o
temprano repararía en mí, aunque nunca pensé que le llevaría tanto tiempo. Al final,
tuve que hacer algo extraordinario para llamar su atención.
—¿Ah, sí?
—Elegí esta forma —dijo Poledra señalándose el pecho—. Parecía más
interesado en mí como mujer que como búho o como loba.
—Siempre he querido preguntarte algo —intervino Belgarath—. No había ningún
otro lobo en los alrededores cuando nos conocimos. ¿Qué estabas haciendo tú allí?
—Esperándote.
Él parpadeó, asombrado.
—¿Sabías que iría?
—Por supuesto.
—¿Cuándo sucedió ese encuentro? —preguntó Ce'Nedra.
—Cuando Torak robó el Orbe de Aldur —respondió Belgarath, aunque era
evidente que pensaba en otra cosa—. Mi Maestro me había enviado al norte para que
aconsejara a Belar, entonces yo adopté la forma de un lobo para ir más rápido.
Poledra y yo nos encontramos en lo que ahora es el norte de Algaria. —Miró a su
esposa—. ¿Quién te avisó de mi llegada? —preguntó.
—Nadie necesitó decírmelo, Belgarath —le respondió ella—, pues nací sabiendo

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que un día te encontraría. Sin embargo, tú te tomaste tu tiempo. —Miró alrededor con
aire crítico—. Creo que deberíamos ordenar un poco la torre —sugirió—, y es
evidente que esas ventanas necesitan cortinas.
—¿Lo ves? —le dijo Belgarath a Garion.

Por fin llegó la hora de los besos, abrazos, apretones de mano y algunas lágrimas,
aunque no demasiadas. Después Ce'Nedra cogió a Geran, Garion al cachorrillo y
todos comenzaron a bajar las escaleras.
—Ah —dijo Garion cuando estaban a mitad de camino—. Dame el diamante. Lo
pondré en su sitio.
—¿No sería lo mismo si pusieras un simple guijarro? —respondió Ce'Nedra con
una mirada calculadora.
—Ce'Nedra —dijo Garion—, si quieres un diamante, te compraré uno.
—Lo sé, cariño, pero si me guardo éste, tendré dos.
Él rió, le sacó con esfuerzo el diamante del puño apretado y lo colocó en su sitio.
Montaron en sus caballos y se alejaron despacio de la torre, bajo el radiante sol
del mediodía estival. Ce'Nedra llevaba a Geran y el lobo correteaba a su lado,
apartándose sólo de vez en cuando para perseguir a algún conejo.
Después de un rato de viaje, Garion oyó un sonido familiar y tiró de las riendas de
Chretienne.
—Mira, Ce'Nedra —dijo señalando hacia la torre.
—No veo nada —respondió Ce'Nedra después de girarse hacia allí.
—Espera. Sólo tardarán un minuto.
—¿Quiénes?
—El abuelo y la abuela. Allí están.
Dos lobos atravesaron la puerta abierta de la torre y retozaron lado a lado hacia
los prados lozanos. Su forma de correr reflejaba un intenso sentimiento de libertad y
placer.
—Creí que se iban a poner a limpiar la torre —dijo Ce'Nedra.
—Esto es más importante, Ce'Nedra. Mucho más importante.
Llegaron a la cabaña poco antes de la puesta de sol. Durnik seguía ocupado en el
campo y Polgara canturreaba en la cocina. Ce'Nedra entró en la casa y Garion salió al
encuentro de Durnik con el lobo.
La cena de aquella noche consistió en un ganso asado con su correspondiente
guarnición: salsa, relleno, tres tipos de verdura y pan fresco, todavía caliente y untado
con abundante mantequilla.
—¿De dónde has sacado el ganso, Pol? —preguntó Durnik a su mujer.
—Hice trampa —admitió ella con calma.
—¡Pol!

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—Te lo explicaré otro día, cariño. Ahora comamos antes de que se enfríe.
Después de comer, se sentaron junto al hogar. El fuego no era estrictamente
necesario, y de hecho las ventanas y las puertas estaban abiertas, pero unos leños
encendidos formaban parte del concepto de hogar y a veces resultaban
imprescindibles, aunque no lo fueran desde un punto de vista material.
Polgara tenía a Geran sobre su regazo y apretaba su mejilla contra los rizos
dorados del niño con expresión de satisfacción.
—Sólo estoy practicando —le dijo a Ce'Nedra en voz baja.
—Nunca perderás la práctica, tía Pol —dijo la reina de Riva—. Has criado a
cientos de niños.
—Tampoco han sido tantos, cariño. De todos modos, no viene mal tener uno
siempre a mano.
El lobo estaba dormido frente al fuego, pero emitía pequeños gemidos y sus patas
se crispaban.
—Está soñando —sonrió Durnik.
—No me sorprende —dijo Garion—, se ha pasado todo el camino desde la torre
del abuelo persiguiendo conejos. Sin embargo, no consiguió cazar ni uno. Supongo
que no se habrá esforzado demasiado.
—Hablando de sueños —dijo tía Pol mientras se ponía de pie—. Vosotros dos,
vuestro hijo y vuestro cachorro querréis salir temprano por la mañana. ¿Por qué no
nos vamos todos a dormir?
Se levantaron al amanecer, y después de un copioso desayuno, Garion y Durnik
ensillaron los caballos.
La despedida fue breve. Los cuatro sabían que volverían a verse pronto y no se
demoraron en saludos. Tras unas pocas palabras, algunos besos y un firme apretón de
manos entre Durnik y Garion, la familia del rey de Riva se alejó colina arriba.
A mitad de camino, Ce'Nedra se giró y gritó:
—Tía Pol, te quiero.
—Lo sé, cariño —le respondió la hechicera—. Yo también a ti.
Y luego Garion los condujo de regreso a casa.

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Epílogo
Estaban a mediados de otoño. El Consejo alorn se había celebrado en Riva a
finales del verano y había resultado animado, incluso bullicioso. Habían asistido
muchas personas que no solían estar presentes. Los monarcas ajenos a Alorn, con sus
respectivas reinas, prácticamente habían superado a los monarcas alorns. Damas
procedentes de todo el oeste habían prodigado efusivas felicitaciones a Polgara y a
Ce'Nedra, mientras Geran atraía a los niños presentes con su simpatía y porque el
pequeño príncipe había descubierto una ruta olvidada a la despensa de los pasteles
con todos sus tesoros. En honor a la verdad, el consejo de aquel año trató muy pocos
asuntos de Estado. Luego, como de costumbre, una serie de tormentas de verano
anunciaron el fin de las reuniones y la necesidad de que los visitantes comenzaran a
pensar con seriedad en regresar a sus respectivas casas. Aquélla era la gran ventaja de
realizar el Consejo en Riva. Aunque los invitados quisieran prolongar su estancia, la
implacable marcha de las estaciones los convencía de que debían irse.
Riva había recuperado la calma. Cuando el rey y su esposa habían regresado con
Geran, el príncipe de la corona, se había celebrado una gran fiesta, pero ningún
pueblo, por sentimental que sea, puede vivir entre festejos permanentes, y después de
unas semanas todo había vuelto a la normalidad.
Garion se pasaba los días encerrado con Kail. En su ausencia se habían tomado
numerosas decisiones, y aunque casi sin excepción aprobaba las medidas tomadas por
Kail, quería informarse sobre ellas. Además, muchas de aquellas medidas necesitaban
la ratificación real.
El embarazo de Ce'Nedra seguía su curso normal. La pequeña reina estaba
radiante, había engordado y su humor se había vuelto imprevisible. Los extraños
antojos por comidas exóticas que suelen acosar a las damas en su condición no
parecían divertir a Ce'Nedra. La población masculina sospechaba desde hacía tiempo
que estas apremiantes tentaciones gastronómicas no eran más que una singular forma
de entretenimiento para sus esposas. Cuanto más extravagante e inalcanzable fuera el
alimento en cuestión y más complicado el proceso que debía seguir el amante esposo
para conseguirlo, mayor era la insistencia de las damas de que morirían si no lo
obtenían en abundancia. Garion suponía que, en el fondo, las mujeres sentían
necesidad de reafirmar su seguridad. Si un marido se mostraba dispuesto a volver
patas arriba el mundo para encontrar fresas fuera de temporada o extraños mariscos
propios de mares remotos, era clara señal de que seguían amando a su esposa, aunque
su cintura hubiera desaparecido. Sin embargo, este juego no resultaba tan divertido
para Ce'Nedra, pues cada vez que hacía un pedido aparentemente imposible, Garion
se retiraba a la habitación contigua, hacía aparecer el alimento en cuestión y se lo
presentaba al instante..., por lo general en bandeja de plata. Esto enfurecía de tal

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modo a Ce'Nedra, que con el tiempo se dio por vencida y olvidó los antojos.
Una fría tarde de otoño, un barco malloreano, cubierto de escarcha, entró al
puerto de Riva, y el capitán envió al palacio un pergamino con el sello de Zakath de
Mallorea. Garion agradeció efusivamente al marino, ofreció la hospitalidad de la
Ciudadela a toda su tripulación y luego se apresuró a llevar la carta de Zakath a las
habitaciones reales.
Ce'Nedra tejía sentada junto al fuego. Geran y el pequeño lobo estaban tendidos
junto al hogar, ambos dormidos y moviéndose ligeramente en sueños. Siempre
dormían juntos. Ce'Nedra había abandonado sus intentos por separarlos, pues no
había puerta en el mundo capaz de mantener apartados a aquellos dos amigos.
—¿Qué ocurre, cariño? —le preguntó a Garion al verlo entrar.
—Acabamos de recibir una carta de Zakath —respondió.
—¡Oh! ¿Y qué dice?
—Aún no la he leído.
—Ábrela, Garion. Me muero por saber lo que ocurre en Mal Zeth.
Garion rasgó el precinto lacrado, desplegó el pergamino y empezó a leer:

«Para Su Majestad, rey Belgarion de Riva, Señor Supremo del Oeste, justiciero de
dioses, señor del Mar Occidental, y para su honorable esposa, la reina Ce'Nedra, co-
regente de la Isla de los Vientos, princesa del imperio de Tolnedra y joya de la casa de
los Borune, de Zakath, emperador de Mallorea.
«Espero que al recibir ésta, ambos gocéis de excelente salud y envío mis
recuerdos a vuestra hija, haya nacido ya o no. (Os aseguro que aún no me he vuelto
vidente. Aunque en una oportunidad Cyradis me dijo que ya no tenía el don de
predecir el futuro, no estoy seguro de que esto fuera enteramente cierto.)
»Han ocurrido muchas cosas desde vuestra partida. Sospecho que la corte
imperial se alegró bastante con mi súbito cambio de personalidad, consecuencia
directa de nuestro viaje a Korim y de lo sucedido allí. Por lo visto, antes debía de ser
un gobernante intratable. Sin embargo, no pretendo insinuar que Mal Zeth se haya
convertido en un reino digno de un cuento de hadas, lleno de buena voluntad y
felicidad. El Estado Mayor no acogió con agrado mi tratado de paz con el rey Urgit.
Ya sabes cómo son los generales, si los privas de su guerra favorita, gimotean,
protestan y hacen pucheros como niños mimados. Varios de ellos me obligaron a
tomar medidas serias. Por cierto, acabo de ascender a Atesca al cargo de comandante
en jefe del ejército de Mallorea. Esto enfureció a los demás miembros de la plana
mayor, pero es imposible complacer a todo el mundo.
»Urgit y yo nos mantenemos en contacto. Es un individuo muy extraño, casi tan
gracioso como su hermano. Creo que lograremos entendernos. La burocracia estuvo a
punto de sufrir un ataque colectivo de apoplejía cuando anuncié la autonomía de los

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Protectorados Dalasianos. Creo que los dalasianos deben tener la oportunidad de
seguir su propio camino, pero muchos miembros de la burocracia tenían intereses
establecidos allí y gimotearon, protestaron e hicieron pucheros igual que los
generales. Sin embargo, todo eso llegó a un súbito fin cuando anuncié que Brador
realizaría una investigación financiera de cada uno de los responsables de
departamentos gubernamentales. La rapidez con que los burócratas se deshicieron de
sus propiedades en los protectorados resultó asombrosa.
»Poco después de regresar de Dal Perivor, recibimos la sorprendente visita de un
anciano grolim. Estuve a punto de echarlo de aquí, pero Eriond insistió en que se
quedara. El anciano tenía un nombre impronunciable, pero por alguna misteriosa
razón, Eriond se lo cambió por el de Pelath. Es un viejo muy agradable, pero a
menudo habla de forma extraña. Su lengua se parece mucho a la de Los Oráculos de
Ashaba, o a la de los textos sagrados malloreanos. Es muy raro.»
—Casi lo había olvidado —dijo Garion interrumpiendo la lectura.
—¿A qué te refieres, cariño? —le preguntó Ce'Nedra, alzando la vista del tejido.
—¿Recuerdas el grolim que conocimos en Peldane la noche en que te picó un
pollo?
—Sí, parecía un hombre agradable.
—Era algo más que eso, Ce'Nedra. Era un profeta y la voz me dijo que se
convertiría en el primer discípulo de Eriond.
—Eriond tiene mucho poder, ¿verdad? Ahora sigue leyendo, Garion.

«Cyradis, Pelath y yo hemos hablado mucho con Eriond y hemos acordado que su
condición debe permanecer en secreto por un tiempo. Es tan inocente que todavía no
quiero exponerlo a la depravación y la falsedad del alma humana. Será mejor que no
se desanime, pues su carrera no ha hecho más que empezar. Todos recordamos las
insaciables ansias de reverencia de Torak, pero cuando ofrecimos reverenciar a
Eriond, él se limitó a reír. ¿Quizá Polgara olvidara algo en su educación?
»Sin embargo, hemos hecho una excepción. Visitamos Mal Yaska acompañados
por el tercer, séptimo y noveno cuerpo del ejército. Los guardianes del templo y los
chamdims intentaron huir, pero Atesca los rodeó con éxito. Esperé hasta que Eriond
saliera de paseo con su caballo sin nombre y hablé con firmeza con los grolims
reunidos. No quería causar problemas a Eriond, pero les señalé a los grolims que me
sentiría muy decepcionado si no cambiaban su afiliación religiosa de inmediato. El
hecho de que Atesca permaneciera a mi lado, jugueteando con su espada, contribuyó
a que comprendieran mi punto de vista con asombrosa rapidez. Entonces, de forma
inesperada, Eriond apareció en el templo. (¿Cómo es posible que su caballo sea tan
veloz?) Les dijo que las túnicas negras no eran demasiado atractivas y que las blancas
les sentarían mejor. Acto seguido, con una pequeña sonrisa en los labios, cambió el

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color de todo el vestuario de los grolims del templo. Me temo que eso no habrá
ayudado a conservar su anonimato en Mallorea. Luego les indicó que ya no
necesitarían sus cuchillos, y todas las dagas desaparecieron del lugar. Acto seguido
extinguió los fuegos de los santuarios y decoró los altares con flores. Más tarde me
enteré que estas pequeñas modificaciones se han extendido a toda Mallorea y en estos
momentos Urgit investiga si los cambios han llegado también a Cthol Murgos. Creo
que necesitaremos un tiempo para acostumbrarnos a nuestro nuevo dios.
«Para abreviar, te diré que todos los grolims se apresuraron a postrarse ante él.
Sin embargo, como sospecho que al menos algunas de esas conversiones podrían ser
falsas, aún no he desmovilizado al ejército. Eriond ordenó a los grolims que se
pusieran de pie y se dedicaran a cuidar a los enfermos, los pobres, los huérfanos y las
personas sin hogar.
»En el camino de regreso a Mal Zeth, Pelath aproximó su caballo al mío, me
sonrió con su almibarada dulzura y me dijo: "Mi maestro cree que ha llegado el
momento de que cambiéis de estado, emperador de Mallorea". Me llevé un buen
susto. Por un momento creí que Eriond pretendía que abdicara y me convirtiera en
pastor de ovejas o algo por el estilo. Pero Pelath continuó: "Mi maestro cree que
habéis demorado una seria decisión durante demasiado tiempo".
»"¿Ah, sí?", le dije yo con cautela.
»"Esta demora está causando pesar a la vidente de Kell y mi maestro sugiere que
debéis proponerle matrimonio cuanto antes. Desea solucionar ese asunto antes de que
algo interfiera en los acontecimientos."
»De modo que cuando llegué a Mal Zeth hice la propuesta que me pareció más
razonable... ¡y Cyradis me rechazó sin contemplaciones! Creí que mi corazón se
detendría en ese mismo momento. Entonces nuestra mística vidente me ofreció un
elocuente discurso, exponiendo con todo lujo de detalles lo que pensaba de las
propuestas razonables. Nunca la había visto comportarse de esa manera antes. Se
mostró apasionada y algunas de las palabras que usó, aunque arcaicas, no sonaban
muy halagadoras. De hecho, tuve que buscar varias de ellas en el diccionario.»

—¡Bien hecho! —exclamó Ce'Nedra con vehemencia.

«En aras de la paz —continuó Garion, leyendo la carta—, me arrodillé y


pronuncié una florida y embarazosa propuesta, entonces ella, emocionada por mi
elocuencia, se aplacó y decidió aceptarme.»

—¡Hombres! —gruñó Ce'Nedra.

«Los gastos de la boda me llevaron al borde de la ruina, e incluso tuve que pedir

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dinero prestado a uno de los socios de Kheldar, a un monstruoso interés. Como es
natural, nos casó el propio Eriond, y el hecho de que un dios oficiara la ceremonia
puso el último clavo en la tapa de mi féretro. Sin embargo, Cyradis y yo nos casamos
el mes pasado y debo reconocer que nunca había sido tan feliz en toda mi vida.»

—¡Oh! —dijo Ce'Nedra con la voz cargada de emoción y comenzó a buscar su


pañuelo—. ¡Es maravilloso! —Aún hay más —señaló Garion. —Sigue —pidió ella
mientras se secaba las lágrimas.

«Los malloreanos angaraks no se alegraron de que eligiera a una dalasiana por


esposa, pero tuvieron la sabia precaución de guardarse sus reservas para sí. He
cambiado mucho, pero tampoco tanto. Cyradis tiene algunas dificultades para
adaptarse a su nuevo estado. No consigo convencerla de que las joyas son el
ornamento apropiado para una emperatriz. En su lugar, usa flores y la servil imitación
de las demás damas de la corte ha causado enorme pesar en los corazones de los
joyeros de Mal Zeth.
»Yo había pensado reducir en una cabeza la altura de mi primo lejano, el
archiduque Otrath, pero es un ser tan patético que por fin deseché la idea y lo envié a
su casa. Luego, siguiendo una sugerencia que tu amigo Beldin me hizo en Dal
Perivor, le ordené que comprara un palacio en Melcena a su esposa y que no se
acercara a ella en lo que le quedara de vida. Según tengo entendido, la citada dama
lleva una vida bastante escandalosa en Melcena, pero sin duda merece una mínima
compensación por soportar a ese imbécil durante tantos años.
»Esto es todo por el momento, Garion. Estamos ansiosos por recibir noticias de
nuestros amigos y os enviamos los más cordiales saludos.
»Con todo nuestro afecto.
»Kal Zakath y la emperatriz Cyradis.
»Observa que he tachado el ostentoso prefijo. Por cierto, mi gata volvió a serme
infiel hace unos meses. ¿Crees que Ce'Nedra querrá un gatito? ¿O quizás uno para tu
flamante hija? Si lo deseas, puedo enviarte dos.

A comienzos del invierno de aquel mismo año, la reina de Riva se volvió muy
quisquillosa, y su descontento comenzó a crecer en proporción directa con su
volumen. Algunas mujeres están especialmente dotadas para el embarazo, pero
parecía obvio que la reina de Riva no era una de ellas. Se mostraba desdeñosa con su
marido y severa con su hijo. En una ocasión, incluso había llegado a amagar un torpe
puntapié al lobo. La criatura había esquivado el golpe con agilidad y luego se había
vuelto hacia Garion, perplejo.
—¿La he ofendido de algún modo? —le preguntó a Garion en el lenguaje de los

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lobos.
—No —respondió Garion—. Mi compañera se encuentra inquieta porque se
acerca el momento del alumbramiento y eso siempre vuelve a las hembras de los
humanos incómodas y malhumoradas.
—Ah —dijo el lobo—. Los humanos son muy raros.
—Es verdad —admitió Garion.
Como era de esperar, Greldik fue el encargado de llevar a Poledra a la Isla de los
Vientos en medio de una terrible tormenta de nieve.
—¿Cómo hiciste para encontrar el rumbo? —le preguntó Garion al marino
vestido de pieles, mientras los dos bebían sendas jarras de cerveza junto al fuego.
—La esposa de Belgarath me indicó el camino —respondió Greldik encogiéndose
de hombros—. Es una mujer asombrosa, ¿sabes?
—Sí, por supuesto.
—¿Puedes creer que ninguno de mis hombres bebió una gota de alcohol en todo
el viaje? Ni siquiera yo. Por alguna razón, no nos apetecía hacerlo.
—Mi abuela tiene unos prejuicios muy arraigados. ¿Estarás bien aquí? Quiero ir
arriba a charlar con ella.
—Desde luego, Garion —dijo Greldik y dio una palmada afectuosa al barril de
cerveza—. Estaré muy bien.
Garion subió a las habitaciones reales.
La mujer de cabello leonado, sentada junto al fuego, acariciaba con aire ausente
las orejas del lobo. Ce'Nedra estaba repantigada sobre un sofá, en una postura poco
elegante.
—Ah, aquí estás, Garion —dijo Poledra y olfateó el aire con delicadeza—. Por lo
visto, has bebido —añadió con voz reprobadora.
—Sólo bebí una jarra de cerveza con Greldik.
—Entonces ¿te importaría sentarte en el otro extremo de la habitación? Mi
sentido del olfato está bastante desarrollado y el olor a cerveza me produce náuseas.
—¿Es por eso que no apruebas la bebida?
—Por supuesto. ¿Por qué si no?
—Creo que tía Pol la desaprueba por razones de tipo moral.
—Polgara tiene algunos prejuicios misteriosos. Ahora bien —continuó con
seriedad— mi hija no está en condiciones de viajar, así que he venido aquí a ayudar
en el parto de Ce'Nedra. Pol me dio muchísimas instrucciones, pero tengo intenciones
de prescindir de casi todas. El parto es un proceso natural y creo que se ha de
interferir lo menos posible en él. Cuando comience, quiero que saques de aquí a
Geran y a su joven lobo, y que todos os marchéis al otro extremo de la Ciudadela. Os
enviaré a buscar cuando todo haya terminado.
—Sí, abuela.

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—Es un chico muy agradable —le dijo Poledra a la reina de Riva.
—Sí, me cae bastante bien.
—Eso espero. Muy bien, Garion, en cuanto nazca el bebé y todo vuelva a la
normalidad, tú y yo regresaremos al valle. Polgara saldrá de cuentas unas semanas
después que Ce'Nedra, pero no podemos perder el tiempo. Polgara quiere que estés
presente cuando ella dé a luz.
—Tienes que ir, Garion —dijo Ce'Nedra—. Ojalá pudiera acompañarte.
A Garion no le gustaba demasiado la idea de dejar a su esposa tan poco tiempo
después del parto, pero por otra parte deseaba con todo su corazón estar en el valle
cuando tía Pol diera a luz a su bebé.
Tres noches más tarde, Garion tenía un maravilloso sueño en el que cabalgaba
con Eriond a través de una alta colina cubierta de hierba.
—Garion —dijo Ce'Nedra y le dio un codazo en las costillas.
—¿Sí, cariño? —respondió él, medio dormido.
—Será mejor que vayas a buscar a tu abuela.
—¿Estás segura? —dijo él, súbitamente despierto.
—Ya he pasado por esto antes, cariño —respondió ella. Garion saltó de la cama
—. Bésame antes de marcharte —añadió Ce'Nedra, y él obedeció—. Y no olvides
llevarte a Geran y al lobo contigo a la otra ala del edificio. Cuando llegues allí,
vuelve a acostar a Geran.
—Por supuesto.
—Será mejor que te des prisa, Garion —dijo ella con una expresión extraña en la
cara.
Garion corrió.
Poco antes del amanecer, la reina de Riva dio a luz a una niña. La pequeña tenía
los ojos verdes y una incipiente cabellera de color rojo. Como había pasado durante
tantos siglos, los rasgos dríadas prevalecían sobre los demás. Poledra atravesó los
silenciosos pasillos de la Ciudadela hacia la habitación donde Garion aguardaba
frente al fuego mientras Geran dormía con el lobo, en una maraña de brazos, patas y
piernas.
—¿Ce'Nedra se encuentra bien? —preguntó Garion mientras se ponía de pie.
—Está bien —lo tranquilizó su abuela—, sólo un poco cansada. Fue un parto
bastante fácil.
Garion suspiró aliviado y luego separó un extremo de la manta para ver la cara de
su hija.
—Se parece a su madre —dijo. En todas partes del mundo, la gente hace
referencia a las similaridades entre un recién nacido y uno de sus progenitores, como
si esas semejanzas fueran asombrosas. Garion cogió a la pequeña en brazos con
ternura y contempló su diminuta carita roja. La niña le devolvió la mirada con sus

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ojos verdes inmutables. Aquella expresión le resultaba familiar—. Buenos días,
Beldaran —dijo él con suavidad.
Había tomado aquella decisión tiempo atrás. Ya llegarían otras hijas y recibirían
los nombres de distintas mujeres de la familia, pero por alguna razón consideraba
importante que la primera llevara el nombre de la rubia hermana gemela de tía Pol.
Aunque Garion sólo había visto su imagen una vez, esa mujer había desempeñado un
papel crucial en sus vidas.
—Gracias, Garion —dijo Poledra con sencillez.
—Por alguna razón, me ha parecido el nombre más apropiado.
El príncipe Geran, como es natural, no parecía muy impresionado con su
hermanita.
—¿No es demasiado pequeña? —preguntó cuando su padre lo despertó para
enseñársela.
—Es normal que los bebés sean pequeños. Ya crecerá.
—Bueno —Geran la miró con seriedad, y consciente de que debía decir algo
bueno de ella, añadió—: Tiene el pelo bonito. Es del mismo color que el de mamá,
¿verdad?
—Ya lo he notado.
Aquella mañana, las campanas de Riva anunciaron la buena nueva y el pueblo
rivano se regocijó, aunque algunos, tal vez muchos, habrían preferido otro varón que
asegurara el futuro de la dinastía. Después de tantos siglos sin rey, los rivanos se
mostraban especialmente sensibles ante ese tema.
Ce'Nedra, por supuesto, estaba radiante, tanto que apenas expresó un ligero
disgusto por la elección del nombre de la niña. Su ascendencia dríada exigía que el
nombre se iniciara con la tradicional «x». Sin embargo, tras meditar un momento
sobre el problema, pareció encontrar una solución apropiada al problema. Garion
estaba seguro que había insertado mentalmente una «x» en algún lugar de
«Beldaran», pero prefirió ignorar dónde.
La reina de Riva era joven y sana, de modo que se repuso muy pronto.
Permaneció en cama varios días, pero sólo para causar un apropiado efecto dramático
en el constante desfile de nobles rivanos y dignatarios extranjeros que venían a visitar
a la menuda reina y a la aún más menuda princesa.
Poco tiempo después, Poledra habló con Garion.
—Creo que ya no tengo nada más que hacer aquí y que es hora de que nos
marchemos al valle. Se acerca la hora del parto de Polgara.
—Le pedí a Greldik que se quedara —asintió Garion—. El nos llevará a Sendaria
antes que nadie.
—Es un hombre muy irresponsable, ¿sabes?
—Tía Pol dijo lo mismo, pero sigue siendo el mejor marino del mundo. Ordenaré

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que embarquen nuestros caballos.
—No —respondió ella con firmeza—. Tenemos prisa, Garion, y los caballos sólo
nos retrasarían.
—¿No querrás correr todo el camino desde la costa sendaria hasta el valle? —
preguntó él, asombrado.
—No está tan lejos, Garion —sonrió ella.
—¿Y qué me dices de las provisiones?
Poledra lo miró divertida y de repente él se sintió muy tonto.
La despedida de Garion de su familia fue breve, aunque emotiva.
—No olvides abrigarte bien —lo instruyó Ce'Nedra—. Ya sabes que estamos en
invierno. —Garion prefirió no decirle cómo pensaban viajar él y su abuela—. Ah —
dijo ella de pronto y le entregó un pergamino—, dale esto a tía Pol. —Garion lo miró.
Era un retrato en color de su esposa y su hija—. Es bueno, ¿verdad? —preguntó ella.
—Muy bueno —asintió él.
—Y ahora será mejor que te marches —dijo ella—. Si te quedas un rato más, es
probable que cambie de idea y no te deje ir.
—Abrígate bien, Ce'Nedra —dijo Garion—, y cuida a los niños.
—Por supuesto. Te quiero, Majestad.
—Y yo a ti, Majestad.
Garion besó a su esposa y a su hijo, y salió de la habitación.
El mar estaba tempestuoso, pero el impulsivo capitán Greldik nunca prestaba
atención al tiempo, por malo que éste fuera. Su deteriorado barco, pese a su espantoso
aspecto, avanzaba empujado por el viento sobre las furiosas olas a una velocidad que
ningún capitán prudente hubiera exigido a sus velas, y dos días después, llegaron a la
costa sendaria.
—Desembarcaremos en cualquier playa desierta, Greldik —le dijo Garion—.
Tenemos prisa, y si nos detenemos en Sendar, Fulrach y Laila nos retrasarán con
banquetes y felicitaciones.
—¿Cómo piensas salir de la playa sin caballos?
—Hay muchas formas de hacerlo —respondió Garion.
—¿Otra vez eso? —preguntó Greldik, disgustado. Garion asintió—. No es
normal, ¿sabes?
—Provengo de una familia anormal.
Greldik gruñó con expresión reprobadora y dirigió su barco hacia una playa
azotada por el viento, bordeada en el extremo superior por la espesa hierba de una
llanura.
—¿Te parece un sitio adecuado? —preguntó Greldik.
—Perfecto —respondió Garion.
Garion y su abuela aguardaron en la playa, con las capas agitándose al viento, a

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que Greldik se perdiera en el mar.
—Creo que ya podemos ponernos en marcha —dijo Garion mientras colocaba su
espada en una posición más cómoda.
—No sé para qué has traído eso —observó Poledra.
—El Orbe quiere ver al bebé de tía Pol —respondió él encogiéndose de hombros.
—Eso es lo más absurdo que he oído en mi vida, Garion. ¿Nos vamos?
Sus siluetas se desdibujaron y los dos lobos corrieron por la playa y se internaron
tierra adentro. Aunque sólo se detenían muy de tanto en tanto a cazar y rara vez a
descansar, tardaron más de una semana en llegar al valle. Durante aquellos días,
Garion aprendió muchas cosas sobre la vida de los lobos. Belgarath lo había instruido
bastante bien en el pasado, pero mientras el anciano había elegido la forma de lobo
cuando ya era adulto, Poledra era un auténtico ejemplar de la especie.
Una tarde nevosa llegaron a lo alto de la colina que se alzaba frente a la cabaña y
contemplaron la bonita granja, con las vallas semienterradas en la nieve y las
ventanas iluminadas con un resplandor cálido, acogedor.
—¿Llegamos a tiempo? —le preguntó Garion a la loba de ojos dorados.
—Sí —respondió Poledra—, pero sospecho que la decisión de no montarnos en
las bestias de los humanos ha sido inteligente. El momento crucial está muy próximo.
Bajemos y veamos qué ocurre.
Corrieron colina abajo, entre remolinos de nieve. Al llegar a la puerta de la
cabaña, ambos recuperaron su forma natural.
El interior de la casa estaba caliente y claro. Polgara, con un aspecto bastante
desmañado, ponía la mesa para Garion y su madre. Belgarath estaba sentado junto al
fuego y Durnik reparaba pacientemente una montura.
—Os he guardado un poco de comida —dijo tía Pol a Garion y a Poledra—.
Nosotros ya hemos cenado.
—¿Sabías que vendríamos esta noche? —preguntó Garion.
—Por supuesto, cariño. Mamá y yo siempre nos mantenemos en contacto. ¿Cómo
está Ce'Nedra?
—Ella y Beldaran están bien —dijo con fingida naturalidad.
Tía Pol lo había sorprendido muchas veces en el pasado y consideraba que por fin
había llegado su turno.
La hechicera estuvo a punto de dejar caer un plato al suelo y sus gloriosos ojos se
llenaron de asombro.
—¡Oh, Garion! —exclamó y lo abrazó de forma impulsiva.
—¿Te alegra que le hayamos puesto ese nombre?
—Más de lo que nunca podrás imaginar, Garion.
—¿Cómo te encuentras, Polgara? —preguntó Poledra mientras se quitaba la capa.
—Supongo que bien —sonrió tía Pol—. Aunque, como es natural, conozco todo

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el proceso del embarazo, ésta no deja de ser mi primera experiencia personal. Los
bebés dan muchas patadas en esta etapa, ¿verdad? Hace unos minutos, me pateó en
tres sitios diferentes al mismo tiempo.
—Es probable que el pequeño también esté dando puñetazos.
—¿El pequeño? —sonrió ella.
—Bueno, es sólo una forma de hablar, Pol.
—Si queréis, puedo echar un vistazo y deciros si será niña o niño —ofreció
Belgarath.
—¡Ni se te ocurra! —respondió Polgara—. Quiero descubrirlo por mí misma.
La nevada amainó poco antes del amanecer y las nubes se disiparon a media
mañana. Luego salió el sol y brilló con un resplandor deslumbrante sobre el flamante
manto blanco que rodeaba la cabaña. El cielo tenía un intenso color azul, y aunque
hacía bastante frío, las temperaturas no eran tan severas como correspondía a aquella
época del año.
Garion, Durnik y Belgarath se marcharon de la casa al amanecer y pasearon por
los alrededores, con la típica sensación de incompetencia que experimentan los
hombres en aquellas circunstancias. Por fin se detuvieron a la orilla del arroyuelo que
atravesaba el campo de la granja. Belgarath contempló el agua transparente y reparó
en varias figuras oscuras bajo la superficie.
—¿Has tenido tiempo para ir a pescar? —le preguntó a Durnik.
—No —respondió Durnik con tristeza—, aunque tampoco me entusiasma tanto
como antes.
Todos conocían la razón, pero nadie la mencionó.
Poledra les trajo la comida, pero insistió en que permanecieran fuera. A última
hora de la tarde, les ordenó hervir agua en la fragua de Durnik, que estaba en el
cobertizo.
—Nunca he entendido esto —dijo Durnik mientras levantaba un perol lleno de
agua hirviendo—. ¿Para qué necesitan tanta agua caliente?
—No la necesitan —respondió Belgarath que examinaba la ornamentada cuna
que había tallado Durnik, repantigado cómodamente sobre una pila de leña—. Sólo es
una excusa para sacar a los hombres del medio. A algún genio del sexo femenino se
le ocurrió la idea hace miles de años, y desde entonces las mujeres honran la
tradición. Tú limítate a hervir agua, Durnik. No es una tarea tan complicada y
contribuye a hacer felices a las mujeres.
En los últimos tiempos, la luna salía tarde, pero aquella noche las estrellas tiñeron
el cielo de una luz tenue que pareció inundar el mundo de un suave resplandor
azulado. Garion no había visto nunca una noche tan perfecta y tuvo la impresión de
que la naturaleza entera contenía el aliento.
Garion y Belgarath repararon en el creciente nerviosismo de Durnik y le

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sugirieron dar una caminata hasta la cima de la colina, para bajar la cena. En el
pasado, ambos habían observado que cuando Durnik quería evadirse de las
emociones desagradables, se buscaba alguna tarea.
Mientras caminaban por la cuesta cubierta de nieve, hacia lo alto de la colina, el
herrero alzó la vista al cielo.
—Es una noche muy especial, ¿verdad? —dijo con una risita tonta—, aunque
supongo que yo pensaría lo mismo aunque lloviera.
—Yo siempre lo pienso —dijo Garion y de repente soltó una carcajada, llenando
de vapor el aire helado—. No sé si el hecho de haber pasado por esto dos veces me
autoriza a decir «siempre» —admitió—, pero entiendo muy bien lo que quieres decir.
Hace unos minutos estaba pensando lo mismo. —Miró al otro lado de la cabaña,
hacia la llanura nevada que se extendía, blanca y silenciosa, bajo las gélidas estrellas
—. ¿No os parece una noche excesivamente tranquila?
—No corre ni la más leve brisa —asintió Durnik—, y la nieve ahoga todos los
ruidos. —De repente, se golpeó la frente con la mano—. Ahora que lo dices, la noche
está muy tranquila y las estrellas muy brillantes. Supongo que habrá alguna
explicación lógica para ello.
—Ninguno de los dos tiene un ápice de romanticismo en el alma, ¿verdad? —
sonrió Belgarath—. ¿No se os ha ocurrido pensar que podría ser una noche
verdaderamente especial? —Ambos lo miraron con asombro—. Reflexionad un
momento —añadió—. Pol ha dedicado casi toda su vida a criar los hijos de otras
personas. Yo fui testigo de ello y pude percibir que sentía un extraño dolor cada vez
que cogía en brazos a un nuevo bebé. Sin embargo, esta noche cambiará todo, así que
no cabe duda que hoy es una noche especial, en el más estricto sentido de la palabra.
Esta noche, Polgara tendrá su propio bebé, y aunque eso no signifique mucho para el
resto del mundo, es muy importante para nosotros.
—Por supuesto —dijo Durnik con vehemencia y enseguida su rostro cobró un
aire pensativo—. Hace tiempo que le estoy dando vueltas a una idea, Belgarath.
—Lo sé, te he oído.
—¿No tenéis la impresión de que hemos vuelto al sitio donde comenzamos? No
es lo mismo, claro, pero todo tiene un aire familiar.
—Yo he tenido la misma idea —admitió Garion—. A menudo me invade esa
misma sensación extraña.
—Es natural que la gente vuelva a casa después de un largo viaje, ¿no es cierto?
—dijo Belgarath mientras pateaba un gran grumo de nieve.
—No creo que sea tan sencillo, abuelo.
—Yo tampoco —asintió Durnik—. Por alguna razón, esta sensación parece
importante.
—Para mí también —confesó Belgarath con una mueca de perplejidad—. Ojalá

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Beldin estuviera aquí. Él podría explicárnoslo todo en un instante. Por supuesto,
ninguno de nosotros entendería su explicación, pero eso no le impediría seguir
adelante. —Se rascó la barba—. Se me ha ocurrido algo que podría esclarecer las
cosas —dijo con tono dubitativo.
—¿De qué se trata? —preguntó Durnik.
—Garion y yo hemos conversado muchas veces sobre esto en el último año.
Ambos notamos que las cosas se repetían una y otra vez. Sin duda nos habrás oído
hablar de ello en alguna ocasión. —Durnik asintió—. Los dos llegamos a la
conclusión de que las cosas se repetían porque el accidente hacía imposible el futuro.
—Supongo que tiene cierta lógica.
—Sin embargo, ahora eso ha cambiado. Cyradis hizo la elección y el accidente
quedó reparado. El futuro ya puede suceder.
—Entonces ¿por qué todo el mundo vuelve al sitio donde comenzó? —preguntó
Garion.
—Es lógico, Garion —le dijo Durnik con seriedad—. Cuando algo comienza,
aunque sea el futuro, es imprescindible regresar al punto de partida, ¿no crees?
—Supongamos que ésa es la explicación lógica —intervino Belgarath—. Las
cosas se detuvieron, ahora comienzan a moverse otra vez y todo el mundo recibe lo
que merecía. Nosotros obtuvimos las cosas buenas y el otro bando las malas. Eso
prueba que tomamos el camino adecuado, ¿no os parece?
Garion soltó una carcajada.
—¿Qué te causa tanta gracia? —preguntó Durnik.
—Poco antes de que naciera nuestra pequeña, Ce'Nedra recibió una carta de
Velvet. Ya ha obligado a Seda a poner fecha para la boda. Sin duda se lo merece, pero
puedo imaginarme sus ojos llenos de pánico cada vez que piensa en ello.
—¿Cuándo se casan? —preguntó Durnik.
—El próximo verano. Liselle quiere asegurarse de que todo el mundo está en
Boktor para contemplar su victoria sobre nuestro amigo.
—Es una forma muy maliciosa de expresarlo, Garion —le reprochó Durnik.
—Pero muy acertada —sonrió Belgarath. Se llevó la mano al interior de la túnica
y extrajo una petaca de barro—. ¿Os apetece un trago para quitaros el frío? —ofreció
—. Es ese fuerte brebaje ulgo.
—La abuela no lo aprobará —advirtió Garion.
—Tu abuela no está aquí, Garion. Ahora mismo se encuentra muy ocupada.
Los tres permanecieron en lo alto de la colina, contemplando la granja. El techo
de paja estaba cubierto de una espesa capa de nieve y carámbanos de hielo colgaban
de los aleros como deslumbrantes piedras preciosas. Las pequeñas ventanas
resplandecían con la luz dorada de las lámparas que se filtraba hacia el exterior y caía
sobre la montaña de nieve acumulada en el portal. En el cobertizo también se

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vislumbraban destellos rojizos, procedentes de la fragua donde los hombres habían
estado hirviendo innecesarios peroles de agua toda la tarde. Un hilo recto y constante
de humo azul se elevaba desde la chimenea y llegaba tan alto que parecía perderse
entre las estrellas.
Garion oyó un sonido extraño y tardó un rato en identificarlo. Era el Orbe, que
entonaba una melodía de inefable nostalgia.
El silencio era casi palpable y las brillantes estrellas parecían haberse acercado al
suelo nevado.
Entonces, un solo grito surgió de la cabaña. Era la voz de un niño, pero no
reflejaba la indignación y el disgusto tan comunes en los llantos de los recién nacidos,
sino un asombro y una dicha indescriptibles.
El Orbe irradió una suave luz azul y la añoranza de su melodía se trocó en júbilo.
Cuando la canción del Orbe se acabó, Durnik inspiró hondo.
—¿Por qué no bajamos? —preguntó.
—Será mejor que esperemos un poco —sugirió Belgarath—. Primero tendrán que
limpiar un poco. Además, Pol necesitará un momento para cepillarse el pelo.
—No me importa que su pelo esté enmarañado —dijo Durnik.
—Pero a ella sí. Esperemos.
Curiosamente, el Orbe había reiniciado su nostálgica melodía. El silencio seguía
siendo casi palpable, pero ahora lo rompía de vez en cuando el llanto débil y gozoso
del bebé de Polgara.
Los tres amigos aguardaron en lo alto de la colina, formando nubes de vapor con
el aliento mientras escuchaban aquellos gritos distantes y agudos.
—Buenos pulmones —le dijo Garion al flamante padre, a modo de felicitación.
Durnik le dedicó una breve sonrisa, aún pendiente del llanto del niño. De repente,
una nueva voz se unió a la primera y esta vez la luz del Orbe estalló en un intenso
resplandor que tiñó de azul la nieve que los rodeaba y su canción volvió a cobrar un
tono triunfal.
—¡Lo sabía! —exclamó Belgarath con alegría.
—¿Dos? —preguntó Durnik—. ¿Gemelos?
—Es hereditario, Durnik.
Belgarath rió y abrazó con fuerza al herrero.
—¿Son niños o niñas? —preguntó.
—¿Qué importancia tiene eso ahora? —dijo el anciano—. Aunque creo que ya
podemos bajar a averiguarlo.
Sin embargo, cuando se giraron, notaron que algo extraño ocurría junto a la
cabaña. Un rayo de luz de intenso color azul descendió desde el cielo estrellado,
seguido por otro de un azul más claro. Cuando los dos haces tocaron la nieve, la
cabaña se inundó de luz azul. Luego aparecieron otros rayos de distintas tonalidades:

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rojo, amarillo, verde, lavanda y otro color que Garion no pudo definir. Por último, un
cegador relámpago blanco unió a todos los haces. Como los colores del arco iris, las
luces formaban un semicírculo ante la puerta, llenando el cielo de la noche con un
manto de parpadeantes destellos multicolores.
Los dioses estaban allí y su canción se unía a la del Orbe para expresar una
majestuosa bendición.
Eriond se giró a mirarlos con un sonrisa de indescriptible dicha en su rostro
bondadoso.
—Uníos a nosotros —sugirió.
—Todo ha concluido —dijo UL rebosante de alegría—. Todo está bien.
Entonces, alumbrados por el resplandor de los dioses, los tres amigos comenzaron
a descender la cuesta nevada de la colina para contemplar un milagro, que, aunque
corriente, no dejaba de ser un milagro.

Y por fin, mis pequeños, ha llegado la hora de cerrar el libro.


Habrá otras ocasiones y otras historias, pero este cuento ha terminado.

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