En Un Rincon, Con Un Libro - Luis Alvarez Alvarez

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En un rincón, con un libro

Luis Álvarez Álvarez

Con voz propia


2019
Título: En un rincón, con un libro
Edición: Maytée García Vázquez
Corrección: Jesús David Curbelo
Programación: Rubiel Labarta
Diseño de cubierta: Dariagna Steyners
ePub base 2.0

© Luis Álvarez Álvarez, 2019


© Sobre la presente edición: Cubaliteraria, 2019

ISBN: 978-959-263-190-8

Cubaliteraria Ediciones Digitales


Instituto Cubano del Libro
Obispo 302, entre Habana y Aguiar, Habana Vieja, La Habana

[email protected]
www.cubaliteraria.cu
www.facebook.com/cubaliteraria
In omnibus requiem quaesivi,
et nusquam inveni
nisi in angulo cum libro.

(Busqué la tranquilidad por todas partes,


y nunca la hallé sino en un rincón con un libro)
THOMAS KEMPIS
MÍNIMO PREFACIO

Los textos que siguen, sin orden cronológico, son reflexiones de simple
lector más que ejercicio exegético. Han sido modos de hallar, a veces,
reposo; otras, consuelo. Quizás, alguna vez, búsqueda de la dicha pequeña,
indestructible, que es la lectura.

Generosamente acogidos por la editorial Cubaliteraria, son también un


diálogo conmigo mismo, con esa secreta felicidad que arranca de mi
infancia, de acogerme al silencio mágico de un rincón, con un libro.

LUIS
ÁLVAREZ ÁLVAREZ
PRIMERA PARTE
CONVERSAR CON EL OTRO
Carlos Martí: rescatar el esplendor de la laguna

Diálogo intenso y autocomunicación, confluencia de rostros, experiencia


vital, angustia plena, Pífano del rey, de Carlos Martí, alcanza sin duda una
intensidad muy infrecuente en la poesía cubana de los últimos años. A la
vez, constituye un periplo del poeta sobre su trayectoria hasta hoy, en el
cual se retoma la imagen del pífano, que había sido perfilada ya en uno de
sus primeros libros, En las manos nuestras, de 1980, para convertirse en un
símbolo de la propia identidad. De aquí resulta una de las características
más fuertes de Pífano del rey: su muscular orientación intertextual. Se trata
de un texto desarrollado en torno a un vehemente sujeto lírico no solo por la
frecuencia con que el yo jalona la expresión, sino sobre todo por la
devoradora subjetivización de todos los componentes del universo que el
poeta levanta desde el examen —y, por momentos, la apelación dramática
— de todo su entorno.

Pero al índice lingüístico de la reiteración de una primera persona, se


incorpora otra marca que señala con mayor énfasis aun el carácter de
concentración enamorada en el propio texto que va siendo construido. Me
refiero al atormentado empleo de la segunda persona, que incluso
caracteriza el cierre estremecido del poemario: «Pífano porque anuncias al
aprendiz que llega a rescatar el ensueño. Con los ojos cerrados serás un
árbol y una pequeña rana y hasta el incienso que solo el torbellino de los
1
locos ven». Se revela, así, todo el libro como la entrañable peripecia de un
hombre sobre sí mismo, de manera que este periplo desgarrado se condensa
en una visión peculiar: el hombre como parte de sí mismo, el ser como
trofeo de su experiencia, la vida propia como síntesis, sagrado recordatorio
de sí mismo, token que resulta tanto signo del propio yo, como ceremonia
ensimismada: «Es un sueño medio muerto, pero nunca —o casi nunca—
duerme, me dije al verme escapulario en ese Otro espejeante».

Todo el discurso lírico del libro despliega un sentido de profunda


comunicación, cuya esencia a la vez de autoexamen, confesión y diálogo, lo
acercan de modo simultáneo a la vibración de la vida cotidiana, pero
también a la entraña de la carta, a la esencia —a la vez dramática y musical
— del oratorio sagrado, de hecho, a la oración a secas y, en lo más hondo de
la fluencia de estos versos, al conjuro. Hay, entonces, una imantación
poética de especial carácter en Pífano del rey, cuyo timbre dramático se
hace evidente en momentos capitales del texto, como este en que el
monólogo recóndito se revela incluso desde el instante previo, donde se
impone el sosiego a quien escucha: «Me voy a reír: haga silencio el mundo
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/ Con esa risotada suya del no verme». Por otra parte, la confrontación del
sujeto lírico con otra fase de sí mismo, con una otredad abandonada, dejada
atrás en el transcurso mismo del vivir, enfatiza esa voluntad
autocomunicativa:

Ahora voy a ser el otro. Voy a dejar

Mi vida en un acecho. Voy a despreciar

El sexo, la mirada, el icono del ser. Voy

A dejarme morir en el intento de la suerte.

Vengan a despreciarme la locura y el tal otro


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Que nunca se despide de mi yo.

La energía de la autocomunicación se levanta como una interna volcadura


del sujeto lírico, dondela arrasadora vehemencia del tono se vincula con la
factura misma de un verso en lo esencial hirsuto, sin morosa destilación, en
atormentada y verista espontaneidad, y no se excluye la cadencia, pero sin
retocar su acerba irrupción primera; ni se evita el tropo, pero sin pulimento
final de su acabado. Tal vez, entre los empinados, ásperos textos de este
libro, uno de los más estremecedores sea el siguiente:

Casi señoreando el Malecón, yo soy el agua.

Somos los graves mensajes de sus muros;

Un azul agraviando la mucha estirpe

Con la costumbre apretada en el pincel,

Porque las campanas se maquillan flameantes,

Y hacen frescos de esperanzas, en esa Mar.

Soy la mágica ceniza de la duda. El pavor

De un muro líquido frente a la piedra del vivir.

Me voy a ser morada. Y si vengo es un error,

La porfía indiferente y torpemente acuosa

Del pez agravando y eligiendo mi por qué:

Adquierto que sin travesura, ya soy la pesadilla:

Y soy un mundo en la ciudad del tanto salitre


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Que nos marea en la idea y vuelta de su tropel.
Véase cómo este soneto libremente difuminado —como ciertas esculturas
que, Rodin mediante, permanecen enclavadas todavía en el duro bloque de
mármol que les ha proporcionado su apoyo y su sustancia— se organiza a
partir de versos —pivotes— esenciales, desde los cuales el sujeto lírico
estructura el cuerpo general del poema. Hay versos de cumplida perfección
armónica —«Somos los graves mensajes de sus muros»—, mientras que en
otros el hallazgo de una imagen resonante no impide al poeta insistir en su
voluntad de comunicación, de manera que no se detiene, moroso, en la
cegadora belleza de una metáfora, sino que aniquila su autonomía en aras
de sostener, viviente en su híspida naturaleza, la angustiosa fluencia del
monólogo: «Soy la mágica ceniza de la duda. El pavor».

No le importa al poeta la gracia inmanente de su hallazgo —el hombre


como polvo de incertidumbre, sustancia macerada capaz de conjurarlo a sí
mismo—, y no detiene el poema en la centelleante metáfora, sino que
continúa con un vocablo que, perteneciente al verso siguiente, es asimismo
una presencia ominosa, un contraste con el despegue de belleza metafórica.
No, no es la encerada superficie del discurso lo que interesa a Carlos Martí,
quien, no obstante, tiene aliento de sobra como para sostener el difícil,
interminable aliento de un verso como «Me asombra el alimento de las olas
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repitiéndose». De este modo de expresión lírica ciertamente brutal, emana
la violenta franqueza, la actitud de desasirse de lo estricto literario; y de la
misma fuente proviene la impresión de muscular autoafirmación que
produce el texto en el lector. De la recepción de tales versos habría que
advertir ahora que resulta incómoda: el poeta nos coloca en una situación
ingrata, que Levin calificara como «la complejidad de la posición
comunicativa del lector real que interviene en el incómodo papel de
“tercero de más” que escucha a hurtadillas una conversación no destinada a
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él o que lee una carta ajena».
Ahora bien, esa misma atmósfera de desazón en que el lector es colocado,
lejos de aislarlo de un texto cuya circularidad —en lo epidérmico, no en lo
sustancial— parece girar en torno al sujeto lírico, nos arrastra a una especie
de tu quoque que nos obliga al autoexamen matizado por ímpetu quemante
de la voz lírica. Él mismo lo dirá en el poema final del libro: «Es Pífano, tan
real y anunciante como el criado de los ángeles. Un sarampión de las
bisagras en su frac armonioso y torvo. Es el Yo más bien anunciador del
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Nosotros». De modo que el encierro monológico en que parece transcurrir
el libro, haciéndonos sentir como fisgones, como mórbidos voyeurs de una
correspondencia secreta y lacerada, no era más que el largo preámbulo —
casi el libro todo— hasta lograr la participación voluntaria del receptor en
el círculo mágico de un autoanálisis de absoluta lucidez atormentada,
porque Pífano: «Es la palabra plomiza del insomnio y una emboscada de
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orgasmos rugosos». Y en este texto último, aparece una imagen imprevista
del Pífano: ya no es meramente el intérprete; en este instante final y
decisivo, se nos revela que es algo más allá: es el instrumento mismo, de
inquietante voz aguda, cuyo sonido hiriente nos defiende al revelarnos su
secreto:

Y es el árbol que muere y resucita, casi anegado

Entre las gotas lluviosas de tu cuerpo;

Las ramas abren la flor de una noche ámbar

En los caminos espléndidos del ojazo cósmico.

No digamos que nace y muere ese confín

Aparentando el mundo. Esa gota del amor


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Siempre jubiloso de la simple naturaleza.
En su deslumbrante desenlace, Pífano del rey nos revela que su discurso
poético contiene un entresijo abisal. Pues hay una apariencia de sombrío
ensimismamiento, que en realidad es un despliegue, un rescate, una visión
singular de la más extraña luz, reflejo del reflejo, vida que puede ser vivida
en verdad cuando es ya experiencia y sufrimiento asimilado, incisiva como
la claridad lunar en la laguna. Así, Pífano del rey, lejos de ser un libro
encerrado en el yo del poeta, en su eficacia dialogante deviene obra abierta
que se empina en nuestra propia lectura, donde se abre, fructifica y se
transforma en un nosotros hiriente, inmediatez de sangre y resonancia, imán
que nos arrastra a compartir su angustia, su fe y su eco interminables.

Otro de sus textos, Libro de enamorar, en primera —pero tal vez no


fundamental— instancia, en una antología de poemas de Carlos Martí. Ese
término, que debería, como en el caso de esta obra, señalar una tónica
esencial —la configuración de un volumen de características especiales,
con una determinada proyección semántica, que en sí misma es nueva,
aunque no todos los textos sean inéditos—, ha devenido entre nosotros una
especie de palabra de erróneo matiz editorial y, por tanto, vacía de la
resonancia mayor que originalmente ha tenido en sentido literario en tanto
selección con un sello distinto y propio.

Con venerables ancestros ya en la Antigüedad grecolatina, este tipo de libro


se remonta a una práctica compartida en principio por las literaturas
euroccidentales y asiáticas. El vocablo mismo suele asumirse, de manera
epidérmica, como derivado de dos términos helénicos: άνθος, ´flor´ y λέγω,
´seleccionar´. En realidad, tal etimología es superficial, porque άνθος no
significa solo flor, sino también «lo mejor, lo más excelso; fuerza, vigor,
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plenitud, colmo». Aquí estriba la diferencia capital —hoy tan soslayada—,
entre antología y compilación, que difieren por completo. En la primera, el
criterio de selección no solo es regente, sino que forma parte del texto y es
tan intenso, que matiza la significación misma de los textos parciales
incluidos, para empinarse hacia un suprasignificado.

En la segunda, el criterio de selección funciona como evaluador de cada


texto en sí mismo, y no como modelador de una nueva estructura: el
compilador, desde luego, elige lo que sitúa en el cuerpo general del libro,
pero no se involucra como creador. Un cuerpo de textos académicos tiende
a ser —con excepciones, claro está— una compilación, que puede ser
fácilmente desmembrada de nuevo en sus partes, porque no se procura una
unidad esencial, sino una nueva divulgación. Una antología es una obra
peculiar. La vana identificación entre estos dos conceptos, es un riesgo y un
indicio de incultura lectora. Sobre estos matices, en el caso de Libro de
enamorar, es preciso regresar aquí más adelante.

Desde luego, una antología —y más si la realiza el propio autor— es una


construcción formada a partir de un fundamento de lectura y también de
construcción, un punto de vista que rige toda la arquitectura de un libro que
se conforma con microtextos que pertenecen a otros libros, perspectiva que
se establece a partir de criterios diversos, por ejemplo, histórico-culturales
—para lograr un libro que da cuenta de una época, o de la evolución de un
elemento discursivo, una perspectiva conceptual, e incluso un género, a
través de varios períodos y de su tratamiento por diversos autores.

Otro principio selector es el de configurar un libro que reúna textos diversos


sobre un tema determinado. No son los únicos: hay, también, la antología
que permite visualizar el crecimiento de un autor a partir de focalizar un
elemento de todo el corpus de su obra. En todos los casos, se trata no de la
acumulación mecánica de una serie de textos, sino de la escritura de un
libro en sí y por sí, organizado no solo desde unas coordenadas en cierta
medida exteriores a la selección misma —en la medida en que las
gobiernan en función de una nueva organización—, sino de una nueva
creación en sí misma. Las artes plásticas, sobre todo a partir del siglo XX,
enarbolaron el collage como un modo nuevo de ejercicio estético.

Frente a una antología, se leen tanto los textos incluidos, como su manera
singular de estructuración y, sobre todo, el modo en que el antólogo ha leído
para configurar un libro que también, en buena medida, es personalmente
suyo. Por eso cuando Lezama creó una antología de la poesía cubana, no
solo se encuentra en ella un recorrido mural por la producción lírica
nacional, sino también una manera de leer y de instituir el universo poético
de Cuba, que son específicos de Lezama, tan suyos como Paradiso. Por eso
toda antología cabal constituye no solo un nuevo libro, sino que nos permite
asomarnos a un colmo, un rebosamiento más allá de los bordes, pues la
antología se configura con todo lo que, de algún modo intangible, sobresale,
en un juego esencial entre el límite y el desborde.

El libro de enamorar es, en este sentido de vibración entrañable, una


antología en toda su extensión. Si cada antólogo es escritor de su
macrotexto, aunque no incluya en él ni una sola línea propia, una antología
creada por el propio autor es, con mayor intensidad aun, un libro nuevo
suyo, en el cual conforma de modo peculiar un específico universo. Por
esto, El libro de enamorar, es, desde luego, un poemario diferente de
aquellos de los que provienen los poemas incluidos —de hecho, se ha
espigado de toda la trayectoria del autor: El hombre que somos, En las
manos nuestras, A finales de siglo, Te llamaré Logor, Aquí la sombra es
luz, Rara avis, Pífano del rey, pero también se incluyen poemas aun
inéditos—. Asumido así, interesa menos al lector identificar de dónde se
origina cada uno de los versos, que percibir la orquestación en que todos
confluyen.

Asociado, desde su título mismo, a una esencial imagen del amor, El libro
de enamorar evoca ante todo un matiz de reverberación interna: el diálogo
del ser, su fascinación profunda por los nexos impalpables que, potencia
suma del hombre en su más genérico sentido, pueden establecerse con el
universo. A veces nuestro tiempo aparece brutalmente desgajado de la
atracción profunda que Platón advirtiera en su modo deslumbrante de intuir
el principio mismo de lo erótico: necesidad de integración y
completamiento, angustia y sed que se proyecta no solo —ni tanto— hacia
un polo específico, sino hacia la aventura de repletar una oquedad
aniquiladora. De aquí que la alusión del título a la ingenua —o sabia tal vez
— costumbre folclórica en Galicia, donde los enamorados intercambian una
simple hierba como talismán de confluencia de amor.

En El libro de enamorar, los poemas asumen este rito; en calidad de tal, los
versos no son mero enunciado de una conmoción interior, son sobre todo
una entrega del sujeto lírico, ademán de conexión con el mundo. Es ese el
sentido de un poema que, por la vía de lo tangible, es ante todo captación de
una imagen no carnal ni palpable: la vibración misma de la patria en su
sentido de atmósfera, amniótica referencia a los orígenes que nutren al
sujeto lírico y, siempre, al poeta Carlos Martí.
La meditación (neo)barroca en Lezama

La primera cuestión a tener en cuenta en la relación de Lezama con el


barroco, se refiere a su voracidad de lector. Basta un examen somero del
interesante estudio de Carmen Suárez León sobre la biblioteca de autores
franceses que acumuló el autor de Muerte de Narciso, para comprender que
sus vínculos con el pensamiento y las artes del barroco fueron muy
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intensos. Figuran allí las corrosivas Memorias de Louis de Rouvroy,
12
duque de Saint-Simon, diversos estudios sobre Descartes y Pascal —que
constituyen sustento de muchas ideas lezamianas—, pero también las obras
de estos filósofos. Asimismo, se localizan obras de Fénelon, de La Bruyère,
de Corneille, de Bossuet —prácticamente completas—, el célebre estudio
de Vossler sobre Racine o el de Sainte-Beuve sobre Port-Royal, ese
polémico centro del pensar francés en el siglo XVII.

Puede suponerse cuánto incluía su biblioteca en lo que se refiere


específicamente al barroco español, base de sus estudios sobre Quevedo y
Calderón, pero también referencia estimuladora de la presencia temática del
barroco hispánica en su poesía, como en los poemas de Dador referidos a
Quevedo y a Gracián. Su interés por el barroco se inicia muy temprano, y se
evidencia con toda nitidez en su Muerte de Narciso, extraordinario poema
sobre el cual ha testimoniado su hermana Eloísa Lezama Lima que, aunque
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fue publicado en pocos años más tarde, había sido escrito ya en 1932. La
primera mitad de esa década da testimonio de sus primeros pasos en busca
de una renovación estética y creativa. En 1935 escribe «Otra página para
Arístides Fernández», cuyo sentido transformativo ha sabido captar muy
bien Remedios Mataix:
Lezama se propone construir un puente sobre la ruptura vanguardista
cubana y sus derivaciones —consideradas por él superficial
«hipertrofia polémica», «horticultura de la pereza», «desarraigado eco
de escuelas europeas»— y emprender su propia transgresión, en
nombre de una estética que opone la inclusión a las exclusiones
vanguardistas, para crear un «espacio órfico» frente al «paréntesis
desmesurado» de la Vanguardia, que «tenía que atolondrar o
desesperar a los que venían después, que, imposibilitados de toda
14
tregua, tenían que trazarse de nuevo una continuidad invisible».

Ha comenzado, pues, la ruta hacia la fundación de una estética. En 1936, un


artículo sobre Luis Cernuda contiene una afirmación acerca de Góngora,
deslumbradora por su proyección futura en el pensamiento lezamiano, que
se lanzaba ya hacia la construcción de un universo poético de sello por
completo personal: «El cosmos poético del cordobés sigue viviendo con
15
una convidable virtud asertórica». De modo que la irrupción de Muerte de
Narciso, en tanto obra de transformación de la poesía cubana, se
acompañaba de su cartesiana meditación sobre la esencia de lo poético en
su contemporaneidad. He aquí las bases que colaboran en el desciframiento
de la paradojal clarividencia mostrada por el gran poeta Vicente Aleixandre
al escribirle a Lezama en 1950:

Usted está a la cabeza de ese movimiento admirable de escritores


distintos, acusados, con bulto personal, entre los que destaca su poesía
mayor, rasgadora de tanta sensibilidad en esa isla de la que todo ese
grupo [Nota: Aleixandre se refiere a Orígenes] parece la más visible y
encendida estela, ¡qué poesía entrañada, ahondadora la de Ud.! Poesía
que cava en el alma y quiere zahondar las últimas revelaciones,
estableciendo ante los ojos del lector, las más radicales relaciones, las
que resuelven en descubierto destino esa misteriosa unidad que solo el
poeta profundizador conoce. Conoce y entrega, que esto es lo
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admirable y lo verdaderamente definitorio.

Vale la pena detenerse en la breve epístola de Aleixandre. Ante todo en ella,


el escritor español comienza por identificar la originalidad —distinto,
acusado, personal— del destinatario de su carta. Si Aleixandre hubiese
asumido a Lezama como un pasivo epígono de su propia generación, es de
suponer que no hubiera enfilado así su elogio. En segundo lugar, el autor de
Espadas como labios enfoca a Lezama en su total relieve de poeta
pensador. Me adscribo con placer a este término de María Zambrano
teniendo en cuenta que, contra lo que han supuesto diversos artistas e
intelectuales en épocas diversas, la creación artística comporta, en grado de
cambiante densidad, un componente reflexivo de incalculable enjundia; me
refiero al carácter experimental imprescindible en el proceso de creación
artística sobre el cual Iuri Lotman expresó:

Todos los aspectos de la creación artística pueden ser concebidos


como variedades de un experimento intelectual. La esencia del
fenómeno, subyacente al análisis, consiste en un sistema de relaciones
impropio a él. Además, el acontecimiento de la creación artística
sucede como una explosión y, por consiguiente, tiene un carácter
impredecible. La impredecibilidad (la imprevisibilidad) del desarrollo
del acontecimiento se constituye como si fuera el centro compositivo
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de la obra.

Tal acierto en cuanto a percibir el carácter hondamente renovador de


Lezama, no puede resultar, por lo demás, extraño en un artista como
Aleixandre —impulsor de la generación del 27, y también por completo
trascendente en su influjo sobre la siguiente generación del 50 (me refiero a
los que en España se agrupan bajo esta denominación), en particular en uno
de mis poetas más entrañables, José Manuel Caballero Bonald—, que había
leído varios de los ensayos de Lezama y, a través de ellos, constatado el
alcance de su voluntad de meditar sobre la poesía a partir, a la vez, de un
examen hermenéutico de las más variadas fuentes, pero también sobre la
base de una estremecedora introspección estética, capaz, en efecto, de
hacerlo visualizar la unidad enigmática de la cultura y el arte en el espíritu.
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En 1937, su ensayo «El secreto de Garcilaso», da cuenta del interés de
Lezama por la indagación sobre el arte poética, y de su creciente
fascinación por el barroco. El título de ese texto, y su primer epígrafe,
«Extraño Garcilaso», modelan el punto de vista desde el cual Lezama
aborda al gran poeta renacentista. Se trata de captar qué resonancia
contemporánea tiene este escritor:

Garcilaso convertido en pastilla se ha quemado, pero sus aspirados


vapores han motivado efectos contradictorios no previstos por
Lopillo. Clarísimos vapores recogidos por romanceados y por cultos,
y lejos de ser una ostentación o un lujo intraspasable para una
específica casta poética, ha sido la más especial coincidencia, una de
las más extrañas detenciones en que se ha planteado distintos
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equilibrios y conjugaciones.

Es posible asumir ese comienzo como un eco de la convergencia que, en la


generación del 27, se había introducido entre la vertiente neopopularista y
la perspectiva de revitalización de Góngora. El ensayo en cuestión no es un
mero homenaje a Garcilaso de la Vega, antes bien, se trata de una
indagación en busca de un personal concepto de la poesía, el cual aflora ya
en el primer párrafo del texto: «Ya sabemos que la poesía no es cosa de
exquisitos ni de acuario impresionista, sino de íntimo, entrañable centímetro
taurobólico, de diluir lo marmóreo y objetivo para que penetre por nuestros
20
poros, de disolver nuestro cuerpo para que llegue a ser forma». La
tendencia a percibir en la poesía española polos opuestos —el humus
popular y el refinamiento exquisito—, era cuestión del momento en la
década del treinta en todo el mundo hispanoamericano. Es interesante
comprobar que Dámaso Alonso también se había formulado, como
problema teórico-estilístico, la relación entre Garcilaso y Góngora, que él
contrapone, además, a Ronsard:

Para mí, el soneto que más mueve es el de Ronsard. Ordinariamente,


la crítica francesa ve en Ronsard (y en la Pléiade) sobre todo al poeta
que mira al pasado, al resucitador de formas antiguas (Odas, etc.). Yo
no sé si me equivoco, pero Ronsard me produce, muchas veces, una
extrema sensación de modernidad. Así, en el primer cuarteto del
famoso soneto: Quand vous serez bien vieille, au soir à la
chandelle…Es esto, quizá, lo que entre todos estos sonetos del lugar
común ausoniano me le hace preferido. Algo inefable. O, por lo
menos, algo que yo ayer no supe bien explicar. Es un sentido de
intimidad o de verdad. En el soneto de Garcilaso, o en los de
Góngora, el tema mismo, o la descrita belleza de la mujer, es lo más
importante; en el de Ronsard hay una palpitación cordial, una
representación vívida y humana de ese futuro de la amada que en
Góngora y Garcilaso se expresa en fórmulas generales […] Hay, en
fin, en el soneto ronsardiano un sentimiento casi romántico, en el
pensamiento de la ausencia del poeta: Je serais sous la terre, et
fantôme sans os / Par les ombres myrteux chercherais mon repos…
Dejo, pues, aparte el querido soneto de Ronsard. Y tomo el de
Garcilaso y los dos de Góngora. Me arrojo a decir que entre el uno y
los dos veo todo el contraste entre Renacimiento y Barroquismo. ¡Qué
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peligrosas estas generalizaciones!

Nótese que Dámaso Alonso parece insinuar —así prefiero considerarlo—


que el contraste entre Garcilaso y Góngora no encarna de modo exacto una
oposición entre los dos movimientos a los que pertenecen. Lezama opta,
también, por negar esa artificial contraposición clasificatoria, en una
argumentación que, por cierto, es más clara y enjundiosa que los apuntes de
Dámaso Alonso para una conferencia que debía impartir:

Vossler ha eliminado tan dispareja ingenuidad, consistente en dos


tipificaciones, en dos expresiones poéticas opuestas. Un mito
absorbente y pertrechado de esencias populares en Lope, y un mito de
delicias exclusivas o de cámara secreta en la que se ha operado el
vacío absoluto en Góngora […] Ya vemos al Góngora adolescente
atraído hasta la parodia por los romances moriscos de Lope. Ya vemos
cómo se va filtrando en lentas incursiones la manera culta en gran
número de dramas y de comedias de Lope. La influencia popular
nutría a Góngora, un afán mantenido favorecía en Lope, la aspiración
a un estilo donde la palabra se bastase. Esta vena secreta de Góngora
a Lope, quizás nos den la primera palabra del secreto de la
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coincidencia de escuelas y aun de simples maneras en Garcilaso.

De modo que lo esencial de este ensayo no es el examen crítico de


Garcilaso, sino la reflexión acerca de la confluencia de estilos: Garcilaso
habría, por tanto, sentado las bases germinales para el despliegue
formidable de la poesía en castellano en el siglo XVII, a partir de haberse
ajustado genialmente a un ambiente cultural que lo contextualizaba;
Góngora, en cambio, crea y es impulsado por su propio orbe poético.
En tal sentido, un segundo epígrafe establece la distinción entre estos
conceptos, la cual tiene alto rango en la poética lezamiana, y, en particular,
en lo que en ella está marcado por una fascinación por el barroco: la idea
del orbe poético como una totalidad, una estética que constituye el humus
del poeta, quien, al mismo tiempo, es creador de un mundo —«Formado
23
por el poeta el orbe poético es arrastrado por él»—; en cambio, el
ambiente poético no es propiamente creado por el poeta, sino que este se
ajusta a él como verdadero líquido amniótico. Al mismo tiempo, subraya
aun más su convicción de que, en el decurso de la poesía hispánica, el paso
del estilo renacentista al barroco no es un corte brutal, sino una
imperceptible transición. Apunta Lezama:

Debemos distinguir orbe poético de aire pleno, de ambiente poético.


El primero comporta una señal de mando por la que todas las cosas al
sumergirse en él son obligadas a obediencia ciega, aquietadas por un
nuevo sentido regidor. Orbe poético —ya en el caso de Góngora, ya
en el de la mística del siglo XVI— que se va apoderando de las cosas,
de las palabras, quedando detenidas por la sorpresa de esa
aprehensión repentina que las va a destruir eléctricamente para
sumergirlas en un amanecer en el que ellas mismas no se reconozcan.
Animales, ángeles y vegetales, fines en su impenetrabilidad, en su
sueño desesperante, son dentro de la red de un orbe poético, medios
ciegos por la impetuosidad de la nueva unidad que los encierra.
Góngora es sin duda no un barroco, en el sentido de ser arrastrado por
una fuerza poético-religiosa que nace sin resignarse a constituirse en
expresión, como familia de sirenas que pudiesen vivir sin respirar. Es
24
un barroco posrenacentista.
«El secreto de Garcilaso» se encamina hacia la visión del barroco como una
fluida resultante, unida por vínculos profundos y enigmáticos con diversos
ambientes culturales. Lezama ha leído ya a Eugenio d´Ors, intelectual que,
en el mundo de habla castellana, se interesaba intensamente por el problema
del barroco:

[…] Ors traza con justeza la línea de las filiaciones: Lorena, Turner,
los impresionistas. Igualmente quisiéramos nosotros encontrar pareja
continuidad de Garcilaso a Góngora, a Bécquer, a la actual mística de
sensualidad corporal whitmanesca, de escondida resolución
neoclásica, de flordelisadas ramas hiladas en Góngora y deshiladas en
25
el sueño y en los médanos.

Con Eugenio d´Ors se siente compatible Lezama, en particular en cuanto a


la noción de las confluencias de diversas manifestaciones artísticas. En
junio de 1938, subraya esta misma noción en su texto «El acto poético y
Valéry», pero que alcanza ya, también, a la ciencia: «La matemática
inspirada, nos deja un reverso inefable, donde desembocan otros, que no se
ocultaban para confesarnos, como Walter Pater: all arts approach the
26
condition of music». La multiplicación y afluencia de saberes culturales se
dirige, en estas ideas, hacia un núcleo cuya esencia es la complejidad. Hay
aquí, también, una perceptible inclinación, apenas enunciada, pero tangible,
hacia perspectivas barrocas de nuevo cuño, pues, como ha señalado Omar
Calabrese:

[…] el orden del arte no es único e inmutable, sus sistemas pueden ser
irreversibles e indeterminados. Y no solo el orden del arte, como se ha
visto, sino todo el orden de la cultura. El universo cultural se nos
presenta fragmentario y originado por estructuras contradictorias que
conviven juntas perfectamente. Algunas siguen la ley del descarte de
la norma. Otras se producen por disipación; pero estas últimas son
actualmente cada vez más numerosas y distinguen, en el fondo, el
27
gusto de nuestra época.

A 1938 corresponde «Del aprovechamiento poético», presidido, desde su


mismo comienzo, por la perspectiva pascaliana del movimiento, a partir de
la cual retoma el problema de la confluencia de dualidades: «Clásica
desesperación filosófica, síntesis de todo dualismo, resuelta unidad de las
28
antítesis». Y luego comenta: «La posible crisis poética la vamos
encontrando en esa imposibilidad de despego, de no bifurcación en caminos
29
transitados o infieles». Este brevísimo ensayo transparenta, con absoluta
determinación, la conciencia de Lezama sobre la crisis que, en las primeras
décadas del siglo XX, experimentaba la poesía:

Si se elimina la vía iluminativa, el estado poético, como han


pretendido Valéry y Jorge Guillén, la poesía queda reducida a una
especial combinatoria. Todas las combinatorias han perseguido más la
síntesis que la unidad, y así uno delos aspectos más subrayados de la
crisis poética actual está en la búsqueda de una síntesis con respecto a
escuelas y modos de la sensibilidad, y no de la unidad que nos haga
30
habitable la ingenuidad de un nuevo paraíso.

De mayo de 1939 es el ensayo «Calderón y el mundo personaje», cuya


filiación barroca no estriba solamente en el tema escogido —más adelante,
en su obra ensayística, Lezama dejará constancia de que Calderón era
menos apreciado por él que Góngora. Como en otros momentos de su
reflexión sobre artistas barrocos españoles, no deja de apelar a sus lecturas
de Pascal, más aun en este ensayo donde el componente teológico es
particularmente intenso. Una primera cuestión es abordada, como si fuera
tal vez una irónica broma sobre el sentido profundo del tema de este ensayo
y aun de otros suyos:

Así Dios, dice el padre Garasse, citado por Pascal, concede aun a las
ranas la satisfacción de su propio canto. En el tipo hispánico es
frecuente este hablar y este eco que producen una complacencia
inalterable. Palabra y eco que pueden marchar paralelos a los
ligerísimos círculos del insecto, que pueden ser también un buen
pechazo de enfrentamiento a lo divino. Después de todo nadie se ha
atrevido con la antología de las conversaciones consigo mismo.
Pudieran ser deliciosas o terribles, pero serían casi siempre
31
idénticas.

Lezama configura un sintético panorama de la evolución del auto de fe en la


literatura española, pero en él focaliza la polaridad entre el individuo y el
universo, entre lo terrenal humano y la divinidad, de modo que se asoma a
la dramaturgia sacra de Calderón desde la perspectiva de una polarización
brutal:

Esta consideración del Mundo como personaje [Nota: en El gran


teatro del Mundo, de Calderón] supone a la persona que habla una
confianza orgullosa que se ve forzada para establecer el diálogo a
situar en la otra ribera la existencia simbólica de ese Mundo
personaje. El Mundo y el yo, escisión violenta en el tipo hispánico,
que alude a ese Mundo personaje como a un Dios impreciso e
32
indomeñable que nos envía su aliento fogoso y sus cornadas.

Esta visión del personaje del Mundo como un monstruo es, desde luego,
una interpretación correcta en sí misma: el sensual desbordamiento del
barroco católico es una característica más que reconocida. Lezama se atiene
al texto calderoniano de El gran teatro del Mundo cuando señala que en esa
obra los roles se distribuyen de la manera siguiente: « […] yo el Autor, tú el
33
teatro, y el hombre el recitante». Pero toda la lectura directa de la pieza de
Calderón desemboca en una reflexión sobre su intenso sentido barroco, que
muestran al autor de Muerte de Narciso dueño de las sutilezas de uno de los
estilos más complejos —por una variedad que el ensayista no deja de
subrayar— de toda la historia de la cultura, de modo que puede indicar ya,
con plena claridad, su convicción acerca de la supervivencia —la polémica
eternidad— del estilo barroco, cuyo vínculo con la cultura cubana resulta
finamente señalado en el cierre joyante del ensayo:

El Concilio de Trento penetra en la obra de Calderón de una manera


apretada y apretadora. ¡Qué manera tan especial de rayar el diamante
y qué nervios tan neutros, pero buenos conductores de su fuego
templado! Sabemos que de ese Concilio Tridentino, el estilo jesuítico
aunado a la voz imperial, salió uno de los momentos más católicos,
nítidamente universales, del estilo hispánico de más polémica
eternidad. El barroco jesuítico va a unificar el ornamento con la
agónica responsabilidad de la doctrina de la justificación. La forma
variable del barroco italiano del XVII, por ejemplo, en el maravilloso
Bernini, va a presentar problemas de morfología artística antitéticos
del barroco jesuítico, donde la sequedad de sus ejercicios éticos acaba
por producir una forma muy cuidadosa de sus mañas y florescencias.
La tremenda voz de la sequía final se oirá de nuevo en el barroco
calderoniano llevado hasta el estilo jesuítico de nuestra Catedral:
34
responsabilidad con lo transitorio y justificación frente a la muerte.

El breve ensayo «Conocimiento de salvación» está fechado en septiembre


de 1939. Es una meditación sobre la necesidad del conocimiento humano,
idea a partir de la cual Lezama deriva su discurso hacia el correlato de este,
la palabra, de manera que el eje del texto es el conocer poético. Aparece, en
la obertura de esas páginas transfiguradas una de sus más penetrantes
definiciones de la poesía:

He aquí que el hombre está rodeado de una inmensa condenación


inanimada. «La tierra estaba desordenada y vacía y las tinieblas
estaban sobre el haz del abismo». Pero el Espíritu Santo y la luz
fueron penetrando en las cosas. Es decir, que frente a las cosas
tenemos un apoderamiento progresivo: el conocimiento; y una
condenación regresiva: el tiempo. Conocimiento y tiempo constituyen
en el hombre la gracia y el fatum que en las entretelas arman su
carreta de la muerte. El conocer poético se separa del conocer
35
dialéctico que busca tan solo el espejo de su identidad.

Es significativo que en este ensayo la reflexión sobre la esencia de la poesía


se despliegue a partir de que Lezama convoque al gran poeta Claudel —
cuya imantación por el barroco es bien patente en obras como El zapato de
raso— y lo asocie con un artista trascendental como Paul Cézanne, figura
esencial del post-impresionismo y, también, puente del siglo XIX hacia la
pintura de la centuria siguiente. En efecto, la revalorización, más aun, la
conceptualización misma del barroco como tendencia del arte —
posiblemente uno de los aspectos más complejos de su estudio sea la
36
relativa a las características específicas de su definición—, parte sobre
37
todo de la reflexión teórica acerca del impresionismo. La percepción
lezamiana es, ya, de carácter integrador, de modo que confluyen poesía y
pintura hacia una visión unitiva, en la que no deja de apuntar una crítica a
Valéry, figura cimera de la poesía pura:
Claudel, que tanto nos recuerda el reino pictórico de Cézanne, aunque
se sumerja en la artesanía gótica de una apetencia religiosa, se
mantiene fiel a su centro sustancial más que al intelecto o a los
instintos —pecado de Valéry o de los surrealistas—, queriendo
apartarse del fracaso postrenacentista del arte localizado en el
38
contorno roto o en la línea muerta.

Parece posible inferir de sus palabras una posible percepción de impulsos


de la entraña misma de la poesía, sujeta en esa década del treinta a una
necesaria transformación en Cuba —y no solo en ella—. Es posible
interpretar sus palabras como una sensación de que el acto de transfigurar la
expresión lírica tiene otras coordenadas que las que, hasta ese momento,
habían venido trazándose:

Todos los grandes intentos poéticos contemporáneos, desde la poesía


pura hasta el surrealismo, no son otra cosa que un esfuerzo
desesperado por prolongar la percepción de temporalidad rapidísima,
o trocar el estado sensible —ocupado, según Schiller, en mantener al
hombre dentro de los límites del tiempo—, en ajustada percepción.
Esa soñada dialéctica cualitativa de Kierkegaard no será acaso el
sentido de la coincidencia de percepción y estado sensible, una de las
formas del conocido claudeliano, gótico, medieval. Con muy otro
sentido renacentista ha hablado este poeta del conocimiento vital,
39
poético. Vivir, concluye, es conocer.

Es significativo que en uno de sus diarios, apenas un mes después de haber


escrito ese ensayo, Lezama se muestre aun ensimismado en la meditación
acerca de los vínculos entre la poesía y el conocimiento. En la entrada del
18 de octubre de 1939, hay una extensa reflexión en tal sentido sobre el
40
filósofo Descartes, hombre del pleno barroco histórico. Poco después, el
día 24, desarrolla con más extensión su propia manera de comprender la
poesía, y por esa vía formula una seria crítica sobre la poesía de Neruda,
entonces —1939— en plena entonación vanguardista. Es perceptible en
Lezama una implícita negación de la poesía sujeta a una dinámica
centrípeta, que se concentre en formas de lenguaje sujetas a un tono epocal;
hay, pues, un indicio de su voluntad de ser independiente de las
vanguardias:

El desacierto en poesía puede contribuir a la integración del sentido


de poesía. Sin embargo, el acierto es mucho más peligroso, está
siempre atraído por la suma de los aciertos homogéneos. Eso lo
observamos en muchos de los poemas de Neruda. Recuerdo que uno
de sus más populares poemas nos habla de «sábanas de almidón y
concreto». Aunque la malicia con que está colocado el segundo de los
adjetivos, tiende a debilitar la estrofa, se puede tolerar como final de
párrafo poético, hecho, desde luego, con cierta astucia rápida. Pero
como el poema termina hablando de «palomas de acero y esperanza»,
vemos que hay un solo verso creado, y que el otro es un mero calco
que ostenta la pobreza de no haber sido recorrido y salvado por el
41
acto de nacer.

Ese mismo mes de octubre, anota en su diario unas líneas sobre el problema
del artista contemporáneo en términos de una necesidad de luchar contra
una mentira primera. Es imposible inferir de esas breves palabras una
conclusión cabal, pero, sin duda, hay que advertir que en ese momento su
diario concuerda con determinadas ideas del ensayo «Conocimiento de
salvación»: se precisa la comprensión de la poesía como un modo especial
de conocimiento, está relacionado con el modo de concebir el tiempo y el
espacio, y, también, el propio acto de conocer. Está en ese momento por
completo inmerso en la lectura de Descartes, tanto que el 7 de noviembre
del 39 insiste en una sola acotación: «Por todo lo anterior debo de leer y
42
releer a Descartes».

La fascinación por este filósofo del siglo XVII parece estar asociada a su
atormentada comprensión de que es preciso alejarse de la poesía marcada
por el surrealismo: «Oigo una cancioncilla de un melodismo fácil, pero
nada repugnante. Se me ocurre este verso de un surrealismo elementalis
43
[sic] y muy recusable: en la siesta el gladiador amanece palmera». En esa
línea, días más tarde identifica determinadas resonancias cartesianas en la
poesía de Valéry, a quien, por lo demás, asocia directamente con otra voz
fundamental del barroco francés: Blaise Pascal, en la medida en que, según
44
advierte, para ambos el vacío es fundamental. No es un comentario
irrelevante que Lezama identifique al gran poeta del siglo XX con su
antecesor, filósofo del barroco francés. Omar Calabrese ha hecho notar, con
razón, la importancia de lo que Severo Sarduy hubiera llamado la retombée
—nueva aprehensión, innovador recobro de un elemento de la cultura— del
tema del vacío. Señala el semiólogo italiano:

Los retornos de la Nada se han sucedido en la historia del


pensamiento filosófico como, después, también del estético, y
siempre han mantenido su carácter barroco. Basta pensar, como
justamente observa Ossola, en el Capitán Nemo de Julio Verne. Hoy
en día parece haber vuelto un nuevo apogeo no tanto de la Nada,
como de su versión barroca más sofística, es decir, el tema de la
45
llamada «annihilatio».

El tópico del vacío en Valéry es también asociado por la meditación


lezamiana con el pensamiento de Descartes. En una anotación del mes
siguiente, 12 de noviembre, Lezama expresa una variación para él
fundamental entre el vacío de la reflexión barroca del siglo XVII, y la del
poeta francés contemporáneo:

La recurrida frase de Valéry, en la que alude a que se encuentra


situado entre el vacío y el suceso puro, está inspirada en las siguientes
frases de las Meditaciones metafísicas de Descartes: «y me veo como
en un término medio entre Dios y la nada, esto es, colocado de tal
suerte entre el Ser Supremo y el no ser».

De lo que resulta una diferencia de matices a favor de Valéry. Cierto


es que resulta un tanto áspero y disonante llamarle a Dios suceso
puro. Sobre todo después que la filosofía aristolética tomista, había
acuñado para tal menester la expresión acto puro. Esta última tiene
cierto linaje imperial mientras que suceso puro parece estar hecha
para ser tragada por el tiempo, como cualquier suceso periodístico.

Mientras que reemplazar la nada por el vacío, arroja no tan solo una
diferencia de delicadeza a favor de Valéry, sino hasta de piedad muy
cristiana.

Sin embargo, Valéry y Pascal, que para un juicio ligero parecerían


46
enemistados, usan siempre la misma palabra: el vacío.

Es revelador el ensimismamiento estético-filosófico de Lezama en relación


con el vacío como concepto que, como enlace de trasparencias, vinculaba a
su juicio el pensamiento del siglo barroco francés y la poesía de Valéry,
concentrada en reflexiones sobre el ser humano y su saber. En primer
término, hay que subrayar que no se trataba de una mera fascinación erudita
y ajena a la realidad cultural cubana. Por el contrario, es un síntoma del
profundo interés del autor de Muerte de Narciso por la situación nacional.
Luego del estremecedor final del siglo XIX en la isla, la situación general del
país había sido en las siguientes décadas en grado sumo lacerante. Resulta
significativo que una de las primeras voces que en la poesía cubana ensaya
una reacción ante el panorama desolador del país, José Manuel Poveda,
caracteriza el ambiente cultural de su época también con referencia al vacío.
Fue en su brillante alegato poético, «Palabras de anunciación», donde
Poveda declaraba en 1913:

No vengo a insistir actualmente en las tachas de vacuidad, vulgaridad


e impotencia que tantas veces he señalado contra la literatura de mi
país, y contra los que la vienen cultivando. Aquellos que han tenido el
acierto prudente de fijar su atención en la pugna iconoclasta y
renovadora en que estamos empeñados los escritores orientales,
conocen los motivos en que hemos fundado la oposición sistemática
que hacemos a los moldes y a los hombres de nuestro ayer y nuestro
47
hoy líricos.

Nótese que la primera característica negativa que señala Poveda es la


condición de vacío de la producción poética de comienzos del siglo XX en
Cuba. Es esta situación la que sirve de acicate a la batalla que emprenden
Regino Boti y él en su búsqueda de renovación creadora no de la creación
lírica solamente, sino de toda la cultura cubana. Cuando Cintio Vitier en Lo
cubano en la poesía valora la situación de la poesía nacional luego de la
guerra del 95, advertía con razón: «La ausencia de finalidad, el
descaecimiento de las fuerzas teleológicas de la nación, es el veneno que
48
secretamente empieza a corroer el alma de nuestros poetas». Al examinar
el conjunto de los afanes y realizaciones de Boti y Poveda, Vitier agrega:

Lo que les faltó fue una visión de la realidad y una incorporación de


la cultura que hiciera posible esa especie de fundación de la ciudad
desde la palabra; un centro unitivo y una amplitud de radios que
49
lograra el círculo mágico de la fortaleza en el desierto.

En efecto, no bastaba la estricta identificación del vacío para instaurar una


nueva y salvadora etapa de la creación cultural en el país, dado que, más
que inaugurar un tiempo nuevo, esos poetas cerraron, con indudable
brillantez, pero también con los límites que, como portadores de
determinadas esencias del desgarrado Modernismo nacional, encerraron su
producción literaria. Por eso hay que ratificar el juicio de Cintio Vitier: «La
poesía de Boti y Poveda enarca bizarramente su momento, pero es una
50
poesía sin futuro». De esta situación nacional proviene la insistente
reflexión lezamiana sobre el concepto de vacío. De aquí que se consigne en
sus Diarios otra cavilación acerca de este, en la cual puede advertirse ya
una conquista conceptual para su propio quehacer creador en las
circunstancias de su patria:

…«Pues el error no es una pura negación», dice Descartes. He ahí una


frase que nos puede ayudar a establecer una primera diferencia entre
el vacío y la nada. La nada quedaría como la pura negación. Mientras
que el vacío sería un error manifiesto, bien un error nuestro, por falta
de adecuación a ese vacío o bien un momentáneo error del mundo
exterior.

Ver el vacío como el error pero no como el enemigo de toda creación.


La nada es imposible, mientras que el vacío puede ser salvado,
penetrado algún día por la luz, por alguien: hágase.

La nada solo pasa frente a un espejo que reproduce a la nada. El


vacío, por el contrario, es el abismo de las primeras páginas de Biblia.
Hay hasta un haz del abismo, es decir, un vacío definido, apretado por
la garganta.

La nada sería un castigo irredimible; mientras que el vacío parece


referirse a que el conocimiento todavía no es infinito, pero puede ser
51
tocado por la gracia, y entonces.

Esta fascinación lezamiana por el concepto de vacío como ligado al error y


no a la absoluta nada, lo acompaña de manera permanente. Años después,
en una anotación de 1945, consigna una frase de Gracián que debe de
haberle provocado resonancias en el mismo sentido: «La primorosa
equivocación es como una palabra de dos cortes, y un significar a dos
52
luces». También de ese año es una concisa nota: «Bromeamos con ciertas
53
cosas, porque para los griegos y los católicos no ser significa ser la nada».

Su visión, a la vez filosófica y estética, del vacío como desacierto, subraya


su meta de alcanzar una victoria esencial, a nivel de la poesía, pero también
de la cultura toda, sobre la deshabitada cultura cubana en las primeras
décadas del siglo XX. De aquí la importancia suma del examen de Lezama
sobre el pensamiento cartesiano. No es entretenimiento de erudito, sino
laboreo fundamental del artista en busca de una sustentación estético-
cultural. No en balde ese mismo 12 de noviembre de 1939 escribe sobre la
relación impalpable que advierte entre Descartes y los fines del movimiento
surrealista: está buscando, sin duda posible, una nueva lectura de su propia
época. Por esa vía se está aproximando —más que a las aportaciones
concretas del barroco histórico— a una percepción de hondura especial.
Cintio Vitier percibe ese apetito fundacional de una manera incisiva a partir
del primer verso de Muerte de Narciso:
No nos sorprendía, era ya una familiaridad ganada sin esfuerzo por él
y para todos, con el tiempo original de la fábula y, a través del cuerpo
del poema, con la incorporación barroca de ese tiempo. Un tiempo
original, es decir, un verdadero principio. Nuestra poesía, como si
nada hubiera ocurrido, tomaba contacto, soñadoramente, con el
anhelo mítico inmemorial que estaba en la imagen renacentista de la
isla y, poniéndose al amparo de la virgen que es fecundada por el rayo
de luz y de los pacientes oros de los transcursos naturales, comenzaba
de nuevo matinalmente su discurso. Si Espejo de paciencia encuentra
el contraste barroco de lo mitológico y lo indígena, Muerte de Narciso
54
se sitúa en la naturaleza mítica de la abierta encarnación barroca.

Ahora bien, se trataba de una retombée del barroco, pero muy diferente a la
que ejercieron, como sello y arma de renovación, los poetas de la
generación del 27 que tanto impactaron en el ambiente literario cubano de
la década del treinta. Cintio Vitier lo advirtió de manera intuitiva y
categórica:

Basta por otra parte contrastar el gongorismo gitano de Lorca o los


ejercicios retóricos de Alberti en homenaje a Góngora, con el verso de
Muerte de Narciso, para comprender que estamos muy lejos de los
fenómenos literarios de influencia, derivaciones o revalorización. La
libertad y apertura de la palabra de Lezama en este poema, nos
avisaban ya oscuramente sobre un barroquismo que no era el
55
previsible.

Ahora bien, la percepción intuitiva del crecimiento barroco que Lezama


estaba modelando para la poesía cubana, se comprende mejor a partir de los
afanes que tanto sus ensayos como sus diarios ponen de manifiesto: no se
trataba de una orientación inconsciente o impensada, sino de un esfuerzo
titánico de ahondamiento creativo en la tradición, dirigida a una meta tan
excepcional como la de desbordar el vacío. De aquí la febril cuanto
personalísima aventura gnoseológica de la que sus Diarios, tanto como sus
ensayos, dan parcial testimonio dinámico. Ha sido Fina García Marruz
quien con mayor penetración ha descrito ese proceso esencial del poeta:

El tema de la «imago» —pues prefiere hasta en el término latino o


griego la cercanía de las fuentes— y su relación con el cuerpo; de lo
inexistente —que no es lo mismo que lo fantástico o irreal— y su
relación con lo que «debe» realizar su ser y ocuparlo, es, quizá, el
tema central de toda su búsqueda de un conocimiento y aun de una
56
ética, por la poesía.

La apelación a lo poético como instrumento del conocer, es una selección


inmutable a lo largo de su obra toda. La demostración por completo
rematada y nítida, sin embargo, no era el centro de su interés cognitivo;
este, por el contrario, fluye por cauces de captación intuitiva a partir del
examen del arte a partir de una fragmentación identificable con lo que, más
tarde, Omar Calabrese consideraría una de las características de la zonas
importantes de la crítica en la era neobarroca, se trata, para el semiólogo
italiano, del proceder estimativo según en el cual se focaliza un fragmento,
pues este «[…] es generalmente una porción presente que remite a un
57
sistema considerado por hipótesis como ausente».

Lezama era imantado por la complejidad de la existencia como enigma al


cual solo se tenía acceso a través de determinadas vías y, sobre todo, modos
de percepción —ejemplificados, de modo en verdad estremecedor, en el
58
pasaje en que interpreta un recuerdo de Esteban Borrero sobre Casal—;
había en él una frecuentación del misterio que tenía, sin duda, raíz principal
en un catolicismo adensado por la lectura teológica. Esto se refleja
directamente en su modo de ejercer la crítica, sobre el cual añade Fina
García Marruz:

Para Lezama, probar algo exhaustivamente era hacerlo ininteresante.


El conocimiento estaba para él más cerca de ese «toque delicado» de
San Juan de la Cruz, capaz de despertar en nosotros una cadena de
resonancias. Todavía nos parece oír su matinal saludo: «¿Qué tal de
resonancias?», que se desentendía, risueño, de lo que se desplazaba
demasiado en el sucedido inmediato, para extraer de él algún
fragmento que solo se le hiciera discernible al proyectarlo un poco
más allá. La infinidad marina del conocimiento parecía exigirle, más
que el deseo de abarcarlo conceptualmente, el de ser penetrado por
ella: buscaba arrancarle, como a su tiburón de plata, un bocado
paladeable que le permitiera conocer por incorporación, robar una
rama y convertirla en flauta: es decir, no la creía accesible por una
59
explicación, sino por una modulación equivalente.

Por eso mismo, su voracidad meditativa no puede ser mensurable:


alcanzamos apenas a avizorar la multiplicidad de ese apetito de
comprensión cultural, en busca de interrelaciones diversas entre diversos
componentes de la filosofía y el arte del barroco histórico. De aquí su
anotación de julio de 1940 acerca de que el pensamiento de Spinoza había
sido relacionado con ese eje expresivo principal que fue el claro-oscuro en
60
la plástica barroca.

Uno de sus más brillantes y reveladores trabajos, «Julián del Casal» (1941)
contiene una de las claves de su consideración ensayística sobre el barroco.
Ante todo, se devela aquí su personalísima manera de entender la crítica
como confluencia de conocimiento, axiología y estética, voracidad que
enguye de manera minuciosa y selectiva:
[…] la crítica se puede trocar en creación, no en capricho, apegarse a
invisibles orígenes sin olvidar la corrección, sus ajustes. No se trata
de confundir, de rearmar de nuevo uno de aquellos imbroglios
finiseculares y volver a lo de la crítica creadora. Sino de acercarse al
hecho literario con la tradición de mirar fijamente la pared, las
manchas de la humedad, las hilachas de la madera, inmóvil, sentado;
que ya entraña la calentura y la pasión en ese absoluto fijarse en un
hecho, dejar caer el ojo, no como la ceniza que cae, sino deteniéndolo,
hasta que esa cacería inmóvil se justifica, empezando a hervir y a
61
dilatarse.

No se trata de una banal justificación de su apasionado estudio de Casal.


Antes bien, constituye una advertencia sobre la perspectiva histórica —en el
sentido creador que Lezama asigna a la historia misma— que considera
necesaria para las culturas latinoamericanas en su complejidad de
entramado. Por eso añade a renglón seguido:

Una sucesión de reyes y tres edades pueden servir, pero en América,


la crítica frente a valores indeterminados o espesos, o meras
secuencias, tiene que ser más sutil, no puede abstenerse o asimilarse
un cuerpo contingente, tiene que reincorporar un accidente,
presentándolo en su aislamiento y salvación. Así, quien vea en el
barroco colonial un estilo intermedio entre el barroco jesuítico y el
rococó, no le valdrá de nada lo que ha visto, hay que acercarse de otro
modo, viendo en todo creación, dolor. Una cultura asimilada o
desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino
un hecho doloroso, igualmente creador, creado. Creador, creado,
desaparecen fundidos, diríamos empleando la manera de los
62
escolásticos por la doctrina de la participación.
Lezama deja sentado su total rechazo al cuantitativismo enfebrecido que
tanto marcó las tendencias críticas emanadas de la filosofía y la sociología
positivistas, y las hizo tan incapaces de calibrar la grandeza de Casal:
«Nuestra crítica —tan absurda y municipal para juzgar el hecho poético—
se contentaba con presentarlo como un afrancesado más o cualquiera. Pero
63
ese reparo ofrecido en esa forma era radicalmente innecesario». Cabría,
lamentablemente, agregar que mucho de esos lastres han venido perdurando
—solapados o no— hasta el siglo XXI. Por el contrario, su preferencia
atiende de manera ensimismada lo cualitativo, pero en términos de la
interrelación de factores diversos, que confluyen en la obra de arte y
permiten al crítico percibirla —si se me permite emplear este término
semiológico— como una cámara de ecos; en efecto, Lezama habla en este
64
ensayo de la necesidad de atender al « […] misterio del eco». Y añade de
inmediato: «Como si entre la voz originaria y el eco no se interpusieran,
65
con su intocable misterio, invisibles lluvias y cristales». Es en esta zona de
su texto que retoma el imán del pensamiento cartesiano, al cual acude para
hacer evidente que no se trata de negar lo cuantitativo, sino de percibirlo en
su transfiguración hacia la cualidad —ética, estética, cultural— en el
proceso de recepción del arte, que es, en su perspectiva, una metamorfosis
realizada por el receptor:

[…] Baudelaire podía soportar con una gran elegancia, el peso de una
gran tradición. Todo en él parecía desenvolverse dentro de esa
amalgama indefinible, en que lo cuantitativo es ya cualitativo,
momento estudiado por Descartes, y en que, según su frase, la ceniza
66
se convierte en cristal.

El énfasis, a nivel estético, en los procesos de metamorfosis, entra también,


67
a juicio de Omar Calabrese, en el conjunto de rasgos que caracterizan la
percepción neobarroca, todo lo cual está relacionado con una manera
peculiar de enfocar el proceso gnoseológico:

La discreción de ciertas cosas de otras en la continuidad de la


naturaleza depende, en conclusión, también de la instauración de
determinados puntos de vista sobre el mundo, que lo hacen más o
menos pertinente. Ciertos aspectos del mundo puede reconocerse solo
porque existe aquél y no otro gusto de la investigación y del
68
descubrimiento.

Su texto sobre Casal, por lo demás, vuelve a trazar una línea impalpable de
transmisión, algo a manera de eco desde el barroco a la modernidad, tanto
en su nítido trazado francés —Descartes-Racine-Baudelaire-Mallarmé-
69
Valéry — , como en la línea, más evanescente, que se traza de Garcilaso y
Góngora a Casal, cuya valoración esencial establece Lezama en términos de
secreto estremecer barroco: «[…] Casal viene a cumplir en nuestra
literatura lo entrevisto de los sentidos, que permiten ver la noche acurrucada
70
en una hoja y a esa misma hoja trocarse en oído o en concha marina».
Pero la valoración de Casal entraña una reverberación personal del crítico,
que en el cierre de su texto testimonia tanto su percepción del vacío de la
cultura cubana de su época, como la tensada avidez de transformarlo:

En todo símbolo hay concupiscencia, nos previene Pascal. Ese


añadido que una sensualidad para lo perdurable, gusta de poner en el
tiempo hecho, hacia atrás como una línea límite de la propia
insuficiencia. Ese vacío actual que no se resigna a ocupar una forma,
busca señalar vestigios, posibilidades, como una comprobación de la
extensión de sus miradas. Por eso encuentra en la frustración de una
búsqueda pasada, una temerosa justificación de la posible plenitud
71
que anhelamos.
En el ensayo «Las imágenes posibles», Lezama desarrolla con pasión una
verdadera catarata de concepciones acerca de la poesía y la imagen, red
abierta siempre al misterio de las sugerencias emanadas de correlaciones
culturales, diálogo a partir del rumor de los fragmentos de las obras del
espíritu acerca de la poesía y la imagen. En ese texto de 1948 insiste sobre
la idea de la poesía como peculiarísimo, y no precisamente mimético espejo
—tratada ya de manera genial en Muerte de Narciso— donde se refractan
otros ángulos de perspectiva de la cultura y de la propia percepción lírica;
en el siguiente pasaje del ensayo, late a pleno pulmón su idea del arte como
recepción de un cambiante concierto de niveles, fragmentos, sensaciones,
visiones del mundo, tanto estéticas como gnoseológicas:

El mismo espejo de la poesía tiene su revés que otorga una poesía de


mayor movilidad, pero de muy difícil desciframiento. El que ha
escrito la poesía es de pronto sorprendido por otra poesía que él toca y
agranda, pero de revés. Un soneto de Góngora al conde de
Villamediana, celebrando el gusto que tuvo en diamantes, pinturas y
caballos. Ese soneto es un índice amistoso, pero da paso a enlaces y
misterios de más rebrillos. ¿Cómo se conocieron Góngora y el conde?
¿Cómo la tozudez gongorina quebraba para escribir a dos manos otras
teatrales con Villamediana? ¿Acompañaba Góngora al conde en la
misma berlina cuando éste paseaba por los alrededores oscuros de
Madrid y por sus bajos fondos? ¿Por qué los dos mejores amigos de
Góngora tuvieron muerte misteriosa, pasados a cuchillo? El conde
intenta siempre acercársele como resguardo y compañía. Así, si
Góngora crea «la hija de la espuma», él se acerca más aun y crea su
«nieto de la espuma». Cuando Góngora nos entrega su advertencia
inaugural: era del año la estación Florida, Villamediana se acerca más
aun para enviarnos el mismo recado de situaciones: era la verde
juventud del año. Aun si por estos acercamientos del de Villamediana
dejaban las cosas en su distancia habitual, el mineral, los diamantes,
los frutos de Góngora se alejaban del lacustre, del junquillo de agua
72
estancada de Villamediana.

Como se observa, Lezama despliega aquí su percepción estética del espejo


como una alteridad que, entroncada de modo inevitable con la substancia de
la vida y el arte —y viceversa—, dialoga con el receptor, quien, para un
cumplido disfrute del arte, está obligado a formular preguntas a la obra de
arte, y, en ella, con fragmentos que, en su desgajada brevedad, son, sin
embargo, vínculos de conexión con otras zonas de la creación, de la cultura
y la historia. En tal sentido, la noción del espejo aquí trabajada de nuevo
por Lezama, no puede identificarse meramente como una metáfora
personal, sino también como un síntoma de una gradual transformación de
la cultura, que se dirige de manera incontenible hacia posturas que habría
de eclosionar más tarde, en la década del sesenta del siglo XX.

La recurrencia del tema del espejo así configurado por Lezama, lo vincula
con el movimiento de ideas y modos de creación que habrían de
desembocar en una transformación del pensamiento estético en las últimas
décadas del siglo XX. Simón Marchán Fiz me permite subrayar esta
trascendencia que advierto en la ensayística lezamiana, cuando afirma que:

La metáfora de los espejos en la obra artística garantizaba desde el


Romanticismo la densidad de lo estético y su infinitud, es decir, ese
peculiar carácter inagotable de las combinaciones artísticas, la
germinación de nuevas constelaciones en la obra como médium de
73
reflexión poética y artística.
En «Las imágenes posibles» Lezama examina un vórtice de factores que
sustentan su concepción de que la base esencial de todo el proceder creativo
es la percepción y la construcción de imágenes. De ese modo, aparece más
de una consideración acerca de lo que hoy suelen denominarse como los
procesos de recepción, bien que no designados, desde luego, con semejante
término. No obstante, hay que señalar que no se trata de un hecho aislado o
en sí mismo sorprendente.

Desde la primera mitad del siglo XX, desde ángulos y países diversos, se
empezaba a sentar las bases para focalizar al receptor —en una especie de
«regreso del lector»— en la perspectiva crítica y teórica de los estudios
sobre arte, dirección en la cual el pensamiento de Bajtín, de Iser o el New
74
Criticism tendrían un peso específico indudable.

Lezama destaca la participación del receptor como destinatario de los


procesos de creación literaria: «La emisión poética de una palabra puede
75
igualar sus ingredientes o elementos actuando sobre nosotros». Y a
renglón seguido ejemplifica el poder de sugerencia asociativa
multisensorial de vocablos construidos o empleados con una exclusiva
finalidad estética. Se detiene, de manera muy significativa para el presente
examen de su cercanía con nuestra contemporaneidad, en el problema del
desbordamiento de los significados de un elemento —un signo, si se me
permite decirlo con un relumbre semiológico— del entramado artístico,
semántico aluvión que es potencialmente de carácter cultural en su más
amplio sentido de vasos comunicantes —a veces insospechados— cuyo
descubrimiento Lezama parecería asociar a la fruición estética:

Ungüento popúleo nos produce también ese oleaje gordo de sílabas


espesas, que nos va otorgando sílaba por ola, hasta dejarnos en la
playa de donde vamos a ser extraídos con las danzas del alba. La
poesía no se ordena y realiza solo dentro de esos regustos de un
círculo para los ojos, que cabe justamente dentro de una sucesiva
cantidad de vibraciones para el oído. Alguien toca la puerta sin
excepcionarse como aparecido o forastero. La figura que atraviesa el
patio parece arrastrada por los tres golpes en la puerta. Cuando
regresa, el ladeo sorprendido de nuestro rostro lanza su ¿quién toca?
La figura que atravesó el patio dice: —Uno. Mientras vuelve la
atravesadora de patios, no a su rueca escocesa, sino a su zurcido de
innobles tapices, su Uno ha comenzado a reclamar y a hervir, a saltar
76
a otra naturaleza.

Lezama deriva de esta idea, su noción de que estos neologismos poéticos


resultan en sí mismo monstruos de expresión, en lo cual es inevitable
percibir una resonancia del barroco gongorino, pero también de la retombée
(neo)barroca del siglo XX, donde también las modalidades del cine que se
vinculan —de manera directa o indirecta, ya se trate de E.T. o de Solaris—
con lo monstruoso representan una de las modalidades más obvias, pero no
la única, de manifestar la relación que el hombre es capaz de establecer
entre lo monstruoso y la búsqueda del saber: Michel Foucault ha
comentado que «El monstruo asegura, en el tiempo y con respecto a nuestro
saber teórico, una continuidad que los diluvios, los volcanes y los
continentes hundidos mezclan en el espacio para nuestra experiencia
77
cotidiana».
78
Hay que convenir con Calabrese en que, en efecto, en el siglo XX diversas
formas de la cultura —narrativa de ciencia ficción, televisión, vídeos de
todo tipo (desde el arte hasta la publicidad), etc.— han propiciado y
sostenido una proliferación de monstruos. Como indica el semiólogo
italiano, el «monstruo» se caracteriza por significados marcados, por el
rebasamiento de una medida o pauta, por el matiz enigmático que los
caracteriza, por su irregularidad, por su desmesura —lo excesivamente
grande, lo impensablemente diminuto—; ello ha impulsado una especie de
revitalización de la teratología, pero, asimismo, a una meditación sobre el
efecto de lo monstruoso en el receptor.

En tal sentido lo monstruoso mueve a una valoración —positiva, negativa—


sobre la forma, la moral, el gusto o la pasión. Lezama, en «Las imágenes
posibles», aborda también la poesía como un proceso de construcción de
monstruos, el cual para él no está constreñido al arte, ni tampoco reñido con
él, muy al contrario, asume el acto poético como una creación que puede
asumirse en ciertos casos como generación de monstruos:

De esa manera, a la cantidad de monstruos que el hombre ha podido


crear, la orquesta, la cacería, la poesía, aparece el más cambiante
torbellino de aprehensión, el que puede estar más cerca del torbellino
y el que puede, al derivar de ese germen una sustancia, tener un
cuerpo de la más permanente resistencia. ¿Luego es posible el
aislacionismo de un monstruo elaborado por el hombre donde puede
aprisionarse el germen y su desarrollo, la constitución de un ente
79
germinal?

Vale la pena detenerse en el matiz barroco de la concepción lezamiana


sobre la poesía como monstruo. Al analizar la proliferación de lo
monstruoso en el neobarroco, Calabrese apunta: «[…] Los nuevos
monstruos, lejos de adaptarse a cualquier homologación de las categorías de
valor, las suspenden, las anulan, las neutralizan. Se presentan también
como formas que no se bloquean en ningún punto exacto del esquema, no
80
se estabilizan». Véase a continuación cómo en «Las imágenes posibles»,
Lezama, después de referirse a la generación de monstruos, entre los cuales
incluye a la poesía, procede a lo que me atrevo a llamar una
deshomologación entre los conceptos de poesía y poema. Apunta el
ensayista:

La poesía, que es instante y discontinuidad, ha podido ser conducida


al poema, que es un estado y un continuo. Pues hay siempre una
comparación en cada poema mediante la cual fijamos un elemento de
suyo fugaz e irreproducible. Si decimos tal vez que un cristal es agua
dura o fija brisa, no es que intentamos detener el eco sino que
intentamos una dualidad imposible como un águila y un toro que
tirasen de una homérica carreta. Esa cualidad imposible, comparativa,
hecha para un sentido hiperbólico, es la que mantiene la liaison de
poesía y poema. Mientras el invitado es esperado, sus rasgos ante la
81
ventanilla se convierten en un poliedro aleteante.

Así establece una distinción entre la posibilidad infinita de la potencia


creadora, entendida esta —la poesía— como intangible, efímero y
discontinuo soplo, de la realización concreta en un entidad específica,
estable y continua. Al establecer la des-homologación, se obliga a distinguir
la causa del efecto, la potencia del acto, desde una perspectiva que lo
devuelve a los orígenes aristotélicos, escolásticos y cartesianos del
comienzo de su inquisitoria búsqueda de una perspectiva estética
contemporánea. La meditación sobre la poesía —categoría encarada por
Lezama en este ensayo como, en su día, el lingüista Wilhelm von Humboldt
enfrentó el lenguaje (enérgeia) en contraposición deshomologante con la
palabra (érgon)—. Al indagar sobre la evolución del pensamiento de
Lezama en relación con la cultura de su tiempo, tras «Las imágenes
posibles», viene la espléndida volcadura —sensual, noética, afectiva— de
«Sierpe de don Luis de Góngora» (1951). Es significativo encontrar que, ya
en las primeras páginas de este texto, el poeta cubano asocia la obra del
cordobés con la creación de monstruos:

Pregonero y relator de la gloria alza en sus manos las formas del


esplendor para que Dios y las criaturas las reencuentren y
contemplen. Pregona para que sean contemplados en la luz, las ramas
colgadas de conejos, los pinos con cabeza de oso, las sutilezas en las
82
variantes del pez […].

La distinción que estableciera en «Las imágenes posibles» entre poesía y


poema, parece proyectarse también sobre su perspectiva de la comprensión
de la expresión lírica.

En efecto, el acto de apropiación del texto poético es visto por él como


integración de lo analítico y del acto de intuición; en el primer caso, el
proceso conceptual permite vencer las cifras que haya puesto el poeta a su
creación; en el segundo, el receptor queda deslumbrado en una
contemplación por completo inusitada, es decir, también, en su carácter de
vivencia estética especialísima, convertida en instante y discontinuidad,
como acceso prodigioso a la poesía en su esencia cabal. Véase cómo ese
modo de comprensión se vincula con su manera transparente de percibir
cómo el poeta cordobés había fundado una nueva poesía:

Los acercamientos a don Luis han sido siempre de sabios de Zalamea.


Pretenden oponer malicia crítica a su verbal sucesión y enjalbegada
seriedad a sus malicias. Pretenden leerlo críticamente y piérdenle el
tropel, sus remolinos y desfiles. Descifrado o encegueciendo en su
cenital evidencia, sus risueñas hipérboles tienen esa alegría de la
poesía como glosa secreta de los siete idiomas del prisma de la
entrevisión. Por primera vez entre nosotros la poesía se ha convertido
en los siete idiomas que entonan y proclaman, constituyéndose en un
83
diferente y reintegrado órgano.

Es necesario recordar que, en el momento en que Lezama escribía este


ensayo, el rescate de Góngora apenas databa de veinticuatro años atrás: se
trataba, pues, todavía de un tema de relativa actualidad, que todavía era
abordado de la manera esquemática que había sido característica del siglo
XIX. El propio García Lorca anotaba pocos años antes que «Góngora ha sido
maltratado con saña y defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante
como si estuviera recién hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un
84
poco vergonzosa, en torno a su gloria». Una de las cuestiones esenciales
para una conceptualización del barroco, el claroscuro, absorbe buena parte
del ensayo lezamiano, donde irrumpe a poco de sus inicios, asociada con
una categoría esencial para el poeta cubano, la lejanía:

La luz de Góngora es un alzamiento de los objetos y un tiempo de


apoderamiento de la incitación […] La luz que suma el objeto y que
después produce la irradiación. La luz oída, la que aparece en el
acompañamiento angélico, la luz acompañada de la transparencia y
85
del cantío transparente de los ángeles al frotarse las alas.

La noción de claro-oscuro es incorporada por Lezama como cualidad


perceptible en la poesía gongorina, como un concertante diálogo implícito
en la construcción de las imágenes. Lezama advierte que Góngora crea una
poesía donde la percepción superadora, transfigurativa de una realidad
española en proceso de derrumbe inevitable, trabaja con una luz especial —
perfilada sobre todo en términos de maceración de culturas (helénica,
romana, popular hispánica, etc.)— cuyo resultado obvio es el
distanciamiento en el cual la distorsión barroca de escenarios, músculos y
perfiles, conduce también a lograr una flexión total de la perspectiva propia,
una transmutación de yo individual en sujeto, esplendoroso, de las culturas
y sus estremecidas fibras de tradición. Así, dice:

A veces el tratado del verso en Góngora, recuerda los usos y leyes del
tratamiento de las aves cetreras. Cubre la testa de esas aves una
capirota que les fabrica a sus sentidos una falsa noche. Desprendidas
de sus capas nocturnas artificiosas, les queda aun el recuerdo de su
acomodamiento a la visión nocturna, para ver en la lejanía la
incitación de la grulla o la perdiz. Su relámpago de apoderamiento
surge de la noche, pero después, anegada en la luz, la incitación
desaparece en la voracidad de su blancura. Despréndese la
luminosidad del verso sobre una superficie o escudo, el llegar allí el
rayo de luz se refracta y chisporrotea, en esa momentánea
incandescencia cobrada por el objeto, se pesca aquel único sentido de
que hablábamos […] Como en el mito griego, para descender a las
profundidades había que hacerlo vestido de lana negra, y permanecer
dentro tres veces nueve días. Góngora intenta, por el contrario,
descender armado de su rayo, asustando a la humedad nocturna con el
86
relámpago de sus venablos de cetrerías.

El tratamiento de la luz en Góngora es avistado por Lezama, en un


determinado momento de la poesía del cordobés, como una coincidencia y
no como una contradicción entre el estilo renacentista y el barroco:

Se hace lejano, es en ese único sentido que sobrevive, que se sumerge.


Su luz, ni siquiera la luz, sino la luminosidad, que es facultad o
derivado, golpean su reverso; la numerosa cantidad busca su asomo,
concurriendo a la superficie, donde da su prueba. (En este barroco
87
renacentista, desaparece la aguja y se entreabren las mil ventanas).
Hay que advertir, una vez más, que al referirse a ese «barroco renacentista»,
Lezama vuelve a negarse a una contraposición mecánica y superficial entre
dos fases inmediatas e interconexas de la historia de la creación. Por el
contrario, en su modo de considerar el tránsito en el estilo de Góngora,
ambas tendencias, luego de un trecho recorrido en común, terminarían por
establecer una separación que es más de perspectiva que de ruptura: «De
regreso de aquel renacentista crecimiento de lo ácueo, los objetos y
animales guardados por Góngora en su arca, vuelven para saborear los
destellos, hacer duras las bocas con carbunclo y tenacillas de rizadas
88
verjas» La directriz de la interpretación lezamiana de Góngora, por lo
demás, se concentra en el discernimiento de la poesía como significado
vital y no meramente artístico:

Busca Góngora el único sentido por dura luz que mantenga, ¿pero es
la poesía sentido que se deshace o soplo que se extiende y ocupa, no
en el espacio del sentido, sino en el movimiento endurecido,
resistente, ente de lo temporal, con cuerpo para la ocupación de ese
89
soplo?

De cierta manera evanescente, tales preguntas parecen dirigirse al propio


autoconocimiento a la vez que a la estricta interpretación de Góngora. La
respuesta aparece poco más adelante en el ensayo mismo:

Todo vivir en el reino de la poesía in extremis, aporta la configuración


del vivir de salvación, paradojal, hiperbólico, en el reino. Así don
Luis, estático, ocioso, indolente, lejano y litúrgico, fue el creador de
un vivir de apetito o impulsión de metamorfosis. Para adquirir esa
forma, había que vivir fuera de toda búsqueda, aventura o instante
configurado, es decir, estáticamente. El destino aquí prepara el propio
desarrollo de la persona, busca el sujeto de crecimiento,
90
expansionable en el sentido de una innata metafísica del espacio.

La luz, como tópico de la poesía gongorina, es problematizada por Lezama


en un sentido que ya no es estrictamente concordante con la percepción más
corriente del claro-oscuro del siglo XVII por la crítica de las primeras
décadas de su propio siglo. En efecto, Lezama advierte que la
contraposición mayor aparece entrañada en la propia luz, y de ese contraste
dinámico hace derivar un proceso de inacabable decadencia y resurrección:
«En la “Primera soledad” hay la evidencia cenital, la prueba heliotrópica,
91
los objetos se queman y se reconstruyen». Y más adelante precisa: «Su
poesía adquiere su campo de bipolaridad y de refracción, entre el
heliotropo, su claridad cegadora, y la piedra imán, que suma el remolino
92
hacia una dirección, la estrella polar».

La evaluación lezamiana de la bipolaridad de la luz gongorina alcanza un


tono concluyente en el ensayo: «Góngora culmina posiblemente en todas
las lenguas románicas el vencimiento de la prueba heliotrópica. Su índice
de luminosidad fija el centro por donde penetra el rayo metafórico y su
93
tiempo de permanencia dentro del haz luminoso».

La insistencia de Lezama en la luz gongorina no se refiere a una


ponderación elemental de la presencia de un tema, sino a una condición que
rige la poesía del cordobés. Nótese que se trata de una contradicción
deliberada —pudiera decirse un mentís— a la secular consideración de que,
salvo en las Letrillas, la poesía de Góngora se perdía en la obscuridad
semántica y el enrevesamiento sintáctico, cuyos frutos eran la perplejidad y
el alejamiento del lector. Como Lezama, los poetas de la generación del 27
se instalaban a la vez en una defensa del verso gongorino y en un
afianzamiento de sus propias posiciones neobarrocas. Dámaso Alonso
apuntaba:

[…] Góngora no era incomprensible, no era absurdo, no era vago, no


era nebuloso. Era difícil, ligado, perfecto, exacto, nítido. Era
consecuente consigo mismo, y con una larga tradición, en la que los
últimos eslabones ya habían sufrido un exacerbamiento estético, un
prurito de algo que Góngora intensificaba aun. La poesía de Góngora
pedía ser una poesía-límite; no era, de ningún modo, una poesía
94
incoherente.

Por otra parte, José Ortega y Gasset, menos sospechoso de parcialidad con
el renacer gongorino, apuntaba de manera categórica:

No tiene sentido tachar de oscuro a un jeroglífico porque no se puede


leer resbalando con la pupila horizontalmente de figura en figura. El
jeroglífico nos invita a una lectura vertical; tenemos que calar la
superficie de cada imagen, y entonces vemos que por debajo se unen
las unas a las otras. El poeta ha hecho el camino en sentido opuesto:
parte de una realidad y busca su transcripción poética, por decirlo así,
su doble en el trasmundo lírico. Esto es lo que nos da: su propósito es
95
precisamente tapar lo real, encubrir lo cotidiano con fantasmagoría.

Es necesario, en otro sentido, considerar que en Lezama hay, además, una


imantación de gran calibre hacia el poeta barroco: el manifiesto interés de
Góngora por la realidad de América, su necesidad de conquistar, para su
personal aventura poética, la esplendidez del Nuevo Continente. Dámaso
Alonso percibió la intensidad de la imagen gongorina de América, y señaló:

Dos ideas hay en esta representación de América —apresurémonos a


decir que las dos acuden con frecuencia a la mentalidad de los
escritores de nuestro Siglo de Oro—: la primera, religiosa;
económica, la segunda. América, según estos versos, es: 1), aquella
que durante largo tiempo fue idólatra del Sol, y hoy adora al Dios
verdadero, junto al cual el Sol no vale ni lo que una simple estrella, y
2), es una enorme extensión, descubierta, sí, para España por la
pericia marinera de un genovés, pero a la cual también la usura de los
genoveses le está ahora chupando sus riquezas, con pérdida para la
96
economía española.

Empero, además de estas coordenadas más comunes a toda la literatura


española, Dámaso Alonso identifica el sesgo personal de la percepción
americana perfilada por el poeta cordobés, lo cual permite definir que «La
visión de América como una tierra fabulosamente rica no abandona a
Góngora, ni aun en la ocasión en que más decidida y directamente trata de
97
asuntos americanos». De aquí deriva una consecuencia estilística tanto
como semántica: el esplendor americano contribuye al acendramiento del
estilo gongorino, al cual sirve de material temático, pero también de marca
y acicate:

Góngora no podía desperdiciar tanta riqueza. También él tiene su


conquista de las Indias, una conquista metafórica.

La poesía renacentista había seleccionado para sus juegos


imaginativos, brillantes, fastuosas palabras. Cuando a fines del siglo
XVI y principios del XVII se intensifica el gusto por la metáfora, y junto
con él el despliegue poético de nitideces y esplendores, abundan
como nunca en poesía nácares, oro, marfil, perlas. Una costumbre, ya
antigua, llevaba a los poetas a localizar todas estas preciosidades en
sus centros productores más afamados. Para la literatura grecolatina
las tierras productoras de lo precioso fueron las cercanas al mar
Eritreo. Pero descubierto el Mundo Occidental, se abren a los poetas
territorios vírgenes aptos para la localización de la suntuaria
98
metafórica.

El aprovechamiento gongorino de América es un imán para Lezama, pero


también un precedente para su propia indagación que, dirigida —en buena
medida— hacia metas específicas de lo americano, aprovecha percepciones
del poeta cordobés para subrayar determinadas concordancias, o, también,
para rechazar conceptos e imágenes de lo americano que Lezama considera
inquietantes, como la siguiente:

De ese sueño Góngora envía no tan solo los ojos de topacio de


Ascálafo, el chismoso, sino el relámpago mortal de las aves de
cetrería. De esos descensos templados, lentos y penetrantes, saltan las
aves cetreras. Relámpagos que de su oscuro se hunde en un cenital
punto moviente. Fijémonos en el aleto, cetrera americana, que torna
desconfiado a don Luis, «fraude vulgar, no industria generosa / del
águila les dio a la mariposa». ¿Cómo acusa al aleto americano, de
caídas contradictorias, como la de no estar estudiado, no estar en
temple, en su punto de fuego transmutador, y al mismo tiempo de
mostrar fraude? Es entonces América una naturaleza caída en pecado
original, en una paradojal enfermedad irresoluble entre naturaleza y
99
espíritu.

Hay que destacar de modo especial uno de los tópicos más apasionantes de
«Sierpe de don Luis de Góngora». Me refiero a uno de los temas que
Lezama aboceta hacia el final de su ensayo: el de lo que me gustaría
denominar lectura cultural, es decir, la aspiración de una interpretación
integradora de Góngora, en términos no ya de lo literario estricto, sino de lo
epocal —en toda su inevitable fragmentación perceptivas— e, incluso,
como el propio Lezama evidencia, lo experiencial. En tal sentido, como
subrayaba en un texto de 1972, «En los últimos años […] el tema de las
culturas ha sido en extremo seductor, pero las culturas pueden desaparecer
100
sin destruir las imágenes que ellas evaporaron». A lo que añade casi
enseguida:

Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a


vivir por la imagen. Esta avisa las pavesas del espíritu de las ruinas.
La imagen se entrelaza con el mito que está en el umbral de las
culturas, las precede y sigue su cortejo fúnebre. Favorece su
101
iniciación y su resurrección.

De modo que la lectura cultural, tal como la concibe Lezama, es vía para el
rescate de la imagen, no considerada en un estatismo inerme, sino sujeta a
transformaciones diversas, que incluyen tanto su proceso de
desvalorización, sus metamorfosis, como su modo de ser captada por el
102
receptor. Esta idea concuerda con lo que expresa el ensayista en la
conclusión cabal de su análisis del legado del poeta de Soledades:

Ya hoy el enigma de don Luis de Góngora se ha cerrado totalmente,


semejante al avivamiento de ciertas valvas de los gastrónomos chinos,
a la obtención del oro coloidal, o la teoría del fulgor etrusco, se
precisa en la distensión de la visión, pero desaparece si se intenta
situar dentro del campo óptico de la poesía. La relación entre nuestras
solicitudes y sus ofrecimientos se establece en una relación irónica
103
sombría.

Nótese la paradoja: Lezama sugiere que, lograda en su tiempo una mejor


comprensión de Góngora, es entonces que se hace más inaccesible. El
sentido de esta incongruencia podría radicar en que, en la medida en que
Góngora aparece no ya como un extravagante y caprichoso escritor, que por
quién sabe qué torceduras del espíritu se aleja de lo popular y lo tradicional
del verso español, sino como el gran transfigurador de la expresión poética
en el mundo hispánico, su comprensión depende de la posibilidad más que
hipotética de aprehender el mundo cultural y los imperativos personales que
marcaron sus elecciones estéticas.

Por otra parte, hay una cuestión de extraordinaria significación en el afirmar


que el enigma de Góngora se ha cerrado hoy de manera total. Me inclino a
pensar que en ese aserto de que se ha concluido el debate sobre el poeta
cordobés, podría interpretarse como que Lezama percibe que el barroco
histórico en lengua castellana no va a «resucitar» en la renovación lírica que
él mismo está propugnando, sino que esta se orienta en un sentido diferente
y, en lo medular, nuevo. Ello tendría que ver con una percepción de que el
neobarroco no es una mera resurrección mecánica del barroco del siglo XVII,
sino una propuesta diferente que con la época de Góngora tiene afinidades,
pero no una identidad absoluta y, por ello mismo, ahistórica. Se trata de lo
que apunta Pierrette Malcuzynski:

Por esa cualidad de autonomía lexical en relación con la noción del


Barroco es que proponemos aquí el término de neobarroco, sin
paréntesis ni guion, para designar una noción que remite a la época
actual. De modo que el neobarroco no la producción de un «efecto»
que es del dominio de un modelo anterior, en el que el prefijo «neo»
testimoniaría una posterioridad recurrente en el tiempo histórico o un
deslizamiento en la dimensión psicoanalítica. La hipótesis de un
neobarroco no «moderniza» absolutamente nada; no se trata de «neo»
barroquizar el modelo originario, ni de hallar paralelos o «parecidos»,
ni de recomenzar o repetir (cíclica o tautológicamente) un barroco
esporádico pero eterno, atemporal y ahistórico. No obstante, la noción
misma solo puede construirse a la imagen de su desarrollo, del cual
104
ella es un producto en la historia.

La clausura que parece sugerir Lezama en cuanto a la reevaluación de la


poesía de Góngora —lo cual implicaba, como se ha visto, una nueva
recepción del gran escritor español—, no lo hace abandonar sus referencias
al barroco histórico, pero se advierte una menor focalización de los
barrocos del siglo XVII. En cambio, se van perfilando aspectos esenciales no
ya de su propia noción de la poesía, sino, incluso más allá, de un verdadero
sistema, que se expresará en diversos ensayos posteriores, en particular en
«Introducción a un sistema poético» y, desde luego, los que integran La
expresión americana. De aquí que en «Sierpe de don Luis de Góngora»
Lezama declare:

La relación entre nuestras solicitudes y sus ofrecimientos se establece


en una relación irónica sombría, pues como el cocinero malayo de
Quincey, aparece en una tempestad, por la puerta cocina, hablando
griego clásico, haciendo normal lo inverosímil, pues el que le oía era
un helenista. La contracifra de muchos de sus versos se nos ha
convertido en un badinage, como el hallazgo de una nueva vértebra
por Juan Wolfgang Goethe o la rana eléctrica de Marat. […] Su
escritura y su único sentido se nos han convertido en un signo, más
cerca de lo vivencial que de su hermenéutica, y ante ese temor
incesante preferimos descansar en la tibiedad de su inexistente
eufemismo y suponerlo dentro de las banales y renacentistas
105
reapariciones de la gaya ciencia.

Así trazada una nueva y tal vez insuperable dificultad para una cabal
interpretación de Góngora, habría apenas que remitirse, en la percepción
lezamiana, a la circunstancia propia, a la posibilidad de experimentar la
lectura de Góngora como vivencia del receptor efectivo, que ejerce su
condición de tal en una época diferente, si bien —como en el caso real de
Lezama— tan desoladora y sombría como la del poeta de Polifemo y
Galatea. Por eso la idea dominante con que comienza a cerrar sobre sí
mismo su ensayo deslumbrante es, de modo simultáneo, desfallecedora y
estimulante:

Nuestra lectura es irónica y de invasora delicia sensorial, ante ese


agrupamiento, de una expresión que tiene que haberse percibido
originalmente como simbólica y teocéntrica, y que viene a
demostrarnos el relativismo o pesimismo de toda lectura de un ciclo
cultural. Y es agudo y desgarrador que el pesimismo de esa lectura
106
imposible comience por la poesía.

La noción lezamiana de la lectura es básica para comprender no solo su


pensamiento sobre la cultura —tan cercano a la percepción que de ella
tendrá, décadas más tarde, la Semiótica en tanto dominio científico—, sino
asimismo para percibir mejor lo que subyace bajo la supuesta hermeticidad
que la crítica más miope ha acuñado como cualidad de su poesía. De lo que
se trata, en el cuerpo de su ensayística, es de algo más que de una
metaforización desbordante en el tejido de su prosa reflexiva: la cuestión se
ilumina a partir de la percepción de un ser humano de excepción —y por lo
demás tan unida a Lezama— como María Zambrano, quien advertía en
1967:

No faltan quienes consideren a Lezama Lima un poeta impenetrable


porque se ajusta a un modo de expresión personal y arbitraria, que
choca a veces con la estructura de la sintaxis o con el rigor de la
concordancia. En un principio (téngase presentes Muerte de Narciso y
buena parte de Enemigo rumor) su verso semejaba una selva de
metáforas; pero ese lujo de imágenes fue atenuándose después para
dar mayor auge a violentas elipsis ideológicas, a asociaciones
insólitas que parecen venir del fondo de la subconciencia, o a
107
evocaciones hiperbólicas que funden lo real con lo onírico.

María Zambrano ha sido clarividente: también en el ensayo —yo agregaría


que sobre todo en él— la aparente inextricabilidad lezamiana deriva de esas
dos operaciones, la supresión de elementos, incluso ideas que, consideradas
innecesarias y evidentes, son eliminadas en aras de obtener una mayor
organicidad en la imagen, que, por lo demás, suele dirigirse a invocar son
insólita intensidad otras entidades de la cultura, en una operación que, en
estricta complementariedad con el concepto lezamiano de lectura cultural,
me atrevería a considerar una especie de escritura que apela a la espléndida
proliferación de vasos comunicantes, cuya esencial existencia solo es dable
comprobar a quienes tienen, como Lezama, una percepción multivalente del
dinamismo cultural. Pero ¿qué sentido tendrían esas eliminaciones?

El riesgo de no comprensión, ¿no era excesivo, en particular para un texto


ensayístico? No hay tal: la supresión, como fundamental operación retórica,
no es meramente una supresión cuantitativa, morfológica, funcional.
Entraña a menudo —y sobre todo en el caso de Lezama— la construcción
de una figura de significación, que se manifiesta a partir de la sugerente
concavidad de una ausencia de significado, pero no de sentido, vale decir,
de orientación semántica del silencio hacia una otredad que es apenas
sugerida la aparición de nuevos significados cuya expresión y matices se
manifiestan con particular energía precisamente porque son convocados in
108
absentia. Es así que, en el nivel sintáctico del discurso, los fenómenos de
elisión afectan al orden de la expresión literaria (en especial al poner en
contacto directo elementos que, en una organización discursiva más
explícita y no sometida a supresiones, hubieran apenas tenido un tenue
empalme distante): esto tiene una consecuencia también en la recepción, tal
como hace notar Menakhem Perry:

El texto literario, como cualquier texto verbal, es recibido por el


lector a través de un proceso de «concretización». Sus elementos
verbales aparecen uno después de otro, y sus complejos semánticos
(por ejemplo, escenas, ideas, personajes, trama, juicios de valor) se
van formando «acumulativamente», a través de ajustes y reajustes. El
hecho de que un texto literario no pueda dar su información de una
vez, no es exactamente una desafortunada consecuencia del carácter
lineal del lenguaje. Los textos literarios pueden utilizar eficazmente el
hecho de que su material es aprehendido de manera sucesiva; éste es a
veces un factor central en la determinación de sus significados. El
ordenamiento y distribución de los elementos en un texto puede
ejercer una considerable influencia no solo en la naturaleza del
proceso de lectura, sino también en la del todo resultante: una
redisposición de los componentes puede dar por resultado la
activación de potencialidades alternativas en ellos y la estructuración
109
de un todo visiblemente diferente.

Con «Sierpe de don Luis de Góngora», llega a su más alto nivel el examen
hermenéutico que realiza Lezama sobre el barroco histórico español: en lo
adelante, sin renunciar a su legítima fascinación por las conquistas de esa
centuria privilegiada, su interés se concentra, con fascinado
ensimismamiento, en el barroco hispanoamericano. Por eso no es factible
compartir el asombro que le hacía patente el poeta Luis Cernuda en una
carta:
No sé si decirle que prefiero los dos estudios sobre Garcilaso y
Góngora. Me extraña que no haya usted dedicado a Quevedo un
ensayo más amplio, porque creo que es usted de estirpe netamente
110
quevedesca, tan arriscado de intelecto y verbo como don Francisco.

No, no habrá un extenso ensayo lezamiano sobre Quevedo: el de 1945, que


asombrase a Luis Cernuda, es apenas una página y media, escrita en
ocasión del tricentenario del gran polígrafo, donde el tema real no es el
autor de «Cerrar podrá mis ojos la postrera», sino la pervivencia de la
estética barroca en su sentido de tendencia transhistórica.

Una imagen focaliza todo el tema de este obituario; en ella es fácil


identificar una de esas supresiones que cortan el aliento del lector. Lezama
quiere aludir a esenciales substratos del barroco histórico español —el arte
mudéjar y el marinismo italiano—; pero elimina las indicaciones
conceptuales directas, para convertir las referencias eruditas en una
evanescente coloración, tan difuminada como las propias raíces mudéjares
y marinistas en el barroco peninsular:

La forma que había unido la sensual ornamentación de Córdoba o de


Granada con la forma cortesana de Florencia, se había coruscado en
llamas negras, para hacer el barroco madrileño de Quevedo o de
Goya. Hacer de una decadencia una plenitud, no esconderse, aun
prefiriendo los escondrijos, sino participar con ciega seguridad de
vencimiento, había formado la sustancia hispánica, que afirma con
una fuerza increíble que hace trescientos cincuenta años está en
decadencia. Ya en sus días Quevedo sorprendía en Italia un frenesí
que va en quince años. Luego esa presunta decadencia, prolongada
111
secularmente, entraña un vigor persistente.
Véase cómo la supresión de las referencias eruditas introduce no ya un
misterio magnético a estas palabras, sino que completan su sentido, al
advertir que la permanencia indeclinable del barroco en la cultura hispánica
se asienta en una reconversión transfigurativa, pues no se trata ya de una
sensualidad mudéjar ni de una cortesanía castiglionesca: lo que era estricto
alimento para los sentidos o el lenguaje envanecido de la burguesía
consagrada en los Médicis y que halla su respaldo humanista en El
cortesano, de Baldassare Castiglione, deviene un vórtice cultural para el
que lo sensual es un componente de importancia, pero en el fondo
secundario.

De modo que, más que hablarnos de Quevedo —postura incomprensible


para Luis Cernuda—, este ensayo se dirige a subrayar, con pleno acierto,
por lo demás, que los componentes del barroco abstracto no producen un
barroco cabal, y que este, en realidad, proviene de las infinitas
metamorfosis que, en tanto estética trans-histórica, adopta en su realización
histórica. Una vez que esto ha sido afirmado —y la elipsis con que Lezama
se expresa no hace sino indicar al lector avisado que se trata de una
atmósfera para enfatizar, con fuerza más vehemente, las ideas que siguen—,
Lezama convoca de manera directa el tema de Hispanoamérica a través de
una contraposición entre el supuesto retraso cultural de esta región, y la
modernidad paroxística y letal típica de la Europa inconfundiblemente
burguesa:

¿Cómo es posible que esa decadencia entrañe un tan sobrehumano


vigor espermático? ¿No será más bien el aislamiento del auge de
ciertos valores que España rehusaba, que no podía ni quería
incorporar al cuerpo sanguíneo de su gravedad? Por el contrario, el
esplendor causalista y mecánico en que se han mantenido otras
culturas, ¿no entrañaba acaso una dimensión más irrecusable, una
decadencia que en su día motivará una ruptura, una espantosa
112
oquedad que no sabremos después cómo llenar?

Ese ensayo sobre Quevedo donde su supuesto eje temático está, si no


desvanecido, por lo menos trabajado muy en claroscuro, resulta un síntoma
profético de lo que, poco tiempo después, habría de convertirse en un tópico
muy en debate en los campos de la estética, la teoría de las artes, la
culturología. Véase lo que advierte Irlemar Chiampi:

Las revisiones, las relecturas y, sobre todo, las reivindicaciones del


barroco han propiciado, en las últimas décadas, la aparición de varios
puntos de vista para reconsiderar la crisis de la modernidad, así como
para prestar apoyos teóricos para investigar el fenómeno del
postmodernismo. Ensayos recientes como el de Gilles Deleuze (Le
pli, 1988) o el de Guy Scarpetta (L’impureté, 1985); análisis incitantes
como el de Christine Buci-Glucksmann (La raison baroque, 1984, y
La folie de voir, 1986); o el panorama interpretativo de Omar
Calabrese (L’età neobarroca, 1987), para mencionar tan solo el
«boom» europeo del barroco, confirman el creciente interés por
reevaluar el potencial productivo que tiene en la cultura actual una
estética tan largamente relegada al olvido. Pero, acaso sea más
correcto decir que, en vez de un «boom», tenemos más bien un nuevo
«síndrome» del barroco (a comienzos del siglo XX ocurrió el primero),
muy revelador del malestar y —por qué no— de las patologías de la
113
cultura moderna.

Lezama, en efecto, manifiesta una desazón epocal y, sobre todo, un anhelo


de rescate de su patria —insular y continental— también por mediación de
la creación poética. En «Introducción a un sistema poético» hay síntomas
de un desasosiego subyacente, que podría relacionarse, de manera indirecta,
con la catarata de espanto, aculturación, deformidad intelectual y moral que
inundaban por mucho tiempo la precaria Modernidad de la Cuba de los
años cuarenta.

Este ensayo, como su propio título declara, muestra la aspiración de


Lezama de configurar su propio sistema, en el cual se somete a juicio, por
ejemplo, la obsesión helénica por la proporcionalidad y la pureza de las
formas artísticas, su exigencia de homogeneidad, igualitarista en su
perfección abstraccionista —de lo que es posible inferir la sugerencia de
que esta perspectiva le resultaba débil en cuanto a capacidad de abarcar el
mundo, copa de vino sin vino—. Lezama, en cambio, declara con firmeza:
« […] la poesía no puede contentarse con esa ataraxia de la respuesta. Su
mundo es esencialmente hipertélico, y procura ir mucho más lejos que el
114
primer remolino concurrente de su metagrama». Enfatiza así en su idea
del carácter hipertélico —que excede sus propios límites— de la poesía de
su presente.

Ha convocado la filosofía y la poesía helénicas, el arte y la cosmovisión


egipcios, los precedentes, en la Francia rococó, del mundo atormentado de
Marcel Proust, de una manera que desfigura ni destruye los elementos que
son obligados a reunirse en su discurso sin desencajarlos de sus límites
epocales, sino, por el contrario, desequilibrando esos linderos,
desequilibrando su disposición histórica hasta obligarlos a la aproximación,
la confluencia en su propio sistema. Es, ya, la distorsión que caracteriza la
naciente estética del neobarroco:

De manera general, hablemos entonces de tensión y distensión


barrocas, pero, de manera diferente, de distorsión y contorsión
neobarrocas, esto en un primer esfuerzo por precisar ciertas
modalidades de conjunto que eliminan las posibles confusiones y que
remitirían especialmente a ciertas tendencias estéticas
115
específicamente contemporáneas […].

Después, llega la hora de La expresión americana (1957), libro de ensayos


de altura mayor en la indagación del barroco —y en el desbroce de la ruta
del neobarroco— por Lezama. Concentrado sobre la creación en
Iberoamérica, rebasa lo literario para convertirse en un panorama de
interpretación de la cultura latinoamericana. A la vez, resulta síntoma de
aproximación al umbral de una perspectiva neobarroca. Uno de los
momentos iniciales resulta impactante para una perspectiva contemporánea.

Lezama vuelve a esgrimir la noción trabajada antes de una lectura cultural


que permite, a través de imágenes específicas, construir una imago
abarcadora, visión de la historia en su confluencia. Así, propone revisar
lienzos diversos, ilustraciones de libros de horas, en fin, imágenes plásticas.
Hace desfilar en la obertura de su ensayo diversas obras de épocas y
regiones culturales diversas, en un malabarismo típicamente suyo, que, en
un ejercicio de hermenéutica en apariencia enfebrecida, invoca literalmente,
pero trastrueca los factores en una resultante final. Este remolino de
referencias tiene ya un relumbre neobarroco:

Sarduy […] entiende que el «puro simulacro formal» que las citas
(neo)barrocas promueven, exaltan su propia facticidad para poner al
descubierto el «fracaso», el «engaño», la «convención» de los códigos
(de la pintura, de la literatura) parodiados. A la trascendencia y «alta»
concentración de significados del texto moderno, el texto neobarroco
contrapone la teatralidad de los signos, pone en escena un
mimodrama de los tics literarios modernos (así como el barroco
116
teatralizó los tics del clasicismo).
Por otra parte, la noción de polifonismo ha sido asociada con el neobarroco
mucho más que la carnavalización: « […] la “novela polifónica”
dostoievskiana surge mientras que el carnaval auténticamente popular habrá
117
desaparecido desde hace mucho tiempo». Como un lampo intuitivo, ajeno
posiblemente al pensamiento bajtiniano, Lezama pone de manifiesto una
coincidencia verbal —¿eso no más?— con el eminente teórico ruso. Una
vez que la cascada alucinante de referencias a situaciones artístico-
culturales diversas parece a punto de cesar, Lezama espeta: « ¡Manes de
Victoria y de Palestrina, erudita polifonía con cuatro momentos de cultura
118
integrándose en una sola visión histórica!». El libro de Lezama entraña
una clave fundamental en «La curiosidad barroca», donde se especifica una
noción del barroco en América:

Nuestra apreciación del barroco americano estará destinada a precisar:


Primero, hay una tensión en el barroco; segundo, un plutonismo,
fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica; tercero, no
es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la
América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas
en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de
curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria,
maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan
un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado,
119
errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias.

En él puede advertirse la magnitud de concordancia entre el ensayo mismo


de Lezama y la actitud estética que él identifica en la cultura americana. El
opúsculo comienza con una declaración del principio impulsor del libro
todo:
Solo lo difícil es estimulante; solo la resistencia que nos reta, es capaz
de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento,
pero en realidad ¿Qué es lo difícil? ¿Lo sumergido, tan solo, en las
maternales aguas de lo oscuro? ¿Lo originario sin causalidad, antítesis
120
o logos?

Es un punto de partida que sitúa la reflexión en la incertidumbre y la


complejidad oscura: América es concebida como una entidad de
complejidad desafiadora; a la percepción de Fernando Ortiz sobre la
transculturación como nudo principal de la construcción cultural en
América, la propuesta de Lezama consiste en un camino que desemboca en
la noción de neobarroco, que otro gran cubano, Severo Sarduy, habría de
desarrollar más aun:

Si Lezama veía en la «curiosidad barroca» de los mestizos de la


Colonia el impulso que logró la fusión de lo hispano con lo indígena y
lo negroide, Sarduy, de modo complementario, sugiere que el carácter
polifónico y hasta «estereofónico» de la obra barroca —como cruce
de discursos y códigos culturales— es favorecido por el carrefour de
lenguas, razas, hablas, tradiciones, mitos y prácticas sociales
121
propiciadas por la colonización de América.

La expresión americana pone de manifiesto un rasgo del estilo lezamiano:


la catarata de referencias sobre la cultura planetaria, y, en particular, con
dimensiones diversas del proceso evolutivo de la historia humana. Esto, que
en Lezama es una práctica textual permanente, resulta también un síntoma
de la entrada en una nueva época para las artes en América Latina, donde el
neobarroco constituye una de las más fuertes expresiones de lo que, a partir
de fines del siglo XX, ha sido llamado —con mayor o menor acierto—
Postmoderno. Esa insistencia en un modo de referencias interculturales, en
tanto cualidad neobarroca, se transparenta en Lezama —y, desde luego, en
La expresión americana— como un ademán de toma de posición de la
historia por la vía de la creación del tipo de imagen (imago) que él asociaba
a una determinada percepción del devenir cultural, así, dice en el primer
párrafo de este libro esencial: «Visión histórica, que es ese contrapunto o
122
tejido, entregado por la imago, por la imagen participando en la historia».
El sentido neobarroco de tal postura estética —y, por demás,
epistemológica— puede comprenderse mejor si se tiene en cuenta lo
siguiente:

[…] la conciencia dominante del Postmoderno es la conciencia


de la presencia del pasado en el presente y de que el pasado
participa muy vivamente en todo presente, y especialmente en
el artístico. Para que el nuevo texto se entienda, debe tener
dentro de sí algo viejo y el lector debe estar entrenado en los
viejos textos. La tradición influye en nosotros y en nuestro arte
aun cuando ni siquiera lo sepamos; de ahí la estética de la
recepción y la desconstrucción como dominantes en la reflexión
sobre la literatura. El Postmoderno es consciente de que con el
pasado siempre se debe establecer alguna relación; esta relación
se establece aun cuando no seamos conscientes de ello, y por
eso el arte contemporáneo aspira a establecer esa relación de
123
manera consciente y creadora.

Lezama advierte desde el comienzo que para comprender la expresión de


América, la cual aparece relacionada con una perspectiva de carácter
histórico: no se desentraña la expresión del subcontinente sino desde la
historia bullente. Pero no se trata de invocar un aluvión de pasivas
referencias culturales. Por el contrario, Lezama enarbola el principio
fundamental —que él cumplirá cabalmente, entre otros sectores, en su
narrativa— de la selección creativa de la tradición cultural, lo cual exige
un creador activo, que, en la manera lezamiana, lo constituye el sujeto
metafórico, quien no tan solo interpreta el pasado, sino que integra su
variedad de eras culturales en una imagen sintética que deriva, a la vez, de
la historia y de la percepción sensible. Apela, pues, a su concepto de imago
y apunta como respuesta a las preguntas anteriores sobre cuál es la
dificultad medular para interpretar la expresión americana:

Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una


interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su
reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso,
su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica.
Una primera dificultad en su sentido; la otra, la mayor, la adquisición
de una visión histórica. He ahí, pues, la dificultad del sentido y de la
visión histórica. Sentido o el encuentro de una causalidad regalada
124
por las valoraciones historicistas.

Para sorpresa previsible del lector que, en 1957, se enfrentase a la primera


edición de este ensayo, se produce una explosión de referencias artísticas: la
pintura del Renacimiento en Italia y Flandes se entrelazan con Las muy
ricas horas del duque de Berry, de los hermanos Limbourg, y desembocan
en una lectura ensimismada de La cosecha, de Brueghel y de La Virgen y el
Niño con el canciller Rolin, de Van Eyck. Para que los marcos europeo-
renacentistas sean desbordados, se convoca la música de Giovanni Perluigi
da Palestrina y de Tomás Luis de Victoria, que se mezclan con mitos de
tribus ecuatorianas. Citas diversas. Se ha querido ver en este tipo de taracea
literaria, una muestra de la capacidad tropológica —y en particular
metafórica— del autor de Paradiso.
En el fondo, a mi parecer, subyace una voluntad de asumirse como creador
de nuevos mitos, que son narrados desde la óptica del artista: «En todas
esas láminas ejemplares hemos extraído presencias naturales y datos de
125
cultura, que actúan como entidades naturales imaginarias»: hoy se
hablaría de que tal afirmación expresa una conciencia intertextual de su
discurso. Ahora bien, esa entidad, precisamente por su especial índole,
adquiere su dinámica interna solo a partir del creador:

Lo que ha impelido esas entidades, ya naturales o imaginarias, es la


intervención del sujeto metafórico, que por su fuerza revulsiva, puso
todo el lienzo en marcha, pues, en realidad, el sujeto metafórico actúa
126
para producir la metamorfosis hacia la nueva visión.

No se trata, entonces, de un juego ornamental, sino de una tensada voluntad


de crear por la vía de la dinamización de facetas culturales del pasado a
través de la construcción de metáforas que remiten, más que a las etapas
pretéritas, al propio presente. Esta idea capital me obliga, otra vez, a
remitirme a la dirección transformativa de Lezama, quien, luego de su
extensa indagación del barroco, está ahora orientado hacia un nuevo modo
de expresión neobarroca:

[…] muchos exégetas de lo «postmoderno» han juzgado que uno de


sus principales modos de expresión era la cita. Hay algo de cierto en
esto. Es cierto, por ejemplo, que la estadística de las citas presenta
valores en aumento; pero me parece que la observación es
absolutamente banal. La cita es un modo tradicional de construir un
texto, que existe en cada época y estilo y la cantidad de citas no es un
buen criterio discriminatorio. Toda época clásica, por ejemplo, abunda
en citas dado que se basa en principios de autoridad. Entonces,
importaría más bien saber, cuál es el tipo y la naturaleza de la cita
actual. En efecto, esta resulta un elemento relevante, solo y
127
únicamente si difiere en algún detalle de la cita del pasado.

La expresión americana, en efecto, presenta un discurso muy entretejido de


citas, pero ambiguas, cuya función no es respaldar de modo autoritario una
verdad, sino poner determinados datos culturales —transfigurados por la
metaforización del autor— en servicio de expresar su modo de entender la
esencia de la expresión artística de América. Lezama lo expresa, por cierto,
de una manera nítida y directa: «Determinada masa de entidades naturales o
128
culturales, adquieren en un súbito, inmensas resonancias», y después
agrega: «De ese espacio contrapunteado depende la metamorfosis de una
129
entidad natural en cultural imaginaria».

Por tanto, en La expresión americana no se trata de una estricta


demostración de saber erudito, sino de construir un sistema conceptual por
método mítico, sistema que se levanta a partir de una consideración del
pasado cultural galvanizado por el ensayista como ente creador; en una
palabra, la acumulación de información cultural diversa no es, en sí misma,
capaz de suscitar una imagen en plena eficacia:

El sujeto metafórico reducido al límite de su existir precario, se


vuelca sobre un espacio exangüe, no organizado en la monarquía
imaginativa del espacio contrapunteado, donde las palabras como
130
guerreros yertos, se esconden bajo capa de geológica ceniza.

Su concepción del papel creativo del sujeto metafórico se entronca con su


juicio acerca de que las constantes artísticas son mucho menos operantes e
inevitables de lo que se venía discutiendo en la primera mitad de su siglo —
entre ella la visión metafísica del barroco—, por eso afirma de modo
categórico:
[…] el sujeto que interviene en forzosas mutaciones destruye el
pesimismo encubierto en la teoría de las constantes artísticas. Nuestro
punto de vista parte de la imposibilidad de dos estilos semejantes, de
la negación del desdén a los epígonos, de la no identidad de dos
formas aparentemente concluyentes, de lo creativo de un nuevo
concepto de la causalidad histórica, que destruye el pseudoconcepto
temporal de que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo
131
fragmentario.

Se trata, en lo profundo, de una manifestación de características


neobarrocas, en particular el gusto por la distorsión y la perversión en el
132
sentido que da a estos términos Omar Calabrese. Uno de los rasgos del
neobarroco —como una de las tendencias tangibles en la cultura
euroccidental a partir de la segunda mitad del siglo XX— es « […] la
133
búsqueda de una diferente conformación del espacio cultural», en la cual
advierte como dos de sus cualidades distintivas la distorsión y la perversión.
Y añade:

Distorsión, porque el espacio de representación de la cultura de hoy


parece estar precisamente sujeto a fuerzas que lo doblan, lo pliegan,
lo curvan, lo tratan como un espacio elástico. Perversión, porque el
orden de las cosas (en los modelos científicos) y el orden del discurso
(en las producciones intelectuales) no están desordenados banalmente,
sino que están hechos perversos. No están volcados, opuestos,
invertidos, sino cambiados de orden de un modo que las lógicas
precedentes no pueden reconocerlos ni siquiera como «otro por sí
mismo». Encontrar una lógica puede ser el nuevo desafío a la ciencia
134
de la cultura.
La expresión americana visualiza a América como espacio transido por una
diversidad de fuerzas culturales, que desembocan aquí en un orden
trastrocado, libres de su original secuencia, formadoras de un nuevo cuerpo
de valores conceptuales, perceptivos, imaginales. Las referencias a culturas
diversas no son meras conexiones con un pasado europeo, asiático, africano
o amerindio, sino señales de una nueva conformación orgánica. De aquí la
apariencia de amasijo de citas de La expresión americana, donde la cita no
se presenta como criterio convocado por su relevancia o su autoridad. Se ha
señalado que las citas lezamianas resultan inexactas o por completo
imaginarias. Una perspectiva sin estrechez filológica, comprende que es
135
operación que conduce a presentar una cita anexacta: una referencia a
otro texto, pero cuyo sentido no es el apelar a la autoridad de esa otredad
cultural, ni tampoco convocar un fragmento preciso, sino que se procura
subrayar —negándose a la autoridad y a la exactitud— el sentido de
difuminación, de laberinto cultural, esencia de la realidad latinoamericana.

Lezama quiere aludir al nudo de confluencias como eje básico de la cultura


136
americana: «La cita será, en cambio, suspendida o torcida y pervertida».
La resultante de esta operación es una imago de infinita capacidad no ya
mimética, sino transfiguradora de una multiplicidad de humus axiológicos.
En La expresión americana, una lectura epidérmica no permite ver sino la
acumulación de referencias que se asumen como pretensiosa o preciosista
voluntad culterana. Nada más lejano de Lezama, quien se proponía sobre
todo proseguir la indagación de José Martí sobre la complejidad en
apariencia inabarcable de las culturas de América. Es necesario retomar a
Calabrese quien define la cita neobarroca a partir de su función esencial:
137
«ser instrumento para una reescritura del pasado».
La expresión americana alude a este desafío de percibir las raíces como
aparente carencia de asidero, pero se manifiesta en una voluntad unitiva que
confluye en América como prometedor nuevo género humano. Declara así
que lo esencial de nuestra cultura radica en que «La tradición de las
ausencias posibles ha sido la gran tradición americana y donde se sitúa el
hecho histórico que se ha logrado. José Martí representa, en una gran
138
navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible». No se trata de una
ausencia literal, de bastedad sin asidero para la reflexión culturológica de
amplio vuelo. Se precisa una comprensión de la imago que Lezama
entroniza como rectora de su perspectiva: el despliegue analítico no marca
su discurso, sino el fogonazo de la intuición en la cual no caben desarrollos
conceptuales que se confían al lector.

Al valorar las obras de Kondori y el Aleijadinho, sintetiza su interpretación


de la expresión continental en una imagen —visual y no meramente
conceptual— que devela la esencia dinámica de los orígenes:

Vemos así que el señor barroco americano, a quien hemos llamado


auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida las
dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la
139
hispano incaica y la hispano negroide”.

La sucesión verbal es deslumbrante: en el proceso transculturador, aun no


concluido, el hombre americano es partícipe y no gozador contemplativo; es
un ser que toma parte. Vigila en el sentido del esfuerzo intelectual que,
desde la noche de la historia y de la auto-imagen americana, se tensa en
formar lo que antecede, lo que permitirá precipitar —oficio en las vísperas
— una realidad potencial en variopinta realización de la imago necesaria.
De modo simultáneo, cuida, acción que puede percibirse en su sentido de
atender, ser diligente en la ejecución de un mundo que se crea como puente
entre los múltiples pretéritos de Europa, África, Asia, las casi volatilizadas
culturas amerindias, y un presente trepidante, donde la crítica es la actitud
de salvación: el proyecto es la inmersión gozosa en un futuro permanente.

El ensayo desemboca en la noción de que, si el histórico señor barroco


americano abandona el centro de la imago americana, la perspectiva sobre
ella no desaparece, sino que se torna más rica y poderosa:

Después del señor barroco, bien instalado en el centro de su disfrute,


el paisaje recobra una imantación más poderosa y demoníaca. El
hombre desplazado de su centro, vuelve a él aunque su paisaje se
140
muestre irreconocible, ya para siempre lejano.

Toda la minuciosa exploración lezamiana del barroco histórico, es un


proceso de lectura cultural para trazar el panorama de la expresión artística
general de América. De aquí el laboreo con lo específico del barroco
americano, epígono, sí, pero no servidor mimético del peninsular. Así,
advierte un conjunto de diferencias, que no tiene sentido enumerar aquí,
salvo una excepción: Lezama percibe que el barroco americano tiene una
vocación cognoscente fundamental, posiblemente de mayor fuste y calado
que en el peninsular: «Ese barroco nuestro, que situamos a fines del XVII y a
141
lo largo del XVIII, se muestra firmemente amistoso de la Ilustración». Y ya
hacia el final del libro expresa con total convicción:

En la influencia americana lo predominante es lo que me atrevería a


llamar espacio gnóstico, abierto, donde la inserción con el espíritu
invasor se verifica a través de la inmediata comprensión de la mirada.
Las formas congeladas del barroco europeo, y toda proliferación
expresa de un cuerpo dañado, desaparecen en América por ese
espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud de paisaje, por
142
sus dones sobrantes.

Su paladeado examen de la estética de Góngora, le permite comprender la


transfiguración del gongorismo en América por la vía de un matiz de
rebelión que, en lo hondo, me siento tentado de relacionar con la
modulación progresiva de una independencia:

[…] el gongorismo, signo muy americano, aparece como una


apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo
desatado, que lo lleva a excesos luciferinos, por lograr dentro del
canon gongorino, un exceso aun más excesivo que los de don Luis
por destruir el contorno conque al mismo tiempo intenta domesticar
143
una naturaleza verbal, de suyo feraz y temeraria.

Por lo demás, Lezama tiene un conciencia muy nítida de que uno de los
rasgos específicos del barroco americano radica en haber logrado lo que no
se obtuvo nunca en la Península: la integración orgánica de culteranismo y
144
conceptismo, lo cual fue una ganancia a la vez para América y para
España: « […] don Luis y Quevedo tuvieron que hacerse americanos, para
alcanzar circulación en el paisaje, influencia sobre nuevos tuétanos,
145
rebajados y subidos, pulimentados por un agua nueva».

La perspectiva de Lezama sobre la expresión americana se mantiene


enraizada con firmeza a la convicción de que comprender la cultura de
América exige una orgánica perspectiva de conjunto, no fragmentada en
jirones de historia pura, de arte estricto, de costumbres aisladas: « […] el
historiador que adquiere una dimensión en nuestra historia, tiene que tenerla
146
de la totalidad de la historia americana».
Lezama, por lo demás, se adelanta a una serie de consideraciones teóricas
sobre el neobarroco como fenómeno cultural que atrae en particular la
atención a partir de la década del sesenta —una concepción más universal
del neobarroco no se atiene a las fronteras latinoamericanas, sino que, según
advierte Omar Calabrese, marca zonas de gran relieve en la cultura general
—. Lezama, en suma, según se ha procurado destacar aquí, comprendió con
precisión las diferencias esenciales entre el barroco europeo, el barroco
colonial y las nuevas tendencias de expresión artística en nuestro
continente, que aspiraron, con éxito además, a un crecimiento de la cultura
en la región.

De aquí que Severo Sarduy, tan relevante en la teorización del neobarroco,


destacó en diversos ensayos la precedencia indiscutible de Lezama en este
tema crucial para América, incluso, en el titulado «El heredero», consignó
el carácter fundador del pensamiento del autor de Paradiso:

Lezama es, en nuestro espacio, ese antecesor; es su obra la que, desde


el porvenir, regresa o invita a que la convoquemos para que en su
advenimiento ese porvenir se haga presente. Así, quien vivió en la
vocación del verbo encarnado, del tiempo enemistado, subvierte con
su palabra que regresa hacia nosotros el sentido del tiempo. ¿Pero
cómo suscitar ese regreso, cómo lograr que el antecesor, sin renunciar
a su función de precursor, de guía, nos vuelva a ser familiar,
contemporáneo? ¿Cómo devolver hasta nosotros la vasta ficción de
Paradiso para reactivarla en nuestro presente y anclarla de nuevo en
147
la realidad de nuestro tiempo de aflicción?

Ese carácter de precursor debe comprenderse, sobre todo, como


descubrimiento que, a partir de la infinitud de los signos de esa historia
general de la cultura hispanoamericana, permite a Lezama situarse como
sujeto metafórico, visualizador del humus cabal de la expresión continental,
y, por ello, taumaturgo entrañable de una imago imponente por totalizadora
y fecundante. De la certeza de estar abriendo enormes compuertas para el
conocimiento de la realidad americana, proviene, a no dudarlo, la gozosa
cuanto trepidante alegría que atraviesa las páginas de La expresión
americana: es un aserto simultáneo tanto de la permanencia de una América
transculturada, y como de la idea de su transformación necesaria. Lezama,
pues, alcanza como fruto inalienable de su indagación del barroco en estas
tierras, la convicción, que hoy podemos compartir con él, de que la esencia
de nuestra cultura, por más que tenga nexos y deudas con la nítida, en
apariencia hierática, circunferencia del clasicismo del viejo continente, es
ante todo la imagen múltiple y móvil, pero orgánica y muscular de la elipse
neobarroca americana.

Si bien el gran escritor cubano José Lezama Lima aportó, sobre todo en su
penetrante ensayo La expresión americana, algunos de los juicios más
lúcidos en cuanto a la consideración del barroco como cauce fundamental
en las artes y la literatura de América Latina, lo cierto es que el sentido
mismo de su filiación (neo)barroca como escritor de narrativa, poesía y
ensayo, está todavía pendiente de un examen acabado.

No es de extrañar esto, si se piensa que tampoco se ha analizado


convenientemente la relación entre el barroco y Latinoamérica. Hay que
señalar que hay determinados aspectos que revelan un vínculo muy antiguo.
En primer término, me gustaría comentar aquí que específicamente el
barroco literario español presenta una peculiaridad singular. En efecto,
bifurcado entre la vertiente culterana y la conceptista, entre las al parecer
irreconciliables propuestas estéticas de Góngora y las de Quevedo, no se
produjo una fusión esencial del barroco hispánico en la Península, sino
precisamente en América, donde sor Juana Inés de la Cruz, esa devoradora
infatigable, consigue en su verso lo que ninguno de los barrocos españoles
pudo alcanzar en todo el siglo XVII.

Si se me acepta otro brusco salto en el tiempo y el espacio, me gustaría


señalar que no es casual que la percepción europea del barroco como un
movimiento en sí y por sí, distinto por completo a la idea superficial, tanto
tiempo manejada, de que no era otra cosa que la degeneración del
Renacimiento, se produjo justamente en un instante de cambio europeo: el
Impresionismo, de modo que Heinrich Wölfflin, el primer teórico cabal del
estilo barroco, habría llegado a él buscando, como Cristóbal Colón, un
puerto muy diferente: la fundamentación de que el Impresionismo era una
nueva etapa de la pintura europea. Su hallazgo involuntario resulta muy
significativo para un latinoamericano con los oídos atentos: el
Impresionismo es aproximadamente contemporáneo con el Modernismo
hispanoamericano.

Como se verá más adelante, los escritores modernistas mantuvieron


sugestivos diálogos con ese barroco que aun no había recibido su oportuna
denominación teórica. Incluso un fundador del Modernismo como José
Martí, al escribir su formidable crónica «El centenario de Calderón» sobre
los festejos de 1881 en Madrid, va más allá de todo límite para apropiarse
de manera gozosa del lenguaje barroco y transgredirlo hasta desarrollar una
crónica que es, sin duda, una de las primeras y más espléndidas
manifestaciones a la vez de la prosa modernista —no por casualidad, sino
con entera justeza y, sobre todo, con especial acierto, el ensayista
norteamericano Ivan Schulman ha subrayado que el Modernismo nace en
verdad en la prosa antes que en el verso— y de un preámbulo muy
temprano de lo que habría de ser el camino de reencuentro de la literatura
de nuestra América con un barroco resucitado en pleno siglo XX, un
neobarroco de peculiaridad y savia por completo hispanoamericana. Pues
los caminos que enlazan la renovación modernista y el desbordamiento
neobarroco de la pasada centuria tienen vasos comunicantes y pasajes
secretos que todavía la crítica tendrá que iluminar y transitar.

José Lezama Lima reclama, desde lo ominoso numérico, una nueva lectura
de su obra, que estimule meditar, más allá de su propia poesía y
pensamiento estético, sobre derroteros profundos de la literatura cubana.
Uno de los aspectos de mayor urgencia es el examen del autor de Muerte de
Narciso como umbral de una transformación del lenguaje literario, pero
también de la concepción de lo poético en la isla en un sentido de
metamorfosis de la perspectiva creadora en su sentido más general —
abarcador de todos los discursos de fundación por el arte—, que se
encaminaría inconteniblemente hacia un estallido fundador de lo que tres
grandes voces fundamentales —el propio Lezama, Alejo Carpentier y
Severo Sarduy— habrían de denominar substancia barroca de la expresión
americana. En este sentido, resulta imprescindible para mí escudriñar sus
textos ensayísticos, en una captación fragmentaria de su personal
construcción del nuevo discurso que proponía para su patria y su
continente. Él mismo señaló esa ruta cuando le confió a Ciro Bianchi:

Primero hice poesía, después la poesía me reveló la cantidad


hechizada. Mis ensayos intentan tocar esa extensión, esa resistencia.
Cinco letras del alfabeto, invencionadas por un poeta, tienen
significado distinto, todos mis ensayos giran en torno a ese retador
desconocido.

Mis ensayos relatan la hipóstasis de la poesía en lo que he llamado las


148
eras imaginarias.
La irrupción del concepto de lo barroco como elemento nutricio de la
cultura latinoamericana fue un hecho continental en las primeras décadas
del siglo XX. De hecho, una vez sosegado el mimetismo orientado hacia las
vanguardias europeas, los intelectuales de nuestra América, por vías
diversas, pero con fines implícitos concordantes, dirigen sus ojos al
movimiento que, si bien había tenido un florecer histórico en el siglo XVII
europeo, solo había sido descubierto como tal a fines del XIX y principios de
la siguiente centuria. En el mundo de las artes plásticas en Brasil, por
ejemplo, los jóvenes artistas que renuevan el lenguaje artístico en la década
del veinte del pasado siglo:

[…] sostendrán haber descubierto al Brasil y a su poesía en las


manifestaciones sincréticas de la cultura, ya monumentales como las
esculturas de Aleijadinho y la arquitectura del barroco […]. Los
modernistas viajaban al barroco en busca de los colores de una
149
«modernidad» nacional.

Una imantación semejante se produjo en Lezama a partir de un gradual


crecimiento de la sensibilidad creadora— cuyas primeras manifestaciones
podrían, tal vez, remontarse al propio José Martí, de estilo tantas veces
asociado al de Gracián—, que va orientando sectores importantes de la
literatura cubana hacia formas de barroquismo. Lezama, pues, desde muy
temprano inquiere los derroteros posible de su camino creador y eso lo lleva
a confluir —en libre y no mimética elección de predecesores— con el
mundo de las artes del barroco histórico: Góngora, entonces, no fue tanto en
él —como espero se podrá constatar— una fuente, cuanto una inspiración y
un acicate. Cintio Vitier ha aseverado una cuestión esencial de ese proceso
de indagación de Lezama en lo cubano y, también, en lo americano por la
vía anfractuosa de una obsesiva faena hermenéutica en el terreno de la
tradición:

El barroquismo alegre, gustoso o rabioso, de ese impulso americano


popular que él ha estudiado tan bien, informa cada vez más su idioma,
y en estas «Venturas criollas», lejos ya de su primer gongorismo de
caricioso regodeo, más a solas con los abultados trasgos quevedescos,
aplica esas ganancias a la hurañez tierna y el ardiente despego
150
cubano.

Ello exige, pues, al menos un rápido examen de los prolegómenos generales


que, a nivel de atmósfera cultural, preparan el impulso mayor de Lezama
hacia una reconfiguración peculiar —a la vez por su sello personal y por su
151
sello americano— del barroco. No me propongo aquí un examen total de
las sucesivas aproximaciones de Lezama en su conceptualización del
barroco americano: esa es una aventura intelectual de vuelo superior al que
es dable en estas páginas. De aquí el por qué dejaré marginadas su poesía y
su narrativa —por lo demás tan prometedoras para una exploración de su
peculiar estética de lo barroco como punto germinativo de creación y, sobre
todo, como intenso forcejeo de percepción degustadora—: quedan en el
umbral de este estudio porque me interesa, en lo esencial, asomarme a
ciertas coordenadas fundamentales que, contenidas en sus ensayos y sus
diarios, permiten visualizar su búsqueda de una mirada nueva sobre la
creación latinoamericana.

Esto, en sí mismo, es ya un blanco que exige un largo vuelo flechador: de


aquí que me atenga a esos límites estrictos, en espera de recorrer en otro
momento algo más de la extensión apenas mensurable de la voracidad
lezamiana por captar esencias de la expresión continental y cubana. Por lo
mismo, he considerado necesario advertir acerca de ciertas vibraciones de
atmósfera en la cultura cubana de la década del treinta, sin proceder más
allá a una total contextualización de todo el devenir de las obras lezamianas
aquí focalizadas. Las razones de esa restricción tienen que ver con que me
interesa captar, sobre todo, la transfiguración creadora de la perspectiva
barroca en las primeras décadas del siglo XX, así como rememorar —por así
decirlo de un modo discreto— algunas oleadas del pensar estético que
recorren todo el mundo iberoamericano, las cuales son inseparables del
pensamiento de Lezama en la zona que aquí aspiro a transitar.

Por lo demás, ya que de umbrales y resonancias se trata para aproximarse a


la alquitarada indagación de Lezama sobre un nuevo barroco, no puedo
menos que recordar que el propio Dámaso Alonso, inmerso como pocos en
las aspiraciones y sueños de la generación del 27, había subrayado ya en su
día la imposibilidad de comprender el renacer de la tradición gongorina en
el grupo de poetas al cual él pertenecía: «La “vuelta a Góngora”, desde
fines del siglo XIX hasta el día de hoy, tiene una historia muy sencilla. Pero,
152
para comprenderla bien, debemos ascender por el cauce de los años». Es
un consejo sabio: hay que atenerse a él y recorrer, aun a vuelapluma, la
atmósfera que Lezama encontró en el momento de lanzarse a una
transfiguración capital de la poesía cubana.

La década del treinta del siglo XX fue un momento de señalada circunstancia


intelectual en todo el mundo hispánico. No interesa aquí exponer datos
incontestables, sino llamar la atención sobre una confluencia que forma
parte del dar y tomar sobre el cual se construye mucho de la inmensa
renovación poética en lengua castellana en esa época. La primera cuestión
tiene que ver con las peculiaridades de la renovación poética española, que
difiere en medida sustancial de la francesa, la italiana, la rusa o la alemana.
En efecto, mientras en el resto de Europa las vanguardias entrañaban una
intensa prospección de los primeros tanteos transformativos de la poesía —
parnasianos, simbolistas— en la segunda mitad del siglo XIX, por su parte en
la Península la metamorfosis lírica no solo se produce con la vista puesta
enfáticamente hacia delante, sino que además constituye un rescate o, antes
bien, un verdadero redescubrimiento de la estética barroca de los Siglos de
Oro.

Cuando los círculos literarios de nuestra América aun giraban


confusos en medio del torbellino de los «ismos» de vanguardia,
desencadenado por el inconforme espíritu europeo de posguerra —
ansioso de nuevas formas de vida más justas y de nuevas formas de
expresión artística de nuestra época convulsa—, el espíritu español
encontró y fijó su propio camino. Sin desaprovechar las conquistas
renovadoras de las escuelas de vanguardia —ultraísmo, creacionismo,
surrealismo—, ni los aportes sustanciales de Antonio Machado y Juan
Ramón Jiménez, la nueva generación ahondó en sus raíces, para
encontrarse a sí misma en la poderosa tradición de su poesía
(Góngora, Lope, Quevedo, Garcilaso, el Romancero). Esos
resplandores de los siglos de oro fueron revividos por la nueva
generación y han iluminado todos los ámbitos donde predominan la
lengua y la inagotable herencia cultural de España. Coro unánime el
de la Generación del 27, en el que cada voz posee su propia
153
característica y los suficientes registros para su particular concierto.

La revaloración y conquista de la poesía gongorina para la poesía del siglo


XX en castellano se realiza —según tendré que insistir en este ensayo—
como dinámico ejercicio, selectivo y original, de tradición, vale decir, como
modo de elegir predecesores. Sin la menor duda, lo que se produce en las
primeras décadas del siglo XX en la lírica peninsular, constituyó un correlato
—de menor duración tal vez, pero de semejante intensidad creadora— de la
lírica del XVII. Carlos Blanco Aguinaga lo subraya al señalar: «Es posible
que ni en el llamado Siglo de Oro se haya concentrado en algo menos de
cuarenta años una producción lírica española tan amplia y de tan alta
calidad como la de los poetas pertenecientes a la llamada generación del
154
27».

Con tanta o mayor autoridad Pedro Salinas, testigo de esa irrupción


extraordinaria del nuevo verso barroco en el idioma, ha valorado con fervor
de participante:

[…] la poesía española de 1900 a 1935 se ofrece ya a la historia bien


discernible en sus aspiraciones creadoras, clara en sus líneas, concreta
en sus personalidades, como una constelación de valores, que se tiene
ganado un puesto, y de los delanteros, en la tradición poética española
de siempre.

Caracteriza entre otras cosas, a este medio siglo de lirismo, el haber


sido campo de una transformación del lenguaje poético, no conocida
en la poesía española desde el gongorismo, y de mucho más empuje y
alcance, ya que afecta a todos los conceptos hereditarios y admitidos
sobre limitaciones estéticas, moldes métricos y convenciones
idiomáticas. Lo que a mí me importa hoy resaltar es que tal ímpetu
novador, a más de irse por extraños mundos a beneficiar minas nunca
tocadas, se aplica también a lo más conocido de nuestra nacional
155
riqueza, al romance.

Una de las facetas más apasionantes de la generación del 27 es que su


deslumbrante reforma de la lírica española estaba respaldada por un auge,
no menos luminoso, del pensamiento sobre la creación poética. No se
olvide además que es la época marcada por el pensamiento de José Ortega y
Gasset quien, por lo demás, se interesó también por el resurgimiento del
interés por Góngora provocado por la generación del 27, y escribió al
respecto algo tan ingenioso y penetrante como le era característico: «En el
gongorismo el arte se manifiesta sinceramente como lo que es: pura broma,
156
fábula convenida. ¿Y es poco ser broma?».

Ortega y Gasset encabeza una revitalización de la filosofía en España, con


una altura tal que trasciende a toda Hispanoamérica, hasta el punto de que
Lezama, al publicar en 1956 un obituario del filósofo español, señalaba:

Años antes que Unamuno se encontraba con Martí, y tenía que


descubrir allí, que dos de las mejores tradiciones españolas, el
barroquismo de esencias y el misticismo, se encontraban de nuevo en
su llegada americana. Ortega el americano, Martí y Unamuno, primer
157
triunfo, de nuevo en el idioma.

El prestigio de Ortega fue asimismo reconocido —pero también


cuestionado de manera polémica en ciertos casos— por diversos filósofos
de alto calibre en la Europa occidental. Ese matiz marca mucho de la
escritura de algunos miembros de la generación del 27, en particular la
referida a la conceptualización de la nueva poesía. Miguel Jaroslaw Flys
trae a colación la inquietud con que Antonio Machado identificaba esa base
de sustentación de las nuevas teorías de los jóvenes neo-gongorinos:

Los poemas están excesivamente lastrados de pensamiento


conceptual, lo que quiere decir que las imágenes no navegan, como
antaño, en el fluir de la conciencia psicológica… Esta lírica
desubjetivizada, destemporalizada, deshumanizada, para emplear la
certera expresión de nuestro Ortega y Gasset, es producto de una
158
actividad más lógica que estética…

Al mismo tiempo, es preciso subrayar que el mismo Jaroslaw Flys insiste en


que «Las alusiones críticas a los poetas de la Generación del 27 también
159
abundan en los escritos de Antonio Machado» y en que este tildaba la
nueva poesía de «nuevo barroco literario» (palabra temible para el autor de
Soledades). El énfasis en lo conceptual llevó a los miembros del grupo al
pensar filosófico. En tal sentido, se estaba entrando en una nueva época, en
que no solo las vanguardias desencadenaban la necesidad de una estética
distinta a la que había venido enraizándose desde Kant y luego se había
afirmado con Hipólito Taine, sino también se tenía conciencia de que el
siglo XVII —tal como lo asumiría, décadas después del orto de la generación
del 27, Severo Sarduy en su ensayística dedicada al tema del barroco—
había provocado un renacer de discurso filosófico en diversas zonas
específicas. Tenía razón la generación del 27. Como apunta uno de sus
miembros más peraltados, Dámaso Alonso, también en el siglo de Quevedo
se había producido un incontenible ambiente que espoleaba hacia delante:

Hay en el arte barroco unos terribles deseos, un prurito que nunca se


sacia. La tradición de belleza, que acabamos de considerar, está como
envuelta por una amenazante tromba huracanada, como la delicadeza
y la gracia de Galatea por el gigantesco amor del Cíclope. Ese
impulso no se sabe de dónde viene: se expresa en paisajes lóbregos,
en sitios desérticos entre peñascales, como en la caverna ciclópea;
estalla en terribles ímpetus, como en el amor y el odio de Polifemo;
hierve en la terrible feracidad de Sicilia, en su campo de espigas y
viñedos. La Fábula de Polifemo, en su monstruosidad y en su belleza,
es toda como una condensación, como una muestra ejemplar del
barroquismo.
Este acezante impulso, este empujón como de fuerzas telúricas,
prurito expresivo de lo fuerte, lo abundante, lo lóbrego, lo deforme, es
la nueva aportación del siglo de Góngora: algo semejante bulle por
entonces en artes plásticas, en filosofía, en ciencia.
Esto que fermenta es el nuevo espíritu. Es una fuerza contraria a la
tradición renacentista, que por entonces la doblega y aun la retuerce,
pero no la logra romper. Tendrá aun muchos refrenos en el siglo XVIII.
No triunfará sino (ya muy variada) en el siglo XIX y, sobre todo, en el
160
XX. Sus hijos, sus criaturas, somos nosotros.
Tal efervescencia española coincide —y contrasta— en una serie de rasgos
con la terrible depresión en que la cultura cubana había caído luego de la
guerra del 95. Pero nada como el vacío de un sueño desfigurado primero, y
disipado luego en el horror de sus contrarios —carencia de libertades
efectivas, incremento ciego de la discriminación, descarada venta del país a
intereses extranjeros, cumplida corrupción y cinismo total—, para preparar
el afán de regeneración que empieza a gestarse en Cuba en los años de la
primera juventud de Lezama. De aquí que, sin caer en la tontería positivista
de la obsesión por las influencias, ni en la soberana estupidez del
sociologismo vulgar, vale la pena, en el mejor de los modos lezamianos,
imaginar las posibles resonancias que la erupción del pensar creativo
español en la época podría proyectarse hacia la debilitada, pero no vencida
cultura cubana.

A las consideraciones antes citadas, añadía Dámaso Alonso una declaración


que enlaza —de manera concluyente— espíritu de época, renovación del
intelecto en su sentido pleno y transfiguración de la creación artística, e
igualmente destaca el sentido de este nuevo barroco que invade amplias
zonas de la expresión en castellano:

El barroquismo es el choque frontal de tradición secular y


desenfrenada osadía nueva, del tema de la lánguida hermosura y de
los monstruosos ímpetus: el barroquismo no se explica ninguno de
estos dos elementos, sino por su choque. El barroquismo es una
161
enorme «coincidentia oppositorum».

Es posible, pues, asumir que la actitud de reflexión estética desatada de


modo impetuoso y juvenil por la generación del 27, también halló su
resonancia —que no su imitación— en la América hispánica y, desde luego,
162
en Cuba, la cual en las primeras décadas de la centuria había mantenido,
si no incrementado, los vínculos tradicionales con la cultura española.
Cabrera Infante: la colmena y el laberinto

La historia de la cultura es, posiblemente, la zona más compleja de todo el


proceso de evolución de una nación. En dicha esfera, quizás más que en
ninguna otra, convergen con fuerza extraordinaria componentes diversos y a
veces antitéticos: proyectos de desarrollo colectivo y mezquindades de
personalidad, grandes principios teóricos y miopías egoístas, entregas
apasionadas y bajezas disformes, de modo que coexisten aventuras del
espíritu a plazo largo y ancho, junto con maquinaciones retorcidas en la
sombra. Por otra parte, hay en el palpitar de la historia, momentos de
aceleración indetenible, regiones marcadas de modo simultáneo tanto por
fogonazos iluminadores como por masas de insondable turbiedad.

El premio UNEAC de ensayo del 2009 es un libro peculiar, así por el tema
abordado, como por su tono y su factura. En Sobre los pasos del cronista
(El quehacer intelectual de Guillermo Cabrero Infante en Cuba hasta
163
1965), sus autores, Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, dan muestra
tangible de una capacidad investigadora cabal, esa que se atreve con graves
desafíos y los vence, no por la fuerza o el detonante verbal, sino por la
inteligencia y la eficacia en la estructura del discurso ensayístico, pero,
sobre todo, por una comprensión crítica valerosa y amante. Pues no hay
estudio cultural de relieve que no entrañe una decisión de abordarlo en
honduras principales, por amargas, difíciles o arriesgadas que puedan ser; ni
mucho menos hay investigación de veraz eticidad si quienes la enfrentan,
operan desde un impersonalismo que, a fuer de parecer objetivo, termina
siempre por resultar trampa de deshumanización, lo más ajeno que cabe
hallar en la búsqueda de la verdad cabal, sea en la química o el arte.
Este libro busca rescatar los años de formación y primer desarrollo de una
de las grandes y controversiales figuras de las letras cubanas, Guillermo
Cabrera Infante. Sobra decir que hay aquí una conquista de saber para la
cultura nacional. Narrador, ensayista, crítico y guionista de cine, merecedor
del Premio Cervantes en 1997, su ejecutoria como creador es de las
sólidamente constituidas. De lamentar resulta, desde luego, su casi total
ausencia —apenas una fugaz mención en el t. I, p. 525— en el Diccionario
164
de literatura cubana de 1980, del Instituto de Literatura y Lingüística,
laguna ominosa por el obligado carácter abarcador que se esperaba de una
obra de este tipo. Habría que aguardar veintiocho años más para que la
165
misma institución publicase su Historia de la literatura cubana, cuyo
tomo III incluye una presencia más amplia de Cabrera Infante. Nada más de
relieve, hasta este libro, se ha publicado en Cuba sobre uno de sus creadores
más relevantes.

Sobre los pasos del cronista se abre conduciendo al lector por un recorrido
habanero del entonces muy joven escritor. Aparente recurso de estilo, en
realidad el libro, aquí y allá, busca situar el tránsito del autor de La Habana
para un infante difunto en años decisivos, por más de un concepto, para una
obra que habría de merecer el Premio Cervantes, y, aunque los
investigadores no lo declaran de manera explícita, es evidente que la
indagación urbana tiene una finalidad esencial: rescatar de un modo
humano el entorno del artista que fue, por varias décadas, una especie de
oquedad, una silueta ausente de la ciudad cuya vida cultural, de un modo u
otro, contribuyó a marcar. Porque, habiendo sido tanto tiempo un nombre
sin fondo preciso, rescatarlo de modo cabal significaba devolvernos su
itinerario por La Habana que, al cabo de tantas polémicas y oscuros
resquicios, constituye el personaje esencial de su obra, entramado urbano
que Mirabal y Velazco nos devuelven redivivo, desde la primera página del
166
libro, en su inextricable esencia de colmena y laberinto.

Pues, para decirlo todo, uno de los retos que enfrentaron los autores, y un
muy airoso acierto, fue comprender que, ya desde su primera juventud, el
rostro de Cabrera Infante forma una compleja unidad con la urbe habanera.
La visión construida por los ensayistas cumple la voluntad de re-incrustar a
Cabrera Infante en la que, al cabo, habría de ser, en sus narraciones y su
prosa reflexiva, una ciudad personalmente suya. No se detiene, sin
embargo, en esta meta. Toda colmena es mucho más allá que un conjunto
abigarrado de retículos: ella se define también por el zumbido indetenible
de quienes habitan en sus celdas. Cada laberinto se define no tanto por sus
intrincados caminos, cuanto por la sombría y opresiva tensión que provoca
en quienes intentan transitarlo.

Mirabal y Velazco captan la vitalidad y el fragor incansable de los años


habaneros de Cabrera Infante a partir de una peculiar polifonía bajtiniana,
que aquí se logra no por una estatura novelística, sino por el recurso —más
que infrecuente en la investigación literaria o cultural en Cuba— de
convocar voces numerosas, quienes son invitadas no a declarar —pues este
libro no tiene la menor veleidad policial ni jurídica—, sino a retomar el más
difícil pasado, es decir, el pasado aun reciente, y otorgarle cuerpo, densidad
y vibración de entraña, pues esta es obra de rescate y de invitación a
meditar de modo equilibrado, lejos de esquemas mentales e ideas
preconcebidas, en general extrartísticas.

Me atrevo a interrumpir aquí esta mínima valoración del texto, para


adelantar algo esencial, y confesarme a mí mismo que la resucitación de
Cabrera Infante, con ser eficaz y estremecida, importa menos en este libro
que la obra mayor de recuperar para nosotros, todavía con pálpitos de vida
y muerte inconfundibles, toda una duración temporal, confusa por su
carencia de límites cronológicos estrictos, más equívoca y revuelta y turbia
todavía por su marcado carácter de transición entre dos polarizaciones
epocales, jalonada de impulsos de creación y de malignidad. Mirabal y
Velazco nos recuerdan, con punzante inteligencia, pero también con
vibrante percepción sensible, lo que durante décadas permaneció
desdibujado y en silencio: el tránsito de una zona a otra en la historia
cultural no se produce por meras polarizaciones ni por brutales cortes, sino
que hay, siempre, un fluir subterráneo que opera como vaso comunicante,
secreta conexión —a veces ciegamente negada— entre las eras más
violentas de la vida en la cultura.

Así, al focalizar a Cabrera Infante y su Habana insondable, los


investigadores nos asoman a un ámbito que de modo intangible forma parte,
a la vez, de un pasado más remoto aun que los años cincuenta y sesenta, y
de un presente en que, transfigurados, se perciben los ecos y los frutos del
pasado. Solo una labor de arqueología cultural podía dar por resultado este
panorama de estímulos incontables a la meditación propia del lector. Invoco
aquí este concepto recordando la idea de Michel Foucault en Arqueología
del saber:

Es un discurso sobre unos discursos; pero no pretende encontrar en


ellos una ley oculta, un origen recubierto que solo habría que liberar;
no pretende tampoco establecer por sí mismo y a partir de sí mismo la
teoría general de la cual esos discursos serían los modelos concretos.
Se trata de desplegar una dispersión que no se puede jamás reducir a
un sistema único de diferencias, un desparramiento que no responde a
unos ejes absolutos de referencia; se trata de operar un
descentramiento que no deja privilegio a ningún centro. Tal discurso
no tiene como papel disipar el olvido, hallar, en lo más profundo de
las cosas dichas y allí donde se callan, el momento de su nacimiento
[…]; no pretende ser recolección de lo originario o recuerdo de la
167
verdad. Tiene, por el contrario, que hacer las diferencias.

Sobre los pasos del cronista logra presentarnos, a través de una polifonía
directa de quienes participaron en los años juveniles del autor de Tres tristes
tigres, y sobre todo en una época de sobrecogedor dinamismo, los ángulos
diversos, el discurso múltiple olvidado de unos años decisivos para la
cultura cubana. A ese logro fundamental del ensayo, contribuye sobre todo
el que los autores hayan hecho confluir decenas de voces —entrevistas
realizadas por ellos, referencias de documentos y libros diversos—, las
cuales muy a menudo aparecen contrapuestas y discordantes, como son
siempre los discursos del hombre en toda historia viva, hecha de
disonancias tanto como de armonías, ajena siempre al tono complaciente y
la estructura elemental de ejercicios para jovencitas que estudian un piano a
la vez esquemático y de muy plana afinación.

Además, Mirabal y Velazco aportan valoraciones de singular interés para la


comprensión misma de la gestación del estilo en Cabrera Infante, entre las
que destaca su análisis de la evolución de la escritura del crítico de cine,
que evidencia:

[…] el tránsito paulatino hacia textos más sintéticos, de apenas un


párrafo, que abandonan el enjuiciamiento minucioso para
concentrarse de forma escueta, pero certera, en losaspectos que
168
distinguen o condenan a la cinta en cuestión.

Especial interés tienen las páginas en que se recorre la trayectoria de Lunes


de Revolución, examinada en sus más diversos aspectos: la formación de su
diseño, las difíciles relaciones entre los intelectuales del famoso magazine
con los del grupo Orígenes y otros sectores del mundo artístico cubano de la
época, hasta las circunstancias que rodearon su desaparición. Los recuerdos,
testimonios y textos incorporados al libro, logran una visión a la vez
panorámica y polifacética, a partir de la orquestación de voces de la más
diferente —y opuesta— significación y cercanía con Lunes de Revolución,
como el propio Cabrera Infante, Álvarez Baragaño, César López, Lezama
Lima, Leonardo Acosta, Virgilio Piñera, Rodríguez Feo, Gramatges,
Padilla, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, José Antonio
Portuondo, Ambrosio Fornet, Alfredo Guevara, Edith García Buchaca,
Mirtha Aguirre, por mencionar aquí algunos de los integrados en esta visión
polifónica de la época.

Los investigadores, más allá de los límites de un enfoque biográfico del


joven Caín, buscan la visualización del «significado del hecho cultural
169
protagonizado por la nueva generación».

La complejidad extraordinaria de tales procesos —de facetas antagónicas,


pero menos melodramáticas de lo que ciertas reseñas de la relación entre los
escritores de Lunes y los de Orígenes sugieren— se percibe con mayor
nitidez gracias a la consideración que hacen los ensayistas acerca de los
contactos personales entre los artistas de tales grupos, y de El Puente. Todo
el libro se desenvuelve a partir de esas voces múltiples, pero no sin que los
investigadores apunten sus propios modos de percepción, como escolios
marginales que no buscan protagonismo autoral, sino dar cuenta de su
singular papel como lectores imparciales de una época. Este, a mi juicio, es
uno de los aspectos de mayor originalidad e impacto: ellos han hecho una
cala extraordinaria en un pasado difícil y por más de un concepto
estremecedor.
Han sido minuciosos exploradores de la peor de las selvas: una sumergida,
simplificada y satanizada desde los más diversos ángulos y posiciones:
tirios y troyanos. No se presentan como dueños de una verdad arrasadora.
Me equivoco, sí hay una verdad que esgrimen con gallardía envidiable: la
historia de un artista, la de un grupo, la de un proyecto cultural, si es
verdaderamente valiosa para cada presente, incluso por sus lados más
sombríos y lamentables, no termina nunca. Como ellos dicen, al revelar su
verdad fundamental, que con ellos yo hago mía como tantos lectores lo
harán, «Su historia, al igual que la Historia, solo será aquella que podamos
ir armando mediante la búsqueda y la exhaustividad». Este cierre del libro
no es una conclusión, sino un comienzo prometedor, una ventana hacia la
comprensión de entraña, la única que es válida frente a la cultura.
Enid Vian

Cuentos incómodos es, sin la menor duda, un libro muy poco común en el
panorama de la cuentística nacional. Con un deslumbrante dominio del
lenguaje narrativo, Enid Vian ha construido un libro donde uno de los ejes
de sentido dominantes —entre otros de semejante calibre— se vincula
directamente con la angustia del escritor.

Con humorismo entrañable, el primer cuento, «Nada que decir», pone de


manifiesto el interés de la autora en un examen —introspectivo, además,
para mayor intensidad de expresión— del proceso de escritura. Para ello
configura un espacio narrativo minimalista, despojado de detalles
superfluos, ensimismado en la angustia de una mujer que trata
desesperadamente de escribir, pero está inmersa en un océano de
nimiedades, ese que a todos nos devora cada día, y que en el texto se
levanta con cabal eficacia:

Salta una imagen en la pantalla del televisor —a su modo, también


escatológica, sangrienta— y cuando voy a teclear, me paralizo.
Catatonía aguda. Mente en blanco. Espalda rígida. Náuseas. Quiero
iniciar mi trabajo pero, ya digo, estoy detenida en el tiempo y en mi
infinito espacio. Desactivada. Desactivada. Desactivada. Repite una
voz computarizada en un resquicio de mi imaginación. Me estanco,
170
incluso para las imaginerías.

Simultáneamente, el relato se mueve en una dimensión ficcional, que


anuncia la estructura más general de Cuentos incómodos: una integración
difícil y eficaz, hecha de ambivalencias y traspasos de un plano a otro de
imaginación fantástica y apego a la realidad. Todo ello se mueve en «Nada
que decir» desde un diálogo implícito con el lector, a quien la voz narradora
hace un guiño mientras incrusta un intertexto —más estructural que
material— de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch:

Mientras me abotono el abrigo peludo, escucho el aullido de algunos


perros que arrastran el trineo de un cazador. Mi cazador. Estatura tal,
peso mascual. El cazador saluda a una joven en extremo delgada (el
futuro personaje que les dije), y a todos nos sobrecoge una aurora
171
boreal.

La ironía que recorre todo el libro se concentra por momentos sobre el


proceso de creación literaria, que resulta así percibida como una realidad
cotidiana más para el escritor:

Voy a mi silla de trabajo y trato de concentrarme en la primera frase


de mi relato, que he decidido tenga un tono festivo; aunque quizás sea
mejor empezar con una cierta melancolía, como si rememorara, o tal
vez funcionaría algo coloquial y neutro. ¿Qué hubo de un tono
172
catastrófico? El relato tendrá onda, tendrá supón tú, no sé.

Esa concentración en el acto de escritura no evade la construcción de una


imagen de la cotidianidad cubana, que se alza como un contraste entre
humorístico y opresivo frente a la voluntad creadora del artista:

Miro el reloj y me dirijo a la cocina a calentar el arroz de ayer. Un


arroz gomoso que arreglo con jugo de limón y aceite. ¡Dios sabrá!
Coloco en la grabadora el concierto de Brandeburgo y me detengo a
mirar las perlas de limón que han quedado sobre las pequeñas colinas
de arroz, mientras bebo, lentamente, una copa de vino barato con
173
mucho, mucho hielo. Latitud cero.
Es inevitable pensar en la atmósfera de Aire frío, de Virgilio Piñera. Pero
Vian construye el ambiente cotidiano de sus personajes desde una mirada de
humanísima fineza, tal vez por ello más acerada y penetrante en su irónica
ponderación de la realidad contemporánea. Ese tono llega quizás a su punto
más alto en el cuento «Esa, la anfitriona», en que la obsesión
contemporánea por una burda y acrítica hiperbolización llega al paroxismo:

Dice Esa que esta ya es la fiesta más importante del país, tal vez del
continente, una fiesta «correcta», sin errores. Ni conceptuales, ni
políticos, ni de diseño, ni de costos. Es una fiesta que enaltece lo
mejor de la alta cocina, de la identidad, al tiempo que cultiva la
174
socialización y la amistad.

Otro costado principal de este libro es su recia integración de elementos


fantásticos para elaborar un mundo literario propio, marcado por una
valoración afilada de escritura y substancia de meditación existencial:

Busco la libreta de teléfonos y la abro disciplinada. Por la A, todos


han muerto; por la B, están esperando que un milagro los salve de la
inercia; por la C, se han expatriado; por la D, los íntimos viajan,
incluido mi quinto esposo; por la E, nadie se mueve por nadie; por la
F, quizás, pero no es seguro; por la X, extranjeros; por la S, Sori, mi
175
hijo.

Todo el libro fluye desde un punto de vista subjetivo. El yo narrador es, en


cada relato, el portavoz de una indagación del mundo de la mujer, pero
sobre todo de la mujer artista por completo concentrada en su creación. Es
una estructura más bien infrecuente en la literatura cubana. Del mismo
modo es poco común la reflexión sobre el ser humano asediado por una
exangüe cotidianidad, la cual se manifiesta a través de una interrelación
permanente entre el mundo asumido como real y su desdoblamiento en un
universo paralelo signado por la magia y la poesía:

Llamo nuevamente al cerrajero y lo imagino duplicado, metidos los


dos —imagen del cerrajero y cerrajero— en un túnel secreto,
haciéndose los sordos por un problema de ganas de no ser, de
inactivarse un tiempo, de dejar de repetir la misma acción una vez y
176
otra.

Este pasaje de «Distrito universo» se magnifica en el último relato del libro,


«Olor a aceite quemado», en que un personaje de la estirpe de Sísifo dedica
años de su vida a tratar, infructuosamente, de reconstruir un viejo
automóvil.

Cuentos incómodos recorre en su brevedad una muy amplia gama de


soledades humanas, de angustias y de vidas condenadas al absurdo
cotidiano, como en «El silencio de los activos». El miedo se cierne sobre las
protagonistas —«Días de parque»—, cuyo denominador común consiste en
su sentido de lo humano, que las convierte paradójicamente en desterradas
de un mundo donde la comunicación se va anulando merced a la
esquematización de las relaciones entre las personas —«El silencio de los
activos»—.

Temas eternos, pues, que adquieren carne y sangre gracias a un estilo de


narrar de una madurez transparente. Vian es una escritora capaz de lograr
una unidad orgánica entre una expresión muy sobria, por momentos
minimalista, y jalonarla con fascinantes irrupciones de lirismo, como
cuando, en «Primera obertura del concierto de Brandeburgo», dice de una
177
sirena de ambulancia: «Parece el llamado apurado, goloso, de la nada».
Hay una concreción eficaz que puede captar de un trazo escorzos de lo
humano más general y esencial, como cuando se refiere a un anciano, en el
relato antes mencionado, con estas palabras que retratan a la vez a este y a
la mujer que lo mira: «Siempre hay algo sorprendente en la repentina
debilidad de la suprema autoridad, en las pequeñas caídas de los
178
colosos».

Cuentos incómodos hace honor a su título. Es imposible instalarse en este


libro con una lectura fácil. Por el contrario, hay que enfrentarse a la
escritura con voluntad de esculcar sus dimensiones más hondas, su
aspiración a empinarse hacia una percepción vibrante del ser. Cuando esa
lectura que nos impone se logra esculcar en su más tenso meandro, se
produce una cercanía inquietante, que hace válida para el receptor esta frase
de su libro: «como si alguien fuera de mí murmurara mis propias
179
palabras», tan certero es el texto, tan perspicaz y osada nos habla Enid
Vian sobre este tiempo suyo y sobre el nuestro.
Carpentier y el libro

La meditación sobre la lectura y el libro, en su calidad de hechos culturales,


es una cuestión de tal calado, que no puede extrañar que, a lo largo del siglo
XX, diversos intelectuales cubanos le hayan dedicado una atención

particular. José Lezama Lima, aunque con suma brevedad, no dejó de


detenerse en dichos temas con una óptica cuya naturaleza no puede ser
pasada por alto. Hay que destacar de modo especial uno de los tópicos más
apasionantes del ensayo de Lezama Lima «Sierpe de don Luis de
Góngora». Uno de los temas que Lezama aboceta hacia el final de su
ensayo es el de lo que aquí podría denominarse como lectura cultural, es
decir, la aspiración de una interpretación integradora, en este caso de la
poesía de Góngora, en términos no ya de lo literario estricto, sino de lo
epocal e, incluso, como el propio Lezama evidencia, lo experiencial.

En tal sentido, como subrayaba en un texto de 1972, «en los últimos años
[…] el tema de las culturas ha sido en extremo seductor, pero las culturas
180
pueden desaparecer sin destruir las imágenes que ellas evaporaron». A lo
que añade casi enseguida:

Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a


vivir por la imagen. Esta avisa las pavesas del espíritu de las ruinas.
La imagen se entrelaza con el mito que está en el umbral de las
culturas, las precede y sigue su cortejo fúnebre. Favorece su
181
iniciación y su resurrección.

De modo que la lectura cultural, tal como la concibe Lezama, es vía para el
rescate de la imagen, no considerada en un estatismo inerme, sino sujeta a
transformaciones diversas, que incluyen tanto su proceso de
desvalorización, sus metamorfosis, como su modo de ser captada por el
182
receptor.

Con mayor amplitud y frecuencia se detuvo Alejo Carpentier en el tema del


libro y la lectura. En el próximo enero de 2012, se conmemorarán cuarenta
años de que Alejo Carpentier publicara uno de sus más interesantes ensayos
183
«Elogio y reivindicación del libro». Como su título indica, se trata de un
balance del estado en que, a menos de tres décadas del siglo XXI, se
encontraba el libro como objeto cultural. En realidad, el tema del libro
había sido abordado por el autor de El siglo de las luces desde mucho antes.
Un examen somero y parcial permite comprobar que las ideas de Carpentier
sobre el libro y la lectura comienzan mucho antes de 1972. Espigando al
azar, pueden hallarse ejes varios de un verdadero pensamiento sobre el libro
y su relación con el ser humano contemporáneo. Así, por ejemplo, el 16 de
julio de 1953, Carpentier publica en su columna «Letra y solfa», del
periódico caraqueño El Nacional, la crónica que tituló «El libro y su
energía». En ella señala el intelectual cubano:

¿Cuántos libros se publican, cada mes, en Europa, en los Estados


Unidos, en América Latina? ¿Cuántos tomos, ceñidos por la faja de
las «novedades», aparecen cada semana, en los estantes de las
librerías de Londres, de Nueva York, de México, de París? Las cifras
exactas nos darían vértigo; una forma particular del vértigo de las
alturas, que es el vértigo del papel impreso. Nunca se ha escrito tanto
como ahora; nunca se ha editado tanto. Y, por lo mismo, ante las
murallas, las cordilleras, de volúmenes que se proponen a la
curiosidad del hombre moderno, éste suele vacilar y descorazonarse.
¿Por dónde empezar? ¿Cómo descubrir a los nuevos talentos, entre
tantos y tantos nombres desconocidos? ¿Hay una posibilidad acaso,
de seguir los movimientos literarios, de «estar al día» como podían
estarlo nuestros padres —ante tal plétora de producción? ¿No sería
mejor cruzarse de brazos, sencillamente, ante la multiplicación de los
tomos, ateniéndose el lector a la literatura conocida, consagrada,
ubicada, que basta, por sí misma, para satisfacer todas las apetencias?
184

Su reflexión, que en el siglo XXI es más válida aun que entonces, apunta al
hecho de que el libro no es una entidad cultural que pueda existir por sí sola
en el mundo contemporáneo. Requiere, por el contrario, una serie de
mecanismos de dinamización, entre los cuales, desde luego, hay que
considerar a dos grandes profesionales como el maestro y el bibliotecario.
Carpentier, sin embargo, va más lejos y, también en «Letra y Solfa», en
1953, publica una crónica sobre lo que él llamara la librería inteligente, en
la que defiende la transformación de un oficio —el de librero— en una
profesión cultural —la del librero como promotor de la lectura—, idea que
hoy sigue siendo válida y que, en Cuba, todavía no es una realidad
alcanzada:

Caracas cuenta, por suerte, con un buen número de «librerías


inteligentes». Es decir: librerías dotadas de un carácter propio, por la
personalidad del librero. Sabe el lector a dónde dirigirse, si quiere
conseguir una edición reciente, un determinado libro de texto, o,
simplemente, si desea que le aconsejen una buena novela policíaca,
para pasar el fin de semana en compañía de la gente de Scotland Yard.
Algunas tienen estantes de libros antiguos, otras parecen inclinarse a
las novedades; aquella es particularmente rica en autores
latinoamericanos, esta ofrece el mejor surtido de libros en inglés, la
de más allá tiene un estante repleto de textos referentes a la historia de
nuestro continente. Hay libreros, viejos en el oficio, que forman parte
de la fisonomía de la ciudad: los hay, de vocación más reciente, que
están particularmente atentos a la obra de autores contemporáneos
[…]. En fin: que la ciudad posee librerías de pensamiento vivo,
dirigidas por hombres que leen, y saben ayudarnos a encontrar lo que
buscamos. Gente que tiene conciencia de su oficio, entendiendo que
185
la librería es algo más que una tienda de libros…

Esta necesidad de libreros conscientes de su oficio, es mayor, en la


perspectiva de Carpentier, en la medida en que, dentro del torrente de
producción editorial, adquiere cada vez mayor volumen el sector de la
literatura inútil, a la que él se referirá luego, en abril de 1955, en una
186
crónica significativamente titulada «Novelas de señoritas». Esa idea suya
cobra más relevancia en nuestro tiempo presente, cuando incluso ha surgido
un nuevo tipo de libro, la «literatura de aeropuerto», integrada por libros de
pésima calidad y vistosas cubiertas, hechos para disfrazar un poco el
aburrimiento de un largo vuelo, para ser hojeados al desgaire en una
habitación de hotel, y, finalmente, para ser abandonados en ella con la
displicencia que merecen.

Al gran novelista cubano, por otra parte, otro hecho le llama la atención
también: la uniformidad de apariencia de las librerías, la obsesiva
modernización de sus edificios y diseños, que conducen, más temprano que
tarde, a la pérdida de la personalidad específica de un establecimiento
librero. Así, señala en «Una librería única»: «Comercios de libros, hay
muchos en cualquier ciudad del mundo. En cambio, quedan muy pocas
187
librerías con fisonomía propia, tradición, atmósfera».

Todo esto pone en evidencia que Carpentier, el gran narrador y brillante


ensayista, no vivía de espaldas a la realidad social y económica de un libro
que, en el ápice mismo de la modernidad, experimentaba ya en la década
del cincuenta una serie de embates y transformaciones. Por eso, en el
mismo año 1955 en que escribía las líneas anteriores, publica «Un balance
188
instructivo», el cual, lejos de ser una crítica literaria o una reseña
informativa sobre un libro de relieve, no es otra cosa que un examen de las
cifras de tirada editorial. Carpentier aborda una cuestión que, desde la
primera mitad del siglo XX, ha estado a la orden del día en comentarios
sobre políticas editoriales. En efecto, se ha dicho desde hace mucho tiempo,
que la gran literatura, o la historia, o la investigación, o la filosofía, no
venden, no tienen un mercado cabal. Este argumento se ha venido
esgrimiendo —hasta el atormentado presente— en contraposición con la
idea de que los libros de mero interés comercial, divulgativo, lúdico, etc.,
son los que sí tienen un mercado real. Desde esa idea comúnmente
aceptada, Carpentier escribe a propósito de un estudio realizado en Francia:

Lo que ha querido determinarse es la escala de aceptación del público


corriente, ante las obras nuevas, publicadas por la totalidad de los
editores. Es decir que se trata de un mero examen del número de
ejemplares vendidos en el país, desde el año 1945 hasta el presente,
sin excluir las novelas populares o de mero entretenimiento, debidas a
autores situados, en cierto modo, al margen de la literatura seria. Debe
reconocerse, al examinarse esa lista, que los hechos establecidos son,
189
a veces, bastante desconcertantes.

¿A qué se refiere Carpentier? Pues al hecho de que el estudio efectuado en


Francia arrojó que muchos de los libros de mayor tirada editorial y mejor
acogidos por el público en esa década del cincuenta, no eran títulos
comerciales, ni literatura divulgativa, policial o aventurera, sino, lisa y
llanamente, gran literatura: El pequeño príncipe, de Saint-Exúpéry; El
silencio del mar, de Vercors; El cero y el infinito, de Arthur Koestler; El
viejo y el mar, de Hemingway; Las viñas de la ira, de John Steinbeck;
Antígona, de Jean Anouilh; El existencialismo es un humanismo, de Jean
Paul Sartre, entre otras.

Valdría la pena saber cuál es la situación del mercado del libro medio siglo
más tarde. No es posible aventurar opiniones sin sustentación, pero vale
recordar la expansión, en el mercado del libro europeo y norteamericano, de
mucha de la producción del llamado boom latinoamericano —obras de
Carpentier incluidas—, el fenómeno de ventas de las obras de Milan
Kundera, luego del éxito de La insoportable levedad del ser; la conversión
inmediata de una novela semiótico-filosófica como El nombre de la rosa, de
Umberto Eco, en best seller internacional, etc. Estos datos hablan, por lo
menos, de la posibilidad de que, como supo consignarlo Carpentier a
mediados de los años cincuenta, la balanza del mercado no se incline de
forma tan mecánica hacia el libro sin valor real.

El camino hasta «Elogio y reivindicación del libro» está marcado por hitos
de importante meditación, en los que no es posible aquí detenerse con la
calma necesaria. Baste recordar, por ejemplo, una crónica de tanto interés
190
como «Las lecturas y la edad», comentario —diálogo más bien— con
consideraciones de François Mauriac:

[…] observaba que el hombre, a medida que avanza hacia la vejez, se


interesa menos por el argumento de las novelas, dejando de ser ese
lector apasionado que devora un volumen en pocas horas, ansioso de
191
saber «lo que va a ocurrir después».

A partir de tales ideas de Mauriac, Carpentier opina sobre las preferencias


de lectura de las edades, en particular la adolescencia. «Elogio y
reivindicación del libro» subsume las preocupaciones que en los años
anteriores había venido expresando Carpentier, en una valoración de
conjunto. El comienzo del ensayo es de una clarividencia sorprendente para
ser una afirmación de la década del setenta:

El hombre, con su infinito ingenio, con su infinito poder de


construcción y de destrucción, con su posición crítica eternamente
despierta, inconforme, aficionado a ponerlo todo en entredicho, ha
empezado a preguntarse, de pocos años a esta parte, si el libro (¿por
qué no observa su asombrosa proliferación en el mundo?...) no es un
instrumento de difusión de la cultura ya ineficiente y llamado a ser
sustituido por medios de información más directos, más conformes a
sus posibilidades significantes, más completos y multiperceptivos, ya
que estos asocian lo auditivo con lo visual, la música con la imagen y
la palabra, con una insuperable rapidez de análisis de un caso, de un
hecho, de un conflicto, que la letra impresa en tomo, en volumen, no
podría alcanzar en cuanto a «inmediata actualización de su
192
transcurso».

Todavía no existía internet, ni siquiera se habían extendido y hecho


personales las computadoras. Pero en la época ya se intuía una nueva y
revolucionaria transmutación del soporte material del libro. Apenas unos
años antes, en unas declaraciones para la revista francesa Lire, el connotado
escritor Michel Butor profetizaba la aparición gradual de nuevas formas
materiales para la literatura. Nuestra época actual ha confirmado todos los
barruntos proféticos de aquellos tiempos. Situado en los setenta, Carpentier
se enfrenta a otras hipótesis de esa época, que anunciaban tenebrosamente
una crisis de la lectura misma como proceso cultural.
Uno de los enemigos que los profetas sombríos denunciaban entonces, era
la tira cómica —en Cuba conocida, sobre todo en los años cincuenta, como
«muñequitos»—, que se consideraba iba a destruir todo esfuerzo que se
hiciera para inducir a las nuevas generaciones a la lectura de gran fuste y
calibre. Carpentier dedica espacio en su reivindicación del libro, para
demostrar que las tiras cómicas tienen una muy venerable antigüedad, que
ha convivido por siglos con el libro impreso. Así nos lleva a considerar la
semejanza entre la medieval tapicería de Bayeux, los códices mexicanos y
los comics contemporáneos suyos, para demostrar que, una vez más, un
hecho cultural aparentemente marginal, tiene venerables ancestros.

Su interés por el tema lo impulsa a convocar la figura del humorista suizo


Rodolphe Töpffer, quien no solo creó en 1840 una en su tiempo célebre tira
cómica —Doctor Festus—, sino que incluso fue, quizás, el primer teórico
acerca de los comics, sobre los cuales publicó su estudio Ensayo de
fisionomía.

Así, Carpentier traza una sintética historia de la tira cómica como producto
marginal o literatura de cordel, panorama que desemboca en la siguiente
consideración llena de sentido común dirigida a quienes consideran que el
comic conducirá a la muerte de la lectura y, aun más, de la edición de libros
de gran calidad: «Pero todo esto, señores austeros, informadores del Santo
Oficio de la Cultura, no ha impedido la edición, reedición, traducciones
múltiples, de Tolstoi, Pirandello, Thomas Mann, Marcel Proust, James
193
Joyce…» Y luego procede a un examen de los otros factores que se
consideran, por los angustiados, como enemigos del libro: la ciencia
ficción, el folletín televisado. Aquí se demuestra una vez más no solo la
agudeza de juicio y la anchurosa cultura del autor de Concierto barroco,
sino también su capacidad de prever el futuro.
Sobre la ciencia ficción, advierte de inmediato que, tanto como las tiras
cómicas, son muy antiguas, y menciona tanto remotos antecedentes en la
antigua Grecia, como precedentes más cercanos, como Cyrano de Bergerac,
a quien dedica espacio un erudito y extraordinario libro sobre el tema de
194
Rinaldo Acosta, recientemente publicado en Cuba, donde se calibran ya la
alta y reconocida estatura literaria de varios títulos de este género especial,
hijo del siglo XX. El folletín, televisivo o no, le preocupa menos aun a
Carpentier. Para este hombre de cultura insondable, el folletín también es
historia cultural:

¿El folletín, periodístico, televisado? Folletines fueron los Libros de


Caballerías, con Amadís de Gaula a la cabeza; folletines (¡y de los
buenos!) los de Javier de Montepin, Emilio Gaboriau, Eugenio Sue, a
comienzos del siglo XIX, hasta llegar a ese superfolletín (con
magníficas calidades literarias) que fue el de Los miserables, de
Víctor Hugo, primer best-seller absoluto de la literatura mundial […].
El folletín, como lo vemos hoy en las pantallas de la televisión, no
hizo el menor daño al desarrollo de la portentosa obra de Balzac, ni
puso trabas a los amagos poéticos presurrealistas del Víctor Hugo de
la vejez, ni a la difusión lenta, pero tan universal como segura de
195
Baudelaire y de Rimbaud…

En esa línea de pensamiento, tampoco la telenovela actual ha podido


aniquilar las obras de José Saramago, Camilo José Cela, Gabriel García
Máquez, Severo Sarduy, Umberto Eco, Doris Lessing, o Nadine Gordimer.
Y no porque el público permanezca en una misma actitud frente al libro
tradicional. Carpentier tiene una noción muy precisa sobre esto, y apunta:
«La actitud del público ante el libro, por lo demás, ha variado en el mundo
196
entero». Como en alguna de las crónicas citadas de su columna caraqueña
«Letra y Solfa», Carpentier apela a la imagen misma de la librería para
fundamentar estos cambios, y apunta una cuestión que, en lo personal, me
resulta verdadera, pero sobrecogedora: el abigarramiento y mescolanza, en
los escaparates de las librerías, de libros de cibernética y cocina, educación
de perros y estadística, best-sellers y sociología.

Pero ello mismo da cuenta de un cambio de pulsación en la cultura


contemporánea, donde ciertos textos, correspondientes a ciencias otrora
abstrusas —una de ellas la informática—, imantan crecientes cantidades de
receptores. Por ello mismo, como apunta Carpentier, la actitud ante el libro
sufrirá crecientes cambios. Si la invención de la imprenta por Guttenberg
causó conmoción profunda y rechazos enconados, la gradual sustitución del
libro impreso en papel hacia otros soportes, en primer término el
cibernético, está ya en marcha. Como a su vez apuntó Lezama, la lectura es
un proceso cultural y, por ende, también el libro es un objeto antes cultural
que estrictamente material.

Ambos escritores cubanos, aun cuando su ubicación los colocó muy lejos
todavía de las profundas transformaciones de fines del siglo XX, intuyeron,
cada uno a su modo, que el proceso de leer y la esencia y funciones del
libro en la cultura, estaban entrando en una etapa de cambio, que es la
nuestra. Confiemos en la pervivencia todavía de lo que Carpentier llamara
«hambre de lectura»; creamos con Lezama que el hombre no lee objetos, ni
libros, sino el fluir mismo de la cultura. Ambas percepciones, a pesar de
todos los agoreros y todas las señales, nos permiten pensar que todavía el
libro sigue siendo una ventana esencial del hombre al universo.

Uno de los ángulos menos frecuentados en la obra de Carpentier tiene que


ver con su pensamiento sobre la cultura y, en particular, sobre los procesos
que han marcado la formación, consolidación y desarrollo de ella en
América Hispánica, donde, sin embargo, la reflexión sobre los fenómenos
culturales se inició desde muy temprano, incluso en la propia Conquista,
con Bartolomé de Las Casas, Bernal Díaz del Castillo y, en particular, con
197
Cieza de León, la cual se despliega, con fuerza mayor, a partir del siglo
XIX, en la obra de una serie de autores entre los que descolló, José Martí. El
siglo XX cubano marcó una focalización teórica de gran envergadura, donde
destacan en particular los trabajos etnológicos de Fernando Ortiz.

Carpentier no estuvo ajeno a la reflexión cubana y latinoamericana sobre la


cultura. Esa fascinación suya por el tema estaba ya presente, de modo
explícito o no, en varios de sus artículos periodísticos de juventud, y puede,
sin la menor duda, identificarse también como subtexto de su obra
narrativa. Su aproximación a la problemática de la cultura continental se
manifestó de modo particular en una conferencia suya de 1979, dictada en
Yale, en la cual se encuentra una nítida formulación de su personal
apreciación. Se trata de «La novela latinoamericana en vísperas de un
nuevo siglo», donde el gran novelista subraya que la evolución de la
narrativa continental había tendido « […] hacia la adquisición de una
cultura cada vez más vasta, más ecuménica, más enciclopédica, para decirlo
198
todo, que ha brotado de lo local para alcanzar lo universal».

Por otra parte, se percibe aquí una conexión profunda con la idea que Martí
expresara en su ensayo Nuestra América en cuanto a la necesidad de
injertar el mundo en el tronco de las flamantes repúblicas del continente
mestizo. Ese ecumenismo que Carpentier defiende se advierte también en
figuras claves de América, como Lezama Lima, Ernesto Sábato, Carlos
Fuentes, Darcy Ribeiro y otros. Carpentier asumía en el ensayo citado una
voluntad universalista que, en su idea de la creación narrativa, se pone en
función —a la vez como síntoma y como resultado creativo— de una
peculiar manera de comprender la cultura. Carpentier, incluso, se expresa en
términos de una definición sintética:

Yo diría que cultura: es el acopio de conocimientos que permiten a un


hombre establecer relaciones, por encima del tiempo y del espacio,
entre dos realidades semejantes o análogas, explicando una en función
de sus similitudes con otra que puede haberse producido muchos
199
siglos atrás.

Es fácil observar que este juicio trasciende la mera consideración —no por
trivial menos extendida— de la cultura como mera acumulación de saberes:
para Carpentier lo esencial es la condición no solo funcional, sino también
dinámicamente dialógica —como subrayaron en su día Lotman y la
200
Escuela de Tartu—. Carpentier agregaba a renglón seguido:

Simone de Beauvoir, poco admiradora de Malraux, dijo en uno de sus


libros, para zaherir al autor de La condición humana, que «cuando
éste veía una cosa, esa cosa le hacía pensar en otra cosa». Y yo diría
que esa facultad de pensar inmediatamente en otra cosa cuando se
mira una cosa determinada, es la facultad mayor que puede
201
conferirnos una cultura verdadera.

En realidad, esta convicción suya no proviene solo del punzante mot d


´esprit de Beauvoir. Una serie de textos carpenterianos tempranos, de los
años veinte al cuarenta, dan cuenta de su insaciable voluntad de identificar
vasos comunicantes entre los hechos y procesos culturales. No se trataba,
para él, de operar literalmente por encima del tiempo y del espacio, sino, en
realidad, de trascender lo estrechamente sincrónico y local, para alcanzar
una perspectiva integradora de las raíces profundas de la dinámica cultural.
Esto lo puso en situación, muy pronto, de enfrentarse a una categoría que,
en particular en la segunda mitad del siglo XX, tendría que ser examinada
con una mayor profundidad teórica: la tradición cultural, en la medida en
que, con palpable intensidad de especial relieve, en ella se manifiesta la
confluencia de tiempo y espacio en la cultura, no en términos de congelar
un producto, sino como fuerza dinámica.

Ya en 1946, al publicar un texto fundador, La música en Cuba, Carpentier


situaba como preludio de su libro una frase reveladora de Igor Stravinsky:
«Une tradition véritable n´est pas le témoignage d´un passé révolu; c´est
202
une force vivante qui anime et informe le présent». La percepción
carpenteriana de un nexo profundo, pero sobre todo, activo y enérgico, entre
historia y cultura, es un campo de dimensiones desmesuradas para la
presente comunicación. Así pues, se prestará atención solamente a algunas
facetas de especial relevancia. En realidad, la tradicionología era aun en
tiempos de Carpentier un área poco desarrollada en las ciencias de las
humanidades. Tanto es así, que todavía en 1975, la destacada musicóloga
Zofia Lissa hacía constar en sus Nuevos ensayos de estética músical que se
carecía de una teoría general de la tradición. Esta autora, al esbozar
aspectos iniciales en esta área del conocimiento señalaba:

Cada periodo realiza nuevamente una selección de las reservas


culturales del pasado halladas a su llegada, y solo lo que él ha
seleccionado deviene para él la tradición. […] La esfera del concepto
«cultura» abarca la totalidad de cierto género de fenómenos
producidos en el proceso histórico en un medio dado, mientras que las
tradiciones abarcan solamente algunos de ellos: los que en la fase
203
dada de la historia han sido aprobados, reconocidos como valores.

Carpentier tenía una percepción muy definida acerca de la tradición como


factor impulsor del devenir histórico de la cultura, y la necesidad de
encararlo no en calidad de un dato inerte, sino como una zona que estimula
la búsqueda de sus vínculos con el entramado mayor de la cultura. Insiste
muchas veces sobre este tópico, por ejemplo, en una hermosa crónica de
1940 sobre la iglesia de Santa María del Rosario, donde, luego de una
descripción minuciosa y objetiva del interior del pequeño templo, el autor
se siente obligado a trascender los límites de la percepción sensorial, para
proceder a una interpretación cultural en la que, en efecto, devela cómo una
cosa —la pequeña iglesia de las afueras de La Habana— lo lleva de modo
inevitable a la operación cultural de pensar en otras:

¿Dónde había yo encontrado una atmósfera perecida?… ¿Dónde


había gozado ya esta calma de provincianismo suntuoso y
polvoriento, que hace pensar en las conventuales decoraciones de la
sonata de primavera de don Ramón del Valle Inclán?... ¡Pardiez!... en
ciertas iglesias vascongadas, parecidas a la de Santa María del
Rosario en lo sobrio de la arquitectura exterior y en el estallido de
204
oros, azules, flores, aureolas y arabescos del altar…

Carpentier percibió muy pronto que la realidad latinoamericana se


manifestaba a partir de infinitas confluencias que, más allá de los límites
estrictos de un género artístico, constituye una profunda mezcla de carácter
cultural en su más amplio sentido. Si bien en los últimos veinte años
comienza a resultarnos menos inusitada la reflexión acerca de fenómenos
que, bajo términos diversos que se refieren a procesos confluyentes de
manera total o parcial —tales como transculturación, mestizaje, hibridación,
sincretismo, usados de acuerdo con determinadas perspectivas de
investigación o según cada tendencia teórica—, se trata de llamar la
atención sobre zonas de la creación —no necesariamente artísticas— que
tienen que ver con los contactos y mezclas culturales, tales estudios no eran
moneda corriente en los críticos de las diversas artes en la época de
205
Carpentier.

Los estudios carpenterianos apenas comienzan a indagar en las


consecuencias que para su labor creativa tuvo su densa formación, en
particular en lo que se refiere a su interés profesional por la música, a pesar
de que él mismo declaraba, en 1966: «[…] mi formación fue más musical
206
que literaria». Su pasión por la música no resultó un « violín de Ingres»,
sino una faceta de su voluntad creadora que habría de marcar, con fuerza, su
pensamiento sobre la cultura, y le sirvió de base para avizorar con
precursora agudeza la importancia de la tradición en tanto motor impulsor
del dinamismo de la creación a nivel individual y social.

Su vocación por los estudios musicales no fue, pues, un desvío: la


perspectiva musicológica lo ayudó a percibir con claridad que el
folclorismo que había marcado buena parte de la producción artística
latinoamericana en la primera mitad del siglo XX, se había fosilizado dentro
de los esquemas de la actitud del Romanticismo frente la tradición popular
—, se había convertido en un callejón sin salida, donde la creación —y lo
que es peor aun, la cultura del continente— podían quedar acorraladas.

Su perspectiva de musicólogo no resultó un desvío de su vocación de


escritor, sino que le permitió distinguir también en otras esferas del arte y la
cultura entre lo estrictamente local y la proyección dinámica que un gran
207
artista —como Heitor Villa-Lobos — podía alcanzar al concebir el
sustrato del arte más popular tradicional como un camino para alcanzar una
forma artística no solo latinoamericana sino, cabalmente eficaz en su alto
sentido estético. Por esta vía supo percibir con antelación el carácter
hondamente selectivo con que el artista de América debía, a su juicio,
asomarse al pasado cultural: « Hay que aquilatar el justo contenido de las
tradiciones, elegir los elementos folclóricos más ricos en recursos, desechar
208
prejuicios, crear una técnica apropiada».

El interés carpenteriano por la tradición apunta siempre hacia una actitud


crítica y no de mero mimetismo localista. Su percepción de que ella es un
resultado histórico, no excluía que considerase que se trata siempre de un
factor dinámico, es decir que debe producir no empolvados museos, sino
sobre todo debe estimular evoluciones diversas de la creación artística.

Como años más tarde, en la segunda mitad del siglo XX, habría de percibir
la tradicionología como disciplina humanística, Carpentier supo muy bien
que cada época de una cultura nacional tendía a reformular, de modo
selectivo, su propia tradición. De la misma manera advirtió antes que
muchos otros en Hispanoamérica, que la tradición cultural constituye
además un indicador de qué vacíos —que pudieran llamarse zonas de
crecimiento próximo de la creación artística— están disponibles ante el
artista en un momento dado para ser objeto de reformulación por una obra
renovadora. Es por eso que hablaba, en 1958, en el ensayo «Los problemas
del compositor latinoamericano», acerca del argentino Juan José Castro,
quien resultaba de interés para Carpentier porque había compuesto óperas
sobre dos valiosos textos de García Lorca: Bodas de sangre y La zapatera
prodigiosa, lo cual, por lo demás, es sobre todo un pretexto para manifestar
su propio pensamiento. En efecto, el elogio crítico le da pie a afirmar que «
[…] en América, existe un verdadero prejuicio entre los compositores, en lo
209
que se refiere al uso de nuestro idioma para la música cantada».

De hecho ese retraimiento, en tanto actitud axiológica, y Carpentier lo sabía


perfectamente, era también un índice cultural obstaculizador, que
Carpentier aspiraba a modificar formulando un desafío que, con apoyo en la
tradición hispánica, impulsase a una meditación renovadora en Cuba:
Julián Orbón profundo admirador de la tradición hispánica, me ha
manifestado repetidas veces el mismo reparo. Muchos maestros
europeos, como Stravinski, han escrito obras admirables sobre textos
franceses, ingleses, latinos, sin acercarse nunca al idioma español. Es
cierto que en esto […] tenemos poca tradición valida, ya que la ópera
española del siglo XIX no constituye un modelo universalmente valido.
Pero, si el tratamiento vocal del castellano presenta dificultades
escancionales y prosódicas —al decir de muchos músicos—, ¿por qué
olvidar que los autores de tonadillas escénicas de fines del siglo XVIII
y los músicos de zarzuela de todos los tiempos se las entendieron a
210
maravillas con nuestro idioma?

La obra de Carpentier es una invitación a los artistas latinoamericanos


a abandonar el papel de pasivos sujetos usuarios de su cultura, para
211
convertirse en sujetos activos de su propia identidad cultural. Su
interés por el folclor, por lo demás, no constituía una finalidad, sino
un medio para acceder a una compresión omniabarcante de la cultura
continental. La voluntad de, frente a un hecho de cultura asomarse a
otro, marca la característica más relevante de su ensayística, y,
también, ya destilado en un refinado factor estilístico, en su peculiar
manera de configurar la intertextualidad en su narrativa, donde logró
crear verdaderas orquestaciones dialógicas en las que confluyen los
más variados discursos del arte y la cultura.

Ya desde 1946 advertía un subterráneo cuanto incansable trasiego de


diálogos culturales entre las diversas naciones modernas de América
Latina, síntoma de la honda integración cultural, capaz de trascender
las fronteras políticas, “ […] de todas las naciones del Nuevo
Continente donde coincidieron, en mayor o menor grado,
determinadas aportaciones étnicas y entre las cuales se verificó un
212
cierto proceso de intermigración de ritmos y tradiciones orales”.
Esta idea, surgida a partir de sus estudios musicológicos, habría de
adquirir su correlato literario en la especial manera de reunir
americanismos en su narrativa, aspecto cuya función literaria destacó
en su día Luisa Campuzano. De modo que puede asumirse que
Carpentier, desde la década del cuarenta, empieza a sentar las bases
de un componente principal del flujo histórico de la cultura
continental: no se trata tan solo de destacar aquí un eje, sin duda
fundamental, de su concepción de la dinámica diacrónica de la
creación artística latinoamericana.

Por lo demás, esta zona de su obra permite constatar su sensibilidad


para identificar problemas que habrían de ser preocupaciones
generales del pensamiento estético de la segunda mitad del siglo XX.
Por ejemplo, Pierre Boulez abría una de sus obras capitales, Hacia
una estética de la música, comentando lo que, a su juicio, se había
convertido en una obsesión de la musicología desde 1920: la de
desentrañar una dialéctica histórica para caracterizar el estilo musical
213
europeo.

La búsqueda carpenteriana se orienta hacia la comprensión no ya de


una o dos zonas de la creación artística en Latinoamérica, sino, sobre
todo a lograr un cambio de perspectiva. La prodigiosa capacidad para
la resonancia intertextual en sus novelas —casi paroxística en El
recurso del método— no responde a una estricta destreza literaria,
sino a la organicidad de su absorta meditación sobre la cultura del
Nuevo Continente, la cual concede peculiar relevancia a la operación
de pensar más allá de los límites estrictos de un texto artístico. No se
trataba de un destilado malabarismo intelectual, sino de una intensa
focalización de los lazos inextricables del arte con la historia de la
cultura.

Su experiencia personal y directa, tanto como su reflexión intelectual


acerca de las vanguardias tanto europeas como latinoamericanas, le
permitieron visualizar —y así lo expresó de manera puntual en un
ensayo tan singular como « Problemática de la actual novela
214
latinoamericana»— que la cultura del Nuevo Continente enfrentaba
en su siglo una serie de desafíos que exigían una transformación de
los endebles sustentos que, heredados del siglo XIX, todavía estaban
siendo defendidos desde retrógradas posiciones académicas y
anémicas pervivencias de esquemas artísticos que, agotados ahora,
habían sido vigentes en la América Latina de la primera centuria
postcolonial.

Su visualización de algunos de los diferentes contextos de la novela


continental en el siglo XX, alcanza a percibir la complejidad de los
desajustes cronológicos y del desfase tecnológico que sufría, y sufre
aun, la cultura latinoamericana, para la cual, sin embargo, eran
también amenazadoramente válidos, pero en medida diferente, la
problemática que advierte Jacques Leenhardt al proponerse una
perspectiva sociológica de los movimientos de vanguardia, al
entenderla como:

Confrontation de moyens techniques et de différents types de


contingences extérieures, l´art est toujous et partout une
tentative d´harmoniser ce qui lui vient de dehors à ses exigences
internes. L´art est toujours et partout captation de la
215
transcendance dans l´immanence d´un là.
El énfasis carpenteriano en el inmenso sustrato cultural de América
Latina, fuente dinámica de esas intermigraciones diversas —entre
América Latina y Europa, entre las diversas zonas del Nuevo
Continente, entre ellas y las culturas africanas, etc.—, resulta, sin la
menor duda, una de las más vigentes aportaciones del pensamiento de
Carpentier, y no pueden ser consideradas como un lujo de intelectual
erudito.

Por el contrario, su sostenida atención a las conexiones entre historia


y cultura en América, además de proyectarse orgánicamente —en
medida que todavía espera por investigaciones de mayor calado
crítico— en su obra de ficción, permiten una vía de acceso principal a
una percepción de los procesos culturales como base de la que emana
toda posibilidad de alcanzar y defender un ámbito de lenguaje común
continental, que funcione no a partir de una engañosa concordancia
lingüística, sino desde la concordancia —unas veces relativa, otras
cabal— de contextos, sustratos y apetencias, que, en la idea de
Carpentier, apuntan a la utopía necesaria de una comunicación
consciente de su historia y de sus raíces identitarias, ámbito creativo
que aspire a superar los riesgos de pérdida de identidad, estatismo
creativo y estéril mimetismo que él advertía, con entera razón, como
peligro ominoso para la existencia misma de América Latina.
Lourdes González: eros y los espectros

Trata una vez más de sacar fuego y gloria


del arpa dorada. Trata, te lo pido de rodillas, te lo imploro.
AUGUSTO STRINDBERG, Sonata de espectros.

Con El hijo de la arpista (Ed. Oriente, 2010), Lourdes González invade una
zona de insondable estremecimiento poético. Prosa lírica, en principio, el
libro escapa en mi opinión de toda determinación sellada: es una volcadura
inmensa que rebasa los géneros, para expresarse desde lo humano esencial,
ese terreno donde no importa el tiempo, la atadura cotidiana ni la
circunstancia palpable. Se trata —justo porque se nos habla de la entraña
del ser— de un libro sobre el eros total, ese que se imanta no hacia las
siluetas borrosas del momento —amante, hijos, vocación o patria—, sino
que está marcado por la ambición desnuda de la entrega total. La clave es
ofrecida con limpieza en los pasajes primeros del texto. La catarata
emocional es desatada desde una resucitación llameante, que Lourdes
González califica en un fogonazo: «Humilde despertar del que se sabe
216
muerto», desde el cual transita paso a paso a una extraordinaria
comprensión de la permanencia del amor:

Dame el derecho a estar en la memoria solo el tiempo necesario para


volver a los cuerpos amados como se vuelve al viaje de la despedida,
al tren de las infancias, a la gloria repartida en las pequeñas
marginaciones. Un instante en la muerte para entreabrir la vida, un
solo color y el milagro sucederá como un arribo, como un tocar al fin
las puntas de la madeja que se busca y se busca y se vuelve a buscar,
217
hilando en las huidas.

Está uno como lector en la sección primera, «Los pabellones», ignorando


todavía a cuáles se refiere, mientras se intuye que el libro es una difícil
travesía por un país de pasiones que restallan. Este primer instante, en
realidad, es no ya una entrada, sino un desenlace desde el que se despliega
una aventura concentrada, la del rescate del amor a través no de una
memoria enfebrecida y mentirosa, sino por la vía de la propia
transfiguración del ser a través de un modo que, en su esencia cabal, es, y
de modo entrañable, una desasida inmolación:

(Hay que estar muerto para ser condescendiente, hay que tener, como
yo, al alcance de las manos, las distancias que no voy a cruzar, las
cúpulas y los granos que solo tocaré si fallara mi memoria mal
tratada, es decir, mi mala memoria).

Llueve sobre los pabellones mientras el tiempo me excluye, prescinde


de mí en las calles estrechas que circundan los espacios. Sería
aterrador estar vivo persiguiendo a la Quimera, cumpliendo con el
destino. Pero con qué gozo transito conociendo la ruta de los torsos
amados y de las manos, libres ahora del presente, emancipados
218
[…]

Hasta ese instante del libro, este había constituido una ascensión gradual, un
mínimo acertijo de esperanzas para el lector: todo era posible en las páginas
que habrían de seguir. A partir de aquí, estalla con violencia la combinación
inseparable de angustia sideral y desafío —esa mezcla hiriente de la que
proviene tanto del peso profundo de la mejor poesía de la autora, incluso
desde aquel su juvenil y formidable poema «Pasajera la lluvia»—. La
sección segunda es «Las manos», donde no hay posible confusión: es el
enfrentamiento del hombre a su ser profundo e irrenunciable —ese tema de
la poesía de alto fuste que tan pocos han abordado en la poesía cubana, ese
que fue carencia indigente en el romanticismo de la isla, cualidad que
define la única gran poesía posible sobre el hombre mismo y su más íntimo
tremor—. De aquí el crujido de la duda apasionada y la pregunta más
219
honda: «¿Cuántas noches caben en la espera?». De aquí, también, que se
palpe la única certeza, la de un ritual indetenible y libre de toda
determinación temporal.

Tal es la fuerza de estas páginas, en que la literatura queda limpia de su


epidérmica apariencia, para revelarse como ansiedad total, pero también
como intrépida conciencia: «Escritos quedan los deseos, quien tiente estos
220
papeles se condenará al engaño».

Lourdes González construye una voz lírica que no habla aquí en poesía,
sino en la absoluta soledad del ser y su destino, el eros torturante que es la
única señal de haber vivido. Así cruza el lector unas puertas ominosas,
donde puede él mismo examinarse, enfrentar la tortura de vivir más allá de
todos los disfraces que anublan, y a veces quedan convertidos en murallas
insalvables, todo contacto real, cualquier comunicación verdadera entre los
seres que parecen ajenos, insondables, mentirosos, violentos y enemigos, a
la vez negación y espejos desgarrados de uno mismo:

(Sabes, he llegado a pensar en tu cuerpo como en un árbol, como en


una ceiba, como en un árbol en el que una se puede adentrar, como
en este espacio que hay detrás de la puerta, y estos lienzos que, desde
lo alto y desde lo bajo, me miran con desdén, porque saben quizás
221
que no te conozco, ni te he besado, ni puedo).
Pocas veces en la poesía cubana, nunca en las últimas dos décadas, un libro
se atreve a enfrentarse —sin contextos útiles, sin decorado verbal, sin
declaraciones gangosas e inútiles sobre posturas exteriores— al silencio
interior y su marejada de preguntas y visiones. De aquí lo excepcional de El
hijo de la arpista, capaz de formularse con sello único, la angustia
compartida a lo largo de los tiempos: «¿Qué será lo que brilla en ese otro
castillo?, ¿un metal que resiste, un espejo que muestra, una pulida
222
superficie?, ¿una puerta?».

En este libro la desnudez del lenguaje resulta formidable. La autora la


alcanza no por eliminación, ni por tratamiento metálico del mundo
construido, y mucho menos por artificiosa síntesis. No es la suya, palabra
que se despoja de vestiduras falsas o legítimas. Hay, por el contrario, una
letal concentración, morosa además, en entidades milimétricas: desnudar el
lenguaje significa en El hijo de la arpista que se produce una alquimia
deslumbrante: no hay supresiones, tan solo el verbo es, por sí mismo, de ese
modo, así ha nacido, sin talladuras, ni selecciones, ni destilación. Es, y solo
eso. ¿Cómo explicarse semejante timbre? Desde luego que depende, ante
todo, de la estatura misma del tema, cuyo alcance trasciende la necia
información de anécdotas, posturas, concepciones y medidas. Pero sobre
todo descansa en la perceptible obsesión interior, en la voz que, como si se
fugase, se levanta y domina toda cortapisa y máscara de defensa contra el
mundo.

El hijo de la arpista se dedica a la autoescucha, no de una miserable


biografía, ni de una angustia entrampada en sus límites mediocres. Es un
libro sobre el espacio inabarcable del amor como fuerza más allá de la carne
—pero con la carne—, y de la muerte como certeza total, dualidad que solo
se percibe en afilada calidad de angustia, conciencia del diálogo imposible
entre Eros y Tánatos, entre experiencia efectiva y sueño desgarrador. La
propia autora pareciera revelar en el libro este secreto:

Todo creador debe girar, hacer girar su suerte en los campos de la


infancia, esa mirada perdida sobre un mundo salvado, y no debe
extrañarse ante la solicitud con la que se le piden títulos, castillos,
molinos, hondones, muros, hasta ventajas que se deben a estar, casi
muerto, casi vencido, sobre la línea divisoria de la vigilia. El regreso
también consiste en omitir esas solicitudes. Y no morir. Y no hacer
equilibrio. Y no andar sobre la línea más de lo estrictamente
223
necesario.

En verdad, El hijo de la arpista es un juego imponente, un monólogo dicho


en el marco de una comunicación, que todos sabemos necesaria e insoluble.
La arpista habla con su hijo, confiesa sus secretos, es cierto, pero también
—¿cómo si no?— levanta una esperanza irreductible, que no es más que la
sola razón de la poesía de todos los tiempos y los seres: dejar que se asome,
siquiera por una vez, el prisionero, el espectro escondido en cada uno,
criatura que pudo haber sido nuestro rostro en el mundo efectivo y
mordiente, y que justo por no haberlo conseguido —hundido en sus
disfraces y sus tristes armas—, es el único permanente, el solo vencedor
que sobrevive:

Mi memoria, como un bogavante se desliza.

Me recuesto a las tapias de ladrillos, con sus mapas de cemento


mostrando la imperfección del mundo.
224
De ese mundo al cual yo pertenezco, aun con sus puertas cerradas.

El hijo de la arpista, como alguna vez en el texto mismo se declara, es una


indagación de lo alto y lo hondo del mundo, y —a diferencia de tanta
literatura, incluso buena, y fuerte, y capaz y duradera— no queda sin
resultado. La voz sabe. Desde lo temprano de la vida, salimos casi todos —
¿casi todos?— a buscar una respuesta, y allí radica la trampa, prodigiosa y
sangrienta, del vivir, pues esa respuesta, como en el corazón de la arpista y
su hijo, está desde el principio en el silencio del eros insondable que espera
confundirse, y ha de hacerlo, en la quietud total en que el universo,
titilando, nos aguarda.
Estelas, distopías, postapocalipsis: crónicas de Rinaldo Acosta

En verdad, Crónicas de lo ajeno y lo lejano, de Rinaldo Acosta —libro


inusitado en el magro panorama de la reflexión cubana sobre las corrientes
de la literatura más allá de la isla—, me ha resultado por completo
impactante desde que lo leí hace muchas semanas. No es condición
suficiente el hecho de haber yo visto una treintena de veces el filme Solaris,
de Tarkovski, y estar dispuesto a verlo otras tantas: al fin y al cabo, entre
Fahrenheit 451 y El vino del estío, siempre me fue más grato releer el
segundo, antes que el primero. No, no soy un fanático de la ciencia ficción,
y la afinidad con el tema no explica para nada mi total entusiasmo frente al
libro de Acosta.

En busca de razones para lo que, subrayo, es ante todo admiración cabal, la


primera cuestión está ya esbozada antes: es uno de los poquísimos ensayos
que, en las décadas últimas, se ocupa con absoluta seriedad intelectual de
calibrar tendencias de la creación literaria fuera de Cuba —y de su entorno
más inmediato, Latinoamérica—. Es un riesgo, en un planeta cada vez más
pequeño, permanecer encuadrado en un perímetro demasiado local: esto
impide no tanto comprender la amplitud de lo que nos rodea, cuanto
penetrar en la propia identidad. Es, mal que les pese a algunos, una regla
dorada del saber cultural. En tal sentido, Crónicas de lo ajeno y lo lejano
nos abre un punto de mira hacia un sector de la creación literaria mundial,
con muchos años de existencia además, que ha recibido muy poca atención
crítica e investigativa en nuestro país, aun cuando, como Rinaldo Acosta
recuerda a lo largo de su estudio, puede hablarse de una ciencia ficción
cubana desde hace bastante tiempo.
El libro, pues, en primera instancia, y particularmente en la sección «Todos
los caminos conducen a Trántor», realiza una valoración histórica de
extraordinario valor acerca del surgimiento —y las polémicas al respecto—,
fases del desarrollo y avatares generales de la literatura de ciencia ficción.
Por ello, y porque el autor nos habla desde una capacidad integradora, una
voluntad de investigación y una curiosidad impenitente y minuciosa, la
ciencia ficción es presentada tanto en sus etapas cruciales como en sus
modalidades más peraltadas, desde los pulps, la ópera espacial, la ciencia
ficción blanda y la dura, el astrofuturismo, y otras modalidades históricas,
caracterizadas y evaluadas con un conocimiento realmente erudito, pero
desde una actitud valorativa marcada por el sentido humano y la
sensibilidad.

Esta voluntad historiadora entrañaba ya una serie de riesgos, en particular


porque Acosta debía enfrentar más bien la evolución específica ni siquiera
de un género, sino de una zona de alta complejidad en la producción
literaria de la Modernidad, considerada por él, además, no en los límites de
una literatura nacional, sino en su más difícil dimensión de quehacer
creativo de la etapa moderna de la cultura hasta el presente en curso. En una
aspiración de tal magnitud, es inevitable que aparezca una interrogante
crucial, que, a mi parecer, tiene su formulación más nítida en Henryk
Markiewicz: «¿ha de concentrar el historiador literario toda su atención
exclusivamente en los rasgos de literariedad de las obras investigadas, o ha
de abarcar con ella también otros rasgos, por ejemplo, las características
225
cognoscitivas o de ideas?».

Estriba aquí uno de las cuestiones de mayor relevancia y seriedad


intelectual en estas crónicas de Acosta: el panorama de desarrollo de la
ciencia ficción, conformado con minuciosidad erudita y con máxima
sustentación en autores, obras, revistas y polémicas, aparece jalonado una y
otra vez con una meditación —por momentos de alto calibre— acerca de
las relaciones múltiples entre la ciencia ficción y la cultura de la
modernidad y la postmodernidad.

Aunque podrían señalarse muy numerosos momentos de este proceder del


ensayista, elijo uno que, en particular, me resulta brillante enlace entre la
perspectiva necesaria para un estudio intragenérico, y la meditación sobre el
engarce de un tipo de producción artística en el marco mayor de la cultura.
En la segunda parte del libro, titulada «“Posibilidades extrañas”: ciencia
ficción o fantasía en la fantasía», Acosta se extiende más en una perspectiva
teórico-literaria —la cual, si bien recorre toda la primera sección del libro,
en esta está mucho más inclinada hacia el punto de vista histórico-literario
en sí—; de acuerdo con ello, dedica todo un epígrafe a la cuestión del
extrañamiento, categoría que —derivada de la ostranienie de los
formalistas rusos— se considera como una de las caracterizadoras de la
ciencia ficción. Al detenerse en este punto, Acosta trasciende los límites de
lo estrictamente literario para comprender su objeto de estudio desde una
amplitud cultural tanto más reveladora, cuanto ha venido siendo preparada,
gradualmente, desde la sección inicial del libro, en apariencia concentrada
solo en los avatares de la evolución de la ciencia ficción. Señala el
ensayista:

En la cf [Nota: es la abreviatura que emplea Acosta para referirse a


ciencia ficción] son extremadamente frecuentes —tanto como para
ver en esto un rasgo regular del género— los casos en que el autor
recurre al procedimiento de describir lo habitual desde una
perspectiva ajena, desde otro sistema, internamente coherente y
dotado de sentido, de coordenadas culturales, de tal modo que lo
familiar, lo que damos por sentado, resalte de pronto como un caso
particular, como una elección cultural. Nuestra propia posición
226
cultural queda así relativizada y lo habitual deviene «extraño».

Este ensayo, por tanto, no queda encerrado en la temática de la ciencia


ficción —por sí misma apasionante en tanto serie cultural evolutiva—, sino
que acarrea una reflexión paralela de altos quilates: nos enfrenta al hecho de
que la ciencia ficción también ha venido siendo, en las mejores de sus obras
sobre todo, pero no solo en ellas, una manifestación de inquietudes,
fantasmas y opresiones del hombre contemporáneo frente a la sombría
realidad actual, donde el desarrollo tecnológico a ultranza hace mucho
tiempo que ha perdido aquel relumbre de panacea universal de que el
positivismo y otros discursos totalizadores triunfalistas lo dotaran desde la
segunda mitad del siglo XIX.

De aquí que Acosta subraye con énfasis lo que él denomina —en


consonancia con otros autores como Rosemary Jackson— la naturaleza
227
oximorónica de la ciencia ficción, que “nos está diciendo algo importante
acerca de este género: su propensión a desafiar, cuestionar o subvertir las
228
formas habituales, lógicas, de pensamiento”. En efecto, una y otra vez,
Acosta pone al lector sobre un hecho que trasciende lo estrictamente
literario: la ciencia ficción, en las zonas de intensa calidad y
cuestionamiento de la realidad que forman su médula reflexiva y artística
más valiosa, tiene una consecuencia de vital importancia: por una parte,
pone en crisis el cada vez más maltrecho pensamiento logicista de la
modernidad, con su pretensión de verdades inefables y sistemas
impertérritos, y por otra parte nos llama, con la intensidad de que solo son
229
capaces el arte y la ciencia, a reactivar el pensamiento paradójico.
De aquí, por ejemplo, el valor conceptual penetrante del epígrafe «El futuro
como construcción simbólica», en el cual Acosta analiza con percepción de
largo alcance el significado último de ese futuro que, en general, constituye
el ámbito temporal de buena parte de la ciencia ficción: es, en realidad, una
dimensión simbólica en la cual se está representando una fractura profunda
en la evolución misma de lo humano, una re-catalogación de las culturas de
acuerdo con el significado posible que el futuro adquiere dentro de ellas.
Pero, al mismo tiempo, el examen cuidadoso de Acosta nos revela, de
manera tácita, pero demoledora, que el futuro diseñado en las culturas
adoradoras del tiempo férreamente lineal como sendero prodigioso hacia la
perfección total de la sociedad, es no un absoluto, sino una modelación
simbólica que, en cuanto tal, resulta tan frágil y aterradoramente efímera
como cualquier otra.

Crónicas de lo ajeno y lo lejano, pues, aborda mucho más allá que la


ciencia ficción en sí misma: nos habla de nuestro tiempo, de vibraciones de
la cultura actual que es imposible desconocer. No quiere ello decir que la
ciencia ficción sea un mero pretexto en el libro: al contrario, este tema es
abordado con un verdadero saber. Por ello mismo es inevitable pensar,
pensar en paradoja y alternatividad. Acosta, por ejemplo, nos habla del
slipstream, que alude a obras de arte que, sin ser propiamente ciencia
ficción, están marcadas por ella, como por estelas.

Pues bien, ¿ocurre esto solo en el arte actual? ¿No empezamos a ver nuestra
cultura marcada también por estelas que, proviniendo de una forma
relativamente reciente de arte, forman parte de una sensibilidad y una
perspectiva que nos obliga a enfrentar la paradoja, el horror de la linealidad,
la necesidad de una actitud más responsable ante un mundo en el cual ya no
enfrentamos hechos estrictos, sino, también, antihechos —contrafactuales
me pediría escribir Acosta— que penden cada vez más en un horizonte
ambiguo? La ciencia ficción nos recuerda, a su modo artístico —cuando es
su marca fundamental— o divulgativo, o incluso comercial y aventurero—
en sus zonas de menor estatura, que existen en todas las formas de arte—,
que el apocalipsis debe ser previsto y detenido, en vez de acomodarnos a la
blanda y maligna miopía que impidió a muchos percibir las humaredas de
Auschwitz o Treblinka.

El apocalipsis, como en el texto bíblico, no se produce de golpe, sino por


fases. La ciencia ficción, tal como nos es mostrada por un investigador y un
hombre de cultura real como Acosta, nos alerta contra la ingenuidad de
pensar que no han ocurrido ya algunas de sus fases, y es preciso pensar
nuestro presente, en ciertas esferas, como post-apocalíptico.

Pero ello exige una transformación cabal, a que el autor de Crónicas de lo


ajeno y lo lejano nos convoca en tanto lectores: una vez más, hay que mirar
estos textos tan marcados, claro que sí, de fantasía, aventura, prodigio,
incertidumbre, tecnología y angustia, como mero entretenimiento vacío,
narrativa de pésimo papel gaceta para pasar un breve rato. No, la ciencia
ficción, síntoma de un tiempo en crisis profunda, es un reto y un alerta de
cultura, para enfrentar nuestro presente como un sitio que debe ser
cambiado, y que, distópico como es, no nos puede cegar ni convertirnos en
autómatas sin posible destino. Es esta la médula de las crónicas de Acosta.
Que haya obtenido el Premio de la Crítica Literaria en el 2011, es cosa
accesora y de simple justicia. Lo esencial es su resonancia y su fuerza,
como brillante ejercicio del saber, pero, sobre todo, como palabra
responsable de cultura.
Marcia Losada y la indagación del discurso

Bajo un inquietante título, Marcia Losada reúne una serie de ensayos de


indudable trascendencia, tanto para la educación universitaria, como para
los profesionales del análisis del texto. Parte de una concepción
esencialmente humanista del género. Esa es la función esencial de El árbol
de carne: abordar la tarea, urgente hoy como nunca, de establecer nexos
constructivos entre el discurso y los lectores. La meta esencial del texto es
abordar con profundidad una zona temática muy desatendida en Cuba y
examinar, con el lente de la filosofía, tanto los procesos convergentes de la
lectura y la escritura, así como en de la relación —sobre la cual dejaran su
impronta diversos pensadores europeos, de Humboldt a Vigotsky— entre el
pensamiento y el lenguaje, hoy por hoy atendida con fuerza creciente en
países de los llamados desarrollados. Marcia Losada enfrenta estos temas
desde una voluntad holística.

Una idea esencial atraviesa el libro. Esta noción, fundamental en sí misma,


es una clave para todo el texto: tanto como dialogar con el lector, Marcia
Losada construye una realidad que la involucra, y le permite construir una
propuesta hermenéutica que trasciende a la autora y se convierte en uno de
los modelos posibles para el lector. De aquí su profunda validez para la
educación universitaria cubana, tan desprovista de textos que, sobre la base
de una excepcional búsqueda bibliográfica, se atreven a exponer una
propuesta personal.

El examen de las consideraciones teóricas respecto de la interpretación, la


hermenéutica y la semiología, convierten El árbol de carne en un magnífica
exposición de corrientes contemporáneas del pensamiento sobre el lenguaje,
lo cual, por cierto, no es su único valor. A ello hay que sumar la perspectiva
transdisciplinar desde la cual el libro ha sido construido: contamos con muy
pocos estudios en Cuba con una tan sólida puesta al día en cuanto a lo que
está sucediendo en los medios humanísticos de mayor avance científico a
nivel mundial.

Una primera cuestión a destacar en el libro es su profundo interés por


investigar al ser humano en tanto entidad que construye discurso como una
vía de autodescubrimiento y realización. Es en esa misma línea que, desde
las primeras páginas, la autora ofrece una imagen iluminadora y muy
personal del ensayo como género a medio camino entre lo literario y lo
pragmático. Marcia Losada apunta:

Creo cada vez más en la evolución y vigencia de la reflexión


ensayística, el ensayo como camino y expresión composicional hacia
zonas del saber fractales y convergentes en las que el conjunto de
disciplinas y puntos de vista de cada especialista abren nuevos
horizontes y articulan novedosos espacios de conocimiento mediante
signos, que llevan a otros signos.

Y, ciertamente, vivimos en una época donde el ensayo, como trasmisor de


reflexiones y reafirmador de la subjetividad del emisor, ha cobrado cada vez
más tanto vigencia como literaturidad. En este sentido, hay que subrayar la
capacidad de la autora de hacer magnético un texto de indudable valor
teórico e investigativo, por la vía de una expresión que, sin la menor duda,
se mantiene en una tesitura no solo de cientificidad, sino también de
elegancia, no exenta de afilado ingenio por momentos, como cuando se
habla de un «ADN lingüístico». De aquí que sus propósitos sean, como ella
apunta:
1. Analizar el mecanismo del teclado, cuerdas, caja de resonancia y
observar cómo la percusión provoca un movimiento ondulatorio
específico de la sonoridad del piano y así, trazar el camino para
compararlo con otros instrumentos, que posean proceso de
producción de sonidos semejante o diferente para llegar a su
caracterización. Este camino me acercaría a la «neurofisiología
del piano».
2. Escuchar la interpretación de la melodía emanada del piano, leer
su partitura y a partir de este texto, intentar entender y mostrar en
un algoritmo cómo funciona la relación entre lo emitido como
signo y la necesaria operación para producirlo, mediante la
aplicación de una técnica o método de análisis. Este camino me
acerca a la «semántica del piano».

Esta vibración sensible y humanista se hace patente cuando la ensayista


revela su aspiración principal al señalar:

El ser humano, como árbol de carne, sutilmente se desliza hacia los


estímulos sensoriales del entorno y de sus propias
modelacionesmentales, interactúa con sus circunstancias y
circunstantes para recrear cada día la mente a través de su sistema
codificador: el lenguaje.
Pero no hay que engañarse: se trata de un texto de alto calibre indagador,
donde la perspectiva científica es dominante:

El lenguaje humano, como entramado, es un proceso complejo, que


para su análisis necesita de la interacción de herramientas, y la
Lingüística en unión de la Psicología, la Filosofía, la Neurología, la
Cibernética, la Sociología forma parte del llamado «hexágono» de las
ciencias de la cognición.

El primero de los seis ensayos aborda una interrogante fundamental de la


Humanidad, pero que, en la era de la teoría de la complejidad, adquiere una
dimensión más honda. De aquí que la interrogante que se asocia al dilema
de Proteo, radica en una reevaluación del lenguaje como objeto de estudio
eminentemente complejo. Así, el objeto de análisis de este primer ensayo
—en realidad, es un problema que permea todo el libro—, tiene que ver
ante todo con el lenguaje en tanto parigual de los fenómenos emergentes
aparentemente inconexos en espacios de fase virtual, de sistemas
dimensionalmente abiertos y sensibles a las condiciones iniciales del
entorno, cuyo decursar temporal transcurre en interconexiones de tiempos
concurrentes y que poseen un alto poder autoorganizativo en espacios
creados, para convertir en función saberes inmediatos retrospectivos,
prospectivos, fenómenos, que resultan tendientes a la bifurcación.

El minucioso examen del lenguaje como objeto de estudio de la teoría de la


complejidad, conduce a la autora a diseñar una visión integradora de los
fenómenos lingüísticos. Es ciertamente difícil aferrar al polimorfo y
escurridizo Proteo, ese lenguaje que ofrece tantas caras diversas e, incluso,
opuestas: zona sistémica y zona sujeta a una lógica fuzzy, aspecto regido por
leyes, principios y estructuras y aspecto de improvisación idiolectal, donde
lo expresivo, lo imprevisto y lo irruptivo constituyen una dominante
principal.

Hay que decir que el lenguaje ha sido visto, desde Saussure, en una
bipolaridad excesiva y mecánica. La introducción del concepto de norma
lingüística, en apariencia solucionadora de este carácter opuesto entre
lengua y habla, resultó muy pronto insuficiente. Uno de los aportes
indudables de este libro, es la propuesta, de esencia claramente dialéctica,
de distinguir la configuración de:

[…] una zona de emergencia y bifurcaciones (véase el anterior


esquema de área de modelación) donde se autoorganizan elementos
multifactoriales, entre ellos el lingüístico, en una función articulatoria
de carácter complejo a través de la cual se seleccionan y recombinan
un conjunto de puntos de intersecciones y circulación (red semio-
cognitiva) de información lingüística (atractores noético-semióticos),
que pudiera considerarse la base constructiva de un proceso del
máximo grado de generalidad, emergido a partir del sistema
subyacente como portador de significación, lo cual es el basamento
para argumentar esta hipótesis.

Esta idea atraviesa la exposición total de El árbol de carne. Es fascinante


que en Cuba, donde, en la segunda mitad del siglo XX, apenas se han escrito
libros sobre el lenguaje —los primeros libros de Max Figueroa, que fueron
base para su obra mejor publicada en México; los textos inéditos de
Leandro Caballero—, podamos contar con un libro como este, en el cual se
empuña con decisión una temática trascendente como lo es el problema
multifactorial del lenguaje en su relación con la sociosfera.

Entre los diversos aspectos de crucial interés científico en el libro, está la


superación de un mecanicismo tradicional en la inmensa mayoría de los
enfoques lingüísticos al uso en nuestro país, tanto en el campo de la
educación universitaria, como en el de la investigación: la supuesta
identidad entre noesis y semiosis, asumida tradicionalmente entre nosotros
como una igualdad incuestionable. Marcia Losada focaliza esa relación de
un modo muy distinto, y, desde luego, ajustado a la realidad misma de los
procesos de comunicación:
230
El grado eficiente de entropía entre la noesis y la semiosis
expresado teóricamente en gasto minimizado, se manifiesta en la
función articulatoria dada la naturaleza de su tertium comparationis,
el sistema subyacente, que pone en relación pensamiento-lenguaje; de
mayor velocidad de circulación (redes semiocognitivas) a menor
velocidad de circulación de la información, en un tiempo espacio
autorganizativo específico de cada momento cognitivo, cuando la
dinámica de la conversión de datos de las redes semio-cognitivas se
conforma en (véase matriz adjunta) seis funciones tridimensionales
previas al proceso de enunciación.

Focalizada en la relación esencial signo-mundo, la ensayista dedica especial


atención a esa relación, e insiste en la necesidad de enfoques
transdisciplinares.

Uno de los aspectos, en mi opinión, de mayor relevancia del libro radica en


que la investigadora, a partir de presupuestos linguo-filosóficos hace una
sólida propuesta de cuatro campos nocionales, asumidos como «una
primera organización preconceptual». El interés por los campos nocionales
ha sido en Cuba prácticamente nulo, por una parte; ahora, en otro sentido, la
propuesta de Marcia Losada es de una organicidad y una solidez conceptual
realmente notable. En este aspecto, la contraposición de los campos
nocionales lógicos y los semánticos, es de gran utilidad.

Hay que señalar, en otro momento del libro, la claridad realmente didáctica
con que se trabaja con los cuadrados semióticos, tan ignorados en general
en Cuba, que —el programa de Análisis Dramático de la especialidad de
actuación en el subsistema de la Enseñanza Artística pide que se aborde el
análisis de la obra de teatro mediante el sistema del modelo actancial, que
entraña un manejo del cuadrado semiótico, ninguna escuela de arte en el
país está en condiciones de abordar dicho tema, entre otras razones por no
disponer de suficiente bibliografía acerca de qué es y cómo funciona el
cuadrado semiótico.

La meditación acerca de la modalización desde la conciencia constituye uno


los momentos más aportativos del libro. La autora se apoya en una noción
fundamental:

Desde la disciplina Lingüística los elementos pragmático-modales, los


intencionales, la actitud del emisor con respecto al receptor y al
contenido que comunica, son las señales, o mejor aun, los síntomas de
la actividad noética, que pueden ser mensurables a partir de la huella
que queda en el enunciado.

El libro alcanza uno de sus momentos de mayor certeza científica al


desarrollar una serie de consideraciones sobre la perspectiva modal y su
trascendencia para los campos lingüístico y gnoseológico:

Al tomar una posición modal se construye todo un sistema de


isotopías, oposiciones, rasgos, que se fundamentan directamente con
la manera en que el enunciador y el enunciatario se relacionan con el
mundo, pues, la modalidad opera con categorías ontológico-
filosóficas y se encuentran, por lo tanto, estrechamente vinculadas a la
naturaleza humana.

Su análisis, desde estas perspectivas, de «Los advertidos», de Carpentier,


aporta no solo un ejemplo de los enfoques teóricos que se desarrollan en el
texto, sino también un conocimiento que enriquece los estudios
carpenterianos:

En la obra de Alejo Carpentier, ser humano e historia resultan como motivo,


un binomio inseparable. La hechura del hombre, su comportamiento en un
lugar y momento dado, o mejor aun, el ánthropos con su capacidad
cognoscitiva que lo inviste de una obligación axiológica con el saber como
interacción-transformación, es su gran asunto.

Por lo demás, hay una desoladora ausencia de estudios —publicados—


sobre morfogénesis en Cuba. En realidad, como hay que insistir de nuevo,
se ha dado a la luz editorial muy poco —cuando más artículos— con
enfoque hermenéutico, o de lingüística del texto, etc. Y no es realmente
posible enfrentar de modo integral un texto, cualquiera que sea su índole,
desde una perspectiva univalente. Como dice Marcia Losada: «Azaroso ha
sido el camino del discurso y del texto al momento “de hacer responsable” a
una disciplina que lo asuma como objeto de estudio: esta dificultad de
“ubicación” está lejos de ser motivada por aporías bizantinas…». De aquí
que la autora haga confluir una serie de disciplinas y puntos de vista.

En particular es de agradecer la inteligente manera de abordar e incorporar


a su propio discurso científico el pensamiento de Umberto Eco, de cuya
obra apenas se ha publicado en Cuba poco más que la célebre novela El
nombre de la rosa y las apostillas a ese mismo texto, pero nada de su teoría
cultural, de su reflexión estética, de sus consideraciones sobre los medios de
difusión masiva, sobre estética u otros temas —otro tanto podría decirse de
autores de enorme relieve en los que se apoya la autora, como Greimas, por
ejemplo—. Eco viene, desde luego, a cuento en la medida en que El árbol
de carne se empina en una meditacion culturológica de amplio vuelo, en la
cual el fenómeno del lenguaje se revela como un ente funcional de
complejidad suma, imposible de reducir a un enfoque único, a una manera
única de ver, a una definición simplista y escueta. Como señala la
investigadora, el lenguaje se halla enclavado en una serie de campos —de
aquí la necesidad de estudiarlo de manera multidisciplinaria—:

No hay «un órgano del lenguaje»: como he destacado, sistema


nervioso, respiratorio, digestivo, osteo-muscular…, se integran
holísticamente para hacer posible la percepción, designación,
reflexividad y comprobación que culmina en el proceso del lenguaje.
Quizás constituya el ejemplo más acabado de la conquista del ser
humano en su también azarosa relación filogenética en interacción
con su biosfera física y cultural.

Hay que agradecer a la autora la focalización del discurso como terreno de


prácticas teórico-investigativas de la más variada índole, esfera de
convergencia de variadísimas disciplinas humanas, desde la lógica hasta la
biología, desde la teoría del conocimiento hasta los estudios literarios,
desde la sociología a la perspectiva fractal y la teoría de la complejidad.
Porque, desde luego, es uno de los primeros libros de enfoque realmente
transdisciplinar que se escriben en Cuba. Ese es, posiblemente, uno de las
aportaciones de mayor envergadura de este texto singular. A ello hay que
añadir, por lo menos desde mi perspectiva, el interesantísimo enfoque de lo
que la autora denomina sujeto silencioso:

La facultad de pensar y la aptitud para emitir y recepcionar


enunciados sondos de las características que más pudieran tipificar la
actividad refleja del homo sapiens. Si vamos a hablar del silencio
como unidad del lenguaje humano, es decir, del silencio como parte
de un código semiótico, si vamos a hablar de la autopoiesis del sujeto
semiótico silencioso y de esta, su manera peculiar de enunciar se
impone la necesidad de revisarlos a ambos sujeto y enunciado desde
perspectivas filosóficas, lingüísticas, pragmáticas, sociológicas,
asociado a la función poética…, etcétera.

Este sujeto silencioso tiene que ver directamente con las zonas inexploradas
del sujeto en la sociedad contemporánea, tan aquejada de fracturas y
amordazamientos diversos. Marcia Losada aborda el problema de manera
enfática y señala:

Múltiples y valiosos estudios enfocan al sujeto sociológico, político,


sicológico etnográfico…, etcétera; escasos estudios escritos por
cubanos se pueden consultar del sujeto locuens, con lo cual este ha
llegado a padecer, padece de «una mutilación analítica», que ya
silenciosamente reclama un lugar.

Se propone una aproximación cualitativa, mediante la técnica ya


231
mencionada del análisis semántico discursivo dimensional, la
fenomenología, comparación de variables operacionales, provenientes de
áreas de saber, tributables a esta construcción teórica…, para tratar de
atrapar en un intento de generalización algorítmica, lo multiforme, desde
una de las más caprichosas e indexadas por ambigua realización del
lenguaje: el silencio del sujeto.

El árbol de carne subraya una y otra vez la complejidad del ser y la


necesidad de transformar los puntos de vista reduccionistas y dogmáticos,
en complejas perspectivas transdisciplinares, capaces de rescatar zonas de
comunicación y autocomunicación que han sido tradicionalmente trabajadas
con enfoques parcializadores:

Para argumentar la estrategia escogida en esta perspectiva, los


232
pronunciamientos de Jackendoff y Fodor resultan fundamentales.
Ambos, con sus respectivas variantes, postulan cómo las
representaciones mentales son símbolos, como los del lenguaje, en el
lenguaje del pensamiento.

Como de seguro se ha hecho evidente, un libro tan abarcador no puede ser


examinado en unas pocas páginas. No cabe duda de que constituye un hito
peculiar en la apertura hacia un enfoque transdisciplinar, abarcador y no por
ello menos minucioso.

El árbol de carne, como una entidad que abre mil brazos hacia el universo,
pero sustentándose de otras mil raíces en el subsuelo, es una ventana que se
abre hacia un tipo de estudios por completo imprescindibles para el estudio
del ser y, también, cómo no, del ser insular cubano.

Vivimos en tiempos de profunda transformación del pensamiento científico,


en correspondencia con la crisis profunda de la Modernidad, asumida por
algunos bajo el término —tan debatido y, por muchos conceptos,
cuestionable— de Posmodernismo. De todo esto trata —en forma implícita
o explícita— el nuevo libro de Marcia Losada, El constructor de catedrales
(Ed. Universidad de La Habana, 2014). Aunque no se compartan las
posturas centrales de La condition postmoderne: rapport sur le savoir, el
polémico, pero apasionante libro de Jean-François Lyotard, o las ideas más
ominosas de The End of the History and the Last Man, de Francis
Fukuyama, lo cierto es que el último medio siglo ha significado una crisis
tan profunda, que sus efectos no podían menos que traducirse en una
renovación decisiva de las ciencias sociales.

Esa transformación, por otra parte, venía siendo preparada ya desde las
primeras décadas del siglo pasado, en que una serie de nuevas posturas
conceptuales venían preparando ya decisivas transformaciones, entre las
cuales debe mencionarse —pues El constructor de catedrales responde en
alguna medida a ello— la confluencia de las ciencias particulares en
conjuntos específicos —más dinámicos y abiertos, más ligados a
perspectivas de lógica fuzzy y de nuevos enfoques de la cultura como lo que
prefiero denominar macrosistema de comunicación de valores— que han
dado en llamarse dominios científicos, integradores de perspectivas
metodológicas polivalentes y tendientes a enfocarse en los sistemas
conceptuales humanos, que se expresan no en un área específica, sino en
todo el amplio terreno de la comunicación humana, en la cual los sistemas
tropológicos —y en particular la metáfora y la metonimia— no son, como
se pensó durante siglos, un aditivo embellecedor, sino una verdadera
estructura estructurante de todo el pensar humano, como en su día
sustentaron Mark Johnson, George Lakoff, G. Fauconnier o Mark Turner,
entre otros.

Pues, en efecto, en esa semiosfera en que vivimos, según argumentó Iuri


Lotman, el ser humano puede desarrollarse de manera socialmente eficaz
gracias, entre otros factores diversos —económicos, históricos, culturales,
éticos—, gracias a ese enigmático y a la vez luminoso dispositivo
lingüístico —pero también muchos factores más, entre ellos los de carácter
neural, cognitivo, creativo, cultural, expresivo, etc.— que llamamos
metáfora, entidad traslaticia si las hay, mecanismo de conexión entre la
pluralidad infinita de la existencia del hombre en la naturaleza y la
sociedad.

En cierta medida la lingüística cognitiva no es solo una disciplina centrada


en la investigación de la vida social a partir de una percepción más
avanzada de la metáfora y las estructuras conceptuales —y también, por
qué no, de comportamiento humano—. En realidad, la lingüística cognitiva
es en sí misma una gigantesca metáfora, en la medida en que permite
interrelacionar terrenos de indagación que por mucho tiempo estuvieron
desconectados —estudios del lenguaje y neurociencia, psicología cognitiva
y discurso artístico, axiología y sistemas de comunicación—. Si bien
diversos estudios de índole semántica han venido realizándose
gradualmente en las últimas tres o cuatro décadas —hay que recordar aquí
tanto la estancia del lingüista alemán Gerd Wotjak en la Universidad de La
Habana, como, sobre todo, los estudios del malogrado lingüista Leandro
Caballero en ese mismo centro docente—, lo cierto es que hemos dispuesto
en Cuba de muy pocos estudios que se desarrollen desde esta necesaria
perspectiva contemporánea en las ciencias sociales, de modo que la
publicación de este libro de Marcia Losada viene a advertirnos de nuevos
caminos que es preciso recorrer.

No es, desde luego, una invitación sencilla la que nos hace la ensayista.
Conozco perfectamente cuánarduo resulta abrir brechas de actualización:
tuve la satisfacción de que, durante mis cursos de Lingüística General en la
Universidad de La Habana en la segunda mitad de la década del setenta,
procuré que mis estudiantes de entonces se asomaran a uno de los dominios
científicos más interesantes de las ciencias sociales en la pasada centuria,
me refiero a la semiótica, en particular la pensada por Umberto Eco. Sin
embargo, la semiótica tardó mucho en ser asumida como una asignatura en
la carrera de filología.

Toda apertura significa una labor ensimismada y tenaz. Así que este libro da
cuentas de que las ciencias sociales en la isla sí están buscando incorporarse
al pensamiento científico de nuestra contemporaneidad. En este sentido, su
publicación es por sí misma una muestra de un impostergable, cuanto
necesario avance.
Este ensayo de Marcia Losada asume, desde una perspectiva personal, una
voluntad de ejercer nuevas perspectivas. En buenas cuentas, una de sus
afirmaciones fundamentales se refiere a la necesidad de manejar nuevos
criterios de lectura científica; incluso podría eliminarse este calificativo, y
pensar que la autora está llamando a renovar nuestro criterio de la lectura
como hecho que es tanto individual como social. Uno de los primeros
momentos del libro establece un criterio que merece especial atención:

La lectura es un acto complejo de naturaleza semiocognitiva y


cultural, en el que es preciso la participación, en primera instancia, de
un texto emisor con características de coherencia y cohesión como
condición necesaria (no así de estructura cerrada), acto que se lleva a
cabo interpretando un código socializado, que organiza los
significados (puede ser un color, un memorema cultural, un indicio,
una señal, un signo, un grafema, un número, etcétera) y un receptor-
humano presente durante el circuito de comunicación.

Una cuestión clave en esta definición de lectura es la afirmación del


carácter cultural de la lectura y su visión de esta como proceso
hermenéutico. De hecho, todo el discurso de El constructor de catedrales
ha sido organizado desde un ejercicio de lectura simultáneamente
axiológica y hermenéutica. Debo subrayar, además, un asunto de cabal
importancia: la ensayista llama la atención sobre la responsabilidad del
lector —en tanto ente cuya formación es a la vez individual y social,
biológica y cultural— y su carácter activo como sujeto decodificador —por
tanto, también, implícitamente, codificador— y creativo. Hay un pasaje en
que esta noción básica en todo el libro resulta expresada de una manera
particularmente eficaz:
Pues el ser humano por su condición filogenética y ontogenética es
quien está capacitado para decodificar y recomponer como tejido de
alternativas y bifurcaciones, los sentidos expuestos o evocados que
construye a partir de un significado, de acuerdo con su imaginario
epocal, su grupo social e irrepetible experiencia individual sensorio-
perceptual.Resultante de la interacción de los factores arriba
mencionados: texto (tejido) y lector (receptor) mediante el acto
«simbiótico» de la lectura, movilizan y generan y recuperan sentidos
en una zona creada ad hoc. Entre el texto y el lector se recrea, a partir
de las instrucciones de significado, un espacio virtual y holístico
resultadode la emergencia y textualización de dichos sentidos y que,
fundamentalmente, asume connotaciones veredictivas, lúdicas y
cognoscitivas.

Al definir así la lectura, los componentes que la autora advierte en el


proceso de leer, son la fundamentación cabal de la necesidad de una
perspectiva integrativa y multivalente —la que es propia de los dominios
científicos y no de las ciencias stricto sensu—. Al mismo tiempo, se
subraya una cuestión importante: la lectura es un acto no solo de creación,
sino también de carácter voluntario. Por eso la ensayista consigna con
razón:

Mediante el acto de la lectura, que es también un acto de curiosidad,


el lector crea sus propios paradigmas, pues el lector en el acto de leer
es un constructor de paradigmas, que lo tensionan entre el ser y el
deber de ser, y entonces a su vez se recrea lúdicramente porque crea,
y además se instruye.

El acto de lectura como aprehensión cultural nos hace transitar y


establecer (mediante operaciones cognitivas de remisión) conexiones,
asociaciones desde estructuras presentes y evocadas: hipotextos,
paratextos, contextos, hipertextos; nos insta —el ficcional no nos
obliga— a seguir la huella del significado o a dejarla…

Es de crucial importancia que El constructor de catedrales subraye que la


lectura es, simultáneamente, un proceso y un arte (un acto de creación),
donde se produce una integración de operaciones psíquico-físicas —y me
siento tentado a agregar físico-motoras, porque toda lectura entraña también
operaciones musculares— y experiencias y saberes culturales.

Es esta organicidad lograda en el proceso lector, solo puede, tal como


afirma la autora, «hacerse de una manera única, a pesar de la diversidad de
las tipologías textuales, estructuras de lengua y modernísimos soportes de
socialización que nos llevan de una ventana a otra». La lectura, por tanto, es
una autopoiesis y como tal solo puede realizarse desde una voluntad
específica de enfrentar el proceso, de lo que deriva una potencial variedad
de lo que me permito llamar efectos de lectura. En una palabra, Losada
insiste en que la lectura nos involucra en el texto, como resultado de una
serie de estructuras —buena parte de ellas sinápticas— que tienen que ver
con nuestra propia condición humana, en su doble carácter individual y
social:

La construcción de paradigmas de ficción nos permite sentirnos a


salvo en ellos: aprobamos y desaprobamos comportamientos y
conductas nos enamoramos, aprobamos el asesinato, seguimos con
atención una conducta irrefrenable, sufrimos, nos admiramos ante una
postura inclaudicable a ultranza, viajamos en el tiempo, pero sobre
todas las cosas, construyéndolos, aprendemos a comprender al otro.

El constructor de catedrales se propone un análisis complejo, multivalente,


de varios relatos de Alejo Carpentier, autor cuya amplia perspectiva cultural
y hondura de perspectiva sobre el devenir humano, exige en efecto un
acercamiento desde una confluencia de saberes. La autora incluye en su
examen la consideración de la presencia y funciones semánticas del mito en
los textos carpenterianos. Este tipo especialísimo de narración ha sido
conceptualizado de las más diversas maneras, desde Mircea Eliade hasta
Juan Eduardo Cirlot o Jean Chevalier. El criterio escogido en este ensayo
está relacionado, coherentemente, con puntos de vista de la lingüística
cognitiva, la axiología y la semiótica:

El mito es la unidad cognitiva-cultural de transferencia de un


patrimonio cultural intangible más antigua, reconocida por su valor
paradigmático. De facto, el utilizar el paradigma mitológico en el
discurso deviene intento de realizar la traducción valorativa de un
mundo a otro, mediante rasgos generalizadores de un arquetipo o una
situación arquetípica, y sobre todo, cuando el mundo —como ahora
— se encuentra en estado de bifurcación, para cuestionar en hipótesis
la permanencia del paradigma modelado y establecido anteriormente
o para sugerir su transgresión en rasgos hiperbolizados que propician
e incitan a nuevas tomas de decisiones, bien como recurso
intertextual, como tema evocado o con la reinserción fragmentada de
pasajes (sentido parenético en contextos atemporales).

Losada aspira, por tanto, a encarar el mito como un relato cognitivo, que
consiste en:

una forma de saber de realidad, que en el discurso de ficción se


desplaza desde un saber retrospectivo hacia uno proyectivo, para
codificar creencias y axiologías, que al resemantizarse se transponen
en el terreno de la verosimilitud ficcional, más que en el de la verdad
metatextual (aletheia)
Ello es importante, dado el hecho de que los subtextos mitológicos, incluso
los mitemas evidentes, son característica fundamental de tres autores de
ancho aliento en la literatura cubana del siglo XX: José Lezama Lima, el
propio Carpentier y Severo Sarduy. De aquí la necesidad de abordar el
problema del mito en sus obras respectivas.

El estudio de cada relato carpenteriano en este ensayo, además de un


análisis desde una perspectiva compleja, expresa modos de lectura que pone
de manifiesto en cada narración funciones referenciales, afectivas, lúdicas,
conativas, de manera de evidenciar en los textos estructuras y procesos de
significación que funcionan como estímulos del pensar, el comprender
(interpretativo) y el autoconocimiento en el lector.

Es desde luego el caso del análisis específico del relato «El acoso». La
propuesta de la ensayista consiste en establecer los nexos diversos entre ese
texto carpenteriano y las estructuras canónicas de la tragedia griega, para lo
cual se apela a develar una especie de sentido fractal implícito en dicha
narración, de modo que el proceso de lectura propuesto aspira a revelar en
un ciclo que haga coincidir la ficción literaria con la estructura temporal de
la sinfonía de Beethoven aludida en el texto. De hecho, considero que es
posible ver en «El acoso» una recursividad que, en efecto, resulta un
elemento característico de la literatura fractal.

El matiz de texto fractal se hace aun más evidente en «Semejante a la


noche», donde ciertamente se advierten numerosas de las características que
se consideran marca específica de la literatura fractal: estructura cíclica de
la ficción —el personaje atraviesa diversas etapas históricas, pero siempre
repitiendo la situación de inmersión en un conflicto bélico o de crisis
política—, de modo que hay una indomable recursividad, a la manera del
verso famoso construido por Gertrude Stein en su poema «Sacred Emily»—
y tal vez el factor esencial por el cual dicho texto lírico es recordado—: «A
rose is a rose is a rose is a rose». Pero al mismo tiempo hay una pertinaz
visión caleidoscópica: el personaje está siempre en la misma situación, pero
en cronotopos diferentes, de modo que el proceso de partir hacia la guerra o
la conquista es visto como una historia interminable —en efecto, el libro de
Michael Ende corresponderá, años más tarde, a una estructura fractal—
presentada como un juego de caleidoscopio o un dinamismo en círculo o,
todo lo más, en espiral. El personaje va avanzando cronológicamente en la
historia humana, pero la situación se repite una y otra vez y se desdobla de
modo que va pasando de un espacio-tiempo a otro, hasta que, como en un
ciclo, el desenlace lo devuelve al cronotopo del comienzo. Losada señala un
elemento semántico clave:

El tema de este relato es presentar los resortes que mueven las guerras
de conquista en su verdadera connotación ideológica, propagandística
y como empresas lucrativas. En descripción semántica se encuentra
sustentado en 21 enunciados dedicados a desarrollar este propósito,
desde diferentes posturas ilocutivo-modales.

Es de vital importancia la advertencia de la ensayista: la función de esa


estructura fractal está puesta en función de alcanzar un saber asumido como
dogma y no como interacción. Esta apropiación insuficiente de su saber, lo
lleva a sufrir —en «determinación»— verdaderas ironías históricas.

Esa estructura recursiva es identificada también en el relato «Los


advertidos», personajes que, en diferentes culturas, han sido avisados de la
catástrofe que, en forma de diluvio, ha sido desatada por los vicios del ser
humano. El conocimiento de estos personajes está trazado en términos
claramente axiológicos, pues, como hace notar Losada:
[…] Carpentier nos entrega sus reflexiones axiológicas sobre el
comportamiento del ser humano en un momento histórico dado, en un
contexto cultural, con una actitud para apropiarse de formas de saber
como capacidad cognoscitiva en interacción y cómo mediante ellas
ejercer a través de ellas una influencia manipulatoria negativa. El
saber se encuentra estrechamente relacionado con una actitud que
debe ser mantenida, ante el conocimiento y su uso, lo cual trae como
resultado en la enunciación de la proposición de una axiología de
valores discretizables en el discurso.

La idea de que el interés subyacente en «Los advertidos» radica en la


cuestión del saber y su redimensionamiento, aporta una nueva luz sobre este
texto carpenteriano. La ensayista señala una cuestión capital: «El perfil de
los elegidos dista de un maniqueísmo facilista. Dentro de esta parénesis del
conocimiento Carpentier propone a través de la figura de Amaliwak dos
condiciones necesarias al saber: la curiosidad y la tolerancia».

El examen multivalente de «Los fugitivos» se orienta igualmente a develar


los componentes de una estructura destinada adestacar el problema de la
relación entre valoración y actuación humanas, pues, como apunta Losada:

Alejo Carpentier desde una concepción ecuménica de la cultura,


asume este abarcador interés en una gama notable de perspectivas
ontológicas, pues el hombre en su decursar histórico es responsable
de la factibilidad de una actitud ante el saber axiologizado en su
concreción y validado en su alteridad.

La autora estudia minuciosamente los paralelismos —que, puede añadirse,


funcionan también como modalidades de recurrencias fractales— entre los
dos protagonistas, Cimarrón y Perro:
[…] ambos convergen en un mismo espacio-tiempo pero que
demanda diferentes contextos recreados. En Perro (perro-ficcionado,
claro está, para poder contraponer paradigmas discursivos) y
Cimarrón se produce una asociación espacio-temporal, y en dueto
asumen los desafíos aparentemente semejantes para llevar a feliz
término sus conceptos de libertad […].

El análisis que cierra el libro, se concentra en la construcción carpenteriana


de una cuestión eterna: la búsqueda de la libertad. El análisis propuesto por
la autora permite comprender gradaciones semánticas y axiológicas, unidas
intensamente con otros elementos simultáneos, como las sinestesias de
olores y colores, las estructuras metonímicas y otras peculiaridades de la
arquitectura del texto, la cual, en el extraordinario estilo carpenteriano, a
pesar de la brevedad aparente de la narración, adquiere la dimensión en
ancho y altura de una catedral en sentido semántico e incluso filosófico.
Losada insiste en ello al decir:

El desenlace es inevitable. La admonición carpenteriana no deja lugar


233
a dudas: los actos de liberación —para saber de qué realmente
queremos ser libres— van aparejados a una necesaria evolución y
toma de conciencia transformadora en y durante la recreación de
nuevos modelos mentales imprescindibles —lo cual no ocurre en este
cimarrón— para alcanzar el nuevo escalón de lo concreto pensado,
que debe auto-organizarse para llegar a la libertad de conciencia.

La diversidad de los relatos escogidos permite a Losada encarar la latitud


enorme del discurso ficcional carpenteriano. Una de las conclusiones a que
arriba es de particular interés:
Carpentier en estas variantes argumentales presenta al ser-en-la
cultura, con las formas de saberes propios, generados en el curso de la
actividad humana cotidiana, en dependencia de la dimensión de una
superestructura simbólica e insiste en que con esa cognición humana
viene aparejada la aptitud y responsabilidad ineludible de ser capaz de
autoorganizar su modo de vida.

No hay solución constructiva posible si no se está atento a las señales


del entorno cultural y político y si se confunde el camino con falsos
heroísmos —los protagonistas de «El Acoso» y «Semejante a la
noche»— en la toma de decisiones y por ausencia de actitudes
determinativas necesarias —¡nunca suficientes!— en un contexto o
una circunstancia histórica dada, pues el sujeto carpenteriano debe
asumir su responsabilidad histórica como hemos reiterado, en «el
reino de su mundo».

La propuesta interpretativa de la autora revela a un Carpentier de una


insondable significación cultural y no meramente literaria. En la concepción
de Losada, se trata de un discurso ficcional orientado hacia un estímulo-
reacción de marcado carácter cognitivo, que responde, según explica, a «un
universo mental autoral siempre en tensión analítica, que demanda igual
respuesta del receptor». De este modo, la ensayista arroja luz sobre una
concordancia de mayor calado aun entre obra narrativa y obra ensayística
en Carpentier.

Desde la perspectiva analítica elegida por la investigadora, se revela una


voluntad del autor de expresarse sobre lo que pudiera calificarse como
universales de la cultura, lo cual le permite a Losada afirmar que
Carpentier se interesa por abordar el problema «del hombre con capacidad
cognoscente y arquitecto de su socioesfera».
El análisis de una serie de factores lingüísticos en el trazado del texto,
evidencian un tejido textual de enorme carga semántica y noética, destinada
a presentar al ser humano —lo cual incluye desde luego al lector— como
un «constructor voluntarioso» de paradigmas morales y culturales.

En su complejidad conceptual y su enfoque contemporáneo del texto desde


una confluencia de perspectivas científicas, El constructor de catedrales
nos presenta a Carpentier en una dimensión más ancha, si cabe, de la
voluntad creativa del autor de El siglo de las luces, y su estrategia
discursiva de insondable riqueza y dinamismo.De modo que este ensayo
tiene potencialmente diversos destinatarios: los investigadores de la obra
carpenteriana, pero también los científicos sociales y los estudiantes
universitarios de humanidades en general. De aquí que Losada identifique
en Carpentier una vocación antropológica «que señala hacia el progreso
humano del hombre universal y latinoamericano en una versión siempre
mejorada de Amaliwack, Prometeo y Ulises».

La crítica literaria en Cuba, durante la segunda mitad del siglo XX y esta


primera década de nuestra centuria, ha mostrado una dilatada concavidad de
ausencia, un como constante desvío hacia la fundamentación teórica. Unas
tras otras, pasaron por encima de nuestro interés —académico o crítico—,
como ráfagas ahuyentadas con esmero, las diversas tendencias que se
sucedieron o, por mejor decirlo, se superpusieron en oleadas progresivas en
el espacio del pensamiento exegético euroccidental.

En Cuba, durante el siglo XX, el panorama del análisis del texto literario
apareció marcado por un como sedimento mixturado de positivismo —
herencia de Varona y Sanguily—; de crítica trascendentalista
«impresionista», que no siempre cumplió —con excepciones notables en
algunas figuras de acabado fuste creativo— la aspiración contenida en ese
epíteto prometedor de osados o sublimes traspasos; y de un sociologismo
muchas veces más vulgar que marxista, taraceado de citas programáticas
con algunas y reconocidas salvedades de real calibre intelectual .

Estas tres modalidades, en esas sus variantes menos afortunadas,


contribuyeron mucho a que el panorama de la crítica nacional resultara una
gran planicie jalonada apenas por unas pocas cumbres de esencial altura. En
mucho ha influido, en este proceso más agostador que fecundante de la
exégesis literaria, la escasa publicación —y menos de autores nacionales—
de lo que, en buenas cuentas, hay que seguir llamando hermenéutica en su
estrecho sentido de teoría sobre el análisis del texto. Los esfuerzos de
quienes se han esforzado por difundir en la isla aspectos diversos del pensar
exegético mundial —desde Criterios, Desiderio Navarro; en medios
académicos universitarios, Leandro Caballero, Salvador Redonet Cook,
Nara Araújo, Teresa Delgado; desde Editorial Letras Cubanas, Rinaldo
Acosta, entre otros— han tenido un determinado fruto que, para decirlo
todo, no siempre ha obtenido suficiente reconocimiento.
234
Con La máscara del lenguaje (intencionalidad y sentido), Marcia Losada
ofrece al lector un texto de certero calibre, en el cual la reflexión
hermenéutica aparece sólidamente apoyada por la praxis exegética sin la
cual todo sistema categorial, por sólido que per se resulte, parece
suspendido de nimbos evanescentes y, sobre todo, difícilmente alcanzables:
la teoría cuyo autor no se decide a poner por sí mismo en práctica, ¿a quién
puede convencer en lo más recoleto de su voluntad? Al mismo tiempo, al
empuñar por sí misma los principios exegéticos que propone, la autora ha
rendido, en el capítulo primero de su obra, un homenaje esencial a una de
las obras literarias más deliciosamente cubanas de todo el siglo XX, y, al
mismo tiempo, uno de los textos más injustamente dejados en olvido por
críticos y academias.

Me refiero a ese ejemplo gustoso de transculturación, polifonía bajtiniana,


intertextualidad delirante y sustancia apetitosa para los más diversos
235
ejercicios de comparatística —en el sentido de Henryk Markiewicz—,
una palabra, La Odilea, de Francisco Chofre, galardonada —como se ocupa
de recordar Marcia Losada— con un premio de la crítica, en 1966, por un
jurado en el que figuraba nada menos que Alejo Carpentier. Esta obra,
luego de ese ya oscurecido premio, cayó en un condenable vacío crítico.
Tuvo muchas cosas en contra, a pesar del aval de Carpentier: su autor había
nacido en España, su texto —no por su carácter popularísimo, menos
refinado y artísticamente complejo— aparecía despojado de asideros para
cualquiera de las tres tendencias que se entremezclaban en la crítica cubana
de las tres últimas décadas del siglo pasado.

Ya Gillo Dorffles ha estudiado, entre otros aspectos, cómo se modelan


nuevos ritos y cómo se transfiguran y rejuvenecen los mitos en la sociedad
moderna; una perspectiva semejante era impensable en épocas grisáceas de
la crítica, como las arriba mencionadas: el sentido último de la obra de
Chofre resulta reivindicado de modo pleno por Marcia Losada cuando la
autora expone, desde una perspectiva teórica de firmeza hermenéutica real,
en la cual el lector avisado puede percibir cómo confluyen —
implícitamente, por la vía de una atinada proyección de una filosofía del
lenguaje bien destilada— la perspectiva comparatística marxista de
Markiewicz, el análisis semiológico y la perspectiva de Dorffles sobre la
revitalización del mito en las sociedades contemporáneas:

A Chofre le interesa por supuesto —y utilizado sin sentido


peyorativo— parodiar. Adapta la crinografía, topografía, registro
lingüístico del personaje, «copia» los cortes por cantos de los
alejandrinos, en función en primer lugar de esta parodia aumenta
las partes fundamentales narradas en detrimento de las dialogadas,
siempre teniendo en cuenta La Odisea como referencia.

A Chofre le interesa «cantar» como conflicto las aventuras de un


guajiro capaz de salir, gracias a su habilidad, de las más
disparatadas y fantásticas situaciones y la facundia verbal, está en
función de esa característica y no de la de ser un aristo, que debe
ser inteligente —en lo absoluto «marañero»— y que, en lugar de
embaucar a cualquiera, debe saber gradar los registros discursivos
para poder gobernar. También Chofre sigue la cubanísima tradición
del cuentero, que narra más que dialoga, historias fantásticas.
Odileo debe salir ileso de sus aventuras y por supuesto —como
hemos apuntado— comparte el mismo papel actancial y actoral
con Ulises, pero el énfasis no recae en una politropía inteligente y
esto condiciona que como personaje tenga otra finalidad
comunicativa; Odileo realiza en cumplimiento de ella, otros actos
de habla y dentro de éstos, podemos constatar una ilocución
modificada. Diferente, también, resulta el balance entre Ulises y
Odileo, en cuanto a su función como narrador autodiegético y
personaje en un segundo nivel narrativo; esto motiva igualmente
que dentro del canto IX de La Odilea, la escena que parodia el
canto IX de La Odisea sea de mucha menor extensión. Chofre
quiere exponer la distancia entre el mito y la realidad; quiere
presentar cómo es que surge de por sí ficcionalmente adaptada a un
nuevo contexto, una leyenda.
Precisamente porque la novela, como apunta la autora, se propone no
tanto crear un mundo ficcional ad hoc, como señalar la variabilidad
mutante de la distancia entre mito y realidad social, la obra de Chofre
pasó inadvertida para la crítica de su tiempo, lastrada, como se apuntó,
por una serie de vacíos hermenéuticos. Marcia Losada nos devuelve esa
pequeña joya de la narrativa cubana, rescatada desde un punto de vista ya
certero, capaz de comprender que esta novela de 1966 estaba dando, y de
una manera que permite intuir en el texto de Chofre ese obsesivo juego
paródico de la postmodernidad narrativa en América Latina, su vocación
ferozmente intertextual —piénsese, para mencionar un solo gran nombre,
en Manuel Puig, o en otro gran cubano igualmente soslayado por una
crítica ad usum Delphini, Severo Sarduy—. Este primer capítulo de La
máscara del lenguaje (intencionalidad y sentido) devela, pues, un ángulo
estremecedor de las manquedades de la crítica: cómo una obra de rompe
y rasga, como es La Odilea, puede quedar largamente silenciada por la
miopía.

Por lo mismo, la denominación del capítulo —épica y guateque— no


puede ser más precisa y oportuna, no solo por transparentar, desde su
paratexto, el carácter de enfoque intertextual, sino también, y sobre todo,
porque deja el título un regusto antropológico que, sin dudas, hubiera
disfrutado cabalmente don Fernando Ortiz, para el cual los fenómenos de
transculturación no eran temas antiacadémicos, sino, por el contrario,
campos de reflexión de superlativa importancia para la práctica
académica nacional, en la medida en que constituyen vías de acceso a
eso todavía difuminado espacio conceptual que es la identidad cultural
cubana.
De aquí la importancia capital de este libro: no solo nos advierte de la
existencia de perspectivas hermenéuticas diversas y bien caracterizadas,
no solo contribuye al rescate de un ignorado escritor cubanísimo —no
obstante su nacimiento peninsular—, sino también reivindica zonas
asimismo insuficientemente atendidas, como las reflexiones teóricas del
malogrado Leandro Caballero en lo que se refiere al análisis textual.

Merece atención especial del lector otro momento de La máscara del


lenguaje (intencionalidad y sentido), libro de reflexión precisa sobre
enfoques hermenéuticos de la literatura cubana. Denominado
«Intencionalidad y modalidad: responsabilidad axiológica del sujeto
histórico en «Semejante a la noche», este segundo capítulo aborda una
cuestión de otro calibre, que le permite a la investigadora indagar en el
texto carpenteriano una cuestión de tan alta trascendencia como lo es la
condición humana, que se convierte en una meta hacia la cual conduce
todo el análisis del texto:

En la obra de Carpentier, Ser humano e Historia resultan como


motivo, un binomio inseparable. La hechura del ser humano, su
comportamiento en un lugar y momento dado, o mejor aun, el
ánthropos con su capacidad cognoscitiva, con el saber como
interacción, es su gran asunto.

A través de milenios de cultura, en una larga escala de evolución, el


hombre ha actuado y ha sido compulsado por motivaciones
económicas, culturales y axiológicas semejantes ante las que asume
determinadas actitudes —llevadas a discurso como posturas ilocutivo-
modales— para explicarse y transformar la realidad; esto es,
recodificar y reconstruir su universo referencial.
Como puede observarse, el examen propuesto en La máscara del lenguaje
(intencionalidad y sentido) alcanza una dimensión mayor, donde el peso
específico de la filosofía del lenguaje —en su condición de basamento
epistemológico del análisis textual— gana en concentración y, sobre todo,
en voluntad de focalizar el texto como compleja urdimbre axiológica, que
se asienta, como la autora subraya con entera razón, en posiciones
ilocutivo-modales, de las que depende mucho de la eficacia de las
operaciones hermenéuticas, pues, como sustenta Marcia Losada:

Ilocución y modalidad son combinatorias lingüísticas obligatorias


para análisis del texto artístico por cuanto la organización reflexiva y
modalización de la composición del código descansa en marcado por
ciento la especificidad del trabajo artístico Ilocución es a intención lo
que modalidad esa posición subjetiva del enunciador.

Para añadir a renglón seguido una conclusión metodológica de importancia


fundamental para el análisis de textos peroque resulte, en esencia y calidad,
verdadera práctica hermenéutica de efectiva base filosófica y no mera
chapucería superficial:

A través de los constituyentes ilocutivo-modales se puede encontrar


un vector (rasgo semántico) que conduzca el análisis del sentido hacia
la superficie del discurso —con los componentes intencionales y
subjetivos «elementos simples»— de los que emergen las
combinatorias.

Así como el enfoque teórico expuesto le había permitido, en el capítulo


primero, rescata valores de La Odilea, en este segundo desarrolla un
análisis textual muy sólido del relato carpenteriano «Semejante a la noche».
Vale la pena detenerse en las reflexiones que, a manera de conclusión, van
cerrando dicho capítulo:
«Semejante a la noche» presenta un alto grado de complejidad en su
sintaxis narrativa y en su tipología composicional; ejemplifica además
el registro culto del español en Cuba, no solo por el léxico empleado,
sino también por la complejidad sintáctica de sus períodos oracionales
y por los dominios ubicados —evocados— dentro de la ficción. El
proceso de anagnórisis que experimenta el protagonista, que a la vez
narra desde diferentes niveles de la tectónica, hace más polisémica la
manifestación del elemento subjetivo en sus componentes
lingüísticos-accionales y más efectiva —artísticamente hablando— la
admonición carpenteriana de la responsabilidad del sujeto histórico
ponderador-determinador y por consiguiente transformador de las
circunstancias de su socioesfera en cuanto a constructor del reino de
este mundo. La delimitación de los componentes formantes de la
dimensión elocutivo-modal nos permite intentar resolver el arduo
problema de estudiar desde la óptica lingüística, mecanismos noético-
semióticos de un alto grado de subjetividad, que tienen su expresión
más compleja en la organización artística del lenguaje natural.

Así como el capítulo II se conforma como exégesis de «Semejante a la


noche», los capítulos tercero y cuarto se concentran de igual modo en otras
narraciones carpenterianos. El balance es satisfactorio en grado sumo: la
exégesis textual se proyecta más allá de sí misma, para alcanzar un
importante balance hermenéutico, un sutil envión hacia lo culturológico, en
la medida en quese alcanza una perspectiva asentada en la axiología y
orientada hacia una percepción del texto literario carpenteriano como
recipiente de una postura cognitiva.

Como es fácil deducir de lo aquí antes expuesto, La máscara del lenguaje


(intencionalidad y sentido) se presenta como una teorización y una
ejemplificación de carácter multifacético: cada capítulo, sin dejar de
evidenciar un mismo basamento epistemológico y metodológico, hace una
propuesta distinta de acceso al texto. Por eso el caso del análisis de El acoso
entraña otro tipo de peculiaridades, tanto a nivel de filosofía del lenguaje,
como de praxis exegética. El análisis textual se proyecta aquí en otro
sentido, en este caso la del enfoque sobre peculiaridades del arte del siglo
XX, en el cual se identifica una tendencia que, partiendo de los parámetros
de creación de la Modernidad, habrían de desembocar con mayor fuerza, a
partir de los años sesenta, en la eclosión del período que, con razón o sin
ella, se ha venido denominado el postmoderno. Apunta la ensayista al
presentar su estudio de El acoso:

Una característica del arte moderno es su tendencia a ser cada vez


más dialógico. Las relaciones entre las diferentes manifestaciones
artísticas condicionan una lectura recreativa y una labor crítica,
orientada hacia una recepción transdisciplinaria de la obra in situ. Se
forma así y se reconforma un terreno difuso, pero con anclaje en el
código remisor de evocaciones dentro de un imaginario, que
constituye la dinámica de un verdadero palimpsesto colectivo e
individual.

Hay autores que trazan este camino de recepción con índice pertinaz.
Carpentier es uno de los máximos exponentes de esta tendencia en las
letras latinoamericanas…asentado este procedimiento poético, en
medida considerable, por su conocimiento de la cultura de la
antigüedad.

De aquí que, en su percepción de este texto carpenteriano como cámara de


ecos —apoyatura implícita en Bajtín, Barthes, Kristeva, Eco—, Marcia
Losada alcanza una exégesis también culturológica —pero en sentido
diverso al del capítulo precedente—, enfocada a la elucidación de sentido
de autor clásica que identifica como una latencia en Carpentier:

Clásico es todo aquello que da origen a una continuidad creadora y es


toda aquella obra refiriéndonos al arte, que tomando lo mejor de la
tradición y resemantizándola desde una experiencia actual, pone en
contacto vivencias culturales trascendentales de diferentes épocas, en
busca de constantes históricas, que hagan al hombre reflexionar y
aprender, porque el hombre —como expresa Carpentier— es
semejante en el diacronía evolutiva; es un continuum no un segmento
sumatorio de cambios de estado.

Por eso este relato es un clásico dentro de su género y su composición


nos remite de manera dinámica y exigente a la búsqueda en nuestra
competencia textual y cultural, como receptores y rescritores, para
«completar momentáneamente el palimpsesto» y nos induce a
compararlo con el sentido trágico de los «antiguos», en su rejuego
fractal de superposiciones y evocaciones, a través de la búsqueda de
una estructura... ausente.

Es en el capítulo octavo donde alcanza su mayor claridad el sentido


connotativo de conflicto que caracteriza La máscara del lenguaje
(intencionalidad y sentido). La investigadora expone aquí, en su plenitud, el
modelo teórico de exégesis que propone. Y lo hace desde una ponderada
consideración epistemológica, en la cual la noción de dominio científico se
hace por completo evidente, al subrayarse la necesidad de interacción
compleja, multivalente y plurimetódica que exige la operación de exégesis
para asumir una cabal estatura hermenéutica:

Quizá la forma al alcance de mostrar la comprobación de esta teoría


que presentaremos a continuación sea solo posible, en este momento
de desarrollo en la interrelación de las ciencias de la cognición,
mediante el modelo hipotético-deductivo, según el cual ésta se
argumenta examinando las predicciones que implican.

La evidencia que muestra que una predicción es correcta, confirma la


teoría; la evidencia incompatible con la predicción, rebate la teoría, y
cualquier otra evidencia sería irrelevante. Si los científicos tienen una
evidencia suficiente que corrobora y una no evidencia que rebate,
pueden inferir que la teoría examinada es correcta. El lenguaje
humano como entramado es un proceso complejo, que para su análisis
tiende a la interacción de herramientas y la Lingüística en unión de la
Psicología, la Filosofía, la Neurología, la Cibernética, la Sociología
forma parte del llamado «hexágono» de las ciencias de la cognición.

Ningún texto crítico puede exponer la total riqueza y variedad de un libro


como La máscara del lenguaje (intencionalidad y sentido). Cabe tan solo
celebrar su arribo al panorama de la reflexión teórica cubana, tan enteca, en
general, en sus aportes a la exploración de corte hermenéutico. Se trata,
pues, de subrayar que, el dilema de Proteo que este libro enfrenta,
trasciende, en mi parecer, los límites estrictos en los que los formula la
ensayista, Pues, en mi personal experiencia de lector, este libro no aborda
tan solo cuestiones de epistemología y práctica actual y científica del
análisis de texto.

Como en el famoso epígrafe de la novela mayor hemingwayana, las


campanas que aquí se tocan, doblan también por la necesaria innovación
que, desde hace décadas, voces diversas han venido pidiendo, como ya se
señaló en este prólogo, para la investigación filológica, la hermenéutica
literaria, renovación que, como toda gran verdad, es nova et vetera, y se
dirige a recordarnos que, como en su día escribiera Martí, «Leer es
236
trabajar», e implica, en términos de ejercicio científico, una voluntad y
un sentido teórico semejantes a los que jalonan La máscara del lenguaje
(intencionalidad y sentido), de lo que trata esta obra de la imprescindible
renovación de la práctica crítico-investigativa en nuestra cultura.
Meditando sobre Julián del Casal

La obra de Julián del Casal ha suscitado una catarata de estudios críticos


hasta el año 2013 en que se conmemoró su sesquicentenario. Su trayectoria
de vida, su relación con otros escritores y en particular con Rubén Darío, su
percepción de la cultura francesa finisecular, su actitud frente a las luchas
independentistas cubanas, su efímera, pero cálida amistad con Antonio
Maceo: todo ha sido escudriñado, medido, esculcado, desde los más
variados puntos de vista y por investigadores de las más lejanas
procedencias.

¿Qué tiene que decirnos este fundador —con José Martí y Manuel Gutiérrez
Nájera— del Modernismo, el primer gran movimiento continental de
renovación literaria? Este singular poeta apenas publicó unos pocos
poemarios, pero ellos bastaron para que fuese considerado una voz decisiva
en el siglo XIX cubano. Vale la pena regresar a su poesía y mirarla por sí
misma en cuanto construcción artística.

Tanto como su obra, importa el camino estilístico por él elegido. Nacido en


1863 en una isla sometida no solo a la metrópoli española, sino a un brutal
desgajamiento de lo más contemporáneo del arte y el pensamiento
euroccidentales, así como de la Hispanoamérica independiente, Casal supo
saltar por encima de muchas de las barreras impuestas por un régimen
despótico, asimismo marcado por la típica imposición de un extremo
retraimiento cultural, aislacionismo que suele hacer más dóciles a los
pueblos sometidos. Gracias a su apetencia de renovación cultural —bien
comprensible en el medio adocenado en que vivía—, el intelectual habanero
buscó, como se sabe, aproximarse a otras formas de creación —los poetas
parnasianos y simbolistas, pero también Huysmans, Rubén Darío, el pintor
Moreau—. Fue por ello fustigado por criticastros a sueldo del gobierno
español: se lo acusó de apartarse de la tradición de su idioma, de las raíces
de la literatura hispánica, de ser un castrado literario, un enfermo mental, tal
vez.

Las infamias que esparció una crítica oficial peninsular —impulsada por la
franca violencia con que el periodista Casal describió La Habana española y
a los potentados criollos más serviles—, habrían de tener una paradójica
fortuna. Todavía en mis propios años de educación secundaria oí repetir
esas monsergas sobre Casal y sobre el Modernismo. Lo que comenzó
siendo malignidad, se prolongó en ceguera. Muchas explicaciones cabría
dar sobre esto. Todavía en la década del treinta, hubo ensayistas que, por
una idea distorsionada de la relación entre literatura y sociedad, insistían en
que el Modernismo había sido una tendencia «escapista» y «nada
comprometida», incluso alguno de ellos olvidaba cuán vinculados a dicho
movimiento habían sido sus propios versos. Lo cierto es que pasaron
décadas antes de que se comprendiera, en Cuba y en América Latina, que
ese movimiento estuvo marcado por una voluntad de afirmación del alto
potencial de la cultura del subcontinente, y por una entera dignidad frente a
las culturas europea y norteamericana de la época, defensa realizada desde
una literatura de alquitarado estilo.

Casal, leído desde este segundo milenio, parece la encarnación viva de la


perpetua necesidad de hallazgo de un lenguaje artístico renovador. Esa es la
lección entrañable que su obra trasmite hoy. En alguna ocasión, le habrían
pedido a Umberto Eco que hablase sobre la crisis de la cultura. Su respuesta
fue luminosa: la cultura no está en crisis, la cultura es crisis. En el mundo
del espíritu —y también en el otro de las afanosas urgencias cotidianas— la
ausencia de crisis no significa otra cosa que el derrumbe y la muerte.

De modo que Casal fue portavoz y resolución de un punto de giro en el


proceso de crecimiento de la entonces muy joven literatura cubana, tanto
como el pensamiento independentista y las luchas revolucionarias del siglo
XIX fueron manifestación de una crisis absolutamente imprescindible. Tanto
como la libertad política, la emancipación del arte y el crecimiento de una
cultura eran meta imprescriptible para la incipiente nación, y Casal,
percibiendo la crisis que invadía la isla, acometió la gestión transfiguradora
del verso con una tenacidad, una valentía y una sensibilidad tan grandes,
que resultan hasta hoy paradigmáticas.

Fue, pues, un hombre que, en la medida de sus fuerzas y su percepción


artística, se enfrentó gallardamente a una crisis que no era solamente
política o, más bien que, por serlo, involucraba a toda una nación que
pugnaba por emerger. Una insurgencia política no equivale por completo a
una búsqueda de independencia plena. Casal y Martí, lo comprendieron, y
su perspectiva estaba marcada por una vivencia inmediata del horror, sobre
la cual el autor de Nieve tenía una percepción más hiriente y angustiosa.
Casal, a su modo, aspiraba a una transformación insular. No por casualidad
Maceo y él, en la breve visita de aquel a La Habana, tuvieron una
comunicación entrañable: cada uno perseguía, en su propio terreno, metas
pariguales. El poeta, por tanto, no solo testimonia en su verso y su prosa la
crisis profunda de la cultura habanera de su tiempo, sino también da pasos
muy definidos hacia un rumbo por completo diferente. Casal, condenado
por su pobreza al periodismo, lo ejerció con una singular dignidad de
pensamiento y de estilo, pero de un modo tal que, en cierto sentido
profundo y no siempre percibido por la crítica, estableció una
contraposición entre su verso y sus crónicas. Pues mientras aquel se
concentró en el trazado de un mundo de ideal belleza personal, sus crónicas
se enfrentaron, con radical acidez, a la miseria de espíritu y cultura en La
Habana colonial.

Su obra toda se volcó en la indagación del espacio urbano, y dio la espalda


—como se ha señalado una y otra vez por la crítica— al paisaje natural, con
una actitud que, desde luego, pareció intolerable en la siguiente década del
treinta, cuando la literatura latinoamericana —y en particular la narrativa y
sobre todo la novela de la tierra— dedicó una atención sostenida a la
cuestión rural en América Latina. Casal, y el muy citadino Modernismo que
él contribuyó a consolidar, parecieron puro escapismo a ciertos estudiosos
literarios que, de manera agotadora, exigían una perspectiva monocorde y
un uniforme vínculo entre debate social y creación artística. Siendo tan
peculiar Casal, su vida estuvo marcada a la vez por la elegancia y la
penuria, pero no es su existencia lo que me interesa en estas brevísimas
páginas. Prefiero detenerme en sus textos, para una relectura personal y
desde luego ensimismada.

José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera fueron los fundadores del


Modernismo en América Hispánica. Casal los siguió de cerca, y contribuyó
a su vez a su la gran transformación de las letras en castellano; no fue,
stricto sensu, un epígono, sino prácticamente un compañero de viaje. Ese
mismo carácter temprano de su vinculación con la nueva poesía, lo expuso
todavía al modo de la lírica romántica en nuestro continente, y determinó
que su primer libro publicado se debata entre un modo y otro de escritura.

No es de extrañar: el modo romántico se mantuvo por largo tiempo en


237
Cuba, como ya he expuesto en otro lugar, de modo que en los últimos
años del siglo XIX algunos, como Diego Vicente Tejera, todavía
consideraban el tono romántico como esencial para la literatura nacional,
mientras que Esteban Borrero, a pesar de su amistad tan estrecha con Casal,
y de la poesía de su propia hija, Juana Borrero, carecía de comprensión para
el nuevo estilo, que, por otra parte, intelectuales de la talla de Enrique José
Varona y Aurelia Castillo de González, tan amigos del autor de Nieve,
parecían rechazar.

Para comprender mejor la fuerza de los vínculos de Casal con el


Romanticismo, basta con leer atentamente su primer libro Hojas al viento
(1890), es sin duda inmaduro aun e irregular, como han subrayado juicios
diversos. Lo cierto es que al lado de versos en exceso marcados por un
Romanticismo inevitablemente tardío en la colonia —todavía Esteban
Borrero, a pesar de la extraordinaria poesía modernista de su hija Juana, y
de su estrecha amistad con Casal, defendía a fines de siglo la vigencia de la
poesía romántica—, en Hojas al viento aparecen momentos de especial
eficacia y de palpable instinto renovador. Sin embargo, el poemario está
muy lastrado aun por un Romanticismo en jirones, algo tanto más grave
cuanto que, en realidad, ese movimiento tan fecundo en Europa había
tenido relativamente poca fuerza en Iberoamérica. Gregorio Luri, entre
otros, nos recuerda cuál fue la esencia cabal del movimiento:

La novedad del Romanticismo no se encuentra tanto en sus proclamas


a favor del instinto y de la individualidad como en la sinceridad
hiperbólica con la que se lanza a la búsqueda del absoluto. No son
pocos los románicos en los que el sentimiento de insatisfacción se
transforma en radical extranjería, de forma que para ellos cualquier
intento de gestionar un pacto de convivencia cotidiana con el presente
hubiera representado una enorme cobardía. Muchos acaban en la
locura (Hölderlin, Schumann, Nerval…), otros mueren o se suicidan
en plena juventud. Son, con frecuencia, los mismos que se han
empleado a fondo para dar forma a un lenguaje poético capaz de
reflejar la desmesura y que, al triunfar estéticamente, contamina todas
238
las producciones artísticas de la época.

Si se examina con detenimiento este criterio, habría que convenir en que


Casal nunca se alejó por completo de ciertas raíces románticas, en particular
en su discrepancia profunda con su presente. Al mismo tiempo, empero,
hay que tener en cuenta las grandes manquedades estéticas de la poesía
romántica en nuestro continente. Recuérdese que, en sentido estricto y
esencial, el propio movimiento romántico cifra su base más trascendente y,
por tanto, propiamente artística, en algo muy distinto de la esquematización
estilística en que muy pronto derivó la rebelión romántica contra el estilo
neoclásico en manos de mediocres cultores del Nuevo Mundo. José Martí
tuvo una muy clara conciencia de esa palpable esquematización:

Esa atildada rima, esa vana y prestada robustez; esa académica


tristeza; ese retórico artificio que empequeñece y merma el
desordenado vuelo, como de águila herida, de la rebelde lírica
moderna, marcan el período naciente de un nuevo y estrecho
239
clasicismo: el de los clásicos románticos.

Este proceso de consolidación de una retórica romántica, tuvo


consecuencias muy graves para Iberoamérica. Fue Octavio Paz quien
enfatizó en el carácter incompleto, inauténtico incluso, del Romanticismo
en la América Hispánica. Véase lo que apunta este autor:

La historia del modernismo va de 1880 a 1910 y ha sido contada


muchas veces. Recordaré lo esencial. El romanticismo español e
hispanoamericano, con dos o tres excepciones menores, dio pocas
obras notables. Ninguno de nuestros poetas románticos tuvo
conciencia clara de la verdadera significación de ese gran cambio. El
romanticismo de lengua castellana fue una escuela de rebeldía y
declamación, no una visión —en el sentido que daba Arnim— a esta
palabra: «Llamamos videntes a los poetas sagrados; llamamos visión
de especie superior a la creación poética». Con estas palabras el
romanticismo proclama la primacía de la visión poética sobre la
revelación religiosa. Entre nosotros falta también la ironía, algo muy
distinto al sarcasmo o a la invectiva: la disgregación del objeto por la
inserción del yo; desengaño de la conciencia, incapaz de anular la
distancia que la separa del mundo exterior; diálogo insensato entre el
yo infinito y el espacio finito o entre el hombre mortal y el universo
inmortal. Tampoco aparece alianza entre sueño y vigilia; ni el
presentimiento de que la realidad es una constelación de símbolos; ni
la creencia en la imaginación creadora como la facultad más alta del
entendimiento. En suma, falta la conciencia del ser dividido y la
aspiración hacia la unidad. La pobreza de nuestro romanticismo
resulta aun más desconcertante si se recuerda que para los poetas
alemanes e ingleses España fue la tierra de elección del espíritu
240
romántico.

En realidad, el gran poeta y ensayista mexicano adelanta una hipótesis que


resulta iluminadora en alto grado: el verdadero Romanticismo
latinoamericano, es decir, el movimiento literario que construyó y defendió
una visión ideal del futuro de América Latina y su cultura, no fue lo que
llamamos con ese nombre. Esta función cardinal la cumplió en realidad el
Modernismo, al que se debe, en el criterio de Paz, la primera y verdadera
literatura de nuestra América. Es una idea de importancia fundamental para
comprender a Casal.
Hojas al viento es un libro a horcajadas entre el Romanticismo agonizante y
el ascenso del estilo modernista. La densidad romántica es muy fuerte en el
poemario. Es significativo que el poemario contenga varias explicitaciones
241
de una intertextualidad referida románticos como Gautier («La nube» y
242 243
«Las palomas» ), Víctor Hugo («A Olimpia»), Heinrich Heine («La
244
pena»), pero también a autores enmarcados en la renovación lírica de la
segunda mitad del siglo XIX, como el francés Louis Bouilhet; el francés de
245
origen cubano —admiradísimo por Casal— José María Heredia («La
246
canción del torero»), el italiano Lorenzo Stechetti —pseudónimo de
247
Olindo Guerrini— («Engañada»). Se trata sobre todo de intertextos
248
estructurales, declarados por el poeta al aludir al autor cuya manera —es
decir, su código estilístico— es empleado en un determinado poema de
Hojas al viento.

Es interesante subrayar que en este libro hay referencias a tres grandes


voces de la lírica romántica. En cambio, de los tres poetas mencionados de
la segunda mitad de la centuria, solo uno es de relevancia —Heredia—,
cuyo relieve, empero, para nada es equiparable con los de Hugo o Heine.

La espacialidad trazada en Nieve, el primer poemario netamente modernista


de Julián del Casal, se presenta en dos zonas fundamentales. Ante todo,
estos poemas son ubicados en el espacio idealizado del arte, como ocurre
en la sección «Bocetos antiguos». Los poemas allí incluidos tienen
características temáticas y rítmicas bien definidas. El primero, «Las
Oceánidas» consiste en una transfigurada y visionaria remodelación
modernista de mitos helénicos, construida como silva de endecasílabos
solos, tan frecuente en la poesía modernista. Es comprensible que un poema
respaldado por la tradición helénica, esté dedicado a un amigo tan querido,
y asimismo tan docto en la literatura griega como Enrique José Varona.
Al mismo tiempo, ese amplio poema se concentra en la gran figura mítica
del titán Prometeo encadenado, en diálogo con las ninfas hijas del Océano.
Hay una sutil conexión entre el poema «Introducción» y el primer poema de
«Bocetos antiguos». En efecto, «Introducción» es un poema que expresa
una actitud de pleno Modernismo, en que Casal declara una voluntad de
distanciamiento de su subjetividad, en aras de lograr una expresión cabal de
un universo visionario —en buenas cuentas, un mundo de belleza suma y
refinamiento, asumidos como sello del poeta modernista, pero también de
una América soñada—:

Así en la noche oscura de la vida,

Acallada la voz de mis pesares

Y al fulgor de mi estrella solitaria,

Estas frías estrofas descendieron


249
De mi lóbrega mente visionaria

Estos versos contienen dos elementos muy significativos. El primero de


ellos aparece en: «Y al fulgor de mi estrella solitaria». En 1892, al borde
mismo de la segunda fase de la guerra de independencia cubana, tal
expresión no podía menos que suscitar una evocación de la bandera
insurrecta. De modo que es una ratificación de su condición de cubano.
Recuérdese, por lo demás, que Hojas al viento también presentaba un
poema introductorio, seguido del cual aparecía «Autobiografía» con su
estremecido verso inicial: «Nací en Cuba. El sendero de la vida». De modo
que puede advertirse un cierto paralelismo entre ambos poemarios, un
interés en dejar establecida, desde el inicio de cada uno de los dos libros,
sus raíces patrias.
El segundo matiz semántico importante del poema que abre Nieve, está
contenido en los versos «Estas frías estrofas descendieron / De mi lóbrega
mente visionaria», que sugieren una intención de permanecer alejado de
aquel intenso y absorbente sujeto lírico que había caracterizado la lírica de
las primeras ocho décadas del siglo XIX.

Ya se había traído a colación aquí, anteriormente, el criterio de Octavio Paz


sobre la manquedad del Romanticismo latinoamericano, carente a su juicio,
entre otros elementos trascendentes, del tono visionario que Paz, siguiendo
en esto a Achim von Arnim, consideraba como característica esencial de la
zona más intensa y creativa de la lírica romántica europea, en la cual
Friedrich von Hardenberg (Novalis) fue una figura dominante.

En cambio, una perspectiva visionaria estuvo ausente del Romanticismo


latinoamericano, mientras que es posible identificarla en la poesía
modernista, además de que específicamente es un rasgo palpable en los
versos de Casal. Sobre ese ingrediente visionario del gran movimiento
fundador de las letras del subcontinente, la investigadora Selena Millares
afirma algo de gran relevancia:

Y ese es el ámbito que define al modernismo visionario: subterráneo,


oscuro, a veces siniestro y otras mágico, siempre centinela del
enigma, lejos del victimismo narcisista del primer romanticismo o del
esteticismo manierista de ámbito parnasiano, de la pose de esplendor
artificioso, para acercarse al sobrecogimiento de la sombra donde cree
ver la única verdad poética porque aporta al fin ese rostro desterrado,
el de la fealdad o el grito, el de la amenaza de la sinrazón o de la
pesadilla, el de un inconsciente que compone su cara oculta. Y esa
vocación que abre las compuertas a lo irracional, en forma de una
imaginería libre y fascinante que se aleja del Logos y de su correlato
en la palabra, es de central importancia por preludiar el universo de la
vanguardia poética, que igualmente explora mundos nuevos, y a pesar
de sus condenas del pasatismo no puede encontrar su faro en la
poderosa voz nocturna de los poetas visionarios, de los franceses
Baudelaire o Rimbaud, de la poética camaleónica de Leopoldo
Lugones, la palabra ígnea y abisal de Delmira Agustini o la luminosa
250
oscuridad de Julio Herrera y Reisig.

Los cinco poemas de «Bocetos antiguos» pueden considerarse como


pertenecientes a la vertiente visionaria del Modernismo. Cada uno de ellos,
incluido «El camino de Damasco», contiene una atmósfera a la vez
maravillosa y sombría. Hay, entre esos textos, una subyacente unidad
intencional y temática. Los cinco poemas giran alrededor de una
personalidad trágica en trance de ser destruida o transfigurada por fuerzas
superiores a las suyas. Analizar el tratamiento del tema de Prometeo en la
poesía casaliana, obliga, desde luego, a una consideración del mito del cual
es eje el titán.

Hay que advertir que, contra lo que se pudiera pensar, un mito no es un


relato clauso; por el contrario, como ha advertido Pedro Azara, «El mito se
asemeja al peplo de Penélope. No se termina nunca. Se reemprende siempre
251
desde el punto de inicio, como una tela que se teje y se desteje […]». El
autor de Nieve dedica, según se señaló, no uno, sino dos poemas al tema del
titán, que de este modo resulta interpretado por Casal otras tantas veces.
Ello da testimonio de su fascinación por ese mitema, el cual es recreado por
el poeta, pues, como apunta Azara:

Un mito se desarrolla en espiral y a cada nueva vuelta de tuerca se


exploran, se descubren, se revelan aspectos inéditos, claves
desconocidas que abren el relato a nuevas perspectiva, o que descifran
252
y liberan contenidos mantenidos hasta entonces a buen recaudo.

En «Las Oceánidas» —trazado con un cromatismo lujosamente modernista,


en que se mezclan colores numerosos: el amarillo, el ámbar, el rojo, el azul,
el rosado, el oro verdoso, sobre un campo semántico en que predomina la
negrura—, el orgulloso Prometeo, el titán favorecedor de la humanidad,
aparece vencido y entregado al castigo divino, de modo que su situación, de
modo subrepticio y atroz, resulta paralela a la inmolación sacrificial en la
cual en el ara de los dioses se derrama, dramática y deslumbrante, «la roja
253
sangre de los negros toros». Como los restantes textos de «Bocetos
antiguos», este primer poema presenta un marcado carácter visionario,
concentrado en la agonía del personaje, percibido con la crudeza alucinada
y nocturnal del mejor Modernismo visionario:

Mientras le roe el buitre las entrañas

Y la sangre se escapa de su cuerpo

Como un hilo de agua enrojecido

Que, por las grietas del peñasco negro,

Baja a perderse al piélago marino.

Todo yace tranquilo entre el silencio


254
Augusto de la noche perfumada.

Otro elemento de interés estructural en «Las Oceánidas» se relaciona con la


estructura comunicativa. La primera, segunda y cuarta partes del poema
están construidas desde la tercera persona, es decir, la comunicación está
propuesta desde un sujeto lírico a un lector potencial. La tercera parte, sin
embargo, deja de tratar a Prometeo como tema, para convertirlo en un
personaje dramático que se proyectase «fuera» del bajo relieve plástico, que
vuelve a callar en la estrofa final, para dar paso a una expresión que emana
de una tercera persona. Esa primera persona que emerge en la tercera
255
estrofa es una primera persona explícita, pues puede ser asumida como
una visión simbólica y concentrada de la angustia del propio Casal.
Consideración aparte hay que hacer sobre el hecho de que este primer
poema del cuerpo del poemario —luego de «Introducción»— sea una
imagen de Prometeo, tópico que será retomado luego en otro poema de la
sección «Mi museo ideal». El mito de este titán tiene una gran amplitud,
que rebasa los límites estrictos de la antigua cultura helénica:

El mitologema de Prometeo parece nacer de una simbología común a


los pueblos arios, como lo muestran ciertas analogías que mantiene
con el Agni de los Vedas; el Atar iranio, hijo de Ahura-Mazda; los
mitos caucásicos. La lingüística del siglo XIX ya había creído
encontrar un parentesco entre el griego «Prometeo» (pro + math) y el
sánscrito pramanthâ (el palo que enciende el fuego por frotamiento)
e, incluso, con la raíz manth, que designa la acción de robar. Los
filólogos actuales parecen preferir la etimología que los antiguos
griegos establecieron (pro + metis), pero también en este caso
podríamos encontrar cierta similitud entre Prometeo y Pramatih, «el
256
Previsor», sobrenombre del dios Agni védico.

Es un hecho reconocido que se trata de un mitologema asociado por una


milenaria tradición con la espiritualidad y el intelecto humanos. El
destacado mitólogo francés Jean Chevalier observa: «El mito de Prometeo
se sitúa en la historia de una creación evolutiva: marca el advenimiento de
257
la conciencia, la aparición del hombre». En la mitología griega este titán
decide favorecer a los desvalidos seres humanos:

[…] hurta a Zeus, símbolo del espíritu, semillas de fuego, otro


símbolo de Zeus y del espíritu, ya sea que las coja de la rueda del sol,
o que las tome de la fragua de Hefesto, para traerlas a la tierra. Zeus
lo castiga encadenándolo a una roca y lanzando sobre él un águila que
le devora el hígado. Símbolo de los tormentos de una culpabilidad
rechazada y no expiada […]. Pero Heracles lo libera de las torturas,
rompiendo sus cadenas y matando el águila con una flecha. El
centauro Quirón, deseando la muerte para poner término a sus
sufrimientos, le lega su inmortalidad y Prometeo puede así acceder al
rango de los dioses […]. El sentido del mito se aclara por el sentido
mismo del nombre de Prometeo, que significa «el pensamiento
258
previsor».

El mito de Prometeo, que roba para los hombres el fuego, símbolo de la


espiritualidad, tenía que fascinar a Casal por su sentido vinculado
intrínsecamente tanto a la inteligencia como a las artes. Otro componente
más del mitologema, el de la rebeldía ética y artística, debió también haber
atraído al joven escritor habanero:

Descendiente de los Titanes, llevará en sí una tendencia a la revuelta.


Pero simboliza la revuelta no de los sentidos, sino de la mente, la
mente que quiere igualarse a la inteligencia divina, o al menos
arrebatarle algunos destellos de luz. La divinización final de Prometeo
sigue a su liberación por Heracles, es decir, a la ruptura de las cadenas
y a la muerte del águila devoradora; está también condicionada por la
muerte del Centauro, es decir por la sublimación del deseo; es el
triunfo del espíritu, al término de una nueva fase de la evolución
creadora, que tiende al ser y no al poder. Para Gaston Bachelard […]
el mito de Prometeo ilustra la voluntad humana de intelectualidad;
pero de una vida intelectual, a la manera de la de los dioses, que no
259
esté «bajo» la dependencia absoluta del principio de utilidad.

El mitologema de Prometeo está indisolublemente ligado al símbolo del


fuego, medio que habría utilizado el titán para humanizar al hombre. Y el
fuego, como identificaba Jean Chevalier, está ligado a la noción de espíritu,
tanto en la religión helénica, como en otras muchas, como la hindú, y
asimismo en el cristianismo. El fuego, asociado al mito prometeico, es
analizado del siguiente modo por el destacado mitólogo español Juan
Eduardo Cirlot:

Marius Schneider ya distingue entre dos formas de fuego, por su


dirección (intencionalidad): el fuego del eje fuego-tierra (erótico,
calor solar, energía física) y el del eje fuego aire (místico, purificador,
energía espiritual), que se corresponde exactamente con el
simbolismo de la espada (destrucción física, decisión psíquica). El
fuego, por consiguiente imagen energética puede hallarse al nivel de
la pasión animal o al de la fuerza espiritual […]. Gaston Bachelard
recuerda el concepto de los alquimistas para quienes «el fuego es un
elemento que actúa en el centro de toda cosa», factor de unificación y
260
de fijación.

«Bajo-relieve», silva endecasilábica concordante con lo más frecuente de la


lírica modernista, focaliza también a un luchador caído, que no es ya un
titán, sino un anónimo gladiador. El poema, como ya su propio título
sugiere, también muestra un intenso sentido plástico, no del todo ajeno a la
pintura, pues el relieve es la forma escultórica ligada a la pintura. En
concordancia con ello, el poema resulta menos numeroso en indicación de
colores —«sangre purpurina», «neblina azafranada», «litera azul, bordada
de oro», «rosada aurora»—. Es, sin la menor duda, el poema más intenso de
la sección, y uno de los más densos de Casal, quien traza en él, desde un
sujeto lírico nítidamente objetivo, no solo una imagen de refinado
esteticismo —alusión implícita a la estatuaria helenística de Alejandría— ,
sino también una estructura lírica tpeculiar. En efecto, el bajo-relieve que,
en efecto, ha configurado el poeta, la «impaciente muchedumbre» aludida
en el poema contiene todos los estratos sociales que son convocados de una
Antigüedad romana muy idealizada a través de personajes formales:
hermosas patricias, amantes cortesanos, ediles y hetairas. Las voces
múltiples sirven para evocar el Circo Máximo de Roma. Es necesario
detenerse en este punto.

Resulta significativo que los dos poetas cubanos eminentes de la segunda


mitad del siglo XIX, Martí y Casal, aborden —desde puntos de vista
diferentes— el tópico de la vida como un circo romano. El Apóstol, en su
famoso «Pollice verso», lo expresa con toda evidencia: «Circo la vida es,
261
como el Romano».

Hay, por tanto, una semejanza en cuanto al lugar en que el discurso lírico es
ubicado por cada uno. En ambos autores, se apela a la situación del
gladiador en trance de que se decida su suerte. La diferencia esencial entre
«Pollice verso» y «Bajo-relieve» radica en la estructura comunicativa sobre
la cual se asientan uno y otro. Conviene recordar cuestiones esenciales de
este tipo específico de organización textual. Iuri I. Levin señala con razón
que «Todo texto artístico posee algún status comunicativo inherente
262
intrínsecamente a él». Y añade:

Siendo un mensaje (texto), el poema es, pues, un elemento de algún


acto comunicativo potencial (fue creado por alguien y está
predestinado para alguien). Por eso, presupone obligatoriamente la
presencia de dos personajes: el autor implícito y el destinatario
implícito. El poemas, además, por lo regular está construido como un
monólogo, y por eso —en todo caso, en ausencia de un destinatario
explícito (tú)— se lo puede considerar también como dirigido a sí
263
mismo (es decir, tiene lugar una autocomunicación).

«Pollice verso» es un poema que presenta una división interna en lo que se


refiere a su estructura comunicativa. Comienza siendo un texto egotivo,
264
escrito en una primera persona propia, dado que el sujeto lírico es
identificable con el propio Martí, pues los tres primeros son una
metaforización de su experiencia en el presidio: «Sí, yo también, desnuda la
cabeza / De tocado y cabellos, y al tobillo / Una cadena lurda, heme
265
arrastrado». En las dos últimas estrofas, se transforma en un texto
apelativo, pues incluye una segunda persona generalizada, que en el poema
martiano se refiere los cubanos sojuzgados por la tiranía colonial. «Alza,
266
¡oh pueblo! el escudo…». El sujeto lírico individual —como un orador
que se dirige a su público— se expresa desde un yo real —el propio Martí
— a un tú general y a la vez específico —la nación cubana—, de modo que
el texto resulta a la vez un poema y una arengacomo muchos discursos
martianos aunan lo oratorio y lo lírico, imbricación que ha sido aun poco
estudiada.

El poema casaliano está trabajado con un destilado énfasis en el


cromatismo, a diferencia de «Pollice verso» donde, salvo una mención de
color —«pardo lodo»—, todo transcurre solo con referencias a blanco y
negro, que no son exactamente colores; aquí radica otra oposición cabal
entre ambos textos. El gladiador caído resplandece bajo el sol que matiza de
rojo su armadura, en oposición inmediata y total con la ausencia de color
que marca los versos que siguen a esa pintura del luchador herido: «Oscura,
267
/ La fosa está en que rugen los leones / Olfateando la carne…». La
primera persona está por completo ausente.

«Bajo-relieve» fluye desde la tercera persona, característica del llamado


268
autor implícito, que aquí aparece a la vez como un observador que
describe un bajo relieve griego efectivo y real —afán modernista por crear
paralelos con las artes plásticas, con la belleza tangible y la decoración—,
pero al mismo tiempo funciona como un pensador, que emite un juicio de
valor filosófico sobre la especie humana.

Nótese que hacia la mitad de la primera estrofa, aparecen las voces de los
ya mencionados personajes formales, quienes emplean una segunda
persona apelativa y representan los múltiples llamados de una sociedad
real, ajena al arte y a todo refinamiento del espíritu, para que el gladiador
—el poeta, el ser humano, herido y desengañado de ese mundo que lo
incita.

El tópico del gladiador incitado a luchar proporciona a Martí ocasión para


una arenga implícita, pero claramente política, a sus compatriotas. El asunto
del gladiador herido, en Casal, se emparienta con sus precedentes
románticos, en particular Novalis, en su reflexión, de fuertes ribetes
filosóficos, sobre el artista como ser lacerado por una sociedad vana y
carente de elevación estética o moral. De este modo, Martí y Casal abordan
el mismo asunto —la figura del titán— desde perspectivas diferentes, y, sin
embargo, marcadas ambas por la perspectiva modernista: en el primero
predomina el énfasis social sobre la necesidad del crecimiento americano;
en el segundo, da pie a una reflexión visionaria sobre el artista enfrentado a
una sociedad agresiva y metalizada.
En la segunda sección de Nieve —«Mi museo ideal»—, Casal retoma el
tópico de Prometeo en un soneto de igual nombre, donde el poeta hace
confluir el mito helénico y la tradición hebreo-cristiana al identificar al titán
con Cristo. En el soneto se mantiene la imagen de contención y trágica
gallardía del primer poema, pero se alude directamente al sentido
269
visionario que llena todo el libro.

«La muerte de Moisés», dedicado a su amiga, la singular escritora Aurelia


Castillo de González, está marcado como los anteriores, por una catarata de
elementos cromáticos. El intenso énfasis pictórico de «Bocetos antiguos»
—manifestado desde el título de la sección— se apoyó, como se ha
270
sugerido ya, sobre diversas transformaciones de carácter intertextual, en
que hace confluir una serie de factores del relato mítico y el teatro
helénicos, de la historia romana y de la tradición bíblica, pero asimismo se
271
cimenta sobre una substitución medial, que se realiza a partir de un
272
«paradigma substitucional».

Como indica Heinrich Plett:

Comúnmente no son significantes solos los que son intercambiados


por otros significantes, sino temas, motivos, escenas o incluso estados
anímicos de un pre-texto que cobran forma en un medium diferente.
Así, parece justificable llamar intermedialidad a esta especie de
273
intertextualidad.

Este es el caso dominante que se constata en «Mi museo ideal», en cuyos


sonetos se integran tanto la intertextualidad estructural como la
intermedialidad. La presencia de una sutil intermedialidad en «Bajo-
relieve», en que el poema se estructura como equivalencia lírica de este tipo
de obra se hace más significativa si se tiene en cuenta que, en cambio, en la
sección siguiente, «Mi museo ideal», este procedimiento es predominante.

En una carta a Gustave Moreau —cuya amistad con el poeta franco-cubano


conocía—, el autor de Nieve confiesa: «Monsieur de Heredia, dont les
magistraux sonnets me sont bien connus, jusque le point d´avoir tenté de les
imiter, malheuresement, hélas, dans Mon musée idéel est aussi un des mes
274
dieux». ¿Qué imitó Casal de los magistrales sonetos de Heredia? Desde
luego que a lo que se refiere es a una intertextualidad estructural, una
asunción de código, que, en «Mi museo ideal», a pesar de la modestia
epistolar de Casal, se transfigura en un modo de expresión marcado por el
estilo personal del poeta habanero. «Mi museo ideal» constituye un diálogo
intertextual entre los sonetos que constituyen la sección, y la pintura de
Gustave Moreau, con razón asumida más tarde por los surrealistas como
uno de sus más destacados precedentes.

Casal es mucho menos abundante —en comparación con «Bocetos


antiguos»— en el empleo de vocablos relacionados directamente con el
cromatismo, cuando la idea que enlaza todos los poemas allí contenidos, es
que se trata de una transubstanciación poética de un pintor y sus obras, de
modo que los lienzos de Moreau se convierten en intertextos peculiares de
«Mi museo ideal». Si bien es un tipo de intertexto que se practicó desde la
literatura romana, pues Sexto Propercio, en el libro II de sus Elegías, incluye
un extraordinario texto en el cual el sujeto lírico, en camino para visitar a su
amada Cynthia, atraviesa una ciudad de Roma que había sido transformada
por la política urbanística de Octavio César Augusto.

En esta elegía, el poeta se retrasa en llegar a casa de su amante, porque se


detiene en admirar el templo de Apolo en el Palatino: los versos se llenan
de intertextos plásticos transubstanciados (y la admiración de la belleza
arquitectónica provoca que el poeta llegue tarde a la cita y encuentre a
275
Cynthia dormida). Si la antigüedad de esta práctica intertextual se
remonta a la Antigüedad clásica, ello no disminuye el interés de la
perspectiva lírica en «Mi museo ideal», puesto que, por una parte, no ha
sido un enfoque muy generalizado en la historia de la lírica iberoamericana.

En efecto, poemas como «Vestíbulo» y «Salomé» carecen por completo de


palabras de este tipo. Otros, como «Hércules ante la hidra». A su vez, «La
aparición» apenas presenta uno —«rojiza»—; «Prometeo» solo tiene dos
términos parcialmente cromáticos —«negras» y «marfileñas»—. Otros
poemas del conjunto, en cambio, apelan al color con una intensidad peculiar
y, sobre todo, buscando crear una imagen a la vez lírica y pictórica, pero
mediante el empleo de expresiones que más bien aluden de forma indirecta
al color. En «Sueño de gloria. Apoteosis de Gustavo Moreau» hay una
configuración de gran interés. Las dos primeras estrofas aparecen
desprovistas de toda indicación directa y evidente de color; ambas
transcurren en una atmósfera sombría y desdibujada. La tercera estrofa, en
cambio, es una verdadera explosión de cromatismo, donde lo pictórico no
se obtiene con los vocablos triviales y canónicos referidos al color, sino
mediante un enjoyado y barroco estilo modenista:

Chispas brillantes, como perlas de oro,

Enciéndense en la gélida negrura

De la celeste inmensidad. Sonoro

Rumor de alas de nítida blancura

Óyese resonar en el espacio

Que se vela de nubes coloreadas


De nácar, de granate, de topacio,

Y amatista. De estrellas coronadas

Las sienes, y la rubia cabellera

Esparcida en las vestes azuladas.

Como flores de extraña primavera,

Legiones de rosados serafines,

Con el clarín de plata entre las manos,

Anuncian, de la Tierra en los confines,


276
El juicio universal de los humanos.

El cromatismo, como tangible característica modernista, se presenta en la


poesía casaliana con una deliberación estilística y una carga expresiva, que
puede decirse que es uno de los rasgos peculiares de la poética de Casal. Es
necesario, además, comentar que el poema «Sueño de gloria. Apoteosis de
Gustavo Moreau» constituye tanto un ejemplo de refinado sentido
cromático, como uno de los más densos poemas de pleno Modernismo
visionario en Cuba. El lujoso cromatismo casaliano se identifica asimismo
en Rimas, con especial refinamiento en «Crepuscular», «Neurosis» o
«Dolorosa», pero en el tercer poemario el tratamiento del color aparece más
selectivo, y tal vez por esto más intenso, en «Bohemios» —que podría
considerarse como un verdadero poema en rojo—, «Recuerdo de la
infancia» —que, en cambio, aparece en negro y azul—. Un grupo.
Asimismo, en Rimas el cromatismo está ausente de textos tan relevantes
como «Virgen triste», «En el campo», «Envío».
«Bocetos antiguos» incluye una evocación de la civilización romana, «La
agonía de Petronio», inspirada en el célebre y sibarítico personaje T.
Petronius Niger, llamado por Tácito Arbiter Elegantiae, asumido
implícitamente por Casalcomo un precedente de refinamiento finisecular al
estilo de su admirado Huysmans; este poema, a diferencia de los dos
mencionados antes, está estructurado en un tipo de composición poco
frecuente en el Modernismo, el sexteto llano.

Toda esta sección de Nieve consiste en una interpretación personal sobre


figuras de las tres grandes culturas de las que se nutrió Occidente: la hebrea,
la helénica y la latina. De alguna manera, ese sentido evocador de las tres
culturas que desde el Renacimiento —marcado por el criterio de Baldasare
Castiglione de que el verdadero hombre culto era un homo trilinguis, y
debía por tanto dominar el hebreo, el griego y el latín— puede explicar por
qué esta sección es la que abre Nieve: hay la voluntad de evidenciar que se
trata de una poesía arraigada en esos tres grandes nutrimentos culturales.

«La muerte de Moisés» de figuras y pasajes bíblicos —«La muerte de


Moisés» (quintetos endecasilábicos) y «El camino de Damasco» (cuartetos
endecasilábicos) —. Hay que notar que en ninguno de estos casos puede
hablarse de un sello modernista en la estructuración métrica del verso. El
277
sexteto fue poco trabajado en el Modernismo.

«Las Oceánidas» presenta una peculiaridad compositiva. Está organizada en


cuatro secciones. La primera es una silva de endecasílabos solos, un
elemento que llama la atención porque es este tipo de silva, dominante en el
Romanticismo, en cambio «No parece haberse mantenido después de los
278
años correspondientes al principio […] del Modernismo», y por tanto
constituye una muestra más de los nexos de Casal con la poesía romántica,
incluso en un libro que, como Nieve, marca su maduración como poeta
modernista. La segunda sección de «Las Oceánidas» está formada por una
composición en dos estrofas de catorce versos cada una, con rima asonante
en los versos impares.

No puede dejar de advertirse el sentido de evocación transformativa de esta


sección. Casal convoca en ella los tres grandes veneros de Occidente: la
cultura helénica, la romana y la hebrea. Y lo realiza desde una evidente
voluntad de considerarlas desde el ángulo de la belleza y el páthos. Hay una
clara intención de embellecer esos grandes sistemas culturales, y ella se
lleva a cabo con cumplida perfección estilística: nada falta en estos poemas.

Esto se presenta con especial fuerza también, desde luego, en la sección


«Mi museo ideal», donde cada uno de los diez poemas se inspira en obras
de Gustave Moreau, y en esos texos Casal procura recrear un espacio-
tiempo fantástico y eminentemente esteticista. En «Mi museo ideal» el
espacio trazado carece de perfiles precisos, incluso de volumen. Por
ejemplo, en «Salomé» se indica tan solo una amplitud espacial casi desnuda
—«palacio hebreo», «calado techo», «anchurosa nave» y nada más—,
como ámbito de irrealidad en que Salomé baila su danza de fatídica belleza.

En «La aparición», segunda parte y cierre de «Salomé», la imagen del de


Herodes se sustenta solo en la mención de las materias preciosas que forma:
«granito, / Ónix, pórfido y nácar», y todo perfil preciso resulta difuminado
por una «Nube fragante y cálida», de incienso posiblemente, que envuelve
el espacio en un aura de irrealidad. No, a Casal no le interesa un tratamiento
preciso del espacio ni como visión ni como realidad.

Ahora bien, ciertos elementos resultan de particular interés en la sección


«Mi museo ideal». Hay un sello claramente modernista en una serie de
elementos. Ya se ha mencionado la factura predominante en sonetos, forma
descuidada por los románticos. Hay, además, un cromatismo que,
justificado en primera instancia por la temática de los poemas, presenta una
factura netamente modernista, puesto que estos sonetos no son una mera y
superficial descripción de un cuadro, sino una construcción textual en la
que el poeta transubstancia el referente pictórico en un poema, cuyo
destino es también la de ser un objeto bello en sí. Este proceder coincide
con las ideas —ya referidas al comentar el poema «Mis amores» de Hojas
al viento— de Gema Areta Marigó en cuanto a la voluntad modernista de
reivindicar la belleza y el placer del objeto hermoso.

Y si el espacio urbano es principal para los poetas modernistas, hay que


279
convenir en que, aunque declare «Tengo el impuro amor de las ciudades»,
no desarrolla en su discurso lírico un trazado —real o imaginario— del
espacio urbano más allá de ese verso tan célebre y hermoso.

Tanto Nieve como Rimas son libros donde no solo la rima se pone en
función del significado, sino que también es capaz de crear significados
paralelos, una especie de irradiación de las palabras terminales hacia una
zona semántica iluminadora y que, como un eco, parece dar respuestas
inesperadas. En ocasiones, este efecto de sentido de confluencias, como en
«Flores de éter», el poema dedicado a la memoria del rey-artista, Luis II de
Baviera, que, misteriosamente fallecido en 1886, devino una especie de
símbolo de la obsesión por la belleza.

En la primera estrofa, el primer verso —«Rey solitario como la aurora»—


parece dar respuesta a la pregunta posterior de Casal, «¿En qué mundo tu
espíritu mora?», al sugerir que el enigmático monarca debe ser asociado a la
280
aurora, «símbolo gozoso del despertar a la luz reencontrada». De modo
que Luis II, luego de sufrir en un mundo negado a su idea del arte —fue
paladín de la música de Wagner, durante mucho tiempo incomprendido por
sus contemporáneos—, pasa a vivir en un plano ideal de dicha absoluta,
noción que se hace por completo explícita en los versos finales del poema:
«Tu alma llevaron a otras regiones, / Donde gloriosa ciérnese ahora / Y
eterna dicha sobre ella llueve». El empleo de la rima como recurso de
sentido es un mecanismo sutil que se identifica a lo largo de toda la obra
mayor de Casal. Al mismo tiempo, su particular empleo de ella como
hiperdensidad semántica, revela hasta qué punto la rima en el Modernismo
tenía funciones distintas a las de la poesía romántica, y que, además,
preanunciaba la poesía del siglo XX.

Casal empuñó otras clases de reiteraciones, gracias a las cuales su poesía se


lanzó a una renovación cada vez más perceptible hoy en que la turbulencia
vanguardista y postvanguardista se ha remansado y la perspectiva
contemporánea —de mayor amplitud y mejor perspectiva cultural—
permite ver con más serenidad sus aportes a una poesía del siglo xx,
aferrada a una modernidad a ultranza, febril —como sigue siendo nuestro
presente—, marcada por una nerviosidad y un cosmopolitismo que no son
sino médulas del difícil mundo contemporáneo. Todo esto es lo que se
oculta tras las espléndidas visualizaciones cromáticas de Casal, y
constituyen su cimiento más profundo. En un mundo euroccidental que se
lanzaba a la vez hacia el lujo visual del art-nouveau, hacia un simbolismo
apartado del realismo naturalista, pero al mismo tiempo, también, se
preparaba hacia otro capítulo más —fundamental y sangriento— de la
historia humana, la postura estética de Casal no era otra cosa que una
concordancia vigorosa con los tiempos, bien que marcada por una reflexión
sombría sobre el ser, y, sobre todo, acerca de la oposición, para él
irreconciliable entonces, entre el arte y la vida. ¿No es esa, por otra parte,
una disyuntiva esencial —entre otras tantas— para todo artista verdadero?

Su estilo reflejó esta necesidad de construir un edificio literario de cabal


significación. Para ello, además de su modo de funcionalizar la rima como
catalizador de sentidos añadidos, el poeta apeló a recurrencias no idénticas,
destinadas a construir matices innumerables de sentido. Así en el soneto
«Obstinación», de Rimas (cuyas pruebas apenas alcanzó a revisar) en los
dos primeros cuartetos hay cuatro verbos ubicados exactamente en la
misma posición inicial de verso y similar sentido negativo: pisotear,
deshojar, doblar, dejar. Se convierten en correlatos de la idea de derrota, y
funcionan como una especie de contraparte de la rima.

Bajo una superficie enjoyada y policroma, la gran poesía casaliana se


asienta sobre estructuraciones de sentido que exigen lecturas ambivalentes.
Es, desde luego, el caso de sus intensas imágenes de carácter erótico. A
pesar de su admiración por Huysmans, tales inmersiones semi-encubiertas
—y a veces demasiado explícitas tal vez para la moralina de su tiempo—
son menos una cuestión imitativa del decadentismo, que un estallido de la
sensualidad. Esto lo coloca en los antípodas de Martí, no carente de ella,
pero ajeno a la turbulenta violencia de ciertos versos casalianos. En cambio,
ellos son el antecedente directo de oscuros latidos de pasión contenida en la
poesía de la Loynaz, tanto como de espléndidas y hondas resonancias de lo
erótico en la poesía de Raúl Hernández Novás. La poesía martiana, con ser
tan grande y tan orientada hacia la sensibilidad de la centuria siguiente,
careció de esta dimensión atormentada.

Casal escribió —mucho más en prosa que en verso— sobre la ciudad como
epicentro; y por mucho que esto pareciese absurdo entonces en un
subcontinente predominantemente agrario, la realidad urbana de América
Latina en la centuria siguiente habría de darle la razón. Esta característica
suya no es más que un elemento de su concentrada proyección hacia una
idealidad cultural hispanoamericana, un despliegue del ámbito
iberoamericano hacia una estatura espiritual mayor. Esa voluntad
trascendente que emana de toda su obra, es el asidero mayor de sus versos,
y una de las razones que convierten a este poeta de la inconformidad, en
nuestro específico Prometeo insular, con un titanismo suavizado, pero con
la misma voluntad de encender la llama de belleza y verdad para la nación
cubana.

Aunque es incontestable que diversos poemas de Nieve son un diálogo con


el pintor pre-surrealista Gustave Moreau, diálogo no por intertextual menos
intenso y fecundo, creo que hay una proyección esencialmente casaliana en
el enfrentamiento a figuras tremendas de eminentes sancionados por el
destino, ya sea Moisés, ya sea Petronio, entidades de una dimensión tan o
mayor que la de Elena, Hércules o Helena en «Mi museo ideal». En verdad,
es innegable que Moreau fue un catalizador: pero estos poemas que toman
como pretextos titanes caídos, es un índice muy claro de que Casal, por sí
solo, se enrumbaba por caminos de tono mayor.

Demasiado influyeron en la apreciación de su poesía la diversidad de


trabajos que, ya por integrismo colonial, ya por exacerbado y dogmático
esquematismo crítico, insistieron una y otra vez en la dimensión enjoyada
de sus versos, sin reparar en que esto era un lado del texto, y no la médula
esencial. El tratamiento de la rima como subsistema semántico, la
insistencia en una serie de sentidos añadidos a través de la red versal de
cada poema, nos revelan a Casal como un poeta de entonación superior,
concentrada, más allá del policromatismo, en el tema del hombre y su
destino. Siglo y medio después, este costado abierto de su obra sigue siendo
un modo de convocarnos a pensar en él como un contemporáneo.

Son muchos los ángulos de la obra de Casal que esperan una valoración,
que no se limite a repetir hasta el asco tópicos que vienen del siglo XIX. Por
ejemplo, el tema de la ciudad en Julián del Casal ha sido enfrentado desde
una manera muy absoluta y parcial. Estas consideraciones aspiran a una
revisión del tratamiento del tema por la crítica casaliana, la cual, en mi
opinión, ha hiperbolizado el enfoque del tema por Casal. Es en Nieve donde
el verso casaliano alcanza ya su rostro definido para todos los tiempos. El
título mismo del poemario entronca directamente con una percepción que
en 1958 Cintio Vitier escribía sobre el poeta:

Ese escalofrío de Casal […] siempre hemos sospechado que está


dando testimonio del frío interior que hay en nuestro país, que
empieza con él a sentirse y que en la República ha seguido creciendo
sin cesar hasta hoy. Nuestro sol brilla implacable, el cubano es
ruidoso y alegre, pero un fondo de indiferencia, de intrascendencia, de
nada vital, se va apoderando de su vida. Casal […] empezó a sentir,
en sí mismo y en los otros, en el fenómeno de lo cubano como mundo
existencial cerrado, ese fondo frío que ya desde los años 20 […]
constituye el visible y escalofriante substratum de nuestra vida
281
nacional.

En verdad, Casal compara con copos de nieve los textos de este poemario,
en la medida en que, «Acallada la voz de mis pesares / Y al fulgor de mi
estrella solitaria», escribe el poema «Introducción» como pórtico de Nieve.
Son ideas son principales en este poema de apertura: el libro, según lo que
declara en ese poema, provienen no del rapto de inspiración —efectivo o
supuesto— de los poetas románticos, sino de un estado espiritual en que se
ha acallado la ansiedad interior del sujeto lírico. Hay, pues, en este
elemento, una toma de distancia esencial con el movimiento poético
precedente.

Por otra parte, ha diferencia no solo de la actitud romántica, sino también de


toda la tradición poética europea que asume toda gran obra lírica como
perdurable —Exegi monumento maere perennius («Levanté un monumento
más perenne que el bronce»), habría escrito orgullosamente el poeta
Horacio—, Casal presume que la suya habrá de dispersarse en el olvido. Es,
pues, una actitud ajena al retórico exceso emocional del movimiento
precedente, y al mismo tiempo se asume el carácter efímero de la creación.

En Nieve, Casal empuña un estilo renovado. Una de las marcas de su


madurez radica en que la rima está por completo semantizada y no es, como
en buena parte del Romanticismo cubano, una mera reiteración que tiende a
una vacía sonoridad. «Las Océanidas» muestra una rima en e-o, que vincula
significados tanto o más que sonidos: «negro» y «firmamento», «reflejos» y
«gigantescos», en diversos pares semánticos que intensifican, aquí y allá, el
282
sentido general del poema como una red organizadora, la cual procede —
a través de la rima, pero sobre todo mediante la construcción de campos
semánticos o redes implícitas— por subsistemas abiertos de reiteraciones
(isotopías).

Esto último es una característica —la red semántica no clausa— que resulta
esencial para el texto lírico que se consolidará en las primeras décadas del
siglo XX, en que una cultura euroccidental en profunda crisis impondría un
predominio del verso libre. Estos elementos estaban ya en el Modernismo,
que no es el opuesto de las vanguardias, sino, por el contrario, resulta sobre
todo su antecedente más directo. Martí, en sus Versos libres, sienta la piedra
miliar de la renovación que estalla pocas décadas después de su muerte, en
un verso que sobre todo se independiza del ritmo de timbre o rima.

Hay que señalar, por otra parte, que tanto en Nieve como en Rimas, el poeta
se mantiene alejado de determinadas innovaciones métricas del verso
modernista. Hay, como ya se indicó, un énfasis en el soneto, pero
mayoritariamente es construido en un endecasílabo canónico y apenas
puede citarse ejemplos de sonetos en alejandrinos que el Modernismo
introdujo, como «Profanación», de Rimas.

El terceto monorrimo, que los modernistas volvieron a utilizar, es la estrofa


de «En el campo». Del mismo modo cabe hablar de la cuarteta en
dodecasílabos, tan practicada en la poesía modernista, que aparece en
«Crepuscular», también de Rimas Casal no fue un osado experimentador
del verso: el tono esencial de su estilo está marcado en el tratamiento
temático, por encima de los sistemas rítmicos y la estructura de estrofas.
Esto es un hecho, y en tal sentido cabe señalar que ello constituye un
vínculo con la propia poesía de Martí, en la cual tampoco la renovación
radicó en la estructura del verso o de la estrofa. Ambos poetas, pues,
marcan un modernismo cubano que busca renovar en el tratamiento
temático, en la perspectiva estética misma, más que en configuración versal.

Casal, contra lo que ha solido pensarse, en vez de liberar el verso de sus


ritmos sensibles —ritmo de timbre, ritmo métrico, ritmo de pausas—,
fortalece de intensísimo modo el ritmo semántico, el entramado de
significaciones, tal como en la Generación del 98 lo hiciera también
Antonio Machado, quien fue, como el poeta cubano, gran lector de Bécquer.
Ni Casal ni Machado evidencian una directa o mimética marca becqueriana
en sus estilos respectivos; pero ninguno de los dos hubiera sido realmente
posible sin el precedente del gran poeta sevillano. En efecto, Casal —varias
283
veces aludido a lo largo de sus crónicas y críticas literarias — en 1890
todavía declara su gusto por Heine —presencia decisiva en la
transformación lírica becqueriana—. La trascendencia de esta cuestión ha
sido destacada por Juan Luis Alborg:

El fervor germanicista incubado en el Correo de la Moda se consolida


con lo que Gómez de las Cortinas califica de invasión heiniana. En
1854, el mismo año en que Bécquer se instalaba en Madrid, Eulogio
Florentino Sanz marchaba a Alemania, en donde residió dos años, y a
poco de su regreso, en 1857, publicó en El Museo Universal su
traducción de quince Canciones de Enrique Heine, que en el ambiente
ya muy germanizado produjeron un gran efecto y crearon la
conciencia de escuela: «A partir de este momento —dice Gómez de
las Cortinas— se opera un cambio total en la sensibilidad española;
la poesía lírica no se centra ya en la musicalidad externa del verso, ni
en la pompa verbal, ni en el simple halago sensorial; los nuevos
poetas bucean en el yo íntimo, en los sentimientos indefinibles, en los
284
vagos anhelos que se agitan temblorosos […]».

Y desde luego que no se trata de apuntar una formal filiación becqueriana


en el poeta habanero, pero es necesario tener en cuenta que, entre los
nutrientes románticos del autor de Hojas al viento, el peso específico de
Bécquer no puede ignorarse. Casal, muy distante del alígero melodismo de
Bécquer, creó, sin embargo, una poesía con rasgos visionarios —como se
verá—, que marca Nieve, sobre todo en secciones como «Bocetos
antiguos», «Mi museo ideal» y «La gruta del ensueño». Por ese flujo
visionario en los versos de este segundo poemario, Casal sublima la
ambivalencia algo incoherente de Hojas al viento, la cual hacía muy
evidente la oscilación entre dos poéticas en el fondo incongruentes. En
efecto, la atmósfera visionaria de Nieve aprovecha el tono dramático, y
sobre todo la visión de la espacialidad, de la poesía de Bécquer, y la fusiona
con el nuevo sentido visionario del Modernismo.

Por su parte, Rimas, más remansado, también contiene textos de esta índole,
como «Nocturno» y «Profanación», entre otros. Pero la diferencia entre el
criollo y el español se manifiesta en que el autor de Soledades construye un
verso donde la reducción enorme de tropos se dirige a condensar el sentido
y hacerlo más intenso por la vía de la simplificación. Casal crea un texto
lírico que, sin renunciar a la riqueza tropológica, pone el énfasis en el
significado por la vía de reiteraciones estratégicas de sentido.

Otra marca altamente significativa del cambio estilístico en Nieve, radica en


el predominio del soneto. Ya en 1890, dos años antes, Casal, en un artículo
de La Discusión en el cual describía la tienda «El Fénix», decía en el cierre
del texto al despedirse del nutrido establecimiento de lujo:

[…] experimenté una gran satisfacción, porque no ambicionaba


ninguno de los objetos que habían deslumbrado momentáneamente
mis ojos. Seguía prefiriendo un buen soneto al diamante de más valía.
Y continúo prefiriéndolo aun. A pesar de las sonrisas incrédulas de
285
mis lectores”.

El soneto de Nieve se percibe como modernista, pero no porque incluya las


experimentaciones métricas de los seguidores de Rubén Darío, sino sobre
todo por la perspectiva temática y la concentrada destilación verbal. En
particular, los sonetos de la sección «Mi museo ideal» revelan un fuerte
intertexto estructural: Casal ha incorporado en alguna medida los códigos
estilísticos de José María de Heredia, lo cual, como se verá más adelante, da
lugar a una intertextualidad estructural. El soneto, en fin, se constituye en
una vertiente fundamental del Casal modernista. Y eso mismo obliga a
examinar con cuidado si realmente expresa de modo sistemático ese llevado
y traído «impuro amor de las ciudades».

Si Hojas de otoño, encadenado aun al Romanticismo, se ubicaba


marcadamente en espacios abiertos y paisajes naturales, Nieve se instala en
un espacio lírico ajeno a la naturaleza. El espacio natural recibe atención en
algún poema aislado, como «Al carbón», que, desde su mismo título, alude
más bien a una imagen pictórica que a un escenario real; por otra parte, un
soneto como «A la primavera» entraña, pese a su título, un profundo
rechazo de la naturaleza, de modo que la estación del año es denominada
286
«creadora ya agotada», en una actitud por completo antiromántica; esa
perspectiva se ratificará luego en el famoso poema «En el campo», de
Rimas. En el tratamiento espacial de ese libro de Casal, hay una
singularidad que es necesario destacar. Se ha señalado que la poesía
modernista se configura un espacio de carácter urbano. Ángel Rama, en su
libro fundamental, La ciudad letrada, apunta:

Cuando desde fines del XIX la ciudad es absorbida en los dioramas que
despliegan los lenguajes simbólicos y toda ella parece devenir una
floresta de signos, comienza su sacralización por la literatura. Los
poetas, como dijo el cubano Julián del Casal, son poseídos del
«impuro amor de las ciudades» y contribuyen al arborescente corpus
en que ellas son exaltadas. Prácticamente nadie esquiva ese cometido
287
y todos contribuyen a la tarea sacralizadora.

Esta idea de Rama ha tenido fortuna. En una línea más enfática, Álvaro
Salvador comentaba años más tarde:

El espacio urbano es uno de los ingredientes más novedosos y


decisivos que la modernidad introduce en la lógica interna de la
literatura y el arte finiseculares. También en Hispanoamérica. Georg
Simmel señalaba en su ya clásico trabajo, Las grandes ciudades y la
vida intelectual, lo siguiente: «si uno investiga las dos formas del
individualismo que se nutren de las relaciones cuantitativas de la gran
ciudad: la independencia individual y la formación de un modo
especial y personal de ser… entonces la gran ciudad adquiere un valor
totalmente nuevo en la historia universal del espíritu». El
individualismo arrogante y exacerbado, como manifestación externa
de una concepción del mundo profundamente esteticista, es un rasgo
288
lo suficientemente conocido y estudiado en el Modernismo.

Hay que decir que esta afirmación —válida en sí misma—, en el caso de


Casal, aun cuando el libro de Álvaro Salvador Jofre tome su título de un
verso del poeta, no se identifica como dominante en ni en Hojas al viento,
ni en Nieve, donde hay una mención explícita en el poema «El camino de
Damasco», ni en Rimas, con excepción del poema «En el campo», su más
famoso poema sobre tema urbano desde la óptica de una «alabanza de corte
y menosprecio de aldea».

Ciertamente, son muy impactantes los versos de la primera estrofa: «Tengo


el impuro amor de las ciudades, / Y a este sol que ilumina las edades /
289
Prefiero yo del gas las claridades». Se puede argüir, desde luego, que no
es asunto de cantidades. Sin embargo, no puede desconocerse que la ciudad
apenas aparezca directamente mencionada en sus poemas. Incluso, habría
que decir que una crónica de Casal de 1890, desmiente el tono y sentido de
esos versos de pasión urbana:

Yo no ambiciono en mi carrera literaria, más que las miradas de


vuestros ojos o los besos de vuestros labios, cualquiera de esas cosas
vale más que las aclamaciones de las turbas ebrias o los elogios de los
críticos más imparciales. Vosotras no extrañaréis, como mis amigos
modernistas, que yo prefiera la luz de la luna a la de los focos
eléctricos, la torre de Pisa, como Maupassant, a la torre Eiffel; las
baladas melancólicas de Heine a los decretos sanguinarios de
Bismarck, el imperio liberal de don Pedro a la república desconocida
290
de Fonseca […].
Hay una declaración tan clara en esa crónica, que llama la atención que
Casal se ocupe de contrastar su propia postura con la de sus «amigos
modernistas», expresión con la que hace patente su conocimiento cabal de
la estética prioritariamente urbana del movimiento literario, pero también
pone de manifiesto una intangible toma de distancia. ¿Ambivalencia?
Desde luego, y muy relacionada con su propia raíz romántica, aludida
directamente en la referencia a Heine. Por otra parte, no puede soslayarse
que el propio Casal habló de una expresión contradictoria como
característica del escritor:

Sucede generalmente que los poetas, ya por atavismo, ya por


sugestión, expresan ideas contrarias a las suyas. Cada espíritu poético
es un Proteo que cambia incesantemente de formas. Unas veces es
incrédulo; otras veces es creyente; un día celebra los placeres de la
vida; otro día maldice de ellos. Los poetas son como esos terrenos
que, por diversos accidentes, producen plantas impropias para
291
germinar en ellos.

Casal, a su vez, fue también un ejemplo de esas imprecisiones deliberadas,


esas afrmaciones contradictorias con otras, y esa deformación de la realidad
—características, por cierto, arraigadas ya en los románticos— en busca de
embellecerla. Un ejemplo de ello es la carta que le escribió al pintor francés
Guatave Moreau el 17 de febrero de 1892: «Et,me tournant vers l’Europe,
je n’en ai trouvé que deux: vous et Dante Gabriel Rossetti. Ma pauvre mère,
292
qui était une émigrée irlandaise, m’a transmis son culte par cet artiste»
cuya traducción es: «Y, volviendo mi pensamiento hacia Europa, no he
encontrado más que dos: usted y Dante Gabriel Rossetti. Mi pobre madre,
293
que era una emigrada irlandesa, me trasmitió su culto por este artista».
Esa información que el poeta ofrece a Moreau, es una transfiguración de la
realidad. Véase lo que señala Emilio de Armas en su biografía de Casal:

[Julián del Casal padre se casó con] María del Carmen de la Lastra y
Owens, nacida en un cafetal de San Marcos, en la zona de Artemisa, y
sobrina por línea paterna de un arzobispo sevillano que alcanzaría la
dignidad cardenalicia. Doña Carmen era hija del cirujano
«romancista» español Antonio de la Lastra, llegado a Cuba en 1826, y
de Elena Owens, descendiente de una familia católica irlandesa que
había sido forzada a emigrar a América durante el reinado de Isabel I
de Inglaterra, por las luchas religiosas ocurridas en su país. Nacida en
294
los Estados Unidos, Elena Owens residía en Cuba desde niña.

Como se ve, su madre no era una inmigrante, y mucho menos de Irlanda.


Casal ha creado una figura falsa, inspirada en su abuela materna, que
tampoco era una «pobre emigrada irlandesa», pues sus raíces en la verde
Erín databan del siglo XVI, ya que su familia, por lo menos desde el siglo
XVII, había residido en los Estados Unidos.

Por otra parte, habiendo fallecido María del Carmen de la Lastra cuanto su
hijo tenía apenas cinco años, mal hubiera podido trasmitirle a Julián el
gusto por Dante Gabriel Rossetti. Todo es una fabulación, destinada a
transfigurar su propia imagen, actitud que, por cierto, resulta más cercana
del egocentrismo del poeta romántico, que de la actitud de los poetas
modernistas, menos interesados en resaltar su yo, y cuyo orgullo se basaba
sobre su sentido de la cultura y del arte, más que sobre un origen personal
misterioso o peculiar. Esta carta, escrita apenas un año antes de su muerte,
nos permite ver cuán válida es la propia afirmación de Casal en cuanto a la
tendencia a la expresión ambivalente o transformativa. Al mismo tiempo, es
un recordatorio de que se trata de un poeta que, circundado por un contexto
donde el Romanticismo sigue teniendo un enorme predominio, está él
mismo marcado por este estilo.

Hay que recordar, además, que Ivan Schulman —y otros, como Susana
Rotker— ha insistido, con razón, en que el Modernismo irrumpe y se
arraiga no desde la poesía, sino desde la prosa, particularmente, desde
luego, la de José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera, cuyo periodismo
respectivo resultó, como lo ha llamado Susana Rotker, fundador de una
295
escritura. No solo la prosa periodística intervino en la consolidación
modernista, sino también otra modalidad de gran impacto social, la oratoria,
296
que resultó en la época igualmente renovadora. Se produjo en las últimas
décadas del siglo XIX una transformación de la ciudad colonial
latinoamericana, y ello tuvo consecuencias cruciales para la vida intelectual
y literaria. Como señala Ángel Rama:

La letra apareció como la palanca del ascenso social, de la


respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder;
pero también, en un grado que no había sido conocido por la historia
secular del continente, de una relativa autonomía respecto a ellos,
sostenida por la pluralidad de centro económicos que generaba la
sociedad burguesa en desarrollo. Para tomar el restringido sector de
los escritores, encontraron que podían ser «reporters» o vender
artículos a los diarios, vender piezas a las compañías teatrales,
desempeñarse como maestros pueblerinos o suburbanos, escribir
letras para la músicas populares, abastecer los folletines o
simplemente traducirlos, producción suficientemente considerable
como para que al finalizar el siglo se establecieran las leyes de
derecho de autor y se fundaran las primeras organizaciones destinadas
a recaudar los derechos intelectuales de sus afiliados. En el sector
letrado académico, el ejercicio independiente de las profesiones
llamadas aun «liberales», o la creación de institutos que
proporcionaban títulos habilitantes (maestros, profesores de segunda
enseñanza) instauraron un espacio más libre, menos directamente
dependiente del Poder, para las funciones intelectuales, y será en este
cauce que comenzará a desarrollarse un espíritu crítico que buscará
abarcar las demandas de los estratos bajos, fundamentalmente
urbanos, de la sociedad, aunque ambicionando, obsesivamente,
infiltrarse en el poder central, pues en definitiva se lo siguió viendo
297
como el dispensador de derechos, jerarquías y bienes.

La propia trayectoria vital de Casal coincide con la caracterización de


Rama. Es en las crónicas casalianas, mucho más nítidamente que en su
poesía, donde puede identificarse una imagen de la ciudad coincidente con
la del Modernismo y, también, con el más enjoyado estilo que este generó.
Véase, si no, el siguiente pasaje en que se capta una imagen fugaz y
callejera:

Apoyada de codos, en la marmórea baranda de tu balcón cuyos


balaustres tapizan, a manera de verde cortinaje, las hojas de tupida
enredadera recamada de flores amarillas; veías pasar, por la calle
empolvada la banda de alegres estudiantes que, con la pandereta en la
mano, la canción en los labios y el amor en el corazón, recorre el
mundo entero, ansiosa de alcanzar el oro de los hombres, los laureles
298
de la gloria y los besos de las mujeres.

En todo caso, se puede afirmar con entera certeza que, mientras lo urbano
es un tema importante en el periodismo casaliano, la ciudad no aparece
construida como un tema específico y dominante en los poemas de Nieve o
de Rimas Casal, que sabe captar en su prosa periodística la vibración de La
Habana de su tiempo, desecha en su poesía el configurar ya un contexto
urbano específico, ya un rostro preciso de la ciudad en que vive.

Creo, por tanto, que no resulta posible afirmar de modo categórico —como
se ha hecho por la crítica casaliana— que la visión casaliana de la ciudad
puede inducirse categóricamente solo a partir de un verso o dos. Un examen
de su obra manifiesta, como se ha querido evidenciar aquí, que su
tratamiento de dicho tema es más complejo e incluso contradictorio de lo
que se ha venido asumiendo por la crítica sobre el gran poeta cubano.
Ariel Pérez nos recupera a Verne

Un nuevo libro sobre Julio Verne viene a insistir en la importancia cultural


de este autor que suele apenas asociarse con entretenimientos infantiles
Ariel Pérez, en su apasionante libro, integración de biografía, entrevistas y
299
valoraciones diversas, Viaje al centro del Verne desconocido, ha
formulado no ya una apasionante evocación de la personalidad y trayecto
vital del gran escritor, sino también una magnética invitación a meditar
sobre una obra que es documento esencial para la comprensión de nuestra
propia época.

Bretaña, uno de los más importantes enclaves celtas, ha sido solar de dos
hombres que modelaron, cada uno a su modo, zonas diferentes de la cultura
francesa. El primero, René de Chateaubriand, contribuyó a entronizar y
modelar el Romanticismo en las letras de Europa y, a la larga también, su
trasplante americano. Viajero por el Nuevo Continente, su novela Atala
trazó una nueva imagen —soñadora, exótica y, también, promisoria— de
América: ello sentó las bases para una importante proyección de la
literatura romántica europea hacia el hemisferio entonces todavía virginal y
promisorio, cuya literatura también contribuyó a marcar: los ecos idealistas
de Atala se perciben en diversas páginas del romanticismo
hispanoamericano, entre ellas en Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

El viaje, así novelado por Chateaubriand, se convirtió en sustancia narrativa


y poética, así como en un camino de expresión para una Europa fatigada
tanto de Napoleón y de la tergiversación de los ideales del Iluminismo y los
primeros momentos de la Revolución francesa, como de la violencia
política que caracterizó la primera mitad del siglo XIX. Es, por otra parte, la
época en que Francia, despojada de lo esencial de su imperio colonial luego
de la Guerra de los Siete Años, vende, por iniciativa de Napoleón, lo que
resta del imperio colonial apenas iniciado: la Luisiana. La antigua ambición
de rivalizar con grandes emporios coloniales como los que habían llegado a
ser España e Inglaterra, se mantiene aun en la mentalidad francesa del
Romanticismo. En tales circunstancias, era comprensible que el escritor de
Saint Malo —el propio padre de Chateaubriand había logrado restaurar la
fortuna familiar mediante una serie de exitosas aventuras marítimas—
retomase la nostalgia del viaje en la narrativa: Bretaña mira al mar, y de ella
partieron infinitas peripecias de marinos —incluso piratas— desde el siglo
XVI. Una vez que Chateaubriand hubo inaugurado la centuria antepasada

imponiendo la vocación viajera, ese ímpetu ya no pudo ser frenado. Por otra
parte, no se trataba tan solo del tópico del viaje: Chateaubriand visualizó la
cultura francesa extendida sobre el planeta, no ya por la conquista colonial,
cuanto por el esplendor de su refinamiento. En Atala, el texto comienza con
un énfasis en esa misma inmensidad que, décadas más tarde, parece
desbordarse a partir de las páginas del otro gran bretón, Julio Verne:

Francia poseía antiguamente en la América septentrional un vasto


imperio, que se extendía desde la península del Labrador hasta la
Florida y desde las riberas del Atlántico hasta los lagos más apartados
del Alto Canadá.

Cuatro grandes ríos, que tienen sus fuentes en las mismas montañas,
dividían esas regiones inmensas: el San Lorenzo, que se pierde al este
del golfo de su nombre; el Oeste, que lleva sus aguas a mares
desconocidos; el Bourbon, que se precipita del mediodía al norte en la
bahía de Hudson, y el Meschacebé, que cae del norte al mediodía en
300
el golfo de México.
Toda la primera parte de Atala despliega esa visualidad infinita sobre
espacios ignotos, que expanden a la vez el alma y la perspectiva del lector.
En ese universo geográfico que se convierte en sustancia novelística —es,
desde luego, una conquista del Romanticismo la transfiguración de la
función estética del espacio literario, que deja de ser un mero decorado
plano, para convertirse en una verdadera dimensión ideológica y artística
del texto—, el sello francés se marca sobre la descrita infinitud; su dominio
es el del espíritu, la cultura, que traza un conflicto soterrado en toda la
exótica narrativa «americana» de Chateaubriand, el de la inteligencia que se
impone sobre la naturaleza virgen. Esto se evidencia, por ejemplo, en la
actitud de Chactas en Atala: «Chactas amaba a los franceses, a pesar de las
muchas injusticias de que le habían hecho objeto; recordaba siempre a
Fénelon, del que fue huésped, y deseaba hacerse servicial a los compatriotas
301
de ese hombre virtuoso».

No es Chateaubriand un caso aislado en Europa en cuanto a un tipo de


narración que abría la perspectiva a otras zonas del planeta. El
Romanticismo desarrolló, a su manera específica, una narrativa de
aventuras, ya fuera para dar riendas sueltas al rechazo de buena parte de los
artistas al balance del enciclopedismo y la Revolución francesa, ya fuera
para aprovechar el énfasis del gusto por lo desacostumbrado y pintoresco.
No era, sin embargo, una entera novedad: la narrativa de aventuras era, en
realidad, muy antigua —piénsese en la épica francesa medieval o en la
novela bizantina—. En realidad, en la creación romántica se abre una
entrada hacia un tipo de literatura que, en creciente acuerdo con las
expectativas culturales, científicas, educacionales, sociales, políticas y
económicas de la Modernidad —que en el siglo XIX alcanza indudable
intensidad de desarrollo—, se propone suministrar al hombre no solo una
síntesis de los conocimientos que van siendo alcanzado, sino también una
vibración contemporánea de la cultura, en la cual los presupuestos de que el
conocimiento científico y la consolidación de la cultura son instrumentos
para, a la vez, comunicarse con el mundo natural y social; disminuir la
entropía y carácter heteróclito y abstruso de la realidad y constituir
sistemas, están cobrando cada vez mayor fuerza, hasta convertirse en
verdaderos artículos de fe en la cultura.

El antiguo tema de la salvación por la cultura, pues, encuentra en una serie


de obras literarias —también en las consideradas, como las de Verne, como
menos— un espacio de difusión y convergencia. Paul van Thiegem
puntualiza esta tendencia aventurera de la narrativa romántica en general:

La novela (o el cuento) exótica ya había sido abundantemente


cultivada en el siglo XVIII; y sin embargo, no puede ser considerada
como elemento importante del prerromanticismo, porque, con
excepción de algunas raras narraciones, como Paul et Virginie, el
fondo o el decorado que enmarca la acción no está tratado por sí
mismo y solo es el lugar donde se encuentran los personajes
influyendo poco en sus sentimientos. Citemos como ejemplos,
Robinson Crusoe de Defoe, Cleveland de Prévost, Candide de
Voltaire o Rasselas de S. Johnson; ninguno de estos autores había
visitado ni las islas desiertas de remotos océanos, ni la América de los
indios salvajes, ni Eldorado, ni Abisinia. Tampoco los románticos
fueron viajeros tan atrevidos; sin embargo, Mérimée, para escribir
Carmen o Colomba, se inspira en lo que ha visto en España o en
Córcega; Stendhal sitúa su Chartreuse de Parme y sus cuentos
italianos en un país que conocía perfectamente; Chateaubriand
incluye sus recuerdos personales de Grada en Le Dernier Abencérage
y los de América, en Atala y en René; Pushkin y Lermontov evocan
en sus cuentos los tipos del Cáucaso, en donde vivieron, y Cooper y
Melville llevan a sus narraciones su experiencia de la sabana o de sus
302
osadas navegaciones remotas.

Una vez se hubieron aquietado el hervor romántico, la pasión nacionalista,


el idealismo que se nutría de las aspiraciones de la Revolución francesa, y
un nuevo impulso al viaje como esfera de realización humana —ya en la
pura idealidad, ya en la directa y real aventura— habría de ponerse de
manifiesto en la cultura francesa. Una vez más, la Bretaña tendría el raro
honor de dar impulso a esta nueva oleada. El cierre de la primera mitad del
siglo XIX en Francia llegó con la efusión de sangre de la guerra franco-
prusiana y su secuela de conflictos de clase en la Comuna. El país salió de
esos choques terribles mucho menos debilitado de lo que ha podido parecer:

Si la «época de las oscilaciones» tornó a Francia menos temible desde


el punto de vista militar, la dejó rica y próspera. Nunca se enriqueció
más que durante la Monarquía de Julio y el Segundo Imperio. Esa
prosperidad está vinculada, por una parte, con la revolución industrial
del siglo XIX; el enriquecimiento de Inglaterra, Alemania y Bélgica es
contemporáneo del de Francia. También se debió la prosperidad al
interés que los gobiernos manifestaron entonces por el desarrollo de la
industria, de los medios de comunicación y del urbanismo. En su
momento, esas grandes obras fueron acompañadas por escándalos;
dieron oportunidad para realizar fortunas demasiado rápidamente,
pero procuraron a las generaciones siguientes un equipo
303
indispensable.

Un detalle es necesario señalar para comprender mejor la significación de la


obra de Verne. La novela de aventuras del Romanticismo está por completo
imbricada con elementos de la novela maravillosa, la novela puramente
exótica —ubicada en ambientes por completo alejados del que habita el
lector—, e incluso la novela histórica. Por ello, no siempre es fácil
desentrañar los componentes de la mixtura, tan compleja en su día como lo
es hoy el best-seller en cuanto género fortalecido en las últimas décadas del
siglo XX. De este vertiginoso balance de la narrativa de aventuras que
precede a Verne, puede concluirse una cuestión esencial.

En primer término, el tipo de narrativa que antecede a la de Verne, le


proporciona una serie de cimientos de importancia: ante todo la búsqueda
de un espacio literario de mayor calado, sin aspiración superficial de
decoración, sino como ámbito nuevo y por ello estimulante para un lector
necesitado de expansión cultural. En segundo lugar, el empleo ágil de
descripciones precisas, de ubicación geográfica, de caracterización de la
naturaleza vernácula. En tercero, la asociación intensa entre el destino del
protagonista y un espacio que es tratado a la vez como geográfico —
especificidades de zonas infrecuentes para el lector europeo— y como
cognitivo-cultural —este ámbito propone conflictos diversos, incluso de
supervivencia, a los personajes principales—. El espacio, hay que insistir en
ello, deviene un componente de calibre mayor en la narrativa europea del
siglo XIX.

Se convierte en una opción, que permite al capitán Nemo un ostracismo


cultural y moral ante la corrupción devoradora de Occidente —tema que,
por cierto, es tratado por Verne con especial intensidad simbólica y
emocional—. Es muy sencillo comprobar que Verne no es un simple
escritor comercial y, mucho menos, un mero extravagante individualista,
que se aleja, debido a gustos personales y a características peculiares de su
psiquis, de los cauces centrales de una gran literatura.
Por el contrario, la obra verniana respondía a una necesidad cultural
francesa —en realidad, de todo el Occidente—, como puede fácilmente ser
constatado a partir de los rasgos de la cultura en los albores de la siguiente
centuria. Por ejemplo, Albert Thibaudet, al caracterizar el clima cultural de
Francia a principios del siglo XX, justo en época de la muerte de Verne
(1905), proporciona una clave luminosa:

Ante todo la revolución escolar de 1902. Tener veinte años en 1914 es


haber hecho sus estudios, haber pasado su tiempo de formación en los
primeros años del siglo XX. Las nueve décimas partes de los escritores
pertenecen a la burguesía y, becados o no, reciben la enseñanza
secundaria […]. Las lenguas modernas forman parte del lugar
ocupado hasta entonces por las lenguas antiguas. La juventud viaja, el
normalista medio parte en gira alrededor del mundo, los niños
304
cambian de países y de lenguas.

El cierre de la centuria de Verne resonaba con nombres de viajeros


semilegendarios, cuyas peripecias habían resonado en la ya ingente prensa
del siglo XIX: Livingstone, Nansen, Abruzzi, Serpa Pinto, Marchand se
mezclaban con los rostros abocetados de Julio Verne, y era difícil establecer
quiénes habían emprendido aventuras más tangibles e impresionantes: si los
héroes de la realidad o los de la novela. La escuela, en la que se producía
entonces una transformación esencial —de planes de estudio, de métodos
de trabajo, de relaciones con la sociedad, lo que conduciría a un gradual
alejamiento de los patrones tradicionalistas que habían dominado esa
institución durante toda la centuria, deja de ser el polo opositor del viaje,
para convertirse en su base y punto de partida.

A fines del XIX, Verne dio cuerpo a esa renovación de la avidez por la
andanza gallarda y valerosa, ansiedad de psicología social y de cultura que
en su obra habría de configurarse no tanto como marinera o exótica, sino,
ante todo, como cognoscitiva. Verne, desde que publicara Cinco semanas en
globo (1869), habría de marcar de manera indeleble modos sutiles de mirar
el mundo, los cuales habrían de incorporarse a las retinas de numerosas
generaciones de niños y jóvenes, pero también adultos, que se entrenarían
como lectores escudriñando los mundos prodigiosos cuya estructura y
misterios lo obsesionaran.

Viaje al centro del Verne desconocido, de Ariel Pérez, es el fruto de una


pasión por esa manera de contemplar el universo que Verne nos legara.
Pocos son —y, en verdad, estos pueden considerarse nada afortunados—
los que en la infancia no hayan sucumbido al magnetismo con que ese
bretón extraordinario remodelara el planeta para sus lectores. El libro de
Ariel Pérez tiene un componente biográfico notable por la minuciosa
evocación de la trayectoria del autor de Un capitán de quince años, y es
también obra que trasciende los marcos cerrados de la estricta biografía: se
trata de capturar el contexto múltiple, las angustias —económicas,
editoriales, familiares, entre otras—, la voluntad de creación de Julio Verne.
Muchos detalles resultan deliciosamente simbólicos, como el hecho de que
el escritor se haya instalado en la calle de Suffren en Nantes, cuyo nombre
recuerda a uno de los más destacados marinos franceses del siglo XVIII.

La organización de los datos de biografía resulta muy funcional —los


capítulos reciben títulos con delicioso dejo entre irónico y afectivo—, pero,
sobre todo, contenida: no hay juicios presurosos, ni valoraciones
aventuradas. El lector permanece libre de juzgar por sí mismo, sin
manipulaciones, sin ese freudianismo que ha venido obsesionando —y
lastrando de manera irremisible— una parte sensible de las biografías a lo
largo del siglo XX. Copioso como es este libro, deja en el lector la sensación
de que se cuenta con aun más información y que resulta imprescindible
asomarse a ella. Sin melodramatismo, se insinúa el drama humano que
subyace en toda gran personalidad histórica, con semejante mesura a la que
emplea Verne al indicar, en escuetas palabras, que Juan Garral, el
protagonista de La jangada, entrañaba un sordo hervor interno: « […] en
este hombre tranquilo, que parecía haber conseguido cuanto puede desearse
305
en la vida, se advertía un fondo de tristeza».

El biógrafo, por otra parte, tiene la inteligencia de abocetar el entramado de


relaciones que fue estableciendo Verne con científicos, economistas,
editores, escritores y artistas, lo cual permite abandonar la mítica imagen de
un Verne encerrado en su despacho, autofagocitándose, ajeno a viajes y a
otra cosa que fueran libros. Ariel Pérez, de manera explícita, nos invita a
preguntarnos con él: « ¿Quiénes eran sus amigos más cercanos? ¿Cuál era
la situación política del país? ¿De qué manera influyó en él? […] ¿Quiénes
306
fueron sus seres más queridos?».

Esta nueva biografía de Verne nos devuelve a un autor con arranques


juveniles y afanes viajeros en buena medida cumplidos, a pesar de todas las
flaquezas de salud y todas las amarguras de que le causan su salud más que
frágil y su vida personal y familiar. El trabajo con entrevistas realizadas a
Verne, permite acceder a una ilusión de contacto directo con el novelista.
Especial interés tiene el espacio concedido al análisis de las difíciles, pero
interesantísimas relaciones entre Verne y su editor Pierre-Jules Hetzel. Es
revelador lo que apunta Ariel Pérez sobre este:

El editor había comenzado su carrera comercializando libros de poca


calidad, aunque no desdeñaba la Literatura y la Historia. Fiel seguidor
de la plana intelectual de su época, estaba siempre al corriente de las
nuevas ideas y acechaba a los nuevos talentos. Poco a poco, Hetzel
fue fichando lo mejor de la literatura del siglo XIX y hacia la década
del cincuenta era ya un editor importante que había publicado obras
de Víctor Hugo y Michelet, entre otros. Hombre emprendedor y
escritor discreto, había pensado en crear una nueva revista de buena
calidad, espíritu instructivo y recreativo a la vez, ilustrada, apta para
307
todas las edades.

Pierre-Jules Hetzel, por el retrato que brinda Ariel Pérez, puede ser
considerado un hombre de la Modernidad, avezado en identificar nuevos
derroteros de la producción literaria: por ello, obviamente, percibió el filón
editorial que Verne podía significarle. Esta actitud de Hetzel, por astuta que
pueda vérsela, contrasta de modo violento con la frialdad de la crítica y la
academia francesas de la época, obstinadas en ignorar la importancia real
del escritor cuya importancia, sin embargo, Hetzel reconoció de un golpe.
El propio Verne dejó constancia del pesar que le causó ese injusto
aislamiento:

Cuando me quejaba de que mi lugar en la literatura francesa no había


sido reconocido, Dumas solía decirme: Debías haber sido un autor
americano o inglés. Entonces, tus libros traducidos al francés,
hubieran tenido una enorme popularidad en Francia y habrías sido
considerado por tus compatriotas como uno de los más grandes
escritores de ficción. Pero las cosas son tal y como son, no cuento en
la literatura francesa. Quince años atrás, Dumas propuso mi nombre
para la Academia y como en ese momento tenía varios amigos en la
Academia entre los que estaban Labiche, Sandeau y otros, parecía que
era la gran oportunidad para que se determinara mi elección y el
reconocimiento formal de mi trabajo. Pero nunca ocurrió. Cuando
recibo cartas de América dirigidas al Señor Jules Verne, miembro de
308
la Academia francesa, no puedo evitar una sonrisa.

Es bien conocido el conjunto de pequeños episodios miserables que fueron


gestados siempre alrededor de una posible entrada de alguien a la Academia
Francesa… y a todas las academias que en el mundo han sido, siempre más
dispuestas a elegir y recibir con brazos abiertos a pequeñas mediocridades
como ese mismo Labiche, amigo de Dumas, a quien este apeló para que
propusieran a su genial e incomprendido amigo bretón. Labiche, hoy
desconocido, rogado para que apoyara la candidatura de Dumas a la
Academia: es todo un símbolo de las cominerías, esquematismos y
mezquinas manipulaciones que, en todas las épocas y países, se producen
en torno a pequeñas vanidades sin trascendencia y sin sentido cultural
efectivo. Es conmovedor descubrir a alguien tan talentoso y por encima de
su tiempo como Verne, sometido a esas pequeñas y eficaces crueldades de
la gentuza pseudo-intelectual de siempre.

El libro de Ariel Pérez sobre Julio Verne, aquí y allá, suministra diminutos y
preciosos datos sobre el flujo de escritura de Verne, ritmo continuo y
orgánico. Hay que agradecer el que se detenga en cómo se sucedieron los
diversos procesos de escritura de sus libros, incluida la Géographie illustrée
de la France. Asimismo, permite comprender cómo Hetzel marcó —y no
siempre para bien— la escritura verniana:

Luego del fin de la redacción, Hetzel sugiere adicionar, de buenas a


primeras, un tercer volumen a los dos ya existentes. «Aumentarlo
sería una cuestión simple de agregar algunos episodios. Estos
pudieran comprender: la evasión de Ned Land en una «isla desierta»,
su recogida y reconciliación: algunas partes que pusiera en escena a
John Brown, el célebre abolicionista», episodio que Hetzel mismo
redactó, pero que luego se perdió; y una escena donde, con el
propósito de «animar» el Nautilus, Nemo podía «salvar a los chinitos
309
[sic] secuestrados por piratas chinos».

Otro factor de importancia en el libro de Ariel Pérez radica en la


consideración de áreas de conquista verniana, a las cuales, en particular al
área de conquista del cielo terrestre, Pérez dedica consideraciones muy
sugerentes. Era inevitable, dado el tema del libro, dedicar espacio a las
proyecciones futuristas del pensamiento de Verne. No obstante, en esta
línea, el biógrafo da pruebas de su objetividad; a pesar de lo mucho
afirmado en contra, Ariel Pérez subraya:

[…] muchas de las ideas para sus «predicciones» no son originales. El


propio autor dice que sus lecturas de los desarrollos científicos
contemporáneos eran la fuente de la gran mayoría de sus ideas. En
cualquier caso, virtualmente todas las ideas que Verne usaba habían
310
aparecido de una forma u otra en ficción.

En su acercamiento polivalente a Julio Verne, Ariel Pérez ha acometido una


aventura que no puede sino calificarse de gustosa y paladeable. Así nos
devuelve, humanizado y vital, parte del secreto de uno de los autores que,
ajeno a la frecuente mediocridad de la Academia, se nos revela hoy como
grande, más que por su capacidad de visualizar, predecir, adelantar y fundar
un subgénero narrativo de la modernidad —el relato científico—, por su
pervivencia en el gusto de generaciones de lectores incontables. Pues lo
esencial de su obra no fue, tal vez, el presentir el futuro, cuanto el descubrir
que la aventura esencial para el ser humano es la del conocimiento que se
funda en discernir, de modo efectivo, el bien y el mal en la sociedad y las
personas.
Guillermo Vidal entre nosotros

En 2010 Guillermo Vidal hubiera cumplido sesenta años. Su muerte


prematura cortó una amplia trayectoria como narrador, que ya en 1985 —
después de haber ganado premios nacionales por cuentos aislados, como el
Raúl Gómez García en 1981 y el Marcos Antilla, en 1984— vio su primer
reconocimiento a un libro suyo cuando Los iniciados mereció el premio de
cuento del concurso 13 de Marzo de la Universidad de La Habana. Sus
obras situaron a Vidal en una situación especial en el marco de la narrativa
cubana. En efecto, luego de una producción que, en la década del setenta, se
caracterizó —salvo excepciones específicas— por encuadrarse en moldes
expresivos muy planos, en temáticas repetidas una y otra vez —evocación
de la lucha contra Batista, la lucha contra la contrarrevolución en el
Escambray, por ejemplo— y, sobre todo, por un palpable acercarse de
algunos, en mayor medida, a esquemas del realismo socialista, Guillermo
Vidal fue uno de los primeros en atreverse por nuevos rumbos. En «¿Quién
dice que hablo solo?», cuento de Los iniciados, por ejemplo, se reivindica,
como componente de la narración, la percepción sensorial, la vibración
interna del ser humano más humilde rodeado de sus fantasmas:

Me levanto a las cuatro y media de la madrugada y salgo a la calle. El


muchacho dice van a pensar que estoy loco, qué hace un viejo a esta
hora de aquí para allá. Pero a esa hora respiro la frialdad de la
madrugada que me trae recuerdos de infancia. De cuando Chucho nos
llevaba a la panadería y el olor del pan caliente nos proporcionaba una
311
dicha indescriptible.
Un cuento de esta naturaleza hubiera sido inconcebible en la década
precedente. Se revelaba así, en 1985, un joven narrador con una prosa
impecable, dinámica y segura, en la cual la captación de los giros populares
se realizaba de una manera fresca y natural. De golpe, los esquemas
temático, la aridez estilística de la mayoría de la producción en la década
del setenta resultaba desdeñada por el autor tunero, que en su primer libro
de cuentos asumía la narración como un arte móvil, libre de ataduras y
consciente de su carácter de ficción, y capaz de expresar afiladamente su
concepción de la literatura misma, muy lejos de todos los intentos que se
hicieron por entronizar en Cuba la absurda entelequia del realismo
socialista. Dice Vidal en el último de los cuentos del libro, en el párrafo que
lo cierra:

Voy a decir que todo esto es pura invención, voy a destrozarles a


ustedes la historia en pedazos. Los he engañado y me he engañado.
Tampoco es cierto que camino (tal vez esté amaneciendo y vengan los
ruidos de la madrugada) tal vez no sienta el más mínimo odio a los
que duermen, ni esté apurado por tomar el ómnibus y ni siquiera los
312
viejos fueran peores y Mary Juana no haya existido nunca.

Al año siguiente, 1986, gana el premio David con Se permuta esta casa. En
este nuevo texto se hizo más evidente aun la voluntad del autor de
transfigurar la narrativa según una voluntad expresiva propia. Ante todo, el
narrador se aparta del juego de ficciones —a diferencia de cómo en los años
setenta se insistía en un sujeto-narrador que filtrara y confirmase una
determinada convicción, un mensaje social—, y se interesa por iluminar las
acciones mismas, sin intervenciones ni moralinas. En Se permuta esta casa
la visión de las cosas se hace más cruda, más enraizada en zonas obscuras
de la sociedad cubana, marcadas por un vegetar miserable y, con frecuencia,
desesperanzado: es el primer síntoma de la imantación hacia un realismo
despiadado que habría de manifestarse en textos posteriores. En
consecuencia, el lenguaje se hace ahora más próximo a lo popular e incluso
a lo marginal. Se mantiene la inclinación por el trazado de personajes
solitarios, aislados del mundo:

Soy un hombre que camina por la calle. La calle es una calle


cualquiera donde a esta hora de la noche solo queda algún borracho o
una pareja. Quiero decir que no estoy contando esto para decirles
algo. Me lo estoy diciendo a mí mismo y no una historia sino diciendo
que camino y es tarde. He perdido la última salida de ómnibus y he
agotado todas las posibilidades de hospedaje. Camino tozudamente,
aferrado a la rabia que gasto en cada paso. Me detengo. Entonces
313
dejan de oírse mis pasos obstinados sobre el asfalto.

Luego vendría Confabulación de la araña (Premio UNEAC, 1990), más


orientado hacia la crítica social, en particular en el delicioso cuento que da
nombre al libro, cuento verdaderamente antológico por el dominio de la
norma lingüística cubana, por su acerado sentido de la ironía y, sobre todo,
por la multiplicidad de vicios sociales exhibidos:

este fin de semana el pueblo de Raca Raca tendrá el grandísimo honor


de recibir a los soneros, a los sandungueros, a los salseros, a los de la
música preferida por el señor Robustiano Segura que no hace más que
tararear entre bocanada y bocanada de su apestosísimo tabaco de
primera clase la canción de la sandunguera que está por encima del
nivel y que no se la sabe bien, cómo iba a saberse él cancioncillas de
moda por muchos deseos que tuviera, él un hombre tan ocupado que
revisa fugaz su plan de trabajo. Toda la mañana ocupada en reuniones
previas a la visita de los vanvanes de Formell. Se dirigirá entonces a
la dirección provincial de cultura. El director lo esperará en la misma
entrada y se saludarán como buenos amigos, se palmearán amistosos
y se introducirán en el despacho del director después de un sinnúmero
de buenos días y de miradas afectuosas y de miradas perrunas y de
miradas con pizcas de resentimientos y de miradas con todo el
mecago en tu puta madre y de odios furibundos que mascullan los
obligados buenos días, en fin, de todo. De todo en el trino de saludos
en la sinfonía en do mayor que es cantada por la docena de satélites
314
que viven de la paracultura […]

A partir de Confabulación de la araña, Vidal experimenta con un estilo


francamente orientado hacia el realismo sucio. En Las manzanas del
315
paraíso (1999) se trazan nexos con Hombres sin mujer de Carlos
Montenegro, nexos que tienen su perfil propio, marcado por la soledad, el
miedo y la crueldad. Los cuervos subrayan la desesperación absoluta de los
pobres de la tierra, con una entonación que alcanza dimensiones y
resonancia inusitadas, como palabras dichas sobre el destino mismo de los
desposeídos:

Ella ni siquiera tuvo tiempo para ver la camioneta todo había sido tan
rápido dijo la voz acaso unos testigos que la vieron partir, la policía
investigaba y ella había muerto al instante, la pobre, ellos se habían
ocupado de las gestiones al menos tuvo un entierro decente, me
dijeron el nombre de aquel cementerio donde la enterraron un lugar
adonde no iría nunca me imaginaba siempre cuando ella no tenía
tiempo para nada y cae, era muy lamentable señor dijo la voz y luego
fui de un lugar para otro más jodido aun y entonces volví a ver los
caballos muy viejos y muertos en un promontorio y vi ese par de
316
cuervos que me miraron.
La saga del perseguido ahonda en la miseria y sordidez de las capas más
humildes de la población cubana. Donde nadie nos vea retoma, con cierta
aspereza, la cruda temática del sexo.

Guillermo Vidal reunió en su obra, cuando no los adelantó, —escrita


febrilmente, de modo que los libros se sucedían unos a otros en breves
lapsos— hitos de la narrativa cubana de fines de los ochenta, de los noventa
y de inicios del siglo XXI. Su voracidad narrativa, la desesperada hondura
con que abordó el universo de los más pobres, la curiosidad creadora por lo
marginal, hacen de él, hasta hoy, uno de los escritores de mayor interés para
comprender la evolución literaria cubana después de la difícil década del
setenta.
Martí y Pushkin

Martí tuvo una alta valoración del gran poeta —fundador reconocido de las
letras rusas— Alexandr Serguéievich Pushkin. En 1878, en Guatemala, da
muestras de lo que sería su permanente interés por Pushkin:

Pouchkine ¿romántico al modo occidental? —No, ni innovador


siquiera. Porque fue más que esto, fue creador—. Cantó las amarguras
del esclavo espíritu, más alto mientras más opreso, con el doble
encanto, con el triple encanto del verdadero dolor, sobrio: de la
fantasía oriental, mágica: —de la brumosa o esbozada forma, única
posible en Rusia—. Una reticencia, ¿no es a veces elocuentísimo
discurso?
Su creación: Oneguin — alma que late en un cuerpo que no puede
317
revelar el alma. Personificación de Rusia.

En 1880, un texto de Martí, sobre un destacado político y periodista francés,


subraya sus conocimientos y lecturas sobre Pushkin y la cultura rusa, esta
vez ligados a su interés por el debate parlamentario en la recién renacida
República francesa, interés que no está ajeno a un sentido crítico. En ese
mismo año de 1880, escribe para The Sun, en Nueva York, su deslumbrante
crítica sobre Alexandr Serguéievich Pushkin: «Pushkin. Un monumento al
hombre que abrió el camino hacia la libertad rusa». En ese texto se
encuentra su estremecida imagen del fundador de la literatura rusa
moderna: «Las nacionalidades pasaron ante sus ojos como nubes en el
cielo. Era un hombre de todos los tiempos y todos los países— un hombre
318
intrínseco, el universo en un solo pecho». Vale la pena sopesar el modo
en que desarrolla las coordenadas semánticas esenciales de este estudio
suyo sobre el famoso autor de Ruslan y Liudmila.

Hay que decir ante todo, empero, que este brillante texto martiano da
muestras de un conocimiento cabal de muchos aspectos de la vida cultural
rusa, incluidas las divisiones internas entre fundamentalistas de lo ruso
esencial e intelectuales euroeizantes: «Todo lo que no ha sido aun deportado
por Rusia, y todo lo que este país, en fermento aun, posee, entre lo famoso e
ilustre, se encontraba allí para consagrar a Pushkin como el Poeta
319
Nacional».

Su entrada en el tema consiste en una integración inmediata en la polémica


sobre la trayectoria, tan compleja, de Pushkin como artista y como
ciudadano. Al mismo tiempo, pone de manifiesto su percepción de Rusia
como un país al borde mismo de una necesaria revolución regeneradora:

El festival reciente en Moscú fue una agitación política, marcado por


terribles acusaciones y acritud popular. El pueblo conocía a Pushkin
de memoria, pero deseaba castigar su falta de carácter. Fue un castigo
sin piedad. Al convertirse en historiógrafo del zar ya dejó de ser el
amigo abierto del pueblo. Había besado el litigo que había tratado de
quebrar.

Los rusos insisten en que las acciones del genio deben corresponder a
las promesas de sus cantos. La mano debe seguir la inspiración del
intelecto. No basta escribir una estrofa patriótica: hay que vivirla. En
la política sombría de Rusia solamente hay dos partidos: los siervos
azotados y sus dueños. El que no tiene el valor de ser honrado en la
política rusa no puede ser considerado como un hombre honrado.
Después de lamentarse de las desventuras de sus compatriotas,
320
Pushkin finalmente acarició, elogió la mano que las causaba.
Este comienzo apasionado de su texto sobre un gran poeta, evidencia el
sentido estético martiano de la necesaria concordancia entre artisticidad y
ética, entre patriotismo y poesía. Por ese interés, apunta luego:

Pushkin despertó un pueblo, levantó una nación, y puso vida en un


cadáver. El pueblo que él despertó se ha convertido efectivamente en
un pueblo. […] la revolución rusa que se avecina, debe su existencia a
321
Pushkin, a pesar de sus relaciones con la corte.

Su crítica de Pushkin tiende a hallar un equilibrio, inestable tal vez, en el


cual las vacilaciones advertidas en la conducta política del poeta, no
desluzcan su estatura como creador. Se percibe que este es un texto en el
cual la ponderación literaria es una actitud inseparable de la meditación
estética: hay una autoafirmación no ya de sus propias convicciones como
patriota cubano, sino de su comprensión del papel del intelectual. Sin que
sea necesaria una formulación expresa, Martí está hablándoles también a los
intelectuales de América, para quienes el caudillismo representa —con sus
sustanciales variantes, desde luego— un equivalente de las presiones que el
zarismo había sabido ejercer sobre Pushkin y muchos intelectuales rusos.
La perspectiva de Martí le permite comprender que, más allá de los
encargos y ardides del régimen zarista para cercar a Pushkin —que, si bien
acarició en algún momento la idea de salir de Rusia para siempre, optó
finalmente por la permanencia raigal en su patria desgarrada—, el pueblo
ruso que aprendía de memoria —a veces sin conocimiento de su autoría—
los versos del poeta, lo percibió siempre como un hombre que rechazaba los
horrores del zarismo: «El pueblo dijo que había sido muerto previamente
322
por la corte del zar».
La observación, situada ya hacia el cierre del artículo, hace patente que
Martí estaba al tanto de que sobre el duelo —de causas solo
aparencialmente privadas— en el que Pushkin fue muerto, se levantaban
muchas sospechas en cuanto a que hubiera sido inducido por los círculos
más reaccionarios de la corte zarista —tal vez, incluso, por el propio
Nicolás I— . El monumento levantado al poeta en 1880, dio lugar a una
revisión de su obra por los intelectuales rusos, en la cual se destacó, en
particular, sus valores, y esto por los más brillantes escritores de la época; el
artículo martiano muestra una información bastante amplia acerca de las
discusiones que se suscitaron al rendir homenaje póstumo a Pushkin. El
prohombre cubano, por ejemplo, evidencia conocer detalles de la
tormentosa vida del poeta ruso, pues apunta, poniendo énfasis en sus
características psicológicas, aspecto sobre el cual volverá al final del
artículo:

Su vida fue como la de un caballo de carrera. Tenía todos los


impulsos y caprichos de los seres nerviosos. Como todos los genios,
era extremado —extremadamente audaz y extremadamente débil—.
A veces dejaba que sus impulsos guiaran su razón. Los poetas son
323
como los mares, fluyen y refluyen.

La apostilla de Martí sobre el sentimiento popular sobre la muerte del poeta,


continúa luego con una severa consideración suya:

Sus seducciones habían destruido la rica fuente de su inspiración. El


amor a la justicia y a la verdad era considerado como un crimen por la
sociedad que pervirtió su ser. Su vida fue una batalla. Una batalla
sigue a su apoteosis. Pero el elogio del poeta no puede ser excesivo.
No es conocido universalmente porque escribió en ruso; pero una vez
conocido no puede ser olvidado. Tenía una gran elocuencia, una
fecundidad literaria sorprendente, una intuición precisa, un amor sano
a la verdad, y el sentimiento no adulterado a la Naturaleza. Sus faltas,
tanto en la vida como en la poesía, nacían de su extrema sensibilidad
femenina, que casi siempre invariablemente debilita la energía natural
324
del genio.

La crítica está formulada, a lo largo de todo el extraordinario ensayo —no


otra cosa es este artículo— desde la más equilibrada perspicacia,
anunciadora ya del modo fraterno en que escribiría, años más tarde, su
estremecido obituario sobre Julián del Casal; por eso suscribe la idea de que
Pushkin era esencialmente honrado:

Los hombres veraces son siempre veraces, a pesar del ambiente de


una vida caprichosa. Si alguna vez se separan de la verdad o de la
virtud, es solamente por poco tiempo. Es seguro que retornan de
nuevo. El amor a la justicia y el odio encendido por el odio y la
325
tiranía, llevaron al joven Pushkin a escribir sátiras mordaces.

Nótese cómo Martí procura hallar, si no una justificación, al menos


consideraciones válidas que permitan comprender lo que considera grave
escisión interna en el poeta admirado. No podía el Apóstol, en su tiempo y
en su circunstancia personal, ir más lejos, tal vez, de ese razonamiento
psicológico en alguna medida marcado por esquemas de la época —un
tanto sexistas, incluso—. Una perspectiva contemporánea sobre la
trayectoria pushkiniana, sin embargo, ratifica su percepción de que la vida
del gran ruso fue una batalla lacerante. La sublevación de los decembristas,
anegada en 1825, paralizó a todas las fuerzas progresistas de Rusia, al
menos momentáneamente. Henry Luque Muñoz, estudioso de la figura de
Pushkin, apunta:
¿Qué ocurría con Pushkin en estos momentos? Arseni, cocinero de la
vecina finca de Trigórskoie, llegó a marcha veloz con la noticia del
alzamiento. Alexandr Serguéievich sufrió una fuerte conmoción al
enterarse; no solo capturaban a muchos de sus amigos, sino que subía
un zar fuera de su programa y se ignoraban las consecuencias […]. Él
contaba entre los decembristas numerosos conocidos y amigos, que
heredaron de las guerras contra Napoleón un fogoso entusiasmo
326
subversivo […].

Los nexos de Pushkin con los decembristas no habían llegado a un


compromiso efectivo con sus posiciones políticas. Luque Muñoz cita una
carta del poeta a Viazemski:

La revuelta, la revolución, es verdad, nunca me gustaron. Pero estuve


ligado a casi todos los amotinados y mantuve correspondencia con
muchos de ellos. Todos los manuscritos revoltosos de me atribuyeron,
327
como le adjudican a Barkov los manuscritos obscenos.

Su situación personal debió ser más que difícil y riesgosa. En septiembre de


1826, fue citado por el propio zar Nicolás I. José Luciano Franco, en su
ensayo «Pushkin, el gran poeta mulato», traza los perfiles de esa ominosa
entrevista:

Nicolás, el zar de hierro, perdonó a Pushkin, creyéndolo al margen de


los últimos acontecimientos. Levantó su destierro, lo llamó al Palacio
Imperial, y todos los biógrafos e historiadores mencionan el diálogo
famoso:
«— ¿Dónde hubieras estado —le preguntó el zar— si te encontrases
el 25 de diciembre en San Petersburgo?»
«— En las filas de los rebeldes», contestó el poeta.
Con la sorpresa que produce en los déspotas encontrarse frente a un
hombre que no pertenece a la clase vil de los aduladores de la
camarilla, abrazó al poeta, diciéndole:
«— Ha terminado el destierro, y no te preocupe la censura de tus
328
poesías, Alejandro; desde hoy yo en persona seré tu censor».

Martí tenía en 1880 su experiencia de la opresión colonial, así como


determinado conocimiento directo de las consecuencias —tan agresivas,
cuanto destructoras para la cultura de los pueblos— del caudillismo
latinoamericano. Escribe refiriéndose a la trágica vida de Pushkin que «El
talento, como una linda mujer, es solicitado, halagado y acariciado. Se le
329
aplasta cuando se rebela: se le adora cuando se somete». Y añade: «la
gente cuyos aplausos se buscan asumen el derecho de castigar. Hubiera sido
330
mejor no pensar en la debilidad del hombre en el día de su glorificación».

Intuyó lo que significaba la autocracia en su nivel de entero paroxismo, tal


como se practicaba en la Rusia zarista, con su letal integración de
omnipresente burocracia, su seudoideología combinada por una
enceguecida adoración al autócrata y una colección de dogmatismos de la
más variada índole; a todo esto hay que agregar su característica e
implacable psicofantia y su afán de priorizar en la vida pública actitudes de
exaltación militarista, de servilismo intelectual y de total ausencia de
crítica. Por eso escribe en este ensayo sobre Pushkin: «Las universidades
eran los ayudas de cámara intelectuales del zar. La posesión de un libro
331
extranjero era un crimen».

Martí percibe una analogía entre la situación rusa y el caudillismo


latinoamericano. Expresa de manera categórica: «Las mujeres rusas
recuerdan la Amalia de Mármol: ¿cómo? —porque, seres humanos los de
332
acá y los de allá, viven bajo la misma tiranía: Rusia; Rosas». Así pues, no
fue una frágil disposición nerviosa lo único que pudo empujar a Pushkin al
desaliento: era una nefasta dirección de la sociedad, impulsada con mano de
hierro por el gobierno tiránico del zar de turno, hacia una pasividad
colectiva que debió parecer a muchos rusos de esa época la única
posibilidad de supervivencia, pero, en ciertos casos, también de resistencia
frente a un régimen alucinante.

Una carta del 22 de abril de 1834, revela hasta qué punto nunca fue
realmente engañado por los arteros halagos del régimen: se preparaban
celebraciones del próximo cumpleaños del zarévich Alejandro, y Pushkin,
que debido estar presente en su condición de gentilhombre de cámara,
escribe a su esposa con amargura y lucidez:

Simulo estar enfermo y temo encontrarme al zar. Me quedaré en casa


durante todas esas fiestas. No tengo la intención de presentarme ante
el heredero del trono con felicitaciones y cumplidos: su reino está en
el porvenir y probablemente no seré testigo. Vi tres zares: el primero
ordenó que me quitaran el gorro y, no pudiendo reprenderme, regañó
a mi aya. El segundo no me quería. Al tercero, aunque me haya
metido de Gentilhombre de Cámara en mis viejos días, no deseo
333
cambiarlo por un cuarto...

La epístola, como es de esperar siempre en regímenes de cobardía como el


zarismo, fue interceptada por los sicofantes del gobierno: los grupos de
poder no confiaban para nada en Pushkin, como habrían hecho si realmente
se hubiera sometido a la autocracia. Esa rendición —en la cual parece creer
Martí en su artículo, nunca fue del todo real ni verdadera—. Al año
siguiente, en otoño de 1835, Pushkin pintaba a su esposa, con sombríos
tintes, la situación en que se encontraban:
¿Y en qué pienso? En lo siguiente: ¿De qué viviremos? Mi padre no
me dejará la hacienda, él ya despilfarró la mitad. Y la hacienda de tu
familia ya toca a su fin. El zar no me permite inscribirme ni como
hacendado ni como periodista. Y escribir solo para ganar dinero, Dios
334
sabe que no podré hacerlo. No tenemos ni un kópek asegurado.

La situación general de Rusia venía a sumarse a las condiciones específicas


de Pushkin, en su condición de hombre mestizo que, por lo demás, él no
solo no negaba, sino que además proclamaba; de aquí su iniciada, pero
inconclusa novela «El arap de Pedro el Grande» —arap era el término con
el cual la aristocracia rusa designaba a sus siervos de piel oscura, ya fueran
negros, árabes o hindúes—, obra que no es sino una biografía de su
antepasado esclavo; además, había escrito un largo poema, «Mi
genealogía», donde también enarbolaba orgulloso a su antecesor africano.
Pushkin debió sufrir sistemáticamente una sorda discriminación. En la
campaña de desacreditación que sufrió, sus enemigos incluyeron la noción
—despectiva, por supuesto— de que Pushkin era una especie de un poeta
latinoamericano:

El año 1834 le trajo al gran Alexandr días oblicuos: la pérdida de su


tercer hijo que no llegó a nacer […], la sucia propaganda de sus
detractores en los periódicos, las ruines intrigas de la Corte, las
deudas acumuladas, la solapada vigilancia de la policía y la actuación
traicionera del monarca. La ola del descrédito se venía fraguando
desde años atrás: Faddéi Bulgarin publicó en 1830 un artículo con el
cual intentaba ridiculizar la estirpe cobriza del poeta, afirmando que
este procedía de un príncipe negro de las tierras descubiertas por
335
Colón y lo tachaba de «Poeta de la América española».
George Charles D´Antès-Hekkern —protegido del siniestro embajador de
Holanda en Rusia, vinculado a lo más reaccionario de la muy dogmática
corte zarista— había nacido en Francia y se había establecido como oficial
en Rusia gracias al apoyo de Hekkern; según se piensa, mató a Pushkin en
336
duelo por instigación de los círculos reaccionarios, llegó a usar «[…] un
anillo con la efigie de un simio, que comparaba ante sus amigos con
337
Pushkin». El pacto que supone Martí entre Pushkin y el zar se revela
como mucho más débil de lo que pudo parecer al Apóstol. Tras la
sospechosa muerte de Pushkin, su amigo, el escritor V. Zhukovski

[…] pidió al emperador rendir homenaje oficial al escritor


desaparecido; el soberano se negó, pero decidió a título personal
pagar las deudas de la familia, conceder a la viuda y a sus hijos una
pensión, editar las obras de Pushkin a favor de sus herederos y
otorgarles a los niños el título de pajes. […] en los funerales de
Pushkin las autoridades ocultaron el sitio y la hora de las honras
fúnebres, propagando datos falsos. El abrumador número de
simpatizantes del poeta asustó a la monarquía y, ante la presión del
gentío y temiendo alguna reacción, al zar no le quedó más remedio
que expulsar de Rusia al embajador de Holanda y a d´Antès-Hekkern,
338
luego de degradarlo a soldado.

Ese ensayo que todavía es de plena juventud, constituye un genial


acercamiento al tema del lugar del intelectual en ciertos medios sociales, así
como de las agresiones de diverso orden que puede atraer cualquier intento
de crítica y aun de libre albedrío en lo cognoscitivo, lo creativo y lo ético:

El hombre es una magnífica unidad, compuesto de variedades


individuales. El Hombre Eterno se le reveló a Pushkin en su estudio
apasionado de las crueldades y desventuras de la humanidad. El
poeta, por el momento, era la criatura atormentada y el creador de
339
tormentos.

Su aproximación a una gran figura de la cultura rusa resulta en primera


instancia un esclarecido documento periodístico, como se hace patente en
su brevísima, pero intensa caracterización de grandes intelectuales rusos,
según ocurre en el pasaje en que expone: «Después de escribir libros tan
severos como Crimen y Castigo, tan ricos en imaginación como Demonios,
tan dulces como Los hermanos Karamazov, había adquirido el derecho de
340
juzgar a Pushkin». Le eran conocidos —a juzgar por su argumentación—
Bielinski, Ostrovski, Turguenev, Katkov, Aksakov, Polonski, Maikov,
Kvojivsky. A partir de sus palabras sobre Pushkin, hay que pensar en
aplicarle a Martí sus palabras sobre el poeta ruso: el universo en un solo
pecho. Es intensa su manera de enfocar en su crítica literaria desde una
perspectiva comparatística. Pushkin es valorado por él también por
contraste con Byron y, en particular, con una de las figuras más atrayentes
para Martí desde su primera juventud, Víctor Hugo:

Byron había muerto con la espada puesta sobre su lira. Como poeta,
Pushkin le era superior, pero no como hombre. Verdad que no llegó a
las alturas magníficas que alcanzó el inglés Byron veía la injusticia, y
la azotaba. Pushkin alzó su voz contra ella, y luego se convirtió en su
chambelán e historiador. Era más humano, más fluido, más
imaginativo, más espontáneo y más nacional que Byron, pero menos
valiente y sin desear en lo absoluto morir por la causa de la libertad.
Pushkin pudo haber llegado a viejo: Byron no. La muerte es un
derecho que tienen las vidas dedicadas a los derechos del hombre—
341
vidas llenas de pasión, resignadas y orgullosas.
No es su erudición el más fuerte imán en este ensayo, sino que lo magnético
radica en la proyección que se identifica en el texto de una concepción ética
y estética de la literatura. Y es esto lo que, en términos de la trayectoria del
Apóstol, constituye un hito en el desarrollo de su concepción del arte y del
artista.
Umberto Eco en sus ochenta años

En el año 2012 Umberto Eco cumplía ochenta años. Pocas veces en la


historia literaria euroccidental un mismo autor ha acaparado tanta atención
a la vez como novelista, como historiador y como teórico de la
comunicación, para no hablar de otras facetas no menos intensas de su
actividad creadora, como la de profesor y conferencista extraordinario, o
gestor de interesantes proyectos editoriales, o brillante medievalista. Pocos,
por lo demás, han estado sujetos a tantas críticas y polémicas. Pero lo cierto
es que, para tirios y troyanos, el gran italiano resulta una de los intelectuales
más descollantes del siglo XX, cuya impresionante bibliografía incluye tanto
novelas impactantes, como El nombre de la rosa y La isla del día de antes,
además de intensos ensayos que van desde el Tratado de semiótica general,
hasta Kant y el ornitorrinco, Apocalípticos e integrados, Lector in fabula,
Historia de la fealdad,o, para remontarnos a una deliciosa y visionaria
recopilación de trabajos de la década del sesenta, La definición del arte. Lo
que hoy llamamos arte ¿ha sido y será siempre arte?

La más difundida de sus obras, urbi et orbi, es sin duda El nombre de la


rosa, escudriñada por especialistas, disfrutada por profanos, llevada —y
traicionada— al cine, y sometida a críticas certeras del propio autor —
Apostillas a El nombre de la rosa—, como a agresiones desaforadas. Vale la
pena celebrar los fecundísimos ochenta años del eminente intelectual
italiano, deteniéndose al menos en esta su novela planetaria. La aparición en
1980 de El nombre de la rosa ante todo produjo uno de los más interesantes
fenómenos de recepción literaria. Al margen del tipo de juicio —apreciativo
o impugnador— que se emita sobre esta novela, no puede desconocerse la
intensidad de su impacto sobre el más amplio público de diversas latitudes.

Calificada por unos como una de las más extraordinarias narraciones de la


segunda mitad del siglo XX, otros la calificaron como un mero pastiche que
aprovechaba, con mercenaria aspiración de comercio, todos los recursos
consagrados por el best-seller. Vale la pena retrotraerse a un texto publicado
apenas nueve años después de la aparición de la novela:

Umberto Eco tenía entonces muchas bazas en su mayo antes de


empezar a ser novelista, y las aprovechó a conciencia. Primero instaló
su relato en el terreno de la historia, y ya se sabe que la historia, la
biografía y las novelas históricas hacen furor en el mercado
occidental; luego le añadió una estructura policial, que tampoco es
moco de pavo; la salsa estaba ya preparada. Para mayor
abundamiento, el gran historiador medieval que Eco es instaló el
contenido aparente del libro en un debate prodigioso: el de la religión
[…]. Si a ello se le añaden los guiños, unas buenas gotas de humor —
las parodias de Conan Doyle, las referencias a Doyle, las referencias a
Borges y así sucesivamente—, el plato se hacía solo contando con lo
más evidente: Umberto Eco, además, sabe escribir, y escribe tan bien
que hasta resulta divertido en muchos de sus más difíciles textos
342
críticos.

Naturalmente, esa misma diversidad antagónica de criterios contribuyó


también a la excelente acogida de la novela por el público, que ha devorado
innumerables ediciones —también una cubana— en un tiempo brevísimo.
No deseo terciar en semejante polémica. Antes bien, las reflexiones que
seguirán, reúnen un conjunto de apuntes sueltos sobre ángulos diversos
desde los que, en una lectura personal, me parece útil reparar. Más que
llegar a emitir una opinión concluyente sobre una novela sin duda relevante,
creo que puede ser de interés escribir algunos escolios al margen, como vías
de entrada para una interpretación que, en la medida de lo posible,
concuerde también con las ideas que Eco expusiera en Opera aperta y Los
límites de la interpretación.

La primera cuestión de interés radica en el hecho de que el novelista situó


en paralelo tres esferas temporales básicas, cuyo complejo entrecruzamiento
determina el sistema referencial de El nombre de la rosa. La primera
aparece ya en el capítulo introductorio, nombrado con ironía
«Naturalmente, un manuscrito»; ese matiz de sarcasmo filológico matiza un
antiguo recurso retórico cuya evidencia más peraltada está en El Quijote,
ficcionalmente emanado de un manuscrito de Cide Hamete Benengeli. La
función de esa táctica textual se dirige a distanciar al narrador del texto
presentado, como una vía de subrayar la credibilidad de la historia contada.
Es un distanciamiento que, por lo demás, opera también entre el autor
mismo y el lector. Tal comienzo, perceptiblemente humorístico —oscilación
deliberada entre la minuciosidad de la reconstrucción epocal y el guiño al
lector sobre la ficcionalidad del texto—, revela a Eco como un novelista
dispuesto a mostrar con libertad el andamiaje retórico sobre el que se
desarrolla su obra: si la novela es, en alguna medida, un pastiche, hay que
reconocer que el primero en asumirlo con deslumbrante insolencia es el
propio autor.

El «manuscrito» del primer narrador de El nombre de la rosa, sin embargo,


no es propiamente tal, sino un libro editado sobre un manuscrito, y titulado,
en razón de ello, Le manuscript de Dom Adson de Melk —es inevitable
pensar que adsum, en latín, significa «estar presente», y, en efecto, Adso
será un testigo de la acción—. Esta ironía preludia ya el intenso juego de
espejos a que será sometido el lector. Ese «manuscrito» del narrador inicial
se desdobla en una serie difuminada de otros manuscritos y textos: el
narrador ha encontrado una versión en una fecha precisa, el 16 de agosto de
1968. Esa erudita trouvaille —denominación del ejecutante del sujet
marginal— no tiene denominación precisa en cuento a dónde fue
identificada por el narrador, quien solo afirma haberla leído en Praga. En
cambio, se indica que es una versión del siglo XIX a partir de otra del siglo
XVI.

La aproximación inicial del narrador al texto nuclear de la novela, es


interrumpida por dos factores: el azar (ruptura con la persona amada) y la
famosa Primavera de Praga del 68. Es interesante observar que, en ese
marco narrativo que Eco diseña para la frenética narración de los sucesos de
la abadía, se presenta in nucela propia secuencia fundamental del núcleo
narrativo, donde un manuscrito —el capítulo de Aristóteles sobre la
comedia— es intuido e incluso descubierto por varios personajes, y
sucesivamente perdido entre terribles azares eróticos y políticos. Mientras,
el propio narrador inicial, tanto como los buscadores de las páginas
aristotélicas en la historia contada por Adso, se obsesiona con la idea de
recuperar el texto perdido, del que apenas le quedan algunas anotaciones
apresuradas, tal y como, en la narración enmarcada, Guillermo de
Baskerville tiene solo las confusas notas tomadas por Venancio, poco antes
de morir, sobre el capítulo de Aristóteles.

Extraviada la versión del manuscrito de Melk, el narrador primero, por


acaso, encuentra en 1970 un libro georgiano (recuérdese que en italiano esta
palabra tiene la misma forma escrita que en español), traducido al
castellano —alusión potencial a la copia del texto del filósofo griego hecha
en España y rescatada por Jorge de Burgos—. En ese libro, encuentra
«abundantes citas del manuscrito de Adso; sin embargo, la fuente no era
343
Vallet ni Mabillon, sino el padre Athanasius Kircher». Toda pesquisa
ulterior conduce al fracaso: el narrador no logra verificar la existencia de
Adso de Melk ni tampoco localizar una versión del manuscrito; por tanto,
se decide a no indagar más por la autenticidad filológica que debiera
respaldar su traducción incompleta renuncia, pues, a la determinación de la
verdad, y acepta como rasgo esencial del manuscrito perdido una especie de
enigmática y elusiva imprecisión:

Todas esas circunstancias me llevaron a pensar que las memorias de


Adso parecían participar precisamente de la misma naturaleza de los
hechos que narran: envueltas en muchos y vagos misterios,
empezando por el autor y terminando por la localización de la
344
abadía.

La reconstrucción del manuscrito por el narrador es la contrapartida de la


actitud de Adso, quien evoca los hechos vividos incluso sin entenderlos del
todo. Es un tácito reflejo de la teoría semiótica suscrita por E»co, sobre todo
en cuanto a la categoría de interpretante, cadena de signos necesaria para
comprender un signo. Así, El nombre de la rosa no sería sino un
interpretante gigantesco para entender el manuscrito perdido, pero, también,
es una proyección novelística de las concepciones semiológicas del autor,
las cuales se traslucen en un pasaje fundamental del capítulo
«Naturalmente, un manuscrito:

Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme


de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión
neogótica francesa de una edición del siglo XVI de una obra escrita en
345
latín por un monje alemán de finales del XIV.
La narración enmarcada aparece definida como signo de un signo de un
signo, a la manera en que el semiólogo Eco, en La estructura ausente, como
en Tratado de semiótica general y Kant y el ornitorrinco, definiera la
comprensión semiótica como el tránsito infinito (y poco realizable) de un
signo cultural a otros en el conjunto sistémico de la cultura. El
trasvasamiento inicial de la narración entraña un tiempo autoral del primer
narrador, quien, habiendo hallado la versión de Vallet en 1968, confiesa
haber concluido su tarea más de diez años después, a fines de los años
setenta. La segunda esfera cronológica se refiere al tiempo autoral de Adso
de Melk:

[…] no sabemos con certeza cuándo escribe el autor. Si tenemos en


cuenta que dice haber sido novicio en 1327 y que cuando redacta sus
memorias afirma que no tardará en morir, podemos conjeturar que el
manuscrito fue compuesto hacia los últimos diez o veinte años del
346
siglo XIV.

La última de las esferas temporales de la novela es la más precisa y se ubica


en siete días de noviembre de 1327 y con exactitud se especifica lo ocurrido
en cada uno de ellos, con minuciosidad implacable. En contraste con las
otras dos esferas temporales, en que la acción se dirigía al rescate de los
significados, la tercera se desliza gradualmente hacia la destrucción de ellos
—incluso a declararlos imposibles—, como crónica de un arrasamiento que,
iluminado por el incendio de la abadía, se ratifica con la visita de Adso,
muchos años después, a las ruinas de lo que se describe como el edificio de
mayor atesoramiento cultural en la cristiandad medieval. La devastación,
empero, no es absoluta. Paradójicamente, la memoria humana restituye,
desde el siglo XIV al XX, una serie de nudos semánticos de la historia
contada, aunque con la imprecisión y la duda insistentes que dominan toda
la novela en cada una de sus zonas temporales. Esa transmisión de
funciones es un elemento importante para la comprensión, porque,
curiosamente, el primer narrador pretende asumir una actitud que quiere ser
equivalente a la de un monje copista medieval:

Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los


años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el
convencimiento de que solo debía escribirse comprometiéndose con
el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de
distancia, el hombre de letras (restituido a su altísima dignidad) puede
consolarse considerando que también es posible escribir por el puro
deleite de escribir. Así, pues, me siento libre de contar, por el mero
placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y
consuela el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo
(ahora que la vigilia de la razón ha ahuyentado los monstruos que su
vigilia había engendrado), tan gloriosamente desvinculada de nuestra
época, intemporalmente ajena a a nuestras esperanzas y a nuestras
347
certezas.

El nombre de la rosa es un inmenso panorama mural del laberinto de signos


en que el ser humano transcurre su existencia y, también, puede perderla.
Guillermo de Baskerville, que en el argumento desempeña la función del
semiólogo, comprende la lo relativo, incluso la inutilidad misma de la
semiología, al reflexionar en que él ha logrado desentrañar el misterio de la
biblioteca de la abadía, por mera casualidad, a partir de un comentario banal
de Adso. De este modo, Umberto Eco, uno de los grandes teóricos de la
semiología, insiste, ahora en veste de novelista, en la estructura ausente, la
relatividad del signo e, incluso, la total inestabilidad de este.
Otra de sus novelas de gran calado, muy poco conocida en Cuba, es La isla
del día de antes. El título, tan intrigante en apariencia, también de modo
aparente queda descifrado cuando se descubre que alude a la línea
internacional de la fecha, que en el Pacífico corta en dos secciones
temporales el planeta: de un lado, el día; exactamente a unos pasos de este,
la noche. Esa duplicidad de lo temporal halla un correlato inquietante, que
jamás resulta develado en la novela, en los modos diversos de existencia del
ser humano, que lo mismo puede tener un sosia misterioso, un otro yo que
lo persigue y lo amenaza, que una disociación más profunda, enclavada en
lo más profundo del ser. Menos exitosa desde el punto de vista comercial,
esta novela esencialmente filosófica constituye uno de los momentos más
brillantes de la narrativa de Eco, a diferencia de El péndulo de Foucault,
que siguió a El nombre de la rosa y que, como esta, tenía un sustancioso
componente policiaco que contribuyó mucho a su relativo éxito de venta.
Pero Eco se apartó del sendero de la novela de misterio, bien que mezclada
con otros componentes temáticos.

La misteriosa llama de la reina Loana, de 2005, lo muestra indagando en


una tesitura completamente distinta. En primer término, se trata de una
«novela ilustrada», salpicada con una extraordinaria selección de imágenes
utilizadas en la ilustración de periódicos, revistas, propaganda política, etc.
de las primeras décadas del siglo XX. En este sentido, es un rescate fabuloso,
un collage que apoya de modo eficaz la narración misma. Por otra parte, se
trata de una novela de autoindagación de un ser humano que, en apariencia
escapado a la muerte por una enfermedad cardíaca, en realidad no ha
escapado de ella más que por algunas semanas, que emplea en una frenética
indagación de una imagen inexplicable enclavada en sus recuerdos.
Más detenimiento aun exige recorrer su labor científica. Semiólogo, teórico
del arte, crítico literario, Eco ha publicado centenares de páginas de un
interés extraordinario, donde textos como Kant y el ornitorrinco e Historia
de la fealdad constituye un documento inapreciable sobre nuestra
contemporaneidad.

Medievalista, esteta, teórico del arte, novelista, Eco marca nuestro tiempo
como una de las mentalidades más lúcidas, incisivas y reveladoras de esta
época. Al proclamar en El nombre de la rosa, la libertad de narrar por el
puro placer de hacerlo, por una parte está concordando en su novela con
348
mucho de lo que defiende en una recopilación de ensayos precedente, es
decir, la evolución radical e incontenible de la concepción del arte, que no
puede ser sujeta a una hierática definición. No deja de llamar la atención
que uno de esos ensayos, de 1961, es Historiografía medieval y estética
teórica, en el cual a partir de un examen crítico de Jacques Maritain, Arte y
escolástica, busca establecer determinados perfiles estéticos del hombre
contemporáneo, y ello sin dejar de considerar vivo en alguna medida el
pensamiento medieval. Eco trabaja esta visión histórica de la estética pero
ejerciendo una fuerte crítica sobre el pensamiento de Maritain, el cual se
aferraba en sus ideas sobre el arte a lo esencial del pensamiento de Santo
Tomás de Aquino. Eco señala:

Este medieval que trata de vivir el mundo moderno, que ha llegado a


Santo Tomás sin olvidar del todo a Bergson quiere ahora interpretar el
problema del arte y de lo bello de acuerdo con las categorías de la
escolástica. No se plantea el problema de que es lo que ha muerto y
que es lo que permanece vivo en el pensamiento medieval:
evidentemente todo permanece vivo puesto que él, en pleno siglo XX
349
razona como medieval.
Eco critica en Maritain una falsa actitud de historiador, y una mezcla
incoherente de perspectiva moderna y metodología medieval, realizada sin
verdadera organicidad. Sin embargo en este ensayo, tan necesario para
comprender El nombre de la rosa, Eco examina paso a paso la evolución
estética de Maritain en obras suyas sucesivas, como Intuición creadora en
arte y poesía, Las fronteras de la poesía, Signo y símbolo y Del
conocimiento poético. El resultado de ese estudio en 1961 es que Eco llega
a suscribir una idea que él deriva de su minuciosa valoración de Maritain.
Se trata de lo siguiente:

En realidad bajo este comportamiento se oculta una inconsciente


creencia historicista, es decir que el tesoro intemporal de verdad de
hecho, crece; el verdadero santo Tomás no es el del siglo XVIII, para el
que no existe la intuición creadora, sino el del siglo XX. La philosofía
no es entonces perennis porque, una vez elaborada no cambia ya, sino
porque cambia continuamente y su formulación definitiva es siempre
la de mañana. Conclusión, también en esta, aceptable, porque se la
pone en evidencia sin equívocos (incluso si, evidenciándola en este
sentido, se vacía de significado el recurso a una philosofía
350
perennis).

Al señalar en su novela principal que el arte «también es posible» como


acto de deleite del creador, Eco evidencia la proximidad incontenible de una
postmodernidad negada a los discursos autoritarios y absolutos. Pero eso no
significa una negación —absurda en un culturólogo de su talla— del interés
mismo de la historia y los nexos subterráneos entre sus hitos. Por ello hay
senderos tangibles entre circunstancias políticas y culturales del siglo XIV —
el debate que se iniciaba en aquel intento, luego pospuesto, de pre-
Renacimiento, entre el instalado poder feudal temporal y el religioso—, y
sobre todo, entre ellas, con una lucha ideológica de primera magnitud: la
polémica entre la entonces flamante orden franciscana —defensora de los
humildes y propugnadora de la pobreza eclesiástica—, y el Papado
refugiado Aviñón, defensora del poder económico y político de la Iglesia
como autoridad feudal.

A ello se añade otro relevante debate, ahora filosófico: la polémica entre el


escolasticismo aristotélico-tomista respaldado por el Papa, y el
nominalismo impulsado por Rober Bacon y Guillermo de Occam. De modo
que, si la historia de Adso de Melk ha sido contada «por el mero placer de
fabular», ¿a qué convocar tan nítidamente figuras de trágica historicidad
como de la Michele de Cesena, tenaz crítico de las posiciones más
conservadoras de la Iglesia feudal? ¿Por qué una «fiel», pero
sospechosamente estilizada reconstrucción histórica del Medioevo, justo en
un momento crucial de su agónica y lenta disolución?

Es imposible no ver esto ligado a la crisis general de nuestra


contemporaneidad en la segunda mitad del siglo XX, que habría de conducir
al viraje de la postmodernidad, la agudización de la crisis económica
mundial, la desacreditación de superficiales discursos absolutos, el riesgo
de catástrofe ecológica planetaria y la necesidad de revisar la propia
racionalidad y el sentido de la vida del hombre contemporáneo. Hay que
recordar lo que escribiera, luminosamente, Mijail Bajtín:

Para la épica es característica la profecía, y para la novela, la


predicción […] La novela tiene una problemicidad nueva y
específica: se caracteriza por una re-apreciación y una re-evaluación
eternas. El centro de la actividad que interpreta y justifica al pasado se
351
traslada al futuro.
Hay que retomar el paralelismo ya apuntado entre marco narrativo —
contemporaneidad de Eco— y narración enmarcada —formación
académica de Eco como medievalista—. En esta, Adso, jovencísimo testigo
de la irrupción de problemas candentes de su tiempo, en particular el debate
violento entre la herejía y la injusticia. Al respecto, su maestro Baskerville
dice:

Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen
excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre
aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la
352
herejía es asegurarse de que el leproso seguirá siendo tal.

La explicación de Baskerville parte de una óptica ilusoria, «apolítica» en el


sentido de que, si bien pretende conocer la verdad, pero no defenderla, y, a
la larga, tanto las circunstancias como su propia vocación cognoscente lo
arrastran a luchar por ella a pesar de misterios y amenazas. Adso estalla
ante las ambigüedades y le espeta al maestro con especial intensidad:

—Pero ¿quién tenía razón? ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivocó?


—pregunté desconcertado.

—Todos tenían sus razones, todos se equivocaron.

—Pero vos —dije casi a gritos, en un ímpetu de rebelión—, ¿por qué


353
no tomáis partido? ¿Por qué no me decís quién tiene razón?

Y cuando Baskerville responde con meras razones relacionadas con la


incertidumbre del saber científico, Adso martilla de nuevo con pasión: «—
O sea que, si no entiendo mal, hacéis y sabéis por qué hacéis, pero no sabéis
354
por qué sabéis que sabéis lo que hacéis». Adso, que formula una crítica
tan dura, termina la novela sumido en la misma esencial indeterminación de
su maestro. El último párrafo de la novela lo evidencia: «Hace frío en el
scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién; este
texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda
355
tenemus»: «La rosa original se yergue en su denominación, solo
aferramos nombres desnudos». He aquí la conclusión demoledora, pero
concordante con el pensamiento semiológico de Eco. Es una predicción
bajtiniana, y ella desautoriza la idea de que se trata de una obra neutra,
escrita por el «mero placer de fabular».

El novelista, el pensador, no ha renunciado a la reevaluación del pasado con


un sentido de futuro. Por ello, no pude ser casual que en la novela, donde
los nombres asignados tienen una importancia semántica crucial, presente
como narrador central a alguien llamado Adso y quese le diga a este
personaje y sobre todo al propio lector:

—Llevas un nombre grande y muy bello —dijo— ¿Sabes quién fue


Adso de Montier-en-Der? — preguntó. Confieso que no lo sabía. Y el
mismo Jorge respondió—: Fue el autor de un libro grande y
tremendo, el Libellus de Antichristo, donde profetizó lo que habría de
356
suceder, pero no lo escucharon como merecía.

Para el semiólogo Eco, los signos son un instrumento humano a la vez


esencial y polémico —en Tratado de semiótica general llega a afirmar, por
cierto que con fundamentos muy convincentes, que en última instancia lo
que, desde Saussure, hemos considerado signos, en realidad son entidades
de poca o ninguna estabilidad e, incluso, inexistentes—. El nombre de la
rosa, que contiene en sí tanto de lo esencial de su perspectiva culturológica,
estética e ideológica, se concentra en el problema de la esencia de los
signos y sus relaciones entre sí, a partir del problema de los intrincados
nexos entre causalidad y casualidad, a lo que se une la apasionante
concepción de Eco acerca de la enciclopedia como fundamental entidad
abstracta que permite y a la vez dificulta la comunicación humana. Así, en
un momento dado —antes de que adquiera conciencia de su fracaso total—,
el personaje de Guillermo de Baskerville le dice a Adso: «—Nunca he
dudado de la verdad de los signos, Adso; son lo único que tiene el hombre
para orientarse en el mundo. Lo que no comprendí fue la relación entre los
357
signos».

Pero esta novela extraordinaria, como su propio autor, no cree ciegamente


en los signos, ni tampoco en sus macroestructuras, el discurso mismo.
Recuérdese que toda la narración gira alrededor del conflicto entre quienes,
bajo la férrea dictadura de Jorge de Burgos, están decididos a ocultarle al
mundo entero el último manuscrito del texto de Aristóteles sobre la
comedia —vale decir, la alegría— por considerar que la risa es nociva para
la sociedad, y los que, como Guillermo de Baskerville y Adso de Melk,
enfrentan cualquier riesgo con tal de rescatarlo. Baskerville le advierte a su
discípulo una cuestión esencial para Eco:

Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por
la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros,
a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia […]
Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que estos
se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad
358
consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad.

El nombre de la rosa es una obra de enorme complejidad donde en efecto,


confluyen diversas esferas del conocimiento, pero sobre todo la percepción
—y la angustia profunda, transparente en muchas de sus páginas, pero, a mi
juicio, sobre todo en su novela más difícil, La isla del día de antes— que
sobre ellos ha tenido uno de los intelectuales más influyentes de la segunda
mitad del siglo pasado. Al mismo tiempo está llena de estructuras peculiares
y resortes. Pues Eco, más que medievalista, semiólogo o novelista, ha sido
ante todo un crítico de la cultura de nuestro tiempo, vista en su terrible
mixtura de verdades y mentiras, signos redentores y engañosos, máquina de
muerte, pero también rescate deslumbrante por la vía de la risa y el amor.
Raúl Bueno: la cultura en sus mundos paralelos

Promesa y desconcierto de la modernidad. Estudios literarios y culturales


359
en América Latina, de Raúl Bueno —Premio de ensayo Ezequiel
Martínez Estrada, Casa de las Américas, 2012—, emite una serie de
intensas sugerencias al lector. Lejos de concentrarse de manera
unidireccional sobre la cuestión de la modernidad —tan debatida en las
últimas décadas en las mallas intelectuales de América Latina que a
menudo se presentan polarizadas en exceso, y en otros momentos confluyen
hacia preocupaciones redundantes—, esta compilación de ensayos abarca
cuestiones de una diversidad que obliga al lector a una lectura de alta
participación, de la cual dependerá en buena medida que aflore la unidad
esencial del libro mismo. Promesa y desconcierto son términos que parecen
entroncarse —y de ello, a mi juicio, lo hacen en un sentido de otredad de
gran interés culturológico— con la idea de Freud, tan lejana ya, pero
siempre con determinada vigencia, acerca del malestar de la cultura.

En la hora presente, la cuestión ya no radica en la noción de ella como


sistema de represiones, ya sea desde una perspectiva psicoanalítica clásica,
ya sea desde la óptica de Foucault sobre el poder y la represión. La cultura,
en tanto objeto de indagación crítica, con frecuencia devastadora, ha dejado
paso a una perspectiva que, si no es enteramente opuesta, constituye una
transformación provocadora y, también, necesaria en los tiempos que corren
para nuestra América. La expansión de esta angustia, y su consecuente
examen crítico, ha conducido a que se observe una cierta coincidencia de
desvelos compartidos en los trabajos de intelectuales latinoamericanos,
como Ángel Rama, Nelly Richard, Néstor García Canclini, Antonio
Cornejo Polar, Luis Britto, Araceli Amaral o el propio Raúl Bueno. Se trata,
en el fondo, de una respuesta continental a una crisis mundial que Pierre
360
Bourdieu ha caracterizado en su ensayo «La cultura está en peligro»,
donde comenta:

Como mostró Pascale Casanova en La república de las letras, la


«Internacional desnacionalizada de los creadores», los Joyce,
Faulkner, Kafka, Beckett o Bombrowicz […] nunca hubieran podido
existir y subsistir sin una tradición internacional de interncionalismo
artístico y, más exactamente, sin el microcosmos de productores,
críticos y receptores entendidos que es necesario para su
supervivencia y que, constituirdo hace mucho tiempo, ha logrado
sobrevivir en algunos lugares no azotados por la invasión comercial.

Esta tradición de internacionalismo específico, propiamente cultural,


se opone radicalmente, a pesar de las apariencias, a lo que se
361
denomina la «globalization».

El libro de Raúl Bueno, en efecto, responde, a nivel de Latinoamérica, a una


tendencia similar, pero marcada por las especificidades de la región, que en
la actualidad son de tal índole, que obligan a descartar, de una vez por
todas, el tópico del mimetismo eurocentrista que ha sido achacado por tanto
tiempo a la reflexión continental sobre su propia cultura. Promesa y
desconcierto de la modernidad da buenas pruebas acerca del alejamiento
cada vez mayor de una postura tal. Véase como ejemplo su concisa
declaración en el ensayo «Hacia una teoría inductiva de la literatura
latinoamericana»:

[…] quiero afirmar positivamente la existencia de la teoría de la


literatura latinoamericana. Quiero señalar que el hecho de que ciertos
proyectos por constituirla hayan quedado aparentemente estancados,
no quiere decir que haya que proclamar su inexistencia, aunque sea de
modo tentativo o estratégico. Intentaré argumentar esa existencia en
dos niveles básicos: en su dependencia necesaria de la literatura a la
que busca servir, y en el modo acumulativo y polémico de su
362
constitución.

El sentido inductivo que defiende Raúl Bueno para la teoría literaria


continental, es, en sí mismo, una invitación a apartarse de toda posición de
vacío mimetismo en el terreno de la teorización literaria —y, por ese
camino, también cultural—. Ello no significa una pretensión de absoluta
alteridad, sino una ponderación de especificidades de la producción literaria
y de la contextualización de la cultura, tanto a nivel continental como
nacional. Por eso apunta: «Las teorías literarias las producen las culturas en
las que se desarrollan, pero de una manera implícita, pues lo que de verdad
363
producen en la literatura que las contiene».

Confieso que el punto de vista de Bueno acerca de la necesidad de enfocar


de manera inductiva toda teoría literaria latinoamericana, me parece mucho
más estimulante y constructivo que la propuesta —a mi juicio extrema y
obsesiva en su identificación de un imparable y al parecer vertiginoso
sentido dialéctico de los procesos literarios— del teórico marxista Terry
Eagleton, quien, en Una introducción a la teoría literaria, expresa una
voluntad de subrayar de modo tan absoluto la importancia de la recepción
social de la literatura para una comprensión de ella, que esta posición lleva
al ensayista a una declaración muy discutible, pero que nos interesa como
evidencia de la posición por completo ajena de Raúl Bueno al respecto de
una necesaria, y a mi juicio válida, teoría literaria latinoamericana
construida desde la inducción. Señala Eagleton, en un pasaje en que,
sorprendentemente quizás, niega a la propia literatura como institución
cultural objetiva, y por tanto, implícitamente, a la propia teoría literaria, de
modo que su rechazo a esta teoría parece abarcar también un mentís a toda
teoría cultural que no se asiente sobre una consideración a ultranza del
fenómeno de la recepción social, lo cual se evidencia en su escasamente
velada alusión negadora de las teorías de los juegos de Johan Huizinga y de
Roger Caillois:

[…] puede considerarse la literatura no tanto como una cualidad o


conjunto de cualidades inherentes que quedan de manifiesto en cierto
tipo de obras, desde Beowulf hasta Virginia Woolf, sino como las
diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No es
fácil separar, de todo lo que en una u otra forma se ha denominado
«literatura», un conjunto fijo de características intrínsecas. A decir
verdad, es algo tan imposible como tratar de identificar el rasgo
distintivo y único que todos los juegos tienen en común. No hay
absolutamente nada que constituya la «esencia» misma de la
364
literatura.

Como puede verse, Raúl Bueno está lejos de una posición semejante. Es de
señalar, además, la importancia de que postule, de manera por completo
clara, una posición negativa a todo dogmatismo en la estructuración de una
teoría literaria latinoamericana, transparente en esta afirmación de este
ensayo —que reitera una actitud epistemológica asumida desde un libro
suyo de 1991, Escribir en Hispanoamérica—:

La literatura latinoamericana (sus sistemas literarios) contiene(n) su


teoría, todas sus posibles teorías a condición de que estén
honestamente construidas. Es labor nuestra —de sus críticos y
365
teóricos— el expresarla, es decir, el inducirla y hacerla evidente.
De este modo, Bueno enfrenta la teoría literaria de nuestra América como
una realidad que existe, aunque no haya sido expresada en toda su
366
amplitud: es una expresión que me agrada respaldar desde una
perspectiva diacrónica —la del constructo que va ampliándose a lo largo del
tiempo, ajeno a las posiciones de rebote absolutizador— , aun cuando pueda
resultar sorprendente para quienes, con plena consciencia o no de lo que
significaba en términos de una depreciación de la cultura continental, han
venido sustentando, en épocas diversas, que nunca ha existido —insinuando
incluso que incluso nunca podrá existir— una teoría literaria
latinoamericana, que en todo caso estaría, como versión deforme y
calibanesca, encadenada de forma imitativa —algo muy distinto de la
hibridación— a los supuestos cánones —como se puede apreciar,
inexistentes, por ejemplo, para Eagleton— de la teoría literaria europea y
norteamericana. Apunta Bueno:

Si no tenemos suficiente material para hablar de la teoría de la


literatura latinoamericana como un conjunto orgánico, depositado en
un específico texto metalingüístico, no es porque esa teoría no exista,
sino porque no se la ha inducido suficientemente primero y, por
367
consiguiente, no se la ha hecho explícita en toda su extensión.

Es de gran relieve su convicción en la necesidad de una teoría literaria


inductiva, que, a lo largo del libro, se vincula con posturas semejantes,
ahora sobre una teoría de la cultura y unos estudios culturales que derivan
de la realidad misma de América y no de la imposición, absurda,
mecanicista y casi siempre dogmática, de esquemas teóricos de otras
latitudes. Raúl Bueno expone una concepción sobre las teorías del mundo
cultural latinoamericano en la cual el ensayista pone de manifiesto
voluntario su clara conexión con otros pensadores, de los cuales me interesa
en particular que haya invocado a Fernando Ortiz como uno de sus
predecesores, sobre todo en las lúcidas coordenadas que Bueno adelanta
como encuadre epistemológico para esa teorización literaria en
Latinoamérica, una actividad que él concibe como resultado de una
«colisión permanente y necesaria de paradigmas científicos y culturales de
368
distinto tipo» —europeos, angloamericanos—, colisión que
evidentemente se entronca con procesos de transculturación y de
hibridación, asumidos por el ensayista no como continuación mecánica de
conceptualizaciones de Ortiz y de García Canclini, sino desde puntos de
vista personales.

En su visión de las necesidades futuras y los rezagos presentes de la


modernidad en la cultura latinoamericana, Bueno pasa del tema de la teoría
literaria continental al tema de la comprensión global de las culturas al sur
del río Grande. Apuesta por los estudios culturales no como esquema
repetitivo de lo definido y laborado por los Cultural Studies en sus sitios de
gestación y origen, sino desde la perspectiva de su especificidad en una
aplicación latinoamericana, en la cual los estudios culturales
específicamente latinoamericanos resultan diversos de los originarios.

El entronque es posible, precisamente porque los estudios culturales


anglosajones, luego de la densa dominación del estructuralismo y su
secuela, pero también su cierre, la semiótica de la cultura, abrieron la
reflexión sobre la cultura hacia a) unos enfoques transdisciplinarios de un
dinamismo y variedad antes impensables; b) una mutación del modo de
considerar el objeto de investigación y, por tanto, de los métodos mismos de
la investigación cultural; y c) una remodelación imprescindible de las
disciplinas inter-conexas que, en su día, Cassirer denominó las ciencias de
la cultura.
En realidad, un punto de vista precursor de los estudios culturales —sentido
cualitativo del enfoque, multifacetismo en la perspectiva, interés por el
patrimonio simbólico— nació muy temprano en nuestra América. Basten
los nombres de Cieza de León, de Bernal Díaz del Castillo, del P.
Bartolomé de las Casas— ¿me arriesgo a exagerar si incluyo mucho de las
Cartas de relación? Pues sí me atrevo—, para demostrarlo. El siglo XIX no
desechó esa tradición temprana: José Martí, cuyo interés declarado por la
antropología ha sido ignorado por mucho tiempo, es un caso elocuente por
369
sí mismo. Es tranquilizador que Bueno subraye que puede y debe
hablarse del campo de los estudios culturales latinoamericanos con
especificidad propia, aun cuando tengan relaciones necesarias con los
Cultural Studies.Advierte el autor:

Esta propuesta […] le devuelve al campo una historia más amplia y a


nuestros ee.cc. [Nota: estudios culturales] un programa más denso,
epistemológicamente menos dependiente y más atareado. Sugiere que
los ee.cc. constituyen una larga tradición en América Latina, que en
muchos aspectos anticipan, rebasan, matizan o diversifican los
programas batientes de la hora. Entiende que estos ee. cc. aceptan la
sugerencia renovadora del campo y los programas de los cultural
studies —y de estudios asociados— en cuanto son pertinentes a
nuestra realidad, sin necesariamente rendirse miméticamente a ellos e
invita a ver que nuestros ee. cc. tienen una complejísima tarea en el
futuro, básicamente porque su problemática cultural, basada en una
realidad quebrada y conflictiva […] trasciende, sin desestimarlos, los
problemas socioculturales del momento y sus expresiones discursivas,
para enfrentar el caudal de los problemas de la dinámica etnocultural
de la región: choques que aun reditan los del primer contacto,
aberrantes «lógicas» de discriminación y control, estrategias de
370
resistencia y liberación.

Tiene razón el autor: los estudios culturales latinoamericanos y los estudios


afines, con su propio enfoque y las peculiaridades de sus objetos de estudio,
no debe concentrarse en el instante actual. Debe, incluso, enfrentar posibles
reescrituras de la historia cultural de nuestros países. Pienso, por ejemplo,
en que durante muchos años se suscribió en la historia literaria cubana, que
los años inmediatamente siguientes al 1898 —con el amordazamiento de lo
esencial de los ideales independentistas y la posposición del programa
patriótico y cultural martiano— fueron un período de ausencia
prácticamente total de poesía.

Una perspectiva más culturológica que estrictamente encerrada en una


historia literaria tradicional, permite comprender que, para decirlo con
términos de Ángel Rama y del propio Bueno, lo que ocurrió en esa colisión
tremenda del 98 fue una nueva irrupción de la ciudad oral —a través de los
humildísimos poetas cantores de lo que en Cuba se conoce como la trova
tradicional—, que asumió, en el contexto de una enorme conmoción
política, ideológica, étnica, cultural e incluso religiosa, una intensidad que
se acrecentó frente a una ciudad letrada que, con fuerza especial, había
quedado quebrantada por el violento impacto entre el independentismo, la
colonia tradicionalista española y la emergente ingerencia neocolonial.

Los estudios culturales latinoamericanos, las indagaciones —


imprescindiblemente plurales y, también, con Bueno, de necesario enfoque
inductivo— son presentados en este libro como una opción liberadora y una
operación de rescate del pasado y presente de los ámbitos diversos en que la
cultura latinoamericana nos envuelve.
Una vez más, Varela

La ensayística es uno de los géneros más antiguos de la historia cubana.


Una vez que se hubo escrito un poema épico semi-mítico, una pieza teatral
acartadonada y unos cuantos sonetos nada perdurables, los criollos de la isla
consideraron cumplidos sus deberes con tales géneros y se dedicaron a lo
suyo: la oratoria y el ensayo, dos modalidades que son, ante todo, asunto de
espíritu, política y subversión, y con esa carga intencional ocupan su propio
espacio en la literatura.

No hay, en realidad, pecado alguno en ello: no fue un descreído filósofo


sino un hombre de religión, Félix Varela, quien más contribuyó a fundar, en
el Siglo de las Luces, el gran ensayo insular, de peraltada entonación, nítido
fuste estilístico y anchísimo aliento reflexivo, en un archipiélago donde su
régimen colonial no propiciaba, sino al contrario, tales devaneos de la razón
y la pasión. Mucho dejó escrito el presbítero Varela, pero lo más intenso, y
lo que, al cabo, merece por su estatura ser considerado en verdad el pórtico
exacto agudo de la ensayística cubana, fueron sus Cartas a Elpidio, cuya
forma solo ligeramente epistolográfica, disimula apenas que Varela las
estaba escribiendo a un destinatario simbólico: la Esperanza, orientada
hacia un futuro mejor para Cuba en manos de una juventud transfigurada en
patriótica y científica, ético-religiosa y política a la vez. Así quedó
inaugurada una ensayística donde la esperanza, es decir, la aspiración
interminable, sin cuartel y sin mengua, altiva y sin tacha, habría de ser, a
través de más de dos siglos, una temática persistente en los intelectuales y
artistas cubanos.
Cartas a Elpidio se levanta como un ensayo en estado puro, una página sin
afeites de estilo vano ni de estrategia manipuladora. Quiero decir con ello
no solo que está escrito sin palabras vanas, sino que la organización es de
una muscular nitidez. Varela sabe que del presente colonial fernandino no
se puede esperar otra cosa que el chato descaro de un régimen despótico
que, en el fondo, no era más que una lamentable autonomía de negreros,
comerciantes con raíces de alpargata y esperpénticos burócratas. La España
real —o, si se quiere, las otras varias Españas de que habló, en un después
no muy diferente, Antonio Machado— tenía demasiado con sus propios
problemas para ocuparse de gobernar Cuba en términos de metrópoli.
Dejaba hacer a una mesnada despreciable de sátrapas, y nada más. En un
ámbito tal, un ensayista como Varela, esencial maestro universitario con
efectiva vocación patriótica y eclesiástica, no podía sobrevivir socialmente:
quedó aislado, y no únicamente por los tiranos hispanófilos, sino también
por la estéril sordina de la sociedad criolla que él quiso despertar.
Desterrado, desde los Estados Unidos, escribió sobre su esperanza en la
patria, en textos minuciosos, equilibrados, que trazaron el rostro de la
nación cubana que él quería preparar para que no cayese en manos de la
misma gentuza de turbios poderes y caudales mal habidos ya instalada en
muchos palacios habaneros, en las oficinas portuarias, en las haciendas y
viviendas de capataces y mayorales. Su imagen esencialmente ética de la
isla fue el eje fundamental de esos textos epistolares.

Varela dejó sentado un principio a la vez de gran ensayística y de política


entrañable: no se puede hablar eficazmente de la patria y de esencial
libertad, sin reflexionar acerca de la difícil e inestable moral del ser humano
en una sociedad dividida contra sí misma: Cartas a Elpidio también se
proyecta, a la larga, como una meditación fundamental, de estirpe y altura
filosóficas, acerca de cómo se puede ser persona cabal en medio de un
entorno miserable. Varela, en sus ensayos fundadores, se ocupa de delinear
un modelo de ser humano que, en su fervor patriótico, se inter-relacionaba
con un modo de ser cubano. Adelanta entonces la percepción martiana de lo
cubano como epítome de gracia moral, generosidad acogedora, defensa de
la verdad y amplitud democrática. Ese arquetipo fue uno de los legados más
extraordinarios de su gestión política y ensayística.
Como un cristal temblando: para defender la alianza entre el sueño y la
vigilia
Nicolás Guillén, en un Forum de Literatura Cubana, expresó unas palabras
sobre la poesía, por completo esenciales, que luego fueron publicadas en
Granma, el 14 de octubre de 1983:

¿Qué es el hombre sino un ser complejo, sensible, armónico,


inteligente? Es inaceptable que el poeta no viva y cante más que desde
lo alto de su Sinaí lírico, con voz atronadora. Hay Hugo, es cierto, pero
Bécquer existe también; Bécquer, que según es fama, fue leído y
gustado por Maceo. De la Celestina, en la manièrebleue a Guernica,
371
¡cuánto camino recorrido!

Y, desde luego, son palabras decisivas para la cultura nacional. Se ha


andado un largo trecho en la poesía cubana, pero no siempre bien. Ha
habido altos picachos, pero también imitaciones superficiales, algunas
frecuentes en toda la América Hispánica. Por ejemplo, nuestro
Romanticismo asumió más aspectos exteriores de la honda tendencia
europea, que factores esenciales. Octavio Paz, en un juicio muy apretado,
pero en extremo lúcido, escribió:

El romanticismo español e hispanoamericano, con dos o tres


excepciones menores, dio pocas obras notables. Ninguno de nuestros
poetas románticos tuvo conciencia clara de la verdadera significación
de ese gran cambio. El romanticismo de lengua castellana fue una
escuela de rebeldía y declamación, no una visión —en el sentido que
daba Arnim a esta palabra: «Llamamos videntes a los poetas sagrados,
llamamos visión de especie superior a la creación poética.» Con estas
palabras el romanticismo proclama la primacía de la visión poética
sobre la revelación religiosa. Entre nosotros falta también la ironía, algo
muy distinto al sarcasmo o a la invectiva: la disgregación del objeto por
la inserción del yo; desengaño de la conciencia, incapaz de anular la
distancia que la separa del mundo exterior; diálogo insensato entre el
yo infinito y el espacio finito o entre el hombre mortal y el universo
inmortal. Tampoco aparece alianza entre sueño y vigilia; ni el
presentimiento de que la realidad es una constelación de símbolos; ni la
creencia en la imaginación creadora como la facultad más alta del
entendimiento. En suma, falta la conciencia del ser dividido y la
372
aspiración hacia la unidad.

Y, en efecto, esa profundidad visionaria aparece con total energía en la


poesía cubana del siglo XIX en la obra de José Martí. Y solo volveremos a
encontrar esa visión defendida por Arnim tanto como por Paz, en Lezama
Lima, Guillén, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, poetas no
románticos, desde luego, pero sí capaces de tallar poemas en los que, en
efecto, el sueño y la vigilia se entrelacen en un cuerpo enteramente nuevo y
desafiante. Porque, sin ánimo de discrepar de Paz, y aceptando que también
el Romanticismo insular adoleció de esas ausencias que el gran mexicano
señalara, creo que tales defectos son inherentes a la poesía de mediano
alcance, negada —por incapacidad autoral— a la construcción desafiante de
una poesía visionaria.

Recuérdese que uno de los más penetrantes teóricos de la poesía en lengua


castellana, Carlos Bousoño, defendió ese tipo de poesía como característica
de la expresión lírica del siglo XX, y eso sin caer en el lugar ya común —
pero en alguna medida cierto, con perdón de Mirtha Aguirre— de Darío:
«¿Quién que es no es romántico?», algo que es inevitablemente verdad
aunque solo sea por el hecho de que la historia de la literatura, como tantas
otras historias de ramas de la creatividad humana, no puede evitar la
presencia de bases y tendencias que podemos considerar como universales,
tal y como, sin discusión alguna, se reconocen desde hace muchísimas
décadas la existencia de universales lingüísticos.

Como un cristal temblando [Ed. Cubaliteraria, La Habana, 2015], de Lillian


Álvarez Navarrete, tiene, entre sus valores medulares, el de evidenciar
sentidos y trascendencias de una poesía cubana vista en su cabal sentido
orgánico. Y excluyo de esta consideración la banalidad —muchas veces
obsesiva y formalista— con que se considera, en particular en algún que
otro cenáculo más o menos feminista, cuando hablan de todo libro escrito
por una mujer como construido desde una perspectiva de «género» —
término que, como algunos desconocen y otros, interesadamente, deciden
ignorar por aquello de un confuso «estar al día»— que suele limitar el
alcance de la comprensión.

La alta poesía no está determinada por el sexo, sino por un talento


particular, una herencia asumida —se ha dicho, con razón, que cada
generación lírica escoge por sí misma sus fuentes, sus genitores tutelares—
y un modo personal de emplear, replantear y transfigurarlos problemas
estéticos y las técnicas aprendidas del pasado.

Como un cristal temblando reúne una serie de poemas mayoritariamente,


pero no siempre, escritos en prosa. Como pocos poemarios —demasiado
escasos para la buena salud de nuestra expresión poética—, este aborda
con desnuda intrepidez muchos grandes temas —conflictos— de la especie
humana, entre ellos el inasible sentido de la existencia, la índole de la
realidad, el valor del sufrimiento, nuestra capacidad de percibir y de saber,
la desintegración del mundo considerado «real» cuando insertamos en él
nuestra subjetividad y nuestra experiencia. ¿Libro filosófico? Tal vez, eso es
algo que no puede en este caso descartarse, por tratarse de creación poética
de ancha latitud y muy osada estatura. Hay, claro que sí, una autoindagación
paralela a una angustiada búsqueda de una inserción en el mundo; se trata
en lo más general de una poesía de incisiva reflexión sobre la peligrosa
aventura de vivir.

Los poemas allí contenidos nos revelan, como en pocas ocasiones, un


hondo, y, por cierto, totalmente espontáneo sentido del ritmo —esa
condición fundamental del verso capitalmente bueno— y de la melodía, de
forma tal que el lector, en momentos de magia peculiar, puede percibir una
polifonía rítmica de endecasílabos, de ritmos secretos que restallan, como
en el inicio majestuoso de la última estrofa de uno de los poemas: «Bella
locura esta de llovernos por dentro», que recuerda, aunque invertido,
transfigurado en una experiencia estrictamente interior, el terrible y genial
desenlace de Solaris, el filme de Andrei Tarkovski.

Lillian Álvarez evidencia un modo estrictamente suyo de convertir la


percepción acústica en tema de la poesía misma, lo cual implica una audaz
desagregación del sonido, un ensimismamiento en él. Nótese lo intrépido de
semejante tratamiento en un libro estructurado básicamente en prosa, cuya
imagen sonora es siempre más peligrosa y difícil de conquistar que en el
verso. Sin embargo, la autora no se ha detenido ante esta fascinante
paradoja de encubrir el ritmo versal, precisamente para hablarnos del sonido
y de su complemento angustioso, el silencio. Véase este momento: «una
multitud nos ha rodeado, no oímos lo que dicen, no se escucha nada, y
buscamos sus rostros, y ya no tienen rostro». O este pasaje de uno de los
poemas más estremecedores: «He recogido mi pelo, también mi voz y mi
mirada», donde la ausencia de sonido equivale a una aproximarse
peligrosamente a la autoanulación del sujeto lírico, pero también del
universo. El tema de la percepción acústica no siempre tiene que ver con su
secreta anulación por el silencio, sino con prodigiosas transformaciones de
la percepción del mundo: «La cadencia marcial comienza a confundirse
con un paso fútil, gozoso, que cada quien incorpora como puede» (poema
XV). Otras veces el sonido resulta ser un instrumento alegórico.

Una y otra vez diversos poemas del libro anonadas el espacio posible entre
la dura objetividad del mundo y la conciencia del sujeto lírico:

algo está cambiando, comienzan a dibujarse las cosas en los lugares


donde siempre estuvieron se siente el respirar de la casa el aire
entrando y saliendo por las ventanas el ruido afuera empieza a verse
el mundo no estoy sola ya no estaré sola ha sido un instante solo
agónico ya regresas a ti.

Nótese la intensa visión de un mundo que resurge para la voz lírica, que
siente con razón que de ese aminoramiento de la distancia entre la
objetividad y su propio ser significa no otra cosa que conjurar la soledad,
esa otra y más dura experiencia de la muerte. Un poema en verso, por otra
parte, evidencia uno de los varios instantes en que Lillian Álvarez hace que
un yo infinito dialogue con la finitud del mundo objetivo:

De nada sirven las vibraciones del tiempo


ni las brújulas,
ni las consignas,
Nada resiste esta obstinada pendiente.

O cuando escribe uno de los momentos más refinados de la poesía insular:


«Todo sucede adentro y yo estoy fuera, sintiendo solo la luz, el peso de la
luz, la sensata presencia de la luz que me custodia», en que el sujeto lírico
vuelve del revés el universo: es ella quien está afuera, enorme, abrazando la
infinitud de un mundo reducido a luz total. Ese mismo poema vuelve al
tópico acústico, como si la vida fuera enteramente eso, una vibración de
sonidos muchas veces hirientes:

La vida pequeña o feliz o terca jugando con sus naipes, provocando a la


noche, caminando a ciegas. Todo adentro y las manecillas del reloj
acorralándonos a una esquina del tiempo y el silencio, y los oídos
buscando una señal, una mínima señal, cazando palabras, sonidos
lejanos que nos den una respuesta para luego tirarlos a un lado como
perros que se engañan, que equivocan la presa. Y cada engaño es un
regreso al silencio, un brutal regreso al silencio.

Porque el silencio convocado en estos poemas coincide exactamente con la


concisión demoledora con que la poeta alude a «Un silencio de náufragos».
Los textos de este libro son una cámara de ecos, una caverna donde una sola
voz se multiplica, de modo que en un momento exclama «la sangre salta
como rebote de la lluvia y la tierra salta en busca de la sangre y nacen
cuerpos nuevos cuerpos de lluvia sangre y tierra que son mi cuerpo», y
varios poemas más tarde nos revela que su deseo es que nunca la separen de
la lluvia. Porque Lillian Álvarez está hablando de la angustia vibrante de
nuestro tiempo, del retorcido dramatismo con el planeta parece evolucionar
entre la voluntad de existir y la amenaza, nunca antes mayor, de
desintegrarse en una explosión sin nombre. De aquí la belleza total, decisiva
del poema mayor de todo el libro:

No abras las ventanas. Todo afuera está al acecho del resquicio. Unas
manos se alargarán para dibujar círculos ciegos en el aire hasta
tocarnos y, si no nos encuentran, robarán nuestro polvo, el aire sucio
que flota y que también nos pertenece. Un ojo puede ser una ventana,
un pequeño ruido, una ventana, un rayo de luz, la pendiente por donde
rodarán todos los gritos, los golpes, los llamados, hasta formar una
pirámide inmensa a nuestros pies. No abras. No abras nunca.
Abrázame.

No, no se trata de un libro «romántico», ni siquiera a la manera de Novalis


o de las aspiraciones de Paz. Es algo mucho más esencial: es un poemario
que construye, con una intensidad y una franqueza sorprendente, visiones
sucesivas del ser, del sujeto lírico y, también, del latido secreto de esta isla.
Pues lo subjetivo, cuando despliega su estremecimiento más fuerte, se
expande y domina el ámbito principal de lo nacional, ese tremor que Cintio
Vitier supo captar en Lo cubano en la poesía. Se trata de un poemario cuya
fuerza expresiva trasvasa el mero yo, para convertirse en una reflexión
sobre la insularidad subjetiva, tan relevante como la geográfica.

Lillian Álvarez ha sabido captar la disgregación de lo efímero del mundo,


pero también la pertenencia del yo lírico a ese proceso evolutivo: por esta
vía, que solo en apariencia es estrictamente subjetiva, nos habla de la Cuba
secreta que subyace, semejante, en La siesta, de Collazo, tanto como en
Aguas territoriales, de Martínez Pedro. Hay en este libro una conciencia de
que necesitamos —y no solo los poetas— establecer un diálogo cabal con la
universalidad del drama de nuestro tiempo, drama no existencial, sino
gallardamente colectivo. Lillian sabe que nos acosan los símbolos… y que
no todos son confiables. Por eso los imagina, porque la imago siempre va
más allá del intelecto, sabe más, se compromete más en su lucha por una
unidad profundamente humana.

Y sabiendo esto, ahora podemos entender el título. Porque un cristal no


tiembla por temor, sino porque es líquido y solo así, como en las laptop de
nuestros días terribles, puede trasmitir sus datos, sus operaciones, su
milagro tecnológico… y su angustia. Lillian Álvarez defiende nuestra
poesía, posiblemente sin saber, en un momento que el verso
insular necesita, como nunca, ser legítimo y fiel a la sangre y la
omnisciencia que dio forma, a lo largo de la historia y sus terrores, a la
identidad de la nación.
Emilio Ballagas. Visión de la poesía

El 11 de septiembre de 2014 se cumplieron sesenta años de la muerte de


Emilio Ballagas, y hay que convenir en que todavía queda mucho para
alcanzar una valoración cabal de una obra lírica que puede ser considerada
como una de las más complejas, en fondo y forma, de toda la historia de la
poesía cubana. Una de esas zonas pendientes de estudio es la de su visión
explícita de la poesía, dado que no solo escribió diversos ensayos y críticas
sobre la expresión lírica, sino también un texto revelador, «La poesía en
mí», en el cual expuso sin ambages los perfiles esenciales de su propia
poética. Un momento interesante —y temprano— en las reflexiones del
poeta camagüeyano sobre el actor lírico ocurre en «Poesía negra», de 1935,
escrito en un momento de importancia meridiana para la renovación de la
poesía cubana, la cual, en las tres primeras décadas del siglo, se había
desarrollado de una manera centrípeta, como Poveda evidenciaba con
nitidez en «Palabras de anunciación».

Pero en 1935 la lírica cubana estaba enrumbándose ya por caminos de


renovación. Ballagas hace un balance del contexto epocal de esa
renovación, y distingue como corrientes fundamentales las que denomina
373
poesía pura, folclórica y poesía social, para luego añadir una cuestión
fundamental:

Esos tres modos de poesía diferentes no están, sin embargo, tan


distantes —imperativo de la coetaneidad— que no se presten muchos
elementos con que enriquecer sus creaciones. Y es que se hace difícil
encontrar un poeta de hoy verdaderamente ingenuo, virgen de la
374
malicia intelectual.
Es una afirmación de gran lucidez: él percibía modos líricos, no escuelas o
tendencias —como a veces se formula esquemáticamente, pretendiendo
catalogar poetas «exclusivos» de una de estas tendencias—, que
ciertamente se interpenetraban: por ejemplo, Ballagas se movió en los tres
modos, pero también Nicolás Guillén. Algo más importante apuntaba en ese
texto: la índole de la percepción de los contemporáneos sobre el verso. Por
eso afirma: «El poeta actual es hombre que sabe, y solo salva el artificio de
su arte por la dosis —por la calidad— de temblor poético que logra
375
trasfusionar a lo que hay de técnica, de intención, en su obra».

Esa declaración de poética explícita se revierte en un elemento de poética


376
implícita: su artículo «Sobre Nocturno y elegía» es una autorreflexión
sobre su famoso poema.

En 1937 escribe «La poesía en mí», su más importante introspección. Ante


todo, expresa una cuestión que lo distancia de la estética romántica —
obsesionada con la expresión del poeta en sí—, y lo revela como un artista
volcado hacia el universo sensible desde una perspectiva que es, en su
esencia, cósmica:

Como poeta tengo el deber, y el destino de ignorarme. Soy un


instrumento, soy caña hueca, que apenas dispone de unos cuantos
agujeros para graduar el hálito universal […] Mi condición de
instrumento y mi destino de ignorarme no excluyen la posibilidad de
que el espíritu que me rige —para asumir una responsabilidad ante el
Cosmos— procure afinar este instrumento hasta lograr darle las más
variadas y ricas posibilidades de manifestar en sentido actual la
377
eternidad de la poesía.
La poesía, como la literatura toda, va cambiando sus formas con el tiempo,
pero tengo que decir que esta declaración mantiene su vigencia: el poeta
tiene una responsabilidad cósmica —como ser cognoscente, existencial,
social, cultural—, y ello implica una determinada conciencia de sí mismo.
Ballagas declara seguidamente una cuestión también de gran envergadura
estética y ética:

La poesía en mí no es un oficio ni un beneficio. Es una disciplina


humilde, un hecho humano al que no puedo negarme, porque me
llama con la más tierna de las voces, con una inconfundible voz
suplicante e imperativa a la vez. Como poeta no me siento en modo
alguno un ser excepcional y privilegiado […]. Eso quiere decir que
ser poeta es vivir en el mundo y en el universo, en el tiempo y en la
eternidad. Y así el poeta no se queda en esa cosa estrecha y enfática
que ha dado hoy en llamarse «ser humano», sino que es además de
humano otras muchas cosas que andan por sobre lo humano. O que es
378
humano por añadidura.

Es una declaración de actitud ético-poética de la más diáfana nitidez, que él


decidió subrayar un instante después:

Más claro aun: el que es capaz de impresionarse ante la fina


arquitectura de la rosa ha de serlo de sufrir con más intensidad que
otro hombre alguno la injusticia humana […] Yo voy a lo mismo que
proclaman los hombres del énfasis y de la prioridad política, pero por
un camino diferente: el camino que me traza mi condición de hombre
379
cristiano y poeta con ansia totalitaria”.

Véase en ese último calificativo que esa aplica, la insistencia en su voluntad


de una poesía de aspiración universal, de afán cósmico. Ello implica
también una postura cognitiva, que el propio poeta declara: «Ser poeta
comporta una actitud ante las cosas, una responsabilidad en todos los
órdenes del vivir y del saber. Ser poeta es tomar antes de escribir una
380
actitud vital». Y esa actitud meditativa le permite, dos años después, en
1937, al sopesar su «Nocturno y elegía», escribir sobre este poema suyo:
«Encerrado en las doce estrofas, desprendido de mi corazón, ya el poema
no es mío. Existe ajeno de mí como una cosa que puedo amar, que puedo
381
juzgar».

Esa idea lo acompaña de tal modo, que en 1940 afirma:

La Poesía existe independiente del poeta; muérese de llanto en la


lluvia, se desnuda en una rosa o asciende libre desde la mar en el
júbilo blanco de una gaviota […]. El poeta como el filósofo y como el
382
investigador científico no crea, descubre.

En ese mismo texto, Ballagas se extiende sobre el tópico de que el poeta se


ve obligado a resolver una ecuación

que él percibe y vive como una experiencia (negada u otorgada a


medias a otros), y la manera de decir, de comunicar su visión de modo
que le crean aun prescindiendo —o prescindiendo ante todo— de las
razones; hacer de la palabra un cristal tan sumiso, que dé paso a la
luz, a la porción de luz que el poeta ha tomado de la luz eterna e
383
increada.

Esa concepción cognitiva de la poesía es particularmente tangible en Júbilo


y fuga y en Sabor eterno, cuyo sujeto lírico tiene como emoción
fundamental el gozo sorprendido ante la multiplicidad sensorial del
universo. Ballagas asume que el descubrimiento de aquel se produce a
partir de una actitud de esencial sorpresa, y a ello se asocia el acto de
creación por la palabra. Hay aquí señales muy claras del paso de García
Lorca por La Habana, invitado por Fernando Ortiz, donde el poeta
granadino desarrolló en sus conferencias, entre otros, el tema del duende en
la cultura hispánica. Ballagas escribe en su texto de homenaje al poeta ya
para entonces asesinado:

Cada palabra, en el más sencillo de sus poemas, tiene ese matiz de


sortilegio, de conjuro mágico, de trampa puesta para cazar las cosas
en pleno vuelo y dejarlas plasmadas en el verso con ese gesto
sorprendido que tenían en el instante mismo de ser apresadas. Sin
asombro no hay poesía posible y el hecho lírico brota cuando al decir
384
«el mar» surge enseguida otra cosa que no es «el mar».

Ensu propia concepción de la poesía se orientaba a una actitud de perpetuo


re-descubrimiento del mundo, y a una palabra con denso poder connotativo.
Es una declaración de poética explícita que concuerda a plenitud con la
textura de Blancolvido, de Sabor eterno o de Cielo en rehenes. En 1948
insiste en la idea —tan importante es para él—, y la expresa con tintes
claramente filosóficos:

Decía Juan Ramón Jiménez cierta vez en la Revista Universidad de


La Habana, que el mar no es más débil ni más viril sino el mejor mar,
el eterno y el total. Todo depende, en efecto, de la mirada y el oído
líricos que, al destilar la esencia de las cosas, las transfiguran de tal
modo que nos parecen desconocidas, aunque precisamente desde ese
instante empiezan a despojarse velo a velo. Hay un modo de
“conocer” por la poesía que quizás no sea el único, pero sí un modo
385
imprescindible para nuestra relación con lo existente.
En «La poesía nueva», en efecto, había afirmado ese matiz filosófico de su
poética explícita: «Si la poesía vive por las palabras y de ellas se hace, el
poeta queda convertido en el más vigilante obrero de estas, en un “fundador
386
por la palabra de la boca”, como quería Heidegger».

Ballagas expresó con énfasis la importancia de la asociación secular entre


poesía y canto, como una manifestación más del equilibrio necesario,
cualidad principal en su concepción poética. Por ello, no solo se la
identifica en páginas que escribiera en la década del treinta, sino que
también insiste en ese tópico todavía en 1949, en su ensayo «La poesía
nueva»:

En esto estriba todo el secreto de la poética y del poeta con respecto a


la poesía, en conseguir que el carbón de la palabra se transmute en la
brasa del canto de modo que la luz de su sabiduría presida el fuego de
su emoción y se equilibre con ella sin que el lujo de chispas
ingeniosas o humos que empañen su transparencia turben el sencillo
ritual de atrapar el ave escarlata de la llama en la trampa tiznada de la
387
hornilla.

Se aprecia aquí una postura poéticafundamental, que lo aleja de la


ingenuidad de elaborar una «poesía nueva»—. La poética explícita de
Ballagas encara el problema de la tradición literaria como selección
imprescindible realizada a partir del acervo poético, de la riqueza y variedad
de la herencia cultural. Por eso se atreve a una broma paradójica y, sin
embargo, verdadera: «Yo he inventado la poesía», para añadir al instante:
388
«Otros han venido inventándola antes de que yo naciera».

En 1937 Ballagas reflexionaba sobre la poesía de temas afrocubanos —hay


que decirlo así, dado que él estimó inadecuada la expresión en singular, por
389
la variedad de tópicos que ha abarcado —. Con una perspectiva cognitiva
semejante, se enfrentaba al problema desde una posición esencial y, por lo
mismo, perdurable:

No existe propiamente hablando, y para la filosofía del arte, una


poesía negra, como no hay poesía blanca; por lo mismo que no existe
como hecho profundo una poesía para dueños de hotel, ni para
fabricantes de jabón o para aviadores. No hay poesía aviatriz, ni
poesía marina, ni poesía terrestre, sino encuentro de la poesía con el
aire, con el mar y con la tierra. Poesía blanca y poesía negra son
390
términos correlativos limitadores.

Como evidencia un prolijo ensayo suyo de 1946, Ballagas estudió con


énfasis absorto el fenómeno de la poesía de temas afroamericanos, y supo
advertir que la moda relacionada con ella —de raíz vanguardista— había
contribuido a valorarla de manera inadecuada:

Cuando la poesía negra hace su irrupción en el campo de la lírica


americana con el ruido que suponen las adjetividades de una escuela
literaria —aun cuando se trate de un movimiento de importancia
menor— prodúcese en la crítica un fenómeno de sobrestimación,
porque en el sentido de lo poético, de la «cosa poética» en sí,
interferían conceptos etnográficos, históricos, políticos o
391
sencillamente de contagio colectivo.

Esta valoración suya emana directamente de un punto de vista de Ballagas,


enunciado algunos años antes y vinculado directamente con su concepción
de que la poesía constituye un proceso de búsqueda de renovación continua
y por paradójico que pudiera parecer resulta esencialmente estable, es decir,
una peculiaridad que la Antigüedad romana calificó con la frase nova et
vetera. Tiene interés particular su manera —perspicaz y aguda— de encarar
el proceso de renovaciones de la poesía, eso que ha fascinado tanto a ciertos
críticos, pródigos del adjetivo «nuevo» en todas sus variantes y grados de
significación. En 1943, un texto suyo lo muestra muy lejos de esos
superficiales entusiasmos de ocasión:

Actual es todo lo que tiene vigencia, aquello que perteneciendo a una


época cualquiera guarda sin embargo valores que siguen cotizándose
en la vida de la materia o del espíritu […]. Dando una ojeada
retrospectiva a las revistas, libros de creación y libros de exégesis que
pueden colocarse bajo el epígrafe vanguardista, podemos observar,
sin prejuicio alguno, que el llamado «arte nuevo» es hoy viejísimo en
muchas de sus afirmaciones, como que ha sido en ciertos aspectos la
expresión de la senectud del mundo moderno, la vuelta a la niñez de
los viejos, la aturdida reacción contra el desengaño racionalista […]
la denominación «arte nuevo», «nueva literatura» no dice ni más ni
menos sobre la calidad de la obra a juzgar; es solo un modo de rotular,
un práctico encasillaje histórico. Es nuevo y original lo que ha nacido
392
con el arte y está naciendo con él cada día.

Ballagas trazó perfiles suficientes de su poética explícita —y de su


concordancia con ciertas ideas de otros poetas, como Gerard Manley
Hopkins—, como para que considerarlo un hombre ensimismado en lo que
consideró esencias de la palabra lírica. A sesenta años de su muerte, hay
que decir que su legado no radica solamente en una de las más espléndidas
expresiones de la cultura cubana, y aun del verso en castellano, sino que
también dejó sentada, además de una concepción del quehacer poético, la
absoluta necesidad de una meditación sobre el sentido ético y estético del
verso, concepción que defendió a lo largo de su corta vida y que parece
invitarnos a meditar sobre el presente de la poesía insular.
El poeta tendido junto al mar

Acabo de contraer una deuda con La Azotea. De una manera impensada la


revista me ha obligado a romper un silencio de más de veinte años. Tácita
autopromesa, nunca he publicado una sola línea sobre Raúl Hernández
Novás, a quien me unió una amistad de otros veinte años. Durante los
primeros momentos de esa amistad, en que coincidimos en la entonces
Escuela de Letras y Arte, visitamos, juntos, esos libros que calan hondo en
la juventud. Entonces y después compartimos conversaciones infinitas,
películas que dieron lugar a ensueños y debates, comidas de amistad que él,
como en «Hacia país inaccesible», convirtió en sal de eternidad:

Y no podré decir nunca cómo éramos

Aquella vez en que cenamos juntos, fiel, amablemente…

Éramos jóvenes, sí, y estábamos alegres. Nunca

fuimos tan jóvenes, y hablábamos de nada, sonriendo.

Allí, unos a otros, nos dimos la mirada, las voces,


393
y todo nos hacía recordar lo futuro y yo temblaba.

Sí, éramos jóvenes entonces: Raúl, Emilio de Armas, Aramís Quintero,


Ramón Cabrera, Mariela Landa, Abel Prieto, Carmen Victori, Marcia Pérez
Rivera, Carlos Victoria. Si, como se insiste tanto hoy —a veces por algunos
de los mismos que lo atizaron y que hoy se apresuran en el intento
miserable de borrar sus rostros de entonces—, fueron años grises y
ominosos, lo cierto es que aquellos jóvenes paladeamos los años de
iniciación creadora en un diálogo vibrante, que nos oxigenó, quiero
pensarlo así, para todos los años que habrían de sobrevenir.

Raúl era ya el artista extraordinario que algún día habrá que reconocer
como un poeta esencial de la segunda mitad del siglo XX en Cuba. Sé que no
podría fundamentar eso en cuatro páginas, ni me importa. Quizás esta
petición de La Azotea me siga obligando a enfrentarme a una obra que es
extraordinaria para mí en dos ámbitos: el de la gran literatura, y el más
recoleto de ser evocación, y a veces testimonio, de mi juventud que como
mágico don coincidió con el poeta.

He evadido escribir sobre él. Su muerte me sobrepasó, en primer lugar. En


el mismo momento en que se suicidaba, por odiosa coincidencia, mi
llamada a su número de teléfono fue rechazada por una voz mecánica. Fue
como una carga. Después, vino el silencio, peor porque fue exactamente
relativo: algunos obituarios, conmovidos y por eso solo valiosos. Y más
silencio. Es impresionante cómo las voces más altas de la lírica insular —
Raúl Hernández Novás, Reina María Rodríguez, Ángel Escobar— apenas
han sido valoradas por la crítica. ¿Será que es preferible leerlos, que su
palabra sola por sí misma nos remueve raíces? Aunque así sea, no es
aceptable. Otro factor que me ha impedido escribir sobre Raúl, ha sido una
parte de la crítica que, finalmente, se le ha dedicado. Sigo sin entender
cómo una persona tan sensible, tan culta, y, de paso, amigo de Raúl, como
Jorge Luis Arcos, a quien siempre he apreciado, haya podido realizar una
lectura tan epidérmica de su poesía. Desde luego que cada quien ejerce su
propia comprensión. Sin embargo, no puedo aceptar como válida buena
parte de su prólogo a la poesía reunida de Raúl.

Fue, sin duda, un artista muy peculiar. Hacía más de un año que era mi
amigo, cuando vine a descubrir, atónito, que su poeta favorito era Pablo
Neruda. Lo comprendí al pasar el tiempo: hay en el autor de Embajador en
el horizonte una semejante voluntad torrencial, una concordante estatura
para trazar, en pocos versos, un panorama absoluto: Neruda, de su tiempo
estremecido; Raúl, de la angustia interminable del ser. También hombre de
izquierda, a su modo personal, cabría aplicarle lo que dijo Raúl Roa de
Ballagas: «era un ángel con espada de lirio». Pero en los años setenta ni los
ángeles ni las armas de poesía transubstanciada eran confiables —ojo, sin
comillas—. Los setenta, al margen de su atmósfera terrible, o por eso
mismo, fueron la última década en que el conversacionalismo poético, bien
o mal ejercido, era no solo la tendencia lírica dominante, sino además un
modo que permitía con cierta facilidad el acceso a revistas y ediciones.
Raúl, como Emilio de Armas y Aramís Quintero, pudieron publicar en El
Caimán Barbudo, que había dado a conocer mucho de lo más valioso de esa
tendencia en los sesenta y setenta, pero solo una vez.

Espero no tener que recordar que estoy escribiendo como testigo. Luego de
un par de poemas en El Caimán, volvió el silencio. Es comprensible: la
poesía de todos aquellos muchachos estaba proponiendo, en el primer lustro
de esa década todavía tan mal analizada, nada menos que un nuevo camino
poético, que no negaba, claro que no, el reciente conversacionalismo, sino
que lo fundía en una nueva entonación en que una herencia formidable —
Martí, Ballagas, Orígenes— se explayaba por los mundos cotidianos que el
conversacionalismo había integrado a la poesía cubana. Era una dirección
inevitable de la poesía cubana, y eso lo demuestra que, en las antípodas,
otro poeta ensayaba igualmente —tono lezamiano con tono enraizadoen la
cultura pop—, me refiero a Severo Sarduy —narrador, ensayista y pintor,
pero también impactante poeta y dramaturgo—, todavía tan desconocido del
lector cubano. Un ejemplo meridiano de esta característica se observa en un
poema como «Variaciones en torno de la niña y el árbol», cuyo
neobarroquismo esencial se cimenta sobre un laberinto de ecos de poesía.

Neobarroca, ciertamente, fue su poesía. Nunca un título fue más visionario


que Embajador en el horizonte, que se fue construyendo a fines de los
sesenta y en los primeros setentas, pero que, por cierto no fue su primer
libro concluido, que vino a ocupar el segundo lugar en ser publicado. Su
poesía no fue una repetición de Orígenes, como se insinuó, quizás de modo
interesado, más de una vez. Tampoco es una sucesión de textos de estricta
confesión personal.

Raúl tenía una percepción muy nítida y precisa del mundo. No fue un
freudiano, ni supe nunca que le interesase la obra de Freud. Enfrentarlo
desde el gran pensador austríaco me parece muy poco sensato. Nunca
percibí en él esas dualidades agónicas que se le han achacado con tintes de
psicoanálisis a ritmo de maracas. De dualidad, ningún artista cabal está
exento: la vida no es, como pregonan los dogmas, un tótem estructurado en
leyes inapelables y estables todas para siempre.

La perspectiva del hombre en Raúl es ante todo la de un hombre que se


asoma con libertad al mundo: admirado siempre por la capacidad de
heroísmo humano (la voluntad de enfrentar destino adverso), una y otra vez
construye en sus poemarios sujetos líricos que, desde su finitud
estremecida, enfrentan la enormidad del mundo. Fue ese tema una y otra
vez reiterado, uno de los factores de la incomprensión abrumadora que su
poesía sufrió en los años setenta, en que, tomando como pretexto la poética
del mejor conversacionalismo cubano, y, desde luego, la univocidad
temática que era preferida entonces, la poesía de Raúl no solo resultaba,
como hay que reconocerlo hoy, de esencia innovadora, sino también, y
sobre todo, gallardamente cuestionadora de los cánones respaldados por
revistas y editoriales, al menos hasta que, con los últimos años de la década
del setenta, comenzó a quebrarse a nivel editorial la preferencia exclusiva
por una expresión lírica ya por completo exangüe.

Como pocos, Raúl Hernández Novás expresó la inmensidad del la reflexión


sobre el ser humano, la ineludible importancia del microcosmos, que es el
espacio —también infinito— donde se constituyen los ideales decisivos, la
persona como ser irrepetible, la voluntad moral. Su poesía, ya desde el
silencio de sus centenares de poemas no publicados en el primer lustro de
los setenta —algunos perdidos para siempre—, conquistó para nosotros no
solo otra forma de poesía, sino también un baluarte que defiende todavía la
belleza, la angustia que, emanada de la noción de la flaqueza humana, es
también el impulso para rebasar nuestra estatura. Dijo Jorge Luis Arcos en
el prólogo a su poesía que Raúl quiso, imposiblemente, ser un hombre de
acción. Prismas variadísimos de la interpretación: para mí fue precisamente
un ser humano capaz de aferrarse a una verdad descubierta en sí mismo: «A
la orilla del mar sentado y ciego / el infinito azar los hilos mueve». La suya
fue una voluntad insaciable de trascendencia triple, amalgama de amplia y
dura pasión, de ética y de tangible belleza.Ojalá ese, su norte, siga siendo
nuestro.
José Soler Puig: cultura y neobarroco

Una de las facetas de mayor relieve en la obra narrativa de Soler Puig es su


relación dinámica con la cultura insular, reflejada por el gran escritor con
una intensidad minuciosa, y sin embargo en general poco estudiada.

La semiología fue consolidando a lo largo de la segunda mitad del siglo XX


—en particular a partir del pensamiento de Iuri Lotman y de Umberto Eco
— el punto de vista de que la cultura consiste en un macrosistema de signos
de significado axiológico mediante el cual se logra la comunicación de
valores de cada individuo con la sociedad a la que pertenece, pero también
con el pasado y el futuro de ella; ese proceso de comunicación
específicamente axiológica permite, asimismo, que el ser humano
establezca determinados modos de intercambio con la naturaleza en su
sentido lato, una especie de relación del hombre con el ámbito natural sobre
la base de una percepción valorativa del ser humano sobre su entorno.

De acuerdo con este criterio la cultura incluye una serie de subsistemas —


que funcionan como subsistemas culturales—, tales como los que agrupan a
los signos gastronómicos, los referidos al movimiento —cinéticos—, los
que tienen que ver con los modos de vestir y las modas, los signos de
carácter visual, los musicales, etc. Atendiendo a este criterio, todo escritor
literario asume una determinada postura frente al complejo sistema general
de los signos de su cultura. Incluso hay modalidades específicas en cada
tendencia o movimiento literario en cuanto al manejo de dichos signos; por
ejemplo, hay marcadas diferencias entre el modo en que los románticos y
los modernistas de América Latina utilizaron los signos culturales de sus
respectivas sociedades.
Mientras el texto romántico se asoma de un modo particular a los estratos
populares de la cultura —en particular los referidos directamente al folclor
nacional—, con una óptica que pudiera denominarse como pintoresquista,
interesada en los localismos y su modo peculiar de exotismo de acuerdo con
una perspectiva de refinamiento urbano, el escritor modernista —por esas
alternativas a veces violentas con que un movimiento literario se opone a su
predecesor— se concentra en una perspectiva de aspiración
universalizadora, que muy a menudo prioriza el empleo de signos culturales
supralocalistas. Tendencias literarias del siglo XX latinoamericano, como la
que ha sido llamada «novela de la tierra», retoman el interés romántico por
el color local, pero desde un ángulo no solo realista, sino también
ideológicamente programático; algo semejante, pero con variantes
significativas, ocurre en la poesía de temática afroamericana, mientras que
la poesía trascendentalista latinoamericana de mediados del siglo XX —
dentro de la cual cabría inscribir al grupo Orígenes— proyecta una
perspectiva diferente en cuanto al empleo de los signos culturales.

Por otra parte, la cuestión de una definición de la cultura sigue siendo un


campo de debates, impulsado por una dinámica en la cual intervienen
diversas disciplinas humanistas. Juan Manuel Monfort Prades, al analizar la
reflexión sobre la cultura de José Ortega y Gasset y Hans Freyer, apunta
una cuestión que hay que tener también en cuenta:

Según Freyer, la cultura se asienta en unas determinadas


características de la vida humana que son las siguientes: el ser
humano se mueve por sentimientos y sigue sus instintos, obra con
finalidad, liga representaciones y acuña conceptos. Estos cinco rasgos
de la persona serían el soporte de la capacidad que el ser humano
tiene de crear cultura. Por tenerlas podemos proyectarnos al interior
de las cosas de una humanidad extraña a nosotros y reconstruir
creativamente los contenidos anímicos que hay en ellas.

Si existen unos términos que son relevantes para la teoría de la


cultura, y sin los cuales ésta no se entiende, son «comprender» y
«crear». En la dinámica que es propia de la cultura, la comprensión es
clave para hallar el significado de lo que otros nos legaron, en
cambio, la creación es un movimiento que apunta al futuro. Del
pasado al presente y del presente al futuro se va configurando la
cultura, una dinámica temporal que se encuentra en la entraña de los
fenómenos culturales. Existe por un lado una entrega al objeto con el
que nos encontramos, una curiosidad por su vida, por su origen, pero
también el hombre tiene un comportamiento activo ante el mundo,
una acción creadora que modifica la realidad, que da un carácter
renovado al mundo con el que se las tiene que haber para vivir. Dos
reflexiones muy relacionadas con estos conceptos ponen fin a la
introducción. Por un lado, la presencia de una vertiente interior en las
cosas, «algo» que vive en los libros, en las obras de arte, en las
Iglesias, que nosotros aprendemos al comprenderlos. Tal elemento es
llamado «espíritu», una estructura peculiar con peculiares leyes. En
segundo lugar la necesidad de llevar la imagen de las cosas de un
estado de visión a un estado de conceptualización, esta será la forma
394
de acceder al «interior» de las cosas.

La noción de una dinámica temporal es de gran importancia para


comprender la narrativa de Soler Puig, quien se apoya, en efecto, en una
peculiar manera de captar el movimiento del tiempo en sus diversas
novelas, e incluso apela a una estructuración muy personal en una novela
como Ánima Sola, donde se aspira a dinamitar el tiempo, de modo que las
voces evocadas de manera difusa resultan simplemente remembranzas
mezcladas, sin asidero en una cronología precisa, en una especie de
perpetuo diálogo intemporal que se realiza en un neblinoso espacio humano
, carente de una materialidad realista o costumbrista.

Al desdibujar las cuatro dimensiones espaciales en algunas de sus novelas


más peraltadas —El pan dormido, El caserón, El nudo, Ánima Sola, Un
mundo de cosas—, ¿sobre qué asideros se desarrolla la narración que traza
Soler Puig en cada una de esos libros? Uno de esos apoyos narrativos es,
desde luego, la captación clarividente de la cultura cubana, incluso,
además de ella, de la idiosincrasia nacional. Y es aquí donde se puede
encontrar uno de los pilares de la obra del gran narrador.

La obra de Soler Puig tiene una significativa relevancia en cuanto a su


actitud frente a la cultura. Para comprender esto es imprescindible situarse
en el contexto general de la literatura cubana en el siglo XX. En efecto, la
literatura insular, que ya en la centuria de las guerras de independencia se
había ocupado con insistencia de la captación de elementos considerados
específicamente cubanos, durante el siglo XX continúa, aunque con matices
diferentes, la búsqueda de lo nacional. De aquí proviene la proyección hacia
lo cubano en las obras de grandes autores como Dulce María Loynaz —en
particular en su novela Jardín—; el rescate del componente africano en la
cultura nacional en Nicolás Guillén, pero antes también en la angustia de
Saco y Del Monte sobre el tema, en la concentrada atención al
afrodescendiente por parte de Bachiller y Morales; en la intuición radical de
Martí sobre la inexistencia de las razas en términos culturales; la indagación
antropológica, en fin, de Fernando Ortiz.

La vocación trascendental por la indagación de los orígenes de nuestra


cultura en José Lezama Lima, Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García
Marruz —entre otros miembros del grupo Orígenes—; la angustiosa
pesquisa de los rasgos de la insularidad en Emilio Ballagas y Virgilio
Piñera; la narrativa de Alejo Carpentier, a su vez, oscilaría entre la
conformación de los perfiles de la cultura latinoamericana —zona principal
de su obra— y la percepción de ciertas zonas de lo cubano —en obras
quizás menores, pero no menos significativas, como Écue-Yamba-O—; y
algo similar ocurriría en otros narradores como Labrador Ruiz y Onelio
Jorge Cardoso.

Autores de gran relieve en la segunda mitad del siglo mantendrían —con


énfasis diverso, pero siempre tangible— ese afán de captación de la
cubanía, en particular Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Miguel
Barnet, Reynaldo González, Reynaldo Arenas, Antón Arrufat y Pablo
Armando Fernández a quienes hay que añadir, asimismo, escritores de
reconocido valor como Antonio Benítez Rojo, Leonardo Padura, María
Elena Llana, Reina María Rodríguez, Aida Bahr, Sigfredo Ariel, Ángel
Escobar o Jorge Luis Hernández, por solo citar algunos de los más
reconocidos. Un examen de las obras de estos autores pone fácilmente de
manifiesto que el reflejo de aristas peculiares de la isla sigue siendo un
factor de gran peso específico en las letras del país.

Soler Puig ocupa un sitio de particular relieve en ese grupo de escritores de


la isla que han atendido con énfasis al reflejo de la cultura nacional. En el
terreno específico de la narrativa, Soler Puig aporta una visión que se
concentra en el proletariado y la pequeña burguesía del país, un vínculo
interclasista que tiene mucha menor o ninguna densidad en la narrativa de
Dulce María Loynaz, Alejo Carpentier, José Lezama Lima o Severo Sarduy.
En cierta forma, su más intensa novela El pan dormido constituye el más
acabado panorama mural de la pequeña burguesía cubana. Pero esta
perspicacia narrativa para la captación de un ámbito social data de mucho
tiempo atrás. Ya en Bertillón 166 aparecen pinceladas que revelan la
extraordinaria agudeza de Soler Puig. Véase con qué total certeza pinta una
sala típica de ese estrato social:

Los muebles resultaban excesivos, debido a lo reducido de la sala. Y


como no eran muy nuevos, ni hacían juego y estaban empolvados, se
tenía la impresión de que estaban allí para su venta. Había dos
balances de caoba —uno sonó, toc, toc, cuando él comenzó a mecerse
— y seis sillas pintadas de amarillo. Entre las sillas, tres sillones de
mimbre —ya él sabía distinguir entre balance y sillón, como los
santiagueros. Junto a la pared del frente, un aparato de radio y un
televisor, los dos sobre una mesa larga, cubierta con un tapete de
encaje blanco. Él se imaginó que ninguno de los dos aparatos
395
funcionaba.

La descripción es de un acierto absoluto en cuanto a tipicidad cultural.


Ahora bien, la agudeza del novelista no se limita a la construcción del
espacio narrativo. También se extiende, claro que sí, a la captación de
problemas sociológicos profundos de la nación cubana. Como cuando
percibe asimismo la distancia que hay entre esa misma pequeña burguesía y
los obreros, un trayecto sicosocial que en la isla daba lugar a problemas de
otro tipo. Soler desmenuza los sentimientos del negro comunista frente a la
novia de Rolando Cintra:

A él se le iba formando un nido de rencor dentro del pecho.


Súbitamente, se dio cuenta y puso toda su voluntad en conseguir su
destrucción.
¿Qué le estaba pasando? Desde que vio a la muchacha, algo había
comenzado a maquinar contra ella en su conciencia. Cuando —
respondiendo a la presentación de Rolando, hecha a la diabla y sin
terminar— ella había exclamado «Encantada», ya su voz sencilla se le
hizo antipática, pues se le antojó que era fingida.

Le cayó mal la muchacha, así como los muebles, la lámpara, las


flores, la casa, todo lo que tuviera que ver con ella. ¿Sería un
complejo? Ella era blanca, rubia y de ojos azules. Hacía mucho
tiempo que se había sentido vencedor sobre ese complejo. De todos
396
modos, tenía que tener más cuidado con sus juicios.

En tres párrafos he aquí expuesto un conflicto sicosocial de la isla, trazado


con una limpieza —de estilo y de perspectiva ética— infrecuente en la
narrativa cubana. No falta en la novela un escorzo de la vida de Vista
Alegre, el barrio de burguesía media y alta de Santiago de Cuba. Con
similar concreción, y con el mismo tino, el novelista capta en dos trazos una
mentalidad social. Del mismo modo en Bertillón 166 hay un par de
pinceladas maestras sobre las relaciones entre los sexos, marcada por un
machismo de gran intensidad:

— ¿Qué pasa en esta casa, Sofía? —preguntó y el tono de jerarca


exigente que le dio a la voz le salió con un trémulo acento de
impaciencia.
La mujer lo miró desamparada, con el rostro compungido y húmedo
de lágrimas, en una muda confesión de derrota. Se frotaba las manos,
una contra otra, hundidas en el regazo, y dejaba correr el llanto por las
397
mejillas, sin sollozar.
En el año de enero, sin duda la novela menos lograda del autor, no deja, sin
embargo, de dialogar con el marco general de la cultura nacional. La
fidelidad al ambiente popular es una aspiración constante del texto. Una
serie de signos remiten una y otra vez a lo cubano más cotidiano, ya sean
estos del vestuario —chinelas, camisillas, ropa de trabajo—; la referencia al
«olor del trabajo» de los proletarios. Uno de los personajes burgueses mira
trabajar a sus empleados y piensa: «Ahí están: sucios y con su peste a sudor,
andando rápidos, de aquí para allá, haciéndose los útiles, dando escobazos,
398
recogiendo cosas, ordenándolas, como si fueran grandes trabajadores».
Soler se apoya, aquí y allá, en el carácter sígnico del vestuario, que no solo
puede evidenciar un significado social, sino también político, lo que
permite que un personaje de la novela, antiguo militar del ejército
batistiano, reflexione:

¡Hum, miedo yo! Con tantos años que estuve en el ejército, donde hay
que ser macho de verdad. A veces uno se rifaba la vida, muy a
menudo en los dos últimos años. No estuve en campaña, pero aquí en
Santiago, a cualquiera que llevara un traje le entraban a balazos…
Hubo algunos casos, pero yo nunca tuve miedo, ni entonces, ni
399
antes… Me fajaba con cualquiera. Y no atenido al traje.

A pesar de su total fracaso como novela, En el año de enero pueden


encontrarse verdaderos retratos de la vida urbana de Santiago, los cuales, a
la vez, son señales inequívocas de aspectos de la vida cotidiana en la isla.
Véase un breve ejemplo de ello:

El sol todavía no alcanzaba la plaza de Dolores, pero ya cubría la


cúpula de la torre de la iglesia. El «Nuviola» estaba lleno. A veces,
una voz se elevaba sobre el rumo zumbante de las otras. Ante las
pequeñas mesas de superficie de mármol, hombres trajeados y en
mangas de camisa, con cabeza descubierta algunos, y otros con
sombreros, boinas y gorras de todo tipo, comían su pan con
mantequilla o emparedados de jamón o pastelitos, con café con leche
400
o jugo de naranja.

En el año de enero (1963) careció de las intensas calidades de la anterior.


No obstante, en ella el autor se mantuvo fiel a su apego a la cultura popular,
y por ello aunque esta obra, en su último sentido narrativo resulta muy
endeble, contiene pasajes capaces de captar de manera sintética modos
específicos y humildísimos de lo cubano: «Sobre ellos estaba el frío del
amanecer, el silencio que envolvía la casa, la luz pobre del bombillo y la
401
atmósfera pesada de las habitaciones cerradas». Asimismo hay momentos
en que el lenguaje en cierto sentido se empina en expresividad literaria,
pero aferrado siempre al tono popular más característico:

A uno le parece que va a venir un soldado, un soldado con su traje


amarillo y su guapería. Compraría un periódico, me sobra un real de
la peseta… No. ¿Y los cigarros?... La sombra también grita, grita
desesperadamente, y no se sabe de dónde le salen los gritos… La oigo
como si estuviera todavía debajo de la lona: vuelvo a sentirme otra
402
vez sin poder sobre mí mismo, con la vida apenas prendida a la piel.

Con mayor insistencia que en Bertillón 166 se concentra Soler Puig en el


ambiente obrero, y resulta en general eficaz su modo de captar el espacio
403
del trabajo —el taller, su actividad y sus adminículos—, aunque también
404
presta atención al ámbito de la vida del hogar. Ahora bien, mucho más
que la captación literaria del espacio, importa en El nudo el lenguaje
coloquial de los personajes, trabajado de modo que no solo cumple una
función comunicativa y cognitiva, sino también una tercera de
caracterización cultural, como en el siguiente pasaje, uno entre los muchos
con función cultural que pueden entresacarse de la opera omnia del
novelista:

Once pares de pies, once personas, que no son muy personas, después
de todo. Pero hablan como cien. Uno oye hablar y no sabe cuáles son
los pies del que está hablando. Se eriza uno un poco. Esto tiene algo
de brujería.
— ¿De qué murió?
Eso lo han preguntado más de cuarenta veces.
— De acidosis.
405
Le dan más importancia al «de qué», que al hecho de morir.
Pues pocas veces la literatura cubana ha contado con un autor tan
ensimismado en la cuestión del lenguaje insular y escuchar sus perfiles
idiosincrásicos. Michel Foucault señalaba una cuestión fundamental en
cuanto al lenguaje:

El lenguaje es, como saben, el murmullo de todo lo que se pronuncia,


y es al mismo tiempo ese sistema transparente que hace que, cuando
hablamos, se nos comprenda; en pocas palabras, el lenguaje es a la
vez todo el hecho de las hablas acumuladas en la historia y además el
406
sistema mismo de la lengua.

En esta perspectiva de Foucault, el lenguaje es concebido como una especie


de líquido amniótico, un ámbito de vivir conformado por devenir de la
sociedad. Esa importancia esencial del lenguaje para la existencia humana
se proyectaría, en el criterio del filósofo francés, sobre la obra misma de la
literatura:

Digamos que está esa cosa extraña en el interior del lenguaje, esta
configuración del lenguaje que se detiene sobre sí, que se inmoviliza,
que constituye un espacio que le es propio y que retiene en ese
espacio el derrame del murmullo, que espesa la transparencia de los
signos y de las palabras, y que erige así cierto volumen opaco,
probablemente enigmático. Eso es en suma lo que constituye una
407
obra.

Esa reflexión de Foucault se refiere a toda la literatura. Incluye, pues, la


obra de Soler Puig. Lo interesante es que el novelista cubano, ignorante del
pensamiento del gran filósofo francés, releva una percepción peculiarísima
del lenguaje con el que trabaja en tanto murmullo que proviene de su
entorno social, vale decir, de su cultura. Y aquí, tanto como en la alusión
constante a diversos ángulos de la cultura cubana, radica su más fuerte
conexión con esta, característica que fue acentuándose a lo largo de la vida
creadora del gran narrador.

En 1964 apareció la primera edición de El derrumbe —tampoco una de sus


novelas más logradas—, obra menor en la cual, sin embargo, puede
408
observarse una vibración muy fuerte de la norma popular cubana, a pesar
de que ese libro dedica una buena cantidad de páginas al espacio-tiempo
burgués en que desenvuelve parte de la trayectoria del protagonista,
Lorenzo Reyes de la Torre. En todo caso, esta novela de estatura menor se
construye sobre una percepción muy cabal de la norma cubana, en
particular de sus fraseologismos, un aspecto de gran importancia para
comprender la voluntad del novelista de captar los ejes de la cultura cubana
—pero siempre lejos de las chatas maneras del costumbrismo— dentro de
textos obsesionados, más allá del estricto argumento, con una serie de temas
trascendentes: la libertad del individuo y la de la sociedad; la problemática
esencial del ser humano y su angustia vital; la conflictiva trascendencia de
la persona y otros círculos concéntricos de la reflexión de Soler Puig sobre
la existencia.

Pues pocos narradores en Cuba han concentrado con tanta deliberación y


angustia su labor creadora alrededor de meditar sobre una de las grandes
preguntas eternas: ¿Qué es el ser? ¿Cuál es el sentido de la vida? Estas
preguntas, sin embargo, no las formula Soler Puig en términos
asépticamente abstractos, sino en su vínculo más hondo con la cultura. Por
momentos las preguntas de ribete filosófico, las afirmaciones sobre el ser y
su supervivencia, se presentan en una lengua estándar, destilada y fina; en
otros aparece como expresión popular: «El pellejo es la mortaja de todos,
desde que se nace… Un pellejo que se quiere llenar y siempre está
409
vacío…».

Ciertamente, la cima más alta de la novelística soleriana es El pan dormido.


También es su momento más intenso en cuanto a indagación de la cultura
nacional. Una vez más se mueve el narrador entre dos mundos en continua
intercomunicación: el de la pequeña burguesía y el de los obreros. Un factor
cultural de especial relevancia se integra en esta novela de 1975: la cultura
culinaria. Hay que traer a colación aquí la noción, verdadera si las hay, de
que hay dos esferas de la cultura que marcan de modo indeleble al sujeto de
identidad cultural: la culinaria y la danza. Las personas pueden asimilar con
éxito cualquier otra esfera de una cultura ajena, pero las dos mencionadas
constituyen las más duraderas y difíciles de sustituir.

El pan dormido, cuya acción transcurre esencialmente en la panadería La


Llave, y en el comedor y la cocina del hogar de los Perdomo, gira una y
otra vez alrededor de aspectos de los valores culturales gastronómicos, de
aquí isotopías como la relacionada con los indescriptiblemente deliciosos
pasteles de pollo, el pan de huevos, las galletas de cristina; mientras toda
mención de platos de la cocina insular aparece como asediada por la
humorística glotonería de Remedios. Pero también el lector llega a percibir
con nitidez la arquitectura de la casa de los Perdomo, a medio camino entre
las reminiscencias del siglo XIX y el tímido diseño de las casas pequeño
burguesas de las tres primeras décadas de la centuria siguiente.

Con más soltura que en las novelas precedentes, Soler Puig aborda rasgos
específicos del vestuario, no en cuanto a modas, sino en lo referido a ciertas
formas de tipicidad, en particular el astroso «túnico de promesa» de la
criada Tita. El pan dormido, incluso más rica en manejo de la norma
popular santiaguera que otras de sus novelas —con la excepción de Ánima
Sola y de Un mundo de cosas—, concentra buena parte del interés narrativo
en las prácticas cotidianas de las dos clases sociales invocadas en el texto.

La voluntad narrativa de Soler Puig en cuanto a dinamitar el espacio-tiempo


tradicional en la novela, su magnético revolver los tiempos y disolver los
espacios, que de alguna manera he venido comentando aquí, construyen un
universo narrado en el cual las acciones cotidianas —liberadas de sus
límites y sucesiones «racionales» establecidos por una causalidad—
aparecen como prácticas sociales de la cultura cubana y en ello radica la
enorme fuerza artística de una novela que se construye desde la cultura,
como sustento mayor de su arquitectura y no como elemento de
ambientación decorativa o costumbrista. En el brillante ensayo La
invención de lo cotidiano. Artes de hacer, Michel de Certau afirmaba una
cuestión fundamental en relación con las prácticas cotidianas de una cultura
específica:

Se puede suponer que estas operaciones multiformes y fragmentarias,


relativas a ocasiones y detalles, insinuadas y ocultas en los sistemas
delos cuales estas operaciones constituyen los modos de empleo, y
por tanto desprovistas de ideologías o de instituciones propias,
obedezcan a determinadas reglas. Dicho de otro modo, debe haber
una lógica de estas prácticas. Es regresar al problema, ya antiguo, de
lo que es un arte o una «manera de hacer». De los griegos a
Durkheim, pasando por Kant, una larga tradición se ha dedicado a
precisar las formalidades complejas (y para nada simples o pobres)
que pueden dar cuenta de aquellas operaciones. A través de este
sesgo, la «cultura popular» se presenta de un modo diferente, así
como toda una literatura llamada «popular»: se formula esencialmente
en «artes de hacer» esto o aquello, es decir, en consumos
combinatorios y utilitarios. Estas prácticas ponen en juego una ratio
«popular», una manera de pensar investida de una manera de actuar;
410
un arte de combinar indisociable de un arte de utilizar.

Una y otra vez El pan dormido transcurre como una combinatoria de


prácticas cotidianas, mucho más generales y caracterizadoras cuanto, en
última instancia, no son estrictamente cotidianas en el sentido de realizarse
cada día, sino que aparecen bajo la difuminada luz de lo más general de la
cultura, aquello que se realiza fuera de toda datación, ya sea estrictamente
cronológica, ya sea histórica. Es el lenguaje el ámbito de existencia de las
prácticas cotidianas en El pan dormido.

En este sentido, son los modos de hablar los puentes que permiten el
contacto profundo entre los pequeño-burgueses Perdomo y sus empleados
de La Llave. Esta postura narrativa de Soler Puig no es precisamente
ingenua: años después de publicado El pan dormido, en la novela Ánima
Sola —donde reaparecen los personajes de la primera, pero aun más
liberados del espacio-tiempo, dado que hablan desde la muerte— se
exacerba aun más el énfasis en el lenguaje como instrumento noseológico y
expresivo, de tal modo que ambas novelas pueden ser revisadas desde una
idea de Michel de Certeau sobre el anónimo y popular lenguaje de la vida
cotidiana:

El hombre sin atributos anunciaba esta erosión e irrisión de lo


singular ode lo extraordinario. Tal vez sea precisamente el pequeño
burgués quien apresura la aurora del nuevo heroísmo, enorme y
colectivo, al estilo de las hormigas. A decir verdad, la llegada de esta
sociedad de hormigas ha comenzado con las masas, las primeras
sometidas a la cuadrícula de las racionalidades niveladoras. El flujo
ha crecido. Ha alcanzado en seguida a los profesionales dueños del
aparato, profesionales y técnicos absorbidos por el sistema que
administran; ha invadido incluso las profesiones liberales que se
creían a salvo de él, y también las bellas almas literarias y artísticas.
En estas aguas, gobierna y dispersa las obras, antes insulares,
transformadas ahora en gotas de agua en el mar, o en metáforas de
una diseminación lingüística que ya no tiene autor sino que se
411
convierte en el discurso o la cita indefinida del otro.

Y, en efecto, en El pan dormido apenas pueden identificarse diferencias


idiolectales entre los personajes adultos de la trama. Se trata de seres cuyos
atributos han sido reducidos al máximo a su evanescente sicología. Y esto
no se produce meramente por una reducción brusca de atributos
lingüísticos, sino por el hecho de que Soler Puig está enfocando una
realidad cultural creciente de la sociedad cubana de fines del siglo XX. Pues
ese inquietante autor no era dueño de una alta cultura teórica, ya filosófica o
filológica, pero en cambio estaba dotado de una afiladísima sensibilidad
para captar los movimientos y rasgos de su propia realidad cultural.
De aquí que el sujeto-narrador en El pan dormido carece de nombre de pila,
y solo hasta que aparezca Ánima Sola sabremos que se llamaba Pablo
Perdomo, que en la primera novela carece hasta de ese atributo elemental,
el nombre que nos individualiza hasta la muerte. Quizás por eso al fin
pueda sea identificado en Ánima Sola, donde ya todos los personajes están
muertos. Es que a partir de El pan dormido el novelista transita de una
novela con sello testimoniador, hacia un modo de narración que cada vez
más se acerca a la angustia, al examen del sentido de la vida. De aquí que
llegue a desarrollar la aspiración de cuestionar incluso la historia misma de
Cuba —entre fines del siglo XIX y principios de la década del sesenta de la
centuria siguiente—, en un torturado examen que, como desde un aleph
realizase Roberto Recio en Un mundo de cosas.

Pero así mismo es fácil identificar en El nudo, una novela de alto calibre,
que hasta hoy la crítica, deslumbrada por la peculiar factura de El pan
dormido y de El caserón, no ha alcanzado a comprender, además, por el
adocenamiento de buena parte de nuestra crítica, anclada aun en gran
medida en un modo de expresión ligado a aquellas venerables
«composiciones» que en la década del cincuenta solicitaban de sus alumnos
los profesores de institutos preuniversitarios. Hay que subrayar aquí, con
Michel de Certeau, que Soler se proyecta ya, desde El pan dormido y las
angustias de su ejecutante del sujet, ese Perdomo sin nombre, hacia el
cuestionamiento de una cultura:

[…] el hombre ordinario está acusado de consagrarse, gracias al Dios


de la religión, a la ilusión de «aclarar todos los enigmas de este
mundo» y de estar «seguro de que la Providencia cuida de su
existencia»? Por este medio, se apropia a buen precio de un
conocimiento de la totalidad y de una garantía de su condición (a
412
través de la de su porvenir).

Pues ya en esa novela de formación de los niños Perdomo se advierten, aquí


y allá, señales inequívocas de ciertas obsesiones, donde, socapa de la
limitada capacidad de comprensión del niño narrador, Soler Puig se
cuestiona la aspiración ilusoria a entender el mundo en la enorme amplitud
de sus misterios; la tendencia a confiar en una protección ultrasensible para
el presente y el porvenir, modos de percepción y actitudes del espíritu que
abren el camino a la expresión de cuestionamientos, inquietudes y angustias
que aparecen con más libertad en sus novelas posteriores, tontamente
catalogadas por algunos como «actitud espiritista», cuando no se trata sino
de la presencia —bien inusual en nuestra novelística— de una meditación
filosófica y trascendente sobre la vida humana en general, y la vida cubana
413
en particular.

Por ello mismo en esta novela la indagación en el lenguaje se hace más


intensa y segura de sí misma. El pan dormido es una lección de estilo, en
particular en lo que se refiere a empuñar con dinamismo y gracia el nivel
pragmático, cotidiano, de la norma popular cubana, cuya irrupción es
utilizada con una finalidad no pintoresquista o costumbrista, sino de
dinámica síntesis expresiva, como en el siguiente pasaje:

—Al principio todo era una fiesta.

Estaban los liberales como reyes en el campamento, dueños del


terreno, hartándose de carne y viandas, que cerca había un potrero de
vacas lecheras y unas tablas de yuca y campos de ñames y de boniato.
Y el almuerzo y la comida eran banquetes.
Y precisamente en el almuerzo se les ocurrió venir a los muy hijos de
perra.
Vinieron los americanos con las ametralladoras, que en Cuba entonces
nadie las había visto, a no ser en las fotografías de la guerra mundial.
—Qué salpafuera.
Los americanos tiraban balas por millones.
414
—Qué regazón.
Una y otra vez la cultura de la isla resulta visitada por el lenguaje soleriano.
Pero también por la fragmentada, pero intensa, alusión a los más variados
ángulos de una idiosincrasia que el novelista examina despiadadamente.
Así, las actitudes de género y moral sexual, los vínculos entre padres e
hijos; los complejos vínculos entre las clases sociales, la diversidad de
respuesta social de los más humildes —nótese las diferencias entre la
mayoría de los panaderos y la criada Tita—, los modelos opuestos de
conducta social entre Remedios y la esposa de Felipe, con más aspiraciones
burquesas. La corrupción aludida una y otra vez como una práctica
cotidiana en la isla, tipo de conducta que Soler Puig enfrenta desde diversos
ángulos.

Es imposible abarcar en estas pocas páginas la variada y ambiciosa pintura


que traza el novelista de la cultura nacional, de la sicología colectiva, de
una enorme variedad de operaciones sociales cotidianas. Solo El caserón
merecería, sobre todo en el terreno de las relaciones entre los géneros, y del
trazado de la difícil convivencia en esas casas colectivas que,
paradójicamente —pues el significado original del término se alude a un
espacio no habitado— llamamos solares.

Un mundo de cosas retoma esos procedimientos, pero con una mayor


ambición panorámica, que aspira a trazar un enorme fresco de la historia
cultural y política de la isla, con un nivel de ambición que, posiblemente,
constituye uno de los factores que limitaron en alguna medida la eficacia de
la novela.

Cierro estas breves reflexiones considerando algunos aspectos de El nudo,


una obra que merece un estudio particular lejos de esquemas prejuiciosos.
Publicada luego de Un mundo de cosas, esa novela pone en función toda la
experiencia acumulada en cuanto a escuchar el murmullo cabal de la cultura
insular. Pero en El nudo Soler Puig focaliza con mayor intensidad el mundo
del trabajo, y, para mayor interés, la posibilidad de transitar desde ese
ámbito social a uno de diseño burgués —de nivel medio y no de pequeña
burguesía—, tal como logra el protagonista, Ramón Fajardo.

Pero a diferencia de las novelas anteriores, en esta la meditación se


concentra casi exclusivamente en el sentido de la existencia humana, en el
componente espiritual de las acciones humanas, en la necesidad de una fe
de vida. Con una audacia que todavía resultaba inusitada en aquel año 1983
de su publicación, el autor impulsa a su protagonista a filosofar —pues no
cabe otro término— acerca de qué es el hombre, de modo que Fajardo
expresa juicios tan intensos como este: «Es posible que el hombre tenga una
415
oscura idea de lo que está ocurriendo en él, de su transformación». Es el
único narrador que en un buen número de décadas, se atrevió a tales
meditaciones. En otro momento se advierte la nítida orientación humanista
de esta novela:

Si el que estudia pretende alcanzar la sabiduría, estudia inútilmente,


para engañarse; pero se puede estudiar para ir conociendo un poco
más las cosas, para lograr descubrimientos, descubrimientos que
cambien los conceptos viejos. Todo tiene que cambiar
constantemente, y somos los hombres los que más contribuimos en
416
los cambios, con lo que vamos acumulando en la experiencia.

Lanzado libremente a la reflexión sobre el ser humano, aborda también


problemas relacionados con la tipología de este —un factor de enorme
importancia para analizar los componentes sicosociales de toda cultura—:
«Él tiene la impresión de que aquel hombre quiere hacerles sentir a todos el
417
desprecio del jefe por los subalternos». Y más adelante agregará:

¿Cómo es posible que ese tipo haya llegado a dirigente? Un


oportunista, un gángster; su facha lo hace evidente: un perfecto
gángster. Y no se trata de que él se lo imagine, es que el individuo
pone todo su empeño en parecerlo, como interesado en que le cojan
418
miedo.

Hay otro pasaje en que la meditación sobre el sentido de la vida alcanza una
intensidad capital:

Los muertos parecen más muñecos que cadáveres, dan la impresión


de que nunca han estado vivos, que nacieron así, tiesos, fríos, sin
mirada en los ojos medio abiertos, la cara impávida, y ya metidos en
el ataúd y que se pasan cincuenta, sesenta o más años para engañar,
simulando que vivían, haciendo ver que hacían cosas, que
419
pensaban.

La cavilación sobre ciertos tipos de sicología social lo lleva, de forma


natural, a la valoración de aspectos de la moral colectiva, uno de cuyos
momentos más interesantes —incluso con cierto relumbre estoico— es el
siguiente:

Nuestra desgracia la queremos glorificar, iluminarla con nuestras


obras. Y la hacemos crecer. Somos infelices desgraciados que
creemos en la felicidad de la mentira. Seríamos menos infelices si
mostráramos lo infelices que somos, podríamos ser como los dioses.
La conciencia de nuestra infelicidad nos haría felices; pero no
420
queremos verla, preferimos engañarnos, hundirnos en la mentira.

Su indagación en la idiosincrasia colectiva insular lo lleva a sutilezas de


pensamiento como la siguiente, en que se evidencia su valoración de lo que
Foucault llamara el murmullo que forman las palabras en la cultura: «Hay
cosas que una mujer no debe hablar con un hombre, y no por la moral; una
conversación puede significar tanto como una entrega, aunque no se hable
421
de amor».

Con una conciencia que hoy se me revela impactante, Soler Puig atendió de
manera creciente a los perfiles esenciales de nuestra cultura: idiosincrasia,
lenguaje —ese murmullo colectivo que nos cerca—, arquitectura —la más
reveladora de toda cultura, la de los humildes—, la culinaria, los valores
morales, los vínculos entre los sexos, la familia, el diálogo aceptado entre
padres e hijos, en fin, todas las pequeñas y decisivas operaciones de la vida
cotidiana. Esa actitud de escucha impenitente, ese acarreo de lo peculiar
cubano: ahí está otro de los legados enormes de Soler Puig a su cultura, que
sigue siendo nuestra, en esta isla difícil y gallarda.

Pero esa misma voluntad de meditación sobre la cultura cubana


provocó que cierta crítica desangelada y, sobre todo, muy distante de
nuevos tiempos y puntos de vista renovadores, comprendiera poco y mal a
un autor de la talla y la organicidad de Soler.Es estremecedor, al acercarnos
a ese deslumbrante narrador que es José Soler Puig, comprobar qué mal
comprendido fue en su tiempo. Más allá de premios y reconocimientos
sobradamente merecidos, su obra recibió una difusión internacional muy
pobre y, en términos de su evaluación literaria, la crítica cubana, salvo
excepciones muy puntuales, se acercó a él sin calibrar de modo suficiente la
singularidad de sus aportes y su antelación, en una serie de aspectos, a las
transformaciones que habría de sufrir la novela más adelante en la isla y
fuera de ella.

Lector perspicaz de Lezama Lima, el narrador santiaguero construyó una


arquitectura narrativa que, sin la menor duda, hay que considerar como un
caso de espléndido barroquismo cubano, parigual al del autor de Paradiso y
al de Carpentier. Pero esta es una apreciación que le ha sido
sistemáticamente negada por una crítica literaria de proverbial miopía.

Su primera novela, Bertillón 166, ha sido objeto de lecturas unilaterales, y


de una sistemática docencia aburridora, de modo que terminó reducida a
una especie de testimonio político sin matices: nada podía ser más efectivo
para desviar la atención de sus tangibles valores literarios. Esa opera prima
del novelista está construida sobre dos categorías barrocas esenciales: el
límite y el exceso. La trayectoria de los personajes, constreñida al máximo
por la represión, se desborda violentamente en un lapso estrecho, como una
explosión feroz que, en este caso, no se produce en una catedral
carpenteriana, sino en domicilios y calles diversos de una ciudad
aterrorizada y, sobre todo, harta de una tiranía sin sentido ni futuro. Soler
Puig, todavía inmaduro como narrador, tuvo, sin embargo, el talento innato
de desplegar su texto como una confluencia de dos geometrías: el interior
domiciliario, tenso y atormentado, y el espacio abierto letal de una ciudad
desgarrada más por el terror, la desesperanza y el odio, que por balas
efectivas.

Así esta breve novela se desarrolla sobre la base de excesos sistemáticos, en


los cuales Soler insertó a sus variados personajes, ajenos a una jerarquía de
protagonista y secundarios, cuyas vidas y muertes se entrecruzan de una
manera por completo fragmentada, tal y como en las próximas décadas
habría de manifestarse el campo de mayor experimentación neobarroca, las
series televisivas, esos culebrones de un neobarroco comercial,
contraposición del artístico, pero también su correlato.

Las criaturas de Bertillón 166 tienen una trayectoria vital tan desconocida
como el termino criminalístico que cataloga formalmente sus muertes. Soler
prueba sus armas de narrador con un sentido de la etimología del detalle
con que conforma las imágenes fragmentarias de sus personajes: el sastre,
por ejemplo, es una figura construida a partir de mínimas claves cuya
eficacia no está relacionada con el escaso volumen de su descripción o su
historia precedente. Su origen, sus significados primigenios, su étimo
existencial, tienen que ser adivinados por un lector muscular y participante.

Si el punto de vista narrativo es vital en toda su obra, hay que añadir que
exige continuamente del lector una agilidad inusual para captar esos sujetos
que solo se revelan en una mirada, una actitud, un impalpable gesto. La
combinación de límite y exceso, represión y pasión, la invitación continua a
encontrar el significado original (etimología) de los detalles que construyen
a los personajes, son la base (neo)barroca de Bertillón 166 y será en el resto
de su obra, y en particular en sus hitos de mayor eficacia artística, un
elemento constante. Santiago de Cuba, más allá de su secular núcleo
urbanístico colonial, se convierte en la novela en un laberinto desenfrenado,
cuyo dinamismo visual es nuevamente un índice de que Soler estaba
fundando un nuevo tipo de barroquismo antillano, diferente del barroco
lezamiano —asentado en un gustoso estatismo, de fascinante tallado
decorativo y simbólico— y también del barroco carpenteriano —
deslumbrante en su lenguaje inacabable, sus series escalonadas de vocablos,
su obsesiva descripción conquistadora de una realidad que se quiere
equiparar en prestigio con los viejos tópicos euroccidentales— .

Soler Puig construyó un barroco que no pretende esculpir un nuevo


lenguaje en cuanto a factura epidérmica —a la vez de cromática intensidad
lírica y de solidez narrativa—, ni considera necesario hacer legible su
propia realidad insular, cuyo conocimiento por el lector él dio siempre por
sentado. El barroco del autor de El pan dormido está obsesionado con
captar el laberinto de una vida insular varias veces desgarrada en sus
escasos siglos de existencia. De aquí la proliferación de nudos en sus
novelas: Bertillón 166 carece de epicentro; es solo un conjunto de enlaces
aleatorios, pero convergentes en un punto final que está fuera del texto
mismo, que se ubica —de modo opresivo— en la óptica misma del lector
—quien debe responder la pregunta infinita ¿Hasta cuándo, Señor?—. Pero
esa misma estructuración domina en El pan dormido y en Un mundo de
cosas, donde el novelista se ha regodeado en construir — minucioso y
concentrado— un caos como correlato físico, imagen plausible de la
realidad histórica cubana que se somete a examen en la novela. Soler se
adelantó a su tiempo. No es casual que en la difícil década del setenta,
apareciera —único libro de su particular estatura artística— El pan
dormido, elaborada como un orden del desorden.

Una y otra vez el texto nos advierte de que no hay una realidad compacta y
cabalmente organizada. Se trata de una novela de formación, en la que la
trayectoria de la familia Perdomo resulta una transubstanciación de la
historia insular, pero esa formación se muestra a retazos cortados con burda
e incisiva deliberación, con un aferramiento a imágenes que está conducido
por el azar concurrente. La doble dimensión de la peripecia nacional y
familiar resulta contada, pero no a la manera racional y francesa de Los
Thibault, de Roger Martin du Gard; o al modo crítico y de británico
humorismo de La saga de los Forsyte, de John Galsworthy; y mucho menos
de la densidad atormentada, llena de subterráneos, de Los Buddenbrook, de
Thomas Mann. No hay una perspectiva omnisciente, no hay una gradación
temporal canónica. El sujeto narrador señala en un momento dado de El pan
dormido:

A Reinoso por dentro le está pasando la película de todas las cosas


que se dicen de Arturo Perdomo y su familia. Los Perdomo. Gente
basura, dueños de tiendecitas de ropa, de peleterías de Mecagoendiez,
de ventorrillos centaveros, puestos de pedir limosnas y vendedores
ambulantes de carreteles de hilo y agujas de coser y postales de
422
relajo.

El novelista nos presenta un revoltijo de evocaciones mezcladas,


fragmentarias y que, apenas captadas a pesar de la flaqueza de la memoria,
se dispersan dejando una estela de estremecedor dramatismo, como la
soledad insondable del Perdomo narrador, o una sonrisa de criollo choteo,
como el túnico de promesa de Tita y las carnes mantecosas de Remedios.
Pues Soler Puig, mucho más que Lezama, fue el narrador que supo integrar
de modo orgánico y radicalmente eficaz el humorismo criollo con el drama
entrañable de la nación. Así, pintó como nadie la idiosincrasia cubana, ese
tema del que se suele hablar, pero que jamás se investiga seriamente: las
anagnórisis pueden ser devastadoras. Pero el gran novelista nunca temió
asomarse a esas contradicciones profundas y las convirtió en sangre y
cimiento de sus obras. Véase, si no, el sarcasmo sin recato de la mujer
enloquecida en El derrumbe.

Soler parece concordar —a nivel de sensibilidad que capta las vibraciones


de su contemporaneidad— en sus tres novelas mayores (El pan dormido, El
caserón y Un mundo de cosas) con una tendencia, entonces muy reciente,
que estaba invadiendo el pensamiento euroccidental, pero que en la Cuba de
los años setenta, por supuesto, no había tenido entrada. En efecto, una
década después de su surgimiento, Omar Calabrese comentaba:

En los últimos diez años, a partir de la presión concomitante de


algunos descubrimientos científicos y de algunas teorías filosóficas, la
serie desorden-azar-caos-irregularidad-indefinido ha sufrido una
radical mutación en la ciencia y en la ciencia de la cultura. En la
ciencia, sobre todo: cada vez más se ha abierto camino la idea de que
los fenómenos no siguen todos y necesariamente un solo orden de la
naturaleza; además, se ha concebido el principio de que, a menudo,
fenómenos de apariencia sistémica simple pueden ser susceptibles de
una dinámica talmente compleja que los transforma completamente,
hasta el punto de que la turbulencia de tal dinámica, lejos de ser
inexplicable, es ante todo su principio de transformación específico y
requiere instrumentos ad hoc para ser descrita, interpretada o
explicada. Es la dinámica de ciertos fenómenos tendentes a la máxima
complejidad la que hoy ha tomado el nombre de caos y constituye el
principio de los estudios sobre el «desorden» (las teorías del caos) que
antes de la denominación dada a estos por James Yorke y por Tien
423
Yien Li en 1975 no tenía ni siquiera un nombre.

La organización del mundo narrativo soleriano como caos, es decir, como


una complejidad no estructurada de una manera nítida ni sistémica —en
consonancia con una realidad contemporánea agónica—, se percibía ya no
solo en Bertillón 166, sino también en El derrumbe. Esa característica
palpable del barroco peculiarísimo de Soler Puig se percibe de modo
particular en El caserón, una novela que demuestra con claridad que la
configuración neobarroca no era casual en el gran novelista, sino que, por el
contrario, obedecía tanto a una voluntad específica de narrar, como a una
percepción particular del mundo.

Es por esto que El caserón presenta un espacio físico —el edificio mismo
donde tiene lugar la trama— deliberadamente complejizado, asumido como
entidad de incertidumbre: no hay certeza del tiempo, ni de quiénes son en
verdad los personajes de una trama que alcanza por momentos una estatura
trágica ni, a pesar de que todo transcurre en un mismo espacio edificado, se
puede estar seguro de cómo es en realidad dicho espacio, que carece de
descripción funcional efectiva. Al mismo tiempo —y el cierre de la novela
se encarga de confirmarlo— el texto hace evidente que hay una semejanza
—quizás morbosa— entre los sujetos narradores, que curiosamente son
personajes femeninos, es decir, subalternos en una sociedad contextualizada
en un machismo que, en el momento actual de la cultura cubana (2015),
sigue siendo un condicionante de violencia y desigualdad social.

Hacia la segunda mitad del siglo XX, el principio de incertidumbre,


enunciado en 1925 por Heisenberg, se había consolidado científicamente de
una manera incuestionable. Anclado en la física cuántica, el principio de
incertidumbre había invalidado el determinismo científico afirmado
despóticamente por el siglo XIX y, desde ese ángulo, había contribuido no
poco a preparar la crisis de los discursos autoritarios y dogmáticos que
habría de caracterizar al Posmodernismo. En el momento en que Soler Puig
publicaba El pan dormido, toda esa transformación del pensamiento
científico y de la cultura parecía muy lejos de la realidad cotidiana insular.
Y, sin embargo, habría que replantearse esa novela como un primer síntoma
tangible y perspicaz de la presencia de la sensibilidad posmoderna en la
literatura cubana, como también lo es, posiblemente con mucha más fuerza,
El caserón.

En ninguna de estas dos novelas puede identificarse una magnitud –


estructural, temática, ideológica– que permita llegar a conclusiones de
precisión tajante. Son obras abiertas, configuradas como laberintos
interiores, subterráneos de la autopercepción: ni los hermanos Perdomo —
el principal de los cuales carece, como se sabe, de nombre propio— ni los
personajes narradores femeninos en El caserón presumen de un
conocimiento cabal de sus personales universos. Ni ideologías cerradas, ni
geometricidad de trazado estructural impoluto, ni organización aristotélica
de la acción: son novelas que, por una parte, exigen la colaboración activa
del lector —un lector que no es ya el de Cortázar, lector macho, sino el
lector posmoderno, que debe mirar por los dos géneros y no solo por uno,
como atestiguan El caserón y Una mujer, pero sobre todo el alto relieve de
los personajes femeninos de su opera omnia—; por otra parte, nos hablan
de un mundo de geometría no euclidiana y de discursos no hegemónicos.
Soler Puig se adelantaba más de una década al derrotero futuro del proceso
literario cubano. Y sobre todo, lo hacía cuando el discurso cultural asumía
implícitamente un estatismo.

El caserón levanta un mundo de incertidumbre para el lector y ello es


altamente significativo, puesto que, como el barroco histórico, el
neobarroco transhistórico se nutre de la labilidad de las certezas. No
llegamos a saber qué tan extensa es la arquitectura de la casona trágica que
nos pinta el novelista. Y eso me lleva a pensar en el brillante texto de
Benoît Mandelbrot, «How Long Is the Coast of Britain? Statistical Self-
Similarity and Fractional Dimension» (¿Cuánto mide la costa de Gran
Bretaña? Autosimilaridad estadística y dimensión fraccional), en que su
autor aborda el tema de las curvas autosimilares o fractales. Si Mandelbrot
dejó sentado en 1975 —época en que Soler estaba en el apogeo de su
creatividad— el concepto, hoy fundamental, de fractalidad, hay que
convenir en que el novelista santiaguero, que no sabía nada de eso a nivel
científico, estaba trazando simultáneamente un mundo narrativo cuya
constante son las entidades y mundos fracturados, irregulares y, claro que
sí, enigmáticos. No por casualidad Antonio Benítez Rojo —en La isla que
se repite— asumió el concepto de fractalidad como esencial para el Caribe.
Y esa fractalidad no deja de sugerir una reiteración de incógnitas y arcanos.

Nunca olvidaré la mañana en que el novelista Jorge Luis Hernández me


enseñó la casona solitaria y ominosa sobre una loma, en la que se inspiró
Soler Puig para El caserón. Era desde luego una edificación misteriosa por
sí misma, pero la novela que la recrea no procura una mímesis cualquiera:
más bien habría que decir que Soler configuró su propio edificio, ahora
narrativo, con una finalidad muy distinta, que fue la de asociar
incertidumbre y fractalidad a un discurso narrativo por completo diferente
de lo que se venía practicado entre nosotros, marcado todavía por el eco de
la epicidad política —o politiquera, según los autores— de la narrativa
testimonial de las décadas del sesenta y el setenta, y de los torpes, tímidos
intentos miméticos del realismo maravilloso carpenteriano —cuya
imitación en algunas novelas de tono entre mágico y real-socialista, fue de
lo más deplorable de los años setenta y ochenta—. Soler no tenía nada que
ver con eso. Concienzudo, abstraído por completo en su labor de creación,
experimentó intensamente con el lenguaje, para crear un universo narrativo
que —muy a contrapelo del discurso crítico-literario al uso de los setentas y
aun los ochentas— se regodeaba en la incertidumbre como factor temático
profundo. Por eso es capital el pasaje siguiente:
Se anda como en una oscuridad, sin ver las caras; por muchas caras
que se miren, no se ve ninguna cara: igual que si se anduviera con los
ojos cerrados, dando tumbos con la gente. Es por la ropa. La ropa es
lo que no deja ver a la gente. Si se viviera sin ropas, todo el mundo se
vería tal como es, que Rosita se ve Rosita cuando está en el baño, sin
nada encima. La ropa tapa y por eso hay que imaginar. Por la ropa son
los enredos y la hipocresía.
— Ya tú estás otra vez hablando basura— dice Angelito.
Hay cosas que no se pueden decir, aunque se tengan muy claras en la
cabeza, porque las palabras no alcanzan a decirlas. Explicarle a
Angelito el asunto de la ropa es tan difícil como explicarle a alguien
que nunca ha visto el agua cómo es el agua y sin agua para echársela
424
en las manos para que la vea y la sienta.

Porque uno de los grandes temas de la narrativa soleriana es, desde luego,
otro tópico barroco: el sfumato y la derogación de las delimitaciones
lineales, la búsqueda del claroscuro pictórico que se convierte en realidad
del lenguaje narrativo. Es un epicentro barroco que ni Lezama Lima ni
Carpentier trabajaron. Severo Sarduy, en cambio, sí lo hizo, pero desde un
tratamiento diferente, mucho más intelectual que sensorial.

La crítica literaria cubana ha venido durmiendo una siesta inacabable desde


los difíciles y castrantes años setenta: mucho enfoque tematizado, insistente
historicismo —fuentes, contactos, comparaciones—, sociologismo vulgar,
pero mientras la ciencia literaria cambiaba de derroteros y de lenguajes.
Ciertos intentos de renovación condujeron a un formalismo repetidor de
fórmulas metalingüísticas, proyectadas en incoherentes antologías de
lecturas de teoría literaria… y muy poco más.
Mientras, la incansable labor de divulgación de Desiderio Navarro ha tenido
una imperdonable falta de recepción, incluso en los medios académicos. De
modo que no se trata de carencia informativa: es desidia y herencia pesante
de un semipositivismo crítico, o lo que prefiero llamar un
interpretacionismo sin asideros. No es casual que todavía en el presente,
cuando un joven crítico se apoya en metalenguajes, criterios científicos y
modos distintos de evaluar el proceso literario, enfrente ceños fruncidos,
cuando no exclusiones culpables, como si el cambio de las artes —
imposible de negar, hasta para el más estrecho de los dogmas— no
comportara asimismo una inevitable, necesaria y dialéctica evolución del
discurso crítico-literario y crítico artístico en general.

Soler Puig pagó las consecuencias de ese estancamiento de la reflexión


crítica nacional. Su voluntad de renovación expresiva lo llevó a adentrarse
en un lenguaje narrativo que, tanto como propio suyo, significaba una
concordancia con las transformaciones profundas que se estaban efectuando
mundialmente en otros panoramas literarios, inclusive en la antigua Europa
socialista. La obra de Soler Puig da testimonio de esa transfiguración
inmensa que habría de conducirse en la sensibilidad posmoderna. Él, como
nadie en el panorama literario cubano de la época, se atrevió a afirmar, en
una alegoría formidable y certera, el inminente cambio inevitable: «Las
cosas se están derritiendo y nadie se da cuenta porque todo lo que se derrite
mantiene la apariencia, que la apariencia es la cáscara de las cosas y las
425
cosas son los hombres y los animales y los muebles […]».

Es hora de reconstituir de manera cabal la dimensión de Soler Puig en la


literatura nacional. Su insistencia en la complejidad de la estructura y el
punto de vista narrativos son los cimientos de una renovación (neo)barroca
de ancho aliento, que por una parte resultó la continuación de los caminos
transformadores de Lezama Lima, Novás Calvo y Carpentier en la
narrativa, continuación, pues, del espléndido barroco insular, pero, por otra
parte, es un puente cabal también con el neobarroco de la obra, tan ignorada
entre nosotros, de ese extraordinario polígrafo que fue Severo Sarduy.

Muchos más elementos del neobarroco posmoderno pueden ser calibrados


en la narrativa de este escritor que llega a su centenario sin que hayamos
logrado reconocerle la importancia capital que tuvo como renovador. Su
gusto por la imprecisión, tan fuerte en El pan dormido y El caserón, pero
también en Un mundo de cosas —¿cuál es la realidad efectiva en esta
última novela? ¿el dolor finisecular, la explotación del primer medio siglo
XX, la invalidez posterior del ejecutante del sujet sometido a una
semiparálisis, a una evocación sin otro fruto que la admonición?—. Esta
última gran novela del autor juega a una peculiar distopía, que obliga al
lector a reacomodar continuamente la perspectiva, perdido en un inmenso
espacio neobarroco que es el de la historia misma de su cultura.

En una época en que el canon —artificial si los hay— simetría, nitidez,


claridad de mensaje, pronósticos confiados de futuro, Soler se atrevió a
regodearse en la oscuridad temática, la imprecisión de perfiles, el
humorismo criollo —que él aprendió de Lezama y que no es risa, sino
reflexión adensada— sobre los valores negativos, la entropía, el laberinto
de una vida que, en efecto, puede en cualquier momento derretirse.

Neobarroco, insomne, tallador incansable de su propio lenguaje, tanto como


su extraña, irregular, poderosa narrativa, él mismo encarnó una imagen del
ser cubano esencial. Al igual que su tremenda estatura neobarroca, parigual
a la de su admirado Lezama Lima, esa cubanía de su ser y su angustia vital
constituye su más viviente legado.
Leyendo las cartas de Gaspar Betancourt, El lugareño

Alguna vez leí, en un estudio sobre la correspondencia de Marco Tulio


Cicerón, que el género epistolar era el más difícil de toda la creación
literaria. La razón aducida era simple: es más difícil interesar, atraer e
incluso encantar a una persona específica, que a un público lector anónimo.
De aquí la importancia de asomarse, siquiera con brevedad, a los fascinantes
textos epistolográficos de Gaspar Betancourt Cisneros dirigidos a José
Antonio Saco, por lo que revelan tanto sobre el remitente y el destinatario,
como sobre la situación de Cuba en los años que preceden a la Guerra de los
Diez Años.

El Lugareño, cuyo sesquicentenario de muerte debiéramos conmemorar este


año con mucho más relieve del que hasta el momento percibo en este
complejo año de 2016, solo puede ser con justicia valorado si examinamos
su pensamiento en su devenir, sin parcializarnos en una u otra etapa de su
evolución ideológica. Hay que reconocer que mucho de la injusta sombra en
que ha permanecido el ilustre camagüeyano se debe a la esquemática
parcelación que se ha venido haciendo de su trayectoria, una mirada crítica
parcializada que se ha fijado solamente en sus años como anexionista,
olvidando que, en realidad, el itinerario de su existencia como cubano se
inició precisamente como independentista, y precisamente como
independentista concluyó su vida. Vidal Morales lo valoró en alto grado, al
punto que escribió sobre él:

Era, como decía José de la Luz y Caballero, un patriota a toda prueba,


todo hidalguía y buena intención: de los que nunca estuvieron
conformes con la dominación española: de los que jamás confiaron ni
hicieron caso de promesas de reformas y se burlaba de los que algo
esperaban de ellas, demostrando la entereza de sus convicciones hasta
en el delirio de su agonía, en que rechazaba la sombra de España, a la
que se imaginaba ver ahogando á Cuba, y apostrofándola
426
enérgicamente exclamaba: ¡vete! ¡vete!

Es imprescindible traer a colación un juicio de José Martí publicado en


Patria el 2 de octubre de 1894 sobre Salvador Cisneros Betancourt, llamado
coloquialmente Tina, quien no debe ser confundido con su homónimo
Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, que ni siquiera fuese
pariente cercano suyo, a pesar de la coincidencia de apellidos; en cambio,
era familiar muy próximo suyo Gaspar Cisneros Betancourt. Esa
coincidencia antroponímica con el marqués motivó que se lo llamara
coloquialmente por el nombre pila de su madre:

[…] dada la identidad de nombres, solían aplicarle Nota de L. A. A.:


según hábito muy extendido en toda Cuba incluso hasta la década del
ochenta del siglo XX], el mote que le daban a su madre (Tina), de modo
que cuando alguien hablaba de Salvador Cisneros Tina, sabían que
427
todos que aludía al hijo de Tina, y no al Marqués.

En ese obituario sobre el destacadísimo patriota Salvador Cisneros Tina, una


referencia colateral a El Lugareño que escribe Martí constituye un mentís
cabal para todos los que han querido, en lamentable y mezquino esfuerzo,
restarle dignidad a la estatura independentista de Gaspar Betancourt:

Aun viven, aun habrán renovado la promesa al borde de su fosa —


porque no basta vivir en el destierro para curarle a la patria la
desventura— los que con él, en tiempo de hombres, conspiraron al
lado de Gaspar Betancourt. Ellos dieron con el remedio de la deshonra
428
de todos, que ha sido siempre el sacrificio de alguno.
¿Quién podría cuestionarle a José Martí esta valoración excelente sobre El
Lugareño?

Ya en el siglo XX un historiador tan ilustre y confiable como Emilio Roig de


Leuchsenring insistía en una cuestión esencial relacionada con la formación
primera de Betancourt Cisneros:

A los 19 años de edad se dirigió a los Estados Unidos. No volvería a


Cuba hasta doce años más tarde. […]. En la nación americana puede
decirse, con palabras de Luz y Caballero, que templó el alma para las
luchas de la vida y recibió las lecciones fundamentales que lo armarían
para toda su vida de cruzado de la libertad y del decoro de su patria y
sus compatriotas, pues en Filadelfia y en las tertulias de su pariente
Bernabé Sánchez, conoció las ideas —«oía, aprendía y callaba»— de
José Antonio Miralla, Vicente Rocafuerte, Manuel Vidaurre y José
Antonio Saco, precursores y apóstoles de la transformación política,
social y cultural de la gran patria americana, cuyas doctrinas y
pronunciamientos habían de dejar en el corazón y el cerebro del joven
camagüeyano imborrables huellas, formando su personalidad de
429
patriota revolucionario.

Roig de Leuchsenring, acendrado defensor de la identidad cultural y la


independencia orgánica de Cuba, no hubiera escrito esas palabras en 1962 —
ya en su plena y final madurez de pensador— si no hubiera podido examinar
con minuciosidad la evolución de El Lugareño. Por eso no deja de señalar
una cuestión sobre la cual el esquematismo que ha tildado con ligereza a
Betancourt Cisneros como «anexionista», sin tener en cuenta la evolución de
su pensamiento. Me refiero a su participación en gestiones realizadas por un
grupo de independentistas cerca de Simón Bolívar para recabar su apoyo a la
430
independencia política de la isla. Nos recuerda Roig de Leuchsenring que
El Lugareño: «En 1823 integró, con Miralla, Fructuoso del Castillo, José R.
Betancourt, José Agustín Arango y José Aniceto Iznaga, la delegación
encargada de visitar al Libertador Bolívar en demanda de apoyo para la
431
libertad de Cuba». La desalentadora respuesta de Bolívar a la delegación
cubana es también recordada por Roig de Leuchsenring. El Libertador les
habría contestado: «No podemos chocar con el Gobierno de los Estados
Unidos, quien, unido al de Inglaterra, está empeñado en mantener la
432
autoridad de España en las islas de Cuba y Puerto Rico». Estas palabras
reflejaban una situación objetiva en relación con la política de ambas
potencias en el Caribe y en relación con España.

El Caribe durante los siglos XVI, XVII y XVIII había sido una zona peculiar en
la que, en ocasiones, se había microlocalizado y aun solventado las
contradicciones entre las grandes potencias europeas y se diría que estas
pretendían mantener allí ese status quo. Creo que no puede desatenderse el
efecto que esa objeción de Bolívar debió de haber causado en el joven
principeño.

Por otra parte, es fácil comprender que para el joven Betancourt, si el


Libertador, figura cimera del independentismo latinoamericano, se reconocía
incapaz de ayudar a la voluntad libertaria de los cubanos, había que buscar
otro camino para deshacerse del horror de la colonia. Lo verdaderamente
negativo hubiera sido que Betancourt renunciara por completo a toda
aspiración de mejorar el destino de su patria. Y eso era imposible para El
Lugareño no ya desde el punto de vista ideológico, sino sobre todo desde el
de su noble personalidad. Benigno Vázquez Rodríguez capta muy bien este
ángulo de la cuestión al señalar: «Espíritu progresista y generoso, ante el
estado de indefensión y de incultura en que se debaten sus paisanos, siente
en lo más hondo de su corazón el sincero y desinteresado anhelo de remediar
433
su situación […]».
Pero el activismo social y el espejismo anexionista resultaron salidas
insuficientes para su compromiso con la sociedad cubana. Una carta suya
desde Nueva York a Saco, del 30 de agosto de 1848, nos muestra a El
Lugareño detallándole a aquel argumento que a su juicio podrían explicar la
tendencia anexionista en ese momento:

Pero tú sabes lo que es un Gobierno y cómo debe y puede presentarse


el de los Estados Unidos. Se asegura que están dadas las instrucciones
al Ministro [Nota: se refiere al embajador norteamericano en Madrid,
Mr. Saunders] americano para entablar las negociaciones de compra
pacífica de la Isla. Las razones, los fundamentos no te pueden ser
desconocidos. Cuba es necesaria a la conservación de los Estados del
Sur; Cuba está en riesgo de caer en manos de los ingleses; Cuba corre
el riesgo de una revolución de los blancos o de los criollos disgustados
con su gobierno y maltratados y estafados hasta la médula de los
huesos; o de otra revolución de los negros, procedentes ya de las
sugestiones inglesas, ya del ejemplo de las Colonias vecinas, ya del
aumento de negros que constantemente se introducen siendo público y
notorio que está reorganizada la sociedad negrera a cuya cabeza figura
la Duquesa de Rianzares [nota: sic en vez de la duquesa de Riánsares,
María Cristina de Borbón-Sicilia, madre de la reina Isabel II] y su
hechura Roncali para traer 10,000 etiopes [sic] del Brasil. Todas estas
razones y hechos parece que inducen al gobierno de los Estados
Unidos a tomar cartas en el proyecto de anexión por compra; y a mí no
434
me queda duda de que si no les venden, emplearán otros medios.

Pero su postura anexionista, asumida por sucedáneo de un independentismo


considerado en un momento dado como imposible, era actitud influida
asimismo por el miedo al negro y al mestizaje que marcó a las clases
dominantes de la isla durante las primeras décadas del siglo, habría de ser
superado. Betancourt lo trasluce nítidamente en esa misma carta a Saco, en
que expresa que quiere:

[…] anexión para tener un apoyo fuerte contra la Europa y contra


nosotros mismos que al cabo, Saco mío, españoles somos, y españoles
seremos engendraditos y cagaditos por ellos, oliendo a guachinangos,
zambos, gauchos […] ¡Qué dolor, Saco mío! ¡Qué semilla! ¡Oh! por
Dios, hombre: no me digas que deseas para tu país esa nacionalidad!
¡No, hombre! Dame turcos, árabes, rusos; dame demonios, pero no me
des el producto de españoles, congos, mandingas y hoy (pero por
fortuna frustrado ya el proyecto) malayos para completar el mosaico
de población, ideas, costumbres, instituciones, hábitos y sentimientos
de hombres esclavos, degenerados y que cantan y ríen al son de las
cadenas; que toleran su propia degradación y se postran envilecidos
435
ante sus señores!

Esta actitud, sin embargo, habría de ser dejada atrás por Betancourt. Otra
carta a Saco, del 19 de octubre de 1848, después de haber recibido una
misiva de Saco en respuesta a la anteriormente citada, pone de manifiesto su
436
convicción de que la esclavitud debe ser abolida.

Entre otros historiadores, Benigno Vázquez Rodríguez consigna: «En 1861


regresa nuevamente a La Habana, reconociendo honradamente el error y el
437
fracaso del ideal anexionista».

Por otra parte, vivió un tiempo en que los debates ideológicos en Cuba
estaban más que enturbiados por una polarización esquemática, conducente a
la desunión; él mismo escribió sobre el ambiente insular: «ni aun
racionalmente se puede hablar, porque o lo bautizan a uno de insurgente o de
438
abolicionista, que hoy es peor que insurgente».
En efecto, las opiniones se encrespaban sobre todo en relación con el asunto
capital de la abolición de la esclavitud, que había llevado a algunos a asumir
una postura ético-social de gravísimas consecuencias, descrita como sigue
por El Lugareño: «hoy es delito tener y hasta manifestar compasión de los
esclavos: la humanidad y el buen trato, nada de esto se puede recomendar en
439
el día porque son sinónimos de abolicionismo».

Es solo una pincelada del autor, pero no puede negarse que es


sobrecogedora: la ética social es un componente de la columna vertebral de
toda sociedad, más aun de una que se encontraba en el terrible trance de su
nacimiento como nación. Recuérdese que uno de los aspectos más
deslumbrantes del pensamiento del P. Félix Varela, de José de la Luz y
Caballero y de José Martí Varona es su reflexión enfática sobre los valores
de la sociedad cubana. En este sentido, las cartas y el periodismo de
Betancourt Cisneros se enfocan, una y otra vez, sobre la eticidad social
imprescindible para que Cuba alcanzase su destino histórico. Por eso Roig
de Leuchsenring, al valorar el conjunto de las ideas y la obra de El
Lugareño, declaraba con incuestionable certeza:

Como Varela también, sin desdeñar la labor regeneradora mediante la


educación y el mejoramiento material colectivo, pensó, mantuvo y
practicó que la revolución era el medio único de que los cubanos
lograran extirpar los graves males que padecían bajo el dominio
español.

[…]. En octubre del año 1856 [El Lugareño] afirma, ratificando


solemnemente las finalidades de la revolución que ha propugnado y
propugna: «La libertad de Cuba y su completa independencia son el
440
único objeto de nuestra Revolución».
No podía esperarse otra cosa de un historiador de la fuerza y la perspectiva
ética de Roig de Leuchsenring: no se detiene en el árbol, sino que examina el
bosque, amplio y bien enraizado en la axiología social, de las ideas de El
Lugareño. Por eso agrega una cuestión fundamental que hemos venido
olvidando y que ha influido quizás en el silencio sobre El Lugareño, incluso
en este sesquicentenario:

Con estas declaraciones, El Lugareño abjura totalmente de los


empeños anexionistas a que le llevaron los fracasos de las
conspiraciones independentistas de los Soles y Rayos de Bolívar, de la
Gran Legión del Águila Negra y de la Mina de la Rosa Cubana, y
también la dolorosa perspectiva de continuar bajo el intolerable
despotismo español y el espejismo con que seducía a muchos cubanos
el ambiente de libertad y democracia que se respiraba en los Estados
441
de la Unión norteamericana.

De acuerdo con este punto de vista esencial, el prócer camagüeyano —hayan


sido las que fueren sus transitorias veleidades anexionistas— culminó su
vida en clara y firme posición de independentista. Las cartas dirigidas por él
a José Antonio Saco —indoblegable partidario de la autodeterminación de la
isla— son documentos que evidencian el proceso mismo de maduración
política que llevó a Gaspar Betancourt a abrazar finalmente las posturas de
Saco.

Entre las muchas zonas de nuestra cultura que permanecen aun sin
investigar, se encuentra el lenguaje coloquial cubano en el siglo XIX: ese es el
primer valor de las cartas de El Lugareño, quien, firmando Narizotas, se
dirige siempre a su amigo Saquete con un lenguaje matizado de sabrosísimos
coloquialismos insulares: «Saquete mío: Con el placer que siempre he
recibido tu gratísima, fecha en St. Omer a 4 de julio. ¡Qué babujal tan
pinchín! No te morirás del cólera, pero sí del miedo que te trae de Ceca en
442
Meca». El expresivo empleo de coloquialismos se combina con la ironía,
empleada muy a menudo como ingrediente descriptivo y valorativo en sus
comentarios sobre la confusa situación ideológica de Cuba:

¡Así pudiera salvarse nuestra Cuba, Saco mío! Pero aquí [nota: se
refiere a los Estados Unidos] hay médicos y asistentes leales que
atisben, vigilen y apliquen remedios; mientras que los médicos y
asistentes de Cuba en vez de remedios suministran el veneno que
apresura la muerte. ¡Qué dolor, Saco! Cuba no muere de la
enfermedad; muere asesinada por médicos y asistentes. Pregunta si no,
cómo ha sido el combate reciente entre un buque inglés y tres negreros
sobre las costas de tu tierra: pregunta cuántas expediciones han salido
y se preparan a salir para África, por la Compañía negrera de la [sic]
Habana a cuya cabeza está la madre de la Soberana de España y ama
de la Colonia de Cuba; pregunta con qué engordan el riñón los
Capitanes Generales, todos los empleados, todos los españoles, en fin,
nuestros amorosos padres; y pregunta de qué modo y por qué medios
se proponen conservar la posesión de Cuba, y el derecho de
443
gobernarnos sin condiciones y estafarnos sin caridad ni mesura.

Sus cartas al compinche queridísimo, jalonadas de un fino lenguaje


reflexivo, sereno y, por momentos, majestuoso, son testimonio
imprescindible para un estudio, aun por hacerse integralmente, sobre la
norma lingüística nacional en esa centuria. Pero esto no derivaba de una
estrecha manera personal de expresarse ni mucho menos de una vulgaridad
inconsciente. Muy al contrario, su afición por el lenguaje popular cubano en
su periodismo y varias de sus cartas derivaba de una voluntad ética
expresamente declarada:
Quiero que al leer El Lugareño entiendan que habla un lugareño. […]
Bajo el nombre de El Lugareño ¿qué esperáis encontrar? Un lugareño.
Pues no es engaño; acaso hallaréis un mocito bobalicón, guanguero,
bullabulla, echador de roncas como un andaluz, y llorón como hijo de
vieja, que regaña como marido, suplica como amante, que os tiende
lacitos aquí y allí, y os descubre los lazos que os tienden otros, que
censura vuestras costumbres, maldice vuestras malas manías y repugna
444
vuestras rutinas

En su prosa más apasionada —la de epístolas y la del periodismo— habla


como uno más, para advertir y criticar desde el lenguaje de todos. Su interés
funcional —y sobre todo patriótico— por el lenguaje coloquial se había
iniciado incluso antes de crear su imagen de El Lugareño. Ello no excluía un
dominio cabal del idioma, como cuando —en carta del 19 de marzo de 1850
— le dice a Saco: «Pero escríbeme algo de esa gran República y de su
445
Presidente con ínfulas de Emperador», irónica y elegante frase con la que
evidencia que intuye ya el golpe de estado en la II República francesa y la
conversión de su presidente en el emperador Napoleón III. Lo curioso es que
seguidamente Narizotas regresa al tono coloquial, que resulta no meramente
irónico, sino sobre todo sarcástico:

[…] y échale una zancadilla al Pirineo y llévale algún diente de caimán


o brujería de las que gastan en el Bayamo para enfechizar a la gente, al
niño Paco 1°, o como se llame el niño que ha de parar Isabelilla para
redención de cubanos, según dicen y esperan en nuestra tierra, que nos
redimirán y montearán como cabras descarriadas que son las que el
buen pastor trata de traer al redil, pues que las otras están seguras.
¿Qué dices? ¿Te meterás en el corral? [nota: feroz alusión al esperado
nacimiento de un heredero de la reina Isabel II y de su marido,
Francisco, reputado de homosexual por los opositores de la
monarquía y a las conocidas infidelidades de ella, cuyos hijas habrían
446
sido procreados por diferentes amantes].

Su interés por el prosaísmo coloquial se vinculaba directamente con una


preocupación ética fundamental. En efecto, el 21 de marzo de 1838 había
publicado en la Gaceta de Puerto Príncipe, como refiere Emilio Roig de
Leuchsenring: «[…] un artículo, Diálogo de Tío Pepe. Tío Pepe y el
Lechuguino —donde pone de relieve, por boca del rústico montuno que es
Tío Pepe, la inutilidad de la educación, la cultura y el progreso, si no van
acompañados de las virtudes eternas». Betancourt señalaba en dicho artículo
por boca de Tío Pepe —encarnación de un típico personaje popular,
arraigado en la tradición de la cultura insular— con una afilada ironía con la
cual se burla de la cultura sin substancia y sin valores:

Mis hijos son todos caballeros: ni varones ni hembras saben trabajar…


¡Y qué bien me ayudan! Por eso me has encontrado aquí;
ofreciéndome varias diligencias y he tenido que venir del campo a
agenciarlas personalmente, porque el mayor de mis hijos está siempre
hecho un Pilatos sentenciando las causas fingidas que componen allá
en la academia de bachilleres; otro vive y muere en un caramanchel,
apuntándole [sic] a todos los campanarios y lomas que divisa para
calcular sus nimbos y distancias y alturas; otro no hace más que ir y
venir al hospital y al camposanto a buscar huesos, diz que para sacar
en claro por los chichones y agujeros de las calaveras si los dueños de
ellas eran locos o cuerdos, bribones o santos. De mis hijas no digo
nada: esta mañana salieron después de almuerzo a buscar ferronées y
corcées y quinquées, que Dios me perdone si éstas no son cosas malas,
pues ya es una gracia usar palabras que nadie entiende. La infeliz
Petronila está más achacosa que yo; y mientras los hijos se ilustran y
refinan, no hay quien nos haga una diligencia ni nos traiga una taza de
chocolate. ¡Esta es la ilustración del siglo! ¡Estas son las virtudes del
447
siglo!

En dos pinceladas ha descrito aquí uno de los males mayores que aquejaban
la ideología de muchos de los criollos en el siglo XIX cubanos, entregados a
un tonto mimetismo de modelos culturales extranjeros y entregados a la
torcida noción de que el trabajo era una actividad que no correspondía a las
personas cultas —postura que todavía Martí critica con dureza, sobre todo en
su ensayo Nuestra América, cuando caracteriza a este tipo de criollos como
sietemesinos—.

No fue, pues, un costumbrista superficial, sino reflexivo y con marcada


finalidad axiológica: se sirvió de la crítica de costumbres para ayudar a
despertar la conciencia regional e insular. Los temas tratados en su
correspondencia con el intelectual Saco, por otra parte, son de vital
importancia para comprender no ya los hitos, sino sobre todo los procesos
ideológicos que se desarrollaron en la isla durante la primera y fundamental
primera mitad del XIX. Una carta a Saco, del 30 de agosto de 1848, entra de
lleno en la polémica suscitada en Cuba y fuera de ella por el decisivo folleto
de José Antonio Saco, Contra la anexión. Betancourt, en ese momento
posicionado —pero de modo menos categórico de lo que se suele suponer—
con los anexionistas, le comenta —respeto la ortografía del texto original—
a su amigo bayamés:

El partido anexionista de Cuba es mayor de lo que tú allá en tus


Parises i Repúblicas europeas te lo figuras. Es mi deber de amigo i
hermano de corazón, que por ti Saquete me las tiro i tiraré contra
Cristo decirle: que los hombres buenos, que no te ceden en amor a
Cuba, ni en honradez, ni en santidad de principios i de objeto, i que
solo quisieran poseer tus vastos conocimientos i tu inflexible lógica, se
han indignado contigo al verse clasificados en tus escritos en el
número de los malvados, o lo son, Saco mío, i se han resentido con
tanta más razón cuanto que saben cuánto vale i cuánto pesa una
opinión, un fallo, una sentencia de Saco en la estimación de los
448
cubanos.

Las cartas de El Lugareño a Saco fueron escritas cuando el camagüeyano


aun consideraba el anexionismo como una posición útil para Cuba. A pesar
de ello sus cartas sobre el tema permiten apreciar la debilidad de esa
tendencia y trazan un panorama de enorme interés sobre las polémicas
ideológicas en la isla. Ahora bien, una carta del escritor camagüeyano,
fechada en Nueva Orleans, el 8 de junio de 1851, y destinada a José Joaquín
Roura, quien obviamente le había escrito en relación con una supuesta
solicitud amnistía por parte de El Lugareño y la posible devolución de sus
enormes propiedades en Cuba. Véase el tono gallardo de Betancourt en su
respuesta, que es preciso citar aquí in extenso porque pone de manifiesto,
plenamente, la hombría de bien de Betancourt y la evolución de su
pensamiento en su última etapa:

Ha llegado a mis manos por vía de New York, su atenta carta de 5 de


mayo ppdo. en que se sirve V. comunicarme la publicación del R. D.
de amnistía de 22 de Marzo último, a virtud del cual se consideraba V.
ya legalmente autorizado para comunicarse conmigo como lo deseaba,
por el carácter que tenía de administrador de mis bienes.
Muy reconocido a esta atención de parte de V., cumple a mi amistad
manifestarle que subsiste en toda su fuerza la causa que me privaba de
su correspondencia. El impreso que le acompaño, publicado en esta
ciudad el 9 de Mayo, le hará comprender a V. que los que suscribimos
ese documento, preferimos la expatriación perpetua a los favores de un
gobierno, al cual miramos como al opresor de nuestra patria y
usurpador de todos los derechos de nuestros compatriotas.
Desde que me resolví a conspirar contra el Gobierno español, o más
bien, contra la dominación de España en Cuba, di por perdidas todas
mis propiedades y no he pensado más en recobrarlas sino con la
independencia de la Isla y un gobierno propio, libre y digno de la
civilización de sus hijos.
[…]
No he dejado de extrañar amigo Roura que V., conociendo mi carácter
y mis principios, haya concebido por un momento la idea de que yo
podría aceptar un perdón que no he solicitado, y que aceptándolo
mejoraría mi bienestar personal; pero no en un ápice la causa a que
llevo consagrados 30 años de mi vida. Permítame V. decirle que mis
principios, mis convicciones y mi moralidad política ni se sacrificarán
jamás a intereses materiales, ni a afecciones de familia, ni de amigos.
La causa en cuestión no es mía; es de Cuba y los cubanos, es de un
pueblo oprimido y ultrajado por sus propios progenitores, exheredado
no solo de sus derechos de españoles, sino hasta de los naturales de
hombres y degradado y condenado a la condición de parias políticos o
449
ilotas.

Aquí está, entero, el retrato político definitivo de Betancourt. Otra carta de


El Lugareño, fechada el 13 de mayo de 1852, dirigida a José L. Alfonso,
expresa con claridad la esencia de la trayectoria de El Lugareño: «Yo he sido
y soy insurgente, rebelde, independiente, anexionista, incorregible y todo lo
que se quiera; pero apóstata, no. Ni yo he abjurado de mis principios
político-republicanos ni me he separado un solo día del Partido
450
Revolucionario de Cuba […]».
Y esto, por cierto, es un atinadísimo autorretrato. Empero no es el único que
aparece en su epistolario. En esa misma carta a José L. Alfonso, Betancourt
declara:

Dice usted «que en 1851 me oyó decir que la revolución de Cuba era
necesaria a todo trance, y que agregué estas memorables palabras:
Cuba libre, o aquí fue Cuba». Me explicaré. Convencido como estoy
de que la revolución de Cuba es necesaria, inevitable, y que tiene que
atravesar por entre escollos y peligros, creo que es preciso aceptarla
con todas sus consecuencias, y una vez lanzados en ella la alternativa
es sacarla libre (Cuba libre) o hundirnos en sus ruinas (aquí fue Cuba).
451
Este es el pensamiento que he querido expresar.

Se evidencia un cambio de rumbo en el pensamiento de Betancourt y, sin


discusión posible, el inicio del regreso de Betancourt a sus prístinos orígenes
independentistas, claramente retomados en el texto de esta carta que todavía
algún que otro historiador debiera leer en el centelleante epistolario del
camagüeyano. Otros indudables valores tienen estas epístolas, y no es de los
menos importantes el modo en que Betancourt describe la Europa que
observó durante un viaje a ese continente. Pero, sobre todo, las cartas del
prócer camagüeyano constituyen un panorama general de Cuba en uno de
los períodos más difíciles de su historia.
SEGUNDA PARTE:

EN TORNO A LA CULTURA
El Caribe no es la polinesia

La cultura caribeña sigue siendo un área de infinitas complejidades, todavía


no desentrañadas más allá de una mínima capa epidérmica. Se ha querido
en ocasiones atribuir este conocimiento parcial al hecho de que el Caribe,
en tanto zona de construcción cultural, es todavía muy joven. Sin embargo,
a ese punto de vista que sitúa su prudencia en lo cronológico, puede
objetarse que la cuestión esencial para la interpretación de la cultura
caribeña no puede determinarse, de manera mecánica, a partir de que la
cultura caribeña necesita más tiempo para desarrollarse; el problema, en
términos cultural, se vincula sobre todo con el hecho de que su complejidad
de componentes es más intensa y numerosa.

Hay que agregar a esto, además, que el micro-universo caribeño, al margen


de su corta trayectoria vital en tanto cultura regional, más bien está en
riesgo de retraso que en peligro de prematuridad, sobre la cual advertía
George Lamming en Los placeres del exilio:

Nuestra situación carece profundamente de unidad política y orgullo


creativo. No estamos solos, pero somos demasiado pequeños para
fomentar una carga tal de caos. Y si no se intenta algo positivo muy
pronto, podemos llegar a ser una comunidad aislada de todo lo que en
452
realidad importa en la evolución del siglo XX.

Uno de los factores de mayor importancia para una comprensión cabal del
453
Caribe, es su profundo carácter fractal y el sentido distintivo de una
región donde se funden en hirviente transculturación factores provenientes
de las más variadas culturas del planeta. Esa amalgama, empero, ha sido
también un elemento que, mal observado por ciertos analistas, ha conducido
a la búsqueda de identificaciones parciales que, por su mismo carácter, lejos
de conjurar, intensifican mucho más la construcción de una imagen
disgregada, antes que la organicidad de un rostro integral. En superar este
escollo radica uno de los aspectos más deslumbrantes de El discurso
antillano, de Édouard Glissant, quien, con una clarividencia poco común,
percibe la necesidad de una perspectiva culturológica sobre el Caribe: «[…]
cualquier intento de formar un grupo de investigación acerca del tema nos
parece enraizado en el propio corazón de la problemática de la
454
investigación en ciencias sociales en las Antillas […]». Una de las
cuestiones centrales en el enfoque de Glissant, es su distanciamiento de la
proliferación de dicotomías que ha marcado por mucho tiempo los estudios
455
del Caribe. El énfasis en formular problemas en términos dicotómicos un
elemento que Mireya Fernández Merino capta muy bien al considerar:

Puede observarse cómo ciertos rasgos distintivos sobre los que se


estructura la criollidad tienen sus cimientos en oposiciones como
espacio de origen-nuevo espacio, progenitor-descendiente, pureza
impureza, superior-inferior, propio-extranjero, aceptación-rechazo,
identidad-hibridez. Estas oposiciones caracterizan la retórica
456
alrededor de la cual ha girado el discurso europocentrista.

Además de tales cuestiones que jalonan las reflexiones hermenéuticas sobre


la cultura caribeña, la situación se complica porque ella ha recibido también
la influencia de una dudosa percepción que —con particular intensidad a
partir de la segunda mitad de la pasada centuria— deriva del complejo
sistema de mercadeo internacional. Atenazada por variados factores y
lastres histórico-sociales —multilingüismo, emigración secular (externa e
interna), diversas metrópolis coloniales, diferencias de estatus político, etc.,
vinculada desde las últimas décadas del siglo XX a mecanismos de
internacionalización del turismo, la cultura caribeña sufre un embate que ha
introducido un nuevo factor de entropía.

Las consecuencias de todos estos factores afectan, en medida diversa, el


grado de problematización de la cultura caribeña. Sobre esto, Édouard
Glissant ha señalado una cuestión de gran interés en relación con su
Martinica natal, y sus advertencias pueden generalizarse, en grado
variables, a buena parte del Caribe:

Martinica no es una isla de la Polinesia. Mucha gente así lo cree y, por


su manifiesta reputación, desearía ir en viaje de recreo. Ahí conozco a
alguien, dedicado desde siempre a la causa antillana, que afirmaba en
broma que los antillanos (se refería a los de lengua francesa) han
alcanzado una fase límite de sub-humanidad. Un dirigente político
martiniqueño imaginaba, con amarga ironía, que en el año 2100 los
turistas serían convidados por publicidad satelital a visitar esta isla y
457
conocer en vivo «lo que era un colonia en siglos pasados».

Glissant enfrenta el problema de la cultura del Caribe desde una perspectiva


integradora y, a la vez, abierta a las más diversas perspectivas: El discurso
antillano es tanto como una propuesta de análisis —tal vez la más orgánica
de que se ha dispuesto en muchas décadas—, como un gesto de rescate ante
la fragmentación y disolución de la conciencia cultural. Por eso es capaz de
abordar ángulos múltiples, de violento dinamismo y actualidad, de los
procesos culturales en la región. Uno de ellos, por traer a colación un
ejemplo deslumbrante, es su breve, pero punzante consideración acerca del
turismo:
Los martiniqueños están convencidos de que las turistas desembarcan
masivamente con miras a un consumo sexual. Al margen de lo que
pueda pensarse acerca de los fundamentos reales de tal aseveración,
resulta desconcertante la rapidez con la que se ha arraigado
colectivamente y, sobre todo, la intensa satisfacción que provoca, sin
contar desde luego las «cacerías», fructíferas o no, que genera. Yo
propongo que se discuta si hay en esto un fenómeno increíble de
autocosificación, con el cual el ser humano se obrece y se vende
458
como un objeto de consumo.

La cuestión del turismo en el Caribe tiene un enorme alcance. Para las


endebles economías de la región, significa una vía de indudable relieve.
Como observa Sergio González Rubiera: «Para la región del Caribe en su
conjunto el turismo representa también una gran alternativa de desarrollo
económico a partir del surgimiento de nuevas y muy significativas
459
tendencias en el comportamiento y los hábitos de los consumidores». La
orientación en cuanto a explotar el turismo, entraña una problemática más
compleja aun en cuanto a la cultura regional. En efecto, uno de los
requisitos para ese desarrollo turístico tiene que ver de modo directo con
que se mantenga una idiosincrasia cultural: «[…] es vital no solo la
preservación de la identidad de cada pueblo y sus costumbres, sino el
desarrollo humano desde el punto de vista de la formación, la educación y
460
la conciencia turística».

Dichas ideas de González Rubiera, interesantes en sí mismas, expresan un


dilema:

hay que salvaguardar una cultura, pero al mismo tiempo hay que
desarrollar esta, transformarla de una manera sustancial:
Irónicamente, en muchos de los pueblos del Caribe en los que el
turismo es el motor fundamental de la economía, se carece de
461
conciencia real y de cultura turística en buena parte de la población.

Esta circunstancia exige, entonces, una transformación radical:

Grandes pensadores, ensayistas, politólogos e intelectuales han


enunciado que la grandeza de un pueblo estriba en buena medida en
los niveles de educación y cultura de sus habitantes. El Caribe tiene
que apostar muy fuerte por el enriquecimiento de su gente y su
462
cultura.

La apertura al turismo, pues, es un factor que agrava aun más la


complejidad de la región, cuya entera realidad cultural, incluso, resultaría
problemática a los efectos de proyección de una imagen turística
463
tranquilizadora y atractiva. La necesidad de educación —referida a
cultura turística— advertida por González Rubiera, es por completo válida
solo en términos de asumirla preservando la identidad misma. Los riesgos
de tergiversación, más aun, de comercio sin escrúpulos destinado a un
consumidor foráneo, son muy graves, en particular por su tergiversación
interpretativa y por sus clichés; véase la siguiente advertencia de Silvio
Torres-Saillant:

El archipiélago y las costas que conforman el cosmos cultural


antillano pasaron a verse como zona de obscuridad, de misterios, de
frenesí, lugar por excelencia para dar riendas sueltas a las pasiones
humanas o para ensayar exploraciones de los recovecos del alma. Los
ejemplos abundan […] En la temporada de primavera del año 2001 la
cadena de televisión norteamericana Fox encontró en Belice el
escenario apropiado para inaugurar un nuevo reality show titulado
Tempation Island, cuyo eje temático se basaba en poner a prueba la
capacidad de las personas de controlar el deseo sexual. La trama
consistía en traer a este sensual paisaje tropical a varias parejas que
dicen estar comprometidas con relaciones estables, separar a los
hombres y las mujeres en áreas distantes los unos de los otros, luego,
someterlos a ambos a intensas provocaciones en las que intervienen
hembras y machos con cuerpos esculturales en un ambiente de
464
sugerentes bosques, playas, música y aislamiento social.

De modo que el problema de la cultura del Caribe en el siglo XXI no se


constriñe a tan solo un problema hermenéutico —¿cómo es? ¿qué límites
tiene?, etc.—, sino que aparece marcado por otros ejes principales y, sobre
todo, por una necesidad que no es tan solo cognitiva, sino que comporta la
necesidad de una acción social. Como ha sabido precisar Glissant, esta
misma circunstancia —la obligación de una gestión dinámica—, exige
formular la cuestión de otra manera:

La idea de la unidad antillana es una reconquista cultural. Nos vuelve


a instalar en la verdad de nuestro ser, milita para nuestra
emancipación. Es una idea que no puede ser tomada en cuenta para
nosotros, por otros: la unidad antillana no puede ser manejada por
465
control remoto.

De aquí la importancia crucial de la introspección para el pensamiento


cultural caribeño, vale decir, del análisis de la propia cultura a partir de sus
mecanismos internos y no de las estructuras y dispositivos de un sistema
eurocéntrico. Un factor que subraya la verdad perogrullesca de que el
Caribe no es la Polinesia, es la obsesiva difusión que, en términos de
expresión cultural, la ironía ha venido desempeñando en todo el Caribe. A
poco que se piense, se trata, en verdad, de una práctica compartida. El
choteo cubano, el juego de transfiguración lingüística en el créole: son muy
diversos los modos de ejercer el trastrocamiento esencial, la carnavalización
cultura que van anejos a la ironía como estructura socializada. Uno de los
primeros en visualizar este hecho fue, desde luego, Franz Fanon:

Jankelevitch ha mostrado que la ironía era una de las formas de la


buena conciencia. Es exacto que la ironía en las Antillas es un
mecanismo de defensa contra la neurosis. Un antillano,
principalmente un intelectual, que no se oriente sobre el plano de la
ironía, descubre su negritud. Así pues, mientras que en Europa la
ironía protege de la angustia existencia, en la Martinica protege de
una toma de conciencia de la negritud. La misión consiste en
desplazar el problema, en colocar lo contingente en su lugar y en
dejar al martiniqueño la elección de los valores supremos. Se ve todo
lo que podría decirse si enfrentáramos esta situación a partir de las
etapas kierkegaardianas. Se ve también que un estudio de la ironía en
las Antillas es capital para la sociología de esta región. La
466
agresividad, casi siempre, resulta allí amortiguada por la ironía.

La ironía puede y debe ser subsumida en una categoría mayor: el Desvío.


Glissant, al establecer esta noción, la enfoca desde una perspectiva
generalizadora, que convierte el Desvío en una manifestación de la
resistencia de las poblaciones humildes que resultan sometidas al brutal
poderío colonial en todo el Caribe, y también como un mecanismo de auto-
defensa que en algunos aspectos permite recordar la carnavalización.
Glissant, que apunta al pasar que «La lengua creol es la primera geografía
467
del Desvío y solo en Haití ha escapado a esta finalidad originaria», añade
de inmediato:

Michel Benamou sugería la hipótesis […] de una irrisión


sistematizada: el esclavo confisca el lenguaje impuesto por el amo,
lenguaje simplificado, apropiado para las exigencias del trabajo (un
hablar a lo «yo Tarzán, tú Jane») y lo lleva al extremo de la
simplificación. Tú quieres reducirme al tartamudeo, yo voy a
468
sistematizar el tartamudeo, ya veremos si logras entender.

La técnica del desvío cultural, en tanto dispositivo impalpable de toda una


región, forma parte de los varios panoramas superpuestos que Glissant
propone sobre el Caribe. La simultaneidad de organicidad fractal y
polivalencias culturales —«esta realidad cultural ha sido activada y al
469
mismo tiempo fraccionada» —, en su criterio, ha provocado que «[…] el
pueblo antillano no vincule el conocimiento de su país a una datación —
incluso mitificada— del país, y así la naturaleza y la cultura no han
formado para él ese todo dialéctico de donde un pueblo saca el argumento
470
de su conciencia». ¿Cómo enfrentar este caos? Más que fórmulas de
rápida aplicación, Glissant nos entrega una interpretación, a la vez poética y
pragmática, de la cultura caribeña.

Precisamente su resumen de hitos y factores de la identidad regional, ponen


de manifiesto una capacidad posiblemente única de captar tanto lo esencial
de las palabras susurradas en los barracones del esclavo, como el agónico
bregar del intelectual antillano, sumergido en la búsqueda de lo que Glissant
denomina la transparencia de lo universal, las trampas del folclor, los
embelecos de la legitimidad lingüística.

De todos estos y otros factores de la convulsa, cuando no desfalleciente


cultura caribeña, Glissant subraya la necesidad de una percepción desde
dentro de nuestras realidades. Cuaderno de bitácora de una gran aventura
intelectual, El discurso antillano es, también, una prodigiosa prueba de la
existencia efectiva de estas islas y su cultura, así como una gallarda
profesión en su realidad cabal, su negativa iniciadora del libro —«Martinica
471
no es una isla de la Polinesia» — a ser un mero correlato, una Polinesia
sin raíces en la América a la cual pertenece y aporta un sello final y
perentorio.
Bicentenario americano: acotaciones interculturales

Una de las cuestiones más complejas que, para una historia de la América
hispánica, entraña la independencia continental, tiene que ver directamente
con el modo esquemático desde el cual se ha venido valorando el devenir de
su cultura, sometida a una crítica eurocéntrica y, por tanto, en buena medida
desenfocada. La independencia significa, también en la esfera cultural, un
desgajamiento que no puede medirse desde patrones preconcebidos del
Viejo Continente.

En el terreno de la creación artística, no puede suscribirse la idea,


extendida, sin embargo, de una supuesta correspondencia entre los polos
estéticos europeos y los del mundo colonial hispánico. Mientras Europa ve
urgir, de modo casi simultáneo —y en todo caso traslapado, pues es muy
difícil delimitar sus ortos y consolidación respectivos a lo largo del siglo XVI
— nada menos que tres grandes modalidades expresivas —renacimiento,
manierismo y barroco—, que aparentan sucederse en un trazo temporal que
no es rectilíneo, sino espiriforme, para luego, cuando el barroco histórico
se vuelve exánime y formalista en Europa, desembocar en los rejuegos
irónicos de El siglo de las Luces con un rococó más angustiado, en lo mejor
de su impronta plástica —Watteau—, así como en la tormentosa búsqueda
de nuevas direcciones para las ciencias, la política, la economía, la
educación y la filosofía.

La realidad del arte de los diversos virreinatos americanos no coincide, ni


en su apariencia fenoménica, su esencia idiosincrásica y su expresión
artística, con los simultáneos derroteros europeos, por más que la influencia
de ellos sobre América sean por completo innegables.
En nuestra América el renacimiento existe de una manera peculiar, en la
cual, si bien por una parte se realizan determinados esquemas europeos —
la ciudad de trazado racional en damero, el ascenso, a veces obsesivo o
caricaturesco, de la mentalidad legalista que acompaña el desarrollo
creciente de la burguesía y marca el espíritu impracticable de las Leyes de
Indias—, por otra el paulatino, pero indetenible proceso de transculturación
en el que confluyen, de manera diversa, culturas tan diversas como las
amerindias, la española y las africanas, aporta desde muy temprano un sello
de diversidad que va señalando en forma primero subterránea y luego
palpable la dirección de la independencia. Sí, sobre todo a partir del siglo de
Sor Juana Inés de la Cruz y de Carlos Sigüenza y Góngora empieza a
modelarse los ejes secretos de una mentalidad cultural marcada por
aspiraciones difusas de un Renacimiento incompleto en España —incluso
en la del Cardenal Cisneros—. Se infiltran impalpablemente desde la
fundación del imperio español modos de mirar que son la resultante del
choque diverso de los patrones originales de cada una de las culturas
interactuantes en el continente nuevo. Por eso el Manierismo no tuvo sitio
cabal entre nosotros. La lucha por la supervivencia no daba pie a la angustia
indecisa del claro-oscuro.

Es el barroco el marco de paradigmas estéticos en el cual pueden fundirse,


con energía expresiva extraordinaria, el barroco jesuítico y el polimorfismo
de las culturas amerindias más desarrolladas en México y Perú. El barroco
de Indias, por tanto, llena tanto el siglo XVII como el XVIII y actúa también,
casi de inmediato, sobre la metrópoli, que acoge danzas, tipos humanos —
que habrán de ser fundamentales en la literatura y el teatro españoles, como
el indiano, mientras que el pícaro, eje vital de la novelística peninsular, muy
a menudo concluye su peripecia enfilando sus pasos hacia la cornucopia
americana—. Será en América, y no en España, donde se acrisole, en una
resultante artística unitiva y deslumbrante, la estéril rivalidad del
conceptismo y el culteranismo hispánicos.

Con Sor Juana Inés y con Sigüenza y Góngora aparece un barroco de


relumbre americano, abierto al ansia de conocimiento en muchas de sus
páginas más estremecidas —«Primero sueño»—, e integrador primero de
matices amerindios y africanos a la expresión de estirpe peninsular. Por
ello, esta primera modalidad del arte hispanoamericano perduró más, y
mostró luminosa energía aun en el siglo XVIII, que el barroco histórico de la
península.

El Siglo de las Luces, que en España supone una nueva oleada de


aportaciones, influencias e interrogantes —integradas de manera difusa a lo
que habría de ser simiente de los intentos de transformación política y
económica de la esperpéntica España del siglo XIX—. Estos influjos
provenían de una cultura francesa que, desde la Edad Media, había
sostenido un intermitente, pero fecundo diálogo con la cultura española. La
nueva oleada francesa sobre la metrópoli impulsa ciertas pulsaciones
políticas, económicas y educacionales en América, con una intensidad muy
específica. Si el impacto de las ideas francesas —colbertismo, absolutismo,
iluminismo— resultó todavía poco decisiva en una España muy debilitada
por la decadencia hechizada del último monarca habsburgués, ¿cómo no
había de ser aun más débil en una América donde el barroco era todavía
muscular y soberbio en las obras de Kondori y del Aleijadinho, o en la
consolidación de una arquitectura religiosa en la cual, de una manera sui
generis, triunfaba un estilo barroco jesuítico que aceptaba enraizarse en las
fuentes nutricias del paisaje natural y cultural americano?

Y, sin embargo, la inminente independencia produce, aun antes de 1810, un


repliegue de lo barroco en nuestras tierras. Así, la novela picaresca, que
reverdece en América y aporta matices tangibles en Don Catrín de la
Fachenda y en Periquillo Sarniento, los intentos de componer ópera
italianizante y rococó en la Nueva España, la efervescencia danzaria que
había exportado a España y al resto de Europa bailes diversos —
considerados, en particular en el siglo XVII, como lascivos, razón por la cual
hicieron furor—, la arquitectura transculturada en que empiezan a filtrarse,
con sobrada timidez, algunos perfiles neoclásicos, desfallecen muy rápido,
incluso antes de que estalle el ímpetu libertario de las gestas
independentistas.

La transformación del arte en el imperio español, la aparente paralización


de un barroco de Indias dos veces secular, proviene de un impacto sobre
una esfera interconexa: desde la política y la economía se quebranta la
sensualidad intercultural, el sentido laberíntico del espacio, la búsqueda de
proliferación de las percepciones sensoriales en la imagen artística. Andrés
Bello escribe poemas que, como en la magna silva dedicada a la agricultura
en Hispanoamérica, acusan la prioridad que el ambiente cultural americano
previo a la independencia concede a la reflexión comprometida con su
realidad continental.

El impacto de la política ilustrada española en América —cuyo clímax se


alcanza con el gobierno de Carlos III—, con su recrudecimiento de un
autoritatismo político, tanto de la metrópoli como de sus mecanismos de
dominio colonial, tan diferentes de la relativa flexibilidad —consecuencia
americana de la mentalidad hispánica signada por la frase «La ley se acata,
pero no se cumple»—, conduce a la larga, a un desplazamiento de los
modelos culturales, en particular de los que de manera directa tenían que
ver con el arte. Bello traduce a Delille y a otros muchos franceses cuya
resonancia remite a una estética neoclásica. El Presbítero Félix Varela lee
ensimismado a Destutt de Tracy, filósofo menor del siglo iluminado, pero
que acuña un término que tendrá una arriscada trayectoria hasta el presente.
Y, sin embargo, Servando Teresa de Mier, impulsor del separatismo
americano, mantiene nexos profundos con el siglo XVII, jansenismo
incluido.

El predominio dos veces secular de un barroco hibridado y genial parecía


tocar a su fin en tierra americana, y en esta aparente renuncia a lo que, en el
terreno de la cultura, había sido la marca primera de hibridación necesaria
hacia una independencia expresiva, parecía deberse a la apertura de lo
hispánico hacia la cultura francesa. En realidad, constituía, en América, una
especie de intuición preindependentista sobre la conveniencia de disponer
de una opción cultural alternativa frente a una metrópoli desfalleciente.

Nótese que este «afrancesamiento» americano —que será luego ferozmente


censurado a Julián del Casal o a Rubén Darío— será el primero de una serie
significativa que habría de jalonar —acompañada por múltiples y
apasionados embates críticos— la producción artística continental a lo
largo de los siglos XIX y XX: luego del influjo francés sobre el pensamiento
americano de la época preindependentista y del período inmediato a las
gestas libertarias de América, los ecos románticos de Francia —en
particular de Víctor Hugo— marcarán nuestra expresión literaria, musical,
plástica y aun, pero en menor medida, danzaria —por la vía de la
contradanza y el vals, por ejemplo, para no hablar de una especificidad
como la tumba francesa—; luego, la eclosión modernista, más tarde, el
impacto de zonas de la vanguardia como el surrealismo, más perceptible en
numerosas revistas literarias, como Sur; incluso un crítico como Leo
Pollman llegó a relacionar en ciertos aspectos el nouveau roman y el boom
latinoamericano.
Una acusación tantas veces repetidas por una crítica ciegamente defensora
de una entelequia artística como «lo autóctono» —tan poco sostenible en un
continente de inabarcable e intensísima transculturación— resulta a la vez
sospechosa y significativa. Las décadas que preceden a las diversas gestas
emancipadoras cuyos bicentenarios se conmemoran en este 2010, significan
una voluntad de insertar, en el tronco pluridimensional de la cultura
continental, un universo de experiencias, percepciones y prácticas artísticas,
en la medida en que fuesen capaces de fecundar la expresión americana.
Sería por completo incoherente, desde una elemental lógica de la cultura
como macrosistema de comunicación, que la América que se preparaba a
conquistar su independencia política, tratase de hacerlo desde una renuncia
y un enclaustramiento. La realidad es muy otra: los textos culturales previos
a 1810, y los directamente enmarcados en la independencia, son
documentos que han ido convirtiéndose en monumentos fundamentales de
nuestra cultura, incluso en algunas de las páginas más desatinadas, en
apariencia, de Servando Teresa de Mier, empeñado en dotar a América de
una hagiografía delirante como la del San Tomé predicador precolombino.

Los textos culturales hispanoamericanos inmediatos a la independencia que


se apartan de los cánones pacientemente elaborados en los siglos XVI y XVII,
lejos de ser síntomas de pérdida de la germinal gestación de una cultura
continental, brindan testimonio de una búsqueda del diálogo intercultural y
la apertura al universo necesarios para consolidar, por obligada operación
de contraste y enriquecimiento, la propia identidad.
Desiderio Navarro: una perspectiva orgánica sobre la cultura

Muy pocos intelectuales cubanos iniciaron su trayectoria profesional tan


temprano como Desiderio Navarro (Camagüey, 1948). Si bien entre sus
primeras publicaciones nacionales hay que consignar los ensayos «Eros y
civilización» (Unión, No. 1, marzo de 1969), «Los mass-media a la
inversa» (La Gaceta de Cuba, mayo de 1969) y «POP-ART Inc.» (Unión,
No. 4, diciembre de 1969), lo cierto es que su extensa obra crítica empieza a
gestarse incluso antes, en sus juveniles indagaciones sobre literatura y teatro
en su ciudad natal.

Es revelador que, en unos años en que la vida cultural cubana empezaba a


orientarse en una dirección más bien unilateral y restrictiva, aquel
muchacho, a pesar de ello, se interesara particularmente en una apertura
esencial al pensamiento estético y crítico internacional, en consonancia
plena con esa actitud cultural que José Martí consignó en términos de
injertar el mundo en el tronco de América Latina, precisamente para lograr
lo que solo un injerto consigue: la apertura fundamental de la creación y el
pensamiento. Navarro se atuvo, desde su primera juventud, a este principio
y a la advertencia martiana acerca de que el tronco fundamental había de ser
el de nuestra propia cultura.

Creo que pocos tuvieron una percepción tan clara del problema que había
formulado Martí como aquel jovencísimo aprendiz de crítico que, desde las
páginas del periódico de su provincia, alertaba sobre la necesidad de una
perspectiva ancha sobre la creación artística. No es casual, precisamente,
que en su madurez lograra integrar un pensamiento crítico de nítida
originalidad sobre un problema vital —y tantas veces soslayado— de las
culturas de América: el eurocentrismo. Estoy convencido de que un balance
fundamental de su labor creadora —como ensayista y crítico, como
traductor, como editor, como polemista— radica en la organicidad que
subyace bajo la aparente variedad de temas abordados. Pues su interés por
la teoría literaria, la teoría del arte y su historia, la crítica literaria y de artes
plásticas, la culturología, la semiótica, el problema de la recepción artístico-
cultural son perspectivas complementarias que convergen en un epicentro
reflexivo esencial: la necesidad de un pensamiento axiológico cabal en
Cuba y Latinoamérica, como fundamento imprescindible para la defensa de
nuestra identidad. Es este un punto esencial en la meditación de Navarro, y
resulta por completo coherente con una cuestión de raíz ontológica: no es
posible conocer la identidad propia, la mismidad cabal de una cultura, si no
es por la vía de la percepción de las diferencias con los demás sistemas
culturales.

Es esta una verdad que ha sido ratificada una y otra veces desde finales del
siglo XIX, en que Ferdinand de Saussure estableció el sentido diferencial del
valor sígnico. Navarro ha subrayado, pues, en todo el conjunto de su labor
intelectual la urgencia de una organicidad crítica en el pensamiento cultural
cubano y latinoamericano. Somos, pues, diferentes, pero sobre la base del
contraste y el diálogo intercultural, no del aislamiento aldeano sobre el cual
también advirtiera Martí en el primer párrafo de Nuestra América.

Me place apuntar que en tal sentido la obra de Navarro presenta una


concordancia tangible con el pensamiento cultural del Apóstol: se trata de
una continuidad que no obedece solamente al interés del investigador
camagüeyano por la obra literaria del Maestro —recuérdese su brillante
estudio de 1997, «De la fosa al sol. Martí y una semiótica del sujet más allá
del poema»—, sino sobre todo a una comprensión de un reto fundamental
de nuestra cultura: la construcción de un discurso crítico sobre sí misma,
capaz de trascender los marcos estrictos de la producción artística y
cultural, para proyectarse en el sentido último de la modelación de la patria
cubana.

Su reconocida capacidad como traductor poliglota (ha traducido del inglés,


el francés, el alemán, el italiano, el ruso, el polaco, el húngaro, el checo, el
serbio-croata, el eslovaco, el rumano, el búlgaro, el portugués, el esloveno,
el holandés, el noruego, el catalán, el macedonio, el ucraniano y el danés)
no radica en una autotélica voracidad lingüística, sino en una voluntad
consciente de universalidad como factor necesario, precisamente, para
confirmar lo más entrañable de nuestra cultura: no se define, insisto en ello,
el perfil identitario desde el aldeanismo y la incomunicación. El
poliglotismo de Navarro, pues, no es una causa, sino un resultado coherente
de su posición ante la cultura como macrosistema de comunicación e
interrelación social. De aquí la importancia cabal de su ensayo
«Eurocentrismo y antieurocentrismo en la teoría literaria de la América
472
Latina y de Europa», de 1980, en el cual Navarro afirmaba:

Ya en estos momentos es posible y necesario afirmar que en Cuba, en


nuestra América, la aplicación acrítica a nuestra realidad literaria de
teorías, leyes, categorías o simples conceptos elaborados sobre la base
exclusiva de las literaturas metropolitanas, no podrá ser más un acto
de ingenua «falsa conciencia», sino solo fruto de una decisión
473
ideológica deliberada, de una «mala conciencia».

Por eso el ensayista aborda en su texto una problemática fundamental: la


urgencia de una reflexión teórica cabal generada desde nuestro continente y
aun desde nuestro país. Navarro, comentando algunas ideas de Fernández
Retamar, enfatiza una cuestión de gran relieve intelectual:
Nos referimos al planteamiento de la necesidad de que se elaboren las
teorías de las distintas literaturas regionales, zonales e incluso
nacionales. Si tal elaboración de teorías particulares se basara no solo
en la construcción por inducción, sino también en la contrastación de
hipótesis deductivas, no solo en la construcción de nuevas
generalizaciones, sino también en la revisión de «viejas»
generalizaciones supuestamente válidas también o solo para la
literatura particular examinada, ella se hallaría en una íntima y
dialéctica relación de enriquecimiento y perfeccionamiento mutuos
con la elaboración paralela de la teoría comprobadamente universal.
Ella está llamada a lograr que lo específico y lo particular regional,
zonal y nacional no queden sin su reflejo en el dominio de la teoría, o
sea, a construir algunas de las mediaciones necesarias para la
474
investigación y la crítica de obras literarias concretas.

La importancia de este ensayo no ha sido suficientemente comprendida en


nuestro país, a pesar de que, en este 2015, resulta más vigente que nunca.
Navarro examina polémicamente las posiciones del eurocentrismo, tanto
teórico como metodológico, pero lo hace con una finalidad que trasciende
al tópico mismo, pues su interés mayor está —y de nuevo hay que subrayar
su coincidencia con líneas fundamentales del pensamiento martiano, en
particular en «El carácter de la Revista Venezolana»— en afirmar la
necesidad de una teoría literaria latinoamericana, idea esta que, formulada,
como ya se apuntó, en 1980, habría de ir desarrollándose con el tiempo y
desembocar en una reflexión de más amplio aliento sobre la necesidad de
una teoría de la cultura latinoamericana, idea implícita en más de un
trabajo suyo. Hay que señalar que, mientras en Cuba no se aquilató
suficientemente la significación y trascendencia de este ensayo, en cambio
obtuvo una determinada resonancia en otras latitudes. Así, por ejemplo, el
destacado teórico Dionýz Ďurišin, en su ensayo «El euroccidentocentrismo
y el estudio del proceso interliterario: Sobre la concepción de Desiderio
475
Navarro», percibió con nitidez el alcance de la propuesta del ensayista
camagüeyano:

En el estudio de Desiderio Navarro vemos una de las primeras


tentativas de analizar de manera totalmente consecuente la
problemática de los centrismos y resolver así, entre otras, la
mencionada tarea de la actual teoría del proceso interliterario.

En este sentido, es preciso valorar altamente su intento de distinguir el


eurocentrismo en el plano metodológico y el eurocentrismo en el
plano teórico, si bien estos aspectos en muchos casos se interpenetran
y a veces se funden. Desde el punto de vista historiográfico es muy
valioso el señalamiento de la necesidad de conocer y analizar el
material literario de muchas comunidades interliterarias no europeas,
como es, por ejemplo, la comunidad de las literaturas
latinoamericanas, que recibe una atención especial en su trabajo. Esta
exigencia, ciertamente, no puede ser cumplida sin una investigación
colectiva más ampliamente concebida. Es valiosa sobre todo porque,
por su carácter, es activa y estimula a salvar, mediante una actividad
histórico-literaria concreta, un obstáculo que a menudo era concebido
como un dilema insoluble del estudio histórico-literario. Así, es
preciso subrayar de nuevo la necesidad de la reciprocidad del estudio,
tanto de parte de la ciencia literaria «centrista» (en nuestro caso, la
europea o la euroccidental), como también —y hasta tal vez ante todo
476
— desde la posición de las llamadas comunidades periféricas.

Hay que insistir, por otra parte, en que la propuesta de Navarro —y es esto
una característica general de su obra— no se apoya meramente en
presupuestos teóricos de carácter literario, sino también en una comprensión
general de la ciencia como actividad creadora, de modo que convoca en su
respaldo a figuras tan prestigiosas del pensamiento científico como el
argentino Mario Bunge o el polaco Jerzy Topolski. Navarro demuestra así
que el tema de una teoría literaria no se reduce al ámbito de la cultura
artística, sino que tiene que ver con una percepción científica de la sociedad
y, en específico, del pensamiento investigativo en su sentido más lato.

Sin ánimo —ni posibilidades en el espacio de esta publicación— de hacer


un balance realmente integral de la ensayística de este autor, quisiera
subrayar otra cuestión de no menor trascendencia para el panorama
intelectual cubano. Navarro dedicó atención sostenida (en trabajos
publicados entre 1975 y 1984) a los estudios semióticos, que desde la
década del sesenta adquirían un reconocido prestigio en el mundo, pero que
en Cuba recibieron poca o ninguna atención en los medios universitarios y
académicos en general. Recuerdo, por cierto, que hacia 1978, so capa de un
curso de Lingüística General, trabajé con mis estudiantes de la Universidad
de La Habana las ideas de Umberto Eco y otros semiólogos. Solo décadas
más tarde se incluyó la Semiótica como asignatura en la carrera de Letras.
Trazo este brevísimo panorama de distanciamiento para que se comprenda
mejor el interés, para no decir la osadía, de publicar ensayos que abordaban
el enfoque de la cultura de masas o de la propia literatura desde una óptica
semiótica bien fundamentada.

Hay que recordar, además, que en la década del setenta y el ochenta los
estudios literarios de la Europa del Este había sido en general refractarios a
la perspectiva semiótica, a pesar —o quizás por eso mismo— de que ya en
el pensamiento de Lev S. Vigotski y en el de Mijail M. Bajtín se hace
evidente un marcado interés por la estructura sígnica de la comunicación en
general y del arte en particular, así como por el significado, la producción y
el uso de los signos lingüísticos y no lingüísticos.

Navarro se ocupa de subrayar la presencia de una perspectiva semiótica en


lo mejor del pensamiento ruso, y lo hace en un momento (1983) en que en
los medios académicos cubanos la semiótica era olímpicamente ignorada, lo
cual, desde luego, motivó un grueso desfasaje entre la producción
humanística nacional y la del resto del planeta. Con nitidez el ensayista
tomaba el toro por los cuernos y afirmaba:

Solo el proceso de superación del dogmatismo y otros errores del


«período del culto a la personalidad» —proceso iniciado, como es
sabido, entre 1953 y 1956— hizo posible que, a fines de los años 50 y
principios de los 60, renacieran las investigaciones semióticas en los
477
países de la joven comunidad socialista.

No es posible desvincular esta postura crítica de Navarro de sus excelentes


traducciones de semiólogos de gran estatura, en particular Iuri Lotman,
Boris Uspenski o Janusz Slawinski. Se trata de una coherencia de
pensamiento que solo puede comprenderse con un examen orgánico e
integrado de la labor del ensayista, el traductor y el editor, que han tenido,
durante décadas, una misma finalidad y un punto de vista consonante y
orgánico. Esto se hace sumamente tangible cuando se examina, por
ejemplo, uno de sus ensayos crítico-literarios más brillantes; me refiero a
478
«Sonido y sentido en Nicolás Guillén. Contribuciones fonoestilísticas», el
más importante estudio sobre la tan comentada y sin embargo poco
estudiada musicalidad en la poesía del autor de Sóngoro cosongo. Este
trabajo suyo por sí solo basta para revelar la agudeza y sensibilidad del
ensayista, cuyas aportaciones sobre el tema permanecen por completo
vigentes treinta años después.
Es inútil mencionar aquí la significación de su incansable trabajo con la
revista Criterios, cuyo crecimiento gradual desde la reproducción
mimeografiada hasta la edición profesional, desde la difusión de mano en
mano hasta la generosa y selectiva reproducción digital de miles de textos,
constituye una verdadera epopeya de la voluntad y la noción del deber
intelectual. Navarro ha abierto ventanas imprescindibles para el
investigador, el crítico y el académico en el terreno de las humanidades. Esa
labor, muchas veces silenciosa y siempre abnegada, tienen alcance similar y
complementario de la obra del crítico, el investigador y el polemista. Se
trata de impulsar una conciencia crítica profesional en el terreno de la
cultura y las artes. Ese empuje no podría haber sido igualmente efectivo en
manos de alguien que no hubiera sido, como es el caso de Navarro, un
investigador y un ensayista de fuerte calibre. De aquí la unidad esencial de
su obra, pero también la dificultad para que sea reconocida su verdadera
dimensión. Nos dejamos llevar por esquemas y encasillamientos que nos
lastran. Precisamente contra esa miopía ha trabajado y creado, sin descanso
y para defensa de la cultura nacional, Desiderio Navarro.
El cine cubano entre 1945 y 1952

Arturo Agramonte (1925-2003), camarógrafo y figura fundacional de la


historiografía cinematográfica cubana, y Luciano Castillo (1955), crítico e
historiador del cine nacional —quien ha tenido a su cargo el peso mayor de
la estructuración de la obra y que, con inconmovible lealtad ha mantenido a
Arturo Agramonte como su coautor y gestor del proyecto—, emprendieron
hace años la tarea de evaluar el desarrollo del séptimo arte insular antes de
1959, ingente investigación que ha visto publicados sus resultados sobre las
479
etapas que cubren desde 1897 hasta 1952, mientras está pendiente de
hacerse público el cuarto tomo, que habrá de abarcar de 1953 a 1958.

La acuciosidad y enorme acopio de datos de Agramonte, y el sentido crítico


de Castillo, han dado lugar a una ambiciosa y abarcadora historia del cine
cubano desde sus orígenes hasta la década del cincuenta, cuya magnitud, al
menos en el ámbito de América Latina, no es fácil de igualar. La evaluación
emprendida era por más de un motivo necesaria. En primer lugar, desde
luego, se trataba de rescatar una memoria histórica, muy desdibujada ya en
el siglo XXI, tanto por la dispersión de testimonios y documentos, como por
la desaparición física de una parte sensible de la producción fílmica cubana
anterior a 1959.

A estos factores objetivos erosionadores de la tradición cinematográfica


nacional, se sumó también el hecho de que la fundación del ICAIC en 1959,
y la consiguiente institucionalización de un cine nacional a partir de una
entidad estatal encargada de la producción y distribución del séptimo arte
cubano, además de integrar otras funciones —cinemateca nacional,
publicaciones especializadas, organización de festivales de cine, entre otras
—. La labor sistemática del ICAIC a partir de su fundación, propició, unas
veces por contraste y otras por determinadas actitudes valorativas, que se
subestimase y en cierta medida que se desconociera el largo proceso de
aspiraciones, proyectos y realizaciones para fundar un cine nacional. La
concentrada investigación de Arturo Agramonte y Luciano Castillo devela
ahora todo un trasfondo histórico que no solo es importante para
comprender de una manera orgánica la evolución del séptimo arte en Cuba,
sino también resulta vital para una percepción más abarcadora del
atormentado transcurrir general de la cultura insular.

Con la publicación deL tercer tomo de esta fascinante trilogía, Cronología


del cine cubano III, la investigación bajo la firma de Arturo Agramonte y
Luciano Castillo enancha su aliento y la complejidad de su campo. Aunque
nunca se había descuidado, en los tomos anteriores, el examen de los
componentes técnico-industriales del cine en Cuba, este tópico ahora
adquiere mayor relevancia, pues en la tercera etapa, 1945-1052, la cuestión
de contar con una verdadera industria fílmica, con laboratorios y técnicos
especializados, se convierte en un aspecto de gran presencia en el debate
por la fundación de un cine nacional.

En el tercer tomo un momento de particular concentración se ocupa de la la


organización de esfuerzos, incluso desde el punto de vista sindical, para
conseguir la consolidación de un cine cubano. El libro examina las
gestiones y argumentaciones de la Agrupación de Técnicos
Cinematográficos de Cuba y del Sindicato de Obreros de la Industria
Cinematográfica, entidades que llegaron a redactar una especie de
declaración de principios, sobre los cuales establece Castillo:

El texto planteaba una decena de acápites: laborar por el fomento de


una industria cinematográfica nacional, bien cimentada, libre de
personalismos y monopolios; no oponerse a la contratación de
técnicos extranjeros, acreditados debidamente, para los puestos
ejecutivos o de responsabilidad, en la filmación de películas de largo
metraje; oponerse a la utilización de técnicos extranjeros en los
puestos secundarios y de auxiliares, salvo en los casos que no
existiera cubano capaz de desempeñarlos; aceptar una escala de
sueldos según el mérito y experiencia de los candidatos, tomando
como base, aunque no de un modo absoluto, lo pagado en México a
480
esta clase de técnicos…

A pesar de todos los obstáculos, detallados minuciosamente en el libro, el


interés por el cine en la época, es revelado por este libro con tanto
fundamento, que aparecen incluso evaluaciones económicas de lo que
reportaba la industria del cine en Cuba, y a dónde podría llegar con una
política adecuada tanto de empresarios como del propio gobierno cubano.
Castillo analiza exhaustivamente cómo ese afán sistemáticamente también
fracasó entre 1945 y 1952.

El componente cultural, por otra parte, resulta aun más afilado que en los
tomos anteriores, pues se identifica incluso análisis de qué novelas insulares
—en un total de setenta— estaban a disposición de ser fuente para guiones
de un cine nacional. Al mismo tiempo, Castillo tiene en cuenta el mayor
desarrollo de la música cubana — analizado en esa misma época por Alejo
Carpentier en su estudio La música en Cuba—, y su consiguiente impacto
sobre el cine nacional, pues incluso en el período se proyecta hacia otras
cinematografías, como las composiciones de Eliseo Grenet que se emplean
en la época en el cine argentino.

Toda una época se va levantando de estas páginas, con sus protagonistas,


sus conflictos y sus aspiraciones. Uno de los tópicos de mayor atractivo,
abordado a lo largo de los distintos tomos, es la mirada sobre las
publicaciones, efímeras a veces, reveladoras siempre, sobre cine, la gestión
de los críticos, el rescate de su huella, como lo fuera el caso fascinante de
un muy joven Néstor Almendros — luego una de las grandes figuras de la
fotografía fílmica a nivel mundial—, quien escribía en 1949 que el cine
cubano parecía un niño eterno: «Parece que no quiso crecer. Las causas de
este desarrollo retardado en uno de los países latinoamericanos más
progresistas y que, como hemos visto, fue pionero en este campo, son
481
varias».

Hay otro importante juicio de Néstor Almendros citado por Castillo, donde
el gran fotógrafo de Kramer vs. Kramer, La laguna azul y La decisión de
Sophie valora el panorama del cine cubano en 1950 en cuanto a su relación
con un público con un alto porciento de analfabetos. Aun así, Almendros
subrayaba que entre los años finales del cine silente y los primeros del
sonoro, en Cuba se habían hecho esfuerzos interesantes para encaminarse
hacia un cine de cierto relieve artístico, idea que, en efecto, se confirma por
los análisis de Castillo en el primer tomo de su serie.

Algo particularmente interesante, sin embargo, es que el propio Almendros


y Tomás Gutiérrez Alea apuntaron en 1950 hacia un nivel de mayor vuelo
creativo. Ambos cineastas en ciernes, con medios rudimentarios, lograron
llevar al cine el relato «Una confusión cotidiana», de Franz Kafka, cuya
única copia —de tanto interés para valorar los inicios de ambos artistas—
desapareció.

Castillo, como se ha visto, observa con cuidado la trayectoria de la


reflexión crítica sobre cine, factor inseparable de la producción
cinematográfica en cualquier país. A lo largo de los tres tomos de la
investigación, no solo se ha llamado la atención acerca de las publicaciones
periódicas que abordaban la temática del séptimo arte. Por lo mismo, su
estudio no deja de observar espacios culturales como el Cine Club de La
Habana —que programó funciones de películas prestadas por la
Cinemathèque Française desde 1951—. Castillo analiza que el Cine Club
de La Habana, a través de Germán Puig —con el apoyo de Raúl Roa,
entonces director de Cultura del Ministerio de Educación— estableció
vínculos con Henri Langlois, director de esa prestigiosa institución
francesa. El relato específico de este episodio sirve de ejemplo del tono
narrativo que, en determinados momentos, sabe asumir este tomo tercero:

Al desembarcar en Francia, Puig se instaló en la Ciudd Universitaria


luego de saber a su llegada a París que la prestigiosa institución
educacional permanecería cerrada hasta la culminación de la última
semana del curso 1950-1951. En aras de no perder el tiempo, cierta
mañana de la última semana de enero sostuvo un brevísimo, pero
determinante encuentro con Langlois en el no. 7 de la Avenue de
Messine. El vehemente criterio que animara a este milagroso hombre
para poner al alcance de los espectadores de las nuevas generaciones
los clásicos de la historia del cine —y no solo preservarlos como
piezas de museo—, lo alentó a arriesgarse a enviar al otro lado del
océano algunas de las copias que consiguió atesorar. Un mes antes
José Manuel Valdés-Rodríguez, de paso por París, había solicitado
filmes para presentarlos en la Universidad de La Habana. Langlois,
más impresionado por el idealismo y el desmedido amor por el
séptimo arte del entusiasta Germán Puig, con quien de inmediato
estableció un fraternal vínculo, optó por remitir sus películas con
482
destino al Cine Club de La Habana.
Este primer contacto entre Langlois y el joven cubano, sentó las bases para
la fundación de la Cinemateca de Cuba, puesto que los estatutos de la
Cinemathèque Française no permitían el préstamo de películas sino a
entidades similares a ella. De aquí que Langlois sugiriese a Puig que el Cine
Club de La Habana se convirtiese en Cinemateca de Cuba. Castillo relata:

Germán Puig, excitado por esa posibilidad, trasmitió las orientaciones


pertinentes a sus amigos en Cuba y les envió su propuesta de nuevos
estatutos, copiados por los de la Cinemateca Francesa, con el fin de
crear lo que en un principio llamaron Cinemateca Cubana.
Finalmente, la directiva cambió en noviembre el nombre por el de
Cinemateca de Cuba, aunque continuó integrada a Nuestro Tiempo.
El escritor Edmundo Desnoes es citado también al lado del periodista
Carlos Franqui dentro del núcleo fundacional de esta primera
483
cinemateca.

El libro da cuenta de la evolución de ese gesto fundacional. Esta institución


pionera contó con programas para sus funciones, los cuales incluían notas
críticas de presentación de los filmes, en varios casos escritos por Néstor
Almendros.

De este período datan una serie de primeros vínculos con entidades y


congresos de cine europeos, por ejemplo, el V Congreso de la FIAF, al que
asistió como observador —invitación de Langlois— Germán Puig.
Asimismo, estos años muestran a varios intelectuales cubanos —y en
particular Tomás Gutiérrez Alea— orientándose hacia las posibilidades de
formación que ofrecía el Centro Sperimentale di Cinematografia di Roma.

En el año 1952, las elecciones de la institución cubana muestran una


directiva formada por jóvenes que habrían de tener un importante destino en
la cultura cubana: Germán Puig, Juan Blanco, Rine Leal, Lisandro Otero y
Néstor Almendros. Castillo examina con lupa los avatares de ese Cine Club
de La Habana devenido Cinemateca de Cuba, sus relaciones y posterior
separación de la sociedad cultural Nuestro Tiempo. El rescate de esa zona
de la cultura cinematográfica en Cuba es uno de los numerosos méritos de
una investigación que, hay que insistir en ello, nos devuelve un paisaje
completo de los contextos culturales cubanos en el período.

Así pues, el estudio del cine cubano entre 1945 y 1952 se desarrolla desde
una perspectiva inteligente, que ahonda en las relaciones entre el cine
nacional y el ritmo del séptimo arte en latitudes conexas, tanto Estados
Unidos —donde, entre otros muchos vínculos, resulta fascinante la
indagación acerca de la película de ambiente y argumento cubano filmada
por John Huston, Wewerestrangers, uno de los últimos cinco filmes qe
protagonizaría el malogrado y talentoso actor John Garfield—, como
México y Argentina, de modo que puede apreciarse también la irradiación
de Cuba sobre otras cinematografías, como el caso específico de la
incorporación del personaje de la rumbera cubana en el imaginario
cinematográfico mexicano, o la utilización de La Habana como locación
reiterada en el cine mexicano del período.

Estos y otros elementos ponen de manifiesto el drama de la cultura fílmica


nacional, marcada por un exceso de populismo como factor de éxito
comercial, y unas muy limitadas realizaciones artísticas, incluso en
proyectos como el filme Cecilia Valdés, bajo la dirección de Jaime Sant-
Andreu, obsesionado con una fidelidad al texto literario y con una dirección
artística fiel a la época de la trama, no obstante lo cual el filme habría de
fracasar.
Cronología del cine cubano III (1945-1952) enfoca a la vez el árbol —el
difícil crecimiento del cine nacional— y el bosque infinito de los avatares,
instituciones —propiamente cinematográficas, pero también económicas,
difusoras, publicísticas vinculadas al séptimo arte en Cuba—, protagonistas,
proyectos —fallidos o no— y realizaciones. Es una epopeya, trágica y
frustrada, pero epopeya al fin, en pos de una expresión cinematográfica
nacional.

Rescatar todo esto para el presente, valorar con equilibrio y dignidad el


medio siglo de trayectoria inicial del cine en Cuba, convierten a este libro
en un documento viviente sobre la cultura insular en su ancha acepción.
Pues, en efecto, artis gratia artis, la historia del cine cubano perfilada por
Castillo hace confluir todas las artes del país, que resultan de paso
iluminadas por esta trayectoria del cine nacional que la labor paciente de
muchos años emprendida por Arturo Agramonte y él han logrado esclarecer
para las nuevas generaciones de cineastas y cinéfilos de América Latina.
Recepción y ambigüedad del arte

La recepción ha ido asumiendo cada vez más un papel protagónico en la


circulación de las más diversas artes. Roland Barthes subrayaba en su día
que había ocurrido un cambio en el género mismo del texto artístico:
[…] es notorio que la música postserial de hoy día ha modificado
considerablemente el papel del «intérprete», pues le exige ser de
algún modo coautor de la partitura, debe intentar completarla antes
que darle «expresión». El Texto se parece a una partitura de este
nuevo género: requiere del lector una participación activa. Sin duda se
trata de una gran novedad, pues ¿quién ejecuta la obra? (Mallarmé se
planteó la cuestión: quiere que sea el público el que produzca el
libro). Hoy en día, solo el crítico ejecuta la obra (admito el juego de
palabras). La reducción de la lectura a consumo es evidentemente
responsable del «aburrimiento» que a muchos suscita el texto
moderno («ilegible»), la película o la pintura de vanguardia: aburrirse
significa en este contexto que uno no es capaz de producir el texto, de
484
ejecutarlo, de deshacerlo, de ponerlo en movimiento.
Maurice Corvez ha desarrollado la idea de que todo cuerpo de saber se
desarrolla sobre un espacio de orden, contra el fondo de un a priori
histórico o campo epistemológico, el cual es el cimiento de su posibilidad;
aquello a partir de lo cual conocimientos y teorías resultaron posibles en
una época dada; el pensamiento humano hunde raíces allí y reconoce en
dicho espacio de orden el estatuto y la historia de sus condiciones
485
fundamentales.
En lo que tiene que ver con la comunicación, la noción realidad social tiene
más de un sentido. Abarca incluso referencias superestructurales e
infraestructurales. Las primeras incluirían las formaciones ideológicas, en
su amplio conjunto. La comunicación es un hecho social y a la sociedad
misma no se la puede concebir sin aquélla. Se presenta, pues, una estrecha
relación de interdependencia, de manera que lo que afecta a una de ellas
termina por afectar a la otra. De ahí que a la evolución de la sociedad
corresponda, aunque no de manera mecánica y esquemática, una
transformación en las formas de comunicación, no únicamente en lo que a
técnicas se refiere, sino también en cuanto a los grupos sociales que se
comunican entre sí; es un hecho que el finalizado siglo XX ha presenciado
una fuerte incremento de tecnologías de comunicación (radiofonía, TV,
computadoras, correo electrónico, internet, etc.), lo cual ha significado
también una mayor posibilidad (si bien todavía insuficiente y mediada por
roles desiguales en el planeta) de comunicación internacional.
La cultura, en tanto sistema de valores y productos materiales, se crea,
utiliza, conserva, modifica y transmite a través de las más variadas formas
de la comunicación, mientras que, por otra parte, cada vez más en el mundo
contemporáneo, una comunicación social deficiente (para un individuo,
para un grupo social, para una comunidad) dificulta grandemente el acceso
a los valores culturales, ya sea de la propia identidad cultural, ya sea de la
486
producción cultural internacional.
El propio desarrollo de la sociedad, la complejización de las tecnologías,
han ido propiciando y, en alguna manera, exigiendo la aparición de formas
más complejas de comunicación, en particular en los que se refiere a
canales y a códigos. Las ya no tan nuevas tecnologías de comunicación,
generalmente caracterizadas por producirse a distancia, constituyen, pues,
modos de comunicación indirecta, es decir, realizada entre individuos que
no están en presencia inmediata. En un esquema elemental, el emisor y el
receptor se encuentran, por así decirlo, en una relación directa, con un
sistema de reglas que les permite la codificación y decodificación más o
menos inmediata de los mensajes.
El dominio del código común constituye una base principal de la cultura;
sin embargo, esta concepción está anclada en una estrecha visión lingüística
de la comunicación. Ese dominio del código es típico de la comunicación
verbal, donde tanto el emisor como el receptor poseen competencias
comunicativas hipotéticamente semejantes, las cuales corresponderían a
conocimientos eficientes de los códigos empleados.
Tal relación de semejanza potencial solo sería verdaderamente idéntica si
poseyeran relaciones también equivalentes con el contexto social, histórico
y cultural, lo cual no se da en la práctica, pues no todos los miembros de
una comunidad poseen un conocimiento, una experiencia y una actitud
axiológica idénticos acerca de los códigos culturales que todos los
miembros están obligados a utilizar en su práctica cultural y social en
general. Un requisito que apoya el que la comunicación directa se lleve a
cabo de modo satisfactorio, es que emisor y receptor dominen el código. El
código más importante es el del idioma.
Ahora bien, aparte de ese código común, existen otros de carácter cultural
cuyo dominio permite un intercambio comunicativo más completo, tan
simples como el saludo, el modo de vestirse, el estilo de caminar, y, en
cambio, modalidades semióticas tan complejas como las peculiaridades
culinarias, el estilo de bailar, ciertas ceremonias matrimoniales, religiosas o
luctuosas, etc. Por otra parte, el absolutismo del signo y, por ende, del
código ha sido puesto en duda con fuerza a lo largo de la segunda mitad del
siglo XX. Eco valora:
Lo que las investigaciones sobre la comunicación descubren no es una
estructura subyacente, sino la ausencia de estructura. Es el campo de
un «juego» continuo. Lo que sobreviene en vez de la ambigua
«filosofía estructural» es otra cosa. No sin razón, los que han
deducido estas conclusiones de la manera más rigurosa —y estamos
pensando en Derrida y en Foucault— no han afirmado nunca que
fuera «estructuralistas», aunque por razones de comodidad se ha
generalizado la costumbre de denominar «estructuralistas» a toda una
serie de estudiosos que han partido de una tentativa común. Si en el
origen de toda comunicación, y por lo tanto de todo fenómeno
cultural, hay un juego originario, este juego no puede definirse
recurriendo a las categorías de la semiótica estructuralista. Entra en
crisis, por ejemplo, la misma noción de Código. Esto quiere decir que
en la raíz de toda comunicación posible no hay un Código, sino la
487
ausencia de toda clase de código.
Emilio Garroni, en Proyecto de Semiótica, muestra de manera clara la
relación paradójica que une el antivanguardismo con el antisemioticismo, y
acusa las contradicciones inherentes al arte de vanguardia y neovanguardia,
expresadas en la dificultad existente para establecer una comunicación
488
estética. Para Garroni el problema no radica en identificar un código
pictórico o escultórico tan nítido como el de los idiomas, sino en construir
modelos conceptuales que permitan un análisis del arte. Esta noción es
también sustentada por el semiólogo Iuri Lotman, quien apuntaba de modo
categórico algo que, por su claridad conceptual, es preciso citar con
amplitud:
[…] la obra artística no es una suma de indicios, sino un sistema, una
estructura funcionante. El investigador no enumera «indicios», sino
que construye un modelo de los vínculos. Cada estructura —una
unidad orgánica de elementos construidos según un tipo sistémico
dado— es, a su vez, solo un elemento de una unidad estructural más
compleja, y sus propios elementos —cada uno por separado—
pueden ser examinados como estructuras independientes. En este
sentido, la idea del análisis por niveles, inherente en general a la
ciencia contemporánea, es profundamente propia del estructuralismo.
Pero de esto se sigue que la separación rigurosa del análisis
sincrónico y el diacrónico (histórico), muy importante como
procedimiento metódico y que desempeñó en su tiempo un enorme
papel positivo, no tiene un carácter de principio, sino un carácter
heurístico. El estudio de los cortes sincrónicos de un sistema le
permite al investigador pasar del empirismo a la estructuralidad.
Pero la etapa siguiente es el estudio del funcionamiento del sistema.
Más aun, ahora ya resulta claro que cuando estamos ante estructuras
complejas (y el arte es una de ellas), cuya descripción sincrónica, en
vista de la multifactorialidad de las mismas, es en general
embarazosa, el conocimiento de los estados precedentes es una
condición ineludible para un modelado exitoso. Por consiguiente, el
estructuralismo no es un adversario del historismo; más aun, la
necesidad de comprender las diferentes estructuras artísticas (las
obras) como elementos de unidades más complejas —la «cultura», la
489
«historia»— , constituye una tarea vital.
Lugar de importancia en el debate contemporáneo sobre la cultura y el arte,
lo ocupa la Escuela de Frankfurt. Su pensamiento se articula alrededor de la
llamada «teoría crítica», la que pretendía ofrecer no solo explicaciones
teóricas de los fenómenos sociales, sino a la vez la crítica normativa de
estos, desde una perspectiva inmanente a la misma sociedad e historia. Los
pensadores de la llamada segunda generación de esta escuela abordaron
también el arte y la estética, pues estas son cuestiones fundamentales para la
comprensión de la cultura; estos temas, por lo demás, no se situaron en
lugar central en sus reflexiones, en general orientadas a la cuestión del
poder y el papel de la imagen de la sociedad en el pensamiento humano.
Las aportaciones más importantes de Jürgen Habermas a la Estética se
produjeron en relación con el problema del fin de la modernidad. Los
actuales seguidores de esta escuela se distinguen por haberse adherido al
llamado «giro lingüístico» de la filosofía y defender frente a la razón
instrumental una llamada razón comunicativa, cuya fuerza radicaba en
ciertos procesos de entendimiento intersubjetivo, tales como los debates
científicos, las discusiones éticas, jurídicas, etc., que también se hallarían
presentes en sus disquisiciones acerca del arte:
Análogas vacilaciones y oscilaciones notamos en los representantes
de la llamada Escuela de Frankfurt. Adorno, en la Aesthetische
Theorie, editada póstumamente (1970), ve en la neovanguardia el
testimonio más dramático y completo de la desintegración del mundo
(por ejemplo, la obra de Beckett). Ella es, a la vez, un desafío lanzado
a nuestra civilización y cultura, paralelo al reto que lanza el cabal
filósofo que cultiva la «dialéctica negativa». Pero, al mismo tiempo,
el arte es un oasis de valores inalienables que siempre constituyeron
el fundamento de la existencia humana. Puesto que el mundo está en
este momento en una vuelta del camino, puesto que es muy visible y
dolorosa la falta de todo sentido fundamental (Sinndefizit), el arte de
neovanguardia, y en general el arte auténtico, es uno de los pocos
modos posibles no solo de expresar una protesta contra la trágica
situación, sino, además, de trazar nuevos horizontes y mantener la
490
esperanza revolucionaria.
Habermas y su teoría de la acción comunicativa se levantan sobre la
concepción de que el mundo social, construido, fundado y dirigido por una
razón científico-técnico-administrativa, constriñe y agosta la vida, la cual
estaría regida, en su dinámica esencial, por una razón axiológica en la cual
la moral y la estética tendrían una importancia substancial. En el conjunto
de esas ideas, la acción social estaría conformada y definida como una
cooperación colectiva, mediada por el lenguaje y la tradición compartidos.
De aquí que esta escuela haya concentrado una vez más la atención del
pensamiento filosófico y culturológico sobre la cuestión del lenguaje y la
comunicación humana.
En la concepción habermasiana, es vital que se defiendan las posibilidades
del hombre para la comunicación, pues ellas constituyen un instrumento
contra la erosión constante que sobre la sociedad y lo humano ejercen las
formas establecidas por la modernidad para la racionalidad en la economía
y la administración de la sociedad, tipo de racionalidad que, según
Habermas, tiende a ser negadora de un pensamiento estético y ético.
El lenguaje, los diversos modos comunicativos y códigos de que dispone el
ser humano, contribuyen como instrumento eficiente al autoconocimiento,
que la enajenación del mundo hipertecnologizado contribuye a bloquear.
Para Habermas, la comunicación es una condición sine qua non para que la
sociedad, los grupos sociales y también los individuos puedan solucionar
colectivamente sus problemas más acuciantes. De ello se deriva el porqué el
proyecto de Habermas remata en una teoría de la comunicación y el porqué
esta tiene una finalidad y un resultado de carácter político.
Ahora bien, al margen de la validez o no de las concepciones de Habermas,
me interesa subrayar la importancia de la comunicación en la
contemporaneidad y, proyectivamente, en buena parte de los comienzos del
Tercer Milenio. Es en esta esfera donde el arte aparece como uno de los
factores culturales de mayor interés para el pensamiento de la segunda
mitad del siglo XX, y su estudio como proceso comunicativo adquiere un
relieve extraordinario.
El interés por la comunicación como factor social, por tanto, obliga al
pensamiento actual a reconsiderar las nociones heredadas acerca del arte —
el cual, por lo demás, en ese mismo período experimenta profundas
transformaciones—, y a subrayar la importancia de factores axiológicos en
la comunicación. Esta fuerte insistencia en una ética de la comunicación, en
una búsqueda de la sinceridad individual y de la construcción de una íntegra
moral colectiva, vuelve a plantear el problema de la investigación de la
cultura y el arte.
La atención redoblada sobre el arte como lenguaje, llevó a percibir que los
significados que pueden ser construidos —según otras perspectivas, no
cualitativistas, «recolectados»— a partir de la recepción de una obra de arte,
tienden a ser polisémicos, y a estructurarse en un sentido por momentos
opuesto a los que presiden la organización del discurso científico —donde
se procura a toda costa, aunque no siempre con éxito total, eliminar la
ambigüedad— ; la obra de arte sobre todo aspira a la expresión polivalente.
Pierre Francastel destaca:
La ambigüedad del arte, y del signo que lo soporta para comunicarlo,
es esencial. El signo figurativo es un lugar donde se encuentran
valores muchos más ricos de lo que se imagina cuando se limita a
considerarlo como un equivalente, bajo otras formas, de signos o de
imágenes capaces de reemplazarlo. El arte es un lugar donde se
encuentran y se combinan fuerzas activas. Lleva consigo innovación
simultánea en el espíritu y en la materia. Debe estudiarse en sí porque
él hace posible un desmenuzamiento de lo real según modalidades de
percepción particulares.
El arte es figurativo no porque constituye el reflejo de una realidad
conforme a lo percibido inmediato o a lo institucionalizado, sino
porque pone a disposición de los individuos y de las sociedades un
instrumento propio para explorar el universo sensible y el
pensamiento y para traducir simultáneamente, a medida de su
desarrollo, las observaciones hechas y las reglas hipotéticas de
causalidad que activan constantemente la doble tendencia paralela de
comprensión y de manifestación donde se materializa una facultad
491
siempre más o menos presente en la historia.
Asumir el arte como discurso de máxima ambigüedad, entraña enfoques de
la investigación del arte, que obligan a valorar los puntos de vista
relacionados con ese enfoque. Considerar el arte dentro del campo de los
lenguajes, es una propuesta que ha generado nutridas discusiones, y ha
involucrado campos importantes del pensar: el filosófico, el estético y el de
la teoría del arte. Mientras unos sustentan el carácter eminentemente
comunicativo del arte, otros se muestran más reticentes, como Hubert
Damisch quien, al reflexionar sobre semiótica e iconografía, apuntaba:
[…] la imagen moderna impone un concepto diferente de
«significación», de significado, y de su «cocina» (término de
Barthes), y, por consiguiente, una noción diferente de gusto en el
sentido más profundo, irreductible a las normas de comunicación
(excepto en la medida en que fuera posible determinar qué factores en
la noción misma de información pertenecen a una teoría de la forma,
o incluso a lo informal). Esta, antes que el punto de partida
logocéntrico que una historia humanista del arte se niega a abandonar,
es el área en que podría tener una posibilidad de desarrollarse una
492
semiótica del arte.
Ha ganado intensidad la antigua polémica entre considerar que el arte no
expresa nada ajeno a él mismo, y pensar que el arte tiene la función de
expresar las peculiaridades culturales, políticas, históricas y económicas de
un contexto, y, a la vez, la subjetividad, los estados de ánimo, las
emociones, sueños, ansiedades, fobias e ideales de un artista. Discusión
permanentemente abierta, habrá de perdurar mucho tiempo aun, mientras no
se comprenda que ambas posiciones absolutizan, y, por tanto, discriminan
uno de dos componentes que son inseparables.
La idea que subyace en el pensamiento de Damisch es la acumulación de
significados en un objeto artístico —incluso en lo que iconológicamente
puede definirse como «motivos», elementos pequeños de la obra de arte—,
estos significados añadidos a lo largo de la historia del arte, pueden ser aun
teóricos, de manera que la interpretación de una obra puede entrañar la
obligación de una relectura de la totalidad —o un sector muy amplio y
complejo— de la historia del arte. Estamos en presencia —y Damisch no es
el único exponente de ella— de una actitud investigativa multidisciplinaria,
«que mira a la interpretación del fenómeno artístico como efecto de
493
sentido», y que asimismo aspira a asomarse al arte como un fenómeno
humano, vale decir, antropológico, cultural, multivalente. El siglo XX vio
desarrollarse la aspiración a un enfoque comunicativo del arte, que habría
de desembocar en una nueva disciplina: la semiótica de las artes.
El arte como lenguaje

En el siglo XX el ritmo de transformación del concepto de arte se ha


intensificado de una manera extraordinaria, y ha permitido a Stefan
494
Morawski señalar que «La idea del arte atraviesa un período crítico». A
ello se refiere también Umberto Eco cuando, en La definición del arte. Lo
que hoy llamamos arte, ¿ha sido y será siempre arte?, señala algo capital:
La obra de arte se está convirtiendo cada vez más, desde Joyce hasta
la música serial, desde la pintura informal a los films de Antonioni, en
obra abierta, ambigua, que tiende a sugerir no un mundo de valores
ordenado y unívoco, sino un muestrario de significados, un «campo»
de posibilidades, y para conseguirlo es preciso una intervención cada
vez más activa, una opción operativa por parte del lector o del
495
espectador.
Tal estado de cosas exige una percepción histórico-cultural del arte como
objeto de estudio. La incrementada movilidad transformativa del concepto
de arte es un estímulo fundamental para el desarrollo de investigaciones
sobre este terreno, cuyos resultados también podrían contribuir a la
consolidación de puentes entre los seres humanos y un sector principal de
sus propias producciones culturales, sobre todo teniendo en cuenta la
intensidad de los cambios de orientación creativa del arte, los cuales, desde
la época de las vanguardias del siglo XX, se han incrementado, con la
consiguiente modificación del concepto de arte, estímulo para una serie de
transmutaciones en concepciones estéticas tradicionales, como la de
mímesis:
El concepto que mejor definiría el arte moderno es más el de
repetición (que para Deleuze es siempre repetición de la diferencia)
que el de representación (de lo idéntico, de lo mismo). El arte es más
simulación que imitación, se sitúa más del lado de los simulacros —
las copias rebeldes que no solo no pretenden parecerse a sus
originales, sino que rechazan la estructura mimética misma que opone
el modelo a la copia—, que del lado de la imitación de los objetos
496
originales.
El investigador del arte es, también, un estudioso de la cultura, y se
enfrenta a la necesidad de trascender, durante el proceso investigativo, los
límites estrictos de la artisticidad, que también han sido sometidos a intenso
debate desde la época de las primeras vanguardias, hasta el presente, en que
pueden advertirse también posiciones muy contrastantes, como las que
describía sucintamente Simón Marchán Fiz en el 2004:
En efecto, si para unos, como es el caso de M. Heidegger y las
«estéticas de la verdad», el arte supone un acceso privilegiado al ser y
la verdad, para otros, desde Schiller, Nietzsche a Baudrillard y la
estética de la apariencia digital, el dominio del arte se reafirme en el
reino de la apariencia y la ilusión, si es que no en el de la simulación.
Asimismo, durante los últimos años, en las prácticas artísticas se
acusa un desdoblamiento llamativo entre unas artes que pretenden
levantar acta de lo real, redescubriendo las múltiples dimensiones de
lo político, lo social o lo relacional, y otras que se despliegan en los
predios florecientes de la virtualidad, asumiendo con naturalidad el
497
paisaje de los medios en el que se proyectan las nuevas tecnologías.
La problemática no se resuelve solo desde los criterios que evidencian las
prácticas artísticas más recientes. Morawski señala otra cuestión de gran
importancia para valorar el componente histórico de los fenómenos
artísticos:
[…] todo hecho artístico está marcado por la historia; en cambio, el
historiador del arte tiene que tratar, dentro de los límites de las
operaciones cognoscitivas que se esperan de él, con muchos hechos
históricos desprovistos de calificaciones artísticas. A saber,
aprovechando el saber histórico-general, trata de realizar la atribución
de la manera más confiable: quién, cuándo y para quién creó un
objeto dado (o un complejo de objetos), cuál fue el encargo y si la
ejecución respondió a este de manera precisa, dónde se halló lugar
para él, y así sucesivamente. De esas pesquisas resultan a veces
investigaciones sobre las peripecias ulteriores del objeto. La
descripción, en cambio, trae consigo, entre otras cosas, la
constatación de qué material y con qué técnica se produjo el objeto, si
498
sufrió más tarde transformaciones, y así sucesivamente.
Morawski considera, de modo implícito, la interrelación entre arte y cultura,
nexo que se establece a partir de las propias características de esta última en
tanto macroproceso comunicativo en el cual se realiza la existencia,
consolidación y producción de objetos y valores humanos; ese vínculo se
produce, también, en términos de los sistemas metodológicos —
epistemológicos, conceptuales, categoriales, operacionales y axiológicos—
que se empleen para concebir y llevar a la práctica la investigación del arte.
Por eso Morawski apunta, además:
A juzgar por las apariencias, parece que los procedimientos
investigativos en los que el historiador del arte se remite a las
mencionadas disciplinas afines, son de carácter puramente
descriptivo. Pero basta un instante de reflexión para darse cuenta de
que el hecho histórico es tanto una construcción para fines
investigativos como una reconstrucción de la secuencia de los
acontecimientos; de que las constataciones históricas no contienen
solamente a las coordenadas espacio-temporales (sucesión o
contigüidad), sino a las conexiones entre los hechos, examinados
499
desde el punto de vista de las leyes que los rigen.

La consecuencia epistemológica de ese punto de vista de Morawski es


valiosa, porque permite enfrentar la investigación del arte como la
confluencia de: a) la esencia y dinamismo históricamente condicionados de
la producción artística; b) los modos científicos de investigación
seleccionados por el especialista para realizar su trabajo. La objetividad del
arte, como producto concreto de cierta actividad humana —individual y
social—, por sí sola no determina el carácter de la investigación del arte,
puesto que esta es el resultado de la integración del objeto artístico en su
devenir social y de la posición investigativa elegida, su estructuración, su
tipo de operacionalidad, y, también, una imprescindible perspectiva
axiológica.
La investigación del arte, tanto en su carácter procesual como en sus
resultados últimos —no solo la constitución de su discurso científico, sino
también, incluso, su aplicación social y sus tendencias de desarrollo—,
tiene como finalidad alcanzar un constructo, es decir, una elaboración
teórico-práctica, que resulta, por lo demás, ajena a la mera descripción
mecanicista del objeto artístico —en el campo específico de la plástica, se
diría, con cierto sarcasmo, «descripción retiniana»—. Morawski puntualiza
una cuestión de gran significación:
En una palabra, la historia del arte no es una crónica de
acontecimientos laxamente unidos unos con otros a causa de su
vecindad, sino un conjunto separado de datos internamente ordenados
según reglas metodológicas adoptadas. Al construir ese conjunto, son
inevitables, al parecer, las decisiones filosóficas e ideológicas; es
decir, la explicación y comprensión de toda clase de procesos
históricos es acompañada en general —en los fundamentos de
operaciones investigativas tales como la selección de datos, la
elección de los hechos importantes, el establecimiento de la
500
repetición, etc.— por la intervención de factores valorativos.
La problemática del arte como lenguaje se agrava también por otra
perspectiva que ha venido desarrollándose con mayor fuerza desde la
segunda mitad del siglo XX. Se trata de la cuestión vinculada con la
concepción de la obra de arte, sobre la cual se ha debatido tanto desde
posiciones netamente estético-filosóficas como de las relacionadas con la
historicidad y condicionamiento cultural del arte y de los fenómenos de
recepción del arte. Arthur Danto advierte:
Como esencialista en filosofía, estoy comprometido con el punto de
vista de que el arte es eternamente el mismo: que hay condiciones
necesarias y suficientes para que algo sea una obra de arte, sin
importar ni el tiempo ni el lugar. No veo cómo uno pueda hacer
filosofía del arte —o del período filosófico— sin esta dimensión de
esencialismo. Pero como historicista estoy también comprometido
con el punto de vista de que lo que es una obra de arte en un tiempo
puede no serlo en otro, y en particular de que hay una historia,
establecida a través de la historia del arte, en la cual la esencia del arte
—las condiciones necesarias y suficientes— fue alcanzada con
501
dificultad por la conciencia.
Danto apunta una cuestión que refiere a la crítica de artes plásticas, pero
que también podría extenderse a lo más general de todas las artes:
[…] hay alguna clase de esencia transhistórica en el arte, en todas
partes y siempre la misma, pero únicamente se revela a sí misma a
través de la historia. Esto me parece coherente. Lo que no me resulta
coherente es identificar la esencia del arte con un estilo particular —
monocromo, abstracto o lo que sea— con la implicación de que el
arte de cualquier otro estilo es falso. Esto conduce a una lectura
ahistórica de la historia del arte, una vez que nos quitamos los
disfraces todo el arte es esencialmente el mismo —todo el arte, por
ejemplo, es esencialmente abstracto—, o el accidente histórico no
pertenece a la esencia del arte como arte. La crítica consiste entonces
502
en penetrar estos disfraces y alcanzar esa pretendida esencia.
Esa crítica, como el propio Danto identifica, tiene que enfrentarse, en la
contemporaneidad, con una profunda transformación —gestada
gradualmente y consolidada luego a lo largo del siglo XX— de la creación
artística, que ha adquirido matices muy especiales en la hora actual. Danto
hace notar la necesidad de:
[…] definir una aguda diferencia entre el arte moderno y el
contemporáneo, cuya conciencia, creo, comenzó a aparecer a
mediados de los setenta. Esta es una característica de la
contemporaneidad (pero no de la modernidad) y debió de comenzar
insidiosamente, sin eslogan o logo, sin que nadie fuera muy
consciente de que hubiese ocurrido […] El movimiento dadaísta de
Berlín proclamó la muerte del arte, pero deseó en el mismo póster de
Raoul Haussmann una larga vida al «arte de la máquina de Tatlin». En
contraste, el arte contemporáneo no hace un alegato contra el arte del
pasado, no tiene sentido que el pasado sea algo de lo cual haya que
liberarse, incluso aunque sea absolutamente diferente del arte
moderno en general. En cierto sentido lo que define al arte
contemporáneo es que dispone del arte del pasado para el uso que los
artistas el quieran dar. Lo que no está a su alcance es el espíritu en el
cual fue creado ese arte. El paradigma de lo contemporáneo es el
collage, tal como fue definido por Max Ernst, pero con una
diferencia. Ernst dijo que el collage es «el encuentro de dos realidades
503
distantes en un plano ajeno a ambas».
Hay que tener en cuenta la relación entre el emisor artístico y sus códigos
sígnicos (potenciales, abiertos, semiestructurados), la cual determina las
características de la enunciación; esta relación no se produce en un vacío
aséptico, sino que está mediada, de manera extraordinariamente compleja y
polivalente, por una amplia gama de funciones específicamente estéticas,
así como por complejas relaciones contextuales: histórico-sociales,
culturales, de recepción del arte, de grupos y tendencias estéticas, incluso
económicas, que en algún caso exigen un enfoque específico que se adecue
a la especificidad del arte, pues, como apunta Jean Baudrillard,

Los valores / signos están producidos por cierto tipo de trabajo social.
Pero producir diferencia, sistemas diferenciales, jerárquicos, no se
confunde con la extorsión de la plusvalía económica y no resulta de
ella tampoco. Entre los dos, interviene otro tipo de trabajo, que
transforma valor y plusvalía económica en valor / signo: operación
suntuaria, de consumo y de rebasamiento del valor económico según
un tipo de cambio radicalmente distinto, pero que de cierto modo
produce también una plusvalía: la dominación, la cual no se confunde
en absoluto con el privilegio económico y el provecho. Estos últimos
no son en cierto modo más que la materia prima y el trampolín de una
operación política de transfiguración del poder por los signos. La
dominación se halla, pues, vinculada al poder económico, pero no
«emana» de él de manera a la vez automática y misteriosa; procede de
504
él a través de un retrabajo del valor económico.
Un problema más intensificado se presenta en épocas históricas como el
romanticismo, en que la estética dominante propugna la «originalidad» a
toda costa, y como valor estético fundamental el que cada artista
cuestionase y replantease al menos el código establecido para un tipo de
obra o proceso artístico.
Ya en los albores de la década del sesenta del siglo XX, Morawski trataba de
encontrar una definición de obra artística que superase las limitaciones de
una concepción demasiado formalizada y estatista del arte (y, con ello,
naturalmente se arriesgaba a caer en la misma trampa); es interesante
retomarla con el propósito de ahondar en las consideraciones acerca del
carácter comunicativo del arte:
Llamamos obra de arte a un objeto que posee al menos una estructura
mínima expresiva de cualidades y modelos cualitativos, transmitidos
sensorial e imaginativamente de manera directa e indirectamente
evocativa (semantizada). Estos modelos cualitativos y la estructura
definida se refuerzan mutuamente, creando un todo autotélico y
relativamente autónomo, más o menos separado de la realidad,
aunque permanezca como parte de ella. Este objeto, añadiré, es un
artefacto, en el sentido de que se ha producido directamente por
medio de una techne determinada, o bien es el resultado de alguna
idea ordenadora. Finalmente, este objeto se relaciona de una u otra
505
manera con la individualidad del artista.
Morawski comienza por indicar que se trata de una «estructura mínima»
que expresa, vale decir, tiene un sentido de comunicación. El arte, como
modalidad especial de la cultura, se desarrolla como un lenguaje específico
—y ello es una prueba de gran calibre acerca de la multiplicidad sígnica del
506
hombre— o, más bien, como un amplio conjunto de lenguajes diversos
cuya función predominante es la estética, y que se relacionan entre sí (la
poesía sirve de texto para la canción y el aria; la escultura se vincula con la
arquitectura; pintura y escenografía —danzaria, teatral, cinematográfica— ;
la literatura se relaciona con el cine, el teatro, la danza, la pintura. Pierre
Francastel comenta:
Hace un siglo, la historia del arte consistía ante todo en una
descripción, estrechamente ligada al señalamiento de las obras
mayores, de las obras claves del pasado. Más tarde, con el tiempo, es
la iconografía la que, bajo formas diversas, tomó el primer lugar,
desde las obras de Emile Mâle hasta Panofsky. Más tarde, después de
los trabajos de Benedetto Croce, se le concedió un puesto cada vez
más importante a la filosofía, y en esta perspectiva se tomó conciencia
de que el arte era una forma de lenguaje. Hoy día, parece que esa
actitud, que hace del arte uno de los medios de connotación de una
forma mayor del lenguaje de la humanidad, tiende a imponerse, sin
que por ello se pueda considerar que los historiadores del arte y los
estetas hayan llegado a crear, en su dominio, una problemática
507
equivalente a la que han elaborado los lingüistas.
Es necesario subrayar que, si bien no se ha logrado conceptualizar una
sistematización de la comunicación (y, en particular, de la codificación y la
pragmática) mediante el arte, lo cierto es que la noción del arte como
lenguaje, si bien a veces difusa, es inherente a la comprensión de la obra
artística como medio de comunicación.
De aquí que sea conveniente que una investigación sobre el arte tenga en
cuenta el carácter comunicativo del fenómeno artístico, peculiaridad que es
uno de los componentes básicos de la función social de la práctica artística.
Este enfoque comunicativo, desde luego, se relaciona de modo intenso con
el problema de la lectura del arte, condición indispensable para su
508
interpretación. Pierre Francastel ha señalado al respecto:
En realidad, por consiguiente, en la base de toda clase de
investigación, no se trata de confrontar teorías con obras, sino de
plantearse el problema de saber cómo se lee una imagen, cómo es
descifrable y cómo se puede concebir que la selección de las formas y
la selección de los elementos correspondan a cierto número de
imperativos que determinan la elección, la selección del artista, y que
509
determinan también la posibilidad de comprensión del espectador.
Esta lectura del arte es, ante todo, una operación de tempo pausado, incluso
en el caso de la plástica. Pierre Francastel agrega: «[…] es estrictamente
imposible leer, ver una obra de arte figurativa, cualquiera que sea, en un
relámpago; por el contrario, es necesario descifrar, y descifrar en el tiempo,
510
toda obra figurativa». Las modalidades histórico-culturales de la lectura
del texto artístico afectan también, desde luego, a la crítica de arte y, por esa
vía, también a la investigación.
Desde el siglo XX, se ha replanteado el problema de la obra y, también, se ha
esgrimido con gran fuerza el concepto de texto y el de cocreación, de modo
que se exige del receptor una participación activa en el enfrentamiento a la
obra artística.
Acotaciones sobre la cultura

Sigue siendo un tema vigente el de la definición deL concepto de la cultura.


Este es, en sí mismo, complejo, pues se ha venido transformando desde su
significado etimológico original en la lengua latina —las cosas que deben
ser cultivadas—, donde tuvo primer un sentido vinculado solo a la
agricultura, y luego se extendió al cuidado del espíritu.

En cierto momento de fines del siglo XIX y principios del XX, se asumió por
la antropología que la cultura era la totalidad del modo de vida de un
511
pueblo. Este concepto, sin embargo, es demasiado amplio y, aunque
puede valer para las investigaciones antropológicas, es menos útil para
estudiar los códigos y estructuras culturales en sí mismo.

Para la perspectiva estructuralista de Claude Lévi-Strauss, la cultura es un


instrumento de defensa. En la relación entre el hombre y la naturaleza, la
cultura es un elemento defensivo del hombre, a través del cual este se
defiende de una naturaleza concebida como el gran enemigo de la
subsistencia humana. Esta idea, por supuesto, era en esencia errónea, pues
la naturaleza es el hábitat y la fuente de sustento de la sociedad, y no
necesariamente un enemigo al que hay que conquistar y dominar.

Desde el punto de vista cibernético, el filósofo y novelista polaco Stanislas


Lem aportó el criterio de que la naturaleza es un ámbito de entropía —es
decir, de tendencia al desorden, la arbitrariedad y la asistematicidad—,
mientras que el hombre es un ser cibernético por excelencia, en el sentido
esencial de la cibernética como ciencia que tiene el propósito de estudiar e
implantar sistemas. Pero esta noción tampoco es aceptable, dado que la
naturaleza no es exclusivamente entrópica, pues una serie de hechos
demuestran lo contrario: los hormigueros, los panales de abejas, la
«arquitectura» de los nidos de muchas aves, la de los castores, etc. Por otra
parte, el ser humano no es exclusivamente sistemático, sino que, como lo
demuestran las crisis sociales, las guerras y otros elementos siniestros de la
vida social, es también sumamente entrópico.

Más atinada resulta la perspectiva semiótica. El fundador de la semiótica de


la cultura, Iuri Lotman, apunta que el hombre es esencialmente un ser
comunicante, y que la sociedad existe solo si sus miembros pueden
comunicarse de algún modo entre sí. La naturaleza, a su vez, aunque no lo
hace de manera consciente como el ser humano, emite señales que pueden y
deben ser interpretadas por el hombre, de modo que se establezca una
especie de comunicación peculiar entre la sociedad y el mundo natural. La
cultura se concibe, desde la semiótica cultural, como un macrosistema de
comunicación entre:

Los seres humanos entre sí en un momento dado: comunicación


social.

Entre los seres humanos y la naturaleza: comunicación


ecológica.

Entre una sociedad y su pasado: comunicación tradicionológica.

Entre una sociedad y su futuro: proyección prospectiva.

Un ser humano y su propia subjetividad (autocomunicación).

Desde este criterio puede examinarse entonces las relaciones entre los
conceptos de proceso, producto y hecho cultural.
En la cultura tienen lugar, de manera dinámica, interrelaciones diversas que
son siempre de carácter dinámico, entendiendo por tal tanto la
comunicación social como la creación de entes de cultura; en este último
caso se trata de la creación de obras y artefactos económicos, obras y
artefactos artísticos, obras y artefactos científicos, así como otros de diverso
carácter: mítico, religioso, etc.

Así que un proceso cultural es una actividad humana —a la vez individual y


social— que se orienta o a la comunicación o a la creación, o a ambas,
porque la construcción de cualquier tipo de texto —artístico, científico,
mediático— se destina, desde luego, a establecer una interrelación explícita
o implícita con los demás.

Los procesos culturales implican dos factores interrelacionados: el objeto y


el hecho culturales.

Un objeto cultural es una entidad tangible o intangible que ha sido


construida o hallada y puesta en función de la comunicación. Por tanto, es
un resultado de una maniobra de creación, y responde a un modo específico
de operar en la construcción o manipulación —puesta en función vinculante
— de la comunicación. Ese resultado, para ser objeto cultural, tiene que
tener no solo un significado dotado de sentido para otros, o al menos para el
propio emisor; es necesario que también tenga —salvo en el caso de la
autocomunicación— un soporte material que permita que ese objeto sea
percibido no solo por su creador, sino por otros receptores. El objeto
cultural, por tanto, se concibe como un signo de diverso nivel de
complejidad, que es empleado efectivamente en la macrosistema de
comunicación que es la cultura.

De aquí que el objeto cultura sea, en sentido original, un artefacto, es decir,


una entidad tangible o intangible que ha sido lograda mediante una
elaboración —codificación y construcción de un mensaje con un código y
unos signos determinados—. El objeto cultural se considera en sí mismo,
como una entidad sincrónica —en sí misma tiene que ser considerada como
un dato puntual en la cadena temporal—, que puede ser elaborada en un
momento dado y quedar en suspenso como instrumento de comunicación.
Un ejemplo es el caso de la Venus de Milo, que pasó más de un milenio
sepultada y, por tanto, dejó de funcionar como signo artístico, puesto que no
tenía receptores. Al ser rescatada, se refuncionalizó, seguramente con un
sentido semántico muy distinto al que tuvo cuando fue creada como
artefacto. Prueba de ello es el relativo absurdo por el cual la estatua que hoy
vemos como símbolo de la belleza, corresponde a la imagen escultórica de
una mujer manca, sin pupilar y presumiblemente embarazada de algunos
meses. Este aparente contrasentido expresa, sin embargo, que el objeto
cultural depende de otro factor: el hecho cultural.

El hecho cultural, en cambio, es una categoría que no constituye un


artefacto, sino una situación que permite el empleo eficiente o más o menos
eficiente desde el punto de vista comunicacional, de un objeto cultural. Este
objeto, en cuanto mensaje construido, solo puede funcionar eficazmente en
el marco de un hecho cultural, vale decir, en una situación en que pueda ser
comprendido. El hecho cultural aporta el componente diacrónico, es decir,
el fluir del tiempo. El hecho cultural significa que el receptor se ha
colocado ante el objeto y lo asimila como dotado de significación para él
como receptor. De aquí que un mismo objeto cultural haya sido y seguirá
siendo interpretado de manera diversa en épocas distintas y por sociedades
cambiantes

Así pues, el objeto y el hecho culturales son los dos componentes básicos de
los procesos culturales, su cara sincrónica y su cara diacrónica, el costado
de signo construido y el costado de recepción individual y social.
Para leer al otro

La cultura, en tanto ámbito de la existencia humana, se ha convertido en un


campo de reflexión cada vez más complejo. Desde el siglo XIX, se ha ido
abandonando la percepción más simple, según la cual la cultura era una
acumulación de saberes. En un primer momento —en el cual el
pensamiento de Claude Lévi-Strauss fue fundamental— se llegó a
visualizar su estructura como un sistema que permite al hombre dominar la
naturaleza. De esta noción, que concibió los procesos culturales a la vez
como organización sistémica y como instrumento de dominación, se avanzó
hacia otros modos de comprensión de la cultura. Fue Stanislas Lem quien
definió la cultura como un sistema cibernético mediante el cual, el ser
humano, entendido por portador activo de la racionalidad, puede introducir
el orden en la naturaleza, que este filósofo concebía como esencialmente
entrópica.

En su percepción, la cultura se concibe como un gigantesco mecanismo


social de organización y mando, que permite al hombre introducir un
control racional sobre la naturaleza. Esta visión, enraizada en una
concepción antropocéntrica, también resultó, a la larga, superada. En una
perspectiva que fuera desarrollada en las últimas décadas de la pasada
centuria, Iuri Lotman replanteó el problema de la cultura de un modo que
no prioriza el papel del ser humano, sino que asume la cultura como un
macrosistema de comunicación entre los individuos y el mundo natural.
Desde esta posición, la cultura no es valorada como un instrumento de
dominación, ni tampoco como una garantía de racionalidad, sino como un
enorme sistema abierto de lenguajes, mediante el cual los miembros de la
sociedad podrían comunicarse entre sí —a través de las tres dimensiones
temporales—, y podrían paralelamente establecer una relación equilibrada
con la naturaleza.

Esta última posición, de carácter semiótico, entraña que persona y mundo


natural hallan su más eficaz y orgánica vinculación a través no de una
perspectiva de hegemonía antropocéntrica, sino mediante una
intervinculación destinada a que la totalidad del mundo real alcance una
homeostasis esencial. De esta actitud, se prioriza la percepción del ser
humano como individuo obligado a comprender el mundo: la cultura,
entonces, es la totalidad de los lenguajes mediante los cuales ser humano y
ámbito natural de su existencia deben funcionar como interlocutores.

Una concepción de la cultura como campo no exclusivamente humano, sino


como estructura que permite la existencia del individuo y del planeta, se
vincula con el desarrollo de una idea de la lectura —en su más amplio
sentido de comprensión de los más variados signos— como modo de
existencia esencial del hombre en las condiciones de su medio. Pues la
lectura no es sino una de las prácticas posibles de comunicación, a través de
un tipo de lenguaje que, como apuntara en su día Claude Lévi-Strauss,

[…] es susceptible de ser tratado como un «producto» de la cultura:


una lengua, usada en una sociedad, refleja la cultura general de la
población. Pero, en otro sentido, el lenguaje es una «parte» de la
512
cultura; constituye uno de sus elementos, entre otros.

Este sendero iniciado por Lévi-Strauss, permitió, en lenta evolución, llegar


a la comprensión de la cultura como sistema de comunicación. En pleno
siglo XXI, por lo demás, estamos al inicio de una nueva era: aquella en que
idea de que hay una prioridad absoluta del lenguaje hablado, frente al cual
el lenguaje gráfico no se considera más que como subproducto ancilar,
función secundaria, está siendo superada, en la medida en que la
comunicación visual por la red de medios de comunicación masiva y el
ciberespacio se amplían con ritmo impredecible. Del mismo modo, la época
de las imprecisiones teóricas en cuánto a qué es, en fin, el lenguaje — y nos
referimos a cualquier tipo de ellos y no solo al lingüístico—, tocan a su fin,
pues, como apunta Umberto Eco,

[…] se puede considerar el lenguaje como una «condición» de la


cultura, y ello en un doble sentido: diacrónico, puesto que el
individuo adquiere la cultura de su grupo principalmente por medio
del lenguaje; se instruye y educa al niño mediante el habla; se lo
reprende y se lo halaga con palabras. Desde un punto de vista más
teórico, el lenguaje aparece también como condición de la cultura en
la medida en que ésta posee una arquitectura similar a la del lenguaje.
Una y otra se edifican por medio de oposiciones y correlaciones, es
decir, de relaciones lógicas. De tal manera que el lenguaje puede ser
considerado como los cimientos destinados a recibir las estructuras
que corresponden a la cultura en sus distintos aspectos, estructuras
513
más complejas a veces, pero del mismo tipo que las del lenguaje.

Se ha avanzado, por lo demás, hacia una comprensión mucho más alta del
problema de la existencia real del mundo en su totalidad: el cambio de
perspectiva nos permite saber que la vida —social tanto como ecológica—
depende de un diálogo, de una comunicación en la cual los seres humanos
no son los únicos interlocutores, sino que el propio planeta, en su integridad
natural —orgánica e inorgánica— interviene en ese coloquio profundo que
es la esencia del ser humano. Ello nos ha puesto ante el reto, patente ya en
el siglo pasado, de que la trayectoria futura de la humanidad depende, en
muy alta medida, de su capacidad de comunicación en sentido orgánico,
vale decir, no solo de expresarnos, sino de comprender. En esta nueva
manera de visualizar una cuestión de tal alto calibre, uno de los desafíos
que enfrenta la sociedad contemporánea tiene que ver con la lectura en
tanto actividad dirigida a la construcción no ya de la cultura, sino de la
propia existencia, tanto del individuo humano, como del espacio en el que
habita.

Ello exige entonces un replanteo de un problema principal: el acceso de


todos a la cultura, vía que, en el presente globalizado, cada vez se vincula
más con la comprensión de signos y, en particular, con el desentrañamiento
de signos no de exclusivo vehículo oral, sino transmitidos por los más
diversos significantes, códigos, medios y canales. En este sentido, uno de
los aspectos que vienen sufriendo transformación es el modo de considerar
la discapacidad humana. Durante muy largo tiempo, la discapacidad ha sido
considerada desde un punto de vista estrictamente concentrado en las
limitaciones ocasionadas por una disfunción psicosomática, vale decir,
como una cuestión de carácter médico. Era un modelo de percepción
conceptual, el cual es caracterizado por Armando Vázquez Barrios de la
manera siguiente:

El modelo médico considera la discapacidad como un problema


«personal» directamente causado por una enfermedad, trauma o
condición de salud, que requiere de cuidados médicos prestados en
514
forma de tratamiento individual por profesionales.

El mundo contemporáneo ha debido ampliar esta perspectiva para


enfrentarse de un modo nuevo a la discapacidad, que ha dejado de ser
exclusivamente considerada como una cuestión solo pertinente a la salud y
la práctica médica. Se requiere, cada vez con mayor urgencia, un abordaje
515
integral del problema, pues, como apunta el mismo Vázquez Barrios:

El modelo social de la discapacidad, considera el fenómeno


principalmente como un problema «social», desde el punto de vista de
la integración de las personas con discapacidad en la sociedad, la
discapacidad no es un atributo de la persona, sino un complicado
conjunto de condiciones, muchas de las cuales son creadas por el
516
ambiente social.

Un modelo social de la discapacidad, necesariamente, debe estar vinculado


de modo directo a la cultura. De hecho, la discapacidad se ha convertido en
un problema cuyo desarrollo amenaza cada vez más a la sociedad. Tiene
razón, pues, Nilma Lacerda al comentar, en su focalización de las relaciones
actuales entre salud y lectura desde la perspectiva siguiente:

Hace cerca de treinta años que el llamado para cambiar las relaciones
con nuestro planeta encuentra eco en un gran número de personas. La
conciencia de que la especie humana no disfrutará de condiciones de
vida si persisten las relaciones predatorias con el medio ambiente, ha
517
sido el eje constante del llamado a la reflexión.

Se trata, en efecto, de que, en la hora alucinante del presente, la lectura se


revela también como un medio de salvaguardar la especie humana y su
hábitat. Y, en esta dirección, lectura y discapacidad forman, también, una
unidad cuya atención es impostergable, sobre todo si se tienen en cuenta al
menos dos realidades sobrecogedoras:

1. Unos 600 millones de personas viven con discapacidades de


diversos tipos. El 80% de ellas vive en países de bajos ingresos; la
mayoría son pobres y no tienen acceso a servicios básicos ni a
servicios de rehabilitación. Su principal preocupación es sobrevivir y
satisfacer necesidades básicas tales como la alimentación y la
vivienda, especialmente cuando padecen discapacidades graves o
múltiples.

2. El número de personas con discapacidades es cada vez mayor. El


aumento obedece a factores tales como heridas de guerra, minas
terrestres, VIH / SIDA, malnutrición, enfermedades crónicas, abuso
de sustancias, accidentes y degradación del medio ambiente,
crecimiento de la población y progresos médicos que prolongan la
vida. Esta tendencia genera una exigencia excesiva para los servicios
518
de salud y rehabilitación.

De ese total de 600 discapacitados en el mundo, se calcula que unos 150


millones son niños y niñas, de modo que, en este momento, una cuarta parte
519
de la población discapacitada está formada por menores de edad; las tasas
de discapacidad infantil varían, según informes de la UNICEF, del 2% en
Uzbekistán a un 35% en Djibouti. Se considera que dichas tasas son
mayores en los países con bajo índice de desarrollo. En la actualidad
empieza a enfrentarse la posibilidad de que en las naciones en vías de
desarrollo —la India, por ejemplo— está aumentando también la tasa de
discapacidad infantil. A esas cifras abrumadoras hay que agregar que, en el
campo de la discapacidad, los niños que la sufren, son objeto de formas de
discriminación que, más allá de cualquier consideración por su estado
físico, se extiende también —y sobre todo— al terreno de la cultura. Es
cuestión grave, dado que afecta, en última instancia a la calidad de vida,
520
concepto de expansión reciente en las ciencias sociales y que ha devenido
multidisciplinario. En la calidad de vida, en última instancia, confluyen
cultura y salud, pues, como apunta Rafael Tuesca Medina:
El concepto de salud está fundamentado en un marco biopsicológico,
socioeconómico y cultural, teniendo en cuenta los valores positivos y
negativos que afectan nuestra vida, nuestra función social y nuestra
percepción; por tanto, la redefinición del concepto de salud es de
naturaleza dinámica y multidimensional. De ahí deriva la importancia
de medir la calidad de vida. La calidad de vida es un concepto
relacionado con el bienestar social y depende de la satisfacción de las
necesidades humanas y de los derechos positivos (libertades, modos
de vida, trabajo, servicios sociales y condiciones ecológicas). Estos
son elementos indispensables para el desarrollo del individuo y de la
población; por tanto caracterizan la distribución social y establecen un
521
sistema de valores culturales que coexisten en la sociedad.

El acceso del niño discapacitado a la cultura es todavía hoy muy limitado en


el mundo. Esta situación ha sido plenamente identificada:

En 1996, un reporte de investigación realizado por el Comité del Alto


Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, expresaba una gran
preocupación por la amplia discriminación que sufrían los niños con
discapacidad, y la reducida sensibilidad de las sociedades para
522
responder a sus necesidades y derechos.

El mismo reporte apuntaba:

Un indicador de la atención insuficiente que las políticas sociales


prestaban a la problemática, era el escaso número de niños con
discapacidad matriculados en las escuelas. El Comité señalaba que
una medida de protección, debía incluir la integración adecuada del
523
niño con discapacidad en la sociedad mediante la educación.
De aquí que se haya hecho imprescindible que la ONU aprobase, el 20 de
diciembre de 1993 su resolución 48 / 96, que establece «Normas uniformes
524
sobre la igualdad de oportunidades para las personas con discapacidad».

La aspiración a que el niño discapacitado se integre a sistemas educativos y


a las redes institucionales de cultura a que tienen acceso los demás niños,
es, desde luego, por completo válida. Sin embargo, hay que dirigir la
reflexión hacia una dimensión más honda, referida a la necesidad de una
remodelación cultural a nivel del planeta. Las prácticas discriminatorias
ejercidas sobre los niños discapacitados tienen consecuencias muy graves,
pero no solo para ellos, sino también para todos los seres humanos, puesto
que su consecuencia más intensa es el establecimiento de una otredad
devastadora.

Baste considerar que el tema de la discapacidad, tiende a ser evitado; que


todavía, de muchas escuelas en el mundo, se excluye a los discapacitados.
Tales silencios, semejantes discriminaciones, dan como resultado una
actitud de autoengaño, que lastra a los seres humanos desde su temprana
infancia para asumir la diversidad en general y, en particular, para
comprender que la discapacidad es mucho menos excepcional de lo que
estamos dispuestos a aceptar.

Es cierto que solo una minoría de las personas comienza a vivir su vida con
limitaciones causadas por una enfermedad, trauma o condición de salud,
mientras la mayoría no tiene que enfrentarlas. Pero es igualmente
comprobable que uno de los problemas más graves de la vejez es que puede
convertir a las personas en víctimas de un tipo u otro de discapacidad, razón
por la cual una aspiración actual de las ciencias médicas en el mundo, es
desarrollar una cultura de salud que propicie alcanzar una vejez sin
discapacidad. El lema internacional «Llegar a la tercera edad sin
discapacidad» no es un lema de propaganda, sino una meta potencial
alcanzable. Ahora bien, el peligro discapacitante subsiste para la tercera
edad, al menos mientras la sociedad no alcance una cultura de salud
adecuada, para lo cual, en primer término, se precisa enfrentar la
discapacidad como un componente efectivo de la existencia, y no como una
anomalía frente a lo cual se tiende a volver los ojos a otra parte.

La actitud, todavía generalizada, de obviar con el silencio una realidad que


se manifiesta en 600 millones de personas, conduce a formar una
mentalidad cultural de espaldas al hecho palpable de que la discapacidad
puede producirse en cualquier edad, pero que en la vejez se convierte en
algo más que en una potencialidad virtual.

Enfrentar la discapacidad, dejar de discriminarla, es también una vía para el


crecimiento de quienes no sufren de limitación orgánica alguna, porque, de
lo contrario, esas personas crecen y se forman sobre la falsa convicción de
que solo se es persona cuando se está libre de limitaciones psicofísicas. El
impacto que produce descubrir, a destiempo y de improviso, la realidad
real, puede ser demoledor para un ser humano. Así que la supresión de las
discriminaciones que sufren los discapacitados, no es una necesidad solo
suya, sino también de toda la sociedad, que debe alcanzar una actitud
madura y responsable ante sí misma.

De modo que el dilema no estriba de modo único en que los discapacitados


mejoren su calidad de vida a partir de vínculos sistemáticos y no
discriminantes con quienes no sufren de sus limitaciones: está en juego el
crecimiento ético y existencial de toda la sociedad. Este es un ángulo
importante del problema, pero no el único. De aquí se deriva una cuestión
igualmente esencial: solo aprendiendo a leer al otro, puede el ser humano
no discapacitado crecer íntegramente.
Es un problema arduo que depende, entre otras cosas, de la lectura como
actividad esencial de la cultura. La actividad lectora, en su sentido mayor,
no es tan solo descifrar signos lingüísticos. Ella consiste, en su esencia
primigenia, en la selección de signos que la cultura —y también, a su modo,
el mundo de la naturaleza— pone a disposición del ser humano. La
importancia de los idiomas focaliza la atención hacia el desciframiento de
signos orales o escritos, pero no puede disimular que las personas se valen
de diversos sistemas de comunicación.

La lectura es, por tanto, una actividad de base social destinada a que el
receptor tome contacto con otros seres como él, y, sobre todo, con los más
diversos procesos de enriquecimiento cultural. El niño discapacitado debe
enfrentar grandes obstáculos para una comunicación fluida con otros seres
humanos, en particular si no son discapacitados: se trata de un ghetto
comunicacional, que suele reducir al niño al espacio de la familia, y lo aísla
del ámbito social pleno. Pero si la discapacidad es un problema de todos,
entonces solo puede ser enfrentada por la sociedad en su conjunto.
Recuérdese que el modelo social de la discapacidad asume que esta no es
una cualidad negativa que afecta a un individuo, sino una totalidad de
condiciones que impiden que unas personas se integren al cuerpo general de
la comunidad, en tanto que a otras se lo niegan.

Se ha alcanzado un gran logro al establecer, desde hace unos años, que el


diseño urbanístico y arquitectónico debe tener en cuenta las limitaciones de
quienes sufren de discapacidad motora. En cambio, todavía está sobre el
tapete el problema de mejorar las vías de acceso de los discapacitados al
ámbito más general de la comunicación cultural. Esto entraña un desafío
para los sistemas educacionales en general, y para las formas de enseñanza-
aprendizaje de la lectura, aspecto este de una dimensión vital, pues significa
nada menos que una transfiguración de la escuela como institución. De aquí
que esté hoy, en el centro de la atención, la necesidad de integrar a los
discapacitados no a «escuelas especiales», sino a los espacios educativos a
que tienen acceso los no discapacitados, y eliminar de la educación una
sectorialización que, implícitamente, confirma al discapacitado en el ghetto
social en el cual ha vivido por centurias.

La lectura, en tanto actividad educativa que exige, en la inmensa mayoría


de los casos, la intervención de un maestro, es una vía para trascender el
confinamiento. Pero su tratamiento educativo exige una transformación en
la filosofía tradicional de la escuela como espacio institucional. El
destacado investigador Herbert Read, comentando a Martin Buber, subraya
la esencia de esta necesaria evolución educativa:

Buber define la educación como la selección de un mundo factible y


concibe al maestro esencialmente como un mediador entre el niño y el
ambiente que lo rodea. En nuestro enfoque de los problemas de la
educación no podemos declararnos satisfechos con una aceptación
pasiva de este ambiente. La eficacia de nuestra mediación depende en
cierta medida de nuestra capacidad para modificar ese ambiente. La
educación, en efecto, no puede separarse de nuestra política social
525
considerada como un todo.

Este es un primer paso necesario; sin embargo, la esencia del problema no


radica solo en la cuestión del espacio escolar, sino en el rediseño mismo de
la educación en la era de globalización. Como ha afirmado Andy
Heargraves —al defender el criterio, válido si los hay, de que el cambio de
los tiempos exige el cambio del profesorado—, se trata de un proceso en el
cual las transformaciones de la vida contemporánea en su conjunto
conmueven toda la tradición cultural:
La comunicación y la tecnología están comprimiendo el espacio y el
tiempo, lo que lleva a un ritmo creciente de cambio en el mundo que
buscamos o conocemos y en nuestras formas de entenderlo, lo que, a
su vez, amenaza la estabilidad y permanencia de los fundamentos de
nuestro conocimientos, haciéndolos irremediablemente frágiles y
526
provisionales.

Uno de los factores de la cultura que deben ser sometidos a reanálisis, tiene
que ver con la necesidad ética, pero también económica y social en su
sentido lato, de que millones de discapacitados accedan de modo eficiente a
las prácticas lectoras tradicionales, que se han venido diversificando —
sobre todo con la aparición de una lectura cibernética cada vez más
diversificada—. Se hace necesario ahondar más en la conceptualización de
la lectura, cuya teoría también, en ocasiones, transparenta un
distanciamiento del hecho de que los discapacitados deben, siempre que sea
posible, acceder a la lectura. Investigadores educacionales tan destacados
como Kenneth y Yetta Goodman todavía suscribían que leer, tanto como
hablar y escribir, es un proceso activo del lenguaje en el que los lectores
527
manifiestan su condición de psicolingüistas funcionales.

Nótese que, en tal planteamiento del problema de la lectura, se da por


sentado que la lectura presupone una condición de funcionalidad. Sin
embargo, desde el siglo pasado, un caso tan conmovedor —y tan
impactante para las ciencias relacionadas con la Psicología—, como el de
Helen Keller pudo pasar, gracias al talento humanista de su maestra Ana
Sullivan, de una situación de total incomunicación a la posición de emisora
de discursos de alto interés para la ciencia. Ana Sullivan, con muchos
menos recursos científicos y tecnológicos que en la actualidad, y sobre la
base de una noción más abierta de la lectura, logró que Helen Keller —
ciega y sorda desde los diecinueve meses, y, por ende, incapaz de aprender
a hablar por los medios tradicionales— comprendiera el sentido de unos
signos trazados, en principio, con agua en su piel. De modo que Helen
Keller aprendió primero a leer, y solo después a hablar. Un caso como este,
revela, de una parte, la riqueza de posibilidades del desarrollo humano, y,
también, indica hasta dónde la renuncia a la creatividad y a los enfoques
alternativos puede ser perjudicial. Se ha venido educando, durante muchos
siglos, con patrones tradicionales de desarrollo que parten de un lector
modelo que… nunca existe de manera plena en la realidad. Umberto Eco,
desde una perspectiva semiótica, comenta:

El lector modelo […] no es el lector empírico. El lector empírico


somos nosotros, ustedes, yo, cualquier otro, cuando leemos un texto.
El lector empírico puede leer de muchas maneras, y no existe ninguna
ley que le imponga cómo leer, porque a menudo usa el texto como un
recipiente para sus propias pasiones, que pueden proceder del exterior
528
del texto, o este mismo se las puede excitar de manera casual.

La discapacidad es una esfera de gran amplitud, con modalidades


discapacitantes —motoras, cerebrales, auditivas, visuales, etc.—, dentro de
cada una de las cuales hay también variantes, las que, a su vez, tienen
grados diferentes de complejidad. Un niño autista tiene requerimientos
educativos diferentes que un niño débil visual: esto es un hecho y no una
especulación teórica. Se requiere, pues, una reflexión diferente sobre los
procedimientos lectores y sus enfoques educativos, pero no meramente en
función de un segmento aislado de seres humanos, sino, por el contrario,
con una perspectiva totalizadora.

Los «normales» ignoraron muchos de los mecanismos internos de psiquis;


algunos de los que trataron de desentrañar la relación entre pensamiento y
lenguaje incurrieron, en dislates como considerar que el pensamiento
necesita, de manera imprescindible, realizarse a través de un lenguaje.
Gracias a Helen Keller, que aprendió a leer, y, gracias a ellos, a hablar —en
total inversión del proceso como se lo venía concibiendo para el mundo de
los no discapacitados—. Y gracias a esa transgresión de un esquema que
parecía inconmovible, pudo transmitirnos sus extraordinarias vivencias de
criatura prisionera en los límites de un cerebro sin apertura al universo.

Hay que aprender de esa y otras lecciones acumuladas. Pues del mismo
modo una percepción no discriminatoria ni aislacionista de los procesos
educativos en discapacitados, han de servir, a no dudarlo, en ampliar
nuestra comprensión —tanto en espacio como en acento humano— de la
lectura como puerta general, y no de unos pocos, hacia la realización del ser
y la cultura.
Posmodernismo en el cine: entre la moda y la sensibilidad

Por esos avatares que suele sufrir cierta clase de reflexión teórica sobre la
cultura, la que —de forma implícita o explícita— se asienta sobre la
disensión exacerbada de la herencia conceptual inmediata, el pensamiento
postmoderno ha recogido en los últimos tiempos las consecuencias lógicas
de uno de sus postulados esenciales: la concepción de que la razón y, por
ende, la cultura modernas derivaron en una fragmentación infinita de las
nociones sobre la propia racionalidad, ha conducido también a una
atomización, igualmente minuciosa, del propio discurso teórico
postmoderno. Así, se ha producido el tránsito desde lo que J. F. Lyotard, en
La condición postmoderna, definía como el inevitable «reconocimiento del
529
heteromorfismo de los juegos del lenguaje», modo de constatar que la
propia reflexión filosófico-cultural del postmodernismo no solo contiene
una múltiples enfoques y modos conceptuales, sino que, más allá de esa
comprensión, se advierte que, en cuanto realidad discursiva en sí, no existe
una teorización postmoderna, sino una pluralidad reflexiva, por momentos
autocontestataria, vale decir, una variedad de postmodernismos que, de
algún modo, hace que algunos hablen sobre el postmodernismo, sino de los
«postmos».

Se trata no solo de que se puede considerar la presencia de un pensamiento


postmoderno de índole filosófica, otro de orientación socio-cultural, otro de
carácter estético-artístico, etc., sino, sobre todo, de que cada una de tales
posibles tendencias temático-evaluadoras, por su parte, tiende a disgregarse
en una inquietante diversidad de posiciones. En verdad, Vattimo, en El fin
530
de la modernidad, subraya que la actitud teorizante postmoderna apuesta
a ultranza por la diáspora de los elementos reflexivos que la modernidad
había querido, de modo programático, presentar como coherentes y lineales.
Frente a ello, Vattimo buscaba confirmar la desautorización de los métodos
estabilizados, la cual abre paso a una posición de disentimiento más o
menos sistemático, a una consagración de la inestabilidad como lo único
permanente en la cultura contemporánea, condición básica para lo que él
considera como verdaderamente humano, por ser la esencia de la
creatividad. Habría que salir, a toda costa, del encuadre que la tecnología ha
impuesto al hombre contemporáneo en las sociedades de alto desarrollo,
donde la ciencia ha devenido tecno-ciencia a ultranza, y, por su lado, el arte
ha pasado a ser —o se pretende que así sea por el nivel criptoelitista de los
promotores, sustentadores económicos y oficializadores del statu quo
artístico modernista— nada menos que un tecno-arte.

Pasando por alto matices por demás importantes de esta visión


tecnologizada de la contemporaneidad, la interpretación de Vattimo no deja
de acertar con rasgos no solo medulares, sino también muy obvios de la
cultura en la fase final del presente milenio. Lyotard suscribe una posición
muy cercana, al observar que el modelo cultural contemporáneo es un
constructo que pretende asumir como meta —por lo demás asumida como
ya alcanzada en las sociedades superconsumistas— una organización social
donde los valores máximos son la eficiencia, la jerarquización, la ultra-
administración y la manipulación de una letal e histérica dependencia de los
sistemas de mercado.

El tecnoarte, entonces, en la medida en que su dirección esencial se


evidencia, no sería sino una práctica creadora que se ajusta, en forma
mimética, al mundo de la técnica moderna, entendido no como un estadio
sociohistórico, sino como el fin último de toda noción de historia, donde la
tecnología ha arrojado la máscara iluminista, y se revela no como pasivo
instrumento para la humanización de la realidad, sino como manipuladora y
restrictora de los más elementales valores de lo humano. De tal modo, la
razón pura kantiana es concebida —desde Heidegger hasta Baudrillard—
como algo que evolucionó, brutalmente, hasta ser una caricatura perversa,
una triunfante apoteosis del Dr. Caligari.

Frente a la amenaza de la razón tecnológica transformada en personaje del


célebre filme de Robert Wiene, El gabinete del doctor Caligari, hay que
tener en cuenta los tres caracteres del pensamiento de la modernidad —tal
531
como los ha denominado Vattimo —, es decir: el pensamiento de la
fruición, como rechazo de todo funcionalismo, pues el pensar y el crear son
actos que exigen ser intensamente realizados y poseídos como un bien
humano. En la percepción de Vattimo, pensamiento y creación no son
meramente instrumentos, razón que se convierte en función para obtener un
objetivo más allá del pensamiento mismo y la poiésis, sino hecho, instancia
factual que debe ser vivida, degustada por sí y en sí. Se trata, por tanto, de
una afirmación de la vitalidad irrepetible del instante en su plena intensidad
humana. De aquí se deriva una consecuencia evidente: el esteticismo, la
percepción fruitiva, la hiperestesia del gusto y su sobrevaloración.

La condición de ser pensamiento fruitivo implica el otro rasgo fundamental


que atribuye Vattimo al pensar postmoderno: la contaminación. Lyotard se
orienta en sentido semejante al hablar de una apertura del hombre a la
multiplicidad de lenguajes, entendidos como juego no solo cultural, sino
también existencia del individuo. La idea del pensamiento como fruición
estética del tiempo efímero y puntual, y la noción de la contaminación
como simultaneidad de modos y objetos de disfrute, subrayarían, en esta
modelación del pensamiento postmoderno, su carácter de meditación sobre
el mundo ultratecnificado. Esa tríada de marcas de actitud, harían de ese
estilo de reflexión una proyección ideológica, aunque pretende carecer de
ideologemas; una búsqueda del sistema cabal para una sociedad de
democracia participativa integral, pero sobre la base de negar el concepto
mismo de sistema como norma integrativa de todos los hombres y todos los
valores, pasados y presentes.

No se precisa demasiada cavilación para intuir que, tras de tales


presupuestos, hay no solo una cierta incoherencia de posiciones, sino,
incluso, una hiperestesia de actitudes que, en el fondo, no son estrictamente
peculiares de las últimas décadas del siglo XX. Lyotard escribía en tal
sentido:

La postmodernidad no es una época nueva, es la reescritura de ciertas


características que la modernidad había querido o pretendido alcanzar,
particularmente al fundar su legitimación en la finalidad de la general
emancipación de la humanidad. Pero tal reescritura, como ya se dijo,
532
llevaba mucho tiempo activa en la modernidad misma.

Hal Foster, desde un ángulo diferente del tema, arribaba a una conclusión
similar cuando afirma:

Creo que el modernismo y el postmodernismo son comprendidos, si


no constituidos, de una manera análoga, en la acción diferida, como
un continuo proceso de anticipación o reconstrucción. Toda época
sueña la siguiente, como una vez observó Walter Benjamin, pero por
la misma razón también (re)construye la anterior a ella. No hay
ningún simple Ahora: todo presente es no-sincrónico, una mezcla de
diferentes tiempos. Así, nunca hay una transición a tiempo, digamos,
entre lo moderno y el postmoderno: nuestra conciencia de un período
533
no solo viene post-factum; también está siempre en paralaje.

A la luz de estas —y muchas otras— coordenadas teóricas, es necesario que


la crítica de cine en América Latina —así como en el resto del planeta— se
autoexamine. Pues ella misma, en cuanto metadiscurso sobre el séptimo
arte, no puede estar ajena al movimiento general de la cultura en nuestro
presente en curso. Mucho del aura mágica de las tendencias postmodernas
en la crítica —la postcrítica, como ha veces se la ha llamado—, ha estado
muy afectada por la manipulación criptoelitista de una industria cultural
que, como todas las demás en la hora actual, está en extremo tecnologizada
en las sociedades de alto desarrollo, desde las cuales ejerce influjo sobre el
resto de los cuerpos sociales.

Pero si no todo es cabal y sustancioso resultado artístico-cultural en este


nuevo boom cultural —irradiado hacia todas o casi todas las esferas de la
creación y el consumo del arte y la cultura—, lo que no puede negarse es
que esta expansión teórica de lo postmoderno ha venido siendo posible no
solo por una estrategia de tecnomercado, sino también —y sobre todo— por
la propagación de un clima, de un modo de sensibilidad, por extensas zonas
de la cultura mundial. Por ello, el crítico de cine ha de decidir su propio
ejercicio de lenguajes, perspectivas hermenéuticas y modalidades de
recensión. Esto significa, en buenas cuentas, decidir si se acepta o no una
modelación del juicio crítico de acuerdo con la evolución de los tiempos;
asimismo, implica también, sobre la base de una personal elección, que el
crítico en sus textos analíticos sobre el cine debe, implícitamente,
fundamentar, ignorar o negar la noción de que en esta época —llamada, con
razón o sin ella, postmodernidad— se está creando un arte nuevo o, cuando
menos, que los artistas tratan de producirlo. Se trata de una cuestión capital
para el ejercicio de la crítica de cine, vale decir, para la construcción de
textos que realicen un análisis del séptimo arte.

Es necesaria, pues, una reflexión sosegada, un acercamiento pausado, y no


una entrega impensada y esnob. En Cuba, por ejemplo, la referencia de la
crítica de arte al postmodernismo se convirtió en algo muy frecuente ya en
la década del noventa. A veces se identifica esta tipo de apostilla como una
especie de frase fática —para decirlo en el sentido en que Roman Jakobson
definiera la función cuasi vacía en la comunicación—, la cual no pretende
decir nada, sino establecer una especie de actualidad del emisor, sobre todo
cuando se trata de un crítico de arte.

Este empleo un tanto irreflexivo en algunos textos críticos, tiene que ver no
tanto con una posición hermenéutica definida del autor —ni mucho menos
con una percepción conceptual y sensible de un hecho cultural efectivo—,
cuanto con una moda metalingüística. En esta línea de exageración, se llegó
también a otra consecuencia poco saludable: en algunos textos de crítica de
arte parece darse por sentado que todo hecho cultural y artístico
contemporáneo, en cualquier parte del mundo, es postmoderno por el solo
hecho de producirse en el presente, como si no hubiese la menor alternativa
artística o teórica de crear, hoy por hoy, una obra que no sea postmoderna;
de acuerdo con la actitud implícita en tales apreciaciones, lo postmoderno
no sería una conjunto de rasgos constitutivos de lo artístico en su esencia,
sino una datación, la pertenencia a una época dada.

Nada más erróneo, desde luego, que este tipo de apreciaciones. Tal vez,
como nos ha ocurrido con harta frecuencia desde la época colonial, la moda
de la alusión epidérmica a una teoría —en este caso el conjunto abigarrado
que se refiere a lo postmoderno— se produce en Cuba como síntoma del
desfasaje cronológico con que nos ha llegado una tendencia artístico-
cultural o teórico-metodológica, con la que nos ponemos en contacto
tardíamente, justo cuando debe comenzar el remansamiento de su
efervescencia; así llegó, fuera de hora, el estructuralismo, por ejemplo.

El contraste entre la llegada morosa de un modo de pensamiento o creación


a nuestra realidad cultural, y el orto y desarrollo de dicho modo en otras
latitudes, puede dar lugar a riesgos variados, sobre todo porque, a los
efectos de la crítica de arte en general —en la cual, desde luego, se
inscriben la de cine, teatro, literatura, artes plásticas, etc.—, podría hacerse
efectiva en Cuba —si es que no se ha hecho ya— la frase de Hal Foster: «El
postmodernismo, en suma, es como el sexo: viene demasiado temprano o
534
demasiado tarde».

Por eso vale la pena, al dedicar atención en este capítulo al análisis del
filme —que es la substancia básica sobre la cual se sustenta la crítica
cinematográfica—, vale la pena considerar algunas cuestiones, siquiera
epidérmicas, de lo que puede significar la postmodernidad en la esfera
específica del séptimo arte. Ante todo, hay que tener en cuenta que el cine,
por su componente altamente industrializado y tecnológico, constituye,
desde luego, un terreno propicio para la generación del tecnoarte. Si la
teorización postmoderna se nucleó, ante todo, en una de las artes más
obviamente tecnologizadas, como la arquitectura, el cine resulta también
campo artístico que requiere del andamiaje técnico y así ha sido desde su
nacimiento, hace ya más de una centuria, hasta el presente.

Así, el cine, si responde a la tendencia de cambios culturales que es


claramente perceptible en nuestros días, debe tender también a la
autorreflexión sobre el papel de la tecnología en el terreno del arte tanto
como en el conjunto de la sociedad contemporánea, y, por ese camino, a la
meditación sobre su propia naturaleza como arte. A su vez, la crítica de cine
está obligada a una posición en alguna medida concordante. Pero ello
significa dilucidar en qué medida y peso específico se asume o no
determinadas posturas postmodernas. Véase, por ejemplo, lo que afirma
Todd Gitlin, profesor de Berkeley:

El postmodernismo por lo general se refiere a determinada


constelación de estilos y tonos en el trabajo cultural: el pastiche, lo
vacío, un sentido del agotamiento, una mezcla de niveles, formas,
estilos, un gusto por la copia y la repetición, el ingenio que sabe
disolver el compromiso en la ironía; una profunda autoconciencia
sobre la naturaleza formal, fabricada, de la obra; un placer en el
535
manejo de superficies, un rechazo de la historia.

Esta observación de Gitlin debe tomarse con cautela, al menos en lo que a


crítica de cine se refiere. Un estilo crítico de sello postmoderno,
ciertamente, puede incluir diversidad de tonos y estilos de recensión, dado
que, en efecto, la actitud postmoderna se niega a la unilateralidad
dogmática, tanto en lo que se refiere a los métodos de análisis, como en
cuanto al modo de expresión —modo de organizar verbalmente el texto de
la recensión—; por el contrario, se vale de todos los tonos y estilos críticos
que considere necesarios, los entremezcla y refunde, los parodiza e invierte,
según lo estime pertinente.

En tal sentido, hay, qué duda cabe, una mayor libertad de factura en la
crítica de arte en la postmodernidad, que la que disfrutó la crítica en la
modernidad, en la cual se exigía al crítico, de manera explícita o implícita,
una unilateralidad químicamente pura, vale decir, la adscripción cerrada a
un modo de análisis con rechazo de todos los demás posibles, de aquí la
reiteración frecuente de giros de lenguaje tanto como de instrumentos de
análisis.
Se trata, pues, de que la crítica —tanto como su actividad de origen, el
conjunto de operaciones analíticas— se niega a ahora a admitir de manera
pasiva y ciega una autoridad preexistente y dominadora de los metarrelatos
—los métodos de trabajo crítico, entre otros varios—; por el contrario, el
crítico puede actualmente asumir una posición de origen postmoderno, en la
cual él es el máximo responsable de los modos de enfoque que utiliza en
sus análisis, así como de su integración en un cuerpo válido que el crítico
emplea.

En otro sentido, otra vía en la cual la crítica de cine revela una marca de la
postmodernidad, radica en la posibilidad de negarse a una perspectiva
esencialmente tecnológica en su modo de percibir el filme y en sus
estrategias para analizarlo. Si bien no puede desconocerse la importancia
del componente tecnológico, la artisticidad y eficacia de un filme no pueden
ni deben reducirse a dicho aspecto.

Por tanto, la crítica postmoderna de mayor calibre procura librarse del


dominio absolutizador de los parámetros técnicos —muy a menudo
considerados, desde una perspectiva eminentemente moderna, como ejes
básicos que guían la perspectiva hermenéutica—; esta crítica suele aspirar,
además, a ganar en apertura valorativa, así como en fruición vivencial de la
obra cinematográfica como expresión de un modo de percibir la existencia
del planeta, así como sus tensiones, angustias y desafíos.

En tal sentido, la crítica de cine se propone también, en la


contemporaneidad, penetrar en el filme como cámara de ecos epocal, en la
cual puede identificarse un complejo proceso de configuración y
deconstrucción de valores culturales en sentido amplio, tanto como de los
específicamente artísticos. De hecho, la propia dirección de muchos
procesos creativos en el séptimo arte, sugieren la necesidad de una crítica
de otro perfil, que concuerde con las tendencias mismas de la creación.
Una familia vista por Martí

Una de las aristas que ha sido poco abordada por la crítica —tanto histórica
como literaria—, es la visión de Martí acerca de las familias cubanas de la
segunda mitad del siglo XIX, que son tema frecuente en sus páginas de
Patria, en las semblanzas periodísticas y en sus cartas, de tal manera que,
sin duda, el análisis del tema de la familia en su obra podría aportar muchos
elementos tanto a los estudios históricos como a los literarios y, en general,
a los enfoques culturológicos del siglo XIX cubano, tan poco frecuentados,
salvo excepciones muy destacables, en la bibliografía cubana. Como el
tema, pues, es tan amplio, en estas consideraciones se abordará solo una red
familiar: la de los Agramonte. Una visión escorzada, como será esta,
permite, a mi juicio, percibir hasta qué punto los estudios de familia pueden
enriquecer mucho el conocimiento de la cultura cubana.

No es un secreto para nadie que Ignacio Agramonte y Loynaz fue uno de


los próceres independentistas más admirados por el Maestro, para quien el
Bayardo fue, sin la menor duda posible, un ejemplo y una inspiración
constante. Lo que suele ignorarse, sin embargo, es que el tema de El Mayor
constituye el centro de una constelación de valoraciones martianas acerca
de los familiares del ilustre camagüeyano.

El presente trabajo, por tanto, aspira a reconstruir esa imagen familiar que,
diseminada en los artículos martianos escritos para Patria, constituyó, sin
dudas, un modelo familiar implícito que el Apóstol transmitió a los cubanos
de entonces y de hoy. Es, desde luego, innecesario detenerse detalladamente
en detalles objetivos de la biografía del héroe epónimo del Camagüey.
Martí, en diversos momentos de su obra, pero sobre todo en su retrato
biográfico fundamental, «Céspedes y Agramonte», lo caracteriza por su
extraordinaria honradez política, su hombría de bien, la límpida novela de
su vida conyugal, su no desmentido democratismo, su legendaria y tangible
gallardía personal, su enorme talento militar, jalonado continuamente por
hechos refulgentes como el célebre rescate de Sanguily, el respeto de
absolutamente todos sus subordinados y superiores, su muerte heroica en
Jimaguayú el 11 de mayo de 1873: todos estos perfiles del prohombre
camagüeyano aparecen de un modo u otro referidos o aludidos por Martí
con una merecida aureola de caballerosidad y grandeza. Esta veneración
martiana revelan que un héroe veía al héroe precedente como una
encarnación cabal del ideal humano, el «hombre natural» al que aludió
muchas veces en su obra y que Fina García Marruz analiza cuidadosamente
536
en su reciente libro El amor como energía revolucionaria en José Martí.

Conviene señalar, sin embargo, que el retrato fundamental que Martí dedica
a Agramonte, es prácticamente el único que escribe en forma de paralelo,
en el nítido patrón plutarquiano. Que Martí se apoyara en los modelos
plutarquianos de biografiar es importante para comprender el sentido último
de su retrato de Agramonte.

Martí, en efecto, no solamente leyó a Plutarco de Queronea —que era


entonces lectura frecuente en los diversos niveles escolares—, sino que,
sobre todo, lo mencionó varias veces en sus Obras completas. Es
interesante notar que hay dos citas martianas de especial importancia
emotiva y aun ideológica: el Apóstol evoca la figura de Plutarco en un
artículo referido a una de las instituciones que más de cerca tocaron su
corazón, La Liga, una casa de amistad y de cultura —son ideas martianas—
que, fundada en Nueva York, era sitio de reunión para negros cubanos de la
537
más humilde condición, y en la que Martí dio clases diversas como
maestro —«las clases de mis excelentes amigos negros de La Liga, entre los
que hallo más benignidad y virtud que en la mayor parte de los
538
hombres»—.

La otra referencia importante de Martí a Plutarco corresponde a su revista


para niños La Edad de Oro, donde caracteriza la obra fundamental de
Plutarco como libro excepcional, no ya de mero relato histórico, sino
dirigido rectamente al espíritu y a la modelación ética del hombre:

El que tenga penas, lea las Vidas paralelas de Plutarco, que dan
deseos de ser como aquellos hombres de antes, y mejor, porque ahora
la tierra ha vivido más, y se puede ser hombre de más amor y
delicadeza. Antes todo se hacía con los puños; ahora, la fuerza está en
el saber, más que en los puñetazos; aunque es bueno aprender a
defenderse, porque siempre hay gente bestial en el mundo, y porque
la fuerza da salud, y porque se ha de estar pronto a pelear, para
539
cuando un pueblo ladrón quiera venir a robarnos nuestro pueblo.

Es evidente la fuerza ética de la valoración de Martí. Y es la eticidad lo


que identifica el Héroe Nacional como cualidad fundamental de
Agramonte. La selección de la estructura paralelística para la semblanza de
Agramonte, hace pensar en que Martí, que no había usado esta forma de
retratar, ni la usará después, quiso singularizar estilísticamente su
evocación de El Mayor a través de una modalidad que remitía directamente
a las Vidas paralelas del gran clásico griego, precisamente porque, como
Plutarco en su día, su propósito es presentar dos modelos de hombre: el del
patriota consagrado a la libertad de su patria. Así pues, en este texto suyo,
que con razón es valorado como una de las páginas más intensas de Martí,
tras el parigual respeto y admiración por los dos grandes fundadores de la
540
patria cubana, Agramonte —«aquel diamante con alma de beso»—
recibe un mayor énfasis poético, reflejo de la identificación martiana con el
prócer principeño.

Amalia Simoni y Argilagos de Agramonte, su esposa, nació el 10 de junio


de 1842 en Puerto Príncipe. Era hija del acaudalado José Ramón Simoni y
Ricardo, y de su esposa Manuela Argilagos y Gimferrer. Con sus padres,
pasó cinco años en Europa, en los cuales completó su educación; dominaba
el francés, el inglés y el italiano. En París estudio canto, pues tenía dotes
como soprano, con la cantante Fanny Perziani, de la Ópera de París. Son
sobradamente conocidos los detalles de su extraordinaria relación con
Ignacio Agramonte. Prisionera de los españoles, fue llevada a La Habana y
de ahí pasó a la emigración en Estados Unidos, primero, luego en Mérida,
México; y finalmente de nuevo en los Estados Unidos (salvo una corta
estancia en Puerto Príncipe).

Como no podía menos de ocurrir, Martí, que veneraba la memoria de


Agramonte, admiró también respetuosamente a su esposa, que estuvo a la
altura del héroe, incluso más allá de la muerte de éste. Así no dejó de
aludir a la novela de la relación de esa pareja extraordinaria. En efecto,
541
Martí escribe que Agramonte «Ama a su Amalia locamente», expresión
que no usó nunca para referirse a un personaje histórico cubano. Por ese
respeto suyo por Amalia, escribe en Patria el 25 de junio de 1892:

Por la dignidad y fortaleza de su vida; por su inteligencia rara y su


modestia y gran cultura; por el cariño ternísimo y conmovedor con
que acompaña y guía en el mundo a sus dos hijos, los hijos del héroe,
—respeta Patria y admira a la señora Amalia Simoni, a la viuda de
542
Ignacio Agramonte.
El aprecio era mutuo, pues si el Apóstol comprendió y admiró a
Agramonte y, también, a su esposa, ella, a su vez, percibió lo que había de
común entre la conducta y el pensamiento de Agramonte y el de Martí,
según se transparente en el aprecio que subyace en la siguiente misiva que
ella le envía a este, cuatro días después de que Amalia escuchara el
discurso en conmemoración del 10 de Octubre, en misma fecha de 1868,
que Martí pronunció en el Masonic Temple de Nueva York en igual fecha
del año 1888, y en el cual el Apóstol hizo una emotiva alusión a Ignacio
Agramonte.

Véase cómo la carta de Amalia Simoni a Martí es, también, un dechado de


refinamiento, de contención y, al mismo tiempo, de expresividad, en la que
elude la trivialidad de agradecer la evocación martiana del esposo y el
héroe —pero no sin evidenciar, con destilada y elegante implicación, que
no pudo hablarle ese día por la emoción que la embargaba—, y, en cambio,
insiste en la identificación esencial que ella siente que la vincula con
Martí, hasta el punto de que Amalia se arroga, con señorial orgullo, el
derecho de hablar de los «verdaderos amigos» de Martí, justo en un año
que, como el de 1888, es de dura brega política para el Maestro para
imponer su ideario:

New York, Octubre 14/1888.

Sor.Dn. José Martí.

Mi amigo muy distinguido:

Por no saber la dirección de su casa no he tenido el gusto de ofrecerle


mi nueva morada, 361 W. 57th St., donde tanto placer nos causará
verlo siempre que Vd. nos honre con su presencia.
No pude hablarle a Vd. después de oírlo la noche del 10, como
deseaba, y felicitarlo por su inspirado discurso tan oportuno, como
patriótico y bello. Quien tan bien sabe conmover al que lo escucha,
arrancará siempre esos aplausos entusiastas que salen del corazón y
hacen sentir tan noble orgullo a sus compatriotas y a todos sus
verdaderos amigos, en cuyo nombre yo deseo que Vd. cuente como a
una de las más sinceras a su atas. q. s. m. b.
543
A. S. de Agramonte.

Ignacio Ernesto Agramonte y Simoni, hijo de Ignacio y Amalia, no figura


en el índice onomástico de las Obras completas de Martí, pero en realidad
el Apóstol lo menciona dos veces. La primera de ellas es en el ya
comentado «Céspedes y Agramonte!», cuando se dice: «Y se inclinaba el
héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijeras de
coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase,
544
para estar de gala en el santo del hijo, los cabellos largos».

La segunda ocasión es en un texto del 2 de enero de 1895, en Patria: «El


hijo de Ignacio, que es ya hombre por sí, saca ahora del hgar querido de
545
Graciano Betancourt a una hija bella: a Enma». Este Ignacio Ernesto
Agramonte y Simoni había nacido en la finca Arroyo Hondo, el 26 de
mayor de 1869; fue ingeniero civil, y desempeñó la jefatura de Obras
Públicas en Camagüey, donde siempre residió y falleció en marzo de 1927.

Pero es la familia de Agramonte, porque en general se desconoce cuánto


apreció Martí a muchos de sus miembros, lo que interesa más a las
presentes reflexiones.
Una de las figuras más notables y destacadas entre los próceres principeños
que combatieron en la Guerra Grande, fue Eduardo Calixto de Jesús
Agramonte y Piña, nacido en Puerto Príncipe el 14 de octubre de 1841. Sus
padres fueron José María Agramonte y Agüero y María de la Concepción
Piña y Porro. El parentesco de sangre se intensificó cuando Eduardo
Agramonte y Piña se casó con Inés Matilde Simoni y Argilagos, la
hermana de Amalia Simoni de Agramonte.

Eduardo Agramonte y Piña cursó estudios primarios en Puerto Príncipe, y


luego, en 1852, estudió en España, en colegios agregados de la
Universidad de Barcelona. Entre 1858 y 1864 cursó estudios de Medicina,
carrera de la que se graduó el 13 de octubre del último año referido.
Licenciado en Medicina, regresó a Puerto Príncipe para ejercer su
profesión, y Martí recuerda que, al llegar y encontrar exacerbado el furor
del régimen colonial, les preguntó a sus amigos con implícito reproche:
546
“¿Y qué han hecho en estos diecisiete años?”. En el Camagüey fue
también profesor del Instituto de Segunda Enseñanza, donde solicitó
ocupar preferentemente —lo que muestra su nivel cultural— una de las
cátedras de Poética, Francés, Gramática Castellana o Retórica. También
colaboró asiduamente en publicaciones periódicas de la ciudad, como en
Crónicas de Puerto Príncipe, revista literaria patrocinada por esa sociedad
cultural.

Enemigo, como su próximo pariente, del régimen español en Cuba, formó


parte de los fundadores de la célebre logia Tínima, donde coincidió con
Salvador Cisneros y Betancourt, Carlos Loret de Mola y Varona, Bernabé
de Varona y Borrero, y otros patriotas. En medio de las actividades de ese
grupo, colaboró en el periódico de orientación cubana El Oriente, cuyo
primer número apareció en marzo de 1867, al borde de la guerra
independentista. Una de las más hermosas manifiestaciones de patriotismo
de este primo de Ignacio Agramonte, se produjo cuando Eduardo
Agramonte y Piña acompañó a Salvador Cisneros y Betancourt, a Rafael
Rodríguez y Agüero y a Manuel Ramón Silva y Barbieri, con los cuales
colocó, dentro del féretro donde se velaba el cadáver de El Lugareño, y
como símbolo de rebeldía patriótica, una copia del Acta de Independencia
redactada por Silva y Barbieri.

Como era de esperar, fue de los primeros en alzarse a la manigua mambisa,


en el propio año de 1868. Arrojado y valeroso como soldado, resultó
herido en Bonilla. En el Comité Revolucionario Principeño que se eligió el
28 de noviembre del 68, fue designado vocal, y desempeñó cargo
semejante en la Asamblea de Representantes del Cerro. En marzo de 1869,
renunció a este último cargo y pasó a ejercer como médico en el Ejército
Libertador. Martí lo evoca en su estremecedora crónica sobre la Asamblea
de Guáimaro, titulada «El 10 de abril», con palabras de profunda emoción
y respeto: «Pasa Eduardo Agramonte, bello y bueno, llevándose las
547
almas».

En esa reunión magna del patriotismo cubano, Eduardo Agramonte fue


designado como Secretario del Interior, cargo que desempeñó hasta
diciembre de ese año, pues, como Francisco Vicente Aguilera, renunció a
su cargo por inconformidad con la decisión del presidente Céspedes de
reunirse con los partidarios del despuesto general Manuel de Quesada y
Loynaz. El 14 de enero de 1870, sustituyó a su primo Ignacio Agramonte y
Loynaz en el cargo de Representante a la Cámara. Más tarde renunció, y el
24 de agosto de 1871 asumió el mando de la Brigada del Sur, con el grado
de Coronel. Cayó en combate, en San José del Chorrillo, el 8 de marzo de
1872. El calificativo de bueno que le otorga Martí en «El 10 de abril»
resulta uno de los más altos que el Maestro asignaba en su valoración de
los hombres. De este modo, Eduardo Agramonte, en la visión martiana, se
hermana con la figura de su primo.

Inés Matilde Salomé Simoni y Argilagos de Castillo (primero de


Agramonte), hermana de Amalia, esposa en primeras nupcias de Eduardo
Agramonte y Piña, nació el 22 de octubre de 1843. Cayó prisionera, en la
manigua, unto con su madre y su hermana Amalia. Casó en segundas
nupcias con José Pérez del Castillo, al parecer mexicano. Martí la
548
menciona una sola vez, de pasada, mientras hace el retrato de su hijo
Arístides.

Arístides Luciano Isaac Agramonte y Simoni, hijo de Eduardo Agramonte


y Piña, con Matilde Simoni y Argilagos, también fue objeto de la atención
de José Martí. En efecto, Martí refiere sobre este joven camagüeyano en el
periódico Patria, el 11 de junio de 1892:

El nombre de los padres es una obligación para los hijos, y no tiene


derecho al respeto que va por todas partes con la sombra del padre
glorioso, el hijo que no continúa sus virtudes. De dos cubanos
jóvenes de la emigración no podrá decirse nunca esto, ni de Arístides
Agramonte, hijo de aquel fuerte y seductor Eduardo que está aun
549
como vivo en nuestros corazones.

Este joven intachable al decir de Martí, nació el 3 de junio de 1868. Tenía


cinco meses de edad cuando su padre se alzó en la manigua camagüeyana.
Su familia marchó a La Matilde, y allí conoció directamente, en su más
tierna infancia, las penalidades y heroísmos del campo insurrecto. Su vida,
tal como Martí indica en el texto citado, se caracterizó por una trayectoria
intachable, y particularmente en su vida profesional como médico
550
independentista.

En 1871, con su madre y su tía Amalia Simoni de Agramonte, pasó a


México, y de allí a los Estados Unidos. De este país, su familia regresó a
México y se estableció en Mérida, Yucatán, donde inició su instrucción
primaria en el colegio El Afán, hasta que cumplió doce años, y volvió con
su familia a Nueva York. Allí hizo su educación secundaria, para luego
ingresar en el College of Physicians and Surgeons of Columbia University,
como estudiante de Medicina, carrera de la que se graduó el 8 de junio de
1892. Entre 1892 y 1893, fue interno del Servicio de Medicina del Hospital
Roosevelt de Nueva York; asimismo lo fue en el Servicio de Cirugía del
Hospital Roosevelt entre 1893 y 1894. Trabajó más tarde también en el
famoso Hospital Bellevue. Fue Inspector Médico del Departamento de
Sanidad de Nueva York, desde 1895 hasta 1897.

El 2 de mayo de 1898 se incorporó como Médico Agregado al ejército de


los Estados Unidos, en unión de su coterráneo el doctor Carlos J. Finlay y
de Juan Guiteras Gener. Fue uno de los médicos que más y mejor trabajó
en la comprobación de la teoría de Finlay sobre la transmisión de la fiebre
amarilla, y el Cirujano General doctor George S. Sternberg lo designó para
que continuara las investigaciones respecto de esta enfermedad, lo cual
realizó y pudo demostrar de manera definitiva que el Bacillusicteroide de
Sanarelli no era, como se había supuesto, el agente transmisor de la fiebre
amarilla, lo cual contribuyó a confirmar la teoría del Dr. Finlay.

Fue, por tanto, un científico muy respetado en su tiempo, tanto como ha


sido desconocido después. De hecho, generalmente se ignora que el Dr.
Arístides Agramonte y Simoni estuvo a punto de ser propuesto (y en caso
positivo, hubiera sido, hasta hoy, prácticamente el único cubano propuesto
a este fin) para el Premio Nobel de Medicina. Fue profesor de la
Universidad de La Habana, y Secretario de Sanidad durante el gobierno de
Alfredo Zayas. Curiosamente, como muestra de aquella época en que los
médicos tenían una amplia formación cultural, escribió una obra teatral,
hasta hoy inédita, con el sugerente título de La República convencional e
inmoral. Este prestigioso sobrino de Ignacio Agramonte murió en Nueva
Orleáns, el 18 de agosto de 1931.

El hermano menor de Eduardo, Emilio Agramonte y Piña, nació el 28 de


noviembre de 1844, y tuvo un lugar también en la obra martiana, aunque
con un perfil en cierto sentido diferente. Cursó estudios primarios y
secundarios en su ciudad natal, y Leyes en la Universidad de La Habana.
Regresó a Puerto Príncipe y allí ejerció su profesión de abogado, la cual
alternó con labores como maestro de canto y piano. Se incorporó a la
insurrección en 1868. No se conservan datos acerca de su actividad militar.
Lo cierto es que en 1873, un año después de la muerte en combate de su
hermano Eduardo, Emilio Agramonte se encuentra en los Estados Unidos,
sin que se haya podido conocer el porqué de su traslado allí, ni en qué
fecha exacta se produjo.

En ese país llegó a adquirir un gran prestigio como pedagogo musical y


aun como intérprete, tanto de canto como de piano, lo que le permitió
fundar en los Estados Unidos una escuela de ópera y oratorio, que fue, por
cierto, una de las primeras y más prestigiosas de ese país. Martí lo apreció
mucho como artista y como maestro, y publicó sobre él en Patria el
siguiente texto, donde se encuentra uno de sus aforismos más populares:

Creer es pelear. Creer es vencer. Con su sumo talento ha bregado


Emilio Agramonte, más alto cada vez, por abrir paso a su genio de
criollo en este pueblo que se lo publica y reconoce, aunque no se lo
pague aun, ni acaso se lo pague jamás, con el cariño vivo y
orgulloso, y el agradecimiento con que se lo pagamos sus paisanos.

Hoy, sobre las dificultades que se oponen a una empresa de arte puro
en una metrópoli ahíta y gozadora, Emilio Agramonte logra
establecer la «Escuela de Ópera y Oratorio de New York», con las
ramas de lenguas, elocución y teatro correspondientes, sobre un plan
vasto y fecundo como la mente de su pujante originador. Agramonte
conoce al dedillo, y de lectura íntima, la música universal: su ojo
privilegiado recorre de un vuelo la página: su juicio seguro quema
los defectos del discípulo en la raíz: su voz, realmente pasmosa,
canta con igual flexibilidad en todos los registros: su mano, leve a
veces y a veces estruendosa, ya brisa o temporal, ya cariño o ceño, es
551
una orquesta entera, y su fama honra a Cuba.

Emilio Agramonte y Piña se casó —como solía suceder en Puerto Príncipe,


donde la familia endogámica era típica y lo fue hasta la primera mitad del
siglo XX— con una prima suya y de El Mayor, Manuela Agramonte y
Zayas, llamada «Lica» por la familia y los amigos. Hija de Francisco
Agramonte y Agüero, abogado, y de la santiaguera Dolores de Zayas y
Hechavarría, Lica nació en Santiago de Cuba, donde su padre ejercía su
profesión por haberse establecido allí.

Aunque por su nacimiento y formación podría decirse que era santiaguera,


por su filiación familiar y por su participación en la vida principeña puede
considerarse típicamente camagüeyana. Lica Agramonte de Agramonte fue
una de las típicas mujeres principeñas que desempeñó un papel destacado
en la vida cultural —intensísima en el siglo XIX— de la ciudad. Escribió
poemas, que se publicaron en varios de los diversos periódicos del
Camagüey anterior a la Guerra Grande. Como Amalia Simoni, representa
dignamente a la mujer culta de Puerto Príncipe, posiblemente la región del
país con mayor participación femenina en las artes, el periodismo y la
cultura. El clásico historiador Francisco Calcagno la caracteriza de la
manera siguiente:

Aficionada a las letras desde su más tierna juventud, estudió inglés,


francés e italiano, de cuyos idiomas ha hecho en verso castellano
muy correctas traducciones. En su niñez, y por segunda vez a los
dieciocho años, visitó la Península: de regreso casó en Santiago de
Cuba, el 6 de noviembre del 66, con su primo Emilio, pasando poco
después a residir a Puerto Príncipe, donde entre otros méritos, fue
colaboradora de La Crónica. Entre sus composiciones, Saludo a
Cuba y Un pensamiento (a orillas de un río) son de las mejores. En
552
unión de una hermana suya tradujo La huérfana de Moscow.

Esta dama debió de tener para Martí el prestigio que le daba su triple
condición de mujer, de patriota y de escritora. A ella le escribe el Apóstol
una carta de especial importancia. Es una epístola escrita por él dos días
después de haber pronunciado su hermoso discurso de homenaje a
Espadero, en el cual desplegó con particular intensidad su pensamiento
acerca del arte y el artista en su relación con el medio social. En esa carta a
Manuela Agramonte de Agramonte, todavía se perciben, quintaesenciadas,
varias de las ideas expresadas en ese discurso.

Pero la importancia de esta epístola radica particularmente en el hecho de


que contiene una peculiar solicitud: Martí le pide a Manuela Agramonte
que le exprese por escrito sus ideas acerca de la mujer y cómo debe
educarse, uno de los temas caros al Apóstol, como se evidencia en La
Edad de Oro, en sus cartas a María Mantilla, así como en otros pasajes de
su obra. De modo que solicitar la cooperación de esta dama principeña, es
una alta muestra de confianza en su penetración y discernimiento. Le
escribe Martí:

El esfuerzo que tuve que hacer sobre mi mala salud para cumplir con
mi obligación en la Velada de Espadero, me tuvo ayer inválido y me
quitó tiempo para organizar para el sábado tres lecturas o discursos
breves sobre un tema que solo es sencillo en su enunciación, pero
cuya dificultad Vd. mejor que nadie comprenderá, así como su
importancia e interés, si le digo que es nada menos que éste: ¿Con
qué tendencias, y para qué fin, debe educarse a la mujer?. Ahí caben
todas las ilusiones y todas las experiencias. Yo veo y oigo y no sé si
he llegado a ideas bien seguras en este asunto. Vd. nos hacen y nos
deshacen, y con la misma tristeza que les causamos castigan a los
que les hacemos la vida infeliz. Yo no creo que pueda haber estudio
más interesante sobre el tema de que le hablo que el de una persona
que siente y piensa como sé yo, y como adivinaría si no lo supiese —
que siente y piensa Vd.— Quisiera, como base para el debate
posterior, que, en un rato perdido, —si tiene alguno una madre tan
cuidadosa—, pusiera Vd. sobre el papel unas cuantas ideas, para
leerlas con los honores que merecen, este sábado; y si eso no pudiera
ser, contra lo que deseo y espero, por ocupación suya o por el tiempo
escaso, la deja con ese deber para la próxima Velada de Familias, sin
553
admitirle excusas, su muy sincero y afectuoso amigo.

Francisco Agramonte y Agüero, hijo de Ignacio Agramonte y Recio y de


María Manuela Agüero de la Torre. Fue el padre de Lica Agramonte y
Zayas, la esposa de Emilio Agramonte y Piña. Estuvo constantemente
vinculado con las gestas libertaria cubanas y sobre él Martí escribió un
breve, pero hermoso obituario en el periódico Patria: «acaba de morir, ya
muy anciano, el abogado principeño que iba todos los días, a eso de las
diez, a ver, lleno él de canas, al joven que no quería generales pudridores
en los negocios de su tierra. Patria recuerda agradecida a Don Francisco
554
Agramonte». Es muy difícil pensar que el joven patriota a quien
Francisco Agramonte visitaba para hablar del futuro de Cuba y de la
necesidad de que esta construyese un futuro que no estuviera manejado por
«generales pudridores», era el propio José Martí.

Su nieto, Francisco Agramonte y Agramonte (Frank), hijo de Emilio


Agramonte y Piña con Manuela Agramonte y Zayas, nació en la
emigración, en Nueva York, el 23 de octubre de 1871. Tuvo una activa
vida política en la emigración en los Estados Unidos, y estuvo muy
vinculado con Martí en todo el proceso de preparación de la Guerra del 95.
Permaneció algún tiempo en Costa Rica con Antonio Maceo, a quien
acompañó como expedicionario en la goleta Honor. A él se refiere Martí
en una carta del 15 de abril de 1895, dirigida a Gonzalo de Quesada y
Benjamín Guerra:

Maceo y Flor van delante, desde el 1ero. de abril en que


desembarcaron, y creo que el «doctor Agramonte», que de ayudante
les acompaña, será Frank, que había ido con la comisión que
encargué: a las dos horas del desembarco pelearon, y se salieron de
los 75 que perseguían los 23, haciéndole un muerto y doce heridos.
555
Adelante van ellos, y nosotros seguimos.

El 21 de abril, en el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, Martí trasluce su


preocupación por la suerte de este joven camagüeyano, entremezclándola
con la pena profunda por la noticia de la muerte de Flor Crombet: «El
médico preso, en la traición a Maceo, ¿no será el pobre Frank? ¡Ah, —
556
Flor!». Poco después se confirma que ha caído prisionero; en relación
con otro incidente, Martí lo invoca como posible testigo en el
esclarecimiento de la muerte accidental de un marinero británico de la
goleta Honor, pues en carta del Apóstol al Agente Consular del Gobierno
Británico en Guantánamo, señala:

Con el fin de conseguir otra confirmación de la muerte accidental del


marinero de la goleta Honor, cuyos detalles hallará Vd., si lee la
comunicación dirigida al Departamento de Relaciones Exteriores, le
ruego, si esto es viable, pida en mi nombre un testimonio completo
del caso a Patricio Corona, autor casual de la susodicha muerte, y a
Alberto Boix, Frank Agramonte y Manuel Granda, todos ellos
prisioneros de guerra en Guantánamo, quienes presenciaron el
557
lamentable incidente.

Por lo tanto, Frank Agramonte cayó prisionero de los españoles poco


después del desembarco; a su prisión vuelve a referirse Martí brevemente
en otra carta, del 30 de abril de 1895, dirigida nuevamente a Gonzalo de
Quesada y a Benjamín Guerra, y en la que alude a la pérdida de Flor
558
Crombet, así como en una sucinta esquela, escrita para informarle a su
madre, Lica Agramonte, que aunque preso, «Frank está bien, y muy
559
cuidado por los cubanos, y bien tratado por los españoles».

Otro aspecto de su prisión resulta de cierto interés por su carácter


novelesco y sus implicaciones posteriores. Estuvo en riesgo muy alto de
ser pasado por las armas españolas. Salvó su vida y la de sus otros
compañeros por las gestiones realizadas por su tía Dolores Agramonte y
Piña, esposa del príncipe von Radziwill, de una antigua familia
aristocrática polaco-alemana, con múltiples nexos con las monarquías y
familias reinantes de los Hohenzollern prusianos y los Habsburgos
austríacos. Esta señora pidió y obtuvo la libertad de su sobrino, valiéndose
de tales vínculos nobiliarios, apelando a la reina regente de España, María
Cristina de Habsburgo. Frank Agramonte exigió que se lo liberase a él y a
todos sus compañeros, y así se hizo. Su excarcelación no mitigó en
absoluto su voluntad revolucionaria; se reincorporó al campo de batalla, y
estuvo en diversos cuerpos del ejército mambí, donde alcanzó el grado de
Capitán.

Después de la Guerra del 95, ejerció como dentista y profesor del Instituto
de Segunda Enseñanza de Santa Clara, Las Villas, y murió en La Haban el
21 de noviembre de 1937. Fue padre de Armando y de Roberto Agramonte
Pichardo. Este Armando Agramonte y Pichardo se dirigió, durante de la
década de 1940, al connotado político cubano, Eduardo Chibás, para
rogarle que influyera para que el gobierno cubano intercediese
diplomáticamente por el príncipe Jerónimo Radziwill, entonces prisionero,
dado que su madre había obtenido, en su día, el perdón del gobierno
560
colonial español para los condenados de la goleta Honor.

Otros familiares, primos en grado algo más lejano de Ignacio Agramonte y


Loynaz, también figuran en la extensa galería martiana. Entre ellos, se
destaca Ana Betancourt y Agramonte de Mora, hija de Diego Alonso
Betancourt y Gutiérrez y de Ángela Agramonte y Aróstegui. Su
participación en la Asamblea de Guáimaro la ha inmortalizado para la
historia de la cultura cubana; ella representó allí la voz de la mujer cubana.
Martí no podía pasar por alto una figura tan luminosa en su emocionada
crónica «El 10 de abril», donde la evoca en medio del fragor patriótico de
Guáimaro:

Al caer la noche, cuando el entusiasmo no cabe ya en las casas, en la


plaza es la cita, y una mesa la tribuna: toda es amor y fuerza la
palabra; se aspira a lo mayor, y se sienten bríos para asegurarlo, la
elocuencia es arenga y en el noble tumulto, una mujer de oratoria
vibrante, Ana Betancourt, anuncia que el fuego de la libertad y el
ansia del martirio no calientan con más viveza el alma del hombre
561
que la de la mujer cubana.

Martí se ocupa también de Graciano Betancourt y Agramonte, otro primo,


nacido el 17 de diciembre de 1848, fue el principal accionista del
Ferrocarril Nuevitas-Puerto Príncipe. Martí lo menciona una vez apenas.
Sus preferencias políticas estaban más del lado del amo colonial que de los
patriotas. Sin embargo, sus hijos Enma y Graciano se casaron
respectivamente con Ignacio y Herminia Agramonte y Simoni, los hijos de
Ignacio y Amalia. Falleció el 31 de marzo de 1915. También escribió sobre
otro primo de Ignacio, Ángel del Castillo y Agramonte, hijo de Martín del
Castillo y Quesada, y de Ángela Agramonte y Agramonte.

Especial atención le mereció Ángela del Castillo y Agramonte. Ella y su


hija Cocola (Isabel Carolina Fernández y del Castillo) le llevaron a Martí,
según la tradición, tierra de Jimaguayú, que el Apóstol conservaba en su
oficina. Y ni qué decir de Enrique Loynaz y Arteaga, hijo de Carlos
Loynaz y Fuentes, y de Josefa Arteaga y Agramonte, cuya labor como
revolucionaria en la goleta Galvanic y otras destacó detalladamente Martí.
Y, por supuesto, se ocupa mucho de uno de sus colaboradores jóvenes más
estimados y estimables, Enrique Loynaz y del Castillo, hijo del anterior,
uno de los más entusiastas colaboradores de Martí. Sobre él tuvo que
escribir ampliamente Martí en relación con las armas que Loynaz introdujo
en Puerto Príncpe, y fueron, por una delación, decomisadas, en 1894.
Autor del Himno invasor. Padre de Dulce María Loynaz.
La familia de Agramonte, como otras focalizadas de mano maestra
por el Apóstol, se levanta en sus páginas como una compleja y
joyante retícula en la se puede ver confluir un conjunto insondable de
aspectos de la historia y la cultura. Este tema, la familia criolla vista
por Martí, espera todavía una investigación que, por demás, en este
siglo de tantos altibajos axiológicos, resulta más que nunca necesaria.
El pensamiento cultural cubano en el siglo XIX

El pensamiento del prebístero Félix Varela constituyó un tránsito entre dos


centurias. A partir de él, es necesario valorar los cauces principales de las
ideas sobre la cultura en la sociedad que enfrentaría como propósito
dominante el problema de la independencia del país.

El siglo XIX cubano estuvo jalonado por dos componentes básicos: la


descripción del modus vivendi criollo, y su valoración. A partir de esos ejes
principales, se desarrollaron modos específicos de calibrar el tema. Ahora
bien, a este estudio le interesan sobre todo aquellos puntos en que se supera
todo descriptivismo para reflexionar sobre problemas esenciales de la
cultura de un país colonial, marcado por la singularidad de su situación de
ser uno de los dos últimos bastiones del arruinado imperio colonial español
en América.

Tal característica condicionó por lo menos dos rasgos en la historia de la


isla: en primer término, el aferramiento despiadado de la metrópoli a su
dominio político en Cuba; en segundo lugar, la meditación nacional sobre
las características del país, pues en alguna medida se trataba de hallar una
explicación trascendente al hecho de que la isla, a diferencia de las naciones
surgidas del imperio peninsular, hubiera quedado sujeta a su despotismo y
desgobierno.

El pensamiento cubano de las primeras décadas del siglo XIX estuvo muy
marcado todavía por la visión global de la sociedad criolla y su evolución
—con énfasis en una orientación economicista— que se gestó en la
Sociedad Económica de Amigos del País, magna institución que, impulsada
en particular por el Obispo Espada, se hizo eco de la Ilustración europea.

Pero por esta misma vía se escribieron reflexiones de gran calado sobre las
etapas anteriores de la historia insular. Se percibe en tales valoraciones del
pasado una conciencia de que Cuba se enrumbaba por nuevos caminos. Ya
en «Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla»,
Francisco de Arango y Parreño, quien aun asumía la isla como una
extensión de España, destacaba la importancia de aquella para el desarrollo
peninsular, pero también, de rechazo, la desastrosa política económica
colonial:

Cuba, esa preciosa alhaja que por sí sola bastaba para vivificar la
nación, para hacerla poderosa, debió a sus paternales desvelos la
consideración y memoria que no se le había prestado en los anteriores
dos siglos: olvidada y despreciada como las demás colonias en que no
se satisfacía de repente auri sacra fames [Nota: la sagrada avidez de
oro], solo servía para gastar el situado que le venía de la ciudad de
Méjico [sic]. De sus primordiales poblacione, la única que se
conservaba con un cierto aire de importancia era la de La Habana.
[…] caminaba lentamente su población e industria, pero condenados a
vivir sin saber de la metrópoli, sin ropa para vestirse, sin vino para
celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, y sin embarción alguna que en
562
cambio de estos objetos les extrajese el sobrante de sus frutos.

La caracterización corresponde sobre todo a la Cuba del siglo XVII antes que
a la del XVIII, pero lo que interesa sobre todo es la percepción de que el
desarrollo de Cuba como colonia había sido tardío, de modo que, en la
visión de Arango y Parreño, tocaba al siglo XIX impulsar y consolidar un
verdadero desarrollo. Es innegable que se refiere ante todo a la economía,
pero no puede descartarse que hay también una difusa conciencia de un
panorama mayor que incluyese de un modo difuso a la cultura como
macrosistema de comunicación, así como de dispositivo tendiente al control
y organización de la sociedad insular. Será ya avanzadas las primeras
décadas del siglo XIX, cuando los intelectuales cubanos se asomen con
mayor atención al tema de la cultura, incluso con cierta simultaneidad
cronológica, como en el caso de José Antonio Saco, Domingo del Monto y
Gaspar Betancourt Cisneros.

Esto no se produce de manera casual, sino como resultado de la gradual


maduración del pensamiento cubano, cada vez más próximo a la
comprensión de que la especificidad de la cultura y la idiosincrasia es
connatural a la madurez de la nacionalidad y, por ende, al derecho a la
independencia política. De modo que el desarrollo de la meditación sobra la
cultura insular no se produce como una fortuita curiosidad cognoscitiva,
sino como un factor esencial en la evolución de la conciencia nacional y de
la aspiración libertaria del país.

Por lo mismo, el pensamiento cultural cubano alcanza su mayor estatura en


el siglo con la obra de José Martí, quien no solo ahondó en los perfiles
culturales de la nación, sino también supo encuadrarlos en un nivel macro:
la fisonomía general de la cultura latinoamericana. De aquí la importancia
crucial de examinar el crecimiento histórico de la comprensión indagadora
sobre la cultura: esto permite acceder a zonas profundas del
independentismo patrio y de la progresiva maduración de la nación cubana.

Lamentablemente, no nos es posible estudiar a fondo, según ya se ha


comentado, ni las ideas sobre la cultura de todos los intelectuales de la
isla, ni siquiera la obra entera de los más relevantes de ellos. En el presente
capítulo, se organizan, como selección específica, algunas direcciones
vitales del pensamiento cultural cubano de la época, antes de proceder al
estudio más minucioso de una selección de figuras cruciales para
comprender la gestación de un pensamiento cultural cubano en la centuria.
Este capítulo, por tanto, aspira a ser un encuadre y panorama general de ese
proceso de reflexión.

Pueden distinguirse cinco coordenadas o interrogaciones fundamentales


para comprender actualmente la percepción de la cultura en la época. Ellas
van siendo abordadas a lo largo de todo el XIX y forman el tejido nocional
del naciente pensamiento cubano sobre nuestra cultura.

La primera coordenada de la reflexión cultura cubana entronca


directamente con raíces del siglo precedente. Su interés mayor es la
cuestión ética en su más ancha dimensión, que incluye no solo a la persona,
sino también a la sociedad. La orientación hacia la construcción de una
eticidad nacional es el arquitrabe que encontramos en las ideas de Félix
Varela, que se proyectan hacia esferas específicas —incluido el idioma— y
serán objeto de examen en el capítulo específicamente dedicado a esta gran
personalidad fundacional.

Una coordenada segunda se refiere a la indagación de cuatro nociones de


importancia crucial para los intelectuales de la Cuba en trance de
maduración. La primera cuestión de ellas se refiere a las características de
la sociedad insular en su complejidad que la hacía diferente en muchos
aspectos a la de la metrópoli. En este sentido se indaga sobre la
estructuración de la isla en cuanto a sus componentes demográficos,
económicos, políticos y de estructura específicamente social.

Una tercera coordenada se desprende directamente de la primera: la


esclavitud. El carácter de economía de plantación esclavista marcaba, desde
luego, la totalidad del cuerpo social y enfrentaba a los pensadores cubanos a
la problemática de una Cuba brutalmente escindida entre amos y esclavos,
hispanodescendientes y afrodescendientes. Este tópico, tratado en principio
desde un punto de vista estrictamente «blanco» y basado de modo exclusivo
en la tríada economía-política-demografía, terminará por ser tratado de un
modo más específicamente cultural: es un proceso muy lento, cuasi
imperceptible, pero en el que puede identificarse señales efectivas de que la
cultura de los hispanoascendientes va dedicando una atención creciente a la
presencia del afrodescendiente en el universo cultural de la isla.

Una serie de hitos de carácter cultural y específicamente de la esfera de la


construcción de textos artísticos, va jalonando el siglo insular desde la
osadía de Gertrudis Gómez de Avellaneda —que construyó su mejor novela
alrededor de un afrodescendiente, cuyo nombre mismo da título al libro—,
hasta el estímulo que recibe Juan Francisco Manzano para participar en lo
que hoy no puede ser denominado sino como el discurso literario de la
nación cubana, y que está acompañado por la efectiva expresión artístico-
cultural de escritores afrodescendientes como Gabriel de la Concepción
Valdés, Agustín Baldomero Rodríguez, Juan Bautista Estrada, José del
Carmen Díaz, Ambrosio Echemendía, el esclavo principeño Frías, Silveira
o Antonio Medina, entre otros. Lo que importa no es que sean autores
magistrales: es más relevante su simple existencia, incluso la condición de
esclavos de Manzano, José del Carmen Díazo Frías cuando comienzan a
expresarse.

En la cuarta coordenada se percibe la meditación sostenida por definir de


modo insensible y gradual el criterio de nación y específicamente el de
nación cubana. Este interés, por supuesto, era vital si se quería establecer
una plataforma cabalmente ideológica para las aspiraciones
independentistas. En este punto hay que detenerse y formular una
observación a nuestro juicio vital: el criterio de nación cubana no solo era
importante para los partidarios de la libertad integral del país, también lo
era, aunque de otro modo, para los autonomistas, cuyas ideas han venido
siendo tan solo satanizadas, consideradas lesivas para la idea de patria… y
no han sido estudiadas como conviene para comprender de manera orgánica
el proceso general de constitución de Cuba.

Martí los estudió, desde luego que para combatirlos, pero supo respetarlos
en lo que valían. Las generaciones posteriores los hemos ignorado de
manera olímpica y, en el fondo, intelectualmente perezosa. Los anexionistas
evidenciaron una ignorancia y un desinterés cabal por la idiosincrasia
cultural de la isla; los autonomistas estuvieron ajenos a esa postura suicida.
De aquí que sobrevivieran junto a los independentistas. Para las dos grandes
posiciones que terminan enfrentándose a fines del siglo XIX, la cultura
cubana tenía un determinado sentido que debía ser examinado y custodiado.

Por último, el tema mismo de la cultura constituye la quinta coordenada.


No pretendemos aquí enarbolar la idea —lo que sería irreal tanto como
extemporáneo— de que hubo un sistema de teoría de la cultura cubana en
el siglo XIX. De hecho, estaría por verse si en este año 2013 contamos ya
con algo semejante en nuestro país, donde los estudios culturales —con
excepciones más que notables, como Fernando Ortiz— han tenido pocos
cultivadores.

No, hay que insistir en que no hubo un sistema orgánico de pensamiento


cultural cubano en el siglo XIX. Pero sí hubo manifestaciones no
sistemáticas de una reflexión sobre la cultura de la isla, entre las que
destaca, por su organizada precursora, el pensamiento de Antonio Bachiller
y Morales.
Reflexiones sobre sociedad, esclavitud, nación y cultura: epítome de
Saco y Del Monte

El siglo XIX presenta como eje fundamental de las ideas sobre la cultura el
interés por los nexos entre ella y las nociones de sociedad y nación.
Apareció como una consecuencia natural de la construcción de una
autoconciencia insular, que habría de servir como explicación de una
idiosincrasia a la vez que como, a la larga, como mecanismo de defensa, de
intereses económicos primero, y de aspiraciones libertarias, después. Esta
puede considerarse, por tanto, la principal coordenada en el fluir de la
meditación cultural de la época, y a ella aportaron los más diversos
intelectuales del país, tanto humanistas como científicos, de modo que el
necesario examen de la totalidad de este proceso reflexivo requerirá todavía
de un ingente esfuerzo investigativo y axiológico.

En este campo específico, tienen particular relieve las opiniones de José


Antonio Saco, tanto por la importancia histórica y política de este pensador,
como por que sus consideraciones son de innegable determinada
importancia para comprender la orientación de las ideas sobre la cultura en
lo que podemos considerar como el siglo XIX ya en toda su plenitud, en la
medida en que los criterios del escritor bayamés se apartan en buena
medida del enfoque ético-religioso de Varela —todavía vinculado en
medida considerable a ciertas posturas del siglo XVIII, y por tanto intelectual
que sirve de puente entre una centuria y otra—. Saco aporta una perspectiva
sobre todo económica, sociológica, historiográfica y política. Se ha insistido
una y otra vez en las limitaciones de este autor, quizás menos que en lo que
de renovador significa su pensamiento. Con razón ha afirmado Eduardo
Torres-Cuevas lo siguiente:

¿Era Saco capaz de ver la sociedad cubana de su época


integralmente? Evidentemente su obra demuestra que no. Pero, ¿hasta
qué punto otros cubanos de muy diferentes formaciones y
orientaciones eran capaces de plantearse problemas sociales de modo
integral y teniendo en cuenta sobre todo a los “de abajo”? Por más
que busco, confieso que salvo Varela y algún que otro nombre no
aparecen figuras capaces de romper con los compromisos sociales de
una época. Porque si bien existía una censura política impuesta por el
poder colonial, la que realmente era más efectiva demoledora era la
censura social. La censura política siempre incentiva a su violación:
es como el juego del gato y el ratón. Pero la censura social destruye
definitivamente al escritor. Condenado por un delito político puede
ser héroe o mártir; la censura social era el silencio, la mentira, la
hipocresía… la destrucción del individuo en sus mejores valores.
Saco escribía que por entonces en Cuba era más peligroso ser
abolicionista que ser revolucionario. Ser abolicionista fue también un
extraño modo de combatir la lacra social y humana más negra de
563
nuestra historia.

Saco alude por primera vez a la cultura como regulador social, en sus años
de estudiante, en un discurso sobre jurisprudencia pronunciado en la
564
Universidad de La Habana.

Por otra parte, cierta zona de las ideas de Saco sobre la realidad cubana
entroncan directamente con precedentes tangibles del siglo XVIII cubano
acerca de algunos problemas culturales. En efecto, el 19 de diciembre de
1790 el Papel periódico de la Havana había publicado un artículo sobre los
juegos de azar, tema que retomará Saco en el primer epígrafe de uno de sus
textos fundamentales: Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, donde
hace evidente que el juego se ha convertido en una práctica general de la
sociedad insular:

Yo no solo quisiera ver cerradas todas las casas de juego, sino que
este tampoco se permitiese en las fiestas y ferias, que so varios
pretextos se celebran en La Habana y fuera de ella. Que el pueblo
baile y cante, que meriende y se pasee, racional y provechoso es, pero
que casi nunca se oiga sonar una cuerda, ni se vean reunidas diez o
veinte personas sin que tropecemos con el vergonzoso espectáculo de
una mesa de juego, cosa es que jamás se debe tolerar. Nada importa
que estas prácticas viciosas quieran cubrirse con el velo de la religión,
o con las apariencias del bien público. Ni aquella ni este deben
sostenerse con tan infames recursos, pues cada moneda que entra en
el santuario o en las arcas públicas, es una profanación del mismo ser
a quien se tributan y una ofensa mortal que se hace a las leyes y a las
565
costumbres.

Saco tiene conciencia de que se trata de una cuestión que no puede


enfrentarse solo desde cambios en la legislación o desde mecanismos
represivos. Sabe que la cuestión estriba en lo que hoy conocemos como
hábito cultural y lo pone de manifiesto: «Es preciso ir haciendo una
revolución en las costumbres, aunque lenta no por eso dejará de ser
566
cierta». El tema de la vagancia como hábito social culturalmente
aceptado, lo impulsa a una serie de consideraciones que trasuntan un énfasis
que hoy hay que identificar como de carácter sociológico: «Estas razones
567
cobran más fuerza si se atiende al estado de nuestra sociedad doméstica»,
consideración que da pie a una valoración sobre el funcionamiento habitual
de la familia criolla. Asimismo, Saco — evidenciando un punto de vista
ligado por completo a la modernidad— apunta a la carencia de redes
institucionales de cultura:

Pero no basta que ya tengamos un ateneo: menester es fundarlos en


otras ciudades de la Isla, estableciendo y multiplicando también los
gabinetes de lectura, que tan comunes y útiles son en Europa y
Norteamérica. Cuando estas instituciones se generalicen en nuestro
suelo, y reciban las mejoras de que son susceptibles; cuando la escasa
y no bien situada biblioteca pública de La Habana, única que tenemos
en toda la Isla, sea un establecimiento digno de la ciudad donde se
halla, entonces la juventud, y la ancianidad, y todas las demás clases
del Estado encontrarán en la lectura un consuelo contra el fastidio, y
un refugio contra los vicios. ¿No es verdad que muchos se meten los
billares, particularmente de noche, porque no saben dónde ir a pasar
un rato? Si tuviéramos ateneos y gabinetes de lectura, muchas
personas acudirían a ellos, y en vez de perder su tiempo, y quizás
también su dinero, gozarían allí el placer más puro, ilustrando su
entendimiento y rectificando su corazón. Estos ejemplos producirían
un efecto saludable en la masa popular, y difundiéndose el gusto por
la lectura y el estudio, pasarían muchos de la ignorancia a la
568
ilustración, del ocio al trabajo, y del vicio a la virtud.

En esta célebre Memoria, por tanto, Saco pone de manifiesto la idea de que
la cultura no es un adorno, sino, sobre todo, un instrumento de control
social, un medio de formación de las diversas clases sociales y, en suma,
una necesidad para el estado moderno. Se trata, desde luego, de una idea
cuyas más hondas raíces hay que buscarlas en la Ilustración. Pero es Saco
quien las enarbola en Cuba, de modo que la cultura es concebida por él
como un dispositivo de progreso social. José Antonio Saco, historiador de
raza, añade otra consideración de indudable peso sobre la función de la
cultura como modo de identificar a la propia sociedad insular considerada
en su conjunto orgánico y no solo en cuanto al espacio capitalino:

¿Y por qué siendo la isla de Cuba un país tan abundante en


producciones naturales, no tiene ya La Habana un museo donde
mostrarles al indígena y al extranjero?; ¿por qué no habría de
enriquecerse este museo con el tributo que le pagasen pueblos de
contrario clima?; ¿por qué también nuestras ciudades principales no
habrían de seguir el ejemplo de la capital? Cuando estos monumentos,
levantados ya por tantos pueblos cultos, se erijan entre nosotros, Cuba
ofrecerá a las naciones que la observan, una prueba de su ilustración;
y a la generalidad de sus habitantes, un pasatiempo tan agradable
569
como inocente, y tan vario como provechoso.

A las naciones que la observan: si se revisa con cuidado los Papeles sobre
Cuba de este autor, y en especial sus textos relativos a la política cubana, es
inevitable percibir que los aludidos países no son otros que la propia
España, Gran Bretaña y Estados Unidos, de modo que habría una
insinuación palpable a la noción —que Martí retomará décadas más tarde y
no solo en su célebre frase sobre ser cultos para ser libres— de que hacer
patente la cultura insular es también un arma para defender la isla contra
ambiciones siniestras y, en síntesis, darse a respetar. En este pasaje de la
Memoria… se funda, pues, una convicción de política cultural que habría
de alcanzar a los siglos venideros.

Su defensa de redes institucionales de cultura lo sitúa como un intelectual


moderno, pues no debe olvidarse que fue el pensamiento cultural
euroccidental del siglo XIX el que comenzó a establecer los sistemas de
instituciones culturales que hemos llegado a tener hoy como absolutamente
necesarias en todo el planeta. El interés de Saco sobre esta cuestión, lo llevó
a examinar con cuidado la obra del Rev. R. Walsh sobre el Brasil —Notices
of Brazil in 1828 and 1829—, y a detenerse precisamente en los datos que
570
este autor proporcionaba acerca de las instituciones culturales de ese país.

Desde una perspectiva típica de la nueva sociedad burguesa de principios


del siglo XIX, Saco interrelaciona con énfasis la educación y la cultura, hasta
el punto de afirmar: «Los conciertos, las funciones teatrales ejecutadas, ya
por actores, ya por aficionados, y otras diversiones públicas, deben también
contarse entre los recursos con que puede sostenerse la educación
571
primaria».

La defensa que hace este autor de la cultura como medio de autoafirmación


572
nacional, incluye el ascenso cultural de la mujer cubana, idea que, en esta
primera mitad del siglo, también defenderían voces como la de Gaspar
Betancourt Cisneros, el Lugareño, pero también otras más modestas, como
la del poeta y periodista principeño Francisco Agüero y Duque-Estrada, El
Solitario. Este intelectual dedica una importante reflexión a este problema
en su Discurso en la inauguración de la clase de Literatura del Liceo de
Puerto Príncipe, el 16 de enero de 1861:

Nuestros antepasados creían que la educación de la mujer debía


circunscribirse al estrecho recinto del hogar y de la economía
doméstica. ¡Funesto sistema para formar madres de familia, cuya
santa misión es educar la prole que el cielo ha de confiar algún día a
sus cuidados maternales y cuya reacción será siempre fatal al
progreso de la humanidad! En efecto, ¿quién puede dudar que los
bienes y los males, las luces y las tinieblas que se derraman sobre la
más bella mitad del jénero [sic] humano deberán siempre refluir
poderosamente sobre la otra mitad ¿ Nosotros, pues, más justos y
menos egoístas, creemos con Fénélon, Campe, Aimé Martin, y otros,
que la educación de la mujer debe estenderse [sic] a una esfera tan
dilatada, que sea capaz de elevar y engrandecer su alma a la par de la
nuestra. Por consiguiente, desarrollar el alma de la mujer para que sea
con verdad el árbol de vida que la mano de Dios plantara en el
paraíso; desarrollar el alma de la mujer para que sea el más bello
ornato, el orgullo y la gloria de la sociedad […] Srs., una de las más
nobles tareas del buen patriota, del sabio, del filósofo, del moralista,
del verdadero amigo de la humanidad: he aquí la misión altamente
573
social, benéfica y civilizadora de nuestro Liceo.

José Antonio Saco encarnaba una postura en cierto modo paradójica. Por
una parte, era enemigo acérrimo de la esclavitud: respondía más bien a una
clase dominante en trance de desaparecer, los criollos ricos representantes
de la economía preazucarera en Cuba —ganaderos, dueños de tierras
dedicadas a cultivos diversos y en particular del tabaco, comerciantes—.
Por otra, se vio constreñido a una posición de extrema prudencia, o creyó
serlo, debido a la presión social ejercida por los grupos económicos
privilegiados que se vinculaban directa o indirectamente con el infame
negocio de la trata. Eduardo Torres-Cuevas lo ha expresado de una manera
excelente: «Saco, como Luz y antes Varela, tuvieron el cuidado de no
574
hablar de abolición sino de extinción de la esclavitud».

Para agregar más adelante una cuestión fundamental que condicionó a Saco
y todo el pensamiento cultural de la primera mitad del siglo:

Si se fuese a sintetizar el pensamiento político de Saco, dentro de las


condiciones que se produce, habría también que expresar que lo más
reluciente de él es su nacionalismo. Nacionalismo criollo y blanco,
pero fuertemente confrontado con la arbitrariedad española y la
pretensión norteamericana; pero, sobre todo, a un mal que hay que
reconocer como interno: la convicción de que éramos incapaces de
gobernarnos por nosotros mismos, de depender de España por razones
culturales, o de Estados Unidos por razones económicas o de sistema
575
político.

De modo que el pensamiento de Saco sobre la cultura está marcado por su


sentido de absoluta segregación, su incapacidad por completo epocal de
percibir el rumbo que necesariamente tomaría la nación, impulsada por
todos, y no por una parte de sus integrantes demográficos y culturales. Al
mismo tiempo que Saco ignora o pretende desconocer la existencia de una
población oriunda de África o afrodescendiente, tiene una conciencia cabal
de que la anexión destruiría la nación cubana hubiera desaparecido si
hubiese abierto sus puertas a personas de diferente idioma, religión, y, sobre
todo, distintos usos y costumbres, que es su manera, por completo epocal,
de referirse a la cultura.

De este criterio principal en el pensamiento de Saco, se derivan


consecuencias trascendentes que no han sido en realidad valoradas hasta
ahora en el análisis de las ideas en la Cuba del siglo XIX: es un criterio
cultural, tanto como económico, histórico o político, lo que impulsa a Saco
a asumir la difícil posición que lo caracterizó. Su concepto de nación
cubana está ligado sobre todo a la cultura —idioma, usos y costumbres,
incluso tradición religiosa—. Es eso lo que defiende contra los anexionistas
y, también, contra los grupos esclavistas dominantes en la isla. Se equivoca
al no percibir que las masas de origen africano a las que teme, por
asociarlas a la amenaza de una guerra racial como la de Haití.
Pero esta equivocación es hasta cierto punto comprensible en tiempos de un
eurocentrismo más que nunca desbocado, precisamente por causa de los
exitosos movimientos independentistas en la mayor parte del hemisferio
occidental. A pesar de su gran cultura, no percibe las similitudes posibles
—que una perspectiva menos aferrada a una supuesta pureza racial le
hubiera permitido— entre su patria insular y una España que se había
formado por una profunda amalgama, tanto racial como cultural, de
celtíberos, romanos, norteafricanos, judíos y árabes. No se puede olvidar,
sin embargo, que vive en el siglo en que la extrañeza y desconfianza racial
es convertida en un sistema de discriminaciones, a la larga útiles para
justificar la dominación colonial y la penetración comercial europeas sobre
África, Asia y Oceanía, tanto como sobre la América rezagada del
capitalismo.

Una y otra vez Saco denunció la esclavitud como un factor nefasto en la


existencia de la incipiente nación cubana de principios de siglo, aun a riesgo
de incurrir en el profundo desagrado de una parte relevante de la sociedad
criolla. Fernando Ortiz cita una carta de Saco a Del Monte en 1843 en que
habla de la psicología social en la isla: «La tacha de negrophilo es allí peor
que la de independiente. Esta al menos encuentra la simpatía de un partido;
576
mas aquella concita el odio de todos los blancos en masa». Su actitud
intelectual estaba condicionada por un contexto epocal que la enrarecía y
empañaba: por eso sostenía a toda costa la necesidad de «blanquear» a
Cuba. Hay que traer a colación el lúcidocriterio de Fernando Ortiz sobre el
contexto de Saco:

Entonces todos eran esclavistas, todos eran negreros. Y en la


autoridad y en el régimen por ella mantenido todo era despotismo,
inepcia, contrabando y concusión. Pedir el cumplimiento de las leyes,
el cese de la pudrición gubernativa, la mengua de las explotaciones
inicuas y el avance de las libertades humanas era una audacia de la
juventud, intolerable para aquellos señorones que constituían la
«gente seria, respetable y patriótica» de la rica colonia. José Antonio
Saco se atrevió en la Revista Bimestre Cubana (1832) a pedir la
supresión del «horrendo tráfico de carne humana» que proseguía «a
despecho de las leyes», favorecido por «hombres que quieren usurpar
el título de patriotas cuando no son más que patricidas». Saco quería
el fomento de los cultivos por el sistema de colonias o aparcerías con
trabajadores libres, entonces aquí ignorado y por él propuesto por
primera vez. Pero estas anticipaciones de Saco a favor del liberalismo
económico, equivalían a destruir la granjería infame en que se basaba
entonces toda la estratificación económica y social de Cuba y Saco
fue tachado de enemigo contra la patria. El monopolio del patriotismo
ha sido siempre uno de los privilegios más celosamente defendidos
577
por los expoliadores de los pueblos. Y Saco fue desterrado.

Jamás consideró a la población de origen africano —de la cual tenía


conocimientostanto desde un criterio demográfico y estadístico, como desde
su situación de miembro de una familia acaudalada y dueña de esclavos—,
fuese liberta o esclava, como un componente de lo que él consideraba la
nacionalidad cubana. De aquí que titule uno de los epígrafes de su
Memoria…, con gran alarma, como «Las artes están en manos de la gente
de color».

Desde luego que con el término «artes» se refiere sobre todo a lo que hoy
conocemos como artesanías y oficios. Saco había investigado el tópico
incluso en la realidad social cubana del siglo XVIII. En su artículo «Noticias
puestas en el padrón general, conducentes a dar una puntual idea del estado
en que se halla la isla de Cuba en el año de 1775», Saco escribía:

Las artes son ocupación de los mulatos y negros libres: pocos blancos
están empleados en ellas. Las más necesarias a la vida humana, como
zapatería, sastrería, herrería se hallan en regular estado; pero a todas
hace ventaja la carpintería, de cuya especie se ven obras
perfectamente acabadas, y comparables con las de los ingleses. La
pintura, escultura, platería y otras artes destinadas al lujo, están
todavía muy atrasadas. No hay fábricas de géneros para vestir. Las
mujeres no se emplean en otras labores de manos que las de coser;
pero en esto y en bordar tiene sobresaliente habilidad. Se descubre en
los naturales mucha disposición para cualesquiera oficios
578
mecánicos.

Leamos entre líneas. Las artesanías están en manos de hombres


afrocubanos: con esa idea comienza el texto. Y termina, a pesar de todas las
prevenciones negativas de Saco, reconociendo en estas personas, que ahora
son llamados «naturales» mucha disposición profesional. He aquí la
contradicción en que, posiblemente sin notarlo siquiera, se debate Saco en
sus ideas acerca de la cultura cubana.

En Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba el examen de este tema


trasunta que su posición en el análisis de la racialidad en la cultura insular,
aunque siempre de expresión autolimitada y discriminatoria, daba pie a
reflexiones de gran interés para una comprensión actual del pensamiento
cultural cubano de la centuria. Véase el siguiente momento de ese epígrafe,
cuya importancia obliga a citar in extenso:
Esto, que entre los enormes males que esta raza infeliz ha traído a
nuestro suelo, uno de ellos es el de haber alejado de las artes a nuestra
población blanca. Destinada tan solo al trabajo mecánico,
exclusivamente se le encomendaron todos los oficios, como propios
de su condición; y el amo, que se acostumbró desde el principio a
tratar con desprecio al esclavo, muy pronto empezó a mirar del mismo
modo sus ocupaciones, porque en la exaltación o abatimiento de todas
las carreras, siempre ha de influir la buena o mala calidad de los que
se dedican a ellas.

El transcurso de los años fue acumulando nuevos ejemplos, y la


opinión pervertida, lejos de hallar un freno que la contuviese y
enderezase a buena parte, corrió desbocada hasta hundirnos en la sima
donde hoy nos encontramos. En tan deplorable situación, ya no era de
esperar que ningún blanco cubano se dedicase a las artes, pues con el
hecho solo de abrazarlas, parece que renunciaba a los fueros de su
clase: así fue, que todas vinieron a ser el patrimonio exclusivo de la
gente de color, quedando reservadas para los blancos las carreras
579
literarias y dos o tres más que se tenían por honoríficas.

Levantada esta barrera, cada una de las dos razas se vio forzada a
girar en un círculo reducido, pues que ni los blancos podían romperla,
porque una preocupación popular se lo vedaba, ni tampoco los negros
y mulatos, porque las leyes y costumbres se lo prohibían.

Hagamos a un lado, al menos momentáneamente, la postura racista de Saco.


Interesa ante todo percibir que, incluso desde su posición por completo
discriminatoria, realiza un análisis en el cual se evidencia que, contra sus
opiniones más peraltadas y conscientes, al menos está asumiendo la cultura
cubana como marcada por una polarización racial, y no como una entidad
en la cual solo contaban los blancos a quienes consideraba, y solo a ellos,
como cubanos.

La discriminación racial tiene diversas raíces, entre las cuales no puede


negarse ni el componente económico, ni el político. Ahora bien, afecta de
modo directo a la cultura de toda la sociedad, como manifiesta
implícitamente Saco en ese pasaje, y ello revela que los afrocubanos no
eran un factor añadido, un cuerpo extraño, sino que ya, a pesar de las
prevenciones del ensayista bayamés, integraban también la cultura insular.

Véase cómo, a pesar de sus convicciones, Saco, inteligente analista de la


cultura patria, termina por decir que ambos sectores raciales están
constreñidos a unos límites dañinos: los blancos abandonan, por presión y
prejuicios culturales, toda artesanía, pues la cultura del momento los asigna
sobre todo a profesiones liberales y cargos públicos, mientras los oficios y
artesanías son atribuidos solo a los negros y mestizos libres. Estos, a su vez,
según implica —quizás de manera inconsciente— José Antonio Saco,
tienen vedadas las esferas no manuales de la cultura laboral.

Al margen, por tanto, de las posiciones políticas y raciales del ensayista, su


diagnóstico, en más de un aspecto, puede considerarse válido para la
situación cultural de la época, incluso sumamente revelador, pues estos
juicios expresados en las primeras décadas del XIX transparentan una cierta,
aunque difusa, percepción del complejo proceso cultural cubano. Algunos
años después, esos mismos afrocubanos a quienes Saco consideraba un mal
de su patria, habrían de dejar también su huella directa no solo en las letras
cubanas, sino también en el proceso del pensamiento cultural de la isla. No
era lo que Saco quería, pero sí lo que supo avizorar a pesar de su
ofuscación.
Otro aspecto de interés en el pensamiento del bayamés tiene que ver con el
tema de las nacionalidades, tema crucial a lo largo del siglo XIX. La famosa
cuestión de las nacionalidades se desarrolla en toda Europa a partir de
diversos estímulos: uno de ellos, por supuesto, fue la revolución francesa y
sus consecuencias económicas —consolidación del capitalismo—, políticas
—remodelación del mapa europeo e incluso, en cierto sentido, también el
americano con el reconocimiento tácito a las nuevas repúblicas—, y
culturales —consolidación del Romanticismo y su interés por el folclor y
las culturas consideradas exóticas por los europeos—. Otro impulso, en este
caso de carácter ideológico, fueron las discriminatorias ideas del francés
Joseph Gobineau — tristemente célebre por su fascinación por los pueblos
germánicos y, también, por su consiguiente influjo sobre el recrudecimiento
del antisemitismo y el surgimiento del nazismo—.

En su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855),


Gobineau estableció una conexión mecanicista entre raza y nación. Frente a
esta postura se levantaron intelectuales de la talla de Jules Michelet y Ernest
Renan, que negaron que la raza tuviera que ver con la nacionalidad y
establecieron una separación entre estos dos conceptos. El prestigioso
historiador francés Henri Berr comentaba al respecto de este enfoque racial
de la teoría de la nacionalidad:

Se verá, por otra parte, cómo el racismo ha pretendido apoyarse en la


antropología, y cómo el mismo ha desembocado en el
«nacionalismo», que es la «perversión de la doctrina de las
nacionalidades»: nacido del derecho de las naciones a la libertad,
prolongación de los derechos del hombre, se vuelve contra ellos en la
medida en que hace de la nación una fuerza de opresión o de agresión.
La política de las razas, decía Renan, no puede conducir «más que a
guerras de exterminio, guerras zoológicas». Es una máscara cómoda
580
para el imperialismo.

De todos modos, la maligna confusión introducida por Gobineau tuvo cierta


consecuencia. Georges Weill, al analizar el principio de las nacionalidades
—que habría de ser fundamental para el independentismo cubano de toda la
centuria—, señala una cuestión de relieve sobre el concepto de nacionalidad
y cómo se matiza según la perspectiva política:

Una ardiente lucha se entablaba en todas partes desde 1815 entre


conservadores y liberales. Estos últimos invocaron la nacionalidad en
el sentido en que los franceses de 1789 hablaban de la nación: era la
expresión de la voluntad popular (burguesía para unos, democracia
para otros), imponiéndose tanto a los reyes como a las antiguas clases
dominantes, nobleza y clero. Para ellos la nacionalidad lleva aneja la
libertad, y la libertad no existe más que con una Constitución. Para los
conservadores, por el contrario, la nacionalidad supone el
mantenimiento de las tradiciones políticas y religiosas, el respeto a la
costumbre, la preponderancia de las clases privilegiadas […]. Por
consiguiente, la palaba fue empleada con la aprobación de los más
diferentes partidos.

Explicado de distintos modos por los políticos, el nuevo término


originó controversias aun más vivas entre los teóricos. ¿Debía ser
confundida la nacionalidad con la raza? Ambas ideas ofrecían cierto
parentesco: los vínculos creados entre las familias de un mismo país
por los matrimonios, por la herencia, contribuyen a constituir una
nación. Sin embargo, la idea de raza no desempeña un papel
predominante durante la primera mitad del siglo XX en las discusiones
sobre los derechos y los deberes de las diferentes naciones. Las
ciencias etnográficas están en la infancia; Darwin aun no se ha
formulado la doctrina que tan rápidamente se hará popular. Se emplea
la palabra raza en un sentido vago; muchos prefieren a ella la palabra
pueblo, que no se define mejor. Y los mismos que afirman la
omnipotencia de la raza difícilmente llegan a ponerse de acuerdo
581
sobre el modo de aplicar sus principios.

Se trata de un tema de importancia para entender las ideas de Saco sobre la


cultura. Según se desprende de varios de sus escritos, su percepción del
concepto de nacionalidad correspondía a una posición que podemos
catalogar como conservadora. En 1850 publicó en Madrid Réplica de don
José Antonio Saco a los anexionistas que han impugnado sus ideas sobre la
incorporación de Cuba en los Estados Unidos. El tema y propósito del libro
es evidente en su propio título. Saco examina cuidadosamente las ideas
anexionistas para fundamentar su oposición radical a ellas. En su
argumentación, irrumpen tanto el concepto de nacionalidad como
componentes de la cultura. Ambos evidencias su posición conservadora,
pero lo que nos interesa hoy es su percepción sobre la cultura como
elemento de constitución de la nacionalidad. Arguye Saco:

Para disipar la confusión en que mis impugnadores han envuelto esta


materia, es preciso que antes sepamos lo que es nacionalidad.
Confieso que no es fácil definir claramente esta palabra; y en vez de
valerme de definiciones imperfectas y oscuras, me serviré de
ejemplos y diré: que todo pueblo que habita un mismo suelo, y tiene
un mismo origen, una misma lengua, y unos mismos usos y
costumbres, ese pueblo tiene una nacionalidad. Ahora bien: ¿no
existe en Cuba un pueblo que procede del mismo origen, habla la
misma lengua, tiene los mismos usos y costumbre, y profesa además
una sola religión, que aunque común a otros pueblos, no por eso deja
de ser uno de los rasgos que más le caracterizan? Negar la
nacionalidad cubana, es negar la luz del sol de los trópicos en punto
582
de mediodía.

Es evidente que la posición del ensayista corresponde, en esencia, con la


noción conservadora de nacionalidad, justamente aquella que se asentaba en
la cultura como elemento de definición de lo nacional. Es notorio también
que, cuando asume que el pueblo de Cuba «procede del mismo origen» está
excluyendo a negros y mestizos de la isla, incluso siendo libres, de modo
583
que afirma con énfasis que la nacionalidad de la isla «es hispanocubana».

Para añadir en otro momento de ese mismo texto: «La nacionalidad cubana,
de que yo hablé, y de la única que debe ocuparse todo hombre sensato, es la
de la formada por la raza blanca, que solo se eleva a poco más de 400,000
584
individuos». Hay un timbre patético en esta afirmación. Un hombre tan
culto como Saco, radicado por tantos años en Europa —es allí donde
escribe este juicio tan desatinado—, no podía ignorar que en esa misma
primera mitad del siglo en que él vive, el Romanticismo había incluido a las
propias culturas españolas entre los espacios culturales «exóticos» e incluso
mestizos.

Una figura destacada del Romanticismo francés, Alejandro Dumas, padre,


mestizo él mismo, se había expresadoalguna vez que África comenzaba en
los Pirineos, opinión que se puede interpretar en el sentido de que la propia
península ibérica era ya mestiza, tanto racial como culturalmente, juicio,
por tanto, que no podía ser más verdadero y resultaba un elemento que,
desde luego, el racismo en Latinoamérica procuró ignorar a toda costa.
Aferrarse a una supuesta nación «blanca» en Cuba, respondía desde luego a
diversos factores, entre ellos el terror a una sublevación de esclavos, pánico
compartido por muchos intelectuales y propietarios cubanos. Más de una
vez Saco escribe que los esclavos se bañarían en la sangre de sus señores si
la situación política cubana diera pie a ello, vale decir, si se intentara una
revolución independentista.

No obstante tales y tan serios errores, en la obra de Saco interesa a los


efectos de este estudio que su idea acerca de los usos y costumbres del país
como factores primordiales, está en consonancia con sus reflexiones acerca
de la vagancia y los vicios en la isla, así como los medios de erradicarlos.
Del mismo modo, su objetivo de subrayar que los cubanos tienen una
nacionalidad parece subrayar un concepto cultural e idiosincrásico de ella,
no necesariamente ligado a la independencia política, pues el intelectual
bayamés apuntaba: «Toda nación supone nacionalidad; pero toda
585
nacionalidad no constituye nación». Hay que señalar que estas
afirmaciones se producen en el terreno de una respuesta de Saco a sus
impugnadores. Es en medio de esta polémica que nuestro ensayista subraya
su adscripción a un concepto conservador del término:

Mi ilustre Compatricio tampoco se olvida en su impugnación de la


nacionalidad cubana, y empieza manifestando que no ha podido
comprender si hablo de la nacionalidad política, o de la natural o de
raza. Siento no ser de su opinión; pero no puedo admitir la distinción
que establece. Nada entiendo de nacionalidad política; lo que sí
entiendo es que la política influye en reanimar, comprimir o sofocar la
nacionalidad existente. Tampoco conozco la nacionalidad natural o de
raza; lo que sí conozco es que la raza es un elemento esencial, que
586
agregado a otros, constituye la nacionalidad.

De la afirmación anterior puede deducirse que en la primera mitad del siglo


XIX Cuba se ve también, como Europa, dividida en dos posiciones sobre la
cuestión de la nacionalidad: la de los liberales y la de los conservadores.
Paradójicamente, como tantas cosas en la historia del pensamiento nacional
y foráneo, la postura conservadora y discriminatoria es, sin embargo, la que
se detiene a reflexionar más en un conjunto de factores básicamente
culturales como rasgos que identifican la nacionalidad.

La otra gran perspectiva sobre la cultura en la primera mitad de la centuria


fue Domingo del Monte a quien catalogó José A. Fernández de Castro
587
como «espíritu gemelo al de José Antonio Saco», y, en efecto, fueron no
solo colaboradores, sino además amigos muy cercanos. Tanto como Saco,
este intelectual cuestionó el clima de desórdenes y vicios sociales de La
Habana del siglo XVIII, calificada por él como «[…] cueva de salteadores de
588
bandidos, a los que tenían que repeler por sí con sus armas los vecinos».
Y a renglón inmediato agrega: «Los habitantes de La Habana, y de Cuba en
general, naturales y forasteros, no podían menos de detestar semejantes
desórdenes, que convertían a la mayor de las islas de estos mares en un
589
inculto y aborrecible aduar de indios bravos».

Ese mínimo pasaje es interesante por más de un motivo. Ante todo, Del
Monte asocia implícitamente la estabilidad social con la cultura —La
Habana, sumergida en la delincuencia, es un lugar «inculto»—. Y asimismo
se advierte una postura discriminatoria, en la que se menosprecia por igual a
los indios y a los árabes beduinos, grupos «no blancos» que, en la
perspectiva de los criollos de esa primera mitad de la centuria, eran
considerados inferiores. Concede que La Habana de Tacón ha sido
transformada, pero solo en aspectos no esenciales:

En suma, concedamos desde luego que, merced a una policía urba


regular, no se roba en la capital ni de día ni de noche; que no se
permiten casas de juegos prohibidos; que se ha compuesto la cárcel,
en lo cual hay mucho que decir; que las calles se han macadamizado,
aunque sea de mogollón, y sirviendo solo para la gente de carruaje,
pues cuando llueve son tan malas como las antiguas; que se ha hecho
un paseo magnífico a dos millas de la ciudad, echando a perder el que
estaba a sus puertas; que el alumbrado se ha mejorado un poco…
¿Son estas mejoras, estrictamente de policía urbana y de ornado, los
únicos, los esenciales elementos de fidelidad para un pueblo
590
civilizado que siente otras necesidades?

Tanto como Saco, Del Monte enfoca su atención sobre todo a la cuestión
591
política, y también coincide con él sobre el problema de la esclavitud y la
población de origen africano, incluso en su contradictoria posición de
enemigo de la esclavitud y discriminador de los africanos:

Ahora anda sembrando mil calumnias contra Saco ese ruin partido de
negros mercaderes, entre la gente sencilla e ignorante para
despopularizarlo. Dicen que es un loco, porque no pueden decir que
es un pícaro; que es un insurgente de a folio, porque nunca ha adulado
y tiene dignidad de hombre; que es enemigo de la trata africana y de
la esclavitud de los negros, como si ninguno que tuviese medianos
alcances y un corazón regularmente conformado, pudiese no detestar
con toda la fuerza de su alma tan atroces y lamentables plagas; que
Saco va a pedir en el Estamento la emancipación de los negros, con lo
cual va a poner en conflagración a la isla de Cuba… ¡Pícaros! Ellos
son los que la incendian, metiendo con estúpida e infernal codicia más
y más negros bozales, cargando así la mina que nos ha de volar a
592
todos.

Del Monte, sin embargo, no es exactamente un «gemelo» de Saco. De una


cultura más amplia, humanista y artístico literaria que la del bayamés, y
menos polarizada hacia la economía y la política, Del Monte, como Saco, se
interesó por la historia, pero con un énfasis mayor en la perspectiva cultural
y en los orígenes de la nació. Su amigo Bachiller y Morales lo consigna:
«Del Monte estudiaba la fisonomía de las épocas no descritas de nuestra
593
sociedad cubana». En la perspectiva delmontina se mantuvo con más
fuerza que en Saco el énfasis ético que había desarrollado Félix Varela y es
en esta línea donde el ensayista se aparta conceptualmente de los prejuicios
eurocéntricos del siglo XIX que fueron la base primera de sustentación del
racismo. En carta de 1838 a Jaime Badía escribió:

La moral y la política son una misma cosa: ambas se fundan en los


principios eternos de la misma naturaleza del hombre, del hombre,
digo, y no del blanco, o del negro, del español o del alemán, del turco
o del cristiano, del noble o del plebeyo; no hay ni política del
embudo, como la que quieren plantear esos puritanos hipócritas del
Maryland o de la Virginia. Atienda Vd. siempre para calificar los
hechos históricos a aquel principio de santa democracia: «El mayor
bien del mayor número» […] No olvidemos los intereses generales y
trascendentes de la humanidad, y desechemos, para quilatear [sic] el
mérito sólido, intrínseco y completo de un personaje histórico, los
hábitos mezquinos de amos de ingenio y de vasallos humildes de esta
594
o esa otra majestad europea.

En otro sentido, el de la relación intrínseca Del Monte se interesa, como ya


lo había evidenciado la obra de Varela, por la relación entre educación y
cultura —usa el término, más en boga en la época, de «civilización»—. En
1836 escribe un «Informe sobre el estado actual de la Enseñanza Primaria
en la Isla de Cuba en 1836, su costo y mejoras de que es susceptible».
Muchos elementos llaman la atención en ese texto. Pero uno especialmente
singular está en un pasaje en que, a diferencia de Saco, incluye a los
afrodescendientes libres en su alegato en pro de la elevación de la
educación —y por ende la cultura— en la sociedad cubana, aun cuando la
perspectiva general del documento resulta marcada por una posición más
bien conservadora:

El número 104,400 de niños que nos resultan en la isla sin que tengan
materialmente dónde aprender siquiera a leer y escribir, en una
población de 500,000 personas blancas y libres de color, debe llamar
por sí enérgicamente la atención de los hombres sensatos y
pensadores de Cuba y su metrópoli. Los adelantos o el atraso
vergonzoso de otros pueblos poco pueden consolarnos en nuestra
miseria. Un gobierno sabio mirará en esta enorme masa de cien mil
ignorantes, cien mil revoltosos proletarios, enemigos de la
tranquilidad del país, y si se interesa sinceramente en la ventura de
este, procurará afianzar en él el orden, difundiendo y costeado
escuelas primarias conforme a los progresos intelectuales y morales
de la época presente, como lo ha hecho el de la Prusia, y conquistar
así a fuerza de luces la paz, la riqueza sólida y la moralidad futuras en
595
esta preciosa Antilla.

También en ese informede 1836 Del Monte expresa la idea de que se


publiquen pequeños libros sobre temas diversos —literatura e historia, tanto
como economía doméstica y ciencias naturales, entre otros— que tiendan a
la elevación del nivel cultural de la población; a su juicio «estas
596
publicaciones son una especie de continuación de la enseñanza primaria».
Asimismo insiste en la creación de un Instituto Cubano de Educación, como
entidad que tendría a su cargo tanto la red escolar, como las mencionadas
publicaciones.
Con similar interés por la cultura del país, redacta en 1838 su «Proyecto de
Memorial a S. M. la Reina, en nombre del Ayuntamiento de La Habana,
pidiendo leyes especiales para la Isla de Cuba»:

aquí se sabe igualmente que la instrucción primaria y secundaria es


tan precisa como el alimento material, para el sustento de la vida del
alma, que es la verdadera vida, y que la sociedad donde no se provea
a la educación general de sus individuos, por más ricaque sea, será
cuando más un gran taller compuesto de máquinas productoras, pero
597
no merecerá el título de pueblo civilizado.

Es en esa mismo «Proyecto…» donde Del Monte expresa que « […] en


Cuba se quedan sin educar en escuelas las nueve décimas partes de su
población blanca y libre, sin que nadie hoy se compadezca de esa horrorosa
598
miseria moral», juicio demostradamente verdadero.

Del Monte no se ocupó solamente —y es una de sus características


distinticas frente a su amigo Saco—de la cultura habanera. Alcanzó una
visión más general del país, como se observa en su interesante texto
599
«Movimiento intelectual en Puerto Príncipe».

Es sin duda Del Monte quien con más nitidez, entre los intelectuales de su
generación, expresa el concepto de cultura, todavía de uso reciente en la
época, y lo utiliza en un sentido de entera precisión humanista y ligada a la
Modernidad de su tiempo:

Por lo mismo, cuando los exponentes [Nota: se refiere a quienes


habrían de firmar, como portavoces de los intereses de Cuba, ese
Memorial dirigido a la Reina Gobernadora] han querido saber el
grado de cultura intelectual y de dicha moral que goza Cuba, no han
ido con preocupaciones hijas de escritos mercantiles o de trapiches de
ingenio a registrar para ello estadísticas económicas, balanzas ni
estados de aduanas; en esos documentos (preciosos para otros fines)
encontrarían comprobantes de la producción bruta de la Isla, pero
nada dirían de lo que se apetece saber. El hombre de sano juicio
estudiará, para conocer el grado de civilización de un pueblo, su
sistema político, su modo de enjuiciar y proceder civil y
criminalmente, sus cárceles, sus instituciones municipales y pedáneas,
600
su sistema fiscal, su religión, su educación y costumbres.

Del Monte se muestra aquí concordante con lo esencial del pensamiento


herderiano, fundador de un nuevo modo de reflexión de la Modernidad
sobre la cultura. Desde esta perspectiva, el ensayista muestra en dos trazos
enérgicos y punzantes, el cuadro general de la cultura cubana en las tres
primeras décadas de su siglo. El panorama general por él definido, muestra
una penetración de juicio y una claridad de criterio más que notable:

Si encuentra que la base de su gobierno es despótica, que su código


forense es un caos, sus cárceles asquerosas zahúrdas, sus
ayuntamientos hereditarios, pero sin facultades propias, ni garantías
ni independencia; que cada individuo paga mayor contribución,
aunque indirecta, que el de la nación más opulenta y culta de Europa;
que su religión consiste en un estéril y pálido ateísmo o en una
superstición boba y desmayada; que su educación es vacía e
imperfecta donde la hay, pero no la hay en la mayor parte de la
población, y que por último sus costumbres, con muy pocas
excepciones, son toscas y relajadas en general, concluiré que con la
íntima convicción que deja la verdad al que la percibe, que tal pueblo
es infeliz, tres y cuatro veces infeliz; y así será, aunque todos los
sofistas del mundo se empeñen en afirmar lo contrario. En este caso
se halla Cuba. Dígase con ingenuidad si un pueblo con semejantes
601
elementos constituido puede contarse por dichoso.

El «Proyecto…» no pasó de tal. Pero su testimonio queda. Nótese que hay


una alusión implícita, apenas perceptible para quien no conozca el
problema, a que está teniendo lugar lo que llamaríamos hoy una
propaganda política e ideológica para sustentar que la sociedad cubana no
solo era feliz y próspera gracias al régimen de la esclavitud, sino que por
ello mismo esa institución degradante debía mantenerse. Ese matiz
sutilísimo se explicará mejor cuando nos detengamos en el pensamiento
cultural de Antonio Bachiller y Morales.

Del Monte, en este documento capital, exterioriza más adelante la


importancia que concede a la cultura insular, de tal modo que trata a toda
costa de persuadir a los receptores de la metrópoli colonial a quienes iba
dirigido su «Proyecto…», y al mismo tiempo refuta tácitamente la
propaganda esclavista:

¿Con que no se rebela hoy la Isla de Cuba, solo por la codicia de


conservar solo por la codicia de conservar una tranquilidad puramente
animal, y se cree que se rebelaría, contra el propio principio de su
conservación, gozando de todos los dones con que plugo a la caridad
infinita de Dios enriquecer nuestra naturaleza? Solo en estado de
demencia se suicida un hombre feliz; los pueblos cultos, por más que
602
digan filósofos atrabiliarios, nunca enloquecen.

La perspectiva de Domingo Del Monte, a tenor de este texto, se resume en


que si somos cultos no necesitaremos ser políticamente independientes.
Queda así enunciada una idea que, décadas más tarde, Martí reformulará en
un sentido inverso que no es una contradicción a la idea delmontina, sino su
desarrollo epocal: ser cultos para ser libres. Al mismo tiempo, hay que
convenir con el Apóstol que Del Monte fue, sin discusión posible, el más
603
real y útil de los cubanos de su época.
Defensa consciente de la memoria cultural: bojeo a Bachiller y a
Mitjans

Jurista de profesión, filólogo indagador del idioma, interesado en los


problemas económicos, en particular agrícolas, de Cuba, dramaturgo y
poeta a ratos, desde luego pedagogo, impulsor de la antropología insular y
por tanto interesado tanto en los amerindios de Cuba —incluso, entre otros
elementos, en la imperceptible supervivencia de su idioma en el castellano
604
insular—, como, desde luego, en el tema de los africanos, Antonio
Bachiller y Morales es ante todo un intelectual dedicado como pocos, y con
fervor incansable, a la consolidación minuciosa de una memoria cultural
cubana. A esta actitud se deben muchas de sus obras, y también su
insistencia en preservar, tanto mediante ediciones como mediante la
constitución de una biblioteca, las discusiones ardientes y a menudo lúcidas
que fueron albergadas por la Sociedad Económica de Amigos del País.

Su línea de pensamiento, orientada a la indagación y defensa de la memoria


del país, es una zona crucialde la reflexión sobre la cultura en la centuria.
Hay que recordar que la memoria cultural es decisiva también para una
conceptualización —sistemática o no— sobre la nación. El destacado
semiólogo Iuri M. Lotman ha apuntado al respecto:

Desde el punto de vista de la semiótica, la cultura es una inteligencia


colectiva y una memoria colectiva, esto es, un mecanismo
supraindividual de conservación y transmisión de ciertos
comunicados (textos) y de elaboración de otros nuevos. En este
sentido, el espacio de la cultura puede ser definido como un espacio
de cierta memoria común, esto es, un espacio dentro de cuyos límites
algunos textos comunes pueden conservarse y ser actualizados. La
actualización de los mismos se realiza dentro de los límites de alguna
invariante de sentido que permite decir que en el contexto de la nueva
época el texto conserva, con toda la variancia de las interpretaciones,
la identidad a sí mismo. Así pues, la memoria común para el espacio
de una cultura dada es asegurada, en primer lugar, por la presencia de
algunos textos constantes y, en segundo lugar, o por la unidad de los
códigos, o por su invariancia, o por el carácter ininterrumpido y
605
regular de su transformación.

La memoria cultural de la isla, que había venido siendo historiada desde


muchas décadas atrás, encuentra su investigador más eficiente en Antonio
Bachiller y Morales, cuyos pasos seguirá luego, en menor medida, Aurelio
Mitjáns. Sus obras respectivas aportan no solo una actualización de épocas
pasadas, sino también notables valoraciones. No solo trabajan por la
conservación de los datos —memoria cultural informativa—, sino que
diseñan, en la medida de su capacidad —no se olvide que en el siglo XIX
latinoamericano todavía no puede hablarse cabalmente de una culturología
realmente instaurada—, una primera interpretación general que no solo
trabaja con la memoria cultural creadora —el desarrollo de las artes y
ciencias en el país—, sino que también modela una imagen de la cultura
nacional, de modo que, a su modo filológico, podemos considerar hoy que
también ellos, y otros de menor relieve que tuvieron metas en alguna
medida semejantes, son una muestra de memoria creadora. Conviene, por
otra parte, insistir en el sentido de la memoria cultural, pues eso permite
calibrar la trascendencia de la línea de pensamiento de Bachiller y Mitjans,
entre otros. Lotman apunta una cuestión esencial:
La memoria cultural como mecanismo creador no solo es pancrónica,
sino que se opone al tiempo. Conserva lo pretérito como algo que
está. Desde el punto de vista de la memoria como mecanismo que
606
trabaja con todo su grueso, el pretérito no pasó.

La obra de Bachiller y Morales es un factor fundamental para comprender


cómo en el siglo XIX la preservación de la memoria cultural había alcanzado
una notable intensidad. En verdad, no es el primer estudioso cubano en
abordar en un sentido u otro la historia y la cultura de la isla: lo habían
precedido diversos autores criollos, incluso desde el mismo siglo XVIII —
piénsese, entre otros, en Morell de Santa Cruz, Arrate, Pezuela, Antonio
José Valdés, Del Monte, Echevarría—. Pero Bachiller es un autor capital en
cuanto al rescate de la memoria cultural de la nación, tanto por su
minuciosidad —de aquí, por ejemplo, su afán de historias la introducción de
607
la imprenta—, como por su aliento investigativo mayor, marcada por una
perspectiva especialmente cultural de la historia insular.

Otro detalle significativo es su insistencia en que su revisión del pasado de


la cultura nacional está dirigido al futuro « […] para que sepa la juventud a
608
quién debe parte de su ilustración y su progreso intelectual». Parece un
eco inconsciente de la esperanza de Félix Varela en una generación
venidera. Con toda evidencia, Bachiller está defendiendo la continuidad de
la memoria específicamente cultural. Es ese punto de vista eslo que le
permite afirmar lo siguiente:

No se podrá hablar de la historia de Cuba sin que se citen trabajos de


la Sociedad de Amigos del País, desde sus primeros días; indicio de la
aplicación de las épocas que no están destinadas a graduar solo el celo
patriótico de sus individuos, que también son monumentos literarios
que sabrá apreciar la generación futura, cuando el hervor de las
609
pasiones y la contradicción de los intereses hayan desaparecido.

Este interés enfático en establecer nexos entre la historia general del país y
una institución cultural como la Sociedad Económica de Amigos del País,
es un signo importante de su perspectiva cultural de la investigación
histórica en el país. Fue el suyo un propósito de tesorero y custodio de la
cultura patria, y así lo declara en más de una ocasión: «El autor de este
610
escrito ha procurado conservar las tradiciones de Cuba […]».

Un timbre nuevo se percibe en sus obras. A diferencia del esquematismo


discriminador de Saco y Del Monte, Bachiller no pretende excluir los
ancestros indígenas, sino que, por el contrario, trata de hallar modo de
integrarlos con la cultura del siglo XIX, posiblemente porque gravita sobre él
una perspectiva romántica más destilada y preocupada por el folclor; de
aquí deriva, desde luego, su interés, inconcebible para la perspectiva
neoclásica, por la poesía popular campesina en la isla. De este modio, al
examinar los hábitos danzarios de la sociedad cubana, subraya que «En
Cuba fueron una mezcla de los aires nacionales y de las reminiscencias
611
indígenas», e incluso llega a formularse esta pregunta: “Las
modificaciones que advertimos en la danza cubana actual ¿tendrán ese
612
origen que la distingue de todos los bailes europeos?”.

Bachiller evidencia en otros textos suyos una perspectiva de esencia


613
antropológica. Incluso, lejos ya de la postura a ultranza discriminatoria de
Saco, llega a considerar teorías sobre una supuesta presencia africana en
614
Cuba antes de la llegada de los españoles. Su enfoque es de una
cientificidad que se aparta de la de Saco, concentrado en estadísticas
demográficas y económicas. Bachiller por momentos se caracteriza por un
tono más etnográfico y moderno, sobre todo al examinar las tradiciones
615
culturales de los amerindios en el Caribe, sobre todo en cuanto a la
cuestión capital de los hábitos culturales, traídos a colación por él en varios
momentos de su obra:

Si se examinala situación de las Antillas, parece indicarse que su


población, si no ha sido anterior a la formación de las islas del
archipiélago de ellas y del mar Caribe, vino por la parte del continente
meridional en que existían numerosos caribes, e indios semejantes a
los que hallaron en estas islas los conquistadores españoles: todos
616
unos, como dijeron al verlos y con idénticas costumbres.

Es necesario subrayar otro componente de substancial notoriedad en la obra


de este extraordinario ensayista. Nos referimos a sus estudios sobre los
afrodescendientes en Cuba, publicados primero, entre 1872 y 1874 en los
periódicos neoyorquinos El Mundo Nuevo y América Ilustrada, y luego
nucleados en su libro Los negros, publicado con una introducción en que el
617
autor, triunfante, subraya que ya ha sido abolida la esclavitud en Cuba.
Este investigador hereda la perspectiva general de la primera mitad del siglo
XIX en cuanto a la esclavitud y los afrodescendientes, pero no de una manera

mimética, sino que se producen algunos cambios substanciales de


perspectiva.

Con Bachiller y Morales se produjo un cierto viraje epistemológico en la


meditación sobre la cultura insular, el cual determina que sus estudios
resulten, en más de una arista, distintos de los de Saco. Claro está que,
ubicado varias décadas mas adentro del siglo, Bachiller pudo ponderar con
mayor acierto que el bayamés algunos de los componentes histórico-
políticos del tema y con otra óptica:
[…] aunque los hacendados y esclavistas se hicieron anexistas, el
partido liberal que siendo enemigo de la trata, y aun de los esclavistas,
había iniciado el movimiento anexista desde 1847, no varió de
creencias en la cuestión social, sería un error creer que todos los
618
anexistas eran esclavistas.

Bachiller se asomó incluso a lo que hoy denominaríamos campaña de


opinión desplegada por los esclavistas como instrumento de inficionarcon
su discurso la mentalidad de las sociedades donde se aspiraba a mantener la
esclavitud. Así, se permite analizar en detalletales dispositivos de
deformación axiológica de la cultura en el caso de Norteamérica y los
estados que habían ido a la guerra de secesión del sur en la década del
sesenta:

[…] los sostenedores de la esclavitud en el sur se habían formado una


teoría anticristiana sobre esa institución que lejos de considerarla
como una cosa poco recomendable, repugnante a la moral y el
derecho, era una base indispensable de la libertad de los blancos y de
la democracia. En un país de eterna publicidad y de práctica discusión
libre, se publicaron libros, folletos y papeles volantes que pueden
componer una cumplida biblioteca. Los esclavistas tuvieron
ingeniosos sostenedores que apuraron los sofismas de la perpetuidad
de la esclavitud. Publicóse en forma popular un libro, o folletoque se
tituló Sugenation (Nueva York, 1864) que abrazaba una teoría sobre
la normal relación de las razas. La palabra subgenación […] indicaba
la idea de una raza creada bajo otra, o inferior a otra en su relación
619
normal.

Bachiller se detiene en las manipulaciones de la propaganda esclavista en


Estados Unidos, porque la equipara con lo que ocurre en el mismo sentido
en Cuba. Es este ensayista el que llama la atención sobre una estrategia de
influjo sobre la opinión pública —por tanto, también sobre la cultura— en
el sentido de considerar la esclavitud no solo como inamovible, sino
también como un componente estable y consolidado de la idiosincrasia
cubana. Véanse estos comentarios:

La propaganda esclavista en Cuba como en los Estados Unidos había


variado de sistema halagándose con perpetuarla por crecimiento, y
con eso intentaban conservar la cosa o institución con variar de
nombre. Allá como aquí era un error llamar esclavos a negros que
solían alcanzar una felicidad material superior a la de los obreros de
Europa: este era el tema, si bien mientras aquí en la república hasta
había obispos que eran criadores de esclavos, como Polk, hermano
de uno de los presidentes, no había en Cuba ningún hombre que
valiera en la opinión que no considerara transitoria la esclavitud, bien
porque la ley española les ofrecía medios de liberación a los siervos
que les negaban los extranjeros, bien porque la emancipación
gradual, pacífica y sin violencias económicas, era una ley de la
situación moral so pena de ser más esclavos los dueños que sus
620
siervos en no muy lejana época.

Bachiller, como se señaló anteriormente, había escrito estos trabajos en los


primeros años de la década del setenta, y vuelve a publicarlos como libro, al
parecer, hacia 1887. ¿Por qué esta edición como libro, si ya no existe
esclavitud en Cuba? Ante todo, debe pensarse en que le interesa ante todo
combatir la mentalidad cultural discriminatoria que los años de esclavitud
y, en particular, el período de dominio de los terratenientes que la
practicaban, había formado en la sociedad cubana. Con sutileza, hace
notar que la discriminación ha sido formada en época más reciente de lo
que la propaganda esclavista había afirmado cuando subrayaba que siempre
había habido esclavización de las razas inferiores por las superiores. Véase
su postura en el siguiente pasaje, en que desarrolla una brillante estrategia
de apelación a la memoria cultural:

En España y Portugal, el hombre libre de color gozaba de todos los


derechos civiles concedidos a los plebeyos o al bajo pueblo: en las
colonias españolas fue más restringida esa igualdad desde principio
del siglo XIX cuando se prohibió casarse a los blancos con los negros
en 1801 sin licencia del Capitán General […] En Portugal la
distinción entre las razas siendo libres ha sufrido menos profunda
división: los viajes del conde de Castelnou nos ofrecen pruebas de
numerosos empleados de color en altos destinos. Allí ha dejado, hablo
de lo que fue colonia y es hoy poderoso imperio del Brasil, menos
621
preocupaciones que combatir.

Menos preocupaciones que combatir: es este el móvil de la publicación de


Los negros. Se trata obviamente de lacras discriminatorias que son
resultado no solo de la esclavitud en sí misma, sino de la construcción y
difusión de un discurso racial que fungió primero como justificación
ideológica de la esclavitud y, abolida esta, desempeñó después la función de
debilitar, introduciendo divisiones, a las clases más humildes de la
población. Tales preocupaciones que combatir constituían, como intuye
Bachiller, un lastre que la cultura cubana arrastraría en lo adelante. Él
mismo lo dice: «al abolirse ha debido ser más tenaz la resistencia de los
622
intereses creados». En verdad, esta lucidez de Bachiller es impactante.

Al mismo tiempo, Bachiller da cuenta en este libro tan intencionado —tal


vez por vez primera con esta solidez de juicio que la investigación
sistemática le permite— acerca de diversas manera por las que los
afrodescendientes estaban convirtiéndose, a pesar de la esclavitud y la
discriminación, en actores también de la cultura insular. De aquí la segunda
parte del libro, con su inteligente, e incluso humorística pintura, en la que se
hace un recorrido sucinto por los cabildos, los ñáñigos y otros elementos
afrocubanos. Véase por ejemplo este pasaje con que remata su presentación
de las festividades de cabildos en La Habana: «La mayor parte de las casas
de La Habana se quedaban sin servidumbre y sus habitantes se resignaban,
como en los tiempos de Roma antigua, a ser sus propios servidores un día
623
del año».

Cuando se ocupa de analizar los ñáñigos, consigna un factor que indica


claramente el proceso de transculturación a que se referirá más adelante
Fernando Ortiz. Dice Bachiller:

Los Ñáñigos no fueron conocidos de nuestros padres: fue una


creación moderna, posterior al gobierno del General Vives, desde
cuya fecha se fueron tolerando los tangos de negros criollos, con
intermitencia; pero difícilmente se encontrará esa palabra en nuestras
624
crónicas de ayer. No todo era africano en el particular.

En otro momento, había escrito una frase capital sobre los ñáñigos, la cual
resulta síntoma del devenir profundo de la cultura insular: «En su último
625
período hubo algún blanco que los dirigiera». Bachiller y Morales dio el
primer paso hacia una comprensión del inextricable mestizaje cultural que
estaba gestándose en Cuba. Su interés científico por los amerindios y los
africanos lo conduce por ese cauce, y le abre el camino a Fernando Ortiz.

Con Bachiller, pero en otro sentido, también el talentoso y malogrado


Aurelio Mitjans habría de sumarse al empeño de robustecer la memoria
cultural de la nación. Mitjans se concentra también en la caracterización del
desarrollo cultural de la nación, con un énfasis consciente y ponderativo en
la formación de una conciencia intelectual cubana, como se evidencia en el
inicio mismo de su Estudio sobre el movimiento científico y literario en
Cuba:

Tratándose de una sociedad naciente como la nuestra, hemos creído


necesario reseñar la historia y los progresos de la enseñanza, para
describir los orígenes del movimiento intelectual; por eso colocamos
al frente de la primera época y de cada uno de los períodos en que
dividimos la segunda, un cuadro de la instrucción y de sus adelantos
626
en sus diferentes esferas.

Mitjans sobre todo valoró la literatura como memoria creadora, testimonio


de una evolución. La frase «sociedad naciente» sugiere sobre todo ese
futuro al cual se destina todo el intensificado esfuerzo del siglo XIX por
consignar los rasgos de un crecimiento nacional cada vez más poderoso y,
por lo mismo, proclive a un cambio tangible en la isla. El énfasis dado así a
la memoria cultural significaba un indudable progreso en el pensamiento
cubano de la época. Era parcial en sus fines, sin embargo, pues todavía
excluía —por deliberación, pero también por ignorancia— toda
consideración de los componentes afrocubanos, los cuales, empero, iba
marcando cada vez más la fisonomía cultural de la isla.

La reflexión sobre la memoria cultural —tanto informativa como creativa—


pone de manifiesto también una progresión ascendente del pensamiento
cultural cubano, el cual se pone cada vez más en función de preparar una
transformación de la sociedad insular. Martí habría de valorar con
entusiasmo y recoger los frutos de la ingente labor de Bachiller y Morales,
quien marca, con Mitjans y otros intelectuales del siglo, el inicio de una
conciencia memoriosa —para decirlo con la aguda expresión de Jorge Luis
Borges— de la nación. Y esa perspectiva habría de ser uno de los grandes
legados para las generaciones venideras.
La reflexión sobre y desde el cubano afrodescendiente: la
transmutación de la esclavitud en discriminación

Ni siquiera la asfixiante discriminación racial dominante en el siglo XIX


impedir que hubiese también una perspectiva afrodescendiente sobre el
difícil tema de la cultura. Para empezar, hubo entre ellos, desde luego,
personas que aspiraran, incluso contra viento y marea, por acceder al
discurso cultural de los hispano-descendientes. Francisco Calcagno, por
ejemplo, en Poetas de color, de 1887, hablaba de

José del Carmen Díaz, moreno esclavo, natural de Güines, a quien


también las musas se empeñaron en… perseguir, porque en ciertas
situaciones el genio es más bien una calamidad, que un don celestial.
Se nos asegura que, por orden de la autoridad, fue preso y luego
enviado al campo porque leía periódicos y los repetía a sus
compañeros. ¡Insensato! quería que disfrutaran algo del pan
intelectual, los que eran sus hermanos en la religión de Cristo, y en
esa otra religión de las lágrimas y los dolores! ¿Podría darse mayor
delito en esta época? Doliente víctima de una de las más grandes
enfermedades de la humanidad moderna, debía hacerse odioso a las
autoridades y a las corporaciones oficiales por su genio creciente y su
627
amor a la verdad.

Como se ve, Calcagno tiene conciencia cabal de que la privación de acceso


a la cultura de los hispano-descendientes es un arma de represión ejercida
por el poder colonial y sus variados cómplices —incluso criollos, y en
particular dueños de haciendas—. Al mismo tiempo, en este caso de José
del Carmen Díaz vuelve a ser objeto de un gesto a la vez de humanidad,
pero también de desafío, de un grupo de hombres entre los cuales se
identifican nombres de intelectuales cubanos de relieve, se reunió el dinero
para pagar la libertad de este esclavo: fueron el propio Calcagno, Nicolás
Azcárate, Domingo Figarola Caneda, Andrés Mazón, Saturnino Martínez,
Juan Gualberto Gómez, Justo Cárdenas, Gabriel Zéndegui, W. Sotolongo,
José A. Cortina y Ramón Vélez.

De modo que la cuestión no se reduce, como parecen considerar algunos, a


que los esclavos hayan aportado a la sociedad criolla una cultura inmaterial
de la que eran portadores. También hay que reconocer la existencia de un
grupo de afrodescendientes que a lo largo de la centuria lucharon
conscientemente por intervenir en ese diálogo esencial que es la cultura en
cualquier país. Por eso era esperable y necesario que también se levantara,
de un modo u otro, una determinada reflexión de los afrodescendientes en
cuanto al tema de la cultura insular.

El destacado patriota y periodista Juan Gualberto Gómez, interesado de


manera central en la cuestión política del país, no pudo, sin embargo,
evadirse de ejes principales de la vida cultural. En 1893, por ejemplo, en su
artículo «Reflexión política», abordaba un asunto candente: la pertinencia
de constituir o no un partido político que integrase a los afrodescendientes,
tema que algunos habían asumido como un síntoma de una inminente
«guerra de razas» en Cuba. Esa actitud fue analizada por Gómez de una
manera que trasunta inevitablemente un punto de vista tanto político como
cultural:

El razonamiento empleado para justificar esas suposiciones, entra en


la categoría de los simples. «Se llama —se decía— a la raza de color,
para que se agrupe separadamente alrededor de un programa: luego,
en vez de unir, se separa; y al separar aquí las razas se las lleva a la
guerra de unas contra otras».

Pero ese argumento simple pecaba por la base. No se llamaba un


elemento ya unido a otro para constituirlo separadamente; sino que a
un elemento ya separado desde hace siglos, y que era el que más
sufría por esa separación, se le decía: «Vamos a trabajar por que
desaparezcan los obstáculos que se oponen a la unión, y a robustecer
nuestras aspiraciones con la mayor suma posible de concursos, para
628
que reine la igualdad, y sobre ella se cimente la concordia».

De manera que el siglo cierra con una reflexión teórica que aspira a superar
el cepo en que la mirada sobre nuestra cultura había sido entrampada desde
su despliegue a comienzos de la centuria. José Antonio Saco expresó un
modo de considerar el proceso cultural insular, que lo fragmentaba en un
intento desesperado —y a la larga suicida— de ignorar sobre qué hombros
se había colgado el grueso de una economía deformada.

Era por completo inevitable que apareciese una manera diferente de encarar
el problema de la cultura nacional y, de hecho, de la estructuración de la
sociedad políticamente independiente a la que se había venido aspirando.
Juan Gualberto Gómez afirmó con la entereza y convicción de quien tiene
no solo una sólida convicción, sino sobre todo una autoridad moral:

Desde el instante en que en la esfera pública y social no existan


diferencias entre blancos y negros; desde el momento en que ciertas
aspiraciones no sean especiales y privativas de los individuos de una
sola raza, no habrá agrupación de raza posible, y el hombre de raza
dejará de existir para dar nacimiento al hombre, sin adjetivo. En esa
hora suprema, el más grave de los problemas cubanos se habrá resulto
satisfactoriamente, y en vez de un país como el que tenemos
actualmente, en el que se venía prescindiendo del concurso de la
tercera parte de los habitantes, por ser estos de raza negra, tendremos
un país en el que todos los individuos gozarán de la parte de
influencia que les corresponde, y en el que los individuos se
agruparán por razón de sus ideas, de sus intereses, de sus tendencias,
629
de sus necesidades y sus aspiraciones.

Más culto, más interesado en lo específico de la cultura nacional —en


particular su proceso de desarrollo literario y artístico—, Martín Morúa
Delgado representa un ángulo en cierto sentido más agudo de la
perspectiva, pero que ha venido quedando relegada en las cinco últimas
décadas, por estrechez de miras y lamentables prejuicios de diverso orden,
de modo que este intelectual de indudable talla resulta en el momento actual
(2013) alguien desconocido, en el marco de los estudios de la literatura
nacional.

Luego de la publicación de sus obras completas en el año 1957 —en


ocasión del centenario de su nacimiento—, una especie de losa de silencio
ha caído sobre una de las más notables figuras de la isla.

Influido, en alguna medida, por un contexto epocal en que, a impulsos del


positivismo filosófico, se concedía una enorme —y a veces excesiva—
importancia al condicionamiento de la obra de arte por su delimitación
epocal, lector acucioso de la novela naturalista francesa, Morúa escribió en
1891 que la novela cubana « […] ha de ser una preciosa miniatura de la
630
vida real», y por lo mismo el género resulta una expresión de cada cultura
631
en que se manifiesta.
Mientras escribe una de las valoraciones más perspicaces del siglo XIX sobre
Cecilia Valdés, Morúa traza un apasionado panorama sobre los problemas
de la cultura en su patria:

La vida colonial que desde su nacimiento arrastra nuestro pueblo, no


ha obsedido su instinto de grandeza. Los sufrimientos de la
servidumbre, con ser innúmeros aquellos, con ser esta inhumana, no
han podido avasallar el genio natural del pueblo, y la cumplirá hoy, no
hay que dudarlo; ni merece asombro la precisión con que realice
luego su encomienda. Y si, hasta ahora, el envanecimiento de una
parte de nuestra sociedad con las pingües rentas de su hacienda, no le
había permitido más que holgar hasta agotar las riquezas heredadas
que aun conservaban las manchas que en ella dejara la sangre del
hombre-cosa, del mueble animado, del esclavo material; si otra parte
tuvo tan solo limitados espacios en que con cierto desahogo podía
desplegar las alas de su imaginación poética y ejercitar las
investigaciones de sus discernimientos científicos; si solo la medicina,
por la seguridad personal que en su ejercicio ha brindado siempre al
individuo, y el vasto campo ilustrativo que ha ofrecido y ofrece al
profesante, conjuntamente con el foro legal —por su índole
conservadora y productiva— han ofrecido lucro a sus afanes, y, con
especialidad el foro, una vez que la jurisprudencia ha dado en Cuba y
da plata y brete a la clase profesional y laboriosa, y a la comunidad en
general, respectivamente; si hasta el presente se ha escrito por puro
placer —en lo que al género literario concierne— en nuestro país, y si
todavía el alto vuelo de la literatura se siente reprimido por el
exclusivismo de clase, el espíritu de compadrazgo político, y el
egoísmo de un número de ineptos refractarios que se estiman árbitros
de la inteligencia y el saber en esta tierra, adormeciendo aspiraciones
nobles y extinguiendo acaso genios, por el abandono deliberado en
que se les tiene y el ningún estímulo que se les ofrece, —por encima
de todos y sobreponiéndose a todo, descuella una falange vigorosa
que ha hecho firme alianza con las necesidades del país para combatir
su decaimiento, y se propone decididamente servir los intereses del
632
progreso universal.

Pocas veces en el siglo se realizó un análisis tan sintético y a la vez tan


preciso sobre el drama de la cultura cubana. Este pasaje —cuya calidad de
prosa es una muestra de la estatura de su autor— no solo constituye un
diagnóstico esencial de la cultura cubana del siglo XIX, sino que habría de
seguir siendo válido para etapas venideras en la centuria siguiente.

Sus estudios literarios no descuidaron la relación inevitable entre narración


y cultura. De aquí su insistencia en que la novela histórica no está al
633
alcance de escritores «de escasa o descuidada cultura».

Morúa escribe una de las más inteligentes críticas que se hayan realizado
hasta hoy sobre la obra de Cirilo Villaverde; al hacerlo, analiza también la
estructura psicosocial y clasista del trabajo en Cuba que había sido
caracterizada críticamente por José Antonio Saco. Su valoración resulta
más penetrante que la de su precursor, como puede verse en el pasaje
siguiente:

pues bien se sabe que las artes mecánicas y los oficios, rudimentarios
por demás, con que entonces contaba la isla, estaban en manos de
negros y mulatos ingenuos y libertos, quienes además figuraban en
muchas industrias menores, y aun comenzaban a representar, bien que
en ligera escala, en las esferas oficiales y en la milicia, y a los cuales
la sociedad esclavista estimaba como seres inferiores, nacidos para el
trabajo material, opinión que harto elocuentemente iban desmintiendo
los continuados hechos que se sucedían a la vista de todos; porque
adormecidos en el error creado por la soberbia colonial, no pensaron
aquellos jerarcas en que así podían los desheredados sociales
convertirse en la única clase poderosa, siendo como eran el único
elemento productor.

Y a partir de tal comprensión de la sociedad colonial, Morúa concluye que


la perspectiva de Cirilo Villaverde en sus narraciones resulta no solo
limitada, sino tergiversadora de la realidad insular de su tiempo, tanto por
su manera deformada de representar las estructuras y la dinámica social,
como en particular por el modo de visualizar la situación de los
afrodescendientes y por la perspectiva explícitamente racista que por
momentos revela, como en este pasaje citado por Morúa: «Semejante
espectáculo [Morúa aclara que Villaverde se refiere al de la horca que se
aplicaba entonces] no debía presentarse en La Habana con una muer blanca,
634
por vulgar que ella fuese u horrible su delito». El racismo evidente en ese
texto de Villaverde impulsa al crítico a señalar con gallardía:

¿Qué moralidad intenta establecer el Sr. Villaverde con sentencia tan


desmoralizadora? ¿Dónde está la justicia de este juicio? ¿Para quién
escribe? ¿Qué pretende establecer o consolidar el autor? Si esto
mismo lo hubiera dicho un personaje con el cual quisiera el novelista
simbolizar la podredumbre social de la época que describe, habría
sido distinto; porque es innegable que entonces abundaba —como aun
existen— algunas gentes de criterio estrecho y torcido razonamiento,
que interpretaban la ley según la condición acreditada al individuo;
pero el autor no quiere dejar tan demoledora conclusión al
impersonalismo de un ente imaginario, y por sí propio se encarga de
exponer una doctrina tanto más perniciosa cuanto que la confirma
desde el extranjero, después de residir treinta y tres años en una esfera
libre y tras de haber padecido en su país los rigores de una institución
avasalladora y de la cual huyó con peligro de la vida, evadiéndose de
635
la prisión a que fuera reducido.

La crítica de Morúa es de una notable inteligencia y penetra, más allá de la


cuestión estricta del texto literario, en la perspectiva cultural con que ha
sido elaborado, por eso dice en otro pasaje: «En toda la obra se nota el
censurable y deliberado empeño de justificar las líneas divisorias trazadas y
636
conservadas por el exclusivismo colonial». Es esta una de las
valoraciones más penetrantes que se hayan podido escribir en la época no
ya sobre la gran novela de Villaverde, sino también sobre toda la literatura
del siglo. De aquí la penetración con que Morúa devela que la relación entre
Cecilia Valdés y Leonardo Gamboa está diseñada no como una pasión
amorosa, sino como un vínculo «[…] entre una persona que aspira a
enaltecerse y otra que, acostumbrada al frauden en todas sus
manifestaciones, no repara en utilizarlo para satisfacer un deseo, sin
preocuparse por el descenso que opera en la escala reconocida, siquiera sea
637
la dicha escala de ilusoria y convencional consistencia».

Y no se trata solo de que Morúa tenga una perspectiva abstracta o teórica de


la cultura insular, sino de que el juicio sobre el texto artístico le permite
acceder al terreno donde se traslapan política y atmósfera cultural. Su
valoración sobre el poeta Plácido, de 1880, da pie de inmediato a una
638
reflexión sobre «los derechos y la consideración social» que merecen los
afrodescendientes en Cuba, así como en otro trabajo establece una
inteligente vinculación entre la política de discriminación racial y las
divisiones sociales.
Es relevante también la importancia de su carta al director del periódico
Plácido, en la cual se percibe la idea de que la autoestimación cultural es
imprescindible para una sociedad cubana plena. En ella aborda el
segregacionismo que, de manera consciente o inconsciente, se estaba
subrayando en el país, hasta el punto de hablarse de «periódicos para raza
de color», «escuelas para la clase de color», «bailas de personas de color», e
insistir en su promoción, incluso mediante la recaudación de fondos. La
reflexión de Morúa es bien honda:

veo en un no lejano horizonte la generación que verá al hombre negro


y al hombre blanco con el mismo espíritu que hoy vemos un traje
negro y uno blanco […] Acostumbrado el negro a considerarse
hombre en la verdadera acepción de la palabra, su propia convicción
le hará respetable: si con eso «nuestra raza» se siguiera mendigando
uno y otro día para escuelas, sociedades y hasta para festividades, se
logrará tan solo consolidar una raza de siervos, sin conciencia de su
ser ni aptitudes para ejercer sus derechos. Créame Ud., amigo mío; el
negro es despreciado y si empieza por despreciarse a sí propio, qué
opinión puedo yo tener de un hombre que de rodillas me suplica que
lo respete y le considere como hermano… Esto no quiere decir que
para no caer de bruces hay que poner cara feroz, o unas palabras
descompuestas, ni escupir por el colmillo, no, señor; hay que ser
cortés sin ser servil, ser digno sin ser soberbio, ser sencillo y no fatuo
pedante […]: en fin, hay que ser hombre; a eso tiendo yo, a eso invito
a mis amigos de Cuba, porque cuando, salvadas todas esas barreras
levantadas por la ignorancia de siempre, nos unamos todos […] como
hermanos, habrá empezado para nuestra patria la época más grande
que en sus inmensos anales registrarán los pueblos de la tierra: la
639
época de la verdadera libertad.
Pues es en la patria en lo que piensa Morúa, enemigo constante de el hábito
640
colonial de subrayar «un carácter odioso de razas». Su visión de una
cultura orgánica está ajena a esto, por eso dice, en un momento dado, que
«hablé lo mismo con negros que con blancos para la fundación de un
641
periódico cubano». Es esa su máxima aspiración para la isla. Por eso dirá
en otro documento sobre su postura de oposición —que le fue muy criticada
e incluso se consideró como una agresión suya a Juan Gualberto Gómez,
que en ese momento pareció favorecer el proyecto— al intento de crear un
partido político de afrodescendientes:

En tiempo de la esclavitud era necesario hablar de negros y de


blancos, porque solo aquellos eran esclavos y se pedía su libertad; ya
hoy son todos iguales, ¿a qué defenderlos como negros? Pues he ahí
lo que ha constituido y constituye mi delito, defender al negro
confundiéndolo con el blanco para que al fin sean todos lo que deben
642
ser: ciudadanos de un pueblo libre.

Parece oírse un timbre antecesor del Nicolás Guillén que, en el prólogo a


Sóngoro Cosongo, habló del color cubano como una aspiración y una meta
para la cultura nacional. Junto con esta posición de inteligencia y
comprensión, sin embargo, hay que decir que Morúa no alcanzó a percibir
la importancia del aporte cultural de los afrodescendientes al tronco general
de la cultura cubana. No era posible: sin una constitución cabal de la
investigación de la cultura nacional desde sus más hondas raíces, no era
dable otra postura. Antonio Bachiler y Morales había dado pasos
fundacionales de importancia, pero habría que esperar a Fernando Ortiz
para que se desarrolle una cabal perspicacia de la transculturación como
esencia de la sociedad insular.
A partir de tales coordenadas temáticas, el pensamiento cubano abordó el
problema de la cultura en un pueblo empeñado en lograr a la vez su
independencia política y su dignidad como nación.

Toda la centuria aparece jalonada por consideraciones acerca de la cultura


insular. Pues no solo en los tres primeros cuartos de siglo esta constituyó un
tema de interés. Un prototipo meridiano de ese interés sostenido puede
hallarse en las crónicas periodísticas de Julián del Casal. Su estilo literario,
cofundador del Modernismo hispanoamericano, corría parejo con su interés
por impulsar la modernidad en la cultura de la América hispánica.

En verdad, esta época —al menos en la cultura occidental— resonaba con


nombres de viajeros semilegendarios, cuyas peripecias habían sino
ampliamente documentadas en la ya ingente prensa del siglo XIX: las
hazañas de Livingstone, Nansen, Abruzzi, Serpa Pinto, Marchand se
mezclaban con las aventuras narrativas pergeñadas por Julio Verne, y era
difícil establecer quiénes habían emprendido aventuras más fabulosas, si los
héroes de la realidad o los de la novela. La escuela en Occidente, en la que
se producía entonces una transformación gradual —de planes de estudio, de
métodos de trabajo, de relaciones con la sociedad, lo que conduciría a un
gradual alejamiento de los patrones tradicionalistas que habían dominado
esa institución durante toda la centuria—, deja de ser el polo opositor del
viaje, para convertirse en su base y punto de partida, así como en une eje de
la llamada alta cultura. Julián del Casal está al tanto de todo esto, y escribe
en una crónica de 1889:

Uno de los rasgos característicos del hombre moderno es la pasión


por los viajes. Todos sentimos, en nuestros espíritus intranquilos,
donde reina el hastío y llama la desesperación, el deseo atormentado,
casi enfermizo, de surcar los mares, para librarnos, por algún tiempo,
del yugo de los deberes y de las fatigas del trabajo, sintiendo
643
impresiones nuevas y placeres desconocidos.

Es un tópico sobre el que volverá el poeta en sus crónicas, en la que hablará


también, al referirse a uno de sus bocetos de personalidades, de «su
644
vastísima cultura, solidificada por sus frecuentes viajes». El punto de
vista casaliano, precisamente por su vinculación con la difícil y lenta
entrada de Hispanoamérica en la Modernidad, le permite avizorar factores
nuevos, como la penetración cultural norteamericana y el mimetismo
645
desatado en las clases privilegiadas en La Habana.

Todavía en la actualidad (2013) parece resultar difícil percatarse de la


importancia de la meditación sobre la cultura en el discurso cubano del
siglo XIX. Esta situación se produce, en nuestro criterio, debido a dos causas
esenciales. La primera de ellas se relaciona con la complejidad misma de la
nación cubana durante la centuria, que dio lugar a la necesidad de atender
nada menos que a cinco campos nocionales específicos. Los intelectuales
cubanos se enfrentaron a un panorama inextricable, de modo que hubo que
esperar al pensamiento de José Martí para alcanzar un nivel de organicidad
cabal, por cierto que alcanzado desde un punto de mira diferente al del
positivismo dominante en Europa y en América, en particular en el ámbito
de las humanidades y sobre todo de la sociología, cuya consolidación estaba
ligada en lo esencial al predominio de esta corriente filosófica. El énfasis
ético, por lo demás, domina todo el mejor pensamiento cultural del siglo, y
abarca desde el énfasis ético-religioso de Varela, hasta el americanismo
militante del Apóstol.

La segunda causa de la relativamente escasa atención al pensamiento


cultural de aquella centuria posiblemente sea tanto o más determinante que
la primera:depende sobre tododel hecho de que una perspectiva
culturológica moderna apenas ha comenzado a desarrollarse en Cuba desde
646
hace un par de décadas, luego del extraordinario impulso fundacional
entrañado por la obra magna de Fernando Ortiz, cuyo legado empieza a
recibir una diseminación más efectiva a partir de los esfuerzos múltiples
tanto de la Fundación Fernando Ortiz como de la homónima Casa de
Estudios de la Universidad de La Habana. Hay que señalar también la
influencia innegable de la labor y las publicaciones del Centro Cultural
Criterios.

Hay que tener en cuenta que incluso enfoques de amplio prestigio —más
allá de ciertas limitaciones— como los de los estudios culturales
latinoamericanos —para no hablar de los Cultural Studies del mundo
angloparlante— y los de métodos como la historia de vida o la historia oral,
han sido apenas empleados por los investigadores sociales en el país, y aun
menos publicados sus resultados.

La diferencia —superficial en última instancia— entre el vocabulario del


discurso cubano del siglo XIX y el aparato categorial de los estudios sobre la
cultura, constituye un obstáculo menor, que puede ser salvado con relativa
flexibilidad, si se percibe que una serie de términos decimonónicos —usos,
costumbres, moral social y otros— entroncan, aun sin pretender, desde
luego, una equivalencia cabal, con una serie de categorías contemporáneas.

Por último, hay que subrayar que las ideas sobre la cultura gestadas en el
siglo XIX, y en particular las de los pensadores que serán examinados en los
capítulos siguientes, marcan no solo la fisonomía intelectual de una época,
sino que han sido estímulo para la reflexión cultural que, con Fernando
Ortiz a la cabeza, ha venido iluminando nuestra comprensión de la patria
cubana.
Lectura, cultura, tecnología y desarrollo cognitivo

La lucha contra el analfabetismo ha sido, durante todo el siglo XX, de una


intensidad acorde, sin duda, con el dramático contraste entre enormes masas
iletradas y una cultura cada día más centrada en la formación que, cuando
menos, podría calificarse de escolarizada. Como es bien sabido, uno de los
parámetros para considerar a una nación como «desarrollada» o
«subdesarrollada» es, precisamente, la capacidad de su población de
enfrentar, masivamente, la palabra escrita.
Todo ello condujo incluso, en algunos países privilegiados, desde el siglo
XIX a una atención concentrada de gobiernos e instituciones diversas sobre

la solución del analfabetismo. La capacidad de lectura apareció como el


rostro más directo y palpable de la cultura y el progreso.
A inicios del nuevo milenio, el problema del analfabetismo sigue siendo
una mordiente para muchos países, en incluso para regiones fundamentales
como América Latina, África y Asia. Pero, además, habría que confesarse
que, en algunos países de los llamados —con cierto apresuramiento—
«desarrollados», lo cierto es que la capacidad de construir significados a
partir de una sucesión de letras o grafemas, constituye una habilidad que no
garantiza, por sí misma, el acceso a la cultura. Muchos son los componentes
que permiten hoy afirmar algo tan estremecedor.

Y es que, en efecto, el analfabetismo no se reduce a la habilidad de


enfrentar la lengua escrita, sino que tiene en sí —se puede decir que como
ocurre con la cultura misma— una serie de estratos que se traslapan y
combinan de manera singularmente compleja.
Pues la noción, elemental por sí misma, de que el significado de que es
portadora la palabra escrita cabe con llaneza en las acorraladas páginas de
un diccionario, es de una ingenuidad que, por las consecuencias que ha
tenido para las políticas educacionales y, por lo demás, para la conciencia
cultural de la sociedad en el tránsito del siglo XIX al XX, no puede calificarse
sino como aterradora.

De aquí que pueda hablarse, al menos, de dos clases fundamentales de


analfabetismo: el primero, el que ha sido objeto directo de grandes
campañas sociopolíticas y culturales en todo el planeta, puede denominarse
como «analfabetismo lingüístico», pues, ciertamente, sin un desarrollo de la
habilidad elemental de comprender para qué sirve y cómo funciona la
lengua escrita, es imposible acceder a una serie de conocimientos y, en
particular, de modos de comunicación humana. Luego, propongo que se
considere un «analfabetismo cultural», puesto que la lectura y la escritura
no se apoyan exclusivamente en el manejo de los signos gráficos o
grafemas.

Para empezar el significado que se obtiene de un texto escrito, no deriva


exclusivamente de las secuencias gráficas de un texto. Muy al contrario,
dicho significado está en dependencia directa de otros factores que tienen
una importancia fundamental. El primero de ellos es la habilidad del lector
para predecir el significado de un texto, es decir, para, aun cuando su
lectura no se haya completado, poder construir nociones generales sobre su
carga semántica. Un ser humano incapaz de predecir el significado de un
texto del que ha alcanzado al menos una percepción parcial, no es realmente
un lector. No se trata sino de una comprensión, que se produce en todos los
seres humanos con una habilidad lectora desarrollada, de que el texto, como
expresión de un significado, solamente existe en un contexto.
La cualidad obligatoria de que un texto debe tener una expresión, quiere
decir que el texto se organiza con signos, que han sido tomados de un
código específico, que puede ser gestual, cinético, postural, lingüístico,
literario, musical, cinematográfico, teatral, arquitectónico, audiovisual,
danzario, pero que también pueden ser signos, como a menudo sucede, que
pertenecen a varios códigos y se integran en una única expresión textual
para presentar un significado específico: esto es típico de las dos áreas más
refinadas y complejas de la comunicación humana: la ciencia (donde el
texto se caracteriza por tender a un énfasis en lo sistémico del código
empleado) y el arte (donde el texto procura, generalmente, destacar factores
extrasistémicos en el manejo del código por el artista).

Ahora bien, si comprender la expresión es importante para la captar la


integridad funcional de un texto, vale decir, pues, para el ejercicio de la
lectura, ello no es suficiente para garantizarla, ni, por lo demás, es
absolutamente definitoria de la lectura. Puede que un lector no haya
realizado una comprensión exhaustiva acerca de un texto dado, es decir, que
no domine toda la expresión de la que ese texto es significante, pero, si el
lector lo reconoció como texto, ello suele tener que ver con ha podido
identificar sus límites, pues, como ha apuntado el culturólogo Iuri Lotman,
un texto solo existe de manera efectiva a partir de esos límites, los cuales se
realizan solo y a partir de uno o varios contextos específicos de un texto.

Señalar que un texto, para existir, requiere tener límites, no quiere decir
meramente que un texto debe tener un marco formal para la expresión. Los
límites de un texto se realizan como una jerarquía, una estructura que puede
ser, incluso, abierta, como en el caso del arte efímero. Esa jerarquía es
portadora de un sistema de interrelaciones con diversas zonas del código o
código utilizado para expresarse, y, también, con el cuerpo general de la
cultura en la cual ese texto es producido. No existen textos de abstracción
total, ajenos a una determinación, siquiera mínima, de tiempo, espacio y
dimensión cultural humana. Por ello, percibir los límites de un texto
significa, ya, adelantar un paso en la lectura de ese texto, aunque la
comprensión de este sea incompleta.

Finalmente, un texto, además de estar dotado de expresión y límites, debe


poseer carácter estructural, lo cual quiere decir que un texto escrito no es
tan solo una sucesión de frases gráficas en el intervalo de unos límites y con
un significado determinado: tiene que haber una organización interna,
específica de ese texto —lo cual imprime un carácter individual a todo texto
—, pero, al mismo tiempo, vinculada, de un modo u otro, con cierto tipo de
textos que le son semejantes por algún rasgo —de aquí la factible ubicación
genérica de cualquier texto en un grupo textual—.

Leer un texto, en sentido cabal, entraña un proceso simultáneamente de


identificación de límites, de comprensión de expresión y de penetración en
una estructura interna. A esta noción fundamental hay que agregar otra de
no menos importancia: lo esencial de la evolución de la cultura humana,
desde sus remotos puntos de partida, ha consistido en un gradual desarrollo
de la habilidad para construir, emplear y descifrar signos. Lectura, escritura
y sociedad son una tríada inseparable ya. El impacto creciente de las
tecnologías informáticas no solo depende de la asociación de los dos
grandes sistemas sígnicos de la humanidad —los lingüísticos y los
matemáticos—, sino que cada día ha ido proponiendo nuevas modalidades
de comunicación informática, vale decir, de signos y códigos para
estructurarlos, los cuales van siendo incorporados también como temas y
aun como modos de estructuración en la literatura: una novela como El
corazón de Voltaire, del puertorriqueño Luis López Nieves, tiene como
estructura básica la del correo electrónico, de modo que por una parte se
revitaliza la muy antigua y prestigiosa epistolar, pero en su modalidad más
contemporánea y, por eso mismo, en cierto sentido inesperada. No es casual
que López Nieves organice esta narración alrededor de la figura de Voltaire,
en cuyo siglo y cultura se desarrolló con mayor fuerza la novela epistolar.

Pero la cuestión del analfabetismo no se limita a la literatura y su recepción.


Otros sectores de la cultura, como la lingüística, arrojan nueva luz sobre el
sentido sociocognitivo más profundo del analfabetismo. El filósofo,
lingüista y teórico literario Jacques Derrida, una de las figuras de mayor
relieve en el siglo XX, cuyos estudios contribuyeron no poco a la
comprensión actual de que la escritura no es —como se creyó, a partir de
Ferdinand de Saussure, y se repitió académicamente durante un siglo—
una especie de reflejo mimético del lenguaje hablado. Hoy sabemos que el
lenguaje oral tiene, en efecto, como función primaria la comunicación, y
como función secundaria la noesis, pero que la escritura es inversa: su
función primaria es el conocimiento, y la secundaria es la comunicación.
Por ello el analfabetismo —flagelo aun masivo en varias regiones del
planeta— no constituye tan solo un obstáculo para el usufructo de la
cultura, sino que, ante todo, es una limitante para el desarrollo del
pensamiento del individuo. Este hecho reinstala la problemática de la
lectura como una cuestión más que nunca crucial en la sociedad
contemporánea, pero también obliga a una perspectiva por completo
renovadora.

En efecto, quienes siguen asumiendo como lectura capital la que se realiza


sobre un texto impreso, olvidan que el libro no consiste estrictamente en su
soporte material, sino sobre todo en su contenido. Ya a fines del siglo XV,
con la aparición de la imprenta, hubo actitudes extremas que impugnaron el
entonces novísimo artilugio; las razones aducidas entonces son equivalentes
en mucho a las que se arguyen hoy contra la lectura del texto electrónico: se
decía contra el invento de Gutenberg que el libro impreso carecía de la
belleza deslumbrante del manuscrito miniado, y —mucha atención a esto—
se añadía que la lectura está «indisolublemente asociada» a un manuscrito
que había que desenrollar en sentido vertical, mientras que las operaciones
manuales con el libro gutenberiano eran, desde luego, muy distintas y
tendientes a la horizontalidad.

A diferencia de los humanistas de fines del siglo XV, los lectores de hoy —
inmensamente numerosos en comparación con los que abrieron por primera
vez la Biblia del inventor de la imprenta— contamos con la experiencia
histórica de lo ocurrido con Gutenberg en cuanto a la estrechez con que
muchos miraron un invento que habría de abrir el camino a la Modernidad.

Así como el libro esencial no murió en 1456, sino que cambió de soporte y
abrió las puertas a una nueva época de la cultura humana, en el presente el
texto electrónico, el ebook, la biblioteca digital, las tabletas y todas las
modalidades actuales y futuras del libro están lejos de destruirlo: por el
contrario, nos indican la entrada en una nueva etapa del desarrollo cultural
del hombre. Y, también, el peligro de un nuevo analfabetismo: el que
impida asomarse al nuevo texto que la revolución informática promueve.

Otro componente crucial del problema tiene que ver directamente con el
desarrollo cognitivo. Las ya no tan nuevas tecnologías de las cuales
disponemos, así como las efectivas nuevas tecnologías que en este mismo
minuto están surgiendo o están en proceso de consolidación para el futuro
inmediato o mediato están rediseñando los mecanismos de la cognición. La
cibercultura está en trance de alcanzar una absorbente globalización. Ello
está transformando los procesos de enseñanza-aprendizaje, en particular a
nivel universitario (tanto en pregrado como en posgrado).

La trascendencia de las modificaciones es tal, que la propia universidad está


transformándose en esferas muy profundas. A nivel superficial, desde
luego, las instalaciones de educación superior requieren cada vez más una
infraestructura tecnológica que permita acceder al ciberespacio desde
bibliotecas, salones de maestros e incluso las aulas. Cambian, asimismo, los
enfoques del proceso de formación universitaria: no solo el manejo
eficiente de tecnologías digitales es imprescindibles para maestros y
estudiantes, sino que también se están modificando en función de ellas los
sistemas de estudio independiente (autoformación) y de evaluación. La
creciente constitución de proyectos de estudios superiores on line se
encamina, nos guste o no, hacia una no tan lejana reformulación de las
universidades, que tal vez construyan al lado de sus a veces vetustas
(Universidad de Salamanca) o modernas (Universidad Autónoma de
México) y siempre imponentes instalaciones arquitectónicas, unos espacios
cibernéticos de muy sofisticado diseño, que, a la larga, tendrán funciones de
enorme importancia.

El cibersujeto de una universidad contemporánea o futura va adquiriendo


unos códigos y, sobre todo, unos modos de construir su propio
conocimiento, cada vez más vinculados con el mundo informático. Los
códigos cibernéticos, en cuanto reglas que rigen la construcción de
enunciados en un lenguaje cualquiera, están influyendo ya en los modelos
de operaciones cognitivas. Todo esto habrá de traducirse, a la larga (si es
que no se está produciendo ya), en un cambio en la velocidad de
construcción de conocimientos, habilidades y saberes. Se trata de un
proceso que ha convertido al ciberespacio en un espacio-tiempo
absolutamente ligado a la investigación científica, al progreso de las
ciencias y el arte, tanto para bien como para mal, del mismo modo que
todos los paradigmas cognitivos y en particular los que tienen que ver con
la educación universitaria, se han caracterizado a través de las distintas
épocas por presentar factores positivos y factores negativos. Por eso tiene
razón la Dra. Marcia Losada cuando habla en un texto aun inconcluso sobre
«un código simbólico binario con el que traduce para el otro —el usuario—
los contenidos a signo lingüístico-icónico lo que implica una nueva relación
cerebro-información para ambos, que supera la tradicional condición ser
humano propioceptor directo de mundo real». La autora mencionada alude
con a una cuestión vital. En su punto de vista, la herramienta siempre ha
modelado al hombre, desde los más remotos tiempos, vale decir, desde las
primeras actividades laborales de la humanidad. Por eso agrega:

La «herramienta» ordenador (focalizando el terreno cognitivo) ha


incidido directamente en la formación preconceptual de nociones del
individuo. El ordenador ha tenido una marcada incidencia en la
conformación del referente en los rasgos semánticos básicos para
conceptualizar la naturaleza del ser y para el conocimiento
profesional.

Si bien la máquina de escribir constituyó en su día una transformación


sustancial que incluso generó un nuevo oficio —el mecanógrafo— y
eliminó otro —el copista «de buena letra»—, ese artefacto hoy
prácticamente museable no transformó las nociones humanas de espacio-
tiempo, pero la computadora sí lo ha hecho. Incluso se puede agregar que la
expresión «realidad virtual» cada vez más nos obliga a transconceptuar la
noción misma de realidad. Pues «virtual» significa, según la Real Academia
Española, lo siguiente: «Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no
lo produce de presente, frecuentemente en oposición a efectivo o real»,
mientras que según la misma autorizada institución, «real» significa «que
tiene existencia verdadera y efectiva».

Ahora bien ¿hasta qué punto toda la estructura semiocomunitiva del


ciberespacio carece de existencia verdadera y efectiva como instrumento de
conocimiento, como enciclopedia tecnológica a la manera en que Umberto
Eco definió el concepto semiológico de enciclopedia en Tratado de
semiótica general?

Otros problemas se presentan ya hoy día. La gigantez de internet ha puesto


al servicio de una apreciable parte de la humanidad una sustancial suma de
información y conocimiento. Esto mismo se ha convertido en su contrario:
internet suministra un volumen semiocomunicativo tal, que se están
apreciando ya dos consecuencias evidentes. Primero, la masa de
información y conocimientos en internet cada vez es mayor y ya resulta, por
momentos, técnicamente inabarcable por un solo ser humano: el proceso
cognitivo, por tanto, en una era de alta tecnologización, parece recurvar en
espiral a los tiempos remotos (comunidad primitiva) en que la construcción
del conocimiento era mucho más colectiva que individual. Por ejemplo,
Marcia Losada consigna:

Se estudia una nueva condición psíquico-neurológica denominada


como IOS Síndrome de Sobrecarga Informativa (Information
Overload Syndrome) que establece que el cerebro de un ser humano
común y corriente puede retener una inmensa cantidad de
información. Sin embargo es notable que sobre una persona
laboralmente activa inciden alrededor de 281 exabytes de información
«necesaria» cada año en formato discursivo de correos electrónicos,
ficheros adjuntos, informes, artículos, boletines, presentaciones de
diapositivas, buzones de voz y otros medios; creciendo cerca de un
30% anual. Luego bien como anticipábamos s e estudia que al «hacer
espacio» para almacenar esta nueva información en la red cognitiva,
el cerebro elimina datos adquiridos durante toda una vida, lo cual
puede traducirse en consecuencias trascendentes para la salud mental
y el aprendizaje.

Segundo, la inmensidad de internet hace cada vez más difícil constatar la


veritatividad científica (o artística, u otras) de los contenidos a los que se
accede. Es el caso de algunos sitios, como uno dedicada a la historia
alternativa, es decir, la mitificación de una historia de la contemporaneidad.

Estas dos situaciones, y muchas otras que también pueden señalarse, solo
pueden ser enfrentadas mediante el estímulo a una cultura informática
socializada, eficiente y responsable, que nos permita un equilibrio cabal.
Esto es, en esencia, un desafío que lanza nuestra realidad contemporánea:
de que lo enfrentemos de manera constructiva e inteligente depende no ya
nuestro futuro inmediato, sino incluso nuestro presente.
Lingüística y cultura cubana

La amplitud y minuciosidad del recorrido que el investigador Sergio Valdés


Bernal ha trazado en La conquista lingüística del archipiélago cubano
(Ediciones UH, La Habana, 2016) revela un cuadro de conjunto cuya
resonancia va más allá del estricto terreno de los estudios lingüísticos.
Desde una perspectiva orgánica, el estudio del lenguaje –contra lo que en su
día postuló Ferdinand de Saussure— siempre nos conduce más allá de él.
Pues la comunicación humana en su sentido más amplio sigue siendo hasta
el momento la más alta y poderosa creación de la sociedad, su instrumento
más eficaz y refinado de hominización y, por tanto, la expresión más
legitima de la especie.

Por más que se haya debatido sobre él, el lenguaje seguirá siendo una
herramienta que nos permite extendernos, de proyectarnos fuera de nuestra
limitada y efímera naturaleza. Por eso la meditación sobre los signos, sus
códigos, su creación, su significado, sus funciones, su producción y, sobre
todo, su pragmática ha acompañado al ser social desde la Antigüedad
clásica europea así como desde remotos tiempos de las grandes culturas
orientales, en particular la hindú. No, el lenguaje no es meramente un
sistema operacional, ni un revestimiento o cáscara del pensamiento: es ante
todo un factor fundamental de la cultura en particular y de la sociedad en su
sentido más lato. No es casual que una intelectual del calibre de Julia
Kristeva haya expresado esta verdad fundamental de una manera
incuestionable:

Hacer del lenguaje un objeto privilegiado de reflexión, de ciencia y de


filosofía, es sin duda un gesto cuyo alcance no se ha medido todavía.
Pues si el lenguaje se ha convertido en un objeto de reflexión
específica desde hace ya muchos siglos, la ciencia lingüística, por su
parte, es muy reciente. En cuanto a la concepción del lenguaje en
tanto que «clave» del hombre y de la historia social, en tanto que vía
de acceso a las leyes de funcionamiento de la sociedad, constituye
quizá una de las características más determinantes de nuestra época.
Porque, efectivamente, se trata de un fenómeno nuevo: el lenguaje
cuya praxis el hombre ha sabido dominar desde siempre —fusionado
con el hombre y la sociedad a los cuales se halla íntimamente ligado
—, ese lenguaje, hoy en día más que nunca dentro de la historia, está
aislado y como distanciado para ser aprehendido en cuanto que objeto
de conocimiento particular, susceptible de introducirnos no solo en las
leyes de su propio funcionamiento, sino también en todo lo que se
647
refiere al orden de lo social.

No se discute que Valdés Bernal realiza un recorrido abarcador de los


componentes del español de Cuba: empleo esta expresión deliberadamente,
sonriéndome al recordar la banalidad, para no decir la frívola pasión con
que, en la década del ochenta, se discutió en el medio académico si debía
decirse así o si debía hablarse solo de “español en Cuba”, por esa voluntad
de bizantinismo que a veces pone en riesgo el avance mismo de las
ciencias.

Este libro es un amplísimo mural de la conformación de una modalidad del


idioma general que se gestó en la Castilla medieval, pero modelado a partir
de una serie de contactos interculturales. De modo que, más allá de su
innegable carácter de estudio lingüístico, La conquista lingüística del
archipiélago cubano forma parte del invaluable, cuanto variado
macrosistema de textos que han venido estructurando una historia orgánica
de la nación cubana. Es ese su valor central, más allá de la cuestión
estrictamente lingüística. De hecho la obligada proyección de los estudios
lingüísticos más allá del lenguaje mismo ha sido un tópico presente en las
obras de grandes lingüistas, desde Wilhelm von Humboldt hasta Edward
Sapir, desde Giambattista Vico hasta textos contemporáneos capaces de una
acérrima comprensión de la función social del lenguaje, como Arqueología
del saber, de Michel Foucault; De la gramatología, de Jacques Derrida o
Tradición y novedad en la ciencia del lenguaje, de Eugenio Coseriu.

Creo que el panorama evolutivo-integrador que ha perfilado Valdés Bernal


en esta obra es por completo consecuente con la siempre vigente
perspectiva etnológica de Fernando Ortiz en cuanto a la importancia
decisiva de la transculturación como proceso medular en la conformación
de la patria cubana. En este punto quisiera subrayar que Valdés Bernal, en el
capítulo fundamental «Cubanización de la lengua española», subraya el
sentido cultural de su estudio.

El lenguaje o conjunto de sonidos articulados con que el ser humano


manifiesta lo que piensa o siente realiza varias funciones. Estas
funciones, dialécticamente relacionadas entre sí, las diferenciamos en
primarias y secundarias.

Las funciones primarias, esenciales en toda lengua, son la


cognoscitiva y la comunicativa. Esta primera función primaria abarca
la actividad cogitativa y la cognitiva. La función cogitativa del
lenguaje, de una lengua en particular, posibilita la abstracción, el
pensamiento, mientras que la cognitiva permite acceder al
conocimiento del mundo en que vivimos mediante el uso del
lenguaje. Así, gracias a ambas, adquirimos plena comprensión del
entorno en el que nos desenvolvemos y hacemos nuestras las
experiencias de adaptación y desarrollo de las generaciones que nos
precedieron.

Necesito subrayar, en este punto, que Valdés Bernal está poniendo al mismo
nivel la función comunicativa y la función cognitiva, postura que deja atrás
la por tanto mantenida postura de asumir como principal de función
comunicativa. Este elemento evidencia el interés más hondo del autor, así
como su adscripción a perspectivas contemporáneas sobre el problema de la
categorización de las funciones lingüísticas. En efecto, Jacques Derrida ha
señalado con razón que una lingüística realmente científica tendría que
volver a encontrar relaciones naturales, vale decir, simples y originales
entre un adentro y un afuera del sistema, de lo cual se deriva el replanteo de
648
la problemática entre habla y escritura (donde ya esta última no sería un
componente ancilar) y, a la larga, pienso que de aquí se derivaría una
imprescindible reformulación de la interrelación entre sincronía y diacronía.

Valdés Bernal deja sentado en el inicio de «Cubanización de la lengua


española» el hecho de que los conquistadores se vieron obligados a asumir
determinados elementos del léxico indígena e incorporarlo al suyo propio
por razones que eran a la vez cognitivas y comunicativas, pues los
españoles «se vieron obligados a asimilar de nuestros aborígenes toda una
serie de vocablos que respondían a su experiencia, a sus conocimientos
respecto del entorno en que vivían», perspectiva que pone en primer plano
el problema de la transculturación como un proceso que se inicia muy
tempranamente y que, además, tiene una importantísima manifestación en
el lenguaje: hay un factor cognitivo, tanto como uno comunicativo, que
impulsan la primera fase de una transculturación lingüística. Se trata, pues,
de un punto de vista orgánicamente cultural, y desde él se desarrolla toda la
explicación del proceso de conformación lingüística de la isla. Esta
perspectiva resulta claramente manifiesta cuando Valdés Bernal afirma
categóricamente:

Indudablemente, la lengua es el soporte idiomático de la cultura. De


ahí que Mattoso de Camara destacara que una lengua dada representa
un microcosmos de cultura; todo lo que la cultura posee se expresa,
en cierta medida, con el lenguaje. Por lo tanto, la lengua en sí es un
hecho cultural. Cuando hablamos de cultura en sentido etnográfico, es
decir el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y
grado de desarrollo artístico, científico e industrial de una comunidad
humana, pasamos por alto un importante elemento que forma parte de
ella: el lenguaje.

Es este el modo de valoración científica que marca todo el libro y, por lo


mismo, aquí radica su aporte más peraltado: más allá de la reflexión
estrictamente lingüística, el libro establece conexiones imprescindibles con
otra serie de disciplinas, desde la arqueología a la historia en su sentido más
estricto, desde el ángulo económico a la percepción de aspectos de la
construcción de la sociedad cubana. En este sentido, se trata de un libro que
procura inscribirse en una de las problemáticas que ha señalado Émile
Benveniste para la lingüística contemporánea:

Evidentemente, cierto número de interrogantes lo acompañan a uno


toda la vida, pero, después de todo, acaso sea inevitable en la medida
en que tiene uno su manera de ver las cosas. Pero está el
enriquecimiento continuo del trabajo, de la lectura, el estímulo que
viene de los demás. Aprovecho también del desarrollo de todas las
ciencias que siguen la misma corriente. Durante largo tiempo la única
compañera de la lingüística era la filología. Ahora vemos todo el
conjunto de las ciencias humanas, toda una gran antropología (en el
sentido de «ciencias del hombre») que se forma. Y se advierte que las
ciencias del hombre son, en el fondo, mucho más difíciles que las
ciencias de la naturaleza, y no por azar son las últimas que han
nacido. Hace falta gran capacidad de abstracción y de generalización
para empezar a entrever los desenvolvimientos de los que es sede el
hombre.647

En su ambicioso proyecto de captar las direcciones y factores


fundamentales, en su difícil concatenación de elementos y procesos, La
conquista lingüística del archipiélago cubano se convierte en una página
imprescindible de esa macrotexto, infinito y abierto, que es la antropología
de la nación cubana.
Éxtasis: el teatro en introspección

Una tríada formidable confluye en la puesta en escena con que se inauguró


la decimosexta edición del Festival Nacional de Teatro en Camagüey. Con
textos de Eduardo Manet, Flora Lauten y Raquel Carrió, Éxtasis. Un
homenaje a la madre Teresa de Jesús, y la dirección de Manet y Lauten, se
ha creado un espectáculo teatral que no se puede menos que calificar de
trascedente. Los hitos esenciales de la vida de Santa Teresa de Jesús —
reformadora, incansable en la fundación de conventos, pero también artista
formidable— son remodelados, pero con una fidelidad impactante a la
realidad de su vida y de su obra, para construir una parábola del teatro como
creación atormentada, a veces perseguida, incomprendida a menudo,
atormentada siempre.

La certeza de una textualidad finamente seleccionada, pero nunca


traicionada ya resulta una hazaña. Su conversión en parábola del Arte en
mayúsculas alcanza el raro nivel de la experiencia precisamente mística de
la cual Teresa de Ávila, con San Juan de la Cruz, resulta eje fundamental en
la cultura española. La obra comienza adelantándose a preguntas fariseas
como qué sentido tiene, en este 2016, seguir el tránsito de una monja
andariega. La respuesta es inmediata: así como Santa Teresa de Jesús se vio
arrastrada por una vocación y un compromiso irrenunciables, así el teatrista
—dramaturgo, actor, director, crítico, todo ser que se asocie para siempre
con el teatro— formula un compromiso de por vida y, en la medida de la
intensidad de la experiencia vivida y de las energías comprometidas en este
pedregoso camino, será capaz de alcanzar el particular éxtasis de la
construcción teatral, siempre inacabada, siempre obligada al autoexamen y
la tensión absoluta de las fuerzas.

La coherencia del espectáculo es de una fuerza tal, que no importó que en


un teatro que, como el Avellaneda, fuera imposible trabajar por ahora con el
diseño del color, la puesta en escena alcanzó un grado de mágica
verdaderamente propia del éxtasis de la percepción. Un diseño de edificio
en arriscada construcción —meros andamios informes todavía— aludía
simultáneamente a la pasión fundadora de conventos y a la noción de que el
espectáculo teatral queda siempre abierto, es fabricación interminable a la
vez de una magia y de una afilada afirmación de duras realidades de los
tiempos. A esta brillante definición del espacio y su escenografía hay que
añadir la indudable audacia en el brillante collage de páginas de la santa de
Ávila, combinados de modo que pudiera producirse una fascinante doble
perspectiva entre el pasado de la figura objeto de homenaje, y el presente en
crisis y graves desafíos para el teatro en particular, para el arte y la sociedad
actuales.

El desempeño actoral nos trajo la certeza de que Flora Lauten sigue siendo
una leyenda viva, un ser desafiante y variopinto, que con un gesto marca los
ejes profundos del más auténtico misticismo, mientras con una inflexión de
voz nos devuelve al presente y subraya nexos intangibles, pero ciertos. Así
la vemos pasar, sobre límites derribados, de la más transparente juventud a
una madurez angustiada, o a una vejez erguida en toda su potencia.
Fragmentos de cartas nos subrayan que la vida está hecha de fragmentos,
incluida la atormentada existencia del teatro y del arte en general.

La interrelación con los otros actores da muestra, una vez más, de la


organicidad del grupo Buendía, en esta puesta en escena más relevante
quizás por el desafío de una mezcla de fragmentos de vida, de textos, de
cartas específicas, de versos de consagrada resonancia, reto que se orienta a
exigir al espectador una percepción contemporánea y posiblemente una
autocrítica que parte de la pregunta implícita: ¿sabemos cuánto cuesta
refundar, transformar, impulsar el cambio, participar creativamente en él, no
traicionarnos? Política, arte, proceso angustioso del saber y el
autoconocerse, gravedad de toda elección son los pivotes sobre los que
giran el texto, la expresión corporal, las voces y el brillante trabajo del
canto. El éxtasis místico se define como un estado en que salimos de
nuestro estricto ser, para salir de nuestros propios límites estrictos, entonces
esta puesta en escena, indudablemente, ha conseguido inducirnos a la dicha
extrema de los místicos: cruzar nuestros límites de espacio-tiempo, disfrutar
de verdades del más hondo calado; gozar, incluso, con la ambigüedad del
juego de cronologías trastrocadas; enfrontarnos a nuestra pobreza interior,
empujarnos, también a nosotros, a la escena que nos empuja a
transformarnos en artistas.

Esta mística teatral que nos proponen Manet, Lauten, Carrió y el resto del
grupo Buendía que interviene en la escena no se regodea tanto en la esencia
de los misterios, base profunda de los místicos españoles de los Siglos de
Oro o de los místicos ingleses del siglo XX, cuanto en la voluntad de
enfrentarlos. Esa voluntad, que en Santa Teresa de Jesús y en San Juan de la
Cruz, hallaba su nutrimento en la fe religiosa, en Éxtasis. Un homenaje a la
madre Teresa de Jesús halla su asiento en percibir el arte como vocación y
riesgo, semejantes a la tensión de vida y de sentido del arte que marcaron a
Teresa Sánchez de Cepeda de Ávila, la descendiente de judíos que,
perseguida una y otra vez por estratos de la misma iglesia católica que ella
pretendía purificar, fue cuestionada, amenazada, perseguida incluso, pero
no cejó en su fines, a los que sacrificó su cuerpo, pero no sus convicciones.
Fundó, eso nos dicen Manet, Lauten y Carrió, no edificios, sino baluartes de
la defensa de un modo de ver el mundo, o quizás todos los mundos:
integración de mínimos detalles de vestuario cotidiano y alimentación,
asociados con la voluntad de orientar todas las fuerzas del ser humano hacia
la búsqueda de una perfección.

Puesta en escena de una audacia que pudo ser palpada en un público


absorto, Éxtasis. Un homenaje a la madre Teresa de Jesús es sobre todo una
confirmación de que Buendía sigue siendo capaz de crecer y transfigurarse
siempre. Pero sobre todo de absorbernos en una reflexión que sacude lo más
profundo del espectador cubano.
Notas

[←1]
1Carlos Martí: Pífano del rey, Ed. Unión, La Habana, 2010, p. 136.
[←2]
2Ibíd., p. 117.
[←3]
3Ibíd., p. 91.
[←4]
Ibíd., p. 85.
[←5]
Ibíd., p. 36.
[←6]
Iuri Levin: «La lírica desde el punto de vista comunicativo», en: Criterios, No. 13-20. Tercera
época, La Habana, enero de 1985-diciembre de 1986, p. 114.
[←7]
Carlos Martí: ob. cit., p. 136.
[←8]
Ibíd., p. 136.
[←9]
Ibíd., p. 24.
[←10]
José M. Pabón y Eustaquio Echauri: Diccionario griego-español, Ed. Spes. Barcelona, 1959,
p. 45.
[←11]
Cfr. Carmen Suárez León: Biblioteca francesa de José Lezama Lima. Bibliografía, Centro de
Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2003.
[←12]
La investigadora francesa Maria Poumier (París VIII) ha dedicado interesantes estudios a la
relación de Lezama y el grupo Orígenes con el pensamiento de Descartes.
[←13]
Cfr. Eloísa Lezama Lima: «Para leer Paradiso…», en: José Lezama Lima: Paradiso, Madrid,
Ed. Cátedra, 1984.
[←14]
Remedios Mataix: «Lezama y Los misterios del eco: una relectura de la modernidad», en:
Trinidad Barrera, ed.: Modernismo y modernidad en el ámbito hispánico, Universidad
Internacional de Andalucía, Sede Iberoamericana de La Rábida, Asociación Española de
Estudios Literarios Hispanoamericanos, Sevilla, 1998, p. 334.
[←15]
Cfr. José Lezama Lima: «Soledades habitadas por Cernuda», en: Imagen y posibilidad, ed. cit.,
p. 138.
[←16]
Vicente Aleixandre: «Carta a José Lezama Lima del 22 de marzo de 1950», en: Pedro Simón,
comp.: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, p. 308.
[←17]
Iuri Lotman: «El fenómeno del arte», trad. Jesús García Gabaldón, en: Entretextos. Revista
Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura, 5 de mayo del 2005, p. 4.
(Agradezco este texto al Centro Teórico-Cultural Criterios).
[←18]
Cfr. José Lezama Lima: Confluencias, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1988, pp. 45-68.
[←19]
Ibíd., p. 45.
[←20]
Ibíd.
[←21]
Dámaso Alonso: «Garcilaso, Ronsard, Góngora (Apuntes de una clase)», en: Dámaso Alonso:
Obras completas, Ed. Gredos, S.A. Madrid, 1973, t. II, pp. 544-545.
[←22]
Ibíd., p. 46.
[←23]
Ibíd., p. 49.
[←24]
Ibíd., pp. 48-49.
[←25]
Ibíd., p. 57.
[←26]
Ibíd., p. 29.
[←27]
Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Cátedra, S.A, Madrid, 1989, p. 169.
[←28]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 297.
[←29]
Ibíd.
[←30]
Ibíd., p. 299.
[←31]
Ibíd., p. 94.
[←32]
Ibíd., p. 95.
[←33]
Ibíd.
[←34]
Ibíd., p. 96.
[←35]
Ibíd., p. 37.
[←36]
Cfr. al respecto Ernest H. Gombrich: The Story of Arte. Phaidon Publishers Inc., New York,
1951, p. 287.
[←37]
Cfr. entre otros H. Wölfflin: Conceptos fundamentales en la historia del arte. Espasa-Calpe,
S.A., Madrid, 1961.
[←38]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 38.
[←39]
Ibíd., p. 39.
[←40]
El interés por lo cartesiano lo acompañó siempre. En 1954, y en un ensayo tan principal en su
obra como «Introducción a un sistema poético», se detiene en una consideración sobre el
criterio de verdad demoníaca [Cfr. José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 325].
[←41]
José Lezama Lima: Diarios, Compilación de Ciro Bianchi Ross, Ed. Unión, La Habana 2001,
p. 17.
[←42]
Ibíd., p. 21.
[←43]
Ibíd.
[←44]
Cfr. ibíd., p. 22.
[←45]
Omar Calabrese: La era neobarroca, ed. cit., p. 184.
[←46]
José Lezama Lima: Diarios, ed. cit., p. 22.
[←47]
José Manuel Poveda: Prosa, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1981, t. 1, p. 11.
[←48]
Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Úcar, García, S. A., La Habana, 1958, p. 290.
[←49]
Ibíd., p. 293.
[←50]
Ibíd.
[←51]
José Lezama Lima: Diarios, ed. cit., pp. 22-23.
[←52]
Ibíd., p. 87.
[←53]
Ibíd., p. 96.
[←54]
Cintio Vitier: ob. cit., ed. cit., p. 370.
[←55]
Cintio Vitier: ob. cit., p. 371.
[←56]
Fina García Marruz: «La poesía es un caracol dormido», en: Ensayos, Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 2003, p. 91.
[←57]
Omar Calabrese: ob. cit., p. 91.
[←58]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 185.
[←59]
Fina García Marruz: «La poesía es un caracol dormido», ed. cit., pp. 96-97.
[←60]
Cfr. José Lezama Lima: Diarios, ed. cit., p. 39. Por su parte, Gombrich subraya también el
énfasis específico del barroco en la luz y el color: cfr. de nuevo su obra The Story of Art, ed.
cit., p. 290.
[←61]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 181.
[←62]
Ibíd., p. 182.
[←63]
Ibíd., p. 190.
[←64]
Ibíd., p. 185.
[←65]
Ibíd.
[←66]
Ibíd., 186.
[←67]
Cfr. Omar Calabrese: ob. cit., pp. 106-131.
[←68]
Ibíd., p. 131.
[←69]
Cfr. José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 185.
[←70]
Ibíd., p. 203.
[←71]
Ibíd., p. 205.
[←72]
José Lezama Lima: «Las imágenes posibles», en: Confluencias, ed. cit., pp. 313-314.
[←73]
Simóna Mrchán Fiz: La estética en la cultura moderna, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 2000,
p. 228.
[←74]
Cfr. David Shepherd: «Bakhtin and the reader», en: Ken Hirschkp y David Shepherd, comp.:
Bakthin and cultural theory, Manchester University Press, Manchester, 1989, pp. 91-108.
[←75]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 317.
[←76]
Ibíd.
[←77]
Michel Foucault: Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI Editores, 1999, p. 156.
[←78]
Omar Calabrese: ob. cit., p. 108.
[←79]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 318.
[←80]
Omar Calabrese: ob. cit., p. 109.
[←81]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 318.
[←82]
Ibíd., p. 70.
[←83]
Ibíd.
[←84]
Federico García Lorca: «La imagen poética de don Luis de Góngora», en: Obras completas,
ed. cit., p. 62.
[←85]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 70.
[←86]
Ibíd.
[←87]
Ibíd., p. 72.
[←88]
Ibíd., p. 84.
[←89]
Ibíd., p. 73.
[←90]
Ibíd., p. 81.
[←91]
Ibíd., p. 85.
[←92]
Ibíd.
[←93]
Ibíd., p. 86.
[←94]
Dámaso Alonso: «Recuerdos gongorinos», en: Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de
métodos y límites estilísticos, Ed. Gredos, Madrid, 1952, p. 311.
[←95]
José Ortega y Gasset: «Góngora. 1627-1927», en: Obras completas de José Ortega y Gasset,
3era. Edición, Revista de Occidente, Madrid, 1955, t. III, pp. 585-586.
[←96]
Dámaso Alonso: «Góngora y América», en: Dámaso Alonso: Estudios y ensayos gongorinos,
Ed. Gredos, Madrid, 1955, p. 384.
[←97]
Ibíd., p. 389.
[←98]
Ibíd., pp. 387-388.
[←99]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., pp. 75-76.
[←100]
José Lezama Lima: Lezama disperso, Ciro Bianchi comp, Ed. Unión, La Habana, 2009, p. 68.
[←101]
Ibíd., pp. 68-69.
[←102]
La ensayista Mayerín Bello ha hecho esto con claridad, aunque en un sentido algo diferente,
en su inteligente lectura del texto lezamiano «Juego de las decapitaciones», donde destaca que
la lectura, tal como la convoca Lezama, está sometida a un juego de composiciones y
recomposiciones [Cfr. Orígenes: las modulaciones de la flauta, Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 2007, p. 34].
[←103]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 88.
[←104]
Pierrette Malcuzynski: «El campo conceptual del (neo)barroco», trad. de Desiderio Navarro,
en: Criterios, La Habana, No. 32. Cuarta época, julio-diciembre de 1994, p. 167.
[←105]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., pp. 88-89.
[←106]
Ibíd., p. 89.
[←107]
Ápud Pedro Simón, comp.: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, ed. cit., p. 321.
[←108]
Cfr. los criterios que expresan sobre los mecanismos y resultados de la supresión J. Dubois et
al. en su: Rhétorique générale, Librairie Larousse, Paris, 1970, en particular en los capítulos I
y II.
[←109]
Menakhem Perry: «La dinámica literaria: Cómo el orden de un texto crea sus significados»,
trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios, La Habana, No. 32, 1994, p. 162.
[←110]
Luis Cernuda: «Carta a José Lezama Lima del 4 de diciembre de 1953», en: Pedro Simón,
comp.: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, ed. cit., p. 310.
[←111]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 92.
[←112]
Ibíd.
[←113]
Irlemar Chiampi: «La literatura neobarroca ante la crisis de lo moderno», trad. de Desiderio
Navarro, en: Criterios. La Habana. No. 32, 1994, p. 171.
[←114]
José Lezama Lima: Confluencias, ed. cit., p. 330.
[←115]
Pierrette Malcuzynski: ob. cit., p. 167.
[←116]
Irlemar Chiampi: ob. cit., p. 177.
[←117]
Pierrette Malcuzynski: ob. cit., p. 169.
[←118]
José Lezama Lima: La expresión americana, Instituto Nacional de Cultura, Ministerio de
Educación, La Habana, 1957, p. 9.
[←119]
Ibíd., p. 32.
[←120]
Ibíd., p. 7.
[←121]
Irlemar Chiampi: ob. cit., p. 176.
[←122]
José Lezama Lima: La expresión americana, ed. cit., p. 7.
[←123]
Pavao Pavlicic: «La intertextualidad moderna y postmoderna», trad. de Desiderio Navarro, en:
Criterios, La Habana, No. 30, Julio-diciembre de 1991, pp. 56-57.
[←124]
Ibíd.
[←125]
José Lezama Lima: La expresión americana, ed. cit., p. 10.
[←126]
Ibíd.
[←127]
Omar Calabrese: La era neobarroca, ed. cit., p. 188.
[←128]
José Lezama Lima: La expresión americana, p. 11.
[←129]
Ibíd.
[←130]
Ibíd., p. 12.
[←131]
Ibíd., p. 18.
[←132]
Omar Calabrese: La era neobarroca, ed. cit., p. 187.
[←133]
Ibíd.
[←134]
Ibíd., pp. 187-188.
[←135]
La lógica contemporánea, además de considerar los dos términos opuestos tradicionales
(exacto e inexacto) tienen en cuenta otra categoría: lo anexacto, que se aplica a entidades que
no son ni exactas ni inexactas, sino que no pueden ser valoradas desde el criterio de la
exactitud.
[←136]
Ibíd., p. 193.
[←137]
Ibíd., p. 194.
[←138]
José Lezama Lima: La expresión americana, p. 74.
[←139]
Ibíd., p. 53.
[←140]
Ibíd., p. 109.
[←141]
Ibíd., p. 34.
[←142]
Ibíd., p. 117.
[←143]
Ibíd., p. 36.
[←144]
Cfr. ibíd., p. 80.
[←145]
Ibíd., p. 89.
[←146]
Ibíd., p. 73.
[←147]
Severo Sarduy: Obra completa, Edición crítica coordinada por Gustavo Guerrero y François
Wahl, ALLCA XX, 1999, t. I, p. 1405.
[←148]
Ciro Bianchi Ross: «Interrogando a Lezama Lima», en: Pedro Simón, comp.: Recopilación de
textos sobre José Lezama Lima, serie Valoración Múltiple, Ed. Casa de las Américas, La
Habana, 1970, p. 16.
[←149]
Carlos Jáuregui: Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en
América Latina, Ed. Casa de las Américas, 2005, pp. 597-598.
[←150]
Cintio Vitier: «La poesía de José Lezama Lima y el intento de una teleología insular», en:
Pedro Simón, comp.: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima ed. cit., p. 84.
[←151]
Sobre el carácter profundo de la percepción americana que se gesta en la ensayística de
Lezama y, en particular, en La expresión americana, cfr. lo que afirma Abel Prieto sobre este
libro: «Es el volumen de ensayos de mayor unidad, el más estructurado y sistemático de
Lezama, y es —al mismo tiempo— un aporte original y agudo de trascendencia indiscutible,
en la elaboración del complejo de ideas que han defendido la digna singularidad de la cultura
latinoamericana» [Abel Prieto: «Prólogo» a: Confluencias, Ed. Letras Cubanas, La Habana,
1988, p. XII].
[←152]
Dámaso Alonso: «Recuerdos gongorinos», en: Dámaso Alonso: Poesía española, Ensayo de
métodos y límites estilísticos, Ed. Gredos, Madrid, 1952, p. 309.
[←153]
Ángel Augier: «Introducción» a: Rafael Alberti en Cuba, Ed. Arte y Literatura, La Habana,
1999, p. 5.
[←154]
Carlos Blanco Aguinaga: «Poéticas del 98, poéticas del 27», en: Maya Smerdou Altolaguirre,
coordinadora: Ecos de la generación del 98 en la del 27, Ed. Caballo Griego para la Poesía,
Madrid, 1998, p. 41.
[←155]
Pedro Salinas: «El siglo XX y la poesía», en: Pedro Salinas: Ensayos de literatura hispánica,
Aguilar, S.A. Madrid, 1958, p. 336.
[←156]
José Ortega y Gasset: «Góngora. 1627-1927», en: Obras completas de José Ortega y Gasset,
3era. Edición, Revista de Occidente, Madrid, 1955, t. III, p. 586.
[←157]
José Lezama Lima: «La muerte de Ortega y Gasset», en: José Lezama Lima: Imagen y
posibilidad, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 145.
[←158]
Ápud Miguel Jaroslaw Flys: «Regreso al futuro: el humanismo de Dámaso Alonso», en: Maya
Smerdou Altolaguirre, coordinadora: Ecos de la generación del 98 en la del 27, Ediciones
Caballo Griego para la Poesía, Madrid, 1998, p. 68.
[←159]
Ibíd.
[←160]
Dámaso Alonso: «Monstruosidad y belleza en el Polifemo de Góngora», en: Poesía española.
Ensayo de métodos y límites estilísticos, Ed. Gredos, Madrid, 1952, pp. 387-388.
[←161]
Ibíd., p. 389.
[←162]
Augier ha señalado que […] durante las primeras tres décadas del siglo XX, la numerosa e
influyente población española establecida en Cuba —en industria y comercio—determinaba
un caudaloso flujo informativo de la diaria actualidad hispana en los principales órganos de la
prensa habaneros, sin exceptuar noticias de la esfera cultural. No faltaron en revistas literarias
locales y foráneas ocasionales referencias a las polémicas corrientes de la vanguardia europea
en letras y artes, y los nuevos nombres de autores de mayor relevancia universal, pero
evidentemente los de autores españoles eran más frecuentes y familiares [Ángel Augier:
«Nicolás Guillén y la generación poética española de 1927», en: Matías Barchino Pérez y
María Rubio Martín, compiladores: Nicolás Guillén: hispanidad, vanguardia y compromiso
social, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Cuenca, 2004, p. 50].
[←163]
Ediciones Unión, La Habana, 2010, 380 p.
[←164]
Instituto de Literatura y Lingüística: Diccionario de la literatura cubana, t II, Ed. Letras
Cubanas, La Habana, 1980.
[←165]
Instituto de Literatura y Lingüística: Historia de la literatura cubana, t III. Ed. Letras Cubanas,
La Habana, 2008.
[←166]
Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco: ob. cit., p. 11.
[←167]
Michel Foucault: La arqueología del saber, Siglo XXI Editores, México, 1970, p. 345.
[←168]
Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco: ob. cit., p. 25.
[←169]
Ibíd., p. 169.
[←170]
Enid Vian: Cuentos incómodos, Ed. Unión, La Habana, 2012, p.
[←171]
Ibídem, p. 8.
[←172]
Ibíd., p. 11.
[←173]
Ibíd., p. 15.
[←174]
Ibíd., pp. 20-21.
[←175]
Ibíd., p. 25.
[←176]
Ibíd., p. 26.
[←177]
Ibíd., p. 37.
[←178]
Ibíd., p. 38.
[←179]
Ibíd., p. 68.
[←180]
José Lezama Lima: Lezama disperso, Ciro Bianchi, comp, Ed. Unión. La Habana, 2009, p. 68.
[←181]
Ibíd., pp. 68-69.
[←182]
La ensayista Mayerín Bello ha hecho esto con claridad, aunque en un sentido algo diferente,
en su inteligente lectura del texto lezamiano «Juego de las decapitaciones», donde destaca que
la lectura, tal como la convoca Lezama, está sometida a un juego de composiciones y
recomposiciones [Cfr. Orígenes: las modulaciones de la flauta. Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 2007, p. 34].
[←183]
La publicación original se realizó en 1972, en El Correo de la UNESCO, en enero de 1972.
Volvió a publicarse en Cuba en Granma, el 29 de abril de 1981.
[←184]
Alejo Carpentier: «El libro y su energía», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1977, p. 83.
[←185]
Alejo Carpentier: «Una gran librería», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1977, p. 80.
[←186]
Cfr. Alejo Carpentier: «Novelas de señorita», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, pp. 122-124.
[←187]
Alejo Carpentier: «Una librería única», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, p. 155.
[←188]
Alejo Carpentier: «Un balance instructivo», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, pp. 127-129.
[←189]
Alejo Carpentier: «Un balance instructivo», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, p. 128.
[←190]
Alejo Carpentier: «Las lecturas y la edad», en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7.
América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, pp. 140-141.
[←191]
Ibíd., p. 141.
[←192]
Alejo Carpentier: «Elogio y reivindicación del libro», en: Alejo Carpentier: Conferencias, Ed.
Letras Cubanas, La Habana, 1987, p. 263.
[←193]
Ibíd., p. 264.
[←194]
Cfr. Rinaldo Acosta: Crónicas de lo ajeno y lo lejano, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010.
[←195]
Alejo Carpentier: «Elogio y reivindicación del libro», ed. cit., p. 265.
[←196]
Ibíd., p. 267.
[←197]
Cfr. Marvin Harris: El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la
cultura, Siglo XXI, Ed., México, 1999, p. 16.
[←198]
Alejo Carpentier: Ensayos, Letras Cubanas, La Habana, 1988, p. 155.
[←199]
Ibíd., pp. 155-156.
[←200]
Lotman, por ejemplo, al desarrollar el concepto de semiosfera, apunta el hecho de que en
ciertas profesiones, los seres humanos desempeñan la función de «traductores» y trasmisores
de modalidades culturales. Se trata, pues, de una característica que estimula la modelación de
un texto único, integrado a partir de un diálogo entre cada emisión de una nueva propuesta y la
respuesta derivada de su recepción [Cfr. Iuri Lotman: «Acerca de la semiosfera», en: El
pensamiento cultural ruso en Criterios (1972-2008. Selección y trad. de Desiderio Navarro,
Centro Teórico-Cultural Criterios. La Habana, 2009, t. I, pp. 306-328].
[←201]
Ibíd., p. 156.
[←202]
Cfr. Alejo Carpentier: La música en Cuba, Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1989, p. 13.
[←203]
Zofia Lissa: «Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música», en: Criterios. Tercera
época. No. 13-20. Enero de 1985 a diciembre de 1986, pp. 222-223.
[←204]
Alejo Carpentier: Temas de la lira y del bongó. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, p. 218.
[←205]
Cfr. Charles Steward: «El sincretismo y sus sinónimos: Reflexiones sobre la mezcla cultural»
en: Criterios, Cuarta época. No. 36. 2009, pp. 196-230.
[←206]
Declaración hecha a L´Espress, en: Alejo Carpentier: Entrevistas. Compilación de Virgilio
López Lemus, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1985, p.38.
[←207]
Cfr. los diversos artículos que Carpentier dedicó a valorar la obra de Villa-Lobos e incluso su
repercusión en determinados compositores europeos, en particular los reunidos en Ese músico
que llevo dentro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1980.
[←208]
Alejo Carpentier: «Una fuerza musical de América: Heitor Villa-Lobos» en: Ese músico que
llevo dentro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1980, t. 1, p. 52.
[←209]
Ibíd., t. 3, p. 117.
[←210]
Ibíd., t. 3, p. 117.
[←211]
Sobre la esencial diferencia entre sujeto de la cultura y sujeto de identidad cultural, han
llamado la atención varias investigadoras cubanas, tanto desde el ángulo de la culturología,
como desde el de la psicología social [Cfr., por ejemplo: Martiza García Alonso y Cristina
Baeza Martín: Modelo teórico para la identidad cultural. Centro Juan Marinello. La Habana,
1996; Martiza García Alonso: Identidad cultural e investigación. Centro Juan Marinello. La
Habana, 2002; Carolina de la Torre Molina: Las identidades. Una mirada desde la psicología.
Centro Juan Marinello. La Habana, 2001].
[←212]
«En compañía de Alejo Carpentier por el mundo folklórico americano», entrevista para Élite,
Caracas, julio de 1946, en: Entrevistas, ed. cit., p. 25.
[←213]
Cfr. Pierre Boulez: Hacia una estética musical. Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Caracas, 1990.
[←214]
Cfr. Alejo Carpentier: Ensayos, ed. cit., pp. 7-29.
[←215]
Jacques Leenhardt: «Vers une sociologie des mouvements d´avant-garde», en: Les avat-gardes
littéraires au XX siècle. Centre d´Étude des Avant-gardes littérarires de l´Université de
Bruxelles sous la direction de Jean Weisgeber. Vo. II (Théorie). Reimpresión. Budapest, 1986,
p. 1061.
[←216]
Lourdes González Guerrero: El hijo de la arpista. Ed. Oriente. Santiago de Cuba, 2010, p. 16.
[←217]
Ibíd., p. 17.
[←218]
Ibíd., p. 19.
[←219]
Ibíd., p. 22.
[←220]
Ibíd., p. 24.
[←221]
Ibíd., p. 26.
[←222]
Ibíd., p. 30.
[←223]
Ibid., p. 39.
[←224]
Ibíd., p. 50.
[←225]
Henryk Markiewicz: Los estudios literarios, conceptos, problemas, dilemas. Selección y trad.
del polaco de Desiderio Navarro. Centro Teórico-Cultural Criterios. La Habana, 2010, p. 8216.
[←226]
Rinaldo Acosta: Crónicas de lo ajeno y lo lejano. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 2010, p.
335.
[←227]
El oxímoron es una integración, en una misma frase o estructura sintáctica, de dos palabras
cuyo significado resultaría de otro modo incompatible y aun opuesto, tal como «silencio
atronador», y otras por el estilo. El oxímoron es una estructura tal —en su esencia semántica
—, que la contradicción resulta reveladora.
[←228]
Rinaldo Acosta: ob. cit., p. 325.
[←229]
Cfr. ibídem.
[←230]
Entropía: Término proveniente de la Física, la Cibernética y la teoría de la información: Se
manifiesta en la función articulatoria que pone en relación pensamiento-lenguaje; de mayor
velocidad de circulación a menor velocidad de circulación de la información cuando la
dinámica de la conversión de datos de las redes semiocognitivas se conforman en funciones
tridimensionales previas al proceso de enunciación.
[←231]
El análisis semántico discursivo dimensional como método: Recoge y articula información
emergente. Es un acercamiento tridimensional que recoge y evidencia percepción experiencia
personal del sujeto e intencionalidad. Taxonomiza procesos recurrentes y autoorganizativos
resultado de tiempos concurrentes. Describe en unidades de sentido, la información de
atractores caóticos y recursivos formantes de una función articulatoria compleja de
componentes sometidos a condiciones sensibles iniciales. Es capaz de indexar las huellas de
sentido por la máxima capacidad autoorganizativa de los entonemas que potencialmente
pueden redimensionar el componente léxico de ese sentido (M. Losada, «El análisis del
discurso y la descripción semántica. Fundamentos para una metodología», 1999, y «Estudio
semántico del discurso: hacia una enunciación semántico discursiva tridimensional», 2003 y
La máscara del lenguaje. Intencionalidad y sentido, Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 2010.
[←232]
Me refiero a los libros Languages of the Mind, and Mental Representations, de R. Jackendoff
y The Language of the Thougt, de Fodor.
[←233]
Véase el acertadísimo estudio introductorio a Guerra del tiempo y otros relatos de A. Cánovas
para LiBRESA Quito, Ecuador, 1996.
[←234]
A cargo de la editorial Nuevo Milenio, verá la luz en septiembre de este año 2011.
[←235]
Cfr. Henryk Markiewicz: «Esfera y división de la ciencia literaria comparativa», trad. de
Desiderio Navarro, en: Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. Números
3-4. Tercera época. Julio-diciembre de 1982, pp. 23-32.
[←236]
Ibíd., t. 5, p. 104.
[←237]
Cfr. Luis Álvarez: Saturno en el espejo y otros ensayos. La Habana. Ed. Unión, 2004.
[←238]
Gregorio Luri Medrano: Prometeo. Biografías de un mito, Ed, Trotta, S. A., Madrid, 2001, p.
151.
[←239]
José Martí: Obras completas, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 22, p. 31.
[←240]
Octavio Paz: Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, 3era. ed. corregida, Ed.
Seix Barral, Barcelona, 1981, p. 39.
[←241]
Julián del Casal: Obra poética, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 68.
[←242]
Cfr. ibíd., p. 79.
[←243]
Ibíd., p. 83.
[←244]
Ibíd., p. 93.
[←245]
Cfr. Julián del Casal: Cartas a Gustave Moreau, sel. y trad. de Amparo Barrero, Ed. Santiago,
Santiago de Cuba, 2012, p. 35.
[←246]
Julián del Casal: Obra poética, ed. cit., p. 99.
[←247]
Ibíd., p. 88.
[←248]
Cfr. Heinrich Plett: «Intertextualidades»: Intertextualität 1. La teoría de la intertextualidad en
Alemania, sel. y trad. de Desiderio Navarro, Ed. Centro Cultural Criterios, Casa de las
Américas y UNEAC, La Habana, 2004, pp. 55.
[←249]
Julián del CasaL. Obra poética, ed. cit., p. 119.
[←250]
Selena Millares: «El Modernismo visionario», en: Trinidad Barrera, ed.: Modernismo y
modernidad en el ámbito hispánico, Asociación Española de Estudios Literarios
Hispanoamericanos, Sevilla, 1997, p. 20.
[←251]
Pedro Azara: «Prólogo» a Gregorio Luri Medrano: ob. cit., p. 11.
[←252]
Ibíd., pp. 11-12.
[←253]
Julián del Casal: Obra poética, ed. cit., p. 126.
[←254]
Julián del Casal: Obra poética, ed. cit., p. 124.
[←255]
Cfr. Iuri I. Levin: «La lírica desde el punto de vista comunicativo», trad. de Desiderio Navarro,
en: Criterios, La Habana, Tercera época, No. 13-20, enero de 1985-diciembre de 1986, p. 107.
[←256]
Gregorio Luri Medrano: ob. cit., p. 55.
[←257]
Jean Chevalier: Diccionario de los símbolos, Ed. Herder, Barcelona, 1986, p. 851.
[←258]
Ibìd., pp. 851-852.
[←259]
Ibíd., p. 852.
[←260]
Juan Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos, Ed. Labor, S.A., Barcelona, 1992, pp. 209-210.
[←261]
José Martí: Obras completas. Edición crítica, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2007,
t. 14, p. 99. Se está citando por la variante C.
[←262]
Iuri I. Levin, loc. cit., p. 102.
[←263]
Ibíd., p. 103.
[←264]
Cfr. Ibíd., p. 107.
[←265]
José Martí: Obras competas, Edición crítica, ed. cit., t. 14, p. 98.
[←266]
Ibíd., p. 100.
[←267]
Julián del Casal: Obra poética, ed. cit., p. 127.
[←268]
Cfr. Iuri I. Levin: loc. cit., p. 111.
[←269]
El segundo cuarteto termina con la frase «su ojo visionario».
[←270]
Cfr. Heinrich Plett: ob. cit., p. 72.
[←271]
Cfr. ibíd.
[←272]
Ibíd.
[←273]
Ibíd., p. 73.
[←274]
Julián del Casal: Cartas a Gustave Moreau, sel. y trad. de Amparo Barrero Morell, Ed.
Santiago, Santiago de Cuba, 2012, p. 34.
[←275]
Cfr. Lüdwig Bieler: Historia de la literatura romana, Ed. Gredos, S. A., Madrid, 1971, pp.
238.
[←276]
Julián del Casal: Obra poética, p. 147.
[←277]
Cfr. Tomás Navarro Tomás, ob. cit., pp. 390-391.
[←278]
Ibíd., p. 388.
[←279]
Julián del Casal: OP, p. 237.
[←280]
Cfr. Jean Chevalier, coord.: Diccionario de los símbolos, Ed. Herder, Barcelona, 1986, p. 148.
[←281]
Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Úcar, García, S.A., La Habana, 1958.
[←282]
Cfr. al respecto de las redes rítmico-semánticas del verso, cfr. Yuri M. Lotman: Estructura del
texto artístico, Ed. ISTMO, Madrid, 1988, pp. 105.
[←283]
Cfr. determinadas evidencias en su prosa Julián del Casal: Prosa, Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 1979, entre otros pasajes, t. I, p. 61; t. I, p. 67; t. II, p. 155.
[←284]
Juan Luis Alborg: Historia de la literatura española, Ed. Gredos, Madrid, 1982, t. IV, p. 834.
[←285]
Julián del Casal: Prosas, ed. cit., t. II, p. 123.
[←286]
Julián del Casal: Obra poética, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1982 p. 161.
[←287]
Ángel Rama: La ciudad letrada. Prólogo de Hugo Achúgar, Ed. Arca, Montevideo, 1998, p.
80.
[←288]
Álvaro Salvador: El impuro amor de las ciudades (Notas acerca de la literatura modernista y
el espacio urbano), Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2002, p. 14.
[←289]
Julián del Casal: Obra poética, ed. cit., p. 237.
[←290]
Julián del Casal: Prosas, ed. cit., t. II, p. 155.
[←291]
Ibíd., t. I, p. 85.
[←292]
Julián del Casal: Cartas a Gustave Moreau, ed. cit., p.32.
[←293]
Julián del Casal: Cartas a Gustave Moreau, ed. cit., p.32.
[←294]
Emilio de Armas: Casal, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 7.
[←295]
Cfr. Susana Rotker: Fundación de una escritura: las crónicas de José Martí, Ed. Casa de las
Américas, La Habana, 1992.
[←296]
Cfr. Luis Álvarez: Estrofa, imagen, fundación. La oratoria de José Martí¸ Ed. Casa de las
Américas, La Habana, 1996.
[←297]
Ángel Rama: ob. cit., p. 63.
[←298]
Ibíd., t. II , p. 164.
[←299]
Ariel Pérez Rodríguez: Viaje al centro del Verne desconocido. Ed. Gente Nueva. La Habana,
2009.
[←300]
Francisco René de Chateaubriand: Atla. René. El último abencerraje. Ed. Sope. Buenos Aires,
1938, p. 21.
[←301]
Ibídem, p. 25.
[←302]
Paul van Thiegem: El Romanticismo en la literatura europe, Ed. UTEHA, México, 1958, p.
377.
[←303]
André Maurois: Historia de Francia. Ediciones Peuser. Buenos Aires, 1947, p. 435.
[←304]
Albert Thibaudet: Historia de la literatura francesa. Ed. Losada, S.A. Buenos Aires, 1957, p.
440.
[←305]
Julio Verne: «La jangada», en: Obras. Ed. Plaza y Janés. Barcelona, 1962, t. IV, p.1072.
[←306]
Ariel Pérez: ob. cit., p. 29.
[←307]
Ariel Pérez: ob. cit., p. 19.
[←308]
Ibídem, p. 64.
[←309]
Ibíd., p. 227.
[←310]
Ibíd., p. 255.
[←311]
Guillermo Vidal: Los iniciados, Imprenta «André Voisin», 1986, p. 11.
[←312]
Ibíd., p. 30.
[←313]
Guillermo Vidal: Se permuta esta casa, Ed. Sanlope, Las Tunas, 2000, p. 87.
[←314]
Guillermo Vidal: Confabulación de la araña, Ed. Unión, La Habana, 1990, p. 37.
[←315]
Guillermo Vidal: Las manzanas del paraíso, Ed. Casa de Teatro, Santo Domingo, 1999.
[←316]
Guillermo Vidal: Los cuervos, Ed. Diputación de Córdoba, Córdoba, 2001, p. 120.
[←317]
Ibíd., t. 21, p. 106.
[←318]
Ibíd., t. 15, p. 420.
[←319]
Ibíd., t. 15, p. 420.
[←320]
Ibíd., t. 15, p. 416.
[←321]
Ibíd., t. 15, p. 417.
[←322]
Ibíd., t. 15, p. 422.
[←323]
Ibíd., t. 15, p. 418.
[←324]
Ibíd., t. 15, pp. 422-423.
[←325]
Ibíd., t. 15, p. 418.
[←326]
Henry Luque Muñoz: Tras los clásicos rusos, Pushkin. Lérmontov.Gógol.Chéjov. Ed.
Progreso, Moscú, 1986, p. 89.
[←327]
Ápud ibíd., p. 91.
[←328]
José Luciano Franco: “Pushkin, el gran poeta mulato”, en: Sonia Bravo Utrera, compiladora:
El universo en un solo pecho. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 34.
[←329]
José Martí: ob. cit., t. 15, p. 419.
[←330]
José Martí: Obras completas. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1975, t. 15, p. 417.
[←331]
Ibíd.
[←332]
Ibíd., t. 22, p. 65.
[←333]
Ápud Henry Luque Muñoz: ob. cit., p. 107.
[←334]
Ápud ibíd., p. 112.
[←335]
Henry Luque Muñoz: ob. cit., pp. 108-109.
[←336]
El barón Hekkern, en efecto, prohijó a D´Antès cuando este se instaló en Rusia, e incluso lo
adoptó como hijo —de aquí que el francés incorporase al suyo el apellido de su protector—, y
lo apreciaba, según su correspondencia personal, hasta un extremo que parecía acercarse a una
pasión nada filial. Por lo demás, este D´Antès-Hekkern, cortejador desvergonzado de la esposa
de Pushkin, se había casado con la hermana de esta.
[←337]
Henry Luque Muñoz: ob. cit., p. 121.
[←338]
Ibíd., p. 120.
[←339]
José Martí: ob. cit., t. 15, pp. 419-420.
[←340]
Ibíd., t. 15, p. 422.
[←341]
Ibíd., t. 15, pp. 416-417.
[←342]
Rafael Conte: «Las razones de un éxito de ventas», en: El País, España, viernes 22 de
septiembre de 1989.
[←343]
Umberto Eco: El nombre de la rosa, Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1989, p. 6.
[←344]
Ibídem, pp. 6-7.
[←345]
Ibíd., p. 7.
[←346]
Ibíd.
[←347]
Ibíd., p. 9.
[←348]
Cfr. Umberto Eco: La definición del arte. Lo que hoy llamamos arte ¿ha sido y será siempre
arte? Ediciones Roca S.A, México, 1990.
[←349]
Umberto Eco: La definición del arte. Lo que hoy llamamos arte ¿ha sido y será siempre arte?,
ed.cit, página 104.
[←350]
Ibídem, p., 126.
[←351]
Mijail Bajtín: Problemas literarios y estéticos. Ed. Arte y Literatura, 1986, p. 543.
[←352]
Umberto Eco: ob. cit., p. 291.
[←353]
Ibíd., p. 293.
[←354]
Ibíd., p. 298.
[←355]
Ibíd., p. 730.
[←356]
Ibíd., p. 119.
[←357]
Ibíd., p. 717.
[←358]
Ibíd., p. 716.
[←359]
Raúl Bueno: Promesa y desconcierto de la modernidad. Estudios literarios y culturales en
América Latina. Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2012.
[←360]
Pierre Bourdieu: «La cultura está en peligro», trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios. No.
33, 4ta. época, 2002, pp. 365-374.
[←361]
Ibíd., p. 369.
[←362]
Raúl Bueno: ob. cit., p. 25.
[←363]
Ibíd., p. 26.
[←364]
Terry Eagleton: Una introducción a la teoría literaria, trad. José Esteban Calderón, Ed. Arte y
Literatura, La Habana, 2012, p. 22.
[←365]
Raúl Bueno: ob. cit., p. 26.
[←366]
Ibíd., p. 27.
[←367]
Raúl Bueno: ob. cit.
[←368]
Ibíd., p. 46.
[←369]
Cfr. Luis Álvarez y Olga García: Visión martiana de la cultura, Ed. Ácana, Camagüey, 2008.
[←370]
Raúl Bueno: ob. cit., p. 126.
[←371]
Nicolás Guillén: Prosa de prisa (1929-1985), Ed. Unión, La Habana, t.IV, p. 127.
[←372]
Octavio Paz: Cuadrivio. Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia. 3ra. edición
corregida, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1981, pp. 12-13.
[←373]
Cfr. Emilio Ballagas: «Poesía negra», en su Prosa. Selección, prólogo y notas de Cira Romero,
Ed. Letras, La Habana, 2008, p. 117.
[←374]
Ibídem.
[←375]
Ibíd.
[←376]
Cfr. ibíd., pp. 392-397.
[←377]
«La poesía en mí», ibíd., p. 27.
[←378]
Ibíd., pp. 27-28.
[←379]
Ibíd., p. 28.
[←380]
Ibíd.
[←381]
«Sobre Nocturno y elegía», ibíd., p. 398.
[←382]
«A un doble destino lírico», ibíd.., p. 322.
[←383]
Ibíd., p. 323.
[←384]
«Recuerdo de García Lorca», ibíd.., p. 386.
[←385]
«Sobre Juegos de agua, de Dulce María Loynaz», ibíd., p. 136.
[←386]
«La poesía nueva», ibíd., p. 106.
[←387]
«La poesía nueva», ibíd.., p. 105.
[←388]
Ibíd.
[←389]
Cfr. «Situación de la poesía afroamericana», ibíd., pp. 132-174.
[←390]
«Poesía negra liberada», en ibíd., p. 125.
[←391]
«Situación de la poesía negra afroamericana», ibíd.., p. 133.
[←392]
«Castillo interior de poesía», ibíd., p. 69.
[←393]
Raúl Hernández Novás: Poesía, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2007, p. 213.
[←394]
Juan Manuel Monfort Prades: Thémata. Revista de Filosofía, Nº 46. Segundo semestre), 2012,
p. 538.
[←395]
José Soler Puig: Bertillón 166, P. Fernández y Cía., S. en C., La Habana, 1960.
[←396]
Ibídem, p. 27.
[←397]
Ibíd., p. 146.
[←398]
José Soler Puig: En el año de enero, Ed. Unión, La Habana, 1963, p. 93.
[←399]
Ibíd., p. 95.
[←400]
Ibíd., pp. 123-124.
[←401]
José Soler Puig: En el año de enero, 2da. ed. Ed. Unión, La Habana, 1963, p. 7.
[←402]
Ibíd., p. 10.
[←403]
Cfr. ibíd., entre otras, p. 17.
[←404]
Cfr. ibíd., p. 70.
[←405]
Ibíd.
[←406]
Michel Foucault: De lenguaje y literatura, Introd. de Ángel Gabilondo, Ed. Paidós, Buenos
Aires, Barcelona, México, 1996, p. 64.
[←407]
Ibíd.
[←408]
Cfr., entre otros muchos momentos, diálogos como el que aparece en la p. 35.
[←409]
Ibíd., p. 25.
[←410]
Michel de Certau: La invención de lo cotidiano. Artes de hacer, Reimpresión de la primera ed.
en español, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente y Universidad
Iberoamericana, México, 2000, p. XLV.
[←411]
Ibíd., p. 5.
[←412]
Ibíd., p. 7.
[←413]
Cfr. Michel de Certeau: «Andar en la ciudad», en: Bifurcaciones, Revista de estudios
culturales urbanos, No. 7, julio del 2008.
[←414]
José Soler Puig: El pan dormido, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1999, p. 167.
[←415]
José Soler Puig: El nudo, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 41.
[←416]
Ibíd., p. 94.
[←417]
Ibíd., p. 44.
[←418]
Ibíd., p. 45.
[←419]
Ibíd., p. 58.
[←420]
Ibíd., p. 63.
[←421]
Ibíd., p. 64.
[←422]
José Soler Puig: El pan dormido, ed. Cit., p. 510.
[←423]
Omar Calabrese: La era neobarroca, Editorial Cátedra, Madrid, 1989, p. 134.
[←424]
Soler: ob, cit., pp. 356-357.
[←425]
Ibíd., p. 485.
[←426]
Vidal Morales Morales: Iniciadores y primeros mártires de la revolución cubana, Imprenta
Avisador Comercial, 1901, p. 36.
[←427]
Luis Álvarez Álvarez y Gustavo Sed Nieves: El Camagüey en Martí, Centro de Investigación
y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, Editorial José Martí, La Habana, 1997, p.
233.
[←428]
José Martí: Obras completa, Ed. Ciencias Sociales, 1975, t. 5, p. 445.
[←429]
Emilio Roig de Leuchsenring: Los escritores, Consejo Provincial de Cultura de La Habana,
Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, La Habana, 1962, p. 87.
[←430]
Cfr. también una amplia narración de este hecho histórico en: Vidal Morales Morales: ob. cit.,
pp. 37-52.
[←431]
Ibídem, p. 85.
[←432]
Ápud ibíd., p. 86.
[←433]
Benigno Vázquez Rodríguez: Precursores y fundadores, Ed. Lex, La Habana, 1958, p. 54.
[←434]
Federico de Córdoba, comp. y prólog.: Cartas del Lugareño (Gaspar Betancourt Cisneros),
Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, 1951, p. 302.
[←435]
Ápud ibíd., p. 303.
[←436]
Cfr. ibíd., p. 307.
[←437]
Benigno Vázquez Rodríguez: ob. cit., p. 54.
[←438]
Ápud Emilio Roig de Leuchsenring: ob. cit., p. 87
[←439]
Ápud ibíd.
[←440]
Ibíd., pp. 86-87.
[←441]
Ibíd., p. 87.
[←442]
Federico de Córdoba, comp. y prólog.: ob. cit., p. 330.
[←443]
Ibíd., p. 342.
[←444]
Ápud Emilio Roig de Leuchsenring: ob. cit.., p. 92.
[←445]
Federico de Córdoba, comp. y prólog.: ob. cit., p. 343.
[←446]
Ibíd., p. 343.
[←447]
Ibíd., p. 92.
[←448]
José Antonio Fernández de Castro, compilador: Medio siglo de historia colonial. Prólogo de
Enrique José Varona, [s. d. e.], La Habana, 1923, p. pp. 86-87. Esta fundamental compilación
de documentos, publicada en un año trascendental para el despertar de la conciencia del país,
está dedicada «A la memoria de los forjadores que la conciencia nacional, que murieron sin
ver realizada su aspiración a la independencia de Cuba».
[←449]
Federico de Córdoba, comp. y prólog.: ob. cit. pp. 357-358.
[←450]
Ibíd., p. 361.
[←451]
Ibíd., p. 360.
[←452]
George Lamming: Los placeres del exilio. Ed. Casa. La Habana, 2007, p. 367.
[←453]
Respecto del sello fractal que es posible advertir en la cultura caribeña, cfr. Antonio Benítez
Rojo: The repeating island. The Caribbean and the Postmodern Perspective. Duke University
Pres. Duke, 1992, en particular el epílogo, pp. 264 y sig.
[←454]
Édouard Glissant: El discurso antillano, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2010, p. 196.
[←455]
Véase, por citar solo un ejemplo, el enfoque dicotómico en el ensayo de Edward Kamau
Brathwaite, tan interesante por otra parte, «La criollización en las Antillas de lengua inglesa»
[en Leopoldo Zea, comp.: Fuentes de la cultura latinoamericana, Fondo de Cultura
Económica, México, 1993, t. III, pp. 253-272].
[←456]
Mireya Fernández Merino: Escrituras híbridas. Juego intertextual y ficción en García
Márquez y Jean Rhys, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2004, p. 32.
[←457]
Édouard Glissant: ob. cit., p. 9.
[←458]
Ibíd., p. 287.
[←459]
Sergio E. González Rubiera: Turismo, beneficio para todos. Siglo XXI Editores. México, 2002,
p. 7.
[←460]
Ibídem, p. 68.
[←461]
Ibíd.
[←462]
Ibíd., p. 73.
[←463]
Las artes en el Caribe, al ahondar en fenómenos profundos de la cultura, hacen aflorar un
panorama inquietante y dramático. Cf., por ejemplo, la selección de textos narrativos
organizada por Vitalina Alfonso y Emilio Jorge Rodríguez: Cuentos para ahuyentar el
turismo. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1991.
[←464]
Silvio Torres-Saillant: «La historia sin fin: el Caribe ante el asedio de Occidente», en: Gonzalo
Abad, presentador: El Caribe: un mosaico pluricultural. Seminario Internacional sobre el
Caribe. Imagen Editorial, A. México, 2003, p. 121.
[←465]
Édouard Glissant: ob. cit., p. 15.
[←466]
Franz Fanon: «Antillanos y africanos», en Leopoldo Zea, compilador: Fuentes de la cultura
latinoamericana. Fondo de Cultura Económica. México, 1993, t. II, p. 470.
[←467]
Édouard Glissant: ob. cit., p. 30.
[←468]
Ibíd.
[←469]
Ibíd., p. 421.
[←470]
Ibíd., p. 125.
[←471]
Ibíd., p. 9.
[←472]
Cfr. Desiderio Navarro: Cultura y marxismo. Problemas y polémicas. Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 1986, pp. 12-49.
[←473]
Ibíd., pp. 48-49.
[←474]
Ibíd., p. 31.
[←475]
Publicado por vez primera en Slovenská literatúra, revista del Instituto de Ciencia Literaria de
la Academia Eslovaca de Ciencias, Bratislava, XXX, 1, 1983, pp. 84-88.
[←476]
Ibíd., p. 87.
[←477]
Ibíd., p. 210.
[←478]
Desiderio Navarro: Ejercicios del criterio. Ed. Unión, La Habana, 1988, pp. 11-32.
[←479]
Véase Arturo Agramonte y Luciano Castillo: Cronología del cine cubano I (1897-1936),
Ediciones ICAIC, La Habana, 2011, 486 p.; Cronología del cine cubano II (1937-1944), Ed.
ICAIC, La Habana, 2012, 498 p.; y Cronología del cine cubano III (1945-1952), Ed. ICAIC,
La Habana, 2013.
[←480]
Arturo Agramonte y Luciano Castillo: Cronología del cine cubano III (1945-1952), Ed.
ICAIC, La Habana, 2013, p. 12.
[←481]
Ápud ibíd., p. 220.
[←482]
Ibíd., p. 358.
[←483]
Ibíd., p. 359.
[←484]
Roland Barthes: «De la obra al texto», ed. cit., p. 174.
[←485]
Cfr. Maurice Corvez: Los estructuralistas, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1972.
[←486]
Cfr. las ideas expuestas por E. Adamson Hoebel en: Hombre, cultura y sociedad. Fondo de
Cultura Económica. México, 1975
[←487]
Umberto Eco: La estructura ausente. Ed. Lumen. Barcelona, 1999, p. 384.
[←488]
Cfr. Emilio Garroni: Proyecto de Semiótica. Editorial Gustavo Gili, S.A. Barcelona, 1972.
[←489]
Iuri Lotman: «Los estudios literarios deben ser una ciencia», en: Desiderio Navarro, comp.,
trad. Y prólogo: Textos y contextos I. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1985, pp. 76-77.
[←490]
Stefan Morawski: “Las variantes interpretativas de la fórmula «el ocaso del arte», en:
Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. La Habana. No. 21-24. Tercera
época. Enero de 1987 – Diciembre de 1988, p. 141.
[←491]
Pierre Francastel: La realidad figurativa. Ed. Paidós Ibérica, S.A. Barcelona, 1988, p. 115.
[←492]
Hubert Damisch: «Semiótica e iconografía», en: Desiderio Navarro, comp. y trad.: Image 1.
Teoría francesa y francófona del lenguaje visual y pictórico, Casa de las Américas, UNEAC y
Embajada de Francia en Cuba, La Habana, 2002, p. 71.
[←493]
Omar Calabrese: ob. cit., p. 238.
[←494]
Stefan Morawski: «¿Qué es una obra de arte?», en: José Orlando Suárez Tajonera, comp.:
Textos escogidos de Estética, Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1991, t. I, p. 3.
[←495]
Umberto Eco: La definición del arte. Lo que hoy llamamos arte, ¿ha sido y será siempre arte?
Ed. Roca, S.A. Barcelona, 1990, pp. 282-283.
[←496]
Francisco José Martínez: «Reflexiones de Deleuze sobre la plástica», en: José Vidal, ed.:
Reflexiones sobre arte y estética. En torno a Marx, Nietzsche y Freud, Fundación de
Investigaciones Marxistas, Madrid, 1998, p. 117.
[←497]
Simón Marchán Fiz, comp.: «Presentación» a: Real/Virtual en la estética y la teoría de las
artes, Ed. Paidós, Barcelona, 2005, pp. 9-10.
[←498]
Stefan Morawski: «La concepción de la obra de arte antaño y hoy», en: Stefan Morawski: De
la estética a la filosofía de la cultura, Selección y traducción del polaco de Desiderio Navarro,
Centro Teórico-cultural Criterios, La Habana, 2006, p. 151.
[←499]
Ibíd., p. 151.
[←500]
Ibíd., p. 151.
[←501]
Arthur C. Danto: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Ed.
Paidós, Barcelona, 1999, p. 117.
[←502]
Ibíd., p. 51.
[←503]
Ibíd., pp. 27-28.
[←504]
Jean Baudrillard: Crítica de la economía política del signo, Siglo XXI Editores, México, 1977,
p. 125.
[←505]
Stefan Morawsky: “¿Qué es una obra de arte?”, en: José Orlando Suárez Tajonera, comp.:
Textos escogidos de Estética, Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1991, p. 25.
[←506]
Roman Jakobson subrayó: «En arte fue el cine el que reveló con mayor claridad y énfasis a
innumerables espectadores que el lenguaje es solo uno de los sistemas de signos posibles […]»
[Ápud František W. Galan: ob. cit., p. 129]. Y Charles Jencks, a su vez, reflexionó sobre los
lenguajes de la arquitectura [Cfr. «El lenguaje de la arquitectura postmoderna», en [Gerardo
Mosquera, comp.: Del Pop al Post, Ed. Arte y Literatura, La Habana, 2993, pp. 502-512].
[←507]
Pierre Francastel: «Elementos y estructuras del lenguaje figurativo», en: Criterios. Teoría
literaria. Estética. Culturología, La Habana, No. 25-28, Tercera época, enero de 1989-
diciembre de 1990, p. 105.
[←508]
Este problema lleva implícito otro de semejante trascendencia: el problema del lector activo.
Paul Ricoeur comenta sobre la lectura literaria algo que puede considerarse válido para todo el
arte a partir de las vanguardias del siglo pasado: «Que la literatura moderna sea peligrosa es
incontrovertible. La única respuesta digna de la crítica que ella suscita […] es que dicha
literatura venenosa requiere de un nuevo tipo: un lector que responda». Y luego agrega: «La
función más corrosiva de la literatura tal vez sea la de contribuir a hacer surgir un lector de un
nuevo género, un lector que también sospecha» [Paul Ricoeur: «Mundo del texto y mundo del
lector», en: Françoise Pérus, comp.: Historia y literatura, Instituto Mora, México, 1994, p.
233].
[←509]
Pierre Francastel: «Elementos y estructuras del lenguaje figurativo», ed. cit., p. 106.
[←510]
Ibíd., p. 112.
[←511]
Cfr. María Rosa Neufeld: «Crisis y vigencia de un concepto: la cultura en la óptica de la
antropología», en Alain Basail y Daniel Álvarez: Sociología de la cultura, Ed. Félix Varela, La
Habana, 2004, t. I, pp. 7 y sig.
[←512]
Claude Lévi-Strauss: Antropología estructural, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1970, p. 63.
[←513]
Ibíd., p. 63.
[←514]
Armando Vázquez Barrios: «De qué hablamos cuando hablamos de discapacidad», en:
Armando Vázquez Barrios y Nora Cáceres, ed.: El abordaje de la discapacidad desde la
atención primaria de salud, Organización Panamericana de la Salud, Buenos Aires, 2008, p.
10.
[←515]
No hablaremos aquí de otros modelos conceptuales sobre discapacidad, como el «modelo
político activista o modelo de las minorías colonizadas».
[←516]
Ibíd., p. 11.
[←517]
Nilma Lacerda: «EL pasaje por el hueco: donde lectura y salud pueden dialogar». Ponencia
presentada al Congreso «Lectura 2009. Para leer el siglo XXI», convocado por el Comité
Cubano de IBBY, La Habana, octubre-noviembre de 2009.
516Disability World. Revista electrónica, bimensual, sobre noticias y opiniones
internacionales relacionadas al tema de la discapacidad, vol. No. 19, junio-agosto de 2003.
517 Ibíd.
[←518]
[←519]
[←520]
Cfr. Miguel Lugones Botell: «Algunas consideraciones sobre la calidad de vida», en: Rev
Cubana Med Gen Integr, v.18, n.4, La Habana, jul.-ago. 2002. Este autor señala: «La calidad
de vida tiene una historia reciente. En la década de los 60 del siglo pasado pasó del ámbito de
la economía al de las ciencias humanas. Su importancia fundamental dentro de la medicina
radica en que surge como un intento de dotar de contenido a lo que llamamos respeto a la
dignidad de los seres humanos».
[←521]
Rafael Tuesca Molina: «La calidad de vida, su importancia y cómo medirla».
http://ciruelo.uninorte.edu.co/pdf/salud_uninorte/21/8.La%20Calidad%20de%20Vida.pdf.
Asimismo, cfr., entre otros, http://www.ib.edu.ar/bib2004/Finalistas/MariaFernandaRuiz.pdf.
[←522]
http://www.dpi.org/sp/resources/documents/tema9.pdf.
[←523]
Ibídem.
[←524]
Las cuales se refieren a la posibilidad de acceso al medio físico, a la información y a la
comunicación, la educación en los diferentes niveles de las personas con discapacidad en
entornos integrados, la igualdad de oportunidades para obtener un empleo productivo y
remunerado en el mercado del trabajo, el mantenimiento de los ingresos y seguridad social de
las personas con discapacidad y sus familias, una vida en familia que ayude a alcanzar la
integridad personal, la integración y participación en las actividades culturales y la
participación en actividades recreativas y deportivas.
[←525]
Herbert Read: Educación por el arte, Paidós, Bacelona, 1999, p. 287.
[←526]
Andy Heargraves: Profesorado, cultura y postmodernidad. Cambian los tiempos, cambia el
profesorado, Ed. Morata, Madrid, 1998, p. 85.
[←527]
Cfr. Kenneth S. Goodman y Yetta M. Goodman: «Conocimientos de los procesos
psicolingüísticos por medio del análisis de la lectura en voz alta», en: Learning about
psycholinguistic processes by analyzing oral Reading, Harvard Educational Review, Vol. 47,
No. 3, agosto de 1977,
[←528]
Umberto Eco: Seis paseos por los bosques narrativos, Ed. Lumen, Barcelona, 1997, p. 16.
[←529]
J. F. Lyotard: La condición postmoderna, Ed. Cátedra, Madrid, 1984, p. 109.
[←530]
G. Vattimo: El fin de la modernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1984, p. 155 y sig.
[←531]
Ibíd.
[←532]
Jean François Lyotard: «Reescribir la modernidad», en: Revista de Occidente, No. 66, 1986, p.
32.
[←533]
Hal Foster: «El postmodernismo en paralaje», en: Criterios, No. 32, julio-diciembre de 1994,
pp. 59-60.
[←534]
Ibíd.
[←535]
Todd Gitlin: «La vida en el mundo postmoderno», en: The Wilson Quarterly, Universidad de
California, Berkeley, 1989.
[←536]
Cfr. Fina García Marruz: «El hombre natural martiano», en: El amor como energía
revolucionaria en José Martí, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2004, p. 51-72.
[←537]
Cfr. José Martí: O.C., t. 5, p. 267.
[←538]
Ibíd., t. xx, p. 366.
[←539]
José Martí: Obras completas, t. XVIII, p. 349.
[←540]
Ibíd., t. IV, p. 361.
[←541]
Ibíd.
[←542]
Ibíd., t. V, p. 378.
[←543]
Fondos del Museo Provincial Ignacio Agramonte de Camagüey.
[←544]
Ibíd., t. IV, pp. 361-362.
[←545]
Ibíd., t. V, p. 464.
[←546]
Ibíd., t. II, p. 30.
[←547]
Ibíd., t. IV, p. 384.
[←548]
Ibíd., t. V, p. 374.
[←549]
Ibíd., t. V, pp. 373-374.
[←550]
Cfr. Miguel Antonio Rivas Agüero: Médicos camagüeyanos en las luchas por la libertad de
Cuba, Miami, Florida, Ed. Sepia Graphics Arts, 1989.
[←551]
Ibid., t. 5, p. 311.
[←552]
Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano, Nueva York, Imprenta de Ponce de León,
1878.
[←553]
José Martí: Obras completas, ed. cit., t. XX, p. 384.
[←554]
Ibíd., t. V, p. 367.
[←555]
Ibíd., t. IV, p. 126.
[←556]
Ibíd., t. XIX, p. 221.
[←557]
Ibíd., t. IV, p. 140.
[←558]
Ibíd., t. IV, p. 143.
[←559]
Ibíd., t. IV, p. 147.
[←560]
Cfr. Luis Conte Agüero: Eduardo Chibás, el adalid de Cuba, México, Ed. Jus, 1955, p. 377.
[←561]
José Martí: op. cit., t. IV, p. 387.
[←562]
Frncisco de Arango y Parreño: Obras, Imprenta Howson y Heinen, La Habana, 1888.t. I,

p. 57.
[←563]
Eduardo Torres-Cuevas: «José Antonio Saco. Doscientos años después», en: La Gaceta de
Cuba, La Habana, Unión de Escritores y Artistas de Cuba, noviembre-diciembre de 1997, p.
41.
[←564]
Cfr. José Antonio Saco: Papeles sobre Cuba, Dirección General de Cultura, La Habana, 1960,
t. I, p. 4.
[←565]
José Antonio Saco: Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, Ed. Oriente, Santiago de
Cuba, 1974, p. 18.
[←566]
Ibíd., p. 19.
[←567]
Ibíd., p. 20.
[←568]
Ibíd., p. 29.
[←569]
Ibíd., pp. 29-30.
[←570]
Cfr. José Antonio Saco: Papeles sobre Cuba, Ministerio de Educación, Dirección General de
Cultura, La Habana, 1960, t. II, pp. 54 y sig.
[←571]
José Antonio Saco: Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, ed. cit., p. 52.
[←572]
Cfr. ibíd., p. 48, entre otros momentos.
[←573]
Francisco Agüero Duque-Estrada, El Solitario: Discurso en la inauguración de la clase de
Literatura del Liceo de Puerto Príncipe, folleto sin datos editoriales, p. 5.
[←574]
Eduardo Torres-Cuevas: «José Antonio Saco. Doscientos años después», loc. cit., p. 41.
[←575]
Ibíd.
[←576]
Ápud Fernando Ortiz: «Prólogo» a José Antonio Saco: Historia de la esclavitud de la raza
africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países américo-hispánicos, Cultural, S.A., La
Habana, 1938, t. IV, p. XXIX.
[←577]
Ibíd., pp. XV-XVI.
[←578]
José Antonio Saco: Papeles sobre Cuba, ed. cit., t. I, p. 415.
[←579]
José Antonio Saco: Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, ed. cit., pp. 58-59.
[←580]
Henri Berr: Prólogo a: Georges Weill: La Europa del siglo XIX y la idea de nacionalidad, Ed.
UTEHA, México, 1961, p. IX.
[←581]
Georges Weill: La Europa del siglo XIX y la idea de nacionalidad, ed. cit., p. 5.
[←582]
José Antonio Saco: Papeles sobre Cuba, ed. cit., t. III, pp. 442-443.
[←583]
Ibíd., t. III, p. 445.
[←584]
Ibíd., t. III, p. 461.
[←585]
Ibíd., t. III, p. 444.
[←586]
Ibíd., t. III, p. 447.
[←587]
José Antonio Fernández de Castro: «Introducción» a: Domingo del Monte: Escritos, Cultural,
S.A. La Habana, 1929, t. I, p. XXX.
[←588]
Domingo del Monte: Escritos, ed. cit., t. I, p. 10.
[←589]
Ibíd.
[←590]
Ibíd., t. I p. 29.
[←591]
Ibíd.,t. I, p. 27.
[←592]
Ibíd., t. I, p. 44.
[←593]
Antonio Bachiller y Morales: Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública
en la isla de Cuba, Cultural, S.A., La Habana, 1936, t. II, p. 137.
[←594]
Domingo del Monte: Escritos, ed. cit., t. I, pp. 52-53.
[←595]
Ibíd., t. I, p. 278.
[←596]
Ibíd., t. II, p.
[←597]
Ibíd., t. I, p. 71.
[←598]
Cfr., entre otros estudios, Olga García Yero: Educación e historia en una villa colonial, (autora
principal, con Ernesto Agüero y Aracely Aguiar) Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1989.
[←599]
Cfr. ibíd., t. II, pp. 76-82.
[←600]
Ibíd., t. I, p. 72.
[←601]
Ibíd., t. I, pp. 72-73.
[←602]
Ibíd., t. I, p. 76.
[←603]
Cfr. al respecto las valoraciones de Fina García Marruz sobre la exactitud del juicio martiano
sobre ese intelectual en Estudios delmontinos, Ed. Unión, La Habana, 2008, en particular las
pp. 5-41.
[←604]
Cfr. Antonio Bachiller y Morales, Los negros, Gorgas y Co., Barcelona, [s.f.].
[←605]
Iuri M. Lotman: «La memoria a la luz de la culturología», trad. de Desiderio Navarro, en:
Criterios. Estudios de teoría de la literatura y las artes, estética y culturología, La Habana,
No. 31, cuarta época, enero-junio de 1994, p. 223.
[←606]
Ibíd., p. 225.
[←607]
Antonio Bachiller y Morales: Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública
en la isla de Cuba, ed. cit., t. II, pp. 3 y sig.
[←608]
Ibíd., t. II, p. 19. Cfr. asimismo t. II, p. 27-
[←609]
Ibíd., t. II, p.49.
[←610]
Ibíd., t. II, p. 58.
[←611]
Ibíd., t. II, p. 83.
[←612]
Ibíd., t. II, p. 84.
[←613]
Cfr. Antonio Bachiller y Morales: Cuba primitiva. Origen. Lenguas, tradiciones e historia,
Librería de Miguel de Villa, La Habana, 1883, p. 23.
[←614]
Ibíd., p. 14.
[←615]
Cfr. ibíd., pp. 74 y sig.
[←616]
Ibíd., p. 80. Asimismo, cfr. ibíd., p. 83.
[←617]
Cfr. Antonio Bachiller y Morales: Los negros, ed. cit., pp. 10-11.
[←618]
Ibíd., p. 82.
[←619]
Ibíd., p. 87.
[←620]
Ibíd., pp. 89-90.
[←621]
Ibíd., p. 100.
[←622]
Ibíd., p. 102.
[←623]
Ibíd., p. 114.
[←624]
Ibíd., p. 117.
[←625]
Ibíd., p. 115.
[←626]
Aurelio Mitjans: Estudio sobre el movimiento científico y literario en Cuba, Ed. Consejo
Nacional de Cultura, La Habana, 1963, p. 53.
[←627]
Francisco Calcagno: Poetas de color. Plácido. Manzano. Rodríguez. Echemendía. Silveira.
Medina, 5ta. ed., Imprenta Mercantil, La Habana, 1887, p. 87.
[←628]
Juan Gualberto Gómez: Preparando la Revolución, Secretaría de Educación, Dirección de
Cultura, La Habana, 1936, p. 31.
[←629]
Ibíd., p. 33.
[←630]
Martín Morúa Delgado: Impresiones literarias. Discursos. Misceláneas, Publicaciones de la
Comisión Nacional del Centenario de don Martín Morúa Delgado, La Habana, 1957, t. I, p. 17.
[←631]
Cfr. ibíd., t. I, pp. 21 y sig.
[←632]
Ibíd., pp. 26-27.
[←633]
Ibíd. t. I, p. 30.
[←634]
Ápud ibíd.,t. I, p. 32.
[←635]
Ibíd., t. I, pp. 32-33.
[←636]
Ibíd., t. I, p. 33.
[←637]
Ibíd., t. I, p. 38.
[←638]
Ibíd., t. I, p. 67.
[←639]
Ibíd., t. I, pp. 145-146.
[←640]
Ibíd., t. I., p. 147.
[←641]
Ibíd.
[←642]
Ibíd., t. I, p. 149.
[←643]
Julián del Casal: Prosa, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1979, t. I, p. 189.
[←644]
Ibíd., t. I, p. 195.
[←645]
Cfr. ibíd., t. I, p. 188.
[←646]
A ello ha contribuido mucho el conjunto de trabajos emprendidos por jóvenes historiadores y
sociólogos, por ejemplo, los trabajos de Abel Sierra Madero.
[←647]
Julia Kristeva: El lenguaje, ese desconocido, Ed. Fundamentos, Madrid, 1987, p. 4.
[←648]
Cfr. Jacques Derrida: De la gramatología, Siglo XXI, México, 1998, pp. 37-57.

LUIS ÁLVAREZ ÁLVAREZ (Camagüey, 1951). Poeta, crítico literario


e investigador cubano. Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en
Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La
Habana, donde trabajó durante varios años. Distinguido con
el Premio Nacional de Literatura (2017) y miembro de honor de
la Fundación Nicolás Guillén (2019). En la actualidad se
desempeña como Profesor Titular de la Universidad de
Camagüey, y especialista en la Oficina del Historiador de la
Ciudad de Camagüey.

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