Por Un ECRO Feminista

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 7

Por un ECRO feminista

Eugenia Otero

Enrique Pichon Rivière plantea: “El sujeto es un ser de necesidades que sólo se
satisfacen socialmente en relaciones que lo determinan” y agrega que “es producido en
una praxis, no hay nada en él que no sea la resultante de la interacción entre individuos,
grupos y clases”. El autor, en su recorte, destaca del mundo externo a la clase social,
para jerarquizarla dentro de aquello que determina al sujeto y a su psiquismo. Pasados
muchos años de sus desarrollos teóricos, su pensamiento y sus propuestas siguen
indiscutiblemente vigentes.
En el ejercicio de la psicología social, profundizando el análisis en las desigualdades
relacionadas al poder y a las relaciones sociales, percibimos diariamente, en las
personas y en los grupos, fuertes padecimientos producto de diversas manifestaciones
de violencia en los ámbitos familiar y laboral, situaciones de abuso, discriminación por
orientación sexual o identidad de género, explotación sexual, y otros hechos que tienen
su origen en relaciones de poder ligadas al género. En la concepción de sujeto
pichoniana está implícita la necesidad de incluir cualquier perspectiva que nombre y
opere sobre las desigualdades: pasados tantos años desde sus primeras definiciones, las
perspectivas de género y de diversidad se presentan como urgentes y necesarias para
operar con personas y grupos hoy, comprender sus sufrimientos y sus determinaciones,
y acompañar sus procesos transformadores, orientados a la salud.

De una costilla
Nos han enseñado que el hombre fue creado primero y que, de una costilla del hombre,
dios creó a la mujer. Santo Tomás de Aquino argumentaba que “la mujer es un hombre
defectuoso”. “La Humanidad es macho” dice Simone de Beauvoir en El segundo sexo.
“La mujer se determina y se diferencia en relación al hombre y no éste con relación a
ella; la mujer es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, lo Absoluto, ella es lo
Otro”.
Joan Scott (1996) define al género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales
basadas en diferencias corporales según las que se asignan los sexos y una forma
primaria de relaciones significantes de poder.
En base a nuestra corporalidad y su interpretación social y cultural, el discurso patriarcal
nos va determinando nuestro lugar en el sistema “sexo-género” desde nuestros primeros
aprendizajes. “Lo que se espera de un hombre” y “lo que se espera de una mujer” va
reprimiendo conductas que no son propias de nuestro sexo, y alentando aquellas otras
que la sociedad considera deseables desde una lógica binaria y cis hetero normativa.
Marta Lamas (2002) afirma que, según la división sexual del trabajo más primitiva, lo
femenino corresponde a lo maternal, lo doméstico, y lo masculino a lo público; lo que
limita las potencialidades de las personas estimulando o reprimiendo los
comportamientos en relación al género.
Se espera que el varón sea fuerte, valiente, racional, superior. Y la mujer débil, sumisa,
complaciente, sensible, delicada, inferior.
El varón va construyendo su identidad, a lo largo de su trayectoria de aprendizajes,
como sujeto: en los espacios públicos, en pos de su desarrollo individual, cultivando la
racionalidad y la inteligencia. Su palabra es escuchada como un mandato. No debe
sentir miedo, ni llorar. Su cuerpo debe ser fuerte, y nunca violentado; su sexualidad
irrefrenable y su elección heterosexual.
La mujer, en cambio, se construye como objeto: a ella la espera la intimidad de la casa,
su individualidad debe ser postergada por el cuidado de la familia, desde la sensibilidad
y las emociones, en la fragilidad. Su palabra debe ser tierna, delicada. Su cuerpo es visto
y apropiado como un objeto, destinado a satisfacer sexualmente al hombre, expuesto
continuamente a las miradas, palabras y abusos masculinos. El cuerpo de las mujeres
madres y esposas al servicio del hombre para la reproducción, el cuerpo de las mujeres
“indecentes” para su placer. La heterosexualidad es la norma también para ella.
Él en su trabajo, ella cuidando a los hijos como abnegada madre; él con sus amigos, ella
en el hogar; él consumiendo prostitución, ella consumiendo productos de belleza para
estar espléndida a su regreso.
Pichon Rivière nos propone un análisis del hombre en sus condiciones concretas de
existencia. Su posición en el proceso productivo, el modo en el que la organización
social distribuye lo producido y cómo se satisfacen -o no- sus necesidades, determina su
vida cotidiana y por lo tanto su modo de ser sujeto, su modo de interpretar la realidad y
a sí mismo (Pichon Rivière & Quiroga, 1970), porque “no hay procesos ni contenidos
psíquicos que no estén determinados por esas condiciones concretas de existencia”.
Analizar las condiciones concretas de existencia implica pensar no solo en las
desigualdades sociales en el marco del sistema capitalista, sino también en la
subordinación y opresión de las mujeres que impuso el patriarcado, mucho antes.
Friedrich Engels asegura que la familia monogámica “fue la primera forma de familia
que tuvo por base condiciones sociales, y no las naturales; y fue, más que nada el
triunfo de la propiedad individual sobre el comunismo espontáneo primitivo.
Preponderancia del hombre en la familia y procreación de hijos que sólo pudieran ser
de él y destinados a heredarle: tales fueron, franca y descaradamente proclamados por
los griegos, los únicos móviles de la monogamia (...) Para eso era necesaria la
monogamia de la mujer, pero no la del hombre. El primer antagonismo de clases que
apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la
mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por
el masculino.” La relación entre la socialización del género y el sistema de producción
capitalista ha sido ampliamente denunciada y teorizada.
Afirma el pensador nicaraguense Oswaldo Montoya que “dominar, mandar,
representar, protagonizar, poseer, se constituyen en las fuerzas motivacionales más
importantes de la masculinidad hegemónica”.
Cada sistema de relaciones sociales intenta garantizar su permanencia configurando
sujetos aptos para sostener esas relaciones y reproducirlas (Quiroga, 1991), de ese
modo, a lo largo de sus trayectorias de aprendizajes, en el varón se propicia el desarrollo
de esos verbos, mientras que a la mujer le esperan el lugar de la opresión, la obediencia,
ser para otro y un papel secundario.

Matrices de aprendizaje
El concepto de Matrices de Aprendizaje desarrollado por Ana Quiroga (1991) puede
ayudar a comprender de qué modo estas cualidades y estos verbos que detallamos más
arriba se internalizan y pasan a formar parte de nuestro psiquismo. Cómo es que las
significaciones, enunciados y representaciones hegemónicas no sólo son internalizados
sino que están profundamente ligados a nuestras identidades.
La autora plantea que cada persona posee una modalidad con que cada sujeto organiza y
significa sus experiencias, que se construye en lo largo de los aprendizajes. Es una
forma de encuentro entre el sujeto y el mundo e implica una actitud ante el aprender que
fue forjada en relaciones de poder. Es una estructura interna, compleja, contradictoria
que se sustenta en una infraestructura biológica. Está determinada por las relaciones
sociales, las formas de producción, y las representaciones sociales vigentes, que operan
sobre las personas a través de las distintas instituciones. Contiene aspectos
conceptuales, afectivos, emocionales y esquemas de acción e incluye un sistema de
representaciones a través de las cuales se interpreta y significa el mundo. Gran parte de
la matriz es inconsciente, y está naturalizada.
Las personas significativas que cumplen, desde el nacimiento, las funciones de sostén y
continencia y muestran el mundo, brindan a su hija o hijo consciente o
inconscientemente, significaciones y enunciados desde un vínculo en el que hay
asimetría de poder. Desde el inicio de la vida, insertas en la grupalidad familiar, las
personas forman parte de una maquinaria de disciplinamiento: prohibiciones, permisos,
reglas, normas y una serie de expectativas que varían de acuerdo al género que se les
asignó al nacer.
Esta primera etiqueta que se pone a nuestro cuerpo se traduce en mandatos, tal como
sostiene Lohana Berkins (2003): “de acuerdo a los genitales con los cuales nacimos, el
sistema patriarcal ha decidido que tenemos que actuar de determinada manera”. En
cada experiencia de aprendizaje vamos internalizando concepciones del mundo, del
cuerpo, del género, discursos acerca del placer, la sexualidad y proyectos de vida y
metas disponibles. Esas concepciones responden a una lógica sexo-genérica dicotómica,
a un modelo que plantea que existen solo dos sexos que se corresponden con dos
géneros, y a una sexualidad heterosexual ligada a la procreación.
Todas las instituciones que vamos atravesando sostienen y reproducen representaciones
arraigadas acerca del comportamiento y las expectativas válidas para los individuos,
según el sexo asignado en base a la lectura de su genitalidad, que son transmitidas
implícitamente y van quedando registradas en el cuerpo.
El orden social opera de esa forma sobre nuestro modo de vivir: ¿cómo debe ser una
niña? ¿cómo debe ser un varón?, la palabra habilitada o prohibida, la posición que se
ocupa en relación al poder, ¿el lugar del amo?, ¿el de subordinación y sometimiento?.
Lo permitido, lo prohibido y lo esperable, se incorporan como resultado del proceso
implícito del aprender a aprender, y dado que estas matrices son inconscientes, sus
representaciones están naturalizadas y por eso resulta muy difícil cuestionarlas
(Quiroga, 1991).
La entrada al sistema educativo asegura la continuidad del disciplinamiento de los
cuerpos y de las identidades. En la salita rosa y la salita celeste, con el rinconcito de la
cocina y el de las herramientas, y desde las intervenciones de las personas adultas,
siempre desde un lugar de poder, se marcan roles bien diferenciados para varones y para
nenas, reprimiendo conductas que no resulten apropiadas al género que se haya
asignado al momento del nacimiento, y alentando aquellas otras que la sociedad
considera deseables. Mientras aprendemos contenidos explícitos, nos vamos apropiando
-implícitamente- de controles y representaciones de las que muchas veces no tenemos
conciencia porque son naturalizados.
A lo largo de la vida, el proceso de internalización continúa en vínculos, grupos y
organizaciones con diferentes atravesamientos de género, etnia y clase social, pero
garantizando que, en mayor o menor medida, las personas se ajusten a las normas y los
moldes. Norma y molde que de tan naturalizados, son convertidos en datos de la
biología, cuando no hay nada en ellos que sea natural o biológico sino un producto
social.
Consecuencias del modelo patriarcal
Las consecuencias del modelo que describimos en la primera parte de este escrito son,
entre muchas otras, diferentes tipos de violencia, discriminación, exclusión, acoso,
doble jornada laboral, pagas menores, situaciones de abuso, explotación sexual,
femicidios, transfemicidios y travesticidios.
Algunos estudios señalan sucesos cotidianos que desencadenan situaciones de violencia
en el hogar: no obedecer al hombre, contestarle mal, no tener la comida preparada o la
casa lo suficientemente limpia y ordenada, no atender al marido o a los hijos “como se
debe”, preguntarle al varón por cuestiones de dinero o de otras mujeres, salir sin
permiso, negarse a mantener relaciones sexuales con él, salir sola o con amigas,
pintarse, arreglarse o vestirse inapropiadamente. La violencia aparece para garantizar la
continuidad de la dominación, allí donde alguien osa ignorar los mandatos, salirse de la
norma o del molde cultural. Se expresa de maneras diversas: física, emocional,
económica, sexual, simbólica; con diferentes grados de gravedad; desde formas muy
sutiles hasta el femicidio.
El sometimiento también se manifiesta fuera del ámbito íntimo o familiar. Durante
siglos, en la sociedad esclavista, un cuerpo negro era un cuerpo esclavo; del mismo
modo, en la cultura patriarcal, los cuerpos de las mujeres son cuerpos disponibles
(Maffía, 2012). Los de las “mujeres buenas” para la maternidad, los de las “mujeres
malas” para la prostitución. Que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo es
una afirmación que rara vez se cuestiona. El consumo de prostitución es coherente con
el modelo de dominio masculino y garantiza el control social de la sexualidad en el
marco de la monogamia que impone la institución matrimonial. A pesar de la visibilidad
que tiene hoy el fenómeno de la trata, y de la conmoción que genera, la prostitución es
una institución legitimada socialmente y aparece disociada de la idea de la crueldad de
la trata de personas. Las mujeres siguen siendo explotadas sexualmente, muy
especialmente las mujeres pobres, y también las travestis, para quienes, a partir de la
exclusión del sistema educativo y del mercado del trabajo la prostitución resulta la única
estrategia posible de supervivencia.
“Lo que se espera de una niña” incluye también la maternidad. Ser madre aparece como
ideal de realización femenina, como resultado de los sucesivos aprendizajes en los que
implícita y repetidamente se transmite como valor. A pesar de los años de lucha del
movimiento feminista y de su terca insistencia para conseguir el derecho a la
interrupción voluntaria del embarazo, a pesar de las millones de personas que
manifestaron su potencia instituyente por la autonomía de los cuerpos y por el fin de las
muertes por aborto, en nuestro país el aborto clandestino sigue siendo, por el momento,
parte de la maquinaria disciplinadora de los cuerpos y las identidades.

El rol de la psicología social


En muchas ocasiones, en el ejercicio del rol profesional escuchamos relatos que reflejan
situaciones de violencia, discriminación y padecimiento y tenemos pocas herramientas
para detectarlas, comprenderlas y acompañarlas, porque como todas las ideas y los
hechos cotidianos que aprendimos inconscientemente, nos parecen obvios y evidentes,
por efecto de la naturalización. Y, a pesar de los intentos por tener una mirada crítica de
la vida cotidiana, nuestros obstáculos epistemofílicos nos impiden ver con claridad.
Miramos con mirada miope, desde un cristal empañado por estereotipos de género,
mandatos, normas y valores interiorizados.
Los hombres no lloran, las mujeres tenemos instinto maternal, las mujeres debemos
saber cocinar, planchar y lavar, las buenas madres nos debemos a nuestros hijos, el
que toma las decisiones importantes es el hombre, las mujeres no deben salir solas, él
es el rey de la casa, ponéte linda, no te sientes con las piernas abiertas, no te cruces de
piernas que parecés un maricón, no te quejes de que te duele no seas marica, callate y
obedecé, no seas bruja, no te pongas esa minifalda parecés una trola, sos una histérica,
los hombres necesitan una mujer al lado, dale puto aprendé a jugar al fútbol, hacete
macho, las chicas a la cocina, vamos a llevar al pibe a debutar, hijo de tigre, ¿cómo no
te gusta jugar al fútbol?, ya te podés casar, detrás de todo gran hombre hay una gran
mujer, dónde se ha visto una nena decir malas palabras, cómo vas a rechazar a una
mina maricón, cuando los hombres hablan las mujeres se callan, y el listado de
afirmaciones sobre las que se funda nuestra identidad podría ser interminable si cada
uno de nosotros agregara algo de lo que recuerda haber escuchado y repetido de cómo
debemos ser. Algunas de estas ideas pueden parecer lejanas u obsoletas, pero cuando
nos lanzamos a la experiencia de pensar el propio género y la propia sexualidad las
encontramos vigentes, inscriptas en nuestros cuerpos, aunque la razón no pueda
reconocerlas.
Si consideramos que las diferentes manifestaciones de violencia y desigualdad no son
más que emergentes del paradigma patriarcal, resulta evidente que nuestra disciplina
necesita desarrollos téoricos articulados con los estudios de género y la perspectiva de
diversidad sexual y corporal, y espacios donde poder reflexionar sobre la persona - el
rol - el campo de trabajo en clave de género, que permitan poner en cuestión las
concepciones y las prácticas que nos han marcado en nuestro proceso de ser hombres y
mujeres. Instancias donde sea posible revisar nuestros lugares internos, interrogándonos
en lo más íntimo, para tomar el compromiso de desarticular y desmontar el discurso
patriarcal, normativas, estereotipos y mitos que perpetúan las desigualdades y que la
maquinaria de la violencia necesita para continuar en funcionamiento.
Si, tal como plantea Pichon Riviére, entendemos que “la lucha por la salud no es la
lucha contra la enfermedad sino contra los factores que la generan y refuerzan”,
resulta indispensable enfrentar el desafío de incorporar al prisma con que observamos la
realidad la perspectiva de género y una mirada que albergue las diversidades.

El ECRO pichoniano
Escribe Eduardo Galeano: “A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años
tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós.
Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven
su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el
artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no
guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el
suelo, la rompe en mil pedacitos, recoje los pedacitos y los incorpora a su arcilla”.
¿Cuál es la arcilla de la concepción pichoniana?
Sin dudas una concepción de sujeto, producido y productor del orden social.
Una concepción de salud, ligada a la posibilidad de aprehender la realidad en una
perspectiva integradora y a la capacidad para transformar la realidad transformándose a
la vez él mismo. Este sujeto, sujeta, sujetx, que hace una lectura crítica de la realidad,
que no acepta indiscriminadamente normas y valores porque reconoce sus necesidades,
que genera propuestas de cambio si la realidad le genera sufrimiento, es indudablemente
feminista.
Diana Maffía (s/f) define al feminismo como la aceptación de tres principios: uno
descriptivo, uno prescriptivo y uno práctico.
El principio descriptivo consiste en afirmar que en todas las sociedades las mujeres
están peor que los varones. Se puede probar estadísticamente que se encuentran en
desventaja en relación a la pobreza, la salud, el trabajo, etcétera.
El segundo principio es prescriptivo, valora lo anteriormente descripto y sostiene: no es
justo que esto sea así.
La autora propone también que el feminismo supone la aceptación de un tercer
enunciado práctico (vinculado a la praxis), que implica el compromiso de hacer lo que
esté a nuestro alcance para impedir y evitar que esto sea así.
Maffía reafirma que nuestro sujeto sano es feminista.
Un verdadero agente de cambio social planificado que se sume a la lucha de las mujeres
y de las identidades disidentes, que reconozca estas desigualdades y sus consecuencias.
Si entendemos al orden patriarcal como uno de los factores que generan y refuerzan la
enfermedad, el desafío es incorporar a nuestro hacer cotidiano desde el ECRO
pichoniano las perspectivas de género y de diversidad que nos permitan poner en
cuestión el orden instituido para construir salud.
Dejar atrás la mirada miope y convocar al protagonismo de las personas para lograr la
transformación no es más que continuar el legado de Enrique Pichon Rivière.
Bibliografía

Berkins, L. (2003) Un itinerario político del travestismo. En Maffía, Diana


Sexualidades Migrantes (pp. 134-135) Buenos Aires, Argentina: Feminaria.

Bordieu, Pierre. La dominación masculina. Anagrama, 2003.

De Beauvoir, Simone. El segundo Sexo. Sudamericana, Buenos Aires, 2005

Lamas, M. (2002) Cuerpo, diferencia sexual y género. En M. Lamas, Cuerpo, diferencia


sexual y género (págs. 51-83). México: Taurus.

Maffía, D. (s/f) Contra las dicotomías. Feminismo y epistemología crítica. En Instituto


Interdisciplinario de Estudios de Género. Universidad de Buenos Aires. Recuperado de:
http://dianamaffia.com.ar/archivos/Contra-las-dicotomías.-Feminismo-y-epistemología-
crítica.pdf

Pichon Rivière, Enrique; Pampliega de Quiroga, Ana. Psicología de la vida cotidiana.


Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2002

Quiroga Ana P. de (1991) Concepto de matriz de aprendizaje. En Matrices de


Aprendizaje. Constitución del sujeto en el proceso de conocimiento (pp.33 -40) Buenos
Aires, Argentina: Ediciones Cinco.

Scott, J. (1996) El género: Una categoría útil para el análisis histórico. En: Lamas Marta
Compiladora. El género: la construcción cultural de la diferencia sexual. (pp. 265-302)
México: PUEG.

También podría gustarte