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530 (2017): 20-26

Santa Rosa de Lima: santidad y devoción.


Una aproximación histórico-teológica

Ernesto Rojas Ingunza


Pontificia Universidad Católica del Perú

De tiempo en tiempo, la vida nos permite participar de alguna


conmemoración excepcional, o por lo menos, de tener alguna noticia de
efemérides. Y, con ello, la posibilidad de prestar atención a algún punto
extraordinario de nuestra historia; quizá una persona, quizá un acontecimiento.
Mas en ocasiones, como en el caso que nos ocupa, sucede que la persona es el
acontecimiento.
Y este ejercicio de memoria constituye una oportunidad de reconocernos
como parte de la historia de un pueblo, de una Iglesia que es nuestra; y apropiarnos
de ella de modo que nos sea menos extraña, menos ajena.
Hace 400 años murió en Lima una joven mujer, Isabel Flores de Oliva,
conocida ya entonces y para siempre como Rosa de Santa María. Ya en el tiempo
de su vida fue famosa, y después de su muerte llegaría a ser –¿quizá también es
posible decirlo?– la peruana más conocida en el mundo.
Como provocando la redacción de esta nota histórico-teológica sobre
la santidad y la devoción a Santa Rosa de Lima, me propongo unas cuantas
preguntas: ¿Qué significa que, en el caso de la santidad cristiana, la persona es
el acontecimiento? ¿Qué significa la devoción a los santos? ¿Cuáles fueron los
rasgos de la santidad de Rosa más remarcables? ¿Qué significó su vida para la
sociedad y la Iglesia de su tiempo y de la posteridad? ¿Qué es y cómo fue su
proceso de canonización?
En la mentalidad común, la santidad tiene que ver con la capacidad
de ser buenos y de hacer el bien en grado heroico, de modo en cierta forma
sobrehumano. Pero comprendida teológicamente, la santidad cristiana no es
algo reducible a la excelencia ética o al heroísmo moral. Consiste en tener parte
en la santidad de Dios, en virtud de la comunión de vida y destino con Cristo, a
quien el santo permanece adherido vitalmente, en una dinámica de relación, de
mutua donación amorosa de sí.
En palabras de San Pablo recogidas en al Nuevo Testamento, ya no solo
vive el hombre, es Cristo quien vive en él. Pues éste ha venido a ser morada de
Santa Rosa de Lima: santidad y devoción

Dios por el Espíritu Santo. Y, entonces, es transformado en una nueva criatura en


virtud de la presencia Trinitaria que lo habita.1
El Concilio Vaticano II, al tratar sobre la Iglesia, afirma que “la perfecta
unión con Cristo” produce “la perfección de la caridad”, y, entonces, “la plenitud
de la vida cristiana”2. Así pues,

Aquel bautizado que ha podido llegar a esta vida “cristiforme”, ama y vive
como Cristo amó y vivió. Transformado e identificado con Cristo, se convierte
en otro Cristo porque lo transparenta. La transformación en Cristo, obra del
Espíritu Santo, nos hace pensar y obrar como el mismo Dios, llegando a ser en
este mundo presencia viva de Cristo. 3

Partiendo de la comprensión teológica de la santidad es posible afirmar


razonablemente que, en sentido propio, ella es sobrehumana. Pues su origen y
su medida no corresponden a la esfera natural. Pero constituyen la fuente y la
plenitud de la realización humana.
Por eso, en alguien como Santa Rosa de Lima, persona y acontecimiento
coinciden: la santa es “presencia” excepcional de alguien (excepcional) que está y
obra en ella –que acontece– en la cotidianidad de su existencia humana limitada,
como un don para los demás. Quien es Bondad infinita está y obra en la bondad
sobreabundante de esta mujer. Quien es Alegría, o Paz infinita, está presente y
perceptible en la apacible presencia de este ser humano concreto…, tangible. Que
toca al enfermo, que acoge al mendigo y responde a su necesidad, que conversa,
con naturalidad, irradiando el amor del mismo Cristo, hacia el pequeño o el
grande de este mundo.
La santidad cristiana es el acontecimiento de Dios en la vida de uno que
le ha acogido y abrazado hasta hacerse –en unión de amor– uno con Él. Por
eso, cuando sucede, es un “fenómeno”: algo que, estando ante nosotros, somos
capaces de percibir y de reconocer el acontecimiento de una realidad excepcional
–una persona– imponente, que suscita asombro.
Siendo uno de los modos en que Jesús sigue presente en el mundo a través
de los siglos, la santidad es algo específico y reconocible, con características
constitutivas irremplazables. Y, por eso mismo, no es algo privado, inaccesible
a los demás, pues es uno de los modos en que Jesús sigue haciéndose presente en
el mundo.
¿Pero si los santos pertenecen al pasado, a la historia de un pueblo, qué
sentido tiene la devoción y el culto que suscitan?, ¿por qué en agosto es importante
celebrar a Santa Rosa?

1
Ver Gal 2, 20.
2
Ver LG, nn. 40, 42 y 50.
3
Alfonso López, Las causas de canonización. Comentarios a la instrucción Sanctorum Mater.
Valencia, Facultad de Teología San Vicente Ferrer, 2014, pp. 40s.

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Ernesto Rojas Ingunza

Porque el santo es un cristiano en plenitud, y, entonces, es un testigo.


Testimonia con su propia vida que la Palabra y la Vida de Cristo comunicada a
los suyos, son ciertas, consistentes. En la Escritura, es claro que Dios lo suscita para
que los demás, viendo sus buenas obras, crean. Es un signo (de Cristo) puesto en el
candelero como luz, para que ilumine, no para que esté debajo del celemín.4
En esta conciencia, el cristianismo antiguo hacía memoria de los santos
en alabanza de Dios por lo que había obrado en los santos, y por lo que seguía
obrando a través de ellos, mediante su intercesión. Pues en la fe cristiana es
central que los santos ya difuntos reinan con Cristo, viven para siempre. La
arqueología ha recogido evidencia abundante de que, de manera constante y
general, la Iglesia antigua incorporó a los santos en el culto a Dios.5 Y los tuvo
como intercesores, de modo semejante a como hoy mismo un cristiano puede
pedir a otro que ore por él, acompañando su propia oración. Y en este sentido,
pudo reconocer en los favores divinos la intervención intercesora de los santos.
Una primera cuestión derivada de esto es, entonces, la devoción a los santos.
Es decir, la relación que, incluso en vida, pero sobre todo después, el pueblo
mantiene con ellos a través del tiempo. Los recuerda, acude a su compañía y
oración como intercesores, les agradece… en definitiva, los tiene por amigos y
modelos de vida.
Pero en este plano se juega también una cuestión identitaria y, por tanto,
cultural, con lo que las devociones adquieren características propias de la
historicidad humana, se modelan y cambian con el tiempo.
Los santos, en tanto populares, pertenecen a la vida –cultura– del pueblo
a través del tiempo. Y sirven entonces para construir o remodelar identidades,
vehicular sentimientos o expresar aspiraciones. Y por eso han podido ser
funcionales a intereses particulares o de grupo, incluso institucionales, y, en
definitiva, incluso útiles también al poder. Así pues, además de personas concretas,
históricas, los santos son también personajes construidos a través del tiempo, en
la memoria colectiva, con una polivalencia simbólica que muchas veces ha ido
bastante más allá del control eclesiástico, rebasando los límites de lo religioso o
de lo correspondiente.
Por eso desde hace muchos siglos, la Iglesia reguló el culto público o formal
a los santos, y puso atención a las canonizaciones, reservándolas a la Santa Sede
y estableciendo unos procedimientos específicos para alcanzar la certeza moral
de la santidad de la persona.
Santa Rosa de Lima murió en 1617 y fue canonizada en 1671. Para entonces,
ya estaba en vigor una normativa estricta que, al respecto, había establecido el
Papa Urbano VIII (1623-1644). Desde entonces, en esta materia la Iglesia ha ido

4
Ver Mt 5, 13-19, y Lc 11, 33.
5
Ver Pierre Jounel, “Santos, culto de los”, en Domenico Sartore y Achille Triacca (dirs.), Nuevo
diccionario de Liturgia. Madrid, Ediciones Paulinas, 1987, pp. 1873ss.

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Santa Rosa de Lima: santidad y devoción

desarrollando su legislación. Actualmente, rige la instrucción Sanctorum Mater


(2007), que va más allá de la Divinus perfectionis Magister promulgada en tiempos
de San Juan Pablo II (1983).
En unos procesos legales cuidadosamente reglados, para canonizar a una
persona, la Iglesia tiene que constatar la existencia de dos elementos:

• La fama de santidad, tanto en su vida, en el momento de la muerte,


y después, a lo largo del tiempo.
• Y, además, la fama de favores, gracias o milagros concedidos por
Dios por intercesión de la persona.
En Santa Rosa de Lima, las dos cosas se dieron de manera indudable y muy
fuerte.
Su fama de santidad fue creciendo en la ciudad hasta hacerse muy grande
y extenderse en todos los sectores sociales. Los detalles históricos de su funeral
lo testimonian y son impresionantes. Muy pronto los padres de la Orden de
Santo Domingo, a la que ella estuvo vinculada, gestionaron ante el arzobispo de
Lima el inicio de su proceso de beatificación; y su canonización se transformó
en un objetivo de la Orden. Y también lo fue de la monarquía española. En
España y en Roma hubo además franciscanos y jesuitas que testimoniaron en
la misma dirección.
Esta fama de santidad se dio junto a la fama de sus favores o milagros.
Algunos, cuando aún vivía, otros en los mismos días de su funeral, pero, sobre
todo producidos después. Es impresionante que un Segundo Proceso Apostólico
iniciado en Italia en 1670, recoge allá varios milagros que luego serían incluidos
en el examen final del caso para su beatificación.

¿Cómo fue la santidad de Rosa de Santa María?

Ante todo, tengamos en cuenta que no existen dos caminos-experiencias


personales de santidad iguales. Así como cada persona es única e irrepetible, la
historia de su vida-relación con toda la realidad (con Dios, con el prójimo, con las
cosas, en sus circunstancias concretas), es muy personal.
También, tengamos presente algo muy propio de lo humano, la inter-
personalidad de la experiencia cristiana: el cristianismo consiste en un
seguimiento. Jesús llama a cada uno a seguirle en el curso de una relación forjada
en la interacción de dos libertades: la divina y la creatural.
En esta dinámica de seguimiento, el discípulo sigue al Maestro, reconocido
como Camino, Verdad, y Vida (Jn 14, 6). Pero, normalmente, esto ocurre
siguiendo la experiencia de otro. Es decir, se sigue a Cristo siguiendo a alguien
que, alcanzado por Él, a su vez ha hecho el camino y le ha alcanzado ya. Y esto
puede pasar con alguien contemporáneo o con algún santo del pasado, (que,
como sabemos, para los cristianos están vivos).

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Ernesto Rojas Ingunza

Es notable el modo como Santa Rosa se identificó, buscó conocer y seguir


la experiencia de Santa Catalina de Siena, una terciaria dominica del siglo XIV,
cuya vida su madre le leía desde muy pequeña. De modo que, hacia los 10 años,
Santa Rosa estuvo ya totalmente identificada con ella.
Considerando estos puntos previos, podemos intentar acercarnos a
la santidad de Rosa de Lima, tal como aparece reflejada por sus biógrafos
principales.
Lo primero es su pertenencia total a Cristo, en camino a la unión esponsal,
que se concretó místicamente el domingo de Pascua de 1617, el último de su
vida, en un gesto íntimo (con anillo y todo), en la iglesia de Santo Domingo.6
Este punto culminante de su camino de vida expresa la potencia del elemento
constitutivo de toda existencia cristiana: la relación con Cristo como verdadero
camino humano.
En esta línea, la tensión afectiva de Santa Rosa hacia su Dios-Esposo
incluyó el deseo permanente de compartir todos los sentimientos-sufrimientos
de Cristo, que realizó experiencialmente con mortificaciones y penitencias
incesantes e incluso extremas. Gracias a la fuerza de una polarización afectiva,
vital, a Cristo, cada vez más totalizante.
Es decir, el móvil de esta modalidad concreta de vivir su relación con
Dios fue al amor, la caridad. Y, como no podía ser de otro modo, inserta en
las coordenadas culturales y existenciales propias de su tiempo, del mundo
barroco del misticismo militante,7 inserto –a su vez– en la tradición espiritual
del heroísmo ascético que hundía sus raíces aún vivas, en la espiritualidad
monástica del primer milenio.8
En este sentido, siguiendo la experiencia de Santa Catalina de Siena, ella
vive su consagración bautismal, es decir, aquella pertenencia ontológica –en la
dimensión del ser– a Cristo, con quien, por este sacramento, los bautizados nos
hacemos “una cosa” (con Él).9
Hubo un tiempo en que pensó que debía fundar en Lima un monasterio
de monjas como el de Santa Catalina, pero luego supo que esta fundación sería
posterior a su muerte, ¡y que su misma madre habría de ser monja allí!

6
Ver Stephen M. Hart, Santa Rosa de Lima (1568-1617). La evolución de una santa. Lima, Cátedra
Vallejo, 2017, p. 296.
7
Ver Rafael Sánchez-Concha, Santos y santidad en el Perú virreinal. Lima, Vida y Espiritualidad,
2003, pp. 41ss.
8
Ver André Vauchez, La espiritualidad del Occidente medieval (siglos VIII-XII). Madrid,
Cátedra, 1985, pp. 51ss.
9
En la teología sacramentaria, la radicalidad de la consagración bautismal y su carácter
totalizante constituye uno de los puntos más antiguos y potentes de la reflexión eclesial. Para
una perspectiva breve y muy lograda puede consultarse el Catecismo de la Iglesia Católica, en
los nn. 1262ss.

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Santa Rosa de Lima: santidad y devoción

De modo que, dejando atrás esta idea, pero siempre en la estela de la mística
sienense, vivió su pertenencia a Cristo en casa de sus padres, desarrollando allí
tres grandes actividades: la vida eremítica (de aislamiento de tipo monástico), en
la celdita de adobe que tenía en el jardín; el trabajo manual para sostener su hogar,
y, después, la atención en su casa y con sus manos, a enfermos y abandonados.
Tuvo una fidelidad heroica a su vocación personal –es decir, a lo que Dios le
pedía– patente en el conflicto constante con su madre, por su inadecuación para
la vida en familia y en sociedad según lo que se esperaba entonces de una joven
de su edad y condición.
Sostuvo su camino personal según el modo de vida de terciaria dominica
(como lo había sido Santa Catalina de Siena), y se incorporó “moralmente” a la
Orden a los 20 años en una admisión informal ante un padre dominico, por la
imposibilidad de ser recibida jurídicamente. Incluso al momento de morir no
se contaba aún con el permiso para usar el hábito de terciaria, por lo que su
confesor, el padre Lorenzana, para consolarla, le ponía encima el escapulario
del hábito como señal de pertenencia a la Orden.10
Cuando por las dificultades para vivir su camino ya no pudo seguir en
su casa familiar, en 1612 se mudó a casa de una familia amiga donde pasó sus
últimos cinco años en la tierra. Sin embargo, ello no significó un repliegue en
la propia subjetividad desde la unicidad de su experiencia. Como signo de
santidad auténtica, Santa Rosa de Lima vivió su camino-experiencia espiritual
realmente insertada en la Iglesia. Siempre buscó confesores y consejeros que la
entendieran, nunca quiso andar sola. Se mantuvo firme en lo que conocía por
experiencia, pero sin ensoberbecerse, no fue una “alumbrada”.

¿Cómo ha sido la devoción a Rosa de Santa María?

Los estudios recientes, en particular los de Ramón Mujica y de Stephen


M. Hart, aportan algunos elementos importantes sobre la devoción histórica a
Santa Rosa y sobre los procesos para su beatificación y canonización, de los que
quisiera resaltar dos.
El primero, que tanto la orden dominica como la monarquía hispánica,
y, desde luego, la misma Iglesia (empeñada en la Reforma Católica), tuvieron
interés y ayudaron a impulsar la devoción a Santa Rosa. Es decir, que su creciente
extensión favoreció la fama y prestigio de las tres, fortaleciendo su posición
en la historia de la época. Por eso resultó siendo una devoción con virtualidad
política que les interesó mucho promover.

10
Ver Hart, pp. 199s., y n. 31. En esta nota, Hart explica el punto citando a Ramón Mujica, a
quien recurre varias veces. Ver Ramón Mujica Pinilla, Rosa limensis: mística, política e iconografía
en torno a la patrona de América. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

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Ernesto Rojas Ingunza

Así, por ejemplo, su beatificación fue celebrada del modo más solemne
y festivo en Lima, en México, en Madrid, en Roma. Y la corona instruyó a los
virreyes del Perú y de Nueva España que promovieran su culto.
Al año siguiente fue declarada patrona de Lima y del Perú, y un año más tarde
se extendía su patronato al Nuevo Mundo y a las Filipinas. Y dos años después fue
canonizada junto a otras grandes figuras de santidad de la época, dos italianas:
San Cayetano de Thiene y San Felipe Benicio, y dos españolas: San Francisco de
Borja y San Luis Beltrán. Y la tercera «española», fue Santa Rosa de Lima.
Como testimonio de su fama y valoración universal, a fines del siglo XVII
ya se habían escrito un centenar de biografías suyas en lenguas como el latín,
italiano, francés, inglés, alemán, holandés, polaco.
Pero, además, y este es el segundo punto que quisiera destacar aquí, su
devoción ayudó a la generación o fortalecimiento de distintas identidades que
la asumieron como representativa y la promovieron: el criollismo americano (no
solo el peruano), el mundo indígena, y, más tarde, la misma república. Como si
Santa Rosa encarnara el mérito, el valor de lo hispanoamericano, de lo peruano.
Han pasado 400 años desde su muerte, y la devoción actual sigue siendo
fuerte. Su casa en Lima y la que se cree habitó unos pocos años en el pueblo de
Quives, son lugares vivos de peregrinación. También la casa donde murió (luego
Monasterio de Santa Rosa de las Monjas), y la iglesia que frecuentó, la iglesia del
convento de Santo Domingo, donde fue su funeral y donde quiso ser enterrada
(y se hallan sus reliquias principales).
Distintas instituciones del Perú la tienen por patrona o llevan su nombre:
la Policía Nacional, las enfermeras, la Universidad de San Marcos, la Pontificia
Universidad Católica del Perú; muchísimas parroquias, colegios, y también
pueblos y localidades a lo largo del mundo, en casi todos los continentes.
Aunque conocida en muchos países, en Méjico e Italia existe una antigua
devoción a Santa Rosa, iniciada en la época de su beatificación. Y en otros,
como Estados Unidos, es reciente, impulsada posiblemente por la inmigración
latinoamericana.
Con el tiempo las investigaciones siempre podrán contribuir a una
comprensión cada vez más amplia o profunda sobre la materia. Y, como en
cualquier campo de conocimiento, es fundamental que, en los estudios históricos
sobre Santa Rosa o la religiosidad de su tiempo, lo metodológico corresponda lo
mejor posible a la índole peculiar del objeto estudiado. Los trabajos de Mujica
y Hart, referidos aquí, son precisamente un muy buen ejemplo de esto. Desde
la historia y la antropología, su abordaje revela un notable conocimiento de las
categorías y de la religiosidad del catolicismo de la época.
Pero a propósito de Santa Rosa de Lima, esta nota ha querido añadir
elementos de comprensión teológicos, como una contribución a entender la
importancia de procurar un encuadre que realmente sea lo más adecuado posible
a la naturaleza del fenómeno de la santidad cristiana en la historia.

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