Antonio Pavía - El Buen Pastor
Antonio Pavía - El Buen Pastor
Prólogo.................................................................................................................................................. 4
1. Sólo hay una puerta......................................................................................................................... 7
Mi Casa es casa de oración
Las ovejas cómodas
Sincretismo religioso
La escala de Jesús
2. Tras las huellas del Pastor............................................................................................................. 12
La voz de los extraños
La voz del Pastor
He manifestado tu nombre
Palabra y comunidad
3. Jesús prepara el banquete............................................................................................................. 17
Los pequeños son los sabios
Reposando en Él
El pan de los hijos
Es Maestro y Pastor
4. La abundancia de Dios.................................................................................................................. 24
La escasez del hombre
El verdadero tesoro
Yo os saciaré
Mi yugo es suave
5. Os doy la vida eterna..................................................................................................................... 29
Asoma la esperanza
Él se llegará hasta mí
Yo soy vuestra fortaleza
Somos hijos y herederos
6. Escándalo y huida.......................................................................................................................... 35
Tuyos somos, Señor
Heme aquí, Padre
Aquí estoy, Señor
7. Dios con nosotros........................................................................................................................... 40
Jesús: Dios y mediador
El Hijo: fuego del Padre
Conozco al que me envió
También yo os envío
8. Nos conduce a la Verdad............................................................................................................... 46
La elección de Israel
Salvación para todos
Un solo Señor
Por mí viviréis
9. Mi Padre es quien me glorifica..................................................................................................... 54
La obediencia a Dios
Jesús vive por el Padre
Nos despierta de la muerte
Cara a cara con Él
10. Buscando a tientas........................................................................................................................ 58
Dios se acerca
Ni la carne ni la sangre
Desposados por la Cruz
El seno del Buen Pastor
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 4
Prólogo
«estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Sus pastores, al apacentar
con preceptos morales, normas y leyes, llevaron a su pueblo a la vejación y al abatimiento.
A partir de Jesucristo, la Palabra –hierba que reconforta, pan de cada día salido de las entrañas del
Padre– es el sello de garantía de los pastores que apacientan en su nombre. San Pablo nos dice: «La
Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría,
cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados…» (Col
3,16).
El apóstol pone la Palabra de Cristo, es decir, el Evangelio, como fundamento de toda instrucción y
amonestación, e incluso de todo agradecimiento del corazón hacia Dios con salmos e himnos; y no
como objeto de estudio, sino como huésped que habita en toda su riqueza en el corazón del cristiano y,
por supuesto, sobre todo en el corazón de los pastores, cuya misión prioritaria es el ministerio de la
predicación.
En el comienzo de la Carta a Tito, Pablo se define a sí mismo como siervo de Dios, es decir, como
aquel que tiene permanentemente el oído abierto. Esta era la actitud de los siervos con sus señores,
siempre disponibles a su palabra. Pero Pablo tiene la conciencia de que este su «ser siervo de Dios», es
para llevar a los hombres la fe y el pleno conocimiento de la verdad, la esperanza de la vida eterna que,
prometida por Dios desde toda la eternidad, se ha hecho ahora visible por la Palabra: la predicación a él
encomendada (Tit 1,1-3).
Pablo es imagen preciosa de Jesucristo como Buen Pastor. Tiene el oído abierto para escuchar a Dios,
acoge y guarda la Palabra sabiendo que acoge y guarda a Dios; y pone su vida al servicio de la
predicación con la certeza de que Dios le ha llamado para dar vida eterna. Y esto para Pablo no es un
título, es un don de Dios. Él sabe muy bien que da hierba que apacienta a los que le escuchan, pero
también sabe que es el primero en ser apacentado y saciado en los verdes prados de las Escrituras que
Dios le da, por eso es buen pastor.
La Palabra, el Evangelio que llega así a los hombres, se convierte en el instrumento de elección de
Dios. Escuchemos cómo Jesucristo, en su oración con el Padre, pide por sus discípulos en estos
términos: «Santifícalos en la Verdad: tu Palabra es la Verdad» (Jn 17,17).
Santifícalos, dice Jesús, es decir, escógelos, sepáralos para ti, que esto es lo que significa la palabra
santificar. En la boca de Dios, santificar no tiene ninguna connotación moral, ningún estado de vida
cristiana superior a otro. Dios llama-elige por medio del Evangelio… (2Tes 2,14).
Jesucristo es el Buen Pastor, se da a sí mismo no para presentarnos un ejemplo moralizante, sino para
hacer visible la Palabra que da la vida, el Evangelio lleno de su misma divinidad. Evangelio que tiene
el poder de llevar al hombre a su plenitud en su creación como hijo de Dios (Jn 1,12).
Jesucristo es Buen Pastor no porque murió en la cruz, sino porque, a partir de su muerte y en la gloria
de su resurrección, ha roto la antigua alianza: todo precepto, norma y ley que no sirven sino para
cansar, vejar, abatir, humillar y desnutrir al hombre. En Él Dios realiza la Nueva Alianza. Él es la vida
en abundancia (Jn 10,10), el alimento que descansa y vivifica; en Él se anulan todos los títulos y
prepotencias, en Él todos somos hermanos. Él, la Palabra salida del Padre, nos pone en comunión no
por un esfuerzo personal, sino por el hecho de comer todos el mismo alimento, el mismo pan, la misma
Palabra que Él comió de su Padre y le mantuvo en fidelidad.
Jesucristo, el Buen Pastor, es también Pastor de pastores al conferir a estos su mismo don de apacentar
las ovejas, fortaleciéndolas con abundantes pastos, que son alimento a la vez que descanso.
Así lo vemos en el último encuentro de Jesús con Pedro después de su resurrección. Por tres veces se
dirige a él con esta pregunta: ¿Me amas? Por tres veces Pedro responde confesándole su amor. Es
entonces cuando Jesús le indica la señal por la cual Pedro sabrá si su amor es auténtico: «Apacienta mis
ovejas» (Jn 21,15-17).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 6
Pedro recibe estas palabras de Jesús no como mandato sino como don, ya que Jesucristo mismo le
concede la Palabra como fruto fecundado y emergido desde la Cruz para que, a su vez, pueda
robustecer su rebaño con el alimento que da la vida eterna.
El mayor don que Dios da a un pastor es el de una entrañable pasión por el Evangelio. Don que hay que
pedir cada día. Cuando es sumergido por Dios en esta pasión, la Palabra se convierte en Luz
potentísima. Es entonces cuando el pastor pastorea a su rebaño; y no con su sabiduría sino con la
sabiduría de Dios, que es lo que verdaderamente alimenta a las ovejas a él encomendadas.
Jesucristo es el Buen Pastor. Su alimento es el nuestro, su oración es la nuestra, sus ojos luminosos que
encontraban el rostro del Padre en medio de sus noches, son los nuestros. A lo largo de las siguientes
páginas intentaremos ver esta figura de Jesucristo siguiendo el capítulo diez del evangelio de san Juan.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 7
recoger el dinero de los hombres y abrigarse con los honores que estos les brindan. Son, a fin de
cuentas, pastores que no están al servicio de las ovejas, sino que son estas las que están al servicio del
pastor, que se apacienta a sí mismo y se las arregla para sacar el mayor provecho posible del rebaño
que se le ha encomendado.
En el profeta Jeremías leemos un texto que alude también a los falsos profetas y a la perversidad que
formalizan dentro de la casa de Dios: «Tanto el profeta como el sacerdote se han vuelto impíos; en mi
Casa topé con su maldad. Por ende, su camino vendrá a ser su despeñadero: a la cima serán empujados
y caerán en ella. Porque voy a traer sobre ellos una calamidad, al tiempo de su visita. En los profetas de
Samaría, he observado una inercia: profetizaban por Baal y hacían errar a mi pueblo Israel. Mas en los
profetas de Jerusalén he observado una monstruosidad: fornicar y proceder con falsía, dándose la mano
con los malhechores, sin volverse cada cual de su malicia. Se me han vuelto todos ellos cual Sodoma, y
los habitantes de la ciudad, cual Gomorra» (Jer 23,11-14).
Mano a mano con los malhechores y salteadores, de una u otra forma, persiguen el mismo fin, los unos
con la violencia física y los otros con la exasperación de normas y, peor aún, utilizando la oración
como mercancía. «Devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones» (Mc 12,40). Aunque
con armas diferentes, se echan a la espalda la palabra de Dios y, como dicen los salmos, corren con el
ladrón.
Todas estas exhortaciones de Jesucristo, que ya venían siendo señaladas por el Antiguo Testamento,
nos alcanzan y despiertan a todos. Desde el momento en que el Hijo de Dios proclamó: «Id y anunciad
el Evangelio a todas las naciones», sentimos la urgencia de anunciar y proclamar la Palabra que
pastorea al hombre, entrando en el redil donde este habita por la puerta del misterio de la Cruz.
Las ovejas cómodas
Es muy importante entrar en el testimonio de las primeras predicaciones de la Iglesia tal y como están
recogidas en las diversas cartas de los Apóstoles. Cuando se dirigen a los presbíteros, la gran
recomendación que hacen es el cuidado que deben poner en no mancharse las manos con los negocios
y el tráfico de dinero. Esta cuestión se veía esencial y fundamental.
Pedro, en su primera Carta dice: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como
ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse.
Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados sino voluntariamente,
según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado
cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Mayoral recibiréis la corona de gloria que
no se marchita» (1Pe 5,1-4).
Cuidar y apacentar el rebaño sin tratar de sacar de las ovejas ninguna ganancia, sin ningún afán
lucrativo, esto es pastorearlas desde la verdad. En cuanto al sustento de los pastores, es algo de lo cual
Dios se ocupa y se preocupa: «No andéis preocupados diciendo: “¿qué vamos a comer?”, “¿qué vamos
a beber?”, “¿con qué vamos a vestirnos?”. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe
vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas
esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,31-33).
Los Apóstoles, en sus exhortaciones, vierten palabras muy duras acerca de este punto crítico donde se
desvirtúa completamente el Evangelio: el dinero. «Hubo también en el pueblo falsos profetas, como
habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que
los adquirió, atraerán sobre sí una rápida destrucción. Muchos seguirán su libertinaje y, por causa de
ellos, el Camino de la verdad será difamado. Traficarán con vosotros por codicia con palabras
artificiosas; desde hace tiempo su condenación no está ociosa ni su perdición dormida» (2Pe 2,1-3).
También Pablo habla de los presbíteros que piensan que la piedad es un negocio (1Tim 6,5).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 9
ninguna devoción especial; sin embargo, existen entre nosotros. Cuando estas, que son solamente un
apéndice espiritual, socavan y ocultan la palabra de Dios, es lo que podríamos llamar «estas aguas de
abundancia» que, lo mismo que entran en la cisterna de nuestro ser, fluyen hacia la nada por las
innumerables grietas de nuestra vida. Y cuando en nuestra vida aparece un crack sea por un fracaso,
soledad, enfermedad, etc., nos hundimos, pudiendo llegar a desesperarnos si es que confiábamos en que
tal romería o devoción era el ungüento milagroso que nos preservaría de todo mal.
Sincretismo religioso
En el evangelio de Lucas encontramos el siguiente pasaje:
«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos
de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se
fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por
aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual
modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un
rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a
él, y al verle tuvo compasión» (Lc 10,30-33).
Nos encontramos aquí ante un hombre que ha pecado
profundamente pues, como explica Orígenes, Padre de la
Iglesia, bajar de la ciudad santa de Jerusalén a Jericó, significa alejarse de Dios e ir hacia el paganismo.
Toda esta destrucción que el hombre experimenta cuando se va apartando de la voluntad de Dios, en un
cierto momento le conduce a una postración tal, como si hubiera caído en manos de salteadores.
Los sacerdotes, en la Escritura, representan la ley y los levitas el culto. Tanto el uno como el otro pasan
por el camino, ven al hombre herido y dan un rodeo. No pueden ayudar a alguien que ha caído en las
garras de los salteadores porque, como hemos visto anteriormente, están mano a mano con ellos. Si nos
damos cuenta, no se acercan al hombre caído, ven sus heridas y dan un rodeo. Esto es escalar por otro
sitio, por lo que nunca llegan a las heridas profundas del ser humano. Jesús nos quiere indicar cómo
ninguna ley y culto exterior salvan.
El rodeo que dieron el sacerdote y el levita podemos extrapolarlo a nuestra vida. ¡Cuántas veces, al
encontrarnos con personas que se han deshumanizado totalmente, que han perdido hasta su propia
dignidad, nos dedicamos a buscar culpables a quien acusar sin tener capacidad de llegar hasta las
heridas del hombre caído por miedo a mancharnos! Sin embargo, el cristiano es aquel que, ante las
llagas de este hombre, se pregunta qué le ha faltado y, con entrañas de buen pastor, siente compasión
de él. No pocas veces él mismo ha sufrido en su carne las heridas que ahora está llamado a curar. El
samaritano que, como tal, estaba excluido del Templo, no tuvo miedo de mancharse con las heridas de
aquel hombre. Indudablemente, tenía experiencia de sus propias úlceras.
La censura que Israel hacía a los samaritanos, era su sincretismo religioso. Por una parte, adoraban a
Yahvé y, por otra, tenían en Samaría cinco altares correspondientes a otras tantas divinidades
babilónicas. Evidentemente, tal amalgama religiosa era un escándalo. Solo que Jesús denuncia a los
pastores de su pueblo un sincretismo mucho más nocivo: Dios y el dinero, porque en este están
reunidos todos los baales, todas las idolatrías. Esta adulteración puede estar oculta en todos nosotros:
pastores y pueblo; la podemos vivir en la más absoluta ceguera. Sin embargo, el samaritano sí que era
consciente de la división que había dentro de él entre Dios y los ídolos.
Jesucristo denuncia este sincretismo cuando habla del dinero y dice: «Nadie puede servir a dos señores;
porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis
servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Cuando los fariseos oían a Jesús hablar de este tema, se burlaban
de Él porque, como puntualiza Lucas, eran amigos del dinero (Lc 16,14). El Evangelio, como el Buen
Pastor que entra en el redil y saca afuera lo que es pernicioso para las ovejas, nos toca donde tenemos
escondido este sincretismo religioso. Está oculto en nuestro interior incluso de una forma
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 11
institucionalizada, hasta tal punto que no nos sentimos aludidos en la conversación que Jesús mantuvo
con el joven rico. No pensamos que vaya con nosotros y nos excusamos diciendo que Jesucristo
hablaba para las personas de vida consagrada. Sin embargo, el Hijo de Dios habla para todas las
personas que le escuchaban; es más, la vida consagrada se desarrolló en la Iglesia siglos más tarde. Y
también hay que decir que estas personas, con respecto a este texto concreto, en general, lo interpretan
con excesiva prudencia humana.
Al hombre le es mucho más cómodo no escarbar en su interior y mantener el dualismo Dios-dinero
denunciado por Jesucristo. Dualismo bien tapado con velas, devociones, pseudocarismas, etc., de forma
que la Palabra que le llega quede anulada. No obstante, hay «últimos» que, frente al Evangelio,
escuchan, acogen y toman conciencia de la mentira en la que viven, dejan que la Palabra arroje luz
sobre su dualismo y, por eso, son «primeros» en encaminar su vida hacia el único Dios.
Hay también «primeros» que serán «últimos»; son aquellos a los que el Evangelio no les atañe y
prefieren seguir con sus preceptos humanos. Los «últimos» de los que hemos hablado antes, llegaron a
ser «primeros» porque se dejaron seducir por la Palabra, vieron en ella los signos mesiánicos y
creyeron que sus heridas podían curarse.
En la espiritualidad del pueblo de Israel, se sabía que el Mesías habría de ser alguien que daría vista a
los ciegos, oído a los sordos y que repetiría las maravillas del Éxodo. Durante cuarenta años, el pueblo,
errante por el desierto, fue alimentado con pan bajado del cielo; Jesús multiplicó los panes para una
multitud. Y lo hizo como un banquete en el que hay que recostarse para degustarlo (Mt 14,19).
La escala de Jesús
Jesús de Nazaret es alguien que también escala, pero no hacia los baales, como los pastores asalariados
que están mano a mano con los bandidos y salteadores. Jesucristo escala a lo alto, es decir, sube hacia
el Padre, como leemos en el evangelio de Juan: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra
vez el mundo y voy al Padre».
Va al Padre y, por el misterio de la Cruz, lleva consigo al rebaño. Porque las ovejas del redil de Dios
tienen el mismo Padre que Jesucristo, como vemos en el encuentro de María Magdalena con el Mesías
resucitado: «Jesús le dice: “María”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: “Rabbuní” –que quiere decir:
“Maestro”–. Dícele Jesús: “No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”» (Jn 20,16-17).
Con frecuencia aparece en el Antiguo Testamento el término «Padre», pero como un título un poco
lejano. A partir de Jesucristo se ha roto la lejanía: Es nuestro Padre y está cercano: «Mi Padre y vuestro
Padre». El Buen Pastor escala por el Misterio de la Cruz, y presenta ante el hombre el rostro paterno y
materno de Dios al ofrecernos su Evangelio, de modo que el ser humano puede asimilar, con gozo y
alegría, que hay un Padre para él.
Y continúa diciendo Jesús a María Magdalena: «A mi Dios y vuestro Dios». El Padre es su Dios
porque en el corazón de Jesucristo no hay ningún sincretismo oculto. Y es también nuestro Dios porque
hemos sido conducidos por el Buen Pastor hacia Él. Por eso dice: «Y yo, cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Es aquí, en el misterio de la Cruz, donde Jesucristo aparece como Buen Pastor, atrayendo a todos –
absolutamente a todos, buenos y malos (Mt 22,10)–, hacia Él, y abriendo un camino por el que el
rebaño, siguiendo a su pastor, llega hasta el Padre. Todos somos atraídos por la misma Palabra revelada
porque todos hemos sesteado alguna vez con los baales. Y ya no se trata de buenos y malos sino de
quién quiere vivir o seguir muerto, de quién se tapa los oídos o vuelve sus ojos a la voz proclamada
desde la cruz, al Evangelio que resuena por toda la creación. Jesucristo nos atrae uno por uno y a cada
cual por su nombre mediante la predicación del Evangelio, que ya no es ley, ni norma ni precepto sino
Palabra revelada que nos brinda la fuerza para encontrar la Vida.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 12
La Palabra ya está revelada, es Dios mismo. En un tiempo fue necesario que esta Palabra fuera
transmitida por los profetas. Pero ahora ha sido revelada por el mismo Dios en el misterio de la Cruz.
Desde el costado abierto de Jesucristo muerto, la Palabra escondida brotó llena de Vida. Y este es el
Evangelio que anunciamos y proclamamos. No nos han atraído hacia el Padre las cualidades de nadie,
de ningún santo o santa. Todo esto nos puede acercar a Dios pero, al final, es el Evangelio el que nos
lleva al Dios y Padre al que ha subido Jesucristo. Como dice Pablo: «Hemos sido llamados por el
Evangelio».
Tenemos entonces una misión insustituible: proclamar el Evangelio a todas las gentes para que sean
atraídas hacia Dios por la Palabra. De ahí tantos problemas, muros y zancadillas tratando de impedir su
difusión, porque eso es precisamente lo que menos quiere el demonio, como bien nos lo avisó el mismo
Jesucristo: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo, al elegiros os he sacado
del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15,18-19).
Nos dice el Evangelio: «Venid a mí los que estáis cansados» (Mt 11,28), los que habéis pasado toda la
vida con los negociantes, mano a mano con los salteadores, unos que adulan y otros que se dejan
adular. Venid al Evangelio que os libera, que os hace hijos e hijas, y estad tranquilos que «Yo soy» y
he subido por la cruz «a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Por eso, porque nuestro
Padre está con nosotros hasta el fin del mundo, nos sale de dentro, de forma natural y sin miedo,
proclamar el Evangelio hasta los confines de la tierra, haciendo resonar en todas direcciones lo que
estamos viviendo, lo que estamos encontrando: el rostro de Dios Padre y Madre. La proclamación del
Evangelio se convierte así en un río desbordante que fluye de Norte a Sur, de Oriente a Occidente,
como dicen los salmos: «A toda la tierra alcanza su pregón».
El Evangelio es la respuesta al Cantar de los Cantares cuando pide la novia: «Indícame, amor de mi
alma, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que no ande yo como
errante tras los rebaños de tus compañeros» (Cant 1,7). Esta pregunta está presente en todos los
hombres y mujeres del universo, hasta en el más lejano. Es el deseo profundo del alma, escrito en el
corazón de toda la humanidad: «¿Dónde estás, dónde apacientas el rebaño? ¿Dónde te puedo encontrar
para disipar mis dudas?».
Dios nos responde en el Evangelio proclamado desde el misterio de la Cruz, desde el que nos atrae a
todos gratuitamente para subir hasta nuestro Padre. La Buena Noticia es la que fortalece nuestra
naturaleza frágil, que sufre contratiempos y disgustos, que enferma y muere y que necesita descansar al
pie de la cruz, apacentada por el Buen Pastor, el que nunca escaló por otros sitios ni medró, pues lo
único que le interesó fue subir al Padre llevando consigo su rebaño.
dijo parafraseando al profeta Isaías. «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de
mí» (Mt 15,8). Jesucristo fue arrastrado fuera de Jerusalén para morir en el monte Calvario.
Evidentemente, la Ciudad Santa, al estar llena de la gloria de Dios a causa del Templo, no podía verse
manchada en su interior con la muerte de una persona como Jesús, considerado impío e irreverente con
respecto a la Ley y, por si fuera poco, blasfemo al declararse Hijo de Dios.
Él va delante, va marcando el camino y dejando sus huellas (1Pe 2,21), que nos conducen hasta
encontrarnos realmente con el rostro del Padre, y poder así adorarle en espíritu y en verdad.
La voz de los extraños
En cierta ocasión, los fariseos preguntaron al Mesías: «”¿Dónde está tu Padre?”. Respondió Jesús: “No
me conocéis a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”» (Jn 8,19). El
hombre, desde que fue creado y puso sus pies sobre la tierra, se ha interrogado de una u otra forma
sobre quién es Dios. Y, para responder a esta pregunta lógica en todos los tiempos, lugares y culturas,
se han dado palos de ciego de manera que cada pueblo, con la mejor voluntad, ha levantado altares y
desarrollado ritos y cultos para relacionarse con un Dios que sabía que existía, pero cuyo ser no
conseguía descifrar. Por eso dijo Jesús a la samaritana junto al pozo de Jacob: «Adoráis lo que no
conocéis» (Jn 4,22). Adoráis en la distancia, no en la comunión. Adoráis desde vuestra ceguera. Sólo el
que tiene los ojos curados para ver la gloria de Dios, puede adorar en comunión. Juan da su testimonio
hablando en nombre de toda la Iglesia apostólica: «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre
nosotros y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14).
Cuando Pablo fue a predicar en el Areópago de Atenas, encontró un altar dedicado al Dios desconocido
y les dijo: «Lo que adoráis sin conocer, eso vengo yo a anunciar» (He 17,3). Había multitud de estatuas
y altares de lo que aquellos hombres habían intuido que tuvieran que ver con la divinidad y, cuyos
atributos de amor, poder supremo, fecundidad, etc., personificaban en dioses como Zeus, Atenea,
Poseidón, Hermes, etc.; pero, insatisfechos con los modelos humanos de piedra, oro o plata, levantaron
un altar al Dios que desconocían y que seguía siendo un misterio para ellos.
Pablo les empieza a hablar de la creación, del santuario espiritual, de la imagen y semejanza de Dios
impresa en el hombre, de la conversión… Todos le escucharon hasta que habló de la Resurrección:
«Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en
todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por
el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos. Al oír la
resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: sobre esto ya te oiremos otra vez» (He
17,30-33).
En la inteligencia de las personas que se habían reunido en el Areópago, los más sabios e ilustres de la
ciudad, cabía que cualquiera de los dioses que veneraban moviese caprichosamente las nubes, las olas
del mar e incluso el destino de los hombres. Por eso que entendemos la atención y el interés con que
escuchaban a Pablo. Pero no pudieron comprender ni mucho menos creer que Dios enviara a su Hijo al
mundo, permitiese que lo matasen como a un malhechor y que, después de resucitarlo de entre los
muertos, todos los hombres pudiéramos un día resucitar por Él.
Isaías, cuando anuncia la figura de Jesús, ya profetiza la incredulidad, la falta de fe del hombre en un
Dios que aparece débil y sin presencia. «¿Quién dio crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yahvé ¿a
quién se le reveló?… Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta» (Is 53,1-3). El apóstol
Pablo, recogiendo esta experiencia de Isaías, escribe en su Carta a los romanos: «Pero, ¿cómo
invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? Como dice la
Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!» (Rom 10,14-15). Pablo, al final de
este texto, ofrece una palabra de esperanza para los que buscan a Dios con sinceridad: La fe viene por
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 14
la predicación y ésta por la palabra de Cristo. Es decir, la fe viene por la predicación del Evangelio
(Rom 10,17).
El Evangelio es la voz que le ha sido dada al hombre para poder ser conducido hasta el recinto donde se
encuentra con el Padre, y poder así entrar en comunión con Él para ser partícipe de la misma naturaleza
de Dios. Jesucristo habla, pues, de su voz: Mis ovejas me conocen, conocen mi voz, mi Palabra, mi
Evangelio; por él entran en comunión con Dios y yo voy delante de ellas.
Para un alto porcentaje de bautizados, el gran desconocido es el Evangelio. El gran engaño que el
Príncipe de la mentira (como así le llama Jesús), ha sembrado en la cristiandad, ha sido y es desviar la
mente y el corazón de los fieles hacia la aparición de estigmas en una persona, tocar medallas e
imágenes milagrosas, poner toda su fe en apariciones portentosas…, desplazando así el Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo a un segundo plano hasta el punto de ignorarlo.
Por otra parte, cuando el demonio quiere echar a perder un rebaño, lo primero que hace es desviar a los
pastores de tal forma que estos actúan sirviéndose de las ovejas para su propia gloria. Así lo advirtió
Pablo al despedirse de los presbíteros de la comunidad de Éfeso: «Tened cuidado de vosotros y de toda
la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de
Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio hijo. Yo sé que, después de mi partida, se
introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros
mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de
sí» (He 28,30).
Otros aceptan la mentira en provecho propio, lavándose las manos como Pilato, para no tener
problemas ni entrar en conflicto por decir la verdad. Jesucristo les llama «hijos de la mentira» (Jn 8,44),
que cumplen los deseos de su padre homicida, que tuercen, ocultan, apartan y niegan la verdad,
sacando por la boca la doblez de la que les rebosa el corazón. Profetas extraños que anuncian paz
cuando no la hay (Jer 23,17), y callan o niegan el mal cuando lo ven porque temen perder amistades o
aportaciones económicas.
La palabra «extraños» en el Antiguo Testamento tiene una connotación de idolatría. Por ejemplo,
encontramos en el Deuteronomio el cántico de Moisés, en el que se especifica que sólo Dios condujo a
Israel a la tierra prometida, y que no hubo con Él ningún dios extraño, en alusión a las divinidades de
los pueblos vecinos (Dt 32,12).
Nuestra carne tiende a ir hacia los ídolos que podemos manejar. Y las dudas insidiosas, excusas y
motivos expresados por estas idolatrías, se convierten en voces extrañas que las ovejas que aman la
verdad no siguen, sino que huyen de ellas porque han aprendido a conocer la voz del Pastor, y tienen
discernimiento para distinguir la Palabra de la Vida de la «sabiduría» de los extraños.
La voz del Pastor
Conocer, en la Escritura, significa intimar, entrar en comunión con Dios. Conocer la Palabra y entrar en
comunión con ella es intimar con Dios hasta el punto de recibir su naturaleza. Cuando nuestros oídos
están ya afinados para distinguir la voz del Buen Pastor y, por Él, entramos en comunión con la Palabra
por la predicación del Evangelio, participamos del atributo principal de Dios, que es ser en sí mismo:
«Yo soy el que soy».
Las ovejas siguen al Pastor no por heroísmo ni por generosidad ni para distinguirse de nadie. Lo hacen
porque conocen el poder que tiene la Palabra para hacernos entrar en comunión con ella misma, es
decir, porque nos hace poseedores de la Vida eterna. Ella es la garantía de nuestra inmortalidad según
la naturaleza divina, tal y como nos dice el apóstol Pedro: «A vosotros, gracia y paz abundantes por el
conocimiento de nuestro Señor. Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la
piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por
medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os
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hicieseis partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la
concupiscencia» (2Pe 1,2-4).
Aquí tenemos el porqué del seguimiento a Jesucristo. Quitando todo aspecto sentimental, beato o
heroico, le seguimos porque Él es el Buen Pastor que nos da el conocimiento y la participación en Dios.
Esta participación es en el presente como un espejo (1Cor 13-12). Conforme vaya creciendo la Palabra
dentro de nosotros, la visión de Dios será cada vez más nítida, y estallará en su plenitud en el momento
de nuestra muerte. Es entonces cuando nuestra participación será directa, definitiva y completa. Por
ello san Francisco la llamaba «la hermana muerte»; no la veía como un mal sino como un bien.
Inmediatamente después del relato evangélico, en el que Juan nos narra cómo Jesucristo levanta a la
mujer adúltera y la libera de aquellos que querían apedrearla, escuchamos lo siguiente: «Jesús habló
otra vez diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que
tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Tanto el término luz como oscuridad y tinieblas, aparecen aquí con
respecto a seguir o no a Jesucristo, Andar en la oscuridad es hacerlo hacia ninguna parte. Y esta es la
gran tragedia: aunque una persona pueda decir que le va bien como está, el problema es que no se
dirige hacia ningún sitio, hacia nadie que le dé la Vida. Sin embargo, el que sigue la voz del Pastor
tendrá la luz de la Vida, es decir, al mismo Dios.
Después de la última cena, Tomás pregunta a Jesús: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos
saber el camino? Le dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.
Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn
14,5-7). Jesucristo, palabra de Dios hecha carne, es el camino que lleva hasta el Padre. Conocer a
Jesucristo es conocer al Padre. Es tan fuerte el verbo conocer en la Escritura, que se identifica con la
visión de Dios. Quien conoce la Palabra conoce y ve a Dios; y los Padres de la Iglesia dicen que ver a
Dios es poseerlo.
La Palabra se hizo carne en Jesús de Nazaret para darse a conocer y crear el eslabón que uniera al
hombre con Dios. Por eso, dar rodeos con falsos misticismos y piedades inventadas por los hombres
obviando este eslabón, termina con una referencia servil y temerosa hacia Dios. Porque no hay otra
forma de conocer al Padre sino por la Palabra, por el Evangelio. Y Jesucristo es Emmanuel, es Dios
con nosotros. Cada vez que se predica el Evangelio, Jesús, como dice san Bernardo, vuelve a
encarnarse, está con nosotros, en medio de nosotros y nos muestra su rostro.
En cierta ocasión preguntaron los fariseos a Jesús que por quién se tenía a sí mismo, que si era acaso
más grande que Abrahán o que los profetas, ya que todos ellos murieron. Jesús respondió: «Si yo me
glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros
decís: Él es nuestro Dios, y sin embargo no le conocéis. Yo sí le conozco, y si dijera que no le conozco,
sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra» (Jn 8,54-55). Jesucristo es
alguien que escucha al Padre y guarda su Palabra. Precisamente por esto lleva su misión a lo más alto:
Crear en la historia un recinto sacro donde el hombre se encuentre con Dios. Este recinto es el
Evangelio como culmen de la Escritura. No hay otra estancia donde entrar en comunión con Dios y
participar de Él. Esto, sin dejar de tener presente que el Hijo de Dios ofrece el Evangelio desde el seno
de la Iglesia.
He manifestado tu nombre
A lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento, los términos
palabra y nombre comparten una misma realidad. El nombre
de Dios dado a Moisés es «Yo soy el que soy», que lleva en
sí mismo la inmortalidad e inmutabilidad de Dios. Y esto
mismo dice Jesucristo acerca de la Palabra: «El cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31).
También podemos observar en la Escritura frases idénticas,
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 16
referidas unas veces al nombre de Dios y otras a la Palabra: «Tu palabra es eterna-tu nombre es
eterno», «espero en tu nombre-espero en tu palabra», «alabo tu nombre-alabo tu palabra». Vemos que
hay una sintonía perfecta entre nombre y palabra en el sentido en que ambos son eternos, son alabados
y en ellos se espera para alcanzar la salvación.
También podemos ver esta similitud en la Carta a los romanos, donde leemos: «Pues dice la Escritura a
Faraón: te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea conocido
en toda la tierra» (Rom 9,17). Este texto nos lleva a tener presente aquellas palabras proclamadas por
Jesús antes de subir al Padre: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»
(Mc 16,15).
En la oración sacerdotal que Juan nos transmite en su evangelio, justo antes de comenzar la Pasión, es
el mismo Jesucristo el que habla indistintamente del nombre de Dios y de su palabra. «He manifestado
tu nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado;
y han guardado tu palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras
que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado» (Jn 17,6-8). Jesucristo nos ha
manifestado el nombre del Padre: Yo soy el que soy. Nos lo ha revelado para que seamos partícipes de
su misma esencia inmortal al entrar en comunión con Él. Jesús, Hijo de Dios, al revelarse a sí mismo
como palabra del Padre, ha irradiado sobre el hombre la luz del rostro de Dios. Jesucristo, revelador de
la palabra que da la Vida, sigue irradiando el Rostro del Padre cada vez que se anuncia el Evangelio. El
Buen Pastor da a conocer su voz para que el hombre conozca, ame e intime con Dios hasta la comunión
total.
Entramos pues, en comunión con el Padre escuchando y guardando su Palabra, pues dice Jesús: «Quien
a vosotros os escucha a mí me escucha» (Lc 10,16). Y Mateo nos dice lo mismo de esta forma: «Quien
a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt
10,40). Jesús, enviado por el Padre, tiene poder para enviar a sus discípulos al mundo con la fuerza de
su palabra.
Esta es la Buena Noticia para el hombre ofrecida gratuitamente por el Buen Pastor: la vida eterna por el
hecho de conocer a Dios. Así lo manifiesta Jesucristo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo
para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también
vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,1-3).
El Evangelio es el poder que ha dado Dios a su propio Hijo sobre toda carne; de forma que toda carne,
que, como dice el profeta Isaías, es como hierba y flor marchita que se seca (Is 40,7-8), puede
trascender hacia la vida eterna por medio del Evangelio. Jesucristo es el Buen Pastor que dice:
«Conozco al Padre y guardo su palabra». A partir de Él, todo hombre, por el hecho de conocer su voz y
guardarla, se mantiene vivo e inmortal ante el Padre. A esto estamos llamados como ovejas del Buen
Pastor que, venciendo a la muerte, permanece glorioso y resucitado ante el Padre.
Palabra y comunidad
Jesucristo y el Padre son uno por la Palabra pues, siendo Dios eterno e inmortal, es también infinito e
indivisible. El Hijo de Dios está en comunión perfecta con el Padre porque la Palabra es la misma.
Jesús la acoge y la transmite a los hombres para que también nosotros seamos uno con Dios: «No ruego
sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos
sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo
crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21). Esto es la fe: Creer que Dios envió su Palabra por medio de
Jesucristo y aceptarla.
La unidad de un grupo cristiano o de una comunidad, no viene únicamente de que tengan todos los que
la forman un mismo carisma, sean de un mismo país o lleven el mismo hábito. Todo esto resulta
insuficiente para sellar la unidad de una agrupación de personas. Lo que hace que una colectividad
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 17
humana se convierta en comunidad, es vivir la misma Palabra que unía a Jesucristo con el Padre. Y es
el mismo Dios quien nos protege para mantener esta unidad: «Padre Santo, cuida en tu nombre a los
que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11). Cuidado que también podemos hacer
extensivo a la aflicción que provoca la persecución, tal y como vemos en el salmo, y que nos habla del
hombre que se cobija bajo la protección de Dios en medio de la persecución del mundo. Porque no se la
puede evitar cuando se entra en el recinto sacro del Evangelio.
Dice el salmista: «Él dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos tus caminos. Te llevarán
ellos en sus manos para que en piedra alguna no tropiece tu pie» (Sal 91,11-12). La piedra se refiere al
escándalo, venga de donde venga. Pero los pies que siguen verdaderamente la voz de Dios no tropiezan
en los escándalos. Aunque oigan voces extrañas no les prestan atención, porque conocen la palabra y el
nombre de Dios y siguen la voz de su Pastor. Los escándalos y las persecuciones seguirán
aconteciendo, pero no nos doblegarán ni nos apartarán del camino, porque ya sabemos lo que buscamos
y a quién seguimos para entrar en comunión con el Padre.
Y es, justamente, el conocimiento del nombre de Dios y la aceptación de su Palabra lo que nos libra del
mal, lo que nos posibilita poner nuestros pies sobre el mal aplastándolo sin que nos haga daño. Es la
razón por la que al final entraremos en comunión con Dios eterno e inmortal: «Pisarás sobre el león y la
víbora, hollarás al leoncillo y al dragón. Pues él se abraza a mí, yo he de librarle; le exaltaré, pues
conoce mi nombre. Me llamará y le responderé; estaré a su lado en la desgracia, le libraré y le
glorificaré. Hartura le daré de largos días, y haré que vea mi salvación» (Sal 91,13-16).
Por eso no nos toca prometer nada. ¡Dios ya sabe que no lo podemos cumplir! A nosotros nos toca
guardar la Palabra para mantener la unidad y la comunión con el Padre. Conocer a Dios y guardar su
Evangelio, por más que nos parezca imposible. También se lo pareció a la virgen María cuando el
ángel le anunció que el mismo Dios iba a tomar carne en ella y le dijo: «Para Dios nada hay
imposible».
Solamente cuando somos conscientes de que el Evangelio es imposible para nuestra forma de ser, nos
sale de una manera natural, sin necesidad de apariencias, rebajarnos a la actitud del publicano y decir a
Dios: «Pero Señor, ¿cómo voy a amar a esta persona y a perdonar, cómo voy a responder con una
bendición al que me persigue? ¡Ten piedad de mí, que soy pecador!». Sin embargo, la figura del
publicano no está puesta en el Evangelio para provocar o acentuar un sentimiento de culpa en el
hombre. Pedimos a Dios piedad para entrar en comunión con Él, para seguir su voz, porque nos ha
dado una Palabra por medio de su Hijo y la conocemos.
Y esa Palabra que el Padre dio a Jesucristo y que nos transmitió y es Vida por medio de Él, ya queda
viviente y eficaz dentro de nosotros. Por eso, lo que nos rebosa del corazón sale de forma natural por
nuestra boca, y sentimos la urgencia de comunicar a los demás la Palabra que estamos recibiendo sin
necesidad de depender de bibliotecas o tratados de teología. Y podemos repetir como Jesús. «Las
palabras que tú me diste, se las he dado a ellos»; el Evangelio que tú me has regalado, se lo he dado a
conocer a mis hermanos, que son los hombres y mujeres de todo el mundo.
Pongamos nuestra atención en lo que dice Jesús: «Yo soy la puerta de las ovejas». Es una puerta por
donde uno entra y está a salvo porque encuentra alimento y, a través del alimento, el descanso. Jesús se
define a sí mismo como el «Pan vivo», el que nos da la vida y nos hace inmanentes con Dios.
Yo soy la puerta de las ovejas, una puerta que se abre, por la que accedes y, a partir de la cual, entras en
el gozo de Dios, que es justamente lo contrario de ese estar a veces en angustias, desorientado,
pensando si vale la pena vivir así. De hecho, suele acontecer que nos atormentamos pensando que
hubiese sido mejor no haber realizado ciertas cosas. Nos parece que nuestra vida sería más positiva de
no haber tomado determinadas decisiones que nos han marcado. Siempre el demonio nos pone la
tentación de mirar hacia atrás. El cristiano vive el presente porque sabe que hay una puerta de
liberación.
Vivimos el presente sin demonizar el pasado ya que, sea como fuere, este nos ha traído hasta aquí, nos
ha colocado en disposición de escuchar una palabra donde el Hijo de Dios vivo se presenta como
puerta para entrar en su propio gozo.
Este «Yo soy la puerta» está en concordancia catequéticamente con todas las expresiones de Jesús que
empiezan por «Yo soy»: Yo soy el camino, Yo soy la verdad, Yo soy el pan vivo, Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos… Son los atributos de Dios, ya que Él se define ante Moisés como «Yo soy el
que soy». En esta puerta nos encontramos con el Buen Pastor, con el camino, la verdad, la vida, el pan
vivo…, es decir, con todo aquello que nos fusiona con Dios. Esto es posible cuando entramos en
comunión con Jesucristo.
Los pequeños son los sabios
Todos los «Yo soy» que acabamos de ver, confluyen en lo que ya viene anunciado en el Antiguo
Testamento cuando frente a todos los peligros por los que tiene que pasar el salmista, le hacen dirigirse
a Dios con esta súplica: «Di a mi alma: Yo soy tu salvación» (Sal 35,3). Jesucristo, el Yo soy entre
nosotros, el Emmanuel, es el que hace que el Evangelio confluya dentro del hombre haciéndolo suyo.
Es entonces Dios mismo dentro de él quien se cuaja como Palabra, hasta el punto de decir a su alma:
Yo soy tu salvación. Es a partir de esta experiencia cuando el hombre toca la salvación de Dios y se
«apropia» de su naturaleza divina.
La predicación hace posible la penetración de la Palabra, tal y como Dios prometió al profeta Jeremías:
«Las grabaré en vuestro ser, en vuestro corazón, en vuestro interior, en vuestra alma…». Hasta que
llegue el momento en que la Palabra se personaliza, que es lo que pedía el salmista. «Di tú a mi alma:
Yo soy tu salvación». Porque, evidentemente, estas palabras sólo te las puede decir Dios. Con no poca
frecuencia se nos ha dicho otro tipo de cosas, como por ejemplo: por aquí vas bien, actúa así y te darán
la razón, te vas a sentir realizado, se cumplirá lo que tú deseas… Pero la prueba de que son palabras
engañosas, es que ha pasado el tiempo y, dentro de ti, no se ha cumplido tu expectativa de vivir
plenamente. Quedas insatisfecho; una vez desatado el envoltorio, nos encontramos con la obra de
nuestras manos, obras que te llevaban al “tener” mientras que tú naciste para “ser”.
En esta situación, es para nosotros de gran ayuda encontrarnos con esta Palabra: «Di a mi alma: Yo soy
tu salvación». Es en este contexto donde podemos comprender lo que Pedro dijo a Jesús cuando daba la
impresión de que su misión era un fracaso total. Después de la multiplicación de los panes, descrita en
el evangelio de san Juan, Jesús se anuncia a sí mismo como el pan vivo, y añade: «Mi carne es
verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sobreviene entonces un escándalo enorme
hasta el punto de que todos se marchan. Jesús, ante esta situación, pregunta a los apóstoles:
«”¿También vosotros queréis marcharos?”. Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿dónde quién vamos a
ir? Tú tienes palabras de vida eterna”» (Jn 6,67-68). Tú eres el único que puedes decirme, Yo soy tu
salvación. Tú eres el único en quien se cumplen todas las promesas hechas a mi pueblo y a mis padres.
Y no es que Dios lo quiera poner difícil; la puerta es la que es. Vamos a verla a la luz de Dios:
«Atravesaba ciudades y pueblos enseñando mientras caminaba a Jerusalén y uno le dijo al Señor: “¿son
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 19
pocos los que se salvan?”. Él les dijo: “luchad por entrar por la puerta estrecha, porque os digo que
muchos pretenderán entrar y no podrán”» (Lc 13,22-24). Luchad, combatid para entrar por la puerta
estrecha, porque muchos querrán y no podrán. No es que Jesús diga: los echaré; es que no cabrán, han
engordado demasiado, van con demasiadas obras humanas, con hinchadas pretensiones. Simplemente,
pretendieron entrar y eran mayores que la puerta. Es una puerta pequeña por la que sólo pueden entrar
los pequeños, los niños.
El salmo 131 nos ilumina en gran manera. Empieza así: «No está inflado, Yahvé, mi corazón».
Corazón inflado, en la Escritura, es el que se opone a Dios. Su razón es más importante que Dios, lo
que no le impide ir todos los días al templo. Sin embargo, su corazón, que es donde se gesta la
conversión, es ajeno a Dios.
Continúa el salmo: «Ni están mis ojos subidos. No he tomado un camino de grandezas, ni de prodigios
que me vienen anchos». Prodigios, anchos caminos de grandezas, incompatibles con la puerta estrecha.
Grandeza que no hace más que crecer cuando nuestra vida es un continuo escalar.
Seguimos al salmista: «No, mantengo mi alma en paz y silencio, como un niño destetado en el regazo
de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí!». Compara el alma del creyente a un niño
pequeño. Ya dice Jesús que el Reino de los cielos no viene espectacularmente. Jesús no viene con
grandezas, no viene con ningún poder subyugador.
Cuando el profeta Isaías anuncia la paz mesiánica, presenta así al Mesías: «Saldrá un vástago del
tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará, se posará sobre él el espíritu de Yahvé, espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé, no
juzgará por apariencia ni sentenciará de oídas». El profeta nos asombra cuando, después de haber
anunciado al Mesías con todos estos dones del espíritu de Yahvé, proclama que es un niño que
pastoreará y traerá: «Serán vecinos el lobo y el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, el novillo
y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los pastoreará» (Is 11,1-6). Un niño pequeño que, como
tal, ni puede ir ni de hecho va detrás de prodigios ni de caminos anchos. Él es la puerta estrecha y
también la medida de la puerta.
Reposando en Él
En una ocasión se acercó un escriba a Jesús y le dijo: «”Maestro, te seguiré donde quiera que vayas”.
Le dice Jesús: “Las zorras tienen guaridas, las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene
dónde reclinar la cabeza”» (Mt 8,19-20).
Las aves del cielo tienen nidos y las zorras madrigueras, mientras que yo no tengo dónde reposar mi
cabeza. ¿Qué quiere decir Jesús con esta respuesta? Él solamente reposó la cabeza cuando exclamó en
la cruz: «Todo está cumplido», es decir, ya está la Palabra colmada en su plenitud y ofrecida gratis para
el hombre: «E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30). Jesús nació en Belén, ciudad
pequeña y desconocida; y nace en las afueras, en un establo que podía servir de alojamiento para los
vagabundos porque nadie quiso saber nada de Él. Tampoco quiso saber nadie nada de Él en la hora de
su muerte. O más aún, los que estuvieron presentes en ella, fueron para ver un espectáculo (Lc 23,48),
algo así como se asistía a los circos romanos. Sin embargo, Dios sí ofreció a su Hijo a la vista de todos
los pueblos, no como espectáculo sino como puerta de salvación para todo hombre. En su propio Hijo,
el Padre está proclamando la esperanza y se anuncia con estas palabras: Aquí estoy entre vosotros.
El «Yo soy», tantas veces proclamado por Jesucristo en primera persona anunciando la salvación, es el
cumplimiento de las maravillosas promesas que Yahvé hace al pueblo de Israel. Yahvé, cuando quiere
dar una garantía de que les va a salvar, les dice «aquí estoy».
El profeta Isaías, cuando habla de la liberación de Israel, nos ofrece un poema consolador animando al
pueblo ante la próxima vuelta de su destierro (Is 40,6-11): «La hierba se seca, la flor se marchita, más
la palabra de nuestro Dios permanece para siempre. Súbete a un alto monte, alegre mensajero para
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 20
Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo, di a las ciudades de
Judá: ahí está vuestro Dios». Es la perspectiva de la liberación. «Ahí viene el Señor Yahvé con poder y
su brazo lo sojuzga todo, ve que su salario lo acompaña y su paga le precede. Como pastor pastorea su
rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva y trata con cuidado a las paridas». A la luz
de este texto, los cristianos nos vemos a veces como corderitos y a veces engendrando hijos en la fe,
como le gustaba decir de sí mismo al apóstol Pablo.
Detengámonos en el término «corderitos», porque es muy importante. ¿Qué significa corderito? El
texto del profeta partía de que la palabra de Dios permanece para siempre, por lo tanto, hay que subirse
a lo alto como mensajero y anunciar: El destierro está para finalizar. ¿Dónde está la fuerza y la garantía
de este anuncio? En que Dios está aquí, entre nosotros; ahí está nuestro Dios. Viene como Pastor al
encuentro de los corderitos; así es como lo escribe Isaías, en diminutivo. Estos corderitos somos
nosotros cuando, por el fruto de la Palabra, estamos recién nacidos. Somos tan débiles que la Palabra
recibida nos asombra y desborda por completo hasta el punto de parecernos imposible que se cumpla;
sin embargo, ya hemos nacido a la fe.
¡No tengas miedo, dice Dios, porque yo te cogeré en brazos hasta que la Palabra se haga fuerte en ti!
En cierto modo, estamos viviendo una doble dimensión: por una parte, damos la vida anunciando la
Buena Noticia y, por otra, la Palabra nos fortalece y coloca cada día en brazos de Dios.
También Isaías nos dice: «Me he hecho el encontradizo de quienes no preguntaban por mí, me he
dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: “¡Aquí estoy, aquí estoy!”. A gente que no invocaba
mi nombre» (Is 65,1). Este anuncio de salvación es ya universal. Y, ¿cuándo se ha hecho Dios
encontradizo con toda la humanidad? Cuando fue levantado en la cruz; desde allí, Jesucristo hizo
presentes todos sus «Yo soy» a los que ya nos hemos referido; y más concretamente aún: Jesucristo
crucificado es el cumplimiento del «Aquí estoy» de Yahvé para salvar. La Iglesia tiene la misión de
hacer visible a toda la humanidad el «Aquí estoy» de Dios por medio de la predicación del Evangelio.
Siguiendo en el mismo contexto, contemplamos la muerte de Lázaro. Muere, y Jesús va a propósito
más tarde, una vez terminado el ritual del entierro. Ante la llegada de Jesús, Marta dijo a María: «El
Maestro está aquí y te llama». Él está aquí; está en consonancia con el «estoy aquí» proclamado por
Isaías como garantía de la liberación de Jerusalén. El Maestro está aquí para que, tanto Marta como
María, así como todos los judíos presentes en el entierro de Lázaro, puedan ser testigos de que Él es
mayor que la muerte, testigos de las palabras dichas a Marta: -«Yo soy la resurrección. El que cree en
mí, aunque muera vivirá» (Jn 11,25)-, se cumplen: Y resucita a Lázaro. Es entonces cuando los sumos
sacerdotes decidieron la muerte de Jesús.
El pan de los hijos
Veamos este aspecto de «Yo soy la puerta de las ovejas; si
uno entra por mí estará a salvo, entrará y saldrá y encontrará
pasto». La Palabra tiene que actuar como azote para echarte
de tu templo -que fue lo que Jesús hizo en el Templo de
Jerusalén- donde estás entronizado. Templo en el que Dios
es el sirviente para tus caprichos y sensibilidades más o
menos pías. Por la acción del Buen Pastor, salimos de este
recinto asfixiante y encontramos pasto.
Después del pecado original, Dios le dice a Adán: «Comerás
el pan con el sudor de tu frente». Es cierto que la primera
interpretación es que, por haber pecado, tendrá que trabajar
la tierra para comer, lo cual no deja de ser una interpretación
bastante simple. Es evidente que Dios nos está dando una
catequesis mucho más profunda. ¿Pensamos que si no
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 21
hubiera acontecido el pecado original, el hombre no trabajaría? ¿Es que entonces el alimento crece solo
y el progreso que va consiguiendo poco a poco se haría solo, por sí mismo, sin ningún tipo de esfuerzo?
Está claro que las palabras de Dios a Adán van mucho más lejos porque, con o sin pecado, no se puede
vivir sin trabajar.
Vayamos pues, al texto: «Comerás el pan con el sudor de tu frente». Si seguimos las voces extrañas
que, como ya hemos visto, son de ladrones y salteadores, estas nos hacen sudar, nos agotan y solamente
nos dan el pan de la religiosidad que, evidentemente, no lleva consigo ningún tipo de descanso ni
fortalecimiento.
Israel tiene esta experiencia del sudor y del esfuerzo cuando come el pan de la esclavitud en Egipto. Y,
a pesar de tan amarga experiencia, cuando Dios le va llevando por el desierto, se rebela porque no
permite que nadie le conduzca; quiere volver a Egipto acordándose de lo que allí comían. Aunque
parezca absurdo, la mentira se ha hecho cuerpo en este pueblo. «El pueblo profería quejas amargas a
los oídos de Yahvé, y Yahvé lo oyó. Se encendió su ira y ardió un fuego de Yahvé entre ellos y devoró
un extremo del campamento. El pueblo clamó a Moisés y Moisés intercedió ante Yahvé, y el fuego se
apagó. Por eso se llamó aquel lugar Taberá, porque había ardido contra ellos el fuego de Yahvé» (Núm
11,1-3). Es impresionante la capacidad que el ser humano tiene de olvidarse de su propia historia. En el
fondo, en este caso concreto, es porque no quiere depender de nadie: ni siquiera de Dios. Seguimos el
texto: «La chusma que se había mezclado al pueblo se dejó llevar de su apetito. También los israelitas
volvieron a sus llantos diciendo: “¿Quién nos dará carne para comer? ¡Cómo no acordarnos del
pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos!”» (Núm
11,4-5).
El engaño se instala en el pueblo: habían sido esclavos, trabajando de sol a sol, oprimidos hasta la
saciedad y, sin embargo, dicen «lo que comíamos de balde». Ahí tenemos la sabiduría del hombre
totalmente trastocada: decían que comían de balde cuando tenían racionado el pan, y la vida totalmente
hipotecada desde la mañana hasta la noche. Es cierto que llega un momento en que la obcecación del
hombre es total. Es capaz de negar toda evidencia con tal de no oír a Dios que le dice: «El camino es
este». Es el reducto de nuestra libertad, donde decidimos que Dios no tiene que entrar en absoluto. El
problema es que, si no entra Dios, entran las voces extrañas que no hacen más que alienarnos al ocultar
nuestros problemas vitales.
El hombre, débil por pecador y pecador por débil, acepta infantilmente tal mentira sobre sí mismo y
encima, su boca satisfecha, dice: estoy bien así. Pero vive esta experiencia de autonomía con sudor y
esfuerzo. Es entonces cuando Jesucristo, Buen Pastor, sale al encuentro de nuestro engaño y
abatimiento. «Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella; porque estaban vejados y abatidos,
como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).
El Hijo de Dios no puede estar indiferente ante nuestra anulación como personas siendo tantas las
potencialidades con que hemos sido creados, y realiza maravillas de compasión sobre nuestra flaqueza
y debilidad. Compasión de la que se hace eco el autor de la Carta a los hebreos: «Por eso tuvo que
asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso, y sumo sacerdote fiel en lo que toca a
Dios, en orden a espiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede
ayudar a los que se ven probados» (Heb 2,17-18).
Pues bien, la buena noticia es que hay un alimento que no implica sudor. Por este alimento se fatigó y
sudó Dios, por eso es gratis. Fue comprado para el hombre, pagado por el mismo Dios con el precio de
su sangre: el Evangelio. El profeta Isaías lo anuncia señalando claramente su gratuidad: «¡Oh, todos los
sedientos id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y
leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es paz, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y
comed cosa buena y disfrutaréis con algo sustancioso». Y, para que no haya dudas sobre en qué
consiste este alimento y cómo se encuentra, continúa el profeta: «Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y
vivirá vuestra alma» (Is 55,1-3). Isaías marca claramente el proceso de la fe: primero el oído y después
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 22
los pasos, es decir, el caminar. La fe, como tantas veces dirá san Pablo, viene por el oído, después
nuestros pasos caminarán gozosos hacia Dios-palabra que le habla.
El mismo Isaías anuncia el banquete de vida eterna preparado por Yahvé para toda la humanidad:
«Hará Yahvé Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de
buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a
todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes». Efectivamente, en el momento de la
muerte de Jesús, se rasgó el velo del Templo. Velo que separaba la santidad de Dios de la debilidad del
pueblo. Velo que el apóstol san Pablo interpreta, después de la resurrección de Jesucristo, como la Ley:
esta, como tal, nos oculta a Dios (2Cor 3,12-16). Seguimos con el texto de Isaías: «Enjugará el Señor
Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque
Yahvé ha hablado. Se dirá aquel día: ahí tenéis a nuestro Dios, esperamos que nos salve. Este es Yahvé
en quien esperábamos, nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (Is 25,6-9).
«Ahí tenéis a nuestro Dios»: Efectivamente, lo tenemos entre nosotros desde el día santo en que el cielo
y la tierra se juntaron cuando resucitó de entre los muertos.
Acudamos ahora al salmo 127 donde, una vez más, se nos anuncia el pan gratuito que Dios ofrece. Es
un alimento sin tasa ni medida: «En vano madrugáis al levantaros, retrasáis el descanso los que coméis
pan de fatigas, cuando él colma a su amado mientras duerme». Dormir, que significa el descanso en
Dios, y… ¿quién es su amado? Por supuesto, su Hijo Jesucristo y, por Él, todos aquellos que se
alimentan de la Palabra, del Evangelio.
El Padre ama al Hijo porque este habla con Él, le escucha, y porque hace todo lo que ve y oye del
Padre. Ver, escuchar y hacer es lo que provoca el amor entre el Padre y el Hijo. Y exactamente igual es
la relación de amor entre Dios y el hombre. Por eso Él nos da este pan de descanso; pan que acrecienta
la semejanza con Él, alimento que adquirimos sin sudor ni esfuerzo porque, así como Dios ha recogido
en Jesucristo nuestras heridas, taras, neurosis, complejos… también recoge nuestro sudor, tal y como lo
leemos en el evangelio de san Lucas en la oración del huerto: «Su sudor se hizo espeso al punto de
llegar a gotas de sangre». La sangre, en la Escritura, significa la vida: es el de Jesús un sudor sangriento
que ya le va anticipando el desprendimiento de su vida en la Pasión. Sudó para que nosotros tuviéramos
el pan del descanso; el sudor de nuestra vida de mentiras pasó a Jesucristo, como todo nuestro pecado.
Jesús paga nuestra deuda; a partir de entonces, el hombre aprende a descansar en la Palabra, la cual nos
garantiza nuestra comunión con Dios.
Es Maestro y Pastor
Creemos que es conveniente llamar la atención acerca de lo
importante que son las Escrituras para nuestro camino de Fe.
Una persona que banaliza la Palabra, podemos situarla en la
categoría de los necios, término que encontramos a veces en
la boca del mismo Hijo de Dios. Es necio en sentido bíblico
porque, teniendo a su disposición el alimento gratis, sigue
comiendo el pan del sudor y del esfuerzo. De hecho, si
iniciamos nuestra oración litúrgica con la invocación: ¡Dios
mío, ven en mi auxilio!, es porque necesitamos que Dios nos
dé gratuitamente el espíritu de la Palabra que nuestros labios
proclaman, Palabra que está colmada de vida.
La Eucaristía es la plenitud de la Palabra, el culmen de la fe;
ahora bien, no hay plenitud sin fundamento, sin base. Este
cimiento es el que vimos antes en el profeta Isaías: la escucha
de Dios.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 23
Con respecto al hecho de que Jesús sufrió en su cuerpo nuestro sudor, podemos dirigir nuestros ojos a
este texto profético: «Ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con
todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!» (Is 53,3-4). Es
evidente que el rostro de Jesús en la cruz, lleno de sangre y de sudor, daba repugnancia, por lo que es
normal que la gente se cubriese el rostro.
Cuando uno contempla la Palabra, entra en sintonía con ella, se cumple lo que dicen las Escrituras:
«Los que miran a Dios refulgirán» (Sal 34)… «Brillará vuestro rostro», leemos en el Apocalipsis.
Brilló radiante el rostro de Esteban cuando anunció la divinidad de Jesús proclamando que Él era el
Mesías; irradió su rostro cuando vio que la muerte se cernía sobre él y, a cambio, se le abrió la puerta
de la vida eterna.
Pongamos ahora nuestra atención en el milagro de la multiplicación de los panes tal y como nos viene
narrado por Mateo (Mt 15,29-37). Para apreciar mejor el texto, entendamos los panes como «los
pastos» a los que ya nos hemos referido.
«Pasando de allí Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí». A propósito de
sentarse, recordemos lo que dice Jesús de la cátedra de Moisés, donde se sientan los escribas y fariseos
para imponer cargas. Recordemos también que Él se sentó en la cátedra del monte donde se
proclamaron las Bienaventuranzas, en la cátedra del Calvario donde aconteció la salvación. «Y se le
acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus
pies y él los curó. De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados
quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel». Jesús,
compasivo ante tanta enfermedad, decide darles de comer; multiplica los panes como signo de su oferta
de salvación: Él mismo es el pan vivo que da la vida eterna. «Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué
comer». ¡Tres días! La experiencia de fe del misterio de la Cruz. Misterio en el que a veces parece que
pierdes el tiempo, que, al menos antes, con tus prácticas llenas de sudor y esfuerzo, te alimentabas, y
ahora ni eso.
Es entonces cuando Dios interviene; este monte lleno de cojos, lisiados, mudos, enfermos, etc., es
preludio del monte de la salvación, el monte del banquete donde se curan todos. El monte donde se
ofrece el verdadero pan, cuyo alimento hace que nuestros ojos se encuentren con Dios y se curen, y
también nuestros oídos; monte donde nuestros pies lisiados se enderezan; es la prueba de la fe.
Seguimos con el texto: «Tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer y no quiero
despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Sí, porque llega un momento en que uno
dice: si todo esto es mentira, si Dios no interviene voy a desfallecer porque mi esperanza ha quedado
defraudada. No tenemos por qué preocuparnos, porque en nuestra experiencia de la cruz, que se hace
buscando a Dios, Él no permitirá tu desfallecimiento.
Hemos oído que Dios dijo a los apóstoles: tengo compasión de ellos; es decir, voy a entrar en su
pasión, en su padecimiento. Y esto ¿por qué? Porque han venido hasta aquí para estar conmigo. Por eso
les voy a dar un alimento para que pasen del estar al permanecer conmigo. La palabra permanecer con
alguien, en la Escritura, significa ser inmanente a ese alguien; en este caso, inmanentes al mismo Hijo
de Dios. A este propósito, podemos recordar las palabras de san Alberto Magno: «Yo no busco ni
deseo otra cosa que a ti solo. Señor, atráeme hacia ti. Abrásame en el fuego del más ardiente amor.
Méteme en el abismo de tu divinidad. Hazme un solo espíritu contigo».
Concluimos este milagro de Jesús: «Le dicen los discípulos: ¿Cómo hacerlo si no hay pan suficiente
para saciar a una multitud tan grande? Dice Jesús: ¿Cuántos panes tenéis? Dijeron: siete y unos pocos
pececillos. Mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y dando
gracias los partió». Estaba anunciando su muerte: Él se partió en la cruz y el hombre recibió su vida
eterna.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 24
«E iba dándolos a los discípulos y los discípulos a la gente». He aquí el fundamento y el sentido de la
misión de la Iglesia: anunciar el Evangelio de la vida eterna que ella misma ha recibido. El discípulo
recibe gratuitamente el pan vivo de la Palabra por la que va asimilando la vida eterna. Por eso mismo,
también gratuitamente, y sin pretender ni siquiera la aceptación de sus propuestas evangélicas, predica
la Palabra consciente de que se entrega a la causa de sus hermanos: que estos sepan que hay vida eterna
comprada para ellos por el mismo Hijo de Dios con su sangre.
4. La abundancia de Dios
«El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
El Hijo de Dios vuelve aquí a señalar como ladrones a los malos
pastores, refiriéndose directamente a los del pueblo de Israel. Y lo hace
para establecer una diferencia esencial entre estos pastores asalariados y
Él mismo como Buen Pastor. Los primeros vienen a robar, matar y
destruir, mientras que Jesucristo ha venido para dar a las ovejas vida en
abundancia.
Viene a dar vida abundante, tanto que es eterna; y no aparece como
algo futuro que sólo podrá alcanzarse cumpliendo ciertas condiciones.
Nos la da en el presente a través del alimento de cada día: un abundante
pasto que encontramos al entrar por la puerta del redil, donde Jesucristo
nos ofrece la revelación de la Palabra en plenitud.
La revelación de sí mismo que Dios nos hace libre y gratuitamente, no
podemos encontrarla en ningún tratado. Es un don de Dios para cada
persona, como nos dice Pablo. «… Para que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle
perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que
habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos…» (Ef
1,17-18). Esta es la bondad de Dios, su perdón y misericordia para con el hombre, la reconstrucción de
su vida y su dignidad. Y es también la riqueza y abundancia de su gracia.
La escasez del hombre
En el evangelio de Lucas encontramos un pasaje muy conocido que vamos a ver aquí, siempre teniendo
en cuenta que todos los personajes de la Escritura describen situaciones de la vida del hombre en la
que, de una forma u otra, podemos vernos reflejados. Cuando el hombre de la parábola propuesta por
Jesús a los que le escuchaban, se encontró con una cosecha tan grande que no tenía dónde almacenarla,
lo primero que pensó fue construir graneros mayores y se dijo: «Alma, tienes muchos bienes en reserva
para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: ¡Necio! “Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”. Así es el que atesora riquezas para sí
y no se enriquece en orden a Dios» (Lc 12,19-21).
Este hombre tiene un concepto de riqueza que es engañoso. Es sólo una quimera porque su abundancia
se sostiene sobre unos pies de barro. A partir del personaje que nos ocupa, encontramos dos tipos de
personas: Aquellas que nunca han tenido relación con la religión y piensan que la vida es solamente lo
que pueden hacer con sus manos; las otras que, dentro de la Iglesia, cumplen con los preceptos,
participan de los sacramentos, pero no por ello dejan de vivir en una mentira parecida. Ante esta
situación, los pastores no pueden hacer la vista gorda sobre la falsa abundancia de sus ovejas. Puede ser
que actúen así para no meterse en problemas, perder amigos o, peor aún, verse privados de alabanzas y
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 25
adulaciones. A estos, Jesús les llama ladrones e incluso lobos disfrazados porque no hacen nada por
evitar la desnutrición de las ovejas y su caída en manos del tentador.
Vayamos a la historia de Israel: Jerusalén, la ciudad santa, la delicia de los ojos de Dios, la elegida en
la que Dios se complacía, quedó asolada, destruida y saqueada por el rey de Babilonia a causa de los
pecados y culpas de sus profetas y sacerdotes. «Nunca creyeron los reyes de la tierra ni cuantos moran
en el mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén. ¡Fue por los pecados
de sus profetas, por las culpas de sus sacerdotes, que en medio de ella derramaron sangre de justos!»
(Lam 4,12-13).
Cuando cayó Jerusalén en manos de sus enemigos y quedó destruida, sus habitantes se apartaban de los
malos pastores como si fueran leprosos. Ellos, que tenían la misión de pastorear a sus ovejas hacia la
voluntad de Dios, habían dejado al rebaño en la más absoluta necedad. «Titubeaban por las calles como
ciegos, manchados de sangre, sin que nadie pudiera tocar sus vestiduras. ¡Apartaos! ¡Un impuro!, les
gritaban. ¡Apartaos, apartaos! ¡No tocar! Si huían errantes, se decía entre las naciones: ¡No seguirán de
huéspedes aquí! El rostro de Yahvé los dispersó, no volverá a mirarlos. No hubo respeto para los
sacerdotes…» (Lam 4,15-16).
La palabra de Dios es una sola, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y es válida para
todos los tiempos. Esto se pone de manifiesto en el evangelio de Mateo, donde encontramos palabras
muy fuertes, proclamadas por Jesucristo, acerca de esta clase de pastores que han robado la verdad de
los hombres empañándoles con la mentira en la que ellos viven: «No todo el que me diga: “Señor,
Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. Muchos me
dirán aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre y en tu nombre expulsamos demonios, y
en tu nombre hicimos muchos milagros?”. Entonces les declararé: “Jamás os conocí; apartaos de mí,
agentes de iniquidad”» (Mt 7,21-23).
Estos agentes inicuos, como les llama Jesús, que pretenden pastorear el rebaño de Dios, terminan por
dejar al hombre desolado, cansado y destruido como la Jerusalén arrasada descrita por Jeremías.
¡Cuánta gente se cansa y deja la Iglesia porque tiene la perspectiva de un pastoreo que actúa en su alma
mermándole la vida al no recibir luz alguna para sus problemas de soledad, angustia, desesperanza y
dudas de fe! No digamos ya de los pastores que, con la ley en la mano como una maza, intentan
domesticar a las ovejas. También hay otros, pobres de ellos, que conciben su ministerio como una
carga, repercutiendo negativamente en el rebaño. Mas, para no caer en el pesimismo, es necesario
señalar que las denuncias del Hijo de Dios dejan siempre una puerta abierta a la esperanza.
La ley crea angustia porque dice pero no hace. Es decir, una persona puede asumir unos preceptos o
unas normas pero, con el tiempo se siente cargado y empieza a excusarse del cumplimiento. Por
ejemplo, en el caso de la oración: La razón real por la cual una persona deja de rezar es simple y
llanamente porque se aburre con Dios; esta es la gran verdad difícilmente admitida.
Aquel que tiene en su interior la palabra de Dios no se aburre en la oración, por lo que encuentra su
tiempo para estar con Dios simplemente porque le apetece. La oración para él no es un mandato sino un
deseo. Es posible que algunas veces le cueste por sentir sueño, dolores físicos, mil problemas que
bullen por su cabeza…, pero en el momento oportuno, la Palabra que lleva dentro de sí irrumpe con
fuerza. Es el momento en que el rostro de Dios ilumina las entrañas del hombre orante.
El verdadero tesoro
A diferencia de los ladrones, salteadores y asesinos que vienen a robar, matar y destruir, viene el Hijo
de Dios para darnos vida abundante. Jesucristo fue enviado por el Padre como respuesta al grito del
hombre que aparece constantemente en el Antiguo Testamento, tanto en los Salmos como en los
Profetas: «¡Ven Señor, envíanos al Justo, danos tu salvación, haz descender al Mesías!».
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 26
Dios ha venido para que tengamos vida en Él. Por eso encontramos en el Cantar de los Cantares cómo,
respondiendo al anhelo de la amada, el novio va enumerando la abundancia de la creación y aparece la
primavera rebosante de vida tras el invierno: «¡La voz de mi amado! Helo aquí que ya viene, saltando
por los montes, brincando por los collados… Levántate amada mía, hermosa mía, y vente. Porque mira,
ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo
de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra. Echa la higuera sus yemas, y
las viñas en cierne exhalan su fragancia» (Cant 2,8-13).
Anuncio precioso el de este texto de la Escritura: «¡Ya viene!». Y, como dice san Buenaventura, viene
para preparar un banquete de salvación y vida eterna donde el alma encuentra descanso. Dios es la
respuesta al grito del hombre y sigue viniendo permanentemente por la predicación de la Palabra. San
Bernardo habla de tres venidas del Hijo de Dios: La primera como hombre nacido de la virgen María;
la segunda, la que nos atañe directamente en este momento, viene por la predicación del Evangelio; y la
tercera en gloria, el día del juicio final.
Es una predicación que lleva a la experiencia de Dios porque, como dice el apóstol Pablo, es revelación
de su misterio (Rom 16,25). No es una «formación bíblica» para estar, podríamos decir, a una cierta
altura académica dentro de una institución eclesial. La predicación del Evangelio es nuestra experiencia
de Dios. Si desvinculamos a Dios de su Palabra nunca le conoceremos, porque Él se nos da a conocer
por ella. Ninguna devoción o precepto humano nos va a revelar jamás el misterio de Dios. Las
devociones y demás preceptos son sólo el cofre y, como tal, nos pueden atraer y movernos a buscar con
más ansia el tesoro. Pero si nos deslumbramos con el cofre hasta el punto de no abrirlo, nos quedamos
sin el tesoro. Es tan seria esta situación que, de hecho, existe el peligro de pensar que el misterio de la
Eucaristía es una devoción más.
Dios habla con el hombre por la Palabra; porque esta es viva y dinámica en nuestro interior y es la que
nos mueve a proclamarla por la experiencia que de Dios nos da. Hasta tal punto es importante y
absolutamente necesaria la predicación, que san Pablo nos dice como experiencia propia: «Aquel que
me separó del seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que
le anunciase entre los gentiles» (Gál 1,15-16). Pablo comprende que Dios le ha revelado el Evangelio
para que lo anuncie a los demás, de forma que estos puedan hacer su misma experiencia: recibir la
revelación de Dios para que, a su vez, anuncien el misterio recibido a otros hombres.
Esta es la dinámica de la evangelización, en la que todos estamos llamados a ser buenos pastores.
Porque Jesucristo pensaba en todos los hombres y mujeres cuando dijo: «Id y anunciad el Evangelio».
Cuando nosotros pastoreamos, cada cual con su carisma, estamos transmitiendo vida en abundancia.
Estamos llevando al hombre la vida eterna.
Un buen pastor de las ovejas las lleva por la verdad y, sin miedo ni respetos humanos, les dirá lo mismo
que Jesucristo proclamó: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que
corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay
polillas ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro allí
estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). La verdad que los pastores tienen que predicar a las ovejas es
que la abundancia es solamente una: Dios que está vivo en el Evangelio. Es la abundancia que perdura,
la que no ciega al hombre con una falsa y engañosa tranquilidad de conciencia.
El verdadero pastor instruye en esta sabiduría a sus ovejas. Las catequiza por medio de la Palabra a fin
de que amontonen a lo largo de su vida el tesoro que no se corroe ni apolilla porque está custodiado por
Dios. Al contrario, el otro tesoro está en manos del dios dinero. De la perdurabilidad de este tesoro nos
hablan los Salmos: «El hombre, una sombra que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona, sin
saber quién las recogerá» (Sal 39,7). «Sin saber quién las recogerá, es decir, cualquiera menos aquellos
que, pudiendo haberse beneficiado de sus obras de misericordia, habrían de ser los garantes de su
salvación».
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 27
El Evangelio nos pone en nuestro sitio con respecto a los afectos, al dinero y a la piedad. Y nuestro
sitio frente a todas estas cosas es el seno de Dios, desde donde nacemos como hijos porque Dios es
padre y madre. Y así, como niños pequeños y débiles en los brazos de su madre (Sal 131), Dios nos va
moldeando, estrechando y empobreciendo para que podamos entrar por la puerta estrecha. Entonces,
cuando pensamos que hemos perdido la vida rechazando oportunidades que nos engrandecerían, es
cuando encontramos unos pastos extensísimos que son la anchura, la longitud, la altura y la
profundidad de las entrañas del Padre, de Dios infundido que nos lleva a su plenitud; es la riqueza de
las riquezas, la abundancia de gozos y delicias: «Yo digo a Yahvé: “Tú eres mi Señor, mi bien, nada
hay fuera de ti”; ellos, en cambio, a los santos que hay en la tierra: “¡Magníficos, todo mi gozo en
ellos!”. Sus ídolos abundan, tras ellos van corriendo. Mas yo jamás derramaré sus libámenes de sangre,
jamás tomaré sus nombres en mis labios… Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces,
delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal 16,2-4.11).
Dios revela su propio misterio por medio de la Palabra. Ella es la que nos cambia el corazón haciéndolo
rebosar, llevándonos a anunciarla a los demás, pues, como dice Jesús: «De lo que rebosa el corazón
habla la boca» (Mt 12,34). Es así como el Evangelio se derrama desde nuestro interior y sale hacia los
demás porque hemos experimentado que es bueno para nosotros. Pero si cortamos el cordón umbilical
con Dios, es decir, si no permanecemos unidos a Él por medio de la Palabra, ya no tendremos nada que
anunciar. Aunque sigamos en nuestra condición de cristianos, pondremos mil excusas y nos
impondremos mil obligaciones que nos impidan, por falta de tiempo, llevar el Evangelio a nuestros
hermanos.
El hombre, cuando acoge con sencillez de corazón la Palabra que le viene mediante la predicación,
acoge a Dios. Así nos lo expone Pablo en su Carta a los efesios: «Que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los
santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que
excede a todo conocimiento para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).
Yo os saciaré
El pueblo de Israel ha experimentado, durante su camino
hacia la tierra prometida así como a lo largo de toda la
historia, que sólo Dios sacia plenamente los deseos del alma
humana: «En el desierto erraban, por la estepa, no
encontraban camino de ciudad habitada; hambrientos, y
sedientos, desfallecía en ellos su alma. Y hacia Yahvé
gritaron en su apuro, y él los libró de sus angustias, les
condujo por camino recto, hasta llegar a ciudad habitada»
(Sal 107,4-7).
Cuando llegaron a la tierra prometida, a la ciudad habitada
de la que nos habla el salmista, llenos de alegría alababan a Dios porque se daban cuenta de que Él les
había guiado, alimentado y dado de beber para saciar su sed y su hambre durante todo el camino a
través del desierto: «¡Den gracias a Yahvé por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán!
Porque él sació el alma anhelante, el alma hambrienta saturó de bienes» (Sal 107,8-9).
Jesucristo, como hombre, fue el primero en saciarse de Dios; así lo leemos en el cuarto Canto del
Siervo de Yahvé: «Por las fatigas de su alma, verá la luz, se saciará» (Is 53,11). Jesús de Nazaret se
sació de Dios por el sufrimiento al que fue sometida su alma. Porque su pasión no se reduce a las tres
horas de agonía en el Calvario, ni empezó unas horas antes cuando fue prendido como un malhechor.
Durante toda su vida pública fue despreciado e insultado. Fue llamado impuro, blasfemo,
endemoniado, maldito, ignorante… Pasó por el último de todos, por el más pequeño, pateado y
condenado por todos a morir en la cruz.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 28
El Hijo de Dios lloró ante Jerusalén. Pero no tanto por las humillaciones que sufría; lloraba porque Él
había venido a traer una vida abundante y el pueblo se estaba quedando sin ella. Israel estaba siendo
arrastrado por la necedad de unos pastores ambiguos que no metían el dedo en la profunda llaga del
alma humana para curarla. Los ladrones y destructores habían levantado un parapeto terrible frente a la
verdad que les era proclamada.
Jesucristo-hombre se sació de Dios, escuchaba al Padre y obedecía. Cuanto mayores eran las fatigas de
su alma más se saciaba porque se agarraba a la Palabra, a lo que era su abundancia. Por eso, puede
también saciar al hombre dándole la abundancia que Él posee: «Por su conocimiento justificará mi
Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes y con
poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado,
cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes» (Is 53,11-12). Se sació Él y sacia a
todos los que acogen el Evangelio como voz del Pastor que salva, a todos los que escogen la verdadera
abundancia, como hizo María, la hermana de Marta. Y, como a ella, no les será quitada esta
abundancia, aunque pasen fatigas, se derrumbe en torno a ellos toda la ciudad o una espada les
atraviese el alma, como le fue profetizado a María de Nazaret (Lc 2,35).
Jesús fue saciándose de Dios durante toda su vida. A Él, como hombre, también se le iba revelando la
Palabra día a día. Es importante que tengamos esto muy en cuenta: Era un niño como todos los demás y
la Palabra crecía y maduraba dentro de Él a medida que aumentaba su edad, como nos dice Lucas en su
evangelio al relatarnos su vida oculta en Nazaret: «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
El Hijo de Dios se encarnó y recibió del Padre el culmen de la gracia y la verdad. Gracia y verdad que,
en toda su riqueza, nos transmite por medio del Evangelio para que estemos con Él y en Él, saciados
del Padre: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás;
el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,16-18).
La Ley, las normas establecidas, el modelo de perfección… ahogan y cansan al hombre porque
proponen una meta ideal y, por tanto, inalcanzable. Si interpretamos el Evangelio como una nueva ley
de perfección, lo hacemos todavía más terrible y alienante que el Antiguo Testamento, pues, a las
normas y cultos exteriores, tendríamos que añadirle «amar a los enemigos, perdonar más de setenta
veces siete, hacer el bien al que te odia…».
Por eso Jesucristo, saciado del Padre, entra en la muerte para que tengamos vida en abundancia, para
llevar a su plenitud en el hombre la palabra que Dios ha transmitido a la humanidad desde antiguo por
medio de Moisés y los Profetas. A partir de la encarnación del Hijo de Dios, es la misma Palabra la que
nos sacia con su gracia y su verdad, con su torrente de plenitud y abundancia.
«El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra
alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahvé
me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban,
mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a insultos y salivazos» (Is 50,4-6). La
pasión sufrida por el Mesías viene como fruto de ser discípulo del Padre. Jesucristo pudo llevar a cabo
la obra de Dios por el misterio de la Cruz porque tenía abierto el oído como alguien que aprende del
Padre. Aprender la Palabra significa llevarla prendida en lo más profundo del corazón. Es en este
contexto donde tenemos que entender la figura del discípulo. Es aquel que lleva prendida la Palabra en
su interior.
Jesucristo no dice ni hace nada por su cuenta sino lo que oye al Padre porque escucha y guarda su
Palabra. Eso es llegar a ser discípulo. La Palabra vive dentro de él porque la acoge y va creciendo en su
interior. Por eso dice Jesús: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón», para que, como
Él, escuchemos y guardemos la Palabra del Padre, es decir, tengamos el oído abierto como los
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 29
discípulos. La victoria de Jesucristo, discípulo del Padre, es fruto de su estar abierto a Él. Es la
revelación de Dios la que nos da la absoluta seguridad de que, en las fatigas de nuestra alma, Él está
con nosotros sosteniéndonos y dándonos su alimento y descanso.
Mi yugo es suave
Dice Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso. Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso
para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Vamos a detenernos en
este descanso del alma del que habla el Hijo de Dios. Hoy en día sabemos que abundan las llamadas
enfermedades del alma: depresiones, angustias, manías persecutorias, victimismo, etc. La psicología y
la psiquiatría son de gran ayuda en el tratamiento médico de estas dolencias, pero pretender curarlas
totalmente al margen de Dios es como entrar en un círculo sin salida porque la angustia vuelve a brotar
de una u otra forma.
No hay peor cansancio que el del hombre que vive detrás de una abundancia ficticia. Al principio como
que no se entera, pero, cuando va viendo que tal abundancia no es tan segura como pensaba, que la
rutina y la soledad caen como losas sobre su alma, la carga se hace terriblemente insoportable:
«Habitantes de tiniebla y sombra; cautivos de la miseria y de los hierros, por haber sido rebeldes a las
órdenes de Dios y haber despreciado el consejo del Altísimo, él sometió su corazón a la fatiga,
sucumbían y no había quién socorriera. Y hacia Yahvé gritaron en su apuro, y él los salvó de sus
angustias, los sacó de la tiniebla y de la sombra, y rompió sus cadenas» (Sal 107,10-14).
El ser humano halla descanso cuando Dios habita su alma. Por la palabra Dios habita y sacia con su
luz, que es la que, a su vez, enseña al alma a descansar. Hemos oído a Jesús hablando de «su yugo». La
Ley del Antiguo Testamento representaba para el hombre una carga esclavizante. Jesucristo nos ofrece
su yugo suave de vida y salvación que consiste en tener el oído atento a la voz del Padre. Por eso
vemos tantas veces en el Evangelio y en las cartas apostólicas, de una u otra forma, que la salvación
viene de la escucha de la palabra de Dios, el mismo que dice y hace, que habla y crea. Es el yugo de la
Palabra el que une a Jesucristo con su Padre y le hace permanecer en comunión con Él. Yugo liberador
que hace dar fruto a la Palabra escuchada y guardada.
En el salmo del Buen Pastor leemos: «Yahvé es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba
me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma» (Sal 23,1-3). Es en la
evangelización cuando aparecen con toda su fuerza las fatigas del alma. Es también cuando Dios
conforta de una manera especial a esta alma profundamente probada y la enseña a descansar en Él.
La palabra del Padre es verdad (Jn 17,7), no nos miente. La aceptación del Evangelio que engendra esta
confianza es progresiva y, durante su crecimiento, pasa por etapas que van desde los «valles
tenebrosos» a la «mesa preparada frente a los enemigos», como nos dice el salmo 23. Así, con estas
sucesivas experiencias de confianza que nos afirman en la mesa que Dios nos prepara como respuesta a
nuestras fatigas y angustias, el hombre se dispone para su último valle de tinieblas, es decir, para el
momento de la muerte. Al igual que Jesucristo en su paso al Padre. Es la entrada en el gozo de Dios
(Mt 25,21).
El hombre que tiene la certeza de que Dios tiene preparada una casa para el desdichado (Sal 68,11),
está fortalecido ante la desgracia y el sufrimiento. Dios dispone una casa para el pobre de espíritu
porque ha puesto la confianza de su vida, perdida a causa del Evangelio, en las manos del Padre:
«Dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahvé a lo largo
de los días» (Sal 23,6).
Jesucristo vino a buscar a la humanidad cansada y sobrecargada para llevarnos a una morada eterna
junto al Padre. Y llegamos a esta mansión no por nuestros méritos, sino porque Dios, que es Padre,
envió a su Hijo, el Buen Pastor, en nuestra búsqueda. Somos los rescatados por Dios, Él nunca nos
abandonó. «¡Pasad, pasad por las puertas! ¡Abrid camino al pueblo! ¡Reparad, reparad el camino y
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 30
limpiadlo de piedras! ¡Izad pendón hacia los pueblos! Mirad que Yahvé hace oír hasta los confines de
la tierra: Decid a la hija de Sión: “mira que viene tu salvación; mira, su salario lo acompaña, y su paga
le precede. Se les llamará pueblo santo, rescatados de Yahvé; y a ti se te llamará buscada, ciudad no
abandonada”» (Is 62,10-12).
5. Os doy la vida eterna
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).
Lo primero que nos llama la atención de este texto es que Jesucristo se declara a sí mismo como el
Buen Pastor que da su vida por las ovejas. No es simplemente la vida lo que da, es «su vida».
Un hombre puede entregar su vida por alguien que ama,
por unos ideales… y siempre será loable, pero el hecho de
que Jesucristo dé su vida por el hombre, cambia toda la
perspectiva porque la vida del Hijo de Dios es eterna. Nos
la da y esta no empieza después de la muerte sino desde el
momento en que entramos en comunión con Él. Por más
que, a veces, nos acompañen valles de tinieblas, como
dicen los salmos, la vida eterna que engendra la fe
permanece en nosotros como una semilla, vivificando todas
nuestra proyecciones.
La relación que Jesucristo mantenía con el Padre es lo que hacía posible que tuviera en propiedad la
vida eterna y pudiera ofrecerla a la humanidad. Jesucristo, en su oración, se valía de la Palabra como
todo buen israelita. Rezaba con los salmos, no de forma legalista sin ver más allá de la letra, como
señala Pablo a los judíos: «Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre
sus corazones» (2Cor 3,15). Jesucristo podía relacionarse con su Padre porque la Palabra era inmanente
a ambos: Dios Padre es la Palabra, el Hijo es la Palabra enviada y el Espíritu Santo es la efusión de la
Palabra. La oración, pues, de Jesús hacia el Padre no era sino el compartir la Palabra llena de vida.
Por eso el Hijo de Dios tenía autoridad para decir que da vida eterna, la que recibía del Padre. Y esta es
la fortaleza del Mesías para enfrentar diariamente su misión. Esta profunda oración de Jesús, la Palabra
que fluía entre el Padre y Él, llega hasta el «Abba», y tiene su punto culminante cuando exclama:
«¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». El fuego de Dios, que es la Palabra, permanecía
invariablemente ardiente en lo más profundo del ser de Jesús. En esta escucha del Padre está la
autoridad divina del Evangelio: «No hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha
enseñado, eso es lo que hablo» (Jn 8,28).
Asoma la esperanza
Jesucristo da al hombre su misma vida eterna e inmortal, para rescatarle de una existencia constreñida
dentro de unos límites terriblemente estrechos. La Ley no rescata a nadie; es el eterno círculo del volver
a empezar, con unas épocas buenas, otras regulares; unas veces tibio y otras generoso… No nos da
garantía de ningún rescate. Así nos lo anuncia el salmo 49 hablando de la vanidad de las riquezas:
«¿Por qué temer en días de desgracia cuando me cerca la malicia de los que me hostigan los que ponen
su confianza en su fortuna, y se glorían de su gran riqueza? ¡Si nadie puede redimirse ni pagar a Dios
por su rescate!» (Sal 49,6-8). Vivir la vida al margen de Dios o marcada por el cumplimiento de la ley
sin más, no rescata al hombre de sus limitaciones ni de su querencia a la infidelidad (Os 11,7), por lo
que su existencia se va empequeñeciendo progresivamente al tener su horizonte cerrado.
¡Cómo cansa el cumplimiento de las normas y preceptos! Un hombre puede llegar a pensar que ya ha
encontrado respuestas para sus preguntas; sin embargo, con el tiempo, estas respuestas quedan vacías, y
la esperanza decae de su vida espiritual. Entendemos así el dolor del Hijo de Dios ante esta realidad:
«Al ver a la muchedumbre sintió compasión de ellos porque estaban vejados y abatidos como ovejas
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 31
que no tienen pastor» (Mt 9,36). Estas personas con toda seguridad eran asiduas al culto del templo o
de las sinagogas. Pero estaban vejados y abatidos ya que sus pastores, ni siquiera ellos, conocían el
verdadero rostro de Dios sino sólo el que veían desdibujado a través del velo de la ley. Y cuando no se
ve el rostro de Dios, el hombre acaba fabricándose una supuesta imagen de Él acomodándole a su
superficialidad.
La compasión que Jesucristo siente al ver a la humanidad cansada y abatida, le mueve a enviar a sus
discípulos a anunciar el Evangelio, que es justamente el texto que viene a continuación de su dolor y
aflicción por el hombre. A Dios, como tal, no le hace daño la maldad del hombre, pero sí le aflige
profundamente el engaño en que vive, le duele la visión tremendamente miope que el hombre legalista
tiene de Él. Dios ve más allá de los muros en los que los seres humanos estamos inmersos. ¡Cuántos
pasos en la vida que nos han ocasionado heridas profundas, los hubiéramos evitado de haber tenido una
visión como la que tenía Jesucristo! La buena noticia es que, gracias al Evangelio ya vemos en la
lejanía, pues poseemos la sabiduría de Dios por la simple razón de que vive dentro de nuestro espíritu.
«Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en
él» (Jn 14,23).
Cuando Abrahán lleva a su hijo al monte Moria para el sacrificio, no llevan un cordero, y así se lo
advierte Isaac a su padre; va cargado con todos los aperos externos para el holocausto pero no hay
víctima. Abrahán, iluminado por el Espíritu Santo, le responde que Dios proveerá. Efectivamente, Dios
provee con un carnero para ser sacrificado en lugar de Isaac; carnero que es figura del Hijo de Dios. La
muerte y resurrección de Jesucristo cambia cualitativamente la relación del hombre con Dios. Es cierto
que todos iniciamos esta relación por medio de la ley, que es necesaria durante un tiempo como dice el
apóstol Pablo (Gál 3,24). Pero llegamos a la etapa de la madurez en la que el Evangelio va penetrando
poco a poco en nuestro interior, y encontramos el sentido trascendente que tiene el perder y encontrar la
vida, el perdonar sin distinciones, el amar a los enemigos… Este tipo de relación es imposible que se dé
con los sacrificios de la ley ni con las piedades y preceptos humanos. En ellos el hombre no da su vida;
da parte de su tiempo y hasta de sus cosas, pero es él quien decide hasta dónde quiere llegar, es él el
que se propone las metas. Todo queda a expensas de nuestro estado de ánimo o, peor aún, somos
motivados por los escrúpulos.
Cuando comprendemos que Jesús es la víctima presentada por el Padre, y no como ejemplo de
generosidad sino como don para nuestra congénita debilidad, es cuando empezamos a ser iluminados
por el Evangelio y se nos abre un camino directo hasta Dios. Ya hemos dicho que Jesucristo es la
víctima ofrecida por el Padre. Pero también Él mismo se ofrece voluntariamente como víctima para
instaurar la Nueva Alianza de Dios con el hombre. Alianza consumada por el Hijo de Dios a favor del
hombre, ya que Él es al mismo tiempo el Pastor y el Cordero. Es ahí donde son rescatados del círculo
en que se ahogan nuestras generosidades, buenas intenciones y cumplimientos. La persona que acoge
en libertad el Evangelio, recibe de Dios un proyecto ascendente que está mantenido por la
contemplación en la Palabra, del rostro de Dios: de Dios venimos y a Dios vamos.
El profeta Isaías anuncia este rescate que será llevado a cabo por el Mesías. Será gratis, de la misma
forma que también de manera gratuita, es decir, sin beneficio nuestro, el hombre fue y sigue siendo
engañado por el demonio. El rescate es gratis porque es iniciativa del amor que Dios tiene al hombre.
Isaías anima a la ciudad santa de Jerusalén a que se llene de gozo y se sacuda el polvo, imagen y
estigma de la muerte: «Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu
cerviz, cautiva hija de Sión. Porque así dice Yahvé: De balde fuisteis vendidos, y sin plata seréis
rescatados» (Is 52,2-3).
Sin plata, sin ponerse Él mismo como ejemplo moral delante de nosotros a ver si alguno puede imitarle
y consigue salvarse. Jesucristo da su vida, se da a sí mismo como víctima para rescatarnos, no para
darnos ejemplo. Dios nos ha rescatado gratuitamente. Así nos lo dice también Pablo: «Porque hay un
solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 32
entregó a sí mismo como rescate por todos» (1Tim 2,5-6). También Pedro se hace eco de esta salvación
gratuita en su primera Carta: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres,
no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin
mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a
causa de vosotros» (1Pe 1,18-20).
Él se llegará hasta mí
Cuando escuchamos las palabras de Jesús acerca de dar la vida por el Evangelio, todos, como un solo
hombre, decimos que estas no son para nosotros; serán para los santos, para algunos privilegiados que
Dios elige, para tal o cual persona, y tranquilamente nos quedamos fuera de ellas. «Dice en su corazón
el insensato: “¡No hay Dios! Corrompidos están, de conducta abominable, no hay quien haga el bien.
Se asoma Dios desde los cielos hacia los hijos de Adán, por ver si hay un sensato, alguien que busque a
Dios”». Nadie hay que haga el bien, nadie que busque a Dios. Asustados y extrañados por muchas
palabras del Evangelio, simplemente miramos para otra parte: no es una llamada para nosotros. Leamos
al profeta Oseas: «Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad; cuando a lo alto se les llama ni uno hay
que se levante» (Os 11,7).
Levantarse y llegar hasta Dios porque nos llama, son términos que indican el ir hacia el conocimiento
pleno Dios. Pero ¿quién va a jugarse la vida por buscar a Dios y llegarse hasta Él? Sabemos que
muchas personas van a la iglesia a hacer un poco de oración para pedir favores, que no les ocurra nada
a los seres que amamos o para conseguir algo que deseamos. ¿Es esto realmente buscar a Dios?
Escuchemos al salmista: «¿Quién subirá al monte de Yahvé? ¿Quién podrá estar en su recinto sacro? El
de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. Él logrará la
bendición de Yahvé, justicia del Dios de su salvación» (Sal 24,3-4). Y También el salmo 53, que
aparentemente es de angustia, termina con una pregunta: «¿Quién traerá de Sión la salvación de Israel?
¡Cuando Dios cambie la suerte de su pueblo, exultará Jacob, se alegrará Israel» (Sal 53,7). Vemos
cómo se nos abre una puerta a la esperanza: Dios cambiará la suerte de su pueblo, Dios traerá la
salvación. Alguien romperá el muro de las imposibilidades, alguien lo podrá hacer y lo hará: El Buen
Pastor, aquel que salvó la distancia imposible abriendo las puertas del recinto sacro hacia donde el
hombre es llevado por Él hasta la presencia de Dios. «¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos,
portones antiguos para que entre el rey de la gloria…!» (Sal 24,9-10).
Dios se asomó desde los cielos y encontró a un hombre que sí le buscaba, que le oía y guardaba su
Palabra: Jesucristo, que tomó una carne como la nuestra, uno de entre nosotros de quien la voz del
Padre dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). El Mesías es anunciado así
por el profeta Jeremías: «Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá y le haré acercarse
y él llegará hasta mí, porque, ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí?» (Jer 30,21).
Es un anuncio precioso del Hijo de Dios. El pueblo llenaba el templo, hacían sus sacrificios, sus
holocaustos, daban sus diezmos pero nadie se llegaba hasta Dios. Él mismo se hace carne en un hombre
concreto y lo acerca hacia sí. Solamente el enviado de Dios se acercará hasta Él jugándose la vida. Y a
partir de Él, todo un pueblo puede acercarse sin miedo al misterio de la cruz: aquí es donde se nos da la
vida eterna, aquí está el recinto sacro, aquí la gloria y la presencia de Dios. Somos llevados por la
fuerza y la vida que tiene el Evangelio. No hay obligaciones ni leyes ni imposiciones.
En esta plenitud de conocimiento, el hombre se encuentra con Dios y consigo mismo. «Yo conozco a
mis ovejas y las mías me conocen a mí». El discípulo conoce la voz de Dios, conoce su Palabra, y esta
le da la garantía de que encontrará la vida. Entramos así en la médula de la vida eterna. Jesucristo
proclama vivencialmente: «El que pierda su vida por mí y por el Evangelio la encontrará». Pierde su
vida por el Evangelio de la vida eterna en su cercanía de Dios, sabiendo que su Padre tiene la última
palabra sobre Él. Y deja como oferta un camino abierto a todos los hombres. Más allá de sacrificios y
holocaustos, el creyente puede jugarse todos los días la vida en lo que respecta a: afectos, dinero,
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 33
apoyos humanos… Porque tiene el Evangelio que le sostiene y le garantiza la devolución de la vida que
ha entregado, vida a la que Dios pone su sello: la inmortalidad.
Yo soy vuestra fortaleza
En el recinto sacro no puede entrar ni siquiera Moisés, el
amigo de Dios. Lo vemos en el pasaje de la zarza que ardía
sin consumirse: «Cuando vio Yahvé, que Moisés se
acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza,
diciendo: “¡Moisés, Moisés!”. Él respondió: “Heme aquí”.
Le dijo: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies,
porque el lugar en que estás es tierra sagrada”» (Éx 3,4-5).
A Moisés no le llamó la atención que ardiese un matorral en
el desierto, pero sí le extrañó que no se consumiera. La
zarza improductiva es la imagen del ser humano, y el fuego es Dios que, cuando entra en el corazón de
un hombre, no le aniquila ni abate su personalidad: conserva su identidad junto a la de Dios en una
comunión profunda. Ni el fuego se extingue ni la zarza se consume.
Moisés, quien es considerado promulgador de la Ley en preparación a la venida del Mesías, no puede
entrar en el recinto sagrado. Como ya hemos visto, abrir la puerta de este recinto le corresponde al
Hombre-Dios, Jesucristo. Será Él la misma puerta abierta que levantará a la humanidad de la necedad y
la impureza en que está postrada y de las que no puede ser rescatada por la Ley de Moisés. Como dice
el profeta Isaías, tal necedad e impureza nos impiden entrar en este terreno sagrado: «Habrá allí una
senda y un camino, vía sacra se la llamará; no pasará el impuro por ella, ni los necios por ella vagarán»
(Is 35,8).
Impuros y necios son términos marcadamente bíblicos. La impureza hace relación a la lepra que
desmorona al hombre y lo margina de entre sus hermanos. En cuanto a los necios, podemos recordar a
las vírgenes necias que prepararon con gran boato y ostentación la mejor lámpara del mercado, pero no
pudieron encenderla por carecer de aceite. Es la falsa perfección de las obras de la ley que no llevan
consigo la luz, «obras de la ley» que nos hacen dioses a nosotros mismos.
Veamos la razón por la que fueron engañados Adán y Eva: «Se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5). Todos nosotros hemos caído en la misma seducción,
nos hemos sentido únicos autores de nuestra vida, incluso hemos llegado a creer que la teníamos en
nuestras manos en una dirección maravillosa. Parecía que todo iba bien hasta que circunstancias y
acontecimientos, que no tienen por qué ser extraordinarios, desmoronaron tantos ideales y proyectos a
los que neciamente les habíamos puesto el sello de perennidad. Entonces nos sentimos como en un
desierto, débiles, intranquilos y desolados.
Dios siempre viene en nuestra ayuda. El profeta Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, nos da una
palabra de esperanza en estas situaciones concretas, anunciándonos a Dios como vengador de todos los
engaños y seducciones en los que hemos creído. Son palabras del profeta animando al pueblo, porque
Dios se ha apiadado del nuevo desierto que está viviendo a causa del destierro. «Fortaleced las manos
débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis! Mirad
que vuestro Dios viene vengador; es la recompensa de Dios, él vendrá y os salvará» (Is 35,3-4).
Dios se compadece al ver nuestras rodillas vacilantes, nuestro encorvamiento y nuestra necedad. En su
inmensa misericordia y por pura iniciativa suya, como nos indica Pablo, nos ofrece la abundancia de su
Evangelio para que nuestras manos y rodillas sean fortalecidas, nuestra fe robustecida, pudiendo así
vivir en el mundo como hijos de la luz, es decir, con la cabeza erguida.
El Evangelio, sello de Dios, nos fue regalado por Jesucristo desde la herida abierta de su costado. Los
Santos Padres sitúan la efusión del Espíritu Santo en este manantial que surgió del corazón del Hijo de
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Dios: agua y sangre brotaron desde su costado abierto y llenó la tierra de su gloria. En el misterio de la
muerte de Dios, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo: Desde lo alto, Dios se abrió hacia el
hombre para darle vida en abundancia.
La Ley nunca nos dice que encontraremos la vida. Por eso siempre aparecen dudas y miedos muy
serios, y no digamos ya escrúpulos, con respecto a la muerte y al juicio final. Quien ha visto el rostro
de Dios en su Palabra no teme ningún juicio por parte de Dios. Las tinieblas de su corazón y de su
espíritu han sido juzgadas y expulsadas por la luz del Evangelio. Además, el juicio que Dios hace de
todos nuestros pecados cuando nos dejamos interpelar por la Palabra hasta lo más profundo de nuestro
ser, es el siguiente: «Padre, perdónales; no sabían lo que hacían porque no conocían que estabas vivo
en la Palabra, no podían jugarse la vida para llegarse hasta ti».
El Evangelio es la abundancia de nuestra salvación. Él contiene en profundidad el conocimiento e
intimidad con Dios. Y, desde el recinto sacro, conquistado por Dios mismo dentro de una tierra con el
estigma de la impiedad, nos dice el Mesías: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre
sino por mí» (Jn 14,6).
Camino, recinto sacro, vía sacra son la misma realidad. Es el trayecto de Jerusalén al Calvario, de
espaldas a un pueblo que quería encumbrar al Mesías como rey temporal. Cargó con toda la debilidad
de un hombre expulsado, con la angustia de la piedra angular rechazada. Salvó a la humanidad
apoyando su debilidad en la palabra del Padre, que es también nuestra Palabra. Este es el gran misterio
y la gran alegría del Evangelio: Por eso se llama Buena Noticia.
Por esta vía sacra continúa el profeta: «Serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa,
se trocará la tierra abrasada en estanque, y el país árido en manantial de aguas. En la guarida donde
moran los chacales verdearán la caña y el papiro» (Is 35,6-7). Todo es un vergel, florece la vida del
hombre no con frutos perecederos sino eternos, como los árboles que, junto al río de Dios, dan fruto
doce veces al año (Ap 22,2), es decir, siempre, en todo tiempo y por misericordia de Dios.
Somos hijos y herederos
En la vida que nos dieron nuestros padres, ya desde los primeros meses, el cuidado y afecto maternal y
paternal que hemos recibido de ellos hizo que las primeras palabras que salieron de nuestra boca fueran
papá y mamá. Eran palabras que nos brotaban de nuestras entrañas. Las aprendíamos porque las
oíamos, sobre todo por la intensidad afectiva con que las oíamos: en brazos de nuestros padres,
estrechados y arropados al calor de su amor. Conforme íbamos creciendo, nos dábamos cuenta de más
realidades: su preocupación, su ayuda, sus regalos en momentos oportunos, sus desvelos en la
enfermedad… Viviendo bajo una experiencia así, nos sale de forma natural el amor a nuestros padres.
Nadie nos obligó a amarlos, nadie nos extendió un documento o un decreto por el cual debíamos de
llamarles padres. Nuestros gestos de amor hacia ellos, que empiezan por balbucir sus nombres, nos
nacían de la profundidad de nuestro ser al sentir cómo se desvivían por nosotros.
Por la misma razón, de nuestro espíritu emerge hacia Dios una intimidad desbordante cuando llegamos
a ser conscientes de la sabiduría que nos ha dado y que aboca en un situarnos cara a cara con Él, como
Moisés (Éx 33,11). Es bueno aclarar lo siguiente: No es lo mismo decir que Dios es nuestro Padre
porque se nos ha enseñado en las lecciones del catecismo, que decirlo como fruto de una experiencia
íntima y gozosa de su paternidad. Es entonces cuando el Espíritu Santo, que va actuando en nuestra
alma con sus dones, hace nacer dentro de nosotros el afecto filial hacia Dios, provocando que le
podamos llamar Padre con la confianza filial de Jesucristo, e incluso con el término que Él mismo
usaba: Papá, que esto es lo que en arameo significa «Abba». «En efecto, todos los que son guiados por
el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!»
(Rom 8,14-15).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 35
6. Escándalo y huida
«Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas,
ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en
ellas y las dispersa, porque es asalariado no le importan nada las ovejas.
Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a
mí» (Jn 10,12-14).
Habíamos visto cómo Jesús decía que Él era el Buen Pastor que da su
vida por las ovejas. En contraposición, vemos ahora que el asalariado
no es buen pastor porque las ovejas no le pertenecen y, por lo tanto, no
le importan. Esta despreocupación por las ovejas lleva al asalariado a
huir cuando se acerca el lobo, es decir, la prueba, y las abandona ante
las dificultades en detrimento del rebaño.
No le importan las ovejas porque no son suyas. Lo que le ha llevado a
ponerse cerca del rebaño es el salario que recibe por su trabajo. Por eso
es llamado asalariado. Y cuando una persona quiere actuar como
pastor, catequizando y evangelizando a cambio de un salario que
también puede ser el poder, la fama, el honor, etc., las ovejas no le
pertenecen: «No podéis servir a dos señores; no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Por eso
ante la prueba o el desaliento, huye, como lo hicieron también los apóstoles ante el misterio de la cruz.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 36
¿Por qué huyeron estos después de tres años junto a Jesús escuchando su Palabra? Lo leemos en el
evangelio de san Mateo en el que Jesucristo dice: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta
noche, porque está escrito, heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). Ya
hemos visto que el término escándalo en la Escritura significa «piedra de tropiezo». Y esto fue para los
apóstoles el drama de la cruz. Primero por la misma muerte de Jesús, ya que no entendían que Dios
permitiera que matasen al Mesías; y también por ellos mismos, porque tampoco entraba en su cabeza
que a ellos, «que lo habían dejado todo», les ocurriera algo tan inaudito. Habían dejado todo por el
reino que representaba Jesús y, de pronto, ven diluirse sus esperanzas, y quizá habría que decir con más
propiedad, sus ambiciones.
Todos nos hemos escandalizado de Dios alguna vez, sea por el mal del mundo, desgracias naturales,
etc. Pero cuando este mal nos alcanza de lleno a nosotros mismos, nos resulta realmente
incomprensible, no encaja con nuestra religiosidad, con la idea neurótica de un Dios a nuestra
conveniencia. Es entonces cuando el escándalo hace tambalear nuestra relación con Dios. Somos tan
buenos que es inconcebible que Dios nos pague así.
Cuando somos conscientes de nuestros escándalos contra Dios, se abre un camino de conversión, un
fijar nuestros ojos hacia el Dios real, no el de nuestra mente. Los apóstoles tuvieron que chocar con esta
piedra de tropiezo para darse cuenta de que eran tan pecadores como los demás. Después que Pedro
aseguró su fidelidad a Jesús hasta la muerte, los demás aseveraron y asumieron sus mismas palabras
(Mt 26,33-35). Pero, al menos en parte, eran asalariados que seguían a Jesucristo no por amor a Dios,
sino sobre todo, por lo que les podía proporcionar este seguimiento. Por eso, después de la traición de
Judas, «los discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mt 26,56).
Tuyos somos, Señor
Israel sabe que pertenece a Dios, sabe que es un pueblo que Él se ha adquirido para su propiedad: «A
vosotros os tomó Yahvé y os sacó del horno de hierro, de Egipto, para que fueseis el pueblo de su
heredad como lo sois hoy» (Dt 4,20). Esta conciencia de pertenencia a Yahvé podía suponerse que era
suficiente para no dejarse seducir por los falsos dioses, postrarse delante de ellos y rendirles culto. Sin
embargo, cuando el camino propuesto por Yahvé no es de su gusto, su confianza en Él se tambalea y
vuelven sus ojos hacia los ídolos porque pueden manejarlos a su antojo. De hecho, levantan un becerro
de oro en el desierto al que invocan y aclaman así: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la
tierra de Egipto» (Éx 32,8).
Ante tan terrible desviación, Moisés intercede por el pueblo apelando directamente a su pertenencia a
Dios: «Señor Yahvé, no destruyas a tu pueblo, tu heredad, que tú rescataste con tu grandeza y que
sacaste de Egipto con mano fuerte. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob, y no tomes en
cuenta la indocilidad de este pueblo, ni su maldad ni su pecado… Ellos son tu pueblo, tu heredad,
aquellos a quienes tú sacaste con tu gran fuerza y tu tenso brazo» (Dt 9,26-29). Israel ha sido
esclavizado por Egipto y Dios le ha liberado con brazo poderoso; ha abierto para ellos el mar Rojo a fin
de escapar de sus perseguidores sabiendo que no son mejores que los demás pueblos, por eso tienen la
experiencia de pertenecer a Yahvé y de que Él es su pastor, su guardián y protector.
Esta es la base de la espiritualidad de Israel: Que pertenece a Dios. Y esta conciencia profunda es más
fuerte que sus propios pecados; a pesar de ellos, no dejan de confiar en Él. Israel se sabe pecador, pero
su confianza consiste precisamente en que Dios se preocupa de ellos porque es el pueblo que Él se
adquirió en propiedad: «¡Feliz la nación cuyo Dios es Yahvé, el pueblo que se escogió como heredad!»
(Sal 33,12). Dios no abandona su rebaño por muy pecador que sea, porque las ovejas le importan y le
pertenecen.
A veces, cuando encontramos trabas para desarrollar nuestras aspiraciones o se nos cruzan en la vida
problemas dramáticos, podemos llegar a pensar: «¿De verdad que le importo a Dios?». Es confortador
observar que todas las tentaciones que anidan en nuestro corazón las ha tenido también el pueblo de
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 37
Israel, han quedado reflejadas en la Escritura; y que, desde ella, Dios responde tanto a Israel en su
tiempo como ahora a todo hombre.
El profeta Isaías consuela al pueblo anunciando la reconstrucción de Jerusalén. Sin embargo, Israel,
caído y postrado en el abatimiento, no se lo cree: «Dice Sión: Yahvé me ha abandonado, el Señor me
ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?
Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo
tatuada» (Is 49,14-16). Las palmas de las manos en las que estamos tatuados, son lo primero que
Jesucristo presenta a los apóstoles tras la resurrección. «Soy yo, mirad mis manos y mis pies». Las
heridas de la pasión son como la firma notarial de nuestro rescate; son la prueba de que le
pertenecemos y de que en el momento de la llegada del «lobo», su victoria sobre la muerte, sobre todo
mal, es nuestra victoria. Él venció al mal por y para nosotros.
En las heridas de sus manos estamos tatuados y rescatados. Por eso leemos en la primera Carta del
apóstol Pedro: «Él, que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; él, que al ser insultado,
no respondía con insultos, que al padecer, no amenazaba sino que se ponía en manos de Aquel que
juzga con justicia… Él, con cuyas heridas habéis sido curados» (1Pe 2,22-24). Las heridas del Hijo de
Dios son el aval de nuestro rescate. Así como para liberar a los esclavos se exigía un documento que
tuviera valor judicial con firma y sello, las llagas de las palmas son nuestro documento, la prueba de
nuestra liberación, de nuestra pertenencia a Dios.
El salmo 74, en el mismo contexto, insiste en este amor incomprensible de Dios: Israel pertenece a
Yahvé porque ha sido rescatado por Él. Ante la esperanza del destierro y la ruina del Templo, clama a
Dios diciendo: «¿Por qué has de rechazar, oh Dios, por siempre, por qué humear de cólera contra el
rebaño de tu pasto? Acuérdate de la comunidad que de antiguo adquiriste, la que tú rescataste, tribu de
tu heredad, y del monte Sión donde pusiste tu morada. Guía tus pasos a estas ruinas sin fin» (Sal 74,1-
3).
Si Israel, con la conciencia que tiene de ser pecador, no puede borrar su sentido de pertenencia a Dios,
¡cuánto más fuerte ha de ser esta vivencia para nosotros, que somos testigos de nuestro rescate!
«Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o
plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla: Cristo» (1Pe 1,18-19).
Nuestra experiencia es mucho más fuerte porque, si Dios sacó de la esclavitud a un pueblo concreto
con tenso brazo, con su sangre adquirió a toda la humanidad. Es una confianza mucho más vinculante y
esperanzadora porque es una experiencia que cada hombre puede personalizar. Nuestros pecados han
sido lavados con la sangre del Cordero y, al ser rescatados, se nos ha conferido el título de que somos
propiedad de Dios. Esta es la base de nuestra experiencia de fe. Aunque nos parezca incomprensible, sí
importamos a Dios.
Heme aquí, Padre
Los acontecimientos del Antiguo Testamento son una preparación para la nueva y definitiva liberación
del hombre por la sangre de Jesucristo. En la Carta que Pablo escribió a los romanos, leemos: «Pero
ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los
profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen… Justificados por el don de
su gracia, en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús, a quien exhibió Dios, como instrumento
de propiciación por su propia sangre» (Rom 3,21-25). San Jerónimo, Padre de la Iglesia, dice que creer
en Jesucristo es creer en el Evangelio, el cual nos gesta y nos capacita para hacer la voluntad de Dios.
El Evangelio actúa, pues, en nosotros como «mano de alfarero» (Is 64,7).
La palabra clave del texto de la Carta a los romanos anteriormente citado, es «propiciación». La
Escritura nos ha dejado constancia de cómo Yahvé mandó a Moisés construir sobre el Arca de la
Alianza una tapa cubierta de oro macizo a la que se llamó propiciatorio: «Pondrás el propiciatorio
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 38
encima del arca; y pondrás dentro del arca el Testimonio que yo te daré. Allí me encontraré contigo»
(Éx 25,21-22).
Propiciación, en la ley mosaica, es una acción grata a Dios con la que se intentaba aplacar su ira y
moverle a piedad y misericordia para que fuera favorable y benigno al pueblo. Sobre el propiciatorio
del arca se rociaba la sangre del sacrificio el día de la expiación del pecado o Yon Kippur: «Después
inmolará el macho cabrío como sacrificio por el pecado del pueblo y llevará su sangre detrás del velo,
haciendo con su sangre lo que hizo con la sangre del novillo: rociará el propiciatorio y su parte anterior.
Así purificará el santuario de las impurezas de los israelitas y de sus rebeldías en todos sus pecados»
(Lev 16,15-16). Esta expiación de los pecados que Israel hacía una vez al año de forma externa y
simbólica, fue llevada a su plenitud por Jesucristo en el Calvario. Así, la cruz se convierte en el
propiciatorio que existía en el Templo, y Jesús es el instrumento de propiciación: «Hijos míos, os
escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a
Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino
también por los del mundo entero» (1Jn 2,1-2).
Por Jesucristo, los hombres somos ovejas agradables a Dios. La redención es universal. El Hijo de Dios
nos ha rescatado entregándose Él mismo como víctima de propiciación por los pecados del mundo
entero y de una vez para siempre en el misterio de la cruz: «Y penetró en el santuario una vez para
siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna» (Heb 9,12). Esta experiencia de rescate total y definitivo es tan fuerte que la vemos
plasmada en los primeros textos de la Iglesia primitiva, como lo vemos también en este de la Carta a
los efesios: «En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la
riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a
conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1,7-9). La voluntad de Dios es rescatar al hombre por medio de
su Hijo. Sacrificar en el propiciatorio del Templo un cordero, un novillo o un macho cabrío, no salvaba
a nadie. Todo esto quedaba como símbolo, como ritual, pero la querencia del hombre a la infidelidad
permanecía igual.
En la oración litúrgica de Israel encontramos esta invocación: «Ni sacrificio ni oblación querías, pero
me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: heme aquí, que vengo. Se me
ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad» (Sal 40,7-9). El salmista está anunciando a
Jesucristo como el Buen Pastor que no huye ante la prueba como lo hacen los asalariados. Ante el
misterio de la cruz, el Hijo de Dios dice: «Heme aquí».
Continúa el salmo diciendo: «¡Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser. He
publicado la justicia en la gran asamblea; mira, no he contenido mis labios, tú lo sabes, Yahvé» (Sal
40,9-10). Si nos fijamos bien en el texto, podemos preguntarnos dónde estaba esa «gran asamblea»
cuando Jesucristo agonizaba en la cruz. Allí no había casi nadie que creyera en Él. Los «espectadores»
le insistían para que su Padre-Dios hiciera el milagro de bajarle de la cruz. La gran asamblea, sin
embargo, es la que Jesucristo vio a través del tiempo y del espacio: recorrió en un instante toda la
historia y vislumbró los millones de personas que, de todos los puntos de la tierra, acogerían su santo
Evangelio.
El ofrecimiento de Jesús ante su muerte, profetizado en el salmo, lo vemos cumplido en el momento de
su prendimiento en el Huerto de los Olivos: «Cuando les dijo: “Yo soy”, retrocedieron y cayeron en
tierra. Les preguntó de nuevo: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Respondió
Jesús: “Ya os he dicho que yo soy”; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”» (Jn 18,6-8). No
es la sangre de los discípulos la que va a rescatar al mundo, es la del Hijo de Dios la que va a ser
ofrecida para el sacrificio de propiciación que salva a la humanidad.
Dios, en su Hijo, nos ha comprado y rescatado: le pertenecemos y le importamos, y no huye ante el mal
que se cierne sobre nosotros para arrebatarnos la vida: «Ya no hablaré muchas cosas con vosotros,
porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 39
amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,30-31). Vemos al Hijo de Dios en el
cumplimiento profundo del Shemá: Ama al Padre con todo su corazón, con toda su alma y con todas
sus fuerzas. Y, ante la perspectiva de su muerte, puesto que hace lo que el Padre desea, esto es, que
toda la humanidad se salve, la acepta, amando así también al hombre con todo su corazón, con toda su
alma y con todas sus fuerzas. Este es el culmen de todos los mandamientos: Amar a Dios sobre todas
las cosas y al prójimo como a sí mismo.
Jesucristo se pone entre sus ovejas y el lobo que representa el mal, para que este no exhale su veneno
de muerte. Y, aunque caigamos en la tentación, nuestra mirada está fija en nuestro Pastor, de forma que
nuestros pecados y errores no lleguen a desviarnos de la voluntad de Dios. El Buen Pastor es al mismo
tiempo protector, defensor y guardián como así nos dice el apóstol Pedro: «Erais como ovejas
descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas» (1Pe 2-25).
Después de la pesca milagrosa y tras haber comido con los discípulos, Jesús resucitado preguntó por
tres veces a Pedro si le amaba. Y por tres veces le encomendó que apacentara el rebaño de Dios (Jn
21,15-17). Este texto es maravillosamente comentado por san Agustín. Dice: La prueba de amor que
Dios pide a Pedro es apacentar sus ovejas como buen pastor. Es inútil prometer a Dios un seguimiento
fiel hasta la muerte y no porque estemos mintiendo al expresar así nuestro deseo; simplemente, nos
estamos olvidando de nuestra debilidad. Por eso, la prueba máxima de amor que está contenida en el
Shemá, es amar a Dios escuchando su Palabra, y amar a los hombres transmitiendo el Evangelio que de
Él hemos recibido.
¿Me amas, me quieres, me amas más que estos? Son las tres preguntas de Jesús que nos recuerdan el
Shemá: con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Ante la respuesta de Pedro, Jesús,
por tres veces, le dice lo mismo: «Apacienta mis ovejas»; protégelas y guárdalas, cobíjalas bajo tu fe,
no huyas como los asalariados. Las ovejas son tuyas porque yo te las doy; dales a comer el alimento
con que yo te alimento a ti y que hasta ahora no conocías (Jn 4,32). Fortalece a mis corderos con la
Palabra viva del Evangelio, no con leyes ni moralismos sino con la Palabra llena de Dios.
Comenta san Agustín que Dios ve que le amamos realmente cuando amamos a nuestros hermanos
dándoles el pasto de la Palabra viva. Es necesario irradiar la luz del Evangelio tanto mediante la
predicación como haciendo las llamadas obras de misericordia (Mt 25,35-36). Es así como la Iglesia
lleva adelante la voluntad de Dios que es que todo hombre se salve.
El Buen Pastor es Jesucristo, y el verdadero pastoreo aparece a partir de su muerte y resurrección. Los
discípulos habían visto maravillas y milagros sin que estos fuesen realmente efectivos en lo que
respecta a la conversión del corazón. Todavía no habían sido comprados con la sangre del Mesías y,
por tanto, no tenían en su espíritu la vida de Dios.
A partir de Jesucristo, tenemos esta novedad: La acogida de la Palabra lleva al pastoreo, y la
predicación crea la fe en los oyentes. Pero en esta misión se vislumbra el peligro de los lobos, que
pueden no sólo atacar desde fuera al rebaño sino también desde dentro. Ya vimos cómo Pablo, en su
despedida de la comunidad de Éfeso, la pone en alerta acerca de este peligro.
La Iglesia primitiva tenía la conciencia clara y absoluta de que había sido instituida por Dios para
evangelizar, es decir, para amar al ser humano dándole lo mejor que puede recibir: La vida eterna del
Evangelio. Los pastores que Dios ha puesto al frente de su grey no son asalariados, no huyen en el
momento de la prueba, tanto si esta cae sobre el rebaño como sobre ellos mismos; son buenos pastores
porque están sostenidos por el mismo Dios y, cuando llega el Príncipe de la mentira con sus trabas e
incluso con la persecución, vuelven sus ojos llenos de sabiduría a los pliegues de su corazón, y allí
encuentran, grabado por el Espíritu Santo, el Shemá: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc
10,27). Agradecidos porque son conscientes de que Dios ha grabado estas palabras en su corazón, tal y
como prometió por el profeta Jeremías (Jer 31,33), fijan sus ojos en Él y le dicen: “¡Aquí estoy,
Señor!”.
Este es el punto de encuentro entre Dios y el hombre, entre el hombre y Dios; es punto de enlace: de
conocimiento y comunión; por eso dice Jesús que conoce a sus ovejas como el Padre le conoce a Él, y
que sus ovejas le conocen igual que Él conoce al Padre. Esta relación de conocimiento es posible a
partir del encuentro del hombre con la Palabra de la vida, que lo es a partir de Jesucristo. Y el mediador
entre Dios y la humanidad no podía ser otro que el mismo Dios hecho carne en su Hijo. «Porque hay un
solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (1Tim 2,5).
La diferencia que existe entre Jesucristo y hombres como Moisés, Isaías, Jeremías o cualquier santo, es
que Él es Dios, por lo que la Palabra llega a nosotros tal y como es, con toda su fuerza de salvación.
Cuando Jesús recomienda que no llamemos a nadie maestro ni director ni consejero (Mt 23,8),
podríamos ampliar su exhortación diciendo también que a nadie debemos llamar intermediario, porque
uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: Aquel que subió a la montaña como palabra de
fuego, pudiendo así «habitar con las llamas eternas», como veíamos antes en el profeta Isaías.
Juan afirma en su evangelio que Jesucristo deseaba ardientemente preparar la Pascua con sus discípulos
y que sabía que había salido del Padre y que a Él volvía. Y, al igual que las llamas de fuego que subían
a lo alto en el Horeb, el Hijo de Dios, una vez que hace prender el fuego en la tierra, sube como Palabra
de fuego hacia el Padre. Jesús es consciente de que ha sido enviado por el Padre para inflamar este
fuego sobre la tierra: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera
ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc
12,49-50).
Él mismo es el fuego. Por una parte sube al Padre como las llamas desde el Horeb y, por otra, se queda
junto al hombre como Palabra de vida, como Evangelio que nació de su costado abierto lleno de la
gloria y del fuego de Dios. Jesucristo no se mantuvo a distancia en el nuevo Sinaí, el Calvario; siendo
el fuego del Padre, las llamas subieron a lo alto hasta el seno de Dios. Y entre nosotros quedó la
Palabra que nos posibilita ascender hacia Él.
El Hijo: fuego del Padre
Jesucristo subió al Calvario con el corazón colmado de angustia. Le oímos antes hablar de un bautismo
que no se refería al del Jordán, pues ya había tenido lugar, sino al de su pasión. Como en unas aguas,
iba a sumergirse en el interior de la tierra para emerger de ella resucitado. Siente angustia porque sabe
que es Él quien va a ser pasado a fuego, quien va a ser acrisolado. Ya sólo le quedaba por ofrecer la
vida de su cuerpo de carne, pues lo había perdido todo: Su dignidad, siendo la Sabiduría, le
consideraban inculto; su linaje, le llamaban samaritano; y hasta su experiencia del Padre, ya que siendo
el Santo de Dios (Lc 1,35), le tuvieron por endemoniado y blasfemo.
El profeta Jeremías que, como tal, es figura del Mesías, conoció también estas angustias terribles en su
misión profética, hasta el punto que preguntaba a Dios: «¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi
herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿Serás para mí como un espejismo, aguas no
verdaderas?» (Jer 15,18). ¿Acaso es toda una serie de casualidades lo que he hecho hasta ahora? ¿Algo
producto de mi mente religiosa…? Dios responde a Jeremías con palabras que nos recuerdan la misión
del fuego en el crisol: «Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo
precioso de lo vil, serás como mi boca» (Jer 15,19). Cuando el hombre se deja acrisolar por la Palabra-
Fuego de forma que la escoria quede desprendida, es como la boca de Dios porque tiene dentro de sí su
Palabra.
Jesucristo, palabra de Dios hecha carne, entra en ese fuego con un objetivo muy concreto que vemos
expresado en el salmo: «Dios es perfecto en sus caminos, la palabra de Yahvé acrisolada. Él es escudo
de cuantos a él se acogen» (Sal 18,31). Un crisol es un recipiente formado por ladrillos macizos donde
se introducen pequeñas rocas que contienen diversos minerales, en nuestro contexto, también el oro. El
crisol se eleva a altísimas temperaturas para que se fundan los metales y, así, poder separar el oro de lo
desechable. Jesucristo, en el Calvario, es acrisolado para separar lo precioso de lo vil, el oro de la
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 43
escoria, para separar la Palabra de la vida de la palabra ley. La Palabra, así aquilatada, se convierte en
el Evangelio: el punto de encuentro entre el hombre y Dios.
¿Cuándo comprenderemos el inmenso amor que Dios nos tiene? Él mismo ha sido pasado por este
horno ardiente para que tengamos el Evangelio engendrador. Su Hijo, al pasar por el fuego, hace
posible que conozcamos al Padre como Él lo conoció. La Palabra depurada, acogida en el corazón, nos
limpia de toda escoria, de toda ganga y nos permite establecer una relación de conocimiento con Dios
semejante al que tuvieron Jesús y su Padre. Es un conocimiento de amor unificador, de manera que, en
la Palabra somos uno por Jesucristo con el Padre.
El hombre, con su sabiduría, inteligencia y conocimientos, con su bondad natural y sus artes, nunca
podrá separar el oro de la ganga. Ya vimos que esta separación fue hecha por Jesucristo, a quien le
hemos oído decir antes: “He venido a arrojar fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera
ardiendo!”. El Hijo de Dios va a entrar en el crisol-horno del Calvario, en el nuevo Horeb. La Palabra
así acrisolada, llega hasta nuestra debilidad, hasta aquella impotencia que nos dejó a todos al pie del
monte manteniendo la distancia. Por Jesucristo, la Palabra se convierte en fuerza de Dios, fuerza de
salvación anunciada por Zacarías ante el nacimiento de Juan Bautista. Efectivamente, lleno del Espíritu
Santo, proclamó: «¡Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha
suscitado una fuerza salvadora» (Lc 1,68-69).
Una fuerza que se hizo fuego y que habita y permanece con nosotros. Y, como dice el apóstol Pablo,
permanece operante, es decir, que actúa en el hombre por la Palabra predicada: «De ahí que también
por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios,
que permanece operante en vosotros, los creyentes» (1Tes 2,13). El mismo Pablo llama al Evangelio, la
fuerza de salvación de Dios: «Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la
salvación de todo el que cree; del judío primeramente y también del griego. Porque en él se revela la
justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: el justo vivirá por la fe» (Rom 1,16-17).
Conozco al que me envió
Pedro, a quien Jesús llama bienaventurado por haber recibido la
revelación del Padre (Mt 16,17), cuando llega el momento de
acompañar al Hijo de Dios hasta el nuevo Sinaí, dice: «No conozco a
ese hombre». Mientras se trate de cumplir más o menos leyes y
preceptos, se puede hacer cualquier tipo de promesa. Pero si llega un
momento en que hay que arriesgar la vida, es entonces cuando las
negaciones de Pedro son también las nuestras. Y Pedro no mentía
cuando decía que no conocía a Jesucristo. No mentía; simplemente aún
no tenía en su interior la Palabra vivificante que provoca el
conocimiento de Dios, punto de encuentro entre Dios y el hombre.
Por eso Pedro, por más que ya había sido escogido por Jesús como
cabeza de la Iglesia, no puede subir con Él al monte. Se queda abajo a
causa del miedo, al mismo nivel que el pueblo de Israel en el Sinaí, en
la lejanía. No pudo reconocer a Jesucristo como Dios porque tampoco
conocía todavía el Evangelio de la gracia.
Y lo mismo ocurría con el resto del pueblo que había sido testigo de sus
señales, milagros y predicación: No pudieron reconocerle como Dios
pues aún no les habían sido abiertos los oídos para que la Palabra
pudiera penetrar en su interior. Los judíos preguntaron a Jesús que por quién se tenía a sí mismo. Jesús
les respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me
glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”. Y sin embargo no le conocéis. Yo sí que le
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 44
conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo
su Palabra» (Jn 8,54-55).
El mismo Juan, en el prólogo de su evangelio, nos da la clave del conocimiento de Dios, de aquel de
quien los hombres se escondieron y mantuvieron la distancia. «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo
único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Es, pues, Jesucristo quien nos revela el
misterio de Dios, quien, al presentarse como Buen Pastor, proclama que conoce a sus ovejas y las suyas
le conocen a Él, de la misma forma que Él conoce al Padre y su Padre le conoce. Jesucristo establece
una relación entre Dios y el discípulo que se basa y fundamenta en la sabiduría que Él tiene, y que le
permite su relación filial con el Padre. El Hijo de Dios, Buen Pastor, da su vida por sus ovejas para
hacer posible esta relación asombrosa. Con su muerte y resurrección, el conocimiento que el hombre
tiene de Dios conlleva una relación de comunión y de unidad al estilo de la de Jesucristo, que pudo
decir: «Yo y el Padre somos uno». Eran uno porque les unían las Santas Escrituras que Jesús, como
hombre, escuchaba y guardaba en su interior. Jesús llevaba adelante su misión conforme a la sabiduría
que recibía del Padre.
En la Carta a los hebreos se nos explica por qué la Palabra es punto de convergencia entre Dios y el
hombre: «Ciertamente, es viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos
filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón» (Heb 4,12). Penetrar hasta el corazón es una de las
definiciones bíblicas del término conocer. El autor de la Carta a los hebreos define a la Palabra como
viva, eficaz y penetrante.
Jesucristo, el Buen Pastor, muere por el hombre para darle esta Palabra eficaz. Dio su vida para
propiciar entre Dios y el hombre un encuentro al que se llega por medio de la Palabra, a la que hemos
visto comparada con una espada. Ella se va abriendo camino en nuestro interior entre los huesos
muertos de los que habló el profeta Ezequiel (Ez 37,), y que hemos almacenado a lo largo de nuestra
existencia. El Evangelio llega así hasta el corazón del hombre, escruta sus pensamientos y sentimientos
y lo aquilata, lo convierte, lo pacifica.
Dios penetra con su sabiduría hasta el corazón y purifica el alma. Esta puede decir con el salmista, «Mi
alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene» (Sal 63,9). El alma, purificada por el Evangelio, está
con Dios, apretada a Él. Se siente y se sabe sostenida por la diestra de Dios, por su fuerza y poder; la
misma fuerza que sostuvo a Jesucristo en su temor y angustia subiendo al Calvario. Por eso, el hombre,
así fortalecido, puede hacer suyas las palabras de consuelo que el salmista pone en boca de Dios: «Pues
él se abraza a mí, yo he de librarle; le exaltaré, pues conoce mi nombre. Me llamará y le responderé;
estaré a su lado en la desgracia, le libraré y le glorificaré» (Sal 91,14-15). Puede así subir al nuevo
Sinaí de la presencia de Dios, al monte donde se prende el fuego cuyas llamas suben a lo alto. Puede,
en definitiva, enfrentar el terror de la noche, es decir, la tentación y la prueba.
La Palabra penetra en el corazón, arropa al espíritu y es roca para el hombre; se hace inmanente con Él:
es Dios con nosotros. Nos diviniza, como expresaban tantos Padres de la Iglesia. Jesucristo aseguró
esta permanencia de su amor en el hombre: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,7.10).
Así como en el Horeb las llamas subían a lo alto, Jesucristo, palabra de Dios probada al fuego, también
subió a lo alto en su ascensión. Este acontecimiento ya había sido anunciado veladamente en el
Antiguo Testamento en la figura del profeta Elías. Este, imagen de todos los profetas
veterotestamentarios, asciende en un carro de fuego mientras caminaba junto a Eliseo: «Iban
caminando mientras hablaban, cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos;
y Elías subió al cielo en el torbellino» (2Re 2,11).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 45
Hemos visto que Jesucristo vino a traer fuego al mundo, el Evangelio, para que, quien lo acoja y crea
en él, ascienda también como llama de fuego hacia Dios. En este fuego del Mesías vive todo aquel que
haga suya su Palabra. En el fuego, perdemos la vida para recuperarla como llamas que suben a lo alto.
La Palabra no sube nunca de vacío; llega al hombre purificada por Jesucristo, nuestro mediador, el que
fue crucificado para que el espíritu de Dios habitara en el corazón del hombre, y sube de nuevo a lo alto
recogiendo nuestra vida: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sino que
empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para
comer, así será mi Palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya
realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55,10-11).
Para concluir este apartado, es conveniente señalar que, así como Jesús es al mismo tiempo Pastor y
Cordero, es decir, víctima pascual, también es simultáneamente fuego y material de purificación, ya
que es hijo de Israel y, como dice el apóstol Pablo, «nacido bajo la ley» (Gál 4,4). Por lo tanto, hijo de
Israel, nacido bajo la ley y, al mismo tiempo, fuego de Dios para que la Palabra-Ley se convierta en
Palabra-Gracia para, continuando con san Pablo, «rescatar a los que se hallaban bajo la ley» (Gál 4,5).
También yo os envío
Jesucristo se supo siempre enviado del Padre; por eso tenía el oído abierto hacia Él. Dios envió a su
Hijo para que, cuando volviera a Él no lo hiciera de vacío; le envió para que la Palabra se llenara de
gracia y pudiese acontecer la salvación en lo más profundo del corazón del hombre y, desde allí,
volviera al Padre, es decir, a su origen, portando con ella a la persona que la acogió y la hizo «carne de
su carne y hueso de sus huesos». Jesús dio su vida para darnos la Escritura sin ganga y sin escoria. Nos
dio su vida, atravesada por el fuego, para que el hombre pudiera poseer la herencia de Dios: la vida
eterna.
Y, de la misma forma que el Padre envió a Jesucristo, también el Hijo de Dios, después de su victoria
sobre la muerte, envía a los discípulos al mundo: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió,
también yo os envío» (Jn 20,21).
Las primeras predicaciones de la Iglesia nos vienen transmitidas en el libro de los Hechos de los
Apóstoles. En él nos encontramos este discurso de Pedro a raíz de una controversia surgida en
Jerusalén cuando ya se estaba constatando que el Evangelio de Jesucristo se abría también a los
gentiles: «Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para
que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los
corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo
distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe» (He 15,7-9). Dios
mismo visitó y llenó de fuego los corazones de los gentiles y los purificó por la fe, que les vino a causa
de la predicación del Evangelio. La Palabra proporcionó a estos hombres lejanos el conocimiento del
misterio de Dios.
Pablo tuvo una experiencia profundísima del conocimiento divino. Él había puesto todas las
expectativas de su vida en el rígido cumplimiento de la ley. Esto no le impidió ser violento y
neuróticamente fanático hasta llegar a perseguir a aquellos que él llamaba una secta. Alcanzado por
Jesucristo, como él mismo confiesa (Flp 3,12), nos brinda su propio testimonio: «Lo que era para mí
ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por
basura para ganar a Cristo y ser hallado en él no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que
viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,7-9). El conocimiento
de Cristo Jesús, vivo en su Palabra, es tan sublime que, como dice el Cantar de los cantares, si alguien
intentara compararlo con los bienes de la casa, sería despreciable (Cant 8,7). Ninguno de nuestros
bienes alcanzados con nuestras manos y fuerzas, se puede comparar a la sublimidad del conocimiento
de Jesucristo. Pablo vive en el deseo de conocer más y más al Dios que su Hijo nos revela por el
Evangelio.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 46
El deseo de Pablo no queda ahí. Desde lo más profundo de su espíritu, desde la Palabra acogida en su
corazón enfermo, retorcido (Jer 17,19), y reconstruido por el mismo Jesucristo, sigue instruyendo así a
sus ovejas: «Y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta
hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos. No que lo
tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo,
habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,10-12). Pablo fue introducido por el mismo
Jesús en sus llamas ascendentes, iniciando así también él su camino hacia el Padre.
Podemos tomarnos la libertad de cambiar el verbo alcanzar por el de conocer, y decir: «Habiendo sido
yo mismo conocido por Cristo Jesús». Hemos sido alcanzados y conocidos por Jesucristo, el Buen
Pastor. Él, con su voz, llega hasta lo más profundo de nuestro ser, purifica nuestros sentimientos. En Él
tenemos el acceso a la comunión de conocimiento de Dios, conocimiento unitivo que implica la
participación de su nombre: Yo soy el que soy.
La experiencia que Pablo tiene del Hijo de Dios, marca indeleblemente su ministerio como apóstol: la
predicación para que el hombre conozca a Jesucristo: «Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a
predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la
predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan –para
nosotros– es fuerza de Dios» (1Cor 1,17-18). La cruz es una necedad para la inteligencia humana.
Incomoda al hombre «sabio» y, predicar sobre ella le parece absurdo porque, según él, atenta contra el
crecimiento de la persona; esto, al menos, cuando hablamos de una sabiduría e inteligencia
desarrolladas superficialmente. Necio –sin apariencia ni presencia, como dice el profeta Isaías (Is
53,2)– vino al mundo Jesús, naciendo a las afueras de la ciudad más pequeña de Israel, y muriendo
como un indeseable fuera de la Ciudad Santa de Jerusalén.
Ninguna señal portentosa, así como ninguna sabiduría humana; ningún mediador nos puede desvelar el
misterio de Dios. Sólo el Evangelio de los pobres de espíritu nos rompe el velo de su conocimiento.
Continuemos leyendo las palabras de Pablo: «De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría
no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la
predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos
a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo
mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24).
Podríamos poner en boca de Jesús estas palabras: «Yo conozco a mi Padre; Él hace saber a mis ovejas
quién soy yo: su Enviado. En mí converge el punto de encuentro entre Dios y el hombre. Yo soy el
eslabón radiante que ilumina toda tiniebla. Por lo tanto, os digo: Ahí está para vosotros todos, la vida
eterna. No hablo de ella en plan definitorio o académico… Os repito, ahí la tenéis, es vuestra». «Esta es
la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn
17,3).
me agrada, cuando venís a presentaros ante mí. ¿Quién ha solicitado de vosotros esa pateadura de mis
atrios?… No tolero falsedad y solemnidad» (Is 1,11-13).
Jesús, recogiendo la predicación de los profetas, nos dice que el corazón del hombre formalista no está
en Dios. Es más, incide en que es semejante al de aquellos que no practican culto alguno.
Escuchémosle: «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso
también los publicanos?» (Mt 5,46). Los publicanos eran considerados en Israel seres tan impuros que
incluso hasta les estaba prohibida la entrada al Templo. No obstante, también ellos amaban y saludaban
a sus hermanos y amigos igual que estos hombres, asiduos al culto, a los que Jesús está denunciando. A
fin de cuentas, respecto al mandamiento más importante, el del amor incondicional, no había diferencia
entre unos y otros.
Es bueno para nosotros advertir en las palabras de Jesús una denuncia que se dirige, no a unas personas
concretas de su tiempo, sino a todo hombre por igual. Hay que tener en cuenta que, quien acepta en la
verdad esta denuncia de Jesús con corazón contrito y humillado (Sal 51,19), ya tiene abiertas las
puertas del encuentro con el Padre. En definitiva, si es cierto que llevamos dentro la luz de Dios, esta
arroja hacia nuestros hermanos signos concretos que dan testimonio de la existencia y presencia de esta
luz. Ya vimos anteriormente que rezar por los demás, amigos o enemigos, es atarles a nuestro mismo
destino, el de llegar al Padre por Jesucristo.
Sabemos que el pueblo de Israel tiene la misión de ser luz para los pueblos vecinos. Es importante estar
alerta porque también nosotros, como ellos, tenemos la tentación de asimilar los dioses de los pueblos-
naciones a los que estamos llamados a iluminar. El profeta Jeremías denuncia a sus oyentes diciéndoles
que se hicieron vanos por el hecho de ir detrás de la vanidad: «Consagrado a Yahvé estaba Israel,
primicias de su cosecha. Así dice Yahvé: ¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido que se
alejaron de mi vera y, yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos?» (Jer 2,3.5). Los ídolos no pueden
salvar al hombre. Tampoco nos pueden dar respuestas a todas las preguntas que, a lo largo de la vida,
vamos almacenando en nuestro interior. Por ello, el profeta llama inútiles a todos estos dioses falsos:
«Los sacerdotes no decían: ¿Dónde está Yahvé? Ni los peritos de la Ley me conocían; y los pastores se
rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal, y en pos de los inútiles andaban» (Jer 2,8).
A causa de este culto exterior y formalista, Israel no pudo cumplir su misión iluminadora hacia las
naciones. Sin embargo, Dios sí la cumplió enviando al Mesías, nacido de entre los hijos de Israel para
ser Luz del mundo. Con su victoria sobre la muerte, venció y puso al alcance del hombre la sabiduría
de Dios para que toda idolatría quedara en evidencia y, con ella, su inutilidad. Pone a la idolatría en su
verdadero lugar: un canto de sirena que no conduce a ninguna parte.
La elección de Israel
Dios, presente en los acontecimientos de la historia de su pueblo, va anunciando progresivamente la
salvación de la humanidad. Salvación que acontece definitivamente, y no tanto a causa de un
perfeccionismo cuanto por el encuentro con su enviado: el Mesías. Quiso Dios que fuera este pueblo
concreto el depositario de la Palabra que habría de iluminar a todos los hombres. Escoge a Israel como
punto de arranque, y no porque fuera el pueblo más importante de la antigüedad sino por puro amor.
«No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvé de vosotros y os ha
elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar
el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahvé con mano fuerte y os ha librado de la
casa de servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto» (Dt 7,7-8).
Dios, porque ama, es salvador. Y Él escoge a Israel para hacer descender su luz y salvación. Un pueblo
pequeño, insignificante, sacado de la esclavitud, es el escogido por Dios para ser depositario y testigo
de que Él es. Un pueblo al que se manifiesta portentosamente para poder ser conocido como Aquel que
no es simple apariencia, como lo son los dioses a los que dan culto todos los demás pueblos. Él, que es
«Yo soy el que soy», acampará en Israel para hacer palpable y visible que su fuerza tiene su campo de
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 48
acción en la debilidad. Y sabemos bien que este es uno de los temas predilectos de la predicación del
apóstol Pablo.
«Vosotros sois mis testigos –oráculo de Yahvé– y mi siervo a quien elegí, para que me conozcáis y me
creáis a mí mismo, y entendáis que yo soy» (Is 43,10). Dios se da a conocer a su pueblo y le
encomienda una misión sublime centrada en la figura del Mesías: abrir su Palabra a todas las naciones,
que todavía no le conocen. Veamos cómo Isaías la anuncia: «Poco es que seas mi siervo en orden a
levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las
gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
El profeta Zacarías manifiesta que hombres de todos los pueblos volverán su rostro hacia Israel y hasta
querrán ir con él porque han sido testigos de la presencia de Dios en este pueblo. Por esta presencia
majestuosa y protectora, muchas personas irán a Jerusalén en busca de Yahvé, el Dios de Israel: «Y
vendrán pueblos numerosos y naciones poderosas a buscar a Yahvé Sebaot en Jerusalén, y a ablandar el
rostro de Yahvé. Así dice Yahvé Sebaot. “En aquellos días, diez hombres de todas las lenguas de las
naciones asirán por la orla del manto a un judío diciendo: queremos ir con vosotros porque hemos oído
decir que Dios está con vosotros”» (Zac 8,21-23).
Dios no eligió a un pueblo encerrado en sí mismo. Israel tenía una misión: llevar al mundo la luz que
Dios había depositado en ellos. El pueblo era consciente de la misión que de Él había recibido. Cuando
Israel salió de Egipto, había oscuridad en las casas de los egipcios mientras que en las de los israelitas
seguían teniendo luz. Estos días gloriosos de su liberación son recordados catequéticamente en el libro
de la Sabiduría: «En vez de tinieblas, diste a los tuyos una columna de fuego, guía a través de rutas
desconocidas, y sol inofensivo en su gloriosa migración. Bien merecían verse de luz privados y
prisioneros de tinieblas, los que en prisión tuvieron encerrados a aquellos que habían de dar al mundo
la luz incorruptible de la Ley» (Sab 18,3-4).
Esto nos quiere decir que la elección no va a quedar solamente en Israel. Este pueblo va a llamar la
atención de las naciones vecinas que se preguntarán qué es lo que tiene de diferente, qué es lo que les
hace distintos a los demás y por qué es tan potente: «Yahvé hará de ti el pueblo consagrado a Él, como
te ha jurado, si tú guardas los mandamientos de Yahvé tu Dios y sigues sus caminos. Todos los pueblos
de la tierra verán que sobre ti es invocado el nombre de Yahvé y te temerán» (Dt 28,9-10). La relación
de todos los pueblos de alrededor con sus dioses estaba basada en el temor. Por eso se asombran al
constatar que el Dios de Israel no sólo es infinitamente superior a sus dioses; es que, además, son
testigos de que Él, grande y poderoso, bendice y protege a su pueblo. Vemos cómo, a partir de hechos
históricos, Dios se hace presente en Israel, de una forma especial, como luz que llama la atención de
todos.
Salvación para todos
La salvación de Dios para el hombre, no tiene fronteras, no distingue pueblos, razas, color o culturas
determinadas. Es universal, escuchemos a Jesús: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil;
también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz». En la salvación de Dios entramos todos,
judíos y gentiles, pueblos del norte y del sur, del este y del oeste, como leemos en el libro del
Apocalipsis al presentar la victoria del Cordero, que es Jesucristo: «Compraste para Dios con tu sangre
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9).
El Hijo de Dios se hizo carne; en Él y por Él se inaugura un mundo nuevo. Él mismo es el gestador de
la fe y el que la hace crecer hasta su máxima expresión: «Porque en él reside toda la plenitud de la
divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en él» (Col 2,9-10). Pablo se está dirigiendo a
una comunidad de gentiles y les comunica la misma buena noticia que a los judíos: todos llegamos al
culmen de nuestro desarrollo humano en y por Jesucristo. En Él todos somos una nueva creación: «El
que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Cor 5,17).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 49
Este crecimiento completo del hombre viene anunciado de una forma maravillosa en el Prólogo del
evangelio de san Juan en el pasaje que nuevamente traemos a colación: «Pues de su plenitud hemos
recibido todos y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad
nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,16-17). Cada vez que la Palabra alcanza al hombre, es una gracia
que nos va llevando a la plenitud. Cuando el Evangelio se hace vida en nosotros, se rompen todos los
temores y apariencias. El brazo de Dios, símbolo de su poder salvador y que tan frecuentemente pudo
experimentar el pueblo de Israel, se hace presente en la Buena Nueva con su capacidad creadora. Por
ella, el hombre es elevado desde su ser de barro hacia una nueva y definitiva forma de existir: como
verdadero hijo de Dios.
Lo que eleva a su máxima expresión la dignidad del ser humano, es acoger la gracia progresiva que le
proporciona la Palabra. El Evangelio es el punto máximo de la creación del hombre. Creación que tiene
su progreso ascendente; gracia tras gracia, palabra tras palabra, iluminación tras iluminación. Todo lo
que escuchamos y acogemos en la predicación de la palabra de Dios, tiene su crecimiento dentro de
nosotros y nos va catapultando a la perfecta unión con el Padre. En ese sentido sí podemos hablar de la
perfección del hombre tal y como nos dice Jesús: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
No se trata de un perfeccionismo moral, es el perfeccionismo en el sentido puramente bíblico, en el
sentido de avanzar por el camino abierto por Jesucristo en nosotros con su Palabra. Palabra que tiene el
poder de romper idolatrías y miedos anquilosados, enquistados durante años en nuestro corazón. El
mismo significado que tiene la palabra perfección, también la tiene el término cumplimiento: «No
penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento»
(Mt 5,17). Jesucristo vino al mundo a dar cumplimiento, es decir, a dar plenitud a la palabra de Dios
que había sido proclamada por Moisés y los Profetas. En Él la Palabra queda colmada de divinidad.
Los santos Padres dicen que el Evangelio es el Libro Santo porque en él Jesucristo está vivo. Él, justo
antes de morir en la cruz, exclamó: «Todo está cumplido». Exclamación que podremos traducir así:
«Toda la Palabra está colmada de salvación».
Crecimiento y plenitud son don de Dios, don que fue comprado para toda la humanidad con la sangre
del Cordero, la sangre que el Hijo de Dios derramó al morir. Todo está cumplido, la Palabra ya está
rebosante de Dios. Ya podemos unir nuestro corazón a nuestros labios, librándonos así del culto
externo denunciado por los profetas. Por este don, el hombre ya puede amar y alabar a Dios con su
boca, con su corazón y con toda su alma. La alabanza surge entonces de nuestro interior por el hecho
de ser depositarios y testigos del don que Dios nos hace por medio de su Evangelio. Así fue la alabanza
de la virgen María, cuyo espíritu se alegra en Dios porque el poderoso ha hecho grandes obras en ella
(Lc 1,46-49). El culmen del Evangelio, el «todo está cumplido» de Jesucristo a favor del hombre, hace
que este pueda alabar a Dios en espíritu y en verdad, con su vida misma exenta de mentira.
Un solo Señor
Todas las maravillas y promesas que Dios ha hecho en el pueblo de
Israel, alcanzan su cumplimiento en el Mesías. Con la encarnación de
Jesús, Dios une en Él a todos los pueblos, judíos y gentiles, y los
proyecta hacia la nueva y definitiva creación.
Es la muerte y resurrección de Jesús lo que hace realidad tangible y
verificable todas las promesas. En Él alcanzan su dimensión universal.
«Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn
12,32). Jesucristo fue levantado de la tierra para hacer visible la luz de
Dios a todos por medio del misterio de la cruz. Y se predica a Cristo
crucificado para no desvirtuar la sabiduría de Dios, infinitamente más
grande que la inteligencia humana.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 50
Por medio de la cruz, el Hijo de Dios unió a todos los pueblos en uno solo: «Porque él es nuestra paz:
el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su
carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de ambos, en un solo
Cuerpo por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2,14-16). Paz para los que
estaban lejos, los gentiles; y paz para los que estaban cerca, los judíos. Por Jesucristo, desarrollamos en
toda su riqueza la impronta de la imagen y semejanza de Dios con la que hemos nacido. Y, como
continúa el apóstol, en Jesucristo estamos todos juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el
Espíritu (Ef 2,22).
Todos formamos un solo rebaño y tenemos un solo pastor porque todos hemos sido comprados por el
mismo Cordero. Todos tenemos acceso a Dios por una misma Palabra. El Espíritu Santo llenó a Pablo
de una sabiduría tan profunda que, incluso desde su cautiverio, donde normalmente cualquier persona
se derrumba, escribe lo siguiente: «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una
manera digna de la vocación con que habéis sido llamados… poniendo empeño en conservar la unidad
del espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la
que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos»
(Ef 4,1-6).
Todos somos llamados, es decir, a todos se nos concede vivir la misma experiencia: pasar de la muerte
a la vida. Asombrados y agradecidos a Dios al constatar cómo Él va creciendo dentro de nosotros,
aprendemos a adorar. Cosas que antes eran para nosotros importantísimas, ya no lo son tanto, y esto
porque, como anunció Jesucristo a Nicodemo, hemos vuelto a nacer; hemos nacido del Espíritu de
Dios. Nuestro propio espíritu es testigo de cómo va absorbiendo el Evangelio, cómo va conociendo a
Dios… y, aunque parezca inaudito, penetramos hasta sus mismas entrañas. Sólo hay una espiritualidad
en la Iglesia: la del Evangelio, la de la Palabra; bajo esta espiritualidad somos convocados en comunión
todos los hombres y, a una sola voz, podemos exclamar como el salmista: «Alabad a Yahvé, todas las
naciones, celebradle, pueblos todos. Porque es fuerte su amor hacia nosotros, la verdad de Yahvé dura
por siempre» (Sal 117,1-2).
Si leemos nuevamente el texto del Buen Pastor, nos damos cuenta que Jesús, para conducir a las ovejas,
dice que escucharán su voz. Por eso, cuando se transfiguró en el monte Tabor delante de Pedro,
Santiago y Juan, Dios Padre nos exhortó a todos con estas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien
me complazco: escuchadle» (Mt 17,5). Es el mimo Padre el que exhorta a que escuchemos a su Hijo.
De igual modo, cuando Jesús envió a predicar a los setenta y dos discípulos, les dijo: «Quien a vosotros
os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí,
rechaza a quien me ha enviado» (Lc 10,16). Mateo narra esta misma frase pero con una pequeña
variante: «Quien me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado» (Mt 10,40). La persona que recibe
y acoge la predicación, concibe la fe en su interior en una realidad semejante a la de María, la cual,
como bien sabemos, recibió la palabra del ángel, la acogió y concibió a Dios en su seno. Por eso es
imagen de la Iglesia.
Se trata, por tanto, de acoger y asimilar la Palabra y crecer en ella hasta que la imagen de Jesucristo sea
reproducida en nosotros, tal y como dice el apóstol Pablo (Rom 8,29). La Palabra, al germinar en
nuestro seno, tiene su crecimiento y desarrollo y se convierte en el sello de garantía de que somos hijos
de Dios.
Por mí viviréis
El Hijo de Dios resucitó y anuncia esta Buena Noticia: En mí y para vosotros está la salvación, porque
estoy vivo. Leemos en el libro del Apocalipsis: «Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su
mano derecha sobre mí diciendo: No temas, soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto,
pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1,17-18). Jesucristo vive y está en el Padre, y
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 51
nosotros, sus discípulos, participamos de su victoria sobre la muerte; es por Él por quien los hombres
somos vivificados.
El apóstol Pablo, en su carta a los romanos, exhorta a sus ovejas a que tengan conciencia de que han
vuelto a nacer por el hecho de estar bajo la gracia. «Ofreceos vosotros mismos a Dios, como muertos
retornados a la vida; y vuestros miembros como armas de justicia al servicio de Dios. Pues el pecado
no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia» (Rom 6,13-14).
Los hombres, de los que Pablo dice que estaban muertos antes de ser evangelizados, también hoy día
pululan por nuestros pueblos, calles y ciudades. Jesucristo proclama y dirige su Evangelio a toda la
humanidad, es la Buena Noticia que tiene el poder de despertarnos del sopor de la muerte. El mismo
Pablo se considera uno de estos «despertados de la muerte» por la acción gratuita de Jesucristo sobre él.
Por Él, confiesa emocionado que ahora está vivo: «No vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí; la
vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí» (Gál 2,20).
Y, en cuanto a aquellos que creen que están vivos por sus pretendidas fidelidades y cumplimientos, les
dice Jesús: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros
blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de
toda inmundicia!» (Mt 23,27). Muertos están todos, los gentiles y los hijos de Israel, cuya pretendida
fidelidad, como decíamos, se apoya en huesos muertos.
El paso de esta muerte a la vida, acontece en el hombre por la Palabra dada por el Hijo de Dios: el
Evangelio. Aquellos muertos que oigan la voz de Jesucristo y la guarden, vivirán. Por eso, cuando
Jesucristo hace el primer envío de los apóstoles, una de las señales por las cuales este envío es
auténtico, es la de poder resucitar a los muertos (Mt 10,8).
Esta es la misión fundamental de la Iglesia: conducir al hombre hacia la vida. Y, hasta tal punto es su
misión esencial, que las últimas palabras proclamadas por Jesús, fueron: «Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). Todos hemos sido
convocados por la misma Palabra; los doce, que la recibieron hace dos mil años, se han multiplicado
hasta llenar la tierra.
Ningún hombre queda excluido de la salvación que Dios otorga. Ya san Justino, a caballo entre el
segundo y tercer siglo, decía que los que acogían la semilla de la Palabra aun sin ser conscientes de
ello, eran cristianos de hecho, aunque no estuviesen bautizados. Partía del hecho de que la semilla de la
Palabra está latente en el corazón de todo hombre.
Todas las ovejas formamos un solo rebaño y pertenecemos a un único Pastor. Esta profunda
experiencia que hace el hombre, este pasar de la muerte a la vida, es lo que hace posible que, siendo
cada uno como es, con su carisma específico, con su forma de ser y con su propia vida, haya un solo
rebaño y un solo Pastor. Evidentemente, lo que nos une a todos es la Palabra proclamada y aceptada; la
vida que hemos encontrado en el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Es importante insistir en la existencia de una única espiritualidad: la del Evangelio, la Palabra que
Jesucristo nos reveló y nos sigue revelando todos los días hasta nuestra muerte: «Yo les he dado a
conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en
ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Jesús se supo amado por su Padre. Nunca se sintió solo. Dios estaba con
Él porque hacía siempre lo que le agradaba (Jn 8,29).
El amor con que el Padre amó a su Hijo, también desciende sobre nosotros. Por eso podemos vivir en
Dios. Por eso podemos conocerle como Él nos conoce y entrar en su comunión. El eslabón de esta
comunión es su misma vida ofrecida al hombre en la persona de su Hijo. Vida-Palabra que se derrama
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 52
en la humanidad por medio de los anunciadores del Evangelio. No es necesario idear discursos
ampulosos. El mismo Hijo de Dios abre nuestros labios para proclamar su Evangelio.
El apóstol Pablo tiene tal conciencia de la acción de Dios en su predicación, que pide a los cristianos de
Éfeso que recen por él para que, al abrir su boca en orden a la predicación, Dios le dé la Palabra: «…
Orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los
santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con
valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas…» (Ef 6,18-20).
Pablo es consciente de que su predicación abre el espíritu de los que le escuchan al misterio de Dios, ya
que las palabras que Él pone en su boca dan a conocer lo que el apóstol llama: el misterio del
Evangelio, el misterio que revela al mismo Dios; el cual no está al alcance de lo que «los ojos puedan
ver, los oídos puedan oír, ni siquiera puede llegar al corazón del hombre» (1Cor 2,9).
A este respecto, creo que es importante dar a conocer el testimonio de Madeleine Delbrel, mujer de
nuestro tiempo, seglar y cuyo amor y pasión por el Evangelio marcó su vida:
«El Evangelio es el Libro de la vida del Señor. Y está concebido para ser el libro de nuestra vida. No
está hecho para ser comprendido, sino para ser abordado como el umbral del misterio. No está hecho
para ser leído, sino para ser recibido por nosotros. Cada una de sus palabras es espíritu y vida. Ágiles y
libres, sólo esperan la avidez de nuestra alma para introducirse en ella. Vivas, son como la levadura
inicial que atacará nuestra masa y la hará fermentar en un modo de vida nuevo (…). El Evangelio ha
llegado a ser para mí no sólo el libro del Señor vivo, sino además el libro del Señor que hay que vivir».
no puede conocer a Dios, tampoco le puede amar ni adorar. En este contexto, conocer, amar y adorar
son inseparables.
Insiste el Hijo de Dios: «Yo sí le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como
vosotros. Pero yo le conozco y guardo su Palabra» (Jn 8,55). Jesús, con estos términos, puntualiza lo
que es la esencia de la fe, el núcleo de la relación del hombre con Dios. El Mesías nos habla de su
experiencia: «Le conozco y guardo su Palabra». Y «es tan fuerte esta vivencia dentro de mí, que puedo
dar la vida ya que el Padre, que está conmigo, me atestigua que mi vida entregada me va a ser devuelta
por Él». No entramos, pues, en temas como la generosidad o valentía, que pueden degenerar en
fanatismo; es muchísimo más que eso, es una apuesta de la que se sabe ganador. Recordemos una vez
más que Jesús, como hombre, también en este punto concreto de que la vida le sea devuelta, estuvo
sujeto a la prueba de la duda o incertidumbre. Pero la tentación nunca ejerció dominio sobre Él.
La obediencia a Dios
Escuchamos a Jesús en la Última Cena: «Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el
príncipe de este mundo» (Jn 14,30). Lo queramos o no, existe una realidad con la que convivimos, que
es el mal. Este tiene un valedor: el Príncipe de este mundo. El misterio de la fe de Jesús es que se
somete a este príncipe para que, al recobrar la vida, sea vencido y despojado de su poder. Es
impresionante cómo Jesús asume en sí mismo el «no hagáis ojo por ojo ni diente por diente»; no se
enfrenta al autor del mal con sus mismas armas, que es lo que normalmente hace el hombre cuando se
encuentra con la injusticia, el desprecio, la humillación, etc. Jesús se somete al poder del mal y lo vence
aniquilando su veneno de muerte (Heb 2,14-16).
Siguiendo el texto anterior, podemos leer: «En mí no tiene ningún poder, pero ha de saber el mundo
que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,31). Es un amor que implica
obediencia, pero no una obediencia servil, sino una obediencia de vida. Podríamos traducir: «Mi Padre
manda y yo obedezco»; y, al instante, nos viene a la mente que sea un mandar como se puede hacer en
un cuartel, en una fábrica o en cualquier sistema de relaciones humanas. No, no es este mandar «de
eficacia» al que se está refiriendo Jesucristo.
En la parábola de la vid y los sarmientos, sabemos que Jesús proclama: «El que me ama, guardará mis
mandamientos». Mas, ¿qué mandamientos han salido de la boca de Jesús? Ninguno. Simplemente, ha
anunciado la Palabra. Vemos, pues, en este contexto, que mandar significa transmitir la Palabra llena
de espíritu, y obedecer significa acogerla para poder llenarnos de Dios. Por lo tanto, no es un mandar-
obedecer en sentido de servir o someterse a una ley, ni siquiera en el sentido de conveniencia para que
marchen bien las cosas.
Jesús es consciente de que lo que el Padre le transmite es garantía de su vida, garantía de su
resurrección. Él ama la Palabra que recibe, la cual tiene su inclinación natural hacia la obediencia. Es
un paso cualitativo, fundamental, que le separa de la obediencia servil. Es la transmisión profunda de
Dios a su Hijo y, por Él, al hombre.
De hecho, cuando Jesús nos dice: «La carne no sirve para nada», se está refiriendo a que esta la
identifica con el servicio a la ley, por lo cual no puede servir para entrar en el seno de Dios. Para
conocer a Dios-Espíritu, la carne-ley es inútil y, por lo tanto, no salva; no viene en nuestra ayuda
cuando estamos bajo el peso de la cruz, cuando esta es aplastante. Por eso muchas veces se ve como un
castigo de Dios e incluso como una maldición; es tan nefasta que hay que esquivarla como sea, hasta
con prácticas pseudomilagrosas: tarot, adivinanza, brujería, etc.
Podríamos, pues, perfectamente poner en boca del Hijo de Dios, esta exhortación: «Mis palabras, que
son las que recibo del Padre, en las que me apoyo porque a mí me dan la vida, me llevan a la
obediencia porque son la garantía de mi victoria sobre la muerte».
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 54
Cuando Jesús dijo: «Mis palabras son espíritu y vida» (Jn 6,63), los judíos que le escuchaban se
marcharon escandalizados a pesar de que habían comido de los panes que Él había multiplicado. Se
escandalizaron porque les pareció haber oído una blasfemia, ya que solamente Dios puede decir, «mis
palabras son espíritu y vida»; aunque, a decir verdad, mucho escándalo pero bien sabemos que su
relación con Dios era de apariencia.
Ante esta situación, Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, les dice: «¿También vosotros queréis
marcharos? Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6,68-69). La sabiduría de Dios
movió la lengua del apóstol, haciéndole pronunciar esta confesión de fe. ¿Dónde quién iba a ir Pedro?
Era consciente de que había recibido el don de saber que las palabras de Jesús eran espíritu y vida, y
que le podrían permitir a él, débil y pecador, la obediencia, el amor y la adoración.
Jesús camina hacia la muerte para que el don concedido a Pedro sea para todo hombre. Porque el
pueblo de Israel, al igual que cualquier pueblo religioso de la tierra, es frenado en su camino hacia Dios
por la inercia que lleva consigo toda ley, precepto o norma, llegando así el hombre, como mucho, a la
esfera de una supuesta perfección que le autocomplace en gran manera…, pero no llega a conocer a
Dios como Él quiere ser conocido.
Los fariseos dijeron al ciego curado por el Mesías: “¡Da gloria a Dios!” (Jn 9,24). Y Jesús les podría
responder: “Cómo, ¿todavía no le conocéis? Por más que todas las mañanas hagáis laudes en el
Templo, cumpláis con el sabat, celebréis esplendorosamente la pascua y os sometáis a los ritos de
purificación en el Yon-Kippur… ¡No conocéis a Dios! Yo soy su enviado para que el rostro de Dios, a
quien decís que conocéis, sea visible y manifiesto ante vosotros y ante todos los pueblos”.
La Palabra, que es el vínculo de amor y obediencia entre Jesucristo y el Padre, es también, a causa de la
muerte de Jesús, el vínculo de amor y obediencia entre Dios y el hombre. Cuando esta palabra es
escuchada por nosotros y la acogemos, la guardamos y defendemos frente a la tentación y duda, esta
nos lleva a la acción: «Ya podemos “hacer” en el nombre de Dios».
Este «hacer», que nos puede resultar raro, es lo que se dice en el salmo primero acerca del hombre fiel
y que busca a Dios. Es alguien que tiene su gozo en escuchar no a los impíos sino a Dios, hasta el punto
de que susurra su Palabra continuamente. A causa de este gozo de escuchar y susurrar la Palabra,
nuestro hombre es un árbol frondoso que, junto a las corrientes de agua, da fruto a su tiempo y todo lo
que hace le sale bien; por el contrario, el que actúa al margen de la Palabra, es decir, de Jesucristo, «no
puede hacer nada» (Jn 15,5).
Jesús vive por el Padre
«Lo mismo que el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá
por mí» (Jn 6,57). Mi Padre vive y tiene poder para traspasarme su vida. Yo vivo porque su Palabra
está encarnada en mí, y el que me coma, el que digiera el mismo alimento que estoy comiendo yo,
vivirá por mí. Jesús nos dice que el discípulo es alguien que se está alimentando con la misma comida
que le ha fortalecido a Él. Alimento que tiene su culmen, su broche de oro comunitario, visible y
eclesial: “Tomad y comed porque esto es mi cuerpo”.
Como fruto de la experiencia profunda de recibir la vida por parte de Dios, la comunidad se reúne para
participar del Pan vivo que es el cuerpo de Cristo. En este contexto podemos decir que la Eucaristía es
la totalidad del Evangelio, la plenitud del soplo de vida que Dios prometió por medio de su Hijo: «Los
que oigan la voz del Hijo de Dios, vivirán».
«Llega la hora y ya estamos en ella». Jesucristo es consciente de que es Él quien va a culminar la
creación del hombre, quien va a llevar a su término la huella divina que ya existe en el ser humano por
el hecho mismo de nacer. Este es fortalecido por el nuevo Pan, recibiendo así el poder de dar cada día
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 55
su vida y recobrarla, tal y como se nos anuncia en el Evangelio (Mc 8,35). En esto consiste la fe en su
sentido más profundo. ¡Esta es la fe que nos pone en contacto con Dios!
Veamos el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, y constatemos cómo su predicación se apoyaba
en el acontecimiento único de que alguien –Jesucristo– fue devuelto a la vida, cumpliéndose así sus
palabras: «Doy voluntariamente la vida para recuperarla de nuevo»: «También nosotros os anunciamos
la buena nueva de que la promesa hecha por Dios a los padres, la ha cumplido en nosotros, los hijos, al
resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”. Y que
le resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción, lo tiene declarado: “Os daré las
cosas santas de David, las verdaderas”. Por eso dice también en otro lugar: “No permitirás que tu santo
experimente la corrupción”. David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios,
murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó
no experimentó la corrupción» (He 13,32-37).
He aquí el gran acontecimiento que hizo que la primera predicación de la Iglesia fuese como un fuego
imparable. Los primeros anunciadores eran testigos del cumplimiento de las afirmaciones de Jesús de
que se levantaría del sepulcro; no era una locura, no eran fantasías de un iluminado… ¡le vieron
resucitado! Y hasta «comieron y bebieron con Él después de su resurrección» (He 10,41).
He aquí la experiencia profunda del primer anuncio y que llamaba poderosamente la atención: que Uno
había vencido a la muerte. No hay duda de que también hoy esta buena noticia sigue siendo
determinante para la fe, pero hay que transmitirla de forma catequética, no darla como un hecho.
Progresivamente tenemos que ir recibiendo lo que significa que Jesucristo resucitó, y no proclamarlo
sin más. La predicación tiene la misión de hacer verificable este acontecimiento.
Dios Padre ha devuelto la vida a Jesucristo, y Jesús la ofrece al hombre. Por eso tiene autoridad para
anunciar: «El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la recobrará». Juan nos transmite el
siguiente testimonio de Jesús: «Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis,
porque yo vivo y vosotros también viviréis» (Jn 14,19). Esta es la garantía de nuestra buena noticia:
¡Porque yo vivo! El mundo no me verá porque solamente la fe llena los ojos de luz, pero vosotros sí me
veréis. Continuemos con el evangelista: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros
en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). El Padre y yo somos uno. El hombre que cree en mí, y yo, somos
uno, y ambos somos uno con el Padre. Esta realidad tiene un nombre: vida eterna.
Volvemos a la primera predicación de la Iglesia y oímos al apóstol Pablo exhortarnos: «Sepultados con
Él en el bautismo, con Él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios» (Col 2,12). Hemos
de prestar atención a que Pablo no dice «resucitaréis», sino «habéis resucitado» por vuestra fe en el
Evangelio que os permite ver el rostro de Dios. Aplicando la exhortación de Pablo a nuestra realidad,
constatamos que, cuando el Espíritu Santo nos hace penetrar cualquier texto de la Escritura, sea un
salmo, una carta o, por supuesto, el Evangelio, nuestro espíritu es consciente de que está con el Espíritu
de Dios. Es lo que llamamos estar cara a cara con Dios.
Jesucristo, que frecuentemente da testimonio de que ve y oye al Padre, nos dice, dando énfasis a este
tipo de relación, que «ama y conoce a su Padre porque guarda su Palabra». Veamos qué significa, en
boca de Jesús, este guardar la Palabra. Guardar lleva consigo custodiar, vigilar, velar…, porque el
tentador tiene la misión de arrebatar la Palabra recibida. Por eso nos puede pasar que a lo que creemos
hoy, igual mañana ya no le damos fe. Guardar, pues, implica custodiar, velar, vigilar. Jesucristo hace
estas tres cosas explícitamente en la oración del Huerto, que vamos a ver de forma entrecortada,
siguiendo el evangelio de Mateo (26,40ss).
Ubicamos a Jesús en oración en la más completa soledad, pues sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan,
se han quedado dormidos. Se acerca a ellos y les dice: «¿Con que no habéis podido velar una hora
conmigo? Velad y orad para que no caigáis en tentación, porque el espíritu está pronto pero la carne es
débil. Y, alejándose de nuevo por segunda vez, oró así: Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 56
yo la beba, hágase tu voluntad». Con estas palabras, en las que Jesús absorbe con todas sus
consecuencias la voluntad de su Padre, le vemos llevando hasta sus últimos términos lo que
anteriormente había proclamado a todo Israel: «Yo no hago nada por mi cuenta» (Jn 8,27). En realidad,
estamos en la cúspide de la fe: Jesús actúa por cuenta de Otro, por cuenta de su Padre. Si actuase por su
propia cuenta, no habría cumplido su voluntad, no habría bebido la copa, no habría aceptado la cruz.
En este combate terrible de la fe llevado a cabo por Jesús, ninguno de sus tres amigos pudo velar…, se
quedaron dormidos; no es que no le amasen, simplemente no estaban capacitados para velar; por lo
tanto, tampoco para custodiar y vigilar. Es Jesucristo el que les va a enseñar, el que va a potenciarles
para poder velar, custodiar y vigilar, es decir, para guardar la Palabra. Esta es la dimensión
inconmensurable del don de Dios. A partir de Jesucristo, la Palabra marca una distancia infinita con la
ley. Porque la ley te dice: ¡Hasta aquí y no más! Y el espacio que hay entre lo que es el hombre y el
¡hasta aquí!, lo marca una generosidad viciada por sí misma a causa de nuestra debilidad. Por eso, los
tres amigos, ante la angustia de la oración de Jesús, se quedaron dormidos, les invadió el sopor de su
debilidad.
En cierto sentido, la actitud de los tres discípulos nos recuerda el siguiente salmo: «Fulgurante eres tú,
maravilloso, con los montones de botín que han sido despojados; los bravos están durmiendo su sueño»
(Sal 76,5). Los valientes duermen su sueño, ¿no nos recuerda esto a Pedro, Santiago y Juan, bravos y
valientes, que, durante la cena y antes de salir para el huerto, habían sacado pecho diciendo, igual que
el resto del grupo, que no le abandonarían nunca? Prometieron y prometieron pero todavía no sabían
velar ni vigilar, por lo tanto, tampoco guardar. Esto nos llama a ser quienes somos delante de Dios,
hombres sin sabiduría ni conocimiento de las cosas eternas, extremadamente infantiles en nuestra
debilidad. Él es el que nos va a enseñar a velar y a guardar. Para ello fue enviado por el Padre.
Es importante puntualizar que Jesús les dice: «Velad y orad para que no caigáis en tentación». No se
nos promete que no vamos a ser tentados, porque, de hecho, tentado también fue Jesucristo. Él ha
descendido al mundo y permanece con nosotros para ser la fuerza de nuestro espíritu, a fin de que
nuestros pies estén sobre la roca haciendo frente a esta nuestra realidad: el espíritu está pronto pero la
carne es débil.
Nos despierta de la muerte
Cuando llega a los oídos de Jesús la noticia de que su amigo
Lázaro está enfermo, dice: «Nuestro amigo Lázaro duerme
pero voy a despertarle» (Jn 10,11). Siguiendo este pasaje,
vemos que, ante la «dormición» de Lázaro, Jesús gritó:
«¡Lázaro, sal fuera!», rompiéndose así las ataduras de la
muerte. También hay una voz sobre los discípulos,
representados por tres que se durmieron. La voz de Jesús
que, entrando en el cenáculo, donde estaban escondidos por
miedo a los judíos una vez que fue sepultado, proclamó: «La
paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el
Espíritu Santo”» (Jn 20,21-22).
Recibid el Espíritu Santo: Él es vuestra sabiduría, de Él viene vuestro poder para amar y guardar la
Palabra. A partir de este acontecimiento, el discípulo puede caer, tropezar, desanimarse y hasta
desesperarse; pero, si no se apaga el amor al Evangelio, recobrará continuamente su vida por más que
haya caído hasta lo más profundo, e incluso, aunque sus ojos no vean ya nada.
La Palabra es, pues, resucitadora. Ya los profetas habían anunciado y prometido que la Palabra, llena
de fuerza y de poder, sería enviada por Dios al hombre. «Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que
os conduzcáis según mis preceptos» (Ez 36,27). A partir de la muerte de Jesucristo y su exaltación, se
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 57
nos ha concedido a nosotros, débiles en la carne, el espíritu de las Santas Escrituras para poder observar
la ley: ya tenemos la capacidad de guardar la Palabra porque, a causa de la victoria de Jesucristo, los
que estén dormidos oirán su voz.
El Evangelio lleva consigo la semilla de la obediencia al Padre. Obediencia como la de Jesús. Ella hace
penetrar el Espíritu Santo en el hombre de forma que este ya puede decir: “Señor, ¡no se haga mi
voluntad sino la tuya!”. El Espíritu, profetizado por Ezequiel y que tiene su perfecto cumplimiento en
Jesucristo, está, por Él, dentro de nosotros, y nos conduce a una obediencia de amor.
Acoger las santas Escrituras es entrar en el abrazo-comunión con Dios. A este propósito, podemos
escuchar al salmista que dice: «Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios, he puesto mi cobijo en el
Señor a fin de publicar todas sus obras» (Sal 73,28). Mi bien es estar junto a Dios; vuela nuestra mente
hacia el principio del evangelio de Juan: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con
Dios…». Todo hombre que acoge la Palabra está con Dios; igual que el salmista, cifra su bien en estar
junto a Dios. A partir de esta experiencia, se ve la necesidad y urgencia de «publicar todas sus obras».
He aquí el manantial de la evangelización: Puesto que me ha librado, me ha puesto al cobijo de sus
alas, estoy junto a Él, no puedo menos que comunicarlo a mis hermanos si es que realmente le amo. El
anuncio de la Buena Noticia se realiza sobre la base de tu vida. Cuando Jesús cura al endemoniado de
Gerasa, le dice: «Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho contigo. Y fue por toda la ciudad
proclamando todo lo que Jesús había hecho con él» (Lc 8,39). A esto se llama anunciar el Evangelio
con libertad y autoridad.
Cuando confundimos evangelización con proselitismo o seguidismo, perdemos el tiempo. Pero cuando
anuncias lo que Dios ha hecho por ti y que lo hace con todos, la predicación penetra en el espíritu de
los oyentes. La Buena Noticia se anuncia sin fanatismos y prescindiendo de métodos extrasensoriales;
en la normalidad se manifiesta la transparencia. No es lícito bajo ningún concepto manipular
emocionalmente a los oyentes. La predicación de la Iglesia es el anuncio de que Dios hace el bien a
todo hombre levantándolo a la más alta dignidad: la de los hijos de Dios.
Cara a cara con Él
Jesucristo pone en juego su existencia apostando por el amor del Padre para que el hombre pueda estar
junto a Él, llegue hasta el abrazo. En el Evangelio encontramos gestos concretos de personas que
hicieron experiencias que van mucho más allá de lo que puedan juzgarse a simple vista, ya que son
gestos cargados de simbolismo. Por ejemplo: «En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “¡Dios os
guarde!” Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron» (Mt 28,9). Se trata de las mujeres
que fueron al sepulcro para honrar su sepultura y Él les salió a su encuentro. Ellas se acercaron, se
asieron, es decir, abrazaron sus pies –ya sabemos que los pies en la Escritura significan la Palabra–, y
le adoraron: amor, abrazo y adoración; esto es estar con Dios cara a cara.
En otro nivel, leemos en los Hechos de los Apóstoles: «En Iconio entraron del mismo modo en la
sinagoga de los judíos y hablaron de tal manera que gran multitud de judíos y griegos, abrazaron la fe»
(He 14,1). La fe se abraza, no se mete como un contenido sin más en la mente. Y en la Carta de Pablo a
los tesalonicenses escuchamos: «Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; ya que os
fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo…
Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor abrazando la Palabra con gozo del
Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones» (1Tes 1,4-6).
En medio de muchas tribulaciones. Es un abrazar con y en el gozo del Espíritu Santo. Gozo que
empapó el alma y cuerpo del Hijo de Dios y que fue prometido por Él a sus discípulos: «Os he dicho
esto, para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11). Estos creyentes de
Tesalónica estaban haciendo la experiencia de lo que es perder la vida y recuperarla. Los discípulos de
Pablo conocen por sí mismos lo que significa que el Hijo de Dios haya venido al mundo para rescatar
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 58
al hombre. Jesús es consciente de que ha venido para rescatar: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28).
La alegría de Dios es estar presente y ser testigo de este rescate. Por eso, cuando el hijo pródigo volvió
a la casa, el mayor no entendió la alegría del padre. Aunque quien realmente no entendió fue el padre.
No entendió cómo el hijo mayor podía ser tan necio; cómo, teniendo todo a su disposición, no quería
tocar nada porque pensaba que iba a perder méritos ante él. El padre, sin embargo, se alegra porque su
hijo estaba perdido y lo ha encontrado. Por eso dice: «Lo he recobrado, hagamos una fiesta». Recobrar
y abrazar van juntos, por eso el padre se abalanzó al cuello de su hijo.
El abrazo con Dios nos unifica con Él. Es fusión y es pertenencia; algo así como la forma de
pertenencia de amor que existe entre el Padre y el Hijo. Veamos esta inaudita realidad tal y como nos
viene expresada en el Cantar de los Cantares: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí: él
pastorea entre los lirios» (Cant 6,3). Él es mi pastor, Él me da de comer, Él me da el «alimento que
nadie conoce» (Jn 4,32); por la fuerza que me da esta comida, me llegaré hasta Él.
Ya antes había hablado el amado y decía: «Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados
escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce y gracioso tu
semblante» (Cant 2,14). La novia está escondida en las grietas de la roca, oculta en la herida del
costado del crucificado. Parece que nadie la ve, parece que tiene la vida perdida porque la ha apostado
por lo menos atrayente que se pueda apostar: el Evangelio de Jesús. Dios, “que ve en lo secreto” (Mt
6,4), derrama sobre ella su inmensa ternura y le pide: «Muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz». Tu
voz, me reconozco en ella porque es mi Palabra; y tu semblante, irradia mi misma Luz. «No tienen
necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (Ap 22,5).
Hay un proceso en la conversión: Primero, reconocer que tu pertenencia fue con los ídolos; y segundo,
desplazarlos de ti, si es que eres consciente de que no te han servido para tener la calidad de vida que tu
espíritu ya entrevé. Cuando Oseas anuncia la conversión que Dios va a traer sobre Israel, lo expresa así:
«Y sucederá aquel día que ella me llamará: “Marido mío”, y no me llamará más: “Baal mío”» (Os
2,18).
Entendamos la terminología del profeta: Marido, se está refiriendo a Dios; y Baal, se está refiriendo a
los ídolos. Jesucristo, y justamente en la oración del huerto que vimos antes, es quien nos da testimonio
de su abrazo con Dios al llamarle: “Padre mío”. “Mío”: signo de abrazo y pertenencia.
Tenemos ante nuestros ojos un don de Dios que supera lo inimaginable. Es imposible que el hombre
pueda desear algo que está tan fuera de lo real. Por si fuera poco, no nos ayuda nada nuestra congénita
debilidad y torpeza. El apóstol Tomás viene en nuestra ayuda, ya que, por su incredulidad, le fue
permitido palpar las heridas que le rescataron. Sus labios se saciaron de gozo al exclamar: “¡Señor mío
y Dios mío!”.
poderosísimo por haber hecho el mundo. Poderosísimo y, por lo tanto, con un dominio sobre la
naturaleza y también sobre sus criaturas, por lo que ven la conveniencia de ponerse a bien con Él.
De esta constatación surgió una especie de relación del hombre con Dios que, precisamente por la
distancia percibida, se tejió bajo un culto basado en el temor. Y así, bajo el peso de esta relación-temor,
cada pueblo vio la necesidad de formular una serie de cultos y sacrificios, con sus respectivos altares y
correspondientes intermediarios.
Es en este contexto en el que Dios empieza a darse a conocer manifestándose a personas concretas y
eligiendo a un pueblo. A partir de entonces, el misterio de Dios se va revelando de forma paulatina. Es
lo que llamamos la Historia de la Salvación. Hacemos hincapié primero en la llamada de Abrahán,
depositario de las promesas de Dios. Promesas que se van cumpliendo progresivamente y que, con
Moisés y la consiguiente configuración de Israel como pueblo, vinculan a sus gentes a este Ser que les
ha revelado su nombre: Yahvé.
Poco a poco va surgiendo la necesidad de que Yahvé descienda, necesidad que se siente cada vez con
más fuerza. Los profetas exhortan continuamente al pueblo a la conversión, pero esta aparece como
inaccesible, por lo que clamarán a Dios que descienda Él mismo para que la conversión sea posible.
Apelan a las promesas y a la elección de Israel para dar fuerza a su clamor. Y así, en la plenitud de los
tiempos, como dice el apóstol Pablo, el Mesías desciende de lo alto hacia el hombre, se encarna, rompe
toda distancia y ofrece la conversión. Dios ya no es totalmente Otro o el gran Desconocido.
Jesucristo será quien entre en el misterio de la Cruz para eliminar todos los temores que el hombre tiene
respecto a Dios. Él podrá abordar la maldición de la muerte porque, al tener vida en sí mismo, tiene
poder para darla y recobrarla. Él es el Buen Pastor que conduce a la humanidad a la fuente de la vida de
donde brota el amor, arrancando del corazón del hombre el temor servil.
Dios se acerca
San Pablo utiliza el término «encerrados» para denunciar la opresión que sufre el hombre bajo la ley.
«Antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que
debía manifestarse» (Gál 3,23). El Buen Pastor nos es anunciado como alguien que entra en este recinto
de impiedad en el que estamos sometidos, encerrados bajo la vigilancia de la ley. Entra para liberar: «Y
a sus ovejas las llama una por una, las llama por su nombre y las saca fuera. Cuando las ha sacado, va
delante de ellas y estas le siguen». Esto es esencial, que Jesucristo va delante y que detrás van las
ovejas. Por la fuerza de la voz del Buen Pastor, todos vamos saliendo del marco opresor de la ley y de
la impiedad, caldo de cultivo para que toda idolatría campe a sus anchas. Delante de nosotros tenemos
al Mesías, que nos llama con fuerza desde su victoria, desde el misterio pascual. Él, una vez resucitado,
como dice Pablo, no muere más; el misterio de la cruz es la definitiva victoria sobre el mal y la muerte.
Por eso Jesucristo tiene poder para proclamar la Palabra que salva. Esta nos saca de la vigilancia
asfixiante: es Dios contigo, es Dios junto a ti. El Evangelio va delante de las ovejas, las cuales
emprenden un camino porque ya conocen la luz que envuelve la Palabra, porque la aman y se ha
convertido en su pasión. A fin de cuentas, es la pasión por vivir.
Es evidente que el hombre no puede ir al encuentro de Dios arropado por los ídolos, sean estos cuales
fueren; y no es posible ir a su encuentro porque Dios es celoso (Dt 4,24). Celoso en el sentido de que Él
solo es quien salva, sin la ayuda de nadie. Esta es la gran experiencia y la gran novedad que el Espíritu
Santo ha proclamado en las Escrituras por medio de hombres concretos, como por ejemplo en el
cántico de Moisés. Es un himno maravilloso de alabanza a Dios por haber salvado a su pueblo,
conducido por el desierto, y haber conquistado para él la tierra prometida. «Como un águila incita a su
nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su plumaje.
Sólo Yahvé le guía a su destino, con él ningún Dios extranjero» (Dt 32,11-12). Para poder
experimentar la salvación de Dios, es necesario un caminar con Él a solas, es decir, sin el cobijo de los
ídolos. Él solo es quien salva.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 60
Jesucristo murió en la cruz en la más espantosa soledad. Su cuerpo está suspendido entre el cielo y la
tierra en el momento de su muerte. Él vive en su carne esa soledad, que es la que salva al hombre.
Incluso, llega un momento en que parece que ni siquiera ve a Dios, de ahí su gemido: «¡Dios mío, Dios
mío, por qué me has abandonado!». No hay nadie que le conforte, está suspendido entre el cielo y el
suelo. En esta soledad, el Hijo de Dios rompe la distancia que separa al hombre con Dios. Jesús,
hombre-Dios, va al encuentro del Padre totalmente desprovisto de cualquier apoyo humano. El
encuentro es total, completo: Lleva el sello de la vida eterna. Las ovejas conocen su voz y, por ello,
pueden salir del encierro de falsa seguridad, y entran, igual que Él, en el misterio de la cruz llenos de
luz. Alguien preparó este encuentro para ellas: el Buen Pastor. He aquí la Buena Noticia, el Evangelio
liberador.
¿Por qué entonces, siendo tan meridiana esta realidad, se produce el rechazo de Jesús? ¿Por qué la
terrible oposición de Israel? Y, más aún, ¿por qué a lo largo de dos mil años de cristianismo
constatamos que hay una marginación del Evangelio cambiándolo, como ya hemos señalado, por
«piedades tranquilizadoras»? Es un hecho que, si hacemos una estadística entre las personas más o
menos cercanas a la Iglesia, de cómo han empleado su tiempo de oración o lecturas espirituales,
percibimos, asombrados, que la lectura reposada del Evangelio, el ir tras la Palabra que alimenta y
desarrolla el espíritu, queda en mal lugar en dicha estadística.
Nuestra búsqueda es búsqueda de Dios y, a partir de Jesucristo, ya podemos tocar el árbol de la vida sin
morirnos, y palpar el fuego de Dios sin ser consumidos, (este era el miedo de Israel con respecto a
Dios). Ahora ya podemos escuchar la Palabra y recibir la vida. Ya ha llegado el momento de
encontrarnos con Aquel que dio la vida por nosotros. A los santos lo que es de los santos, y a Dios lo
que es de Dios; y de Dios eres tú. Él fue el que te rescató, el que voluntariamente murió por ti; entró en
este reino de la muerte donde nadie podía entrar, donde se puso el parapeto de la ley para que esta
distancia quedara en el olvido infantilizando al hombre. Dios, en su Hijo, nos ha recobrado.
Volvemos a hacernos la misma pregunta: ¿Por qué este rechazo? Pues porque entrar en el Evangelio es
entrar en la precariedad. Porque en él encuentras al maestro y pastor que te enseña y conduce; él te dice
cómo tienes que caminar y qué tienes que hacer; ya no dominas tú la situación como sucede cuando
haces tus prácticas. Conoces, a lo mejor por primera vez en tu vida, la incertidumbre que te hace
preguntarte: ¿Dios existe, o no?
El que acepta este presupuesto, inicia una búsqueda de Dios no exenta de sombra y oscuridad. Penetra
en la dinámica más profunda de la fe. Poco a poco es testigo de la luz que Dios siempre envía en su
ayuda; es testigo de que Dios le visita: Entra en la madurez de la fe adulta.
San Juan, en el evangelio, nos dice que la Palabra no nació de la carne ni de la sangre, nació de Dios
(Jn 1,13). Las normas y prácticas sí nacen de la carne y de la sangre, son lo que Jesucristo llama,
preceptos humanos. No han nacido de Dios sino de las intuiciones e imaginaciones del hombre,
pretendiendo así quedar bien con Él. Sabemos que la ley, como dice Pablo a los gálatas, actúa como
pedagogo hasta la venida de Jesucristo; y este lo primero que hace es sacarte del redil en el que tu
espíritu queda estrechado y constreñido. Sin embargo, es cierto que las leyes, prácticas y normas te dan
una «tranquilidad». Más no te hacen «nacer de nuevo», que es lo que Jesús dijo a Nicodemo.
Entrar en esta precariedad es entrar en el misterio de Dios, es entrar en una Palabra que no nace de ti, ni
de tu carne ni de tu sangre, es decir, de lo que tú proyectas a todos los niveles, incluida tu relación con
Dios. Ser llevado por el Evangelio implica ser llevado, a veces, en oscuridades en el sentido de que no
conoces el paso siguiente, como dice san Juan de la Cruz: «Para venir a lo que no sabes has de ir por
donde no sabes». Sólo fiándote del maestro y pastor pasas de la oscuridad a la luz. No es fácil aceptar
esta dependencia de Dios. Nuestra soberbia está acostumbrada a que seamos hombres que dominamos,
conquistamos y alcanzamos lo que nos proponemos por nosotros mismos.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 61
Ni la carne ni la sangre
Jesucristo manifiesta expresamente cuál es la actitud del mundo acerca de Él y de todos aquellos que
vayan a creer: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del
mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15,18-19).
El mundo ama lo suyo: tú amas lo tuyo, es decir, lo que puedes entender con tu carne y con tu sangre;
rechazas de forma natural lo que no puedes digerir con tu mente. No es fácil aceptar un camino de fe
donde es otro el que te lleva, aunque sea Dios. La Palabra que te ha de conducir, no nace de ti sino de
Dios. De ahí vienen grandes crisis en nuestra vida; sin embargo, estas son necesarias, son
imprescindibles para no quedarnos amorfos en la fe. El mundo ama, se mueve «por su carne y su
sangre» con o sin religiosidad, lo mismo da porque lleva la marca de la idolatría. Es la carne y sangre
del mundo la que marca una religión-religación distorsionada con Dios.
Jesús mismo aclara la nueva dimensión de la fe. Cuando pregunta a sus discípulos acerca de qué dicen
las gentes y ellos mismos sobre quién es Él, Pedro confiesa: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Ante esta respuesta, Jesucristo dice a Pedro: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te
ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17).
En este sentido entendemos lo que dice Jesús: «El espíritu es el que da la vida; la carne no sirve para
nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63). En la búsqueda de Dios, lo que
haces según la carne no te sirve. Jesús, con esta afirmación, da un cambio fundamental en lo que es la
relación del hombre con Dios. Por estas palabras vivificantes aprendemos a adorar a Dios de espíritu a
Espíritu. Tu carne y tu sangre, lo que tú has llegado a ser como hombre o mujer, una vez que han sido
traspasadas por el Evangelio, se llenan de espíritu y vida, y reubican tu existencia de cara a Dios.
En el mismo contexto, podemos dirigir nuestra atención a este texto: «La Palabra era la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn
1,9-11). No la recibieron por lo que hemos dicho antes, por no querer entrar en la precariedad y en la
incertidumbre. Por la misma razón que mucha gente religiosa no tiene ningún interés de entrar en el
Evangelio, ya que tiene que ser conducido por él en todo lo que es su vida afectiva, familiar, económica
y, por supuesto, religiosa. No es fácil digerir la madurez de la fe. Hemos estado demasiado tiempo
mucho más seguros yendo hacia un Dios que está ahí y yo aquí, es decir, que no «complique» mi vida y
mis opciones.
«Pero a todos los que recibieron la Palabra, les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). El poder
de ser engendrados como hijos de Dios no viene de la ley, es decir, ni de la carne ni de la sangre, viene
de Dios que engendra por medio de su Palabra. Esta, como ya hemos dicho, «nació de Dios, se encarnó
y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,13-14). Al ser atemporal, salva
a toda la humanidad: a los de antes y después de Jesucristo. Atemporal, porque en Dios no existe el
tiempo. «Hemos contemplado su gloria». Los Padres de la Iglesia nos dicen que contemplar es poseer,
tener, participar, y esto hasta llegar a ser semejantes a Dios, o sea, la divinización de la cual han
hablado con frecuencia tantos de ellos. San Juan en su primera Carta lo expresa así: «Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!… Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,1-2).
Ya podemos dirigir nuestros pasos hacia la zarza ardiente. Ya podemos plantar nuestra tienda en el
Sinaí. Podemos acercarnos hasta el árbol de la vida y tocarlo sin temor a morir. Jesús de Nazaret, el
enviado, entró en el fuego de la zarza, se convirtió en el árbol de la vida, contempló cara a cara al Padre
desde el Calvario, el nuevo Sinaí. Tuvo poder para entrar en la muerte y recobrar la vida, y lo hizo. Él
nos abrió el camino y nos traspasó el poder para dar la vida y recobrarla.
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 62
Dar y recobrar, que, con frecuencia, se nos presenta en el Nuevo Testamento en estos términos: «Llegar
a ser glorificados». Después de la unción de Betania, Jesucristo da una catequesis profundísima sobre
el grano de trigo y añade: «Ahora mi alma está turbada» (Jn 12,27). Él es Dios y también hombre, por
lo que, ante la inminente y violenta muerte que se avecina, tiene el mismo miedo que cualquier
persona.
¿Cómo actúa Jesús ante tal turbación que le embarga el alma? ¿Qué va a decir? ¿Padre, líbrame de esta
hora? ¿Va a ser esa su salida? ¡No! Dice: «¡Pero si he llegado a esta hora para esto!». Me has enviado
para iluminar la fe pasando por esta encrucijada. Por lo tanto, ¡heme aquí! «Padre santo, glorifica tu
nombre». Glorifica el Evangelio que tú me has dado para que sea Palabra que da la vida a mis ovejas:
Él es el Buen Pastor. Vino entonces una voz del cielo que dijo: «Le he glorificado y de nuevo le
glorificaré» (Jn 12,28).
¿Cuándo ha glorificado el Padre a Jesús? Podemos señalar dos acontecimientos importantes: En el
bautismo; el Padre da testimonio de Él: «Este es mi Hijo amado en el cual me complazco». E
igualmente, en la Transfiguración; Jesús subió al Tabor juntamente con Pedro, Santiago y Juan. Moisés
y Elías hablan con Él acerca de su muerte que iba a consumar en Jerusalén. De pronto, se oye la voz del
Padre: «Este es mi Hijo amado, escuchadle». El anuncio de Dios de que va a glorificar a Jesús,
significa que va a dar testimonio de Él. Jesucristo no espera ni busca que den testimonio de Él ni
Caifás, ni Herodes, ni Pilato, ni nadie. Lo único que le sirve, quiere y busca es el testimonio de su
Padre. Por ello, la voz de lo alto dio razón de su esperanza proclamando: «Y de nuevo le glorificaré».
El Padre, al dar testimonio de su Hijo, es quien le hace justicia. En Él se cumplen todos los salmos que
dicen: «Hazme justicia, Señor», o «A ti encomiendo mi causa», etc. El Padre, haciendo justicia a su
Hijo, hace justicia a todos los hombres. Él recobra la vida por y para nosotros, a quienes el Príncipe de
la mentira nos ha engañado poniendo delante de nuestros ojos una vida que es como la hierba: se seca y
muere. Por eso Jesús, desde la cruz, se dirige al Padre así: «¡Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen!». No saben: no tienen la sabiduría que tú me has dado a mí. Dásela, hazles justicia frente al
Mentiroso.
Desposados por la Cruz
San Juan pone estas palabras en boca de Jesús: «Si yo diera testimonio
de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da
testimonio de mí y yo sé que es válido» (Jn 5,31-32). Es el momento de
la cruz cuando Jesús manifiesta en toda su fuerza que Él es el Buen
Pastor. En plena agonía grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?». Está sufriendo la peor de las tentaciones. Todos le
gritan: Dios no es tu Padre. «Baja de la cruz y, si realmente eres Hijo de
Dios, que venga y te salve». Es un clamor que actúa como una espada
hiriendo profundamente el alma del crucificado; el cuerpo ya está hecho
jirones.
Cuando los profetas veían que su misión era superior a sus fuerzas, Dios
se les hacía presente y les sostenía: «¡No temas, yo estoy contigo!». Es
lícito pensar que Jesús, en su angustia, en la terrible sensación de
abandono, pudo entrever, a través del velo de la muerte, la luz del Padre. Así se explica que sus últimas
palabras anunciasen ya la victoria: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». ¡Padre, vuelvo a ti!
El profeta Oseas, después de denunciar los continuos adulterios de su pueblo, que es la forma de
resaltar su alianza con los ídolos, anuncia el perdón y la restauración de Israel en términos de intimidad
matrimonial con Dios. Es una de las caras de la nueva alianza llevada a cabo por Jesucristo: «Yo te
desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en
compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahvé» (Os 2,21-22).
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 63
Jesús es aquel que muere y resucita con el documento del rescate del hombre en su mano. Él,
precisamente por su victoria, nos va a desposar en justicia, en derecho, en amor, en compasión y en
fidelidad… Pero resulta que nadie tiene las manos limpias como para presentarse a este desposorio;
nadie tiene ni justicia, ni derecho, ni compasión, etc. «Pecador me concibió mi madre» (Sal 51) ¿Cómo
será, pues, esto? Pregunta que nos recuerda la que María hizo al ángel.
En los desposorios antiguos la novia tenía que llevar una dote. Pues bien, Jesucristo la ha comprado
para todos. Con su triunfo, Jesús adquirió un pueblo santo revestido de justicia, derecho, fidelidad…:
¡He ahí nuestra dote! Dio su vida y la recobró para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Es así
como termina la cita de Oseas: «Y tú conocerás a Yahvé».
Entramos en el aspecto más profundo del amor y oímos al Hijo de Dios decir: «Yo conozco a mis
ovejas y las mías me conocen». Me conocerán por la fe que nace de la resurrección. Por la dote
concedida, el hombre ya no necesita acudir a la idolatría para sobrevivir.
Jesucristo le reviste para ir al encuentro de Dios, tal y como dice el salmo 45: «Toda espléndida, la hija
del rey, va adentro, con vestidos en oro recamados; con sus brocados es llevada ante el rey…». El alma
está bellísimamente ataviada con los dones que el Hijo de Dios compró para ella. Por sentido común, el
hombre se desprende del vestido viejo y se cubre del don que Dios le ha otorgado: su propio Hijo.
«Revestíos de Cristo Jesús» (Rom 13,14).
En Jesús, Buen Pastor, vemos el incomprensible amor de Dios hacia nosotros. No tiene sentido, no
cabe en nuestra mente que Dios nos quiera así, que nos dé sus propios dones a fin de desposarnos con
Él. Dios ama al hombre y se entrega a él hasta el punto de levantarnos a su altura. El Mesías nos otorgó
su propia divinidad. ¿Hay alguna buena noticia que supere a esta? ¿Hay algún deseo del corazón del
hombre que, aun soñando despierto, pueda proyectarse tan alto?
Nuestros oídos han sido seducidos por la fantasía, como lo fueron los de Adán y Eva. Se nos ha pintado
una vida de color púrpura que ha provocado heridas profundas en nuestra psicología a lo largo de
nuestra historia. Heridas que nos han hecho huraños y desconfiados, y nos han predispuesto a la
defensiva o al ataque de todos aquellos que no son los privilegiados de nuestro círculo. En Jesucristo
somos levantados. Su Evangelio cura nuestras heridas, y es tal la experiencia que estamos llamados a
hacer, que nos convertimos en samaritanos para nuestros hermanos.
San Juan, en su Prólogo, nos dice: «Juan da testimonio de él y clama: “Este era del que yo dije: el que
viene detrás de mí se ha puesto delante de mí porque existía antes que yo”» (Jn 1,15). Juan Bautista da
paso a Jesús: es presentado como el Esposo. En Israel existía la llamada ley del Levirato, que consistía
en que, cuando un hombre casado se moría, el hermano mayor tenía derecho a casarse con la viuda, y si
no quería, el siguiente, y así sucesivamente. Si el hermano a quien correspondía la viuda, renunciaba a
sus derechos en favor de otro hermano, aquel hacía un gesto: le desataba la correa de la sandalia.
Entonces este adquiría el derecho de su hermano.
Así pues, lo que Juan está diciendo, es que no es digno de desatar la correa de Jesús (Jn 1,27) porque el
que os va a desposar «no soy yo, es Él». El Esposo es Él. De este modo, está presentando ante el
pueblo que «la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado
por Jesucristo» (Jn 1,17).
El seno del Buen Pastor
Juan termina el texto que estamos comentando, anunciando que Jesucristo nos revela el misterio de
Dios. «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado»
(Jn 1,18). «Lo ha contado»: Nos ha revelado al Padre. El seno es el interior del ser humano. Jesús está
en el seno del Padre, en su riqueza insondable, en las aguas vivas que el Padre tiene en sí mismo.
Sabemos por el Evangelio que el Hijo tiene su seno lleno de todo lo que ha visto y oído al Padre. Si
volvemos nuestros ojos al acontecimiento de la samaritana, podemos recordar que sus discípulos se
Antonio Pavía EL BUEN PASTOR 64
acercaron a Él y le dijeron: «Maestro, come». Él les respondió: «Yo tengo para comer un alimento que
vosotros no conocéis». El alimento de Jesús es contemplar, escuchar y hacer lo que dice el Padre: estos
son los tesoros de su seno.
En la última cena oímos que uno de los discípulos, «el que Jesús amaba», estaba en la mesa «al lado de
Jesús» (Jn 13,23). Sin embargo, en el texto original se nos dice que «estaba en el seno, en las entrañas
de Jesús». Catequéticamente, entendemos que este discípulo era amado porque estaba con el oído
inclinado hacia el pecho del Señor, es decir, abierto para recibir la sabiduría que el Hijo de Dios había
recibido del Padre.
¿Qué quiere, si no, decir que un discípulo esté con el oído abierto hacia el interior del Hijo de Dios?
Pues que este es discípulo amado; ya se llame Juan, Carmen, Ricardo o Mª Luisa. Porque ¿qué está
haciendo este discípulo o discípula con el oído pegado a las entrañas del Señor Jesús? Está llevando a
cabo la recomendación del Señor respecto a la fe: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad y se
os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11,9-10).
Ahí tenemos al auténtico discípulo, el que sabe que no tiene la fe por sí mismo ni por sus obras, sino
que la bebe de la misma riqueza de Dios desde el seno luminoso del Maestro. Esta actitud es la que
abre las puertas de la fe. Por eso es discípulo amado, y hay que puntualizar que lo es porque tiene su
oído abierto a la Palabra. Esto no es una realidad sentimental ni beatífica; es simplemente beber de la
misma fuente de Dios.
La riqueza del interior del Hijo de Dios ya está preanunciada en los Salmos: «Estará lleno de Dios».
Leemos en el salmo 40: «Ni sacrificio ni oblación querías, pero me has abierto el oído; no pedías
holocaustos ni víctimas, dije entonces: “Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en tu libro hacer tu
voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser”». Y en el salmo 37, escuchamos
palabras muy parecidas acerca del justo que no es otro que el Mesías: «La boca del justo susurra
sabiduría, su lengua habla rectitud; la ley de su Dios está en su corazón, sus pasos no vacilan».
El seno del Crucificado, lleno de la sabiduría de su Padre, fue abierto por la lanza. Esta abrió su costado
del que sabemos salió sangre y agua. Los santos Padres nos dicen en una de sus interpretaciones, que la
sangre significa la eucaristía; y el agua, el bautismo. También se interpreta en el sentido de que el agua
es la Palabra escrita, y por la sangre, esta se llenó del Espíritu Santo. Es la sangre del Cordero
rescatador la que da vida a la Palabra, por lo que se convierte en fuerza de Dios.
A la luz de la muerte del Cordero, tienen su cumplimiento las palabras de Jesús: «Si alguno tiene sed,
venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn
7,37-38). El discípulo, puesto que se está llenando de Dios, ve correr en su propio seno ríos de agua
viva: son los ríos de la predicación, ríos de agua vivificante que van hacia sus hermanos. Esto nos
recuerda el gran manantial del Paraíso, que se repartía en cuatro brazos para fecundar toda la tierra
(Gén 2,10). Del Hijo de Dios, fuente del Padre, brotan los cuatro Evangelios que van al encuentro del
hombre y lo rescatan.
Son las aguas prometidas por Isaías y que el hombre saca con gozo: son aguas de salvación. «He aquí a
Dios, mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues Yahvé es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación.
Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación» (Is 12,2-3).
«Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación». Estas fuentes, estos hontanares son los
Evangelios nacidos del seno de Dios. El discípulo bebe hasta saciarse, y es tal la abundancia de estas
aguas que puede apagar la sed de sus hermanos: He aquí la esencia de la Iglesia, transmitir este
misterio; dar de beber al hombre sediento, prender en él el fuego de Dios. Es así que el hombre es
reengendrado por la Palabra (1Pe 1,23).
El salmo 110 nos da esta buena noticia: «Para ti el principado el día de tu nacimiento, en esplendor
sagrado desde el seno, desde la aurora de tu juventud». El esplendor sagrado, la luz de Dios: la Palabra.
De ella nace el discípulo. Y porque ha vuelto a nacer, podrá levantar la cabeza y beber del torrente. Así
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es como termina el salmo: «En el camino bebe del torrente, por eso levanta la cabeza». Ya no tiene que
vivir encorvado o agazapado escondiendo el pasado. Camina como hombre libre, bebiendo de Dios y
hacia Él.
Con estas líneas, terminamos el presente libro en el que Jesucristo se nos ha manifestado como nuestro
Buen Pastor, el que inicia y consuma nuestra fe (Heb 12,2). En Él, Dios ya no es totalmente Otro,
Jesucristo ha dado la vida, la ha recobrado, y el seno engendrador de Dios está abierto para el
hombre… Repetimos, Dios ya no es totalmente Otro, es Emmanuel: Dios con nosotros.
«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria, es más bien un deber que me incumbe.
Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).