Las Siete Vidas Del Progre-Perez Henares Antonio

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Antonio Pérez Henares

Las 7 vidas del progre


De los años sesenta al tercer milenio
Leer-e

Colección: libr-e

Directores de Colección: Martín Casariego y Marta Rivera de la Cruz

Diseño de colección: ZAC diseño gráfico

Maqueta de cubierta: ZAC diseño gráfico

© Leer-e 2006 S. L.

© Antonio Pérez Henares

ISBN: 978-84-15983-05-7

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en


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esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado, sin el permiso
previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Leer-e 2006 S.L


www.leer-e.es

Monasterio de Irache 74, Trasera, 31011 - Pamplona


Índice

Introducción. Sin acritud, incluso con ternura


I. Las edades del progre
II. Un triunfal y alado retorno
III. Hábitat, subespecies y pelajes
IV. La vergüenza de ser español
V. Un delincuente foráneo no es un chorizo cualquiera
VI. El pasmo de la chilaba
VII. Qué auténticos son los indígenas
VIII. Un amor abrasador por la naturaleza
IX. Y tú ¿de cuántas ONG eres?
X. Los obreros son unos carcas y los campesinos aún peor
XI. Padres progres, niños tiranos
XII. Las últimas del feminismo
XIII. Ponga un gay en su lista
XIV. El secuestro de la izquierda
XV. El Prestige, eclosión de una nueva generación de progres
XVI. La guerra de resurrección
XVII. Aznar y Bush, benefactores máximos del progre hispánico
A todos los señalados como ilusos,
ingenuos y tontos, que perseveran en
la lucha por la paz y sin los cuales
este mundo sería aún mucho peor.
Introducción
Sin acritud, incluso con ternura

No es que la izquierda carezca de sentido del humor, no. En absoluto. Lo


que sucede es que se toma muy en serio a sí misma. De todo lo demás aún
sabe reírse, pero en cuanto se mira al espejo le entra el sentimiento trágico
de la vida. Razones, no crean, no le faltan para ello. Al fin y al cabo desde
Espartaco y aun desde muchísimo antes de Espartaco y aunque no hayan
hecho de ello películas, la tierra no les ha sido precisamente leve. O sea,
que el faraón, sin ir más lejos, podía y hasta le quedaba muy bien hacerse
un chiste sobre sí mismo y su circunstancia, pero el que estaba deslomado
construyéndole la pirámide no estaba para muchas bromas al terminar el
día.
Así, más o menos, ha seguido la cosa hasta hoy, y no parece que por la
mayor parte del globo terráqueo tenga muchos visos de cambiar. Sin
embargo, no cabe duda de que por otros sí ha variado bastante, y sería de
necios no asumir que en ciertas zonas y para una buena parte de su
población el asunto ha experimentado muy sustanciales mejoras. Pongamos
que hablo de España y pongamos que hablo de esta Europa donde por fin
nos ha tocado la lotería vivir, que esto sí que es un premio del azar y no que
te toque Sudán con todas las papeletas de pobre, que eso ya es tocarte la fea,
la que le toca a las tres cuartas partes de la humanidad, más o menos.
Aquí vamos a tratar de un personaje al que sí le ha tocado la lotería,
aunque él no se lo crea y hasta reniegue de ello. Es un personaje que vive en
esta España en la que sí nos ha cambiado la cosa. Hay que reconocer que de
hace poco más de medio siglo a esta parte, con muy importante
protagonismo de los últimos veinte años, a este país sí que no lo conoce, y
para bien, la madre que lo parió, que dijo Alfonso Guerra. Y esto es verdad
lo diga el Guerra o lo diga Aznar, que dice lo mismo diciendo que va bien.
Para los que hemos visto arar con arado romano, segar a mano, trillar con
pedernal y atar con cordeles las maletas de cartón para emigrar, esto de la
seguridad social universal, de todos los pobres con coche, de todos con
escuela, médico y pensión, de carreteras de no sé cuántos carriles y hasta
los trenes llegando a la hora y si no te devuelven el dinero, es desde luego
un cambio al que nos hemos acostumbrado porque a lo bueno se
acostumbra uno muy pronto, y se olvida el hambre con el primer hartazgo,
de la misma manera que no se quiere uno acordar del jornal miserable, de la
jornada de sol a sol, y menos de cuando éramos nosotros los que íbamos a
Alemania o a donde fuese. Hemos olvidado aquel complejo de ser los parias
de Europa, y no sólo en la economía y en la política, sino en ser bajitos, con
el cura del sexto en la chepa, cuando para ver una película con sexo había
que irse al extranjero. Follar, no crean, se ha follado, lo quisieran o no los
curas, entonces y ahora. O por lo menos, ganas se le han echado y esfuerzos
aún más. La envidia es que ahora los jóvenes, a esa edad en la que uno está
siempre por el «asunto» como único objetivo, lo tienen, dónde va a parar,
mucho más fácil. Chupado. O eso parece.
Decía lo de todos los pobres con coche y ya encuentran ustedes ahí un
problema muy serio. Mayormente para los ricos de verdad, que no tienen
manera de distinguirse, que es de lo que se trata. Antes valía ya para marcar
paquete con tener coche, que no lo tenían más que los ricos. Pero ahora,
¿qué? Pues la única manera que han tenido de establecer los rangos es
poniéndose en huelga de conducir y marcar la diferencia de estatus y parné
a base de que los conduzcan a ellos y situar la clase social en relación con el
asiento que se ocupa. Si vas en el de delante y con el volante en las manos,
eres un cualquiera con coche, pero si vas en el asiento de atrás, en el
costado contrario al del conductor, dando órdenes por el móvil, transportado
por un empleado o mecánico, que es ahora como se llama al chófer, ya se
visualiza un poderío.
Como para suplantar al café está la achicoria, para esto también hay
sucedáneo. Aquí es el taxi, pero todos sabemos que no es lo mismo, que eso
es un quiero y no puedo a tiempo parcial y con caducidad inmediata, y si te
pones un poco tonto hasta te descienden en un semáforo. O sea, que no.
Pero me desvío y no he hecho más que empezar. La cuestión era que la
izquierda no suele estar mucho por reírse de sí misma, y que se entendía
antes muy bien, cuando miseria y hambre eran omnipresentes y parecía
lógico que se viera, entendiera y reflejara más en la tragedia y el drama.
Ahora, digo yo, cuando todos los pobres europeos tienen coche y dos teles,
quizá se pueda ir intentando sin molestar y sin que te llamen cualquier cosa
de las malas y traidoras, simplemente por querer hacer una risa. Sin
embargo, no las tengo para nada conmigo. Hasta cuando se pone a hacer
una comedia, a la izquierda ha de vérsele el tinte. Y no se valora al autor,
por genial que sea, hasta que pasen cincuenta años, que es lo que le ha
pasado al Berlanga, que ha hecho la mejor película del cine español, la de la
bienvenida a los estadounidenses, pero no se lo han dicho hasta el siglo
siguiente. Y eso que Berlanga, aunque lo parezca, ni es progre ni nada: es
un tipo con genio e ingenio que hasta se fue a la División Azul, pero eso
también era algo mentira, porque era por echarle una mano a su padre, que
había andado con los republicanos. Berlanga al fin y al cabo tuvo suerte y
un culto, porque otra película grandiosa, Los tramposos, fue condenada a
los infiernos por la intelectualidad progre y sus anteojeras de seriedad
rumiante.
Sin duda, la mejor prueba nacional de la seriedad apabullante de la
izquierda es Eduardo Haro Tecglen, autopro-clamado como el protorrojo
por antonomasia, cuestión ésta, la verdad, ampliamente discutida y en
absoluto compartida por los rojos sin columna y hasta con ella que en
absoluto lo consideran uno de los suyos. Pero él así se considera, así lo
proclama y como tal lo jalean en su «cuadra». Y como ésta es la que da
carné de progre, es lo que vale. Pues bien: jamás aflorará la sonrisa a sus
líneas, nunca se perdonará en sus palabras una carcajada, y será únicamente
el desdén, el sarcasmo y hasta la ira, muy pulcramente escritas, eso sí, las
que afloren cada mañana por su boca. Haro es la encarnación tanto en físico
como en talante de que ni la izquierda ni su sagrado magisterio están para
bromas.
Y si esto sucede en España, la mejor prueba internacional de que a la
izquierda no le gusta demasiado la comedia es que eso siempre es un factor
en contra para lograr el Oscar. Se dan algunos, sí, pero los menos. Como
Hollywood está lleno de progres, liberalotes y judíos, que dicen que es lo
mismo, pero forradísimos, pues se lleva mucho más un buen dramón de
mucho mensaje. O una payasada lacrimógena, repulsiva incluso para
quienes padecieron tales sufrimientos, como opinó Spielberg de aquella de
Roberto Benigni, La vida es bella. El Benigni, dicho sea de paso, es el
paradigma del progre europeo. Woody Allen lo es a escala mundial. Son
intocables. Cualquier comentario contrario a ellos es reo de anatema. Y bien
que lo sé y lo he sufrido. El día que vino a recoger su premio Príncipe de
Asturias y dijo la cursilería de que Oviedo era una ciudad de cuento de
hadas con príncipe incluido, se me ocurrió decir en la radio que a mí no me
gustaba casi ninguna de sus películas ni de sus bromas. Pues casi fui
linchado por la audiencia «progre» que arremetió furibundamente contra mí
y acabó por expatriarme de sus filas cuando encima proferí la blasfemia de
abjurar asimismo del tal Benigni. De nada me sirvió defender mi humilde
derecho a que a mí no me gustaran sus obras y mi comprensión de que a
ellos les entusiasmaran. Había atacado un dogma de fe más grande que el
de la Inmaculada Concepción, y si por éste hicimos una guerra, por Allen y
Benigni se vuelve si es preciso a resucitar la inquisición contra el hereje.
Yo aprendí aquel día la lección y huyo del asunto como gato muy
escaldado. Ahora siempre digo en las reuniones que Allen es «un tipo
genial» y que no me pierdo una sola de sus películas, lo cual es muy fácil de
mantener sin haber ido a verlas y sin que te pillen en falta, porque en
realidad, y desde hace ya bastante años, hace siempre la misma.
Pero bueno, me arriesgaré a escribir con humor de un tema tan peligroso
e históricamente tan contraindicado. Porque he de escribir del progre y de
alguna manera esto linda con la izquierda. A veces. Que otras es un
sucedáneo adulterado. El intento de estas páginas es describir al progre sin
otra pretensión que arrancar una sonrisa. Nada más ni nada menos. Nada de
pretender alumbrar una teoría (Marx me libre) ni una burla sangrante. Sólo
es una mirada, aunque sea al espejo y con previa petición de disculpas por
molestar. Porque de lo que quiero escribir es de los progres, de ese
espécimen que todos hemos conocido, tratado e incluso, quien esté libre de
culpa que tire la primera piedra, tal vez hemos llevado o aún llevamos en
mayor o menor grado dentro de nosotros mismos.
«Progre» viene de «progresista», es su forma apocopada, la abreviatura,
vamos, de esa palabra talismán que viene a ser algo así como el bálsamo de
Fierabrás de lo políticamente correcto. A lo que sea, por muy mal que huela
y peor que sepa, si se le logra aplicar el adjetivo milagroso de «progresista»
ya tiene la cosa o el apaño carrera hecha, dote, buena boda y beneplácitos
múltiples. Lo esencial es lograr para la cuestión el apelativo y para ello hay
bautizadores: el padrino y el oficiante que le den pátina, y no vale
cualquiera. Hay que recurrir a los santones, y son éstos los que van a hablar
sobre el asunto ex catedra. Es en realidad una cuestión de embalaje. Porque
el fondo del asunto es lo de menos, lo que importa es el embalaje, la
apariencia, la sigla. O sea, y para que nos entendamos: la mujer del César
puede ser lo que le dé la gana. Lo importante, lo único a tener en cuenta, es
lo que parezca. Y tiene que parecer progresista. Que cuele el marketing, que
es como se llama en fino y en ejecutivo (progre o no) a lo que antes se
llamaba agitación, prensa y propaganda, y que se ha sublimado hasta
convertirse en el arte más rozagante de finales del siglo xx y principios de
este XXI condensado en el auténtico relámpago de gloria sobre cualquier
producto, sea intelectual o sea una salchicha: el spot publicitario.
Progre es ya, por cierto, palabra talludita en años, y por ello no está en
boga, aunque en los últimos meses ha protagonizado una esplendorosa y
brillante resurrección. No sé si será efímera, porque lo viejo, aunque sea
progre, está desprestigiado. La expresión pretende, mejor dicho pretendió
en aquellos años finales de los sesenta y primeros de los setenta, ser el spot
publicitario, comprimido, en pildoras, mascadito y pasado por agua, de lo
progresista, en competencia con los «carcas», abreviación de lo «carcamal»,
que eran los malos. El spot y los calificativos, ni que decir tiene que los
patentaron los «buenos», esto es los progres, y el bautizo lo impartían tan
sólo sus popes, con alegre regocijo de su feligresía. Sin embargo, ningún
contento hubo de los catecúmenos forzosos de enfrente, a los que les caía el
«carca» como apellido que, lógicamente, no recibían de buen grado, salvo
alguno que se bruñía las charreteras todas las mañanas.
Los primeros, por sintetizar, estaban en la medida de sus fuerzas, ganas,
miedos y familias más bien porque aquello de Franco se acabara cuanto
antes, y se consideraban, si no los únicos, sí los más iluminados por la
antorcha olímpica contra el dictador. Los otros, los carcas, conocidos
también universalmente como los fachas, estaban más bien por lo contrario,
o sea, porque su caudillo perviviera eternamente y, caso de no ser esto
posible, porque se transubstanciara en algún otro ungido y perdurara hasta
el final de la historia.
Curiosamente, ambos coincidían tan sólo en una cosa, y era en esa en la
que más erraban: su convicción común de que en quien iba a reencarnarse
Franco era en el entonces príncipe Juan Carlos.
El progre de aquel tiempo es el progre primigenio, el molde del que han
salido todos los progres que en España han sido. Fue todo un síntoma
social. Aún más, fue y es el máximo referente de toda una época, de toda
una generación. Ha hecho escuela y creado estilo. Ha dado frutos y
alumbrado adaptaciones específicas de lo más variopinto. Ha sido
manantial de presuntas legitimidades luchadoras, sostén de gobernantes,
receptáculo de generosas ofrendas y puede aún dar material para un par de
millares de apasionantes y sesudos estudios sociológicos. En él se ha
mojado mucha pluma y mucha cámara se ha alimentado de su imagen y de
sus vivencias. Y lo sigue haciendo con éxito creciente y nostalgias
compartidas. Podría volver, y con mucho regusto, a volver a hacerlo aquí
con todos los encantadores «cuéntame» del momento.
No es el retrato de este primitivo, primigenio he dicho antes, progre el
objeto de nuestros anhelos, y ni siquiera la declarada nostalgia por aquella
figura de trenka, melena y barba nos impedirá, aunque a veces se nos
escape algún suspiro melancólico, el ir al encuentro del que buscamos.
Porque el protagonista de esta historia, su heredero y por lo general el
mismo personaje ya reciclado por la vida y acondicionado por las
conveniencias, es ese «progre milenario» que sin desmayo ni complejo se
asoma con empaque y suficiencia a este nuevo milenio, a este siglo XXI,
con un aire, eso sí, de juventud bien aprovechada, no del todo pasada pero
muy vivida, aunque la vivencia no tiene que ser propia precisamente: sirve
con habérsela apropiado.
Porque el progre milenario puede ser el descendiente directo de aquel
progre primigenio, pero no tiene por qué ser el mismo individuo: puede
serlo también virtualmente tras haberse apropiado no sólo de la presunta
vivencia, sino de su propia leyenda y hasta de sus más recónditas anécdotas.
Le gustaría ser progre biológico, y de ahí viene su inveterada costumbre de
alardear a nada que se prolongue una charla y surja la menor ocasión. Pero
si se escarba puede resultar que no hay historia, sino tradición oral. Un
cuento, vamos.
Así que no voy a detenerme en exceso en el viejo espécimen, hoy ya,
aunque no totalmente extinguido, sí muy mermado de fuerza y efectivos.
Sería por ello un tanto ocioso y sin sentido seguir dando golpes de martillo
en tal yunque. Progres de los setenta como tales no quedan sensu stricto en
el 2000. O mejor dicho, no quedan en la edad, o sea, trasmutados en los
veinteañeros de hoy en día. Los que ahora andan por los veinte, campen por
la universidad o por cualquier otro pago, están en otro estado y variedad de
pensamiento, palabra y obra. Pueden tener parentesco, y el tronco familiar
ideológico tiene sus similitudes, pero son más perceptibles aún sus
divergencias. La movida de ahora va mucho menos de siglas y de santones.
Están mucho más en las antiglobalizaciones, que entonces ni se sabía qué
era eso (ahora tampoco mucho, la verdad), y en vías muy alternativas.
Aunque eso sí, siempre, siempre, verdes.
Así que de lo que vamos a tratar es del progre del 2000, en su ya
veterana edad y su sabia peripecia, del irredento y bien instalado progre
milenario, adaptado como nadie al sistema, pegado, mejor que un sherpa a
la montaña, a la orografía del asfalto y lo correcto, con peso en la sociedad
y aún más poso en las costumbres.
Porque no estamos ante algo residual. Quien así piense se engaña de
medio a medio. Ni estamos tampoco ante un prodigioso superviviente,
aunque también lo sea, sino que nos encontramos ante un milagro de la
adaptación, un darwiniano en estado puro, el mejor especialista en
aprovechar el más mínimo nicho ecológico y fructificar en él con máximo
aprovechamiento de cualquier recurso que se ponga a su alcance.
Definir una especie única, dada su más que demostrada capacidad de
camuflarse, cambiar y adaptarse al medio en que vive, así como la
versatilidad funcional y de pelajes que esto acaba suponiendo,
comprenderán que es en verdad difícil. Esa impresionante ductilidad hace
que sus morfologías sean de lo más variado, que sus colores abarquen todo
el arco iris, que sus pautas varíen según las estaciones políticas. Habrá pues
que definir algunas subespecies. Pero de fondo, si es posible, concluiremos
que todas ellas comparten un mismo origen, unos comportamientos
similares en lo esencial y unos hábitos y costumbres genéricos y comunes.
A ello dedicaremos lo que sigue. Sin malos vinos, y mucho menos con ira.
Ni siquiera con acritud, que decía el gran sachen de todos los progres. Al
contrario, este libro está pensado y escrito desde la comprensión, con
cercanía y con un punto de complicidad. Y —¿por qué ocultarlo?— con
más de una sintonía y de dos vivencias compartidas. Es un libro desde la
simpatía, porque en el fondo uno piensa que el progre es buena gente,
aunque sea tan molesto en ocasiones, y siempre tan cargado con las mejores
intenciones y los más tiernos y sensibles ideales.
Éste es un libro, créanme, cariñoso, amable, que sólo busca su sonrisa y
que huye como de la peste del pontificado. Si creen descubrir un algo de
mala leche, impútenlo a la propia esencia del viejo oficio de escribano en
periódicos que lleva tanto tiempo ejerciendo el autor y que deja, como el
anillo de Sauron, marcas indelebles, entre ellas ese gusto perverso por
incordiar al prójimo y no saber callarse lo que molesta. Piensen además que
si todo es de dulce y más dulce, el empalago acaba por ser atroz, que no hay
cosa peor, y lo sé por experiencia alcarreña en cuestión de ardores
estomacales producidos por un atracón de miel. Eso sí que es un infierno de
calderas ardiéndole a uno en las entrañas. La miel, aunque me dieran, que
me han dado, mi peso en ella, hay que tomarla a cucharaditas y disuelta, o
con pan o nueces, y siempre con prudencia. Tampoco hay que dársela a los
asnos, quiero decir a los seres humanos asnales, que los pobres y casi
extinguidos borricos sí que es bueno que la prueben de vez en cuando.
Creo saber por este pedigrí alcarreño y mielero que al humor hay que
ponerle también algo de sal y su aquel de pimienta. Incluso un poco de
picante, de ortigas y venenillo no le viene nada mal, y luego batirlo todo
con el filo de una navaja cabritera antes de servirlo es de lo más
aconsejable. La pócima habrá de contar, y eso sí que es indispensable, con
la complicidad del que vaya a ingerirla, con su encaje, con su estómago a
prueba de brebajes y, sobre todo, con su inteligencia, para que sea él quien
acabe por darle la vuelta de rosca que le falta y apretárselo con un cuartillo
de orujo.
Yo, con su permiso, intentaré humildemente llegar a lo que pueda de lo
primero y me encomiendo a ustedes en lo segundo, sobre todo a aquellos
que por un este o un aquel, se entrevean, aunque sólo sea en una ráfaga en
el espejo. A éstos les confesaré que en más de una ocasión yo mismo me he
sentido reflejado al atravesar furtivamente por alguna de estas estancias. No
demasiado, la verdad, porque uno debe tener más que de esto, su aquel de
«rojo de pueblo» reciclado luego en provinciano y devenido en escéptico de
la categoría fija discontinua y sin derecho a paro.
I
Las edades del progre

El progre necesita una edad, porque no nace: el progre se hace. Puede nacer
cualquier cosa, y aunque ya pronto empiece a apuntar condiciones, ha de
ser precisa una larga incubación e incluso pasar por complicados y a veces
velados procesos, como les sucede a algunos de los más vivaces o
luminosos insectos antes de echarse a volar. Han de empezar en fase huevo,
pasar luego a larva, transitar luego por el críptico momento de crisálida para
al fin emerger a su gloriosa fase alada, bien sea como pertinaz mosca, como
doloroso tábano, como parpadeante mariposa o como audaz libélula.
No es poco el tránsito y sí muchos los años entre duras mutaciones y
necesarias adaptaciones a cada uno de los estadios por los que se atraviesa.
Hay quien sucumbe en el camino, hay quien se acomoda en una fase y se
queda anclado en ella sin pasar a la siguiente. Desde luego no todos
alcanzan a desplegar un día a la luz del sol sus multicolores élitros, pero el
que lo logra, entre unas cosas y otras, se ha puesto en los cincuenta. En
medio siglo, que ahí es nada.
Cierto que hay vocaciones muy precoces y hoy como siempre son
visibles y fácilmente reconocibles, pero como hasucedido a lo largo de las
generaciones no se puede saber, a la larga, dónde acabará la nueva camada.
Éstos comparten aparentemente territorios con los ya consagrados: los
nichos ecologistas, las protestas pacifistas, las ONG solidarias y los
medioambientes antiglobales son sus mejores ecosistemas, aunque ninguno
tan apreciado y que haya dado más brillo y esplendor que el chapapote del
Prestige y las manifestaciones contra Bush y sus guerras. Quien no haya
estado allí es que no tiene ni un ápice de progre ni lo ha tenido en su vida ni
jamás poseerá tan preciada condición. Puede afirmarse con total y absoluta
contundencia que si bien puede aceptarse que no todos los voluntarios
blancos que han limpiado fuel en Galicia pertenecen a la especie progre,
todos los progres españoles dignos de tal nombre han ido de voluntarios,
aunque sea a una mejillonada, a Galicia. Eso será, ya lo verán, una seña de
identidad del mismo calado que haber estado en el Mayo del 68 o de haber
corrido delante de los grises, los dos mitos sagrados del progre milenario.
Las manifas contra la guerra de Iraq han venido a ser el día de la primera
comunión de los «nuevos», al tiempo que el de la resurrección de la carne
de los «primigenios». La misa fue concelebrada.
Pero ya digo, estos territorios compartidos no significan identidad. Los
jóvenes van a lo suyo y vaya usted a saber en qué rematan. Y además, la
cuestión no es tener un ramalazo progre a los veinte, que eso lo tiene todo el
mundo, hasta los de Nuevas Generaciones, y si no, se disimula como si se
tuviera. La cuestión es seguirlo siendo a los cincuenta. Ahí es donde está la
clave, la vocación y el pedigrí. Eso es lo que tiene mérito, y no ser un
vulgar solidario de juventud o un antiglobal de facultad. Eso lo es o lo ha
sido cualquiera. Hasta algunos ministros del PP, como Josep Piqué o Pilar
del Castillo, que con eso ya se dice todo. Lo definitorio, lo definitivo es
seguirlo siendo treinta años después y haber completado el largo
aprendizaje con aprovechamiento hasta doctorarse cum laude.
Una de las pautas aprendidas por el gran veterano de la progresía es que
la vieja tendencia a la manada propia de las edades adolescentes y juveniles
debe ser dejada a un lado. Cierto que algunos la practican y buscan
entremezclarse como si la edad hubiera pasado en vano. El progre curtido
sabe que no es su terreno, que puede acercarse pero sin entremezclarse del
todo, porque si pretende compartir los campamentos de las nuevas hornadas
lo único que consigue es hacer, más que el nostálgico, el ridículo, y
perdiendo tiempo, prestigio y autoestima. Y si encima a lo que va, que
pudiera ser, es a ligar, más que ganarse un polvo lo que acaba ganándose es
unas risas a costa, además, de algún sablazo a su bolsillo.
El progre bragado y con experiencia sabe a estas alturas de edad,
condición y gobierno que está ya en fase de reuniones reducidas, de grupo
selecto, de microclimas a su medida y conveniencia, y ha de ver las grandes
concentraciones y efusiones de humanidad comprometida con simpatía y
emoción, incluso desbordada, pero también con una cierta y elegante
lejanía. Puede decirse a sí mismo y en su coro íntimo que «tal vez sea el
momento de volver a las manis, como antes», pero de ahí al hecho, a irse de
verdad, va un trecho, que se ha recorrido gozoso contra la war (o sea, la
guerra de Bush II) o para acompañar a los 1.200 autobuses que vinieron a
Madrid contra el Prestige. Sin embargo, cuesta lo suyo, no crean, y aún más
si son manis de las de antes, como las del de Mayo, pues hay que vestirse
de obrero y no van apenas actores, o las de los estudiantes de los institutos,
que son los que más hacen, pero tampoco queda como muy aparente. Salvo
que se sea rector o catedrático, que entonces sí, porque ahora, y no como
antes, los rectores se van de manifestación con el alumnado y contra el
gobierno. Eso queda cantidad de bien y además rejuvenece una barbaridad.
Pero si no se es rector para estar contra cualquier ley de mejora de la
enseñanza, y se es, por ejemplo, arquitecto, ingeniero de caminos, ejecutivo
de banco o funcionario nivel 30, pues no se ve uno en esa marcha. Otra vez
salva la situación el Prestige y la citada war. Ésa es la manifestación ideal
para ir sin complejo de edad y cargo. Quizá, eso sí, haya que darse algún
retoque estético, pero esos los tiene dominados el progre milenario.
La edad media del progre español de hoy está, como ya se ha apuntado,
y no se me echen las manos a la cabeza, en el medio siglo con puntales que
pueden llegar hasta el límite de los treinta y los cuarenta, y terminales que
logran alcanzar y hasta sobrepasar los sesenta, aunque en esta edad la
especie predominante es la del «rojo viejo», muy aguerrida y batalladora, y
que no se deja, así como así, arrebatar el territorio.

Las fases del progre


Ese progre pata negra, como ya se viene afirmando, no ha llegado hasta
ahí, hasta esa plenitud de los cincuenta llenos de sabiduría y saber estar en
el papel por casualidad y sin esfuerzo. No. Ha tenido que pasar por mucho y
no siempre por caminos fáciles de transitar ni por tragos dulces de digerir.
Como poco, aunque eso sí, no siempre de manera soezmente real, sino
también por la vía imaginaria y de la creencia en la propia mentira mil
veces repetida hasta hacerla verdad personal e inmarcesible, el progre ha
debido obligatoriamente pasar por cuatro fases hasta alcanzar la plenitud de
la madurez. Quedan aquí esbozadas, aunque luego habrá que volver y
profundizar en los aspectos más esenciales y relevantes de estas señas de
identidad:

1. Huevo: época de rebeldía pop. Bastaba con resistirse a cortarse el


pelo. Haber viajado a Londres es ya para nota, y haber fregado platos allí,
para sobresaliente. Novia o novio extranjero es matrícula de honor en tal
estadio de crecimiento. Se puede mitificar hasta límites insospechados.
Total, ¿quién se acuerda? Ahora, por ejemplo, lo que suele decirse es que se
era a muerte de los Rolling Stones, y eso suele ser en un 90 por ciento falso,
porque como mucho se llegaba a los Beatles y muchos ni siquiera eso, ya
que sus héroes eran Los Brincos y, para los más radicales, Los Bravos. La
simbología de esta fase ovoide era predominantemente hippie, aquello de
hacer el amor y no la guerra que debía de ser cierto por el campus de
Bekerley en EE.UU., pero aquí más bien no se hacía ni lo uno ni lo otro.
2. Larva: las señas de identidad a reseñar o a inventar son: haber corrido
delante de los grises (vale, en caso de apuro, haber visto correr), haber
comprado el Mundo Obrero, haber tenido un ligue con una trotskista, haber
fumado canutos, haber tenido en casa un libro de Mao y haberse ido a vivir
sin casarse, al principio, con una compañera de facultad. El progre
milenario, por lo general, ya ahondaremos en ello, no ha tenido militancia
de izquierdas. Socialistas no había más que dos o tres y de los de Tierno,
porque es verdad bien ocultada que los presuntos grandes combatientes por
la libertad contra Franco del partido de Felipe González ni estuvieron ni se
los esperó jamás por los pagos de la lucha clandestina. La única cárcel que
pisaron o ante cuya puerta estuvieron (y eso fue mucho después y tras haber
pisado muchísima moqueta y de haber recibido muchos taconazos ante
despachos oficiales) fue la de Guadalajara con aquello de Vera y
Barrionuevo, que no fue precisamente por luchas de libertad, sino por
secuestrar a un pobre tipo y encima equivocado. En realidad el progre
milenario por Carabanchel paró más bien poco, aunque alguno sin duda
estuvo. Más bien a la especie le producía cierto sarpullido el PCE, cuyos
afiliados eran mayormente los que acababan por las cárceles y por la
«Pensión Sol», que así se llamaba a la sede central de la siniestra Dirección
General de Seguridad. Aunque diga haber sido eficaz y generoso
compañero de viaje, lo cierto es que al echar las cuentas, no salen. Resulta
que todo el PCE en la Universitaria, y ya por los años setenta, no llegaba a
los quinientos militantes. Si tan sólo un 10 por ciento de los que presumen
de haberlo sido, hubieran estado, Carrillo habría tomado el Palacio de la
Moncloa, que pillaba y pilla tan a mano de la Ciudad Universitaria
madrileña y de la mítica Facultad de Ciencias Políticas. El progre milenario,
como mucho y en el más extremo de los casos, se apuntaba a algún grupo
de extrema izquierda, de aquellos que ponían absolutamente a parir por
blandos, reformistas, traidores a la clase obrera y vendidos al capital a los
mismísimos chicos del PCE y hasta a los obreros rojos de toda la vida.
Estaban muy bien las varias organizaciones troskas y las veinte o treinta
escisiones prochinas, amén de algún grupo anarquista e incluso exóticos
partidos de herencia falangista pero vehementemente enrojecidos.
Sin embargo, el no va más allá, el paradigma de toda la época consistía
en haber estado en el Mayo del 68 en París. Era la gran, irrebatible y más
refulgente carta de presentación. Es el carné más exhibido y de más dudosa
autenticidad. Si de los que dicen haber andando con el PCE se puede
confirmar en un 10 por ciento, en este otro tema la verdad no llegará ni al 1
por mil. Pero, ¿qué importancia tiene? Bien puede haberse estado en
espíritu, aunque el cuerpo estuviera prisionero de otras circunstancias, y
tener tan presente la vivencia que se diría que Dani el Rojo no pudo dar un
paso sin ellos por el Barrio Latino. En este barrio parisino, efectivamente,
todo progre ha estado al menos una vez en la vida, aunque haya sido en
épocas muy posteriores e incluso para ir a ver a Induráin ganar el Tour de
Francia.
3. Crisálida: inmersión económica en el capital. De Moscú a Nueva
York. Probable separación de la compañera con la que se fue a vivir al piso,
se casó luego y se divorcia en esta fase. Compra de dúplex y chalet.
Servicio en casa. Ciertos problemas de conciencia. Inicios en la práctica del
golf y acompañamiento de los vástagos a clases de equitación. Alejamiento
de los comportamientos de manada. Cierto periodo solitario hasta que se
van produciendo encuentros con congéneres en parecida situación y periodo
de desarrollo. Aceptación del traje y la corbata, siempre, eso sí, con un
toque informal y un mucho de diseño. Descubrimiento de la gastronomía.
Especialización en denominaciones de origen, bodegas y añadas de vinos.
Discusión sobre Riojas, Riberas, Somontanos y Prioratos. Pecados yuppies
en relojes, zapatos y gimnasios.
Una variedad muy mentada y reconocida pasó por un corto periodo
larvario y lo que hizo fue trasmutarse rápidamente en mosca, moscardón o
mariposa de la movida, que era una variedad de progre madrileño
descubierto, clasificado y amparado por Tierno, que era un señor del XIX
con un toque entre voyeur e ilustre miembro de la Institución Libre de
Enseñanza, algo en absoluto incompatible sino muy complementario. Es un
progre aprovechado, bastante trinconcete, muy musical (todos tocaban en
un conjunto de rock) con halo cinematográfico y ribetes gay. Más
aficionado que ninguno de las especies de progres a la copa y a todo tipo de
polvos y demás sustancias pecaminosas.
4. Fase alada: salida a la luz. Vuelo al sol. Todos los colores del arco
iris y todo el brillo de la vida en las alas. Fin de los problemas de
conciencia. Logro del handicap en el golf. Segundo divorcio y tercera
juventud. Niveles de prestigio profesional, reconocimiento de méritos,
cargos públicos y brillo social. Viajes exóticos de cinco tenedores. Rutas
internacionales a África y Asia. Rutas internas por parques nacionales y
naturales partiendo de paradores con glamour histórico y casas rurales con
sabor añejo. Redescubrimiento de lo «natural». Entrega a los productos
biológicos y artesanales. Culto al aceite, el pescado azul, la verdura, el
queso manchego y el jamón de recebo. Compra de una casa de pueblo.
Grupo selecto de amistades de la cuerda. Radicalización política contra los
«nuevos fachas». Los elegidos escriben columnas en medios prestigiosos y
los muy avanzados han escrito algún ensayo y una novela intimista. Época
de apadrinar niños y dar dinero a las ONG, cuanto menos oficiales mejor.
Resurrección triunfante amparados por sus grandes benefactores: Bush,
Aznar y el chapapote. Laureles reverdecidos, esperanzas crecientes,
sensación de dulce y próxima venganza.

La segunda y la tercera fase, por su decisiva influencia en la definitiva,


han de ser forzosamente objeto de un desarrollo más exhaustivo, y a ello
vamos a continuación, mientras que para la cuarta, la de la plenitud del
progre, habrá que reservar capítulos enteros, pues no otro es el objeto de
nuestros desvelos.

Los tiempos larvarios


El progre milenario ha de atesorar algún acontecimiento épico en su
pasado, es condición imprescindible e insustituible. Ha de poder contar al
menos un lance en que su audacia contestataria pusiera en riesgo su
integridad física. Una detención en su época universitaria por la BPS
(Brigada Político Social) con paso por Carabanchel es el súmmum soñado.
Pero esas alturas son difícilmente alcanzables, así que para recordar los
gloriosos tiempos juveniles se puede ir descendiendo por la escala de
méritos: una manifestación comprometida con un vergajazo de un gris a
caballo otorga muchos puntos, y no son pocos los que da el haber visto un
día al terrible Billy el Niño, el malo de los malos de la policía secreta. Son
válidas todo tipo de anécdotas con panfletos, con libros prohibidos,
reuniones clandestinas, visionado de películas prohibidas (El acorazado
Potemkin y Viridiana son los títulos estelares), actividades culturales en
barrios obreros y así un etcétera inmenso que ya marca la condición de
progre combativo. Vale incluso el haber ido en una ocasión al «Johnny», el
colegio Mayor San Juan Evangelista, lugar progre por antonomasia, a
escuchar un recital de flamenco de los cantaores antirrégimen. Puestos a
forzar, incluso puede incluirse en la relación de méritos el haber acudido a
un recital de Mocedades.
Sin embargo, la clave del asunto no está en haber sido partícipe o al
menos testigo de la anécdota. En el fondo se trata de convertirse en parte
del entorno que la vivió. Se trata ante todo de su recreación nostálgica y
sentimental. No hay reunión de progres en la que no acabe por deslizarse
alguna anécdota, eso sí, esbozada tras una disculpa sonriente y siempre
excusándose por la «batallita cebolleta». Pero se cuenta, ya lo creo que se
cuenta.
Lo más curioso, y son varios los que han abundado en tal cuestión, es
que los que verdaderamente estaban en el ajo, los que protagonizaban los
«saltos»*, las siembras de panfletos, los que los imprimían en las
vietnamitas, los que sí eran detenidos por Billy el Niño o acababan en
Carabanchel, ruda minoría por cierto, no son nada proclives a contarlo. Se
lo guardan para sí, o como mucho para compartirlo —con cierta amargura
por el final de las ilusiones y el viejo miedo que entonces les persiguió—
con quienes reconocen como de las «células»**. El progre milenario, sin
embargo, pone en el recuerdo un toque alegre, divertido, dicharachero,
incluso que a veces alumbra la verdad: que en realidad lo que relata es algo
que sucedió a otros.
Porque eso es muy frecuente. Y pocas veces podrá asistirse a
corrimiento de tierras peor bajo los pies de un progre como el que sucedió
en cierta reunión de la sierra madrileña. Allí, un reputado progre, ahora
cargo público, relataba una hazaña de facultad. Había ido a recoger
propaganda a la iglesia de la Ciudad Universitaria durante el «Proceso
1001» contra los diez dirigentes máximos de Comisiones Obreras. Se la
entregaron en el confesionario. A la salida fue detectado y perseguido, pero
merced a una estratagema, al cruzar los semáforos en Moncloa se pudo
colar al metro y perderse. Estaba el hombre regodeándose en aquel recuerdo
cuando un tipo que no había abierto la boca en toda la velada, puntualizó:
—Sí. Fue más o menos así. Era el «Abuelo» de Económicas el que se
disfrazaba de cura, traía los panfletos en una Vespa y los daba en el
confesionario. Sólo doce personas, una comisión clandestina que se había
formado por facultades, nos encargábamos de recogerlos. Los dos últimos
aquel día éramos un chico de Políticas y yo. Nos dimos cuenta de que nos
seguían al llegar al arco de Moncloa, y decidimos cruzar y volver a cruzar
el paso de peatones para comprobar si era cierta la sospecha o producto del
miedo. Lo hicimos y, efectivamente, teníamos un «social» detrás. A mi
compañero le entró el pánico y salió disparado. Yo me quede inmóvil, creo
que del susto, y me podían haber echado mano allí mismo, pero el «social»,
al ver correr al otro, salió detrás, y yo, pasado el estupor, me metí en efecto
por la boca del metro. Al otro tampoco lo pillaron, pero me tuvo que
aguantar a mí luego algunas voces. Y aquel otro no eras tú, desde luego. Y
yo tampoco eres tú.
La carcajada no fue pequeña. Sin embargo, no siempre, o más bien casi
nunca está el verdadero protagonista de las historias convertidas en
leyendas para restablecer la verdad histórica. Y hay mentirosos más hábiles.
Son los que relatan como en tercera persona, y así, mientras la gente les
supone a ellos los héroes, se escudan de la posibilidad de que aparezca
alguien que haya vivido en verdad el hecho. El cual suele ser, por lo
general, mucho menos «heroico» que como lo pinta el progre. Los que
soportaron de verdad la clandestinidad tenían miedo. Vencerlo era su gran
valentía. Las heroicidades de salón, décadas después, les suelen sentar a
rayos.

De la oruga a la crisálida, también conocida por


algunos como pupa
A los rojos de los sesenta y setenta les zurraron primero la badana en la
dictadura y luego se la zurraron en las urnas. Los que se llevaron el santo y
la peana fueron otros que sin haber aparecido por la escena anterior salieron
a la nueva como estrellas del nuevo sistema, con sus chaquetas de pana y
sus jóvenes e inmaculados currículos. Lo de inmaculados y blancos lo digo
porque muchos casi estaban en blanco. Arrollaron en la izquierda
convirtiéndose en los nuevos amos de las esperanzas y luego, en los
ochenta, arrollaron a todos. Los progres se apuntaron de manera
enfebrecida a la marea. Había de todo: los tibios, esos que más bien habían
sido unos buenos chicos que no se querían meter en nada, pero que ahora, a
la hora de pillar cacho, se atrevían con todo; o aquellos tremendos
izquierdistas de las mejores familias que clamaban contra el reformismo y
la mojigatería burguesa de los clásicos, acusándolos de
contrarrevolucionarios; muchos de aquellos furibundos trotskistas de la
Liga Comunista Revolucionaria (LCR), del PORE, aquellos marxistas-
leninistas y maoístas de todas las siglas: MC, PTE, ORT, PCE(i), OMLE y
hasta gentes de la FUDE que flirteaban con el FRAP... Todos dieron de
pronto el gran salto de sus vidas. Como un solo hombre pasaron desde
aquellos extremos a los amorosos brazos rosas y socialdemócratas, y en
nada se acoplaron de maravilla al nuevo y floreciente orden de las cosas.
Inundaron despachos, descubrieron la moqueta y el chofer. Un viejo
socialista no tardó en definirlos muy poco tiempo después. Se llamaba y se
llama Nicolás Redondo, y el buen hombre resulta que sí era socialista. Ante
la invasión y los cambios que estos nuevos compañeros le preconizaban,
definió: «Son los compañeros del cambio de las tres C. Han cambiado de
coche, de casa y de compañera.»
Y eso es lo que hicieron nuestros progres. Lo primero cambiar de coche,
del 2 CV al Golf. Lo segundo, de casa, del piso al adosado. Y luego, dado el
nuevo estatus social, echarse, ya que la antigua no les parecía presentable
para su nuevo rango, una nueva y más lucida compañera.
Esos años, desde 1982 a 1990, han sido sin duda los más gloriosos. Era
la hegemonía y el poder. Era tan fácil y bonito poder disfrutar de todo lo
que ambos ofrecían, amén de disponer de economías saneadas y encima
«seguir siendo progre» y ejercer de ello con tal desparpajo que daba gloria
verlos. Si habían estado sobrados desde 1977 a 1979, cuando no había nada
que se les pusiera por delante y hasta se permitían hablar de repúblicas
federales y de desbordar toda opción sensata con tal de dinamitar al rival y
suplantar al afín, ya con el poder bajo los pies y tocando pelo con la mano
se les fue la cabeza a una nube, pero no por eso la perdieron para lo que
más les interesaba. El amor al pueblo empieza sin duda por uno mismo, que
más del pueblo no puede ser. Pero eso sí, siempre con el pueblo, siempre
con él en los labios.
Claro que en ese momento también se estaba más con el pueblo
estadounidense, que ésa fue otra de las claves. El progre con marchamo en
realidad no había gustado nunca de Moscú ni de los camaradas soviéticos y
proletarios, pero había disimulado en época de otras hegemonías. No
obstante, sí había sido fervientemente antiestadounidense. Ésa era una señal
irrenunciable. Hasta que llegó el referéndum de la OTAN. Qué desgarro el
de Solana, don Javier. De aquellos tiempos universitarios de la ASU
(Agrupación Socialista Universitaria) a aquel «OTAN, de entrada no», para
luego aquel «sí» junto a Felipe y ese penúltimo capítulo de secretario
general de la Alianza Atlántica bendiciendo el bombardeo de Belgrado para
acabar ahora de no sabe no contesta en lo de Iraq. Qué desgarro de tantos y
tantos otros, y lo que hubo de sufrir González, que era quien siempre lo
tuvo claro, aunque no lo dijera hasta que no hubo más remedio, porque de
haberlo dicho antes le habría costado caro. Ya había insinuado aquello de
que «prefiero morir de una puñalada en el metro de Nueva York que de
aburrimiento en Moscú». Era todo un síntoma. Pero con la cosa de la
OTAN pareciera que no iba a atreverse, máxime cuando había sido con ella
con lo que le había zurrado hasta la extenuación al pobre Calvo Sotelo. Pero
lo hizo y con él pasaron el Rubicón muchos millones de españoles y varios
cientos de intelectuales que retrataron por escrito su sorprendente cambio
de criterio.
Si Moscú en realidad no había sido progre nunca —iba a ser
simplemente una ruina cuando se desplomó el muro de Berlín y con él todo
el sistema como un castillo de naipes—, ahora comenzaba incluso a dejar
de serlo el ser antiestadounidense, aunque esto siempre ha sido un camino
de ida y vuelta. Roto en mil cachos el comunismo, cosa que a los progres
les alegró muchísimo y les convirtió en los más fervientes admiradores
mundiales de Gorbachov, metidos aunque fuera con trampejas de preguntas
y compromisos que ya se sabía que nadie iba a cumplir para hacer más fácil
el trágala, era cuestión de buscar un referente. Y ése lo encontraron muchos
en Nueva York. Ahora lo progre hablaba inglés, claro que cosmopolita y
liberal, como aquella ciudad de los posibles capitalismos y los imposibles
sueños. La modernidad, toda la modernidad venía de aquellos rascacielos, y
Manhattan fue el nuevo destino de las romerías como antes lo había sido
Londres y antes lo fue París. La llamada de la Gran Manzana era poderosa y
benéfico su influjo. Lo que tocaba lo convertía en oro. Se iba para allá un
periodista y regresaba transformado en una estrella a base de haberse fijado
bien en un programa nocturno en el que bailaban algunas insinuantes y
luego salía un travestido (como ven aquello sigue pero multiplicado). Se
iban diseñadores, economistas, agentes en busca del sueño americano y de
regresar bendecidos por sus modos y su lengua. Pero es que el sueño
americano era ya el sueño del progre español: hacerse millonario. Ya lo
había predicado Solchaga: éste era un país donde podía hacerse uno rico.
Así pues, la cuestión ya tenía la bendición socialista. Rico y progre, pues,
no sólo no eran incompatibles, sino lo más indicado y apropiado para ser el
más moderno socialista. Otra cuadratura del círculo estaba resuelta y
bendecida.
El dinero, el estatus social y el poder habían entrado en la vida y la
estructura del progre español y ya no iban a separarse nunca de él. Los
problemas de conciencia se fueron amortiguando. Los cambios éticos se
reflejaron antes que nada en los estéticos. La distinción se marca en el
diseño, pero ya no se ocultaban, sino que se alardeaba de los precios, y si
hay unas marcas «pijas», no olviden que aún pueden pagarse más las
«progres».
Fueron sin duda, al contrario que las fases anteriores de huevo y larva,
que tienden a lo mítico y lo brumoso de la épica, años tangibles, de doradas
realidades y palpables metas. Y tan palpables en muchos casos. Cierto que
al principio algunas cosas acarreaban algunos problemas de conciencia. No
fue fácil, por ejemplo, el asunto del servicio, pero es que no podía ser de
otra manera. Los dos trabajando, y aunque los niños de la anterior pareja
viven con su madre, vino otro de la nueva y... Además, se hace algo bueno:
«Es una emigrante y le hemos conseguido papeles. El trato no es como era
antes. No es una criada. Es una empleada del hogar y tiene todo
divinamente. Está encantada con nosotros y es “una más en casa”. Aunque,
claro, no se puede evitar que nos llame señor y señora, es su costumbre,
aunque algunos amigos han logrado que les llamen por el nombre de pila.»
Luego, por supuesto, hay que llevar un orden y hacer saber a estas personas
qué tienen que hacer, «como a mí me ordena cosas mi jefe».
Pues nada, que el problema de conciencia no duró mucho, por fortuna,
porque era una sandez. Al lado de éste empezaron a aparecer muchos otros
remilgos. ¿Por qué va a ser malo ganar dinero? Se gana con el trabajo, con
la inteligencia, con los negocios. Hay oportunidades para todos. ¿Por qué
no aprovechar las propias? Y luego, esté uno en la empresa privada o en el
sector público, hay que mantener un estatus. Está uno obligado, no hay más
remedio, no se puede ir dando el cante. Se debe hacer no porque a uno le
apetezca, sino porque casi es un uniforme de trabajo. Claro que puedes
poner tu sello personal, que se note que uno no es como las viejas momias.
Hay un diseño, un estilo, un modo diferente, una ropa que indica también
cómo es uno mismo. Es muy cara, por supuesto. Pero, bueno, no se va a
pretender que tengamos que ir todos en zapatillas de esparto. Para lo que
estamos aquí es para lo contrario, para que todos puedan tener riqueza y
vestir de diseño.
Hubo que comprar casa, y ya puestos y metidos en algo que va a ser
para toda la vida hay que hacerlo bien:
—Sé que los hay que están empeñados en el chalet fuera de Madrid,
pero a mí, qué quieres que te diga, siempre me ha gustado el corazón de la
ciudad, esas casas antiguas, acogedoras, cercanas a uno desde siempre, y
luego bajarte el domingo a la taberna de la esquina, con gente que te conoce
y conoces. He visto una casa que están rehabilitando y con unos contactos
que tengo creo que podré conseguir una.
—Pues yo no, prefiero hacerme unos kilómetros, pero luego estás en el
campo, en la tranquilidad, respiras, hueles a leña quemada en invierno y a
pino y hierba fresca durante el buen tiempo. Sé que a veces son una pesadez
los atascos, pero también está el tren de cercanías. Sabes que mucha gente
ya deja el coche en la estación y se viene en el tren. Cualquier día lo
empiezo a hacer yo también. Claro que como me viene a recoger el chófer
del Ministerio...
Fue el de la urbanización quien llevó al amigo a jugar al golf por vez
primera. Casi a rastras y luego ya no hubo quien lo sacara de los hoyos. Se
entregó en alma y cuerpo al profesor hasta lograr tener eso tan difícil que se
llama swing, y ya no permitió que nadie se riera más de algunos
descubridores anteriores del deporte. «La verdad es que es cardiaco y se
hace el ejercicio que no podemos hacer. Te engancha,tú.» Un amigo lo
invitó a jugar en ese primer club, y luego otro lo introdujo en otro campo y
ahora: «Chico, me he recorrido ya casi todos los de España. Me queda
alguno, pero ya tengo pensado acercarme un día a Pedreña, en Santander,
que me falta. Es un capricho, ¿sabes?»
Fue también una etapa un tanto solitaria, de renuncias. Los viejos
compañeros se fueron perdiendo. Se quedaron en los bares de Malasaña y,
un día por otro, ya no fue a buscarlos más. «Cualquier día tengo que volver
a darme una vuelta.» Se fueron quedando atrás tantos... «Hay que estar al
loro, y algunos se quedan anclados, sin moverse. Tan cómodos, y luego se
quejan, pero es su culpa. No aprovechan la vida, sólo la ven pasar y, claro,
se quedan ahí, al borde del camino. Lo otro cuesta, es difícil, hay que
esforzarse y estar donde se debe. No todos están dispuestos. Una pena,
porque fueron muy buenos tiempos y muy alegres, con ellos y con las tías.
Nos divertimos mucho e hicimos muchas cosas, hacíamos siempre un
huevo de cosas. Pero ahora yo tengo muchas más importantes que hacer.
Quizás debería invitarles a todos a casa y liar una buena. Pero no sé. Alguna
vez he estado en casa de algún amigo que lo ha hecho y ha resultado mal.
Salen siempre los avinagrados y los resentidos, los que te culpan de que te
vayan bien las cosas. Encima de que los invitas, acaba liándose una parda.
No sé, a alguno tal vez.»
Algunos reaparecieron luego. ¡Qué alegría! No todos se habían ido por
derroteros peligrosos, como a los que se llevó el caballo y el SIDA.
Algunos también habían sabido aprovechar el tiempo y ahí estaban. En su
sitio, los de siempre, pero triunfadores. En lo suyo, alguno hasta de
artistazo, y otros en negocios, en plan montar empresas nuevas, alguno de
ejecutivo total y no pocos en el rollo de la administración, que ahora hay ahí
mucho campo y luego te deja posibilidades con toda la gente que conoces y
con los que te relacionas. Fue el adiós a esa pequeña soledad y a lo que
quedaba de las estupideces de la conciencia retrógrada: «Que parecíamos
curas, tú.» Con los reencontrados y otros hallados en el camino ya está de
nuevo formada. No es manada. Esto de ahora va más por «cada uno en su
territorio», pero con lugares comunes, con mucho salir y planes juntos que
se pueden hacer. Al fin y al cabo, todos tenemos pareja. Las cenas son muy
agradables y entonces es cuando se descubre la gastronomía.
Ése fue el gran punto de inflexión del progre en los finales de los
ochenta. ¡El descubrimiento de la gastronomía! El que no supiera distinguir
(o al menos hiciera creer que sabía) un Rioja de un Ribera, era un
mentecato indigno de relacionarse con el progre reconvertido. Había que
estar al tanto de las añadas y, por supuesto, saber diferenciar un crianza de
un reserva y de un gran reserva, conocer los tipos de uva y expresar cierta
tendencia a favor del Ribera del Duero contra el Rioja, que luego sería
sustituido por el Somontano y después por el Priorato para ahora volver a
las pautas marcadas al Rioja, que Aznar es un propagandista del Ribera y
hasta en eso hay que dar toque de distinción
Fue magnífico ese gusto por el vino. Quizá es justo reconocer que tal
encuentro entre los progres y los caldos ha sido de lo más beneficioso que
ha hecho la especie por la sociedad española, y recriminar tal actitud
debería ser castigado con la abstinencia eterna. Sin embargo, habré de
señalar, sin criticar ni por lo más remoto el fenómeno, que hubo y hay, y
eran los más paradigmáticos, auténticos especialistas que llegaron incluso a
escribir en revistas y hasta a participar con expertos en catas prestigiosas. Y
era todo un ribete de progresía el saber distinguir no ya un blanco de un
tinto, un Rías Baixas de un Ribeiro y un Penedés de un Rueda, sino llegar a
la sabiduría de elegir las añadas y de saber qué tipo de vino se prestaba a
cada plato y a cada manjar. Cuántos éxitos de todo tipo, tanto sociales como
íntimos, tanto de negocios como de alcoba, no han dado esa apostura en
saber escanciar un tinto.
Y no todo era vino. Junto a él llegaron los conocimientos en quesos y
jamones, y en platos de nouvelle cuisine y en ir haciendo memoria y
peregrinación por los restaurantes más destacados de cada ciudad. Ésa era
la pregunta y la recomendación que primero se pide y ofrece antes de cada
viaje. El nombre del lugar se susurra como un secreto, porque es un tesoro
ese conocimiento y una prueba de amistad y de confraternización el
compartirlo. La oleada progregastronómica ha sido y es verdaderamente
digna de alabanza, y está en el origen, pues no son pocos los que se han
decidido a entrar en los negocios, y en el desarrollo de su pujante marcha.
Que así sea por muchos años y que no sea ésta jamás una tendencia
pasajera.
La noche, sin embargo, se comenzó entonces a abandonar, al menos en
cuanto a salida de campeo y disparate se refiere, aunque al principio
pareciera lo contrario. «Porque entonces era cuando más salíamos. A
nuestros sitios, claro, que eran los “más” de cada una de las ciudades, donde
había marcha de verdad y marcha fina, no de sal gorda. Eran los tiempos
del mucho diseño en barras y camareras. Estaba llegando 1990 y la
Olimpiada, que fueron el más allá de aquello, y los locales eran obras de
arte, compitiendo por el look más atrevido. Fue la revolución estética.
Como ésa no se ha visto. ¿O es que no se acuerdan?»

Las culminaciones
Lo progre culminó a partes iguales, aunque por diferentes caminos y
sesgos bien distintos, al final de los ochenta para tener su gran explosión en
los primeros noventa. En Madrid tuvo un acento musical y cinematográfico
y en Barcelona fue más de diseño y arquitectura. En Madrid se llamó
«movida» y en Barcelona fue «olimpiada». Hablaban además,
inevitablemente, dos lenguas, porque el progre de Barcelona ni en sueños se
podía permitir expresarse en castellano, aunque su madre fuera de Jaén y su
padre murciano. El nacionalismo había tomado patente de progre y el más
nacionalista de todos era el alcalde Maragall, que era socialista, con lo cual
se lograba la cuadratura del círculo y era la leche, tú: ser más nacionalista
que Pujol, y de izquierdas consagrado, porque ya se había hecho del PSC
hasta Solé Tura, que ahora es el más nacionalista de todos, él, que había
sido del PSUC, los rojos de antes que ya no pintaban nada.
Por Cataluña la cosa progre, pues, aún tenía y sigue teniendo —ya que
esta comunidad ha sido sin duda el faro principal y la luz señera de la
progresía española y de ella provienen sus virtudes y sus defectos— el
toque más político. Es sin duda el progre de más envergadura y desarrollo,
el que más libros ha escrito y el que más se ha autopromocionado sin
importarle siquiera el autoconsiderarse gauche divine, a la francesa y sin
complejos.
La movida madrileña era otra cosa. En realidad nadie sabe muy bien
qué era la movida, ni se sabrá nunca, pues en realidad más bien era mucho
ruido y muy pocas nueces. Se suponía que era un amplísimo movimiento
cultural de base que sacudió los cimientos madrileños y que hizo de la
ciudad algo divertido y genial. No tenía nada que ver con los progres
políticos, más bien les repugnaban. Eran los pasotas, pero se engancharon
muy bien a las posibilidades de Tierno Galván, y en nada estuvieron
asomando la cabeza por todos los lugares y recibiendo elogios, bendiciones
y patrocinios a una obra que no se ve por ningún sitio. El rollo era muy
musical, muy de bares y de darle ya a algo más que al «canuto cantidad»,
que cantaba Sabina, que no era de esa marcha aunque se le quisiera
confundir. La movida era, ante todo, gestos y poses, y en eso fue a quedarse
al fin y a la postre después de habérselo pasado de miedo yendo de malos y
malditos y acabando por caerse más de dos por malos despeñaderos. La
movida era gaseosa y noctámbula, y reivindicarla es lo mismo que intentar
acordarse de las lagunas que hay en la memoria resacosa después de una
borrachera. Algo se había hecho la noche anterior, pero no se sabía muy
bien el qué. Sin embargo, se había pasado de coña haciendo el artista y se
volvía a las andadas al día después. La movida tuvo, eso sí, una figura de
postín, hoy ya varias veces elevada a los altares y siempre paseada como
imagen milagrera en todas las procesiones. Es Pedro Almodóvar, del que
los franceses dicen que es un genio mundial, cosa que también opinan los
estadounidenses cuando le dan el Oscar, pero al que aquí aún se le resiste
cierto personal, que ya me imagino que no después de haber hecho de
trompeta en sus desfiles. Almodóvar es el único superviviente de aquello
que tan poco rastro ha dejado, a no ser que se considere bagaje cultural a
teñirse el pelo de colores chillones, mayormente de colorado rabioso ellas y
de rubio platino algunos.
Fue un gran tiempo aquel de la movida. Era una gozada disponer de
todos los pesebres y encima ir de superprogre por la vida. El resto eran unos
tipos que estaban desfasados y, o bien eran unos trasnochados que aún
creían en las utopías políticas, o bien unos fachas de manual felizmente
derrotados para toda la eternidad. La época de abundancia no parecía que
fuera a tener fin, y si alguna fábula podía aplicarse a aquellas gentes, era sin
duda la de los saltamontes. El resto eran tristes, miserables y aborregadas
hormigas cuya estúpida ilusión era trabajar.
Madrid, se decía, le había tomado la delantera a Barcelona. Era en
Madrid donde ardía la noche. Y de verdad ardía, no se cerraba nunca y la
vida nocturna alcanzó cotas insuperables. Porque, eso sí, la movida tenía
una marcha de copa y música de no te dejes de menear. Por quien más hizo
fue sin duda por la hostelería y los pubs de mucho diseño y ambiente.
Postmoderno creo que se llamaba, pero no me hagan mucho caso, que con
estas cosas me pierdo un poco.
Barcelona tenía que contraatacar, y vaya si lo hizo. Lo suyo sí que fue
una culminación a base de Olimpiada, cemento, asfalto y diseño. Fue el
triunfo del progre catalán a esfera planetaria. La prueba de que ellos eran
sin duda lo más moderno, lo que estaba más en la vanguardia de las
Europas, y donde el diseño lo invadía todo como el valor supremo. Hasta el
muñeco era progre. Todo era progre en la Cataluña olímpica. Eran progres
Maragall, Mariscal... Pujol mismo lo era, y sus hijos más, y era tal la
progresía que acabo pareciendo que Samaranch, tapadas las fotos con
charreteras y las presidencias franquistas de la Diputación, pareciera un
progre también. Todo, todo tenía aquel glamour, y hasta la máxima
reivindicación, aquel «Freedom for Catalonia», se hizo en inglés, que es la
lengua en la que hacen siempre los anuncios los progres, porque así se ve
que han ido a Nueva York. La reclamación de la independencia de Cataluña
con la antorcha sonaba a moderno, a modernísimo. Encima se ganaron un
montón de medallas y los vencedores luego se cargaban, ¡qué progre!, de
todas las banderas: la del pueblo, la de la provincia, la de la comunidad y la
del Estado. Casi ni podían dar la vuelta de honor con el peso.
Hubo también una Expo por el Sur, la de Sevilla, que tuvo su punto y un
perfil de edificios de lo más atrevido, no fue para nada tan moderna. Más
bien sonó a cosa un poco antigua, con la carabela aquella hundiéndose y
todo. La Expo fue muy sevillana y quedó de mucha fiesta, pero de moderna
y progre sólo parecía tener los puentes. Había demasiado pueblo bañándose
los pies en las fuentes en cuanto tenías un descuido.
Pero Expo y Olimpiada fueron el canto de cisne. Luego llegó la cuesta
abajo. Lo progre empezó a no llevarse, máxime cuando algunos se lo
habían llevado calentito y los empezaban a pillar por todos los rincones y el
personal a tragarse muy mal lo de la corrupción. Fue una lenta agonía, y
qué mal se pasó y con qué resignación hubo que abjurar de muchas cosas.
Aquello pintaba cada vez peor, y no acabó de pintarse negro del todo en
1993, pero acabó por caer el telón en 1996 y fue el crujir de dientes.
Aunque, ¡quia! Un curtido progre tiene reservas para todo. Empezaba, tras
un momento de desconcierto, una nueva etapa. El progre milenario supo en
ese momento que era en verdad cuando estaba a punto de extender
definitivamente sus alas para un vuelo al sol y a la plenitud de la luz. Ahora
había que entrar levemente en el silencio, aprovechar incluso lo recogido
del interior de la crisálida para seguir tejiendo. Los tiempos de comer
ansiosamente hojas verdes habían de dar paso a una época de mayor
sosiego, aunque no tenía que ser de menor aprovechamiento. Mejor sordina
y paz que seguir ramoneando por el jardín que se había puesto peligroso y
cualquier pájaro te podía acabar llevando en el pico. Ya llegarían tiempos
mejores.
Y han llegado. Hoy la libélula está a punto de salir. Está de hecho
volando ya al sol de la primavera. Es el resplandeciente progre del nuevo
milenio, el progre milenario, curtido en mil batallas pero con todos los
recursos, toda la movilidad y todas las ganas. De estar de nuevo al sol y a la
sombra del poder y saborear el dulce néctar de la venganza.

* Pequeñas manifestaciones por sorpresa con rápida dispersión antes de que llegara la policía.
** Fórmula organizativa comunista, de muy pocos miembros, que era un compartimento estanco con
respecto a las otras.
II
Un triunfal y alado retorno

Pretende este capítulo, con el mucho riesgo que el generalizar implica,


trazar el retrato-robot del progre milenario, first class, en su definitiva y
brillante «fase alada» en estos tiempos de su regreso triunfante y clamoroso
a la vida española cuando las huestes de Aznar desmayan y huyen y las
pancartas y los pareados contra el enemigo han tomado las calles. De nuevo
su mensaje es hegemónico, de nuevo todos caminan unidos, de nuevo el
poder se acaricia con la punta de los dedos, de nuevo se han hecho progres
todos los actores, los cantantes (hasta los de Operación triunfo, las Ketchup
y las Papá Levante) y hasta los modistos montan mítines en las pasarelas, y
todas las misses y las top-model, además de poner cara de mala leche
cuando desfilan (es la moda) y dar envidia a las señoras ricas que las
contemplan, se ponen pegatinas en las minifaldas de vértigo y en las
trasparencias sobre las tetas. Nadie se atreve a ir contra sus consignas y
hasta las nenas monas las escriben en los billetes de cinco euros que
entregan con una sonrisa cómplice al camarero.
El progre, después de largos años de crisálida, tras tanto tiempo de
silencio obligado y de recogimiento forzoso, ha surgido a la luz en este
principio de milenio, en estos años de gracia de 2002 y 2003, cuando nada
hacía prever su resurrección, cuando todo parecía perdido y ya se pensaba
que su sino era el ostracismo o la adaptación a un mundo de pijos, marcas y
gaviotas triunfantes. El chapapote fue el magma que alumbró su
renacimiento y, como un ave fénix, brotó de nuevo a la luz desde la negrura
del fuel del Prestige para luego elevar un vuelo jubiloso al amparo del
máximo benefactor que podían haberle otorgado los hados: el emperador
Bush.
El nuevo milenio con el Prestige y la guerra de Iraq ha supuesto el
advenimiento de una nueva generación de progres. Sin embargo, eso ya será
objeto de su capítulo correspondiente y sólo queda aquí señalar el
alborozado encuentro de estos especímenes recién nacidos con sus mayores,
con este progre milenario, el gran veterano hispano, quien, como ya
describíamos, vio la luz al final de los sesenta, probó las mieles del triunfo
en los ochenta y las hieles de la derrota en los noventa. Ahora, tras años
rumiando la venganza protegido por las telas y secreciones de que supo
envolverse, haciendo de la inmovilidad su arte de supervivencia, ha
emergido de nuevo presto a tomarse cumplida venganza y a imponer de
nuevo su ley, sus gustos y sus modas. Éste es su retrato.
Ha pasado largamente de los cuarenta y puede que muy bien de los
cincuenta. Vive en una gran urbe, en piso del centro rehabilitado o tiene una
casita baja en una colonia ahora cotizadísima o bien un chalet en las
cercanías. Su nivel económico es desahogado y tiene gustos de toque
sibarita, presididos, eso siempre, por lo ecológico, lo biológico y lo
macrobiótico. Su relación con el mundo, su visión de la vida y el disfrute de
sus placeres ha de estar siempre presidido por las «cuatro eses»: sano,
saludable, seguro y, faltaría más, solidario, su gran palabra talismán del
tercer milenio.
Va por su segundo matrimonio y hace como que se lleva de muy amigo
con la primera pareja. La segunda, en el 98 por ciento de los casos, cumple
los siguientes requisitos: es más joven, está más retocada y es más
gastadora. Si hablamos de una progre, entonces su segundo marido-tipo
será más viejo y menos progre pero bastante más rico y poderoso que el
anterior. Porque un progre a quien le pongan un yate no está muy bien visto,
aunque todo se andará, pero está ya aceptado y hasta se puede dejar robar
unas fotos de verano, que se lo pongan a ella.
Los hijos tanto de la primera como de la segunda pareja han gozado de
la más bienintencionada y permisiva de las educaciones. Tanto ha sido que:

1. no tienen ninguna prisa de irse de casa, donde hacen lo que les viene
en gana, y
2. son ellos los nuevos tiranos y los que imponen las normas y
desplazamientos a su antojo y capricho.
Ser colegas y amigos de los hijos ha sido la pauta básica y primordial de
la relación padres-hijos. Y tanto colegueo ha acabado por concluir en no
saber dónde está cada cual y que el desnorte y la confusión han creado toda
una generación de «derechohabientes» sin la más mínima sombra de algo
que suponga los correspondientes deberes. Algunos padres piensan hoy con
culposa resignación que su actitud les ha conducido a convertirse en mezcla
de esclavos y manantial de caprichos de sus retoños. Los chicos de los
diversos matrimonios se llevan, eso sí, muy bien entre ellos, y la alianza es
perenne entre las dos tribus si de lo que se trata es de saquear económica y
afectivamente a los diversos progenitores.
La casa refugio fuera del mundanal ruido es la «casa del pueblo», que
no tardaremos en visitar. Es el gran remanso en el que el progre se restaura
el ánima y el ánimo. Presume de buscar allí la soledad, pero se practica el
viejo axioma de que la «soledad es maravillosa si se tiene alguien a quien
contárselo». Así que se requiere inexcusablemente la compañía de otros
amigos de parecido pelaje y situación. Eso de estar solo en el campo y con
la naturaleza es la hipótesis del martes, pero la tesis del viernes es la de la
variada compañía. Es más: si acaece que por un par de veces seguidas se
está más solo que la una, no tarda en producirse la deserción. La soledad del
progre es siempre con un grupo de amigos.

Mechas, ¡jamás!
Las señas de identidad física, qué remedio, han ido variando con el
devenir de los años. Los kilos (aunque el progre no suele ser de tipo orondo,
tirando más bien a lo enteco, y la progre tiene marcada tendencia al
escurrido), las calvas y las canas no han respetado ideologías. Lejos están
aquellas melenas al viento, aunque ahora los más osados, como claro
símbolo de rebeldía, han optado por la coleta, aunque por delante se luzca
un frontal desierto. La coleta viene a ser la revuelta del progre contra la
calvicie. Otro elemento de cambio importante ha sido el rasurado de la
barba. De las de los setenta y de los afeitados de los ochenta y noventa se ha
pasado a la nueva estética, que sin llegar a la del mendigo que practican
algunos directores de cine, sí incorpora esa cuidada barba de dos días y tres
noches, que da un toque golfo. Para que quede bien hay que cuidarla
mucho, claro.
Ellas han pasado también, y aún con mayor alivio por su parte, de unos
setenta rígidos y prohibitivos en todo tipo de afeites, cuidados corporales,
maquillajes y, ¡jamás!, teñidos de rubio platino y aún menos de mechas (la
mecha era el pecado mayor en que podía caer una progre), a hacerse
crecientemente más permisivas. Los teñidos surrealistas siempre le han ido
a las más «locas», pero las más asentadas y cuidadosas de su estética han
sabido acoplarse a los tiempos. El cuidado del cuerpo no sólo está
permitido, sino que es imprescindible, y al margen de siluetas redefinidas
basándose en gimnasia o incluso una discreta cirugía, hoy en el mundo de la
progresía todo está permitido con la condición de que no se note, de que no
sea ostentoso y que tenga, por el contrario, el toque de lo sencillo y lo
natural.
En cuanto a los abalorios, es tan importante el saberse colocar los
precisos como huir de los contraindicados. Y así, mientras en los setenta lo
que marcaba estilo era una algarabía de collares de semillas, hoy es
preferible un único, simple y carísimo artilugio minimalista. Y si entre ellos
las pulseritas multicolores indígenas eran marca de la tribu, hoy sigue
siendo, como entonces, poco menos que una atroz provocación el llevar
cualquier adorno con los colores de la banderita de España. Hoy el símbolo
enemigo por excelencia, pasada la moda de los relojitos con banderita, son
los adornos fabricados a partir de algún trofeo de caza, como un llavero
hecho con las amoladeras o un collar montado con los colmillos de un
jabalí. Eso es un pecado mortal para un progre. ¿O es que no sabe que la
caza es cosa de fachas asesinos de la naturaleza?
Pero lo cierto es que el progre del nuevo milenio se ha vuelto mucho
más autopermisivo en todo, y esto se refleja en su aspecto exterior. Si ha
admitido al capital, a sus pompas y a sus obras, si ha disfrutado de las
mieles del poder y de sus lujos, eróticas y poltronas, algo ha debido de
afectar esto también a su vestimenta. De hecho ha ido parejo, aunque, por
aquello de que lo esencial de la mujer del César es parecerlo, el progre ha
luchado y lucha por su diferenciada indumentaria, y eso se consigue
logrando que las variaciones del interior no se reflejen en exceso en el
exterior. O sea, procurando mantener la fachada. Así que, aunque pueda
parecer otra cosa, se ha buscado siempre una línea de continuidad y no
ruptura en los aspectos. Puede haber cambiado en muchas percepciones y
no digamos retribuciones, pero si se consigue mantener una línea coherente
al menos en las ropas, el lenguaje y el estilo, eso puede ser la salvación y la
coartada para cuando lleguen tiempos mejores, que parecen estar llegando.
Por lo menos, y si la vida cotidiana obliga a lo contrario, hay que marcar la
distancia, y aunque uno se vea obligado al traje, éste habrá de ser distinto al
de los que siempre han llevado traje y nunca han sido progres. Igualmente
es imprescindible mantener a mano ciertos uniformes de campaña y
manifestación. Ha sido absolutamente paradigmática la del 15 de febrero.
La uniformidad dentro de la absoluta y exigida desuniformidad puso en
evidencia que los progres estaban perfectamente preparados para tales
contingencias. Fue, desde luego, el récord negativo en cuanto a corbatas, el
día que menos se usaron en España por lo menos desde la proclamación de
la I República. La corbata, señores, ha vuelto a ser, por si no lo saben,
aunque haya a veces que resignarse a ella, un símbolo de la opresión facha.
Un actor lo ha teorizado incluso. O al menos así lo es para una estética
progre. Los únicos que osaron llevarla y ponerse ese día chaqueta fueron
algunos obreros de viejo cuajo, que todo el mundo sabe que son unos
antiguos y unos demodés que hasta tienen comités de empresa. A los
progres ponerse tal aditamento en tan señalado día les habría parecido una
blasfemia.
Con todo, el pelaje y el traje han variado y mucho desde los setenta. A
pesar de los disimulos se ha notado un mucho mejor lustre y, desde luego,
existe una mucho mayor apertura y permisividad que entonces, cuando
«éramos unos sectarios en todo y también en esto». De aquellos tiempos en
que ellos tenían que ir con trenka, vaqueros y barba, y ellas sólo se quitaban
el pantalón y el jersey de cuello alto cuando se decidían a irse a la cama y
por fortuna no sólo para dormir, a estos de hoy, han corrido muchas aguas y
pespuntes bajo los puentes de la vida. Ellos tuvieron primero que ponerse
algo más decentes y se rindieron a la corbata (si no eran cómicos o
cantantes, que esos nunca se doblegaron) aunque lograron componer un
cuadro a base de vaqueros, chaqueta o chupa de cuero y la supuestamente
odiada prenda que marcaba una diferencia. Pero la cosa andaba atrancada.
Fue entonces cuando el diseño salvó al progre. Se crearon trajes de diseño
progre, camisas de diseño progre, corbatas de diseño progre y todo, todo fue
de diseño y con ello se abrió la veda de poder llevar cada uno lo que
quisiera, para seguir sintiéndose de la tribu y, además, gastándose un pastón
en hacerlo y que los Iniciados, tan sólo los iniciados, lo supieran. Porque un
progre en lo que siempre se diferenciará de un pijo es en que a aquél jamás
se le verá una marca, jamás una de esas marcas que son las señas de
identidad de los pijos.
Sí, han sabido disfrutar estos cambios y estas permisividades y ahora,
con el revival de los setenta y el «compromiso» pueden además
desempolvar viejos hábitos y atalajes y hasta revivir estéticas de tirado,
aunque me digan que son las prendas que más cuestan y que nada sale más
caro que parecer un mendigo. Han sido ellas, sobre todo —los hombres,
incluidos los progres, son unos aburridos monocordes en cuanto a ropa—,
quienes lograron poco a poco que aquella auténtica prohibición que se
cernía sobre cualquier cosa que supusiera culto al cuerpo haya sido
felizmente levantada. Pero no iban las progres a ponerse como pijas, ni
seguir la senda de la rubia falsa y la mecha obligada. Tenían que inventar un
camino, y lo lograron abrir y hasta han marcado un nuevo estilo. Su senda
ha sido la de lo natural, lo crudo, lo aparentemente discreto, lo que no ha de
notarse pero se nota y a la legua, la mayor calidad y la menor estridencia.
Lo que sólo saben los íntimos y las que entienden es que a lo mejor su traje,
tan sencillo, cuesta más que el de una cazamaridos con fijeza en el ¡Hola!,
y que su adorno al Cuello es tan exclusivo que le ha costado lo que no valen
todos los sortijones de la querida de un banquero.
Desde luego, nada es más cierto que en los setenta las pobres ni
maquillarse podían, y ponerse mini no estaba en absoluto bien visto. Hacer
el amor sí, pero de ir en plan mujer objeto ni hablar. El vaquero fue el gran
recurso, y si no la falda larga, hippie o no, pero larga. Luego se abrió la
mano y en los ochenta ya se podía «ir mona». Pero con tiento, siempre con
tiento. No fuera que se les confundiera con el «enemigo». Desde luego
nadie, ni en su más enloquecido desvarío, podía caer en la tentación de las
mechas. Se admitía falda corta sin excesos y la famosa «pata negra». Ahora
el look tiende, ya lo hemos dicho, al escurrido, sin perifollos ni
floripondios, «no vaya a parecer que donde hemos estado o de donde
venimos sea de la boda de Anita Aznar, o que hemos quedado para ir a
bailar a Gabana». La ropa no ha de lucir marca, pero si ser muy «marcada».
Que sólo lo sepan las que están en el secreto. En ellos y en ellas no puede
faltar el uniforme campestre o de fin de semana. Ecológico, por supuesto.
Pero nada de verdes camuflaje, que son cosa de los odiados cazadores. Los
colores grisáceos y los marrones están mejor vistos. No es el progre
tampoco muy dado a la moda «explorador» ni a parecer que va uno
disfrazado de Kitín Muñoz, que a su vez va disfrazado de Miguel de la
Quadra. Lo de ir de descubridor de selvas vírgenes está muy
contraindicado. Un progre que se precie mira con cierta sorna esa
proliferación de bolsillos y artilugios, y todo lo más que puede permitirse es
una pequeña brujulita en la pulsera del reloj. Las botas de mucho empaque
aventurero también le echan un poco para atrás, y el bigote al citado modelo
Quadra Salcedo les da un cierto repelús imperial y decimonónico.
Les une el vehículo. El progre, del legendario 2 CV que fue su fetiche
automovilístico, aún más que el «cuatro latas», y tras transitar por diversos
turismos y algún que otro coche oficial, ha pasado al todo terreno. Pero el
del progre no ha de ser en exceso estentóreo, no de esos que parecen que se
van a comer todo el monte, y desde luego no parecer jamás el de un
«montero». El suyo ha de ser, si se puede, uno de los más clásicos, aunque
luego haya sido convenientemente remozado y acondicionado a su antojo.
Además vale mucho para la ciudad, y el progre es de los que se lo lleva al
restaurante, a la oficina y a mear si pudiera. Igual que todos, vamos.
Una cosa es un progre en viaje campestre nacional y otra es cuando se
decide al viaje al país exótico. Entonces es cuando se suelta la melena.
Entonces sí que parecerá, si va por Africa negra, un ranger de Botswana, un
guía de Kipling en la India, un ayudante de Al filo de lo imposible en el
Nepal; o, si por algún país iberoamericano es por donde transita, parecerá
un selvático y audaz aventurero que, dados sus abalorios, haya sido
adoptado al menos por cinco tribus amazónicas. Ellas, cuando no van en
pareja suelen conformar manadas exclusivamente femeninas, peligrosísimas
por clerto, y unirán a lo anterior un sinfín de compras de los objetos más
diversos, con gran proliferación de cestería. La impedimenta final de la
expedición, sobrecargada con todos los artilugios de encender fuego,
orientarse, ahuyentar mosquitos o fabricar cabañas serviría para equipar a
un safari completo. Si por un casual el espécimen se topa con Javier
Reverte, que no se topará porque Javier se mete por sus sitios y por ésos
sólo sabe andar él, y lo ve venir con su camiseta vieja y sus vaqueros
desteñidos (se lleva toda la ropa machacada y se va desprendiendo de ella a
lo largo del viaje) lo considerará todo un turista inadaptado.
Otra cuestión de suma importancia es: ¿dónde puede y dónde jamás
debe ir un progre? ¿Cuáles son sus santuarios de peregrinación? De
inmediato hay que responder que ahora, en este preciso momento hay uno
por excelencia: la romería progre actual tiene un nuevo destino y no podía
ser otro que Galicia y la Costa da Morte. Del fenómeno, por su singular
trascendencia, habrá que hablar largo y tendido, pero al menos dejémoslo
aquí anotado. Y ahora hagamos un poco de memoria.

La isla de los progres


En España, y superada la fiebre ibicenca, más ligada a los hippies, pero
ya muy contaminada por ricos vulgares, la isla por excelencia de los progres
es Menorca. Allí en agosto se produce la mayor concentración por cala de
todo el mundo. Desde Ciudadela a Mahón y desde Cabo de Caballería hasta
Binimela, la isla es suya. Es su ideal. La que mejor refleja su idea de lo que
debe ser un verano tranquilo, con sabor autóctono, con su pasado
republicano, con ese toque inglés de las casacas de los «jaleos», el gin y la
casa de Nelson, con una marcha pacífica y reuniones de amigos en los
predios, con bares donde el camarero saluda a los asiduos de prestigio, y los
ecologistas del GOB (Grupo Ornitológico Balear) en el gobierno. La isla
sirve además de punto de encuentro entre las diferentes nacionalidades
progres, dado que el catalán, mayoritario, se encuentra con el madrileño,
cada vez más abundante.
No es pues de extrañar que los mayores ¡conos de la progresía nacional
pasen allí sus descansos veraniegos, repitan año tras año y algunos se hayan
comprado bellas construcciones mirando a sus calas y con la espalda
cubierta por el olor de las higueras. En tiempos del gobierno PSOE se
podían hacer hasta Consejos de ministros, dado el número de los que allí
veraneaban. Ahora, ya ex, siguen marcando estilo. José María Maravall es
el mayor símbolo, y en tiempos gloriosos se celebraba una fiesta en la que
se daban cita todos aquellos poderosos entre los que no faltaban los
proceres locales que tradicionalmente gobiernan sus más importantes
municipios, empezando por el bastión de Mahón. Almunia, Guerra,
Maragall, Rubalcaba, Abad y no sé cuántos más se han dejado acariciar por
sus aguas y han comentado como grandes entendidos la fuerza de la
tramontana. Otros también iban y tal vez sigan haciéndolo, pero como
estuvieron metidos en algunos de aquellos asuntillos que llevaron al PSOE
a ciertas debacles y a algunos de ellos a visitar lugares lóbregos como
banquillos y cárceles, ya no los sacan en la prensa local. Porque Gabriel
Urralburu, el ex presidente navarro, era de los que más pintaban, y algunos
de Filesa, como Navarro, era muy famoso en Es Castell (o Villacarlos) por
sus paseos en Vespa.
Pero, y nunca mejor dicho, pelillos a la mar. No son los políticos
quienes dan el mejor toque progre. En su conjunto el verano de la isla
siempre ha estado bajo la batuta de otros grandes personajes como Ana
Belén y Víctor Manuel y su casa al otro lado del puerto mahonés, hermosa
pero que les dio muchos quebraderos legales de cabeza. O su vecina la
superprogre Mercedes Milá, un poco a la greña con los pescadores locales.
No falla ningún verano Iñaki Gabilondo y siempre es bienvenido Serrat. A
unos y a otros suelen visitarlos los Aute y los Sabina, y por el puerto se
pasean los Tricicle o los de La Trinca. O se ve comprando gusanos para
pescar a Óscar Ladoire, o no se ve a muchos otros que andan por allí pero
pasan perfectamente desapercibidos. Porque ésa es la gracia. Allí no hay
plaga de paparazzi, ni la repugnancia de las noticias de visceras amatorias
que se suceden por la vecina Mallorca. Allí se está en paz y en paz te dejan.
Sobre todo, y esto hay que reconocerlo, porque estas genles se han negado
siempre y muy en redondo a comerciar con su intimidad. Menorca da para
mucho, hasta para hacerla marco de novelas como la que titulada La isla del
viento escribiera nada menos que Juan Luis Cebrián, el gran pope de El
País, asiduo, como no podía ser menos, del enclave.
Sin embargo, toda rosa tiene su espina, y ésta ha sido de las dolorosas:
nada menos que Aznar se ha aficionado a la isla y lleva yendo ya dos
veranos con toda la familia y venga escoltas y venga fotógrafos tras de
Agag y de Anita. Hubo sus protestas y sus sarpullidos, pero se impuso al
final la sensatez y al margen de algún exaltado hubo de reconocerse que no
por ser presidente del Gobierno y ser del PP dejaba el hombre de tener
derecho de veranear donde le placiera. Que hasta algo de esto se puso en
discusión con mucho énlasis. Los menorquines, con su toque fenicio,
decidieron que les venía muy bien para el negocio y aquí se acabó el jardín.
Hay, sin duda, otros centros muy señalados en España, pero Menorca es
paradigmática, y por concentración de progres por metro cuadrado y
número total de habitantes no hay duda de que está a la cabeza del país en
lo que a esta cuestión se refiere. Cierto que algunas playas de Andalucía
occidental y algunas de la zona granadina junto a poblaciones de la Costa
Brava le siguen los pasos, pero hoy por hoy, Menorca sigue ganando esa
liga.
Más disperso es el panorama de las peregrinaciones internacionales. La
India estuvo siempre muy prestigiada y sigue teniendo un fuerte tirón. La
cosa orientalista siempre le ha encajado muy bien al progre en todo, hasta
para cambiarse de religión, aunque lo peor vino cuando había que tragarse
unos aburridísimos conciertos de un tal Ravi Shankar, o algo así, que eran
aún más tremendos que las películas de Bergman. Pero como era hindú,
oriental y eso, había que apechugar con ello. Hoy, aunque no tan extendida,
la tendencia prosigue y me dicen que lo zen es el remedio de todo mi
futuro. Ya veré si pruebo.
El Magreb tuvo su época dorada, pero ha ido muy a menos, aunque se
mantienen como santuario de visita obligada los campamentos polisarios.
Un progre, y aún más una progre, a poco que pueda ha de haber estado al
menos una vez en la vida en Tinduf. Los safaris son cosa de pijos, aunque
sean fotográficos. Otros son hoy los destinos que verdaderamente hacen
mella. Los iberoamericanos son los predilectos. Y si además se adopta un
niño ya es la leche. Cuba parecería el destino numero uno, pero no. Ha
perdido mucho desde que va tanto esperpento a buscar sexo, ese que no se
atreven a buscar en sus ciudades aunque seguro que hay tantas o muchas
más prostitutas en la Casa de Campo de Madrid que en todo el malecón de
La Habana. Además Fidel ya está tan pasado que ni los progres lo
defienden, y tan sólo algún rojo irredento como Antonio Gades saca
siempre la cara por él. A los demás les da como cierta vergüencilla.
Los destinos nuevos han de tener otro glamour. En los ochenta era moda
la Nicaragua sandinista, pero aquello acabó bastante mal y no es cuestión
tampoco de irse de guerrillas a Colombia, que la cosa está muy brava y
peliaguda. No obstante, siempre queda algo y alguien que se adapte a lo que
se busca, y ese algo y alguien son Chiapas y el subcomandante Marcos, que
es un poco más de mentirijillas, más intelectual y con casi ningún tiro. San
Cristóbal de las Casas suele ser un lugar magnífico para hacerse una
colección de fotos de progres en peregrinación al santuario. Luego, y si se
quiere salir del circuito puramente político, no falta en ningún país de
Iberoamérica la ruta indígena o de pasado prehispánico que adorar al mismo
tiempo que se pone a parir a los conquistadores españoles, que es lo que un
progre debe hacer antes de nada. Machu Pichu es, sin duda, parada
obligatoria, y por la pirámide del Sol o la de la Luna de Teotihuacán, que
ésas no las rompimos nosotros, lo que prevalecen son los acentos españoles
y alguna expresión en catalán por encima de los tonos mexicanos. Por el sur
se está prestigiando cada vez más, en este caso por su tono ecológico y
natural, la Tierra de Fuego, Torres del Paine en Chile o el glaciar Perito
Moreno en Argentina. Son lugares de los que un progre puede presumir.
Aunque luego le dedicaremos un capítulo, no me resisto aquí a dejar ya
anotada esa actitud del español ante su historia que manifiesta allá por
donde vaya. Lo primero que sucede es que por lo general la ignora, tanto
para bien como para mal. Se ha quedado con el topicazo y la leyenda negra
y suele hacer un verdadero papelón pidiendo de continuo perdón por lo que
supone hicieron sus antepasados y que normalmente pide al descendiente de
los que verdaderamente allí llegaron, un criollo que suele oír entre perplejo
y luego un punto ensoberbecido cómo el progre hispánico arroja paletada
tras paletada de mierda sobre la «madre patria».
Es necesario reconocer que ha existido un cierto cambio de actitud a lo
largo de los años en este aspecto. Con el franquismo se salía, lo poco que se
salía, acomplejado. No era para menos, siendo la última dictadura de
Europa occidental. Luego poco a poco hubo una cierta recuperación del
concepto sobre la propia nación. Ser español empezaba a ser algo de cierta
enjundia y comprobamos que no sólo no nos miraban mal, sino que nos
admiraban. Hoy ese fenómeno es creciente y junto a los resquemores
históricos aparece una doble mezcla de admiración y de rechazo.
Admiración por los logros económicos y democráticos (las colas ante las
embajadas españolas para buscar el venirse a trabajar son legendarias) y
rechazo por el papel que se nos atribuye de nuevos imperialistas dada la
impresionante presencia de las grandes empresas y bancos españoles en
aquellas tierras americanas.
En general el progre español se comporta como tal mucho mejor en
Europa, donde se ha pasado de destinos ideológicos, con Moscú en primer
término, a otros que también lo son pero ahora en plan «cayó el muro».
Praga es el destino predilecto y el que mejor queda para comentar en las
veladas. Además, la personalidad de Havel, el político intelectual, ayuda a
dar un mayor glamour a la ya de por sí maravillosa ciudad. Por tierras
europeas, sean de Occidente o del Este, el progre llega a sacar pecho de
español, lo que supone un inmenso cambio y un giro copernicano en su
actitud. Que alcanza incluso al patriotismo si el destino es Estados Unidos.
Allí sí que le sale el orgullo europeo, el hispano y el español. Se siente
inmensamente superior en calidad de vida y cultura y un igual en Nueva
York, ciudad en la que le parece encajar mejor que ninguna otra. Todos los
progres con posibles, y más si son catalanes, han peregrinado a Nueva York.
Y algunos como Maragall tuvieron un incidente similar al de san Pablo
cuando se cayó del caballo y han vuelto reconvertidos a la nueva fe liberal.
El 11 -S, al margen de por todas las demás y gravísimas cosas, fue también
una catástrofe sufrida como propia. Aquel día muchos progres españoles se
sintieron lo que nunca se habían sentido: cercanos y amigos de los
estadounidenses. Pero pronto se encargó Bush de dilapidar todo aquel
cariño y volverlo a convertir en rechazo.
Habrá que concluir este apartado señalando con legítimo orgullo que el
progre viaja mucho. En general, el español, en cuanto ha podido ha
rescatado una espectacular vena viajera, ahora por placer y no como
emigrante, que era la tradición más inmediata. Lo cierto es que entre unos y
otros están anegando el mundo, y no hay sitio donde llegue uno que ya no
haya un español por allí y ahora, incluso, ni siquiera tiene que ser gallego,
que es el que estaba desde siempre.
Aclarados los sitios donde sí peregrinar, llega ahora lo más importante y
mucho más definitorio: los lugares donde ni por asomo puede dejarse ver
un progre que se precie. Porque, ¿se imaginan ustedes qué sería de su
imagen si lo pillan en una fiesta de ésas a lo bestia, de cerveza, brazos
tatuados y culos al aire —ingleses o alemanes— en una discoteca de Palma
o de Benidorm? ¿O compartiendo un autobús de excursionistas del Inserso
camino del Pilar de Zaragoza? ¿O pasando una velada con jerseicito sobre
los hombros con las tías solteras en Santander? ¿O en una fiesta con Gil y
Gil, Gunilla y el doctor Cabeza en Marbella? Sería, simplemente, el fin de
una carrera de progre. El descrédito total. El mismo, por lo menos, que si es
sorprendido una noche entrando a cenar a hurtadillas a la casa de Aznar en
Menorca.

Doctor en quesos y vinos


En vacaciones es cuando más se habla de comer y de beber. Pero el
progre habla de ello con mucho énfasis y conocimiento todo el año. Hay
una razón de peso. Los buenos caldos y las mejores viandas tenían mucho
mejor digerir que los textos de Marx, y ya antes de caer el muro y mucho
después de hacerlo el progre descubrió una filosofía en la gastronomía. Así
que en vez de hablar de ensayos filosóficos y de tener que ir a ver películas
de Bergman se fue a cenar exquisiteces y se hizo un entendido en quesos y
un catador experto de cosechas de tintos. De los tiempos del bocata y la
caña se pasó muy rápidamente —a lo bueno uno se acostumbra pronto— al
vino de Rioja y la lubina. La lubina, sí, fue el pescado por excelencia del
nuevo poder. Tanto que a un presidente autonómico, de Murcia en concreto,
se le conocía con el apodo de «Lubinamismo», por ser ésta su sistemática
respuesta al camarero. Un edil gallego era identificado como «Amilubina»,
por idéntica razón.
Los más avanzados fueron mucho más allá, y después de hacerse
especialistas en todo tipo de sabores, aromas, taninos y paladares, amén de
conocer como nadie los entreverados del jamón, las curaciones del
manchego y los crujientes de la nouvelle cuisine, asaltaron sin ningún pudor
los templos gastronómicos hasta llegar a imponer en el presente sus gustos
y actitudes en buena parte de los fogones. Hoy marcan la moda y la
tendencia. Ferrán Adrià, el maestro de El Bulli, es su profeta y Sergi Arola
su más aventajado discípulo. Ante ellos y sus platos, cuando uno se come
unas fabes con almejas o se aprieta unas alubias con oreja, siente en el
fondo de su alma que es poco menos que un bárbaro paleolítico. Y si usted
quiere ligarse gastronómicamente a una progre, tal cosa, propia de hunos, ni
se le ocurra, y menos aún pedir arroz con liebre o estofado de corzo. No
sólo no se comerá una rosca, es que lo más seguro es que acabe en la lista
negra del estado mayor conjunto de los ecologistas.
La última moda es la comida japonesa. Ojo, la japonesa, no la china,
que es de pobres y de estudiantes sin recursos. La japonesa, el sushi, que es,
para que me entiendan, pescado crudo que se unta en salsas muy picantes
para disimular y podérselo tragar, es el no va más de la modernidad. Por lo
menos cuando estaba escribiendo el libro, que estas cosan corren que
vuelan y uno se ha podido quedar trasnochado en menos que Imelda tira la
edición.
Lo que estoy seguro que no habrá caducado es el odio por el pollo. Un
progre de nivel no come pollo. Y si lo cata, jamás será asado, que siempre
tiene un toque de ferial de ciudad de provincias. Otra cosa es pedir una
gallina en pepitoria. En tal caso ya está no sólo autorizado, sino que queda
dentro de las normas el pedir «pularda» e incluso capón de Villalba, aunque
ése menos, porque Fraga es de por allí. O sea, que si un día no pueden
aguantarse las ganas de comerse un pollo, ya saben: pidan pularda. No
vayan a hundir su crédito por cosa tan tonta.
¿Y fumar? ¿Qué me dicen de fumar? Pues los progres fuman bastante,
no crean, y ahora el sector canalla aún más, a pesar del tropezón de Sabina
y sólo por llevarle la contraria al Gobierno y a la ministra de Sanidad. O
sea, que las campañas les hacen como a todos mucha mella. Pero se resisten
a rendirse un poco más que el común de las gentes, aunque pudiera parecer
que por hábitos naturistas habría de ser al contrario. La evolución en este
apartado no deja, como en otros aspectos, de tener su miga. Porque se
suponía que un progre fumaba porros. Era casi una seña de identidad en los
setenta, ésa tan cantada de «darle al canuto cantidad». Y hombre, sí, se le
daba al canuto bastante, y si un tipo fue a la universidad por aquellos años y
no le dio al menos una calada a un canuto es un tipo como para no fiarse
nada de él, porque muy normal no es. Los progres han seguido luego
haciéndoselo con el hachís más que con cualquier cosa porque, como toda
aquella generación, tuvieron un encontronazo mortal con la heroína, la
sobredosis y el SIDA. Salieron escarmentados de drogas duras y la coca,
aunque por supuesto la raya no les sea ajena, no se les ha metido hasta los
tuétanos. Aunque bastantes narices sí que la hayan esnifado. Con la droga el
progre ha tenido las suyas, y ahora es mucho menos permisivo desde luego
que en los felices sesenta. Al menos con las duras. Las blandas, qué quieren
que les diga, casi ni se consideran drogas, y si alguien se lía un porro unos
dan calada y otros pasan. Con total naturalidad.
Lo del tabaco normal ha ido por diferentes derroteros. Conozco a quien
de inicio decía «Yo sólo fumo porros», como si el tabaco con que los liara
quedara así eximido de la nicotina. Lo normal es que lo que se fumara en
los setenta fuera Ducados (ese tabaco que ahora ya sólo fuman las chicas),
que fue el paso superior al Celtas. Luego se cambió al Fortuna (ya rubio
pero español, o sea, como teñido) y ya en los ochenta se llegó al rubio
americano. Toda una travesía para luego intentar dejar de fumar en los
noventa. Los que no lo consiguieron, la más numerosa legión, opina más o
menos como Mark Twain: «Dejar de fumar es facilísimo, yo lo he dejado
veintitrés veces este año», y han logrado dar el salto cualitativo y engañar a
su conciencia: se han pasado al puro. Dicen que así fuman menos, no se
tragan el humo y que es más sano. Como mentira queda perfecta sobre todo
para quien está deseando convencerse con ella. O sea, en síntesis, que
hemos ido del porro al puro.
En el capítulo de vivienda también ha habido serias variaciones en la
reciente historia hasta llegar a un momento actual que ha de calificarse
como de asentamiento y placidez. Los agobios son para los nuevos. De
aquel piso compartido y comunal, de aquella buhardilla en el Rastro o aquel
cuchitril en el colegio mayor, se pasó al piso en barrio más bien descentrado
con la «compañera». Luego se dio el salto al adosado y ahora lo que da el
verdadero toque de distinción es un piso rehabilitado en el centro histórico.
Eso sí que marca estilo. Más que el chalet en la sierra, que es de todas
formas un nivel. El complemento ideal es, no lo duden, la «casa del
pueblo», sobre la que tanto vamos a tener que oír hablar.
Porque la casa del pueblo va ligada a uno de los elementos esenciales
del retrato del progre: la vuelta a lo natural. El ecologismo, aunque muy
pocos lo voten, es su sueño vital, el reencuentro con la naturaleza su deseo
siempre expresado y muy pocas veces verdaderamente intentado, y la vida
sencilla y sana su meta. Por eso, él, que no fue nunca tipo de deportes —en
los setenta hablar de fútbol si no era para despotricar contra tal opiáceo
popular estaba prohibido, como lo estaban los toros y las tonadilleras—, ha
optado ahora por algunos que aparentemente le acerquen a tal sueño. Hizo
footing y luego, gran conversión, se rindió al golf que tanto había denostado
(hay verde, arbolitos, laguitos, baches con arena y un hoyo) y ahora anda
entre el senderismo no muy intenso y el submarinismo cuando le da por
hacer el aventurero. Esto es como cosa excepcional y maravillosa, de la que
suele decir después «que lo han llevado a ver peces de colores». «Tienes la
sensación bajo el agua, mecido por ella, de volver al útero materno», para
demostrar el gozo infinito que tal experiencia le ha proporcionado más allá
de la descripción de los corales.
Como en todo lo que no puede hacerse, tiene aún más importancia. En
deporte la secuencia ha sido clara. Primero fue el fútbol, luego, en mayor
nivel de odio, fue suplido por el golf, que al ser indultado pasó el testigo al
pádel, terrible juego al que jugaban siempre Aznar y Pedro J. Y ahora la
caza, que es cosa de Fraga y Cascos.
El ocio ha experimentado también serias variaciones y algunos vaivenes
sorprendentes. En los lejanos tiempos lo que había que hacer era ir a
conciertos de cantautores con la misma devoción y entrega que un
catecúmeno al bautismo. Luego había que aprender a encender el mechero
para hacer aquellas lucecitas que quedaban tan entrañables en la oscuridad.
Más tarde, y debido a intelectuales y a algún artista contracorriente, se
descubrió que los toros y la copla eran no sólo tolerables, sino como para
rendirse a sus pies. Eso sí, los progres siempre tienen un torero especial,
con su cosa diferente. Lo fue un Antoñete o lo son un Joselito o un José
Tomás, al que entre siete le han escrito un libro, por los Madriles, y un
Curro en las Andalucías. Han de ser personajes con algo más que toreo, y
que sin ser intelectuales sean por su vida, sus pasados, sus tormentos o sus
duendes, inspiración de los mismos. Cosa lorquiana, goyesca o picassiana,
vamos. Otros toreros, aunque den mil pases y algunos buenos, no traspasan
la barrera y los progres simplemente los ignoran.
Es de señalar en esta cuestión la sima cierta de los progres catalanes con
el resto. Una diferencia que muy bien deberán Pujol y Maragall marcar
como hecho diferencial que sustente sus teorías. El progre catalán aborrece
absolutamente las corridas de toros. Aunque quien encabeza la
manifestación cada año, como una pancarta, y da el aldabonazo de su
frontal oposición es un valenciano: Manuel Vicent, que vive en Madrid y
que tiene en la tertulia a una pila de abonados del Tendido 8 en la plaza de
Las Ventas, como su gran amigo, el director de Cuéntame, Tito Fernández.
Para no tener problemas, de todas formas, lo mejor es ir a las clásicas
cosas a las que un progre debe ir el día que no tiene manifestación
multitudinaria por la paz (a las otras van obreros, estudiantes o hasta los del
PP si son contra ETA). Por ejemplo, vuelven a estar bien vistas las
exposiciones de pintura, pero es un puntazo saber de ópera. Porque los
progres no sólo pueden, sino que deben ir a la ópera y además saber
distinguir las arias y si se ha ido de tono la soprano. Sólo a un rojo como
Alcaraz, nada progre, se le ha ocurrido decir que él no va a la ópera en vivo
y en directo y en el Teatro Real por ideología, y que se las oye en casa. Los
progres, claro que van, y queda de lo más tener abono. En realidad ya se
puede ir casi a todos los sitios antes considerados impropios o
contaminantes. Ya pasó con el golf, aunque todavía no se puede con el polo,
eso que se juega a caballo en Sotogrande. El último reducto asaltado o la
última integración de los otrora apocalípticos son las pasarelas. Esto
también se lo deben a Bush. Contra su guerra de Iraq se pusieron de uñas
toda una fila de modistos. Pero eso, con ser importante, no fue lo definitivo.
Lo que fue maravilloso es que las modelos se pusieran pegatinas y se
hicieran, al menos por un «pase», todas unas progres. Gaudí primero y
luego Cibeles fueron escenarios de los mítines con mayor glamour, belleza,
más vistosos y con mejores piernas que el mundo ha conocido.
Por sus odios los conoceréis
Estamos viendo que a un progre lo definen tanto o más sus odios que
sus afectos. Lo esbozado anteriormente se percibe ahora con mucha mayor
nitidez cuando entramos en el terreno más político, más ideológico, que es
el territorio donde ha de dar su do de pecho más elevado. En el caso
político, sobre todo, la clave de la definición está ante todo y sobre todo en
el enemigo. Él es quien cimenta y define, y es la razón máxima de su
existencia y pervivencia.
El progre hispánico ha vivido siempre contra alguien. Hay quien dice
que, además, contra algunos se vivía hasta mejor. El ejemplo más manido
fue Franco, y su ministro Fraga, en los duros tiempos de la dictadura.
Muerto el dictador y con la democracia en el bolsillo, hubo que buscar
referentes exteriores y no podía ser un cualquiera. Para lograr estar en la
parte oscura de la fuerza no se puede ser un mindundi, hay que tener
fortaleza, poder y triunfos, o sea, un cierto carisma aunque sea el del
enemigo. En los ochenta Margaret Thatcher y Reagan representaron todo
aquello que los progres odiaban. Las razones son muy obvias: la una era la
Dama de Hierro de la derecha que hizo añicos a la izquierda, sindicatos
incluidos, en Inglaterra, y el otro, vituperado como actor de segunda,
doblegó y acabó por deshacer al bloque del Este y lograr el desplome de la
URSS. En ello tuvo mucho que ver el Papa, que les sustituyó a ambos en
los noventa y que unía a lo anterior su actitud conservadora a ultranza en
todo lo que tuviera que ver con deslices ideológicos de su parroquia y, aún
más, con los posibles deslices sexuales de la feligresía. Juan Pablo II era/es
en la imaginería progre el involucionista, el carcamal que se entrega al
Opus, machaca a la teología de la liberación y no permite el condón ni
contra el SIDA.
Hoy el Papa ha pasado a segundo plano y hasta le han sido perdonados
algunos pecadillos por el asunto de la guerra de Iraq, donde se apuntó al
bando pacifista de manera temprana y radical. Todos los referentes, además,
han empalidecido ante el nacimiento de dos estrellas sin las cuales el
universo progre no sería hoy lo que es ni hubiera vuelto a brillar en todo su
esplendor: José María Aznar como producto nacional y el presidente
estadounidense (eso es ya tener muchos puntos ganados de inicio) George
W. Bush en el plano internacional, que encima sustituía al único jefe yanqui
que ha tenido cierta bula entre la progresía desde hace muchos lustros:
Clinton, quien además de ser asiduo de Granada y tener un toque europeo,
era también un pecador acosado por la hipocresía de su nación que no
perdonaba lo que cualquier europeo asume con una sonrisilla. La única
pega seria que le pusieron en el asunto Lewinsky era su acreditado mal
gusto. Llegar a presidente de Estados Unidos para ligarse a la tal Mónica es
lo que no tenía mucho pase. Más aún con el precedente de Kennedy y
Marilyn. Bush, los Bush, por no tener nada humano no tienen ni deslices.
Aunque se dice que las hijas le dan bastante al frasco, como por lo visto
también hizo su padre en su juventud de niño vago y pijo.
Más difícil puede resultar trazar los mitos. Porque éstos tienen la manía
de no morir heroicamente, que es lo que les salva, y acaban estando en el
poder hasta que se mueren o al menos intentándolo. Por eso el que siempre
permanecerá en la iconografía es el Che Guevara y en buena medida
también el chileno Salvador Allende. Pinochet podría figurar en la lista de
odios sarracenos si no fuera porque no alcanza la debida dimensión
mundial. Gorbachov fue, la verdad, flor muy pasajera, y hoy nadie se
acuerda de él. Por el mismo camino fue el subcomandante Marcos, un
sucedáneo del Che que está dejando de tener gracia y además no tiene pinta
alguna de ponerse en brete de heroica muerte. Havel, el checo, con su carga
intelectual, es el adalid de los progres menos indigenistas y tercermundistas
y más europeos, que son los menos. Pero por fin ha aparecido Lula da Silva,
nuevo espejo de progres, que ése sí que lo tiene todo. Esperemos que dure.
Estos odios y amores tienen su inmediata contraprestación en lo que
puede definirse como las «amistades deseadas», de las que un progre puede
alardear, y aquellas que le están absolutamente contraindicadas. En los
setenta, la época del compromiso (en realidad hay algo en el aire del nuevo
milenio que recuerda cada vez más a los setenta), palabra que vuelve a ser
talismán treinta años después, lo que marcaba eran los identificativos
obreros y rojos. Un albañil de Comisiones, una jornalera de Trebujena eran
piezas codiciadas entre las amistades de que podía presumirse, aunque sólo
se hubiera cruzado dos palabras con ellos. Luego lo más cotizado, dada la
triunfante revolución contra Somoza, fue un compa sandinista, pero como
las cosas se torcieron y mucho y hasta los vicepresidentes escritores como
Sergio Ramírez pusieron de vuelta y media a los comandantes Ortega, hubo
que cambiar de rumbo. A mano estaban los pobres saharauis, a los que les
ha dado la espalda todo el mundo, y el que más Felipe González. Sobre
todo las mujeres progres es que se chiflan con ellos. Además de la causa
dicen que son muy guapos. Siguen estando entre. los elegidos, pero ahora
pueden venir acompañados por sus vecinos y más negros subsaharianos.
Son los que vienen en las pateras, huyendo como pueden de miseria,
guerras, dictadores sanguinarios desconocidos y sin petróleo, y su imagen
conmueve todos los corazones. Y no sólo los de los progres.
Sin embargo, de la misma manera que había y hay que seleccionar
amistades lucibles, no puede olvidarse que es necesario huir como de la
peste de las no recomendables. Ser amigo de un militar o de un cura (si no
pertenecía al movimiento obrero y vivía en el Pozo del Tío Raimundo) era
cosa de no contarla, como de alardear de tener un amigo guardia civil, sobre
todo tras la pajarraca que montó Tejero al iniciarse los ochenta. Pero
militares y guardias pasaron la prueba del algodón, a costa de dejarse piel y
mucha sangre contra ETA, y hoy hasta pueden ser lucidos con orgullo en la
sociedad propia como estupendos colegas, aunque las últimas
manifestaciones antiguerra han vuelto, al menos entre los jóvenes, a
ponerlos en la picota. Lo que es grave es presentarse en una de esas
reuniones con un tertuliano (que no sea de la SER, por supuesto). Ellos son
los culpables de lo que pasó y de lo que ahora pasa, los malignos
conspiradores. No existe dentro de una profesión ya por lo general muy
poco recomendable subespecie más denostada que esa del tertuliano, en la
que el que no es facha vocacional es un vendido chaquetero. Ésa es al
menos la consideración mínima que el espécimen tertuliano merece al
progre. Lo demás es irreproducible.
Claro que los tertulianos son los de la radio, y un progre no puede vivir
sin un periódico bajo el brazo. Porque un progre lee y, según él, mucho más
que el resto de los españoles. Al menos, en qué periódico llevar bajo el
brazo como bandera y banderín, como insignia y escudo, no tiene duda y no
la ha tenido desde hace décadas: El País. Eso sí que es algo más que un
periódico. El País es en España —lo he dicho por ahí y seguro que no tardo
en repetirlo, porque sin él no se entenderían muchas de las claves del progre
hispánico—, quien examina, extiende, certifica y acredita la condición y los
carnés de progre y el que no lo tenga va aviado.
Toda cara tiene su cruz, y de la misma manera que El País es el
periódico a llevar bajo el brazo y lo ha sido desde su nacimiento (antes de
su alumbramiento se conformaban con Informaciones), están los rotativos
que bajo ningún concepto puede transportar un progre. En todo caso, puede
leerlos a escondidas. En esto sí ha habido variación. Así, el primer
periódico a ocultar en los setenta era el As. Era como un insulto a la
categoría de progre que a uno le interesaran los resultados del fútbol.
(Reflexión: no sé ahora si pensar que no tenían sino una gran visión de
futuro ante la tremebunda invasión futbolera, convertida en razón de vida
por buena parte de la población, que anega todas las radios y televisiones y
además ha sido aupada a los altares de la filosofía por el muy progre y
retórico jorge Valdano.) Luego, y ya para siempre desde entonces, el rival
fue por política: en los ochenta, ABC, que era la «caverna», la «derechona»;
en los noventa el alto honor de enemigo público número uno le cayó en
suerte a El Mundo, conocido como reducto fundamental del «sindicato del
crimen» y de la gran conspiración; y ahora en el 2000, el privilegio ha
recaído en La Razón, fundada por el incombustible Anson y que encima se
ha logrado consolidar cuando nadie daba ya no un euro, sino una de las
desaparecidas pesetas por este periódico.
Parejos a los medios han estado los amores y odios periodísticos. Balbín
fue el referente de enjundia, rigor y pipa de los debates de la transición con
su La clave. Rosa María Mateo fue el rostro más amable de los telediarios
del cambio, y luego ya hubo dominio PRISA, Gabilondo y ahora la nueva
estrella catalana de estas músicas: Gemma Nierga, aunque la muchacha le
preguntara un día repetidamente a José Luis de Villalonga por el hijo de
Franco: «Usted habla mucho de la hija de Franco pero, ¿por qué no me
quiere hablar de su hijo?» Una muestra de la sabiduría política de quien,
convertida luego en gran tribuna de la plebe, no tuvo empacho alguno en
arengar a las masas barcelonesas en la manifestación tras el asesinato de
Lluch y poco menos que acabar por echarle la culpa al Gobierno por su
«falta de diálogo».
Los malos, para lograr serlo y estar en el número uno en el ranking
progre, han debido ser grandes y, como los políticos, con triunfos sonados.
Emilio Romero, que fue director de muchos progres (también del que
suscribe) en Pueblo, sólo tuvo admiración de unos cuantos, y hasta su
reciente muerte le alcanzó el resentimiento. A Encarna Sánchez, imbatible
en las audiencias, le alcanzó la rechifla. Contra Pedro J. se han movilizado
hasta las más bajas y despreciables artimañas, y ahora contra Luis María
Anson, que es como un ave fénix, es contra él que se recargan todas las
baterías, aunque en los últimos tiempos está emergiendo con fuerza Ernesto
Sáenz de Buruaga como objetivo de no pocos tiros al codillo.
No quiero cansarles con tanto nombre, porque lo que sucede con los
periodistas es también aplicable a los escritores. En los setenta el libro que
había que leer era Rayuela, de Cortázar, y en los ochenta decir que Juan
Benet era el mejor escritor de España. Saramago, querido y apreciado por
su coherencia (un poco demasiado rojo para algunos) y estimado por sus
libros, ha sido elevado a las peanas, entre otras cosas para contraponerlo
como Nobel deseado al denostado Cela, y ahora el joven Manuel Rivas es
la luz que ilumina no sólo a los voluntarios contra el chapapote y a las
manifestaciones de Nunca Mais gallegas, sino a la progresía de España
entera. Por cierto, escribe como los ángeles.
Entre los escritores convertidos en enemigos públicos ha habido
también sus variaciones. De la Cierva y Vizcaíno Casas ocuparon los
setenta y los ochenta. Vizcaíno aún sigue vendiendo como rosquillas, pero
ya ha pasado a un segundo plano, como también el fallecido Cela, aunque
para meterse con él siempre quedará Marina Castaño, que da un par de
razones diarias para ello. Los progres se lo pasaron de fábula viendo cómo
no lograba vender un libro de aquello que dijo ser una novela y están
atentos a su siguiente capítulo de viuda ya alegrada. Por un inglés (Cela
también tenía ciertos orígenes anglosajones) dicen y fotografían las revistas
del corazón que son el nicho ecológico en que mejor se desenvuelve. La
modernidad en los rechazos la lidera en este momento Alfonso Ussía, al que
jamás se le perdonará que sea el que con más gracia y talento sabe meterse
con ellos ni, sobre todo, su malévolo ingenio.
Cómicos y cantantes ya se sabe... Y si no se sabía, ahora se han puesto
de nuevo, y de manera espectacular, de manifiesto. Son, y con esto a ver si
voy acabando este capítulo, otros para los que habrá que cortar más tela, los
iconos máximos de la tribu, los portaestandartes del clan. Están los
directores extranjeros, con la primacía de ese Woody Alien sempiterno y
depositario de todo el ingenio mundial según la progresía (menos mal que
aquí nos estamos librando del tal Roberto Benigni, que en Italia lo van a
elevar a pontífice máximo de la cofradía) y están los españoles con Pedro
Almodóvar como referente primero y gran sacerdote de todas las
celebraciones que se precien, sean cinematográficas o callejeras. Amenábar
y ahora Fernando León de Aranoa le siguen los pasos y la pista. Y los
actores, igual, todos. Pero entre ellos siempre un Bardem, amén del bueno
de Imanol Arias y la representativa Carmen Maura. Ellos fueron los que
sustituyeron a aquel Paco Rabal que por talento y principios a veces los
dejaba un poco con el culo al aire, de tan comunista y disfrutador de la vida
que era el hombre y como lo fue a quien consideró su «tío», Buñuel, a quien
le daba más por el toque surrealista.
Fue curioso, por aquellos años de esplendor de Rabal, lo sucedido con
Alfredo Landa. Había sido primero el despreciado por antonomasia por ser
la figura más insigne de lo que dio en llamarse españolada, género en el que
compartía honores con José Luis López Vázquez, otro actorazo. Luego se
convirtió, y con razón, en actor de culto con Los santos inocentes. Algo
parecido le sucedió al director Tito Fernández, que firmó muchas de
aquellas películas y era menospreciado por ellas. Ahora resulta que ha
demostrado en Cuéntame lo que valen los peines y el oficio. En realidad los
progres han tenido que entonar mucho mea culpa, entre ellos este de haber
despreciado de por sí a todo lo autóctono e interno. Hoy ya saben que a Los
tramposos es a quienes les deberían haber dado más que un Oscar, y otro a
El cochecito, y que Tony Leblanc y el fallecido Pepe Isbert lo bordaban. En
lo que sí tuvieron razón siempre los progres fue en Berlanga y Bienvenido,
mister Marshall, la película española más joven aunque ya haya cumplido
el medio siglo.
Odios quedan pocos. Si acaso se señala con enfado a Tina Sainz,
considerada la «traidora» por antonomasia dada su deriva desde el PCE a la
amistad íntima con la familia Aznar, y a Pepe Sancho, quizás el actor más
maduro y de más variado registro, pero al que no pocos miran con recelo
tan sólo porque lo «progre» es ir con su ex, María Jiménez.
Con el cine, ha pasado casi igual que con la copla. Lo que no quiere
decir que no haya tonadilleras ni películas infames. Y en eso el progre sigue
teniendo un cierto gusto.
Donde lo ha dejado claro es en la música. Sus cantantes han sido los
mejores y, con la excepción de Paço Ibáñez, que no hace mucho demostró
la talla de su talento, siempre han sido personas ante las que el común
denominador de los españoles se ha rendido. Tanto es así que uno de los
más devotos admiradores de Sabina es Juan Abelló, el gran financiero al
que no le falta nunca su música en el coche. Al fin y al cabo, para enamorar
o para penar los desamores, ellos: los Serrat, Aute, Ana Belén y el citado
Joaquín Sabina. Ellos han sido siempre los mejores. Aunque hubiera otros,
y los hay de nueva hornada, no están ni en esta pomada ni en la contraria,
como ese chico del corazón partío que nadie reclama como suyo pero todos
saben tararear un poco.
También, pero no lo harán ni en presencia de su abogado, serían capaces
de seguir el compás de algunas de las más señeras piezas musicales de los
aborrecidos. Seguro que conocen el paradero de un carro de Escobar o
saben quién es aquel que se puso «ph» en Rafael, y hasta es posible que
hayan bailado Macarena. Pero, por favor, al menos que no se sepa.
Aquí hay que actuar como decía aquella esposa del arzobispo de
Canterbury cuando su marido confesó que, a pesar de todos sus esfuerzos
por negarlo, Darwin tenía razón y descendíamos del mono: «Que al menos
no se sepa demasiado», pidió la buena señora.
TABLAS DE LA LEY DEL PROGRE
Años 60-70 Años 80 Años 90 Tercer milenio
Ropa Él: Trenka, botas Él: Chaqueta de Él: Chaqueta con Él: Traje de
de piel vuelta. pana, cazadora de vaquero ¡y diseño, los días de
Vaquero. Pantalón cuero. corbata! Chaleco diario. Uniforme
campana. Ella: Pantalón de sport. sport los
Ella: Vaquero, pana, Falda larga Ella: Minifalda domingos.
jersey de cuello india. (no excesiva) Uniforme de
alto. Vestidos Media negra. manifestación con
largos hippies. Vestido. pegatina.
Permisividad. Ella: Vuelta al
pantalón. Falda
larga. Moda
minimalista y
escurrida.

Pelaje Él: Barba y Él: Se afeita. Él: Intento de Él: Barba


melena. Ella: Comienza a detener caída. cuidadosamente
Ella: Pelo largo y admitir algún Ella: Pelo corto. afeitada de dos
suelto. maquillaje. Teñidos días.
variopintos (no Ella: Media
rubios). melena o hasta
largo.

Que no podía Él: Corbata. Él: Abrigo Loden. Él: Corbata Él: Un llavero de
llevar o ponerse Ella: Maquillaje. Ella: Collar de amarilla con una amoladera de
Pendientes de perlas. Falda de águilas. jabalí.
perlita. cuero. Ella: Mechas. Ella: Silicona
Cirugía estética. notoria. Marcas
que se vean.

Adornos y —Colgantes con —Pañuelo —Sortijas de Abalorio


abalorios símbolo de la paz. «arafat». plata. minimalista y muy
—Pulseritas —Prendas —Adornos varios caro.
indígenas. nacionalistas, p. del mismo metal.
—Collar de ej.: kaiku
semillas.

Adorno o Reloj con Camiseta con Cadenón de oro al Un mechero del


abalorio banderita de marca visible de cuello. PP.
prohibido España. extracción «pija».
Coche Dos caballos. —Golf —El oficial Todo terreno.
(intercambiable (mientras duró).
con los pijos). —Uno alemán.
—El oficial.

Tabaco —Negro. —Rubio Lo deja. Puros.


—Porros. americano.
—Pipa.

Gastronomía —Bocata —Lubina a la sal —Cames rojas, —Verdura


calamares. (recomendado pescados blancos biológica.
—Patatas bravas. proceres CC. AA). y mariscos —Came sin
—Caña de —Vino de Rioja. frescos. hormonas.
cerveza. —Vinos de Ribera —Fruta bio.
del Duero. —Pescado azul y
jamón de pata
negra y
montanera.
—Comida
japonesa.
—Agua mineral
con gas.
—Vinos del
Priorato.

Vivienda —Casa patema. 2 Chalet adosado —Piso


—Colegio Mayor. Piso de 60m con con la segunda rehabilitado en el
—Piso compartido la compañera. esposa. centro histórico.
en alquiler. —Casa en el
pueblo.
—Chalet en
urbanización de
montaña o/y en
playa recóndita.

Deporte bien Ninguno. El Footing (o sea Golf. Submarinismo.


visto deporte estaba atletismo de
muy mal visto. mentirijillas).
Deporte que no Fútbol. Golf. Pádel. Caza (sin
debe practicarse embargo, estábien
o al menos vista la pesca con
ocultarse
mosca, sin
muerte).
Actividad de oclo Conciertos de —Flamenco. —Exposiciones de —Pasarela Gaudí.
lucible cantautores. —Toros. pintura. —Senderismo.
—Ópera.

Actividad de ocio Toros. Bingo. Concierto de Julio —Ir a la discoteca


contraindicada Iglesias. Gabana.
—Haber sido visto
en la boda de
Anita Aznar

Amistades de las —Un obrero de la Un sandinista. Un saharaui. Un emigrante


que alardear construcción de subsahariano.
CC. OO.
—Una jornalera
de Trebujena.
—Un pintor
exiliado recién
llegado de París.

Amistades —Un militar. Un guardia civil. Un «tertuliano» Un pobre


contraindicadas —Un cura autóctono.
(siempre que no
fuera obrero).

Lugar de Ibiza. Magreb. Menorca. —Praga.


vacaciones —Budapest.

Lugar de Benidorm. Santander. Marbella. —Sotogrande.


vacaciones donde —Cerca de la casa
NO puede uno de Aznar en
ser visto Menorca.

Nombres que —Rusos, p. ej.: Nacionalistas, p. De Europa del Gallegos.


poner a los hijos Iván/Vania ej.: Jon o Joan, Este.
—Fidel jamás Juan.
—Emesto

Nombre que Chicos: Francisco, —Castellanos —De culebrón —Bosco.


jamás debe )osé Antonio, —... y Borja. sudamericano. —Asís.
ponerse a un hijo Borja. —... y Borja.
Chicas: de —... y Borja.
vírgenes patronas
de armas militares.

Periódico bajo el Informaciones. El País. El País. El País.


brazo
Periódico a As. ABC. El Mundo. La Razón.
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Periodista J. Luis Balbín. Rosa María Iñaki Gabilondo. Gemma Nierga.
querido Mateo.
Periodista Emilio Romero. Encarna Sánchez. P. J. Ramírez. Luis María Anson.
aborrecido
Mitos —Buñuel. —El cine del —Almodóvar. Femando León de
cinematográficos —El cine Este.-Fassbinder —Woody Alien. Aranoa y
brasileiro. —Cine Amenábar(con
—Pasolini. norteamericano y permiso de
—Bergman. Woody Allen. Almodóvar).

Odio La «españolada». Rambo. Schwarzenegger. Traga con todo.


cinematográfico
Actor/Actriz Rabal. Landa. Carmen Maura. —Javier Bardem.
fetiche —Imanol Anas.

Actor/Actriz Landa. Las folclóricas. Sancho Gracia. El «malvado»


apestado Pepe Sancho y la
«traidora» Tina
Sainz.
Cantante Serrat. Aute. Sabina. Los anteriores más
adorado Ana Belén y todos
los de los setenta.
Cantante —Manolo Julio Iglesias. Los del Río. Bustamante (y no
aborrecido Escobar. sólo los progres).
—Raphael.

Escritor de Julio Cortázar. Juan Benet. Saramago. Manuel Rivas.


cabecera
Escritor apestado Ricardo de la Vizcaíno Casas. Cela. A. Ussía (pero
Cierva. pocos se atreven a
decirlo).
Mito político —Che Guevara. Gorbachov. —Subcomandante Lula.
—Salvador Marcos.
Allende. —Havel.

Político detestado —Franco. —Thatcher. El Papa. —Bush.


—Fraga. —Reagan. —Aznar.

Palabra talismán Libertades. Cambio. Tolerancia. Solidaridad.


Insulto por Facha. Facha. Facha. Facha.
antonomasia
III
Hábitat, subespecies y pelajes

El progre es muy adaptable en lo que a colores se refiere. Son muchos los


pigmentos de los que puede recubrirse, pero podría establecerse que su
gama va mayoritariamente del rosa al verde pasando por el violeta. No es
compatible con el azul, aunque no crean ustedes que lo es en exceso con el
rojo. De hecho son muchos los pertenecientes a la especie que no los
soportan y sufren arcadas al ser confundidos con ellos.
El ejemplo más palmario de lo anterior, que permite visualizar la
diferencia mejor que cualquier teorización, es el enfrentamiento mantenido
entre dos prototipos de la sociedad española: el periodista y presentador
Javier Sarda y el cantante y escritor Joaquín Sabina. El primero es el
paradigma del progre milenario, el segundo un irredento rojo, lo que no
impide que sus maravillosas letras y canciones le hayan convertido no sólo
en símbolo de la izquierda, sino en un personaje querido y admirado por la
derecha. Baste decir que es un auténtico ídolo para muchos de los
parlamentarios del PP, que votaron por él en una reciente encuesta
personalizada que realicé entre sus señorías. También es cierto que hay
quienes no lo soportan, siendo esa característica particularmente marcada
en el escritor y periodista Alfonso Ussía, la pluma más divertida de España,
pero a quien Sabina no le hace la más mínima gracia.
Pero a lo que vamos. Sardá es por edad, recorrido, filias, escenarios,
emisoras, extracción social, amistades y latiguillos un auténtico prototipo
del progre. Además se ha forrado (Sabina tampoco es pobre, merced a sus
éxitos musicales y literarios) a raíz de convertirse en el auténtico rey de la
telebasura nocturna en la que se da cita lo más granado de una caterva de
presuntos famosos, la verecundia nacional y algún actor, entre ellos algunos
verdaderos talentos, todo hay que decirlo. El producto es espectacularmente
deleznable, pero magníficamente condimentado, y en él, como sumo
sacerdote, oficia Sardá, aparentando distancias y clavando latiguillos
pseudoprogresistas pretendiendo que eso es innovador, rupturista y muy,
muy progre. La hermana de Javier es Rosa María, progre de toda la vida, al
igual que las gentes de La Trinca, ahora productores, que eran todo un
referente progre y catalán. Están unidos a los Sardá por lazos sentimentales,
artísticos y familiares. Y ahora empresariales, pues producen su programa
al igual que otros de éxito.
Joaquín Sabina se rebotó contra el programa Crónicas marcianas y
contra Sardá, y lo denunció de manera pública, contundente y sin pelos en
su afilada lengua. Dijo y escribió que era una basura y que Sardá era un
falsario vergonzante, indigno y sin escrúpulos. También dijo que no era en
absoluto de recibo que pretendiera adornar su basurero con pretextos y que
además su falsa distancia era lo más asqueroso de todo el montaje.
Es sin duda la mejor prueba de ese rudo enfrentamiento soterrado entre
unos y otros. Los grandes prototipos progres gozan de muy poco aprecio en
las filas, inasequibles aunque disminuidas, de los rojos con pedigrí. Otro
caso paradigmático que refleja mejor que mil filosofías lo que es la esencia
y los hábitos del progre es Mercedes Milá, progre de toda la vida en todos
sus comportamientos vitales y profesionales. De familia aristocrática, hija
del conde de Montseny, pasó a engrosar las filas de lo más divino de la
gauche catalana para luego, en su carrera profesional periodística,
convertirse en la quintaesencia de lo progre (feminista, agresiva,
rompedora, polémica, etc.). De posibles desde siempre y con fortuna
renovada merced a su trabajo, no le falta ni el detalle de tener una magnífica
casa en el puerto de Mahón, en Menorca, la isla de los progres españoles,
donde sí se le ha notado en más una ocasión el ribete señorial con un mal
bufido al pescador que ha osado perturbar su propiedad y cala «particular».
Después de muchas y muy mentadas apariciones televisivas haciendo de
progre, Mercedes Milá fichó de manera entusiasta por el mayor y peor de
los programas que abochornan y avergüenzan la inteligencia, contribuyen al
envilecimiento de nuestra sociedad y ensucian todo aquello que tan sólo
rozan: Gran Hermano. Pues bien, la Milá, que tranquilamente habría
podido decir que hacía aquello simplemente por la pasta, que es mucha, con
lo que al menos habría sido honrada, pretendió darnos una lección de
progresismo diciéndonos que el engendro era «un gran experimento
sociológico», cosa que ha proclamado en repetidas ocasiones hasta
convertirse en adalid máxima del bochornoso espectáculo.
Pero cuando creíamos que todas las barreras estaban ya superadas se le
ocurrió rebasar una nueva frontera: mezclar la palabra mítica de los progres,
«solidaridad», con esa jaula de monos que ella pastorea y que está
infectando no sólo la televisión, sino la salud mental de los españoles con
sus sucesivas hornadas de mamarrachos convertidos luego, tras su
lucimiento en todos los platós, en referentes sociales. La excusa ideal, una
vez más, fue el Prestige. Ya saben que todo el que toca el fuel del maldito
se convierte en el más maravilloso de los progresistas. El chapapote ha sido
el Jordán, el bautizo de las nuevas camadas de progres y la confirmación
definitiva de las generaciones anteriores. La ocasión la pintaban calva y allá
se fue, a Muxía, Mercedes Milá a hacer el solidario, el progresista y a dar
las campanadas de las doce del día 31 de diciembre de 2002 a base de
bocinazos e iluminación de barcos. Habría estado muy bien si aquello no
hubiera sonado a lo que era: una grosera demagogia. Bautizados por el
chapapote, los «hermanos» y su hada progresista ya tenían la etiqueta de
solidarios.
Sardá y Milá son ejemplo claro del progre hispánico y milenario. El
tercero que ahora proponemos, el eurodiputado José María Mendiluce, lo es
del progre verde y rosa que nos ha dado toda una lección de hacer el progre
en sus más refinadas formas, tanto en su trayectoria política como personal,
con su navideña salida del armario, con alarde electoral de su
homosexualidad en la revista Zero. Mendiluce es todo un ejemplo del
progre y de sus fases diversas. Primero fue trotskista, de la LCR; luego se
entregó al PSOE a cambio de que éste le hiciera flamante y muy bien
pagado eurodiputado. Intentó desde allí, y con el aval de sus amplias
responsabilidades en la ONU (Alto Comisionado para los Refugiados,
ACNUR), convertirse en el máximo dirigente de Greenpeace (no lo logró
por un pelo). Y ahora, tras un clamoroso caso de transfuguismo político, del
que no debe de ser nada progre hablar ni mencionarlo (abandonó el grupo
del PSOE en Europa, pero no así su escaño ni su sueldo), se presenta de
candidato a alcalde de Madrid por los Verdes. Ésta es, sin duda, una de las
mejores biografías progres de España, que ha pasado por todas las fases
expuestas en el anterior capítulo. Por faltar ni le ha faltado el escribir una
novela que le sirvió para ser finalista del premio Planeta. Toque progre para
el galardón.
Los tres prototipos anteriores comparten además otra de las señas
máximas de identidad del progre: es una especie esencialmente urbanita
(más por residencia que por origen y por aplicación de la máxima de que se
es de donde se pace y no de donde se nace), aunque existe una
peligrosísima pero muy valiosa subespecie rural y otra no menos admirable
de provinciano que también hay que tener en cuenta. Como digo, y a pesar
de compartir territorios, ninguna de ellas hace demasiadas buenas migas
con las variedades de rojo: el fabril, el de barrio y suburbial, y el rojo de
pueblo, el rojo agrario. Con ellos compite por los territorios de caza, dado
que los dos grupos predan prácticamente sobre las mismas presas, con lo
que la disputa puede llegar a ser feroz. En especial la subespecie agraria, el
rojo de pueblo, se lleva enconadamente mal con la subespecie rural de
progre, aunque no tanto como el progre urbanita subespecie adosado con el
rojo de barrio en su versión más suburbial. Las subespecies provincianas se
toleran mejor.
Pero el progre es ante todo urbano. Sus máximas concentraciones, el
gran porcentaje de sus efectivos, vive al calor, a la sombra o en los aledaños
de las grandes ciudades. Ése es el solar donde campa por sus anchas, su
verdadero imperio, su hábitat natural, el ecosistema al que no sólo se ha
adaptado maravillosamente, sino en el que ocupa una posición de
hegemónico privilegio. Es en el cemento, en el asfalto, en el hormiguero en
vertical, en el desafiante termitero, en la gran urbe en suma, donde mejor se
desarrolla, donde medra, se reproduce y se asienta con inaudita firmeza. Y
eso a pesar de que en apariencia parece abjurar de todo ello. Porque no hay
lugar ni paisaje contra el que más clame, más diga aborrecer y más afirme
que desea alejarse. Pero en realidad es falso, un imposible metafisico. En el
fondo está Indisolublemente unido a ese entorno que es el suyo, hecho a su
medida y al que él ha contribuido en buena manera a acondicionar. Sus
escapadas hacia otros espacios sólo producen catástrofe y calamidad tanto
en él como en los lugares que pretende colonizar, porque a la larga lo que
acaba llevando a ellos es lo que dice aborrecer y de lo que pretende huir: el
cemento y el ladrillo. Y él acaba perdido en entornos vegetales no
ordenados por semáforos o rotondas.
No quiere esto decir que no haya progres establecidos en los más
diversos hábitats, donde ha dado lugar a las anteriormente citadas
subespecies. Así que permítanme detenerme ahora en estos casos más
excepcionales, dado que gran parte del estudio estará centrado en estos
lugares en los que el progre tiene su reino y donde la especie alcanza
mayores densidades y notoriedad: la gran urbe y las urbanizaciones
adyacentes, donde puede incluso convertirse en plaga. Permítanme pues que
ahora me detenga, aunque sea con unas breves pinceladas, al igual que
luego lo haré con la mencionada subespecie ruralis, en la variedad de
progre provincialis que tiene su enjundia y muy llamativo desarrollo en los
últimos tiempos, ya que a pesar de que pudiera parecer en principio que este
hábitat no es el más adecuado de sus nichos ecológicos, lo cierto es que el
progre da aquí un magnífico ejemplo de lo que puede llegar a conseguir en
cuanto se le da un mínimo resquicio. Se ve así su enorme habilidad para
implantarse, florecer y reproducirse hasta en los lugares aparentemente más
hostiles. El progre también ha logrado echar hondas raíces en las ciudades
de provincias y en villas de cierto rango poblacional. En ellas ha sabido
acoplarse a las costumbres hasta llegar a ser tan insustituible como el vate
local o el cronista oficial, y ser finalmente considerado parte de las fuerzas
vivas, con las cuales ya no sólo compite, sino que en no pocas ocasiones las
ha desplazado sin misericordia y ha logrado suplantarlas en sus históricas
funciones. Con un hábil proceso de adaptabilidad y aprovechando la
necesidad de reciclarse o al menos de remozar sus fachadas de las viejas y
anquilosadas tradiciones, ha ido introduciéndose lentamente en el engranaje
hasta un día aflorar transmutado y suceder al que fue ese vate, ese cronista,
ese sempiterno mantenedor de florales.
De hecho, en muchos lugares la sustitución ha sido veloz y las viejas
especies han sido barridas del mapa. No es lo mismo claro, aunque en el
fondo sea idéntico. Me explico. El vate local de los tiempos pasados estaba
anclado enrancias y gloriosas tradiciones, generalmente guerreras y
universales. Su canto era imperial. Hoy la cosa, al amparo de la oficialidad
que ha sustituido a la oficialidad anterior, es que el cántico y el cuento ha de
ir por otros derroteros. Hay que cantar y contar la gloria etológica y
localista, la diferencia y la separación, y todo ello en lo políticamente
correcto. Sin entrar en lo exacerbado y la caricatura de amplia resonancia,
los coros y danzas de la Sección Femenina pero en versión abertzale de los
cachorros de ETA y otros tribalismos de clanes excluyentes, el trasfondo del
discurso tiene claras concomitancias. Será siempre un ahondar la brecha
entre nosotros y ellos.
Antes, en el pleistoceno recientemente superado, la cosa iba de Imperio
hacia Dios y mucha universalidad. Ahora la cuestión va por lo autóctono en
grado de absoluto aislamiento y personalidad única y no mezclada. La
faceta, la seña de identidad nacionalista, regional, comarcal, local o de aldea
es lo que merece ser reseñado y loado. Y eso lo hace mejor que nadie el
progre provinciano. Nadie como él conoce la etnografía de la zona, las
diferencias arquitectónicas, las costumbres populares y los trajes regionales.
Nadie como él para glosar al personaje emblemático que las representa y
dotarlo de gloria y anecdotario.
El ejemplo más preclaro de este último matiz se encuentra, me lo he
encontrado, en las fiestas de Moros y Cristianos. La celebración está
inmersa en el espadazo y tentetieso. Muy sencillo y primario todo. Pero
ahora no. El vate progre, antes de que se líe la zapatiesta de trabucazos,
aceros y escudos, se suelta un discurso al uso sobre la armonía de las
culturas, la dulzura del trato entre las dos civilizaciones y lo
maravillosamente bien que convivían. Y si es por zonas andaluzas —por el
Levante se resisten más— acaba resultando que los moros eran los
buenísimos, los cultos y los civilizados, y los cristianos una pila de bestias.
Así, de un maniqueísmo se pasa sin solución de continuidad al otro, y la
celebración no hay quién la entienda, porque a lo que todavía el vate no se
atreve es a que ganen las comparsas agarenas y sean ellas las que se acaben
llevando la victoria y quedándose con la ciudad. Pero todo se andará. Y no
digo que no sería pero que muy divertido darle ese giro de vez en cuando,
pero como un juego, que es lo que queda, y no como el sustento de una base
filosófica e ideológica de andar por casa.
El progre provincial suele establecerse de inicio en las riberas de la
actividad cultural. Los talleres de teatro, de cerámica, pintura, cine-club o
cualquier otro entorno por lo general amparado y dotado municipalmente y
al que la ciudadanía corriente va la verdad pero que muy poco, constituyen
el lugar en el que primero echa raíces y va poniendo sus huevos. También
ofrecen sus resquicios algunas agrupaciones no estrictamente culturales,
como peñas festivas o entornos gastronómicos, y se toleran hasta las
taurinas, con matices, pero debe huirse como alma que lleva el diablo de las
futbolísticas, las de caza y otras actividades absolutamente contraindicadas
para cualquier progre que se precie.
Reconfortado y alimentado con los citados caldos de cultivo, suele
prosperar, y los frutos no tardan en dejarse ver junto a su terrible crítica
contra la cultura oficial y sus representantes más señeros. Un paso más y
nos lo encontramos escribiendo con rudeza en los periódicos locales contra
la incapacidad, atonía y anquilosamiento del desarrollo cultural y señalando
enérgicamente con su dedo a los culpables de tal y tan histórico
desaguisado. No tardan en entrevistarlo para la radio, y poco después da el
salto a la televisión local. Puede escribir poemas, pero esto no es
estrictamente necesario. Sí lo es el conocerse algunas coplas populares de
siglos pasados, está muy bien visto que tenga alguna faceta destacada como
autor de ensayos y, si se pasa a mayores, como narrador (se valora mucho
participar en maratones de cuentacuentos). Hasta que un glorioso día gana
un premio de novela corta en cualquier sitio.
A partir de ahí el salto ya es rápido y la ascensión imparable. Ya puede
ir preparándose el cronista oficial, porque el próximo pregón ya no se lo
van a encargar a él, y de manera cada vez más perceptible será siendo
desplazado en todo tipo de saraos, convenciones, agasajos y fiestas
patronales. Un día llegará que a la derecha del alcalde y del presidente de la
Diputación quien se encuentre recibiendo parabienes y hasta homenajes
será el otro. Al antiguo en el cargo como mucho le quedará el obispado, y
no siempre, que hay casos excepcionales, siempre que el obispo sea
proclive, claro. Porque el progre también se apropia de la cercanía de la
mitra. Pero esto, como digo, es aún muy infrecuente, aunque alguno hay. El
sueño final es que un día a nuestro protagonista le pongan una calle. Es el
orgasmo final del progre provincialis.

El progre ruralis
Existen tres tipos bien diferenciados y generalmente contrapuestos: el
autóctono, el introducido y el migratorio (más invernante que de estiaje).
Los dos primeros tienden a vivir de manera permanente en el medio y a
nidificar en él, mientras que el tercero es migrador y discontinuo, con
procedencia netamente urbana. El autóctono tiene mucho más mérito,
porque no hay territorio más hostil al progre que el medio rural. Tampoco,
aunque él no lo crea, tiene fácil el introducirse. Le puede parecer sencillo a
primera vista, pero luego, a no mucho tardar, las criaturas allí residentes
empiezan a marcar sus comportamientos y a dejar claras sus zonas
exclusivas, y no muchos aguantan la presión. El migrador, aunque parezca
lo contrario, suele tener mucho mejor encaje y acogida.
El progre rural autóctono es una variedad en grave peligro de extinción.
Nunca tuvo demasiados efectivos, pero en los últimos tiempos se ve
sometido a una seria recesión. Al hábitat tradicionalmente hostil se han
unido coyunturas muy desfavorables que han hecho que muchos de ellos
hayan entendido que sólo la emigración hacia territorios urbanos más
propicios podrían librarlos del aniquilamiento. Ahí, en la España profunda,
hay poco aliento para el progre milenario. Siempre ha tenido enfrente las
fuerzas más poderosas, pero con la llegada de los nuevos tiempos nada ha
ido a mejor. Resulta que el rojo rural sigue gozando de un prestigio y un
respeto del que él no goza. Al rojo rural lo sienten en el fondo como uno de
los suyos, mientras que el progre es para los locales un ser extraño que ni
sabe del PAC (o sea, de los dineros y subvenciones de la Unión Europea,
que es de lo que hablan ahora los labradores) ni le gusta jugar ni al mus ni
al guiñote ni a la brisca. Con el rojo agrario discuten si es menester, pero
con el progre rural no se hablan, que es lo peor que a uno le puede pasar en
un pueblo. El progre milenario subespecie ruralis lleva muchos años de
penosa travesía predicando su nueva a los paisanos y los paisanos llevan
otro tanto no haciéndole ningún caso. Le prestaron alguno cuando logró
engarzar alguna recuperación de fiesta popular y un concurso comarcal de
migas, pero luego hasta en eso ha ido siendo desplazado y ya le cuesta
encontrar compañero para la caldera, porque dicen que las hace muy mal y
siempre se queda el último. Además su ancestral enfrentamiento con la
sociedad de cazadores local ha hecho que ni le avisen de las meriendas en
las bodegas. Por si fuera poco, algún éxito sexual tanto en la zona como en
las cercanías, lo que le ha traído ha sido la consiguiente envidia y bastante
resentimiento. En resumen, que forzado a la soledad y la contemplación de
los campos ha optado por emigrar a lugares más cálidos. Es dura, muy dura
la existencia del progre ruralis autóctono.
Confió y tuvo su esperanza con la llegada del progre ruralis
introducido, o sea, el que venía de la ciudad presto a establecerse y abrir
algún negocio artesanal, una casa rural o una explotación de agricultura
biológica. Pronto vio que aquello no le daba ningún respiro, sino más bien
lo contrario. El nuevo no le buscaba a él, sino a otros progres urbanitas
emigrantes, con los que el introducido tenía todos los gustos en común. El
pobre autóctono hubo de renunciar a nidificar en su lugar de nacimiento,
tampoco quedaban muchas posibilidades de pareja, y finalmente optó por
alejarse. Regresa muy de vez en cuando y ya apenas si intenta participar de
la vida común. Ha optado por el silencio desdeñoso como forma de última
resistencia.
Al ruralis introducido le ha ido algo mejor, aunque no todos los que lo
han intentando han logrado establecerse. Alentado por las continuas visitas
y apoyos de sus congéneres de la ciudad, son bastantes los que han logrado
prevalecer contra los elementos, y algunos es muy cierto que se han
asentado firmemente. Las casas rurales han sido su bastión, su madriguera
ideal y su mejor invento. A partir de ellas han logrado no sólo la
integración, sino el reconocimiento. Otras actividades, sobre todo las más
hippies, han terminado por concluir en derrotas y abandonos, voluntarios
los más, obligados por la presión bastantes. Tan sólo algunas colonias en
zonas costeras y con amplio mercado extranjero para cerámicas, cueros y
pulseras han logrado sobrevivir. Pero en la ruda meseta esteparia y en las
crudas montañas invernales a tales florituras les cuesta medrar entre el
terrón, los secarrales o los hielos.
Los comportamientos de esta especie han sido también muy diversos e
incluso contradictorios para lograr introducirse. Unos eligieron que la clave
estaba en integrarse en lo que ellos consideraban las esencias populares y
las más recias costumbres. Eso tuvo, de principio, su aceptación, pero no
tardó en chocar contra la cambiante realidad de la tribu. Resulta que ahora
es a ellos, a los de campo de toda la vida, a quienes menos parecen
importarles. Más que hacer el biológico, de lo que se preocupan es de la
subvención al cordero, de los piensos del vacuno, de los excedentes de
cereal y del crédito de la cosechadora. El idílico pasado lo identifican con
segar con hoz y con los picores del tamo en la era, y no quieren acordarse
de aquellos sudores y fatigas de sol a sol y de miseria de noche y día.
Por el contrario, otra actitud ha sido la de la contestación a esas mismas
tradiciones. Por ejemplo, tomar posición radicalmente contraria a los
encierros o a una carrera en la que si ganas te regalan un ganso vivo. Y ahí
sí que se topa con las esencias. Lo mismo que cuando se montó la
asociación ecologista con el progre autóctono más otros dos del pueblo de
al lado. Se consiguió subvención y a todos les pareció bien, pero cuando se
opusieron a la carretera y a que se abriera una pista de concentración
parcelaria por la falda del monte se lió el conflicto y ahora mejor es que no
se les ocurra abrir el pico al respecto. Que lo abren, porque un progre, eso
sí, callado no ha de estarse nunca, aunque su minoría sea atroz y las
consecuencias malas.

El progre migratorius
Los potentados históricos, la famosa y tamamesiana oligarquía
financiero-terrateniente, o sea, los aristócratas y los nuevos ricos, los del
pelotazo, o mejor del «ladrillazo», han sido y son de tener un «fincón» con
casona solariega en la Costa de la Pana, cuyo litoral se extiende por los
sopiés latifundistas de las serranías andaluzas, extremeñas, castellanas,
leonesas y manchegas. El progre milenario a lo que se ha dado ahora es a la
compra de la casa del pueblo, que no es la del PSOE, sino un edificio a
rehabilitar, presunta ganga en cualquier localidad rural de las Españas.
La casa del pueblo es el sueño de mucho progre urbano, y cumpliéndolo
están anegando con su presencia hasta los últimos rincones rurales. Es toda
una oleada migratoria, mayormente de fin de semana, cuyo efecto más
notorio na sido él de poner los precios de cualquier ruina de caserón, que
antes no se sabía qué hacer con él, por las nubes.
Los paisanos están ya curados de escuchar la mil veces repetida
pregunta en el bar del pueblo: «Oiga, ¿sabe usted si venden por aquí alguna
casa vieja?» Y la oleada no ha hecho más que empezar. Porque ésta es, más
que ninguna otra, la moda más querida del progre milenario con empaque,
principios y posibles. Tener casa en el pueblo es casi una religión y desde
luego una baza que jugar en cualquier reunión de mínimo nivel entre
progres de alcurnia. Quien carezca de ella o no esté para comprársela se
encuentra desde luego fuera del Olimpo de la progresía.
Lógicamente es un progre urbano y lo va a seguir siendo. Es el que
hemos dicho que abjura del cemento, pero que tras dos o tres días en el
pueblo como mucho, si no vuelve a sentir el asfalto bajo sus zapatos de
diseño y a sentir en sus pulmones el dióxido de carbono, cae de inmediato
en una profunda melancolía que sólo las luces de neón y el parpadeo de los
semáforos pueden curar.
Pero los principios pueden muy bien cumplirse con una estancia de fijo
discontinuo, con una corta migración de ida y vuelta, y así el reencuentro
con la naturaleza puede seguir siendo bucólico, pastoril y siempre
placentero. Todo hermoso, todo bello, todo sin mancharse con boñiga de las
vacas y sin sufrir por cómo matan los corderos. La chimenea con la leña
bien cortadita y de roble, las viandas tan sanas, la paz y el reposo lejos del
mundanal ruido, las cordiales reuniones con amigos de la misma condición
y parecidos gustos. Luego, todo lo más, un café y un saludo en la taberna
del pueblo. Y ya, en el colmo de la integración, se echa una partida al mus
con los lugareños. ¡Qué maravilloso! ¡Qué bien nos llevamos con las
sencillas gentes del pueblo!
¡Si supieran lo que dicen de ellos las sencillas gentes del pueblo les
daba de verdad un aire! Y no es que sea malo, ni que los odien, ni que los
crucifiquen. Sólo es que saben perfectamente a lo que vienen y lo poco que
a ellos les aprovecha, excepto al que les vendió la casa.
Este progre emigrante tiene un aire inconfundible. No falta el toque
pana y un aire entre campechano y bondadosamente cercano que es su
elemento de máxima distinción. Es de más venir en invierno que en verano,
tiempo éste que aprovecha para otros exotismos viajeros. Además en verano
el pueblo está demasiado lleno de hijos del pueblo regresados a pasar las
vacaciones. Él, claro, es diferente. Las vacaciones en los pueblos, esto es
muy curioso, sólo las pasan los pobres de siempre y los ricos de toda la vida
que están de vacaciones fuera todo el año y entonces les da por volver a la
casa solariega. El progre milenario no pertenece, está bien claro, a ninguno
de los dos espectros, aunque haya hijos de unos y de otros que hayan
elegido tal senda. Lo habitual, como digo, es que sean el otoño y el
invierno, y en menor medida la primavera, las estaciones para disfrutar de
la casa del pueblo. Lo que es las vacaciones de verano, ésas hay que
pasarlas en otro sitio. Todo tiene sus normas, y ésta es una de ellas, aunque
bien sé que con bastantes excepciones.
Resulta también muy patente que esta especie migratoria tenga poco o
nulo contacto con las especies residentes. Puede tenerlo un poco con el
introducido, pero con el progre autóctono rural es que ni se roza. Y esto sí
que es la definitiva puntilla de la sufrida especie. Porque entre estos progres
migratorios están las auténticas estrellas, los iconos de la tribu. Ahí están
los intelectuales de renombre, los y las cantantes, las gentes del cine y del
teatro y hasta algún político. Le gustaría que le dieran su amparo, su calor,
su protección y cercanía. Pero no. Ellos viven ajenos a su pesar. Y lo peor
es que en un descuido se hacen amigos del enemigo, del que ha sido el más
enfrentado y refractario a todo lo que el progre rural autóctono ha sido a lo
largo de su sufridora existencia. Ahora llega el pope y va y hace las mejores
migas con tal personaje, que tiempo le falta de alardear en el bar ante su
víctima de esa amistad por la que él tanto ha suspirado y no alcanza.
Y es que entre los progres también hay clases. Y desde luego muchos y
muy diferentes rangos.
IV
La vergüenza de ser español

La escena tenía lugar en El Escorial el año 2001. El historiador británico


Henri Kamen era el único y un tanto estupefacto defensor de la figura de
Felipe II ante la casi unanimidad de toda un aula de universitarios de los
cursos de verano. El verano anterior, en Auckland, capital de Nueva
Zelanda, los participantes españoles del Camel Trophy se quedaban
perplejos al ver en el magnífico Museo Marítimo de la ciudad cómo en
primer lugar y de manera señalada se rendía homenaje a los navegantes
Mendaña o Femández de Quirós. Nadie sabía quiénes eran. En Menorca, el
año 2002, se celebró muy lucidamente el retorno de la isla, hacía doscientos
años, a la corona de España. Dos partidos políticos, uno que preconiza la
independencia dentro de unos supuestos «Països catalans», el PSM
(Partido Socialista Menorquín), y otro la sucursal local de Izquierda Unida,
vinieron a decir que lo deseable habría sido seguir siendo ingleses.
Los historiadores Miralles, mexicano, y el peruano José Antonio del
Busto, han publicado dos de las más importantes y esclarecedoras
biografías sobre Cortés y Pizarro. Llenas de verdad y de datos, trazan el
retrato de los personajes y de sus rivales, Moctezuma y Atahualpa, con
rigor y con verdad. No pretenden, como es moneda común, juzgar ni a unos
ni a otros con las reglas, la moral y las convenciones de cinco siglos más
tarde. Los enseñan como eran, y el retrato se presenta estremecedor pero
luminoso. Menos mal que ambos historiadores son iberoamericanos. Si
fueran de la corriente progre española, lo que habría aparecido es un retrato
tenebroso de dos tipos patibularios, Cortés y Pizarro, y de dos maravillosos
indígenas que vieron arrebatados sus reinos por la avaricia hispana. Que
Cortés y Pizarro sean dos de los mayores genios militares de la historia
resultaría una anécdota a despreciar; que Moctezuma fuera la cúpula del
imperio más terrible, feroz y sangriento que haya azotado a Mesoamérica
resultaría absolutamente baladí, así como el hecho de que fuera el genio
diplomático de Cortés el que lograra una magna alianza de tribus contra sus
opresores aztecas. Las atrocidades de la conquista, que las hubo y terribles,
son para el progre el punto en el que hay que poner de manera casi
exclusiva el acento. Y que Pizarro consiguiera a sus cincuenta y cinco años
la victoria en Cajamarca sigue siendo hoy un enigma histórico, todavía más
inexplicable cuando se enfrentaba a un inca que tan sólo dos días antes
había logrado, tras cruenta guerra civil, derrotar a su hermano Huáscar, el
legítimo emperador, y disponía de generales capaces y tropas aguerridas y
numerosas para las que nada parecían significar los poco más de un
centenar de barbudos españoles. Atahualpa tenía sobre Cajamarca, en los
Baños del Inca, nada menos que 20.000 hombres, 8.000 de su guardia
imperial, al mando del gran general Rumiñahui, el vencedor de la guerra
civil. Pizarro llegó a Cajamarca con tan sólo 165 hombres, sesenta de ellos
de a caballo.
Nada se sabe, nada sabe de eso un escolar español. Cuando los jóvenes
de la Ruta Quetzal viajan por Iberoamérica, todo es para ellos un
descubrimiento. Apenas nada conocen de la historia de su país, ni de sus
epopeyas, ni de sus hombres, ni de sus descubrimientos, ni de su huella. Y
lo que saben pareciera haberlo escrito siempre un enemigo. La historia de
España es inmensa, llena de restallantes luces y de tenebrosas sombras, pero
maravillosa, compleja, llena de humanidad, de epopeya, de drama, de
aventura, de grandeza y por supuesto de miseria, de codicia y de
frustración. De todo, como en todas las historias, y más aún si, como ésta,
ha cambiado el mundo, ha recorrido todos los mares y ha llegado a los
últimos rincones cuando el mundo parecía más pequeño y sus confines se
presentaban como las mismísimas puertas del infierno. Que a veces lo eran,
porque parece imposible e inimaginable el temple y el coraje de aquellas
gentes para llegar a donde llegaron, con tan escasos medios, con tan terrible
travesía, con tan insufribles sufrimientos, contra tan descomunales
obstáculos.
Nada de ello parece importar. Se mira para otro lado como
abochornados. Los nombres no suponen nada más que un eco. Ni Bernal
Díaz del Castillo, el cronista soldado de Cortés, el mejor corresponsal de
guerra de la historia del mundo; ni Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el hombre
que cruzó de este a oeste el sur de Estados Unidos, el primer indigenista, el
gran chamán de los indios pueblo y el que más apoyó sus culturas, que
luego sería el descubridor de Iguazú, en el cono sur; ni el jinete Hernando
de Soto, que llevó los caballos a lo que luego serían los Estados Unidos de
América; ni Nicuesa, ni Juan de la Cosa, ni Alonso de Orellana, ni Alonso
de Ojeda, el capitán de la Virgen; ni Vasco Núñez de Balboa, el descubridor
del océano Pacífico a cuyas órdenes iba aquel día Pizarro, que se aprendió
así el camino del Perú; ni Irala, Elcano, primer circunnavegador del mundo,
Caray, Sarmiento de Gamboa, Bernardino de Sahagún, Isabel de Barreto; y
aún menos Bodega y Quadra, un antepasado de Miguel de la Quadra,
comandante de San Blas de las Californias que descubrió la isla de
Vancouver (Quadra y Vancouver se llamaba, y aún existe una calle llamada
Quadra Street en su memoria) y que paró en Nurka a los zaristas rusos que
bajaban desde Alaska, costa del Pacífico abajo. Y cientos y cientos de
nombres más, de aventuras formidables que han sido concienzudamente
enviadas a las tinieblas del olvido y la ignorancia.
Y así nos va. La prueba de todo ello es el esperpéntico hecho de que del
reflujo de aquella gigantesca singladura hayamos sido incapaces de hacer ni
una sola buena película, mientras que del hecho de bajar las vacas y los
caballos que los españoles habíamos previamente llevado hasta allí, hasta el
sur, se ha creado todo un género, el far-west, en el que unos cuantos
matachines de tres al cuarto se han convertido, a falta de otra cosa, en
héroes nacionales de los Estados Unidos, como ese Billy el Niño que
enseñan en Nuevo México. Por allí, por Santa Fe, se abrió camino, en
medio de un desierto que no daba tregua, el verdadero héroe al que no le
han hecho ninguna película: Juan de Oñate. ¿Y por qué creen ustedes que
Los Angeles, San Antonio, Albuquerque o San Francisco, por señalar las
ciudades más conocidas, se llaman así? ¿O por qué en San Agustín aún
ondea la bandera de los Austrias? ¿O es que acaso suponen que las fundó
un matón de taberna llamado Wyatt Earp? Pues bien, los niños españoles sí
saben quién fue aquel pistolero mitificado. De este personaje surgido de una
pelea entre rivales ganaderos han hecho más de veinte películas, pero no
tienen ni idea de los nombres de los verdaderos personajes importantes.
No se conoce nada. No se enseña nada. Es como si todo lo cubriera un
manto de vergüenza. Es la ignorancia. Los escolares sólo se saben los ríos
de su comunidad autónoma en Geografía y lo malos que eran los de la
comunidad vecina en Historia. El aldeanismo más atroz, el clan inventado y
la tribu alucinada se han impuesto a la razón y al universalismo. Pero esto
no es privativo de las denominadas, con permiso de Jiménez de Parga,
«nacionalidades históricas». No, también sucede en otras, como la de
Madrid, donde los niños lo que se saben de memoria son sus parques
naturales y los afluentes del Manzanares, pero ni tres palabras sobre las
comunidades limítrofes; o en Canarias, donde los ríos se estudian muy
poco, porque allí no hay.
Todo ello simplemente porque «España», la propia palabra, tiene para el
progre un eco franquista, y desde la transición los nacionalismos, aunque
sean retrógrados hasta limites arzallianos y xenófobos, tienen la vitola de
progresistas.
¿Por qué ha sucedido esto? Lo explica quien mejor puede hacerlo,
alguien que desde dentro lo ha vivido. Así escribe César Alonso de los
Ríos, un referente tanto de la resistencia antifranquista como de la
transición, en su libro Si España cae: «Desde hace años a muchos españoles
no les cabe en la cabeza la idea de nación. Herederos de la confusión que
alcanzó sus más altas cotas en la transición, piensan que una conciencia
democrática no puede albergar sentimientos nacionales... La idea de nación
española fue desalojada del ideario de la izquierda a finales de los sesenta y
principios de los setenta. » Pero lo que no vale para España sí vale para
otras nacionalidades, y ahí atina de nuevo César Alonso en algo que tiene
mucho de autocrítica y que, sin embargo, muy pocos progres han querido
compartir: «A los progresistas les dio por pensar que la nación es un
concepto peligroso cuando se refiere a España, pero admirable cuando se
aplica a la periferia. Incluso más: en este último caso lo admiten en sus
formas más exaltadoras. El franquismo cegó de tal modo a la izquierda que
la llegó a hacer creer que la idea de España era “intrínsecamente
reaccionaria”. »
Esclarecedor y doloroso. Pero hegemónico y dominante. Ahí andamos.
Parece de lo más progre la exaltación hasta el ridículo de las señales
nacionalistas de las diferentes comunidades, hasta alcanzar tintes racistas y
de diferencias de Rh en el caso vasco. Tal escenografía sería impensable,
levantaría oleadas virulentas de protesta progresista si se refiriera al
conjunto de España, si fuera nacionalismo español. Si es otro, se traga con
la rueda de molino que pongan en el plato, porque, curiosamente, tales
desbarres son entendidos como la quintaesencia de lo progre si se realizan
en determinados sitios, pero suponen lo peor del facherío si es España quien
lo hace. La prueba máxima se encuentra en las exaltaciones foiclóricas, que
vienen a ser algo así como una rediviva sección femenina de coros y danzas
regionales pero en versión catalanista, abertzale, galleguista o de donde se
quiera. Y eso es la cáscara, que lo peor está en la almendra. Ahí es donde
sin irrintzis ni barretinas se produce todo un desbordamiento del
sentimiento (a veces más inducido que otra cosa) de lo nacionalista, que se
plasma en agresión final a todo lo que sea común, unificador y vertebrador.
Sirva como último ejemplo el caso del Prestige. Nunca una catástrofe ha
significado una más clara solidaridad ni jamás ha habido una respuesta
económica tan inmediata para los afectados. ¿Se ha querido percibir así? En
absoluto: lo progre es repetir hasta la extenuación que habían sido
abandonados, que España había desamparado a Galicia. La conclusión del
victimismo es clara. El BNG (Bloque Nacionalista Gallego), nacionalismo
con vitola de progre y de izquierdas, engorda sus filas y afila sus
pretensiones. Otra cosa, y esa sí que criticable, fue la absoluta falta de
sensibilidad, de cercanía humana, de estar donde eran reclamados por las
gentes los gobernantes españoles. La población necesita en muchas
ocasiones de sus dirigentes algo más que el hacer los deberes y un poco de
dinero. Pero esa es otra.
Volvamos a nuestro asunto. Grave, aunque a veces no deje de ser
patético, y, si se mira con distancia, risible. Porque este entusiasmo por la
hondas tradiciones y los bailes regionales de los modernos progres lleva en
ocasiones a que más que dignos de crítica sean dignos de una foto para un
recuerdo verdaderamente imborrable.
Lo malo es que la cosa está teniendo demasiada y peligrosa
trascendencia, porque como nunca en este aspecto el progre ha convertido
su ideología en dominante. Si en otros aspectos esas posiciones han sido
cuando menos bienintencionadas o en muchos casos profundamente
beneficiosas, en este terreno y en este capítulo no puede decirse ni lo uno ni
lo otro, y en ningún otro aspecto deberían hacer más profundo examen de
conciencia. Porque todos aquellos polvos están creando tales lodos en
España que hoy son el problema más preocupante para el futuro de nuestra
vida en común y habrán de ser el gran debate nacional cada vez más
inaplazable.
El problema es que nadie quiere de verdad hablar de España. Ni siquiera
mentarla. Para el progre milenario la expresión es en sí misma un tabú,
como decir «caca» o «culo» para las señoritas cursis en el siglo XIX. Antes
de pronunciar el nombre se recurre a «Estado Español» (que es una
expresión radicalmente franquista) o a ese atroz latiguillo de «este país»,
que repiten no sólo los progres en sus cenáculos, sino los políticos en el
parlamento. El nombre de España quema en la boca.
La razón está a la vuelta de la esquina del pasado Se identifica a Franco.
De la misma manera que por ese pasado histórico disciplina, deberes,
normas o leyes son igual a represión, España es palabra facha. El
franquismo secuestró el vocablo, la propia idea de España, y dio a la
historia una decoración imperial de cartón piedra, mentira y cainismo, pero
el problema es que lo progre no ha acudido a rescatarla y ahí sigue,
prisionera. Y la idea, la historia, el pensamiento, la identidad común
permanecen en el calabozo. Que la pensaran Machado, Hernández o Alberti
da igual, y da lo mismo que Madariaga, Sánchez Albornoz o Américo
Castro intentaran arrojar luz sobre su peripecia. Un complejo vergonzante
invade el pensamiento progre. Tanto es así que somos nosotros, los
españoles, los únicos que a estas alturas aún nos creemos a pie juntillas la
leyenda negra, que es exactamente el mismo despropósito que creerse las
glorias imperiales.
Claro que el pensamiento políticamente correcto va por ese lado y las
gentes por otro. Tal vez por eso al gran escritor Arturo Pérez Reverte se le
niega el pan y la sal, aunque haya llegado a la Academia, mientras que el
personal de a pie lo lee con reconfortada fruición. Que uno de sus héroes
sea el capitán Alatriste de los tercios supone todo un desafío a esa visión
que considera a priori que nada de lo español puede ser bueno, esa visión
que se arroba ante lo foráneo, flagelándose sistemáticamente por nuestros
pecados y estando dispuesto a aplaudir, antes que algún mérito propio,
incluso las atrocidades ajenas. Mil botones de muestra existen, pero pondré
sólo uno: mis interlocutores siempre se sorprenden cuando al hablar del
pirata Drake les cuento la derrota y muerte en su último ataque. Está
sepultado en un ataúd de plomo en la bahía de Portobelo (Panamá). Resulta
que los españoles sólo conocemos cuando el enemigo nos venció y
desconocemos cuando pudimos por fin echar a pique a aquel pajarraco.
Vamos, como si nos cayera más simpático en el fondo que sus pobres
víctimas, éstas españolas, a las que masacró en las indefensas ciudades de
América que sometió a su pillaje y su barbarie.
Porque donde un progre milenario da la talla de su empuje es en
Iberoamérica. Llegado allá se convierte en el máximo detractor de su país
de origen. Todo es un pedir perdón y un lamentarse por los antepasados. Su
interlocutor, que suele ser en verdad el descendiente directo de las élites de
la conquista, por supuesto está dispuesto a seguirle la corriente, ya que fue
por algo por lo que sus antepasados criollos se rebelaron contra la corrupta
metrópoli y consiguieron la independencia para, eso sí, seguir ellos
mandando. La independencia de Hispanoamérica la hicieron, y fue lo
lógico, las clases medias y pudientes, descendientes directas de los
españoles, y hasta algunos aristócratas, como pude comprobar en Ecuador,
Perú y Argentina. Los indígenas, mientras y como siempre, siguen callados
y suelen estar sirviendo un vaso a ambos contertulios, progre y criollo, a
quienes tras poner a parir las atrocidades de la conquista han de brindar por
los libertadores, sin caer en la cuenta de que Bolívar, Sucre o San Martín no
eran precisamente el pueblo indígena, sino hijos de la aristocracia criolla
que para seguir en el machito como hasta ahora siguen se revolvieron —e
hicieron lo natural y lo imprescindible para su tiempo— contra el decadente
imperio. Por cierto, que muchos de los libertadores estudiaron en academias
militares españolas, y uno de ellos, San Martín, hasta combatió como
capitán a los franceses en Bailén y fue condecorado y ascendido a teniente
coronel por ello.
Este complejo vergonzante —que no es malo por ser crítico sino por ser
ignorante— nos afecta en toda nuestra imagen exterior y es un lastre hasta
para vender vinos, aceites o jamón. Un francés, progre o no, de izquierdas o
derechas, defenderá en última instancia, aunque reconozca que Napoleón no
era precisamente un pacifista, a su país y a sus paisanos, y defenderá su
imagen de marca y marcará con ello positivamente sus productos. Un
progre español —ya digo que el pueblo llano va aquí por senda muy
diferente— los echará por tierra y les pondrá una losa encima. Cierto que
los franceses se pasan y para ello sólo hay que leer Astérix, su monumental
obra chauvinista por la que a través de la historieta pretenden incluso haber
derrotado a los romanos y a César, que les dio una paliza de miedo, por
cierto. Pero sin llegar a tales extremos no nos estaría mal que empezáramos
a compensar nosotros ese auténtico déficit patriótico. Aunque sólo sea por
el interés económico, digo.
Algo no digo que no esté cambiando la situación. Justo es reconocer que
con la llegada de la democracia y la impresionante transformación del país
que deja patidifusos a los visitantes no muy avisados se está empezando a
cambiar un poco. Sobre todo en Europa, donde hasta los progres sacan un
poco de pecho y se reafirman en los logros. He escrito también antes que
ello puede incluso alcanzar rasgos de patriotismo si se trata de Estados
Unidos y les cae encima todo el patrioterismo yanqui. Ojalá se siga por tal
senda y al final asumamos, sin vergüenza ni clamores imperiales, nuestra
propia historia.
El pueblo llano lleva aquí unos cuerpos de ventaja al intelectual progre.
Por supuesto que no se cree aquello del falangismo de «Ser español es lo
único importante», pero al menos no vive en guerra con sus entrañas por
serlo y hasta de las cosas que tiene buenas, sobre todo del citado salto
adelante de España en los últimos treinta años, se enorgullece. También lo
haría de su historia. Como un francés, un alemán o un inglés cualquiera. Si
alguien se la contara, claro. El problema es que no se la cuentan, y cuando
algo dicen, siempre es en contra.
Si ya no tenemos nacionalismo español, no resulta todavía más
sorprendente, al menos para un progre, esta otra exacerbación nacionalista.
Pues no. Por lo ya expuesto anteriormente. El que España es un concepto
franquista nos lleva de inmediato a la segunda derivada de que los
nacionalismos son lo bueno. El centralismo de la dictadura es maligno, así
que vivan los nacionalismos. «Hubo un tiempo en que los progresistas
españoles tuvieron una idea de la nación coherente con su cultura política,
democrática, plural y laica. La perdieron en los últimos tiempos del
franquismo, la repudiaron y la dejaron a merced de los nacionalistas de un
signo o de otro», dice César Alonso de los Ríos. Hicieron algo más: le
dieron pátina de progresismo al más trasnochado nacionalismo.
La transición creó el axioma de que los nacionalistas eran progresistas.
Ese plus ya lo han llevado encima desde entonces y no hay quien se lo
quite. Es tosco, pero funciona. Ser español o españolista es un insulto, ser
catalanista, vasquista, andalucista, galleguista o cualquier otro «ista», da
caché y réditos.
Veinticinco años de publicidad de esta nada sutil propaganda ha dado
resultados magníficos. Cinco lustros de machaque a España y de cantos
laudatorios a las nacionalidades, regiones o hasta aldeas han dado como
consecuencia que éste sea un país en el que se encrespa la peor de las
polémicas por izar la enseña nacional mientras que, eso sí, son aclamadas
cualesquiera otras enseñas autonómicas. Tanto es así que sacar la enseña
nacional según en qué comunidad puede hasta entenderse como una
provocación. A tanto hemos llegado en este aspecto, que España debe de
ser el único país del mundo en el que para ser reconocido en el extranjero
en una manifestación, por ejemplo las impresionantes contra la guerra de
Iraq, habrá de decirlo el locutor, porque desde luego por allí no se ve una
bandera española. Bueno, sí: la de la República y no sé cuántas autonomías.
En Italia o en el Reino Unido, en esas mismas manifestaciones, que también
fueron muy críticas con sus gobiernos, los manifestantes se sabía de dónde
eran. Algunos, bastantes, llevaban banderas de su nación. Aquí la izquierda
no lo ha hecho casi nunca, y cuando lo hace pareciera que lo hace obligada,
forzada, como si no le saliera de dentro. Y es que hoy por hoy, no le sale.
Desde y en el fondo, la cuestión de los símbolos es eso: simbología.
Pero no deja de resultar esperpéntico que a una enseña, la aceptada por
todos y la constitucional, se le tenga un pespunte de desprecio y, sin
embargo, se haya llegado hasta la exaltación aldeana de cualquier símbolo
de identidad autonómica. En resumen, que se puede ser nacionalista,
incluso es algo muy aconsejable, pero de cualquier sitio excepto de España.
Eso es contraindicado y el no serlo ni de lo uno ni de lo otro es espécimen
cada vez más en peligro de extinción.
No sería justo si no hiciera hincapié en que algo está cambiando. Lo ha
cambiado el exceso, la vesania, el crimen y el terror. Lo ha cambiado el País
Vasco, los asesinatos de ETA, el clima de terror polpotiano de su brazo
político y las simpatías, aprovechamientos y hasta complicidades del
presunto nacionalismo moderado. A éste se le ha visto muy claramente el
perfil xenófobo y excluyente. Leer a Sabino Arana es volver en el túnel
hacia un racismo sin paliativos. Su modelo, del que Arzallus es un fiel
continuador, es sin duda el apartheid sudafricano. Los «negros» de Arzallus
son ya no sólo los que no son vascos-vascos, sino también los vascosvascos
que no son nacionalistas. El nacionalismo ha provocado una revuelta
intelectual y se ha vuelto a poner encima de la mesa lo hondo y lo esencial
del debate. El combate ideológico de nacionalistas y constitucionalistas
abre una nueva dimensión. El progre milenario puede tener reservas, pero
empieza a percatarse de que hay sendas por las que no sólo no debe
transitar, sino que ha de combatirlas, aunque no lo acabe de ver claro. Sobre
todo si es catalán. Claro que, en un descuido, todos acabaron por sacar,
como panacea de todo el mal, otro mantra favorito de la tribu: el diálogo. Y
es que «diálogo» es una de esas palabras talismán del progre. Diálogo es
todo. Nadie señala el tema a tratar, ni importa si el otro no quiere y sólo
pretende imponer a tiros y a bombas su voluntad. Diálogo es la palabra
mantra, como si eso lo resolviera todo. «Hay que dialogar» es la oración
repetida. El progre milenario ni contempla que con algunos no hay más
remedio que combatir, que algunas cosas no tienen término medio, sino
vida o muerte, libertad u opresión. Ponerse a pedirle diálogo al que te viene
con una pistola, con la decisión única de matarte, puede ser muy progre,
pero también lo más tonto del mundo.
¿Está el progre español, al menos en este apartado, regresando del
pendulazo? Quizás. Síntomas al menos los hay alentadores, pero algunas
cosas han hecho ya daños de difícil reparación. La enseñanza ha estado y
está en el origen de todo. Dejemos por ahora su filosofía más profunda, la
que inundó las aulas tras los años oscuros, y aquel espíritu que, por eliminar
aquellos aspectos memorísticos y una manera arcaica de transmitir
conocimientos, se pasó a fórmulas tan excesivamente opuestas que si bien
corrigieron errores, cayeron luego en los contrarios. El caso es que los
chavales, y esto fue algo único en el mundo, tenían que pasar de curso
suspendieran las que suspendieran. La emulación no se hizo, tampoco en el
«socialismo real» precisamente hacia los más trabajadores, sino hacia los
más vagos.
En la educación, al margen de su calidad, ha estado y sigue estando el
germen de la desvertebración. La caricatura es sin duda el País Vasco,
donde se ha inculcado tal odio a lo español que hay ya una generación
incapaz de percibir otra cosa que esa falaz idea basada en la más atroz de
las mentiras y en una historia retorcida y falsificada. Sin embargo, ha
pasado un poco por todas partes. Los nacionalismos y los localismos
comenzaron a primar como hecho fundamental lo que diferenciaba. Se
avanzó de manera entusiasta por aquel camino, y así la historia que unos
estudiaban y estudian es ante todo la de su comunidad o región. No había
más geografía que la propia, no había más ríos que los que pasaban por la
puerta de casa, y el Ebro, según reza en un libro catalán, nace «en tierras
extrañas» y sólo se le considera cuando penetra en la comunidad autónoma
propia. La historia y la geografía, lejos de servir de elemento común,
pasaron a marcar las diferencias, las fronteras y, ante todo y sobre todo, los
agravios. En algunos casos, como el País Vasco, de manera gravísima,
inventándose incluso un pasado y utilizando éste para el fomento del odio al
otro. En otros casos, y sin llegar a tanto, sirvió para marcar profundas
diferencias entre «ellos» y «nosotros». Por si fuera poco empezó la batalla
política y cuando se planteó el poner coto al despropósito los partidos se
enzarzaron en tal guerra que la deseada reforma educativa lleva años siendo
el caballo de batalla para derrotar al gobierno, en este caso el del PP. Y
cuidado, que decir esto es muy poco progresista, y si a usted se le ocurre
defenderlo, no se sorprenda si de ahí en adelante es considerado ya para los
restos un recalcitrante españolazo que a saber de qué pie político cojea.
Sin embargo, y en apariencia, la situación es lamentada por todos, pero
la resistencia a un razonable cambio de rumbo encuentra la más feroz de las
resistencias. Paradoja ésta de los progres, cuyo planteamiento querido ha
sido siempre el de la universalidad defendiendo el aldeanismo. Mientras lo
que sufre es el conocimiento en sí mismo, los que pagan el pato son las
generaciones que vienen. En algún caso, como el muy patente del País
Vasco, el odio ya está muy dentro. En otros, aunque se quede por ahora en
desconfianza y resquemor y se haga de manera más larvada, se transita por
parecido camino. En el primer caso se ha falseado hasta tal punto la historia
y se ha creado tal fábula interesada que no es raro que los muchachos
vascos entiendan lo español como el enemigo que les ha oprimido,
subyugado y machacado. Lo contradictorio y terrible del asunto es que esto
se dice cuando estamos en el mayor periodo de descentralización que ha
conocido España, cuando como nunca se han respetado las diferentes señas
de identidad, los hechos diferenciales. Y si en el País Vasco se llega al
extremo del drama, en muchos otros sitios se potencia sin mesura el
victimismo, sin pararse a pensar a qué extremos puede llevar meterse en
tales guisos. En ocasiones, y por fortuna, la cosa no tiene más ribetes que un
ridículo espantoso. Sin duda el peligroso germen de la disgregación, de la
frontera, del agravio y del enfrentamiento están ahí latentes. Algo que le
viene muy bien a los políticos. No hay cosa mejor que envolverse en la
bandera. De la comunidad «agraviada», desde luego. Claro que más le
valdría a los otros no envolverse en la de España cuando por sus traspiés
políticos y torpezas de gobierno son criticados. Un fenómeno igualmente
maniqueo.
Otro asunto de capital importancia es el de la lengua. En ello sí que se
percibe el verdadero alcance del péndulo. De obligar a utilizar en exclusiva
el español a obligar al catalán. Y no hay que decir «español», sino
«castellano», que es lo políticamente correcto, al menos en España. Porque
en el conjunto de los demás países, de los cuatrocientos millones de
hispanoparlantes y de las distintas Academias de la Lengua, el nombre sea
«español», como en Francia es el francés y, en Alemania, el alemán. Se ha
pasado de marginar las lenguas periféricas a pretender darles absoluta
primacía sobre la lengua común. De nuevo, más que deseos del pueblo, que
no suele tener problema alguno con el asunto, se trata de batallas políticas
de una guerra que ahí sigue y que proseguirá. Aunque se llegue al
despropósito.
A un extranjero, por ejemplo, ha de resultarle y le resulta absolutamente
inaudito que la lengua que entienden todos los españoles esté en algunos
casos en el linde de la prohibición en determinadas comunidades
autónomas. Lo de los carteles de las carreteras es ya el hazmerreír de
Europa. Con todo y a pesar de estas políticas tan progres de defensa de lo
autóctono y de ataque a lo que es de todos, el sentido común de la gente se
impone y a pesar de que se quieran crear situaciones esperpénticas, la gente
sigue hablando para entenderse. Pero claro, la presión es mucha, sobre todo
si para ejercer profesiones, para hacer oposiciones, para rellenar formularios
o para cualquier cosa de la vida es obligatorio el utilizar una lengua
determinada y la otra queda excluida. Y es más grave cuando la excluida
resulta ser una lengua emergente en el mundo, hablada por unos
cuatrocientos millones de personas. Así que nos vamos paulatinamente
encontrando con el contrasentido de que el único sitio del mundo donde el
español pierde terreno es en España. Uno confiaría en que el péndulo, tras
estos cinco lustros de desplazarse hacia un extremo, empezara a recobrar
cierto equilibrio. Me temo que habrá que esperar sentado. La ventaja del
progre milenario es que él, además, dice que sabe hablar inglés.
Lo que sería quizás mucho pedir es que además alcanzara a rebelarse
contra lo que, aunque no lo sepa, le han impuesto como cliché y dogma. Y
que aprendiera a rescatar ideas que le fueron en algún momento hurtadas y
que puede comenzar a liberar. A liberar, y liberarse de paso él mismo, la
idea de España. Aprender que sentirse español no es un delito vergonzante,
que nuestra historia es digna de estudio y de ser mirada cara a cara y a los
ojos, que estos pueblos tienen una larguísima trayectoria común y han
hecho cosas muy importantes juntos por los caminos del mundo. Y si
pensaran en recuperar un cierto universalismo, y aún sintiéndose muy de su
terruño, no dejarían entonces de sentirse ciudadanos del mundo.
V
Un delincuente foráneo no es un chorizo
cualquiera

Los riquísimos no son nada racistas y mucho menos xenófobos. Los


emigrantes con los que se rozan son tan sólo los que les sirven la mesa y les
lavan la ropa. Los progres del nuevo milenio, acomodados y liberales, no
suelen tener tanta pasta como esos potentados, pero les llega para que en el
chalet haya cuando menos una sudamericana o una emigrante de Europa del
Este que realice el grueso de las tareas del hogar. Jamás, por supuesto, la
llamaran «criada», y la adiestrarán de manera inmediata en la norma del
tuteo. «Como de la familia», es el necesario latiguillo para aplacar cualquier
vestigio de mala conciencia. Luego, de todo hay en la viña del señor,
incluida la tribu progre. Los hay que de verdad la tratan así, que se desviven
por lograr los papeles para estas personas; y los hay que son unos perfectos
explotadores y unos pajarracos de los de toda la vida, porque además de
serlo pretenden hacer creer que son todo lo contrario.
Porque a un progre milenario no se le puede pillar nunca en el más
mínimo desliz racista ni xenófobo. Resulta, para su estupor y profundo
disgusto, que los que sí se deslizan por tan peligrosos pagos son los obreros
y las clases populares. El sacrosanto «pueblo» saca unas garras y unos
instintos que, a juicio del progre, dan miedo. En España ya se le ha visto
asomar la oreja en muchas ocasiones, pero lo que ha sido terrible, terrible,
ha sido lo de Francia. La que le hicieron al pobre Jospin, que le dejaron de
tercero y la segunda vuelta la disputó el ultra Le Pen. ¿Y por qué? Pues
porque los obreros de los suburbios, que antes votaban comunista y
socialista, le votaron a él. ¡Qué traición! ¿Pero es que acaso no saben que el
racismo es pecado y la xenofobia lleva al infierno? ¿Es que acaso no saben
que la izquierda jamás puede caer en eso y que el pueblo debe abrir su
corazón y su alma a los que vienen? ¿Acaso no es eso lo que se ha
pregonado, clamado y voceado en todos los mítines y ha estado en todas las
soflamas?
Resulta que con palabras y clichés no se convence a los que sufren en su
carne los hechos. Y esos obreros franceses, como las gentes de las clases
populares españolas, tienen otra visión, y mucho más cercana, porque
conviven con la emigración, están en continuo contacto en sus barrios y
trabajos y son los que de verdad pueden hacer que fructifique la integración
o se desate el conflicto.
Y habrá que dejarse de monsergas políticamente correctas para
averiguar la razón del engorde de la bestia parda del racismo que amenaza
con devorar a la tierna Europa de las democracias. La xenofobia puede no
ser, aunque el progre así lo crea, un pecado original, sino una consecuencia.
No una causa, sino un efecto. Para comprenderlo hay que vivir en los
arrabales de esas grandes ciudades o en los corazones de las mismas donde
se han impuesto determinados guetos o etnias foráneas. Hay que soportar la
violencia y la delincuencia, sufrir la agresividad de una cultura extraña que
pretende imponer su civilización, a veces opuesta frontalmente a la propia
y, lo que es peor, a los derechos humanos. Hay que sentirse desamparado
por los poderes públicos, por una izquierda y por un corifeo progre que
cuando estalla un conflicto se limita a llevarse el pañuelo ideológico a la
nariz y exclamar espantado: «¡Racismo! ¡racismo!»
Está claro que con mohines no se extirpan los tumores. De las bolsas
marginales de emigración ilegal brota a raudales la delincuencia, y las
cifras, tozudas, constatan que el 80 por ciento de los detenidos en España
tienen origen extranjero. Decirlo no es racismo. Es la verdad, aunque sea
triste y dolorosa. Y decir la verdad, indicaba Gramsci, es siempre
revolucionario. Poner remedio eficaz a estos problemas es la forma real de
combatir el racismo y a todos los Le Pen y ser en verdad solidario con la
emigración que busca trabajo y futuro. Lo otro, ese asquito de salón, es
hacer el Jospin. Dicho en Marx, entregarle la clase obrera al fascismo.

Principios
De entrada, la única posición admisible éticamente es que un ser
humano tiene, venga de donde venga y esté donde esté, unos derechos
esenciales. Y eso no sólo es del progre. El que no lo sienta así es un
perfecto mamón, y en el caso de España, emigrante hasta hace un cuarto de
hora, supone hacer gala de una canallesca desmemoria. No obstante,
derechos los tienen todos: los que vienen y los que son de aquí. Y, esto es lo
fundamental, además de derechos hay deberes. Ésa es la clave. Y leyes, hay
para todos también. El cumplirlas y hacerlas cumplir es vital si una
sociedad no quiere deslizarse hacia la peor jungla. Aquí es donde estalla el
conflicto.
Lo primero, los derechos. Las clases populares españolas sienten y
perciben que los emigrantes los exigen. Muchas voces, las que no tienen
columnas en los periódicos, pero sí suenan en los puestos del mercado y en
los bares, lo señalan y lo comentan. Llegan, tengan o no papeles, y
reclaman trabajo, seguridad, asistencia sanitaria, educación, guarderías...
Dicen en la Seguridad Social que no hay nadie más protestón, más gritón
incluso, que se queje más y que monte más pollo que algunos emigrantes
magrebíes. Y lo inmediato de la teorización popular es que sí, que está muy
bien, pero preguntan: ¿Por qué no exigen ese puesto de trabajo en su país?
¿Por qué no protestan en su tierra e intentan cambiar las cosas? ¿Por qué
allí, ante sus sátrapas y sus policías que no les tratan precisamente con
dulzura y donde a la menor protesta los apalean, no rechistan y aquí sí lo
hacen? ¿Por qué no critican a sus gobiernos, que les tienen en su miseria, y
sí vociferan contra los que, por el contrario, pretenden acogerse, y sus
instituciones?
Las quejas son muchas y múltiples. Recorren todos los aspectos de la
vida cotidiana. Hay madres españolas que no tienen sitio en las guarderías y
por ello encuentran dificultades para desarrollar su trabajo. Las familias
marroquíes, aunque la madre esté en casa, copan algunos de esos centros,
porque entre otras cosas les resulta un chollo económico. Hay padres
españoles que se quejan de que su hijo ha sido obligado a cambiar de
colegio porque en el que estaba hay que reservar sitio a los hijos de
emigrantes que «van a llegar». Existen hogares que se lamentan de que a
ellos no se les ampara —también aquí hay pobres, muchos más de lo que se
cree— y de que tienen mayor cobertura los emigrantes por el mero hecho
de serlo. En resumen, que al pobre autóctono no lo cobija
«progresistamente» nadie, porque es mucho más progre cobijar al pobre
emigrante.
Y esto en lo que se refiere a servicios asistenciales, escuelas o
viviendas. Pero lo peor es el día a día. Ahí es donde la población está
cotidianamente recordando algún Lepanto. ¿Qué tiene que hacer uno, por
ejemplo, ante las cuadrillas de jovencitos musulmanes que se apostan en
una plaza y se dedican a insultar a las niñas españolas que pasan por allí?
¿Cómo reaccionar ante esa obsesión reprimida por el sexo que les hace
percibir que, por su forma de vestir, actuar o reír, las chicas son no sólo
unos «seres sucios», sino poco menos que unas prostitutas. ¿Es esto
mentira? No. El que no sea políticamente correcto no significa que no sea
una verdad como un templo, con cientos de testimonios que así lo
atestiguan. Estas cosas no pasarán en los barrios altos ni en las
urbanizaciones de buenos chalets, pero les aseguro que ocurre en muchos
lugares, en muchas ciudades y hasta en pueblos. Pasa hasta en un lugar tan
apacible en principio y parece que alejado de esta problemática como es
Guadalajara. Está en las hemerotecas, para quien quiera mirarlas, lo que
sucede en determinados entornos de Alicante, de Logroño, de Granada...
¿Creen que esas jovencitas, sus hermanos, sus novios o sus padres se
sienten entonces cercanos y gratificados por el latiguillo progre de
permisividad, tolerancia y comprensión de otras culturas? ¿Y cuando se le
presenta a una familia en la puerta un tipo y le espeta, casi agresivamente,
que viene a comprar a su hija? Ha pasado, y a quien le ha pasado contestó
con miedo y aún lo tiene, porque el protagonista se mostró muy enfadado
con la negativa. ¿Es cosa que haya de permitirse también por la
«multiculturalidad»?
Son preguntas sin duda para la reflexión de nuestro bienintencionado
protagonista, al que el conflicto apenas roza los cimientos de su torre de
marfil.
Aún más preocupantes son otras realidades. La inmensa mayoría de los
emigrantes viene a trabajar, pero hay una minoría que amparándose en la
permisividad y en el Estado de derecho piensan haber encontrado un
paraíso de la delincuencia donde las infracciones no se pagan, donde la ley
es tan laxa que permite que alguien sea más de cien veces detenido y no
sufra expulsión ni cárcel. Hoy se sabe que gran parte de esta delincuencia
no es espontánea, sino dirigida y explotada por grandes redes
internacionales que incluso cambian a los delincuentes de país cuando
después de incurrir en delito y ser detenidos en varias ocasiones se avecina
la hora del juicio. Así disponen de otro país, de otro plazo de tiempo para
delinquir impunemente. A veces, eso sí, con instrucciones muy precisas.
Por ejemplo, no robar más de 50.000 pesetas cada vez. Varios golpes pero
nunca por encima de ese tope, que significa una falta menor.
El progre pone el grito en el cielo ante las nuevas leyes que pretenden
aplicar la expulsión a quienes cometan esas faltas repetidas o esos pequeños
delitos. ¿Qué hacer entonces? ¿Seguir como hasta ahora, con el ya clásico
juego de las mafias, a la espera de una lentísima maquinaria judicial que les
permite quedarse en España mucho tiempo? Las cifras son terribles y
tozudas. Los pequeños delitos llevan en un alto porcentaje el sello de las
gentes de la emigración ilegal, personas llegadas ex profeso para delinquir
al cobijo de las bandas internacionales o, en algunos casos, los menos
contra lo que pudiera pensarse, caídas en la marginalidad y que acaban por
integrarse en sus redes.
Sin duda las bandas y las mafias son el peor de los problemas del ya de
por sí peliagudo asunto. Esas personas no es que caigan en la delincuencia
obligadas por la situación de indigencia, sino que vienen con la clara
intención de ejercerla. La violencia con la que se emplean estas bandas
criminales, muchas de ellas originarias de traumatizados países
iberoamericanos como Colombia, o procedentes del hervidero de la Europa
del Este, ha aumentado de forma estremecedora no sólo el número de
atracos violentos, sino los asesinatos y los homicidios. La población en su
conjunto sufre por ello una fuerte tensión que se traslada incluso a las
fuerzas policiales, que no están habituadas a esa respuesta
descontroladamente homicida. El caso de aquel inspector que al ir a detener
a un delincuente fue disparado a bocajarro estremeció a Madrid. El policía
no esperaba aquella reacción, inusual en un delincuente habitual. No estaba
previsto tal gratuito desbordarse de la violencia.
El buen progre siente cómo cada una de estas noticias se le clava en el
corazón. Apoyar el grito de los emigrantes pidiendo regularización y trabajo
está muy bien. Mucho mejor estaría el investigar a los empresarios
absolutamente desaprensivos que se están forrando con los ilegales a los
que explotan miserablemente. Que ésa es otra: menudos pájaros andan
sueltos por campos y tajos, no pocos de ellos incluso emigrantes no hace
mucho, y ahora convertidos en la peor calaña empresarial. Defender al
emigrante como persona es una obligación, pero ¿no sería mucho mejor que
irse de manifestación delante de los poderes públicos españoles o encerrarse
cuando llegan las cumbres internacionales, propiciar una gigantesca
protesta ante el palacio de Mohamed VI en Rabat, o de Toledo en Lima, o
de cualquier otro presidente de esos países que llevan a la desesperación a
sus habitantes y les obligan a salir de su tierra? Si se hacen manifestaciones
antiglobalización por las grandes capitales del mundo, ¿por qué no hacerlas
ante los gobiernos del Tercer Mundo que con su corrupción, insensatez o
dureza tienen a su pueblos en la miseria? ¿Qué contesta a ello el progre?
Sin duda, que la máxima culpa la tienen los poderosos. Y es cierto, pero los
que ejercen corruptamente el poder en los países pobres son aún más
culpables.
¿Qué se puede contestar cuando un ministro saca las escalofriantes
cifras de la delincuencia de origen emigrante, además de gritar que es
xenófobo ponerlas en relación? El problema es que tal relación existe. Y lo
que suscita una apasionada defensa de los derechos de los emigrantes en la
cena con los amigos suscita otra mucho más enconada en la reunión de
familias obreras. En la primera, la palabra «derecho» será el talismán; en la
otra, la seguridad será el deseo más ferviente. Hay razones en los dos. Los
españoles también tienen sus derechos. Y todos tienen deberes y están bajo
la ley. Pero claro, cualquiera convence a un progre de que es lo mismo ser
un chorizo autóctono que foráneo. Sólo plantearlo supone el anatema.
En realidad, y como reflexión final, quizá todo esto tenga algo que ver
con el momento mágico, e ingenuo en buena medida, en que se redactó
nuestra constitución. Muy progre, por cierto, porque en aquellos años todos
querían ser progres o al menos parecerlo, incluso los de la UCD, pobrecitos.
Ser de derechas es lo que negaba ser todo el mundo, menos Fraga, y así le
fue por entonces. Las leyes se hicieron bajo el común denominador de una
idea básica: «To’ er mundo es güeno», y el que es malo, es porque la culpa
la tiene la sociedad. La sociedad era la culpable y al delincuente había que
salvarlo. Las cárceles no estaban para castigar, sino para reinsertar.
La idea es muy bonita, desde luego, y muchos siguen creyendo a pie
juntillas en ella. Pero las exageraciones suelen dar lugar a monstruos. El
que el péndulo se vaya al extremo de la permisividad y de la ceguera al
seguir estas teorías es tan nefasto como plantear la maldad intrínseca, la
imposibilidad de regeneración de un delincuente y la justicia como un ojo
por ojo vengativo. En los equilibrios suele estar lo más razonable. Ese que
es el menos común de los sentidos, el sentido común, debería inspirar leyes
y acciones judiciales. Sin embargo, hoy por hoy más bien las contradice.
El progre hispánico se ha quedado más cerca del péndulo en su viaje
hacia esa Arcadia feliz. Por ello, y sobre el axioma de que la culpa siempre
está en las circunstancias, «en la sociedad», se establecieron en sus tiempos
y se siguen manteniendo en muchos casos unas leyes tan permisivas que
han acabado por demostrar su memez. Son normas que sólo amparan a los
delincuentes, mientras dejan indefensos a los ciudadanos que las cumplen.
O sea, un despropósito se mire con la teoría jurídica que se quiera mirar.
En los últimos tiempos, saltadas todas las alarmas, los políticos se han
tomado el asunto más en serio, aunque como siempre la oposición (política
y judicial) ha puesto el grito en el cielo porque piensa que tales cambios
pueden afectar a su hermosa doctrina. Les puede salir en este caso el tiro
por la culata, como le salió a Jospin.
Claro que en España la reflexión ha tenido una vez más mayor mesura
debido al monstruo etarra con el que nos enfrentamos. La endeblez de las
penas que se imponían y a la aún mayor facilidad para salir de la cárcel, sin
arrepentimiento alguno y al poco tiempo de cometer horrendos asesinatos,
llevó el escándalo a la sociedad española. Finalmente se puso coto, y
aunque se levantaron ciertas voces señalando la irrenunciable «reinserción»,
fueron no demasiado vibrantes y entendieron que ésta podría darse, pero
cuando de verdad lo fuera en la sociedad y en paz, y no de nuevo en los
comandos y pegando tiros.
La sociedad española, pues, tiende a bascular en dirección contraria al
pendulazo sufrido. Conociéndonos no sería nada extraño que estuviéramos
pasado mañana en el otro extremo del balanceo. Desde luego, un poco
vacunados de ingenuidades sí que hemos quedado del viaje hacia el otro
lado.
VI
El pasmo de la chilaba

Copémico y Giordano Bruno, los hombres de la Ilustración francesa, la


pareja barbuda de Engels y Marx, y hasta el hoy muy olvidado santón
Marcuse, no darían crédito a sus ojos y oídos: hoy los presuntos
progresistas no se atreven a levantar la voz ante las desmesuras de una
religión, el islam, que considera inferiores e impuras a la mitad del género
humano, las mujeres, y que pretende convertirse —y de hecho lo es en
muchos sitios en Constitución por encima de constituciones— en la medida
jurídica, en fuente esencial del poder y norma máxima de organización
social. Es decir, un regreso a la teocracia de las civilizaciones
mesoamericanas o a la edad de hierro de las culturas occidentales. Porque
eso es en el fondo el islamismo como modelo religioso-político. El
cristianismo, durante el medievo, pretendió lo mismo: convertir la religión,
como detentadora de la verdad divina, en la medida de todas las cosas. No
fue precisamente aquélla una etapa gloriosa de la humanidad, ni tampoco
para los propios creyentes ni menos aún para los creyentes en otros credos:
la lnquisición y las cruzadas son buenos ejemplos.
El verdadero impulso del avance humano lo dio aquel Renacimiento
que puso al hombre en el centro del universo y de la vida. Aquello
concluyó, después de siglos de batalla intelectual y más de una hoguera
inquisitorial, en la Declaración de los Derechos Humanos y la proclamación
de los principios de igualdad entre todos los hombres. Hoy, después de tanta
lucha, la religión es una cuestión personal e individual, una fe y una
conciencia privada. Atrás ha quedado, aunque no hace mucho y menos en
España, la pretensión eclesial de convertir sus normas en constituciones, sus
reglas en códigos jurídicos y sus represiones en obligatorios
comportamientos en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana.
Quizá el progre de hoy no recuerde —otros sí— aquellos tiempos con la
Guardia Civil recorriendo los campos en fiestas de guardar para conducir a
misa, a veces maniatados, a los que osaban trabajar; a los curas poniendo
velos y tapando brazos y rodillas a las mujeres; a los obispos suspendiendo
representaciones teatrales y los cardenales imponiendo el largo de los trajes
de baño. Eso por no retroceder un poco a hechos mucho más trágicos. ¡Que
sí! ¡Que fue apenas ayer el esperpento!
Fue una lucha, con mucho dolor y sufrimiento, de siglos, hasta alcanzar
la libertad religiosa y de la religión, así como la liberación de tal yugo. Algo
que ha llegado casi hasta nuestra puerta. Parecíamos ya por entero
vacunados, pero ¡quia! Resulta que sólo es de «nuestra» religión. Ante otras
se adopta la más inaudita y atribulada postura. Se puede calificar al
cristianismo como opio del pueblo, pero a Alá o a Shiva, a Quetzalcoalt o a
Manitú, ni mentarlos, y aún menos permitirse un rechistar.
La cosa no pasaría de ser una gracia (para nosotros, que no para los
países que sufren el fundamentalismo islámico), si no fuera porque la
emigración musulmana es cada vez más numerosa y notoria en España, y
lógicamente traen su religión con ellos. Y aquí viene la madre del cordero.
Que no es su fe, ni su religión, ni sus mezquitas, ni sus cultos el problema,
sino esa otra cuestión de que cobijados en la libertad religiosa pretendan
seguir con ciertos hábitos y normas y hasta imponerlos en los lugares de
acogida. Hablo de costumbres absolutamente contrarias a los elementales y
en absoluto renunciables derechos humanos. Con las otras, ningún
problema ha de haber.
El progre vive con esto en un sinvivir. Porque ser progre es ser ante todo
tolerante, permisivo, tener un corazón abierto a todas las culturas y una
mente receptiva ante todas las civilizaciones. Lo que está muy bien, pero ¿y
cuando esas culturas, esas costumbres, esos comportamientos violan los
derechos humanos, cuando chocan con las leyes democráticas de los países
de acogida?
Entonces la confusión se instala, la perplejidad se abre paso, pero el
progre permanece impertérrito en lo que son sus convicciones más
profundas. Xenofobia jamás. Tolerancia siempre. Pertrechado con ello
carga contra todo lo que pueda esconder una brizna de racismo, un átomo
de segregación o un protón de intolerancia. Por supuesto, ante cualquier
estallido entre las comunidades él sabe dónde está la razón: siempre con los
otros, siempre con los pobres musulmanes oprimidos a los que el terrible
«pueblo» no hay manera de que deje de llamar «moros».
Primero exigen ir con pañuelo en la cabeza a clase; luego, que las niñas
no hagan gimnasia. Detalles sin duda, pero si ya el primero es claramente
un hábito cultural que en absoluto choca, a mi juicio, con otros valores, la
segunda cuestión ya es más peliaguda. Peor es ya cuando se producen
sarpullidos tales como insultos a las muchachas españolas, y hasta alguna
agresión aislada si una chica pasa fumando por zonas de fuerte
implantación musulmana. Esto ha pasado recientemente en Alicante. O que
las tachen de prostitutas por llevar minifalda. No es raro que suceda, por
ejemplo, en Granada. El progre de manual no va más allá de que la cuestión
es cultural, cosa de la multiculturalidad, y por tanto hemos de tragar.
Cuando el asunto se pone feo con la ablación del clítoris, la venta de las
muchachas para el matrimonio arreglado o un secuestro de niños, ya no se
puede mirar para otro lado. Y eso también está pasando y está sucediendo,
cierto que muy aisladamente, en la democrática España.
Cuando el bueno de Mikel Azurmendi, después de estudiar a fondo el
tema y de comprobarlo sobre el terreno, plantea que la multiculturalidad no
puede encubrir la conculcación de los derechos humanos y que ya que
viven en esta sociedad al menos habrán de respetar aquí las normas y
someterse a nuestras leyes, la progresía nacional puso el grito en el cielo.
Cuando además propuso que lo ideal sería defender los derechos humanos
en los países de origen de los emigrantes, se le arrojó a las tinieblas, se le
acusó de xenófobo y todo aquel que circule mentalmente por tan impecable
posición acaba siendo un reaccionario, un peligroso facha. En suma, que
para ser un progre no queda más remedio que tolerar la intolerancia, y
cuando ya llega el summum, callar ante el imán de turno que predica lo que
ya no se atreve a predicar ni el más trabucaire de nuestros curas autóctonos.
O sea, que si el clérigo no lleva sotana, tiene bula.
A nadie se le ocurre ni por asomo hablar de reciprocidad. De la misma
manera que la permisividad es aquí un hecho, ¿sería mucho pedir que se
comportaran igual en sus comunidades o en sus propios países, con otras
culturas u otras religiones? Pues no, y así llegamos a que ese progre
presunto heredero del Renacimiento, de la Ilustración, del marxismo, acaba
por ser un acérrimo defensor de los postulados medievales de una presunta
verdad divina revelada allá por el siglo VII y que pretende seguir teniendo
vigor de ley que ordene la vida humana aquí en el siglo XXI.
Las preguntas no parecen surgir, ni siquiera las dudas. La pasión es tal
que a nadie se le ocurre pensar que en nombre de Kali se sacrificaban,
quemándolas vivas, a las viudas, ni que en el de Huitchilopochtli se le
arrancaba el corazón a un par de decenas de miles de prisioneros en la
pirámide de Tenochtitlán el día de la fiesta mayor. No. Los malos sólo han
sido los curas que llevaban sotana. Que no es que fueran, cuando pudieron,
mancos. Pero la cuestión es que la lnquisición suya ya pasó a la historia y
ahora son otras las que campan a sus anchas por el mundo musulmán.
Aquí aparece una vez más la clara diferencia entre el progre milenario y
el rojo de los de antes. Este último lo tiene claro. Mide a todas las religiones
por el mismo rasero y con unos principios de fondo. Equivocados tal vez,
pero coherentes con una escala de valores. El progre, siento decirlo, lo que
tiene es una empanada mental de muy considerable tamaño y acaba por
apoyar uno de los comportamientos más retrógrados de la humanidad. El
progre, cuando llegó Jamenei, presidente de Irán y considerado por ellos
«menos extremista», aún discutía que a muchos les pareciera un insulto que
este hombre no quisiera dar la mano a mujeres (reina y ministra de
Exteriores, por ejemplo) porque en su religión eso «ensucia», y que hasta
llegara su protocolo a plantear (menos mal que por ahí no se pasó) que se
cubrieran con velo y que no se sirviera vino en los actos en los que
participara (que en esa sí se salió con la suya). Y eso que era él quien venía
de visita, porque cuando Esperanza Aguirre fue a su país, por supuesto que
le calzaron el velo y tuvo que someterse a todos los pasos del retrógrado
protocolo islámico. Durante la visita de Jamenei a España los más sesudos
progres escribieron en su periódico de cabecera que había que
comprenderlo, que Jameini era el «progresista» de allí comparado con los
otros imanes, y que tampoco era para tanto lo que nos exigía. Las feministas
no dijeron nada.
Porque lo que más enfado puede producir, aunque también una cierta
ternura, es el papelón de ellas, de las feministas, que son las que tienen que
acarrear con la peor de las contradicciones. El Corán no ofrece dudas de su
consideración hacia la mujer, se lea como se quiera. Los epítetos que le
dedica son terribles, y la mejor prueba es el papel que le otorga en los
lugares en los que las azoras coránicas se convierten en el articulado de la
ley máxima, la sharia. Ahí están las mujeres afganas, que han salido del
terror talibán para no avanzar más que dos pasitos; o esas jóvenes saudíes
quemadas vivas en un incendio porque la policía moral no las dejó salir de
la residencia al considerar que no iban vestidas de manera decorosa; o las
pobres mujeres nigerianas, con el peligro de sufrir lapidación por adulterio.
Ante los casos —muy pocos conocidos, dada la terrible mordaza que
impone el entorno incluso en los países occidentales— de denuncias de
mujeres sobre el asunto, no se levantan los esperables clamores de rechazo,
ni el reclamo de poner coto y solución. El silencio es muchas veces
absolutamente espectacular. Y es que estamos ante una sumisión, ante un
verdadero complejo. En realidad el progre tiene vergüenza de defender sus
propios valores, los de su civilización, que le han llevado precisamente a
esta situación tolerante y permisiva, de libertad en suma, frente a los que
siguen defendiendo los de la intransigencia, la teocracia, la intolerancia y la
imposición de la religión como parámetro de toda vida y de todo
comportamiento.
Y volvemos al principio. ¿Ha leído el progre a Voltaire? ¿Ha hojeado a
Engels o a Marx? ¿Ha visto al menos en la tele cómo lavan el cerebro en las
madrasas? No son respuestas que uno pueda dar. Allá cada cual con sus
lecturas y allá cada uno con sus reverentes respetos a los velos y a los
ulemas. Pero no deja de ser sorprendente tanta animadversión, tanto encono
con los clérigos propios y tanto arrobamiento con los ajenos. O es que
quizás no han acabado de escapar de aquella primera dependencia, y algo
queda camuflado. Porque lo lógico sería no que ahora se anduviera
reverenciando pasados de sotana, sino que ante cualquier intento de otros y
parecidos chamanes, lamas o, en el caso que nos ocupa, imanes con
turbante y chilaba, se tuviera parecida y crítica reacción y se les situara en
el lugar exacto que esta sociedad reserva para ellos: el territorio de la
conciencia personal.
Después de todas estas páginas ahora caigo en la consciencia de mi
propia estupidez. No lo he visto y resulta que está ahí, refulgente ante los
ojos. Tiene simplemente miedo de no parecer progre. El progre milenario
no es que se sienta en absoluto subyugado por tales filosofías (por esas
honduras y disquisiciones sólo se pone a transitar Sánchez Dragó) y
conversiones; excepto por matrimonio, no parece haber muchas (aunque
siempre aparece alguno que se llamaba Manolo y ahora Mustafá, que nos
predica encendidamente el retorno del islam a Granada y lo bien que nos
habría ido con Boabdil y lo mal que nos ha ido con Isabel y con Femando).
Las más predispuestas a la conversión suelen ser mujeres que se casan con
musulmanes. Luego salen en la televisión diciendo siempre que el Islam es
liberador para la fémina y esas cosas que dicen los catecúmenos de todas las
religiones.
Sin duda es más progre hacerse mahometano que, por ejemplo,
mormón, anabaptista y ya no digamos testigo de jehová —eso es muy carca
—, y hay cierta oleada de moda islámica, sobre todo por Andalucía, como
en tiempos la hubo de hacer el budista entre la tribu. El budismo —y sus
adyacentes— siempre ha sido la religión favorita de los progres, y más de
uno acabó en los Hare Krishna, dándole a la matraca entre obnubilado y
sectario. Pero ahora la cosa mahometana resulta muy reivindicativa, y
rápidamente se entra en pretender otra historia que la que fue y creerse un
Al-Andalus en el que los perros se ataban no con longaniza, que es cerdo
prohibido, sino con collares de dátiles y perlas. De ahí a pensar que se es
directo descendiente del omeya sólo va un paso, aunque árabes por aquí en
realidad vinieran cuatro. Se abjura de toda la historia, del ibero, del fenicio,
del griego, del cartaginés, del romano, del vándalo, del godo y, del que más,
del tatarabuelo que vino con la mesnada del gran cardenal Mendoza y era
de un pueblo de cerca de Guadalajara. Sólo se reivindica la gloria de la
media luna y lo bien que se vivía en la Alhambra y en Medina-Azahara. Ya
se sabe que entonces no había pobres.
Es toda una pasión árabe (no bereber ni magrebí, aunque la verdad es
que de ésos vinieron más y quedan más cerca) que marca una cierta
subespecie de progre andaluz y que ha establecido el axioma ampliamente
defendido y recitado en todo pregón de fiestas que se precie de que los
cristianos —o sea, todos los antepasados del pregonero— eran una panda
de cabrones, sucios y brutos que destruyeron todo; y que los agarenos eran
unos ángeles maravillosos, cultos, sensibles y refinados, y que fue una pena
que se reconquistara nada. ¡Con lo bien que podíamos vivir ahora todos
nosotros siendo súbditos de Mohamed VI! En vez de con pateras,
pasaríamos con muías a los emigrantes hacia Europa por los Pirineos.
Ya digo que no hay demasiada conversión profunda, y todo lo más el
progre se siente atraído por lo exótico o lo novedoso. Pero esto no explica la
fascinación, la cuasi sumisión ante el planteamiento del primer ayatolá que
lo coge por banda. Y es que ya lo he dicho: lo que pasa es que tiene miedo.
Un miedo cerval a que en esa sociedad suya, en ese entorno, alguien pueda
calificarlo de intolerante, de xenófobo, de poco viajado y de falta de
comprensión a otras culturas. Ante el hecho de que pueda plantearse una
mínima sombra de duda sobre ello, el progre milenario es capaz de tragarse
todo. Velo, turbante, azora y madrasa. Bueno, todo ya no. Por el burka ya
no pasa. Hasta ahí podíamos llegar. El burka es lo malo del islam, que algo
carca y facha también tenían que tener los hombres.
Sin embargo, burkas hay muchos en las religiones, y es verdaderamente
curioso que quienes más debieran combatirlos, quienes tuvieron en su mejor
tradición la crítica sin tapujos, ahora anden tan callados.
VII
Qué auténticos son los indígenas

Estábamos en un campamento cerca del lago Arareko, en la Sierra Madre


mexicana. Es territorio tarahumara o rarámuri, de una manera los
conocemos nosotros y de la segunda se autodenominan ellos. Son una etnia
de cierta pujanza, con un importante grado de autonomía en cuanto a la
organización de su vida y cuentan con sus propias autoridades. Son famosos
por su resistencia en la carrera. Corren golpeando una bola de encino y son
capaces de hacerlo, sin parar, durante tres días y dos noches. Viven de la
agricultura, maíz y frijoles, y algo de ganadería, en ranchitos (cabañas o
cuevas) perdidos por la dura montaña.
Allí me encontré a un progre mexicano. Un tipo que era antropólogo o
algo así, que nos dio una charla sobre las maravillas de tal cultura, sobre sus
chamanes, que se comunicaban con los espíritus a base de peyote, y su
manera de celebrar las fiestas con tesguino, un licor fermentado de maíz.
Bailan sus danzas acompañados de panderos y rudimentarios violines,
herencia de los misioneros jesuitas. El progre mexicano era gordo, lustroso
y risueño. En la plazuela de la ermita de san Ignacio de Arareko estábamos
nosotros, y alrededor, pegados a sus barbacanas, a un lado los silenciosos
tarahumaras hombres y al otro las mujeres, con sus faldas multicolores y
sus hijos. Todo muy bonito.
Luego me enteré de más cosas. La mayoría de aquellos niños sufrían de
desnutrición, estaban comidos por la enfermedad, con severas amenazas a
su supervivencia. Las mujeres, siempre calladas, son auténticas esclavas de
sus maridos. Una noche vi cómo una de ellas esperaba durante muchas
horas bajo una lluvia torrencial a que su hombre, totalmente borracho,
saliera, y sumisamente siguió su andar tambaleante.
Hambre, miseria, enfermedad, trabajos extenuantes, vejez prematura y
nulos derechos de la mujer. Y eso que los tarahumaras tienen sus normas y
unas leyes consuetudinarias que se hacen respetar. He visto en el «mundo
indígena» cosas mucho peores, pero al progre antropólogo aquello no le
importaba, sólo se maravillaba de las fabulosas tradiciones, de lo auténtico
de aquellos indígenas. El que la esperanza de vida de los niños fuera de un
50 por ciento al nacer era lo de menos.
Esa comente de búsqueda de lo auténtico, de lo primitivo, ese quedarse
subyugado ante sus manifestaciones, resulta de lo más progresista. Los más
integristas afirman incluso que no hay que tocar nada. O sea, que ni
médicos, ni escuelas, ni aperos, ni maquinaría, ni sistemas de labranza
(aquellos campos de maíz eran casi eriales). Nada de eso: viva el chamán.
Cierto es que la civilización en muchas ocasiones lo que hace es
destruir, aplastar y acabar por extinguir no sólo a estas culturas, sino a los
propios indígenas, pero hay un término medio. No entiendo por qué
basándose en ese presunto respeto a lo autóctono han de seguir en el
hambre o no alcanzarles los avances de la medicina que les espanta las
plagas y la muerte. Y ello sin destruir nada. O en todo caso, sí: destruir
aquello que es absolutamente contrario a su dignidad como seres humanos.
Porque será toda la cultura autóctona que se quiera, pero una mujer no
puede recibir trato de bestia, por muy ancestral que sea tal trato.
Con lo que más alucina un progre es con un chamán. Es que les priva.
Eso sí que es tocar el cielo con las manos. A mí un día, en Ilumán, bajo el
volcán Imbabura, en Ecuador, me quisieron purificar. Como había asistido
ya a la operación cedí muy gustoso mi puesto. La ceremonia consistía en
que un tipo con sombrero te rociaba a escupitajos de aguardiente, te daba
unos zurriagazos con unas hojas y luego te flameaba, o sea, te rociaba otra
vez con el aguardiente, pero le aplicaba al chorro espolvoreado un mechero.
También te lanzaba bocanadas de humo. Le gustaron mucho unos puritos
que yo llevaba y me dijo que con ellos iba a purificar mucho mejor que con
los cigarrillos de Lark que utilizaba habitualmente. Le regalé tres y se puso
muy contento. Sabía, eso sí, cantidad de cosas de hierbas, y me escribió
algunas recetas.
Quizá los cigarrillos me salvaron de la siguiente purificación, esta vez
en el cilanco de un torrente que bajaba de las alturas nevadas y que debía de
producir pasmos. Allí los chamanes venían a repetir la operación de
escupido, ahumado y flameado. Decían que renovaba energías.
Y la cosa me dejó perplejo, porque el personal más progre estaba
enternecido y entregado. No podía entenderlo. Ellos, todos unos descreídos,
unos agnósticos de lo más firme, de pronto imbuidos por fervores místicos
de estos otros dioses y sacerdotes. Los hubo que se tragaron un serial de
conferencias sobre todas las deidades y la cosmogonía inca. Y además se
volvieron creyentes, aunque eso sí, sólo por unos cuantos días. En resumen,
que acabé por concluir que al progre la única religión que no le va es la
suya, pero que el resto es que le priva, y si son muy pero que muy
elucubrantes y esotéricas, mejor. En el fondo puede llegarse a la conclusión
de que su religión frustrada es la animista, pero que todavía no se han
metido en el rollo.
Lo de los chamanes se las suele traer. Son como los curas de todos los
sitios, pero aprovechándose aún mejor de la ignorancia ajena. No hay
chamán tonto, desde luego. Curanderos los hay buenos, sin duda, y en lo
suyo honrados, pero como le tienen que poner la cosa mística porque es la
condición indispensable del oficio, ahí empieza la patraña y la picaresca. Lo
curioso es que los asombrados y entregados progres españoles que les
contemplan seguro que son los mismos que echan pestes de Rappel y
algunos especímenes similares se queden extasiados ante parecidos
ejemplares simplemente por el hecho de su indigenismo.
Con todo, no es eso lo malo. Lo peor es cuando el chamán impide la
presencia del médico, lo arrincona y hasta lo anula, cuando la superstición
se impone sobre la ciencia y la patraña sobre el progreso. Pero eso que no
se lo cuenten al progre milenario, porque como progre estará siempre al
lado del chamán, del brujo y del hechicero, y por supuesto en contra de la
invasión de la civilización. O sea, en contra de la vacuna. Y luego se quejan
de que se siga practicando la ablación del clítoris. Que discutan el tema con
sus muy adorados brujos.
Creerán que exagero, y tal vez lo haga, pero más de un caso me he
encontrado. Y he visto defender atrocidades y supercherías infames en
nombre de la sabiduría popular, cuando de lo que se trata es de la más atroz
de las supersticiones, por muy ancestrales que éstas sean. Sin llegar a tanto
he asistido —y por qué no voy a confesarlo, también he compartido— a un
extasiarse de mis compañeros cuanto más «auténtico» era el territorio y la
tribu que alcanzábamos. A mí también me gustaba mucho esa cualidad
primigenia, pero no puedo dejar de pensar que es una pose del occidental
bien alimentado, que con su estado del bienestar a cuestas contempla
aquello y ve tipismo donde lo que hay es una enorme pobreza y una terrible
miseria.
La pasión del progre por lo natural le ha llevado a buscar al buen
salvaje, al hombre primitivo, y pretender dejarlo en recónditos parajes para
que de vez en cuando vayan los del National Geographic a filmarlos y así
luego los podamos ver en la televisión. Cierto que no hay por qué romper
esas formas de vida e imponerles otras, pero también es muy cierto que se
ha inventado la penicilina.
El progre milenario no quiere ser un turista cualquiera, tal palabra le
horroriza. Pretende incluso no ser siquiera un turista, y se hace llamar
«viajero». Y de la misma manera que aquellos viejos ingleses cazaban
mariposas con sus redes, ellos gustan de cazar las imágenes de lo auténtico
con sus cámaras. Así que se han inventado circuitos especiales para que
puedan luego alardear de haber ido a lugares diferentes, esos a los que no
van los turistas. ¿Y qué otra cosa son ellos? Simplemente van a lugares
donde coinciden con grupos de las mismas características del suyo y con
una mentalidad turística como la suya. Pero turística al fin y al cabo. Y se
quedarían perplejos si supieran de verdad y en muchos casos cuál es la
verdadera autenticidad y el espíritu salvaje de quienes un momento antes
han bailado una danza tribal para ellos. Los masai africanos, por ejemplo,
que son unos linces y estaban hartos de tanta foto de indígena auténtico, ya
se han decidido por la tarifa fija y dejarse de gaitas; y los zulúes de algunos
kraal de Sudáfrica han optado astutamente por mantener varios poblados en
plan antiguo. Allí se desplazan por las mañanas, vestidos con sus trajes
típicos, y se ponen a calentar pucheros ante las cabañas. El éxito de público
es mucho. Luego, por la tarde, si no hay contratada una danza guerrera
nocturna, se visten con ropa moderna y se van a casa, a la ciudad.
O sea, que la búsqueda del indígena auténtico está dando sus frutos, y es
de agradecer y mucho por los verdaderos indígenas, ésa es la verdad, que
han encontrado una buena fuente de ingresos. Claro que a veces se pasan.
Por ejemplo en lo del regateo. Se supone que un progre de viaje ha de
regatear, pues ésa es la costumbre autóctona. Y lo es. Pero muchas veces
ese regateo es jugar con la miseria y el hambre del vendedor, por si no lo
saben. Pretender rebajar hasta precios ridículos un objeto por mero placer
no deja de tener un punto de crueldad para alguien a quien ese dólar de
diferencia supone cruzar la delgada línea del hambre, el poder llevar ese día
algo de comer a su familia. La próxima vez deberían pensarlo. Regateen,
porque la verdad es que lo contrario es hacer el primo, y de entrada rendirse
a la primera propuesta no va a suponerte ningún respeto, sino que te tomen
por imbécil, pero háganlo con generosidad.
El regateo es lo que suele hacerse mayormente por todo tipo de
mercadillos. Lo más probable es que acabe uno comprando cualquier
abalorio Made in Taiwan al que le han quitado la etiqueta. Y para ello el
progre habrá ido hasta el archipiélago de Tonga. A otros les da por las
grandes piezas, y son de ver las penalidades y disputas en los mostradores
de facturación de las compañías aéreas porque un señor está empeñado en
traerse un cesto, auténtico faltaría más, pero del tamaño de una tinaja. Y
también está el que pretende llevar en la cabina tres lanzas, un arco, doce
flechas y un carcaj. No les tengo que decir nada sobre adornos o abalorios
hechos con materiales prohibidos, sea marfil, caparazones de tortuga o
huevos de avestruz. En estos casos suelen liarse golosas. Por fortuna
nuestro querido progre suele tener a gala la máxima proteccionista y no cae
mucho, en apariencia, en tales tentaciones, pero no crean: una cosa es
predicar y otra ser discípulo fiel de las propias prédicas.
En realidad, el problema está en querer ser diferente a toda costa. Un
progre en viaje no puede ser como el resto de los mortales. Ha de llegar al
corazón de las cosas, a lo que el resto de la humanidad no puede ver. Y
claro, lo cierto es que la humanidad anda ya por todos los sitios, y por muy
lejos que vayas, lo más probable es que te encuentres allí a uno del pueblo
de al lado del tuyo. Lo digo porque esto me ha pasado a mí. Un encuentro
así, que en realidad es la mar de divertido y gratificante, al progre suele
sacarlo de quicio porque le ha reventado la exclusividad, que es de lo que se
trata también en esto, como en ropa, abalorios o costumbres. No se dan
cuenta de que en su éxito está su desdicha, y es que hay mucho progre por
el mundo. Ya les empecé contando que yo me encontré uno muy lustroso en
la sierra Tarahumara.
VIII
Un amor abrasador por la naturaleza

La naturaleza ha sido capaz de sobrevivir al hombre paleolítico, cazador y


recolector, que vivió en intensa y vibrante relación con ella, considerándola
su madre y estimándola como a tal; se adaptó al hombre neolítico,
agricultor y ganadero, y a su gran revolución que la transformó de manera
muy notable, la parceló y la domesticó. Sin embargo, no se sabe si logrará
sobrevivir al homo urbanus, que dice amarla por encima de todas las cosas
pero que la envenena, corrompe su aire, su agua y su subsuelo y tiene como
manera de vida el colocar sobre la tierra un condón de cemento y asfalto
que la ahoga y la esteriliza hasta asfixiarla, de forma que no brote ninguna
posibilidad de vida. Dice, no obstante, que la adora, y de su seno han salido
los más celosos defensores de la misma: los ecologistas. Un progre
milenario es siempre ecologista, aunque no está afiliado, y comparte
absolutamente sus valores. El progre español tiene, sin duda, un amor
abrasador por la naturaleza. Y ése quizá sea uno de los más graves
problemas que la naturaleza tenga.
Porque da la maldita casualidad de que quienes dicen ser los mayores
defensores del medio natural son quienes menos contacto tienen con él,
quienes no viven en él y quienes no conocen en muchos casos las mínimas
leyes naturales que lo rigen. Son gentes que viven en la ciudad, que son
capaces de «dar su vida» por una colonia de mariposas, pero que al mismo
tiempo, y debido a ese intento de volver a lo natural, son los que arrasan los
parajes naturales a «chaletazos», destruyendo sierras y bosques, y
urbanizando todo lo que se les pone por delante. Y ello, por supuesto,
debido a su amor por la naturaleza. Un amor peligroso y abrasador, porque
en una de éstas el fuego se lleva por delante el paraje natural entero para así
poderlo remodelar al antojo de los supuestos amantes de la naturaleza. Que
más que amantes, la verdad, es que se comportan como los chulos de la
pobre señora.
El problema de fondo no es de sentimientos, sino de ignorancia y de
falta cada vez más creciente de contacto. A la naturaleza se la ve de fin de
semana y por lo general desde la ventanilla del todo terreno, desde la
cristalera de la casa rural o desde el mirador indicado por Turismo. Puede
también acercarse más intensamente a ella con caminatas, con excursiones
sudorosas y con todo tipo de actividades para los más osados y sanos. Pero
no se vive en ella, ni se vive de ella, no se sufre, ni en realidad se goza. Tan
sólo es un disfrute visual y discontinuo. El urbanita, eso sí, se siente atraído
por ella como por el paraíso perdido y, alejado de su realidad, se acaba
creando una imagen bucólica, pastoril, artificial y en el fondo de Walt
Disney, uno de los tipos que más daño ha hecho a las mentes de cientos de
millones de seres humanos, al crearles la percepción de la naturaleza más
estúpida y falsa que imaginarse puede: una naturaleza en la que los leones
comen maní y donde su terrible belleza ha sido sustituida por una atroz y
falaz cursilería que ha empalagado las ideas de medio mundo. Porque si
algo es la naturaleza, es una tremenda matanza. La ley de la selección
natural es básica, y la adaptación al medio la mejor de las armas para
sobrevivir. Y es así, sin tapujos, como se comporta, sin moral, porque la
naturaleza no la tiene, y sin capacidad ni para la crueldad ni para la
compasión. Ésos son atributos humanos. La naturaleza mata y muere
inocentemente.
Pero el hombre urbano, después de haberla destrozado casi hasta el
exterminio, pretende ahora repararla. Desde luego el intento es no sólo
positivo, sino imprescindible, y menos mal que la mentalidad ecológica se
ha logrado introducir en las sociedades desarrolladas. Apañados íbamos de
lo contrario, y la única esperanza es que tales tendencias se instalen también
y definitivamente en los gobiernos económicos y políticos del planeta y
ablanden la dura mollera del emperador Bush, que se niega a firmar el
protocolo de Kioto, antes de que violemos ya de manera tan absoluta a
nuestra madre Tierra que acabemos por destruirla por completo. Porque el
hombre es esa especie terrible en su éxito, capaz hoy de destruir el planeta
que le ha dado a luz y le ha proporcionado cobijo.
El progre milenario está en un momento tan encendido en ese regreso a
los amores maternos que con sus arrebatos en no pocas ocasiones hace un
flaco favor a lo que dice defender, y en bastantes lo que hace es el ridículo.
No vamos a ir a extremos pretendidamente naturales de vegetarianos y otras
hierbas. Juan Luis Arsuaga resumía con una sonrisa la posición científica,
fuera, por supuesto, del gusto de cada cual: «El ser vegetariano es
antinatural, el hombre es omnívoro, nuestro aparato digestivo lo es, y si
hubiéramos sido vegetarianos hoy no seríamos sapiens porque no
habríamos podido desarrollar nuestro cerebro ni desarrollarnos como
humanos. » Toma ya.
En realidad no hay muchos progres vegetarianos. Hay más que comen
de todo pero se aterran ante la idea de que eso que se están comiendo sea un
«cadáver». Algunos prefieren que la carne no tenga forma, que el filete no
indique su origen, que al menos no les cuenten nada de la escena ni del
crimen. Vamos, que no quieren saber ni que nadie se lo recuerde que para
hacer jamones hay que matar cochinos.
Suele ser esto motivo de discusión con la especie más odiada del progre
milenario sector pajaritólogo: el cazador, tanto en su vertiente de ciudad
como en su más común especie pueblerina. Por supuesto, el progre odia la
caza, desprecia al cazador y le parece un crimen execrable matar animales
salvajes. El cazador suele argumentar que el pollo que se está comiendo el
progre es un pobre ser que era un tierno pollito cuando lo encerraron en una
minúscula jaula en la que no podía ni extender las alas, donde lo cebaron
con guarrerías artificiales para que creciera antinaturalmente, que a base de
luz continua no lo dejaron dormir para que siguiera comiendo y
engordando, y que a las pocas semanas de esta forma de vida en la inmensa
galería de jaulas del corredor de la muerte lo llevaron a la silla eléctrica y lo
ejecutaron. La perdiz que el cazador ha cobrado ha vivido su vida natural,
buscando sobrevivir entre sus predadores, de los que el hombre ha sido uno
más, quizá el más peligroso.
En la discusión que suele irse encendiendo empiezan a aparecer otros
elementos. Por ejemplo, el cazador actual alega que ellos más que nadie son
los máximos conservacionistas; que ellos son los que han preservado las
especies cinegéticas y que por ellas sobrevive toda la cadena trófica; que
donde hay caza hay naturaleza y que donde no, se acabó una cosa y la otra.
Los ejemplos del lince y el águila imperial, en quienes tanto se ha invertido
con tan poco resultado, tienen como simple razón de su escasez una
enfermedad artificial, la mixomatosis, que ha diezmado hasta casi hacer
desaparecer a la especie de que se alimentan las otras dos, el conejo. Eso y
la falta de hábitat es lo que acaba con las especies protegidas, afirma el
cazador. Aunque su punto flaco radica en que dentro de su colectivo siguen
existiendo una buena caterva de desaprensivos que cometen atrocidades y
que no sólo con el veneno, sino con lazos prohibidos y con persecución de
especies protegidas desacreditan a todos. Y los cazadores, como tantos
otros colectivos con sentido de gueto, se sienten muy corporativos y callan
lo que debieran denunciar.
Lo cierto es que el progre milenario, ante la avalancha de datos, suele
quedarse un poco a la defensiva y acaba por caer en hacer la caricatura del
contrario como si fuera un asesino a mansalva. Le acaban diciendo que los
dos grandes patriarcas del ecologismo en España son cazadores: el fallecido
Félix Rodríguez de la Fuente, el auténtico profeta y pionero, con todas las
desmesuras que se quiera, del conservacionismo español, y Miguel Delibes.
Hoy en día, incluso los más reputados y serios científicos, como el gran
especialista en lobos José Carlos Blanco, indican que esta especie se
encuentra en expansión precisamente por el desarrollo de especies
cinegéticas como el corzo y el jabalí, unido a la mejora de sus hábitats.
Blanco, como Joaquín Araújo, no son enemigos de la caza controlada,
siempre que ésta se ajuste a normas estrictas de control y adquiera un fuerte
compromiso conservacionista, cosa que va haciendo.
Eso al progre milenario le pilla lejos. Él sólo contempla para su crítica
al señorito matarife y al asesino de animales indefensos. Identifica caza con
todo lo peor, y cuando hay un problema político, una de las cosas que
acaban por hundir al personaje en entredicho es que además sea cazador. Le
pasó a Fraga con el Prestige (si hubiera estado en el bingo habría tenido
más pase) y le pasa todos los días a Cascos, al que le hacen unos recechos y
unos aguardos de aquí no te menees, a ver si lo pillan en la charca.
Sin duda la caza es lo más políticamente incorrecto que pueda
imaginarse. Se ponga como se ponga la gente de los pueblos, que vota cada
cual lo que le parece y allí anda con sus galgos el comunista Antonio
Romero, es cosa de derechas de toda la vida. Cualquier otra afición —por
ejemplo la pesca, y si es sin muerte y con mosca está perfectamente
integrada en lo progre— es ya más de izquierdas. La pesca la practican
Felipe, Ibarra y ahora el leonés Zapatero. La pesca puede tener una defensa,
pero nunca la caza, que será siempre digna de reprobación en cualquier
ambiente progre que tenga una mínima autoestima. Además de sanguinaria,
todo progre sabe que es cosa sólo de aristócratas, especuladores y
terratenientes. Y la caza es la única cosa en España en la que no se permite
el capitalismo o al menos está muy mal visto. Es admisible que un rico
tenga mejor coche que los demás, y hasta yate y casa espectacular y que
veranee en lugar paradisíaco y en mansión de lujo. Pero esto no es
admisible en la caza. En esto no puede haber capitalismo ni terratenientes.
El progre suele olvidarse de que la caza tiene cerca de millón y medio de
practicantes en toda España, y que hay la misma proporción de ricos que en
cualquier otra actividad humana. Los ricos cazan en sus fincas y cazan
mucho y a placer, y los que no son ricos se las ingenian en sus cotos de
pueblo o en sus sociedades y hacen lo que pueden.
Nada que se diga puede apear a un progre de su convicción, por otro
lado muy legítima. No se le podrá convencer de que no sólo no extermina,
sino que protege la naturaleza y es necesaria para el control de las
poblaciones. Preferirá que antes que un cazador, y si hay superpoblación de
una especie, sean los guardabosques los que se encarguen de hacer el
trabajo, lo que supondría un despilfarro, pues el dinero que pagarían por
ello los cazadores podría destinarse perfectamente a conservación. Eso no
importa, ni el hecho de que suponga una gran riqueza y de que haya
comunidades en las que la caza se está convirtiendo en un factor decisivo de
su PIB, pues son muchos los sectores (el turismo uno de los más
destacados) que viven de esa actividad, ya en muchos casos convertida en
industria agropecuaria y percibida como la de mayor futuro en buena parte
de España. Ni hablar de nada de ello, ni de que somos lo que somos por ser
cazadores y no rumiantes. Es un crimen y basta, y matar al abuelo de Bambi
es algo horroroso. Tanto que si hoy existe un adorno que un progre jamás
debe llevar, es algo relacionado con la caza. Y si es mujer aún menos,
porque si hay mucho enemigo de la caza entre los hombres, desde luego
entre las mujeres será cosa incluso ancestral. Entre ellas es ya una mayoría
abrumadora. Tanto, que el que una fémina lleve, por ejemplo, unos
colmillos de jabalí como collar, la identifica para siempre como un
miembro de tribu enemiga.
El rechazo a la caza es tal que son muchos políticos los que ocultan esta
afición por temor a perder votos. Se dio el caso de que Felipe González, que
practicó la caza en alguna ocasión en la finca de Quintos de Mora, cosa que
era de sobra conocida por la guardería y en las fincas de alrededor, lo negó
con virulencia y siempre se ha negado a reconocer tal «pecado». Un progre
no puede cazar, no señor. Por cierto, al que no le gusta la caza ni en pintura
es a Aznar, y eso que de progre mucho no es que tenga.
Todo esto no significa que el progre no tenga perro. Claro que sí. El
progre se vuelca en ellos y en su defensa. El perro fue el primer animal
adiestrado por el hombre allá por el Paleolítico, y no para comérselo, sino
como aliado en la caza y vigilancia de los campamentos. Fue entonces lobo,
porque hoy sabemos que todos los perros son descendientes del lobo ártico.
Al progre los perros le gustan mucho, aunque yo creo que todavía es más de
gato, por aquello que suele decirse en las reuniones de que los felinos son
más suyos e independientes, menos serviles y sumisos, y esa es teoría que le
va mucho más al progre.
También entre los perros hay clases, y un progre no puede tener
cualquier perro. Hay, por ejemplo, perros fachas que jamás puede tener un
progre. Por ejemplo, uno de los llamados de ataque y defensa, esos bichos
que son como terneros con dientes y que sus amos llevan para intimidar a
otros perros y a todo humano que se les ponga por delante. Tampoco es
perro de progre un caniche de los de peluquería, un perro pijo, vamos. Tiene
que ser una cuestión intermedia. Y ahí los que están son los perros de caza
de toda la vida, pero pobrecitos míos si caen en las manos de un progre.
Conozco una pobre perra, adorada por su amo, pero a la que jamás se le ha
permitido hacer aquello para lo que está más preparada y que
verdaderamente le haría feliz: cazar. Y conozco otra perra de un progre de
manual, que la sacaba al campo en primavera con gran cabreo de los
cazadores del pueblo donde vivía, dado que es la época de nidificación y el
animal se comía sin él enterarse más de una nidada de perdiz. Luego solía
pasearse con ella justo el día de la apertura de la veda para fastidiar la mano
de los cazadores haciéndose el setero (especie ésta con la que suele
protagonizar severos altercados el cazador de pueblo). El pobre animal lo
que siempre quiso fue irse con la cuadrilla, pero jamás le fue permitido.
Por lo general, el progre acaba teniendo un perro que es cazador de pura
raza (o que lo fue algún ancestro, como ocurre con los cocker) y así se ven
por ahí multitud de teckel, terrier y no digamos labradores, sobre todo los
buenazos de los golden retriver, los mejores cobradores del mundo, y si es
de patos aún más, que en su vida han podido saltar al cañaveral de una
laguna a por una anátida. Setter y bretones, o los bondadosos epagneul,
ocupan también, para desdicha de los canes, un puesto en las predilecciones
del progre, y de ser su destino el captar en el viento todo pelo y pluma que
se mueve, lo acaba siendo el de oler jas mierdas de otros congéneres por los
parques.
Visto lo visto, la única conclusión es que es mucho mejor que los
progres tengan gato. Y que no sepan nunca que cuando llega la noche se
van al jardín y se ponen tibios de pajarillos, de sus crías y de todo lironcillo
al que se le ocurra dar un paso en falso.
Como se ha hablado del lobo, habrá que decir algo sobre esta especie
emblemática que está aumentando de número en España y haciendo
regresar una durísima polémica entre ganaderos y ecologistas. De entrada
hay que decir que es una magnífica noticia que alienta en el trabajo de la
recuperación de nuestra naturaleza. Pero no se puede ocultar el problema ni
mirar para otro lado. Porque si para unos es la máxima representación de lo
salvaje convertida en aullido, la mejor noticia de una naturaleza recobrada,
el orgullo de una tierra, para otro es el enemigo regresado, el miedo a la
puerta del aprisco, el peligro para sus rebaños y haciendas. Y los dos tienen
razón. Sin embargo, los unos lo ven a través de las pantallas del televisor
cómodamente instalados en sus casas, y los otros lo escuchan aullar en la
cercana sierra justo al lado de las parideras de sus ovejas, caballos y vacas.
La solución sólo es una. No pueden los ganaderos cargar con el coste de
los daños del lobo (porque el lobo come reses domésticas, y como animal
de origen ártico tiene el instinto de la matanza y de hacer despensa con
todas las presas que puede, que se conservaban en el hielo, donde podía
luego regresar a comer). Los daños del lobo han de pagarse con rapidez, sin
demora y con largueza. La sociedad entera, que quiere preservarlo, tiene
que colaborar. Y como dicen algunos científicos, aunque a ello los
ecologistas de manual ponen el grito en el cielo, no se debe excluir la caza
para un control razonable de sus poblaciones. Supone ingresos por un lado
y por otro descarga la agresividad del paisanaje que se ha visto atacado en
sus intereses. Caza controlada y con un número predeterminado de animales
a abatir.
Parece razonable, ¿no? Pues vaya usted a decirlo en una cena de
progres. Le pueden pelar, y además de que lo consideren poco menos que
un asesino (mirarán para otro sitio si el control, a tiros también, claro, lo
hace un forestal) entenderán que los ganaderos son unos quejicas y que
mienten cuando hablan de los destrozos del pobre lobo. El problema es que
jamás han visto un verdadero lobo, ni han oído cazar a una manada. Los
admiran, desde luego, pero no los conocen. Los que de verdad los conocen,
y a veces los sufren, los admiran de manera mucho más verdadera, aunque a
veces en esa admiración no falte el odio. Incluso con él, hasta el ganadero
más cerril no deja de sentir admiración por el viejo enemigo. El progre, en
muchas ocasiones, se queda ya no en la leyenda, sino en el cuento de
Caperucita Roja, pero en versión de lobo lazarillo.
Ojalá fueran tan sólo estas posiciones sobre la caza y las especies
protegidas lo más señero del progre urbanita español. Con eso se cuenta, y
al fin y al cabo que se las entiendan con ellos los cazadores. Lo peor es su
amor. Como lo oyen. Porque cegado por su pasión, el progre ha tomado la
decisión de irse a vivir en la naturaleza. Y como ya dije, para eso se dedica
a asfaltarla, para poder llegar; a talarla, para poder construirse la casa; a
urbanizarla, para gozar de todas las comodidades. Con todo ello expulsa a
las especies salvajes que antes tenían allí su refugio y santuario. Luego, eso
sí, se pone muy contento si un día se dejan ver de cerca los jabalíes, siempre
que no le destrocen el jardín, claro, y también se alegra de que los pajarillos
vuelvan. Es cierto que la naturaleza salvaje hace lo que puede, y ya no sólo
en las urbanizaciones. A pesar del urbanita y de este mundo absolutamente
hostil que es para los animales la ciudad, se están dando casos increíbles de
adaptación. Un halcón caza palomas sobre la Castellana madrileña, y se las
come en los nuevos torreones (equivalente a los viejos castillos feudales)
que son los altos edificios de los bancos. Ha venido esta ave porque
aprovechando cualquier isleta verde las palomas torcaces han colonizado la
urbe, al igual que urracas, mirlos, cernícalos, zorzales, tórtolas turcas,
carboneros, herrerillos, petirrojos, estorninos y, por supuesto, los mejores de
todos, los gorriones, la chiquillería del aire que les llamó Miguel
Hernández, que los adoraba por su alegre algarabía y su desparpajo ante los
humanos.
Un gorrión es una expresión pura de la adaptabilidad a cualquier medio.
Colonizará cualquier entorno, pero lo que hará será colocar en él su forma
de vida y no lo contrario. Bien hace, la verdad, porque si uno se compra una
casa en el pueblo y no le pone calefacción, lo que está haciendo es una
gilipollez de alivio. Claro que luego viene lo malo. Ese mismo progre que
quiere ducharse con agua caliente todos los días no quiere ni presas ni
centrales y, ya en el colmo, se opone incluso a la energía eólica, porque dice
que los modernos molinos de viento afean el paisaje.
Esto me está quedando en verdad un poco duro. Resabio sin duda del
chico de pueblo que uno no ha dejado de ser en su vida. Habrá pues que
decir algo que siga la norma de este libro y que tenga comprensión y
ternura. Por eso hay que restablecer también una verdad: que el progre
milenario ha hecho mucho por la naturaleza. Quizá con total ingenuidad,
buenas dosis de ignorancia y tal vez cometiendo no pocas tonterías, pero lo
cierto es que ha logrado impregnar a la sociedad en su conjunto de una idea
de cariño hacia la naturaleza, de intentar volver a encontrarse con ella.
Habrá que darle tiempo al tiempo a ver si con el conocimiento de lo natural
se la comprende un poco mejor. Sin embargo, y como en otros muchos
aspectos, no se le puede negar un intento siempre bienintencionado que se
vuelve contraproducente cuando le da por situarse en posesión de la verdad
única y excluyente y pretende imponer su percepción, por lo general muy
liviana, a cualquier otra experiencia. En su haber está el haber logrado dar
un soplo de vida a bastantes pueblos y conseguir que algunas chimeneas,
aunque sólo sea los fines de semana, vuelvan a echar humo y hacer que la
aldea huela al buen olor de la leña del roble o de la encina. Sólo por ello se
les perdona en muchas ocasiones que confundan el grajo con la paloma y la
naturaleza con un reportaje de la televisión.
IX
Y tú ¿de cuántas ONG eres?

No hay un territorio mejor y más fructífero para una cena progre y la


subsiguiente velada que hablar de las ONG. La ONG es el invento progre
por excelencia y el espacio en el que mejor y más a gusto se mueven los
progres. Así que si una velada decae, si una conversación se apaga, existe
una pregunta talismán que va a revitalizarla de manera inmediata: «¿Y
vosotros de cuántas ONG sois?» Desde luego, si son unos progres de
verdad por lo menos han de ser de dos. De lo contrario deben ser puestos de
inmediato en cuarentena. Y luego hay que ver de cuáles son, que no es lo
mismo de unas que de otras, porque hay quienes se han camuflado de ONG
para hacerse el progre cuando son de Cáritas de toda la vida.
La ONG, la internacional de la ONG viene a ser para el progre lo que
era para los rojos la internacional socialista o comunista, y su palabra
esencial e iniciática, la que se ha apoderado del mundo, es la de
«solidaridad», que viene a ser la caridad de toda la vida pero sin marquesas
y si se puede sin monjas ni curas. Aunque ya se sabe que en los últimos
tiempos y a pesar de Juan Pablo II sigue habiendo mucho progre católico, y
hasta los que no lo son se disfrazan y se meten por todos los lados, sobre
todo por éste que había sido casi su exclusivo patrimonio. Hablando en
plata, que la Iglesia ha visto cómo los progres le quitaban la hucha del
Domund y ahora, con un toque mucho más moderno, se ponen a hacer
parecidas cosas. Eso sí, con campañas de televisión, algunas terriblemente
agresivas, que digo yo si eso de hacer anuncios y gastarse una pasta gansa
en emitirlos es muy de ONG solidaria, pero por lo visto sí que lo es y da
pingües beneficios para la organización. La gente se siente muy golpeada
por los terribles anuncios.
Las ONG a que debe pertenecer mayormente un progre son, como es
lógico, las más no gubernamentales. Mejor dicho, las antigubernamentales,
aunque por supuesto haya que sacarle la pasta al Gobierno, que si no, de
qué van a vivir los que se dedican en alma y cuerpo a la ONG. Luego
iremos a eso, pero antes habrá que describir cuáles son las más adecuadas.
Desde luego, no las clásicas y que ahora se camuflan pero han sido
tentáculos bien del Gobierno bien de la Iglesia, o sea, la Cruz Roja y
Cáritas. Se dice por ahí que resulta que luego son las más serias, pero no
estamos aquí en ese juicio, sino en el prestigio progre que da pertenecer a
una ONG o a otra. Por supuesto, están también contraindicadas todas
aquellas de mesa petitoria, banderita, marquesa y dama postulante. A ésas,
ni acercarse. El progre puede estar en algunas cosas de curas o monjas,
siempre que sean poco oficiales, dado el prestigio creciente que estos
clérigos han acumulado en sus tareas por Iberoamérica, la India y África.
Las que de una u otra manera estén en la teología de la liberación (o sea, los
progres de los curas que tan mal se las ven con el Opus, los Legionarios de
Cristo, los Kikos y Juan Pablo dándoles caña) son no sólo posibles, sino
muy, muy indicadas. Si son curas que se han salido ya la cosa es de lo más
recomendable. Están también muy prestigiadas las profesionales, con los
médicos en vanguardia. Eso es de lo más que un progre puede poner encima
de la mesa. Y como resulta que no es médico, o si lo es no es cosa de irse el
mes de vacaciones a operar a Guinea, pues al menos se puede alardear de
soltarles una pasta. Y luego están, por supuesto, aproximadamente unas
cien mil ONG de andar por casa, entre el ecologismo, la defensa de los más
ocultos valores de las más recónditas cuestiones y la protesta contra todo lo
que se menee.
La ONG ha sido, a falta de banderines revolucionarios, el sucedáneo de
enganche de toda la generación joven de buena parte de los ochenta y de los
noventa, que es cuando conoció su momento de esplendor. Para el común
de las gentes ha sido un impulso idealista teñido de la más hermosa de las
ingenuidades y de la más lúcida de las generosidades. Para muchos es dejar
su tiempo libre, entregar esfuerzo, dinero y trabajo... Pero también ha
habido una buena pila de aprovechados. El trabajar para una ONG ha sido
para más de uno un magnífico chollo. Primero un sueldo bueno y encima
prestigio social de solidario. La ONG como negocio ha sido la lacra del
movimiento, y cuando uno se encuentra por Iberoamérica a algunos de
estos especímenes (una minoría por fortuna, ya que la mayoría son gente en
verdad sacrificada) viviendo como príncipes, con salarios de fábula para
aquellos países y encima dándoselas de progres solidarios, no faltan ganas
de ponerle a alguno los collares de semillas en el río más cercano, aunque
tenga pirañas.
El vivir solidariamente de las solidarias ONG ha corrido parejo con otro
negocio que supone todo un calambrazo. Resulta que han aparecido
empresas de intermediación que ofrecen sus servicios a las ONG a cambio
de comisiones. Me explico: el maná de las ONG son las subvenciones, sean
éstas gubernamentales, de la administración regional o de la local. El caso
es lograr subvenciones del fondo común, o sea, del dinero de todos. Pues
bien, para lograrlas hay espabilados que ofrecen presentar en forma y modo
los proyectos a cambio, por ejemplo, de un 10 por ciento de las
subvenciones conseguidas. Las ONG, además de solidarias, nos acaban
costando un pastón. Y si en muchos, la mayoría de los casos, están más que
justificadas, en otros son una filfa para que vivan cuatro aprovechados,
hagan mucho el progre y laven la cara de algún gobierno autonómico afín y
partidario. Todos progres, faltaría más.
La solidaridad es, sin embargo, una palabra tan mágica que todos se han
apuntado a ella. Hasta los curas de Trento la han adoptado como propia
porque, como ya ha quedado claro, lo de caridad suena muy a carca, pero la
verdad es que si preguntan por ahí no se acaba muy bien de percibir la
diferencia. La expresión de los progres queda mucho mejor y es más
moderna, y por eso se ha apuntado a ella todo el mundo, incluida la Iglesia,
que es de lo más espabilada, pero detrás le han ido todas las damas de
tronío y ahora hasta las marquesas de El Rastrillo ya no hablan de
caridades, sino de solidaridades, y por supuesto su Nuevo Futuro es una
ONG. Aunque ellas, claro, no vayan a las manifestaciones
antiglobalización, que es donde las ONG progres dan el do de pecho.
Porque caído el muro de Berlín y desaparecidos los referentes
revolucionarios más tópicos y típicos, el progresismo pasó por cierta
sensación de orfandad y desolación. Pero entonces a los ricos del mundo o a
sus representantes políticos les dio por reunirse y les solucionaron el
problema. La antiglobalización estaba servida. La idea de fondo no era en
absoluto nueva, pero sí los escenarios y la metodología. El mundo no es
justo, su reparto aún menos, y no hay derecho alguno a pretender perpetuar
que las cosas sigan así. Eso se lleva diciendo desde que el mundo es mundo
y la protesta ha servido para que algo se vaya avanzando. Pero para decirlo
ahora hay que viajar de reunión en reunión del FMI, de las cumbres de jefes
de Estado de Europa, del G-7 o de lo que venga a mano.
La cuestión tiene su fondo y su gracia. Porque caricaturas aparte, existe,
y es la latente lacra de la humanidad. Lo sorprendente del asunto es que
quienes protestan contra la globalización, quienes luchan contra esas
barreras de policías y quienes claman contra el reparto injusto, son los
jóvenes de los países que se benefician del sistema, los que viven en el
Estado de bienestar, con sus necesidades cubiertas, con la posibilidad de
comprarse un billete de avión para ir a la manifestación de Génova, a la de
Nueva York o a la de Barcelona y pasarse por allí unos días, no en un hotel
de cinco estrellas, pero sí con dinerete suficiente para no pasar hambre ni
sed. Y por supuesto con un móvil que permita contárselo a los amigos. O
sea, que los más antiglobalización son los globalizados, pero esa
contradicción no lo es en absoluto para ellos. Simplemente son jóvenes y es
de agradecer que como jóvenes quieran cambiar el mundo. Pobre de la
humanidad cuando su juventud, o al menos parte de ella, no quiera hacer tal
cosa. Entonces sí que estaríamos definitivamente acabados como especie.
Que sean los jóvenes alimentados y bien nutridos de los países ricos
quienes monten el pollo y griten como desaforados es también una cuestión
muy lógica si se piensa un instante. Los de los países del Tercer Mundo
bastante tienen en muchos casos con buscar algo que comer. Eso si no les
han metido algunos señores de la guerra en uno de sus ejércitos.
Sin duda la antiglobalización estaba dando para bastante y dio sus frutos
también aquí en España, donde la progresía empezó a hacer ver que
cualquier día podía volver por sus fueros y que todavía no se la podía dar
por muerta como algunos habían pretendido a base de llamarlos todos los
días en las tertulias «progres trasnochados». Pero la verdad es que el asunto
sonaba un poco a estadounidense, a anglosajón, y aunque la cosa se seguía
con interés, hacía falta algo que de verdad abonara el terreno hispano.
¿Quién se iba a imaginar que tal cosa iba a ser un fuel maloliente ahora ya
universalmente conocido como «chapapote»?
X
Los obreros son unos carcas y los
campesinos aún peor

Lejos, muy lejos quedaron aquellos tiempos de «obreros y campesinos»


como depositarios de las esencias populares progresistas. Hoy un progre se
lleva mejor con un rector de universidad que con un metalúrgico, y prefiere
a un programador de ordenadores que a un tractorista. La razón esencial es
que suele conocer a algún rector y no tiene el gusto de haber sido
presentado a metalúrgico alguno, y si bien tiene algún amigo informático, a
los tractoristas sólo los ha visto en la distancia y en medio de los campos,
cuando se acerca algún fin de semana a disfrutar de la naturaleza y de las
casas rurales. Sobre los metalúrgicos tiene la idea formada de que sólo
existen en las películas, y que se acabaron con la reconversión industrial de
Boyer en los altos hornos de Sagunto. En cuanto a los tractoristas, suele
opinar que hacen mucho ruido y según le han dicho envenenan mucho el
campo con insecticidas amén de recibir muchas subvenciones de la Unión
Europea, quejarse siempre y luego votar a la derecha de manera sistemática.
Aparte de no haber tenido con tan raros especímenes un trato más que
mitológico, lo que hoy percibe son continuas pruebas de que su admiración
por ellos en los tiempos universitarios no estaba excesivamente fundada, y
que a la larga los primeros tienden a ser unos tipos que van a lo suyo, sin
adentrarse en caminos innovadores ni creativos, para seguir siendo
currantes; y los segundos están definitivamente perdidos para la causa y no
sólo no se han incorporado a ella, sino que cuando el progre se acerca a sus
pueblos y quiere salvarles la etnografía, la cultura tradicional y la botarga,
ellos se van al bar a ver el partido de fútbol y a jugarse el café al guiñóte y
las copas al mus. O sea, causa perdida.
Aún es peor cuando algún osado ha intentado acercarse a ellos a
entablar conversación sobre los asuntos en que más pudieran estar de
acuerdo. Los obreros, por ejemplo, sobre todo los que viven en los
extrarradios de las grandes ciudades, tienen la maldita costumbre de no
comprender la necesidad de ser tolerantes con todo lo que hagan los
emigrantes. Los obreros se encrespan, y de qué forma, con los robos que
sufren, con los agobios que padecen, y lo único que piden es que se acabe
con la inseguridad de sus barrios, no queriendo comprender que eso, según
los progres, es pura xenofobia gubernamental. Y no digamos nada del
asunto de los drogadictos. No entienden que si les roban y si tienen sus
barrios infectados de jeringuillas no es su culpa, sino de la sociedad, y que
la solución es tratarlos como a pobres enfermos y reinsertarlos en cuanto se
pueda.
Ése es otro asunto: la reinserción. Los obreros no entienden que es una
parte fundamental de la Constitución y que los delincuentes han de tener
todas las oportunidades. Pues nada: es muy difícil convencer a los currantes
y a sus señoras de que es normal que los delincuentes entren por una puerta
y salgan por la otra. Se ponen de un carca que matan la ilusión con esas
cosas. Más duros que Michavila, vamos. A los argumentos jurídicos
contestan con expresiones tan toscas como: «Quien la hace, que la pague»,
sobre todo en el caso de terrorismo, en el que su único deseo es eso tan
poco progresista de «que se pudran en la cárcel». Desde luego, que los
terroristas salgan a los diez o quince años de condena les parece una
atrocidad. Y algo parecido opinan para delitos de guante blanco. Si por
ellos fuera, los grandes financieros detenidos lo iban a tener muy crudo. En
cuanto a los chorizos reincidentes, a quienes le echan las culpas es a los
jueces, y se han vuelto de un propolicía que echan para atrás. Que son unos
carcas, vamos, y que si es así como suena esa voz popular, lo mejor sería
reeducarla un poco y dejar a los que saben de leyes estas cosas, dado que
está muy claro que al pueblo no le alcanzan algunas estrategias. Además les
da por poner siempre ejemplos puntuales, lo que les han pasado a ellos o a
sus vecinos del barrio y, claro, así no hay quien analice la complejidad de
los problemas ni quien pueda asumir la generalidad de las problemáticas.
Y si en eso están los obreros, al progre que se le ha ocurrido hablar con
el tractorista aún ha salido más trasquilado. Los currantes fabriles tienen
algunas cosas que les hacen simpáticos al progre, pero es que los
labradores, que podían ser tan auténticos, son para echarles de comer
aparte. No sólo son unos conservadores de tomo y lomo en todo, sino que
además, en lo único que debieran serlo, que es en la forma de labrar sus
campos, es en lo que se han vuelto de lo más mecanizados y
químicoadictos. Además de que sólo sepan hablar de los papeles de las
subvenciones y hablen en claves raras, donde las siglas PAC parecen algo
así como los diez mandamientos.
Pero lo malo es eso, que han perdido todo el tipismo. Que ya no van de
jornaleros —excepto unos cuantos por Andalucía que ocupan tierras del
duque— ni llevan hoces, ni trillan con aquellos bonitos trillos de pedernal,
ni aventan con horca, ni acarrean con muías e hingueras. Todo es mecánica,
tractor y cosechadora. Por si fuera poco, y según dicen los ecologistas, y
todo progre lo es, se dedican a envenenarlo todo y no dejan ni una mala
hierba ni un bichejo, con lo que se cargan todo el ecosistema. A los
campesinos, encima, lo de la agricultura biológica les parece como poco
una memez, y dicen que si cultivaran así, lo que puede ser un negocio para
algunos, se tendría que arrasar el planeta entero, privarlo de todos sus
bosques para conseguir tierras en las que producir alimentos para el
conjunto de la humanidad. Dicen que esa agricultura es de ricos, y a lo
sumo piensan en ello como un negocio, nunca como una causa a defender.
Y por si no fueran suficientes estos pecados, encima los domingos se van a
cazar al monte con los perros y en cuadrillas. Malo es que cacen los ricos,
pero que lo hagan las gentes de los pueblos es ya traumático. Y no hay
quien les convenza de su crueldad ni de que son muy bonitas las perdices.
Como toda explicación, la gente de los pueblos puede soltarte un «ave que
vuela, a la cazuela» y se quedan tan anchos.
Pero hay más, por si todo esto no fuera suficiente. Si se profundiza
resulta que en verdad, ellos que deberían ser los más entregados, consideran
a los ecologistas mucho peor que las gentes de la ciudad. Los consideran
unos señoritos que viven divinamente en sus casas de la capital, con todas
las comodidades, y lo único que quieren es joder a los de los pueblos
negándose a que hagan carreteras o construyan pantanos. «Vosotros venís
aquí y decís “qué bonito todo”, pero luego a los que nos quedamos y que
somos los que de verdad tenemos que cuidar el campo, que nos den mucho
por el culo cuando llega el invierno y no somos ni cuatro gatos para echarla
al mus.» Como pueden comprobar, es una manera muy poco bucólica y
nada pastoril de ver las cosas.
Así que el progre, por lo general, ha optado por mantener prudente
distancia de ambos especímenes o frecuentarlos sólo cuando interesa. A los
primeros en las manifestaciones contra la guerra, y a los segundos
únicamente cuando llega el buen tiempo y es el momento de llenar de
nuevo las aldeas y los pueblos, procurando pasar sobre ascuas en lo que se
refiere a los temas controvertidos y llevando las conversaciones tan sólo al
terreno de lo que no provoca disputas. O sea, hablar del tiempo. Algunos un
poco más osados se adentran por otros territorios, como el de las alabanzas
a los productos más notables del lugar, pero para ello ya son necesarios
ciertos conocimientos, no se vaya a meter la pata valorando unos garbanzos
maravillosos y resulte que sean del pueblo vecino, enemigo hasta la muerte
del originario del interlocutor, cuya especialidad y fama se debe a las
lentejas. Con esas cosas hay que tener mucho cuidado.
XI
Padres progres, niños tiranos

Los niños de estas últimas generaciones, es vox muy populi, han salido un
poco coñazo. No hay quien haga carrera de ellos, no tienen bastante con
nada, las pían por todo, se niegan a asumir un deber pero se saben al dedillo
todos sus derechos y los exigen, y tiranizan a sus mayores de manera atroz
y continuada. Tanto, que algunos no se van de casa ni a tiros, y se dan casos
tan tremendos como los de algunos padres pidiendo amparo contra los
parásitos y otros al borde del suicidio. Como ese bombero, que el hombre,
después de pagar la carrera a esos gañafotes que ya andan por la treintena,
se encuentra con que éstos le reclaman judicialmente el pago de master y
estudios complementarios. Menos trabajar e independizarse, lo que sea.
Dice la citada vox populi que la culpa es más que de nadie de los
progres (que se las llevan muchas veces y algunas con razón), pero la
verdad es que el mal es endémico y afecta a todas las especies sociológicas
por igual. Según parece por sesudos análisis, la generación predemócratica
vivió en lo económico sin caprichos, su regalo de reyes era un carrito y una
cuerda, con una represión familiar de aquí no te menees, con el horario
como espada, el ordeno y mando patriarcal como norma y en la escuela las
glorias imperiales como enseñanza y la letra con sangre entra como método.
Pues bien, la reacción lógica ante todo ello fue dar el pendulazo justo hacia
el otro lado y dar a los retoños de la generación siguiente todos los regalos
que en el mundo han sido, hasta hacerles perder la ilusión, de manera tan
gratuita que jamás lo entendieran como recompensa a algo bueno que
habían hecho. Después vino lo de casa. En vez de ser padres y madres se
optó por ser amigos, y tan permisivos que más parecían el compinche que
perdonaba las correrías que el encargado de señalar escalas de valores entre
lo bueno y lo malo. Por supuesto, los horarios pasaron a mejor vida, y los
muchachos se convirtieron en derechohabientes sin sombra alguna de
obligaciones. «Tanto me das que más me merezco» ha sido la norma de
conducta de los tiranos que, como es lógico, ante tales privilegios
conseguidos no se van de casa ni con agua caliente, y cuando se les
interpela sobre el asunto contestan con subterfugios tales como que no
tienen capacidad económica para independizarse. Lo que quieren decir es
que tienen hotel y pensión completa absolutamente gratis y que es un chollo
vivir de tal guisa. Mucho mejor que buscarse la vida por su cuenta, como
hicieron sus antecesores, a los que sin duda nadie les puso apartamento,
coche y garaje cuando decidieron salir del hogar paterno.
Lo anterior ha llegado a la escuela y el instituto, y allí es donde se ha
convertido el asunto en drama público. Los maestros y profesores viven
indefensos y atemorizados ante un alumnado que campa a sus anchas,
protegido por padres que pretenden delegar totalmente la educación de sus
hijos en un profesorado al que dejan sin autoridad alguna y al que son
capaces de amargar la existencia si intentan imponerla. Conclusión: un
tercio de los enseñantes españoles padecen fuertes depresiones. O sea, el
miedo sigue en las escuelas, lo que pasa es que ha cambiado de lugar. Antes
estaba en la clase y ahora está tras la mesa del maestro. No hay exageración
en hablar de violencia en nuestras aulas, aunque esto ponga a los progres de
los nervios, ni de profesores aterrados y agredidos en muchos casos. Atados
de pies y manos (esperemos que la nueva reforma al menos permita que al
suspender deban repetir curso) y sometidos a la dictadura doble de hijos
consentidos y padres permisivos, bastante hacen con sobrevivir de alguna
clase y de algunos alumnos.
El niño del progre no es una excepción, y en no pocas ocasiones puede
ser la caricatura de lo anteriormente expuesto. Porque esa tentación o esa
serie de tentaciones educativas a las que nos hemos referido se han dado
con mayor énfasis en esa tribu. La conclusión y los resultados han sido
desastrosos, y en no pocas ocasiones tan dolorosos y destructivos que
prefiero que se lo imaginen, porque éste es un libro concebido para intentar
hacer reír, y algunas de las cosas que han sucedido han sido para llorar.
El progre milenario ha querido educar con el discurso y la amistad, y
por olvidarse y renunciar al castigo y a la imposición ha acabado por hacer
dejación de su autoridad, con lo que su hijo ha quedado huérfano de tan
necesaria referencia. La situación aún se ha agravado más cuando la
permisividad le ha llevado a no captar la necesaria escala de valores, que
cada derecho va acompañado de su correspondiente deber, que la libertad
propia la limita la libertad ajena, y que los bienes a los que se tiene acceso
no son cosas que llegan sin más a la mano, a la boca y al disfrute, sino que
hay que trabajar para conseguirlos, que son fruto del esfuerzo y que incluso
los regalos han de entenderse como recompensas a ese esfuerzo.
Así que los niños de los progres han salido muy libres, muy conscientes
del último derecho y muy dados a la reivindicación, pero muy poco
sensibles a que también hay una parte de deber y de norma en la vida
familiar y social. Conclusión sistemática es que acaban siendo unos tiranos.
Insisto en que éste es mal general en la sociedad española, donde los
niños se han convertido en una plaga para sus propios padres y no digamos
para el resto de la población. Basta con ir a cualquier restaurante para ver
cómo los pequeños tiranos gritan, rompen, ensucian, pegan al camarero,
tiran los vasos de los otros clientes y se le suben a las barbas a cien adultos
comensales con tan sólo un sonsonete materno o paterno que más que
recriminación es resignado moscardoneo. Y no diga usted algo, porque
entonces la madre o el padre se pondrán contra usted como tigres de
Bengala defendiendo a sus crías. Conclusión: Herodes empieza a
convertirse en una figura histórica cada vez más prestigiada.
Quizá lo que nos ha pasado en el fondo es que hemos confundido
represión y disciplina. Y no son en absoluto la misma cosa. Al igual que
tampoco lo son autoridad y autoritarismo. El pasado ha jugado una mala
pasada, si duda, y así nos va.
XII
Las últimas del feminismo

Una progre de los setenta era progre porque era feminista, claro. O
feminista porque era progre. Venía a ser casi lo mismo. El resto no eran
feministas ni progres. Pero ahora, en este complejo siglo XXI, la cosa está
mucho más complicada. Feminista se ha hecho hasta Isabel Tocino. No hay
nadie que no sea feminista, y si las del PP son feministas, ¿qué pueden
hacer las progres? Duro dilema.
Por los tiempos heroicos la cuestión estaba clara y hasta se notaba en la
ropa. Una feminista debía rechazar tajantemente todo artificio de belleza
corporal. Maquillarse era un delito. La coquetería había de camuflarse,
aunque existir, existió siempre, transitando por cualquier derrotero menos
visible. Una feminista era exactamente lo contrario de una mujer objeto, y
mujer objeto era todo aquel ser que se preocupaba de acicalar su cuerpo, de
cuidar su físico y de esmerarse en su vestimenta.
Ello no significaba que no hubiera una estética. Por supuesto que la
había. En mucho se parecía a la hippie, aunque aquí sólo una parte adoptó
los rasgos externos más floreados. La progre española, más politizada y
enfrentada a la dictadura, buscó una estética más seria, menos vaporosa. El
vaquero y el jersey de cuello alto fueron casi un uniforme. En cuanto a
adornos corporales, eran muy escasos, y lo auténtico era no llevarlos.
Tampoco pendientes, que eran todo un símbolo, y menos los de perlita. En
todo caso unos zarcillos, algún colgante con un símbolo de la paz al cuello,
o también los muy prestigiados collares de semillas. Natural, indígena y
sencillo.
Las pijas aprovecharon, claro está, para disfrutar de las minifaldas (no
muy bien vistas por las progres), maquillarse a sus anchas, ir de ceñidas a
los guateques y empezar a ligar a mansalva, aunque eso sí, hasta un punto,
al menos en apariencia. Porque las progres sí empezaron a saltarse
alegremente cierto límite clásico: el de la cama. Digo «en apariencia»
porque supuestamente las pijas se paraban en el «filete» y las progres daban
el salto. No era tan así, pero lo parecía. En realidad la diferencia estribaba
mayormente en que las progres proclamaban su sexualidad, la reivindicaban
como parte de su libertad, mientras las pijas lo ocultaban.
Lo cierto es que el feminismo de aquellos primeros ardores juveniles
tuvo mucho que ver, por no decir casi todo, con la revolución sexual, con la
liberación del sexo que había sido y seguía siendo una de las obsesiones del
régimen, por aquello del nacional-catolicismo. Era para el franquismo una
obsesión similar a la que había pillado con la conspiración judeo-masónica.
Hoy sonará a broma, pero por aquel entonces te ponían multa si besabas a
una chica en un parque. «No me beses con descaro, que nos multa el
Romojaro», decía la copla de Valladolid en homenaje a su pudibundo
gobernador civil, el Excmo. Sr. Romo Jaro. Las españolas pasaban por ser
las más estrechas de Europa, mientras las extranjeras tenían un marchamo
de pecado que las hacía irresistibles. Ahora, treinta años después, un amigo
mío dice que. las españolas son las «suecas de Europa». Él sabrá.
La represión era sin duda terrible para aquella juventud a la que la
habían angustiado con el miedo a la sexualidad. Lo que te decían que te
podía pasar por masturbarte era de película de terror: como mínimo se te
podía reblandecer el paladar y licuársete la sesera. Estaba muy perseguido,
sobre todo en lo que se refiere a las mujeres, que habían de preservar su
honor, pero también en todas las demás esferas de la vida, tanto en el hogar,
como en el colegio o la vida social. Pobre de la que se saliera de la linde. Se
convertía en una apestada. Y estábamos en los setenta.
Por eso aquella rebelión fue como quitarle el tapón a una botella de
champagne después de agitarla. A tientas, a tropezones, dando tumbos, pero
muy hermosa, ingenua e ilusionadamente se avanzó y se amó. Las
feministas progres no se pondrían afeites ni colonias, ni fueron mujeres
objetos, pero se lo pasaron divinamente e hicieron algo mucho más
importante de lo que podría imaginarse. Y por su senda fueron todas. Poco
a poco fue tan evidente la cuestión que hasta las pijas ya no podían alardear
de no ser feministas y se unieron a sus rivales. Al menos en lo que al sexo
se refiere.
Porque claro, las progres andaban también en otras cosas, y la liberación
de la mujer no sólo era «A follar, que el mundo se va a acabar». Era
también igualdad de derechos, compromiso político e igualdad con los
compañeros. Toda una revuelta fácil sobre el papel, pero que costó un
trauma general. Los hombres tenían y aún mantienen ciertos privilegios, y
por muy progres que fueran, no dejaban de tener su punto de machistas,
como todos, así que no era cuestión de entregar esos privilegios sin
resistencia. Luego estuvo lo de los psicodramas. Fuera de los que iban en
plan comuna o de los que se iban a vivir con la compañera, la cosa era
contárselo todo, la sinceridad absoluta. Y encima —en teoría— estaba
permitido el escarceo con otros. Las tragedias eran espantosas, pero había
que aparentar como que daba igual, por lo que aquello solía acabar como el
rosario de la aurora. La cuestión de la infidelidad y los celos no había ni hay
pensamiento progresista que en la práctica la resuelva.
Fuera de algunos desgarros, el avance del feminismo fue imparable. El
pensamiento fue hegemónico y se impuso al conjunto de la sociedad como
algo fuera de toda discusión. Sólo el mayor reaccionario del mundo se
atrevería a expresar en público su oposición al feminismo, si bien en
privado muchos lo siguen haciendo. «Machista» era una palabra terrible, y
mucho más en uso que hoy en día, lo que no quiere decir en absoluto que el
machismo no siga existiendo.
El feminismo ganó batallas y ganó su particular guerra, pero fue una
victoria ideológica tan completa que a las progres se las empezó a confundir
con sus históricas rivales. El feminismo ya empezaba a confundirlas. Eso se
notó incluso en la ropa, porque las progres comenzaron, ya por los ochenta,
a arreglarse, porque ya no estaba tan mal visto. Primero fue el maquillaje,
luego las faldas. Con todo, el uniforme más característico era el pantalón de
pana con zuecos (no había progre que no tuviera unos zuecos), amén de la
famosa falda larga al estilo indio, pero había diferencias. Por ejemplo, una
progre no podía aún llevar una falda ceñida de cuero o un collar de perlas.
Por los noventa se dio otro paso. Las piernas ya se enseñaron sin recato. La
minifalda y la media negra fueron ley y señal. Una progre con zapato de
tacón estratosférico no estaba muy bien vista, pero el medio tacón ya era
algo admitido. Lo que jamás, eso sí que jamás, iba a ponerse una progre
eran las mechas. Fue por aquel entonces cuando la población femenina se
volvió de repente rubia y a mechas, en un 80 por cien o así.
Aparte del vestuario hubo otros temas de interés. El divorcio, por
ejemplo. Aunque las muy fachas y las mujeres de Alianza Popular estaban
en contra, el tema no produjo demasiados sarpullidos. Los que con
discursos proclamaron su acérrima y contraria postura fueron en muchos
casos los primeros en aplicarse la medida. La polémica se mantuvo y fue
más intensa hasta el día que se aplicó. Luego avanzaron todos por la misma
senda, y el debate desapareció como por ensalmo. Hoy nadie se acuerda del
disenso o del consenso.
Lo que si abrió una nueva sima entre las mujeres fue la cuestión del
aborto, y hoy la sigue abriendo. Las progres lo reivindicaron como un
derecho, y añadieron que eran ellas quienes debían tomar la decisión, por
supuesto nada grata. Se aprobó la ley, hoy en vigor, con sus tres condiciones
o supuestos, por la que está permitido el aborto en España. La batalla
continúa, porque el cuarto supuesto, que liberalizaría más el aborto, cosa
que reclama la izquierda, jamás ha logrado pasar el trámite parlamentario.
El PSOE cuando pudo no quiso y cuando quiso no pudo. Lo cierto es que,
aunque hoy puedan seguir dándose casos, aquel viejo trasiego a Londres ha
ido en buena medida desapareciendo. Un trasiego que, sin distinción de
ideologías, afectó a muchas españolas Hoy el embarazo no deseado sigue
siendo uno de los más graves problemas.
La lucha feminista siguió adelante. Poco a poco fueron apareciendo
mujeres en los puestos de responsabilidad pública, avanzando posiciones.
Lo siguen haciendo, y aunque les queda camino hasta la igualdad en todos
los sentidos, no es pequeño tema la vieja reivindicación de «igual trabajo,
igual salario». Parece que a medio plazo esa batalla la tienen ganada. Lo
mismo que la de su presencia en la política. Aquí sí que hubo toda una
auténtica puesta en escena, una competición para ver cuál era el partido más
de la mujer que imaginarse pueda. La razón es que representan el 52 por
ciento del electorado, por lo que llevar mujeres en las listas era una cuestión
prioritaria.
La disputa fue sonora. Las de un partido decían que a las del otro las
ponían de florero y viceversa. Luego se montó la historia de las cuotas. Un
25 por ciento fue la consigna del PSOE. IU fue aún más lejos y se marcó la
paridad como objetivo. El PP, sin decretos, también fue exhibiendo todo lo
que pudo a féminas de fuste. Por último, a Bono, y esto es de ayer mismo,
se le ha ocurrido lo de las «listas cremallera»: hombre-mujer o mujer-
hombre de principio a final, para asegurar la igualdad. Encima don José
intenta que esta medida sea obligatoria para todos los partidos, o sea, a la
fuerza. Parece que otros derechos constitucionales pueden ser conculcados
por esta obligatoriedad y la cosa anda más bien parada.
Lo cierto es que las reivindicaciones feministas más trascendentales se
fueron admitiendo (aunque fuera de boquilla y aún quede un gran trecho del
dicho al hecho) y el feminismo fue diluyéndose al tiempo que, con astucia,
iba resurgiendo un enemigo que parecía haber quedado extinguido. Un
enemigo que, sin embargo, seguía siendo pujante y era además el que
verdaderamente mandaba. Las mujeres objeto, que dirían las feministas de
los setenta, se hicieron los auténticos referentes para la mayoría. Las
revistas del corazón alcanzaron su máximo esplendor y personajes como
Isabel Preysler se elevaron a la condición de espejos sociales. Mucho
feminismo, pero al final todas enganchadas al ¡Hola! y al personal que más
lejos está de los conceptos feministas. La lista de las más elegantes, de las
más guapas de la boda o de las que mejor se pasan las vacaciones con el
marido potentado es lo que mola. Y lo peor estaba por llegar.
Al fin y al cabo, las revistas serias del corazón, como ¡Hola!, Semana y
Lecturas tenían un nivel. Lo que vino después fue peor. Empezaron los
programas de cotilleo, los magazines teñidos de rosa y casquería, plagados
de cotorras y cotillas, y todo ello fue elevado a la categoría máxima de la
comunicación audiovisual. En ello estamos. Las mayores consumidoras de
tales productos son las mujeres, programas en los que los personajes de
referencia lo son por casarse con un rico o tirarse a un torero, jamás por su
valía, por su profesión o por su talla intelectual. O sea, que mientras las
feministas, en apariencia, han vencido, en realidad las pijas se han quedado
con la cáscara y el discurso que les ha interesado y han impuesto a la larga
sus contenidos. Algunas aseguran que lo que estamos viviendo es una
auténtica regresión en tal sentido.
Me parece que habrán de inventar algún discurso nuevo. Porque desde
luego lo de Cristina Almeida ya está demasiado oído y suena no sólo a
viejo, que lo es, sino a cierta verborrea que ya no convence ni a las suyas.
Desde luego, algo tendrán que hacer las feministas, y no sólo por ellas, sino
por la higiene mental de millones de mujeres, esas «marujas» a las que se
adula diciendo que no lo son, pero se las trata y exprime como a tales. Y la
innovación que venga no habrá de ser por el lado sexual, porque ése ya está
tan pasado de rosca que una progre de los años setenta sería hoy, si fuera a
alguno de esos programas basura, casi una puritana candidata a monja de
clausura.
En estos balbuceos de los 2000, algunas cosas parecen ganadas y puede
que no lo estén, aunque haya varias ministras y presidentas del Congreso.
Es algo soterrado, pero que no camina precisamente por la senda más
positiva. Hablo del asunto más terrible, ese en el que sí que no hay
distinción a la hora de ser valorado por las mujeres: el de los malos tratos,
ese terrorismo doméstico que cuesta muchas decenas de vidas al año, vidas
de mujeres asesinadas por su compañeros o ex compañeros sentimentales.
Un asunto dramático y urgente, quizá en el que hoy esté más empeñado el
género femenino. Y también debería estarlo el masculino, si no se nos
quiere caer la cara de vergüenza.
Sin embargo, éste es un libro amable y no quiero acabar el capítulo sin
intentar arrancar otra sonrisa. ¿Ahora, en los 2000, han confluido tanto los
caminos que ya progres y pijas son lo mismo en hábito, sandalia y abalorio?
Pues, hombre, confluencia sí que ha habido. Hoy la progre se cuida tanto o
más que la otra, se cincela, revoca y adereza todo lo que puede. Pero sigue
habiendo diferencias. Lo esencial de la progre es que lo que haga por su
belleza no debe notarse mucho, o que sólo los ilustrados lo perciban. A la
otra lo que le gusta es que se vea la marca en la ropa, el bronce en la piel, el
oro en el cuello y el diamante en las orejas.
La progre, por el contrario, ha logrado una estética que puede ser tan
cara o más que la otra, pero que gusta de ocultar. Así llevará un vestido
carísimo «de esos tan sencillos», de élite pero sin marca, del que sólo los
iniciados conocen la firma. Tampoco llevará una profusión de adornos, nada
de emperifolles ni recargos, pero sí, como un detalle, como un suspiro o un
relámpago, un adorno originalísimo, que por supuesto cuesta un pastón, al
cuello. Eso es lo que se llama «minimalismo», y por ahí van los tiros. Las
de Barcelona son la vanguardia del asunto. O eso me dicen, que uno la
verdad en esto habla de oídas, y éste es el capítulo por el que peor navego y
para el que he tenido que hacer más de tres consultas. En este caso a ellas.
Si me han engañado, como siempre, y me lo he tragado, no es mi culpa.
Por cierto, pregunté si en esto de las diferencias entraba la silicona, y
me dijeron que «algo», pero que también se está abriendo aquí la manga.
Éste sería el resumen de varias de estas conversaciones. «Ahora se es más
tolerante en todo. En los setenta es que para ser progre había que estar
sometida a leyes casi férreamente bíblicas. Ahora se es más permisiva con
una misma y con las demás. Pero hay matices. Yo creo que sí, que las
progres nos ponemos menos morros y nos hinchamos menos las tetas, pero
lo de arreglarse la cara con hilos de oro o quitarse cartucheras y otras grasas
quizá eso lo hagamos lo mismo que las otras.» Lo dicho: en la progre,
mejor que no se note.
XIII
Ponga un gay en su lista

Si hay un territorio en el que hay que andarse con un tremendo cuidado con
el lenguaje para no salirse de lo progresista y lo políticamente correcto es el
de la homosexualidad. Un descuido, y uno está perdido para siempre, será
un homófobo y, ¿cómo no?, un facha. Lo primero es el propio término. Si
se trata de mujeres, lesbiana es el apropiado, y ningún otro que les pueda
venir a la cabeza debe aflorar a la lengua. En el caso de los hombres hay
que tener aún más precaución, si cabe. Porque aquí se ha rizado de tal
manera el rizo y los bucles que ni siquiera el correcto «homosexual» es el
indicado. Lo progre es el término gay, que es inglés y significa «alegre»,
que digo yo que también los habrá tristones, pero que suena como más fino.
Además le evitará muchos problemas, aunque sea un atentado contra la
lengua española. Pero es que el asunto tiene mucho calado. Los
homosexuales se han convertido en uno de los grupos más influyentes de
España, y tenerlos contentos es tarea primordial de los partidos políticos.
Tanto, que uno de los requisitos de una lista electoral progresista que se
precie consiste en llevar como gallardete un gay. No sólo como reclamo de
votos, sino como insignia de progresía. Si antes la cosa era poner mujeres,
ahora que eso ya ha pasado a la historia y a la normalidad, lo que hay que
poner es un gay, o no eres nadie.
En Madrid no sólo sucedió esto en las municipales, sino que el
candidato de los Verdes, ese ejemplo de progre milenario llamado José
María Mendiluce, pensó que su campaña estaba alicaída y como remedio
decidió «salir del armario». O sea, que fue portada en la revista Zero, que es
la manera de salir del armario de los que quieren dar el aldabonazo y ayudar
a la causa, como hicieron el cura Mantero, un oficial de las fuerzas armadas
y un guardia civil que pidió poder llevar a su novio a vivir con él al cuartel.
La Benemérita, en un rápido reflejo, consideró que esa «pareja» también
tenía cabida en sus casas-cuartel.
La jugada a Mendiluce le habría salido al menos regular si no hubiera
sido porque de inmediato el PSOE, y la Trini con su chupa, contraatacaron
y ficharon al jefe de los gays a escala nacional y madrileña, Pedro Zerolo, el
verdadero cerebro del movimiento y quien como nadie ha sabido orquestar
esas salidas del armario que han sacudido a la sociedad española. Ahora
dicen que va en busca de un futbolista, después del cura, el militar y el
guardia civil, porque la verdad es que Quique Sarasola, jinete hípico, no ha
valido para dar el aldabonazo en el mundo del deporte. Todo se andará.
Pero volvamos a la cuestión de las listas electorales y esta manía de las
cuotas. Uno pensaba que lo lógico era elegir a las personas por su
capacidad, por su idoneidad para representar a los ciudadanos y para ocupar
los puestos para los que sean elegidos. Y ello es lo que debería mirarse, su
valía y no su sexo, ni su comportamiento sexual, ni su raza, religión,
condición y no sé qué pertenencia a tal o cual gremio. Porque al paso que
vamos, y si todo va por cuotas, esto va a ser una vuelta a los gremios, y
cualquier día unos que no sean progres podrán exigir, con el mismo derecho
que los que exigen cuota gay, un lugar para los «heterosexuales machotes»,
por ejemplo. En suma, que parece que lo que menos importe en las listas es
si los candidatos valen para el cargo.
Volviendo al asunto homosexual, hay algo que no ha sido percibido aún
de manera precisa por la sociedad y que, sin embargo, está en el origen y en
los esfuerzos de muchos de los movimientos conscientes o inconscientes
del colectivo. El fondo del asunto es la pretensión de que ser homosexual es
mucho más que una diferente manera de entender la sexualidad. Supone en
el mundo progre, o al menos pretenden los gays, que la homosexualidad
represente por sí misma un valor añadido, una pátina de progresía, blasón
de sensibilidad y certificado de cualidades. Y no es así, puesto que en ese
colectivo habrá, como en todo, todo tipo de uvas y de racimos, como en
cualquier viña del Señor. Pretender que por el hecho de una diferenciación
sexual se tiene marchamo de muchas otras cosas es lo mismo que se hacía
antes contra ellos, pero al revés.
Aún hay otra cuestión más importante y quizá más grave. Es la que está
haciendo que se empiecen a oír, incluso entre el mundo más progresista,
voces críticas. Es el hecho del grupo de presión, el toque de gueto pero al
mismo tiempo de «apoyo mutuo y solidario» que de entrada supone una
discriminación contra los que no pertenecen al colectivo. Esto lleva a
utilizar muy poco democráticos usos y hábitos a la hora de funcionar
socialmente. Y junto a ello aparece un fundamentalismo creciente que
empieza a producir reacciones contrarias y que incluso hasta muy
reconocidos homosexuales, pero que no utilizan en absoluto su condición
como bandera de nada, sino como una elección libre en un terreno privado
(que es quizá lo que debiera ser y no lo que está siendo cada vez más),
expresen su preocupación por el asunto. En suma, se da el fenómeno de
considerar que todo aquello que sea una propuesta de los gays representa,
por el hecho de serlo, algo bueno, que debe aceptarse sin más y que es
progresista per se. Sin discusión y sin opiniones en contra. ¿Por qué son
difíciles las opiniones en contra? Pues porque inmediatamente al que se
atreva a expresarlas le va a caer encima el sambenito de ser un carca, un
homófobo, un machista repugnante y, por supuesto, un facha. Y eso no es
en absoluto aceptable. Aunque no sea lo políticamente correcto y decirlo
suponga perder dos o tres puntos de progre. Así que cuando, por ejemplo,
se produce un debate sobre la adopción de niños por parejas homosexuales,
no son pocos los que prefieren callarse a dar la opinión que en verdad
tienen y que no se atreven a expresar con libertad y claridad, no sea que
vaya a caerles encima todo el colectivo gay con su consabido cargamento
de anatemas.
XIV
El secuestro de la izquierda

El hábito hace al monje, el collar define al perro, la sigla sustituye a la


ideología y El País entrega el carné.
Para entenderlo todo hay que borrar primero una memoria y suplantarla
por un anuncio televisivo. Conseguido esto y convencidos (les viene bien)
los millones de ciudadanos/as pertinentes, la cosa va sobre ruedas. Y ya lo
creo que ha ido, sigue yendo y no se vislumbra posibilidad alguna de
descarrilamiento. La clave es tan simple como eficaz, y en realidad supone
aplicar una táctica probada con éxito a lo largo de la historia de la
humanidad. La cosa es fácil. Vean el ejemplo: «Yo soy del PSOE.» Por ello
soy de izquierdas, progresista, políticamente correcto, un tipo majo. La
sigla, el hábito, el collar son la gran coartada, la prueba de nuevo, la verdad
irrefutable. A su amparo ya puede decirme o hacerme cualquier cosa.
La gran meta la logró en su tiempo el gran Felipe. Borró pasados ajenos,
reinventó los propios y logró identificar izquierda con su sigla, con él
mismo, si se apura. Para ello, claro, hubo que hacer tabla rasa de los viejos
mandamientos, de las éticas y de los principios. Pero se logra y funciona.
Nadie parece pararse a pensar. Otro ejemplo: ¿en qué se diferencian los
gobiernos autonómicos del PSOE de los del PP? Busquen, busquen. Un
consejero de un partido es exactamente igual al de otro en acción,
actuación, gestos, despacho, secretaria, coche, escolta y boatos.
Sólo que si se reúnen, discrepan y hacen declaraciones en contra. Si uno
promueve «a», el otro promueve «b» y viceversa. Luego salen ambos,
declarando, en los periódicos. La diferencia es la sigla. Bueno, y la persona,
por supuesto. Al final esa misma es más la diferencia que cualquier otro
elemento.
Pero esto no sólo es cosa de progres, aunque también lo sea, sino el gran
y muy visitado pesebre nacional de la política ampliado hasta el infinito por
el disparate autonómico que ha supuesto miles de funcionarios y despachos,
centenares de cargos y poltronas y diecisiete cámaras de hacer leyes para
que no se pueda aclarar definitivamente nadie. O sea, el más brutal de los
despilfarros, el más depurado de los clientelismos y la más descabellada
inflación de cargos políticos.
Y, claro, con tanta gorra que repartir no es extraño que los que no valen
para muchas otras cosas acaben de «ministrillos» o de cualquier cosa pero
con coche oficial.
Es el rapto de la política por la mediocridad, pero también hay un rapto
de la izquierda. Porque lo anterior tiene una segunda y aún más importante
derivada. Una consecuencia del silogismo con que se abría el capítulo es la
espada de Damocles sobre cualquier pobre criatura que se rebelase ante la
definición del nuevo tomismo. Si la sigla es la izquierda, todo el que no esté
en la sigla no es de izquierdas. O sea, la exclusiva, el patrimonio y el
calabozo. Con tal principio, seguido a rajatabla, impreso como axioma
intocable, verdad revelada y dogma de fe, todo lo que levante la voz,
discrepe, critique, vaya en contra o simplemente de lado, todo lo que no
comparta sus ideas o incluso ironice, será reo de infierno progre, no será de
izquierdas. El que se aparte de la línea será un vendido, un apóstata, un
repugnante reaccionario, un descarriado, un proscrito, un facha. Fuera de la
sigla no hay salvación, fuera del hábito no hay monje. Sin collar no se es
perro.
He incluido en el libro algunas exageraciones, ciertas caricaturas
esperpénticas. Pues bien, lo anteriormente descrito no es una de ellas, sino
la realidad, y puede que me quede corto. Porque si hay un territorio
sectario, una censura brutal, una persecución inquisitorial por parte del
progre, erigido primero en depositario de todas las creencias (sin tener a
veces ninguna) y luego en guardia de todas las presencias, es éste. Fuera de
la carta no hay salvación, sólo vituperio; fuera de lo establecido no hay
tregua para el transgresor. Y aún la habrá menos si el individuo en cuestión
proviene de tribus afines. Entonces el anatema general se une al baldón de
la traición, la infamia de la apostasía.
Afectados hay muchos. Que se atrevan a decirlo muy pocos. Es una
iglesia poderosa, cuyos obispos tienen las columnas de la fe siempre prestas
a ser dejadas caer sobre las cabezas que osaron desafiar el axioma. Y
además, ¿a quién se le ocurriría, tras haber probado las mieles de la verdad
y entrado en la casa del Señor, escapar de ella? A fin de cuentas es un
chollo ser del grupo o parecerlo, es una maravilla estar en esa grey que
ampara tanto a los suyos, que los cobija, los protege, los enaltece, los
consagra y les publica libros que son ya éxitos mediáticos al minuto y
medio de salir de máquinas. Porque todo ello ha de sustentarse, no puede
fallar un resorte en la más grande y mejor engrasada maquinaria
propagandística. Y eso en España tiene un nombre, y desde luego es la
envidia de todos, en especial de sus enemigos, que pretenden imitarla y les
sale siempre un circo en el que el domador acaba a palos con el payaso y
los elefantes discutiendo con los enanos.
PRISA no es así. PRISA es la gran y magnífica empresa periodística
que sabe lo que quiere en cada momento y para la eternidad. Se equivocan
los que piensan que es lacaya de nadie. Es exactamente lo contrario. Los
subsidiarios son los otros. Es PRISA, es El País, es Alfaguara, es la SER
quien da los carnés, quien imprime carácter y certifica la cartilla de progre.
Y así un empresario listo y con mucho cuajo, Jesús Polanco, ha devenido en
ser la fortaleza inexpugnable, el gran duque, el señor feudal de todo lo
progre de España. Pero, ya lo he dicho, es desasosiego del contrario y
envidia feroz de imitadores que le intentan pero no le llegan, le copian pero
no le aprenden y le quieren sobrepasar pero no le alcanzan.
XV
El Prestige, eclosión de una nueva
generación de progres

Llegaron de todas partes, siguiendo el camino señalado por la vía láctea del
compromiso y la llamada de su palabra mágica y mítica: solidaridad.
Fueron como los peregrinos medievales, pero no se detuvieron en Santiago,
sino que aún caminaron más allá hacia el Finisterre, el fin de la tierra, hacia
el lugar donde iban a construir su nuevo santuario, en la Costa da Morte.
Allí no se había aparecido ningún apóstol en ningún caballo blanco, sino un
barco cargado de petróleo negro que iba a convertirse en el santo y seña que
una generación de progres necesita para nacer, para ser bautizada y ungida
con el óleo de los elegidos.
Hacía tiempo, edades, que no surgía en la sociedad española un
momento como éste. Una situación tan especial y determinante que iba a
marcar, que ha marcado ya un futuro, que ha alumbrado una nueva
generación de progres, como aquella que un día alumbró el final de los
sesenta. Si aquellos tuvieron su mítica máxima en el Mayo del 68 y en
correr delante de los grises gritando contra Franco, éstos la tienen en haber
limpiado chapapote con sus manos y haber gritado «Nunca máis» contra
Fraga y contra Aznar. Si no es posible en la práctica ser un progre milenario
sin haber cumplido aquellos requisitos antifranquistas y parisinos, aunque
sean inventados, a partir de hoy el carné de identidad progre que va a
exigirse a las generaciones venideras es haber estado en el chapapote.
Quien haya cumplido ya tiene el cielo progresista ganado, y si además pasó
la Navidad en la lonja de Muxía y la Nochevieja con Mercedes Milá, eso
será la máxima medalla que pueda lucirse.en el futuro, junto a unos guantes
embadurnados y a un mono blanco alquitranado. El colmo, pero tampoco
hay que exigir proezas, es haber tenido además amores con una mariscadora
o con un percebeiro, que los hubo, y por supuesto también entre
compañeiros, que en estas cosas solidarias cunde mucho el amor. Incluso
los ha habido, y esos ya son matrículas de honor, que se han quedado a vivir
allí, aunque hasta el momento ninguno ha llegado al nivel del pobre alemán
ermitaño, que vivía casi en cueros y que murió en los días posteriores a la
catástrofe (un poco de viejo, un poco de enfermo y un mucho de tristeza) en
su casa-museo. Tampoco hay que llegar a tal extremo. Ya digo, con haber
bajado hasta una cala y haber sacado del mar un par de kilos de fuel, es más
que suficiente. Luego, por supuesto, no han podido faltar unos buenos
gritos contra la Xunta, las autoridades varias, la falta de medios y el
Gobierno de Aznar. Un progre sin manifestación es como el pan sin sal. Y
una manifestación progre tiene además los aditamentos necesarios para ser
reconocida. A saber: algunas personas disfrazadas de los políticos a
vituperar, gran acompañamiento de instrumentos musicales y danzas varias,
cierto jolgorio y mucha tendencia al pareado. Por ejemplo, «Aznar,
devuélvenos el mar» o «El del bigote, que limpie chapapote». Dice el
columnista Raúl del Pozo, de la especie «rojo de pueblo» y muy fustigado
por los santones progres, que algunos han abandonado las manifestaciones
precisamente por no poder soportar los pareados.
Pero es claro que estaba haciendo falta un Prestige, una calamidad así
de gorda para que el progre español aún neonato pudiera encontrarse con su
destino. Hacía falta tal catástrofe para que diera medida de su ímpetu, de su
esfuerzo, de su capacidad de movilización, de su influencia social, de su
capacidad de hacerse oír y de conmocionar a toda España. Lo han hecho, y
lo han hecho bien. Tan bien que han sido aplaudidos, admirados,
requebrados y consentidos. Como siempre han ido en su inmensa mayoría
cargados de buena voluntad, de ilusión, de afanes justicieros y con la verdad
propia convertida en única verdad revelada. Luego se han puesto de
inmediato a hacer el progre, a hacer esas cosas que tanto gustan a los
progres, como traerse la carta de dos niños, que estaba más que claro que
habían sido escritas por sus padres (claramente progres por los nombres de
los niños), que iba dirigida a los Reyes Magos pero también al Congreso de
los Diputados. Los dos emisarios se podían haber venido tranquilamente
hasta Madrid en tren o en autobús, pero no: se vinieron en bici pasando mil
calamidades para luego decir lo maja que era la gente que les había ayudado
por el camino y las fatigas que habían pasado en solidaridad con lo canutas
que las estaban pasando los gallegos. Como si hacer sufrir el músculo por
los puertos de montaña fuera a ayudar en nada a los que trabajan en los
puertos de mar. Pero bueno, eran dos progres talluditos, cercanos a los
cuarenta, y se lo pasaron en grande contándolo en la contraportada de El
País, que es donde estas cosas progres adquieren rango y dan pátina.
La Costa da Morte ha sido el lugar sagrado de la romería. Camota y
Muxía los santuarios más sagrados de la nueva fe. Los marineros, los
percebeiros, las mariscadoras y las pescadeiras, las nuevas gentes humildes
del evangelio, el sacrosanto pueblo al que hay que ayudar y en el que están
depositadas todas las virtudes de la humanidad. El mar ennegrecido por el
fuel ha sido su Tiberiades y su Jordán, y el chapapote, el agua del bautismo
y el óleo para ungir a los elegidos. Todo, por supuesto, ha sido debidamente
difundido por los ángeles y arcángeles trompeteros de los medios de
comunicación que imparten las coronas de lo progresista: El País, como
siempre en su justo sitio, y Tele 5, emisora desatada que quiso llevar a tan
excelso grado la ceremonia de traspaso de antorcha de la generación progre
milenaria —representada por su Mercedes Milá— a los nuevos
catecúmenos, que se les vino abajo el tinglado y se les constiparon las
sirenas.
Esta hecatombe ha dado la confirmación a la nueva y espléndida
camada progre, y ha sido un elemento de recambio y encuentro
generacional. Sólo había que ver las manifestaciones de «Nunca Máis» para
caer en la cuenta. En los bares de los progres milenarios de Santiago, Vigo
o La Coruña se daban cita alborozados ellos y ellas, con sus cincuenta años
a cuestas, con atuendos lo más juveniles posibles, sonrientes y jubilosos,
recordando viejos tiempos y alborozándose al contemplar cómo ingentes
masas de sus jóvenes retoños acudían a la ancestral pero ahora rediviva
llamada y, todos juntos, comenzaban a caminar festivamente entonando el
viejo canto ahora reverdecido.
El abrazo generacional se ha dado sobre todo en las manifestaciones,
que es, a qué negarlo, donde más ha ¡do el personal. Aunque no puede
negarse que esta comunión ha sido mucho más verdadera en las playas y en
los acantilados, donde, sobre todo los progres milenarios, han ido bastantes
menos. Por fortuna, los que sí fueron a limpiar han sido los mejores, y allí
se han juntado con los que también lo eran. Allí sí se ha forjado la alianza, y
sólo había que ver los bailes de nochevieja para darse cuenta, por las
miradas de los mayores, cómo consideraban que parte de su deber histórico
había sido cumplido al ver bailar a los cachorros y entonar con energía los
viejos cánticos de la tribu: o sea, los pareados.
Y como no podía faltar de ninguna de las maneras, también ha
aparecido un nuevo y magnífico santón al que seguir y de cuyas palabras
beber. En este caso ha sido el escritor gallego Manuel Rivas, que por cierto
escribir escribe como los ángeles y es una de las mejores voces de toda la
narrativa actual. Él ha encarnado todos los valores exigidos por el momento
y la circunstancia. Su voz ha sido la de todos y en él se han concentrado las
máximas esencias y las más punzantes reivindicaciones.
El progre y esta nueva generación no puede ser una excepción, no puede
nacer sin un enemigo a batir, y con el Prestige les han venido no uno sino
dos. Uno autóctono y ya gastado, Manuel Fraga, contra el cual ya combatió
la anterior generación de progres, nada menos que desde los años sesenta y
que se la tiene bien guardada. Es otra muestra del relevo y del pase de la
antorcha de una generación a otra. Pero la pieza mayor es Aznar, que
cumple todos los requisitos para ser el enemigo a batir, bien sea en cuerpo
mortal o en la figura de su sucesor. Eso da igual. Aunque lo cierto es que
cuando Aznar se vaya, los progres van a tener un disgusto, después de
tenerle a este personaje tan bien cogida la caricatura y tan requetebién
estudiados los gestos del guiñol de Canal +, que es Aznar como lo ve un
progre con los matices que Forges introduce día a día. El Prestige y su
romería han permitido hallar al enemigo al que se considera culpable de la
calamidad, y el que además, por ello, es abatible. Si logran la victoria, los
nuevos progres también podrán contar después su batalla como un triunfo,
como tantas veces han tenido que aguantar a sus ancestros.
El progre ha encontrado enemigo. Y enemigo al que ha hecho daño,
infligido heridas y castigo. Le ha dado fuerte, sin duda, y se ha crecido al
ver cómo el rival acusaba los golpes. Pero, ¿a favor de quién se dan esos
golpes? En esto de nuevo vuelve a aparecer el alma disoluta del progre.
Creerá Zapatero que vendrán estas huestes a sus brazos amorosos y
socialistas. Y no será así, aunque alguno caerá, sin duda.
No lo será porque el progre que se precie tiene que ir algo más allá de lo
normalizado, del sistema al fin y al cabo. Ya se la jugaron al PCE y ahora
en un descuido se la jugarán al PSOE. Al progre le va más irse ahora con
banderas nacionalistas y tribales, cargadas de falsos mitos, pero al fin y al
cabo llenas de épica. Así que las nueces se las llevará Beiras y el BNG,
jugando a lo de siempre, al victimismo, y diciendo que los han dejado solos
y poco menos que en la indigencia cuando jamás se ha visto más España
solidaria, ni más se han volcado los españoles en su ayuda y en levantar su
futuro.
El victimismo es la esencia en la que se juntan el progre y el
nacionalista, y por eso en la romería los que más campaban a sus anchas
eran los que portaban las dos identidades, los baturros de la Chunta
Aragonesista, con sus pañuelos contra el Plan Hidrológico, los abertzalitos
que no querían dormir con los «apestados» soldados del Ejército Español
(tan voluntarios como ellos y que fueron al fin y a la postre los que más se
batieron el cobre) o la pequeña camada de ecologistas independentistas de
la isla de Menorca.
Mucho habrá de contarse en el futuro de lo que nació de la
contaminación del chapapote. Resultará que aquella calamidad habrá dado
frutos sanos. Una juventud ha encontrado unas señas de identidad. Se les
puede contemplar con una sonrisa, desde luego. Pero que nadie la juzgue
mal. Hay en ella admiración, y aunque no dejen de aparecer caricaturas, lo
que más sale a la luz es esa imagen diferente, la mejor que ha podido darse,
cuando de lo que se trataba al hablar de esa generación era de botellones y
de borracheras masivas. A la ironía lo que es de ella, pero a la justicia
también lo que le corresponde. Y si es de recibo decir que desde luego en el
Prestige ha sido bautizada una nueva generación progre de España, lo es
también indicar que es preferible que haya tomado allí los óleos a que haya
acabado con una intoxicación de alcohol y pastillas en un after-hours, una
de esas discotecas que abren por la mañana para no parar la juerga
alucinada.
Pero eso sí, muchachos, si no habéis estado por allí, ya podéis iros
inventando algo. O echaros un/a novio/a gallego/a, por lo menos. Ya está
escrito. Verán nuestros ojos cómo este año los nombres que más les ponen
los progres a sus hijos son los más autóctonos, morriñosos y sonoros
nombres gallegos.
XVI
La guerra de resurrección

La oposición a la guerra contra Iraq recorrió al conjunto de la sociedad


española trascendiendo clases sociales, hábitat, edades, condiciones y hasta
ideologías, ya que buena parte de los votantes de derechas se posicionaron
en contra. Cómo será la cosa, si están en ello hasta los obispos y el Papa.
Esto es toda una noticia, porque para condenar a ETA, en eso los obispos no
se acaban de poner de acuerdo. Sin embargo, ahora estamos con otra guerra,
un conflicto está siendo muy particularmente vivido por el progre
milenario. Y eso es porque su guerra no es de liberación, sino de
resurrección.
Si lo del Prestige supuso la ruptura del cascarón para una nueva
generación de progres, alentada y hasta jaleada en las pasarelas tipo Gaudí
por los estilistas y veteranos de la progresía, lo de la guerra significó una
resurrección, una catarsis, un vuelo jubiloso del progre milenario en el que
tocó el cielo con las alas, sintió ya en el paladar el sabor de la dulce victoria
y gozó con hacer tragar la hiel de la derrota al que tan sólo hacía un año
parecía triunfante, imbatible y desalojable enemigo. En la gran manifa
volvieron a estar todos, desde el muy tallado y talludito a la nueva camada
que ya tiene una causa y una leyenda de la que partir.
En realidad en la «gran manifa», España lo fue durante meses y de
manera ininterrumpida, estaban/estábamos casi todos. Nadie podía entender
ni entiende el porqué de esa guerra atroz. El tirano Sadam lo era al igual
que cualquier otro, pero no suponía amenaza perceptible para el mundo, ni
para sus vecinos. En todo caso para su pueblo. La obsesión de Bush y la
política ultrabelicista de los halcones de la Administración republicana era
la razón única y última, conjugada, claro, con los intereses económicos
(léase petróleo) y geoestratégicos del imperio en aquella zona, donde
precisamente su gran aliado, Israel, ha despreciado más resoluciones de la
ONU que ningún país en el mundo.
La excusa, además de la maldad intrínseca de Sadam, eran sus armas de
«destrucción masiva», expresión estrella de la época. Eso fue lo que nos
dijeron: que tenía un arsenal terrible (y nos lo decían los que sí tienen las
armas más terribles que el mundo haya podido siquiera imaginar) y que
debía desarmarse. Regresaron los inspectores y alguna cosilla hicieron
destruir (no mucho, la verdad; lo más señalado, unos misiles que,
comparados a los yanquis, eran de pura risa). Pero se notó que aquello no
importaba. La guerra estaba decidida y, cuando sorprendentemente EE.UU.
no pudo plegar la voluntad en la ONU de los países necesarios (Francia,
Alemania, Rusia y China), entonces se mandó al cuerno a la ONU y se
siguió con el plan previsto. O sea, si la ONU me vale, pues qué bien, y si no
yo a lo mío y la ONU al cesto de los papeles, que para mucho más no ha
quedado la pobre. Pero claro, con ello cualquier rastro de legalidad
internacional quedaba absolutamente malparada y la guerra enseñaba su
verdadera cara.
La coartada antiterrorista tampoco se tenía en pie. El bestial atentado
contra las torres gemelas era obra de fanáticos islamistas. Los iraquíes y su
régimen están precisamente enfrentados a esas posiciones (su partido único,
el Baas, es plural en cuanto a la religión se refiere) y resulta que la cuna del
integrismo islámico, quienes ampararon y criaron a sus pechos a Ben
Laden, amén de la propia CIA, para combatir no sólo a los rusos en
Afganistán, fueron los presuntos países árabes moderados, con Arabia
Saudita al frente. Junto a otra dictadura «aliada» y nuclear, Pakistán, eran
los únicos regímenes que habían reconocido a los talibanes. La razón es que
EE.UU., para frenar las derivas progresistas y nacionalistas en el mundo
árabe (baasismo, naserismo...), apoyó enardecidamente a lo más feudal,
integrista y brutal de aquel mundo, a los sátrapas y a los más fanatizados
defensores de que el islam no sea sólo una religión, sino la medida y la
constitución de todas las cosas y las leyes. O sea, el integrismo islámico. El
ataque a Iraq significó una conmoción mundial y de aquellas simpatías
despertadas por el pueblo norteamericano tras el 11-S no queda hoy rastro
alguno, anegado todo por la percepción de que actúan con brutal ceguera y
que sobre aquella hecatombe se quiere imponer, más que nunca, unas
decisiones al mundo y hacer de sus intereses el eje único de la política
internacional.
Y se atacó. La desproporción de fuerzas y de tecnología de destrucción
era absoluta, pero los cálculos del paseo militar fallaron estrepitosamente.
Ni se derrumbó el régimen como un castillo de naipes, ni se rindieron por
doquier las divisiones, ni la ciudadanía salió jubilosa a recibir a los marines
y a los ingleses. Al contrario, se defendieron con todo lo que tenían a su
alcance y el mundo asistió horrorizado a la verdad de la guerra
«inteligente». Era como todas, y en los bombardeos de las ciudades los
civiles, las mujeres, los ancianos y los niños saltaban destrozados por los
aires. En el fondo lo que no podía ocultarse es que aquello era la invasión
de un país y entonces sus habitantes, como ha sucedido siempre en la
historia, se oponen a la ocupación de su tierra por una potencia extranjera,
dejando al lado sus desencuentros con el dictador. Eso de ser «liberado» por
una fuerza de ocupación extranjera está ya muy manido y no cuela, ni a los
progres ni a nadie.
Y menos que en ningún sitio coló en España. Aquí el rechazo adquirió
características telúricas. Sobre todo para el partido del Gobierno, que se
implicó de manera empecinada e incomprensible para muchos en la crisis y
está en trance de un terremoto que no sólo le derrumbe techos, sino que le
destruya sus más firmes pilares. Aznar se convirtió en el líder europeo,
junto a Blair, que flanqueó en todo y sin pestañear a Bush a pesar del
creciente rechazo de su opinión pública. Desde el principio el presidente
español apareció, aunque no hubo participación directa en la guerra, como
el aliado inquebrantable, inasequible al desaliento en su fidelidad al
presidente norteamericano. Eso trajo tremendas consecuencias y aún parece
que pueda traerlas más significativas en las sucesivas citas electorales.
Porque nadie duda de que Aznar y el PP, que hace apenas un año parecían
imbatibles, se han colocado por su apoyo a la guerra al borde del precipicio
electoral. A la cuestión contribuyó eficazmente la ministra de Exteriores,
Ana Palacio, con sus antológicas intervenciones en el Consejo de Seguridad
de la ONU. Fueron casi tan demoledoras como el acento y el sombrero
tejano de Aznar cuando fue a ver a su amigo George al rancho.
Los españoles no es que no entendieran la política del Gobierno, es que
estaban radicalmente en contra y así lo comenzaron a demostrar
movilizándose una vez tras otra de manera masiva y sin desmayo. A las
primeras grandes manifestaciones del 15-F siguieron casi cotidianamente
otras de no mucho menor volumen. La universidad estalló como hacía años
que no lo hacía y los jóvenes se convirtieron en protagonistas diarios de la
protesta contra el ataque a Iraq. La oposición de socialistas e Izquierda
Unida vio que se lo ponían de dulce, claro está, y como era lógico y
coherente dio una tremenda batalla política que ha cambiado el clima y está
empezando a cambiar el mapa electoral del futuro inmediato. La soledad
del PP se fue haciendo clamorosa cuando ya no sólo la izquierda, sino
también el resto de los partidos de diverso signo nacionalista, se unieron en
ese frente común.
No faltaron los excesos. Las grandes manifestaciones fueron pacíficas,
hasta que en alguna se infiltraron grupos violentos que las empañaron.
Luego empezó a pasar algo más grave. La crítica contra el Gobierno y
contra el PP se fue en algunas ocasiones de las manos y desbordó los cauces
democráticos. Se pasó al acoso de las sedes y los militantes del PP; se
insultó a los políticos (resultó muy fuerte lo de llamar «asesino» a Iturgaiz,
un hombre en el punto de mira de los criminales etarras y cuyo partido, no
se olvide, ha derramado su sangre por la libertad y la Constitución); se
intimidó a sus dirigentes; se intentó impedir con violencia su derecho a
reunirse y expresarse públicamente; se llegó a la agresión contra locales e
instituciones y, finalmente, contra las personas. Por ahí no se puede pasar y
hubo quienes reaccionaron de inmediato ante el despropósito que ponía en
riesgo algo duramente conseguido: la convivencia pacífica, la verdadera
esencia de la democracia en España. El frágil techo de cristal sufrió el
impacto de las pedradas y quedó resquebrajado. El odio volvió a pasearse
por las avenidas y pareció que un olvido —esperemos que momentáneo—
se apoderó de algunas actitudes. Pretender que España era «fascista» y el
PP también constituía un absoluto disparate y una gran irresponsabilidad.
Un error de similar categoría y de tan perniciosos efectos como el que
muchos consideran que ha cometido el propio Aznar con su incomprensible
alineamiento con Bush. Pero eso, en democracia, se paga en las urnas. Y en
democracia hay instrumentos, siempre pacíficos, de manifestación, de
huelga, de protestas para expresarse hasta que éstas se abran.
El PP, que a duras penas comenzaba a recuperarse de las salpicaduras
del chapapote, entró en barrena en los primeros meses del 2003 con la
guerra de Iraq. La primavera lo fue para sus rivales políticos, que
reverdecieron hasta extremos que ni sus más optimistas partidarios habían
soñado. Las propias encuestas oficiales del CIS (Centro de Investigaciones
Sociológicas) señalaban el porqué. El 92 por ciento de la población contra
la guerra, el 80 por ciento contra la postura adoptada con respecto a ella por
el PP, el 85 por ciento contra el envío de tropas, el 64 por ciento contra
autorizar el uso de las bases norteamericanas, el 88 por ciento diciendo que
es una guerra injusta, un 78 afirmando que es ilegal y otro 79 por ciento
señalando que no hubo motivo para desencadenarla. La mayoría, más de un
60 por ciento en todos los casos, cree además que su objetivo no es liberar a
Iraq de Sadam, ni que este país fuera una amenaza ni para el mundo ni para
España. Y, por si fuera poco, supone que lejos de arreglar las cosas ha
dañado mucho a la ONU (un 78 por ciento) y que España, un 56 por ciento,
va a estar más expuesta que antes al terrorismo islámico.
Más contundencia imposible. Quizás no venga mal meditar que, si hay
un país en Europa para el que la guerra sólo tiene connotaciones
catastróficas y terroríficas y nunca de victoria, éste sea el nuestro. Durante
el siglo XIX las guerras en el exterior sólo significaron matanzas y derrotas,
y en el interior enfrentamientos civiles. En el siglo XX no participamos en
las dos guerras mundiales, pero entre ambas sufrimos la hecatombe de la
Guerra Civil propia, compendio de todos los horrores en la memoria
colectiva de la población española. La repulsa, pues, a la guerra tiene un
calado que, junto a otras muchas consideraciones, no parece haber sido
tenido en cuenta por los gobernantes.
Pero volvamos un poco hacia atrás, porque en el principio de aquello y
con un toque muy español estuvo la comedia. Mejor dicho, los cómicos.
Fueron ellos los que iniciaron, sin duda, el gran baile.
Porque una vez más el escenario y la escenografía en la que se
imantaron las miradas populares fueron cosa de los cómicos, que para eso
están, y que además aquí en España y desde el Siglo de Oro gozan de
mucho predicamento, aunque luego se les quede desierto el patio de
butacas. Lo del Prestige les pilló un poco descuidados y sólo los que de
verdad tienen recursos, recuerdos y caché se mostraron a la altura. Imanol
Arias abrió la marcha declarativa y puso su pica en el chapapote. Luego ya
se apuntaron a la cosa hasta los baterías que van a los platós de televisión a
acompañar a la estrella que canta en play-back. El remate final lo puso la
pasarela Gaudí con las modelos vestidas de oscuro, con mascarilla y con
una pancarta de «Nunca Máis» muy fina, muy de diseño, pelín gris, pelín
tenebrista, como tiene que ser. La ropa de las modelos y del diseñador
también lo era: muy entrada en grises, más de nieblas que de perlas, muy de
lluvia menuda borrando la línea del horizonte. Un estilo, desde luego, muy
progre. Así como sencillo. Muy fino, estilizado, casi diría que escurrido,
que parece que no es nada, que por supuesto oculta marca y huye, en
apariencia, de la ostentación. Cuesta un ojo de la cara, claro. Cuesta un
riñón. Pero es progre.
Todo ello empalideció ante la catarsis de la movida contra la guerra. Ésa
es de nuevo la llamada, ahí estuvieron las calles para ser ocupadas, el aire
para gritar, el espacio para llenarlo de consignas, músicas, disfraces, caretas
y canciones contra el gran enemigo, la hidra de dos cabezas: Bush y Aznar.
El primero les quedaba lejos, pero al de casa lo crujieron.
El pistoletazo de salida lo dieron los actores, las gentes del espectáculo,
tan lúcidos, tan icónicos, tan magníficos en su papel, metidos en él hasta los
tuétanos. Y venga a darle a la cosa, de mecerse en ella y darle ese énfasis y
esa vivencia que nadie como ellos transmite. Ahí estaban Bardem,
Fernando León de Aranoa con su estética abandonada, el otrora galán ahora
devenido en venerable santón Juan Luis Galiardo, el incombustible Juan
Diego, el desgafado Gran Wyoming, la siempre predispuesta Rosa María
Sardá, la veterana Terele Pávez, la deliciosa eructadora Penélope Cruz, que
había venido de Tom Cruise a darse una vueltecita por España, o la recién
llegada Lolita. Recién llegada a esto del cine, digo, porque Lolita ya se sabe
que nació en un escenario. También estaban José Ángel Egido, Cristina
Marcos, Luis Tosar o Javier Cámara, que pasaron por el escenario, además
de los que andaban entre bastidores. Como gran sacerdotisa oficiaba Marisa
Paredes, la presidenta de la Academia, y como anfitriones en la escena
Alberto San Juan y Guillermo Toledo, los cerebros del sarao. Se la liaron
bien liada al gobierno, y mayormente pusieron a parir a Aznar por lo del
Prestige, por la guerra, por Bush y por no ser alto: «Ese señor bajito, si
quiere petróleo que vaya a recogerlo a Galicia y no a Iraq.» Y todo más o
menos así, y hasta con un currante, Adolfo Domínguez, representante de
Sintel (los de la acampada en la Castellana) que por supuesto puso también
a parir al Gobierno y a Telefónica. Fue una noche memorable. Para la
historia de los progres españoles, sin duda. Y encima todo ello
subvencionado con medio millón de euros y retransmitido en hora de
máxima audiencia por la Primera de TVE. Por si fuera poco, la ministra del
ramo y otrora gran progre, Pilar del Castillo, estaba presente. La había
traído del brazo a la fiesta Marisa Paredes. Y también estaba allí el director
general de RTVE, José Antonio Sánchez. Los dos de convidados de piedra.
¡Toma ya libertad de expresión! Aunque luego el remate fuera el ir por
todas las radios y las teles diciendo que el Gobierno del PP eso es lo que no
deja, libertad de expresión. Aunque la verdad, allí los únicos callados
fueron precisamente Del Castillo y Sánchez. Sin rechistar, aguantando el
chaparrón y atentos a que no se les fuera ningún gesto de desagrado, no les
fueran a tachar de represores. Fue un cirio magnífico, como un mitin del
PCE, uno de aquellos que en los tiempos gloriosos hacían las «fuerzas de la
cultura» del partido.
Y cuando bajó el telón ya todos sabían que aquello sólo era un entremés
del primer acto. La representación no había hecho más que comenzar. O
mejor dicho las representaciones, porque mientras, y en el mismísimo
Bagdad, aparecía la rediviva cantautora catalana Marina Rosell, que había
ido allí en viaje de paz con sus compañeras de la Plataforma de Mujeres
Artistas contra la Violencia de Género: Gemma Cuervo, Inma Serrano,
Cristina del Valle —que se inmortalizó aplaudiendo jubilosa al ministro
Tarek Aziz—, Beatriz Bergman y la escritora Dulce Chacón. A Marina le
tocó cantar en el teatro Al Ribat, y como aquello es Iraq, como telón de
fondo tenía una gran imagen de Sadam Husein.
Por España la bronca no cejaba, y la batalla de imagen comenzó a
librarse a cara de perro. Se empezó a saber que se jugaba algo más que una
algarada. El ya citado Toledo discutía en la SER con la ministra y le decía
que Televisión está manipulada por el Gobierno, y que era muy relativo eso
que decía la ministra de que éste era un país libre porque «aunque no viví
de adulto la etapa de Franco, muchos de mis mayores me han dicho que no
han visto una situación como ésta».
O sea, el gran descubrimiento. La gran causa. Ya no había nada que
envidiar a los progres de los setenta, que tenían una dictadura contra la que
pelear. Esto era igual que entonces, otra vez estaban los fachas. El chollo,
por fortuna, aunque esto mejor callarlo porque baja la heroicidad, es que no
es exactamente igual. En las dictaduras no se pone a parir a la ministra en la
radio, al presidente del Gobierno en la televisión, y a todos en más de la
mitad de los periódicos, y que lo único que te pase es que te den un Goya.
Los que se fueron bien servidos fueron los poquitos que se atrevieron a
criticar la cosa. Lo más fino se lo dijo Aitana Sánchez Gijón: puro fascismo,
le dijo a Eduardo Campoy, que había solicitado la dimisión de Paredes.
Campoy pidió la rubia cabeza de la presidenta y se encontró al momento
con que la que reclamaban a voces y por todas las esquinas del cine era la
suya: Pedro Almodovar, José Luis Borau, Suárez, Eloy de la Iglesia,
Fernando Trueba, Gutiérrez Aragón, Uribe, Armendáriz... Todos. Bueno,
casi todos. El maestro Berlanga le puso a la cosa una cierta distancia. Un sí
a la libertad de expresión y al derecho a hacer lo que se hizo, y un pero a
haberla liado en tal sitio y momento. Pero era minoría don Luis, porque
para Fernando León: «El hecho de que no se pueda decir lo que se piensa
—pues anda, que si se llega a poder— da idea de lo que está pasando en
este país.» Imanol Uribe llegaba a decir: «Tengo la sensación de que
estamos en tiempos de Franco. Éste no es un país democrático y libre.»
Lástima que no estuvieran los grises fuera. Pero no estaban invitados a la
gala.
Alguna cosa sí que tuvieron que oír los nuevos y valientes héroes. Venía
a ser algo así como que es muy fácil, vistoso y barato el ir a hacerse el
progre contra la guerra y por la paz, pero cuando aquí en España ha habido
que dar la cara por otro terrorismo, por otras víctimas y contra otras
limpiezas étnicas, muy pocos lo han hecho, aunque oportunidades las han
tenido cada año en los festivales de San Sebastián y otros muchos y
propicios escenarios. Ha habido algún gesto, pero más bien el recuerdo es
del silencio. Cuando no, en algún caso, situaciones verdaderamente
escandalosas, como la de Paco Ibáñez cantando justificaciones insultantes
para los que han sufrido y sufren el terror, la violencia, la amenaza, la
extorsión, la humillación y el acoso.
Claro que si uno lo piensa es humano y comprensible. Lo de Iraq, se
diga lo que se diga, de redivivos fascismos tiene poca pena. Más bien al
contrario: esto mola. Lo de ponerse contra ETA ya es harina de otro costal y
puede costar caro. Muy caro. A algunos, entre ellos un buen conocido de
muchos intelectuales, como el periodista José Luis López de Lacalle, que
pasó cinco años preso en las cárceles de Franco por su militancia comunista
y su lucha por la democracia, le costó la vida. Igual que a otros ochocientos
españoles. Yo he oído a una escritora decir, a pesar de ser de la tierra, que
no tenía elementos de juicio para opinar, y a más de un actor he visto mirar
embarazosamente para otro lado cuando se pidió su participación.
Contra ETA, efectivamente, cuesta bastante más hacer el progre. El
filósofo Savater, que sabe lo que cuesta y, sin embargo, está enfrentándose
no sólo a la guerra en Iraq, sino a esa otra más cercana que ETA mantiene
contra los ciudadanos y sus libertades, no duda en apuntar algo muy triste,
para general reflexión y esperemos que positiva respuesta en el futuro:
«Hemos apelado a los actores reiteradas veces y muchos no han querido
acercarse a nuestras concentraciones o actos públicos.» Y a Savater parece
bastante difícil colgarle el «facha».
Lo de ETA trajo cola durante semanas, porque la verdad es que salvo
muy honrosas excepciones —creo recordar que Gutiérrez Aragón en San
Sebastián y en algún otro acto Marisa Paredes—, no había habido
pronunciamientos demasiado vistosos. Y se los empezaron a reclamar. Los
unos con mala leche y otros deseando de todo corazón que dieran ese paso,
que por otro lado seguramente estaba en el sentimiento y en el pensamiento
de todos ellos. Y lo dieron. ETA volvió a asesinar, esta vez a un veterano
militante de izquierdas, al socialista Joseba Pagazaurduntúa, miembro del
colectivo Basta Ya. La movilización fue muy potente, las palabras de su
hermana Maite acusando a sus verdugos, a sus cómplices y a los corazones
de hielo del PNV aún resuenan. Los actores no callaron. Una reunión de
más de mil quinientas personas del mundo del cine (allí sí que no faltó
nadie) hizo público tanto su rechazo a la guerra de Iraq como al terrorismo
de ETA. Y si bien es cierto que algunos se quejaron de las críticas que
habían recibido (olvidando que la libertad de expresión es tanto de unos
como de otros y que ello nos detentan en exclusiva tal derecho, como
quizás ciertos personajes piensen) y estaban molestos porque les hubieron
indicado «lo que tenían que decir», emergió por encima de todos la figura
de Imanol Arias, con toda su historia no alardeada pero cierta de
compromiso y lucha por las libertades, incluidos los años duros. Hoy es el
personaje referente de aquel pasado por su gran éxito como protagonista de
Cuéntame. Un papel tan expresivamente interpretado que muchos se
reconocen en él o en otras gentes de su familia ficticia. Imanol se dejó de
gaitas e inició el grito de «ETA no». Sacó hasta su pancarta en euskera (él
se ha criado en Ermua): «ETA kampora. Bakea orain» (ETA fuera. Paz
Ahora). Además hizo que sus compañeros le corearan. Después,
acompañado de un grupo, se marchó hasta la madrileña Puerta del Sol,
donde había una concentración de repulsa por el asesinato de Joseba
Pagaza. Quizás en el teatro Alcalá alguno lo hizo por tapar bocas. Imanol lo
hizo desde lo más hondo de su corazón y bien consciente de lo que eso le
significaba. Quizás el mirar debajo del coche antes de arrancarlo.
Esa actitud fue valorada y aplaudida por la sociedad española en todo lo
que valía y significaba. Al acto de la Puerta del Sol, donde junto a Imanol
estuvieron directores como Javier Rioyo, siguió el gesto de acudir al
llamamiento el filósofo Savater y la presidenta Marisa Paredes. También
Juan Echanove y Antonio Resines acudieron a la manifestación de Basta Ya
frente al palacio de Ajuria Enea en Vitoria. La cuestión no sólo quedaba
zanjada, sino que sus frutos habían sido evidentes. El colectivo daba la talla
y las gentes que sufren la situación del País Vasco se sentían arropadas. Ha
sido un paso importante. Uno más de la sociedad española contra ETA.
Antes de esta vuelta de tuerca, celebrada por el conjunto de la sociedad
española y que, progresías aparte, es un síntoma más de la movilización de
la sociedad civil tras mucho tiempo de letargo, los cómicos, muy a su estilo,
genio, figura y profesión, habían interpretado el segundo acto de la
tragicomedia en el Congreso. Fueron menos, una treintena, pero eran los
más vistosos. Habían sido invitados por el PSOE e IU, y aún hicieron más
ruido. Uno no sabía, de verdad, si estaba en un capítulo de la gran serie de
televisión Cuéntame y aquello era ficción, o era cosa de la máquina del
tiempo y nos habíamos convertido todos en Imanol Arias, que aunque no
estuvo en cuerpo en el sarao, sí lo estuvo en alma. Ahí estaban Juan Diego
(el Juan Pliego de la huelga de actores contra Franco) y Ana Belén, la
«sonrisa del PCE». También estuvo Pepe Sacristán, que luego remató por su
cuenta en el teatro, y los Bardem, siempre un Bardem o mejor un par de
ellos. Eran los primeros en la cita y la pancarta. Eran los más auténticos, los
de siempre. Pero también acudieron otros: Iñaki Miramón, Amparo
Larrañaga, María Luisa Merlo, Juan Echanove, Berta Riaza, Juan Diego
Botto, Mayte Blasco, Juan Luis Galiardo, el Gran Wyoming, María
Barranco, Aitana Sánchez Gijón, Javier Gurruchaga, Ana Gracia, Natalia
Dicenta, Leonor Watling y los de Animalario, Toledo y Sanjuán, que han
saltado con esto a la fama.
Y fíjese usted la osadía: los cachearon. A alguna dicen que hasta
lascivamente, vamos que a algunas más pareciera que les estaban metiendo
mano. Una humillación para la escena. Luego protestarían los portavoces de
IU y del PSOE, pero no mucho, porque los guardias le trincaron a uno una
pancarta enrollada al cuerpo que pensaban desplegar. Había recursos. Como
eso falló, utilizaron las camisetas que llevaban debajo con su «No a la
guerra» estampado en rojo y negro sobre blanco. Las camisetas, aunque se
las vieron, no se las quitaron. A ver quién es el guapo que se la quita a
Aitana, Ana Belén, María Barranco o Ana Gracia. O sea, que se montó el
pollo y los acabaron echando. Mejor. Fuera les esperaban un par de
centenares de colegas, en alguno caso el marido, como Víctor Manuel a su
Ana, o el hijo a la madre, como Javier Bardem a Pilar, o como poco los
amigos: Charo López, Caco Senante, Adriana Ozores y Antonio Resines, el
colectivo como una piña después de tanta travesía dividida. Luego en
Neptuno se montó la parda. De gritos y eso, pero la parda, y así tenían la
portada del día siguiente en toda la prensa.
Todo aquello, desde el día de los Goya y cada vez más, no sé por qué
parecía tener un aire de que la pancarta que iban a sacar era la de «OTAN
no, bases fuera». Claro que algunos de los que había por allí fueron de los
que ayudaron a Felipe a que nos quedáramos bien dentro de la Alianza, y el
insulto talismán no tardó en brotar de las gargantas: «Esto nos pasa por un
gobierno facha.» Esto sí que no ha variado desde 1970. Javier Bardem copó
portadas gritándolo, puño en alto, como un descosido.
Por lo del franquismo siguió su madre en otro programa muy de
progres, La noche de Fuentes en Tele 5, donde Pilar Bardem acudió
acompañada de Willy Toledo, el de Animalario, y el Gran Wyoming, y dijo
que estaba asustada ante la «regresión brutal de las libertades en España».
Aquello ya pareció, para quien por supuesto vela por la corrección política
de la progresía, un exceso, y El País dio el toque. Con gracia y sensatez el
que puso la banderilla fue Sergi Pámies, que tituló muy gráficamente
«Comando Goya» su columna. Allí remataba: «Es un sentimiento que
circula y que tiende a comparar el mandato de Aznar con el de Franco. No
obstante, deberíamos recordar que si mandara Franco, Bardem estaría en la
cárcel, Wyoming en el exilio y Fuentes no podría presentar ningún
programa. En cuanto a Willy Toledo, al salir al escenario de los Goya, le
habrían dado de palos que no habría podido contarlo, y mucho menos
discutir por la radio, como en La ventana (cadena SER) con una ministra de
Cultura que, de vivir Franco, estaría conspirando en la extrema izquierda.
Que el PP esté pecando de obtuso y totalitario no significa que Franco haya
resucitado.»
Tampoco parece que vaya a resucitar el PCE, aunque mucho de lo
vivido sonara a aquello de sus «fuerzas de la cultura». Ahora no es que
parezca tener muchas, y aunque tal vez se le afilien en manada a Frutos y
Llamazares, me temo que la mayoría se sentirán más cobijados al amparo
del futuro de Zapatero. Aprovechar las viejas enseñanzas les vendrá bien, y
contarán con algunos veteranos rostros curtidos en viejas batallas, como el
incombustible Juan Diego, o Pepe Sacristán, junto al descubierto y ya
pujante líder: el joven Bardem, que de casta le viene y ha recogido la
gloriosa antorcha de sus ancestros. Por supuesto, no podían faltar Víctor y
Ana, que una cosa es hacer anuncios para Gallardón (por esos días salió uno
invitando a la primavera de Madrid) y otra renunciar a lo que se ha sido
toda la vida. Una cosa es haber triunfado, ser rico, disfrutar de todos los
lujos y todas las casas (la del Foro, la de la isla, la del pueblo de La
Alcarria) y otra dejar de ser progre. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Su cartera
se la han proporcionado su trabajo y su talento, pero su lugar en la escena
de la vida es el que les ha dictado el corazón. Tampoco hay que mezclar las
cosas ni confundir los términos.
Estaban los de siempre, los de antes y los de ahora. Los que estuvieron
en aquello de la OTAN, ¿se acordarían en el Congreso de lo que pasó
luego? A Felipe González no lo vieron, porque por allí no va casi nunca,
aunque es uno de los sitios de los que cobra. Una vez más, hizo pellas, y
está quizás muy justificado para no levantar viejos recuerdos y heridas de
traiciones. Tampoco estaba Solana, que ahora es, después de ser el jefe de la
OTAN, Mr. Pesc. Por aquellos días decía que él más bien estaba porque si
Sadam no entregaba hasta la hijuela habría guerra. Me imagino que en el
gran fuego de campamento progre contra la guerra alguien se acordará de
aquellos tiempos, y que después de quedarse el PSOE con todos los votos y
el glamour de la izquierda, nos dejó en la OTAN y con las bases dentro
después de un referéndum tramposo en el que nos pidieron el sí en famosa
carta firmada no sé si con entusiasmo, tapándose la nariz o pensando en el
empleo. Pero estaba firmada. Nos dejaron en la OTAN. ¿Se acuerdan de
aquello de «fuera de la estructura militar»? Como si la OTAN fuera un club
de plantadores de acelgas. Y más tarde aquel Felipe que se quedó con todo,
con todos los votos entregados a sus promesas y a su sonrisa mora, no dudó
en llevarnos a la guerra de Bush I, a la que mandó hasta fragatas y
soldaditos españoles de cuando la mili se hacía y había reemplazos. Y más
tarde, al siempre simpático y abrazador Solana, sin haberse cambiado de
sonrisa, le hicieron los estadounidenses secretario general de la cosa
otanista, y fue él quien apretó el botón, quien dio la orden (la ONU no había
santificado siquiera aquella guerra) del bombardeo de Belgrado y Kosovo.
Milosevic era una bestia parda y hacía limpieza étnica, por eso había que
actuar, pero ahora nadie dice ni pío de la limpieza étnica que los albaneses y
las terribles mafias que mezclan integrismo islámico y negocios de armas”
y prostitución llevan a cabo para expulsar a la población serbia de Kosovo.
Mendiluce, que por supuesto se apuntó a la movida de Neptuno, ahora en
verde gay, siempre nos enseñaba lo tristes que salían los niños kosovares en
la foto, pero no nos enseña nunca la de los niños serbios que seguro que
también saben llorar.
Está muy mal, es de pésimo gusto recordar ahora tales cosas. Ahora que
ha vuelto Franco, ¿cómo puede empezar a sembrarse la cizaña? Son
pecadillos progres, hombre. Lo pasado, pasado está. Ahora tenemos a
Zapatero, que es hasta más guapo que González. De aquello qué vamos a
hacer. Pelillos a la mar. Hay una nueva era por delante. ¿A qué viene tener
esos recuerdos del pleistoceno? Sólo algún rojo resabiado tiene que
acordarse de que el PSOE estaba en la vanguardia de las tropas imperiales
cuando gobernaba. Ahora hay oposición, nueva y limpia mirada, y sonrisa
para los carteles contra Aznar. Ahora otra vez juntos, ahora todos a la calle
detrás de la pancarta y llega de nuevo la ola. Hay que echar al del bigote, a
ese enano que cometió el terrible pecado de derrotar al gran Felipe, y poner
a Zapatero en La Moncloa. Ésa es la meta, ése el paraíso. Para eso
quedamos el día 15-F y todos los fines de semana en la manifestación desde
Atocha hasta Sol.
Pero antes de entrar en ella hay que contar que si todo esto era en
Madrid, no se iban a quedar parados los progres de Barcelona, que tienen
para ellos que son los progres de verdad, progres europeos. Los de Madrid
son unos centralistas un poco de secano y otro poco de queso manchego.
Ya contaba que se lo había venido a decir a Pilar del Castillo uno de los
de Animalario cuando le comparó este tiempo con Franco sin pararse a
pensar que entonces no estaría él ante un micrófono. A la ministra, la
verdad, es que le está cayendo de todo, y eso que ella sí fue del PCE cuando
Franco y los grises, que a lo mejor es por eso. Porque si los de Madrid eran
actores y luego también los de la pintura del Reina Sofía, los de Barcelona
no se iban a quedar atrás, y como ellos son más de diseño, se la montaron
en el desfile de la pasarela Gaudí, que es la progre. El día anterior ya habían
desfilado las modelos de un tal Konrad Muhr con mascarilla y pancarta
«Nunca Máis», que a este paso va a ser una marca como Christian Dior o
Cacharel. Pero fue mejor con ministra dentro. Ahora ya no se conformaron
con las modelos Martina Klein y Laura Ponte, gallega, y la pancarta, ni con
lo de Armand Basi y su símbolo hippie, sino que aprovecharon para pasar a
los abucheos antibélicos y hasta le intentaron colocar a la ministra una
pegatina, mientras el diseñador Miró aseguraba estar muy de acuerdo con
que la pasarela se politice. Y esto sí que es la última conquista de los
progres. Y muy envidiable por cierto: haber logrado llevar al redil a las
modelos, haber logrado camelárselas, eso sí que va a ser una revolución con
glamour, señores.
Pero qué digo glamour. Si es que de pronto se hizo progre España
entera. Ya se dijo lo de los obispos. Ni que decir tiene que Sardá aprovechó
la coyuntura para hacer el progre y lanzar tal soflama que pareciera el ángel
de la guarda de las éticas humanitarias.
Los unos por interés, los otros por moda y los de más allá por la
corriente, que era fuerte y esa sí que tenía mar de fondo y agua brava en las
venas —el pueblo español era el más activo contra la guerra, alcanzando
casi un 80 por ciento los contrarios—, lo cierto es que todos querían
retratarse con una pegatina en la solapa. Hasta los de Operación triunfo,
que eran algo así como el modelo para la juventud diseño PP en versión
karaoke, acabaron por dar un mitin conjunto con el público coreando el
estribillo.
Y no paró ahí la cosa. Las chicas del concurso de Miss España pasaron
de la bronca de las compras de títulos del año pasado a protagonizar otra
glamourosa y bella algarada contra la guerra en el presente. Por lo menos a
ellas les quedaba guapa la consigna en la boca. Lo cochambroso, y que hizo
sentir un repelús de disgusto a media España y a todos los progres reunidos,
fue cuando Pocholo Martínez Bordiú, espasmódico y convulso, se puso a
dar alaridos junto a Yola Berrocal en ese engendro llamado Hotel Glamour,
último eslabón de las infamias televisivas contra la inteligencia del
ciudadano español. Insultaba a Aznar y gritaba «No a la guerra». Se
comenta que hubo quien sólo por ello pensó en alistarse en la 101
aerotransportada y votar por correo al PP.
Pero es que hasta Pocholo (de los Martínez Bordiú de toda la vida,
sobrino del marqués de Carmen Franco) estaba en la corriente. Una riada de
opinión pública, y muy cabreada, lo inundaba todo.
Y además para los progres había llegado la hora. Bush y Aznar les han
dado una gloriosa resurrección. Contra el PSOE no era cuestión, si donde se
estaba por la noche era en la Bodeguilla. Así la cosa era más difícil, pero
éstos es que las ponen como se las ponían a otro Felipe, el II. La causa era
tan bonita, tan limpia y universal, que bastaba salir a escena para ser
aclamado. Luego vino la carta de los «abajo firmantes», los escritores, los
pintores, los cantantes, los actores, las fuerzas de la cultura que se decía
entonces, y vendrá todo un continuado espectáculo que, ¿qué quieren que
les diga?, lo único que siento es que sonó un poco a déjà vu.
Lo que no se había visto en años se volvía a ver en España. La
hegemonía de lo progre era evidente, y si era necesaria una imagen que lo
plasmara con absoluta y total contundencia, ésa la dieron las
manifestaciones del 15 de febrero. Si lo del Prestige había sido el
nacimiento de una nueva generación de progres, la manifa del 15-F supuso
la carta de naturaleza de la misma y el reencuentro emocionado y
entusiasmado con los viejos progres milenarios. Después de tantos
sinsabores, la calle era suya, absolutamente suya, porque la verdad cierta es
que nunca, con la excepción de la concentración en Madrid de «Manos
blancas» por Miguel Ángel Blanco, las de la guerra de Iraq han sido las
mayores manifestaciones de la historia de España. Como suena. Se dio la
cifra de más de tres millones largos de personas en el conjunto del país, y se
quedaron cortos. Sólo entre Madrid y Barcelona, ya hubo dos millones de
personas en las calles. Otras grandes capitales como Sevilla, Zaragoza o
Valencia congregaron también a centenares de miles. Hubo manifestación
en todas las capitales de provincia y en muchos de los municipios de cierta
entidad poblacional.
Y hubo un absoluto reencuentro entre dos generaciones progres. La del
setenta que hemos visualizado en estas páginas, y la del 2000, que acaba de
nacer. Resulta curioso, para unos tal vez ridículo y para otros entrañable, el
hecho evidente de que la estética sigue pareciéndose, que en ocasiones es
un calco de aquellos otros tiempos que ahora parecen reverdecer. No es
gratuito, desde luego, ver de nuevo a los cómicos, a los directores y actores,
a los escritores, a los pintores, en resumen a toda la izquierda intelectual
española, encabezando las marchas y leyendo los comunicados (en Madrid,
Almodóvar, Leonor Watling y Fernando Fernán-Gómez). Caras nuevas y
viejos rostros. Entre el grueso de los manifestantes vemos a veteranos
militantes del PCE con mil batallas perdidas, caras que fueron gobierno en
el PSOE (Guerra estuvo, Felipe no fue), y los que pueden ser sus hijos e
incluso sus nietos. «Ésta es una de las pocas veces que la familia entera
haya salido junta por Madrid», fue el comentario de un participante en la
marcha.
En resumen, que la manifestación del 15 de febrero fue la catarsis, la
releche, todo un circo maravilloso con los cómicos, las danzas, las
charangas, las consignas por pareados (es lo que peor llevo, el pareado) y
mucha máscara y chirigota. Todo muy alegre, muy lúdico, todo un
reencuentro de generaciones y hasta de razas y culturas, porque no faltó un
toque emigrante muy significativo. Los veteranos progres cincuentones y
los novatos de estreno se conocieron y hasta se reconocieron. Y hasta saltó
algún ligue, que en las manifas siempre se ha ligado bastante. La noche de
aquel sábado, en los centros urbanos, fue particularmente animada y
jubilosa. Los locales rebosaron y el centro de Madrid trasladó el colapso de
Puerta del Sol, Gran Vía y Cibeles a los locales de copas y de diversión,
donde ocho de cada diez llevaban una pegatina.
También eran dignas de observar las indumentarias. Aparte del rescate
de prendas históricas (hubo hasta trenkas, pañuelos palestinos, jerseys de
cuello alto o chupas de cuero como la de Zapatero), lo que sin duda pasará a
la historia de los récords es que fue sin duda el sábado el día en que menos
corbatas se usaron en España. Ni un solo político osó ponerse tal prenda, y
mucho menos un traje. Entre la multitud tampoco. Era el común
denominador del uniforme: cualquier cosa, menos corbata. Somos progres y
el traje y la corbata han vuelto a ser de derechas. Al menos por un día, por
este día, que sin duda alumbró la gran resurrección del progre español.
El manifiesto lo leyó Almodóvar, quien en posteriores concentraciones
en Sol fue reemplazado por el Nobel Saramago. El director manchego tronó
contra la guerra, contra el Gobierno, contra Aznar y contra Bush. Lo siguió
haciendo en la antesala de su segundo Oscar pero justo allí, en el escenario
del mundo, en Hollywood, en el vestíbulo del emperador, del verdadero
señor y culpable de la guerra, se le trabó la lengua. Dijo algo confuso sobre
los derechos humanos y la legalidad internacional que lo mismo podía ser
aplaudido por un marine que por un pacifista. Dijo más tarde que llevaba
escritas algunas líneas más contundentes, pero que le dio miedo leerlas. En
España se había hartado de clamar por todos los micrófonos contra la
presunta mordaza a la libertad de expresión (una paradoja evidente), pero
en el teatro Kodak, donde se celebró la ceremonia, sí que estaba la mordaza
en el guión y el gran «transgresor» nada dijo contra ella. En sus 45
segundos había desde luego tiempo de sobra para un claro y limpio «No a la
guerra» que habría entendido todo el mundo.
Pero Pedro tuvo miedo. ¿Miedo a qué? Miedo es el que tienen, se tragan
y superan los concejales del PSOE y del PP en el País Vasco. Lo suyo era
otra cosa. En Hollywood está la fama, el dinero y el imperio. En España, en
la Puerta del Sol, el mitin da prestigio, dividendos, pátina de progre
comprometido y levanta aclamaciones de la multitud. En Los Ángeles
puede traer tropiezos a las ambiciones. Así que Pedro Almodovar calculó y
decidió que por un rato y unas líneas su lengua se la había comido el gato.
Las manifestaciones del 15-F supusieron tan sólo la apertura de la
espita. Porque si alguien pensó que ahí terminaba todo se confundió de
medio a medio. A más no fueron, pero siguieron siendo multitudinarias,
vehementes, cada vez más combativas hasta que se llegaron a algunos
excesos de minorías violentas señalados al principio de este capítulo. La
reacción contra la guerra se extendió por toda la geografía. Llegó incluso a
los pueblos. Las pancartas florecían como los geranios por cualquier
ventana, en cualquier lugar y hasta en la aldea mas pequeña. El PP comenzó
a soportar una tremenda presión que le impidió incluso su normal
desenvolvimiento ante las elecciones municipales. Aquí es donde hubo que
lamentar excesos y de manera firme habrá que tener siempre presente, en el
futuro, la delgada línea democrática que no se puede pasar.
Pero éste es un libro que busca la sonrisa. E incluso en medio de la
conmoción hay tiempo para ella. La encontré «el día del jamón», en
Barcelona. Una manifestación estudiantil y con marcado cariz de
separatismo nacionalista derivó hacia una confrontación con la policía y el
asalto a locales y establecimientos públicos, uno de ellos El Corte Inglés, al
que penetró una marabunta y aquello se disparató por la senda del saqueo.
Y entonces salió a relucir la idiosincrasia, lo carpetovetónico y lo que
verdaderamente nos marca, nos identifica y nos define: el surrealismo. Un
tipo saltando entre los estantes llegó a su objetivo, agarró un jamón y salió
enarbolándolo como si hubiera conquistado el símbolo sagrado.
No podía ser otra cosa que ¡un jamón! Nada identifica más; nada es tan
simbólico de la opulencia y por eso jamás habrá por Navidad un regalo que
le alcance en prestigio. Tenía que ser, lo que se asaltara y conquistara, un
jamón.
Con todo, la elevación del jamón a la mitología revolucionaria y a
símbolo de vuelta de la tortilla no es nueva. Recuerdo que por los años de la
transición el GRAPO ya hizo algo parecido y mucho más organizado.
Asaltaron y requisaron un camión que transportaba todo un cargamento de
jamones y con él se fueron a Vallecas. ¿A qué? Pues a repartirlos al pueblo.
Lo de Barcelona llevaba impreso, al menos en el subconsciente, algo de lo
mismo, y el lema del asaltante, aunque no llevara cartelito ni pancarta, era
bien claro: «Contra la guerra y por el jamón.» Los he visto peores.
XVII
Aznar y Bush, benefactores máximos del
progre hispánico

Al progre, como a todo el mundo, hay gente que le cae mal y gente que le
cae bien. Hemos hablado ya de sus gustos, de sus filias y de sus fobias
personalizadas. Por supuesto, y más que en ningún otro sector, en la política
tienen sus símbolos y sus bestias negras. Lo diferenciador es quizá que por
quien sobreviven es más por los segundos que por los primeros. Porque los
símbolos del progre, sus póster de cabecera, tienen la mala costumbre de
que si no mueren heroicamente acaban por darles severos disgustos, y en
vez de paradigmas de progresismo se convierten en un descuido en espejo
de dictadores. Lo que les mantiene unidos en sus puestos de combate, por lo
tanto, son sus odios comunes. O sea, que son como todo el mundo, para qué
nos vamos a engañar.
Aunque desde luego no lo vean así, es a sus enemigos a quienes más
agradecidos debieran estarles. Hoy en España es bien patente que si a
alguien tienen que agradecer su resurrección y el inaudito auge alcanzado
de nuevo por la tribu es al imperator estadounidense, George W. Bush, en
primer término, y al presidente español Aznar como referencia cercana. El
emperador de los yanquis es el mejor chollo que les podía haber tocado, y la
personalidad de Aznar un auténtico regalo para la providencia progre, que
supongo alguna tendrán.
Nos detendremos luego en ello, pero antes no vendrá mal un repaso
histórico por los personajes que han marcado época y las distintas edades de
nuestro progre milenario. En los años sesenta y setenta la cosa estaba muy
clara: el progre español tenía sus referencias negativas marcadas por el
propio aislamiento de España. El enemigo era interno y el referente positivo
siempre se encontraba fuera. El dictador Franco era el máximo de los
iconos negros. Contra él se vivía mejor, se llegó a decir no mucho después.
Su ministro Fraga fue luego y poco a poco sustituyéndole como objetivo de
invectivas, dardos e inquinas, hasta que a la muerte del Generalísimo se
aupó definitivamente al primer puesto. Manuel Fraga era la representación
de todo aquello que debía ser combatido, la personificación de «lo
contrario». Ana Belén hasta le hizo una canción a su pretendida reforma,
tan alicorta que ni siquiera llegó a levantar el vuelo. «No me vendas
democracia en porciones», cantaba «la sonrisa del PCE». Fraga, además,
daba muchas facilidades con su carácter bronco, su pasado, sus actitudes y
aquel «la calle es mía» de sus tensos días como ministro de Interior, o de
Gobernación, que es como también se llamaba al departamento durante el
gobierno de Arias Navarro.
Fraga pareció pasar, derrotado, a posiciones secundarias, aunque
siempre ha ido reapareciendo, como cuando se hundió UCD y volvió a
emerger como candidato contra Felipe. Ahora, en su vejez y en su Galicia,
ha sido olvidado por quienes tanto le deben a lo largo de su trayectoria. Lo
último es bien conocido: irse a cazar mientras el Prestige convertía las
costas gallegas en una ciénaga de chapapote fuesu gran regalo a la causa en
las Navidades del 2002. Fraga, pues, ha prestado a la causa progre y sigue
prestando servicios imperecederos.
Tras él, y prueba de que España se abría al exterior, los referentes
contrarios comenzaron a ser extranjeros. Hubo suerte en los ochenta: ahí
estaba el gran tándem de la Thatcher y Reagan, que tenían la una y el otro,
actor malo encima, todos los ingredientes para ser tomados como objetivo y
concreción de todo lo malo y reaccionario que en el mundo había. Además
eran duros de pelar, y la una le quebró el espinazo a los sindicatos ingleses
y el otro acabó por dejar hecha unos zorros a la otra gran superpotencia, que
terminó por tirar la toalla, el muro y las estatuas.
Cuando ambos ya pasaron al retiro (la Dama de Hierro a dar
conferencias y Reagan a una clínica con Alzheimer), tenían ya un
magnífico sustituto que se lo había ganado a pulso: el papa Juan Pablo II.
Nunca en los últimos tiempos un líder de la iglesia de Roma lo ha sido tanto
y ha suscitado tanta animadversión en los progres. Sus posturas
conservadoras a ultranza sobre los temas de sexualidad, su negativa al
preservativo en tiempos de SIDA, su protección hacia la Iglesia más
retrograda, el apoyo a los movimientos más integristas y la bendición al
Opus, a cuyo fundador canonizó por la vía rápida en detrimento de los
teólogos más aperturistas, y su manía de levantar ampollas de la Guerra
Civil beatificando a las víctimas católicas de aquella atroz contienda, le
pusieron y le siguen teniendo en el pedestal de los elegidos. Yo creo que
hasta ha sentado mal que él y sus obispos tomaran partido contra la guerra
de Iraq.
En cuanto a las banderas propias, a los personajes admirados y
mitificados, la cuestión no ha estado nunca tan clara. Lo primero es que no
valen los consolidados en el poder ni tampoco los rojos clásicos. Si lo son,
han de tener algo que les aparte de la doctrina oficial de la «Iglesia roja».
Eso pasa, por ejemplo, con los rusos y con el propio Fidel Castro. Es
demasiado comunista. Otra cosa fue y sigue siendo el Che. Él sí tiene todos
los ingredientes del héroe romántico del progre, y desde entonces hasta
ahora no ha surgido figura que le alcance. Su imagen es incombustible, y su
boina y su barba siguen siendo lo más querido y jamás contestado de los
símbolos. Algo del Che han tenido en su cuarto o en su camiseta todos los
progres de España.
Y dirán ustedes: ¿por qué nadie de aquí? Es bien fácil: para la
mitificación es necesaria la lejanía y una cierta nebulosa, como en esas
películas o fotos de ambiente un poco evanescente. Así que un Carrillo, con
o sin peluca, no sólo tenía enemigos en el campo de la derecha, sino que era
difícilmente considerado por los propios como un buen ejemplo y menos
como un mito. El progre como mínimo lo acusaba de estar vendido al
capital y de ser un revisionista de derechas. Además hay que reconocer que
a don Santiago no le da el físico para mito. Hasta los propios de casa,
aquellos eurocomunistas, a quien de verdad veneraban era al italiano Enrico
Berlinguer, que además de ser de fuera (con lo que era difícil verle los
defectos) era mucho más guapo. Anguita fue otro tipo que jamás le cayó
bien a progre alguno que se respetara. Era un tipo antiguo y honrado al que
hubo que tachar de mesías, visionario y desfasado. Que era un rojo, vamos,
y encima de los de antes.
Por los años ochenta el que de verdad concitó todas las esperanzas de
los progres españoles fue Gorbachov. Jamás un dirigente de la URSS y
secretario general del PCUS ha sido tan querido y aclamado como él en
Occidente y, por supuesto, en España. A lo mejor es porque disolvió la
URSS y dinamitó el PCUS. Claro que quienes no lo podían ni ver, después
de lo que hizo, fueron los propios rusos. Cuando se desplomó todo se
presentó a las elecciones, sacó algo así como el 1 por 100 de los votos.
Ahora, olvidado, le pagan cada vez menos por las conferencias.
Había pues que sustituirlo prontamente, y en unos años de penuria
progre como fueron los noventa ni siquiera hubo un comandante que
llevarse a la boca, así que la tribu hubo de conformarse con un
subcomandante: Marcos. Éste, desde luego, sí sabe cultivar la imagen con
su capucha y su pipa. Otras cosas ya no se sabe, pero el toque lo da bien y
en cantidad. Chiapas se convirtió en lugar de peregrinaje, y cuando hizo
aquella marcha zapatista (muy bien elegido el mito primigenio) sobre
México D. F., fue el delirio. Ahora la verdad es que ha quedado un poco en
agua de borrajas, lo que es una pena, porque cumple muy bien todos los
requisitos y tiene para los españoles el añadido de ser iberoamericano, que
eso siempre ha sumado puntos guerrilleros.
Así que a subcomandante en horas bajas, tornero sindicalista en
presidente. Lula da Silva es hoy por hoy la gran esperanza blanca de los
progres del mundo y de España. Lo es también, y hay que decirlo, de las
clases populares y hambrientas de su inmenso, rico y desequilibrado país,
Brasil. Lula lo tiene todo. Sindicalista, curtido en mil batallas, derrotado
pero nunca rendido y por fin aupado por los votos de su pueblo a la
presidencia, a la que ha llegado con paso firme y sin estridencias
mesiánicas. Es un modelo, sin duda, diferente, sin boinas ni metralletas ni
discurso apocalíptico, pero mucho más al gusto actual, en un estilo menos
rojo y algo más practico. Ojalá el prestigio le dure mucho, porque en el
mundo progre esto no suele suceder en demasía. A no ser que haya por
medio muerte heroica, cosa que en absoluto deseo para el bueno de Lula.
Pero como decíamos al principio, lo que motiva a los progres no son los
mitos propios, sino los iconos contrarios. Y es que como se habrán dado
cuenta a lo largo de este libro, el progre es más de ir en contra. Lo suyo es
la oposición, aunque sepa adaptarse y haya pocos como él en el arte de
habituarse al poder. La clave es que siempre parecerá que está discrepando.
La clave es la distancia.
A George W. Bush los progres deberían sufragarle un monumento por
voluntad progre-popular. Él ha hecho más que nadie en el mundo por su
resurrección. Y no sólo por lo que supone en sí mismo, sino porque de paso
les ha puesto a tiro al enemigo interno con el que llevaban pasándolas
canutas muchos años: José María Aznar. Bush ha sido la puerta que ha
permitido comenzar a soltar fuego graneado y efectivo sobre el presidente
español, al que hasta hace poco y chapapote aparte no le llegaba sino algún
alfilerazo que otro.
Bush lo tiene todo, quién es y de dónde: estadounidense, tejano,
millonario, pijo y vago juvenil, gobernador de silla eléctrica, inculto por
vocación, antieuropeo por ignorancia y ahora tosco emperador elegido por
los pelos (y éstos más bien teñidos), de garrote y tentetieso siempre presto a
descargarlo un poco a ciegas, lo que hace que yerre más golpes de los que
acierta. De Ben Laden, cuando escribo sólo tenemos noticias por el vídeo, y
el mulá tuerto, el tal Omar, otrora tan famoso, sigue por ahí fugado con su
moto, que hay quien dice que lo vieron disputando la París-Dakar.
Pues bien: Bush ha señalado como dilecto amigo a José María Aznar, y
éste se ha acogido de tal manera a su cobijo que se ha convertido en su
procónsul más querido. No hay embarque en el que no sea don José María
el adalid del presidente de los Estados Unidos, y así le está yendo en los
últimos tiempos. A Aznar la progresía le tenía más ganas que a nadie, pero
les estaba llevando por el camino de la amargura.
José María Aznar siempre tuvo las papeletas para ser la máxima
referencia en negativo de los progres. Sobre todo por su imagen, que es lo
que más cuenta. Cuando andaba por la oposición se hartaron de
ningunearlo, de hacerle caricaturas y de llamarle enano y charlotín, pero
terminó por ganar las elecciones (tal vez porque se lo comieron de vista y se
creyeron su propia caricatura) y después los vapuleó a base de bien en las
siguientes, hasta dejarlos sin plumas y cacareando. Tanto fue así que todo se
daba por perdido, y las huestes progres desmayaban, huían y hasta había
quien pensaba que se vivía mejor a su amparo y se mudó de barco. Desde
luego seguían lanzándole pullas, y el personaje las facilitaba. No ya por
cosas físicas, como su famoso bigote, sino por esa arisca y desconfiada
manera de ser y esa forma de hablar entre sobrada y monocorde. Simpático
desde luego no lo es, y es peor si lo pretende ser. Pero no había manera de
cogerlo y parecía que en su segundo mandato se iba a ir de rositas, que su
sucesor seguiría ganando de calle y que los progres habrían de pasar otros
cuatro años piándolas pero teniendo que pedirle a él las subvenciones,
porque en el horizonte no se veía uno más afín a quien solicitárselas.
Sin embargo, cuando ya estaban resignados, Aznar comenzó a hacer
aguas y el año 2002 se convirtió en una eternidad política cuajada de
errores: una huelga general con arrancada de caballo, parada de burro y
marcha atrás por parte del susodicho; una boda de la niña que sirvió para
destapar todos los clichés de la derechona, sus boatos y perifollos; un barco
que se hunde hasta los topes de petróleo y un Gobierno, con él cómo
máximo exponente, incapacitado en apariencia para acercarse a las gentes
que sufrían el impacto de la tragedia. Porque Aznar quizás haya demostrado
que sabe gobernar y hacer los deberes, pero tiene una tremenda falla a la
hora de comunicar bien con las gentes, de ser cercano y sensible a ellas. Y
de remate la guerra de Bush II. Aznar, en vez de hacer un poco el Chirac —
que también es fuerte esto de Chirac transmutado en icono progre—, que
sabe mantener distancia, se convirtió en el portaestandarte europeo del
americano, y allí fue Troya. El punto de fractura ya estaba visualizado. Lo
demás ha sido fácil. Todos los ingredientes estaban servidos. Contra Aznar
ya se vuelve a vivir mejor. Contra Aznar se puede ir de progre mucho mejor
que a favor de Felipe, que era lo que interesaba. Porque ir en contra de
Felipe no era nada bueno, y luego les regañaba en «la Bodeguilla». Dónde
va a parar este nuevo tiempo, eso de estar de nuevo en este feliz vuelo de
libélula, el que ahora ha emprendido, bien calientes las alas por el nuevo
sol, el curtido progre milenario.
Se hace mucho mejor el progre en la oposición que en el Gobierno, pero
siempre, claro, que haya expectativas de ganar. Que si no cunde el
desánimo y empiezan las deserciones. Y ahora se puede ganar. Aunque el
progre es más de oposición, para él merece la pena pasar el trago del poder
e incluso apurar bien la jarra. Y es que el poder no es amargo, sino dulce, y
aún más dulce es la venganza que tras tantos años de no catarla parece por
fin posible y cercana.
El progre milenario está listo para la nueva singladura y una nueva
época dorada comienza a vislumbrarse. Reconfortado ya, borradas las malas
sombras y los pestilentes pozos del pasado y el pasado mismo, camufladas
las deserciones de anteayer y los pecadillos de hoy mismo, el mañana se
presenta por fin esplendoroso y todos se preparan para festejarlo. Se
relamen.
Sin duda esta vez van a saborearlo aún más que la anterior, que les pilló
de nuevos. Ahora habrá que pasarle la lengua al nuevo poder con mimo y
con cuidado, y no dilapidarlo. Eso sí: algunos tendrán que reciclarse con
toda rapidez, y ya lo están haciendo, no sea que el nuevo advenimiento les
pille recruzando el río. Otros habrán de hacer algún juego malabar después
de convivir tan ricamente, haciendo como que están en el limbo, en el
presunto infierno de «los otros», donde han servido y hasta sido dueños de
cadenas de calderas. Pero, qué quieren ustedes: entre paraísos se prefiere el
propio.
Porque lo imposible parece ahora bien cercano. En el 2004 las puertas
de La Moncloa pueden de nuevo abrirse para el progre milenario. Y si no
las principales, sí al menos las de los invitados de postín para ese día en que
consagren un nuevo tiempo y una nueva primavera. Unos días de vino y
rosas al menos hasta que Zapatero, ahora tan entregado, tenga que pasar de
la prédica al trigo y del me opongo al dispongo. Pero eso siempre tendrá un
pase. Al compañero siempre ha de saber perdonársele y, si es necesario,
tragar, como se tragó con Felipe, ruedas de molino. Es al enemigo al que no
puede dársele ni agua.
Antes de que en España comience un nuevo amanecer progre, resulta
que tendremos que votar. Y varias veces. Aunque claro, los que no son
progres también votan.

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