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Las Campanas

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LA FAMILIA FELIZ

Había una vez una vieja casa construida


junto a un frondoso bosque. Sus
habitantes comían muchos caracoles,
porque les encantaban. Pero llegó un
día en el que se acabaron, y tuvieron
que dejar de comerlos.

Lo que sí que había en el bosque eran


muchos lampazos, las plantas que
comían los caracoles. Y como no había caracoles para comerlas, estas plantas estaban
invadiéndolo todo.

Pero no todos los caracoles se habían extinguido. Todavía quedaban dos caracoles
blancos, la especie más noble de todos los caracoles. Eran muy viejos y habían
permanecido bien escondidos, lejos de la casa en la que se comían a sus amigos, primos y
hermanos.

Un día, los viejos caracoles blancos encontraron un pequeño caracol común perdido, y lo
adoptaron con si fuera hijo suyo, porque ellos no tenían a nadie más y se hacían mayores.
Pero el pequeño caracol no crecía. Al fin y al cabo, no era más que un simple caracol
ordinario.

Un día, la mamá caracola creyó observar que su pequeño se desarrollaba, y le pidió a


papá caracol que se fijara bien, a ver qué le parecía. El papá caracol confirmó que,
efectivamente, el pequeñín empezaba a crecer.

Un día se puso a llover con fuerza.

-Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo caracol.

-Fíjate en las gotas de lluvia -observó la madre caracola-. Mira cómo bajan por el tallo y lo
mojan. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya.
La naturaleza nos ha tratado a nosotros, los caracoles, mejor que a los demás seres vivos,
porque tenemos una casa desde que nacemos, y para nosotros plantaron un bosque de
lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende.

-No hay nada fuera de aquí -respondió el padre caracol-. Mejor que esto no puede haber
nada.

-Pues a mí me gustaría ver la casa vieja que hay más allá -dijo la vieja caracola-. Todos
nuestros antepasados pasaron por allí, así que debe ser algo excepcional.
-Tal vez la casa esté destruida -dijo el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la
haya cubierto.

-No seas tan negativo-dijo la madre-. ¿No crees que si nos adentrásemos en el bosque de
lampazos encontraríamos a alguno de nuestra especie? Nuestro pequeño necesitará una
compañera.
-Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo caracol-, caracoles negros sin
cáscara, que son ordinarios y orgullosos. Podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre
corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían
una compañera para nuestro pequeño.

-Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no
haya nada que hacer, pues se trata de una reina.

- ¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa?

-Tiene un palacio -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero.

-Muchas gracias -dijo la madre caracola-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si


no tenéis otra cosa mejor, hablaremos con los mosquitos blancos, que vuelan a mucha
mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por
dentro y por fuera.

- ¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-. Allí cerca, en un zarzal, vive una
caracolita con casa. Es muy pequeñita, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a
cien pasos de hombre de aquí.

-Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Nuestro pequeño posee un bosque de
lampazos, y ella, sólo un zarzal.

Y enviaron un recado a la señorita caracola, que necesitó ocho días para hacer el viaje. Y
se celebró la boda. La pareja recibió como regalo la herencia de todo el bosque de
lampazos.

Cuando acabó la fiesta, los viejos caracoles se metieron en sus casas y se quedaron
dormidos para siempre. La joven pareja reinó en el bosque de lampazos. Tuvieron muchos
hijos, a los que enseñaron prudencia para no ir más allá de sus dominios y así librarse de ser
comidos por los habitantes de la casa.

Y allí vivieron felices para siempre, rodeados de todo lo que necesitaban para vivir.
EL DRAGÓN QUE ESCUPÍA CHOCOLATE

Si piensas que todos los dragones son malos y que echan fuego por la boca, te equivocas.
Hace tiempo existió uno muy especial. No escupía fuego y apenas podía volar. La verdad
es que no escupía nada. Todo el mundo en su pueblo se burlaba de él llamándole Llama
seca.

Aunque un día la historia cambió. Cuando se hizo mayor decidió armarse de valor y salir a
explorar el mundo. Puede que no pudiera ni tostar unas simples almendras, ni elevarse dos
palmos del suelo con sus débiles alas. Pero estaba tan harto de tantas burlas que lo que no
podía era aguantar ni un minuto más a aquella pandilla de maleducados. Y se fue.

Caminó y caminó sin mirar atrás durante varios días por el Bosque Negro que rodeaba la
Tierra de los Dragones hasta que llegó a un claro donde no había nada más que hierba
verde. El dragón se quedó asombrado mirando aquella hierba. Jamás se había imaginado
que de la naturaleza pudieran brotar colores tan hermosos. Era lógico que nuestro amigo
no hubiera visto nunca algo así, ya que sus vecinos incendiarios lo arrasaban todo en sus
prácticas de vuelo.

Mientras miraba embelesado aquel milagro de la vida apareció una viejecita que parecía
salir de la nada. Sí, la típica viejecita de los cuentos, esa que nunca sabes si va a ser buena
o va a ser mala, y que siempre imaginamos con pinta de bruja.

- Amigo dragón, ¿qué miras con esa cara de asombrado? - preguntó la vieja.

- Miro los colores del campo- respondió el dragón-. Nunca los había visto.

- Y, ¿por qué no los quemas? - insistió la buena señora, a ver si lo provocaba.

- Porque no puedo -dijo el pobre dragoncito, con cara de pena-. No tengo fuego en mi
garganta, ni fuerza para volar, ni nada que merezca la pena.

Entonces, la vieja bruja los miró a los ojos fijamente, estudiando la profundidad de su mirada.
Después de un rato observando a aquel dragón le dijo, muy seria:
- A ti lo que te pasa es que te falta valor para intentarlo. ¿Hace cuánto tiempo que no das
un salto e intentas volar?

El dragón la miró sorprendido. Descubrió que jamás había intentado volar alto, que sólo
agitaba las alas un poquito, pero sin ponerle empeño ninguno. ¿Para qué iba a intentarlo,
si ya sabía él que no podía? Toda la vida se había pasado el pobre escuchando que no
podía volar. ¿Cómo iba a saber él más que el resto de dragones?

- Muy bien, amigo dragón -dijo la anciana. Te propongo un trato. Si tú consigues volar hasta
lo alto de aquella montaña y me traes un huevo del águila calva que allí vive yo te
devolveré el don de escupir fuego, un fuego voraz que arrasará con todo lo que se
encuentre a tu paso.

El dragón no podía creer lo que oía. Sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo y podría ser
tan malvado como los demás. Cogió carrerilla y, cuando iba a dar el salto…

- Espera un momento -dijo el dragón parando en seco-. ¿Para qué quieres tú ese huevo?

- ¡Y a ti que te importa, dragón entrometido! -respondió la vieja, furiosa -. Vete volando a


por ese huevo o jamás recuperarás tu dichoso fuego.

- ¿Sabes qué te digo bruja? -dijo el dragón, con cara de pocos amigos-. Que no quiero tu
fuego. Yo no quiero arrasar los campos ni quemar los bosques. No quiero que la gente me
odie por destruir lo que más aman. Sólo quiero disfrutar de la belleza de la vida y encontrar
gente que me quiera y no gente que me quiera ayudar por interés como tú.

El dragón que escupía chocolate viejo, tras oír estas palabras, entró en cólera. Empezó a
conjurar un hechizo que hizo que se oscureciera el sol y que se apagara el color de las flores.

El dragón, asustado, echó a correr tan rápido que cuando se quiso dar cuenta estaba
volando.

- ¡Puedo volar! -gritó a los cuatro vientos.

Después de varias horas de vuelo, el dragón estaba agotado. Cuando aterrizó pensó que,
si había podido volar, también podría hacer otras cosas. Pero no quería echar fuego por la
boca, así que deseó muy fuerte hacer algo que pudiera hacer al mundo más feliz. Entonces
abrió la boca para escupir, a ver qué salía. ¡Y salió chocolate! ¡Chorros de chocolate
calentito, listo para tomar con unos buenos churros!

Unos niños que pasaban por allí lo vieron, y corrieron a ver a aquel milagroso dragón.

- Ven con nosotros a nuestro pueblo

- Podrás vivir con nosotros y seremos todos muy felices.

Y así fue. El dragón se fue con los niños y fue recibido con los brazos abiertos. Y como todos
los días el dragón les daba chocolate calentito para desayunar, ahora todo el mundo lo
conoce como Llama dulce.
EL PINTOR DE FLORES

Había una vez un pintor que solo pintaba flores porque eran lo
que más le gustaba en el mundo. El pintor de flores viajaba por
todo el mundo retratando a todas las flores que encontraba.

Un día, no se sabe cómo ni por qué, el mundo se quedó en


blanco y negro. Los científicos no encontraron explicación. Tan
solo los talleres de los pintores se habían salvado. Solo sus
cuadros y sus pinturas conservaban el color. Todo lo demás,
era blanco y negro.

El pintor de flores tuvo una idea, y envió un mensaje a todos los


pintores del mundo. En el mensaje decía:
Queridos compañeros:

Somos pintores. Desde que el mundo es mundo hemos retratado la naturaleza en nuestros
lienzos. Devolvamos a la naturaleza lo que le pertenece. Os animo a que os unáis a mí para
pintar el mundo de nuevo.
Firmado: El pintor de flores.

A todos los pintores les pareció una idea excelente, y se reunieron para repartirse el mundo.
Los especialistas en retratos le devolvieron el color a la gente y a los animales, los
especialistas en pintar bodegones pintaron las casas y lo que había en ellas, y los pintores
de paisajes le devolvieron el color a los campos, a las montañas y al mar.

- Y tú, ¿qué pintarás? -le preguntaron al pintor de flores.

- Yo, pintaré las flores -respondió.


- Las flores ya están asignadas -le dijeron-. Forman parte del paisaje, ¿recuerdas? Las flores
las pintarán los paisajistas. Bueno… entonces los ayudaré preparando los colores -dijo el
pintor de flores, muy triste.

En pocos días estaba todo terminado. Todo era perfecto, menos las flores. Los pintores de
paisajes las habían pintado sin cuidado, y apenas se diferenciaban en ellas los matices, los
colores, los detalles. La gente estaba triste por ello.

- Lo sentimos, pero no hemos sabido pintarlas mejor -dijeron los pintores de paisajes-. Con
tantas flores diferentes y todo el trabajo que teníamos por delante no podíamos dedicar
tanto tiempo a las flores.

El pintor de paisajes cargó con sus colores y sus pinceles y con gran delicadeza se dedicó
a devolverle a cada flor sus colores y su personalidad.

- ¿Estás loco? ¡Tardarás cien años! -le dijeron los demás pintores.
- Como si tardo mil -respondió el pintor de flores-.

La gente de todo el mundo recibía al pintor de flores con gran alegría cuando llegaba a
sus pueblos, y le ofrecían lo mejor que tenían durante el tiempo que estaba pintando sus
flores.
Y así fue como el delicado trabajo del pintor de flores le devolvió por completo la alegría al
mundo entero.
LA CAMPANA

Al atardecer solía oírse, solo por un momento, el tañido de una campana. La gente
pensaba que era la campana de la tarde, que tocaba cuando se ponía el sol. Pero nadie
sabía dónde estaba la campana.

Con el tiempo, la gente empezó a preguntarse de dónde venía el sonido de la campana.

-¿No habrá una iglesia allá en el bosque? ¿Vamos a verlo?

Los ricos fueron en coche y los pobres a pie, aunque a todos se les hizo largo el camino.
Cuando llegaron a un grupo de sauces, se detuvieron a acampar. Pero nadie encontró la
campana.

El Emperador se sintió también intrigado y prometió conferir el título de campanero


universal a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se
tratase de una campana.

Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación creíble. Dijo
que aquel sonido de campana venía de una viejísima lechuza que vivía en un árbol hueco,
una lechuza sabía que no cesaba de golpear con la cabeza contra el árbol. El hombre fue
nombrado campanero universal. Y, aunque escribió un tratado sobre la lechuza, la gente
se quedó tan poco enterada como antes.

Llegó la fiesta de la confirmación. Para los niños era un día muy importante, ya pasaban de
niños a personas mayores. Hacía un día precioso y los niños salieron de la ciudad y no
tardaron en oír el tañido de la enigmática campana, más claro que nunca. A todos,
excepto a tres, les entraron ganas de ir en su busca. Así que, a excepción de esos tres, los
niños fueron en busca de la campana.

Lucía el sol y gorjeaban los pájaros, y los niños iban cantando, cogidos de las manos. Dos
de los más pequeños no tardaron en fatigarse, y se volvieron a casa. Dos niñas se sentaron
a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron también rezagadas. Y cuando los demás
llegaron a los sauces, dijeron:

- ¡Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe. Todo son fantasías.


De pronto, la campana sonó en lo más profundo del bosque, tan magnífica y solemne, que
cuatro o cinco de los muchachos decidieron ir a buscarla. El follaje era muy espeso, y
resultaba muy difícil seguir adelante. Muchos se quedaron atrás. Una límpida fuente
manaba, dejando oír su maravillosa canción: ¡gluc, gluc!
- ¿No será ésta la campana? -preguntó uno de los niños, echándose al suelo a escuchar-.
Habría que estudiarlo bien. Y se quedó, dejando que los demás se marchasen.

Llegaron a una casa. Un gran manzano silvestre cargado de frutos se encaramaba por
encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecían
rosas. Las largas ramas se apoyaban en el hastial, del que colgaba una pequeña campana.
¿Sería la que habían oído? Todos convinieron en que sí, excepto uno, que afirmó que era
demasiado pequeña y delicada para que pudiera oírse a tan gran distancia.

Este prosiguió solo su camino, y a medida que avanzaba, seguía oyendo la campanita junto
a la que se habían quedado los demás, y de vez en cuando, oía también los cantos que
de allí procedían. Pero las campanadas graves seguían resonando más fuertes, y pronto
pareció como si, además, tocase un órgano.

El camino se hizo cada vez más duro, pero el muchacho estaba decidido a encontrar la
campana.

Y se hizo de noche. El muchacho empezaba estar desesperado. Pero entonces descubrió


una roca y se subió a ella. Y desde allí pudo contemplar la maravilla de la creación y el
brillo de las estrellas. Mientras sobre él resonaba la santa campana invisible, y los espíritus
bienaventurados la acompañaban en su vaivén cantando un venturoso aleluya.
EL MISTERIO DE LAS FLORES AMARILLAS

El abuelo de Manolita le regaló media docena de flores amarillas por su quinto cumpleaños
para que las plantara en el jardín y las cuidara. A la niña le hizo mucha ilusión. Le dijeron
que las flores se harían muy grandes y sus tallos tan altos como ella.

-Y cuando se hagan mayores podrás comerte sus semillas, que están muy ricas -le había
dicho el abuelo.
Manolita estaba muy contenta con sus flores amarillas. Eran preciosas. Cada día estaban
más altas y más grandes. Pero un día se dio cuenta de que las flores se movían.

-Abuelo, mis flores amarillas se mueven -dijo la niña.


- ¿Cómo que se mueven? -preguntó el abuelo-. Las flores no andan.

-¡Ya lo sé, abuelo! Mis flores no se mueven de sitio. Lo que pasa es que cada vez miran hacia
un lado.
-Vaya, vaya -dijo el abuelo-. Y ¿hacia dónde miran?

-Una vez miran hacia la derecha, otras veces miran hacia la izquierda o al frente -dijo
Manolita-. No sé, abuelo, es muy extraño. Es como si estuvieran buscando algo.

-Tendremos que averiguar qué buscan -dijo el abuelo.


Al día siguiente, Manolita y su abuelo hicieron una pequeña acampada en el jardín para
observar a las flores.
-Deberías hacer un dibujo cada hora -dijo el abuelo-. A lo mejor así encontramos eso tan
importante que siguen tus flores.
A Manolita le encantó la idea. Entró a por su cuaderno y a por sus lápices de colores. Y
cada hora hizo un dibujo de los girasoles y de lo que veía.

Al final del día, el abuelo le preguntó:


- ¿Has encontrado lo que buscan los girasoles?
-No -dijo la niña-.
-Fíjate bien -dijo el abuelo-. ¿Qué cambia con las flores?
Manolita miró bien y, después de un rato, dijo:
-Lo único que cambia de sitio es…. ¡el sol!
-Claro, por eso estas flores se llaman girasoles -dijo el abuelo.
-Pero por la noche no hay sol -dijo la niña-. ¿Qué hacen entonces?
-Dan la vuelta para esperar a que el sol salga por la mañana -dijo el abuelo.
-Y ¿qué hacen cuando está nublado? -preguntó Manolita.
-Cuando está nublado los girasoles se buscan unos a otros y se miran entre ellos –
dijo el abuelo-.

¡Qué bonito! -dijo la niña-. Ojalá la gente hiciera lo mismo y se buscaran los unos a los otros
y se ayudaran cuando no tienen lo que necesitan.
Y allí se quedaron, abuelo y nieta, hablando sobre lo maravillosa e inteligente que es la
naturaleza.

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