Afectividad-Ambiental Libro Completo
Afectividad-Ambiental Libro Completo
Afectividad-Ambiental Libro Completo
Ingrid Toro
EE
179.1
G5
Esta publicación fue sometida a un estricto proceso de arbitraje por pares, con
base en los lineamientos establecidos por el Comité Editorial de El Colegio de la
Frontera Sur.
D. R. ©Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, C. P. 91000
Xalapa, Veracruz
www.uv.mx/editorial
Prefacio.................................................................................. 11
Capítulo 1
Epistemo-estesis ambiental: los cuerpos entre cuerpos................23
Más allá de los dualismos y los monismos...................................... 24
Multiplicidades, enmañaramientos, líneas, senderos...................... 33
Encuentros entre cuerpos............................................................ 35
Pieles entre pieles....................................................................... 44
Mundos entre mundos................................................................ 46
La alteridad humana en el tejido de la vida..................................... 48
Ethos ambiental...........................................................................51
Capítulo 2
Seres corporizándose junto a otros: la empatía ambiental............. 57
Enfoque enactivo de la neurocognición ........................................ 59
Empatía y enlazamiento afectivo entre cuerpos.............................. 66
La tierra empatizando con nosotros...............................................81
Capítulo 3
Saberes ambientales afectivos: la ética del contacto.....................89
Saber viviendo, saber Estando.......................................................91
Amparo y manutención de saberes vernáculos .............................. 92
Creatividad específica al lugar...................................................... 98
Estética de los saberes vernáculos................................................100
Vidas proporcionales y sentido de proporción............................... 107
La ética del saber-habitar........................................................... 110
Colapso y afectividad ambiental.................................................. 116
Capítulo 4
Régimen de la afectividad: el orden del desafecto.......................119
Ecología de lo ominoso................................................................121
Violencia a la tierra, violencia entre humanos............................... 128
Las palabras, la sensibilidad y el lugar.......................................... 135
La sombra ecocida..................................................................... 140
Capítulo 5
El deseo por la vida: la reorganización estética de los afectos...... 145
Contra-hegemonías del deseo..................................................... 148
Estéticas de la afectividad ambiental............................................ 156
Bibliografía........................................................................... 165
PREFACIO
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PREFACIO
colores, los olores, los sabores y las texturas, fueron concebidas como
cuestiones subjetivas o como francos obstáculos para alcanzar la verdad
y el conocimiento objetivo. El cálculo racional, medible, exacto y preciso
de la ciencia cartesiana obligó a dominar y ocultar las pasiones, y a ejer-
cer control sobre los sentidos, las emociones y los afectos. Esta escisión
constitutiva de la modernidad hizo creer que las dos polaridades, razón
y afectos, son dos caminos impermeables, ajenos e independientes, que
la racionalidad es la única vía acertada para acceder al conocimiento, y
que los afectos son un aspecto relativo a la vida privada y al universo de
las creaciones artísticas.
El paradigma racionalista dominante nunca aceptó que la afectividad
permea toda forma de racionalidad, que ser racional es al mismo tiempo
un asunto afectivo, y que no existe ningún pensamiento o conocimiento
libre de sensibilidad y afectividad. Esta afirmación es fundamental para el
argumento de este libro, pues los ecocidios, la devastación de la tierra, la
erosión de la vida, la instauración de los proyectos de muerte, el saqueo
de la trama natural, no son acciones irracionales, sino actos en donde
se imbrican de manera enmarañada la razón y la afectividad. A pesar de
que suele enjuiciarse el imperio de la razón al servicio de la explotación
científico-técnica del mundo como el sustento del colapso civilizatorio
contemporáneo, es necesario advertir que esa razón instrumental está
inevitablemente asociada a una lógica afectiva. Porque los procesos ra-
cionales que cosifican y explotan las tramas vitales no pueden generarse
sin un orden de los afectos, sensaciones, sentidos y sentimientos; por-
que la razón, sencillamente, es inviable por fuera de una lógica en la ex-
periencia afectiva. De ahí que el colapso civilizatorio de nuestro tiempo
sea un problema fundamentalmente afectivo, y que la crisis ambiental se
sostenga en una forma muy particular de pensamiento amalgamado con
un orden de la vivencia sensible.
Por eso más que “seres racionales”, como nos ha hecho creer la tradi-
ción positivista, somos, en las palabras de Emma León (2011), una “afec-
tividad encarnada”, una materialidad corporizada que no permite divi-
siones entre la mente y el cuerpo, la cabeza y el corazón, la razón y los
sentimientos. Lejos de la escisión platónica y cartesiana en la que se apoya
la episteme moderna, la encarnación afectiva es continuidad, mezcla, en-
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nombrar aquel sistema de poder por medio del cual se crea el esquema de
referencia que nos orienta ante qué reaccionar sensiblemente y ante qué
ser indiferentes; cuáles elementos se permite amar y ante qué otros se
debe permanecer anestesiado. Examinamos algunas estrategias que van
configurando las “ecologías de la crueldad”: aquel entramado ominoso por
medio del cual el sufrimiento que causamos a los seres humanos y a otros
seres vivos se ensamblan de forma íntima. A través de varios ejemplos,
mostramos cómo el régimen de la afectividad teje equivalencias sensibles
para la comisión de actos crueles, los cuales resultan especialmente claros
en la estrecha asociación entre violencia contra los animales y la guerra.
Asimismo, consideramos la importancia de estudiar el orden discursivo
moderno y su capacidad de modificar la sensibilidad. Aseguramos que las
convenciones verbales suministradas por la ciencia y la economía inter-
vienen los modos comunes de hablar de la gente, dando guía a la afecti-
vidad en los términos antropocéntricos que tanto le convienen a la obra
predatoria. Pensamos que la mejor manera para reorientar las sensibili-
dades colectivas, según el proyecto de la devastación moderna, es des-
pojarle la lengua de la tierra al discurso humano, expropiarle los saberes
ambientales, su sesgo estético, y la afinación con los sentidos del lugar,
de modo que las energías destructivas vayan guiando la afectividad, hasta
hacernos incapacitados empáticos.
El libro finaliza abordando el tipo de respuesta política que, a nuestro
juicio, es indispensable para desestructurar el régimen de la afectividad,
desnormalizar la ecología deseante, y desmontar los discursos antropo-
céntricos que convierten el mundo en una colección de objetos inertes
y desprovistos de alma. Consideramos que no hay forma de disputar la
hegemonía al capitalismo si no nos desacomodamos de este régimen de
la afectividad y territorializamos una afectividad ambiental. Difícilmente
podremos lograrlo si no entendemos primero la sofisticada manera de
cómo el capitalismo crea sentidos y moviliza el deseo, según lo ha expli-
cado la teoría psicoanalítica. Nuestra hipótesis de trabajo acá es que para
emprender esta empresa, deberemos entrar en una competencia directa
por el deseo con el capitalismo, creando otras identificaciones imaginarias
capaces de reproducir constantemente la vida como pulsión. Debemos
aprovechar el hecho de que una de las mayores contradicciones de las
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tra gratitud a Julián Toro por su bello diseño de portada, y a Laura López
de Fomento Editorial de ecosur y a Edgar García Valencia de la editorial
de la Universidad Veracruzana por sus gestiones para publicar el ensayo.
También quisiéramos describir de manera breve los espacios que po-
sibilitaron el surgimiento de esta investigación. El primero de ellos es el
hermoso grupo en Pensamiento Ambiental de la Universidad Nacional de
Colombia, sede Manizales, en el que participa el coautor principal de este
libro desde 2012. Desde aquel año hemos venido haciendo colaboracio-
nes de distinto tipo, realizando intercambios, apoyando tesis y estancias
académicas, impartiendo conferencias y creando despliegues escritura-
les en las claves abiertas por la maestra Ana Patricia Noguera. Este ensa-
yo es una voz más que se une a la polifonía de este vibrante colectivo de
colegas y amigos.
De otro lado, tres seminarios de posgrado cursados formalmente por
la autora en la Universidad Nacional Autónoma de México entre 2014 y
2105 fueron determinantes para dar sustento teórico al texto. Nos refe-
rimos a los cursos “Arte y cultura: el orden sensible de los afectos”, im-
partido por la fenomenóloga Emma León; así como “La ética en Lévinas”
y “Altruismo, empatía y comprensión”, ambos dictados por el profesor
Pedro Enrique García, en la Facultad de Filosofía y Letras de esa casa de es-
tudios. Gracias a estos seminarios, atendidos a menudo en pareja, pudimos
ocuparnos de profundizar en detalles de la empatía, la ética spinoziana
y, en general, de los engranajes filosóficos relacionados con los afectos,
la sensibilidad y la estética. La puerta abierta por dichas perspectivas fue
fundamental para nuestros trabajos posteriores, destacándose entre ellos
una tesis de maestría en humanidades sustentada en 2019 por la coauto-
ra en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, sobre la afectividad
de las personas que intentan fugarse de lo establecido y vivir de modos
alternativos en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas (Toro, 2019), y
el libro Ecología política de la agricultura. Agroecología y posdesarrollo, en
especial el capítulo dedicado al gobierno de los afectos (Giraldo, 2018).
Otros acercamientos teóricos han venido más bien de manera autodidac-
ta, como lo es el estudio de las ciencias neurobiológicas de la cognición
desde el enfoque de la fenomenología y algunos aspectos del psicoanálisis
que desde hace mucho tiempo han llamado con fuerza nuestra atención.
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CAPÍTULO 1
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL:
LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS
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2 El pensamiento ambiental por tal razón, ha dicho Val Plumwood (2002, 2005),
no es entonces un tipo de saber enfocado exclusivamente en defender la natu-
raleza no-humana —las plantas, los animales, los ecosistemas—, sino un tipo de
ontología política que defiende los aspectos reprimidos de la dualidad: la afec-
tividad, la sensibilidad, la intuición, la espiritualidad, la feminidad, el cuerpo, y
todos aquellos atributos asociados con “la naturaleza”, ubicados en un nivel de
inferioridad, y por tanto susceptibles de ser explotados y dominados.
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CAPÍTULO 1
argumentos sobre los peligros que conlleva que el dualismo ontológico —la
separación ser humano y naturaleza— se solucione mediante un monis-
mo ontológico, es decir, a través de su unificación. Entre los críticos más
agudos vale la pena mencionar a la ecofeminista Val Plumwood (2002),
quien coincide con los ecólogos profundos en que es necesario superar
los dualismos; de hecho gran parte de su obra trata sistemáticamente
sobre ellos. Sin embargo, asegura, no es necesario, ni deseable, tratar de
asimilar al Otro, borrando su distinción y diferencia. Según la filósofa
australiana, para superar el dualismo es necesario mantener un equilibrio
entre la continuidad y la diferencia, pues la dialéctica entre la conexión y
la alteridad es la clave para una interacción no instrumental. Plumwood
sostiene que la pérdida de tensión entre lo diferente y lo semejante ha sido
una de las características principales de la historia de la colonización. El
proceso siempre ha sido el mismo: devorar al otro, negar su diferencia e
incorporarlo en un proceso totalizador.
Plumwood (2002) afirma que existe una enconada arrogancia cuando
no se respetan los límites ni se reconocen las diferencias, que, en últimas,
son la base del respeto. Claro que se debe reconocer la continuidad huma-
na con el mundo natural, asevera, pero también reconocer su distinción,
e incluso su independencia de nosotros, y la distinción de las necesidades
de la naturaleza con respecto a las nuestras. Para Plumwood no es útil, y
ni siquiera necesario, hacer una fusión para superar las dicotomías, pues
la ética del cuidado que promueve el ecofeminismo requiere también to-
mar distancia y reconocer la diferencia, de modo que al otro no se le vea
como una proyección del sí mismo. Su propuesta consiste entonces en
avanzar hacia un tipo de ética que permita tanto la continuidad como la
diferencia, y evite la abstracción, la disolución, y el desdibujamiento de
la distinción entre seres humanos y naturaleza.
Por su parte, el filósofo ambiental mexicano, Enrique Leff (2004, cap. 2)
también ha hecho una crítica al monismo ontológico, aunque en diálogo con
el ecoanarquista Murray Bookchin (1990), quien, desde otra perspectiva,
ha propuesto la combinación entre el orden ecológico y el orden sociocul-
tural. Para Leff es imposible aspirar a una totalidad unificante que funda
en una mismidad la materialidad del mundo y lo simbólico. Y ello ocurre
porque no puede desconocerse que el orden simbólico, a través de las
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5 En la sabiduría oriental hay una frase del monje budista Nāgārjuna (2004) que
sintetiza maravillosamente esta idea: “Si hubiera identidad entre la palabra y su
objeto, el término ‘fuego’ quemaría en la boca”.
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CAPÍTULO 1
sar: ¿qué es aquello que llamamos “cuerpo”? Para contestar ese cuestio-
namiento bien vale la pena remitirse al examen del cuerpo humano y la
pregunta sobre si el cuerpo es nuestro “yo”, tal como lo preguntan los
textos budistas del Abhidharma.
Siguiendo la explicación de Varela, Thompson y Rosch (1997, p. 89),
tratamos nuestro cuerpo como si fuera nuestro “yo”. El cuerpo es el lugar
donde están los sentidos, percibimos el mundo desde el cuerpo, “¿Pero
de veras creemos que el cuerpo equivale al yo?” Pensemos cómo la confi-
guración de nuestro cuerpo cambia permanentemente. Las células están
en constante proceso de cambio —se calcula que cada hora cambiamos
más de un millón de células de la piel— de modo que un organismo no
es el mismo ni siquiera en el mismo día, y nunca es idéntico a sí mismo.
Con los procesos de renovación celular un individuo cambia muchos de
sus componentes de una hora a otra, y, en ese sentido, no podemos decir
que sea el mismo individuo, pero, en otro sentido, tampoco es por com-
pleto distinto, en cuanto mantiene su estructura y su patrón organizativo.
Examinemos la cantidad de pequeños cuerpos que alberga nuestro
cuerpo humano. Como se ha descrito, en él habitan unos cuarenta y ocho
billones de bacterias, sesenta billones de virus, varios miles de millones
de hongos y otros millones de ácaros, los cuales reunidos, resultan mucho
más numerosos que las células del propio cuerpo. Quizá podríamos de-
cir que “tengo un cuerpo que me pertenece”, pero ¿podríamos decir que
esos cuerpos-microbios que viven en mi cuerpo me pertenecen? (Varela,
Thompson y Rosch, 1997). Pensemos ahora en el agua. Sabemos que nues-
tro cuerpo está conformado por un setenta por ciento de agua, pero ¿esa
agua hace parte de mi “yo”? La ciencia nos ha contado que cada molé-
cula de agua ha existido durante miles de millones de años. Ella vino a la
Tierra con asteroides y cometas, y desde ahí ha estado circulando a través
de rocas, animales y plantas. Antes de que esa agua constituyera la mayor
parte de mi cuerpo, estuvo dentro de océanos, lluvias, congelada en los
casquetes polares, y fue parte de bacterias y dinosaurios (Jha, 2015). Esa
agua no quedará quieta, sino que seguirá circulando una vez abandone
el cuerpo y siga su deambular, sus rutas de movimiento.
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EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS
6 De los libros del Abhidharma solo hemos explorado el primero de ellos que es el
del cuerpo. El resto constituye los agregados mentales, en los cuales, según la
doctrina, no existe tampoco ningún fundamento para encontrar un “yo”.
7 La potencia de la voz y el pensamiento del filósofo argentino José Luis Grosso nos
animó a pensar “lo ambiental” como un asunto de cuerpos entre cuerpos.
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cados por el encuentro con otras moléculas. Células sensitivas que cono-
cieron su entorno, y se fueron acoplando afectivamente, acomodándose
en un patrón de organización autopoiético.
El soplo de la vida es el soplo de la sensación, del tacto, del sentir.
Desde una bacteria a una ballena, pasando por un ecosistema, hasta lle-
gar a la bóveda de las constelaciones, todos, sin excepción, somos seres
sensibles y estéticos, que reaccionamos ante el encuentro con el cuerpo
ajeno, y transmitimos una sensación a otros cuerpos rizomáticamente.
Así, figuras moleculares se tocan con figuras tridimensionales de otras
moléculas, que, en otro nivel, implica que paredes celulares estén entran-
do en relación sensible con paredes celulares de distinto tipo. De muchas
maneras seres distintos, mediante sus pieles, entran en con-tacto, incluso
a distancia, como ocurre cuando las células se van tocando por medio de
hormonas, enzimas, citoquinas, péptidos que fluyen por el organismo,
o cuando los acoplamientos celulares que forman a un individuo se em-
palman con otros ordenamientos celulares de otros individuos mediante
distintos mediadores químicos.
Habitamos entre intertactalidades recurrentes e incluso nuestra exis-
tencia comienza con la caricia de la piel de un óvulo con la de un esper-
matozoide. La odisea de la vida puede contarse a través de las narraciones
de los envoltorios, los recubrimientos, las membranas y las pieles que se
encuentran unas a otras. Por medio de una sensación, de un contacto,
cada uno de los cuerpos sensibles responde de forma afectiva ante la pre-
sencia de otros cuerpos, resonando, vibrando, entonando, pero también
alejándose o huyendo para no convertirse en presa de ellos. Hemos desa-
rrollado en nuestra historia coevolutiva distintos tipos de sensores para
detectar y reaccionar afectivamente ante los estímulos, los signos y las
impresiones de otros cuerpos. Es en el curso de una historia estética de
encuentros entre sensores y estímulos, como el entramado de la vida se
ha organizado rítmicamente, desplegando a su paso los fractales de soni-
dos, colores, temperaturas, vibraciones, sabores, contornos y espesuras
que caracterizan a nuestro majestuoso planeta azulado.
La belleza, sugiere Mandoki, es la forma como se autoorganiza la vida.
El milagro en que la materia pudo percibir y sentir a otra materia, gracias
a que la belleza cumple una función de atracción para un organismo. La
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CAPÍTULO 1
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EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS
mismo que para otro tipo de organismo; cada cual tiene un mundo que le
es significativo. Así, la garrapata —por poner un ejemplo de Uexküll— es
particularmente sensible al acido butírico que se encuentra en la piel de
los mamíferos. De todos los aspectos ambientales que rodean el cuerpo
de la garrapata, el organismo y sus receptores seleccionan el ácido butí-
rico como el estímulo que sirve de guía para sus fines de supervivencia.
Al igual que la garrapata, cada criatura habita en un ambiente afectivo
diferente, el cual se define por los elementos que tienen importancia para
el animal y su estilo de vida concreto. Los organismos vivos seleccionan de
forma distintiva los elementos a los cuales se hacen sensibles, de acuerdo
con las posibilidades ofrecidas por el lugar, su estructura corpórea y los
significados que le resulten útiles a su vivencia inmediata. Por eso en un
mismo espacio puede convivir una multiplicidad de mundos circundantes.
En una pradera el mundo del saltamontes no tiene nada que ver con el
mundo de una vaca que pasta al lado, ni con el mundo de las moscas que
vuelan alrededor de la vaca, o el de la garrapata que mora en su piel, ni
con el mundo del pastor que la lleva a pastorear. Cada mundo es distin-
to del mundo de su vecino. Existen tantos mundos como formas de ser,
cada uno compuesto por el espectro de componentes que a cada tipo de
organismo le importan, según su morfología y la gama de actividades de
su peculiar forma de vivir (Castro-García, 2009).
Pero esos múltiples mundos no están aislados: entre ellos comparten
significados y están ligados de conformidad a la capacidad de habitar en-
tre diferentes. Como asegura Eugenio Trías (1991), el límite que impone
cada mundo no solo cerca y diferencia; su función no solo es demarcar
fronteras. El límite también permite el contacto, facilita la unión. Los
mundos están entre otros mundos, interpenetrándose entre sí, como bur-
bujas de jabón (Castro-García, 2009). La autoorganización ecosistémica
depende de las interdependencias de los diferentes mundos. Las abejas,
por ejemplo, son atraídas por la reflectancia ultravioleta que proviene de
las flores. De ese modo, las flores atraen polinizadores para asegurar su
reproducción, mientras que las abejas pueden alimentarse. Lo que ocurre
es un encuentro entre la abeja y la flor, un vaivén de mundos, una danza
en donde la abeja y la flor bailan juntas. Como asegura Francisco Varela
(2004) parafraseando a Francis Huxley: la abeja se imagina a la flor, y la
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CAPÍTULO 1
flor se imagina a la abeja. Ellas están unidas de tal forma que ambas des-
aparecerían si uno quitara una de ellas.
Mundos entre mundos quiere decir que existe diferencia e inter-
dependencia. Multiplicidad de mundos o umwelten que se interconec-
tan entre ellos, según los círculos funcionales, y procesos históricos de
acoplamiento dinámico. Encuentros no solo de cuerpos, sino de mun-
dos circundantes diferentes que se entrelazan y se ligan de tal forma que
podemos asegurar que la vida es en sí misma un plurimundo, un mundo
conformado por el ligamento de múltiples mundos, que en su proceso de
encontrarse en la capa biosférica van conformando las proporcionalidades
y los patrones propios de la belleza de nuestro planeta vivo.
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Ethos ambiental
La epistemo-estesis ambiental más que un modo de comprender la forma
como el pensamiento y el corazón de una cultura presuntuosa y confundi-
da se disoció y extravió de la tierra que somos, es una ontología de la vida,
que intenta reintegrar el entendimiento de nuestra estancia terrestre a la
inconmensurabilidad del universo. Para ello trata de romper todo molde
antropocéntrico para crear otra forma de acoplamiento simbólico, que
haga parte de un nuevo ethos —una palabra que originalmente designa
el lugar para vivir—. Más que una epistemología, esta forma de entender
nuestras formas del Estar y el Habitar es una epistemo-estesis —según
como lo ha venido trabajando la filósofa Patricia Noguera—, remplazando
el sufijo “logos” por “estesis”, entendido como la intensidad de las per-
cepciones de los sentidos. En ella, como hemos visto, hay una disolución
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CAPÍTULO 2
reconocía los objetos, se tropezaba y se caía por las escaleras. Era como
si fueran gatos ciegos, aunque sus ojos estuvieran intactos. La conclusión
fenomenológica de este experimento es que el espacio surge como pro-
ducto del movimiento. Efectivamente, el espacio existía para los gatos
caminadores, porque se habían relacionado con él caminando, pero para
los gatos del segundo grupo no había espacio más allá del de su canasta,
porque antes tendrían que haberlo manipulado con su propia conducta
sensomotriz (Varela, 2000). Como muestra este ejemplo, el espacio no es
un contenedor que nos envuelve, sino es más bien un ambiente moldea-
do por nuestros sentidos y cuerpos en movimiento (Thompson, 2010).
Otro experimento que enseña que la cognición se produce por el acto
de interactuar con el medio es la investigación de Walter Freeman (1975),
quien insertó electrodos en el bulbo olfativo de un conejo.2 Su principal
hallazgo es que “no hay un modelo de actividad en el bulbo a menos que el
animal sea expuesto varias veces a un olor específico” (Varela, Thompson
y Rosch, 1997, p. 205), lo que en otras palabras quiere decir que el conejo
no puede tener una experiencia olfativa si antes no ha sido expuesto re-
petidamente a un tipo de aroma. Esta conclusión muestra que el olor no
consiste en la recuperación de rasgos externos de los objetos, sino que
implica una forma de creatividad significativa basada en la historia del
animal. El olor es un acto en el que el reconocimiento del aroma como un
olor sentido y experienciado está constreñido por la experiencia pasada,
así como por las intenciones del momento presente.
El caso del color, como comentamos en el anterior capítulo, es otro
ejemplo que respalda el enfoque de la neurofenomenología. Se ha de-
mostrado (Land, 1977) que la sensación del color es independiente de la
longitud de onda de la luz reflejada por un cuerpo. Cuando el verde se
observa aisladamente, por ejemplo, refleja alto porcentaje de luz de on-
da media hacia el ojo, y un bajo porcentaje de luz de onda larga y corta.
Sin embargo, cuando el color se ve como parte de una escena compleja,
seguirá sintiéndose como verde, aunque refleje más onda larga y corta
2 Citamos este experimento clásico por su carácter ilustrativo, pero no sin cues-
tionar la base ética que subyace a este tipo de investigación con animales.
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CAPÍTULO 2
Chuang Tzu y Hui Tzu estaban cruzando el río Hao junto a la presa.
Chuang dijo:
—Fíjate qué libremente saltan y corren los peces. Esa es su felicidad.
Hui replicó:
—Ya que tú no eres un pez, ¿cómo sabes qué es lo que hace felices a
los peces?
Chuang dijo:
—Dado que tú no eres yo, ¿cómo es posible que puedas saber que yo no
sé qué es lo que hace felices a los peces?
Hui argumentó:
—Si yo, no siendo tú, no puedo saber lo que tú sabes, es evidente que
tú, no siendo pez, no puedes saber lo que ellos saben.
Chuang dijo:
—¡Espera un momento! Volvamos a la pregunta original. Lo que tú me
preguntaste fue ¿Cómo puedes tú saber lo que hace felices a los peces? Por la
forma en que planteaste la cuestión, evidentemente sabes que sé lo que hace
felices a los peces. Yo conozco la alegría de los peces en el río a través de mi
propia alegría, mientras camino a lo largo del mismo río.
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SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL
3 Los ejemplos que registran la capacidad empática entre especies animales son
numerosos. Vale la pena destacar un experimento realizado por el mismo De
Waal y colaboradores, en el cual a un mono capuchino acompañado por otro
individuo de su especie, se le dio a escoger entre dos clases de objetos que eran
intercambiables por comida. El primero de los objetos representaba comida para
él y para su acompañante —la opción “prosocial” —, mientras que la selección
del segundo objeto significaba que su compañero no recibiría alimento —la op-
ción “egoísta”—. Los capuchinos que participaron en el experimento tendieron
a elegir la opción “prosocial”, lo que muestra, según De Waal, el interés de estos
primates por el bienestar de sus congéneres, sobre todo si existe un fuerte vínculo
entre ellos.
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CAPÍTULO 2
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de dos días de edad dos grabaciones con llantos de bebés: una correspondía a un
llanto sintético y otra a un llanto real, pero los neonatos solo reaccionaron y se
contagiaron emocionalmente con la grabación del llanto real. Los investigado-
res interpretaron esta reacción como evidencia de una “empatía rudimentaria”
(Batson, 2009, p. 6).
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CAPÍTULO 2
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5 Esta perspectiva nos remite a Adam Smith (1941, p. 33): “Cuando vemos que un
espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo de otra persona, instinti-
vamente encogemos y retiramos nuestra pierna o brazo; y cuando se descarga el
golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y también a nosotros nos lastima. La gente,
al contemplar al cirquero en la cuerda floja, instintivamente encoge y retuerce
y balancea su propio cuerpo, a la manera que lo hace el cirquero y tal como cree
que debería hacer si se encontrase en su lugar”.
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CAPÍTULO 2
diana no nos encontramos con los cuerpos como objetos temáticos que
podemos ver en una imagen o video para luego simular y racionalizar.
Nosotros estamos-en-un-mundo en situaciones pragmáticas y no simu-
ladas, y nuestro modo de habitar y Estar junto a otros, y comprendernos
mutuamente, está asociado a la situación concreta vivida y a todas las
posibilidades sensoriales que mi cuerpo permite. Al otro no solo lo veo
con mis ojos, me encuentro con él y él se encuentra conmigo, nos acopla-
mos a través de las inter-sensibilidades, de la conjugación de sustancias
químicas, vibraciones y radiaciones. Las fuerzas que se van componiendo
están interactuando de diversos modos, conscientes e inconscientes, y
por tanto, lo que sintamos depende del entrelazamiento de las intercor-
poralidades, de los enredos relacionales. En la empatía experienciamos
al otro en directo como un cuerpo, como un ser con el cual habitamos y
que percibimos en la inmediatez de la intuición, pero ello está determi-
nado por el influjo del territorio-cuerpo que nos compone y del territo-
rio-cuerpo en el que nos encontramos.
Hemos dicho que la empatía se explica gracias a que no es una expe-
riencia aislada. No podemos separar el contexto, pues la empatía siempre
está ocurriendo en situaciones concretas, y es nuestra comprensión de
lo que está pasando lo que nos ayuda a acoplarnos con la sensibilidad del
otro cuerpo. El bellísimo cuento La alegría de los peces en el río es bastan-
te diciente al respecto. Comienza en un contexto en el que Chuang Tzu
y Hui Tzu cruzan el río prestando atención a un mundo compartido. Y es
acá cuando Chuang se adelanta: “Fíjate qué libremente saltan y corren los
peces. Esa es su felicidad”, asegura. Por supuesto que Hui no le entiende
y le replica: “Ya que tú no eres un pez, ¿cómo sabes qué es lo que hace
felices a los peces?”. El discernimiento de Hui nos ayuda a entender la
crítica a la toma de perspectiva: “no puedes saber lo que los hace felices,
porque no eres pez, sólo puedes acceder a tu propia mente”. Sin embar-
go, la respuesta de Chuang ante el interrogante de su amigo implica una
afrenta ante la idea de que no podemos conocer el estado mental del otro.
“Dado que tú no eres yo, ¿cómo es posible que puedas saber que yo no sé
qué es lo que hace felices a los peces?”. Chuang con ello le está diciendo
a Hui que en su misma pregunta está dada la clave para decir que algo de
su experiencia está siendo percibida directamente, pues él algo sabe de su
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Alegoría de Chuang Tzu y Hui Tzu cruzando el río. Cuatro escenas del paisaje.
Primavera, Liu Songnian.
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Pensamos que ahora se hace más clara la idea de una ética que parta
desde el cuerpo, y la importancia ontológica de reconocernos como cuer-
pos entre otros cuerpos. El cuerpo “puede” sentirse “parte de”, “emer-
gencia de”, “ser con”, y “ser afectado por” la sensibilidad de otros cuer-
pos. Pero decir “puede” significa apenas una potencialidad. La empatía
es la habilidad afectiva propia de nuestra constitución homínida, una
disposición natural con la que nacemos, una capacidad innata de la que
estamos naturalmente dotados, y que hemos heredado durante el trans-
curso de nuestra historia evolutiva. Sin embargo, ello no significa que la
empatía se realice de forma automática e independiente al contexto, y
los ambientes culturales en los cuales las personas participan.
Como plantea el antropólogo Tim Ingold (2008, p. 14): “sea cuales sean
las condiciones medio ambientales que puedan propiciarse, hay deter-
minadas cosas que los seres humanos pueden hacer de forma potencial”,
como, por ejemplo, la capacidad humana de caminar erguido en dos pies.
De la misma forma, la empatía, más que una determinación innata, es
una potencialidad biológica que tenderá a expresarse siempre y cuando
estén presentes las condiciones ambientales necesarias.7 La empatía no
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CAPÍTULO 2
de lobos que las habían criado en completa aislación de todo contacto humano”.
Las niñas no sabían caminar en dos pies, pero se movían con rapidez en sus cuatro
extremidades. No hablaban, sus rostros permanecían inexpresivos, tenían hábitos
nocturnos, solo querían comer carne cruda y rechazaban el contacto humano.
Una de las niñas sobrevivió durante diez años más —la otra murió al poco tiempo
del encuentro—, y terminó por cambiar sus hábitos alimenticios, y caminar en
dos pies, “aunque siempre recurría a correr en cuatro pies cuando estaba movida
por la urgencia. Nunca llegó a hablar propiamente, aunque sí a usar unas pocas
palabras. La familia del misionero anglicano que la rescató y cuidó de ella, lo
mismo que las otras personas que la conocieron en alguna intimidad, nunca la
sintieron verdaderamente humana” (Maturana y Varela, 2003, pp. 85-86). Este
caso nos muestra de una manera clara cómo en cada entorno existen diversos
procesos de enseñanza que activan y llevan a desarrollar las capacidades y las
habilidades humanas de formas distintas.
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CAPÍTULO 2
que al tocar la piedra, al unísono estoy siendo tocado por ella; al oler un
espacio, al mismo tiempo hay más seres sensibles a mi aroma; o al ver un
lugar, de manera simultánea estoy siendo visible para los demás cuerpos.
Lo anterior es solo una forma de decir que somos apenas una minúscula
parte de un universo sensible conformado por muchos seres sensibles que
se sienten unos a otros. Por eso no solo tenemos la capacidad de empatizar
con el mundo, sino que además los árboles, las montañas, o los océanos
empatizan con nuestras emociones y sentimientos, al conformar un te-
jido inter-sensible en el que todas las criaturas, de alguna forma, sienten
lo que otras están sintiendo.
El mundo vivo que nos envuelve es un tejido hecho de muchos cuer-
pos sensibles que experimentan afectos al encontrarse. Si caminamos
atentamente por un bosque, por ejemplo, podemos afinar nuestros senti-
dos y percatarnos cómo los árboles nos miran, cómo los pájaros nos escu-
chan, cómo los insectos zumbadores que vuelan a nuestro alrededor o las
piedras que pisamos al andar, son capaces de sentirnos según su peculiar
modo de ser y las posibilidades que permite cada tipo de corporalidad.
Estando todos en contacto, las formas vitales hacen que nuestros sentidos
se conecten al combinarse a través de olores, sonidos, visualizaciones,
tactalidades, gustos, o todos aquellos sentidos propios del umwelt de ca-
da criatura. Los modos de existencia han coevolucionado, se han trans-
formado con nosotros, de tal manera, que sus sentidos y sensaciones, su
manera de afectar y ser afectados, se entrelazan en mi cuerpo al caminar
por el bosque, en un acoplamiento dinámico en el que mi cuerpo y las
distintas corporalidades se encuentran. La participación de mi cuerpo
en los senderos del otro cuerpo, o lo que es lo mismo: la participación
del otro cuerpo en mi paseo por el bosque, afecta la trayectoria de ambos
cuerpos, implicándonos juntos.
Como hemos insistido: el ambiente es muchísimo más que el tras-
fondo pasivo e inerte de la ontología moderna. Es, en cambio, el espa-
cio-tiempo donde acontece la relación entre sensibles; es un mundo ac-
tivo en el que estoy presente-con-otros, y en el que otros cuerpos me
llaman, me conocen, me hablan, me huelen, me respiran. El mundo vivo
que habito y me habita es, desde el comienzo, empatía rizomática; un
entresijo de cuerpos en el que cada ser se encuentra enredado conmigo
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Luis Pardo (1991), sugiere que existe una lengua común, una lengua de la
tierra que también es la nuestra, la cual se extiende a todos los cuerpos
expresivos. Por ello nuestro propio lenguaje no nos aísla, ni nos pone en
un lugar privilegiado o en la cima de la pirámide de los seres del plane-
ta vivo, sino que, por el contrario, “nos inscribe más plenamente en sus
profundidades parlanchinas, susurrantes y sonoras” (Abram, 1996, p. 80).
Las palabras con las cuales nos comunicamos entre nosotros cabal-
gan en la superficie de la profundidad de una lengua común —continúa
Abram—, una lengua que, de forma inconsciente, está mimetizando, sin-
tonizando, en un registro compartido con los demás seres del mundo. Si
es cierto, como ha mostrado tan asiduamente la fenomenología, que para
nuestro cuerpo sensitivo no hay un fenómeno que no sea activo, que no
reclame la participación de nuestros sentidos, que no nos llame, que no
sea un vector que nos alcance, nos influencie y nos implique, entonces
podemos asegurar que en el registro más íntimo de nuestra experiencia
sensitiva Estamos, como dice este autor, resonando ante el movimiento
del aire, las hojas de los árboles, el baile de la luciérnaga, y en general,
vivos en un paisaje expresivo que escucha y nos habla. Nuestro discur-
so, nuestra forma de hablar, está afectado, desde su origen, por muchos
gestos, sonidos, ritmos, que pertenecen a un paisaje animado ramificado
en nuestro lenguaje. Nuestro lenguajear es el lenguajear que aprendemos
de la lengua de la tierra, de la voz de las aves, del chasquido de las aguas,
del rugido de las fieras. Somos seres encarnados por una polifonía hecha
por las voces de nuestra Madre Tierra; emergencia de los cantos de todos
los seres que habitan con nosotros, como lo expresa este hermoso poema
de Juana Karen Peñate (2002), escritora ch’ol:
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La gente ya no pone los pies en la tierra pelada. Sus manos se han ale-
jado de hierbas y flores, no dirigen su mirada al Cielo, sus oídos están
sordos al canto de los pájaros, su nariz se ha hecho insensible a causa de
los humos de los tubos de escape y su lengua y su paladar han olvidado
los sabores sencillos de la Naturaleza. Los cinco sentidos han crecido
aislados del orden natural. La gente se ha alejado dos o tres escalones
del hombre verdadero.
Masanobu Fukuoka
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a la cual tiene que darle una solución, lleva consigo un cuerpo de saberes
construidos en la larga cadena generacional de sus antecesores que ha
quedado inscrito en el conjunto social del conocimiento. Parafraseando
a Schütz y Luckmann (2003), ese saber le permite ahorrar a cada campe-
sino la necesidad de adquirir por su propia cuenta soluciones “mejores”
para un problema al que ya el grupo le ha dado una solución efectiva. Así,
por ejemplo, el campesino puede valerse de la experiencia acumulada de
sus abuelos, quienes durante siglos supieron seleccionar y obtener va-
riedades de semillas locales y con ellas experimentar diversos métodos
de cultivo. El campesino o la campesina así puede confiar en el ingenio
heredado para la conservación del agua de los sistemas tradicionales de
Agri-Cultura y en las asociaciones de cultivos; la integración entre ani-
males y plantas adaptados localmente; la biodiversidad que suele carac-
terizar los parcelas y sembradíos campesinos para protegerse de plagas y
enfermedades, proveer alimentos para la familia y animales, y servir de
abono, medicamentos o herramientas (Rosset y Altieri, 2017).
Existe un componente reiterativo en los saberes ambientales gracias
al cual puede mantenerse una tradición técnica. De ese modo se puede
actuar como se ha aprendido de padres, abuelos y comunidades. En esen-
cia, para la mayoría de los problemas no necesitan nuevas soluciones. Si
nada cambia de forma sustancial, no existe razón para variar la época de
siembra, modificar las asociaciones entre cultivos, o alterar las actividades
que suelen hacerse conforme a los ciclos lunares. Esa dimensión rutinaria
de los saberes ambientales, ese “saber-hacer”, permite repetir compor-
tamientos anteriores. Ello no significa que en la transmisión social de los
saberes entre personas distintas no exista un mejoramiento de la solución
al problema, según las características y las posibilidades ecológicas de la
parcela. Nunca veremos dos huertos del todo idénticos. De hecho, habrá
la misma cantidad de modelos de huertos como familias campesinas, y
ello se explica, en parte, porque el saber no se alberga vivo solo en lo más
íntimo de la experiencia colectiva, sino que existe también una dimensión
del saber individual del campesino, el cual es producto de su creatividad
singular y de su experiencia privada.
Este carácter biográfico del acervo de conocimiento, como diría
Schütz, consiste en saberes derivados de la experiencia previa que va-
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car: pistas etéreas como el rastro, las huellas o el olor dejadas por el paso
del animal, o sonidos específicos que de otra forma se pasarían por alto.
Yendo a cazar, el niño es guiado en el desarrollo de habilidades percep-
tivas para captar las propiedades del bosque y aprender a identificar las
señales clave para encontrar la presa (Ingold, 2001). No solo en la caza,
sino muchas otras habilidades vernáculas se conservan, generación tras
generación, como resultado de un proceso de “educación en la atención”,
en la terminología usada por Ingold. Un buen ejemplo son las tejedoras
principiantes, quienes aprenden viendo a su madre tejer, observando
con cuidado sus habilidades en el manejo de la aguja, su destreza en el
manejo del ovillo y la madeja de lana; siguiendo la forma de la mano y la
técnica correcta para enhebrar la aguja; y emulando el tipo de puntadas,
anudados y tensados de la liana.
El saber viviendo y el saber estando es un “saber cómo” práctico, ad-
quirido mediante la imitación y la observación (Ingold, 1990). Se apren-
de “haciendo”, poniendo en contacto al aprendiz con los componentes
ambientales en contextos de uso pragmático. De ese modo cada gene-
ración va desarrollando sus propias habilidades bajo la guía de personas
más expertas. Saberes ambientales, como la medicina herbolaria, los sis-
temas de sembradíos, las técnicas de caza y pesca, el almacenamiento de
los alimentos, o la construcción de viviendas con materiales orgánicos
localmente disponibles, se mantienen en el tiempo gracias a una historia
de relaciones entre campesinos experimentados y aprendices, quienes se
instruyen, como sostiene Ingold (2008, p. 21), “exponiéndose a una si-
tuación en la que, afrontando diferentes tareas, se les muestra qué hacer
y a qué estar atentos, bajo la tutela de unas manos más expertas”. En lo
que quiere insistir este antropólogo es en que los saberes no se transmiten
como los genes entre padres e hijos. Lo saberes sobreviven porque cada
generación sucesiva puede experienciar en directo cómo actuar frente a
algún aspecto de la vida cotidiana, de un modo similar a como lo hacen
sus predecesores más inmediatos.
De otro lado es importante recordar que los saberes ambientales acon-
tecen en el seno de un ambiente lingüístico. Cuando nace un bebé en un
entorno donde se practica la agricultura y se crían animales domésticos,
o donde es común la caza o la pesca, o donde se practican saberes me-
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1 La estética también se ocupa de “lo feo”, lo “horrible”, “lo kitsch”, “lo barroco”,
“lo ch’ixi”, “lo abigarrado”. Nosotros en este ensayo nos concentramos en la
relación entre la belleza intrínseca de los patrones de la vida y la ética.
2 Illich hace una alusión tácita al clásico trabajo de Schumacher (2011) Lo pequeño
es hermoso: “Kohr sigue siendo un profeta en la actualidad porque incluso los
teóricos humanistas para los que lo pequeño es hermoso, no han descubierto
que la verdadera belleza y bondad no es cuestión de tamaño, ni siquiera de las
dimensiones de la intensidad, sino de la proporción” (Illich, 1997, p. 2).
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habitar. Son en realidad las posibilidades estéticas del lugar las que da-
rán el trasfondo de comprensión de aquellas interacciones que se deben
conocer, y ofrecerán las oportunidades para que los buenos hermeneu-
tas y estetas sean guiados por los estímulos del ecosistema a los cuales se
vuelven sensibles.
La tradición fenomenológica ha insistido en que la percepción no es
un asunto de recepción de información, sino que implica una interpreta-
ción, que cambia según el contexto en el cual las personas se encuentren
inmersas (Merleu-Ponty, 1957). De ese modo se escoge qué aspectos del
ecosistema resultan significativos y cuáles no, de forma tal que se pue-
da responder adecuadamente según la intencionalidad y los objetivos
de acción específicos. La percepción está delimitada de acuerdo con las
necesidades, y por lo tanto no hace falta estar atento a todos los tipos de
detalles que ocurren en un momento determinado. La interpretación en-
tonces depende del tipo de situaciones que están ocurriendo a nivel local,
y de las intenciones de acción que se pretenda realizar (Clark, 1999). Así,
el mundo inabarcable en la percepción se torna parcial y la atención se
enfoca, en proporcionalidades específicas, en la correlación apropiada de
los componentes del lugar.
Esa interpretación restringida de los equilibrios, esa hermenéutica
de las multiplicidades, involucra la empatía ambiental, tal como la he-
mos venido describiendo. Una empatía que se hace acto una vez se presta
atención a la correcta relación en un sistema que hace posible que la abeja
polinice la flor, la medida justa en que las hormigas se relacionan con los
escarabajos en un cafetal, o los patrones estéticos de distribución de di-
versos insectos en el cultivo. Para comprender esas relaciones adecuadas
que provienen de la sabiduría propia de la autoorganización ecosistémica,
es necesaria la interpretación empática, aquella que llama a conectarse,
dejarse asombrar, afectarse, implicarse corporalmente, para ir seleccio-
nando la sabiduría de encuentros que acontecen en el lugar, según los
propósitos y fines de la vida cotidiana. Es, sin duda, un conocimiento
sensible, en el que se aprende a saber conforme a los estados afectivos y
las composiciones estéticas del mundo en el cual se mora.
El conocimiento afectivo requiere entonar con aquello que resulta
agradable o desagradable al cuerpo del otro, como puede ser aprender a
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da, y que nada es inerte, en términos pragmáticos ello quiere decir que
es necesario dar continuidad a las condiciones que hacen posible la re-
producción de la Madre Tierra, y no a entidades individuales. Ello no sig-
nifica que no se pueda cazar para la alimentación —según las normas y
acuerdos comunitarios—, que no se críen animales para la dieta familiar
y comunitaria, o que no se pesque de acuerdo con los saberes ambien-
tales del grupo. Tampoco que no se tenga que lidiar con una plaga que
eventualmente afecte el cultivo, ni que no haya que matar insectos vec-
tores de enfermedades. En términos pragmáticos la ética del saber-habi-
tar significa que las acciones humanas no violen las composiciones de las
multiplicidades, pero ello no supone que se respete la vida de cada uno de
los miembros que componen la trama vital. Y es aquí donde esta ética se
torna problemática, porque puede ser incompatible con los valores del
vegetarianismo o el veganismo, ambos tan respetables en sus principios
y tan valiosos en términos de su accionar compasivo hacia la singulari-
dad y el sufrimiento de los animales. Si los saberes ambientales se piensan
despojados de la empatía a la singularidad, podemos ser indiferentes con
prácticas crueles hacia algunos cuerpos, y aun así seguir cumpliendo el
principio de respetar las relaciones de la totalidad. De hecho, una ética
de este tipo mal entendida puede dar lugar a ecofascismos y a discerni-
mientos totalitarios del tipo: “si lo que importa es la totalidad, sería acep-
table sacrificar algunos de sus miembros en beneficio del todo”. Por eso
es indispensable balancear el principio de las acciones adecuadas para el
lugar y la ética hacia cuerpos individuales.
La ética ambiental basada en los saberes ambientales no es univer-
salizable. No inicia con a prioris que puedan escribirse y convertirse en
normativas, como la ética kantiana. La ética ambiental de los pueblos es
relativa, flexible, contextual, dependiente de motivaciones prácticas, y
no existen categorías del bien y el mal que puedan adoptarse de manera
generalizada. Las éticas del saber-habitar son situadas y diversas como lo
son los afectos y sentimientos. Hacen parte de un posicionamiento onto-
lógico en el que se es ético en virtud de la vivencia afectiva derivada del
contacto directo con los cuerpos específicos entre los cuales se habita. Ello
no quiere decir que sea una ética que resuelva de tajo todos los problemas.
En la condición de hibridación de los pueblos de nuestros tiempos lo que
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1 Es importante aclarar, como nos advierte Pierre Madelin (2020), que la crueldad
es un asunto propio de la condición humana, y que no estamos diciendo que las
comunidades vernáculas solo tengan aspectos numinosos y las modernas omi-
nosos. En las sociedades de cazadores-recolectores y horticultores, ha existido
patriarcado, esclavitud, tortura, antropofagia y guerra. Y no podemos obviar
que, con todas sus imperfecciones, la sociedad moderna es la única que ha pro-
mulgado la idea de los derechos humanos, abolido la esclavitud y cuestionado,
como nunca, las desigualdades de género. Todo lo anterior es incompleto, por
supuesto, pero es necesario reconocer las virtudes de la modernidad y recalcar
que las sociedades vernáculas no están libres de las pasiones más oscuras.
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Ecología de lo ominoso
Nos detendremos un poco para profundizar en la manera en la que ope-
ra el orden afectivo de un grupo humano. Para ello necesitamos iniciar
considerando que la palabra “sentir” y lo que es “sentido” por nuestra
“sensibilidad”, proviene del latín sentire, vinculado a la raíz indoeuropea
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con esa belleza. ¿Por qué este sistema hace ver la belleza en un aparato
electrónico más que en lo que está hecho el aparato mismo? ¿Por qué
sentimos un afecto tan desmesurado por los objetos que han nacido de la
destrucción planetaria? Cuando se modifica el sesgo estético, y con ello el
criterio ético que elige la vida y rechaza el proyecto de muerte, acabamos
por ser incapaces de reconocer lo que nos hace bien, lo que es apropiado
para el lugar, y en una voltereta ontológica y evolutiva en contra de nues-
tra historia filogenética, empezamos a encontrar agradable y a favorecer
perceptualmente aquello que niega la vida.
Este régimen de la afectividad que orienta las aprehensiones cognitivas,
las significaciones perceptuales, y las preferencias estéticas funciona, en
gran medida, porque presume la libertad de las personas, de modo que
quienes son guiados por estos sistemas afectivos, se conciben libres, aun-
que en realidad sigan patrones de afección moldeados por las representa-
ciones culturales de la modernidad capitalista. No se trata, como enseñó
Foucault, de un tipo de poder represivo y prohibitivo, sino de un orden
y lógica sensible que ofrece placer y deseo, y que direcciona la respuesta
afectiva hacia sí mismo, al tiempo que desafecta y desamarra los vínculos
con los demás y la tierra (Giraldo, 2018). A partir de la autopercepción
de la libertad las personas acaban por regular su economía afectiva ha-
cia sí, configurando una relación narcisista, yoica, de modo que —como
asegura Byung-Chul Han (2016)— la mayor parte de la energía libidinal
se emplea en sí mismo, mientras la restante se reparte y dispersa en re-
laciones cada vez más superficiales.
Una de las enfermedades psíquicas más importantes que se repro-
ducen en este régimen, siguiendo con Han, es la incapacidad de con-
formar vínculos profundos, y de canalizar la energía afectiva hacía sí,
haciendo, por un lado, ahogar a las personas en una manía por sí mismas
—las relaciones narcisistas de las redes sociales del ciberespacio son el
síntoma más conocido—, mientras que, por el otro, las hace incapaces
de empatizar con lo demás y sentirse perteneciente a un todo abarcan-
te. Las personas desterritorializadas se hacen cómplices y víctimas de la
destrucción planetaria en la medida en que el régimen de la afectividad
ofrece el esquema de ante qué reaccionar sensiblemente: el consumo de
mercancías, la comodidad, la belleza, la capitalización de sí mismos, a la
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Trascribimos este relato porque, a nuestro juicio, las palabras del ma-
mo Navingumu expresan de una manera clara la profunda interrelación
que existe entre la violencia entre humanos y la guerra contra la tierra. Su
opinión, anidada en la sabiduría de los cuatro pueblos de la sierra colom-
biana, es que el origen de la violencia entre humanos inicia con la violen-
cia contra la Madre Tierra. Una vez que se cortan los árboles sagrados; una
vez que se sacan las entrañas de la tierra, y “no conformes, le arrancan el
corazón”, es fácil entender que deje de respetarse la vida a todos los seres
vivientes, incluida la de los seres humanos. Para Navingumu la violencia
no puede pensarse de forma antropocéntrica; no inicia y termina en la
crueldad que nos ocasionamos los humanos unos a otros, sino comien-
za con el irrespeto a la vida natural, lo cual, de una manera extensiva,
se va irradiando a cada uno de los seres, enfermándolo todo, haciendo
que la crueldad se normalice.
La indisociable relación entre las crueldades y sufrimientos provo-
cada a los seres humanos y a los demás seres vivientes, puede cobrar di-
mensiones obscenas en la guerra. Cuando el coautor de este libro pres-
taba servicio militar obligatorio como soldado en Colombia escuchó que
existía un curso militar para fuerzas especiales en el que los cursantes
debían criar un perro por varias semanas. Durante el entrenamiento en
el que los soldados iban perfeccionando sus tácticas y rendimiento de
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3 En un relato recopilado por Victoria Uribe (2018, p. 116), se cuenta que cuando una
sobreviviente a esta masacre le preguntó a uno de los autores qué sentía cuando
las víctimas le suplicaban que no los matara, respondió lo siguiente: “No, no pasa
nada, eso es como uno... las gallinas... un animal es un ser vivo, tiene vida... Y
entonces cuando uno las mata, o sea cuando uno se las va a comer pues les quita
la vida. Y entonces, igual es un ser humano, también tiene vida lo mismo que los
animales. Matar un ser humano, una persona, es como matar una gallina. Eso es
como matar un animal”.
4 Para un estudio completo sobre la asociación entre el holocausto judío y la ani-
malización, véase Patterson (2002).
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6 Las palabras, claro está, tienen múltiples caras, pueden usarse de múltiples modos.
Lo importante acá es entender cómo las palabras están imbricadas con los actos,
y la forma como ellas se ensamblan de manera íntima en la comisión de actos
crueles.
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La sombra ecocida
El régimen de la afectividad se extiende como una sombra colectiva: una
sombra que, como pensaba Carl Gustav Jung (2002), alberga la parte más
oscura de la sociedad; escondiendo dentro de sí sus emociones más si-
niestras, sus deseos no reconocidos, sus características más desagrada-
bles, las cuales se niega admitir como propias, y que por tanto las destierra
al lado más oculto del inconsciente colectivo. Todos aquellos sentimien-
tos y afectos rechazados y enviados a la sombra, alimentan esa dimen-
sión tenebrosa de las sociedades contemporáneas, y se expresan en las
conductas más oscuras, agresivas y aciagas. Somos seres emocionales que
causamos dolor, que producimos crueldad a otras especies y destruimos
el hábitat en que ellas habitan. El régimen de la afectividad —aquel que
decide qué elementos se puede amar y ante qué otros ser indiferentes;
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CAPÍTULO 4
cómodo como sea posible y acceder sin reservas a los lujos, bienes y ser-
vicios, y todos aquellos objetos del deseo que nos pone enfrente la civi-
lización moderna. Para cumplir ese deseo necesitamos la desconexión,
ser insensibilizados ante el dolor de la tierra, al tiempo que dejamos que
aquel deseo fluya, que circule libremente, enviando al inconsciente la
información que nos recuerda que ese impulso provoca la muerte. No
queremos saber ni conectarnos afectivamente; no tenemos interés de
que este deseo sea reprimido, y enviamos todo aquello que sea contrario
al rincón más escondido de nuestra mente.
También existe otra manera de pensar esta sombra ecocida: que so-
mos conscientes de la destrucción planetaria, que nunca existió tanta
información circulando sobre el cambio climático, que nunca hubo tal
saber sobre la pérdida de biodiversidad y la contaminación generada por
nuestros hábitos de consumo, y aun así, ese conocimiento no crea un
afecto en el cuerpo, no produce un significado. Peor aún: también es po-
sible que prevalezca una “razón cínica” (Sloterdijk, 2003), la cual podría
sintetizarse en el siguiente aforismo: “ellos saben muy bien lo que ha-
cen, pero aun así, lo hacen” (Žižek, 2001, p. 61). Es decir, hoy muchos
de nosotros sabemos que el modo de vivir del capitalismo destruye las
tramas vitales, y a pesar de ello, de manera cínica, continuamos este ti-
po de vida sin modificar nuestros hábitos de consumo, deseando seguir
inmersos en este sistema.
¿Cómo hacer para tener una relación creativa y saludable con esta
sombra ecocida? ¿Cómo llegar a un buen acuerdo con esta fuerza oscu-
ra que nos impulsa hacia nuestra propia destrucción? Existe la urgencia
apremiante de lidiar con aquella fuerza tanática que necesitamos asumir
y controlar, al hacer consciente que somos reproductores de este régimen
de la afectividad en cuanto se adecua fielmente con el deseo de aquella
sombra colectiva que nos habita. Mantener una adecuada relación con
la sombra es una enorme posibilidad, no solo —como aseguran Connie
Zweig y Jeremiah Abrams (1991, p. 16)— para “reducir su poder inhibi-
dor o destructor”, sino también para “liberar la energía positiva de vida
que se halla atrapada en ella”, como veremos en el siguiente capítulo. La
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RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO
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podría llegar a ser peor del que hoy padecemos. Nada nos asegura que el
modo de organización social que vendría después de un abrupto desplo-
me sería mejor al de este sistema ecocida, culturicida y genocida. Por el
contrario, es factible que las guerras contra los pueblos y sus territorios
cobren rostros hasta hoy inimaginados, que en más rincones de la geo-
grafía planetaria se experimenten renovados regímenes autoritarios, que
el mundo generoso sea desplazado por el desecamiento, la consunción
y la inhibición de la vida. Esta escena apocalíptica podría hacerse irre-
versible, a menos que lo dejemos, que no seamos capaces de parar esta
odisea suicida, que no estemos preparados para soñar un destino menos
mezquino. Todo en realidad depende de la respuesta política de los pue-
blos. No tenemos otra opción a la de evitar que “el ave desorientada vuele
en el sentido inverso de la abundancia” como dice el maestro Payeras,
preparando el terreno con acciones que tejan otras formas de comunidad
en acoplamiento con las relaciones que hacen posible la vida.
Esta reacción política, si quiere de verdad hacer frente a ese escenario
distópico, tendrá que atender, al unísono con la dimensión económica,
social y tecnológica, la red sensible y el engranaje simbólico que da sopor-
te y sentido al conjunto del habitar contemporáneo. Por supuesto que la
lucha habrá de incluir cambios profundos del actual sistema de acumu-
lación para construir muchos otros mundos basados en la cooperación,
la solidaridad y la reciprocidad, pero ello sería a todas luces incompleto,
si no hay una disputa por cambiar el régimen afectivo que estructura el
orden social de nuestros tiempos. Preparar el terreno implica emprender
la difícil tarea de desestructurar al régimen de afectividad que gobierna la
sensibilidad y organiza los afectos; cuestionar radicalmente el modo co-
mo se reparte el orden sensible y las estrategias por las cuales se crean los
gustos estéticos, así como la forma en que este régimen se inscribe en el
cuerpo, coloniza los sentidos, y configura los rieles afectivos y modos de
percepción. Si lo que queremos es hacer un salto al lado de la autopista
cuyo destino es el abismo, tendremos que empezar a desnormalizar la
ecología deseante, las palabras plásticas y los discursos antropocéntricos,
y todas las formas de sensibilidad que convierten la vivacidad del mundo
en una colección de cosas inertes y desprovistas de alma. Habremos de
efectuar una lucha política que busque hacer un antagonismo ontológico,
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2 Por “ideas inadecuadas” Spinoza daba cuenta de aquellas ideas incompletas, con-
fusas, de las que solo conocemos sus consecuencias, pero no sus causas. Cuando
se opera dentro de las ideas inadecuadas, se está actuando dentro del mundo de
las pasiones —del padecer y la pasividad—; viviendo bajo la potestas, es decir,
padeciendo la voluntad de Otro, presos del poder “exterior”, siendo controlados
y separados de nuestra propia potentia —potencia “interior”—. Para una expli-
cación detallada del pensamiento spinoziano, véase Deleuze (1978, 1980).
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CAPÍTULO 5
Tal como hemos sugerido en nuestra discusión sobre los saberes ambien-
tales, la estética es la condición ontológica esencial de la ética ambiental.
No hay posibilidad de resistir a la voluntad de poder del capitalismo y
su plataforma tecnológica, ni viabilidad de preparar el terreno para un
nuevo orden, si no se crea un entorno estético adecuado para cambiar
la posición en la que participan las percepciones de los pueblos; si no
se compone una atmósfera propicia para que el cuerpo desarrolle todo
su poder. La ética de la vida es al mismo tiempo una estética,3 porque el
acoplamiento entre nuestro cuerpo humano y los demás cuerpos con los
cuales nos encontramos depende de una elección de lo atractivo, de una
entonación sensual y erótica para saber escoger qué es lo que conviene a
la vida. Por ello, restablecer el orden adecuado del amor depende de un
buen ajuste de los sentidos con el ambiente, y de recobrar el sesgo esté-
tico de nuestro linaje evolutivo para ser atraídos a lo que le hace bien a la
vida, y rechazar todo lo que le resulte dañino.
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“está bien” con sus peculiares registros estéticos. Para entenderlo solo
hace falta volver a tener fe en nuestros sentidos y en su capacidad de in-
formar nuestras acciones éticas; dejarnos guiar de la estética de la natu-
raleza mediante nuestra interacción sensorial, y así saber lo que más le
viene bien al lugar.
¿Pero qué es lo que falta para recuperar este sentido estético tan per-
dido en nuestros tiempos? La tierra misma nos lo dice: cada vez más esté-
tica de vida. A medida que el entorno en el que habitamos va cambiando,
a la vez que vamos incrementando el contacto con los ciclos de la vida,
sembrando bosques de flores y jardines de huertos, a ese mismo ritmo se
abren nuestras percepciones: afloran nuestros sentidos marchitos. Los
lugares transformados, en los que regresa la libélula y el polen, el néctar
y la salamandra, tienen el inmenso poder de modificar nuestro cuerpo y
avivar los sentidos. Al interactuar y estrechar el contacto con el medio,
a menudo con la guía de alguien quien ya tiene la sensibilidad afinada,
podemos asombrarnos de cómo se van despertando nuestras percep-
ciones. Los lugares en los que brota la diversidad, la multiplicidad y el
amor, tienen la inmensa capacidad de polinizarnos, de afectar nuestro
cuerpo, de despejar nuestra sensibilidad. Ejercen su poder al habitarnos,
al proporcionarnos los sentidos relacionales, simbióticos y afectivos ol-
vidados por nuestra modernidad desorientada.
Hemos sido privilegiados de experimentar esa transformación sen-
sitiva. Hace varios años tuvimos la oportunidad de cambiar nuestra re-
sidencia de las megalópolis de Bogotá y Ciudad de México a un apacible
lugar campirano en los Altos de Chiapas. Habitamos primero una austera
cabaña perdida entre los doseles de los pinos y encinos, y luego construi-
mos nuestro hogar en una pequeña hoya húmeda hecha de pastizales y
manzanillas, rodeada de cerros enanos. Esta experiencia cambió nuestra
vida por completo: nos dio la oportunidad de Estar, el regalo de darnos
un espacio propicio para ver cotidianamente las distintas formas de vida
y disfrutar de su perfección y belleza. Hace dos días un águila planeó ape-
nas unos metros encima de nuestras cabezas: una experiencia que habría
sido impensable hasta hace unos años. Recordamos que nuestra sensación
durante la primera noche en la cabaña solitaria fue sentirnos intimidados
por la oscuridad, profundamente maravillados por la noche sembrada
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de estrellas, pero sobre todo porque escuchamos por vez primera el si-
lencio. Un silencio abrumador, una calma desconocida, ambientada por
las chicharras que arrullan el sueño. Poco a poco fue cambiando nuestra
percepción, y fuimos mejorando nuestro asombro por la inteligencia de
las arañas, refinamos nuestro gusto por el olor de la lluvia, y por aquel
mágico instante en el que los aguaceros septembrinos cesan y aparece la
neblina entre el bosque. Cambiar nuestros hábitos urbanos significó tener
la sensación de que ante nuestros sentidos todo estaba pasando.
Poco a poco, nuestros oídos se fueron afinando, y aprendimos a dis-
tinguir los distintos ladridos de los perros, identificar en qué ocasiones los
pájaros hablan, alegan, pelean o juegan; aprendimos a diferenciar cuándo
un perro le ladra a un caballo, cuándo a un humano y cuándo a otro perro;
así como a entender las tonalidades del canto de algunas aves. Habitar en
esos nuevos lugares hizo que se nos despertara la capacidad de presentir
una helada, que nos preocupáramos todos los días por el bien-estar de los
semilleros y pequeños cultivos, y que se asomara una pulsión muy íntima
de cuidar permanentemente el terreno. Nos asombramos de ese sorpren-
dente milagro en el que basta con ponerle agua a una semilla y esperar a
que de ahí nazcan calabazas, ajos, papas, cilantros o tomates. Nos encan-
tamos de la composta y las lombrices. Ellas te dan la consciencia de que
todo es susceptible de volverse tierra; te dan el regalo de mostrarte cómo
lo que cambia son las condiciones de la existencia de cada cosa, y que
cada muerte pequeña en realidad hace parte del ciclo de la vida. Cuidar
el huerto nos ayudó a desarrollar una percepción sutil de las plántulas y
animar aquella empatía ambiental gracias a la cual presientes su necesidad
y respondes empáticamente a su deseo. El contacto con la tierra nos hizo
asombrar del conatus de las plantas, percatarnos que, a pesar de su fragi-
lidad, muchas de ellas crecen de manera profusa en condiciones difíciles.
Cosechar agua de lluvia y limpiarla en un biofiltro nos dio la conciencia
de nuestro impacto en el mundo, y, en general, nuestra vida cotidiana
entre la rica fauna del lugar nos proporcionó la oportunidad no solo de un
disfrute estético desconocido para nuestros cuerpos, sino la capacidad de
avivar y relocalizar nuestros sentidos y afectos.
Nuestra experiencia nos ha hecho reafirmar la creencia de que los
cambios ontológicos y espirituales son pragmáticos, que la ética am-
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que los lugares nos habitan, que los espacios determinan nuestras sensi-
bilidades, nuestras coloraciones emotivas, nuestros estados anímicos y
nuestros pensamientos, no tenemos más salida que crear espacios estéti-
cos que faciliten la reconexión con nuestros sentidos, y que nos permitan
volver a confiar en la ética que nos enseña los lazos, interacciones y re-
distribuciones de la tierra orgánica. Estas creaciones estéticas necesita-
rán no solo de intervenciones estéticas de tipo técnico, sino también de
intervenciones estéticas de carácter lingüístico. Al unísono con la lucha
política por el deseo de vida, debemos navegar a contracorriente de la
simbolización capitalista en la que se repite y repite la metafísica domi-
nante, mediante la construcción de una epistemo-estesis que cree otros
imaginarios, otros órdenes simbólicos consonantes con el sentido de la
tierra, más afines a esos intentos amorosos de reorganizar el mundo desde
las condiciones de vida, como lo están haciendo muchísimos pueblos y
colectivos alrededor del planeta.
Debemos recordar que existe una relación profunda entre la palabra
y el cuerpo, tanto en la percepción, como en el inconsciente, que so-
mos hechos en el campo de la palabra, y que esa palabra es mucho más
que humana. Nuestras articulaciones verbales están compuestas en sus
honduras por un lenguaje conformado de múltiples sensibles gravitando
en las autoformaciones terrestres. Si no reclamamos en nuestras enun-
ciaciones la pertenencia al lugar y la correspondencia con los seres que
nos permiten Estar entre ellos, quedaremos condenados al destierro y al
olvido de la memoria de esta fina película de vida suspendida en el cos-
mos y alumbrada por una estrella centelleante. La manera en que nuestro
cuerpo y nuestros sentidos se conecten o se desconecten de la tierra que
somos dependerá en gran medida de la capacidad de simbolizar el mun-
do, de nombrarlo y lenguajearlo poéticamente. Y por poetizar estamos
pensando en la habilidad colectiva de urdir símbolos que abran el mundo
a los sentidos en una actitud de asombro permanente que nos hagan re-
cordar, a cada instante, que no existe nada más hermoso que nuestra casa
celeste. Tendremos, al fin, que buscar muchas maneras de nominar má-
gica y poéticamente todo cuanto existe, componer signos que nos dejen
comprender que somos corporalidades entre-estando, y conformar un
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CAPÍTULO 5
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Afectividad ambiental.
Sensibilidad, empatía, estéticas del habitar
se terminó de imprimir el 10 de octubre de 2020
en los talleres de Servicios Profesionales de la Impresión
(seprim), calle Siembra 1, bodega 5, colonia San Simón
Culhuacán, alcaldía de Iztapalapa, C. P. 09800,
Ciudad de México.
El cuidado editorial estuvo a cargo de Julio Roldán.
Diseño de portada: Julián Toro.
Diagramación y diseño de interiores: Sofía Carballo.
El tiraje fue de 500 ejemplares.