5 La Vidente de Kell - David Eddings
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David Eddings
La vidente de Kell
Crónicas de Mallorea V
ePUB v1.0
Volao 09.03.12
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Hemos trabajado juntos durante una década. Después de todo este tiempo, la única
expectativa razonable habría sido envejecer diez años, pero por lo visto hemos hecho
algo más. Creo que entre los dos hemos dado vida a un buen chico. Espero que te
hayas divertido tanto como yo, y considero que ambos podemos estar orgullosos de
no habernos matado en el curso de esta empresa, aunque estoy convencido de que el
mérito no puede atribuirse a nuestras virtudes personales, sino a la paciencia infinita
de un par de damas muy especiales.
Dave Eddings
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Mapas
Kell
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Perivor
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Las tierras altas de Korim
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Prólogo
Extractos del Libro de las Eras,
volumen primero de Los textos sagrados malloreanos.
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nos elegirá. Aguardad entonces su llegada, porque estoy segura de que vendrá.
Olvidad vuestro dolor y volved la cara hacia el cielo y hacia la tierra para que podáis
leer los signos allí escritos, pues debo advertiros que su llegada depende de vosotros.
Él no os elegirá a menos que vosotros lo elijáis a él. Éste es el destino para el cual
hemos sido creados. Por lo tanto, incorporaos, y dejad de estar sentados en la tierra
sumidos en inútiles y tontas lamentaciones. Aceptad vuestra misión y preparad el
camino para aquel que vendrá.
Todos nos maravillamos ante aquellas palabras y meditamos sobre ellas en
profundidad. Interrogamos a la vidente, pero sus respuestas fueron oscuras e
imprecisas. De modo que volvimos la vista hacia el cielo e intentamos oír los
murmullos de la tierra, para ver, escuchar y aprender. Y mientras aprendíamos a leer
el Libro de los Cielos y a oír los susurros de las rocas, encontramos innumerables
signos de que dos espíritus vendrían a nosotros, uno perverso y otro bueno. Sin
embargo, pese a nuestros afanosos esfuerzos, no lográbamos distinguir entre el
espíritu bueno y el malo. Eso nos preocupaba, pues en el Libro de los Cielos y en el
lenguaje de la tierra, el mal se disfraza de bien, y ningún hombre es lo bastante sabio
para elegir entre ambos.
Mientras meditábamos sobre esta cuestión, salimos de la sombra de las montañas
de Korim y nos dirigimos a las tierras que se extienden del otro lado, donde aún hoy
seguimos aguardando. Dejamos a un lado las preocupaciones normales de los
hombres y concentramos todos nuestros esfuerzos en la tarea que nos habían
asignado. Nuestros brujos y nuestros videntes buscaron ayuda en el mundo de los
espíritus, nuestros nigromantes consultaron con los muertos y nuestros adivinos
solicitaron consejo a la tierra, pero he aquí que ninguno de ellos pudo averiguar nada
más que nosotros.
Por fin nos reunimos en una llanura fértil, para confrontar todo lo que habíamos
aprendido. Y éstas son las verdades que hemos descubierto en las estrellas, las rocas,
los corazones de los hombres y los espíritus:
Sabed que a lo largo de las infinitas avenidas del tiempo, la división ha
estropeado todo lo que existe, pues ha habido división en el propio centro de la
creación. Aunque algunos digan que esto es natural y que persistirá hasta el final de
los tiempos, no es así. Si la división estuviera destinada a ser eterna, el propósito de la
creación habría sido contenerla, pero las estrellas, los espíritus y las voces de las
rocas hablan del día en que esa división terminará y todo volverá a convertirse en
unidad, pues la propia creación sabe que ese día llegará.
Sabed también que dos espíritus luchan entre sí en el corazón mismo del tiempo y
que estos espíritus representan las dos partes de aquello que dividió la creación.
Llegará el momento en que esos dos espíritus se encuentren en este mundo, y
entonces será la hora de la elección. Pero si la elección no se realizara, este mundo
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desaparecería y el bienaventurado invitado de quien habló la vidente no llegaría
nunca, pues a eso se refería al decir: «Él no os elegirá, a menos que vosotros lo elijáis
a él». Y puesto que la elección que debemos hacer decidirá entre el bien y el mal, a
partir de entonces la realidad que se prolongará hasta el final de los días será buena o
perversa, según el camino que hayamos tomado.
Recordad también esta verdad: las rocas de este mundo y de cualquier otro mundo
hablan sin cesar entre murmullos de las dos piedras que participaron en la división.
En un tiempo, estas piedras eran una sola y estaba en el centro de la creación, pero
luego fue dividida, como todo lo demás, separada por una fuerza capaz de destruir
soles enteros. Pero allí donde esas piedras vuelvan a encontrarse, sin duda habrá un
enfrentamiento entre los dos espíritus. Llegará el día donde todo se convierta otra vez
en una unidad, excepto las dos piedras, pues su división fue tan poderosa que nunca
volverán a unirse. Y cuando llegue el fin de la división, una de las piedras dejará de
existir junto con uno de los espíritus.
Ésas eran las verdades que habíamos reunido, y este descubrimiento marcó el
final de la primera era.
La segunda era del hombre comenzó con truenos y terremotos, pues la propia
tierra decidió partirse, y el mar se apresuró a separar los territorios de los hombres,
imitando el cisma de la propia creación. Entonces las montañas de Korim temblaron,
gimieron y se sacudieron mientras el mar las tragaba. Sin embargo, puesto que
nuestras videntes nos habían advertido que esto sucedería, seguimos nuestro camino
y hallamos un sitio seguro antes de que la tierra se agrietara y el mar la cubriera, se
retirara, y luego volviera a quedarse eternamente.
Durante los días siguientes a la inundación, los hijos del dios dragón huyeron de
las aguas y se instalaron al norte, detrás de nuestras montañas. Entonces las videntes
nos avisaron que algún día los hijos del dios dragón intentarían conquistarnos, y a
partir de ese momento nos dedicamos a estudiar la forma de no ofenderlos, para que
nos permitieran seguir con nuestros estudios. Por fin llegamos a la conclusión de que
nuestros belicosos vecinos se mostrarían menos aprensivos ante unos simples
campesinos y organizamos nuestra vida de ese modo. Derribamos nuestras ciudades y
volvimos a dedicarnos al cultivo de la tierra, para no alarmar a nuestros vecinos ni
despertar su envidia.
Así pasaron los años y se convirtieron en siglos, y los siglos en eones. Por fin,
como habíamos vaticinado, los hijos de Angarak vinieron a nosotros, nos sometieron
y llamaron Dalasia a la tierra que habitamos. Nosotros aceptamos su voluntad, pero
sin abandonar nuestros estudios.
En aquella época, un discípulo del dios Aldur llegó con otra gente a reclamar algo
que el dios dragón había robado a Aldur. Aquel hecho tuvo tanta importancia que
marcó el final de la segunda era y el comienzo de la tercera.
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Fue en la tercera era cuando los sacerdotes de Angarak, a quienes los hombres
llaman grolims, vinieron a hablarnos del dios dragón y de su deseo de que lo
amáramos. Nosotros reflexionamos sobre lo que nos dijeron, como siempre
meditamos sobre lo que nos dicen los hombres. Consultamos el Libro de los Cielos y
confirmamos que Torak era una de las deidades que luchan en el centro del tiempo,
pero ¿dónde estaba la otra? ¿Qué posibilidades de elección tenía el hombre, si sólo
uno de los espíritus se presentaba ante él? Entonces fuimos conscientes de nuestra
enorme responsabilidad. Los espíritus vendrían a nosotros, uno por vez, y cada uno
de ellos afirmaría representar el bien y acusaría al otro de encarnar el mal. Era el
hombre, sin embargo, quien debía elegir. Después de consultar entre nosotros,
llegamos a la conclusión de que podíamos aceptar los ritos que los grolims nos
exigían. De este modo tendríamos la oportunidad de examinar la naturaleza del dios
dragón y prepararnos para la elección que deberíamos realizar cuando apareciera el
otro dios.
Con el tiempo, los acontecimientos del mundo obstaculizaron nuestra tarea. Un
matrimonio marcó la alianza de los angaraks con los grandes constructores de
ciudades del este, que se hacían llamar melcenes, y entre los dos pueblos
construyeron un imperio que se encumbró sobre el continente. Los angaraks se
convirtieron en artífices de grandes hazañas, mientras los melcenes se limitaban a
cumplir con las tareas asignadas. Las hazañas, una vez concluidas, perduraban
eternamente, pero las tareas debían repetirse cada día y los melcenes vinieron a
buscarnos para que los ayudáramos con ellas. Sin embargo, quiso el azar que uno de
los hombres que acudió en su ayuda viajara hacia el norte para realizar una de esas
tareas. Así llegó a un lugar llamado Ashaba, buscando refugio de una tormenta, y
descubrió que el amo del lugar no era grolim ni angarak. Nuestro compatriota había
dado con la casa de Torak, quien por simple curiosidad, quiso ver a nuestro hermano
y de este modo éste tuvo oportunidad de contemplar al dios dragón. En el preciso
instante en que miró su rostro, acabó la tercera era y comenzó la cuarta, pues he aquí
que el dios dragón de Angarak no era uno de los dioses que esperábamos. Los signos
que lo señalaban no eran trascendentales, por lo cual nuestro compatriota supo
enseguida que Torak moriría y que todo lo que representaba se acabaría con él.
Entonces comprendimos nuestro error y nos maravillamos de no haberlo visto
antes: incluso un dios puede ser un simple instrumento del destino, pues aunque
Torak pertenecía a uno de los dos destinos, sólo constituía una parte de él.
Mientras tanto, al otro lado del mundo, un rey y su familia eran asesinados,
quedando un único superviviente. Puesto que ese rey había sido el guardián de una de
las dos piedras del poder, Torak se alegró al conocer la noticia, convencido de que su
ancestral enemigo había desaparecido, y comenzó a prepararse para luchar contra los
reinos del Oeste. Sin embargo, los signos de los cielos y los murmullos de las rocas
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vaticinaban el error de Torak. Puesto que la piedra seguía protegida y aún quedaba un
miembro del linaje de su guardián, la guerra causaría gran pesar a Torak.
Los preparativos del dios dragón fueron largos y las tareas que asignó a sus
súbditos se prolongaron a lo largo de generaciones. Al igual que nosotros, Torak
observó los cielos para leer allí una señal que le indicara el momento de marchar
contra el Oeste; pero sólo vio los signos que quiso ver, y no fue capaz de leer la
totalidad del mensaje escrito en los cielos. Al leer sólo una parte de las señales, puso
en marcha sus fuerzas en el peor día posible.
Y, tal como nosotros habíamos previsto, el desastre cayó sobre el ejército de
Torak en una extensa llanura del lejano oeste, frente a la ciudad de Vo Mimbre, donde
el dios dragón fue condenado a aguardar en sueños la llegada de su enemigo.
Entonces oímos un murmullo con un nuevo nombre. El murmullo se fue haciendo
cada vez más claro, hasta convertirse en un inmenso grito el día del nacimiento de
Belgarion: por fin había llegado el justiciero de los dioses.
A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron y la marcha hacia el
terrible encuentro se tornó tan rápida que las páginas del Libro de los Cielos se
volvieron imprecisas. El día en que los hombres conmemoran la creación, Belgarion
recibió la piedra del poder y cuando su mano se cerró sobre ella, el Libro de los
Cielos se llenó de una poderosa luz y el nombre de Belgarion reverberó desde la
estrella más lejana.
Entonces supimos que Belgarion avanzaba hacia Mallorea con la piedra del
poder, mientras Torak se agitaba en sueños. Por fin llegó la terrible noche en que las
páginas del Libro de los Cielos se movieron con tal rapidez que nosotros no pudimos
leerlas y debimos limitarnos a contemplarlas, impotentes. Pero de repente el libro se
detuvo y leímos una espantosa frase: «Torak ha muerto». Luego el libro tembló y la
creación entera se quedó sin luz. En aquel momento aterrador de oscuridad y silencio
concluyó la cuarta era y comenzó la quinta.
Al comienzo de la quinta era, encontramos un misterio en el Libro de los Cielos.
Antes, todo parecía moverse hacia el encuentro entre Belgarion y Torak, pero ahora
los acontecimientos giraban en torno a otro encuentro. Ciertas señales en el cielo
indicaban que los destinos habían elegido otras formas para su enfrentamiento final, y
aunque no sabíamos de quién o de qué se trataba porque las páginas del gran libro
seguían oscuras y confusas, pudimos percibir los movimientos de estas presencias,
entre ellas los de una figura envuelta en bruma y tinieblas, de quien la luna hablaba
claramente, indicándonos que se trataba de una mujer.
Lo único que pudimos descifrar en la enorme confusión que nublaba el Libro de
los Cielos fue que las eras del hombre se acortaban y que el encuentro entre los dos
destinos se acercaba cada vez más. El tiempo de la contemplación ociosa había
quedado atrás y debíamos apresurarnos para evitar que el gran acontecimiento final
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nos pillara desprevenidos.
Entonces decidimos que debíamos instigar o engañar a los participantes de ese
encuentro final, con el fin de que ambos llegaran al sitio previsto en el momento
indicado.
Así, enviamos la imagen de la responsable de la elección a la figura brumosa de
las tinieblas y a Belgarion, el justiciero de los dioses, y ella les indicó el camino que
por fin los conduciría al lugar de la elección.
Entonces nos concentramos en nuestros preparativos, pues aún quedaba mucho
por hacer, y sabíamos que este hecho sería el definitivo. La división de la creación
había durado demasiado tiempo y estaba destinada a acabar en este enfrentamiento
sobre los dos destinos, tras el cual todo volvería a formar una unidad.
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Capítulo 1
El aire era transparente, fresco, y estaba cargado del penetrante aroma de los
árboles de hojas perennes, que permanecían intensamente verdes y resinosos desde el
comienzo al final de sus días. La luz resplandecía sobre los campos nevados y el
sonido del agua que caía en cascada sobre las rocas para alimentar los ríos de las
llanuras de Darshiva y Gandahar, muchos kilómetros más abajo, no cesaba de
susurrar en los oídos de Garion. El rugido del agua al precipitarse hacia su inevitable
encuentro con el río Magan se sumaba al suave, melancólico suspiro del viento
incesante, que acariciaba el verde bosque de pinos y abetos de las colinas,
encumbradas hacia el cielo con una especie de ansia inconsciente. La ruta de las
caravanas que seguían Garion y sus amigos ascendía de forma constante, serpenteaba
a lo largo de los lechos de los arroyuelos y trepaba sobre las ondulaciones del terreno.
Desde lo alto de cada una de estas ondulaciones, alcanzaban a ver otra nueva, y sobre
todas ellas, se alzaba la columna vertebral del continente, donde picos de altura
inimaginable, puros y prístinos bajo sus mantos de nieve eterna, parecían rozar la
propia bóveda celeste. Garion conocía muchas montañas, pero nunca había visto
picos tan altos. Sabía que aquellas colosales torres se hallaban a muchos kilómetros
de distancia, pero el aire era tan claro que tenía la impresión de que podía tocarlas
con sólo extender la mano.
Allí arriba reinaba una paz inmutable, una paz que aliviaba la confusión y la
ansiedad que se habían apoderado de ellos en las llanuras, haciéndolos olvidar la
cautela e incluso la reflexión. Cada giro en el camino y cada nueva colina traían
consigo vistas insospechadas, tan llenas de esplendor que no podían hacer otra cosa
que contemplarlas, mudos y atónitos, sin dejar de cabalgar. En aquel lugar, todas las
obras del hombre parecían insignificantes. Ninguna obra humana podría igualar
aquellas montañas eternas.
Estaban en verano, así que los días eran largos y soleados. Los pájaros cantaban
desde los árboles que flanqueaban el sinuoso camino y la fragancia de los pinos se
fundía con los delicados aromas de las innumerables flores silvestres que
alfombraban los ondulados prados. De vez en cuando, el canto agudo y salvaje de un
águila resonaba entre las rocas.
—¿Nunca has pensado en la posibilidad de trasladar la capital de tu reino? —le
preguntó Garion al emperador de Mallorea, que cabalgaba a su lado.
Hablaba en voz baja, como si temiera profanar la paz que los rodeaba.
—No, Garion —respondió Zakath—. Mi gobierno no funcionaría en un sitio
como éste. Casi todos los burócratas son melcenes, y aunque parezcan gente prosaica,
en realidad no lo son. Me temo que mis oficiales dedicarían la mitad de su tiempo a
contemplar el paisaje y la otra mitad a escribir poesía mediocre, así que nadie
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trabajaría. Además, tú no sabes lo que es esto en invierno.
—¿Nieve?
Zakath asintió con un gesto.
—La gente del lugar ni siquiera se preocupa en medirla en centímetros, la miden
por metros.
—¿Acaso vive gente en este lugar? Yo no he visto a nadie.
—Sólo algunos... Tramperos que comercian con pieles, buscadores de oro, ese
tipo de gente. —Zakath esbozó una breve sonrisa—. Sin embargo, creo que sus
oficios son sólo una excusa. Hay gente que prefiere la soledad.
—Éste es un buen lugar para encontrarla.
El emperador de Mallorea había cambiado mucho desde que habían abandonado
el campamento de Atesca, en la ribera del Magan. Estaba más delgado y sus ojos
habían perdido su expresión inerte. Al igual que Garion y todos los demás, cabalgaba
cautelosamente, con los ojos y los oídos alerta. Sin embargo, el principal indicio de
cambio no estaba en su aspecto externo. Zakath siempre había sido una persona
reflexiva, melancólica y con tendencia a la depresión, aunque al mismo tiempo llena
de una fría codicia. Garion a menudo había pensado que la ambición del malloreano y
su aparente ansia de poder no respondían a una necesidad imperiosa, sino que eran
una forma de ponerse constantemente a prueba y quizás, en un nivel más profundo,
un medio de autodestrucción. Daba la impresión de que Zakath invertía todos sus
esfuerzos —y todos los recursos de su imperio— en batallas imposibles con la secreta
esperanza de encontrarse con alguien lo bastante fuerte para matarlo y por
consiguiente aliviarlo del terrible peso de una vida casi intolerable para él.
Pero ya no era así. Su encuentro con Cyradis en la orilla del Magan lo había
transformado de forma definitiva. El mundo que siempre había considerado opaco y
desolado, ahora le parecía nuevo. Por momentos, Garion creía adivinar una levísima
esperanza reflejada en el rostro de su amigo, y ésa era una emoción inaudita en
Zakath.
Cuando giraban por una gran curva del camino, Garion vio a la loba que habían
encontrado en el bosque marchito de Darshiva. Estaba sentada sobre sus grupas,
esperándolos pacientemente. La conducta de la loba lo asombraba cada vez más.
Ahora que su pata herida había sanado, hacía esporádicos paseos por los campos
circundantes en busca de su jauría, pero siempre regresaba sin dar muestras de que la
búsqueda frustrada la afectara. Parecía estar perfectamente satisfecha de permanecer
con ellos, como un miembro más de aquella extraña jauría. Mientras se encontraran
en bosques y montañas deshabitadas, esta peculiaridad suya no les causaría
problemas. Sin embargo no siempre estarían allí, y no cabía duda de que la presencia
de una loba salvaje y probablemente nerviosa en una calle concurrida de una ciudad
populosa atraería la atención de la gente..., aunque ése era el inconveniente más leve
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que podría llegar a causar.
—¿Qué te ocurre, pequeña hermana? —le preguntó amablemente Garion en el
lenguaje de los lobos.
—Todo va bien.
—¿Has encontrado a tu jauría?
—Hay muchos lobos en los alrededores, pero ninguno de mi familia. Tendré que
permanecer con vosotros durante un tiempo. ¿Dónde está el pequeño?
Garion se giró para mirar el carruaje de dos ruedas por encima de su hombro.
—Está sentado junto a mi compañera, en el animal de pies redondos.
La loba suspiró.
—Si sigue allí sentado mucho tiempo, no volverá a correr ni a cazar —dijo con
tono de reprobación—, y si tu compañera sigue alimentándolo tanto, hará que se le
estire el vientre y no podrá sobrevivir en las temporadas de poca caza.
—Prometo hablar con ella al respecto.
—¿Y ella te escuchará?
—Tal vez no, pero hablaré con ella de todos modos. Aprecia al pequeño y le gusta
mucho estar cerca de él.
—Pronto tendré que enseñarle a cazar.
—Sí. Lo sé y se lo explicaré a mi compañera.
—Te estaré agradecida. —La loba hizo una pausa y miró a su alrededor con
cautela—. Tened cuidado —advirtió—, pues cerca de aquí vive una extraña criatura.
No la he visto, pero he olfateado su aroma en varias ocasiones. También sé que es
bastante grande.
—¿Cómo de grande?
—Más grande que la bestia sobre la cual te sientas —dijo mirando a Chretienne.
La presencia constante de la loba había conseguido que el caballo se familiarizara
con ella y se mostrara menos nervioso, pero Garion sospechaba que el animal hubiera
preferido que no se le acercara tanto.
—Se lo diré al jefe de la jauría —prometió Garion.
Por alguna razón, la loba evitaba a Belgarath. Garion suponía que se debía a
algún aspecto del protocolo lobuno que él aún desconocía.
—Entonces continuaré la búsqueda —dijo ella mientras se incorporaba—. Es
probable que encuentre a la bestia, y así sabremos cómo es. —Hizo una pausa—. Su
olor indica que es peligrosa. Se alimenta de todo tipo de criaturas, incluso de aquellas
de las que nosotros huiríamos.
Tras esas palabras, la loba dio media vuelta y corrió hacia el bosque, veloz y
silenciosa.
—Esto es realmente extraño —observó Zakath—. Ya había oído a algunos
hombres hablar con animales, pero nunca en su propia lengua.
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—Es una peculiaridad hereditaria —sonrió Garion—. Al principio, yo tampoco
podía creerlo. Los pájaros solían acercarse a tía Pol y hablarle todo el tiempo, casi
siempre sobre sus huevos. Según tengo entendido, a los pájaros les encanta hablar de
sus huevos, y a veces pueden parecer muy tontos. Los lobos, en cambio, son mucho
más dignos. —Hizo otra pausa—. Será mejor que no comentes con tía Pol lo que
acabo de decirte —añadió.
—¿No es eso una impostura, Garion? —rió Zakath.
—Sólo prudencia —corrigió el joven—. Tengo que ir a hablar con Belgarath.
Mantén los ojos bien abiertos, pues la loba afirma que hay un extraño animal en los
alrededores. Dice que es más grande que un caballo y muy peligroso. Además,
sugirió que podría comer hombres.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo ha visto, pero lo ha olido y ha encontrado sus huellas.
—Estaré alerta.
—Bien —respondió Garion. Se giró y volvió hacia atrás, donde Belgarath y
Polgara estaban enfrascados en una acalorada discusión.
—Durnik necesita una torre en algún lugar del valle —decía Belgarath.
—No veo por qué —respondió Polgara.
—Todos los discípulos de Aldur tienen torres, Pol. Es una costumbre.
—Las viejas costumbres suelen persistir aunque hayan dejado de ser necesarias.
—Tendrá que estudiar, Pol. ¿Cómo podrá hacerlo contigo siempre en el medio?
—Ella le dedicó una mirada larga y fría—. Bueno, tal vez debería buscar otra forma
de expresar esa idea.
—Tómate todo el tiempo que necesites, padre. Estoy dispuesta a esperar.
—Abuelo —dijo Garion mientras tiraba de las riendas—. Acabo de hablar con la
loba, y dice que hay un animal muy grande en el bosque.
—¿Un oso?
—No lo creo. Lo ha olido varías veces, y habría reconocido el olor de un oso, ¿no
crees?
—Supongo que sí.
—No lo ha dicho claramente, pero ha insinuado que no es un ser muy selectivo en
sus hábitos alimenticios. —Hizo una pausa—. ¿Es idea mía, o se trata de una loba
muy extraña?
—¿Qué quieres decir?
—Parece sacar el máximo beneficio de la lengua, pero siempre tengo la impresión
de que quiere sugerir algo más de lo que dice.
—Es una loba inteligente, eso es todo, No es una característica habitual en las
hembras, pero tampoco es tan insólita.
—La conversación ha tomado un curso fascinante —observó Polgara.
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—¡Oh! —dijo el anciano con suavidad—. ¿Sigues ahí, Pol? Creí que habrías
encontrado alguna otra cosa que hacer. —La hechicera le dirigió una mirada
fulminante, pero Belgarath permaneció impasible—. Será mejor que adviertas a los
demás —le dijo a Garion—. Un lobo no haría comentarios especiales sobre un animal
común. Sea quien fuere esa criatura, debe de tratarse de un ser excepcional y eso
suele implicar peligro. Dile a Ce'Nedra que se acerque a los demás, pues lejos del
resto del grupo, correrá más riesgos. —Reflexionó un momento—. No le digas nada
que la alarme, pero consigue que Liselle se monte al carruaje con ella.
—¿Liselle?
—La joven rubia, la de los hoyuelos.
—Ya sé quién es, abuelo. Pero ¿no sería mejor que fuera Durnik, o tal vez Toth?
—No. Si cualquiera de los dos se montara al carruaje con Ce'Nedra, ella
adivinaría que algo va mal y se asustaría. Un animal que está de caza puede oler el
miedo y debemos evitar exponerla a ese tipo de peligro. Liselle está bien entrenada y
sin duda tendrá dos o tres dagas escondidas en algún sitio. —Esbozó una sonrisa
maliciosa—. Seguro que Seda podría decirnos exactamente dónde.
—¡Padre! —exclamó Polgara.
—¿Acaso no lo sabías? ¡Cielos, qué poco observadora eres!
—Un tanto a tu favor —señaló Garion.
—Me alegro de que te gustara —dijo Belgarath mientras dirigía una sonrisa
irónica a Polgara.
Garion giró su caballo, para que su tía no advirtiera su propia sonrisa.
Aquella noche montaron el campamento con más precauciones de las habituales.
Eligieron un pequeño bosquecillo de álamos, encerrado entre un abrupto peñasco y
un arroyuelo de montaña. Beldin regresó de su largo viaje de exploración cuando el
sol comenzaba a hundirse en los eternos campos nevados y la luz del crepúsculo
cubría de sombras azules barrancos y cañadas.
—¿No es algo temprano para detenerse? —preguntó el hechicero con voz ronca
mientras recuperaba su forma natural.
—Los caballos están cansados —respondió Belgarath con una mirada disimulada
a Ce'Nedra—. La cuesta es muy empinada.
—Espera y verás —dijo Beldin mientras cojeaba hacia el fuego—. Más adelante
se vuelve aún más empinada.
—¿Qué te ha ocurrido en el pie?
—He tenido una pequeña disputa con un águila. Las águilas son pájaros estúpidos
y ésta era incapaz de distinguir la diferencia entre un halcón y una paloma, por lo
tanto tuve que educarla. Me dio un picotazo cuando yo estaba arrancándole unas
cuantas plumas del ala.
—Tío —dijo Polgara en tono de reproche.
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—Ella empezó.
—¿Has descubierto si nos siguen los soldados? —preguntó Belgarath.
—Algunos darshivanos. Sin embargo, les llevamos dos o tres días de ventaja. El
ejército de Urvon se retira. Ahora que él y Nahaz se han ido, no tiene sentido que sus
tropas continúen.
—Al menos de ese modo tendremos menos hombres pegados a nuestros talones
—dijo Seda.
—No te apresures a celebrarlo —le advirtió Beldin—. Ahora que se han
marchado los guardianes del templo y los karands, los darshivanos tienen el camino
libre para concentrarse en nosotros.
—Supongo que tienes razón. ¿Crees que saben que estamos aquí?
—Zandramas lo sabe y no creo que oculte información a sus soldados. Es
probable que mañana por la tarde os encontréis con nieve, así que tendréis que pensar
en algún modo de ocultar las huellas. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está tu loba?
—le preguntó a Garion.
—Cazando. Ha estado buscando el rastro de su jauría.
—Eso me recuerda algo —dijo Belgarath en voz baja para asegurarse de que
Ce'Nedra no podía oírlos—. La loba le ha dicho a Garion que hay un animal muy
grande en la zona. Pol saldrá a echar un vistazo esta noche, pero no estaría de más
que tú también lo hicieras mañana. No estoy de humor para sorpresas.
—Veré lo que puedo hacer.
Sadi y Velvet estaban sentados junto al fuego. Habían colocado la pequeña botella
de cerámica en el suelo e intentaban hacer salir a Zith y a su prole, tentándolos con
trocitos de queso.
—Ojalá tuviéramos leche —dijo Sadi con su voz de contralto—. La leche es muy
buena para las serpientes jóvenes. Les fortalece los dientes.
—Lo recordaré —dijo Velvet.
—¿Estás planeando dedicarte a la cría de serpientes, margravina?
—Son unas criaturas encantadoras —respondió ella—. Son limpias, silenciosas y
no comen demasiado. Además, pueden resultar muy útiles en situaciones de
emergencia.
—Acabaremos convirtiéndote en una verdadera nyissana —observó él con una
sonrisa afectuosa.
—No si yo puedo evitarlo —le dijo Seda a Garion en un murmullo cargado de
malicia.
Aquella noche comieron trucha a la parrilla. Después de montar las tiendas,
Durnik y Toth se habían dirigido a la orilla del arroyuelo con cañas y carnada.
Aunque Durnik había experimentado algunos cambios desde su ascenso a la
condición de discípulo de Aldur, nunca había renunciado a su pasatiempo favorito. Su
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amigo mudo y él ya no necesitaban programar estas excursiones. Siempre que
acampaban en las cercanías de un lago o arroyuelo, la reacción de ambos era
automática.
Después de cenar, Polgara sobrevoló el bosque sombrío, pero cuando regresó,
dijo que no había visto ninguna señal de la enorme bestia que había mencionado la
loba.
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con una sonrisa que marcó dos hoyuelos en sus mejillas.
—Es una cuestión de estilo, Liselle.
El sendero se volvió más abrupto y los montículos de nieve que lo flanqueaban
eran cada vez más altos. Enormes torbellinos de nieve descendían desde las cumbres
de las montañas y el seco viento helado soplaba con creciente furia.
Al mediodía, los picos se oscurecieron de forma súbita, envueltos en un banco de
nubes de aspecto funesto. Entonces, la loba corrió cojeando al encuentro del grupo.
—Os aconsejo que busquéis refugio para la jauría y sus bestias —dijo con inusual
nerviosismo.
—¿Has encontrado a la criatura que vive aquí? —preguntó Garion.
—No. Esto es más peligroso —dijo y dirigió una mirada significativa a las nubes
que se acercaban a su espalda.
—Avisaré al jefe de la jauría.
—Es lo adecuado —respondió la loba y señaló a Zakath con su hocico—. Dile a
éste que me siga. Por aquí cerca hay algunos árboles y entre los dos encontraremos
un lugar apropiado.
—Quiere que vayas con ella —le dijo Garion al malloreano—. Se aproxima mal
tiempo y cree que debemos buscar refugio un poco más adelante, entre unos árboles.
Mientras tanto, yo iré a avisar a los demás.
—¿Va a desatarse una tormenta de nieve? —preguntó Zakath.
—Supongo que sí. Tiene que tratarse de algo muy grave, para asustar a un lobo.
Garion hizo girar a Chretienne y volvió atrás para alertar al resto del grupo. El
terreno abrupto y resbaladizo les impedía cabalgar aprisa, y cuando todos llegaron al
bosquecillo adonde la loba había conducido a Zakath, el viento frío los azotaba con
urticantes copos de nieve. Los árboles eran delgados pinos jóvenes, que se alzaban
muy cerca unos de otros, formando un grupo compacto. Era evidente que en un
pasado no muy lejano una avalancha había abierto una brecha en el bosquecillo,
dejando una montaña de ramas y troncos partidos sobre la ladera de un abrupto
peñasco de roca. Durnik y Toth pusieron manos a la obra de inmediato, mientras el
viento se enfurecía y la nieve se volvía más espesa. Garion y los demás se unieron a
ellos y en un momento erigieron una especie de cobertizo enrejado sobre la pared del
peñasco. Luego cubrieron la estructura de troncos con las lonas de las tiendas, las
ataron con esmero y las aseguraron con pesados maderos. Cuando por fin la tormenta
se desató con toda su fuerza, introdujeron a los caballos al improvisado refugio y los
condujeron a un rincón.
El viento rugía con frenesí y el bosquecillo desapareció, envuelto en la nieve que
se arremolinaba a su alrededor.
—¿Creéis que Beldin estará bien? —preguntó Durnik preocupado.
—No temas por él —le respondió Belgarath—. Ya ha sobrevivido a otras
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tormentas. Volará por encima de ella o cambiará de forma y se enterrará en la nieve
hasta que todo haya pasado.
—¡Entonces morirá congelado! —exclamó Ce'Nedra.
—Debajo de la nieve, no —le aseguró Belgarath—. Beldin no suele dar
importancia al tiempo. —Miró a la loba, que contemplaba los remolinos de nieve
sentada junto a la puerta del refugio—. Te agradezco la información, pequeña
hermana —le dijo con solemnidad.
—Ahora soy un miembro de tu jauría, venerable jefe —respondió ella con
idéntica formalidad—. El bienestar de todos es una responsabilidad común.
—Sabias palabras, hermana.
Ella sacudió la cola, pero no volvió a hablar.
La tormenta de nieve continuó durante el resto del día y parte de la noche,
mientras Garion y sus amigos aguardaban sentados alrededor del fuego que había
encendido Durnik. Luego, cerca de medianoche, el viento se retiró tan
repentinamente como había llegado. La nieve siguió cayendo entre los árboles hasta
la mañana, pero por fin también amainó. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Fuera
del refugio, la nieve llegaba hasta las rodillas de Garion.
—Me temo que tendremos que abrir un camino —dijo Durnik con seriedad—.
Hay cuatrocientos metros hasta la ruta de las caravanas, y podemos encontrar todo
tipo de objetos enterrados en la nieve. No podemos permitir que los caballos se
rompan las patas en este momento y en este lugar.
—¿Qué hay de mi carruaje? —le preguntó Ce'Nedra.
—Me temo que tendremos que abandonarlo, Ce'Nedra. La nieve es demasiado
profunda. Incluso si pudiéramos llevarlo hasta el camino, el caballo no sería capaz de
tirar de él a través de la nieve.
—Era un carruaje tan bonito —suspiró ella y luego miró a Seda con absoluta
seriedad—. Quiero agradecerte que me lo entregaras, príncipe Kheldar —le dijo—,
pero ahora que ya no me hace falta, te lo devuelvo.
Toth abrió camino por la empinada cuesta hacia la ruta de las caravanas. Los
demás lo siguieron, ampliando el sendero e intentando localizar con los pies cualquier
leño o rama ocultos bajo la nieve. Tardaron casi dos horas en llegar al camino, y
cuando lo hicieron, todos jadeaban de agotamiento.
Luego se dispusieron a regresar al refugio, donde las damas aguardaban con los
animales, pero a mitad de camino, la loba se detuvo de repente, alzó las orejas y
aulló.
—¿Qué ocurre? —preguntó Garion.
—La bestia —respondió la loba—. Está de caza.
—¡Preparaos! —gritó Garion a los demás—. ¡Ese animal está cerca! —añadió
mientras desenfundaba la espada de Puño de Hierro.
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La criatura salió del bosquecillo, desde el fondo de la brecha abierta por la
avalancha. Encorvada y con el pelaje hirsuto cubierto de nieve, se movía con pasos
torpes y pesados. Su cara era aterradora y al mismo tiempo escalofriantemente
familiar. Tenía ojos de cerdo hundidos bajo los prominentes arcos ciliares. La
mandíbula inferior sobresalía de su rostro y dos enormes colmillos amarillentos se
curvaban sobre sus mejillas. Por fin, la bestia abrió la boca y rugió, mientras se
golpeaba el enorme pecho con los puños y se erguía hasta alcanzar su altura máxima,
que ascendería a unos dos metros y medio.
—¡Es imposible! —exclamó Belgarath.
—¿Qué es eso? —preguntó Sadi.
—Es un eldrak —dijo Belgarath— y esta especie sólo vive en Ulgo.
—Creo que te equivocas, Belgarath —discrepó Zakath—. Se trata de un oso-
simio. Existen unos cuantos en estas montañas.
—Caballeros, ¿no podríais dejar esta discusión para otro momento? —sugirió
Seda—. Ahora debemos decidir entre luchar o huir.
—No podemos huir con toda esta nieve —dijo Garion—. Tendremos que luchar.
—Temía que dijeras eso.
—Lo principal es mantenerlo apartado de las mujeres —dijo Durnik—. Sadi,
¿crees que el veneno de tus dagas podría matarlo?
—Seguramente —dijo Sadi con expresión dubitativa—, pero es una criatura
enorme y el veneno tardaría mucho en hacer efecto.
—Entonces está decidido —dijo Belgarath—. Intentaremos llamar su atención
mientras Sadi va por detrás. Cuando lo haya apuñalado, retrocederemos y
esperaremos a que el veneno haga efecto. Dispersaos y no corráis ningún riesgo —
añadió mientras comenzaba a transformarse en lobo.
Los demás formaron un semicírculo con las armas preparadas mientras el
monstruo se golpeaba el pecho con creciente furia. Por fin avanzó levantando oleadas
de nieve con sus enormes pies. Sadi se dirigió a lo alto de la colina, con la daga en la
mano, mientras Belgarath y la loba intentaban herir a la bestia con sus garras.
A medida que avanzaba con la espada en alto, Garion comenzaba a ver las cosas
con mayor claridad. Pronto comprendió que aquella criatura no era tan rápida como
Grul, el eldrak, pues era incapaz de responder a los inesperados rasguños de los
lobos, y la nieve que lo rodeaba empezaba a teñirse de sangre.
La bestia rugió con ira y frustración, e intentó un ataque desesperado contra
Durnik. Toth, sin embargo, se interpuso y dirigió la punta de su pesada porra
directamente a la cara de la bestia, que gimió de dolor y abrió los brazos para atrapar
al gigantesco mudo, pero Garion lo hirió en un hombro con la espada, mientras
Zakath se agazapaba debajo del otro brazo peludo y lo laceraba con varios cortes de
espada en el pecho y el vientre.
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La enorme criatura gemía y la sangre manaba a borbotones de sus heridas.
—Cuando quieras, Sadi —gritó Seda con voz apremiante, mientras se agachaba y
hacía amagos de arrojar una daga con el fin de afinar la puntería.
Los lobos continuaron sus terribles ataques contra los flancos y las piernas del
animal, mientras Sadi avanzaba con cautela hacia la peluda espalda de la furiosa
bestia. La criatura sacudía los brazos con desesperación, intentando apartar a sus
atacantes.
Entonces, con absoluta precisión, la loba saltó y desgarró uno de los músculos
posteriores de la pata izquierda de la bestia.
El agónico grito de la criatura fue estremecedor, sobre todo porque sonaba
extrañamente humano. La peluda bestia se tambaleó hacia atrás, cogiéndose la pata
herida con las manos.
Entonces Garion giró su poderosa espada, aferrando la cruceta de la empuñadura,
se lanzó sobre el enorme cuerpo y alzó el arma, con la intención de clavarla en el
peludo pecho del animal.
—¡Por favor! —gimió éste con la monstruosa cara contorsionada en una mueca
de angustia y terror—. ¡Por favor, no me mates!
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Capítulo 2
Era un grolim. Mientras los amigos de Garion se acercaban con las armas
preparadas para asestarle el último golpe mortal, la silueta de la bestia ensangrentada
se desdibujó y cobró la forma de un grolim.
—¡Esperad! —dijo Durnik con brusquedad—. ¡Es un hombre!
Todos se detuvieron y contemplaron al sacerdote herido, tendido sobre la nieve.
Garion apoyó la punta de su espada bajo la barbilla del grolim. Era evidente que
estaba furioso.
—¿Y bien? —le dijo con voz fría—. Ya puedes comenzar a hablar, aunque será
mejor que te muestres muy convincente. ¿Quién te ha enviado aquí?
—Naradas —gimió el grolim—, el arcipreste del templo de Hemil.
—¿El lugarteniente de Zandramas? —preguntó Garion—. ¿El de los ojos
blancos?
—Sí. Yo sólo cumplía sus órdenes. Por favor, te ruego que no me mates.
—¿Por qué te ordenó que nos atacaras?
—Se suponía que debía matar a uno de vosotros.
—¿A quién?
—Eso no tenía importancia, pero dijo que me asegurara de que uno de vosotros
moría.
—Siguen con el mismo viejo y aburrido truco —observó Seda mientras
enfundaba las dagas—. ¡Los grolims tienen tan poca imaginación!
Sadi miró a Garion con expresión inquisitiva y la delgada y pequeña daga alzada
en un sugestivo gesto.
—¡No! —exclamó Eriond con brusquedad.
Garion vaciló un instante, pero por fin dijo:
—Tiene razón, Sadi. No podemos matarlo a sangre fría.
—Alorns —suspiró Sadi y alzó los ojos hacia el cielo, ahora más despejado—.
Por supuesto, sois conscientes de que si lo dejamos aquí en estas condiciones morirá
de todos modos y de que si intentamos llevarlo con nosotros, nos retrasará..., eso sin
mencionar el hecho de que no es una persona digna de confianza.
—Eriond —dijo Garion—. ¿Por qué no llamas a tía Pol? Será mejor que le cure
las heridas antes de que se desangre. —Miró a Belgarath, que ya había recuperado su
forma natural—. ¿Alguna objeción? —preguntó.
—Yo no he dicho nada.
—Me alegro.
—Debiste matarlo antes de que se transformara —dijo una voz familiar desde el
bosquecillo.
Beldin estaba sentado sobre un tronco, masticando un animal crudo que todavía
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conservaba algunas plumas.
—Supongo que no se te ocurrió echarnos una mano —le reprochó Belgarath.
—Os habéis apañado bastante bien sin mí —dijo el enano encogiéndose de
hombros, luego eructó y arrojó los restos de su desayuno a la loba.
—Te estoy muy agradecida —dijo ella con cortesía mientras clavaba las
mandíbulas en la carcasa a medio comer.
Garion no estaba seguro de que el hombrecillo deforme pudiera comprenderla,
aunque suponía que lo hacía.
—¿Qué hace un eldrak en Mallorea? —preguntó Belgarath.
—No es exactamente un eldrak, Belgarath —respondió Beldin y escupió varias
plumas mojadas.
—De acuerdo, pero ¿cómo puede saber un grolim malloreano qué aspecto tiene
un eldrak?
—¿Es que no me escuchas, viejo amigo? Hay vanas criaturas similares a ésa en
estas montañas. Tienen un parentesco lejano con los eldraks, pero no son iguales.
Para empezar no son tan grandes, y además, tampoco son tan listos.
—Creí que todos los monstruos vivían en Ulgo.
—Usa la cabeza, Belgarath. Hay trolls en Cherek, algroths en Arendia y dríadas
en el sur de Tolnedra. Además, está ese dragón, que nadie sabe exactamente dónde
vive. La única diferencia es que en Ulgo hay una mayor concentración, eso es todo.
—Supongo que tienes razón —admitió Belgarath y se volvió hacia Zakath—.
¿Cómo has llamado a esa bestia?
—Un oso-simio. Tal vez no sea el nombre adecuado, pero la gente que vive por
aquí no se anda con remilgos.
—¿Dónde está Naradas? —le preguntó Seda al grolim herido.
—Yo lo vi por última vez en Balasa —respondió el grolim—, pero no sé adonde
iba después.
—¿Zandramas estaba con él?
—Yo no la vi, aunque eso no quiere decir que no estuviera allí. La sagrada
sacerdotisa ya no se exhibe en público muy a menudo.
—¿A causa de las luces que han aparecido bajo su piel? —preguntó con astucia el
hombrecillo con cara de comadreja.
—Tenemos prohibido hablar de eso —dijo el grolim asustado mientras su palidez
crecía—, incluso entre nosotros.
—No te preocupes, amigo —dijo Seda mostrándole una de sus dagas—, tienes mi
permiso.
El grolim tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Eres un tipo muy valiente —le dijo Seda dándole una palmadita en el hombro
—. ¿Cuándo aparecieron esas luces?
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—No estoy seguro, pues Zandramas pasó una larga temporada en el oeste con
Naradas, y cuando regresó las luces ya habían aparecido. Uno de los sacerdotes de
Hemil solía hablar mucho sobre este asunto. Decía que era una especie de epidemia.
—¿Solía hablar?
—Cuando ella lo descubrió, le hizo arrancar el corazón.
—Ésa es la Zandramas que todos conocemos y queremos, no hay duda.
Tía Pol llegó por el sendero cubierto de nieve, seguida por Ce'Nedra y Velvet, y
se puso a curar las heridas del grolim sin hacer ningún comentario, mientras Durnik y
Toth volvían a buscar los caballos al refugio. Luego desataron las lonas de las tiendas
y rompieron la estructura de troncos. Cuando llegaron con los caballos a donde estaba
el grolim herido, Sadi sacó su maletín rojo de una alforja.
—Será mejor evitar riesgos —le dijo a Garion mientras extraía un pequeño
frasco. Garion alzó una ceja, en un gesto inquisitivo—. No le hará daño —le aseguró
el eunuco—, pero lo volverá más tratable. Además, ya que eres tan humanitario, te
alegrará saber que esto le aliviará el dolor de las heridas.
—No estás de acuerdo con que le hayamos respetado la vida, ¿verdad?
—Me parece una medida imprudente, Garion —dijo Sadi con seriedad—. Un
enemigo muerto no ofrece ningún riesgo, mientras que uno vivo puede perseguirte.
Sin embargo, acepto tu decisión.
—Te haré una concesión —dijo Garion—. Permanece junto a él, y si ves que no
podemos controlarlo, haz lo que creas oportuno.
—Eso está mejor —asintió Sadi con una pequeña sonrisa—, aunque aún debemos
enseñarte los rudimentos del pragmatismo político.
Condujeron los caballos colina arriba, hacia la ruta de las caravanas, y luego
montaron. El tempestuoso viento que había acompañado a la tormenta también había
despejado la mayor parte de la nieve del camino, aunque había altos montículos en
lugares resguardados, donde el camino se curvaba tras grupos de árboles o
afloraciones rocosas. Cuando el sendero estaba despejado, avanzaban con rapidez,
pero cada vez que se encontraban con estos montículos se veían forzados a reducir la
marcha. Ahora que la tormenta había acabado, la luz destellaba sobre la nieve, y
aunque Garion cabalgaba con los ojos entornados, después de una hora de viaje
comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza.
Entonces Seda tiró de las riendas.
—Creo que es hora de tomar ciertas precauciones —les anunció.
Sacó un pañuelo del interior de su capa y se lo anudó sobre los ojos. Garion
recordó a Relg, que nunca salía a la luz con los ojos descubiertos.
—¿Una venda? —preguntó Sadi—. ¿Acaso te has convertido en un vidente,
príncipe Kheldar?
—No soy el tipo de persona capaz de presagiar el futuro, Sadi —respondió Seda
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—. El pañuelo es lo bastante fino para ver a través de él. Sólo intento protegerme los
ojos del resplandor que produce el sol sobre la nieve.
—Es deslumbrante, ¿verdad? —asintió Sadi.
—Así es, y si lo miras demasiado tiempo, puede enceguecerte... al menos por un
tiempo —respondió Seda mientras se anudaba el pañuelo—. Éste es un truco que
suelen emplear los pastores de renos en el norte de Drasnia. Funciona muy bien.
—No corramos riesgos —dijo Belgarath mientras se cubría los ojos con un trozo
de tela. Luego sonrió—. Quizás así es como los magos dalasianos enceguecen a los
grolims cuando intentan acercarse a Kell.
—Me decepcionaría que fuera de una forma tan simple —observó Velvet
mientras ataba un pañuelo sobre sus ojos—. Prefiero que la magia sea hermosa e
inexplicable. ¡Esa teoría suena tan prosaica!
Avanzaron con esfuerzo a través de los montículos de nieve, ascendiendo en
dirección a un paso elevado que unía dos picos colosales. Cuando llegaron al paso, ya
era media tarde. Al llegar a la cima, el sinuoso sendero se volvió recto. Por fin se
detuvieron para dejar descansar a los caballos y contemplar el amplio desierto que se
extendía al otro lado del paso.
Toth se quitó el pañuelo de los ojos e hizo un gesto a Durnik. El herrero lo imitó y
buscó con la vista el punto que señalaba el mudo. Entonces su rostro se llenó de
temor reverente.
—¡Mirad! —dijo en un murmullo ahogado.
Los demás también se descubrieron los ojos.
—¡Por Belar! —exclamó Seda—. ¿Cómo es posible que exista algo tan grande?
Los picos que los rodeaban, y que les habían parecido enormes, quedaron
reducidos a una insignificancia. Ante sus ojos se alzaba, solitaria y espléndida, una
montaña gigantesca, mucho más grandiosa de lo que cualquier mente humana pudiera
imaginar. Era un cono perfectamente simétrico, abrupto, con empinadas caras. Su
base era descomunal y su cumbre se elevaba a más de mil metros por encima de los
picos circundantes. La gran mole parecía irradiar una paz absoluta, como si, tras
alcanzar el máximo esplendor a que puede aspirar una montaña, ahora simplemente
se limitara a existir.
—Es el pico más alto del mundo —dijo Zakath en voz baja—. Los eruditos de la
universidad de Melcena han calculado su altura y la han comparado con la de los
picos más altos del oeste. Supera en más de mil metros a cualquier otra montaña.
—Por favor —dijo Seda con aflicción—, no me digas la altura exacta. —Zakath
lo miró perplejo—. Como ya habrás notado, no soy una persona muy alta y la
enormidad me deprime. Admito que tu montaña es más grande que yo, pero no
quiero saber cuánto.
Mientras tanto, Toth seguía hablándole a Durnik por medio de gestos.
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—Dice que Kell se encuentra a la sombra de esa montaña —explicó el herrero.
—No es una indicación muy concreta, mi señor —dijo Sadi con ironía—.
Supongo que la mitad del continente se encuentra debajo de esa sombra.
Beldin llegó volando y volvió a transformarse.
—¿Grande, eh? —dijo mientras contemplaba el enorme pico blanco que se
elevaba hacia el cielo.
—Lo hemos notado —respondió Belgarath—. ¿Qué nos espera de aquí en
adelante?
—Un largo camino de bajada..., al menos hasta llegar a ese monstruo de allí.
—Eso ya lo veo desde aquí.
—Enhorabuena. He encontrado un sitio donde podréis deshaceros de vuestro
grolim, o mejor dicho, varios sitios.
—¿A qué te refieres, tío? —preguntó Polgara con desconfianza.
—Hay varios picos altos junto a este camino —respondió él con suavidad—, y a
menudo se producen accidentes, ¿sabes?
—Ni hablar. No le he curado las heridas para que luego tú lo arrojes desde lo alto
de la montaña.
—Polgara, estás interfiriendo en la práctica de mi religión. —Ella lo miró con las
cejas alzadas en un gesto de sorpresa—. Creí que lo sabías. Es uno de los
mandamientos de mi fe: «Mata a cualquier grolim que se cruce en tu camino».
—Es probable que me convierta a esa religión —dijo Zakath.
—¿Estás absolutamente seguro de que no eres arendiano? —le preguntó Garion.
—Aunque eres una aguafiestas, Pol —suspiró Beldin—, te diré que he encontrado
un grupo de ovejeros debajo de la línea de nieve.
—Querrás decir pastores —corrigió ella.
—Es lo mismo, la palabra no tiene importancia.
—Pastores suena más bonito.
—Más bonito —gruñó él—. Las ovejas son estúpidas, huelen mal y saben peor.
Cualquiera que dedique su vida a cuidarlas tiene que ser estúpido o anormal.
—Esta tarde estás de buen humor —lo felicitó Belgarath.
—Ha sido un día ideal para volar —explicó Beldin con una amplia sonrisa—.
¿Tienes idea de cuántas corrientes de aire cálido se elevan desde la nieve cuando a
ésta la toca el sol? Una vez volé tan alto que comencé a ver manchas delante de los
ojos.
—Eso fue una estupidez, tío —lo regañó Polgara con brusquedad—. Nunca debes
volar cuando el aire es tan tenue.
—Todos tenemos derecho a una pequeña estupidez de vez en cuando —dijo él
encogiéndose de hombros—, y bajar en picado desde esa altura es una experiencia
increíble. ¿Por qué no vienes y te lo enseño?
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—¿Nunca crecerás?
—Lo dudo, y espero que no. —Se volvió hacia Belgarath—. Creo que deberíais
acampar un kilómetro y medio más abajo.
—Todavía es temprano.
—No, en realidad es tarde. El sol del crepúsculo es bastante cálido y la nieve
comienza a derretirse. Ya he visto tres avalanchas. Si no calculas bien tus pasos aquí
arriba, puedes llegar abajo mucho antes de lo esperado.
—Parece un motivo de peso. Acamparemos al otro lado del paso.
—Yo iré delante. —Beldin se acuclilló y abrió los brazos—. ¿Estás segura de que
no quieres venir, Polgara?
—No seas tonto.
Beldin se elevó en el aire con una risita espectral.
Pasaron la noche junto a la cuesta de un cerro, que aunque los dejaba expuestos al
viento constante, los protegía de las avalanchas. Garion tuvo un sueño intranquilo. El
viento que azotaba el cerro hacía tamborilear las paredes de lona de la tienda que
compartía con Ce'Nedra y el ruido truncaba sus repetidos esfuerzos por conciliar el
sueño.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó Ce'Nedra en la fría oscuridad.
—Es por el viento —respondió él.
—Intenta no pensar en él.
—No necesito pensar en él. Es como intentar dormir en el interior de un enorme
tambor.
—Esta mañana te comportaste como un valiente, Garion. Me asusté mucho
cuando me enteré de lo del monstruo.
—No es la primera vez que tenemos que enfrentarnos con un monstruo. Con el
tiempo, uno se acostumbra.
—¡Vaya! Ya nada te impresiona, ¿verdad?
—Son gajes del oficio. A todos los grandes héroes nos ocurre lo mismo. Además,
luchar contra un par de monstruos antes del desayuno abre el apetito.
—Has cambiado, Garion.
—No lo creo.
—Sí, has cambiado. Cuando te conocí, no habrías dicho algo así.
—Cuando me conociste, yo me tomaba las cosas muy en serio.
—¿Y ahora no te tomas en serio lo que hacemos? —dijo en tono acusatorio.
—Por supuesto que sí, pero resto importancia a los pequeños incidentes que
suceden a lo largo del camino. No tiene sentido preocuparse por algo que ya ha
pasado, ¿verdad?
—Bueno, ya que ninguno de los dos podemos dormir... —dijo ella mientras lo
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atraía hacia sí y lo besaba con absoluta seriedad.
Aquella noche la temperatura bajó, y cuando se despertaron, la nieve que la noche
anterior estaba peligrosamente blanda se había congelado y les permitió continuar el
viaje sin excesivos riesgos de avalancha. Puesto que aquel lado del pico había
soportado el azote del viento durante la tormenta, el camino estaba casi libre de nieve
y pudieron descender a paso rápido. A media tarde, dejaron atrás los últimos rastros
de nieve y cabalgaron hacia un mundo primaveral. Los prados húmedos y lozanos
estaban salpicados por flores silvestres, que se mecían con la brisa de la montaña. Los
arroyuelos procedentes de las laderas de los glaciares susurraban y danzaban sobre
las brillantes rocas, mientras los ciervos de ojos apacibles miraban pasar al grupo de
Garion con sereno asombro.
Varios kilómetros más allá del límite de las nieves perpetuas, comenzaron a ver
rebaños de ovejas que pastaban con estúpida concentración, y consumían hierbas y
flores silvestres con indiscriminando apetito. Los pastores que las cuidaban vestían
simples túnicas blancas y permanecían sentados sobre rocas o montecillos, sumidos
en somnolienta contemplación, mientras sus perros hacían todo el trabajo.
La loba trotaba con tranquilidad junto a Chretienne. Sin embargo, de vez en
cuando observaba a las ovejas con un brillo de interés en sus ojos castaños, y sus
orejas se crispaban.
—Te aconsejo que no lo hagas, pequeña hermana —le dijo Garion en el lenguaje
de los lobos.
—No pensaba hacerlo —respondió ella—. Ya me he cruzado con estas bestias en
otras oportunidades y también con los perros y los humanos que las cuidan. No es
difícil atrapar a una de ellas, pero los perros se enfurecen cuando lo haces y sus
ladridos te amargan la comida. —Sacó la lengua en una especie de sonrisa lobuna—
Sin embargo, no hay nada de malo en hacer correr un poco a esas bestias. Todos los
seres deberían saber a quién pertenece el bosque.
—Mucho me temo que el jefe de la manada desaprobaría esa conducta.
—Ah —asintió ella—. Quizás el jefe de la manada se tome las cosas con excesiva
seriedad. Ya había observado esa cualidad en él.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Zakath con curiosidad.
—Que estaba pensando en perseguir a las ovejas —respondió Garion—, no para
matarlas, sino para hacerlas correr. Creo que eso la divierte.
—¿La divierte? Eso suena muy extraño en un lobo.
—En realidad no. Los lobos juegan mucho y tienen un sentido del humor muy
refinado.
La expresión de Zakath se volvió pensativa.
—¿Sabes una cosa, Garion? —dijo—. Los hombres nos consideramos los
propietarios del mundo, pero en realidad lo compartimos con todo tipo de seres
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indiferentes a nuestra superioridad. Ellos tienen sus propias sociedades, y supongo
que sus propias culturas, y ni siquiera nos prestan atención, ¿verdad?
—Sólo cuando los importunamos.
—Es un golpe muy duro para el ego de un emperador —dijo Zakath con una
sonrisa irónica—. Somos los hombres más poderosos del mundo, y los lobos nos
miran sólo como a una trivial inconveniencia.
—Eso nos enseña a tener humildad —respondió Garion—. La humildad es muy
buena para el espíritu.
—Quizá.
Cuando llegaron al campamento de los pastores, comenzaba a anochecer. El
carácter casi permanente de los campamentos de pastores les permitía estar más
organizados que los de los viajeros. En primer lugar, las tiendas eran más amplias, se
sostenían con estructuras de madera y se alzaban a ambos lados de un sendero
marcado por troncos colocados en hilera. Los corrales de los caballos de los pastores
estaban al final de la calle y un gran tronco cruzaba un arroyuelo de montaña,
formando un espumoso bebedero para las ovejas y los caballos. Las sombras del
atardecer comenzaban a cernirse sobre el pequeño valle del campamento y nubes
azules de humo se elevaban desde los fogones hacia el aire sereno.
Un hombre alto y delgado, con la cara curtida, cabello blanco y la típica túnica
blanca de los pastores, salió de una tienda justo cuando Garion y Zakath se detenían
junto al campamento.
—Nos avisaron que veníais —dijo con voz baja y grave—. ¿Os gustaría
compartir nuestra cena?
Garion lo miró con atención y reparó en su parecido con Vard, el hombre que
habían conocido en la isla de Verkat, en el otro extremo del mundo. Era evidente que
los esclavos de Cthol Murgos estaban emparentados con los dalasianos.
—Será un honor —respondió Zakath—. Sin embargo, no quisiéramos molestar.
—No es ninguna molestia. Yo soy Burk. Haré que mis hombres se ocupen de
vuestros caballos. —En ese momento, los demás llegaron junto a ellos—.
Bienvenidos —saludó Burk—. Si queréis desmontar, la cena está casi lista y os
hemos destinado una tienda.
Miró con seriedad a la loba y la saludó con una inclinación de cabeza. Era obvio
que su presencia no lo alarmaba.
—Vuestra cortesía nos abruma —dijo Polgara mientras desmontaba—, y vuestra
hospitalidad es bastante inusual tan lejos de la civilización.
—El hombre lleva la civilización consigo, mi señora —respondió Burk.
—Traemos a un hombre herido —dijo Sadi—, un pobre viajero que encontramos
en la montaña. Le hemos prestado toda la ayuda posible, pero nuestros asuntos son
apremiantes y tememos que la velocidad de nuestra marcha empeore su estado.
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—Podéis dejarlo aquí. Nosotros cuidaremos de él. —Burk miró con aire crítico al
sacerdote drogado e inclinado sobre su montura—. Un grolim —señaló—. ¿Os dirigís
a Kell?
—Tenemos que detenernos allí —dijo Belgarath con cautela.
—Entonces este grolim no podría ir con vosotros de todos modos.
—Eso hemos oído —dijo Seda mientras desmontaba—. ¿Es verdad que se
vuelven ciegos cuando intentan ir a Kell?
—En cierto modo, sí. Nosotros tenemos a uno de ellos aquí, en nuestro
campamento. Lo encontramos vagando por el bosque cuando traíamos a las ovejas a
las tierras de pastoreo de verano.
—¿Crees que podría hablar con él? —dijo Belgarath con expresión de asombro
—. He estado estudiando esos fenómenos y me gustaría obtener más información.
—Por supuesto —asintió Burk—. Está en la última tienda de la derecha.
—Garion, Pol, venid conmigo —dijo el anciano mientras comenzaba a andar por
la calle flanqueada por troncos.
Curiosamente, la loba también fue con ellos.
—¿A qué se debe esta súbita curiosidad, padre? —preguntó Polgara cuando ya
nadie podía oírlos.
—Quiero comprobar la efectividad de la maldición de los dalasianos sobre Kell.
Si no es demasiado efectiva, podríamos encontrarnos con Zandramas allí.
Hallaron al grolim sentado en el suelo de su tienda. La severa angulosidad de sus
rasgos se había ablandado y sus ojos ciegos habían perdido la ardiente expresión de
fanatismo característica de los grolims. Por el contrario, su rostro sólo reflejaba
asombro.
—¿Cómo estás, amigo? —le preguntó Belgarath con suavidad.
—Estoy feliz —respondió el grolim.
Aquella palabra sonaba extraña de boca de un sacerdote de Torak.
—¿Por qué intentaste acercarte a Kell? ¿Acaso no conocías la maldición?
—No es una maldición, sino una bendición.
—¿Una bendición?
—La hechicera Zandramas me ordenó que intentara llegar a la ciudad sagrada de
los dalasianos —continuó el grolim—. Me dijo que si lo conseguía, me ascendería.
—Esbozó una sonrisa benévola—. Creo que pretendía comprobar la efectividad del
hechizo conmigo, para descubrir si ella podría realizar el viaje sin riesgos.
—Por lo visto no podrá hacerlo.
—Es difícil predecirlo, pero creo que obtendría un enorme beneficio si lo hiciera.
—Volverse ciego no me parece un beneficio.
—Pero yo no estoy ciego.
—Creí que el encantamiento consistía en eso.
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—Oh, no. No puedo ver el mundo a mi alrededor, pero eso es porque veo otra
cosa. Algo que llena de dicha mi corazón.
—¿Y qué es?
—Veo la cara de Dios, amigo mío, y seguiré viéndola hasta el final de mis días.
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Capítulo 3
Siempre estaba allí. Incluso en el interior de los bosques tupidos y fríos, la sentían
cernirse sobre ellos, inmóvil, blanca, serena. La montaña ocupaba toda su vista, sus
pensamientos y hasta sus sueños. A medida que se acercaban a aquella enorme mole
blanca, el humor de Seda iba empeorando.
—¿Cómo hace la gente de esta región para concentrarse en sus actividades,
mientras esa montaña ocupa medio cielo?
—Tal vez ni la noten, Kheldar —repuso Velvet con dulzura.
—¿Cómo puedes dejar de ver algo tan grande? —replicó él—. Me pregunto si se
da cuenta de que tiene un aspecto ostentoso e incluso vulgar.
—No seas irracional —dijo ella—. A la montaña le tiene sin cuidado lo que
pensemos de ella. Estará allí mucho después de que nosotros hayamos desaparecido.
—Hizo una pausa—. ¿Es eso lo que te preocupa, Kheldar?, ¿encontrarte con algo
permanente en medio de una vida transitoria?
—Las estrellas son permanentes —señaló él—, y de hecho también el polvo, y sin
embargo no interfieren con nosotros como esa mole. —Se volvió hacia Zakath—
¿Alguien ha llegado alguna vez a la cima? —preguntó.
—¿Por qué iban a querer hacer eso?
—Para vencerla, para reducirla —rió Seda—. Eso suena aún más irracional,
¿verdad?
Zakath, sin embargo, miraba con aire especulativo la imponente presencia que
llenaba el sur del cielo.
—No lo sé, Kheldar —dijo—. Nunca he pensado en la posibilidad de luchar
contra una montaña. Vencer a los hombres es una cosa, pero vencer a una montaña...
es otra muy distinta.
—¿Crees que le importaría? —preguntó Eriond. El joven hablaba tan poco, que a
veces parecía tan mudo como Toth, y últimamente se mostraba incluso más retraído
—. Es probable que la montaña te recibiera con agrado. —Esbozó una sonrisa tierna
—. Supongo que se sentirá sola y hasta es probable que esté deseosa de compartir lo
que ve con cualquiera lo bastante valiente para subir allí arriba a mirarlo.
Zakath y Seda intercambiaron una mirada larga, casi ansiosa.
—Necesitaríamos cuerdas —observó Seda con tono indiferente.
—Y tal vez algunas herramientas —añadió Zakath—. Algo que se clavara en el
hielo y nos sostuviera a medida que fuéramos subiendo.
—Durnik podría inventarlas para nosotros.
—¿Queréis parar? —dijo Polgara con voz cortante—. Tenemos otras cosas en que
pensar.
—Sólo son especulaciones, Polgara —dijo Seda con tono trivial—. Esta misión
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nuestra no durará para siempre, y cuando acabe..., bueno, quién sabe...
La montaña los había alterado de una forma sutil. Las palabras parecían cada vez
menos necesarias, y todos se sumían en largas reflexiones, que intentaban compartir
con los demás por las noches, cuando se detenían a descansar y se reunían alrededor
del fuego. Aquellos encuentros se convirtieron en una forma de higiene, de saludable
desahogo, y a medida que se acercaban a aquella mole solitaria e inmensa,
comenzaban a sentirse más unidos.
Una noche, una luz tan brillante como la del día despertó a Garion. El joven salió
de entre las mantas y apartó la lona que hacía de puerta de la tienda. La luna llena
cubría al mundo de una pálida luminiscencia. La montaña se recortaba, rígida y
blanca, contra el oscuro cielo estrellado de la noche, brillando con una fría
incandescencia que casi parecía estar viva.
Entonces, un movimiento le llamó la atención. Polgara salió de la tienda que
compartía con Durnik, vestida con una túnica blanca que parecía un reflejo de la
montaña bañada por la luz de la luna. Tras un momento de muda contemplación, se
volvió y dijo en un suave murmullo:
—Durnik, ven y mira.
Durnik salió de la tienda. Tenía el torso desnudo y su amuleto de plata
resplandecía bajo la luz de la luna. Rodeó con un brazo los hombros de Polgara y
ambos se quedaron allí, bebiendo la belleza de la más perfecta de las noches.
Garion estaba a punto de llamarlos, pero algo lo detuvo. El momento que
compartían era demasiado entrañable y no deseaba inmiscuirse en su intimidad.
Después de un rato, tía Pol murmuró algo a su marido y ambos volvieron a la tienda
cogidos de la mano.
Garion dejó caer la lona de la tienda en silencio y volvió a envolverse en las
mantas.
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sobresalían de la voluminosa alforja de su mula de carga indicaban claramente que se
trataba de un buscador de oro, uno de esos ermitaños vagabundos que deambulan por
los desiertos del mundo entero. Cabalgaba sobre un peludo poni de montaña, tan bajo
que el hombrecillo casi tocaba el suelo con los pies.
—Me pareció oír que alguien venía por detrás —dijo el buscador de oro a Garion
y Zakath, ambos vestidos con cascos y cotas de malla—. Con lo de la maldición, no
se ve a mucha gente por aquí.
—Creí que la maldición sólo afectaba a los grolims —dijo Garion.
—La gente piensa que no vale la pena correr riesgos. ¿Adonde os dirigís?
—A Kell —respondió Garion, consciente de que no tenía sentido ocultarlo.
—Espero que os hayan invitado. A los habitantes de Kell no les gusta que los
extraños se inviten solos.
—Ya saben que vamos.
—Oh, entonces está bien. Kell es un sitio extraño y sus habitantes también lo son.
Por supuesto, después de vivir un tiempo debajo de esta montaña cualquiera puede
volverse extraño. Si no os importa, cabalgaré con vosotros hasta el desvío de Balasa,
que está a unos tres kilómetros de aquí.
—Como gustes —respondió Zakath—, pero ¿no estás desaprovechando un buen
momento para encontrar oro?
—El invierno pasado me quedé atrapado en las montañas —respondió el anciano
—, y gasté todas las provisiones. Además, de tanto en tanto siento necesidad de
hablar. La mula y el poni son buenos oyentes, pero no saben contestar, y los lobos se
mueven tanto que es difícil entablar una conversación con ellos. —Miró a la loba y
luego, sorprendentemente, le habló en su propia lengua—. ¿Qué tal estás, madre? —
le preguntó.
Aunque su acento era desastroso y hablaba de forma entrecortada, era innegable
que conocía el idioma de los lobos.
—¡Qué extraordinario! —dijo ella, sorprendida, y luego respondió al saludo ritual
—. Estoy bien.
—Me alegra oírlo. ¿Cómo es que vas con los humanos?
—Me he unido a su jauría por un tiempo.
—Ah.
—¿Cómo has podido aprender el lenguaje de los lobos? —preguntó Garion con
asombro.
—¿Te has dado cuenta? —Por alguna razón, el anciano parecía complacido. Se
inclinó hacia atrás en su montura—. He pasado la mayor parte de mi vida en
territorios donde hay lobos —explicó—, y por simple cortesía, es bueno aprender la
lengua de tus vecinos. —Sonrió—. Para serte franco, al principio no entendía nada,
pero si uno se esfuerza en escuchar, al final acaba por aprender. Hace cinco años pasé
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un invierno entero con una jauría. Eso ayudó bastante.
—¿Y te permitieron vivir con ellos? —preguntó Zakath.
—Les llevó un tiempo acostumbrarse a mí —admitió el anciano—, pero me
mostré servicial con ellos y acabaron por aceptarme.
—¿Servicial?
—La cueva era un poco estrecha. Yo llevé herramientas —dijo, señalando a la
mula de carga— y la agrandé un poco. Ellos parecieron apreciarlo. Luego, más
adelante, comencé a ocuparme de los cachorros mientras ellos iban de caza. Eran
unos cachorrillos encantadores. Juguetones como gatitos. Pasado un tiempo, intenté
trabar amistad con un oso, pero esa vez no tuve suerte. Los osos son muy retraídos y
sólo se tratan con otros ejemplares de su propia especie. Los ciervos, por otra parte,
son demasiado inquietos para hacer amistades. Prefiero a los lobos toda la vida.
El poni del buscador de oro no se movía muy aprisa, de modo que los demás
miembros del grupo pronto los alcanzaron.
—¿Has tenido suerte? —le preguntó Seda al viejo, moviendo su nariz con
curiosidad.
—Más o menos —respondió de forma evasiva el hombre de barba blanca.
—Lo siento —dijo Seda—, no pretendía inmiscuirme en tus asuntos.
—No te preocupes, amigo, se nota que eres un hombre honrado. —Velvet
reprimió una risita irónica—. Es sólo una costumbre que he adquirido —continuó el
hombre—. No me parece conveniente ir contándole a todo el mundo cuánto oro has
encontrado.
—Por supuesto, lo comprendo.
—Cuando bajo a los valles, no suelo traer mucho conmigo. Sólo lo indispensable
para comprar lo que necesito. El resto lo tengo escondido en las montañas.
—Entonces ¿por qué dedicas tu vida a buscar oro? —preguntó Durnik—. ¿Qué
sentido tiene si después no vas a gastarlo?
—Es una actividad como cualquier otra —dijo el individuo encogiéndose de
hombros—, y me sirve de excusa para vivir en lo alto de las montañas. Si no lo
hiciera, me sentiría frívolo viviendo allí. —Volvió a sonreír—. Además, encontrar
una veta de oro en el lecho de un río puede resultar muy emocionante. Algunos dicen
que es más divertido encontrarlo que gastarlo, y el oro es un metal agradable a la
vista.
—Desde luego —asintió Seda con vehemencia.
El viejo buscador de oro miró a la loba y luego a Belgarath.
—Por la forma en que actúa la loba, veo que eres el jefe del grupo —dijo.
Belgarath lo miró con asombro.
—Ha aprendido el lenguaje de los lobos —explicó Garion.
—¡Qué extraordinario! —dijo Belgarath, sin saber que repetía las palabras de la
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loba.
—Pensaba dar unos consejos a estos dos jóvenes, pero tal vez seas tú quién deba
escucharlos.
—Puedo asegurarte que lo haré.
—Los dalasianos son un pueblo extraño, amigo, y tienen curiosas supersticiones.
Decir que consideran sagrado a este bosque sería exagerar, pero lo cierto es que le
tienen un gran aprecio. No os aconsejo que cortéis ningún árbol, y pase lo que pase,
no matéis a ninguna persona o animal en su interior. —Señaló a la loba—. Ella ya lo
sabe, y quizás hayáis notado que no caza en este lugar. Los dalasianos no quieren que
nadie profane este bosque con sangre, y yo, en vuestro lugar, respetaría sus deseos. Es
un pueblo bastante amistoso, pero si ofendéis sus creencias, pueden complicaros la
vida.
—Te agradezco la información —dijo Belgarath.
—No hace daño a nadie compartir las cosas que uno ha descubierto —dijo el
anciano y luego miró hacia el camino—. Bueno, aquí nos separamos, pues ése es el
sendero que conduce a Balasa. Ha sido un placer hablar con vosotros. —Saludó a
Polgara quitándose el tosco sombrero y luego miró a la loba—. Que te vaya bien,
madre —dijo mientras clavaba los talones en los flancos del poni.
El animal apresuró el paso y giró hacia el camino de Balasa. Poco después
desapareció de la vista.
—¡Qué anciano encantador! —exclamó Ce'Nedra.
—Y útil —añadió Polgara—. Será mejor que te pongas en contacto con el tío
Beldin, padre. Dile que se olvide de los conejos y de las palomas mientras estemos en
este bosque.
—Lo había olvidado —dijo él—. Me ocuparé de eso enseguida.
Luego alzó la cara y cerró los ojos.
—¿Es verdad que ese viejo puede hablar con los lobos? —le preguntó Seda a
Garion.
—Conoce su lengua —respondió Garion—. No la habla muy bien, pero la
conoce.
—Estoy segura de que la entiende mejor de lo que la habla —dijo la loba.
Garion la miró, asombrado de que hubiera comprendido su conversación.
—No es difícil aprender la lengua de los humanos —dijo ella—. Como bien dijo
el humano con la piel blanca en la cara, si escuchas con atención, puedes aprender
con rapidez. Sin embargo, nunca intentaría hablar vuestro lenguaje —añadió con voz
crítica—, pues creo que me arriesgaría a morderme la lengua.
Una idea súbita asaltó a Garion e inmediatamente supo que estaba en lo cierto.
—Abuelo —dijo.
—Ahora no, Garion, estoy ocupado.
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—Esperaré.
—¿Es algo importante?
—Creo que sí.
—¿De qué se trata? —preguntó Belgarath con curiosidad.
—¿Recuerdas la conversación que tuvimos en Tol Honeth la mañana de la
nevada?
—Creo que sí.
—Hablábamos de que todo lo que ocurría parecía haber sucedido antes.
—Sí, ahora lo recuerdo.
—Entonces tú dijiste que cuando las dos profecías se separaron, las cosas se
detuvieron y que no habría futuro a menos que volvieran a unirse. Luego añadiste
que, hasta tanto llegara ese momento, tendríamos que vivir las mismas circunstancias
una y otra vez.
—¿De verdad dije eso? —El anciano parecía complacido—. Es una idea bastante
profunda, ¿no crees?, pero ¿por qué lo mencionas ahora?
—Porque creo que acaba de suceder otra vez. —Garion se volvió hacia Seda—
¿Recuerdas el viejo buscador de oro que encontramos en Gar og Nadrak cuando los
tres nos dirigíamos a Cthol Mishrak?
Seda asintió con un gesto dubitativo.
—¿No era muy parecido al anciano con el que acabamos de hablar?
—Ahora que lo dices... —Seda entrecerró los ojos—. De acuerdo, Belgarath,
¿qué significa eso?
Belgarath alzó la vista hacia las tupidas ramas que se extendían sobre sus cabezas.
—Dejadme pensar un momento —dijo—. Es verdad que hay ciertas similitudes
—admitió—. Los dos hombres se parecen y ambos nos advirtieron algo. Creo que
debería llamar a Beldin. Esto podría ser importante.
Quince minutos más tarde, el halcón de franjas azules descendió del cielo y se
transformó en el deforme hechicero.
—¿Por qué estás tan nervioso? —preguntó molesto.
—Acabamos de encontrarnos con alguien —respondió Belgarath.
—Enhorabuena.
—Creo que podría tratarse de algo serio, Beldin —dijo Belgarath y se apresuró a
explicarle la teoría de los hechos que se repetían.
—Es una idea un tanto rudimentaria —gruñó Beldin—, pero eso no me
sorprende, pues tus hipótesis siempre lo son. —Hizo una mueca de concentración—
Sin embargo, es probable que estés en lo cierto... al menos hasta el momento.
—Gracias —dijo Belgarath con sequedad y luego procedió a relatarle el
encuentro de Gar og Nadrak y el que acababa de suceder—. Las similitudes son
sorprendentes, ¿no crees?
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—¿No serán coincidencias?
—Restar importancia a los hechos, tomándolos como simples coincidencias, es el
mejor medio que conozco de meterse en problemas.
—De acuerdo. Consideremos la posibilidad de que no se trate de coincidencias.
—El enano se sentó sobre el suelo polvoriento con la cara contorsionada en una
mueca de concentración—. Pensemos por un momento que estas repeticiones se
producen en momentos significativos dentro del curso de los acontecimientos.
—¿Como hitos en el camino? —sugirió Durnik.
—Exacto, yo no podría haber hallado una expresión más exacta. Supongamos que
estos hitos nos indican que está a punto de suceder un acontecimiento realmente
importante, que actúan como advertencias.
—Demasiadas ideas y suposiciones —dijo Seda con escepticismo—. Creo que
habéis entrado en un terreno puramente especulativo.
—Eres un hombre valiente, Kheldar —dijo Beldin con sarcasmo—. Alguien
podría estar intentando avisarte de una catástrofe potencial, pero tú prefieres pasar
por alto la advertencia. Para eso hay que ser muy valiente o muy estúpido. Por
supuesto, al elegir la primera palabra en lugar de la segunda, te he concedido el
beneficio de la duda.
—Un tanto a su favor —murmuró Velvet, y Seda se ruborizó ligeramente.
—Pero ¿cómo podemos saber lo que va a suceder? —objetó.
—No podemos —dijo Belgarath—, pero las circunstancias exigen que nos
mantengamos alerta. Ya hemos recibido el aviso, el resto depende de nosotros.
Aquella noche, cuando acamparon para descansar, tomaron precauciones
especiales. Polgara se apresuró a preparar la cena y apagaron el fuego en cuanto
acabaron de comer. Garion y Seda se ocuparon del primer turno de guardia,
escudriñando la oscuridad desde lo alto de un montecillo.
—Detesto esta situación —murmuró Seda.
—¿A qué te refieres?
—A esto de creer que va a suceder algo y no saber de qué se trata. Ojalá esos dos
viejos se guardaran sus especulaciones para sí.
—¿De verdad prefieres las sorpresas?
—Es mejor que vivir con esta sensación de peligro. Mis nervios ya no son los de
antes.
—A veces eres demasiado impresionable. Piensa en toda la diversión que
obtienes por anticipado.
—Me decepcionas mucho, Garion. Creí que eras un chico agradable y sensato.
—¿Qué he dicho? .
—Has hablado de divertirse por anticipado. Más bien se trata de «preocuparse»
de antemano, y la preocupación no es buena para nadie.
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—Es sólo una forma de prepararnos por si sucede algo.
—Yo siempre estoy preparado, Garion. Así es como he conseguido vivir tanto
tiempo. Sin embargo, ahora mismo estoy tan tenso como una cuerda de laúd.
—Intenta no pensar en ello.
—Por supuesto —respondió Seda con sarcasmo—. Pero entonces ¿no perdería
sentido la advertencia? ¿No se supone que debemos pensar en ello?
El sol aún no había salido cuando Sadi regresó al campamento y fue de tienda en
tienda, murmurando una advertencia:
—Se acerca alguien —dijo tras arañar la lona de la tienda de Garion.
Garion salió de entre las mantas y buscó instintivamente la espada, pero
enseguida se detuvo. El buscador de oro les había advertido que no derramaran
sangre en el bosque. ¿Sería aquél el acontecimiento que habían estado esperando?
¿Debían obedecer la prohibición o responder a una necesidad más importante,
tomando las medidas necesarias? Sin embargo, no había tiempo para vacilaciones, y
Garion salió de la tienda con la espada en la mano.
La luz tenía el característico tono acerado que irradia el descolorido cielo que
precede al amanecer. No proyectaba sombras, y debajo de las ramas extendidas de los
robles no había oscuridad, sino una luz más pálida. Garion se movía de prisa, y sus
pies esquivaban mecánicamente las ramas caídas que cubrían el suelo del bosque.
Zakath estaba en lo alto del montecillo con la espada en la mano.
—¿Dónde están? —preguntó Garion en una voz que más que un murmullo era
apenas un soplo.
—Vienen desde el sur —susurró Zakath.
—¿Cuántos son?
—Es difícil calcularlo.
—¿Intentan sorprendernos?
—No lo parece. Es probable que se hayan escondido entre los árboles, pero daba
la impresión de que venían andando tranquilamente por el bosque.
Garion escudriñó la creciente claridad y los vio. Todos estaban vestidos con
túnicas o guardapolvos blancos y no intentaban disimular su presencia. Sus
movimientos eran estudiados y parecían plácidos, serenos. Avanzaban en fila,
separados unos de otros por una distancia de unos diez metros. Aquella procesión
tenía un aire perturbadoramente familiar.
—Sólo les faltan las antorchas —dijo Seda detrás de Garion, sin esforzarse por
bajar la voz.
—¡Calla! —ordenó Zakath en un susurro.
—¿Por qué? Ya saben que estamos aquí —respondió Seda con una risita irónica
—. ¿Recuerdas aquella ocasión en la isla de Verkat? Tú y yo nos arrastramos sobre la
hierba húmeda durante media hora, persiguiendo a Vard y a su gente, y estoy seguro
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de que sabían que estábamos allí. Si nos hubiésemos limitado a caminar detrás de
ellos, nos habríamos ahorrado muchas molestias.
—¿De qué hablas, Kheldar? —preguntó Zakath con un murmullo ronco.
—Esta es otra de las repeticiones de Belgarath —dijo el hombrecillo
encogiéndose de hombros—. Garion y yo ya hemos vivido esta situación antes. —
Suspiró con tristeza—. La vida se volverá muy aburrida si nunca sucede nada nuevo.
—Luego alzó la voz—: ¡Estamos aquí! —les gritó a las figuras vestidas de blanco.
—¿Te has vuelto loco? —exclamó Zakath.
—No lo creo, aunque los locos nunca son conscientes de su estado, ¿verdad?
Esos hombres son dalasianos, y por lo que sé, ningún dalasiano ha hecho daño a
nadie desde el comienzo de los tiempos.
El jefe del extraño grupo se detuvo al pie del montecillo y se quitó la capucha de
la túnica blanca.
—Os esperábamos —anunció—. La sagrada vidente nos ha enviado para que os
llevemos a Kell sanos y salvos.
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Capítulo 4
Aquella mañana el rey Kheva de Drasnia estaba de mal humor. Su estado de
ánimo obedecía a una especie de dilema moral, pues la noche anterior había oído una
conversación entre su madre y un emisario del rey Anheg de Cherek, y para discutir
sobre lo que había escuchado ahora debía confesar su indiscreción o esperar que ella
sacara el tema. Sin embargo, como la segunda posibilidad parecía improbable, Kheva
se encontraba en un callejón sin salida.
En honor a la verdad, el rey Kheva no solía inmiscuirse en los asuntos privados
de su madre, y era básicamente un buen chico, pero también era drasniano. Los
drasnianos tenían una característica que, a falta de un término mejor, podría definirse
como curiosidad. Todo el mundo siente cierto grado de curiosidad en alguna ocasión
pero en los drasnianos esta cualidad era casi una fuerza compulsiva. Muchos
sostenían que esa curiosidad innata era lo que había convertido al arte de espiar en la
industria nacional de Drasnia, mientras otros afirmaban, con igual convicción, que
varías generaciones de espías habían conseguido aguzar la innata curiosidad
drasniana, pero el debate sobre este tema era similar —e idénticamente absurdo— a
la discusión sobre si existió primero el huevo o la gallina. Desde su más tierna
infancia, Kheva había seguido disimuladamente los pasos de uno de los espías de la
corte y así había descubierto un armario en el muro este de la sala de su madre. De
vez en cuando, el joven se ocultaba en aquel armario para mantenerse informado
sobre los asuntos de Estado o cualquier otro tema de interés. Después de todo, él era
el rey, y tenía derecho a aquella información. Solía autojustificarse con la teoría de
que al espiar evitaba a su madre el trabajo de comunicarle todos aquellos datos.
Kheva era un joven muy considerado.
La conversación en cuestión se refería a la misteriosa desaparición del conde de
Trellheim, de su barco La Gaviota y de varios individuos más, incluyendo a su hijo
Unrak.
En ciertos círculos, Barak, el conde de Trellheim, no era considerado un hombre
de fiar, pero la reputación de sus compañeros era aún peor. Los reyes alorns estaban
inquietos por la catástrofe potencial que podían significar Barak y sus secuaces
errando por mares ignotos.
Lo que preocupaba a Kheva, sin embargo, no eran los posibles desastres, sino el
hecho de que su amigo Unrak hubiera sido invitado a participar en ellos y él no. Era
una injusticia inadmisible. Su condición de rey parecía excluirlo de forma automática
de cualquier acto remotamente peligroso. Todo el mundo hacía lo imposible para
salvaguardar la seguridad de Kheva, pero Kheva no quería seguridad. La seguridad
resulta aburrida, y a la edad de Kheva, uno está dispuesto a correr cualquier riesgo
con tal de evitar el aburrimiento.
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Aquella mañana de invierno, el joven rey caminaba por los pasillos de mármol
del palacio de Boktor, todo vestido de rojo. De repente se detuvo ante un gran tapiz y
fingió contemplarlo. Por fin, cuando se hubo asegurado de que nadie lo veía —
después de todo estaban en Drasnia— se escondió detrás del tapiz y dentro del
armario mencionado.
Su madre conversaba con Vella, la joven nadrak, y con Yarblek, el andrajoso
socio del príncipe Kheldar. Vella tenía la virtud de poner nervioso a Kheva, pues
despertaba en él ciertos sentimientos para los cuales aún no estaba preparado, de
modo que siempre que era posible intentaba evitarla. Yarblek, por el contrario, podía
ser muy divertido. Su lenguaje era vulgar, gráfico, salpicado de palabrotas cuyo
significado se suponía que el joven rey debía ignorar.
—Ya aparecerán, Porenn —le decía Yarblek a su madre—. Barak se habrá
aburrido, eso es todo.
—No me preocuparía tanto si se hubiera aburrido solo —respondió la reina
Porenn—. Lo que me inquieta es que su aburrimiento parece ser muy contagioso. Los
compañeros de Barak no son las personas más sensatas del mundo.
—Los conozco —gruñó Yarblek—, y es probable que tengas razón. —Caminó de
un extremo al otro de la sala—. Me encargaré de que nuestros hombres los vigilen.
—Yarblek, yo tengo el mejor servicio de inteligencia del mundo.
—Es probable, Porenn, pero Seda y yo tenemos más hombres que tú, además de
oficinas y almacenes en sitios de los que Javelin ni siquiera ha oído hablar. —Se
volvió hacia Vella—. ¿Quieres volver a Gar og Nadrak conmigo? —le preguntó.
—¿En invierno? —objetó Porenn.
—Bastará con que nos abriguemos un poco más de lo habitual —respondió
Yarblek encogiéndose de hombros.
—¿Qué vas a hacer allí? —preguntó Vella—. No tengo demasiado interés en
sentarme a oírte hablar de negocios.
—Pienso que deberíamos ir a Yar Nadrak. Los hombres de Javelin no han
conseguido averiguar los planes de Drosta. —Se interrumpió y miró a la reina Porenn
con expresión inquisitiva—. A menos que hayan descubierto algo de lo que aún no he
sido informado —añadió.
—¿Crees que yo sería capaz de ocultarte algo, Yarblek? —preguntó ella con
fingida ingenuidad.
—Es muy probable. Por favor, Porenn, si sabes algo, dímelo, pues no quiero
hacer este viaje en vano. Yar Nadrak es un sitio horrible en invierno.
—Aún no sé nada nuevo —respondió ella con seriedad.
—Lo imaginaba —gruñó Yarblek—. Los drasnianos son incapaces de pasar
inadvertidos por mucho tiempo en Yar Nadrak. —Miró a Vella—. ¿Y bien? —le
preguntó.
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—¿Por qué no? —dijo ella encogiéndose de hombros—. No lo tomes a mal,
Porenn, pero este proyecto tuyo de convertirme en una señorita me está volviendo un
poco distraída. ¿Puedes creer que ayer salí de mi habitación con una sola daga? Creo
que necesito un poco de aire puro y cerveza rancia para aclararme las ideas.
—Intenta no olvidar lo que te he enseñado, Vella —suspiró la madre de Kheva.
—Tengo muy buena memoria y sé distinguir la diferencia entre Boktor y Yar
Nadrak. Para empezar, Boktor huele mejor.
—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —le preguntó Porenn al larguirucho nadrak.
—Supongo que un mes o dos. Creo que debemos ir a Yar Nadrak por una ruta
indirecta. No quiero que Drosta se entere de mi llegada.
—De acuerdo —asintió la reina. De repente recordó algo—. Ah, Yarblek, otra
cosa.
—¿Sí?
—Siento mucho afecto por Vella, así que no cometas el error de venderla en Gar
og Nadrak. Me enfadaría mucho si lo hicieras.
—¿Quién iba a querer comprarla? —respondió Yarblek con una sonrisa y se
apresuró a escabullirse mientras Vella buscaba instintivamente una de sus dagas.
La eterna Salmissra miró con expresión de disgusto a Adiss, nuevo jefe de los
eunucos. Además de incompetente, Adiss era mugriento. Su túnica iridiscente tenía
manchas de comida y tanto su cabeza como su cara estaban mal afeitadas. La reina
llegó a la conclusión de que siempre había sido un oportunista y de que tras ascender
al puesto de jefe de los eunucos, se había abandonado al más vergonzoso libertinaje.
Consumía asombrosas cantidades de las drogas más perniciosas que había en Nyissa
y a menudo se presentaba ante ella con la mirada ausente propia de un sonámbulo. Se
bañaba muy de vez en cuando, y los efectos del clima de Sthiss Tor, sumados a las
diversas drogas que tomaba, hacían que su cuerpo despidiera un olor rancio, apestoso.
Mientras la reina serpiente cataba el aire con su titilante lengua, no sólo olía, sino
también degustaba ese hedor.
El eunuco, postrado sobre el suelo de mármol, presentaba su informe con voz
plañidera y nasal. El jefe de los eunucos pasaba sus días abocado a asuntos triviales.
Puesto que las cuestiones relevantes excedían su capacidad, se concentraba en las
insignificantes. Con la estúpida concentración de un hombre de inteligencia limitada,
convertía los pequeños detalles en temas trascendentes e informaba sobre ellos como
si tuvieran una importancia vital. Salmissra sospechaba que era incapaz de reconocer
las cuestiones dignas de atención.
—Eso es todo, Adiss —le dijo en un murmullo siseante mientras se movía
inquieta en su trono con forma de sofá.
—Pero, reina mía... —protestó él, envalentonado por la media docena de drogas
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que había tomado desde el desayuno—, este asunto es muy urgente.
—Tal vez para ti, pero a mí me deja indiferente. Contrata a un asesino para
cortarle la cabeza al sátrapa y acaba con eso.
—Pe-pero eterna Salmissra —dijo él consternado—, el sátrapa es de vital
importancia en la seguridad de la nación.
—El sátrapa es un insignificante oportunista que te soborna para que lo
mantengas en el puesto. No sirve para nada. Liquídalo y tráeme su cabeza en prueba
de tu absoluta devoción y obediencia.
—¿Su-su cabeza?
—Es ésa parte donde tiene los ojos, Adiss —siseó ella con sarcasmo—. No
cometas el error de traerme un pie. Ahora retírate. —El eunuco retrocedió con pasos
tambaleantes, haciendo una genuflexión cada dos o tres pasos—. ¡Ah, Adiss! —
añadió la reina—. No vuelvas a entrar en la sala del trono sin haberte bañado antes.
—Él la miró boquiabierto, con expresión de estúpida incomprensión—. Apestas,
Adiss, y tu olor me produce náuseas. Ahora vete de aquí. —El se marchó
rápidamente—. Oh, mi querido Sadi —dijo la reina para sí—, ¿dónde estás?, ¿por
qué me has abandonado?
Urgit, venerable rey de Cthol Murgos, estaba sentado sobre su llamativo trono del
palacio Drojim, vestido con calzas y capa azul. Javelin sospechaba que la nueva
esposa de Urgit tenía mucho que ver con el cambio de vestuario y de conducta del
rey. Urgit no parecía llevar demasiado bien las presiones del matrimonio y tenía una
expresión de ligera perplejidad, como si su vida hubiera experimentado una
transformación profundamente perturbadora.
—Éste es el informe de la situación, Majestad —concluyó Javelin—. Kal Zakath
ha dejado tan pocos hombres en Cthol Murgos, que podrías arrojarlos al mar sin la
menor dificultad.
—Es muy fácil decir eso, margrave Khendon —respondió Urgit con cierta
petulancia—, pero dudo que los alorns me ayudéis a hacerlo.
—Majestad, ése es un punto muy delicado —respondió Javelin mientras intentaba
pensar con extrema rapidez—. Aunque desde el comienzo hemos estado de acuerdo
en que el emperador de Mallorea era nuestro enemigo común, es difícil borrar de la
noche a la mañana siglos de enemistad entre alorns y murgos. ¿De verdad deseas ver
una flota cherek en tu costa o a una multitud de jinetes algarios en las llanuras de
Cthan y Hagga? Por supuesto, los reyes alorns y la reina Porenn darían las órdenes,
pero los comandantes tienen tendencia a interpretar las instrucciones según sus
propios intereses. Además, es muy probable que los generales murgos confundieran
tus órdenes cuando vieran un mar de alorns acercándose a ellos.
—En eso tienes razón —admitió Urgit—, pero ¿qué hay de las legiones
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tolnedranas? Tolnedra y Cthol Murgos siempre han mantenido relaciones amistosas.
Javelin tosió con delicadeza y miró alrededor, como para comprobar que nadie los
oía. Sabía que debía andarse con cuidado, pues Urgit demostraba ser mucho más
astuto de lo que esperaba. De hecho, en ocasiones era tan escurridizo como una
anguila y parecía intuir exactamente lo que tramaba la artera mente drasniana de
Javelin.
—¿Puedo confiar en que esta noticia no saldrá de aquí, Majestad? —preguntó en
un susurro.
—Tienes mi palabra, margrave —respondió Urgit con otro murmullo—, aunque
aquel que se fíe de la palabra de un murgo, y para colmo miembro del linaje de los
Urga, demuestra muy poca lucidez. Ya sabes que los murgos no somos de fiar y que
todos los Urga estamos locos.
Javelin se mordisqueó una uña, asaltado por la fuerte sospecha de que intentaban
manipularlo.
—Hemos recibido noticias inquietantes desde Tol Honeth.
—¿Ah sí?
—Ya sabes que los tolnedranos siempre están a la pesca de oportunidades
beneficiosas.
—Oh, claro que sí —rió Urgit—. Uno de los recuerdos más entrañables de mi
infancia se remonta a la época en que Taur Urgas, mi difunto y odiado padre, se lió a
dentelladas con los muebles al oír la última propuesta de Ran Borune.
—Debo advertirte, Majestad —continuó Javelin—, que no es mi intención sugerir
que el propio emperador Varana pudiera estar implicado en este asunto, pero ha
llegado a mis oídos que varios distinguidos nobles tolnedranos han iniciado
conversaciones con Mal Zeth.
—No hay duda de que se trata de una noticia inquietante, pero Varana controla a
sus legiones, de modo que mientras él siga enfrentado a Zakath, no corremos ningún
riesgo.
—Eso siempre y cuando Varana siga vivo.
—¿Estás sugiriendo la posibilidad de un golpe de Estado?
—No es tan inaudito, Majestad. Tu propio reino puede dar testimonio de ello. Las
grandes familias del norte de Tolnedra siguen furiosas por la forma en que los
Anadile y los Borune los forzaron a poner a Varana en el trono. Si algo le ocurre a
Varana, no cabe la menor duda de que lo sucedería un Vordue, un Honeth o un
Horbite. Una alianza entre Mal Zeth y Tol Honeth entrañaría un enorme peligro para
murgos y alorns por igual. Pero aún hay más: si esta alianza se firmara a tus espaldas
y las legiones tolnedranas apostadas en Cthol Murgos recibieran órdenes de cambiar
de bando, te encontrarías atrapado entre un ejército de tolnedranos y otro de
malloreanos. No me parece una forma placentera de pasar el verano. —Urgit se
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estremeció—. En estas circunstancias, Majestad —continuó Javelin—, te ruego que
tengas en cuenta los siguientes puntos: primero —dijo y comenzó a contar con los
dedos—, se ha reducido de forma notable el número de malloreanos en Cthol
Murgos. Segundo, la presencia de tropas alorns dentro de tu territorio no es necesaria
ni aconsejable. Tienes suficientes tropas para echar a los malloreanos y no
deberíamos arriesgarnos a posibles enfrentamientos entre tu gente y la nuestra.
Tercero, la delicada situación de Tolnedra haría en extremo peligroso el traslado de
nuevas legiones a Cthol Murgos.
—Espera un momento —objetó Urgit—. Vienes a Rak Urga con brillantes
discursos sobre alianzas e intereses comunes, pero cuando llega el momento de que
intervengan tus tropas te echas atrás. Entonces ¿por qué has estado perdiendo el
tiempo?
—La situación ha cambiado mucho desde que iniciamos las negociaciones,
Majestad —respondió Javelin—. No esperábamos una retirada semejante de los
malloreanos y, sobre todo, no podíamos prever la inestabilidad política de Tolnedra.
—¿Entonces qué obtendré yo de este acuerdo?
—¿Qué crees que hará Zakath cuando se entere de que atacas sus fuertes?
—Enviará a todo su apestoso ejército de nuevo a Cthol Murgos.
—¿Abriéndose paso entre la flota cherek? —sugirió Javelin—. Ya lo intentó una
vez, ¿recuerdas? El rey Anheg y sus feroces guerreros hundieron casi todos sus
barcos y ahogaron a regimientos enteros.
—Es verdad —musitó Urgit—. ¿Crees que Anheg estaría dispuesto a bloquear la
costa este para evitar el regreso del ejército de Zakath?
—Creo que estaría encantado de poder hacerlo. Los chereks experimentan un
placer infantil en hundir los barcos de otros pueblos.
—Sin embargo, necesitará mapas para llegar desde el extremo sur de Cthol
Murgos —dijo Urgit, pensativo.
Javelin carraspeó.
—Eh..., ya los tenemos, Majestad —respondió Javelin con delicadeza.
—¡Maldita sea, Khendon! ¡Estás aquí como embajador, no como espía! —
exclamó Urgit al tiempo que golpeaba con el puño el brazo del trono.
—Estoy de acuerdo, Majestad —replicó Javelin con suavidad—. Ahora bien —
continuó—, además de bloquear la costa este con la flota cherek, estamos dispuestos
a apostar jinetes algarios y piqueros drasnianos en las fronteras norte y oeste de
Goska. De ese modo cerraríamos todas las vías de escape a los malloreanos atrapados
en Cthol Murgos, bloquearíamos la entrada preferida de Zakath para sus invasiones, a
través de Mishrak ac Thull, y mantendríamos apartados a los tolnedranos en caso de
una alianza entre Tol Honeth y Mal Zeth. Así todo el mundo se limitaría a defender
su propio territorio y los chereks mantendrían a los malloreanos alejados del
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continente, en beneficio de todos.
—También dejarías Cthol Murgos totalmente aislado —señaló Urgit, tocando el
único tema que Javelin deseaba evitar—. Empleo todas las fuerzas de mi país en
sacaros las castañas del fuego para que vosotros, alorns, tolnedranos, arendianos y
sendarios tengáis la libertad de eliminar a los angaraks del continente occidental.
—Tienes a los nadraks y a los thulls como aliados, Majestad.
—Te hago una propuesta —dijo Urgit con sequedad—, te cambio a los
arendianos y a los rivanos por los thulls y los nadraks.
—Creo que ha llegado el momento de que informe a mi país sobre todo este
asunto, Majestad. Ya me he excedido en mi autoridad y necesito instrucciones de
Boktor.
—Envía recuerdos a Porenn —dijo Urgit—, y dile que comparto sus deseos de
éxito para nuestro pariente común.
Javelin se retiró sintiéndose mucho menos seguro de sí mismo que cuando había
llegado.
Aquella mañana la Niña de las Tinieblas había roto todos los espejos del templo
grolim de Balasa. Aquel extraño fenómeno comenzaba a afectar su rostro. Tras
descubrir las tenues luces titilantes bajo la piel de sus mejillas, había roto el espejo
que las había revelado... y todos los demás. Poco después contempló con horror una
herida en la palma de su mano: las luces parpadeaban incluso en su sangre. Recordó
con amargura la gran dicha que la había embargado al leer por primera vez las
palabras proféticas: «He aquí que la Niña de las Tinieblas se encumbrará por encima
de todos y será glorificada por la luz de las estrellas». No obstante, la luz de las
estrellas no era un halo o una brillante aureola, sino una enfermedad progresiva que
invadía su cuerpo centímetro a centímetro.
Sin embargo, las luces no eran su único problema. Poco a poco, sus
pensamientos, recuerdos e incluso sus sueños habían dejado de pertenecerle. Una y
otra vez se despertaba aterrorizada por la misma pesadilla, donde se veía suspendida,
insensible y sin cuerpo, en un vacío inimaginable, donde contemplaba con
indiferencia a una estrella gigante que avanzaba temblorosa, girando en un curso
sinuoso, dilatándose y enrojeciendo a medida que se aproximaba a la inevitable
extinción. La caprichosa oscilación de la estrella descarriada no le preocupaba hasta
que se volvía más y más pronunciada.
Entonces, la conciencia asexuada y sin cuerpo suspendida en el vacío
experimentaba un ligero interés, seguido de una creciente alarma. Algo iba mal,
aquello no estaba previsto. Por fin, la gigantesca estrella explotaba en el sitio
incorrecto y, puesto que el lugar no era el adecuado, otras estrellas quedaban
atrapadas en la explosión. Después, una colosal y creciente bola de ardiente energía
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avanzaba en un sendero ondulante, devorando un sol tras otro, hasta consumir una
galaxia entera.
Cuando la galaxia explotaba, la conciencia del vacío sentía una horrible sacudida
en su interior, y por un momento tenía la impresión de existir en más de un sitio a la
vez. «Esto no puede ser», decía la conciencia en su muda voz. «Es verdad»,
respondía otra voz insonora.
Y ése era el horror que hacía estremecer a Zandramas y la despertaba noche tras
noche, induciéndola a gritar: la existencia de otra presencia, cuando hasta entonces
había disfrutado de la perfecta soledad de la unidad eterna.
La Niña de las Tinieblas intentaba apartar de su mente aquellos pensamientos —o
quizá más exactamente recuerdos—, cuando oyó un golpe en la puerta. Entonces se
cubrió la cara con la capucha de la túnica grolim.
—¿Sí? —preguntó con brusquedad.
Se abrió la puerta y entró el arcipreste del templo.
—Naradas se ha marchado, sagrada sacerdotisa —informó—. Me pediste que te
avisara.
—De acuerdo —respondió ella en voz inexpresiva.
—Ha llegado un mensajero del oeste —continuó el arcipreste—. Dice que un
jerarca grolim ha desembarcado en la costa oeste de Finda y ahora cruza Dalasia en
dirección a Kell.
La noticia pareció llenarla de satisfacción.
—Bienvenido a Mallorea, Agachak —dijo casi en un ronroneo—, te estaba
esperando.
La niebla cubría el extremo sur de la isla de Verkat, pero Gart era pescador y
conocía bien aquellas aguas. Había salido con las primeras luces del amanecer,
guiándose más por el olor de la tierra que quedaba a su espalda y por el curso de la
corriente que por cualquier otra cosa. De vez en cuando dejaba de remar, alzaba la
red y vaciaba su contenido de inquietos peces de flancos plateados en la gran caja
situada bajo sus pies. Luego volvía a arrojar la red y seguía remando mientras los
peces se sacudían y se chocaban con estrépito.
Era una buena mañana para la pesca y a Gart no le preocupaba la niebla. Sabía
que había otros barcos por allí, pero la bruma creaba la ilusión de que tenía todo el
océano para él solo y eso le gustaba.
De repente, un ligero cambio de la corriente en su bote le advirtió que se acercaba
otra embarcación. Dejó los remos, se inclinó hacia adelante y comenzó a tañir la
campana de la proa para anunciar su presencia.
Entonces lo vio. Nunca había tenido oportunidad de contemplar un barco
semejante, tan largo, grande y delgado. Su alto bauprés estaba elegantemente tallado
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y el propósito con que había sido construido resultaba evidente. Gart se estremeció al
verlo pasar.
Un gigantón de barba roja vestido con cota de malla lo miraba por encima de la
borda, desde la popa del barco.
—¿Ha habido suerte? —le gritó.
—Bastante —respondió Gart con cautela, temeroso de que los tripulantes de
aquel enorme barco tuvieran intención de apoderarse de sus peces.
—¿Estamos cerca de la costa sur de Verkat? —le preguntó el gigante de barba
roja.
Gart olfateó el aire hasta captar el aroma de la tierra.
—Casi la habéis pasado —respondió—. En esta zona, la costa gira en dirección
noreste.
Un hombre vestido con una resplandeciente armadura se unió al hombretón de
barba roja. Tenía el cabello negro y rizado, y sostenía el casco bajo un brazo.
—Parecéis poseer un profundo conocimiento de estas aguas —dijo con un
lenguaje arcaico que Gart no había escuchado jamás—, y vuestra disposición a
compartirlo con otros revela una amabilidad que os honra. ¿Podríais, por ventura,
indicarnos la ruta más breve a Mallorea?
—Eso dependerá de a qué parte de Mallorea queréis ir —respondió Gart.
—Al puerto más cercano —respondió el hombretón de barba roja.
Gart entrecerró los ojos e intentó recordar los detalles del mapa que había dejado
en un estante de su casa.
—Entonces será Dal Zerba, al sudoeste de Dalasia —dijo—. Yo seguiría diez o
veinte leguas en dirección este y luego giraría hacia el norte.
—¿Y cuánto tiempo tardaremos en arribar al puerto que habéis mencionado? —
preguntó el hombre de la armadura.
—Eso depende de la velocidad de vuestro barco —dijo Gart mirando con
atención la embarcación larga y estrecha—. Está a una distancia aproximada de
trescientas cincuenta leguas, pero tendréis que desviaros para evitar el arrecife de
Turim, pues es muy peligroso y nadie se atreve a atravesarlo.
—Tal vez quiera el azar que seamos los primeros en lograrlo, mi señor —le dijo
el caballero de la armadura a su amigo, con alegría.
El gigantón suspiró y se cubrió los ojos con una mano.
—Oh, no, Mandorallen —dijo con voz plañidera—. Si encallamos en el arrecife,
tendremos que nadar el resto del camino, y tú no vas vestido de la forma más
adecuada para hacerlo.
La niebla comenzó a devorar el enorme barco.
—¿Qué clase de barco es ése? —gritó Gart a los tripulantes de la nave que
desaparecía.
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—Es un barco de guerra cherek —respondió una resonante voz con un deje de
arrogancia—. El más grande del mundo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Gart ahuecando las manos alrededor de la boca.
—La Gaviota —respondió una voz espectral.
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Capítulo 5
No era una ciudad grande, pero Garion nunca había tenido oportunidad de
contemplar semejante complejidad arquitectónica. Se erigía sobre un valle, al cobijo
del enorme pico blanco, como si descansara sobre el regazo de la montaña. Era una
ciudad de delgadas torres blancas y peristilos de mármol. Muchos de los edificios
bajos intercalados entre las torres tenían paredes enteras de cristal. Los edificios
estaban separados por amplios prados verdes y arboledas con bancos de mármol.
Jardines convencionales jalonaban los prados: setos angulares y lechos de flores
rodeados por pequeños muros blancos. El agua de las fuentes caía en bulliciosas
cascadas en los jardines o los patios de los edificios.
Zakath contemplaba la ciudad de Kell con absoluta admiración.
—¡Jamás imaginé que existiera un sitio semejante! —exclamó.
—¿No habías oído hablar de Kell? —le preguntó Garion.
—Claro que sí, pero no sabía que fuera así. —Zakath hizo una mueca de disgusto
—. Hace que Mal Zeth parezca un conjunto de simples chozas, ¿verdad?
—Y también Tol Honeth, e incluso Melcena —asintió Garion.
—Estaba convencido de que los dalasianos eran incapaces de construir una casa
decente —observó el malloreano—, y ahora me encuentro con esto.
Mientras tanto, Toth se comunicaba con Durnik por medio de gestos.
—Dice que es la ciudad más antigua del mundo —informó el herrero—. Fue
construida antes de que el mundo se agrietara y prácticamente no ha cambiado en
diez mil años.
—Entonces es probable que hayan olvidado cómo la construyeron —suspiró
Zakath—. Pensaba contratar a sus arquitectos. A Mal Zeth no le vendría mal una
renovación.
Toth volvió a gesticular y Durnik frunció el entrecejo.
—No puedo haberlo entendido bien —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—He creído entender que los dalasianos nunca olvidan nada de lo que hacen. —
Durnik se volvió hacia su amigo—. ¿Estoy en lo cierto?
Toth asintió e hizo nuevos gestos.
—Dice que todos los dalasianos vivos poseen los conocimientos de los que
vivieron desde el principio de los tiempos —dijo Durnik.
—Entonces tendrán buenos colegios —sugirió Garion.
Ante aquella observación, Toth se limitó a esbozar una sonrisa extraña, llena de
piedad. Luego le hizo un breve gesto a Durnik, desmontó del caballo y se alejó.
—¿Adonde va? —preguntó Seda.
—A ver a Cyradis —respondió Durnik.
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—¿No deberíamos ir con él?
Durnik negó con la cabeza.
—Ella vendrá a vernos cuando esté preparada.
Como todos los dalasianos que había visto Garion, los habitantes de Kell llevaban
túnicas blancas con amplias capuchas cosidas a la espalda. Caminaban en silencio
sobre los prados o discutían con seriedad en los jardines, en grupos de dos o tres
personas. Algunos llevaban libros o pergaminos y otros no. Garion no pudo evitar
recordar las universidades de Tol Honeth y Melcena. Sin embargo, estaba convencido
de que la comunidad de eruditos de Kell se dedicaba a estudios mucho más profundos
de los que preocupaban a los profesores de esas distinguidas instituciones.
El grupo de dalasianos que los había escoltado hasta aquella maravillosa ciudad
los guiaba por una calle ligeramente sinuosa, en dirección al otro lado de los jardines.
Allí los aguardaba un anciano vestido de blanco, apoyado contra un portal. Tenía los
ojos de un intenso color azul y el pelo blanco como la nieve.
—Hace tiempo que esperamos vuestra llegada —dijo con voz temblorosa—, pues
el Libro de las Eras nos anunció que el Niño de la Luz y sus compañeros vendrían a
Kell en busca de consejo en la quinta era.
—¿Y la Niña de las Tinieblas? —preguntó Belgarath mientras desmontaba—.
¿También vendrá ella?
—No, venerable Belgarath —respondió el anciano—. Ella no puede venir aquí,
pero encontrará su guía en otro sitio y de otra manera. Mi nombre es Dallan y soy el
encargado de daros la bienvenida.
—¿Tú mandas aquí, Dallan? —preguntó Zakath, también desmontando.
—Aquí no manda nadie, emperador de Mallorea —dijo Dallan—. Ni siquiera tú.
—Pareces conocernos —observó Belgarath.
—Os conocemos desde la primera vez que el Libro de los Cielos se abrió ante
nosotros, pues vuestros nombres están escritos claramente en las estrellas. Ahora os
llevaré a un lugar donde podéis descansar y aguardar la bendición de la visita de la
sagrada vidente. —Miró a la loba que estaba junto a Garion, curiosamente tranquila,
y al cachorrillo que retozaba detrás—. ¿Cómo estás, pequeña hermana? —preguntó
con tono formal.
—Estoy contenta, amigo —respondió ella en el lenguaje de los lobos.
—Me alegra oírlo —respondió él en la misma lengua.
—¿Acaso soy el único ser en todo el mundo que no habla el idioma de los lobos?
—preguntó Seda.
—¿Te gustaría recibir lecciones? —dijo Garion.
—Olvídalo.
Luego, el hombre del pelo blanco comenzó a cruzar el lozano prado con pasos
tambaleantes y los condujo a un enorme edificio de mármol con una ancha y
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reluciente escalinata.
—Esta casa fue construida para vosotros al comienzo de la tercera era, venerable
Belgarath —dijo el anciano—. La primera piedra se colocó el día en que recuperaste
el Orbe de tu maestro en la Ciudad de la Noche Eterna.
—Eso fue hace bastante tiempo —observó el hechicero.
—Al comienzo las eras eran largas —asintió Dallan—, pero se están volviendo
más cortas. Ahora descansad. Nosotros nos ocuparemos de vuestros caballos.
Luego dio media vuelta y regresó a su casa.
—El día en que un dalasiano diga claramente lo que piensa sin tantos misterios, el
mundo habrá llegado a su fin —gruñó Beldin—. Ahora entremos. Si esta casa lleva
tanto tiempo esperándonos, el polvo va a llegarnos a las rodillas y tendremos que
limpiarla.
—¿Desde cuándo te interesas por la limpieza, tío? —rió Polgara mientras
ascendían la escalinata de mármol.
—Un poco de suciedad no me molesta, Polgara, pero el polvo me hace
estornudar.
Sin embargo, el interior de la casa estaba inmaculadamente limpio. La dulce brisa
estival mecía las cortinas de tul de las ventanas, y los muebles, pese a su insólito
aspecto, eran muy cómodos. Las paredes interiores de la casa tenían una peculiar
curvatura y no se veían ángulos rectos por ninguna parte.
Deambularon por aquella extraña casa, para acostumbrarse a ella, y luego se
reunieron en una sala abovedada de una de cuyas paredes manaba una pequeña
fuente.
—No hay puerta trasera —observó Seda con aire crítico.
—¿Piensas escapar, Kheldar? —le preguntó Velvet.
—No necesariamente, pero me gusta saber que puedo hacerlo si la ocasión lo
requiere.
—Llegado el caso, siempre puedes saltar por la ventana.
—Eso es propio de aficionados, Liselle. Sólo un estudiante del primer curso de la
academia escaparía por una ventana.
—Lo sé, pero a veces es necesario improvisar.
De repente, Garion oyó un extraño murmullo. Al principio pensó que se trataba
de la fuente, pero luego se dio cuenta de que no era un sonido producido por el agua.
—¿Crees que les molestará que salga a echar un vistazo? —le preguntó a
Belgarath.
—Esperemos un poco. Nos han traído aquí y aún no sé si eso significa que
debemos permanecer encerrados o no. Intentemos analizar nuestra situación antes de
correr ningún riesgo. Los dalasianos, y en particular Cyradis, tienen algo que
necesitamos, de modo que no debemos ofenderlos. —Se volvió hacia Durnik—.
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¿Toth te ha dicho cuándo vendrá a vernos?
—No, pero tengo la impresión de que no tardará mucho.
—No eres muy preciso, hermano mío —dijo Beldin—. Los dalasianos tienen una
idea muy curiosa del tiempo. Lo cuentan por eras en lugar de años.
Zakath examinaba con atención la pared, a pocos metros de la fuente cantarina.
—¿Habéis notado que este muro no está unido con argamasa?
Durnik se unió a él, desenvainó un cuchillo y examinó una fina grieta entre dos
bloques de mármol.
—Es el sistema de caja y espiga —dijo con aire pensativo—, con los bloques muy
apretados unos a otros. Deben de haber tardado años en construir esta casa.
—Y si todo está hecho del mismo modo, siglos enteros en edificar la ciudad —
añadió Zakath—. ¿Dónde habrán aprendido a construir de este modo?, ¿y cuándo?
—Tal vez en la primera era —dijo Belgarath.
—Para ya, Belgarath. Hablas igual que ellos.
—Siempre me adapto a las costumbres locales.
—Aún no me habéis aclarado nada —protestó Zakath.
—La primera era cubre el período desde la creación del hombre hasta el día en
que Torak dividió el mundo —explicó Belgarath—. Los comienzos son un pocos
vagos, pues nuestro maestro nunca fue muy preciso sobre el momento en que él y sus
hermanos crearon el mundo. Supongo que ninguno quiere hablar de ello porque lo
hicieron sin la aprobación de su padre. Sin embargo, la fecha de la división de la
tierra se conoce con bastante exactitud.
—¿Tú ya existías cuando sucedió, Polgara? —preguntó Sadi con curiosidad.
—No —respondió ella—. Mi hermana y yo nacimos un tiempo después.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos dos mil años, ¿verdad, padre?
—Sí, algo así.
—Me dan escalofríos al ver la poca importancia que dais a un siglo más o menos
—dijo Sadi estremeciéndose.
—¿Qué te induce a pensar que aprendieron este sistema de construcción antes de
la división del mundo? —le preguntó Zakath a Belgarath.
—He leído parte del Libro de las Eras —respondió el anciano—, que documenta
bastante bien la historia de los dalasianos. Después de que el mundo se agrietara y el
mar separara los continentes, los angaraks huisteis a Mallorea. Los dalasianos sabían
que tarde o temprano tendrían que enfrentarse con vosotros y decidieron hacerse
pasar por simples campesinos. Por lo tanto, desmantelaron todas sus ciudades,
excepto ésta.
—¿Por qué decidieron dejar Kell intacta?
—No había necesidad de derrumbarla, pues sólo les preocupaban los grolims y
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éstos no pueden venir a Kell.
—Pero sí otros angaraks —señaló Zakath con tono malicioso—. ¿Cómo es que
ninguno de ellos informó a los burócratas de la existencia de una ciudad semejante?
—Es probable que los animen a olvidarla —respondió Polgara. El emperador la
miró con perplejidad—. No es tan difícil, Zakath. Una simple sugerencia suele bastar
para borrar recuerdos. —De repente, una expresión de impaciencia se dibujó en su
cara—. ¿Qué es ese murmullo? —preguntó.
—Yo no oigo nada —respondió Seda, asombrado.
—Entonces debes de tener los oídos tapados, Kheldar.
Al atardecer, varias mujeres jóvenes vestidas con finas túnicas blancas trajeron la
cena en bandejas con tapa.
—Veo que algunas cosas son iguales en todo el mundo —le dijo Velvet con
sarcasmo a una de las jóvenes—. Los hombres se sientan a conversar mientras las
mujeres trabajan.
—Oh, a nosotras no nos importa —respondió una de ellas con seriedad—. Servir
es un honor.
La joven tenía grandes ojos oscuros y una brillante cabellera castaña.
—Eso es lo peor —dijo Velvet—. Primero nos obligan a hacer el trabajo y luego
nos convencen de que nos gusta.
La joven la miró asombrada y rió. Luego echó un vistazo a su alrededor, con
expresión culpable y las mejillas teñidas de rubor.
Beldin había cogido una jarra de cristal en cuanto las jóvenes habían entrado.
Llenó un vaso y bebió ruidosamente, pero enseguida pareció ahogarse y escupió el
líquido púrpura por toda la habitación.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó indignado.
—Zumo de frutas, señor —le aseguró con seriedad la joven morena—. Es muy
fresco. Fue exprimido esta misma mañana.
—¿No esperáis a que fermente?
—¿Te refieres a que se ponga malo? Oh, no. Cuando eso ocurre lo tiramos.
—¿Y qué hacéis con la cerveza?
—¿Qué es eso?
—Sabía que había algo malo en este sitio —gruñó el enano mirando a Belgarath.
Polgara, sin embargo, sonreía con evidente satisfacción.
—¿A qué venían todas esas tonterías? —le preguntó Seda a Velvet tras la partida
de las jóvenes dalasianas.
—Estaba investigando el terreno —respondió ella con aire enigmático—.
Siempre es conveniente abrir vías de comunicación.
—Mujeres —suspiró él alzando los ojos hacia el techo.
Garion y Ce'Nedra, que recordaban haberse dicho las mismas cosas y en el mismo
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tono al comienzo de su matrimonio, intercambiaron una breve mirada y rieron al
unísono.
—¿Qué os causa tanta gracia? —preguntó Seda con desconfianza.
—Nada, Kheldar —respondió Ce'Nedra—. Absolutamente nada.
Aquella noche, Garion durmió mal. El murmullo en sus oídos lo despertaba una y
otra vez. Por la mañana, se levantó de mal humor y con los ojos vidriosos.
En la amplia sala circular encontró a Durnik con la cabeza apoyada contra la
pared, cerca de la fuente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Garion.
—Intento localizar ese ruido —dijo Durnik—. Tal vez sea algún desperfecto en
las cañerías. El agua de esta fuente debe de venir de algún lado y quizá llegue a través
de caños colocados bajo el suelo o detrás de las paredes.
—¿Crees que el agua podría producir esa clase de ruido?
—Nunca se sabe qué tipo de ruido puede surgir de una cañería —rió Durnik—.
En una ocasión conocí un pueblo abandonado, cuyos habitantes habían huido
pensando que el lugar estaba embrujado. Los ruidos que oían venían del tanque
municipal de agua.
Sadi entró a la sala, vestido una vez más con su túnica de seda iridiscente.
—Hoy llevas un atuendo muy llamativo —observó Garion, pues durante los
últimos meses el eunuco había estado usando calzas, chaqueta y botines sendarios.
—Por alguna razón siento nostalgia de mi tierra —dijo Sadi encogiéndose de
hombros. Suspiró—. Creo que podría vivir feliz hasta el resto de mis días sin pisar
otra montaña. ¿Qué haces, Durnik? ¿Sigues examinando la construcción?
—No. Intento encontrar el origen del ruido.
—¿De qué ruido?
—Sin duda puedes oírlo.
Sadi inclinó la cabeza hacia un lado.
—Oigo algunos pájaros al otro lado de la ventana —dijo—, y un arroyo cercano,
pero nada más.
Garion y Durnik intercambiaron una larga mirada con aire pensativo.
—Ayer Seda tampoco podía oírlo —recordó Durnik.
—¿Por qué no despertamos a todo el mundo? —sugirió Garion.
—No creo que les guste, Garion.
—Se repondrán. Creo que esto podría ser importante.
Mientras los demás entraban en la sala, Garion fue blanco de varias miradas
maliciosas.
—¿De qué se trata, Garion? —preguntó Belgarath con exasperación.
—De algo similar a un experimento, abuelo.
—Pues ya podrías hacer experimentos a otra hora.
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—Vaya, qué enfadado estás esta mañana —le dijo Ce'Nedra al anciano.
—No he dormido bien.
—Es curioso. Yo he dormido como un niño.
—Durnik —dijo Garion—, ¿quieres ponerte allí, por favor? —Señaló a un
extremo de la habitación—. Y tú, Sadi, allí. —Señaló hacia el lado contrario—. Esto
sólo nos llevará unos minutos —les dijo a todos—. Os haré un pregunta a cada uno y
quiero que os limitéis a responder sí o no.
—¿No crees que te estás comportando de una forma un tanto extraña? —preguntó
Belgarath con acritud.
—Pretendo evitar que arruinéis el experimento hablando entre vosotros.
—Parece un principio científico —aprobó Beldin—. Hagámosle caso. Ha
despertado mi curiosidad.
Garion fue de persona en persona y les murmuró la misma pregunta al oído:
—¿Puedes oír ese susurro?
Después, según la respuesta obtenida, les rogaba que se unieran a Sadi o a
Durnik. El experimento no llevó mucho tiempo y el resultado confirmó las sospechas
de Garion. Junto a Durnik estaban Belgarath, Polgara, Beldin y, sorprendentemente,
Eriond. En el grupo de Sadi se encontraban Seda, Velvet, Ce'Nedra y Zakath.
—¿Ahora podrías explicarnos el sentido de este galimatías? —preguntó
Belgarath.
—Le hice la misma pregunta a todo el mundo, abuelo. La gente que está contigo
puede oír el sonido y los demás no.
—¿Cómo no van a oírlo? Me mantuvo despierto toda la noche.
—Tal vez eso explique por qué estás tan estúpido esta mañana —gruñó Beldin—.
Buen experimento, Garion. ¿Ahora por qué no se lo explicas a nuestro atontado
amigo?
—Es muy simple, abuelo —dijo Garion restándole importancia—, tanto que
quizá no te hayas dado cuenta justamente por eso. Los únicos que podemos oír el
susurro somos aquellos que tenemos lo que soléis llamar «poderes». Los demás no
pueden oírlo.
—Con franqueza, Belgarath —dijo Seda—, yo no oigo nada.
—Y yo lo he estado oyendo desde que avistamos Kell —añadió Durnik.
—¿No es interesante? —le preguntó Beldin a Belgarath—. ¿Hacemos algo al
respecto, o quieres volver a la cama?
—No seas ridículo —respondió Belgarath con aire ausente.
—De acuerdo —continuó Beldin—, tenemos un sonido que la gente normal no
puede oír, pero nosotros sí. Ahora mismo se me ocurre otro ejemplo similar.
—El sonido que hace alguien al practicar la hechicería —asintió Belgarath.
—Entonces no se trata de un sonido natural —dijo Durnik pensativo, y de repente
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rió—. Me alegro de que lo hayas averiguado, Garion. Estaba a punto de levantar el
suelo.
—¿Para qué? —preguntó Polgara.
—Pensé que el sonido venía de alguna cañería.
—Sin embargo, no se trata del ruido que producen los trucos de hechicería —
observó Belgarath—. Ni el sonido ni la impresión son iguales.
Beldin se rascaba la enmarañada barba con aire pensativo.
—¿Qué te parece esta idea? —le dijo Beldin a Belgarath—: Los habitantes de
este lugar tienen suficiente poder como para enfrentarse a un solo grolim o a un grupo
entero, así que ¿para qué crear una maldición?
—No te entiendo.
—La gran mayoría de los grolims son hechiceros, ¿verdad?, por lo tanto deberían
ser capaces de oír este sonido. ¿No es probable que el encantamiento tenga el único
fin de mantenerlos a distancia, para que no puedan oír este ruido?
—¿No es una idea un tanto rebuscada, Beldin? —preguntó Zakath con
escepticismo.
—En realidad no. Creo que estoy simplificando el problema. No tiene mucho
sentido echar una maldición para mantener lejos a gente a quien uno no teme. Todo el
mundo pensaba que el objetivo de este encantamiento era proteger la ciudad de Kell,
pero eso también es absurdo. ¿No es más lógico pensar que intentan protegerse de
algo más importante?
—¿Qué tiene de particular ese sonido para que los dalasianos se preocupen tanto
de que nadie lo oiga? —preguntó Velvet perpleja.
—Bien —dijo Beldin—, ¿qué es un sonido?
—Ya empezamos otra vez —suspiró Belgarath.
—No me refiero al sonido en el bosque. Un sonido es sólo un ruido a no ser que
tenga algún significado. ¿Cómo llamamos a un sonido con significado?
—Lengua, ¿verdad?
—No entiendo —dijo Ce'Nedra—. ¿Qué dicen los dalasianos para querer
mantenerlo en secreto? Además, de todos modos nadie puede comprenderlos.
Beldin abrió los brazos en un gesto de impotencia, mientras Durnik se paseaba
por la sala con una mueca de concentración.
—Tal vez la clave no esté en qué dicen, sino en cómo lo hacen.
—Y tú me acusas de ser rebuscado —le dijo Beldin a Belgarath—. ¿Qué quieres
decir, Durnik?
—Es sólo una hipótesis —admitió el herrero—. Ese sonido, ruido o como queráis
llamarlo, ¿no podría ser una indicación de que alguien está convirtiendo a la gente en
sapos? —Se interrumpió—. ¿Podemos hacer eso?
—Sí —respondió Beldin—, pero no vale la pena. Los sapos se reproducen a un
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ritmo frenético. Prefiero soportar a una persona molesta que a un millón de
exasperantes sapos.
—Bien —continuó Durnik—. No se trata del tipo de ruido que produce la
práctica de la hechicería.
—Es evidente que no —asintió Belgarath.
—Y creo que Ce'Nedra tiene razón. Nadie puede entender lo que dicen los
dalasianos, con la excepción de otros dalasianos. Yo no entiendo ni la mitad de las
cosas que dice Cyradis.
—¿Qué otra posibilidad queda? —preguntó Beldin con los ojos brillantes de
interés.
—No estoy seguro, pero tengo la impresión de que el «cómo» es más importante
que el «qué». —De repente, Durnik pareció avergonzarse—. Estoy hablando
demasiado —admitió—. Sin duda los demás tendréis cosas más interesantes que
decir al respecto.
—No lo creo —dijo Beldin—. Creo que estás a punto de descubrirlo. No dejes
escapar la idea.
Durnik, sudoroso, se cubrió los ojos con una mano e intentó concentrarse. Garion
notó que todos observaban expectantes mientras su viejo amigo intentaba elaborar
una idea que quizá ningún otro pudiera comprender.
—Los dalasianos intentan proteger algo —continuó el herrero—, y tiene que
tratarse de algo muy simple..., al menos para ellos, pero no desean que nadie lo
descubra. Ojalá Toth estuviera aquí. Quizás él pudiera explicarlo.
De repente, el herrero abrió mucho los ojos.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó Polgara.
—¡No puede ser! —exclamó, súbitamente agitado—. ¡Es imposible!
—¡Durnik! —dijo ella impaciente.
—¿Recuerdas cuando Toth y yo comenzamos a comunicarnos a través de gestos?
—Durnik hablaba muy rápido y daba la impresión de que le faltaba el aliento—.
Hemos estado trabajando juntos y cuando dos hombres comparten el trabajo, uno
acaba por saber lo que hace el otro..., incluso lo que piensa. —Se volvió hacia Seda
—. Tú, Garion y Pol usáis el lenguaje de los dedos —dijo.
—Así es.
—Habéis visto los gestos de Toth. ¿Pensáis que vuestro lenguaje secreto podría
expresar lo mismo con unos pocos movimientos de las manos, tal como hace él?
Garion conocía la respuesta.
—No —dijo Seda perplejo—. Sería imposible.
—Sin embargo, yo siempre sé exactamente lo que intenta decir —continuó
Durnik—. Los gestos no significan nada en absoluto. Sólo los emplea para ofrecerme
una explicación racional de lo que está haciendo. —La cara de Durnik se llenó de
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temor reverente—. Ha estado poniendo las palabras directamente en mi mente, sin
necesidad de hablar. Tiene que hacerlo así, porque no puede hablar. ¿Y si ese
murmullo que oímos fuera el sonido de las conversaciones de los dalasianos? Tal vez
se comuniquen a través de enormes distancias.
—Y también a través del tiempo —dijo Beldin con asombro—. ¿Recuerdas lo
que tu gigantesco amigo mudo nos dijo cuando llegamos? Dijo que nada de lo que
ellos han hecho ha sido olvidado y que los dalasianos vivos saben todo lo que sabían
sus antepasados.
—Estás sugiriendo algo absurdo —dijo Belgarath con tono desdeñoso.
—No. Las hormigas y las abejas lo hacen.
—Nosotros no somos hormigas ni abejas.
—Yo puedo hacer cualquier cosa que haga una abeja —dijo el jorobado
encogiéndose de hombros—, con la excepción de la miel. Y hasta creo que tú serías
capaz de construir un hormiguero bastante aceptable.
—¿Alguien tiene la bondad de explicarme de qué están hablando? —preguntó
Ce'Nedra disgustada.
—Están considerando la posibilidad de que los dalasianos tengan una mente
colectiva, cariño —explicó Polgara con calma—. Aunque no sepan expresarse muy
bien, es evidente que se refieren a eso. —Miró a los dos ancianos con una sonrisa
condescendiente en los labios—. Hay ciertas criaturas, por lo general insectos, que
individualmente no son inteligentes, pero como grupo pueden llegar a ser muy sabios.
Una sola abeja es bastante tonta, pero un panal entero es capaz de recordar todo lo
que le ha pasado a la comunidad.
La loba se acercó a ellos, tamborileando las uñas de las patas sobre el suelo de
mármol. El cachorrillo la seguía retozando.
—Los lobos también lo hacemos —informó indicando que había escuchado la
conversación desde la puerta.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Seda.
—Dice que los lobos también lo hacen —tradujo Garion y de repente recordó
algo—. En una ocasión Hettar me comentó que los caballos hacen algo similar. No
piensan en sí mismos como seres individuales, sino como parte de la manada.
—¿Es posible que un grupo de personas haga lo mismo? —preguntó Velvet con
incredulidad.
—Sólo hay una forma de comprobarlo —dijo Polgara.
—No, Polgara —dijo Belgarath con firmeza—. Es muy peligroso. Si te quedaras
atrapada, no podrías regresar.
—No, padre —respondió ella con calma—. Es probable que los dalasianos no me
dejen entrar, pero no me harán daño ni me retendrán en contra de mi voluntad.
—¿Cómo lo sabes?
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—Simplemente lo sé —dijo la hechicera y cerró los ojos.
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Capítulo 6
La hechicera alzó su rostro perfecto y todos los demás la miraron con aprensión.
Se concentró, con los ojos cerrados, y de repente sus facciones dibujaron un
expresión extraña.
—¿Y bien? —preguntó Belgarath.
—Calla, padre, estoy escuchando.
Belgarath tamborileó los dedos con impaciencia sobre el respaldo de la silla
mientras los demás observaban expectantes a la hechicera.
Por fin, Polgara abrió los ojos y suspiró con cierta tristeza.
—Es enorme —dijo en voz baja—. Alberga todos y cada uno de los pensamientos
y recuerdos que ha tenido este pueblo. Recuerda incluso el momento de la creación, y
todos los miembros de la raza comparten estos conocimientos.
—¿Y tú también has podido hacerlo? —preguntó Belgarath.
—Sólo por un instante, padre. Me permitieron echar un breve vistazo. Sin
embargo, algunas partes permanecieron ocultas.
—Debimos haberlo imaginado —dijo Beldin, ceñudo—. No nos darán la menor
ventaja. Han evitado hacerlo desde el comienzo de los tiempos.
Polgara volvió a suspirar y se sentó en un pequeño sofá.
—¿Te encuentras bien, Pol? —preguntó Durnik con preocupación.
—Estoy bien, Durnik —respondió ella—, aunque acabo de experimentar una
sensación única. Sin embargo, sólo duró un instante, pues enseguida me pidieron que
me marchara.
—¿Crees que les molesta que salgamos de la casa y echemos un vistazo a la
ciudad? —preguntó Seda.
—No, no les importará.
—Pues entonces yo diría que ése es el siguiente paso que deberíamos dar —
sugirió el hombrecillo—. Sabemos que la decisión final depende de los dalasianos, o
al menos de Cyradis, pero tal vez reciba las instrucciones de ese espíritu ciclópeo.
—Una expresión muy interesante, Kheldar —dijo Beldin.
—¿Cuál?
—«Espíritu ciclópeo.» ¿De dónde la has sacado?
—Siempre se me han dado bien las palabras.
—Es probable que aún quede alguna esperanza para ti. Algún día tendremos una
larga charla.
—Estoy a tu disposición, Beldin —dijo Seda con una elegante reverencia—.
Como decía —continuó—, ya que los dalasianos serán quienes decidan el curso de
los acontecimientos, creo que deberíamos conocerlos mejor. De ese modo, si vemos
que se inclinan en la dirección incorrecta, tal vez podamos persuadirlos de que
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cambien de idea.
—Una conducta artera muy propia de ti —murmuró Sadi—, aunque quizá tengas
razón. Sin embargo, deberíamos dividirnos para cubrir mayor terreno.
—Lo haremos después del desayuno —dijo Belgarath.
—Pero, abuelo... —protestó Garion, impaciente por salir.
—Necesito comer algo, Garion. Cuando tengo hambre no puedo pensar con
claridad.
—Eso explica muchas cosas —señaló Beldin—. Tal vez deberíamos haberte
alimentado mejor cuando eras joven.
—¿Sabes que a veces puedes ser muy ofensivo?
—Pues la verdad es que sí, lo sé.
Cuando el mismo grupo de mujeres entró con el desayuno, Velvet llevó a un lado
a la joven de ojos grandes y brillante cabello castaño e intercambió unas palabras con
ella. Luego regresó a la mesa.
—Se llama Onatel —les informó—, y nos ha invitado a Ce'Nedra y a mí a
conocer el lugar donde trabaja. Las mujeres jóvenes suelen hablar mucho, así que
quizá podamos obtener algún dato útil.
—Aquella vidente que conocimos en la isla de Verkat, ¿no se llamaba también
Onatel? —preguntó Sadi.
—Es un nombre muy común entre las mujeres dalasianas —dijo Zakath—.
Onatel fue una de las hechiceras más queridas por su pueblo.
—Pero la isla de Verkat está en Cthol Murgos —señaló Sadi.
—No es tan extraño —dijo Belgarath—. Ya hemos visto que hay grandes
posibilidades de que los dalasianos y los esclavos de Cthol Murgos estén
emparentados y mantengan un contacto constante. Esta es sólo una nueva
confirmación.
Salieron de la casa y se dispersaron bajo el sol cálido y radiante de la mañana.
Garion y Zakath se habían quitado las armaduras, aunque el joven rey había tomado
la precaución de llevar el Orbe en una bolsa atada a la cintura. Los dos hombres
cruzaron un prado cubierto de rocío en dirección a un grupo de edificios más grandes,
cerca del centro de la ciudad.
—Eres muy prudente con esa piedra, ¿verdad, Garion? —preguntó Zakath.
—No estoy seguro de que «prudente» sea la palabra exacta —respondió Garion
—, aunque tal vez lo sea en un sentido más amplio. El Orbe es muy peligroso, y no
quiero que haga daño a nadie.
—¿Qué puede llegar a hacer?
—No estoy seguro. Nunca lo he visto herir a nadie, excepto a Torak..., aunque es
probable que en ese caso el daño lo haya infligido la espada.
—¿Eres la única persona en el mundo que puede tocarlo?
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—Casi. Eriond lo llevó consigo durante un par de años e intentó dárselo a varios
hombres, pero eran todos alorns y sabían que no debían cogerlo.
—Entonces ¿sólo podéis tocarlo tú o Eriond?
—Mi hijo también —dijo Garion—. Apoyé su manita sobre la piedra poco
después de su nacimiento. La piedra se alegró de conocerlo.
—¿Cómo puede alegrarse una piedra?
—No es como otras piedras —sonrió Garion—. De vez en cuando se deja llevar
por el entusiasmo y se comporta de forma estúpida. A veces tengo que tener cuidado
con lo que pienso. Si decido que quiero algo, la piedra puede resolver actuar por sí
sola para conseguirlo. —El joven se echó a reír—. En una ocasión, estaba pensando
en el momento en que Torak agrietó la tierra, y el Orbe se apresuró a indicarme cómo
arreglarla.
—¡Bromeas!
—Créeme, la piedra no tiene idea de lo que significa la palabra «imposible». Si
yo lo deseara, sería capaz de escribir mi nombre con estrellas. —Sintió un pequeño
tirón en la bolsa amarrada a su cinturón—. ¡Para! —le dijo con brusquedad al Orbe
—. Era un ejemplo, no una orden.
Zakath lo miraba atónito.
—¿No sería una imagen grotesca? —observó Garion con ironía—. «Belgarion»
escrito de un extremo al otro del horizonte en el cielo de la noche.
—¿Sabes una cosa, Garion? —dijo Zakath—. Siempre he creído que tú y yo
acabaríamos enfrentándonos en una guerra. ¿Te sentirás muy decepcionado si no
acudo a la cita?
—Creo que podré soportarlo —sonrió Garion—. Si no hay más remedio,
empezaré sin ti. Tú podrás pasar de vez en cuando para ver cómo van las cosas.
Ce'Nedra te hará la cena. No es muy buena cocinera, pero todos tenemos que hacer
algún sacrificio, ¿verdad?
Se miraron un momento y luego los dos se echaron a reír a carcajadas. El proceso
que había comenzado en Rak Urga con el idealista Urgit llegaba a su fin. Garion
comprendió con satisfacción que había dado los primeros pasos para acabar con cinco
mil años de odio constante entre los alorns y los angaraks.
Caminaban por las calles de mármol, junto a las fuentes cantarinas, sin que los
dalasianos les prestaran mayor atención. Los habitantes de Kell seguían con sus
actividades habituales en actitud silenciosa y contemplativa, con la mirada perdida en
el vacío. Hablaban muy poco, pues era evidente que para ellos las palabras resultaban
innecesarias.
—Es un sitio misterioso, ¿verdad? —observó Zakath—. No estoy acostumbrado a
las ciudades donde nadie hace nada.
—Oh, pero ellos están haciendo algo.
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—Ya sabes a qué me refiero. No hay tiendas ni nadie que limpie las calles.
—Supongo que es extraño —dijo Garion mirando alrededor—, pero lo más
extraño es que no he visto a una sola vidente desde que llegamos. Creí que vivían
aquí.
—Tal vez permanezcan dentro de las casas.
—Es posible.
El paseo matinal resultó infructuoso. En varias ocasiones intentaron trabar
conversación con los ciudadanos de blancas túnicas, pero aunque todos se mostraban
extremadamente corteses, ninguno parecía dispuesto a hablar demasiado y se
limitaban a contestar sus preguntas con parquedad.
—Es frustrante, ¿no es cierto? —dijo Seda cuando él y Sadi regresaron a la casa
—. Nunca había conocido a un pueblo con tan pocas ganas de hablar. Ni siquiera he
encontrado a nadie dispuesto a charlar sobre el tiempo.
—¿Has visto hacia dónde iban Ce'Nedra y Liselle?
—Creo que se dirigieron hacia el otro extremo de la ciudad. Supongo que
vendrán con esas jovencitas, cuando nos traigan la comida.
—¿Alguien ha visto a alguna de las videntes? —preguntó Garion mirando
alrededor.
—No están aquí —respondió Polgara, que zurcía un calcetín de Durnik sentada
junto a la ventana—. Una anciana me dijo que se alojan en un sitio especial, fuera de
la ciudad.
—¿Cómo conseguiste que te contestara? —preguntó Seda.
—Fui bastante directa. A los dalasianos hay que forzarlos un poco para conseguir
información.
Tal como Seda había previsto, Velvet y Ce'Nedra regresaron con las jóvenes que
traían la comida.
—Tienes una esposa brillante, Belgarion —dijo Velvet después de que las
dalasianas se retiraran—. Ha hablado como si no tuviera un cerebro dentro de esa
cabecita. Lleva toda la mañana cotilleando.
—¿Cotilleando? —protestó Ce'Nedra.
—¿No es verdad?
—Bueno, supongo que sí, pero «cotillear» es una palabra muy desagradable.
—Estoy seguro de que tenía una razón para hacerlo —sugirió Sadi.
—Por supuesto —dijo Ce'Nedra—. Enseguida me di cuenta de que esas jóvenes
no iban a hablar mucho, así que intenté tapar los huecos de la conversación. Después
de un rato, comenzaron a ablandarse. Hablé de ese modo para que Liselle pudiera
estudiarles las caras. —Sonrió con orgullo—. Modestia aparte, creo que me ha salido
bastante bien.
—¿Pudisteis sacarles información? —preguntó Polgara.
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—Algo —respondió Velvet—. Nos dieron algunas ideas, aunque nada demasiado
concreto. Creo que esta tarde podremos averiguar algo más.
—¿Dónde está Durnik? —preguntó Ce'Nedra mirando alrededor—. ¿Y Eriond?
—¿A ti qué te parece? —suspiró Polgara.
—¿Dónde han encontrado un arroyo donde pescar?
—Durnik es capaz de oler el agua a kilómetros de distancia —respondió Polgara
con resignación—. Puede decirte qué tipo de peces hay en un río, cuántos son y hasta
es probable que sepa sus nombres.
—El pescado nunca me ha gustado demasiado —comentó Beldin.
—Tampoco a Durnik, tío.
—¿Entonces por qué los molesta?
—¿Quién sabe? —respondió ella abriendo los brazos en un gesto de impotencia
—. Los motivos de los pescadores son muy misteriosos. Sin embargo, puedo decirte
una cosa.
—¿Ah sí? ¿De qué se trata?
—Has dicho varias veces que querías tener una larga conversación con él.
—Sí, así es.
—Entonces será mejor que aprendas a pescar. De lo contrario, no lograrás
retenerlo el tiempo necesario.
—¿Ha venido alguien a traer algún mensaje de Cyradis? —preguntó Garion.
—Nadie —respondió Beldin.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo Garion con impaciencia.
—Tal vez yo pueda obtener alguna respuesta —ofreció Zakath—. Cyradis me
ordenó que me presentara ante ella en Kell. —El emperador se sobresaltó—. No
puedo creer lo que acabo de decir. Nadie me ha dado una orden desde que tenía ocho
años. Bueno, vosotros ya sabéis a qué me refiero. Quizá pueda lograr que alguien me
lleve con ella. De ese modo, estaría obedeciendo sus órdenes.
—Me extraña que no te hayas atragantado con esa palabra —dijo Seda, risueño
—. La gente de tu posición suele tener dificultades para comprender el concepto de
obediencia.
—Es un hombrecillo exasperante, ¿verdad? —le dijo Zakath a Garion.
—Ya lo he notado.
—¡Oh, Majestad! —exclamó Velvet con los ojos muy abiertos en un gesto de
fingida inocencia—. ¡ Cómo os atrevéis a sugerir algo semejante!
—¿Tú no estás de acuerdo? —inquirió Zakath.
—Por supuesto que sí, aunque no está bien decirlo en voz alta.
—¿Queréis que me marche para que podáis criticarme con libertad? —preguntó
Seda algo ofendido.
—Oh, no será necesario, Kheldar —respondió Velvet con los dos hoyuelos de sus
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mejillas marcados por una gran sonrisa.
Aquella tarde obtuvieron muy poca información, y al comprobar que sus
esfuerzos habían resultado inútiles, todos se pusieron de pésimo humor.
—Creo que deberíamos poner en práctica tu idea —le dijo Garion a Zakath
después de la cena—. ¿Por qué no vamos a ver a ese anciano llamado Dallan, mañana
temprano? Le diremos que tienes que presentarte ante Cyradis. Creo que ya es hora
de que intentemos forzar los acontecimientos.
—De acuerdo —asintió Zakath.
Dallan, sin embargo, se mostró tan reacio a colaborar como el resto de los
ciudadanos de Kell.
—Ten paciencia, emperador de Mallorea —le aconsejó—. La sagrada vidente se
presentará ante ti en el momento indicado.
—¿Y cuándo llegará ese momento? —preguntó Garion.
—Cyradis lo sabe. Eso es lo único importante, ¿verdad?
—Si no fuera tan viejo y débil, le sacaría la información por la fuerza —murmuró
Garion mientras él y Zakath regresaban a la casa.
—Si esto se prolonga demasiado, creo que no tendré en cuenta su edad ni su
estado físico —dijo Zakath—. No estoy acostumbrado a que evadan mis preguntas de
este modo.
Cuando Garion y Zakath llegaron junto a la escalinata de mármol, vieron a Velvet
y a Ce'Nedra que se aproximaban desde la dirección opuesta. Las dos jóvenes
hablaban con rapidez y Ce'Nedra tenía una expresión triunfal en la cara.
—Creo que por fin hemos averiguado algo útil —dijo Velvet—. Entremos y os lo
contaremos todo enseguida.
Se reunieron en la sala abovedada y la joven rubia se dirigió a ellos con seriedad:
—No es algo demasiado concreto —admitió—, pero creo que será todo lo que
podremos conseguir de este gente. Esta mañana, Ce'Nedra y yo volvimos a la casa
donde trabajan las jóvenes. Me alegró ver que estaban trabajando en un telar, pues es
difícil mantenerse alerta mientras se teje. Bueno, la cuestión es que Onatel, la joven
de los ojos grandes, no estaba allí. Entonces Ce'Nedra puso su mejor cara de tonta...
—Yo no hice nada por el estilo —dijo Ce'Nedra indignada.
—Oh, sí cariño, lo hiciste, y te salió de maravilla. Con los ojos muy abiertos y
expresión inocente, preguntó dónde podíamos encontrar a nuestra «querida amiga».
Entonces a una de las jóvenes se le escapó algo que sin duda tendría prohibido decir.
Dijo que Onatel había sido enviada a servir a «la morada de las videntes». Ce'Nedra
exageró la expresión de ingenuidad, si es que eso es posible, y preguntó dónde estaba
aquel sitio. Nadie respondió, pero una de las chicas miró hacia la montaña.
—¿Crees que alguien puede evitar mirar a esa mole? —preguntó Seda con desdén
—. Perdóname, Liselle, pero pienso que no podemos fiarnos de ese indicio.
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—La joven estaba tejiendo, Kheldar. Yo lo he hecho en varias ocasiones y sé que
es imprescindible mantener la vista fija en lo que haces. Ella desvió la vista en
respuesta a la pregunta de Ce'Nedra y luego se apresuró a intentar corregir su error.
Yo también he estudiado en la academia, Seda, y conozco a la gente casi tan bien
como tú. Fue como si esa chica lo gritara a voz en cuello. Las videntes están en algún
lugar de la montaña.
—Es probable que tenga razón, ¿sabéis? —admitió Seda—. Esa es una de las
cuestiones que más recalcan en la academia. Cuando sabes lo que buscas, la cara de
la mayoría de las personas es como un libro abierto. —Irguió los hombros—. Bien,
Zakath —dijo—. Parece que tendremos que escalar esa montaña antes de lo que
esperábamos.
—No lo creo —dijo Polgara con firmeza—. Podríais pasaros la vida curioseando
en los glaciares sin encontrar a las videntes.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—En realidad, tengo varias ideas mejores. —Se puso de pie—. Ven conmigo,
Garion —dijo—. Y tú también, tío.
—¿Qué estás tramando, Pol? —preguntó Belgarath.
—Vamos a subir a echar un vistazo.
—¿Y qué había sugerido yo? —protestó Seda.
—Hay una pequeña diferencia, Kheldar —dijo ella con dulzura—. Tú no sabes
volar.
—Bueno —respondió él, ofendido—, si te pones de ese modo.
—Así es, Seda. Es una de las ventajas de ser mujer. Puedo cometer todo tipo de
injusticias y tú tienes que aceptarlas porque eres demasiado cortés para oponerte.
—Un tanto a su favor —murmuró Garion.
—¿Por qué dices eso todo el tiempo? —preguntó Zakath, perplejo.
—Es un chiste alorn —dijo Garion.
—¿Por qué no intentas ahorrar tiempo, Pol, y confirmas la sospecha de Velvet
consultando a esa mente colectiva antes de marcharte? —sugirió Belgarath.
—Buena idea, padre —asintió ella. Cerró los ojos y alzó la cara, pero después de
unos instantes, sacudió la cabeza—. No me permiten volver a entrar —dijo con un
suspiro.
—Eso ya es una confirmación —rió Beldin.
—No entiendo —dijo Sadi mientras se acariciaba la calva recién afeitada.
—Los dalasianos podrán ser muy sabios —dijo el jorobado—, pero les falta
astucia. Si la información obtenida por estas dos jovencitas no fuera correcta, no
habría ninguna razón para bloquear el acceso de Pol a la mente colectiva. Por
consiguiente, al hacerlo no hacen más que confirmar nuestras sospechas. Salgamos de
la ciudad —le dijo a Polgara—. De ese modo no nos delataremos.
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—Yo no sé volar muy bien, tía Pol —señaló Garion con tono dubitativo—. ¿Estás
segura de que me necesitas?
—Es mejor no correr riesgos, Garion. Si los dalasianos han tomado tantas
precauciones para hacer inaccesible ese lugar, podríamos necesitar el Orbe para
entrar. Si lo traes contigo, ahorraremos tiempo.
—Ah —dijo él—. Es probable que tengas razón.
—Manteneos en contacto —dijo Belgarath mientras los tres hechiceros se
dirigían a la puerta.
—Por supuesto —gruñó Beldin.
Una vez fuera, el enano escrutó a su alrededor con ojos miopes.
—Por allí —dijo señalando un lugar—. Los setos que rodean la ciudad nos
ayudarán a ocultarnos.
—De acuerdo, tío —asintió Polgara.
—Otra cosa, Pol —añadió él— y no lo tomes a mal, pues no tengo intención de
ofenderte.
—Eso es toda una novedad.
—Esta mañana estás en buena forma —sonrió él—. Bien, quería advertirte que
una montaña como ésta tiene su propio clima... y sobre todo, sus propios vientos.
—Lo sé, tío.
—Sé que sientes predilección por los búhos blancos, pero sus plumas son
demasiado suaves. Si te encontraras con un viento fuerte, podrías volver desnuda. —
Ella le dirigió una mirada larga y fulminante—. ¿Acaso quieres quedarte sin plumas?
—No, tío, por supuesto que no.
—Entonces ¿por qué no haces las cosas a mi manera? Hasta es probable que te
guste ser halcón.
—También querrías que tuviera rayas azules, supongo.
—Bueno, eso ya depende de ti, pero el azul siempre te ha sentado muy bien, Pol.
—Eres imposible —rió ella—. De acuerdo, tío, tú ganas. Lo haremos a tu manera.
—Yo me transformaré primero —sugirió él—, así podrás tomarme de modelo.
Pero asegúrate de formar bien la figura.
—Ya sé qué aspecto tiene un halcón, tío.
—Por supuesto, Pol. Sólo intentaba ser útil.
—Eres muy amable.
Garion se sintió muy extraño al transformarse en un animal distinto al lobo.
Luego se examinó con atención y comparó hasta el más mínimo detalle de su cuerpo
con el de Beldin, que estaba posado sobre una rama con actitud digna y ojos
resplandecientes.
—Está bastante bien —dijo Beldin—, pero la próxima vez intenta hacer las
plumas de la cola un poco más largas. Las necesitas para marcar el rumbo.
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—Muy bien, caballeros —dijo Polgara desde una rama cercana—, vámonos ya.
—Yo iré delante porque tengo más práctica —dijo Beldin—. Si nos encontramos
con una corriente de aire descendente, alejaos de la montaña. De lo contrario
chocaréis contra las rocas.
El halcón desplegó las alas, las sacudió unas cuantas veces y se alejó volando.
Garion sólo había volado otra vez, durante el largo viaje de Jarviksholm a Riva,
poco después del rapto de Geran. En aquella ocasión había tomado la forma de un
halcón moteado, pero el pájaro de rayas azules era mucho más grande y volar en
terreno montañoso era muy distinto a hacerlo sobre la vasta extensión del Mar de los
Vientos. Las corrientes de aire se arremolinaban alrededor de las rocas, con lo cual
resultaban peligrosas e impredecibles.
Los tres halcones ascendieron en espiral ayudados por una corriente de aire
ascendente. Entonces Garion comenzó a comprender el inmenso placer que sentía
Beldin al volar.
También descubrió que su vista tenía una agudeza sorprendente. Veía cada
pequeño detalle de la montaña como si lo tuviera frente a sus ojos. Podía avistar con
absoluta claridad insectos diminutos y cada uno de los pétalos de las flores silvestres.
Además, sus garras se crispaban de forma involuntaria cuando veía a los pequeños
roedores correr entre las rocas.
«Concéntrate en lo que hemos venido a hacer, Garion», dijo la voz de Polgara en
su mente.
«Pero...»
El deseo de descender en picado con las garras abiertas era casi irresistible.
«Sin peros, Garion. Ya has desayunado. Así que deja en paz a esa pobre criatura.»
«Le quitas toda la diversión, Pol», protestó la voz de Beldin.
«No hemos venido a divertirnos, tío. Sigue guiándonos.»
El embate fue tan repentino, que pilló a Garion completamente desprevenido. Una
violenta corriente descendente lo empujó contra una roca y sólo en el último instante
logró salvarse de un desastre seguro. De repente, una feroz granizada se sumó a la
corriente que lo empujaba de un sitio a otro, tirando violentamente de sus alas, y
enormes trozos de hielo lo golpearon como si fueran martillos húmedos.
«¡Esto no es natural, Garion!», oyó que decía la voz de Polgara con brusquedad.
El joven miró hacia todas partes, pero no pudo verla.
«¿Dónde estás?», preguntó telepáticamente.
«¡Eso no tiene importancia! ¡Usa el Orbe! Los dalasianos intentan detenernos.»
Garion no estaba seguro de que el Orbe pudiera oírlo desde aquel extraño lugar al
que se retiraba cuando él se transformaba, pero no tenía más remedio que intentarlo.
La furiosa lluvia y las tremendas corrientes de aire le impedirían descender a tierra y
recuperar su forma natural.
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«¡Detén la lluvia y el viento!», le ordenó a la piedra.
La oleada de vibraciones que sentía cuando el Orbe liberaba su poder lo hizo
balancearse en el aire y tuvo que aletear de forma desesperada para mantener el
equilibrio. De repente, el aire que lo rodeaba cobró un intenso color azul.
La turbulencia y la lluvia desaparecían a medida que la brisa cálida regresaba y se
elevaba plácidamente en el aire estival.
La corriente lo había obligado a descender al menos trescientos metros, y avistó a
Beldin y a Polgara a un kilómetro de distancia en direcciones opuestas. Luego,
mientras comenzaba a ascender en espiral, notó que también ellos subían y se
aproximaban a él.
«Mantente alerta», dijo la voz de tía Pol. «Usa el Orbe para defendernos de
cualquier otro ataque.»
Tardaron apenas unos minutos en recuperar la altura perdida y continuaron
ascendiendo sobre bosques y laderas rocosas hasta llegar a la región boscosa de las
montañas, debajo de las nieves perpetuas. Era una zona de ondulados prados, donde
la brisa de la montaña mecía la hierba y las flores silvestres.
«¡Por allí!», sonó la voz crepitante de Beldin. «¡Es un camino!»
«¿Estás seguro de que no se trata de un sendero de ciervos, tío?», le preguntó
Polgara telepáticamente.
«Es demasiado recto, Pol. Un ciervo no podría caminar en línea recta aunque su
vida dependiera de ello. Ese sendero ha sido hecho por el hombre. Veamos adonde
nos conduce.»
Beldin se inclinó sobre un ala y descendió en picado hacia el trillado camino que
ascendía por un prado hacia un agujero de la roca. Al llegar a lo alto del prado,
desplegó las alas.
«Bajemos», les dijo. «Será mejor que sigamos el resto del camino a pie.»
Tía Pol y Garion lo siguieron, y, una vez en el suelo, recuperaron su forma
natural.
—Por un momento nuestra suerte pendió de un hilo —dijo Beldin—. He estado a
punto de partirme el pico contra una roca. —Luego miró a Polgara con aire crítico-
¿No crees que deberías modificar tu teoría de que los dalasianos no hacen daño a
nadie?
—Ya lo veremos.
—Ojalá tuviera mi espada —dijo Garion—. Si nos encontramos con dificultades,
estaremos casi indefensos.
—No sé si tu espada sería de mucha utilidad para solucionar el tipo de problemas
que podemos llegar a encontrar aquí—dijo Beldin—, pero no pierdas el contacto con
el Orbe. Ahora veamos adonde nos conduce este camino —añadió mientras
comenzaba a ascender hacia el peñasco por el empinado sendero.
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La grieta era una estrecha abertura entre dos grandes rocas. Toth estaba en el
centro del camino, bloqueándoles el paso.
Polgara lo miró a los ojos con frialdad.
—No te quepa la menor duda de que vamos a entrar a la morada de las videntes,
Toth —dijo—. Está predestinado.
Durante unos instantes, los ojos de Toth cobraron una expresión ausente. Luego
asintió con un gesto y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
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Capítulo 7
La caverna era enorme y albergaba una ciudad entera, muy similar a Kell, aunque
sin prados ni jardines. Era un sitio oscuro, pues las videntes no necesitaban luz y,
según suponía Garion, los ojos de los guías mudos estaban acostumbrados a la
penumbra.
Las calles sombrías estaban casi desiertas y los pocos transeúntes que se cruzaron
con ellos no les prestaron la menor atención. Beldin no dejaba de refunfuñar mientras
caminaba.
—¿Qué ocurre, tío? —le preguntó Polgara.
—¿Has notado cuánta gente es esclava de las convenciones? —replicó él.
—No veo adonde quieres llegar.
—A pesar de que la ciudad está dentro de una cueva, las casas tienen techos. ¿No
te parece absurdo? No creo que llueva aquí dentro.
—Pero seguramente hará frío, sobre todo en invierno, y debe de ser difícil
mantener el calor en una casa sin techo, ¿no crees?
—No había pensado en eso —admitió él con una mueca de disgusto.
La casa adonde los condujo Toth estaba en el centro de la ciudad subterránea.
Aunque no se diferenciaba de las que la rodeaban, su posición indicaba su
importancia. Toth entró sin llamar y los guió hasta una sencilla sala donde los
aguardaba Cyradis, con su pálida cara juvenil iluminada por una sola vela.
—Habéis llegado antes de lo que esperábamos —dijo ella.
Por alguna razón, su voz no parecía la misma de los encuentros anteriores. Garion
tenía la extraña sensación de que la vidente hablaba con más de una voz, aunque el
resultado era sorprendentemente armonioso.
—Entonces ¿sabías que podíamos venir solos? —le preguntó Polgara.
—Por supuesto. Sólo era cuestión de tiempo. Tarde o temprano teníais que
cumplir con vuestra triple tarea.
—¿Tarea?
—Era algo muy sencillo para una persona de vuestro talento, Polgara. Sin
embargo, debía poneros a prueba.
—No creo recordar...
—Como ya os he dicho, era algo tan simple que seguramente lo habréis olvidado.
—Refréscanos la memoria —dijo Beldin con rudeza.
—Por supuesto, honorable Beldin —sonrió ella—. Habéis encontrado este lugar,
habéis superado la oposición de los elementos para conseguirlo y Polgara ha dicho las
palabras idóneas para merecer entrar.
—Más acertijos —dijo él con amargura.
—A veces los acertijos son la mejor manera de volver perceptiva la mente. —El
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anciano hechicero gruñó—. Era necesario que descifrarais los acertijos y cumplierais
la tarea para que la ubicación de este sitio os fuera revelada. —Se puso de pie—.
Ahora marchémonos y bajemos a Kell. Mi guía y querido compañero llevará el gran
libro que debe ser entregado al venerable Belgarath.
El gigante mudo se aproximó a un estante situado al fondo de la lúgubre
habitación y tomó un enorme libro encuadernado en piel negra. Lo puso bajo el
brazo, cogió la mano de su ama y los condujo fuera de la casa.
—¿A qué viene tanto misterio, Cyradis? —le preguntó Beldin a la joven de los
ojos vendados—. ¿Por qué las videntes os escondéis aquí en lugar de vivir en Kell?
—Pero esto es Kell, honorable Beldin.
—¿Y entonces cómo se llama la ciudad del valle?
—También Kell —sonrió ella—. Siempre ha sido así entre nosotros. A diferencia
de otras comunidades, nuestras ciudades están diseminadas. Ésta es la morada de las
videntes, pero hay muchos otros sitios en la montaña: la morada de los magos, la
morada de los nigromantes, la morada de los adivinos... y todos forman parte de Kell.
—No hay como un dalasiano para inventar complicaciones innecesarias.
—Los demás pueblos construyen sus ciudades con otros propósitos, Beldin.
Algunas para el comercio, otras para la defensa... Nuestras ciudades han sido
construidas para el estudio.
—¿Cómo puedes estudiar si tienes que andar un día entero para poder hablar con
tus colegas?
—No hay necesidad de andar, Beldin. Podemos hablarnos unos a otros en
cualquier momento. ¿Acaso no conversáis así el venerable Belgarath y vos?
—Eso es distinto —gruñó Beldin.
—¿En qué sentido?
—Nuestras conversaciones son privadas.
—Nosotros no necesitamos vida privada. Los pensamientos de uno son los
pensamientos de todos.
Cuando por fin salieron de la caverna y se encontraron con la cálida luz del sol ya
era casi mediodía. Guiando con ternura a Cyradis, Toth los condujo hacia la grieta del
peñasco, y una vez allí descendieron la abrupta senda que cruzaba el prado. Después
de una hora de viaje, entraron en un fresco y lozano bosque donde los pájaros
cantaban y los insectos se arremolinaban como chispas encendidas bajo los rayos
oblicuos del sol.
El camino seguía siendo escarpado y Garion pronto descubrió las desventajas de
caminar colina abajo durante un período prolongado. Se le había formado una
ampolla grande y dolorosa sobre uno de los dedos del pie izquierdo y unas breves
punzadas en el pie derecho le indicaban que pronto tendría otra haciendo juego.
Apretó los dientes y continuó el viaje cojeando.
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Cuando llegaron a la rutilante ciudad del valle, ya atardecía. Garion notó con
satisfacción que Beldin también cojeaba mientras andaban por la calle de mármol que
los conducía a la casa donde los había alojado Dallan.
Cuando llegaron, los demás estaban cenando. Por casualidad, Garion miró la cara
de Zakath justo en el momento en que el emperador descubrió que los acompañaba
Cyradis. La piel oliveña de su rostro palideció ligeramente, pero la barba corta que se
había dejado crecer para ocultar su identidad hizo que aquella palidez resultara más
evidente.
—Sagrada vidente —dijo.
—Emperador de Mallorea —respondió ella—. Como os prometí en la brumosa
Darshiva, me entrego a vos como rehén.
—No hay necesidad de hablar de rehenes, Cyradis —dijo él avergonzado
mientras sus mejillas se teñían de rubor—. En Darshiva hablé de forma impulsiva,
pues no comprendía lo que debía hacer. Ahora estoy entregado a mi tarea.
—Sin embargo, sigo siendo vuestra rehén, porque así está previsto, y debo
acompañaros al Lugar que ya no Existe para cumplir con la tarea que me ha sido
asignada.
—Estaréis hambrientos —dijo Velvet—. Sentaos a comer a la mesa.
—Primero debo concluir un trabajo, Cazadora —dijo Cyradis. Extendió las
manos y Toth apoyó sobre ellas el pesado libro que había traído de la montaña—.
Venerable Belgarath —dijo en aquella extraña voz colectiva—, tal como las estrellas
nos han ordenado, ponemos en vuestras manos nuestro libro sagrado. Leedlo con
cuidado, pues sus páginas revelan vuestro lugar de destino.
Belgarath se apresuró a levantarse, se acercó a ella y cogió el libro con manos
temblorosas de impaciencia.
—Te lo agradezco, Cyradis. Sé cuan valioso es este libro, de modo que lo cuidaré
mientras esté en mis manos y te lo devolveré en cuanto haya encontrado lo que
busco.
Después el anciano se dirigió a una mesa más pequeña, cerca de la ventana, y
abrió el pesado volumen.
—Déjame sitio —le dijo Beldin mientras se acercaba a la mesa llevando otra
silla.
Luego los dos ancianos inclinaron sus cabezas sobre las frágiles páginas y
olvidaron el mundo que los rodeaba.
—¿Comerás ahora, Cyradis? —le preguntó Polgara a la joven de los ojos
vendados.
—Sois muy amable, Polgara —respondió la vidente de Kell—. He ayunado desde
vuestra llegada, preparándome para este encuentro, y el hambre me debilita.
Polgara la condujo a la mesa con delicadeza y la invitó a sentarse entre Ce'Nedra
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y Velvet.
—¿Mi pequeño se encuentra bien? —le preguntó Ce'Nedra con tono apremiante.
—Está bien, reina de Riva, aunque añora el día en que será devuelto a vuestros
brazos.
—Me sorprende que me recuerde —dijo ella con amargura—, pues apenas era un
bebé cuando Zandramas lo raptó. —Suspiró—. ¡He perdido tantas cosas, tantos
momentos de su infancia que ya nunca veré! —añadió con labios temblorosos.
Garion se acercó a ella y la rodeó con un brazo en actitud protectora.
—Todo saldrá bien, Ce'Nedra —le aseguró.
—¿Es verdad, Cyradis? —preguntó la joven al borde de las lágrimas—. ¿Es
cierto que todo saldrá bien?
—No os lo puedo asegurar, Ce'Nedra. Dos caminos distintos se abren ante
nosotros, y ni siquiera las estrellas saben hacia cuál de ellos dirigiremos nuestros
pasos.
—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó Seda, y Garion intuyó que lo hacía más
preocupado por superar aquel incómodo momento que movido por la curiosidad.
—Exasperante —respondió Garion—. No sé volar muy bien y nos encontramos
con muy mal tiempo.
—Pero si es un día estupendo —dijo Seda con una mueca de asombro.
—No donde estábamos nosotros —dijo Garion. Luego miró a Cyradis y decidió
no dar demasiada importancia a la peligrosa corriente descendente—. ¿Puedo
hablarles sobre el lugar donde vivís? —le preguntó.
—Por supuesto, Belgarion —respondió ella—. Forman parte de vuestro grupo y
no debéis ocultarles nada.
—¿Recuerdas el monte Kahsha en Cthol Murgos? —le preguntó Garion a su
amigo.
—Intentaba olvidarlo.
—Bien, las videntes tienen una ciudad similar a la que los dagashi construyeron
en Kahsha. Está dentro de una cueva enorme.
—Entonces me alegro de no haber ido.
Cyradis giró la cara hacia él y una pequeña arruga de preocupación se dibujó en
su frente.
—¿Aún no habéis podido vencer ese miedo irracional que os domina, Kheldar?
—No, la verdad es que no. Pero yo no lo llamaría irracional. Créeme, Cyradis,
tengo razones para tener miedo..., un montón de buenas razones —añadió
estremeciéndose.
—Debéis armaros de valor, Kheldar, pues llegará el día en que deberéis penetrar a
uno de esos sitios que tanto teméis.
—No lo haré si puedo evitarlo.
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—Estaréis obligado a hacerlo, Kheldar. No tendréis otra opción.
Seda empalideció, pero no dijo nada.
—Dime, Cyradis —dijo entonces Velvet—, ¿fuiste tú quien interrumpió el
proceso del embarazo de Zith?
—Demostráis gran inteligencia al notar una pausa en el más natural de los hechos
—dijo la vidente—, pero yo no he sido responsable de ello. El mago Vard de la isla
de Verkat le ordenó esperar hasta que concluyera su tarea en Ashaba.
—¿Vard es mago? —preguntó Polgara, sorprendida—. Yo siempre los detecto,
pero en ese caso no me di cuenta.
—Es muy sutil —asintió Cyradis—. Tal como están las cosas en Cthol Murgos,
debemos practicar nuestras artes con gran cautela. Los grolims de la tierra de los
murgos están pendientes de las alteraciones que inevitablemente causan estos actos.
—En Verkat nos enfadamos contigo —dijo Durnik—, al menos antes de
comprender los motivos de tu conducta. Me temo que traté muy mal a Toth durante
un tiempo, pero él ha sido lo bastante bondadoso como para perdonarme.
El enorme mudo le sonrió y gesticuló.
—Ya no necesitas hacer eso —rió Durnik—. Por fin he descubierto cómo me
hablas. —Toth bajó las manos y Durnik pareció escuchar durante unos instantes—. Sí
—asintió—. Ahora que no tenemos que gesticular la comunicación resulta más
sencilla... y también más rápida. Por cierto, Eriond y yo hemos encontrado un arroyo
cerca de la ciudad. Tiene unas truchas fantásticas. —Toth esbozó una amplia sonrisa
—. Sabía que te alegraría saberlo.
—Me temo que hemos corrompido a tu guía, Cyradis —se disculpó Polgara.
—No, Polgara —sonrió la vidente—, ha tenido esa pasión desde la infancia. En
nuestros viajes siempre encontraba una excusa para permanecer un tiempo junto a un
lago o un arroyo. Yo no puedo regañarlo, porque me gusta el pescado y él sabe
prepararlo de una forma exquisita.
Cuando acabaron de cenar, permanecieron sentados alrededor de la mesa,
charlando en voz baja para no molestar a Belgarath y a Beldin, que seguían
estudiando los textos sagrados malloreanos.
—¿Cómo sabrá Zandramas adonde vamos? —le preguntó Garion a la vidente—.
Ella es grolim, por lo tanto no puede acercarse aquí.
—No puedo responder a esa pregunta, Niño de la Luz. Sin embargo, ella llegará
al sitio indicado en el momento previsto.
—¿Con mi hijo?
—Tal como ha sido vaticinado.
—Espero con impaciencia ese encuentro —dijo Garion con aire sombrío—.
Zandramas y yo tenemos que saldar muchas cuentas.
—No permitáis que el odio os ciegue en vuestra misión —aconsejó ella con
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seriedad.
—¿Y cuál es esa misión, Cyradis?
—Eso lo sabréis cuando llegue el momento de cumplirla.
—¿No antes?
—No. Si tuvierais tiempo de meditar sobre ella con antelación, su cumplimiento
se vería afectado.
—¿Y cuál es mi misión, sagrada vidente? —preguntó Zakath—. Prometiste
darme instrucciones aquí, en Kell.
—Debo revelaros vuestra misión en privado, emperador de Mallorea. Sabed, sin
embargo, que la tarea que os ha sido encomendada comenzará cuando vuestros
compañeros hayan concluido las suyas, y os llevará el resto de vuestra vida.
—Ya que hablamos de misiones, ¿podrías decirme cuál es la mía? —preguntó
Sadi.
—Vos ya habéis comenzado a cumplirla, Sadi.
—¿Lo estoy haciendo bien?
—Aceptablemente bien —respondió ella con una sonrisa.
—Tal vez podría hacerlo mejor, si supiera de qué se trata.
—No, Sadi. Como en el caso de Belgarion, vuestra tarea se truncaría si supierais
de qué se trata.
—¿El sitio adonde vamos está muy lejos? —preguntó Durnik.
—Muy lejos, y aún queda mucho por hacer.
—Entonces tendré que pedir provisiones a Dallan. Y creo que deberíamos
examinar los cascos de los caballos antes de salir. Podría ser un buen momento para
volver a herrarlos.
—¡Eso es imposible! —exclamó Belgarath de repente.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Polgara.
—¡Es en Korim! ¡Se supone que el encuentro se llevará a cabo en Korim!
—¿Dónde está eso? —preguntó Sadi, perplejo.
—En ninguna parte —gruñó Beldin—. Era una cadena montañosa que se hundió
en el mar cuando Torak agrietó el mundo. El Libro de los Alorns la menciona como
«las tierras altas de Korim, que ya no existen».
—Eso tiene una lógica maliciosa —observó Seda— y explica a qué se referían las
distintas profecías cuando hablaban del Lugar que ya no Existe.
—Hay algo más —dijo Beldin mientras se rascaba una oreja con aire pensativo
—. ¿Recordáis lo que nos contó Senji en Melcena sobre el erudito que robó el
Sardion? Su barco fue visto por última vez rondando el extremo sur de Gandhar y
nunca regresó, por lo cual Senji pensaba que se había ahogado en una tormenta cerca
de la costa dalasiana. Pues al parecer tenía razón. Tenemos que ir en busca del
Sardion y mucho me temo que éste descansa en una montaña sumergida bajo el mar
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desde hace cinco mil años.
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Capítulo 8
La reina de Riva abandonó la brillante ciudad de mármol con aire pensativo. La
extraña lasitud que se apoderó de ella mientras atravesaban el bosque en dirección al
este de Kell parecía crecer con cada kilómetro recorrido. No participaba en las
conversaciones y se limitaba a escuchar.
—No veo cómo puedes estar tan tranquila, Cyradis —le decía Belgarath a la
vidente de los ojos vendados mientras cabalgaban—. Si el Sardion está sumergido en
el fondo del mar, tu misión también fracasará. ¿Y por qué debemos desviarnos a
Perivor?
—Allí comprenderéis por fin las instrucciones que habéis recibido del libro
sagrado, venerable Belgarath.
—¿No podrías explicármelas tú? No tenemos mucho tiempo, ¿sabes?
—No puedo hacerlo. No puedo ofreceros ninguna ayuda que no haya ofrecido
también a Zandramas. Descifrar este acertijo es tarea vuestra... y de ella. Está
prohibido ayudar a uno y no al otro.
—Sabía que ibas a decir algo así —dijo él con tristeza.
—¿Dónde está Perivor? —le preguntó Garion a Zakath.
—Es una isla al sur de Dalasia —respondió el malloreano— y tiene unos
habitantes muy extraños. Sus leyendas dicen que descienden de un pueblo del oeste
que llegó a la isla después de un naufragio, hace unos dos mil años. Puesto que la isla
no es gran cosa y los nativos son feroces guerreros, en Mal Zeth siempre hemos
creído que no valía la pena intentar someterla. Urvon ni siquiera se preocupó por
enviar grolims allí.
—¿No será peligroso visitar la isla si sus habitantes son tan salvajes?
—No. Mientras no se intente desembarcar allí con un ejército, se muestran
educados y bastante hospitalarios. Sólo cuando se ven atacados empiezan a ir mal las
cosas.
—¿Realmente tenemos tiempo para ir a ese lugar? —le preguntó Seda a la
vidente de Kell.
—Mucho tiempo, príncipe Kheldar —respondió ella—. Durante eones, las
estrellas nos han dicho que el Lugar que ya no Existe espera vuestra llegada y que
vos y vuestros compañeros llegarán allí el día señalado.
—Y también Zandramas, supongo.
—¿Cómo podría realizarse el encuentro sin la presencia de la Niña de las
Tinieblas? —preguntó ella con una pequeña sonrisa en los labios.
—Creo haber detectado un deje sarcástico en tu voz, Cyradis —dijo él con tono
burlón—. ¿No es algo inusual en una vidente?
—Qué poco sabéis, príncipe Kheldar —respondió ella con una sonrisa—. A
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menudo nos reímos a carcajadas de los mensajes escritos claramente en el cielo y de
los esfuerzos que hace alguna gente para ignorar o evitar los designios del destino.
Cumplid las instrucciones de los cielos, Kheldar, y os ahorraréis la angustia y la
confusión causadas por los intentos de eludir vuestro destino.
—Usas la palabra «destino» con excesiva ligereza, Cyradis —acusó él.
—¿Acaso no habéis venido aquí en respuesta a un destino dispuesto para vos
desde el comienzo de los días? Vuestra afición por el comercio y el espionaje ha sido
sólo una excusa para manteneros ocupado hasta que llegara el día señalado.
—Es una forma muy cortés de decirle a alguien que se ha estado comportando
como un niño.
—Todos somos niños, Kheldar.
Beldin atravesó planeando el bosque moteado por el sol, evitando los árboles con
diestros movimientos de las alas. Por fin se posó en el suelo y recuperó su forma
natural.
—¿Problemas? —le preguntó Belgarath.
—No tantos como esperaba —respondió el enano encogiéndose de hombros—. Y
eso me preocupa un poco.
—¿No es una incoherencia?
—La coherencia es la defensa de las mentes mediocres. Zandramas no puede ir a
Kell, ¿verdad?
—Eso creemos.
—Entonces tendrá que seguirnos para llegar al lugar del encuentro, ¿no es cierto?
—Sí, a menos que de alguna forma haya descubierto otro camino.
—Eso es lo que me preocupa. Si debe seguirnos, ¿no sería lógico que hubiera
llenado el bosque de tropas y grolims para que averiguaran nuestro rumbo?
—Supongo que sí.
—Pues no hay ningún ejército en las cercanías. Sólo unas pocas patrullas de
rutina.
—¿Qué pretende? —dijo Belgarath con una mueca de preocupación.
—Lo mismo me pregunto yo. Creo que nos tiene reservada una sorpresa en
alguna parte.
—Entonces mantén los ojos bien abiertos. No la quiero husmeando detrás de mí.
—Eso podría simplificar las cosas.
—Lo dudo. En todo este asunto no ha habido nada simple y no creo que a esta
altura vayan a cambiar las cosas.
—Seguiré explorando.
El enano volvió a transformarse en halcón y levantó vuelo.
Aquella noche montaron el campamento junto a una fuente que brotaba de unas
rocas cubiertas de musgo. Belgarath parecía estar de mal humor, así que los demás lo
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evitaron y se concentraron en sus tareas que, tras tanto repetirlas, se habían
convertido en hábitos.
—Estás muy callada esta noche —le dijo Garion a Ce'Nedra después de la cena,
cuando se sentaron alrededor del fuego—. ¿Qué te ocurre?
—No tengo ganas de hablar. Eso es todo.
La joven reina no había logrado liberarse del extraño letargo que la embargaba y a
última hora de la tarde se había quedado dormida sobre el caballo en varias
ocasiones.
—Pareces cansada —observó él.
—Lo estoy. Llevamos mucho tiempo de viaje y todo el cansancio acumulado
parece haberme afectado de repente.
—¿Por qué no te vas a dormir? Te sentirás mucho mejor después de una buena
noche de descanso.
Ella bostezó y le extendió los brazos.
—Llévame —dijo.
Él la miró atónito. A Ce'Nedra le gustaba sorprender a su marido, pues cuando lo
hacía, él abría mucho los ojos y su cara cobraba un aspecto infantil.
—Me encuentro bien, Garion. Sólo estoy un poco cansada y necesito que me
mimen como a un bebé. Llévame a la tienda y arrópame entre las mantas.
—Bueno, si eso es lo que quieres...
Garion se incorporó, la levantó con facilidad y cruzó el campamento en dirección
a la tienda que compartían.
—Garion —dijo ella con voz somnolienta una vez que él la hubo arropado.
—¿Sí, cariño?
—No te metas en la cama con la cota de malla, por favor. Hueles como una vieja
olla de hierro.
Aquella noche, el descanso de Ce'Nedra se vio perturbado por extraños sueños.
Parecía ver gente y lugares que no había visto ni recordado desde hacía años. Veía a
los legionarios que custodiaban el palacio de Ran Borune y a Morin, el chambelán de
su padre, corriendo por los pasillos de mármol. De repente aparecía en Riva y
mantenía una larga e incomprensible conversación con el Guardián de Riva, mientras
la rubia sobrina de Brand hilaba ovillos de lino junto a la ventana. A Arell no parecía
preocuparle la daga cuya empuñadura sobresalía entre sus omóplatos. Ce'Nedra se
movía, murmurando para sí, y de inmediato comenzaba a soñar otra vez. Luego
parecía estar en Rheon, al este de Drasnia, donde cogía con indiferencia una de las
dagas de Vella, la bailarina nadrak, y con la misma indiferencia la clavaba en el
vientre de Ulfgar, el jefe del culto del Oso. Sin embargo, Ulfgar estaba hablándole a
Belgarath en tono despectivo y prescindía completamente de Ce'Nedra mientras ella
removía despacio la daga hundida en sus entrañas.
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Poco después aparecía una vez más en Riva, donde Garion y ella estaban sentados
desnudos junto al espumoso lago de un bosque, rodeados por miles de mariposas que
revoloteaban a su alrededor.
En sus inquietos sueños viajaba a la antigua ciudad de Val Alorn, en Cherek, y de
allí se iba a Boktor para asistir al funeral del rey Rhodar. Una vez más veía el campo
de batalla de Thull Mardu y la cara del hombre que se había asignado a sí mismo la
tarea de protegerla, Olban, el hijo de Brand.
Eran sueños incoherentes, y la joven reina parecía viajar en el tiempo y el espacio
sin esfuerzo, como si buscara algo, aunque le resultaba imposible recordar de qué se
trataba.
A la mañana siguiente se sentía tan cansada como la noche anterior. Cada
movimiento le suponía un gran esfuerzo y no podía parar de bostezar.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Garion mientras se vestían—. ¿No has dormido
bien?
—En realidad no —respondió ella—. He tenido unos sueños muy extraños.
—¿Quieres hablar de ellos? A veces es la mejor manera de evitar que se repitan
noche tras noche.
—No tenían sentido, Garion. Saltaban de una cosa a otra. Era como si ella
quisiera pasearme de un sitio a otro por alguna misteriosa razón.
—¿Ella? ¿Había una mujer?
—¿He dicho «ella»? No sé por qué. Nunca vi a esa persona. —Ce'Nedra volvió a
bostezar—. Espero que quienquiera que fuera haya acabado, pues no podría soportar
otra noche como ésta. —La joven entornó los ojos y lo miró con una expresión pícara
—. Sin embargo, algunas partes del sueño eran bastante agradables —dijo—.
Estábamos sentados junto a un lago de Riva y... ¿quieres saber lo que hacíamos?
—Eh, no, Ce'Nedra, creo que no —dijo Garion mientras un leve rubor ascendía
por su cuello.
Pero ella comenzó a contárselo de todos modos, con lujo de detalles, hasta que
Garion huyó de la tienda.
La intranquilidad de la noche había acentuado la lasitud que la embargaba desde
la salida de Kell y aquella mañana cabalgó semidormida, pese a sus esfuerzos por
mantenerse en vela. Garion le habló varias veces para advertirle que su caballo estaba
a punto de perder el rumbo, y por fin, en vista de que no parecía capaz de mantener
los ojos abiertos, le quitó las riendas de las manos y lo guió él mismo.
A media mañana, Beldin volvió a unirse a ellos.
—Será mejor que os escondáis —le dijo a Belgarath brevemente—. Una patrulla
de darshivanos viene en esta dirección.
—¿Nos buscan a nosotros?
—¿Cómo puedo saberlo? Aunque si es así, no parecen tomárselo muy en serio.
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Internaos unos doscientos metros en el bosque y dejad que pasen de largo. Yo los
vigilaré y te avisaré cuando se hayan ido.
—De acuerdo.
Belgarath volvió atrás en el camino y condujo a los demás hacia un lugar
resguardado del bosque.
Desmontaron y aguardaron en tensión. Pronto oyeron el tintineo de los trajes de
los soldados que se acercaban al trote por el camino.
Pese al peligro potencial de la situación, Ce'Nedra no podía mantener los ojos
abiertos y oía los susurros de los demás como si se encontrara a una gran distancia.
Por fin, volvió a quedarse dormida.
De repente se despertó, o al menos parcialmente. Caminaba por el bosque,
abstraída en sus pensamientos. Sabía que debía sentir miedo por haberse separado de
los demás, pero por extraño que pareciera, no era así. Siguió andando sin rumbo fijo,
como si respondiera a una sutil llamada.
Por fin llegó a un claro cubierto de hierba y flores silvestres y se encontró con una
joven rubia que sostenía un bulto cubierto de mantas entre los brazos. La joven
llevaba trenzas recogidas sobre las sienes y su semblante era tan claro como el color
de la leche fresca. Era la sobrina de Brand, Arell.
—Buenos días —saludó—. Te estaba esperando.
En el fondo de la mente de la reina, una voz intentaba decirle que algo iba mal,
que la joven rubia no podía estar allí. Pero Ce'Nedra no podía recordar por qué.
—Buenos días, Arell —le respondió a su querida amiga—. ¿Qué demonios haces
aquí?
—He venido a ayudarte, Ce'Nedra. Mira lo que he encontrado —dijo mientras
levantaba un extremo de la manta para mostrarle una carita pequeña.
—¡Mi pequeño! —exclamó Ce'Nedra, rebosante de alegría, y corrió hacia ella
con los brazos extendidos. Cogió al pequeño de los brazos de su amiga y lo apretó
contra su cuerpo, apoyando la mejilla sobre sus rizos—. ¿Cómo has podido
encontrarlo? —le preguntó a Arell—. Hace mucho tiempo que lo estamos buscando.
—Viajaba sola por el bosque —respondió Arell— cuando me pareció oler el
humo de un campamento. Fui a investigar y encontré una tienda junto a un pequeño
arroyo. Miré en el interior y allí estaba el pequeño príncipe Geran. No había nadie
más, así que lo cogí y vine a buscarte.
La mente de Ce'Nedra seguía intentando decirle algo, pero ella estaba demasiado
feliz para prestarle atención. Mecía al pequeño entre sus brazos y le cantaba una
suave canción de cuna.
—¿Dónde está el rey Belgarion? —le preguntó Arell.
—Por allí —respondió ella con un gesto impreciso.
—Deberías volver con él para comunicarle que su hijo está a salvo.
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—Sí. Se pondrá muy contento.
—Tengo asuntos que atender, Ce'Nedra. ¿Crees que podrás encontrar el camino
sola?
—Oh, claro que sí, pero ¿no podrías venir conmigo? Su Majestad querrá
recompensarte por devolvernos a nuestro hijo.
—La dicha que refleja tu rostro es suficiente recompensa —sonrió Arell—, y yo
debo ocuparme de una cuestión muy importante. Sin embargo, es probable que pueda
unirme a vosotros más tarde. ¿Hacia dónde os dirigís?
—Creo que hacia el sur —respondió Ce'Nedra—. Tenemos que llegar a la costa.
—¿Ah, sí?
—Sí. Vamos a una isla. Creo que se llama Perivor.
—Se supone que pronto habrá una especie de encuentro, ¿verdad? ¿Acaso se
llevará a cabo en Perivor?
—Oh, no —aclaró Ce'Nedra sin dejar de arrullar a su bebé—. Sólo vamos allí
para buscar más información. Luego seguiremos viaje.
—Es probable que no pueda reunirme con vosotros en Perivor —dijo Arell con
una pequeña mueca de preocupación—, pero si me dices dónde será ese encuentro,
tal vez pueda ir allí.
—Espera —dijo Ce'Nedra con aire pensativo—, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, ya
recuerdo. Será en un lugar llamado Korim.
—¿Korim? —exclamó Arell asombrada.
—Sí. Belgarath parecía muy contrariado cuando lo descubrió, pero Cyradis le ha
dicho que todo irá bien. Por eso tenemos que ir a Perivor. Cyradis dice que allí hay
algo que nos hará ver las cosas con claridad. Me parece que habló de un mapa, o algo
así. —Dejó escapar una risita tonta—. Para serte franca, Arell, en los últimos días he
tenido tanto sueño que no he podido enterarme de lo que decía la gente que me
rodeaba.
—Por supuesto —dijo Arell con aire ausente y la frente arrugada en una mueca
de concentración—. ¿Qué podría haber en Perivor que explicara este absurdo? —dijo
para sí—. ¿Estás segura de que la palabra era Korim? Tal vez hayas entendido mal.
—Eso es lo que oí, Arell. Yo no lo leí, pero Beldin y Belgarath no dejaban de
hablar de las tierras altas de Korim, que ya no existen. ¿Y acaso el encuentro no debía
llevarse a cabo en el Lugar que ya no Existe? Todo parece encajar, ¿no crees?
—Sí —respondió Arell con una extraña mueca—, ahora que lo pienso, tienes
razón. —Luego se incorporó y alisó su túnica—. Tengo que irme, Ce'Nedra —dijo—.
Lleva al pequeño con tu marido. —Sus ojos parecieron resplandecer bajo la luz del
sol—. Dale recuerdos míos a Belgarion y también a Polgara —añadió con un deje
malicioso en la voz.
Luego se giró y cruzó el florido prado en dirección al bosque oscuro.
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—Adiós, Arell —dijo Ce'Nedra a su espalda—, y gracias por encontrar a mi
pequeño.
Arell no respondió.
Garion estaba furioso. Al descubrir que su mujer había desaparecido, saltó a su
caballo y se internó en el bosque a todo galope. Cuando había recorrido unos
trescientos metros, Belgarath lo alcanzó.
—¡Garion! ¡Detente! —gritó el anciano.
—¡Pero abuelo! —respondió Garion—. ¡Tengo que encontrar a Ce'Nedra!
—¿Y dónde piensas comenzar la búsqueda? ¿O acaso vas a limitarte a cabalgar
en círculos, confiando en la suerte?
—Pero...
—¡Usa la cabeza, chico! Hay otro método mucho más rápido. Conoces su olor,
¿verdad?
—Por supuesto, pero...
—Entonces tendremos que usar la nariz. Desmonta y envía el caballo de vuelta
con los demás. De ese modo será más rápido y mucho más seguro.
De repente, Garion se sintió muy tonto.
—No se me había ocurrido —confesó.
—Ya me había dado cuenta. Ahora deshazte del caballo.
Garion desmontó y dio una fuerte palmada sobre la grupa de Chretienne. El gran
caballo pardo se giró y corrió hacia el lugar donde se ocultaban los demás.
—¿En qué demonios estaría pensando Ce'Nedra? —dijo Garion, furioso.
—No creo que haya pensado —gruñó Belgarath—. Los últimos días se ha
comportado de un modo extraño. Ahora acabemos con esto. Cuando antes la
encontremos, antes volveremos con los demás. Tu tía investigará este asunto. —El
cuerpo del anciano comenzaba a desdibujarse y a transformarse en el de un enorme
lobo gris—. Tú irás delante —le dijo a Garion con un gruñido—, pues estás más
familiarizado con su olor.
Garion se transformó en lobo y luego fue de un sitio a otro hasta que captó el
familiar aroma de Ce'Nedra.
—Ha ido por allí —dijo en el lenguaje de los lobos.
—¿Es un rastro reciente? —preguntó Belgarath.
—No tiene más de media hora —respondió Garion preparándose para la carrera.
—Bien. Vamos a buscarla.
Y los dos corrieron a través del bosque con los hocicos pegados al suelo, como si
estuvieran cazando.
La encontraron un cuarto de hora después. Parecía muy dichosa y cantaba
suavemente al bulto que sostenía con ternura entre los brazos.
—¡No la asustes! —advirtió Belgarath—. No se encuentra bien. Diga lo que diga,
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limítate a darle la razón.
Los dos hombres recuperaron su forma natural.
Al verlos, Ce'Nedra dejó escapar un gritito de alegría.
—¡Oh, Garion! —exclamó mientras corría hacia ellos—. ¡Mira! ¡Arell ha
encontrado a nuestro pequeño!
—Arell, pero si Arell está...
—¡Calla! —dijo Belgarath en un murmullo apremiante—. ¡Conseguirás que le dé
un ataque de histeria!
—Eh..., qué bien, es maravilloso —respondió Garion con fingida naturalidad.
—Ha pasado tanto tiempo —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—, y sin
embargo tiene el mismo aspecto de antes. Míralo, Garion, ¿no es hermoso?
La joven retiró la manta y Garion pudo comprobar que lo que sostenía con tanta
ternura no era un bebé, sino un montón de harapos.
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Capítulo 9
Aquella mañana la eterna Salmissra había decidido prescindir de los servicios de
Adiss, el jefe de los eunucos. La ingestión de una dosis masiva de su droga favorita
había nublado la memoria del eunuco, que se presentó en la sala del trono a ofrecer su
informe diario sin recordar que la reina le había ordenado que se bañara antes de
volver allí. En cuanto Adiss se aproximó a la plataforma, Salmissra notó por su
apestoso olor que había incumplido las órdenes. Lo miró con frialdad mientras se
postraba sobre el suelo de mármol y presentaba su informe con voz pastosa, y ni
siquiera le dio la oportunidad de acabar de hablar. A una siseante orden de la reina,
una pequeña serpiente verde salió de debajo del trono con forma de sofá,
ronroneando suavemente, y Adiss recibió el merecido castigo a la desobediencia.
Ahora la eterna Salmissra se enrollaba en el trono con aire pensativo mientras
contemplaba ociosamente su imagen en un espejo. Debía ocuparse de la delicada
tarea de elegir un nuevo jefe de eunucos, pero no estaba de humor para hacerlo. Por
fin decidió postergar esa cuestión por un tiempo, para que los eunucos del palacio
tuvieran la oportunidad de luchar por el puesto. De todos modos, había demasiados
eunucos en el palacio y las luchas por el poder tenían la ventaja de que siempre
acababan con unas cuantas muertes.
Se oyó un gruñido de irritación desde debajo del sofá. Era evidente que su
mascota estaba preocupada por algo.
—¿Qué ocurre, Ezahh? —le preguntó.
—¿No podrías hacerlos lavar antes de pedirme que los muerda? —dijo Ezahh con
tono plañidero—. Al menos debiste advertirme lo que debía esperar.
Aunque Ezahh y Salmissra pertenecían a especies diferentes, sus lenguas eran en
cierto modo compatibles.
—Lo siento, Ezahh. He sido muy desconsiderada.
Aunque la reina serpiente trataba con desprecio a los humanos, siempre se
mostraba cortés con otros reptiles, sobre todo si pertenecían a especies venenosas. En
el reino de las serpientes, esta cualidad era considerada una prueba de sabiduría.
—No fue sólo culpa tuya, Salmissra. —Ezahh también era una serpiente, y como
tal, muy cortés—, pero ojalá hubiera alguna forma de quitarme este gusto amargo de
la boca.
—Si quieres, mandaré pedir un platillo con leche. Eso podría ayudar.
—Gracias, Salmissra, pero es probable que su sabor cortara la leche. Preferiría un
ratón gordo, si es posible, vivo.
—Me ocuparé de ello de inmediato —respondió la reina girando su cara
triangular sobre el delgado cuello—. Eh, tú —siseó a uno de los eunucos del coro,
postrados en actitud servil a un costado del trono—. Ve a buscar un ratón. Mi
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pequeño amigo verde tiene hambre.
—Enseguida, divina Salmissra —respondió el eunuco con tono servil.
Se puso de pie y retrocedió hacia la puerta, haciendo genuflexiones a cada paso.
—Gracias, Salmissra —ronroneó Ezahh—. Los humanos son seres
insignificantes, ¿verdad?
—Sólo responden al miedo —asintió ella—, y a la lujuria.
—Por cierto —señaló Ezahh—, ¿has tenido tiempo para considerar mi propuesta
del otro día?
—He enviado a algunos hombres a investigar —le aseguró ella—, pero como ya
sabes, tu especie es muy rara y podríamos tardar bastante tiempo en encontrarte una
hembra.
—Puedo esperar si es necesario, Salmissra —ronroneó él—. En mi especie,
somos todos muy pacientes. —Hizo una pausa—. Sin intención de ofender, si no
hubieras echado a Sadi, ahora no tendrías que tomarte estas molestias. Su pequeña
serpiente y yo nos llevábamos muy bien.
—Tuve oportunidad de comprobarlo. Hasta es probable que ya seas padre.
La pequeña serpiente verde asomó la cara por debajo del sofá y la miró. Como
todos los ejemplares de su especie, tenía una brillante raya roja sobre la espalda
verde.
—¿Qué significa «padre»? —preguntó con tono inexpresivo, sin verdadera
curiosidad.
—Es un concepto difícil de explicar —respondió ella—. Por alguna razón, los
humanos le dan mucha importancia.
—¿A quién pueden importarle las grotescas peculiaridades de los humanos?
—A mí no, desde luego..., al menos ahora.
—Siempre fuiste una serpiente de corazón, Salmissra.
—Vaya, gracias, Ezahh —respondió la reina con un silbido de satisfacción. Hizo
una pausa mientras restregaba unos con otros los anillos que formaba su enroscado
cuerpo—. Debo elegir un nuevo jefe para los eunucos —musitó—. Es un asunto
incómodo.
—¿Para qué te preocupas? Elige uno al azar. Al fin y al cabo, los humanos son
todos iguales.
—Sí, casi todos. Sin embargo, he estado intentando localizar a Sadi. Me gustaría
convencerlo de que volviera a Sthiss Tor.
—Ése es diferente —asintió Ezahh—. Hasta podría atribuírsele algún parentesco
con nosotros.
—Tiene ciertas características propias de los reptiles, ¿verdad? Es un ladrón y un
pillo, y sin embargo organizaba el palacio mucho mejor que cualquier otro. Si no
hubiese estado mudando la piel cuando cayó en desgracia, quizá lo habría perdonado.
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—Mudar la piel siempre resulta agotador —asintió Ezahh—. Si quieres un
consejo, Salmissra, no deberías permitir que los humanos se te acercaran en esa
época.
—Siempre necesito tener alguno a mi alrededor..., al menos para morderlo.
—Limítate a morder ratones —aconsejó él—. Saben mejor y tienen la ventaja de
que luego puedes tragarlos.
—Si consigo convencer a Sadi de que regrese, podría solucionar los problemas de
los dos —dijo con un áspero siseo—. Yo tendría quien gobernara el palacio sin
molestarme y tú recuperarías a tu pequeña compañera de juegos.
—Es una idea interesante, Salmissra —dijo Ezahh, y luego miró alrededor—.
¿Acaso ese humano que enviaste a buscar mi ratón piensa criarlo y esperar a que se
haga adulto?
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La oficina de la delegación del amplio imperio comercial de Yarblek y Seda en
Yar Nadrak estaba situada en una buhardilla, sobre un oscuro almacén lleno de atados
de pieles y gruesas alfombras malloreanas. El agente era un nadrak bizco llamado
Zelmit, que sin duda era tan poco fiable como aparentaba ser. A Vella nunca le había
caído bien y cada vez que se encontraba con él solía aflojar las dagas en sus fundas,
para asegurarse de que no habría malentendidos. En teoría, Vella era propiedad de
Yarblek, y Zelmit tenía fama de usar con libertad las propiedades de su jefe.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Yarblek mientras él y Vella entraban en la
pequeña y atiborrada oficina.
—Vamos tirando —dijo Zelmit con voz áspera.
—Sé más concreto, Zelmit —dijo Yarblek con brusquedad—. Las generalidades
me ponen muy nervioso.
—Hemos encontrado un desvío para eludir Boktor y no pasar por la aduana
drasniana.
—Es un descubrimiento útil.
—Lleva un poco más de tiempo, pero de ese modo podemos enviar nuestras
pieles a Tol Honeth sin pagar impuestos a Drasnia. Nuestros beneficios en el mercado
de la piel han subido un sesenta por ciento.
Yarblek estaba encantado.
—Si Seda pasa por aquí en alguna ocasión, será mejor que no se lo digas —le
advirtió—. De vez en cuando sufre ataques de patriotismo, y después de todo, Porenn
es su tía.
—No pensaba comentarlo con él. Sin embargo, aún tenemos que llevar las
alfombras malloreanas a través de Drasnia. El mejor mercado para ellas sigue siendo
la gran feria de Arendia, y por más dinero que estemos dispuestos a pagar, nadie
acepta transportarlas por territorio ulgo. —Hizo una mueca de preocupación— Por lo
visto, alguien está bajando los precios. Creo que no sería mala idea reducir las
importaciones hasta averiguar qué sucede.
—¿Conseguiste vender esas piedras preciosas que traje de Mallorea?
—Por supuesto. Las sacamos de contrabando y las vendimos en distintos sitios
del camino, en el viaje rumbo al sur.
—Bien. Si uno llega a un sitio con un cesto lleno de piedras preciosas, el mercado
se hunde. ¿Sabes si esta noche podremos encontrar a Drosta en el sitio habitual?
Zelmit asintió con un gesto.
—Salió para allí poco antes de la puesta de sol.
—Vella necesitará una túnica discreta —dijo Yarblek.
Zelmit estudió la figura de la joven. Vella se abrió el abrigo, y apoyó las manos en
las empuñaduras de las dagas.
—¿Por qué no lo intentas, Zelmit? —dijo ella—. Acabemos con esto de una vez.
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—No intentaba ofenderte, Vella —respondió él con tono inocente—. Me limitaba
a calcular tus medidas.
—Lo había notado —respondió ella con sequedad—. ¿Ha cicatrizado ya la herida
de tu hombro?
—Me molesta un poco cuando hay humedad —protestó Zelmit.
—Deberías haber mantenido las manos quietas.
—Creo que tengo una túnica vieja que te servirá, aunque está un poco raída.
—Mucho mejor —dijo Yarblek—. Vamos a El Perro Tuerto y nos convendría
estar a tono con el ambiente.
Vella se quitó el abrigo de piel de marta y lo dejó sobre una silla.
—No lo pierdas, Zelmit —le advirtió—. Le tengo mucho cariño y estoy segura
que los dos lamentaríamos que acabara por casualidad en una caravana con destino a
Tol Honeth.
—No necesitas amenazarlo, Vella —dijo Yarblek con suavidad.
—No ha sido una amenaza, Yarblek —replicó ella—. Sólo quería asegurarme de
que Zelmit me entendía.
—Iré a buscar la túnica —dijo Zelmit.
—Hazlo —dijo ella.
La túnica no estaba raída, sino harapienta, y olía como si nunca hubiera sido
lavada. Vella se la puso con cierta reticencia.
—Súbete la capucha —le dijo Yarblek.
—Si lo hago, luego tendré que lavarme el pelo.
—¿Y qué?
—¿Sabes cuánto tarda en secarse en invierno?
—Limítate a hacerlo, Vella. ¿Por qué tienes que discutir todo lo que te digo?
—Es una cuestión de principios.
Yarblek suspiró con tristeza.
—Ocúpate de los caballos —le dijo a Zelmit—. Iremos andando. —Condujo a
Vella fuera de la oficina, y cuando llegaron a la calle, sacó de un bolsillo de su abrigo
un trozo de cadena con una correa de cuero en cada extremo—. Ponte esto —le dijo.
—No he llevado cadenas en años —dijo ella.
—Es por tu propia protección, Vella —dijo él con voz cansina—. Vamos a entrar
en una parte muy violenta de la ciudad y El Perro Tuerto es el peor sitio de la zona. Si
estás encadenada, nadie te molestará... a no ser que quiera pelear conmigo. Si vas
suelta, algún cliente de la taberna podría malinterpretar la situación.
—Para eso tengo las dagas, Yarblek.
—Por favor, Vella. Aunque parezca increíble, te tengo afecto, y no quiero que
nadie te haga daño.
—¿Afecto, Yarblek? —rió ella—. Creí que sólo eras capaz de sentir algo así por
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el dinero.
—No soy totalmente malo, Vella.
—Podré soportarte hasta que llegue mi verdadera oportunidad —dijo mientras se
ajustaba la correa de piel alrededor del cuello—. La verdad es que me gustas.
Yarblek abrió mucho los ojos y esbozó una amplia sonrisa.
—Tampoco tanto —añadió ella.
El Perro Tuerto era la peor taberna que Vella había conocido, y eso que la joven
había entrado en muchos antros miserables y despreciables en su vida. A partir de los
doce años, siempre había confiado en sus dagas para protegerse de atenciones
indeseables, y aunque con la excepción de unos pocos perseverantes rara vez se había
visto obligada a matar a alguien; se había ganado la reputación de ser una mujer a
quien ningún hombre sensato osaba molestar. En ocasiones, esa fama le había
molestado, pues de vez en cuando Vella hubiese recibido con agrado ese tipo de
atenciones. Un par de tajos infligidos a un ardiente admirador en sitios poco
peligrosos habrían probado su honra y entonces..., bueno, ¿quién sabe?
—No bebas cerveza en este lugar —le advirtió Yarblek cuando entraron—. La
cuba no tiene tapa y suele haber algunas ratas flotando dentro —explicó mientras se
enrollaba la cadena alrededor de la mano.
—Es un sitio repulsivo, Yarblek —dijo ella.
—Has pasado demasiado tiempo con Porenn —respondió él—. Te estás
volviendo delicada.
—¿Qué tal si te degüello para demostrarte lo contrario? —preguntó ella.
—¡Esa es mi chica! —sonrió él—. Vamos arriba.
—¿Qué hay arriba?
—Mujeres. Drosta no viene aquí por la cerveza con sabor a rata.
—Eso es inmoral, ¿sabes?
—Aún no conoces a Drosta. Inmoral es una palabra demasiado refinada para
definirlo. Es capaz de hacerme sentir náuseas a mí.
—¿No pensarás entrar directamente? Primero deberías explorar un poco el
terreno.
—Has estado demasiado tiempo en Drasnia —respondió él mientras comenzaban
a subir la escalera—. Drosta y yo nos conocemos y él sabe que no le conviene
mentirme. Llegaré al fondo de este asunto de inmediato y luego podremos salir de
esta apestosa ciudad.
—Creo que tú también te estás volviendo delicado.
Había una puerta al final del pasillo y el par de soldados nadraks que la
flanqueaban anunciaban, con su sola presencia, que el rey Drosta se encontraba en el
interior.
—¿Cuántas van? —preguntó Yarblek al llegar junto a la puerta.
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—Tres, ¿verdad? —le dijo un soldado a otro.
—He perdido la cuenta —respondió el guardia encogiéndose de hombros—.
Todas me parecen iguales. Tres o cuatro, lo he olvidado.
—¿Ahora está ocupado? —preguntó Yarblek.
—Está descansando.
—Eso prueba que está envejeciendo. Antes tres no bastaban para cansarlo.
¿Podéis decirle que estoy aquí? Tengo que hacerle una proposición comercial —
añadió agitando con un gesto sugestivo la cadena de Vella.
Uno de los soldados miró a la joven de arriba abajo.
—Es probable que ella logre despertarlo —dijo con tono burlón.
—Y luego volveré a hacerlo dormir con la misma rapidez —dijo Vella abriéndose
la andrajosa túnica para mostrar sus dagas.
—Eres una de esas salvajes del bosque, ¿eh? —preguntó el otro soldado—. Creo
que no deberíamos dejarte entrar con esas dagas.
—¿Quieres intentar quitármelas?
—Yo no —respondió él con prudencia.
—Bien. Afilarlas es un trabajo tedioso y últimamente he tenido muchas disputas.
El otro soldado abrió la puerta.
—Es ese tal Yarblek otra vez, Majestad —dijo—. Quiere venderte una chica.
—Acabo de comprar tres —respondió él con una risita obscena.
—Ninguna como ésta, Majestad.
—Siempre es agradable que sepan apreciarte —murmuró Vella.
El soldado le sonrió.
—¡Pasa, Yarblek! —ordenó Drosta con su voz aguda.
—De inmediato, Majestad. Ven conmigo, Vella —dijo Yarblek y tiró de la cadena
para conducirla a la habitación.
Drosta lek Thun, rey de Gar og Nadrak, estaba tendido semidesnudo sobre la
desordenada cama. Era el hombre más feo que Vella había visto en su vida. Hasta el
enano Beldin podía considerarse guapo a su lado. Tenía un cuerpo esquelético, la cara
llena de cicatrices de viruela, ojos saltones y una barba muy rala.
—¡Idiota! —le gritó a Yarblek—. Yar Nadrak está atestada de agentes
malloreanos. Saben que eres socio del príncipe Kheldar y que prácticamente vives en
el palacio de Porenn.
—Nadie me ha visto, Drosta —replicó Yarblek—, y aunque lo hubieran hecho,
tengo una razón perfectamente válida para estar aquí —añadió y agitó la cadena de
Vella.
—¿De verdad quieres venderla? —preguntó Drosta estudiando a la joven.
—No, pero podríamos decirle a cualquier curioso que no nos pusimos de acuerdo
en el precio.
El rey Anheg de Cherek había viajado a Tol Honeth para conferenciar con el
emperador Varana. Una vez dentro del palacio imperial, fue directamente al grano.
—Tenemos un problema, Varana —dijo.
—¿Ah sí?
—¿Conoces a mi primo, el conde de Trellheim?
—¿Barak? Por supuesto.
—Nadie lo ha visto desde hace un tiempo. Se ha largado con su enorme barco en
compañía de varios amigos.
—El océano es libre, pero ¿quiénes son esos amigos?
—Hettar, el hijo de Cho-Hag, el mimbrano Mandorallen y el asturio Lelldorin.
También ha llevado consigo a su hijo Unrak y al fanático Relg.
—Un grupo peligroso —señaló Varana con una mueca de preocupación.
—Estoy de acuerdo. Es como una especie de catástrofe natural en busca de un
sitio donde desatarse.
—¿Tienes idea de lo que pretenden?
—Si supiera hacia dónde se dirigen, podría aventurar algunas conjeturas.
En ese momento, alguien llamó respetuosamente a la puerta.
—Majestad Imperial —anunció uno de los guardias de la puerta—, un marinero
cherek dice que necesita hablar con el rey Anheg.
—Hazlo pasar —ordenó el emperador.
Era Greldik y estaba algo borracho.
—Creo que he solucionado tu problema, Anheg. Después de dejarte en el
desembarcadero, caminé un poco por los muelles para recoger información.
—En las tabernas, por lo que veo.
—¿No puedes conseguir que avance más rápido? —le preguntó el rey Anheg al
capitán Greldik.
—Por supuesto, Anheg —gruñó Greldik—, podría hacer fuerza de vela e iríamos
más rápido que una flecha... durante cinco minutos. Luego los mástiles se romperían
y tendríamos que volver a remar. ¿Qué prefieres?
—¿Alguna vez has oído la expresión «lesa majestad»?
—Tú la usas con frecuencia, Anheg, pero deberías consultar las leyes marítimas.
A bordo de este barco y en alta mar, yo tengo más autoridad que tú en Val Alorn. Si te
digo que remes, tendrás que remar... o incluso nadar.
Anheg se marchó, maldiciendo entre dientes.
—¿Has tenido suerte? —preguntó el emperador Varana cuando el rey alorn se
acercó a la proa.
—Me ha sugerido que me meta en mis asuntos —gruñó Anheg— y luego ha
añadido que si tengo prisa puede dejarme un remo.
—¿Alguna vez has remado?
—En una ocasión. Los chereks somos muy aficionados al mar y mi padre pensó
que sería instructivo obligarme a hacer un viaje como marinero de cubierta. Remar no
me molestaba tanto, pero odiaba los azotes.
—¿De verdad azotaban al príncipe de la corona? —preguntó Varana con
incredulidad.
—Es muy difícil reconocer a un remero por la espalda —explicó Anheg
encogiéndose de hombros—. Nuestro jefe pretendía que nos diéramos prisa, pues
—Nos dijeron que esperáramos aquí, Atesca —dijo Brador con terquedad.
—Eso fue antes de este largo silencio —respondió el general Atesca mientras se
paseaba con nerviosismo por la gran tienda que compartían. Atesca llevaba uniforme
y un peto de acero con incrustaciones en oro—. El bienestar y la seguridad del
emperador son responsabilidad mía.
—Y también mía —respondió Brador mientras acariciaba con aire ausente el
aterciopelado vientre de una gatita que ronroneaba sobre su regazo.
—De acuerdo, ¿y entonces por qué no haces algo? No sabemos nada de él desde
hace semanas y ni siquiera tu servicio de inteligencia puede decirnos dónde está.
—Ya lo sé, Atesca, pero no pienso desobedecer una orden del emperador sólo
porque estoy nervioso... o aburrido.
—Entonces quédate aquí a ocuparte de los gatitos —respondió Atesca con acritud
—. Yo movilizaré al ejército mañana mismo.
—No me merezco ese trato, Atesca.
—Lo siento, Brador. Este largo silencio me vuelve irascible y he perdido los
estribos.
—Yo estoy tan preocupado como tú, Atesca —dijo Brador—, pero mi experiencia
me impide hacer cualquier cosa que burle directamente una orden del emperador. —
La gatita que tenía sobre el regazo le restregó el hocico contra los dedos—. ¿Sabes?
—dijo—, cuando vuelva el emperador, le pediré que me regale esta gata. Le he
cogido mucho cariño.
—Como quieras —dijo Atesca—. Es probable que si te entretienes en buscar
hogares para dos o tres camadas de gatos cada año no te metas en tantos problemas.
—El general con la nariz rota se restregaba una oreja con aire pensativo—. ¿Qué te
parece un acuerdo? —preguntó.
—Siempre estoy abierto a las sugerencias.
—De acuerdo. Sabemos que el ejército de Urvon se ha dispersado y que hay
grandes probabilidades de que él esté muerto.
—Sí, eso parece.
—Pero ¿cómo es posible que no te dieras cuenta? —le preguntó Barak a Drolag,
su contramaestre.
Garion y los demás permanecieron en la cabaña dos semanas más. Luego, como
era evidente que Polgara y Durnik querían estar solos, Poledra sugirió que se
marcharan al valle. Tras prometer que volverían aquella noche, Garion y Ce'Nedra se
marcharon con Belgarath y Poledra, llevando consigo a Geran y al cachorro de lobo.
Llegaron a la torre de Belgarath al mediodía y subieron por la escalera a la
habitación circular de la planta superior.
—Cuidado con el escalón —dijo el anciano con aire ausente mientras subían.
Esta vez, sin embargo, Garion se detuvo y cedió el paso a los demás. Levantó la
plancha de piedra que formaba el peldaño y descubrió un guijarro esférico, del
tamaño de una avellana. Garion retiró el guijarro, se lo puso en el bolsillo y colocó el
escalón en su sitio. Notó que todos los peldaños, excepto aquél, estaban gastados en
el centro, y se preguntó durante cuántos siglos o milenios el anciano habría evitado
pisarlo. Luego subió, bastante satisfecho de sí mismo.
—¿Qué hacías? —le preguntó Belgarath.
—He arreglado el escalón —le respondió Garion entregándole el guijarro al viejo
—. Se movía porque tenía esto debajo. Ahora está firme.
—Echaré de menos ese peldaño, Garion —protestó su abuelo mirando fijamente
el guijarro—. Ah, ahora que me acuerdo, yo puse esa piedra ahí adrede.
Por fin llegó la hora de los besos, abrazos, apretones de mano y algunas lágrimas,
aunque no demasiadas. Después Ce'Nedra cogió a Geran, Garion al cachorrillo y
todos comenzaron a bajar las escaleras.
—Ah —dijo Garion cuando estaban a mitad de camino—. Dame el diamante. Lo
pondré en su sitio.
—¿No sería lo mismo si pusieras un simple guijarro? —respondió Ce'Nedra con
una mirada calculadora.
—Ce'Nedra —dijo Garion—, si quieres un diamante, te compraré uno.
—Lo sé, cariño, pero si me guardo éste, tendré dos.
Él rió, le sacó con esfuerzo el diamante del puño apretado y lo colocó en su sitio.
Montaron en sus caballos y se alejaron despacio de la torre, bajo el radiante sol
del mediodía estival. Ce'Nedra llevaba a Geran y el lobo correteaba a su lado,
apartándose sólo de vez en cuando para perseguir a algún conejo.
Después de un rato de viaje, Garion oyó un sonido familiar y tiró de las riendas de
Chretienne.
—Mira, Ce'Nedra —dijo señalando hacia la torre.
—No veo nada —respondió Ce'Nedra después de girarse hacia allí.
—Espera. Sólo tardarán un minuto.
—¿Quiénes?
—El abuelo y la abuela. Allí están.
Dos lobos atravesaron la puerta abierta de la torre y retozaron lado a lado hacia
los prados lozanos. Su forma de correr reflejaba un intenso sentimiento de libertad y
placer.
—Creí que se iban a poner a limpiar la torre —dijo Ce'Nedra.
—Esto es más importante, Ce'Nedra. Mucho más importante.
Llegaron a la cabaña poco antes de la puesta de sol. Durnik seguía ocupado en el
campo y Polgara canturreaba en la cocina. Ce'Nedra entró en la casa y Garion salió al
encuentro de Durnik con el lobo.
La cena de aquella noche consistió en un ganso asado con su correspondiente
guarnición: salsa, relleno, tres tipos de verdura y pan fresco, todavía caliente y untado
con abundante mantequilla.
—¿De dónde has sacado el ganso, Pol? —preguntó Durnik a su mujer.
—Hice trampa —admitió ella con calma.
—¡Pol!
«Para Su Majestad, rey Belgarion de Riva, Señor Supremo del Oeste, justiciero de
dioses, señor del Mar Occidental, y para su honorable esposa, la reina Ce'Nedra, co-
regente de la Isla de los Vientos, princesa del imperio de Tolnedra y joya de la casa de
los Borune, de Zakath, emperador de Mallorea.
«Espero que al recibir ésta, ambos gocéis de excelente salud y envío mis
recuerdos a vuestra hija, haya nacido ya o no. (Os aseguro que aún no me he vuelto
vidente. Aunque en una oportunidad Cyradis me dijo que ya no tenía el don de
predecir el futuro, no estoy seguro de que esto fuera enteramente cierto.)
»Han ocurrido muchas cosas desde vuestra partida. Sospecho que la corte
imperial se alegró bastante con mi súbito cambio de personalidad, consecuencia
directa de nuestro viaje a Korim y de lo sucedido allí. Por lo visto, antes debía de ser
un gobernante intratable. Sin embargo, no pretendo insinuar que Mal Zeth se haya
convertido en un reino digno de un cuento de hadas, lleno de buena voluntad y
felicidad. El Estado Mayor no acogió con agrado mi tratado de paz con el rey Urgit.
Ya sabes cómo son los generales, si los privas de su guerra favorita, gimotean,
protestan y hacen pucheros como niños mimados. Varios de ellos me obligaron a
tomar medidas serias. Por cierto, acabo de ascender a Atesca al cargo de comandante
en jefe del ejército de Mallorea. Esto enfureció a los demás miembros de la plana
mayor, pero es imposible complacer a todo el mundo.
»Urgit y yo nos mantenemos en contacto. Es un individuo muy extraño, casi tan
gracioso como su hermano. Creo que lograremos entendernos. La burocracia estuvo a
punto de sufrir un ataque colectivo de apoplejía cuando anuncié la autonomía de los
«Cyradis, Pelath y yo hemos hablado mucho con Eriond y hemos acordado que su
condición debe permanecer en secreto por un tiempo. Es tan inocente que todavía no
quiero exponerlo a la depravación y la falsedad del alma humana. Será mejor que no
se desanime, pues su carrera no ha hecho más que empezar. Todos recordamos las
insaciables ansias de reverencia de Torak, pero cuando ofrecimos reverenciar a
Eriond, él se limitó a reír. ¿Quizá Polgara olvidara algo en su educación?
»Sin embargo, hemos hecho una excepción. Visitamos Mal Yaska acompañados
por el tercer, séptimo y noveno cuerpo del ejército. Los guardianes del templo y los
chamdims intentaron huir, pero Atesca los rodeó con éxito. Esperé hasta que Eriond
saliera de paseo con su caballo sin nombre y hablé con firmeza con los grolims
reunidos. No quería causar problemas a Eriond, pero les señalé a los grolims que me
sentiría muy decepcionado si no cambiaban su afiliación religiosa de inmediato. El
hecho de que Atesca permaneciera a mi lado, jugueteando con su espada, contribuyó
a que comprendieran mi punto de vista con asombrosa rapidez. Entonces, de forma
inesperada, Eriond apareció en el templo. (¿Cómo es posible que su caballo sea tan
veloz?) Les dijo que las túnicas negras no eran demasiado atractivas y que las blancas
les sentarían mejor. Acto seguido, con una pequeña sonrisa en los labios, cambió el
«Los gastos de la boda me llevaron al borde de la ruina, e incluso tuve que pedir
A comienzos del invierno de aquel mismo año, la reina de Riva se volvió muy
quisquillosa, y su descontento comenzó a crecer en proporción directa con su
volumen. Algunas mujeres están especialmente dotadas para el embarazo, pero
parecía obvio que la reina de Riva no era una de ellas. Se mostraba desdeñosa con su
marido y severa con su hijo. En una ocasión, incluso había llegado a amagar un torpe
puntapié al lobo. La criatura había esquivado el golpe con agilidad y luego se había
vuelto hacia Garion, perplejo.
—¿La he ofendido de algún modo? —le preguntó a Garion en el lenguaje de los