Rimbaud - El Poeta Que Se Sentía Otro

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Rimbaud, el poeta que se sentía otro

virginia moratiel / 19 marzo, 2018

En una de esas deslumbrantes intuiciones que iluminan el mundo cultural por


analogía con la naturaleza, Schelling reconoce en su Filosofía del arte que hay dos
clases de poetas: los antiguos y los modernos. Los primeros se asemejan a los planetas
y, con su ritmo concéntrico, mantienen una órbita armónica en torno al sol, alejándose
apenas de la identidad. Son los grandes clásicos, figuras plásticas y simbólicas que, en
su universalidad, roturan para siempre los caminos a seguir en el futuro. Aparte, están
esos que, como los cometas, se aventuran excéntricos en el espacio infinito y reaparecen
fulgurantes y, en cierto sentido, inesperados, ya que lo hacen muy de vez en cuando.
Hechos de “puro aire y pura luz, sin ninguna sustancia”, su osadía y su individualidad
nos sobresalta porque, desafiando todas las normas, se internan en lo más remoto y
oscuro, para volver con sus cabelleras centelleantes, arrojando sobre la Tierra una lluvia
de estrellas fugaces.

No hay duda de que Arthur Rimbaud pertenece a esta última clase o incluso
puede decirse que constituye su más claro exponente, razón por la cual para muchos se
convirtió, tanto por su vida como por su obra, en el poeta modélico de los tiempos
modernos. Con la fugacidad propia de un cometa, apareció en la escena literaria con
catorce años para finalizar su carrera a los diecinueve, inmortalizando el prototipo de
l’enfant terrible. Desde los primeros versos, su voz parece levantarse impetuosa tras los
golpes de una gran paliza, transida de miedos y rabia refrenada, desvelando lo oculto
por el puritanismo hipócrita reinante, lo inmundo o lo escatológico, a través de
asociaciones en apariencia arbitrarias, que le valieron la admiración de los futuros
surrealistas, como André Breton. En permanente escape de la realidad, construye su
poesía con un lenguaje en ocasiones pedante, siempre sugestivo, persiguiendo transmitir
sensaciones más que ideas, como puede observarse en este temprano soneto sobre las
vocales:

A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales,


diré algún día vuestros latentes nacimientos.
Negra A, jubón velludo de moscones hambrientos
que zumban en las crueles hediondeces letales.
E, candor de neblinas, de tiendas, de reales
lanzas de glaciar fiero y de estremecimientos
de umbrelas; I, las púrpuras, los esputos sangrientos,
las risas de los labios furiosos y sensuales.
U, temblores divinos del mar inmenso y verde.
Paz de las heces. Paz con que la alquimia muerde
la sabia frente y deja más arrugas que enojos.
O, supremo clarín de estridores profundos,
silencios perturbados por ángeles y mundos.
¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!

Otras veces, la poesía, embriagada de vino, ajenjo, opio o hachís, le facilita la huida
hacia el mundo de la ensoñación. Y no tanto porque vaya cargada de sustancias
alucinógenas, sino porque ella misma se caracteriza por su capacidad para configurarse
como un fenómeno de fuga del yo, dado que permite encarnar otras personalidades,
adoptar diferentes puntos de vista y confesarse escondiéndose, a la vez que
desvelándose detrás de una máscara. En ese sentido, la escritura poética siempre
resulta expurgativa y terapéutica, además de ser una vía más intensa y profunda de
conocimiento de lo real. Podría decirse que ese ejercicio de volverse otro del que habla
Rimbaud en sus cartas del vidente ya lo había hecho con anterioridad, por ejemplo, en
El barco ebrio, el extenso y famoso poema enviado a Paul Verlaine, al cual éste
respondió invitando al adolescente a París, y del que aquí reproducimos una parte:

El acre amor me ha henchido de embriagador letargo.


Lloré mucho. Las albas son siempre lacerantes.
Toda luna es atroz y todo sol amargo.
¡Que se rompa mi quilla y vaya al mar cuanto antes!
Si yo ansío algún agua de Europa es la del charco
negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa,
en cuclillas y triste, un niño suelta un barco
endeble y delicado como una mariposa.

Pero Rimbaud no sólo buscó la perpetua evasión por medio de la poesía o las drogas:

Como a un ángel que afeitan, vivo siempre sentado,


empuñando algún vaso de profundas estrías;
doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado
del puerto de mi pipa tenues escampavías…
Cual cálida inmundicia que un palomar ha hollado,
me abrasan dulcemente múltiples fantasías
y es mi corazón triste, árbol ensangrentado
por los jaldes resinas doradas y sombrías.
Cuando agoto mis sueños de bebedor asiduo
de cuarenta cuartillos, sin ningún sobresalto
me recojo y expulso el ácido residuo.
Tierno como el Señor del cedro y los hisopos,
meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto,
con venia y beneplácito de los heliotropos.

También lo hizo en la vida real. La historia de su


infancia está salpicada de repetidas fugas: de la escuela para holgazanear por los
campos y terminar leyendo en la biblioteca de su ciudad natal, de la casa materna a
Charleroi con la intención de pedir trabajo en el periódico local, a Bruselas y Douai en
busca de su profesor Izambard para solicitarle ayuda, y muy especialmente a París,
sorteando la Guerra Franco-alemana a fin de unirse a la insurrección de la Comuna (a la
cual dedicó varios poemas), para conectar con los literatos y revolucionarios o
simplemente a la caza de aventuras, placeres y diversión, siempre obligado a volver por
la madre, dado que se trataba de un menor de edad. Sin duda, era un rebelde, pero
asimismo capaz de escribir con la máxima conmiseración y sencillez de estilo
cuando se trataba de mostrar la miseria y su efecto sobre los más pequeños, por lo que,
en su obra Los poetas malditos, Verlaine lo comparó con el pintor Murillo y, sobre
todo, con Goya, refiriéndose en particular a los poemas de Las espulgadoras y Los
boquiabiertos, del que dejamos un fragmento a continuación:

Niños mendigos. Ha nevado.


Al tragaluz iluminado
los pobres van
porque les trae al retortero
el ver cómo hace el panadero
el rubio pan.
Cuando al cobijo del ahumado
techo, el cuscurro perfumado
canta muy bajo
y a ellos les llega la vaharada
está su alma deslumbrada
bajo el andrajo.
Sienten que aquello da la vida
bajo la escarcha a su aterida
faz de angelotes;
sus hociquitos como rosas
entre las rejas dicen cosas
a los barrotes.

Aunque fue estudiante destacado, que escribía poemas en latín, y un verdadero


prodigio de inteligencia, también se mostraba caprichoso, arrogante, sarcástico,
impulsivo, violento, grosero, iconoclasta, irrespetuoso y perenne vividor. Por eso, se
ganó la enemistad de muchos de los malditos a causa de sus insólitos desplantes e
irreverencias, pero, en cambio, enamoró perdidamente a Verlaine mientras vivía con él
y su esposa, todos hospedados en casa de sus suegros. El resultado no se hizo esperar.
Pronto el poeta abandonó a su mujer y su hijo recién nacido para fugarse con Rimbaud,
a quien describe como un niño con cara de ángel exilado, los cabellos largos revueltos y
una inquietante mirada de pálido azul. Vagabundearon por los caminos, escasos de
dinero, rumbo a Bruselas o Londres, donde vivieron en la pobreza dando clases de
francés, arropados por una pequeña asignación de la madre de Verlaine. Así,
mantuvieron una tormentosa relación sentimental en permanente viaje, que culminó con
un tiro en la mano del adolescente y la cárcel para el agresor, quien debió pasar por un
humillante examen médico legal debido a la acusación de homosexualidad. Tras ese
lamentable incidente, Rimbaud se recluyó en la granja familiar para escribir Una
temporada en el infierno, pero retornó a Londres y compartió casa con el poeta loco
Germain Nouveau. Una vez producida la excarcelación de Verlaine, se reunió con él en
Alemania para despedirse. Había decidido abandonar para siempre la escritura:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones,
donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. -Y la encontré amarga. -Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!

Entonces emprendió su última fuga: un largo viaje, primero a pie, luego en barco, que,
después de muchas peripecias (incluida la deserción del ejército colonial neerlandés), lo
llevó hasta Yemen, donde se enriqueció con el tráfico de armas y convivió con una
mujer etíope. Regresó a Francia por mor de una sinovitis degenerada en carcinoma,
que avanzó irremisible a pesar de la amputación de una pierna, y murió con treinta y
siete años.
En suma, toda su vida puede interpretarse como un constante éxodo. No se trata sólo de
un transitar, de un nomadismo que parece no querer echar raíces, sino de la voluntad de
ser siempre extranjero, un perdurable deseo de escaparse para sentirse fuera de sí, a cada
paso otro. Allí reside para él el sentido de la poesía: en la superación del ego. Por eso, la
frase “Yo es otro” aparece en las dos cartas en las que Rimbaud se refiere al “poeta
vidente”, quien sólo puede llegar a comprender el mundo cuando asume una visión
ajena a él mismo, a contrapelo de la ortodoxia que infunde la sociedad, esto es,
mediante el encanallamiento progresivo y el desarreglo de todos los sentidos, lo cual
permite que el don se exprese por su boca, que el lenguaje mismo lo manipule y hable a
través de él, que la poesía sea el único autor de todo lo que se ha escrito. En esa
búsqueda de la alteridad, Rimbaud augura que el proceso se completará con la mujer
poetisa, cuando rompa la servidumbre femenina, “cuando viva por ella y para ella”, y
desde lo profundo de su alma consiga alzar la voz :

Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. -Perdón por el


juego de palabras. YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y
mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo!

Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, la culpa no es en


modo alguno suya. Algo me resulta evidente: estoy asistiendo al parto de mi propio
pensamiento: lo miro, lo escucho, aventuro un roce con el arco: la sinfonía se remueve
en las profundidades, o aparece de un salto en escena.

Es evidente que esto justifica la huida en la poesía y legitima ese escudarse en la palabra
tan propio del movimiento simbolista, pero no exonera el comportamiento del
individuo, sobre todo, desde un punto de vista ético, cuando los demás entran en juego.
Tampoco la existencia de una madre autoritaria agota la explicación psicológica, dada la
magnitud del rencor que parece albergar el poeta en su interior. Sin embargo, la primera
de estas cartas nos ofrece un punto de apoyo para la interpretación de estos reiterados
actos de fuga, gracias a la transcripción de El corazón robado:

Mi triste corazón babea a popa,


mi corazón lleno de tabaco:
sobre él arrojan escupitajos,
mi triste corazón babea a popa:
bajo las burlas de la tropa
que suelta una risotada general,
mi triste corazón babea a popa,
¡mi corazón lleno de tabaco!
¡Itifálicos y sorchescos
sus insultos lo han depravado!
En la velada narran relatos
itifálicos y sorchescos.
¡Oleajes abracadabrantescos,
tomad mi corazón, salvadlo!
¡Itifálicos y sorchescos
sus insultos lo han depravado!
Cuando sus chicotes hayan cesado,
¿cómo actuar, oh corazón robado?
Se oirán estribillos báquicos
cuando sus chicotes hayan cesado:
tendré sobresaltos estomáquicos
si degradan mi triste corazón.
Cuando sus chicotes hayan cesado,
¿cómo actuar, oh corazón robado?
Este poema impactante, rotundo, fue escrito en mayo de 1871, antes de que
Rimbaud conociera a Verlaine. Varios biógrafos admiten que refleja una escena
escalofriante: la violación del poeta, quien contaba entonces con dieciséis años, por un
pelotón de soldados en el cuartel de la rue Babylone en París, antes de ser devuelto a
casa de su madre, de donde se había marchado en secreto para participar en los sucesos
de la Comuna. Al leerlo, da la impresión de que el paroxismo de asco y dolor impide la
expresión directa de lo sucedido y retuerce el lenguaje hasta convertirlo en un parapeto
de cultismos y neologismos, que dificultan la comprensión del texto. El nefasto suceso
explicaría de raíz ese deseo inacabable de escaparse de sí y de todo. La poesía de
Rimbaud sería el trágico reclamo de una inocencia brutalmente interrumpida y
mancillada.

No obstante, el destino le reservaría tras su muerte una vuelta fortuita en ese


absurdo baile de máscaras que fue su vida y sirvió para construir su mito. En el postrero
encuentro con Verlaine en Stuttgart, Rimbaud le hizo entrega del original de
Iluminaciones, el cual parece que sólo ayudó a copiar. En 2014, las investigaciones de
Eddie Breuil pusieron en evidencia que el autor de esta obra fue el poeta Germain
Nouveau, poco interesado en publicar dados sus problemas mentales. Los poemas se
editaron bajo la autoría de Rimbaud debido a una redacción ambigua de Verlaine al
dirigirse al editor. Al final, de forma imprevista, nos hemos enterado de que la obra de
nuestro poeta se acabó en realidad en la última sección de Una temporada en el
infierno, justamente titulada “Adiós”. La carta a Delahaye del 15 de octubre de 1875,
que Breton consideró una cumbre, puede interpretarse como otra despedida, donde se
proclama el fin de la poesía tal como se la había entendido hasta ese momento.

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