Afectividad-Ambiental Libro Completo

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Omar Felipe Giraldo

Ingrid Toro
EE
179.1
G5

Afectividad ambiental: sensibilidad, empatía, estéticas del habitar / Omar Felipe


Giraldo, Ingrid Toro.- Chetumal, Quintana Roo, México: El Colegio de la Fron­
tera Sur : Universidad Veracruzana, 2020.
174 páginas : fotografías, retratos; 15.5x22.4 cm.
ISBN ECOSUR: 978-607-8429-98-1
ISBN UV: 978-607-502-833-0
Bibliografía (páginas 165-174)

1. Ética del medio ambiente, 2. Afectividad, 3. Epistemología ambiental, I.


Giraldo Palacio, Omar Felipe (autor), II. Toro, Ingrid (autora)

Ilustración de portada: Julián Toro

Primera edición, octubre 2020

Esta publicación fue sometida a un estricto proceso de arbitraje por pares, con
base en los lineamientos establecidos por el Comité Editorial de El Colegio de la
Frontera Sur.

D. R. © El Colegio de la Frontera Sur


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Chetumal, Quintana Roo
www.ecosur.mx

D. R. ©Universidad Veracruzana
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Xalapa, Veracruz
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Se autoriza la reproducción de esta obra para propósitos de divulgación o didác-


ticos, siempre y cuando no existan fines de lucro, se cite la fuente y no se altere
el contenido (favor de dar aviso: [email protected] y [email protected]).
Cualquier otro uso requiere permiso escrito de los editores.

Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico


CONTENIDO

Prefacio.................................................................................. 11

Capítulo 1
Epistemo-estesis ambiental: los cuerpos entre cuerpos................23
Más allá de los dualismos y los monismos...................................... 24
Multiplicidades, enmañaramientos, líneas, senderos...................... 33
Encuentros entre cuerpos............................................................ 35
Pieles entre pieles....................................................................... 44
Mundos entre mundos................................................................ 46
La alteridad humana en el tejido de la vida..................................... 48
Ethos ambiental...........................................................................51

Capítulo 2
Seres corporizándose junto a otros: la empatía ambiental............. 57
Enfoque enactivo de la neurocognición ........................................ 59
Empatía y enlazamiento afectivo entre cuerpos.............................. 66
La tierra empatizando con nosotros...............................................81

Capítulo 3
Saberes ambientales afectivos: la ética del contacto.....................89
Saber viviendo, saber Estando.......................................................91
Amparo y manutención de saberes vernáculos .............................. 92
Creatividad específica al lugar...................................................... 98
Estética de los saberes vernáculos................................................100
Vidas proporcionales y sentido de proporción............................... 107
La ética del saber-habitar........................................................... 110
Colapso y afectividad ambiental.................................................. 116
Capítulo 4
Régimen de la afectividad: el orden del desafecto.......................119
Ecología de lo ominoso................................................................121
Violencia a la tierra, violencia entre humanos............................... 128
Las palabras, la sensibilidad y el lugar.......................................... 135
La sombra ecocida..................................................................... 140

Capítulo 5
El deseo por la vida: la reorganización estética de los afectos...... 145
Contra-hegemonías del deseo..................................................... 148
Estéticas de la afectividad ambiental............................................ 156

Bibliografía........................................................................... 165
PREFACIO

La única respuesta efectiva ante la catástrofe ambiental de nues-


tro tiempo es una revolución que, además de insistir en la transformación
radical de las relaciones materiales, político-económicas y tecnológicas
del conjunto de la sociedad, atienda con toda la seriedad posible la dimen-
sión afectiva, sensible y sintiente de nuestro Estar en el mundo. Cualquier
revolución que quiera ir hasta las entrañas de la destrucción planetaria
deberá ser ante todo una revolución ético-política y estético-poética que
reincorpore la potencia del cuerpo, y que ponga en primer plano la sen-
sibilidad, los sentimientos, las emociones, la estética y la empatía. Sin el
campo afectivo, no podremos entender estos tiempos de grave peligro, ni
los profundos problemas de sentido del habitar contemporáneo. Tampoco
podremos comprender las estrategias de poder que se ciernen sobre los
cuerpos humanos en esta civilización en colapso, ni las puertas afectivas
que requerimos abrir para aprender a habitar amorosamente en el mundo.
La importancia de abordar este tema en el pensamiento ambiental
es crucial, y para ello es necesario abandonar ciertos supuestos. Partimos
del hecho de que nuestra participación en el mundo es constitutivamen-
te afectiva y sintiente, una afirmación que tiene relativo consenso en al-
gunas vertientes de la psicología, las neurociencias y la fenomenología
filosófica, y que intenta controvertir la arraigada creencia ilustrada de
que solo somos “seres racionales”. Podemos atribuir esta opinión a la
tradición cartesiana, la cual separó la “razón” de los “afectos”, ubican-
do la primera en posición de superioridad frente a la segunda. En esta
tradición, que hoy podemos también llamar racionalista, mecanicista,
objetivista o positivista, las experiencias sensitivas del cuerpo como los

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PREFACIO

colores, los olores, los sabores y las texturas, fueron concebidas como
cuestiones subjetivas o como francos obstáculos para alcanzar la verdad
y el conocimiento objetivo. El cálculo racional, medible, exacto y preciso
de la ciencia cartesiana obligó a dominar y ocultar las pasiones, y a ejer-
cer control sobre los sentidos, las emociones y los afectos. Esta escisión
constitutiva de la modernidad hizo creer que las dos polaridades, razón
y afectos, son dos caminos impermeables, ajenos e independientes, que
la racionalidad es la única vía acertada para acceder al conocimiento, y
que los afectos son un aspecto relativo a la vida privada y al universo de
las creaciones artísticas.
El paradigma racionalista dominante nunca aceptó que la afectividad
permea toda forma de racionalidad, que ser racional es al mismo tiempo
un asunto afectivo, y que no existe ningún pensamiento o conocimiento
libre de sensibilidad y afectividad. Esta afirmación es fundamental para el
argumento de este libro, pues los ecocidios, la devastación de la tierra, la
erosión de la vida, la instauración de los proyectos de muerte, el saqueo
de la trama natural, no son acciones irracionales, sino actos en donde
se imbrican de manera enmarañada la razón y la afectividad. A pesar de
que suele enjuiciarse el imperio de la razón al servicio de la explotación
científico-técnica del mundo como el sustento del colapso civilizatorio
contemporáneo, es necesario advertir que esa razón instrumental está
inevitablemente asociada a una lógica afectiva. Porque los procesos ra-
cionales que cosifican y explotan las tramas vitales no pueden generarse
sin un orden de los afectos, sensaciones, sentidos y sentimientos; por-
que la razón, sencillamente, es inviable por fuera de una lógica en la ex-
periencia afectiva. De ahí que el colapso civilizatorio de nuestro tiempo
sea un problema fundamentalmente afectivo, y que la crisis ambiental se
sostenga en una forma muy particular de pensamiento amalgamado con
un orden de la vivencia sensible.
Por eso más que “seres racionales”, como nos ha hecho creer la tradi-
ción positivista, somos, en las palabras de Emma León (2011), una “afec-
tividad encarnada”, una materialidad corporizada que no permite divi-
siones entre la mente y el cuerpo, la cabeza y el corazón, la razón y los
sentimientos. Lejos de la escisión platónica y cartesiana en la que se apoya
la episteme moderna, la encarnación afectiva es continuidad, mezcla, en-

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PREFACIO

trelazamiento, implicación; es el lugar donde se conjugan la racionalidad


con las afecciones del cuerpo, la consciencia y la inconsciencia, las apre-
ciaciones, las sensaciones, las percepciones, los apetitos, las estimaciones
cognitivas, los humores, las valoraciones, las emociones, las temperancias
y los sentimientos (León, 2017).
Cuando Pascal decía que “el corazón tiene razones que la razón no
entiende”, de alguna manera sugería que la constelación afectiva opera
bajo una lógica y un orden difícil de discernir (Scheler, 2003). Por supues-
to, el pensamiento y la razón intentan explicar con palabras la inmensa
complejidad senti-mental en la que se anudan afecciones conscientes e
inconscientes, sensaciones, deseos, humores, impulsos y percepciones
(León, 2017); pero es probable que “las razones del corazón” estén le-
jos de coincidir con las palabras con las cuales justificamos nuestros ac-
tos. ¿Qué razones del corazón son las que explican la erosión planetaria?
¿Cómo entender los afectos que impulsan la desintegración ecosistémica?
Las respuestas, sostenemos, emanan de un orden afectivo envuelto en
urdimbres culturales, engranajes lingüísticos, constelaciones estéticas
y relaciones de poder que ofrecen las razones al corazón que la razón no
entiende. Porque la extinción, el escaldamiento de las fuerzas vitales, la
relación destructiva, la remoción de la tierra viva, son actos racionales
guiados por un orden sensible que vale la pena comprender.
Este ensayo de ética ambiental intenta abordar precisamente el pro-
blema ambiental desde los registros afectivos, la sensibilidad, los senti-
mientos, la experiencia sensitiva y la estética a partir de lo que denomi-
namos afectividad ambiental. Para tal fin nos valemos de la ética de Baruch
Spinoza, de la tradición fenomenológica y psicoanalítica, de los estudios
estéticos y del pensamiento ambiental latinoamericano. Con este libro
queremos dar cuenta de que construir una salida ética requiere de una
transformación afectiva colectiva, es decir, una transformación que parta
del poder del cuerpo y del entendimiento sensible de concebirnos como
cuerpos entre otros cuerpos. La respuesta ética ante la guerra que le he-
mos declarado al mundo, exige atender la anestesia ante la destrucción,
la insensibilidad del cuerpo ante la muerte, el desafecto ante la devas-
tación: acaso el mayor poder de este sistema que causa tanto dolor para
tantos, un dolor que no puede sentirse como dolor, ni como ira, ni como

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PREFACIO

indignación, porque esta civilización nos ha hecho insensibles, ha dete-


riorado el contagio empático, ha hecho que la potencia de actuar ante la
destrucción se debilite. Cultivar la sensibilidad de forma común, implica
ir en otra vía: que nos enseñemos a ser tocados por la emoción de otros
cuerpos, que volvamos a recobrar la confianza en nuestros sentidos, que
irrumpamos en el lenguaje, y lo llenemos de tierra, que abramos nues-
tra percepción sensible adormecida por los artefactos de la civilización
industrial, y que despertemos nuestros afectos a través del contacto con
los diversos modos de vida.
En este trabajo no pretendemos hacer una revisión de los importan-
tísimos aportes de ética ambiental que se han escrito por muchos pensa-
dores en diferentes partes del mundo, entre los cuales sobresalen figuras
como Aldo Leopold, Baird Callicott, Ricardo Rozzi, Holmes Rolston, Anna
Peterson, Bryan Norton, Stephen Gardiner o Leonardo Boff. Tampoco pre-
tendemos plantear debates axiológicos, deontológicos o teleológicos de la
ética formal. Este más bien es un intento de pensar desde otras coordena-
das, otras referencias, otros lugares de enunciación, que pongan la afecti-
vidad como el marco referencial para pensar sensible y estéticamente este
cementerio de cuerpos y almas creado por esta civilización desbocada.
El libro se divide en cinco capítulos. El primero de ellos plantea una
propuesta teórica para pensar “lo ambiental” desde lo que denomina-
mos como epistemo-estesis: una forma de conocimiento desde la piel, el
contacto y los sentidos, en clara alusión a la pensadora Patricia Noguera.
Partimos con un breve recuento de una clásica discusión de la epistemo-
logía ambiental sobre los monismos y dualismos ontológicos, para dar pie
luego a nuestra propuesta epistemo-estética. En particular, problema-
tizamos algunos abordajes teóricos que cuestionan de forma atinada las
dicotomías cartesianas, pero que, a nuestro entender, continúan plan-
teando el problema ambiental desde dos órdenes: el de la cultura y el de
la naturaleza, lo humano y lo no-humano. Creemos que es posible abrir
una vía media que abandone toda dualidad cartesiana y platónica, evi-
te borrar las diferencias, tenga muy en claro las especificidades del or-
den simbólico humano, como lo hacen estas epistemes ambientales, pero
que, al mismo tiempo, nos entienda como multiplicidades, cuerpos entre
cuerpos, mundos entre mundos, pieles entre pieles, todos encontrán-

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PREFACIO

dose en una red semiótica y lingüística mucho más amplia a la humana.


La propuesta que hacemos, de la mano de Spinoza, consiste en imaginar
una ética ambiental corporizada, basada en las relaciones entre sensibles,
y sustentada en los afectos, la sensibilidad, lo sentido y los contactos.
Nos interesa entender la ética como aquel poder que emerge cuando nos
sabemos afectados por el encuentro con los seres sensibles del mundo.
Consideramos que esta forma epistémica de tratar “lo ambiental” nos
ayuda a concebir una ética que se descubra a través de la exploración de
la afectividad y el despertar de la experiencia sensible.
En el segundo capítulo continuamos nuestra propuesta, apoyán-
donos en los análisis fenomenológicos de las capacidades cognitivas y
mentales del ser humano, para indagar de qué manera nuestras afeccio-
nes, emociones, mentes, y sistemas sensoriales y motores, se implican
íntimamente con las sensibilidades y estados emotivos de los lugares en-
tre los cuales habitamos. En específico, abordamos la empatía entendida
como la condición de posibilidad para experienciar la propia corporalidad
envuelta en sus estados afectivos por el estado sensible del lugar habitado.
Lo que el cuerpo puede, sustentamos, depende de las capacidades de la
experiencia sensible, de las habilidades sensomotoras y las características
concretas del lugar habitado.
La noción de empatía ambiental nos sirve para decir que el afecto empá-
tico es el pegamento, la sustancia, la mielina que conecta los distintos tipos
de cuerpos a medida que interactuamos con ellos. Gracias a esta capacidad
biológica podemos sintonizarnos y entonarnos con la emocionalidad de
un mundo vivo, sintiendo su emoción en nuestro propio cuerpo, una vez
aprendemos a prestar cuidado a una tierra de la que somos integrantes. Para
nosotros la empatía ambiental es una inter-empatía de muchos seres to-
cándose en sus trayectorias vitales, en una ecología de inter-sensibilidades.
Por ello habitar no es permanecer en espacios pasivos, sino estar acogiendo
en nuestra experiencia sensitiva las múltiples afecciones, sensibilidades y
sentimientos de un lugar expresivo que nos escucha y nos habla. Somos
seres en permanente estado de corporización, amparados en un lenguaje
de la tierra compuesto de sensibilidades, estéticas, empatías e intuiciones.
El tercer capítulo continúa está discusión, aterrizándola en la feno-
menología de los saberes ambientales de los campesinos, pescadores,

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PREFACIO

pastores e indígenas, alrededor del mundo. Creemos que la exploración


de los saberes vernáculos ofrece una perspectiva pragmática para com-
prender cómo los pueblos en su cotidianidad, a través del contacto di-
recto con los seres del mundo y su involucramiento corporal, han com-
prendido qué tipo de mezclas, relaciones, estéticas y composiciones se
requieren para permitir la reproducción de la vida, y qué otras pueden
implicar la desarmonización de las relaciones de un territorio. En particu­
lar nos concentramos en el criterio estético y perceptual que subyace a
este tipo de saberes.
Aseguramos que una de las características principales de los saberes
ambientales es el afinamiento agudo de los sentidos para conocer las pro-
porciones, los equilibrios y demás configuraciones de lo conveniente, así
como la seguridad de todo aquello que se encuentra desproporcionado y
no es apropiado para el lugar. Esta empatía ambiental ha sido cultivada
a través de la relación directa con el lugar, por la cual los pueblos apren-
dieron el arte de sintonizar con los estados afectivos y las composiciones
estéticas del mundo en el cual moran. Lo apasionante de retomar los sa-
beres vernáculos es que ayudan a nutrir una ética ambiental de otro tipo,
por su capacidad de enseñar el criterio de la moderación y la suficiencia,
el balance correcto entre las acciones propias y las acciones de otros cuer-
pos, y la confianza estética de que algo marcha bien cuando se ve bien,
cuando se escucha bien, cuando huele bien o cuando sabe bien.
En el cuarto capítulo afirmamos que una ética ambiental también
debe valerse del lado oscuro. Somos seres emocionales que nos enfu-
recemos, y que causamos dolor y crueldad. La afectividad no solo es el
amor, la ternura o la alegría; también lo es el odio, la envidia, el orgullo,
el ego. Pensar que una ética ambiental nos llevará de manera inmediata y
para siempre a un comportamiento adecuado, es una quimera peligrosa.
Nuestra propuesta no busca la perfectibilidad humana, sino pensamos en
una ética contextual, basada en los saberes ambientales, que al mismo
tiempo nos reconozca como seres depositarios de una sombra colectiva,
de una pulsión de muerte, de modo que con ambas fuerzas podamos lle-
gar a un tipo de acuerdo que posibilite sostenernos en un deseo de vida.
Para abordar esta dimensión oscura de la que somos hospederos, acu-
ñamos el concepto de régimen de la afectividad. Con esta noción queremos

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PREFACIO

nombrar aquel sistema de poder por medio del cual se crea el esquema de
referencia que nos orienta ante qué reaccionar sensiblemente y ante qué
ser indiferentes; cuáles elementos se permite amar y ante qué otros se
debe permanecer anestesiado. Examinamos algunas estrategias que van
configurando las “ecologías de la crueldad”: aquel entramado ominoso por
medio del cual el sufrimiento que causamos a los seres humanos y a otros
seres vivos se ensamblan de forma íntima. A través de varios ejemplos,
mostramos cómo el régimen de la afectividad teje equivalencias sensibles
para la comisión de actos crueles, los cuales resultan especialmente claros
en la estrecha asociación entre violencia contra los animales y la guerra.
Asimismo, consideramos la importancia de estudiar el orden discursivo
moderno y su capacidad de modificar la sensibilidad. Aseguramos que las
convenciones verbales suministradas por la ciencia y la economía inter-
vienen los modos comunes de hablar de la gente, dando guía a la afecti-
vidad en los términos antropocéntricos que tanto le convienen a la obra
predatoria. Pensamos que la mejor manera para reorientar las sensibili-
dades colectivas, según el proyecto de la devastación moderna, es des-
pojarle la lengua de la tierra al discurso humano, expropiarle los saberes
ambientales, su sesgo estético, y la afinación con los sentidos del lugar,
de modo que las energías destructivas vayan guiando la afectividad, hasta
hacernos incapacitados empáticos.
El libro finaliza abordando el tipo de respuesta política que, a nuestro
juicio, es indispensable para desestructurar el régimen de la afectividad,
desnormalizar la ecología deseante, y desmontar los discursos antropo-
céntricos que convierten el mundo en una colección de objetos inertes
y desprovistos de alma. Consideramos que no hay forma de disputar la
hegemonía al capitalismo si no nos desacomodamos de este régimen de
la afectividad y territorializamos una afectividad ambiental. Difícilmente
podremos lograrlo si no entendemos primero la sofisticada manera de
cómo el capitalismo crea sentidos y moviliza el deseo, según lo ha expli-
cado la teoría psicoanalítica. Nuestra hipótesis de trabajo acá es que para
emprender esta empresa, deberemos entrar en una competencia directa
por el deseo con el capitalismo, creando otras identificaciones imaginarias
capaces de reproducir constantemente la vida como pulsión. Debemos
aprovechar el hecho de que una de las mayores contradicciones de las

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PREFACIO

ecologías de la crueldad y muerte es que activan el impulso de vida, como


se evidencia en diversas luchas de los pueblos por la defensa de la vida y
sus apuestas por otro modo de vivir.
Esos antagonismos en contra de las pulsiones de muerte que irrum-
pen como una suerte de fisura rebelde al interior del sistema, y que afir-
man el deseo de vida, tienen una característica fundamental: requieren de
la estética como una condición esencial para hilvanar su ética ambiental.
Este es el recurso a mano que, como enseñan los saberes ambientales de
los pueblos, ayuda a saber lo que “está bien” para el lugar gracias a que
los sentidos así lo indican. Los registros estéticos son los que informan
las acciones éticas que deben seguirse; son los que hacen sintonizar la
experiencia sensitiva, los afectos y los pensamientos para saber lo que
más le conviene al lugar, para entonar con los gustos de los seres sensi-
bles del mundo.
Es importante aclarar que la intención del texto es esbozar algunas
ideas y puentes entre la estética, la ecología política y la ética ambiental.
Lejos de cerrar o agotar temas, el objetivo es abrir discusiones, desplegar
algunos diálogos posibles, y enunciar algunos elementos de análisis para
profundizar en un eventual programa de investigación. Los conceptos
propuestos a lo largo del libro son tan solo una provocación, una invi-
tación a explorar algunas intersecciones entre distintas tradiciones del
pensamiento que hasta el momento se han abordado de manera parcial.
Varios aspectos de la obra quedan a la espera de ser elaborados con más
detalle, profundidad y rigurosidad en trabajos posteriores. Los dejamos
como elementos abiertos con potencialidad de ser atendidos por un campo
de estudios en torno a lo que nosotros denominamos afectividad ambiental.

***

Queremos aprovechar este prefacio para agradecer a Pierre Madelin, Ni­


co­lás Jiménez, Jorge Wilson Gómez y Andrés Felipe Escovar, quienes tu-
vieron la enorme gentileza de leer el manuscrito y hacernos correcciones,
críticas y atinadas sugerencias que nos permitieron mejorarlo de forma
considerable. Por supuesto, las omisiones, fisuras y problemas que per-
sisten son de nuestra entera responsabilidad. También expresamos nues-

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PREFACIO

tra gratitud a Julián Toro por su bello diseño de portada, y a Laura López
de Fomento Editorial de ecosur y a Edgar García Valencia de la editorial
de la Universidad Veracruzana por sus gestiones para publicar el ensayo.
También quisiéramos describir de manera breve los espacios que po-
sibilitaron el surgimiento de esta investigación. El primero de ellos es el
hermoso grupo en Pensamiento Ambiental de la Universidad Nacional de
Colombia, sede Manizales, en el que participa el coautor principal de este
libro desde 2012. Desde aquel año hemos venido haciendo colaboracio-
nes de distinto tipo, realizando intercambios, apoyando tesis y estancias
académicas, impartiendo conferencias y creando despliegues escritura-
les en las claves abiertas por la maestra Ana Patricia Noguera. Este ensa-
yo es una voz más que se une a la polifonía de este vibrante colectivo de
colegas y amigos.
De otro lado, tres seminarios de posgrado cursados formalmente por
la autora en la Universidad Nacional Autónoma de México entre 2014 y
2105 fueron determinantes para dar sustento teórico al texto. Nos refe-
rimos a los cursos “Arte y cultura: el orden sensible de los afectos”, im-
partido por la fenomenóloga Emma León; así como “La ética en Lévinas”
y “Altruismo, empatía y comprensión”, ambos dictados por el profesor
Pedro Enrique García, en la Facultad de Filosofía y Letras de esa casa de es-
tudios. Gracias a estos seminarios, atendidos a menudo en pareja, pudimos
ocuparnos de profundizar en detalles de la empatía, la ética spinoziana
y, en general, de los engranajes filosóficos relacionados con los afectos,
la sensibilidad y la estética. La puerta abierta por dichas perspectivas fue
fundamental para nuestros trabajos posteriores, destacándose entre ellos
una tesis de maestría en humanidades sustentada en 2019 por la coauto-
ra en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, sobre la afectividad
de las personas que intentan fugarse de lo establecido y vivir de modos
alternativos en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas (Toro, 2019), y
el libro Ecología política de la agricultura. Agroecología y posdesarrollo, en
especial el capítulo dedicado al gobierno de los afectos (Giraldo, 2018).
Otros acercamientos teóricos han venido más bien de manera autodidac-
ta, como lo es el estudio de las ciencias neurobiológicas de la cognición
desde el enfoque de la fenomenología y algunos aspectos del psicoanálisis
que desde hace mucho tiempo han llamado con fuerza nuestra atención.

19
PREFACIO

Esta investigación se basa, además, en el trabajo desarrollado por el


coautor en torno a la agroecología, lo que ha permitido entablar un diá-
logo fructífero entre elucubraciones que pueden abrumar por su carácter
excesivamente teórico, y elementos muchísimo más prácticos, los cuales
han sido aprendidos del campesinado agroecológico y de comunidades
indígenas durante los últimos quince años en Colombia y México. Esta
ha sido la base empírica para mostrar cómo la ética ambiental no es una
ensoñación de escritorio, sino una acción pragmática para muchas per-
sonas, aun con las contradicciones inherentes de la experiencia humana.
Asimismo, las opiniones aquí vertidas deben mucho a nuestra propia
experiencia personal como aprendices de prácticas ecológicas en el lugar
donde residimos desde hace cuatro años. No queríamos hacer una inves-
tigación bibliográfica despojada de la experiencia sensible, pues estamos
seguros de que solo es posible entrar al mundo afectivo desde la propia
sensibilidad, incluyendo la propia participación; abriéndose a la propia
experiencia íntima, e investigando en primera persona los propios senti-
dos y el poder de la estética. En ese orden de ideas estamos convencidos
de que nuestra casa ubicada en un entorno rural, con los árboles que la
abrazan, las plantas del jardín, las abejas, mariposas y colibríes visitan-
tes, el pequeño huerto con sus hortalizas y plantas medicinales, la lluvia
cosechada y limpiada en el humedal ubicado al lado de nuestro dormito-
rio, la composta y sus lombrices, los caballos y ovejas que pastan a nues-
tro alrededor, así como el bosque de encino que solemos caminar con la
compañía de nuestros tres perros, no solo nos han dado la mayor lección
de filosofía, sino que han sido los mejores medios para explorar el afina-
miento de nuestros sentidos, la magia de los encuentros entre cuerpos y
la fenomenología de los saberes ambientales.
Este libro lo terminamos de escribir en abril de 2020, cuando más de
la mitad de la población del mundo estaba confinada en sus hogares por
la pandemia causada por el covid-19. En estos días difíciles para muchas
personas, el planeta experimentó un respiro de nuestras acciones indolen-
tes. Las fábricas se paralizaron, los carros se quedaron en sus cocheras, la
sociedad suspendió sus frenéticas obsesiones de consumo, los habitantes
de las megalópolis volvieron a ver el horizonte azulado hasta antes cu-
bierto por la nata gris de la contaminación carburante, el calentamiento

20
PREFACIO

global se redujo, los ríos recobraron su apariencia cristalina, y, como en


los cuentos, de repente, ciervos, zorros, jabalíes, monos, pumas, patos,
cisnes y otros animales olvidados por nuestros hábitos tóxicos empe-
zaron a verse recorriendo las ciudades, recuperando espacios que hasta
hacía apenas unos días lucían para ellos tan amenazantes y tan mezqui-
nos. En aquellos mágicos días, gracias a nuestra ausencia, la fuerza de la
vida recobró súbitamente sus ciclos y sus ritmos, haciéndonos recordar,
con sus gestos afectivos, que nuestras alucinaciones de dominación, que
nuestra autoveneración por los ruidosos artefactos que diseñamos y por
la pulsión frenética por enrarecer la vida, no es más que un espejismo
capaz de ocultarnos nuestra insignificancia, nuestra pequeñez en la fina
película de la atmósfera terrestre. A la escala no de meses ni años, sino de
tan solo unos días, el soplo de la vida regresó tan plácidamente con sus
ordenamientos estéticos y sensibilidades a recordarnos nuestros límites,
las fuerzas que nos rebasan, la fragilidad de nuestro puesto en el cosmos,
a decirnos, en su propia lengua, que solo basta que un buen día decida-
mos suspender esta manera de vivir y reorientar radicalmente nuestra
habitación en el mundo.

21
CAPÍTULO 1

EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL:
LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

Diré que los cuerpos pueden casi todo.

Michel Serres, Variaciones sobre el cuerpo.

En este primer capítulo queremos partir de la epistemología am-


biental para aproximarnos a una ética que nos permita emocionar con
asombro y respeto ante la vida, despertar la potencia ante lo sentido, y
habitar poéticamente al reconocernos como cuerpos deambulando que
se encuentran con otros cuerpos. Para ello comenzamos problemati-
zando tanto la episteme moderna, como otras propuestas asociadas al
pensamiento ambiental, a través de una discusión sobre los dualismos y
los monismos ontológicos. En particular nos preguntamos si es posible
abrir una vía media que abandone toda dualidad y evite, al mismo tiempo,
borrar las diferencias. Con ese cuestionamiento examinamos críticamente
el concepto de la “epistemo-logía”, con lo que tiene asociado a un “logos”
racionalizado, sin afecto, sin sensibilidad; y lo “ambiental”, entendido
como lo relativo al entorno, en oposición a lo humano y social, para ofrecer
una propuesta desde las multiplicidades, los cuerpos entre cuerpos, y los
encuentros entre alteridades radicales.
La pregunta que nos hacemos —en consonancia con la apuesta abier-
ta por la filósofa Patricia Noguera— es si es posible abrir, más allá de una
epistemología, una epistemo-estesis, que ponga en un primer plano las
sensaciones, la sensibilidad, los sentidos y los afectos. Así mismo, si po-
demos imaginar una ética ambiental que parta desde la piel y los con-
tactos. Un ethos que se emprenda desde nuestro propio cuerpo sensible,

23
CAPÍTULO 1

entendido como el territorio desde el cual el universo es sentido y habi-


tado. Nuestra intención es contribuir a la estetización del pensamiento
ambiental, al reconocer que el encuentro en lo que llamamos “ambiente”
no se da entre sujetos, y menos entre sujetos y objetos, sino entre pieles,
entre membranas diversas que se tocan, en un enlazamiento afectivo de
cuerpos compuestos de múltiples mezclas, que experiencian su universo
gracias a su afectividad encarnada. Queremos continuar un camino abier-
to por muchos pensadores ambientales en los cuales nos apoyamos, para
imaginar cómo favorecer un contacto amoroso con los seres sensibles del
mundo y contribuir con ello a una estetización del habitar.

Más allá de los dualismos y los monismos1


La epistemología ambiental ha insistido en que la crisis ambiental es una
crisis ontológica, una consecuencia de la forma en como entendemos
nuestro ser y la relación con el resto de los seres que se deriva de esa mis-
ma concepción. En términos generales, corresponde a una comprensión
en la que nos ubicamos en la escala más alta de las manifestaciones del
ser, imaginando al resto de los entes como objetos inertes, recursos dis-
ponibles a nuestra entera disposición. En la filosofía esta separación del
ser humano y el resto de los seres ha sido atribuida al pensamiento meta-
físico que se remonta a Platón, y que se consolida en la modernidad con
el positivismo cartesiano. Esta tradición ha realizado una separación en-
tre el sujeto y el objeto, la cual parte de la noción según la cual el mundo
“es” de cierto modo un mundo objetivo, y de ahí se deriva que el cono-
cer consista en que el sujeto se haga una idea que se adecue de manera

1 Las ideas expuestas en este capítulo fueron presentadas el 21 de marzo de 2019


en el evento “Naturaleza en perspectiva: Ética, política y epistemología en la
razón ecológica contemporánea”, de la Pontificia Universidad Javeriana, y luego
publicadas en un dossier de la Revista de Investigación Agraria y Ambiental (Giraldo,
2020). Agradecemos a Nicolás Jiménez y Carlos Hugo Sierra por la invitación a
participar en ambos espacios. Esta versión amplía considerablemente la discu-
sión.

24
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

fidedigna al objeto. De hecho es posible alcanzar “la verdad” en cuanto


más certeramente se represente ese objeto que se desea conocer. Para la
epistemología positivista, la existencia de las cosas es independiente del
sujeto, y, en consecuencia, es posible conocer el mundo “tal cual es”. De
hecho, entre más distancia exista entre el sujeto conocedor y el objeto
conocido, mayor será la objetividad.
El pensamiento ambiental asegura que con esa división constitutiva
del pensamiento moderno, por un lado, el ser humano llegó a represen-
tarse a sí mismo como centro del mundo, como poseedor de todo cuanto
existe a su alrededor, mientras que, por el otro, acabó por concebir lo que
él llama “naturaleza” como un objeto inerte, un recurso disponible y una
cosa dispuesta a ser manipulada por la ciencia y la técnica (Heidegger,
1996). El pensamiento ambiental también ha asegurado que la ontología
moderna no solo se caracteriza por la separación sujeto/objeto, sino que
es un tipo particular de ontología caracterizada por otras díadas polares
como lo son: mente/cuerpo, cultura/naturaleza, razón/afectos, civiliza-
do/primitivo, masculino/femenino, secular/sagrado, individuo/comu-
nidad, humano/animal (Plumwood, 2002, 2005). El problema, ha dicho
Arturo Escobar (2013), no es tanto que existan los dualismos, pues mu-
chas otras tradiciones desde el taoísmo, el budismo, y buena parte de los
pueblos indígenas, en distintos continentes, han basado sus ontologías
en dualidades interconectadas bajo el principio de la complementariedad.
El problema es que en la modernidad la primera parte de los dualismos
—el sujeto, la mente, la cultura, la razón, lo civilizado, lo masculino, lo
secular— se separa y se sitúa en una posición de superioridad frente a la
parte subordinada del binarismo —el cuerpo, la naturaleza, los afectos,
lo primitivo, lo femenino, lo sagrado.2

2 El pensamiento ambiental por tal razón, ha dicho Val Plumwood (2002, 2005),
no es entonces un tipo de saber enfocado exclusivamente en defender la natu-
raleza no-humana —las plantas, los animales, los ecosistemas—, sino un tipo de
ontología política que defiende los aspectos reprimidos de la dualidad: la afec-
tividad, la sensibilidad, la intuición, la espiritualidad, la feminidad, el cuerpo, y
todos aquellos atributos asociados con “la naturaleza”, ubicados en un nivel de
inferioridad, y por tanto susceptibles de ser explotados y dominados.

25
CAPÍTULO 1

Es entonces bien reconocido por el pensamiento crítico que la crisis


ambiental no es un problema de carácter geológico o ecológico, sino un
entuerto civilizatorio producido por un tipo particular de ontología, ge-
nerado por el pensamiento ontológico y sus escisiones constitutivas (Leff,
2018). Una crisis o colapso que emerge como consecuencia de una ontolo-
gía basada en el “yo” moderno, y la creencia de que el mundo está com-
puesto por muchos “yoes” separados entre sí —la humanidad compuesta
por la suma de sus individuos—, pero separados de lo demás, de los otros
seres del mundo —el resto: la naturaleza—. De aquella autodetermina-
ción fragmentada surge una ética del saber que consiste en desocultar la
verdad mediante la ciencia para luego intervenir y manipular lo conocido
con el auxilio técnico, vencer la escasez, y cubrir lo que la economía ha
dictado como necesario para uno solo de los seres sensibles de la Tierra.
De este diagnóstico de la crisis ambiental surge un coro de voces del
pensamiento encaminadas a superar la ontología dualista y caminar ha-
cia otras ontologías conectadas a los entramados de vida. Esa es la base
que aglutina a la mayoría de pensadores ambientales, quienes en distintas
partes del mundo, denuncian la escisión, e intentan proponer salidas on-
tológicas, epistémicas y éticas relacionales, ante la devastación que surge
como síntoma de la concepción de nuestro ser separado de la naturaleza.
Una de las más conocidas de esas voces es la de Arne Naess (2007),
y su propuesta de ética ambiental denominada ecología profunda, cuya
apuesta consiste en hacer una operación de sutura, borrar la disyunción,
y proporcionar una solución en términos de la identificación del “yo” con
la naturaleza. Para los adherentes a esta ética ambiental, es necesario su-
perar la separación de los seres humanos y la naturaleza —dado que no
puede existir división ontológica entre dos reinos: el humano y no hu-
mano—, y es urgente entender el universo como un todo interconectado
y sin fisuras. Los ecólogos profundos sostienen que debe abandonarse la
separación, remplazar la escisión por un entendimiento holístico, partir
del hecho de que todo está interrelacionado y es interdependiente de lo
demás, y entrar en un proceso de unificación, al entender que todo cuan-
to existe en realidad es “parte de”, y es indistinguible de lo demás (Fox,
1984). Afirman que el autoentendimiento como seres interrelacionales, y
la identificación del “yo” con la totalidad, es la base para que se impulse

26
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

el cuidado, no por altruismo, ni por un “deber ser” moral, sino porque el


cuidado de lo demás hace parte del interés de la propia existencia.
Si quisiéramos hacer una arqueología del holismo en la filosofía oc-
cidental, tendríamos que remitirnos al pensamiento de Baruch Spinoza,3
quien planteó una vía opuesta al dualismo cartesiano. Spinoza (2011) im-
pugnó la idea de que podíamos poner a los seres humanos separados del
reino de la naturaleza, como si se tratase de “un imperio dentro de otro
imperio” y no como la naturaleza misma. Muy al contrario, para él solo
existe una sola y única substancia absolutamente infinita, y lo que lla-
mamos criaturas, no lo son; son tan solo modos o formas de existencia
de aquella sustancia. Todos los existentes no somos en realidad seres sino
entes, maneras de ser de esa sustancia (Deleuze, 1980). Se trata, sin duda,
de una visión que podría ser comparable a la de otras tradiciones como el
taoísmo de Lao Tse, o algunas ontologías de los pueblos ancestrales del
Abya Yala.4 Por cualquiera de los caminos, estas fuentes han sido buena
base para la inspiración de algunos pensadores ambientales, quienes han
pretendido superar el dualismo cartesiano mediante una visión holística
del mundo. Entre ellos no solo están los exponentes de la ecología profun-
da, sino otros autores, entre los cuales vale la pena resaltar el pensamien-
to complejo de Edgar Morin (1986), la trama de la vida de Fritjof Capra
(1998), la teoría de Gaia de James Lovelock (2007), el postestructuralismo
de Gilles Deleuze y Félix Guattari (2004), o la antropología ambiental de
Descola y Pálsson (2001) o Viveiros de Castro (1998).
Este tipo de posturas que buscan la reunificación en un todo orgánico
han sido cuestionadas por algunos pensadores, quienes han dado buenos

3 Para profundizar la relación entre la ética de Spinoza y la ecología profunda, véase


Naess (1980).
4 Por ejemplo, para los pueblos tzeltales de Chiapas, México, existe la concepción
del ch’ulel, el cual, según López-Intzín es el corazón-alma-espíritu-conciencia
que lo anima todo, que lo energiza todo. Según estos pueblos, todo ser tiene
ch’ulel: “El ser humano, las plantas, los animales, los minerales, los cerros, los
ríos y todo lo que existe en el universo tiene Ch’ulel- ch’ulelal. Por lo tanto todo
tiene su propio lenguaje y habla, siente, llora, su corazón piensa” (López-Intzín,
2015, p. 190).

27
CAPÍTULO 1

argumentos sobre los peligros que conlleva que el dualismo ontológico —la
separación ser humano y naturaleza— se solucione mediante un monis-
mo ontológico, es decir, a través de su unificación. Entre los críticos más
agudos vale la pena mencionar a la ecofeminista Val Plumwood (2002),
quien coincide con los ecólogos profundos en que es necesario superar
los dualismos; de hecho gran parte de su obra trata sistemáticamente
sobre ellos. Sin embargo, asegura, no es necesario, ni deseable, tratar de
asimilar al Otro, borrando su distinción y diferencia. Según la filósofa
australiana, para superar el dualismo es necesario mantener un equilibrio
entre la continuidad y la diferencia, pues la dialéctica entre la conexión y
la alteridad es la clave para una interacción no instrumental. Plumwood
sostiene que la pérdida de tensión entre lo diferente y lo semejante ha sido
una de las características principales de la historia de la colonización. El
proceso siempre ha sido el mismo: devorar al otro, negar su diferencia e
incorporarlo en un proceso totalizador.
Plumwood (2002) afirma que existe una enconada arrogancia cuando
no se respetan los límites ni se reconocen las diferencias, que, en últimas,
son la base del respeto. Claro que se debe reconocer la continuidad huma-
na con el mundo natural, asevera, pero también reconocer su distinción,
e incluso su independencia de nosotros, y la distinción de las necesidades
de la naturaleza con respecto a las nuestras. Para Plumwood no es útil, y
ni siquiera necesario, hacer una fusión para superar las dicotomías, pues
la ética del cuidado que promueve el ecofeminismo requiere también to-
mar distancia y reconocer la diferencia, de modo que al otro no se le vea
como una proyección del sí mismo. Su propuesta consiste entonces en
avanzar hacia un tipo de ética que permita tanto la continuidad como la
diferencia, y evite la abstracción, la disolución, y el desdibujamiento de
la distinción entre seres humanos y naturaleza.
Por su parte, el filósofo ambiental mexicano, Enrique Leff (2004, cap. 2)
también ha hecho una crítica al monismo ontológico, aunque en diálogo con
el ecoanarquista Murray Bookchin (1990), quien, desde otra perspectiva,
ha propuesto la combinación entre el orden ecológico y el orden sociocul-
tural. Para Leff es imposible aspirar a una totalidad unificante que funda
en una mismidad la materialidad del mundo y lo simbólico. Y ello ocurre
porque no puede desconocerse que el orden simbólico, a través de las

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EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

significaciones, el lenguaje y la organización de la cultura, tejen la vida


del ser humano, tanto en sus relaciones sociales como sus relaciones de
poder, y que ellas de ninguna manera pueden subsumirse dentro de un
orden unificante. Leff abreva en Lacan para decir que no hay nada menos
natural que el sujeto y la consciencia, el deseo y el orden simbólico. Por
esta razón es inútil intentar hacer una fusión y confusión entre ambos
órdenes; es imposible disolver la separación entre lo Real y lo Simbólico,
y aspirar a una visión totalizadora y omnicomprensiva del mundo.
Recordemos que el psicoanálisis de orientación lacaniana —en el
que se asienta parte de la obra de Leff— sostiene que lo humano no tiene
nada que ver con el orden natural, obedece a reglas distintas de la natu-
raleza. Johnston (2010) ha llegado a decir que habitamos en el plano de la
anti-physis, un lugar que llamamos “cultura” (Ruiz, 2018). El sujeto tiene
que arreglárselas desde esa constitución subjetiva, es decir, desde el uni-
verso simbólico “no-natural” para encontrarse con lo Real de la physis.
Para ello construye significantes en el lenguaje cuya función es mediar
entre él y lo Real. El sujeto no tiene más remedio que crear significantes
para crear sentido de la vida, pues es ahí donde encuentra su guarida.
Cuando enunciamos la palabra “Naturaleza” o “Madre Tierra”, no es-
tamos allegando en sí mismo al mundo Real, sino ello es más bien una
designación,5 un significante que sirve para producir algo de historicidad
en el ser humano. Para Lacan existe una escisión imposible de superar, y
por tanto necesitamos de la estructura simbólica para relacionarnos con
el mundo (Ruiz, 2018).
En esta explicación psicoanalítica que reivindica la inevitable escisión
del sujeto de la naturaleza Leff se basa para cuestionar las propuestas en-
caminadas a que el divorcio entre sociedad y naturaleza pueda resolverse
por la ecologización del orden social. Leff coincide con Plumwood en que
es necesaria una ontología de la diferencia y una ética de la otredad, negan-
do la escisión cartesiana, por supuesto, pero aceptando que lo que hay

5 En la sabiduría oriental hay una frase del monje budista Nāgārjuna (2004) que
sintetiza maravillosamente esta idea: “Si hubiera identidad entre la palabra y su
objeto, el término ‘fuego’ quemaría en la boca”.

29
CAPÍTULO 1

es dialéctica: un juego de relaciones entre la cultura y la naturaleza; una


hibridación ontológica entre distintos órdenes diferenciados, el prime-
ro explicado desde una perspectiva simbólica, mientras que el segundo
desde la termodinámica como la condición necesaria para la reproducción
de la vida en la Tierra. La propuesta de Leff (2014, p. 254) es entonces no
hacer “un forzamiento monista de la diferencia ontológica”, sino reen-
cauzar el pensamiento hacia la inmanencia de la vida, a las condiciones
ecológicas del planeta, de modo que pueda fundarse “una nueva cohe-
rencia entre lo Real y lo Simbólico”.
Aunque ambos autores parten de la fragmentación metafísica de
la cultura occidental como el origen de la crisis ambiental, concuerdan
en afirmar que la vía del monismo ontológico no está libre de problemas.
Sustentan con buenos argumentos lo inadecuado que puede llegar a ser
tanto la anulación de la diferencia de la otredad, como la del orden sim-
bólico propio del animal humano.
En una vía intermedia va la propuesta del filósofo ambiental colom-
biano Augusto Ángel Maya (1996), quien anida en el pensamiento darwi-
niano y spinoziano. Al igual que Lacan, Plumwood y Leff, sostiene que
tanto el ecosistema como la cultura tienen su propio orden. De acuerdo
con Ángel Maya, las características de la especie humana evolucionaron
por un camino distinto al de las plantas y los animales, y esa ruta llevó a
esta particular especie a ser desterrada para siempre del paraíso ecosisté-
mico, y a convertirse en una criatura simbólica. Sin embargo, Ángel Maya
plantea subrepticiamente un diálogo entre Spinoza y Darwin al afirmar
que la cultura, en cuanto forma adaptativa, hace parte de la naturaleza.
Aunque ya no pertenezcamos al orden ecosistémico, ni sigamos sus le-
yes, ni pertenezcamos a algún nicho ecológico, seguimos siendo parte
de la naturaleza: emergencia de una sola sustancia inmanente de la cual
es imposible separarnos. La cultura es una prolongación de la evolución,
asegura, “un hecho tan natural como la evolución biológica”. Ángel Maya
es contundente al afirmar: “Es la naturaleza la que se convierte en cul-
tura. La cultura no constituye una intromisión extraña en el orden de la
naturaleza. Es una fase de la misma naturaleza (1996, p. 58)”. Con esa
explicación Ángel Maya evita la discusión lacaniana sobre si la cultura es

30
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

parte o no de la naturaleza, pero al mismo tiempo mantiene la distinción


entre cada uno de los órdenes.
Tenemos pues a Plumwood, Leff y Ángel Maya, defendiendo la idea
de la dialéctica entre ambos órdenes: la cultura y los ecosistemas, lo sim-
bólico y lo Real, aunque difiriendo —en el caso de los filósofos latinoa-
mericanos— en que si la cultura hace parte del dominio natural. Más allá
de zanjar este debate —el cual diferiría si lo hacemos desde la perspectiva
evolutiva o el postestructuralismo, o bien, desde la lingüística o el psi-
coanálisis lacaniano—, ambas posturas, aunque contradictorias, aportan
elementos muy importantes para la constitución de una epistemo-estesis
ambiental. No es nuestra intención hacer una síntesis conciliadora entre
ambas, lo cual no es posible ni deseable, pero lo que sí pensamos es que
es necesario tomar en serio el argumento de Leff y Ángel Maya, según el
cual el área de intervención del pensamiento ambiental debe darse en el
enjambre simbólico, en el lenguaje y sus procesos de significación, y desde
ahí crear otros procesos de simbolización, para conseguir una ontología de
la diferencia y una ética de la otredad; pero, por otra parte, estimamos ne-
cesario hacerlo desde el campo de la interrelación, la interdependencia, y
la continuidad entre todas las manifestaciones y expresiones del universo.
Para hacer este fundamental trabajo creemos que es insuficiente plan-
tear el problema desde dos órdenes: el de la cultura y el de la naturaleza.
Aunque siempre debemos tener en cuenta las particularidades humanas,
sus tejidos simbólicos, el lenguaje, y sus procesos de significación, co-
mo han insistido Lacan o Leff, opinamos que es insuficiente mantener el
dualismo ontológico, así sea en términos dialécticos o correspondencia,
complementariedad, reciprocidad, y no-jeraquía, en la medida en que
seguimos pensando el problema epistémico de la crisis ambiental desde
dos dominios: lo humano y lo no-humano.
A lo que nos referimos es que no deberíamos seguir intentando solu-
cionar las escisiones metafísicas entre las personas y el resto de los seres,
con la misma categoría de pares para hacer la relación; es decir, la invita-
ción es a no plantear el problema como un asunto de articulación entre el
ser humano, como una categoría, a un lado, y todo lo demás —ya se llame
ecosistema, naturaleza, o lo Real de la physis—, como otra categoría, al
otro. El significante “naturaleza” —tan persistente en nuestra cultura pe-

31
CAPÍTULO 1

ro tan ajena para la mayoría de culturas no-occidentales— es demasiado


amplio, omniabarcante y abstracto, como para agrupar ahí todo aquello
que no cabe dentro del orden humano. Somos proclives a seguir siendo
presos del pensamiento cartesiano cuando dividimos el mundo en día-
das, pares, binomios, en los cuales “lo humano” o “la cultura” siempre
ocupa uno de ellos, y dejamos a lo demás como otra polaridad. Aunque
la salida intermedia de Augusto Ángel Maya es interesante al incluir la
cultura como emergencia evolutiva de la naturaleza, a nuestro parecer,
seguimos dando pataleos tratando de lidiar con la otra díada propuesta:
ecosistema/cultura. Cualquiera que sea la ruta, continuamos pensando
dónde poner el orden humano en algún tipo de dualismo.
En todo caso, así como el monismo ontológico tiene sus dificultades al
negar la diferencia, obviar el estatuto simbólico propio de “lo humano”
y las condiciones termodinámicas de la vida en la Tierra, el dualismo on-
tológico basado en la dialéctica y no-jerarquía tiene el problema de seguir
concibiendo “lo ambiental” desde dos polaridades. El universo es de-
masiado grande para contener la ontología de “lo no-humano” como un
solo y único orden, y nosotros demasiado minúsculos en la inmensidad
cósmica para pretender abarcar un enorme y gigantesco orden llamado
“Cultura”. Tendremos pues que disolver la dicotomía metafísica, pero
también el monismo ontológico y la dualidad dialéctica, y partir por otro
camino, otra vía media.
Para ello necesitamos decir, de la mano de Deleuze (1973), que en
realidad la oposición metafísica cartesiana no es entre lo Uno y lo Otro
—lo humano vs. lo no-humano—, sino, entre lo Uno y lo múltiple, es
decir, “la oposición entre algo que puede ser afirmado como Uno, y algo
que puede ser afirmado como múltiple” (párr. 13). Sin embargo, aquí está
el detalle: lo humano no puede ser categorizado como “lo Uno”, dada la
multiplicidad de mundos y cosmo-existencias (Blaser, 2009) que pueblan
la tierra. No existe algo que podamos reducir a “lo Humano”, en singu-
lar, como si pudiéramos agrupar la diversidad simbólica en una categoría
universalizable como bien lo ha denunciado la antropología ambiental.
Y dado que menos aún podemos concebir “la naturaleza” como una sola
dimensión aglutinada en un solo dominio, en la medida en que por defini-
ción es múltiple, pierde sentido hacer cualquier tipo de oposición, así sea

32
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

dialéctica, entre lo Uno y lo múltiple. No hay más relación humano/natu-


raleza, y más bien podemos afirmar con el filósofo francés: “No hay nada
que sea Uno, nada que sea múltiple, todo es multiplicidades” (párr. 27).
La propuesta que hacemos, siguiendo esta argumentación deleuzia-
na, es salir por completo de los pares naturaleza y cultura, o ecosistema y
cultura, y atender con radicalidad el fenómeno de las multiplicidades. Es
decir, no partir de dos órdenes, de dos dimensiones, sino, desde el prin-
cipio, de la multiplicidad que compone la vida. Esta alternativa, además,
busca reactivar las subalteridades de la dominación patriarcal, y poner-
las en primer plano como son el cuerpo, los afectos, las sensibilidades y
lo sagrado. El reto es hacer jugar las multiplicidades sin querer borrar las
diferencias, y al mismo tiempo respetar la alteridad radical.

Multiplicidades, enmañaramientos, líneas, senderos


Las multiplicidades, han dicho Deleuze y Guattari (2004), son rizomáticas,
en el sentido de que son ramificaciones que van en todos los sentidos, y en
donde cualquier punto puede conectarse con otro punto. En las multipli-
cidades no hay sujeto ni objeto, ni dualismos. Están en cambio compues-
tas de líneas ramificándose sin principio ni fin. Pues bien, para atender
este concepto de las multiplicidades en el pensamiento ambiental, consi-
deramos que vale la pena estudiar el reciente trabajo que ha desarrollado
el antropólogo inglés Tim Ingold (2015). Aunque no se referencie en el
trabajo deleuziano y guattariano, pensamos que su elaboración sobre las
Líneas da una excelente primera imagen de lo que aquí queremos decir.
Según Ingold (2012), el ambiente podría verse como un enredo que
incluye múltiples componentes humanos y no-humanos. Para él, todas
las criaturas que componen este enredo relacional son pasajeras que se
acompañan en el mundo en el que todas están presentes, y, a través de
sus acciones y movimientos, van creando las condiciones para que otras
vivan. Lo que el antropólogo desea expresar es que, aquello que llamamos
“ambiente”, es una maraña de senderos o hilos entrelazados. Mucho más
que una relación que emerge de la relación ecosistema-cultura —como
piensa Augusto Ángel Maya—, el ambiente es un nudo de multiplicidades,

33
CAPÍTULO 1

una zona de enmarañamiento. Ingold (2012, p. 29) se apoya en el geógrafo


sueco Torsten Hägerstrand (1976), para decir que al imaginar cada com-
ponente del ambiente “incluyendo humanos, plantas, animales y cosas,
todos al mismo tiempo”, en una trayectoria continua de movimiento,
encontrándose con otras trayectorias, podemos ver cómo los diversos
componentes se van entretejiendo.
En efecto, al ilustrar ese ambiente, subraya Ingold (2015), bien po-
dríamos comenzar dibujando una línea sinuosa en un papel con un color,
asemejando una senda de movimiento de una criatura en un lugar. Pero
dado que esa criatura no está sola, tendríamos que dibujar otros trazos de
líneas, con diferentes colores cada una, que figurarían las sendas de otras
expresiones de vida que han llegado a ese mismo lugar por otros caminos.
Si fuéramos añadiendo sendas a esa ilustración colorida, poco a poco, la
imagen se iría volviendo cada vez más enrevesada. Las líneas irían entre-
lazándose, conformando un enredijo, un nudo. Pero las criaturas no se
quedan ahí, sino que más bien siguen deambulando, andando, siguiendo
sus caminos por otras rutas, y por tal razón el nudo que podemos dibujar
es solo provisional. Tendríamos entonces que imaginarnos que las líneas
van desenredándose hasta hacer otros nudos, para volverse a desenredar
y conformar nuevos nudos, y así sucesivamente. Como ese nudo gordiano
es el “ambiente”, asegura Ingold (2012): una trama conformada por hilos
de sendas de diversas criaturas y objetos que habitan un mismo lugar. Si
lo viéramos desde adentro, dice Hägerstrand (1976), uno podría ver cómo
las puntas de las trayectorias van siendo a veces empujadas hacia adelan-
te, otras veces hacia atrás, yendo de un lado para otro, en todas las di-
recciones, sintiéndonos abrazados por el tapiz a medida que se mueven.
Cada sendero dejado por cada criatura es un tipo de línea de vida.
Entre los habitantes que formamos estos senderos están incontables tipos
de seres: algunos reptando, otros caminando, unos volando, otros exca-
vando, otros nadando, otros surcando con sus flagelos en el éter, otros
moviéndose a través de sus rizomas y raíces por debajo de la tierra, otros
en las escalas temporales de las formaciones geológicas, todos ellos jun-
tos, habitando el mismo lugar. Y en ese enmarañamiento no hay fronteras
ni exteriores, pues la vida no puede contenerse. No puede cercarse. No
hay entorno que nos rodee. No existen límites, ni fronteras, sino mallas

34
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

de líneas en las que “distintos caminos se enmarañan por completo. Esta


zona de maraña, esta malla de líneas entrecruzadas no tiene exterior ni
interior, únicamente aperturas y vías” (Ingold, 2015, p. 148).
Visto en esa perspectiva, todos los componentes de esa gran trama,
continúa Ingold (2012), no son seres, sino devenires: devenires pájaro,
devenires herramientas, devenires plantas, devenires humanos, devenires
bacteria, yendo de un lado para otro, formando un gran patrón de líneas
entretejidas. No somos un orden escindido, tratando de hacer empal-
mes, sino desde siempre seres habitando junto a otros. Difícilmente po-
demos decir dónde termina una persona y dónde empieza su ambiente.
Estamos tan enmarañados en el tapiz de los senderos, que no podemos
pensarnos desde fuera, intentando acceder a “la naturaleza” —con lo
que ello tiene de asociado a la exterioridad—, y menos pensar lo no-hu-
mano como “el entorno” o “medio”. En el rizoma de la vida cada línea
está siempre moviéndose, entrelazándose con otras líneas que también
se mueven, deshilachándose aquí e hilachándose allá, tejiendo en con-
junto la gran trama de la vida.

Encuentros entre cuerpos


Esta noción de enredos y enmarañamientos en constante movimiento da
una primera imagen no del todo satisfactoria, pero sí introductoria, para
crear la epistemo-estesis ambiental. De nuestra parte, e inspirándonos en
Spinoza, el pensamiento ambiental latinoamericano de Patricia Noguera
y José Luis Grosso, la fenomenóloga mexicana Emma León, el neuro-
biólogo Francisco Varela, y la esteta Katya Mandoki, queremos seguir el
planteamiento de Ingold, pero desde la noción de cuerpos entre cuerpos.
Para empezar tendríamos que preguntar, ¿qué es aquello que sigue
senderos, caminos y rutas? ¿Qué es eso que se enreda y desenreda? Esas
preguntas nos llevan inmediatamente a la respuesta de que quien se mueve
y deambula, quien construye el ambiente como zona de enmarañamien-
to, es el cuerpo. Hablamos de los cuerpos-piedras, los cuerpos-agua, los
cuerpos-aire, los cuerpos-fuego, los cuerpos-plantas, los cuerpos-ani-
males, los cuerpos-humanos. Sin embargo, aún tendríamos que preci-

35
CAPÍTULO 1

sar: ¿qué es aquello que llamamos “cuerpo”? Para contestar ese cuestio-
namiento bien vale la pena remitirse al examen del cuerpo humano y la
pregunta sobre si el cuerpo es nuestro “yo”, tal como lo preguntan los
textos budistas del Abhidharma.
Siguiendo la explicación de Varela, Thompson y Rosch (1997, p. 89),
tratamos nuestro cuerpo como si fuera nuestro “yo”. El cuerpo es el lugar
donde están los sentidos, percibimos el mundo desde el cuerpo, “¿Pero
de veras creemos que el cuerpo equivale al yo?” Pensemos cómo la confi-
guración de nuestro cuerpo cambia permanentemente. Las células están
en constante proceso de cambio —se calcula que cada hora cambiamos
más de un millón de células de la piel— de modo que un organismo no
es el mismo ni siquiera en el mismo día, y nunca es idéntico a sí mismo.
Con los procesos de renovación celular un individuo cambia muchos de
sus componentes de una hora a otra, y, en ese sentido, no podemos decir
que sea el mismo individuo, pero, en otro sentido, tampoco es por com-
pleto distinto, en cuanto mantiene su estructura y su patrón organizativo.
Examinemos la cantidad de pequeños cuerpos que alberga nuestro
cuerpo humano. Como se ha descrito, en él habitan unos cuarenta y ocho
billones de bacterias, sesenta billones de virus, varios miles de millones
de hongos y otros millones de ácaros, los cuales reunidos, resultan mucho
más numerosos que las células del propio cuerpo. Quizá podríamos de-
cir que “tengo un cuerpo que me pertenece”, pero ¿podríamos decir que
esos cuerpos-microbios que viven en mi cuerpo me pertenecen? (Varela,
Thompson y Rosch, 1997). Pensemos ahora en el agua. Sabemos que nues-
tro cuerpo está conformado por un setenta por ciento de agua, pero ¿esa
agua hace parte de mi “yo”? La ciencia nos ha contado que cada molé-
cula de agua ha existido durante miles de millones de años. Ella vino a la
Tierra con asteroides y cometas, y desde ahí ha estado circulando a través
de rocas, animales y plantas. Antes de que esa agua constituyera la mayor
parte de mi cuerpo, estuvo dentro de océanos, lluvias, congelada en los
casquetes polares, y fue parte de bacterias y dinosaurios (Jha, 2015). Esa
agua no quedará quieta, sino que seguirá circulando una vez abandone
el cuerpo y siga su deambular, sus rutas de movimiento.

36
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

Por cualquiera de las vías,6 no hay un fundamento para decir que


exista algo en sí mismo que pueda llamarse de manera delimitada como
“cuerpo”, en la medida en la que no podemos imaginar ningún cuerpo
separado de su exterior por la frontera de su piel, o de sus escamas, corteza
o caparazón. En realidad, ¿dónde empieza y termina un cuerpo? ¿Podría
pensarse un cuerpo al margen de lo que habita y lo que lo habita? ¿Existe
un cuerpo yoico? El cuerpo quizá debamos definirlo por el conjunto de
relaciones que lo componen, no por una esencia unitaria, sino por la di-
námica de relaciones corpóreas y extra-corpóreas que lo conforman. De
hecho quizá la palabra cuerpo no sea un sustantivo, sino un verbo, un
acto. No somos cuerpo, sino que en todo momento estamos en proceso
de corporizarnos, de inter-encarnarnos a través de los distintos encuen-
tros (León, 2017). La configuración de aquello que erróneamente llama-
mos “yo” no es más que una serie de encuentros, de senderos, como diría
Ingold, de cuerpos deambulando que se encuentran con otros cuerpos,
pero que también se desencuentran para seguir otras rutas en las que se
encontrarán con otros cuerpos.
El filósofo budista Juan Arnau (2017, p. 111) nos recuerda cómo Berkeley
“aseguraba que el sabor de una manzana no reside en la manzana mis-
ma, ni tampoco en la persona que lo saborea, sino en el encuentro entre
ambas”. La manzana es el resultado de un flujo de encuentros, como la
semilla y la lluvia, los microorganismos del suelo y el árbol, la cosecha y
la mano del campesino, así como la persona es fruto del encuentro entre
sus padres, y sus gametos, y de una multitud de encuentros en su his-
toria de vida. La larga trayectoria de la manzana, diría José Luis Grosso,7
es la que nos toca, la que allega a nuestra lengua. El placer del sabor de la
manzana es el placer de la relación, no en lo que está aquí adentro —mis

6 De los libros del Abhidharma solo hemos explorado el primero de ellos que es el
del cuerpo. El resto constituye los agregados mentales, en los cuales, según la
doctrina, no existe tampoco ningún fundamento para encontrar un “yo”.
7 La potencia de la voz y el pensamiento del filósofo argentino José Luis Grosso nos
animó a pensar “lo ambiental” como un asunto de cuerpos entre cuerpos.

37
CAPÍTULO 1

papilas gustativas—; no en lo que está afuera —la piel de la manzana y


su jugo—, sino el encuentro entre ambas superficies, una relación entre
cuerpos. La manzana me toca, yo la toco. Estamos en contacto cotidia-
no con los seres del mundo, por eso dice Arnau (2017, p. 112), la persona
y la manzana son encuentros, “en una cadena cuyo origen no podemos
localizar”. Somos cuerpos entre cuerpos encontrándonos. Encuentros
energéticos, químicos, sensibles a distintas escalas: desde la escala de la
manzana y la boca de la persona, pasando por las partículas subatómicas
que le subyacen, hasta las que acontecen a la escala de las constelaciones.
Pero además de escalas diferenciadas, somos encuentros entre distintas
velocidades: desde el vertiginoso movimiento de los electrones, o el ace-
lerado ritmo de reproducción de las bacterias, hasta el lento movimiento
de un árbol a través del suelo, o las lentísimas celeridades de las piedras.
Somos entrelazamientos entre diversos tipos de cuerpos, entrecruzán-
donos por senderos dinámicos, en una relación entre escalas, velocida-
des y lentitudes.
Nuestra existencia es un inter-existir, un ser-estando, entre-estando,
fluyendo, encarnándonos, creando estados que se desvanecen, para dar
pie a nuevos estados. Con nuestros actos y los actos de otros, con nues-
tras sensibilidades y las sensibilidades de otros, estamos “acá”, transfor-
mándonos, intercambiando, trenzándonos, entre las distintas expresio-
nes de vida, interactuando al interior de un universo sintiente que nos
abarca. Spinoza enseñó que somos expresiones de vida, “vida dentro de
la vida”, como diría Emma León (2017), tutelados por las interacciones
de nuestros enredos relacionales. Lo que somos depende de lo que logra
enmarañarse, de las composiciones de muchos y diversos organismos,
cada uno de los cuales, está compuesto de otros organismos. Como mu-
ñecas rusas, nuestra vida solo es posible gracias a las vidas que llevamos
adentro (Haskell, 2012). No somos, sino que inter-somos, expresaría el
maestro budista Thich Nhat Hanh (1975).
Cuerpos entre cuerpos da cuenta de la inter-encarnación o la co-cor-
porización que surge del encuentro entre una multiplicidad de fuerzas,
energías, sensibilidades, humores, afectos que interactúan dinámica-
mente (León, 2017). Esta visión adopta una vía intermedia que toma en
serio las interdependencias del pensamiento spinoziano y la crítica a la

38
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

eliminación de la diferencia. No hay monismo, entendido como totaliza-


ción, sino encuentros entre alteridades radicales. Diferencia ontológica.
Cada cuerpo contenido en las diversas formas corpóreas, ya sea de carne
y hueso, espinas y escamas, corteza y madera, interactúa diferenciada-
mente con los cuerpos con los cuales se encuentra. La alteridad radical
y la renuncia a todo monismo totalizante radican en las especificidades
morfológicas, históricas, filogenéticas y posibilidades estructurales de
cada tipo de cuerpo.
Entonces podemos decir que la diferencia radical comienza con el
cuerpo. Pues no es igual tener “manos que garras, pulmones en lugar
de branquias, brazos en vez de alas, piel que escamas”, como asegura
Emma León (2017, p. 56). Cada quien experiencia el mundo sensible a su
modo, y vive sus procesos de co-corporización en el estar-siendo-en-
tre-otros-cuerpos. A veces amalgamándose y fusionándose, a veces se-
parándose y siguiendo nuevos senderos. Somos-siendo gracias al mo-
vimiento, al cambio, a la impermanencia; gracias a los fenómenos de
en­tre­lazamiento entre materia y energía. Los cuerpos, sus fluidos, sus
fuerzas térmicas, sus energías vitales inundan y se transmutan con otros
fluidos, otras fuerzas térmicas, otras energías vitales. La vida dentro de
la vida radica justamente en la alteridad radical que caracteriza los en-
cuentros entre los distintos cuerpos (León, 2017).
Sin embargo, es necesario señalar que los encuentros no son azarosos,
como da a entender Tim Ingold con su imagen del nudo. Ellos obedecen a
un patrón autoorganizativo que explica algunas de las regularidades que
vemos en nuestro planeta, y que se amalgaman creando las proporciones
y la belleza del flujo de la vida. Las matemáticas de Turing (1990) han mos-
trado cómo las rayas de una cebra, las manchas del jaguar, la disposi­ción
de los dedos en la mano, la espiral del caracol, la disposición de las plumas
de las aves, la ubicación espacial de los predadores y presas, las cir­cun­
voluciones del cerebro, las células ciliadas del oído, o las formas de la ve-
getación, obedecen a una interacción particular de moléculas que siguen
combinaciones reiterativas. En otras palabras: las moléculas se autoor-
ganizan y retroalimentan de manera espontánea siguiendo un repetitivo
patrón biológico. Las líneas dejadas por los senderos de Ingold, más que
enmarañamientos, son patrones autoorganizados, fractales, diseños repe-

39
CAPÍTULO 1

a e f

g h

d
i j

k l

Patrones, órdenes y estéticas de la vida


a) Dunas de arena. b) Manchas de cebra. c) Delta del Lena, Siberia. d) Pintas de
leopardo. e) Raíces de árbol. f) Arroyos que vierten a la marisma de Doñana.
g) Huracán. h) Concha de Nautilus pompilius. i) Marismas Parque Nacional
Doñana. j) Coral cerebro. k) Piel de reptil. l) Colmena de abejas.

40
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

titivos, que explican el parecido entre la piel de un leopardo y ciertas for-


maciones acuáticas; las manchas de la cebra y las crestas que se forman en
las dunas de la arena; el coral marino y las marismas; el ojo de un huracán y
la concha de un molusco; o la piel de los reptiles y las colmenas de abejas.
Los encuentros, mucho más que tropiezos fortuitos y desorgani-
zados, siguen una lógica estética. Se trata de muchos procesos que se
encuentran con otros procesos diferentes, que, al ligarse, van compo-
niendo una danza de agrupaciones y reagrupaciones que siguen una su-
cesión necesaria (Hägerstrand, 1976). Precisamente gracias a que los dis-
tintos devenires no se encuentran desorganizadamente, sino que siguen
los patrones que identificamos en las distintas formaciones biológicas y
geológicas, es que podemos percibir la belleza de nuestro planeta vivo.
El ambiente es entonces un proceso de encuentros, de entrelazamien-
tos, sí —convenimos con Ingold—, pero es un proceso autoorganizado

“¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es el Uno y el Todo? Su nombre es belleza”.


Hölderlin. Hiperión o el eremita en Grecia.

41
CAPÍTULO 1

y dinámico en largas trayectorias co-evolutivas, por las cuales se van


formando simetrías, proporcionalidades y formas repetitivas en lugares
insospechados. Así es que consideramos hermosos todos los patrones
biológicos: la simetría en las alas de la mariposa, el equilibrio en el rostro
de los animales, la combinación de los colores de las aves. La armonía que
brilla de las proporciones que surgen en las tramas de la vida.
Esta forma de pensar los misterios relacionales de nuestra Madre
Tierra contrastan con la extraña noción moderna de “naturaleza” en-
tendida como telón de fondo o exterioridad. Somos más bien senderos,
agregados de movimientos, que siguen patrones en el trasegar de los ele-
mentos y sus ciclos, del entrecruzamiento de multiplicidades de deveni-
res. La clave es que no partamos de un mundo desligado para ir luego a su
encuentro, sino entendernos desde el principio “ya siempre habitando”.
Cuando hablamos de ser humano y naturaleza, pareciese que las personas
estuviéramos en un lado y la naturaleza en otro lado. Pero la multiplicidad
que habitamos y nos habita no es un enfrente de las personas, no es un ob-
jeto exterior. No existen seres humanos y además naturaleza (Heidegger,
1994). Estamos “aquí no más” (Kusch, 1976) junto a otros, recibiendo las
sensaciones y potencias de otros cuerpos con los cuales nos encontramos.
En este magma descentrado, lo que hay es una inconsistencia ontoló-
gica: no hay centro donde señalar con el dedo, y decir “ahí está”. Parece
que se tratase de una ontología del cuerpo, pero tampoco hay fundamento
en algo en sí mismo que podamos llamar, de manera delimitada, como
“Cuerpo”. Es una ontología desparramada, vacía de todo centro, que se
distribuye por el territorio de los cuerpos “entre” otros cuerpos. Y cuan-
do decimos “entre”, estamos pensando el lugar donde coexiste lo propio
y lo ajeno. Es una invitación a pensar no solo el cuerpo, sino el puente,
que es, al fin y al cabo, el que permite que aparezcan las orillas que se
coligan (Heidegger, 1994). Es por el puente, que aquí llamamos “entre”,
como se establece la relación entre los límites envolventes de mí propio
cuerpo y los otros cuerpos de los que dependo para mantener el patrón
de organización que me compone. La frontera de mi envoltorio es la que
permite cruzar el puente de lado y lado, reuniendo una encarnadura es-
tructuralmente acoplada y un espacio exterior habitado.

42
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

La epistemo-estesis ambiental entiende que ningún cuerpo pue-


de existir sin los otros, pues cada uno de ellos adquiere sus propiedades
como resultado de sus interacciones con los demás. Sin embargo, existe
también una paradoja, porque también es una ontología en donde no hay
fusión y pérdida de la diferencia, como bien advierte Plumwood. Pues ca-
da cuerpo, al mismo tiempo que se mantiene unido a otros, se distingue
como una unidad diferenciada. Es una suerte de dialéctica entre conti-
nuidad y diferencia, en la que existe una unión indisoluble entre diversos
modos de vida, pero justamente ese enlace vital de co-determinaciones
es el que permite a cada organismo mantener su propia individualidad
(Varela, 2000).
Aunque en su estructura y funcionamiento el cuerpo está conectado,
empalmado e interrelacionado a otros cuerpos, no escapa a un envoltorio
que encierra sus propios órganos, organizados en un patrón coherente.
Si bien hecho de agua extraterrestre y polvo estelar, está organizado en
una unidad que se regenera desde sí misma. Un cuerpo que, a pesar de
estar compuesto por múltiples flujos de materiales, genes y energías, que
provienen de fuentes diversas, las cuales a su vez están compuestas por
otras fuentes que también están condicionadas por otras fuentes, man-
tiene su unidad y diferencia. ¿Es un cuerpo? Sí, hay un cuerpo. Pero es
un cuerpo mestizo, hecho de mezclas y composiciones misteriosas, que
se relaciona con otros cuerpos también conformados por otras mezclas
y composiciones inescrutables. Un cuerpo que toma prestado por tiem-
pos muy cortos el agua que fluye por el organismo, los materiales que lo
alimentan, la energía que lo anima, y toda la exterioridad de fuerzas que
encuentran en él un lugar momentáneo para morar.
El problema epistémico de aquello que llamamos “lo ambiental” con-
siste en entender que no existe separación, divorcio, sino enmaraña-
miento dinámico, preñez de proliferaciones que sigue patrones estéti-
cos, pero, al mismo tiempo, comprender que entre los múltiples somos
diferentes. Esa diversidad de encuentros explica la vida. Habitamos con
otras alteridades, estando inter-penetrados, implicados, involucrados, en
la espesa urdimbre de la vida. Por eso somos vida dentro de la vida, una
forma de vida que mantiene su propia estructura y especificaciones, que

43
CAPÍTULO 1

no se disuelve en un todo mayor, pero que tampoco puede imaginarse al


margen de lo demás.

Pieles entre pieles


La magia de los encuentros acontece a través del tacto: acaso el más an-
tiguo y primordial de los sentidos. Como asegura Katya Mandoki (2013),
somos seres membranados que mantenemos nuestra propia configura-
ción a través del contacto táctil. Protegidos por nuestros recubrimientos,
evitamos disolvernos, aunque también, gracias a ellos, estamos expuestos
al mundo, siendo tocados por otros. Los distintos tipos de pieles, ya sean
escamas, exoesqueletos, filósferas, envoltorios, o cutis, aíslan a la vez que
conectan. Nos vamos encontrando a través de nuestras expresiones cu-
táneas, sintiéndonos piel contra piel. Tocando y dejándose tocar, la vida
se originó y fue, poco a poco, expandiéndose. Las orillas de los átomos
fueron reconociéndose con las orillas de otros átomos. De esa manera,
la materia fue capaz de sentir a otra materia, de percibirla a través de sus
bordes. Reconociéndose y atrayéndose a través de su sensibilidad, fueron
ensamblándose, creando moléculas. Formas fueron detectando a otras
formas, dejándose seducir, impresionar, conformando embonajes pre-
cisos, como las piezas de un rompecabezas.
Una con otra, se fueron armando multiplicidades, las cuales resulta-
ron posibles por su capacidad de sentir, de ser afectadas y afectar, por
haber puesto sus superficies en contacto. Palpando, acariciando, tan-
teando, crearon afectaciones y nuevas formas. Monómeros se convir-
tieron en polímeros; grupos amino y carboxilo devinieron aminoácidos;
y aminoácidos por enlaces peptídicos mudaron a proteínas. La historia
de la coevolución es la historia de la intertactalidad, de los encuentros y
embonajes entre pieles de moléculas que permitieron la emergencia de
organismos unicelulares; la historia de ensamblajes entre pieles de células
que llegaron a ser indivisibles, y con ellas el surgimiento de organismos
multicelulares. La coevolución, o mejor: la transformación de las tramas
de vida, es un relato que puede contarse desde el sentir, la sensación y la
sensibilidad. Moléculas sensibles que reaccionaron ante estímulos provo-

44
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

cados por el encuentro con otras moléculas. Células sensitivas que cono-
cieron su entorno, y se fueron acoplando afectivamente, acomodándose
en un patrón de organización autopoiético.
El soplo de la vida es el soplo de la sensación, del tacto, del sentir.
Desde una bacteria a una ballena, pasando por un ecosistema, hasta lle-
gar a la bóveda de las constelaciones, todos, sin excepción, somos seres
sensibles y estéticos, que reaccionamos ante el encuentro con el cuerpo
ajeno, y transmitimos una sensación a otros cuerpos rizomáticamente.
Así, figuras moleculares se tocan con figuras tridimensionales de otras
moléculas, que, en otro nivel, implica que paredes celulares estén entran-
do en relación sensible con paredes celulares de distinto tipo. De muchas
maneras seres distintos, mediante sus pieles, entran en con-tacto, incluso
a distancia, como ocurre cuando las células se van tocando por medio de
hormonas, enzimas, citoquinas, péptidos que fluyen por el organismo,
o cuando los acoplamientos celulares que forman a un individuo se em-
palman con otros ordenamientos celulares de otros individuos mediante
distintos mediadores químicos.
Habitamos entre intertactalidades recurrentes e incluso nuestra exis-
tencia comienza con la caricia de la piel de un óvulo con la de un esper-
matozoide. La odisea de la vida puede contarse a través de las narraciones
de los envoltorios, los recubrimientos, las membranas y las pieles que se
encuentran unas a otras. Por medio de una sensación, de un contacto,
cada uno de los cuerpos sensibles responde de forma afectiva ante la pre-
sencia de otros cuerpos, resonando, vibrando, entonando, pero también
alejándose o huyendo para no convertirse en presa de ellos. Hemos desa-
rrollado en nuestra historia coevolutiva distintos tipos de sensores para
detectar y reaccionar afectivamente ante los estímulos, los signos y las
impresiones de otros cuerpos. Es en el curso de una historia estética de
encuentros entre sensores y estímulos, como el entramado de la vida se
ha organizado rítmicamente, desplegando a su paso los fractales de soni-
dos, colores, temperaturas, vibraciones, sabores, contornos y espesuras
que caracterizan a nuestro majestuoso planeta azulado.
La belleza, sugiere Mandoki, es la forma como se autoorganiza la vida.
El milagro en que la materia pudo percibir y sentir a otra materia, gracias
a que la belleza cumple una función de atracción para un organismo. La

45
CAPÍTULO 1

vida es erótica porque, para estimular un encuentro, se debe exhibir, im-


presionar, seducir. Crear un mensaje que será captado por otro cuerpo,
el cual ajustará su percepción a todo aquello que le resulte significativo.
Los cuerpos, así sean una molécula, una célula, un microorganismo o un
macroorganismo, detectan sensitivamente los estímulos producidos por
los otros cuerpos, reaccionando ante ellos emotivamente, o bien siendo
atraídos —para absorber nutrientes o reproducirse—, o reaccionando
con repulsión —para evadir tóxicos o depredadores—. La estesis, ase-
gura Mandoki, es la lámpara que nos ilumina el mundo a través de nues-
tra sensibilidad para seleccionar y diferenciar lo que permite la vida, o lo
que es contrario a ella.
Podemos decir que todas las criaturas, desde las más humildes mo-
léculas, hasta el más grande mamífero, requieren percibir, conocer y re-
accionar de forma afectiva al mundo, para coordinar comportamientos y
acoplarse entre las composiciones de los distintos modos y expresiones
de vida, y que es gracias a la piel como podemos entrar en contacto en-
tre multiplicidades.

Mundos entre mundos


El biólogo Jakob von Uexküll (1942) introdujo el concepto de umwelt o
“mundo circundante” para expresar cómo los seres humanos y el resto
de los animales percibimos el mundo compartido de una manera diferen-
ciada. La realidad percibida por un organismo es aquella que le permiten
sus órganos y su estructura biológica. Es decir, anatomías divergentes dan
lugar a mundos divergentes. Más que un mundo único compartido entre
los distintos tipos de cuerpos, lo que hay son diferentes tipos de mundos,
en la medida en que cada tipo de criatura está sensibilizada a ciertos tipos
de aspectos ambientales que le son significativos según sus modos espe-
cíficos de habitar. De ese modo, como diría Cassirer (1944), en el mundo de
una mosca encontramos solo cosas de moscas, así como en el mundo
de un erizo de mar solo encontramos cosas del erizo de mar. Esos mun-
dos están rodeados de elementos en los cuales se mueven los portadores
de significación de un animal. Lo que sus sentidos pueden captar no es lo

46
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

mismo que para otro tipo de organismo; cada cual tiene un mundo que le
es significativo. Así, la garrapata —por poner un ejemplo de Uexküll— es
particularmente sensible al acido butírico que se encuentra en la piel de
los mamíferos. De todos los aspectos ambientales que rodean el cuerpo
de la garrapata, el organismo y sus receptores seleccionan el ácido butí-
rico como el estímulo que sirve de guía para sus fines de supervivencia.
Al igual que la garrapata, cada criatura habita en un ambiente afectivo
diferente, el cual se define por los elementos que tienen importancia para
el animal y su estilo de vida concreto. Los organismos vivos seleccionan de
forma distintiva los elementos a los cuales se hacen sensibles, de acuerdo
con las posibilidades ofrecidas por el lugar, su estructura corpórea y los
significados que le resulten útiles a su vivencia inmediata. Por eso en un
mismo espacio puede convivir una multiplicidad de mundos circundantes.
En una pradera el mundo del saltamontes no tiene nada que ver con el
mundo de una vaca que pasta al lado, ni con el mundo de las moscas que
vuelan alrededor de la vaca, o el de la garrapata que mora en su piel, ni
con el mundo del pastor que la lleva a pastorear. Cada mundo es distin-
to del mundo de su vecino. Existen tantos mundos como formas de ser,
cada uno compuesto por el espectro de componentes que a cada tipo de
organismo le importan, según su morfología y la gama de actividades de
su peculiar forma de vivir (Castro-García, 2009).
Pero esos múltiples mundos no están aislados: entre ellos comparten
significados y están ligados de conformidad a la capacidad de habitar en-
tre diferentes. Como asegura Eugenio Trías (1991), el límite que impone
cada mundo no solo cerca y diferencia; su función no solo es demarcar
fronteras. El límite también permite el contacto, facilita la unión. Los
mundos están entre otros mundos, interpenetrándose entre sí, como bur-
bujas de jabón (Castro-García, 2009). La autoorganización ecosistémica
depende de las interdependencias de los diferentes mundos. Las abejas,
por ejemplo, son atraídas por la reflectancia ultravioleta que proviene de
las flores. De ese modo, las flores atraen polinizadores para asegurar su
reproducción, mientras que las abejas pueden alimentarse. Lo que ocurre
es un encuentro entre la abeja y la flor, un vaivén de mundos, una danza
en donde la abeja y la flor bailan juntas. Como asegura Francisco Varela
(2004) parafraseando a Francis Huxley: la abeja se imagina a la flor, y la

47
CAPÍTULO 1

flor se imagina a la abeja. Ellas están unidas de tal forma que ambas des-
aparecerían si uno quitara una de ellas.
Mundos entre mundos quiere decir que existe diferencia e inter-
dependencia. Multiplicidad de mundos o umwelten que se interconec-
tan entre ellos, según los círculos funcionales, y procesos históricos de
acoplamiento dinámico. Encuentros no solo de cuerpos, sino de mun-
dos circundantes diferentes que se entrelazan y se ligan de tal forma que
podemos asegurar que la vida es en sí misma un plurimundo, un mundo
conformado por el ligamento de múltiples mundos, que en su proceso de
encontrarse en la capa biosférica van conformando las proporcionalidades
y los patrones propios de la belleza de nuestro planeta vivo.

La alteridad humana en el tejido de la vida


La antropología de Geertz (1991) ha dicho que los seres humanos somos
un tipo singular de criatura que teje su vida gracias a las formaciones sim-
bólicas. Pero ello hay que entenderlo como una cualidad definitoria de
nuestra especie en los senderos que conformamos junto a otros. Nuestro
cuerpo, en sus particulares formas del “estar”, afecta y es afectado por
el contacto con las otras manifestaciones de vida del mundo. Pero esas
afecciones, como tan bien explica Emma León (2017), se funden y con-
funden entre energías químicas, térmicas, eléctricas y procesos mentales.
Los encuentros nos afectan, pero de una manera amalgamada, en la que
se fusionan el contacto, la percepción, la consciencia, la inconsciencia,
las apetencias, el deseo y los sentimientos, los cuales se activan durante
el intercambio con otras encarnaciones, otras criaturas y otras fuerzas.
Esas afecciones las vamos integrando en nuestro cuerpo, y todas en con-
junto repercuten en un imbricado tapiz de sensibilidades entretejidas.
A ese magma de afectos, que unas veces se traducen en alegría, ter-
nura, amor, placer o compasión, y en otras, en repulsión, hostilidad, odio,
envidia, desprecio, indignación, ira o angustia, los dotamos de signifi-
cación. Se encarnan en nosotros y les imprimimos sentido a través de las
palabras, el pensamiento y la razón. Es el modo como vamos organizán-
dolas en el lenguaje. Nuestro territorio-cuerpo es una multiplicidad de

48
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

materiales, afectos y contenidos cohesionados que nos con-mueven, que


crean erupciones senti-mentales —según el agudo concepto de León—
y que están en constante renovación. Sus posibilidades están asociadas
a nuestra larga historia filogenética y social, y por tanto difieren de otro
tipo de trayectorias filogenéticas y sociales (León, 2017).
El devenir humano colectivo le da forma y moldea ese maremágnum
de afectos mediante su complejo cultural. Nos valemos de nuestras ca-
pacidades racionales y de “comprensión para darle sentido o propósito
a nuestros estados anímicos y sentires” (León, 2017, p. 152). A nuestras
perturbaciones y reacciones emocionales que surgen como resultado del
Estar entre otros cuerpos les damos forma en el lenguaje. No tenemos más
guarida que lenguajear el caudal de fuerzas que se encuentran unas con
otras, según nuestras posibilidades culturales.
Para comprender mejor este entrelazamiento entre los estados men-
tales, los cuerpos con los que interactuamos y las formas lingüísticas, es
útil traer a cuenta el ejemplo de la percepción del color. El neurobiólogo
Francisco Varela (2000) ha explicado cómo la percepción no consiste en
“recuperar” la “información” que llega desde afuera de manera preci-
sa —como lo concibe la epistemología positivista—. El color es en rea-
lidad una especie de encuentro, un diálogo filogenético que activa un
modo de asociación, entre muchos otros que pueden ser posibles, según
la historia coevolutiva de cada organismo. Varela (2000) señala cómo la
luz y el reflejo crean una perturbación que activa a las redes neuronales
para constituir correlaciones senso-motoras. Es gracias a la historia de
cada organismo —pensemos la diferencia en los mundos de color entre
un ser humano y el de la abeja mencionada, por ejemplo— que un modo
de asociación, o encuentro entre cuerpos, o entre mundos, se hace re-
gular y repetitivo. Así es que por facilidad lingüística podemos imaginar
que los colores corresponden o representan algún aspecto del mundo,
cuando en realidad son la emergencia de un encuentro entre un mundo
exterior al organismo que gatilla otros encuentros internos, como son las
operaciones neuronales cooperativas (Varela, 2000).
Sin embargo, las capacidades del cuerpo humano, y su habilidad cog-
nitiva de significar un tipo de mundo, no es un universal panhumano.
Aunque si bien hay regularidades en la percepción de colores propios de

49
CAPÍTULO 1

la especie, existen percepciones cromáticas específicas a las lenguas de


cada cultura. No es lo mismo la percepción del “amarillo”, “azul”, “rojo”,
“negro” o “blanco” en inglés, que la percepción de esos mismos “colores”
en el dani de Nueva Guinea —un idioma que tiene solo dos términos para
los colores básicos—; o la percepción del “verde” y el “azul” del español,
que la del tarahumara —lengua que solo tiene un término para el verde
y el azul—. En gran medida la memoria cromática está en función de la
designación lingüística propia de cada cultura. Este ejemplo da cuenta de
cómo la percepción es en realidad un encuentro que depende de nuestra
historia biológica y cultural, de la combinación entre la larga trayecto-
ria coevolutiva propia de cada especie y la trayectoria social específica
de cada cultura (Varela, Thompson y Rosch, 1997). Los mundos circun-
dantes, o umwelten, no solo difieren entre criaturas de especies distintas.
También existen diferentes tipos de mundos dentro de la misma especie,
los cuales varían según sus actos y necesidades.
El mundo habitado es además el mundo de nuestros deseos. Un mun-
do regido por complejas vías a diferentes escalas, en donde se conjuga
aspectos propios de la biología y fisiología de cada tipo de organismo con
el lenguaje y mundos culturalmente diferenciados. Habitar escapa a todo
tipo de dicotomía entre lo racional y lo afectivo, la mente y el resto del
cuerpo, el consciente y el inconsciente, la naturaleza y la cultura. Estamos
intercambiando entre cuerpos, en un campo de fuerzas donde se diluye
todo tipo de dualismos. Somos cuerpos simbólico-biótico-afectivos, en
la terminología de Patricia Noguera (2012), es decir, cuerpos en los cuales
se anidan complejas elaboraciones senti-mentales, infiltradas por en-
marañamientos lingüísticos sociales y formas colectivas de enunciación.
Entrelazamientos en los que se enmarañan el fuego, el aire, la tierra y el
agua, el polvo estelar de las constelaciones, con los humores y tempe-
rancias, las palabras y los afectos, los deseos y el poder, en un patrón de
autoorganización dinámico e impermanente.
Ni el ser humano ni ninguna otra criatura están encerrados en sí mis-
mos, aprisionados en la cápsula de su piel; más bien somos pasajeros de
un viaje que se hace junto a otros, que parece iniciar en el momento de
nuestro nacimiento y acabar en el momento de la muerte, pero que más
bien es un viaje mucho más largo hecho de constantes transformaciones,

50
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

de trayectorias impensadas, por las cuales hemos estado deambulando a


través de distintas escalas y tiempos. Oponemos los conceptos de la vida
y de la muerte, en otro dualismo, cuando en realidad son parte del mismo
proceso del devenir multiplicidades, de ser entes en constante transfor-
mación. La muerte parece el fin de la vida, que ocurre sin más, como un
interruptor que de repente se apaga. Pero la muerte es otro proceso de
continuación del estar acá, de ser un modo de emergencia y manifestación
de la inmanencia de la vida, de obedecer a los procesos del reciclaje cons-
tante de la materia, transformación de energía y entropía del universo. Sin
embargo, en cuanto seres simbólico-biótico-afectivos debemos darle un
tipo de sentido a aquello que llamamos muerte, y lo que llamamos vida,
a través del lenguaje. La primera, como modernos, la historiamos con la
jerga científica; la segunda, más inasible, más inescrutable, la simboli-
zamos con la invocación de lo sagrado y lo divino. En cualquiera de sus
formas estamos historiando la angustia, la incertidumbre, el temor y “la
pregunta por el sentido del ser” —en términos heideggerianos— a tra-
vés del lenguaje. Somos pues agregados indisociables entre la materia y
el símbolo: un devenir muy transitorio y corto, que experiencia su breve
estado “individual” a través de un formato lingüístico.

Ethos ambiental
La epistemo-estesis ambiental más que un modo de comprender la forma
como el pensamiento y el corazón de una cultura presuntuosa y confundi-
da se disoció y extravió de la tierra que somos, es una ontología de la vida,
que intenta reintegrar el entendimiento de nuestra estancia terrestre a la
inconmensurabilidad del universo. Para ello trata de romper todo molde
antropocéntrico para crear otra forma de acoplamiento simbólico, que
haga parte de un nuevo ethos —una palabra que originalmente designa
el lugar para vivir—. Más que una epistemología, esta forma de entender
nuestras formas del Estar y el Habitar es una epistemo-estesis —según
como lo ha venido trabajando la filósofa Patricia Noguera—, remplazando
el sufijo “logos” por “estesis”, entendido como la intensidad de las per-
cepciones de los sentidos. En ella, como hemos visto, hay una disolución

51
CAPÍTULO 1

del sujeto y el objeto modernos, evitando partir de falsas dicotomías, y


optando, en cambio, por iniciar con el propio cuerpo y la forma como
somos afectados por los distintos encuentros. Acá las discusiones sobre
los monismos o dualismos dejan de tener mucho sentido, dando apertu-
ra al involucramiento, al estar-siendo acá adentro, entre multiplicidades.
La ética que surge de esta epistemo-estesis ambiental no es una moral
del “deber ser”. La moral no es el punto de vista del Estar entre cuerpos,
sino es el sistema del juicio, que funciona a través de los valores, de los
preceptos y los mandatos. Lao Tse lo veía muy bien al sentenciar: “cuando
desaparece el Tao aparece la moral”, porque cuando se desvanece el sen-
tido de pertenencia a un todo abarcante, surge la necesidad de decirle a
los demás lo “que deben” hacer; emerge la obligación y el enjuiciamiento
racional. La ética ambiental, en cambio, parte desde una ontología del
Estar, la ontología del habitar: “está más cerca a la sabiduría que a la ra-
zón” (Varela, 1992, p. 13). ¿Qué tenemos que decirles a los demás? ¿Qué
no talen bosques? ¿Qué no contaminen? ¿Qué cuiden el agua? Nada de
ello. No tenemos ningún tipo de dictados, nada que entendamos mejor,
ninguna clase de superioridad moral. Nosotros partimos de otra geogra-
fía, de la geo-grafía del contacto (Noguera, 2012).
El ethos ambiental parte del contacto con los seres del mundo y la
consciencia de lo que implica ese contacto. Comienza con el involucra-
miento del propio cuerpo, de la confrontación inmediata con situaciones
de las que nos hacemos conscientes (Varela, 1992), como cuando presta-
mos atención al trasegar de la manzana y sus senderos recorridos hasta
tocar la superficie de nuestra lengua. De esa forma nos vamos haciendo
conscientes de los encuentros para concluir entendiéndonos como in-
ter-corporalidades. No es una epistemología de la metafísica trascenden-
tal, en la que partimos de un mundo externo sobre el cual llegamos con
juicios racionales, sino que lo hacemos incluyendo nuestra participación,
nuestro universo sensible; involucrando nuestro propio cuerpo. No se
trata de buscar culpas, ni “sentirnos mal”. Todo lo contrario: se trata de
apreciarnos implicados en los placeres del “Estar”; sabernos inter-pe-
netrados en cada respiración con los cuerpos, y reconocer lo placentero
que es la relación con los seres del mundo (Grosso, 2012).

52
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

Hacerse sensible a la fenomenología de los encuentros implica re-


conocer cuando “me siento bien”, cuando el encuentro con lo otro me
da alegría, en la medida en la que los otros cuerpos se combinan con mi
cuerpo en proporciones y condiciones favorables. Cuando ocurre que la
potencia de un cuerpo, su fuerza, su energía, su magnetismo, se mezcla
con el mío de forma tal que experimento placer. Pero también cuando los
encuentros me generan experiencias desagradables, cuando el encuentro
entre dos cuerpos se conviene de una forma tal en la que me siento mal, en
la que siento tristeza, indignación, ira (Deleuze, 1978). Ambas experien-
cias son experiencias sensibles, experiencias que me afectan, y potencian
un determinado modo de actuar. Quizá así podamos sentir alegría con los
encuentros entre mi cuerpo y los cuerpos de un lugar sobreabundante de
relaciones, y tristeza ante la devastación de la vida.
El entrelazamiento inter-corpóreo genera afecciones. “Somos afec-
tados”, lo cual quiere decir que nuestro cuerpo tiene un efecto por la ac-
ción de otro cuerpo. Esto, por supuesto, no puede hacerse a distancia:
implica un contacto, una combinación entretejida de cuerpos. Un con-
tacto que afecta a un cuerpo, y ese a otro, y así sucesivamente, creando
una mezcla de cuerpos. Sin embargo, sigue y seguirá siendo enigmático
y misterioso cómo se hacen presentes las cosas en la experiencia, y cómo
cobran vida las afecciones y los procesos mentales. No tenemos idea de
cómo se mezclan los cuerpos. Solo nos queda la sensibilidad para saberlo:
conocer los otros cuerpos por los afectos que ellos producen sobre nues-
tro cuerpo. Solo puedo conocer los nudos, los senderos entretejidos, las
mallas de cuerpos, y a mí mismo, por la acción que ejercen otros cuerpos
sobre el mío. No puedo conocer al sol mismo más allá que por su efec-
to sobre mi cuerpo; por la manera en que ese cuerpo me modifica; por la
forma en que sus rayos se fusionan con las relaciones características de
mi propio cuerpo.
El ethos ambiental es pues una epistemo-estesis. Una manera en la
que las sensibilidades, lo sintiente, lo sentido, la piel, los contactos en-
tran en primera escena (Noguera, 2004). Una ética que comienza siempre
desde el cuerpo. Seguimos aquí la ética spinoziana, la cual no se basa en
valores y juicios morales, sino en una ética activa que pregunta: ¿qué es lo

53
CAPÍTULO 1

que puede un cuerpo? Es decir, no preguntamos ¿qué debes hacer?, sino


¿de qué eres capaz? ¿Qué puedes? no es un interrogante para un cuerpo
abstracto, sino una pregunta dirigida a mí: ¿qué es lo que yo puedo?, ¿de
qué experiencia soy capaz?, ¿qué puedo hacer en virtud de mi potencia?
(Deleuze, 1978). Esta ética es activa, nos habla del poder, de las cosas de
las que somos capaces al reconocernos como cuerpos entre cuerpos, y
del poder que se tiene cuando nos sabemos como un modo o expresión
de una totalidad envolvente.
¿Y quién es capaz de despertar ante la potencia de su cuerpo? Aquel
que, a través de su propia experiencia afectiva, tiene confianza en la exu-
berancia de la vida, e intuye que su cuerpo es mucho más que un cuerpo
solitario, encerrado en la cápsula de la piel, y por el contrario, se sabe en
exceso, en sobreabundancia. Quien percibe que la vida nos da mucho
más de lo que de ella se puede tomar, más de lo que se puede acumular.
Quien comprende que lo que allega de la confluencia de múltiples flujos
debe ser dispersado a riesgo de que se vuelva destructivo (Bataille, 1987).
Es una actitud frente a la vida que implica ejercicio, práctica de obrar.
Quien no lo sabe, aunque interconectado, interrelacionado e interdepen-
diente, como todos los demás, vive su cuerpo como yoidad, en escasez
de relaciones, y por tanto experimenta impotencia, pasividad. Colmado
por afecciones pasivas, termina reducida su capacidad a su más mínima
expresión. La potencia del cuerpo se conoce en la exposición abierta al
mundo, en el ofrecimiento a otros seres, en una potencia de obrar cen-
trífuga, que disipa, distribuye, en vez de amontonar, y guardar para sí.
Es una ontología relacional que se expresa éticamente, por una suerte de
confianza y fe en la generosidad de la vida (Mandoki, 2013), según la cual
podemos dar en exuberancia, dado que, de alguna forma u otra, será re-
cuperado en cuanto somos modo, expresión de algo mucho mayor, un
cuerpo habitado y habitando entre multiplicidades.
Esta ética de la que estamos hablando surge como correlato de una
ontología, de una ontología del inter-ser. Mientras no comencemos por el
cuerpo, y no sepamos cuál es su poder, será muy difícil anegar a la sabi-
duría que requiere un rencauzamiento del orden social al orden de la vida.
El objetivo es explorar las posibilidades de lo que puede nuestro cuerpo,
tú cuerpo, mí cuerpo, e indagar por su potencia. Pero es una potencia en

54
EPISTEMO-ESTESIS AMBIENTAL: LOS CUERPOS ENTRE CUERPOS

acto. De experienciar nuestra capacidad, no nuestro deber. No es como


en la moral, en la cual aprendemos normas —los mandatos bíblicos, el
dictado del padre, la ley del derecho— que debemos obedecer porque de
lo contrario seremos castigados —el juicio final, el golpe de la correa, la
prisión—, sino un acto en potencia que surge del entendimiento onto-
lógico de nuestra constitución como cuerpos entre cuerpos, de nuestra
composición como seres hechos de relaciones. Es, al fin, una ética que
tiene que ver con el despertar ante el poder del propio cuerpo, de ejercer
la potencia de la que somos potencialmente capaces.
Lo anterior, por supuesto, no es fácil. Como dice Francisco Varela
(1992, p. 42): “tenemos el mundo en el que vivimos tan al alcance de la
mano que no ponderamos lo que es ni cómo vivimos en él”. Los encuen-
tros cotidianos con los seres del mundo con los cuales nos interpenetra-
mos parecen tan dados, que no solo no los vemos, sino que tampoco ve-
mos que no los vemos, asegura el mismo Varela. El reto entonces implica
hallar distintas puertas para ejercitar la sensibilidad, hasta descubrir que
somos cuerpos entre cuerpos, mundos entre mundos, resultado de múl-
tiples encuentros de pieles: inter-seres entre-estando. No hay otra salida
que apelar a la sabiduría y el poder de nuestro cuerpo, para co-construir
entre todos este otro ethos, si lo que queremos es dar un giro al colapso
civilizatorio al cual estamos encauzados. Las dicotomías no tienen cabida
en dicho propósito. Lo que requerimos es de una epistemo-estesis que
haga emerger otro tipo de sensibilidad, una sensibilidad que nos poten-
cie a reinscribir nuestro hacer en las condiciones que hacen posible la
vida en la Tierra.

55
CAPÍTULO 2

SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS:


LA EMPATÍA AMBIENTAL

Atrapados en una masa de abstracciones, nuestra atención hipnotizada


por un panteón de tecnologías humanas que sólo nos devuelven nues-
tro reflejo, es demasiado fácil para nosotros olvidar nuestra inherencia
carnal en una matriz más que humana de sensaciones y sensibilidades.
Nuestros cuerpos se han formado a sí mismos en una delicada recipro-
cidad con las variadas texturas, sonidos y formas de la Tierra animada;
nuestros ojos han evolucionado en sutil interacción con otros ojos, así
como nuestros oídos están afinados por su propia estructura a los au-
llidos de los lobos y los graznidos de los gansos. Cerrarnos a estas otras
voces, para continuar con nuestros estilos de vida y condenar a estas
otras sensibilidades al abismo de la extinción, es quitarnos la integri-
dad de nuestros propios sentidos, y quitar la coherencia de nuestras
propias mentes. Somos humanos sólo en contacto y convivialidad con
lo que no es humano.

David Abram, La magia de los sentidos

Terminamos el primer capítulo afirmando que la ética ambiental


y las implicaciones prácticas para el aprendizaje ambiental seguirán mar-
chando sin buen rumbo si se confunden con los dictados, los mandatos o
las recomendaciones morales. La ética ambiental es bastante diferente:
necesita iniciar con la exploración de las capacidades del cuerpo; requiere
partir de los afectos, los sentimientos, la sensibilidad, los contactos;
precisa allegar al poder que emerge al ser afectados por el contacto con
los seres sensibles del mundo. El gran problema de la crisis ambiental se

57
CAPÍTULO 2

origina, hemos dicho, en los dualismos modernos, en el pensamiento


desligado de las condiciones que hacen posible la vida. Pero más que
un tema epistémico, el problema ahonda hasta las bases más profundas
de nuestro cuerpo; alcanza la intimidad de nuestras entrañas, nuestras
mentes, nuestra piel y las potencialidades sensomotrices de nuestra cons-
titución como cuerpos simbólico-bióticos (Noguera, 2012). La orientación
del deseo al imperio de las mercancías y la concomitante insensibilidad
frente a la presencia de otros cuerpos es quizá la mayor tragedia de nues-
tros tiempos. Por eso la urgente necesidad de preguntarnos por lo que
puede nuestro cuerpo, por la posibilidad de un pensamiento ambiental
que priorice el universo sensible, lo sentido y los afectos.
Estamos pensando en una ética que más que enunciarse se descubra
a través de la exploración del cuerpo. Creemos que buena parte de la in-
dagación teórico-metodoestética (Noguera, Ramírez y Echeverry, 2020)
de esta vía puede echar raíces en la tradición fenomenológica, la reciente
perspectiva enactiva de la neurocognición y la empatía ambiental. El pro-
pósito es atender algunos debates que consideramos importantes para ir
un poco más lejos en nuestra comprensión sobre las preguntas: ¿qué es lo
que puede un cuerpo?, ¿quién conoce su poder? y ¿qué trasfondo es nece-
sario para que el cultivo de la capacidad corporal y la potencia emerjan?
El centro de nuestra argumentación es que el cultivo de la empatía
es la condición de posibilidad para experienciar el propio cuerpo viviente
como un cuerpo interrelacionado con los demás cuerpos con los cuales
habitamos. El problema del capitalismo moderno, y sus estructuras de
significación, es que nos impide tener una apertura empática, un conta-
gio empático, y la exploración de las emociones y potencias relacionadas
con los otros seres humanos y no-humanos con quienes convivimos. De
ese modo, se hace comprensible que los otros cuerpos puedan ser signi-
ficados como objeto, como cosa, como recurso disponible, como servicio
útil, como algo que se ubica frente a nosotros en forma de exterioridad.
La disociación de las multiplicidades en dos órdenes: el humano, a un la-
do, y naturaleza al otro como cosa, es posible porque las capacidades

58
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

senti-mentales no son cultivadas, y por tanto el cuerpo pierde poder,


disminuye su potencia de actuar ante el ecocidio. Ser sensible, cultivar
la sensibilidad ambiental, implica ser guiado por la experiencia de otros
cuerpos y valorar el sentimiento y la emoción ajena.
Sin sensibilidad ambiental, sin contagio empático, sin la exploración
de la emocionalidad que surge de nuestra capacidad de ser afectados por
la emoción de otros cuerpos, no podemos hacer ética y tenemos que re-
currir a la moral, al enjuiciamiento racional, a los deberes legislados del
derecho. Por eso la empatía como detonadora de afectos asociados a la
ira, la indignación, la culpa, la vergüenza o la alegría, es precondición de
una ética ambiental. Se trata de una ética relativa, flexible, contextual,
sin categorías del bien y el mal que puedan adoptarse de manera genera-
lizada, ni reducirse a unos axiomas de aplicación universal.
Iniciaremos con una discusión fenomenológica sobre la cognición,
la percepción y los afectos, para luego abordar la empatía y las relacio-
nes inter-corporales entre humanos y el resto de los seres. Discutiremos
sobre las posibilidades afectivas que surgen de nuestra capacidad como
seres empáticos, y al final del capítulo realizaremos una discusión sobre
cómo somos herederos de un lenguaje común en el que, como vasos co-
municantes, vamos tejiendo la vida a través de tramas inter-sensibles.

Enfoque enactivo de la neurocognición


Comenzar con el cuerpo, y desde lo que el cuerpo es capaz, bien nos puede
llevar a un análisis de las capacidades cognitivas y mentales de nuestra
constitución como seres biológicos. Consideramos que la exploración de
esta vía abre un campo de posibilidades para el pensamiento ambien-
tal en términos de la reflexión epistemo-estética que venimos abordan-
do sobre los cuerpos entre cuerpos y los encuentros, pero también para
comprender las bases biológicas de la intercorporalidad, así como abo-
nar al entendimiento de los saberes ambientales basados en la afectivi-

59
CAPÍTULO 2

dad. Particularmente queremos apoyarnos en el enfoque enactivo1 de la


neurobiología, una línea de investigación que desde hace varios años ha
estado integrando las aportaciones de la filosofía fenomenológica hus-
serliana, merleupontiana y heideggeriana a los estudios sobre la cogni-
ción y el cerebro.
En términos generales, la neurofenomenología —como la denominó
Francisco Varela— quiere rechazar aquella idea según la cual la mente está
alojada en la bóveda craneana y la afirmación de que su función consiste
en representar apropiadamente un mundo externo. Para este enfoque,
la mente no opera recopilando datos de un entorno externo, ni su tarea
puede concebirse como la recepción pasiva de información. Por el con-
trario, la mente se extiende por todo el cuerpo e incluye el mundo más
allá del organismo (Thompson, 2010). En palabras de Andy Clark (1999,
p. 93): “la mente es un órgano escurridizo que se escapa constantemen-
te de sus confines «naturales» y se mezcla descaradamente con el cuer-
po y el mundo”. Por eso, en lugar de aprehender las características del
medio exterior de forma fidedigna, la función de la mente es significar
creativamente el resto de cuerpos entre los cuales Estamos para habitar
un mundo compartido.
Hay que recordar que la escuela fenomenológica hace una radical
crítica a la arraigada creencia de que la comprensión del mundo es inde-
pendiente del conocedor, a que todo existe sin la participación del ob-
servador y que la realidad “está ahí”, autónomamente de la experiencia
de quien la percibe. La fenomenología sostiene en cambio que la realidad
surge dependiente del perceptor, porque los cuerpos no están separados
de otros cuerpos sino que están desde siempre en relación con el mundo.
Maurice Merleau-Ponty (1957) decía que nuestro cuerpo está en el mundo
como el corazón en el organismo: forma un sistema con él. El cuerpo hu-
mano, como el de todas las demás criaturas, está embebido en el mundo
interaccionando con cada uno de sus componentes. De hecho no existiría

1 Francisco Varela introduce el neologismo enactivo —en-acción— para asegurar


que la cognición no es un proceso pasivo sino activo, es literalmente “un acto”,
en el que cada organismo trae a la mano un mundo que le es significativo.

60
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

espacio para mí si careciera de cuerpo. Mi cuerpo es la perspectiva desde


la cual interactúo con el mundo y el lugar desde el cual percibo todo lo
demás. Es el punto de referencia respecto al cual están relacionados to-
dos los demás entes. Esto quiere decir, que somos agentes corporizados y
situados. Es desde “mi aquí”, desde el sentido propioceptivo de mi pro-
pio cuerpo en el espacio —la capacidad biológica de saber dónde están
mis pies con respecto al piso, mis brazos con respecto al escritorio, o mi
cuerpo entero en relación con las demás cosas— como puedo experien-
ciar el mundo e interactuar con él.
La neurofenomenología recupera estas discusiones, al poner atención
a un aspecto en el que ha hecho hincapié por más de un siglo la filosofía
fenomenológica: la cuestión de que somos seres corporizados, habitamos
en y por un cuerpo; y en tal sentido nuestras acciones, percepciones y
formas de habitar dependen de nuestra existencia corporal. El cuerpo
es el principio constitutivo porque en él está la posibilidad misma de la
experiencia. De lo que “puede”, de su capacidad, depende nuestra re-
lación con el mundo, con los demás y con nosotros mismos (Gallagher y
Zahavi, 2014). Una de las implicaciones de la perspectiva corporizada es
que para que exista una mente tiene que haber manipulación e interac-
ción activa del cuerpo con el mundo. Es decir, el mundo no está separado
de nosotros, ni somos espectadores que percibimos el mundo de desde la
interioridad, sino que el mundo siempre está co-emergiendo como fruto
de nuestra actividad.
Esta idea aparentemente abstracta puede comprenderse mejor si to-
mamos como ejemplo un clásico experimento de Held y Hein (1958) ci-
tado por Varela (2000). Como se sabrá, los gatos nacen ciegos y tan solo
abren sus ojos luego de los primeros ocho o diez días posteriores al parto.
Pues bien, en un experimento llevado a cabo en 1958, dos grupos de gati-
tos recién nacidos fueron colocados en una canasta distinta al interior de
un cuarto oscuro. Al primer grupo se le permitió caminar normalmente,
pero se le amarró al cesto que portaba un segundo grupo de animales que
no podía moverse. Los dos grupos de gatos tenían la misma experiencia
visual, pero el segundo grupo era totalmente pasivo. Una vez los gatos
fueron liberados y expuestos a la luz, el grupo que se había desplazado se
comportó normalmente, pero aquel que había permanecido inmóvil, no

61
CAPÍTULO 2

reconocía los objetos, se tropezaba y se caía por las escaleras. Era como
si fueran gatos ciegos, aunque sus ojos estuvieran intactos. La conclusión
fenomenológica de este experimento es que el espacio surge como pro-
ducto del movimiento. Efectivamente, el espacio existía para los gatos
caminadores, porque se habían relacionado con él caminando, pero para
los gatos del segundo grupo no había espacio más allá del de su canasta,
porque antes tendrían que haberlo manipulado con su propia conducta
sensomotriz (Varela, 2000). Como muestra este ejemplo, el espacio no es
un contenedor que nos envuelve, sino es más bien un ambiente moldea-
do por nuestros sentidos y cuerpos en movimiento (Thompson, 2010).
Otro experimento que enseña que la cognición se produce por el acto
de interactuar con el medio es la investigación de Walter Freeman (1975),
quien insertó electrodos en el bulbo olfativo de un conejo.2 Su principal
hallazgo es que “no hay un modelo de actividad en el bulbo a menos que el
animal sea expuesto varias veces a un olor específico” (Varela, Thompson
y Rosch, 1997, p. 205), lo que en otras palabras quiere decir que el conejo
no puede tener una experiencia olfativa si antes no ha sido expuesto re-
petidamente a un tipo de aroma. Esta conclusión muestra que el olor no
consiste en la recuperación de rasgos externos de los objetos, sino que
implica una forma de creatividad significativa basada en la historia del
animal. El olor es un acto en el que el reconocimiento del aroma como un
olor sentido y experienciado está constreñido por la experiencia pasada,
así como por las intenciones del momento presente.
El caso del color, como comentamos en el anterior capítulo, es otro
ejemplo que respalda el enfoque de la neurofenomenología. Se ha de-
mostrado (Land, 1977) que la sensación del color es independiente de la
longitud de onda de la luz reflejada por un cuerpo. Cuando el verde se
observa aisladamente, por ejemplo, refleja alto porcentaje de luz de on-
da media hacia el ojo, y un bajo porcentaje de luz de onda larga y corta.
Sin embargo, cuando el color se ve como parte de una escena compleja,
seguirá sintiéndose como verde, aunque refleje más onda larga y corta

2 Citamos este experimento clásico por su carácter ilustrativo, pero no sin cues-
tionar la base ética que subyace a este tipo de investigación con animales.

62
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

que onda media (Varela, Thompson y Rosch, 1997). En otras palabras,


la percepción del color no coincide con los estándares de medición de la
ciencia. En realidad, el color no se encuentra en las longitudes de onda
de los flujos de luz. Basta pensar cómo aprehenderían el color un perro,
una libélula o un pulpo. El color más que expresar las cualidades lumíni-
cas de un objeto, es una simbiosis entre el organismo y el mundo (Varela,
2000); un entrelazamiento que depende de la historia evolutiva y la ha-
bitación en determinadas comunidades lingüísticas. La percepción del
color no puede explicarse como la representación correcta de un mundo
exterior, sino que depende de las capacidades propias de la historia filo-
genética, ontogénica y cultural —en lo que “puede cada cuerpo”, en la
terminología de Spinoza—, así como del lugar y las posibilidades que un
ambiente específico ofrezca. La cognición se constituye por el acto de un
cuerpo de interactuar entre otros cuerpos; un ensamblaje de relaciones
en donde se interconectan el cerebro, los sentidos y los demás cuerpos
que habitan el universo.
Cualquiera de los casos antes descritos nos enseña que habitar un
lugar no es estar en un espacio físico de manera pasiva, sino en relación
activa con circunstancias significativas, realizando acciones en contex-
tos específicos. El mundo olfativo del conejo, su umwelt, no es igual al
del ratón, y ni siquiera igual al de un conejo que vive en un espacio to-
talmente diferente, así como nuestra percepción visual no es la misma
que la de la mosca. Cada mundo depende de una historia de interacción
de los cuerpos con los componentes del lugar habitado. Parafraseando
a Gallagher y Zahavi (2014), las posibilidades que permite cada cuer-
po, pero también aquellas que impide o limita cada corporalidad, de-
finen el espacio como un mundo de permisividades, como situaciones
de significado y de circunstancias para la acción, del mismo modo que
el espacio habitado determina las formas corporales para que el cuerpo
interaccione con el lugar, y esté incluido en él. La cognición implica res-
ponder a un elemento que me afecta, y que como vemos en el caso del
olor, presupone una afectación previa, haber sido perturbado antes. La
percepción de las texturas, los sonidos, los sabores, el campo visual, o
los aromas, está informada por experiencias pasadas, por las intenciona-
lidades, pero también por sentimientos, por la coloración de mi estado

63
CAPÍTULO 2

de ánimo, y por todos los aspectos específicos de mi historia individual,


social y biológica, que configuran mi corporalidad, y definen la manera
en que percibo el mundo. En la percepción del mundo, todo lo que es
destacable para mí tiene que haberme afectado, haber creado una fuerza
afectiva que se vuelve relevante en la medida en que capta mi atención
(Gallagher y Zahavi, 2014).
¿Qué implicaciones tiene la perspectiva enactiva de la cognición para
el pensamiento ambiental? Hemos venido argumentado que el ambiente
bien podría ser imaginado como una zona de encuentros entre distintos
tipos de cuerpos y mundos, los cuales no son azarosos, sino que se en-
marañan siguiendo patrones estéticos. Lo “ambiental” es el resultado de
encuentros entre multiplicidades de pieles. Sin embargo, podemos ahora
ir un paso más allá, porque esos encuentros me afectan en el sentido de
que me corporizan, al adoptar los afectos, las sensibilidades, los senti-
mientos, las sensaciones y los impulsos del espacio en el que mi cuerpo
habita. Pero también el espacio es producto de las afecciones y afectos que
surgen por las acciones que realizan entre sí los diversos tipos de cuerpos,
incluyendo el mío. La cognición enactiva es pues implicación, entrelaza-
miento entre los estados afectivos propios de nuestro cuerpo, así como
del estado afectivo del lugar. Esta es otra forma de decir que los lugares
también sienten, pues son depositarios de las afecciones, sensibilidades,
afectos y sentimientos de los cuerpos que los componen.
Cézanne decía que el color es el lugar donde nuestro cerebro y el uni-
verso se unen. Ahora ya podemos decir que no solo el color, sino el olor,
los sonidos, los sabores, la experiencia táctil, son pliegues, despliegues y
repliegues de encuentros en el que diversos universos de cuerpos se unen,
en el que se funden los afectos y las atmósferas de los lugares, con la ma-
terialidad, la química, los flujos energéticos de nuestras diversas expre-
siones corpóreas. La cognición no es un asunto de mi cerebro encerrado
en sí mismo haciendo actuar una red de neuronas, sino un asunto que
tiene que ver con la sensibilidad, con lo sintiente, con los afectos entre
diversos tipos de cuerpos que se encuentran: entre mi cuerpo y la sensi-
bilidad del cuerpo-aire que respiro, del cuerpo-agua que tomo y exudo,
del cuerpo-suelo que piso y me sostiene, del cuerpo-paisaje compuesto
por los diversos tipos de cuerpos.

64
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

Esas sensibilidades que acontecen en la maraña de los encuentros


inducen nuestra acción. De alguna manera, los encuentros son algo que
hacemos gracias a que poseemos habilidades corporales, pero, al mismo
tiempo, es también algo que nos ocurre, que nos afecta e induce nues-
tra acción. La presencia de los demás cuerpos, como diría Emmanuel
Levinas, se nos impone, no es una cuestión de elección, sino que emerge
con independencia de nuestra voluntad, sin que medie libertad de de-
cisión. La experiencia sensorial del río, de la montaña, de los animales,
del piso, de los árboles, y las personas que habitan en su lecho, se impone
desde el exterior, y está presente sin que tengamos que hacer un esfuerzo
mental (Myin y O’Regan, 2002). Estamos junto a otros, pero mis posibi-
lidades de experiencia están limitadas a mis habilidades sensomotoras y
a las características del lugar habitado, y por la capacidad emergente de
estos encuentros de gatillar una acción.
El enfoque neurofenomenológico nos enseña que la mente no está
separada del mundo, y que más bien lo que experienciamos, lo que pen-
samos y sentimos, está surgiendo como resultado de nuestra actividad.
Somos seres en movimiento, devenires, entrelazándonos con otros cuer-
pos, moldeando el espacio con nuestro cuerpo, con nuestras habilidades
sensomotoras, y vamos conociendo el mundo a través del proceso de ir
interactuando con los demás cuerpos. Por eso, la presencia de los demás
cuerpos, por un lado, se nos impone sin que exista posibilidad de deci-
sión, pero, por el otro, habitamos activamente, moviéndonos, tocando,
escuchando, oliendo, saboreando, dejándonos ser afectados, realizando
acciones en el lugar habitado.
¿Qué es pues lo que puede un cuerpo? ¿Mi cuerpo? Ello dependerá
de mis posibilidades de experiencia, que, como hemos visto, no son una
propiedad individual, sino que, a cada instante, están haciéndose me-
diante una dialéctica entre lo propio y lo ajeno, entre sí mismo y lo otro,
por el reconocimiento de la dependencia continua con la otredad, lo cual
implica aceptar que en mi yo habita el otro. La ética ambiental implica un
descentramiento de la mismidad, la apertura hacia el mundo, y la afecta-
ción que produce la proximidad con los demás cuerpos. En la terminolo-
gía de Levinas, ser ético (1987) es ser afectado por el otro. Dejarse tocar en
la emoción, en la sensibilidad por el hecho de habitar junto a otros. Pero

65
CAPÍTULO 2

además de la sensibilidad, valerse de la habilidad de nuestra cognición de


significar creativamente la fenomenología de los encuentros. Una signi-
ficación que, como veremos más adelante, depende en buena medida de
la habilidad de conjugar nuestra capacidad del reconocer la afectividad
de nuestro entrelazamiento intercorporal con elementos lingüísticos,
rituales y técnicos propios de cada cultura.

Empatía y enlazamiento afectivo entre cuerpos


¿En qué sentido mi emoción, mi afecto, mi mente y el mundo exterior
a mi cuerpo están implicados íntimamente? ¿De qué manera mis siste-
mas sensoriales y motores específicos a mi cuerpo humano están ligados
sensiblemente a los afectos de otros cuerpos que me habitan y que habi-
to? Quisiéramos abordar estas preguntas a través del hermoso cuento La
alegría de los peces, de Chuang Tzu (369-290 a. C.):

Chuang Tzu y Hui Tzu estaban cruzando el río Hao junto a la presa.
Chuang dijo:
—Fíjate qué libremente saltan y corren los peces. Esa es su felicidad.
Hui replicó:
—Ya que tú no eres un pez, ¿cómo sabes qué es lo que hace felices a
los peces?
Chuang dijo:
—Dado que tú no eres yo, ¿cómo es posible que puedas saber que yo no
sé qué es lo que hace felices a los peces?
Hui argumentó:
—Si yo, no siendo tú, no puedo saber lo que tú sabes, es evidente que
tú, no siendo pez, no puedes saber lo que ellos saben.
Chuang dijo:
—¡Espera un momento! Volvamos a la pregunta original. Lo que tú me
preguntaste fue ¿Cómo puedes tú saber lo que hace felices a los peces? Por la
forma en que planteaste la cuestión, evidentemente sabes que sé lo que hace
felices a los peces. Yo conozco la alegría de los peces en el río a través de mi
propia alegría, mientras camino a lo largo del mismo río.

66
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

¿Qué significa poder sentir la alegría de los peces a través de mi pro-


pia alegría? Gran parte de la discusión reciente en la psicología, la neuro-
ciencia, la antropología y la sociología, sobre este tema se ha hecho desde
el concepto de la empatía, definido como la capacidad propia de nuestra
especie de acoplarnos de manera dinámica con la emocionalidad ajena
(Thompson, 2001). Se ha dicho que la empatía es una capacidad de sentirse
tocado en la emoción por la emoción del otro. Una capacidad que, cuando
se cultiva, como en el cuento de Chuang Tzu, puede llegar a afectarnos
de modo tal que podamos sentir alegría cuando los peces sienten alegría,
o tristeza cuando los peces sienten tristeza. En otras palabras, saberse
interpelados por la presencia y la situación particular que el otro vive.
La empatía es una capacidad biológica que no es exclusiva de nues-
tra especie. El primatólogo Frans de Waal (2011) asegura que la empatía
constituye un rasgo que compartimos con otras especies animales. De
Waal (2011) analiza estudios y experimentos científicos, como el com-
portamiento de chimpancés, capuchinos, bonobos, ratones, delfines y
elefantes, para concluir que muchas acciones en estos animales mues-
tran la preocupación por el bienestar de sus congéneres.3 En particular
los primates superiores, incluidos los humanos, tenemos en el fondo de
nuestros genes una capacidad muy particular: la habilidad de interpre-
tar el estado anímico y mental del otro. Somos capaces de atribuir in-
tencionalidad a su actuación y contagiarnos emocionalmente por su si-
tuación, pero sin perder la distinción que su experiencia no es la nuestra
(Thompson, 2001, 2005).

3 Los ejemplos que registran la capacidad empática entre especies animales son
numerosos. Vale la pena destacar un experimento realizado por el mismo De
Waal y colaboradores, en el cual a un mono capuchino acompañado por otro
individuo de su especie, se le dio a escoger entre dos clases de objetos que eran
intercambiables por comida. El primero de los objetos representaba comida para
él y para su acompañante —la opción “prosocial” —, mientras que la selección
del segundo objeto significaba que su compañero no recibiría alimento —la op-
ción “egoísta”—. Los capuchinos que participaron en el experimento tendieron
a elegir la opción “prosocial”, lo que muestra, según De Waal, el interés de estos
primates por el bienestar de sus congéneres, sobre todo si existe un fuerte vínculo
entre ellos.

67
CAPÍTULO 2

La empatía hace parte fundamental del proceso evolutivo de nuestro


linaje mamífero, e involucra áreas cerebrales que tienen más de cien mi-
llones de años de antigüedad (De Waal, 2011). Se trata de un equipamiento
biológico que se fue constituyendo durante el proceso cognitivo y afecti-
vo propios de la hominización, permitiéndonos responder y funcionar en
contextos que implican el encuentro social (Morin, 1971). La capacidad
empática hunde sus raíces en la historia filogenética de nuestro cuerpo
biológico, posibilitando el cumplimiento de la relación social. Es tan in-
nata, que los bebés recién nacidos —de menos de una hora en algunos
casos— pueden llegar a imitar los gestos faciales de otra persona, lo que
muestra la habilidad congénita de hacer coincidir los movimientos facia-
les ajenos con su propio cuerpo, es decir: usar la conciencia propioceptiva
del propio rostro para copiar los gestos del otro (Meltzoff y Moore, 1977).
Peñaranda (2010) relaciona el reconocimiento empático con la necesi-
dad evolutiva del neonato de ser cuidado y protegido para sobrevivir. De
hecho Csibra y Gergely (2009) han descrito la mayor probabilidad de que
el bebé imite los gestos si la otra persona le presta atención. La empatía,
desde el enfoque enactivo, nos recuerda que nuestra historia biológica y
evolutiva ha desarrollado una dotación genética para desenvolver nuestra
vida en radical coexistencia con los otros, de los cuales dependemos para
existir, y en tal sentido la empatía no es una observación pasiva, sino una
percepción para la interacción.
Esta pegajosidad biológica propia de nuestra constitución como pri-
mates se ha asociado al descubrimiento de las “neuronas espejo”, un tipo
particular de neuronas que se activan cuando observo o imagino la con-
ducta realizada por otra persona, o cuando me preparo para imitar esa
misma acción (Rizzolatti y Craighero, 2004). Las neuronas espejo indi-
can cómo el sistema motor se activa como si estuviéramos ejecutando
la misma acción observada, y la forma en que mi cuerpo resuena por el
encuentro con el otro.4 Nuestro cuerpo “puede” responder a las emocio-

4 Un ejemplo de la disposición humana a realizar constantes lecturas del estado


anímico de los otros, se encuentra en un estudio citado por Batson (2009). En
esta investigación realizada por Sagi y Hoffman en 1976, se presentó a neonatos

68
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

nes de los otros adoptando una emoción congruente, es decir, entonando


emocionalmente al ver la acción, el gesto, la postura o la intención de otra
persona. Si percibo alegría, ira, temor, asco, mi cuerpo es capaz de sin-
tonizar, retumbar con la emoción, aunque siempre reconociendo que no
es propiamente “mi emoción”, sino una emoción ajena con la cual puedo
acoplarme (Gallaguer y Zahavi, 2014).
En realidad el cuerpo del otro siempre se me presenta como radi-
calmente diferente y en tal sentido la experiencia del contagio emocio-
nal no significa que reproduzcamos la misma emoción que los demás;
la empatía se trata, en cambio, de que las emociones ajenas despiertan
nuestras propias emociones. Gallaguer y Zahavi (2014) sostienen que hay
algo en la afectividad del otro que somos capaces de experienciar en di-
recto, pues las emociones siempre se dan en contextos significativos que
están codeterminados por la acción y expresión del cuerpo. Así podemos
percibir en el otro alegría cuando sonríe, tristeza por sus lágrimas, ver-
güenza cuando se ruboriza, o rabia en el fruncir de su ceño. Gracias a la
empatía experienciamos al otro cara a cara como alguien cuyos gestos
corporales o acciones están expresando sus estados mentales. Sin em-
bargo —continúan estos autores—, ello no significa que podamos sentir
exactamente lo que el otro siente. Eso solo es posible para la persona que
tiene alegría, tristeza, vergüenza o rabia. Podemos percibir esos estados
anímicos y movimientos expresivos, pero no de la misma manera que para
la persona que los vive. Si fuera la misma experiencia que la mía, el otro
dejaría de ser alteridad, y empezaría a ser parte de mí mismo. De modo
que, por un lado, puedo experienciar directamente al otro, gracias a que
somos intérpretes constantes del estado mental y anímico de nuestros
semejantes, pero, por el otro, hay algo de elusividad e inaccesibilidad en
la experiencia ajena. Sin duda hay situaciones en las que no tendríamos
razón alguna para dudar de que el otro está sintiendo dolor, o está eno-

de dos días de edad dos grabaciones con llantos de bebés: una correspondía a un
llanto sintético y otra a un llanto real, pero los neonatos solo reaccionaron y se
contagiaron emocionalmente con la grabación del llanto real. Los investigado-
res interpretaron esta reacción como evidencia de una “empatía rudimentaria”
(Batson, 2009, p. 6).

69
CAPÍTULO 2

jado o aburrido. Pero también existen situaciones en las que no tenemos


acceso a la emoción del otro y, por tanto, tenemos que averiguar cómo
se siente (Gallaguer y Zahavi, 2014).
La empatía, en gran medida se explica porque nunca existe una ex-
periencia aislada, sino siempre haciendo parte de un contexto. Un ges-
to, una expresión o una acción siempre están ocurriendo en situaciones
concretas, y es nuestra comprensión del contexto, de lo que ocurrió pre-
viamente y de la acción que sigue, lo que nos ayuda a acoplarnos con la
emoción del otro. Por eso no siempre basta el contagio emocional, a me-
nudo es necesario basarnos en una interpretación del contexto para en-
tender lo que está ocurriendo. La comprensión de los otros es contextual,
y por eso la empatía, aseguran Gallaguer y Zahavi, no implica proyectarse
sentimentalmente en el otro, sino la habilidad propia de nuestra consti-
tución biológica de experienciar las demás mentes en contextos signifi-
cativos y prácticos de acción. En sus propias palabras: “para comprender
a las otras personas no debo primero meterme en sus mentes; más bien
debo prestar atención al mundo que ya comparto con ellas” (Gallaguer
y Zahavi, 2014, p. 285).
La empatía, no obstante, puede ir más allá de la simple comprensión
de las emociones de la otra persona cuando la capacidad de entender su
estado emocional nos llama a movilizarnos en dirección a su bienestar.
Con un alto grado de empatía nos percatamos del miedo y proporciona-
mos comodidad, escuchamos llorar al niño y acudimos a reconfortarlo,
o alguien se va a caer e inmediatamente acudimos a su ayuda (Vreeke y
Van der Mark, 2003). En este sentido, la empatía es enacción, percep-
ción para la acción ética. Este nivel de la empatía es denominado como
“preocupación empática”, la cual da cuenta de una respuesta emocional
provocada por la situación que el otro vive, y que es congruente con el
interés por su bienestar (Batson, 2009). Varela (1992) denomina esta ética
como “acción inmediata”, una ética prerracional en la que no solo sen-
timos el cuerpo del otro, sino que valoramos su sentimiento y emoción
y acudimos a su auxilio. Varela (2000, p. 469) retoma un ejemplo citado
por el confuciano Mencio (371-289 a.C.) para decir que si yo veo un niño
parado al borde de un pozo, a punto de caer, “no hay reflexión, no hay
moral: yo salvo al niño”.

70
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

Este nivel de la empatía requiere de un doble movimiento, ya que


pese a entrar en sintonía con los demás por medio de una conexión con
sus emociones, a la vez es necesario crear una distancia con la emoción
adoptada. Por ejemplo, si nos encontramos con alguien experimentando
algún tipo de tristeza, podemos ser receptivos a su emoción vivencian-
do una emoción similar en nosotros; pero si nos quedarnos sintiendo esa
tristeza sin ningún tipo de distancia, se va a disminuir nuestra capacidad
de dar ayuda y de imaginar soluciones. Un nivel alto de cultivo de empatía
debe ir acompañado de “la capacidad de regular las emociones y controlar
los sentimientos” (Vreeke y Van der Mark, 2003, p. 188), puesto que no
controlarlos y permitir que se desborden, va a reducir nuestra capacidad
de actuar de manera responsable con el otro, aunque tengamos las me-
jores intenciones de buscar su bienestar.
Esta conceptualización de la empatía como la capacidad afectiva y
cognitiva básica que subyace a todos los sentimientos y emociones pro-
pios de la ética, ha sido pensada principalmente desde la interacción in-
ter-humana. ¿Pero qué hay de la ética hacia los no-humanos? ¿Es posible
desarrollar una ética desde la perspectiva de la empatía ambiental? ¿Qué
hay de la capacidad de empatizar o compartir emociones con entidades
distintas a uno mismo?
Varios estudios recientes de la psicología (Shultz, 2002; Tam, 2013;
Pfattheicher, Sassenrath y Schindler, 2016; Sevillano, Corraliza y Lorenzo,
2017) han desarrollado el concepto de “empatía con la naturaleza”, defini-
da como la tendencia a “comprender y compartir la experiencia emocio-
nal, y en particular el sufrimiento, del mundo natural” (Tam, 2013, p. 93).
Esta tendencia se muestra cuando las personas sienten angustia al ver la
imagen de un animal maltratado (Shultz, 2002) o cuando son expuestos
a imágenes que muestran las consecuencias de la devastación ambiental.
Sin embargo, la empatía de la naturaleza, asegura Tam (2013), es distinta
a la empatía entre humanos, pues presupone una conexión emocional
con la naturaleza, lo cual no se da en todas las personas. Shultz (2002)
asegura que la preocupación ambiental que las personas desarrollan está
estrechamente asociada al grado en que ellas se ven a sí mismas. Cuando
los individuos suelen definirse como relativamente independientes de su
entorno, la devastación ambiental no crea en ellos mayor interés, o, a lo

71
CAPÍTULO 2

sumo, habrá una preocupación motivada por intereses instrumentales. Y


por el contrario, quienes tienen una noción de sí mismos en continuidad
con la naturaleza, y por tanto, se sienten afectivamente apegados a otras
expresiones de vida, tienden a tener mayores niveles de empatía con el
resto de los seres.
Una conclusión de estas investigaciones es que en este último gru-
po de personas existe alta correspondencia entre la empatía hacia los
humanos y la empatía con la naturaleza, mientras que, como es obvio,
quienes se sienten separados, o por encima de la naturaleza, la empatía
humana no se asocia con la empatía hacia otros seres vivos (Tam, 2013;
Sevillano et al., 2017). Uno de los grandes problemas de la concepción
ontológica del ser-separado es que la empatía disminuye cuando no se
reconoce a los otros seres como sensibles y sintientes. Si consideramos a
una montaña, un bosque o un río como inerte e insensible, la capacidad
de empatizar con estos seres se hace improbable. Un problema adicional
es lo que Hoffman (1992) define como “sesgo empático”: el hecho de que
los seres humanos tendemos a activar la empatía con quienes más nos
sentimos cercanos. Lo anterior quiere decir que tendemos a ser parcia-
les y a identificarnos con aquellos que tienen relaciones especiales con
nosotros, con quienes sentimos afinidad o con los seres que poseen si-
militudes físicas con nosotros. Es más fácil aceptar que podemos empa-
tizar con otro ser humano, que consentir que podemos sentir en nuestro
propio cuerpo la emoción de una montaña, un árbol, un humedal o con
la comunidad de cucarachas.
De hecho existen críticas al enfoque de la empatía hacia seres no hu-
manos. Kasperbauer (2015), por ejemplo, sostiene que las emociones que
suelen citar estos estudios pueden no tener ninguna semejanza con lo
que los cuerpos afectados puedan estar sintiendo. Este autor señala que,
cuando se tiene empatía hacia un ser no-humano, siempre existirá la
duda de si realmente estamos compartiendo sus sentimientos o emo-
ciones, o si estamos proyectando las nuestras sobre ellos. Kasperbauer
puede tener razón, pues muchos de los estudios hasta ahora realizados
están asociados a la teoría de la “toma de perspectiva”, un enfoque de la

72
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

empatía,5 que consiste en ponerse imaginativamente en la situación del


otro de modo tal que pueda yo suponer cómo me sentiría si estuviera en
su posición (Oxley, 2011). A las personas que participan en estos experi-
mentos se les presentan imágenes o videos de animales afectados por la
contaminación o por la destrucción de sus ecosistemas, y se les pide que
se pongan en su lugar y describan lo que están sintiendo (Shultz, 2002).
El problema de la “toma de perspectiva” es que parte de un supuesto
controvertido: que solo tengo acceso a mi propia mente. Puedo recurrir a
experiencias pasadas de mi propia corporalidad para inferir que los otros
cuerpos sensibles deben estar sintiendo algo similar a lo que yo sentiría
si estuviera en su situación. Si veo a un pájaro con una bolsa de plástico
alrededor de su cuello, lo asocio a una experiencia en la que me sentido
asfixiado, y por tanto infiero que el pájaro debe estar sufriendo. El argu-
mento es que no podemos experienciar sus pensamientos o sentimientos,
sino solo deducir lo que deben sentir basándonos en la propia experiencia
de mi cuerpo. La pregunta entonces es válida. Cuando nos proyectamos
imaginativamente en la perspectiva ajena, ¿alcanzamos realmente una
comprensión del otro? ¿No será más bien que simplemente me estaré
comprendiendo a mí mismo? (Gallaguer y Zahavi, 2014). Y si el caso es
de un árbol o una roca, que me son cuerpos sensiblemente extraños,
¿podré simular ponerme en su situación?
Esta noción de empatía es problemática porque está ligada a aquel
pensamiento dicotómico en el que un cuerpo aislado puede entender a
otro cuerpo aislado si simulamos su situación. Pero, como hemos venido
planteando, somos cuerpos entre cuerpos. En el mundo de la vida coti-

5 Esta perspectiva nos remite a Adam Smith (1941, p. 33): “Cuando vemos que un
espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo de otra persona, instinti-
vamente encogemos y retiramos nuestra pierna o brazo; y cuando se descarga el
golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y también a nosotros nos lastima. La gente,
al contemplar al cirquero en la cuerda floja, instintivamente encoge y retuerce
y balancea su propio cuerpo, a la manera que lo hace el cirquero y tal como cree
que debería hacer si se encontrase en su lugar”.

73
CAPÍTULO 2

diana no nos encontramos con los cuerpos como objetos temáticos que
podemos ver en una imagen o video para luego simular y racionalizar.
Nosotros estamos-en-un-mundo en situaciones pragmáticas y no simu-
ladas, y nuestro modo de habitar y Estar junto a otros, y comprendernos
mutuamente, está asociado a la situación concreta vivida y a todas las
posibilidades sensoriales que mi cuerpo permite. Al otro no solo lo veo
con mis ojos, me encuentro con él y él se encuentra conmigo, nos acopla-
mos a través de las inter-sensibilidades, de la conjugación de sustancias
químicas, vibraciones y radiaciones. Las fuerzas que se van componiendo
están interactuando de diversos modos, conscientes e inconscientes, y
por tanto, lo que sintamos depende del entrelazamiento de las intercor-
poralidades, de los enredos relacionales. En la empatía experienciamos
al otro en directo como un cuerpo, como un ser con el cual habitamos y
que percibimos en la inmediatez de la intuición, pero ello está determi-
nado por el influjo del territorio-cuerpo que nos compone y del territo-
rio-cuerpo en el que nos encontramos.
Hemos dicho que la empatía se explica gracias a que no es una expe-
riencia aislada. No podemos separar el contexto, pues la empatía siempre
está ocurriendo en situaciones concretas, y es nuestra comprensión de
lo que está pasando lo que nos ayuda a acoplarnos con la sensibilidad del
otro cuerpo. El bellísimo cuento La alegría de los peces en el río es bastan-
te diciente al respecto. Comienza en un contexto en el que Chuang Tzu
y Hui Tzu cruzan el río prestando atención a un mundo compartido. Y es
acá cuando Chuang se adelanta: “Fíjate qué libremente saltan y corren los
peces. Esa es su felicidad”, asegura. Por supuesto que Hui no le entiende
y le replica: “Ya que tú no eres un pez, ¿cómo sabes qué es lo que hace
felices a los peces?”. El discernimiento de Hui nos ayuda a entender la
crítica a la toma de perspectiva: “no puedes saber lo que los hace felices,
porque no eres pez, sólo puedes acceder a tu propia mente”. Sin embar-
go, la respuesta de Chuang ante el interrogante de su amigo implica una
afrenta ante la idea de que no podemos conocer el estado mental del otro.
“Dado que tú no eres yo, ¿cómo es posible que puedas saber que yo no sé
qué es lo que hace felices a los peces?”. Chuang con ello le está diciendo
a Hui que en su misma pregunta está dada la clave para decir que algo de
su experiencia está siendo percibida directamente, pues él algo sabe de su

74
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

acompañante. Hui, por su parte, continúa reproduciendo una vez más la


idea de que no podemos experienciar los pensamientos de otra persona,
y mucho menos los de un animal, y entonces responde: “Si yo, no siendo
tú, no puedo saber lo que tú sabes, es evidente que tú, no siendo pez, no
puedes saber lo que ellos saben”. Pero Chuang, ante este nuevo cuestiona-
miento no responde: “si tu estuvieras de este lado del río, viéndolo desde
mi perspectiva, podrías entender que yo desde este lugar puedo simular
ponerme en la situación que viven los peces, e inferir que están felices
porque si estuviera nadando como ellos yo también estaría feliz”. No. Su
respuesta no habla de tomar la perspectiva de nadie, ni de plantear hipó-
tesis alguna sobre la emoción de los peces con base en lo que él sentiría si
estuviera en su lugar. La respuesta de Chuang es muy diferente: “¡Espera
un momento! Volvamos a la pregunta original. Lo que tú me preguntaste
fue ¿Cómo puedes tú saber lo que hace felices a los peces? Por la forma en
que planteaste la cuestión, evidentemente sabes que sé lo que hace felices
a los peces”. Es decir, estás percibiéndome en esta relación cara a cara, en

Alegoría de Chuang Tzu y Hui Tzu cruzando el río. Cuatro escenas del paisaje.
Primavera, Liu Songnian.

75
CAPÍTULO 2

mis gestos, en mis palabras, en un contexto específico, no imaginando,


ni simulando, ni teorizando una situación. Y Chuang continúa diciendo,
pues bien, así como tú, que experiencias en directo algo de mí, igual es
mi experiencia con los peces: “Yo conozco la alegría de los peces en el
río a través de mi propia alegría, mientras camino a lo largo del mismo río”.
Es gracias a mi propia alegría, a una alegría empática que me es dada por
las posibilidades que mi cuerpo permite y la implicación en un contexto
lleno de significado —ser sensible a la emoción de los peces mientras me
muevo caminando a lo largo del río—, como puedo entender su felicidad.
Creemos que en este magnífico relato está la explicación para enten-
der la empatía ambiental. Hemos dicho que la ética ambiental necesita
partir de la geografía del contacto y de la consciencia de lo que implica
este contacto. Esto no significa que podamos sentir exactamente lo que
el arrecife de coral, el manglar o la selva sienten, ni hacer proyecciones
sentimentales en ellos. Más bien la idea es aprender a prestar atención a
un mundo compartido en el que yo mismo habito, y conectarme, a tra-
vés de mis propias emociones, con la alegría de la primera lluvia, el do-
lor de la sequía, la angustia de los peces sin oxígeno, el miedo de los ár-
boles ante el ruido de la motosierra, la ira de la montaña mutilada, pero
no por una proyección antropomórfica,6 sino por la emoción que surge
en mi propio cuerpo, mientras prestamos cuidado a una tierra de la que
somos integrantes. En otras palabras, sentirme alegre si los peces están
alegres, triste si el aire se siente triste, eufórico si las olas están eufóricas.
Dejarme afectar es cultivar esa capacidad empática de la que somos here-
deros, y que no es exclusiva de la relación social inter-humana, sino que
está siempre en actividad emergente aunque no nos percatemos de ello.
El hecho de que estemos permanentemente encontrándonos y cor-
porizándonos implica que estemos acogiendo las sensibilidades y sen-
timientos del lugar en el que moramos. Durante el proceso de interpe-
netración de los cuerpos entre cuerpos vamos siendo habitados por los
estados afectivos del mundo circundante, muchas veces sin que nos de-

6 El antropomorfismo y su relación con la empatía ha sido estudiado ampliamente


por Claire Parkinson (2019).

76
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

mos cuenta de ello. Decíamos que la presencia de los demás cuerpos se


nos impone, y en ese sentido la alegría de los peces en el río se hace pre-
sente en mi propio cuerpo. La mente no está separada del mundo, pero
ahora ya podemos decir que es el afecto empático la habilidad biológica
que une a los cuerpos entre sí; es el pegamento, la mielina, la sustancia
que conecta a nuestro cuerpo con los demás cuerpos, a medida que nos
movemos e interactuamos con ellos.
Pero la empatía no puede pensarse sola. Ella va acompañada de afec-
tos de todo tipo. Es la precondición, la base, el condicionante, para que
las emociones motivadoras de la acción emerjan. Así, la empatía hacia el
dolor del bosque talado se puede transformar en ira empática e indigna-
ción, emociones asociadas a la respuesta empática colectiva activa fren-
te a la trasgresión de un territorio. Pero la empatía también puede mutar
hacia el miedo y la desesperanza, emociones relacionadas con la evasión
(Kasperbauer, 2015; Carver y Harmon-Jones, 2009). Ciertamente, la em-
patía no siempre genera una respuesta positiva para la defensa del lugar.
Es posible que podamos cerrarnos al sentir culpa, vergüenza o miedo,
pero también abrirnos al emocionar con enojo, culpa, vergüenza, deseo
o gratitud. En realidad la respuesta política frente a la destrucción está
más motivada por amalgamas de emociones gatilladas por la empatía. Así
podemos sentir dolor-indignación-esperanza y motivar nuestra accionar,
pero también podemos entrar en un bucle de dolor-miedo-desesperanza,
lo que aletarga nuestra respuesta política.
Es importante recalcar que la empatía no siempre se asocia con emo-
ciones motivadoras para la acción. Podemos inhibirnos según la forma
del entramado sensible que se desencadene y las intensidades sensibles
de nuestra vivencia afectiva —el exceso empático, por ejemplo, puede
generar un dolor intenso que no se asocie con una respuesta ética, sino
con la desconexión, la huida o la evasión (Hoffman, 2008)—. Emma León
(2017) sostiene que nuestras modulaciones de empuje o resistencia a ac-
tuar, la direccionalidad hacia algo que se atrae o se evita, se condicionan
según la experiencia de los estados anímicos que surgen como resultado
de la maraña inmensa de emociones, percepciones y sensaciones, pero
también de nuestros impulsos de buscar, requerir, apetecer o desear. De
modo pues que la empatía no siempre está asociada a una acción compasi-

77
CAPÍTULO 2

va, y en tal sentido la afectividad ambiental está restringida por la tonalidad


afectiva que atraviesa mi propio cuerpo en un momento determinado.
Hay que entender bien que la empatía no significa que deba tenerse
contacto directo con los seres del mundo para poder actuar éticamente.
No es necesario empatizar con la selva amazónica viajando hasta allí para
poder sentirse afectado por su destrucción y la de sus habitantes. De lo
que se trata es de cultivar la propia sensibilidad, ir aprendiendo a través
de la atención cómo mi cuerpo recibe la acción de otros cuerpos, y cuál
es el efecto sensible de la modificación que ese cuerpo genera sobre el
mío. Por tanto, esta ética siempre implica el contacto, la consciencia de
la mezcla entre cuerpos, aprender cómo mi cuerpo afectado va acogien-
do el trazo del cuerpo afectante. Ese cultivo del “mí mismo como otro”
puede ir desarrollando nuestras capacidades empáticas de modo que po-
damos actuar por extensión. Francisco Varela (1992, p. 45) asegura que
“adquirimos el comportamiento ético de la misma manera que el resto
de los comportamientos: todo ellos se nos hacen imperceptibles a medi-
da que vamos creciendo en la sociedad en que vivimos”, y por lo tanto,
se trata de confrontarnos con las acciones éticas que hacemos de forma
prerracional e irlas extendiendo a otros comportamientos. Varela cita a
Mencio para decir —como referíamos antes— que, cuando un niño está
a punto de caer a un pozo, con toda seguridad alguien sentirá compasión
y acudirá a su auxilio. La ética del confuciano Mencio consiste en extender
los sentimientos que nacen en estas situaciones a otras diferentes. Para
ello solo basta percatarse que una situación se parece a otra, de modo que
los sentimientos irrumpan en la nueva situación. Así, no es necesario ir
a todos los rincones del mundo para efectuar una acción ética que surja
como producto de la empatía.
El filósofo neoconfuciano Wang Yang Ming (1472-1529), inspirado
en Mencio, llevó la lógica de la extensión de la empatía a la compasión
por todos los seres:

Cuando el hombre ve a un niño a punto de caer en un pozo, no puede evitar


un sentimiento de alarma y conmiseración. Esto demuestra que su huma-
nidad forma un solo cuerpo con el niño. Se puede objetar que el niño perte-
nece a la misma especie. De nuevo, cuando observa los lamentables gritos

78
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

y la aparición asustada de pájaros y animales a punto de ser sacrificados, no


puede dejar de sentir una incapacidad para soportar su sufrimiento. Esto
demuestra que su humanidad forma un solo cuerpo con pájaros y animales.
Se puede objetar que los pájaros y los animales son seres sensibles como él.
Pero cuando ve plantas rotas y destruidas, no puede evitar sentir lástima. Esto
demuestra que su humanidad forma un solo cuerpo con las plantas. Se puede
decir que las plantas son seres vivos como él. Sin embargo, incluso cuando
ve tejas y piedras destrozadas y aplastadas, no puede evitar un sentimiento
de pesar. Esto demuestra que su humanidad forma un cuerpo con tejas y pie-
dras. Esto significa que incluso la mente del hombre tiene necesariamente la
humanidad que forma un cuerpo con el todo (Wang, 1963, p. 272).

Pensamos que ahora se hace más clara la idea de una ética que parta
desde el cuerpo, y la importancia ontológica de reconocernos como cuer-
pos entre otros cuerpos. El cuerpo “puede” sentirse “parte de”, “emer-
gencia de”, “ser con”, y “ser afectado por” la sensibilidad de otros cuer-
pos. Pero decir “puede” significa apenas una potencialidad. La empatía
es la habilidad afectiva propia de nuestra constitución homínida, una
disposición natural con la que nacemos, una capacidad innata de la que
estamos naturalmente dotados, y que hemos heredado durante el trans-
curso de nuestra historia evolutiva. Sin embargo, ello no significa que la
empatía se realice de forma automática e independiente al contexto, y
los ambientes culturales en los cuales las personas participan.
Como plantea el antropólogo Tim Ingold (2008, p. 14): “sea cuales sean
las condiciones medio ambientales que puedan propiciarse, hay deter-
minadas cosas que los seres humanos pueden hacer de forma potencial”,
como, por ejemplo, la capacidad humana de caminar erguido en dos pies.
De la misma forma, la empatía, más que una determinación innata, es
una potencialidad biológica que tenderá a expresarse siempre y cuando
estén presentes las condiciones ambientales necesarias.7 La empatía no

7 Un ejemplo clásico de cómo no hay una naturaleza humana independiente del


contexto es el de los niños criados por animales silvestres. Es célebre el caso de dos
niñas del norte de la India que en 1922 fueron halladas en el “seno de una familia

79
CAPÍTULO 2

es una propiedad exclusivamente biológica, ni cultural en su totalidad.


Más bien surge en el encuentro inexorable entre nuestro potencial bio-
lógico y nuestro entorno social y cultural, en el entrelazamiento entre
multiplicidades. La conjugación de estos elementos configura la emer-
gencia empática como el resultado de un permanente movimiento de
retroalimentaciones entre factores internos y externos. Lo anterior no es
más que una forma de decir que la empatía no está afuera, ni está adentro.
No depende de un ambiente independiente a la corporalidad, ni puede
especificarse de forma interna como una programación previa e innata
independiente al contexto. En su lugar se hablaría de la presencia de una
estructura biológica con ciertas potencialidades, que en conjunto con
un ambiente adecuado, posibilitarían el co-surgimiento y el desarrollo
de la capacidad humana de sentir empatía y actuar de manera ética. La
empatía es una capacidad que puede emerger o no de manera experien-
cial, y todo depende del ambiente específico que potencie o inhiba las
potencialidades biológicas.
“Una no nace mujer”, decía Simone de Beauvoir (1981). En realidad
no se nace nada en particular. Se nace contando con potencialidades,
pero para que estas potencias se gesten deben ir acompañadas de con-
diciones necesarias para su expresión. La capacidad empática, como el
resto de las capacidades humanas, es inseparable de nuestro cuerpo, de

de lobos que las habían criado en completa aislación de todo contacto humano”.
Las niñas no sabían caminar en dos pies, pero se movían con rapidez en sus cuatro
extremidades. No hablaban, sus rostros permanecían inexpresivos, tenían hábitos
nocturnos, solo querían comer carne cruda y rechazaban el contacto humano.
Una de las niñas sobrevivió durante diez años más —la otra murió al poco tiempo
del encuentro—, y terminó por cambiar sus hábitos alimenticios, y caminar en
dos pies, “aunque siempre recurría a correr en cuatro pies cuando estaba movida
por la urgencia. Nunca llegó a hablar propiamente, aunque sí a usar unas pocas
palabras. La familia del misionero anglicano que la rescató y cuidó de ella, lo
mismo que las otras personas que la conocieron en alguna intimidad, nunca la
sintieron verdaderamente humana” (Maturana y Varela, 2003, pp. 85-86). Este
caso nos muestra de una manera clara cómo en cada entorno existen diversos
procesos de enseñanza que activan y llevan a desarrollar las capacidades y las
habilidades humanas de formas distintas.

80
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

nuestro lenguaje y de nuestra historia social. Está arraigada en nuestra


estructura biológica, aunque se desarrolla y se experimenta en el interior
de un trasfondo cultural. Esta forma de entender la empatía implica es-
coger una vía media, en donde no está “ahí afuera” separada de nuestra
dotación corporal. Pero tampoco están “aquí dentro”, independiente de
nuestro entorno cultural. Está atada a la biología y la cultura, y por tanto
surge en proceso de especificación mutua. Un claro ejemplo de esta aso-
ciación es el uso de las palabras. Experimentamos el mundo de acuerdo
con las palabras que usamos. Como veremos más adelante, el despojo de
sólidas palabras que daban a los pueblos base firme para la interacción
afectiva fueron resignificadas y vaciándose de contenido, de modo que
la empatía fue paulatinamente inhibiéndose (Poerksen, 1995). Acariciar
con la palabra, lenguajear dulcemente, implica, en cambio, otra forma
de relación sensible con los seres del mundo, lo que es fundamental para
los fines de nuestra cognición afectiva.
Acá es donde cobra mucho sentido el proyecto político spinoziano
que nos inspira a preguntarnos por cuál es el mejor ambiente para efectuar
nuestra potencia, una potencia de obrar que dependa de la exploración
del propio cuerpo, y que derive en una ética que se descubra, como en
la maravillosa cita de Wang Yang Ming. ¿Cuáles son las condiciones que
debemos generar para que la empatía surja y el cuerpo desarrolle todo su
poder? ¿Cuáles son las actividades pragmáticas y contextuales necesarias
para que el afecto a la tierra emerja? Creemos que el cultivo de la empatía
es fundamental como el elemento detonador de la estructura sensible,
el emocionar humano y la respuesta ética ante la destrucción de la vida.
La empatía es la condición previa para nuestra experiencia de habitar un
mundo compartido, en la medida en la que proporciona aquella orien-
tación sensitiva que en el ubunto sudafricano se expresa con particular
belleza: “soy porque somos”.

La tierra empatizando con nosotros


La fenomenología de Merleau-Ponty (1968) enseñó que soy sentido por
el hecho de Estar inter-penetrado en un mundo lleno de Otros, de modo

81
CAPÍTULO 2

que al tocar la piedra, al unísono estoy siendo tocado por ella; al oler un
espacio, al mismo tiempo hay más seres sensibles a mi aroma; o al ver un
lugar, de manera simultánea estoy siendo visible para los demás cuerpos.
Lo anterior es solo una forma de decir que somos apenas una minúscula
parte de un universo sensible conformado por muchos seres sensibles que
se sienten unos a otros. Por eso no solo tenemos la capacidad de empatizar
con el mundo, sino que además los árboles, las montañas, o los océanos
empatizan con nuestras emociones y sentimientos, al conformar un te-
jido inter-sensible en el que todas las criaturas, de alguna forma, sienten
lo que otras están sintiendo.
El mundo vivo que nos envuelve es un tejido hecho de muchos cuer-
pos sensibles que experimentan afectos al encontrarse. Si caminamos
atentamente por un bosque, por ejemplo, podemos afinar nuestros senti-
dos y percatarnos cómo los árboles nos miran, cómo los pájaros nos escu-
chan, cómo los insectos zumbadores que vuelan a nuestro alrededor o las
piedras que pisamos al andar, son capaces de sentirnos según su peculiar
modo de ser y las posibilidades que permite cada tipo de corporalidad.
Estando todos en contacto, las formas vitales hacen que nuestros sentidos
se conecten al combinarse a través de olores, sonidos, visualizaciones,
tactalidades, gustos, o todos aquellos sentidos propios del umwelt de ca-
da criatura. Los modos de existencia han coevolucionado, se han trans-
formado con nosotros, de tal manera, que sus sentidos y sensaciones, su
manera de afectar y ser afectados, se entrelazan en mi cuerpo al caminar
por el bosque, en un acoplamiento dinámico en el que mi cuerpo y las
distintas corporalidades se encuentran. La participación de mi cuerpo
en los senderos del otro cuerpo, o lo que es lo mismo: la participación
del otro cuerpo en mi paseo por el bosque, afecta la trayectoria de ambos
cuerpos, implicándonos juntos.
Como hemos insistido: el ambiente es muchísimo más que el tras-
fondo pasivo e inerte de la ontología moderna. Es, en cambio, el espa-
cio-tiempo donde acontece la relación entre sensibles; es un mundo ac-
tivo en el que estoy presente-con-otros, y en el que otros cuerpos me
llaman, me conocen, me hablan, me huelen, me respiran. El mundo vivo
que habito y me habita es, desde el comienzo, empatía rizomática; un
entresijo de cuerpos en el que cada ser se encuentra enredado conmigo

82
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

afectando mis comportamientos, mis emociones, mis percepciones. La


empatía ambiental entonces no solo consiste en sentir a los seres no-hu-
manos, sino también en una inter-empatía de muchos seres mezclándose
en sus trayectorias vitales, afectándose en una ecología de intersensibi-
lidades, en la que cada ser va comunicando sus dolores, sus enojos, sus
angustias, sus miedos, sus alegrías.
Valdrá la pena pensar si el lenguaje es mucho más que el lenguaje del
habla humana, y que hay además una lengua común, un vehículo por el
cual nos comunicamos todos los seres del mundo. El mismo Merleau-
Ponty (1957) enseñó cómo el lenguaje humano no puede ser separado de
los demás seres de la tierra. Sin saberlo, los sentimientos del lugar es-
tán siendo acogidos por el propio cuerpo, el cual responde a los cambios
emotivos del entorno afectivo. El lenguaje, más que una esencia especí-
fica de nuestra especie, es el resultado de los encuentros que acontecen
en el mundo sensorial habitado. Nuestros cuerpos empáticos vibran con
el paisaje animado de una manera tal que vamos siendo afectados por las
condiciones anímicas de los lugares en los cuales Estamos. Cuando sen-
timos la “energía” de un lugar, cuando aseguramos que un espacio tiene
una bella energía, en realidad estamos expresando en el habla una sen-
sación de hospitalidad sentida corporalmente porque nuestros cuerpos
resonantes hacen eco del calor del lugar, de aquel canto del territorio
donde nos encontramos.
En su maravilloso libro La magia de los sentidos, David Abram (1996)
sigue la propuesta merleupontiana para sostener que debemos renunciar
a la idea de que el lenguaje es un simple código con el que representamos
cosas y acontecimientos del mundo percibido, así como la creencia an-
tropocéntrica de que el lenguaje es un atributo exclusivamente humano.
El lenguaje, según Abram, “se origina en nuestra receptividad sensitiva a
los sonidos y formas del entorno natural” (p. 76). En sus hermosas pala-
bras, el lenguaje “nunca podrá ser separado en definitiva de la evidente
expresividad del canto de los pájaros, o del evocador aullido de un lobo
a altas horas de la noche, el coro de ranas que gorgotean al unísono en
la orilla de un estanque, el gruñido de un gato montés al saltar sobre su
presa, o el lejano bocinazo de los gansos canadienses que se dirigen al sur
para pasar el invierno” (p. 80). Abram, en sintonía con lo que asegura José

83
CAPÍTULO 2

Luis Pardo (1991), sugiere que existe una lengua común, una lengua de la
tierra que también es la nuestra, la cual se extiende a todos los cuerpos
expresivos. Por ello nuestro propio lenguaje no nos aísla, ni nos pone en
un lugar privilegiado o en la cima de la pirámide de los seres del plane-
ta vivo, sino que, por el contrario, “nos inscribe más plenamente en sus
profundidades parlanchinas, susurrantes y sonoras” (Abram, 1996, p. 80).
Las palabras con las cuales nos comunicamos entre nosotros cabal-
gan en la superficie de la profundidad de una lengua común —continúa
Abram—, una lengua que, de forma inconsciente, está mimetizando, sin-
tonizando, en un registro compartido con los demás seres del mundo. Si
es cierto, como ha mostrado tan asiduamente la fenomenología, que para
nuestro cuerpo sensitivo no hay un fenómeno que no sea activo, que no
reclame la participación de nuestros sentidos, que no nos llame, que no
sea un vector que nos alcance, nos influencie y nos implique, entonces
podemos asegurar que en el registro más íntimo de nuestra experiencia
sensitiva Estamos, como dice este autor, resonando ante el movimiento
del aire, las hojas de los árboles, el baile de la luciérnaga, y en general,
vivos en un paisaje expresivo que escucha y nos habla. Nuestro discur-
so, nuestra forma de hablar, está afectado, desde su origen, por muchos
gestos, sonidos, ritmos, que pertenecen a un paisaje animado ramificado
en nuestro lenguaje. Nuestro lenguajear es el lenguajear que aprendemos
de la lengua de la tierra, de la voz de las aves, del chasquido de las aguas,
del rugido de las fieras. Somos seres encarnados por una polifonía hecha
por las voces de nuestra Madre Tierra; emergencia de los cantos de todos
los seres que habitan con nosotros, como lo expresa este hermoso poema
de Juana Karen Peñate (2002), escritora ch’ol:

La música de la selva Isoñil matye’el


viene en mis manos, mi tyilele tyi jk’ä’b,
El ritmo del día Jiñi ityip’tyip’ñäyelk’iñil
camina en mí […], Woli tyi xämbal tyi ityojlel […],
y como los campos che’bache’ matye’el
transcurro en el tiempo, mi ixän tyi tyamlele k’iñil,
el tiempo fluye en mi voz. tyamlele k’iñil woli tyi ñumel yik’oty ty’añ.

84
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

Cabalgando sobre la lengua de las aves. El jardín de las delicias


(fragmento), Jheronimus Bosch.

Las investigaciones más recientes sobre el origen del lenguaje hu-


mano han venido a confirmar esta certeza fenomenológica y espiritual
de los pueblos de la tierra, al asegurar que, probablemente, el habla fo-
nética articulada surgió por imitación de los ruidos de la naturaleza, y
en particular, del canto de las aves. Se ha descubierto que los humanos y
las aves comparten grandes similitudes, como lo es un sistema de neu-
ronas espejo —relacionado con las capacidades de aprendizaje oral—
(Jarvis, 2004), así como un gen homólogo —el gen Foxp2— (Teramitsu
et al., 2004). Estas coincidencias anatómicas y genéticas, han venido a

85
CAPÍTULO 2

explicar los asombrosos parecidos en las capacidades verbales innatas,


los procesos de aprendizaje y, en general, las grandes semejanzas en sus
patrones de comunicación oral8 (Pepperberg, 2011). Lo anterior no es sino
un ejemplo que muestra que los linajes evolutivos se extienden a seres en
apariencia distantes, y que es el habitar en lugares en conjunto con enti-
dades orgánicas hijas de la tierra, lo que ha proporcionado la estructura
profunda de lo que hoy llamamos lenguaje humano.
Por ello es posible afirmar, junto a Abram (1996), que los lenguajes
humanos están informados, además de la comunidad humana, por ex-
presiones de la tierra animada, en las que se encuentran no solo anima-
les, sino otros modos naturales que dan pistas de un primitivo lenguaje
común. A pesar de las diferentes lenguas, representadas en la divergencia
entre el balido de la oveja, el graznar del ganso, el mugido de la vaca, el
silbido del viento, la corriente del río o el lenguaje articulado de mujeres
y hombres, todos los modos o expresiones de la vida comparten un len-
guaje común, por medio del cual unos y otros actúan como efectores y
perceptores, siendo capaces de comunicarse, modificando el comporta-
miento ante una determinada señal, configurando una sola red semiótica
que se extiende por las tramas de la vida.
La estética de la vida es un campo de afectos y relaciones entre se-
res sintientes que se comunican entre sí. Una semiosfera, en palabras de
Mandoki (2013), en donde los distintos umwelt se interconectan a través
de redes de significación. En la urdimbre vital van fluyendo mensajes e
información que van estimulando la sensibilidad ajena, tejiendo a todos
los cuerpos en procesos de acción-percepción. Se trata de una red de
sensibilidades, de comunicación, por la cual algunos cuerpos confeccio-
nan un mensaje y un signo para acoplarse e interactuar con un receptor
(Mandoki, 2013). Este lenguaje de la naturaleza no está escrito en lengua-
je matemático como pensaba Galileo, sino que más bien es un lenguaje
de sensibilidades, de estéticas, de afectos, de empatías e intuiciones: es
una afectividad ambiental, en la que los senderos de unos cuerpos afectan
a otros por el hecho de ser seres sensibles, de poder reaccionar ante la
presencia del Otro. La vida es sensibilidad de cabo a rabo; es comunica-
ción a través del lenguaje de la sensibilidad, acaso el código misterioso y

86
SERES CORPORIZÁNDOSE JUNTO A OTROS: LA EMPATÍA AMBIENTAL

enigmático de aquel lenguaje de la tierra que nos permite habitarla. Desde


la roca que inscribe en su propio cuerpo la huella dejada por el agua, o la
molécula que cambia su estructura por el encuentro con otra molécula,
pasando por el colibrí que cambia su vuelo ante la reflectancia emitida
por la flor, o los seres humanos que reaccionan ante los mensajes provis-
tos por el clima, el predador o el alimento, todos, sin excepción, hacemos
parte de la multiplicidad de la vida sensible, en la que vivimos porque po-
demos sentir y comunicarnos porque somos seres sintientes.
Habrá que cuestionar entonces la idea de que el lenguaje es una pro-
piedad exclusivamente humana, que somos el único animal parlante,
y más bien decir, de la mano de Abram, que no hay ningún modo vi-
tal desprovisto de capacidad expresiva. En el tejido de la red semiótica
cualquier sonido puede ser una voz, un color una invitación, o un mo-
vimiento un gesto. El hecho de que no seamos los destinatarios directos
del mensaje, o que la mayoría de los gestos se nos escapen, no quiere
decir que los diversos modos de la tierra no vociferen, no se comuniquen
en su propia lengua. Todos, interactuando, bailando en la maraña de los
encuentros, vamos intercambiando signos, significados, significantes. Y
en esa reciprocidad de diálogos es necesario entender que las entidades
orgánicas de la tierra no solo son capaces de hablarnos, de murmurar-
nos, sino también de escucharnos, de conectar con nuestros actos, con
nuestras palabras, con nuestras emociones. El mundo animado empa-
tiza con nosotros, reacciona de forma afectiva ante nuestra presencia,
pues por definición es sensible a las acciones humanas y a las palabras
habladas. Esta es la base de los saberes ambientales, los cuales, como
veremos a continuación, consisten en saber leer, interpretar, percibir y
comprender los mensajes y la orientación de una tierra parlante, en los
que el significado cobra lugar y se difunde de manera expansiva por el
rizoma de la vida.

87
CAPÍTULO 3

SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS:


LA ÉTICA DEL CONTACTO

La gente ya no pone los pies en la tierra pelada. Sus manos se han ale-
jado de hierbas y flores, no dirigen su mirada al Cielo, sus oídos están
sordos al canto de los pájaros, su nariz se ha hecho insensible a causa de
los humos de los tubos de escape y su lengua y su paladar han olvidado
los sabores sencillos de la Naturaleza. Los cinco sentidos han crecido
aislados del orden natural. La gente se ha alejado dos o tres escalones
del hombre verdadero.

Masanobu Fukuoka

El enfoque enactivo de la neurocognición nos dio la pauta para


asegurar que la cognición es, ante todo, un proceso de entrelazamiento
entre los estados afectivos de nuestro cuerpo con los estados afectivos de
los lugares habitados, y para decir que es a partir de la constante interac-
ción con el mundo, como se funden los afectos de los territorios con las
posibilidades de nuestras expresiones corpóreas. Asegurábamos que por
eso la cognición implica en todo momento la sensibilidad, pero no solo
la sensibilidad de quien conoce, sino también involucra los afectos de los
cuerpos-territorios. Pues bien, creemos que esta argumentación sobre la
cognición afectiva puede dar una perspectiva sugestiva al entendimiento
de los “saberes ambientales” (Leff, 2002) creados durante milenios por los
pueblos rurales a través del entrelazamiento con sus territorios de vida.
Entenderemos los saberes ambientales desde la definición de “am-
biente” que hemos seguido hasta aquí: una maraña entretejida de sen-

89
CAPÍTULO 3

deros y trayectorias entre plantas, animales, microorganismos, piedras,


e incontables expresiones de vida, acompañándose todas a través de sus
acciones y movimientos, y creando la organización necesaria para que
todas sigan presentes en tiempos, velocidades y escalas diversas. Los sa-
beres ambientales son entonces el entendimiento pragmático del rizoma
de la vida, saberes que aprenden a habitar en el entrelazamiento entre los
devenires de seres que pueblan el universo, pero que se manifiestan en
formas estéticas específicas y en territorios concretos.
Los saberes ambientales, definidos así, son los saberes del saber-ha-
bitar. Saberes que, como hemos insistido, están posibilitados por las capa-
cidades corpóreas, por las habilidades de nuestra constitución como seres
empáticos y sensibles. Los saberes ambientales, son pues, saberes desde
el cuerpo y por el cuerpo. Saberes que se comprenden gracias al entendi-
miento de que somos seres encarnados vivientes que aprendemos por las
afectaciones, emociones, cargas anímicas, percepciones, sentimientos,
mediante los cuales se dota de sentido a cada experiencia, junto a otras
facultades como la racionalización y simbolización (León, 2017). No se
trata, sin embargo, de saberes sensibles a todos los elementos y cuerpos
que están encontrándose y moviéndose. Son en cambio saberes prácticos,
saberes para la acción, en los que el cuerpo selecciona los componentes
del entrecruzamiento de trayectorias según la intencionalidad y los ob-
jetivos pragmáticos de la vida cotidiana.
Hemos escogido los saberes ambientales de los pueblos indígenas,
campesinos, pescadores y pastores, para aterrizar esta discusión un tanto
abstracta, pero también para mostrar que los saberes ambientales —que
son los saberes del habitar—, no solo son los saberes que requerimos para
re-habitar en el presente y el futuro una tierra ocupada, sino saberes que
hacen parte de la memoria colectiva de los pueblos alrededor del mundo.
Se trata de saberes sensibles que se han construido por la geografía del
contacto con los otros cuerpos, y que si bien en la historia colectiva han
creado las condiciones necesarias para el permanecer, también es cierto
que son saberes erráticos y que no en pocas ocasiones han creado des-
composición de relaciones, incluyendo la extinción de algunos seres. No
queremos idealizar a los pueblos rurales del mundo. Es sano verlos consti-

90
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

tuidos por cargas afectivas propias de la condición humana como el odio,


la sed de venganza, la codicia, el ego o el apego al poder.
Aun así, pensamos que los saberes ambientales de los pueblos son
una muestra de lo que el cuerpo ha “podido” durante siglos, una ética
ambiental no contemplativa sino productiva, acoplada a la reproducción
familiar y comunitaria. No es una ética del no-tocar, como si se tratase
de una vitrina de la que tenemos que mantenernos al margen. No es la
ética de la conservación moderna, en donde vivimos en espacios urba-
nos donde se destruye todo lo que no vemos, mientras abogamos por la
protección de áreas intocadas para el goce estético. La ética de la que es-
tamos hablando es la ética del involucramiento, de la interpenetración,
del contacto, del movimiento, de la acción pragmática, y en ello no hay
nada como el saber vernáculo el cual, según queremos proponer, es el
sustento epistemo-estético de una ética que nos recobre el contacto di-
recto con la habitación-en-el mundo.
Siguiendo con la tradición fenomenológica, expondremos algunas
características de los saberes ambientales propios de los pueblos vernácu-
los, para seguir esbozando nuestra proposición sobre una ética ambiental
basada en el contacto.

Saber viviendo, saber Estando


Los saberes ambientales son arte: un arte que se adquiere viviendo.
Des­piertan en un territorio que se descubre caminándolo, sintiéndolo,
tocándolo, comiéndolo, llorándolo, cantándolo, oliéndolo, escuchán-
dolo. Son saberes situados que se construyen por el involucramiento con
otros seres, humanos y no-humanos, en un espacio ecológico concreto.
Los pueblos rurales alrededor del mundo saben lo que saben, conocen
lo que conocen y hacen lo que hacen, gracias a la experiencia colectiva
ocurrida en un contexto específico. Son saberes resultado de una forma
de participación activa y afectiva con el lugar, desde el lugar, en donde
las circunstancias y las condiciones bioculturales de cada territorio son
fundamentales para saber aquello que se sabe.

91
CAPÍTULO 3

Para las comunidades agrícolas, pescadoras, pastoras nómadas y ca-


zadoras-recolectoras, pensar en un saber descontextualizado y desde
“ningún lugar” es imposible, pues su conocimiento no puede separarse
de un entorno físico y un contexto social y cultural en todo caso situado.
La naturaleza de estos saberes depende de la interacción de los moradores
con los espacios ecológicos concretos; emerge en continua imbricación
con el lugar habitado, y en tal sentido, no pueden entenderse al margen
de ecosistemas concretos y de los horizontes culturales compartidos. Más
que algo que se posee son un diálogo entre criaturas diversas, incluidas las
humanas, cuyos senderos se entrecruzan en la vida cotidiana, haciendo
una historia conjunta, en la que lugares y comunidades se encuentran
mutuamente plegadas.
Múltiples generaciones han venido desarrollando y conservando las
tradiciones técnicas en procesos de larga duración. Por eso la sabiduría
vernácula, en palabras de Rodolfo Kusch (1976), abarca la gran cantidad de
modos de Estar en el territorio. Una historia común, e intergeneracional,
de Estar-siendo y de ser-Estando. Corresponde a todo un cuerpo de co-
nocimientos que conjunta múltiples “estancias” de abuelas y abuelos que
compartieron su saber-estar a generaciones de sucesores. Por supuesto,
los saberes comunes que se tejen estando no están libres de mejoramien-
tos y perfeccionamientos, pero tampoco de pérdidas y olvidos. Es más
bien una historia dinámica que, generación tras generación, ha podido
albergar los saberes en el patrimonio colectivo de los pueblos, gracias al
uso práctico y la experiencia cotidiana.

Amparo y manutención de saberes vernáculos


El acervo de saberes ambientales, como explicó Alfred Schütz, tiene en
la mayoría de los casos un origen social. Las familias campesinas, por
ejemplo, no saben hacer terrazas, camellones, arreglos agroforestales o
milpas, por procesos singulares de aprendizaje, sino que estas operacio-
nes técnicas son el resultado de un proceso de reflexión colectiva deri-
vado de la ancestral práctica del ensayo y el error. De ese modo cuando
una agricultora o un agricultor se enfrenta a una situación problemática

92
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

a la cual tiene que darle una solución, lleva consigo un cuerpo de saberes
construidos en la larga cadena generacional de sus antecesores que ha
quedado inscrito en el conjunto social del conocimiento. Parafraseando
a Schütz y Luckmann (2003), ese saber le permite ahorrar a cada campe-
sino la necesidad de adquirir por su propia cuenta soluciones “mejores”
para un problema al que ya el grupo le ha dado una solución efectiva. Así,
por ejemplo, el campesino puede valerse de la experiencia acumulada de
sus abuelos, quienes durante siglos supieron seleccionar y obtener va-
riedades de semillas locales y con ellas experimentar diversos métodos
de cultivo. El campesino o la campesina así puede confiar en el ingenio
heredado para la conservación del agua de los sistemas tradicionales de
Agri-Cultura y en las asociaciones de cultivos; la integración entre ani-
males y plantas adaptados localmente; la biodiversidad que suele carac-
terizar los parcelas y sembradíos campesinos para protegerse de plagas y
enfermedades, proveer alimentos para la familia y animales, y servir de
abono, medicamentos o herramientas (Rosset y Altieri, 2017).
Existe un componente reiterativo en los saberes ambientales gracias
al cual puede mantenerse una tradición técnica. De ese modo se puede
actuar como se ha aprendido de padres, abuelos y comunidades. En esen-
cia, para la mayoría de los problemas no necesitan nuevas soluciones. Si
nada cambia de forma sustancial, no existe razón para variar la época de
siembra, modificar las asociaciones entre cultivos, o alterar las actividades
que suelen hacerse conforme a los ciclos lunares. Esa dimensión rutinaria
de los saberes ambientales, ese “saber-hacer”, permite repetir compor-
tamientos anteriores. Ello no significa que en la transmisión social de los
saberes entre personas distintas no exista un mejoramiento de la solución
al problema, según las características y las posibilidades ecológicas de la
parcela. Nunca veremos dos huertos del todo idénticos. De hecho, habrá
la misma cantidad de modelos de huertos como familias campesinas, y
ello se explica, en parte, porque el saber no se alberga vivo solo en lo más
íntimo de la experiencia colectiva, sino que existe también una dimensión
del saber individual del campesino, el cual es producto de su creatividad
singular y de su experiencia privada.
Este carácter biográfico del acervo de conocimiento, como diría
Schütz, consiste en saberes derivados de la experiencia previa que va-

93
CAPÍTULO 3

rían de persona a persona. Son aprendizajes adquiridos como resultado


de un problema al que se le dio una solución práctica. Desde la técnica
adecuada para dejar caer el azadón en el suelo de cultivo, la relación con-
veniente entre temperatura del paciente y la temperatura de la planta,
el momento adecuado para cortar la madera, hasta saberes más sutiles
como predecir el momento de la lluvia, las direcciones de los vientos,
la temperatura del fuego en el momento de la quema, o comprender el
comportamiento de los insectos en el cultivo, son, en buena parte, sa-
beres que descansan en el descubrimiento personal de un mundo que
se trae a la mano viviendo, y que servirá de esquema de referencia pa-
ra moverse significativamente en el territorio. Para todos los campesi-
nos novicios existirá un aspecto problemático en la vida cotidiana al que
tendrán que enfrentarse por primera vez —enlazar un ternero, arrancar
correctamente el fruto de la planta, guardar el maíz cosechado, enjal-
mar al caballo—, el cual superado se realizará de forma automática. Ese
conjunto de saberes —siguiendo de nuevo a Schütz— servirá de base
para dar solución a problemas cotidianos. Se manifestará en adelante co-
mo comportamientos rutinarios sin necesidad de prestarles atención y
sin que pueda explicarse razonadamente “cómo”, “dónde” o “por qué”
pudo, quiso o requirió aprenderse. Estos saberes se habrán incorpora-
do en el conocimiento habitual de modo que estén disponibles para ser
utilizados en cualquier momento.
Con todo, es necesario reiterar una vez más que la dimensión privada
de los saberes campesinos ocupa un pequeño espacio dentro del acervo
de conocimiento. La mayor parte del conocimiento es resultado de la in-
teracción en un contexto social, y por tanto no podemos separar ningún
saber individual de la esfera nosótrica en la que estas poblaciones habitan.
Según derivamos de los análisis de Ingold (2000), el niño aprende
las habilidades particulares de su comunidad acompañado de personas
más experimentadas —a menudo del mismo nicho familiar: el padre o la
madre, abuelos y abuelas, hermanos mayores, tíos y primos—, quienes
no ofrecen un código de pasos que especifiquen la acción a seguir. Más
bien aquel niño o niña aprende atendiendo cada una de sus acciones.
Así es como el cazador principiante se cultiva acompañando a cazadores
más experimentados, quienes le instruyen sobre aquello que debe bus-

94
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

car: pistas etéreas como el rastro, las huellas o el olor dejadas por el paso
del animal, o sonidos específicos que de otra forma se pasarían por alto.
Yendo a cazar, el niño es guiado en el desarrollo de habilidades percep-
tivas para captar las propiedades del bosque y aprender a identificar las
señales clave para encontrar la presa (Ingold, 2001). No solo en la caza,
sino muchas otras habilidades vernáculas se conservan, generación tras
generación, como resultado de un proceso de “educación en la atención”,
en la terminología usada por Ingold. Un buen ejemplo son las tejedoras
principiantes, quienes aprenden viendo a su madre tejer, observando
con cuidado sus habilidades en el manejo de la aguja, su destreza en el
manejo del ovillo y la madeja de lana; siguiendo la forma de la mano y la
técnica correcta para enhebrar la aguja; y emulando el tipo de puntadas,
anudados y tensados de la liana.
El saber viviendo y el saber estando es un “saber cómo” práctico, ad-
quirido mediante la imitación y la observación (Ingold, 1990). Se apren-
de “haciendo”, poniendo en contacto al aprendiz con los componentes
ambientales en contextos de uso pragmático. De ese modo cada gene-
ración va desarrollando sus propias habilidades bajo la guía de personas
más expertas. Saberes ambientales, como la medicina herbolaria, los sis-
temas de sembradíos, las técnicas de caza y pesca, el almacenamiento de
los alimentos, o la construcción de viviendas con materiales orgánicos
localmente disponibles, se mantienen en el tiempo gracias a una historia
de relaciones entre campesinos experimentados y aprendices, quienes se
instruyen, como sostiene Ingold (2008, p. 21), “exponiéndose a una si-
tuación en la que, afrontando diferentes tareas, se les muestra qué hacer
y a qué estar atentos, bajo la tutela de unas manos más expertas”. En lo
que quiere insistir este antropólogo es en que los saberes no se transmiten
como los genes entre padres e hijos. Lo saberes sobreviven porque cada
generación sucesiva puede experienciar en directo cómo actuar frente a
algún aspecto de la vida cotidiana, de un modo similar a como lo hacen
sus predecesores más inmediatos.
De otro lado es importante recordar que los saberes ambientales acon-
tecen en el seno de un ambiente lingüístico. Cuando nace un bebé en un
entorno donde se practica la agricultura y se crían animales domésticos,
o donde es común la caza o la pesca, o donde se practican saberes me-

95
CAPÍTULO 3

dicinales herbolarios, su situación individual estará, desde el comienzo,


social y culturalmente delimitada. Estará habitando en el lenguaje —co-
mo enseñaría Heidegger—, y por tanto la lengua determinará su propia
experiencia en el espacio donde habrá de crecer. El lenguaje le proveerá
a esa persona el sentido del mundo otorgado por la cultura en la que se
encuentra inmerso. Sus experiencias estarán, en gran parte, modeladas
por la lengua que esa persona habita, la cual, como asegura Abram (1996),
está profundamente imbricada y sintonizada con la profundidad de los
valles, los pliegues de los montes, la sinuosidad de los ríos y, en general,
con la topografía del paisaje local.
En realidad ninguna lengua vernácula puede entenderse a cabalidad
separada de las especificidades ecológicas del territorio. Cada idioma,
en su peculiaridad, tiene toponimias, formas de nombrar y clasificar las
plantas, animales, y demás componentes de la Madre Tierra, las cuales
son inseparables de la organización ecológica del paisaje circundante.
Incluso cada sonido del lenguaje oral —siguiendo de nuevo a Abram—,
sus ritmos, tonos e inflexiones, sus acentos, metáforas y tropos, están
sintonizados con la escala, la rugosidad del lugar, la altitud, el clima, la
vitalidad y los contornos del territorio. Los saberes ambientales, por tan-
to, no son disociables ni de la lengua ni de los contextos naturales espe-
cíficos en los cuales los pueblos moran. Ellos adquieren sentido en eco-
sistemas concretos, como puede ser el caso de un desierto específico, un
piso altitudinal determinado, una variedad de pradera o un área costera
con un microclima definido, los cuales son traídos a la experiencia de los
pueblos, a través de una lengua enriquecida por la diversidad biológica
de un territorio vivo.
Podemos asegurar entonces que es a través de una historia de relacio-
nes bioculturales entre personas que habitan un espacio concreto, como
ha podido llegar hasta nuestros días el gran acervo de saberes ambientales.
Sin embargo, la manutención de los elementos básicos del conocimiento,
como asegura Schütz, depende de dos factores fundamentales. El primero
es que la estructura cultural y social se preserve en lo esencial. Si este as-
pecto se afecta como resultado de un cambio abrupto, como ocurre con

96
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

la educación urbanizante, descampesinista y homogeneizante, la intro-


ducción de saberes descontextualizados, la adopción de los valores de la
racionalidad económica y el productivismo o, en general, las dicotomías
propias de la ontología dominante, pueden perderse ciertos elementos
de la cadena de conocimiento, e incluso áreas completas del mismo. La
segunda suposición para la manutención de conocimiento y habilidades
es que los saberes sigan siendo útiles para resolver problemas prácticos.
Cuando un contexto natural cambia, por ejemplo, como efecto del cam-
bio climático, la degradación ambiental o la extinción local de especies,
la solución técnica, que había sido conservada incluso durante siglos,
puede perderse. Por supuesto, un entorno cambiante puede dar lugar a
la creación de nuevos saberes, pero es indudable que cuando un entorno
ambiental se transforma radicalmente, no existe razón para seguir am-
parando saberes que han dejado de ser útiles. Asimismo, a medida que el
desarrollo va erosionando la diversidad biótica, se erosiona al unísono la
riqueza idiomática. Si cada vez hay menos fauna, si las aves que venían
a cantar y ofrecer señales han huido por la destrucción de sus hábitats
naturales, las lenguas vernáculas se van empobreciendo, y por tanto los
saberes asociados a la capacidad de nombrar el conocimiento de sus al-
rededores más inmediatos se pierden de manera irremediable.
De igual forma, cambios técnicos pueden dar lugar a olvidos de sa-
beres. La tractorización, como muestra, trajo consigo la pérdida del ara-
do con buey, así como el uso de antibióticos o desparasitantes de sínte-
sis química condujo a la pérdida de saberes veterinarios autóctonos, o la
introducción de semillas híbridas ha impulsado el abandono de saberes
asociados a las semillas criollas y nativas. Hay también saberes especia-
lizados que pueden erosionarse cuando la comunidad ha dejado de per-
cibirlos útiles. La merma de saberes asociados a la magia, el chamanis-
mo y la medicina espiritual con plantas de poder, son casos que ilustran
cómo conocimientos específicos de ciertos ocupantes de roles, pueden
perderse ante la introducción de la racionalización cientificista y el cam-
bio intergeneracional cuando un tipo muy especializado de saber ya no
encuentra relevo generacional.

97
CAPÍTULO 3

Creatividad específica al lugar


Los saberes vernáculos no se reducen a conservar lo que llega prestado del
pasado. Si un saber es vivo, se debe a que puede ser cambiado, transfor-
mado, manipulado; porque es posible hacerle decir lo que no dice, sacu-
dirlo, y con él pensar lo impensado. Los pueblos no son agentes pasivos
que simplemente reciben información de sus antecesores. Son actores
activos con agencia permanente, que experimentan, que con curiosidad
hacen innovaciones, que reaccionan ante las modificaciones ambientales
y culturales propias de los avatares cotidianos.
Cierto es que existe una dimensión reiterativa del conocimiento. Si
en lo esencial nada cambia, el proceso como un “todo” puede permane-
cer inmodificable. Aun así, según sostiene Trinidad Alemán (2016), las
condiciones siempre tienen un grado de variabilidad. Existen eventos
contingentes como cambios en los periodos de lluvias, alargamiento de
la sequía, perturbaciones drásticas como huracanes, incendios o terre-
motos, o la llegada de una nueva plaga o enfermedad de los animales, que
obligan a revisar las prácticas de forma constante y experimentar según el
acervo de conocimiento a mano. A veces motivados por estas urgencias,
pero en otras por simple curiosidad, los campesinos prueban, o bien una
especie o variedad desconocida, o bien una semilla conocida proveniente
de otras regiones; a veces modifican los diseños de la parcela, cambian las
fechas de siembra, varían las asociaciones, o aplican al animal enfermo un
nuevo tratamiento. La probabilidad de éxito aumenta en la medida en que
se tanteen distintas alternativas para sortear una determinada eventuali-
dad. Con base en el análisis de los resultados, los campesinos seleccionan
las mejores especies, variedades o remedios, o seguirán buscando otras
opciones si los efectos no son los esperados (Alemán, 2016).
El ingenio campesino es en buena parte el responsable de la diversi-
dad genética. Suele asegurarse que los campesinos hoy resguardan cerca
de dos millones de variedades vegetales cultivadas, cinco mil cultivos
domesticados, y crían cuarenta especies animales (ETC Group, 2009). Y
ello es así porque la diversidad es la base del saber campesino. Gracias a
las múltiples posibilidades que pueden seguirse, el campesinado escoge
una u otra opción, según sus expectativas y predicciones para conseguir

98
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

todo aquello que la familia o comunidad considera suficiente para vivir.


La creatividad para encontrar e incorporar nuevas soluciones también de-
pende de las oportunidades ecológicas que ofrezca el lugar habitado, las
habilidades individuales adquiridas o socialmente aprendidas, el acervo
de saberes socialmente construido y, como diría Chayanov (1974), de la
fuerza de trabajo disponible en la unidad doméstica, y del balance entre
el trabajo pesado y utilidad.
Cuando un campesino encuentra una solución a un problema común,
es probable —según el contexto social de cada espacio— que la nueva
práctica, el nuevo uso de un componente conocido, el nuevo elemen-
to dentro del agroecosistema, o la nueva herramienta, se disemine en el
entorno inmediato. Puede que este haya sido el origen de prácticas anó-
nimas pero muy bien difundidas en diversas partes del mundo, como las
curvas a nivel y el aparato A, el uso de flores para atraer a polinizadores
bióticos, la incorporación de biomasa, las distintas técnicas de compos-
taje, las barreras vivas, los acolchados, la rotación de cultivos, los biofer-
mentos, bioles y fertilizantes foliares, y las asociaciones entre cereales y
leguminosas. Aquí y allá, campesinos distintos, en diferentes latitudes y
tiempos distintos, fueron encontrando soluciones semejantes que fueron
sedimentándose en el acervo colectivo.
Las condiciones, por supuesto, siguen cambiando —y más aún en
tiempos de cambio climático—, razón por la cual los campesinos y cam-
pesinas continúan probando, experimentando, seleccionando, adaptan-
do y desechando opciones. Cuando alguno de estos experimentadores
prueba con éxito una solución para un problema compartido con sus ve-
cinos, puede empezar a operar la práctica de la emulación y el aprendi-
zaje a través del ejemplo. La noción de similitud, como mencionan Jean
Robert y Majid Rahnema (2015), es la base de los saberes vernáculos que
funcionan a través de la consonancia, simpatía y empatía. Porque cuan-
do alguien redescubre un saber olvidado, o trae al mundo de la vida un
nuevo conocimiento, puede llegar a otras personas gracias a la riqueza de
la relación: acaso la mayor de las riquezas de los pueblos. Nos referimos
a esa riqueza de la relación personal, cara a cara, aquella que posibilita el
gusto por compartir lo aprendido, que moviliza la ayuda mutua y pone
en marcha la reciprocidad. Uno de los gestos fundantes y reproductores

99
CAPÍTULO 3

de los saberes ambientales es su carácter dialógico; es decir, saberes que


dada su característica de ser flexibles, sutiles y mentalmente intensivos,
se enriquecen durante el proceso conversacional. Es el diálogo entre “in-
tercesores” (Deleuze, 1985): vecinos, amigos, familiares y, en general,
intercambios entre personas que viven en condiciones similares, lo que
permite la creación del arte de los saberes ambientales.
Quizá no se ha insistido suficiente sobre la amistad como un rasgo
esencial de la fenomenología de este tipo de saberes. Por más de que exista
un aspecto relativamente privado en su creación, como hemos visto, los
saberes vernáculos nunca se edifican de una manera aislada. Es a partir
de relaciones de amistad entre quienes habitan un lugar próximo o en-
tre desconocidos que se encuentran, como puede ocurrir el fenómeno
de los saberes ambientales. El terreno fértil donde ellos pueden florecer;
la argamasa que los ensambla, es la gratuidad intrínseca a la relación de
amistad, el placer del compartir y reflexionar colectivamente. De ahí la
importancia de los diseños comunales en red (Escobar, 2016) para reavivar
la trama de relaciones humanas, recuperar la capacidad de crear saberes
contemporáneos, regenerar la solidaridad y la cooperación, re-encon-
trar soluciones concretas a problemas comunes, liberar la creatividad
adormecida, así como estimular la potencia de actuar y crear autonomía.

Estética de los saberes vernáculos


Sin duda los saberes asociados a los sistemas tradicionales del cultivo, la
medicina, los textiles, la minería vernácula, la pesca, la caza o la cría de
animales, han venido acumulando la experiencia de mujeres y hombres
durante siglos en la interacción con ambientes concretos, y mucho de este
conocimiento se ha construido a partir de la experimentación, la inves-
tigación y la ancestral fórmula de la prueba y el error. Como hemos ana-
lizado hasta acá, existe un carácter inductivo de estos saberes por medio
del cual experiencias individuales han devenido en principios generales y
en prácticas específicas. Por supuesto, se trata de saberes que se incrustan
en relatos, rituales, mitos de origen, y se amalgaman con la experiencia
religiosa de las comunidades.

100
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

Aun así consideramos que la fenomenología de los saberes vernácu-


los también responde a la estética. Además de su acepción asociada con
lo bello, la estética, entendida como aisthesis, da cuenta de la intensidad
de las percepciones de los sentidos, del conocimiento que se deriva del
sentir, de lo afectivo, de lo sintiente.1 No es posible entender la mani-
festación de esta clase de saberes si no atendemos con profundidad el
criterio estético y perceptual que gobierna, por ejemplo, en los sistemas
tradicionales agrícolas. Es curioso que los campesinos agroecológicos no
valoran la parcela de un compañero en términos de su productividad,
eficiencia, rendimiento y todos aquellos indicadores clásicos de la agro-
nomía y su racionalidad economicista. No dicen “esa finca tiene grandes
rendimientos”, sino que la alaban mediante un juicio estético: “esa finca
es muy bonita”.
Hemos venido pensando sobre ello, y nos ha sido ilustrativo el con-
cepto de la proporcionalidad que Iván Illich (1997) ha tomado prestado de
Leopold Kohr. Para Illich, el sentido de la belleza, tiene que ver con la
proporción. Como hemos discutido, los senderos y enmarañamientos no
son desorganizados, no son encuentros al azar, sino que siguen patrones
estéticos autoorganizados, por los cuales vamos encontrando las sime-
trías, proporcionalidades, balances y armonías que juzgamos hermosas
en la urdimbre de la vida. Lo interesante para Illich del pensamiento de
Kohr está en la consideración de aquello que es apropiado en una propor-
ción, el sentido de lo adecuado para un lugar, la correcta relación entre
los componentes de un sistema. El sentido de “la medida justa”, “la ar-
monía que brilla de las proporciones apropiadas”.2

1 La estética también se ocupa de “lo feo”, lo “horrible”, “lo kitsch”, “lo barroco”,
“lo ch’ixi”, “lo abigarrado”. Nosotros en este ensayo nos concentramos en la
relación entre la belleza intrínseca de los patrones de la vida y la ética.
2 Illich hace una alusión tácita al clásico trabajo de Schumacher (2011) Lo pequeño
es hermoso: “Kohr sigue siendo un profeta en la actualidad porque incluso los
teóricos humanistas para los que lo pequeño es hermoso, no han descubierto
que la verdadera belleza y bondad no es cuestión de tamaño, ni siquiera de las
dimensiones de la intensidad, sino de la proporción” (Illich, 1997, p. 2).

101
CAPÍTULO 3

A lo que queremos llegar es a que la fenomenología de los saberes


ambientales, como en las agriculturas tradicionales, responden preci-
samente a este sentido vernáculo: la percepción aguda de las proporcio-
nes, de los equilibrios, de la configuración de lo que se considera bueno,
así como el sentido de todo aquello que se encuentra desproporcionado.
Basta ver los jardines agroecológicos tropicales para entender el senti-
do estético de las fincas bien diversificadas, los arreglos florísticos que

Paisaje agrícola k’iche, Guatemala. Foto: Yann Arthus-Bertrand.

Machamba en Matola, provincia de Maputo, Mozambique. Foto: Valentín Val.

102
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

adornan el paisaje, el colorido de las semillas nativas, o la avifauna que al


visitar la parcela crea entornos acústicos apacibles. Son diseños hechos
por jardineros campesinos que están incrustados en la proporcionalidad
percibida por sus propios sentidos —las impresiones visuales, pero tam-
bién los sabores, los sonidos y los olores.
La fenomenología de los diseños Agri-Culturales no responde a un
plan prestablecido que deba seguirse paso a paso, sino que acontece en
medio de las circunstancias siempre cambiantes del medio, en donde los
campesinos improvisan siendo guiados por el criterio de la proporción, de
la justa medida, de la armonía que no se debe alterar. La proporcionalidad
es un sentido bien encarnado, corporizado, en los saberes vernáculos, y
que ofrece la confianza de que algo marcha bien cuando se ve bien, cuando
se escucha bien, cuando huele bien, cuando sabe bien. Diseñar ambientes
para la vida, como diría Ingold (2012), no se trata de adaptarse a un lugar
dado de antemano, sino hacerse un lugar. Y para ello no hay mejor guía
que los sentidos, la sensibilidad y el orden afectivo. Durante milenios los
pueblos han sido guiados por un criterio bastante perdido en nuestros
tiempos: el buen sentido de las relaciones acordes entre las partes de un
sistema, y la asociación entre la belleza y la armonía de las proporciones.3
Este buen sentido, por supuesto, proviene de la sabiduría del lugar
habitado. De alguna manera agricultores, pescadores, cazadores o pas-
tores nómadas, han aprendido haciendo una hermenéutica del paisaje,
entendiendo los arreglos estéticos que acontecen sin la intervención hu-
mana. Han cultivado sus saberes forjando biomímesis mientras moran
sus territorios de vida. El sentido de la proporcionalidad ha emergido al
interpretar el conjunto de aspectos presentes en el ecosistema, los cua-
les se hacen significativos durante el diseño de ambientes creados para el

3 La asociación entre el criterio estético y la orientación de lo que “está bien” se


encuentra inscrita en la lengua de muchos pueblos. En náhuatl, por ejemplo,
lo bello —cualtzin— está enraizado con lo bueno —cualli—, mientras que en
p’urhepecha sesi jasï —lo bello— deriva de sesi —lo bueno— (Alvarado, 2020).
En español, por su parte, la palabra bello proviene del latín bellus, contracción
de benulus, el que a su vez es diminutivo de bonus, cuyo significado es “bueno”
o “bonito”.

103
CAPÍTULO 3

habitar. Son en realidad las posibilidades estéticas del lugar las que da-
rán el trasfondo de comprensión de aquellas interacciones que se deben
conocer, y ofrecerán las oportunidades para que los buenos hermeneu-
tas y estetas sean guiados por los estímulos del ecosistema a los cuales se
vuelven sensibles.
La tradición fenomenológica ha insistido en que la percepción no es
un asunto de recepción de información, sino que implica una interpreta-
ción, que cambia según el contexto en el cual las personas se encuentren
inmersas (Merleu-Ponty, 1957). De ese modo se escoge qué aspectos del
ecosistema resultan significativos y cuáles no, de forma tal que se pue-
da responder adecuadamente según la intencionalidad y los objetivos
de acción específicos. La percepción está delimitada de acuerdo con las
necesidades, y por lo tanto no hace falta estar atento a todos los tipos de
detalles que ocurren en un momento determinado. La interpretación en-
tonces depende del tipo de situaciones que están ocurriendo a nivel local,
y de las intenciones de acción que se pretenda realizar (Clark, 1999). Así,
el mundo inabarcable en la percepción se torna parcial y la atención se
enfoca, en proporcionalidades específicas, en la correlación apropiada de
los componentes del lugar.
Esa interpretación restringida de los equilibrios, esa hermenéutica
de las multiplicidades, involucra la empatía ambiental, tal como la he-
mos venido describiendo. Una empatía que se hace acto una vez se presta
atención a la correcta relación en un sistema que hace posible que la abeja
polinice la flor, la medida justa en que las hormigas se relacionan con los
escarabajos en un cafetal, o los patrones estéticos de distribución de di-
versos insectos en el cultivo. Para comprender esas relaciones adecuadas
que provienen de la sabiduría propia de la autoorganización ecosistémica,
es necesaria la interpretación empática, aquella que llama a conectarse,
dejarse asombrar, afectarse, implicarse corporalmente, para ir seleccio-
nando la sabiduría de encuentros que acontecen en el lugar, según los
propósitos y fines de la vida cotidiana. Es, sin duda, un conocimiento
sensible, en el que se aprende a saber conforme a los estados afectivos y
las composiciones estéticas del mundo en el cual se mora.
El conocimiento afectivo requiere entonar con aquello que resulta
agradable o desagradable al cuerpo del otro, como puede ser aprender a

104
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

conectar con la sensibilidad de las plantas ante su preferencia o repul-


sión por ciertas condiciones de luz, temperatura, humedad, nutrientes
del suelo, compuestos químicos del aire, viento, gravedad, o proximidad
de otras plantas, insectos o tóxicos, o ser sensibles ante el sesgo estéti-
co de los animales por ciertos perfumes, colores, sabores y formas. En el
proceso de interactuar con la sabiduría del lugar, en ocasiones los pueblos
atribuyen emociones a las plantas, animales, montañas. Es bien conocido
que a la milpa de Mesoamérica tiene que hablársele o cantársele para que
no se ponga triste. Los mayas Q’eqchí’ de Guatemala ponen calzones a
los árboles frutales para que sientan vergüenza y de ese modo vuelvan a
dar fruto.4 O los campesinos en Chiapas, México, donde vivimos, dicen
“la planta quiere agua”, lo cual es una reacción al sentir del “querer de la
planta”. También en muchos casos los tsunamis, huracanes, erupciones
o terremotos se asocian con el enojo de la Madre Tierra. En todos estos
casos, lo que ocurre es una comunicación sensible, afectiva, que surge
de la interpretación de entidades no-humanas con las cuales podemos
interactuar de manera empática.
Es probable que los saberes vernáculos basados en la estética bien po-
drían encontrar su origen en una historia filogenética por la cual nuestra
especie ha desarrollado ciertos gustos y placeres necesarios para sobre-
vivir. De modo que encontramos bello y valoramos la viveza cromática,
la simetría, la proporción, el balance y la armonía, y encontramos feal-
dad en otras características que nos previenen de lo que no es adecuado
a nuestra composición corporal. Sin ser conscientes de ello, los saberes, a
través de la red intergeneracional de coevolución biocultural, se susten-
tan en ciertas prohibiciones y exigencias de carácter estético al favorecer
algunas cualidades sobre otras en la medida en que nos resultan agrada-
bles, quizá por asociarlas con seguridad, conveniencia, utilidad o placer,
mientras que otras nos parecen repulsivas por considerarlas repugnantes,
vergonzosas, feas e inapropiadas (Manodoki, 2013).
Estamos evolutivamente sesgados por nuestros gustos y necesida-
des —los cuales varían entre pueblos y culturas— estando alertas a to-

4 Información suministra por Chahim Huet Macz, agrónoma guatemalteca Q’eqchí’.

105
CAPÍTULO 3

dos los aspectos de los otros cuerpos agradables a nuestra sensibilidad


corpórea —gusto por un sabor, un sonido o aroma—. Si bien los saberes
ambientales en buena medida se explican por procesos de afinación, en-
tonación y acoplamiento empático con la sabiduría del lugar, también es
verdad que solo tendemos a imitar aquello que nos resulta agradable. En
particular, solemos hacer mímesis solo de aquellos aspectos estéticos que
evolutivamente se relacionan con vitalidad y salud, como la intensidad
del color, y ciertas regularidades como el contraste cromático, el ritmo,
énfasis y exuberancia, mientras que desdeñamos la dispersión, confu-
sión y palidez de expresión (Manodoki, 2013). Con ese sesgo estético los
pueblos suelen realizar sus elaboraciones técnicas, en las que se separan
espacios por color, forma o contraste, como en ciertos diseños agrícolas
de policultivo de los pueblos andinos y mesoamericanos, en los sistemas
hidráulicos como los subaks en Bali, o la arquitectura de bosque oligár-
quico como ocurre en algunos casos de Australia, África Subsahariana,
Este y Sur de Asia, Mesoamérica y la Amazonía (Rivera-Núñez, Fargher
y Nigh, 2020).
Un aspecto importante sobre los saberes estéticos es que podríamos
pensar que la belleza está en los sentidos de quien percibe. Sin embargo,
desde una perspectiva fenomenológica afectiva, es el lugar mismo el que
encuadra al habitante que lo percibe. El territorio es el que inventa los
ojos que son capaces de verlo, los oídos aptos de escucharlo, la piel capaz
de experimentar sus sensaciones táctiles, el olfato que puede llegar a aca-
riciar sus aromas, la lengua que saborea sus cosechas. Como enseña José
Luis Pardo (1991), en vez de pensar que son los sentidos los que significan
los espacios, y que es la composición de los organismos los que introdu-
cen perspectivas; en lugar de creer que las facultades corpóreas son las
que hacen posible descubrir la belleza del mundo, quizá podamos decir
mejor que es el territorio el que se inscribe en el cuerpo como una marca:
que el habitante y sus sentidos son el producto, el resultado de los entre-
lazamientos del lugar. Que son los territorios los que hacen al habitante.
La historia es siempre la historia de cómo las personas pueblan los
espacios, de cómo inventan sus hábitats, continúa José Luis Pardo, más
no el relato de cómo los espacios pueblan a las personas, y de cómo en
el proceso de poblarlas, las transforman. Habitar un lugar es, al mismo

106
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

tiempo, ser habitado, sufrir un efecto y afecto, una modificación en la


sensibilidad, un cambio en los sentidos. La tarea es pues pensar cómo el
lugar se inscribe, se graba, se tatúa, se hace huella en los cuerpos. Cómo
los territorios se pliegan, dejan impresiones, se envuelven en los cuerpos.
Pero para que haya una fuerza que se inscriba, asegura este autor, es ne-
cesario que exista una superficie de inscripción, un cuerpo sensible que
responda. Por un lado, un ecosistema-efector, que actúa como afectante;
del otro, un perceptor-receptor, que se afecta con la acción del cuerpo
afectante. En realidad, no hay lo uno y lo otro —no hay sujeto y objeto—,
sino un entramado de cuerpos entre cuerpos entretejiéndose, plegándose
y replegándose mutuamente.

Vidas proporcionales y sentido de proporción


El sentido afinado de la proporcionalidad de muchos de los pueblos ver-
náculos de los que hemos venido hablando, además del aspecto estético
traducido en la intuición de lo apropiado para el lugar, se explica también
por el hecho de vivir en contextos en donde se dan formas de vida propor-
cionales guiadas por el principio de la suficiencia. Por eso la producción
de las parcelas campesinas está limitada a lo que consideran suficiente
para vivir, evitando así el deseo de maximizar sin empacho la producti-
vidad. Ese arte del buen vivir esconde en el fondo un reconocimiento de
la proporción al interior de la parcela, incluye el balance adecuado entre
suficiencia y cantidad de trabajo (Van der Ploeg, 2013).
Un aspecto fundamental para lo que en adelante queremos argumen-
tar es que los saberes vernáculos de los pueblos rurales tienen una carac-
terística muy específica: la relación directa con el lugar que de algún mo-
do explica su sentido afinado de la proporcionalidad. El ejemplo ofrecido
por Pierre Madelin (2016) nos resulta bastante ilustrativo. Pensemos en la
recolección de madera: la principal fuente de energía de muchos de es-
tos pueblos. Según Madelin esta actividad permite a las poblaciones ser
conscientes de los límites naturales de la extracción. Por un lado, si se
extrae mucha leña se sobrepasarían los límites de autorregeneración del
bosque, mientras que, por el otro, si se excede en la obtención de madera

107
CAPÍTULO 3

más allá de la cantidad suficiente para calentar la casa o cocinar, se tendría


un trabajo pesado sobredimensionado. La recolección de madera sirve
para entender cómo opera el sentido de la proporcionalidad, de la justa
medida, y la vida proporcional en los pueblos vernáculos. Ello no ocurre
por ninguna superioridad moral, sino porque el trabajo y la percepción
directa del contexto del cual se obtiene energía, permite hacerse una idea
de los efectos de la sobreextracción y un balance apropiado entre la carga
de trabajo y la consecución de la cantidad de leña considerada suficiente
para atender el gasto de la familia.
Lo anterior es solo un ejemplo para mostrar cómo la percepción de la
proporcionalidad asociada a la estética, el balance de la carga de trabajo
y el sentido de suficiencia, así como el interactuar cotidiano en ámbitos
comunitarios de pequeña dimensión, explica en gran medida los saberes
ambientales basados en el Estar, los cuales contrastan con las sociedades
modernas que han perdido la facultad de tener una noción de su gasto
energético y el impacto que generan sus hábitos de consumo.
También es importante señalar que los saberes ambientales de las
sociedades indígenas, además de los seres visibles en la experiencia co-
tidiana, están asociados a otro tipo de mundos donde habitan seres como
nahuales, dueños del monte, dueños de las cuevas y cerros, espíritus de
las selvas, o duendes: potencias guardianas de los lugares sagrados, con las
cuales se hace comunicación a través de ceremonias, rituales y ofrendas.
Esa comunicación está encomendada a especialistas chamánicos, quienes
sirven de medio para interactuar, negociar, e intermediar con estos seres
por medio del trance, las plantas de poder, el fuego, o mediante la ex-
periencia de los sueños. Como recuerda Abram (1996), estos son saberes
ambientales, pues las entidades con las que los chamanes o las chamanas
entran en comunicación a través de la ampliación de sus estados de con-
ciencia no son seres del “más allá”, sino que son las mismas entidades
naturales con las cuales se establece contacto para conversar de frente
con ellas en sus propios términos.
Todas estas formas de mundos muestran que el saber ambiental de
los pueblos indígenas —en cualquier latitud— no es reducible a la lógica
de la ontología moderna. Son epistemes asociadas con un sentido onto-
lógico relacional, en el que no existe divorcio entre entidades humanas

108
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

y no-humanas (Blaser, 2009). Los saberes ambientales son religiosos, en


la acepción originaria de la palabra re-ligare, o re-ligación, como la llama
Xavier Zubiri: un ligamiento entre los pueblos con los demás ámbitos del
universo. Es justamente esa relación profunda de los saberes ambienta-
les con el cosmos y con otros cuerpos con los cuales coexistimos en otros
dimensionales, lo que ayuda a entender este sentimiento vernáculo de
arraigo al lugar, que requiere pedir permiso para intervenir la piel de la
tierra, y que necesita estar siempre reconectándose con algo mayor que
nos excede.
Este nivel del sentido de pertenencia se expresa en prácticas ceremo-
niales de culto, así como en actividades pragmáticas. Los saberes ambien-
tales vernáculos están ahí, corporizados, resolviendo problemas prácticos
y cotidianos en los hogares de las familias, pero son saberes indisociables a
la dimensión espiritual, al diálogo con otras entidades anímicas que tam-
bién pueblan el territorio. De ahí que el sentido afinado de conectar con
lo hermoso, lo agradable, y la armonía de una relación, es indisociable al
vínculo con la gran diversidad de cuerpos, visibles y no visibles, que nos
acompañan en distintas dimensiones.
Para los fines de nuestra discusión, lo importante es entender que los
saberes ambientales de los pueblos han estado durante milenios atados a
una ontología relacional, una onto-estesis afectiva, en la que las fronteras
entre lo humano y lo no-humano son profundamente porosas, y en la que
el sentido de pertenencia al lugar tiene raíces profundas. Y ello no se debe
a ninguna dotación moral de mayor valor, sino a una razón que nos parece
fácil de comprender: la historia de los pueblos es la historia del contacto
directo con los elementos y seres del mundo, y la relación directa con el
propio cuerpo. Para los pueblos vernáculos, si se siente hambre se debe
cultivar, criar o cazar los alimentos, si se siente frío hay que ir al bosque
a buscar leña, o si se siente sed toca ir al río o al pozo, o cosechar agua de
lluvia. Todas estas acciones irremediablemente enlazan a los ciclos y rit-
mos de la reproducción de la vida, y a la inmediatez del propio cuerpo.
Para estos pueblos ha existido una relación indisociable entre el ha-
cer, el ritualizar y el habitar. Un lazo inquebrantable en el que las personas
no han sido separadas de lo que pueden hacer con sus propias manos en
contacto directo con otros cuerpos. No han sido expropiadas de su ca-

109
CAPÍTULO 3

pacidad de proveerse por sí mismas, ni han sido privadas de la confianza


en su propio juicio sensible de lo que es bueno y correcto para el lugar.

La ética del saber-habitar


Creemos que la exploración de los saberes vernáculos nos da una pauta para
comprender el acoplamiento entre la cotidianidad y el mantenimiento de
las relaciones de los territorios de donde provienen los elementos nece-
sarios para vivir. Por medio del contacto, de la relación directa, es como
a través de los siglos hemos sido capaces de comprender el fenómeno de
los encuentros, de los senderos, de los enmarañamientos; conocer sen-
siblemente las características de los cuerpos que se encuentran y que nos
afectan, tener claridad sobre las mezclas que no le convienen a la tota-
lidad de seres que componen el universo sintiente que nos envuelve, así
como buscar las relaciones más armoniosas. El conocimiento sobre las
características que constituyen los otros cuerpos con los que cotidiana-
mente entramos en contacto nos ha ayudado a entender, en trayectorias
de larga duración, qué clase de relaciones, saberes, estéticas y acciones
se requieren para permitir la reproducción de la vida, y que otras pueden
implicar la descomposición de las relaciones del territorio.
En lo que queremos insistir, basándonos en los saberes ambientales
de los pueblos vernáculos, es en la posibilidad de una ética que se cons-
truya como correlato de un tipo de ontología de la vida, no individual,
sino colectiva, basada en el contacto y en los afectos-activos. Esta ética
nos habla de cultivar la potentia, el poder interior, la capacidad colectiva
de actuar, y de crear una política de la vida y por la vida, y una potencia
afectiva de actuar ante la devastación y la guerra que nuestra especie le
ha declarado al mundo. Cultivar la sensibilidad, la empatía, y el bucle de
afectos que potencian la acción, quiere decir cultivar un tipo de afecti-
vidad común, en la que nos enseñamos entre todos a ser tocados por la
emoción de otro, a prestar atención a los fenómenos de los encuentros,
y a valorar la experiencia sensible y sintiente de la alteridad que también
somos.

110
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

Se trata de poner atención a nuestra constitución intercorporal y ser


capaces de comprender la acción correcta con base en nuestra propia
experiencia sensible. No hablamos de acciones motivadas por cálculos
racionales ni de hábitos o de obediencia a los aspectos normados en la
sociedad, sino de una ética corporizada basada en la disposición de ser
afectados por el encuentro con los seres del mundo. Estamos pensando en
un tipo de comportamiento que respete la continuidad de las composi-
ciones. No una ética que persiga la perfectibilidad humana, sino una ética
pragmática y productiva que aprenda a habitar las interrelaciones, como
lo han hecho durante milenios innumerables pueblos en todo el mundo.
Una ética del habitar es la ética de aprender a saber Estar —y amar— el
lugar, y saber cómo residir en el entrecruzamiento de devenires.
La ética basada en la afectividad ambiental no es un esencialismo. Tam­
bién supone comprender nuestras sombras, nuestras imperfecciones,
nuestra dimensión oscura y no solo la luminosidad. Porque somos seres
humanos compuestos también por nuestros horrores, por afectividades
que nos destruyen. La ontología relacional por eso debe comprenderse en
su complejidad, porque el hecho de “sentirse perteneciente a” no siempre
deriva en acciones éticas sin contradicciones y sin fisuras. El hecho de que
las comunidades mencionadas tengan una continuidad entre naturaleza y
cultura, no significa que constantemente se efectúen relaciones “armo-
niosas”. En ellas existen también actos cuestionables y relaciones desaco-
pladas con la existencia de los demás seres. Y, por otro lado, también es
bueno subrayar que, a pesar de que nuestra cultura moderna vea el mun-
do a través de los lentes de su episteme dicotómica, no quiere decir que
los modernos siempre y en todo lugar tengamos una actitud destructiva
hacia animales y plantas, y que a cada paso y sentir seamos plenamente
congruentes con las escisiones ontológicas heredadas. Sencillamente todas
las culturas debemos arreglárnoslas con nuestras contradicciones; con el
hecho de ser habitadas por multitudes.
La ética basada en los saberes ambientales de los pueblos rurales del
mundo hay que entenderla con sus propios problemas. La vida, según
estas cosmovisiones, es un todo holístico, no reductible a elementos in-
dividuales. Cuando las poblaciones ancestrales dicen que todo tiene vi-

111
CAPÍTULO 3

da, y que nada es inerte, en términos pragmáticos ello quiere decir que
es necesario dar continuidad a las condiciones que hacen posible la re-
producción de la Madre Tierra, y no a entidades individuales. Ello no sig-
nifica que no se pueda cazar para la alimentación —según las normas y
acuerdos comunitarios—, que no se críen animales para la dieta familiar
y comunitaria, o que no se pesque de acuerdo con los saberes ambien-
tales del grupo. Tampoco que no se tenga que lidiar con una plaga que
eventualmente afecte el cultivo, ni que no haya que matar insectos vec-
tores de enfermedades. En términos pragmáticos la ética del saber-habi-
tar significa que las acciones humanas no violen las composiciones de las
multiplicidades, pero ello no supone que se respete la vida de cada uno de
los miembros que componen la trama vital. Y es aquí donde esta ética se
torna problemática, porque puede ser incompatible con los valores del
vegetarianismo o el veganismo, ambos tan respetables en sus principios
y tan valiosos en términos de su accionar compasivo hacia la singulari-
dad y el sufrimiento de los animales. Si los saberes ambientales se piensan
despojados de la empatía a la singularidad, podemos ser indiferentes con
prácticas crueles hacia algunos cuerpos, y aun así seguir cumpliendo el
principio de respetar las relaciones de la totalidad. De hecho, una ética
de este tipo mal entendida puede dar lugar a ecofascismos y a discerni-
mientos totalitarios del tipo: “si lo que importa es la totalidad, sería acep-
table sacrificar algunos de sus miembros en beneficio del todo”. Por eso
es indispensable balancear el principio de las acciones adecuadas para el
lugar y la ética hacia cuerpos individuales.
La ética ambiental basada en los saberes ambientales no es univer-
salizable. No inicia con a prioris que puedan escribirse y convertirse en
normativas, como la ética kantiana. La ética ambiental de los pueblos es
relativa, flexible, contextual, dependiente de motivaciones prácticas, y
no existen categorías del bien y el mal que puedan adoptarse de manera
generalizada. Las éticas del saber-habitar son situadas y diversas como lo
son los afectos y sentimientos. Hacen parte de un posicionamiento onto-
lógico en el que se es ético en virtud de la vivencia afectiva derivada del
contacto directo con los cuerpos específicos entre los cuales se habita. Ello
no quiere decir que sea una ética que resuelva de tajo todos los problemas.
En la condición de hibridación de los pueblos de nuestros tiempos lo que

112
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

hay es marcas de poder, sincretismos perversos entre elementos moder-


nos y no-modernos, y en ese sentido, a menudo los pueblos adoptan —o
se les ha impuesto colonialmente— lo peor de la cultura moderna que se
ensambla con lo peor de sus propias culturas.
Lo apasionante de retomar los saberes vernáculos es que ayudan a
nutrir una ética ambiental de otro tipo: a pensar el actuar correcto no
según las acciones que emergen de los patrones de respuesta habituales
o las que aparecen cuando nos adherimos a las reglas (Varela, 1992), sino
en medio de la complejidad, las conmutaciones, los entramados afecti-
vos, y las situaciones mundanas en los que nuestra vida colectiva tiene
lugar. Aquí, como asegura Mariana Borja (2018), reina la contradicción,
la lucha entre contrarios, en donde coinciden el bien y mal, la luminosi-
dad y la sombra. La ética vernácula es una ética de la incertidumbre que
reclama el respeto y la sacralización mediante ofrendas, rituales de per-
miso, agradecimiento y afecto para la constante reproducción de la vida,
pues la existencia humana depende de la trama de la vida como un todo.
Es una ética que antepone el bien comunitario al deseo individual, la re-
producción de la vida por encima de la consecución de bienes materiales,
y el entendimiento de que el saber-habitar requiere trabajo permanente
para que la vida continúe, y una relación directa con el territorio de mo-
do que se afine el sentido de la proporcionalidad, de la justa medida, de
lo que conviene al lugar.
Esta ética más que deberse a fines contemplativos —apreciar la be-
lleza paisajística, por ejemplo— obedece a criterios productivos, prag-
máticos de la vida cotidiana. Es una ética del habitar entre cuerpos, no
por fuera de la “naturaleza” exterior, sino siempre adentro, adviniendo
entre devenires. Ello por supuesto no se salva de contradicciones, como
el hecho de reconocer la relación antes que la singularidad, pero lo in-
teresante de esta ética basada en la inmediatez de la vida es que —como
continua Borja— no busca instaurar un código moral de bondad pura,
sino que reconoce las contradicciones propias de la condición humana,
más que intentar negarlas o superarlas. Como veremos en el siguiente
capítulo, pensamos en un ethos que en vez de aspirar a un bien absoluto
y puro, reconozca y cuide las sombras, que explore y haga conscientes
las energías contrarias.

113
CAPÍTULO 3

Pero ante todo, lo atrayente de inspirarse en las prácticas vernáculas


que se sostienen en el contacto, en la interacción, en la interpenetra-
ción, en el involucramiento con el mundo, es su capacidad de enseñar
que ahí está el origen del sentido de la moderación, y de la intuición de
que algo está bien, cuando uno se siente bien, en la medida en la que se
ha aprendido a empatizar y a estar alegre por el afecto en el que se es-
tá envuelto. De ese sentimiento surge el conocimiento del balance co-
rrecto entre las acciones propias y las acciones de otros cuerpos, para
lograr las combinaciones apropiadas, pero también la sabiduría por la
cual se sabe cuándo una acción está desproporcionando una relación, y
la forma en la que se puede hacerla volver a su propia condición. El ethos
ambiental es activo, surge del movimiento, del afecto-activo, de la vir-
tuosa combinación entre la belleza y el placer del Estar-aquí, en la que
interactuando con el mundo se va aprendiendo cómo modificar la tierra
favorablemente, de modo que se logre una medida justa, un acompasa-
miento entre el sentido de suficiencia de la vida cotidiana y las propor-
ciones y belleza del lugar.
De ese entendimiento podemos asegurar que el saber-habitar es ante
todo un arte, que requiere sintonización, entonación afectiva. Se trata del
arte de lograr un buen tono, igual que en la música, por medio del cual
el accionar del propio cuerpo esté acoplado con el accionar del resto de
corporalidades. Pero este arte, esta armonía, como hemos mencionado,
depende del sentido de la proporción, aquel sentido estético que orienta
cuando algo está bien y alerta cuando no lo está. Corresponde a la pro-
porción confirmada por la percepción sensible, por el propio cuerpo, por
ese sentido fundamental con el que contamos para orientarnos y saber
habitar el mundo. Gracias al sentido de la proporción sé cuándo algo es
correcto porque mis sentidos me dicen que hay una cierta proporción
adecuada entre un lado y el otro, un color y el otro, un sonido y el otro, un
sabor y el otro, una textura y la otra. Es aquí donde encontramos la clave
de un saber-habitar que mantenga sus raíces en la entonación sensible
con los otros cuerpos. Un ethos basado en la propocionalidad, en el bien-
estar compartido que se edifica sobre la base de una tensión conveniente
entre uno mismo y el cosmos. ¿Cuál es entonces la justa medida? ¿Cuál

114
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

es la proporción apropiada? Aquella que me hace sentir bien, estar bien;


aquella que me conecta con la belleza, con la hermosura del universo.
Pero ese valioso sentido de la proporción requiere el contacto direc-
to, pues es imposible que surja a distancia. El contacto implica untarse
las manos, tocar, ser tocado, hacer. Recobrar la capacidad de trabajar en
el taller y la parcela, lugares donde pueden fabricarse los elementos ne-
cesarios para el uso propio, de modo que sean perdurables y reparables
—suaves tecnológicamente hablando, pero mentalmente intensivos—
y espacios donde puede recuperarse la proporción entre el trabajo de la
cabeza y el de las manos, así como reconquistar la capacidad de auto-
provisión. Estos espacios son donde pueden entrelazarse el habitar con
el hacer y con el ritualizar (Ospina, 2018). Porque el contacto para ser
ético también requiere respeto, escrúpulos, sentido de la sacralidad y la
espiritualidad, características sin las cuales no puede saberse lo que es
bueno y correcto para el suelo pisado, el aire respirado, el agua bebida,
el ecosistema habitado.
Esas particularidades son las que hacen diferente a la ética ambiental
tal como la estamos entendiendo. No es ningún altruismo, no es ningún
conservacionismo. No es mantenerse al margen, no es la ética de la sepa-
ración dualista entre naturaleza y cultura: los humanos en las ciudades,
los demás en el campo, en el espacio de “la naturaleza”. Es en cambio,
una ética pragmática que se vale de la técnica, de la simbolización, de la
sensibilidad, de los saberes específicos al lugar, que transforma entonán-
dose y manteniendo proporcionalidades, que se relaciona en directo con
los seres sensibles del mundo. Es la ética del habitar entre multiplicidades,
entre trayectorias, en donde nos encontramos siempre con otros tipos de
cuerpos. Es una ética que hace una apuesta para una nueva civilización:
una civilización pluriversal basada en la regeneración de los ámbitos co-
munitarios y la recuperación del sentido de la proporcionalidad. Es, al
fin, una ética que se basa en los saberes fundados en el Estar, los cuales
se entienden como el soporte de mundos postextractivistas, poscapita-
listas, posindustriales y posconsumo, que vayan en la dirección de hacer
volver a su condición de proporción a la actual desproporción del sistema
urbano-industrial.

115
CAPÍTULO 3

Colapso y afectividad ambiental


¿Por qué partir de los saberes ambientales vernáculos? ¿Qué hay de los
habitantes urbanos que han perdido toda posibilidad de contacto directo
con la diversidad de cuerpos que pueblan el mundo? ¿Esta ética no será
una proyección nostálgica, bucólica y romántica, totalmente alejada de la
realidad urbana de la mayoría de los habitantes del mundo? Para nosotros
es importante recordar que la ciudad ocupa en la historia humana una
fracción marginal de nuestro corto trasegar en el planeta. Basta con pensar
que la historia de nuestra especie tiene al menos trescientos quince mil
años, mientras que la primera civilización urbana data de apenas siete mil
años atrás. Aunque ello pudiera parecer mucho, en realidad la población
urbana ha sido minoritaria durante los tres mil ciento cincuenta siglos de
historia humana, pues hasta hace tan solo un par de años el porcentaje de
citadinos superó a los habitantes rurales. Aun así, si sumáramos a la po-
blación periurbana con prácticas aún agrícolas, todavía podríamos decir
que la Tierra sigue siendo mayoritariamente campesina.
Consintamos, sin embargo, que en las últimas décadas ha existido
una marcada dinámica de urbanización. Si hiciéramos pronósticos ba-
sándonos en esta tendencia poblacional, pero de forma lineal, no habría
más que decir sino que el crecimiento y expansión del actual modelo ci-
vilizatorio urbano industrial no tendrá fin. Solo podríamos asegurar que
en el futuro todo será de mayor tamaño: mayor población, ciudades más
grandes, avenidas sobreponiéndose sobre otras, rascacielos más altos, un
escenario al fin en el que no tendría mucho sentido pensar en una ética
ambiental tal como la hemos venido discutiendo.
Nosotros partimos de otras coordenadas: en la historia no solo hay
continuidades, sino también disrupciones, cambios radicales, que ocu-
rren cuando las sociedades ya no son capaces de continuar habitando
de la forma como lo venían haciendo. Como bien se ha venido docu-
mentando (Fernández y González, 2014; Taibo, 2016), físicamente no es
posible seguir sosteniendo un crecimiento indefinido del actual modelo
civilizatorio, pues la base material y energética que le ha dado sostén está
agotándose. Nos hallamos en el inicio del fin de la era de los combusti-
bles fósiles, y parece que no hay alternativa que pueda remplazarlos para

116
SABERES AMBIENTALES AFECTIVOS: LA ÉTICA DEL CONTACTO

sostener esta misma civilización. Cada vez encontramos más evidencia


sobre el hecho de que nos encontramos al borde de un cambio drástico,
pues las condiciones naturales que sirvieron de sostén para la dinámica
de acumulación se están acabando, y puede que esa sea la clave del co-
lapso del sistema urbano-industrial que se expandió por el mundo desde
mediados del siglo xvii. Nos tocó el final de la fiesta del despilfarro y la
abundancia de energía y cuerpos minerales, en un contexto de cambio
climático y contaminación, y ese es el escenario en el que tenemos que
pensar el futuro del conjunto de una sociedad que aún mira la ciudad
como la meta a la que deben dirigirse todos los pueblos, y que todavía
cree que estamos inevitablemente abocados a la constante hipertecno-
logización y artificialización del mundo.
El pensamiento ambiental, contradiciendo a los optimistas tecnoló-
gicos, ha venido apropiándose del colapso como el sustento para pensar
en una transformación radical. En este campo de trabajo, muchos esta-
mos sosteniendo que el sistema globalizado de producción, distribución
y consumo dependiente de petróleo, gas, carbón, y de la extracción de
minerales, que genera degradación de los suelos, contaminación del agua
y la atmósfera, así como cambio climático, está condenado a la desapa-
rición, y en ese sentido opinamos que la única alternativa viable es la re-
localización de las economías, la disminución del tamaño, el cambio de
asentamientos y la recampesinización. Recobrar una vida más simple,
más austera y más pequeña en escala, encontrando nuevas estabilidades
ecológicas mientras se regeneran los ámbitos de comunidad, como ha
venido ocurriendo en múltiples procesos en distintas partes del mundo,
algunos de ellos documentados y discutidos por nosotros en otros trabajos
(Giraldo, 2014, 2018; Toro, 2019; Mier y Terán et al., 2018; Val et al., 2019).
Ese es el trasfondo donde anida la ética ambiental discutida en este
capítulo. No es una ética incrustada en la lógica urbano-industrial, sino
en la revolución afectiva, sintiente y sensible de una transformación civi-
lizatoria. En la reapropiación de los saberes ambientales y en los saberes
del propio cuerpo, como está ocurriendo en las políticas del margen, en
las políticas centrípetas, proyectadas desde la periferia de las ciudades.
Una ética que recupera el contacto con los seres sensibles del mundo,
humanos y no-humanos, que vuelve a confiar en los afectos y el buen

117
CAPÍTULO 3

sentido de la proporcionalidad de los saberes ambientales. Por supues-


to, para ello tendremos que reconocer que el epistemicidio y la erosión
de los conocimientos contextualmente situados son graves efectos de la
modernización y el desarrollo. Afortunadamente, existen ricos reductos
que se resisten a morir. Ellos están ahí, en el acervo comunitario de los
pueblos resolviendo problemas cotidianos. Falta crear dispositivos para la
reflexión de esos saberes, para politizarlos, revalorizarlos, enriquecerlos
y potenciarlos a través de la revitalización de riquezas relacionales cuyo
propósito sea ofrecer autonomía y potencia de actuar desde el territorio.
Los colapsos son siempre la mejor oportunidad para cambiar. Y da-
do que cada civilización trae consigo su propia afectividad, necesitamos
pensar en el tipo de afectividad que requerimos para construir esos otros
mundos por los que tantos luchamos. Una afectividad consciente de los
encuentros entre la multiplicidad de cuerpos que deambulan en los en-
marañamientos que nos conforman. Una afectividad que conoce los sen-
deros específicos de cada lugar y habita entre ellos, gracias a los saberes
ambientales que se tejen en los ámbitos de comunidad. Tendremos que
ir construyendo esa afectividad ambiental, reconociendo que esos saberes
aún existen y se mantienen vivos en las geografías profundas, y que es
urgente aprender de ellos, inspirarnos de ellos, construir dispositivos de
ensamblaje. Así podremos ir poco a poco reorientando el deseo, transfor-
mando el lenguaje, dislocando los imaginarios, recuperando la potencia
de actuar desde el propio cuerpo, hilvanando riquezas relacionales entre
personas cercanas en vínculos de amistad. Esta es una apuesta por otras
civilizaciones, múltiples, pluriversales, que busca buenos vivires en aco-
plamiento con los buenos vivires de los demás seres sensibles del mundo.
Aun así no podemos darnos el lujo de soñar de manera ingenua. Es
importante aceptar que será difícil fundar esta clase de afectividad am-
biental, si antes no entendemos bien la afectividad que aún sostiene a
este sistema en colapso.

118
CAPÍTULO 4

RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD:
EL ORDEN DEL DESAFECTO

Busca siempre y por encima de todo tu propio placer, sin importarte


quien sufra a causa de eso.

Marqués de Sade. Saint Fond en Juliette

Hemos venido discutiendo cómo nuestro existir es un proceso


permanente de corporización en el que in-corporamos los múltiples
afectos, sensibilidades y sentimientos del espacio residido. Habitar un
lugar no es permanecer en espacios pasivos, sino hallarse en sitios activos
que inscriben en nosotros sus fuerzas, sus pliegues, sus energías. Somos
las huellas, las impresiones, las marcas del ambiente en el cual moramos;
cuerpos afectivos que adoptamos de manera sintiente los estímulos que
allegan del territorio en el que nos encontramos. Afectividad ambiental
es, por un lado, afectar el lugar con nuestros actos, mientras que, por
el otro, es receptividad, ser afectado en el cuerpo por las atmósferas del
lugar. Somos en gran medida como lo son los entramados y mezclas de
los cuerpos que nos habitan; encarnaduras de los afectos de un territorio
ambiental, social y cultural compartido.
Ya hemos avanzado en la forma como las afectividades del lugar afec-
tan favorablemente al cuerpo; sin embargo, también necesitamos explo-
rar los aspectos menos numinosos de la psique humana, nuestras som-
bras, la parte más sórdida de nuestros territorios de existencia ¿Qué tipo
de afectos se inscriben en nuestros cuerpos cuando habitamos en pai-
sajes en los que se normaliza la crueldad hacia todas las formas de vida?
¿Cuáles son las intensidades de crueldad que se in-corporan cuando nos

119
CAPÍTULO 4

habituamos a estar en espacios donde los entramados vitales son redu-


cidos a mercancía? Y es que no solo recibimos los influjos positivos de las
atmósferas que nos envuelven: también somos afectados por el odio, el
egoísmo, la avaricia, el miedo, la venganza y la profunda crueldad que
caracteriza una buena parte de la sociedad contemporánea.1 Con Rita
Segato (2018) aseguramos que este tipo de afectividad encarnada surge
cuando la repetición constante de la violencia hace que nos acostum-
bremos a ella, y se creen los bajos niveles de empatía requeridos para el
normal desarrollo de la empresa predadora. Una vez la crueldad se vuelve
no lo raro sino la norma, no la excepción sino la regla, de forma inevi-
table nuestros cuerpos terminan insensibilizados, anestesiados ante el
sufrimiento ajeno. Es así como de forma paulatina ya no podemos sentir
el dolor de la montaña como dolor, ni el grito de la tierra como grito, ni
el llanto del bosque como llanto.
Mencionamos que la empatía es una posibilidad, una potencialidad
biológica, que podrá expresarse o no, según las condiciones ambienta-
les en donde las personas vivan de manera cotidiana. Si vivimos en es-
pacios donde la norma es la devastación y la reiteración de la crueldad
hacia todas las formas de vida, es comprensible que se instalen en nues-
tros cuerpos la profunda desempatización y los bucles del desafecto que
imperan en nuestro tiempo. Los ambientes del desarrollo y del progreso
son espacios que favorecen sicopatías asociadas a la incapacidad de sen-
tir el dolor ajeno. Al acostumbrarnos a vivir en medio de las intensidades
de sus radiaciones insensibilizadoras, perdemos la habilidad biológica de
sentir la emoción del otro, convirtiendo todo lo demás en objeto inerte.

1 Es importante aclarar, como nos advierte Pierre Madelin (2020), que la crueldad
es un asunto propio de la condición humana, y que no estamos diciendo que las
comunidades vernáculas solo tengan aspectos numinosos y las modernas omi-
nosos. En las sociedades de cazadores-recolectores y horticultores, ha existido
patriarcado, esclavitud, tortura, antropofagia y guerra. Y no podemos obviar
que, con todas sus imperfecciones, la sociedad moderna es la única que ha pro-
mulgado la idea de los derechos humanos, abolido la esclavitud y cuestionado,
como nunca, las desigualdades de género. Todo lo anterior es incompleto, por
supuesto, pero es necesario reconocer las virtudes de la modernidad y recalcar
que las sociedades vernáculas no están libres de las pasiones más oscuras.

120
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

La erosión de la empatía es una enfermedad colectiva, un estado mental


común, una patología psíquica que viabiliza la deshumanización de la
humanidad, y la desnaturalización de la naturaleza: dos características
del fascismo moderno.
El estado afectivo de nuestra civilización se parece a los estados psí-
quicos del perverso: aquel incapaz de poner freno a ese deseo narcisista
que lo obliga a pasar por encima de quien sea, pues lo único que le importa
es la satisfacción propia y el cumplimiento de sus obsesiones. Somos co-
lectivos que, al haber erosionado la empatía de sus miembros, padece-
mos los altos umbrales de insensibilidad que posibilitan aquella pulsión
destructiva, asociada a una limitación grande de establecer vínculos y de
sentir lo que el otro siente. Refractarios a la sensibilidad de las multipli-
cidades, podemos hacer lo que se nos venga en gana, sin importar si ese
deseo impide las condiciones para que la vida siga siendo vida, y los cuer-
pos sigan habitando entre otros cuerpos. La pérdida de empatía explica
en buena parte por qué las personas llegan a cometer actos tan crueles
sin que exista en ellos compasión y remordimiento. Hemos venido aco-
giendo en el propio cuerpo las trazas destructivas, las fuerzas tanáticas
de las que somos víctimas todos al habitar en espacios donde la maldad
se ha hecho norma, y donde la mutilación de la Madre Tierra se banaliza
y justifica en aras de que el deseo del progreso se instale sobre las heridas
de la piel de los territorios.
La afectividad ambiental tendrá que examinar entonces cómo es posi-
ble que nuestra empatía se desconecte, que personas comunes se hagan
cómplices de la devastación y cómo la desempatización resulta el canal
ideal para posibilitar el orden sensitivo necesario para la división de las
multiplicidades mediante el establecimiento del proyecto predatorio.

Ecología de lo ominoso
Nos detendremos un poco para profundizar en la manera en la que ope-
ra el orden afectivo de un grupo humano. Para ello necesitamos iniciar
considerando que la palabra “sentir” y lo que es “sentido” por nuestra
“sensibilidad”, proviene del latín sentire, vinculado a la raíz indoeuropea

121
CAPÍTULO 4

sent cuyo significado es orientar o dar dirección. De ahí que el sentimien-


to es ante todo direccionalidad, es el rumbo que otorgamos a las formas
específicas en que experimentamos la vida. Sensibilidad es contar con la
habilidad de otorgar un sentido particular a los fenómenos con los que
entramos en contacto, y dotar de significado a las sensaciones y altera-
ciones del organismo (León, 2011). Así, sentir un río como morada, una
montaña como recurso, un animal como objeto, o un bosque como her-
mano, no significa que dichos seres existan de esa manera, sino que es la
dirección que nuestro sentir le ha imprimido a la experiencia.
Iniciamos este ensayo asegurando que toda forma de racionalidad
implica un tipo de afecto; y que la razón ecocida no es irracional. Ella es
más bien una razón orientada, guiada, direccionada por un sentir —sent—
provisto por los códigos culturales. Aunque creamos que emociones como
la alegría, la tristeza, el miedo, la vergüenza o la ira, son rasgos exclusivos
de nuestra personalidad, estas emociones también están condicionadas
por los esquemas sensibles de las sociedades a las cuales pertenecemos.
De ahí que el sentipensamiento que da lógica a la explotación, objeti-
vación y devastación de las tramas vitales, está en todo caso guiado por
afectos colectivos, por un orden sensible dado por las matrices de signi-
ficación social.
Hay un tipo de insensibilidad que explica los actos crueles contra la
tierra, pero ello debe entenderse bien, pues en realidad es imposible ser
anestesiados como si pudiesen bloquear los plexos nerviosos que iner-
van nuestras pieles. Lo que podemos asegurar es que más bien la sensi-
bilidad colectiva puede ser reorientada, imprimiéndole una direcciona-
lidad a lo que puede o no sentirse. La sensibilidad es siempre selectiva,
y esa selección está determinada por los influjos culturales, los cuales le
otorgan un sentido particular a los fenómenos con los que entramos en
contacto. Ellos son los que tiñen de una tonalidad específica a la reali-
dad, como una suerte de luz que alumbra y condiciona nuestra forma de
sentir. De ese modo la erosión de la vida en lugar de despertar malestar,
depresión, furia o melancolía, y movilizar nuestro accionar para detener
la barbarie, para quienes habitamos en culturas que hacen de la tierra un
objeto desencantado, ese mismo acontecimiento puede serle indiferente
a la emoción. La sensibilidad sesgada por nuestra modernidad logra que

122
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

seamos impasibles frente a la ruina ecológica, y bastante susceptibles a


los estímulos de nuestros intereses económicos individuales.
La capacidad selectiva de discernir entre lo que tiene o no impor-
tancia funciona como una regulación afectiva: un proceso de discrimi-
nación que responde a lo que Ciompi (2007) denomina economía afectiva.
Con este concepto el autor sugiere que las situaciones a las que poten-
cialmente podemos afectarnos son ilimitadas, pero ello, claro está, es un
supuesto imposible. Si reaccionáramos sensiblemente a todos y cada uno
de los sucesos que cotidianamente ocurren en nuestro mundo, nuestra
energía emocional inevitablemente se desbordaría, pues cada afectación
implica inversiones considerables de descarga energética. La modulación
de nuestras emociones es fundamental para preservar la homeostasis del
cuerpo, pues si nos dejáramos afectar por todos los acontecimientos se
desencadenaría un colapso emocional. Economizar se convierte entonces
en una estrategia protectora para conseguir estabilidad y evitar naufragar
en el mar afectivo. De no ser por esa ordenación afectiva, nuestras poten-
cias quedarían subsumidas en el caos; moriríamos atrapados por la fuerza
de cualquier incitación, arranque de euforia, ira o tristeza (León, 2018).
Lo importante es entender que la economía afectiva se encuentra
modelada por un marco referencial cultural y social, el cual brinda los
“rieles afectivos” comunes a un grupo humano concreto (Ciompi, 2007).
Estos rieles regulan la economía afectiva, ofreciendo la ruta, los guiones
y respuestas recurrentes por los cuales el colectivo va a valorar, premiar,
reprimir y castigar la vivencia sensible. Los rieles afectivos son una suerte
de memoria emocional que determina la manera como aparecen las co-
sas mediante la selección de lo que se considera importante o apreciable,
mientras desecha lo trivial e intrascendente, evitando así gastos energé-
ticos innecesarios (León, 2018).
Esta idea de los rieles afectivos también puede verse desde el con-
cepto de ordo amoris “orden del amor”, una noción agustiniana retoma-
da por el fenomenólogo Max Scheler (2003) para asegurar que los afec-
tos no son caóticos y caprichosos, sino que responden a una lógica y un
orden. Para Scheler, el ordo amoris es un sistema jerárquico que organiza
los sentimientos y configura las cosas que pueden ser amadas de las que
no pueden serlo. Para Scheler toda sociedad funciona estableciendo las

123
CAPÍTULO 4

inclinaciones afectivas de sus miembros, organizando los actos de amor e


indiferencia, dando importancia y valor a cierta clase de objetos y cosas.
Así se ofrece el marco de preferencia hacia lo que tiene valor, al tiempo
que modula, resta o quita importancia a lo que no lo tiene. El ordo amoris
es, al fin, el modo de organizar la economía afectiva de sus miembros.
El aspecto que nos interesa destacar son las relaciones del poder que
se tejen en torno al ordo amoris, pues quien conoce la lógica de este sis-
tema de ordenamiento, cuenta con una de las claves más importantes
para dominar la sociedad. Eso es lo que nosotros aquí denominamos ré-
gimen de la afectividad: un sistema de poder que controla los horizontes
sintientes de la población al crear los esquemas de referencia sobre los
cuales un colectivo puede sentir. El régimen de la afectividad constitu-
ye el repertorio sensible que establece los patrones de sensibilidades e
insensibilidades, y direcciona las relaciones afectivas en una sociedad.
Corresponde a la distribución, selección y gobierno de lo sensible que
organiza la experiencia de los cuerpos, estableciendo frente a qué cosas
se dirige nuestra sensibilidad; instaurando cuáles elementos se permite
amar y ante qué otros permanecer anestesiados, y tutelando el reparto
de la economía afectiva y los rieles afectivos de una sociedad. Por régi-
men de la afectividad queremos dar cuenta de una forma de ejercicio del
poder que establece los flujos sintientes de los hegemonizados, a fin de
que su conducta y pensamiento sigan determinados rumbos. De ese mo-
do las personas que habitan una determinada red emocional reproducen
una opresión consentida e interiorizada en la medida en que una forma
de sensibilidad específica se corporiza y se vuelve el mapa que orienta el
pensamiento, la acción y la percepción.
El régimen de la afectividad ordena qué datos perceptivos de los am-
bientes son significativos y qué otros no, de modo que las personas pue-
dan seleccionar aquellos elementos que sirven a los deseos, aspiraciones
y obsesiones propios de las culturas a las cuales pertenecemos. Así, un
régimen de la afectividad sensibiliza a ciertos aspectos, determinando
qué es significativo de lo que no lo es. En otros términos: el régimen de la
afectividad organiza los umwelt o “mundos circundantes” —en las pala-
bras de Uexküll— de los individuos, creando las sensibilidades según los
elementos que coinciden con el deseo y las fantasías inconscientes de las

124
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

sociedades capitalistas. Hemos insistido que la percepción implica una


interpretación del contexto, en la cual las personas seleccionan sesgada-
mente los aspectos ambientales que son importantes según los objetivos
de acción específicos. Pues bien, el régimen de afectividad de nuestras so-
ciedades organiza la percepción corpórea haciendo que exista un sesgo
perceptivo hacia los bienes tecnológicos, las mercancías y la publicidad,
al tiempo que hace imperceptibles los elementos sensibles de la tierra
que se depredan, con el fin de hacer posible el exceso de las ciudades hi-
pertecnologizadas.
Como ha explicado Bourdieu (2016), el gusto es una disposición so-
cialmente construida que funciona para clasificar los elementos que crean
placer a las sensaciones, que despiertan admiración, atracción, encan-
to, hacen vibrar la emoción, seducen y deleitan los sentidos, a la vez que
ofrece los esquemas perceptivos sobre lo desagradable, lo repugnante, lo
que aleja por ser considerado como opuesto a lo que causa goce. El régimen
de la afectividad crea modelos de disposiciones encarnadas por medio de
las cuales las personas adoptan un punto de vista estético que recono-
ce belleza en aspectos urbanizantes, en los artefactos de la civilización
termo-industrial, en lugar de reconocer fealdad y rechazo a la agresión
contra la configuración de la vida. Lo anterior es particularmente im-
portante en la constitución de la ontología moderna. Si nuestra especie,
en el curso de su historia evolutiva, fue desarrollando ciertos sesgos es-
téticos, gustos y placeres útiles para sobrevivir, encontrando belleza en
aquello adecuado a nuestra composición corporal, y previniendo ante lo
que niega la vitalidad y la salud, vale la pena pensar cuál fue la distorsión
del sesgo estético por el cual ya no podemos reconocer el veneno como
veneno; dejamos de percibir el riesgo de muerte y perdimos la capaci-
dad de escoger lo apropiado para nuestra vida por su condición estética.
El régimen afectivo del capitalismo ha modificado los sentidos. Nos
hizo incapaces de ver la belleza que hay en la vida, pues ella se ha trasla-
dado a otro lugar. Ya no podemos ver la hermosura en la oscuridad: en la
noche oscura estrellada, en las luciérnagas que parpadean al atardecer,
y la hemos cambiado por la ciudad iluminada, por los focos resplande-
cientes que hacen la noche día. Este sistema de gustos socialmente cons-
truido nos ha arrebatado la capacidad de ver, escuchar, oler, de conectar

125
CAPÍTULO 4

con esa belleza. ¿Por qué este sistema hace ver la belleza en un aparato
electrónico más que en lo que está hecho el aparato mismo? ¿Por qué
sentimos un afecto tan desmesurado por los objetos que han nacido de la
destrucción planetaria? Cuando se modifica el sesgo estético, y con ello el
criterio ético que elige la vida y rechaza el proyecto de muerte, acabamos
por ser incapaces de reconocer lo que nos hace bien, lo que es apropiado
para el lugar, y en una voltereta ontológica y evolutiva en contra de nues-
tra historia filogenética, empezamos a encontrar agradable y a favorecer
perceptualmente aquello que niega la vida.
Este régimen de la afectividad que orienta las aprehensiones cognitivas,
las significaciones perceptuales, y las preferencias estéticas funciona, en
gran medida, porque presume la libertad de las personas, de modo que
quienes son guiados por estos sistemas afectivos, se conciben libres, aun-
que en realidad sigan patrones de afección moldeados por las representa-
ciones culturales de la modernidad capitalista. No se trata, como enseñó
Foucault, de un tipo de poder represivo y prohibitivo, sino de un orden
y lógica sensible que ofrece placer y deseo, y que direcciona la respuesta
afectiva hacia sí mismo, al tiempo que desafecta y desamarra los vínculos
con los demás y la tierra (Giraldo, 2018). A partir de la autopercepción
de la libertad las personas acaban por regular su economía afectiva ha-
cia sí, configurando una relación narcisista, yoica, de modo que —como
asegura Byung-Chul Han (2016)— la mayor parte de la energía libidinal
se emplea en sí mismo, mientras la restante se reparte y dispersa en re-
laciones cada vez más superficiales.
Una de las enfermedades psíquicas más importantes que se repro-
ducen en este régimen, siguiendo con Han, es la incapacidad de con-
formar vínculos profundos, y de canalizar la energía afectiva hacía sí,
haciendo, por un lado, ahogar a las personas en una manía por sí mismas
—las relaciones narcisistas de las redes sociales del ciberespacio son el
síntoma más conocido—, mientras que, por el otro, las hace incapaces
de empatizar con lo demás y sentirse perteneciente a un todo abarcan-
te. Las personas desterritorializadas se hacen cómplices y víctimas de la
destrucción planetaria en la medida en que el régimen de la afectividad
ofrece el esquema de ante qué reaccionar sensiblemente: el consumo de
mercancías, la comodidad, la belleza, la capitalización de sí mismos, a la

126
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

vez que da el marco de ante qué ser indiferente: la injusticia y el irrespeto


ante la vida en todas sus manifestaciones. Las relaciones que funda este
régimen son relaciones comerciales, transacciones económicas, pues
cada uno, amputado de su humanidad y devenido en emprendedor, mi-
croempresario y comerciante, no puede sino construir vínculos basados
en relaciones mercantiles.
El régimen de la afectividad contemporáneo que direcciona el deseo
ante la falta —la carencia de lo que se dice que hay que tener—, guía
también hacia la depredación. Sin saberlo, somos depositarios de un
aparato psíquico en el que anida gran cantidad de violencia y crueldad.
Hospedamos energías tanáticas de las que no nos percatamos en cuanto
tales, pues nuestras sensibilidades se han volcado a la búsqueda de las
mercancías, del éxito, de la frivolidad, de la liviandad. Parafraseando a
Giorgio Agamben (2017), se trata de un orden de los afectos en el que se
puede matar sin cometer crímenes, en el que la vida sagrada deja de serlo,
y en el que el ecocidio se convierte en una externalidad, en un costo más
del proceso económico. Nuestras sociedades capitalistas transitan sobre
rieles afectivos en donde las fuerzas del mercado son las que direccionan
las escalas valorativas y moldean la coloración de nuestras percepciones,
afectos, sentidos, aspiraciones, apreciaciones, pasiones y deseos en torno
al consumo de mercancías, al tiempo que se eluden los caminos afectivos
que privilegian el apego a la tierra.
Este sistema sensible, funciona, como diría Felix Guattari (1990), a
través de una estructura de cortes y ramificaciones, pues, simultánea-
mente, hace corte de los entramados vitales y ramificaciones y vasos co-
municantes con los rieles afectivos del mundo capitalista. Se trata de una
ecología afectiva, que desterritorializa a la gente del lugar y la territoriali-
za en las redes de lo ominoso. Mediante múltiples estrategias, el sistema
nos va convirtiendo en sujetos cartesianos escindidos del mundo, crea
seres individuados entre sí y desligados de la tierra, conforma una serie
de subjetividades dispersas, autorreferentes, perversas y narcisistas. Es
una ecología de la muerte y la violencia, de la crueldad, que funciona
estimulando el deseo de lo que niega la vida —que en cotidianidad se
manifiesta en bienes y servicios aparentemente inofensivos—, consti-
tuyendo a través de bifurcaciones, vectores, y crecimiento rizomático,

127
CAPÍTULO 4

redes de emocionalidades afines al proyecto predatorio e incompatibles


con el cuidado de las condiciones que hacen posible la vida.
Corresponde pues a un eros y tánatos colectivo, a un ordo amoris del
homo economicus, que incorpora la economía afectiva a la economía capi-
talista, canalizando las sensibilidades al gozo de las mercancías, para que
se pueda acumular capital a través de la dominación de la encarnación
afectiva. Las energías destructivas tejidas en las ecologías de lo ominoso
van erosionando la capacidad empática, haciéndonos discapacitados de
sentir empatía,2 no solo al sentir humano, sino también al sentir de los
ecosistemas y formas de vida no humana, lo cual, como veremos, son
uno y el mismo problema.

Violencia a la tierra, violencia entre humanos


El 8 de noviembre de 2004 el mamo Mariano Suarez, una de las autori-
dades más respetadas del pueblo arhuaco de la Sierra Nevada de Santa
Marta en Colombia, fue asesinado por guerrilleros de la Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia. Cuando le preguntaron al mamo Kuncha
Navingumu qué pensaba sobre el asesinato de su compañero, y en general,
sobre la violencia sufrida por su comunidad durante el conflicto armado
colombiano, respondió lo siguiente:

En el principio de la creación —a los pueblos de la Sierra— nos dejaron asig-


nado todo lo que debemos obedecer, tanto a hombres como a mujeres jó-
venes, nos dejaron normas completas... Así se sobrellevaba el mundo y se
cumplían las normas de acuerdo al mandato ancestral. Pero entonces co-
menzó el maltrato. Es lo que está sucediendo, lo que vemos ahora. De a po-
quitos todo se fue enfermando, y cuanto más soportábamos el dolor, más
fuerte se hacía. Al despertar, el dolor persistía. Comenzaron a cortar nuestros
árboles sagrados. El hermanito menor no sabe que él también tiene árboles

2 Para un estudio completo sobra la discapacidad empática y su asociación con la


maldad, véase Baron-Cohen (2012).

128
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

sagrados. Y cortándolos, indiscriminadamente, desangran al mundo. Creen


que la naturaleza les pide que le hagan ese daño ¡Insensatos!, es a la misma
Madre a quien hieren. ¡Cuánto daño hacen los violentos derramando sangre!
A todo lo que tiene vida se la arrebatan. No piensan en el daño que le hacen
a todos los seres vivientes. Matan con lista en mano sin saber por qué lo ha-
cen... Cada vez son más agresivos. Lo peor es que nos intimidan para que no
les digamos nada. Y su enojo los quema como las piedras que arden. Así es.
Están sacando las entrañas de la tierra. Están cortando los montes, destru-
yendo la vegetación. No conformes, le arrancan el corazón. Por esta razón
las enfermedades aumentan… Se necesita saneamiento de la enfermedad y
pagamento espiritual. Solo así las cosas pueden cambiar volviendo a su ori-
gen. Entonces se enfriará la violencia. Y cuanto todo se refresque y se cuide
con respeto, no seguirá sucediendo lo que vemos (Villafaña, Gil, y Gil, 2009).

Trascribimos este relato porque, a nuestro juicio, las palabras del ma-
mo Navingumu expresan de una manera clara la profunda interrelación
que existe entre la violencia entre humanos y la guerra contra la tierra. Su
opinión, anidada en la sabiduría de los cuatro pueblos de la sierra colom-
biana, es que el origen de la violencia entre humanos inicia con la violen-
cia contra la Madre Tierra. Una vez que se cortan los árboles sagrados; una
vez que se sacan las entrañas de la tierra, y “no conformes, le arrancan el
corazón”, es fácil entender que deje de respetarse la vida a todos los seres
vivientes, incluida la de los seres humanos. Para Navingumu la violencia
no puede pensarse de forma antropocéntrica; no inicia y termina en la
crueldad que nos ocasionamos los humanos unos a otros, sino comien-
za con el irrespeto a la vida natural, lo cual, de una manera extensiva,
se va irradiando a cada uno de los seres, enfermándolo todo, haciendo
que la crueldad se normalice.
La indisociable relación entre las crueldades y sufrimientos provo-
cada a los seres humanos y a los demás seres vivientes, puede cobrar di-
mensiones obscenas en la guerra. Cuando el coautor de este libro pres-
taba servicio militar obligatorio como soldado en Colombia escuchó que
existía un curso militar para fuerzas especiales en el que los cursantes
debían criar un perro por varias semanas. Durante el entrenamiento en
el que los soldados iban perfeccionando sus tácticas y rendimiento de

129
CAPÍTULO 4

combate, el perro se convertía en un compañero inseparable. El animal


era alimentado, cuidado, consentido y amado. Pero la prueba final lle-
gaba a fin de curso: para ser aprobado todos los soldados eran obligados a
realizar una operación siniestra: debían matar con sus manos a su propia
mascota y ¡comérsela! Aunque la veracidad de esta historia nunca pudo
ser confirmada, lo que sí es cierto es que existe una íntima relación entre
la crueldad infligida hacia otros seres y la crueldad que causamos contra
las personas en la guerra.
El concepto “pedagogías de la crueldad” de Rita Segato es ilustrativo
para nombrar este tipo de acciones infames. Para Segato (2018, p. 13), hay
un tipo de pedagogías, como ésta, en la que se educa, habitúa y programa
a las personas “a trasmutar lo vivo y su vitalidad en cosas”. Las pedago-
gías de la crueldad enseñan mucho más que a matar: enseñan a asesinar
a seres objetivados, cosificados, desacralizados. En estas escuelas de la
crueldad que son los ejércitos de todo tipo, se aprende a despreciar la
vida, a naturalizar los actos de sevicia y se adquiere la capacidad de de­
sen­sibilizarse frente al sufrimiento ajeno. Tener que matar un perro con
el que se han creado vínculos afectuosos y comérselo, es una caricatura
extrema de aquel régimen de la afectividad en el que se aprende a mostrar
que se tiene, como dice Segato (2018, pp. 47-48), “la piel gruesa, enca-
llecida, desensitizada”, “que [se] ha sido capaz de abolir dentro de sí la
vulnerabilidad que llamamos ‘compasión’ y, por tanto, que se es capaz
de cometer actos crueles con muy baja sensibilidad a sus efectos”.
Un ejemplo, particularmente sensible para nosotros, que ilustra la
íntima asociación entre la guerra colombiana y la violencia contra los
animales, es la masacre de Mapiripán ocurrida entre el 15 y 20 de julio de
1997. En esta acción criminal unos ciento cincuenta paramilitares saca-
ron a cuarenta y nueve personas de sus casas y las llevaron luego al ma-
tadero municipal para mutilarlas y degollarlas, de una forma similar a
la empleada por carniceros con las reses y cerdos. El espacio destinado
a sacrificar animales servía como un escenario idóneo para que los ac-
tores armados animalizaran sus víctimas y así convertir la operación en
una réplica de los procedimientos que se ejecutan en el sacrificio de los

130
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

animales.3 Animalizar ayuda a deshumanizar a las víctimas y a suprimir


la empatía con ellas antes de aniquilarlas. Según la antropóloga Victoria
Uribe (2018), quien estudió concienzudamente cerca de mil quinientas
masacres de la guerra colombiana durante más de medio siglo, existe
un patrón común en los asesinatos colectivos de personas desarmadas
por los ejércitos armados: los victimarios suelen asignar a la víctima una
identidad animal, para degradarla, borrar su cara, suspender de mane-
ra deliberada su humanidad, inducir indiferencia y suprimir culpa. Es
común que, durante las masacres, se usen las mismas armas empleadas
por carniceros rurales para despresar a los animales, y es frecuente que,
al igual que en el sacrificio animal, el cuello sea la parte más vulnerada y
se violente a los cadáveres para convertirlos en carne.
El caso colombiano no es aislado. Es usual que en las diferentes gue-
rras se represente al grupo enemigo como animal, una operación cognitiva
cuyo objetivo es desmontar su condición humana, proyectar sentimien-
tos destructivos y efectuar más fácilmente actos crueles. Por ejemplo, en
el genocidio de Ruanda, a los tutsi se les nombraba “cucarachas”, en el
holocausto judío a los judíos se les llamaba “ratas” o “cerdos”,4 y en las
guerras contemporáneas de África al enemigo se le identifica como in-
secto (Suárez, 2008). Igual ocurre en toda violencia contra las mujeres,
pues es común que el agresor al violentarlas sexualmente acostumbre a
designarlas como “perras” o “zorras”. El objetivo es siempre el mismo:
suprimir el sentido humano del grupo antagónico o de la persona a la que
se va a hacer sufrir, para crear distancia y significaciones afectivas este-

3 En un relato recopilado por Victoria Uribe (2018, p. 116), se cuenta que cuando una
sobreviviente a esta masacre le preguntó a uno de los autores qué sentía cuando
las víctimas le suplicaban que no los matara, respondió lo siguiente: “No, no pasa
nada, eso es como uno... las gallinas... un animal es un ser vivo, tiene vida... Y
entonces cuando uno las mata, o sea cuando uno se las va a comer pues les quita
la vida. Y entonces, igual es un ser humano, también tiene vida lo mismo que los
animales. Matar un ser humano, una persona, es como matar una gallina. Eso es
como matar un animal”.
4 Para un estudio completo sobre la asociación entre el holocausto judío y la ani-
malización, véase Patterson (2002).

131
CAPÍTULO 4

reotipadas, para que los sentimientos naturales de compasión se desco-


necten, y los demás aparezcan como si fuesen objetos, abriéndose con
ello la posibilidad de que la sevicia se ejecute sin culpa.
Detrás de estos procedimientos psíquicos hay una creencia sentipen-
sante y un régimen de la afectividad: los seres humanos somos superiores
a todos los demás seres y por tanto, para matar o ser cruel, debo prime-
ro degradar al otro a una supuesta condición de inferioridad, lo cual, en
las representaciones dualistas, significa degradarlo por estar más cerca
de la tierra y más lejos de todo criterio de humanidad. La dicotomía su-
perior/inferior ha sido de hecho el razonamiento que ha justificado las
matanzas y las guerras coloniales que se libran lejos de la metrópoli, pues
como dice Tzvetan Todorov (1987), mientras más lejanas y extrañas re-
sulten las víctimas, entre más pueda equipararlas con animales, más fácil
será exterminarlas sin remordimientos. En la conquista de América, por
poner solo un ejemplo, el discernimiento para definir la “barbaridad” de
un pueblo, y por tanto la legitimidad para ser dominados por la fuerza de
las armas, estaba por completo acoplado a su relación con la tierra, debi-
do a que las comunidades originarias —en ese tiempo denominados “los
naturales”— estaban más cerca de la naturaleza y más lejos de la civiliza-
ción, por vivir en climas cálidos, por tener el color de la piel de la tierra,
por estar desnudos, y en general por lucir ciertas características que, a
juicio de los conquistadores, los convertían “casi en bestias”.
No solo en las guerras existen procesos animalizantes para facilitar la
comisión de actos crueles. Quienes estudian los perfiles psicopáticos de
asesinos seriales han encontrado que el noventa y ocho por ciento de ellos
son maltratadores de animales, lo cual los habitúa a alimentar sus fanta-
sías sádicas, y a entrenarse en la interrupción de la empatía para cometer
asesinatos sin remordimiento alguno5 (Macdonald, 1963). La operación de
animalización como estrategia para la deshumanización es más frecuente
de lo que muchos creen. Basta con pensar cómo cualquiera de nosotros
cae en acciones de este tipo cuando ofendemos con metáforas animales

5 Agradecemos a Valeria Manzanilla por haber llamado nuestra atención sobre el


perfil en los asesinos seriales.

132
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

al llamar al otro “perro”, “rata”, “arpía”, “gallina”, “cerdo” “mono”,


“burro” o simplemente: “animal”.6
El especismo asociado a la crueldad humana funciona como un ré-
gimen de la afectividad en la medida en que define un sistema de equiva-
lencias cuyo fin es distinguir ante qué se puede ser afectado y ante qué
no. Si el esquema de referencia orientador de sensibilidades enseña que
entre menos se asemeje una criatura al parecido físico con lo humano
más fácil será insensibilizarse ante su sufrimiento, resulta absolutamente
comprensible que la salida cognitiva sea inferiorizar al otro mediante su
equiparación con un animal, y de ese modo se eliminen los escrúpulos
para poder maltratarlo, torturarlo o matarlo. El uso de palabras cuyo pro-
pósito es animalizar a una víctima para convertirla en algo “menos que
un humano” está por entero vinculada con aquella organización sensible
que define ante cuáles aspectos del mundo podemos ser sensibles —lo
que más se asemeja a un humano—, y ante qué otros podemos perma-
necer desconectados, indiferentes, desafectados, desempatizados —lo
más distanciado, lo demás, el resto: la naturaleza.
Así se va haciendo comprensible una noción no-antropocéntrica de
la crueldad, y se va entendiendo que la afectividad ambiental guarda una
asociación estrecha con la guerra y con la sevicia y maldad entre seres
humanos. El ecocidio, la depredación de la tierra, el maltrato del mundo,
no están separados del homicidio, del feminicidio, del genocidio, pues
todo “cidio” esconde tras de sí un desprecio por la vida, indiferencia por
el sufrimiento, supresión de la empatía y desconexión con la otredad.
La crueldad, ya comience con cualquier ser viviente, sea árbol, huma-
no, río, montaña, arrecife o animal, está constituida por un repertorio
de anestesias que se retroalimentan unas a otras, en tanto el ejercicio de
la violencia, ante cualquier expresión vital, no hace sino animar y esti-
mular las energías destructivas en cadena contra todos los demás. En lo

6 Las palabras, claro está, tienen múltiples caras, pueden usarse de múltiples modos.
Lo importante acá es entender cómo las palabras están imbricadas con los actos,
y la forma como ellas se ensamblan de manera íntima en la comisión de actos
crueles.

133
CAPÍTULO 4

que queremos insistir es que existe un crecimiento entrópico de la des-


trucción, un régimen de la afectividad rizomático, cuyo patrón común
consiste en hacer sentir que no se tiene nada en común con el otro, y
que por tanto es irracional alimentar sentimientos empáticos que impi-
dan su aniquilación.
Cuando el mamo Navingumu responde, ante el asesinato de su com-
pañero, que la violencia es contra todo ser viviente, de algún modo está
diciendo, en sintonía con Spinoza, que al ser modo y expresión de un todo
mayor, no hay violencia que le profiramos a cualquier ser que no sea de
forma simultánea violencia contra lo demás. La violencia contra los ár-
boles sagrados o las entrañas de la tierra es al mismo tiempo una violencia
contra todo el entramado viviente. El irrespeto a la vida está, de manera
irremediable, vinculado con un rumbo civilizatorio que se convirtió en
mala mezcla, cada vez con más dolor, más sufrimiento. Un destino civili-
zatorio enfermo que está comprometiendo la vida de todos. Corresponde
a una patología psíquica, pues en el curso evolutivo todo orden sensible
y estético se orienta a buscar la vida, no a violentarla. Es una enferme-
dad colectiva insistir en quitar potencia, restar vida, pretender estar bien
adaptado a entramados del deseo y a ecologías imaginarias que afirman
el proyecto de muerte. Somos como piedras calientes que se queman a sí
mismas al privilegiar un comportamiento acelerado, frenético y caliente,
sobre aquel pensamiento frío y pausado que nos ayuda a reconocer que
todo daño es un daño en red y en cadena a todo.
La guerra de nuestros tiempos, la guerra contra el mundo, está go-
bernada por un régimen de la afectividad que ofrece la guía sobre dónde
enlazar los sentimientos y dónde percibir lo importante, lo que tiene va-
lor. Es una guerra que se vale de una red de insensibilidades densamente
interconectada, en la que cada crueldad extrae su carácter específico de
sus relaciones con las demás. El régimen de la afectividad que orienta la
sensibilidad hacia el proyecto de muerte es un entramado activo de fe-
nómenos ominosos en el que las percepciones, las experiencias sensibles
y los sentidos mismos se alinean en afectividades autorreferentes, indi-
vidualizadas y separadas de la tierra, conformando una vasta ecología de
la agresión y de la violencia.

134
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

Las palabras, la sensibilidad y el lugar


Hemos mencionado que el lenguaje trasciende lo humano, y se bifurca y
ensambla por los entramados vitales, en una lengua más profunda que es
la lengua de la tierra. En su superficie se ha inscrito la lengua de mujeres y
hombres de múltiples pueblos, quienes han construido sus imaginarios y
saberes ambientales en una diversidad lingüística estrechamente asociada
a la diversidad biológica de sus territorios. Este plegamiento biocultural ha
sido la base de la habitación humana en la superficie terrestre. En efecto:
hacer fluir la voz de la tierra, dejar que las sensibilidades de las distintas
criaturas se inscriban en el habla humana es lo que, en el largo proceso
coevolutivo, le ha permitido a nuestra frágil especie habitar una tierra
animada. Mediante aciertos y errores, los espacios han sido transformados
y vividos en una ecología de las palabras en sintonía con la polifonía de
otros seres. En el transcurso de este largo camino, los espacios han sido
poblados por símbolos, signos y significados, en una red semiótica en la
que humanos y no-humanos se interpenetran.
Lo anterior es importante para comprender los regímenes de la afecti-
vidad de nuestros tiempos, porque hace claro el hecho de que si se quiere
reorientar las sensibilidades colectivas, y dar una direccionalidad a los
sentimientos de acuerdo con el proyecto predatorio moderno, lo prime-
ro y más importante que debe hacerse, es despojarle la lengua de la tierra
al discurso humano. Es necesario acabar con aquellos saberes ambien-
tales con los que cada pueblo y cultura nombra y clasifica a los seres vi-
vos y componentes propios de sus espacios ecológicos, para incorporar
a las personas en cadenas discursivas universalizables, desterritorializa-
das, descontextualizadas, y a lenguajes que han sido intervenidos por los
sintagmas, metáforas y juegos del lenguaje de un mundo convertido en
objeto-mercancía.
El lingüista Uwe Poerksen (1995) acuñó el concepto palabras plásticas
para mostrar cómo el problema no solo consiste en la pérdida de la enor-
me riqueza idiomática que puebla el planeta, sino que el sentido común
ha sido colonizado por la simplificación radical del lenguaje, y la invasión
del mundo cotidiano por un puñado de palabras que han sido adoptadas

135
CAPÍTULO 4

en la lengua común, con enormes efectos en la percepción y las formas


de vivir de la vida cotidiana. Según Poerksen, las palabras plásticas pro-
vistas por el lenguaje de la ciencia, la economía y la administración, han
venido a intervenir los modos de hablar de la gente y a afectar sus for-
mas de sentir, su sensibilidad y sus deseos. Juegos de palabras revestidos
de autoridad por parte del discurso experto de las políticas ambientales
internacionales como “recursos naturales”, “gestión ambiental”, “goce
estético”, “servicios ambientales”, “capital natural”, “manejo ambien-
tal”, “recurso hídrico”, “sostenibilidad”, “desarrollo sustentable”, entre
muchas otras locuciones similares, han terminado por ofrecer sentido
metafórico a las lógicas modernas en las que el mundo vivo se transmuta
en objetos disponibles. Categorías lingüísticas especializadas como estas,
preñadas de autoridad, verberan desde arriba, para dar guía a la sensibi-
lidad y a la existencia cotidiana en clave antropocéntrica, con lo que se
altera de manera imperceptible la lengua de la tierra en la cual, hasta hace
muy poco, se apoyaban nuestros símbolos.
Los significantes técnicos propios de la separación entre seres hu-
manos y naturaleza, en los que la ciencia se asienta de forma tan cómoda,
han conquistado aquel significado social distintivo a cada pueblo que, en
el curso de la historia evolutiva, se fue emparentando con un lenguaje que
excede el puramente humano. Se trata de palabras, siguiendo a Poerksen
(1995), que remplazan las palabras vernáculas acopladas a un contexto
biocultural específico, por palabras pobres en contenido, pero con una
aplicación muy amplia, con las que se reduce un enorme campo de ex-
periencia en una sola expresión. Al ser formas de hablar propias de los
expertos, aumentan el prestigio de quien las usa, hacen que las palabras
anteriores parezcan anticuadas, y ante todo, una vez que desplazan a las
palabras que emanaban de un contexto particular, hacen que el mundo
sea uniformizado y se abran las posibilidades sensibles para su posterior
explotación.
El empobrecimiento del lenguaje está asociado al empobrecimiento
de la diversidad natural. Cuando un humedal es rellenado para una cons-
trucción inmobiliaria, una cuenca es convertida en una central hidroeléc-
trica, un río en un sumidero de mercurio, una montaña en una mina de
material pétreo, una selva en un monocultivo de plantaciones forestales,

136
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

o una pradera biodiversa en un yacimiento petrolífero, inevitablemen-


te el idioma se ve disminuido, porque los seres vivos desplazados por la
locomotora del progreso emprenden sin retorno el viaje del olvido en la
memoria de los pueblos. A medida que la civilización termo-industrial
avanza, ocupando más y más territorios, así mismo el lenguaje se va va-
ciando de los saberes ambientales que solo tenían sentido en el seno de
la diversidad biológica, convirtiéndose en un terreno fértil para ser in-
vadido por las enunciaciones antropocéntricas y violentas de la moder-
nidad capitalista.
En el trayecto por una urbe infestada por autopistas atascadas de au-
tos y buses chimeneas, en el que se divisan rascacielos de cristal en medio
de titanes comerciales alumbrados con luces artificiales, tiene mucho sen-
tido usar un lenguaje desprovisto de significación poética7 para nombrar
una colección de objetes inertes, mecánicos y mudos. En los paisajes del
desarrollo el mundo ha dejado de hablarnos, porque los signos y códigos
naturales que antaño sentíamos por nuestra participación sensorial y el
contacto directo con la tierra viva, han sido suplidos por artefactos des-
encantados y desacralizados. En el trasegar de nuestras rutinas asfixiantes
las palabras plásticas nos ayudan a representar todo lo no-humano como
cosas pasivas, sin un sentido más allá que el de existir como recursos úti-
les para las mujeres y los hombres que pueden comprarlos, o de cualquier
otro significado carente de apego afectivo.
En el régimen de la afectividad de nuestros tiempos las palabras plás-
ticas han ayudado a cortar las amarras con la tierra, sustituyendo la re-
lación directa y el contacto por una abstracción y un totalitarismo del
significado, en el que, a través de un lenguaje cosificador, se construye

7 Por significación poética estamos aludiendo a una actitud de asombro y respeto.


Como lo hemos expresado en otro lugar: “La poesía es una actitud frente al mun-
do. Si la modernidad-capitalista ha reducido la naturaleza a mercancía, a recurso,
y a códigos del valor económico, cerrando el mundo y limitando su comprensión,
la poesía es la herramienta que nos queda para caminar, justamente, en la vía
opuesta… La poesía, nos libera de los ecos violentos de la ocupación que la mo-
dernidad ha creado, y nos regresa a una mirada y escucha estética y respetuosa
ante el milagro de la vida” (Noguera y Giraldo, 2017, pp. 90-91).

137
CAPÍTULO 4

Dubái. Estéticas de la ocupación impoética.

y se abraza emotivamente la dominación tecnológica del planeta. Una


vez al discurso humano le es exprimido el lenguaje de la tierra, una vez
nuestra lengua común es arrasada y violada, terminamos siendo roba-
dos de la experiencia que nos ha hecho humanos, porque, incorporados
en la terminología abstracta, economicista y gerencial del lenguaje mo-
dernizador, acabamos, como sugiere Abram (1996), por alejarnos de las
voces y los gestos del paisaje vivo, y por dirigir toda nuestra atención a
los artefactos y las tecnologías ofrecidas en el mercado.
El régimen de la afectividad, nos ha hecho entender Poerksen, es un
régimen de producción de verdad, hecho de enunciaciones compuestas
de apenas unas cuantas palabras. A través de los discursos y narrativas
tejidas por esas pocas palabras, vamos elaborando certezas conscientes e
inconscientes sobre cómo es el mundo. Y en el proceso de ir contándonos
un relato que niega la participación activa y animada de los seres de la
tierra, vamos al mismo tiempo alterando nuestro cuerpo y su capacidad
de sentir. El lenguaje, como tan pormenorizadamente ha analizado la fe-
nomenología y las ciencias cognitivas de la enacción, está enraizado en
nuestra percepción, y por tanto tiene una inmensa capacidad de influir

138
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

en nuestra experiencia sensorial. Vemos, oímos, olemos, saboreamos y


palpamos como nuestro lenguaje nos guía, en la medida en que nuestros
hábitos lingüísticos nos predisponen a interpretar de un determinado
modo y no de otro. Por ello, definir el mundo vivo como inerte, negar la
reciprocidad de la tierra y enunciar nuestra relación con los demás seres
como si hiciéramos con ellos una transacción mercantil —pensemos tan
solo en la locución “servicios ambientales”—, es al mismo tiempo apartar
nuestros sentidos de los componentes de la tierra que también somos, y
en ese mismo acto, hacernos ciegos, sordos e insensibles a aquello que
nos habita, al tiempo que nuestros sentidos se hacen sensibles ante otra
clase de bienes y objetos.
Sin embargo, es importante entender que nuestras palabras, discur-
sos y formas de hablar, no solo afectan nuestro cuerpo, sino también los
cuerpos de la pródiga tierra. Si es cierto que la tierra empatiza con nues-
tros lenguajes; que los árboles, los animales, los ríos y mares, entonan,
sintonizan, vibran con nuestros sentimientos, entonces también pode-
mos decir que nuestros discursos indolentes, que nuestras convenciones
verbales narcisistas, también tienen efectos en el lugar que habitamos.
En una entrevista realizada por Federico Valdés (2018, p. 190) al chjinee
mazateco Félix Ramírez, quedó claro el efecto del habla sobre el espacio
habitado:

La palabra embellece, santifica. Cae como rayos donde se habla, penetra el


lugar. Las palabras están haciendo su misión. Cuando la palabra es buena
hace maravillas, y cuando la palabra es mala destruye: destruye no sé hasta
donde alcanza a destruir, adentro en el fondo de la Madre Tierra y en el aire.
Por eso dice la palabra que no hay que hablar como quiera, porque uno ino-
centemente lo dice, pero no sabe uno hasta donde está dañando.

Este chamán mazateco asegura algo de sobra conocido para el saber


ambiental de los especialistas espirituales de muchos pueblos origina-
rios: el inmenso poder de la palabra para deslizarse por las urdimbres de
la tierra, y afectar la vida y sus misterios relacionales. Como Austin (1990)
enseñó, existe una función perlocutiva del lenguaje que permite hacer
algo al decir. ¿Qué es ese algo que hacemos cuando nos expresamos con

139
CAPÍTULO 4

aquellos códigos modernos inscritos en un lenguaje violento, militarista


y negador de la vivacidad de los seres de la tierra? ¿Hasta dónde llega-
rá la función perlocutiva de los lenguajes antropocéntricos de nuestra
modernidad extraviada? Lo que hacemos con nuestros pensamientos,
sentimientos y palabras al mundo habitado, seguramente seguirá siendo
inescrutable para nuestros limitados métodos científicos; pero lo que sí
es constatable es que, al haber quedado prisioneros en un lenguaje in-
tervenido por la voluntad de poder del capitalismo moderno, nos hemos
hecho sordos al lenguaje de la tierra, enceguecidos ante la fealdad de la
construcción-destructiva, insensibles ante el veneno que comemos en
nuestros alimentos, y profundamente desempatizados al perder la capa-
cidad biológica de sentir lo que otros sienten.
La aprehensión de lo que pasa en la vida cotidiana es inseparable de
los códigos lingüísticos, los discursos, y los relatos con los cuales deci-
mos qué es lo que pasa, de qué están hechas las cosas, y cuál es nuestra
participación en el mundo. Por eso el régimen de la afectividad creadora
de subjetividades seriales requiere de enunciaciones coherentes con las
sensibilidades que le son útiles al régimen de acumulación y el sistema
de dominación planetaria.

La sombra ecocida
El régimen de la afectividad se extiende como una sombra colectiva: una
sombra que, como pensaba Carl Gustav Jung (2002), alberga la parte más
oscura de la sociedad; escondiendo dentro de sí sus emociones más si-
niestras, sus deseos no reconocidos, sus características más desagrada-
bles, las cuales se niega admitir como propias, y que por tanto las destierra
al lado más oculto del inconsciente colectivo. Todos aquellos sentimien-
tos y afectos rechazados y enviados a la sombra, alimentan esa dimen-
sión tenebrosa de las sociedades contemporáneas, y se expresan en las
conductas más oscuras, agresivas y aciagas. Somos seres emocionales que
causamos dolor, que producimos crueldad a otras especies y destruimos
el hábitat en que ellas habitan. El régimen de la afectividad —aquel que
decide qué elementos se puede amar y ante qué otros ser indiferentes;

140
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

aquel que modula y distribuye la economía emocional de los grupos hu-


manos— ha engendrado una suerte de psicosis masiva, ha convertido
a las personas en discapacitadas empáticas, y ha ofrecido el campo de
posibilidades afectivas para que puedan infligirse los actos de barbarie
ecocida más temibles y causarse océanos de sufrimiento al conjunto del
entramado sensible.
La ética ambiental debe reconocer este lado siniestro de la psique
humana, pues entre más se reprima la sombra, entre más quiera ocul-
tarse, más nítida y cruel ella va a expresarse. Como el yin y el yang, te-
nemos, por un lado, una parte numinosa, empática, sociable, capaz de
sensibilizarse ante el mundo, y por el otro, hospedamos otra parte os-
cura y cruel en la que descansan nuestros demonios. Si nos decantamos
por solo alguno de esos dos lados reprimimos al otro, alterando con ello
el equilibrio de las complementariedades. Por eso Jung, en concordancia
con el taoísmo y las ontologías de muchos pueblos originarios alrededor
del mundo, mostró que el psiquismo humano se compone de blanco y
negro, luz y oscuridad, bien y mal, y que por tanto es necesario cuidar de
ambas energías, pues, en caso de no hacerlo, el lado más destructivo aca-
ba por imponerse sobre el lado más compasivo. La ética ambiental debe
entonces integrar los opuestos de los que nos componemos, afrontar de
manera consciente la sombra colectiva de nuestros impulsos ecocidas,
y vigilar, con mucha atención, nuestro deseo incontrolado de aumentar
nuestro dominio sobre la naturaleza.
Jung mencionaba que la sombra solo es peligrosa en realidad cuando
no le prestamos la debida atención, y que reconocerla es el primer pa-
so para llegar a un tipo de acuerdo con ella y encauzarla hacia fines más
creativos. Enfrentar la sombra colectiva nos ayuda a debilitar sus fuerzas,
a amainar su densidad, y adquirir poder sobre ella. Ello significa aceptar,
en primer lugar, que la sombra colectiva ecocida anida en aquella fan-
tasía inconsciente de las sociedades capitalistas, según la cual el mundo
es una fuente inagotable y disponible para satisfacer nuestros caprichos.
Esta sombra colectiva desea que la tierra viva no tenga límites, que no nos
exija una renuncia, y que podamos seguir bebiendo de ella tanto como
deseemos —una suerte de transferencia de nuestros instintos infantiles
con el seno de nuestra madre— (Cesarman, 1972). Deseamos vivir tan

141
CAPÍTULO 4

cómodo como sea posible y acceder sin reservas a los lujos, bienes y ser-
vicios, y todos aquellos objetos del deseo que nos pone enfrente la civi-
lización moderna. Para cumplir ese deseo necesitamos la desconexión,
ser insensibilizados ante el dolor de la tierra, al tiempo que dejamos que
aquel deseo fluya, que circule libremente, enviando al inconsciente la
información que nos recuerda que ese impulso provoca la muerte. No
queremos saber ni conectarnos afectivamente; no tenemos interés de
que este deseo sea reprimido, y enviamos todo aquello que sea contrario
al rincón más escondido de nuestra mente.
También existe otra manera de pensar esta sombra ecocida: que so-
mos conscientes de la destrucción planetaria, que nunca existió tanta
información circulando sobre el cambio climático, que nunca hubo tal
saber sobre la pérdida de biodiversidad y la contaminación generada por
nuestros hábitos de consumo, y aun así, ese conocimiento no crea un
afecto en el cuerpo, no produce un significado. Peor aún: también es po-
sible que prevalezca una “razón cínica” (Sloterdijk, 2003), la cual podría
sintetizarse en el siguiente aforismo: “ellos saben muy bien lo que ha-
cen, pero aun así, lo hacen” (Žižek, 2001, p. 61). Es decir, hoy muchos
de nosotros sabemos que el modo de vivir del capitalismo destruye las
tramas vitales, y a pesar de ello, de manera cínica, continuamos este ti-
po de vida sin modificar nuestros hábitos de consumo, deseando seguir
inmersos en este sistema.
¿Cómo hacer para tener una relación creativa y saludable con esta
sombra ecocida? ¿Cómo llegar a un buen acuerdo con esta fuerza oscu-
ra que nos impulsa hacia nuestra propia destrucción? Existe la urgencia
apremiante de lidiar con aquella fuerza tanática que necesitamos asumir
y controlar, al hacer consciente que somos reproductores de este régimen
de la afectividad en cuanto se adecua fielmente con el deseo de aquella
sombra colectiva que nos habita. Mantener una adecuada relación con
la sombra es una enorme posibilidad, no solo —como aseguran Connie
Zweig y Jeremiah Abrams (1991, p. 16)— para “reducir su poder inhibi-
dor o destructor”, sino también para “liberar la energía positiva de vida
que se halla atrapada en ella”, como veremos en el siguiente capítulo. La

142
RÉGIMEN DE LA AFECTIVIDAD: EL ORDEN DEL DESAFECTO

construcción de una ética ambiental requiere valerse de esa sombra co-


lectiva, enfrentarla e integrarla, para comprender que cualquier acto en
esta dirección no nos nos conducirá inmediatamente y para siempre a un
comportamiento adecuado, sin contradicciones y sin fisuras, y más bien
entender que una nuevo ethos no terminará ni en una armonía perpetua,
ni un desenlace de reconciliación perenne con la tierra, ni en una ilumi-
nación definitiva, sino que tendrá que jugar hábilmente con la dialéctica
de los opuestos, con los altibajos y vaivenes, con la lucha entre lo oscuro
y lo claro (Hekimian, 2015).
Mantener una relación saludable con la sombra ecocida, como ob-
serva James Hillman (1991), significa asumir aquello que habíamos ocul-
tado, darnos cuenta del tipo de afectos construidos por este sistema en
cuyo seno moramos, percatarnos del tipo de pensamiento que nos habita,
hacernos conscientes de las mil formas en las que nos engañamos a no-
sotros mismos, el tipo de deseos que tenemos, y advertir a cuáles seres
somos capaces de dañar y destruir para conseguirlos. Cuidar la sombra,
protegernos de su influjo destructivo —continúa el autor—, a veces no
significa más que asumirla, cargarla, llevarla con nosotros, hacernos cargo
de ella, reconocer nuestras insensibilidades, nuestras anestesias, nues-
tra crueldad, nuestras facetas más desagradables, para reducir su poder
sobre la vida. El sufrimiento, el dolor, la maldad, son aspectos humanos
que no podrán eliminarse, y aun así, en medio de esta dimensión oscu-
ra, tendremos que construir una ética ambiental, un ethos diferente que
mitigue las consecuencias de la sombra colectiva, si lo que queremos es
crear otra forma de relación sensible con los cuerpos de la tierra y no su-
cumbir ante el máximo de los peligros.
Reconocer el régimen de la afectividad ecocida de nuestro tiempo im-
plica además responder políticamente. Entrar en una lucha de fuerzas por
la hegemonía de las afectividades. Una disputa que reconozca nuestra
sombra, pero que también se valga de nuestras posibilidades corporales,
de lo que el cuerpo puede, de su poder. De su capacidad de hacerse cargo
de su deseo, de reavivar sus sentidos, de conformar una ética preparada
para protegernos de nosotros mismos.

143
CAPÍTULO 5

EL DESEO POR LA VIDA:


LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

Es urgente, en efecto, parar la obra de la sierra mecánica que en el si-


lencio de la selva, hace caer al cedro en flor, alumbrado de orquídeas,
y poblado del bullicio primaveral de los loros; hace falta preservar de
la trampa y la escopeta en el lago de Atitlán las docenas de ejemplares
que restan sobre la tierra del pato zambullidor; es preciso impedir que
derrames de petróleo en las selvas del norte empapen con resinas geo-
lógicas el plumaje fosfórico del tucán real y evitar que, cualquier día, el
ave desorientada vuele en el sentido inverso de la abundancia; es vital
detener, en los Cuchumatanes y en las Verapaces, el hacha que derriba
la antiquísima mansión del pájaro serpiente. Pero esto no puede hacerse
si quienes crean la riqueza carecen de lo indispensable; si, a cambio de
la vida, la vida debe perecer.

Mario Payeras, Latitud de la flor y el granizo

Si lo dejamos, el capitalismo convertirá al planeta en una esfera


inhabitable. La información científica trae cada vez peores pronósticos,
al tiempo que la inercia social se hace la norma. Nos esperan tiempos
turbulentos en este largo declive de la civilización en el que, es probable,
habrá mayor mercantilización en ámbitos que hasta ahora se han librado
de los tentáculos del mercado. El capital está invirtiendo y expandiendo el
desierto en nuevos territorios, en donde la pólvora derrumba la montaña,
los yacimientos petrolíferos remplazan las ceibas y el mercurio envenena
los manantiales. Este pronóstico nos pone ante una situación alarman-
te, pues incluso un eventual escenario de colapso del sistema industrial

145
CAPÍTULO 5

podría llegar a ser peor del que hoy padecemos. Nada nos asegura que el
modo de organización social que vendría después de un abrupto desplo-
me sería mejor al de este sistema ecocida, culturicida y genocida. Por el
contrario, es factible que las guerras contra los pueblos y sus territorios
cobren rostros hasta hoy inimaginados, que en más rincones de la geo-
grafía planetaria se experimenten renovados regímenes autoritarios, que
el mundo generoso sea desplazado por el desecamiento, la consunción
y la inhibición de la vida. Esta escena apocalíptica podría hacerse irre-
versible, a menos que lo dejemos, que no seamos capaces de parar esta
odisea suicida, que no estemos preparados para soñar un destino menos
mezquino. Todo en realidad depende de la respuesta política de los pue-
blos. No tenemos otra opción a la de evitar que “el ave desorientada vuele
en el sentido inverso de la abundancia” como dice el maestro Payeras,
preparando el terreno con acciones que tejan otras formas de comunidad
en acoplamiento con las relaciones que hacen posible la vida.
Esta reacción política, si quiere de verdad hacer frente a ese escenario
distópico, tendrá que atender, al unísono con la dimensión económica,
social y tecnológica, la red sensible y el engranaje simbólico que da sopor-
te y sentido al conjunto del habitar contemporáneo. Por supuesto que la
lucha habrá de incluir cambios profundos del actual sistema de acumu-
lación para construir muchos otros mundos basados en la cooperación,
la solidaridad y la reciprocidad, pero ello sería a todas luces incompleto,
si no hay una disputa por cambiar el régimen afectivo que estructura el
orden social de nuestros tiempos. Preparar el terreno implica emprender
la difícil tarea de desestructurar al régimen de afectividad que gobierna la
sensibilidad y organiza los afectos; cuestionar radicalmente el modo co-
mo se reparte el orden sensible y las estrategias por las cuales se crean los
gustos estéticos, así como la forma en que este régimen se inscribe en el
cuerpo, coloniza los sentidos, y configura los rieles afectivos y modos de
percepción. Si lo que queremos es hacer un salto al lado de la autopista
cuyo destino es el abismo, tendremos que empezar a desnormalizar la
ecología deseante, las palabras plásticas y los discursos antropocéntricos,
y todas las formas de sensibilidad que convierten la vivacidad del mundo
en una colección de cosas inertes y desprovistas de alma. Habremos de
efectuar una lucha política que busque hacer un antagonismo ontológico,

146
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

epistémico y ético ante el régimen afectivo que tanto dominantes como


dominados comparten, y sin el cual sería imposible seguir reproduciendo
el actual modelo ecocida.
Esta lucha política, huelga decir, es difícil que pueda hacerse a tra-
vés de políticos profesionales, partidos, leyes, instituciones o elecciones
—espacio donde se reproduce una y otra vez la metafísica antropocén-
trica—, y más bien deberá apelar a otros modos de organización más allá
del Estado y el mercado, donde sea más plausible reorganizar las relacio-
nes afectivas, y hacer una política corporizada que entienda que es en los
cuerpos-territorio donde se libra la disputa por el poder. Insistimos una
vez más: hay muchos terrenos para abrir la disputa con este sistema, pero
uno que resulta particularmente importante es el campo de la afectividad,
espacio en el que se crean las relaciones narcisistas mercantilizadas, los
desafectos, desempatizaciones y la insensibilidad que viabiliza la fuerza
de la crueldad. Si no se trabaja en el orden simbólico y afectivo, el viejo
orden surgirá, a manera de síntoma, en cualquier nuevo orden, repitien-
do sus ecologías ominosas. Evitar la latencia del régimen afectivo, im-
plica hacerse cargo, reconocer la sombra colectiva, y hacer operaciones
simbólicas que vayan al fondo del problema, haciendo nuevas y creativas
irrupciones éticas y estéticas, que sean capaces de descolonizar los cuer-
pos y deshegemonizar los afectos.
Desmontar las condiciones corporales que permiten la hegemonía
del régimen de afectividad, cuyo fin es estructurar la economía emocio-
nal y establecer el sistema de sensibilidades y anestesias que le son im-
prescindibles al capitalismo moderno para efectuar su obra predatoria,
implica reavivar los sentidos, crear formas distintas de afectividad am-
biental, y despertar a la participación activa con el cuerpo-suelo que nos
sostiene, el cuerpo-aire del que tomamos nuestro aliento, con la atmós-
fera sensible azulada en la que nos hallamos inmersos. Si es cierto que
este sistema “necesita construir un «régimen de lo sensible», un cierto
consenso —como diría Gramsci— frente a lo que un cuerpo puede ha-
cer” (Castro-Gómez, 2015, p. 296), no hay forma de disputar hegemo-
nía si no intentamos desterritorializar este régimen de nuestros cuerpos
y territorializar una afectividad ambiental compatible con las autoorga-
nizaciones de las multiplicidades que habitamos y nos habitan. El régi-

147
CAPÍTULO 5

men de la afectividad ha moldeado una guarida de donde brota el sen-


tido de los actos humanos, ofreciendo soporte a una forma de relación
que excluye nuestra comprensión ontológica como cuerpos entre cuer-
pos, e instituyendo, en cambio, relaciones instrumentales entre sujetos
y objetos. Por eso, cualquier levantamiento político por la vida deberá
considerar el modo de organización afectiva, y las formas corporales que
busca producir el sistema, así como las diversas vías sensibles por las cua-
les podremos escaparnos para construir otras afectividades relacionales.
La construcción del poder, de las cosas que somos capaces de hacer
cuando nos sabemos como cuerpos que habitan entre otros cuerpos, de-
penderá, en un primer momento, de un desacomodamiento del régimen
de la afectividad hegemónico, y luego, de un despertar ante la potencia del
propio cuerpo. Solo esta operación podrá dar soporte a una suspensión del
modo en que hoy hacemos las cosas; dar estructura simbólica a una inte-
rrupción de la forma moderna de comprensión del mundo, para dar pie a
que algo inesperado surja, no de la nada, sino desde aquello que se estaba
gestando en el seno de los pueblos y colectivos en sus procesos de resis-
tencia frente al crecimiento del desierto creado por este sistema indolente.

Contra-hegemonías del deseo


Donde está el peligro crece también lo que salva.

Hölderlin, Patmos

El ethos ambiental no puede estructurarse si antes no tomamos en serio


la sofisticada manera con la que el capitalismo crea sentidos y moviliza el
deseo. Tal como el psicoanálisis ha explicado, el capital tiene la inmensa
capacidad de direccionar el deseo de la población y de los significantes del
inconsciente. Con dispositivos sofisticados logra que las mercancías no
se consuman por su utilidad, sino por el goce que crea la experiencia de
su consumo, en la medida que llena la vida de un significado. Pensemos
tan solo en la publicidad de la Coca-Cola: acaso el mejor ejemplo de có-

148
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

mo funciona el sistema. Lo que vende la Coca-Cola no es un refresco, no


es agua gasificada con azúcar y colorantes, sino un sentido de vida —re-
cordemos sus eslóganes: “Escoge tu vida”, “Vive la sensación”, “Destapa
la felicidad”—. Como explica Žižek (2012), las mercancías no son sim-
ples objetos que compramos y consumimos: son “algo más”, contienen
dentro de sí un “excedente” de significado, que es al final lo que se vuel-
ve el objeto del deseo. Dicho de otra manera, las mercancías se desean
no porque las queramos en cuanto bienes o servicios, sino porque nos
identificamos con ellas en la medida en la que llenan, aunque sea de for-
ma parcial, nuestro vacío ontológico de significado. Pues bien, así como
lo hace la Coca-Cola, el capitalismo crea un orden simbólico y afectivo
que estructura las relaciones sociales y socioambientales. De esa mane-
ra logra, de manera astuta, que deseemos seguir viviendo dentro de sus
coordenadas, porque sin ellas perderíamos el sentido que proporciona el
consumo y nos veríamos obligados a confrontarnos con nuestro propio
vacío ontológico (Žižek, 2001).
Este vacío, al no ser llenado por el saber ambiental, según observa Leff
(2020), acaba siendo ocupado por los sentidos producidos por el sistema.
Hay que recordar que esta civilización urbano-industrial le permite a la
mayoría desconocer cómo producir o buscar su alimento, cómo hacer un
refugio, cómo elaborar su ropa, como transformar la energía, y en gene-
ral, le permite ignorar como enlazar su cuerpo con los ciclos naturales y
la noche oscura del cosmos. En otras palabras: hace que sea posible vi-
vir desconociendo aquel saber ambiental que nos hizo humanos, crean-
do un vacío, una falta, que busca ser llenada por el régimen sensible del
capitalismo, el cual, como dice San Agustín, hace amar más lo que debe
amarse menos y amar menos lo que debe amarse más. Nuestra civiliza-
ción desorientada sufre el corazón que ama más lo que pone en riesgo las
condiciones que hacen posible la vida, y ama menos todo aquello de lo
que depende para existir. La pregunta entonces es cómo podemos hacer
surgir un deseo en el inconsciente que no sea cooptado por el capital, que
no nos haga sufrir un corazón desordenado, sino que haga emerger un
deseo ante la vida; un deseo por la vida.
Nosotros pensamos que el régimen de los afectos no podrá ser comba-
tido a través de la crítica racional —como lo propone una ética ambiental

149
CAPÍTULO 5

racionalista al modo de Callicott—,1 y menos a través de la culpa —co-


mo lo hacen los discursos ambientalistas que proponen salvar el mundo
a través de los cambios de consumo—, sino entrando en una competen-
cia directa por el deseo. Dado que la pulsión es inherente al capitalismo,
y que el capitalismo estimula nuestro “deseo a desear”, según sostiene
Žižek (2005), no existe otra manera que disputar el deseo con el sistema.
Deberemos entrar en su propia cancha, y arrebatarle su hegemonía co-
mo máquina orientadora de deseos. El deseo no es una fatalidad, no es
algo que le pertenece de una vez y para siempre al capitalismo, sino es un
campo en disputa. Por ello, no existe otra opción que disputarle el de-
seo, y, en medio de la destrucción, despertar nuestra actividad deseante
hacia la vida. Pensemos de nuevo en la Coca-Cola, la mercancía perfecta
según el filósofo esloveno. Esta bebida tiene la particularidad que entre
más la bebamos no saciamos nuestro deseo, sino al contrario, más sed
nos produce ¿Qué es entonces lo que hace la Coca-Cola? Estimula nues-
tro deseo de continuar deseando (Žižek, 2012). Pues bien, tendremos
que seguir esta misma lógica para competir en su propio terreno, crean-
do otras identificaciones imaginarias para reproducir constantemente
la vida como pulsión. Hacer un desplazamiento de la identificación de
sentido que viene con el consumo de mercancías, y reorientarla hacia
una pulsión por la vida.

1 La propuesta racionalista sustentada en la ciencia positiva de Callicott, uno de


los mayores referentes de la ética ambiental anglosajona (Soto-Torres, 2020,
p. 98), resulta bastante reveladora en esta cita: “El compromiso con la ciencia
y racionalidad implícito en la construcción de una teoría de ética ambiental es
un compromiso de llegar a un acuerdo a través de la persuasión. Funciona más o
menos de la siguiente manera. Yo digo: he aquí los hechos sobre la naturaleza y
la naturaleza humana aportados por los esfuerzos mejores y más recientes de la
investigación científica. Y he aquí de qué modo se les podría integrar moralmente.
Si no estás de acuerdo, muéstrame mi error y yo adoptaré tu punto de vista; o
bien, si no eres capaz de encontrar ninguna falla en mi argumento, entonces tú
adopta el mío. Si los dos seguimos estando abiertos de mente, comprometidos
con la verdad y con la razón, entonces en algún momento arribaremos a la misma
conclusión… y trataremos de actuar en consecuencia” (Callicott, 2006, p. 106).

150
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

Un ejemplo pragmático de esta idea, son los procesos sociales de mul-


tiplicación de la agroecología, en particular la pedagogía de campesino a
campesino, como hemos explicado más ampliamente en un trabajo an-
terior (Giraldo, 2018, cap. 5). Esta forma de trabajo de las organizaciones
populares del campo logra que la agroecología crezca por contagio, a tra-
vés del ejemplo y el estímulo del deseo. Las personas se antojan cuando
visitan la parcela de otra familia y ven los resultados de la diversificación,
las ventajas de las prácticas ecológicas, las bondades de las ecotecnias.
Despiertan el deseo de vivir de forma agroecológica. Pero ello no ocurre
por culpa, ni haciendo sentir mal a la gente por sostener el sistema de
muerte que nos destruye —el capitalismo es muy hábil al entristecernos
y hacernos sentir responsables de los problemas que el mismo capitalis-
mo genera en el mundo—, sino porque muestra una buena vida en un
entorno enverdecido en el que las aves cantan y las mariposas revolotean
sobre las múltiples flores que componen el paisaje, en el que se comen
alimentos diversificados, y en el que se vive distinto de aquel sistema de
dependencias, endeudamientos y venenos que ha desolado los campos
y expulsado a sus habitantes. Todo funciona por contagio, por un des-
plazamiento del deseo, porque la agroecología, si es buena y bella vida,
es comida mucho mejor que la ofrecida en el supermercado; es vivienda
construida con materiales de tierra, más térmica y bella que las construc-
ciones de cemento y las cajas de cerrillos en los que atiborran a la gente
en las ciudades; es una vida, al fin, más deseable de aquella que se tendría
en los cinturones urbanos de las ciudades, con metros y autobuses atesta-
dos de gente, patrones explotadores y sueldos de miseria. Pensamos que
este es un buen ejemplo de cómo es factible competirle al sistema por el
deseo y que, si somos muy creativos, puede renunciarse al goce que nos
proporciona la simbolización capitalista.
La agroecología es tan solo un caso ilustrativo de aquellas propues-
tas políticas, de la ética ambiental basada en el contacto y los saberes
ambientales, tal y como la hemos venido discutiendo. No es una ética
basada en juicios morales ni obligaciones, sino un ethos ambiental en el
que, en acto, las personas se hacen cargo del deseo ante la vida, y por
franco desinterés dejan de ceder a los deseos impuestos por el capitalis-
mo. En contra de la idea capitalo-centrista según la cual el capitalismo

151
CAPÍTULO 5

ha totalizado todas las relaciones sociales (Gibson-Graham, 1997), ve-


mos, en cambio, que el sistema es cada vez más ineficiente para estruc-
turar simbólica y afectivamente la realidad, y que un número creciente
de personas están tratando de identificarse con la agroecología, la per-
macultura, las comunidades intencionadas, los intercambios solidarios
y la espiritualidad.
Lo que estamos imaginando es una respuesta política ante la destruc-
ción, basada en la pulsión de conatus: una categoría fundamental para
nuestra reflexión analítica. Recordemos que Spinoza denominó conatus
al impulso de seguir existiendo, a la intención de que la vida continúe
siendo vida. Se trata de aquel impulso de existir, de esa fuerza de que-
rer-seguir-siendo que le es inherente a cada expresión de vida. El conatus
es una volición, una voluntad por conservarse; un apetito, una apetencia
de vida; una sed de existencia; una afirmación activa de un cuerpo por
seguir existiendo. Y es, al mismo tiempo, un impulso por resistirse ante
cualquier manifestación que ponga en riesgo la posibilidad de permanecer
(Spinoza, 2011). Pues bien, una característica importante que observamos
en los levantamientos populares en contra de los proyectos extractivistas,
la contaminación, el cambio climático y la injusticia ambiental, es que el
conatus es lo que emerge casi como un grito. Es el rechazo a la muerte, y
la afirmación de vida que, de alguna manera, implica una reivindicación
de ese deseo primordial, de aquel apetito de vida, que surge —como si
se tratara de un animal defendiéndose ante el ataque de su predador—,
frente a una amenaza específica. Si bien el sistema nos ha puesto a contra
natura del impulso de conatus, como recuerda Madelin (2016), el deseo
de vida emerge por procesos contingentes, en los que los pueblos toman
una decisión política con respecto a una situación singular. No hay uni-
versalismos, no hay ninguna clase social, no hay alguna cultura mejor
dotada que las demás para responder ante la sustracción de la vida. Ante
cada contingencia, ante cada amenaza concreta, ante cada afrenta, ca-
da pueblo se posiciona y busca una respuesta a ese deseo de vida de una
forma particular. Los pueblos de múltiples maneras se están haciendo
cargo del sufrimiento que provoca la voluntad de poder del capitalismo,
mediante estrategias muy creativas, poniendo el dolor y la angustia de
muerte a su favor.

152
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

El enojo e incluso el odio juegan un papel fundamental en este tipo


de respuestas políticas. En muchos cuerpos politizados, individuales y
organizados, que defienden la vida y el territorio, emana un sentimien-
to de “injusticia empática”, en la que surge primero una cierta incomo-
didad, impotencia y tristeza ante el dolor y la injusticia ambiental, para
transformarse luego en ira e indignación. Esta respuesta emotiva frente a
la guerra contra los territorios suele ayudar a desencadenar las condicio-
nes para actuar por “la defensa de la vida” —como de común lo llaman
los movimientos sociales—, pues en lugar de frenar, paralizar e inmovi-
lizar, constituyen una gran fuerza motivadora para reafirmarse frente a
una amenaza específica (Toro, 2019).
Sin duda, una de las mayores contradicciones de este proyecto de
muerte en el que habitamos, es que activa la pulsión de vida: hace que los
cuerpos enojados se llenen de conatus. El impulso de vida, el deseo por la
vida, emerge cuando las ecologías de la muerte cobran mayor fuerza. Los
pueblos, al resistirse ante las acciones que amenazan su existencia y las
de los demás seres vivos, expresan su deseo profundo de que la vida siga
siendo vida. Los trazos de muerte que impone el proyecto capitalista, en
ofensivas concretas, estimulan a que los pueblos despierten su injusticia
empática, recobren su potencia de obrar y, paradójicamente, catalizan
la organización de la acción colectiva en torno a la vida. Un patrón co-
mún en los movimientos de defensa del territorio de nuestro tiempo es
que cuando se instala un peligro, se transforman los objetos del deseo, y
se comienza a ser causa de las más profundas raíces de vida. La tradición
del psicoanálisis ha enseñado que ello no podría ser de otra forma, pues,
como pensaba Lacan, se desea lo que falta, se desea aquello que se carece.
Por eso la carencia de vida energiza el impulso del deseo de vida, pasando
de la negatividad a la afirmación, de la angustia a la acción, de la pérdida
de la tierra, el agua, la montaña o la selva, a la acción ética para salvar la
bendición que peligra.
Nos apoyamos una vez más en el psicoanálisis para comprender la
ética que surge en este tipo de procesos. Lacan (2007) pensaba que la ética
surge cuando el sujeto ya no cede frente al deseo del Otro, y se hace cargo
de su propio deseo. Esto significa que se es ético cuando se deja de ceder
al deseo impuesto por el capitalismo; cuando se deja de necesitarlo como

153
CAPÍTULO 5

estructura simbólica. La pregunta a la que nos invita este psicoanalista es


saber si actuamos de conformidad con el deseo que nos habita, lo cual,
podría reinterpretarse —a riesgo de deslacanizar demasiado—, si actua-
mos de acuerdo con aquel deseo de conatus que vibra en nuestro interior.
Se trata de un cuestionamiento que le habla a nuestro cuerpo, a nuestro
deseo más íntimo; una pregunta ética que indaga por aquel deseo origi-
nario de vida, y por la responsabilidad de la propia capacidad de hacer. No
podemos olvidar que la negación de este deseo ha facilitado que las ideas
inadecuadas2 hayan sido inoculadas por la potestas del capitalismo, apa-
gando la potencia, conduciendo la pérdida del propio poder. Subsumidos
en los regímenes afectivos dominantes, atiborrados de ideas inadecuadas
y de las desconexiones que nos imponen, hemos sido desposeídos de la
responsabilidad, comprometiendo nuestra potencia vital. Sin embargo,
ante el peligro ha venido a surgir en muchísimos colectivos una elección
política ética, que, claro está, no es una obligación, no es una moral, sino
más bien un querer; un conatus con el cual se hace un descubrimiento a
ese profundo deseo de vida que nos habita.
Lo que ha venido a surgir en distintas partes de la Tierra es un lla-
mado a reorganizar y poner de nuevo en su lugar el orden del amor. Si el
régimen de la afectividad había desorganizado el ordo amoris, haciendo que
el corazón desordenado le otorgue importancia a lo que no tiene valor, y
restando importancia a lo que vitalmente requerimos para seguir exis-
tiendo, como respuesta política ha emergido una apetencia de vida, una
energía de conservación de conatus opuesta a las ecologías de la violencia
y la agresión empeñadas a restarle vida a la vida. Al interior de nuestras
sombras colectivas, de nuestras renuncias a sensibilizarnos con la sen-
sibilidad de otros seres, ha venido a germinar una ecología del amor que

2 Por “ideas inadecuadas” Spinoza daba cuenta de aquellas ideas incompletas, con-
fusas, de las que solo conocemos sus consecuencias, pero no sus causas. Cuando
se opera dentro de las ideas inadecuadas, se está actuando dentro del mundo de
las pasiones —del padecer y la pasividad—; viviendo bajo la potestas, es decir,
padeciendo la voluntad de Otro, presos del poder “exterior”, siendo controlados
y separados de nuestra propia potentia —potencia “interior”—. Para una expli-
cación detallada del pensamiento spinoziano, véase Deleuze (1978, 1980).

154
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

irrumpe como una especie de fisura rebelde al interior de la frenética pul-


sión de muerte del capitalismo. Esta ecología del eros actúa por contagio
del deseo, se irradia como un nutriente que fluye y se distribuye por una
red de ramificaciones eróticas, mostrando que el sistema no es totalita-
rio y que siempre hay una falta, una incapacidad de subsumirlo todo. En
esas grietas está surgiendo, de forma silenciosa, una ecología de conatus
colectiva intentando reorganizar el orden afectivo alterado por nuestros
imaginarios y deseos reproductores del saqueo del planeta vivo.
No hay forma de comprender la ética ambiental sin el eros, sin la di­
men­sión de amor que lleva aparejado consigo todo ethos. En conjunto
con el tánatos colectivo, hay un eros engendrador, poiético, capaz de
crear —como pensaba Eric Fromm (2000)— una red productiva de po-
der que produce más amor. Así como existe una ecología de la crueldad
expansiva que estimula el deseo a lo que niega la vida, hay también bu-
cles rizomáticos eróticos, que como en todo proceso de retroalimentación
positiva, van amplificando el deseo de vida. Ignorar estos movimientos
colectivos, y pensar que solo existen ecologías tanáticas, es contribuir a
dar mayor fuerza al proyecto de muerte que consume la tierra. En medio
de la ruina ecológica, están manando embonajes dinámicos de distinto
tipo, que se organizan en torno a esa sed de vida generadora de más sed de
vida. Se trata de redes amorosas que entienden que el amor no es pasivo
sino activo, que buscan la acción correcta a través de un acoplamiento
mutuamente enriquecedor con el suelo vivo. Son personas que se entre-
gan con la esperanza de producir amor en el mundo amado, y se ocupan
de establecer relaciones correctas en constante correspondencia entre
ellas y el espacio habitado.
Tendremos pues que destituir el régimen de la afectividad de muer-
te que nos hace gozar de la destrucción; desmantelar ese orden sensible
que nos causa sufrimiento. Y para ello debemos entrar a disputar el deseo
con este sistema. Nuestro recurso a mano es el deseo más originario, esa
necesidad insaciable de vida que nos habita. Habremos de recurrir a esa
pulsión de vida indispensable para imponerse a la muerte, mediante el
tejido de redes eróticas. Como nos recuerda el relato mítico entre Ares y
Afrodita, solo el amor pudo vencer a la guerra (Pineda, 2014). Empero,
estos procesos amorosos hacia la tierra viva no se construyen por culpa

155
CAPÍTULO 5

—tan arraigada en nuestra herencia judeocristiana—, sino por un deseo


sediento de vida, por una decisión política frente a una amenaza concre-
ta, a menudo impulsada por una injusticia empática: un afecto que deriva
del repartimiento ecológico desigual de los malestares de la devastación.

Estéticas de la afectividad ambiental


Queremos simplemente mostrar que en cuanto la vida se instala, se
protege, se cubre, se oculta, la imaginación simpatiza con el ser que
habita ese espacio protegido.

Gastón Bachelard, Poética del espacio

Tal como hemos sugerido en nuestra discusión sobre los saberes ambien-
tales, la estética es la condición ontológica esencial de la ética ambiental.
No hay posibilidad de resistir a la voluntad de poder del capitalismo y
su plataforma tecnológica, ni viabilidad de preparar el terreno para un
nuevo orden, si no se crea un entorno estético adecuado para cambiar
la posición en la que participan las percepciones de los pueblos; si no
se compone una atmósfera propicia para que el cuerpo desarrolle todo
su poder. La ética de la vida es al mismo tiempo una estética,3 porque el
acoplamiento entre nuestro cuerpo humano y los demás cuerpos con los
cuales nos encontramos depende de una elección de lo atractivo, de una
entonación sensual y erótica para saber escoger qué es lo que conviene a
la vida. Por ello, restablecer el orden adecuado del amor depende de un
buen ajuste de los sentidos con el ambiente, y de recobrar el sesgo esté-
tico de nuestro linaje evolutivo para ser atraídos a lo que le hace bien a la
vida, y rechazar todo lo que le resulte dañino.

3 Un interesante abordaje de la íntima relación entre la estética y la ética desde una


perspectiva animalista, puede encontrarse en Tafalla (2019).

156
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

Insistimos una vez más: la elección de lo bueno, de lo que encaja en


los fundamentos de vida, pende de nuestro prejuicio estético, de nues-
tra capacidad de elegir lo atractivo, de ser seducidos por lo encantador.
Como decía Spinoza (2011, p. 223): “nosotros no intentamos, queremos,
apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al
contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos,
apetecemos y deseamos”. Es decir, juzgamos que algo es bueno, porque
estamos lanzados a él, porque nos acercamos por atracción; y, al con-
trario, juzgamos algo como malo o no provechoso, porque sentimos re-
pulsión, intuición de alejamiento; lo valoramos inconveniente porque
nuestro conatus nos dice que debemos rechazarlo, como si se tratara de
un buen veneno. Por eso, en un amor no desordenado, preferiríamos y
valoraríamos deseable todo aquello que nos nutre y conserva, mientras
que nos alejaríamos, y de hecho nos resultaría una total locura amar lo
que nos pone en los límites del colapso.
La afectividad ambiental, en estos tiempos tan amenazantes para la
habitabilidad de muchos seres, implica recuperar esta sensación de lo
que está bien para el lugar gracias a que nuestros sentidos así nos lo di-
cen. Regenerar el sentido de proporción, de lo bello y su asociación con
lo que “está bien”. Una característica de los saberes ambientales, como
discutimos en su momento, es que la potencia de obrar aumenta cuan-
do la experiencia vital se inscribe en ámbitos de pequeña proporción,
y por el contrario, la capacidad de actuar tiende a disminuir cuando se
habita en espacios de mayor escala. Por eso habitar en sitios bien pro-
porcionados, en los que es posible el contacto directo con los seres de la
tierra, favorece la movilización de la empatía ambiental, la cual suele no
cultivarse en diseños sociales de escala gigante, en los que la civilización
permite a la mayoría desconocer los más esenciales saberes ambienta-
les para sobrevivir. Recuperar el contacto es precondición para activar
nuestra memoria evolutiva, reavivar nuestros sesgos estéticos gracias a
los cuales preferimos la sensación de vida a la de la muerte, y ser sedu-
cidos ante el placer de lo que es bueno para la vida mientras rechazamos
el displacer del veneno.
La estética es indispensable para la vida, pues de las sensaciones y
las percepciones dependemos para sobrevivir, en cuanto ellas otorgan

157
CAPÍTULO 5

la orientación para saber cómo buscar lo que conviene al cuerpo, y qué


criterio tener para saber escoger las buenas mezclas que encajan bien al
lugar. Las buenas composiciones estéticas y la ética están estrechamente
relacionadas, pues en el trascurso de la larga historia evolutiva, nuestros
sentidos han sido guiados para sentir atracción hacia lo bello, agradable
y deseable; se ha ido creando un conatus particular para resonar y afinar
con ciertos acomodos estéticos. Gracias a la estética podemos además
conectar con los demás cuerpos, una vez que entrenamos los sentidos y
desarrollamos una atención, una escucha admirativa y una observación
profunda sobre ellos. Cuando afinamos la intensidad de los sentidos, po-
demos despertar ante su necesidad, ante su gusto, ante su querer o su
sufrimiento. La modulación sensorial es el recurso a mano que nos ayuda
a saber qué tipo de acciones deben emprenderse para realizar composi-
ciones adecuadas en el lugar donde Estamos, y la herramienta que nos
permite configurar un sentido común que va hilvanando rieles afectivos
facilitadores de la conexión, de la comunicación y de la apertura sensible
para entender qué significa un buen o un mal encuentro entre cuerpos.
La estética es el lenguaje de la tierra, en el que participan la invi-
sibilidad del aroma de las flores, los ritmos de los cantos de las aves, la
intensidad de los colores de las hojas arbustivas. Todos los gestos, mur-
mullos, combinaciones cromáticas y perfumes de las formas biológicas y
geológicas, conformados por patrones estéticos hechos con sus propias
simetrías, contornos y ritmos, nos ofrecen guías sutiles de cómo habi-
tar entre los diversos tipos de cuerpos. La tierra sensible nos llama a co-
nectar con ella a través de un lenguaje hecho de sensaciones, senderos
emotivos, signos y mensajes estéticos. Cada espacio concreto, ya sea un
bosque tropical, una sabana templada, una montaña rocosa o una cié-
naga boreal, tiene sus propias señas, su lenguaje estético y emotividad
específica. Todos los seres y paisajes tenemos la capacidad de comuni-
carnos a través de un lenguaje de sensibilidades, empatías y afectaciones.
A través de sensaciones, de confecciones de mensajes hechos para per-
ceptores específicos, cada criatura despliega su capacidad de atracción o
repulsión, de crear en otro cuerpo una forma de afecto (Mandoki, 2013).
Y es ahí, en la exuberancia estética, como la tierra nos toca, como somos

158
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

convocados a entonar nuestros sentidos con la maraña de senderos para


hacernos un buen lugar entre ellos.
Sin embargo, un desorden del amor nos hizo frágiles y erosionó nues-
tra capacidad de conectar con esa estética, nos hizo incapaces de ver la
belleza de la vida, nos aisló de las estrellas, las gallinas y la caléndula. Nos
hizo pensarnos tan alejados de las catarinas, tan desconectados del co-
librí y el canto del grillo, tan aislados de aquello que sostiene y nutre la
vida. Aun así, el paisaje vivo que habita incluso por debajo de los asfaltos
que pisamos, aguarda pacientemente el despertar de nuestros sentidos
para que volvamos a reconectarnos con la sensación del perfume de la
tierra húmeda, del primer astro visible cuando llega la noche, del retorno
a nuestras más profundas preferencias estéticas. El mundo, con su len-
guaje sensible, le habla infructuosamente a nuestra encarnación senso-
rial, invitándole a re-enlazarse con la voz del viento, el rugido del agua,
el crepitar del fuego y el silencio del suelo. El sollozo de la tierra, a veces
expresado con huracanes, otras con incendios sobre sabanas y selvas, o
con la amenaza de extinción del koala, es un urgente llamado a que des-
pertemos nuestros sentidos y volvamos a sintonizar nuestros afectos y
pensamientos con los gustos de la tierra, el agua y el aire.
Hacer despertar los propios sentidos es liberar al cuerpo de los códi-
gos antropocéntricos, de los lenguajes utilitarios, de la liviandad de los
deseos impuestos, y tonificar aquel viejo sentido olvidado que enseña que
lo bueno para el cuerpo y el alma también debe ser agradable a la expe-
riencia del olfato, el gusto, la piel, el oído y la vista. Comprender que los
rasgos de la ética son estéticos, y que por tanto, solo nos queda prestar
nuestros sentidos a las manifestaciones de los hábitats acústicos, a la re-
velación de la composición de las nubes, y a la advertencia de las fragan-
cias contrarias al agrado de nuestras glándulas olfatorias. Necesitamos
volver a confiar en nuestros cuerpos sensoriales, y responder de manera
afectiva a las indicaciones sutiles de la lengua de la tierra. Si la tierra em-
patiza con nosotros, si los seres sensibles resuenan con nuestras emocio-
nes y sentimientos, si permanentemente los demás cuerpos entretejidos
están acogiendo y haciendo eco de nuestro estado afectivo, entonces
debemos confiar en que el paisaje vivo nos está diciendo qué es lo que

159
CAPÍTULO 5

“está bien” con sus peculiares registros estéticos. Para entenderlo solo
hace falta volver a tener fe en nuestros sentidos y en su capacidad de in-
formar nuestras acciones éticas; dejarnos guiar de la estética de la natu-
raleza mediante nuestra interacción sensorial, y así saber lo que más le
viene bien al lugar.
¿Pero qué es lo que falta para recuperar este sentido estético tan per-
dido en nuestros tiempos? La tierra misma nos lo dice: cada vez más esté-
tica de vida. A medida que el entorno en el que habitamos va cambiando,
a la vez que vamos incrementando el contacto con los ciclos de la vida,
sembrando bosques de flores y jardines de huertos, a ese mismo ritmo se
abren nuestras percepciones: afloran nuestros sentidos marchitos. Los
lugares transformados, en los que regresa la libélula y el polen, el néctar
y la salamandra, tienen el inmenso poder de modificar nuestro cuerpo y
avivar los sentidos. Al interactuar y estrechar el contacto con el medio,
a menudo con la guía de alguien quien ya tiene la sensibilidad afinada,
podemos asombrarnos de cómo se van despertando nuestras percep-
ciones. Los lugares en los que brota la diversidad, la multiplicidad y el
amor, tienen la inmensa capacidad de polinizarnos, de afectar nuestro
cuerpo, de despejar nuestra sensibilidad. Ejercen su poder al habitarnos,
al proporcionarnos los sentidos relacionales, simbióticos y afectivos ol-
vidados por nuestra modernidad desorientada.
Hemos sido privilegiados de experimentar esa transformación sen-
sitiva. Hace varios años tuvimos la oportunidad de cambiar nuestra re-
sidencia de las megalópolis de Bogotá y Ciudad de México a un apacible
lugar campirano en los Altos de Chiapas. Habitamos primero una austera
cabaña perdida entre los doseles de los pinos y encinos, y luego construi-
mos nuestro hogar en una pequeña hoya húmeda hecha de pastizales y
manzanillas, rodeada de cerros enanos. Esta experiencia cambió nuestra
vida por completo: nos dio la oportunidad de Estar, el regalo de darnos
un espacio propicio para ver cotidianamente las distintas formas de vida
y disfrutar de su perfección y belleza. Hace dos días un águila planeó ape-
nas unos metros encima de nuestras cabezas: una experiencia que habría
sido impensable hasta hace unos años. Recordamos que nuestra sensación
durante la primera noche en la cabaña solitaria fue sentirnos intimidados
por la oscuridad, profundamente maravillados por la noche sembrada

160
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

de estrellas, pero sobre todo porque escuchamos por vez primera el si-
lencio. Un silencio abrumador, una calma desconocida, ambientada por
las chicharras que arrullan el sueño. Poco a poco fue cambiando nuestra
percepción, y fuimos mejorando nuestro asombro por la inteligencia de
las arañas, refinamos nuestro gusto por el olor de la lluvia, y por aquel
mágico instante en el que los aguaceros septembrinos cesan y aparece la
neblina entre el bosque. Cambiar nuestros hábitos urbanos significó tener
la sensación de que ante nuestros sentidos todo estaba pasando.
Poco a poco, nuestros oídos se fueron afinando, y aprendimos a dis-
tinguir los distintos ladridos de los perros, identificar en qué ocasiones los
pájaros hablan, alegan, pelean o juegan; aprendimos a diferenciar cuándo
un perro le ladra a un caballo, cuándo a un humano y cuándo a otro perro;
así como a entender las tonalidades del canto de algunas aves. Habitar en
esos nuevos lugares hizo que se nos despertara la capacidad de presentir
una helada, que nos preocupáramos todos los días por el bien-estar de los
semilleros y pequeños cultivos, y que se asomara una pulsión muy íntima
de cuidar permanentemente el terreno. Nos asombramos de ese sorpren-
dente milagro en el que basta con ponerle agua a una semilla y esperar a
que de ahí nazcan calabazas, ajos, papas, cilantros o tomates. Nos encan-
tamos de la composta y las lombrices. Ellas te dan la consciencia de que
todo es susceptible de volverse tierra; te dan el regalo de mostrarte cómo
lo que cambia son las condiciones de la existencia de cada cosa, y que
cada muerte pequeña en realidad hace parte del ciclo de la vida. Cuidar
el huerto nos ayudó a desarrollar una percepción sutil de las plántulas y
animar aquella empatía ambiental gracias a la cual presientes su necesidad
y respondes empáticamente a su deseo. El contacto con la tierra nos hizo
asombrar del conatus de las plantas, percatarnos que, a pesar de su fragi-
lidad, muchas de ellas crecen de manera profusa en condiciones difíciles.
Cosechar agua de lluvia y limpiarla en un biofiltro nos dio la conciencia
de nuestro impacto en el mundo, y, en general, nuestra vida cotidiana
entre la rica fauna del lugar nos proporcionó la oportunidad no solo de un
disfrute estético desconocido para nuestros cuerpos, sino la capacidad de
avivar y relocalizar nuestros sentidos y afectos.
Nuestra experiencia nos ha hecho reafirmar la creencia de que los
cambios ontológicos y espirituales son pragmáticos, que la ética am-

161
CAPÍTULO 5

biental solo puede ser correlato de una transformación ontológica, y que


no puede darse sin un contacto y sin un territorio. La ética ambiental es
un descubrimiento, algo que pasa, pero es necesario un lugar para que
ello ocurra. Por eso, una verdadera ética ambiental no puede prescin-
dir de la lucha por la tierra, para que los pueblos puedan transformarla
ética y estéticamente. Nuestro sino es que los actuales espacios urba-
nos suelen limitar la experiencia sensitiva y afectiva con la tierra viva,
porque han sido edificados para facilitar la circulación de mercancías
y la explotación del trabajo, viabilizar la ignorancia de los saberes am-
bientales, y hacer posible que sus habitantes desconozcan la huella eco-
lógica de sus modos de producción y consumo. Las comodidades de la
vida urbana nos encaminan hacia la desconexión al relacionarnos con
un mundo hecho no de naturaleza salvaje sino de naturaleza modifica-
da. La confección de las ciudades con su enorme gasto energético y su
dependencia de la remoción de la tierra hace difícil practicar una ética
ambiental. Sus atmósferas artificiales, sus centros comerciales, su con-
taminación lumínica, la exposición infernal de la propaganda mercantil,
sus aviones navegando en el cielo, o sus celulares invasores de la vida
íntima, hacen que sea fácil desconectar nuestra experiencia sensible de
la tierra orgánica, que los lugares no sean más que un reflejo narcisista
de nuestros signos (Abram, 1996), y que nuestra afectividad baconia-
na siga empeñada en dominar las fuerzas de la tierra. Desde luego, hay
mucha gente urbana con la sensibilidad y el deseo de vida, y existen
enormes esfuerzos por revitalizar las ciudades, pero la forma de vivir a
la que obliga la disposición de las grandes urbes, y la desproporción que
han alcanzado las megalópolis, dificulta recobrar el sentido de la pro-
porcionalidad con actos concretos, y obstaculiza acoplar la experiencia
sensitiva con las condiciones de vida.
Aun así, tendremos que librarnos de ese yugo e imaginar creativas
intervenciones estéticas para revitalizar aglomeraciones pequeñas y pro-
porcionadas en medio de tierras recuperadas y habitadas poéticamente.
Reconstituir otros modos civilizatorios hechos de saberes ambientales
donde más personas puedan crear una afectividad ambiental, un renovado
ethos amoroso que incluya ciudades transformadas y reverdecidas. Dado

162
EL DESEO POR LA VIDA: LA REORGANIZACIÓN ESTÉTICA DE LOS AFECTOS

que los lugares nos habitan, que los espacios determinan nuestras sensi-
bilidades, nuestras coloraciones emotivas, nuestros estados anímicos y
nuestros pensamientos, no tenemos más salida que crear espacios estéti-
cos que faciliten la reconexión con nuestros sentidos, y que nos permitan
volver a confiar en la ética que nos enseña los lazos, interacciones y re-
distribuciones de la tierra orgánica. Estas creaciones estéticas necesita-
rán no solo de intervenciones estéticas de tipo técnico, sino también de
intervenciones estéticas de carácter lingüístico. Al unísono con la lucha
política por el deseo de vida, debemos navegar a contracorriente de la
simbolización capitalista en la que se repite y repite la metafísica domi-
nante, mediante la construcción de una epistemo-estesis que cree otros
imaginarios, otros órdenes simbólicos consonantes con el sentido de la
tierra, más afines a esos intentos amorosos de reorganizar el mundo desde
las condiciones de vida, como lo están haciendo muchísimos pueblos y
colectivos alrededor del planeta.
Debemos recordar que existe una relación profunda entre la palabra
y el cuerpo, tanto en la percepción, como en el inconsciente, que so-
mos hechos en el campo de la palabra, y que esa palabra es mucho más
que humana. Nuestras articulaciones verbales están compuestas en sus
honduras por un lenguaje conformado de múltiples sensibles gravitando
en las autoformaciones terrestres. Si no reclamamos en nuestras enun-
ciaciones la pertenencia al lugar y la correspondencia con los seres que
nos permiten Estar entre ellos, quedaremos condenados al destierro y al
olvido de la memoria de esta fina película de vida suspendida en el cos-
mos y alumbrada por una estrella centelleante. La manera en que nuestro
cuerpo y nuestros sentidos se conecten o se desconecten de la tierra que
somos dependerá en gran medida de la capacidad de simbolizar el mun-
do, de nombrarlo y lenguajearlo poéticamente. Y por poetizar estamos
pensando en la habilidad colectiva de urdir símbolos que abran el mundo
a los sentidos en una actitud de asombro permanente que nos hagan re-
cordar, a cada instante, que no existe nada más hermoso que nuestra casa
celeste. Tendremos, al fin, que buscar muchas maneras de nominar má-
gica y poéticamente todo cuanto existe, componer signos que nos dejen
comprender que somos corporalidades entre-estando, y conformar un

163
CAPÍTULO 5

discurso poderoso capaz de emanciparnos de aquella violencia de signar


una tierra desencantada, y guiar la experiencia de la vida cotidiana de
acuerdo con un lenguaje terreno.
Habremos un día al fin de entender que enramar una ética de carácter
estético y una afectividad ambiental no es un asunto opcional: es la única
posibilidad ante el vértigo de este huracán de ruinas y escombros que en
su desmesura se acerca peligrosamente al abismo.

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Afectividad ambiental.
Sensibilidad, empatía, estéticas del habitar
se terminó de imprimir el 10 de octubre de 2020
en los talleres de Servicios Profesionales de la Impresión
(seprim), calle Siembra 1, bodega 5, colonia San Simón
Culhuacán, alcaldía de Iztapalapa, C. P. 09800,
Ciudad de México.
El cuidado editorial estuvo a cargo de Julio Roldán.
Diseño de portada: Julián Toro.
Diagramación y diseño de interiores: Sofía Carballo.
El tiraje fue de 500 ejemplares.

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