Comunidad y Participacion en La Democracia Ateniense
Comunidad y Participacion en La Democracia Ateniense
Comunidad y Participacion en La Democracia Ateniense
"
Comunidad y participación en la democracia ateniense.
Pedro López Barja de Quiroga
Univ. de Santiago de Compostela
Biblioteca Omegalfa
1. INTRODUCCIÓN
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Sé que de todas estas cuestiones se tratará más extensamente
otro día, pero considero adecuado iniciar mi exposición con esta
señal de advertencia ante los riesgos inherentes a toda idealiza-
ción excesiva de la Atenas democrática. Y para evitar tales exce-
sos, nada mejor que partir de un prudente distanciamiento que
nos permita comprobar las diferencias, enormes en todos los as-
pectos, radicales en muchas de sus dimensiones, entre el pasado
griego y nuestro presente. En una palabra, será necesario devol-
verle al pasado sus rasgos específicos situándolos en su contexto
histórico propio. En nuestro caso, se trata, evidentemente, de la
Atenas democrática, es decir, la que arranca con las reformas de
Efialtes en el 462 a.C. y llega hasta la destrucción definitiva de la
democracia por el poder macedonio en el 322 a.C. En este siglo y
medio, Atenas pasó por dos etapas bien distintas: la primera, de
supremacía indiscutible en el Egeo, seguida de un largo conflicto
con Esparta (la guerra del Peloponeso) que conducirá a la derrota
de Atenas y a un breve y brutal paréntesis oligárquico en el 404.
Con el restablecimiento de la democracia al año siguiente, da co-
mienzo una nueva fase, durante la cual Atenas ocupa un lugar
subordinado ante la hegemonía primero de Esparta, luego de
Tebas y finalmente de Macedonia. Conserva, pese a todo, su
prestigio y su independencia y aún habla con voz propia en los
asuntos internacionales.
La distinción entre la Atenas triunfante del siglo V y la más
modesta del siglo IV tendrá consecuencias importantes para
nuestra exposición, como veremos. Pero antes, quiero exponerles
brevemente el camino que vamos a seguir. Comenzaré con un
análisis sucinto del concepto de pólis, imprescindible si queremos
evitar las fáciles extrapolaciones a las que acabo de referirme,
porque la democracia en una pólis, por definición, ha de presen-
tar rasgos específicos, diferentes de la democracia implantada en
un estado. Luego abordaré el núcleo de mi conferencia con un
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estudio detallado del funcionamiento institucional de la demo-
cracia en Atenas, para concluir destacando su carácter tan singu-
lar, no repetido nunca a lo largo de la Historia hasta nuestros días.
2. LA PÓLIS
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persa obligó a todos los habitantes de Focea, en la costa occiden-
tal de la actual Turquía, a embarcarse y abandonar su ciudad
(Hdt. 1,165), la pólis no desapareció por ello, sino que siguió exis-
tiendo en el cuerpo ciudadano que peregrinaba de un lugar a otro
del Mediterráneo buscando un lugar donde asentarse. Lo mismo
ocurrió cuando, algunos años más tarde, los atenienses hubieron
de abandonar Atenas al saqueo persa. En este punto, el lenguaje
es fundamental: no se habla tanto de Atenas sino de los atenien-
ses, no de Esparta sino de los espartanos. De modo sistemático,
en los tratados internacionales, en las obras de historia o en las
tragedias, la referencia a la pólis ateniense se hace como "hoi
Athenaioi", "los atenienses", aunque nosotros, imbuidos de la
noción moderna de estado, traduzcamos como "Atenas".
La pólis, por tanto, no es un estado sino una comunidad de
personas sometida a una misma ley. El romano Cicerón no hará
otra cosa que retomar la larga tradición griega de pensamiento
político cuando traduce la res publica romana como una res popu-
li, una cosa, algo, que es de todos, del conjunto del pueblo. De
esta definición de la pólis se derivan dos consecuencias que serán
importantes para nuestro tratamiento ulterior de la democracia
de los atenienses. La primera de ellas atiende a la composición de
la comunidad, que lógicamente ya no viene determinada por el
territorio. A diferencia de los que sucede en un estado moderno,
en Grecia no todos los nacidos dentro de las fronteras de la pólis
adquieren la ciudadanía sino sólo los hijos de ciudadanos, porque,
una vez más, el criterio decisivo es la comunidad, no el territorio.
En Atenas había 30.000 ciudadanos varones adultos junto a
20.000 metecos varones adultos, muchos de ellos griegos, proce-
dentes de otras póleis, que habían residido en Atenas desde hacía
varias generaciones, sin que por ello cambiase su situación jurídi-
ca, que era muy desfavorable: en efecto, no sólo carecían de de-
rechos políticos sino que tampoco podían adquirir la propiedad
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sobre bienes inmuebles (casas y tierras). En el 451 a.C., Pericles
logró que se aprobase una ley en Atenas que enduracía los requi-
sitos para obtener la ciudadanía, pues a partir de entonces fue
preciso que tanto el padre como la madre fuesen atenienses para
que el hijo heredase tal condición. Esta ley, que se mantuvo vi-
gente a lo largo del siglo IV, aumentó de hecho el aislamiento de
los metecos penalizando los matrimonios mixtos.
La segunda consecuencia, a la que antes aludía, se refiere a la
separación, e incluso el enfrentamiento entre el estado y la so-
ciedad, tan característica de nuestra época y sin embargo inexis-
tente en la Grecia antigua, donde la pólis se identifica, como he-
mos visto, con la comunidad y no con el aparato de poder políti-
co. Por esta razón, en Grecia no podía cuajar el concepto de dere-
chos inherentes y universales del ciudadano, que le sirvan para
protegerse frente a las injerencias cada vez más temibles del es-
tado. Aunque algún pensador aislado pudo tal vez acercarse a
esta visión garantista de la ley (Licofrón en Aristóteles), en térmi-
nos generales, nunca hubo solución de continuidad entre los ciu-
dadanos y la constitución política que regulaba su vida y sus insti-
tuciones. Son numerosísimos los textos que de una u otra forma
aluden a este principio. Comencemos por uno de los más céle-
bres, la oración fúnebre que Tucídides pone en boca de Pericles
para honrar a los caídos atenienses en el primer año de la guerra
del Peloponeso. A nosotros no nos interesa ahora determinar si el
historiador quiso o no recoger fielmente las palabras del célebre
político, nos basta con saber que su intención era realizar una de
las escasas apologías que han llegado a nosotros de la democracia
ateniense. Pericles es muy claro al respecto: los atenienses somos
como somos en nuestro quehacer cotidiano, en nuestra vida pri-
vada tanto como en la pública, porque tenemos una constitución
democrática, que permite desarrollar y mejorar la personalidad
de cada ateniense tomado individualmente. Desde una perspecti-
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va justamente contraria, antidemocrática, Platón vendrá a coinci-
dir en este isomorfismo, llamémoslo así, entre el hombre y la pó-
lis: en una ciudad tiránica, la psicología de sus habitantes tendrá
unos rasgos específicos, diferentes de los que encontramos entre
quienes viven en una democracia o en una oligarquía. Era éste un
principio tan evidente para Platón que ni siquiera se tomó la mo-
lestia de intentar demostrarlo. La raíz profunda se encuentra en
la ley concebida como educadora. Para nosotros, la ley debe
adaptarse a la voluntad de los ciudadanos, y cambiar a medida
que esta última vaya alterándose. La perspectiva griega era jus-
tamente la contraria, pues la ley moldeaba el carácter de quienes
estaban bajo su influjo, era su educadora. Por esta razón Sócrates
en el Critón platónico se niega a huir del corredor de la muerte
donde espera su ejecución por cicuta, porque el ciudadano se lo
debe todo a la ley: fue engendrado según las leyes que rigen el
matrimonio, educado de acuerdo con las leyes sobre educación.
En resumidas cuentas, la intimidad, la privacidad, tan anglosa-
jona, no encuentran ni el más mínimo reconocimiento en el pen-
samiento político griego, deficiencia que abría la puerta al totali-
tarismo más drástico, al sometimiento absoluto y pleno del indi-
viduo a la ley, como en la utopía platónica de la República.
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todo, incluso en una oligarquía, los habitantes de una pólis son
miembros de una comunidad, no súbditos. La diferencia se expre-
sa gráficamente en el relato del enfrentamiento entre persas y
griegos que conocemos con el nombre de Guerras Médicas: los
persas acudían a la batalla empujados a latigazos por sus oficiales
quienes cavaban trincheras detrás de sus filas para evitar que
huyeran, mientras los griegos avanzaban libres, todos al mismo
ritmo marcado por la flauta. Entre los persas, el monarca era un
pastor que tenía a su cuidado un rebaño de ovejas, pero no había
pastores entre los griegos, no había reyes. Y la diferencia pienso
puede percibirse bien en el mismo texto de las leyes del arcaísmo
griego. Uno de los textos legislativos más antiguos que ha llegado
hasta nosotros, la ley de Dreros, en Creta, de mediados del siglo
VII a.C. comienza proclamando: "la Ciudad ha decidido" (H.van
Effenterre y F.Ruzé, Nomima, vol.I, Roma, 1994, nº81). No puede
afirmarse con mayor rotundidad que es la entera comunidad
quien se dota a sí misma de las leyes que precisa, sin recurrir a
ninguna instancia superior. El contraste es evidente si recordamos
que, por ejemplo, en el código de Hammurabi es el dios Marduk
quien entrega la ley al monarca babilonio, igual que Moisés subió
al Sinaí a recoger de Yaveh la Torah. Cuando es un dios quien or-
dena, la reflexión y la discusión sobre lo justo e injusto de un sis-
tema político resultan inviables.
3. DEMOCRACIA DIRECTA
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que nosotros consideramos vertebrales en una democracia, en
concreto, el gobierno representativo y la división de poderes.
Consideremos cada uno de ellos por separado.
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mente riguroso, pues si los restantes magistrados, como veremos
más adelante, debían rendir cuentas al abandonar el cargo, los
estrategas en cualquier momento podían ser depuestos por la
asamblea. Comprendemos fácilmente ese temor a su excesivo
poder, porque se trataba de magistraturas electivas, es decir, con
apoyo popular, y que además gestionaban el dinero público y
dirigían el ejercito. Como estratega reelegido año tras año, desde
el 440 hasta su muerte en 429 dirigió Pericles los asuntos de Ate-
nas con un predominio tan ostensible que, según Tucídides, en
aquellos años, aunque se mantenía en apariencia la democracia,
se trataba en realidad del gobierno del primer ciudadano, esto es,
del propio Pericles.
El sorteo no se realizaba directamente sobre el conjunto de los
ciudadanos sino de tal modo que la Boulé y los jurados constitu-
yeran una representación equilibrada de las distintas partes del
Ática. Para la Boulé, cada uno de los demoi (pequeñas circuns-
cripciones territoriales en las que estaba dividida el Ática) tenía
asignada una cuota que sabemos variaba en función del número
de ciudadanos registrados en cada demos. Así se lograba que to-
das las partes del Ática estuvieran representadas en la Boulé en
proporción a su peso demográfico. Para los jurados, el procedi-
miento era más complejo, aunque obedecía al mismo principio.
Cada año se designaban seis mil jurados entre quienes se presen-
taran voluntariamente: ignoramos qué ocurría cuando el número
de voluntarios no alcanzaba esa cifra o la superaba, aunque es
verosímil que, en éste último caso, se recurriera al sorteo. Los así
elegidos debían prestar un juramento y (desde el 380 a.C.) reci-
bían una tésera (pinakion) con su nombre y patronímico, sellada
con el emblema que figura en el reverso de los trióbolos, moneda
ateniense por valor de tres óbolos, que era la paga diaria que ob-
tenían los jurados. De esta forma, se reunía un panel de seis mil
jurados potenciales perfectamente identificados. Para constituir
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los tribunales, el procedimiento fue perfeccionándose con el
tiempo hasta alcanzar una gran complejidad con una reforma en
el 380 a.C., que, en síntesis, disponía lo siguiente: cada día, de ese
panel de seis mil, quienes deseaban servir como jurados se pre-
sentaban voluntarios y una aparato especial (el kleroterion, algo
así como el loteador) seleccionaba al azar y utilizando los pinakia
el número requerido (en función del número de juicios que fue-
ran a celebrarse ese día), cuidando de que al final hubiera un nú-
mero idéntico de jurados de cada una de las diez tribus. Un se-
gundo sorteo repartía a los elegidos entre los distintos tribunales.
El objetivo de todo este complicado proceso era asegurarse de
que nadie pudiera saber de antemano qué casos habría de juzgar
(pues tal conocimiento lo haría susceptible de soborno) garanti-
zando al tiempo que cada tribunal, cada dikasterion venía a ser
una representación aleatoria, pero proporcionada de las distintas
partes de la pólis ateniense, puesto que las tribus, en tanto que
agrupaciones de demoi, tenían también una base territorial. De
este modo, al igual que en la Boulé, el voto de los jurados era
equivalente, en proporción aritmética, al voto de todos los ciuda-
danos en la Asamblea
En segundo lugar, después del sorteo, mencionamos la deci-
sión asamblearia. Hemos visto que tanto los jurados como la Bou-
lé se constituyen como representaciones proporcionales, en mi-
niatura, del conjunto de la ciudadanía con el fin de que pudieran
actuar como sus legítimos portavoces. Aún así, un elevado núme-
ro de cuestiones siguió siendo competencia de la Asamblea, algu-
nas de ellas más o menos honoríficas (como la concesión de la
ciudadanía), pero también otras de la mayor trascendencia, como
las declaraciones de guerra, los tratados de paz o la ley de presu-
puestos, por llamarla así (el merismos), que establecía el reparto
entre las diversas instituciones del dinero público.
El funcionamiento de la Asamblea era simple. Con un adelanto
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suficiente, la Boulé fijaba el orden del día y ordenaba exponerlo
en las estatuas de los Héroes Epónimos con el fin de que todos
pudieran conocerlas. Estos probouleumata podían indicar, sim-
plemente, los asuntos que debían tratarse en la Asamblea o con-
tener también una propuesta concreta para algunos de ellas, pe-
ro en ambos casos, la Asamblea gozaba de plena libertad para
añadir, modificar o enmendar la propuesta de la Boulé. Al llegar
el día, quien lo deseara subía a la tribuna de los oradores para
exponer sus puntos de vista. En principio, cualquiera podía hacer-
lo, pero era natural que, la mayoría de las veces, sólo intervinie-
ran quienes tuvieran una cierta educación oratoria. De este mo-
do, resultó que en el régimen democrático el poder político pasó
a depender directamente del poder de conviccion y no es de ex-
trañar que, precisamente ahora, a partir de mediados del siglo V,
comenzaran a proliferar en diversas ciudades griegas y sobre todo
en Atenas, los sofistas, cuya misión era la de enseñar a quienes
pudieran pagarlo los recursos oratorios y los conocimientos polí-
ticos que permitían destacar en la gestión de los asuntos públicos.
La aristocracia, que hasta ese momento había cimentado su po-
der sobre clientelas más o menos amplias de dependientes y so-
bre su mayor capacidad de gasto en beneficio de la comunidad,
tuvo que acostumbrarse a esta nueva forma de hacer las cosas.
Todo fue bien mientras los dirigentes, como en el caso de Peri-
cles, siguieron perteneciendo a las familias tradicionalmente do-
minantes en Atenas, pero a finales del siglo V, comenzaron a apa-
recer personajes de origen plebeyo que se habían enriquecido y
que lograron obtener para sí mismos la influencia hasta entonces
reservada a las familias aristocráticas. Eran hombres nuevos sobre
quienes recayó el odio, la burla y el sarcasmo de la vieja aristocra-
cia, que los motejó de demagogos y los acusó de manipular ser-
vilmente los apetitos del demos. En la comedia aparecen como
curtidores, artesanos, etc., lo que da pie a pensar que sus fuentes
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de ingresos no dependían de la agricultura, como había sido tra-
dicional hasta entonces entre los líderes políticos.
La introducción de la democracia en Atenas supuso por tanto
un cambio en la forma de ejercer el poder político, que ahora
dependía de la oratoria, y lógicamente también, alteraciones pro-
fundas en la distribución de ese poder en el seno de la sociedad,
pero no supuso la desaparición de los dirigentes como tales. En
otras palabras, siguió existiendo un reducido grupo de personas
cuya influencia era sobresaliente en la dirección de los asuntos
públicos: son los denominados rhetores (oradores) o bien, dema-
gogos según el tono más o menos despectivo que se quiera em-
plear. Según nos cuenta Demostenes, con no disimulada compla-
cencia, cuando en Atenas se supo que los macedonios habían
atacado .... en la Asamblea nadie quiso hablar y todas las miradas
se dirigieron hacia él confiando en que con sus propuestas les
indicara el camino a seguir. La diferencia estriba en que estos
dirigentes nunca pudieron confiar en que sus ideas contaran con
el beneplácito de la Asamblea, que en cualquier momento podía
optar por desautorizarlos, como le ocurrió a Pericles en una céle-
bre ocasión cuando los atenienses comprendieron que la guerra
contra Esparta presentaba mayores dificultades de las que ellos
habían supuesto. Sin duda, los oradores contaban con subordina-
dos que les apoyaban, con testaferros que introdujeran sus pro-
puestas en la Boulé para que llegaran a la Asamblea y podrían,
varios de ellos, coaligarse entre sí frente a un tercero, pero todas
estas estrategias carecen, evidentemente, de la típica rigidez de
los partidos políticos modernos. Ésta es otra de las diferencias
importantes que separan la democracia antigua de la nuestra: en
Atenas no había partidos políticos, no podía haberlos porque,
como hemos visto, el gobierno no era representativo sino directo,
y los partidos son meras organizaciones preparadas para captar
votos con los que auparse al poder. En Atenas había facciones,
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claro, grupos de presión incluso si queremos optar por una termi-
nología modernizante, agrupaciones políticas siempre inestables
y cambiantes que no contaban con la legitimidad que da el voto.
Cuando Demóstenes se ponía de pie para hablar ante sus conciu-
dadanos no tenía otro respaldo que su propio prestigio.
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momento en que el ejército hoplítico estaba lejos del Ática, em-
peñado en el asedio del monte Itome, en Mesenia; y en el 411, el
golpe de mano oligárquico se produjo cuando la flota entera es-
taba anclada en la isla de Samos. Comprendiendo estos peligros,
en el siglo IV se introdujeron dos medidas que pretendían evitar-
los: la graphé paranómon y los nomothetai.
Empezando por éstos últimos, los nomothetai, eran un modo
de retirar de la Asamblea parte al menos de la responsabilidad en
el proceso de cambio legislativo. Se estableció una diferencia en-
tre los decretos, que la Asamblea podía alterar a voluntar, y las
leyes, recopiladas por una comisión nombrada con este fin que
llevó a cabo su trabajo entre el 410 y el 399. Las leyes, a diferen-
cia de los decretos, tenían carácter constitucional y la Asamblea
no podía modificarlas. Para introducir una ley nueva, la Asamblea
debe primero aprobar la iniciativa, presentada por un magistrado
o por un simple ciudadano, decidir el número de nomothetai que
habrán de dirimir el asunto y designar cinco defensores de la an-
tigua ley, pues toda innovación legislativa se presenta como un
cambio en la antigua ley de modo que pueda adaptarse al proce-
dimiento contradictorio. Los nomothetai eran elegidos, proba-
blemente por sorteo, entre quienes hubieran prestado ese año
juramento heliástico y constituían un jurado de diferente tamaño
(501, 1.001, 1.501) según la importancia de la legislación pro-
puesta. Tras oir al proponente de la nueva ley y a los abogados de
la antigua, los nomothetai deciden en el día y reciben su corres-
pondiente paga, como los jueces ordinarios. Es claro, a tenor de
lo dicho, que con la figura del nomotheta no se pretendía una
mayor competencia por parte del legislador, no se trataba de de-
legar en una comisión de técnicos, sino dificultar el cambio legis-
lativo y atribuirlo, no a la Asamblea sino a unos jurados en donde
se hallen equitativamente representadas todas las partes del Áti-
ca.
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Una finalidad, hasta cierto punto, semejante, tenía la graphè
paranómon. En principio, sería sencillo evitar el juicio ante los
nomothetai presentando un decreto ante la Asamblea que con-
traviniera lo dispuesto en una ley anterior y para atajar esta vía
de fraude se permitía a cualquiera paralizar una propuesta ante la
Asamblea siempre que se comprometiera a presentar, a renglón
seguido, ante los jurados ordinarios una graphè paranómon o
cuestión de insconstitucionalidad. Si el jurado consideraba que el
decreto era inconstitucional al proponente se le castigaba con
una multa y por reincidente, a la tercera vez, con la pérdida de
todos sus derechos cívicos. Conviene destacar que si el jurado
optaba por la absolución el decreto entraba en vigor sin necesi-
dad de que la Asamblea, que no había llegado a considerarlo,
expresara su opinión al respeto. Hablar de inconstitucionalidad
puede ser engañoso, porque lo que se dirimía en estos casos no
eran cuestiones técnicas sino puramente políticas. Es evidente
que ante una multitudinaria Asamblea a los oradores les resulta-
ría difícil presentar una exposición articulada y extensa de las
propias ideas. La graphè paranomon venía a resolver este pro-
blema permitiendo que una representación equilibrada de la pólis
ateniense decidiera en cuanto a la política más acertada para el
futuro. No es extraño, por tanto, que en el siglo IV se recurriera a
ella con notable frecuencia, hasta el punto de que el orador Anti-
fonte se vanagloriaba de haber salido nada menos que setenta y
cinco veces absuelto de tales procesos. Como instrumento predi-
lecto de la lucha polìtica había venido a sustituir al ostracismo del
siglo V, por el que la Asamblea (no los jurados) decidía expulsar
de Atenas por diez años a una persona sin concederle ninguna
posibilidad de defenderse ni acusarle de nada en concreto, salvo
una vaga referencia a haber intentado alzarse con la tiranía. Aun-
que el ostracismo seguía vigente en el siglo IV, no sabemos que se
aplicase nunca después del 417/16 (ostracismo de Hipérbolo), sin
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duda porque se prefería recurrir a la graphé paronómon (introdu-
cida en el 415). En ambos casos, se buscaban mecanismos capa-
ces de dirimir el conflicto poítico, como lo prueba el comporta-
miento de Esquines, quien presentó una graphè paronómon con-
tra Ctesifonte por haber propuesto a la Asamblea que se aproba-
se un decreto honorífico en favor de Demóstenes. La acusación
iba dirigida, ya digo, contra Ctesifonte, pero el destinatario era
claramente Demóstenes. En última instancia, se pretendía que el
pueblo decidiera entre el "proyecto" político de Demóstenes y el
de Esquines.
3.b.División de poderes
Hemos comentado anteriormente que la singularidad de la
democracia ateniense residía, en primer lugar, en un gobierno
directo, no electivo, y en segundo lugar, en la ausencia de división
de poderes. En este segundo aspecto lo cierto es que pisamos un
terreno más espinoso, porque algunos teóricos antiguos, refle-
xionando sobre la diversidad constitucional, tan característica de
la historia griega, se plantearon distingos que, en apariencia, se
asemejan a la conocida fóormula de Montesquieu. Aristóteles
distinguía, en toda constitución, tres elementos: el deliberativo
(la Asamblea), el referente a los magistrados (donde incluye a la
Boulé) y el de la administración de justicia. Pero ésta es una divi-
sión formal, que no pretende, a diferencia de Montesquieu, ga-
rantizar la protección del individuo frente al estado estableciendo
un sistema complejo de mutuos controles entre los tres poderes.
Por eso no extraña que en la práctica política hubiera más bien
una "confusión" que una neta separación entre esos tres elemen-
tos. En realidad, todo el poder se lo repartían la Asamblea y los
tribunales de jurados, a menudo mezclando entre sí sus funcio-
nes, y a los magistrados, con la sola excepción de los generales,
sólo les quedaban asuntos más bien rutinarios, sometidos ade-
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más a un férreo control popular.
Ya hemos visto que, a través de la nomothesía y la graphé pa-
ronómon, los tribunales en ciertos casos se apropiaban de la po-
testad legislativa, pero también la Asamblea en pleno podía cons-
tituirse en un tribunal, en algunos delitos particularmente graves,
castigados con la pena de muerte, que eran sustancialmente tres:
haber intentado acabar con la democracia, traición militar o ha-
ber sobornado a un rhetór (orador) para que defendiese ante la
Asamblea intereses contrarios a los de Atenas.
Desde el año 355 en adelante, siguiendo una tendencia que
hemos visto operar en otras ocasiones, la decisión en tales delitos
pasó a corresponder en exclusiva a los tribunales de jurados, ya
no a la Asamblea, pero para el periodo anterior (es decir, entre
492 y 355 a.C.) conocemos 30 acusaciones de este tipo, un núme-
ro ciertamente elevado. A este respecto, señala una autoridad
moderna que "la democracia antigua se caracterizaba, en general,
por la frecuencia de las acusaciones políticas, mientras que las
oligarquías padecían el defecto contrario, esto es, que a los diri-
gentes rara vez se les exigían cuentas por su labor" (Hansen); por
el contrario, desde una óptica conservadora, una helenista se
preguntaba si es que los estadistas atenienses traicionaban a me-
nudo el orden constitucional, anteponiendo los intereses de par-
tido al interés común (J. de Romilly, p.130).
El caso más célebre de esta clase de acusaciones políticas afec-
tó a los generales atenienses que resultaron victoriosos en la ba-
talla naval de las Arginusas hacia el final de la Guerra del Pelopo-
neso. Se les acusó de no haberse detenido a recoger del mar los
cadáveres de sus compatriotas muertos en combate (o según otra
versión, los heridos). Se instó entonces a la Boulé para que redac-
tara una proposición formal contra ellos, que la Asamblea debería
votar a continuación. Cosas del azar, Sócrates formaba parte en-
tonces de la pritanía que estaba al frente de la Boulé y, según
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cuentan sus panegiristas, fue el único que se opuso a tal medida
porque la consideraba ilegal. A juzgar por el relato que se nos ha
conservado, aquel proceso no fue muy distinto a un linchamiento
público, en el que no se les permitió a los acusados ejercer una
defensa en regla ni fueron juzgados por separado sino todos si-
multáneamente. Al final, los generales, en su mayor parte, fueron
condenados a muerte y ejecutados.
Pese a excepciones como ésta, que acabamos de comentar, en
la que la Asamblea se constituye en tribunal, la tendencia que
hemos venido observando es justamente la contraria, esto es, la
judicialización de la vida política; porque los jurados no sólo po-
dían arrogarse competencias legislativas sino que también les
correspondía a ellos desarrollar las tareas de control de los magis-
trados. Cuando el magistrado había manejado fondos públicos
debía presentar las cuentas (al final de cada pritanía) ante los diez
logistai designados por sorteo, uno por cada tribu, quienes, si no
quedaban satisfechos, lo denunciaban ante un jurado que elos
mismo presidían. Más importante era el control ejercido por los
diez euthynoi (también elegidos por sorteo, uno por tribu) que se
sentaban en el ágora junto a la estatua del Héroe Epónimo co-
rrespondiente durante los tres días siguientes al término del
examen de los logistai para recibir las quejas que cualquier ciuda-
dano quiera presentar contra el ex-magistrado; tales quejas po-
dían referirse tanto a agravios individuales como a acciones juz-
gadas lesivas para los intereses comunes y los euthynoi, si las en-
contraban fundadas, las presentaban ante un jurado. El cómico
Aristófanes se encargó de destacar el uso que el pueblo (dêmos)
podía hacer de sus atribuciones. En una comedia titulada Los Ca-
balleros, Demos (pues los nombres de los personajes casi nunca
son inocentes en Aristófanes) responde al Coro que le reprocha
dejarse adular y seducir por cualquiera: "Mirad si yo astutamente
les engaño a éstos <refiriéndose a los demagogos> que se tienen
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por muy listos y creen engañarme. Les observo cuando roban y
finjo no verles. Después les obligo a su vez a vomitar una acusa-
ción por sus bocas a modo de sonda". (vv.1111 y ss.).
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perspectiva distinta, vino a incidir en lo mismo Aristóteles (Políti-
ca, 1274a), para quien la evolución institucional de Atenas vino
marcada, precisamente, por la institución del jurado popular,
pues una vez establecido por Solón, los avances posteriores hacia
la democracia radical resultaron de algún modo inevitables. Por
eso, en su opinión, el ciudadano se define como la persona que
tiene abierta la posibilidad de participar en las deliberaciones (en
la Asamblea) y en los jurados.
Esta judicialización deriva también, como apuntó Maine en día,
de una característica elasticidad en la administración de justicia,
en la que está notablemente ausente el principio de legalidad.
Analizando los discursos forenses que se nos han conservado,
vemos que los tribunales empleaban criterios muy subjetivos a la
hora de emitir un veredicto. No era raro utilizar como argumento
de la defensa el de haber realizado brillantemente los servicios
para la comunidad que conocemos como liturgias o haber partici-
pado en acciones militares. El orador Lisias, tras narrar cómo se
había presentado voluntario para la expedición contra Agesilao,
rey de Esparta, declara: "Y si obré así no fue porque no considera-
ra yo arriesgado combatir contra los lacedemonios sino con obje-
to de gozar por ello, si algún día me veía metido en un proceso
injustamente, de vuestra mayor estimación y obtener todos mis
derechos" (Lisias 16,17). Con otras palabras, los derechos no exis-
ten por sí mismos, sino que dependen de la estimación pública
que tenga cada persona. En estas condiciones se comprende que
Aristóteles considere defectuoso el veredicto si, por tratarse de
una ciudad demasiado grande, el tribunal no conoce previamente
al acusado, una circunstancia que sería motivo de recusación en
cualquier jurado moderno. La impresión resultante de todos estos
testimonios es la de que se buscaba un ganador en el enfrenta-
miento entre las partes, no tutelar un derecho preexistente.
Puesto que los tribunales equvalían aritméticamente a la Asam-
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blea de todos los ciudadanos, a través de ellos manifestaba el
pueblo sus preferencias por una u otra opción, que es como decir,
por una u otra persona. Lógicamente pues, la actividad desplega-
da ante los tribunales podía cimentar una carrera política, o bien
podía destruirla. Pericles inició su actividad pública presentando
una denuncia contra Cimón en la que le acusaba de haberse de-
jado sobornar por el rey de Macedonia. No tuvo éxito y Cimón
salió absuelto. De igual forma, más tarde, cuando sus oponentes
quisieron debilitar la indiscutida preeminencia de Pericles, recu-
rrieron de nuevo a los tribunales, denunciando a sus amigos, Fi-
dias y Anaxágoras, y a su amante, Aspasia.
Sin duda, una de las "causas célebres" de la democracia ate-
niense fue la que concluyó con la condena de Sócrates.
4. CONCLUSIONES
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menos regular para que el órgano funcionara mínimamente. En
una generación, unas 10.000 personas habrían formado parte de
la Boulè, lo que supone aproximadamente la tercera parte del
cuerpo cívico. En cuanto a los jurados, los cálculos modernos con-
sideran que trabajarían unos doscientos días al año.
Todo esto es muy sorprendente porque implica que la demo-
cracia funcionaba gracias a una activísima movilización por parte
de sus ciudadanos. El sorteo se empleaba ante todo para selec-
cionar entre un grupo de candidatos y sólo subsidiariamente se
recurría la conscripción obligatoria. Por poner un paralelo mo-
derno, en el ambiente que mejor conozco, las Juntas de Facultad
se reúnen con una frecuencia mucho menor que la Asamblea
ateniense. Se comprende que en la Oración Fúnebre, a la que ya
hemos aludido, Pericles censurara acremente al ciudadano pasi-
vo, al ápragmon a quien sólo le interesan sus asuntos privados y
se desentiende del bienestar colectivo. Para potenciar al máximo
este reparto entre todos del poder y la responsabilidad, estaba
prohibido ejercer un cargo civil más de una vez en la vida, salvo el
de miembro de la Boulé, que podía repetirse hasta un máximo de
dos veces y no consecutivas. Los cargos militares eran, una vez
más, la excepción, porque podían iterarse indefinidamente. Otros
pensadores posteriores a Pericles y màs próximos al ideario oli-
gárquico alabarán en cambio sin medida los regímenes en los
cuales los ciudadanos pasivos forman una parte sustancial del
conjunto, porque de este modo no plantearán problemas a la
minoría que naturalmente debe asumir el gobierno.
Una participación tan activa en el gobierno de la pólis tenía,
claro está, un alto coste finaciero. En los gobiernos oligárquicos
las magistraturas y los honores fueron siempre gratuitos porque
se entendía que debían ejercerlas quienes tuvieran un patrimonio
suficiente. En Atenas, por el contrario y desde mediados del siglo
V en adelante, fueron introducièndose diversas retribuciones por
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el ejercicio de cargos públicos. Los jurados cobraban 3 óbolos por
sesión y, a título comparativo, sabemos que el salario medio dia-
rio rondaba entonces los 6 óbolos. También los magistrados co-
braban una pequeña cantidad en el s.V, pero dejaron de hacerlo
en el s.IV. En cambio, la asistencia a la Asamblea se retribuía en el
siglo IV (no en el V) también con 3 óbolos; también los miembros
de la Boulé cobraban (5 óbolos, 1 dracma los prítanes) cada vez
que asistían a una reunión. A todos estos gastos se añadía el teo-
rikon, un fondo creado, probablemente por Pericles, con el fin de
que los ciudadanos pudieran asisitir gratuitamente a las represen-
taciones trágicas y cómicas.
Por último, al menos en la segunda mitad del siglo cuarto, per-
cibimos incluso un atisbo de caridad pública, pues a los inválidos
que no pudieran trabajar y tuvieran un patrimonio escaso, la Bou-
lé, tras comprobar la veracidad de las alegaciones, les entregaba 2
óbolos diarios como sustento (Arist. Ath. Pol. 49,4). Todos estos
gastos, y especialmente el de los jurados, suponían un desembol-
so muy importante para las finanzas atenienses que, no conviene
olvidarlo, se abastecían en parte gracias a un impuesto sobre la
tierra (eisphorá) que recaía obviamente sobre los más ricos.
Mientras Atenas tuvo un imperio, la carga finaciera quizás no se
hiciera sentir con todo su peso, pero luego, la guerra primero y
después la situación subordinada a la que se vio relegada en el
siglo IV provocaron la protesta de los más ricos, que se sentían
tiranizados al tener que costear un régimen político abierto a to-
dos. Las críticas arreciaron sobre esta "pólis asalariada" (emmist-
hós pólis) que, según se decía, entregaba todo el poder a la esco-
ria de la sociedad, a los más pobres, a quienes apartaba del traba-
jo con el señuelo de esa magra retribución diaria.
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radamente buscada y cimentada teóricamente sobre el conven-
cimiento de que todos los varones, con independencia de su clase
y condición, tienen la capacidad para elegir por sí mismos el des-
tino que prefieren para la comunidad en donde viven. No se trata
de que todos tengan derecho, pues ésa sería una percepción mo-
derna, sino de que todos tienen la competencia necesaria, si se
extiende la educación y se fomenta el aprendizaje que supone la
participación cotidiana en las tareas políticas. No creo que estu-
vieran muy equivocados dado que los atenienses, todos los ate-
nienses, supieron hacer funcionar con éxito la maquinaria demo-
crática durante más de un siglo y entusiasmarse con el régimen
por el cual se gobernaban a sí mismos. Sucumbieron al final, ante
el poder macedonio, igual que las restantes póleis griegas, no por
el hecho de ser una democracia, puesto que tampoco las oligar-
quías lograron conservar su independencia, sino porque eran una
pólis y por tanto, con posibilidades limitadas de concentración de
poder. La experiencia de la democracia directa no volverá a repe-
tirse luego en la historia, y en el momento presente tampoco pa-
rece que vaya a reeditarse en un futuro próximo. ■
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