Las Voces de Artaud (Entrevista A J.Derrida)
Las Voces de Artaud (Entrevista A J.Derrida)
Las Voces de Artaud (Entrevista A J.Derrida)
Jacques Derrida
Aunque
son
muchos
los
filósofos
franceses
que
han
manifestado
interés
por
la
escritura
y
el
pensamiento
de
Artaud
—Merleau-‐Ponty,
Deleuze,
Foucault…—
es
Jacques
Derrida
sin
duda
quien
lo
interrogó
de
manera
más
insistente
e
íntima.
Los
primeros
textos
que
le
consagró
se
remontan
a
1965-‐1966:
“La
palabra
soplada”
y
“El
teatro
de
la
crueldad
y
la
clausura
de
la
representación”,
que
más
tarde
aparecerían
recopilados
en
La
escritura
y
la
diferencia.
Veinte
años
después,
en
1986,
apareció
“Enloquecer
a
la
tabla
rasa”
(“Forcener
le
subjectile”),
texto
en
el
que
analizaba
lo
que
llamó
la
“picto-‐coreografía”
de
Artaud.
De
fecha
más
reciente,
1996,
es
el
texto
que
le
leyó
en
la
conferencia
“Artaud
el
Moma”,
en
el
Museo
de
Arte
Moderno
de
Nueva
York
a
propósito
de
una
gran
exposición
consagrada
a
los
dibujos
de
Artaud,
y
en
el
que
volvía
a
interrogarse
sobre
“la
fuerza
de
percusión
perforadora”
de
su
escenografía
escrita
y
dibujada.
Si
tratara
de
recordar
la
primera
vez
que
el
nombre
de
Artaud
tuvo
para
mí
alguna
resonancia,
pienso
que
sería
sin
duda
leyendo
un
texto
de
Blanchot
que
remitía
a
la
Correspondencia
con
Jacques
Rivière.
Fue
así
como
leí
esas
cartas
de
Artaud
y
reaccioné
identificándome,
sentí
simpatía
por
ese
hombre
que
decía
que
no
tenía
nada
qué
decir,
que
nadie
le
dictaba
nada,
por
decirlo
de
alguna
manera,
a
pesar
de
que
lo
habitaban
la
pasión,
la
pulsión
de
la
escritura
y,
sin
duda
desde
entonces,
la
puesta
en
escena.
A
lo
largo
del
tiempo
—y
me
refiero
a
lapsos
largos,
a
años,
a
décadas—
tuve
que
tratar
de
pensar
lo
que
esta
experiencia
de
“no
tener
nada
qué
decir”
antes
de
escribir
tenía
de
esencial
para
toda
escritura.
En
cierta
forma,
la
responsabilidad
de
la
escritura,
de
lo
que
llamamos
creación
en
general,
se
vive
como
algo
hueco,
proveniente
de
un
vacío
—una
especie
de
kenos
de
la
escritura—
,
de
tal
forma
que,
en
el
fondo,
lo
que
habría
que
decir
no
existiría
antes
del
acto
de
decir;
porque
si
el
contenido
de
lo
que
estuviera
por
decirse
fuera
previo,
no
habría,
por
un
lado,
responsabilidad
qué
asumir,
no
habría
riesgo,
y,
por
otro,
veríamos
reconstituirse
al
mismo
tiempo
la
dicotomía
y
la
jerarquía
entre
el
autor,
el
texto
y
la
escena.
El
autor
domina,
sabe
lo
que
quiere
decir
y
lo
dicta:
se
dicta
a
sí
mismo
y
por
lo
tanto
escribe
bajo
el
dictado
y
la
autoridad
del
autor
que
sabe
lo
que
quiere
decir.
Yo
vincularía,
quizá
con
audacia,
quizá
sin
prudencia,
el
desasosiego
que
expresa
en
sus
primeras
cartas
a
Jacques
Rivière
con
la
manera
revolucionaria
en
la
que
Artaud
hablará
más
tarde
del
teatro
de
la
crueldad,
donde
precisamente
volverá
a
cuestionar
esta
relación
existente
entre
el
autor
y
la
escena,
el
texto
escrito
y
el
gesto.
Para
él,
el
teatro
de
la
crueldad
implica
el
desplazamiento
o
el
trastocamiento
de
esa
jerarquía.
Nada
que
sea
anterior
al
acto,
al
gesto
existe,
así
se
trate
de
escribir,
pensar
o
actuar.
Los
“jeroglíficos”
teatrales
de
los
que
habla
son
precisamente
movimientos
del
cuerpo
que
no
obedecen
a
un
texto
dado
o
a
un
querer-‐decir
previo.
Entre
esta
experiencia
del
vacío,
del
“no
tener
nada
qué
decir”
y
todo
lo
que
después
definiría
la
revolución
que
Artaud
indujo
en
la
literatura
y
el
teatro,
hay
quizá
una
afinidad,
una
continuidad
significativa.
Entonces,
¿por
qué
me
identifiqué
con
Artaud
en
mi
juventud?
Durante
mi
adolescencia
(que
duró
mucho
tiempo,
hasta
los
32
años)
empecé
a
sentir
pasión
por
la
escritura,
sin
escribir;
tenía
una
sensación
de
vacío:
sé
que
es
necesario
que
escriba,
sé
que
quiero
escribir,
que
tengo
cosas
qué
escribir,
pero
en
el
fondo,
nada
tengo
qué
decir
que
no
se
parezca
a
algo
que
ya
ha
sido
dicho.
Recuerdo
que
cuando
tenía
quince,
dieciséis
años
creía
que
era
proteiforme
(palabra
que
descubrí
con
Gide
y
que
me
gustaba
mucho).
Podía
adquirir
cualquier
forma,
escribir
en
cualquier
tono
a
sabiendas
de
que
nunca
sería
realmente
el
mío;
hacía
lo
que
se
esperaba
de
mí
o
me
reflejaba
en
el
espejo
que
el
otro
me
tendía,
y
me
decía
“no
puedo
escribir
nada,
porque
puedo
escribir
cualquier
cosa”.
Así
se
profundizaba
ese
vacío
que
creía
reconocer
en
Artaud.
Es
como
si
me
dijera:
en
el
fondo
no
soy
nadie,
puedo
ser
quien
sea,
puedo
adoptar
cualquier
postura,
¿cuál
es
mi
camino,
entonces,
cuál
es
mi
voz?
(…)
Aun
ahora,
cuando
voy
a
escribir
alguno
de
mis
textos,
mutatis
mutandis,
se
me
sigue
apareciendo
la
misma
blancura,
la
misma
desesperanza,
la
misma
sensación
de
impoder
—“nunca
lo
voy
a
lograr”,
me
digo,
incluso
si
se
trata
de
cosa
modestas,
así
sean
cuatro
página.
Es
una
sensación
que
no
se
me
quita,
aun
cuando
pase,
y
con
razón,
por
ser
alguien
que
ha
escrito
mucho.
Como
Artaud,
mutatis
mutandis,
que
escribió
mucho
y
al
final
lo
hacía
sin
parar.
Pasó
bastante
tiempo
hasta
que,
ante
la
provocación
de
escribir
algo
sobre
Artaud
para
un
número
de
la
revista
Tel
Quel
(era
1964
o
1965
y
acababa
de
conocer
a
Sollers
y
a
Paule
Thévenin),
lo
leyera
de
manera
intensa
o
extensa,
finalmente
sistemática.
Lo
que
escribí
en
“La
palabra
soplada”
y
en
“El
teatro
de
la
crueldad
y
la
clausura
de
la
representación”,
y
luego
en
“Enloquecer
a
la
tabla
rasa”
o
en
“Artaud
el
Moma”
podía
articularse
con
lo
que
escribía
yo
en
ese
tiempo.
En
el
gesto
fundamental
de
Artaud
encontré
lo
que
necesitaba
para
poner
a
prueba
lo
que
estaba
intentando
elaborar
en
diferentes
textos,
por
ejemplo,
el
principio
en
De
la
gramatología…,
naturalmente,
la
palabra
“soplada”,
apuntada
(soufflée),
en
el
sentido
equívoco
que
este
epíteto
tiene
en
francés,
guardaba
alguna
relación
con
lo
que
decía
Artaud
en
las
cartas
a
Jacques
Rivière.
Se
me
“despoja”
de
la
palabra,
decía,
y
esta
experiencia
de
desposeimiento,
de
la
expropiación,
es
una
protesta
ambigua,
como
pude
mostrarlo.
Esta
expropiación
es
al
mismo
tiempo
el
sufrimiento
y
lo
que
da
forma
a
la
voz,
al
clamor
de
Artaud
en
el
proceso
de
la
escritura.
En
la
ambigüedad
de
la
palabra
soufflée
(que
quiere
decir
al
mismo
tiempo
dictada
por
un
apuntador
y
confiscada,
arrancada),
había,
claro,
una
relación
con
lo
que
había
sido
aquella
experiencia
primera
que
Artaud
le
confiaba
a
Jacques
Rivière.
Suponiendo
que
hubiera
una
categoría
aceptable
del
“genio
loco”,
cosa
que
no
creo,
pero
aún
aceptándolo
como
hipótesis,
los
“genios
locos”
son
siempre
“geniales”
y
“locos”
de
distintas
maneras:
Nietzsche
y
Artaud
no
tienen
nada
que
ver,
Hölderlin
y
Nerval
son
casos
totalmente
distintos.
No
sólo
hay
una
idiosincrasia
del
individuo,
de
su
genealogía,
de
su
pasado,
de
su
escritura,
sino
también
una
singularidad
de
la
cultura
de
la
época,
de
la
manera
en
la
que
el
“genio
loco”
en
cuestión
fue
recibido,
tratado,
en
una
cultura
dada,
en
un
país
en
particular.
No
es
lo
mismo
ser
un
“genio
loco”
en
Francia,
en
Inglaterra
o
en
Alemania;
en
el
siglo
XIX,
en
el
XX
o
en
la
actualidad.
Cuando
tratamos
de
vislumbrar
la
frontera
porosa
que
existe
entre
la
obra
de
Artaud
y
su
historial
médico,
da
vértigo.
A
los
que
les
gusta
Artaud,
saben
que
hay
que
ser
muy
prudente
al
interpretar
su
obra
y
su
experiencia
con
la
institución
médica,
a
pesar
de
ello,
creo
que
una
lectura
de
Artaud
debería
tomar
en
cuenta
de
manera
muy
seria
la
historia
de
la
medicina.
Artaud
vivó
y
escribió
en
un
momento
muy
específico
de
la
terapéutica
que
dominaba
entonces.
Recuerdo
haber
visitado
a
uno
de
sus
médicos,
al
que
sólo
me
referiré
como
el
doctor
Fo…,
en
busca
de
cartas,
de
manuscritos.
Paule
Thévenin
quería
pedírselos
prestados
para
poderlos
transcribir.
Eso
sucedió
a
finales
de
los
años
sesenta
o
a
principios
de
los
setenta.
Fui
a
ver
al
médico
a
aquel
hospital
de
provincia
donde
vivía:
ahí
me
recibió.
Había
conocido
a
Artaud
en
Ville-‐Évrard.
Era
un
médico
católico,
como
suelen
ser
los
católicos:
con
una
gran
familia,
con
muchos
hijos.
Durante
mi
visita
sacó
las
cartas
de
Artaud
y
los
niños
jugaron
con
ellas.
Me
dijo
literalmente:
“Con
la
química
con
la
que
cuento
ahora,
habría
rectificado
a
Artaud
en
15
días”.
Quizá
tenía
razón
en
cierto
sentido.
No
es
que
apruebe
lo
que
me
dijo,
pero
quizá
sea
cierto
que
las
relaciones
de
Artaud
con
la
psiquiatría
(y
su
propia
obra)
habrían
sido
diferentes
en
otra
época.
Así
como
toda
la
historia
de
la
relación
entre
Artaud
y
el
doctor
Ferdière,
que
era
jefe
del
hospital
psiquiátrico
de
Rodez.
En
cierta
forma,
Artaud
había
hecho
que
sus
médicos
se
enrolaran
en
una
aventura
socioliteraria.
Éste
es
un
tema
que
debería
ser
también
materia
de
estudios
muy
serios.
Como
sabemos,
Ferdière
estaba
perfectamente
consciente
del
talento
literario
de
Artaud;
lo
fascinaba
sin
lugar
a
dudas.
Un
amigo
me
contó
que
Ferdière
había
hecho
incluso
que
lo
fotografiaran
con
Artaud,
durante
una
sesión
de
electrochoque.
Es
algo
que
da
mucho
que
pensar.
Y
en
relación
con
el
archivo
de
Artaud,
los
tratamientos
que
padeció,
los
electrochoques,
los
efectos
de
la
guerra…,
toda
la
historia
político-‐médica
tan
específica
de
la
época
debería
ser
estudiada,
no
de
manera
extrínseca,
como
parte
de
la
sociología
o
de
la
historia
de
las
ideas,
sino
intrínseca,
relacionándola
con
los
textos
y
la
obra
gráfica
de
Artaud.
Es
un
trabajo
aún
por
hacerse.
La
voz
de
Artaud
profiere
que
“hay
que
acabar
con
el
juicio
de
Dios”…
pero
como
usted
ha
señalado,
el
teatro
de
la
crueldad
“saca
a
Dios
de
la
escena”
desde
el
principio.
No
se
trata
de
un
nuevo
discurso
ateo,
sino
de
la
práctica
teatral
de
la
crueldad
que
“produce
una
especie
teológica”
(La
escritura
y
la
diferencia).