Las Siete Vidas Del Progre-Perez Henares Antonio
Las Siete Vidas Del Progre-Perez Henares Antonio
Las Siete Vidas Del Progre-Perez Henares Antonio
Colección: libr-e
© Leer-e 2006 S. L.
ISBN: 978-84-15983-05-7
El progre necesita una edad, porque no nace: el progre se hace. Puede nacer
cualquier cosa, y aunque ya pronto empiece a apuntar condiciones, ha de
ser precisa una larga incubación e incluso pasar por complicados y a veces
velados procesos, como les sucede a algunos de los más vivaces o
luminosos insectos antes de echarse a volar. Han de empezar en fase huevo,
pasar luego a larva, transitar luego por el críptico momento de crisálida para
al fin emerger a su gloriosa fase alada, bien sea como pertinaz mosca, como
doloroso tábano, como parpadeante mariposa o como audaz libélula.
No es poco el tránsito y sí muchos los años entre duras mutaciones y
necesarias adaptaciones a cada uno de los estadios por los que se atraviesa.
Hay quien sucumbe en el camino, hay quien se acomoda en una fase y se
queda anclado en ella sin pasar a la siguiente. Desde luego no todos
alcanzan a desplegar un día a la luz del sol sus multicolores élitros, pero el
que lo logra, entre unas cosas y otras, se ha puesto en los cincuenta. En
medio siglo, que ahí es nada.
Cierto que hay vocaciones muy precoces y hoy como siempre son
visibles y fácilmente reconocibles, pero como hasucedido a lo largo de las
generaciones no se puede saber, a la larga, dónde acabará la nueva camada.
Éstos comparten aparentemente territorios con los ya consagrados: los
nichos ecologistas, las protestas pacifistas, las ONG solidarias y los
medioambientes antiglobales son sus mejores ecosistemas, aunque ninguno
tan apreciado y que haya dado más brillo y esplendor que el chapapote del
Prestige y las manifestaciones contra Bush y sus guerras. Quien no haya
estado allí es que no tiene ni un ápice de progre ni lo ha tenido en su vida ni
jamás poseerá tan preciada condición. Puede afirmarse con total y absoluta
contundencia que si bien puede aceptarse que no todos los voluntarios
blancos que han limpiado fuel en Galicia pertenecen a la especie progre,
todos los progres españoles dignos de tal nombre han ido de voluntarios,
aunque sea a una mejillonada, a Galicia. Eso será, ya lo verán, una seña de
identidad del mismo calado que haber estado en el Mayo del 68 o de haber
corrido delante de los grises, los dos mitos sagrados del progre milenario.
Las manifas contra la guerra de Iraq han venido a ser el día de la primera
comunión de los «nuevos», al tiempo que el de la resurrección de la carne
de los «primigenios». La misa fue concelebrada.
Pero ya digo, estos territorios compartidos no significan identidad. Los
jóvenes van a lo suyo y vaya usted a saber en qué rematan. Y además, la
cuestión no es tener un ramalazo progre a los veinte, que eso lo tiene todo el
mundo, hasta los de Nuevas Generaciones, y si no, se disimula como si se
tuviera. La cuestión es seguirlo siendo a los cincuenta. Ahí es donde está la
clave, la vocación y el pedigrí. Eso es lo que tiene mérito, y no ser un
vulgar solidario de juventud o un antiglobal de facultad. Eso lo es o lo ha
sido cualquiera. Hasta algunos ministros del PP, como Josep Piqué o Pilar
del Castillo, que con eso ya se dice todo. Lo definitorio, lo definitivo es
seguirlo siendo treinta años después y haber completado el largo
aprendizaje con aprovechamiento hasta doctorarse cum laude.
Una de las pautas aprendidas por el gran veterano de la progresía es que
la vieja tendencia a la manada propia de las edades adolescentes y juveniles
debe ser dejada a un lado. Cierto que algunos la practican y buscan
entremezclarse como si la edad hubiera pasado en vano. El progre curtido
sabe que no es su terreno, que puede acercarse pero sin entremezclarse del
todo, porque si pretende compartir los campamentos de las nuevas hornadas
lo único que consigue es hacer, más que el nostálgico, el ridículo, y
perdiendo tiempo, prestigio y autoestima. Y si encima a lo que va, que
pudiera ser, es a ligar, más que ganarse un polvo lo que acaba ganándose es
unas risas a costa, además, de algún sablazo a su bolsillo.
El progre bragado y con experiencia sabe a estas alturas de edad,
condición y gobierno que está ya en fase de reuniones reducidas, de grupo
selecto, de microclimas a su medida y conveniencia, y ha de ver las grandes
concentraciones y efusiones de humanidad comprometida con simpatía y
emoción, incluso desbordada, pero también con una cierta y elegante
lejanía. Puede decirse a sí mismo y en su coro íntimo que «tal vez sea el
momento de volver a las manis, como antes», pero de ahí al hecho, a irse de
verdad, va un trecho, que se ha recorrido gozoso contra la war (o sea, la
guerra de Bush II) o para acompañar a los 1.200 autobuses que vinieron a
Madrid contra el Prestige. Sin embargo, cuesta lo suyo, no crean, y aún más
si son manis de las de antes, como las del de Mayo, pues hay que vestirse
de obrero y no van apenas actores, o las de los estudiantes de los institutos,
que son los que más hacen, pero tampoco queda como muy aparente. Salvo
que se sea rector o catedrático, que entonces sí, porque ahora, y no como
antes, los rectores se van de manifestación con el alumnado y contra el
gobierno. Eso queda cantidad de bien y además rejuvenece una barbaridad.
Pero si no se es rector para estar contra cualquier ley de mejora de la
enseñanza, y se es, por ejemplo, arquitecto, ingeniero de caminos, ejecutivo
de banco o funcionario nivel 30, pues no se ve uno en esa marcha. Otra vez
salva la situación el Prestige y la citada war. Ésa es la manifestación ideal
para ir sin complejo de edad y cargo. Quizá, eso sí, haya que darse algún
retoque estético, pero esos los tiene dominados el progre milenario.
La edad media del progre español de hoy está, como ya se ha apuntado,
y no se me echen las manos a la cabeza, en el medio siglo con puntales que
pueden llegar hasta el límite de los treinta y los cuarenta, y terminales que
logran alcanzar y hasta sobrepasar los sesenta, aunque en esta edad la
especie predominante es la del «rojo viejo», muy aguerrida y batalladora, y
que no se deja, así como así, arrebatar el territorio.
Las culminaciones
Lo progre culminó a partes iguales, aunque por diferentes caminos y
sesgos bien distintos, al final de los ochenta para tener su gran explosión en
los primeros noventa. En Madrid tuvo un acento musical y cinematográfico
y en Barcelona fue más de diseño y arquitectura. En Madrid se llamó
«movida» y en Barcelona fue «olimpiada». Hablaban además,
inevitablemente, dos lenguas, porque el progre de Barcelona ni en sueños se
podía permitir expresarse en castellano, aunque su madre fuera de Jaén y su
padre murciano. El nacionalismo había tomado patente de progre y el más
nacionalista de todos era el alcalde Maragall, que era socialista, con lo cual
se lograba la cuadratura del círculo y era la leche, tú: ser más nacionalista
que Pujol, y de izquierdas consagrado, porque ya se había hecho del PSC
hasta Solé Tura, que ahora es el más nacionalista de todos, él, que había
sido del PSUC, los rojos de antes que ya no pintaban nada.
Por Cataluña la cosa progre, pues, aún tenía y sigue teniendo —ya que
esta comunidad ha sido sin duda el faro principal y la luz señera de la
progresía española y de ella provienen sus virtudes y sus defectos— el
toque más político. Es sin duda el progre de más envergadura y desarrollo,
el que más libros ha escrito y el que más se ha autopromocionado sin
importarle siquiera el autoconsiderarse gauche divine, a la francesa y sin
complejos.
La movida madrileña era otra cosa. En realidad nadie sabe muy bien
qué era la movida, ni se sabrá nunca, pues en realidad más bien era mucho
ruido y muy pocas nueces. Se suponía que era un amplísimo movimiento
cultural de base que sacudió los cimientos madrileños y que hizo de la
ciudad algo divertido y genial. No tenía nada que ver con los progres
políticos, más bien les repugnaban. Eran los pasotas, pero se engancharon
muy bien a las posibilidades de Tierno Galván, y en nada estuvieron
asomando la cabeza por todos los lugares y recibiendo elogios, bendiciones
y patrocinios a una obra que no se ve por ningún sitio. El rollo era muy
musical, muy de bares y de darle ya a algo más que al «canuto cantidad»,
que cantaba Sabina, que no era de esa marcha aunque se le quisiera
confundir. La movida era, ante todo, gestos y poses, y en eso fue a quedarse
al fin y a la postre después de habérselo pasado de miedo yendo de malos y
malditos y acabando por caerse más de dos por malos despeñaderos. La
movida era gaseosa y noctámbula, y reivindicarla es lo mismo que intentar
acordarse de las lagunas que hay en la memoria resacosa después de una
borrachera. Algo se había hecho la noche anterior, pero no se sabía muy
bien el qué. Sin embargo, se había pasado de coña haciendo el artista y se
volvía a las andadas al día después. La movida tuvo, eso sí, una figura de
postín, hoy ya varias veces elevada a los altares y siempre paseada como
imagen milagrera en todas las procesiones. Es Pedro Almodóvar, del que
los franceses dicen que es un genio mundial, cosa que también opinan los
estadounidenses cuando le dan el Oscar, pero al que aquí aún se le resiste
cierto personal, que ya me imagino que no después de haber hecho de
trompeta en sus desfiles. Almodóvar es el único superviviente de aquello
que tan poco rastro ha dejado, a no ser que se considere bagaje cultural a
teñirse el pelo de colores chillones, mayormente de colorado rabioso ellas y
de rubio platino algunos.
Fue un gran tiempo aquel de la movida. Era una gozada disponer de
todos los pesebres y encima ir de superprogre por la vida. El resto eran unos
tipos que estaban desfasados y, o bien eran unos trasnochados que aún
creían en las utopías políticas, o bien unos fachas de manual felizmente
derrotados para toda la eternidad. La época de abundancia no parecía que
fuera a tener fin, y si alguna fábula podía aplicarse a aquellas gentes, era sin
duda la de los saltamontes. El resto eran tristes, miserables y aborregadas
hormigas cuya estúpida ilusión era trabajar.
Madrid, se decía, le había tomado la delantera a Barcelona. Era en
Madrid donde ardía la noche. Y de verdad ardía, no se cerraba nunca y la
vida nocturna alcanzó cotas insuperables. Porque, eso sí, la movida tenía
una marcha de copa y música de no te dejes de menear. Por quien más hizo
fue sin duda por la hostelería y los pubs de mucho diseño y ambiente.
Postmoderno creo que se llamaba, pero no me hagan mucho caso, que con
estas cosas me pierdo un poco.
Barcelona tenía que contraatacar, y vaya si lo hizo. Lo suyo sí que fue
una culminación a base de Olimpiada, cemento, asfalto y diseño. Fue el
triunfo del progre catalán a esfera planetaria. La prueba de que ellos eran
sin duda lo más moderno, lo que estaba más en la vanguardia de las
Europas, y donde el diseño lo invadía todo como el valor supremo. Hasta el
muñeco era progre. Todo era progre en la Cataluña olímpica. Eran progres
Maragall, Mariscal... Pujol mismo lo era, y sus hijos más, y era tal la
progresía que acabo pareciendo que Samaranch, tapadas las fotos con
charreteras y las presidencias franquistas de la Diputación, pareciera un
progre también. Todo, todo tenía aquel glamour, y hasta la máxima
reivindicación, aquel «Freedom for Catalonia», se hizo en inglés, que es la
lengua en la que hacen siempre los anuncios los progres, porque así se ve
que han ido a Nueva York. La reclamación de la independencia de Cataluña
con la antorcha sonaba a moderno, a modernísimo. Encima se ganaron un
montón de medallas y los vencedores luego se cargaban, ¡qué progre!, de
todas las banderas: la del pueblo, la de la provincia, la de la comunidad y la
del Estado. Casi ni podían dar la vuelta de honor con el peso.
Hubo también una Expo por el Sur, la de Sevilla, que tuvo su punto y un
perfil de edificios de lo más atrevido, no fue para nada tan moderna. Más
bien sonó a cosa un poco antigua, con la carabela aquella hundiéndose y
todo. La Expo fue muy sevillana y quedó de mucha fiesta, pero de moderna
y progre sólo parecía tener los puentes. Había demasiado pueblo bañándose
los pies en las fuentes en cuanto tenías un descuido.
Pero Expo y Olimpiada fueron el canto de cisne. Luego llegó la cuesta
abajo. Lo progre empezó a no llevarse, máxime cuando algunos se lo
habían llevado calentito y los empezaban a pillar por todos los rincones y el
personal a tragarse muy mal lo de la corrupción. Fue una lenta agonía, y
qué mal se pasó y con qué resignación hubo que abjurar de muchas cosas.
Aquello pintaba cada vez peor, y no acabó de pintarse negro del todo en
1993, pero acabó por caer el telón en 1996 y fue el crujir de dientes.
Aunque, ¡quia! Un curtido progre tiene reservas para todo. Empezaba, tras
un momento de desconcierto, una nueva etapa. El progre milenario supo en
ese momento que era en verdad cuando estaba a punto de extender
definitivamente sus alas para un vuelo al sol y a la plenitud de la luz. Ahora
había que entrar levemente en el silencio, aprovechar incluso lo recogido
del interior de la crisálida para seguir tejiendo. Los tiempos de comer
ansiosamente hojas verdes habían de dar paso a una época de mayor
sosiego, aunque no tenía que ser de menor aprovechamiento. Mejor sordina
y paz que seguir ramoneando por el jardín que se había puesto peligroso y
cualquier pájaro te podía acabar llevando en el pico. Ya llegarían tiempos
mejores.
Y han llegado. Hoy la libélula está a punto de salir. Está de hecho
volando ya al sol de la primavera. Es el resplandeciente progre del nuevo
milenio, el progre milenario, curtido en mil batallas pero con todos los
recursos, toda la movilidad y todas las ganas. De estar de nuevo al sol y a la
sombra del poder y saborear el dulce néctar de la venganza.
* Pequeñas manifestaciones por sorpresa con rápida dispersión antes de que llegara la policía.
** Fórmula organizativa comunista, de muy pocos miembros, que era un compartimento estanco con
respecto a las otras.
II
Un triunfal y alado retorno
1. no tienen ninguna prisa de irse de casa, donde hacen lo que les viene
en gana, y
2. son ellos los nuevos tiranos y los que imponen las normas y
desplazamientos a su antojo y capricho.
Ser colegas y amigos de los hijos ha sido la pauta básica y primordial de
la relación padres-hijos. Y tanto colegueo ha acabado por concluir en no
saber dónde está cada cual y que el desnorte y la confusión han creado toda
una generación de «derechohabientes» sin la más mínima sombra de algo
que suponga los correspondientes deberes. Algunos padres piensan hoy con
culposa resignación que su actitud les ha conducido a convertirse en mezcla
de esclavos y manantial de caprichos de sus retoños. Los chicos de los
diversos matrimonios se llevan, eso sí, muy bien entre ellos, y la alianza es
perenne entre las dos tribus si de lo que se trata es de saquear económica y
afectivamente a los diversos progenitores.
La casa refugio fuera del mundanal ruido es la «casa del pueblo», que
no tardaremos en visitar. Es el gran remanso en el que el progre se restaura
el ánima y el ánimo. Presume de buscar allí la soledad, pero se practica el
viejo axioma de que la «soledad es maravillosa si se tiene alguien a quien
contárselo». Así que se requiere inexcusablemente la compañía de otros
amigos de parecido pelaje y situación. Eso de estar solo en el campo y con
la naturaleza es la hipótesis del martes, pero la tesis del viernes es la de la
variada compañía. Es más: si acaece que por un par de veces seguidas se
está más solo que la una, no tarda en producirse la deserción. La soledad del
progre es siempre con un grupo de amigos.
Mechas, ¡jamás!
Las señas de identidad física, qué remedio, han ido variando con el
devenir de los años. Los kilos (aunque el progre no suele ser de tipo orondo,
tirando más bien a lo enteco, y la progre tiene marcada tendencia al
escurrido), las calvas y las canas no han respetado ideologías. Lejos están
aquellas melenas al viento, aunque ahora los más osados, como claro
símbolo de rebeldía, han optado por la coleta, aunque por delante se luzca
un frontal desierto. La coleta viene a ser la revuelta del progre contra la
calvicie. Otro elemento de cambio importante ha sido el rasurado de la
barba. De las de los setenta y de los afeitados de los ochenta y noventa se ha
pasado a la nueva estética, que sin llegar a la del mendigo que practican
algunos directores de cine, sí incorpora esa cuidada barba de dos días y tres
noches, que da un toque golfo. Para que quede bien hay que cuidarla
mucho, claro.
Ellas han pasado también, y aún con mayor alivio por su parte, de unos
setenta rígidos y prohibitivos en todo tipo de afeites, cuidados corporales,
maquillajes y, ¡jamás!, teñidos de rubio platino y aún menos de mechas (la
mecha era el pecado mayor en que podía caer una progre), a hacerse
crecientemente más permisivas. Los teñidos surrealistas siempre le han ido
a las más «locas», pero las más asentadas y cuidadosas de su estética han
sabido acoplarse a los tiempos. El cuidado del cuerpo no sólo está
permitido, sino que es imprescindible, y al margen de siluetas redefinidas
basándose en gimnasia o incluso una discreta cirugía, hoy en el mundo de la
progresía todo está permitido con la condición de que no se note, de que no
sea ostentoso y que tenga, por el contrario, el toque de lo sencillo y lo
natural.
En cuanto a los abalorios, es tan importante el saberse colocar los
precisos como huir de los contraindicados. Y así, mientras en los setenta lo
que marcaba estilo era una algarabía de collares de semillas, hoy es
preferible un único, simple y carísimo artilugio minimalista. Y si entre ellos
las pulseritas multicolores indígenas eran marca de la tribu, hoy sigue
siendo, como entonces, poco menos que una atroz provocación el llevar
cualquier adorno con los colores de la banderita de España. Hoy el símbolo
enemigo por excelencia, pasada la moda de los relojitos con banderita, son
los adornos fabricados a partir de algún trofeo de caza, como un llavero
hecho con las amoladeras o un collar montado con los colmillos de un
jabalí. Eso es un pecado mortal para un progre. ¿O es que no sabe que la
caza es cosa de fachas asesinos de la naturaleza?
Pero lo cierto es que el progre del nuevo milenio se ha vuelto mucho
más autopermisivo en todo, y esto se refleja en su aspecto exterior. Si ha
admitido al capital, a sus pompas y a sus obras, si ha disfrutado de las
mieles del poder y de sus lujos, eróticas y poltronas, algo ha debido de
afectar esto también a su vestimenta. De hecho ha ido parejo, aunque, por
aquello de que lo esencial de la mujer del César es parecerlo, el progre ha
luchado y lucha por su diferenciada indumentaria, y eso se consigue
logrando que las variaciones del interior no se reflejen en exceso en el
exterior. O sea, procurando mantener la fachada. Así que, aunque pueda
parecer otra cosa, se ha buscado siempre una línea de continuidad y no
ruptura en los aspectos. Puede haber cambiado en muchas percepciones y
no digamos retribuciones, pero si se consigue mantener una línea coherente
al menos en las ropas, el lenguaje y el estilo, eso puede ser la salvación y la
coartada para cuando lleguen tiempos mejores, que parecen estar llegando.
Por lo menos, y si la vida cotidiana obliga a lo contrario, hay que marcar la
distancia, y aunque uno se vea obligado al traje, éste habrá de ser distinto al
de los que siempre han llevado traje y nunca han sido progres. Igualmente
es imprescindible mantener a mano ciertos uniformes de campaña y
manifestación. Ha sido absolutamente paradigmática la del 15 de febrero.
La uniformidad dentro de la absoluta y exigida desuniformidad puso en
evidencia que los progres estaban perfectamente preparados para tales
contingencias. Fue, desde luego, el récord negativo en cuanto a corbatas, el
día que menos se usaron en España por lo menos desde la proclamación de
la I República. La corbata, señores, ha vuelto a ser, por si no lo saben,
aunque haya a veces que resignarse a ella, un símbolo de la opresión facha.
Un actor lo ha teorizado incluso. O al menos así lo es para una estética
progre. Los únicos que osaron llevarla y ponerse ese día chaqueta fueron
algunos obreros de viejo cuajo, que todo el mundo sabe que son unos
antiguos y unos demodés que hasta tienen comités de empresa. A los
progres ponerse tal aditamento en tan señalado día les habría parecido una
blasfemia.
Con todo, el pelaje y el traje han variado y mucho desde los setenta. A
pesar de los disimulos se ha notado un mucho mejor lustre y, desde luego,
existe una mucho mayor apertura y permisividad que entonces, cuando
«éramos unos sectarios en todo y también en esto». De aquellos tiempos en
que ellos tenían que ir con trenka, vaqueros y barba, y ellas sólo se quitaban
el pantalón y el jersey de cuello alto cuando se decidían a irse a la cama y
por fortuna no sólo para dormir, a estos de hoy, han corrido muchas aguas y
pespuntes bajo los puentes de la vida. Ellos tuvieron primero que ponerse
algo más decentes y se rindieron a la corbata (si no eran cómicos o
cantantes, que esos nunca se doblegaron) aunque lograron componer un
cuadro a base de vaqueros, chaqueta o chupa de cuero y la supuestamente
odiada prenda que marcaba una diferencia. Pero la cosa andaba atrancada.
Fue entonces cuando el diseño salvó al progre. Se crearon trajes de diseño
progre, camisas de diseño progre, corbatas de diseño progre y todo, todo fue
de diseño y con ello se abrió la veda de poder llevar cada uno lo que
quisiera, para seguir sintiéndose de la tribu y, además, gastándose un pastón
en hacerlo y que los Iniciados, tan sólo los iniciados, lo supieran. Porque un
progre en lo que siempre se diferenciará de un pijo es en que a aquél jamás
se le verá una marca, jamás una de esas marcas que son las señas de
identidad de los pijos.
Sí, han sabido disfrutar estos cambios y estas permisividades y ahora,
con el revival de los setenta y el «compromiso» pueden además
desempolvar viejos hábitos y atalajes y hasta revivir estéticas de tirado,
aunque me digan que son las prendas que más cuestan y que nada sale más
caro que parecer un mendigo. Han sido ellas, sobre todo —los hombres,
incluidos los progres, son unos aburridos monocordes en cuanto a ropa—,
quienes lograron poco a poco que aquella auténtica prohibición que se
cernía sobre cualquier cosa que supusiera culto al cuerpo haya sido
felizmente levantada. Pero no iban las progres a ponerse como pijas, ni
seguir la senda de la rubia falsa y la mecha obligada. Tenían que inventar un
camino, y lo lograron abrir y hasta han marcado un nuevo estilo. Su senda
ha sido la de lo natural, lo crudo, lo aparentemente discreto, lo que no ha de
notarse pero se nota y a la legua, la mayor calidad y la menor estridencia.
Lo que sólo saben los íntimos y las que entienden es que a lo mejor su traje,
tan sencillo, cuesta más que el de una cazamaridos con fijeza en el ¡Hola!,
y que su adorno al Cuello es tan exclusivo que le ha costado lo que no valen
todos los sortijones de la querida de un banquero.
Desde luego, nada es más cierto que en los setenta las pobres ni
maquillarse podían, y ponerse mini no estaba en absoluto bien visto. Hacer
el amor sí, pero de ir en plan mujer objeto ni hablar. El vaquero fue el gran
recurso, y si no la falda larga, hippie o no, pero larga. Luego se abrió la
mano y en los ochenta ya se podía «ir mona». Pero con tiento, siempre con
tiento. No fuera que se les confundiera con el «enemigo». Desde luego
nadie, ni en su más enloquecido desvarío, podía caer en la tentación de las
mechas. Se admitía falda corta sin excesos y la famosa «pata negra». Ahora
el look tiende, ya lo hemos dicho, al escurrido, sin perifollos ni
floripondios, «no vaya a parecer que donde hemos estado o de donde
venimos sea de la boda de Anita Aznar, o que hemos quedado para ir a
bailar a Gabana». La ropa no ha de lucir marca, pero si ser muy «marcada».
Que sólo lo sepan las que están en el secreto. En ellos y en ellas no puede
faltar el uniforme campestre o de fin de semana. Ecológico, por supuesto.
Pero nada de verdes camuflaje, que son cosa de los odiados cazadores. Los
colores grisáceos y los marrones están mejor vistos. No es el progre
tampoco muy dado a la moda «explorador» ni a parecer que va uno
disfrazado de Kitín Muñoz, que a su vez va disfrazado de Miguel de la
Quadra. Lo de ir de descubridor de selvas vírgenes está muy
contraindicado. Un progre que se precie mira con cierta sorna esa
proliferación de bolsillos y artilugios, y todo lo más que puede permitirse es
una pequeña brujulita en la pulsera del reloj. Las botas de mucho empaque
aventurero también le echan un poco para atrás, y el bigote al citado modelo
Quadra Salcedo les da un cierto repelús imperial y decimonónico.
Les une el vehículo. El progre, del legendario 2 CV que fue su fetiche
automovilístico, aún más que el «cuatro latas», y tras transitar por diversos
turismos y algún que otro coche oficial, ha pasado al todo terreno. Pero el
del progre no ha de ser en exceso estentóreo, no de esos que parecen que se
van a comer todo el monte, y desde luego no parecer jamás el de un
«montero». El suyo ha de ser, si se puede, uno de los más clásicos, aunque
luego haya sido convenientemente remozado y acondicionado a su antojo.
Además vale mucho para la ciudad, y el progre es de los que se lo lleva al
restaurante, a la oficina y a mear si pudiera. Igual que todos, vamos.
Una cosa es un progre en viaje campestre nacional y otra es cuando se
decide al viaje al país exótico. Entonces es cuando se suelta la melena.
Entonces sí que parecerá, si va por Africa negra, un ranger de Botswana, un
guía de Kipling en la India, un ayudante de Al filo de lo imposible en el
Nepal; o, si por algún país iberoamericano es por donde transita, parecerá
un selvático y audaz aventurero que, dados sus abalorios, haya sido
adoptado al menos por cinco tribus amazónicas. Ellas, cuando no van en
pareja suelen conformar manadas exclusivamente femeninas, peligrosísimas
por clerto, y unirán a lo anterior un sinfín de compras de los objetos más
diversos, con gran proliferación de cestería. La impedimenta final de la
expedición, sobrecargada con todos los artilugios de encender fuego,
orientarse, ahuyentar mosquitos o fabricar cabañas serviría para equipar a
un safari completo. Si por un casual el espécimen se topa con Javier
Reverte, que no se topará porque Javier se mete por sus sitios y por ésos
sólo sabe andar él, y lo ve venir con su camiseta vieja y sus vaqueros
desteñidos (se lleva toda la ropa machacada y se va desprendiendo de ella a
lo largo del viaje) lo considerará todo un turista inadaptado.
Otra cuestión de suma importancia es: ¿dónde puede y dónde jamás
debe ir un progre? ¿Cuáles son sus santuarios de peregrinación? De
inmediato hay que responder que ahora, en este preciso momento hay uno
por excelencia: la romería progre actual tiene un nuevo destino y no podía
ser otro que Galicia y la Costa da Morte. Del fenómeno, por su singular
trascendencia, habrá que hablar largo y tendido, pero al menos dejémoslo
aquí anotado. Y ahora hagamos un poco de memoria.
Que no podía Él: Corbata. Él: Abrigo Loden. Él: Corbata Él: Un llavero de
llevar o ponerse Ella: Maquillaje. Ella: Collar de amarilla con una amoladera de
Pendientes de perlas. Falda de águilas. jabalí.
perlita. cuero. Ella: Mechas. Ella: Silicona
Cirugía estética. notoria. Marcas
que se vean.
El progre ruralis
Existen tres tipos bien diferenciados y generalmente contrapuestos: el
autóctono, el introducido y el migratorio (más invernante que de estiaje).
Los dos primeros tienden a vivir de manera permanente en el medio y a
nidificar en él, mientras que el tercero es migrador y discontinuo, con
procedencia netamente urbana. El autóctono tiene mucho más mérito,
porque no hay territorio más hostil al progre que el medio rural. Tampoco,
aunque él no lo crea, tiene fácil el introducirse. Le puede parecer sencillo a
primera vista, pero luego, a no mucho tardar, las criaturas allí residentes
empiezan a marcar sus comportamientos y a dejar claras sus zonas
exclusivas, y no muchos aguantan la presión. El migrador, aunque parezca
lo contrario, suele tener mucho mejor encaje y acogida.
El progre rural autóctono es una variedad en grave peligro de extinción.
Nunca tuvo demasiados efectivos, pero en los últimos tiempos se ve
sometido a una seria recesión. Al hábitat tradicionalmente hostil se han
unido coyunturas muy desfavorables que han hecho que muchos de ellos
hayan entendido que sólo la emigración hacia territorios urbanos más
propicios podrían librarlos del aniquilamiento. Ahí, en la España profunda,
hay poco aliento para el progre milenario. Siempre ha tenido enfrente las
fuerzas más poderosas, pero con la llegada de los nuevos tiempos nada ha
ido a mejor. Resulta que el rojo rural sigue gozando de un prestigio y un
respeto del que él no goza. Al rojo rural lo sienten en el fondo como uno de
los suyos, mientras que el progre es para los locales un ser extraño que ni
sabe del PAC (o sea, de los dineros y subvenciones de la Unión Europea,
que es de lo que hablan ahora los labradores) ni le gusta jugar ni al mus ni
al guiñote ni a la brisca. Con el rojo agrario discuten si es menester, pero
con el progre rural no se hablan, que es lo peor que a uno le puede pasar en
un pueblo. El progre milenario subespecie ruralis lleva muchos años de
penosa travesía predicando su nueva a los paisanos y los paisanos llevan
otro tanto no haciéndole ningún caso. Le prestaron alguno cuando logró
engarzar alguna recuperación de fiesta popular y un concurso comarcal de
migas, pero luego hasta en eso ha ido siendo desplazado y ya le cuesta
encontrar compañero para la caldera, porque dicen que las hace muy mal y
siempre se queda el último. Además su ancestral enfrentamiento con la
sociedad de cazadores local ha hecho que ni le avisen de las meriendas en
las bodegas. Por si fuera poco, algún éxito sexual tanto en la zona como en
las cercanías, lo que le ha traído ha sido la consiguiente envidia y bastante
resentimiento. En resumen, que forzado a la soledad y la contemplación de
los campos ha optado por emigrar a lugares más cálidos. Es dura, muy dura
la existencia del progre ruralis autóctono.
Confió y tuvo su esperanza con la llegada del progre ruralis
introducido, o sea, el que venía de la ciudad presto a establecerse y abrir
algún negocio artesanal, una casa rural o una explotación de agricultura
biológica. Pronto vio que aquello no le daba ningún respiro, sino más bien
lo contrario. El nuevo no le buscaba a él, sino a otros progres urbanitas
emigrantes, con los que el introducido tenía todos los gustos en común. El
pobre autóctono hubo de renunciar a nidificar en su lugar de nacimiento,
tampoco quedaban muchas posibilidades de pareja, y finalmente optó por
alejarse. Regresa muy de vez en cuando y ya apenas si intenta participar de
la vida común. Ha optado por el silencio desdeñoso como forma de última
resistencia.
Al ruralis introducido le ha ido algo mejor, aunque no todos los que lo
han intentando han logrado establecerse. Alentado por las continuas visitas
y apoyos de sus congéneres de la ciudad, son bastantes los que han logrado
prevalecer contra los elementos, y algunos es muy cierto que se han
asentado firmemente. Las casas rurales han sido su bastión, su madriguera
ideal y su mejor invento. A partir de ellas han logrado no sólo la
integración, sino el reconocimiento. Otras actividades, sobre todo las más
hippies, han terminado por concluir en derrotas y abandonos, voluntarios
los más, obligados por la presión bastantes. Tan sólo algunas colonias en
zonas costeras y con amplio mercado extranjero para cerámicas, cueros y
pulseras han logrado sobrevivir. Pero en la ruda meseta esteparia y en las
crudas montañas invernales a tales florituras les cuesta medrar entre el
terrón, los secarrales o los hielos.
Los comportamientos de esta especie han sido también muy diversos e
incluso contradictorios para lograr introducirse. Unos eligieron que la clave
estaba en integrarse en lo que ellos consideraban las esencias populares y
las más recias costumbres. Eso tuvo, de principio, su aceptación, pero no
tardó en chocar contra la cambiante realidad de la tribu. Resulta que ahora
es a ellos, a los de campo de toda la vida, a quienes menos parecen
importarles. Más que hacer el biológico, de lo que se preocupan es de la
subvención al cordero, de los piensos del vacuno, de los excedentes de
cereal y del crédito de la cosechadora. El idílico pasado lo identifican con
segar con hoz y con los picores del tamo en la era, y no quieren acordarse
de aquellos sudores y fatigas de sol a sol y de miseria de noche y día.
Por el contrario, otra actitud ha sido la de la contestación a esas mismas
tradiciones. Por ejemplo, tomar posición radicalmente contraria a los
encierros o a una carrera en la que si ganas te regalan un ganso vivo. Y ahí
sí que se topa con las esencias. Lo mismo que cuando se montó la
asociación ecologista con el progre autóctono más otros dos del pueblo de
al lado. Se consiguió subvención y a todos les pareció bien, pero cuando se
opusieron a la carretera y a que se abriera una pista de concentración
parcelaria por la falda del monte se lió el conflicto y ahora mejor es que no
se les ocurra abrir el pico al respecto. Que lo abren, porque un progre, eso
sí, callado no ha de estarse nunca, aunque su minoría sea atroz y las
consecuencias malas.
El progre migratorius
Los potentados históricos, la famosa y tamamesiana oligarquía
financiero-terrateniente, o sea, los aristócratas y los nuevos ricos, los del
pelotazo, o mejor del «ladrillazo», han sido y son de tener un «fincón» con
casona solariega en la Costa de la Pana, cuyo litoral se extiende por los
sopiés latifundistas de las serranías andaluzas, extremeñas, castellanas,
leonesas y manchegas. El progre milenario a lo que se ha dado ahora es a la
compra de la casa del pueblo, que no es la del PSOE, sino un edificio a
rehabilitar, presunta ganga en cualquier localidad rural de las Españas.
La casa del pueblo es el sueño de mucho progre urbano, y cumpliéndolo
están anegando con su presencia hasta los últimos rincones rurales. Es toda
una oleada migratoria, mayormente de fin de semana, cuyo efecto más
notorio na sido él de poner los precios de cualquier ruina de caserón, que
antes no se sabía qué hacer con él, por las nubes.
Los paisanos están ya curados de escuchar la mil veces repetida
pregunta en el bar del pueblo: «Oiga, ¿sabe usted si venden por aquí alguna
casa vieja?» Y la oleada no ha hecho más que empezar. Porque ésta es, más
que ninguna otra, la moda más querida del progre milenario con empaque,
principios y posibles. Tener casa en el pueblo es casi una religión y desde
luego una baza que jugar en cualquier reunión de mínimo nivel entre
progres de alcurnia. Quien carezca de ella o no esté para comprársela se
encuentra desde luego fuera del Olimpo de la progresía.
Lógicamente es un progre urbano y lo va a seguir siendo. Es el que
hemos dicho que abjura del cemento, pero que tras dos o tres días en el
pueblo como mucho, si no vuelve a sentir el asfalto bajo sus zapatos de
diseño y a sentir en sus pulmones el dióxido de carbono, cae de inmediato
en una profunda melancolía que sólo las luces de neón y el parpadeo de los
semáforos pueden curar.
Pero los principios pueden muy bien cumplirse con una estancia de fijo
discontinuo, con una corta migración de ida y vuelta, y así el reencuentro
con la naturaleza puede seguir siendo bucólico, pastoril y siempre
placentero. Todo hermoso, todo bello, todo sin mancharse con boñiga de las
vacas y sin sufrir por cómo matan los corderos. La chimenea con la leña
bien cortadita y de roble, las viandas tan sanas, la paz y el reposo lejos del
mundanal ruido, las cordiales reuniones con amigos de la misma condición
y parecidos gustos. Luego, todo lo más, un café y un saludo en la taberna
del pueblo. Y ya, en el colmo de la integración, se echa una partida al mus
con los lugareños. ¡Qué maravilloso! ¡Qué bien nos llevamos con las
sencillas gentes del pueblo!
¡Si supieran lo que dicen de ellos las sencillas gentes del pueblo les
daba de verdad un aire! Y no es que sea malo, ni que los odien, ni que los
crucifiquen. Sólo es que saben perfectamente a lo que vienen y lo poco que
a ellos les aprovecha, excepto al que les vendió la casa.
Este progre emigrante tiene un aire inconfundible. No falta el toque
pana y un aire entre campechano y bondadosamente cercano que es su
elemento de máxima distinción. Es de más venir en invierno que en verano,
tiempo éste que aprovecha para otros exotismos viajeros. Además en verano
el pueblo está demasiado lleno de hijos del pueblo regresados a pasar las
vacaciones. Él, claro, es diferente. Las vacaciones en los pueblos, esto es
muy curioso, sólo las pasan los pobres de siempre y los ricos de toda la vida
que están de vacaciones fuera todo el año y entonces les da por volver a la
casa solariega. El progre milenario no pertenece, está bien claro, a ninguno
de los dos espectros, aunque haya hijos de unos y de otros que hayan
elegido tal senda. Lo habitual, como digo, es que sean el otoño y el
invierno, y en menor medida la primavera, las estaciones para disfrutar de
la casa del pueblo. Lo que es las vacaciones de verano, ésas hay que
pasarlas en otro sitio. Todo tiene sus normas, y ésta es una de ellas, aunque
bien sé que con bastantes excepciones.
Resulta también muy patente que esta especie migratoria tenga poco o
nulo contacto con las especies residentes. Puede tenerlo un poco con el
introducido, pero con el progre autóctono rural es que ni se roza. Y esto sí
que es la definitiva puntilla de la sufrida especie. Porque entre estos progres
migratorios están las auténticas estrellas, los iconos de la tribu. Ahí están
los intelectuales de renombre, los y las cantantes, las gentes del cine y del
teatro y hasta algún político. Le gustaría que le dieran su amparo, su calor,
su protección y cercanía. Pero no. Ellos viven ajenos a su pesar. Y lo peor
es que en un descuido se hacen amigos del enemigo, del que ha sido el más
enfrentado y refractario a todo lo que el progre rural autóctono ha sido a lo
largo de su sufridora existencia. Ahora llega el pope y va y hace las mejores
migas con tal personaje, que tiempo le falta de alardear en el bar ante su
víctima de esa amistad por la que él tanto ha suspirado y no alcanza.
Y es que entre los progres también hay clases. Y desde luego muchos y
muy diferentes rangos.
IV
La vergüenza de ser español
Principios
De entrada, la única posición admisible éticamente es que un ser
humano tiene, venga de donde venga y esté donde esté, unos derechos
esenciales. Y eso no sólo es del progre. El que no lo sienta así es un
perfecto mamón, y en el caso de España, emigrante hasta hace un cuarto de
hora, supone hacer gala de una canallesca desmemoria. No obstante,
derechos los tienen todos: los que vienen y los que son de aquí. Y, esto es lo
fundamental, además de derechos hay deberes. Ésa es la clave. Y leyes, hay
para todos también. El cumplirlas y hacerlas cumplir es vital si una
sociedad no quiere deslizarse hacia la peor jungla. Aquí es donde estalla el
conflicto.
Lo primero, los derechos. Las clases populares españolas sienten y
perciben que los emigrantes los exigen. Muchas voces, las que no tienen
columnas en los periódicos, pero sí suenan en los puestos del mercado y en
los bares, lo señalan y lo comentan. Llegan, tengan o no papeles, y
reclaman trabajo, seguridad, asistencia sanitaria, educación, guarderías...
Dicen en la Seguridad Social que no hay nadie más protestón, más gritón
incluso, que se queje más y que monte más pollo que algunos emigrantes
magrebíes. Y lo inmediato de la teorización popular es que sí, que está muy
bien, pero preguntan: ¿Por qué no exigen ese puesto de trabajo en su país?
¿Por qué no protestan en su tierra e intentan cambiar las cosas? ¿Por qué
allí, ante sus sátrapas y sus policías que no les tratan precisamente con
dulzura y donde a la menor protesta los apalean, no rechistan y aquí sí lo
hacen? ¿Por qué no critican a sus gobiernos, que les tienen en su miseria, y
sí vociferan contra los que, por el contrario, pretenden acogerse, y sus
instituciones?
Las quejas son muchas y múltiples. Recorren todos los aspectos de la
vida cotidiana. Hay madres españolas que no tienen sitio en las guarderías y
por ello encuentran dificultades para desarrollar su trabajo. Las familias
marroquíes, aunque la madre esté en casa, copan algunos de esos centros,
porque entre otras cosas les resulta un chollo económico. Hay padres
españoles que se quejan de que su hijo ha sido obligado a cambiar de
colegio porque en el que estaba hay que reservar sitio a los hijos de
emigrantes que «van a llegar». Existen hogares que se lamentan de que a
ellos no se les ampara —también aquí hay pobres, muchos más de lo que se
cree— y de que tienen mayor cobertura los emigrantes por el mero hecho
de serlo. En resumen, que al pobre autóctono no lo cobija
«progresistamente» nadie, porque es mucho más progre cobijar al pobre
emigrante.
Y esto en lo que se refiere a servicios asistenciales, escuelas o
viviendas. Pero lo peor es el día a día. Ahí es donde la población está
cotidianamente recordando algún Lepanto. ¿Qué tiene que hacer uno, por
ejemplo, ante las cuadrillas de jovencitos musulmanes que se apostan en
una plaza y se dedican a insultar a las niñas españolas que pasan por allí?
¿Cómo reaccionar ante esa obsesión reprimida por el sexo que les hace
percibir que, por su forma de vestir, actuar o reír, las chicas son no sólo
unos «seres sucios», sino poco menos que unas prostitutas. ¿Es esto
mentira? No. El que no sea políticamente correcto no significa que no sea
una verdad como un templo, con cientos de testimonios que así lo
atestiguan. Estas cosas no pasarán en los barrios altos ni en las
urbanizaciones de buenos chalets, pero les aseguro que ocurre en muchos
lugares, en muchas ciudades y hasta en pueblos. Pasa hasta en un lugar tan
apacible en principio y parece que alejado de esta problemática como es
Guadalajara. Está en las hemerotecas, para quien quiera mirarlas, lo que
sucede en determinados entornos de Alicante, de Logroño, de Granada...
¿Creen que esas jovencitas, sus hermanos, sus novios o sus padres se
sienten entonces cercanos y gratificados por el latiguillo progre de
permisividad, tolerancia y comprensión de otras culturas? ¿Y cuando se le
presenta a una familia en la puerta un tipo y le espeta, casi agresivamente,
que viene a comprar a su hija? Ha pasado, y a quien le ha pasado contestó
con miedo y aún lo tiene, porque el protagonista se mostró muy enfadado
con la negativa. ¿Es cosa que haya de permitirse también por la
«multiculturalidad»?
Son preguntas sin duda para la reflexión de nuestro bienintencionado
protagonista, al que el conflicto apenas roza los cimientos de su torre de
marfil.
Aún más preocupantes son otras realidades. La inmensa mayoría de los
emigrantes viene a trabajar, pero hay una minoría que amparándose en la
permisividad y en el Estado de derecho piensan haber encontrado un
paraíso de la delincuencia donde las infracciones no se pagan, donde la ley
es tan laxa que permite que alguien sea más de cien veces detenido y no
sufra expulsión ni cárcel. Hoy se sabe que gran parte de esta delincuencia
no es espontánea, sino dirigida y explotada por grandes redes
internacionales que incluso cambian a los delincuentes de país cuando
después de incurrir en delito y ser detenidos en varias ocasiones se avecina
la hora del juicio. Así disponen de otro país, de otro plazo de tiempo para
delinquir impunemente. A veces, eso sí, con instrucciones muy precisas.
Por ejemplo, no robar más de 50.000 pesetas cada vez. Varios golpes pero
nunca por encima de ese tope, que significa una falta menor.
El progre pone el grito en el cielo ante las nuevas leyes que pretenden
aplicar la expulsión a quienes cometan esas faltas repetidas o esos pequeños
delitos. ¿Qué hacer entonces? ¿Seguir como hasta ahora, con el ya clásico
juego de las mafias, a la espera de una lentísima maquinaria judicial que les
permite quedarse en España mucho tiempo? Las cifras son terribles y
tozudas. Los pequeños delitos llevan en un alto porcentaje el sello de las
gentes de la emigración ilegal, personas llegadas ex profeso para delinquir
al cobijo de las bandas internacionales o, en algunos casos, los menos
contra lo que pudiera pensarse, caídas en la marginalidad y que acaban por
integrarse en sus redes.
Sin duda las bandas y las mafias son el peor de los problemas del ya de
por sí peliagudo asunto. Esas personas no es que caigan en la delincuencia
obligadas por la situación de indigencia, sino que vienen con la clara
intención de ejercerla. La violencia con la que se emplean estas bandas
criminales, muchas de ellas originarias de traumatizados países
iberoamericanos como Colombia, o procedentes del hervidero de la Europa
del Este, ha aumentado de forma estremecedora no sólo el número de
atracos violentos, sino los asesinatos y los homicidios. La población en su
conjunto sufre por ello una fuerte tensión que se traslada incluso a las
fuerzas policiales, que no están habituadas a esa respuesta
descontroladamente homicida. El caso de aquel inspector que al ir a detener
a un delincuente fue disparado a bocajarro estremeció a Madrid. El policía
no esperaba aquella reacción, inusual en un delincuente habitual. No estaba
previsto tal gratuito desbordarse de la violencia.
El buen progre siente cómo cada una de estas noticias se le clava en el
corazón. Apoyar el grito de los emigrantes pidiendo regularización y trabajo
está muy bien. Mucho mejor estaría el investigar a los empresarios
absolutamente desaprensivos que se están forrando con los ilegales a los
que explotan miserablemente. Que ésa es otra: menudos pájaros andan
sueltos por campos y tajos, no pocos de ellos incluso emigrantes no hace
mucho, y ahora convertidos en la peor calaña empresarial. Defender al
emigrante como persona es una obligación, pero ¿no sería mucho mejor que
irse de manifestación delante de los poderes públicos españoles o encerrarse
cuando llegan las cumbres internacionales, propiciar una gigantesca
protesta ante el palacio de Mohamed VI en Rabat, o de Toledo en Lima, o
de cualquier otro presidente de esos países que llevan a la desesperación a
sus habitantes y les obligan a salir de su tierra? Si se hacen manifestaciones
antiglobalización por las grandes capitales del mundo, ¿por qué no hacerlas
ante los gobiernos del Tercer Mundo que con su corrupción, insensatez o
dureza tienen a su pueblos en la miseria? ¿Qué contesta a ello el progre?
Sin duda, que la máxima culpa la tienen los poderosos. Y es cierto, pero los
que ejercen corruptamente el poder en los países pobres son aún más
culpables.
¿Qué se puede contestar cuando un ministro saca las escalofriantes
cifras de la delincuencia de origen emigrante, además de gritar que es
xenófobo ponerlas en relación? El problema es que tal relación existe. Y lo
que suscita una apasionada defensa de los derechos de los emigrantes en la
cena con los amigos suscita otra mucho más enconada en la reunión de
familias obreras. En la primera, la palabra «derecho» será el talismán; en la
otra, la seguridad será el deseo más ferviente. Hay razones en los dos. Los
españoles también tienen sus derechos. Y todos tienen deberes y están bajo
la ley. Pero claro, cualquiera convence a un progre de que es lo mismo ser
un chorizo autóctono que foráneo. Sólo plantearlo supone el anatema.
En realidad, y como reflexión final, quizá todo esto tenga algo que ver
con el momento mágico, e ingenuo en buena medida, en que se redactó
nuestra constitución. Muy progre, por cierto, porque en aquellos años todos
querían ser progres o al menos parecerlo, incluso los de la UCD, pobrecitos.
Ser de derechas es lo que negaba ser todo el mundo, menos Fraga, y así le
fue por entonces. Las leyes se hicieron bajo el común denominador de una
idea básica: «To’ er mundo es güeno», y el que es malo, es porque la culpa
la tiene la sociedad. La sociedad era la culpable y al delincuente había que
salvarlo. Las cárceles no estaban para castigar, sino para reinsertar.
La idea es muy bonita, desde luego, y muchos siguen creyendo a pie
juntillas en ella. Pero las exageraciones suelen dar lugar a monstruos. El
que el péndulo se vaya al extremo de la permisividad y de la ceguera al
seguir estas teorías es tan nefasto como plantear la maldad intrínseca, la
imposibilidad de regeneración de un delincuente y la justicia como un ojo
por ojo vengativo. En los equilibrios suele estar lo más razonable. Ese que
es el menos común de los sentidos, el sentido común, debería inspirar leyes
y acciones judiciales. Sin embargo, hoy por hoy más bien las contradice.
El progre hispánico se ha quedado más cerca del péndulo en su viaje
hacia esa Arcadia feliz. Por ello, y sobre el axioma de que la culpa siempre
está en las circunstancias, «en la sociedad», se establecieron en sus tiempos
y se siguen manteniendo en muchos casos unas leyes tan permisivas que
han acabado por demostrar su memez. Son normas que sólo amparan a los
delincuentes, mientras dejan indefensos a los ciudadanos que las cumplen.
O sea, un despropósito se mire con la teoría jurídica que se quiera mirar.
En los últimos tiempos, saltadas todas las alarmas, los políticos se han
tomado el asunto más en serio, aunque como siempre la oposición (política
y judicial) ha puesto el grito en el cielo porque piensa que tales cambios
pueden afectar a su hermosa doctrina. Les puede salir en este caso el tiro
por la culata, como le salió a Jospin.
Claro que en España la reflexión ha tenido una vez más mayor mesura
debido al monstruo etarra con el que nos enfrentamos. La endeblez de las
penas que se imponían y a la aún mayor facilidad para salir de la cárcel, sin
arrepentimiento alguno y al poco tiempo de cometer horrendos asesinatos,
llevó el escándalo a la sociedad española. Finalmente se puso coto, y
aunque se levantaron ciertas voces señalando la irrenunciable «reinserción»,
fueron no demasiado vibrantes y entendieron que ésta podría darse, pero
cuando de verdad lo fuera en la sociedad y en paz, y no de nuevo en los
comandos y pegando tiros.
La sociedad española, pues, tiende a bascular en dirección contraria al
pendulazo sufrido. Conociéndonos no sería nada extraño que estuviéramos
pasado mañana en el otro extremo del balanceo. Desde luego, un poco
vacunados de ingenuidades sí que hemos quedado del viaje hacia el otro
lado.
VI
El pasmo de la chilaba
Los niños de estas últimas generaciones, es vox muy populi, han salido un
poco coñazo. No hay quien haga carrera de ellos, no tienen bastante con
nada, las pían por todo, se niegan a asumir un deber pero se saben al dedillo
todos sus derechos y los exigen, y tiranizan a sus mayores de manera atroz
y continuada. Tanto, que algunos no se van de casa ni a tiros, y se dan casos
tan tremendos como los de algunos padres pidiendo amparo contra los
parásitos y otros al borde del suicidio. Como ese bombero, que el hombre,
después de pagar la carrera a esos gañafotes que ya andan por la treintena,
se encuentra con que éstos le reclaman judicialmente el pago de master y
estudios complementarios. Menos trabajar e independizarse, lo que sea.
Dice la citada vox populi que la culpa es más que de nadie de los
progres (que se las llevan muchas veces y algunas con razón), pero la
verdad es que el mal es endémico y afecta a todas las especies sociológicas
por igual. Según parece por sesudos análisis, la generación predemócratica
vivió en lo económico sin caprichos, su regalo de reyes era un carrito y una
cuerda, con una represión familiar de aquí no te menees, con el horario
como espada, el ordeno y mando patriarcal como norma y en la escuela las
glorias imperiales como enseñanza y la letra con sangre entra como método.
Pues bien, la reacción lógica ante todo ello fue dar el pendulazo justo hacia
el otro lado y dar a los retoños de la generación siguiente todos los regalos
que en el mundo han sido, hasta hacerles perder la ilusión, de manera tan
gratuita que jamás lo entendieran como recompensa a algo bueno que
habían hecho. Después vino lo de casa. En vez de ser padres y madres se
optó por ser amigos, y tan permisivos que más parecían el compinche que
perdonaba las correrías que el encargado de señalar escalas de valores entre
lo bueno y lo malo. Por supuesto, los horarios pasaron a mejor vida, y los
muchachos se convirtieron en derechohabientes sin sombra alguna de
obligaciones. «Tanto me das que más me merezco» ha sido la norma de
conducta de los tiranos que, como es lógico, ante tales privilegios
conseguidos no se van de casa ni con agua caliente, y cuando se les
interpela sobre el asunto contestan con subterfugios tales como que no
tienen capacidad económica para independizarse. Lo que quieren decir es
que tienen hotel y pensión completa absolutamente gratis y que es un chollo
vivir de tal guisa. Mucho mejor que buscarse la vida por su cuenta, como
hicieron sus antecesores, a los que sin duda nadie les puso apartamento,
coche y garaje cuando decidieron salir del hogar paterno.
Lo anterior ha llegado a la escuela y el instituto, y allí es donde se ha
convertido el asunto en drama público. Los maestros y profesores viven
indefensos y atemorizados ante un alumnado que campa a sus anchas,
protegido por padres que pretenden delegar totalmente la educación de sus
hijos en un profesorado al que dejan sin autoridad alguna y al que son
capaces de amargar la existencia si intentan imponerla. Conclusión: un
tercio de los enseñantes españoles padecen fuertes depresiones. O sea, el
miedo sigue en las escuelas, lo que pasa es que ha cambiado de lugar. Antes
estaba en la clase y ahora está tras la mesa del maestro. No hay exageración
en hablar de violencia en nuestras aulas, aunque esto ponga a los progres de
los nervios, ni de profesores aterrados y agredidos en muchos casos. Atados
de pies y manos (esperemos que la nueva reforma al menos permita que al
suspender deban repetir curso) y sometidos a la dictadura doble de hijos
consentidos y padres permisivos, bastante hacen con sobrevivir de alguna
clase y de algunos alumnos.
El niño del progre no es una excepción, y en no pocas ocasiones puede
ser la caricatura de lo anteriormente expuesto. Porque esa tentación o esa
serie de tentaciones educativas a las que nos hemos referido se han dado
con mayor énfasis en esa tribu. La conclusión y los resultados han sido
desastrosos, y en no pocas ocasiones tan dolorosos y destructivos que
prefiero que se lo imaginen, porque éste es un libro concebido para intentar
hacer reír, y algunas de las cosas que han sucedido han sido para llorar.
El progre milenario ha querido educar con el discurso y la amistad, y
por olvidarse y renunciar al castigo y a la imposición ha acabado por hacer
dejación de su autoridad, con lo que su hijo ha quedado huérfano de tan
necesaria referencia. La situación aún se ha agravado más cuando la
permisividad le ha llevado a no captar la necesaria escala de valores, que
cada derecho va acompañado de su correspondiente deber, que la libertad
propia la limita la libertad ajena, y que los bienes a los que se tiene acceso
no son cosas que llegan sin más a la mano, a la boca y al disfrute, sino que
hay que trabajar para conseguirlos, que son fruto del esfuerzo y que incluso
los regalos han de entenderse como recompensas a ese esfuerzo.
Así que los niños de los progres han salido muy libres, muy conscientes
del último derecho y muy dados a la reivindicación, pero muy poco
sensibles a que también hay una parte de deber y de norma en la vida
familiar y social. Conclusión sistemática es que acaban siendo unos tiranos.
Insisto en que éste es mal general en la sociedad española, donde los
niños se han convertido en una plaga para sus propios padres y no digamos
para el resto de la población. Basta con ir a cualquier restaurante para ver
cómo los pequeños tiranos gritan, rompen, ensucian, pegan al camarero,
tiran los vasos de los otros clientes y se le suben a las barbas a cien adultos
comensales con tan sólo un sonsonete materno o paterno que más que
recriminación es resignado moscardoneo. Y no diga usted algo, porque
entonces la madre o el padre se pondrán contra usted como tigres de
Bengala defendiendo a sus crías. Conclusión: Herodes empieza a
convertirse en una figura histórica cada vez más prestigiada.
Quizá lo que nos ha pasado en el fondo es que hemos confundido
represión y disciplina. Y no son en absoluto la misma cosa. Al igual que
tampoco lo son autoridad y autoritarismo. El pasado ha jugado una mala
pasada, si duda, y así nos va.
XII
Las últimas del feminismo
Una progre de los setenta era progre porque era feminista, claro. O
feminista porque era progre. Venía a ser casi lo mismo. El resto no eran
feministas ni progres. Pero ahora, en este complejo siglo XXI, la cosa está
mucho más complicada. Feminista se ha hecho hasta Isabel Tocino. No hay
nadie que no sea feminista, y si las del PP son feministas, ¿qué pueden
hacer las progres? Duro dilema.
Por los tiempos heroicos la cuestión estaba clara y hasta se notaba en la
ropa. Una feminista debía rechazar tajantemente todo artificio de belleza
corporal. Maquillarse era un delito. La coquetería había de camuflarse,
aunque existir, existió siempre, transitando por cualquier derrotero menos
visible. Una feminista era exactamente lo contrario de una mujer objeto, y
mujer objeto era todo aquel ser que se preocupaba de acicalar su cuerpo, de
cuidar su físico y de esmerarse en su vestimenta.
Ello no significaba que no hubiera una estética. Por supuesto que la
había. En mucho se parecía a la hippie, aunque aquí sólo una parte adoptó
los rasgos externos más floreados. La progre española, más politizada y
enfrentada a la dictadura, buscó una estética más seria, menos vaporosa. El
vaquero y el jersey de cuello alto fueron casi un uniforme. En cuanto a
adornos corporales, eran muy escasos, y lo auténtico era no llevarlos.
Tampoco pendientes, que eran todo un símbolo, y menos los de perlita. En
todo caso unos zarcillos, algún colgante con un símbolo de la paz al cuello,
o también los muy prestigiados collares de semillas. Natural, indígena y
sencillo.
Las pijas aprovecharon, claro está, para disfrutar de las minifaldas (no
muy bien vistas por las progres), maquillarse a sus anchas, ir de ceñidas a
los guateques y empezar a ligar a mansalva, aunque eso sí, hasta un punto,
al menos en apariencia. Porque las progres sí empezaron a saltarse
alegremente cierto límite clásico: el de la cama. Digo «en apariencia»
porque supuestamente las pijas se paraban en el «filete» y las progres daban
el salto. No era tan así, pero lo parecía. En realidad la diferencia estribaba
mayormente en que las progres proclamaban su sexualidad, la reivindicaban
como parte de su libertad, mientras las pijas lo ocultaban.
Lo cierto es que el feminismo de aquellos primeros ardores juveniles
tuvo mucho que ver, por no decir casi todo, con la revolución sexual, con la
liberación del sexo que había sido y seguía siendo una de las obsesiones del
régimen, por aquello del nacional-catolicismo. Era para el franquismo una
obsesión similar a la que había pillado con la conspiración judeo-masónica.
Hoy sonará a broma, pero por aquel entonces te ponían multa si besabas a
una chica en un parque. «No me beses con descaro, que nos multa el
Romojaro», decía la copla de Valladolid en homenaje a su pudibundo
gobernador civil, el Excmo. Sr. Romo Jaro. Las españolas pasaban por ser
las más estrechas de Europa, mientras las extranjeras tenían un marchamo
de pecado que las hacía irresistibles. Ahora, treinta años después, un amigo
mío dice que. las españolas son las «suecas de Europa». Él sabrá.
La represión era sin duda terrible para aquella juventud a la que la
habían angustiado con el miedo a la sexualidad. Lo que te decían que te
podía pasar por masturbarte era de película de terror: como mínimo se te
podía reblandecer el paladar y licuársete la sesera. Estaba muy perseguido,
sobre todo en lo que se refiere a las mujeres, que habían de preservar su
honor, pero también en todas las demás esferas de la vida, tanto en el hogar,
como en el colegio o la vida social. Pobre de la que se saliera de la linde. Se
convertía en una apestada. Y estábamos en los setenta.
Por eso aquella rebelión fue como quitarle el tapón a una botella de
champagne después de agitarla. A tientas, a tropezones, dando tumbos, pero
muy hermosa, ingenua e ilusionadamente se avanzó y se amó. Las
feministas progres no se pondrían afeites ni colonias, ni fueron mujeres
objetos, pero se lo pasaron divinamente e hicieron algo mucho más
importante de lo que podría imaginarse. Y por su senda fueron todas. Poco
a poco fue tan evidente la cuestión que hasta las pijas ya no podían alardear
de no ser feministas y se unieron a sus rivales. Al menos en lo que al sexo
se refiere.
Porque claro, las progres andaban también en otras cosas, y la liberación
de la mujer no sólo era «A follar, que el mundo se va a acabar». Era
también igualdad de derechos, compromiso político e igualdad con los
compañeros. Toda una revuelta fácil sobre el papel, pero que costó un
trauma general. Los hombres tenían y aún mantienen ciertos privilegios, y
por muy progres que fueran, no dejaban de tener su punto de machistas,
como todos, así que no era cuestión de entregar esos privilegios sin
resistencia. Luego estuvo lo de los psicodramas. Fuera de los que iban en
plan comuna o de los que se iban a vivir con la compañera, la cosa era
contárselo todo, la sinceridad absoluta. Y encima —en teoría— estaba
permitido el escarceo con otros. Las tragedias eran espantosas, pero había
que aparentar como que daba igual, por lo que aquello solía acabar como el
rosario de la aurora. La cuestión de la infidelidad y los celos no había ni hay
pensamiento progresista que en la práctica la resuelva.
Fuera de algunos desgarros, el avance del feminismo fue imparable. El
pensamiento fue hegemónico y se impuso al conjunto de la sociedad como
algo fuera de toda discusión. Sólo el mayor reaccionario del mundo se
atrevería a expresar en público su oposición al feminismo, si bien en
privado muchos lo siguen haciendo. «Machista» era una palabra terrible, y
mucho más en uso que hoy en día, lo que no quiere decir en absoluto que el
machismo no siga existiendo.
El feminismo ganó batallas y ganó su particular guerra, pero fue una
victoria ideológica tan completa que a las progres se las empezó a confundir
con sus históricas rivales. El feminismo ya empezaba a confundirlas. Eso se
notó incluso en la ropa, porque las progres comenzaron, ya por los ochenta,
a arreglarse, porque ya no estaba tan mal visto. Primero fue el maquillaje,
luego las faldas. Con todo, el uniforme más característico era el pantalón de
pana con zuecos (no había progre que no tuviera unos zuecos), amén de la
famosa falda larga al estilo indio, pero había diferencias. Por ejemplo, una
progre no podía aún llevar una falda ceñida de cuero o un collar de perlas.
Por los noventa se dio otro paso. Las piernas ya se enseñaron sin recato. La
minifalda y la media negra fueron ley y señal. Una progre con zapato de
tacón estratosférico no estaba muy bien vista, pero el medio tacón ya era
algo admitido. Lo que jamás, eso sí que jamás, iba a ponerse una progre
eran las mechas. Fue por aquel entonces cuando la población femenina se
volvió de repente rubia y a mechas, en un 80 por cien o así.
Aparte del vestuario hubo otros temas de interés. El divorcio, por
ejemplo. Aunque las muy fachas y las mujeres de Alianza Popular estaban
en contra, el tema no produjo demasiados sarpullidos. Los que con
discursos proclamaron su acérrima y contraria postura fueron en muchos
casos los primeros en aplicarse la medida. La polémica se mantuvo y fue
más intensa hasta el día que se aplicó. Luego avanzaron todos por la misma
senda, y el debate desapareció como por ensalmo. Hoy nadie se acuerda del
disenso o del consenso.
Lo que si abrió una nueva sima entre las mujeres fue la cuestión del
aborto, y hoy la sigue abriendo. Las progres lo reivindicaron como un
derecho, y añadieron que eran ellas quienes debían tomar la decisión, por
supuesto nada grata. Se aprobó la ley, hoy en vigor, con sus tres condiciones
o supuestos, por la que está permitido el aborto en España. La batalla
continúa, porque el cuarto supuesto, que liberalizaría más el aborto, cosa
que reclama la izquierda, jamás ha logrado pasar el trámite parlamentario.
El PSOE cuando pudo no quiso y cuando quiso no pudo. Lo cierto es que,
aunque hoy puedan seguir dándose casos, aquel viejo trasiego a Londres ha
ido en buena medida desapareciendo. Un trasiego que, sin distinción de
ideologías, afectó a muchas españolas Hoy el embarazo no deseado sigue
siendo uno de los más graves problemas.
La lucha feminista siguió adelante. Poco a poco fueron apareciendo
mujeres en los puestos de responsabilidad pública, avanzando posiciones.
Lo siguen haciendo, y aunque les queda camino hasta la igualdad en todos
los sentidos, no es pequeño tema la vieja reivindicación de «igual trabajo,
igual salario». Parece que a medio plazo esa batalla la tienen ganada. Lo
mismo que la de su presencia en la política. Aquí sí que hubo toda una
auténtica puesta en escena, una competición para ver cuál era el partido más
de la mujer que imaginarse pueda. La razón es que representan el 52 por
ciento del electorado, por lo que llevar mujeres en las listas era una cuestión
prioritaria.
La disputa fue sonora. Las de un partido decían que a las del otro las
ponían de florero y viceversa. Luego se montó la historia de las cuotas. Un
25 por ciento fue la consigna del PSOE. IU fue aún más lejos y se marcó la
paridad como objetivo. El PP, sin decretos, también fue exhibiendo todo lo
que pudo a féminas de fuste. Por último, a Bono, y esto es de ayer mismo,
se le ha ocurrido lo de las «listas cremallera»: hombre-mujer o mujer-
hombre de principio a final, para asegurar la igualdad. Encima don José
intenta que esta medida sea obligatoria para todos los partidos, o sea, a la
fuerza. Parece que otros derechos constitucionales pueden ser conculcados
por esta obligatoriedad y la cosa anda más bien parada.
Lo cierto es que las reivindicaciones feministas más trascendentales se
fueron admitiendo (aunque fuera de boquilla y aún quede un gran trecho del
dicho al hecho) y el feminismo fue diluyéndose al tiempo que, con astucia,
iba resurgiendo un enemigo que parecía haber quedado extinguido. Un
enemigo que, sin embargo, seguía siendo pujante y era además el que
verdaderamente mandaba. Las mujeres objeto, que dirían las feministas de
los setenta, se hicieron los auténticos referentes para la mayoría. Las
revistas del corazón alcanzaron su máximo esplendor y personajes como
Isabel Preysler se elevaron a la condición de espejos sociales. Mucho
feminismo, pero al final todas enganchadas al ¡Hola! y al personal que más
lejos está de los conceptos feministas. La lista de las más elegantes, de las
más guapas de la boda o de las que mejor se pasan las vacaciones con el
marido potentado es lo que mola. Y lo peor estaba por llegar.
Al fin y al cabo, las revistas serias del corazón, como ¡Hola!, Semana y
Lecturas tenían un nivel. Lo que vino después fue peor. Empezaron los
programas de cotilleo, los magazines teñidos de rosa y casquería, plagados
de cotorras y cotillas, y todo ello fue elevado a la categoría máxima de la
comunicación audiovisual. En ello estamos. Las mayores consumidoras de
tales productos son las mujeres, programas en los que los personajes de
referencia lo son por casarse con un rico o tirarse a un torero, jamás por su
valía, por su profesión o por su talla intelectual. O sea, que mientras las
feministas, en apariencia, han vencido, en realidad las pijas se han quedado
con la cáscara y el discurso que les ha interesado y han impuesto a la larga
sus contenidos. Algunas aseguran que lo que estamos viviendo es una
auténtica regresión en tal sentido.
Me parece que habrán de inventar algún discurso nuevo. Porque desde
luego lo de Cristina Almeida ya está demasiado oído y suena no sólo a
viejo, que lo es, sino a cierta verborrea que ya no convence ni a las suyas.
Desde luego, algo tendrán que hacer las feministas, y no sólo por ellas, sino
por la higiene mental de millones de mujeres, esas «marujas» a las que se
adula diciendo que no lo son, pero se las trata y exprime como a tales. Y la
innovación que venga no habrá de ser por el lado sexual, porque ése ya está
tan pasado de rosca que una progre de los años setenta sería hoy, si fuera a
alguno de esos programas basura, casi una puritana candidata a monja de
clausura.
En estos balbuceos de los 2000, algunas cosas parecen ganadas y puede
que no lo estén, aunque haya varias ministras y presidentas del Congreso.
Es algo soterrado, pero que no camina precisamente por la senda más
positiva. Hablo del asunto más terrible, ese en el que sí que no hay
distinción a la hora de ser valorado por las mujeres: el de los malos tratos,
ese terrorismo doméstico que cuesta muchas decenas de vidas al año, vidas
de mujeres asesinadas por su compañeros o ex compañeros sentimentales.
Un asunto dramático y urgente, quizá en el que hoy esté más empeñado el
género femenino. Y también debería estarlo el masculino, si no se nos
quiere caer la cara de vergüenza.
Sin embargo, éste es un libro amable y no quiero acabar el capítulo sin
intentar arrancar otra sonrisa. ¿Ahora, en los 2000, han confluido tanto los
caminos que ya progres y pijas son lo mismo en hábito, sandalia y abalorio?
Pues, hombre, confluencia sí que ha habido. Hoy la progre se cuida tanto o
más que la otra, se cincela, revoca y adereza todo lo que puede. Pero sigue
habiendo diferencias. Lo esencial de la progre es que lo que haga por su
belleza no debe notarse mucho, o que sólo los ilustrados lo perciban. A la
otra lo que le gusta es que se vea la marca en la ropa, el bronce en la piel, el
oro en el cuello y el diamante en las orejas.
La progre, por el contrario, ha logrado una estética que puede ser tan
cara o más que la otra, pero que gusta de ocultar. Así llevará un vestido
carísimo «de esos tan sencillos», de élite pero sin marca, del que sólo los
iniciados conocen la firma. Tampoco llevará una profusión de adornos, nada
de emperifolles ni recargos, pero sí, como un detalle, como un suspiro o un
relámpago, un adorno originalísimo, que por supuesto cuesta un pastón, al
cuello. Eso es lo que se llama «minimalismo», y por ahí van los tiros. Las
de Barcelona son la vanguardia del asunto. O eso me dicen, que uno la
verdad en esto habla de oídas, y éste es el capítulo por el que peor navego y
para el que he tenido que hacer más de tres consultas. En este caso a ellas.
Si me han engañado, como siempre, y me lo he tragado, no es mi culpa.
Por cierto, pregunté si en esto de las diferencias entraba la silicona, y
me dijeron que «algo», pero que también se está abriendo aquí la manga.
Éste sería el resumen de varias de estas conversaciones. «Ahora se es más
tolerante en todo. En los setenta es que para ser progre había que estar
sometida a leyes casi férreamente bíblicas. Ahora se es más permisiva con
una misma y con las demás. Pero hay matices. Yo creo que sí, que las
progres nos ponemos menos morros y nos hinchamos menos las tetas, pero
lo de arreglarse la cara con hilos de oro o quitarse cartucheras y otras grasas
quizá eso lo hagamos lo mismo que las otras.» Lo dicho: en la progre,
mejor que no se note.
XIII
Ponga un gay en su lista
Si hay un territorio en el que hay que andarse con un tremendo cuidado con
el lenguaje para no salirse de lo progresista y lo políticamente correcto es el
de la homosexualidad. Un descuido, y uno está perdido para siempre, será
un homófobo y, ¿cómo no?, un facha. Lo primero es el propio término. Si
se trata de mujeres, lesbiana es el apropiado, y ningún otro que les pueda
venir a la cabeza debe aflorar a la lengua. En el caso de los hombres hay
que tener aún más precaución, si cabe. Porque aquí se ha rizado de tal
manera el rizo y los bucles que ni siquiera el correcto «homosexual» es el
indicado. Lo progre es el término gay, que es inglés y significa «alegre»,
que digo yo que también los habrá tristones, pero que suena como más fino.
Además le evitará muchos problemas, aunque sea un atentado contra la
lengua española. Pero es que el asunto tiene mucho calado. Los
homosexuales se han convertido en uno de los grupos más influyentes de
España, y tenerlos contentos es tarea primordial de los partidos políticos.
Tanto, que uno de los requisitos de una lista electoral progresista que se
precie consiste en llevar como gallardete un gay. No sólo como reclamo de
votos, sino como insignia de progresía. Si antes la cosa era poner mujeres,
ahora que eso ya ha pasado a la historia y a la normalidad, lo que hay que
poner es un gay, o no eres nadie.
En Madrid no sólo sucedió esto en las municipales, sino que el
candidato de los Verdes, ese ejemplo de progre milenario llamado José
María Mendiluce, pensó que su campaña estaba alicaída y como remedio
decidió «salir del armario». O sea, que fue portada en la revista Zero, que es
la manera de salir del armario de los que quieren dar el aldabonazo y ayudar
a la causa, como hicieron el cura Mantero, un oficial de las fuerzas armadas
y un guardia civil que pidió poder llevar a su novio a vivir con él al cuartel.
La Benemérita, en un rápido reflejo, consideró que esa «pareja» también
tenía cabida en sus casas-cuartel.
La jugada a Mendiluce le habría salido al menos regular si no hubiera
sido porque de inmediato el PSOE, y la Trini con su chupa, contraatacaron
y ficharon al jefe de los gays a escala nacional y madrileña, Pedro Zerolo, el
verdadero cerebro del movimiento y quien como nadie ha sabido orquestar
esas salidas del armario que han sacudido a la sociedad española. Ahora
dicen que va en busca de un futbolista, después del cura, el militar y el
guardia civil, porque la verdad es que Quique Sarasola, jinete hípico, no ha
valido para dar el aldabonazo en el mundo del deporte. Todo se andará.
Pero volvamos a la cuestión de las listas electorales y esta manía de las
cuotas. Uno pensaba que lo lógico era elegir a las personas por su
capacidad, por su idoneidad para representar a los ciudadanos y para ocupar
los puestos para los que sean elegidos. Y ello es lo que debería mirarse, su
valía y no su sexo, ni su comportamiento sexual, ni su raza, religión,
condición y no sé qué pertenencia a tal o cual gremio. Porque al paso que
vamos, y si todo va por cuotas, esto va a ser una vuelta a los gremios, y
cualquier día unos que no sean progres podrán exigir, con el mismo derecho
que los que exigen cuota gay, un lugar para los «heterosexuales machotes»,
por ejemplo. En suma, que parece que lo que menos importe en las listas es
si los candidatos valen para el cargo.
Volviendo al asunto homosexual, hay algo que no ha sido percibido aún
de manera precisa por la sociedad y que, sin embargo, está en el origen y en
los esfuerzos de muchos de los movimientos conscientes o inconscientes
del colectivo. El fondo del asunto es la pretensión de que ser homosexual es
mucho más que una diferente manera de entender la sexualidad. Supone en
el mundo progre, o al menos pretenden los gays, que la homosexualidad
represente por sí misma un valor añadido, una pátina de progresía, blasón
de sensibilidad y certificado de cualidades. Y no es así, puesto que en ese
colectivo habrá, como en todo, todo tipo de uvas y de racimos, como en
cualquier viña del Señor. Pretender que por el hecho de una diferenciación
sexual se tiene marchamo de muchas otras cosas es lo mismo que se hacía
antes contra ellos, pero al revés.
Aún hay otra cuestión más importante y quizá más grave. Es la que está
haciendo que se empiecen a oír, incluso entre el mundo más progresista,
voces críticas. Es el hecho del grupo de presión, el toque de gueto pero al
mismo tiempo de «apoyo mutuo y solidario» que de entrada supone una
discriminación contra los que no pertenecen al colectivo. Esto lleva a
utilizar muy poco democráticos usos y hábitos a la hora de funcionar
socialmente. Y junto a ello aparece un fundamentalismo creciente que
empieza a producir reacciones contrarias y que incluso hasta muy
reconocidos homosexuales, pero que no utilizan en absoluto su condición
como bandera de nada, sino como una elección libre en un terreno privado
(que es quizá lo que debiera ser y no lo que está siendo cada vez más),
expresen su preocupación por el asunto. En suma, se da el fenómeno de
considerar que todo aquello que sea una propuesta de los gays representa,
por el hecho de serlo, algo bueno, que debe aceptarse sin más y que es
progresista per se. Sin discusión y sin opiniones en contra. ¿Por qué son
difíciles las opiniones en contra? Pues porque inmediatamente al que se
atreva a expresarlas le va a caer encima el sambenito de ser un carca, un
homófobo, un machista repugnante y, por supuesto, un facha. Y eso no es
en absoluto aceptable. Aunque no sea lo políticamente correcto y decirlo
suponga perder dos o tres puntos de progre. Así que cuando, por ejemplo,
se produce un debate sobre la adopción de niños por parejas homosexuales,
no son pocos los que prefieren callarse a dar la opinión que en verdad
tienen y que no se atreven a expresar con libertad y claridad, no sea que
vaya a caerles encima todo el colectivo gay con su consabido cargamento
de anatemas.
XIV
El secuestro de la izquierda
Llegaron de todas partes, siguiendo el camino señalado por la vía láctea del
compromiso y la llamada de su palabra mágica y mítica: solidaridad.
Fueron como los peregrinos medievales, pero no se detuvieron en Santiago,
sino que aún caminaron más allá hacia el Finisterre, el fin de la tierra, hacia
el lugar donde iban a construir su nuevo santuario, en la Costa da Morte.
Allí no se había aparecido ningún apóstol en ningún caballo blanco, sino un
barco cargado de petróleo negro que iba a convertirse en el santo y seña que
una generación de progres necesita para nacer, para ser bautizada y ungida
con el óleo de los elegidos.
Hacía tiempo, edades, que no surgía en la sociedad española un
momento como éste. Una situación tan especial y determinante que iba a
marcar, que ha marcado ya un futuro, que ha alumbrado una nueva
generación de progres, como aquella que un día alumbró el final de los
sesenta. Si aquellos tuvieron su mítica máxima en el Mayo del 68 y en
correr delante de los grises gritando contra Franco, éstos la tienen en haber
limpiado chapapote con sus manos y haber gritado «Nunca máis» contra
Fraga y contra Aznar. Si no es posible en la práctica ser un progre milenario
sin haber cumplido aquellos requisitos antifranquistas y parisinos, aunque
sean inventados, a partir de hoy el carné de identidad progre que va a
exigirse a las generaciones venideras es haber estado en el chapapote.
Quien haya cumplido ya tiene el cielo progresista ganado, y si además pasó
la Navidad en la lonja de Muxía y la Nochevieja con Mercedes Milá, eso
será la máxima medalla que pueda lucirse.en el futuro, junto a unos guantes
embadurnados y a un mono blanco alquitranado. El colmo, pero tampoco
hay que exigir proezas, es haber tenido además amores con una mariscadora
o con un percebeiro, que los hubo, y por supuesto también entre
compañeiros, que en estas cosas solidarias cunde mucho el amor. Incluso
los ha habido, y esos ya son matrículas de honor, que se han quedado a vivir
allí, aunque hasta el momento ninguno ha llegado al nivel del pobre alemán
ermitaño, que vivía casi en cueros y que murió en los días posteriores a la
catástrofe (un poco de viejo, un poco de enfermo y un mucho de tristeza) en
su casa-museo. Tampoco hay que llegar a tal extremo. Ya digo, con haber
bajado hasta una cala y haber sacado del mar un par de kilos de fuel, es más
que suficiente. Luego, por supuesto, no han podido faltar unos buenos
gritos contra la Xunta, las autoridades varias, la falta de medios y el
Gobierno de Aznar. Un progre sin manifestación es como el pan sin sal. Y
una manifestación progre tiene además los aditamentos necesarios para ser
reconocida. A saber: algunas personas disfrazadas de los políticos a
vituperar, gran acompañamiento de instrumentos musicales y danzas varias,
cierto jolgorio y mucha tendencia al pareado. Por ejemplo, «Aznar,
devuélvenos el mar» o «El del bigote, que limpie chapapote». Dice el
columnista Raúl del Pozo, de la especie «rojo de pueblo» y muy fustigado
por los santones progres, que algunos han abandonado las manifestaciones
precisamente por no poder soportar los pareados.
Pero es claro que estaba haciendo falta un Prestige, una calamidad así
de gorda para que el progre español aún neonato pudiera encontrarse con su
destino. Hacía falta tal catástrofe para que diera medida de su ímpetu, de su
esfuerzo, de su capacidad de movilización, de su influencia social, de su
capacidad de hacerse oír y de conmocionar a toda España. Lo han hecho, y
lo han hecho bien. Tan bien que han sido aplaudidos, admirados,
requebrados y consentidos. Como siempre han ido en su inmensa mayoría
cargados de buena voluntad, de ilusión, de afanes justicieros y con la verdad
propia convertida en única verdad revelada. Luego se han puesto de
inmediato a hacer el progre, a hacer esas cosas que tanto gustan a los
progres, como traerse la carta de dos niños, que estaba más que claro que
habían sido escritas por sus padres (claramente progres por los nombres de
los niños), que iba dirigida a los Reyes Magos pero también al Congreso de
los Diputados. Los dos emisarios se podían haber venido tranquilamente
hasta Madrid en tren o en autobús, pero no: se vinieron en bici pasando mil
calamidades para luego decir lo maja que era la gente que les había ayudado
por el camino y las fatigas que habían pasado en solidaridad con lo canutas
que las estaban pasando los gallegos. Como si hacer sufrir el músculo por
los puertos de montaña fuera a ayudar en nada a los que trabajan en los
puertos de mar. Pero bueno, eran dos progres talluditos, cercanos a los
cuarenta, y se lo pasaron en grande contándolo en la contraportada de El
País, que es donde estas cosas progres adquieren rango y dan pátina.
La Costa da Morte ha sido el lugar sagrado de la romería. Camota y
Muxía los santuarios más sagrados de la nueva fe. Los marineros, los
percebeiros, las mariscadoras y las pescadeiras, las nuevas gentes humildes
del evangelio, el sacrosanto pueblo al que hay que ayudar y en el que están
depositadas todas las virtudes de la humanidad. El mar ennegrecido por el
fuel ha sido su Tiberiades y su Jordán, y el chapapote, el agua del bautismo
y el óleo para ungir a los elegidos. Todo, por supuesto, ha sido debidamente
difundido por los ángeles y arcángeles trompeteros de los medios de
comunicación que imparten las coronas de lo progresista: El País, como
siempre en su justo sitio, y Tele 5, emisora desatada que quiso llevar a tan
excelso grado la ceremonia de traspaso de antorcha de la generación progre
milenaria —representada por su Mercedes Milá— a los nuevos
catecúmenos, que se les vino abajo el tinglado y se les constiparon las
sirenas.
Esta hecatombe ha dado la confirmación a la nueva y espléndida
camada progre, y ha sido un elemento de recambio y encuentro
generacional. Sólo había que ver las manifestaciones de «Nunca Máis» para
caer en la cuenta. En los bares de los progres milenarios de Santiago, Vigo
o La Coruña se daban cita alborozados ellos y ellas, con sus cincuenta años
a cuestas, con atuendos lo más juveniles posibles, sonrientes y jubilosos,
recordando viejos tiempos y alborozándose al contemplar cómo ingentes
masas de sus jóvenes retoños acudían a la ancestral pero ahora rediviva
llamada y, todos juntos, comenzaban a caminar festivamente entonando el
viejo canto ahora reverdecido.
El abrazo generacional se ha dado sobre todo en las manifestaciones,
que es, a qué negarlo, donde más ha ¡do el personal. Aunque no puede
negarse que esta comunión ha sido mucho más verdadera en las playas y en
los acantilados, donde, sobre todo los progres milenarios, han ido bastantes
menos. Por fortuna, los que sí fueron a limpiar han sido los mejores, y allí
se han juntado con los que también lo eran. Allí sí se ha forjado la alianza, y
sólo había que ver los bailes de nochevieja para darse cuenta, por las
miradas de los mayores, cómo consideraban que parte de su deber histórico
había sido cumplido al ver bailar a los cachorros y entonar con energía los
viejos cánticos de la tribu: o sea, los pareados.
Y como no podía faltar de ninguna de las maneras, también ha
aparecido un nuevo y magnífico santón al que seguir y de cuyas palabras
beber. En este caso ha sido el escritor gallego Manuel Rivas, que por cierto
escribir escribe como los ángeles y es una de las mejores voces de toda la
narrativa actual. Él ha encarnado todos los valores exigidos por el momento
y la circunstancia. Su voz ha sido la de todos y en él se han concentrado las
máximas esencias y las más punzantes reivindicaciones.
El progre y esta nueva generación no puede ser una excepción, no puede
nacer sin un enemigo a batir, y con el Prestige les han venido no uno sino
dos. Uno autóctono y ya gastado, Manuel Fraga, contra el cual ya combatió
la anterior generación de progres, nada menos que desde los años sesenta y
que se la tiene bien guardada. Es otra muestra del relevo y del pase de la
antorcha de una generación a otra. Pero la pieza mayor es Aznar, que
cumple todos los requisitos para ser el enemigo a batir, bien sea en cuerpo
mortal o en la figura de su sucesor. Eso da igual. Aunque lo cierto es que
cuando Aznar se vaya, los progres van a tener un disgusto, después de
tenerle a este personaje tan bien cogida la caricatura y tan requetebién
estudiados los gestos del guiñol de Canal +, que es Aznar como lo ve un
progre con los matices que Forges introduce día a día. El Prestige y su
romería han permitido hallar al enemigo al que se considera culpable de la
calamidad, y el que además, por ello, es abatible. Si logran la victoria, los
nuevos progres también podrán contar después su batalla como un triunfo,
como tantas veces han tenido que aguantar a sus ancestros.
El progre ha encontrado enemigo. Y enemigo al que ha hecho daño,
infligido heridas y castigo. Le ha dado fuerte, sin duda, y se ha crecido al
ver cómo el rival acusaba los golpes. Pero, ¿a favor de quién se dan esos
golpes? En esto de nuevo vuelve a aparecer el alma disoluta del progre.
Creerá Zapatero que vendrán estas huestes a sus brazos amorosos y
socialistas. Y no será así, aunque alguno caerá, sin duda.
No lo será porque el progre que se precie tiene que ir algo más allá de lo
normalizado, del sistema al fin y al cabo. Ya se la jugaron al PCE y ahora
en un descuido se la jugarán al PSOE. Al progre le va más irse ahora con
banderas nacionalistas y tribales, cargadas de falsos mitos, pero al fin y al
cabo llenas de épica. Así que las nueces se las llevará Beiras y el BNG,
jugando a lo de siempre, al victimismo, y diciendo que los han dejado solos
y poco menos que en la indigencia cuando jamás se ha visto más España
solidaria, ni más se han volcado los españoles en su ayuda y en levantar su
futuro.
El victimismo es la esencia en la que se juntan el progre y el
nacionalista, y por eso en la romería los que más campaban a sus anchas
eran los que portaban las dos identidades, los baturros de la Chunta
Aragonesista, con sus pañuelos contra el Plan Hidrológico, los abertzalitos
que no querían dormir con los «apestados» soldados del Ejército Español
(tan voluntarios como ellos y que fueron al fin y a la postre los que más se
batieron el cobre) o la pequeña camada de ecologistas independentistas de
la isla de Menorca.
Mucho habrá de contarse en el futuro de lo que nació de la
contaminación del chapapote. Resultará que aquella calamidad habrá dado
frutos sanos. Una juventud ha encontrado unas señas de identidad. Se les
puede contemplar con una sonrisa, desde luego. Pero que nadie la juzgue
mal. Hay en ella admiración, y aunque no dejen de aparecer caricaturas, lo
que más sale a la luz es esa imagen diferente, la mejor que ha podido darse,
cuando de lo que se trataba al hablar de esa generación era de botellones y
de borracheras masivas. A la ironía lo que es de ella, pero a la justicia
también lo que le corresponde. Y si es de recibo decir que desde luego en el
Prestige ha sido bautizada una nueva generación progre de España, lo es
también indicar que es preferible que haya tomado allí los óleos a que haya
acabado con una intoxicación de alcohol y pastillas en un after-hours, una
de esas discotecas que abren por la mañana para no parar la juerga
alucinada.
Pero eso sí, muchachos, si no habéis estado por allí, ya podéis iros
inventando algo. O echaros un/a novio/a gallego/a, por lo menos. Ya está
escrito. Verán nuestros ojos cómo este año los nombres que más les ponen
los progres a sus hijos son los más autóctonos, morriñosos y sonoros
nombres gallegos.
XVI
La guerra de resurrección
Al progre, como a todo el mundo, hay gente que le cae mal y gente que le
cae bien. Hemos hablado ya de sus gustos, de sus filias y de sus fobias
personalizadas. Por supuesto, y más que en ningún otro sector, en la política
tienen sus símbolos y sus bestias negras. Lo diferenciador es quizá que por
quien sobreviven es más por los segundos que por los primeros. Porque los
símbolos del progre, sus póster de cabecera, tienen la mala costumbre de
que si no mueren heroicamente acaban por darles severos disgustos, y en
vez de paradigmas de progresismo se convierten en un descuido en espejo
de dictadores. Lo que les mantiene unidos en sus puestos de combate, por lo
tanto, son sus odios comunes. O sea, que son como todo el mundo, para qué
nos vamos a engañar.
Aunque desde luego no lo vean así, es a sus enemigos a quienes más
agradecidos debieran estarles. Hoy en España es bien patente que si a
alguien tienen que agradecer su resurrección y el inaudito auge alcanzado
de nuevo por la tribu es al imperator estadounidense, George W. Bush, en
primer término, y al presidente español Aznar como referencia cercana. El
emperador de los yanquis es el mejor chollo que les podía haber tocado, y la
personalidad de Aznar un auténtico regalo para la providencia progre, que
supongo alguna tendrán.
Nos detendremos luego en ello, pero antes no vendrá mal un repaso
histórico por los personajes que han marcado época y las distintas edades de
nuestro progre milenario. En los años sesenta y setenta la cosa estaba muy
clara: el progre español tenía sus referencias negativas marcadas por el
propio aislamiento de España. El enemigo era interno y el referente positivo
siempre se encontraba fuera. El dictador Franco era el máximo de los
iconos negros. Contra él se vivía mejor, se llegó a decir no mucho después.
Su ministro Fraga fue luego y poco a poco sustituyéndole como objetivo de
invectivas, dardos e inquinas, hasta que a la muerte del Generalísimo se
aupó definitivamente al primer puesto. Manuel Fraga era la representación
de todo aquello que debía ser combatido, la personificación de «lo
contrario». Ana Belén hasta le hizo una canción a su pretendida reforma,
tan alicorta que ni siquiera llegó a levantar el vuelo. «No me vendas
democracia en porciones», cantaba «la sonrisa del PCE». Fraga, además,
daba muchas facilidades con su carácter bronco, su pasado, sus actitudes y
aquel «la calle es mía» de sus tensos días como ministro de Interior, o de
Gobernación, que es como también se llamaba al departamento durante el
gobierno de Arias Navarro.
Fraga pareció pasar, derrotado, a posiciones secundarias, aunque
siempre ha ido reapareciendo, como cuando se hundió UCD y volvió a
emerger como candidato contra Felipe. Ahora, en su vejez y en su Galicia,
ha sido olvidado por quienes tanto le deben a lo largo de su trayectoria. Lo
último es bien conocido: irse a cazar mientras el Prestige convertía las
costas gallegas en una ciénaga de chapapote fuesu gran regalo a la causa en
las Navidades del 2002. Fraga, pues, ha prestado a la causa progre y sigue
prestando servicios imperecederos.
Tras él, y prueba de que España se abría al exterior, los referentes
contrarios comenzaron a ser extranjeros. Hubo suerte en los ochenta: ahí
estaba el gran tándem de la Thatcher y Reagan, que tenían la una y el otro,
actor malo encima, todos los ingredientes para ser tomados como objetivo y
concreción de todo lo malo y reaccionario que en el mundo había. Además
eran duros de pelar, y la una le quebró el espinazo a los sindicatos ingleses
y el otro acabó por dejar hecha unos zorros a la otra gran superpotencia, que
terminó por tirar la toalla, el muro y las estatuas.
Cuando ambos ya pasaron al retiro (la Dama de Hierro a dar
conferencias y Reagan a una clínica con Alzheimer), tenían ya un
magnífico sustituto que se lo había ganado a pulso: el papa Juan Pablo II.
Nunca en los últimos tiempos un líder de la iglesia de Roma lo ha sido tanto
y ha suscitado tanta animadversión en los progres. Sus posturas
conservadoras a ultranza sobre los temas de sexualidad, su negativa al
preservativo en tiempos de SIDA, su protección hacia la Iglesia más
retrograda, el apoyo a los movimientos más integristas y la bendición al
Opus, a cuyo fundador canonizó por la vía rápida en detrimento de los
teólogos más aperturistas, y su manía de levantar ampollas de la Guerra
Civil beatificando a las víctimas católicas de aquella atroz contienda, le
pusieron y le siguen teniendo en el pedestal de los elegidos. Yo creo que
hasta ha sentado mal que él y sus obispos tomaran partido contra la guerra
de Iraq.
En cuanto a las banderas propias, a los personajes admirados y
mitificados, la cuestión no ha estado nunca tan clara. Lo primero es que no
valen los consolidados en el poder ni tampoco los rojos clásicos. Si lo son,
han de tener algo que les aparte de la doctrina oficial de la «Iglesia roja».
Eso pasa, por ejemplo, con los rusos y con el propio Fidel Castro. Es
demasiado comunista. Otra cosa fue y sigue siendo el Che. Él sí tiene todos
los ingredientes del héroe romántico del progre, y desde entonces hasta
ahora no ha surgido figura que le alcance. Su imagen es incombustible, y su
boina y su barba siguen siendo lo más querido y jamás contestado de los
símbolos. Algo del Che han tenido en su cuarto o en su camiseta todos los
progres de España.
Y dirán ustedes: ¿por qué nadie de aquí? Es bien fácil: para la
mitificación es necesaria la lejanía y una cierta nebulosa, como en esas
películas o fotos de ambiente un poco evanescente. Así que un Carrillo, con
o sin peluca, no sólo tenía enemigos en el campo de la derecha, sino que era
difícilmente considerado por los propios como un buen ejemplo y menos
como un mito. El progre como mínimo lo acusaba de estar vendido al
capital y de ser un revisionista de derechas. Además hay que reconocer que
a don Santiago no le da el físico para mito. Hasta los propios de casa,
aquellos eurocomunistas, a quien de verdad veneraban era al italiano Enrico
Berlinguer, que además de ser de fuera (con lo que era difícil verle los
defectos) era mucho más guapo. Anguita fue otro tipo que jamás le cayó
bien a progre alguno que se respetara. Era un tipo antiguo y honrado al que
hubo que tachar de mesías, visionario y desfasado. Que era un rojo, vamos,
y encima de los de antes.
Por los años ochenta el que de verdad concitó todas las esperanzas de
los progres españoles fue Gorbachov. Jamás un dirigente de la URSS y
secretario general del PCUS ha sido tan querido y aclamado como él en
Occidente y, por supuesto, en España. A lo mejor es porque disolvió la
URSS y dinamitó el PCUS. Claro que quienes no lo podían ni ver, después
de lo que hizo, fueron los propios rusos. Cuando se desplomó todo se
presentó a las elecciones, sacó algo así como el 1 por 100 de los votos.
Ahora, olvidado, le pagan cada vez menos por las conferencias.
Había pues que sustituirlo prontamente, y en unos años de penuria
progre como fueron los noventa ni siquiera hubo un comandante que
llevarse a la boca, así que la tribu hubo de conformarse con un
subcomandante: Marcos. Éste, desde luego, sí sabe cultivar la imagen con
su capucha y su pipa. Otras cosas ya no se sabe, pero el toque lo da bien y
en cantidad. Chiapas se convirtió en lugar de peregrinaje, y cuando hizo
aquella marcha zapatista (muy bien elegido el mito primigenio) sobre
México D. F., fue el delirio. Ahora la verdad es que ha quedado un poco en
agua de borrajas, lo que es una pena, porque cumple muy bien todos los
requisitos y tiene para los españoles el añadido de ser iberoamericano, que
eso siempre ha sumado puntos guerrilleros.
Así que a subcomandante en horas bajas, tornero sindicalista en
presidente. Lula da Silva es hoy por hoy la gran esperanza blanca de los
progres del mundo y de España. Lo es también, y hay que decirlo, de las
clases populares y hambrientas de su inmenso, rico y desequilibrado país,
Brasil. Lula lo tiene todo. Sindicalista, curtido en mil batallas, derrotado
pero nunca rendido y por fin aupado por los votos de su pueblo a la
presidencia, a la que ha llegado con paso firme y sin estridencias
mesiánicas. Es un modelo, sin duda, diferente, sin boinas ni metralletas ni
discurso apocalíptico, pero mucho más al gusto actual, en un estilo menos
rojo y algo más practico. Ojalá el prestigio le dure mucho, porque en el
mundo progre esto no suele suceder en demasía. A no ser que haya por
medio muerte heroica, cosa que en absoluto deseo para el bueno de Lula.
Pero como decíamos al principio, lo que motiva a los progres no son los
mitos propios, sino los iconos contrarios. Y es que como se habrán dado
cuenta a lo largo de este libro, el progre es más de ir en contra. Lo suyo es
la oposición, aunque sepa adaptarse y haya pocos como él en el arte de
habituarse al poder. La clave es que siempre parecerá que está discrepando.
La clave es la distancia.
A George W. Bush los progres deberían sufragarle un monumento por
voluntad progre-popular. Él ha hecho más que nadie en el mundo por su
resurrección. Y no sólo por lo que supone en sí mismo, sino porque de paso
les ha puesto a tiro al enemigo interno con el que llevaban pasándolas
canutas muchos años: José María Aznar. Bush ha sido la puerta que ha
permitido comenzar a soltar fuego graneado y efectivo sobre el presidente
español, al que hasta hace poco y chapapote aparte no le llegaba sino algún
alfilerazo que otro.
Bush lo tiene todo, quién es y de dónde: estadounidense, tejano,
millonario, pijo y vago juvenil, gobernador de silla eléctrica, inculto por
vocación, antieuropeo por ignorancia y ahora tosco emperador elegido por
los pelos (y éstos más bien teñidos), de garrote y tentetieso siempre presto a
descargarlo un poco a ciegas, lo que hace que yerre más golpes de los que
acierta. De Ben Laden, cuando escribo sólo tenemos noticias por el vídeo, y
el mulá tuerto, el tal Omar, otrora tan famoso, sigue por ahí fugado con su
moto, que hay quien dice que lo vieron disputando la París-Dakar.
Pues bien: Bush ha señalado como dilecto amigo a José María Aznar, y
éste se ha acogido de tal manera a su cobijo que se ha convertido en su
procónsul más querido. No hay embarque en el que no sea don José María
el adalid del presidente de los Estados Unidos, y así le está yendo en los
últimos tiempos. A Aznar la progresía le tenía más ganas que a nadie, pero
les estaba llevando por el camino de la amargura.
José María Aznar siempre tuvo las papeletas para ser la máxima
referencia en negativo de los progres. Sobre todo por su imagen, que es lo
que más cuenta. Cuando andaba por la oposición se hartaron de
ningunearlo, de hacerle caricaturas y de llamarle enano y charlotín, pero
terminó por ganar las elecciones (tal vez porque se lo comieron de vista y se
creyeron su propia caricatura) y después los vapuleó a base de bien en las
siguientes, hasta dejarlos sin plumas y cacareando. Tanto fue así que todo se
daba por perdido, y las huestes progres desmayaban, huían y hasta había
quien pensaba que se vivía mejor a su amparo y se mudó de barco. Desde
luego seguían lanzándole pullas, y el personaje las facilitaba. No ya por
cosas físicas, como su famoso bigote, sino por esa arisca y desconfiada
manera de ser y esa forma de hablar entre sobrada y monocorde. Simpático
desde luego no lo es, y es peor si lo pretende ser. Pero no había manera de
cogerlo y parecía que en su segundo mandato se iba a ir de rositas, que su
sucesor seguiría ganando de calle y que los progres habrían de pasar otros
cuatro años piándolas pero teniendo que pedirle a él las subvenciones,
porque en el horizonte no se veía uno más afín a quien solicitárselas.
Sin embargo, cuando ya estaban resignados, Aznar comenzó a hacer
aguas y el año 2002 se convirtió en una eternidad política cuajada de
errores: una huelga general con arrancada de caballo, parada de burro y
marcha atrás por parte del susodicho; una boda de la niña que sirvió para
destapar todos los clichés de la derechona, sus boatos y perifollos; un barco
que se hunde hasta los topes de petróleo y un Gobierno, con él cómo
máximo exponente, incapacitado en apariencia para acercarse a las gentes
que sufrían el impacto de la tragedia. Porque Aznar quizás haya demostrado
que sabe gobernar y hacer los deberes, pero tiene una tremenda falla a la
hora de comunicar bien con las gentes, de ser cercano y sensible a ellas. Y
de remate la guerra de Bush II. Aznar, en vez de hacer un poco el Chirac —
que también es fuerte esto de Chirac transmutado en icono progre—, que
sabe mantener distancia, se convirtió en el portaestandarte europeo del
americano, y allí fue Troya. El punto de fractura ya estaba visualizado. Lo
demás ha sido fácil. Todos los ingredientes estaban servidos. Contra Aznar
ya se vuelve a vivir mejor. Contra Aznar se puede ir de progre mucho mejor
que a favor de Felipe, que era lo que interesaba. Porque ir en contra de
Felipe no era nada bueno, y luego les regañaba en «la Bodeguilla». Dónde
va a parar este nuevo tiempo, eso de estar de nuevo en este feliz vuelo de
libélula, el que ahora ha emprendido, bien calientes las alas por el nuevo
sol, el curtido progre milenario.
Se hace mucho mejor el progre en la oposición que en el Gobierno, pero
siempre, claro, que haya expectativas de ganar. Que si no cunde el
desánimo y empiezan las deserciones. Y ahora se puede ganar. Aunque el
progre es más de oposición, para él merece la pena pasar el trago del poder
e incluso apurar bien la jarra. Y es que el poder no es amargo, sino dulce, y
aún más dulce es la venganza que tras tantos años de no catarla parece por
fin posible y cercana.
El progre milenario está listo para la nueva singladura y una nueva
época dorada comienza a vislumbrarse. Reconfortado ya, borradas las malas
sombras y los pestilentes pozos del pasado y el pasado mismo, camufladas
las deserciones de anteayer y los pecadillos de hoy mismo, el mañana se
presenta por fin esplendoroso y todos se preparan para festejarlo. Se
relamen.
Sin duda esta vez van a saborearlo aún más que la anterior, que les pilló
de nuevos. Ahora habrá que pasarle la lengua al nuevo poder con mimo y
con cuidado, y no dilapidarlo. Eso sí: algunos tendrán que reciclarse con
toda rapidez, y ya lo están haciendo, no sea que el nuevo advenimiento les
pille recruzando el río. Otros habrán de hacer algún juego malabar después
de convivir tan ricamente, haciendo como que están en el limbo, en el
presunto infierno de «los otros», donde han servido y hasta sido dueños de
cadenas de calderas. Pero, qué quieren ustedes: entre paraísos se prefiere el
propio.
Porque lo imposible parece ahora bien cercano. En el 2004 las puertas
de La Moncloa pueden de nuevo abrirse para el progre milenario. Y si no
las principales, sí al menos las de los invitados de postín para ese día en que
consagren un nuevo tiempo y una nueva primavera. Unos días de vino y
rosas al menos hasta que Zapatero, ahora tan entregado, tenga que pasar de
la prédica al trigo y del me opongo al dispongo. Pero eso siempre tendrá un
pase. Al compañero siempre ha de saber perdonársele y, si es necesario,
tragar, como se tragó con Felipe, ruedas de molino. Es al enemigo al que no
puede dársele ni agua.
Antes de que en España comience un nuevo amanecer progre, resulta
que tendremos que votar. Y varias veces. Aunque claro, los que no son
progres también votan.