SALCEDO RAMOS El Árbitro Colombiano Que Expulsó A Pelé

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El árbitro colombiano que expulsó a

Pelé
por Alberto Salcedo Ramos

Explosivo, visceral, "El Chato" Velásquez tenía un sentido singular de la justicia:


confiaba más en sus puños que en el silbato. Ni Pelé pudo con él.

Guillermo Velásquez, más conocido como ‘El Chato’, debe de ser el único árbitro
de fútbol del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco
jugadores noqueados. 

Ni Alberto Castronovo, ni Eduardo Luján Manera, ni los otros futbolistas


aporreados por él, se enteraron de que su verdugo, antes de ser árbitro
profesional, había sido boxeador.

Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego los voltea
para donde yo estoy, como para notificarme que en esos gruesos nudillos, pese a
sus 69 años, todavía quedan restos de la potencia telúrica del pasado.

A continuación, aclara que él no se hizo respetar por la fuerza –pues no era


invencible– sino porque tenía un temperamento sanguíneo que se incendiaba
ante el mínimo intento de atropello y un amor propio que le impedía soportar
humillaciones. Si tuviera que arbitrar otra vez, volvería a sancionar al saboteador
y a castigar al tramposo. Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el
patán le repitiera el golpe, ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un
segundo escupitajo, ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero que le
mentara la madre, sino que se vengaría en el acto de cada agresión.

‘El Chato’ estima que la compostura que se les exige a los árbitros es hipócrita y
tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él, un ser humano que
recibe una patada en la yugular y en vez de aparentar cortesía tiene la
oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque se libera de odios
futuros.

“Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos”, explica, “pero cuando había
que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber
reaccionado como hombre cuando me provocaron. Cuando se tiene un carácter
como el mío, responder a las agresiones es una necesidad”.

Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos devolvería a la


época de las cavernas y añado que si al árbitro le dan un pito y unas tarjetas, es
justamente para que no tenga necesidad de utilizar un garrote.

“Así es”, admite ‘El Chato’, con una rapidez que me indica que no le estoy
diciendo nada que él no haya pensado antes. “Pero fíjese usted que a los
futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y quieren pegarnos es
a nosotros”. 

Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la Ley del
Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y ‘El Chato’ repite la
misma frase de hace un momento: “así es”. En seguida, con un movimiento
resuelto de las manos, afirma que para evitar ese riesgo hay que pedirles a los
futbolistas que reclamen en buenos términos y no con violencia.

—¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los jugadores?

— Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un periodista


brasileño, el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a un golpe con otro
golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento que diga que los árbitros
tenemos que dejarnos pegar.

Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la adolescencia. Cuando


sus padres discutían, lo buscaban a él para que decidiera quién tenía la razón.
Cuando sus hermanos peleaban, sólo él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su
capacidad de discernimiento y su sentido de la justicia fueron célebres en la
familia. Primos, tíos y otros parientes menos cercanos apelaban a él, porque
confiaban en la ecuanimidad de sus sentencias.

Más tarde, cuando jugaba fútbol en el Colegio Deogracias Cardona, de su natal


Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la charla técnica de los
entretiempos, sino que se iba con el árbitro a analizar el reglamento.

Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato, se liberó del destino gris
que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que había conocido como
consejero familiar. En ese momento descubrió que la satisfacción del que aplica
la ley depende más del poder que ostenta que del bienestar que supuestamente
le procura al prójimo. Si la cancha es el universo completo y los jugadores son
todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga,
encarna una autoridad más divina que humana, una presencia omnímoda que
gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta.

Él y sólo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante, con un simple


movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo reanudarlo,
y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra en el que hombre y
pelota se reencuentran. Ni el que es genio como Maradona ni el que es bravucón
como Chilavert tienen licencia para tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta
reverencia caricaturesca –manos atrás y cabeza agachada– y además están
obligados a acatarlo por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una
pelota que pasó a 15 metros del arco.

Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo si no existiera. Los jugadores lo


necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que
ellos solos no alcanzarían jamás de los jamases.
Desde el principio, ‘El Chato’ disfrutó esa sensación de importancia que, según
él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo reconozcan en público. Por
eso ahora, mientras sorbe su café, levanta la voz para decirme que no es ningún
delito, como afirman algunas personas, que el árbitro sea protagonista. “¿Cómo
no va a ser protagonista el juez que condena al matón o que evita una
desgracia?”, se pregunta, alzando aún más el tono y adoptando un cierto aire de
orador. “Usted debe saber, como periodista, que el problema no es la fama sino
la mala fama”.

Estamos sentados en la cafetería del Parque El Salitre. Nuestros vecinos, muchos


de ellos jóvenes que no lo conocen, lo miran con insistencia, y él se regodea en
su silla comprobando por enésima vez que no nació para pasar desapercibido.

Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus méritos en voz
alta: fue –me dice sin ruborizarse– el árbitro que les abrió las puertas
internacionales a sus compañeros colombianos. Participó en la Copa
Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro juegos olímpicos y fue juez de
línea en uno de los partidos más bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia
contra Alemania en el Mundial del 70.

Después observa que nunca se tomó un trago el día antes de un compromiso,


que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una final y que cuando se
retiró, en diciembre de 1982, era el árbitro que había pitado el mayor número de
partidos en los cuales ganaban los equipos chicos. “Y de visitantes”, añade.“Lo
mejor de todo”, dice ahora, “es que puedo jurar ante el país que nunca me torcí.
Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad y no me hice el equivocado. Y
no solamente por honesto, sino porque siempre me quise mucho a mí mismo. Mi
orgullo no me permitía quedar como un chambón”.

Le pregunto si pegarles a los jugadores, como él lo hizo, fue un defecto o una


virtud. ‘El Chato’ sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo. Calla.

—Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar.

—Por su sonrisa, parece que no se arrepiente.

—Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que tuve. El


temperamento me traicionaba y ese fue mi único error.

Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado, encuentra un


argumento que le devuelve la seguridad. “¿Sabe una cosa?”, me dice, con el
rostro iluminado. “Ser peleador me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno
quiere imponer siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede
darse el lujo de tener rabo de paja”.

Llegado a este punto, ‘El Chato’ estima pertinente un par de aclaraciones:


cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente, éste le había pegado
a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron calenturas pasajeras que nunca
traspasaron los linderos del estadio. Eso sí: insiste en que para no quedar
rumiando odios, era absolutamente necesario que le atizara un porrazo al
agresor. 

Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional, aparecieron los


problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético Nacional, aprovechó un
embrollo para darle a Velásquez una patada alevosa en la canilla. Velásquez se
retorció en el suelo, durante varios minutos. Cuando se repuso del golpe actuó
como si no supiera quién le había pegado.

De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la oportunidad de desquitarse.


Calculó que, por el momento, los espectadores estarían pendientes del jugador
que iba a cobrar y se colocó en el área, al lado de Castronovo. A continuación, lo
conectó con un derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto pero se
levantó en seguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la
sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron en acción,
dispuestos a retirar al jugador por la fuerza. “No, señores”, les dijo ‘El Chato’,
autoritario. “¡Háganme el favor y dejan al caballero en la cancha, que no está
expulsado!”

—¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted!

—¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy yo también.


Pero como donde manda árbitro no manda policía, he dispuesto que ni se va él,
ni me voy yo.

‘El Chato’ guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común
de quien la aplica que de simples leyes escritas en un papel. Para ilustrar su
teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel Converti, atacante de
Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco, en un clásico contra el Santa Fe.
Desde antes de que Converti tomara la pelota, Velásquez había sancionado
fuera de lugar. Pero el jugador, que al parecer no escuchó el silbato, llevó el
lance hasta sus últimas consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo
rebotar sobre su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire –cabeza hacia
abajo y pies hacia arriba– en una chilena espléndida. El proyectil se clavó en un
ángulo imposible de la portería y Converti corrió como loco hacia el banderín de
córner, mirando hacia el cielo y zafándose de los compañeros que querían
abrazarlo, como si pensara que su virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo
acercaba a los dioses.

“Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como la concluyó”,
dice Velásquez, “no habría pitado el fuera de lugar. Fue la única vez que quise
hacerme el equivocado en una cancha y créame que lamento mi acierto como si
fuera un error. Es lo que le vengo diciendo: según las normas, yo actué bien,
pero no fue justo que yo le robara semejante joya al público. Donde yo valide
ese gol, hasta los hinchas del Santa Fe se ponen contentos”. Le pido a Velásquez
que me haga el inventario de los futbolistas a los cuales golpeó y me responde,
aparentemente apenado, que “eso no vale la pena”.
—¿Por qué?

—Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este punto, diga que
una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del Tolima, porque se propasó
conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó en el partido siguiente que me tocó
arbitrarle en Ibagué? Que el tipo fue a buscarme a mi camerino y me llevó
abrazado hasta la mitad de la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me
reconocieran sentido de la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal,
pero soy más humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque
pegué puños pero no maté a nadie con el pito. ‘El Chato’, que no cesa de
ufanarse de su ecuanimidad, señala que si hoy fuera otra vez el miércoles 17 de
julio de 1968, volvería a expulsar a Pelé.

Ese día, el Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mundo, enfrentaba
en un partido amistoso a la selección Colombia que participaría en los Juegos
Olímpicos de México.

Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente fuera de lugar.


Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al árbitro. Uno de ellos, de
apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba a abandonar la cancha, fue sacado
por la Policía. Cuando iba por la pista atlética se les soltó a los agentes, se
devolvió al terreno de juego y le asestó una patada a Velásquez. Éste le
respondió con un leñazo en el estómago, que generó un amago de gresca.

El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto 35 del primer tiempo,
cuando Pelé vio la tarjeta roja por reclamar, de mala manera, un supuesto penal
en su contra. En principio lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo.
Entonces emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante,
como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por su
vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de El
Espectador que lo esperó en la pista atlética.

En ese momento, los jugadores del Santos rodearon al árbitro. “De 28 personas
que tenía la delegación brasileña”, recuerda ‘El Chato’, “me agredieron 25. Los
únicos que no me pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé”.

‘El Chato’ Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los 60 mil


espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a gritos y a pedir
el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos de la Federación Colombiana
de Fútbol decidieron que volviera el futbolista y se fuera el árbitro –un hecho
único en los anales del deporte– se acordó del refrán según el cual la justicia en
nuestro país “es para los de ruana” y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera
ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo estuviéramos
aplaudiendo”. 

Adolorido más por la humillación pública que por los golpes recibidos, ‘El Chato’
demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo hizo por recomendación de
Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, que esa
misma noche lo visitó en el camerino para ofrecerle sus servicios como abogado.

Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos días más de lo
previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron que pagarle a Velásquez
18 mil pesos y ofrecerle excusas por escrito, para poder viajar a su país.

Años después, ya retirado del fútbol, Velásquez buscó la manera de encontrarse


con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las leyes escritas necesitaba
un acercamiento humano para quedar a paz y salvo con su conciencia. El rey lo
atendió en Miami y hasta lo invitó a almorzar.

Ahora le pregunto a ‘El Chato’ qué habría sucedido si Pelé le hubiera pegado
cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor no le haga una
pregunta tan perversa. “Mire que me voy es a enfermar”, añade.

—Es solo una suposición, no más que una suposición.

—Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta. ¿Usted qué cree
que hubiera pasado?

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