El Médico Educador
El Médico Educador
El Médico Educador
Nunca fue tan necesario como hoy dar educación en los principios que rigen la
salud. A pesar de los maravillosos adelantos relacionados con las comodidades y
el bienestar de la vida, y aún con la higiene y el tratamiento de las enfermedades,
resulta alarmante el decaimiento del vigor y de la resistencia física. Esto requiere
la atención de cuantos toman muy a pecho el bienestar del prójimo.
Nuestra civilización artificial fomenta males que anulan los sanos principios. Las
costumbres y modas están en pugna con la naturaleza. Las prácticas que
imponen, y los apetitos que alientan, aminoran la fuerza física y mental y echan
sobre la humanidad una carga insoportable. Por doquiera se ven intemperancia y
crímenes, enfermedad y miseria.
Muchos violan las leyes de la salud por ignorancia, y necesitan instrucción. Pero la
mayoría sabe cosas mejores que las que practica. Debe comprender cuán
importante es que rija su vida por sus conocimientos. El médico tiene muchas
oportunidades para hacer conocer los principios que rigen la salud y para enseñar
cuán importante es que se los ponga en práctica. Mediante acertadas
instrucciones puede hacer mucho para corregir males que causan perjuicios
indecibles.
"Los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, mas uno lleva el premio."
(1 Corintios 9:24) En la guerra en que estamos empeñados pueden triunfar todos
los que se someten a la disciplina y obedezcan a los principios correctos. Con
demasiada frecuencia la práctica de estos principios en los detalles de la vida se
considera como asunto trivial que no merece atención. Pero si tenemos en cuenta
los resultados contingentes, nada de aquello con que tenemos que ver es cosa
baladí. Cada acción echa su peso en la balanza que determina la victoria o la
derrota en la vida. La Escritura nos manda que corramos de tal manera que
obtengamos el premio.
El cuerpo tiene que ser puesto en sujeción. Las facultades superiores de nuestro
ser deben gobernar. Las pasiones han de obedecer a la voluntad, que a su vez ha
de obedecer a Dios. El poder soberano de la razón, santificado por la gracia
divina, debe dominar en nuestra vida.
Sin el poder divino, ninguna reforma verdadera puede llevarse a cabo. Las vallas
humanas levantadas contra las tendencias naturales y fomentadas no son más
que bancos de arena contra un torrente. Sólo cuando la vida de Cristo es en
nuestra vida un poder vivificador podemos resistir las tentaciones que nos
acometen de dentro y de fuera.
Cristo vino a este mundo y vivió conforme a la ley de Dios para que el hombre
pudiera dominar perfectamente las inclinaciones naturales que corrompen el alma.
El es el Médico del alma y del cuerpo y da la victoria sobre las pasiones
guerreantes. Ha provisto todo medio para que el hombre pueda poseer un carácter
perfecto.
El ejemplo del médico, no menos que su enseñanza, debe ser una fuerza positiva
para el bien. La causa de la reforma necesita hombres y mujeres cuya conducta
sea dechado de dominio propio. La valía de los principios que inculcamos
depende de que los practiquemos. El mundo necesita ver una demostración
práctica de lo que puede la gracia de Dios en cuanto a devolver a los seres
humanos su perdida dignidad y darles el dominio de sí mismos. No hay nada que
el mundo necesite tanto como el conocimiento del poder salvador del Evangelio
revelado en vidas cristianas.
Si no respeta las leyes que rigen su propio ser, si prefiere sus apetitos a la salud
de su mente y cuerpo, ¿no se declara inhabilitado para que le sea confiada la
custodia de vidas humanas?
Otro tanto le pasó a Cristo, pero él no cesó en los esfuerzos que hacía aunque
fuese por una sola alma doliente. Entre los diez leprosos limpiados, uno solo supo
apreciar tan hermoso don, y el tal era samaritano. Por amor a él, Cristo sanó a los
diez. Si el médico no obtiene mejor éxito que el que obtuvo nuestro Salvador,
aprenda la lección del Médico principal. De Cristo está escrito: "No se cansará, ni
desmayará.""Del trabajo de su alma verá y será saciado." "(Isaías 42:4; 53:11)
Arduos y fatigosos son los deberes del médico. Para desempeñarlos con el mayor
éxito necesita una constitución vigorosa y salud robusta. Un hombre débil o
enfermizo no puede soportar la penosa labor propia de la profesión médica. El que
carece de perfecto dominio de sí mismo no es apto para habérselas con toda
clase de enfermedades.
Carente muchas veces de tiempo para dormir y aun para comer, privado en gran
parte de los goces sociales y los privilegios religiosos, parecería que el médico
debe vivir bajo una sombra continua. Las aflicciones que presencia, los mortales
que demandan auxilio, su trato con los depravados, indisponen su corazón y casi
destruyen su confianza en la humanidad.
La justicia tiene su raíz en la piedad. Nadie puede seguir llevando en medio de sus
compañeros una vida pura, llena de fuerza, si no está escondida con Cristo en
Dios. Cuanto mayor sea la actividad entre los hombres, tanto más íntima debe ser
la comunión del corazón con el Cielo.
Cuanto más imperiosos sus deberes y mayores sus responsabilidades, tanto más
necesita el médico del poder divino. Hay que ahorrar tiempo en las cosas
pasajeras, para dedicarlo a meditar en las eternas. Tiene que resistir al mundo
usurpador, que quisiera apremiarle hasta apartarle de la Fuente de fuerza. Más
que nadie debe el médico, por medio de la oración y del estudio de las Escrituras,
ponerse bajo el escudo protector de Dios. Debe vivir en comunión constante y
consciente con los principios de la verdad, la justicia y la misericordia que revelan
los atributos de Dios en el alma.
Semejante vida será elemento de fuerza en la comunidad. Será una valla contra el
mal, una salvaguardia para los tentados, una luz guiadora para los que, en medio
de las dificultades y los desalientos, busquen el camino recto.