El Concepto y Análisis de La Gobernabilidad
El Concepto y Análisis de La Gobernabilidad
El Concepto y Análisis de La Gobernabilidad
Esto es si cabe más importante en la actualidad, puesto que, debido a la complejidad y amplitud de
la problemática que aborda la gobernabilidad, así como a la variedad escuelas que han abordado el
concepto, éste se encuentra prácticamente desbordado. Por gobernabilidad se ha pasado a entender muchas
cosas, gran parte de ellas inconexas, que hacen de la misma algo ambiguo, difuso, manipulable y, por
tanto, difícilmente operacionalizable. La gobernabilidad parece haberse convertido en la última muletilla
de la ciencia social, y, hasta cierto punto, todo parece ser un problema de gobernabilidad, lo que hace que
su utilidad para el analista disminuya, convirtiéndose en un cajón de sastre de límites vagos donde todo
cabe y es difícil decir qué se queda fuera. Es por este motivo que se cree relevante y especialmente
pertinente un esfuerzo de sistematización e integración de las diferentes corrientes y perspectivas que han
dado lugar y confluyen en el estudio de la gobernabilidad para encontrar así un nexo común que permita
un mejor y más explícito entendimiento del concepto.
Siguiendo a Prats (2001), es posible distinguir cuatro grandes raíces que forjan el concepto de
gobernabilidad, a saber:
Los primeros orígenes del concepto de gobernabilidad cabe situarlos en la obra de Crozier,
Hungtinton y Watanuki (1975), donde se plantea la necesidad de superar el desajuste entre unas demandas
sociales en expansión y la crisis financiera y de eficiencia del sector público que caracterizó los 70. La
obra que, a modo de informe, pretendía dejar patentes los desafíos de las instituciones públicas ante la
cada vez más evidente crisis del Estado del Bienestar, coincidió con la crisis fiscal de los Estados y el
surgimiento de una nueva forma de comprender la economía y la política (que se tradujo en un giro de la
política económica hacia formas más reguladoras de intervención pública en la economía). Así, corrientes
como el neoclasicismo y la elección social aportaron nuevos argumentos para cambiar los límites de un
Estado que se había mostrado incapaz de hacer frente a las necesidades de crecimiento de una ciudadanía
acostumbrada a altos niveles de bienestar. Fue entonces cuando muchos de los paradigmas de las teorías
económica y política fueron puestos en entredicho, cobrando más importancia los modelos o explicaciones
que justificaban el avance hacia otra forma de gestión e intervención pública. Lo importante, empero, para
el objeto de este trabajo es que, en este primera época, se entendió por gobernabilidad la distancia entre las
demandas sociales y la habilidad de las instituciones públicas para satisfacerlas; así pues, la
gobernabilidad se definía, en sentido amplio, como la capacidad de las instituciones públicas de hacer
frente a los desafíos que confronta, sean éstos retos u oportunidades.
Un segundo uso del término gobernabilidad surge para designar la consolidación de las democracias
en transición. Autores como Guillermo O’Donnell (1979) o Adam Przeworski (1988) consideraron por
gobernabilidad, “aquel estado de un país que, por un lado, evitaba la regresión autoritaria y, por otro,
permitía avanzar, expandir y aprovechar las oportunidades sociales, económicas y políticas. Así pues,
implícito a la gobernabilidad estaba la mejora del desempeño económico-social reforzado y generador de
la mejora de lo político” (Prats, 2002: 106). Es posible observar en el trabajo de estos autores un doble
papel de la gobernabilidad; por un lado existe gobernabilidad cuando se evita la autocracia y, por otro,
cuando se expanden los derechos y oportunidades de las personas. Esta doble dimensión del concepto la
recuperaremos más adelante para ahondar la doble vertiente del concepto de gobernabilidad, como
ausencia de ingobernabilidad o estabilidad política o gobernabilidad para realizar políticas que satisfagan
las necesidades de la ciudadanía.
Un tercera corriente que ha contribuido a la mencionada amplitud y confusión acerca del concepto
de gobernabilidad ha sido su utilización por las agencias internacionales como sinónimo de “governance”
(o gobernanza - como recientemente ha propuesto y ha aceptado traducirlo la Unión Europea y la Real
Academia de la Lengua Española respectivamente). Quizás la utilización más explícita del concepto ha
sido la realizada por el Banco Mundial y el PNUD, quienes durante mucho tiempo han utilizado el
término de gobernabilidad para referirse a: (1) el proceso y las reglas mediante los cuales los gobiernos
son elegidos, mantenidos, responsabilizados y reemplazados; (2) la capacidad de los gobiernos para
gestionar los recursos de manera eficiente y formular, implementar y reforzar políticas y regulaciones; y
(3) el respeto de los ciudadanos y del estado a las instituciones que gobiernan las interacciones socio-
económicas entre ellos. (Kauffman, Kraay y Labatón. 2000).
De la definición adoptada desde los organismos multilaterales interesa destacar la combinación que
se realiza entre reglas del juego (por ejemplo, los procedimientos de elección y toma de decisiones) y los
resultados de la mismas en términos de eficacia y eficiencia (por ejemplo, de la implementación de
regulaciones) y de legitimidad (valoración de los ciudadanos de sus instituciones). El problema de esta
combinación es que falla en distinguir analíticamente entre gobernanza (o entramado institucional) y
gobernabilidad (capacidad de gobierno conferida por dicho entramado institucional), lo que provoca
confusión y conduce al citado desbordamiento conceptual imperante en torno a la gobernabilidad. Como
más adelante se detallará, esta noción impide ahondar en los nexos causales en tanto no distingue entre
variables dependientes (la gobernabilidad) e independientes (la gobernanza), lo que imposibilita el
establecimiento de cualquier metodología clara sobre su estudio.
Estas corrientes ilustran la amplitud de las problemáticas y las definiciones utilizadas. Dependiendo
de la corriente que sigamos, se llega a una aproximación u otra al concepto de gobernabilidad, lo que
dificulta la comunicación y el entendimiento entre perspectivas que comparten, como mínimo, la
nomenclatura de su marco de referencia. Con la intención de aportar unas bases comunes mínimas para la
construcción de una teoría de la gobernabilidad más sólida, a continuación se propone una forma de
entender la gobernabilidad fundamentada en el institucionalismo.
La distinción del profesor Kooiman nos sirve de punto de partida para distinguir entre
gobernabilidad y gobernanza, conceptos que dicho autor considera como los fundamentos de una teoría
sociopolítica de la gobernanza, pero que aquí los utilizaremos para sistematizar el concepto de
gobernabilidad. Asimismo, utilizando las aproximaciones de otros autores como Coppedge (1996), Riker
(1962), North (1981, 1990), o Coase (1935), se complementa la perspectiva más sociológica de Kooiman
con aquellas derivadas del institucionalismo comparado, la economía política positiva, el institucionalismo
histórico, y la teoría económica de la empresa. Como queda claro, nuestra conceptualización ahonda sus
raíces en el institucionalismo, movimiento que se encuentra en el centro de la discusión de las distintas
problemáticas abordadas desde la gobernabilidad.
En primer lugar, por gobernanza entenderemos los procesos de interacción entre actores estratégicos
(Strom y Müller, 1999). Esta definición puede entenderse en clave más sociológica como las estructuras
sociopolíticas que emergen y forjan dichos procesos de interacción de forma reflexiva (Granovetter,
1985). Así pues, como se resaltará en la siguiente sección, en esta definición ya se puede apreciar cómo el
concepto de gobernanza es fundamentalmente una herramienta analítica y descriptiva, en cuanto los
patrones de interacción ‘son los que son’, aunque, en la medida que también son el resultado de la acción
de los actores, también tiene una dimensión normativa (Mayntz, 1993). Esto es así puesto que existen
efectos no previstos y problemas de externalidades u oportunismo que requieren de la intervención
normativa que alinee comportamiento e incentivos para producir mejores resultados de forma
autosostenida.
Conviene también fijarse en que dichos patrones de interacción tienen su fundamento último en las
reglas del juego. Es decir, en las instituciones formales e informales que restringen el comportamiento de
los actores que cumplen una doble función: (1) solucionar dilemas distributivos (Bardham, 1999) y (2)
solucionar problemas de información (Shepsle y Weingast, 1994) bajo contextos diferenciados (más o
menos igualdad, mayores o menores dotaciones económicas y de conocimientos, u otros). Así, el
institucionalismo establece las bases bajo las que entender la gobernanza y, como más tarde se expondrá,
para analizar la gobernabilidad.
Pero, si la gobernanza es la interacción forjada por las reglas del juego, ¿cómo entender entonces la
gobernabilidad? Siguiendo de nuevo a Kooiman, entendemos la gobernabilidad como la capacidad de un
sistema sociopolítico para gobernarse a sí mismo en el contexto de otros sistemas más amplios de los que
forma parte. De esta forma, la gobernabilidad se derivaría del alineamiento efectivo entre las necesidades
y las capacidades de un sistema sociopolítico; es decir, de sus capacidades para autoreforzarse. El
problema de la gobernabilidad se torna pues un problema de refuerzo (‘enforcement’), en cuanto es el
alineamiento de necesidades y capacidades a través de las instituciones (o reglas del juego) lo que
determina su nivel o grado. Este refuerzo implica a su vez un ciclo retroalimentado donde no sólo el grado
de gobernabilidad dependerá de la calidad de reglas del juego y, en especial, de cómo éstas solucionan sus
inevitables ‘trade - offs’ asociados (como el existente entre estabilidad y flexibilidad), sino que también la
gobernabilidad influye sobre las reglas del juego reforzándolas de una manera o de otra según su grado.
De esta forma, un nivel u otro de gobernabilidad se verá reflejado en el tipo de políticas públicas o
regulaciones implementado. Por tanto, más gobernabilidad no sólo alineará mejor necesidades con
capacidades conferidas institucionalmente, sino también necesidades y políticas.
Por ejemplo, son cada vez más los trabajos que muestran las raíces institucionales del ‘pork–barrel
spending’ (o la captura de la política pública por grupos de interés) o del efecto ‘gridlock’ (o el veto
mutuo entre actores políticos a las diversas políticas). Así, es posible observar cómo la institucionalidad
afecta tanto el sesgo de la política hacia unos grupos u otros como a la dilación de la misma. De esta
forma, autores Bennedsen y Feldmann (2002) muestran como los sistemas presidencialistas ofrecen más
incentivos a la influencia de lobbies que los parlamentarios, donde la cuestión de confianza y la disciplina
parlamentaria generan mayores rigideces en la formulación de políticas. Así pues, a través de su
flexibilidad a la hora de formar coaliciones de política, los presidencialismos sin disciplina de voto
establecen más incentivos al activismo de los grupos de interés. De la misma forma, existen estudios que
muestran cómo los gobiernos divididos con elevada polarización presentan más dificultades para formular
determinadas políticas debido a los elevados costes de negociación que impone el veto múltiple entre
actores políticos con comportamiento estratégico. De esta forma, la propensión a la captura de la política
por los grupos de interés (y, por tanto, al denominado ‘pork–barrel spending’) depende en gran medida del
diseño institucional. En esta misma línea, que muestra los nexos causales entre instituciones y políticas, se
sitúan autores como Boix (1997, 1999, y otros) quién señala cómo los gobiernos divididos y la
polarización son factores importantes para explicar por qué algunos países no llevaron a cabo políticas de
privatización de forma más ágil y profunda que los gobiernos unificados. Aún otros autores como
Thorston y Nitxchke (2000) intentan mostrar cómo el verdadero efecto de los gobiernos divididos es que
tienden a introducir legislación menos sesgada ideológicamente que los gobiernos unificados. Así, cada
vez más son los estudios que caracterizan en términos institucionales las políticas adoptadas, mostrando
cómo características relativas al sistema político (presidencialista o parlamentario), la forma de gobierno
(dividido o unificado) y la ideología (más o menos polarizada) afectan al sesgo de la política hacia grupos
de interés (‘pork–barrel spending’) o la agilidad (efecto ‘gridlock’) y el tipo de políticas implementadas.
De esta forma, la institucionalidad afecta al carácter de las políticas que, a su vez, también
establecen reglas o marcos institucionales bajo los que tendrá lugar la toma de decisiones colectivas. Y,
así pues, si bien la gobernabilidad depende de las capacidades conferidas por las reglas del juego, estas
mismas capacidades actúan sobre los niveles inferiores en forma de políticas, forjando una nueva
gobernanza bajo la que interactuarán otro tipo de actores (por ejemplo, burócratas, grupos de interés,
consultores externos específicos, ciudadanos en su papel de receptores de un servicio, y otros). Sin
embargo, la estructura multinivel de la gobernanza no sólo nos determina qué tipo de actores interviene,
sino también cuál es el nivel que actúa como variable dependiente de referencia. Esta estructura
multinivel, que identifican analíticamente Ostrom et. al (1994: 47), es clave, pues, para el juego de
retroalimentación de refuerzo que implica la gobernabilidad y ayuda a distinguir el impacto sobre la
gobernabilidad de la gobernanza y viceversa, en tanto es la gobernanza la que determina la capacidad del
gobierno transformar necesidades en políticas y, así, de establecer patrones de interacción entre actores
estratégicos no sesgados hacia grupos de interés (más equitativos) y que permitan la formulación e
implementación de las políticas en el menor tiempo y esfuerzo posible (más eficientes).
Recapitulando, podemos resaltar cómo a través del institucionalismo cobra más sentido la distinción
entre gobernabilidad y gobernanza en tanto la primera pasa a ser la capacidad conferida por la segunda. Si
entendemos por gobernanza la interacción entre actores estratégicos causada por la arquitectura
institucional, entonces la gobernabilidad debe entenderse como la capacidad que dicha interacción
proporciona al sistema sociopolítico para reforzarse a si mismo; es decir, de transformar sus necesidades o
preferencias en políticas efectivas. Este refuerzo, a su vez, puede ser positivo o negativo, según el sistema
transforme las necesidades ciudadanas en políticas públicas de forma más o menos efectiva o, como se
discutirá al final de este trabajo, dicha transformación se adapte a unas normas más o menos democráticas.
Por ejemplo, un sistema político implantado desde arriba en un país en vías de desarrollo (PVD) puede
padecer problemas de refuerzo (o de gobernabilidad) si no se ha tenido en cuenta el alineamiento entre las
instituciones formales e informales (North, 1990). Por otro lado, el refuerzo tiene lugar cuando las reglas
del juego generadas endógenamente a largo plazo se auto - refuerzan mediante las interacciones
estratégicas de los distintos agentes, incluso de aquellos que refuerzan (“enforcers”). De esta forma, la
gobernabilidad responde a un equilibrio, no siempre rígido, sino cambiante, donde los actores pueden
cambiar las reglas del juego a través de su interacción estratégica, aunque dicho cambio no está ausente de
problemas (Aoki, M., 2001).
Sin embargo, ¿cómo integrar las distintas aproximaciones a la gobernabilidad antes señaladas? Cómo
organizar más micro analíticamente la alineación de capacidades y necesidades? Para entender los
fundamentos de la gobernabilidad a nivel más micro resulta necesario abrir la denominada ‘caja negra’
(Dixit, 1996) y analizar el proceso mediante el cual las necesidades se transforman en políticas. Este
proceso tiene lugar a través de las instituciones políticas, que se tornan así la pieza clave para entender la
gobernabilidad. Conviene pues, como primer paso, precisar un poco más qué entendemos por instituciones
políticas, cuáles son y cómo pueden estudiarse para, así, exponer con mayor claridad las bases sobre las
que proponemos una nueva e integradora forma de entender la gobernabilidad. Es por este motivo que, a
continuación, nos referimos brevemente a estos aspectos.
Las instituciones políticas son, en su sentido más básico, las reglas que rigen el juego político y sus
interacciones con otros sistemas, como el social o el económico. Asimismo, siguiendo a Rothstein (1996:
199), es posible distinguir a grandes rasgos cuatro tipos de instituciones políticas: (a) un primer tipo
necesario para la adopción de decisiones colectivas vinculantes y, por tanto, generadoras de normas (como
los legislativos, los ejecutivos y, en algunos casos, los organismos reguladores autónomos); (b) un
segundo tipo necesario para la implementación y la ejecución de dichas decisiones (entre las que no se
encuentra ya el parlamento, pero sí el gobierno, los organismos reguladores autónomos y la
administración u el mercado); (c) un tercer tipo vendría definido por aquellas instituciones que vigilan el
cumplimiento de los acuerdos y resuelven los conflictos entre individuos surgidos a raíz de las normas
generadas (donde resulta clave el poder judicial); y (d) aquellas encargadas de vigilar a los que vulneran
las normas, sean o no miembros de la comunidad (instituciones de imposición de normas como, por
ejemplo, puede ser la administración pública o los mecanismos informales como las sanciones de grupo).
Creemos que esta visión amplia de las instituciones políticas, que siguen otros autores como North
(1990) o Spiller y Levy (1996), permite una mejor comprensión del concepto de gobernabilidad pues, en
la medida en que éste hace referencia a cómo el sistema político se autorefuerza alineando capacidades y
necesidades, resulta conveniente tener en cuenta el conjunto de la configuración institucional. De esta
forma, nos desmarcamos de concepciones más minimalistas como las utilizadas (con otros propósitos) por
autores como Colomer (2000) quienes, más restrictivamente, únicamente se refieren a las instituciones
políticas como aquellas de gobierno (reglas de elección, legislativo, ejecutivo y partidos políticos). Desde
nuestra óptica, para conocer el marco institucional que influye sobre las políticas públicas (principal forma
en la que el gobierno satisface necesidades), esta visión resulta demasiado simple, pues existen
entramados institucionales clave que influyen sobre las mismas y que se escapan de los abordados desde
la denominada ingeniería constitucional.
Por otro lado, es importante referirnos brevemente a las perspectivas de estudio de las instituciones
políticas y sus elementos esenciales en tanto pieza clave del marco analítico de la gobernabilidad. A este
respecto, conviene enfatizar el problema metodológico que supone la interdisciplinariedad presente en el
institucionalismo y que, en última instancia, tiene sus máxima expresión en las difícilmente sintetizables
diferencias entre el homo economicus y el homo sociologicus (Offe, C. 1996).
Estos cuatro elementos de estudio resultan, a su vez, de una importancia clave para entender la
gobernabilidad desde una perspectiva integradora y centrada en las instituciones políticas. Cuando
analizamos la gobernabilidad como fruto de la interacción de actores racionales con recursos y
limitaciones diferentes de forma retroalimentada y generando externalidades positivas y negativas, nos
damos cuenta que la gobernabilidad, en gran medida, comporta y se basa en los elementos esenciales
descritos por Offe y que reflejan las bases analíticas comunes del institucionalismo. De esta forma, la
gobernabilidad puede entenderse mejor desde las categorías analíticas propuestas desde la corriente
institucional, suponiendo un paso más en el acercamiento de los postulados formulados desde sus
diferentes corrientes. Esto es así debido a que desde cualquier corriente pueden lograrse conclusiones
sobre el grado en el que la interacción de los agentes refuerza las necesidades de los diferentes actores
alineándolas con las capacidades otorgadas por las instituciones políticas. De esta forma, una primera
bondad de la perspectiva de la gobernabilidad es que no sólo permite abordar cuestiones dispares (como
las transiciones a la democracia o el proceso de construcción europea) sino que también sienta las bases
para un mejor entendimiento entre corrientes antes más marcadamente diferenciadas en torno a supuestos
de racionalidad y a la importancia conferida a las instituciones informales.
Sin embargo, seguimos sin hilvanar una sistematización profunda de cómo analizar los diferentes
problemas comprendidos dentro de la amplia amalgama de cuestiones ubicadas bajo el paraguas de la
gobernabilidad. Hasta el momento, se ha explicado el desbordamiento conceptual forjado a la sazón del
surgimiento inconexo de la problemática de la gobernabilidad, haciendo hincapié en los diversos objetos
de estudio que recoge. Asimismo, se ha precisado qué se entiende por gobernanza y por gobernabilidad y
cómo estos conceptos mantiene una doble relación entre sí, enfatizando el papel de las instituciones
políticas y del institucionalismo para su comprensión relacional. No obstante, ¿Cómo es posible analizar
la gobernabilidad en sus distintas dimensiones y, más importante si cabe, cuáles son éstas dimensiones? A
continuación presentamos un análisis de la gobernabilidad distinguiendo entre una dimensión analítica del
concepto y una normativa, ahondando asimismo en las distintas implicaciones que cada una de ellas tienen
a nivel de operacionalizar y analizar la gobernabilidad.
En esta segunda sección se propone una desglose de la gobernabilidad atendiendo a dos dimensiones
básicas, una analítica y otra de índole normativa o valorativa. Con esta finalidad, se parte de una
definición básica y minimalista de gobernabilidad, entendiendo la misma como la capacidad de un
gobierno para formular e implementar decisiones públicas. Esta definición, muy similar a la utilizada en el
análisis de políticas públicas (Subirats, 1989), en tanto es condición necesaria de todo refuerzo, resulta
complementaria a la utilizada anteriormente para exponer el sentido más general de la gobernabilidad. La
retroalimentación entre necesidades y políticas necesariamente tiene lugar a través de su formulación e
implementación, procesos que encauzan la interacción entre actores estratégicos en todos los niveles de
política. De esta forma, como se mostrará, esta definición también permite incluir el carácter multinivel de
la gobernabilidad, pues no es necesario que la formulación y la implementación se produzcan en el mismo
nivel de gobierno ni que, además, respondan a los mismos problemas o acciones de actores estratégicos. A
su vez, dicha concepción minimalista de la gobernabilidad no se aleja de la formulada por otros autores
que, como Coppedge (1997), Prats (2000) o Altman y Castiglioni (2001), aceptan que la gobernabilidad
obedece a la capacidad de aplicar institucionalmente decisiones públicas.
Siguiendo la conocida distinción que Isiah Berlin (1958) realizara sobre tipos de la libertad, es posible
concebir también la gobernabilidad como un concepto formado por dos ideas. Al igual que la libertad, que
tiene una noción positiva cuando se trata de libertad para realizar determinadas acciones y una negativa
cuando se refiere a ausencia de coacción ante las acciones de otros, la gobernabilidad, desde una
aproximación analítica, también tiene una dimensión positiva y otra negativa. Así, por un lado, desde una
vertiente negativa, la gobernabilidad vendrá definida como ausencia de ingobernabilidad. A su vez, para
que esto se produzca, la condición necesaria y suficiente es que no exista formulación, lo que se produce
en condiciones de crisis presidenciales o de gobierno. Así, será la capacidad de formulación y las variables
determinantes de la misma las que determinen en que medida no existe ingobernabilidad; es decir, en que
medida un gobierno puede tomar decisiones. No obstante, por otro lado, como la gobernabilidad se refiere
no sólo a la capacidad de formulación sino también de implementación y, por tanto, de aplicación efectiva
de políticas, la gobernabilidad también tiene una vertiente positiva como gobernabilidad para transformar
demandas en políticas.
A continuación, se utilizan estas dos vertientes de la gobernabilidad para sistematizar los diferentes
elementos de la misma de forma ordenada según afecten a la capacidad de formulación o a la capacidad de
formulación e implementación.
Como resultaría imposible por razones de espacio una descripción detallada de cada uno de los
factores comprendidos en cada uno de estos cuatro elementos, así como de las complejas relaciones
existentes entre ellos, únicamente vamos a mencionar (1) que su forma de estudio varía según la variable
dependiente escogida (y, por tanto, su análisis no es lo mismo según se estudien crisis presidenciales o
coaliciones de gobierno); (2) que la relación entre ellos no siempre es de refuerzo mutuo y existen
relaciones inversas y ’trade – offs’ de los que no se puede escapar, y (3) la importancia de las teorías de
alcance medio para el desglose de la variadas relaciones causales que influyen en la capacidad de
formulación de políticas.
Las formas de estudio de los factores que influyen sobre formulación de políticas varían según el
objeto de las mismas. Cuando la capacidad de formulación viene expresada en sentido negativo como
presencia de crisis, las fórmulas de resolución pasan sobre todo por la relación entre poderes y la presencia
de terceros actores estratégicos que, en caso de no resolución de la crisis, ayuden al cambio de gobierno
y/o la regresión democrática. Es por este motivo que algunos autores arguyen que las formas más
democráticas disminuyen la probabilidad de crisis presidencial (Perez Liñán, 2001). Pero sin embargo, la
formación de coaliciones como variable de gobernabilidad en sentido negativo presenta muchas más
variables independientes clave. Si bien las relaciones de poder siguen siendo sin duda una variable
importante, para entender las coaliciones de política que se forman conviene también tener presente el
sistema electoral (donde el calendario se torna clave), el sistema de partidos (donde su institucionalización
es de vital importancia), la ideología (sobre todo la polarización) o las condiciones socioeconómicas del
país. La capacidad de un gobierno para legislar (sea mediante coaliciones de gobierno o de política)
depende de una gran cantidad de factores relacionados entre sí.
Para ilustrar este punto nos servimos del concepto de gobierno unificado para mostrar la
importancia de la interrelación de los factores comentados que influyen decisivamente en la capacidad
legislativa de un país. Un gobierno es unificado cuando existen, al menos, coaliciones ganadoras mínimas
o el controla tiene mayoría en el legislativo. De la misma forma, un gobierno dividido es aquel que no
cuenta normalmente con la mayoría en el parlamento. Sin embargo, el gobierno puede estar más o menos
polarizado ideológicamente y/o fragmentado. La fragmentación está directamente relacionada con el
sistema de partidos y, por tanto, con su institucionalización y disciplina (así como, con las características
más orgánicas de los partidos). A su vez, el sistema electoral también influye sobre la fragmentación del
sistema de partidos, sobre todo mediante la magnitud del distrito electoral y el tipo de elección
(proporcional o mayoritaria), pero también a través del propio ciclo electoral. De esta forma, los factores
que influyen sobre el grado de unidad de un gobierno son múltiples y variados, más aún si tenemos en
cuenta el peso de variables socioeconómicas como es, por ejemplo, la desigualdad.
La interrelación de esta gran cantidad de factores hace del establecimiento de modelos explicativos
algo complejo y de un alcance limitado. La complejidad queda ilustrada en las relaciones entre variables
explicativas y en su diferente comportamiento en contextos diferenciados. Las dobles implicaciones de
una misma variable que obligan al legislador escoger a partir del equilibrio entre sus distintos efectos, no
pudiendo escapar de la relación inversa que generan. Los ‘trade-offs’ en el diseño institucional pueden
ilustrarse en la relación entre la capacidad de formular políticas creíbles y la capacidad de responder a y
generar cambios de política y reforma institucional. Simplificando la cuestión para que resulte manejable,
si asimilamos la fragmentación y una relación de equilibrio entre poderes a un aumento en el número de
actores estratégicos con capacidad de veto (AECV), es posible apreciar un doble efecto de un aumento en
el mismo.
Por un lado, el aumento de AECV provoca que, dado a que más actores han de ponerse de acuerdo,
las reformas políticas cuesten más de emprender; mientras que, por otro lado, la reforma es más creíble
debido a que recibe un amplio apoyo. Esto responde a la lógica de que, cuanto más apoyada, más creíble
es una reforma pero más difícil resulta. De esta forma, un aumento en los AECV torna la política menos
probable pero más creíble y dependerá de las necesidades del país y de sus características
socioeconómicas que se necesite una fórmula u otra. Por ejemplo, como se desprende de Alesina y Drazen
(1991), en condiciones de baja polarización, un elevado número de AECV todavía posee capacidad de
formulación debido a la existencia de posturas homogéneas y a que existen más actores realizando
propuestas, pero una mayor polarización generaría menor respuesta ante crisis o menores probabilidades
de reforma institucional puesto que aumentarían los bloqueos. Por otro lado, cuando el número de AECV
es reducido, los efectos de la polarización se atenúan, conduciendo sobre todo ésta a una formulación de
políticas más ideológica (Thorson y Nitzschke, 2000) y a una mayor capacidad de reforma institucional,
generada por el efecto de la polarización que, en el status quo, provoca un aumento de propuestas
realizadas al existir más establecedores de agenda (‘agenda setters’) e intereses representados (Keefer y
Stasvage, 2001).
De esta forma, la teoría sobre la capacidad de formulación de un gobierno necesita del estudio de las
relaciones cruzadas y todavía en su totalidad inexploradas de las capacidades conferidas por las
instituciones y sus diversos efectos en términos de evitar crisis de gobernabilidad y permitir la
formulación estable de políticas. Las relaciones existentes entre la división del gobierno y la arquitectura
institucional, así como entre los diferentes grados de división y la capacidad de formulación en contextos
de mayor o menor polarización ideológica, exigen de lo que Sartori (1998) denomina ‘teorías de alcance
medio’. Si, como se ha demostrado, tenemos en cuenta que las variables socioeconómicas también
influyen en la capacidad o la estabilidad de las coaliciones de política, habrá que examinar a través de qué
mecanismos variables como el nivel de información de los ciudadanos, los niveles desigualdad y las
variables de coyuntura económica influyen sobre la formulación política en presencia de unas u otras
variables institucionales, como puede ser un gobierno unificado o dividido. La gobernabilidad nace y
bebe, por tanto, del institucionalismo comparado y histórico, que se refina a medida que recibe categorías
analíticas teóricas (como las aportadas desde la teoría de la elección racional para entender los problemas
de información, inconsistencia temporal o de compromiso –Dixit, 1996), estudios de caso (como aquellos
que analizan procesos históricos en términos de dichas categorías –Milgrom, North, Weingast, 1990), y
otros aportes sobre cómo los sistemas sociales y económicos se encuentran embebidos unos de otros a
través de comportamientos reflexivos de los individuos (Granovetter, 1985).
Sin embargo, ¿Cómo ayuda este puzzle a comprender el proceso de refuerzo mediante actores
estratégicos de necesidades y políticas?. Como se estableció al principio, una mejor comprensión del eje
institucional permite comprender el proceso de alineamiento entre necesidades y políticas. De esta forma,
la capacidad de formulación en términos de estabilidad y capacidad de respuesta y acción se ven influidos
de diversas formas por el entramado institucional (que, por ejemplo, establece un mayor o menor número
de AECV) y las condiciones socioeconómicas (desigualdad, crecimiento económico, y demás) e históricas
(que influyen en los niveles de institucionalización y crean sendas de dependencia). El refuerzo de la
capacidad de formulación tendrá lugar a través del alineamiento entre las condiciones socioeconómicas
forjadas históricamente (y por la coyuntura) y las instituciones que rigen el comportamiento y determinan
en gran medida el tamaño de los AECV. No obstante, la capacidad de formulación no es sólo sino una
parte del proceso de elaboración de políticas, y conviene examinar la implementación también para
analizar los resultados de una política, así como los posibles fallos que se hayan cometido, tanto en la
propia fase de formulación como en la de implementación. En el siguiente punto se profundiza en una
aproximación positiva a la gobernabilidad, destacando la introducción de un nuevo actor estratégico, la
burocracia o administración, y el doble impacto de la institucionalidad política sobre la formulación y la
implementación.
Los modelos analíticos positivos se aproximan a la gobernabilidad mediante el análisis de los efectos
del diseño institucional (o gobernanza) en la capacidad de un gobierno para formular e implementar
políticas. En primer lugar, conviene destacar que, si bien la formulación se produce a nivel
‘constitucional’, la implementación puede llevarse a cabo en diversos subniveles según el tipo de políticas
y el grado de descentralización del país. El grado de descentralización y el tipo de política afectaran, a su
vez, a la capacidad de formular; así, por ejemplo, en los federalismos, como las restricciones
presupuestarias son mayores, existen menos posibilidades de redistribución, lo que reduce los subsidios y
la distorsión en la aplicación de tarifas en los servicios públicos (Qian y Weingast, 97; Li, Qiang, y Xu,
2001). Por otro lado, cuando se trata de un tipo de política que afecta a la mayoría de ciudadanos de forma
directa (como, por ejemplo, las telecomunicaciones, la electricidad o el agua), existen mayores incentivos
de los gobiernos a obtener apoyos electorales mediante políticas públicas que satisfagan las demandas de
la población.
De forma sencilla, desde la teoría de la agencia es posible ilustrar las diferencias entre los problemas
de formulación e implementación en su compleja estructura multinivel, que a la vez es multiprincipal y
también implica multitarea. Por un lado, en la formulación de la política, el principal son los ciudadanos
en su calidad sobre todo de votantes, mientras que los agentes son los partidos políticos, sometidos a unas
reglas del juego consensuadas por la coalición distributiva a que responden. En la implementación de la
política, el principal es el gobierno y el ejecutivo (o la relación entre ambos), mientras que los agentes son
organizaciones administrativas y/o empresas. Asimismo, se trata de una estructura multiprincipal en el
sentido de que todo agente tiene más de un acreedor “legítimo” (Wilson, 1989), puesto que, por ejemplo,
los partidos políticos no sólo responden ante todos los ciudadanos sino también ante los organismos
multilaterales, sus votantes y fuentes de financiación, así como a múltiples motivaciones personales. Por
otro lado, la administración como agente del gobierno también se ve sometida a restricciones y sanciones
provenientes de otros actores, como son los impuestos por el sistema judicial y los grupos de interés. La
estructura multinivel podría seguirse alargando analizando la administración (por ejemplo, una agencia
regulatoria) como principal de las empresas de un mercado en tanto establece normas (por ejemplo, tarifas
y circulares), aplica sanciones (como las multas por incumplimiento de obligaciones) y restringe o permite
la entrada vía concesión de licencias o autorizaciones (Estache y Martimort, 1998).
Asimismo, aparte de estar sometido a más de un principal, el agente realiza diversas tareas para las
que dedica su tiempo y esfuerzo disponible. Como el esfuerzo es sólo imperfectamente mensurable y las
diferentes tareas puede o no que coincidan con las del principal, éste debe establecer incentivos en función
de las valoraciones del agente y lo mensurables que sean las tareas realizadas por el mismo. En una
estructura multinivel, el control sobre las tareas realizadas desciende a medida que nos alejamos de
aquellas que Ostrom et. al. (1994) consideran que se producen a ‘nivel operativo’. Así, la incertidumbre y
los problemas de información son más graves a nivel Constitucional, donde los contratos tampoco son
completos y se requiere más de los mecanismos de repetición y reputación, de delegación de autoridad, y
de dependencia de la senda para forjar el compromiso que refuerce los acuerdos alcanzados. El
alineamiento efectivo o el equilibrio institucional vendrá determinado por la armonía existente entre los
diferentes niveles, que producirá unos efectos u otros sobre las políticas y, en último término, los
ciudadanos.
En cuanto a la influencia de las fórmulas democráticas en la gobernabilidad, cabe primero precisar las
hasta cierto punto obvias relaciones lógicas entre ambos conceptos. Tal y como se ha definido la
gobernabilidad, ésta puede producirse tanto en contextos democráticos como no democráticos; es decir,
puede existir gobernabilidad sin democracia, en tanto también un gobierno autoritario tiene capacidad de
formulación e implementación. No obstante, una vez aceptado este punto, conviene preguntarse si un
elevado grado de gobernabilidad implica necesariamente más democracia que autoritarismo. Aunque no
existe ningún trabajo concluyente a este respecto, cuando examinamos las ventajas que Dahl (1998)
atribuye a la democracia, nos damos cuenta que las instituciones políticas fundamentales de la misma
tienen entre sus virtudes las de promover el desarrollo humano. Sin embargo, desde la otra cara de la
moneda, los trabajos de Bardham (1999) muestran cómo la relación entre democracia y capacidad de
decisión e implementación dista mucho de ser siempre linealmente positiva.
No obstante, otros autores como Bardhan (1999), consideran que la democracia no es una condición
necesaria ni suficiente para el desarrollo, pues los problemas de inconsistencia temporal de las políticas
inhiben a los poderes públicos de adoptar compromisos creíbles, cayendo en manos de intereses
concentrados que obtienen beneficios que para el resto de los ciudadanos suponen pérdidas difusas. No
obstante, este mismo autor admite que, cuando el concepto de desarrollo se amplia para incluir derechos
civiles y políticos, casi por definición un régimen democrático es más conducente al desarrollo. En esta
misma línea parece situarse Amartya Sen (1999:16) cuando señala que no sólo la democracia tiene una
importancia intrínseca para la vida humana, sino que también tiene ‘un valor instrumental como
generadora de incentivos políticos y tiene una función constructiva en la formación de valores (y en el
entendimiento de la fuerza y la factibilidad de las demandas, los derechos y las obligaciones)’. De esta
forma, la democracia ayudaría a la identificación de cuáles son las demandas ciudadanas de mayor
necesidad y en el establecimiento de incentivos políticos para que éstas se transformaran en políticas
públicas efectivas que las resuelvan. No obstante, en este mismo caso también existen argumentos en
contra por parte de aquellos que señalan que, en una democracia, a medida que las elecciones se han ido
encareciendo, las políticas han sido cada vez más capturadas por los grandes contribuidores a los fondos
de las campañas electorales. En esta misma la línea se sitúan los argumentos que señalan que la
democracia tiende a canalizar presiones de índole populista por el consumo a corto plazo, los subsidios
improductivos, las políticas comerciales autárquicas, y otras demandas de índole particularista que dañan
la inversión y el crecimiento a largo plazo (Bardhan, 1999: 5).
Más allá del diálogo crítico entre aproximaciones en pro y en contra de los efectos de la democracia
sobre la capacidad de un gobierno de llevar a cabo políticas adecuadas, es importante distinguir entre
aquellos estudios que señalan la importancia de la democracia como un valor en si misma, de aquellos
otros que procuran analizar sus vínculos tanto con las capacidades de formulación como de
implementación. Así, los argumentos esgrimidos por Sen (1999) parecen situarse en las ventajas de la
democracia para reconocer qué necesidades ciudadanas deben satisfacerse, así como el valor mismo de la
democracia per se, mientras que aquellos otros señalados, por ejemplo, por Elster (1994) y North y
Weingast (1989) se sitúan en la línea de las ventajas de la democracia para la credibilidad de las políticas
gubernamentales y, por tanto, en su implementación.
Sin embargo, es importante tener una noción de gobernabilidad democrática que nos permita
reconocer cuando, con toda seguridad, ésta no existe. Este punto de desencuentro entre gobernabilidad y
democracia lo sitúa acertadamente Prats (2000) al considerar que "la crisis de gobernabilidad democrática
presenta siempre un elemento común: la incapacidad de las instituciones democráticas nacionales –y de la
comunidad internacional coadyuvante– para asumir y procesar democráticamente el conflicto" (Prats,
2000). Así, la ausencia de gobernabilidad democrática se deriva de la incapacidad de las instituciones
políticas de resolver la interacción de los actores en conflicto vía procedimientos democráticos.
Finalmente, conviene mencionar brevemente las complejas relaciones existentes con el desarrollo
humano. La capacidad de formular e implementar políticas de un gobierno no tiene una relación directa
con el desarrollo humano, al igual que tampoco la tiene con la idea de democracia. Sin embargo, algunos
estudios como los realizados por Gerring y Thacker (2001) muestran la existencia de relaciones
significativas entre cierto tipo de instituciones políticas y el desarrollo humano. Esto abre un nuevo
terreno de estudio todavía inexplorado en el que los vínculos entre instituciones, gobernabilidad y
desarrollo humano empiezan a explorarse a la luz de las crecientes dotaciones de información y técnicas
de investigación de las que disponen los científicos sociales. A continuación, nos referimos brevemente en
las conclusiones al estado del arte de esta incipiente cuestión.
A lo largo del presente artículo se ha tratado de mostrar una visión algo más sintética y
microanalítica de la gobernabilidad, entendiendo la misma como un puzzle formado por aportaciones de
alcance medio cuya construcción es, ante todo, progresiva e incremental. Desde la gobernabilidad, la
pregunta básica a responder estriba en cuáles son los determinantes institucionales de la capacidad de
formulación en implementación de un gobierno. De esta forma, se pretende profundizar en el alineamiento
entre las reglas del juego (instituciones), la interacción de actores estratégicos (gobernanza) y la capacidad
del sistema para reforzarse a sí mismo; es decir, de traducir las demandas o preferencias ciudadanas en
políticas efectivas.
Por otro lado, es necesario partir de una definición más operativa de gobernabilidad para poder
realizar un estudio más microanalítico de sus fundamentos. Así, siguiendo la aproximación de las
capacidades expuesta por Sen y Naussbaum (1996), se ha identificado la gobernabilidad como la
capacidad de formular e implementar de un gobierno, distinguiendo entre una aproximación analítica de
una de connotaciones más normativas. A su vez, dentro de la aproximación analítica y utilizando la
célebre distinción de Isiah Berlin, se ha diferenciado entre aproximaciones negativas (gobernabilidad
como ausencia de ingobernabilidad o crisis de gobierno, lo que se ha identificado como la condición
necesaria pero no suficiente de la gobernabilidad y que se sitúa en la capacidad de formular) y
aproximación positivas (en tanto se tiene en cuanto el para de la formulación y también la
implementación, que resulta clave a la hora de entender cómo se transforman las políticas en rendimientos
efectivos). Por otro lado, se han examinado los vínculos que mantiene la gobernabilidad con conceptos de
índole más normativa como son el desarrollo humano y la democracia.
A este último respecto, se ha enfatizado los vínculos no siempre positivos que la gobernabilidad
mantiene con la democracia y el desarrollo en términos de bienestar. De esta forma, aunque existen
trabajos que parecen mostrar que la capacidad de un gobierno de resolver crisis presidenciales (y, por
tanto, de evitar la ingobernabilidad) está relacionada con los niveles de democracia (Perez Liñán, 2001) o
que determinadas instituciones políticas democráticas tienen una importancia clave pare entender los
niveles de desarrollo humano (Gerring y Thacker, 2001; Welzel y Inglehart, 2001), los efectos de estas
variables sobre la gobernabilidad distan todavía de estar sistematizados de forma consistente. Autores
como Bardhan (1999) han señalado las limitaciones de las fórmulas democráticas para el desarrollo,
mientras que los estudios sectoriales en áreas como las telecomunicaciones muestran que la democracia
mantiene una doble relación de complementariedad y substitución con las instituciones políticas (Li,
Qiang, y Xu, 2000).
Así pues, y en la línea de los trabajos de Beck et al. (2001), las complejas relaciones entre diseño
institucional y políticas adoptadas distan de estar completamente identificadas y los resultados alcanzados
son en algunos casos contradictorios. Las preguntas referentes a cuáles son las instituciones más
adecuadas para canalizar demandas en políticas efectivas y de bajo qué condiciones emergen dichas
instituciones resultan así claves para empezar a tejer el marco de relaciones causales determinante de la
gobernabilidad. A este respecto, conviene concluir haciendo referencia a un doble enfoque cada vez más
utilizado por la literatura institucionalista (sobre todo la proveniente de la elección racional) para hacer
frente a estas dos grandes preguntas: un enfoque que toma las instituciones como exógenas y otro que las
toma como endógenas (Shepsle,1996).
Hasta hace bien poco, los estudios institucionales se habían centrado casi exclusivamente en el
estudio de los efectos de las instituciones. Desde esta aproximación, las instituciones son tomadas como
exógenas, o la variable independiente de los efectos que se desean analizar. Desde esta aproximación, se
intentaba proporcionar un estudio más sistémico de los efectos de las instituciones o, lo que es lo mismo,
de cómo las instituciones constreñían la secuencia de intereacción entre actores, sus creencias y elecciones
disponibles, la estructura de la información, y los rendimientos de cada uno de los individuos u
organizaciones. A su vez, desde esta misma aproximación, el estudio se torna explícitamente comparativo,
generando predicciones en el comportamiento político y los resultados de diseños institucionales
alternativos (por ejemplo, los efectos de dos tipos de relaciones entre el ejecutivo y el legislativo o entre
instituciones electorales en países diferentes). En esta línea, por ejemplo, se sitúan los trabajos de
Londregan (2000) sobre las relaciones ejecutivo-legislativo en Chile o de Eskridge (1992) sobre el papel
estratégico de la Corte Suprema de los Estados Unidos en la expansión de los derechos civiles.
Más recientemente, otros estudios han empezado a conceptualizar las instituciones como endógenas,
donde pasan a considerarse la variable dependiente del estudio. De esta forma, las instituciones políticas
son concebidas como coaliciones distributivas de actores estratégicos que cambian en la medida en que
estos divisan otros arreglos de poder. Así, esta perspectiva permite analizar qué condiciones llevan a los
actores estratégicos a cambiar los arreglos institucionales establecidos, lo que, a su vez, permite
fundamentar microanalíticamente fenómenos macropolíticos o sociológicos como las transiciones a la
democracia (Colomer, 1995; Weingast, 2000; Prezeworski, 2000) o los conflictos étnicos (Fearon, 1994).
Estas dos perspectivas complementarias, pueden resultar de gran importancia en estudios futuros de
la gobernabilidad. Así, la transformación de las demandas y preferencias a través de las instituciones en
políticas, requiere del estudio de cómo se forman las instituciones (aproximación endógena) que mejores
resultados producen en términos de evitar crisis o fomentar políticas (aproximación exógena). Esto puede
ayudar a aclarar analíticamente el vínculo entre aquellas instituciones que Linz (1990) y Lijphart (1995)
consideran que producen mejor gobernabilidad (en términos sobre todo negativos) - y que son los
parlamentarismos con una representación moderadamente proporcional -, y los efectos producidos por
estas instituciones en términos de políticas. No obstante, como se ha insistido, resta todavía mucho camino
por recorrer y todavía son enormemente variados los casos y las condiciones a analizar para tener un mapa
completo de la gobernabilidad. Este artículo sólo ha pretendido resultar útil como guía para reconocer el
camino recorrido hasta el momento y sentar las bases para vislumbrar el destino de los futuros pasos a
recorrer.