0% encontró este documento útil (0 votos)
121 vistas889 páginas

Alegoría y Metafisica

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 889

1

UNIVERSIDAD DE GRANADA
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

ALEGORÍA Y METAFÍSICA
EL PROBLEMA DE LA ALEGORÍA
EN SAN JUAN DE LA CRUZ

Juan Varo Zafra

Tesis Doctoral presentada en el Departamento de Literatura


Española
Director: Andrés Soria Olmedo

Granada 2006
2

Editor: Editorial de la Universidad de Granada


Autor: Juan Varo Zafra
D.L.: Gr. 938 - 2006
ISBN: 84-338-3883-0
3

PARTE PRIMERA

ALEGORÍA Y METAFÍSICA
4
5

Lejos de nuestra intención pretender resolver el enigma.


Nuestra tarea consiste en ver el enigma.1

La alegoría ha sido considerada tradicionalmente bajo un doble punto de vista


hermenéutico y retórico. Desde el lado de la hermenéutica, la alegoría es una forma de
exégesis que comporta, a su vez, diversas categorías. La alegoría hermenéutica se
origina en el siglo VI a. C., en la interpretación de los poemas homéricos y hesiódicos.
Se considera a Teágenes de Regio el iniciador de la interpretación alegórica.
Esta forma de exégesis, lógicamente, no ha permanecido invariable a lo largo del
tiempo sino que ha ido amoldándose a las distintas circunstancias históricas que han
venido sucediéndose hasta nuestros días2. Sin embargo, no es infrecuente encontrar
concepciones rígidas de la alegoría que no se detienen a analizar sus variaciones a lo
largo de los siglos sino que la consideran un esquema fijo y predeterminado, aplicado,
con mayor o menor fortuna, a textos -y contextos- de muy variada naturaleza. En la
primera parte de este trabajo, pretendemos acercarnos a estos cambios, a sus razones, y
a las perspectivas interpretativas que cada época, en atención a sus rasgos sociales,
económicos, políticos y religiosos, ha demandado de la alegoría.
Por otra parte, la retórica ha venido estudiando la alegoría como una figura de
pensamiento. Desde este punto de vista, la alegoría ha sido definida como metáfora
continuada, como serie ininterrumpida de metáforas, o, en ocasiones, como
construcción narrativa que, pese a no incluir metáfora alguna, prefigura un sentido
distinto del que se deriva del recto significado de las palabras. El tratamiento que la
retórica ha hecho de la alegoría y las soluciones que en los distintos momentos de su

1
Heidegger, 1998: 57.
2
En este sentido, y casi como enunciación programática de esta primera parte de nuestro trabajo, dice E.
Honig: “La forma llamada alegoría sigue a través de las épocas los imperativos de los ideales en conflicto
arraigados en la naturaleza del pensamiento y la fe. Cuando se examina la forma alegórica, se encuentra la
evidencia de su adaptación de simbolizaciones y modos apropiados, metáforas y categorías utilizadas en
las demostraciones de los filósofos. Mito y filosofía aportan a la alegoría sus temas y métodos.” (Honig,
1982: 30).
6

historia ha ido proponiendo a los diversos problemas que esta figura presentaba deben
ser también objeto de un análisis detenido.
Junto a la exégesis alegórica y a la alegoría como figura retórica de pensamiento,
es necesario reconocer con Lamberton3 la aparición tardía de la “alegoría deliberada”,
esto es, un nuevo género literario basado en la elaboración consciente y altamente
codificada de relatos cuya estructura de sentido resultara similar a la que los exégetas
neoplatónicos hallaron en los poemas homéricos. Quizá el primer texto que responda a
este propósito sea la Psicomaquia de Prudencio, escrito a finales del siglo IV d. C.4
Se hace necesario profundizar en las razones que llevaron a la aparición de la
categoría del símbolo como una figura distinta y opuesta a la alegoría y plantear la
cuestión de hasta qué punto es hoy día válida esta distinción. Para la consecución de
este propósito, es forzoso situar la oposición entre la alegoría y el símbolo en el marco
histórico correspondiente. Esta polémica, estrechamente relacionada con el descrédito
sufrido por la retórica desde mediados del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX, junto
con el paralelo nacimiento de la estética a partir de los estudios de Baumgarten, Kant,
Schelling y Hegel, debe ser analizada con la perspectiva que concede el tiempo
transcurrido desde la formulación de estas propuestas.
De este modo, intentaremos acercarnos al reto formulado por Gadamer cuando
en Verdad y Método afirma: “Merecería la pena reservar una investigación detenida del
problema de hasta qué punto puede suponerse en el uso antiguo de las palabras
“símbolo” y “alegoría” un cierto germen de lo que sería su futura y para nosotros
familiar oposición” (Gadamer, 1996: 110). La propuesta de investigación de Gadamer
se enmarca sin duda en una necesidad más amplia, ya apuntada por Wittgenstein, de
solucionar la extrema indeterminación en la que se mueven buena parte de los
conceptos empleados en el contexto de la estética5.
Ésta es pues nuestra intención. Sin embargo, pese a que pretendemos perseverar
en alguna medida en el camino indicado por Gadamer, también intentaremos ofrecer un
planteamiento diferente: nuestra investigación no sólo trata de investigar las raíces de
esta oposición sino cuestionar, precisamente desde estas raíces y su evolución histórica,

3
Cf. Lamberton, 1986: 145, n. 3.
4
Preferimos entender la alegoría bajo este triple punto de vista, esto es, como método exegético, como
figura retórica y como alegoría deliberada, es decir, como método compositivo, subrayando las tensiones,
diferencias y paralelismos entre ellas, que aceptar una visión binaria de la alegoría, como propone
Whitman al diferenciar entre la interpretación alegórica y la composición alegórica, dentro de la que
también propone el ejemplo de la alegoría de Prudencio (Whitman, 1987: 3-4).
5
Cf. Bordieu, 1995: 433.
7

la propia oposición entre ambos términos. Se trata, por lo tanto, de una investigación
esencialmente hermenéutica volcada en la atención al devenir histórico de estas figuras,
en el marco de una evolución cultural compleja6.
La alegoría sólo es posible en el marco de la metafísica. Como dice Giorgio
Agamben, la escisión del lenguaje en dos planos irreductibles atraviesa todo el
pensamiento occidental:

La estructura misma de la trascendencia -que constituye el carácter decisivo de la


reflexión filosófica sobre el ser- tiene su fundamento en esta escisión: sólo porque el
acontecimiento del lenguaje trasciende ya siempre lo que es dicho en ese acontecimiento, puede
mostrarse algo como una trascendencia en sentido ontológico.
(Agamben: 2003: 137-138)

En nuestro trabajo indagamos en las relaciones históricas de dependencia entre


alegoría y metafísica, a lo largo de un dilatado proceso del que hemos pretendido
ofrecer una noticia suficiente para asegurar la continuidad del conjunto que se pretende
mostrar así como para poder desplegar nuestros argumentos. En este recorrido por el
devenir histórico de la alegoría en función de la metafísica hemos estimado necesario
prestar una atención especial a la mística. Es en ésta donde la tensión derivada de la
escisión del lenguaje se hace más aguda. Citando de nuevo a Agamben, podemos
advertir cómo el discurso místico se construye a partir -y hacia- “la Voz silenciosa”,
fundamento de todo saber, “lo que debe quedar necesariamente no dicho en lo que se
dice” (Agamben, 2003: 147). En consecuencia, “lo místico no es algo en lo que pueda
encontrar fundamento otro pensamiento que intente pensar más allá del horizonte de la
metafísica” (p. 148).
Con estos presupuestos, nuestro trabajo se acerca al estudio del discurso místico
en la tradición cristiana, al que se han añadido dos pequeñas incursiones en la mística
neoplatónica y en la mística hebrea, centrada, en este caso, en la figura de Filón de
Alejandría.

6
El volumen Las metamorfosis de la alegoría (Sanmartín Bastida y Vidal Doval, eds.) dedicado al
estudio de la alegoría en la literatura española y portuguesa desde la Edad Media hasta la Edad
Contemporánea. La introducción, a cargo de Jeremy Lawrence (“Las siete edades de la alegoría”) divide
la evolución histórica de la alegoría en las siguientes etapas: Mitología de la Antigüedad; Exégesis
sagrada; Psycomachia de Prudencio y obras posteriores; Narraciones alegóricas de los siglos XII-XV; la
alegoría barroca; el tratamiento romántico de la alegoría y su relación con el símbolo; y la alegoría
moderna (pp. 17-50).
8

En la segunda parte de este trabajo abordaremos el problema del discurso


místico de San Juan de la Cruz, desde las posiciones alcanzadas en la primera parte, en
particular, la consideración de la alegoría como instrumento de la metafísica y la
existencia de una tradición mística cristiana, portadora de un código expresivo propio,
en la que se inserta la obra de San Juan de la Cruz.
9

LA ALEGORÍA EN LA ANTIGÜEDAD GRECOLATINA


10
11

I. El nacimiento de la alegoría. Su contexto histórico. Los


cambios sociales, políticos, religiosos y culturales de Grecia en el siglo
VI a. C

Como observa Detienne, el paso del contexto mítico al ámbito de la razón no


fue, frente a lo que sugería Burnet, un milagro, ni, como ha defendido Cornford, una
progresiva decantación del pensamiento mítico hacia la filosofía. Por el contrario,
parece lícito sostener que es en los cambios operados en los VII y VI a. C., en las
prácticas institucionales de tipo político y jurídico, donde se abre un proceso de
secularización de las formas de pensamiento. Este proceso traerá, a su vez, una
secularización de la palabra que devendrá no sólo en la filosofía, sino también en la
retórica, el derecho y la historia (Detienne, 1981: 104). El origen de la alegoría, situado
en este mismo marco histórico del siglo VI y amparada bajo el manto de la filosofía
presocrática, no puede desentenderse de las demás convulsiones del fin de la Era
Arcaica. Por eso, hemos creído necesario repasar, siquiera brevemente, algunos de los
aspectos del siglo VI que hacen posible el nacimiento de la exégesis alegórica y ayudan
a entender, en su contexto, las peculiaridades de ésta.
A lo largo del siglo VI a. C., los grandes poemas homéricos empiezan a
convertirse en unos textos extraños para los griegos. Las transformaciones que la
sociedad helénica había experimentado desde el siglo VIII en que Homero
presumiblemente compone o recopila sus poemas7 establecieron una profunda sima
entre el dibujo de los feroces dioses de la Ilíada y la sensibilidad de una época que
estaba viendo nacer la moneda y la filosofía, renovar las estructuras políticas y extender
la escritura; un siglo, en suma, que estaba a punto de cerrar la Era Arcaica griega y abrir
las puertas al periodo clásico. Se trata de un momento en el que las ciudades helénicas
perfilan su naturaleza como ciudades-estado y sufren una aguda tensión entre la defensa
de sus particularismos locales y su independencia y un sentimiento panhelénico que irá

7
La cuestión homérica es uno de los debates siempre abiertos en el terreno de la filología clásica. El tema
está luminosamente estudiado por Francisco Rodríguez Adrados (Rodriguez Adrados, F., “La cuestión
homérica” en Gil (ed.), 1963: 15-87). Resultan interesantes las observaciones realizadas sobre el tema por
George Steiner en “Homero y los eruditos” (Steiner, 1982: 161-180). Sobre la posibilidad de que
“Homero” fuera un nombre ficticio y el papel en su invención de los poetas y rapsodas del siglo VI, cf.
12

poco a poco consolidándose hasta cristalizar en la alianza frente a la amenaza persa8.


Esta tensión se revela en múltiples facetas de la vida cultural, política y económica del
momento. El caso de la moneda es buena muestra de ello. Efectivamente, la moneda
llega a Grecia en este siglo y se extiende con gran rapidez no sólo en Jonia sino también
en la Grecia continental, las colonias de Sicilia y el sur de Italia. La rápida adopción de
la moneda en el mundo griego estuvo acompañada de la imposición de diferentes
patrones locales en su acuñación, lo que indicaría, en opinión de Robin Osborne
(Osborne, 1998: 302), que al principio ésta no se utilizó tanto para favorecer los
intercambios comerciales entre distintas ciudades como para reforzar la autoridad que la
acuñaba en su zona de influencia y garantizar los pagos locales. Pero, inevitablemente,
la moneda contribuyó al desarrollo de las relaciones comerciales entre las ciudades. Este
despliegue de la actividad comercial no sólo ayudó a estrechar los lazos entre las
ciudades griegas sino que tuvo también efectos sociales y políticos importantes al
aumentar la presencia y el poder de la clase media comerciante. Esta nueva clase social
se enfrentaría muy pronto a la aristocracia terrateniente por el protagonismo de la vida
política9.
Una nueva idea de la justicia se desarrolla en estos momentos acompañada de las
reformas sociales, jurídicas y políticas de grandes legisladores. Tal es el caso de Solón
(639-560 a. C.) en Atenas. Sólon deroga las crueles leyes de Dracón10, que castigaban
con la muerte hasta los delitos más insignificantes, y aumenta el poder de los tribunales
de justicia11. Sus reformas ponen de relieve la consolidación de unos valores que se
consideran indiscutibles como la patria, la libertad y la justicia (Osborne, 1998: 258). Se
trata de tres valores que chocan frontalmente con las ideas defendidas en los poemas de

M. L. West, “The invention of Homer” The Classical Quaterly, Oxford, Volume XLIX, nº 2, 1999, pp.
364-382. Véanse también las observaciones de López Eire en López Eire, 2000: 41 y ss.
8
Los lidios fueron los primeros en atacar las ciudades griegas de Asia Menor (Heródoto, Libro I, 26-27).
Parece ser que Tales de Mileto ya había alertado a los jonios y les había recomendado la creación de una
alianza panjónica para defenderse defenderse del ejército lidio (Los filósofos presocráticos I, 2001: 11-
12). Los persas intentarían invadir Grecia casi un siglo después, al mando de Darío, en primer lugar, y de
Jerjes, en segundo.
9
“El creciente desarrollo de la economía monetaria frente a la economía natural produjo una revolución
en el valor de las propiedades de los nobles, que habían constituido hasta entonces el fundamento del
orden político. Los nobles, apegados a las antiguas formas de economía, se hallaban en un plano de
inferioridad ante los propietarios de las nuevas fortunas adquiridas con el comercio y la industria”
(Jaeger, 2001: 213-214).
10
Cf. T. E. Rihll, “Lawgivers and Tyrants (Solon, Fr. 9-11, West)”, The Classical Quaterly, Oxford,
Volume XXXIX, nº 2, 1989, pp. 277-286.
11
Cf. Plutarco, Vida de Solón, en Vidas paralelas II, Madrid, Gredos, 1996, pp. 91-171. Estos tribunales
eran un órgano democrático: “Solón concedió al pueblo la facultad de elegir a los magistrados y pedirles
cuentas” (Aristóteles, Política, libro II, Madrid, Gredos, 2000, p. 104). Sobre Solón y la democracia, cf.
13

Homero. Así, respecto a la ciudad entendida como patria, dice José Alsina: “El guerrero
homérico lucha por sus intereses personales, y aunque en algunos momentos apunte,
fugazmente, como en el caso de Héctor, la idea de la defensa de la ciudad en cuyo seno
vive, puede afirmarse sin temor que el concepto de patria es una creación posterior al
épos homérico” (Alsina, 1991: 267)
Con relación al valor de la libertad en el pensamiento de Solón, observa este
mismo autor12: “Una nueva idea hace ahora su aparición en el ámbito espiritual
helénico, la de la diversidad de las metas a que puede el hombre aspirar, los caminos
que se abren a la iniciativa particular. Esta noción es prácticamente desconocida en
Homero”13. El ciudadano cobra fuerza como nuevo modelo de hombre que tiene como
referencia fundamental la igualdad ante la ley 14, una ley que puede ser conocida y
reconocida por todos al ser escrita y pública15. Jaeger señala que la redacción y la
promulgación de las leyes desplazan la expresión del ethos ciudadano de la poesía a la
prosa (Jaeger, 2001: 117). Moral y política se fusionan en el nuevo espacio de la polis,
bajo el imperio de la ley, el nomos, que ejerce su autoridad sobre los ciudadanos y las
propias instituciones:

La ley se convierte en símbolo de la concordia y la armonía de la comunidad política. El


ciudadano se siente libre porque participa en la elaboración e instauración de la ley, y, al mismo
tiempo, colectivamente, la polis se siente libre, autónoma, frente a otras ciudades, porque
defiende su ley.
(Sánchez Manzano y Rus Rufino, 1991: 97)

Este sentimiento perdurará desde las reformas de la caída de los tiranos hasta la
crisis de la polis a mediados del siglo V a. C. Las reformas constitucionales de Clístenes
trajeron a Atenas una nueva organización política que favorecía los intereses del

Rodríguez Adrados, F., La democracia ateniense, Madrid, Alianza, 1975 e Historia de la democracia: de
Solón a nuestros días, Madrid, Temas de Hoy, 1997.
12
Op. cit., p. 268.
13
Sobre la moral del mundo homérico, véase Lledó, E. “El mundo homérico” en Camps, V., (ed.)
Historia de la ética I, Barcelona, Crítica, 1987, pp. 15-34.
14
La frase de Solón “La igualdad no causa guerra”, “gustó tanto a los hacendados como a los indigentes.
Pues esperaban aquéllos tener la igualdad por rango y categoría y éstos por cantidad y número” (Plutarco,
ib., 123).
15
Solón dio a las leyes una vigencia de cien años y las hizo grabar en grandes bloques cuadrangulares y
giratorios (áxones) (Plutarco, ib., 151). Es interesante observar que, frente a la vigencia universal y eterna
de las leyes de carácter divino, las leyes humanas de Solón están acotadas temporalmente.
14

pueblo16, afianzando las instituciones de representación popular como el Consejo de los


500, la formación de las diez tribus, en sustitución de las cuatro del sistema anterior, y
los demos. Las innovaciones políticas fomentaron aún más el espíritu de participación
del pueblo y su implicación en la vida de la ciudad. Al mismo tiempo que se apartaba a
la aristocracia de los órganos de poder, los ciudadanos aumentaban su confianza en sí
mismos y su sentimiento de cohesión como miembros de un decisivo grupo social
(Osborne, 1998: 361).
La ciudad se constituye como un grupo humano presidido por los principios de
isonomía, igualdad ante la ley, e isegoría, igualdad en el uso público de la palabra. La
libertad de hablar engendra una nueva relación del sujeto, entendido como ciudadano,
con la verdad: la parresía. Desde el siglo V a. C. la parresía, la franqueza, se convierte
en uno de los pilares de la democracia y del ethos ciudadano17. De este modo: “En su
primera época, reflejada en las tragedias de Esquilo, la polis funciona como un todo
englobante del hombre griego, que como fracción de la polis, se realiza con plenitud en
tanto que político, es decir, al tomar parte activa en las tareas de gobierno.” (Sánchez
Manzano y Rus Rufino, 1991: 95).
Aunque las instituciones políticas atenienses de este periodo fortalecían el poder
representativo de los grupos articulados en demos y tribus, lo cierto es que abrieron un
proceso de inconformismo individualista frente a la tradición heredada, que llegaría a
sus manifestaciones más radicales en la Atenas del siglo V (Schrader, 2000: X)18.
Por otra parte, el siglo VI supone la última etapa de la tercera colonización
griega, que había comenzado en el siglo VIII. El mundo se había ensanchado
considerablemente con estos viajes. El descubrimiento de lugares remotos trajo consigo
el aumento del interés por los estudios geográficos, botánicos y zoológicos, la
explotación de los recursos mineros, así como una nueva curiosidad por los diversos
pueblos con los que iban entrando en contacto. El desarrollo de estos estudios significó
la incorporación de nuevos medios de conocer la realidad basados no tanto en el
prestigio de la tradición mítica como en la observación directa de los fenómenos y la
descripción puntillosa de estas observaciones. Este afán investigador volcado en los

16
La isonomía de la democracia ateniense, la formación de las asambleas populares es una trasposición a
la sociedad civil de las asambleas militares producida con la consolidación de las primeras ciudades. Más
adelante, al hablar de la evolución de la palabra, volveremos sobre esta cuestión.
17
Véase Foucault, 2004: 49-50.
18
De este modo, ya en el año 501 a. C., la Asamblea tenía más poder que el Consejo, que había pasado a
ser poco más que un órgano consultivo de ésta (Osborne, 1998: 358).
15

descubrimientos geográficos y naturales corre paralelo a los primeros tanteos del


desarrollo investigador de la filosofía jónica19.
La tensión entre la defensa del particularismo local y el cada vez más acusado
sentimiento panhelénico tuvo también como consecuencia la creación de nuevos juegos
a imitación de los Olímpicos. A principios de este siglo VI a. C. se crearon los juegos de
Nemea, Delfos e Istmia. Un poco más tarde, a mediados de siglo, las Panateneas
pasaron a ser una gran fiesta cívica que destacaba por sus competiciones rapsódicas y
musicales. Considera Osborne que tal vez en este contexto se fijara por vez primera el
texto de la Ilíada y la Odisea (Osborne, 1998: 290)20. La literatura se convierte en uno
de los primeros territorios en los que el sentimiento panhelénico derrota a las fuerzas
particularistas de las distintas ciudades griegas. Así los textos homéricos se convirtieron
en patrimonio cultural común a todos los griegos.
También en este punto es contradictorio y complejo el siglo VI. Por una parte, la
propagación de la poesía de Homero alcanza una difusión muy superior a la que había
tenido en el siglo anterior. En Atenas, por ejemplo, Hiparco ordena que sus poemas sean
recitados en las Panatenaicas. Además, al mismo siglo VI a. C. se remontan las más
antiguas tradiciones acerca del propio Homero, como aquélla espuria referida al famoso
Certamen en el que fue derrotado por Hesíodo21. En este mismo momento aparece en
Quíos un gremio de rapsodas que se hacen llamar “homéridas” y se tienen por
descendientes del poeta.
Pero, por otro lado, el momento en que las obras de Homero adquieren su mayor
difusión22 es también, paradójicamente, el momento en que más se cuestionan desde el
punto de vista ideológico y cuando un nuevo género, la lírica, empieza a sustituir a la
épica en el disfrute del favor popular. En el siglo VI a. C., la literatura griega sufre
también una aguda, y no exenta de contradicciones, transformación.

19
La tradición atribuye incluso a Anaximandro la confección del primer mapamundi (Schrader, 2000:
XIII). Véase también Jaeger, 2001: 156 y 2003: 28.
20
Eric Havelock establece un arco temporal muy extenso para la fijación escrita de los poemas
homéricos, entre 700 y 550 a. C. Para todo este proceso de “alfabetización de Homero” véase Havelock,
1982: 166-184). García Gual, por su parte, considera que los poemas se fijaron por escrito con
anterioridad, en torno al final del siglo VIII o comienzos del siglo VII a. C. (García Gual, 1992: 46). En
todo caso, es necesario subrayar, con Jean-Pierre Vernant, el impacto que supuso la escritura en el seno
de unas tradiciones míticas que hasta entonces pertenecían a la tradición oral (Vernant, 1982: 170-220).
21
Las razones esgrimidas en el Certamen para dar la victoria a Hesíodo sobre Homero son también
significativas de un cambio notable en la mentalidad de la época: “Pero el rey dio la corona a Hesíodo
alegando que era justo que venciera el que invitaba a la agricultura y la paz, no el que describía combates
y matanzas.” (Hesíodo, 2000: 318). Sobre la polémica de la autoría del Certamen, puede verse N. J.
Richardson, “Homer, Hesiod, and Alcimodes”, The Classical Quaterly, Oxford, Volume XXXI, nº 1,
1981, pp. 1-10.
16

Esta transformación se refleja, en primer lugar, en los cambios producidos en la


relación del poeta con la sociedad. La ciudad es el nuevo espacio poético y los
ciudadanos los nuevos destinatarios de la obra poética. A comienzos de siglo, los poetas
viven amparados bajo el mecenazgo de tiranos como Pisístrato de Atenas, Polícrates de
Samos o Hierón de Siracusa23. A finales de la Era Arcaica, en torno a 510 a. C., la
cultura se democratiza permitiendo a los particulares la posibilidad de cantar las
excelencias de la patria.
La posibilidad de poder dirigirse a la ciudad tiene, como contrapartida, la
aparición de la “crítica pública” (Jaeger, 2001: 122). La aparición de la crítica implica la
consolidación de la palabra como opinión, como doxa, que impone unos determinados
criterios, en torno a los cuales se va articulando un gusto nuevo24. La intensificación de
las relaciones entre la poesía y la nueva realidad socio-política es una tendencia que se
agudizará en el siglo siguiente: el siglo V generalizará la utilización propagandística de
la literatura (Alsina, 1991: 275) al servicio de los intereses políticos de las ciudades.
Atrás quedaba el público aristocrático para el que Homero escribió sus poemas, y el
auditorio de Hesíodo, compuesto probablemente por pequeños terratenientes muy
sensibilizados con las duras condiciones en las que vivían25. El nuevo público
ciudadano, que ve reflejado su status, no ya en la epopeya heroica, sino en el ámbito
jurídico de la isonomía, demanda de la poesía la exploración de un nuevo territorio
alejado en apariencia de la preocupación política garantizada por la prosa de las leyes.
Se trata de la apertura al espacio de lo íntimo: “Los poetas expresan por primera vez, en
nombre propio, sus propios sentimientos y opiniones”. No obstante, “a pesar de que en

22
Cf. Murria, 1956: 80 y ss.
23
Jaeger ha estudiado este fenómeno bajo la acertada denominación de “política cultural de los tiranos”
(Jaeger, 2001: 212-220). La tiranía jugará un papel fundamental en la transición de los viejos regímenes
aristocráticos hacia los nuevos modelos ciudadanos (cf. Ste. Croix, 1988: 327-332). Jaeger traza en estas
páginas un dibujo muy elogioso de la política de mecenazgo de los tiranos del siglo VI. Sobre las
interpolaciones realizadas en la Ilíada, para incluir a Atenas en el catálogo de naves y legitimar sus
derechos sobre Salamina, ver Gil, 1961: 34-35.
24
Antonio López Eire ha subrayado el carácter agonal de la poesía griega y su aspiración a competir y
superar a las otras obras con las que rivaliza por el favor del krites. Este carácter agonal cristaliza en la
época postclásica dando lugar al nacimiento de la crítica literaria. Entonces ya no serán los ciudadanos los
que enjuicien la obra, como en la época clásica, sino los eruditos (López Eire, 2002: 37-42).
25
Hesíodo escribe en una época en la que los pequeños comerciantes, los campesinos propietarios de
reducidas fincas y los artesanos empiezan a ser hombres comprometidos con la defensa de sus ciudades
(es el momento en que empiezan a constituirse los primeros ejércitos de ciudadanos con la aparición de la
infantería pesada hoplítica). Hesíodo somete su universo poético a un nuevo concepto de moral y social
de la justicia en el que ricos y pobres están sometidos por igual a la Diké de Zeus (Pérez Jiménez, 2001:
XIII). Pese a la dureza con la que Hesíodo describe la vida del campesinado griego, Ste. Croix ha
señalado que el público de Hesíodo está compuesto por labradores propietarios relativamente
acomodados, que poseen ganado, algunos esclavos y que tienen la posibilidad de contratar jornaleros
ocasionales (Ste. Croix, 1988: 327).
17

sus poemas, la política siempre está en segundo término, la abierta expresión de las
ideas del poeta presupone siempre la polis y su estructura social” (Jaeger, 2001: 118).
Se trata, efectivamente, de la primera poesía politizada de la historia; politizada en el
sentido más estricto del término: una poesía pensada en y desde el contexto de la polis.
La lírica se impone en esta poesía, cada vez más compuesta para ciudadanos y por
ciudadanos, como empieza a imponerse también, en consonancia con este creciente
subjetivismo, la tendencia de los poetas a firmar sus obras. Frente al nuevo público y a
la nueva ideología, los viejos valores aristocráticos encuentran sus defensores en poetas
como Píndaro (522-448 a. C.) o Teognis de Megara26. Píndaro encarna el ideal de la
nobleza helénica en una poesía que, como señala Jaeger, es, en algunos aspectos, más
antigua que la de Homero (Jaeger, 2001: 196 y ss.). Píndaro, en definitiva, invierte la
tendencia natural de la poesía de su época de deslizarse de la epopeya a la lírica,
componiendo una poesía que, bajo apariencia lírica, propone un retorno a la épica
(Jaeger, 2001: 201).
Pero, para trazar un mapa adecuado del tiempo y de las circunstancias que dan
origen a la alegoría no basta con señalar los cambios que en la literatura griega produce
la consolidación de los derechos ciudadanos y, en general, los cambios sociales del
momento. Además, resulta fundamental detenerse, siquiera brevemente, en la estrecha
vinculación de la poesía con la religión en el mundo griego. La relación entre la poesía
y la religión es un fenómeno decisivo que debemos analizar desde diferentes puntos de
vista. Hay que tener en cuenta que, aunque el pensamiento mítico de la Grecia arcaica
no fue tan intenso como el que se desarrolló en otras culturas, imponía también su
concepción sagrada del mundo en todos los planos de la existencia. Ya en el proceso de
composición de los poemas en la Era Arcaica, la presencia de los dioses era tenida por
esencial por los poetas aunque no siempre de acuerdo a una misma naturaleza. Luis Gil
ha estudiado el papel jugado por los dioses en la inspiración poética de algunos poetas
griegos (Gil, 1966) y ha observado notables diferencias en la relación con lo sagrado
que existe entre ellos. En el caso de Homero, el poeta parte de la necesidad de una
especial vinculación con los dioses para poder desarrollar su labor. Pero la ayuda de las
Musas se limita a proporcionar información o a recordarla. La valoración de la
memoria es fundamental para comprender el papel de la inspiración de los poemas

26
En opinión de Ste. Croix, Teognis de Megara es un poeta aristocrático “con una conciencia de clase
como ningún otro la tuvo nunca” (Ste Croix, 1988: 328).
18

homéricos27. A este respecto, Detienne, en Los maestros de verdad en la Grecia


arcaica, cita las aportaciones de los estudios realizados por Jean-Pierre Vernant sobre
esta cuestión. Para el estructuralista francés la memoria divinizada de los griegos no
tiene como objeto la reconstrucción del pasado desde una perspectiva temporal: “La
memoria es una omnisciencia de carácter adivinatorio (...). Mediante su memoria, el
poeta accede directamente, a través de una visión personal, a los acontecimientos que
evoca (...) su memoria le permite descifrar lo invisible” (Detienne, 1981: 26-27)28. Esto
no obstante, el poeta no compone los cantos en trance, sino que, por el contrario, debe,
como artesano, emplear su habilidad para componer sus hexámetros y organizar el
relato (Gil, 1966: 19).
No es éste, sin embargo, el caso de Hesíodo. El autor de Los trabajos y los días,
por el contrario, sí se considera depositario de un conocimiento trascendente
consecuencia de una epifanía nacida de una experiencia mística (Gil, 1966: 26)29. El
caso de Píndaro, ya en un momento posterior, es ambiguo. Por una parte, el poeta
reconoce el fundamento teológico de su poesía y, en cierto modo, se siente portavoz de
las Musas; pero, por otra, es consciente del valor estético de la poesía como resultado
del ejercicio de un talento natural que no puede ser suplido con el mero oficio (Gil,
1966: 27-30)30.

27
Recordemos que la musa de la memoria, Polimnia, es la protectora de los cantos sagrados y los himnos.
Además, en la tradición hesiódica, Mnemósine es la madre de las Musas (Detienne, 1981: 24-25) En un
poema a las Musas se dice: “Virtamos una libación en honor de las Musas, hijas de Mnemósine, y del hijo
de Leto, jefe de las Musas” (Rodríguez Adrados, 2001: 29).
28
En término parecidos se expresa M. Eliade: “La reminiscencia trata no de situar los acontecimientos en
un marco temporal, sino de alcanzar el fondo del ser, de descubrir lo originario, la realidad primordial de
la que ha surgido el cosmos y que permite comprender el devenir en su conjunto” (Eliade, 1968: 137) y
Pfeiffer: “In the early Greek world-view, all the things that are were considered to have a “source” or
“growth” or origin; and also an end or goal. The former were in the “past”, among “the things that are
before”, the latter among “the things that are to be”. The full truth about anything involved a full
disclosure or revelation of it, based on knowledge of the origin from which it grows, and of the goal
toward which is growing, since both determine of it. (...) A few selected of individuals, by means of the
divine gift of “memory” could have access to “the things that are before” (...)” (Pfeiffer, 1979: 363-364).
Y son las palabras de estas mismas personas cualificadas, sigue diciendo el crítico, las que en virtud de su
origen divino, resultan necesariamente verdaderas.” (op. cit., p. 373).
29
Siglos más tarde la inspiración de Hesíodo será criticada desde un punto de vista satírico por Luciano
de Samósata. Véase su “Diálogo con Hesiodo” (Luciano de Samósata, 2002: 321-325). En este diálogo
Luciano, a través del personaje de Licino, acusa a Hesíodo de no cumplir su palabra porque había
anunciado que había recibido de los dioses el don de celebrar el pasado y de predecir el futuro, y sin
embargo, esto último no lo había hecho. Hesíodo se defiende, apelando, en el diálogo, a las necesidades
de la métrica y la eufonía y a la libertad de creación del poeta. Luciano le responde, “al modo platónico”,
que la inspiración de las musas parece estar confirmada por el hecho de que Hesíodo no sea capaz de
defender su propia poesía (p. 324).
30
Así observa en su Nemea III: “El que sólo posee lo aprendido –hombre oscuro que anhela ora esto, ora
aquello- jamás con pie firme bajó a la pelea, y miles de hazañas ensaya con mente sin meta.” (Píndaro,
2002: 157). “Demócrito también considera que el talento natural es superior al oficio aprendido. Pero, fiel
a sus principios materialistas, señala que la anormalidad psíquica del poeta no es mística sino que se debe
19

Opuesta a la visión de estos autores, que, en mayor o menor medida, reconocen


la intervención de los dioses en la elaboración de sus poemas, es la mantenida por
Simónides (nacido en torno a 557 a. C.) (Detienne, 1981: 108-109). Simónides
revoluciona el concepto de la poesía por varios motivos. En primer lugar es el primer
poeta que cobra por componer sus poemas31. Esto supone, para indignación de Píndaro
y otros poetas del momento, una “mercantilización” de las Musas. En segundo lugar, se
atribuye a Simónides la primera comparación entre pintura y poesía: “La pintura es
poesía silenciosa y la poesía es una pintura que habla”32. Esta sentencia, que ha sido a
menudo entendida en un plano puramente estético33, supone para los griegos un cambio
profundo en su concepto de la naturaleza de la poesía. Porque la pintura para los griegos
del siglo VI es un arte que crea una ilusión, que engaña, mientras que la palabra poética
es un lenguaje casi divino. Simónides, por lo tanto, con su comparación, está
desacralizando la poesía como verdad, como alétheia, en consonancia con su “puesta en
venta” de la inspiración poética34. En tercer lugar -y en consonancia con lo que venimos
observando-, se atribuye a Simónides la invención de la mnemotecnia: la reducción de
la memoria y su carácter sagrado a una simple técnica recordatoria.
Si los dioses jugaron un papel más o menos importante en la inspiración de los
poetas griegos, mayor y más decisiva fue la actuación de éstos en la creación de los

a determinadas circunstancias corporales resultado de haber recibido el hálito divino en un estado


especialmente sensible” (Gil, 1966: 35): “No se puede ser un gran poeta... sin inflamación de hálito de
locura”; “Lo que un poeta escribe con entusiasmo e inspiración divina es sin duda bello” (Demócrito en
Los filósofos presocráticos III, 2001: 226). Sobre la relación de la teoría de la inspiración de Demócrito,
adelanto de la “teoría del genio” romántica, y la de Píndaro, véase Lledó, 1961: 65-69: “Como afirma
Delatte, al atribuir una gran importancia al factor fisiológico en la creación artística, y al explicar
mecánicamente la transmisión de las emociones, Demócrito abre un camino a la teoría racionalista de
Aristóteles. Pero además, su concepción del genio y de su afinidad con la locura ha influido
decisivamente en épocas posteriores y ha llegado, incluso, hasta nuestros días.” (op. cit., p. 68).
31
Dice Jaeger que Simónides es ya en el fondo un sofísta típico (Jaeger, 2001: 271). No es de extrañar,
por tanto, que Protágoras pusiera la poesía de Simónides como ejemplo de ejercicio intelectual en el que
todo joven debía adistrarse para convertirse en experto en poesía (Sofistas, 1996: 112, n. 55).
32
Sobre el contexto en el que se desarrolla esta asociación entre pintura y poesía y sus consecuencias en
el pensamiento griego hasta Platón, véase Galí, 1999.
33
La analogía entre pintura y poesía es generalmente aceptada, a través de Horacio y su Epístola ad
pisones (ut pictura poesis), hasta que Lessing en 1766 publica Laocoonte. Lessing ataca esta similitud
entre pintura y poesía advirtiendo que la primera es un arte que se sirve de signos naturales y simultáneos
mientras que la segunda utiliza signos arbitrarios y sucesivos. Para Lessing, que denomina a Simónides
“el Voltaire griego”, “estas dos artes difieren una de otra, tanto por sus objetos como por el modo como
imitan a la realidad” (Lessing, 1990: 4). A este respecto, González Vázquez ha observado que el carácter
icónico de la poesía sigue siendo defendido por la crítica y la teoría literaria moderna, con algunos
matices, como en el caso de Bousoño que niega este carácter para la imagen tradicional reservándolo para
la “imagen visionaria”. Esto no obstante, recuerda este crítico que en el ámbito germánico siguen pesando
aún las teorías de Lessing y Kayser (González Vázquez, 1986: 52-58).
34
En el capítulo siguiente estudiaremos detenidamente la secularización de la palabra mágica y la
aparición de la palabra-diálogo (Detienne, 1981), fundamental para explicar las causas que motivaron el
nacimiento de la alegoría.
20

dioses35. La difusión de los poemas homéricos por Jonia perseguía, en opinión de


Gilbert Murray (Murray, 1956: 70 y ss.), la introducción de la tradición aquea,
monógama y patriarcal en sustitución de la poligamia y poliandria anterior, y de las
costumbres matrilineales procedentes de los hititias. Esta tentativa se plasmó en tres
objetivos: en primer lugar, la expurgación moral de los viejos ritos locales; en segundo
lugar, la intención de ordenar y reducir el numeroso y caótico catálogo de dioses así
como dotar a cada uno de una personalidad definida; y, por último, se pretendía
satisfacer las nuevas necesidades sociales de la Jonia arcaica con el paso de la
organización tribal a las primeras ciudades. Sin embargo, la empresa homérica resultó
ser un fracaso:

Humanizar los elementos de una religión de la naturaleza es inevitablemente viciarlos.


No hay mucho daño moral en rendir culto a un trueno, aunque el rayo hiera sin el menor
cuidado a los buenos y a los malos. No hay por qué pretender que el relámpago elija sabia y
justamente. Pero una vez que adoramos a un ser imaginario casi humano que lanza el rayo,
estamos en un dilema. O admitimos que adoramos y adulamos a un ser privado de todo sentido
moral y que lo hacemos sólo porque resulta un ser peligroso, o bien inventamos razones para
explicar su furia contra la gente que resulta alcanzada. Y con toda seguridad que van a ser malas
razones. El dios, si es personal, se vuelve caprichoso y cruel.
(Murray, 1956: 79)

Esta visión antropomórfica de los dioses36 será objeto, como veremos después,
de las críticas de los filósofos presocráticos, pero también algunos poetas como Píndaro
y Estesícoro censurarán ciertos aspectos de los mitos que les resultan inmorales37. De

35
Heródoto llega a atribuir a Homero y Hesíodo la creación de los dioses. Esta creación debe entenderse,
según García Gual, como una labor de fijación, ordenación y disposición del corpus mitológico (García
Gual, 1992: 46).
36
En realidad, como bien señala Cappelletti, los dioses homéricos no son sólo antropomórficos, sino
también helenomórficos y, sobre todo, cratomórficos, construidos a imagen y semejanza de las clases
guerreras y aristocráticas que detentaban el poder en el mundo helenico (Cappelletti, 1994: 26). No
obstante, puede atisbarse en Homero, todavía, un poso de indecisión entre las formas antropomórficas y
zoomórficas para sus personajes divinos, quizá, como propone Blumenberg, no sin cierta ironía. Así, Hera
tiene ojos de vaca y Atenea de lechuza. Incluso resulta interesante constatar que cuando el dios quiere
presentarse sin ser reconocido, toma la forma de hombre (cf. Blumenberg, 2003a: 153).
37
Cf. Píndaro, 2002: XXVII y XXVIII (“Introducción” de E. Ruiz Yamuza). Píndaro tiene en tan alta
consideración el poder de la palabra poética, que experimenta una indignación proporcional ante los
malos poetas que son negligentes en su oficio o que construyen reputaciones falsas. En este último grupo
se encuentran los que difunden leyendas escandalosas sobre los dioses (Ramnoux, 1968: 290).
21

esta forma, en la Olímpica I, Píndaro altera el relato de Pélope38: “Pero a mí me es


imposible acusar de “vientre loco” a uno cualquiera de los dioses felices. Me niego”39.
Estesícoro en su Palinodias, desmiente la versión homérica del rapto de Helena,
ataca a Hesíodo, defiende la castidad de Helena y afirma que, en realidad, fue una
especie de fantasma el que acompañó a Paris a Troya: “No es verdad ese relato: ni te
embarcaste en las naves de hermosos bancos ni llegaste a la ciudadela de Troya”40.
Pero si Píndaro y otros poetas pudieron silenciar algunos aspectos de los relatos
míticos fue precisamente porque gracias a la estrecha relación entre poesía y religión,
los mitos griegos carecían de la inflexibilidad que en otros lugares tuvieron las
narraciones de carácter religioso (García Gual, 1992: 51). Los poetas volvieron una y
otra vez sobre los mitos homéricos, introduciendo en ellos no pocas variantes,
alteraciones y contradicciones. Esta evolución ha dotado a la mitología griega de la
peculiaridad de poder ser estudiada diacrónicamente (García Gual, 1992: 40-41)41: cada
época refleja, en su tratamiento del mito, sus intereses, gustos y preocupaciones42.
La flexibilidad de los relatos míticos, la impronta que en ellos dejó la escritura y
la ausencia del carácter sagrado que textos similares tuvieron en otras culturas,
posibilitaron, junto con otros factores, la aparición, en este mismo siglo VI, de la
filosofía que reelaboraba, interpretaba o criticaba los materiales de corpus mitológico.

38
En el mito, Tántalo mataba a su hijo, Pélope, y se lo servía como comida a los dioses. Sin embargo,
éstos se daban cuenta del engaño, salvo Deméter que devoraba un trozo del hombro. Posteriormente,
Cloto resucitaba a Pélope y le reconstruía el hombro con marfil. Finalmente Poseidón se enamoraba del
niño. Píndaro evita en su Olímpica el episodia de canibalismo pero deja, por motivos estéticos, la
reconstrucción del hombro con marfil.
39
“Olímpica I, 52-53”, en Píndaro, 2000: 6.
40
Estesícoro, Palinodias, PMG 192, en Francisco Rodríguez Adrados, Lírica griega arcaica, Madrid,
Gredos, 2001, p. 184. Rodríguez Adrados traza un retrato de Estesíroco en el que resalta su dimensión
política próxima al pensamiento de Solón (Ib., p. 135).
41
En otras mitologías, la evolución cultural y moral de las sociedades también produce, como es lógico,
alteraciones en sus mitos. Es particularmente llamativo el caso de America del Norte y la dialéctica entre
los héroes culturales y los tricksters. Dice al respecto Meletinski que “sólo con la progresiva
consolidación, en la conciencia mitológica, de la diferencia entre astucia e intelecto, engaño y rectitud,
organización social y caos, fue desarrollándose la figura del tramposo mitológico, como doble del héroe
cultural (Meletinski, 2001: 179).
42
Sobre esta cuestión dice Gilbert Murray que “En la memoria de Grecia, reyes y dioses de los tiempos
heroicos se transfiguraron. Lo que había sido en realidad una época de violencia bucanera, convirtiose en
su recuerdo en una época de caballerosidad y magnífica aventura. Los rasgos que eran tolerables fueron
idealizados; los intolerables, expurgados, o, cuando no era posible, deificados y explicados. Y los viejos
olímpicos salvajes se convirtieron para Atenas y la tierra firme de Grecia, desde el siglo VI en adelante,
en emblemas de alta humanidad y reforma religiosa.” (Murray, 1956: 70). Los poemas de Homero
sufrieron, a lo largo de su historia, interpolaciones de diverso tipo, desde las escolares hasta las motivadas
por intereses políticos como las que se dice que realizó el mismo Pisístrato (Fernandez Galiano, 1963: 96-
98). Mucho más adelante, en un momento de crisis y decadencia, los poemas homéricos seguían
presentándose como ejemplo a seguir desde el punto de vista político. En este sentido, Isócrates, en el
siglo IV a. C., destaca a Agamenón, como el más grande de los griegos por haber sabido unirlos frente a
un enemigo común (Isócrates, 2002: 215-218).
22

Al margen de su relación con la poesía, la religión griega experimentaba en estos


momentos una serie de importantes transformaciones. Los cambios sociales e
ideológicos que venimos señalando pusieron de relieve las deficiencias de una religión
nacional que no satisfacía las necesidades de la población43. La expansión y posterior
cuestionamiento de los poemas homéricos tuvo como consecuencia una profunda crisis
en el plano religioso que desembocó en un auténtico renacimiento de viejos cultos que
nunca habían sido olvidados por completo. En la Grecia continental, el culto de
Dionisio, procedente de Tracia y postergado en los poemas homéricos, planteaba una
nueva forma de situar al hombre frente al mundo. El fenómeno del éxtasis ofrecía la
posibilidad de que el alma fuera algo más que un débil doble del hombre, tal y como
había sido concebida por Homero44.
El culto a Dionisio y a Deméter, el orfismo y el desarrollo de los cultos
mistéricos crearon una corriente religiosa que se oponía, pese a sus influencias
recíprocas45, a la “religión pública oficial”. Nilsson ha denominado “extática” a la
primera de estas corrientes y “legalista” a la segunda. La religión legalista giraba en
torno al oráculo de Delfos y al principio “Conócete a ti mismo”, lo que suponía el
respeto de los límites de la naturaleza humana y su distancia de la divinidad. Este
conocimiento de los límites era necesario debido precisamente a lo difuso de los
mismos ya que hombres y dioses compartían una misma naturaleza46.

43
Lasso de la Vega dice que los Olímpicos “representan una religión mundana y natural, sin misticismo
ni rigor ético (...) figuras distantes que no consuelan al hombre en su sufrimiento.” (Lasso de la Vega,
1963: 261).
44
Hay que advertir con Burnet que, a pesar de las teorías órficas sobre el alma, “hasta los tiempos de
Platón, la inmortalidad no fue nunca estudiada de manera científica” (Burnet, 1952: 92). Jaeger ya había
advertido que “el contenido dogmático de las creencias órficas no tiene evidentemente importancia. Los
modernos las han sobreestimado enormemente con el objeto de alcanzar una imagen que les permitiera
confirmar su idea a priori de una religión de la redención.” (Jaeger, 2001: 164).
45
La conexión entre ambas corrientes religiosas, pese a sus evidentes diferencias, fue bastante importante.
Hay que señalar que el culto a Dionisio se extendió en Grecia bajo la esfera de Delfos y, por lo tanto, del
culto a Apolo (Detienne, 1998). Esta relación entre ambos cultos pasó inadvertida a Nietzsche en su
distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco (cf. Nietzsche, 1995), tal y como le ha sido reprochado en
algunas ocasiones (Colli, 1987: 14-15). Anteriormente Jaeger ya se había preguntado, no sin cierto
asombro, por esta misteriosa relación entre ambos cultos, en apariencia tan distantes (Jaeger, 2001: 165).
Tal vez sea la figura de Orfeo la que mejor represente las relaciones contradictorias e indisolubles entre
ambas divinidades. Esquilo considera que Orfeo es un adorador de Apolo –según otras versiones del mito
es su hijo-. Este culto a Apolo provoca los celos de Dionisio quien envía sus ménades para que lo
descuarticen. Por otra parte, al menos desde Heródoto, la religión órfica es dionisíaca. Parece ser que, en
realidad, los órficos pretendían identificar ambos dioses como manifestaciones de Helio, el sol (cf.
Guthrie, 1970: 31 y ss.).
46
Al inicio de su Nemea sexta, escrita en torno a 465 a. C., Píndaro afirma: “Una misma es la raza de los
hombres, una misma la de los dioses, y de una misma madre alentamos unos y otros. Pero nos separa un
poder todo diverso, (...).” (Ib., p. 172-173).
23

Apolo es considerado en este momento el inspirador de los más altos principios


de la Era Arcaica: guardián de las artes, precursor de la filosofía, defensor de la ética;
poco queda en el Apolo del siglo VI del dios sanguinario y cruel que “hiere de lejos” y
que siembra la muerte indiscriminadamente en el Canto I de la Ilíada47. La diacronía en
el tratamiento del mito, su sincretismo y su capacidad de adaptación a las circunstancias
históricas adquieren en el caso de Apolo unas dimensiones realmente desconcertantes.
La contradicción entre el Apolo homérico, dios de la muerte, y el Apolo benefactor de
finales de la Era Arcaica y del periodo clásico, empujará a algunos filósofos a rechazar
el poema de Homero y a otros a leerlo alegóricamente. Por este motivo, su caso será
estudiado detenidamente más adelante.
En la religión extática, como ya hemos señalado, confluyen el culto a Dionisios
y Deméter con los ritos mistéricos y los movimientos místico-religiosos muy vinculados
a éstos, como el orfismo48. En el orfismo coinciden elementos tomandos del culto a
Apolo, como la purificación, y otros tomados de las religiones tracias como la
reencarnación. Los seguidores de este culto creían que el alma podía sobrevivir si se
mantenía pura. Los orficos elaboraron “una mitología personal con Dionisio como
figura central y Orfeo con su pureza sexual, sus poderes musicales y su facultad de
profecía después de la muerte” (Los filósofos presocráticos, 1987: 43)49.
Respecto del culto a Dionisio, se trataba de una religión de origen agrario y
funeraria, anterior quizá a la invasión de los arios (Cappelletti, 1994: 36), que atraía, en
principio, a las clases más desfavorecidas por la religión oficial: las mujeres50, los
esclavos, los extranjeros, que veían a Dionisio como un liberador (García López, 2001:

47
Dice Detienne que “los primeros versos de la Ilíada esbozan el paisaje de Apolo: un mal cruel que mata
a los perros, las mulas y los hombres; piras funerarias que arden sin descanso por centenares. Primera
silueta de Apolo en el umbral de la Ilíada: un dios vestido de negro, el dios de la muerte brutal que
destruye repentinamente a un grupo humano. Plaga, dirá Aquiles, cuyo origen apolíneo le parece probable
(...) pero cuyo motivo no está claro.” (Detienne, 2001: 254).
48
Precisamente es a comienzos de este siglo VI a. C. cuando Orfeo es adoptado como fundador y profeta
de estas sectas místicas (Cappelletti, 1994: 37). W. K. C. Guthrie considera que los seguidores de los ritos
órficos en este siglo VI fueron muy escasos: “Orphism was too philosophical for the masses and too
mythological for the intellectual pride of youthful philosophy” (Guthrie, 1993: 238.)
49
Los neoplatónicos, en especial Damascio, retomaría las cosmogonías órficas, y las reelaborarían bajo
distintos presupuestos (ib., p. 45). El neoplatonismo incluso utilizaría la figura de Orfeo contra el
cristianismo argumentando las similitudes entre esta religión y el orfismo: “Las doctrinas órficas incluían
una creencia en el pecado original, basada en una leyenda acerca del origen del hombre; en la neta
separación entre cuerpo y alma; y en una vida póstuma que para los puros sería mucho mejor que la vida
terrena.” (Guthrie, 1970: 77).
50
“Sénos propicio, Taurino, que enloqueces a las mujeres.” (Himno a Dionisio, en García López, 2001:
9).
24

5)51. El culto a Dionisio se caracteriza por un conjunto de rasgos denominado


menadismo52. Entre éstos se encuentra el desgaste físico producido por las danzas
violentas y agotadoras de sus seguidores y por la oreibásia o deambular por los montes
y parajes agrestes, casi siempre de noche y en determinadas épocas del año. En segundo
lugar, es bastante característica de esta corriente religiosa la omofagia, rito en el que se
despedaza a un animal, que es comido por los prácticantes, las ménades, como si se
tratase de una comunión, en el sentido de unión mística con el dios53. Es el momento del
enthousiasmós, en el que el practicante de esta religión tiene visiones maravillosas
(Alsina, 1991: 344-345).
Frente a la religión oficial, el orfismo se muestra como un movimiento ético,
escatológico y soteriológico, aunque, como hemos dicho, no en el sentido que la
salvación del alma tiene en el cristianismo. En estos cultos se ofrece un nuevo
sentimiento de la vida humana al mismo tiempo que se abre una nueva posibilidad al
desarrollo de la intimidad. La idea de la responsabilidad del individuo frente a la ciudad
que Solón había desarrollado en sus reformas legales adquiere en estas religiones una
nueva dimensión: la responsabilidad por la vida propia frente a los nuevos ideales de
pureza religiosa. Este nuevo sentimiento introduce en los practicantes de estos ritos
ciertas costumbres ascéticas tendentes a mantener esta pureza, como la abstinencia de
comer carne54 y el desprecio por el propio cuerpo (Jaeger, 2001: 164)55.

51
En el peán délfico de Filodamo de Escarfia a Dionisio, el solista dice dirigiéndose al dios: “Tú has
abierto a los mortales un puerto para sus sufrimientos” (Rodríguez Adrados, 2001: 42).
52
Sobre el menadismo, puede verse Doods, E. R., Los griegos y lo irracional, Revista de Occidente,
1960, pp. 249-257.
53
Cf. Eurípides Bacantes, en Tragedias III, Introducción, traducción y notas de Carlos García Gual,
Gredos, 2000.
54
La abstinencia de comer carne se enmarca en el contexto de una amplia reflexión moral: Probablemente
es a fines del siglo VI a. C. cuando los medios filosófico-religiosos, en particular los órficos y los
discípulos de Pitágoras, desarrollan una reflexión angustiada alrededor de la sangre derramada, de las
prácticas alimenticias de la ciudad y de las graves interferencias entre el asesinato y el sacrificio.
Reflexión que quizá no deja de tener relación con la instauración de los nuevos tribunales de sangre y de
las primeras definiciones jurídicas del homicida y de su estatuto dentro de la ciudad.” (Detienne, 2001:
192). Estos nuevos planteamientos morales son fundamentales para entender el rechazo de los dioses
homéricos y la posterior interpretación alegórica de carácter moral.
55
Véase también Jaeger, 2003: 60-76.
25

II. El nacimiento de la alegoría. De la palabra-mágica a la


palabra-diálogo. La alétheia. La censura filosófica de Homero y
Hesíodo. Sus primeros defensores. Jenófanes de Colofón, Teágenes de
Regio

En el capítulo anterior hemos visto algunos de los aspectos más importantes de


la sociedad, la política, la literatura y la religión griegas en el momento en el que la
alegoría aparece como método interpretativo de los poemas de Homero y Hesíodo. A
continuación, debemos examinar algunas de las causas que directamente determinan el
carácter de la alegoría en sus inicios. En concreto, nos parece necesario señalar los
parámetros que el nacimiento de la filosofía y la reflexión sobre el lenguaje, a partir de
la situación histórica delimitada en las páginas precedentes, establecen en el origen de la
alegoría y en la configuración de su naturaleza.
Como hemos visto, la desacralización de la poesía y la aparición de un nuevo
público, el formado por los ciudadanos, que puede criticar la obra, son fenómenos que
determinan la creación literaria en este siglo. Pero estos cambios son también la
consecuencia de una evolución más profunda en torno a la idea del lenguaje. Los
nuevos planteamientos se desarrollan a partir de la idea de verdad, la alétheia, en este
tiempo fronterizo entre el pensamiento mítico56 y el advenimento de un pensamiento
racional que ve en el lenguaje y en su relación con la realidad una situación
problemática. El propio concepto de alétheia, al que precipitadamente hemos
considerado sinónimo de verdad, no deja de ser difícil y, en cierto modo inaprensible,
desde la óptica del discurso lógico moderno. La verdad a la que se refiere, no es la que
se opone a mentira, sino la que se opone a ocultamiento u olvido, lethé. Alétheia se
refiere a la acción de desocultar, de traer a la luz. La alétheia no es una verdad lógica en
el sentido aristotélico del término, producto de la concordancia de una proposición con
su objeto -adequatio-, sino que es la acción de sacar a la luz en su relación dialéctica
con el ocultamiento. Tal vez ningún pensador contemporáneo ha tratado de acercarse
tanto al concepto de alétheia de los griegos del siglo VI como Martin Heidegger. Para el

56
La alétheia poética y religiosa queda atestiguada con mayor claridad que en otros escritos en la obra de
Hesíodo (Detienne, 1981: 29).
26

filósofo alemán la alétheia, es des-ocultamiento, “siempre y solamente en base al


ocultamiento, es decir litigio entre salida y persistencia en lo oculto” (Pöggeler, 1993:
174)57. La alétheia no es, pues, un espacio lógico, sino la tensión que se establece entre
dos fuerzas desiguales. El periodo histórico que nos ocupa, el siglo VI, es recordado a
menudo por Heidegger como un momento fundacional e irrepetible: “Sólo en esa
primera acuñación verbal en la que los griegos se expresaron sobre la verdad, brilló por
un instante tal luz sobre esa esencia de la verdad atravesada por la negación.”
(Heidegger, 1999: 88). La identificación entre alétheia y desocultamiento hace
distinguir a Heidegger entre alétheia y verdad:

La presencia depende del desocultamiento, pero no sucede a la inversa. (...) Si la esencia


de la verdad, que poco después se hará valer como coerción y certeza, sólo puede subsistir en el
ámbito del desocultamiento, entonces la verdad tiene ciertamente que ver con la alétheia, pero
no ésta con la verdad.
(Heidegger, 2000: 357)

Si la verdad, como afirma Heidegger, está enmarcada en la alétheia, queda por


decir de qué depende la alétheia misma. El autor de Ser y tiempo no responde; tal vez
no puede responder desde sus presupuestos ideológicos, ni desde su particular aventura
ontológica. La alétheia es en todo caso una encrucijada entre lo que queda oculto y lo
que, siempre con relación a esto, sale a la luz, en cuyo espacio tiene cabida la
posibilidad de la verdad58.
Sin embargo, los griegos del siglo VI ven la alétheia no sólo como una
encrucijada entre el sacar a la luz y lo que queda oculto, sino también como el espacio
en el que el desocultar mítico va poco a poco dejando paso al desocultar racional. La
palabra-mágica que abre el mundo de los dioses y la reunión, en virtud de la memoria,
de presente, pasado y futuro, se retira poco a poco y deja su lugar a la palabra-diálogo
en el que el desocultar de la alétheia es entendido como lugar de encuentro con el otro,
en la franqueza que aleja la mentira; una mentira que sustituye al olvido como contrario

57
W. M. Pfeiffer ha criticado el sentido puramente ontológico que Heidegger reconoce en la alétheia:
“The etymological approach to interpreting the notion has lost favour since Heidegger pushed it to a non-
Greek extreme, claiming that the “original” meaning of the term was the “unhiddenness Of Being” which
he construed as a purely ontological characteristic, opposed to the epistemological one of “correctness of
apprehension.” (Pfeiffer, 1979: 363). El examen despacioso y prolijo de la evolución de la alétheia desde
sus orígenes griegos hasta su transformación latina en veritas, según la interpretación heideggeriana,
puede verse en Parménides (Heidegger, 2005a: 5-92).
58
Véase Cuesta Abad, 1999: 128-132.
27

de la verdad: “el asunto de la conversación quedaba guardado y desocultado para los


hablantes mediante la palabra que lo desocultaba” (Gadamer, 2002: 379)59.
Este proceso y sus distintas vicisitudes ha sido estudiado cuidadosamente por
Marcel Detienne (Detienne, 1981). Respecto de la primera clase de palabra, la palabra
mágico-religiosa propia del pensamiento mítico, hay que señalar que se trata de una
palabra que se ubica sin matices en el plano de lo real. La palabra mágico-religiosa, que
se desenvuelve, en primer lugar en la esfera de lo divino, es una palabra eficaz, esto es,
que ejerce una acción directa sobre la realidad60. Se trata de una eficacia inmediata e
irrevocable. Esta palabra divina pasa a la poesía. Ya hemos visto, con sus diferentes
matices, el carácter religioso de la inspiración poética en poetas como Homero, Hesíodo
o, posteriormente, Teognis y Píndaro. Esta concepción de la inspiración permite que la
poesía se contagie de la naturaleza de la palabra divina y adquiera algunos de sus rasgos
más importantes. Así, observa Detienne que la palabra poética se realiza en lo real
integrándose en su orden: la palabra brota, crece y se marchita, como un elemento más
de la physis61.
La verdad mágico-religiosa, “hendida en la Memoria y articulada en el Olvido”62
(Detienne, 1981: 67) requiere de la confluencia de otras potencias para poder desplegar
su efectividad. En primer lugar, necesita de la diké, la justicia, que, al principio, se

59
Emilio Lledó ha profundizado sobre el sentido esencialmente dialógico de la palabra: “La vida de la
lengua nos ha enseñado que todo logos es fundamentalmente diálogo; que cada palabra es, hasta cierto
punto, la búsqueda de una respuesta y que la phoné emitida por un sujeto está sostenida no sólo por a
presencia de ese sujeto, sino que, además, está oída, entendida, interpretada (...). El logos se constituye así
en parte de un proceso en el que la existencia de cada uno de los que en él participan es, a su vez,
imprescindible componente de su mensaje” (Lledó, 1998: 29). Véase también Gadamer, 1996: 535 y ss, y
2001, especialmente las pp. 75 y 76.
60
Recordemos que en el concepto heideggeriano de alétheia también ésta se considera como una acción
de desocultar respecto a lo que permanece oculto. Por tanto, también se trata de una palabra que realiza,
no que constata o declara.
61
Cuando nos detengamos en la aportación del pensamiento de Heráclito al nacimiento y configuración
de la alegoría expondremos detalladamente esta vinculación del logos y la physis y estudiaremos la
importancia que esta identificación tiene en la constitución de la alegoría interpretativa. Ahora conviene
advertir que logikos se opone a physikos en cuanto formas de argumentación. El primero argumenta según
logoi o principios abstractos. El segundo conforme a hechos, sin que esto quiera decir “empíricamente”,
porque el razonamiento no se hace desde los fenómenos mismos sino desde unos principios generales que
los determinan (véase Aristóteles, Física, 204b).
62
La articulación de la memoria en el olvido que señala Detienne recupera este desocultar en relación a lo
que permanece oculto de la alétheia de Heidegger. No pocos poetas, desde el romanticismo han tratado
de recuperar la palabra mágico-religiosa vinculando la verdad a la fusión de estas dos potencias
contrarias. Entre todos los poetas que han seguido este camino destaca, como es bien sabido, la obra de
Paul Celan: “Nos amamos mutuamente como amapola y memoria” (Celan, P., “Corona”, 1996, 75). En su
comparación el poeta establece una relación analógica entre el amor de los amantes y el de la memoria y
el olvido, introducido por la metáfora de la amapola, y es interesante destacar la fuerza del adverbio
“mutuamente” en el verso que refuerza ese vínculo esencial entre ambas potencias: “wir lieben einander
wie Mohn und Gedächtnis” (ib., 74). Detienne considera que, en el pensamiento mítico no hay separación
28

vincula a la palabra regia. La palabra del rey es justa, eficaz, y se realiza


inmediatamente. En segundo lugar, la palabra mágico-religiosa requiere de la pistis, la
confianza entre el hombre y el dios que cristaliza en el juramento. Por último, la palabra
mágico-religiosa no tendría eficacia sin la peithô, la seducción de la propia palabra63.
Esta persuasión es ambivalente y puede ejercer una eficacia positiva o malévola, como
ocurre en el caso de las sirenas. En su vertiente positiva, peithô produce el olvido que
entrega al poeta y a sus oyentes al canto de las musas: el olvido-sueño que se opone al
olvido-muerte.
No sólo en el poeta reside la palabra mágico-religiosa, sino que ésta también
corresponde al rey y al adivino, portadores de peithô, diké y pistis: son hombres que
reconocen la aparición de los dioses bajo las apariencias más desconcertantes, que saben
oír el sentido oculto de las palabras, y, después, están todos los demás, los que se dejan
llevar por el disfraz, aquéllos que caen en la trampa del enigma (Detienne: 1981, 81).
En este aspecto externo de la palabra mágico-religiosa, relativo a los que no la
tienen, encontramos ya algunos de los rasgos que después pasarán a formar parte
esencial de la interpretación alegórica: la presencia de un sentido oculto bajo las
palabras entendidas como un disfraz; el enigma que éstas representan; y la distinción
entre dos tipos de personas según puedan o no puedan leer el sentido oculto de la
palabra enigmática. Son tres elementos, con un claro sentido de distinción social, que se
encontrarán presentes en la lectura alegórica a lo largo de su ya dilatada historia64. Pero,
por ahora, seguimos en esta situación histórica previa determinada por el pensamiento
mítico y en la distinción entre los que tienen y no tienen la palabra. Emilio Lledó ha
señalado que esta posesión de la palabra en manos de determinados grupos sociales es
uno de los rasgos elementales del pensamiento mítico:

entre alétheia y lethé, sino que más bien “se trata de dos polos entre los que se desarrolla una zona
intermedia en la que la Alétheia se desplaza hacia Lethé y viceversa (Detienne, 1981: 78).
63
Peithô, como persuasión, tiene una doble naturaleza: racional –capacidad objetiva de convencer- y
mágica, como psicagogía (Galí, 1999: 187). Apunta Detienne en el citado estudio las consecuencias de
una palabra mágico-religiosa en la que concurra la diké y la pistis pero se ausente la peithô, recordando el
caso de Casandra. La palabra de Casandra es eficaz y verdadera porque, en virtud de su especial
vinculación con los dioses, sus premoniciones se realizan, pero carece de la fuerza de persuasión, de la
peithô, suficiente para poder convencer a los que la rodean (Detienne, 1981: 69).
64
Más de veinticinco siglos después, esta diferenciación social resucitará en los poetas simbolistas y
decadentes. Baudelaire en Mi corazón al desnudo había apuntado: “Sólo hay tres seres respetables: el
sacerdote, el guerrero, el poeta. Saber, matar y crear. El resto de los humanos están cortados por el mismo
patrón y son aptos para el tajo, hechos para la cuadra, es decir, para el ejercer lo que se llaman
profesiones” (Baudelaire, 2000: 66).
29

No es una hipótesis muy arriesgada la de suponer que, cuando empieza a funcionar,


ideológicamente, todo el conglomerado de mensajes que denominamos mundo mítico, los
hombres no hablaban. Se comunicaban, tal vez, deseos o transmitían informaciones concretas;
pero hablar, sólo hablan el rey o aquellos miembros del grupo social que tenían funciones más o
menos religiosas. (...) Una especie de reflejo condicionado fue creándose en aquel pueblo, que
siempre oyó el lenguaje en boca del poder y que, inconscientemente, lo asoció con su inevitable
cumplimiento. Por eso es posible que el pensamiento mágico identifique palabra y cosa.
(Lledó, 2000: 120)

El pasaje de Emilio Lledó reviste una especial importancia si consideramos que


aborda el problema de la palabra mágico-religiosa desde una perspectiva ideológica
alejada de los parámetros místicos y adánicos, no exentos de nostalgia, con los que en
no pocas ocasiones ha sido abordado. La palabra es un instrumento de poder que se
ejerce por unos grupos dominantes y de un modo concreto en este periodo mítico65.
Posteriormente, como veremos, la palabra perderá su componente mítico pero no su
carácter de arma de dominación y, hasta cierto punto, su carácter mágico. La retórica
prestará los medios técnicos suficientes para que los que la conocen puedan ejercer su
poder sobre los demás. Así De Romilly ha señalado la tensión existente en la retórica
entre dos fuerzas, la mágica, defendida, entre otros por Gorgias y contra la que
reacciona Platón, y la técnica, representada, sobre todo, por Aristóteles (De Romilly,
1975).
Porque, si el pensamiento mítico había ofrecido una palabra poseída por unos
determinados grupos sociales, la apertura social que suponen las reformas políticas del
siglo VI y la consolidación de la ciudad como nuevo espacio de desarrollo humano trae
consigo la aparición, en consonancia con estos cambios, de una nueva clase social
urbana. Esta nueva clase, que disputa con la vieja aristocracia el ejercicio del poder,
demanda ahora una nueva palabra que ya no se desplace verticalmente de los dioses a
los reyes, sacerdotes y poetas y, a su vez, de éstos al resto de una población en la que
esta palabra se ejecuta y realiza con la violencia de las cosas inapelables. Por el
contrario, al abrirse la palabra a la ley, a la escritura y al espacio ciudadano, ésta cambió

65
En El retablo de las maravillas, el famoso entremés cervantino, los aldeanos experimentan la eficacia
de la palabra mágica de los estafadores Chanfalla y Chirinos. Los prejucios y miedos de los espectadores
a ser acusados de conversos o hijos ilegítimos, junto con la fuerza de persuasión de la palabra consiguen
que ésta sea eficaz, que cree una realidad ante la que respondan los aldeanos. Como advierte Eugenio
Asensio, en estos espectadores se da tal exageración en la simulación que casi se podría decir que estamos
ante un caso de alucinación (véase Asensio, 1965: 98 y ss.). El miedo y el prejuicio, como muestra
maravillosamente Cervantes, hacen mágica la palabra que se formula en determinadas circunstancias.
30

su naturaleza y se convirtió en la palabra-diálogo, la palabra que se intercambia entre


iguales en virtud del principio de isegoría. Esta palabra ya no se ejecuta inmediatamente
sobre los otros sino que se discute y se critica, se juzga, en definitiva, y de este juicio se
determina el acuerdo que la reconocerá como verdadera o falsa.
La palabra se distancia, de este modo, de los hechos y las cosas. La escritura,
sobre todo la escritura en prosa, es un elemento fundamental en la comprensión de este
proceso. Vernant observa que: “la redacción en prosa (...) no constituye solamente, con
respecto a la tradición oral y a las creaciones poéticas, un modo diferente de expresión,
sino una nueva forma de pensamiento (...) instrumento lógico que confiere a la
inteligencia verbal un dominio sobre lo real” (Vernant, 1982: 171-172).
Detienne ha señalado que el origen de esta palabra ciudadana está en las
asambleas militares. En éstas, la discusión se produce entre iguales y en el ámbito de
esta isonomía, la palabra debe ser persuasiva, pero no en el sentido mágico-religioso de
las sirenas sino en cuanto instrumento de dominación sobre los iguales. Se esboza así un
primer paso en la constitución de la retórica. La reflexión sobre el lenguaje requiere la
separación de la palabra de la realidad inmediata propia del pensamiento mítico. Esta
reflexión se produce en dos direcciones. La primera considera el logos bajo el punto de
vista de las relaciones sociales. A esta dirección pertenecen las aportaciones realizadas
por la sofística y la retórica66. Así, Demócrito, un hombre que vive la convulsa Grecia
de siglo V, reconocerá, por una parte, el carácter convencional del lenguaje y, por otra,
que “a menudo la palabra tiene mayor poder de persuasión que el oro” (DK 68 B 51,
Los filósofos presocráticos III, 2001: 223). La segunda aborda el logos como medio de
conocimiento de lo real y será objeto de la filosofía, la dialéctica (Detienne, 1981: 100 y
ss.).
Ha quedado, pues, determinada la importancia que en este momento tuvo el paso
de la palabra mágico-religiosa a la palabra-diálogo en cuanto ruptura de la posesión de
la palabra por parte de determinados grupos de poder. Pero cuando nos referíamos a la
diferencia entre los que tenían la palabra y los que carecían de ella, decíamos, con

66
En este ámbito la alétheia es sustituida por la doxa, la opinión, caracterizada por la ambigüedad y la
inestabilidad: “una elección que varía en función de la situación” (Detienne, 1981: 118-119). Arduini, al
señalar la pervivencia en la poesía de la palabra mágico-religiosa, observa que el logos, al perder su
vínculo con el ser (on), se convierte sólo en una manifestación parcial de la alétheia. “El problema reside
en el hecho de que los hombres toman este medio parcial por la verdad misma, engañándose porque
prestan oído no a una verdad sino a la doxa. (...) La poesía es apaté en relación con la doxa o bien es un
desvío con respecto a la verdad parcial del lenguaje degradado que conduce a la verdad originaria. No es
pseudos, porque pseudos es justamente la doxa, sino recorrido para reconciliarse con la verdad y el ser”
(Arduini, 1998: 127).
31

Detienne, que esta fractura social tenía su paralelo en los oyentes: los oyentes que
descubrían el sentido oculto bajo el disfraz de las palabras y los que no podían descifrar
el enigma del lenguaje.
Debemos, por lo tanto, detenernos en el examen del enigma. Porque la palabra
no sólo aparece en el pensamiento mítico en poder de determinados estamentos, sino
también aparece de un modo concreto, y este modo de aparecer la palabra es el enigma.
Se trata, por tanto, de precisar qué significa el enigma como disfraz de las palabras y
cómo pasa el enigma del contexto mítico al contexto racional. Efectivamente, en el
pensamiento mítico, el enigma sólo era formulado por los dioses y, en su caso, por los
portadores de la palabra, especialmente en el ámbito adivinatorio del culto a Apolo.
Colli cita un fragmento del Timeo platónico, en el que se alude al carácter exegético de
los adivinos, para explicar la doble naturaleza del enigma:

El texto es importante para distinguir, en el ámbito de la adivinación, el momento


extático y el discursivo-exegético. El enigma está, por así decirlo, en el límite entre esos dos
momentos, es decir, cuando la posesión apolínea se traduce en palabras inconexas y crípticas,
dictadas por el dios, pero que, en cuanto palabras, pertenecen ya al ámbito del hombre y sólo
esperan una ulterior actividad racional, para manifestarse en todo su alcance cognoscitivo.
(Colli, 1995: 449)

Este texto establece unos presupuestos respecto de la exégesis de cierto tipo de


discurso alegórico que puede ser muy útil en el momento de abordar el fenómeno de la
mística.
Cuesta Abad, por otra parte, ha subrayado la doble posición negativa del enigma
frente a dos extremos de la autocomprensión logo-trópica del significado, por la que
éste se divide entre dos modalidades distintas de trascendencia: “la logo-mística67 en la

67
Cuesta Abad define el alegorismo como la manifestación histórica donde más visible se torna la
hipóstasis de la interpretación tecnopoética por la que se suprime metafóricamente la expresión
metafórica que obstaculiza el acceso al significado, y señala que “en su constitución inicial coincide con
la concepción logo-mística que sustenta la cosmovisión cristiana” (Cuesta Abad, 1999: 59). En nuestra
opinión, la alegoría como mecanismo de interpretación es anterior al cristianismo y tiene un fundamento
no místico o religioso sino metafísico. A nuestro juicio, lo enigmático tiene importancia en el origen de la
alegoría y en determinados momentos de su historia, por ejemplo en el neoplatonismo, pero, a diferencia
de la decisiva importancia de la metafísica y de sus movimientos, el enigma no es una constante en su
historia. Precisamente, el cristianismo se “alegoriza”, más allá de las breves referencias paulinas, cuando
entra en contacto, con el fundamental precedente de Filón, con la sociedad alejandrina, fuertemente
helenizada, y hace suyas las preocupaciones metafísicas de esta sociedad, a través de Clemente de
Alejandría y de Orígenes. Por otra parte, es necesario advertir que el alegorismo, en sus inicios, no es
32

que el lenguaje (y su posibilidad de verdad) conecta con un sentido trascendente,


aunque incognoscible en su plenitud (… ); y la logo-mítica, para la que el lenguaje, en
cuanto medium que determina la posibilidad de verdad o falsedad, está ya siempre
fundando lo cognoscible hasta confundirse con ello” (Cuesta Abad, 1999: 57). La
alegoría, en su doble posibilidad hermenéutica y retórica, explorará ambos lados de la
negación enigmática. Sin embargo, acaso sea necesario pensar que la concepción de lo
enigmático que posee este momento inaugural de la civilización griega, aunque
recuperada, con más o menos diferencias en determinados momentos históricos, no
puede trasladarse, como categoría suprahistórica a épocas posteriores, a veces muy
alejadas, en todos los sentidos, del momento al que ahora nos referimos.
La primera vez que el enigma irrumpe en la literatura griega es en un fragmento
de Hesíodo (frg. 278) en el que se enfrentan dos adivinos Mopso y Calcante. El primero
logra adivinar los frutos de una higuera, lo que produce la muerte del segundo68. En este
sentido, resulta muy gráfica la conocida leyenda en torno a la muerte de Homero que
recoge el pseudo-Plutarco69.
En la esfera de la palabra-diálogo la tremenda hostilidad que suscita el ámbito
del enigma se degrada. El enigma deviene adivinanza, juego de ingenio para amenizar
los banquetes (Colli, 1995: 448), o instrumento educativo70. Cualquiera puede formular
un enigma y cualquiera puede intentar averiguar el sentido oculto de las palabras.
Estamos, por lo tanto, ante otra consecuencia de la extensión de los principios de
isonomía e isegoría. Giorgio Colli ha señalado que en este momento “el fondo
escabroso del enigma, la crueldad del dios hacia el hombre van atenuándose, quedan
sustituidos por un agonismo exclusivamente humano” (Colli, 1987: 68).
En los años que se extienden desde finales del siglo VII hasta mediados del siglo
VI, el enigma aparece vinculado a los orígenes de la sabiduría (Colli, 1987: 44 y ss.).
El enigma que la Esfinge plantea a Edipo ofrece el esquema fundamental de esta
cuestión en la Grecia arcaica. La Esfinge asalta a los tebanos y les presenta un enigma.

tanto un mecanismo de reducción del enigma –de la metáfora- a un significado determinado, sino que su
función es más compleja, al comenzar por la extrañeza ante las significaciones de unos textos que no eran
enigmáticos en su origen, sino que comienzan a ser enigmáticos en ese preciso momento.
68
Cf. Colli, 1995: 347.
69
El oráculo había advertido a Homero que se guardara del enigma de los hombres jóvenes de su ciudad
natal. Cuando Homero llegó a Ios, se encontró con un grupo de pescadores a los que preguntó qué habían
pesacado. Ellos que no habían pescado nada respondieron: “Cuanto cogimos lo dejamos, cuanto no
cogimos nos lo llevamos”. Se referían a los piojos que habían cogido después de haberlos matado.
Homero, según el relato, ante la imposibilidad de interpretar el enigma se retiró desanimado y murió.
(Pseudo Plutarco, 1989: 41-42).
70
Ib., p. 449.
33

Al no ser éstos capaces de resolverlo, la Esfinge los devora. Edipo resuelve el enigma y
la Esfinge, derrotada, se despeña y muere. Agamben observa al respecto:

La enseñanza liberadora de Edipo es que lo que hay de inquietante y de tremendo en el


enigma desaparece inmediatamente si se vuelve a llevar su decir a la transparencia de la relación
entre el significado y su forma, del que sólo en apariencia éste logra escapar. (...) Lo que la
Esfinge proponía no era simplemente algo cuyo significado está escondido y velado detrás del
significante “enigmático”, sino un decir en el que la fractura original de la presencia era aludida
en la paradoja de una palabra que se acerca a su objeto manteniéndolo indefinidamente a
distancia.
(Agamben, 2001: 232-233)71

Las cosas no quedan del todo aclaradas en este punto –no olvidemos que la
tragedia esta aún muy lejos de concluir-, porque el enigma no se presenta a Edipo, sino
que es el mismo Edipo el que vive en un enigma que viene determinado por su oscuro
nacimiento y por los terribles presagios que se abaten sobre él 72. ¿Es el hombre, como
afirma Edipo, el ser que es cuadrúpedo, bípedo y trípedo o es, en realidad, el propio
Edipo, que terminará ciego al final de la tragedia sofoclea, la solución del enigma y el
enigma mismo?
Porque el episodio de la Esfinge puede también pensarse en sentido inverso. Así
si la Esfinge hubiera preguntado a Edipo qué es el hombre, éste hubiera respondido que
el hombre es un animal cuadrúpedo, trípedo y bípedo, según sus diferentes edades. El
enigma, de este modo, quedaría por primera vez reducido a un juego de ingenio: la
Esfinge propone una cuestión incontestable: ¿Qué es el hombre? Y Edipo da una
respuesta ingeniosa que es irrebatible. De este modo, al invertir sus términos, se hace
manifiesto que el enigma ha quedado resuelto sólo en apariencia73. Pero, por encima del

71
Véase también Agamben, 2003: 144.
72
Dice José Vara respecto a Edipo que la tragedia de Edipo no es justificable “por sus defectos, que los
tiene, pero ninguno de una envergadura tal que guarde consonancia con sus desgracias.” La grandeza de
Edipo se debe, en su opinión a lo injustificable de su sufrimiento (Vara, 2000: 338). Ciertamente las
consecuencias de los actos de Edipo no guardan proporción alguna con su culpabilidad, pero, desde el
sentido trágico de lo enigmático que estamos examinando, la tragedia de Edipo se explica algo más aún
sin resultar justificable.
73
En palabras de Cuesta Abad, esta conversión del enigma en adivinanza supone una “comprensión
nominativa, esclarecedora y esencializante [que] depende casi por completo de un modo preconcebido de
entender la tarea hermenéutica, en virtud del cual ésta debe producir la juntura entre lo indeterminado en
la forma explícita o tácitamente interrogativa del enigma (… ) y la posible determinación esencial del
sentido inducida por la interrogación misma” (Cuesta Abad, 1999: 52-53).
34

lugar en el que se presenta la Esfinge, está el oráculo de Delfos74, el lugar que está
siempre presente en el mito y “cuyas palabras son enigmáticas”. Del mismo modo, por
encima de la Esfinge está Apolo, el dios del oráculo, Loxias “el torcido”, el mismo dios
vengativo que, como en el primer canto de la Ilíada, golpea a la población de Tebas con
la peste. En cierto modo, existe un paralelismo entre el ingenio de Edipo a la hora de
resolver el enigma de la Esfinge y la forma en que éste y Yocasta interpretan los
oráculos del dios. La actitud escéptica de ambos, motivada por el miedo y la ansiedad,
los lleva a relativizar el mensaje de los oráculos, curiosamente a través de
interpretaciones casuísticas o no literales, esto es, en cierto sentido, alegóricas. Estas
interpretaciones resultan trágicamente fallidas. En el abismo en el que habitan los
personajes de la tragedia edípica no hay otra solución para los enigmas que el
reconocerlos como tales, el desocultarlos75. Veámoslo detenidamente.
La Esfinge, en todo caso, es vencida por Edipo y perece por ello; pero Edipo no
puede derrotar en última instancia al dios de Delfos76. Sólo al final comprende y conoce
la verdad y sólo al final alcanza la sabiduría77. Esta verdad que alcanza Edipo es
alétheia: Es una verdad desocultada en cuanto que intuye un fondo inmenso que
permanece oculto e ignorado. Así lo interpreta Heidegger (Heidegger, 2000: 101-102):
Edipo representa la unidad intrínseca y el conflicto inherente entre ser y apariencia en
el pensamiento trágico griego. De este modo, al comienzo de la tragedia, Edipo aparece
envuelto en el brillo de la fortuna. Este brillo, como observa Heidegger, no responde a

74
Layo, padre de Edipo, acude a Delfos a suplicar descendencia. Edipo, años más tarde, acude también al
oráculo y mata a su padre en una encrucijada. Se casa con su madre, tras matar a la Esfinge, y, tras la
aparición en Tebas de una mortífera epidemia de peste envía a Creonte a preguntar al oráculo. La tragedia
se organiza y avanza en torno a Delfos y a la continua incomprensión de sus mensajes enigmáticos. El
dios y los oráculos son el motor omnipresente de esta tragedia.
75
Como advierte H. Musurillo, “Sophocles is struggling to express the deeper problem of man’s vision of
the world and its meaning. Zeus and Apollo are all-knowing; but their view of truth is inaccessible to men
and is like the darkness of night (...). When Oedipus finally sees the truth he can only scream and tear out
his eyes” (Musurillo, 1977: 89).
76
Ya al final de la tragedia Edipo exclama: “Apolo era, Apolo, amigos, quién cumplió en mí estos
tremendos, sí, tremendos, infortunios míos.” (Sófocles, 2000: 190). La esfinge, de este modo, anuncia y
precede al enigma, pero éste no se acaba en ella. Así parece insinuarlo Plutarco en “Isis y Osiris” cuando,
al decir que los mitos egipcios contiene oscuros reflejos de la verdad, pone como ejemplo gráfico de este
proceder simbólico la colocación adecuada de la Esfinge delante de los templos, como si su teología
contuviera una sabiduría enigmática (Isis y Osiris: 9, 354C).
77
Agamben señala que el delito de Edipo no es tanto el incesto como la hybris ante la potencia de lo
simbólico, porque Edipo ha marcado nítidamente la frontera entre el “decir claro” y el discurso de la
Esfinge cuya esencia es “un cifrar y un esconder” (Agamben, 2001: 234). Si se admite, siquiera como
posibilidad, la inversión de enigma y respuesta, esta hybris se agrava y se justifica más abundantemente,
porque Edipo degrada el enigma a mero juego de ingenio. Es evidente que el problema de esta inversión
estriba en el diferente significado de “es” en uno y otro caso. De todas formas, esta diferencia no sería
estudiada sistemáticamente hasta la Metafísica de Aristóteles, como tendremos ocasión de ver en nuestro
capítulo VII.
35

una apreciación subjetiva sino que pertenece al propio Edipo, hasta que, tras la
apariencia, se descubre su ser de asesino de su padre e incestuoso. El empeño edípico
por desocultar la verdad tiene un precio muy alto. Cuando Edipo se arranca los ojos
queda sumido en la oscuridad, renuncia para siempre al brillo, a la apariencia en la que
vivía sumido78. Heidegger concluye:

Sin embargo, no debemos ver en Edipo sólo al hombre que cae sino comprenderlo
también como aquella figura de la ex-sistencia griega cuya pasión fundamental se atreve a
avanzar hasta el último extremo con la mayor ferocidad, la pasión del desvelamiento del ser, es
decir, la lucha por el ser mismo.
(Heidegger: 2003, 102)

Es evidente que Heidegger actúa aquí como alegorista –un alegorista ontológico
en cualquier caso-. Él mismo parece reconocerlo cuando dice que Edipo debe ser
comprendido como figura. Edipo queda sumido en la oscuridad porque renuncia sin
remedio al brillo de la apariencia. La búsqueda de la verdad no lo ha llevado a la
claridad, sino a la oscuridad absoluta. Pero ¿cuál es esta oscuridad?, ¿en qué consiste?
Esta oscuridad consiste en la destrucción de la apariencia. La destrucción de la
apariencia que el mito de Edipo supone es una destrucción irónica en cuanto que
invierte la terminología que, al menos desde Homero, sustenta el uso de la luz y la
claridad como metáforas de la vida, frente a la oscuridad de la muerte79. Edipo vivía en
el brillo de su apariencia precisamente porque había resuelto el enigma de la Esfinge. El
brillo de Edipo es la clave de su actitud ante el enigma y de su aparente resolución,
también de la vida aparente. La oscuridad final, la pérdida de la apariencia implica, por
lo tanto, la restitución del enigma. Pero, a diferencia del enigma anterior, en esta
ocasión ya no hay Esfinge. La tragedia de Edipo descubre que la fractura original no
sólo no se ha restituido sino que es el hombre el que se sitúa en esa fractura al buscar la
verdad. Y la verdad, parece concluir Edipo, es el reconocimiento de su naturaleza
enigmática, de un enigma que no puede ser resuelto80. La identificación del hombre con

78
Heidegger se remite en este comentario al estudio de Reinhardt sobre Sófocles de 1933 en el que
califica a Edipo como “tragedia de la apariencia” (Heidegger, 2003: 102).
79
Véase Lledó, 2005: 28-30.
80
Heidegger lee a Heráclito en el sentido de decir que “la determinación de la esencia del hombre jamás
es respuesta, sino esencialmente pregunta.” (Heidegger, 2003: 130) y, en esa misma obra, Introducción a
la metafísica, refieriéndose a esta naturaleza enigmática del hombre cita unos versos de la Antígona de
Sófocles que podrían encajar perfectamente en el final de Edipo, tal y como venimos examinando su
36

el enigma hace que la pregunta que hemos supuesto formula la Esfinge pueda leerse de
modo afirmativo, incluso exclamativo: ¿Qué es el hombre?, Qué es el hombre.
El sentido mítico del enigma también termina secularizándose, si bien sigue
vinculado a la sabiduría. De esta forma aparece en el pensamiento de Heráclito81, Platón
y Aristóteles.
El nacimiento de la filosofía es sin duda el acontecimiento decisivo del siglo VI.
Por lo que a nuestro tema se refiere, es necesario advertir que sólo desde el nacimiento
de la filosofía y únicamente desde el peculiar sentido que tuvo su origen desde el mito,
puede entenderse y justificarse la existencia de la alegoría interpretativa82. Si la filosofía
no hubiera nacido o lo hubiera hecho rompiendo radicalmente con el mito,
probablemente la alegoría no habría tenido razón de existir.
Ya hemos señalado cómo el mito evoluciona acoplándose, desde su remoto
origen, al contexto social e ideológico del tiempo en que se mueve y hemos recordado
también cómo algunos poetas, Píndaro y Estesícoro entre otros, cuestionan el contenido
moral de los mitos censurando y modificando su contenido83. Sin embargo, ninguno de
estos cambios podía haber evolucionado hacia la alegoría de no ser por la aparición de
la filosofía. Del mismo modo, si la filosofía se hubiera apartado bruscamente del mito
rechazando la tradición poética homérica y hesiódica, la alegoría tampoco habría podido
tener lugar. Con la interpretación alegórica de los mitos y, en particular, de los poemas
de Homero y Hesíodo, cristalizan en el revolucionario ámbito del despertar de la
filosofía todas las tendencias religiosas, políticas, sociales y económicas que hemos
estado señalando en estas páginas.
La alegoría es una solución intermedia, a medio camino entre los diferentes
polos de tensión de este siglo, en la frontera entre la Era Arcaica y el periodo clásico de
la historia de Grecia. Como seguidamente veremos, la exégesis alegórica es un punto

carácter enigmático: “Muchas cosas son pavorosas; nada, sin embargo, / sobrepasa al hombre en pavor.”
(p. 136).
81
El caso de Heráclito es, no obstante, ambiguo. Como veremos en páginas ulteriores, precisamente en
esta ambigüedad radica parte de su oscuridad.
82
Buffière afirma: “Il es donc indispensable, pour comprendre les démarches et l´état d´esprit des
premiers allégoristes, de rappeler à grands traits la physique des Présocratiques: ceci nous permettra de
recréer le cadre où vont entrer, bon gré, mal gré, les dieux d´Homère ou ses héros.” (Buffière, 1973: 82).
83
La alegoría, como modelo hermenéutico, cumple, en este momento epigonal del pensamiento mítico
griego, la regla señalada por Gadamer respecto al surgimiento de la hermenéutica: “Of course,
Hermeneutics occurs in earlier times and forms, but even in these it represents an effort to grasp
something vanishing and hold it up in the light of consciousness. Therefore, it occurs only in later stages
of cultural evolution, like later Jewish religion, Alexandrian philology, Christianity as inheriting the
Jewish gospel, or Lutheran theology as refuting an old tradition of Christian dogmatics. The history-
37

intermedio entre la palabra-mágica y la palabra-diálogo; en este sentido, nos parece


fundamental la opinión de Hinks cuando dice que la alegoría es un nuevo idioma mítico
que sustituye a la vieja mitología creada por la mentalidad precientífica (Links, 1939:
62).
Por otra parte, la alegoría mantiene una actitud equidistante entre el rechazo del
sentimiento aristocrático de los textos y el mantenimiento de su valor pedagógico en el
nuevo contexto ciudadano y racional guiado por la idea de derecho y de isonomía. La
alegoría se hace un vago eco de la idea de responsabilidad moral de las religiones
órficas desarrollando la interpretación de los poemas homéricos, textos capitales de la
religión legalista, en el ámbito de lo íntimo, entendido en el doble sentido de lo moral y
lo psicológico. Además, la alegoría hermenéutica rompe con el antropomorfismo
homérico a favor de una lectura física de los dioses. Esta lectura supone una vuelta a la
naturaleza que el antropomorfismo había tratado de desterrar, como ya vimos al estudiar
las ideas de Gilbert Murray respecto de los esfuerzos religiosos de Homero, pero no en
sentido mítico sino filosófico.
La influencia de las dos corrientes religiosas analizadas en el capítulo anterior, la
religión olímpica y el orfismo, en el desarrollo de la exégesis alegórica ha sido
profundamente estudiada por Hinks en su obra Myth and allegory in ancient art. Para
Hinks, ambas religiones, con sus distintas concepciones del orden natural, y, en
particular, de todo lo relativo a las ideas del tiempo y del espacio, dan lugar a dos tipos
diferentes de lectura alegórica. De este modo, los dioses olímpicos se orientan
básicamente hacia una concepción espacial del cosmos84, incluyendo sus aspectos
meteorológicos. Así lo expone Hinks:

It is only to be expected then, that Olympian mythology, concerned with the more
accessible and observable forms of nature, should issue in the cosmological speculation of the
Ionians. Indeed, the only important difference between the mythical and the scientific attitude to
reality is that the former is inductive, the latter deductive.
(Hinks, 1939: 35)

embracing and history-preserving element runs deep in hermeneutics, in sharp contrast of emancipation
from authority and tradition” (Gadamer, 1997: 315).
84
Hinks se ocupa también de las diferencias entre la forma mítica de mirar el cosmos, la astrología, y la
nueva forma de la alegoría física. Para este autor, la alegoría usa una técnica mítica para un fin racional,
mientras que la astrología usa una técnica racional al servicio de una finalidad mítica (op. cit., 32).
38

En efecto, la alegoría física se desarrolla en el ambiente de la filosofía


presocrática de la naturaleza. Precisamente por su dependencia de lo que después sería
denominado metafísica, la alegoría puede invadir el terreno de la física.
Sin embargo, cuando los filósofos presocráticos se preocupan del tiempo,
pasando de la “cosmografía” a la “cosmogonía”, se suelen aproximar a los
planteamientos religiosos órficos (Hinks, 1939: 36). Esta tendencia se ve también
reflejada en la iconografía de este periodo, que desde el siglo V a. C. experimenta una
evolución hacia lo alegórico que corre paralela a la de las explicaciones filosóficas de
los poemas homéricos y hesiódicos (Hinks, 1939: 12). En el caso de la iconografía de la
época, la presencia del orfismo se hace más patente al mostrar una decidida inclinación
hacia la cosmogonía, con la representación de los aspectos temporales de los cuerpos
celestes85.
Dada la antigüedad de la exégesis alegórica algunos autores como Paul Diel se
han preguntado si ésta no viene impuesta por la propia naturaleza del mito (Diel, 1985:
12). Diel escribe desde un punto de vista psicológico que distingue nítidamente entre
símbolo y alegoría al modo romántico y, sobre todo, neokantiano. Posteriormente
hemos de tratar por extenso esta cuestión dado que, a nuestro juicio, gran parte de los
problemas que competen a esta figura proceden de esta oposición, más neokantiana que
romántica, entre símbolo y alegoría. De todos modos, la pregunta de Diel sigue sin ser
contestada: ¿hay algo en la propia naturaleza del mito que propicie la interpretación
alegórica? En nuestra opinión, el mito, por sí sólo, no puede dar pie a este tipo de
exégesis; no puede ir mucho más allá de los esfuerzos de Píndaro y Estesíroco. Era
necesaria la filosofía.
Pero, entonces, ¿de qué modo propicia la filosofía el nacimiento de la lectura
alegórica del mito? En primer lugar, evitando, como hemos dicho, la ruptura brusca con
el pensamiento mítico. En segundo lugar, no sólo motivando un distanciamiento crítico
de los dioses homéricos, sino, sobre todo, elaborando un lenguaje -y una reflexión sobre
el mismo- suficiente para cubrir esa distancia y responder a las cuestiones que este
proceso de distanciamiento suscita86; por último, adelantando algunos conceptos nuevos
sobre la realidad, necesarios para la consecución de una visión racional del mito.

85
Op. cit., p. 33.
86
“Les Grecs de l´âge présocratique ancien ont forgé un vocabulaire d´une nouvelle espèce qu´on appelle
ontologique, parce que Parménide a nommé l´être, henologique, parce qu´Héraclite a nommé l´un, ou
sophologique, parce qu´il a nommé la chose sage, dans tous les cas, il y a avantage à manier les mots avec
rigueur” (Ramnoux, 1968: 287).
39

Jaeger ha observado cómo la aparición de la filosofía lejos de destruir la


especulación religiosa, aportó nuevos incentivos a su desarrollo. Ésta se volvió, en
cierto modo, dependiente de la filosofía, sin embargo también sabe mantener su
dominio desde las ventajas que frente a la filosofía le otorga su posición:

Esta ventaja reside en el hecho de que mientras el filósofo necesita operar con conceptos
racionales de su propia invención, la teología actúa siempre con las imágenes y los símbolos de
un mundo de ideas religiosas vivo y firmemente arraigado en la conciencia popular. Hasta la
filosofía tiene que retroceder en busca de semejante simbolismo cuando se encara con los
últimos enigmas.
(Jaeger, 2003: 61)

En este proceso de formación de un nuevo lenguaje que posibilitara la reflexión


filosófica, Gadamer ha destacado, a modo de ejemplo, dos aspectos que serán cruciales
en el desarrollo de este trabajo: el uso del neutro, que permite poner como sujeto lo que
es objeto intencional del pensamiento87; y la existencia de la cópula, esto es, del verbo
ser usado como nexo entre sujeto y predicado88. El primero de estos aspectos daría
lugar, no sólo al advenimiento del concepto, sino, con él, de la personificación como
abstracción de realidades intangibles. El segundo originaría la discusión sobre las
diferentes acepciones de ser, que, sistematizadas por Aristóteles en su Metafísica,
generaría a su vez la cuestión de la analogia entis, de capital importancia para la
orientación de nuestra investigación.
En realidad, como observa Blumenberg, el mito es ya un primer proceder del
logos, en su esfuerzo por nombrar lo desconocido y con ello desactivar en buena medida
la angustia que tal desconocimiento produce en el hombre antiguo89. Así, el proceso
alegórico por el que la filosofía se acerca al mito ya reconoce en el mito, aun cuando no
vislumbra en él la actuación del logos, los objetos de los que debe ocuparse y para los
que cree haber encontrado el método definitivo90. En todo caso, la relación del mito con
la filosofía en la Antigüedad tiene una naturaleza propia que no debe entenderse, por
reducción ahistórica, como una oposición entre mito y ciencia, en el sentido actual del

87
Jaeger ha mostrado cómo el uso del neutro permite a Anaximandro formular por vez primera el
concepto de “lo divino” y las consecuencias decisivas que ester hallazgo produce en el pensamiento
teológico griego (Jaeger, 2003: 36-37).
88
Cf. Gadamer, 1995: 18.
89
Véase, en este sentido, Gadamer, 1995: 40-41.
90
Cf. Blumenberg, 2003a: 33 y ss.
40

término. Tal oposición responde, de nuevo, a una visión neokantiana de la cuestión que
pretende remontar a Platón el inicio de una tradición teorética que alcanzaría su
culminación en Kant, aun a costa de rebajar la decisiva importancia de los mitos en la
obra platónica (Blumenberg, 2003a: 58).
Jean-Pierre Vernant ha observado este proceso de la relación entre la filosofía
primera y el mito en Grecia y ha señalado que:

La filosofía no rechaza la noción de lo divino: desde el principio la utiliza y la


transforma. Para los físicos de Jonia, lo divino está presente en el interior de este mundo que
ellos tienen que explicar. (...) Como los dioses, los principios [físicos] se oponen a los
fenómenos naturales porque son invisibles (...). Son eternos e indestructibles (...). Sin embargo,
lo divino, en lugar de ser el ámbito de una revelación misteriosa y secreta, se convierte en objeto
de una investigación a la luz del día. No se presta ya solamente a una visión de lo inefable; debe
ser expresado y formulado en un discurso. Su permanencia y su unicidad permiten dar de él una
definición unívoca. Lo divino, bajo la forma de lo inteligible, responde a un modo de
conocimiento particular, que se expresa en un lenguaje cuyo rigor se opone a las expresiones del
lenguaje vulgar.
(Vernant, 1982: 84)

Observemos cómo la inmanencia de los dioses de la filosofía exige un lenguaje


propio y riguroso, pero no una palabra mágica como en el lenguaje característico del
pensamiento mítico. Como han señalado Kirk, Raven y Schofield, la tarea principal que
la filosofía afrontó en su empresa de trascender el mito, consistió en “el abandono de la
personificación” Sin embargo, como estos autores reconocen: “La transición de los
mitos a la filosofía (...) es mucho más radical que lo que supone un simple proceso de
despersonificación o de desmitificación, entendido tanto como un rechazo de la alegoría
como de una especie de desciframiento” (Los filósofos presocráticos, 1987: 114-116).
Es necesario leer este texto con cuidado. En principio, estos autores consideran que la
filosofía despersonificó el mito; después añaden que fue mucho más allá del rechazo de
la alegoría. ¿Cómo debe entenderse aquí la palabra alegoría? Para poder responder a
esta cuestión es preciso advertir que los autores a los que nos referimos están aludiendo
a dos conceptos diferentes de alegoría. En primer lugar, cuando aluden a este proceso de
desmitificación y despersonificación, se están refiriendo a la alegoría interpretativa. Esta
alegoría es, según nos informan, propiamente filosófica, como se deriva del hecho de
ser reconocida como un instrumento de despersonificación del mito. De esta alegoría,
41

precisamente, tratamos en este capítulo: un método de desciframiento, por emplear sus


propias palabras. En el segundo fragmento, se refieren a la alegoría retórica, entendida
como el mecanismo que marca el proceso inverso: la personificación. Ésta es la alegoría
que, en cierto modo, rechaza la filosofía. Del texto puede inferirse que se trata de dos
estructuras paralelas y, desde el inicio de la filosofía, complementarias: la alegoría
retórica, presente, como se infiere del texto, en el proceso de configuración
antropomórfica de los mitos homéricos y hesiódicos habría, según éste, precedido a la
alegoría hermenéutica, cuya labor habría consistido, desde la filosofía, en desandar el
camino, en descifrar las claves dadas por los poetas.
Esta teoría, la de que la alegoría retórica y la interpretativa son inseparables y,
por tanto, una siempre implica a la otra, ha sido defendida por muchos estudiosos del
tema91. Sin embargo, admitir esta circunstancia no debe conducir a pensar que Homero
y Hesíodo conocían, al escribir sus poemas, todo lo que sabían sus exégetas del siglo

91
Es cierto que, como observa Ferraris, no existe en la antigüedad una contraposición radical entre
retórica y hermenéutica. Así, citando a Gadamer afirma: “La retórica [...] pertenece al espíritu de la más
antigua filosofía griega, el arte de la comprensión es una consecuencia de la sucesiva disolución de
sólidos lazos con la tradición y del intento de conservar y de elevar a la luz lo que está en vías de
desaparición.” (Ferraris, 2000: 15). En este ámbito, también ha insistido Pépin. En efecto, en el artículo
titulado “L´herméneutique ancienne” (Pépin, 1975), afirma que el término griego hermeneia, traducido de
forma reductora al latín por interpretatio, no era siempre equivalente de exégesis. Así, su sentido original
admitía también la acepción de “significar hablando”, de elocución. La hermenéutica vendría, de esta
forma, a estar más cerca de la interpretación en el sentido de exteriorización física de los contenidos
mentales mudos en sí mismos que de la exégesis. Ahora bien, la hermenéutica, en el caso concreto de la
hyponoia, se ajusta quizá con mayor precisión que la mera exégesis a las pautas apuntadas por Pépin. En
efecto, al explicar el sentido oculto del texto da voz y expresión a un contenido mudo de éste. Pero,
además, el hecho de que la palabra “hermenéutica” tenga diversas acepciones, como significar, exégesis o
traducción no implica que las realidades a las que alude por polisemia se confundan. De hecho, pensamos
que el planteamiento de la cuestión obedece, precisamente, a la confusión que a veces se produce en la
traducción de un término que a menudo es agente, al referirse a la hermenéutica como ejecución de la
palabra, como paciente, dando lugar a las confusiones que cita en la páginas 293 y 294 de su artículo. De
todos modos, entendemos aquí retórica en sentido estricto, es decir, como ciencia de la persuasión
mediante el discurso, a partir de Córax, y los litigios sobre la propiedad en la Sicilia de comienzos del
siglo V (cf. Barthes, 1990: 89 y Mortara Garavelli, 2000: 18). Como dice Mortara Garavelli, Gorgias será
el primero en fundir poética y retórica, pero esto no será hasta aproximadamente el año 427 a. C. (ib., p.
21). Para Barthes, esta fusión no será definitiva hasta la época de Augusto, si bien Quintiliano aún
distingue entre ambas (op. cit., p. 94). Sobre estas cuestiones habremos de volver más detenidamente en
páginas ulteriores. Respecto a la influencia de la retórica en la hermenéutica, aunque siempre ha estado
presente, es necesario señalar que ésta llega a su punto álgido con la exégesis cristiana de Beda y su
distinción entre allegoria in verbis e in factis. Pero esta diferencia y al mismo tiempo, relación, entre
retórica y hermenéutica no debe confundirse, como tendremos ocasión de exponer detenidamente a lo
largo de este trabajo con la tercera acepción de alegoría, la ya señalada “alegoría deliberada”, que cifra su
aparición en la Antigüedad Tardía, con la Psicomaquia de Prudencio. Tampoco están claros los límites
entre la hermenéutica y la poética. En opinión de Paul de Man, “se puede considerar la historia de la
teoría literaria como el intento continuado de desenredar este nudo y hacer constar las razones por las que
no se consigue” (De Man, 1990: 90). Sin embargo, al diferenciar la exégesis alegórica de la alegoría
como figura retórica hacemos alusión, no sólo a estas imprecisas pero innegables diferencias, sino al
hecho de que incluso reconociendo esta difícil separación, no existe entre ambas, como se irá exponiendo
a lo largo de este trabajo, una simetría que permita acercarlas a ese nudo que de Man ve en la relación
42

VI, dando la razón a éstos en su propósito de encontrar la razón de los autores de la


Ilíada y la Teogonía. Esta posibilidad, evidentemente, no es admisible92. En realidad,
como señala Tate, la interpretación alegórica pretendía, en un ámbito más de filósofos
que de gramáticos, apropiarse de las tradiciones míticas desde el terreno puramente
especulativo: “Thus allegory was originally positive, not negative, in its aim; its purpose
was not so much to defend the poetic traditions against charges of immorality as to
make fully explicit the wealth of doctrine which ex hypothesi the myths contained.”
(Tate, 1929: 142).
Por eso no puede decirse que Homero y Hesíodo utilizaran la personificación,
como figura retórica conscientes de su función al modo de los rétores sicilianos del
siglo V a. C., y menos aún, lógicamente, para disfrazar las tesis sostenidas por los
filósofos de la naturaleza del siglo VI. De hecho, como ha apuntado Lloyd, citando a
Frankfort:

El término mismo de “personificación” puede inducir a error. Frankfort lo ha desechado


en tanto en cuanto se aplique a creencias primitivas: “El hombre primitivo desconoce
simplemente un mundo inanimado. Por esto mismo no “personifica” fenómenos inanimados ni
llena un mundo vacío con los espectros de los muertos como el “animismo” nos podría hacer
creer” (...) La personificación no debe entenderse como un proceso consciente de atribución de
vida a lo inanimado.93
(Lloyd, 1987: 191)

Por tanto, hay que convenir que la labor de desciframiento de la alegoría


hermenéutica no consistió, ni quizá podía consistir, en desandar un camino ya recorrido,
sino en abrir un espacio nuevo, desde postulados impensables por los autores a los que
glosaban.

entre poética y hermenéutica. Algunos artículos recientes sobre la alegoría antigua han seguido con-
fundiendo la alegoría retórica con la hermenéutica (véase, por ejemplo Vanderdorpe, 1999: 75 y ss.).
92
López Eire se expresa también en este sentido. Únicamente cabe hablar de personificación en algunos
fragmentos aislados como es el caso de la lucha entre Poseidón y Escamandro. López Eire critica la
actitud de algunos alegoristas, sobre todo los estoicos, de hacer coincidir a los poetas con sus propios
postulados filosóficos (López Eire, 2002: 65-66). Esto no obstante, Pfeiffer recoge una posible alegoría
intencional en Homero, en concreto en el Canto I, 502 y ss. de la Ilíada, Se trata, según este autor, de una
alegoría moral que excede la pura personificación, en la que la actitud del penitente se traslada a las
“Suplicas” (cf. Pfeiffer, 1981: 28).
93
La personificación, desde el punto de vista de la retórica, estará vinculada a los efectos de
dramatización propios de las escuelas asiánica y rodia, tal y como estudiaremos en el capítulo IX, al
examinar su tratamiento en la Retórica a Herenio.
43

La consecuencia de esta evidente premisa, es que la alegoría retórica tuvo que


ser de hecho posterior a la alegoría hermenéutica94. Esto no significa, repetimos, que no
hubiera un propósito retórico, incluso personificador en Homero y Hesíodo, sino que
éste hubo de ser tan esencialmente diverso del que en el siglo VI se puso de manifiesto;
y que en ningún caso cabe equiparar estos esfuerzos con los que después dieron lugar y
cuerpo a la retórica. Señalar que la alegoría retórica tuvo que ser posterior al nacimiento
de la alegoría hermenéutica no es contradictorio con la afirmación antes expuesta de que
ambas son inseparables, porque, desde el momento en que la alegoría se consolida como
fórmula de interpretación, ésta trae consigo, aunque como posibilidad, la vertiente
retórica95.
Este problema es limítrofe de otro que recorrerá toda la historia de la alegoría y
que tendremos oportunidad de estudiar detenidamente: qué textos admiten la posibilidad
de ser interpretados alegóricamente y cuales son los criterios a tener en cuenta para ello.
Se trata de precisar qué se entiende por ese camino nuevo que, paradójicamente, debe
desandar la alegoría con relación al texto y su sentido.
Es Jenófanes de Colofón (580-475 a. C.) el primer crítico expreso de Homero.
Con Jenófanes se abre la polémica entre la poesía y la filosofía recién nacida que llegará
a su punto álgido, dentro de la literatura griega, con la expulsión de los poetas de la
República platónica. Las calladas censuras de poetas y pensadores anteriores se
convierten en una censura sin reservas del mundo homérico y hesiódico:

Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo cuanto es objeto de vergüenza e
injuria entre los humanos.
Y contaron muy a menudo acciones vituperables de los dioses: que robaban, cometían
adulterios y se engañaban unos a otros.
Es que los mortales creen que los dioses han nacido y que incluso tienen, vestidos, voz
y figura como ellos.
Pero si los bueyes, caballos y leones tuvieran manos y pudieran dibujar con ellas y
plasmar imágenes, como los hombres, dibujarían las figuras de sus dioses y crearían sus

94
Paul Ricoeur incide en este sentido predominantemente interpretativo de la alegoría al considerar que la
alegoría “ha sido mucho más una modalidad de la hermenéutica que una creación espontánea de signos.
En vista de esto, sería más conveniente hablar de “interpretación alegorizante” que de “alegoría.”
(Ricoeur, 1969: 253).
95
Ejemplo de esta interpretación retroactiva y anacrónica de la intencionalidad retórica de Homero la
ofrece el pseudo Plutarco al afirmar: “El discurso político está dentro del arte retórico, en el que Homero
fue el primero, según parece. Pues si la retórica es la facultad de hablar con persuasión, ¿quién más que
44

cuerpos, los caballos con formas de caballos, los bueyes de bueyes, tal como fuera la figura que
cada uno poseyera.
Los etíopes afirman que sus dioses son de nariz ancha y negros, y los tracios, que tienen
los ojos azules y son pelirrojos.
(García Gual, 1992: 249)

Sin embargo, junto a estos ataques a Homero y Hesíodo, Jenófanes se muestra


como un teólogo que no rechaza el mito piadoso: “Y en primer lugar conviene que
varones prudentes canten himnos a dios, con mitos piadosos y discursos puros” (Barnes,
1992: 106)96.
Las líneas de ataque de Jenófanes al tratamiento dado a los dioses por Homero y
Hesíodo, tal y como se ve en estos fragmentos, comprenden varios aspectos97. En
primer lugar se plantea una crítica moral en la que la responsabilidad jurídica se enlaza
con la responsabilidad en el espacio de lo íntimo: delito y vergüenza concurren en los
dioses de la Ilíada y de la Teogonía. En segundo lugar, se dibuja un espacio más amplio
de crítica: el problema radica en el antropomorfismo de los dioses. Jenófanes ironiza
con la posibilidad de unos dioses concebidos por animales que adoptaran sus formas. Es
interesante constatar en este fragmento de los dioses de los animales la intervención de
la pintura como arte de la ilusión y del engaño, tal y como habíamos visto al hablar de
las ideas de Simónides: los animales dibujarían dioses grotescos a su imagen98. En el
penúltimo fragmento, Jenófanes, al citar los casos de los dioses etíopes y tracios hace
gala de los procedimientos de investigación de su época, en particular la observación
directa: los etíopes y los tracios afirman. Se trata de algo constatable, no de un rumor o
de un hecho procedente de un tiempo remoto y legendario.

Homero destaca en este ámbito, él, que aventaja a todos no sólo en la sublimidad del lenguaje sino que
incluso en sus pensamientos muestra una fuerza equivalente a su dicción?” (Pseudo Plutarco, 1989: 146).
96
La dimensión teológica de Jenofanes es la más determinante de su personalidad en opinión de Jaeger
(2003: 43-59).
97
Sobre las relaciones de Jenófanes con la religión griega tradicional y, en particular, sobre su oposición a
las prácticas adivinatorias, puede verse Lesher, J. H., “Xenophanes´ Scepticism”, en Anton, J. P., Preus,
A. (eds.), Essays in ancient Greek Philosophy, State University of New York, 1983, pp- 20-40.
98
En realidad, Jenófanes es también presa de un antropocéntrismo que pudiera denominarse
atrevidamente, kantiano avant la lettre, al exigir de unos dioses no antropomórficos un código de moral,
una especie de imperativo categórico humano y, en concreto, helénico. A este respecto dice Lesher: “But
a belief in the moral excellence of the gods sits rather uncomfortably with a conviction of their
dissimilarity to human beings. The attribution of moral attributes to the divine might well qualify as a
form of anthropomorphism itself in so far as it would imply shared moral traits as well as others attributes
(...) necessary for their possession (Lesher, 1992: 83). Quizá estemos ante una postulación del nomos, en
el sentido hesiódico, como ley que afecta a todos los seres y, desde luego, como afirma Lesher, ante una
concepción de los dioses como suma de perfecciones y virtudes.
45

¿Quién era realmente Jenófanes? Una tradición muy discutida sitúa a Jenófanes
como maestro de Parménides (Los filósofos presocráticos I, 2001: XXIII y 272). Al
parecer, Jenófanes era un rapsoda que recitaba públicamente los poemas de Homero99 y
Hesíodo y satirizaba en privado el contenido de estos textos. No sólo Homero y Hesíodo
fueron objeto de sus burlas sino que también descargó su ironía sobre el etnocentrismo
teológico griego, el orfismo y el pitagorismo, sobre todo su teoría de la metempsicosis
(Cappelletti, 1994: 115)100. No obstante, Jenófanes no era contrario a Homero y
Hesíodo como poetas, sino en cuanto educadores de los griegos. La preocupación de
Jenófanes por la ubicación de Homero y Hesíodo en el centro de la paideia es similar a
la que posteriormente mostrarán Platón y Plutarco (Detienne, 1985: 86). Así lo ve
también Jaeger que considera a Jenófanes como el impulsor de un nuevo tipo de areté,
desde la nueva ideología de la polis: “una fuerza del espíritu que crea en el estado el
derecho y la ley, el orden justo y el bienestar” (Jaeger, 2001: 171). Jenófanes ejerce la
crítica sobre estos textos desde su posición de ciudadano preocupado por la formación
de la ciudad101. En este sentido, resulta revelador comprobar que los delitos que
reprocha a Homero haber atribuido a los dioses, el adulterio, el robo y la mentira102, son
faltas que atentan fundamentalmente contra la organización social:

It is perhaps worth noting that Xenophanes singles out for mention forms of misconduct
involving the institutions of property and marriage, that is, crimes against organized society. We
should not suppose that Xenophanes was not offended by Homer´s depiction of Apollo on a
nine-day killing spree (Iliad 1. 44-50) (...). But these forms of wickedness are not explicitly
mentioned.
(Lesher, 1992: 84)

Más o menos por esta época, a mediados del siglo VI, se cuenta que también
Pitágoras criticó a Homero y Hesíodo: “Hiéronymus rapporte que Pythagore, dès le
milieu de VI siècle, avait vu, au cours d´une descente aux Enfers, les tortures infligées

99
En contra de esta hipótesis, cf. Los filósofos presocráticos: 1987, 242.
100
Sobre esta cuestión puede verse también Lesher, 1992: 78-80.
101
Cf. Lledó, 1961: 32.
102
Resulta interesante comprobar que, casi cinco siglos más tarde, Cicerón, al estudiar el problema de la
existencia del derecho natural y sus relación con las leyes positivas, se fija, curiosamente en las mismas
faltas que Jenófanes: “Si el derecho tiviera su fundamento en la voluntad de los pueblos, en los decretos
de los jefes o en las sentencias de los jueces, se podría, en tal caso, tener derecho a robar, a cometer
adulterio, a deponer testimonios falsos, con tal de que tales actos consiguieran la aprobación de los votos
o de las resoluciones de la masa.” (Cicerón, De las leyes I, XVI, 43-47, en Sofistas, 1996: 108). El
subrayado es nuestro.
46

aux deux poètes-théologiens en expiation de leurs injures envers les dieux.” (Pèpin,
1958 : 93)
La influencia de Pitágoras en la lectura alegórica de Homero es oscura. Buffiére
ha restado importancia a su influencia en el desarrollo de la alegoría, retrasando hasta el
neoplatonismo, en el siglo II d. C., la aparición de la alegoría mística. Sin embargo,
autores como Detienne y Flacelière defienden que la alegoría mística neoplatónica
hunde sus raíces en el pitagorismo103. El propio Lamberton reconoce la imposibilidad de
afirmar con certeza la datación preplatónica de algunos fragmentos pitagóricos referidos
a Homero, aunque considera posible que los poemas homéricos fueran usados en los
ritos de los primeros pitagóricos, incluso que se hiciera en esta escuela una lectura
moralizante de los mismos104 (Lamberton, 1986: 35). En cualquier caso, dados los
pocos testimonios sobre Pitágoras anteriores a Sócrates que sobreviven105 y que el peso
de la influencia pitagórica, en lo que a la alegoría se refiere, se hace notar en el
neoplatonismo, hemos optado por tratar el pitagorismo en el capítulo dedicado a la
alegoría neoplatónica.
La primera respuesta a las críticas de Jenófanes vino de la mano de Teágenes de
106
Regio y la interpretación alegórica107. Ésta es al menos la secuencia más extendida:
al ataque de Jenófanes sucede la defensa alegórica de Teágenes. Sin embargo, Jean
Pépin en su clásico libro sobre el tema, Mythe et allégorie, proponía una teoría
diferente. En el capítulo segundo de este libro (Pépin, 1958: 93 y ss.), Pépin se pregunta
si fue la alegoría un mecanismo articulado para defender a Homero ante los ataques de
sus detractores, como siempre se ha pensado, o si son otros los elementos que
relacionan ambos factores. Con anterioridad, Tate había planteado la cuestión
advirtiendo que, a pesar de que los primeros alegoristas habían tenido la intención de
defender a Homero, resulta evidente que tenían también otras intenciones. Para Tate, la
lectura alegórica de Homero nace de la apropiación por parte de los filósofos del
lenguaje de los poetas, como ocurre, sobre todo en el caso de Parménides y
Emplédocles, o del discurso oracular, como sucede en el caso de Heráclito:

103
Cf. Lamberton, 1986: 33-35.
104
Como veremos en nuestro capítulo IV, tal y como señala Tate, la lectura moral de un poema no
equivale a su lectura alegórica.
105
Dice Francisco Lisi que quedan cuatro versos burlones de Jenófanes, dos fragmentos de Heráclito, seis
versos de Empédocles, cuatro de Ión de Quíos y una breve referencia en la que hablaría de Pitágoras,
junto a tres pasajes de Heródoto (Los filósofos presocráticos I, 2001: 94).
106
Teágenes fue contemporáneo del persa Cambises, sucesor de Ciro, que subió al trono a la muerte de
éste en 530 a. C. y murió en 522 a. C.
47

Here is, I think, the circumstance in which we should look for the origin of the
allegorical interpretation of Homer, which grew up gradually with the gradual growth of the
more conscious allegorical use of mythical language to express theories which were at first only
partly philosophic.
(Tate, 1934: 107)

De esta forma, apunta Tate, Porfirio no dice que Teágenes fuera el primer
alegorista, sino que fue el primero que usó la exégesis alegórica para defender a
Homero, con relación al pasaje de la Teogonía en la Ilíada108 .
El problema es, para Pépin, de cronología y está vinculado a los ataque de
Heráclito a Hesíodo y, en general, al saber físico de los poetas. Dice Pépin: “Si
Héraclite critique, comme il semble bien le faire, le procédé de ceux qui en appelaient à
Homère pour garantir leurs propres théories, c´est que ce procédé lui était antérieur, et
l´on voit mal comment il aurait pu être appliqué sans le secours de l´allégorie”109.
Pépin recuerda que Heráclito ataca a quienes invocan a los poetas para justificar
sus teorías físicas, porque piensa que los poetas no pueden ser considerados una
autoridad en estas cuestiones. Ahora bien, este presunto saber físico de los poetas es,
según el autor francés, producto de la interpretación alegórica física de los mismos
incluida en un mecanismo cultural que había hecho de los poemas de Homero y
Hesíodo auténticos compendios enciclopédicos para la educación de los griegos.
Heráclito, como iremos analizando, no ataca tanto los poemas como a la autoridad en
materia física de los poetas. Estamos, por tanto, ante una crítica parecida a la de
Jenófanes, aunque en este caso parece haber un elemento añadido: esta posible lectura
alegórica que Jenófanes ignora110. Si Heráclito ataca este conocimiento antes de que
Teágenes responda a los reproches de Jenófanes, quiere decir o bien que ha habido
ataques al mito anteriores a Jenófanes ante los que ha habido ya una reacción alegórica,
o bien que la lectura alegórica es anterior e independiente de la censura de Jenófanes a
Homero y Hesíodo. Las fechas que hay que tener en cuenta son las siguientes:

107
Precisamente ha sido Detienne el que ha apuntado la posible influencia pitagórica en el alegorismo
físico-moral de Teágenes de Regio (Lamberton, 1986: 32).
108
Op. cit. p. 108.
109
Ib. p. 95.
110
Pero, ¿ignoraba realmente Jenófanes la lectura alegórica de Homero? Las fuentes parecen confirmarlo
cuando al hacer referencia a sus críticas a Homero y Hesíodo no mencionan ninguna alusión a esta
posibilidad interpretativa. Sin embargo, tal vez erróneamente, aplicando a Jenófanes ideas posteriores,
48

Jenófanes vivió, como hemos dicho, entre 580111 y 475 a. C. La extensa vida de
Jenófanes, como vemos, se prolonga prácticamente durante el siglo VI y los comienzos
del siglo V. Teágenes, que pasa por ser el primer exégeta alegórico, fue contemporáneo
de Cambises, es decir vivió aproximadamente en el último tercio del siglo VI. La fecha
de nacimiento de Heráclito es dudosa. Diógenes Laercio dice que alcanzó su madurez
durante la 69ª Olimpiada (504-501 a. C.) (DK 22 A 1, Los filósofos presocráticos I,
2001: 194). Pero este dato ha sido muy discutido. En todo caso, no es posible que haya
sido anterior a Jenófanes, aunque es difícil precisar si fue contemporáneo o algo anterior
a Parménides. Quizá naciera en torno a 549 coincidiendo con la caída de Lidia en poder
de los persas. Otros consideran que Heráclito debió alcanzar su madurez a finales del
siglo VI y, probablemente, su obra filosófica ya estaría cerrada en torno a 480 a. C. (Los
filósofos presocráticos, 1987: 266). Por tanto, fue contemporáneo de Jenófanes, aunque
mucho más joven y, como veremos seguidamente, es evidente, porque lo cita, que lo
conoció, directamente o a través de sus poemas; pero es difícil precisar qué pudo
conocer de Teágenes o de algún otro defensor de la alegoría física de los poemas de
Homero y Hesíodo. Si hacemos caso a la segunda cronología que hemos ofrecido, las
sospechas de Pépin resultarían infundadas, porque Heráclito habría tenido tiempo
suficiente para conocer las interpretaciones físicas de Homero y Hesíodo112. En todo
caso, conviene recordar que lo que dice Heráclito respecto de esta cuestión, lo
conocemos a través del Teeteto (180c-d) de Platón que atribuye a Heráclito las siguentes
palabras:

¿No tenemos acaso la tradición de los antiguos, quienes mediante la poesía ocultaban su
pensamiento a la mayoría, al decir que Océano y Tetis son la génesis de todas las cosas, de
modo que son como corrientes, y que nada está firme? Y los que vinieron después, más sabios,
lo mostraron en forma más evidente, para que también los zapateros, al escucharlos

pseudo Plutarco dice: “Jenófanes de Colofón, que invocó como primeros principios el agua y la tierra,
parece que extrajo esta idea de Homero.” (Pseudo Plutarco, 1989: 93).
111
Algunos autores retrasan la fecha de su nacimiento a los alrededores de 570 (Los filósofos
presocráticos I, 2001: XXIII).
112
En sentido contrario, Gadamer sostiene que Heráclito es mucho más joven que Jenófanes y
Parménides (Gadamer, 2001b: 13). Si se admite esta tesis, Heráclito tuvo aún más tiempo de conocer la
defensa de los poemas homéricos de Teágenes y, tal vez, otros alegoristas posteriores a las críticas de
Jenófanes. En todo caso, merece la pena recordar que, aunque algunos de estos filósofos, como
Parménides y Jenófanes, procedían de las colonias griegas occidentales, eran descendientes o incluso
oriundos de Asia menor, huidos a Italia y Sicilia ante la conquista de los persas, la misma de la que
advertía Heráclito (Jaeger, 2003: 43). En consecuencia, las distancias espaciales y aún temporales se
reducen si se tiene en cuenta que todos comparten de forma directa o indirecta la misma tierra de origen.
49

comprendieran su sabiduría, y cesaran de creer, insensatamente que algunas de las cosas están
firmes, mientras otras se mueven, y aprendieran que todas se mueven, y los honraran.
(Los filósofos presocráticos I, 2001: 203)

Es evidente que, en este fragmento, Heráclito señala algunas de las


características más reconocibles de la alegoría física: la atribución a los dioses de
fenómenos físicos y el propósito de ocultar a la mayoría estos conocimientos,
disfrazados de un lenguaje sólo accesible a una minoría iniciada. Sin embargo, como
hemos dicho, también era conocido Heráclito por su carácter aristocrático, casi
misántropo, y por su rechazo del presunto saber de los poetas y de algunos pensadores
de su época, como el propio Jenófanes o Pitágoras113: “Mucha erudición no enseña
comprensión: si no, se la habría enseñado a Hesíodo y a Pitágoras, y a su turno tanto a
Jenófanes como a Hecateo.” (DK 22 B 40, Ib., p. 241).
El objeto de la censura de Heráclito revela que estos protoalegoristas114 habrían
interpretado a Homero y a Hesíodo conforme a determinados conceptos de cosmos y de
physis. Ahora bien, para que esta primera alegoría física, presuntamente anterior a los
ataques a Homero, hubiera podido tener lugar, era necesario que la visión mítica del
mundo hubiera dejado paso, aun sin rupturas, a la visión filosófica del mundo, y esto no
pudo darse mucho antes de las críticas de Jenófanes, sin dejar abierta la posibilidad de
una crítica anterior a los poemas de Hesíodo y Homero, tan franca e inequívoca como la
de Jenófanes.
Por tanto, nos estamos moviendo en un margen de años tan estrecho –teniendo
además en cuenta la longevidad inusitada de Jenófanes-, que nos inclinamos a pensar
que la misma filosofía incipiente que da lugar a las críticas de Jenófanes, propicia la
lectura alegórica, tal vez simultáneamente, pero nunca independiente ni anterior al
nacimiento de la filosofía y de la conciencia racional del cosmos115 que ésta propicia.
Tal vez sea más adecuado ver ambas corrientes, la crítica a los poetas y la defensa
alegórica de los mismos como dos fenómenos característicos de la época y derivados de
las mismas causas, ya advertidas, en vez de tratar de establecer una relación de causa-

113
Cf. Guthrie, 1984: 389.
114
Respecto de esta alegoría anterior a Heráclito dice Tate: “As I have pointed out elsewhere, allegorism
can be seen at an early stage of its growth in one of these fusers of myths, Pherecydes of Syros, a prose
writer whose date is much earlier than that of Heraclitus. (...) My point is that whether Pherecydes
mentioned Homer or not he provides an excellent example of that process of rationalizing (to some
degree) and remoulding the myths for one’s own purposes –the process which later unfolds into overt
allegorism.” (Tate, 1934: 107).
115
Cf. Heidegger, 1999: 243 y ss.
50

efecto entre ambas o de establecer una secuencia temporal entre ellas. Porque es cierto
que la causa de la defensa alegórica de Homero y Hesíodo no está sólo en que algunos
filósofos cuestionaran sus poemas. Es necesario tener en cuenta, sobre todo, que la
nueva visión del mundo, el descubrimiento de la moral íntima y la consolidación de las
leyes y de los derechos en ellas formulados, permitieron la elaboración de un discurso
nuevo sobre unos textos recibidos del pasado e instalados en lo más profundo de la
sociedad griega. Heráclito mismo es, en cierto modo, un escritor alegórico y, tal vez, no
sea osado advertir que es, junto con Pitágoras, el conservador y renovador del sentido
mágico de la palabra en el nuevo contexto cultural que se abría con la aparición de la
filosofía y la consolidación del estatuto jurídico de la polis.
Es necesario, además, vincular ambas tendencias a una instancia superior, reflejo
de todos los acontecimientos históricos que venimos señalando. No se puede considerar
que la alegoría sea un mecanismo reaccionario como pudo serlo, en otro contexto, la
poesía de Píndaro y Teognis en defensa de la decadente aristocracia helénica. La propia
modernidad de la alegoría es radicalmente opuesta a la esencial antigüedad de las Odas
pindáricas. Sin embargo, cuando se hace especial hincapié en que la alegoría es un
instrumento de defensa de Homero y Hesíodo frente a los ataques de la filosofía, se
oculta su carácter innovador y su naturaleza consecuente con los postulados de la
filosofía. Quizá, por este motivo, algunos estudiosos han considerado la alegoría como
un método regresivo. Así ocurre con Edwin Honig quien afirma que la importancia de la
interpretación alegórica consistió no sólo en que sostuvo la integridad de los poemas
sino en que también defendió la visión del hombre de Homero y Hesíodo con sus
debilidades y heroísmo reflejados en sus dioses. Dice Honig que los intérpretes
alegóricos hacen hincapié en la “intención” que presumen inherente en estos textos
tradicionales. Consecuentemente, el trabajo de estos intérpretes tiende a preservar el
texto más allá de los resultados que ponen en duda la naturaleza moral de los libros.
Termina Honig diciendo que el intérprete del siglo VI a. C. se identifica con una clase
privilegiada de guardianes, padres primitivos, héroes y dioses. Como ellos, él busca
preservar las imágenes de autoridad y la trascendencia de los principios culturales
(Honig, 1982: 20-22).
A nuestro juicio, el planteamiento de Honig presenta algunas zonas oscuras. En
primer lugar, habría que señalar que el hecho de buscar la “intención” del autor no
significa, necesariamente, el descubrimiento de las posibles intenciones de Homero y
Hesíodo, sino más bien de atribuir a éstos las intenciones de los alegoristas. De esta
51

forma, el alegorismo es un mecanismo de “modernización” del pasado más que de


“arcaización” del presente116. Este procedimiento se puede ver en las soluciones que el
alegorismo aporta a los enigmas planteados por los textos, soluciones contemporáneas y
alineadas con las inquietudes ideológicas y “científicas” de la época117. En segundo
lugar, el intento de conservar el carácter enciclopédico de los textos y su utilidad en la
formación de los griegos no puede entenderse en un sentido aislado de lo anteriormente
señalado. De esta forma, la conservación de los textos va unida a la “reforma
educativa”. En tercer lugar, la tesis de Honig no contempla el valor como alegoristas de
Heráclito y Pitágoras, en este mismo siglo VI, o del propio Platón, casi dos siglos más
tarde. Por último, cuando Honig hace el retrato del intérprete alegórico de la época,
parece estar reflejando a Píndaro y Teognis más que a Teágenes o Heráclito. Si lo que
Porfirio refiere de Teágenes es cierto (Pépin, 1958: 97-98), se trataba de un hombre
profundamente admirador de los textos homéricos, pero también dotado de una
moderna sensibilidad moral, así como conocimientos físicos y psicológicos acordes con
las corrientes filosóficas del momento118. Buffière traza el siguiente retrato del
gramático de Regio:

Théagène, esprit curieux et hardi, ancêtre de cette lignée ininterrompue de grammairiens


que donnera ses plus beaux rejetons a l´époque alexandrine, esprit ouvert, sans doute, et en éveil
sur tous ces problèmes des origines et de la constitution du monde que préoccupaient son
époque, a imaginé ce rapprochement de la philosophie et de l´épopée, qui était en même temps
une apologie des poèmes homériques.
(Buffière, 1973: 104)

Así en el breve texto que se le atribuye, un escolio a Ilíada XX 67, la


Teomaquia, Teágenes niega que sea escandaloso que los dioses se enfrenten entre sí,
porque el poeta se refiere, en realidad, a la lucha de los elementos. De este modo, lo frío

116
Carlos García Gual observa que “La teoría alegórica, un intento por salvaguardar la lección verídica de
los mitos, sólo en apariencia escandalosos, es también un signo de ilustración al aceptar que el lenguaje
del razonamiento es el normal y que los mitos se expresan en otro lenguaje, secundario y poético, que hay
que traducir al código del logos para comprenderlo en toda su hondura y valor” (García Gual, 1992: 168).
117
En este sentido, el método alegórico arroja sobre la época en la que surgió el severo juicio de
Heidegger al decir que “Sólo aquellas épocas que ya no creen realmente en la verdadera grandeza de la
tarea de la teología son las que fomentan la opinión perniciosa de que una teología pueda hacerse más
atractiva o ser sustituida y convertida en más apetecible para las necesidades del momento gracias a una
supuesta restauración con ayuda de la filosofía” (Heidegger, 2003: 17).
118
Algún estudioso ha apuntado la posibilidad de que Teágenes perteneciera a la secta de los pitagóricos,
aspecto que es cuestionado por Buffière (op. cit., p. 105).
52

se enfrenta a lo cálido, lo húmedo a lo seco y lo ligero a lo pesado. Homero, concede a


los elementos nombres de dioses: Apolo y Hefesto para el fuego; Poseidón y
Escamandro para el agua; Ártemis para la luna; Hera para el aire, etc. Teágenes
establece los fundamentos de la alegoría física, en una línea próxima a las tesis
defendidas por los filósofos de su tiempo. Pero, seguidamente, también enuncia la
alegoría psicológica al relacionar a los dioses con potencias espirituales: Atenea para la
inteligencia; Ares para la sinrazón; Afrodita para la pasión; Hermes para la astucia
(García Gual, 1992: 168-169). El sistema diseñado, de este modo, por Teágenes
perdurará, aunque con los cambios que iremos viendo en los capítulos siguientes, hasta
el siglo II d. C. (Buffière, 1973: 136).
No parece, en consecuencia, que Teágenes responda al perfil aristocratizante al
que se refiere Honig. Por otra parte, si estos primeros alegoristas hubieran querido,
como dice Honig, salvaguardar la visión homérica y hesiódica de los héroes y dioses,
habrían sido más ambiguos respecto del tenor literal de los poemas, como ocurriría
después, en ocasiones, con la alegoría cristiana. Sin embargo, los alegoristas griegos
parecen prescindir del sentido literal de los textos que interpretan. Esta omisión del
sentido literal en la interpretación alegórica griega es sumamente significativa porque
revela uno de los elementos más radicales y “progresistas” del proceder alegórico. El
sacrificio del tenor literal del poema se hace en nombre de la presunta intención poeta.
Tate llama a esta clase de interpretación, interpretación histórica y, en el caso de que la
intención que se atribuye al autor sea falsa o errónea, como ocurre en casi todos los
casos de alegorismo, pseudo histórica (Tate, 1934: 109)119.
Detienne en su acercamiento a este periodo del inicio del pensar filosófico, llega
a conclusiones opuestas a las defendidas por Honig al afirmar:

En el espacio en que se despliega la actividad hermenéutica, la filosofía primera, si es


que quiere salvar el discurso de Homero, escoge la posición extrema, esto es, asigna a la
tradición la condición de “ficción” y obliga al intérprete-rapsoda a dar el rodeo por el otro
sentido, el “alegórico”.
(Detienne, 1981: 90)

119
No tiene Tate precisamente una buena imagen de la alegoría pseudo histórica de la que dice que
debería haber desaparecido después de las críticas de Platón. Sin embargo, como él mismo reconoce, la
alegoría pseudo histórica sobrevivió a Platón gracias a los esfuerzos de los estoicos, la escuela de Crates
y, paradójicamente, los neoplatónicos (p. 109-111).
53

III. Heráclito de Éfeso

Algo se ha dicho ya de la ambigua importancia de Heráclito en el proceso de


formación de la alegoría120. Lo hemos visto negar la autoridad “científica” de Homero y
Hesíodo en esa imprecisa interpretación física que tanto ha dado que pensar a Pépin.
Para Heráclito, contra el parecer de Jenófanes, los dioses homéricos no son
inmorales121. Sucede, simplemente, que Homero no ha comprendido a sus dioses,
parece decir Heráclito al afirmar según Plutarco que: “Cuando Homero implora “que la
discordia cese tanto entre dioses como entre hombres”, no se da cuenta de que maldice
la generación de todas las cosas, ya que éstas tienen su generación a partir de una lucha
y una contraposición” (DK 22 A 22, Los filósofos presocráticos I, 2001: 224)122.
Si se compara esta lectura de Homero, con la realizada por Teágenes, se
observará que Heráclito alinea a Homero con el filósofo de Regio, en cuanto que, a su
parecer, ninguno de los dos ha comprendido la naturaleza de los dioses y de los
acontecimientos que les rodean. Teágenes, ante la repugnancia de los hechos atribuidos
a los dioses, puesta de relieve por Jenófanes, ofrece una interpretación alegórica de tipo
físico. Teágenes persigue defender a Homero y sus poemas. Heráclito defiende a los
dioses frente al propio autor de la Ilíada. La interpretación del poema no busca
investigar la intención del poeta, sino que inquiere al poema mismo, dejando al margen
la opinión expresa del autor. Lo que Homero opine carece de importancia, porque
Heráclito le niega cualquier conocimiento y, por tanto, cualquier autoridad sobre el
tema; Homero no ha comprendido123. Con esta lectura de Heráclito nos encontramos

120
Tal vez un capítulo, siquiera tan breve como éste, dedicado a Heráclito pueda parecer poco pertinente
en un trabajo como el nuestro. Sin embargo, como esperamos demostrar a lo largo del mismo,
consideramos esencial su pensamiento para el desarrollo de la alegoría, en su vertiente más enigmática,
con el planteamiento de cuestiones que continúan siendo disputadas hasta nuestros días, en los planos de
la retórica y la estética, por una parte, y respecto del valor filosófico-religioso de la palabra, por otra.
121
No tiene la misma opinión respecto de las religiones mistéricas; a sus practicantes les profetiza el
fuego por sacrílegos. llama a las bacanales impúdicas y vergonzosas. Equipara oscuramente a Hades y
Dionisio. En general ataca a los que realizan sacrificios acusándolos de desconocer lo que son los dioses y
los héroes, y considera que raramente pueden darse auténticas purificaciones (Los filósofos presocráticos
I, 2001: 243-244).
122
En otro pasaje Heráclito declara que “Guerra es padre de todos, rey de todos: a unos ha acreditado
como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres” (DK 22 B 53, ib., p. 223).
Precisamente aquí radica, como dice Guthrie, “el meollo de la polémica de Heráclito con otros
pensadores”, en que se rebela contra el ideal de un mundo pacífico y armonioso (Guthrie, 1984: 422).
Sobre este fragmento, véase también Lledó, 1961: 29-30.
123
Heráclito se adelanta a Platón, como afirma Lledó, cuando pide que se expulse a Homero de las
asambleas públicas (Lledó, 1961: 28-29), pero también se adelanta a Platón en este otro aspecto: la
54

ante lo que Tate llama “interpretación intrínseca”, es decir, aquella clase de


interpretación en la que el exégeta considera las palabras del poema de forma objetiva,
con independencia de la voluntad del autor. Este tipo de interpretación puede derivar de
la consideración de que el poeta actúa inspirado por los dioses o las musas y que, por lo
tanto, es ajeno, en cierto grado o por completo, a lo que escribe (Tate: 1934, 110). La
interpretación de Heráclito desanda un camino nunca transitado, ni siquiera por el autor
del poema. Pero esto sólo puede darse porque Heráclito se considera poseedor, como se
irá viendo, de un conocimiento que permanece oculto a los hombres de su tiempo124.
Por otra parte, hemos afirmado que Heráclito es un alegorista, no en cuanto
intérprete, al modo de Teágenes, sino como autor de textos que pueden ser calificados
como alegóricos. Es ahora cuando debemos volver sobre estas cuestiones y examinarlas
en el seno del pensamiento del filósofo de Éfeso125. En primer lugar, debemos partir de
la ideas de Heráclito con relación a los conceptos de logos y physis. Tales conceptos y
su desarrollo dentro del peculiar modo de razonar de Heráclito son esenciales para
entender la construcción alegórica de su obra. La physis de Heráclito, tal y como
habíamos visto respecto de la alétheia, se hace patente en su ocultamiento: “A la
naturaleza le place ocultarse, y antes que a la naturaleza, al creador de la naturaleza”
(DK 22 B 123, Los filósofos presocráticos I, 2001: 231).
Ahora bien, la traducción de physis126 por “naturaleza” debe ser matizada. Como
ocurría en el caso de la alétheia respecto de la verdad, physis es un concepto que
responde a un modo de pensar y concebir la existencia genuinamente griego y, por
tanto, debe leerse con precaución para evitar equívocos. Así, no debe entenderse la
physis como lo físico, en el sentido de contrario o al menos distinto de lo espiritual. Tal
proceder es contrario al planteamiento griego de la cuestión (Heidegger, 2000: 202)127.

proclamación de la ignorancia del poeta frente a su propia obra, tal y como expone Platón en el Ión.
Recordemos que, para Heráclito, el verdadero saber nace del contraste del logos con la realidad (Lledó,
1961: 29).
124
Cf. Guthrie, 1984: 390.
125
No es necesario advertir del resbaladizo y oscuro pensamiento de Heráclito, cuya dificultad se ve
agravada por el estado muy fragmentado en el que se ha recibido su obra. A partir de Aristóteles se ha
considerado que el pensamiento de Heráclito se refería, como ocurre con el resto de los presocráticos, a la
physis. Sin embargo, Gadamer, a partir de las alusiones platónicas y de la interpretación de Diodoro, ha
sugerido la posibilidad de que su libro tuviera una orientación más política que física (Gadamer, 2001b:
42).Aquí nos limitaremos a exponer algunas ideas dadas sobre el tema que nos ocupa en sus textos y en
las interpretaciones de los diferentes estudiosos que han abordado su filosofía.
126
Jaeger ha puesto de relieve lo que supuso para el pensamiento griego el planteamiento del problema
del origen y cómo éste obligó a traspasar los límites de la apariencia sensorial (Jaeger, 2001: 155).
Gadamer, por otra parte, ha cuestionado que el propio término physis existiera como tal en el siglo VI a.
C. (Gadamer, 1995: 38).
127
Sobre el concepto heideggeriano de physis, véase especialmente Heidegger, 2003: 22-25.
55

En general, para los filósofos jonios, en un primer momento, physis hace referencia al
crecimiento en sentido universal. Los eléatas asocian la idea de physis a la definición
del devenir, oponiéndose a on, el ser y, en concreto, a su carácter acabado, teleuté. Poco
a poco, el concepto de physis fue adquiriendo un sentido más amplio y elevado. De este
modo, se adhiere el sentido de fuente del movimiento y el de sustancia primordial de
las cosas (Bravo, 2001: 19-21). La physis es el fundamento del que provienen todas las
cosas, siendo además su entidad misma. De tal modo que physis se entiende como
fundamento y como presencia de las cosas. Francisco Bravo ha reunido todos estos
rasgos de la physis afirmando que:

Physis no es sólo el sustrato común de todas las cosas que cambian, engendrándolas,
permaneciendo a través de sus variaciones y unificando su multiplicidad, sino también las
mismas cosas que cambian, consideradas en su proceso de cambiar.
(Bravo, 2001: 21)128

No es algo distinto de las cosas aunque no se identifique con ellas. La Física


aristotélica será platonizante en este aspecto, porque postulará la existencia de entes
suprafísicos, en el sentido de supramateriales, pero no en sentido sobrenatural objeto de
estudio de la teología129. Heráclito, por su parte, afirma que “a la naturaleza le gusta
ocultarse, y aún más al creador de la naturaleza”: el fundamento del ente permanece en
la sombra.
Pero la expresión physis tiene también otra lectura respecto de la relación entre
las palabras y las cosas, fundamental en el pensamiento de Heráclito. Porque la physis
se caracteriza, precisamente, por referirse a aquello que hace aparición; que, como dice
García Calvo, incluso se impone (García Calvo, 1985: 110). Por esto resulta chocante
que lo que se define por aparecer guste, sin embargo, de ocultarse. Además, si se sitúa
el fragmento en el contexto de la discusión sobre la naturaleza del lenguaje, como
propone García Calvo, habríamos de contemplar otra oposición: physei / thesei, esto es,
lo que aparece por naturaleza y lo que se establece por convención que, a su vez, remite,
a la oposición logoi / ergoi: las palabras frente a los hechos (García Calvo, 1985: 111).

128
Los sofistas opondrán physis, en el sentido de derecho natural, a nomos, concepto que termina
reducido al significado de costumbre o ley positiva (Bravo, 2001: 30); ver también Kerferd, 1993: 111-
130.
129
Para ver el desarrollo de este proceso en torno a la idea de physis, resulta clarificadora la
“Introducción” a cargo de de Echandia, a la Física de Aristóteles (1995: 7-68).
56

Por otra parte, Heráclito considera el logos como “el ser de lo ente (...)
recogimiento o reunión que permite aparecer y ejercer ahí delante de antemano a todo lo
que es en su totalidad en cuanto ente” (Heidegger, 2000: 352)130. Logos procede de
legein, de leer. Ahora bien, “leer” se entiende aquí, como advierte Heidegger, en el
sentido de recolectar, como con-juntar, esto es, reunión de varias cosas dispersas en una
sola. Esta reunión se refiere a lo que viene a la presencia, a lo que estando oculto
anteriormente, se muestra, sale de su ocultamiento. Para Heidegger, el logos es la
palabra, en tanto que lo que se muestra y encubre lo hace con relación al hombre y sólo
a éste le corresponde “decir del ser de lo ente”131. Si en principio legein no tiene nada
que ver con la lectura ni el lenguaje, sino con la recolección, y, sin embargo, los griegos
dieron esta denominación al decir, esto significa, en opinión de Heidegger, que
interpretaron la esencia de la palabra como fundamento esencial de todas las referencias
a lo ente. El logos determina todo lo que acontece (Guthrie, 1984: 395).
Es importante conservar este concepto del decir porque supone una
extraordinaria cercanía a lo real (Heidegger, 2000: 230-231). Sin embargo, no podemos
caer en la tentación de divinizar el logos de Heráclito; como recuerda Rodríguez
Adrados, la identificación del logos con una ley universal o con una especie de “espíritu
del cosmos” supondría un acercamiento demasiado estrecho a la concepción estoica del
término (Rodríguez Adrados, 1992: 41)132.
Esta es la base del logos de Heráclito, cuyas palabras crípticas resuenan con
fuerza en la obra de Martin Heidegger. Heráclito conoce el logos y adopta una actitud
vital en consecuencia con este saber que cree haber encontrado.

130
Guthrie ha señalado algunos significados del término logos en el siglo VI: narración todo lo que se
dice en el discurso; la idea de ser mencionado connota el sentido de estima, fama; reflexión, diálogo
consigo mismo, opinión; razón en el sentido doble de causa y razonamiento; verdad, alétheia; medida o
mesura; correspondencia, relación, proporción; principio general o norma; facultad de la razón. A paritr
del siglo IV a. C., se utiliza también como sinónimo de definición o fórmula. Guthrie advierte de que se
trata de una palabra que puede aparecer con otros sentido según el contexto en el que se inserte (Guthrie,
1984: 396-398).
131
Heidegger realiza una interpretación unitaria, en lo esencial, de los pensamientos de Heráclito y
Parménides. De este modo, considera que cuando Parménides dice “El pensar y el ser son lo mismo”, no
debemos interpretar esta sentencia en un sentido subjetivista kantiano sino que lo que debemos entender
que dice Parménides es que la unidad, el con-junto, se establece a partir de la mutua correspondencia de
lo que tiende a oponerse, idea expresada por Heráclito desde sus reproches a Homero: “ser y pensar están
unidos en el sentido de aquello que tiende a oponerse, es decir, que son lo mismo en tanto que afines
entre sí.” (Heidegger, 2003: 129). Heidegger concluye que ser quiere decir estar a la luz, aparecer,
ponerse al descubierto y, por lo tanto, donde impera el ser, allí impera lo que forma parte de él, la
percepción. En este sentido, se corresponden physis y logos.
132
En esta misma página, Rodríguez Adrados se pregunta: “¿Es el logos un elemento que encontramos en
una descripción sincrónica del mundo y que Heráclito sólo puede concebir como un universo corpóreo?
Esto parece indudable. Pero ¿es solamente esto o al tiempo es un universal diacrónico, una regla o plan u
orden en el cambio?”
57

García Calvo, en su reflexión sobre este fragmento relativo a la tendencia de la


physis a ocultarse, y en relación al logos, propone la siguiente conclusión:

Ello es que la pretensión de una physis o realidad ajena y anterior a todo lenguaje,
independiente de arbitrio y razón [logos], la apelación a algo por debajo de las palabras, es
justamente la convención y falsedad que constituye la apariencia que los hombres toman como
verdad de las cosas y las relaciones: lo que en el libro pues hace la frase de que la realidad gusta
de ocultarse es denunciar esa creencia y sugerir cómo, al revés, por debajo de las cosas están las
palabras y la razón, de modo que el descubrimiento de una natura o realidad no pueda ser más
que el reconocimiento de la convención (...) lo que aquí hace la lógica es invertir la relación
misma entre “inaparente” y “aparente.
(García Calvo, 1985: 111)

La lectura de García Clavo presenta un Heráclito moderno, casi persuadido de la


realidad lingüística del mundo, al menos del mundo que se configura como el
fundamento de las relaciones humanas; en definitiva, un alegorista, no el sentido
clásico, sino en el más reciente del término133.
Decíamos más arriba que Heráclito rescata la palabra-mágica de los tiempos
míticos. Esta vuelta a la palabra-mágica en y desde, paradójicamente, la filosofía, se
adopta en las sentencias de Heráclito con todas sus consecuencias. Guthrie afirma que
Heráclito se sitúa del lado de los inspirados, los poetas y los profetas (Guthrie, 1984:
391). Heráclito considera que: “Las mismas palabras existen en diversos tipos de
lenguajes: el normal, el de la vida diaria, y el lenguaje religioso. Éste es más verdadero”
(Alegre Gorri, 1988: 79) 134. No obstante, como advierte Edward Hussey: “Heraclitus
differs from the average prophet in the important respect that he does not rely on a
essentially private revelation. But the needs of the situation as he sees force him to
adopt the same style” (Hussey, 1983: 53)
El alejamiento de la ciudad, la misantropía, el talante aristocrático, son indicios
de su desconfianza en la palabra-diálogo que, como hemos visto, empezaba a
consolidarse en el mundo griego135. Es difícil encontrar antes de Jenofonte y los

133
Véase la tercera parte de este trabajo: “La alegoría y la estética moderna”.
134
La diferencia de lenguajes en Heráclito prefigura la distinción heideggeriana entre las “habladurías” y
el “habla” (Heidegger, 1998b: 186-189).
135
François Heidsieck ha estudiado la oposición en el discurso de Heráclito entre legein, como acto de
enunciación y eipein, “decir cualquier cosa”. Los hombres creen erróneamente que son los amos de su
palabra. Apolo, por el contrario, “laisse une vérité qui déborde l´intention du locuteur sourdre à travers un
58

epicúreos, un griego menos interesado en la política que Heráclito136: “Y cuando fue


requerido por ellos [los efesios] para instituir leyes, despreció el ofrecimiento en razón
de que en el Estado prevalecía ya una mala estructuración política. Se alejó así de la
vida pública (...). Finalmente se hizo misántropo y fue a vivir a las montañas.” (DK 22
A 1, Los filósofos presocráticos I, 2001: 197).
El rechazo de la palabra-diálogo llevó a Heráclito incluso a no reconocer
maestro alguno y a afirmar que todo lo que sabía había sido resultado de su peculiar
autoinvestigación: “No fue discípulo de nadie sino que dice haberse investigado a sí
mismo y haber aprendido todo de sí mismo. Pero Soción afirma que algunos han dicho
que fue discípulo de Jenófanes.” (DK 22 A 1a, Los filósofos presocráticos I, 2001:
196)137.
Nos parece que cuando Heráclito dice que no fue discípulo de nadie, se refiere a
que su “camino del pensar” se distanció tan notablemente de sus posibles maestros que
no es posible ya reconocer una influencia decisiva en su obra. Ciertamente, desde el
momento en que se alinea con el pensar mítico y adopta la forma de expresión
paradójica que le ha dado justa fama de oscuro, marca una distancia esencial con los
pensadores de su época138. En definitiva, la difícil empresa filosófica de Heráclito
condicionó de manera esencial su vida y su modo de expresión de forma
extraordinariamente coherente, apurando el camino intelectual que había escogido hasta
sus últimas consecuencias139.
Es ahora cuando debemos volver sobre la palabra-mágica de Heraclito para
examinar su naturaleza, sus características y su forma alegórica de proceder. Lo primero
que llama la atención de la escritura de Heráclito es su uso de las paradojas. La paradoja
en la escritura de Heráclito no tiene un carácter ornamental sino constitutivo: la
paradoja no se pone al servicio del pensamiento sino que es el propio pensamiento el
que resulta paradójico. Incluso cuando construye analogías o proporciones, a Heráclito

signe” (Heidsieck, 1986 : 47-48). Volveremos sobre esta cuestión seguidamente, al tratar el fragmento
relativo a la actividad del oráculo de Delfos.
136
Pese a todos estos rasgos aristocráticos, hay que observar, como bien ha señalado Emilio Lledó, que
hay en Heráclito un cierto espíritu igualitario en cuanto que considera que el logos es común a todos,
frente a los que afirmaban que “el logos o la verdad estaban divididos conforme a las aspiraciones de las
distintas clases. El “obrar” queda aquí centrado en una norma universal, idéntica para todos.” (Lledó,
1961: 25).
137
Gadamer sugiere una lectura espiritual de esta sentencia (cf. Gadamer, 2001b: 48).
138
Véase Gadamer, 2001b: 13-14.
139
Incluso, padeciendo la enfermedad que le habría de costar la vida, no dejó de dirigirse a los médicos de
forma enigmática aunque éstos no pudieron entenderlo (DK 22 A 1, ib., p. 197).
59

“le gusta rellenarlas de modo paradójico, de modo que las sentencias alcancen una
agudeza provocativa y parenética” (Gadamer, 2001b: 54).
En esto radica el desconcierto que produce en el lector. El vértigo de su palabra,
la tensión a la que somete al lenguaje, se resiste a ser interpretada en términos lógicos.
Este problema ya fue advertido por Aristóteles en su Metafísica140: el principio de no
contradicción es básico y determinante en la esfera del logos. Sin embargo, este
principio no puede ser probado de un modo lógico141. Su fundamento es anterior a la
lógica y, permanece oculto a todo tipo de demostración142. Ahora bien, Aristóteles tal
vez no se dé cuenta de que Heráclito y él hablan distintos lenguajes y de que, por eso,
no puede haber un diálogo entre ambos143. Heráclito no acepta el principio de no
contradicción porque se mueve dentro de las coordenadas del pensamiento mítico en el
que no hay oposición entre ser y no ser144. Como señala Rodríguez Adrados:

La gran hazaña de Heráclito ha sido la utilización a fondo del principio de los opuestos
y la generalización de que el lazo entre ellos está precisamente en su oposición; los opuestos son
comunes, constituyen en realidad una unidad y ello en varios niveles hasta alcanzarse la unidad
total del ser (...). La suma de lo uno y lo otro es todo ordenado, kosmos.

140
“Pues lo que es necesariamente, no puede en ningún caso no ser. Por consiguiente, no es posible que
las afirmaciones y las negaciones opuestas sean verdaderas acerca del mismo sujeto” (Metafísica, 1062a,
20).
141
“No hay, pues, en sentido absoluto, demostración alguna de estos principios, pero sí demostración
contra quien afirme tales cosas. Y, seguramente, alguien que preguntara de este modo habría obligado al
mismo Heráclito a reconocer enseguida que es absolutamente imposible que los enunciados opuestos sean
verdaderos del mismo sujeto. Pero él abrazó esta opinión sin caer en la cuenta de lo que decía. En
cualquier caso, sin embargo, si lo afirmado por él es verdadero, ni siquiera su afirmación sería verdadera,
a saber, que lo mismo puede ser y no ser al mismo tiempo.” (Metafísica, 1062a, 30-1062b, 1).
142
Esta anterioridad precede a la lógica y a la escritura como forma de expresión que introduce nuevos
parámetros de pensamiento diferentes del mito y su raíz oral: “La escritura opone “logos” a “mythos”: se
opone en la forma por la separación entre la demostración argumentada y la textura narrativa del relato
mítico; se opone en el fondo por la distancia entre las entidades abstractas del filósofo y las potencias
divinas cuyas dramáticas aventuras cuenta el mito.” (Vernant, 1982: 173). Conviene volver a señalar la
importancia decisiva de la escritura no sólo con respecto al distanciamiento del pensamiento mítico sino
también con relación al nacimiento de la propia alegoría. Así Detienne recuerda que “Los argumentos de
Teágenes presuponen un texto fijado por la escritura porque Teágenes se dirige más a lectores que a
oyentes que, sin la materialidad del texto escrito, apenas podrían distinguir el segundo sentido de un
primer sentido.” (Detienne, 1981: 88).
143
La diferencia radica en torno a la propia evolución de la noción de logos desde Heráclito a Aristóteles.
Para Heráclito la íntima correspondencia entre logos y physis se concreta en la alétheia, verdad entendida
como acontecimiento del ser en el desocultamiento. Por el contrario, en la época en la que Aristóteles
elabora su pensamiento, y tal y como éste lo refleja, la verdad es tan sólo una cualidad de la enunciación
regida por el ente. El logos pasa de ser conjunción, en su sentido originario, a ser enunciación. En
consecuencia lo verdadero se logra cuando el decir se adecúa a aquello que nombra; por lo tanto, si la
verdad habita en lo que se dice, este decir no puede, si quiere seguir siendo verdadero, ser contra-dicho
(cf. Heidegger, 2003: 168 y ss.).
144
“Todas las cosas, las mismas y no las mismas. Ser una cosa y no serla, lo mismo es, y no lo mismo.”
Para este fragmento y su análisis, cf. García Calvo, 1985: 182-184.
60

(Rodríguez Adrados, 1992: 79)

Efectivamente, la armonía de contrarios en torno a la que Heráclito elabora su


pensamiento es expresada muy significativamente con el arco y la lira: “Lo uno al
diverger converge consigo mismo, como la armonía del arco y de la lira” (Los filósofos
presocráticos I, 2001: 225)
La oscuridad de este fragmento, considerado absurdo por Platón en el Banquete,
no disimula su propósito oracular. El arco y la lira son atributos de Apolo, el dios de
Delfos145: Heráclito no formula un enigma en el lenguaje de las palabras-diálogo, sino
que se remite al dios y se erige en portavoz del oráculo, en poseedor de la palabra-
mágica. El filósofo de Éfeso considera el mundo como una trama de enigmas vestigio
de lo oculto (Colli, 1987: 57-59)146. La comprensión del mundo con el enigma y la
propia concepción oracular del lenguaje demuestran la relación indisoluble que realidad
y palabra tienen en el pensamiento de Heráclito. Heráclito no se expresa oscuramente
por misantropía, o por el deseo de llegar sólo a unos cuantos iniciados sino porque, en
su particular lucha con la palabra, no puede hacerlo de otra manera.
La construcción de las paradojas de Heráclito ha sido despaciosamente estudiada
por Ramnoux, quien ha detectado varios procedimientos: la unión de contrarios en un
sujeto múltiple al que se la aplica el mismo atributo. Por ejemplo, cuando afirma que
“Hades y Dionisio son lo mismo”; la atribución a un solo sujeto de dos contrarios. En
este caso, el sujeto suele ser el fuego o cualquiera de sus apariencias147, o el dios. Por
ejemplo, al decir que “El agua del mar es la más pura y la más impura”. El dios reúne
todos los contrarios en los fragmentos de Heráclito. En el nivel más alto de la filosofía
de Heráclito, el dios es el único sujeto posible; la tercera fórmula atribuye a un sujeto su
propio contrario: “La guerra es la justicia”; un tipo cercano consiste en tomar un
contrario por el sujeto de su propio contrario presentado bajo una forma verbal:
“Presentes están ausentes”; por último, Heráclito emplea un procedimiento consistente
en explicar dos maneras de ser o de actuar de un solo sujeto con dos verbos contrarios o
el mismo afirmado y negado a la vez: “...avanza y se retira”.
Ramnoux concluye señalando que las fórmulas que Heráclito emplea son
gramaticalmente simples y obedecen a reglas sutiles en la elección y exclusión de

145
Sobre el sentido del arco y la lira de Apolo con relación al Canto I de la Ilíada y al Canto XXI de la
Odisea, ver la sugerente lectura de Marcel Detienne en Detienne, 2001: 65-67.
146
Sobre la interpretación del mundo en Heráclito, váse Jaeger, 2003: 123-127.
147
Para Heráclito todas las cosas son fuego y cambios de fuego; cf. García Calvo,: 1985: 220 y ss.
61

palabras según su lugar y función. Estas reglas, dice el autor francés, no son las de la
poesía, ni las de la lógica, ni las del álgebra, sino que traspasan a un registro más
severo: la vieja preocupación de ordenar los nombres divinos en su orden jerárquico
(Ramnoux, 1968: 367-369). Este propósito del filósofo de Éfeso revela una de las claves
del sistema alegórico: el establecimiento en el seno de la palabra de un cosmos, es decir,
de un orden jerárquico -el concepto será esencial en el ámbito de la teología negativa-.
La necesidad de ordenar los nombres en el orden jerárquico que ocupan, en su escala
respectiva, las cosas que representan, especialmente cuando se trata de los dioses, o del
dios, obedece a la peculiar concepción de la palabra que venimos anunciando. Ha sido
Angus Fletcher el que ha expuesto las relaciones de la alegoría con el cosmos entendido
en su doble acepción de universo y de orden. Tanto el universo en su totalidad, como las
más pequeñas partes que lo componen están sometidos a la misma ley. La relación
micro/macro cosmos exige ser proporcional y complementaria (en cierto modo, como
dice Fletcher, se trata de una relación sinecdótica). La alegoría pretende revelar este
orden en su sentido ornamental, cosmético (Fletcher, 2002: 112 y ss.). Heráclito lleva
este planteamiento al terreno del lenguaje creando una forma de expresión que obedece
estas leyes ocultas de la naturaleza.
Acabamos de ver lo que ocurría con el principio de no contradicción en la obra
de Heráclito. Pero estas conclusiones sólo son válidas a partir del esfuerzo posterior de
Platón y, sobre todo, de Aristóteles, en la consecución de una mirada lógica sobre la
realidad. Ahora bien, hay que detenerse en lo que el propio Heráclito pretendía con su
extremo uso y concepción de la palabra: “El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice
ni oculta, sino indica por medio de signos.” (DK 22 B 93, Los filósofos presocráticos I,
2001: 246)
En este fragmento, que puede ser denominado dentro del contexto de nuestra
investigación, metaalegórico148, Heráclito nos precipita en el seno de un pensamiento
que, aunque extraño, ya nos parece familiar: de nuevo el oráculo, Apolo, y las paradojas
de un lenguaje tensado y desconcertante. La reflexión de Heráclito acerca del lenguaje
oracular, su propia manera de expresión, alcanza aquí su punto álgido. El oráculo no
dice ni oculta: indica por medio de signos. El oráculo significa (semaínein), indica el

148
Incluso en su construcción, Heráclito muestra sutilmente una disposición jerárquica de las palabras
“ocultar”, “significar” y “decir”. El signo, también en Esquilo, se opone a la palabra en cuanto el primero
es oscuro y la segunda clara (Ramnoux, 1968: 303).
62

camino que debe ser recorrido, esboza apenas su trazado (Detienne, 2001: 165-166)149.
García Calvo, a propósito del verbo semaínein, observa que significar quiere decir:

Los hechos no revelan su razón de ser ni tampoco sin más la ocultan, sino que ofrecen
la posibilidad de leerlos por medio de técnicas de selección y ordenamiento que saquen de la
mentira verdad (...) El dar señas quiere decir simultáneamente “revelar” y “ocultar”: las
relaciones reales (...) dicen la verdad al ocultarla y la ocultan al decirla.
(García Calvo, 1985: 115-116)

Encontramos en este apunte de García Calvo muchos elementos que nos son ya
familiares. Por una parte, la idea de la lectura como proceso de selección -recolección
habíamos dicho anteriormente, desde un punto de vista etimológico-; en segundo lugar
la sugerencia de que esta recolección viene determinada por un proceso de ordenación,
de cosmética, que, además, tiene como propósito extraer verdad de la mentira, es decir,
superar la tensión entre alétheia y apaté; porque, y esto cerraría, en tercer lugar, el
grupo de referencias del párrafo, el oráculo se mueve en el pleno territorio de la
alétheia, del revelar y ocultar simultáneo y uno en tanto del otro.
El que oye el oráculo ha de saber descifrar el enigma, leer, en el sentido de
recolectar, las indicaciones e interpretarlas. Por lo tanto, el lenguaje oracular establece
una tensión entre significar (semaínein) e interpretar (exegeîsthai). En Apolo concurren
ambos extremos: significa e interpreta. Detienne dice, al respecto:

El sentido concreto del verbo exegeîsthai, donde el prefijo verbal ek- indica el punto de
partida de la acción y su resultado, aparece en la Ilíada, Canto III, cuando Iris, la mensajera de
Zeus (...) lanza una vibrante llamada a tomar las armas y a colocarse en orden de batalla: “Que
cada héroe conduzca con autoridad, semaínein, a aquellos de los que es jefe y que (...) los lleve
hasta objetivo, exegeîsthai.
(Detienne, 2001: 191)

En cierto modo, aquí tenemos esbozados los dos aspectos del mecanismo
alegórico: se indica un camino de trazado incierto y parcialmente revelado, y se conduce
hasta el final del mismo. Heráclito hace suya esta forma de proceder. La vocación de
intérprete de Heráclito es consecuencia de su concepto del mundo como conjunto de

149
Sobre la dimensión enigmática de semaínein y, en general sobre la oscuridad de la palabra de
Heráclito, véase Cuesta Abad, 1999: 21-29.
63

enigmas150 –recordemos que la naturaleza desea ocultarse- y de su firme


convencimiento de poseer el conocimiento del logos.
Pese al carácter oracular del estilo de Heráclito, hay que advertir con Barnes que
Heráclito no puede considerarse un místico en el sentido religioso del término151:
“Heráclito era sin lugar a dudas un amante de las paradojas, y su explicación del mundo
es esencialmente incoherente, aunque esto no le convierte en una figura mística.”
(Barnes, 1992: 102). La estrecha vinculación que Heráclito experimenta en relación al
logos, como fundamento y principio ordenador del mundo no puede asimilarse, en
ningún caso, a la mística cristiana, ni siquiera a la mística neoplátonica que se extiende
por el mundo helénico alrededor del siglo III d. C.
Un poco más tarde, las reflexiones de los sofistas sobre la naturaleza del
lenguaje volverán sobre este semaínein. En este sentido, Jonathan Barnes advierte que
se trata de un término que puede aparecer en dos contextos: en primer lugar, puede ser
utilizado como signo o indicio. De este modo, el humo indica que hay fuego. En
segundo lugar, parte de una relación diferente entre lenguaje y mundo. La palabra
“lluvia” implica lluvia, pero no que llueva necesariamente (Barnes, 1992: 550). El
oráculo de Heráclito no dice lluvia ni lo oculta, sino que la indica, como el humo al
fuego. Pero queda por saber si la relación entre la realidad y lo que el oráculo dice es
como la que existe entre el fuego y el humo, es decir de causa-efecto, o como ocurriría
en el más genuino pensamiento mítico, a la inversa, de efecto-causa, esto es, que sería el
humo el que produciría el fuego. Pero también puede entenderse esta relación de otro
modo, es decir, sin reconducir la relación a los parámetros de causa-efecto, en uno u
otro sentido. Al fin y al cabo, esta relación o su negación ya implican una determinada
aceptación lógica de la realidad, que es precisamente de lo que quiere distanciarse
Heráclito. Para poder encarar la situación de una forma que escape de estas
coordenadas, recurrimos de nuevo al pensamiento heideggeriano por cuanto supone una
indagación expresamente cercana a las inquietudes de Heráclito y alejada, como la de
propio pensador griego, de toda connotación mística –al menos ésta es la intención
confesa del pensador alemán-.
Para Heidegger, el habla se determina como “casa del ser”. Bajo este punto de
vista, el habla se esencia como señar. Estas señas son enigmáticas, “nos señan

150
Cf. Jaeger, 2001: 176-177.
151
Sobre las relaciones entre Heráclito y las corrientes religiosas de su época, cf. Ramnoux, 1968: 385 y
ss.
64

atrayéndonos hacia aquello desde lo cual, de improviso, se portan hasta nosotros.”


(Heidegger, 2002: 88). Heidegger distingue muy bien entre este concepto esencial de
habla y el habla referida a los signos y los números propios del “pensamiento
calculador”152. En el sentido heideggeriano de habla, como “casa del ser”, vemos cómo
se reproducen las ideas griegas de camino y de atracción entre semaínein y exegeîsthai.
El indicio apunta a un camino desde el que avanza, paradójicamente, llevándonos hacia
él. Se desanda un camino nunca andado, como apuntábamos más arriba al hablar de la
interpretación alegórica. En este planteamiento no puede hablarse propiamente de
relación causa-efecto, por cuanto la palabra indica un camino que, por ella, se abre y
porta hacia nosotros. La interpretación para Heráclito, tanto por lo que se refiere a la
palabra como por lo que se refiere a la experiencia sensible, consiste en el encuentro del
significado, entendido éste como una luz unificadora que se proyecta sobre lo
aprehendido, revelando su estructura y su orden dentro del todo (Hussey, 1983: 56).
Heráclito pretende decir, como ya hemos visto al tratar del fragmento relativo al
ocultamiento de la physis y del examen que del mismo realiza García Calvo, que los
signos del mundo encubren un discurso, que el discurso del oráculo encubre un secreto,
es decir “revela” que “oculta” y que, como dijimos, los signos del mundo y el discurso
del dios dicen y ocultan lo mismo (Ramnoux, 1968: 304).
Edward Hussey ha estudiado algunos otros mecanismos empleados por Heráclito
para construir este estilo hermético que estamos considerando alegórico. En primer
lugar, advierte Hussey, Heráclito recurre a técnicas centradas en una sola palabra. Así,
cada palabra tiene generalmente un significado determinado. Sin embargo, a veces,
pueden darse casos de polisemia, o bien, por su estructura fonética o por su similitud
con otras palabras, puede sugerir otros significados diferentes, difuminándose el sentido
de la palabra hasta hacer impreciso el fragmento en el que se inserta. En otras ocasiones,
Heráclito sugiere relaciones de sentido entre palabras entre las que existe cierta
semejanza verbal, produciendo agudos juegos de palabras. No faltan los casos en los
que Heráclito introduce claves que inducen a sospechar que hay un sentido oculto. Por
último Hussey alude a la construcción sintáctica de los fragmentos que buscan la
ambigüedad de sentido (Hussey, 1983: 54-55).

152
Heidegger pretende superar la idea metafísica de habla como expresión de la subjetividad, como la
intención de trascender la configuración de lo real entendida como relación sujeto-objeto. Así, dice
Vattimo que en el modelo de interpretación heideggeriano se articula la comprensión originaria en que las
cosas están ya descubiertas. De este modo, en el conocimiento no se da la relación sujeto-objeto porque el
65

Éste es, a nuestro juicio, el caso de la alegoría en el pensamiento de Heráclito.


Existen, como hemos visto, muchas conexiones con el sentido mágico de la palabra: la
idea de que esta palabra es objeto de posesión en virtud de una suerte de inspiración, su
especial vinculación con lo real, y su carácter enigmático. Todas estas circunstancias
hacen de Heráclito una figura única en la historia de la alegoría. La radicalidad de su
empeño lo coloca en un punto extremo dentro de las posibilidades del discurso
alegórico. Muchos alegoristas posteriores repetirán desde sus peculiares circunstancias
históricas algunos de estos rasgos. La vulneración del principio de no contradicción
también evolucionará hacia formas retóricas y místicas en diferentes tradiciones de
pensamiento, tal y como iremos viendo.
No encontramos mejor forma de resumir la aportación de Heráclito a la
formación de la alegoría y del discurso alegórico que las siguientes palabras de
Ramnoux:

Un très vieux rêve d l´homme fait parler les choses et l´événement. Un autre vieux rêve,
dont tous les poètes héritent, crée un univers rien qu´avec des mots. Pour le gros des hommes
cependant, le gros de l´événement demeure toujours aussi insignifiant. Les prédictions des
philosophes de l´histoire se réalisent de façon toujours aussi incertaine. La sagesse de l´homme
“entre les choses et les mots” aurait-elle à rendre à l´homme moderne encore ce service, de le
garder contre sa double démesure? La démesure qui consiste à mettre toute l´histoire en livre el
même en formule. Et celle qui consiste à composer des poèmes denses et énigmatiques à la
façon de l´univers, envoûtant les autres dans le secret d´un monde a soi.
(Ramnoux, 1968: 308)

sujeto no está aislado sino que está ya siempre en relación con el mundo (Vattimo, 1995: 36). Ver
también Pöggeler, 1993: 325 y ss.
66
67

IV. La hypónoia: etimología. Concepto. Clases. Las primeras


retóricas. Los sofistas. Isócrates

En el libro Allegory. The Dynamics of an Ancien and Medieval Technique, John


Whitman analiza etimológicamente los diversos términos utilizados para definir la
alegoría. Es ésta una palabra compuesta de dos términos: allos y agoreuin. El término
tiene dos connotaciones: en primer lugar, es lo otro a lo dicho en el ágora. Si lo dicho en
el ágora es lo público, lo otro es, por lo tanto, lo secreto153. En segundo lugar, como
consecuencia de este carácter secreto del discurso alegórico, la alegoría deviene el
discurso de las élites: expresa lo que no puede o no debe ser dicho a la multitud
(Whitman, 1987: 263). Por lo tanto, la alegoría, bajo este concepto y desde el punto de
vista ideológico, sigue conservando este carácter reservado de palabra que se tiene por
unos pocos, que tenía la palabra-mágica en el pensamiento mítico, si bien desprovista
del componente teúrgico de eficacia sobre lo real.
La palabra “alegoría” es relativamente tardía. Whitman dice que aparece en el
periodo helenístico. Pépin considera que fue Plutarco el primero en utilizarla (Pépin,
1958: 87-88). Para Buffière, el término surge tal vez en la escuela de Crates en Pérgamo
(s. II a. C.). Estrabón y Cleantes, el estoico, la emplean ya en su sentido interpretativo;
En el ámbito latino, probablemente sea Cicerón el primero que la utiliza en su De
Oratore. Quintiliano en la Institutio Oratoria, prefiere usar la palabra inversio. En todos
estos casos, la alegoría es entendida predominantemente, en su vertiente retórica. En
este sentido, los gramáticos definirán la alegoría como la figura retórica que consiste en
decir una cosa para hacer comprender otra. Hay que recordar, como señala Bufière, que
el término “alegoría” está tomado de la gramática: se trata, en consecuencia, de una
palabra procedente de un vocabulario especializado. Para los gramáticos griegos,
explica Buffière, la alegoría es una especie de metáfora prolongada, limítrofe de la
fábula y el apólogo, que explica sólo uno de los términos de la comparación, el término
extraño, dejando el descubrimiento del otro al cuidado del lector (Buffière, 1973: 47).
Buffière señala que la alegoría, en este periodo de la literatura y el pensamiento griegos,
tiene un sentido más amplio y profundo del que usualmente tiene en nuestros días.

153
Ver Fletcher, 2002: 11-12, n. 1.
68

Efectivamente, recuerda Buffière que la alegoría, hoy día, suele indentificarse con la
personificación de una abstracción. En cambio, “L´allégorie des anciens est quelque
chose de moins étrique. C´est la résonance qu´ils croient découvrir au mythe, c´est le
mythe lui même considéré dans son arrière plan” (Buffière, 1973 : 48).
El término original para referirse a esta actividad interpretativa es hypónoia. El
primer sentido de la palabra es “conjetura” o “sospecha”. Por una parte, dice Pépin, un
dato concreto es presentado a la percepción; por otra, este dato sugiere una idea relativa
al futuro o que sobrepasa el mundo sensible, presentada a título de conclusión o
hipótesis. Pépin dice que una acepción fundamental de la palabra hypónoia estaba
relacionada con la interpretación alegórica de relatos poéticos, de representaciones
plásticas, de mitos religiosos o filosóficos en los que se quería descubrir un sentido
escondido. La etimología154 remitía en ocasiones a esta enseñanza oculta que se
encuentra bajo el revestimiento de la imagen (Pépin, 1958: 85). De este modo, la
etimología se convirtió en un método de exégesis alegórica, no en una clase de alegoría.
Mediante el método etimológico se pretendía poner de relieve el significado oculto de
las palabras, especialmente de los nombres de los dioses y los héroes homéricos. Este
método, en principio, podía estar al servicio tanto de la alegoría física como de la
alegoría moral. El método etimológico partía de la creencia en la existencia de un
lenguaje natural ajustado a la esencia de las cosas. Los estoicos, como veremos en su
momento, serán grandes partidarios del método etimológico y no dudarán en someter a
las palabras a terribles violencias para sonsacarles su sentido oculto155. Tzvetan Todorov
afirma al respecto:

Le raisonnement étymologique vise à prouver la parenté des sens par la proximité des
formes; il déborde la recherche étymologique proprement dite, telle qu´elle se pratique de nos
jours, et qui s´intéresse à la seule filiation historique des formes.
(Todorov, 1978: 73)

Unos años antes, el propio Todorov había diferenciado entre la etimología


entendida en el sentido actual de la búsqueda de la filiación histórica de las palabras, y
la etimología como el estudio del diagramatismo, esto es, de la analogía. Así, la primera
y moderna acepción de etimología, se ocuparía del parentesco de las palabras, mientras

154
Para una breve y precisa historia del término “etimología”, véase Zumthor, 1975: 144-160.
155
Cf. Buffière, 1973: 60 y ss. La cuestión se plantea en toda su profundidad, pero no exenta de
ambigüedades e ironía, en el Cratilo de Platón.
69

que la etimología en el sentido antiguo vendría a estudiar su afinidad (Todorov, 1972:


288). Estas consideraciones en torno al sentido y contenido de la etimología se
enmarcan dentro de la amplia teoría del símbolo defendida por Todorov. En dos
momentos puntuales deberemos volver sobre ella: al examinar brevemente la doctrina
del Cratilo platónico, y, más pormenorizadamente, al detenernos en el análisis de la
polémica moderna en torno a las categorías del símbolo y la alegoría, en el capítulo
dedicado al examen de la alegoría en la estética moderna.
Pero, ¿es la alegoría una mera traducción de la hypónoia o existen entre ambas
diferencias suficientes como para no admitir, sin ulteriores matices, la sinonimia entre
ambos términos? Hemos dicho que la alegoría es un concepto procedente de la
gramática que se desenvuelve en el plano de la retórica. La hypónoia, sin embargo, tiene
su lugar en el terreno de la interpretación: los textos poéticos o el oráculo aluden a algo
distinto, o inducen a sospechar que bajo un significado aparente, se encuentra una
verdad oculta. Mortara Garavelli ha profundizado en el sentido de la hypónoia y ha
insistido en su naturaleza enigmática, señalando que su esencia consiste en un “dar a
entender” mediante un discurso encubierto. El problema de la hypónoia, cuando está
estrechamente vinculada a situaciones concretas, radica en que, con el paso del tiempo,
se pierden las claves de su interpretación, se olvida aquello a lo que alude, haciendo el
texto indescifrable.
En el plano de la retórica, se ha observado que la alusión es una figura que no se
reconoce más que por el contexto, “porque su estructura no es ni gramatical ni
semántica, sino que se basa en una relación con algo que no es el objeto inmediato del
discurso” (Mortara Garavelli, 2000: 294-296). Pese a esta consideración, Mortara
Garavelli incluye la hypónoia junto a la alegoría –incluyendo el enigma, y, con los
matices que después veremos, el símbolo en esta categoría-, y la prosopopeya dentro de
las figuras retóricas de pensamiento por sustitución, grupo que engloba un total de 12
figuras. Parece que lo que distingue a la hypónoia de las otras figuras de pensamiento es
su referencia a algo fuera del discurso. Por eso resulta algo extraño que mantenga,
siguiendo la tradición decimonónica, la relación dialéctica entre símbolo y alegoría,
cuando quizá el símbolo, tal como en esta reciente tradición suele entenderse156, parece
más próximo a la hypónoia, en los términos en que la explica el propio Mortara
Garavelli.

156
Nos referimos a las teorías sobre el símbolo de base neokantiana que aún hoy son las más extendidas.
70

Se trata de una cuestión de enorme importancia para nuestra investigación,


porque es frecuente que alegoría, hypónoia e inversio se den como sinónimos en el
periodo literario grecolatino, sin más diferencias que las cronológicas. A lo largo de este
trabajo examinaremos las diversas respuestas que las retóricas clásicas han dado a este
problema.
Lo cierto es que, a medida que la exégesis alegórica, desde los primeros
alegoristas del siglo VI, va aumentando sus métodos, acumulando exigencias de la más
variada índole sobre los textos homéricos y hesiódicos, y forzando, hasta en los niveles
ínfimos del poema, una interpretación radicalmente voluntarista que pretende, ante todo,
hacer sugerir a Homero y Hesíodo lo que el exégeta quería decir con anterioridad, se va
evolucionando desde la antigua hypónoia que se conformaba con mostrar el sentido
general del texto, a las alegorías extensas y hasta cierto punto delirantes de los siglos
siguientes, perdidas en el análisis minucioso de lo insignificante:

Les commentateurs des mythes homériques, une fois admis le sens général du mythe en
justifiant chaque détail en recourant aux fantaisies de la symbolique. Et c´est là, souvent, que
leur exégèse devient puérile. (...) Les chasseurs d´allégories ne se satisfont point d´une équation
générale. Ils veulent des ressemblances dans le détail el recherchent minitieussement toutes les
analogies.
(Buffière, 1973: 54)

En este proceso, la hypónoia primero, y la alegoría después, va pasando de ser


un tipo de lectura de los textos, o un tipo de discurso, a una serie de metáforas
encadenadas. Es decir, parece que a lo largo de estos primeros siglos, en el paso de la
alegoría hermenéutica a la retórica hay un deslazamiento de la inventio -lugar que en
buena lógica correspondería a una alegoría que desde el punto de vista retórico tradujese
la actividad hermenéutica de la hyponoia- a la elocutio respecto a su naturaleza, en
consonancia también con la ampliación de intereses que la propia retórica experimenta
en su evolución.
Pero si la hypónoia fue sustituida en el uso terminológico por la alegoría, ésta no
tardó a su vez, en ser sustituida por nuevos términos que abrían también nuevos
horizontes a la figura. De este modo, dice Buffière:
71

Allégorie est beaucoup plus employé vers le temps de Plutarque, beaucoup moins à
l´époque de Porphyre: à mesure que les Platoniciens découvrent dans Homère, au lieu
d´éléments physiques, la figure de leur monde idéal, ils abandonnent allégorie au profit de
termes plus évocateurs, comme mystère ou symbole.
(Buffière, 1973: 48)157

Las reflexiones sobre el lenguaje realizadas por los sofistas, el consiguiente


desarrollo de la retórica en el siglo V a. C. y la reacción de Platón serán determinantes
para romper con la interpretación de los presocráticos. De entre ellos, probablemente
Heráclito resultara ser el más perjudicado:

Vers l´époque où Eschyle écrivait son Agamemnon, une grande querelle opposait
l´école d´Héraclite à celle de Démocrite, sur l´origine du langage. Les mots s´appliquent-ils aux
choses en vertu d´une simple convention, où d´un rapport de nature? Les Héraclitiens
soutenaient la seconde thèse: ils cherchaient, dans la langue même, des preuves de l´universel
écoulement. Et les Stoïciens leur prendront, en même temps que leur physique, cette manie
de¨appuyer les doctrines de l´école sur la “science” du langage.
(Buffière, 1973: 61)

Examinemos detenidamente este proceso.


Las primeras exégesis alegóricas fueron de carácter físico. En consonancia con
los intereses intelectuales de los pensadores presocráticos, la lectura de los poemas de
Homero y Hesíodo se realizó, en general, en clave física. Los dioses eran entendidos
como personificaciones de fenómenos cosmogónicos o meteorológicos158: “Aux
premiers allégoristes, les cosmogonies étaient familières, surtout celle d´Hesiode, avec
ses dieux nettement allégoriques: Abîme, Amour (...). L´analogie ou l´identité des dieux
d´Homère et ceux d´Hesiode devait pousser les premiers exégètes à cette induction
générale” (Buffière, 1973: 81).

157
También el término ainigma, enigma, suele incrementar su aparición en el seno del pensamiento
neoplatónico, aunque ya hemos estado viendo la importancia que el enigma tiene en todo este escenario
del pensamiento griego desde sus inicios.
158
Es proverbial el desinterés de los presocráticos, salvo algunas excepciones, como Pitágoras, por las
cuestiones políticas y morales de su tiempo. Ya hemos visto el caso de Heráclito. Se podrían añadir otros
ejemplos, así como algunas anécdotas legendarias que evidencian este desinterés por su entorno, como la
que hace refencia a la caída de Tales en un pozo mientras observaba las estrellas. A este respecto dice
Jaeger: “Se crea una imagen extravagante del filósofo, despreocupado de las cuestiones sociales y las
preocupaciones materiales” (Jaeger, 2001: 153). Las anécdotas a las que hacemos alusión fueron
recogidas en su mayor parte por las escuelas platónica y aristotélica.
72

La aparición, en primer lugar, de la alegoría física en detrimento de la alegoría


moral hay que ubicarla en el contexto intelectual del siglo VI. Pero, en nuestra opinión,
no basta tener en cuenta el paralelismo de la alegoría inicial con las preocupaciones
físicas de los filósofos presocráticos, sino con las transformaciones políticas y sociales
de esta época, tal y como hemos visto en nuestro primer capítulo. Allí veíamos como el
nuevo público ciudadano había desplazado sus preocupaciones políticas y sociales a la
“prosa” de la ley mientras que la poesía había girado hacia lo íntimo159, con la aparición
de la lírica. Es natural que los exégetas surgidos en el espacio físico y moral de la polis,
no busquen en la poesía la respuesta a cuestiones propias del ámbito de la ley. Sin
embargo, debemos recordar que ya el mismo Teágenes había introducido la posibilidad
de la alegoría psicológica en la que los dioses eran interpretados como estados de ánimo
o facultades intelectuales. En efecto, aunque Teágenes había identificado -como
alegorías físicas- a Apolo con el fuego, a Hera con el aire, a Poseidón con el agua y a
Artémis con la luna, también, desde el punto de vista psicológico, había identificado a
Atenea con la reflexión y Ares con el desatino. Por consiguiente cabe pensar que ya
desde el principio la hypónoia física coexistió con la psicológica160.
No obstante, es a mediados del siglo V cuando la hypónoia psicológica se
desarrolla plenamente y cuando aparece la hypónoia moral. Varias son las razones que
explican la extensión de la exégesis alegórica al campo moral y psicológico.
El siglo V está determinado por la expansión imperial de Atenas durante su
primera mitad y, como consecuencia de esta expansión, por la guerra del Peloponeso
con Esparta (431-404 a. C.)161. Esta guerra afectará a todo el mundo helénico, y
terminará con la debacle ateniense en Egospótamo, y la imposición, por parte de
Esparta, del gobierno oligárquico de los Treinta Tiranos.
El siglo V es, por otra parte, un siglo marcado por las tensiones entre las
distintas clases sociales162, el desarrollo de la economía, particularmente del comercio

159
supra., pp. 9 y 10.
160
Cf. Pépin, 1958: 98.
161
Cf. Tucídides Guerra del Peloponeso, (4 vols.), Madrid, Gredos, 2000 y Jenofonte, Helénicas, Madrid,
Gredos, 2000.
162
En 462 a. C. se produce la reforma de Efialto por la que se suprimen definitivamente los requisitos
económicos para acceder a las instituciones públicas. Esta medida supone el establecimiento de la
igualdad absoluta de los ciudadanos atenienses, cf. Capizzi, A., “La confluence des sophistes à Athènes
après la mort de Périclès et ses connexions avec les transformations de la société attique”, Les positions
de la Sophistique, Barbara Cassins (ed.), Paris, Librairie Philosophique J. Vrin, 1986, pp. 167-177. El
artículo resulta particularmente interesante para examinar el proceso de ascenso social de los nuevos ricos
procedentes del comercio marítimo y las concesiones mineras, y su alianza con la vieja aristocracia
terrateniente por el control del poder político, así como el importante papel jugado por la Sofística en este
terreno.
73

marítimo163 y, entre otros aspectos, por la crisis de las ideas sobre el origen de la
sociedad. Así, refiere Müller que este desarrollo económico, sobre todo en Atenas, fue
causa de la elaboración de teorías que pretendían ver en la sociedad y el Estado una
asociación con fines utilitarios164, susceptible de proteger los intereses individuales.
Contra estas teorías escribirá Aristóteles su Política (Müller, 1986: 188). La retórica y la
sofística juegan en este siglo un papel de extraordinaria importancia.
La retórica, como ya hemos advertido, tuvo su origen en las disputas por la
propiedad de la tierra en Sicilia a comienzos del siglo V. Córax es considerado el primer
maestro de retórica165. Tisias, su discípulo, establecerá el principio fundamental de la
retórica, el argumento de probabilidad166: “lo que parece verdad cuenta mucho más que
lo que es verdad” (Mortara Garavelli, 2000: 18). Aunque su origen es siciliano, a
mediados de este mismo siglo V, la retórica es ya esencialmente ateniense (Barthes,
1990: 90).
La sofística unida en este periodo de forma indisoluble a la retórica, hace el
mismo trayecto, de Sicilia a Atenas. Los sofistas se presentan como los nuevos
educadores de la polis del siglo V. Pero, paradójicamente, en el siglo de la democracia,
los sofistas se dedican a instruir a las élites (Jaeger, 2001: 264-266)167. Los sofistas
continúan utilizando los poemas de Homero como un compendio enciclopédico del
saber universal, desde la física a la estrategia, desde las ciencias humanas hasta la
construcción de carros168. Sin embargo, la lectura que harán de los textos homéricos
estará marcada por el utilitarismo y el individualismo que, en general, determina su
pensamiento169. De este modo, Pródico continúa la alegoría física de Teágenes pero

163
Cf. Ste. Croix, 1988: 333-352.
164
Platón hace defender a Protágoras, en el diálogo que lleva su nombre, que el origen de la sociedad
radica en la insuficiencia del individuo para defenderse por sí mismo y, en la consiguiente necesidad
humana de asociarse para defenderse de los ataques de los animales (Sofistas, 1996: 129-134).
165
Estas primeras retóricas, señala Barthes, son puramente sintagmáticas, es decir, preocupadas por el
orden de las partes del discurso, la taxis o dispositio. Antonio Melero Bellido considera que
probablemente a esta teoría general de las partes del discurso añadirían ejemplificaciones de dicursos
modelos. Así, las primeras tékhnai estarían formadas por textos destinados a ser leídos y memorizados
como preparación para las competiciones jurídicas, políticas o dialécticas. No son tratados sino ejercicios
(Sofistas, 1996: 25-26). Gorgias es quizá el primero que, al pedir que se trabajen las figuras, confiere a la
retórica una perspectiva paradigmática. De este modo, abre la prosa a la retórica, y la retórica a la
“estilística” (Barthes, 1990: 91). “Él fue el primero que dio a la vertiente oratoria de la educación fuerza
expresiva y una base teórica: hizo uso de tropos, metáforas, alegorías, hipálages, catacresis, hipérbaton,
anadiplosis, epanalepsis, apóstrofes, parisosis.” (Sofistas, 1996: 151).
166
Cf. Goldhill, 2002: 49 y ss., y Guthrie, 1988: 180 y ss. Véase también Goebel, 1989.
167
Para la opinión que merece a Platón, Aristóteles y Jenofonte la exigencia de retribución de los sofistas
por ejercer su magisterio, puede verse Sofistas, 1996: 73-75.
168
Sobre la importancia de la poesía en la formación sofística, ver Lledó, 1961: 43-53.
169
Ib., p. 272.
74

añade un rasgo utilitarista referido al ser humano: los dioses son personificaciones de
los elementos de la naturaleza más útiles para la vida humana (Pépin, 1958: 103).
En el plano político, los sofistas no disimulaban su antipatía por las instituciones
democráticas y sus ideas fueron en no pocas ocasiones utilizadas contra la democracia.
La polis, como modelo de comunidad humana, entra en crisis en este momento. El
panorama que trazamos en nuestros dos primeros capítulos se fractura por la irrupción
del logos sofístico en el seno de la ciudad. La democracia de Pericles está ya sustentada
sobre el predominio de este nuevo racionalismo que crea una tensión entre los intereses
de la polis y los de los ciudadanos (Sánchez Manzano y Rus Rufino, 1991: 100). Este
mismo logos, en virtud del cual se sustituye lo justo por lo conveniente, introduce
también una fractura entre la moral y la política: “Paralelamente el nomos, la ley,
considerado como la expresión del poder soberano, manifestación y defensa de los
ciudadanos, pasa a ser una instancia externa, expresión de la voluntad de un individuo
que se impone a los demás a través de su habilidad persuasoria” (Sánchez Manzano y
Rus Rufino, 1991: 104).
La defensa de unos intereses particulares que se oponen a la ciudad en virtud de
las nuevas habilidades oratorias rompe el principio de isegoría que, desde su remoto
origen en las asambleas militares, había caracterizado la vida de la polis170. El logos
sofístico es una terrible arma de manipulación de la opinión, doxa171. Como advierte
Kerferd: “Such opinion, however, is unreliable and liable to make a person stumble and
fall with unfortunate consequences to himself. Logos is able to operate persuasively on
such opinion because the opinion is not knowledge and so is easy to change” (Kerferd,
1993: 79).
Como señala Müller, en el seno del pensamiento sofista se debate sobre el
problema del origen del derecho positivo, el principio sobre el que descansa la autoridad
de la justicia. Tanto los filósofos del momento, Demócrito o Anaxágoras, como los
propios sofistas, reflexionan sobre el fenómeno político democrático y la sociedad
ateniense. Se trata, como recuerda Rodríguez Adrados, de “obtener una teoría coherente

170
“The threat of rhetoric is a threat to the working of language –to the very basis of the constitution of
democracy.” (Goldhill, 2002: 46-47).
171
En el Teeteto, Protágoras afirma “Sabio llamo yo a quien logre cambiar a cualquiera de vosotros, de
forma que lo que lo parece y es para él malo, le parezca y sea para él bueno...” (Sofistas, 1996: 105).
Gorgias, por su parte, afirma: “Los más tienen a la opinión como consejera del alma. Pero la opinión, que
es insegura y está falta de fundamento, envuelve a quienes de ella se sirven en una red de fracasos
inseguros y faltos de fundamento.” (Sofistas, 1996: 208).
75

del comportamiento político en la democracia y del comportamiento humano dentro de


ésta.” (Rodríguez Adrados, 1992: 218).
El Protágoras platónico revela las cuestiones que en este momento son objeto de
discusión política: la relación del ciudadano con el estado, las posibilidades y límites de
la participación en la vida política para las clases más bajas de la polis172, la cuestión de
la formación política de los ciudadanos... Y en todos estos casos, Protágoras siempre
defenderá el principio de la utilidad por encima de otras consideraciones, un principio
de utilidad que se entiende vinculado a la base fundamentalmente racionalista sobre la
que se pretende construir esta nueva moral. Aunque la tensión más importante surge
cuando se trata de hacer coincidir este interés con los de las asambleas generales a las
que corresponde tomar las decisiones políticas (Müller, 1986: 180-185).
Respecto del lenguaje, con los sofistas comienza propiamente la teoría
lingüística. La sofística deconstruye, en palabras de Antonio Alegre Gorri, la unión
entre el significado y el significante de las palabras173. De este modo, para Gorgias, lo
mismo que el pensamiento no accede a las cosas, tampoco accede a ellas el lenguaje.
Encontramos en el planteamiento de Gorgias tres elementos diferenciados: la realidad,
el pensamiento y el lenguaje. Sin embargo, Gorgias considera que el lenguaje esta
referido a la exposición de las cosas, no de los objetos del pensamiento (Rodríguez
Adrados, 1992: 104). Como consecuencia de ello, la lengua pasa a verse como un
mecanismo convencional. En este contexto, las palabras pierden su significado unitario
sustituyéndolo por significados relativos según los casos (Alegre Gorri, 1988: 83-93)174.

172
Müller describe cómo el principio de isonomía sobre el que se había construido la existencia
democrática se convierte en poco menos que una utopía en el siglo V, y una utopía plena en las
reivindicaciones igualitarias y comunistas del siglo IV (ib., p. 189).
173
“Gorgias is introducing a radical gulf between logos and the things to which it refers. Once such gulf is
appreciated we can understand quite easily the sense in which every logos involves a falsification of the
thing to which it has reference.” (Kerferd, 1993: 81). Demócrito afirmará en este momento: “... Los
nombres, incluso los de los dioses, son estampas sonoras.” (DK 68 B 142, Los filósofos presocráticos III,
2001: 223). En el caso de Demócrito resulta interesante observar, no obstante su indudable posición a
favor de la convencionalidad del lenguaje, cómo estableció una analogía entre éste y su teoría física del
atomismo: “la letra es al átomo lo que la sílaba es a un complejo de átomos y la palabra a un todo físico.
(...) Demócrito considera el carácter atómico de las letras del alfabeto como símbolo de la estructura del
universo físico. Las letras-átomos, desprovistas de significado y diferenciadas sólo por sus formas se
combinan para formar sílabas y palabras, que son funciones de su posición y de su orden.” (Los filósofos
presocráticos III, 2001: 67-68, n. 76). A pesar de la convencionalidad del lenguaje, es sintomático que
Demócrito recurra a él, siquiera en términos analógicos, para describir la constitución y disposición de sus
átomos. Por otra parte, debe recordarse que Demócrito es un defensor de la alegoría física con influencias
notables de Anaximenes y de la alegoría psicológica de Teágenes (Pépin, 1958: 101-102). A pesar de
esto, hay también en el alegorismo de Demócrito algunos rasgos esteticistas que lo aproximan a los
sofistas. Así dice Luis Gil que Demócrito es el primer griego que formula una teoría sobre la inspiración
poética, paradójicamente, desde un punto de vista materialista (Gil, 1966: 35-37).
174
Rodríguez Adrados observa al respecto que los sofistas son los primeros que introducen el juicio del
receptor o los receptores para decidir si un logos es correcto o no (Rodríguez Adrados, 1992: 100). Dice
76

Por otra parte, el problema de la physis, que había sido la cuestión fundamental
de la filosofía presocrática, sufre también una quiebra importante. La rigidez del sistema
de Parménides se basaba en una articulación verbal nominal en presente, una
asimilación semántica del verbo y el sustantivo (Sánchez Manzano y Rus Rufino, 1991:
74):

La crisis de la noción de physis, que arrastra tras de sí toda la filosofía griega, se origina
cuando aparecen las predicaciones mediante la frase bimembre, en las que el verbo eimí
desempeña la función sintáctica de cópula, actúa a modo de cópula entre el sujeto y el
predicado, con el fin de salvar la separación de ambos y hacerlos aparecer como dichos
simultáneamente.
(Sánchez Manzano y Rus Rufino, 1991: 77)

En este proceso de alejamiento de la rigidez impuesta por el sistema de


Parménides el “es” pasa de equivaler a “está siendo”, a indicar “lo que es”.
Como consecuencia de este giro, las cosas se sustantivan y adquieren una nueva
importancia a los ojos de los pensadores griegos. El logos ya no mienta el decir o el
entender sino lo dicho y lo entendido, es decir, las cosas usuales que afectan a la vida
cotidiana: las cosas “de las que se habla”. Con la sofística se consuma el proceso hacia
el logos dialógico: “lo que importa es hablar de las cosas de las que nos ocupamos y
servimos”. Como consecuencia de este nuevo modo de alumbrar las cosas en el
lenguaje, el hombre se convierte, como afirma Protágoras, en “la medida de todas las
cosas” (Sánchez Manzano y Rus Rufino, 1991: 91-92)175. El conflicto entre nomos y
physis se inclina a favor de lo convencional 176. Las consecuencias de este debate, en
palabras de Melero Bellido, fueron la ruptura con los valores tradicionales, la búsqueda
racional del propio interés, la exigencia de la autonomía de la voluntad y el rechazo de
la dependencia ciega. Se trataba, en todo caso, de encontrar un fundamento racional al
derecho positivo (Sofistas, 1996: 37).

Platón en el Cratilo: “Tal como decía Protágoras cuando declaraba “el hombre es medida de todas las
cosas”, queriendo decir que del modo en que a mí me parecen ser los objetos, de ese modo son para mí. Y
del modo en que a ti te parecen, de ese modo son para ti.” (Sofistas, 1996: 99).
175
Como bien observan estos autores, estamos ya ante lo que Martin Heidegger definirá en Ser y Tiempo
como “ser a la mano” en el que la cosa aparece como “cosa útil” (ib., p. 126 y ss.).
176
“The opposition of physis and nomos is thus both a symptom of cultural dislocation and a way of
negotiating one’s path through the confusion of such cultural change” (Goldhill, 2002: 49). Un ejemplo
literario de este momento de confusión e incertidumbre entre nomos y physis puede verse en Antígona de
Sófocles en la que el derecho natural choca violentamente con el derecho positivo. En este debate resulta
77

En consecuencia, nos encontramos en una situación en la que el lenguaje ya no


puede nombrar la realidad, esto es la physis. Por otra parte, las cosas adquieren una
nueva importancia, no sólo porque este nuevo lenguaje les concierne, sino porque ellas
mismas conciernen al hombre que les da “su medida”, que las hace “ser a la mano”, por
decirlo en términos heideggerianos. Los viejos textos poéticos empiezan a hablar otra
lengua alejada de la física.
En este ambiente de relativismo moral y político; en un mundo en crisis en el
que la palabra pierde su vinculación con las cosas, para convertirse en un fruto de la
convención; en unas ciudades en las que las leyes son cuestionadas en cuanto a su
legitimidad y sometidas a interpretaciones forzadas en muchas ocasiones, gracias a la
retórica; en que los principios de isegoría y de isonomía que habían alimentado la
cohesión social de la polis parecen cada vez más utópicos, no resulta extraño que se
buscara en la poesía de unos textos casi sagrados, y muy presentes en el imaginario de
los griegos desde la infancia, unas claves morales y políticas que antes se habían
encontrado en la prosa de las leyes.
Junto a este nuevo interés por las cosas y al alejamiento del lenguaje frente a la
physis, consecuencia de las reflexiones sobre la palabra llevadas a cabo por filósofos y
sofistas de esta época, la alegoría física sufre durante los últimos años del siglo V a. C.
un golpe importante por causa de la censura religiosa. Como dice Luis Gil, pese a que
desde muy antiguo hubo en Atenas procesos por impiedad (asebia), fue en esta época
cuando se persiguió más severamente la libertad de palabra y de magisterio que se
habían desarrollado sin graves obstáculos en la democracia ateniense. El evento
decisivo en este campo fue la aprobación en 430 a. C. de “un decreto según el cual
debían ser denunciados quienes no creyeran en las cosas divinas o dieran explicaciones
sobre los fenómenos celestes.” (Gil, 1961: 59). Las razones de este aumento de la
censura vienen determinadas por el aumento del fervor religioso motivado por la guerra
del Peloponeso y la epidemia de peste que se propaga en Atenas por esos años177. En el
clima de desesperación creado por la guerra y la enfermedad, muchos culpan a los
filósofos y a los sofistas de haber propiciado la ira de los dioses con su impiedad178. Con

interesante la postura de Antifonte que relaciona nomos con doxa y physis con Alétheia (Sofistas, 1996:
357).
177
Cf. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, Madrid, Gredos, 2000, pp. 359 y ss.
178
Poco separaba a sofistas y filósofos en lo que se refiere a la interpretación alegórica de los poemas de
Homero y Hesíodo. Así, Hipias el sofista fue, en opinión de algunos estudiosos, como Snell, “el que
estableció la conexión entre la doctrina de Tales de que todo procede del agua (...) y las concepciones
78

este decreto se pretendía también atacar a Pericles a través del acoso a su círculo de
amistades. Tal es el caso de Anaxágoras quien, por sus ideas de astronomía, debe huir
precipitadamente a Lampsaco: “Después del proceso de Anaxágoras, la acusación de
“meteorologizar” no era precisamente la de andarse por las nubes (...) sino una denuncia
formal a la opinión pública de un sacrilegio punible con las más rigurosas penas.”179
(Gil, 1961: 62).
Protágoras es también víctima de este decreto. Su ambigua posición respecto a la
existencia de los dioses, es causa de la quema de sus libros y de su huida de Atenas. Es
precisamente en la travesía de su huida cuando muere víctima de un nafragio (Sofistas,
1996: 79). Un fragmento de Eustacio recoge también los ataques a Protágoras por su
relación con las teorías físicas de Anaxágoras: “Fanfarronea el canalla sobre las cosas
del cielo / pero se come las que de la tierra proceden.” (Sofistas, 1996: 97).
La alegoría física retrocede, de este modo, ante la presión de las leyes, de un
pueblo empobrecido por la guerra, y por la crisis de la política y del lenguaje.
Sin embargo, también en otros aspectos, los sofistas leen a Homero con una
actitud diferente a la de los alegoristas precedentes. Ya hemos visto la apreciación
estética de los textos homéricos en Demócrito y la apertura de la retórica de Gorgias a
los aspectos paradigmáticos del discurso. Éste último, además, propone una novedosa
teoría de la “estética”180: “En la tragedia y en la pintura el mejor es aquel que engaña
más creando cosas similares a la verdad” (Barnes, 1992: 544).
En este fragmento encontramos la misma comparación entre pintura y poesía
que ya habíamos examinado en el caso de Simónides. En el fragmento de Gorgias puede
verse cómo el carácter ilusorio de la pintura se transmite a la poesía convirtiéndose en
un valor de la misma181. Lo que apuntábamos al hablar de Simónides se revela de una
forma expresa en Gorgias. La poesía deja de ser un mecanismo de la alétheia y pasa a
ser un arte de simulación. Gorgias considera que “el arte busca esencialmente la ilusión:
cuanto mayor sea el engaño, mayor es el arte.” (Barnes, 1992: 544).

cosmogónicas de Homero y Hesíodo en el sentido de que Océano y Tetis son las fuentes de todo cuanto
existe.” (Sofistas, 1996: 294).
179
Sócrates, en 399, es quizá la última víctima de este decreto. Al ser acusado de no creer en los dioses y
de afirmar que el sol y la luna son piedras, Sócrates se defiende preguntando a su acusador si no lo está
confundiendo con Anaxágoras (Platón, Apología de Sócrates, 26d).
180
De hecho, lo que es novedoso en Gorgias es esta misma idea de la estética, de la que se puede
considerar fundador (Lledó, 1961: 48).
181
En el Encomio de Helena, Gorgias dice que “los pintores, cuando a partir de muchos colores y cuerpos
crean un solo cuerpo y figura, procuran deleite a la vista. La capacidad de crear estatuas de hombres y de
modelar imágenes divinas procura a los ojos una dulce enfermedad.” (Sofistas, 1996: 210).
79

En realidad, como apunta Barnes, la teoría de Gorgias en cuanto al engaño de la


poesía no es novedosa porque ya Hesíodo había advertido del engaño de las musas. El
salto cualitativo radica, por una parte, en considerar el engaño como una virtud del
poema, y, por otra, en considerar este engaño virtuoso como una imitación de la
realidad. Para Gorgias, este engaño poético carece de justificación ética pero la obtiene
en el terreno de la “estética” (Lledó, 1961: 48). Sus propios argumentos servirán, en su
contra, para preparar la expulsión de los poetas de la República platónica.
Protágoras, por otra parte, interpreta a Homero desde el punto de vista
gramatical, excluyendo la discusión moral de naturaleza extratextual. Dice Most que
con estos principios los sofistas podrían haber creado una hermenéutica decisiva para la
cultura griega pero que su trabajo quedó sin fruto (Most, 1986: 241). Para Most, la
causa de esta esterilidad de los presupuestos hermenéuticos de los sofistas hay que
buscarla en los esfuerzos de Platón por bloquear de forma sistemática todas sus
tentativas.
Estas propuestas sofísticas se enmarcan dentro de su programa de
“racionalización” de la vida social, política y cultural griega:

La Sofística racionaliza la poesía. Sus representantes no hablan tanto del poeta como
“poseso”, cuanto de la poesía como resultado de una construcción racional (...). El metro, el
ritmo, la aliteración, es lo que constituye la estructura formal, en la que se expresa la elevación
poética. Estos elementos bastaban para distinguirla del habla corriente y conferían a la poesía un
cierto tono misterioso y mágico. La Sofística realiza un doble cambio: en lugar de lo
sobrenatural, de lo que arrebata al poeta y le hace salir fuera de sí, coloca la invención, la
ficción poética, sujeta a reglas establecidas; en vez del influjo mágico e inexplicable, aparece la
sugestión psicológica estudiada de antemano y producida por una determinada técnica capaz de
despertar en el oyente la ilusión artística.
(Lledó, 1961: 44-45)

En este pasaje, Emilio Lledó subraya los parámetros fundamentales de la poética


de los sofistas. De un lado, se oponen a la vieja tradición del poeta inspirado por las
musas, que habíamos visto en la Era Arcaica. En este sentido, la teoría sofística se
constituye en una isla dentro del pensamiento griego, ya que Platón volverá a defender
la tesis de la “inspiración”, tendencia que se agudizará en el neoplatonismo. Por otra
parte, cuando los sofistas niegan la inspiración y convierten la poesía en una techné,
80

vuelcan su atención no en el poeta sino en el receptor de los poemas. La labor poética se


centra ahora en producir en el oyente efectos parecidos a los que se han negado a la
inspiración del poeta: la técnica del poeta, el conocimiento y el uso adecuado de los
instrumentos que proporciona la retórica, producen en el oyente el arrobamiento. Pero
se trata, no lo olvidemos, de un “entusiasmo” contenido en el espacio de lo puramente
humano; en ningún caso de nada parecido a una experiencia mística.
Dejando a un lado la posible interpretación psicológica de Teágenes de Regio, se
considera a Anaxágoras el creador de la interpretación alegórica moral (Pépin, 1958:
99)182. Entre sus seguidores, no obstante, Metródoro de Lampsaco practicó
fundamentalmente la alegoría física183. La originalidad de Metródoro respecto de
Teágenes radica en que otorgó una significación cósmica no a los dioses homéricos sino
a los héroes de la Ilíada. Se trata de una tentativa, la de alegorizar a los héroes, que no
llegó a cuajar dentro de la tradición alegórica. Además, su intención frente a los poemas
está muy alejada de la de Teágenes. La intención apologética de éste cede ante la actitud
racionalista de Metródoro que defiende una sustitución de los principios religiosos de
los poemas homéricos por los puramente científicos heredados del pensamiento de
Anaxágoras184 (Buffière, 1973: 131-132).
Sin embargo, Pródico es tal vez el sofista que, con anterioridad a Platón, elabora
una alegoría más compleja en su narración del encuentro de Heracles con la virtud y el
vicio. En esta alegoría aparecerán imágenes y analogías que perduraran con fortuna
considerable en la literatura posterior185. Es Jenofonte quien recuerda las palabras de
Pródico. Al entrar en la juventud Heracles se retira a un lugar solitario para reflexionar
sobre qué camino debe escoger si el de la Virtud o el Vicio. En ese momento, se le

182
En contra de esta idea, cf. Pfeiffer, 1981: 79, n. 99. Pfeiffer, con un concepto muy restrictivo de la
interpretación alegórica considera que sólo Metródoro puede ser considerado com alegorista a mediados
del siglo V a. C. En todo caso, en este trabajo pretendemos dar noticia no sólo de la exégesis alegórica en
sentido estricto, sino de las aportaciones teóricas de diversa procedencia que, de un modo u otro, influyen
directamente en el desarrollo de la alegoría.
183
“In the fifth century, when the allegorical method became fully developed, it was still the philosophers
who played the leading part. Anaxagoras appears to have been the first to declare that the poetry of
Homer is on the subject of virtue and justice; and his disciple Metroduros of Lampsacus developed still
further the same principle, for he was the first to study seriously the poet’s treatment of physical
questions. The latter was perhaps the most thoroughgoing of all allegorists. He held that neither the gods
nor even the heroes of Homer had ever existed; the poet introduced them merely “for the sake of art”
(Tate, 1929: 142).
184
Una de las ambigüedades más interesantes del método alégorico nace precisamente de la tensión entre
la confesa defensa de Homero y Hesíodo y la utilización del prestigio de estos poetas para apoyar, con
interpretaciones casi siempre forzadas, las propias convicciones científicas o morales del exégeta (Tate,
1929: 144). En este sentido, Buffière, 1973: 134.
185
Véase, por ejemplo, el prólogo de la Guía de pecadores de fray Luis de Granada, en el que cita a la
alegoría y a su autor expresamente (Luis de Granada, 1986: 7).
81

aparecen dos mujeres. La alegoría describe dos tipos muy diferentes de belleza: la
primera “de agradable apariencia, de natural libre, adornada con la pureza de su color, el
pudor de sus ojos, la modestia de su porte y la blancura de su traje. La otra, en cambio,
bien entrada en blandas carnes, llevaba la piel embellecida con afeites, al punto de
parecer más blanca y sonrosada que lo que realmente era. Su porte, tan altivo que
parecía más alta de lo que era, ojos atrevidos y vestidos que hacían resplandecer su
belleza en flor.” (Sofistas, 1996: 254). Ambas tratan de persuadir a Heracles de seguir
su propio camino, el de la virtud o el del vicio.
La alegoría moral está fundada sobre la conciencia de la libertad humana.
Heracles debe elegir qué camino desea tomar. La narración alegórica parte de la
metaforización del espacio físico que pasa a adquirir un sentido existencial -el camino
de la vida- y psicológico: la reflexión que se asimila al lugar solitario al que se retira
Heracles. En este espacio interior, aparecen las dos personificaciones. Virtud y Vicio
son descritas como figuras antitéticas186. En la virtud, apariencia y verdad coinciden. En
el Vicio, la apariencia disfraza la realidad. Incluso el nombre está sujeto a la doxa: “Mis
amigos me llaman Felicidad; mis enemigos, en cambio, para denigrarme, me
denominan Vicio.” (Sofistas, 1996: 255).
La estructura antitética de la narración es fundamental para la construcción de la
alegoría. Las intervenciones de Virtud y Vicio cobran su sentido pleno en la tensión
establecida entre ambas. La construcción paralelística de las intervenciones crea un
efecto paratáctico en el discurso: a la presentación de la Virtud sucede la del Vicio. Al
discurso del Vicio sigue el de la Virtud. En el debate siguiente entre ambas
personificaciones se rompe el equilibrio. A la breve intervención del Vicio, sigue la
réplica extensa de la Virtud, que cierra la discusión dirigiéndose a Heracles: “A ti
Heracles, hijo de excelentes padres, te es posible, con una vida tal de arduas fatigas,
poseer la felicidad suprema.” (Sofistas, 1996: 258). Jenofonte interrumpe aquí el relato
del discurso de Pródico. No es necesario decir qué elección realiza Heracles, porque es
de sobras conocida por el público de Jenofonte. Pero también porque la propia
construcción del relato la hace innnecesaria. La ruptura del equilibrio paralelístico de
ambos discursos, la disposición de las intervenciones a lo largo de la narración y el tono

186
Se trataría de una oposición antitética sostenida a lo largo del discurso. Respecto al tipo de oposición,
según la clasificación de Jiménez Patón, que cita José Antonio Mayoral en sus Figuras retóricas
(Mayoral, 1994: oposición de contrarios Virtud / Vicio, pero en segundo lugar, al referirse a una elección
vital, puede considerarse como una oposición privativa del tipo vida / muerte, porque el camino que cada
82

de la Virtud en esta última réplica al Vicio, con el cambio final de interlocutor cuando
se dirige a Heracles, hace innnecesaria toda otra aclaración. El propio mecanismo
retórico del discurso alegórico hace que sea imposible dudar de la inclinación de
Heracles por la Virtud, aun para un auditorio al que el héroe fuera completamente
desconocido. Si releemos el texto vemos que la disposición de sus elementos ha
adelantado este final desde le inicio de la narración: la virtud siempre se presenta por
delante del vicio: su personificación se presenta a Heracles en primer lugar. Se acerca
despacio, sin alterar su paso. En cambio el Vicio debe acelerar para adelantarse187.
Gracias a esto, el Vicio se adelanta también en el discurso pero su preeminencia, como
se ve al final, es sólo aparente. La alegoría de la narración cristaliza, evidentemente, en
la utilización de las personificaciones, pero éstas no pueden aislarse del resto del texto:
la ruptura de la construcción paralelística, el relativismo del nombre del Vicio, la
presencia siempre por delante de la Virtud dan el tono verdaderamente profundo de la
alegoría moral y de la elección de Heracles.
En definitiva, a diferencia de lo que ocurría con los textos de Homero en los que
los alegoristas le atribuían la intención oculta de carácter físico, con la alegoría de
Heracles y el debate entre el Vicio y la Virtud, Pródico consigue construir un discurso
decididamente alegórico, desde el punto de vista retórico, y se constituye en un
precedente directo de la alegoría deliberada. De esta manera, el texto corresponde ya a
la moderna definición dada por Angus Fletcher de “alegoría”188:

Podemos definir la escritura alegórica como el empleo de un conjunto de agentes e


imágenes con acciones y acompañamientos correspondientes, para transmitir de ese modo,
aunque bajo un disfraz, ya sean cualidades morales, o conceptualizaciones que no sean en sí
mismas objeto de los sentidos u otras imágenes, agentes, acciones, fortunas y circunstancias, de
manera que la diferencia se presente por todas partes ante los ojos o la imaginación, al tiempo
que se sugiere el parecido a la mente; y todo ello conectado, de modo que las partes se
combinen para formar un todo consistente.
(Fletcher, 2002: 27)

una de ellas señala priva necesariamente del otro. Es evidente que el establecimiento drástico de esta
disyuntiva refuerza la intencionalidad moral de la alegoría.
187
“La que hemos descrito en primer lugar continuó avanzando en su actitud característica; la otra, como
queriendo adelantársele, corrió hacia Heracles (...)” (Sofistas, 1996: 255).
188
Se trata de una definición de la alegoría deliberada. Pero no debemos olvidar que no se puede hablar
propiamente de ésta sino a partir de la Psicomaquia de Prudencio. El valor de la definición de Fletcher,
aplicada a la alegoría de Pródico sólo debe considerarse en cuanto a precedente.
83

Aquí la personificación está al servicio de la alegoría, cuyo sentido oculto,


derivado de la propia disposición del texto, no consiste sólo en plantear la disyuntiva
entre la vida virtuosa o viciosa, sino en indicar, en significar, la preeminencia de la
primera sobre la segunda. De este modo, la alegoría revela su naturaleza esencialmente
kosmética. El embellecimiento del discurso alegórico no tiene una función meramente
decorativa sino representativa de una jerarquía cósmica: la alegoría es señal de un orden
superior. La alegoría de Pródico ha servido para establecer la superioridad de la virtud
sobre el vicio, de la vida virtuosa sobre la que no lo es189. En páginas posteriores
tendremos la ocasión de analizar este aspecto de la alegoría más detenidamente, en
especial respecto de su tradicional colocación, en las retóricas paradigmáticas, dentro de
las figuras de pensamiento.
Por otra parte, el caso de Isócrates resulta también interesante porque plantea la
cuestión de la hyponoia en el contexto del discurso político. Escrito en 339 a. C., el
Panatenaico es una defensa de Atenas frente a la amenaza macedonia, -amenaza que
acabó materializándose en la batalla de Queronea, un año más tarde, coincidiendo con la
muerte de Isócrates- en la que Atenas fue derrotada.
El problema que se plantea casi al final del discurso (Isócrates, 2002: 239 y ss.)
es la necesidad, por parte de Isócrates, de conciliar los elogios a Esparta, realizados en
discursos anteriores, con las ciertamente incompatibles alabanzas que en este discurso
se han hecho de Atenas. Isócrates no puede ampararse en las necesidades derivadas de
cada ocasión para explicar su cambio de juicio, sin arriesgarse a ser acusado de sofista
(Eden, 1987: 60). Ante este problema, Isócrates, por medio de un personaje ficticio,
defensor de Esparta, declara la oscuridad de su intención (dianoia) que lleva al texto a
guardar un mensaje que debe ser interpretado (hyponoia)190:

Creo que cuando buscabas esto hallaste con facilidad palabras ambiguas que no son más
de elogio que de censura [se refiere a las aparentes acusaciones contra Esparta], que pueden
tener doble sentido y muchas interpretaciones, palabras que, al usarse cuando se discute sobre

189
Cf. Fletcher, 2002: 112.
190
Este mismo personaje aclara al final de su interpretación lo que ya resulta un tópico al hablar de la
alegoría, esto es, la existencia de dos modos de entender un texto: “Elegiste componer un discurso
distinto de los demás que pareciera simple y fácil de aprender a quienes lo leyeran con ligereza, pero se
les mostrase arduo y difícil de comprender a los que lo examinasen con detenimiento e intentasen
descubrir lo que a otros se les pasa por alto, lleno de muchas noticias históricas y de filosofía y henchido
de artificios de todo tipo e invenciones, no de esas que se suelen utilizar con maldad para perjudicar a los
conciudadanos, sino de las que pueden con educación ayudar o agradar a los oyentes.” (Panatenaico,
246).
84

contratos o sobre cuestiones de ganancias, son señal no pequeña de vicio y maldad, pero que si
se habla de la naturaleza del hombre y de asuntos generales son hermosas y filosóficas.
(Isócrates, 2002: 240)

El texto de Isócrates es profundamente irónico al revelar una doble vara de


medir los textos según su naturaleza. La oscuridad, dolosa en el ámbito jurídico, resulta
hermosa en el filosófico. Ahora bien, en el discurso político, ¿qué valor tiene la
oscuridad? Isócrates no responde, como tampoco responde a la interpretación que de sus
palabras hace este personaje, sino que sigue ocultando su intención191. Como dice Kathy
Eden (1987: 62), la hyponoia del Panatenaico de Isócrates nace de unas circunstancias
concretas –la necesidad de armonizar este discurso con el contenido en discursos
anteriores, pero también el miedo a las posibles represalias políticas192- a las que se ha
dado como respuesta la ocultación de la intención (dianoia) del propio autor, articulada
como una fractura entre el espíritu y la letra del texto que se pone al descubierto y, en
consecuencia, se reconstruye, por él mismo mediante su desdoblamiento en un exégeta
que le interpela.
Sin embargo, no se debe considerar que Isócrates haya adoptado esta actitud
llevado por las especiales circunstancias que concurren en la composición del
Panatenaico, porque ya en el Panegírico, escrito con un propósito diferente193, expresa
la misma idea de que la interpretación debe buscar ante todo la intención del autor194:
“No se debe entender, por tanto, de idéntica manera un mismo discurso que se
pronuncia con distinta intención” (Isócrates, 2002: 64).

191
En realidad, el propio Isócrates, al final de su discurso, poco antes de la citada intromisión a favor de
Esparta, había ido dulcificando su postura, acercándose a la visión pro-espartana que hemos señalado. De
este modo, en Panatenaico IV, 129-131, el autor apela a la colaboración militar de las dos ciudades
contra los persas. Ante este giro del discurso, se pregunta Cloché si esta actitud no resulta incoherente –
nótese que la pregunta de Cloché está referida al propio núcleo del discurso; cuánto más resulta pertinente
esta pregunta con relación a la sorprendente intromisión final-. Sin embargo, Cloché advierte que la
incoherencia se salva por la necesidad de contribuir a la restauración de la concordia entre los griegos
(Cloché, 1978: 39-40). Nos parece interesante la reflexión de Cloché porque plantea la posibilidad de
salvar la incoherencia del discurso no a través de alguno de sus propios elementos, sino por una razón
decididamente pragmática, dentro del utilitarismo político más inmediato. En general, y aunque el
discurso de Isócrates no pueda ser considerado en sentido estricto como una alegoría, sí ofrece una
posibilidad recurrente en la lectura alegórica de textos de toda índole: la salvación de la incoherencia a
través de elementos extratextuales de naturaleza pragmática.
192
“One of the more common motives for obscure expressions or allusiveness (...) is fear of political
reprisal. Not only under despotic but sometimes even under democratic rule a man musts follow the mean
of indirection between the extremes of base flattery and overt criticism. We might remember here
Isocrates´encomium on Athens in the Panathenaicus.” (Eden, 1987: 84).
193
El Panegírico es un discurso de propaganda política escrito en 380 a. C. en el que se invita a los
griegos a unirse contra los persas.
194
Se trata, como veremos en el capítulo VIII, de lo que Tate denomina “interpretación histórica”.
85

V. El antialegorismo de Platón: de la expulsión de los poetas a la


alegoría de la caverna

La actitud que Platón adopta frente a la interpretación alegórica de su tiempo,


tanto en lo que se refiere a la alegoría física y a la alegoría moral, como en lo que
respecta al método de exégesis etimológica, debe situarse en el marco más amplio de
sus conceptos de la poesía y el lenguaje y de su propia actividad como creador de
nuevas alegorías195.
Si hay un tópico repetido hasta la saciedad en el estudio de las relaciones entre la
poesía y la filosofía es la expulsión de los poetas de la República de Platón. El propio
Platón advierte que la desavenencia entre ambas viene de antiguo196. Para plantear los

195
Pépin, entre otros, ha observado la proximidad del mito platónico a la alegoría, “porque se trata
siempre de traducir en términos sensibles las verdades inteligibles.” Al mismo tiempo ha señalado la
contradicción existente en el pensamiento platónico entre este uso del mito y la condena de alegoristas y
poetas (Pépin, 1958: 119-120). En este capítulo nos proponemos abordar el examen de esta
“contradicción”. Ruiz Yamuza recoge, a propósito del mito platónico del nacimiento de Eros (Banquete,
201d-203a) las opiniones de Steward y Frutiger según las cuales es posible establecer algunas diferencias
entre el mito platónico y la alegoría. Sin embargo estas diferencias –la presunta inmovilidad de la
alegoría frente al dinamismo narrativo del mito; el carácter social de éste frente a origen individual de
aquélla; la explicación de la significación de la alegoría frente a lo inexplicado del mito; la presumible
literalidad del sentido mítico frente a la alegorización posterior- (Ruiz Gamuza, 1986: 55-56) no nos
parecen obstáculos suficientes para separar el mito platónico de un concepto amplio de hypónoia. En
primer lugar, en el caso de Platón el mito tiene un origen individual, puesto que las posibles influencias
precedentes quedan englobadas y trascendidas en la reelaboración platónica del mito –por otra parte, no
debemos olvidar que, como hemos visto, los propios griegos y entre ellos Platón, atribuían sus mitos a
Homero y Hesíodo, es decir, los asociaban en su origen y difusión a personas individuales, aunque, desde
luego, no se pueda hablar de autoría en sentido estricto-. En segundo lugar, la naturaleza narrativa de la
alegoría, incluso el sentido amplio que la personificación tiene en este momento, es mucho más complejo
que las concepciones actuales de esta figura. Por lo que se refiere a la cuestión de la explicación del
significado, éste es el rasgo que más estima Ruiz Yamuza de cuantos se alegan para diferenciar mito de
alegoría (p. 55); afirma que la diferencia entre mito y alegoría vendría a ser similar a la que se establece
entre la comparación, en la que los dos términos de la misma están explícitos, y la metáfora, en la que uno
de ellos está implícito y queda inexplicado. Ya hemos visto, sin embargo, al hablar de la hypónoia que era
precisamente esa alusividad a lo que está fuera del discurso, lo que, con el paso del tiempo, complicaba su
interpretación haciéndola indescifrable en algunas ocasiones. En el caso de la objeción de Steward, es
decir, de la que considera que el mito consiste en su sentido literal y la alegorización es la visión posterior
del mismo, producto de su propia extrañeza; creemos detectar en su planteamiento una tendencia, por lo
demás generalizada en determinados momentos, a simbolizar el mito, inclinación contra la que ya
advierte Jean Pierre Vernant (Vernant, 1982: 201 yss.), como veremos más adelante. La propia Emilia
Ruiz Yamuza reconoce la dificultad de esta distinción entre mito y alegoría y señala en nota (op. cit., n.
94, p. 56) que “no hay, normalmente, mayor finura en los autores a la hora de distinguir un mito de una
alegoría.”
196
Platón: República, 607b. Parece que este desencuentro perdurará, con diversas vicisitudes, hasta el
siglo XIX, con la llegada de lo que Alain Badiou ha denominado “La edad de los poetas”. Considera el
pensador francés que esta “edad de los poetas se extendería desde Hölderlin a Paul Celan. Es fácil
observar los estrechos lazos que se han creado en esta época entre la poesía y la filosofía en el
pensamiento de Nietzsche, Heidegger y Gadamer, entre otros muchos. De este modo, el propio Badiou
afirma que “desde Nietzsche, la poesía se venga de Platón y ocupa el lugar de la filosofía.” (Badiou,
86

términos de esta expulsión, Platón vuelve a la ya vieja comparación de Simónides entre


poesía y pintura. Ya habíamos visto lo que tal comparación significaba: el apartamiento
de la poesía del mundo de la verdad y su establecimiento en el universo de la ilusión y
el engaño:

Pues fue queriendo llegar a un acuerdo sobre esto que dije que la pintura y en general
todo arte mimético realiza su obra lejos de la verdad, y que se asocia con aquella parte de
nosotros que está lejos de la sabiduría y que es su querida y amiga sin apuntar a nada sano ni
verdadero.
(República, 603b)

Una vez que Platón ha expuesto su valoración de la pintura y del arte imitativo,
se pregunta si es pertinente la aplicación del carácter imitativo de la pintura a la poesía.
Platón no se conforma con la aparente analogía entre ambas y en su examen llega a
señalar que la poesía no imita la parte racional de hombre sino la irracional, fácil de
imitar y mejor recibida por el público197.
En tiempos de Platón y a la luz de sus ideas sobre el lenguaje, la palabra poética
resulta insuficiente. En primer lugar porque la imitación que el lenguaje hace de la
realidad no puede nunca sustituir el examen directo e inmediato de la misma; esta
constatación sólo puede hacerse desde la filosofía. En este sentido dice Lledó: “el plano
desde el que hablan los poetas no se cruza con el de las cosas en sí” (Lledó, 1961: 97-
98).
Platón ya había advertido en el Cratilo que la verdad y la falsedad no dependen
de los nombres sino de su uso, es decir, de su adecuada correspondencia con la realidad
(Pfeiffer, 1979: 372). Esta necesidad de la verdad platónica de corresponder con la
realidad rompe definitivamente con la idea de verdad de la Era Arcaica:

Truth is no longer something the attainment of which is physically outside the sphere of
human competence, and dependent of the disclosure of things in the regions through of as being
elsewhere in space and time; but the powers of the intellect operating here and now, and to be

1990: 50). Badiou caracteriza esta época afirmando que “Lo que intentan los poetas de la edad de los
poetas es abrir un acceso al ser, ahí donde el ser no puede ampararse en la categoría presentativa del
objeto” (Badiou, 1990: 52).
197
Platón, República, 604d. La cuestión del público y de su favor hacia la poesía debe entenderse en
contraposición con la difícil relación del filósofo y la multitud (op. cit., especialmente 487d y 499e). Se
trata, ésta, de una preocupación que parece atravesar la obra de Platón en bastantes ocasiones.
87

expressed in utterances which can be evaluated in terms of their correspondence with the things
that are available to all thinking men.
(Pfeiffer, 1979: 366)

Sin embargo, los poetas no constatan esta correspondencia entre palabra y


realidad: “Poets tend to imitate without personal involvement or philosophical
evaluation. These poets lie passively in their environment; their limited imagination
does not allow them to improve upon what society has given to them.” (Partee, 1979:
396).
Platón no afirma que el poeta mienta sino que el propio lenguaje poético, él
mismo una imitación de la realidad, carece de la necesaria articulación para constatar si
se ajusta a esta verdad concreta que nace de la correspondencia con la realidad. De nada
sirve, por tanto, que el poeta hable bajo la misma inspiración divina que asiste a los
filósofos, porque sólo el dialéctico sabe manejar correctamente los resortes del lenguaje.
La cuestión de la inspiración poética en el pensamiento platónico tiene especial
importancia porque de su recepción neoplatónica deriva, como veremos, un nuevo tipo
de alegoría, la alegoría mística. La teoría de la inspiración la expone Platón en el Ión198:

Una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la piedra que Eurípides llama
magnética y la mayoría heráclea. (...) Así también la Musa crea inspirados, y por medio de ellos
empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo. De ahí que todos los poetas épicos, los
buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque
están endiosados y posesos. Esto mismo le ocurre a los buenos líricos (...). Porque es una cosa
leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado,
demente, y no habite ya más en él la inteligencia. Mientras posea este don le es imposible al
hombre poetizar y profetizar. (...) Y si la divinidad les priva de la razón y se sirve de ellos como
se sirve de sus profetas y adivinos es para que, nosotros, que los oímos, sepamos que no son
ellos, privados de razón como están, los que dicen cosas tan excelentes, sino que es la divinidad
misma quien las dice y quien, a través de ellos, nos habla.
(Ión, 533d-534e)

Advierte Luis Gil que el entusiasmo platónico, tal como queda de relieve en este
texto, conoce dos etapas: una enstática, en la que la divinidad se instala en el interior

198
Para un estudio detallado de la posición con la que Platón aborda el tema de la poesía en este diálogo y
de las objeciones que su planteamiento suscita véase Lledó, 1961: 55-79.
88

del poeta, y otra extática, en la que el hombre sale de sí, quedando despojando de su
inteligencia, de su mismidad (Gil, 1966: 53). No obstante, Platón no parece admitir la
separación del alma y el cuerpo nada más que con la muerte, como expone en el Fedón.
Por este motivo debe ponderarse con sumo cuidado el contenido y alcance místico de
este fragmento199. En todo caso, nos interesa subrayar la oposición que el Ión establece
entre entusiasmo e inteligencia (Lledó, 1996: 237). Sea cual sea el sentido de este salir
de sí del poeta, en el rapto de la inspiración, es evidente que inteligencia e inspiración
resultan incompatibles. Platón adelanta aquí lo que después, tal y como hemos expuesto,
advierte en el Cratilo: el poeta, incluso diciendo la verdad en virtud de esta inspiración,
carece de los recursos necesarios para constatarla, porque, de hecho, necesariamente, no
sabe lo que dice; porque la condición de este “poder decir” es precisamente el no saber.
La crítica del Ión a la poesía es contradictoria. Como dice Lledó, a una
interpretación “dionisíaca” de la poesía, sucede una crítica “apolínea” (Lledó, 1961: 79).
Efectivamente, Platón, en su reproche a la poesía, parece acercarse en ocasiones a las
posiciones racionalistas de Gorgias al exigir de la poesía la posesión de un objeto del
saber, de una techné, que además, tenga medida humana y no obedezca a la inspiración
de los dioses o las musas (Lledó, 1961: 75). Esto no obstante, se distancia de éste en el
concepto de retórica.
Pese a los esfuerzos de Gorgias para orientar la retórica hacia el terreno de la
techné, existe todavía en su pensamiento una vinculación muy fuerte entre retórica y
magia a través de la apaté, la ilusión, elemento común a ambas200. Aunque la crítica de
Platón socavará esta visión de la retórica y la obra de Aristóteles la dejará aun más
relegada, la idea de la relación de la retórica con la magia nunca terminará de
desaparecer y retornará con fuerza en momentos determinados de la Antigüedad, como
en el movimiento de la Segunda Sofística y el neoplatonismo, o más adelante, durante la
Edad Media y el Renacimiento201.

199
Plotino, en el marco posterior del neoplatonismo, sí admitirá el éxtasis como “instante en que el alma,
rompiendo toda barrera somática, se extiende para ir al encuentro de lo divino, que, a su vez, sin salir de
sí viene hacia el hombre.” (Gil, 1966: 54). Sin embargo, en el caso que nos ocupa, a tenor de lo expuesto
por Alcibíades en el Banquete y también de lo que se dice en el Teeteto es difícil precisar la naturaleza y
el grado de estos éxtasis platónicos (op. cit., p. 55). Como apunta Lledó, Platón, a diferencia de
Demócrito, quien había hecho un esfuerzo por analizar la inspiración desde el punto de vista psicológico,
“se limita a describir externamente tal fenómeno y a hacer destacar los efectos que produce.” (Lledó,
1961: 69).
200
Cf. Ward, 1988: 58.
201
De Romilly incluso dice que tal concepción es reconocible hoy día en algunos movimientos críticos
(De Romilly, 1975: 88 y ss.).
89

Como hemos visto, cuando estas objeciones se extiendan al terreno político, el


poeta, tanto si actúa por inspiración divina como si miente deberá ser expulsado de la
República:

Por lo tanto, es justo que lo ataquemos y que lo pongamos como correlato del pintor;
pues se le asemeja en que produce cosas inferiores en relación con la verdad, y también se le
parece en cuanto trata con la parte inferior del alma y no con la mejor. Y así también es en
justicia que no lo admitiremos en un Estado que vaya a ser bien legislado (...).
(República, 605ab)

Porque, además, este trato con la parte inferior del alma, hace que la poesía
afecte al comportamiento tanto en las situaciones dolorosas, en el caso de la tragedia,
como en las ridículas, en el caso de la comedia. Platón examina ahora las consecuencias
del discurso poético en el campo de la moral. La poesía suscita la aprobación de
modelos de comportamiento que en el ámbito privado son objeto de censura.
Platón, desde el racionalismo, ha llegado a la misma conclusión que Jenófanes.
Alcanzado este punto, Platón lleva el ataque a la poesía al terreno de la educación. De
este modo, Platón, reuniendo racionalismo y preocupación por la educación, vuelve a
coincidir con la actitud y los puntos de preocupación de los sofistas. Sin embargo, en
una nueva paradoja, frente al saber enciclopédico que los alegoristas y los sofistas de su
tiempo reconocen en Homero y Hesíodo, Platón afirma que estos poetas -y también
aquellos alegoristas que pretenden extraer un sentido profundo de sus poemas202- nada
saben en realidad de las cosas que imitan203 y que, en consecuencia, deben ser apartados
de la educación de los griegos:

202
“Después de esto debemos examinar la tragedia y a su adalid, Homero, puesto que hemos oído a
algunos decir que éstos conocen todas las artes, todos los asuntos humanos en relación con la excelencia y
el malogro e incluso los asuntos divinos. Porque dicen que es necesario que un buen poeta, si va a
componer debidamente lo que compone, componga con conocimiento; de otro modo no será capaz de
componer. Hay que examinar, pues, si estos comentaristas, al encontrarse con semejantes imitadores, no
han sido engañados, y al ver sus obras no se percatan de que están alejadas en tres veces de lo real, y de
que es fácil componer cuando no se conoce la verdad; pues éstos poetas componen cosas aparentes e
irreales” (República 598e-599a).
203
Cf. Pépin, 1958: 115. Contra la opinión de Pépin (“Platon n´aimait pas Homère”, op. cit. p. 112), Luis
Gil piensa, más matizadamente, que en Platón se dan con respecto a Homero una serie de sentimientos
contradictorios: “Por un lado compartía la veneración popular por Homero y Hesíodo, y por otro, hacía
suyas las críticas de los filósofos a los poetas.” (Gil, 1966: 105). Ciertamente el tono empleado en la
República respecto a Homero, incluso cuando se está justificando la expulsión de los poetas, parece dar la
razón a Luis Gil. Sin embargo, este posible afecto platónico hacia Homero no parece extenderse a sus
comentaristas ni, desde luego, a sus métodos.
90

Por lo tanto, Glaucón, cuando encuentres a quienes alaban a Homero diciendo que este
poeta ha educado a la Hélade, y que con respecto a la administración y educación de los asuntos
humanos es digno de que se le tome para estudiar, y que hay que disponer toda nuestra vida de
acuerdo con lo que prescribe dicho poeta, debemos amarlos y saludarlos como a las mejores
personas que sea posible encontrar, y convenir con ellos en que Homero es el más grande poeta
y el primero de los trágicos, pero hay que saber también que, en cuanto a poesía, sólo deben
admitirse en nuestro Estado los himnos a los dioses y las alabanzas a los hombres buenos. Si en
cambio recibes a la Musa dulzona, sea en versos líricos o épicos, el placer y el dolor reinarán en
tu Estado en lugar de la ley y de la razón que la comunidad juzgue siempre la mejor.
(República, 607a)

El libro X de la República señala tres motivos para la expulsión de los poetas del
Estado. En primer lugar, existe un motivo ontológico determinado por el carácter
mimético de la poesía. Al igual que la pintura, la imitación poética es causa de engaño
sobre lo real204. En segundo lugar, y estrechamente derivada de éste, hay una causa
epistemológica. La poesía no permite conocer la realidad. Incluso cuando dice la
verdad, ésta no puede corroborarse en el terreno de lo real. Esta objeción es de especial
importancia si tenemos en cuenta el modelo de conocimiento dialéctico al que aspira
Platón. Es en este punto cuando debemos volver de nuevo al examen del Cratilo.
Efectivamente, en opinión de Gadamer, Platón afirma en el Cratilo la superación del
ámbito de las palabras por la dialéctica. Platón considera que la palabra es un signo, un
mero indicador. Por lo tanto, el verdadero ser de las cosas debe investigarse “sin los
nombres.” Esto supone que en el ser propio de las palabras no existe acceso alguno a la
verdad, “por mucho que cualquier buscar, preguntar, responder, enseñar y distinguir
esté obligado a realizarse con los medios lingüísticos” (Gadamer, 1996: 497)205. Se hace
evidente, a tenor de este juicio, que no sólo la poesía sino la exégesis alegórica, que
tiene como objeto la interpretación de la palabra del texto, es un camino de
conocimiento que se desarrolla en las antípodas de las aspiraciones platónicas, con
independencia de su posible y singular acercamiento a lo verdadero206.

204
Sobre esta cuestión véase Lledó, 1961: 98-103.
205
Gadamer recuerda que Platón considera que el diálogo que se produce en el alma es mudo, sin
reflexionar “sobre el hecho de que la realización del pensamiento, concebida como diálogo del alma,
implica a su vez una vinculación al lenguaje.” (Gadamer, 1996: 490).
206
El acercamiento a lo verdadero es una posibilidad del lenguaje que estriba no en la referencia puntual
de los significados de las palabras, sino en el amplio horizonte del logos. Es el logos, siguiendo con el
análisis de Gadamer, “el que coloca siempre el ser en una determinada perspectiva, reconociéndole o
atribuyéndole algo.” (1996: 495).
91

La lectura del Cratilo realizada por Tvetan Todorov sostiene que la crítica ha
malentendido el proceder socrático. La conclusión de Todorov -en particular al discutir
el sentido y el valor de las etimologías que Sócrates ofrece en el diálogo- se entiende en
el marco de su teoría del símbolo. Para Todorov, Sócrates no busca el origen de las
palabras, como hace la etimología filológica actual. Por el contrario, lo que pretende es
insertar la palabra en el sistema del léxico, y revelar las propiedades diagramáticas del
vocabulario, tal como las consideran los griegos en este momento de su historia: “Pas
plus q´une recherche de parentés verbales, le Cratyle n´est une affirmation de la
motivation de signes (au sens précis du mot): mais justement du principe
diagrammatique (de l´analogie)” (Todorov, 1972: 292).
Las tesis de Todorov y Gadamer respecto al Cratilo tienen algún punto en
común: se aproximan en tanto que ambas tienden a hacer depender el sentido de las
palabras no de su significado aislado, sino respecto al cuerpo entero del lenguaje. Así,
para Gadamer es el horizonte del logos el que abre la posibilidad de la verdad; para
Todorov, la etimología de afinidades determina el valor de la palabra, no en atención a
su origen sino en la determinación del lugar que estas afinidades con otras palabras le
proporciona en el seno del conjunto del léxico. En ambos casos se reconoce la
imposibilidad de alcanzar el sentido de la palabra sin la referencia del conjunto en el
que se inserta. Tanto para Gadamer, como para Todorov, el sentido de la palabra se
halla en la relación que establece con un determinado conjunto lingüístico. En el caso de
Gadamer se trata de una relación con el horizonte del logos, en el contexto de la
dialéctica; en el caso de Todorov, de una relación con el resto del sistema léxico por
medio de un procedimiento simbólico, en el sentido que Todorov concibe la simbólica.
Pero Todorov no parece tener en consideración la concepción no lingüística del
diálogo del alma en el pensamiento platónico, ni la naturaleza epistemológica de la
dialéctica. Su lectura del Cratilo se ciñe a la cuestión etimológica así expuesta, sin
penetrar en el problema que Gadamer advierte respecto de la imposibilidad de conocer
el ser de las cosas mediante la palabra.
Acaso la posición de Todorov por lo que al diálogo platónico se refiere, derive
de su consideración del carácter binario del símbolo frente al carácter ternario del signo.
En efecto, Todorov, en estas mismas páginas, y a partir de la teoría del lenguaje
medieval de Juan de Salisbury 207, afirma que el signo está caracterizado por una

207
Se trata de una teoría desarrollada también por Anselmo de Canterbury y, especialmente, por Pedro
Abelardo, en el siglo XII (cf. Beuchot, 1991).
92

estructura ternaria que relaciona el significante con el significado por medio de la


significación, y a ambos con el referente por medio de la denotación. Por el contrario, la
estructura binaria del símbolo sólo relaciona el simbolizante con lo simbolizado, sin
apelar a la relación de referencialidad. Como consecuencia de este planteamiento,
resulta que del símbolo no pueda predicarse la verdad o la falsedad208 respecto de esta
referencia.
Al estudiar el diálogo de Platón, Todorov parte de una concepción de la
etimología orientada hacia la creación y desarrollo de las relaciones simbólicas desde
unas asociaciones que escapan a las de motivación, producidas éstas entre sus elementos
constitutivos209. Según Todorov, las relaciones de motivación operan en el interior del
símbolo, entre sus elementos constitutivos; pero lo que se plantea en su lectura del
Cratilo, son las relaciones simbólicas basadas en la analogía entre los distintos signos.
Por eso, afirma Todorov que el Cratilo ha sido malinterpretado: no se trata tanto de
examinar la existencia o no de relaciones de motivación en el interior de la palabra
como de estudiar las relaciones entre los diferentes signos. Este tipo de relación, en el
caso de símbolo, es a la que se refiere con el término diagrama.
Pero en el transcurso de la discusión en torno a la existencia de las relaciones de
motivación a la demostración de las relaciones diagramáticas propuestas como juego del
lenguaje y fundadas en la analogía, se pasa también de la duda a la certeza y explicación
de las peculiaridades del funcionamiento simbólico. En este proceso desaparece la
relación con el referente. En consecuencia, la interpretación de Todorov deja de lado el
problema del conocimiento de la realidad por medio del lenguaje – cuestión rechazada
por su concepción de los símbolos frente a los signos-. De esta manera, la interpretación
de Todorov es coherente con sus postulados teóricos, pero pierde la referencia al
problema del conocimiento de la realidad que está en el diálogo platónico. Por otra
parte, al olvidar que en el pensamiento platónico el diálogo del alma es ajeno al
lenguaje, y por lo tanto, que éste es insuficiente en última instancia para conocer la
verdad, Todorov elude el problema que podría derivarse de ajustar a su sistema
lingüístico de signos y símbolos, una epistemología, como la platónica, que sitúa en su
cima un modelo de conocimiento extralingüístico.
Por último, Platón presenta una objeción de naturaleza axiológica. La poesía
imita la parte irracional del alma y no la mejor, la parte racional. Estos argumentos se

208
Todorov, 1972: 278. El símbolo, al contrario que el signo, no es cognitivo (p. 280).
209
Ib., p. 287.
93

refuerzan extraordinariamente si tenemos en cuenta el papel fundamental de la poesía en


la educación de la ciudad. La consecuencia de estas objeciones cristaliza en el terreno
de la decisión política: los poetas no tienen cabida en el Estado y, por lo tanto, deben ser
expulsados.
Las leyes, sin embargo, modifica las conclusiones de la República. En realidad,
en este retorno al estudio del problema de la poesía, Platón revela que el argumento que
verdaderamente le interesa de la cuestión es el político, vinculado indisolublemente a la
educación de los ciudadanos210. Las cuestiones ontológica y epistemológica son
salvadas en esta obra de vejez (Lledó, 1961: 119-123), quedando pendiente únicamente
el conflicto entre la libertad del poeta y los intereses de la polis. Platón considera que
esta libertad, que se puede presentar en ocasiones como opuesta a la ley, es inadmisible.
Como afirma Lledó, Platón ha descubierto que la poesía no es sólo mimética,
sino también creadora de realidades nuevas. El filósofo recela de este poder creador de
la poesía y lo condena en cuanto lo considera perjudicial para el Estado (Lledó, 1961:
129). Sin embargo, a diferencia de lo que proponía en la República, en Las Leyes, la
expulsión de los poetas se cambia por la censura de sus obras. Platón no pretende ahora
eliminar a los poetas de la ciudad ni de la educación, sino someterlos a los intereses del
legislador conforme a los fines que se estimen adecuados al Estado (Lledó, 1961: 130).
Esta posibilidad de utilizar la poesía para fines políticos deriva del reconocimiento del
poder creador de realidades de la poesía. Las palabras de Platón son de una claridad
estremecedora:

El poeta que componga estas cosas no ha de ser uno cualquiera, sino que, en primer
lugar, ha de tener por lo menos cincuenta años y, además, no ha de ser tampoco de los que entre
ellos, aun con una poesía y una Musa bien logradas, no han realizado nunca ningún hecho
honroso y relevante. Cántense, pues, las obras de los poetas buenos aunque esos poemas sean
artísticamente deficientes. El juicio sobre ellos corresponderá al educador y a los demás
guardianes de las leyes (...) Sólo se cantarán los poemas que, juzgados sagrados, sean ofrecidos
a los dioses y aquellos que, compuestos por hombres de bien, censuren o alaben a alguien y se
estime que lo hacen debidamente.
(Las leyes 829c-829e)

210
Cf. Gil, 1961: 87-89.
94

Con este concepto de la poesía, es fácil presumir en Platón una valoración


negativa de la exégesis alegórica. La hermenéutica, de la que el mismo poeta participa
cuando transmite los poemas llevado por la inspiración divina, es considerada como una
techné especial 211 en la que el intérprete no entiende en muchas ocasiones lo que dice212.
Por lo tanto, para Platón, la hermenéutica está siempre por debajo de la epistéme
(Ferraris, 2000: 111).
En primer lugar, hay que recordar que Platón afronta el problema de la
hermenéutica de un modo externo. En el Ión, Platón afirma que el intérprete debe salir
del poema y buscar sus referentes. Esta exigencia tiene como consecuencia que la
interpretación “se dispersa en una serie de ciencias diversas y distanciadas” (Most,
1986: 241). La consecuencia de esta dispersión es obvia. Para interpretar los poemas
están más autorizados los especialistas en las diversas ciencias a las que corresponden
los asuntos tratados en el poema que los gramáticos y rapsodas.
Al tratar también de la educación en el Libro II de la República, Platón hace
referencia expresa al sentido alegórico de los mitos homéricos y hesiódicos en términos
negativos:

Narrar en cambio, el encadenamiento de Hera por su hijo o que Hefesto fue arrojado
fuera del Olimpo por su padre cuando intentó impedir que éste golpeara a su madre, así como
cuantas batallas entre dioses ha compuesto Homero, no lo permitiremos en nuestro Estado,
hayan sido compuestos con sentido alegórico o sin él. El niño, en efecto no es capaz de discernir
lo que es alegórico de lo que no lo es (...).
(República, 378d)

En este pasaje Platón pasa revista a los mitos más frecuentados por la exégesis
alegórica213. La inmoralidad literal de los mitos impide cualquier tipo de interpretación

211
En realidad, el propio Platón niega reiteradamente que se trate de una técnica o ciencia. Véase Ión,
533d y 536a.
212
“Y cada poeta depende de su Musa respectiva. Nosotros expresamos esto, diciendo que está poseído o
lo que es lo mismo que está dominado. De estos primeros anillos que son los poetas, penden a su vez,
otros que participan de este entusiasmo, unos por Orfeo, otros por Museo, la mayoría, sin embargo, están
poseídos y dominados por Homero.” (Ión, 536b).
213
Como recuerda Detienne, Platón es el primero en utilizar el término “mitología” (Detienne, 1985:
105). La palabra ya implica un distanciamiento frente al mito, al que identifica a veces con los
argumentos absurdos (op. cit., p. 106). En términos semejantes lo expresa García Gual: “Platón utiliza ya
el término “mitología” en una acepción plenamente moderna, con una precisa conciencia de lo que un
repertorio mítico supone para una sociedad tradicional.” (García Gual, 2001: 16). Este distanciamiento
del mito y la conciencia exacta de su papel en la sociedad serán, como veremos, fundamentales en el
Platón alegorista.
95

ulterior. Platón renuncia a indagar un posible sentido alegórico en estos textos.


Finalmente, después de la prohibición de los mismos, aparece la preocupación
pedagógica que alienta siempre el pensamiento platónico: el niño no puede discernir
entre lo alegórico y lo que no lo es. En realidad, éste es el argumento primero y es a la
luz de esta afirmación como debe leerse el texto. Tate señala que aquí es necesario
diferenciar tres aspectos: el sentido literal de los poemas, la moral del relato, derivada
de este sentido literal y el sentido alegórico. Estos mitos inmorales son falsos
doblemente. Por una parte, son literalmente inciertos; por otra, son moralmente falsos
(Tate, 1929: 145-146)214. Queda, desde luego, el posible sentido alegórico. Pero este
sentido, revelado por la interpretación, es, en todo caso, posterior a los otros dos
aspectos. En consecuencia: “Whether the child apprehends the allegorical meaning or not,
one thing is certain, namely, that the literal meaning and, what is more important, the general
principle illustrated by that literal meaning will have sunk deep into his impressionable mind”
(Tate, 1929: 146).
En realidad, Platón descarta preocuparse por el posible sentido alegórico de los
mitos, porque presume, como hemos visto, la ignorancia de los poetas.
Sin embargo, aun admitiendo que el poeta nada sabe de lo que dice, cabe la
posibilidad de que en virtud del entusiasmo que lo posee diga alguna verdad enigmática
inspirada por los dioses o las musas. Platón, desde luego, admite esta posibilidad (Tate,
1929: 147-149). Platón comparte con Heráclito la opinión que distingue entre lo que
dice el poema y lo que opina o ignora el poeta. En Platón, además, aparece una
valoración del sentido literal desconocida por los alegoristas anteriores. Es interesante
subrayar esta ponderación platónica, porque su argumentación parte, precisamente, del
efecto que este sentido literal causa en el oyente o lector inmaduro215.
Los alegoristas de esta época, en una práctica en la que la alegoría pagana no
dejará de incurrir a lo largo de su historia, una vez desentrañado en el sentido oculto del
texto, prescinden de su sentido literal. Este abandono del sentido literal era necesario
para defender los poemas de las acusaciones por su “aparente” inmoralidad. Por el

214
Most recuerda que ya en Hipias menor se excluye la poesía de la instrucción moral y en Protágoras
Platón niega que la interpretación literaria pueda contribuir al conocimiento moral (Most, 1986: 243-244).
215
El ejemplo más claro del perjuicio causado por el sentido literal de los poemas homéricos y hesiódicos
en el joven lo ofrece el Eutifrón (cf. Pépin, 1958: 113): el joven que va a entregar a su padre a la justicia y
que se toma el mito en el que Zeus encadenó a su padre en sentido literal (Eutifrón, 5e). El reproche
irónico de Sócrates a este argumento entronca directamente con los viejos ataques de Jenófanes al mito
homérico: “Luego tú crees también que de verdad los dioses tienen guerras unos contra otros y terribles
enemistades y luchas y otras muchas cosas de esta clase que narran los poetas (...)”. A la pregunta de
Sócrates, Eutifrón responde afirmativamente (Eutifrón, 6b-c).
96

contrario, Platón, en una decisión cercana a la sofística, analiza la cuestión desde la


órbita de la recepción216. El sentido alegórico es necesariamente posterior a la
percepción del sentido literal. En el caso del niño, no se puede correr el riesgo de que
este sentido ulterior no llegue a ser descubierto. De este modo, desde el efecto que éste
pueda causar en el oyente, Platón revaloriza a sensu contrario el sentido literal de los
poemas de Homero y Hesíodo.
Ahora, bien, si el poema contiene un verdad inspirada, formulada a través de un
enigma, es necesario, como ya hemos señalado, que el intérprete actúe también bajo la
inspiración divina. Llegado a este punto, Platón presenta contra los exegetas alegoristas
los mismos argumentos que había opuesto a los poetas: incluso teniendo los
instrumentos de interpretación adecuados, no puede saberse con certeza lo que dicen los
poemas. Y aunque así fuera, incluso si tal sentido fuera verdadero, no se podría
considerar que se trate de un conocimiento científico de la realidad, porque la
posibilidad de este conocimiento está reservada al filósofo (Tate, 1929: 150-152). La
formulación de este razonamiento recuerda al propuesto por Gorgias sobre la
imposibilidad del conocimiento: “Afirma que no existe nada. Pero si existe, es
incognoscible. Y si existe y es cognoscible, no es comunicable a otros.” (Sofistas, 1996:
184).
El esquema del razonamiento de Platón es el siguiente: los mitos inmorales son
falsos. Incluso si tuvieran un sentido escondido verdadero, fruto de la inspiración, éste
no sería cognoscible ni por el poeta ni por el intérprete. Y aun en el caso de que éste se
diera a conocer, no se trataría nunca de un conocimiento científico porque no puede

216
Por el contrario Alberto Bernabé, al estudiar el enigma en la exégesis alegórica en Platón (Bernabé,
1999: 189), se centra en el análisis del emisor del enigma. En este trabajo, distingue entre el enigma
planteado por la divinidad, que no puede ser falso, como ocurre con la Pitia; el enigma procedente de los
poetas y de los misterios; la sabiduría tradicional y los filósofos; en el último lugar, Platón sitúa al
hombre de la calle. El caso de Sócrates y el oráculo reviste una especial importancia. Efectivamente, tal y
como se narra en Apología 21a-c, Querefonte, amigo de Sócrates, acude al oráculo y tiene la audacia de
preguntar si hay alguien más sabio que Socrates. Es interesante, a nuestro juicio, subrayar la temeridad de
la pregunta de Querefonte, porque parece desembocar en un caso de hybris. La Pitia responde que nadie
hay más sabio. El oráculo es interpretado por Socrates como un enigma que debe ser descifrado. Guthrie
afirma que “el dios aprovechó la ocasión de la pregunta de Querefonte para inculcar la lección de que
ninguna sabiduría humana valía la pena. A Socrates lo tomó simplemente como ejemplo y utilizó su
nombre para decir que la cosa más sabia que un hombre podía hacer era ser consciente de su propia
ignorancia.” (Guthrie, 1988: 389). Pero Sócrates dedica toda su vida a investigar el sentido del oráculo.
Su vida se convierte en una vida irónica, que desemboca en la condena a muerte. La ironía radica en que
la investigación de Sócrates consista en conocer el enigma de su propia ignorancia. Y resulta curioso
comprobar, como dice Colli, que la acusación contra Sócrates es planteada por Platón igualmente como
un enigma, una formulación contradictoria en la que engaño y el juego de apariencias son sus
características. Colli subraya que el enigma se mueve en la esfera de la hostilidad y advierte que “la
crueldad, que viene del dios, consiste en proponer un desafío –el del conocimiento- al que el sabio no
puede sustraerse, y que termina precisamente con su muerte.” (Colli, 1995: 447-448).
97

constatarse con la realidad217. Pero Platón no hace sino ser consecuente con la
enseñanza socrática y la de los sofistas. Como dice Karl Reinhardt:

Platón recoge ambas corrientes, la sofística y la socrática. Las dos coinciden en su


orientación de alejarse del estado, de los dioses y del mito. El ideal socrático del saber-de-virtud
por un lado, el sofístico de la techne y de la aptitud por otro, son signos de una desdivinización
que apenas ha vuelto a irrumpir otra vez de manera ominosa sobre el mundo.
(Reinhardt, 1994: 112)

En líneas similares se manifiesta Platón cuando se refiere al método etimológico.


Las mismas objeciones presentadas a la poesía y a la exégesis alegórica, se oponen
ahora al método etimológico (Tate, 1929: 153). Y como en estos casos, Platón deja
también un espacio para la ambigüedad y la ironía. De este modo, en el Cratilo, el
filósofo admite que “los primeros nombres” se ajustaban a la realidad de las cosas y que
el nombre es el mejor instrumento para conocer la realidad218. Platón considera que las
etimologías son una variedad de mitos y que pueden servir para reconstruir la historia
de la desnaturalización del lenguaje primitivo. Pero, dicho esto, se burla de las
extravagancias del método alegórico, llevado a su último extremo por los practicantes
de la exégesis etimológica (Buffière, 1956: 62-63).
Pero, ¿qué ocurre cuando es el propio filósofo el que se sirve del mito y del
método etimológico? ¿Qué sentido hay que dar a las alegorías platónicas?

217
Frente al estilo oscuro y paradójico de Heráclito con sus violentas uniones de contrarios, Platón, al
considerar las cosas que suscitan percepciones contrarias, afirma que el alma debe apelar al razonamiento
y a la inteligencia para examinar si se trata de una sola cosa o de dos: “Y para aclarar esto la inteligencia
ha sido forzada a ver lo grande y lo pequeño, no confundiéndolos sino distinguiéndolos.” (República,
524c). Así, Platón valora positivamente las percepciones de contrarios pero no en sí mismas sino porque
estimulan la inteligencia: “Si la unidad es vista suficientemente por sí misma, (...) no atraerá hacia la
esencia (...). Pero si se la ve en alguna contradicción, de modo que no parezca más unidad que lo
contrario, se necesitará de un juez, y el alma forzosamente estará en dificultades e indagará, excitando en
sí misma el pensamiento, y se preguntará qué es en sí la unidad.” (República, 524e). En nuestra opinión,
la pertinencia de esta cita, en atención al tema que nos ocupa, radica en que en ella Platón muestra
precisamente el método de conocimiento filosófico que escapa a las posibilidades de los poetas y exégetas
alegóricos.
218
Cf. Rodríguez Adrados, 1992: 401. Señala Rodríguez Adrados que Platón limita la correspondencia
nombre / cosa a los nombres de valor que exigen un conocimiento profundo. “Platón busca un signo
lingüístico no mediatizado por los afectos del que habla o escucha, ajeno a toda retórica.” (op. cit., pp.
402-403). Es ésta una indagación que tiene que partir necesariamente de la desestabilización de los
sentidos aparentes de las palabras de esta naturaleza, como se muestra en las investigaciones socráticas de
algunos de los primeros diálogos. De este modo, Sócrates se compara con Dédalo en el Eutifrón, porque
si éste hacía estatuas móviles, Sócrates hace que las ideas se muevan, y no sólo las suyas sino también las
de los demás, cuando desearía que se fijaran de modo inamovible (Eutifrón, 11d). También en Laques, se
plantea el problema del sentido de forma análoga. La dialéctica pretende, precisamente, conseguir la
comunidad entre el pensamiento y la palabra (Lledó, 1996: 182).
98

En primer lugar, dice Emilio Lledó a propósito de los mitos platónicos que antes
de preocuparnos por su interpretación, debemos investigar “de qué país provienen”.
Este país son los diálogos platónicos, monumento cultural de una sociedad y una época
determinada (Lledó, 1996: 123).
En el diálogo y, en concreto, en el preguntar, se hace patente, por una parte, la
relación entre el sujeto que pregunta y el objeto sobre el que pregunta; pero, por otra
parte, también se manifiesta la relación con otro individuo al que se dirige la pregunta y
del que se espera una respuesta219. ¿Es éste realmente el contexto en el que se insertan
los mitos platónicos? Ciertamente los mitos se ubican en el interior de los diálogos,
pero, al mismo tiempo, parecen escapar del proceder que acabamos de señalar. El
propio Lledó lo advierte al afirmar: “los mitos conducen a un nivel de significación
distinto de aquel sobre el que el diálogo se desplaza”220.
El primer problema se plantea, por lo tanto, en este distinto nivel de
significación. Las palabras del mito platónico no tienen correspondencia inmediata con
la realidad. Platón había acusado a poetas y exégetas alegóricos de que sus discursos,
verdaderos o no, eran fruto de un entusiasmo y no de un conocimiento y que, en
consecuencia, no se podía constatar lo que decían con la realidad. Pero el filósofo no es
exactamente un poeta sino un dialéctico; su alegoría no es la alegoría hermenéutica sino,
adelantada ya de este modo, la alegoría retórica, incluso más exactamente, la alegoría
deliberada. Pudiera decirse que el filósofo juega a ser Homero o Hesíodo porque en este
juego predomina la conciencia de estar jugando221. Se trata de un juego que evidencia su
naturaleza en la ruptura con la estructura del diálogo en el que el mito se establece,

219
Cf. Kierkegaard, 2000: 102.
220
Op. cit., p. 115.
221
En este sentido dice Longino en Sobre lo sublime: “Y me parece a mí que Platón no hubiera formado
nunca doctrinas filosóficas tan perfectas y no se hubiera adentrado tan frecuentemente en materias y
expresiones poéticas, si no hubiera luchado, por Zeus, con toda su alma por el primer puesto con Homero,
como un atleta joven contra un maestro admirado ya desde antiguo, quizá con demasiado ardor y con
deseo de romper la lanza; sin embargo, esta lucha por la preeminencia no fue inútil, pues, según Hesíodo,
“la lucha es buena para los mortales”. Y, en verdad, la lucha es bella y la corona de la fama la más digna
de la victoria, cuando incluso ser vencidos por los antepasados no es una deshonra.” (Longino, 1996:
173). Respecto a la naturaleza competitiva de Platón y, en particular, por lo que a esta relación con
Homero se refiere, dice Dionisio de Halicarnaso: “Había, sí, había en la naturaleza de Platón, junto a
muchas virtudes, competitividad. Lo mostró especialmente en su animadversión hacia Homero, a quien
tras coronarlo y embadurnarlo de mirra, expulsó de su república imaginaria, como si él necesitara tales
cosas a la hora de ser expulsado, por quien toda forma de cultura y, aún más, la filosofía ha penetrado en
nuestras vidas.” (Dionisio de Halicarnaso, 2001: 226). En esta pugna con Homero, Platón tiene, frente a
éste, la ventaja de que sus mitos están acotados por las reglas de la dialéctica. A esto nos referimos
cuando hablamos de juego, nada que ver, por supuesto, con la idea del arte como juego nacido de las
teorías kantianas del desinterés del arte.
99

siendo consciente el autor de que cambia de género222. En Platón predomina, en general,


el estilo llano y coloquial en el que, en opinión de Dionisio de Halicarnaso, obtiene su
prosa más lograda. Sin embargo, en las ocasiones en las que expone sus mitos, su estilo
gira hacía lo sublime, situación en la que, según este mismo autor, no siempre consigue
las excelencias estilísticas alcanzadas con el estilo humilde, sino que, por el contrario,
su estilo resulta oscuro y pesado:

Pero es en el uso de la expresión figurada donde se tambalea especialmente. Resulta


pródigo en el uso de epítetos, inoportuno en las metonimias, áspero y descuidado en la
correspondencia de las metáforas. Admite alegorías extensas y numerosas, sin medida e
inoportunas.
(Dionisio de Halicarnaso, 2001: 29)

La distancia viene dada por la propia vacilación al introducir el mito, por las
dudas sobre su eficacia persuasiva. No es causalidad que Platón sea el primer autor que
emplea la palabra “mitología”. Como señala Reinhardt, “la conquista del mito es en
Platón reconquista del reino perdido de sus padres” (Reinhardt, 1994: 103)223. Esta
reconquista paga el precio de la inocencia. Pero la pérdida de la inocencia implica una
toma de conciencia que abre la posibilidad de concebir un espacio intelectual nuevo,
que puede reclamar para sí una nueva inocencia. Así Reinhardt afirma:

Los mitos de Platón son mitos del “alma”, es decir, mitos de un mundo interior, de un
mundo que ya no es exterior, que está íntegro (...) el “alma” misma y su “auto-movimiento” es
su origen; su auto-formación en el mundo interior para, a través del mundo interior, volver a
penetrar el exterior carente de alma es su meta.
(Reinhardt, 1994: 114)

Con Platón, la alegoría como mecanismo capaz de describir los espacios y


movimientos espirituales da un salto exponencial respecto de la alegoría psicológica de
su época. Al mismo tiempo, es fundamental subrayar la voluntad transformadora de la
realidad de esta alegoría platónica.

222
Sobre la estructura de los mitos platónicos véase Ruiz Yamuza, 1986.
223
“El mito griego moría en la juventud de Platón. El entendimiento, que se alzaba por encima del
mundo, y de los dioses, el arte, elevándose por encima del culto, y el individuo, que se alzaba por encima
del estado y de las leyes, destruyeron el mundo mítico.” (op. cit., p. 104).
100

No obstante, Platón es un alegorista que no confía plenamente en sus alegorías.


De esta forma, en el inicio del “mito de las clases” de la República, Sócrates dice a
Glaucón: “Ahora bien, ¿cómo podríamos inventar, entre esas mentiras que se hacen
necesarias, a las que nos hemos referido antes, una mentira noble, con la que mejor
persuadiríamos a los gobernantes mismos y, si no, a los demás ciudadanos?”
(República, 414b-c). Y al terminar de describir este mito fundacional, vuelve a dirigirse
a su interlocutor para preguntarle: “Respecto de cómo persuadirlos de este mito ¿ves
algún procedimiento?” A lo que Glaucón responde: “Ninguno, mientras se trate de ellos
mismos, pero sí cuando se trate de sus hijos, sus sucesores y demás hombres que vengan
después.” (República, 415c-d).
En estos breves fragmentos se pone de relieve la pérdida de inocencia a la que
antes nos referíamos y la preocupación genuinamente retórica por la persuasión de la
alegoría propuesta. Aquí es preciso detenerse en la respuesta de Glaucón. La educación
del hombre nuevo resolverá estos problemas de persuasión del mito. Pero él mismo,
aunque no ha quedado persuadido por el mito porque se le ha presentado como tal, sí ha
quedado convencido, en virtud de la dialéctica, de la necesidad de su existencia224.
En cierto modo, como antes anunciábamos, Platón, al no someter sus mitos a la
dinámica del diálogo, parece querer volver a la palabra eficaz que incide directamente
en la esfera de la realidad225. En este sentido, “la alegoría de las clases” desplegaría su
eficacia como verdad sobre generaciones posteriores a aquella a la que no podría haber
persuadido de su realidad.
Kierkegaard observó que el tratamiento del mito evoluciona en los diálogos
platónicos. De este modo, los primeros diálogos conciben el mito como la formulación
de un presentimiento de algo superior que se manifiesta cuando la dialéctica enmudece
y que no llega a concretarse226. Sin embargo, en las últimas obras de Platón, y después

224
Respecto de los mitos escatológicos, Livio Rosetti ha señalado tres características retóricas, utilizadas
por Platón a modo de recursos de persuasión: en primer lugar, establece una serie de medidas tendentes a
diluir la frontera entre lo literario y lo filosófico; en segundo lugar, prepara al lector / interlocutor para
concienciarlo de la seriedad de la cuestión que se afronta; por último, hace creer que, respecto del mismo
tema, pueden utilizarse otros argumentos más racionales, una argumentación que, no obstante, es
aplazada sine die. (Rosetti, 1994: 84).
225
Ya en el Cratilo, observa Ruiz Yamuza: “Platón se había dado cuenta de que la naturaleza mágico-
religiosa del lenguaje no podía ser fácilmente apartada y habría querido eximirla de la irrealidad de los
mitos trágicos.” (Ruiz Yamuza, 1986: 42).
226
En este sentido, Doods observa que la predicación de verdad del mito platónico en el Gorgias no
puede contemplarse como una verdad histórica ni tampoco como la exposición alegórica de una verdad
filosófica, sino que se trata de “un mito escatológico que describe un mundo que está por encima del
conocimiento” (Ruiz Yamuza, 1986: 33). Efectivamente, los mitos escatológicos de Platón, a diferencia
de aquéllos que traducen en imágenes una doctrina que ya ha tomado forma y está sostenida por
101

de una serie de diálogos en la que significativamente el mito no hace aparición, éste se


presenta de nuevo en relación amistosa con la dialéctica. Para Kierkegaard, esto
significa que Platón es ahora “el amo de lo mítico”, lo que trae como consecuencia
inevitable que lo mítico se convierta en figurativo. Así, lo mítico se incorpora a lo
dialéctico como imagen que no es la idea propiamente sino reflejo de la idea
(Kierkegaard, 2000: 154-157).
Como vemos, Platón se instala en el terreno más convencionalmente alegórico,
es decir, aquel que hace de la alegoría un producto exclusivo de la razón: el mito se
pone al servicio de la dialéctica. Sin embargo, como sigue diciendo Kierkegaard, hay un
paso ulterior en el que lo figurativo vuelve sobre sus pasos para convertirse, de nuevo,
en mito:

Cuando la imagen va extendiéndose y alojando más y más dentro de sí, invita entonces
al espectador a reposar en ella, a anticipar un goce que la inquieta reflexión nos proporcionaría
tal vez tras un largo desvío (...) La imagen desborda al individuo hasta el punto en que pierde su
libertad o, más bien, se sume en un estado en que carece de realidad; en este caso, pues, la
imagen no es lo libremente producido, lo creado artísticamente. Y por mucho que el
pensamiento se ocupe de revisar los detalles, por más ingenioso que sea al combinarlos (...) aun
así no es capaz de tomar distancia respecto del conjunto y de dejar que aparezca, leve y fugaz,
en la esfera de la pura poesía.
(Kierkegaard, 2000: 158)

Creemos reconocer en el texto de Kierkegaard una cierta remisión a las ideas


hegelianas de “simbolismo consciente y formas comparativas de arte” en las que Hegel
encuadraba la alegoría. Pero más allá de lo que tiene de testimonio de los criterios
estéticos de la época en la que fue escrito, es preciso reconocer en el análisis de
Kierkegaard, una aproximación a la intención poietica de los mitos platónicos y
ciertamente, nos parece muy cercano a la realidad de estos diálogos su planteamiento de
un Platón amo de lo mítico y de lo dialéctico a un tiempo.
Finalmente, el texto de Kierkegaard puede resultar una descripción
extraordinariamente gráfica de cómo puede entenderse en un momento determinado, la

argumentos, tienen un carácter programático que no puede ser desmitificado, porque esto pondría “en
evidencia la arbitrariedad de gran parte de las valoraciones que la condición mítica permite acreditar.”
(Rosetti, 1994: 73-74). Esto no significa que no puedan ser interpretados, aunque esta interpretación,
como se infiere de las palabras de Lledó expuestas más abajo, supongan una reducción de su enorme
capacidad de sugerencia.
102

primera mitad del siglo XIX, este salto a la realidad de las alegorías platónicas. Tal
como el propio Platón expone en “el mito de las clases”, la verdad hacia la que apunta el
mito es una verdad posterior al mito mismo y que tiene su causa en él.
En este sentido, Lledó advierte, al igual que Kierkegaard, que lo que se narra en
el mito “no es verdad”, sino un sistema gratuito de imágenes, de relaciones que no
existen más que en el lenguaje. Pero considera que en el momento en el que el mito
descarga sus alusiones en otro sistema conceptual, éstas se reducen hasta alcanzar el
nivel del logos (Lledó, 1996: 116). Aquí Lledó parece alejarse de Kierkegaard. El
desbordamiento que Kierkegaard advertía en el mito platónico da un paso más y termina
ubicándose en el discurso. La concreción epistemológica del mito reduce su extenso
ámbito de sugerencia. De este modo, la creación de realidad del mito no parece suponer
una vuelta de lo figurativo a lo mítico sino el paso de la imagen polisémica del mito a
“un horizonte de significados en el que proyectarse para evitar la orfandad de la palabra
sin amparo.” (Lledó, 1996: 118)227. Sin embargo esto no significa que esta proyección
agote las posibilidades de sentido de las palabras que constituyen el mito (op. cit., p.
121). Lledó, al igual que Kierkegaard, reconoce una apertura en el mito que desborda
cualquier intento de apurar su sentido228:

La constelación de términos que organizan el lenguaje del mito actúa, originalmente,


sobre dos distintas semánticas: la de sus paradigmas lingüísticos que dan sentido a los
significados, y la del impreciso paradigma de las cosas mencionadas que no se delimita término
a término, sino a través de un complicado salto a otro dominio (...) el salto que nos lleva, desde
un grupo de significantes, hacia aquellos significados que sólo indirectamente le pertenecen.
(Lledó, 1996: 121)

Pero detecta en el mismo Platón, la necesidad de reducir este inagotable espectro


a un campo de significación más concreto:

Platón, sin embargo, que hizo acudir tantas veces a sus páginas las narraciones míticas,
dejó también un curioso testimonio de indiferencia ante ellas: “Yo, Fedro, considero que tales

227
Del mismo modo que en la interpretación de Kierkegaard se detecta la estética hegeliana, creemos
percibir en la lectura de Emilio Lledó la presencia del pensamiento gadameriano y quizá del concepto de
tierra de Heidegger.
228
El propio Lledó ensaya un intento de interpretación de la alegoría de la caverna en planos diversos. Así
apunta las siguientes lecturas del mito: ética, pedagógica, social, psicoanalítica, política y trágica (Lledó,
1996: 30-38).
103

interpretaciones tienen, por lo demás, su encanto, sólo que parecen obra de un hombre
ingenioso, esforzado y no de mucha suerte, aunque no sea por otra cosa que por el hecho de que
uno se verá forzado a rectificar (el significado de estas figuras míticas)... y si, no creyendo en
ellas, intenta reducirlas, a todas, a términos verosímiles, sirviéndose de cierta sabiduría grosera,
necesitará mucho tiempo” (Fedro, 229d-e). Cabe, pues, el intento de reducir el mito a “términos
verosímiles”: a juntar en un mismo plano todos los significados que la misma estructura del
mito dispersa.
(Lledó, 1996: 122)

Platón se convierte así de esta forma en el “amo absoluto de la hypónoia”. Desde


el punto de vista retórico elabora una alegoría cuya alusividad es prácticamente
inagotable. Sin embargo, desde el punto de vista hermenéutico, reconoce la posibilidad
de concretar, siquiera en un determinado plano de significación, el sentido de las
mismas.
104
105

VI. La generalización de la alegoría: las escuelas cínica y estoica

Después de Platón y sus contundentes críticas a la exégesis alegórica, ésta


debería haber tenido serios problemas para sobrevivir. De hecho, los alegoristas
inmediatamente posteriores eludieron responder a Platón en defensa de los poetas. Otros
fueron, por lo tanto, sus motivos para recurrir al método alegórico (Tate, 1930: 1)229.
Con Antístenes, la exégesis alegórica hace patente una motivación que tal vez
existiera ya en sus comienzos: la utilización de la alegoría no tanto para defender la
piedad religiosa de Homero, como para justificar y avalar, con la autoridad moral del
autor de la Odisea, las propias ideas filosóficas del exégeta (Pépin, 1958: 105). A partir
de los cínicos y, sobre todo, en el ámbito de la filosofía estoica, la exégesis alegórica se
tornará mucho más activa en su aproximación a los textos, más violenta en la búsqueda
del sentido deseado, menos preocupada por la defensa de la dignidad de Homero.
Es, por otra parte, el momento de la destrucción de la polis como modelo
político230, de la desorientación moral y de la búsqueda de nuevos valores que estos
acontecimientos trajeron consigo. Los cínicos habrían de jugar un papel fundamental en
este proceso. Cuando Aristóteles en su Política sigue pensando en el modelo político de
la ciudad, los cínicos, más sensibles, quizá, a los cambios que se avecinaban, con las
conquistas de Alejandro en marcha, se consideran ciudadanos del mundo, cosmopolitas
sin arraigo en ningún lugar231.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que al final del periodo clásico y a
comienzos del Helenismo, la cuestión religiosa sufre asimismo un cambio importante en
Grecia. Los duros acontecimientos políticos y sociales que siguieron a la guerra del
Peloponeso fueron la causa de un hondo pesimismo intelectual respecto a la indiferencia

229
Advierte Tate, en esta misma página, que distinto fue el caso de algunos alegoristas posteriores que
atacaron con dureza a Platón en defensa de Homero, como ocurre en el caso del pseudo-Heráclito. Sin
embargo, como veremos en el capítulo siguiente, ya en Aristóteles se puede encontrar un duro reproche a
la condena de los poetas por parte de Platón, aunque su nombre no se cite expresamente.
230
“Como fenómeno histórico el cinismo griego está determinado por la crisis definitiva de la polis como
comunidad libre y autárquica. La destrucción de la polis como marco comunitario independiente y
autónomo significó una enorme conmoción espiritual.” (García Gual, 1987: 24). Existe otra teoría sobre
el origen del cinismo, la de F. Sayre, que retrasa su aparición al siglo II a. C. y lo hace depender no tanto
de la crisis de la polis, como del contacto del pensamiento indio con la sociedad griega, fruto de las
conquistas del helenismo (cf. Foucault, 2004: 153).
106

de los dioses ante la injusticia y las desgracias humanas. Algunos filósofos se debaten
entonces entre el ateísmo y la adopción de prácticas religiosas individuales de carácter
intelectual, como ocurre con Aristóteles y los propios estoicos. Por otra parte, la fe
popular deviene en superstición, entendida como temor constante al poder de los
dioses232. En este marco, se establece el culto a figuras alegóricas como la Fortuna,
originando una serie de manifestaciones pseudo-religiosas que se extienden con rapidez
por todo el mundo helénico233. Los cínicos, por su parte, y con la excepción de
Antístenes, demuestran poco interés por las cuestiones religiosas y teológicas (Goulet-
Cazé, 1993: 118-139).
Esta falta de interés por la religión reorientará la alegoría, si es que hay tal, en el
pensamiento de los cínicos. De hecho, la exégesis cínica y estoica, con las matizaciones
que seguidamente veremos, considerará a Homero como un sabio dotado de los más
extensos y divinos conocimientos, un poeta fuera de toda sospecha, imprescindible para
la formación de los griegos234. Este proceso no estará exento de dificultades,
contradicciones y titubeos que pondrán de relevancia la complejidad del proyecto, así
como la extensión de las preocupaciones hermenéuticas de la alegoría a nuevos
territorios. Éstos estarán vinculados al interés por la elaboración retórica de un discurso
que, sobre los textos homéricos, construya un nuevo espacio de calculada ambigüedad
en el que sus propias elucubraciones se presenten unidas indisolublemente a los poemas
que, en apariencia, son objeto de análisis.
Como consecuencia de esta nueva actitud, la naturaleza de la alegoría irá
pasando de ser la formulación de un discurso que apunte a una verdad escondida,
alétheia, a ser considerada como una figura retórica de pensamiento con una naturaleza
derivada de la metáfora. En el largo proceso que va desde las aportaciones de Antístenes
en el siglo IV a. C. hasta las alegorías, a ratos delirantes, del pseudo-Heráclito, en el

231
García Gual recoge estos expresivos y emocionantes versos de Crates: “No es mi patria una sola torre,
ni un tejado, / mas toda la tierra me sirve de ciudadela y de morada / dispuesta a cobijarme.” (García
Gual, 1987: 145).
232
Recordemos que, en este contexto, se había establecido un poco antes el decreto contra los
“meteorólogos”.
233
En el siglo II d. C., Luciano de Samósata criticará con ironía la propagación de estos dioses alegóricos:
“Pero yo he oído también muchos nombres extraños de seres que ni existen entre nosotros ni pueden
mantenerse como realidades (...) ¿Dónde está la célebre Virtud, la Naturaleza, el Destino, el Azar,
nombres sin consistencia y carentes de realidad, imaginados por hombres bobalicones, los filósofos?”
(Luciano de Samósata, 2002: 134).
234
Se trata de otro tópico que, originado en estos momentos, sobrepasa las fronteras de su tiempo y
alcanza épocas muy posteriores. Así puede verse, por ejemplo, en la Dedicatoria de El Viaje De Turquía,
en la que aún permanece la lectura moral de Ulises como quintaesencia de la virtud (El Viaje de Turquía,
1995: 87). Sobre la cristianización alegórica de UIises, cf. Rahner, 2003: 307-352.
107

siglo I d. C., la alegoría pasará por diversas vicisitudes, sufriendo adhesiones y rechazos
de muy variada índole. Posteriormente, la fuerza del alegorismo neoplatónico y la
apropiación de los mecanismos alegóricos por parte, en primer lugar, de las escuelas
exegéticas judías de Alejandría, y en segundo lugar, de los padres de la Iglesia,
orientarán el devenir de la alegoría hacia nuevos y más complejos escenarios, en los que
la retórica, al servicio de la hermenéutica, reducirá en parte la extensión de la hyponoia
hacia el terreno de la metáfora. En este capítulo expondremos algunos de los hitos más
relevantes de esta evolución.
Antístenes, fundador de la escuela cínica, encarna perfectamente las
controversias que suscita el estudio de la alegoría de este periodo. De la polémica en
torno a si Antístenes fue o no un alegorista da cuenta el enfrentamiento entre J. Tate,
contrario a esta calificación (Tate, 1930: 4-10 y 1953) y Höistad (Höistad, 1951),
disputa en la que intervino Pépin posteriormente (Pépin, 1993)235.
En el primero de sus artículos, Tate se muestra contrario a la afirmación de que
los cínicos, especialmente Antístenes, sean los máximos exponentes de la escuela
alegórica y, sobre todo, a la creencia de que la alegoría estoica provenga de los cínicos.
De esta forma, dice Tate, los estoicos tomaron el alegorismo físico de Anaxágoras. En
el cultivo del método etimológico se basarían en las enseñanzas de los sofistas, como
Pródico, y en los seguidores de Heráclito, como Cratilo. Por lo que a Antístenes se
refiere, afirma Tate, sus fragmentos sobre Homero no pueden ser considerados
alegóricos porque en ningún caso se produce la sustitución del sentido literal de los
poemas por un segundo sentido aludido en ellos, ya sea físico o moral. Llegado a este
punto, Tate se extiende en subrayar la diferencia entre derivar una enseñanza moral de
un texto y el alegorismo en el que se produce, por ejemplo, una identificación entre
Atenea y la sabiduría, esto es, entre el personaje descrito en el poema y la cualidad
moral que representa.
Por otra parte, Tate advierte que aun cuando Zenón hubiera tomado la distinción
opinión / verdad respecto de los poemas homéricos de Antístenes, tal y como apunta
Dion, esto nada tiene que ver con el alegorismo236. Sobre el contenido y las
consecuencias de esta distinción habremos de volver más adelante.

235
Ya hemos visto en el capítulo IV la postura de Pfeiffer en contra de la calificación de Antístenes como
alegorista.
236
No deja de ser curioso que este debate acerca de cuándo dice la verdad Homero y cuándo se expresa
conforme a la opinión, no hace sino reproducir una cuestión que se plantea en la propia Odisea respecto a
los relatos de Ulises. En efecto, Ulises es conocido por su astucia y su capacidad de mentir. Por eso, es
108

Al artículo de Tate, siguió, años más tarde, la contestación de Ragnar Höistad,


quien sostuvo la tesis contraria en otro trabajo titulado significativamente “Was
Antisthenes an allegorist?” (Höistad, 1951). Las razones para entablar la polemica por
parte de Höistad fueron las siguientes: En primer lugar afirmaba que lo primero que
debía plantearse era el propio concepto de alegoría, y señalaba una serie de diferencias
entre la exégesis alegórica y el empleo retórico de la figura del mismo nombre. En
segundo lugar, y a tenor de la distinción anterior, Höistad repasaba las alegorías de los
sofistas como Protágoras y Pródico y afirmó que éstas eran alegorías literarias, es decir,
discursos que pretendían apuntar, bajo la apariencia de un determinado sentido literal,
una idea diferente, desarrollada a partir del lenguaje metafórico237.
Dicho esto, Höistad apunta la posibilidad de que en el Banquete de Jenofonte
haya una posible alusión al alegorismo de Antístenes en el pasaje en el que Sócrates,
dirigiéndose contra Nicerato, ataca las enseñanzas pagadas de los rapsodas. Höistad
afirma que este ataque va dirigido contra el interés de Antístenes por la alegoría.
Por otra parte, al entrar en la cuestión anteriormente señalada relativa a la
diferencia entre opinión y verdad, Höistad reconoce que se trata de una discusión que
puede que no tenga relación directa con la práctica de la alegoría. Pero entonces recurre
a otro testimonio: la defensa por parte de Antístenes de Ulises presentado por aquel
como un héroe cínico. Es cierto que podría entenderse esta defensa como la inferencia
de una enseñanza moral y no como una alegoría, pero Höistad considera que el discurso
de Ulises puede entenderse en las palabras de Antístenes como una parábola de las
virtudes cínicas. En este punto, señala que la elaboración de parábolas a partir de los
mitos homéricos necesita de la actualización de aquellos elementos éticos que no
armonizan con los nuevos valores de la época en la que se escriben. Esta interpretación
nueva de Ulises, que no es alegórica en opinión de Tate porque no se llega a producir

pertinente preguntarse qué hay de verdad en el relato de sus aventuras. García Gual estudia esta cuestión
en el prólogo a su edición de las Obras de Homero (Madrid, Espasa, 1999): “Cuando relata hechos
tremendos, fabulosos, increíbles, Ulises está diciendo la verdad. Cuando refiere sucesos verosímiles,
como raptos de niños por piratas fenicios, por ejemplo, está fabricando una mentira. Lo más fantástico es
auténtico y, en cambio, lo verosímil merece nuestras sospechas. (En eso el narrador sigue un método que
recomendarán posteriores maestros de retórica: las mentiras deben ser lo más verosímiles posible.)” (pp.
LXI-LXII). Si comparamos este procedimiento homérico con el examen que de su obra hacen Antístenes
y Zenón, vemos que la cuestión ha cambiado en apariencia. Ahora, lo fabuloso es lo que se reputa
conforme a la opinión y no a la verdad. Sin embargo, como veremos más abajo, esta solución nos aboca a
nuevas paradojas.
237
El propio Höistad se da cuenta de las dificultades a la hora de distinguir, en la práctica, entre ambos
tipos de alegorías. Así afirma que pueden darse a un mismo tiempo en el uso que de ellas haga un autor
determinado. Pero, también es necesario reconocer sus diferencias irreconciliables y, para ello, apunta el
109

una sustitución del sentido literal, por el valor que representa, exige, según Höistad, un
cambio en la percepción moral del héroe puesto que Ulises es, en el momento en que
Antístenes lo toma como modelo, un personaje discutido. Antístenes, en conclusión,
debe buscar un sentido oculto en el personaje para liberarlo de los prejuicios de su
época y convertirlo en modelo de sabiduría238. Es cierto que Antístenes no identifica a
Ulises con la sabiduría, como parece exigirse de la exégesis alegórica, pero, como bien
observa Höistad, debe resultar significativo que Antístenes, un hombre que rechazaba
abiertamente el politeísmo239, mantuviera la validez de las historias de los héroes
aunque interpretadas en la clave de la ética de su escuela.
La respuesta de Tate se hizo esperar poco tiempo. Con el enérgico título
“Antisthenes was not an allegorist” y un tono rotundo que daba poco o ningún margen a
su adversario, publicó un artículo en el que rebatía las tesis de Höistad. En primer lugar
afirmaba que el concepto de alegoría era claro e indiscutido:

Scholars in general are aware that we are here dealing with a method of interpretation of
texts which sets aside the literal sense of a poem or myth in favour of a different meaning or
“undersense”. (...) We are concerned therefore with allegorical interpretation, not primarily with
consciously allegorical compositions.
(Tate, 1953: 14-15)

Tate vuelve a plantear la cuestión con claridad: ¿Redujo Antístenes a los dioses
o héroes de la épica griega a personificaciones, tipos y símbolos de factores
psicológicos y morales? ¿Llega a decir Antístenes que Homero considera a Ulises no un
personaje histórico sino un elemento universal de la naturaleza o una abstracción? Tate
responde negativamente. Concede que es posible que Antístenes usara algunos
episodios de la saga de Heracles como fuente de lecciones edificantes240, pero esto,

caso de Platón que, aunque fue un creador de alegorías primarias, rechazó enérgicamente la alegoría
como método exegético (Höistad, 1951: 18).
238
López Eire observa, efectivamente, que los cínicos, hombres cosmopolitas y defensores de la versión
más cruda de la ética socrática, valoran las figuras de Heracles y Odiseo, héroes errantes, desclasados,
cosmopolitas y solitarios, pero filantrópicos, como encarnación de los principios de la moral cínica
(Diógenes Laercio, 1990: 28). En efecto, contra la inclinación de Píndaro y los trágicos por Ayax,
Antístenes y los cínicos se decantan por Ulises como modelo de los nuevos valores cínicos (cf. García
Gual, 1987: 40).
239
En su rechazo del politeísmo y del antropomorfismo, Antístenes se convierte en un precedente remoto
de la teología negativa al afirmar que “Dios no se parece a nada” (Goulet-Gaze, 1993: 139).
240
Recordemos que Heracles había sido utilizado alegóricamente por Pródico. Además, Heródoto de
Heraclea, a finales del siglo V, había escrito una alegoría de Heracles de carácter moral: “Refiere el mito
que ganó las tres manzanas matando al dragón con su maza, esto es, venciendo al serpenteante
110

como ya dijo en su artículo anterior, no puede ser confundido con la interpretación


alegórica241; fue Cleantes el que usó a Heracles de forma alegórica.
Tate se centra entonces en la explicación del episodio de la Ilíada en el que se
afirma que sólo Néstor podía sostener su copa sin esfuerzo (Ilíada XI, 637). La
interpretación de este pasaje -que considera que a lo que se refiere Homero es a que
Néstor soportaba la bebida mejor que sus compañeros- no es alegórica, porque los
intérpretes no sustituyen el sentido literal sino que lo analizan: la copa no se convierte
en un valor moral o en representación de un fenómenos físico (Tate, 1953: 18). En
realidad, podemos decir, que la interpretación lo único que hace es descubrir -o
interponer- una metonimia (copa por vino) y entender “sostener” en el sentido de
soportar la bebida.
Por último, Tate desatiende la interpretación del Banquete de Jenofonte hecha
por Höistad. Para aquel, la alusión de Sócrates sólo pondría de relieve el desinterés de
Antístenes por la interpretación alegórica de Homero.
Pépin, por su parte, cree que los testimonios que quedan son insuficientes para
poder afirmar o negar con rotundidad si Antístenes fue o no un alegorista. Pero lo que es
indudable es que es una figura fundamental en la historia de la alegoría por su decisiva
influencia en el alegorismo estoico, en Filón de Alejandría y en Heráclito el rétor242. El
autor francés elude el punto de discusión entre Tate y Höistad relativo al concepto de

razonamiento de los malos deseos con la maza de la filosofía, vestida en la meditación como en una piel
de león. Y así, tras haber matado con su maza a la serpiente del deseo, tomó las tres manzanas, es decir,
las tres virtudes: no enfurecerse, no amar las riquezas, no amar el placer. Por medio de la maza de la
filosofía y de la piel de león de la razón audaz y templada venció el veneno de los malos deseos y practicó
la filosofía hasta su muerte.” (García Gual, 1987: 37).
241
Tate hace especial hincapié en esta distinción, sobre todo a tenor de lo expuesto en la República de
Platón (377) y en la doctrina de Plutarco que, rechazando la alegoría como método de interpretación, se
muestra favorable, sin embargo, a la aplicación de los principios morales que se encuentran en los relatos
homéricos (Tate, 1953: 15-17).
242
Más rotundo se muestra, sin embargo, en el capítulo dedicado a los cínicos en su libro Mythe et
allégorie (Pépin, 1958), en el que dice lo siguiente, a propósito de los tratados perdidos de Antístenes:
“Tous ces traites sont perdus, sauf quelques fragments. Mais on peut être sûr que tous invoquaient à
l´appui de chapitres de la morale cynique des épisodes homériques interprétés allégoriquement. (...) Un
passage du Banquet de Xénophon, dont Antisthène est l´un des convives, atteste que ce recours à
l´illustration mythique s´accompagnait d´exégèse allégorique” (Pépin, 1958: 105-106). Pépin reproduce, a
continuación, el episodio de Nicerato y los rapsodas, citado por Höistad, e interpretado en esta ocasión en
términos muy próximos a los defendidos por éste. Además, más abajo, añade como aportación de
Antístenes a la alegoría, la distinción entre verdad y opinión, obviando cualquier comentario de las
objeciones de Tate al respecto, y, por último, se extiende en el comentario de la utilización de los
personajes de Ulises y Heracles como héroes cínicos. De hecho, al final de este capítulo, Pépin observa
que: “On voit qu´Antisthène et Diogène avaient procuré un essor considérable à l´interprétation
allégorique d´Homère et des autres mythologes. Ils ne s´étaient même plus contentés de défendre leur
piété, mais les avaient annexés à leur propre philosophie, faisant d´Héraclès et d´Ulysse, de Médée et de
Circé, des héros cyniques. Un tel excès d´allégorie appelait une réaction: elle vint avec Platon.” (Pépin,
1958: 111).
111

alegoría. De este modo, Tate podría haberle replicado que lo que dice en su trabajo no
contradice la afirmación de que Antístenes no era un alegorista, porque la influencia que
pudiera tener en la historia de la alegoría, por grande que fuera, no lo convertiría en tal.
Por otro lado, Pépin recuerda que tanto en el caso de la interpretación del episodio de la
copa de Néstor como en la observación de la diferencia entre verdad y opinión en los
poemas homéricos, Antístenes sienta las bases de la alegoría futura al apuntar
claramente al desajuste interno del sentido literal del texto como motor de la búsqueda
de un sentido ulterior más verdadero: “Lorsque les grammairiens grecs, dont on a déjà
parlé, cherchent à définir l´allégorie comme trope, ils le font traditionnellement par la
décalage entre l´objet de “dire” et celui de “donner à entendre” (Pépin, 1993: 9).
El propio Pépin señala que, en cuanto “decir” y “dar a entender” son, en
principio sinónimos, la alegoría rompe el sentido interno del verbo legein, al oponer
estos extremos243. En este contexto, la diferencia entre verdad y opinión ya no nos
parece tan ajena a la construcción de la exégesis alegórica. Examinemos esta cuestión
detenidamente.
En principio, parece ser que esta distinción entre verdad y opinión fue enunciada
por Antístenes, aunque fue Zenón el que la desarrolló en todas sus posibilidades. Para
Pépin, una de las consecuencias de esta distinción era la de servir de instrumento para
salvar a Homero de sus propias contradicciones. Así lo entendieron, siglos más tarde, el
pseudo Heráclito y Filón de Alejandría con relación a la Torá:

La route du vrai est empruntée par la loi quand celle-ci rejette l´anthropomorphisme,
alors que la route des opinions la conduit aux affirmations anthropomorphiques. Avec ces deux
routes ainsi caractérisées, on ne peut éviter de penser au début du poème de Parménide, dont
très probablement l´on recueille ici un écho.
(Pépin, 1993: 3)

Tate, por su parte, piensa que la diferencia entre opinión y verdad en los textos
de Homero es consecuencia de la negativa de los primeros estoicos, sobre todo de
Zenón, a considerar a Homero como un autor omnisciente244. Habría quizá en esta
actitud un eco de las críticas platónicas al poeta: el poeta puede equivocarse y reflejar
una opinión de la mayoría acrítica, pero no por ello debe ser censurado, ya que,

243
Recordemos, siguiendo al propio Pépin, las palabras de Heráclito de Éfeso sobre el oráculo de Delfos.
244
Buffière constata la dificultad de discernir qué entendía Zenón por verdad y opinión en esta distinción
(Buffière, 1973: 147).
112

mostrando de este modo la opinión de esta mayoría, permite que pueda ser corregida
por el filósofo (Tate, 1930: 8)245. Otros estoicos, más indulgentes con el poeta,
afirmaron que Homero no se equivocaba al expresar la opinión de la mayoría, porque se
limitaba a recogerla como tal, sin que esto supusiera que la compartiese. Así Dion dice
que Homero sabe, cuando expresa esta opinión, que no es verdad, cosa que queda
acreditada por el hecho de que exponga la verdad en otros pasajes de sus poemas. De
esta manera, el alegorista salva las incongruencias y contradicciones de los poemas
homéricos, ofreciendo un todo unitario, desde el punto de vista ideológico.
Pero otros exegetas de Homero consideran que esta diferencia entre verdad y
opinión debe estudiarse conforme a un planteamiento distinto. Tate recoge esta visión
del problema diciendo que, según éstos, cuando las palabras dicen la verdad, el pasaje
debe ser entendido literalmente, pero cuando expresa la opinión, debe interpretarse en
sentido alegórico. Pero, como bien observa Tate, hablar conforme a la verdad no
equivale a expresarse en sentido literal porque la verdad también puede expresarse en
sentido alegórico (Tate, 1930: 8).
A nuestro parecer, esta interpretación pone en evidencia un cambio importante
respecto a la primera comprensión de la alegoría en el pensamiento griego, en particular
a las alusiones de Heráclito de Éfeso sobre la cuestión. En efecto, observamos un salto
cualitativo importante respecto a la finalidad y modo de expresión de las primeras
alegorías, puesto que su razón de ser consistía en mostrar -en el sentido de revelar, de
desocultar- la verdad, de un modo más exacto que la expresión literal. La alegoría, por
ello, reproducía el tono oracular de la expresión de la alétheia.
Pero, si, según lo anteriormente expuesto, es la expresión de la opinión lo que
debe ser interpretado alegóricamente, mientras que la verdad se aprehende del tenor
literal del poema, debemos entender, como consecuencia, que al ser la opinión
interpretada alegóricamente, dicha interpretación habría de desocultar una verdad mayor
o más profunda que la derivada del sentido literal de la expresión verdadera directa. De
esta forma, se podría llegar a la absurda conclusión de que Homero dice la verdad
cuando dice la verdad y que dice más verdad aún, cuando expresa la mera opinión de la
mayoría, porque, entonces, la necesidad de la interpretación alegórica daría como
efecto, la consecución de una verdad más profunda.
En el supuesto de admitir esta hipótesis, las cosas, así expuestas, nos llevarían al
absurdo. Pero éstas son, en todo caso, un síntoma importante de cómo había ido

245
Tate apunta la cercanía de esta actitud a la Poética de Aristóteles (Poética, 1460b).
113

evolucionando el concepto de verdad desde el siglo VI a. C. hacia una formulación


menos sagrada, y, por tanto, menos necesitada de una expresión enigmática.
No obstante, Tate dice que, teniendo en cuenta el mal concepto que los estoicos
tenían de la opinión246, es difícil creer que pudieran pensar que de la expresión de ésta,
pudiera derivarse la verdad. Por el contrario, es más probable pensar que la expresión
enigmática o alegórica de la verdad nunca habría de acercarse a la formulación de la
opinión (Tate, 1930: 9). Más bien cabe pensar que, con esta diferencia entre verdad y
opinión, los estoicos apuntaran un límite a la interpretación alegórica, estableciendo la
posibilidad de existencia de mitos sin significación oculta, sin contenido de verdad a los
que no había necesidad de aplicar la interpretación alegórica.
Sin embargo, aunque esta lectura de la distinción entre verdad y opinión fuera
correcta, hemos de aceptar que ésta sirviera para alentar la interpretación alegórica en el
sentido antes expuesto, como de hecho ocurriría más adelante, multiplicando las
lecturas alegóricas, cada vez más prolijas y alejadas del sentido literal de los textos.
Según Pépin, Diógenes siguió la alegoría moralizante de Antístenes, aplicándola, sobre
todo, a la figura de Medea de la que realiza una interpretación alegórica favorable
(Pépin, 1958: 109).
De los cínicos, tal vez sea pertinente rescatar también, para nuestro propósito, a
Zoilo quien, según Quintiliano (Inst. Or., XI 1, 14), fue uno de los primeros en ofrecer
una definición formal de schema como modo de aparentar una cosa y significar otra
(Branham, 1993: 448).
En cuanto a los estoicos, estudiaremos brevemente en este capítulo a los
llamados estoicos antiguos, esto es, los estoicos del siglo III a. C., entre los que destacan
el ya mencionado Zenón, discípulo de Antístenes, Cleantes y Crisipo247.
Junto con el desarrollo, antes examinado, de las diferencias entre verdad y
opinión en los poemas de Homero, varias son las aportaciones de los estoicos a la

246
Cf. Los estoicos antiguos, 2002: 29-30. García Gual refiere la defensa por parte de Antístenes de la
adoxia. Esta actitud se intensifica con Diógenes, porque si a Antístenes le era indiferente la mala opinión
que se pudiera tener de él, Diógenes se esfuerza por buscarla (García Gual, 1987: 36).
247
Junto con esta primera etapa, se suelen establecer dos periodos más en el estoicismo: el estoicismo
medio, del siglo II a. C., entre cuyos representantes destacan Diógenes de Babilonia, Antípatro de Tasos,
Panecio de Rodas y Posidonio de Apamea, y el estoicismo de la época imperial, volcado casi
exclusivamente en el estudio de la cuestión moral, y representado por filósofos tan significativos como
Séneca, Epicteto y Marco Aurelio (Diógenes Laercio, 1990: 22-23,). Séneca, en concreto, se opuso al
método alegórico y al empleo de la etimología de los estoicos, rechazando la posibilidad de que Homero
fuese un proto-estoico. Sin embargo, es interesante subrayar, con Bartinski, que pese a este repudio del
alegorismo, Séneca asume sin reservas las concepciones estoicas respecto a la función del texto –como
ejemplo paradigmático de una estructura inalterable del Logos- y al papel del lector –cuya labor está en
discernir esta estructura- (Bartinski, 1993: 73).
114

historia de la alegoría. En primer lugar, cabe citar las derivadas de sus fundamentales
estudios sobre el lenguaje. La alegoría, en principio, parece resultar contradictoria con
el materialismo de las concepciones lingüísticas de los estoicos248. La alegoría tiene
para los estoicos una naturaleza deíctica: las locuciones cercanas al gesto, o aquellas en
las que se puede reconocer la huella de una analogía natural, o, incluso, el mito permiten
hallar en la palabra la referencia al mundo y su estructura conforme a los postulados
físicos estoicos (Le Boullec, 1975: 304)249. Pero la naturaleza ambigua de la palabra
hace que la relación entre ésta y las cosas se revele problemática. Es precisamente en
esta ambigüedad donde se crea un espacio de indeterminación en el que irrumpe la
alegoría, transformando la ambigüedad en polivalencia250. Se abre, de este modo, un
espacio en el que el mecanismo de la sustitución de unos significados por otros produce
una serie de cadenas interpretativas que alejan sus resultados, a veces violentamente, del
sentido primario de los textos que les sirven de objeto. Consciente del peligro de un uso
ilimitado de este mecanismo, el propio Crisipo introduce ciertas reglas que tienden a
poner limitaciones a la sustitución, sobre todo por lo que respecta al uso ordinario del
lenguaje251.
En este terreno, hay que situar dos aspectos del pensamiento estoico que también
resultan paradójicos: la consideración de que entre las palabras y las cosas no existe una
relación armónica y, por otra parte, la práctica, a veces abusiva, de la exégesis
etimológica. Es cierto que esta contradicción se produce ya en el Cratilo de Platón,
diálogo que marca la pauta de las investigaciones estoicas en esta materia (López Eire,
2002: 51), y es cierto también que en este mismo diálogo se encuentra la salida a esta
contradicción. Porque, como afirma Crisipo, aunque entre el lenguaje y la realidad
exista este desajuste, sí es posible buscar las voces primarias que imitaban a las cosas
(Diógenes Laercio, 1990: 53). Esta imitación tiene para los estoicos una base
fundamentalmente onomatopéyica. Es en el sonido de la palabra donde se detecta la
huella de esta vinculación perdida u olvidada con el mundo. El estudio de la etimologia

248
En este sentido, se pregunta Le Boullec: “Comment des philosophes qui refusent d´hypostasier le sens,
de donner aux concepts une existence indépendante de la matérialité contraignante d´un signifiant, ont-ils
pu briser les formes du lexique ou l´armature d´un énoncé pour découvrir, au-delà, les vérités cachées,
plus essentielles que le sens premier ?” (Le Boullec, 1975: 302).
249
Esta remisión del lenguaje alegórico al gesto permite a Le Boullec advertir de la fisicidad, no sólo en
cuanto a su contenido, sino también en cuanto a su razón de ser, de la alegoría estoica (Le Boullec, 1975).
250
Le Boullec, 1975: 317.
251
Cf. Le Boullec, 1975: 306.
115

tiene por objetivo poner de relieve esta pasada y perdida armonía252. Ahora bien, dice
Le Boullec que este lenguaje alegórico simbólico resulta, para los mismos estoicos,
insuficiente; de ahí que deban acudir a la dialéctica para complementar su discurso253.
La dialéctica, al estudiar tanto el significante como el significado, revela las
insuficiencias y trampas de este lenguaje natural, trampas e insuficiencias con las que la
alegoría elabora sus instrumentos. En efecto, la alegoría, al pretender aislar la función
mimética del léxico a través de la etimología, prescinde en su desarrollo de una serie de
elementos -la atención al sujeto parlante, al destinatario, a la diferencia entre el
significado y el significante y el objeto exterior al que se refiere el signo- que la
dialéctica, por su parte, se encarga de restaurar. Le Boullec sitúa aquí, como suplemento
esencial del lenguaje alegórico, la teoría estoica del lekton que tiene por objeto el
análisis de los enunciados, la determinación exacta de lo dicho (Le Boullec, 1975: 320-
321).
Con el tiempo, sin embargo, los dos polos de esta tensión, esto es, la defensa de
la materialidad del lenguaje y la de las prácticas etimologistas, se radicalizarían,
quedando limitada la práctica del método etimológico para los alegoristas, como el
pseudo-Heráclito, defensores desaforados de la sabiduría de los poetas (Tate, 1930: 2).
La etimología tiene, en consecuencia, la función de descubrir la verdadera
naturaleza de los dioses, más allá de la presentación antropomórfica que hace de ellos la
religión popular. De esta forma, “Balbus”, el estoico ficticio introducido por Cicerón en
De la naturaleza de los dioses, afirma que los dioses se han formado, sobre todo, por
aquellas cosas que le son útiles y valiosas al hombre254, tal es el caso, por ejemplo, de
Ceres. Además, las cualidades morales o incluso los apetitos menos recomendables
también son erigidos en dioses, como Cupido. En tercer lugar, se divinizan también
hombres especialmente relevantes como Hércules255. Pero junto a este alegorismo ético
y psicológico, el estoico Balbus, destaca sobre todo el alegorismo físico. Creer en los
dioses tal como se presentan en los poemas es mera superstición. Por el contrario,
discernir su verdadera naturaleza, es una actividad genuinamente religiosa. Este
discernimiento se lleva a cabo por la observación etimológica, puesto que su nombre

252
Para comprobar el procedimiento del método etimológico de los estoicos, véase D. L. VII, 147-159
(Diógenes Laercio, 1990: 217-219) y Los estoicos antiguos, 2002: 245-247.
253
Ib., p. 305.
254
Es fácil detectar en esta utilidad de los dioses la presencia del utilitarismo sofista comentado en
nuestro capítulo IV.
255
En la utilización alegórica de los héroes se pueden observar algunos restos del alegorismo de
Metródoro de Lampsaco y, por otra parte, un precedente del evemerismo.
116

original conserva la estrecha relación con la realidad cósmica o psicológica que designa
(Pépin, 1958: 127).
Los estoicos, con su fusión entre física y ética en el marco de una filosofía que
identifica la ley moral con la ley natural, conciben la idea del alma del mundo256 y
ponen los cimientos de la teoría del micro / macrocosmos, tan persistente en la literatura
occidental y tan estrechamente vinculada a la alegoría (Whitman, 1987: 35).
Por otra parte, los estoicos fueron los que, como hemos visto, más forzadamente
pusieron la alegoría al servicio de sus propias doctrinas. Además, como ha señalado
Buffière, la alegoría prestó a los estoicos otro servicio, cual fue el de dar consistencia
interna a las doctrinas que, desde muy diversos orígenes, se recogieron en la suya. De
este modo, los estoicos, después de frecuentar en su origen la filosofía platónica y, sobre
todo, la cínica, añadieron la física de Heráclito, algunos aspectos de la teología de las
religiones orientales. Para armonizar todo este material filosófico heterogéneo,
recurrieron a la alegoría (Buffière, 1973: 137). La alegoría de los estoicos tuvo, por
tanto, un carácter pragmático que poco tuvo que ver con la defensa de los poetas frente
a Platón257, con quien compartían no pocas concepciones respecto de la poesía y el
lenguaje.
Siendo esto así y pese a lo dicho anteriormente, sigue sorprendiendo que los
estoicos pudieran recurrir a la exégesis alegórica. Tate piensa que probablemente
ocurriera con los estoicos lo mismo que sucedió con los filósosfos presocráticos, esto es,
que no pudieron obviar los argumentos de Homero en el contexto social en el que se
desarrollaban sus estudios y sus enseñanzas (Tate, 1930: 10). Y, de la misma manera
que filósofos como Heráclito se contagiaban del estilo oracular o, como Parménides,
escribían en hexámetros, los estoicos no pudieron desvincularse de los mitos para
explicar sus ideas sobre el mundo, la naturaleza o la moral. Como en aquel caso, la

256
“Nada que esté desprovisto de alma y razón piede engendrar de sí un ser animado y dotado de razón.
El mundo, empero, engendra seres animados y dotados de razón. Por consiguiente, el mundo es animado
y dotado de razón” (Los filósofos estoicos, 2002: 65).
257
Esto no obstante, es necesario hacerse eco de la ambigüedad que el recurso de la alegoría por parte de
los estoicos origina en este aspecto. De este modo, es significativo que éstos hayan sido censurados en su
tiempo por la Nueva Academia platónica de los siglos III y II a. C., que les ha reprochado el intento de
salvar, mediante la alegoría, una religión popular condenable por sus propias contradicciones. Pero, por
otro lado, también han recibido las críticas de los epicúreos justamente por lo contrario, es decir, por
servirse de la alegoría para legitimar sus teorías filosóficas (Pépin, 1958: 135-141). De esta forma, ambas
críticas coinciden en su rechazo de la religiosidad popular y en su condena de la alegoría. Pero difieren en
su juicio sobre el uso de la alegoría por parte de los estoicos. Porque los filósofos de la Nueva Academia
los acusan de perpetuar los mitos mediante la interpretación alegórica, mientras que los epicúreos
sostienen que, aunque se sirven de ellos para sus propósitos filosóficos, a través de la alegoría, este
117

alegoría aparece como un vehículo seguro para la transmutación de valores en tiempos


de crisis, bajo el amparo y la seguridad que aportaban los mitos homéricos,
reformulados y adaptados a las necesidades de los siglos IV y III a. C. Los cínicos
primero, paralelamente a los esfuerzos de Platón, y los estoicos después, se esfuerzan
por dotar de un lenguaje propio a este universo individual de estructura moral y
psicológica recién descubierto por los sofistas y Sócrates258. Pero estos nuevos paisajes
del alma necesitan estar poblados por figuras reconocibles para poder ser aceptados y
comprendidos por la sociedad en la que se insertan. Se apela a Ulises y Heracles, pero
de tan distinta manera, que se nos aparecen como figuras nuevas, completamente
revisadas. En el caso de los cínicos y de los estoicos antiguos puede hablarse, desde
luego, de manipulación de los mitos, pero también -puesto que, en realidad, no es
menos manipulación la aceptación del sentido literal de los mitos- puede hablarse de la
fecundidad del mito, fecundidad que le permite, en realidad, sobrevivir de unos tiempos
a otros, inagotable en esta capacidad de adaptación a nuevas posibilidades
interpretativas, sin, por ello, perder nunca los rasgos esenciales que lo hacen reconocible
y que lo identifican, bajo el espeso bosque de significaciones acumuladas a lo largo de
siglos de existencia útil al servicio de las necesidades intelectuales, éticas, políticas y
culturales del ser humano259.
En todo caso, la aportación de los primeros estoicos al desarrollo de la alegoría
trasciende el ámbito del estoicismo. Con independencia de su decisiva influencia en el
desarrollo de la alegoría a cargo de escuelas y comentaristas directamente relacionados
con el estoicismo como la escuela de Pérgamo y “los alegoristas desaforados”, sus
reflexiones acerca de la etimología como instrumento hermenéutico, su profundización
en el estudio deel léxico como objeto principal de la exégesis alegórica, incluso su
misma actitud en ocasiones agresiva frente al sentido literal de los textos, tendrán una
presencia determinante en el uso de la alegoría en ámbitos no directamente vinculados
al estoicismo, como el neoplatonismo o la exégesis patrística.

proceder es ineficaz desde el punto de vista de la propia filosofía. Este razonamiento sirve más tarde al
escéptico Sexto Empírico para atacar el uso de la poesía para fines filosóficos (Pépin, 1958: 141).
258
“Cleantes, el filósofo, dice que el discurso por medio del cual rebullen los instintos y las pasiones se
manifiesta de modo alegórico.” (Los estoicos antiguos, 2002: 233).
259
Sobre la extraordinaria pervivencia de los mitos a través de la historia, dice Blumenberg, aun
cuestionando, por trivial, esta afirmación: “El prototipo fundamental de los mitos tiene una forma tan
pregnante, tan valiosa, tan vinculante y arrebatadora en todos los sentidos que vuelve a convencer, una y
otra vez, y sigue ofreciéndose como el material más utilizable para toda clase de búsquedas de datos
elementales de la existencia humana.” (Blumenberg, 2003a: 166).
118
119

VII. Aristóteles y el problema de la analogía

Por lo que a la evolución de la alegoría se refiere, la influencia del pensamiento


de Aristóteles excede a las reflexiones particulares que puedan deducirse de su Retórica
y su Poética. Existe una vinculación demasiado estrecha entre la Física y la Poética -
consecuencia de la íntima conexión entre mímesis y physis en el pensamiento
aristotélico260- como para que aquella pueda ser obviada en nuestro estudio. Así parece
pensar Pépin, quien al iniciar la sección dedicada a Aristóteles en su libro sobre el mito
y la alegoría (Pépin, 1958: 121-124) evita estos tratados y comienza citando la
Metafísica261, obra en la que Aristóteles hace una valoración positiva del mito262. El
Estagirita sostiene que amar el mito es amar la sabiduría puesto que el mito recoge el
momento de sorpresa que es el origen de la filosofía. Esto no obstante, seguidamente, al
preguntarse si la sabiduría corresponde al hombre o, por el contrario, si su posesión
puede suscitar la envidia de los dioses tal y como afirman algunos poetas, añade:

Ahora bien, si los poetas tuvieran razón y la divinidad fuera de natural envidiosa, lo
lógico sería que [su envidia] tuviera lugar en este caso más que en ningún otro y que todos los
que en ella [la sabiduría] descuellan fueran unos desgraciados. Pero ni la divinidad puede ser
envidiosa sino que, como dice el refrán: los poetas dicen muchas mentiras (...).
(Metafísica, 983a)

Aristóteles parece alinearse con los que acusan a los poetas de impiedad por
describir los vicios y defectos de los dioses, sin reconocer estas descripciones como
alegorías. Sin embargo, en este caso, cuando recoge el refrán sobre las mentiras de los
poetas, no está denunciando tanto las falsedades de éstos como las de la propia poesía;
mentiras que dejarán de serlo, como expondremos a continuación, en el sistema de
referencias y significaciones generado por y en el poema.

260
Cf. Ricoeur, 2001: 62-63.
261
A la inversa, cuando Heidegger realiza su interpretación de Aristóteles, no comienza por la Metafísica,
sino por la doctrina del conocimiento práctico de la Ética y la Retórica (Gadamer, 1995: 88).
262
“Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado reconoce que no sabe (de ahí que el amante del
mito sea, a su modo, “amante de la sabiduría”: y es que el mito se compone de maravillas)” (Metafísica,
982b).
120

En realidad, Aristóteles parece haber sido un defensor de Homero frente a la


postura platónica, como revelan los fragmentos conservados de sus Problemas
homéricos263. Los Problemas homéricos es una obra compuesta probablemente durante
su estancia en Macedonia como preceptor de Alejandro264. En ella, al menos en los
fragmentos que nos han llegado, Aristóteles no se dedica a interpretar a Homero sino
que se limita a defenderlo y a aportar una serie de explicaciones realistas para algunos
de los problemas que los poemas presentan265. Así, por ejemplo, afirma, en contra de lo
que había dicho Platón en República 319b266, que era posible que Aquiles hubiera
arrastrado el cadáver de Héctor en torno a la tumba de Patroclo porque ésta es una
costumbre tesalia (Pfeiffer, 1981: 136). Si observamos el procedimiento de Aristóteles
en este ejemplo, se comprobará que su método es, en realidad, opuesto a la alegoría,
porque no trata de sustituir el texto por una interpretación oculta sino de explicar su
literalidad, desde un punto de vista realista, más allá de cualquier justificación física o
moral.
En otros casos, dice Sanz Morales, Aristóteles se acoge a la alegoría física. Así
ocurre, por ejemplo, cuando dice que las “350 vacas del sol” del Canto XII de la Odisea
son los días del año lunar. Sanz Morales, considera frente a Buffière -quien opina que se
trata de una exégesis de carácter racionalista como las de Paléfato- que Aristóteles se
muestra, en este caso, como un alegorista en sentido estricto, porque a resultas de su
explicación, las “vacas” no existen, sino que es un modo figurado de hablar con el que
los hombres se referían a los días que pasaban Ulises y sus compañeros en la isla. De
este modo, concluye Sanz Morales, “las vacas del sol” sería “un ejemplo de una realidad
expresada a través del lenguaje arcaico y simbólico del mito.” (Sanz Morales, 2002:
211-213). Ciertamente, la explicación de Sanz Morales resulta convincente, no en
cuanto a que una explicación sea más racionalista o menos, sino por cuanto “las vacas
del sol” como tales quedan en todo caso fuera de la historia: son mitos. Por el contrario

263
El material es ciertamente escaso, porque de los seis libros de los que presumiblemente constaba la
obra sólo han sobrevivido 28 fragmentos, casi todos ellos a través de las Cuestiones homéricas de
Porfirio y del capítulo 25 de la Poética.
264
Cf. Díaz Tejera, 2000: 688. Apunta este autor, en esta misma página, la posibilidad de que en esta
época Aristóteles hubiera realizado una edición de la Ilíada. Tal vez se trate del ejemplar de la Ilíada que
Alejandro llevaría posteriormente en sus conquistas. Sin embargo, Pfeiffer considera muy poco probable
que Aristóteles hubiese hecho ningún tipo de recensión sobre el texto homérico (cf. Pfeiffer, 1981: 139-
141).
265
Esto no obstante, como veremos seguidamente, Aristóteles, en estas explicaciones se aproxima o
incurre puntualmente en la exégesis alegórica.
266
Hay que recordar con Pfeiffer, que en los fragmentos de los Problemas homéricos de que disponemos,
pese a que a veces las alusiones son claras, no hay nunca una referencia expresa a Platón (Pfeiffer, 1981:
135).
121

las explicaciones de Paléfato están encaminadas a localizar el posible acontecimiento


histórico, en el sentido de estar éste ubicado en un pasado, histórico y no mítico, que ha
originado el mito.
Sin embargo, esto no ocurre con el ejemplo de Aquiles y Héctor propuesto por
Pfeiffer. En ese caso, la explicación de Aristóteles, de carácter antropológico avant la
lettre, no se refiere a un hecho pasado deformado por el mito, sino a la observación de
una costumbre análoga a la descrita por Homero, no deformada por una larga tradición
o por la ignorancia de la gente, sino directamente comprobable por los que conozcan la
región de Tesalia. Es decir, no se puede considerar esta explicación ni alegórica, ni
racionalista en el sentido que tal término adquiere cuando se emplea con relación al
método de Paléfato.
Otro testimonio sobre la consideración del mito y la alegoría en la obra de
Aristóteles aparece en su tratado Sobre el movimiento de los animales. Aristóteles lee
los relatos míticos como versiones deformadas de viejas teorías filosóficas (Buffière,
1973: 137), como ocurre con el Canto VIII de la Ilíada en el que encuentra, según
recuerda Pépin, una formulación alegórica de su propia teoría del motor inmóvil.
Aristóteles defiende en este caso, al menos en apariencia, la alegoría física; más bien,
habría que decir, metafísica.
Pero, además, Aristóteles parece recurrir en otras partes a la alegoría psicológica
y moral. Así, por ejemplo, en su Política, afirma que los amores de Ares por Afrodita,
narrados en el Canto VIII de la Odisea, evidencian la tendencia natural de los guerreros
por el amor (Pépin, 1958: 123).
Es interesante advertir que Aristóteles no se limita a personificar en los dioses y
héroes determinados valores morales o ciertas características psicológicas, sino que
lleva la alegoría a las acciones que éstos mismos realizan267. Hay, en las breves
alusiones de Aristóteles a la exégesis alegórica, un elemento dinámico que es
plenamente coherente con la totalidad de su filosofía268. Asimismo, al tratar en su
Retórica de las figuras tradicionalmente asociadas con la alegoría, como la
personificación, resalta esta idea de la movilidad: “Llamo “poner ante los ojos” a usar

267
No puede ser más famosa su definición de la tragedia: “La tragedia es la imitación de una acción y a
través de ella básicamente de los que actúan.” (Poética, 1450b). Un poco más arriba llega incluso a
afirmar que “sin acción no puede haber tragedia, en cambio, sin caracteres sí puede haberla (1450a).
268
No se pueden entender estas aproximaciones alegóricas a Homero por parte de Aristóteles sin tener en
cuenta lo que advertiremos más abajo sobre su concepto de lo verosímil y, sobre todo, lo que Aristóteles
considera que deben ser los objetivos de la poesía, de los que se excluye la función didáctica que tanto
preocupaba a Platón.
122

expresiones que significan cosas en situación de actividad. (...) Igual ocurre con el
frecuente uso de Homero de convertir lo inanimado en animado por medio de una
metáfora. Todos esos pasajes resultan logrados porque expresan actividad”269 (Retórica,
1411b).
González Vázquez señala que para Aristóteles, al igual que para toda la retórica
antigua, la personificación es el tipo más perfecto de metáfora. (González Vázquez,
1986: 95-96).
Aunque Aristóteles no habla de la alegoría expresamente, es evidente -aunque
esto no significa que ésta fuera su idea- que la consideración posterior de la alegoría
como metáfora continuada o como conjunto de metáforas encadenadas proviene de su
amplia concepción de la metáfora. En este sentido, resulta muy claro el texto de Cicerón
en el que al hablar de la alegoría dice: “Cuando siguen muchas metáforas continuadas,
se produce un discurso diferente, por ello los griegos llaman a esta figura “alegoría”
[alia oratio]: el término utilizado es correcto, pero tiene razón Aristóteles, que
genéricamente llama metáforas a todas estas figuras.” (Cicerón, 2001: 68).
Ahora bien, la extensión de la noción aristotélica de metáfora a la alegoría ha
sido determinante en la confusa naturaleza de la alegoría en las retóricas occidentales
hasta nuestros días. Como veremos en capítulos siguientes, la retórica considerará la
alegoría como una figura de pensamiento, incluida dentro de la parte que se ocupa de la
elocutio. Es, por otro lado, ésta la parte de la retórica que, desde Aristóteles más se ha
desarrollado, llegando a prevalecer absolutamente sobre las otras. El desarrollo de la
doctrina retórica de los tropos y figuras se produjo en Rodas en el siglo II a. C., en el
ámbito de la Retórica Asiánica, y se introdujo en Roma a través de La Retórica a
Herenio y De inventione de Cicerón (Calboli, 1998: 47). Sin embargo, Calboli ha
señalado la importancia de las ideas peripatéticas a través de Teofrasto en este
desarrollo de los tropos y las figuras (1988: 50). Sobre esta advertencia habremos de
volver un poco más abajo.

269
Aristóteles llama a la presencia, a lo “ante los ojos”, a lo inanimado en virtud de una animación dada
por la metáfora. El logro está, precisamente, en esta actividad conferida a las cosas. La metáfora, en este
caso la personificación, presenta las cosas, las hace visibles, al dotarlas de movimiento, esto es, de un
tiempo propio que las presenta ante el lector o espectador. Sobre el poder de persuasión de este “poner
ante los ojos” atribuido a la metáfora dice R. Moran: “”There is a further general advantage in addressing
an audience through something “set before their eyes” rather than through literal, explicit assertion. In
presenting his audience with an image for contemplation, the speaker appears to put them in the position
of working out the meaning of a phenomenon rather than in the position of believing or disbelieving
something they are being told.” (Moran, 1996: 395). Sobre la metáfora definida en términos de
movimiento, cf. Ricoeur, 1996: 329.
123

Pero no hemos de olvidar el valor que Aristóteles confiere a la argumentación


(Retórica 1354a-b) sobre las otras partes de la retórica, y tenemos que preguntarnos si
no ha sido tal vez esta extensión de la idea de la metáfora a la alegoría, y su ubicación
en el seno de las figuras, una decisición, a nuestro juicio, extraña a la que no se ha
podido o sabido dar una solución adecuada desde la antigüedad. Porque parece obvio
que la consideración que Aristóteles hace de la metáfora con relación a la dicción y
referida, concretamente, al nombre (Poética 1457b), se ajusta mal, incluso cuando se
trata de metáforas agrupadas, al discurso alegórico en los términos en los que lo
venimos estudiando desde la exégesis homérica.
Sin embargo, si consideramos con Ricoeur (1996: 343-344) que en la
argumentación se relacionan el modo en que el discurso aparece y el discurso en sí
mismo, habremos de convenir que la alegoría parece tener su lugar natural dentro de la
retórica, en el terreno de la argumentación. En efecto, en la alegoría existe naturalmente
una tensión entre la forma en que aparece el discurso y la alusión de lo que queda fuera
del mismo. De tal forma que el examen del modo en que aparece el discurso en el texto
–en su expresión literal- y el discurso en sí mismo, que no está presente de forma
expresa sino que se hace ver por las alusiones que a él se realizan en la aparición textual
–en su sentido alegórico-, parece corresponder más bien a la argumentación que al
ornato. En este sentido nos parece revelador que “la fábula”, tan cercana y a veces
yuxtapuesta a la alegoría, sea ubicada dentro de la teoría de la prueba en el capítulo XX
del Libro II de la Retórica270, frente a la metáfora y al símil, estudiados en el Libro III,
dentro de las formas de expresión y presentación del discurso.
Por estas razones, puede resultar valioso volver a la idea antes apuntada de que
la teoría de los tropos y las figuras salió del ambiente peripatético y, concretamente, del
sucesor directo de Aristóteles, Teofrasto271, porque, como recuerda Calboli, citando las
ideas de Apolonio Molón y Ateneo de Naucratis, el concepto de figura que en este
primer momento se maneja puede resultar interesante para la tesis que ahora
defendemos:

270
“Hay dos tipos de ejemplos (...), referirse a hechos ocurridos anteriormente e (...) inventárselos. Y
dentro de este último tipo hay, por un lado, el paralelo, y, por otro, las fábulas, como las esópicas y las
libias.” (Retórica 1393a, 63). Más adelante, dice que en la fábula, como en la parábola, sólo es necesario
advertir la semejanza (1394a). Pese a que Aristóteles reconoce en estas figuras la misma base que en la
metáfora, no las relaciona con ésta explícitamente. Además las considera apropiadas para el discurso
político, y no dice nada en este fragmento respecto a la poesía.
271
Calboli cita las siguientes palabras de G. Kennedy: “Theophrastus is probably responsible for
elevating the subject to a level equal to diction and thus encouraging the process of identification of
figures which led to the almost interminable lists in later rhetorical handbooks.” (Calboli, 1998: 56).
124

Figure is a change into a stronger expression which regards the meaning and the speech
and happens without any trope. “Into a stronger expression” has been said on account of
solecism. For the solecism is a variation and a change, but to the worst. “Without any trope” has
been said because the trope and the speech constructed with tropes is a change from the
common use of the language, without figures as in Demosthenes.
(Calboli, 1998: 63-64)

A nuestro juicio, resulta revelador que en el ambiente aristotélico más inmediato,


se postule la existencia de figuras que cambien el sentido del discurso sin necesidad de
tropos, especificando, además, la distancia respecto de aquellos discursos construidos
mediante el empleo de los tropos.
Es más, incluso respecto a la metáfora, su referencia exclusiva al nombre ha sido
también puesta en tela de juicio por Ricoeur quien ha advertido de las consecuencias
para la retórica posterior de esta vinculación aristotélica de la metáfora al nombre y no
al discurso (Ricoeur, 1996: 329). Pero, como el mismo autor francés advierte, la
metáfora propiamente dicha afecta no sólo a la palabra sustituida, sino a todo el discurso
en el que ésta se inserta272:

If metaphor always involves a kind of mistake, it involves taking one thing for another
by a sort of calculated error, then metaphor is essentially a discursive phenomenon. To affect
just one word, the metaphor has to disturb a whole network by means of an aberrant attribution.
(Ricoeur, 1996: 334)

El redescubrimiento de la realidad que la metáfora supone, implica un desajuste


de las categorías lógicas que trasciende el simple plano léxico edificando un nuevo
horizonte de sentido. Aristóteles reconoce que en la metáfora no sólo se puede localizar
este factor distorsionador del orden lógico existente sino también su mismo origen
(Ricoeur, 1996: 335).

272
Umberto Eco va aún más lejos al afirmar que aunque “a veces un término se vuelve vehículo
metafórico porque está introducido en un sintagma nominal” (Eco, 1985: 175), incluso en ese caso tiene
bases sintácticas: “con todo, normalmente es el contexto más amplio del enunciado, y de todo el texto, el
que permite conjeturar el topic discursivo y las isotopías, según las cuales se empieza el trabajo
interpretativo”. Pero hay más, porque a continuación, Eco afirma que en la interpretación de la metáfora
se pasa del principio de contextualidad al de intertextualidad que relaciona universos categoriales
distintos (ib. p. 176).
125

Pero, en realidad, es precisamente la peculiar relación de la metáfora con la


realidad la que hace que, por una parte, se vincule al nombre y, por otra, se sitúe dentro
del ornato. En este sentido, explica Blumenberg que es precisamente la correlación de
logos y cosmos en el pensamiento griego lo que produce la ubicación de la metáfora
dentro del ornato: la congruencia entre logos y cosmos reduce el lenguaje translaticio a
mero ornato ya que no hay nada elaborado a través de las figuras que no pueda ser dicho
por el “nombre soberano”, de tal forma que el orador o el poeta no podían decir nada
que no pudiera presentarse también en forma teórico-conceptual (Blumenberg, 20003:
43)273. Como veremos en este mismo capítulo, es precisamente esta creencia la que
llevará a Aristóteles, en su empeño por excluir la metáfora de la participación platónica
del lenguaje filosófico, a plantear sus ideas sobre la analogía del ente.
Por lo que a la alegoría se refiere, la lectura restrictiva de la Retórica de
Aristóteles y la tendencia evolutiva de la retórica como disciplina hacia la hipertrofia
figural, descuidando las otras partes del discurso, y, obviamente, su dependencia post-
aristotélica de la metáfora, han hecho que la alegoría retórica haya permanecido sujeta a
la elocutio, y, como consecuencia, haya empobrecido, siquiera desde un punto de vista
teórico, la exégesis alegórica, derivándola hacia la “traducción” de metáforas
continuadas, en vez de orientarse hacia la indagación del sentido aludido en el texto con
carácter general. Esta evolución cristalizará en una concepción de la alegoría fría,
encorsetada, racionalista y, con frecuencia, de una puerilidad al borde del delirio –como
veremos particularmente en el caso de pseudo-Heráclito- que se alejará en sumo grado
de las lejanas concepciones de Heráclito de Éfeso, Pródico y, en el sentido visto más
arriba, Platón.
¿Cuál es la causa de este desajuste en la Retórica aristotélica y de la dependencia
de la metáfora en el posterior tratamiento de la alegoría? En nuestra opinión, el motivo
de que la alegoría haya sido considerada desde las retóricas postaristotélicas como una
figura de pensamiento, y, por lo tanto, como un elemento de la elocutio, y no como
parte de la inventio, o incluso como un tipo de discurso -pese a las vacilaciones y
contradicciones que iremos advirtiendo en Cicerón o la Retórica a Herenio, entre otros-,
acaso obedezca, entre otras razones ya aludidas -la confianza en la correspondencia
entre logos y cosmos-, a la ausencia en la Antigüedad de un concepto nítido de texto274.

273
Blumenberg diferencia en este mismo libro la metáfora de la alegoría y equipara la metáfora absoluta
al símbolo en el sentido kantiano del término (op. cit., pp. 46 y 66).
274
Los documentos escritos de la Antigüedad tenían la consideración de discurso orales vertidos a la
escritura, sin que en este momento operaran desde el punto de vista retórico o hermenéutico las reglas de
126

Esta ausencia ha sido advertida por Emilio Lledó quien ha subrayado que tal vez sea
Roberto de Melo, en el siglo XII, el primero que afirma, a propósito de la interpretación
de los textos sagrados, la primacía de éstos frente a las glosas que los acompañan
(Lledó, 1998: 48)275. Esta observación pasa por reconocer en el texto “un bloque
compacto de información”276, un tejido que unifica sus diversas partes mediante
costuras firmes277. Pero, por esta misma unificación, se advierte que el texto se presenta
como un cuerpo diferenciado de otros similares así como del discurso oral con los que
establece relaciones de muy diversa naturaleza.
La retórica antigua se interesó por la forma externa del discurso, especialmente
de su vertiente figural, pero descuidó el desarrollo de una reflexión sobre la propia
constitución de éste278, lo que acaso hubiera permitido acercarse a una idea de texto en
el sentido que aquí estamos señalando. La ausencia de este concepto de texto en la
antigüedad propicia el hallazgo de soluciones, a veces forzadas, a los problemas
presentados por modos de discurso como la alegoría que, guardando una cierta
identidad de razón con algunos tropos, no sólo con la metáfora, tiene, sin embargo, un
alcance diferente279. La vinculación post-aristotélica de la alegoría al ornato cerró
automáticamente la posibilidad de tratar el fenómeno de la alegoría desde un concepto
más amplio del discurso que comprendiera no sólo la vertiente paradigmática de las
palabras, sino también las relaciones sintagmáticas, con la atención no sólo a las fuerzas
de sustitución de unas palabras por otras sino también a las de combinación de los
distintos elementos del discurso.
El desarrollo de esta posibilidad quizá hubiera arrojado una lectura de la alegoría
mucho más rica, desde el punto de vista retórico, que la que su historia ha permitido.
Pero ha sido muy recientemente, de la mano de teóricos como Todorov280 o Genette,

elaboración y comprensión del texto (como codificación en los signos escritos y devolución al lenguaje en
la interpretación) que posteriormente definirían la relación con el texto (véase: Gadamer, 2001: 103).
275
Creemos, no obstante, encontrar una excepción, o al menos una matización, de lo dicho en algún
pasaje de Sobre lo sublime de Longino, como tendremos oportunidad de exponer más adelante.
276
Op. cit., p. 49.
277
Es interesante apuntar cómo la reciente teoría de la literatura ha vuelto a poner de relieve el problema
de la textualidad, en el sentido de preguntarse sobre el objeto o unidad de interés teórico y sus límites.
Sobre esta cuestión véase Said, 2004: 180.
278
Cf. Galay, 1974: 399.
279
La construcción de la gramática como disciplina sobre los hallazgos de la retórica motivó que la
sintaxis como dominio teórico autónomo tuviera un desarrollo tardío (Lallot, 2004: 164). Sobre esta
cuestión, véase también Calboli, 2004: 169-186.
280
Para la cuestión de las relaciones paradigmáticas y sintagmáticas en relación a los conceptos de tropo y
figura, dice Todorov, citando a Cohen, que en toda figura intervienen dos momentos: el primero
concierne a la relación de dos términos copresentes (relación sintagmática); el segundo a la evocación por
un término presente de un sentido nuevo y, en consecuencia, de modo indirecto, de un término ausente
127

cuando se ha abierto este nuevo campo de estudio que trata de romper las barreras entre
la retórica y la gramática281.
Es más, se puede decir que la decisión de Aristóteles abre una importante brecha
entre la exégesis alegórica y la alegoría como figura retórica, condicionada por la
metáfora en los términos aquí expuestos. Así lo advierte Coulter cuando, al diferenciar
entre ambas, afirma lo siguiente: “The rhetoricians, for the most part, concerned
themselves with figures, which are generally of limited compass –allegorical
“passages”, not entire works” (Coulter, 1976: 25 y ss.).
Este problema se complicará siglos más tarde con la aparición a partir de la
Psicomaquia de una tercera acepción de alegoría, la alegoría deliberada, referida ya a
una obra completa, que sostendrá con los otros dos tipos de alegoría una relación
ciertamente compleja.
Pero, por otra parte, como hemos visto a propósito de su reflexión acerca de los
poetas en la Metafísica, es importante detenerse en la fundamental idea de Aristóteles
respecto de la verdad del poema. Hemos visto anteriormente, al hablar de Jenófanes,
Heráclito y Platón, la preocupación de los filósofos por explicar la verdad o falsedad de
la poesía. Este problema es inseparable de la cuestión de la inspiración poética. La
alegoría hermenéutica había surgido, precisamente, para salvar esta verdad revelada de
la incoherencia con la que habitualmente se daba a conocer.
Todo este problema, que había sido especialmente agónico en Platón, cambia de
naturaleza con Aristóteles. En efecto, Aristóteles rebaja, por no decir que destruye, el
tono de esta discusión al considerar que el arte no debe necesariamente ser verdadero,
sino que le basta con ser verosímil 282. En este ámbito, como afirma Antonio López Eire,
Aristóteles se muestra decididamente antiplatónico (Aristóteles, 2002: 131)283. Desde
que se considera que el terreno de la poesía es el de la doxa, no el de la alétheia, la
coartada platónica para expulsar a los poetas de la polis, desaparece -claro que, para el

(Todorov, 1974: 239). En la alegoría, al desarrollarse como figura a lo largo del discurso, se pueden
detectar con claridad y precisión estos dos momentos. Sin embargo, la sustitución plano a plano con la
que se entendió el problema de la alegoría, como cadena de metáforas, casi desde el comienzo de la
retórica, impidió que el momento de la relación sintagmática en la alegoría fuera analizado
adecuadamente.
281
Cf. De Man, 1990a: 19.
282
“Aunque la poesía pueda aspirar a referir o dramatizar la verdad –piensa Aristóteles-, basta conque
ofrezca lo verosímil. Lo mismo ocurre con el discurso retórico: el orador debe aspirar siempre a la verdad,
pero debe saber que el juez juzgará su discurso por el rasero de lo verosímil. (...) Claro es que, al menos
según Aristóteles, lo más verosímil y probable y lo más fácil de probar es la verdad. Pero la verdad es
bocado de filósofo o científico, no necesariamente de poeta u orador.” (López Eire, 2002: 126).
283
Aún cuando, en otro sentido, siga los argumentos del Cratilo y diferencie, contra lo que vimos al
hablar de Isócrates, entre la dianoia del autor y el significado literal del texto (Eden, 1987: 69).
128

tiempo en que Aristóteles escribe sobre estas cuestiones, es la misma polis la que está
en trance de desaparecer-.
De este modo, Aristóteles afirma que en la poesía se dan dos especies de faltas.
La primera en relación con la propia arte poética, la segunda accidental. Con respecto a
la segunda, dice:

Además si se echa en cara [al poeta] la objeción “estas cosas no son verdaderas”, ésta
puede ser resuelta replicando: “Pero tal vez debieran serlo” (...). Pero si no se resuelve con
ninguna de estas dos respuestas, dígase “así lo afirma la opinión generalizada”, como, por
ejemplo, ocurre con los famosos mitos relativos a los dioses. Pues tal vez esos mitos no se
cuentan para realce o en cuanto verdaderos, sino quizás como le parecen a Jenófanes: “Sea
como sea, así lo afirma la opinión generalizada”.284
(Poética, 1461a-b)

Así, López Eire observa: “Uno de los mayores méritos del Estagirita es (...) el de
haber distinguido varias formas de racionalidad, de discurso racional, que no se
proponen como objetivo la presunta y (...) utópica captura de la verdad” (López Eire:
2002, 127).
Aristóteles reclama para la filosofía la elaboración de una teoría de la
probabilidad, frente a la sofística:

So rather than denounce doxa as inferior to episteme, philosophy can consider


elaborating a theory of the probable, which would arm rhetoric against its characteristic abuses
while separating it from sophistry and eristic285. The great merit of Aristotle was in developing
this link between the rhetorical concept of persuasion and the logical concept of the probable,
and in constructing the whole edifice of a philosophy of rhetoric on this relationship.
(Ricoeur, 1996: 326)

De este modo, podría pensarse que al originar la obra literaria un mundo con
leyes particulares, la alegoría no tiene razón de ser con relación a las motivaciones que

284
Es reseñable el hecho de que esta observación corra paralela a los esfuerzos de Antístenes y Zenón por
diferenciar lo que los poetas dicen según la verdad y según la opinión en sus poemas. Aristóteles quita al
tema su importancia, porque lo que verdaderamente interesa al poeta no es esta verdad de la referencia
sino la relacionada con el arte poética misma y sus fines.
285
Es interesante subrayar que Aristóteles basa su reclamación sobre lo probable, frente a la sofística, en
un argumento que poco después se convertiría en un axioma jurídico vigente hasta la actualidad: “Quien
129

habían sido dadas para justificarla, porque lo verosímil no tiene las exigencias morales y
didácticas de lo verdadero286. La alegoría podrá tener su aparición en el poema como
cosa dicha metafóricamente, con el propósito de alcanzar los tres objetivos que, según
Aristóteles tiene la poesía287, pero no para exponer doctrinas morales o físicas.
Aristóteles reconoce en el arte un valor moral y político aunque no en el plano didáctico
(López Eire, 2002: 110-113). Pero, como ya hemos visto en el capítulo precedente, no
cabe confundir el valor, incluso la ejemplificación, moral de la poesía, con la alegoría.
Por eso, cuando antes decíamos que Aristóteles reconoce en algunos mitos una alegoría
de carácter físico o moral, hay que pensar más bien que se trata o bien de una
ejemplificación moral o bien de la consecuencia de entender en estos textos la presencia
de un pensamiento filosófico antiguo deformado y aprisionado en el interior del mito.
Ahora bien, las conclusiones aristotélicas respecto de la universalidad de la
poesía con relación a la particularidad de la historia tienen como consecuencia no sólo
que aquella resulte más filosófica que ésta288, sino que, por consiguiente, se abra la
posibilidad de la alegoría histórica.
Buffière dice que este método ya había sido apuntado por los sofistas del siglo V
a. C., pero reconoce el peso de Aristóteles en esta vertiente de la alegoría con su
interpretación del Canto XII de la Odisea (Buffière, 1973: 243). Como veremos más
adelante, será Paléfato, seguidor del pensamiento aristotélico, el que desarrolle de forma
más completa esta forma de alegoría. No obstante, no se puede entender el verdadero
alcance de esta afirmación aristotélica, la de que la poesía es más filosófica que la
historia -ni tal vez las aportaciones posteriores de Paléfato, incluso de Evémero- sin
tener en cuenta que Aristóteles no hace sino dar expresión a la fuerte tendencia de los

puede lo más puede lo menos”: puesto que a la filosofía corresponde entender de la ciencia, le
corresponde entender también de la opinión.
286
A propósito de lo que decimos, es de recordar que Aristóteles rechaza la calificación de poética para la
poesía didáctica. Para el Estagirita, Empédocles, pese a haber expuesto su pensamiento en hexámetros, no
puede ser considerado un poeta. En consonancia con esta concepción de la obra poética, la catarsis
aristotélica no es de naturaleza didáctica sino purgativa y placentera. Es precisamente en la valoración de
la catarsis como fuente de placer, donde Proclo, en el contexto del Neoplatonismo, verá una respuesta a la
crítica platónica (República X, 606a-b) a la poesía por herir al oyente mediante la excitación de sus
emociones (Lamberton, 1986: 184).
287
Dice López Eire que, según Aristóteles, el placer que proporciona la poesía es triple: placer intelectual
de imitar y contemplar la imitación, placer estético derivado del sentido del ritmo y de la armonía, y
placer catártico de naturaleza ético-psicológica.
288
“la función del poeta no es contar lo sucedido, sino lo que podría suceder y lo posible en virtud de la
verosimilitud o la necesidad. Pues el historiador y el poeta no difieren entre sí por escribir en prosa o en
verso, ya que podrían versificarse las obras de Heródoto y no serían en absoluto menos historia con verso
que sin verso. La diferencia estriba en que uno narra lo sucedido y el otro cosas tales que podrían suceder.
Por lo cual precisamente la poesía es más filosófica y seria que la historia, pues la poesía narra más bien
lo general, y la historia lo particular.” (Poética, 1451a-b).
130

griegos a evitar la representación directa de los hechos históricos. Esta tendencia


observable en el arte y en la poesía, se proyecta también al campo de la política y la
historia. En este sentido, Hinks señala: “The Greeks, with their usual love of the general
rather than the particular, enjoyed transposing even political events of the first
magnitude into a mythical paraphrase” (Hinks, 1939: 63). De este modo, la alegoría se
convierte, como hemos visto que ocurría en el campo de la física, en la única forma de
convertir un hecho histórico en una forma visual. El ejemplo más claro entre los muchos
aportados por Hinks en su estudio, es el de la representación iconográfica de la guerra
contra los persas por medio de imágenes que reproducen la lucha entre griegos y
amazonas, ya presente en el arte del siglo V a. C.289.
Por otra parte, la idea que Aristóteles tiene de la hermenéutica está igualmente
desacralizada. La exégesis de los textos poéticos no tiene por objeto poner en contacto
el mundo divino y el humano, sino que es una función que media entre los
pensamientos del alma y su expresión lingüística. La hermenéutica con el Estagirita
pierde su carácter oracular y abunda en la dimensión psicológica y lingüística (Ferraris,
2000: 13).
Por otra parte, también la poesía es entendida en sentido orgánico. En la Poética,
los paralelismos entre la obra de arte y la naturaleza son constantes:

Es, pues, menester que los argumentos bien ensamblados no empiecen ni terminen
donde les cuadre, sino que se atengan a las fórmulas expuestas. Es más: puesto que lo hermoso
animal o toda cosa que esté compuesta de algunas partes, no sólo debe tenerlas ordenadas, sino
también contar con una cierta extensión que no sea cualquiera al azar, pues la belleza consiste
en la medida y en el orden, por lo cual no puede resultar hermoso ni un animal demasiado
pequeño (...) ni tampoco excesivamente grande290.
(Aristóteles, Poética 1450b)

El acercamiento entre escritura y vida, la afirmación de la existencia de leyes


comunes a ambas, son una aportacion fundamental a la evolución de la alegoría en
siglos posteriores. No afirmamos, evidentemente, que Aristóteles hiciera una lectura

289
Op. cit., p. 64.
290
López Eire dice al respecto de Poética 1450b: “Creo que éste es un pasaje fundamental en la Poética
porque contiene las dos claves indicadas, la de la organicidad (y ya podemos decir “corporeidad” puesto
que se lee bien claramente en el texto “al igual que en los cuerpos y en los animales”) del discurso
poético, y la de las tres cualidades de la belleza producida por la mencionada organicidad que son el
orden, la proporción y la simetría de las partes dentro del todo unitario que es la obra poética.”
(Aristóteles, 2002: 153).
131

alegórica del mundo, sino que su esfuerzo en dirección a la interpretación, no en sentido


alegórico, del mundo, significó un precedente importante para posteriores exégesis ya
decididamente alegóricas en este campo de lo real291.
Es interesante, de cara a la formación del discurso alegórico que ha tenido
especial apoyo en la expresión contradictoria, la idea de Aristóteles sobre los principios
opuestos y la inserción entre ellos de una “tercera cosa”, un sentido por el que un
contrario puede desarrollarse en el otro. De esta manera, la materia, en vez de ser
contraria a la forma, se convierte en la potencia para la forma292, y se define no sólo por
lo que es, sino por lo que puede ser (Whitman, 1987: 175). Aristóteles describe esta
teoría en un bello pasaje de la Física, en el que, de nuevo, no evita la comparación con
el mundo natural:

Porque admitiendo (...) que hay algo divino, bueno y deseable, afirmamos que hay por
una parte algo que es su contrario y por otra algo que naturalmente tiende a ello y lo desea de
acuerdo con su propia naturaleza. Pero para ellos se seguiría que el contrario desearía su propia
destrucción. Sin embargo, la forma no puede desearse a sí misma, pues nada le falta, ni tampoco
puede desearla el contrario, pues los contrarios son mutuamente destructivos; lo que la desea es
la materia, como la hembra desea al macho y lo feo a lo bello, salvo que no sea feo por sí sino
por accidente, ni hembra por sí sino por accidente.
(Física, 192a)

Este planteamiento tendrá una gran importancia en la formulación del


alegorismo medieval, en particular en el tratamiento de la materia en el seno de la
escuela de Chartres.
Aristóteles, por lo que a la hermenéutica se refiere, niega la posibilidad de un
sentido ilimitado de los textos: “Bajo las múltiples formas de expresión pueden
encontrarse significados idénticos, estables y, en fuerza justamente por ello,
comunicables.” (Ferraris, 2000: 14). En este sentido, López Eire afirma: “nombrar una
realidad es mimar la esencia de lo nombrado. (...) La verdadera esencia de las cosas y de
los seres vivos reales son sus “formas”, las antiguas ideas platónicas que ahora, en la
nueva metafísica de Aristóteles, habitan entre nosotros” (Aristóteles, 2002: 151).

291
Heidegger observa que la influencia aristotélica en el neoplatonismo agustiniano es mayor de lo que se
piensa (Heidegger, 2002: 53).
292
Lo contrario de la forma es su privación: “Nosotros afirmamos que la materia es distinta de la
privación, y que una de ellas, la materia, es un no-ser por accidente, mientras que la privación es de suyo
132

Ahora bien, si consideramos que Aristóteles es un defensor de la teoría


convencionalista sobre la naturaleza de los nombres293, ¿cómo puede entonces
compaginarse esta defensa de la convencionalidad con la observación anterior de
Antonio Lóepz Eire? En efecto ambas parecen contradictorias. Si se opta por una teoría
del lenguaje basada en la convención, no puede defenderse, al mismo tiempo, ni la
estabilidad de los significados de los nombres, que podrían cambiar mediante una nueva
convención, ni esta estrecha relación entre el nombre y la esencia de lo nombrado.
Para superar esta aparente aporía, es necesario profundizar, con Gadamer, en el
sentido de esta convencionalidad. De este modo, cuando Aristóteles habla de la
convención, no debe entenderse que se refiera a un acuerdo sobre cómo entenderse,
pues este acuerdo, como apunta Gadamer, requeriría la existencia previa de un lenguaje
que lo hiciera posible. Aristóteles se refiere a haber llegado a estar de acuerdo en lo que
tiene de fundamento la comunidad entre los hombres y en su consenso sobre lo que es
bueno y correcto (Gadamer, 1996: 517). La convención respecto del lenguaje tiene una
dimensión política y remite, en última instancia, a la constitución de la palabra-diálogo
y al trasfondo ético que la sostiene, a la que Gadamer ha dedicado tanta atención, como
ya vimos en capítulos precedentes294.
Pero si Platón pretendía, en última instancia y siquiera como ideal, apartar al
lenguaje del conocimiento dialéctico de la realidad, Aristóteles, por su parte, desplaza
del ámbito de la ciencia todo lo referente a la vida y fundamento del lenguaje. Así, las
creaciones colectivas de nuevas significaciones que suponen una ordenación de la
realidad, son excluidas del tenor coactivo de la demostración científica y relegadas a la
condición de metáforas, desplazadas hasta el campo de la retórica (Gadamer, 1996:
517).
Sin embargo, la obra científica de Aristóteles está plagada de metáforas. Ante las
críticas que subrayan la contradicción entre su rechazo teórico de la metáfora en el

no-ser, y también que la materia es de alguna manera casi una sustancia, mientras que la privación no lo
es en absoluto” (Física, 192a).
293
Cf. Todorov, 1977: 14-16.
294
A propósito de la palabra-diálogo en Aristóteles y su dimensión política, José Javier Iso, en el prólogo
a su edición de Sobre el orador de Cicerón, recoge la siguiente reflexión: “Racionero afirma que en el
tratamiento de una prosa artística, alejada tanto de la de los poetas como de la vulgar o propia de la
expresión científica, Aristóteles va descubriendo y concibiendo el lenguaje, no ya como “mímesis” sino
como symbolon o medio de reconocimiento de los hombres en su trato social; que, a través de la doctrina
platónica de la adecuación –tò prépon- pero considerando ya el lenguaje no como signo de las cosas, sino
como signo de los estados del alma, Aristóteles introduce las nociones de léxis ethike (...) y lexis pathetike
(...) en las que se combinan las funciones denotativas y connotativas del lenguaje.” (Cicerón, 2001: 63-
64). Sobre el concepto de mímesis en al cultura griega, véase Kennedy, 1980: 116-117.
133

lenguaje científico y el empleo en la práctica de la expresión figurada, Aristóteles se


defendió argumentando que “cuando, a causa del uso común, una metáfora es mejor
conocida que el sentido propio, no es un error utilizarla.” (cf. Dalimier, 2004: 130)295.
En este ámbito, Aristóteles reconoce una dimensión cognitiva a la metáfora. El
mecanismo de funcionamiento de esta función cognitiva reviste especial interés para
nuestro estudio de la alegoría: Aristóteles defiende la teoría convencional de los
nombres. En consecuencia, mantiene la teoría de la inexistencia de relación entre éstos y
las cosas a las que se refieren. Sin embargo, observa que en el caso de la metáfora, la
atribución del nombre no se produce por azar, sino debido a cierta analogía derivada de
su fundamento lógico. En el reconocimiento de esta analogía y de su función radica la
función cognitiva de la metáfora. En este caso, la metáfora ya no es un mero ornamento
del discurso sino que es el resultado de una habilidad, por parte del que la crea,
consistente en el descubrimiento de la semejanza entre las cosas, y de una operación
lógica, por parte del que la interpreta. Esta operación lógica consiste, en el
descubrimiento del parentesco genérico entre lo que se dice y lo que se quiere decir,
esto es, la común pertenencia a un género que garantiza la transmisión del conocimiento
en virtud de la transferencia metafórica. Este conocimiento de la semejanza entre ambos
términos de la metáfora consiste en la aprehensión del universal que representa el
predicado común a ambos296. De este modo, la analogía es el medio de inventar una
noción común que juegue el papel de un género y que según la apreciación general no
parezca impropia297 –no se olvide de que se trata de metáforas reconocidas por todos y
asimiladas al sentido propio de las palabras-.
En nuestra opinión, la elaboración aristotélica de la dimensión cognitiva de la
metáfora es fundamental para la elaboración de la alegoría como instrumento de la
metafísica. Hasta Aristóteles, el uso de la alegoría no se había podido desvincular
completamente del peso de la herencia mítica. Como se ha visto, esta herencia es aún
visible en Platón. Aristóteles, por el contrario, sienta las bases para la edificación de una
epistemología alegórica a partir de su concepción de la función cognitiva de la metáfora.
No hay que olvidar que Aristóteles había advertido del poder de la metáfora de “poner
las cosas ante los ojos” del lector o del oyente. Tal advertencia debe entenderse con

295
Aristóteles asimila al sentido propio el sentido figurado de la metáfora lexicalizada. En esta misma
dirección insistirá la exégesis patrística de Antioquía para descartar el empleo de la alegoría en la
interpretación de la Escritura, frente a las tesis origenistas de los alejandrinos.
296
Cf. Calboli Montefusco, 2004: 122-125.
297
Cf. Dalimier, 2004: 135.
134

relación a la epistemología griega que entendía el conocimiento como visión. La


apelación a un predicado común que actúa como un género será un recurso
especialmente desarrollado en la alegoría posterior.
Es en este contexto donde también debemos situar los problemas planteados en
la obra de Aristóteles en torno al concepto de la analogía del “ser” en el intento de
mantener la metáfora alejada del discurso científico. Veamos algunos aspectos de esta
cuestión298.
El empirismo aristotélico no renuncia a participar en esta evolución, en la que el
mundo, siglos más tarde, terminará siendo leído como alegoría divina. Naturalmente,
Aristóteles no podría nunca afirmar tal cosa, pero cuando subraya el carácter
cognoscitivo de la metáfora o reflexiona sobre el principio de no contradicción a partir
de la crítica al pensamiento de Heráclito, y, sobre todo, cuando revisa la idea de
participación del ser, hace un esfuerzo en dirección a esta hermenéutica del cosmos. La
posición que Aristóteles adopta frente al mundo deja revelar esta precupación
hermenéutica proyectada sobre la realidad.
La obra de Aristóteles se entiende como un todo, resultado de esta actitud crítica
y cuidadosa, sobre el mundo. La analogía adviene como solución a la aporía que supone
la búsqueda de la unidad del ser que subyace a los diferentes modos de “ser” expuestos
por Aristóteles en su Metafísica. Como señala Ricoeur, el concepto de analogía aparece,
dentro del pensamiento aristotélico, en un espacio a medio camino entre la poesía y la
filosofía (2001: 340). Por una parte, la analogía es el elemento natural de una clase de
metáforas descritas en la Poética299, basadas en la idea de proporcionalidad: “Llamo
“relación analógica” a cuando el segundo miembro de una proporción guarda con el
primero similar relación a la del cuarto con el tercero. En tal caso se podrá decir el
cuarto término en vez del segundo y el segundo en vez del cuarto” (Poética, 1457b).
Ahora bien, el problema de la analogía va unido, por otra parte, a la cuestión de la
participación del ser derivada de la filosofía platónica. Aristóteles critica el uso
metafórico del lenguaje en la filosófia platónica respecto de su idea de participación. El
Estagirita censura que las cosas sean participaciones de unas ideas que funcionan como
paradigmas (Metafísica, 991a) porque tal afirmación supone la invasión del lenguaje

298
Seguimos en nuestra exposición a Ricoeur, 2001: 339-372. El pensador francés articula su exposición
en atención a la defensa de la discontinuidad entre el discurso filosófico y el poético (2001: 338).
299
En la Retórica, Aristóteles aborda el tema de la metáfora de forma equívoca porque con el mismo
término se refiere tanto al género, esto es el conjunto de los tropos, como a la metáfora propiamente
dicha, es decir, el tropo por semejanza o proporcionalidad, cf. Moran, 1996: 385.
135

poético en el discurso de la filosofía. Aristóteles se remite a la teoría de las Formas de


Platón y examina el problema, con relación a ellas, del nombre de las cosas. Según
Platón, las realidades sensibles, al estar en continuo devenir, no pueden ser definidas
puesto que están continuamente cambiando. Aristóteles observa que los nombres, por el
contrario, no pueden tener significados infinitos puesto que en tales circunstancias “no
sería posible un lenguaje significativo, pues no significar algo determinado es no
significar nada, y si los nombres carecen de significado, se suprime el diálogo con los
demás y, en verdad, también consigo mismo.” (Metafísica, 1006b).
Esta dificultad entre la imposibilidad de nombrar las cosas sensibles y la
ineficacia de unos nombres cuyo significado estuviera en continua mutación se salvaba,
según Platón, afirmando que las cosas sensibles reciben el nombre de las Formas de las
que participan (Metafísica, 987b). Sin embargo, en el caso de Aristóteles, la crítica a la
idea de participación de una parte, y a la polisemia por otra, lo conduce a la aporía,
porque, ¿cómo admitir que no son posibles los nombres con significados infinitos,
cuando él mismo ha diferenciado distintos sentidos de “ser”? Aristóteles, como observa
Ricoeur, se esfuerza en salvar esta dificultad en su Tratado de las categorías, en el que
intenta crear un concepto de analogía no metafórica300.
Aristóteles sitúa junto a las nociones de homonimia y de sinonimia, la de
paronimia. Esta noción introduce una nueva clase entre la univocidad y la equivocidad.
De este modo, la paronimia presenta la posibilidad de utilizar el concepto del “ser” en
distintos grados a partir de un primer sentido primigenio, sin recurrir a la metáfora
analógica, al menos en principio. Así, los múltiples modos de aparecer de “lo que es” se
remiten a “una unidad de referencia” que los vincula de manera determinada. La
cuestión se traslada, entonces, a la necesidad de determinar de qué se trata cuando se
habla de esta unidad de referencia. El salto de la ontología a la teología, por cuanto la
ontología reclama el examen de esta “entidad primera” a la que las demás entidades, y
por lo tanto –y este paralelismo resultará fundamental para el alegorismo futuro-, los
diferentes sentidos de “ser” que se emplean en el lenguaje, se remiten.
Pero, como el mismo Ricoeur advierte, la analogía se pone en juego
implícitamente porque las modalidades sintácticas de la cópula, al diversificarse,
“debilitan continuamente el sentido de ésta, mientras nos alejamos de la predicación

300
“The intellectual labour that later crystallized in the concept of the analogy of being stems from an
initial divergence between speculative and poetic discourse.” (Ricoeur, 1996: 356).
136

esencial primigenia (...) hacia la predicación accidental derivada” (2001: 344). El


problema del empleo de “ser” como cópula establece una idea de proporcionalidad que
nos arroja de nuevo a la analogía. Es decir, los diferentes usos y sentidos de “ser”
responden a una gradación proporcional que también obedece a una naturaleza
analógica.
El problema que señalamos proviene, en consecuencia, de que la analogía se
mueve dentro del nivel conceptual, de los nombres y los predicados. Si la búsqueda de
un concepto adecuado de analogía es paralela a la de un concepto de participación,
como ocurría en la filosofía platónica, entonces habría que reconocer que la metafísica
vuelve su mirada hacia la poesía al recurrir a la metáfora, tal y como el propio
Aristóteles argumentaba contra el platonismo (Ricoeur, 2001:362).
En definitiva, el colosal esfuerzo de Aristóteles para evitar la invasión de la
metáfora y, con ella, del lenguaje poético en el discurso filosófico, un esfuerzo que se ha
desarrollado en los frentes de la lógica, la metafísica y la poética, resulta, en última
instancia, inútil, porque la analogía se filtra casi imperceptiblemente, a través del
lenguaje, en el mismo centro de la metafísica, esto es, en la discusión sobre las distintas
acepciones de “ser”.
Por otra parte, como hemos advertido más arriba, la cuestión de la analogía del
“ser” no se mueve sólo en el plano ontológico sino que se desarrolla en la intersección
entre este discurso y el discurso teológico301:

Al ser lo divino indivisible –se dice- no da lugar a la atribución, solo a negaciones. En


cambio, la diversidad de las significaciones del ser sólo puede aplicarse a cosas físicas, en las
que es posible distinguir sustancia, cualidad, cantidad, etc. En último análisis, el movimiento es
la diferencia que hace imposible, en su principio, la unidad del ser, y que hace que el ser se ve
afectado por la división entre la esencia y el accidente. En una palabra, es el movimiento el que

301
La ubicación de la analogía entre la teología y la ontología permitirá, en nuestra opinión, el desarrollo
de la poesía mística, en la media en que posibilitará un camino, tanto en la dirección negativa como en la
positiva, de acceso verbal a la divinidad. Hay que recordar que en la filosofía platónica, el acceso místico
a lo divino no estaba exento de dificultades por una parte respecto a su posibilidad antes de la muerte, por
otra por la imposibilidad de desenvolverse en el plano lingüístico. En este sentido, el texto de Ricoeur que
citamos a continuación nos parece de enorme importancia. La indivisibilidad de lo divino recuerda al Ser
de Parménides en cuanto a la imposibilidad de ser objeto de atribución de cualquier clase. A ello
contribuye el hecho de que Aristóteles atribuya a esta “entidad primera”, no una naturaleaza creadora, al
modo cristiano, sino una función motora, desde su inmovilidad, causa de que resulte imposible la
predicación sobre la misma. Sobre la polémica en torno a la relación entre ontología y teología en
Aristóteles, véase la introducción de Tomás Calvo Martínez a la Metáfisica (Aristóteles, 2000: 36 yss.).
137

hace que la ontología no sea una teología, sino una dialéctica de la escisión y la finitud. Donde
hay algo que deviene, es imposible la predicación.
(Ricoeur, 2001: 352)

Sin embargo Ricoeur no considera que la tarea de Aristóteles haya fracasado por
completo. A su juicio, el concepto de analogía marca una intersección entre ambos
discursos. Porque, pese a que este concepto procede del campo poético, al introducirse
en el terreno de la filosofía, recibe la calidad de dicho espacio, y no vuelve ya a la
poesía (Ricoeur, 2001: 354-355). En todo caso, Aristóteles fracasa al intentar dotar a la
metafísica de una naturaleza científica. Este fracaso, que obtiene la victoria parcial –
según Ricoeur- de la conquista de la diferencia entre la analogía trascendental y la
semejanza poética302- no impedirá la prolongación de la vida del discurso alegórico del
cosmos y lo extenderá, en la Edad Media, a la lectura del mundo en virtud de la
analogía entis303.
En definitiva, del examen de la obra de Aristóteles, podemos extraer las
siguientes conclusiones respecto de sus ideas sobre la alegoría y su contribución al
desarrollo de ésta como instrumento de la metafísica:
En principio, se puede afirmar que la mayor contribución de Aristóteles a la
historia de la alegoría nace del relativo fracaso en la búsqueda de una solución a la
aporía de las múltiples acepciones de “ser”, desde la crítica a la teoría de la
participación de Platón y desde el rechazo a la multiplicidad de sentidos de los nombres.
En segundo lugar, resulta sugerente, y tal vez pueda resultar de especial interés
para el tratamiento que la mística hace del oxímoron, sus ideas sobre la proximidad de
los contrarios, y sus observaciones en torno al anhelo de la materia por la forma.
En tercer lugar, nos parece también fundamental la intuición de una verdad
poética, distinta de la realidad, que pasa, por lo que a ésta se refiere, por mostrarse
verosímil. Con esta consideración, Aristóteles aleja lo didáctico de la poesía, y, en cierto
modo, hace más por la defensa de la piedad de los poetas que los alegoristas más
entusiastas, porque exhonera a la poesía de toda responsabilidad respecto de las
cuestiones morales.
En este mismo terreno, su comparación entre la poesía y la historia y su idea de
que la primera resulta más universal que la segunda, tiene la relevancia, desde las

302
Cf. Ricoeur, 2001: 358.
138

preocupaciones que competen a este trabajo, que le da el ser un fundamento de primer


grado para la alegoría histórica.
Respecto a la metáfora -dejando a un lado la decisiva importancia de la
justificación teórica de su valor cognitivo-, pese a que sus estudios tanto en la Poética
como en la Retórica han resultado y siguen resultando fundamentales hoy día, es
necesario reconocer que su vinculación al nombre y la estrecha interpretación que de
ella se ha hecho en las retóricas posteriores, ha condicionado el desarrollo de las
posibilidades de la alegoría pese a la consideración, ya en una época posterior, de la
misma como figura de pensamiento. Esta limitación debe ser entendida con relación a la
posterior utilización reductora de la alegoría como figura retórica por parte de la
exégesis alegórica.
Por último, sus puntuales referencias a la exégesis alegórica, ambiguas, muy
fragmentarias y -quizá por ello- poco significativas, tienen, desde luego, menos
importancia con relación a nuestro estudio.

303
Sobre las relaciones actuales entre el discurso metafórico y el científico a partir de la analogía, véase,
Eco, 1985: 174-175. Para una discusión de las tesis de Ricoeur, cf. Derrida, 1989: 35-75.
139

VIII La alegoría en la hermenéutica postaristotélica (siglos III a.


C.-I d. C.). Algunas propuestas de clasificación. La polémica entre
Alejandría y Pérgamo

Desde las aportaciones estoicas y aristotélicas hasta la consolidación de


neoplatonismo se extiende un extenso periodo de más de cuatro siglos en el que el
alegorismo demuestra que no sólo ha sido capaz de sobrevivir a la críticas platónica,
epicúrea y escéptica304, sino que también ha tenido la fuerza necesaria para amoldarse a
la nueva situación histórica devenida sucesivamente con la crisis de la polis griega –en
particular de la democracia ateniense-, la creación del imperio de Alejandro y el
Helenismo propagado por sus continuadores, hasta la consolidación de la hegemonía
romana en el Mediterráneo Oriental, especialmente a partir de la batalla de Accio en 31
a. C. En todo este tiempo, la alegoría sobrevive a sus críticos, engendra nuevos
detractores, y sigue manifestándose a través de diferentes corrientes, en ocasiones muy
alejadas entre sí.
En capítulos precedentes hemos examinado algunos tipos de alegoría según la
“traducción” que realizan de los poemas que les sirven de objeto. De este modo, se ha
hablado de la alegoría física, de la alegoría moral y psicológica. En otro nivel, hemos
examinado el método etimológico puesto al servicio de todas estas interpretaciones, y
desarrollado sobre todo en el seno de la escuela estoica.
A continuación, debemos referirnos a otra clasificación de la alegoría que
depende del criterio que el intérprete adopte frente a dos polos de tensión que se
generan a partir del texto: por un lado, la presunta intención del autor, por otro el
sentido intrínseco del texto305. En los capítulos precedentes se han visto algunos casos

304
Cf. Pépin, 1958: 132-145.
305
Es en este periodo cuando se diferencian con nitidez y se enfrentan con no poca virulencia dos modos
de lectura que, con notables variaciones, aún persisten. Por una parte, la tendencia que pretende entender
el texto mejor que el autor y que, como recuerda Emilio Lledó, “arrastra consigo un equívoco o incluso
un radical error de planteamiento. Entender un texto “mejor” que su autor siginifica hacerle decir aquello
que en la “intención” del autor no fue pensado por él.” (Lledó, 1998: 83). Comprender al autor mejor que
a sí mismo implica que, junto a la interpretación gramatical de la obra, se establece un proceso de
“adivinación” en el que el intérprete se sitúa en un proceso paralelo al de la creación del autor (pp. 125-
126). Pero, por otra parte, como continúa diciendo Lledó, aparecen teoría exclusivistas con relación al
texto que defienden que “nada hay fuera de él”. Representantes modernos de esta corriente son, en
140

que responden a uno u otro criterio; ambos pueden servir tanto para la formulación tanto
de alegorías físicas, como morales o psicológicas. En este capítulo debemos
examinarlos más detenidamente.
Desde este punto de vista, Tate distingue tres tipos de intepretación. Por una
parte, puede hablarse de alegoría histórica (Tate, 1934: 109) cuando el intérprete
pretende ofrecer una interpretación correspondiente a la intención del autor. En este
caso la hyponoia coincide con la dianoia, como significado del texto306. Al final del
capítulo IV, estudiamos el caso de Isócrates, y, concretamente, el recurso retórico
desplegado en el Panatenaico en el que un exégeta proespartano analizaba el mismo
discurso para aventurar la intención, nunca confirmada expresamente, del autor. Así, la
interpretación buscaba un sentido oculto en el texto que respondiera a la intención,
también oculta, del autor.
Pero Tate distingue claramente esta interpretación histórica de aquella otra en la
que, declarándose el mismo objetivo, la interpretación arrojada por el intérprete es
evidentemente distinta de la intención que pudiera tener el autor del texto examinado.
Se trata de un tipo de interpretación que Tate denomina pseudo-histórica (Tate, 1934:
110). Este tipo de alegoría toma como presupuesto la creencia de que los poetas,
particularmente Homero, son sabios omniscientes que expresan su sabiduría en un
lenguaje oscuro de naturaleza simbólica. Para Tate, este tipo de interpretación carece
por completo de valor307 y debería haber desaparecido por las críticas al método
alegórico realizadas por Platón. Sin embargo, la escuela de Pérgamo desarrollará este
método de forma tan polémica como abundante.
Un segundo tipo de interpretación alegórica es la llamada “interpretación
intrínseca”. En este caso el intérprete se aparta del horizonte de la dianoia, para buscar
en el propio texto las claves que permitan su interpretación. Como sugiere Tate, la

palabras de Lledó, Barthes, Foucault o Derridá. Para estos críticos, “el “autor” es un nombre más en ese
proceso de intelección de la escritura y la experiencia que de él tenemos, carece de la masiva y densa
trama textual en donde se inicia la experiencia de la lectura, y donde parte la posibilidad de diálogo.”
(Lledó, 1998: 120). Sin embargo, Lledó, desde una posición hermenéutica gadameriana, advierte que “la
muerte del autor, que no deja de ser una frase retórica, puede encontrar una forma de justificación si,
desde la perspectiva de la “fusión de horizonte” a la que se ha referido la hermenéutica, también se funde,
no sólo el horizonte del pasado, sino el autor en él.” (p. 122). Sobre esta cuestión cf. Eco, 1985: 21-45. En
los debates que estudiaremos en este capítulo entre las escuelas de Alejandría, defensores de explicar a
Homero por sí mismo, es decir, ciñeéndose exclusivamente a los poemas homéricos, y la de Pérgamo, de
marcada tendencia alegórica, veremos, al menos en germen, algunos de los planteamientos aquí
indicados.
306
Sobre el concepto de “dianoia”, véase García Berrio y Huerta Calvo, 1999: 75-76.
141

interpretación intrínseca tiene como presupuesto la idea de que el exégeta puede llegar a
conocer el poema mejor que el propio autor. Ya hemos visto en páginas anteriores
algunos modelos de este método. Con presupuestos similares, Heráclito había acusado a
Homero de no entender a las Musas. Platón había llevado al extremo este criterio al
afirmar que el poeta no sabía lo que decía porque elaboraba sus poemas en un estado de
posesión. De esta forma, el rastro de la hyponoia se aleja de la dianoia. La discusión en
el caso de la alegoría intrínseca se desarrollará, por una parte, en el terreno de la
interpretación legal, como es el caso de Cicerón y Quintiliano, y, por otra,
posteriormente, en el ámbito del neoplatonismo.
Tate añade aún un tercer tipo de exégesis alegórica, la “interpretación artificial”
en la que se atribuyen a las palabras del poeta significados que no vienen dados ni
histórica ni intrínsecamente (Tate, 1934: 112). En realidad, este tercer modelo de
interpretación parece venir dado de las deformaciones de los dos anteriores. Así, es fácil
reconocer en la interpretación artificial tanto los excesos de la lectura pseudo-histórica
como los de la neoplatónica.
La clasificación de la alegoría propuesta por Sanz Morales toma como criterio la
atención a Homero. De este modo, divide la exégesis alegórica en dos grandes grupos
(Sanz Morales, 2002: 194): en primer lugar, se encuentran las alegorías dispersas a lo
largo de la literatura griega referidas a asuntos y poemas diversos; en segundo lugar, se
sitúan las alegorías que se ocupan de los poemas homéricos. Éstas pueden, a su vez,
dividirse en tres grupos de naturaleza heterogénea: el primero está formado por las
alegorías de pasajes concretos de la Ilíada y la Odisea, en el que se incluyen obras tan
diversas y distantes, como las Alegorías de Homero del pseudo-Heráclito y El antro del
las ninfas de Porfirio. El segundo abarca las alegorías que se acercan a los poemas de
Homero de forma global, como las exégesis de Cornuto o el pseudo-Plutarco. El tercero
está formado por los escolios de algunos códices homéricos y la exégesis de Eustacio de
Tesalónica ya en el siglo XII.
A mediados del siglo III a. C., Evémero da comienzo a la alegoría realista
(Pépin, 1958: 147-149). Influido por la teología estoica, Evémero afirma que muchos de
los dioses de la mitología son en realidad hombres divinizados como premio a los
servicios prestados a la sociedad o bien hombres poderosos que se atribuyeron a sí

307
“Pseudo-historic allegorism was probably the worst feature of the nightmare which naturally ensued
upon a surfeit of the Homeric banquet. But that we may preserve our good opinion of the Greeks, let it be
noted that allegorism was never popular.” (Tate, 1934: 110).
142

mismos esta naturaleza divina 308. De esta forma, según Evémero, Homero y Hesíodo
habrían escrito una suerte de “manuales de protohistoria”. A la corriente iniciada por
Evémero corresponden, con los matices que seguidamente señalaremos, Paléfato,
Heráclito309, o el autor del texto conocido como Anónimo Vaticano310.
Ahora bien, ¿puede la teoría de Evémero considerarse como un modo de
exégesis alegórica? Sanz Morales lo discute: frente a la vía de la hermenéutica alegórica
se establecería la de la hermenéutica racionalista, también conocida como histórica, en
el sentido de buscar la causa real que ha dado origen al mito (Sanz Morales, 2002: 194-
195). García Gual también parece diferenciar el evemerismo del alegorismo cuando
dice: “Algo posterior al alegorismo, hubo otra teoría sobre la interpretación de los mitos
que tuvo extraordinaria resonancia en el ambiente helenístico. Fue el evemerismo (...)”
(García Gual, 1992: 172). No obstante, en este mismo trabajo, García Gual relaciona a
Paléfato con el alegorismo y no con el evemerismo, aunque reconoce su raíz racionalista
(García Gual, 1992: 170-171).
En nuestra opinión, las posibles diferencias entre el evemerismo y la alegoría
racionalista de Paléfato proceden de la determinación de la causa que una y otra teoría
atribuye al origen del mito. En el caso de Evémero, como veremos más abajo, el mito
nace en virtud de un acto consciente de carácter colectivo que es después exagerado y
deformado con el paso del tiempo311. Por el contrario, la alegoría racionalista de
Paléfato atribuye el origen del mito a un error original que el tiempo consolida.
Pépin, por el contrario, sí considera que el evemerismo es un tipo de alegoría.
Para el investigador francés, la alegoría realista es el resultado de una escisión
producida en el seno del alegorismo estoico. Los estoicos habían asumido la
posibilidad, apuntada por los sofistas, de que los dioses o héroes fueran personajes u
objetos benefactores de la humanidad divinizados por la tradición poética. Pero también
habían considerado que tras el mito se escondían mensajes ocultos de carácter teológico,
relativos a la naturaleza secreta de los dioses y el mundo. La alegoría realista, de esta
forma, prescinde de este segundo rasgo del alegorismo estoico y desarrolla el primero

308
Carlos García Gual observa que esta teoría no puede desvincularse del momento histórico preciso en el
que surge, esto es, el de la deificación de los monarcas helenísticos, siguiendo los pasos del propio
Alejandro (García Gual, 1999: 172). Sobre la suerte posterior del evemerismo en la obra de Cicerón, el
neoplatonismo, los Padres de la Iglesia, etc, puede verse este mismo libro de Carlos García Gual.
309
Se trata de un Heráclito diferente del Heráclito de Éfeso del siglo VI a. C, y de Heráclito el Rétor, al
que nos hemos referido como el pseudo-Heráclito, autor probablemente del siglo I d. C. El Heráclito de la
alegoría racionalista es un autor próximo a Paléfato.
310
Cf. Sanz Morales, 2002: 283-302.
143

(Pépin, 1958: 146-147). Pépin afirma que Evémero debe ser considerado un alegorista
porque las enseñanzas que “descubre” en los poemas no son directamente comunicadas
por éstos a quien lee sin prejuicios a los poetas, sin acudir a su revelación extrínseca.
Realmente es difícil precisar si las peculiaridades de esta lectura racionalista de
los mitos comparten su naturaleza con la alegoría o constituyen un tipo diferente de
exégesis. Como se ha ido viendo a lo largo de los capítulos precedentes, la alegoría,
desde sus comienzos en el siglo VI a. C., responde a un intento racionalizador del mito,
con independencia de que tenga o no su causa concreta en la defensa de los poemas de
Homero y Hesíodo. En este sentido, la explicación física de la Teomaquia propuesta por
Teágenes de Regio puede ser tan racionalista o más que las explicaciones de Paléfato
sobre el mito de los centauros o Pasifae. Sin embargo, la diferencia entre ambas estriba
en el tipo de verdad que el intérprete trata de descubrir en los poemas. En este punto hay
que dar la razón a Pépin cuando diferencia los dos tipos de alegoría estoica. En efecto,
la alegoría en sentido estricto trata de descubrir una verdad relativa a la physis o a los
dioses312 –en última instancia, también los dioses están vinculados a la physis-, oculta y
señalada a la vez en el discurso. Pero no siempre esta verdad actúa o se entiende del
mismo modo. Como hemos ido viendo en las páginas precedentes, desde la alétheia de
Heráclito hasta las lecturas alegóricas de los sofistas y los estoicos, hay una evolución
muy compleja en la que pocas cosas permanecen sin ser alteradas. En el sentido amplio
de lo alegórico, es decir, en el de la interpretación tendente a descubrir una verdad -
entendido el concepto también en el sentido más general- bajo el discurso, que éste deja
ver veladamente, la alegoría realista, incluso el evemerismo, pueden considerarse de
naturaleza alegórica.
Si recurrimos a la definición de alegoría que ofrecía Tate, vista en nuestro
capítulo V, esto es, el método de interpretación de textos que deja a un lado el sentido
literal de un poema o mito a favor de un sentido diferente u oculto313, el problema se
hace más agudo. Porque, en realidad, la explicación de Evémero y Paléfato no obedece
a un mecanismo figural creado por el poeta, sino a diversas circunstancias históricas o
pseudo-históricas que el exégeta pone en evidencia. Así, en la lectura alegórica en
sentido estricto, es la voluntad del poeta, o de los dioses que lo inspiran, lo que da lugar

311
Véase lo expuesto en nuestro capítulo anterior sobre la inclinación de los griegos a la representación
mítica de hechos históricos.
312
Bajo los dioses se ocultan las realidades que descubren las alegorías moral y psicológica.
313
Éste es el sentido que parece seguir Sanz Morales, tal y como se deduce de su explicación sobre
Aristóteles, vista en el capítulo precedente (Sanz Morales, 2002: 212-213).
144

al discurso alegórico; en el evemerismo, sin embargo, se explica el origen histórico del


mito; en el alegorismo de Paléfato, el error que le dio origen. Si en la exégesis alegórica,
el exégeta pone al descubierto lo que en el discurso sólo se aludía o se presentaba como
enigma, en el alegorismo realista, el intérprete tan sólo desactiva el error que está en la
raíz del mito 314. En la alegoría en sentido estricto -y esto se ve de forma especialmente
clara en las alegorías platónicas- la proximidad al mito es mayor porque se ubican en un
horizonte atemporal, rigurosamente ahistórico, mientras que la alegoría realista nace de
un impulso opuesto: la voluntad de colocar estos relatos míticos en un pasado histórico
o protohistórico. Sin embargo, resulta interesante observar cómo el paso de la ucronía
mítica a la diacronía histórica se hace a costa de incurrir en la utopía315. En efecto, en el
caso de Evémero se observa con claridad la localización de un espacio fabuloso, la isla
de Pangea, a medio camino entre la ficción alegórica y la situación en un vago lugar del
Océano Índico316.
A nuestro juicio, el evemerismo o, más discutiblemente, la exégesis racionalista
de Paléfato no pueden considerarse alegorías, sobre todo si se tiene en cuenta la
orientación de la exégesis alegórica en esta misma época317, con el alegorismo
desaforado de los exégetas estoicos y, ya en el siglo I d. C., el de autores como el
pseudo-Heráclito. Una buena muestra de las diferencias entre la alegoría en sentido
estricto y esta exégesis racionalista se puede localizar en el empleo que ambas hacen del
método etimológico. Este método se había convertido en una poderosa arma de
interpretación / manipulación a manos de la exégesis pseudo-histórica estoica. En estos

314
El problema se presenta, no obstante, cuando este ejercicio interpretativo que desactiva el error mítico
resulta ser tan fantasioso como el mito mismo. En este aspecto este método y el alegorismo muestran una
frontera muy poco precisa.
315
En sentido inverso quizá pueda mencionarse el esfuerzo de Apolonio de Rodas en sus Argonáuticas.
En este poema, en cierto sentido homerizante y respetuoso con la tradición mítica de Jasón y sus
argonautas, Apolonio dota al relato de un enorme realismo geográfico en la descripción del recorrido de
la Argo, y, lo que resulta aún más sorprendente, logra atribuir al viaje, una duración verosímil, dentro de
las prácticas de la navegación de la época. Incluso la propuesta, hoy día insostenible, de un regreso a
través de los ríos de Europa resulta creíble para la época (cf. García Tejeiro, 2000: 810). De este modo, el
mundo del mito y su tiempo impreciso se sitúa en un espacio geográfico reconocible –la edición realizada
por la editorial Gredos a cargo de Carlos García Gual y Mariano Valverde Sánchez incluye un mapa
detallado del itinerario- que goza además de un tiempo interior, de una duración, realista. Se trataría, en
nuesra opinión de una operación inversa a la utopía de Evémero.
316
Cf. Lens Tuero, J. y Campos Daroca, J., 2000: 164-166.
317
Hay que tener igualmente en cuenta que esta exégesis racionalista tiene entre sus antecedentes más
lejanos a Hecateo en el siglo VI a. C., uno de los primeros detractores de los mitos homéricos y
hesiódicos contra los que presuntamente reaccionaron los alegoristas. Es decir que, junto con los
antecedentes estoicos advertidos por Pépin, hay que apuntar esta otra procedencia de intencionas opuestas
a las que dieron lugar a la alegoría. Hecateo comienza sus Genealogías haciendo una reflexión muy
parecida a las de Paléfato: “Escribo esto como me parece verídico, porque las narraciones de los griegos
son, a mi parecer, múltiples y ridículas.” (cf. Lens Tuero, 2000: 263-264).
145

casos, la etimología pretendía descubrir, a través del examen de los significados


“originales” de la palabra, su verdadero sentido, entendido éste como la verdad esencial
y oculta de las cosas. En el caso de la alegoría de Paléfato, el uso del método
etimológico tiene otro sentido: cuando, por ejemplo, Paléfato analiza etimológicamente
la palabra “centauro”, para ofrecer una interpretación racionalista del mito, dice:
“tomaron el nombre de Centauros, porque habían acribillado a los toros, ya que la forma
de toros no es propia de los Centauros, sino que tienen apariencia de caballo y hombre.
Por tanto el nombre lo tomaron de su acción” (Sanz Morales, 2002: 221).
Si se compara esta utilización del método etimológico con el empleo que de él
hacen los estoicos o con la visión platónica del mismo, podrá verse que nos
encontramos ante una situación distinta. En este caso la etimología del nombre no nos
lleva a una revelación de la naturaleza de los personajes míticos sino al descubrimiento
y confirmación del hecho histórico del que procede. El texto de Paléfato se ve obligado
a aclarar este extremo cuando subraya que el nombre de “centauro” no se debe a su
forma física, sino a una de sus acciones. Esta explicación por parte del mitógrafo, en
cierto modo redundante -puesto que la descripción del mito ya había puesto de relieve la
procedencia del nombre-, parece evidenciar la necesidad de distanciar su método
exegético del seguido por los alegoristas. Porque, si se hubiera seguido el proceder
etimológico de la alegoría estoica, se habría tenido que concluir, como el mismo
Paléfato observa, que los centauros tenían forma de toros y no de caballos.
Pero esta distancia frente a la alegoría no impide que exista un vínculo entre
ambas, tanto en su origen estoico, como en el propósito general de llevar el mito antiguo
a un terreno útil para su momento histórico tanto en el sentido moral como físico,
histórico o, incluso, político.
La intuición de Evémero lo lleva a concebir un modelo de alegoría que esboza,
siquiera de forma vaga y aproximada, la concepción de lo que más recientemente, en el
contexto del estructuralismo, se ha denominado “héroes culturales”318. En efecto, al
afirmar que los dioses son héroes benéficos divinizados, Evémero detecta y discute un
componente mítico esencial no sólo de la mitología griega, sino presente en otras
mitologías tan distantes como la polinesia, australiana, norteamericana o africana, entre
otras: la presencia de héroes inventores o descubridores que son divinizados por los

318
Cf. Meletinski, 2001: 169-184. García Gual, por otra parte, dice: “en el libro [Hierá Anagraphé]
Evémero contaba su viaje por el gran Océano (el Indico, al sureste del continente asiático), donde arribó a
un grupo de islas, la mayor de las cuales era Pancaya, que describía con un cierto detalle, como un
antropólogo avant la lettre.” (García Gual, 1992: 173).
146

beneficios que producen para la humanidad. Lógicamente, las diferencias entre el


evemerismo y las recientes construcciones míticas a las que nos referimos son
insalvables. Pero, a nuestro juicio, la racionalización del mito de Evémero responde a un
enfoque de lo mítico que se mueve en los mismos términos en los que se desarrollan los
mitos de los “héroes culturales”. Algunos de estos elementos propios de los “héroes
culturales” están presentes en la cultura griega y sirven de importante elemento
ideológico al servicio de acontecimientos políticos decisivos. Tal es el caso del carácter
de “protoantepasado” propio de estos “héroes culturales”. Así, los lacedemonios se
consideraron descendientes de Heracles y justificaban de ese modo la invasión doria del
Peloponeso a la que denominaron “el retorno de los heráclidas”319 y la expulsión de los
mesenios de sus antiguos territorios.
Sin embargo, lo fundamental del evemerismo es que supone un paso importante
de racionalización de esta figura del “héroe cultural” o del protoantepasado, porque lo
traslada del tiempo mítico primordial al pasado remoto. Este paso del mito a la historia,
aunque se trate de un pasado tan lejano como impreciso, es lo que dota al sistema
desarrollado por Evémero de su proximidad, y al mismo tiempo de su distancia,
respecto a la alegoría. De esta forma, frente a las construcciones de los “héroes
culturales” puramente mitológicas, el evemerismo pretende dar respuesta a los
problemas que éstas presentan320.
Cercana a las tesis de Evémero, puede situarse la obra de Paléfato, mitógrafo
alejandrino del siglo II a. C. De imprecisa influencia aristotélica321 Paléfato procura
diversas explicaciones, no por “racionales” menos delirantes, de los mitos322.
Buffière ha señalado algunas diferencias entre los métodos de Paléfato y
Evémero. Éste último pretende realizar una historia de las religiones y mostrar el origen

319
Cf. Pausanias, 2002, Descripción de Grecia, III y IV, Madrid, Gredos, especialmente p. 108 y ss.
320
Pero, además, la obra de Evémero puede entenderse, como ya hemos señalado, en sentido político. De
este modo, Ruthven se ha preguntado por esta posible lectura irónica del libro de Evémero: “¿Fue
Evémero un satírico a expensas de Alejandro y sus experiencias en la India, y recomendaba, cínicamente
la autodeificación de los reyes como un medio hacia fines políticos? ¿O era, más bien, el Voltaire o el
Fontenelle de su tiempo, a quien Plutarco consideró responsable de haber diseminado el ateísmo por todo
el mundo?” (Gacíal Gual, 1992: 174).
321
Sanz Morales relativiza la influencia aristotélica en la alegoría realista de Paléfato, señalada por la
Suda al afirmar: “Puede decirse que el método seguido por Paléfato no muestra inequívocamente
influencias específicas de la escuela peripatética, aunque por prudencia debamos tener presente siempre la
carencia de datos con respecto a la obra homérica de Aristóteles, por un lado, y el hecho de que sólo
poseemos un extracto de la obra de Paléfato, por otro.” (Sanz Morales, 2002: 213).
322
Las explicaciones de Paléfato no dudan, por ejemplo, en convertir a la hechicera Medea en una especie
de “peluquera” que tinta los cabellos de los que en el mito parecen rejuvenecer (Pépin, 1958: 149).
147

de los dioses323. Aquél es un intérprete de leyendas de diversa procedencia que se


plantea cómo han podido surgir en el espíritu humano los monstruos y demás maravillas
legendarias (Buffière, 1973: 247)324. Las conclusiones de Buffière son similares a las ya
señaladas de Carlos García Gual:

L´exégèse historique était partie de principes fort raisonnables: qu´un fond de vérité se
cache dans les légendes: que le merveilleux a presque toujours comme point de départ un fait
réel, mal observé ou mal interprété. (...) Mais l´excellence de ces principes n´a pas préservé les
disciples de Palaiphatos de quelques aberrations: pour expliquer les histoires incroyables ils en
ont inventé d´aussi incroyables.
(Buffière, 1973: 248)

Ya hemos visto que el propio Aristóteles consideraba que los mitos eran viejas
teorías filosóficas mal conservadas o transmitidas. En esta teoría se encontraba el
mismo principio que llevaría la interpretación de Paléfato de la filosofía a la historia: la
existencia de un fondo de verdad histórica en el mito que se ha deformado por el tiempo
o por la incomprensión y que se puede desentrañar mediante un ejercicio en el que el
exégeta recorre un camino inverso al del poeta o la tradición325. De este modo el
intérprete despoja al mito de sus componentes maravillosos e intenta indagar en el
hecho histórico desnudo.
Desde el punto de vista retórico, la operación supone la consideración del
discurso alegórico como el producto de una serie de metáforas que se pueden ir
deshaciendo sin que se advierta el posible peligro de destruir la integridad del texto y su
sentido. Como ya dijimos anteriormente, Paléfato considera que es el error el causante
de la deformación de los hechos históricos en relatos míticos. De este modo, a veces
será el error verbal nacido de un nombre mal interpretado o una frase mal entendida lo

323
Esto no obstante, la pretensión de Evémero no está clara. Lens Tuero y Campos Daroca diferencian
entre las teorías del propio Evémero y un espectro doctrinal más amplio en el que se incluyen y al que dan
nombre, el evemerismo: “Conviene en todo caso distinguir el “evemerismo” definido genéricamente por
postular una condición humana originaria para los dioses y su elevación póstuma a la condición divina, y
la propuesta de Evémero que podemos reconstruir como un tipo especial de evemerismo. Para empezar,
es dudoso que Evémero presentara la distinción entre dioses celestes y terrestres.” (Lens Tuero y Campos
Daroca (eds.), 2000: 166). Estos mismos estudiosos consideran que tal distinción fue probablemente
incorporada por Diodoro Sículo.
324
Paléfato es menos arriesgado que Evémero en sus juicios sobre el fenómeno religioso y, diferenciando
entre dioses y héroes, evita profundizar en los conflictos entre la ley natural y los elementos divinos de
carácter sobrenatural (Sanz Morales, 2002: 208).
325
En este sentido dice Paléfato: “A mí me parece que ha existido algo real en todos los relatos, ya que
los nombres no surgieron por sí solos, ni se originó así narración alguna acerca de ellos; al contrario, lo
que primero existió fue el hecho, y después el relato sobre él.” (Sanz Morales, 2002: 219).
148

que origine la leyenda; en otras ocasiones, el origen estará en un error de percepción de


un hecho raro al que la gente por ingenuidad o ignorancia da un significado equivocado
de carácter sobrenatural; por último, a veces es el error en la narración de los hechos lo
que da lugar al relato mítico (Sanz Morales, 2002: 203-204).
Pépin sitúa dentro de este terreno de la alegoría realista a Diodoro Sículo y al
geógrafo Estrabón. Ambos viven en el siglo I a. C. Diodoro326 es partidario de un
evemerismo moderado y moralizante, en el que diferencia entre los mitos divinos, bien
teológicos o poéticos, y los mitos heroicos con su raíz en la realidad. A esta segunda
categoría, pertenecen algunos personajes benefactores de la humanidad como Dionisios
o Heracles (Pépin, 1958: 150-151).
Estrabón (64 a. C.-17 d. C.)327 es autor de una Geografía en 17 libros elaborada
a partir de la geografía de Homero. De este modo, se enfrenta expresamente a
Erastótenes que había despreciado las descripciones geográficas homéricas328, y
defiende la pertinencia alegórica de los datos geográficos que Homero ofrece en la
Ilíada y sobre todo en la Odisea (Pépin, 1958: 151-152).
Pero junto con esta interpretación realista de los mitos y leyendas que
dudosamente puede considerarse alegórica, aparece en estos siglos un alegorismo febril,
polémico y radical, que tiene su origen en la escuela de Pérgamo. Esta escuela
protagoniza junto con la de Alejandría una ardua disputa intelectual. La polémica
obedece a la diferente actitud que ambas escuelas adoptan frente a lo que será uno de los
problemas del Helenismo, esto es, “la necesidad de conservar, a través de la filología, el
patrimonio literario de la antigüedad; la necesidad de hacerlo comprensible a
poblaciones distintas por estirpe y por lengua; y adaptar los mitos arcaicos al contexto
de una sociedad y de una ciencia más avanzadas” (Ferraris, 2000: 15). En efecto, las
diferencias entre Alejandría y Pérgamo respecto de la exégesis de los textos literarios y,
en particular, en lo que se refiere a la poesía de Homero, no puede entenderse sin tener
en cuenta algunos de los rasgos más destacados de la cultura que impone el Helenismo
sobre todo en la revisión y elección de modelos de la literatura precedente. Es en este

326
Cf. Lens Tuero, 2000: 937-939.
327
Cf. Lens Tuero y Campos Daroca (eds.), 2000: 201-202.
328
Eratóstenes acepta la expedición a Troya como un hecho histórico, pero niega que los elementos
geográficos descritos por Homero correspondan a ningún lugar concreto. La posición de Eratóstenes en
cuanto a la geografía en los poemas homéricos es coherente con su teoría lúdica de la poesía, tal y como
se expondrá seguidamente.
149

momento cuando se forma el canon329 de la literatura clásica griega a través de la criba


que los bibliotecarios y filólogos alejandrinos en primer lugar, y posteriormente también
los de Pérgamo, realizan de la literatura precedente, a través de sus ediciones rigurosas y
de sus comentarios.
Los poetas y filólogos helenísticos de Alejandría son hombres que gozan de una
enorme cultura libresca330 y que conciben la poesía como un complejo proceso de
elección y depuración de motivos y formas. En este sentido, “las materias poéticas, la
mitología de modo sobresaliente, son sometidas a peculiares tratamientos que revelan
una actitud distanciada, una imposición de los criterios estéticos sobre cualesquiera
otros de tipo religioso, emotivo o ideológico (...).” (Brioso, 2000: 789). Este interés
distanciado de las preocupaciones morales o filosóficas y hasta cierto punto esteticista,
por la literatura precedente cristaliza en las abundantes ediciones de las obras de
Homero, Hesíodo y Píndaro, entre otros, a cargo de autores como Apolonio de Rodas,
Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia331.
Pérgamo, por otro lado, era un pequeño reino helenístico que vivió su época de
esplendor a partir de la subida al trono de Atalo I en 241 a. C. Atalo se dio cuenta del
poder creciente e irresitible de Roma y se convirtió en uno de sus mejores aliados en
Asia Menor. Esta política de alianza con Roma llevó a Pérgamo a su apogeo con
Eumenes II, hijo de Atalo I. Atalo III, al morir en 133 a. C., legó Pérgamo a Roma, que
la incorporó como provincia romana de Asia Menor.
Fue Eumenes II quien fundó la biblioteca de Pérgamo, que llegó a ser la segunda
en importancia tras la de Alejandría. La rivalidad entre ambas ciudades por el
predominio cultural en la zona -por no decir en todo el mundo mediterráneo- fue bien
conocida en la época hasta el punto de originar leyendas o exageraciones como la que
señala que este enfrentamiento llevó a Ptolomeo V a impedir la exportación de papiro a
Pérgamo motivo por el que los bibliotecarios de Pérgamo idearon un modo de curtir las
pieles que las hacía aptas para servir de soporte material de la escritura, el pergamino332.

329
El nombre de “canon” para referirse a estas listas selectivas de autores clásicos realizadas por los
filólogos de la escuela de Alejandría, no fue, sin embargo, empleado por éstos, sino que se utilizó por
primera vez por Ruhnken en 1768 (cf. Pfeiffer, 1981: 370).
330
Sobre la importancia del libro y de las bibliotecas en la cultura de este momento, dice M. Brioso: “la
cultura libresca de Helenismo dice adiós a la oralidad y exige la organización de grandes bibliotecas
procurada por el poder de los reyes (...). En ellas se elaboran las primeras ediciones de los autores
antiguos, en las que éstos son tratados como “clásicos”. (Brioso, 2000: 785).
331
Cf. López Férez, 2000: 964-969.
332
Pfeiffer considera exagerada y poco verosímil esta narración del origen del pergamino porque el uso
de rollos de cuero para escribir era bien conocido en Asia Menor al menos desde el siglo V a. C.; Pfeiffer
considera que es posible que en esta época, y debido a lo costoso del papiro y a las ingentes necesidades
150

Pero esta rivalidad también se extendió a la interpretación de los poemas y


relatos míticos de Homero y Hesíodo. Veamos detenidamente los frentes en los que se
desenvolvió esta polémica.
Alejandría se había convertido en la capital cultural del mundo con la dinastía de
los Ptolomeos. Matemáticos como Euclides, gramáticos como Apolonio de Rodas,
geógrafos como Dicearco, poetas como Calímaco y hombres de conocimientos casi
universales para su época, como Eratóstenes confluyen en Alejandría bajo la protección
de los tres primeros Ptolomeos conocidos como Soter, Filadelfo y Evérgetes. En una
ciudad que vivía una efervescencia cultural y científica de enorme intensidad, los viejos
mitos homéricos, la poesía en general no podía considerarse sino como un medio de
entretenimiento sin valor didáctico333.
Tal vez el caso más extremo de esta corriente esteticista que excluye de la poesía
toda función didáctica o moral sea Erastótenes. Pfeiffer dice, a propósito de la posición
de Eratóstenes: “Lo que ningún filólogo se había atrevido a decir, el científico tuvo la
lógica y la audacia suficiente no sólo para afirmarlo en el caso de Homero, sino para
aplicarlo a la poesía en general” (Pfeiffer, 1981: 300).
Eratóstenes lanzaba así una andanada contra la educación de los griegos, uno de
los aspectos esenciales en la polémica del lugar de la poesía en la sociedad helénica. Y
lo hacía, no desde una posición moral, como había sido la tónica general de los
detractores de Homero, desde Jenófanes hasta Platón, sino desde la mentalidad
científica de los nuevos tiempos helénicos. Sin embargo, la crítica de Eratóstenes no se
dirigía, como en el caso de Platón, contra los poetas, sino directamente contra los
intérpretes, y de forma muy especial contra los alegoristas, que estaban convirtiendo a
Homero, contra la expresión literal de sus versos, en un sabio universal e infalible 334. Al
excluir cualquier función didáctica de la poesía y, al mismo tiempo, reivindicarla en su
dimensión estética, Eratóstenes adoptó una postura radical que sólo en términos
generales pudo ser seguida por sus continuadores en la escuela de Alejandría (Pfeiffer,
1981: 303). De este modo, Eratóstenes se burlaba de los alegoristas de Pérgamo y, en
general de todos aquellos, como ocurría con Estrabón, que atribuían a Homero cualquier
conocimiento geográfico.

de la biblioteca de Pérgamo, se incrementara la producción de pergamino o incluso se perfeccionaran las


técnicas de su elaboración (cf. Pfeiffer, 1981: 417-418).
333
Cf. Sanz Morales, 2002: 17-28.
334
Cf. Pfeiffer, 1981: 300.
151

Otro de los directores de la Biblioteca, Aristarco (217-145 a. C.), continúa los


ataques a la alegoría, diciendo que se trata de una forma de mentira, una coacción
impuesta a la significación obvia del discurso, al que tortura para hacerle librar una
enseñanza física, moral o histórica (Pépin, 1958: 169). Aristarco propone un método de
interpretación alternativo a la exégesis alegórica: el método filológico: el buen sentido y
la atención a la lengua misma de Homero resultan suficientes para disipar la mayor
parte de las dificultades sobre las que los alegoristas construían hipótesis sin
fundamento (Pépin, 1958: 172)335. A diferencia de los filólogos alejandrinos que le
precedieron, Aristarco incluyó en sus ediciones comentarios personales e
interpretaciones de los textos336.
Por otra parte, Aristarco abre un nuevo frente en la polémica con Pérgamo, en
particular con Crates de Malos, al defender la “analogía” frente a la “anomalía”. En esta
materia, no hacía sino extender a la interpretación de los poemas, las observaciones de
su maestro y predecesor como director de la Biblioteca de Alejandría, Aristófanes de
Bizancio. Pero Aristófanes se había limitado a realizar algunas precisones sobre la
regularidad en las declinaciones de la lengua griega conforme a determinados modelos
fijos (Pfeiffer, 1981: 364). En ningún caso invadió el terreno de la filosofía ni pretendió
oponerse a la teoría de la “anomalía” enunciada ya por Crisipo, el filósofo estoico.
Apoyado en la teoría de la existencia de una correspondencia natural entre el concepto y
la palabra, Aristarco defiende la existencia de determinadas leyes que rigen las
relaciones entre las formas lingüísticas y las formas lógicas. Varrón, al transmitir los
argumentos de esta polémica entre analogía y anomalía, empieza estableciendo una
analogía de segundo grado entre las analogías de las cosas, por un lado, y entre las de
las palabras, por otro. Pero posteriormente confunde la analogía lingüística y la analogía
de las cosas. Respecto de esta primera “analogía entre analogías” afirma lo siguiente:

Si por todas partes no existía la analogía, entonces se seguía que tampoco en las
palabras existía (sic), no que existiendo por todas partes como existe, no exista en las palabras.

335
Para una crítica de las limitaciones de este método, véase Righi, 1967: 56-57.
336
Pfeiffer dice que a Aristarco se atribuye, sin duda de forma exagerada, la redacción de 800 libros de
comentarios, de los que 48 estarían dedicados a Homero (Pfeiffer, 1981: 378).
152

En efecto, ¿cuál es la parte del mundo que no tenga innumerables analogías? ¿El cielo o
el mar o la tierra? ¿Lo que hay en éstos? (...) Por esto, quienes dicen que no existe el sistema de
la analogía, no sólo no ven la naturaleza del lenguaje, sino tampoco la del mundo.337
(La lengua latina, IX, 23-26)

Respecto a la confusión entre la analogía de las cosas y la de las palabras, tal y


como anota Hernández Miguel 338, ésta queda de relieve en el siguiente fragmento:

Si con dos cosas del mismo tipo que, siendo desemejantes entre sí en alguna parte,
tienen alguna relación, por tener estos dos grupos de palabras el mismo logos, uno y otro por
separado recibe la denominación de analogon y las cuatro palabras relacionadas, en conjunto, la
de analogía.339
(La lengua latina, X, 3)

Las aportaciones de Aristarco y de su exégesis filológica terminarán, como


veremos, dentro de la propia ciudad de Alejandría puestas al servicio de la alegoría
judía de Filón (20 a. C.-50 d. C.) Irónicamente, Alejandría, en los primeros años del
cristianismo se convertirá en defensora de la alegoría, incorporado ya el método
filológico, frente a la exégesis histórico-gramatical de la escuela de Antioquía (Ferraris,
2000: 21).
La escuela de Pérgamo, desde Crates de Malos, representa la respuesta más
radical a las tesis alejandrinas340. Los alegoristas del Pérgamo, influidos por el

337
Bien es verdad que seguidamente, el propio Varrón reconoce que hay dos tipos de analogía, la que se
produce por naturaleza y la voluntaria. La voluntaria puede apartarse de las reglas de la analogía, como
ocurre con las palabras. Varrón mantiene una postura ambivalente respecto del alcance de esta
voluntariedad con respecto a los casos de las palabras y a sus elementos –más adelante dice “la analogía
tiene su fundamento en la voluntad de los hombres o en la naturaleza de las palabras. Doy la
denominación de voluntad a la imposición de los nombres y la de la naturaleza a la transformación de los
nombres a donde se llega sin enseñanza” (La lengua latina, X, 51)-. Resulta también interesante la
distinción entre analogía horizontal y vertical a través de la disposición de dos clases de proporcionalidad
en dos series diferentes de números o términos enlazados entre sí (cf. pp. 214 y ss). También puede
resultar interesante su distinción entre la analogía continua y discontinua de cara a la consideración
retórica de la alegoría como metáfora continuada, como se verá en el capítulo siguiente.
338
Cf. p. 212, n. 102.
339
Varrón se hace eco, como se habra visto, del concepto de metáfora proporcional de Aristóteles. Así,
más adelante, manteniendo esta ambigüedad entre palabras y cosas, dice que “en todas las otras cosas
recibe la denominación de proporcional aquello en lo que hay así una cuádruple realidad.” (La lengua
latina, X, 41).
340
Pese a hablar de escuela de Pérgamo, recogemos las precisiones de Pfeiffer en contra de esta
denominación para los alegoristas de Pérgamo porque, en contra de lo que ocurrió en Alejandría, no hubo
en Pérgamo una verdadera continuidad entre sus bibliotecarios y filólogos, de tal modo que, en contra de
lo que ocurrió entre los alejandrinos, no existió un verdadero magisterio de unos sobre otros (cf. Pfeiffer,
1981: 416). Esto no obstante, en lo que se refiere al uso de la exégesis alegórica, sí se observan unos
153

estoicismo y el aristotelismo, reaccionaron contra el esteticismo de los filologos


alejandrinos, atentos, sobre todo, a los valores literarios de los textos antiguos, y
propusieron una lectura alegórica de los poemas homéricos en la que tuvieran cabida
sus preocupaciones éticas y científicas341. Pero éstos eran conscientes de que ya no
vivían en los tiempos de Teágenes de Regio y Heráclito y que el mundo se había
ensanchado y los conocimientos científicos se habían hecho más profundos. Para
superar las dificultades que este nuevo contexto político, cultural y científico planteaba
a los viejos poemas homéricos, optaron por elevar a Homero a un lugar casi divino, en
cierto modo análogo al que los judíos habían elevado a Moisés, al que se atribuía la
autoría del Pentateuco342.
La alegoría de la escuela de Pérgamo y de sus seguidores puede, por tanto,
considerarse como la representación más acabada de los excesos de la interpretación
que Tate había denominado pseudo-histórica. De este modo, los alegoristas de Pérgamo,
llamados significativamente por Buffière, “los campeones de la exégesis alegórica”, no
admiten las precisiones estoicas que diferencian entre verdad y opinión en los poemas
homéricos y defienden a toda costa, a veces produciendo enormes violencias en el
propio texto de los poemas, la omnisciencia de Homero. La preponderancia que se da a
este saber homérico, presuntamente universal, supone un alejamiento importante de las
alegorías de los primeros estoicos porque éstos no habían intentado contestar las críticas
platónicas ni defender a los poetas de sus ataques, sino, en todo caso, ignorarlos, y
utilizar los poemas homéricos para explicar o apoyar su propia doctrina. Sin embargo,
en la escuela de Pérgamo se produce una agria contestación a la crítica platónica, que
tendrá su máxima expresión en el siglo I d. C. con las alegorías del pseudo-Heráclito343.

parámetros comunes en la interpretación de los textos que permiten hablar de escuela aunque sea en
sentido lato.
341
Se sigue un procedimiento contrario al propuesto por los alejandrinos. Aristarco no pretendía
descubrir en los textos homéricos, aunque fuera de forma alegórica, hallazgos científicos muy posteriores
a su época (cf. Buffière, 1973: 204).
342
Tras la anexión de Palestina por Alejandro en 322 a. C., ésta quedó en principio bajo el dominio de los
Ptolomeos y, después, a partir del siglo II a. C., de los Seleúcidas. La helenización de los judíos fue
importante y la colonia judía de Alejandría llegó a tener, como veremos en capítulos posteriores, una
trascendencia decisiva en la evolución de la alegoría. Pero, es ya en el siglo III a.C. cuando empieza la
traducción al griego de la Biblia, en primer lugar del Pentateuco y después del resto de los libros. Se trata
de la Biblia conocida como la de los Setenta, -aunque, tal y como apunta Lens Tuero, la tradición sobre
esta Biblia y su traducción parecer ser ficticia-. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la influencia de
esta traducción en la cultura helenística no debió ser muy importante porque ningún filósofo o poeta de
este periodo la cita (Lens Tuero, 2000: 954).
343
Dice Lamberton que frente a los ataques a Homero realizados por Sócrates (Platón) se establecieron
dos clases de defensa. Por una parte la de los que argumentan que Sócrates no entiende lo que Homero
quiere decir. Por otra parte, la de los que sostienen que Sócrates no entiende cómo Homero dice lo que
dice. A la primera línea argumental asiste la interpretación alegórica o cualquier otra clase de exégesis
154

En realidad, el desencuentro con los filólogos alejandrinos no era tanto producto


de las diferencias de metodología como de la divergencia de intenciones. En efecto, si
los alejandrinos eran filólogos movidos por el puro amor a los textos clásicos, los
exégetas de Pérgamo eran filósofos estoicos que pretendían introducir la gramática
como parte necesaria en un sistema de dialéctica y lógica (Righi, 1967: 61). Se trata, por
tanto, en palabras de Pfeiffer, de una investigación que no termina en la poesía, sino que
la excede en la búsqueda de un nuevo conocimiento global del mundo antiguo (Pfeiffer,
1981: 416).
Como se ha anunciado más arriba, Crates, contra la norma de la “analogía”
adopta las ideas sobre la “anomalía” de Crisipo344. Según éstas, “la expresión humana,
el discurso, no puede tener leyes fijas, por lo que el lenguaje se origina irregularmente,
siendo el pensamiento por naturaleza variado, mudable e individual.” (Righi, 1967: 60).
Esta desavenencia entre, por ejemplo, las palabras en plural que designan cosas
singulares o palabras de género masculino que se refieren a cosas de naturaleza
femenina, o viceversa, renovaba la polémica ya conocida, entre las palabras y las cosas
(Pfeiffer, 1981: 363). La búsqueda etimológica del significado verdadero de las palabras
cumple en el alegorismo de Pérgamo el mismo papel esencial que entre los primeros
estoicos. Esta investigación etimológica es consecuencia de la toma de conciencia de la
anomalía del lenguaje: “Language, like literature, had little rational meaning in itself. In
order for them to be understood, it was necessary for the philosopher to recover the
uncorrupted, primal forms of both” (Coulter, 1976: 28)345.
Es interesante advertir que, mucho tiempo después, a finales del siglo I d. C.,
Quintiliano, al hablar de los fundamentos racionales del lenguaje, dice que éstos son

que investigue el significado de los poemas. Los partidarios de la segunda, como Aristóteles, se detendrán
en el análisis del trabajo artístico del poeta, la experiencia del receptor, la estructura significativa y
finalmente la influencia en la vida de los lectores u oyentes (Lamberton, 1986: 184).
344
Varrón en su libro IX de La lengua latina esgrime los argumentos en contra de la analogía. No
obstante afirma lo siguiente: “El uso común y la analogía están más unidos entre sí de lo que ellos [los
defensores de la anomalía] creen, porque ha nacido la analogía de un cierto uso común y de este uso
común lo ha hecho asimismo la anomalía. Por esto, dado que el uso común consta de palabras
desemejantes y semejantes y de sus transformaciones, ni la anomalía ni la analogía han de ser rechazadas,
a no ser que no esté dotado el hombre de alma por estarlo de cuerpo y alma.” (La lengua latina, IX, 2-3).
Sin embargo, Varrón distingue diversos criterios en el uso de la analogía según quién sea el hablante. De
este modo, considera que el pueblo debe utilizar la analogía en todas las palabras; el orador no debe
utilizarla en todos los casos y el poeta puede traspasar impunemente la frontera de la analogía cuando lo
estime necesario (cf. p. 134-135). Es interesante la gradación establecida por Varrón porque reconoce el
lenguaje poético como el más anómalo de los usos del lenguaje.
345
Sobre la relación entre la defensa de la anomalía y la teoría del origen natural del lenguaje, y, por otra
parte, entre la defensa de la analogía y el origen convencional del lenguaje, véase Todorov, 1972: 287-
288.
155

suministrados por la analogía y la etimología346, sin mencionar en ningún caso la


anomalía347. Respecto a la primera, Quintiliano pone de relieve los límites y
contradicciones de la analogía y, como conclusión, afirma:

Cuando fueron creados los hombres, no les dio la analogía, bajada del cielo, el modelo
de lenguaje, sino que fue inventada después que ellos hablaran (...). No se fundamenta en ella en
una normativa racional, sino en el ejemplo, y no existe una ley del lenguaje, sino una
observación del mismo, de suerte que ninguna otra cosa haya creado la analogía en sí, a no ser
la costumbre.
(Inst. Or., I, 6, 16)

Como ejemplo emblemático del metodo alegórico de Crates, Pfeiffer cita la


interpretación de la detallada descripción que Homero hace del escudo que Hefesto
fabrica para Aquiles (Ilíada, Canto XVIII, 483-608). La extensión de este fragmento
descriptivo es insólita en Homero. Esta excepcionalidad había hecho que Zenódoto de
Efeso, primer bibliotecario de Alejandría348, considerara que el pasaje entero era una
interpolación. Sin embargo, este mismo carácter excepcional movió a Crates a pensar
que se trataba de una alegoría de los círculos celestes. El razonamiento que llevó a
Crates a considerar el fragmento como alegórico se convertiría en uno de los elementos
fundamentales para detectar el carácter alegórico de un texto: la superfluidad de un
pasaje en el contexto de una obra –en la Ilíada resulta superflua la descripción
pormenorizada del escudo con relación al asunto general de poema-, será en la doctrina
exegética de Filón o San Agustín, un poderoso indicio de expresión alegórica.
Por último, dentro de la escuela de Pérgamo, cabe hacer mención de Apolodoro
(siglo II a. C.)349, gramático estoico que tuvo una influencia decisiva en alegoristas
posteriores, ya en nuestra Era, como Cornuto y el pseudo-Heráclito, en el siglo I d. C., y
más tarde en la alegoría neoplatónica de Porfirio y Macrobio (Pépin, 1958: 156). Dice
López Eire que Apolodoro de Pérgamo fue uno de los primeros filólogos –junto a
Dionisio de Halicarnaso y el autor del capítulo IX de un manual de retórica falsamente
atribuido a Dionisio-, que afirmó que todo lenguaje es figurado. Esta observación, de

346
Con relación a la etimología, Quintiliano repasa las distintas acepciones de este procedimiento,
recordando que Cicerón la llama notatio (marca), como traducción del término aristotélico symbolon, que
es “nota” o muestra”. La traducción literal, veriloquium, se rechaza por extraña. Otros la denominan
originatio (Inst. Or., I, VI, 28).
347
Cf. Inst. Or., I, 6.
348
Cf. Pfeiffer, 1981: 195-225.
156

rara modernidad, supone un distanciamiento de la teoría estoica que diferenciaba entre


un lenguaje llano y otro figurado (López Eire, 2002: 246). Ciertamente, hay que
entender aquí “figura” en sentido amplio, comprendiendo tanto las figuras de dicción y
las de pensamiento como la elección de estilo y en general, de todos los elementos a
tener en cuenta para conseguir la adecuación del discurso a los propósitos que lo
originan.

349
Cf. Pfeiffer, 1981: 444 y ss.
157

IX. La alegoría en algunas retóricas clásicas. Retórica a Herenio,


Cicerón, Quintiliano, Demetrio y Longino

Tal vez fuera el propio Teofrasto el que, tras la muerte de Aristóteles, comenzara
a desarrollar la parte de la retórica correspondiente a las figuras, lo que se llamaría
posteriormente elocutio. Lo cierto es que éstas ocuparon un espacio cada vez mayor en
las retóricas sucesivas, aun a costa de sus otras partes. Este proceso de hipertrofia
figural arrastrado durante siglos daría lugar a la identificación de la retórica con un
sistema de figuras cada vez más amplio y complejo350. En opinión de Todorov, la
reducción de la retórica a un conjunto ordenado y prolíjamente clasificado de figuras
condujo directamente a su desaparición (Todorov, 1977: 27). En efecto, la retórica, al
volver su atención hacia el concepto de figura y sus clases, optó por desarrollarse como
ciencia de un lenguaje especial, “figurado”, y abandonó, con ello, la posibilidad de
elaborar una teoría general del discurso. Esta posibilidad se había manifestado en la
retórica antigua, desde Aristóteles, como tentativa de aprehensión del discurso en su
realidad específica y en todas sus dimensiones. Pero la nueva y temprana orientación de
la retórica hacía el aspecto figural del discurso, vinculó, como observó Genette, a esta
disciplina la idea de “restricción general”, en el que el concepto de figura se aplica al
espacio de uno de los dos términos de la oposición “figurado / propio”. La introducción
de la noción de “desvío”, consecuencia de esta tensión entre lo propio y lo figurado,
plantea a la retórica, desde estos primeros momentos, la dificultad irresoluble, o, al
menos, irresuelta, de definir “lo propio”, esto es, el primer lenguaje –todos los que se
proponen terminan revelándose fuertemente figurales- en relación al cual se establece el
segundo lenguaje de la retórica351.
En este capítulo nos vamos a detener en los comienzos de este largo proceso,
dedicando, como es lógico, una atención especial a la alegoría como figura retórica.

350
Barthes recuerda que Aristóteles consideró como parte fundamental de la retórica el razonamiento que
edifica el discurso, la inventio. Por el contrario, en la Edad Media en la que las artes poéticas se funden
con la retórica –proceso detectable ya en el siglo I d. C.-, la retórica se asimila a la elocutio, al
identificarse no con la persuasión o los problemas de prueba, sino con el “escribir bien” (Barthes, 1990:
94). No obstante, recordamos que Mortara Garavelli dice que ya Gorgias en el siglo V a. C. había hecho
los primeros movimientos a favor de la fusión de retórica y poética (Mortara Garavelli, 2000: 21). En el
siglo XVI, al descubrirse y ser traducida la Poética de Aristóteles, se produce una separación de ambas,
en la que la retórica queda entendida como teoría del ornatus (ib., 53).
351
Cf. Galay, 1974: 393-396.
158

La Retórica a Herenio, de autor anónimo –durante siglos fue atribuida a


Cicerón352- y escrita en el siglo I a. C., es la tercera retórica que se conserva después de
la de Aristóteles, y la anónima Retórica a Alejandro353.
Respecto de la época en la que la Retórica a Herenio ve la luz, dice Salvador
Núñez que en el periodo comprendido entre finales del siglo II y el comienzo del siglo I
a. C., hay tres corrientes doctrinales dentro de la retórica. La primera responde a una
concepción tecnicista, representada por Hermágoras. La segunda mantiene una
concepción helenístico-rodia que se inclina por desarrollar principalmente la elocutio;
en esta corriente puede situarse al autor de la Retórica a Herenio. En la tercera
corriente, de carácter anti-técnico, se ubica la figura de Cicerón (Retórica a Herenio,
1997: 29)354.
La Retórica a Herenio es también la primera que ofrece la división de la retórica
en cinco secciones355:
? La inventio o capacidad de encontrar argumentos verdaderos o
verosímiles que hagan convincente la causa. La inventio se desarrolló principalmente en
el terreno jurídico y, más tarde, durante la Edad Media, en los topoi o lugares comunes.
La invención, como dice la Retórica a Herenio en su Libro I, cruza las seis partes del
discurso: se impone en el exordio o preparación de la atención de los oyentes; es
fundamental en la narración de los hechos; resulta necesaria en la división o revelación
de aquello en lo que estamos de acuerdo y aquello de lo que disentimos de lo referido;
también debe intervenir en la demostración, exposición y justificación de los
argumentos, en la refutación de los contrario y en la conclusión (Retórica a Herenio: I,
3). De este modo, nos parece que cuando la Retórica a Herenio habla de divisiones de la
retórica no siempre puede hablarse de que estas secciones obedezcan a una distribución

352
La falsedad de esta atribución, nacida en el siglo IV, no fue demostrada hasta 1491 por Rafael Regio.
Véase la “Introducción” de Salvador Nuñez a su edición de la Retórica a Herenio (cf. Retórica a Herenio,
1997: 10).
353
Recientemente ha sido atribuida a Anaxímenes de Lampsaco, un rétor de mediados del siglo IV (cf.
Retórica a Herenio, 1997: 8).
354
Tradicionalmente se ha venido hablando de dos escuelas retóricas, la aticista, caracterizada por la
sobriedad en el estilo y la asianista, de estilo ampuloso y abundante en juegos de palabras y figuras
retóricas. Calboli, sin embargo, defiende la distinción que Cicerón realiza entre la escuela rodia y la
puramente asianista. De este modo, cabría añadir a las dos escuelas anteriores, la escuela rodia, de
naturaleza intermedia (Calboli, 2001: 106). Esta distinción de la escuela rodia será decisiva, en los
términos que seguidamente expondremos, para la configuración de la alegoría en la Retórica a Herenio.
355
Para este pasaje, cf. Mortara Garavelli, 2000: 65 y ss. En estas páginas prescindiremos del examen de
las dos últimas, la memoria y la pronunciatio, por no ser de interés para el estudio de la alegoría. Esto no
obstante damos cuenta aquí de la idea defendia por Mary Carruthes por la que se afirma la estrehca
vinculación entre las imágenes de la exégesis alegórica y los procedimientos mnemotécnicos medievales
(Carruthers, 1996, 142).
159

sucesiva en la elaboración del discurso, sino que más bien se trata de elementos que
confluyen en toda su extensión e intensidad, a lo largo de la elaboración del mismo. En
todo caso, pensamos que, en este aspecto, se pueden establecer dos bloques: el de la
elaboración del discurso en el que la invención domina y condiciona el funcionamiento
de las demás secciones y, por otra parte, la memoria y ejecución del discurso ya
construido. En nuestro capítulo VII, al hablar de la Retórica de Aristóteles, dimos
cuenta de que, en nuestra opinión, la alegoría retórica, si hubiera sido de algún modo
simétrica a la exégesis alegórica, debería haber sido considerada parte de la inventio y
de la elocutio, como se ha venido considerando desde antiguo.
? La dispositio, por su parte, se ocupa de la distribución y orden de los
argumentos.
? La elocutio es estudiada en el libro IV. En este libro, después de una
introducción sobre los rétores griegos y una exposición de las cualidades y géneros del
estilo, se pasa al estudio de las figuras356, como adornos del discurso, diferenciando
entre figuras de dicción y de pensamiento.
Pero, antes de entrar en el examen de las figuras de dicción y pensamiento en la
Retórica a Herenio, es necesario, por las propias cuestiones que el estudio de la alegoría
reclama, detenerse en el análisis de algunas consideraciones que respecto a las figuras
de pensamiento ha propuesto José Antonio Mayoral. Mayoral dice que la figura de
pensamiento abarca una serie de fenómenos que se inscriben en el dominio de las reglas
de la gramática y más específicamente en el ámbito de su unidad tradicional: la oración
(Mayoral, 1998: 674). La ubicación de la figura de pensamiento en el espacio de la
oración y no del texto, por la propia indefinición del texto como objeto de atención de la
retórica y de la gramática antiguas crea, con relación a las figuras de pensamiento, una
serie de tensiones y desequilibrios que impiden una determinación más precisa en esta
época. Así, Mayoral se hace eco de estas dificultades al decir que estas figuras son
“series, raramente grupos, de fenómenos bastante heterogéneos a veces, de naturaleza
semántica y pragmática que, trascendiendo con frecuencia los límites de la propia
unidad oración que les sirve de referencia, afectan tanto al “acto de la enunciación”
como a la constitución global de los enunciados o textos”357.

356
La Retórica a Herenio no utiliza los términos figura o schema, sino que se refiere a las figuras como
exornationes (cf., Kennedy, 1980: 88).
357
Op. cit., p. 677.
160

Mayoral considera que en todos estos casos la figura consiste en una especie de
desvío, modificación o infracción, de la expresión común no figural.
Ahora bien, en esta distinción entre el discurso figurado y el no figurado, el
autor se pregunta, como hemos anunciado anteriormente con carácter general, por los
rasgos de naturaleza semántica o pragmática que marcan la diferencia entre ambos y
determinan su propia especificidad358. Para Mayoral, el elemento que define y unifica
las figuras de pensamiento es “el rasgo pragmático de ficcionalidad”, y es en la retórica
de Quintiliano donde ese rasgo se haya más claramente expuesto359. Dentro de este
mismo capítulo, cuando nos ocupemos de Quintiliano, tendremos oportunidad de
continuar con el examen de las ideas que Mayoral expone en este trabajo.
Volviendo a la la diferencia entre las figuras de dicción y las de pensamiento,
dice la Retórica a Herenio: “Las figuras de dicción se obtienen atendiendo de manera
especial y exclusiva a la expresión empleada. Las figuras de pensamiento son aquellas
que consiguen la distinción360 no en las palabras sino con los propios contenidos
expresados” (Retórica a Herenio, IV, 13 ss.).
La definición de las figuras de pensamiento revela la estrecha vinculación de
éstas con la inventio. En efecto, en las figuras de pensamiento la atención gira en torno
al contenido de lo dicho, a sus argumentos. Dice Mortara Garavelli, coincidiendo con
Mayoral en cuanto a lo problemático de su delimitación en la retórica antigua, a
propósito de las figuras de pensamiento:

La identificación de las figuras de pensamiento se fundamenta de forma imprecisa en


conceptos vagos, mal (o nunca) definidos, que, intuitivamente, se aplican a procedimientos
discursivos comunes a varias figuras (...). Los antiguos maestros de retórica tuvieron a bien
advertir que el fundamento de estas figuras era el pensamiento, sea cual fuere la manera de
expresarlo, y que la figura debía ser reconocible aunque cambiara la elocución.
(Mortara Garavelli, 2000: 268)

358
Ib., p. 679.
359
Precisamente es Quintiliano el autor que introduce en la retórica latina la palabra figura como
traducción del griego schèma. Aunque nos refiramos al tratamiento de estas figuras por la Retórica a
Herenio y Cicerón como “figuras”, es necesario precisar, que la primera se refiere a ellas como
exornationes y el segundo como ornamenta. Para la etimología y evolución del término schèma y sus
traducciones al latín, véase Casevitz, 2004: 15-30. En la acepción de Séneca el rétor, que es la que, a
efectos del estudio de la alegoría más nos interesa, el schèma es una locución vacía, figura estilística que
oculta el sentido verdadero (cf. Casevitz, 2004: 26). No obstante, el término figura no se identificará con
la alegoría hasta el siglo IX, en el contexto del discurso teológico.
161

La cita de Mortara Garavelli pone de relieve las dificultades para encajar las
llamadas figuras de pensamiento en la elocutio361. De hecho, concluye señalando que
ésta puede ser alterada sin que la figura de pensamiento deje de ser reconocible. Ahora
bien, si la figura de pensamiento es de tal naturaleza que permite que sea reconocible
aun cuando se cambia la elocución, resulta evidente que esta naturaleza debe buscarse
fuera del terreno de la elocutio, que se nos aparece ahora como un sistema de
instrumentos al servicio de la figura de pensamiento y no, como siempre se ha
considerado, un sistema en el que ésta se inserta como un subtipo. En realidad, las
figuras de pensamiento, más parecen catalizadores de los argumentos discursivos, en
cuanto que los hacen fluir de un modo determinado, acompañándolos durante su
desarrollo y condicionando su ejecución, que instrumentos de ornamentación del
discurso.
Pero el problema respecto a la determinación de la alegoría en la Retórica a
Herenio surge cuando, al final de exposición de las figuras de dicción, se presenta un
grupo, colocado expresamente aparte, de diez figuras de difícil localización que, según
el autor, “se caracterizan porque las palabras pierden su significado habitual y el
lenguaje confiere cierta elegancia y un sentido diferente” (IV, 31). Estas figuras son las
siguientes: la onomatopeya, la antonomasia, la metonimia –dentro de cual se distinguen
6 subtipos-, la perífrasis, el hipérbaton, la hipérbole, la sinécdoque – con dos subtipos a
su vez-, la catacresis, la metáfora y la alegoría.
En consecuencia, la alegoría esta considerada aquí una figura de dicción. Ahora
bien, ¿qué entiende por alegoría el autor de la Retórica a Herenio? La alegoría362 es
descrita como “la forma de hablar que indica formalmente una cosa y conceptualmente
otra.” (IV, 34). A continuación, se consideran tres categorías: la permutatio por
comparación – varias metáforas que comparten una misma forma de expresión-, la
referencia – en el caso de que se establezca alguna similitud con una persona, lugar o
cosa con la intención de amplificar o minimizar-, y el contraste, caracterizado por el
empleo de la ironía (IV, 34).
Posteriormente, la Retórica a Herenio pasa a ocuparse de las figuras de
pensamiento de las que señala 19 clases: distribución, licencia, litote, exposición,

360
Por “distinción” entiende aquí la Retórica a Herenio, el adorno del discurso realzado con la variedad al
que antes hemos aludido.
361
Este mismo autor señala otros problemas derivados de la distinción entre figuras de dicción y de
pensamiento, cf. Mortara Garavelli, 2000: 128.
362
El término empleado es permutatio.
162

división, acumulación, expolición, insistencia, antítesis, comparación, ejemplo, imagen,


retrato, caracterización, dialogismo, personificación, alusión, concisión y descripción.
De esta larga serie de figuras, varias afectan a la consideración de la alegoría. En primer
lugar, la comparación, que había sido estudiada como subtipo de la alegoría, aparece
ahora como figura de pensamiento. La comparación es definida como “un
procedimiento de estilo que aplica alguna cosa un rasgo comparable tomado de otra
cosa diferente” (IV, 45). Entre sus usos está el embellecer el texto, pero también se
utiliza para poner algo de manifiesto, probarlo o explicarlo. Muy próxima a la
comparación está la imagen, en la que se produce “una comparación entre dos formas
que presentan ciertos puntos de semejanza” (IV, 49).
El caso del ejemplo resulta también bastante próximo a la alegoría. Dice Barthes
que en esta época, se crean una serie de arquetipos o colecciones de figuras ejemplares
que tendrán, posteriormente una enorme fortuna en la Edad Media –el propio Barthes
dice que la inventio tiene desde sus comienzos un carácter más “extractivo” que
“creativo”, y que tiende a constituirse como una tópica de la que se extraen argumentos
(Barthes, 1990: 123)363-. El ejemplo se constituye como un fragmento separable del
texto y que comporta expresamente un sentido (Barthes, 1990: 127). Quizá esta
separabilidad del ejemplo respecto del conjunto del discurso en el que se inserta, lo aleje
de la idea de la alegoría, en la que esta separación no es posible sin una “traducción” y
“sustitución” de la misma por la interpretación descodificadora que de ella se haga.
Pero, al margen de estas diferencias que, en todo caso habrían de reducir al ejemplo a la
categoría de figura ornamental, hay que advertir que si éste ha sido considerado a
menudo dentro de la inventio364 -o como una figura híbrida a medio camino entre la
inventio y la elocutio-, cuánto más no habría de serlo la alegoría en atención a esta
apelación a la globalidad del discurso que venimos comentando.

363
Sobre el funcionamiento de esta tópica, dice Barthes que ésta tiene tres orientaciones: un método:
originalmente la tópica es una colección de lugares comunes procedentes de la dialéctica, llevado por
Aristóteles al campo de la retórica; un casillero, como red de formas: el tema es proporcionado al orador
y el orador busca sus argumentos en esta red; una reserva: al repetirse los contenidos, éstos quedaron
convertidos en estereotipos, fragmentos llenos que se colocaban casi obligatoriamente en el tratamiento
de cada tema (Barthes, 1990: 135-137).
364
“El exemplum puede tener cualquier dimensión: puede ser una palabra, un hecho, un conjunto de
hechos y el relato de esos hechos. Es una similitud persuasiva, un argumento por analogía (...). Cómo su
nombre griego indica, está situado del lado de lo paradigmático, de lo metafórico. Desde Aristóteles, el
exemplum se divide en real y ficticio; el ficticio se divide en parábola y fábula (...).” (Barthes, 1990: 126).
Para la consideración aristotélica de la fábula, supra. capítulo VII.
163

Por último, aparecen dos figuras que pueden ser consideradas propiamente como
alegorías en un sentido estricto: la personificación (conformatio) y la alusión
(significatio).
Respecto a la primera, dice la Retórica a Herenio: “consiste en poner en escena
a un personaje ausente como si estuviera presente, o en hacer hablar a un objeto mudo o
a una idea abstracta y atribuirle una forma y un lenguaje acorde con su carácter o algún
tipo de actividad” (IV, 53). Calboli analiza esta figura junto con otras dos de la misma
serie, la caracterización (notatio) y el dialogismo (sermocinatio) y subraya el carácter
dramático de estas tres figuras (Calboli, 2001: 99). Para Calboli, la diferenciación entre
estas tres figuras, reducida después por Quintiliano que sólo acepta la sermocinatio,
revela, de un lado, la notable influencia peripatética en el autor de la Retórica a
Herenio365, y de otro, las influencias rodias y asianistas sobre esta retórica. Con relación
a este último aspecto, es necesario precisar, con Calboli, que la Retórica a Herenio se
sitúa en el ámbito de influencia rodia sin caer en los excesos del asianismo.
Precisamente, este rasgo moderado propio del estilo rodio desarrollado en la retórica
romana no sacrificó la búsqueda de los efectos dramáticos propia del asianismo
(Calboli, 2001: 109).
Ahora bien, si figuras tan próximas a la alegoría, como la personificación, tienen
por objeto la representación dramatizada de determinadas ideas o del sentir de
colectivos como las ciudades366, o de objetos inanimados, parece que con esto se
invierte el sentido antiguo de la hyponoia, porque ya no se trata de ocultar un mensaje
apuntado bajo el sentido literal del discurso, sino de poner en primer plano, de relieve,
un determinado discurso que, por las razones que sean, no puede ser dicho de forma no
figurada367. Pero, es necesario hacer hincapié en que la personificación y las figuras

365
De este modo, observa Calboli que el ejemplo que aparece en la notatio coincide con el vigésimo
tercer carácter de Teofrasto (“La manía de grandezas”, cf. Teofrasto, 2000, Caracteres, Madrid, Gredos,
pp. 98-100). Por otra parte, señala Calboli, que la distinción entre notatio y conformatio es asimismo de
origen peripatético. La función principal de estas figuras es la misma que Aristóteles establece para el
carácter en su Retórica (1418b, 23ss.) (Calboli, 2001: 100-101 y 2004: 169-186).
366
Hemos de advertir, no obstante, que la personificación de ciudades, incluso de demos, tanto en el
discurso como en la representación iconográfica, tiene una larga tradición en Grecia. Esta tradición, dice
Hinks, ha experimentado una evolución en la que cabe señalar tres etapas. En la primera, la ciudad era
representada por su guardián divino o su fundador; en la segunda, se pasó a representar la ciudad
mediante una figura alegórica inventada y dotada de atributos emblemáticos de la polis; finalmente, en los
últimos momentos de la Antigüedad, la ciudad se representó a través de su Fortuna (Hinks, 1939: 67-92).
367
Estas razones ya son enunciadas por el propio Aristóteles en el fragmento de su Retórica aludido en la
nota precedente: se trata de argumentos que, bien por decir cosas acerca de uno mismo que puedan
suscitar envidia, aburrimiento o contradicción, bien por decir cosas de otros que puedan degenerar en
injuria o en mala educación, es preciso poner en boca de terceros. Aristóteles cita el caso de Isócrates en
el Filipo. En el capítulo IV de este trabajo se ha estudiado un ejemplo de sermocinatio en el Panatenaico
164

afines se introducen en la retórica para servir a unos propósitos de dramatización


determinados368. Toda dramatización introduce en el texto un mecanismo de
representación de acciones o caracteres, y es este rasgo de representación el que, con el
tiempo -y una vez que alegoría y personificación se acercan hasta llegar en ocasiones a
identificarse- pasará a convertirse en uno de los elementos definitorios de la alegoría369.
En consecuencia, podemos deducir de esta definición descriptiva de la
personificación, en cuanto a su relación con la alegoría –en el sentido de hyponoia-, que
la personificación de ideas abstractas o de objetos inanimados, con los que la alegoría se
ha identificado a menudo, guardan respecto a ésta una relación no de equivalencia sino
de causa / efecto, siendo la alegoría la causa de la consolidación de determinadas
personificaciones. Así se desprende del final de este pasaje, cuando dice que al objeto y
a la idea se atribuye una forma, lenguaje o actividad acorde con su carácter. Ahora bien,
el carácter de la idea abstracta o del objeto mudo no puede ser determinado sino en
función de una representación alegórica del mismo. Como la personificación deriva de
la concentración metafórica de los rasgos más reconocibles de este carácter –pensemos
en los animales humanizados y emblemáticos de las fábulas, en las ciudades que hablan,
o en los dioses, como la Fortuna, directamente surgidos como figuras alegóricas-, hay
que convenir que ésta es un efecto de la alegoría y no su equivalente o siquiera una
especie de la misma. Pues si así fuera, habría que determinar qué procedimiento,

de este mismo autor. En este caso, veíamos cómo Isócrates hacía intervenir a un personaje proespartano
que relativizaba los términos de su propio discurso. Pero, si bien es cierto que Isócrates actuaba siguiendo
los criterios expuestos por Aristóteles, pues ponía en boca de un tercero una alabanza a Esparta
susceptible de ser muy mal acogida por el público ateniense, también es cierto que, al no rebatir ni
adherirse a lo dicho en esta intervención, consigue proyectar una sombra de indefinición sobre todo el
discurso. De este modo, la sermocinatio no sólo ha introducido un elemento dramático en el discurso del
orador, con los propósitos generales de este tipo de operaciones, sino que, además, ha dado pie a
interpretar el discurso de una forma diferente, mediante la apertura del texto a nuevas siginificaciones
alejadas hasta cierto punto de su sentido literal. En consecuencia, la sermocinatio, en este caso, ha dado
pie a la hyponoia, aunque asimismo es necesario reconocer que ésta ha venido establecida, no por la
intervención del tercero, sino por la actitud que el orador adopta, dentro del discurso, frente a esta
intervención. Posteriormente, en la segunda mitad del siglo II d. C., Numenio inaugurara una tradición
interpretativa de los diálogos platónicos que obedece a este esquema visto en la Retórica de Aristóteles y
en el Panatenaico de Isócrates. Así, Numenio afirma que los elementos dramáticos de los diálogos
platónicos obedecen a la necesidad, por parte de Platón, de conciliar la exposición de su pensamiento
respecto de la religión oficial con el deseo de evitar la fortuna de Sócrates por este motivo. De este modo,
la solución de Platón, según Numénio, fue dramatizar la crítica: “He made Euthyphro play the part of the
Athenians –an arrogant twit and a remarkably bad theologian- and set Socrates against him in the usual
character, confronting everyone he met just as he was accustomed to do.” (Lamberton, 1986: 62-63).
368
Sobre la relación entre la actuación de los actores y el origen de las figuras retóricas, véase Ildefonse,
2004: 145 y ss.
369
Posteriormente, en un proceso que tendremos ocasión de ir estudiando en este trabajo, la
representación pasará a ser característica del símbolo frente a la alegoría (cf. Todorov, 1977: 238 ss.).
165

distinto de la construcción alegórica, ha intervenido en la construcción y fijación de este


carácter.
A nuestro juicio, no obstante lo que hemos dicho de las figuras anteriores, es la
alusión (significatio) la figura de pensamiento descrita por la Rétorica a Herenio que
más se aproxima desde el punto de vista retórico a la naturaleza de la vieja hyponoia.
Salvador Núñez observa en su edición que el tratamiento que esta retórica da a la
alusión “es el más rico de la tradición clásica, pues deja de lado la distinción entre tropo
y figura370 y desarrolla una larga serie de subtipos.” (Retórica a Herenio, 1997: 310, n.
185). En efecto, la alusión es definida como la “figura en la que el lenguaje sugiere más
de lo que dice” (IV, 53). En esta misma página, se enumeran los siguientes subtipos,
determinados según los medios empleados para su constitución371: la hipérbole, la
ambigüedad, la inferencia, la reticencia y, de nuevo, la comparación.
En la hipérbole, para dar más fuerza a la sospecha, se dice más de lo que permite
decir la verdad. Observamos que este planteamiento obedece a la puesta en
funcionamiento de un binomio de opuestos constituido por la verdad y la sospecha, con
la peculiaridad de que la sospecha apunta a una verdad diferente, por lo que, en realidad,
la oposición pasa a estar formada por la verdad a la que el texto se refiere
explícitamente y la verdad extratextual, apuntada como conjetura, por el propio
mecanismo figural.
Por lo que a la ambigüedad se refiere, ésta consiste en la posibilidad de que una
palabra tenga dos o más acepciones, que se reducen, en el discurso, al sentido que
quiera darle el orador. La ambigüedad como figura, supone en realidad la destrucción de
la polisemia en virtud de las operaciones de selección y eliminación de posibilidades de
significación, que el texto realiza sobre la palabra ambigua. En este caso, la oposición se
produce entre la palabra polisémica y el discurso en el que ésta se inserta. Ahora bien,
esta oposición, para producir la sospecha, no debe resolverse definitivamente sino
quedar planteada en toda la tensión de sus respectivas fuerzas.

370
Sin embargo, en esta misma nota se considera a la alusión una especie de sinécdoque. Por otra parte,
resulta particularmente interesante, para la tesis que venimos defendiendo respecto a la naturaleza de la
alegoría, la observación hecha por Núñez sobre el apartamiento de la clasificación de tropos y figuras en
el tratamiento de la alusión, porque implica el reconocimiento de cierto grado de inoperabilidad de esta
distinción en el examen de la figura.
371
Se trata, como veremos seguidamente, de formas de crear en el oyente la sospecha de que se está
diciendo más de lo que el propio significado de las palabras da a entender.
166

La inferencia, como apunta Salvador Núñez, es el subtipo más próximo a la


metonimia. En ella, la expresión de las consecuencias de una situación permite despertar
sospechas sobre toda esa situación.
En la reticencia, por otra parte, el discurso se interrumpe en el momento en el
que se levantan las suficientes sospechas sobre lo que no se ha dicho.
Mediante la comparación se menciona algún hecho semejante y sin añadir nada
más, damos a entender lo que pensamos. Hemos de notar que en la mención de un
hecho semejante no tiene por qué concurrir el uso de la metáfora, porque la semejanza
entre lo que se menciona y lo que se omite, se establece en los hechos, no en los
términos. De este modo, el discurso alusivo por comparación puede presentarse sin
metáforas de ningún tipo, dado que la semejanza se está produciendo en un nivel
distinto372.
De entre todos estos subtipos de alusión, puede reconocerse la pertinencia de
algunos en la construcción del discurso alegórico. Éste es el caso, por supuesto, de la
comparación, pero también de la hipérbole373 y la ambigüedad. En general, pensamos
que toda alegoría debe asentarse sobre una sospecha que se deriva del propio texto o de
la lectura que de él se realiza.
Sirvan dos ejemplos ya vistos de exégesis alegórica derivada de la “sospecha”
infundida por el texto, en primer lugar, y por una lectura descontextualizada, en el
segundo: en el capítulo anterior, al hablar de la aplicación de la teoría de la “anomalía”
en la intepretación de los poemas homéricos por parte de Crates de Malos, citábamos el
ejemplo de la interpretación del pasaje del escudo de Aquiles. Crates apoyaba su
exégesis alegórica, precisamente, en la sorpresa que como lector experimentaba al
enfrentarse a unos versos insólitos en toda la Ilíada por la extensión de la descripción
del escudo. Tal anomalía inducía a Crates a sospechar la existencia de un sentido oculto
en este fragmento –claro está que la citada anomalía también invitaba a sospechar, como
le había ocurrido a Zenódoto de Éfeso, que el texto no era de Homero-. En la lectura de
la Teomaquia realizada por Téagenes de Regio, la sospecha venía motivada por la
impiedad con que los dioses eran descritos por Homero en este pasaje, frente a la piedad
del autor, acreditada en otros pasajes de su obra.

372
Recordemos aquí lo que decíamos en el capítulo VII a propósito de la ideas de Apolonio Molón sobre
los discursos que pueden cambiar su sentido sin necesidad de usar tropos.
373
Precisamente la escuela cristiana de Antioquia se basará en la hipérbole para, oponiéndose a los
alegoristas alejandrinos, abrir la posibilidad de la interpretación no estrictamente literal de las Escrituras.
167

En todos los casos descritos por la Retórica a Herenio parece evidente que la
alusión no es un elemento de mera ornamentación del discurso, sino un instrumento
para el desarrollo de la argumentación que busca, ante todo, persuadir al oyente, en
virtud de las sospechas que se le producen a propósito. En esto se diferencia de los
ejemplos de alegoría expuestos anteriormente, en los que la sospecha no era buscada de
propósito por Homero, sino puesta en el texto por el exégeta.
En este mismo siglo I a. C., aunque unos años más tarde de la composición de la
Retórica a Herenio, Cicerón publica el diálogo titulado Sobre el orador (De oratore)374.
En esta obra, al ocuparse del ornato, Cicerón, por medio de Craso, dice lo siguiente:

Cuando al dividir nuestra intervención él se cogió [Antonio] lo que el orador tenía que
tratar [la inventio y la dispositio] y a mí me dejó el explicar cómo había que adornarlo, dividió
lo que no puede estar separado. Pues al constar todo discurso de contenido y de palabras, ni las
palabras pueden tener asiento si eliminas el contenido, ni el contenido brillo si apartas las
palabras.
(Sobre el orador, III, 5)

Cicerón reivindica de este modo la unidad indisociable de las partes del discurso
y subraya la dificultad de hablar de unas prescindiendo de las otras. Es éste un problema
que, como hemos venido diciendo, se agrava en el caso de la alegoría.
Por otra parte, cuando se detiene en el estudio de la metáfora, dice que “consiste
en la brevedad de una comparación reducida a una palabra, palabra que, si se reconoce
como en su propio lugar aun estando en uno ajeno, deleita, pero si no hay similitud
alguna se rechaza.” (Sobre el orador, III, 39). Lo que sorprende de esta definición es
que, después de hacer tanto hincapié en que la metáfora se refiere a la sustitución de una
sola palabra, el ejemplo de Pacuvio que propone en esa misma página es lo que él
mismo ha considerado una alegoría, esto es una agrupación de metáforas continuadas:

Se encrespa el mar,
se redoblan las tinieblas, y a los nimbos enceguece la negrura de la noche;
la llama entre las nubes restalla y el cielo con el trueno tiembla,
el súbito granizo con ancha lluvia mezclado desde lo alto cae,
por doquier todos los vientos rompen, y furiosos los torbellinos se yerguen;

374
Dice José Javier Iso en el prólogo a su edición de Sobre el orador que ya en 55 a. C., Cicerón anuncia
en sendas cartas a Ático y a Léntulo que tiene la obra terminada (Cicerón, 2001: 8).
168

hierve en sus entrañas el piélago.

En efecto, José Javier Iso anota el comentario de Cicerón de este pasaje,


diciendo que “parece claro que, mediante translatio, se hace referencia a tropos o
figuras que tienen como fundamento lo que Lausberg llama “desplazamiento en el plano
del contenido conceptual”. Aquí se trata más bien de personificaciones.” (p. 448, n.
229). Y, sin embargo, pese a que el fragmento esta constituido por una serie de tropos
encadenados y que éstos son sobre todo personificaciones, es evidente que no se trata de
una alegoría en el sentido de hyponoia, porque el texto no apunta, ni alude a otro
discurso subyacente. El pasaje es, tan sólo, una viva descripción de una tormenta
marina, sin que pueda entenderse que se habla de otra cosa. Por lo tanto, si resulta claro
que el pasaje no es una metáfora en el sentido de la definición del propio Cicerón,
porque no se trata de un tropo que afecte a una palabra, sino de una serie de tropos
enlazados que afecta al discurso, resulta también evidente que, pese a los elementos que
lo constituyen, no se trata de una alegoría. En consecuencia, la definición ciceroniana de
alegoría que seguidamente expondremos resulta insuficiente para acotar el término en
toda su extensión.
Cicerón dice respecto a la alegoría: “Pues aquel procedimiento que deriva de
éste [la metáfora] no consiste en una sola metáfora, sino que se articula en muchas
seguidas, de modo que se dice una cosa y ha de entenderse otra distinta.” (III, 42). Pero,
como acabamos de ver en el ejemplo de Pacuvio propuesto por el mismo Cicerón para
explicar la metáfora, la serie de metáforas encadenadas no produce automáticamente un
segundo sentido, la hyponoia, sino que es necesario un ulterior componente que
introduzca el espacio de la alusión, en el que radica, a nuestro juicio, el elemento
diferencial de la alegoría.
Algún tiempo después, publica El orador (año 46 a. C.). En esta obra, Cicerón
dice que la parte más importante de la retórica es la elocutio. El criterio que sigue
Cicerón es el de la especificidad; tanto la inventio como la dispositio son comunes a
todas las artes, mientras que la elocutio es específicamente propia de la retórica
(Cicerón, 2001: 47).
Cicerón también distingue entre figuras de palabras y figuras de pensamiento.
Dentro de éstas últimas se sitúa la alegoría: “Cuando siguen muchas metáforas
continuadas, se produce un discurso diferente: por ello los griegos llaman a esta figura
169

“alegoría” [alia oratio]: el término utilizado es correcto, pero tiene razón Aristóteles,
que, genéricamente, llama metáforas a todas estas figuras” (Cicerón, 2001: 68).
La cita de Cicerón, en apariencia similar a la definición de alegoría de Sobre el
orador, debe ser leída cuidadosamente. Por una parte, Cicerón reduce y simplifica la
prolija clasificación de la Retórica a Herenio. La reducción es confusa porque no se
sabe si está utilizando el término metáfora en su acepción estricta o si se refiere, como
Aristóteles, a quien trae a colación, al género de los tropos al completo. Puede
entenderse que la primera vez que menciona a las metáforas, se refiere a ellas en sentido
estricto, como en su tratado anterior, y parece obvio que la segunda vez que las cita
concuerda con Aristoteles cuando utiliza el término “metáfora” con carácter general
para referirse a los tropos.
Pero también puede pensarse que en las dos ocasiones en las que emplea la
palabra “metáfora” la está utilizando en este último sentido aristotélico. En tal caso, no
sólo habría que entender la alegoría como metáfora continuada, en sentido estricto, sino
que se debería entender que ésta puede formarse a partir de cualesquiera otros recursos
retóricos, incluso sin la intervención de ninguna metáfora en sentido propio.
Pero, además, dice que esta serie de metáforas continuadas dan lugar a un
discurso diferente; ¿de qué discurso se trata?, ¿en qué sentido emplea aquí Cicerón la
palabra discurso? Nada dice sobre esto. Cicerón se limita a apuntar la constitución de
este discurso diferente como resultado final de la agrupación de metáforas, pero no dice
en qué sentido debe ser entendido. Porque nos encontramos ante un problema similar al
que habíamos visto en Sobre el orador: si este discurso se forma como consecuencia de
la continuación de las metáforas cabe pensar que será una cosa diferente a la suma de
sus componentes. Si entendemos que este discurso es la alegoría, ya no podemos
concluir el razonamiento de Cicerón cuando, recordando a Aristóteles, dice que se trata
de una metáfora en sentido genérico. Porque, en tal caso, este discurso diferente sería,
en realidad, la reconstrucción de la hyponoia, es decir, del discurso oculto en el texto
hacia el que apunta su sentido literal, en virtud de los mecanismos de alusión, junto a,
tal vez, las diez figuras especiales de dicción que vimos anteriormente en la Retórica a
Herenio, y que Cicerón, como Aristóteles, parece llamar genéricamente metáforas375.

375
El artículo de Kathy Eden, “Hermeneutics and the Ancient Rethorical Tradition” (Eden, 1987) dedica
unas páginas a reflexionar sobre la tensión entre la interpretación literal de los textos legales y la
interpretación que, sirviéndose de la equidad, atiende a la intención del legislador, como una nueva
aparición del conflicto interpretativo entre hyponoia y dianoia. Se trata de un terreno complejo que,
creemos, excede a las pretensiones de este trabajo. No obstante, creemos interesante apuntar que una cosa
170

La publicación de los doce libros de la Institutio Oratoria de Quintiliano


constituye, en palabras de Alfonso Ortega, “el acontecimiento intelectual más
importante de la última década del siglo primero de nuestra era”376. Respecto al
tratamiento de la alegoría, dice Todorov que las muchas páginas que Quintiliano dedica
al examen de la alegoría no redundan en una renovación de la consideración teórica de
esta figura, porque termina definiéndola, al igual que Cicerón como una cadena de
metáforas continuadas (Todorov, 1977: 28).
Sin embargo, pese al juicio de Todorov y a la definición de Quintiliano,
ciertamente derivada de la retórica ciceroniana, creemos que el análisis del rétor de
Calahorra aporta suficientes novedades como para considerar que su tratamiento de la
alegoría es enteramente original.
Pero para comprender la visión que de la alegoría ofrece la Retórica de
Quintiliano es necesario examinar cuidadosamente la distinción que el autor hace entre
tropos y figuras. Esta distinción planteada en los libros VIII y IX de la Instituto
Oratoria reviste una gran complejidad y no pocas oscuridades. Sin embargo, antes de
entrar en su estudio, debemos recordar las precisiones que en el capítulo XXI del libro II
realiza Quintiliano con relación a la materia que compete a la retórica. Interesa
detenerse en este aspecto porque, a nuestro juicio, la idea que Quintiliano tiene de cuál
sea esta materia es lo que condiciona toda la estructura de la elocutio, proyectándose
con intensidad determinante sobre su concepción de las figuras de pensamiento.
Pues bien, en el citado capítulo del libro II, Quintiliano repasa algunas opiniones
sobre esta cuestión. Así, señala que para algunos rétores, la materia de la retórica es el
discurso y que, para otros, esta materia viene dada por los argumentos dirigidos a la
persuasión. Quintiliano contesta estas opiniones afirmando que, en todo caso, el

es la aplicación equitativa de las leyes a los casos concretos a los que deben ser aplicadas, y otra diferente
la aplicación analógica de las normas legales a supuestos diferentes de aquellos para los que fueron
dictadas pero que guardan con éstos cierta identidad de razón. En el primer caso, la interpretación
equitativa, por mucho que se base en la intención del legislador y por muy laxa que sea su lectura de la
literalidad del precepto, no puede ser nunca, al menos a nuestro juicio, entendida como alegórica, porque
no es posible que la interpretación pase a ser traducción de los preceptos a otro campo diferente de aquel
para el que se promulgaron. Distinto es el caso de la intepretación analógica de las leyes para supuestos
en los que existe un vacío legislativo y que “guardan cierta identidad de razón” con otros que sí están
regulados por la ley. Creemos que la aplicación de estas disposiciones a casos análogos no regulados
específicamente puede considerarse como una interpretación alegórica del supuesto de hecho de la ley,
porque la analogía no está tanto en la consecuencia jurídica del precepto que se aplica analógicamente
como entre supuesto de hecho y aquel otro al que se le aplica, en defecto de ley directamente aplicable.
376
Cf. Quintiliano de Calahorra, 2001: 11.
171

argumento es una parte del discurso y que éste no constituye la materia de la retórica
sino su obra377.
Otros consideran que la materia de la retórica es el conjunto de las cuestiones de
la vida pública; algunos van más allá y afirman que el objeto de la retórica es la vida
entera. Los primeros, según Quintiliano, pecan por defecto, los segundos por exceso.
Una opinión intermedia entre ambas es la de los que dicen que la materia de la retórica
consiste en la vida práctica (pragmatikón). Vistas detenidamente estas teorías,
Quintiliano concluye afirmando que la materia de la retórica “son todas las realidades,
cualesquiera que a ella puedan ofrecerse, para ser tratadas en el discurso”378. De este
modo, a la retórica conciernen todas las cosas en el modo en que éstas se abren al
discurso. Así lo confirman las referencias a Platón que siguen a la explicación anterior:

Porque Sócrates parece responder a Gorgias –en el diálogo de Platón- que la materia no
está en las palabras sino en las cosas (449f): y en el Fedro a las claras demuestra que la Retórica
no se presenta sólo en los procesos judiciales y en las Asambleas del pueblo, sino también en
los asuntos de la vida privada y doméstica. Con lo que está patente que fue ésta la opinión del
mismo Platón (Fedro, 261a).
(Inst. Or., II, 21, 4)

De este modo, se puede comprender el esfuerzo por vincular la retórica a la vida


sin restricciones públicas o privadas, sino tan sólo en el modo de aparecerse la vida
como ofrecida al discurso. En este sentido, cobran especial importancia los aspectos
pragmáticos del discurso, su estrecha y esencial relación con el mundo de la referencia,
una relación que fluye, como veremos muy especialmente en el caso de las figuras de
pensamiento, en ambas direcciones. En concreto, por lo que a la elocutio se refiere, dice
Arduini que el ornato no es en el pensamiento de Quintiliano un truco de artificio sino
un instrumento de interpretación de las cosas, y que por lo tanto cada tipo de discurso -
al exigir, como hemos precisado, que las cosas se les ofrezcan de determinada manera-
tiene también su propio tipo de ornato (Arduini, 1998: 130-131).
Con estas premisas, debemos volver al análisis de la diferencia entre tropo y
figura379 en la Instituto Oratoria. Quintiliano define el tropo diciendo que es “el trueque

377
Cf. Inst. Or., II, 21, 1.
378
Inst. Or., II, 21, 4.
379
Arduini hace un breve repaso de la historia y posible origen de los problemas de límites entre ambos
conceptos (cf. Arduini, 1998: 131).
172

artístico –cum virtute- del significado de una palabra o de una expresión a otro
significado”380. La figura, por su parte, es definida en el capítulo I del libro IX con
relación al concepto precedente de tropo: “Puesto que en el libro anterior se ha hablado
acerca de los tropos, sigue ahora lo que pertenece a las figuras, que en griego se llaman
schémata (actitudes)”.
Quintiliano reconoce la dificultad de deslindar con nitidez ambos conceptos y
cifra las diferencias entre figura y tropo en los siguientes extremos: en primer lugar, el
tropo es un modo de hablar; la figura es una configuración del lenguaje. Bajo esta
definición amplia, la figura puede entenderse de dos formas: en sentido lato, la figura es
cualquier forma por la que se configura un pensamiento; en sentido estricto -que es el
que aquí nos interesa- la figura es una mutación del sentido que se aparta de la
expresión corriente y sencilla. Sin embargo la amplitud de esta mutación no puede
quedar reducida, como dice Zoilo, a la expresión que hace creer que se dice algo
distinto de lo que se está diciendo. La figura, según Quintiliano es “la forma de
expresión que renueva el modo de decir con un arte consciente”. Quintiliano diferencia,
a continuación, entre figuras de pensamiento o dianoia y figuras de palabras o lexeas381.
José Antonio Mayoral ha destacado el rasgo de pragmaticidad de la retórica de
Quintiliano (Mayoral, 1998) y, en una línea parecida se muestra Arduini cuando destaca
la unión sustancial entre las pasiones y su expresión figural (Arduini, 1998: 139)382. Así,
Qunitiliano considera que las figuras, como filtro que articula la formulación de las
pasiones, son el medio por el cual los individuos se muestran como pertenecientes a la
comunidad civil 383.
Nos parece que lo que Arduini llama pasiones es la misma vida abierta al
discurso, como materia sobre la que opera la retórica, según las consideraciones previas
del propio Quintiliano, expuestas más arriba. En efecto, esta misma apertura al discurso

380
Inst. Or., VIII, 6, 1.
381
Cf. Inst. Or., IX, 1, 4-14.
382
Arduini, a partir de Barthes desarrolla una importante concepción del valor de la Tópica en relación
con el papel instrumental de las figuras como elementos fundamentales en la aprehensión de la realidad
en el mundo latino: “La total presencia de la Retórica en el mundo latino viene dada también por el papel
de la Tópica. (...) La Tópica testimonia que el mundo puede tener significado para el hombre sólo a partir
de algunos puntos de vista que los lugares han codificado. (...) La Tópica no es sólo un método, un tamiz
o una reserva sino más bien un instrumento que permite percibir el mundo, sin los lugares, pero en cierto
modo, también sin el filtro perceptivo de las figuras no tendríamos visibilidad alguna porque nada sería
tematizado” (Arduini, 1998: 137).
383
Es revelador, en este aspecto, que Quintiliano cierre su argumentación a favor de la educación pública
frente a la enseñanza individual apelando a los beneficios que reporta al alumno el hecho de ejercitarse en
el hablar ante más de un oyente; y lo que es más, termina el capítulo con una breve pero muy
173

que las dota de una articulación es la que, a su vez, permite su desarrollo civil y su
proyección sobre los valores de esta sociedad en la que se desenvuelven, adquiriendo así
una irrenunciable dimensión ética384.
Visto lo anterior, quizá resulte sorprendente que Quintiliano recoja la alegoría en
primera instancia en el grupo de los tropos: “La alegoría, que en latín se denomina
inversio pone ante nuestros ojos una cosa en las palabras y otra en su sentido, o también
a veces el sentido contrario. La primera forma se hace ordinariamente por medio de una
serie no interrumpida de metáforas” (Inst. Or., VIII, 6, 44). No obstante, Quintiliano
reconoce que es posible encontrar alegoría construidas sin necesidad de las metáforas385.
Por otra parte, Quintiliano distingue entre la alegoría completa y la mixta, en la
que el discurso alegórico se mezcla con datos conocidos que facilitan su interpretación.
Sobre esta alegoría dice: “En esta forma la belleza de la expresión resulta de las
imágenes de las palabras tomadas en préstamo y la inteligible comprensión de las
denominaciones propias.” (Inst. Or. VIII, 6, 48). Con relación a la alegoría completa,
dice Quintiliano –en consonancia con las retóricas precedentes- que la alegoría que
resulta menos diáfana se denomina enigma. Esta clase de alegoría resulta, en su opinión,
un vicio, por cuanto la claridad es una virtud del lenguaje. Sin embargo, y en esto
vuelve de nuevo al ejemplo de Virgilio, reconoce su abundante uso por los poetas386. En
todo caso, advierte con cierta sorna de la necesidad de que el conjunto de metáforas que
constituyen la alegoría desplacen el sentido en la misma dirección, de un modo
coherente: “Porque también debe cuidarse sobre todo de llevar a su definitivo desarrollo
el género de metáfora con que hayas comenzado. Pero muchos, cuando tomaron como
principio una tempestad, terminan con un incendio o un derrumbamiento, que es la más
fea inconsecuencia entre unas cosas y otras” (Inst. Or. VIII, 6, 50).
Esta exigencia de coherencia en la sucesión metafórica de la alegoría parece
emparentar con lo que Varrón, en el plano gramatical, llama relaciones entrelazadas
vertical y horizontal de la analogía. Para Varrón, existe en la transformación de las
palabras una doble vía, como se ve en el paradigma del adjetivo albus: “porque se

siginificativa reflexión sobre la naturaleza de la retórica: “No existiría la elocuencia en la vida del hombre
si sólo habláramos a personas individuales” (Inst. Or., I, 2, 31).
384
Cf. Arduini, 1998: 139-140.
385
Quintiliano propone el siguiente ejemplo tomado de las Bucólicas de Virgilio: “De cierto había oído
que desde allá, donde comienzan / a rebajarse oteros e inclinar su cumbre en blanda cuesta, / hasta el río
y ya quebradas copas del haya envejecida, / todo vuestro Menalcas había salvado con sus cantos.” (Inst.
Or. VIII, 6, 46). Dice Quintiliano al respecto que la alegoría de este fragmento consiste en que el pastor
Menalcas se refiere en realidad al propio Virgilio y a su poesía.
386
Cf. Inst. Or. VIII, 6, 52.
174

transforman pasando del caso recto a los oblicuos y también del caso recto al recto, de
manera que forman semejantemente un modelo porque en la primera línea hay hic
albus, huic albo y huius albi, en la segunda haec alba, huic albae y huius albae, y en la
tercera hoc album, huic albo, huius albi” (La lengua latina: X, 44).
De forma semejante, Quintiliano parece reclamar una doble analogía para la
alegoría, frente a la analogía simple de la metáfora. De este modo, existe lo que
podríamos llamar la analogía horizontal de la alegoría que se desarrollaría en el plano de
la semejanza entre el sentido literal de las imágenes y aquello a lo que aluden. Por otra
parte, al igual que ocurre con la analogía vertical de la gramática de Varrón, es
necesario que en la alegoría, a diferencia de lo que ocurre con la metáfora, se despliegue
una analogía vertical en el que las imágenes que se sucedan guarden entre sí una
coherencia significativa. Así, por volver al texto de Quintiliano, si se está desarrollando
la alegoría de la “nave del estado” y se establecen una serie de metáforas encadenadas
sobre la tormenta como alusión a las vicisitudes de la república, no puede, para referirse
al hundimiento del estado, introducirse la metáfora del derrumbamiento o del incendio,
porque, si bien con estas imágenes se salvaría la analogía horizontal metafórica, se
infringiría, en cambio, la analogía vertical, puesto que esta imagen contradice de forma
flagrante la cadena temática de las imágenes precedentes. Sin embargo, si se emplea la
imagen del naufragio, la figura guarda la analogía horizontal, puesto que hace referencia
a una grave catástrofe, en términos similares a la imagen del incendio o del
derrumbamiento, pero, a diferencia de éstas, conserva la analogía vertical, porque es
coherente con las imágenes precedentes del mar, la nave y la tormenta.
Parece evidente que Quintiliano alude tanto a las relaciones paradigmáticas
como a las relaciones sintagmáticas como elementos constitutivos de la alegoría. En
efecto, ya no podría seguir diciéndose, aunque así haya seguido ocurriendo hasta ahora
-pese a la definición ciceroniana de alegoría-, que la alegoría es una cadena de
metáforas que se traducen plano a plano, sino que junto con la atención a las relaciones
paradigmáticas del texto alegórico, es necesario atender a su cohesión interna, esto es, a
sus relaciones sintagmáticas.
El desarrollo, por parte de Jakobson, de dos series de términos solidarios, el
primero formado por la cadena “similitud-sustitución-selección” y el segundo por la de
175

“contigüidad-contexto-combinación”387, ya se intuye, salvadas todas las distancias y


reducido a esta simple intuición a posteriori, en el concepto de alegoría de Quintiliano.
Precisamente, el desarrollo de la analogía en esta dirección, que nosotros hemos
llamado vertical, desplegada en el plano sintagmático, es lo que produce la pérdida de la
sorpresa en la alegoría. Como dice Fletcher, lo que en un primer momento pueda
parecer enigmático va decantándose hacia la claridad a medida que el discurso avanza y
despliega las posibilidades de la primera analogía, a la que nos hemos referido como
analogía horizontal, disminuyendo el efecto sorpresa inicial (Fletcher, 2002: 81-85).
Pero, es en el estudio de la ironía como especie de la alegoría donde
encontramos los puntos más interesantes y oscuros de la teoría de Quintiliano388.
Efectivamente, la ironía (inlusio) es aquella especie de alegoría en la que lo que se
pretende decir es lo contrario de lo que se desprende del sentido literal de lo
efectivamente dicho. Cuando Quintiliano pasa a describir los procedimientos de la
ironía para hacer decir al discurso lo contrario de lo que dicen sus palabras, afirma lo
siguiente: “Se la reconoce, o por el modo de decir o tono, o por la persona, o por la
naturaleza de la cosa; pues si alguna de estas cosas contradice a lo que suenan las
palabras, es claro que lo que quiere decirse es distinto a lo que realmente se ha dicho”
(Inst. Or., VIII, 6, 54).
Lo interesante de las observaciones de Quintiliano respecto a la ironía es que en
ellas no se hace mención a la metáfora o a otros tropos, sino a circunstancias que, en
algún caso, pueden ser consideradas como realidades extratextuales. Es cierto que al
tratarse de una retórica antigua, debe tenerse en cuenta su natural oralidad, y, por lo
tanto, considerar que la pronunciatio es un elemento más del discurso retórico. Por ello,
el modo de decir, el tono o la persona podrán ser extratextuales en un mundo en el que
el discurso está generalmente referido a un universo de lectores, pero no lo es en un
ámbito en el que éste se construye teniendo a unos oyentes como principales
destinatarios. Por eso, creemos que lo esencial de este fragmento no está tanto en la
descripción de los recursos retóricos que señala como en la ausencia de otros elementos
de la elocutio que la ironía, como especie de la alegoría, parecía tener que reclamar
como propios.

387
Cf. Todorov, 1974: 242.
388
Recordemos, sin embargo, que por el momento estamos examinando lo que se dice de la alegoría –y
ahora de la ironía- como tropo.
176

A continuación, Quintiliano vuelve sobre la alegoría y dice que ésta es utilizada


para expresar cosas desagradables con palabras suaves, “propias de la cortesía
ciudadana”389. Sin embargo, seguidamente y de forma bastante desconcertante, advierte:

Hay también quienes no llaman a estas formas de expresión “clases especiales de


alegoría (...) porque la alegoría es más oscura, mientras en todas las formas mencionadas
aparece con claridad lo que queremos, a lo que se añade también que el género no retiene nada
propio, cuando se ha dividido en especies, por ejemplo: el árbol aparece como pino, olivo y
ciprés, pero de sí mismo no tiene por sí propiedad alguna; en cambio la alegoría tiene algo
propio. Porque ¿cómo puede cumplirse esto, si ella no es por sí misma una especie? Pero esta
cuestión no tiene importancia alguna para su aplicación.
(Inst. Or., VIII, 6, 58)

A nuestro juicio, éste es el texto fundamental del tratamiento que Quintiliano da


al estudio de la alegoría. En primer lugar, rescata la oscuridad de la alegoría en términos
ambiguos, porque ya no la hace depender de la poesía –tengamos en cuenta que la está
diferenciando de una serie de tropos que se encuadran dentro de una serie de normas de
cortesía urbana390-. Pero lo más determinante viene a continuación: si la alegoría no se
agota en sus especies concretas, quiera decir que queda algo más respecto a la
naturaleza esencial de la alegoría que no se ha explicado. Y, llegado a este punto,
Quintiliano retrocede en su exposición porque ha tropezado con una de las fronteras de
su obra: lo que queda por decir, tal vez lo más importante de lo que concierne a la
alegoría, no es necesario para su correcta aplicación.
Por eso, cuando, parafraseando a Quintiliano, se dice que la alegoría es una serie
de metáforas encadenadas o una metáfora continuada, se olvida que ésta no es una
verdadera definición de la alegoría, sino tan sólo una descripción de sus rasgos retóricos
naturales, no esenciales, por cuanto –como hemos visto- siendo esperables no tienen por
qué darse necesariamente. Quintiliano renuncia a dar una definición de la alegoría
porque considera que no es una cuestión que competa al propósito de su obra, pero es
significativo que, justo antes de expresar esta renuncia, recuerde la oscuridad de la
alegoría como rasgo distintivo frente a los tropos y figuras limítrofes.
Un caso de elusión semejante se da mucho después en los tratados de retórica de
Menandro. Efectivamente, a finales del siglo III o comienzos del IV, aparecen dos

389
Cf. Inst. Or., VIII, 6, 57. Como vemos, se vuelve a insistir en la relación alegoría / ciudad.
177

tratados de retórica epidíctica atribuidos a Menandro el rétor391. En el primero de estos


tratados, Menandro distingue algunos tipos de himnos a los dioses; entre ellos sitúa los
himnos científicos y los míticos. Respecto de los primeros, apunta lo siguiente:

Se da ese tipo si, por ejemplo, al pronunciar un himno en honor de Apolo, decimos que
él es el sol, y discurrimos sobre la naturaleza del sol; y de Hera, que el aire; y de Zeus que el
calor. Los de ese tipo son pues, himnos científicos. Emplean exactamente tal modelo
Parménides y Empedocles, y también lo ha empleado Platón; así en el Fedro, al explicar
científicamente que el amor es una pasión, lo representa alado.
(Menandro: 1996, 97)

A continuación, Menandro pasa a referirse a los himnos míticos, y dice lo


siguiente: “De ninguna manera admiten ellos un tratamiento científico, quiero decir
científico a las claras; pues si se diera encubierto por medio de una alegoría [hyponoia],
como de hecho pasa en muchos relatos de lo divino, eso nada importa”392.
Hay en la clasificación de Menandro una clara referencia a la alegoría física en
el primer caso, que, curiosamente toma por excepción a Platón, incluido en el primer
grupo pese a que el ejemplo del Fedro difícilmente puede equipararse a los casos
expuestos anteriormente. Sin embargo, el caso de los himnos míticos es de una enorme
vaguedad. Es interesante observar cómo Menandro no excluye la posibilidad de la
lectura científica de estos himnos, pero la despoja por completo de importancia. Sin
embargo, Menandro parece dejar en el aire el contenido y la naturaleza de esta clase de
himnos. Se trataría, en opinión de los autores de la traducción y notas de la edición que
manejamos393, de alegorías puras, equivalentes a las alegorías enigmáticas de
Quintiliano, de las que no se ofrece ninguna explicación. Al igual que Quintliano,
Menandro parece eludir la cuestión de fondo al hablar de la alegoría.
El capítulo IX de la Instituto Oratoria procede al estudio de las figuras. En el
examen de la prosopopeya Quintiliano sigue a Cicerón:

Por medio de ellas hacemos aparecer por un lado, los pensamientos de nuestros
adversarios, como si estuvieran hablando consigo mismos (...), y por otro, diálogos con otras

390
A este contexto volverá en el capítulo siguiente para dificultar aún más su visión de la alegoría.
391
López Eire apunta la posibilidad de que ambos tratados pertenezcan a autores distintos (López Eire,
2002: 257).
392
Op. cit., p. 100.
393
M. García García y J. Gutiérrez Calderón, Menandro, 1996: 91, n. 20.
178

personas y los de otros entre sí, y creamos personajes que se presenten adecuadamente
aconsejando, reprendiendo, lamentando, alabando, compadeciendo. Y aún está permitido en este
género de expresión hacer salir a los dioses del cielo y a los del averno. Ciudades y pueblos
reciben también habla.
(Inst. Or., IX, 2, 30-31)

Tal y como adelantábamos más arriba, al hablar de la Retórica a Herenio, es en


la prosopopeya donde Quintiliano incluye la sermocinatio, simplificando la serie de
subtipos que presentaba aquella retórica:

Y hay algunos que hablan de estas prosopopeyas solamente cuando fingimos


personificaciones e intervenciones de palabra; cuando se trata de conversaciones inventadas de
personas, prefieren hablar de diálogos, que otros autores latinos han denominado sermocinatio.
Según uso ya acreditado he llamado yo ambas cosas con una misma palabra; porque es cierto
que no se puede inventar una conversación de modo que no se invente también la conversación
de una persona.
(Inst. Or., IX, 2, 31-32)

En este capítulo se vuelve al examen de la ironía, pero, en esta ocasión no como


tropo sino como figura. Es interesante observar las dificultades que Quintiliano afronta
al tratar de establecer las diferencias entre la ironía como tropo y como figura. Así,
señala que la alegoría como tropo es más clara,

y, aunque dice una cosa distinta a su sentido, no finje, sin embargo, una cosa diferente;
(...) Por el contrario, en la figura de la ironía se trata del fingimiento de toda la intención, que se
trasluce más que se manifiesta, de suerte que allí –en el tropo- las palabras son contrarias unas a
otras,mientras aquí –en la ironía como figura- se contrapone el sentido a la expresión completa y
a su tono, y a veces la configuración entera de un caso, hasta una vida entera parece tener en sí
ironía, cual pareció tener la de Sócrates.
(Inst. Or., IX, 2, 45-46)

A resultas de lo que Quintiliano afirma en este fragmento, cabe decir que si en


su explicación de la ironía como tropo era más valioso lo que excluía que lo que decía
expresamenta; aquí, en la ironía como figura, tiene especial importancia lo que dice y,
especialmente el ejemplo de Sócrates, porque en él se encarna –nunca mejor dicho- la
179

pragmaticidad de la retórica de Quintiliano y sobre todo la consideración de la vida


como materia retórica. Sólo así puede decirse que la vida de Sócrates es irónica394.
Desde luego, llegado a este punto, carecen de importancia las matizaciones que antes
hacíamos sobre una retórica enfocada a la oralidad frente a otra dispuesta para la
escritura. Porque es evidente que no sólo el caso de Sócrates, sino el hecho de que en el
tropo de la ironía la contradicción se produzca entre las palabras y que en la figura de la
ironía ésta derive del choque de la expresión completa con el sentido ofrezca una
concepción de la ironía como una figura cuya clave apunta a elementos extratextuales
de carácter pragmático395.
Posteriormente Quintiliano alude a la alegoría como figura, diciendo que se trata
de una “figura en la que por medio de cierta sospecha queremos que se entienda algo,
que no decimos, no precisamente lo contrario, como en la ironía, sino otra cosa oculta y
como que se deja a la búsqueda por parte del oyente.” (Inst. Or., IX, 2, 65). Esta
definición parece coincidir con la alusión (significatio) de la Retórica a Herenio. Sin
embargo, Quintiliano atribuye a esta figura la utilidad que ya desde Aristóteles se
atribuía a la sermocinatio, recomendando su uso en las siguientes ocasiones: cuando
resulta poco seguro decir algo y cuando no es conveniente por cautela o por sentido del
pudor. Pero, a continuación, introduce un tercer uso que lo acerca a la alusión de la
Retórica a Herenio: el empleo por razón de su encanto, el deleite que su novedad y
variedad produce frente a la narración directa (Inst. Or., IX, 2, 66).
En conclusión, podemos decir que el tratamiento de la alegoría en la Instituto
Oratoria de Quintiliano, pese a seguir las indicaciones de Cicerón en algunos aspectos,

394
Ya la armonía entre las palabras y los hechos de Sócrates en el Laques (188c-d) posibilitaba esta
identificación entre discurso y vida, en este caso irónica, señalada por Quintiliano. Sobre esta armonía y
su relación con el concepto de parresía, véase Foucault, 2004: 135-136.
395
José Antonio Mayoral en su clasificación de las figuras de sentido de la Instituto Oratoria, sitúa la
ironía en un grupo de figuras de sentido, en el que también se encuentran el énfasis y la hipérbole, en el
que el rasgo de ficcionalidad afecta al propio contenido proposicional de los enunciados (Mayoral, 1998:
681). Véase también su acercamiento a esta cuestión en Mayoral, 1994: 275 y ss. En un sentido próximo,
dice Whitman que “la base de la técnica alegórica está en la separación entre lo que el texto dice
(“ficción”) y lo que significa (“verdad”)”. Pero, añade que esta separación precisamente revela una
correspondencia entre la ficción y la verdad (Whitman, 1987: 2). Es interesante contrastar la opinión de
Quintiliano con la de su contemporáneo Teón, quien define la fábula (mythos) como aquella composición
falsa que simboliza una verdad (Teón, 1991: 73). En este caso la verdad moral a cuyo servicio está
construido el relato exige de éste una claridad suficiente para que pueda ser aprehendida con facilidad,
por lo que Teón afirma que “en las fábulas es preciso que la elocución sea más sencilla y apropiada y, en
la medida de lo posible, sin artificio y clara.” (p. 75). Pero, al igual que ocurría con Quintiliano, relaciona
la alegoría con la oscuridad, sin profundizar en qué clase de oscuridad sea ésta, ni por qué debe
producirse: “Una narración resulta oscura a causa de la omisión de aquello de lo que necesariamente
hubiera sido preciso hacer mención y a causa de la presentación alegórica de las historias que han sido
encubiertas.” (p. 83). Es interesante este fragmento de Teón porque vincula la alegória más que a la
omisión de determinados elementos, al encubrimiento de éstos.
180

presenta frente a éste algunas novedades de importancia. En primer lugar, hay que
destacar todas las consecuencias derivadas de la determinación de la vida, o mejor
dicho, de la inclinación de la vida hacia el discurso, como materia de la retórica, con la
apertura de las figuras de pensamiento a la pragmática. Esto queda especialmente de
relieve en las diferencias que presenta en el tratamiento de la ironía como tropo y como
figura. Por otra parte, es interesante, tanbién, la oportuna simplificación del
excesivamente fragmentado sistema de la Retórica a Herenio. Pero, quizá lo más
novedoso, como ha quedado expuesto más arriba, sea la renuncia a esbozar una
verdadera definición de la alegoría, con el expreso reconocimiento de la imcompetencia
de la retórica para intentar tal empresa. Esta renuncia, con la apelación a la oscuridad
como elemento esencial de la alegoría, no permite ya seguir considerando a la alegoría
como una metáfora continuada. La exclusión de la definición de la alegoría de la
retórica, limitándose exclusivamente a sus rasgos operativos naturales en la elaboración
del discurso, permite apuntar un reconocimiento de la hyponoia como un proceder que
aun con una proyección evidente e irrenunciable en el campo de la retórica, permanece
en un plano ajeno a ésta.
Las obras de Demetrio y Longino tienen en común, además de haber sido
escritas en griego, el hecho de ser más que tratados de retórica, obras de estilo y crítica
literaria396.
El libro Sobre el estilo de Demetrio es de difícil ubicación cronológica. Se ha
propuesto un arco excesivamente amplio entre el siglo III a. C. y el siglo I d. C.397. Lo
que nos interesa aquí de la obra de Demetrio es el concepto de metáfora con relación a
la alegoría. Dice en Sobre el estilo que es necesario que las metáforas se hagan de lo
más grande a lo más pequeño: lo que sustituye debe ser mayor que lo sustituido porque
si no se cae en la trivialidad (Sobre el estilo, II, 84). Esta interesante apreciación sobre
la metáfora introduce, en primer lugar, una sensibilidad nueva a la hora de examinar el
tropo, basada no tanto en la búsqueda sin más de la analogía, como en la producción de
determinada efecto que podría considerarse estético, porque la metáfora de disminución,
esto es, aquella que el término que sustituye es menor que el sustituido, no es rechazada
por romper las normas que sobre la construcción de la metáfora se han dado desde

396
Cf. López Eire, 2002: 146 y 243.
397
García López se inclina por acortar el espacio de probable redacción de la obra entre los siglo I a. C y I
d. C. (Demetrio, 1996: 20).
181

Aristóteles sino por su trivialidad, un elemento que, con nueva sensibilidad, Demetrio
introduce en su obra.
Al ocuparse de la alegoría, Demetrio matiene las mismas preocupaciones e
intereses que había mostrado con la metáfora. De esta forma, la alegoría se convierte, en
otro rasgo de asombrosa modernidad, en un instrumento tanto de lo sublime como del
humor. Respecto al primero, al recordar una amenaza en forma alegórica de Dionisio398,
dice lo siguiente:

Ha usado la alegoría como un velo para sus palabras. Porque todo lo que se insinúa es
más terrible, pues uno empleará una cosa, el otro, otra, para interpretarlo, pero lo que es claro y
evidente es natural que no se le preste atención (...). Por eso los misterios son revelados en
forma alegórica, para causar estremecimiento y temor, como si estuvieran en la oscuridad y la
noche. En efecto, la alegoría también se parece a la oscuridad y la noche. Sin embargo, también
en esta figura se ha de evitar el abuso, para que nuestro lenguaje no se convierta en un enigma.
(Sobre el estilo, II, 99-102)

Varios son los puntos de interés que convierten a este texto en un documento
importante con relación al estudio de lo alegórico. En primer lugar, es necesario
destacar que Demetrio parece entrar en aquel terreno pantanoso en el que Quintiliano
había rehusado penetrar. Así, las barreras de la retórica parecen ceder cuando Demetrio,
tras explicar los resortes psicológicos y retóricos por los que la amenaza alegórica es
más terrible que la explícita, se introduce en el mundo del lenguaje oracular y
contagiándose de éste, termina diciendo que “la alegoría se parece a la oscuridad y la
noche”. ¿Es ésta la oscuridad que recordaba Quintiliano antes de vedarse a sí mismo la
posibilidad de seguir indagando sobre la naturaleza de la alegoría? En cualquier caso,
inmediatamente aparece el otro límite de la alegoría, el enigma como vestigio del
proceder mítico que impide la comunicación. La alegoría, como “el dios de Delfos”, ni
dice con claridad ni oculta con el enigma, sino que señala.
Demetrio considera que la expresión alegórica tiene una utilidad especial en el
desarrollo del “estilo vigoroso”. Ya hemos visto más arriba la explicación basada en la

398
“Las cigarras os cantarán desde la tierra.” (Sobre el estilo, II, 99). En el capítulo V, al hablar sobre el
“estilo vigoroso, Demetrio vuelve sobre este ejemplo y lo explica del siguiente modo: “Las expresiones
simbólicas poseen fuerza por su analogía con las formas concisas del lenguaje. A través de una breve
alocución se debe adivinar la mayor parte del significado, como a través de los símbolos. Así el dicho:
“las cigarras os cantarán desde la tierra”, es más enérgico expresado así alegóricamente que si hubiera
dicho simplemente: “Vuestros árboles serán cortado” (Sobre el estilo, V, 243).
182

alusión, dada a la expresión “las cigarras os cantarán desde la tierra”; Demetrio reclama
también para el estilo vigoroso la prosopopeya (V, 265-266), el énfasis, los elementos
alegóricos y la hipérbole, a veces combinados todos a la vez (V, 282-283). Sin embargo,
respecto del estilo figurado, Demetrio alerta de la necesidad de usarlo con “discrección
y buenas maneras” (V, 287), para evitar efectos cómicos o ridículos indeseados.
A continuación, Demetrio pasa a examinar detenidamente el estilo figurado en el
terreno político (V, 289-295). Al igual que ocurría con Isócrates y Aristóteles, Demetrio
también recomienda, haciendo gala de una enorme sutileza política, el uso del lenguaje
alegórico en el trato con los tiranos399. En este caso, la alegoría ya no reviste los tonos
terribles del lenguaje oracular, como habíamos visto anteriormente, sino que, por el
contrario, busca atenuar el efecto de la opinión y de la crítica al tirano o a la ciudad400:
“Usar reproches que no parezcan reproches”, aun cuando quede la duda de si se trata de
una burla o no, en un modo de hablar muy cercano a la ironía, aunque el propio
Demetrio aclara que no se trata de una ironía (V, 291).
El tratado Sobre lo sublime, de Lóngino es hoy una de las retóricas más célebres
de la antigüedad, pero ha tenido que esperar más de quince siglos401 para que haya sido
reconocido su valor entre las grandes obras del mundo antiguo. Mucho se ha discutido
sobre la fecha de su composición. Se han propuesto los siglo I y III d. C. aunque
últimamente ha cobrado más fuerza la hipótesis del siglo I como fecha más probable402
(Longino, 1996: 137).

399
Véase Eden, 1987: 84-85.
400
“Sin embargo, los puesblos grandes y poderosos, muchas veces, necesitan también como los tiranos de
estas formas de lenguaje. (...) El adular es vergonzoso y el censurar es peligroso; lo mejor es el término
medio, esto es, el “estilo figurado” (V, 294).
401
A pesar de haber sido descubierto en 1554 (López Eire, 2002: 147), fue en 1674, cuando se traduce al
francés por Boileau-Despréaux y cuando comienza a desplegar su poderosa influencia sobre lo que algún
tiempo más tarde se consolidaría como Estética –puede considerarse como punto de arranque la fecha de
1742, año de aparición de las Lecciones de Estética de Baumgarten-. Poco después, Burke, en 1757,
publicaría su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello.
La reflexión sobre lo sublime ocupará muchas páginas en la obra de Kant, Hegel y Schelling, entre otros.
Dice Longino en un pasaje de su obra, quizá más antecedente de Hegel que de Kant: “Para el ímpetu de la
contemplación y el pensamiento humano no es suficiente el universo entero, sino que con harta frecuencia
nuestros pensamientos abandonan las fronteras del mundo que los rodea y, si uno pudiera mirar en
derredor la vida y ver cuán grande participación tiene en todo lo extraordinario, lo grande y lo bello,
sabría, en seguida, para qué hemos nacido. De aquí que nosotros, llevados de un instinto natural, no
admiramos por Zeus, los pequeños arroyos, aunque sean transparentes y útiles, sino el Nilo, el Danubio,
el Rin y, mucho más, el Océano (...) lo que es útil o también necesario está al alcance del hombre, pero lo
extraordinario es lo que goza siempre de su admiración.” (Sobre lo sublime, 35, 3-4).
402
López Eire se atreve a precisar que fue escrito en época de Augusto (López Eire, 2002: 147).
183

Pese a la evidente influencia estoica403, es necesario reconocer la tremenda


originalidad de la obra de Longino, comenzando por la fuerza con la que expone
algunas de las coordenadas en las que se desarrolla su idea de lo sublime:

Pues el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al


éxtasis. Ya que en todas partes lo maravilloso, que va acompañado de asombro, es siempre
superior a la persuasión y a lo que sólo es agradable, Pero si la acción de persuadir depende la
mayoría de las veces de nosotros, las cualidades de lo sublime, sin embargo, que proporcionan
un poder y una fuerza invencible al discurso, dominan por entero al oyente. La experiencia en la
invención, la habilidad en el orden y en la disposición del material no se hacen patentes ni por
uno ni por dos pasajes, sino que las vemos emerger con esfuerzo del tejido total del discurso. Lo
sublime, usado en el momento oportuno, pulveriza como el rayo todas las cosas y muestra en un
abrir y cerrar de ojos y en su totalidad los poderes del orador.
(Sobre lo sublime, 1, 4)

En esta cita encontramos varios datos de interés. En primer lugar, tal y como
anunciábamos en el capítulo VII, hay en este fragmento una idea del texto como tejido,
como una totalidad que va más allá de la indisoluble unidad de las partes de la retórica
que anunciara Cicerón. En esta ocasión, todas estas partes confluyen en la elaboración
de un cuerpo compacto en el que se despliega la fuerza de lo sublime, más allá de
fragmentos concretos. En segundo lugar, es interesante observar, como dice López Eire,
que Longino contempla el efecto de lo sublime desde un doble punto de vista, el del
emisor y el del receptor, que confluyen en lo que el llama “el momento oportuno”404. En
este momento se desencadena la fuerza de lo sublime, que Longino expone de la forma
más sublime posible: “pulveriza como el rayo todas las cosas” 405.
Es interesante que Longino, en su examen de la idea de lo sublime, se detenga en
el episodio de la Teomaquia de la Ilíada, esto es, en el primer pasaje poético, al menos
que haya llegado hasta nosotros, objeto de interpretación alegórica:

Todas estas cosas forman en verdad una imagen terrible, y si no es interpretada como
una alegoría, absolutamente impía y carente de justa medida. Pues, cuando Homero nos presenta

403
Longino, 1996: 142.
404
Cf. López Eire, 2002: 152.
405
En esta definición de los efectos de lo sublime es fácil reconocer el retorno de la influencia mágica en
el componente de apaté de la retórica, tal y como dice De Romilly, quizá con más fuerza que en las
corrientes retóricas asianistas de la segunda Sofística (Ward, 1988: 61).
184

las heridas de los dioses, sus discordias, sus vergüenzas, sus lágrimas, sus cautiverios y sus
pasiones de todo tipo, me parece que hace cuanto está en su poder para convertir a los hombres
de la guerra de Troya en dioses y a los dioses, en cambio, en hombres.
(Sobre lo sublime, 9, 7)

Lo sublime aparece en este pasaje por la desmesura de las imagenes406. Pero, por
lo que al estudio de la alegoría se refiere, es necesario subrayar que Longino renuncia a
ensayar cualquier tipo de lectura alegórica de carácter físico o moral. De este episodio
no parece poder desprenderse ninguna enseñanza de las que han ofrecido los alegoristas
desde Teágenes. Longino, en principio, está de acuerdo en la necesidad de interpretar la
Teomaquia como una alegoría para evitar la evidente impiedad del Canto I. Sin
embargo, en el momento de realizar la interpretación de estos versos, titubea y tan sólo
se atreve a decir que Homero parece querer convertir a los dioses en hombres y a éstos
en aquéllos, algo que en sí mismo puede resultar más impío que el propio texto
homérico407. Longino, en realidad, describe la alegoría y el efecto de lo sublime de un
pasaje que, efectivamente, “pulveriza todas las cosas”, pero, quizá por eso mismo, no
ofrece una interpretación del mismo.

406
Cf. Sobre lo sublime, 9, 6.
407
Además, luego añade, para hacer aún más compleja su lectura de Homero: “Sin embargo, para
nosotros, cuando somos desgraciados, como puerto de nuestros males sólo nos queda la muerte, pero los
dioses, tal y como los pintó él, son inmortales no por su naturaleza, sino por sus desgracias.” (Sobre lo
sublime, 9, 7).
185

X. Los alegoristas de los siglos I y II d. C.: Cornuto, pseudo-


Heráclito, pseudo-Plutarco. La reacción de Plutarco

En el presente capítulo analizaremos la evolución de la exégesis alegórica en el


periodo precedente a la aparición del neoplatonismo y la alegoría mística408, de los que
nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Los alegoristas de estos siglos provienen del
alegorismo estoico de la escuela de Crates, pero su método interpretativo supone una
radicalización de las tesis defendidas por los exégetas de Pérgamo, especialmente en el
enfrentamiento con el rechazo platónico de la poesía homérica y la interpretación
alegórica.
Cornuto, contemporáneo de Nerón, publica un manual de interpretación
alegórica titulado Sumario de las tradiciones de la teología griega, en el que se aprecia
la influencia estoica, el uso del método etimológico y en el que predomina, sobre todo,
la alegoría física (Pépin, 1958: 156) aunque, como recuerda Buffière, hay también ecos
del concepto estoico del alma universal (Buffière, 1973: 72).
Pero, seguramente, el autor más importante de este momento y quizá el más
radical es el pseudo-Heráclito, también conocido como Heráclito el rétor. Buffière no
hace precisamente un retrato atractivo del pseudo-Heráclito. Lo acusa de tener un estilo
pedante, agresivo y pretencioso; de erigirse en una especie de hierofante con el
propósito de iniciar a los lectores en “los misterios homéricos”; y, sobre todo, de que su
eclecticismo lo lleva a incurrir en abundantes contradicciones, consecuencia de
acumular explicaciones estoicas, cínicas y aristotélicas, entre otras influencias (Buffière,
1973: 67-69). Tampoco sale bien parado de las críticas que le dedica Tate quien advierte
de lo chocante del argumento de Heráclito en defensa de la alegoría como forma
homérica de explicar la filosofía:

Algunos pasajes de Homero –viene a decir el pseudo-Heráclito- son alegóricos porque


todos los mitos lo son. Ahora bien, Heráclito de Éfeso y Empédocles eran filósofos que

408
Buffière es quizá demasiado estricto cuando sitúa la aparición de la alegoría mística con el
neoplatonismo pitagórico de Numenio en la segunda mitad del siglo II d. C. (Buffière, 1973: 394). En el
capítulo siguiente tendremos ocasión de examinar con detenimiento esta cuestión.
186

escribieron en estilo mítico. Por lo tanto, Homero, puesto que escribió en estilo mítico, era
también un filósofo que ocultaba sus enseñanzas bajo el velo del mito y del enigma.
(Tate, 1930: 1)

En efecto, todos estos vicios pueden ser achacables a las alegorías del pseudo-
Heráclito, pero también es preciso reconocer su valor por lo que tienen de ejemplo y por
lo que tienen de testimonio409. En primer lugar, la obra del pseudo-Heráclito es uno de
los ejemplos más completos del estado de la exégesis alegórica del siglo I d. C., antes de
la aparición de la alegoría mística neoplatónica y su proyección y desarrollo sobre los
métodos alegóricos judeo-cristianos de la escuela de Alejandría410. Como dice Pépin,
con el pseudo-Heráclito, la alegoría de origen estoico conoce su mayor esplendor y
amplitud. Después de esta cima decae (Pépin, 1958: 167). En segundo lugar, estas
alegorías son el testimonio más fidedigno en su época de la tendencia intrínseca del
método alegórico a la interpretación excesivamente pormenorizada de los textos hasta
incurrir en la puerilidad411.
La alegorías de Homero se abre con una defensa de la piedad de Homero frente
a las acusaciones, especialmente platónicas, de inmoralidad, derivadas de la
interpretación literal de sus poemas. Su defensa de Homero resulta más virulenta que la
de los primeros estoicos412, incluso en el campo en el que resultaba más doloroso para
sus detractores, Platón a la cabeza: el terreno de la paideia:

Ya desde su más temprana edad, los niños que hacen sus primeros estudios son
alimentados con las enseñanzas de Homero, y amamantados con sus palabras, como si
absorbiéramos la leche de sus versos. (...) En la edad madura está presente con todo su vigor, y
nunca hasta la vejez nos produce el menor hastío. (...) Casi puede afirmarse que el trato con
Homero no termina hasta que la vida toca a su fin.
(Heráclito, 1, 5-7)

409
Decimos “ejemplo” y “testimonio” en el sentido que le otorga a estos términos la Retórica a Herenio:
si el ejemplo demuestra la naturaleza de lo que decimos, el testimonio confirma su verdad (Retórica a
Herenio, IV, 3, 5).
410
Cf. Pépin, 1987.
411
“Les commentateurs des mythes homériques, une fois admis le sens général du mythe en justifiant
chaque détail en recourant aux fantaisies de la symbolique. Et c´est là, souvent, que leur exégèse devient
puérile. (...) Les chasseurs d´allégories ne se satisfont point d´une explication générale. Ils veulent des
ressemblances dans le détail et recherchent minutieusement toutes les analogies.” (Buffière, 1973: 54).
412
Véanse las matizaciones a esta cuestión en Tate, 1930: 1. En el pseudo Heráclito, el fervor por Homero
resulta a veces casi febril.
187

La definición de la alegoría dada por el pseudo-Heráclito ha quedado fijada


como una de las más recurrentes a la hora de hablar de esta figura: Aquella figura que
consiste en hablar de una cosa, refiriéndose en realidad a otra diferente (Heráclito, 5, 2).
Heráclito dedica en sus alegorías cincuenta capítulos al estudio de la Ilíada y
quince a la Odisea.
Nos detendremos en la exégesis alegórica que el pseudo-Heráclito hace de
Apolo para ejemplificar su método interpretativo. Hemos elegido este ejemplo, en
primer lugar por la estrecha relación que la figura de Apolo tiene con la alegoría, como
hemos ido viendo a lo largo de estas páginas, desde su intervención en el enigma trágico
de Edipo hasta la decisiva sentencia de Heráclito de Éfeso. Pero, además, porque de los
capítulos que en sus Alegorías el pseudo-Heráclito dedica a la Ilíada, el más extenso es
el dedicado al Canto I en el que se narran precisamente los devastadores efectos de la
cólera de Apolo sobre el campamento de los aqueos. El dios, ofendido por el ultraje que
Agamenón hace a su sacerdote, Crises, arroja sus dardos sobre animales y hombres,
matando arbitrariamente a estos inocentes y dejando, sin embargo, indemne a
Agamenón. La cuestión que suscita este canto es de carácter moral: ¿cómo puede el dios
Apolo matar a los inocentes y perdonar al culpable de sus ofensas? El problema es, en
realidad, mucho más complejo de lo que puede percibir Heráclito. Apolo es en su origen
un dios ambiguo y misterioso que combina la furia sanguinaria de la enfermedad y los
sacrificios con la protección de las artes y la poesía413. En la Ilíada es un dios de muerte
y locura; pero en el siglo I en el que escribe Heráclito, Apolo es considerado sobre todo
un dios de la razón. Habiendo olvidado la idea de esta duplicidad del dios, la fusión de
horizontes entre el texto de la Ilíada y el lector del siglo I d. C. no puede darse sin
desajustes y perplejidades.
La cuestión moral de los versos homéricos venía planteada desde mucho tiempo
atrás. El pseudo-Heráclito pretende demostrar que lo que describe el poema homérico
en este caso particular es una epidemia de peste en el campamento de los aqueos. Se
trata del tipo de interpretación que Tate había definido como pseudo histórica,
consistente en atribuir falsamente a la intención del autor el sentido que el exégeta
atribuye o encaja en el texto.
El pseudo-Heráclito sigue el procedimiento habitual que hemos examinado en
los alegoristas precedentes. Para ello, comienza recordando los elogios que Homero
dedica a los dioses en otras partes de sus poemas. Su intención es, en primer lugar,
188

defender a Homero de las acusaciones de impiedad414, y, en segundo lugar, sentar la


base que haga posible la interpretación alegórica. Esta base no es otra, para el caso que
nos ocupa, que la contradicción aparente entre estos elogios a los dioses y el relato de la
crueldad sanguinaria de Apolo en el Canto I de la Ilíada. La contradicción produce en el
lector la sospecha de que el texto alude a algo distinto de lo que permite entender el
sentido literal de las palabras.
Nos encontramos, por lo tanto, en el terreno de la hypónoia, fruto de este
discurso ambiguo que la Retórica a Herenio había descrito respecto de la alusión.
Ahora bien, el empeño de Heráclito no se centra solamente en la lectura alegórica del
poema homérico sino en la pretensión de que dicha interpretación estaba en la intención
de Homero en el momento de componer estos cantos. La búsqueda en el texto de la
intención / autoridad del autor como garantía de la verdad del poema sitúa a Heráclito
en un contexto hermenéutico opuesto, por una parte, al propuesto por Platón, para el
cual eran las musas o los dioses los que hablaban por boca de un poeta que nada sabía
de lo que decía, y por otra, a Heráclito de Éfeso que, en términos similares, acusaba
Homero de no entender el mensaje de los dioses.
El pseudo Heráclito, en su alegoría física del Canto I de la Ilíada, sigue la
tradición exegética estoica del método etimológico. La pieza fundamental de su
argumentación es que Homero se refiere al sol cuando habla de Apolo415. Es éste un
lugar común en el contexto de la alegoría estoica aun cuando cabe señalar, dentro de
esta corriente, algunas diferencias en su aplicación416. No obstante, la relación de Apolo
con el sol no está clara. Buffière apunta la posibilidad de que el origen de esta
asociación haya que buscarlo en las creencias órficas o pitagóricas417. Por su parte,
Heráclito se fija en la etimología de Febo, sobrenombre de Apolo. Efectivamente,
phoibos significa brillante. Una vez acreditada la identificación de Apolo con el sol y la
de sus flechas con los rayos solares, resulta fácil prolongar la construcción metafórica

413
Cf. Detienne, 2001.
414
“¿Quién ante estos testimonios, se atreve a llamar impío a Homero? (...) Si hay hombres que, faltos de
inteligencia, no comprenden el lenguaje alegórico de Homero (...) que estos hombres desaparezcan de
nuestra vista. Y nosotros, que hemos siddo purificados, tras haber hecho las sagradas abluciones, sigamos
las huellas de la augusta verdad bajo las directrices de los dos poemas” (Alegorías de Homero, 3, 2-3).
Queda patente en esta cita el tono pretencioso, casi oracular, que tanto molestaba a Buffière.
415
El propio Teágenes había identificado a Apolo con el fuego, en su alegoría física de la Teomaquia.
416
En este sentido, Cleantes identifica a Apolo con el sol, pero a partir del sobrenombre Loxias, el
“torcido”, porque el sol se desplaza siguiendo una trayectoria espiral. La explicación de Crisipo resulta
mucho más forzada. Véase Pépin, 1958: 128-129.
417
Esquilo, recuerda Buffière, ya relaciona a Apolo con el sol en Los siete contra Tebas y en Suplicantes
(Buffière, 1973: 190). En nuestro capítulo I hemos visto la opinión de Guthrie al respecto de la
identificación de Dionisio y de Apolo con el sol, en el ámbito de los cultos órficos.
189

del discurso y llegar a la conclusión de que la matanza en el campamento aqueo se


debió a la peste, por cuanto, según la creencia de la época, la peste tenía su origen en el
exceso de calor418. Esta deducción exige que el pasaje se ambiente en época estival. De
este modo lo explica Heráclito: “Cuando el verano es seco y abrasador, arranca de la
tierra emanaciones insalubres, y los cuerpos agotados, que se resienten por el cambio
inusual operado en la atmósfera circundante, se consumen bajo el azote de la peste”
(Alegorías de Homero, 8, 3).
Buffière ha observado que toda la explicación que Heráclito ofrece de los
estragos de la peste en este primer canto de la Ilíada procede, sobre todo, de fuentes
médicas probablemente pitagóricas (Buffière, 1973: 198).
Lo llamativo, desde el punto de vista retórico, es a nuestro juicio, el proceso
explicativo que cierra la exégesis de este fragmento del poema homérico. Hasta este
momento, Heráclito ha dejado demostrado merced al método etimológico que Apolo es
el sol y, gracias a las teorías médicas pitagóricas, ha dado por sentado que la peste se
propaga en verano. Seguidamente Heráclito se enfrenta a otro problema: la
demostración de que el citado episodio de la Ilíada transcurre en verano. Como vemos,
Heráclito el retor, no duda en dar largos rodeos alrededor del texto, no titubea en traer a
colación recursos de las ciencias más distantes de su siglo para hacer decir a los
hexámetros homéricos lo que pretende. Para fijar la estación en la que se producen estos
hechos, Heráclito, mediante el recurso de la interrogación retórica, acumula
observaciones generales, como que las guerras se hacen siempre en verano o que en
verano los días son más largos y sólo así se explica la cantidad de acontecimientos que
se suceden en esta jornada, hasta la descripción interesada de pequeños detalles del
poema, como la deducción de que las noches son cálidas porque Héctor pernocta al
descubierto (Alegorías de Homero, 9). Es de observar cómo el autor ha pasado de la
metáfora encadenada, centrada en la asociación de Apolo y el sol, de la que se derivan,
siguiendo esa asociación, una serie de consecuencias por referencia amplificativa, a la
alusión, en la que, por medio de los indicios del texto, tomados esta vez en sentido
literal, emerge otro discurso que se hallaba implícito en aquel.
Pero, como decíamos, el interés retórico radica en el modo en el que Heráclito
nos ha ido llevando a las conclusiones que pretendía: si se acepta que la estación en la

418
Por el contrario, la escuela de Anaxágoras identificaba la peste con un exceso de bilis y a Apolo con la
bilis (cf. Heráclito, 1989: 46, n. 52). Es curioso porque lo que une ambas interpretaciones de Apolo, la de
los discípulos de Anaxágoras y la de los estoicos, es la relación indirecta con la peste.
190

que transcurre el Canto I de la Ilíada es el verano; si se está de acuerdo en que es en


dicho periodo cuando se contrae la peste, y si, finalmente, se concede que Apolo-sol es
el responsable de estas epidemias, nadie podrá seguir manteniendo la impiedad de
Homero al describir los sanguinarios efectos de la cólera del dios, sino que, por el
contrario, será preciso convenir que lo que Homero ha hecho es describir
alegóricamente un fenómeno natural. Si se acepta este extremo, todo lo que Homero
dice en estos versos encaja con admirable precisión, aunque para ello sea necesario
recurrir a las teorías filosóficas más dispares: el sonido de las flechas de Apolo
corresponde al ruido del Cosmos, tal como lo identifican los neopitagóricos; la muerte
de los animales precediendo a la de los humanos viene dada por lo que el empirismo
permite deducir de las epidemias de esta clase; el hecho de que Aquiles acabe con la
epidemia con el concurso de la diosa Hera se debe a que Hera está asociada con el aire,
según las alegorías físicas tradicionales, y es este mismo aire el que dispersa el aire
turbio que trae la epidemia (Alegorías de Homero, 13-15). Nuevamente estamos ante un
juego de referencias por amplificación.
Ahora bien, para llegar a esta conclusión es necesario, ya lo hemos dicho, estar
de acuerdo, convenir en todas y cada una de las sugerencias hechas por Heráclito,
aceptar lo probable de su discurso y aprobar su pertinencia como explicación del poema.
En definitiva, es necesario advertir que todo el razonamiento probatorio de Heráclito se
ha basado en lo verosímil, no en lo verdadero.
Heráclito ha planteado una serie de entimemas encadenados que pretendían
conducirnos a una conclusión determinada por la doxa, no por el conocimiento.
Reconocemos en algunos fragmentos la presencia del argumento de probabilidad
establecido por Tisias en el siglo V a. C. De este modo, para justificar que Apolo no se
deja llevar por la ira cuando lanza sus flechas sobre los aqueos, dice:

Pues, si hubiera lanzado sus flechas llevado de la cólera, necesariamente se tenía que
haber colocado, al disparar, cerca de las personas objeto de su blanco. Pero, como Homero se
expresa en términos alegóricos, supone, con toda verosimilitud, que es el sol el que lanza desde
lejos sus pestíferos rayos.
(Heráclito, 13, 5)

En la alegoría del pseudo Heráclito, el planteamiento y abordaje de la cuestión


están claros: no se trata, como ocurría en los esfuerzos hermenéuticos de Heráclito de
191

Éfeso y, posteriormente, de los neoplatónicos y neopitagóricos, de encontrar una verdad


religiosa o mística oculta en el texto, sino de asentar en la opinión una serie de teorías
dispersas, científicas, sociales, médicas y religiosas con el ambiguo propósito de
defender la piedad de Homero.
Además, al repasar el razonamiento de Heráclito, se descubre un vacío
insalvable entre la prótasis planteada como pregunta retórica y la apódosis.
Efectivamente, lo absurdo del razonamiento de Heráclito se cifra en que, si al final,
exonera de culpa a Apolo por la matanza de los aqueos, puesto que se trata de un
fenómeno natural, olvida que, en el origen de su exégesis, se atribuía a Apolo,
identificado con el sol, el poder sobre las epidemias. En conclusión, y este ejemplo
puede servir de testimonio del fracaso del alegorismo desaforado, la responsabilidad de
Apolo persiste pese al esfuerzo del alegorista. Las críticas a la impiedad de Homero no
pueden disiparse.
El pseudo-Plutarco, por su parte, comparte con los autores anteriores su creencia
en la sabiduría infalible y universal de Homero. Así se expresa al respecto en Sobre la
vida y poesía de Homero419:

Incluso en estos relatos míticos, si se lee, no de pasada, sino con rigor cada cosa que se
dice, se mostrará que contienen toda ciencia racional y arte y que han procurado numerosos
puntos de partida (...) no sólo para poetas sino también para los prosistas, historiadores y
filósofos.
(Sobre la vida y poesía de Homero, II, 6)

Para construir la imagen exacerbada de Homero que pretende, el pseudo-


Plutarco procede con una metodología alegórica que nos resulta ya familiar. Sin
embargo, es interesante comprobar cómo en la defensa de la piedad de Homero, no
siempre recurre a la exégesis alegórica sino que parece reconocer un cierto límite a esta
forma de interpretación, como se infiere de su rechazo, por espúreos, de los versos de la
Ilíada en los que se hace referencia al juicio de las diosas por Paris420: “Pero no es
conveniente suponer que los hombres sean jueces de los dioses, ni por parte de Homero
en otros versos se alude a ello, motivo por el que con razón han sido rechazados por

419
Buffière ha datado esta obra aproximadamente en la segunda mitad del siglo II d. C. ya que en ella
apenas se contempla la exégesis mística (Buffière, 1973: 77). Esto no obstante, como veremos
seguidamente, la presencia de las teorías neopitagóricas tienen una aparición destacada en la obra.
420
Ilíada, XXIV, 29-30.
192

espúreos los versos antes citados.” (Sobre la vida y poesía de Homero, I, 6). Nos parece
sorprendente esta decisión del pseudo-Plutarco, porque, en primer lugar, parece
reconocer un límite religioso a la interpretación alegórica, y, en segundo lugar, porque
aplica esta limitación a un pasaje que no había llamado tanto la atención de los críticos
de Homero, como la Teomaquia o en ataque de Apolo al campamento aqueo.
A continuación, el pseudo-Plutarco enuncia los temas generales de los poemas
homéricos: la Ilíada es un poema que canta el valor físico y la Odisea la nobleza de
ánimo421. Después, antes de detenerse en el estudio de la alegoría homérica, el autor
pasa a examinar desde el punto de vista retórico el estilo de Homero. Así, considera que
“el discurso artístico gusta de apartarse de lo habitual, de donde resulta más agradable,
más brillante, más grave, y, en general, más agradable, y al apartamiento de las
dicciones se le denomina tropo, mientras que el de construcción se denomina figura”422.
Seguidamente, estudia la presencia de tropos y figuras en los poemas homéricos,
en atención a la belleza y utilidad de los mismos con relación a los asuntos tratados423.
En este contexto, el pseudo-Plutarco analiza la ironía424 y la alegoría, “que muesta una
cosa a través de otra”y de la que en este fragmento sólo añade un ejemplo de la Odisea
y cita, como mecanismo retórico de construcción de la misma, además del que
comprende su propia definición, la hipérbole425.
Sin embargo, pese a la pobreza de este examen retórico de la alegoría homérica,
sobre todo en comparación con la complejidad del tratamiento dado por autores ya
estudiados anteriormente, el pseudo Plutarco regresa sobre esta cuestión más adelante.
En efecto, cuando tras haber analizado el uso de las comparaciones en la poesía de
Homero y haber vuelto sobre la cuestión de la infalibilidad del conocimiento homérico,
se detiene en la explicación de las causas del estilo alusivo del poeta:

Y si expone sus pensamientos por medio de enigmas o mitos, no nos debe extrañar. La
causa de ello es poética y además el hábito de los antiguos, con la intención de que los amantes

421
Op. cit, II, 4. El pseudo-Plutarco, en su lectura moral de la Odisea no hace sino seguir una tradición ya
vieja en el momento que él escribe su obra, pues, como hemos visto, arranca de la nueva valorización de
Ulises por los cínicos.
422
Ib., II, 56.
423
Ib., II, 27 y ss.
424
Respecto a la ironía, ésta es definida como “expresión que, a través de su opuesto dicho con una cierta
hipocresía, manifiesta lo opuesto a lo que se dice”; reconoce, además, otras dos modalidades: cuando
alguien habla de sí humildemente para dar lugar a la opinión contraria; cuando alguien finge ensalzar a
una persona y en realidad se la reprueba; y el sarcasmo, cuando alguien mediante lo opuesto injuria a una
persona con finjida sonrisa (ib., II, 68-69).
425
Ib., II, 70-71.
193

del saber con un cierto gusto artístico, cautivas sus almas, con mayor facilidad busquen y
descubran la verdad, y en cambio los ignorantes no menosprecien aquello que no pueden
entender. Pues el sentido subyacente es seductor, mientras que lo que se expresa abiertamente
resulta vulgar.
(Sobre la vida y poesía de Homero: II, 92)

Varios son los aspectos que convienen destacar de este párrafo. En primer lugar,
la defensa, ya conocida de la hyponoia, como un saber reservado a unos pocos, cuya
propia formulación enigmática lo defiende de los ignorantes; en segundo lugar, la
vinculación de la hyponoia a la poesía y, además, al gusto de los antiguos; en tercer
lugar, resulta de interés el comentario acerca del efecto de la hyponoia en los oyentes o
lectores: la hyponoia cautiva las almas, lo que aproxima al pseudo-Plutarco a la
dimensión mágica de la retórica, previa al neoplatonismo, que hemos mencionado en
capítulos anteriores426.
De esta forma, el autor va repasando las distintas dimensiones propias del
discurso teorético, desde la naturaleza de los seres, de las cosas divinas y humanas, las
virtudes y los vicios en el plano ético y el método lógico de indagación de la verdad,
aglutinadas en las tres partes de la filosofía, la física, la ética y la dialéctica, y encuentra
que el origen de todos los conocimientos filosóficos posteriores se encuentra ya en
Homero427. Por eso, el pseudo-Plutarco reconoce varios tipos de alegoría, la física, la
psíquica y la moral. Pero, además, ofrece otra nueva lectura alegórica de Homero, una
alegoría de carácter teológico, de clara procedencia pitagórica, y que adelanta lo que
será el gran desarrollo de la alegoría mística neoplatónica:

Si hay que investigar si [Homero] llegó al conocimiento de la divinidad como


inteligible, hay que decir que él no lo expresó abiertamente, pues en su poesía abunda lo mítico,
pero sí es posible colegirlo (...). Pues esta soledad y el no mezclarse con los demás dioses, sino
alegrarse por estar consigo mismo tranquilamente ordenando siempre el Todo, revela la
naturaleza del dios inteligible. Sabe que dios es intelecto, el que todo lo sabe, y gobierna el
Todo.
(Sobre la vida y poesía de Homero, II, 114)

426
Cf. Ward, 1988: 61.
427
Ib., II, 92 y ss.
194

Más adelante, después de haber atribuido a Homero la idea de procedencia


estoica de que el universo es uno428, dice lo siguiente: “La doctrina mejor de Pitágoras y
Platón es la de la inmortalidad del alma, razón por la que incluso Platón le atribuye alas.
¿Quién lo proclamó por vez primera? Homero, (...)”429.
A continuación, el pseudo-Plutarco ensaya la alegoría mística en varios ejemplos
de la Ilíada y la Odisea. De este modo, podemos citar el ejemplo de la interpretación del
celebre Canto X, 237-396 de la Odisea, en el que los compañeros de Ulises son
transformados en cerdos. Según el pseudo-Plutarco, este pasaje

encierra el siguiente enigma, que las almas de los hombres insensatos pasan a cuerpos
de bestias, porque caen en el movimiento circular del Todo, al que llama Circe, y la supone con
cierta razón, hija del sol (...). Pero el hombre sabio, el propio Ulises, no sufrió semejante
transformación, porque había recibido de Hermes la razón, la impasibilidad. Él mismo
desciende al Hades, es decir, separación del alma del cuerpo, y se convierte en observador de
almas tanto buenas como malas.430

Algún tiempo antes, el genuino Plutarco431 se había distanciado del método


alegórico estoico en algunas de sus obras. Dotado de una prodigiosa erudición histórica,
filosófica y literaria, Plutarco aborda el problema de la alegoría desde diversos puntos
de vista. Así, trata del problema de la interpretación de la poesía con relación a la
educación en “Cómo debe el joven escuchar la poesía” y, con relación al mito y a las
cuestiones teológicas en “Osiris e Isis”, principalmente, y en los “Diálogos píticos”.
Como señalan Concepción Morales y José García López, Plutarco busca en la
poesía el contenido moral que pueda extrarse de ella, sin reparar en su contenido
estético o en si esta enseñanza moral responde o no a la intención del autor (Plutarco,
1992: 18)432.
Sin embargo, el modo en que Plutarco destila el contenido moral de la poesía no
responde a los parámetros de la alegoría moral en los términos vistos en autores

428
Ib., II, 119.
429
Ib., II, 122-123.
430
Ib., II, 126. Véase al respecto, Lamberton, 1986: 40 y ss.
431
Plutarco nace en torno a 46 d. C. y muere poco después de 120 d. C.
432
Como indican estos autores en su prólogo, Plutarco hace gala de un platonismo moderado que,
atendiendo sobre todo a la educación moral, no llega, sin embargo a la expulsión de los poetas de la
ciudad ni siquiera del sistema educativo sino que se esfuerza en mostrar a los jóvenes cómo deben leer la
poesía para que ésta pueda desplegar su valor didáctico (op. cit., p. 19).
195

anteriores433, sino que en el autor de Queronea puede apreciarse con nitidez las
diferencias que, a propósito de Antístenes, establecía Tate entre la alegoría moral y la
lectura moral –o más bien moralizante- de un poema.
“Cómo debe el joven escuchar la poesía” comienza, por lo tanto, advirtiendo de
los peligros de la poesía: “En la poesía hay mucho agradable y que es alimento del alma
del joven, pero no en menor medida hay algo perturbador y vacilante, si su audición no
tiene un buen entrenamiento.”434. Sin embargo, pese a estas amenazas, la lectura de la
poesía es poco menos que ineludible para el que se inicia en la filosofía: “Los que van a
dedicarse a la filosofía no deben huir de la poesía, sino que deben empezar a filosofoar
en la poesía, aconstumbrándose a buscar y amar lo útil en el placer”435.
Una vez establecidos estos presupuestos, Plutarco enuncia lo que será la
preocupación esencial de su discurso: los poemas contienen enseñanzas morales tanto
en sus opiniones como en sus acciones. Sim embargo, reconoce que ésta es en ocasiones
difícil de determinar:

En Homero tal clase de enseñanza se silencia, pero tiene una consideración útil a
propósito de los mitos especialmente desacreditados, a los que algunos fuerzan y retuercen con
los llamados antes significados profundos y ahora alegorías, diciendo, por ejemplo, que el Sol
denuncia el adulterio de Afrodita con Ares (...) como si el propio poeta no diera las soluciones.
(“Como debe el joven escuchar la poesía”, 4, 19E)

En este fragmento puede verse el rechazo del alegorismo estoico por parte de
Plutarco, luego desarrollado abundantemente por medio de ejemplos concretos.
Además, aunque reconoce que algunos poetas, como Homero, no hacen explícitas sus
enseñanzas morales, considera que éstas pueden extraerse de otras partes de sus obras, a
veces próximas: “Por tanto, cuando ellos [los poetas], al colocar los pasajes unos cerca
de otros, forman las contraposiciones, conviene aprobar el mejor”436; a veces un tanto
alejadas: “Pero cuantas cosas se dicen de forma anormal y no encuentran una solución

433
En contra de lo que decimos, Pépin afirma que “il tient pour plus naturelle l´allégorie morale, et cette
peu édifiante mythologie illustre pour lui les méfaits de la vie dissolue ou les mécomptes d´une séduction
trop artificieuse” (Pépin, 1958: 181). Sin embargo, creemos que en la interpretación moral de Plutarco
nunca llega a darse el paso de la sustitución de los personajes y acciones por abstracciones éticas.
434
Ib., I, 15B.
435
Ib., I, 15F.
436
Ib., 4, 20C.
196

rápida, conviene que las refutemos con otros pasajes con la opinión contraria”437; y, por
último, “si los autores mismos no dan las soluciones a los casos expresados de forma
extraña, no es menos hábil inclinar al joven hacia la mejor, oponiendo, como en una
balanza, las declaraciones de otros hombres famosos”438.
Para Plutarco, los pasajes inmorales son introducidos por los poetas como
broma, para causar asombro o para imitar el carácter de las personas, o bien para extraer
de ellos una enseñanza moral439.
De este modo, Plutarco adopta frente a las contradicciones de los poetas, una
actitud opuesta a la de los alegoristas440. Si para éstos, la contradicción era una señal de
que el pasaje en cuestión contenía un mensaje oculto que debía ser interpretado
alegóricamente441, para Plutarco, la contradicción entre dos opiniones contrarias debe
servir al joven para elegir la mejor, descartando el pasaje que resulte inmoral442.
Más interesante, por lo que a este trabajo se refiere, nos parece su obra sobre la
religión egipcia, “Isis y Osiris”. En ella, Plutarco aborda con claridad algunos de los
métodos alegóricos más conocidos y no sólo los aplica al mito egipcio sino que
finalmente los rebate, en beneficio de una lectura ontológica que, por una parte se
distancia de la alegoría estoica -aunque se sirve de algunos de sus instrumentos más
reconocibles como el método etimológico-; y, por otra, desde los elementos platónicos y
pitagóricos con los que juega y con el propósito precisamente de adaptar estos mitos a
los principios de la teología platónica443, puede considerarse como un precedente de la
alegoría mística neoplatónica444.

437
Ib., 4, 20D. Este es, para Plutarco, el caso de la Teomaquia, que debe ser interpretado a tenor de lo
dicho en Ilíada, XXIV, 525: “(...) los dioses dispusieron para los desgraciados mortales / vivir afligidos;
pero ellos desconocen las cuitas.”
438
Ib., 4, 21D. No hay que olvidar que para Plutarco, los poetas son fundamentalmente fabuladores y que
sus composiciones están llenas de errores y fantasías (Buffière, 1973: 252).
439
Así ocurre en su interpretación del adulterio de Afrodita con Ares, otro de los pasajes más recurrentes
en la exégesis alegórica. Plutarco dice que Homero “añade una especie de veredicto particular sobre los
hechos o dichos, haciendo que los dioses digan en el adulterio de Ares: “No prosperan las malas obras
(...)”. Además, dice que Homero pretende, en este caso, enseñar que “una música mala, canciones
perversas y cuentos que relatan historias depravadas crean costumbres licenciosas, vidas cobardes y
hombres amantes del lujo, la molicie y las intimidades con las mujeres” (Ib., 4, 19D-20A).
440
Ramos Jurado habla del carácter mesurado del alegorismo de Plutarco frente a los alegoristas
homéricos (cf. Ramos Jurado, 1990: 125-126).
441
Recordemos, a estos efectos, la interpretación del “escudo” de Aquiles realizada por Crates de Malos,
supra. capítulo VIII.
442
En la valoración moral de la poesía por parte de Plutarco hay un fuerte componente retórico tal y como
señalara C. S. Balwin en su momento (cf. Baldwin, 1924: 342).
443
Cf. Plutarco, 1995: 26.
444
De este modo, Francisca Pordomingo y José Antonio Fernández afirman en el prólogo que “sí está
extensamente desarrollada la exégesis mística, de inspiración platónica”. Estos autores consideran que la
exégesis mística es aquella “que ve en los mitos y los dioses símbolos de las realidades espirituales más
197

Como Francisca Pordomingo y José Antonio Fernández dicen en su prólogo,


Plutarco utiliza el término enigma para aludir al carácter secreto del contenido no
expresado en el mito, y alegoría para indicar el procedimiento mediante el que se
expresa una cosa pareciendo decir otra (Plutarco, 1995: 27, n. 30)445.
Plutarco comienza su obra narrando el mito de Isis y Osiris. Al terminar la
narración, y de un modo parecido a la autocensura que habíamos visto en Píndaro y
Estesícoro446, Plutarco reconoce que ha suprimido del relato los episodios más
infamantes, para pasar a ocuparse, como es habitual en este tipo de exégesis de la
aparente impiedad del mito. No obstante, advierte:

Estos mitos no se parecen en absoluto a los relatos sin consistencia y huecas


fabricaciones que poetas y prosistas, construyéndolos de su cosecha como las arañas, tejen y
despliegan cual primicias sin fundamento, sino que contienen algunas dificultades (...) Así este
mito es la imagen de una cierta verdad que desvía nuestra mente a otros pensamientos, como
veladamente dan a entender los sacrificios con duelo y aparente aire triste y las estructuras de
sus templos, que ya se despliegan en alas y columnatas abiertas y salubre, ya tienen ocultos y
sombríos vestuarios bajo tierra que se asemejan a criptas y capillas funerarias.
(Isis y Osiris, 20, 358E-359A)

Parece evidente que Plutarco nos quiere llevar a una idea de lo enigmático
diferente de la expuesta en “Cómo los jóvenes deben escuchar la poesía”. Allí veíamos
cómo la enseñanza moral de los poemas se encontraba a veces oculta bajo las fantasías
y falsedades de los poetas. La impiedad de los relatos poéticos obedecía, en muchas
ocasiones, al error, a la imitación, a la broma o al deseo de asombrar. Todo esto no tiene
cabida en el contexto mítico; el sentido religioso de Plutarco le lleva a establecer una
distancia que no cabe soslayar entre la oscuridad de la poesía y la oscuridad del mito.
La diferencia entre la actitud que el intérprete debe adoptar frente a la poesía y
frente al misterio de índole religiosa es también uno de los asuntos discutidos en su
diálogo “Los oráculos de la Pitia” (Plutarco, 1995: 277-342). En efecto, en este diálogo
se plantea el problema de la inspiración oracular y se pregunta cómo es posible que los
versos de la Pitia sean defectuosos e inferiores a los de los poetas si están inspirados por

altas” (op. cit., p. 29). También Buffière considera a Plutarco un precedente de la alegoría mística
(Buffière, 1973: 394).
445
Esta distinción recuerda vivamente la que más de un siglo después, en el ámbito de la filosofía
neoplatónica, realizará Proclo entre sintema y símbolo, como se verá en el capítulo siguiente.
446
supra. capítulo I.
198

la divinidad. A esta cuestión responde Plutarco diciendo lo siguiente: “No creamos que
los ha compuesto el dios, sino que él proporciona el principio del impulso y cada una de
las profetisas procede según su talento natural (...). Él inspira solamente las visiones e
infunde luz en el alma respecto del futuro; pues eso es más o menos la inspiración.”447.
Como recuerda Bernabé, Plutarco reprocha a los que preferían la forma enigmática de
los oráculos antiguos que “es completamente infantil y estúpido añorar los acertijos, las
alegorías y las metáforas que son el reflejo de la mántica frente a lo mortal y lo
imaginativo” (Bernabé, 1999: 194). Además, en este mismo diálogo, Plutarco justifica
la oscuridad de los antiguos oráculos con una advertencia constantemente frecuentada
por los alegoristas:

Había, naturalmente, cosas que [convenía que] los tiranos [que acudían a consultar al
oráculo] desconocieran y de las que los enemigos no se dieran cuenta antes. A éstas, pues, las
rodeó de insinuaciones e incertidumbres, que, al mismo tiempo que ocultaban a los otros la
explicación, a ellos mismos no se les escapaban ni engañaban a los que la reclamaban y estaban
atentos. De ahí que sea sumamente necio aquel que, una vez que las circunstancias se han hecho
diferentes, si el dios cree que ya no debe ayudarnos del mismo modo sino de otro, se queja y lo
denuncia.
(Los oráculos de la Pitia, 26, 407E)

Plutarco no puede ser más claro en este párrafo: al mismo tiempo que justifica y
define el proceder de la alegoría oracular448, da por cerrada su historia y la sentencia
como un procedimiento del pasado.
Por lo tanto, las explicaciones para evitar la aparente impiedad del relato deben
servirse de otros métodos diferentes a los expuestos respecto a la poesía. Pero, a pesar
de esto, Plutarco no puede evitar la apelación a la hyponoia cuando se propone
desentrañar la verdad oculta en el relato de Isis y Osiris449.

447
Op. cit., 397B-C.
448
Sobre este párrafo, dice Pépin: “Ce privilège de dissimuler la vérité aux indignes pour ne la livrer qu´à
ceux qui y ont droit, a été de tout temps tenu pour le bénéfice le plus précieux de l´allégorie, (...) ce qui
suffirait à nous justifier d´avoir invoqué au profit de l´élucidation de l´allégorie homérique ces réflexions
de Plutarque sur l´évolution de la mantique apollienne” (Pépin, 1958: 180).
449
La bellísima comparación con los templos egipcios ya había sido utilizada en esta misma obra y con
relación asimismo a lo enigmático al hablar de la colocación de las esfinges a la entrada de los templos
(ib., 9, 354C). Esta misma alegoría aparece también en la Stromata V de Clemente de Alejandría
(Clemente de Alejandría, 1981: 77). Sobre la aparición de lo enigmático en forma iconográfica, y la
interpretación que de ésta hace Plutarco, véase Bernabé, 1999: 195.
199

Varias son las posibilidades interpretativas que Plutarco ofrece para afrontar la
exégesis de “Isis y Osiris”. Como se expone en el prólogo, cinco son los métodos que
sucesivamente presenta Plutarco: el realista o evemerista, el demonológico, el físico o
alegórico, el dualista y el dualista platonizante450. De entre éstos, examinaremos los
métodos alegóricos o más cercanos a la alegoría y su contundente refutación.
Plutarco realiza en primer lugar una interpretación realista del mito, para, una
vez hecha, -y esto que será también su proceder en los demás casos de posibilidad
interpretativa, es lo más interesante de “Isis y Osiris”, por lo que a nuestro tema se
refiere-, descartarla. Plutarco ataca expresamente el evemerismo, acusando a Evémero
de haber creado una mitología increíble e irreal que degrada al nivel humano lo divino,
causante de la propagación del ateísmo por el mundo451. Plutarco alega los casos de
grandes reyes del pasado –así Semíramis, Sesostris, Manes, Ciro y Alejandro- que
siguen siendo celebrados como tales, y, por el contrario, afirma que “si algunos (...)
aceptaron el nombre de dioses y construcciones de templos, su gloria floreció por poco
tiempo (...). Nada tienen sino sus tumbas y sepulcros”452.
Plutarco, y con esto se adentra en otro tipo de interpretación, considera que tanto
Isis como Osiris y Tifón son démones, es decir, seres que, de conformidad a las
doctrinas de Platón, Pitágoras y Crisipo, no tienen el elemento divino puro y sin mezcla,
sino que participan de la naturaleza del alma y de la capacidad sensitiva del cuerpo453.
Pero, es evidente que esta explicación no aclara los pasajes terribles e impíos del mito.
Por eso, Plutarco debe tantear otras posibilidades para completar su interpretación. Es
en este contexto en el que Plutarco enuncia dos posibilidades de alegoría física: una
primera, inmediata, de carácter geográfico en el que Isis se identifica con la tierra,
Osiris con el Nilo y Tifón con el mar; y otra, propiamente física, en la que, al modo
estoico, identifica a Osiris con la humedad y a Tifón con la sequedad454. Se trata de una
alegoría de carácter cosmológico455. Esta interpretación alegórica es descartada más
adelante dentro de una crítica más amplia a este tipo de exégesis, después de haber
ensayado la posibilidad de lo que podríamos llamar alegoría ontológica. En efecto,
Plutarco vuelve sobre la alegoría física y afirma lo siguiente:

450
Cf. Plutarco, 1995: 26 ss.
451
Ib., 23, 360A.
452
Ib., 24, 360C.
453
Ib., 25,360D.
454
Ib., 33, 364A y ss.
455
Cf. Pépin, 1958: 182-183.
200

Por decirlo en pocas palabras, no es correcto creer que el agua, el sol, la tierra o el cielo
sean Osiris o Isis, ni a su vez que Tifón sea el fuego, la sequedad o el mar, sino que,
simplemente, si atribuyéramos a Tifón cuanto hay en éstos de desmesurado y desordenado, por
exceso o defecto, y si veneráramos y honráramos lo ordenado, bueno y útil como obra de Isis e
imagen, representación y razón de Osiris, no nos equivocaríamos.456
(“Isis y Osiris”, 64, 376F-377A)

Plutarco, desde sus posiciones platonizantes, deja bien claro que toda
interpretación que pase por negar la existencia trascendente de estos dioses o démones,
debe ser rechazada457. Y al mismo tiempo, en este fragmento, se ofrece la solución que
da a los problemas morales que el sentido literal de mito planteaba.
Nosotros hemos llamado a esta interpretación, ontológica, los autores de la
edición que manejamos, como advertíamos más arriba, apuntan su carácter místico
precedente del neoplatonismo en consonancia con las tesis de Buffière, entre otros. Esto
es cierto: es innegable el componente pitagórico y neoplatónico en estas tesis, pero
creemos más oportuno llamar a esta exégesis ontológica, o incluso teológica, y no
mística.
No se trata, por tanto, de negar su parentesco con la exégesis neoplatónica sino
de destacar lo que las diferencia. En efecto, como veremos en el capítulo siguiente, la
alegoría neoplatónica comparte bastantes aspectos con esta exégesis de Plutarco, pero
también pueden verse diferencias esenciales. En concreto, pensamos que un elemento
fundamental de la exégesis mística, entre otros aspectos igualmente significativos, como
es la descripción de la “vida del alma” y sus circunstancias entre los diversos planos de
lo real está ausente o muy poco desarrollado en la exégesis de Plutarco, que prefiere
centrarse en el análisis de las realidades suprasensibles fundamentales. Por eso la hemos
llamado ontológica458.

456
Con este mismo razonamiento, Plutarco descarta otras interpretaciones metonímicas, como las que
relacionan a estos dioses y sus diversas vicisitudes con los cambios estacionales y las tareas agrícolas (ib.,
65, 377B y ss.).
457
A nuestro juicio, éste es el elemento decisivo que mueve a Plutarco a descartar la alegoría física como
método interpretativo en estos pasajes de carácter religioso. El comentario que hace Bernabé respecto al
uso de la exégesis alegórica física en “Isis y Osiris” es algo confuso al respecto, pues, aunque alude a este
párrafo 376E, no aclara que Plutarco rechaza esta interpretación, aunque la ensaye, como muestra de
exégesis alegórica en algún caso de la misma obra –tal y como hemos indicado- (cf. Bernabé, 1999: 193).
458
Hay, como se verá en el capítulo siguiente, un salto cualitativo de suma importancia entre esta alegoría
ontológica y la alegoría mística, de decidida naturaleza teológica, de Proclo. No obstante, para el estudio
de esta cuestión en Plutarco, véase Pérez Jiménez, A., y Casadesús Bordoy, F. (eds.), (2001), Estudios
sobre Plutarco: Misticismo y religiones histéricas en la obra de Plutarco, Madrid, Estudios clásicos.
201

De este modo, en palabras de Plutarco, esta exégesis arrojaría la siguiente


descripción del mito de Isis y Osiris: “La naturaleza mejor y más divina está formada de
tres partes, lo inteligible, la materia y el resultado de su unión, que los griegos llaman
cosmos.”459
Así pues, Plutarco, bajo la influencia del pitagorismo, establece un triángulo
formado por Osiris, como principio generador, Isis como elemento receptor de este
principio y Horus como resultado perfecto de la unión de ambos. Pero al mismo tiempo,
partiendo de la cosmogonía hesiódica, opone a Osiris (Eros) el principio corruptor que
tiende hacia el no-ser, representado por Tifón, mientras que Isis representa el
movimiento que acompaña al principio generador. Como se ve, en esta exégesis,
Plutarco se aparta de las tentativas alegóricas de carácter físico y apunta hacia los
grandes principios fundamentales del ser como existencia, es decir abre la posibilidad
de una exégesis ontológica.
Es interesante detenerse en lo que afirma Plutarco casi al final de la obra: “Pero
esto es necesario, especialmente ante estos temas, que tomemos la palabra que emana de
la filosofía como introductora en los misterios y reflexionemos piadosamente sobre cada
una de las doctrinas y ritos”460.
De este modo, “Isis y Osiris” se muestra como una continuación de “Cómo debe
el joven escuchar la poesía”, porque si ésta terminaba, como hemos señalado más arriba,
diciendo que la poesía es introductora de la filosofía; en aquella, como acabamos de ver,
se afirma que la filosofía prepara para la reflexión sobre el rito mistérico. Tal vez en la
distancia que recorre esta cadena poesía / filosofía / religión, se pueda ver la diferencia
de concepción entre la exégesis poética y la de los mitos egipcios, que el mismo
Plutarco establecía al comienzo de “Isis y Osiris”.

459
Ib., 56, 373E.
460
Ib., 68, 378A.
202
203

XI. La alegoría neoplatónica. Proclo y el problema del


simbolismo

La intensa crisis del siglo III d. C. que sacudió las estructuras económicas,
sociales, religiosas y culturales del mundo romano, especialmente en el Mediterráneo
oriental, fue el escenario histórico en el que tuvo lugar la particular revisión del
pensamiento platónico conocida como neoplatonismo. Este movimiento a caballo entre
la filosofía y el culto religioso461 se extenderá durante el periodo posterior conocido
como “Antigüedad tardía”462 por todo el Mediterráneo, ejerciendo su influencia sobre el
primer pensamiento cristiano y los últimos pensadores paganos.
Asimismo resulta necesario hacer una breve referencia en este capítulo a sus
precedentes en el neopitagorismo y en el platonismo medio463 a lo largo de los dos
primeros siglos de la Era Cristiana464. Algunos poetas y pensadores de los siglos I y II,
además de los examinados en el capítulo precedente, son de enorme relevancia en la
historia de la alegoría. Máximo de Tiro y Numenio por una parte, Filón de Alejandría,

461
Para Breton, el neoplatonismo es una reacción del “paganismo ilustrado” contra el poder sectario del
monoteísmo judeo-cristiano (Breton, 1981: 309). Aunque en la obra de Plotino no se menciona nunca el
cristianismo y tan sólo puede hallarse una vaga alusión en la Enéada VI. 8, Porfirio –que sí mantuvo una
abierta pugna con el cristianismo-, en el capítulo 16 de su Vida de Plotino, dice que tanto él como sus
discípulos se dedicaron a combatir algunas sectas con conexiones con el cristianismo como la de los
gnósticos (Rist, 1996: 394). En sentido contrario, véase Campillo, 1990: 26-27.
462
La “Antigüedad tardía” comprende el periodo que se extiende entre los años 395 y 600 de nuestra era.
Sobre esta acotación y el sentido de esta denominación frente a otras como “Bajo Imperio”, véase
Cameron, 1998: 21-25.
463
En ambos movimientos se produce un interés desbordado por lo trascendente y el misticismo; en los
dos se realza y se supera a través de la teúrgia, la vertiente teológica de la filosofía. La mística aflora en
esta época, en opinión de Festugière, para dar respuesta a la angustia del hombre del mundo helenístico
que se siente perdido en un espacio político y cultural que le sobrepasa. La mística pagana de este periodo
conoce dos ramificaciones en cierto modo contrapuestas: una, teórica, en la que el hombre puede
redimirse por sí mismo; y otra, hierática en la que el hombre, incapaz de salvarse por sí solo, necesita de
la revelación y de la gracia divinas (Festugière, 1967: 25-27). En el neopitagorismo la filosofía es
considerada como revelación divina; tanto en uno como en otro, las cuestiones éticas se reinterpretan en
clave religiosa de sentido místico, lo que, como veremos, será determinante en la relectura de la alegoría
moral desde el punto de vista de la alegoría mística. A estos movimientos hay que unir, en cuanto
precedente del neoplatonismo plotiniano, el hermetismo, de enorme presencia en el Renacimiento gracias
a Marsilio Ficino, y los llamados Oráculos caldeos, textos visionarios en hexámetros, cercanos al
pensamiento de Numenio (cf. Acosta, 2000: 1116-1118). Respecto a los textos herméticos, atribuidos
desde Tertuliano hasta el Renacimiento, a Hermes Trimegisto, considerado un profeta pagano heredero de
una antigua sabiduría egipcia, Festugière distingue dos clases de libros: unos datados en torno al siglo III
a. C, dedicados a la astrología, la alquimia y la magia, que constituyen un corpus de hermetismo
considerado popular; y un segundo conjunto de textos, de un hermetismo más “ilustrado”, que constituye
el corpus hermeticum de finales del siglo II y del siglo III d. C. (cf. Festugière, 1967: 30-33). Éste último
influyó pronto en el cristinianismo y, más tarde en el Islam. Para una exposición sumaria de su doctrina,
cf. Antón Pacheco, 2003: 23-27.
464
Para la evolución del platonismo al neoplatonismo, véase Merlan, 1975.
204

el apostol Pablo, Clemente de Alejandría y, entre el siglo II y el siglo III, Orígenes, son
esenciales para comprender el paso de la alegoría antigua a la exégesis alegórica
medieval.
Prescindiendo un tanto del criterio cronológico, postergaremos el estudio de los
autores judeo-cristianos para capítulos ulteriores y nos ocuparemos en el presente a
examinar el decisivo enfoque que el neoplatonismo pagano y sus precedentes
inmediatos confieren a la alegoría.
En la segunda mitad del siglo II d. C, Máximo de Tiro, partiendo de un
platonismo ecléctico cercano a Plutarco (Pépin, 1958: 189), defiende las ventajas de la
expresión mítica en cuatro ámbitos: en el terreno religioso, el mito garantiza la reserva y
modestia del entendimiento, al evitar la certidumbre; en segundo lugar, confiere a la
verdad solemnidad y prestigio; en tercer lugar, estimula la búsqueda intelectual, al
ocultar su objeto. De este modo, el encuentro de la verdad se hace merecer con el
esfuerzo; por último, Máximo de Tiro discute que la formulación directa de las verdades
a las que se refiere el mito estimule un progreso en el conocimiento de las mismas. Para
éste, la transcripción de las verdades del mito es meramente indiscreta, sin que
represente ninguna aportación decisiva al conocimiento de éstas465. La identificación
entre poesía y filosofía que postula Máximo de Tiro es, en opinión de Tate, uno de los
pilares de la exégesis alegórica de la escuela neoplatónica, a la que atribuye los rasgos
de las exégesis intrínseca, histórica y artificial (Tate, 1934: 111-112).
En cuanto a Numenio, tal vez su principal contribución al posterior desarrollo
del neoplatonismo, especialmente en lo que se refiere a la alegoría, sea la reconciliación
de Homero con Platón (Lamberton, 1986: 66)466. Dos son las aproximaciones de
Numenio a los poemas homéricos. Por una parte, Numenio hace revisiones irónicas,
pastiches, de Homero para exponer las disputas de la Academia; por otra, realiza
interpretaciones alegóricas de la poesía homérica como revelación de la verdad, la
misma verdad que adopta diversas apariencias en el pensamiento de Pitágoras y Platón,
y, de forma más tosca, en otras fuentes no helénicas467.

465
Op. cit., p. 189.
466
Apenas 60 fragmentos quedan de la obra de Numenio (cf. Numenio de Apamea, 1991); su
contribución a la historia de la alegoría ha quedado recogida en El antro de las ninfas de Porfirio, quien
lo reconoce como fuente principal.
467
Numenio introduce elementos del Antiguo Testamento interpretados alegóricamente: “(...) Numenio el
pitagórico, quien al tratar en el primer libro de Sobre el Bien, de los pueblos que conciben a Dios
incorpóreo, coloca también entre ellos a los judíos, sin haber vacilado tampoco en hacer uso en su libro de
palabras de profetas y de haberlas interpretado figuradamente” (Numenio de Apamea, 1991: 232, fr. 1b).
En otro fragmento dirá “¿Qué, pues, es Platón, sino un Moisés que habla la lengua ática?” (op. cit., fr. 8,
205

Numenio, en cuanto intérprete alegórico, ya no considera a Homero como un


sabio omnisciente, al modo en que lo habían hecho los alegoristas desaforados. Sin
embargo, sí lo considera como un filósofo en cuanto que reconoce en sus poemas la
misma verdad, si bien dicha de otra forma, presente en la obra de Platón y Pitágoras468.
El acercamiento de Homero a Platón es el resultado de un arduo proceso que se
extiende a lo largo de varios siglos. La distancia entre ambos, según dice Buffière, se
fue estrechando a través del materialismo estoico en el que los dioses son el alma de los
elementos, como aspectos particulares del alma del mundo. A partir de ahí, pensadores
más cercanos al platonismo como Plutarco y Máximo de Tiro habían hecho hincapié en
el papel de intermediarios de los dioses entre los hombres y la verdad divina, una
verdad de naturaleza superior a la que se acercan, en el pensamiento de Numenio, desde
distintas perspectivas, Homero, Platón y el Antiguo Testamento.
De acuerdo con este planteamiento sobre la naturaleza de los dioses, Plutarco
ensaya otra interpretación de la actitud poco piadosa de los dioses descrita por Homero
en sus poemas. Para Plutarco, estos fragmentos no deben leerse en sentido alegórico.
Por el contrario deben entenderse referidos a demonios, seres sin cuerpo y que tampoco
son espíritus puros sino almas capaces de sentir pasiones, tal y como Homero pinta a
sus dioses (Buffière, 1973: 522-524).
Así pues, la demonología, tan abundante en el platonismo medio y en el
neopitagorismo será esencial para explicar, por cauces distintos del alegorismo, la
naturaleza de los dioses homéricos y para alejar, en el plano de la trascendencia, la
verdad divina, sólo accesible a través de la mística.
Pero también es necesario apuntar que esta tendencia a homogeneizar la poesía
de Homero con el pensamiento de Platón y Pitágoras se pone en práctica utilizando la
exégesis alegórica como terreno común. Así, Numenio no habría podido aproximar
Homero a Platón si no hiciera respecto de éste último una lectura alegórica que
expusiera su particular acercamiento a la misma verdad que había detectado en Homero.

p. 242). Lamberton dice que es posible que llegara a leer a Filón, aunque sobre esta cuestión no puede
establecerse ningún tipo de certeza (Lamberton, 1986: 62, 75).
468
Este acercamiento de las doctrinas pitagóricas a los textos homéricos permiten extrañas relecturas de
los mitos que tendrán fortuna en la cierta teología cristiana y que llegarán hasta la poesía de San Juan de
la Cruz. Tal es el caso de la intepretación que el neopitagorismo hace de las sirenas. Para la vieja alegória
moral las sirenas también eran susceptibles de lecturas contradictorias. Así, tanto podían ser pérfidas
como representar la noble atracción de la poesía y el conocimiento. Para los pitagóricos las sirenas
representan la música de las esferas que atrae a las almas errantes. De este modo, las sirenas hacen olvidar
las cosas mortales y liberan al alma de la materia. Plutarco conoce esta interpretación y también Filón de
Alejandría que aplica este simbolismo a Abraham y el sacrificio de Isaac, aunque ya antes Cicerón había
hecho referencia a la música celeste de las sirenas en El sueño de Escipión (Buffière, 1973: 473-481).
206

La interpretación que Numenio realiza del mito de la Atlántida del Timeo resulta
reveladora de este proceso de asimilación. Para el neopitagórico, la lucha entre Atenas y
la Atlántida es la expresión alegórica de un duelo entre almas. Numenio hace algo más
que una interpretación alegórica de este pasaje, puesto que, como dice Lamberton469,
interpreta el mito de Platón como si participase de la misma naturaleza de los mitos
homéricos o incluso de otras religiones. Pero la unificación de naturaleza entre unas y
otras obras, tan dispares, tal vez no habría sido posible sin el mecanismo sintético de la
alegoría. Así, al igual que los estoicos utilizaron la alegoría como un instrumento de
síntesis de doctrinas diversas, con el objeto de dar cuerpo doctrinal completo a un
pensamiento en principio limitado a las cuestiones morales, Numenio se sirve de la
interpretación alegórica para aproximar la poesía de Homero y la filosofía platónica,
entre otras fuentes, en el terreno común de las aspiraciones místicas a una verdad
revelada de muy distintos modos.
Sin embargo, Numenio esboza, por otra parte, la ruptura de la cadena de las
analogías que servía de base a la teoría de la alegoría. Con ello, se adelanta en algunos
aspectos a la teología negativa de Proclo y de algunos pensadores cristianos470, y con
ello apunta el debate acerca del símbolo, como figura de naturaleza contraria a la
alegoría, en los términos que iremos señalando en este capítulo:

Nos es posible extraer los significados de los cuerpos a través de sus semejantes, así
como de los indicios de los objetos que están en nuestra presencia. Al Bien, en cambio, no hay
medio alguno de comprenderlo, ni a partir de algún objeto presente ni de ningún ser perceptible
semejante. Habrá pues que actuar en sentido contrario. Igual que una persona que, instalada
sobre un mirador, otea con agudeza y de un solo golpe de vista, ve una barca de un pescador
solitario, sola aislada, llevada por las olas, del mismo modo es necesario que uno, apartándose
bien lejos de lo sensible, dialogue solo con el Bien solo; allí no hay hombre ni ningún otro
viviente, ni cuerpo grande ni pequeño, sino cierta divina soledad indecible y sencillamente
indescriptible, allí tiene morada el Bien, entretenimientos y fiestas y, él mismo, en paz y

469
Ib., p. 65.
470
Anteriores a Numenio, los Oráculos caldeos habían señalado algún rasgo de la teología negativa bajo
el símbolo de la llama: “Hay una realidad inteligible que debes comprender por la flor del intelecto, pues
si inclinas hacia ella tu intelecto y tratas de concebirla como un objeto determinado, no la comprenderás,
ya que es como la potencia de una espada resplandeciente que ilumina con cortes intelectivos. No se debe,
por lo tanto, concebir a este Inteligible con vehemencia, sino por la llama alargada de un intelecto
extendido que todo lo mide, salvo a este Inteligible. Por ello, lo que se necesita no es concebirlo con
obstinación, sino, apartando la mirada pura de tu alma, tender hacia lo Inteligible un intelecto vacío, hasta
que aprendas a conocer lo Inteligible, puesto que está fuera del intelecto.” (Oráculos caldeos, 1991: 55-
56).
207

bienaventuranza, el Pacífico, el Soberano, reside siendo llevado él mismo alegremente sobre la


esencia.
(Numenio de Apamea, 1991: 233-234, Fr. 2)

Los términos con los que Numenio se refiere al Bien, la belleza de la imagen de
soledad que recrea en el fragmento, asentada sobre la teología negativa, adelantan los
planteamientos y el lenguaje de los místicos posteriores no sólo de ámbito pagano sino
también del cristianismo471.
Del mismo modo, Numenio, aprovecha la alegoría retórica, en el sentido de
metáfora continuada para la expresión de su pensamiento místico de raíz pitagórica. Tal
es el caso de la famosa alegoría de la “nave” como figura del estado, puesta como
ejemplo de alegoría por Quintiliano. Numenio la emplea en sentido místico de la
siguiente manera:

Un piloto que navega en algún lugar de alta mar, sentado en el banco de detrás del
timón, dirige la nave con las barras, pero sus ojos y su mente se extienden directamente hacia el
éter, hacia lo que está en las alturas, y la ruta a seguir le viene desde arriba a través del cielo,
mientras que navega abajo en el mar. Del mismo modo, el Demiurgo, que ha enlazado
armónicamente la materia, para que no rechace sus lazos y se vaya a la deriva, queda firme
sobre ella, como un navío sobre el mar. Dirige la armonía, gobernando por las ideas, y mira, en
vez de al cielo, al Dios de lo alto que atrae sus ojos y recibe el juicio de la contemplación, pero
el impulso del deseo.
(Numenio de Apamea, 1991: 250-251, Fr. 18)

Como puede verse, a partir de la metáfora que asemeja el gobernante de un


navío y el Demiurgo, Numenio, mediante un proceso de amplificación, va estableciendo
una serie de metáforas encadenadas, nacidas de esta metáfora inicial. Así, a la serie
figurada piloto, mar, navío, timón, cielo, ruta y viento -que está sobreentendido pero
que se descubre a partir de su correspondiente en la serie siguiente-, le corresponde la
serie teológica Demiurgo, materia, armonía, ideas, Dios, contemplación y deseo. A
pesar de la nueva orientación mística de esta alegoría, es reconocible en ella la doble
coordenada, vertical y horizontal, que apreciábamos en la alegoría de Quintiliano. En
efecto, las metáforas se establecen en virtud de la semejanza con el objeto al que
sustituyen y en relación a la cadena semántica que ellas mismas han constituido.
208

Estos precedentes son decisivos en la aparición de la alegoría mística


neoplatónica. Como dice Buffière respecto de la exégesis neoplatónica de los poemas
homéricos: “De ce poète, le plus humain et l´un des moins mystiques qui soient, ils ont
tiré des trésors de mysticisme, avec une tranquille assurance et une virtuosité de
prestidigitateurs.” (Buffière, 1973: 393).
En efecto, la lectura de Homero por parte de los neoplatónicos resulta tan
forzada como, en su caso, resultó la realizada por los estoicos y los alegoristas
desaforados. Por eso Tate no duda en calificar su labor interpretativa con los mismos
calificativos que la de aquéllos. Como veremos más abajo, El antro de las ninfas de
Porfirio supone una aventura exegética tan radical o más que las Alegorías de Homero
del pseudo-Heráclito. Pero, como se ha apuntado más arriba, la fuerza exegética del
neoplatonismo no sólo se aplica a Homero y Hesíodo sino que se emplea igualmente
con el propio Platón, al que someten a las mismas violencias hermenéuticas que él había
condenado en su propia obra472.
El siglo III es el momento en que el neoplatonismo cristaliza en la obra de
Plotino. Hay en el pensamiento plotiniano dos aspectos de importancia que debemos
examinar al estudiar la alegoría. En primer lugar, es necesario dilucidar la actitud de
Plotino frente a la tradición de la exégesis alegórica de los poemas homéricos. En
segundo lugar, debemos valorar su actitud frente a la lectura mística del legado
platónico y su posición general respecto de éste473.
Respecto al primer punto, dice Buffière que Plotino no fue hostil al método
alegórico. A diferencia de Platón, Plotino considera que los mitos tienen una dimensión
didáctica aunque para que ésta sea eficaz es necesario corregir su óptica deformada
(Buffière, 1973: 531).
Hay en la visión plotiniana del mito dos momentos complementarios. El
primero, diaíresis, corresponde a la enunciación del mito determinada por la exposición
descompuesta y distendida de lo simultáneo; el segundo momento, synaíresis, es el de la
recomposición de la simultaneidad que la enunciación del mito ha desplegado,
estableciendo una conexión entre el mundo material y visible y la realidad invisible 474.

471
Sobre la influencia de Numenio en el pseudo-Dionisio, véase Des Places, 1981: 323 y ss.
472
Cf. Blumenthal, 1996: 33-34.
473
Sobre la importancia de este doble eje formado por el pensamiento platónico y la fuerza del mito,
vésae Zamora Calvo, 2000: 91.
474
Salustio dirá respecto a los mitos en Sobre los dioses y el mundo: “Estos acontecimientos no
acaecieron nunca, pero existen siempre. El Intelecto ve todo a la vez, pero la palabra expresa unos
primero y otros después” (Salustio, 1989: 287).
209

Este segundo momento es análogo, en cuanto a su proceder, a la interpretación


alegórica, en los términos vistos con relación a la hyponoia en los capítulos precedentes.
De este modo, señala Zamora Calvo que la forma genealógica es el método empleado
por el mito arcaico para expresar esta simultaneidad de forma consecutiva475. Este
procedimiento se pone en práctica en la particular lectura que Plotino hace de la
Teogonía hesíodica. En su Enéada V, Plotino establece una correspondencia entre la
saga genealógica de Urano, Crono y Zeus y las tres hipóstasis del Uno, la Inteligencia y
el Alma (Zamora Calvo, 2000: 97-103)476.
A diferencia de lo que ocurre con Hesíodo, las alusiones de Plotino a Homero,
algunas muy imprecisas, se limitan a 28 pasajes (Lamberton, 1986: 90)477. Sin embargo,
como dicen Buffière y Lamberton, la lectura plotiniana va más allá de la alegoría física
de los exégetas anteriores. Allí donde ellos realizan la alegoría física, Plotino desarrolla
la interpretación metafísica. Para Plotino el mundo material es imagen del mundo
superior, pero esto significa que el primero constituye un sistema de sentido, un
lenguaje de símbolos que, leído adecuadamente, descubre una verdad que transciende su
sustancia física478 (Lamberton, 1986: 95).
El paso de la alegoría física a la alegoría metafísica es, en nuestra opinión, la
consolidación de la relación de dependencia de la alegoría respecto a la metafísica. En
efecto, si bien la metafísica nace con el desarrollo del primer pensamiento presocrático,
es cierto que la obra de Platón supone un momento esencial en su evolución. La
escisión platónica del mundo de las ideas como mundo de la verdad frente al mundo
sensible de la apariencia articula un nuevo concepto de la realidad apoyado sobre esta
nueva escisión479. La alegoría ya no puede servir al “desvelamiento / encubrimiento” de

475
La preocupación plotiniana por la visión simultánea frente al pensamiento discursivo es constante a lo
largo de las Enéadas, sobre todo cuando estudia la naturaleza de la segunda hipóstasis. Esta preocupación
que hemos visto reflejada en su tratamiento del mito, se refleja también en la escritura, tal y como se
desprende del siguiente comentario sobre la escritura de los egipcios: “Los sabios egipcios (...) en las
cosas que querían expresar con sabiduría no se valían de caracteres alfabéticos, que discurren por palabras
y frases, ni de signos representativos de sonidos y enunciados de juicios, sino que trazando ideogramas y
grabando en los templos un solo ideograma para cada objeto, patentizaban de ese modo el carácter no
discursivo de aquel ideograma, dando a entender que cada ideograma era una ciencia y una sabiduría, una
entidad sustantiva y global, y no un proceso discursivo ni deliberativo” (Enéada V, 8, 6).
476
Dentro de la exégesis de la obra hesiódica, Plotino también realiza una interesante lectura ontológica
del mito de Prometeo (Enéada IV, 3, 14).
477
No siempre recurre Plotino a los textos homéricos en clave alegórica. En las Enéadas son frecuentes
las citas y ecos de versos de la Ilíada y la Odisea, así como las alusiones a personajes o pasajes de los
poemas, sin recurrir a la exégesis alegórica.
478
“(...) el cosmos procede de la Inteligencia y (...) la Inteligencia es anterior a él por naturaleza y causa
de él a guisa de prototipo y de modelo, siendo el cosmos una imagen de ella y existiendo y subsistiendo
siempre gracias a ella” (Enéada III, 2, 1, 25).
479
Véase el prólogo de A. Leyte a Heidegger, 1988, especialmente pp. 17-23.
210

la physis, sino que debe apuntar más allá de las realidades sensibles. Esta exigencia
modifica la dirección y contenido de la alegoría que, pese al rechazo platónico de este
tipo de exégesis, se hace propiamente metafísica con los herederos de su doctrina.
Es reseñable, en este sentido, el esfuerzo que Plotino muestra en su intención de
incorporar el mito homérico y hesiódico a su propio discurso místico, aunque para ello
tenga que alterar, a veces de forma violenta, el sentido de los poemas. Así, por ejemplo,
Plotino considera que el Leteo es el símbolo del cuerpo porque éste se convierte en un
obstáculo para la actividad rememorativa del alma480. De este modo, el olvido que se
hallaba asociado a la muerte, se une aquí a la vida terrena. La alteración, no obstante, es
menor de lo que parece por cuanto, para el pensador neoplatónico, la vida verdadera se
da en la esfera inteligible.
De esta forma, se detecta en esta interpretación alegórica un rasgo que ya había
aparecido en la exégesis de Filón de Alejandría: el empleo de la alegoría, no tanto para
desentrañar el sentido oculto de un texto, cuanto para fijar el sentido literal verdadero
de éste. Por lo tanto, siguiendo con el ejemplo anterior, el Leteo sigue teniendo la
misma función que en la lectura tradicional del mito: es el río del olvido y separa la vida
de la muerte. Es el mismo río, con las mismas características que las derivadas del
sentido literal del mito. No se interpreta, en definitiva, la existencia del Leteo en sentido
figurado, ni se da a la peculiaridad de producir el olvido una significación diferente. La
interpretación plotiniana sólo ha alterado sus orillas, al intercambiarse, conforme a las
teorías neoplatónicas, las ideas de vida y muerte. Y en este cambio, en vez de producirse
una descodificación de un material mítico presuntamente metafórico, se ha producido,
en realidad, una nueva metaforización del texto en sentido aun más radical que el que
originalmente se pretendía interpretar.
Otra buena muestra de la flexibilidad que permite la alegoría como método
interpretativo para el acercamiento de textos ajenos al pensamiento propio puede leerse
en la interpretación plotiniana en clave mística de Odisea XI, 615-626, que describe el
encuentro de Ulises con Heracles en el Hades481, o, en cuanto a la lectura del
pensamiento de otros filósofos, la exégesis mística de fragmentos de Heráclito y
Empédocles entre otros482.

480
Enéada IV, 3, 26.
481
Enéada IV, 3, 27. Véase también la exégesis mística de otros personajes míticos como Linceo en
Enéada V, 8, 4.
482
Enéada IV, 8, 1.
211

No obstante estas variantes sobre el sistema de exégesis alegórica, como dice


Buffière:

Le parallèle de son interprétation métaphysique et de celle, toute physique, de Cornutus,


fait bien saillir un des caractères essentiels de l´exégèse allégorique: une étonnante continuité,
qui n´empêche point une évolution substantielle ou s´élève d´un palier et l´on monte du sensible
à l´intelligible, comme ils disaient en ce temps-là. Les acquisitions du passé ne se pendent pas:
elles s´adaptent en se transformant.
(Buffière, 1973: 535)

Por lo tanto, el paso de la alegoría física a la metafísica no altera en sí la


naturaleza de la exégesis alegórica sino que confirma su capacidad de adaptación.
Volveremos a esta observación cuando examinemos la polémica respecto a la naturaleza
del símbolo neoplatónico frente a la alegoría483. Baste decir ahora que la alegoría
metafísica de carácter místico del neoplatonismo absorbe de una forma muy particular,
sin llegarlas a eliminar del todo, las lecturas alegóricas de los estoicos: la alegoría física
se convierte en metafísica; la moral queda enmarcada dentro de la mística (Buffière,
1973: 394)484.
Esta última característica, la inclusión de la moral en la mística, que después será
desarrollada en todas sus posibilidades por el cristianismo desde Orígenes a Juan de la
Cruz, acaso no sea sino la recuperación, profundización y adaptación de la phrónesis
platónica. En efecto frente a la phrónesis de la ética aristotélica entendida como un
saber práctico cercano a nuestro concepto actual de prudencia, la phrónesis platónica se
entendía como “la potencia noética que nos permite servir y contemplar a dios”.
En este mismo sentido, la moral neoplatónica y cristiana no se entenderá fuera
de este contexto místico, y, en consecuencia, la alegoría moral realizada por los autores
neoplatónicos y, especialmente, por los Padres de la Iglesia, debe ser entendida, en
términos generales, dentro de una más amplia concepción mística485.
Por lo que se refiere a la actitud de Plotino frente a la filosofía platónica, dice
Lamberton que la primera diferencia entre ambos se basa en el tratamiento plotiniano de

483
Sobre la inadecuación del mito a la expresión de las verdades que Plotino pretende mostrar, véase
Pépin, 1958: 190-206.
484
Véase también Campillo, 1990: 66 y Salustio, 1989: 305.
485
Véase el prólogo de J. L. Calvo Martínez a la Ética a Nicómaco (Aristóteles, 2001: 10-11) y Platón,
Teeteto, 176b. Los Padres de la Iglesia que primero adoptan esta noción de phrónesis al cristianismo son
212

áreas que Platón deja pasar en silencio o trata míticamente. En este esfuerzo, Plotino se
empeña, hasta apurar los recursos del lenguaje, en su intento de acercarse a lo
inexpresable. De este modo, nos ofrece una prosa densa, elíptica y difícil, pero también
rica en imágenes de extraordinaria belleza que pretende llevar al lector a la experiencia
radical y esencial que para Plotino está más allá del universo material (Lamberton,
1986: 86)486. Resulta llamativo el hecho de que Plotino no se conforme con la simple
posibilidad “reveladora-ocultadora” del mito en el sentido platónico, es decir, con la
elaboración alegórica, y, sin embargo, recurra a las imágenes más exigentes en su
esforzada búsqueda de lo inefable.
Para entender este uso de la imagen en la prosa de Plotino, Lamberton expone
las ideas plotinianas sobre el lenguaje. Plotino considera que el lenguaje es un mediador
entre la realidad espiritual y la material. En esta mediación, la metáfora juega un papel
esencial porque en virtud de ésta se produce la transición entre estas realidades. Así,
dice Campillo que las imágenes, en la obra de Plotino, parecen suponer una quiebra del
lenguaje conceptual y una irrupción del mundo en el discurso: lo que el lenguaje lógico
no puede decir, el lenguaje metafórico puede al menos mostrarlo. De este modo, llama
la atención sobre el carácter deíctico de las metáforas plotinianas, que resulta siempre
una apelación al silencio y a la contemplación.
Se trata, en todo caso, de imágenes que ya anuncian el desarrollo del simbolismo
de Proclo, en las que más que una sustitución de tipo metafórico, se produce una
acumulación de realidades que producen un efecto reduplicador del contenido del
texto487. Este planteamiento concuerda con el propósito que, según Plotino, debe guiar
al maestro: el de enseñar a ver el mundo como imagen (Campillo, 1990: 50). Incluso en
los niveles más altos, la imagen se mantiene presente, aunque desprovista, como el
Logos en sentido amplio488, de su dimensión física –el componente sonoro-:

Tampoco hay que pensar, creo yo, que se sirvan [las almas] del lenguaje mientras están
en el mundo inteligible, si lo están del todo. Pero, aunque tengan cuerpo, si están en el cielo, allá
no habrá lugar a ninguna de las cosas de las que conversan aquí abajo debido a necesidades o
titubeos; y como realizan cada cosa ordenadamente y conforme a la naturaleza, tampoco habrá

Ireneo, Clemente y Orígenes. De Orígenes se extiende al resto de Padres de la Iglesia (cf. Lemaitre, 1951:
42).
486
Véase especialmente las imágenes de la fuente y del árbol para referirse al Uno, en Enéada III, 8, 10.
487
Véase González Vázquez, 1986: 103.
488
Plotino desarrolla en su Enéada IV una idea que, como ya hemos visto, estaba ya presente en el
Cratilo de Platón.
213

lugar a que manden ni a que aconsejen, sino que comprenderán intuitivamente lo que quieren
unas de otras, pues es un hecho que aun aquí nos es posible adivinarles por los ojos muchas
cosas aun a los que están callados. Ahora bien, allá todo el cuerpo es puro, cada uno es como un
ojo y no hay nada escondido ni fingido, sino que, antes que uno hable a otro, el otro comprende
a simple vista.
(Enéada IV, 3, 18)

Plotino reconoce, por tanto, la existencia de la comunicación en el mundo


inteligible aunque ésta se produce intuitivamente, sin la necesidad del lenguaje en su
sentido material. Se observa también en este pasaje una de las constantes de la
imaginería de Plotino: el antropomorfismo de su lenguaje al referirse a las realidades
espirituales y psicológicas. Así, dice Enrique Borrego: “en la metafísica plotiniana se
habla de deseos, de acción, de relaciones interpersonales entre conceptos. De aquí la
facilidad de confundir el lenguaje metafísico con el místico o con los mitos que usa en
su pedagogía” (Borrego, 1991: 50).
Ciertamente, la personificación de elementos psicológicos y la incorporación de
rasgos humanos a las realidades espirituales es un poderoso instrumento retórico
desarrollado y empleado sobre todo por la retórica asianista. Sin embargo, en el caso de
Plotino, tal antropomorfismo llama especialmente la atención dado el grado de
abstracción de su teoría metafísica y el fuerte componente negativo de su faceta mística.
Por eso, tal vez haya que considerar esta tendencia a la personificación desde el punto
de vista de su intención pedagógica.
Ahora bien, por lo que se refiere al uso del lenguaje para la expresión de lo
inteligible, en el sentido al que antes nos hemos referido, es necesario hacer algunas
precisiones.
La teoría del lenguaje que defiende Plotino no tiene el carácter teológico que
después sostendrá Proclo, sino que participa de las corrientes propias del platonismo
moderado sin referencias al poder mágico-teúrgico de los nombres ni al origen divino
del lenguaje (Ritoré Ponce, 1992: 212).
No obstante, Plotino no renuncia en esta investigación, recuerda Lamberton, al
uso de las etimologías porque considera que la lengua griega guarda con las cosas una
relación natural489.

489
Op. cit., p. 87.
214

El logos plotiniano es “el pálido reflejo de un Principio absolutamente


inefable490 que está más allá de él y que en él se expresa o trasluce de forma imperfecta
y degradada” (Campillo, 1990: 30); es más, como examinaremos más abajo, los
universales del Intelecto son accesibles sólo por medio de los logoi, que no los
transmiten sino, igualmente, en forma degradada. Así pues, la verdad no es susceptible
de ser enunciada, y, en este sentido, el lenguaje es, al mismo tiempo, camino y
obstáculo de la verdad: “La exposición no puede dejar de delatar la distancia, la
inadecuación, la diferencia ontológica entre el orden del pensamiento y el orden del
discurso”491. Ahora bien, en la teoría del conocimiento de Plotino existe, junto con el
conocimiento sensible y el conocimiento científico, resultado de la aplicación de los
universales en la actividad intelectiva del alma492, un tercer estadio cognitivo no
discursivo que no viene dado por el alma sino por el puro Intelecto en su
autopensarse493. En éste se excluye toda posibilidad de inferencia e incluso de transición
entre sujeto y predicado494 –recuérdese en otro sentido lo que dijimos al hablar de
Parménides y de la imposibilidad de decir del pensamiento eléata-.
Así pues, como dice Zamora Calvo, la admisión plotiniana del lenguaje para
acercarse al Uno debe seguir siempre dos reglas. Estas dos reglas complementarias son
la restricción semántica y la fuerza de la negación. La primera “consiste en la fórmula
que añade a los predicados una apariencia afirmativa, pero cuyo alcance ha de
restringirse. De este modo la expresión “como si” limita el sentido de una afirmación.”
(Zamora Calvo, 2000: 94).
Dicho esto, y sin perjuicio de lo que expondremos más detenidamente al hablar
del problema del simbolismo en Proclo, debemos examinar qué sentido, dentro del
entramado alegórico, debemos darle a este “como si”.

490
El Uno de Plotino está más allá del ser y del pensamiento. Se determina por un triple procedimiento de
negación –el Uno no es ninguna de todas las cosas-; trascendencia –el Uno está más allá de todas las
cosas-; y analogía –el Uno es, en cierto modo, todas las cosas- (Campillo, 1990: 74).
491
Ib., p. 48.
492
Ritoré Ponce habla de esta “imaginación conceptual” al referirse a la producción de imágenes del
pensamiento que, lejos de asemejarse a las imágenes pictóricas, son designadas por Plotino con el nombre
de logos, como manifestación de un original intelectivo en un modo inferior, discursivo. Frente a ésta, la
imaginación sensitiva produce una imagen que completa la percepción sensorial y de la memoria,
haciendo resurgir en ésta la imagen que el alma necesita recordar (Ritoré Ponce, 1992: 164). El logos de
la imaginación conceptual es interpretado por Jesús Igal en su edición de las Enéadas como “noción” y no
como lenguaje o fórmula verbal (Enéada IV, 3, 30 y p. 353, n. 223).
493
En la reintegración en el Nous, el alma pasa de un conocimiento discursivo a un conocimiento más
inmediato e intuitivo, en el que se estrecha la unidad –sin excluir aún cierto dualismo- entre el que conoce
y lo conocido (Louth, 1981: 46).
494
Cf., Lloyd, 1992: 165-166.
215

Ya hemos visto más arriba que podía establecerse una clara conexión entre el
mecanismo de la hyponoia y el momento de lectura e interpretación del mito que
reconstruye la simultaneidad de su referente. Aunque la alegoría mística o al menos
metafísica de Plotino no puede confundirse con la vieja alegoría física de los estoicos y
los exégetas presocráticos, es fácil convenir que el mecanismo de interpretación de
textos es el mismo, esto es, la lectura alegórica.
Sin embargo, cuando nos referimos a la utilización del lenguaje y, en particular,
de las imágenes en la obra de Plotino, debemos concretar si este “como si” es asimilable
al sustrato metafórico de la alegoría retórica, tal como vimos al estudiar la alegoría
como figura de pensamiento. En principio, parece obvio que existe una clara diferencia
de naturaleza entre ambas, porque la metáfora tiene su origen en la proporcionalidad
entre los objetos a partir de la cual se establecía una relación analógica entre ellos. En
cambio, en el caso de la imagen en la concepción plotiniana, se parte de una limitación a
esta proporcionalidad que da lugar no a una relación directa sino condicionalmente
analógica495.
Cabe, por tanto, hablar de dos momentos en el proceder retórico de Plotino en
cuanto a su uso alegórico del lenguaje. En un primer momento Plotino establece un
límite, por la imposibilidad de una traducción fiel del lenguaje físico de lo que percibe
en el Intelecto, que rompe la cadena de las analogías y, con ello, la posibilidad de
sustituir metafóricamente los objetos a partir del concepto de proporción; en un segundo
momento, sobre el establecimiento de este límite, se construye una analogía de segundo
grado, basada no en la proporcionalidad sino en la condición suspensiva del límite antes
establecido.
Este proceder es plenamente coherente con las teorías sobre el lenguaje y el
conocimiento antes expuestas. Por una parte, hemos dicho que el propósito de Plotino
es el de mostrar el mundo en cuanto imagen. En este sentido, es fácil deducir que el
carácter condicional de la imagen plotiniana tiene como objeto eludir el simulacro que
supondría la imagen tradicional de naturaleza proporcional. El “si” condicional sobre el

495
Plotino, no obstante, reconoce, parafraseando a Platón en el Timeo, que la analogía sirve de cohesión a
todas las cosas. Las cosas son semejantes las unas a las otras de algún modo. A continuación, aclara el
sentido de esta analogía: “Ahora bien, la analogía consiste en esto: en que lo peor es a lo peor como lo
mejor es a lo mejor.” (Enéada III, 3, 6, 29-30).
216

que se sustenta la comparación cumple la tarea de evitar el simulacro del lenguaje tan
denostado por el propio Platón496.
De este modo, la comparación no se establece en virtud de la mímesis en sentido
estricto sino de una ficción mimética que se revela como tal497. La imagen llama la
atención, antes que sobre el objeto al que se refiere, sobre su propia naturaleza de
imagen de tal forma que, por una parte, evita toda confusión con el objeto aludido; pero,
por otra, trae al discurso ese mismo objeto aunque no sea sino a través de esta
imposibilidad de decirlo directamente.
Es preciso añadir que, a nuestro juicio, esta imagen no es una imagen tomada de
las sensaciones percibidas por los sentidos, sino una imagen derivada de la imaginación
conceptual, como manifestación en el orden inferior del discurso de un original del
orden intelectivo. En efecto, los logoi que el alma contempla, emanados de la
Inteligencia, no son directamente los universales sino sus imágenes. Éstos son el
contenido de la actividad intuitiva de la facultad intelectiva. No obstante, el desarrollo
concreto de estas imágenes es, en numerosas ocasiones, puramente alegórico. Así puede
comprobarse en el siguiente ejemplo, en el que de nuevo se aprecian la abundancia de
los elementos antropomórficos:

Aquel [el Uno] en cambio, está sentado y entronizado encima de la Inteligencia cual
sobre un bello pedestal suspendido de aquel. Porque aquel, en el cortejo, no debía marchar
detrás de algo inanimado, ni siquiera inmediatamente detrás del Alma. Antes que él debía
desfilar una “Belleza imponente”, del mismo modo que498, en el cortejo de un gran rey, abren
marcha los menos importantes; detrás de ellos avanzan otros más y más importantes, más y más
augustos. Los cercanos al rey son ya más regios. Luego los más estimados después del rey.
Detrás de todos ellos aparece de súbito el gran rey en persona, y cuantos no se adelantaron a
marcharse satisfechos con las apariciones anteriores a la del rey, le suplican y adoran.
(Enéada V, 5, 3)

496
Porfirio, en su Vida de Plotino, describe muy gráficamente el desprecio de Plotino por la imagen
simulacro al atribuirle la siguiente contestación a la propuesta de ser retratado: “¿Es que no basta con
sobrellevar la imagen con que la naturaleza nos tiene envueltos, sino que pretendes que encima yo mismo
acceda a legar una más duradera imagen de una imagen, como si fuera una obra digna de
contemplación?” (Porfirio, 1982: 129).
497
Ritoré Ponce dice que Plotino emplea la teoría de la mímesis para explicar la relación entre los
distintos niveles de la realidad (1990: 178). Esto no es contradictorio con lo que aquí venimos
exponiendo. Ciertamente, a diferencia de lo que ocurrirá con el símbolo de Proclo, la imagen plotiniana
está basada en una relación de semejanza. Lo que ocurre es que esa relación se desarrolla a partir de la
suspensión de la conciencia de las limitaciones del lenguaje para traducir una experiencia que no puede
considerarse verbal.
498
El subrayado es nuestro.
217

En esta complejísima alegoría pueden verse algunos de los rasgos más


destacados de la alegoría retórica plotiniana. En primer lugar, Plotino introduce la
primera hipóstasis -el Uno- con rasgos majestuosos y la sitúa sobre la segunda –la
Inteligencia-. Sin embargo, es de destacar que, aunque utiliza expresiones metafóricas –
“entronizado” y “pedestal”-, la sustitución alegórica aún no se ha producido
completamente, pese a los señalados rasgos humanizadores, porque el Uno, la
Inteligencia, lo inanimado y el Alma aparecen como tales. Pero, a partir de la cita de
Platón –“Belleza imponente”- y de la introducción del “como si”, en este caso concreto
“del mismo modo que”-, la alegoría se despliega plenamente, mediante la escenificación
de un cortejo regio en el que los súbditos se colocan en determinada posición con
respecto al rey.
La entrada del mundo en el discurso que supone la metáfora y que, como hemos
visto, se prolonga, sin el soporte físico del sonido, incluso en el orden intelectivo,
procede de éste y no de la sensación. En este sentido, Trouillard ha llamado la atención
sobre la novedad que supone el hecho de que Plotino haya otorgado a la imaginación un
papel activo como centro de las meditaciones. Esta función se relaciona, siempre en
opinión de Trouillard, con la producción de símbolos que dotan de figura a lo inefable
(Ritoré Ponce, 1990: 166)499.
En resumen, Plotino distingue, por una parte, entre el Uno inefable y, por otra, el
Intelecto. Ambos, de un modo u otro tienen presencia en el alma, por lo que ambos,
también de formas diferentes pueden ser objeto de contemplación mística, en sentido
amplio500. El Intelecto es ajeno al lenguaje en su dimensión física pero no, en cierto
modo, a la comunicación. En virtud de esta dimensión comunicadora, y gracias a la
imaginación conceptual, ofrece al alma las imágenes degradadas de las Formas, por
culpa de las limitaciones propias del lenguaje. Estas imágenes, por lo tanto, no tienen su
origen en la imaginación sensorial ni son producto del conocimiento científico del
mundo, resultado de la aplicación de los universales originados en el pensamiento a la
experiencia501. De esta manera, la imagen, limitada y reducida por las pocas

499
La actitud plotiniana es coherente con el fragmento 108 de los Oráculos caldeos: “El intelecto paterno
ha sembrado símbolos en las almas.”
500
Cf. Enéada III, 8 y V, 5, 1.
501
Esta postura respecto a los universales se hará más evidente en Porfirio. Por esto, ha sido considerado
frecuentemente como nominalista o, al menos, como precedente del nominalismo. No obstante, dice
Lloyd que el nominalismo de los pensadores neoplatónicos debe ser matizado, porque, aunque casi todos
218

posibilidades del lenguaje frente al Intelecto, no debe hacer olvidar al lector su


naturaleza, para evitar caer en el simulacro. Plotino alerta una y otra vez del peligro de
la imagen. La falsedad de la imagen no es obstáculo para que se establezca una
semejanza entre las imágenes reflejadas y los objetos que las reflejan502. A esta
semejanza se debe la peligrosa atracción de las imágenes. Así se revela en su lectura
alegórica del mito de Narciso:

Porque al ver las bellezas corpóreas, en modo alguno hay que correr tras ellas, sino,
sabiendo que son imágenes y rastros y sombras, huir hacia aquella de la que éstas son imágenes.
Porque si alguien corriera en pos de ellas queriendo atraparlas como cosa real, le pasará como al
que quiso atrapar una imagen bella que bogaba sobre el agua, como con misterioso sentido, a mi
entender, relata cierto mito: que se hundió en lo profundo de la corriente y desapareció.
(Enéada I, 6, 8, 5-10)503

Pero, contra esta ceguera de la imagen, Plotino entiende que existe otro modo de
contemplación de sí mismo que trasciendo la radical relación “sujeto / objeto” y se
adentra en el terreno del ensimismamiento místico:

Pero si alguno no es todavía capaz de verse a sí mismo cuando poseído por el dios
proyecta, para verlo, el objeto de su visión, se proyecta a sí mismo y mira una imagen
embellecida de sí mismo. Mas si prescinde de esa imagen, por bella que sea, aunándose consigo
mismo y deja de escindirse por más tiempo, se hace una sola cosa a la vez que todas las cosas en
compañía de aquel dios calladamente presente, y está con él cuanto puede y quiere.
(Enéada V, 8, 11)

Desde el punto de vista místico y por lo que se refiere a la contemplación de la


Inteligencia504, es necesario subrayar que en el pensamiento de Plotino, al contrario de
lo que sucedía en la teología de los gnósticos505, el Alma juega un papel fundamental
como enlace entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Zamora Calvo recuerda que
Plotino dice que “existe un mundo repleto de perfección y belleza, el reino de Crono

ellos negaron la existencia de los universales fuera del pensamiento, ninguno de ellos, ni siquiera Porfirio,
los asocio a las meras expresiones, como ocurre con el nominalismo estricto (Lloyd, 1992: 69).
502
Enéada III, 6, 7, 40.
503
Narciso es también aludido en otros pasajes de las Enéadas. Véase, por ejemplo Enéada V, 8, 2. En
modo parecido, véase su lectura mística de la Odisea, en particular del apartamiento de Ulises de Calipso
y Circe, en este mismo capítulo de la Enéada I (Enéada I, 1, 6, 8, 15-20).
504
Cf. Plotino, 1982: 97.
219

que no nos es extraño, pues su hijo Zeus ha sido el encargado de revelárnoslo (...) Así,
el Alma transmite al mundo sensible los logoi, imágenes de los inteligibles que
contempla en el interior de la Inteligencia”506.
Pero la clave de la construcción plotiniana que estamos estudiando, procede de
la inefabilidad del Uno, y, de la posibilidad paradójica de la unión mística del alma con
él507. El Uno plotiniano, que alegóricamente ha comparado con Urano, es anterior a la
Inteligencia y fundamento de ésta508. Esta distinción entre el Uno y la Inteligencia
enfrenta a Plotino con la identificación aristotélica entre el Ser supremo y la Inteligencia
(Metafísica, 1074b)509.
Cuando advertimos anteriormente que las imágenes plotinianas nacían de la
interrupción de la cadena de la analogía nos referíamos precisamente a esta diferencia
respecto a la teología aristotélica510. Plotino recurre a la teología negativa derivada del
Sofista de Platón que, a diferencia del Poema de Parménides, concibe el no-ser, no
como nada, sino como alteridad (Plotino, 1982: 42). De este modo, el Uno es inefable
porque es “lo siempre otro”.
A pesar de este claro precedente platónico, creemos que puede encontrarse en la
definición de infinito de la Física aristotélica511, un claro antecedente del Uno
plotiniano. En efecto, Aristóteles afirma que lo infinito no es aquello fuera de lo cual no
hay nada, sino aquello fuera de lo cual siempre hay algo. Así algo es infinito cuando
siempre se puede tomar una parte más de ella pese a lo que ya se haya tomado. El
infinito es incognoscible e ilimitado. El todo, por el contrario, es algo completo en sí
mismo, esto es, aquello fuera de lo cual no hay nada. Ahora bien, -y aquí Aristóteles
recuerda expresamente a Parménides-, pese a que el infinito y el todo son opuestos,
existe también una semejanza entre ambos que hace que algunos hayan llamado “todo”
al infinito, porque éste es potencialmente aquel. En este paralelismo entre infinito y todo

505
Plotino dedica un amplio espacio a la oposición a las teorías gnósticas en Enéada II, 9, 33.
506
Zamora Calvo, 2000: 107-108. Véase Enéada V, 1, 7.
507
O´Meara ha defendido una concepción plotiniana de la experiencia mística consistente no tanto en el
arrebato místico, como en un estado místico habitual (cf: O´Meara, 1974).
508
Plotino dice que la Inteligencia procede del Uno-Bien como destello emanado de aquel, a modo de
irradiación circular como el halo luminoso que aureola al sol (Plotino, 1982: 44).
509
Para ver las analogías y diferencias entre la Inteligencia de Plotino y el Dios de Aristóteles, véase
Plotino, 1982: 48-49.
510
Recordemos que la teoría de la analogía entis es una respuesta al fundamento metafórico de la teoría
de la participación platónica. Plotino acepta lo que Platón dice en el Timeo respecto a la participación: “El
universo de aquí no es Inteligencia y Razón como el de allá, sino partícipe de Inteligencia y de Razón”
(Enéada III, 2, 39, 30).
511
Cf. Física, 207a.
220

así como en la descripción de las cualidades del infinito puede verse algún antecedente
de la utilización “negativa” de las imágenes en el neoplatonismo.
Pero, es necesario advertir que la vía negativa no es suficiente en este proceso,
porque podría confundirse el Uno con la materia que también es no-ser, aunque ahora
en el sentido de privación absoluta512. Por eso es necesario abrir la vía a la explicación
analógica513.
Pero este Uno, que es inefable e ininteligible, es, sin embargo objeto de amor y
añoranza no sólo por parte de la Inteligencia, que lo contempla a través de la
multiplicidad de sus Formas514, sino por parte del alma misma.
El Uno puede ser objeto de contemplación mística “en el centro del alma”515,
despojada de todo, incluso de sus facultades intelectivas; esta unión supone, en opinión
de Plotino, la superación de la radical soledad humana516:

Y el alma que tiene el amor a punto, no aguarda el aviso de las bellezas de acá, sino que
teniendo el amor, aunque desconozca que lo tiene, anda siempre en busca de aquel y, anhelando
dirigirse hacia él, mira desdeñosamente las cosas de acá, y al ver las bellezas que hay en el
universo de acá, las mira desdeñosamente porque las ve sumidas en carnes y cuerpos,
mancilladas por su presente morada y dispersas en magnitudes (...). Mas al verlas, además,
correr y pasar de largo, se percatan ya plenamente de que aquella belleza que se difundía en
ellas les venía de otro. Y luego ya se pone en marcha hacia allá, siendo como es ducha para
hallar a su amado, y no ceja hasta apresarlo.
(Enéada VI, 7, 31)517

512
Cf. Enéada III, 8, 10.
513
Op. cit., p. 44. Véase el examen de la naturaleza del mal realizado por Plotino en la Enéada II, 1, 3.
514
Plotino, 1982: 46.
515
Enéada III, 8, 9. Blumenberg se ha hecho eco de la utilización de expresiones geométricas,
especialmente el “centro” y la “esfera” en el contexto teológico neoplatónico. De este modo, recoge las
conclusiones de Dietrich Manhnke en su ensayo “Esfera infinita y centro universal. Contribuciones a la
genealogía de la mística matemática” de 1937, en el que éste subraya que la infinitización de los símbolos
geométricos de la esfera y del círculo los convierte en medios de expresión idóneos para la mística
(Blumenberg, 2003: 229). La visión negativa que el pensamiento griego había tenido del infinito hizo que
éste se aplicara únicamente al no-ser (op. cit., p. 231), mientras que la esfera se consagra en el Timeo
como la expresión óptima de la creación demiúrgica. Ahora bien la teología negativa neoplatónica, y en
concreto, la concepción del Uno como no-ser, rasgo que comparte con su opuesto, la materia, planteó
acaso la necesidad de reunir conceptualmente ambos opuestos, dando lugar a “la esfera infinita misma” y
desarrollando, siguiendo este proceder geométrico, la idea del centro del alma en el que reside el Uno.
516
Cf. Borrego Pimentel, 1994: 205. Las similitudes entre esta concepción plotiniana de la unión mística
y la Llama sanjuanista son evidentes. Más aún, cuando Plotino describe la contemplación de la
Inteligencia, dice lo siguiente: “Porque lo que uno acoge dentro del alma, que es razón, ¿qué otra cosa
puede ser sino razón silenciosa? Y cuanto más adentro, tanto más silenciosa. Porque el alma entonces se
mantiene sosegada y no busca nada.” (Enéada III, 8, 6). Para un estudio más detallado de la experiencia
mística plotiniana, véase Louth, 1981: 48-51. Para las diferencias -insalvables- entre la mística de Plotino
la mística cristiana de San Juan de la Cruz, véase la segunda parte de este trabajo.
221

Así pues, volviendo a los aspectos retóricos del pensamiento plotiniano,


podemos decir que la metáfora plotiniana es de naturaleza y origen diferentes a la
metáfora de las retóricas clásicas. Esto no obstante, Plotino no duda en utilizar, dentro
de este contexto metafísico, la personificación, con los mismos propósitos
dramatizadores que habíamos analizado al estudiar la alegoría en la Retórica a Herenio
y las demás retóricas latinas. En la parte octava de la Enéada III, “Sobre la naturaleza,
la contemplación y el Uno”, una de las partes de más alto contenido místico de la obra
plotiniana, Plotino hace intervenir a la Naturaleza y la hace hablar en un momento
fácilmente identificable con las tendencias dramatizadoras de la retórica asianista518.
Ahora bien, queda en el aire dilucidar si estas diferencias de orden metáfisico
afectan al género de interpretación que reclama el discurso concreto. A esta cuestión
creemos que debe contestarse negativamente. A nuestro juicio, estos apriorismos
neoplatónicos no afectan a la exégesis de los textos construidos sobre estas imágenes y
alegorías, del mismo modo que, como hemos señalado más arriba, la exégesis
neoplatónica, aunque diversa, en cuanto a sus resultados, de la hyponoia estoica,
comparte con ésta los mismos mecanismos y principios interpretativos.
Porfirio, discípulo de Plotino desde aproximadamente el año 263 d. C., biógrafo
y editor de su obra, es, ante todo, el autor de uno de los textos alegóricos más
importantes de este periodo: El antro de las ninfas. Porfirio, siguiendo la estela
neoplatónica de su maestro por una parte, y su tendencia a fusionar estas corrientes
platónicas con el aristotelismo519 por otra, distingue dos tipos de arte imitativa. La
primera es la que representa objetos y hechos del mundo; la segunda es la que se aparta
del mundo sensorial e imita la realidad superior (Lamberton, 1986: 122). De
conformidad con esta segunda categoría artística, Lamberton señala que la exégesis de
Homero acometida por Porfirio trata de encontrar en cada una de sus frases nuevas
muestras de una verdad localizada más allá del sentido aparente de las palabras520. Nos
encontramos, por lo tanto, en el contexto interpretativo de la hyponoia. Esto no

517
Véase otra alegoría de la contemplación extática en Enéada VI, 7, 35. Para la contemplación del Uno y
el éxtasis de amor véase Enéada VI, 9, especialmente el capítulo 9.
518
Cf. Enéada III, 8, 4.
519
El sincretismo de Porfirio es uno de sus rasgos distintivos: el platonismo, la influencia pitagórica y
peripatética, la tradición homérica y hesiódica, incluso el Antiguo Testamento están presentes en sus
escritos. Para Buffière, Porfirio fue ante todo un vulgarizador de las corrientes pitagóricas de Numenio y
Cronio (Porfirio, 1989: 211).
520
Ib., p. 123. Porfirio se esfuerza, a lo largo de su comentario del Antro de las ninfas, por persuadirnos
de que su interpretación coincide con el propósito de Homero (cf. Porfirio, 1989: 211).
222

obstante, es necesario reconocer con Lamberton que el esfuerzo exegético de Porfirio


pasa por atribuir a los hexámetros homéricos unos rasgos que pretenden alejarse de la
conocida intención alegorizadora ya explorada por los estoicos:

The effect is cumulative, and one has the impression that Porphiry is, by sheer weight of
evidence, winning himself away from his scepticism in the direction of a genuine faith in the
coherence of the passage as a statement of great complexity, neither historically mimetic nor
mere poetic license but imitating a transcendent reality.
(Lamberton, 1986: 123)

Pépin ha estudiado las características del estilo exegético de Porfirio. Entre ellas
ha destacado el pluralismo alegórico, es decir, el reconocimiento de que un mismo
elemento pueda tener diversos sentidos alegóricos: místico, físico o moral. En segundo
lugar, ha hecho ver cómo Porfirio, en sintonía con los defensores anteriores de la
alegoría, defiende su valor protéptico y reconoce el absurdo como síntoma de la
naturaleza alegórica de un texto521.
El antro de las ninfas es la extensa interpretación mística de Odisea XII, 102-
112. En estos versos, Homero describe la gruta en la que Ulises escondió sus tesoros. El
objetivo de Porfirio es la lectura de este pasaje a la luz de las teorías neopitagóricas de
Numenio y de las enseñanzas desprendidas de los libros VII y X de la República de
Platón –en lo relativo a las alegorías de la Caverna y de Er-.
Para Porfirio, la gruta de la Odisea es, en primer lugar, un lugar real, existente,
y, en segundo lugar, una representación alegórica del cosmos (Porfirio, 1989: 202) 522.
Para defender la realidad histórica de la cueva –negada por Cronio-, Porfirio apela al
testimonio de Artemidoro de Éfeso. Dice Lamberton que con esta defensa de la realidad
histórica de la gruta, Porfirio destruye la lógica alegórica del relato homérico, aunque
seguidamente trate de restituirla advirtiendo que este extremo no tiene importancia. Pero

521
Cf. Porfirio, 1989: 200.
522
La trayectoria de la metafórica de la caverna desde Empédocles hasta Porfirio, pasando por Platón
puede verse en Blumenberg, 2003: 167 y ss. y sobre todo en Blumenberg, 2004. En éste último libro
observa las diferencias existentes entre la caverna platónica, alegoría del submundo del que uno llega a
ser liberado y elevado a las alturas, y la caverna de Porfirio como alegoría del cosmos. La fuente, otro de
los elementos alegóricos presentes en ambos autores representa en el Fedro el entusiasmo divino de
Sócrates que rechaza la retórica de Lisias y en la alegoría de Porfirio el origen de la vida y del alma,
fundamental para que su caverna pueda ser representación del cosmos, frente a la platónica en la que falta
este elemento del agua (pp. 198-199). En el caso de la caverna, dice Meredith que, en su revisión del
mito, Porfirio pretende enlazar filosofía y religión, en los términos vistos anteriormente, sin que este
223

esta vaguedad respecto a la realidad de la cueva, nos arroja a nuevos problemas en el


ámbito de la exégesis alegórica: “We do not know to what extent we are explicating a
Homeric text with a complex structure of meaning and what extent we are exploring the
symbolism of a real shrine accurately described by Homer” (Lamberton, 1986: 125).
A nuestro juicio, la cuestión del sentido literal en los términos planteados por
Porfirio no carece de importancia. Así, la causa que justifica la necesidad de la
interpretación alegórica es el hecho de que el sentido literal es inadecuado porque la
narración de la que se deriva no es totalmente creíble como historia ni como ficción523.
Sin embargo, para las necesidades hermenéuticas de Porfirio la realidad o no del objeto
de la interpretación termina siendo indiferente. Esta indiferencia de la realidad concreta
de la cueva, trascendida y desbordada por el sentido figurado de carácter espiritual hace
que la idea de la alegoría sufra una revolución interna524. De esta forma, Porfirio
desarrolla las intuiciones plotinianas y neopitagóricas del mundo como imagen de las
realidades inteligibles y parece adelantar el concepto cristiano medieval del mundo
como libro. Por eso, debe revalorizar el sentido literal del texto, de conformidad -
aunque de forma más atenuada- a lo que sus contemporáneos cristianos están haciendo
respecto de los textos bíblicos, hecho que resulta extraño a la antigua interpretación
alegórica griega.
Para explorar el sentido alegórico del pasaje, Porfirio recurre a poner en
evidencia el sentido enigmático de los versos homéricos. De este modo, Porfirio se
apoya en el argumento de verosimilitud, bien conocido de la retórica desde sus orígenes.
Sin embargo, conviene advertir que Porfirio utiliza este argumento precisamente contra
la naturaleza retórica de la descripción homérica. Así, dice cuando Homero dice que la
cueva, que tiene dos entradas, una para los hombres y otra para los dioses, no puede
estar usando de una licencia poética porque no es creíble, esto es, no es verosímil, que
nadie haya podido contruir dos caminos uno para dioses y otro para hombres (Porfirio,
1989: 220). A raíz de este elemento enigmático, Porfirio desarrolla su exégesis mística.
El argumento fundamental es de carácter histórico-metafísico: los antiguos consagraron
cuevas al cosmos por razón de su analogía –la cueva es de la misma naturaleza de la
tierra, rodeada de roca uniforme, cuyo interior es hueco y su exterior se pierde en la
masa ilimitada de la tierra-. Así, también Platón ha representado el cosmos mediante

esfuerzo suponga, al menos en apariencia, un apartamiento completo de la tradición platónica (Meredith,


1993: 52-53).
523
Véase Meredith, 1985: 424.
524
En el capítulo siguiente analizaremos este problema en la obra de Filón de Alejandría.
224

una caverna; por último, también los teólogos hacen a las cavernas el símbolo de la
esencia inteligible por ser invisible a los sentidos y por la solidez y firmeza de su
esencia525.
A partir de estos presupuestos, Porfirio va desmenuzando el texto y analizando
pormenorizadamente cada metáfora -o lo que él toma por tal-, asignándole un
significado extraído de su propio horizonte cultural. En este proceso, el enigna
desaparece por completo. Todo se desoculta, se descodifica en función de una clave
mística predeterminada.
Respecto del proceder exegético de Porfirio ha dicho Blumenberg:

Porfirio sólo tiene puesta la vista en el magro párrafo de Homero que describe la gruta.
Trabaja en él como el exégeta alegórico de textos sagrados en sus pasajes, trabajados desde
mucho tiempo atrás pero cortados sin embargo en secciones cada vez más exiguas y cada vez
más separadas de su contexto por el aislamiento de los fragmentos. Así consigue que cada
palabra esté grávida de significados.
(Blumenberg, 2004: 201)

De esta manera, la fragmentación del texto y el aislamiento de las palabras e


imágenes producen la desorientación del sentido del pasaje desmembrado, en el que las
posibilidades expresivas de las palabras, previamente vaciadas de su significación
concreta, se multiplican en diversas direcciones, de las que el exégeta va seleccionando
y terminando de moldear las que se avienen a sus postulados hermenéuticos y
filosóficos. El exégeta crea el enigma que se propone interpretar a partir del aislamiento
de los diversos elementos del texto. Los elementos contradictorios que, desde el punto
de vista literal y alegórico, se dan cita en la descripción de la cueva y en las evocaciones
que los versos de Homero suscitan en el lector son explicados por Porfirio de acuerdo a
los postulados neoplatónicos:

Just as the human being exists on multiple levels –soul in all its complexity, and beyond
soul, mind- so perception is possible on these various levels. In terms of our everyday
perceptions, the cave is “lovely”, that is to our normal fragmented perceptions, it offers the
pleasing spectacle of form imposed on inert matter (...). It thus intimates a higher reality –that of
forms- and so gives us pleasure. At the same time, “seen from the point of view of one who sees
more deeply into it and penetrates it by the use of mind, it is “murky”. The multiple valid

525
Ib., pp. 224-226.
225

perspective and modes of perception implied by such an epistemology are at the core of
Neoplatonism´s perception of meaning in the literary artefact, as indeed in any other object in
the universe, or in the universe itself.
(Lamberton, 1986: 127)

De entre todos los elementos alegóricos examinados en el libro, el olivo plantado


en un extremo de la gruta adquiere una enorme importancia como símbolo de la
sabiduría divina526:

Árbol de hoja perenne, el olivo ofrece una peculiaridad muy apropiada para las
vicisitudes de las almas en el mundo, a las que la gruta está consagrada. En verano presenta lo
blanquecino de sus hojas, mientras que en invierno cambia la parte más blanquecina. Por esta
razón, en las plegarias y súplicas se lleva delante ramos de olivo, augurando que se les va a
mutar las tinieblas de los peligros en claridad. El olivo, pues, tiene la propiedad por naturaleza
de conservarse siempre verde, produciendo un fruto alivio de nuestras fatigas; está consagrado a
Atenea, de él se ofrece la corona a los atletas victoriosos, y de él el ramo propiciatorio a los
suplicantes. Está gobernado el cosmos asimismo por una naturaleza inteligente, conducido por
una sabiduría eterna y siempre floreciente, de la que provienen también los premios a los atletas
de la vida y el remedio de nuestras muchas fatigas, y el que recobra a los desdichados y
suplicantes es el demiurgo que mantiene unido al mundo.

Lo que puede sorprender de esta exégesis alegórica es que en la propia


interpretación está tanto el comentario como su objeto. En efecto, de la simple mención
aislada y separada del contexto del olivo en el poema de Homero, se pasa a una larga
enumeración de rasgos del árbol, tanto desde el punto de vista fisiológico como cultural.
Porfirio recurre a estos elementos heterogéneos para construir una coartada a su
comentario místico.
Sin embargo, aunque es reconocible el esfuerzo del autor por dotar al pasaje del
esquema de la alegoría como metáfora continuada, es también evidente que tanto la
cadena analógica vertical como la horizontal son mucho más débiles que en ejemplos
vistos anteriormente527. Por una parte, desde el punto de vista vertical, la ya advertida
mezcla de elementos culturales, religiosos y físicos debilita la cadena del plano
figurado, afectando en lo que corresponde, y en la misma proporción, al plano real.

526
Ib., pp. 244-245.
527
Véase el ejemplo de Numenio comentado en este mismo capítulo.
226

Pero, además, la conexión horizontal, entre las diferentes metáforas, tampoco parece my
firme. Las explicaciones son vagas, demasiado generales y, a menudo, basadas en otras
metáforas enunciadas sin justificación –es el caso, por ejemplo, de los “atletas de la
vida” o el falso paralelismo entre el plano metáforico en el que se destaca la naturaleza
perenne de la hoja del olivo con la sabiduría divina eterna y siempre floreciente: la
debilidad de esta asociación se pone de relieve al desplazar la analogía entre los planos
de los sustantivos a los adjetivos: en efecto, no existe correlación entre la hoja del olivo
y la floreciente sabiduría divina, sino entre uno de sus atributos: a la perennidad de la
hoja del olivo corresponde la eternidad de la sabiduría divina-.
Entre las páginas 245 y 247 de la edición que manejamos, Porfirio desarrolla la
lectura puramente mística no sólo del pasaje en cuestión sino de la Odisea en su
conjunto, haciéndose eco de la interpretación de Numenio para quien “la Odisea
simboliza el hombre que atraviesa las sucesivas etapas de la generación hasta volver
entre los que están libres de toda agitación de las olas e ignoran el mar (...) sinónimos
del mundo material”528. Porfirio termina el comentario defendiendo sus conclusiones
místicas y refiriéndose a Homero en unos términos que no pueden dejar de recórdar las
hiperbólicas razones del pseudo-Heráclito:

No se debe pensar que interpretaciones de este tipo son forzadas y verosimilitudes


plausibles propias de gentes ingeniosas, sino que, si se tiene en cuenta la sabiduría antigua, la
vasta inteligencia de Homero y su justeza en toda virtud, es imposible rechazar la idea de que
bajo la forma mítica aludió enigmáticamente a imágenes de realidades más divinas. No hubiera
podido forjar toda la historia felizmente si no hubiese modelado su ficción a partir de ciertas
verdades. Pero de esta cuestión dejemos su tratamiento para otra obra y del antro, tema de este
estudio, finaliza aquí nuestra interpretación.
(Porfirio, 1989: 247)

La actitud de Juliano y Salustio respecto a la interpretación alegórica es un claro


indicio de la absorción de este método exegético por parte del cristianismo. En efecto,
Juliano rechaza la alegoría por este motivo, mientras que Salustio reconoce que el mito
es eficaz en la transmisión de la verdad, sobre todo a los que aún no están preparados
desde el punto de vista filosófico529. Ahora bien, Salustio considera que el mito habla de
forma diferente a los sensatos que son capaces de interpretarlos adecuadamente que a

528
Ib., p. 246.
227

los demás. En este sentido y, a partir del mito de Crono, Salustio establece las siguientes
especies de mitos, que, como resulta evidente, corresponden a otras tantas posibilidades
de lectura alegórica: en primer lugar, aparecen los mitos teológicos que expresan la
esencia de los dioses. Con el mito de Crono devorando a sus hijos, se hace ver cómo
Dios vuelve siempre adentro de sí mismo. A continuación, Salustio habla de los mitos
físicos. Así, este mismo mito de Crono representa la acción del tiempo en el mundo
devorando los días. Por otra parte, es posible la lectura psíquica del mito, atenta a las
acciones del alma misma: Crono respecto a sus hijos representa los actos del
pensamiento que, aunque se refieren a otros objetos, permanecen dentro del que los ha
engendrado. Una última lectura del mito es la material que considera dioses a los
cuerpos y que Salustio atribuye a los egipcios530. En este caso, el autor no expone una
lectura material del mito de Crono, aunque los ejemplos que ofrece evidencian que se
está refiriendo al tipo de alegoría que desde Teágenes hemos venido denominando
alegoría física. Además, Salustio habla de los mitos mixtos, formados por la
combinación de los anteriores y termina diciendo: “Entre los mitos, los teológicos
convienen a los filósofos, los físicos y los psíquicos a los poetas, y los mixtos a los ritos
de iniciación, puesto que toda iniciación pretende también ponernos en contacto con el
Mundo y los Dioses” (Salustio, 1989: 286).
El neoplatonismo último, representado por Proclo, ya en pleno siglo V –Proclo
nace en 410 y muere en 480-, se caracteriza por el aumento del valor concedido al ritual
en la vertiente religiosa de este pensamiento. De este modo, si bien admite la existencia
de las tres hipóstasis, el Uno, la Inteligencia y el Alma, y admite su localización en el
microcosmos humano, tiene tendencia a considerar más inaccesibles que Plotino a las
hipóstasis superiores; incluso cuando se ocupa de la unión mística con el Uno, distingue
entre el Uno verdadero, más allá de la existencia, y el Uno existente del que emana la
realidad.
De esta forma, la teología negativa tiene en Proclo un defensor mucho más
radical que Plotino. La teología plotiniana miraba, en este aspecto negativo, al
Parménides platónico531, de igual modo que, en su aspecto positivo, atendía al Timeo.
Proclo, por su parte, advierte que el Bien no sólo carece de atributos –incluyendo la
belleza-, sino que además, la propia idea de atribución le es ajena. En consecuencia, las

529
Cf. Salustio, 1989: 282.
530
Véase Murria, 1956: 205.
531
Proclo entiende la negación del Parménides como negación de la negación (Trouillard, 1972: 135).
228

nociones de ser, no-ser, el vacío o lo lleno, la afirmación y la negación deben ser


desechados como términos derivados (Trouillard, 1981: 303)532. Para eludir toda posible
significación, la negación debe ser entendida como retorno a sí misma, en palabras de
Trouillard, “une reprise de soi à l´origine” (Trouillard, 1972: 137).
Esta naturaleza radicalmente negativa del Uno afecta, como es lógico, a la
constitución del alma y al proceso místico. Trouillard recoge las palabras de Proclo en
unos términos que no pueden dejar de recordar las sentencias sanjuanistas de Monte de
perfección:

Mais pour réaliser le tout il fallait antérieurement dégager le “rien”, puisque chaque
position a pour cause la négation correspondante. Et c´est ce que faisait la première hyposthèse
qui est intégralement négative. (...) Ainsi il semble que pour se former elle-même l´âme doive
traverser la nuit de la première hypothèse et l´illumination de la seconde533.
(Trouillard, 1972: 133)

Para superar la contradicción que supone la colocación de algo inafirmable como


fundamento de todo534, Proclo recurre a la fe (pistis)535. Pero no se trata de una fe en
unas verdades determinadas, sino, como precisa Trouillard, es una fe que sitúa el alma
en la absoluta indeterminación divina: la fe despierta la raíz del alma que busca la unión
con el Bien. En esta búsqueda interior, el alma recorre, como veremos seguidamente, el
camino de los símbolos536.
Para plantear el problema del simbolismo en el pensamiento de Proclo y
dilucidar si constituye un fenómeno diferente a la alegoría, y si esta diferencia es
sustancial o accidental de forma que, en tal caso, fuera posible hablar del símbolo como
un tipo especial de alegoría, es necesario examinar algunos aspectos de la construcción
neoplatónica de su pensamiento. En primer lugar, debemos detenernos en su teoría del
lenguaje, de la que se origina su concepción del símbolo. A continuación es importante

532
Es en esta concepción extrema de la teología negativa en la que Breton establece las principales
diferencias entre el Uno de Proclo y el Único como Dios del cristianismo. En efecto, el Único cristiano no
resulta inefable, es más, la posibilidad de ser sujeto de atribución hace al Único cristiano, desde un punto
de vista político y social -al que por las especiales circunstancias de su momento histórico es muy
sensible el neoplatonismo-, intransigente y sectario (Breton, 1981: 313).
533
Se refiere, evidentemente, a la Inteligencia o Noûs.
534
Véase un planteamiento moderno y de radicalidad similar en Heidegger, 2003a.
535
Breton discute esta exigencia de la fe como pistis y prefiere aproximarla a la idea mística de
reminiscencia y unión con el Bien (op. cit., p. 321). Como se verá en los capítulos siguientes, la mística
cristiana de Gregorio de Nisa y Dionisio Areopagita también conceden a la fe un valor decisivo en el
proceso místico.
536
Op. cit., 304.
229

relacionar su teoría lingüística con sus ideas religiosas, en particular, con su concepción
del mito y la teúrgia. Finalmente, analizaremos sus ideas sobre el símbolo en el seno de
esta doctrina.
Con relación al primer aspecto del que debemos ocuparnos, la teoría del lenguaje
de Proclo, resulta fundamental el análisis de su comentario al Cratilo platónico. De la
importancia de esta obra y de su carácter en cierto modo epigonal da cuentas Ritoré
Ponce al decir:

El comentario de Proclo sobre al Cratilo (...) se encuentra no sólo al final de la tradición


griega de especulaciones sobre la naturaleza de la lengua, sino al cabo también de la reflexión
neoplatónica tanto sobre el poder mágico del nombre, de origen divino, como su papel en la
dialéctica, con lo que se continúa la tradición estoica.
(Ritoré Ponce, 1992: 17)

Proclo es acaso el máximo exponente dentro del neoplatonismo de la teoría


teológica del lenguaje. En realidad, la exigencia de un nuevo lenguaje viene
determinada por la radicalización de la teología negativa en el último neoplatonismo. Si
como vimos anteriormente, el pensamiento griego clásico había sido hostil a la idea de
infinito, el neoplatonismo plotiniano había tratado de superar este problema hablando de
la “esfera infinita”, un contrasentido lógico que pretendía superar las contradicciones
entre esta repugnancia derivada de la idea de infinito y la necesidad de que el Uno
escapara de la categoría del “ser”. Proclo, al alejar aún más al Uno de la posibilidad de
cualquier tipo de predicación e incidir por tanto en la teología negativa, tuvo también
que buscar una nueva forma de expresión que superara la paradoja de mentar, en
realidad señalar, lo que era esencialmente inefable537.
En este nuevo lenguaje, como observa Blumenberg, se pretende arrastrar la
intuición hasta un punto o límite en el que deba forzosamente detenerse. Este punto es,
precisamente, la idea de infinito. De esta forma, lo fundamental es que la trascendencia
intuida, pero escapada a la palabra, se haga “vivenciable”538. La paradoja de este
pensamiento místico es que, aunque incorpora una visión amable, en el doble sentido de
grata y de susceptible de ser amada, del infinito en el pensamiento griego, lo hace con el

537
Ya en el Sofista platónico, se había planteado esta cuestión como un reto: “Y dime: ¿Nos atreveremos
a pronunciar lo que no es en modo alguno? (Platón, 237b). El análisis platónico del no-ser se extiende
hasta 259d (cf. Platón, 2000a: 375, n. 116).
538
Cf. Blumenberg, 2003: 241-242.
230

añadido inherente de la idea de límite, en el que se realiza negativamente esta idea de


inifinito539.
Dice Ritoré Ponce, al hablar de la teoría del lenguaje en el pensamiento de
Proclo, que la actividad nominadora parte del nivel divino, refiriéndose a la Inteligencia,
esto es, la segunda hipóstasis, en la que se da la plena correspondencia entre el nombre
y la cosa y, “a medida que desciende a lo humano, sustituye esta coincidencia plena por
una adecuación científica al ser en la medida de lo posible, con ciertos grados de
inexactitud debidos a la condición icónica del nombre, sobre todo en aquellos que
carecen de referente eterno”540. Ahora bien, incluso en estos nombres cuyo referente es
mortal, el azar que determina su atribución es también una ley impuesta por la divinidad
aunque al hombre le resulta desconocida541. Este desconocimiento de las leyes divinas
que rigen el lenguaje se agrava por la fragmentación que el lenguaje sufre en las capas
inferiores de la realidad.
Proclo considera que existen diferentes modos de lenguaje de acuerdo con los
distintos modos de percepción de cada nivel de realidad. De esta forma, las
incoherencias lingüísticas que surgen en el límite de cada uno de estos niveles sólo
pueden resolverse en el nivel siguiente, hasta llegar al último nivel en el que únicamente
queda el silencio542 (Lamberton, 1986: 167-168).
De esta concepción divina del lenguaje se derivan, como venimos diciendo, las
ideas de símbolo, imagen y analogía en la obra de Proclo.
El concepto de imagen en el neoplatonismo, como ya hemos visto al examinar
esta idea en Plotino, conserva el carácter ambiguo que tenía en el propio pensamiento de
Platón. Por una parte puede convertirse en un mecanismo válido para el conocimiento
del mundo inteligible, pero, por otra, puede ser un elemento distorsionador de la verdad
al aparecer como simulacro. El tratamiento que Proclo ofrece de la imagen está
vinculado, como ocurre en general con el neoplatonismo, con la cuestión de la analogía
y la mímesis.
El problema principal al que se enfrenta la teología neoplatónica –ya presente en
Plotino- es el de la simetría, esto es, la inversión de la similitud en la que se funda la
analogía, de tal modo que se pase de la similitud a la identidad (Breton, 1981: 315-316).

539
“La visión del mundo sub specie aeterni es su visión como-todo-limitado. El sentimiento de mundo
como todo limitado es lo místico” (Wittgenstein, Tractatus, 6.45).
540
Op. cit., p. 138.
541
Ib., p. 138. Sobre la formación del nombre en la filosofía de Proclo, véase Ritoré Ponce, 1992: 166.
231

Para evitar este problema, el neoplatonismo consideró siempre al género como


generador, de tal forma que el parecido genérico que da lugar a la analogía mantiene la
distancia entre los dos extremos de la similitud543. Si se tiene en cuenta este carácter
dinámico de la imagen, con la distancia siempre presente para evitar la identificación544,
se inferirá la diferencia entre la imagen y el simulacro en la obra de Proclo545 y, con
ello, la resolución que este autor ofrece a la ambigüedad axiológica con que Platón
aborda el problema de la imagen. Pero, por otra parte, del mismo modo que la imagen
se opone al simulacro, el símbolo se opone a la imagen546.
El examen del concepto del símbolo en Proclo debe detenerse previamente en la
idea de teúrgia. Este concepto fue introducido en el ámbito del neoplatonismo por
Jámblico, quizá como reacción ante la excesivamente aristotélica idea del lenguaje de
Porfirio. Éste consideraba que al no presentar los nombres ninguna simpatía con los
dioses, su empleo en las plegarias religiosas era inútil. Jámblico escribe su De Mysteriis
tal vez contra la teoría de su maestro bajo la influencia de los Oráculos Caldeos (Ritoré
Ponce, 1992: 214-215).
La teúrgia nace del sentido ritual del mito. En efecto, el neoplatonismo posterior
a Plotino afronta el mito desde dos puntos de vista. Por una parte –como ya hemos visto
en las Enéadas- reconoce y valora su vertiente pedagógica; por otra, explora su lado
místico e iniciático. En este sentido, el rito es la actuación del mito (Trouillard, 1972:
172) o, desde el punto de vista del símbolo, “el símbolo en acción” ((Trouillard, 1981:
305). A diferencia de lo que ocurre con la magia, la teúrgia no busca la obtención de
determinados favores divinos sino la unión mística con esta misma divinidad. La teúrgia
es, por lo tanto, un procedimiento de deificación. Ahora bien, ¿qué significan los
símbolos en este proceso? ¿Cuál es su naturaleza? ¿En que medida se oponen a la
alegoría y de qué modo es lícito establecer una comparación entre ambos conceptos?
Veámoslo detenidamente.
Dice Trouillard que en el término “símbolo” habitan dos exigencias que
conducen todo el neoplatonismo: el rigor racional y la búsqueda de un itinerario

542
“Es necesario que anterior al Verbo exista el Silencio que ha sostenido al Verbo e igualmente antes de
toda realidad sagrada la causa divinizadora” (Proclo, 1991: 121).
543
Op. cit., p. 316.
544
Recuérdese a estos efectos lo dicho más arriba sobre la imagen en el pensamiento de Plotino y el
sentido del “como si”.
545
Cf. Ritoré Ponce, 1992: 179.
546
Ib., p. 179.
232

espiritual 547. De esta forma, en el símbolo confluyen, por una parte, un aspecto místico,
y, por otra, una dimensión crítica que pretende dar razón del mismo (Trouillard, 1981:
297).
Cuando Proclo estudia la Teología platónica, señala que hay cuatro modos de
enseñar la teología: el primero, el procedimiento órfico, se realiza mediante el uso de
símbolos y mitos; el segundo, el método pitagórico, se sirve de las matemáticas para
provocar la reminiscencia de los principios divinos; el tercero, seguido por la teúrgia y
la poesía inspirada, manifiesta la verdad, de forma próxima al primer método, a través
de la inspiración divina; el cuarto y último, el método dialéctico, pretende enseñar la
teología mediante la construcción de un saber demostrativo. Este es, según Proclo, el
método generalmente seguido por Platón.
De esta clasificación se deduce que Proclo diferencia, aunque al mismo tiempo
subraya su estrecha vinculación, el uso simbólico del mito y el procedimiento empleado
por la poesía inspirada. El símbolo, que caracteriza y diferencia al primer
procedimiento, es fruto de su propia concepción teológica del lenguaje.
En los Oráculos caldeos, y a propósito de la función y naturaleza de los
símbolos se dice lo siguiente: “Porque, el Intelecto paterno, que piensa los inteligibles,
ha sembrado símbolos a través del mundo. También se les llama bellezas indecibles”548.
En nota a su edición de los Oráculos, García Bazán observa que los símbolos se
ocultan en los nombres y en los seres, y que desatan, a través de la teúrgia, la realidad
invisible que constituye su núcleo549. Proclo, en su comentario a los Oráculos dice lo
siguiente:

El alma se compone de los discursos sagrados y de los símbolos divinos; los primeros
existen a partir de las formas intelectivas, y los segundos, de las mónadas divinas; nosotros
somos a la vez representaciones de las esencias intelectivas e imágenes de los signos
desconocidos.
(Proclo: 1991, 122)550

547
Gadamer explica que “símbolo” significa textualmente “tablilla de recuerdo” en alusión a las tablillas
que el anfitrión partía, entregando al huesped una mitad, con el propósito de que al cabo del tiempo, ellos
o sus descendientes pudieran reconocerse mutuamente juntando los pedazos (Gadamer, 1998: 83-84).
548
Oráculos caldeos, fr. 108.
549
Oráculos caldeos, 1991: 81, n. 204.
550
En su comentario al Cratilo, dice Proclo: “Hablemos de los nombres establecidos ocultamente entre
los mismos dioses, porque también entre los antiguos, unos dicen que esos nombres comienzan en los
géneros superiores y que los dioses están establecidos más allá de la significación de tales nombres, otros
conceden que estos nombres están en los dioses mismos y de éstos, en los que han obtenido el orden más
elevado. Así pues, al tener los dioses una realidad uniforme e inefable, una potencia generativa del
233

Por lo que al primero se refiere, Proclo establece detrás del símbolo otro
concepto, el sintema. Trouillard advierte de la dificultad de traducir este término y de la
imprecisión que supone hacerlo con la palabra “signo”. Blumenberg recuerda el origen
de este término –síntoma- en el ámbito de la medicina, como determinado estado de
cosas, empíricamente accesible, que hace referencia a otro, el propiamente patológico,
que se le escapa a la percepción, sin que éste último pueda ser hecho, casualmente,
responsable del primero. De este modo, precisa que “el uno puede convertirse
sincrónicamente en anuncio del segundo, únicamente por proceder ambos, conforme a
la naturaleza, del mismo origen común, desarrollándose diacrónicamente (Blumenberg,
2000: 46). El sintema, según Trouillard, viene a ser el sentido oculto e inefable que se
encarna en el símbolo para hacerse reconocer y devenir eficaz. En consecuencia, puede
decirse que el símbolo es el sintema manifestado (Trouillard, 1981: 298-299). El
símbolo, por tanto, deriva de la concepción divina del lenguaje y de la eficacia de la
palabra ritual que ésta conlleva. De esta manera, todos los seres, en una suerte de
analogía universal neoplatónica, llevan en su interior este destello de la unidad
primordial del cosmos que el símbolo implica551:

Hay para cada uno de los seres, hasta los últimos, una señal de la causa misma, inefable
y que está más allá de los inteligibles, señal por la cual todas las cosas, unas, más lejos, otras,
más cerca, conforme a la claridad y la oscuridad de la señal que hay en ellas, y esa es la que
mueve todas las cosas hacia el deseo del bien (...). Todos los dioses entregan símbolos de su
causa a los seres producidos a partir de esos mismos dioses, y por medio de esos símbolos
fundamentan todo en sí mismos (...). Las cosas iluminadas desde las potencias son de algún
modo intermedios entre lo decible y lo indecible.
(Proclo: 1999, 100-101)

Esta ubicación de los símbolos divinos en las cosas y los seres permite a Proclo
ensayar una revalorización de la materia frente al radicalismo de Plotino que calificaba

universo, y un intelecto perfecto y lleno de pensamientos, y al fundamentar todas las cosas conforme a esa
tríada, es necesario por cierto que las participaciones en los seres más elevados y ordenados más cerca del
bien, se cumplan siempre triádicamente a través de todas las cosas subordinadas, y que de esas
anticipaciones sean más inefables aquellas que son determinadas por la realidad de los seres primeros. (...)
En efecto, los padres del universo, al dar realidad a todas las cosas, sembraron en todas ellas señales y
huellas de su propia hipóstasis triádica.” (Proclo, 1999: 99-100).
551
Cf. Breton, 1981: 312.
234

la materia como la nada552. Por el contrario, Proclo afirma que la materia es el mejor
símbolo del Bien y la matriz de todos los símbolos.
Pero, ¿por qué existen los símbolos? ¿Cuál es su razón de ser? Proclo considera
que los dioses son formas de representar funciones de la divinidad. Estas fuerzas
divinas, inaccesibles a nuestros sentidos, tienen la necesidad de atravesar el alma entera,
de dentro a fuera y de manifestarse a la imaginación y la sensibilidad bajo una forma
apropiada a estos modos de representación. En consecuencia el símbolo tiene una doble
vertiente puramente humana: colectiva, en cuanto que es producto, como los mitos, de
las colectividades humanas; individual, por cuanto cada uno los evoca por su cuenta y
en su situación particular. En todo caso, los símbolos no pueden prescindir de su lado
divino, al ser, del mismo modo, inspirados por la divinidad y un testimonio de dicha
inspiración. Así, la acción divina, actuando secretamente en el centro del alma553, se
despliega en los diferentes niveles humanos, y se expresa en cada uno según la
naturaleza de cada nivel: “en sorte que le prodige symbolique est le maillon de plus
apparent d´une chaîne circulaire ou d´un circuit qui va d ´une union mystique germinale
à une union mystique consummée” (Trouillard, 1981: 305-306).
Dicho esto, debemos examinar cómo se concreta, desde el punto de vista
herméneutico la comprensión de los símbolos, y, desde la retórica, la presentación de
los mismos; porque no hay que olvidar que Proclo habla de los símbolos como método
de expresión de verdades teológicas profundas y, por lo tanto, es necesario estudiar el
símbolo desde la perspectiva material, no puramente teórica, que exige esta finalidad.
Además, es necesario abordar las similitudes y diferencias del símbolo entendido de
este modo y las imágenes y demás procedimientos de la poesía inspirada, que el mismo
Proclo establece con no poca ambigüedad554.
En principio, Proclo considera que la diferencia entre la imagen y el símbolo
radica en que la primera se establece en virtud de la imitación y el segundo por la
oposición, de tal modo que descubre la naturaleza de lo real a través de sus opuestos. El

552
Ya Jámblico experimenta un giro en su pensamiento más favorable hacia la materia al considerarla
receptáculo para las manifestaciones divinas (cf. Trouillard, 1972: 184).
553
No olvidemos que para Proclo, al igual que para Plotino, el centro del alma era el lugar en el que en el
microcosmos humano se situaba la primera hipóstasis, el Uno. Por eso, dada la radicalización de la
teología negativa de Proclo, éste llama al centro del alma el “germen del no-ser”.
554
En realidad, dice Trouillard que los pensadores neoplatónicos identificaron el símbolo con la imagen
hasta la Teología platónica de Proclo (1981: 298).
235

símbolo rompe con la relación de semejanza propia de la imagen y, por lo tanto, con la
tentación del simulacro555.
Hay, a nuestro juicio, una notable evolución desde la imagen plotiniana al
símbolo de Proclo que acaso pueda resumirse gráficamente en el paso del “como si” al
“como ni”. En efecto, el símbolo va un paso más allá en la representación de lo
indecible al establecer una suerte de analogía negativa como base de la representación.
Proponemos esta expresión, “como ni”, para aludir a la comparación establecida
precisamente desde el reconocimiento de la imposibilidad de comparar, de tal forma que
la propia aparición del símbolo sugiere un vacío irreductible no sólo entre el término
utilizado y la realidad a la que alude, sino entre el sistema total al que dicho término
pertenece y aquel en que dicha realidad se inserta.
Pero el hecho de que el símbolo muestre la naturaleza de las cosas por medio de
sus contrarios ha sido entendido, tal y como dice Ritoré Ponce, de formas diferentes
según los distintos estudiosos del neoplatonismo. Unos destacan el poder ocultante y la
apariencia enigmática del símbolo sólo comprensible para los iniciados frente a la
analogía de la imagen, más accesible gracias a la relación de semejanza con lo
representado556. Una segunda corriente considera que el símbolo tiene un poder
mediador entre lo visible y lo invisible y una raíz de irracionalidad de los que carece la
imagen analógica. Otros dicen que el símbolo equivale a la metáfora mientras que la
imagen equivale a la simple alegoría557. Sheppard, por su parte, establece un orden
jerárquico en cuanto a la representación formado en su nivel inferior por el simulacro,
continuado por la imagen y culminado por el símbolo558. Por último Cardullo ha
destacado el poder del símbolo en cuanto superación de la ontología platónico-
aristotélica y de la mística plotiniana, al abrir una nueva vía de acceso a las verdades
teológicas, frente a las matemáticas que proceden por imitación figural de las realidades
inteligibles (Ritoré Ponce, 1992: 180-182).

555
Cf. Trouillard, 1981: 302-303.
556
Esta oposición se basa, a nuestro juicio, en un presupuesto falso, cual es el de considerar que tanto la
imagen como el símbolo son vías de acceso a las verdades superiores que, iguales en su resultado, sólo se
diferencian en el procedimiento de aproximación: la semejanza en un caso y la oposición en otro. Pero,
desde el momento en que hay una clara jerarquía entre ambas y que, incluso, la imagen es considerada
peligrosa por su proximidad, si no conjunción, al simulacro, creemos que no puede establecerse una
comparación entre ambos basada en este criterio que tiene por uno de sus fundamentos la igualdad
teleológica de imagen y símbolo.
557
Esta opinión, atribuida a Coulter, entre otros, puede resultar confusa puesto que la alegoría es
convencionalmente entendida como metáfora continuada. Tal vez esté aludiendo a la metáfora simbólica
moderna enfrentada, desde Goethe en principio y desde el neokantismo después, a la alegoría en un
sentido más clasicista que clásico.
558
Véase la reflexión de Lamberton sobre el análisis de Anna Sheppard en Lamberton, 1986: 190-192.
236

Ante estos planteamientos muchos han sido los que han afirmado que el símbolo
opera en el discurso, tanto desde el punto de vista de la intepretación como en el de la
retórica, de forma diferente, y aun opuesta, a la alegoría.
Tal es el caso de R. Alleu que afirma, que aunque Filón y Clemente de
Alejandría pudieran confundir símbolo y alegoría, hoy por hoy estas realidades no
pueden confundirse. Al cifrar las diferencias entre ambos, Alleu reconoce la doble
dimensión exegética y retórica de la alegória, pero, al referirse al símbolo, invoca su
contenido teológico, señalando la dimensión iniciática y mística del símbolo559. Esta
dimensión afecta decisivamente a la interpretación del texto sagrado:

On voit que toute herméneutique implique l´interprétation de “niveaux” distincts des


textes sacrés et qui s´élèvent les uns par rapport aux autres dans ce mouvement ascensionnel
d´anaphore, proprement symbolique (...), En d´autres termes, le processus métaphorique, dans
son ensemble, pourrait être représenté par une expression “horizontale” de l´analogie et le
processus anaphorique par une orientation “verticale” vers le Significateur lui-même. Venue du
Verbe, la parole revient a Lui. Ce retour du fleuve à sa source correspond à une ascension
découvrant des horizons nouveaux, toujours plus vastes et plus profonds, a l´Esprit qui les
contemple et se reconnaît en eux à mesure qu´il dévoile chacun de ses miroirs.
(Alleu, 1977: 124-125)

Ahora bien, lo que Alleu propone como diferencia entre la alegoría y el símbolo
no es tanto una distancia entre dos tipos de interpretación como la diferencia esencial
entre la interpretación alegórica de un texto, con la distancia que ésta inevitablemente
supone, y la ejecución teúrgica del mismo. Esta ejecución teúrgica, de carácter místico,
a nuestro juicio, resulta justamente lo opuesto a la interpretación, puesto que efectúa el
movimiento contrario a ésta, es decir, no pretende desentrañar el sentido oculto de las
palabra sino ejecutarlas en el espacio de lo real, que en el caso del neoplatonismo
siempre estará referido a las realidades invisibles y a la unión mística con ellas. El
mismo Alleu parece reconducir su postura hacia un encuentro entre alegorismo y
símbolo en el campo de la interpretación cuando, más adelante, dice que el alegorismo
explica al simbolismo del que emana y procede560.

559
Alleu, 1977: 119-120.
560
“L´interprétation allégorique est une conséquence d´une vision symbolique du monde, de la nature, de
l´homme et de leurs correspondances avec un ordre mystérieux et supra-humain” (Alleu, 1977: 162).
237

De este modo, la alegoría tradicional, lejos de oponerse al símbolo lo encarna en


sus figuras imaginarias561. Alleu parece transmitir a la relación “símbolo / alegoría” los
elementos propios de la relación “sintema / símbolo”, tal como antes hemos señalado.
En todo caso, Alleu reconoce la dimensión complementaria de la exégesis alegórica del
símbolo, aunque acaso considere que la diferencia existe desde el punto de vista
retórico, dado el carácter teológico del segundo.
Breton, por su parte, diferencia entre las peculiaridades teóricas del símbolo y el
método empleado en su expresión. Respecto a las primeras dice lo siguiente:
“L´analogie est ici remplacée par l´anagogie, qui est un mouvement de transgression de
soi vers son principe (...). A la similitude se substitue, sans je de mots, l´assimilation qui
est tout autre chose parce qu´elle est dépassement de soi vers ce qui n´est rien de sol”
(Breton, 1981: 315).
Pero, por lo que se refiere al mecanismo de expresión del símbolo, esto es, al
aspecto retórico de éste, advierte que la alegoría es el método idóneo para ello (Breton,
1981: 311).
En efecto, en nuestra opinión, el procedimiento de la alegoría no se altera por
todo el peso teológico que el neoplatonismo atribuye al símbolo. Porque, en el fondo,
sigue tratándose, desde el punto de vista retórico, de una sustitución de una cosa por
otra, aunque en el caso de la analogía, se trataba de cosas semejantes entre sí, y en el
caso del símbolo neoplatónico, la sustitución se produce entre cosas que no lo son. Pero,
aunque el símbolo propone su significación oculta a través de una inversión en la
expresión, Breton observa que los opuestos que se establecen en este mecanismo de
sustitución simbólica son, en realidad, del mismo género, de tal modo, que la semejanza
que el símbolo pretende evitar, no se excluye totalmente562.
Con estas premisas, Proclo aproxima, como vimos, el símbolo y el rito a la
poesía inspirada y defiende que Homero y Hesíodo explican las mismas verdades que
Platón (Lamberton, 1986: 183). Así, no sólo acepta la explicación alegórica dada por
Plotino a la Teogonía hesiódica, sino que, al comentar el Cratilo, realiza una alegoría
mística parecida con los propios personajes del diálogo platónico. De este modo, dice
que Sócrates es análogo al Intelecto, Hermógenes a la opinión irracional y Calias a la
imaginación corpórea y material (Proclo, 1999: 98)563. Así pues, Proclo construye una

561
Op. cit., p. 162.
562
Breton, 1981: 316.
563
Para la explicación alegórica de la Teogonía, cf. Op. cit. p. 131.
238

visión del diálogo platónico cercana a una psicomaquia, en el sentido, de escenificación


de un conflicto mental. En este sentido resulta profundamente revelador el jucio de
Lamberton cuando advierte que en la época de Proclo la Antigüedad tardía, lo que ha
cambiado es la propia idea de alegoría, dando lugar a lo que se conocerá como “alegoría
deliberada”:

The work of art presents a surface like that of the “roman à clef”, and only the reader
armed with the key, the table of equivalents, will be able to sort out the entire meaning of the
work. Allegory, understood in this way, easily becomes an esthetical exercise of little interest.
The procedures of the mode are all too simple and monotonous (...). The point that needs to be
made, however, is that this understanding of allegory is relevant neither to Proclus´ discussion
of the complex, screen like surface of Homeric poems not to the actual experience of most
genuinely allegorical works of art564.

La proyección mística del sentido de la poesía que se considera inspirada hace


que decrezca el interés por los aspectos formales de la obra frente a la importancia que
adquiere la revelación y exposición de la experiencia del poeta565.
Por otra parte, desde la concreción crítica de los poemas, Proclo vuelve a fijarse
en los mismos pasajes en los que se detuvieron los alegoristas precedentes; la
teomaquia, el adulterio de Afrodita y Ares y, entre otros, la “decepción” de Zeus,
aunque la explicación, lógicamente, varía de las exégesis físicas y morales anteriores.
No obstante, a nuestro juicio, lo fundamental es que tanto el método alegórico como el
mecanismo que lo pone en marcha se mantienen inalterados.
En efecto, lo que mueve a Proclo a considerar simbólicos o inspirados estos
pasajes poéticos es la representación de una realidad muy alejada del sentido aparente.
Los alegoristas anteriores habían señalado que el sentido literal absurdo o inmoral eran
síntomas inequívocos de la necesidad de la interpretación alegórica, porque era
intención del autor alertar sobre un determinado sentido oculto en el texto a partir de
estos elementos contradictorios o inmorales. El proceso interpretativo se establecía
conforme a la siguiente progresión: “sentido literal disonante, aplicación del método de
interpretación alegórico, determinación del sentido real escondido y aludido con el
sentido literal”. En el caso de la exégesis de Proclo, la falta de parecido entre el
significado aparente y el real, determinado a través de la exégesis alegórica, es

564
Breton, 1981: 185-186.
239

considerada un criterio de valor porque trasciende el mimetismo y transmite la verdad,


no haciendo imágenes o imitaciones de ellas, sino símbolos (Lamberton, 1986: 190).
Hay, en consecuencia, un doble movimiento exegético: el que lleva del sentido
aparente al real, y el que se origina de la reflexión entre la distancia entre ambos. Esta
distancia no es un mero vacío, sino que es un elemento de enorme valor porque cuanto
mayor sea la separación entre el significado aparente y el real, mayor será el valor de
éste último. Por tanto, este doble movimiento exegético al que aludimos no debe
entenderse en sentido sucesivo, sino simultáneo, en un proceso que remite al “círculo
hermenéutico”, porque si bien sólo a través de la determinación alegórica del
significado real puede valorarse la distancia que lo separa del significado aparente,
derivado del sentido literal del texto; sólo a través de esta distancia, y del grado de
separación que establece entre ambos significado, puede determinarse adecuadamente el
valor del significado real.
En conclusión, podemos afirmar que la concepción teológica del lenguaje
propuesta por el neoplatonismo, junto con la teología negativa que hace inefable al Uno,
dan lugar a una nueva forma de aproximarse a la expresión figurada entendida en
sentido amplio, enlazada con la creencia en la eficacia mística de la palabra derivada de
la teúrgia. Ahora bien, toda esta construcción teórica, alimentada por diversas fuentes y
concretada en una doctrina dispar y hetereogénea, se concreta en un tratamiento
interpretativo de los textos poéticos y filosóficos que no se aleja mucho, en cuanto a su
proceder, de la alegoría –es, como hemos visto anteriormente, sintomático que se fijen
en muchos de los pasajes que ya habían llamado la atención de los alegoristas
anteriores-. Por eso, creemos que el símbolo, desde el punto de vista interpretativo,
puede ser considerado como una especie dentro del género alegórico, como la alegoría
física y las alegorías psicológica y moral.
Desde el punto de vista retórico, como hemos expuesto anteriormente, el
símbolo introduce ciertas novedades sobre la alegoría entendida como cadena de
metáforas sustentada en la analogía. En efecto, el símbolo parte de la ruptura de la
cadena analógica y parece estar más cerca del oxímoron que de la metáfora.
La distancia que, desde el punto de vista retórico, se eleva entre el símbolo y la
alegoría en este momento persistirá, aun con notables variaciones, hasta nuestros días tal
y como revelan las siguientes palabras de Edward Said:

565
Ib., p. 189.
240

La presencia y la ausencia (...) se convierten (...) en representaciones deseadas por el


escritor. Por tanto, la presencia tiene que ver con cuestiones tales como la representación, la
personificación, la imitación, la sugerencia y la expresión, mientras que la ausencia tiene que
ver con el simbolismo, la connotación, la unidad inconsciente subyacente y la estructura.
Entonces escribir puede considerarse también como el escenario en el que metodológicamente
tiene lugar la interacción de presencia y ausencia.
(Said, 2004: 179)

En este texto, Said diferencia entre representación en sentido amplio, como


ejercicio de la escritura, y representación en sentido estricto como especie del género
“presencia”. Por otra parte, parece ubicar la alegoría –reconocible bajo las
denominaciones de personificación y sugerencia- dentro de esta misma especie de la
“presencia”. De este modo, puede oponer alegoría a símbolo, situado, a su vez, como
especie del género “ausencia”. Por lo tanto, parece admitirse esta diferencia de
naturaleza entre el símbolo y la alegoría en el dominio de la escritura.
Ahora bien, cuando se refiere a la escritura como interacción de presencia y
ausencia, Said retorna a la idea de representación en sentido amplio con el que
comenzaba este fragmento. Tal es la diferencia retórica –al menos una de ellas y bajo el
punto de vista de Said, lejos, por supuesto, de las coordenadas del pensamiento
neoplatónico- que interviene en la construcción del símbolo y la alegoría.
No obstante, por otro lado, este fragmento de Said, con su referencia a la
representación como género en el que se ubican la ausencia y la presencia y sus
diferentes mecanismos, puede ser proyectado sobre el ejercicio de la lectura, y, por lo
tanto, sobre la exégesis. De este modo, si entendemos que la lectura se dirige y toma por
objeto esta representación en sentido amplio que es la escritura, entonces podremos ver
que el ejercicio de la interpretación contempla al texto como un todo en el que se
incluyen tanto los mecanismos de ausencia como los de presencia. Esta deducción nos
conduce de nuevo a las conclusiones que exponíamos más arriba: la alegoría, como
método exegético que se refiere al texto en su conjunto, no distingue entre estos géneros
retóricos, sino que los con-funde, en el proceso de la búsqueda del sentido.
241

II

LA ALEGORÍA CRISTIANA
242
243

XII. Filón de Alejandría y la alegoría judeo-platónica

En el capítulo precedente hemos estudiado las decisivas aportaciones del


neoplatonismo a la exégesis alegórica, así como algunos de los problemas que la
alegoría mística y el símbolo plantean respecto de su ubicación o exclusión del sistema
alegórico, desde los puntos de vista hermenéutico y retórico. Nuestro recorrido nos
había conducido desde el neopitagorismo y el platonismo medio hasta los límites de la
Antigüedad pagana en el siglo V a. C. En este capítulo debemos volver sobre nuestros
pasos y regresar al siglo I de nuestra era, para examinar la obra alegórica de Filón de
Alejandría.
Aunque la obra de Filón se ubica en el seno de la religión hebrea, aquí se estudia
como precedente de la exégesis alegórica cristiana, ámbito en el que ha tenido una
influencia mucho mayor que en la propia tradición exegética judía. La condición de
precedente del alegorismo filoniano no debe entenderse únicamente en lo referente a su
visión de la alegoría, pues la tipología cristiana desarrolló, al margen de Filón, un
concepto de alegoría completamente distintó al elaborado por el exégeta alejandrino. La
alegoría filoniana es un precedente directo de la alegoría cristiana porque persigue la
elaboración de un lenguaje religioso que fusionase la metafísica griega y la teología
hebrea y, aunque su intento fracasó, este mismo empeño sería coronado por el éxito
poco tiempo después por el cristianismo. Por otra parte, la dimensión mística de la obra
de Filón especialmente en su formulación de la vía apofática resultó determinante en la
configuración de la mística cristiana, cuya tradición doctrinal no se comprende
adecuadamente sin tener en cuenta el precedente del alejandrino.
Alejandría en tiempos de Filón era la primera ciudad comercial del mundo y,
después de Roma, la segunda ciudad del Imperio en constante pugna con Antioquía1.
Pese al antisemitismo desatado en época de Calígula, la numerosa población judía
alejandrina no resultaba tan hostil al Imperio como sus contemporáneos de Palestina2;
por el contrario, los judíos de Alejandría se caracterizaban en este momento por su

1
Una descripción de la pintoresca rivalidad de estas dos ciudades puede verse en Mommsen, 1983: 391-
396.
2
Véase Borgen, 1997: 30-45.
244

aperturismo, cristalizado en un fuerte proselitismo religioso y, en algunos casos, como


el de la familia de Filón, por el servicio en el alto funcionariado imperial 3.
Dentro de estas dos coordenadas, esto es, el de la voluntad de extender la
religión judía o, al menos, el de mejorar la opinión que la sociedad pagana tenía
respecto a ella y, por otra parte, el de la aceptación y conocimiento de la cultura
helénica y de las instituciones romanas, es donde hay que situar la producción exegética
y filosófica de Filón4. Como dice Jean Danielou, Filón pretende unir la religión judía, la
cultura griega y el Imperio Romano, es decir, justamente lo que conseguirá el
cristianismo pocos siglos más tarde (Danielou, 1958: 24).
La influencia filosófica helénica y la tradición exegética judía confluyen en
Filón de un modo difícil de precisar, y es justamente la dificultad de determinar el
alcance y peso de estas influencias en la obra del autor alejandrino lo que hace
sumamente complicado el estudio de la naturaleza y funcionamiento de su método
exégetico, comunmente reconocido como alegórico.
Aunque Filón pasa por ser la figura emblemática del alegorismo judío y, desde
luego, el precedente más claro de la alegoría cristiana de exégetas como Orígenes,
Ambrosio de Milán y Gregorio Magno, la alegoría filoniana presenta en su concepción
bastantes anomalías respecto a la alegoría entendida en el sentido helénico. Estas
anomalías han sido generalmente aceptadas como variantes no esenciales de la exégesis
alegórica, pese a la dimensión revolucionaria de algunas de ellas, especialmente la
admisión de la validez del sentido literal del texto que al mismo tiempo se interpreta
alegóricamente. Ésta y otras innovaciones deben revisarse, como apuntábamos más
arriba, a la luz de la doble influencia, helenística y hebrea proyectada sobre la labor
exegética de Filón. Para ello, debemos, aunque sea muy someramente, señalar algunos
de los rasgos más sobresalientes de la exégesis judía existente en los tiempos de Filón.
Pépin distingue dos corrientes exegéticas en el judaísmo de la época de Filón5.
Una primera corriente, la interpretación masálica, situada en Palestina, guarda cierta

3
Véase Danielou, 1958: 11-39.
4
En este sentido, dice P. Borgen, la “Biblia de los 70” tendrá para Filón una enorme importancia en los
planos teológico e ideológico. En efecto, para el exégeta alejandrino, la razón de la traducción no radica
en la falta de conocimiento del hebreo en la comunidad judía de Alejandría, sino en la necesidad de que
las leyes judías, que eran las leyes universales del único Dios, fuesen conocidas por todas las naciones
para que pudieran hacerlas suyas y seguirlas (Borgen, 1997: 142-143).
5
Respecto a la propia Escritura, D. Buzy distingue entre la alegoría -en la que cada una de las partes del
texto debe tener su correspondencia con la realidad, histórica, geográfica arqueológica, ascética o mística;
y la parábola, en la que los elementos del texto sólo tienen una significación parabólica en su conjunto,
sin que sea necesario buscarles una correspondencia particular (1951-1952: 99). Para este autor, en el
Antiguo Testamento existe una tradición de exégesis parabólica -con metáforas como la viña o la esposa,
245

similitud con la alegoría al ejercitarse por medio de sentencias enigmáticas, parábolas o


gestos rituales. Pero, observa Pépin, en todo caso suele haber poca distancia entre el
sentido literal y el figurado (Pépin, 1958: 222). La exégesis rabínica posterior a Filón,
sobre todo a partir de la destrucción del Templo de Jerusalén en 70, se ordenará en torno
a la interpretación de los fariseos, dando lugar, ya en el siglo II, a dos escuelas de
interpretación, la del rabí Aquiba y la del rabí Ismael. Entre sus numerosas reglas
hermenéuticas, encontramos algunas que coinciden o recuerdan a los criterios filonianos
y que guardan relación con la metodología alegórica: la búsqueda de lugares paralelos
dentro de la Biblia,utilizada para extraer una relación analógica que sirva para aclarar el
sentido de un pasaje o para obtener un conclusión semejante; la búsqueda de un
segundo sentido, más allá del sentido inmediato, que ponga de relieve la riqueza del
texto; la obtención de un principio a partir de dos o más textos que después se aplica a
otros muchos; la alusión basada tanto en palabras como en personajes y tradiciones; la
búsqueda de un sentido actualizante, especialmente de los textos proféticos. En todos
estos casos se puede detectar algún rasgo propio de la exégesis alegórica, pero no una
plena identificación con este procedimento (Muñoz León, 1998: 118-119)6.
Así dice Bonsirven que la exégesis rabínica no es alegórica si se compara con la
de Filón:

L´interprétation allégorique du philosophe constitue un tout systématique, ordonnant


tous les éléments du livre biblique à l´a exposition et au développement d´une doctrine liée et
cohérente. Le recueil rabbinique, florilège de sentences de tous les temps et de tous les auteurs,
mosaïque de maximes suggérés par les mots du texte, ne peut aucunement prétendre a l´unité.
(Bonsirven, 1939: 224)

Este texto de Bonsirven marca de forma precisa y clara las diferencias entre la
alegoría y la exégesis rabínica7. Sin embargo, como se verá seguidamente, algunos

como figuras de Jerusalén- que se remonta al siglo octavo con Óseas, se perfecciona en el siglo sexto con
Ezequiel y se prolonga en el periodo posterior al exilio con los Proverbios y el Eclesiastés (op. cit. p.
113).
6
Muñoz León recoge en este mismo artículo otras reglas de interpretación completamente ajenas a a la
alegoría como la llamada argumentación a minori ad maius o viceversa; la lectura de un texto
vocalizándolo o puntuándolo de forma diferente; la atención al contexto; la gematría o equivalencia
numérica de las letras de una palabra que puede interpretarse a la luz de otra palabra con la misma
equivalencia; y el notarigon por el que la descomposición de una palabra hace de cada una de sus letras la
inicial de nuevas palabras (op. cit., pp. 118-119). Véase también Bonvirsen, 1939: 38 y ss.
7
En sentido contrario, Antón Pacheco ha vinculado la alegoría filoniana en todo lo que se distancia de la
alegoría pagana a la noción tradicional de midrás -como actualización del contenido bíblico por parte del
246

estudios más recientes sobre la obra de Filón han arrojado algunas sombras sobre los
precisos límites establecidos en este texto.
Por otra parte, la exégesis hebrea de Alejandría y de algunos grupos religiosos
concretos anteriores o contemporáneos de Filón presenta una más clara influencia del
alegorismo tanto físico –como sucede con los terapeutas8- como moral –sobre todo en el
caso de los esenios-. Para Pépin este alegorismo judío alejandrino que se consolida con
la obra de Filón procede de la exégesis alegórica griega (Pépin, 1958: 225)9.
Las conclusiones de Pépin son ejemplo de un primer grupo de estudiosos que ha
visto en el híbrido cultural de Filón un predominio más o menos claro de la cultura
griega. Los argumentos de Pépin son numerosos: el vocabulario de Filón en el que
aparecen términos como alegoría e incluso el algo arcaizante en el siglo I d. C.
hyponoia10. Además, recuerda Pépin, Filón no sólo adopta un buen número de alegorías
griegas, de procedencia estoica, sino que también realiza varias lecturas alegóricas
propias de fragmentos de Homero y Hesíodo. La influencia cínico-estoica está también
presente en los pasajes en los que, a tenor de las contradicciones existentes en el texto
bíblico, distingue entre verdad y opinión para resolverlas. La influencia estoica se hace
evidente asimismo en el uso de las etimologías y en el de la terminología científica
empleada por Filón en su exégesis bíblica. Danielou ha apuntado, en este sentido, que
en la Alegoría de las leyes, dedicado a interpretar alegóricamente los dos primeros
capítulos del Génesis, Filón traza, en realidad, un tratado de antropología inspirado,
sobre todo, en Aristóteles y los estoicos11. Con estos argumentos, Pépin considera
demostrado el predominio de la cultura griega en la obra de Filón12.
Ciertamente, la mayor parte de los estudiosos de su obra, han subrayado, junto
con los elementos estoicos anteriormente señalados, la presencia de numerosos rasgos

intérprete, mediante la asunción o interiorización del sentido-, autentica columna vertebral, en su opinión,
de la hermenéutica filoniana (Antón Pacheco, 2003: 29, 44-45).
8
De los terapeutas, dice Bréhier, Filón recoge dos explicaciones alegóricas, la primera es la explicación
del sentido alegórico del número cincuenta; la segunda, más interesante desde el punto de vista de la
alegoría mística que después pasará al cristianismo, la lectura del paso del mar Rojo como alegoría de la
salida mística del mundo de la sensibilidad (Bréhier, 1950: 53).
9
Son decisivas en la alegoría filoniana las exégesis alegóricas judías de la Carta de Aristeo (siglo II a.
C.). Ésta incluye una alegoría del Levítico que a través de Filón llegará incluso a los autores cristianos y la
obra de Aristóbulo (siglo I a. C.) que realiza una interpretación del Génesis bajo la influencia del
pitagorismo que también tendrá eco en la interpretación de Filón (Danielou, 1958: 103).
10
Es interesante, con relación a nuestras anotaciones en capítulos precedentes de este trabajo sobre la
falta de equivalencia exacta entre un término y otro, el hecho de que también Filón distinga entre ambos:
“la signification cachée n´est pas l ´allégorie, mais son fondement et son moyen.” (Pépin, 1958: 234).
11
Para la influencia de la alegoría griega en Filón, véase Bréhier, 1950: 37-44 y Filón de Alejandría,
1975: 29-31.
12
En sentido parecido, Danielou, 1958.
247

procedentes del platonismo medio y del neopitagorismo en la exégesis filoniana.


Autores como Pearson, Dillon o incluso Runia han reconocido, con diferentes matices,
esta influencia, pese a que, como hemos visto en el capítulo precedente, sea muy difícil
recomponer el contenido de estas corrientes en toda su complejidad y, por lo tanto,
resulte muy complicado precisar cuál sea su peso en el pensamiento de Filón (Borgen,
1997: 8)13.
En nuestra opinión, junto a algunos elementos de clara procedencia
neopitagórica, como la significación alegórica de los números y la reinterpretación de la
música de las sirenas como la música de las esferas celestes, aparecen algunas
consideraciones respecto al tratamiento exegético de algunos pasajes bíblicos que
concuerdan con el tratamiento que posteriormente Plotino hará del mito pagano. Así
ocurre con su interpretación del primer capítulo del Génesis14: el hecho de que Filón
considere que Dios no creó todas las cosas en siete días, sino todas juntas, de forma
simultánea15, y que el orden sucesivo de la creación debe ser entendido como indicio de
orden jerárquico, incide en la idea cosmética de la alegoría –en cuanto ornato al servicio
del orden16- y, obviamente recuerda la formulación de las diaíresis y synaíresis
plotinianas17.
En esta misma línea que pone de relieve la proximidad entre Filón y el
platonismo medio, Runia ha subrayado los paralelismos entre la exégesis filoniana y un
anónimo comentario al Teeteto, contemporáneo de Filón. No obstante, también ha
detectado algunas diferencias como la mayor preocupación filosófica de éste último
frente a la inquietud espiritual de la interpretación filoniana (Runia, 1987: 114-115).
Asimismo guarda gran afinidad con la exégesis alegórica de Porfirio en su Antro de las
ninfas. Sin embargo, pese a la similitud de materia y método, apunta Runia una

13
Véase, por ejemplo, el significativo artículo “Ganymede as the logos: traces of a forgotten
allegorization in Philo?” en el que se estudia la asociación filoniana del logos con la fuente –tan querida
por los místicos-, luego recogida por el neoplatonismo (Dillon, 1981).
14
Cf. Danielou, 1958: 105.
15
Cf. Filón de Alejandría, 1975: 131-132.
16
La estrecha relación entre la Ley y el Cosmos, junto con la teoría del micro / macrocosmos, más allá de
este punto concreto de la interpretación del Génesis, es uno de los pilares fundamentales de la obra de
Filón y será decisiva en el establecimiento de los diferentes niveles de significación de la Escritura
(Borgen, 1997: 145-149). En la Edad Media esta relación será decisiva en el alegorismo de la escuela de
Chartres (cf. Bruyne, 1959: II, 269).
17
Filón es también un defensor de la teología negativa, aunque no llega a los niveles de negación de los
filósofos neoplatónicos: “Lorsque l´âme amie de Dieu cherche ce qu´est ´être par essence, elle entre dans
une recherche sans forme et invisible dont elle retire le plus grand de tous les biens, à savoir, de saisir que
Dieu est insaisissable dans son être et de voir cela précisément qu´il est invisible.” (Danielou, 1958: 92-
93). Esto no obstante, Filón completa su visión teológica con un planteamiento afirmativo según el cual
248

diferencia importante: Porfirio no es un comentarista en sentido estricto; la estructura de


su obra es mucho más general que la de Filón. Por otra parte, Porfirio profundiza en su
interpretación recurriendo a otros textos de diversa procedencia: pasajes homéricos,
fragmentos de Sófocles, Orfeo, los misterios de Mitra y otras citas variadas en las que
las conexiones que las vinculan al texto comentado son más temáticas que verbales
(Runia, 1987: 116-117). Estas diferencias procedimentales respecto a Porfirio y, en
general a los alegoristas, no deben pasar inadvertidas cuando se identifica a Filón con la
exégesis alegórica.
Por otra parte, frente a los estudiosos que han destacado el peso de la tradición
alegórica griega en la obra de Filón, hay otros que se fijan principalmente en la vertiente
hebrea de su pensamiento y exégesis. Así Cazeaux, al estudiar el método y estructura de
la interpretación de Filón, afirma que éste toma como modelo de su trabajo la propia
estructura de la Biblia. De este modo, Cazeaux articula su exposición de la metodología
filoniana mediante la propuesta de dos principios exegéticos y varias técnicas
interpretativas.
Mediante el principio de sustitución, Filón invoca diversos textos bíblicos para
explicar un pasaje determinado. La sustitución, en virtud de la cual, por ejemplo,
Abraham se explica por medio de la figura de Moisés, no implica el simple
desdoblamiento lineal de una cuestión en dos o más textos, sino que comporta
contrastes y nuevos matices que confieren al texto una mayor y más compleja
profundidad.
El segundo principio es el de redundancia. Filón dota a su exégesis de una
orientación marcadamente teleológica. De una frase, un verso o un fragmento más
amplio, pasa al siguiente y le contagia la misma dirección interpretativa. Esto es posible
gracias al principio de redundancia en virtud del cual determinados aspectos se van
repitiendo, con variantes que añaden matices nuevos a lo largo del texto.
Por lo que a las técnicas interpretativas se refiere, Runia ordena la serie apuntada
por Cazeaux en cuatro categorias correspondientes a otros tantos criterios: el primero,
un mecanismo reconocible en toda exégesis alegórica viene constituido por una serie de
conceptos filosóficos y mitológicos que, con un propósito que no es filosófico o
teológico, regulan el flujo de los temas exegéticos; el segundo criterio deriva de la
preocupación de Filón por el tiempo, no en sentido filosófico, sino histórico –como

Dios se revela por su acción en el mundo. En este sentido, Filón defiende las pruebas aristotélicas de la
existencia de Dios (op. cit., p. 149). Véase también Louth, 1981: 19-20 y Antón Pacheco, 2003: 39-41.
249

historia de creación y salvación; Génesis y Éxodo- en el que el plano social del pueblo
de Israel y el plano espiritual del alma, corren paralelos llegando incluso a confundirse;
en tercer lugar, la Escritura, como criterio, siempre se sitúa por encima de la filosofía; el
itinerario espiritual. Se trata de un criterio interpretativo que es no sólo realmente
experimentado por los personajes bíblicos sino también por Filón y los lectores18.
Runia considera que el alcance del principio de redundancia es mucho más
limitado de lo que piensa Cazeaux y está en desacuerdo con éste en el planteamiento tan
radicalmente judaizante con el que presenta a Filón. Runia afirma que Filón adapta
decididamente los ideales de la filosofía griega al propósito de entender la Escritura y
que la alegoría se convierte en un instrumento fundamental de este proceso. Además, en
consonancia con este razonamiento, dice, frente a Cazeaux, que en la interpretación
filoniana, gracias a esta influencia griega, tiene mucho más peso la exégesis del
itinerario espiritual del alma19 –y este proceder es puramente alegórico- que la atención
a la historia de Israel en términos de creación y salvación (Runia, 1984: 211-225)20.
La polémica entre Cazeaux y Runia evidencia, más allá de los argumentos
concretos de uno y otro, la importancia que tiene para el tema que nos ocupa la
hegemonía que previamente se conceda en el pensamiento de Filón a la vertiente
helénica o hebrea. En efecto, Cazeaux, defensor de un Filón más judío, presenta un
minucioso estudio de su método interpretativo en el que la alegoría tiene un papel muy
secundario. Ninguno de sus principios implica forzosamente la exégesis alegórica y, en
cuanto a sus criterios, la colocación de la filosofía en un plano puramente instrumental y
subsidiario frente a la Biblia, aleja el trabajo de Filón de las coordenadas en las que
usualmente se mueve la alegoría griega.
Por otra parte, la ubicación de la línea interpretativa histórica junto a la espiritual
del alma, sea cual sea la importancia que se le conceda a la primera frente a la segunda,
nos lleva a uno de los problemas fundamentales de la exégesis de Filón: la valoración
del sentido literal del texto, sobre el que volveremos más abajo.

18
En el conflicto entre carne y espíritu sugerido por el texto bíblico que Filón expone en sus tratados hay
un fuerte componente protéptico, muy propio de la literatura mística posterior que pretende que el lector
experimente personalmente este proceso: “To speak of our experience is only to “double” our acceptance
of the relation made by Philo between scripture and the philosophical conceptuality required to explain it.
Because we accept this, we become more and more convinced during our reading of the treatise that spirit
is superior to flesh. We follow the call to live the life of the spirit, which is the philosophical life
understood in Philonic terms.” (Runia, 1987 : 130).
19
Véase también Antón Pacheco, 2003: 42.
20
Bréhier dice al respecto: “L´essentiel de la doctrine philolienne est une transformation par la méthode
allégorique de l´histoire juive en une doctrine du salut.” (Bréhier, 1950: 49).
250

Pero, si se valora un poco más la influencia filosófica griega, como hace Runia,
el horizonte filoniano cambia por completo, dando como resultado un Filón
indudablemente alegorista. Esto no obstante, aunque Runia no duda en afirmar que
Filón es un exégeta alegórico, defiende, por otra parte, que éste es ante todo un autor sui
generis.
La alegoría de Filón nace no sólo de la influencia griega, sino también de su
concepto de la Escritura como alimento del alma. En efecto, Filón -partícipe de la idea
de un Dios incognoscible y trascendente, en el sentido de ajeno al interior del ser
humano y, en consecuencia, no cognoscible en el autoconocimiento- defiende, apoyado
en Génesis 1, la idea del Logos como mediador entre Dios y el mundo. Ahora bien, el
Logos se encarna y se abre en la Escritura, de tal forma que el hombre que pueda leer la
Escritura correctamente alimentará su alma, iniciándola en la búsqueda mística de Dios,
hacia una zona que sobrepasa la meditación discursiva y se aproxima a la
contemplación21. La valoración de la alegoría como forma de escrutar el verdadero
sentido de la Escritura con la finalidad de alimentar el alma en sentido místico, es una
idea ajena por completo al pensamiento helénico, y debe, en consecuencia, entenderse
con todas las particularidades que este extrañamiento comporta.
Antes de analizar las dificultades que presenta la alegoría de Filón, debemos
estudiar en qué consiste, según Runia, exactamente su método interpretativo y cuáles
son los rasgos que hacen de él un autor tan peculiar y complejo.
La obra exegética de Filón se agrupa en torno a tres comentarios del Pentateuco:
La explicación de la Ley, en el que prevalece la atención al sentido literal del texto; La
alegoría de las leyes en el que se concentra la mayor parte de su interpretación
alegórica22; y las Cuestiones que responde a diversos modelos de exégesis. Respecto a
la exégesis literal, Filón recurre a todos los elementos de la ciencia helenística a su
alcance para ponerlos al servicio de su interpretación de la Escritura. Incluso en este
ámbito de la explicación literal, Filón critica los mitos bíblicos desde el punto de vista
doctrinal. En cuanto a la interpretación alegórica, Filón es un autor ecléctico que se hace
eco de las diferentes corrientes de exégesis alegórica que la tradición griega ha ido
elaborando. De este modo, se encuentran en su obra, pasajes en los que se realizan

21
Cf. Louth, 1981: 27-33.
22
En este tratado se incluye una de sus alegorías más conocidas. Se trata de la alegoría, de
carácter psicológico que hace de Adán una representación alegórica de la inteligencia; de Eva
una alegoría de la sensación y de los animales del Paraíso una alegoría de las pasiones.
251

lecturas alegóricas de carácter cosmológico, otras en las que prevalece la interpretación


antropológica en la doble acepción moral y psicológica (Danielou, 1958: 119-132).
Pero la alegoría más importante de Filón, y en la que se enmarcan las demás, es
la interpretación mística o espiritual. Para Filón, la Biblia es un itinerario espiritual que
conduce al alma al conocimiento de Dios a través de unas etapas descritas
alegóricamente. A lo largo de su interpretación, Filón va describiendo la paulatina
ascensión del alma hasta su unión con Dios, en un proceso que dibuja a grandes rasgos
los pasos de la posterior mística cristiana. De esta forma, la primera etapa es la de la
conversión y está representada en el Génesis por la emigración de Abraham; la segunda
etapa es el apartamiento de los sentidos y la entrada en la vida de la fe. Esta etapa se
divide a su vez en dos momentos: el conocimiento del mundo, representado por la unión
de Abraham con Agar y el conocimiento de uno mismo, representado alegorícamente
por el momento en que Abraham, tras estudiar el cielo en Caldea, pasa a Haram, que
designa las cavernas del sentido, que marcan el conocimiento del sí mismo. Ahora bien,
el conocimiento del mundo y de sí mismo está orientado hacia el conocimiento de Dios.
Así pues, el conocimiento de uno mismo inicia una segunda etapa de ascesis cuyo
modelo es Jacob. El iniciado debe ahora salir de sí y buscar a Dios. De este modo se
entra en la vida perfecta cuyo modelo es Isaac. El principio de la vida espiritual no es
ahora el conocimiento sino el amor, que permite el paso, por decirlo en términos
familiares a la mística cristiana, de la vía iluminativa a la unitiva. En ésta, la acción de
Dios sustituye al esfuerzo humano: la sabiduría sustituye al conocimiento como don de
Dios (Danielou, 1958: 183-193).
Pero, como anunciábamos anteriormente, el verdadero problema que se presenta
con Filón es su actitud ante el sentido literal de los textos bíblicos. Es éste el aspecto de
su exégesis que más difícilmente encaja en la tradición alegórica helena. El método de
Filón se opone tanto a los defensores de una lectura radical del sentido literal del texto
como a aquéllos que proponen una lectura puramente figurativa y entregada plenamente
al sentido espiritual. En este aspecto, Filón considera necesario –en una postura
ideológica que después recogerá Orígenes para el cristianismo- vincular los aspectos
espirituales de la Ley con los sociales derivados de las exigencias del culto (Danielou,
1958: 114). En realidad, dice Bréhier, los verdaderos oponentes de Filón no son tanto
los lectores literales de la Biblia como aquellos que, partiendo de cierto evemerismo,
pretenden descubrir en el sentido literal de la Escritura un discurso mitológico
252

conciliable con los mitos griegos23. Filón llama a estos intérpretes “falsos legisladores”
y “sofistas del sentido literal”. Éstos son los verdaderos oponentes del método alegórico
de Filón (Bréhier, 1950: 62-66).
De este modo, la exégesis filoniana despliega toda su complejidad con relación a
la influencia griega, porque, si por un lado, su alegoría responde claramente a las pautas
de la exégesis alegórica griega, en la que se funden diversas influencias filosóficas; por
otro lado, Filón utiliza esta exégesis alegórica para salvaguardar la especificidad de la
Ley mosaica frente a otras lecturas que, bajo la excusa del sentido literal, procuran, en
realidad, fundir la Escritura con la mitología griega.
Sin embargo, la actitud conciliadora de Filón para con los sentido literal y
alegórico de la Biblia se revela como una fuente de problemas y perplejidades que se
hace patente en las tensiones derivadas de la aplicación de su método interpretativo.
Runia advierte cuatro principios en el método de Filón que, a nuestro juicio, no
sólo sitúan adecuadamente el problema respeto al sentido literal sino que además
arrojan una nueva luz sobre la naturaleza de la alegoría filoniana. El primer principio es,
ante todo, la primacía del texto bíblico original sobre cualquier otro de carácter
instrumental; en segundo lugar, el reconocimiento de la opacidad del texto. En
consonancia con el principio anterior, el trabajo del intérprete y su uso de otras fuentes
debe tener como límite el respeto al pensamiento de Moisés; en tercer lugar, hay que
tener en cuenta que Filón es un exégeta en sentido estricto, que se ciñe a lo que
considera que el lector debe conocer del texto, sin penetrar en una estructura de mayor
profundidad filosófica o mística; por último, hay que reconocer la modestia de Filón
como intérprete que no trata de ofrecer la explicación definitiva del texto mosaico ni de
su sentido oculto porque eso sería dar a la exégesis el mismo estatus que a la Escritura
(Runia, 1984: 237-238).
Con estos principios, Filón desarrolla el siguiente procedimiento: comienza
citando el texto bíblico que pretende interpretar; en segundo lugar, realiza una breve
paráfrasis del texto en la que utiliza diversas técnicas exegéticas; a continuación, realiza
una transición a un segundo texto bíblico que ilustra y profundiza la lectura que se está
haciendo del texto principal; finalmente, Filón regresa a este texto y concluye su

23
Junto con este grupo de intérpretes, Filón se hace eco de otras posibles actitudes frente a la Ley: los que
desprecian el sentido positivo de la Ley y se abrazan a su sentido espiritual –actitud que él rechaza-, y los
que combinan el sentido positivo de la Ley con el culto divino, observando las leyes, pero buscando en
ellas, por el método de la alegoría, un sentido espiritual más profundo (Bréhier, 1950: 62).
253

interpretación (Runia, 1984: 214). De todos estos pasos, el más importante es el tercero:
la transposición a un segundo texto que aclara el primero.
Runia señala que Filón recurre a dos modos de transposición: el modo temático
en el que se busca la concordancia a partir del asunto común o cercano desarrollado en
los textos; y el modo verbal de transición, que vincula los textos por la concordancia de
palabras o frases entre pasajes (Runia, 1984: 240), propio, como hemos visto, de la
exégesis judía.
Ahora bien, ¿pueden considerarse alegóricos, en el sentido helénico, estos
procedimientos? Si nos fijamos en los mecanismos de transposición verbal y temática
desde un punto de vista retórico -a pesar de lo restringido que resulta frente a los
mecanismos de la exégesis alegórica-, podemos advertir que no están basados –sobre
todo el primero- en la analogía metafórica sino en la continuidad metonímica. El eco de
palabras, que se repiten en distintos contextos, vincula los textos a través de
mecanismos de relación oscuros que salen a la luz en virtud del contacto que la palabra
o la frase repetida establecen. La repetición temática es más compleja y su cercanía al
procedimiento metafórico o al metonímico dependerá, en todo caso, del modo concreto
en que el tema se repita y de qué tipo de lazo de cree entre el texto secundario y el
principal.
Runia concluye que el procedimiento de Filón guarda muy estrechos vínculos
con la exégesis de la sinagoga de Alejandría, aunque es más complejo y presenta una
mayor influencia helénica. En definitiva, Runia afirma que, en los aspectos formales,
Filón depende de los modelos griegos, pero que en el modo de invocar y manejar la
Biblia se acerca más a la exégesis judía (Runia, 1987: 120).
Existe otra cuestión importante que distingue el procedimiento exegético
filoniano de la alegoría griega. De los principio antes expuestos –y aquí coinciden tanto
Cazeaux como Runia- se infiere que, para Filón, el texto bíblico no es sólo el objeto de
interpretación sino también el instrumento principal de la exégesis. Los elementos
importados de la filosofía griega están limitados, por una parte, por la supremacía de la
Biblia y del pensamiento de Moisés y, por otra, por la fundamental intervención del
texto bíblico secundarrio en la exégesis del texto principal. En realidad, este
procedimiento –en cuanto mecanismo de trabajo- recuerda a los planteamientos de los
filólogos alejandrinos del siglo II a. C. que explicaban a “Homero por Homero” en el
plano gramatical y que, como se ha expuesto, se oponían, precisamente, a los alegoristas
de la escuela de Crates de Malos.
254

Respecto al sentido literal de los textos, Filón opta por considerarlo inferior a su
sentido espiritual pero, a diferencia de los alegoristas griegos, no lo elimina de su
interpretación. Ahora bien, esta decisión, respetuosa con la tradición exegética judía,
plantea algunas dificultades: la primera y -a nuestro juicio- la más paradójica es la
siguiente: si la alegoría filoniana, al igual que la griega, es un método que pretende
salvar a los textos de un sentido literal que los aboca a la impiedad o a la ineptitud24,
cómo se justifica el mantenimiento en la interpretación alegórica del sentido literal. No
nos referimos aquí a los pasajes de la Escritura que Filón considerar abiertamente
míticos, sino a aquéllos a los que, a su sentido histórico literal se le añade una
dimensión espiritual.
Pero, además, se da la circunstancia de que a veces el sentido literal tampoco es
único sino que cabe distinguir, sin abandonarlo, diversas interpretaciones25. En estos
casos se presenta una nueva paradoja: ¿puede considerarse interpretación alegórica
aquella que sirve para escoger uno de los posibles sentidos literales del texto? En
nuestra opinión, el simple planteamiento de la cuestión ya produce extrañeza, porque en
tal caso la alegoría se utilizaría como un método de simplificación del sentido.
Estos problemas derivados del mantenimiento del sentido literal del texto
rompen con las reglas que han guiado hasta el momento la interpretación alegórica. No
se trata, además, de una concesión de Filón a su propia formación hebrea o a las
escuelas interpretativas más ortodoxas, sino de una exigencia de los propios textos
bíblicos que, como dice Auerbach, imponen su propia pretensión de historicidad
(Auerbach, 2001: 20). En este sentido, la cuestión se desplaza desde Filón al objeto de
su interpretación: ¿permite la particular naturaleza de los textos bíblicos la lectura
alegórica? El lector de Auerbach se sorprenderá con este planteamiento, porque
recordará que la cuestión se presentaba de forma inversa en Mímesis. En efecto, al
estudiar comparativamente los textos homéricos y el Génesis, Auerbach afirmaba que la
alegoría se aviene mal con la poesía de Homero porque ésta no oculta nada; su sentido
permanece en todo momento en primer plano, de modo que las interpretaciones
alegóricas resultan siempre forzadas y extrañas, y no cristalizan en una teoría unitaria
(Auerbach, 2001: 19). En cambio los relatos bíblicos siempre ocultan más de lo que

24
El sinsentido del tenor literal del pasaje es, como ocurre en la exégesis helénica, el principal indicio que
delata la necesidad de la lectura alegórica (cf. Pépin, 1958: 35-38).
25
Cf. Pépin, 1958: 30.
255

muestran, de tal modo que la interpretación, empujada además por la voluntad de


dominio de estos textos, no sólo es pertinente sino necesaria26.
Ahora bien, como hemos visto en nuestros primeros capítulos, los rasgos que
Auerbach señala como deficiencias o desajustes de la exégesis alegórica respecto de
Homero, son, en realidad, no defectos, sino elementos sustanciales del propio método
alegórico, consecuentes con sus finalidades lógicas e ideológicas. Lo hemos visto desde
Teágenes de Regio hasta la manipulación de los poemas homéricos por los estoicos o,
en otro sentido, por los filósofos neoplatónicos. En todos estos casos, la interpretación
se impone al texto no sin violencia, dando lugar a una nueva fórmula en la que tanto la
alusión constante al poema como la fuerza que se ejerce sobre éste son igualmente
determinantes.
En nuestros primeros capítulos, al hablar del origen de la alegoría decíamos que
la exégesis alegórica era un modo de desandar un camino no andado del poema sobre el
que se edificaba. Ahora, al estudiar los problemas de Filón al aplicar la alegoría a la
Biblia, ajena, pese a la traducción de los Setenta, a la cultura helénica, vemos estos
nuevos problemas derivados de la resistencia que la tradición bíblica, esencialmente
vinculada a la historia de Israel, opone a la alegoría, un mecanismo exegético
racionalista y, en opinión de Auerbach, tan atemporal como las propias narraciones
homéricas.
La salvación del sentido literal, la discontinuidad y heterogeneidad de la
exégesis filoniana contra el carácter expansivo y totalitario de la alegoría27, la
colocación en segundo plano de la filosofía frente al texto bíblico -al contrario de lo que
ocurre con la alegoría griega desde el estoicismo-, la explicación de la Biblia por la
Biblia recuerdan de un modo u otro a la exégesis judía anterior a Filón, precisamente
aquella que Bonsirven había considerado opuesta a la lectura alegórica de Filón.
Con los restringidos criterios que Tate argumentaba contra Honig respecto al
alegorismo de Antístenes, tal vez fueran demasiados los obstáculos que habría que
salvar para considerar a Filón un alegorista. Sin embargo, vista la alegoría como un
discurso superpuesto a un texto al que constantemente se refiere, pero con el que no
guarda sino una relación de fuerza en la que las distancias se reducen o acrecientan
según el caso, debemos considerar, y ésta es nuestra opinión respecto del alegorísmo

26
Ib., p. 21.
27
Será este uno de los principales campos de batalla entre la alegoría pagana y la cristiana, tal como
tendremos ocasión de examinar en el capítulo siguiente.
256

filoniano, que la obra de Filón de Alejandría constituye una pieza central de la historia
de la alegoría. Esto supone reconocer, de una parte, su carácter ciertamente centrífugo
con relación a la tradición alegórica helénica anterior, y, de otra, su fuerza decisiva para
constituirse en un nuevo centro que condiciona en mayor o menor medida el desarrollo
de la exégesis alegórica cristiana posterior. Mediante la salvación del sentido literal de
la Escritura, Filón introduce, aun con importantes vacilaciones, la historia como un
elemento fundamental en el discurso alegórico. La tipología cristiana convertirá la
historia en el eje central de su desarrollo exegético.
257

XIII. La tipología paulina y la alegoría

El cristianismo es, acaso, la primera y única religión histórica, en el sentido de


hacer de la historia un elemento estructural básico de su constitución esencial 28. Como
dice Meletinski, pese a la similitud que la vida, muerte y resurrección de Cristo tienen
con otros mitos arcaicos sobre el tiempo de los orígenes, este mito cristiano no se asocia
ya con el tiempo del mito sino que se inserta propiamente en la historia (Meletinski,
2001: 212)29. Lógicamente, la ubicación del mito fundamental y fundacional de la
religión cristiana en un momento histórico determinado crea un violento torbellino que
sacude toda la comprensión histórica habida hasta dicho acontecimiento y condiciona,
necesaria y decisivamente, la de la historia posterior. La división convencional de la
historia de la humanidad en dos segmentos a partir de la fecha del nacimiento de Cristo
es una consecuencia inevitable de esta conmoción histórica. Este acontecimiento
decisivo desemboca, en consecuencia, en una reinterpretación de la historia desde la luz
que, sobre el sentido del devenir histórico, arroja el nacimiento y muerte de Cristo
entendido desde los orígenes del cristianismo como Historia de Redención. Por este
motivo, la hermenéutica cristiana, movida por las circunstancias especiales del tiempo y
del lugar en el que surge, es esencialmente histórica.
Sin embargo, en los primeros tiempos del cristianismo, la reflexión sobre el
tiempo y la historia desde la consideración esencial del nacimiento y resurrección de
Cristo se escinde en dos corrientes contrapuestas: por una parte, la que propone una
lectura del tiempo cristiano como consumación de las profecías del Antiguo
Testamento. Este entendimiento de la figura de Cristo, aunque presente en todo el
Nuevo Testamento, se hace expreso, sobre todo, en las cartas a los efesios y a los
colosenses30 de la segunda época de Pablo. Conforme a lo que propone esta corriente
interpretativa, Danielou observa que las palabras de Cristo al buen ladrón: “Te aseguro

28
Sobre la relevancia de esta dimensión histórica frente a las religiones mistéricas griegas de su tiempo,
cf. Rahner, 2003: 43-73.
29
En realidad el cristianismo opera respecto a la historia de forma inversa a como lo hace el mito: si el
modelo mítico del tiempo, según Meletinski, produce la mitologización de la historia (op. cit., p. 210), el
cristianismo, plantea la historialización del mito.
30
Cf. Ef., 4-5 y Col., 3.
258

que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43) deben entenderse con el énfasis
puesto en el adverbio temporal “hoy” (Danielou, 1966: 30): la esencia del cristianismo
radica, por lo tanto, en el cumplimiento del tiempo profético. Esta corriente cristológica
considera que la entrada efectiva en el Paraíso anunciada por Cristo en la cruz, se
realiza, en el proceso vital del cristiano, en tres planos sucesivos: el bautizo, la vida
mística –anticipo de la vida ulterior- y la muerte (Danielou, 1966: 41. 45).
Pero, frente a esta corriente, se sitúa otra que continúa la línea interpretativa
judía, y que afirma que la entrada en el Paraíso, tras la resurrección de la carne, se
producirá en el fin de los tiempos31. Esta corriente, visible en la lectura del Apocalipsis
de San Juan inicia, a su vez, los movimientos milenaristas cristianos de carácter
escatológico (Danielou, 1966: 40)32. Bultmann afirma que la primera comunidad
cristiana entendió el Reino de Dios en este sentido escatológico, como parusía
inmediata –de hecho Pablo guardaba la esperanza de estar aún vivo cuando ésta se
produjera33-. Es de advertir que, frente a la concepción cristológica de naturaleza
esencialmente histórica, la concepción escatológica es de carácter mítico. En efecto, la
ubicación del Reino de Dios en el advenir próximo pero indeterminado, que es, por
definición, el fin de los tiempos, confiere una orientación mítica al mensaje cristiano34.
La desmitologización que implica el paso de la concepción escatológica a la lectura
histórica del Evangelio es, como toda desmitologización –ya lo vimos con Homero y
Hesíodo- el proceso ideológico y exegético35 en el que la alegoría encuentra su ámbito
natural. Este proceso comienza con Pablo y se radicaliza con el Evangelio de Juan.

31
Esta corriente halla su origen en los primeros escritos de Pablo. La transición de una escatología
futurista a otra consumada, a partir, sobre todo, de la Segunda Carta a los Corintios (2Cor., 5) ha sido
entendida por algunos estudiosos del cristianismo temprano, como Pfleiderer, como una muestra de la
helenización del pensamiento paulino (cf. Ellis, 2000: 147).
32
El milenarismo no sólo entendía que la consumación del Reino de Dios se produciría al final de los
tiempos, sino que, antes de que éste se produjera, la Iglesia regiría en el mundo durante mil años. Pueden
considerarse milenaristas algunos de los primeros y más relevantes exégetas cristianos como Ireneo,
Justino y Tertuliano, que interpretan literalmente algunos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento
que incluyen profecías escatológicas (Simonetti, 1998: 25).
33
Bultmann: 1970, 15. Bultman es sin duda el gran revolucionario de la concepción de la escatología
cristiana a principios del siglo XX. Los trabajos de Bultman se orientan hacia una interpretación
desmitologizadora de la Biblia a la que no es ajeno este enfoque de la escatología (cf. Ferraris, 2000:
259).
34
Sobre el sentido de este mito escatológico cristiano, observa Blumenberg cómo en él se cumple, pese a
las apariencias, la imposibilidad de la utopía de situarse en el tiempo. En este caso, aunque el mito
escatológico es a primera vista un mito del futuro, se trata, en primer lugar, de un futuro fuera de la
historia, y, en segundo lugar, de un futuro que se origina a partir de un pasado, reconocible por todos
aunque impreciso, en el que Dios había generado una serie de actitudes y disposiciones sobre el mundo, la
humanidad y su pueblo que permitían pensar que era capaz de una aniquilación y renovación definitivas.
De este modo, es siempre “la dimensión de lo que ha quedado atrás lo que genera un espacio libre para
una serie de expectativas definibles en uno u otro sentido” (cf. Blumenberg, 2003a: 246).
35
Bultmann, op. cit., p. 61.
259

El mito escatológico, aun sin llegar a ser nunca apartado del todo, irá perdiendo
su influencia en la religión cristiana. La idea de la resurrección de los cuerpos al final de
los tiempos –terriblemente antiplatónica- y de la retribución o condena en la vida futura
parecía una idea insensata a los paganos de este tiempo. En este aspecto, Orígenes, en su
construcción exegética de una doctrina cristiana que tuviera la altura intelectual
suficiente como para hacerse respetar por la sociedad pagana más culta, se enfrentaba a
un doble problema: el de la interpretación herética que rechaza la resurrección corporal;
y el de la interpretación simplista literal de algunos cristianos. Orígenes opta por una
intermedia y algo imprecisa “resurrección de los cuerpos espirituales”36. Igualmente
impreciso se muestra respecto de otras cuestiones derivadas del problema de la
interpretación escatológica. En este sentido, defiende la realización actual del reino de
Dios señalando que quien vive virtuosamente ya está en el reino de Dios y que la
petición de la llegada del Reino de los Cielos cabe entenderla como la realización de la
perfección interior, aunque luego afirma que el cumplimiento total de esta perfección es
escatológica (Trevijano, 1985: 264-269). La decisiva importancia que Agustín
concederá a la libertad humana como responsable única del mal en el mundo resultará
un golpe definitivo al escatologismo37. Blumenberg lo explica del siguiente modo:

La libertad fue pensada, por vez primera, en toda su excelencia, cargando, ella sola, con
todo el peso de la teodicea. Un concepto que nunca había sido –ni lo podría ser jamás basándose
en la Biblia- un artículo de la dogmática eclesial se revelaba ahora como el antídoto, por
antonomasia, contra el mito fundamental del gnosticismo. Y, de paso, constituía también el final

36
Incluso Pablo es ambiguo al respecto. Véase 1 Cor. 15, 35-53.
37
Esto no obstante, aunque San Agustín conservó el pensamiento antiescatológico a lo largo de su obra –
hasta el punto de considerar, al igual que Ticonio, que el Apocalipsis no era sino la descripción simbólica
del acontecer cotidiano de la vida cristiana-, es necesario señalar que su valoración de la libertad humana
con relación a la historia individual de salvación varió a lo largo de los años. Así, tras considerar en sus
Propositiones, sobre las Cartas a los romanos, que la libertad y la voluntad humanas eran esenciales en la
salvación individual, poco tiempo después, en Ad Simplicianum, pasa a señalar que ésta depende
enteramente de la voluntad de Dios, sin que la voluntad humana juegue un papel relevante. En opinión de
Fredriksen, es probable que el enfrentamiento con el Pablo histórico y su conversión, a partir de sus
estudios de la Carta a los gálatas (véase, sobre este periodo de la exégesis de San Agustín, Basevi, 1989:
114-115), en la que Dios interviene al margen de toda voluntad del hombre, perseguidor de los cristianos,
produzca en Agustín un proceso de reflexión que le lleve a considerar que nada puede hacer el hombre
para merecer la salvación, sino que ésta depende de los designios inescrutables de Dios (Fredriksen, 2001:
121-125). Como muestra del antiescatologismo agustiniano, o, al menos de un escatologismo muy
moderado, recordamos un breve pasaje de De Doctrina Cristiana: “Luego desde el tiempo mismo que se
predica el Evangelio hasta que el Señor se manifieste es la hora en la cual conviene observar estas cosas,
porque la misma manifestación del Señor pertenece a la hora que terminará en el día del juicio” (De
Doctrina Cristiana III, 36, 54).
260

definitivo de la escatología: después de cuatro siglos de expectativas nunca aclaradas, se le daba


al hombre la responsabilidad de su historia.
(Blumenberg, 2003a: 218-219)

Bultmann considera que, si bien durante mucho tiempo se sostuvo que el


pensamiento original de Jesús había correspondido más bien a la línea interpretativa
cristológica, a partir de la última década del siglo XIX, con la publicación de los
estudios de Weiss sobre la cuestión, parece indudable que el Jesús histórico tuvo una
concepción escatológica del reino de Dios38. De este modo, se entiende que el Anticristo
de Nietzsche, publicado en 1894, pero escrito en 188939, esto es, antes de la publicación
de los trabajos de Weiss, defendiera la idea de un Jesús histórico traicionado por la
lectura escatológica de la Iglesia primitiva:

Es evidente que la reducida comunidad cristiana no entendió lo que significaba


exactamente, de forma esencial y ejemplar, esa forma de morir: la liberación de toda forma de
resentimiento y la superación del mismo (...). El sentimiento que acabó por imponerse una vez
más fue precisamente el menos evangélico de todos: la venganza. (...) Se requería una
“reparación”, un “juicio”, pese a que las ideas de “reparación”, “castigo” y “juicio” resultaban
totalmente ajenas y contrarias al Evangelio. Reapareció la esperanza popular en la llegada de un
Mesías, y esta expectativa respondió a las exigencias de un momento histórico: el “Reino de
Dios” descendería a este mundo para juzgar a sus enemigos.40
(Nietzsche, 1982: 74)

Por el contrario, el joven Heidegger, imbuido en el ambiente teológico alemán


de comienzos del siglo XX41, se mostró seducido por la concepción escatológica –más
fiel a la realidad histórica, tal como es generalmente aceptada desde finales de siglo

38
Ib., p. 15. Hoy día es generalmente aceptado que Jesús consideraba al Reino de Dios como una realidad
futura que llegará de forma inminente. Aunque también parece evidente que en la enseñanza de Jesús
existe, en cierto modo, una actualización del Reino de Dios. Asimismo, se piensa que este escatologismo
de Cristo debe ser estudiado y contrastado con la escatología apocalíptica del Judaísmo tardío (cf. Aune,
1972: 4).
39
Más aún si tenemos en cuenta que sus estudios sobre el cristianismo alcanzaron su máxima intensidad a
comienzos de la década de los ochenta.
40
Respecto a los argumentos de El Anticristo en los que se afirma que el único cristiano fue el que murió
en la cruz, probablemente Nietzsche se hiciera eco de esta manera de las teorías decimonónicas que
apuntaban una diferencia entre la “religión de Jesús” y la “religión sobre Jesús”, a partir del
establecimiento de una oposición entre Jesús y Pablo que hoy día tiende a descartarse mayoritariamente
en los estudios cristológicos (cf. Grant, 1967: 24).
41
Heidegger dedicó la segunda parte del curso de 1920-1921 al estudio de las epístolas paulinas, en
concreto, de las cartas a los gálatas y a los tesalonicenses (cf. Heidegger, 2005b: 95-153).
261

XIX-, de las primeras comunidades cristianas42, quizá, porque en esta tensión hacia el
advenir inmediato pero impreciso del reino de Dios pudiera empezar a prefigurar su
propia idea del “ser para la muerte” 43. De este modo, observó que la característica
fundamental del cristianismo primitivo es la absoluta preocupación por la llegada del fin
de los tiempos44. En este sentido, dice Heidegger, la cuestión del cuando no es tan
importante como la convicción de que “nada es seguro”45.
Pero, como hemos anunciado más arriba, es, tal vez, en el contexto de la
corriente cristológica –por más que nunca pudiera desvincularse del todo de la
escatología- en el que debe situarse originalmente la interpretación tipológica
desmitificadora de las Escrituras, propuesta por Pablo el apostol y desarrollada a lo
largo de la Antigüedad Tardía cristiana y la Edad Media hasta el advenimiento y
consolidación del Humanismo.
Pablo entiende que Cristo es la clave para entender toda la revelación, tanto en el
Evangelio, como en la Escritura como en la Creación. Así, convertido Cristo en centro
de un proceso de comprensión de una realidad heterogénea en la que se alinean los dos
testamentos y el cosmos, la hermenéutica cristiana se despliega en una actividad intensa
y extensa que abarca la totalidad del tiempo histórico y el espacio:

Con una esperanza así, actuamos con plena libertad, y no como Moisés, que se cubría el
rostro con un velo para que los israelitas no vieran el fin de lo que era pasajero. A pesar de todo,
sus mentes se embotaron y hasta el día de hoy, cuando leen las Escrituras de la antigua alianza,
permanece sin descorrer aquel mismo velo que ha desaparecido con Cristo. Hasta el día de hoy,
en efecto, siempre que leen a Moisés permanece el velo. Sólo cuando se conviertan al Señor,
desaparecerá el velo.
(2 Cor., 3, 12-16)

42
Cf. Heidegger, 2005b: 133.
43
“Heidegger se sintió fascinado por la experiencia del tiempo de la temprana comunidad cristiana, este
instante escatológico que no es una “espera” ni el atravesar y calcular el transcurso de un tiempo hasta el
retorno de Cristo, porque Cristo viene “por la noche, como un ladrón”. El tiempo medido, el contar con el
tiempo y todo el trasfondo de la ontología griega que dominan nuestro concepto de tiempo en la filosofía
y la ciencia, fracasan frente a esta experiencia” (Gadamer, 2002: 153). Véase también Gadamer, 2001:
59-60.
44
El cristianismo temprano concibió la salvación escatológica como fenómeno que se realizaba en el
presente de la colectividad cristiana a través de las formas del culto –el trabajo espiritual, los sacramentos
y la propia organización de la Iglesia como comunidad- y de la piedad –la ética cristiana concebida como
resultado de la manifestación presente de la posesión de la salvación escatológica, las prácticas ascéticas
y la proclamación del Evangelio-. De este modo, la Iglesia puede considerarse como comunidad
escatológica, porque la forma básica en la que la escatología se ve realizada está en conexión con la
posesión presente y efectiva del Espíritu en la comunidad (cf. Aune, 1972: 8-15).
45
Cf. Heidegger, 2005b: 131. Véase también Gleisch, 2000: 205-206.
262

La interpretación tipológica, como dice Auerbach46, no sólo establece una


concordancia entre ambos Testamentos, sino que anexiona el Antiguo al Nuevo,
unificando la Historia Sagrada a través de un esquema totalizador (Auerbach, 1998:
27)47. El Antiguo Testamento, con independencia de que en origen hubiera podido ser
entendido alegórica o literalmente48, se convierte, bajo la lectura ordenadora del Nuevo,
en una prefiguración de éste y, en particular de Cristo, que adquiere un sentido temporal
en cuanto que en su existencia “se integra el despliegue total del plan divino de
salvación” (Auerbach, 1998: 30)49. Así, la revelación de la acción de Dios en la historia
es, a la vez, el resultado y la fuente de la exégesis tipológica50. A nuestro juicio, hay en
este dimensión temporal decisiva que adquiere la vida de Cristo un eco del “tiempo de
calidad”51 del pensamiento mítico en virtud de la cual escapa al fluir de la temporalidad;
pero, a diferencia de lo que ocurre con éste, la calidad de la vida de Cristo no se
desenvuelve en la repetición e insistencia sino en su carácter de acontecimiento único e
irrepetible. San Agustín que, como vimos más arriba, tuvo una decisiva intervención en
la postergación de la escatología, toma también un claro partido en la defensa de la
cristología como clave de interpretación tipológica de la Escritura:

Ninguno de nosotros duda de que el Antiguo Testamento contiene promesas de


realidades temporales (...) y de que la promesa de la vida sin fin y del reino de los cielos
pertenece al Nuevo. Pero no es sospecha mía, sino interpretación del Apóstol que en aquellas
realidades temporales se ocultaban figuras de las realidades del futuro que se iban a cumplir en
nosotros, para quienes ha llegado el fin de los tiempos. (...) No hemos aceptado, pues, el
Antiguo Testamento con el fin de conseguir aquellas promesas, sino para entender en ellas el
anuncio del Nuevo.

46
Para ver la formación de la idea de “figura” en el pensamiento de Auerbach y su relación con la idea de
“alegoría” de Benjamin, véase Lerer, 1996.
47
Los estudios tipológicos conocieron un amplio desarrollo en Francia en el periodo comprendido entre
1940 y 1959. Los trabajos y traducciones de Danielou, Lubac y Congar fueron los responsables del
acercamiento de la teología patrística oriental a la discusión hermenéutica del siglo XX. En 1942,
Danielou publica su traducción de La vida de Moisés de Gregorio de Nisa; en 1959, Lubac presenta su
monumental obra L´exégèse médievale. El desarrollo de estos estudios planteó, en el seno de la Iglesia
Católica, la necesidad de reorientar la valoración de la exégesis patrística y, en concreto, de la
interpretación alegórica en su labor hermenéutica contemporánea (cf. Mayesti, 2001: 140 y ss.).
48
Cf. Bockmuehl, 1990: 154.
49
Véase también respecto a esta idea del plan de salvación, la definición de A. D. Nock, en Nock, 1952:
194.
50
Cf. Grant, 1967: 28.
263

(Agustín de Hipona, 1993: 82)

De este modo, el tipo siempre resulta ser inferior al modelo o antitipo52: Adán
prefigura antitéticamente a Cristo: el Adán que triunfa frente al Adán que claudica
(Rom. 5, 12-21); el sacrificio de Isaac –en el que el padre, Abraham, como después
haría el Padre con Jesús, no perdona al hijo- prefigura el de Cristo; el nacimiento de
Eva del costado de Adán prefigura el nacimiento de la Iglesia del cuerpo de Cristo; las
dos esposas de Abraham son prefiguración de la vinculación de Dios, sucesivamente
con Israel y con la Iglesia, en un caso en el que el sentido literal de la ley es forzado por
la interpretación figural derivada de la fe para decir lo contrario de lo que dice (Gal., 4,
21-31)53. Además de las relativas a Adán, Danielou señala como principales tipologías
de la hermenéutica paulina la ya mencionada del nacimiento, sacrificio y matrimonio de
Isaac (Gal., 3, 16, Rom, 7, 32; Hb, 9, 17-19) y el Éxodo, especialmente el paso del
Jordán como tipo del Bautismo (Danielou, 1966: 153 y ss.).
En definitiva:

se establece una conexión entre dos acontecimientos que ni temporal ni casualmente se


hallan enlazados, conexión que, racionalmente y en el curso horizontal (...) es imposible
establecer. La imposibilidad desaparece tan pronto como se unen ambos acontecimientos
verticalmente con la Providencia Divina.
(Auerbach, 2001: 76)

La constitución de este modelo hermenéutico no fue inmediata. En la exégesis


paulina se detectan, como tendremos ocasión de comprobar más abajo, diversas
imprecisiones y titubeos terminológicos. En otros textos del Nuevo Testamento ocurre
algo similar. Así en la Carta a los Hebreos se invierte la relación entre tipo y antitipo en
Hb. 8, 5 (Guinot, 1989: 5). Incluso en la obra de Orígenes, aunque la terminología ya se

51
Nos referimos con esta denominación a lo que Meletinski define como “aquellos momentos
particularmente sagrados, de paradigmas que determinan las normas morales y las formas cultuales, lo
que vale tanto como decir las estructuras fundamentales del mito” (2001: 213).
52
Creemos que esta inferioridad del tipo frente al antitipo ha sido en cierto modo obviada por Fredriksen
cuando al hablar de la tipología agustiniana y de su, indudable, revalorización de la lectura ad litteram,
afirma que ambos testamentos, al ser uno imagen oculta del otro y viceversa (el subrayado es nuestro),
ambos son semejantes en dignidad y en valor religioso: “ambos lados de la ecuación son positivos”
(Fredriksen, 2001: 127). En nuestra opinión, esta consideración de la lectura literal del Antiguo
Testamento, si bien refuerza su dimensión histórica, no puede elevar el rango religioso, en la valoración
agustiniana, de éste al que tiene el Nuevo. Si bien ambos términos de la ecuación son positivos, no por
ello son intercambiables, como parece inferirse de sus palabras.
53
Véase Bonsirven, 1939: 328.
264

halla fijada, la tipología se considera una especie de la alegoría54. No será hasta el siglo
IV, en el seno de la escuela de Antioquía, y precisamente en el debate con las tesis
alegoristas de los alejandrinos cuando la tipología se constituirá como un sistema bien
definido55.
La tipología tuvo una utilidad evidente en la formación de la identidad doctrinal
cristiana, porque permitió la elaboración de una actitud propia frente a los gnósticos y
maniqueos, por una parte, al defender la unidad y continuidad entre el Viejo y el Nuevo
Testamento, y frente a los judíos, por otra, al imponer el Nuevo Testamento sobre el
Viejo, haciendo de éste el tipo de aquél.
Pero la tipología no sólo se desarrolló en el sentido anteriormente expuesto. En
efecto, la interpretación tipológica, ya desde Pablo, pero sobre todo a partir de Orígenes
se despliega en un ambicioso proyecto interpetativo que abarca los siguientes ámbitos:
? La interpretación de los acontecimientos del Antiguo Testamento como
prefiguración de la vida de Jesús, como hemos explicado anteriormente. Éste es el
sentido estrictamente cristológico de la tipología en el que abunda Auerbach.
? La interpretación puramente escatológica que remite la exégesis de la
Escritura no sólo a la profecía del fin de los tiempos y la segunda venida de Cristo, sino
también a la vida de la Iglesia considerada como tiempo escatológico (Danielou, 1950:
10).
? La exégesis que podemos denominar mística, que interpreta los
acontecimientos de la Escritura como alegorías del devenir del alma en su proceso de
conversión y acceso a la divinidad56.
? Por último, la exégesis sacramental, según la cual, determinados hechos
narrados en la Escritura son prefiguraciones de los sacramentos cristianos.
Sobre este último punto es necesario realizar algunas precisiones. Los
sacramentos, desde los primeros tiempos de la Iglesia –tal vez el Evangelio de Juan
pueda ser leído como el documento sacramental más antiguo57-, suponen la
actualización y ejecución ritual de los misterios fundamentales de la vida de Cristo.

54
Cf. Contra Celso VI.
55
Cf. Guinot, 1989: 8.
56
San Agustín subraya que las cuatro etapas históricas cubiertas por los testamentos corresponden a las
etapas del proceso transhistórico de la salvación individual: antes de la ley, bajo la ley, bajo la gracia y el
estado final de paz (Fredriksen, 2001: 121).
57
Cf. Danielou, 1950: 14. Bultmann afirma que los sacramentos incrementaron su importancia en el seno
de la Iglesia a partir de la extensión de la cumunidad cristiana por el mundo helenístico (Bultmann, 1959:
46).
265

Como tales, deben estar no sólo validados por el propio Jesús en los evangelios, sino
prefigurados en el Antiguo Testamento. Por eso, al hablar de la dimensión sacramental
de la tipología hay que hacer una doble referencia: por una parte, a la exégesis de
aquellos pasajes de la Escritura que se entienden como prefiguraciones de los
sacramentos; y, por otra, al carácter simbólico de su propia naturaleza, que, a su vez, es
susceptible no solo de actuación sino también de interpretación58. Ambos aspectos, el
carácter actuante de los sacramentos y su capacidad de ser objeto de interpretación son
determinantes para liquidar la concepción escatológica cristiana, y con ello
desmitologizar la religión al volcar su desarrollo en la historia59.
Veamos cómo se despliega esta doble actuación: Por una parte, el sacramento, al
ser portador de gracia divina, garantiza la inmortalidad a los creyentes que participan en
sus ritos, esto es, en su actuación. Esta bendición que el sacramento proporciona hace
que los participantes se despreocupen un tanto de la escatología universal, del destino
del mundo, y se vuelquen en la salvación de su alma individual por medio del
sacramento. Además, como los sacramentos, administrados por la Iglesia –que se
configura así como comunidad de los elegidos, vivientes en Cristo para los que la
muerte ha sido abolida60-, contienen ya los mismos poderes divinos que se desplegarán
al final de los tiempos, la dimensión escatológica mítica pierde fuerza frente a la idea de
la presencia terrena del Reino de Dios. De este modo, explica Bultmann, en la Iglesia
sacramental se neutraliza la escatología (Bultmann, 1959: 46-48).
En el segundo aspecto, relativo a la interpretación –ya hemos indicado que la
desmitificación de la escatología cristiana es una operación exegética- es interesante el
estudio de los medios sensibles mediante los cuales operan los sacramentos –el agua, el
aceite, las palabras rituales,...- portadores todos ellos de una simbología que despliega
su eficacia en la vida espiritual del cristiano. Este mecanismo hace recordar, sin duda, el
proceder teúrgico del último neoplatonismo, y no es de extrañar que, por afinidad, el
pensamiento de Proclo haya influido notablemente en el desarrollo de la doctrina
cristiana sacramental61. Con relación a la primera dimensión interpretativa de los

58
No todos los Padres de la Iglesia inciden en la misma proporción en ambos aspectos. Así, frente a
exégetas que se vuelcan en el examen de la tipología sacramental a través de sus referencias entre ambos
testamentos; otros, descuidando esta línea, prefieren explorar la significación mística de éstos.
59
Véase Diego Sánchez, 1985.
60
Cf. 1 Cor, 15, 54.
61
Cf. Danielou, 1950: 24. Nock ha estudiado la relación entre los sacramentos y los mysteria paganos. El
sacramento -advierte-, siendo un elemento de radical novedad en el ambiente judaico, también resulta
novedoso frente al paganismo. En su origen nada deben los sacramentos a los misterios paganos. Sin
embargo, a lo largo de los siglos II y III, la aproximación del cristianismo a la filosofía pagana, por parte,
266

sacramentos, esto es, la puramente tipológica, es interesante observar cómo esta


exégesis no contempla de forma aislada el aspecto sacramental, sino que lo vincula
necesariamente a los demás sentidos de la interpretación tipológica, formando un todo
exegético que se desenvuelve en todos los planos de la existencia: la historia, el rito
colectivo, la esperanza escatológica y el devenir espiritual del individuo.
En este trabajo examinaremos brevemente la tipología del Bautismo,
remitiéndonos al citado libro de Jean Danielou para el exámen de la exégesis patrística
de los demás sacramentos. Hemos seleccionado el Bautismo por considerarse en el
ámbito de la patrística como el inicio de la vida mística y porque de todos los
sacramentos es aquel que mejor ejemplifica esta múltiple dimensión de la exégesis
tipológica que aquí nos interesa mostrar62.
Los tipos más evidentes y extendidos del Bautismo son el Diluvio Universal y el
paso del Mar Rojo. En ambos casos, las aguas –elemento físico sensible del sacramento-
juegan un doble papel destructivo y re-creativo. En efecto, tanto las unas como las otras
destruyen a los hombres injustos y a los soldados del Faraón como encarnación de los
males. Pero también son aguas que re-crean a los que emergen de ellas: Noé y su
familia –el arca sería el tipo de la Iglesia- y los israelitas del Éxodo respectivamente.
Tras esta primera aproximación, encontramos algunas aportaciones individuales
de importancia. Así, Cirilo de Jerusalén da un matiz cosmológico a su interpretación
que deriva de la tipología en la pura alegoría63: El agua es el origen del cosmos y el
Jordán, por el bautizo de Jesús, es el origen del Evangelio. En este caso, más que ante la

especialmente de exégetas como Justino y Clemente de Alejandría, hace que se establezcan algunas
analogías entre el cristianismo y el culto a Dionisio. En todo caso, es necesario diferenciar entre el
mysterium cristiano y los mysteria paganos, incluso en autores tan inmersos en la cultura helenística como
Clemente. Dice Nock que cuando Clemente pone de relieve estas analogías, pensaba más en las Bacantes
de Eurípides que en el culto dionisiaco contemporáneo. Además, es necesario tener en cuenta que la
terminología mistérica era un lugar común en la literatura de la época y que la comparación no se
establecía respecto a los sacramentos sino al cristianismo en general. Sin embargo el mysterium en este
otro sentido puramente cristiano, para Clemente, al igual que para Pablo, es “la libre y divina resolución
de salvación de salvación del hombre separado de Dios por su pecado, concebida y oculta ab aeterno en
el fondo de la deidad. Esta resolución velada se manifiesta en Cristo” aunque sólo a los ojos de la fe
(Rahner, 2003: 61). Otros autores cristianos como Tertuliano sí utilizan el término “sacramento” como
equivalente latino a mysterium, aunque con resonancias distintas –en la Biblia de los Setenta ya aparecía
el término mysterium en referencia a la secreta resolución del rey, sólo confiada a los más cercanos (véase
Tb. 12, 7)-. Es más adelante, en el siglo IV, una vez que la Iglesia ha triunfado sobre el paganismo,
cuando se aplican libremente los términos relativos a los misterios a los sacramentos, y siempre en un
sentido figurado (Nock, 1952: 198-211). No es descartable que en esta época de cristianismo triunfante se
produjera también un movimiento inverso, es decir, una influencia cristiana en los misterios paganos (cf.
Rahner, 2003: 71-72).
62
Para todo este punto, véase Danielou, 1950: 97-278.
63
La difícil relación entre ambos conceptos será estudiada detenidamente en este mismo capítulo. En el
siguiente estudiaremos, más ampliamente, la polémica entre las escuelas de Alejandría y Antioquía en
torno a la exégesis alegórica.
267

relación del tipo con el antitipo, nos encontramos con una analogía alegórica entre un
acontecimiento y otro. En otros casos, el episodio del Diluvio se interpreta
tipológicamente en sentido estricto, es decir, aludiendo no al sacramento –que
permanece, no obstante, presente pero en un segundo plano- sino a la vida de Cristo. De
este modo, el Diluvio es la imagen del descenso a los infiernos y la posterior subida al
Cielo de Cristo. Más cerca de la simple tipología histórica se encuentra la variante
interpretativa que relaciona el “Nuevo Diluvio” anunciado por el profeta Isaías con el
bautizo de Jesús. Esta interpretación histórica es el primer eje de unas coordenadas que
se completan con la dimensión sacramental tipológica según la cual el bautizo de cada
cristiano no sólo es cumplimiento de lo anterior, sino tipo a su vez del bautizo con fuego
que tendrá lugar en el final de los tiempos. Este giro exegético es particularmente
interesante porque revela la trabazón esencial entre la dimensión histórica tipológica, la
vertiente escatológica de sentido anagógico, el plano individual ritual y, en sentido
espiritual, el sentido místico.
Pero, junto con estas dos lecturas, más o menos claras del paso del Mar Rojo y
del Diluvio Universal como tipos del Bautismo, se generaliza también en estos primeros
siglos de la Iglesia, la exégesis en la misma clave del Cantar de los cantares. En efecto,
el Epitalamio salomónico es interpretado no sólo como el poema de las bodas entre
Dios y la Iglesia –como antes en la exégesis hebrea lo había sido entre Dios e Israel-,
sino también –y no es una lectura alejada de ésta primera, porque las bodas entre Dios y
la Iglesia se producen en la vida sacramental- como tipo del bautismo. Así, el Cantar
despliega su discurso en el plano ritual del sacramento y en el paralelo e inseparable
plano individual, como bodas del alma con Dios. Abundan las interpretaciones que
identifican la cámara nupcial con el baptisterio, o que interpretan la imagen de los ojos
como palomas con la paloma del Diluvio64 o con la paloma del Espíritu presente en el
bautismo de Cristo65. Incluso, el jardín con el que se identifica a la esposa66 es leído
como imagen del alma purificada por el bautismo y convertida en un nuevo paraíso al
que acude el esposo, antitipo de Adán. Como se ve, esta circunstancia de “nuevo
paraíso” desplaza el mecanismo exegético tipológico de la historia a la interioridad de
los avatares espirituales del alma, desembocando en la mística.

64
Gn., 8, 8-11.
65
Mt., 3, 16.
66
“Eres huerto cerrado, / hermana y esposa mía / huerto cerrado, fuente sellada.” (Ct., 4, 12).
268

Ahora bien, visto el procedimiento de la interpretación tipológica, debemos


examinar sus antecedentes, su desarrollo posterior y, especialmente, su relación con la
alegoría.
Respecto a los antecedentes de la tipología, es necesario precisar si la exégesis
hebrea conocía esta clase de interpretación y, en este contexto, debemos examinar qué
relación guarda la tipología con la exégesis alegórica de Filón que, como se vio en el
capítulo anterior, conserva también el sentido literal histórico de los textos bíblicos.
Por lo que a la primera cuestión se refiere, dice Husser que el término typos sólo
aparece dos veces en la Biblia de los Setenta: En Éxodo 25, 40 en el que designa el
modelo de Santuario y los objetos del culto revelado a Moisés; y en Amós 5, 26 que
hace alusión a la imagen figurada de los seres vivientes. En este caso traduce el término
hebreo selem –objeto de culto-; en la cita del Éxodo, por el contrario, traduce la palabra
tabuît, concepto cercano a “paradigma”, mucho más próximo que selem a la idea de
typos griega, aunque no se ajusta a la noción de lectura tipológica que venimos
examinando (Husser, 2002: 11-12)67.
No obstante, sigue diciendo Husser, esto no significa que no pueda rastrearse
indicio alguno de este método exegético en la Escritura. Así, el Libro de Isaías, sugiere,
bajo la superficial analogía de situaciones históricas, una identidad profunda de
significación entre la salida de Egipto y el retorno de Babilonia68. En opinión de Husser,
los exégetas judíos, quizá en la época del exilio, se han servido del método tipológico –
aunque sin la idea de consumación histórica que tendrá en los autores cristianos69- para
organizar el cuerpo bíblico creando de una pieza relatos de sucesos que ellos querían
aclarar por medio de correspondencias significativas (Husser, 2002: 32-34).
Ciertamente, este proceder hermenéutico guarda una estrecha relación con la tipologia
cristiana inicial pero se diferencia de ésta en cuanto carece de la idea de tiempo
consumado derivada de la corriente cristológica de interpretación anteriormente
descrita70.

67
Hay en la literalidad del término typos una clara dimensión pictórica que, probablemente por la
influencia de la segunda sofística, se mantendrá en la exégesis patrística (véase Guinot, 1989: 23-33).
68
Cf. Is. 11, 15-16; 43, 14-21; 51, 9-11.
69
En este sentido, cf. Danielou, 1950: 9.
70
De hecho, el método de Isaías descrito por Husser no esta del todo alejado de algunos procedimientos
de la historiografía pagana. Así Polibio, al final del libro XXXVIII de sus Historias, describe la reflexión
de Escipión ante la definitiva ruina de Cartago: “Y entonces, cuentan, lloró y compadeció sin rebozo al
enemigo. Luego se sumió en un mar de meditaciones y vio que la divinidad fomenta el cambio en
ciudades, pueblos e imperios, igual que lo provoca en los hombres. (...). Y explican que entonces, ya
porque se le escapara, ya de manera plenamente consciente, recitó estos versos: “Llegará un día en que la
sagrada Ilión haya perecido / y Príamo, y el pueblo de Príamo, el óptimo lancero.” Polibio le preguntó (...)
269

En segundo lugar, es necesario deslindar la tipología de la alegoría filoniana.


Esta cuestión remite a otra más general que deberá examinar cuál es la relación entre la
tipología y la alegoría. No obstante esta obligada remisión, creemos que la segunda
cuestión no puede, sin más, aunque en cierto modo la comprenda, obviar la primera,
esto es, la relación entre la tipología cristiana y la alegoría filoniana, debido a las
especiales características de la exégesis de Filón, que, en lo que a la salvaguarda del
sentido literal de los textos bíblicos se refiere, parece tener más en común con la
tipología que con la alegoría griega estoica o neoplatónica –nos referimos, obviamente a
la metodológia, no a su contenido, plenamente alegórico-. En efecto, tanto la tipología
como la exégesis filoniana respetan y mantienen el sentido literal histórico de la
Escritura. Sin embargo, la razón y la consecuencia de este respeto son diferentes. Para
Filón, el acontecimiento histórico remitía a un sentido espiritual de naturaleza mística-
moral y carácter ahistórico. Por el contrario, el tipo cristiano remite a un modelo
también histórico que lo consuma (Auerbach, 1998: 102; 2001: 186)71.
Pese a que la distinción apuntada por Auerbach es clara72, cabría objetar que tan
ahistórica resulta la alegoría mística de Filón como la tipología, porque en ésta, aunque
el tipo y el modelo se dan dentro del acontecer histórico, ambos obedecen a un plan
divino esencialmente ahistórico73. Así, Justino afirma que es el Espíritu Santo el que no

a qué aludía con aquellas palabras. Y Escipión contestó, sin ocultarlo, que se había referido claramente a
Roma, su patria (...)” (Polibio, 2000: 484-485). Como puede verse, Polibio traza por medio de Escipión
una ley de fatalidad histórica por medio de la cual la ruina de Cartago prefigura la de Roma. Pero, en este
caso, la ruina de Roma no es consumación del posible tipo de la ruina de un imperio poderoso ni lo
consuma. Sin embargo, como observa Den Boer, la diferencia esencial entre estas recurrencias de la
concepción de la historia en el paganismo y la tipología judeocristiana radica en que los personajes o
acontecimientos así enlazados no tienen entre sí la relación existente entre el tipo y el antitipo, esto es, no
puede considerarse que el primero en orden cronológico sea tipo del siguiente. Así la relación entre
Agamenón y Alejandro no es, pese a los elementos que los relacionan, la misma que existe entre Isaac
como tipo de Cristo y éste, como su antitipo (cf. Boer, 1973: 20). Para el mundo clásico pagano , dice
Ferraris, la historia “no es un horizonte de sentido sino, como máximo, un repertorio de ejemplos”
(Ferraris, 2004: 22). La consideración cíclica de la historia del paganismo, que se diferencia de la
tipología en estos términos, reaparece con fuerza en el humanismo, en el que la nueva visión sobre la
pasada gloria de la Antigüedad clásica suscita reflexiones similares a las expuestas por Polibio. Así,
respecto de esta concepción de la historia en el pensamiento y obra de Nebrija, puede verse Navarrete,
1997: 36-40.
71
D. Gerber cuestiona que la historicidad de la tipología y la abstracción de la alegoría sean rasgos
diferenciadores tan fuertes como para diferenciar ambos métodos exegéticos (cf. Gerber, 2002: 173).
72
No tan clara nos parece la distinción apuntada por el propio Auerbach entre la figura y el símbolo: la
figura ha de ser siempre histórica, frente al símbolo que requiere, además, la presencia de fuerzas mágicas
–en obvia referencia a la teúrgia- (Auerbach, 1998: 105). Nos parece menos clara, decíamos, por cuanto
la vertiente sacramental de la figura –aspecto que está ya en las epístolas paulinas- introduce en la teoría
figural elementos rituales, de actualización de los tipos en la comunidad creyente que, si bien no
equivalen a las prácticas neoplatónicas- sí establecen un similar concepto de palabra eficaz.
73
En este sentido, observa Blumenberg que cuando en la Edad Media Duns Scoto hable de la
predestinación eterna del Hijo de Dios a convertirse en hombre el resultado es que, ante este designio, la
historia restante del hombre resulte indiferente (Blumenberg, 2003a: 252).
270

sólo habla a través de los profetas sino que éstos son también instrumentos del Espíritu.
En este sentido afirma Carmelo Granado, refiriéndose a la idea del Espíritu en el
pensamiento de Justino:

La actividad del Espíritu en los profetas no se limita, pues a anunciar lo futuro por
medio de palabras, anuncio que tiene la particularidad de no distinguir los diversos planos de
los tiempos, sino que además provoca en los profetas actitudes o comportamientos y acciones en
sí ya proféticos. El porqué de esto se resuelve últimamente en que el Espíritu toma posesión del
profeta y lo rige en toda su conducta.74
(Granado, 1987: 20)

El hecho de que el cristianismo sea una religión histórica no implica, más bien
al contrario, que no sitúe en una trascendencia ajena a toda historicidad su fundamento.
La consumación del tiempo que se da en la venida de Cristo –tanto en la primera, como
sobre todo en la segunda- se funda en una previsión ahistórica, o, mejor dicho,
superadora de la historia como marco de posibilidad de la existencia humana.
Precisamente es esta ahistoricidad la que permite la reinterpretación de la historia
humana desde el acontecimiento, histórico en sí, de la vida de Jesús. Acaso sea esta
dimensión del cristianismo la que hace no sólo compatible sino también necesaria la
mística como modo de realización de esta consumación de la historia en el plano
individual interno, del mismo modo que los sacramentos la realizan, como hemos visto,
en el terreno ritual externo.
Pépin, por otra parte, al estudiar la tipología paulina, la distingue de la
valoración de la alegoría por el apostol. Pablo no se ocupa detalladamente de la
expresión alegórica e incluso recomienda a Timoteo huir de la expresión mítica75. No
obstante, en la primera carta a los Corintios (3, 1-4), Pablo recurre a uno de los tópicos
de justificación de la alegoría al diferenciar entre el sentido literal de la Escritura,
dirigida al lector superficial y el sentido profundo, al que acceden los doctos: “Por mi
parte, hermanos, no pude hablaros como a quienes poseen el Espíritu, sino como a gente
inmadura, como a niños en Cristo (...)”.
Pépin, pese a los rasgos especiales que concurren en la lectura tipológica –
atribuible tal vez a la exégesis judía palestina-, identifica la alegoría con ésta (Pépin,

74
El subrayado es nuestro.
75
1 Tim., 1, 3-7.
271

1958: 252), añadiendo que hay mucha influencia del estoicismo tardío en el
pensamiento paulino:

Nul doute donc que saint Paul offre l´exemple d´une lecture allégorique de la Bible,
dans laquelle il découvre, sous le déguisement des figures, l´annonce du Christ, la description de
la foi chrétienne, ou encore un ensemble de prescriptions morales destinées au chrétiens.
(Pépin: 1958, 250)

Kuntzmann, por su parte, describe la tipología como “intertextualidad creativa”


–no es el pasado el que se pone al servicio de la tipología, sino el pasado previamente
interpretado y tratado por el autor del nuevo texto, dado como comentario exegético-, y
advierte que, en consecuencia, debe examinarse bajo un doble aspecto, hermenéutico y
retórico. Respecto a las diferencias con la alegoría, Kuntzmann afirma lo siguiente: “La
typologie dépasse la simple déclaration d´analogie qui a une function d´illustration et de
comparaison. Elle se distingue aussi de l´allégorie, qui monnaie dans le concret le
contenu général du type surtout sous son aspect éthique.” (Kuntzmann, 2002: 44)76.
Por otro lado, cuando observamos la alegación de textos paulinos por parte de
Orígenes para sostener la legitimidad de la interpretación alegórica de la Escritura,
encontramos una serie de fragmentos heterogéneos de difícil clasificación77: seis de
estos pasajes hacen referencia a la nueva inspiración del Espíritu que permite una nueva
interpretación de la ley 78. Del contenido de estos fragmentos –especialmente de 1 Cor.,
2, 10- Orígenes infiere que para interpretar la Escritura es necesario que el exégeta esté
inspirado por el Espíritu. La alusión a un tipo de interpretación espiritual, apartada del
tenor literal de la ley, no permite precisar si se trata de una lectura alegórica o
tipológica. Aunque el pasaje de 2 Cor., 3, 15-16 adelanta una cuestión que después sería
desarrollada en la Carta a los Hebreos, que, como veremos, es el documento epistolar

76
Es difícil determinar hasta qué punto el término “intertextualidad” resulta pertinente y útil aplicado a la
tipología bíblica. Por una parte, porque aunque toda cita –incluso dentro del comentario exegético
bíblico- puede considerarse, siquiera a un nivel mínimo de mediación, como un caso de intertextualidad,
parece necesario además, que en el autor de dicho comentario exista un concepto de texto, de recepción, y
quizá de autoría distinto al existente en estos primeros siglos de la era cristiana. Tal vez, pudiera ser más
ajustado al caso que nos ocupa la definición más amplia de transducción como “proceso de transmisión y
transformación de sentido en el que se prolongan en el tiempo los textos literarios” (Martínez Fernández,
2001: 91), aun cuando es necesario ser cauteloso respecto de la aplicación de los conceptos “texto” y
“literario” a la exégesis bíblica.
77
Orígenes propone nueve pasajes de las Cartas de Pablo para argumentar a favor del metodo alegórico.
Seis de ellos serían utilizados posteriormente por Gregoria de Nisa con la misma finalidad (Heine, 1984:
361).
78
Rom., 7, 14; 1 Cor., 2, 10; 2, 16; 2, 12; 2 Cor., 3, 6; 3, 15-16; Gal., 4, 24, 2.
272

que más abundantemente recoge la interpretación tipológica79. Otros dos pasajes de los
invocados por Orígenes tampoco permiten despejar mucho las dudas en torno al
alegorismo de la exégesis de Pablo. En el primero de ellos, 1 Cor., 9, 9-10, Pablo
propone, a nuestro juicio, una exégesis más alegórica que tipológica: en el texto no hay
interés por el sentido literal histórico de la ley mosaica como tipo que haya sido
consumado por la venida de Cristo, sino que se contempla como un enigma resuelto a
partir de Cristo. Tampoco el contexto en el que se inserta este fragmento permite una
lectura de carácter especialmente histórico, sino que más bien la alusión alegórica está
utilizada como argumento en defensa de su proceder libre como apostol. El segundo
pasaje de esta serie, 1 Cor., 10-11, por el contrario, sí permite hablar de tipología. Al
contrario de lo que ocurre en el caso anterior, aquí hay una referencia expresa a unos
acontecimientos reales –“todas estas cosas que les sucedieron a ellos [que además son el
tipo] eran como ejemplos para nosotros y se han escrito para escarmiento nuestro... [es
decir, de un momento posterior de consumación histórica] (...) que hemos llegado a la
plenitud de los tiempos.”-.
El último pasaje de los citados, Gal 4, 24, referente al sentido espiritual de las
dos mujeres de Abraham es, a nuestro juicio, un caso claro de tipología80. El pasado no
se convierte en mero signo del futuro, sino que se presenta como un tiempo incompleto
que ansía y reclama una consumación que, una vez producida, no sólo la colma sino que
constituye junto con ese momento pasado un presente nuevo en un orden atemporal.
La aproximación de Lubac a la cuestión, en respuesta a un artículo previo de
Danielou en el que señalaba las diferencias entre la tipología como medio de
interpretación genuinamente cristiano y la alegoría heredada de la exégesis de Filón81,
resulta de sumo interés desde el punto de vista filológico (Lubac, 1947). Además del
citado artículo de Danielou, Lubac analiza un texto de Juan Crisóstomo en el que éste
afirma que cuando Pablo utiliza el término “alegoría” en Gal., 4, se refiere en realidad al
método “tipológico”82. En opinión de Lubac, la comparación entre ambas posibilidades

79
Danielou, por el contrario, afirma que en esta carta, apenas hay tipología sino que en ella hay más
relación entre las cosas visibles e invisibles que entre pasado y futuro (Danielou, 1950: 21). No obstante,
estas relaciones son explicadas en la esta carta a partir de las diferencias entre la ley de Moises –tipo- y la
establecida por Cristo –antitipo-.
80
Grant se muestra algo confuso sobre este fragmento. Si bien dice que es una alegoría, seguidamente lo
califica de prefiguración porque mantiene el sentido literal del texto (Grant, 1967: 27).
81
Cf. Danielou, 1946.
82
Debe tenerse en cuenta que el análisis de Juan Crisóstomo se sitúa en el contexto de la
polémica sobre la exégesis alegórica entre las escuelas de Alejandría y Antioquía, a la que él
pertenece.
273

exegéticas debe plantearse de forma distinta. Para ello, Lubac estudia el comienzo del
uso del término “alegoría” y lo sitúa por primera vez en Plutarco83. Ahora bien, esto
significa que en el momento en el que Pablo lo utiliza, la palabra es absolutamente
novedosa, casi simultánea al uso pagano, y su empleo parece revelar ya un deseo de
distanciar su interpretación de la hypónoia. De este modo, la alegoría de los primeros
cristianos no es sino la interpretación de los tipos o figuras que en Israel anunciaban a
Cristo, mediante el discernimiento de la relación de la figura con la verdad de la letra y
el espíritu84. Así pues, aunque Lubac reconoce la influencia de la exégesis filoniana en
la dimensión moral y espiritual de la interpretación cristiana primitiva –muy
dependiente, en todo caso, de la lectura tipológica en su sentido estricto85-, considera
que la polémica entre tipología y alegoría es, en buena medida, artificial, puesto que,
como dice refiriéndose a la obra de Orígenes, la relación entre la tipología y la alegoría
no consiste en la determinación de dos grados de profundidad, sino que es análoga a la
existente entre la teoría y la práctica86.
En todo caso, aunque las diferencias entre la alegoría y la tipología entendidas
ambas en sentido estricto son, en nuestra opinión, insoslayables –y más si se considera
que el uso de la palabra “alegoría” podría remontarse, como observa Buffière, a la
escuela de Pérgamo en siglo III o II a. C.-, pensamos que ambas son formas de
comprensión e interpretación que corren paralelas, y que incluso vienen a necesitarse
entre sí, en el sentido propuesto por Lubac, en la hermenéutica cristiana. Así, en las
mismas epistolas paulinas hay fragmentos en los que, sobre la base de la interpretación
tipológica, se desarrolla una exégesis alegórica. Veamos uno de los ejemplos más
conocido, Rom., 2, 25-29:

En cuanto a la circuncisión, es útil ciertamente si cumples la ley; pero si no la cumples,


es igual estar circuncidado que no estarlo. (...). De hecho el que no está físicamente
circuncidado, pero cumple la ley, te juzgará a ti que, a pesar de estar circuncidado y poseer la
letra de la ley, conculcas esa ley. Porque ser judío no consiste en lo exterior, ni la verdadera
circuncisión es la que se hace visiblemente en el cuerpo. El verdadero judío lo es por dentro y la
genuina circuncisión es la del corazón, la que es obra del Espíritu y no de la letra (...).

83
Cf. supra. cap. IV.
84
Ib., p. 185.
85
Ib., p. 219.
86
Ib., p. 221.
274

El carácter tipológico del pasaje parece claro. San Pablo interpreta la ley sobre la
circuncisión del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo. De esta interpretación se colige
que la circuncisión física es la prefiguración de la circuncisión del espíritu que informa
la nueva ley. La exégesis paulina cumple con los requisitos internos de la tipología y
también con los externos: por una parte, establece una relación de continuidad entre los
dos Testamentos; y, por otra, indica que la consumación del Antiguo se encuentra en el
Nuevo, con lo que señala la superioridad de éste y la consecuente distancia entre
cristianismo y judaísmo. Sin embargo, nos parece advertir que este mecanismo
tipológico ha dado lugar a una alegoría moral-espiritual de la ley del Antiguo
Testamento: en efecto el precepto de la circuncisión es ahora leído, en virtud de la
exégesis tipológica, como una alegoría moral que hace abstracción del precepto mosaico
y lo traslada al terreno del espíritu. En este caso, en definitiva, la alegoría ha sido un
efecto inevitable de la interpretación tipológica de la Escritura.
La exégesis tipológica es desarrollada de un modo más radical en la Carta a los
Hebreos, y prosigue el despliegue de sus posibilidades en el Evangelio de San Mateo87.
En este sentido, dice Grant: “Là où Paul ne fait qu´une simple allusion à la supériorité
du Christ sur Moïse, l ´Épître aux Hébreux développe la comparaison et l´Evangile de
Matthieu trace un portrait complet du Christ comme nouveau Moïse” (Grant, 1967: 44).
Pero, como observa Grant en estas mismas páginas, aunque las lecturas de ambos libros
no son alegóricas sino tipológicas, su procedimiento exegético respecto al Antiguo
Testamento abrió la puerta a las fantasías de aquellos, alegoristas o no, que buscaban
sentidos ocultos en el Antiguo Testamento88. En el límite de la ortodoxia cristiana con el
gnosticismo, se sitúa la Carta de Bernabé, cuya tipología desvaloriza la dimensión
histórica del Antiguo Testamento (Grant, 1967: 51-52).
Todas estas observaciones son pertinentes si se compara la alegoría con la
tipología estricta que ve en el Antiguo Testamento una prefiguración de los

87
La Carta a los hebreos, durante mucho tiempo atribuida a San Pablo, abunda en la metáfora del velo al
diferenciar entre el rito judío y el nuevo rito cristiano. En el primero los fieles se mantenían separados de
Dios, en cuanto sólo el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, accedía a su presencia en el Santuario. Éste
estaba separado de la estancia común del culto por un velo que significaba la separación entre Dios y los
hombres (Hb., 9, 3). Con su muerte, Cristo rompe el velo al establecer una nueva alianza entre Dios y los
hombres. La vieja alianza y el rito vétero-testamentario se reinterpreta como tipo del nuevo rito y de esta
nueva alianza. En el Evangelio de San Mateo, probablemente posterior a la Carta a los Hebreos, se
condensa alegórica y narrativamente lo que en ésta aparece en sentido doctrinal: “Jesús, entonces, dando
de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo
(...)” (Mt., 27, 50-51). La Carta se escribió en torno al año 70; el Evangelio de Mateo entre esta fecha y
110, probablemente hacia los años 80 y 90. El año 70 es una fecha referencial porque es el año de la
destrucción del Templo de Jerusalén, aludida en el Evangelio, pero no en la Carta.
88
Cf. Grant: 1967, 42.
275

acontecimientos del Nuevo. Sin embargo, si entendemos la tipología en todos los


sentidos que anteriormente hemos expuesto, el análisis resulta forzosamente distinto. En
efecto, anteriormente hemos señalado que la tipología despliega su exégesis en los
ámbitos histórico (tipología en sentido estricto), escatológico, sacramental y místico.
Por otra parte, hemos explicado con diversos ejemplos cómo estas diferentes
lecturas aparecen con frecuencia indisociablemente unidas. Los exégetas cristianos de
los primeros siglos rara vez desarrollan una especie de esta interpretación sin incurrir
inevitablemente en las demás, como distintas caras de la misma figura. En este sentido,
la tipología es un procedimiento hermenéutico más amplio y ambicioso que la alegoría
en la exégesis pagana.
La tipología se convierte en un procedimiento hermenéutico total que se
proyecta sobre la historia y sus límites, tanto el origen como el final de los tiempos –con
elementos cosmológicos que recuerdan puntualmente la alegoría física-; el devenir del
alma en busca de la divinidad, tanto interna como externamente, por medio de los ritos
sacramentales, lo que viene a coincidir con la alegoría mística; y, a veces, sobre todo
por influencia de Filón, en la antropología, que se corresponde, en cierto modo con la
alegoría psicológica y moral. En este sentido, la tipología es un género englobador de
diversas especies entre las que cabe reconocer la alegoría en sus distintas clases –
reordenadas conforme a las nuevas exigencias del género- y la tipología estrictamente
dicha, con los rasgos que anteriormente hemos estudiado. La “teoría” de la escuela de
Antioquía delimitará el concepto de tipología, por oposición a la alegoría alejandrina, y
lo reconducirá a su vertiente histórica más estricta.
El examen de la tipología debe enmarcarse en un contexto más complejo en el
que, junto con él, se presente la polémica en torno a la aceptación o rechazo de la
alegoría como método de exégesis de la Escritura en el seno de las primeras labores
hermenéuticas del cristianismo y frente a la alegoría pagana.
Danielou afirma que la alegoría entra en el cristianismo con Clemente de
Alejandría89 y se generaliza con Orígenes quien enmarca en un contexto cristiano las
alegorías de Filón (Danielou, 1966: 87)90. Pese a que el juicio de Danielou es correcto
en líneas generales respecto de la exégesis alegórica91, debemos recordar que el método

89
En el Nuevo Testamento, el término “alegoría” sólo aparece una vez en forma verbal, aunque esto no
significa que el concepto le sea ajeno (Pépin, 1958: 257).
90
Tal es la acusación que sobre él hace recaer Porfirio en Contra los cristianos (Pépin, 1987: 55).
91
En los Evangelios hay algunos ecos de la exégesis de Jesús sobre la Escritura que se distancia en
algunos puntos de la judía en sentido estricto. Véase Mc., 10, 2, por ejemplo. Además, como dice Grant,
276

alegórico no fue sencilla ni unánimemente aceptado. Pépin describe cuatro posibles


actitudes frente a la alegoría: la de aquellos que interpretan alegórica o tipológicamente
el Nuevo Testamento, sin reparar en la alegoría pagana; la de los exégetas que, como
hemos señalado en el caso de Clemente de Alejandría, conocen la alegoría pagana y la
utilizan en su lectura de la Escritura; los autores hostiles a la alegoría pagana; por
último, los exégetas que usan la alegoría respecto a la Biblia, pero que se esfuerzan en
atacar este mecanismo hermenéutico cuando se emplea por los autores paganos (Pépin,
1958: 260-261).

hay algunas aplicaciones de la Escritura a sí mismo, como en Mt., 12, 38 o Lc., 11, 29, de carácter
tipológico. Sobre esta cuestión, véase Ellis, 2000: 20-37. Por otro lado, como recuerda Pépin, las
parábolas del Evangelio son ejemplos de construcciones retóricas alegóricas, aunque, en vez de
desarrollarse como cadenas de metáforas, se despliegan como desarrollos de una comparación. Aunque
esta diferencia no es muy significativa respecto a la alegoría retórica clásica que, como vimos, abarcaba
en la realidad otros mecanismos retóricos además de las metáforas, si nos parece interesante la
observación que Pépin hace a continuación: la necesidad de la explicación de Jesús para hacer accesible a
todos los oyentes o a un grupo privilegiado (Mt. 13 y Mc. 4) el sentido de las alegorías (Pépin, 1958: 252-
256). La exposición de la alegoría seguida de su comentario, realizados ambos por el propio autor –en
este caso Jesús frente a sus oyentes dentro del relato evangélico- es que adelanta el modelo de lo que será
a partir de la Psicomaquia de Prudencio, un nuevo tipo de alegoría: la alegoría deliberada.
277

XIV. La alegoría cristiana. La polémica entre Alejandría y


Antioquía

Comenzaremos nuestro examen de la alegoría cristiana, estudiando las


divergencias entre las primeras escuelas cristianas respecto de la exégesis alegórica.
Esta disputa en torno a la alegoría tuvo como principales antagonistas a la escuela de
Alejandría, defensora de la alegoría, y a la escuela de Antioquía92, partidaria de un
sentido histórico de las Escrituras y opuesta, con las precisiones que aquí analizaremos,
a la exégesis alegórica.
Hay que advertir, antes de examinar los argumentos de unos y otros, que ambas
escuelas no son exactamente contemporáneas y que la distancia temporal entre ambas
es, en nuestra opinión, significativa en el momento de valorar el proceder de cada una.
En efecto, la escuela hermenéutica de Alejandría arranca en la segunda mitad del siglo
II, con la obra de Clemente de Alejandría. A su labor exegética sucede la de Orígenes,
fallecido en 253.
El primer maestro de la escuela de Antioquía fue Luciano de Antioquía, del que
poco se sabe más allá de su nombre y de que vivió a finales del siglo III93. Por este
motivo, se considera a Diodoro de Tarso como el primer exégeta de esta escuela.
Diodoro fallece en 394, esto es, más de un siglo después de la muerte de Orígenes. A
Diodoro suceden Juan Crisóstomo, que muere en 407, y Teodoro de Mopsuestia, acaso
el exégeta más interesante de esta escuela, que fallece en 428. De esta relación
cronológica es fácil colegir que ambas escuelas se enfrentan a problemas diferentes y
deben ser entendidas de acuerdo con sus distintos contextos históricos.
Los problemas a los que se enfrentaba la escuela de Alejandría eran,
fundamentalmente, responder a los ataques del paganismo, sobre todo por parte de
Celso y Porfirio94, y defenderse de la gnosis paganizante y de la herejía de los

92
No se trata, pese a su denominación, de escuelas en el sentido estricto del término, aunque, ciertamente,
en Alejandría, sí puede hablarse con más precisión de escuela, sobre todo a partir de Orígenes (Bardy,
1942: 85).
93
Cf. Simonetti, 1994: 59.
94
Véase Wilken, 1979: 117-134.
278

marcionitas95, así como presentar un marco de interpretación más consistente que la


tipológia paulina, no aceptable ya en la Alejandría del siglo II, de tal modo que le
permitiera ganarse el respeto de la filosofía pagana (Grant, 1967: 74)96.
Los exégetas cristianos anteriores a la consolidación de la hermenéutica
alejandrina habían sido intérpretes poco sistemáticos y algo imprecisos. De entre éstos,
tal vez Hipólito, discípulo de Ireneo, haya sido el más interesante. Pero sus limitaciones
–entre las que estaban la ausencia de toda cualificación filológica y la falta de reglas de
interpretación definidas sobre todo en lo referente al tratamiento de los sentidos literal y
alegórico- lo sitúan en un nivel de interés muy inferior a los alejandrinos (Simonetti,
1994: 26-30).
En este difícil terreno, la alegoría aparecía como un método generalmente
aceptado por las escuelas griegas del momento y suficientemente flexible y
acomodaticio como para aplicarse a la doctrina cristiana sin crear excesivos problemas.
Con la alegoría, los alejandrinos introducen en la exégesis cristiana un componente de
racionalidad y de preocupación metafísica que será decisivo en su posterior evolución.
La alegoría cristiana tendrá en su relación con la metafísica unos rasgos que se
apartarán de la alegoría pagana. Ya hemos señalado la importancia del valor literal
histórico de la Escritura en la exégesis patrística. En este aspecto profundizaremos en el
presente capítulo al estudiar la polémica entre Alejandría y Antioquía, si bien hay que
advertir desde el principio que la preocupación filológica fue común a ambas escuelas.
Pero la alegoría cristiana tiene otros elementos que, desde su mismo origen, la
distancian de la alegoría pagana. En primer lugar, es necesario recordar que, a pesar de
que la alegoría cristiana contó entre sus objetivos el apartamiento del mensaje cristiano
de los indignos y los no iniciados, nunca tuvo el carácter reservado y aristocratizante
que ostentaba en el paganismo. Ya vimos en capítulos anteriores que en el pensamiento
griego, la alegoría no tuvo nunca un fuerte arraigo popular. En los primeros siglos del
cristianismo, por el contrario, la alegoría se puso desde el principio al servicio de la
predicación y de la extensión de la fe religiosa. Esta necesidad de predicación hizo por

95
Marción rechazaba al Dios del Antiguo Testamento como inferior a Cristo y se aproximaba en algunos
extremos al paganismo y a los gnósticos (cf. Vidal Manzanares, 1999).
96
Pese a que fue en Alejandría donde el contacto entre el helenismo y el cristianismo incipiente dio sus
frutos más importantes, es necesario advertir que la presencia griega en la formación del cristianismo se
remonta a su origen, como se evidencia en la elección del género epistolar, genuinamente griego, o la
adaptación de la praxeis, o recopilación de los hechos y dichos de personajes célebres, para articular los
Hechos de los Apóstoles, o, incluso, la modificación de la diatriba de la filosofía popular griega para dar
lugar al sermón (cf. Jaeger, 1965: 15-17).
279

una parte que la alegoría se hiciera a veces más accesible y, por otra, que su contenido
fuera reconocible en otros pasajes no alegóricos de la Escritura.
Además, la actitud ante la alegoría de los Padres de la Iglesia estuvo a menudo
condicionada por las exigencias de la lucha contra la herejía, de tal modo que su
aceptación o rechazo dependía del uso de que de ella hicieran los movimientos heréticos
contra los que la ortodoxia debía reaccionar. Este condicionamiento está presente en los
grandes alegoristas de la Patrística desde Orígenes hasta San Agustín. Por lo tanto, hay
que distinguir en la alegoría cristiana de estos primeros tiempos una doble función: por
una parte, se constituye como un mecanismo de vertebración de una doctrina metafísica
a partir de unos textos heterogéneos, como eran las Escrituras, y de un contexto
filosófico ajeno pero en el que se desarrolla, el helenismo; y, por otra parte, se presenta
como un mecanismo de delimitación y exclusión de la heterodoxia, en el que la alegoría
o su rechazo, es un arma de interpretación al servicio de una regla de autoridad
religiosa. Esta doble dimensión llevó la alegoría cristiana a terrenos y dificultades
desconocidos para la alegoría pagana. Las diferentes escuelas exegéticas condicionaran
su relación con la alegoría a las circunstancias particulares del medio en el que realizan
su labor predicativa y exegética.
Como ya hemos señalado, fue la escuela de Alejandría, la primera en adaptar
decididamente el método alegórico. Rasgos fundamentales de esta escuela, junto a la
defensa y práctica de la exégesis alegórica, son la teología del Logos, la doctrina
trinitaria y platonizante de las tres hipóstasis –abandonada tras la condena del
arrianismo en el concilio de Nicea-, la depreciación de la humanidad de Cristo respecto
de su divinidad, la antropología dualista de procedencia platónica y la espiritualización
de la escatología (Berardino, 1992: Alejandría, escuela). Como puede verse, el
desarrollo de la metafísica cristiana, como ya ocurriera en el paganismo al que en cierto
modo imita y emula, requiere del instrumento de la alegoría para poder desplegar sus
argumentos.
La escuela de Antioquía, por su parte, se enfrenta a problemas diferentes, entre
los que se encuentran los excesos provocados por el alegorismo alejandrino posterior a
Orígenes97; la crítica, de gran calado entre los cristianos cultos orientales, que a estos

97
Los antioquenses reprochaban al alegorismo alejandrino y al propio Orígenes que su método exegético
negaba la realidad de los hechos bíblicos en el sentido histórico, dándoles un tratamiento similar al que
las especulaciones filosóficas del paganismo habían dado a los mitos. Para Lubac, no obstante, este
reproche es falso (cf. Lubac, 1947: 200-201).
280

excesos alegóricos realizó -el no menos alegorista- Porfirio98; y el sentimiento de


rechazo suscitado contra el arrianismo al que se había identificado con la exégesis de
Alejandría. Además, como apunta Simonetti, la exégesis literalista defendida por los
antioquenses respondía a un momento histórico diferente, determinado por la nueva
política imperial a partir de Constantino. Otras motivaciones se han señalado para
justificar el carácter de la escuela de Antioquía: razones diversas de carácter cultural,
como el interés por el conocimiento de la historia de Israel, que desemboca en la
interpretación histórica, “teórica”, del Antiguo Testamento (Simonetti, 1994: 53-55).
Si comenzamos examinando a los autores alegoristas alejandrinos, debemos
preguntarnos de dónde procede la alegoría cristiana. Ya hemos señalado más arriba que
una de sus fuentes fue la alegoría de Filón. Su presencia es evidente en la obra de varios
autores cristianos de los primeros siglos. Clemente de Alejandría considera que la obra
de Filón representa el genuino pensamiento bíblico antes de Cristo. En consonancia con
una lectura tipológica de la propia historia de la hermenéutica escrituraria, Clemente
contempla su propia exégesis como desbordamiento de la de Filón al pasar del judaísmo
al cristianismo (Danielou, 1966: 286). Su influencia se hace tangible en la adopción de
varias de sus interpretaciones entre las que podemos citar las siguientes: la lectura de los
capítulos tercero y cuarto del Génesis, por la que, lejos de los planteamientos
tipológicos y literalistas, se considera que son una alegoría moral sobre el ser humano.
San Ambrosio de Milán confiesa que esta interpretación se debe a Filón99; La alegoría
del Diluvio que ve este desastre como alegoría del juicio final y de la salvación de los
justos100 es un caso curioso de interpretación híbrida entre tipología y alegoría101:
cristología y escatología se dan cita confusamente en esta interpretación en la que el tipo
no sólo no ha encontrado en el Nuevo Testamento su consumación, sino que el antitipo
al que corresponde se sitúa al final de los tiempos, en un futuro siempre futuro y, por lo
tanto, fuera de la historia; la boda de Isaac y Rebeca: Orígenes interpreta, siguiendo a

98
El ataque de Porfirio en Contra los cristianos se funda en la repugnancia del sentido literal de algunos
pasajes, como Jn. 6, 53, que los cristianos interpretan alegóricamente. Lo sorprendente de la postura de
Porfirio es que, al defender la necesidad de un sentido literal aceptable, desde el punto de vista moral,
como punto de partida para una adecuada exégesis alegórica, se revela contrario a la tradición alegorista
griega (Pépin, 1987: 60-63). Para la relación de Porfirio con los cristianos, en particular con Orígenes,
véase Grant, 1973.
99
Cf. Danielou, 1966: 81. La alegoría moral del Génesis tuvo poca fortuna y ya los discípulos capadocios
de Orígenes la desecharon a favor de una lectura literal. Tampoco recurrieron a ella autores tan filonianos
como Gregoria de Nisa, aunque sí, como hemos visto, San Ambrosio, principal introductor de la alegoría
en occidente (Danielou, 1966: 89).
100
Cf. Danielou, 1966: 95 y ss.
101
Hay otra lectura puramente tipológica que interpreta el Diluvio como tipo del Bautismo (1 Pe., 3, 20-
22).
281

Filón, esta boda en clave mística102, muy próxima a su lectura del Cantar de los
Cantares; el Éxodo presenta una amplia gama de interpretaciones que van desde la
tipología hasta la alegoría mística, de procedencia filoniana, pasando por algunas
posibilidades intermedias.
En segundo lugar, la alegoría aparece como solución a los problemas de
comprensión derivados del griego de la Biblia de los Setenta. Así, hay determinados
hebraísmos o términos griegos caídos en desuso que los comentaristas optan por
interpretar alegóricamente ante la dificultad de entender su sentido literal (Harl, 1971:
247). En otras ocasiones, los exégetas tienen dificultades para interpretar las metáforas,
muy abundantes en el original hebreo, y de complicada traslación al griego. Estas
complicaciones producen tensiones en la traducción que dan como resultado la
aparición de rarezas y expresiones chocantes que los exégetas cristianos no saben cómo
interpretar. Para resolver estos problemas, recurren a menudo al alegorismo (Harl, 1971:
250). Sin embargo, en otras ocasiones, como ocurre en el caso de Orígenes, los exégetas
no sólo manejarán otras traducciones griegas de la Escritura, sino que trabajarán
también sobre el texto original hebreo.
La influencia neoplatónica, por otra parte, fue muy importante en los primeros
siglos del cristianismo y de ella proceden algunas claves de interpretación alegórica
mística103. Hasta el Concilio de Nicea, celebrado entre 325 y 327, en el que se condenó
el arrianismo104, el contacto entre el platonismo medio, en primer lugar, y el
neoplatonismo, después, y el cristianismo fue muy intenso105. Después de este concilio,
la lectura de Plotino por parte de los autores cristianos no podía dejar de tener presente
la condena conciliar a los intentos más serios de acortar distancias entre ambas
concepciones de la divinidad. Pese a esta circunstancia, la influencia del neoplatonismo
fue fundamental en muchos de los Padres de la Iglesia. Así, Rist detecta ecos de las
Enéadas V y VI en Basilio y Gregorio de Nisa; el conocimiento, aunque también la
hostilidad, de al menos la Enéada V en Gregorio Nazianceno; y, por supuesto, su

102
Cf. Danielou, 1966: 191.
103
Para las diferencias entre la mística neoplatónica y cristiana respecto del concepto de Dios, la idea de
la relación del alma con la divinidad y la comprensión de las virtudes morales en las coordenadas
místicas, véase Louth, 1981: 194-204.
104
El arrianismo, con una clara influencia del neoplatonismo, había intentado establecer un puente entre
esta corriente de pensamiento y el cristianismo. Para ello, afirmaba que el Hijo era inferior al Padre y el
Espíritu Santo inferior a aquel, en claro paralelismo con las hipóstasis neoplatónicas.
105
Algunas diferencias entre el neoplatonismo pagano y el cristianismo en torno a la idea del cosmos
pueden verse en Armstrong, 1973.
282

influencia es decisiva en Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona106. Pero también


otras escuelas filosóficas paganas influyen en la adopción cristiana de la exégesis
alegórica. Así Porfirio, en Contra los cristianos, afirma que Orígenes había tomado este
método de los estoicos (Pépin, 1987: 55).
La escuela de Alejandría tiene como principales defensores de la alegoría a
Clemente y Orígenes107. Clemente, como ya se ha dicho, pasa por ser el introductor de
la alegoría en la exégesis cristiana. Grant señala cinco clases de interpretación en la obra
de Clemente: la interpretación histórica; la que investiga el sentido doctrinal, moral y
religioso, muy cercana a la anterior; la interpretación profética de carácter
marcadamente figural; la filosófica, alegórica de naturaleza cosmológica y psicológica,
con la influencia de Filón y la filosofía estoica; y la mística (Grant, 1967: 68)108. Pépin
observa que el esfuerzo de Clemente va dirigido a establecer una continuidad entre el
paganismo y el cristianismo basada en la exégesis alegórica, de tal modo que ésta se
convierte en una suerte de ley universal de la religión (Pépin, 1958: 266-267)109. Esta
continuidad es justificada por Clemente a partir de su tesis del “plagio” por la que
considera que la filosofía griega ha copiado la doctrina contenida en la Escritura. La
idea de una continuidad entre la filosofía griega y la Escritura es el fundamento de un
nuevo mecanismo que desarrollará la alegoría cristiana de estos primeros siglos: la
exégesis de lo griego en la palabra bíblica110. Por este motivo, la filosofía griega, lejos
de ser mal vista, se admite como etapa preparatoria para abordar el descubrimiento de la
verdad que supone el cristianismo. En este mecanismo hay, por tanto, un elemento en

106
Cf. Rist, 1996.
107
Otros destacados miembros de esta escuela son Ammonio, Atanasio, Cirilo, Dionisio, Panteno, Pierio
y Pedro de Alejandría (cf. Vidal Manzanares, 1999).
108
Clemente había dividido la ley en cuatro partes: las dos primeras, la histórica y la legislativa, tenían
por objeto fundamental la enseñanza moral; la relativa a las ceremonias religiosas tenía un contenido
cosmológico y natural; por último, la parte superior era la parte teológica que admitía a su vez dos tipos
de interpretación: histórica y alegórica. La alegórica podía ser, a su vez, moral o cosmológica y simbólica
(Simonetti, 1994: 37). Los cinco sentidos señalados por Grant corresponden a todos estos tipos de
interpretación, pero debe tenerse en cuenta que éstos se agrupan en torno a dos ejes fundamentales: el
sentido histórico o literal y el alegórico. Éste último reúne los tipos de alegoría ya vistos en la alegoría
griega de los siglos anteriores y del neoplatonismo que le resulta practicamente contemporáneo: la física,
la moral / psicológica y la mística o espiritual.
109
Son interesantes las observaciones sobre esta cuestión realizadas por Clemente al analizar la escritura
egipcia (Pépin, 1958: 268). Mondésert se pregunta, en este mismo contexto, si lo que pretende el método
alegórico alejandrino y en particular el de Clemente no es más bien la elaboración de una teoría del
lenguaje religioso en general (Mondésert, 1936: 158). En todo caso, la intención de Clemente de
sistematizar un lenguaje religioso general a través de la alegoría no está demasiado alejada de la
propuesta por Hugo Rahner cuando, desde la teoría de los arquetipos de Jung, dice: “El poder semántico
de los símbolos le ha sido dado al hombre de antemano (… ), preexiste en su forma primigenia en cada
religión y pertenece a los arquetipos de toda búsqueda humana de Dios” (Rahner, 2003: 51).
110
Cf. Rahner, 2003: 291. En esta misma página, dice Rahner que Metodio (muerto en 311) es el más
griego de los autores cristianos. Sobre Metodio, véanse también las páginas 297-299 de la citada obra.
283

principio paradójico: el hecho de que la filosofía griega tome toda su cosmología de la


Escritura no la hace desmerecer a los ojos de Clemente sino que, por el contrario, este
plagio la redime y la convierte en un saber compatible con la fe cristiana111.
De esta manera, Clemente recoge ecos y citas de filósofos paganos al enunciar
determinados principios tanto para la teología negativa como para la afirmativa.
Respecto a la primera, se remonta a Platón y Antístenes112; respecto a la segunda, dice
lo siguiente: “El Logos no se oculta a nadie, es una luz común, brilla para todos los
hombres. No existe ningún cimerio en el Logos. Apresurémonos hacia la salvación,
hacia el nuevo nacimiento. Apresurémonos la mayoría para reunirnos en un único amor,
conforme a la unidad de la única sustancia.”113.
Clemente considera, a diferencia de lo que hemos visto en el posterior
neoplatonismo de Plotino y sobre todo de Proclo, que el fundamento de la lengua
simbólica está en la analogía: aunque no se puede hablar de Dios, en la medida en que
nuestra inserción en la materia nos permite comprender, así nos han podido hablar los
profetas, adaptándose a la debilidad humana (Mondésert, 1936: 168). Este mecanismo
analógico implica una cierta semejanza en la naturaleza misma de las cosas, una
comunidad del ser, que hace de puente entre el objeto conocido y el objeto a conocer114.
Este es el fundamento, de raíz platónico-filoniana, de la analogía de Clemente.
Ahora bien, una vez justificada la existencia de un lenguaje simbólico, es
necesario establecer reglas para poder interpretarlo. Estas reglas vienen dadas por la
alegoría. En su justificación de la alegoría, Clemente da nuevas muestras de
eclecticismo al entender que la alegoría es un procedimiento común al lenguaje
religioso universal: “Todos, bárbaros y griegos, que han tratado de la divinidad han
ocultado los principios de las cosas y han transmitido la verdad por enigmas y símbolos,
por alegorías y metáforas y otras figuras parecidas; por ejemplo, entre los griegos los
oráculos, de donde procede el nombre de Apolo Pítico, Loxias” (Clemente de
Alejandría, 1981: 61)115. Más adelante, se apoya en Sófocles para exponer otro de los
argumentos más recurrentes a favor de la alegoría a lo largo de su historia, el de la
oscuridad como filtro del mensaje divino: “Oui, Dieu est tel, je le sais parfaitement:

111
Cf. Clemente de Alejandría, 1981: 13-14.
112
Clemente de Alejandría, 1994: 132-135.
113
Ib., p. 157.
114
Op. cit., p. 170.
115
Clemente no sólo recurre a los griegos, sino que, en su justificación de la universalidad del estilo
simbólico, apela a los egipcios, los persas y los escitas.
284

pour les sages, annonciateur d´oracles toujours énigmatique, pour les gens obtus, maître
mediocre à la parole brève”116.
A diferencia de lo que ocurrirá con Orígenes, Clemente muestra más interés por
las cuestiones morales y filosóficas que por las puramente teológicas117. Sin llegar a
incurrir en el gnosticismo, hay en la obra de Clemente una enorme preocupación por el
conocimiento que a veces le lleva a interpretar algunas de las figuras fundamentales de
la Escritura más en atención a éste que a la salvación. Así ocurre con el “árbol de la
vida”, del Génesis: aunque sigue siendo interpretado como tipo del “Verbo encarnado”,
pasa de ser un símbolo de la redención en Ireneo a un tipo de la gnosis en Clemente
(Danielou, 1962: 51-52)118.
Este conocimiento, que, como en la mística neoplatónica, supera, por decirlo en
términos contemporáneos, la separación entre sujeto y objeto, se produce a través de la
revelación de las realidades misteriosas encerradas en los símbolos. La revelación
paulatina se produce en la vida sacramental: a medida que el alma se eleva, el símbolo
libera más y más el misterio, sin llegar nunca a revelarse completamente en el mundo
terrenal119. De este modo, aunque se ubica en un contexto nítidamente cristiano, la
exégesis bíblica de Clemente utiliza los textos más como ilustración y confirmación de
sus teorías que como fuente de sus especulaciones120. Acaso por esta prevalencia de sus
preocupaciones filosóficas en torno al conocimiento y por la integración del
pensamiento griego en el ámbito cristiano a partir de su teoría del plagio, Clemente no
encuentra dificultad en hacer alusión a los mitos griegos121.

116
Op cit., p. 63.
117
Respecto a la preocupación moral, resulta interesante comprobar la operación de rescate y
cristianización que Clemente realiza de la alegoría moral de Hércules y su elección entre la virtud y el
vicio, planteada por Pródico de Ceos (Clemente de Alejandría, 1981: 75).
118
Los términos de gnosis y theoria en el cristianismo primitivo tienen una historia larga y complicada.
La theoria hace referencia a la visión en el sentido mental, a la contemplación. La gnosis apela al
conocimiento intelectual. El vocabulario de la contemplación penetra en el cristianismo con Clemente e
influye decisivamente en Orígenes, y, a través de éste, en toda la mística cristiana (Lemaitre, 1950: 121 y
ss.).
119
Danielou, 1962: 273. Clemente afirma, en consonancia con otros exégetas cristianos y judíos de la
época, la trascendencia inefable de la divinidad. Lo que quizá pueda sorprender, es que se apoye en su
defensa en una cita de Solón (Clemente de Alejandría, 1981: 159).
120
Mondésert, 1936: 179.
121
En realidad, Clemente continuaba de esta manera, una tradición de explicación de los poetas griegos a
partir de la Escritura ya asentada entre los judíos helenizados de Alejandría, como Filón y Aristóbulo (cf.
Clemente de Alejandría, 1981: vol. II, 105).
285

De este modo, Clemente cristianiza a Orfeo al decir que el “canto nuevo” hace
cambiar a los hombres que son como lobos y demás fieras122 o recoge la creencia según
la cual las granadas surgen de la sangre de Dionisios123.
Ahora bien, pese a la laxitud con la que propone su método de exégesis
alegórica, en el que tienen cabida los mitos paganos y en el que la preocupación
filosófica desborda con frecuencia la teología, Clemente es consciente de la necesidad
de imponer algunas limitaciones al método alegórico. Las alegorías de los gnósticos son
un ejemplo muy cercano de lo que puede producir esta exégesis si no se establece
alguna medida que limite su natural tendencia al exceso y la dispersión. Respecto de las
teorías filosóficas paganas y, en particular, en lo que se refiere a los cercanos mitos de
Pitágoras y Platón, Clemente afirma lo siguiente: «Ne doivent pas être entendus
allégoriquement dans tous leurs mots absolument, mais seulement dans les expressions
qui signifient la pensée globale, et c´est que nous pouvons trouver ce qui, par des
symboles, est indiqué sous un voile, l´allégorie» (Clemente de Alejandría, 1981: 122).
De este modo, parece que Clemente rechaza, por lo que se refiere a la exégesis de estos
mitos, la alegoría minuciosa y centrada en el léxico de los estoicos, en beneficio de una
interpretación más general, atenta más a la alusión que a la descodificación metafórica,
y más favorable, en consecuencia, a la determinación de analogías y concordancias con
la Escritura.
Por lo que a la exégesis bíblica se refiere, Clemente opta por establecer unas
limitaciones externas de carácter finalista a la interpretación alegórica. De este modo,
afirma que la verdad no se encuentra en cambiar el sentido de un texto sino sólo si la
interpretación conduce a un resultado que es apropiado y perfectamente consonante con
la majestad de Dios, si está basado en otros pasajes bíblicos y si es respetuoso con el
criterio de autoridad de la tradición católica124.
Orígenes es un teólogo más profundo que Clemente. Su trabajo como exégeta es
mucho más sistémático, riguroso y agudo que el de sus predecesores. La primera de
estas cualidades proviene de su consideración de la Escritura desde un punto de vista
global, frente a las exégesis concretas, centradas en libros y pasajes determinados, de los
alegoristas cristianos precedentes; la segunda, de su cualificación filológica y de su

122
Clemente de Alejandría, 1994: 44. Sobre la cristianización de Orfeo en la Patrística y en el
cristianismo medieval, véase Rahner, 2003: 84-85.
123
Ib., p. 66.
286

mayor y más profundo conocimiento bíblico; por último, su agudeza se pone de relieve
en la pugna sostenida contra los gnósticos.
Ya examinamos anteriormente las referencias de Orígenes a Pablo, utilizadas
como argumentos para defender la pertinencia de la exégesis alegórica de la Escritura.
Ahora debemos adentrarnos más pormenorizadamente en el proceder hermenéutico de
Orígenes, tanto en su vertiente formal como en sus propósitos y resultados. La obra de
Orígenes se ordena en tres secciones: las glosas, las homilías y los comentarios. Es en
éstos en los que se encuentra más minuciosamente y con más rigor filológico
desarrollado el método exegético de Orígenes.
En la obra de Orígenes no se encuentra tan abundantemente como en los Padres
occidentales lo que Pelletier considera el hecho diferencial de la alegoría cristiana frente
a la pagana: el despliegue de los mecanismos hermenéuticos a partir -y al servicio- de la
fe, distintivo nítido y radical de la alegoría cristiana frente a la exégesis alegórica
pagana125. Pesan todavía sobre su pensamiento muchos elementos del mismo
intelectualismo alejandrino que hemos visto en Clemente. Debido a éste, la alegoría
cristiana resulta ser, en opinión de Orígenes, una exégesis inspirada, aunque
desarrollada sobre la erudición y la inteligencia del intérprete126, en los términos
descritos por Pablo. Es precisamente la esencial inspiración de la Escritura la que guía
la interpretación alegorista y también inspirada de Orígenes. Éste es, en consecuencia, el
primer aspecto que debemos examinar en el análisis de la alegoría del exégeta
alejandrino. De ella se deriva la valoración del sentido literal de la Escritura y su
acotación frente al sentido espiritual. En este ámbito, Orígenes no se limita a decir que
la Escritura es un texto inspirado sino que va más allá al identificarla con el Logos, con
Cristo.
Pero esta identificación, que, como veremos, influye decisivamente en la
valoración del sentido literal al equipararlo al cuerpo humano de Cristo127, en lugar de
dotar a la exégesis de una capacidad de penetración ilimitada en el sentido del texto,
impone a la labor hermenéutica las consecuencias de su limitación ab initio. En efecto,

124
Había sido Ireneo el primero en proponer este criterio dogmático. En un contexto completamente
distinto, también Crisipo había llegado a la conclusión de que era necesario establecer límites a la
alegoría.
125
Cf. Pelletier, 1989: 307.
126
Cf. Grant, 1967: 73. El propio Grant advierte que esta concepción de la exégesis inspirada aparece
también en la interpretación neopitagórica y neoplatónica (Grant, 1983: 139). Cf. supra., capítulo XI.
Sobre esta cuestión, dice Danielou que la defensa de la inteligencia en el seno de la fe llevada a cabo por
Orígenes hará posible el denso intelectualismo de la obra de teólogos como Anselmo y Tomás de Aquino
(Danielou, 1957: 289).
287

Orígenes, tal vez por su repudio del gnosticismo o por su formación filosófica vinculada
al platonismo medio, considera que la revelación cristiana no ha dado a conocer un Dios
nuevo, sino a iluminar la verdad contenida en el Antiguo Testamento y a extenderla al
mundo entero. Ahora bien, Orígenes sostiene que esta actuación de la Encarnación de
Cristo sobre el sentido de la Escritura no supone, contra lo que pudiera parecer, un salto
brusco en la constante revelación de Dios128.
Harl129 explica las causas de esta sorprendente limitación de la capacidad
reveladora de la Encarnación, sobre todo si se compara con las ideas sobre esta cuestión,
mucho más amplias, de Ireneo, de Clemente y, en general, de la tradición tipológica
cristiana de los dos primeros siglos que hacía de la encarnación, vida, muerte y
resurrección de Cristo, el hecho definitivo y fundamental que precipitaba la caída del
velo que cubría el sentido de la ley 130: Orígenes también comparte la idea de que la
Encarnación de Cristo ha supuesto la revelación del carácter divino de las Escrituras que
lo anuncian (Orígenes, 1971: IV, 1, 6). Pero en la exégesis origenista se tienen en cuenta
otros aspectos procedentes del platonismo, como la concepción subordinada del Hijo
con relación al Padre. Ésta le lleva a recordar que quien se encarna no es el Padre, Dios
supremo, sino el Hijo, una divinidad plena pero secundaria. De este modo, y de forma
análoga a algunas formas de conocimiento hipostático del neoplatonismo, Orígenes
considera que el conocimiento del Padre a través del Hijo es sólo una etapa provisional
de un conocimiento que debe aspirar a lograrse sin intermediarios. El platonismo de
Orígenes le lleva a pensar que el conocimiento de Dios ha de ser un acto de la
inteligencia, en el que no pueden mediar las sensaciones corporales. En consecuencia, el
Verbo encarnado no puede aportar una manifestación clara de Dios porque habla desde
un cuerpo de hombre, y sólo la inteligencia, sobrepasando los sentidos, puede
interpretar los signos y conocer a Dios (Harl, 1958: 340)131.
De igual modo que la encarnación de Cristo tiene, para Orígenes, una función
educadora y preparatoria para avanzar en el conocimiento de Dios, el sentido literal de
la Escritura, que se ha equiparado con el cuerpo de Cristo, tiene también la función de
orientar al exégeta en la persecución del sentido espiritual hacia el que apunta. Además,

127
Cf. Simonetti, 1994: 40.
128
La Encarnación jugará un papel mucho más importante, sobre todo en la mística, a partir del Concilio
de Nicea y del triunfo de las tesis de Atanasio.
129
Harl, 1958: 338.
130
Sobre la revelación de la verdad divina en relación al intelectualismo alejandrino y al simbolismo
arquetípico, véase Blair, 1982.
288

cuando Origénes afirma que la Escritura es un texto inspirado por Dios132, lo dice en un
sentido plenamente platónico: en cuanto texto inspirado, el autor humano de la Escritura
es un mero intermediario que no tiene por qué tener conciencia plena de lo que escribe.
Esto no obstante, Orígenes distingue en Contra Celso la inspiración de los profetas que
vuelve la inteligencia más perspicaz y el alma más clara, y la inspiración de los oráculos
paganos, en los que el adivino salía de sí, hasta perder la conciencia (Jay, 1983: 155). La
función profética es entendida por Orígenes, en consonancia con esta premisa, más
como una experiencia espiritual que como una visión del futuro133. La consecuencia en
el ámbito hermenéutico es definitiva: el sentido profundo del texto inspirado es
independiente de la intención del autor material (Guillet, 1994: 287-289).
Todas estas consideraciones en torno a la inspiración de la Escritura tienen como
consecuencia la afirmación de que, aun cuando no sea accesible en su totalidad, la
inspiración divina se extiende a la totalidad del texto bíblico, y, por lo tanto, cada uno
de sus pasajes, cada una de sus palabras y expresiones, es susceptible de ser interpretado
alegóricamente (Orígenes, 1971: IV, 1, 7). De este modo, Orígenes afirma que la
exégesis alegórica no sólo debe ser aplicada a los escritos proféticos, como se venía
haciendo, sino a toda la Biblia, incluyendo los Evangelios, el Apocalipsis e incluso los
“cantos” de los apóstoles134. En Orígenes se hace sentir, por primera vez en un autor
cristiano, el efecto absoluto y expansivo de la alegoría, un método que ya en el
paganismo había demostrado cómo resultaba imposible, una vez aplicado a un mito o a
alguno de sus aspectos, dejar de aplicarlo a los demás.
Del lado de la exégesis, la inspiración también es objeto de examen detenido por
parte del alejandrino. El intérprete requiere también de la inspiración para poder
desentrañar el sentido oculto de la Escritura. En este aspecto, la Escritura se presenta
como un medio de elevación espiritual hacia Dios. Sobre esta dimensión mística de la
lectura bíblica habremos de volver en este mismo capítulo. Ahora es necesario
determinar cómo se produce esta inspiración del intérprete. Orígenes muestra la
influencia de la Carta Séptima de Platón al exigir un esfuerzo preparatorio intelectual y

131
El sistema exegético de Orígenes se edifica en torno al misterio. El cerco al misterio cristaliza en el
método alegórico (cf. Balthasar, 1936: 516).
132
De esta forma, al comentar el Cantar de los cantares, Orígenes aclara que su autor no es el Salomón
humano rey de Israel, sino Cristo de quien aquel es figura (Orígenes, 1986: 66).
133
Ya Filón había relacionado el éxtasis más que con la unión mística, con el estado que produce y en el
que se produce la profecía (Louth, 1981: 33).
134
Op. cit., IV, 2, 3.
289

moral y al afirmar la libertad soberana de la Verdad, conocida sólo por aquel a quien se
revela (Balthasar, 1936: 517).
Los argumentos de Orígenes lo obligan a plantearse el problema del sentido
literal de la Biblia desde una perspectiva filológica inédita en la patrística precedente.
En efecto, al considerar que el único medio para llegar al sentido espiritual de la Biblia
es a través de su sentido literal, el exégeta alejandrino comprende la necesidad de
estudiar detenidamente el sentido literal de la Escritura. Esta atención convierte al
Orígenes en el fundador de la crítica bíblica (Danielou, 1957: 281), reuniendo en su
obra no sólo la interpretación alegórica cristiana por antonomasia, sino también la
dimensión filológica que guiará las pautas exegéticas de sus máximos rivales, los
intérpretes de Antioquía.
Junto con las consideraciones teóricas expuestas, existen otros motivos de orden
práctico que justifican la preocupación de Orígenes por el sentido literal de la Escritura:
Orígenes, como alegorista, se opone a judíos y cristianos judaizantes defensores del
sentido histórico de la Escritura, pero también a los gnósticos y a los cristianos simples
demasiado atados a la letra de la Escritura (Orígenes, 1976: IV, 2, 1). Pero, para
enfrentarse a las objeciones de estos grupos, el alejandrino comprende la necesidad de
fijar el texto bíblico. En este empeño, Orígenes maneja diversas traducciones griegas de
la Biblia e incluso las coteja con el original hebreo. Probablemente, dice Danielou,
también consulte diversos manuscritos de los Evangelios (Danielou, 1957: 282).
Ahora bien, hay que tener en cuenta que Orígenes entiende por sentido literal de
la Escritura el sentido más inmediato del texto; esto es, el que no comprende el sentido
de las metáforas y comparaciones y que se ata a los menores detalles de la letra como si
fueran verdaderos (Grant, 1967: 72). En este sentido, Orígenes resulta bastante
expeditivo: rechaza los episodios que considera míticos de ambos testamentos; y estima
imposible interpretar literalmente los Evangelios debido a las contradicciones existentes
entre ellos –es sintomático que sólo cite los mandamientos de Jesús como ejemplo de
textos históricos del Nuevo Testamento, frente a los varios que propone del Antiguo-
(Grant, 1967: 71).
La preocupación de Orígenes por el sentido literal le lleva a consultar a rabinos
alejandrinos sobre el sentido de la Escritura y a profundizar en el análisis gramatical de
los textos. En este sentido, la actividad de Orígenes recuerda a la de los filólogos
paganos de Alejandría del siglo III a. C. Pero no debe olvidarse que, pese a su atención
al sentido literal, éste es considerado sólo como el medio de acceso al sentido espiritual
290

del texto. Por lo tanto, resulta siempre subordinado a las exigencias teológicas y
doctrinales derivadas de este sentido espiritual. La subordinación se convierte en
subsidiariedad cuando Orígenes llega a afirmar que del mismo modo que la Escritura
tiene siempre un sentido espiritual, no siempre el sentido literal debe tomarse en cuenta
por sí mismo. El platonismo de Orígenes lo conduce a la consideración de que la letra
de la Escritura corresponde al mundo inferior de las cosas sensibles, mientras que el
sentido oculto corresponde al mundo superior de las realidades espirituales (Danielou,
1957: 288). Se desliza, de este modo, la idea fundamental cristiana que vincula la
Escritura al mundo y traza un paralelismo material y espiritual entre ambos.
En este ámbito Orígenes habla por primera vez en la Patrística de los cinco
sentidos espirituales como trasunto de los cinco sentidos corporales135. Los sentidos
espirituales prolongan la actividad cognitiva de los sentidos físicos y la extienden hacia
el conocimiento de las realidades suprasensibles, por medio de una penetración más
profunda en el objeto ya percibido de modo sensible, de forma que finalmente sea
Cristo el objeto último de cada sentido del alma. Los nombres de Cristo parecen atender
a esta diversidad de los sentidos espirituales: Luz para la vista, Verbo para el oído, Pan
para el gusto, Aceite para el olfato –éste último fundamental en la interpretación
origenista del Cantar de los cantares-. Orígenes se sirve de esta analogía de los cinco
sentidos corporales y los cinco sentidos espirituales para elaborar los grados de
perfección del cristiano desde la vía activa a la contemplativa –con la anulación
progresiva de la actividad de los sentidos corporales-, y para explicar la inspiración
profética, entendida como forma especial de conocimiento.
En San Agustín, el eco de estos sentidos espirituales se enmarca en el contexto
de la exploración de la propia interioridad frente a la experiencia mística: “Me llamaste.
Me gritaste. Y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí. Y quitaste la
ceguera de mis ojos. Exhalaste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti. Te
probé y ahora siento hambre y sed de ti. Me tocaste y me abrasé en tu paz”
(Confesiones, X, XXVII).
La teoría de los cinco sentidos espirituales se revela como un instrumento eficaz
para la exégesis de determinados pasajes bíblicos cargados de expresiones

135
Rahner, 1932: 114. Orígenes se apoya para elaborar su doctrina de los cinco sentidos espirituales en
una lectura muy particular de Prov. 2, 5 y Hb. 5, 14 (ib., p. 116). Sobre la doctrina de los cinco sentidos
espirituales y sus variantes en la patrística griega, véase Lemaitre, 1951: 61-63.
291

antropomórficas de difícil aceptación136, pero también adelantan la posibilidad de una


lectura alegórica del mundo en la que se revela místicamente a Cristo.
Esta asociación analógica entre el mundo y la Escritura, extendida sobre todo a
partir de la obra de San Agustín, se desarrollará a lo largo de la Edad Media, como
marca del alegorismo cristiano hasta su liquidación por Santo Tomás de Aquino (Eco,
1999: 165).
La doble constricción del sentido literal de la Escritura: por un lado su
orientación finalista de cara al sentido espiritual; y por otro, el hecho de que en
determinadas ocasiones no pueda ser apreciado en el plano real, sino sólo como
alegoría, desdibuja la dimensión histórica del Antiguo Testamento, tal como le
reprocharán posteriormente los autores de Antioquía. En efecto, aunque los estudios de
los últimos años han acercado las posturas de antioquenses y alejandrinos, con el
argumento de la atención prestada por Orígenes al sentido literal de texto, debe tenerse
en cuenta que esta preocupación filológica por la letra de la Escritura no tiene una
orientación histórica, como sí la tendrá básicamente en la escuela de Antioquía, sino que
debe entenderse como la puesta a punto de un mecanismo de precisión que permita al
exégeta alejandrino abordar con más seguridad la exégesis alegórica del sentido
espiritual.
Es el sentido espiritual de la Escritura el que verdaderamente interesa a Orígenes
como exégeta cristiano. Este sentido espiritual se entiende de forma absoluta: en
extensión, porque abarca toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento,
y porque comprende toda la doctrina y todo el conocimiento sobre el mundo que
necesita el creyente137. El Peri Archôn, tan leído en el Renacimiento, puede ser
entendido, en este sentido, como una Física cristiana138; en intensidad, porque el sentido
espiritual se despliega a través de tres diferentes modelos de interpretación alegórica, de
distinta profundidad, hasta apuntar al misterio impenetrable de la revelación divina. El
comentario escriturario de Orígenes se edifica como una escala que, partiendo de la

136
Cf. Louth, 1981: 68.
137
Cf. Danielou, 1957: 284. Sobre esta cuestión, observa Torjesen: “There was only one text for reality –
the Bible, not nature. The whole of reality was minored in the Bible (… ). So it was the task and work of
the exegete to chart the way from the literary and aesthetic representations of reality in the Bible to the
universal and cosmic reality itself” (Torjesen, 1989: 337).
138
Escrito entre 220 y 231, el Peri Archôn, o Tratado de los principios, se presenta como una obra
destinada a buscar un sistema que pudiera explicar la relación de Dios con el mundo. El libro IV contiene
las principales ideas de Orígenes sobre la alegoría.
292

lectura literal del texto139, se propone alcanzar los más elevados planos del
conocimiento espiritual, como experiencia mística de la divinidad.
Por eso, tanto Orígenes como más tarde sus discípulos seguidores del método
alegórico proceden siempre conforme a los siguientes pasos: en primer lugar, realizan
una paráfrasis del texto que estudian. En ella repiten lo que dice el fragmento,
reescribiéndolo de manera que la estructura sintáctica y el vocabulario adelanten,
mediante estas modificaciones, algunas de las pautas exegéticas que pretenden
desarrollar en los momentos ulteriores del comentario. Ya hay aquí, en consecuencia, un
primer esfuerzo en la apropiación alegórica del texto, aun cuando se trate de una
aproximación aparentemente literalista al fragmento. En segundo lugar, se proponen
diversas notas gramaticales, observaciones que sirven de puente hacia la interpretación
propiamente alegórica. En un tercer momento, se trascriben palabras y expresiones
consideradas simbólicas con la intención de aplicarlas a la realidad espiritual (Harl,
1971: 245-246).
El método alegórico origenista, consecuente con los criterios absolutos sobre el
sentido literal de la Escritura en los términos anteriormente expuestos, procede mediante
“la sorpresa” ante los relatos bíblicos, deteniéndose extrañado en los menores detalles y
preguntándose por el significado profundo de los mismos. Nada esta escrito al azar en la
Biblia y todo pasaje encierra un misterio que la “inteligencia de fe” del exégeta debe
poner de relieve. La alegoría, como hemos advertido, es el método por el que el
intérprete inspirado desvela el sentido espiritual de la Escritura140.
La primera regla que Orígenes propone para el desvelamiento de este sentido
espiritual consiste en el conocimiento previo de la intención inspirada del Espíritu en la
Escritura141 y en la lectura atenta del texto. De esta lectura atenta, se inferirá que hay
determinados pasajes que resultan absurdos o inverosímiles. Como todos los alegoristas
que le han precedido y buena parte de los que le seguirán, Orígenes considera que estos
elementos absurdos o inmorales deben ser entendidos como llamadas de atención al
lector sobre la existencia del sentido oculto del texto. Pero, debido a la importancia
esencial que el sentido espiritual de las Escrituras adquiere en su pensamiento, la
existencia de estos elementos inverosímiles se muestra, no como un mero

139
Recuérdese que la lectura literal no entraba siquiera en la descodificación de figuras retóricas como
metáforas o metonimias. Así pues, la exégesis espiritual comprende algunos pasos que, en realidad,
corresponden a una interpretación estrictamente literal. Danielou considera que en este proceder Orígenes
sigue a Filón y su método de desmitologizar la Escritura (Danielou, 1957: 284).
140
Orígenes, 1976: IV, 2, 2.
293

procedimiento retórico escriturario, sino como una condición de la Escritura


absolutamente necesaria. El pasaje absurdo tiene como misión más que contener él
mismo un sentido alegórico, alertar de la existencia de un sentido alegórico que se
extiende a lo largo de toda la Escritura, incluso en los pasajes en los que el sentido
histórico resulta más evidente. Esto significa, en nuestra opinión, un cambio
fundamental respecto a la exégesis alegórica pagana, sobre todo a partir de la aparición
de las primeras retóricas y la instrumentalización de la “figura retórica alegoría” por
parte de la hermenéutica mítica. En efecto, en ésta el absurdo o la inmoralidad eran
entendidos como figuras de pensamiento que se traducían como cadenas de metáforas.
En la concepción origenista, la alegoría es un rasgo esencial de la Escritura en su
totalidad. Los elementos sin sentido o inmorales, no son tanto, aunque también,
metáforas encadenadas cuanto llamadas de atención sobre la naturaleza esencial del
texto bíblico:

Si dans tous les détails de ce revêtement, c´est-à-dire le récit historique, avait été
maintenu la cohérence de la loi et préservé son ordre, notre compréhension aurait suivi un cours
continu et nous n´aurions pu croire qu´à l´intérieur des Saintes Écritures était enfermé un autre
sens, en plus de ce qui était indiqué de prime abord. Aussi la Sagesse divine fit-elle en sorte de
produire des pierres d´achoppement et des interruptions dans la signification du récit historique,
en introduisant, au milieu, des impossibilités et des discordances; il faut que la rupture dans la
narration arrête le lecteur par l´obstacle de barrières, pour ainsi dire, afin de lui refuser le
chemin et le passage de cette signification vulgaire, nous repousser et de nous chasser pour nous
ramener au début de l´autre vie (… ). Mais il faut encore savoir ceci : puisque le but principal
était pour l´Esprit Saint de maintenir l´enchaînement de la signification spirituelle à la fois dans
ce qui doit se passer et dans ce qui à été déjà accompli, chaque fois qu´il a trouvé des
événements historiques capables de s´adapter à la signification spirituelle, il a composé un
assemblage des deux ordres dans l´unité de la narration, tout en dissimulant toujours le sens
secret profondément ; quand, au contraire le récit des événements ne pouvait pas s´accorder à
l´enchaînement spirituelle il a introduit tantôt des événements qui n´ont pas eu lieu, ou qui ne
pourraient absolument pas se produire, tantôt des événements qui pourraient se produire mais
qui n´ont pas eu lieu. Et il arrive parfois que quelques mots ont été intercalés, qui ne possèdent
pas de vérité selon la signification corporelle ; parfois même il s´agit d´un grand nombre de
mots.
(Orígenes, 1976: IV, 2,9)

141
Op. cit., IV, 2, 7.
294

Orígenes hace referencia, al final del este fragmento del Peri Archôn, a varias
posibilidades de construcción alegórica de la Escritura. Se trata, en este caso, de atisbar,
por parte del intérprete, los posibles mecanismos de construcción del texto inspirado
con el objeto de descodificarlo y revelar su sentido espiritual oculto. El exégeta
alejandrino señala dos posibilidades: la primera consiste en que el Espíritu encuentre en
el devenir histórico acontecimientos que se adapten, de alguna manera, al sentido
espiritual que pretende transmitir. Es interesante mostrar el modo en el que Orígenes
plantea esta situación, porque de sus palabras se colige que la Escritura ya no es tanto
un relato histórico religioso del pueblo judío cuanto una selección interesada por parte
del Espíritu de determinados acontecimientos de esta historia con el objeto de desplegar
un sentido espiritual oculto. Es tal el absolutismo con el que el sentido espiritual actúa
sobre el sentido literal de la Escritura y lo determina que cuando no existe ningún
acontecimiento histórico que pueda encadenarse al desarrollo del sentido oculto, el
Espíritu no duda en intercalar relatos míticos o sucesos posibles pero que de hecho no
han tenido lugar para poder llamar la atención o incidir en algún aspecto del sentido
espiritual. Desde el punto de vista retórico, esta interpolación de elementos míticos o
simplemente ahistóricos puede realizarse tanto por medio de tropos como por extensas
figuras de pensamiento142. Por lo que se refiere a los pasajes inmorales, que habían sido
la principal causa de la alegoría para los exégetas paganos, la tradición cristiana, en
consonancia con el punto de partida que sitúa al Espíritu como principio ordenador de la
Escritura, irá desarrollando el criterio mediante el cual, determinados acontecimientos
inmorales desde el punto de vista histórico pueden tener desde el punto de vista figural
un sentido espiritual (Lubac, 1959: I, 451 y ss.)143.
En este proceder interpretativo, Orígenes, establece una división tripartita del
sentido de la Escritura conforme a un doble orden: por una parte, la clasificación
antropológica de Pablo que divide al hombre en cuerpo, alma y espíritu; y, por otra, la
clasificación de los cristianos según su grado de perfección en la fe, en incipientes,
iniciados y perfectos. A estas dos clasificaciones tripartitas, Orígenes confiere

142
Para una posible clasificación de las figuras de Orígenes en tipos continuos y discontinuos, véase
Alviar, 1993: 211-216.
143
Véase también, para el desarrollo de este principio interpretativo en la Edad Media, Dronke, 1985: 30
y ss.
295

respectivamente tres tipos graduales de interpretación del sentido de la Escritura: literal,


moral y espiritual 144.
En la aplicación de estos tipos de interpretación, Orígenes va desarrollando su
propio pensamiento teológico, ofreciendo su lectura de las cuestiones que, en su
momento, condicionaban la exégesis bíblica. Así, por lo que se refiere a los pasajes
entendidos tradicionalmente como escatológicos, procura alejarse del milenarismo,
corrigiendo las interpretaciones literales de los pasajes escatológicos en beneficio de
lecturas alegóricas espiritualizantes. Además, recoge la interpretación tipológica de la
Escritura, aplicándola incluso al Nuevo Testamento con relación al Evangelio eterno, la
alegoría cosmológica de naturaleza platónico-filoniana, e introduce por primera vez un
término que será fundamental en la exégesis cristiana medieval: la anagogía145. No
obstante, hay que precisar, con M. Simonetti, que Orígenes utiliza la palabra “anagogía”
como sinónimo de “alegoría”, aunque existan en su proceder hermenéutico
interpretaciones que, como estamos viendo, encajan dentro del concepto medieval de
anagogía en el sentido de alegoría vertical (Simonetti, 1994: 46)146. El pensamiento
místico de Orígenes parte de la idea, reformulada en términos platónicos, de que el
hombre, al estar hecho a imagen y semejanza de Dios, puede conocerlo a través de los
símbolos contenidos en lo sensible, elevándose desde éstos a las realidades verdaderas
espirituales147.
Dentro de la obra exegética de Orígenes, tiene especial importancia su
interpretación mística del Cantar de los cantares148. Orígenes se ocupa del cantar
salomónico en sus homilías y en sus comentarios. El alejandrino es el primer exégeta
que, sin renunciar a la tradición cristiana que asociaba la esposa con la Iglesia –como
antes en el ámbito del judaísmo se había hecho con Israel-, relaciona a la esposa del
poema con el alma, permitiendo una interpretación mística del poema en el plano
individual que se perfeccionará con Gregorio de Nisa y que llegará hasta Juan de la
Cruz. Orígenes desarrolla, por lo tanto, paralelamente dos modelos de interpretación: la
tipológica u horizontal referida a las bodas entre Dios y la Iglesia, y la mística o vertical

144
Orígenes: 1976, IV, 2, 4.
145
Den Boer observa como tanto Clemente como Orígenes no diferencian entre alegoría y tipología
debido a la fuerte presencia que la cultura griega, ajena a la tipología, tiene sobre ellos (Boer, 1973: 18).
La confusión entre la alegoría y la tipología persistirá, como se verá, en algunos exégetas medievales.
146
La lectura de la Escritura es para Orígenes una experiencia religiosa de elevado contenido místico
(Louth, 1981: 64). Sobre el carácter central de la Biblia en la elaboración del “Misterio cristiano”, véase
Diego Sánchez, 1985).
147
Cf. Crouzel, 1962: 271.
296

relativa a las nupcias entre Aquel y el alma (Orígenes, 1986: 25). Por lo que se refiere a
ésta última, Orígenes propone la idea, después elaborada y desarrollada extensamente
por Gregorio de Nisa, de que el alma siempre está en una relación de doble tensión con
el Logos, de tal forma que, en un primer aspecto, su progresión hacia Él no impide que
pueda volver a caer y perder su posición de privilegio; y, en un segundo, porque la
aparición del Esposo suscita en la esposa un deseo de mayor y más plena posesión que,
al menos en ese momento, es imposible de satisfacer. Esta tensión se expresa con la
imagen de la “herida de amor” (Orígenes, 2000: 26).
Pero, además, existe en los planteamientos místicos de Orígenes una dimensión
colectiva que no es frecuente en la mística cristiana: para el alejandrino, el alma no sólo
debe progresar en dirección a Dios, sino que debe ayudar a las demás almas a seguir en
esta progresión149. Esta dimensión colectiva de la experiencia mística abre una
separación importante entre los planteamientos de Orígenes y los neoplatónicos,
apoyados expresamente en la soledad, como se ha visto al estudiar la mística de Plotino.
Ahora bien, esta afirmación requiere de una explicación y de un límite. La explicación
viene dada por el hecho de que buena parte de los Padres, entre los que se encuentra
Orígenes, entienden por vida mística la vida cristiana de salvación que comienza con el
bautismo y señalan que esta vida de salvación es un empeño colectivo que sólo puede
ser desarrollado en el seno de la Iglesia (Louth, 1981: 53). La limitación deriva de la
necesidad de perfección que exige la experiencia mística. Porque la lectura del Cantar
de los cantares y la penetración en sus misterios es una empresa reservada para los
cristianos perfectos. En efecto, el orden bíblico de los libros salomónicos no es producto
del azar sino que señala un orden de progresión en la vida religiosa que culmina en el
acceso a los misterios del Cantar. De este modo, Orígenes afirma que el primero de
estos libros, los Proverbios, comprenden la doctrina moral para los principiantes; el
Eclesiastés, previsto para los iniciados, enseña el conocimiento de la naturaleza y la
vanidad que suponen las cosas materiales, orientando, de esta manera, al lector hacia la
realidad espiritual y la vida contemplativa de la que se ocupa el Cantar de los cantares
(Orígenes, 1986: 56 y ss.). Esta clasificación de los libros de Salomón es una buena
muestra del concepto global y sistemático que Orígenes posee de la Escritura, así como
de la idea de una interpretación alegórica total de ésta. De esta manera, cada uno de

148
La preocupación por la exégesis mística no produce en Orígenes el descuido del análisis filológico
gramatical, como se infiere de la justificación del título del poema bíblico (cf. Orígenes, 1986: 72).
149
Op. cit., p. 28.
297

estos tres libros tienen un doble sentido espiritual: el primero se deduce de la


interpretación alegórica aislada de su contenido; el segundo aflora cuando se pone en
contacto con los otros dos y se integra en un sistema que responde a la existencia de una
gradación de la vida espiritual cristiana en la que el exégeta integra su propia
interpretación.
La dificultad del Cantar estriba en una cuestión de homonimia: el amor humano
(eros) y el amor divino (ágape)150 comparten un mismo lenguaje y sólo el cristiano
orientado -“los perfectos”- hacia la contemplación puede sortear con éxito las
ambigüedades que la homonimia plantea151. Orígenes desarrolla su alegoría
estableciendo correspondencias alegóricas no sólo entre las acciones de los personajes
del Cantar, sino entre las partes corporales y espaciales mencionadas en el poema. De
esta forma, atribuye a cada una de las partes del cuerpo una significación espiritual y
descubre en el tratamiento del paisaje un sentido alegórico, especialmente en lo que se
refiere a los accidentes geográficos que impliquen la idea de subir o descender: el valle
es, según Orígenes, un lugar indigno frente a la montaña cuya altura está relacionada
con Dios. De este modo, el Verbo desciende al valle, por condescendencia y amor hacia
la amada. El ascenso de ésta y su recorrido por montes y valles debe interpretarse como
alegoría del progreso espiritual (Orígenes, 2000: 91-105).
El alejandrino ofrece en el comentario y las homilías dedicados al Cantar de los
cantares unos primeros pasos en dirección hacia la codificación alegórica de la mística
cristiana que alcanzará una notable madurez en la obra de Gregorio de Nisa. Pero, a
diferencia de lo que ocurrirá en la concepción mística del capadocio y, posteriormente,
de Dionisio Areopagita, la mística de Orígenes es una mística de la luz, una mística que
desconoce la tiniebla y la sequedad de la noche oscura (Louth, 1981: 57).
La concepción intelectualista de la mística de la luz no implica que sus
defensores rechacen la vía apofática. En efecto, la teología negativa se incorpora en
mayor o menor medida a la obra de Orígenes y Evagrio, pero con un carácter distinto al
que tiene en la de los místicos de la tiniebla, como Gregorio de Nisa y Dionisio
Areopagita: Para los místicos de la luz, la vía negativa impone los límites al

150
En realidad Orígenes pretende introducir el concepto de eros platónico en lugar del ágape de los
Setenta, de tal modo que sugiere que el “gnóstico” -en el sentido ortodoxo del término- debe entender el
primero cada vez que lee el segundo. Nygren señala que con Orígenes asistimos, por vez primera, a la
síntesis entre la concepción cristiana y la helenística del amor (Nygren, 1952: 177).
151
Cf. Orígenes, 2000: 9-10.
298

conocimiento; para los místicos de la tiniebla, es el medio de sobrepasar los límites y el


mismo conocimiento152.
Aproximadamente un siglo más tarde, las herejías, las críticas por parte de la
filosofía pagana y los propios excesos de los alegoristas alejandrinos produjeron, como
señalamos más arriba, la reacción de la escuela de Antioquía contra el proceder
exegético basado en la alegoría. Frente a ésta, los de Antioquía proponen un nuevo
concepto hermenéutico: la teoría.
Pese a la virulencia de la disputa entre ambas escuelas de interpretación
escrituraria, la mayor parte de los estudios actuales consideran que no existe una
diferencia esencial entre sus métodos, sobre todo a partir de los trabajos de Neuschafer
sobre la rigurosidad de la exégesis filológica de Orígenes (Astruc-Morice y Le Bolluec,
1993: 23)153. Lubac considera que las diferencias son puramente artificiales y recuerda
que los traductores latinos han traducido siempre “teoría” como “alegoría”. Por otra
parte, subraya que el propio término “teoría” no es bíblico sino platónico (Lubac, 1947:
204-205). Pelletier también afirma que ambas escuelas comparten una misma actitud
frente a la Biblia, aunque existan matices que separen a unos de otros (Pelletier, 1984:
326). En esta misma línea de argumentación insiste Guillet (Guillet, 1947). Para
Ternant, la polémica es de naturaleza verbal: los antioquenses han malinterpretado la
alegoría alejandrina que, para Orígenes, abarca tanto el alegorismo puro heredado de
Filón, como una tipología auténticamente cristiana y común a la tradición patrística
primitiva (Ternant, 1953: 138). Young, por su parte, considera que a menudo se ha
cometido el error de pensar que los reproches de los antioquenses a la alegoría son
similares a los argumentos que en la modernidad se han planteado contra ella (Young,
1997: 120). Por el contrario, otros autores como Danielou154, Simonetti (Simonetti,
1994: 70 y ss.), o Grant (Grant, 1967: 76) han preferido destacar las diferencias entre
ambos métodos hermenéuticos.
En realidad, existen diferencias entre ambos métodos, pero, sobre todo existe
una lectura peyorativa de la alegoría por parte de los antioquenses, de forma que
extienden el concepto de alegoría a toda interpretación arbitraria, a partir de una idea

152
Cf. Lemaitre, 1951: 47.
153
En el citado artículo se apunta, como elementos comunes a ambas escuelas, junto con la rigurosidad
filológica, la explicación de la Biblia por la Biblia –reminiscencia de la filología pagana alejandrina que
explicaba a Homero por Homero-, la relativización de la interpretación de la Escritura, al considerar que
el conocimiento de la verdad se reserva para el final de los tiempos y el uso, desde diferentes enfoques y
con distinta amplitud, de la alegoría (op. cit., pp. 23-26).
154
Véase Lubac, 1947.
299

retórica de la alegoría, esto es, como una cadena de metáforas continuadas, en la que,
por propia definición, debía excluirse el sentido literal. Pero los alegoristas alejandrinos
le daban un sentido mucho más amplio, relacionado con el viejo concepto de hyponoia.
En efecto, los alejandrinos llamaban alegoría a toda transposición de una locución o de
un discurso, de un objeto -real o no-, a otro, en virtud de un parecido, real o ideal, entre
ellos (Ternant, 1953: 139). La observación de Ternant nos parece de sumo interés, con
independencia de su aplicación concreta a la polémica entre alejandrinos y
antioquenses, porque pone de relieve, una vez más, las diferencias y, sobre todo, la falta
de simetría entre la alegoría retórica y la exégesis alegórica.
En estas páginas estudiaremos el concepto de teoría dentro del método
hermenéutico de Antioquía, examinando su relación con la alegoría. Finalmente, nos
detendremos en la figura de Teodoro de Mopsuestia, el autor más interesante y radical
de esta escuela.
Es necesario comenzar diciendo que la fuente del interés literalista y filológico
por la Escritura que defienden los antioquenses proviene, paradójicamente, de los
resultados obtenidos por Orígenes en este campo. Sin embargo, la actitud ante el sentido
literal del texto es completamente distinta en uno y otro caso. Para Orígenes –que
además partía de un concepto tan restringido de sentido literal que excluía de éste la
interpretación de las figuras retóricas más elementales- el sentido literal era sólo un
instrumento y una vía para el acceso al sentido espiritual.
A nuestro juicio, el sentido literal ni siquiera tenía, para el autor del Peri Archôn,
un valor histórico de relevancia, porque, como hemos señalado más arriba, el Espíritu
Santo elegía de entre los hechos acaecidos aquellos que mejor se ajustaran a la
transmisión del sentido espiritual e, incluso, en el caso de que entre los acontecimientos
históricos ninguno resultara útil para tal propósito, introducía relatos o cosas
inverosímiles, absurdas, inmorales, o simplemente, ahistóricas, -pero todas ellas,
lógicamente, partícipes de un sentido literal del que en tal caso había que prescindir-
para o bien llamar la atención sobre un sentido oculto que, de otro modo, podría pasar
inadvertido, o bien, para servir de portador de un contenido espiritual para el que no hay
acontecimiento histórico que pudiera haberlo reflejado.
La comprensión del sentido literal en la escuela de Antioquía es diferente. Su
fidelidad a la letra, sobre todo por lo que se refiere a los textos proféticos, les lleva a
distinguir dos tipos de realidades: la historia de Israel y la figura de las realidades
superiores con la alusión al Mesías, la Iglesia y la vida eterna (Ternant, 1953: 136).
300

Como puede comprobarse, la “teoría” recoge el concepto de tipología en toda su


amplitud. Ahora bien, la diferencia con la alegoría se puede encontrar en la distinción
entre dos tipos de profecía: la profecía directa y puramente mesiánica que sólo se refiere
al Mesías; y las profecía indirecta o típicamente mesiánica, que tiene por objeto
determinados acontecimientos históricos del pueblo judío y a los que la revelación y la
analogía neotestamentarias nos la presentan como figura de realidades mesiánicas. A
esta clase de profecías hace referencia la “teoría”. Por lo tanto, el autor sagrado se
refiere a un acontecimiento de la historia de Israel, que es, a su vez, figura de una
realidad mesiánica. Pero estos dos acontecimientos que se relacionan como tipo y
antitipo respectivamente corresponden ambos –y esto es fundamental dentro de la
exégesis de Antioquía- al sentido literal porque ambos son intencionados por parte del
autor.
En el caso de la profecía típica, el carácter hiperbólico es el mecanismo retórico
que da a entender que la voluntad del autor se orienta no sólo a la revelación de un
acontecimiento de la historia de Israel sino a un acontecimiento que, como señala la
hipérbole empleada en la profecía -y al modo en que el “objeto profético pequeño”
actúa respecto del “grande mesiánico” como la imagen respecto de la persona a la que
pertenece-, excede con mucho los propios eventos históricos del pueblo judío (Ternant,
1953: 143). La valoración de la hipérbole en este sentido, como figura retórica que avisa
de la profecía, rompe, en cierto modo, con las llamadas a la moderación en el uso que
prescribe Quintiliano. El rétor de Calahorra había avisado de la necesidad de no
sobrepasar cierto límite para no incurrir en el efecto contrario al deseado: la cacocelia o
afectación ridícula155. Ahora bien, Quintiliano asimismo afirma que la hipérbole es “una
virtud de estilo cuando el objeto mismo, del que se ha de hablar, ha sobrepasado la
medida natural. Pues está permitido hablar exagerando, porque no puede cabalmente
decirse cuál es la exacta medida de las cosas, y lo que se dice permanece mejor si va
más allá de lo justo que si se queda corto.” (Quintiliano de Calahorra: VIII, VI, 76).
Lo interesante de la hipérbole defendida por la escuela de Antioquía es que
resulta ser una amplificación respecto del primer contenido del discurso profético, es
decir, de la profecía relativa al pueblo de Israel, y una disminución con relación al

155
El comentario psicologista de Quintiliano sobre la causa de la extensión del uso de la hipérbole parece
una ironía involuntaria sobre la aplicación que de ella hacen los exégetas de Antioquía: “Pero está
también generalmente extendido tanto entre las personas cultas como entre la gente del campo, cosa
comprensible, porque el deseo insaciable de aumentar y disminuir las cosas se halla impreso por
301

hecho mesiánico que profetiza en segunda instancia, porque de no ocurrir de este modo,
la profecía podría ser entendida en su sentido literal genuino. Por lo tanto, la labor
exegética de la teoría es no sólo doble en cuanto que la profecía se cumple dos veces,
sino de sentido opuesto en sus criterios interpretativos, en cuanto al modo de cumplirse
entre sí.
De esta definición de la “teoría” se colige una de las principales diferencias entre
ésta y la alegoría origenista. Los antioquenses hacen depender el sentido literal de la
Escritura de la intención del autor. Ahora bien, para ellos, el autor, aunque inspirado, es
un sujeto histórico consciente de su labor156. Así, Teodoro afirmará, en su comentario a
los Salmos, que su autor es David, que, bajo inspiración profética, alude a sus
sentimientos actuales con relación a los acontecimientos y situación presente y futura de
su pueblo (Guillet, 1947: 266). Este presupuesto hace que el tipo no sea leído como
alegoría sino como profecía, porque aun cuando los profetas sólo hayan tenido un
conocimiento oscuro de la proyección mesiánica de su profecía, el tono hiperbólico
empleado delata que este conocimiento ha existido en algún grado157. Por el contrario,
como se ha advertido en este mismo capítulo, a Orígenes no le interesa la opinión del
autor histórico de los textos escriturarios, porque considera, desde su formación
platónica, que el autor inspirado no es del todo consciente de lo que escribe158, y, sobre
todo, porque afirma –lo hemos visto al referirnos al Cantar de los cantares- que su autor
no es el Salomón rey histórico de Israel sino Salomón en cuanto tipo de Cristo.
En consecuencia, existe entre ambas escuelas una diferencia fundamental sobre
el alcance de la inspiración de la Escritura que afecta directamente al objeto de la
exégesis, esto es, a lo que se debe buscar en la interpretación del texto. Pelletier ha
observado al respecto de la interpretación del sentido de las profecías, que los exégetas
de la escuela de Antioquía atienden sobre todo al momento de la escritura de las
profecías para buscar su sentido en el contexto histórico en el que se originan. Los
alejandrinos, por el contrario, con una actitud muy propia de la exégesis alegórica, se

naturaleza en todos los hombres, y nadie se siente satisfecho con la verdad de este mundo” (Quintiliano
de Calahorra: VIII, VI, 75).
156
Esto no obstante, la preocupación por la historia de los antioquenses no pueda entenderse en un sentido
moderno –el género no sólo abarcaba los acontecimientos históricos, sino también el estudio de la
geografía, la estrategia, la moral y otros disciplinas diversas-, y, por otra parte, es evidente que su interés
por la lógica narrativa del texto bíblico completo es superior que el que muestran por su historicidad o
literalismo (Young, 1997: 125).
157
Op. cit., p. 284.
158
Nada más opuesto a esta concepción de la inspiración que las ideas de Teodoro de Mopsuestia sobre
esta cuestión. Para él, el éxtasis, lejos de suponer una pérdida de conciencia, es una vía de acceso al
conocimiento (cf. Jay, 1983: 156).
302

detienen en el momento de la lectura del texto profético. Así, siendo Cristo el principio
determinante de la inteligencia del texto, es a partir de Él cuando se organizan las
perspectivas de concordancia entre la profecía y lo que revela. La contemplación es la
actividad del lector que, desde el lugar nuevo que ocupa, tras la caída del velo, ve surgir
de la letra el relieve de los sentidos ocultos (Pelletier, 1989: 327-328). Esto no obstante,
como ocurre con otras diferencias de orden teórico entre alejandrinos y antioquenses, la
plasmación práctica de estas diferencias, queda suavizada, salvo algún caso extremo
como ocurre con el comentario al Cantar de los cantares de Teodoro de Mopsuestia o
anteriormente con la interpretación alegórica del relato de la Creación por parte de
Orígenes, por las exigencias doctrinales y dogmáticas de la Iglesia.
Por lo que al modo de presentación de la profecía, Juan Crisóstomo propone una
clasificación que adelanta las bases de una de las divisiones fundamentales de la
alegoría en la Edad Media: la allegoria in verbis y la allegoria in factis. En efecto,
Crisóstomo distingue entre la profecía expresada mediante hechos y la profecía verbal.
La segunda está dirigida a las mentes más preparadas y penetrantes que no necesitan de
la fuerza de los hechos para reconocer en la formulación verbal la dimensión
trascendente de la profecía. La primera, por el contrario, estaría dirigida a los espíritus
más groseros que demandan pruebas sensibles de la profecía. Otros exégetas de
Antioquía, aun admitiendo la división de Juan Crisóstomo, disienten de sus razones, y
señalan que la profecía verbal es siempre de inmediato cumplimiento, mientras que la
profecía figurativa supone necesariamente una realidad veterotestamentaria. En algunas
ocasiones, ambas clases de profecía se cruzan y es posible encontrar interpretaciones en
las que a una profecía verbal se le aplica una realidad del Antiguo Testamento159.
Por lo que al sentido e importancia del misterio en la Escritura, esencial en la
hermenéutica de Orígenes, los antioquenses lo admiten en un sentido mucho más
restrictivo. Juan Crisóstomo –por otra parte el mejor lector de Orígenes, en opinión de
Astruc-Morice y Le Bolluec160- afirma que la Escritura obedece a la siguiente ley:
“cuando introduce una alegoría, después siempre la acompaña de su explicación”
(Grant, 1967: 79). Con ello, renuncia al prestigio que el misterio tenía para los
alejandrinos y reduce significativamente el espectro de alusiones, símbolos y
especulaciones propios de la exégesis alegórica.

159
Cf. Guinot, 1989: 10-12.
160
Cf. Astruc-Morice y Le Bolluec, 1993: 1.
303

El sentido oculto del texto escriturario queda reducido en la escuela de


Antioquía a la aplicación de la tipología doble y reductora de la “teoría”, siempre dentro
de la investigación respecto de la intención del autor. Sobre esta cuestión, ha apuntado
Young que la diferencia entre las escuelas antioquense y alejandrina estriba en el modo
en el que el sentido oculto es tomado en relación al sentido superficial del texto:

The difference may be characterized as that between an ikonic and a symbolic


relationship. An ikon represents and images the underlying reality, a symbol is a token, with no
necessary likeness. Allegory took words as discrete tokens, and by de-coding the text found a
spiritual meaning which bore no relation to the construction of the wording or narrative.
(Young, 1997: 123)

Las observaciones de Young pueden entenderse como una descripción de las


consecuencias de la aplicación de la alegoría por parte de los alejandrinos: fractura del
texto y pérdida de su sentido global 161, problemas que ya habíamos visto al analizar el
tratamiento de la alegoría en Porfirio, o más lejanamente, en los estoicos antiguos; pero
no creemos que cuando dice que el símbolo alejandrino no guarda necesariamente
parecido con la realidad representada, deba entenderse de forma parecida al concepto de
símbolo en el pensamiento de Proclo, basado en la diferencia y aun oposición entre el
símbolo y la realidad espiritual representada., sino simplemente, en la mayor
flexibilidad conque la exégesis alejandrina utiliza la retórica, especialmente todo lo
relativo a la metáfora y la alegoría, como figura de pensamiento, como instrumentos de
interpretación de la Escritura. La exégesis antioquense pretende, con su visión reducida
de la alegoría, evitar estos problemas.
Teodoro de Mopsuestia es, como decíamos más arriba, la figura más interesante
y el exégeta más radical de la escuela de Antioquía. Teodoro no sólo rechaza la alegoría
sino que reduce la exégesis tipológica al mínimo162. Con ello, hace mayor hincapié en el

161
Eustaquio es el primero en acusar a Orígenes de estar demasiado pendiente de los detalles verbales en
detrimento de la lógica narrativa (Young, 1997: 121).
162
Esta actitud se pone en evidencia en su interpretación de los Salmos, en la que sólo reconoce una
alusión mesiánica en el salmo XV, 10, relativa a la resurrección de Cristo. También reconoce como
excepciones a las limitaciones proféticas de los Salmos, pero no con relación al Mesías sino a la
Encarnación y a la Iglesia, los salmos II, 7-8, 11-12, 16; III, 42-43; XLIV y CLX. Respecto a los salmos
utilizados por el propio Cristo en los evangelios o por los apóstoles, dice Teodoro que aunque el horizonte
histórico de David no pasa de la última época de Israel, los creyentes de todas las épocas –y aquí se
incluyen las palabras de Cristo en la cruz- pueden encontrar en los Salmos el alimento espiritual que les
conviene cuando las circunstancias de su vida los sitúan en un momento análogo al descrito por el
salmista (Deblaere, 1948: 72-73). Teodoro, en general, tiende a establecer la relación tipológica no entre
304

vacío entre testamentos que en su continuidad. Su estilo, conciso, ágil y preciso está en
las antípodas de la verbosidad y de las disgresiones de los alegoristas. Su empleo del
lenguaje figurativo también es opuesto a los alegoristas. Éstos usaban habitualmente las
expresiones figuradas en un sentido rígidamente literal –lo hemos visto en Orígenes-,
para poder, a continuación, producir un sentido alegórico a partir de la aparente
incongruencia del sentido literal del pasaje. Teodoro opera en sentido contrario: enfatiza
la cualidad figurativa del lenguaje, admitiendo incluso su dimensión simbólica, como
parte integral del sentido literal del texto. Así, frente a la tendencia alegorista a aislar la
expresión figurada del contexto para subrayar su absurdo y después moldear su sentido
conforme a ideas más o menos preconcebidas; Teodoro parte del contexto y reconoce la
metáfora como un fenómeno integrado en el sentido literal general de éste (Simonetti,
1994: 72).
El rigor literalista de la exégesis del Teodoro de Mopsuestia, le conduce a
rechazar determinados libros de la Escritura como obras no inspiradas. Tal es el caso del
Libro de Job, de los Proverbios, y el Cantar de los cantares, del que afirma que se trata
de un epitalamio sin sentido espiritual. Sus tesis fueron condenadas en el II Concilio de
Constantinopla en 553, diez años después de que, irónicamente, en el I Concilio de
Constantinopla se lanzaran quince anatemas contra su mayor oponente, Orígenes.

testamentos, sino, de modo escatológico, entre el la iniciación cristiana y su consumación en la era


venidera (Simonetti, 1994: 71).
305

XV. Hacia la codificación de la mística de la oscuridad: Gregorio


de Nisa y Pseudo-Dionisio areopagita

La importancia que el desarrollo de la exégesis mística adquiere en la escuela


capadocia a finales del siglo IV, con Basilio, Gregorio Nacianceno y, especialmente,
Gregorio de Nisa excede, en nuestra opinión, al debate entre la aceptación o el rechazo
por parte de ésta de la exégesis alegórica desarrollado entre las escuelas de Alejandría y
Antioquía. En efecto, si la actitud de los exégetas capadocios es ambigua frente a la
alegoría163, la profundidad con la que abordaron los problemas y el tratamiento literario
del fenómeno místico, sistematizado ahora por vez primera en el ámbito religioso del
cristianismo, convierten sus esfuerzos en un episodio insólito dentro de la Patrística, por
la belleza, complejidad y originalidad de sus resultados. Como tendremos ocasión de ir
examinando en este capítulo, el esfuerzo exegético de los capadocios y, en particular, de
Gregorio de Nisa, supone la lectura más provechosa del legado de Orígenes en la Iglesia
oriental y la conducción de la metodología alegórica del alejandrino a nuevos
horizontes164.
Es necesario tener en cuenta que tras el Concilio de Nicea y el triunfo de las tesis
de Atanasio sobre la creación ex nihilo, las teorías místicas de Orígenes necesitaban una
reformulación que las adecuara a la nueva ortodoxia. En efecto, la mística del
alejandrino se basaba en la idea platónica de la inmortalidad de las almas. Esta idea
resultaba fundamental para justificar una mística en la que el alma se deificara a través

163
Gregorio de Nisa parece haber evolucionado a lo largo de su vida de posiciones más literalistas –
aunque siempre mantuvo su admiración por la obra de Orígenes-, alertado por las confusiones y peligros
de la alegoría hacia la defensa de la exégesis alegórica tal y como se muestra en el prologo a sus
Comentarios al Cantar de los cantares. En dicho prólogo, Gregorio afirma que el criterio que debe guiar
la interpretación es el provecho espiritual que podamos extraer de ella, tanto en su sentido literal como
espiritual o alegórico (cf. Simonetti, 1994: 66).
164
Debe tenerse en cuenta, a la hora de precisar estos nuevos horizontes, las particularidades históricas de
las últimas décadas del siglo IV. Por limitarnos al ámbito religioso cristiano, recordaremos que desde
mediados de siglo surge la amenaza de una segunda generación arriana armada con una fuerte base
aristotélica y neoplatónica y poco interesada en los posibles fundamentos bíblicos de su pensamiento
teológico. La exégesis de los capadocios viene en buena medida determinada por la reacción a estos
nuevos problemas heréticos. Esta reacción se cifra en la búsqueda de una hermenéutica que, respecto a los
pasajes más controvertidos desde el punto de vista de estas nuevas tendencias arrianas, procure una
interpretación más racional y menos alegórica; en la conciencia de la Escritura como un todo, de tal modo
que no tenga cabida una interpretación que aísle determinados textos y los opongan al sentido general
bíblico; y en la preocupación por dar una expresión más armoniosa a la tradición cristiana. (cf. Van Parys,
1971: 169-170).
306

de la contemplación. Sin embargo, la ruptura de la tradición platónica trae consigo la


idea de una separación más profunda entre Dios y el mundo, y, como consecuencia, una
mayor separación entre Dios y el alma. A partir del Concilio de Nicea la experiencia
mística sólo será posible a través de la Encarnación de Cristo y la deificación sólo se
producirá como resultado de la gracia165.
En el seno de la escuela capadocia, la antigua alegoría física de los estoicos se
diluye en el nuevo ámbito de la mística cristiana; la teología negativa de los pensadores
neoplatónicos se entiende desde una madurez religiosa tal vez ausente todavía en los
alejandrinos; la mística elabora y codifica un nuevo lenguaje alegórico que llegará hasta
San Juan de la Cruz.
Respecto a la primera de estas cuestiones, esto es, la disolución de la alegoría
física estoica, acaso sea la labor teológica de Gregorio Nacianceno la que más haya
contribuido a su consecución en el ámbito de la Iglesia oriental. Ya Orígenes había
escrito el Peri Archôn como una física que, de hecho, venía a constituirse en una
superación de la física, trascendida por la mirada puesta en la realidad espiritual y por la
conclusión de que todas las cosas de la tierra son solo vanidad, como señala en su
interpretación del Eclesiastés. Gregorio Nacianceno vuelve sobre el planteamiento de
Orígenes y se enfrenta a la física pagana afirmando la diferencia entre la naturaleza de
Dios y la de los cuatro elementos.
Esta identidad había sido uno de los pilares de la alegoría física desde sus
comienzos, abocada a una teología panteísta, que, según las diferentes escuelas de
pensamiento paganas, adquiere diversos matices, más o menos restrictivos. Así, los
estoicos identificaban a Dios con el éter, aun cuando reconocían en los otros elementos
rasgos divinos y poderes creativos. Los aristotélicos distinguían cinco elementos y
afirmaban que los poderes divinos fluyen desde la divinidad suprema a los seres más
bajos a través del aire. En un sentido abiertamente panteísta, otros pensadores paganos
consideraron que los elementos estaban penetrados por los dioses y los demás seres
espirituales (Bergman, 1993: 3-6). La alegoría física recorría en ambas direcciones la
vía trazada entre los elementos y las divinidades, generalmente hacia la racionalización,

165
Cf Louth, 1981: 75-79. Esto no obstante, San Atanasio será el autor de una imagen, tradicionalmente
atribuida al neoplatonismo, y que llegará, no exenta de polémico por esta atribución, hasta el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz: “El alma es un espejo en el que se ve la imagen del Padre” (Contra
Gentes, 8), cf. Louth, op. cit., p. 79. La controversia en torno a esta imagen está extensamente tratada en
Lemaitre, 1951: 52 y ss. Digamos aquí solamente que en la concepción patrística, la imagen de Dios no
está exactamente en el alma, demasiado apegada al mundo material del que recibe las impresiones, sino
en el espíritu, “el más profundo centro”.
307

con los rasgos señalados en nuestros primeros capítulos, de los mitos y las
representaciones divinas antropomórficas de los elementos naturales. Sin embargo,
Gregorio rompe esta vía de comunicación al oponerse a esta asociación entre Dios y los
elementos, desde la teoría cristiana de la Creación rompiendo toda posible confusión
entre el Creador y lo creado. Gregorio propone, renunciando de este modo a la analogia
entis y a la analogia Dei, que la naturaleza pueda ser reconocida como obra de Dios,
atisbando en ella su huella, pero no como forma de conocimiento de Dios mismo. El
Nacianceno formula –como siglos más tarde hará Tomás de Aquino- la separación entre
la teología y el estudio de la naturaleza166:

Gregory is willing to leave the testing of statements of knowledge about nature to


general human rationality, as long as the truths about nature are not transformed into the truths
about God, or viceversa, that the truths about nature claim to be true because they are deduced
from statements about God.
(Bergman, 1993: 7-8)

Pero Gregorio Nacianceno añade que esta divinización pagana de la naturaleza


puede siempre reconciliarse con la doctrina cristiana de la Creación, mientras no se
identifique la naturaleza de Dios con la esencia de la naturaleza creada167. Es interesante
este último apunte, porque lo que Gregorio plantea como excepción abre la puerta, en la
práctica, a la continuidad de la alegoría física –también intuida por Orígenes con sus
interpretaciones alegóricas del paisaje bíblico del Cantar-, aunque corregida, como se
verá por las exigencias de la teología negativa. Consecuencia de la teología apofática es
la teoría del lenguaje de Gregorio168: el don de nombrar proviene de Dios, pero los
diferentes idiomas son creación humana como resultado del aprovechamiento de este
don divino. De esta forma, los nombres que el hombre aplica a Dios son meros atributos
de éste, y no verdaderas definiciones (Young, 1979: 70)169.
Estas consideraciones del sentido y peso de los nombres de Dios marcan una
importante diferencia respecto de los símbolos neoplatónicos. En efecto, el dios

166
Sin embargo, no fue hasta el Concilio de Trento (De la edición y el uso de los textos sagrados, 1546)
cuando se limitó formalmente la lectura alegórica de la Escritura a las materias morales y religiosas
(Ferraris, 2004: 13).
167
Cf. Bergman, 1993: 6.
168
Véase Spidlík, 1985: 428-432.
169
Muy similar es la teoría de los nombres de Gregorio de Nisa. El Niseno sostiene que las cosas son
creadas por Dios, mientras que los nombres lo son por la potencia racional humana, aunque ésta sea obra
308

neoplatónico, el Uno, es un dios sin atributos. Esta diferencia motiva que la formulación
e interpretación de estos nombres tenga un funcionamiento distinto en cada una de estas
teorías, pese a que ambas se apoyen en la teología negativa. Así, al estudiar el
simbolismo de Proclo, señalábamos cómo éste funcionaba, no ya suspendiendo la
posibilidad de la analogía como había hecho Plotino, sino rechazando todo parecido
siquiera remoto entre el símbolo y la realidad espiritual a la que apela. Por el contrario,
Gregorio, partiendo precisamente del origen divino de la posibilidad de nombrar,
aunque no de los nombres mismos, afirma que existe cierta similitud entre las cosas
humanas y las cosas divinas, aunque revelen, sin embargo, una gran diferencia en su
significado. Y en otro lugar afirma: “si tales nombres son verdaderamente predicables
de Dios, ellos deberán ser entendidos en su sentido más obvio y natural, aunque con un
sentido más alto y glorioso” (Young, 1979: 68-69). Aunque Dios propiamente dicho
permanezca incognoscible, existe una posibilidad de intuirlo desde el lenguaje, no por
una recomposición de la analogía, ni por los mecanismos paradójicos de Proclo, ni
desde luego, mediante la alegoría física, sino por amplificación, esto es, elevando las
atribuciones a un grado infinito170.
De este modo, la hipérbole que la metodología exegética de Antioquía descubría
en las profecías veterotestamentarias de carácter mesiánico, se aplicaba ahora, en el
sistema gregoriano, a la simple interpretación de todos aquellos elementos naturales que
la teología afirmativa permitiera ver como símbolos de las realidades divinas,
prescindiendo del grado de exageración conque el texto estuviera compuesto.
Tal vez el punto de encuentro más delicado entre la persistencia de la alegoría
física y las premisas de la teología negativa -y auténtica piedra de toque de la literatura
mística- sea la alegoría de la luz. En efecto, la alegoría de la luz, de procedencia
platónica171 tiene especial relevancia en el pensamiento físico de Gregorio Nacianceno
que unifica, excepcionalmente, la luz y las realidades celestes. Se origina, por lo tanto,

de Dios. En cuanto a éste, Dios está más allá de todo nombre. Así, los nombres de Cristo no aluden a su
esencia sino a sus energías (cf. Krivocheine, 1985: 395).
170
El rechazo de la alegoría física, en los términos expuestos, por parte de Gregorio Nacianceno no
significa que no se sirviera del método alegórico en su lectura de la Escritura. Así, aunque se situó en un
punto intermedio entre las posiciones antioquenses y alejandrinas, distinguió, con Orígenes, un triple
sentido en la Biblia e incluso distingue las siguientes clases de tipología: histórica; sacramental, con la
doble correspondencia entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, por una parte, y entre éste y el tiempo
presente; escatología en sentido trascendente, despojada de las connotaciones milenaristas que había
tenido en la obra de Justino Ireneo e Hipólito (Damoen, 1996: 254-259).
171
Esto no obstante, hay que tener en cuenta la hostilidad de Gregorio Nacianceno hacia el platonismo y
su escaso conocimiento del pensamiento plotiniano, probablemente reducido a la Enéada V, 2 (Rist,
1996: 399).
309

una situación ambigua respecto a la naturaleza de la luz y su función dentro de los


mecanismos exegéticos patrísticos, pues, aunque Gregorio evita confundirla con el
Creador, le confiere en su pensamiento una cualidad superior a los elementos físicos172.
Sin embargo, a nuestro juicio, es Gregorio de Nisa el autor más interesante de
entre los capadocios, tanto por las consideraciones que sobre la alegoría se encuentran
en sus escritos cuanto por sus fundamentales aportaciones a la mística cristiana de la
que puede considerarse si no el fundador sí el más volcado hacia la mística de los padres
griegos (Danielou, 1944: 6).
En este aspecto, son muchos los elementos que lo relacionan con Plotino y
muchas las lecturas que sucesivos estudios han dado sobre las concordancias entre el
pensamiento de ambos. Rist considera que, si bien Gregorio de Nisa es el capadocio que
acusa una mayor influencia platónica, es posible que ésta proviniera de Orígenes e
incluso de Filón, reforzada después por textos neoplatónicos posteriores (Rist, 1996:
399)173. Danielou se ha aventurado a señalar la presencia de elementos de las Enéadas I,
6 y VI, 9 en De virginitate, basándose en similitudes verbales, aunque ni Gregorio, ni el
resto de los capadocios mencionen nunca a Plotino, a Porfirio ni a Jámblico (Meredith,
1982: 1120). Pero es innegable la aparición de coincidencias doctrinales, sobre todo la
afirmación de Gregorio de que Dios es radicalmente distinto a las criaturas, incluso a los
ángeles. Pese a esta posición favorable a la teología negativa, Gregorio se aparta de
Plotino en su consideración más positiva de la materia. Para Plotino, la materia se
identificaba con el no-ser y con el mal. Sin embargo, observa Corrigan, tal vez
Gregorio, a partir de la influencia de la doctrina de Plotino fue desarrollando sus ideas
en una línea más acorde con los postulados cristianos y, en consecuencia, presentando
una opinión más favorable hacia la materia, sobre todo para evitar la creencia errónea de
que la materia es un principio del mal independiente en sí mismo (Corrigan, 1993: 18-
198).
Gregorio toma del neoplatonismo la idea de un conocimiento místico no
conceptual y supresor de la dualidad “sujeto / objeto”, así como la consideración, dentro
de la mística, de la acción transformante de la visión divina. Existen, no obstante,
algunas ocasiones en las que Gregorio se muestra indeciso entre las exigencias de la
teología negativa y las influencias místicas de Plotino. Esta tensión se manifiesta
especialmente en un concepto tan decisivo en el contexto de la mística cristiana como el

172
Véase Egan, 1989: 473-482.
173
Sobre la formación helenística de Gregorio de Nisa, véase también Jaeger, 1965: 106 y ss.
310

de la “tiniebla divina”. Más adelante analizaremos el origen, contenido y pervivencia de


esta alegoría; ahora debemos advertir que en ella se reflejan la indecisión del Niseno
entre volcar el desarrollo de su exégesis de parte del vuelo místico plotiniano como
culminación de la contemplación espiritual y la rebaja del nivel de la experiencia
mística bajo el imperativo de la teología negativa174. De este modo, la tiniebla se
muestra como una alegoría imprecisa que, a veces, es símbolo del conocimiento sin
conceptos de la contemplación y otras es símbolo de la incognoscibilidad de Dios
(Borrego, 1991: 404). En todo caso, Gregorio sigue a Plotino al afirmar que el camino
del concepto no es válido en el último tramo del recorrido místico. También coincide
con el neoplatónico en las imágenes de la “embriaguez mística” y en las decisivas
analogías de la luz y del espejo. Respecto a las primeras, éstas son completamente
plotinianas: la luz se despliega como expresión alegórica de la iluminación intelectual,
del medio de acceso a la virtud y de la purificación y como epifanía del Logos175. Con
relación a la analogía del espejo, Gregorio “mantiene la tesis plotiniana de que la visión
es por sí misma transformante en cuanto hace a aquel que mira iguala a aquello que
mira (… ). La diferencia con Plotino estriba en que para Gregorio, la imagen que se
refleja en el espejo es simplemente un parecido moral con Cristo; no es, como en
Plotino, la imagen mística, realmente inefable, de la comunión del alma con el Uno, la
imagen del “sí-mismo” en la simplicidad.” (Borrego, 1991: 460-462).
La exégesis alegórica de Gregorio de Nisa se concentra, sobre todo en el
Comentario al Cantar de los cantares176 y en su Vida de Moisés177. Con anterioridad, su
Hexaemeron, o comentario a los tres primeros capítulos del Génesis, y el De hominis
opificio se caracterizan por la práctica de una exégesis más literal, deudora de Basilio –
aunque se aprecien las influencias de Orígenes-, si bien con una mayor y más profunda
exigencia intelectual (Alexandre, 1971: 92). Pero, además, se evidencia también la
influencia de Filón en la defensa de la idea de que el carácter sucesivo de la narración
de la Creación no se debe a que efectivamente el proceso creador durara varios días,
sino que, habiéndose producido de forma simultánea, el orden con el que el Génesis la
exponía indicaba un orden no cronológico sino un orden jerárquico de creciente
importancia. El esfuerzo exegético de Gregorio de Nisa en sus inicios se vuelca, según
Alexandre, en la búsqueda de un sentido literal único, que no excluya la posibilidad de

174
Sobre esta cuestión véase también Corrigan, 1997.
175
Cf. Enéada V, III y Borrego, 1991: 459.
176
Gregorio de Nisa, 1993.
177
Gregorio de Nisa, 1993a.
311

un sentido no material, aunque concebido como literal o propio (Alexandre, 1971: 108).
Esta intención, anunciada en las primeras obras de Gregorio, se desplegará con toda su
potencialidad en los grandes comentarios alegoristas de madurez.
Por lo que se refiere a su concepción de la alegoría, Gregorio de Nisa se muestra
como seguidor de Orígenes178, especialmente en el prólogo de sus Comentarios al
Cantar de los cantares. Al igual que el exégeta alejandrino, Gregorio considera que el
Salomón autor del Cantar no es el personaje histórico sino la figura de Cristo179. En
segundo lugar, establece una gradación similar a la origenista entre los tres libros
atribuidos a Salomón180: el libro de los Proverbios enseña al alma en su infancia la
virtud y la sabiduría; el Eclesiastés supone un segundo paso en el que se procura
orientar la atención del alma del mundo sensible al mundo inteligible mostrando las
vanidades del primero; el tercer estadio, ya en un contexto espiritual, está representado
por el Cantar de los cantares (Gregorio de Nisa, 1993: 17)181. Esta posición al final de la
escala del conocimiento espiritual requiere la utilización de un discurso oscuro que
exige, a su vez, una interpretación alegórica182, y, por lo tanto, la adecuada preparación
intelectual y espiritual del intérprete183. En esto se aproxima, como hemos señalado, a
Orígenes, aunque, a diferencia del alejandrino, Gregorio no considera que su
interpretación esté guiada por el Espíritu Santo en el sentido paulino de estar capacitado
para indagar en sus profundidades (Heine, 1984: 364). Tampoco sigue a Orígenes en la

178
De los fragmentos paulinos que Orígenes citaba para defender el uso de la exégesis alegórica,
Gregorio recurre a seis, en su defensa de la alegoría. A estos argumentos añade el empleo evangélico de
parábolas y sentencias enigmáticas así como otros pasajes oscuros de los profetas (cf. Heine, 1984: 362).
179
En un magnífico ejemplo de construcción retórica gradual hasta llegar a un final climático, Gregorio
dice textualmente: “Aquí se trata de otro Salomón, también nacido de David en cuanto hombre. Su
nombre es paz, es verdadero rey de Israel, el arquetipo del templo de Dios, el que conoce todo porque es
infinita sabiduría. Su ser es sabiduría y verdad. Tiene todo lo que Dios es.” (Gregorio de Nisa, 1993: 16).
Esto no obstante, Macleod aprecia algunas diferencias entre ambos respecto a la concepción y alcance de
la alegoría en sus propios sistemas de pensamiento. Afirma que para Orígenes, la alegoría es una
mentalidad que gobierna su concepción de la vida religiosa; para Gregorio, en cambio, la alegoría es una
forma literaria (Macleod, 1971: 371). Es necesario recordar, no obstante, para valorar bien el alcance de
estas diferencias, la distancia temporal entre uno y otro, y por otra parte, los acontecimientos que en el
seno de la Iglesia se han producido en torno precisamente al debate sobre la alegoría.
180
Cf. Danielou, 1944: 19.
181
Para ver los cambios alegóricos de género del alma y Dios en este proceso, véase Harrison, 1993. La
cuestión es significativa por cuanto Gregorio defiende que la diferencia de género está ausente de la
naturaleza divina y tampoco tendrá presencia después de la resurrección de la carne, por lo que su empleo
es genuinamente alegórico.
182
“Pero el alma está de tal manera transformada que a través de lo que parece absurdo e indecoroso
aspira a la pureza y con palabras apasionadas da sentido al pensamiento y expresiones donde no cabe
corrupción (… ) La primera impresión que causan las palabras es sensual. Pero cuando no suscitan
fantasías obscenas sino pensamientos de pureza, es prueba de que el lector ya no es inmaduro (… ).”
(Gregorio de Nisa, 1993: 22-23).
312

creencia de que todas las palabras escriturarias tengan un sentido oculto, sino que aplica
la interpretación alegórica de forma más restrictiva: en principio prefiere aferrarse a un
amplio concepto del sentido literal que comprende tanto el sentido material para las
realidades materiales como el sentido espiritual para las espirituales; sólo donde éste se
muestra irreductiblemente absurdo, inmoral, teológicamente inconveniente o imposible
desde el punto de vista material aplica la interpretación alegórica. En estos pasajes,
Gregorio de Nisa afirma que existen palabras que sirven a modo de llaves que abren al
intérprete avisado el sentido oculto de la Escritura. Así, al estudiar los versos más
oscuros del Cantar, los relativos a la noche, dice lo siguiente:

¿Qué introducción en el misterio es ésta que envuelve el alma con la noche? (… ) La


verdad está más allá de nuestra naturaleza. Llama a la puerta de nuestra mente con alegorías y
comparaciones, diciendo “Ábreme”. Con la llamada inspira cómo abrir, como si entregara las
llaves que son estos preciosos nombres con que se abre lo que está cerrado. (… ) Llaves son,
claro está, el significado de los nombres que desvelan lo oculto: hermana, amada, paloma,
perfecta.
(Gregorio de Nisa, 1993: 173)

Ahora bien, este reconocimiento de determinadas palabras o expresiones oscuras


como avisos de la necesidad de una interpretación alegórica no nos parece asimilable a
la distinción que propone Macleod entre la alegoría y el lenguaje místico basado en que
la alegoría es un método de explicación de los símbolos: “Allegory then might be
positively valued as a kind of artistic form, capable of suggesting and expressing fresh
connections of thought” (Macleod, 1971: 376). En efecto, a la consideración de
Macleod cabe hacerle las dos siguientes objeciones: en primer lugar, si la alegoría es un
modo de explicar los símbolos que, como tales, aparecen el propio texto bíblico,
entonces, es necesario conceder o bien que estos símbolos se entienden como metáforas
aisladas o, si están agrupados, como alegorías en el sentido retórico del término; o bien
que son otra cosa distinta, en cualquier caso, que estos avisos que el propio Gregorio
dice.
Porque Gregorio afirma que estas palabras son llaves que abren el sentido
oculto, esto es, el sentido alegórico. De este modo, la alegoría no explica los símbolos

183
Para la conexión entre la necesidad del ascetismo y la exégesis alegórica, véase Harrison, 1992: 113-
130. Para la interpretación de la Homilía I del Comentario al Cantar de los cantares como alegoría de la
purificación de la comprensión carnal de la Escritura, véase Canévet, 1971: 146-147.
313

sino que escruta el sentido oculto del texto a partir de estas expresiones. La diferencia
nos parece significativa por cuanto, como ya se ha visto en los capítulos precedentes,
estas oscuridades tienen causas diversas –problemas en la traducción de los Setenta,
incomprensión de términos y expresiones arcaicas, etc.-, pero el sentido está siempre
determinado por las exigencias hermenéuticas de la alegoría.
En consecuencia, al venir lo que se entiende por símbolo dado por el propio
mecanismo de la alegoría, no cabe decir, sin más, que ésta es un método de
interpretación de símbolos, como si éstos preexistieran a aquélla. En segundo lugar,
también nos parece objetable esta capacidad de la alegoría de sugerir nuevas conexiones
del pensamiento debido al tono eminentemente kantiano de la expresión, lo que lo hace
difícilmente ajustable al ámbito particular de la exégesis patrística, concebida más bien
como actividad inspirada de desentrañar el sentido oculto y genuino de la Escritura
entendida como revelación.
En la Vida de Moisés, su otra gran obra alegórica, Gregorio de Nisa incide en la
necesidad de sobrepasar el sentido literal en aquellos pasajes que no admitan otra
posibilidad. Así, al comentar Éxodo 33, 21-23184, uno de los textos fundamentales para
entender la mística de Gregorio y su concepto de epéctasis, afirma lo siguiente:

Fuera del sentido literal, ¿qué otra interpretación se podrá dar al texto escrito? Si esta
porción del texto nos obliga a una interpretación que no sea literal, justo es también buscar otra
interpretación para el conjunto, pues el conjunto está hecho de partes. Por consiguiente, el lugar
que está junto a Dios, la roca que hay en él, la hendidura de la roca, la entrada de Moisés en
aquel hueco, la mano de Dios que lo tapaba, el paso, la llamada y finalmente el ver a Dios por la
espalda. Todo esto será mucho más propiamente interpretado en sentido espiritual.
(Gregorio de Nisa, 1993a: 121-122)

Hay también en Gregorio un giro importante en la orientación de la


interpretación tipológica con respecto al modelo origenista. En efecto, aunque la
exégesis tipológica del Niseno mantiene el carácter sucesivo entre el Viejo y el Nuevo
Testamento, pasa a centrar su atención de la consideración histórico-temporal, que aún
es predominante en Orígenes, a la reflexión espiritual-mística sobre las condiciones

184
El Señor añadió: Ahí tienes un sitio junto a mí, puedes ponerte sobre la roca; cuando pase mi gloria, te
meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con la palma de mi mano hasta que yo haya pasado; y
cuando retire mi mano, me verás de espaldas, porque de frente no se me puede ver” (Éxodo, 33, 21-23).
314

ontológicas de la relación entre el hombre y Dios sobre el don de la fe (Canévet, 1971:


147).
Esta reflexión sobre las relaciones del hombre con Dios, a la sombra de las
directrices de la teología negativa más severa origina algunos de los aspectos más
interesantes y personales de la ontología mística de Gregorio de Nisa. Aquí nos vamos a
referir únicamente a aquellos elementos que desarrollan su influencia en su concepto de
la exégesis alegórica.
En la obra de Gregorio de Nisa convergen dos movimientos complementarios de
acceso al conocimiento de Dios: por una parte, la teología negativa que se articula, a
partir de la interpretación alegórica de la Vida de Moisés, en tres etapas, concluyendo en
la tiniebla y en la negación de todas las cosas; y la teología simbólica, posteriormente
desarrollada por el pseudo-Dionisio en su Tratado de los nombres divinos, que propone,
dentro de unos límites precisos, la formación de determinadas nociones sobre Dios a
partir de sus nombres. Esta teología es, precisamente, la teología afirmativa, el
conocimiento de los atributos de Dios a partir de la analogía con sus criaturas. Por
decirlo, con Danielou, en términos sanjuanistas, la teología afirmativa, implica la noche
del sentido pero no la del espíritu porque la elevación sobre lo sensible permite
conducirnos hasta el conocimiento de los atributos divinos (Danielou, 1944: 144)185.
Respecto a la articulación en etapas del proceso de (des)conocimiento de Dios
derivado de la teología negativa, Gregorio la expone en la Vida de Moisés de la
siguiente manera186: En un primer momento, Dios se presenta como zarza ardiendo. En
esta etapa, Dios es verdad, luz del conocimiento a la que se accede desde la virtud. La
alegoría general se desdobla en otras más pequeñas que revelan las analogías entre los
detalles de la presentación como zarza ardiente y algunos aspectos de la vida de Cristo.
Así, por ejemplo, dice que al igual que la zarza arde sin consumirse, así la Virgen da a
luz quedando intacta; o respecto al pasaje en que Moisés se descalza ante la zarza, dice
que “hay que descalzar los pies del alma, despojarse de lo terrenal (… ). A la desnudez
espiritual sigue el conocimiento de la verdad (… ). Conocemos plenamente lo que somos

185
Es a partir de 381, afirma M. Canévet, cuando Gregorio de Nisa precisa que la oposición radical entre
Dios y las criaturas se debe al carácter infinito de la esencia divina y desarrolla las consecuencias de esta
afirmación sobre la teoría del lenguaje –ya hemos visto sus puntos de contacto con la teoría de Gregorio
Nacianceno-: como Dios no tiene nombre, todo discurso sobre Él resulta imposible. Ahora bien, las
palabras pueden describir las energías divinas. En consecuencia, si bien toda analogía entre las cosas
creadas y la esencia de Dios es imposible, sí es posible remontarse por analogía, puesto que las energías
de Dios están en marcha en la Creación, desde ésta al Creador (Canévet, 1983: 51-53). En este mismo
capítulo analizaremos el método alegórico para realizar este recorrido de la teología afirmativa.
186
Véase también la Homilía XI del Comentario al Cantar de los cantares.
315

cuando la mente se purifica de las ideas que tiene sobre lo que no es” (Gregorio de Nisa,
1993a: 71). Como se puede observar, Gregorio se rige por su propio criterio, antes
expuesto, de que, ante la imposibilidad de interpretar un pasaje por su sentido literal
porque uno de sus elementos resulta absurdo –en este caso la presencia de la zarza que
arde sin consumirse- opta por interpretar alegóricamente todos y cada uno de los
elementos que aparecen en dicho pasaje, desde la propia zarza hasta el hecho de
descalzarse.
En una segunda fase, Dios se presenta como nube. Dice Gregorio de Nisa sobre
esta etapa: “Siempre que alguien huye de Egipto y, pasada la frontera, surge el espanto
de las tentaciones, su guía le enseña a esperar de lo alto la ayuda insospechada de
abrirse paso por el mar”187. Pero esta guía de Dios como nube sirve para conducir al
hombre a la tercera etapa, la entrada en la tiniebla.
Dice Gregorio de Nisa: “El conocimiento religioso es luz al principio en quien lo
recibe. Oscuridad y piedad son opuestas, pues la luz ahuyenta a las tinieblas. Pero
cuanto más progresa el espíritu, con aplicación siempre mayor y más perfecta, y a
medida que se acerca a la contemplación, ve más claro que realmente la naturaleza
divina es invisible”188. Como se ve, la oscuridad tiene dos significados en el
pensamiento teológico del Niseno: en primer lugar es sinónimo de pecado, en el
momento en que Dios se aparece como luz; en un segundo estadio de significación, la
tiniebla encarna a Dios mismo en la última etapa de su conocimiento189.
Esta idea que vincula a Dios a la oscuridad ya estaba presente el Filón, y es
recogida también por Clemente y Orígenes, pero, como observa Danielou, en el exegeta
judío no representaba tanto una experiencia mística como una exposición dogmática en
forma alegórica (Danielou, 1944: 202). Es, por tanto, Gregorio de Nisa el que le da un
contenido propiamente místico y el que acota una imagen de “la tiniebla” con todo su
complejo entramado de significaciones espirituales y existenciales que pasará a Dionisio
y de éste, con sus particularidades, a Juan de la Cruz. Dice Danielou en esta misma
página que es la idea de tiniebla una de las grandes aportaciones de Gregorio a la lengua
de la teología mística cristiana.
La clave de la experiencia de la tiniebla no es el conocimiento de Dios, ni
siquiera entendido como conocimiento no conceptual, pues este conocimiento, desde la

187
Gregorio de Nisa, 1993a: 92-93. La alegoría del paso del mar Rojo será comentada más abajo.
188
Gregorio de Nisa, 1993a: 104.
189
Véase Borrego, 1991: 402.
316

radicalidad teológica de Gregorio de Nisa, es imposible, sino el sentimiento de


presencia de lo divino190. Pero, además, la tiniebla significa que este sentimiento de
presencia de Dios es mínimo para el alma, que, cuando llega a esta cima, descubre que
está tan infinitamente lejos de la perfección divina como al principio. La tiniebla
designa, de este modo, el aspecto negativo de la vida mística.
El aspecto positivo corresponde al plano de la unión y del amor. El papel de este
amor, entendido como ágape191, es otra novedad del pensamiento místico de Gregorio
frente a Orígenes -que señalaba como cima de la vida mística la contemplación que
supera precisamente la homonimia entre el amor humano y el amor divino, ágape192,-
que cristaliza en el pensamiento místico cristiano (Danielou, 1944: 211). Es decir, frente
al intelectualismo de Orígenes, Gregorio de Nisa entiende, de un modo decisivo para la
mística cristiana posterior, que la contemplación tiene un carácter más afectivo que
cognitivo.
Por otra parte, es necesario advertir que esta situación de progreso espiritual que
describe Gregorio de Nisa no es propia de una etapa concreta de la vida mística, sino
que es una condición esencial del alma. A esta circunstancia responde en realidad el
concepto de epéctasis: Dios y el alma –dice Danielou- son de un mismo orden. Pero la
diferencia esencial es que Dios es infinito en acto mientras que el alma es infinita en
devenir. Su divinidad consiste en transformarse en Dios. Así el alma se sumerge durante
toda la eternidad en la tiniebla divina, sin encontrar jamás fronteras a sus espacios sin
límite. Sus progresos son siempre un punto de partida, como si comenzara de nuevo en
medio del estupor y la sorpresa que llenan el concepto gregoriano de éxtasis (Danielou,
1944: 319)193. Por lo tanto, y esta es una de las características más significativas de la
mística de Gregorio de Nisa, la luz y la tiniebla, la sobriedad y la ebriedad, la quietud y
el movimiento, no son tanto momentos sucesivos como complementarios. El estado

190
Véase Homilía XI del Comentario al Cantar de los cantares.
191
Merece la pena detenerse brevemente en este concepto. En primer lugar, ágape es un término ajeno al
griego clásico, probablemente de origen egipcio, que aparece en la versión de los Setenta del Cantar de
los cantares para hacer referencia al amor humano. En el Nuevo Testamento se emplea para referirse al
amor de Dios por las criaturas y al hombre entre ellas. Salvo excepciones no designa el amor del hombre
hacia Dios porque la respuesta del hombrea este amor es la fe. Sin embargo, en la Eucaristía, este amor se
concreta en la transformación del hombre en Dios por participación. Sin embargo, la infinitud de Dios
desborda siempre los límites del alma. Uno de los aspectos del alma, la epéctasis, lo vincula
indisociablemente a la tiniebla: la dilatación sin fin de la vida mística (Danielou, 1944: 212-215). Sobre la
relación del ágape gregoriano y el de Dionisio, cf. Meis, 2001.
192
Esto no obstante, Gregorio de Nisa mantiene el mismo concepto de ágape que Orígenes, esto es, una
denominación diferente que se aplica a la realidad designada también como eros (Nygren, 1952: 227).
193
“No hay término en el camino de subida hacia Dios. La meta que te habías fijado es principio de nuevo
ascenso” (Comentario al Cantar de los cantares, Homilía XI).
317

místico consiste precisamente en la síntesis de estos elementos contradictorios. A


diferencia de Eckhart, Gregorio de Nisa no sacrifica uno de estos elementos en
beneficio del otro, ni, como hace Orígenes, minimiza la dimensión de la trascendencia
(Danielou, 1944: 322).
Este complejo entramado de teología mística moviliza una exégesis alegórica
igualmente compleja que busca desentrañar el sentido oculto de la Escritura, bien a
través de la investigación derivada de la teología afirmativa de los nombres de Dios,
bien a través de la apertura al misterio de la teología negativa. Cavénet, que ha
estudiado detalladamente los mecanismos exegéticos de Gregorio de Nisa, vincula el
primer camino a la alegoría y el segundo al simbolismo. Creemos, no obstante las
diferencias reales entre ambos procedimientos, que pesan en Cavénet ciertos prejuicios
derivados de las modernas polémicas en torno al símbolo y a la alegoría que son ajenas
al universo hermenéutico de Gregorio, todo lo más que él habla de alegorías incluso en
sus obras más místicas. Hecha esta matización, en las siguientes líneas seguiremos a
Cavénet en su estudio sobre los procedimientos exegéticos de Gregorio de Nisa194.
En principio, dice Cavénet, Gregorio de Nisa presenta tres ejes de interpretación
simbólica: el esquema diarético, que divide el mundo en dos universos antagonistas, el
bien y el mal. Se trata de un esquema activo en la alegoría moral. La peculiaridad de
éste –lo hemos visto al hablar del doble sentido de la tiniebla-, es que a veces utiliza las
mismas imágenes para alegorizar el bien y el mal. Esta ambigüedad casi siempre viene
heredada de la Biblia (Canévet, 1983: 302). Tal es el caso de la imagen del caballo en el
Comentario al Cantar de los cantares: al comparar el Esposo a la esposa con la yegua
del faraón, el intérprete se ve obligado a precisar que existen buenos y malos
caballos195. Ocurre lo mismo con las viñas del Cantar: la viña constituye el núcleo de
una alegoría muy compleja. Gregorio afirma que las dificultades de comprensión de la
viña del Cantar y su incoherencia, obedece a un fallo de traducción de la Biblia de los
Setenta respecto del original hebreo196. Por una parte representa el paraíso reducido
después del pecado original 197. Pero también es todo lo contrario; el dominio de sí
mismo, el principio de la semejanza con Dios –así cuando dice el Cantar: “Mi propia
viña no guardé”-. En otras ocasiones, la aparición de dos mundos puede agrupar las

194
Cf. Cavénet, 1983: 299 y ss.
195
Cf. Comentario al Cantar de los cantares, Homilía III.
196
Comentario al Cantar de los cantares, Homilía II. En la Homilía III da otro sentido a la viña (1993:
64).
197
Tal es el caso de Salmos 79, 1: “Han invadido tu heredad los gentiles, han dejado en ruinas Jerusalén”.
318

ideas en pares antitéticos. Así, por ejemplo, cuando en el Comentario al Cantar se


detiene en la imagen del lirio entre las espinas, cada imagen puede evocar a su
contrario, y adquirir su valor en el texto más como negación de éste que por el derivado
de su propia presencia (Canévet, 1983: 304).
El segundo esquema es el relativo a la verticalidad y la ascensión. Hay en este
eje una notable influencia del Fedro platónico. Aparecen en este momento determinadas
imágenes con una fuerte carga alegórica, muchas de las cuales harán fortuna en el
lenguaje místico: la casa, la torre, la montaña198, las alas199, la escala200… En estos
casos, las imágenes subordinan su contenido de significación a su dinamismo y a su
capacidad de pasar de una a otra. En efecto, según Canévet, estos símbolos de ascensión
describen la vida espiritual como si fuera vista desde el exterior. Sin embargo, llegado el
momento de explicar la transformación íntima del alma, Gregorio se inclina por la
elección de símbolos que puedan dar mejor idea del movimiento interior: el árbol y la
fuente201 (Canévet, 1983: 309-316).
El tercer esquema es el relativo a la interioridad y la unión. Se trata de expresar
un doble movimiento: el de la inhabitación del Verbo en el alma y el de la entrada del
alma en Dios. En este eje predominan las imágenes de reposo: la cama, las entrañas, las
cadenas de amor202, la bodega como imagen de la extrema interioridad, la herida203; por
otra parte, también pertenecen a este eje los símbolos del espejo y del agua204, del árbol
y de la fruta, particularmente la granada205 y del fuego206; del oro, el perfume y la
transparencia.

198
No dejan tampoco en esta sección de acumularse explicaciones contradictorias para las imágenes. Así
por ejemplo, las montañas y los collados son símbolos de los demonios, pero el Monte de Betel lo es de
la vida celestial (Comentario al Cantar de los cantares, Homilía, V). Véase Nygren, 1952: 232.
199
Cf. Nygren, 1952: 230-232.
200
La escala del Niseno es el resultado de múltiples influencias, que van desde el Banquete de Platón,
Aristóteles, los neoplatónicos y la escala de Jacob del Génesis. Gregorio de Nisa habla de una escala de
méritos y de una escala de contemplación (Nygren, 1952: 229-230).
201
No por casualidad, como vimos al hablar del neoplatonismo, eran el árbol y la fuente, los símbolos
elegidos por Plotino para representar al Uno en la Enéada III.
202
Cf. Nygren, 1952: 234.
203
La herida introduce la imagen de la flecha, que es, al mismo tiempo dardo disparado por Dios al alma,
y ésta misma, disparada hacia Dios y la vida eterna (Nygren, 1952: 232-233).
204
El agua, en cuanto hace referencia al bautismo es un símbolo diarético, pero en el universo interior, el
agua es un lago, un espejo (cf. Canévet, 1983: 324).
205
La granada es uno de los símbolos favoritos de Gregorio de Nisa para referirse a la virtud: “Por fuera
está cubierta de corteza dura y amarga, que no es comestible. Por dentro, en cambio, agrada a la vista.
Fruto abundante, sano, delicioso al paladar. Así ocurre con la vida austera y filosófica: no ofrece encanto
ni atracción a los sentidos, pero encierra felices esperanzas que maduran a su debido tiempo. Cuando
llegue el tiempo del sazón, el jardinero de nuestras almas abrirá la granada de nuestra vida.” (Gregorio de
Nisa, 1993a: 113-114). Compárese esta explicación de la granada con la dada por Clemente en el capítulo
anterior.
319

Este lenguaje místico se articula de distintas maneras. Cuando Gregorio trata de


la purificación lo hace, en ocasiones, cambiando la significación de la interpretación
alegórica de determinada imagen que pasa de tener connotaciones negativas a positivas.
Así ocurre con los caballos, la viña y otros símbolos ambiguos. Incluso, cuando se pasa
de una etapa a otra, la imagen, que ya era positiva, se reconviertie en sí misma pero
mejorada: tal es el caso de la paloma, que representa al alma, y que es invitada por Dios
a convertirse en una nueva paloma. En otras ocasiones, en vez de cambiar la
connotación de mala a buena, es la propia significación negativa la que pasa a ser
significativa de bien. Este es el caso de la herida mística. En este ejemplo, la herida
sigue connotando dolor pero de carácter positivo. El eje de interiorización –observa
Canévet- hace que las situaciones contradictorias se inviertan en cada momento de
profundización, manteniendo siempre los dos polos del símbolo (Canévet, 1983: 337).
En otras ocasiones, Gregorio de Nisa apela al mecanismo de la doble negación.
Este mecanismo es similar al ensayado por Proclo en su concepción del símbolo: Dios
supera el principio de no contradicción. Este principio permite la simultaneidad de
acciones contrarias originadas por un mismo movimiento divino e innombrable. Otras
veces esta doble negación se resuelve en paradojas fundadas en la persona de Cristo207.
Gregorio de Nisa suele combinar estos símbolos creando estructuras simbólicas
complejas, casi siempre con la intención de instar al ejercicio de la virtud. Estos
conjuntos, a su vez, se integran unos en otros merced al juego de preposiciones del
entramado textual de la exégesis del Niseno. Todas las grandes expresiones de
movimiento constituyen estructuras en las que se insertan las explicaciones doctrinales
cristianas (Canévet, 1983: 354).
En resumen, la aportación de Gregorio de Nisa a la mística cristiana es esencial
en varios órdenes. Por una parte establece el fundamento teológico que, con
determinados matices, acompañará el desarrollo de la obra de los místicos posteriores.
En este punto es necesario anotar la presencia teórica de la teología negativa, el
concepto de epéctasis, el de noche, la idea de ágape como cima de la experiencia

206
Dice Gregorio a propósito de las lámparas de fuego: “Si oyes hablar de lámparas que entroncadas en
un solo candelero, se extienden en varios brazos difundiendo luz abundante por todos los costados, no te
equivocas si reconoces en ellos los múltiples rayos del Espíritu que brillan en el tabernáculo” (Gregorio
de Nisa, 1993a: 109). La llama, según el Niseno, puede aparecer con dos sentidos: la llama ascendente
que representa el ascenso del alma; y la llama descendente que representa el amor de Dios que, contra su
naturaleza, desciende hasta el alma (cf. Nygren, 1952: 233-234).
207
Canévet, 1983: 338-342.
320

mística, y, en consecuencia, la concepción de la unión mística basada en la idea de


presencia de amor y no de contemplación o conocimiento.
Desde el punto de vista de las imágenes que articulan el discurso místico,
además de la imagen de la tiniebla –que por su complejidad y peso específico en la
mística posterior hemos anotado como fundamento teológico más que como simple
alegoría-, Gregorio de Nisa ha aportado -o transmitido- imagénes que han perdurado,
con notable fortuna, en la tradición mística cristiana: las lámparas de fuego, la imagen
de la hendidura en la piedra, que remite, por una parte, al concepto de epéctasis, y, por
otra, adelanta ya las subidas cavernas de la piedra sanjuanistas, las viñas, la herida de
amor, la paloma, los caballos como símbolos bidireccionales, la granada, y la fuente,
entre otras.
Desde el punto de vista de la puesta en marcha de estas imágenes, Gregorio se
revela como el gran maestro, dentro de la mística cristiana, de la concepción de la
retórica al servicio de la retórica al servicio de la exégesis.
Aunque su aportación al espacio de la mística no es tan profunda como la
realizada por Gregorio de Nisa, no puede cerrarse este capítulo dedicado a la alegoría en
las primeras místicas cristianas sin mencionar a Dionisio Areopagita. Su enorme
proyección en la Edad Media y en el Renacimiento hace de él una figura decisiva en
este ámbito208. Pero acaso sea su mayor mérito, y no es ciertamente pequeño, el haber
estado situado en una delicada encrucijada de referencias variadas de muy diversa
índole y haber sabido sintetizar todas éstas en una doctrina coherente y unitaria de
innegable fertilidad. En efecto, en su obra se aprecian claramente las influencias de
Platón, Numenio, los Oráculos Caldeos, Jámblico y especialmente Proclo209, dentro de
la filosofía pagana, y de Clemente de Alejandría, Orígenes, Eusebio, Gregorio
Nacianceno y Gregorio de Nisa210.

208
Dionisio Areopagita es un personaje aún oscuro. Pese a que durante mucho tiempo se le creyó
discípulo de Pablo –véase Hch., 17, 34-, hoy día se le sitúa entre los años 450 y 520, en el ambiente
cristiano de Siria (Dionisio Areopagita, 2002: XXV).
209
Sobre la decisiva presencia de Proclo en su doctrina, reconocida por el propio Tauler, cf. Dionisio
Areopagita: 2002, XXV-XXVII. Véase también el interesante artículo de Saffrey “Un lien objetif entre le
Pseudo-Denys et Proclus” en el que se analizan un punto de contacto entre Dionisio y Proclo a partir de
una, casi primera, glosa del cuerpo dionisiano por parte de Juan de Scythopolis. En ésta, el autor exculpa
–y como suele suceder en estos casos, delata- a Dionisio de la posible sospecha de paganismo por haberse
referido a Jesús –en las actividades en las que confluyen sus naturalezas humana y divina- como
Theandrites, término que alude a una divinidad árabe, Teandrio, a la que Proclo había dedicado un himno
(cf. Saffrey, 1966).
210
Cf. Des Places, 1981: 323-327.
321

Su influencia activa se extiende a lo largo de casi diez siglos: en el siglo VIII es


explicado por Juan Damasceno. En Occidente es traducido por Escoto Erigena y,
posterormente, a lo largo del siglo XII, está presente en la obra de Ricardo y Hugo de
San Víctor211, San Bernardo, Guillermo de Thierry e Isaac d´Étoile. En el siglo XIII,
puede rastrearse su influencia en Alberto Magno y Tomás de Aquino. En el siglo XIV,
su influencia es fundamental en la formulación de la mística renana a cargo de teólogos
como Eckhart, Tauler y Ruysbroeck. Ya en los siglos XV y XVI, su mística está
presente en la obra de Nicolas de Cusa, Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola (Des
Places, 1981: 328-329)212.
Dionisio debe a Orígenes y, sobre todo, a Gregorio de Nisa su reconocida
formulación mística del “rayo de tiniebla”. El Areopagita se sirve del concepto de
ágape213 y de las tres etapas místicas descritas por Gregorio en su interpretación de la
Vida de Moisés214. Con relación al acceso del alma a las tinieblas, dice Dionisio:

Y allí cierra los ojos a todas las percepciones cognitivas y se abisma en lo totalmente
incomprensible e invisible, abandonado por completo en el que está más allá de todo y es de
nadie, ni de sí mismo, ni de otro, pero renunciando a todo conocimiento, queda unido en la parte
más noble de su ser con Aquel que es totalmente incognoscible y por el hecho de no conocer
nada, entiende por encima de toda inteligencia.
(Dionisio Areopagita, 2002: 247)

Asimismo, Dionisio también diferencia entre la teología afirmativa, la teología


simbólica y la teología negativa215. La primera es definida en términos que recuerdan a
Gregorio:

Es necesario atribuir y decir de la Causa todo lo que se afirma de los seres, por ser la
causa de todos ellos. Y todo eso decirlo de Ella más propiamente, porque es supraesencialmante
superior a todas las cosas, y no debemos creer que las negaciones son algo que contradice a las

211
Cf. Zinn, 1993: 213 y ss.
212
Los traductores al latín de la obra de Dionisio hasta Marsilio Ficino son los siguientes: Hilduin (en
torno a 832), Escoto Erigena (en torno a 867), Sarrazin (en torno a 1167), Grosseteste (en torno a 1235),
Traversari (1436) y Ficino (1492).
213
De hecho, Dionisio o bien no diferencia con claridad entre eros y ágape (Louth, 1981: 175) o bien los
identifica prefiriendo el término eros (Nygren, 1952: 160-161).
214
Véase Meis, 2001: 200-201.
215
La teología dionisiana, de carácter mucho más experiencial que doctrinal o intelectual, se ordena en
tríadas: las tres hipóstasis neoplatónicas se convierten en tres jerarquías: la Trinidad, la jerarquía angélica
y la jerarquía eclesiástica. Cada una de éstas es, a su vez, triádica (Louth, 1981: 163).
322

afirmaciones, sino que la Causa, que está por encima de toda negación o afirmación, existe
mucho antes y trasciende toda expresión.
(Dionisio Areopagita, 2002: 246)

La teología simbólica de Dionisio resulta sorprendente si se compara con la


noción de los sacramentos que hemos estudiado en otros Padres de la Iglesia. En efecto,
en la concepción dionisiana de la teología simbólica pesa de modo notable la influencia
de la doctrina de Proclo, precisamente en lo que más parece incompatible con el
cristianismo: la teúrgia. Dionisio considera que los sacramentos son la teúrgia cristiana,
ritos que pretenden, mediante el uso de cosas materiales, mover la relación del hombre
con Dios (Louth, 1981: 163-164). Así, la teología simbólica convierte las cosas tomadas
de la esfera de los sentidos y las pone al servicio de la divinidad, mediante los
sacramentos.
Tanto la teología afirmativa o catafática como la teología simbólica se agrupan
dentro del terreno de la afirmación de Dios en sentido amplio. La teología afirmativa,
entendida de este modo general, como ocurría en el caso del Niseno, admite grados. De
esta forma, el símbolo será inferior por partir de la realidad concreta aunque puede
llegar a la sublimidad si, apoyado en la fe, se lanza directamente hacia Dios.
La teología afirmativa se asienta sobre el concepto de analogía. Este concepto,
en el pensamiento del pseudo-Dionisio, no tiene el carácter delimitado que tendrá
después en el escolasticismo ni, desde luego, se limita a la idea de proporción que tiene
en el ámbito de las matemáticas ni en el de la metáfora aristotélica, porque no es posible
establecer una relación de proporcionalidad entre Dios y las criaturas. Lossky analizó el
concepto de analogía en la obra del pseudo-Dioniso y apuntó las siguientes
características: en primer lugar, la analogía hace referencia a la participación de los
seres creados de las virtudes de Dios. Estas virtudes no están contenidas en la esencia
divina, sino que son, como las ideas platónicas, causas de las cosas, y en cuanto tales,
superiores a éstas que son sus efectos. La relación causa-efecto recibe el nombre de
manifestación; la de efecto-causa se denomina participación. El conocimiento de Dios
por sus participaciones recibe el nombre de analogía. En segundo lugar, la analogía hace
referencia a la capacidad de lo creado de recibir lo divino. Esta capacidad no es igual en
todas las criaturas, por lo que a la idea de analogía debe unirse sustancialmente la de
jerarquía. Pero, por otra parte, como la recepción de lo divino no sólo depende de la
aptitud, sino también de la voluntad, es necesario añadir al concepto de analogía, no
323

sólo la noción de jerarquía, sino también la de la voluntad, que viene a ser


manifestación de amor. Ahora bien, hay que tener en cuenta que estas ideas no son sólo
la causa de los seres creados, sino también su fin. Esto quiere decir que la finalidad de
los seres creados es la de unirse a sus causas, de tal forma que hay en la analogía un
elemento final que tampoco puede descuidarse en el examen de este concepto216.
Entre el discurso y el símbolo, dentro de la teología afirmativa, se crea una
tensión fruto de la cual la inteligencia se eleva y libera hasta sus propios límites desde
los que arranca la vía negativa. De este modo, en la antropología dionisiana, la
inteligencia humana se sitúa entre el mundo del discurso y el del símbolo. El discurso se
compone de elementos sensibles a los que la significación vincula entre sí pero a los que
la voz y el propio discurso disocian en sílabas, palabras y demás elementos que
conforman el discurso. El discurso teológico convierte en sucesivo y fragmentario lo
que esencialmente es simple y eternamente simultáneo. Su valor está únicamente en la
tensión de la inteligencia que se genera en el mundo del discurso.
Tampoco el mundo de los símbolos resulta plenamente satisfactorio, sino para
procurar, al igual que el discurso, la elevación anagógica de la inteligencia217. Ahora
bien, dentro del simbolismo, Dionisio distingue –y en esto se acerca notoriamente a las
posiciones de Proclo- entre símbolo semejante y símbolo dispar. El símbolo dispar
resulta superior al semejante por cuanto, al igual que ocurría en el neoplatonismo
pagano, evitaba la posibilidad de que la inteligencia se quedara atada a la imagen y a su
simulacro. En todo caso, la función del símbolo es esencialmente cognoscitiva: conducir
desde lo sensible a lo inteligible 218. Ahora bien, las exigencias que Dionisio plantea para
poder comprender estos símbolos y para justificar su existencia coinciden con los
argumentos una y otra vez expuestos por los defensores de la alegoría, tanto paganos
como cristianos. Lo explica en su Carta IX del siguiente modo:

No debemos pensar, pues, que lo externo de los signos tiene valor en sí mismo, sino que
se nos proponen a la gente ordinaria para que podamos entender lo inefable e invisible, evitando
que los profanos abusen de los más sagrados misterios. Pero que solamente son manifiestos a
quienes buscan de corazón a Dios, pues sólo ellos están preparados y dispuestos por la
simplicidad de su mente para penetrar en la pueril fantasía de esos símbolos sagrados, y por su

216
Cf. Lossky, 1930: 279-309.
217
Cf. Roques, 1983: 201-204.
218
Cf. Andía, 2001: 424 y ss.
324

capacidad de poder contemplativo pueden penetrar en la simple, maravillosa y trascendente


verdad de los símbolos.
(Dionisio Areopagita, 2002: 277)

Tanto la dialéctica como el simbolismo deben interpretarse en el seno de la


Escritura y la tradición, como fuentes de la ciencia divina (Roques, 1983: 210).
Ahora bien, cabe preguntarse cómo afecta esta división a la alegoría. En
principio es necesario reconducir el símbolo, incluso el símbolo desemejante, a la
teología catafática entendida en sentido amplio. Su propósito es conducir la inteligencia
hacia su límite en la frontera con la vía negativa. El símbolo desemejante sólo se
diferencia del semejante en que facilita este movimiento de la inteligencia al ser causa
de la desafección de la inteligencia del símbolo sensible en virtud, precisamente, de esta
desemejanza.
Una vez que tanto la afirmación discursiva como la simbólica, en su doble
posibilidad, la semejanza y la desemejanza, se han acercado al ponerse de manifiesto
que comparten la misma finalidad, es preciso recordar los dos modos de concebir el
sacramento en estos primeros siglos del cristianismo: como actuación ritual -en el caso
de Dionisio, como rito casi teúrgico-, y como elemento fundamental de la vida cristiana
de la Iglesia susceptible de ser interpretado219. En este segundo caso es evidente que la
peculiaridad del símbolo queda subsumida en la propia mecánica del discurso220. De
este modo, creemos que puede decirse que para desde el punto de vista hermenéutico,
ambas áreas teológicas pueden reconducirse hacia el terreno de la alegoría.
Pero, en líneas generales, cabe señalar que la teología simbólica y la teología
afirmativa son más propias de principiantes frente a la vía apofática, sin grados, y, por
sus exigencias, reservada para los iniciados en la teología mística221. La inteligencia
debe ser conducida hasta sus propios límites por la teología afirmativa y simbólica222. El
resultado de la unión con Dios es la conversión del orden de la creación en una
verdadera teofanía: cada parte en su proporción manifiesta la gloria de Dios. De esta

219
Recordemos que la dimensión sacramental era una de las posibilidades de interpretación de la
tipología desde, al menos, los exégetas alejandrinos.
220
En este sentido, observa René Roques que símbolo y discurso no están tan alejados, puesto que incluso
en los conceptos y expresiones más abstractos es posible determinar el elemento metafórico que subyace
bajo su formulación (Roques, 1983: 202).
221
Cf. Dionisio Areopagita, 2002: 251-252.
222
Dionisio observa que todo esto resulta inútil sin la condescendencia de Dios. Incluso llega a hablar, de
forma radicalmente opuesta al neoplatonismo, de la existencia del “éxtasis de Dios” (Louth, 1981: 175).
325

manera, la teología catafática y la simbólica no quedan excluidas por la vía negativa,


sino que se incorporan al perfeccionamiento de la vida mística (Louth, 1981: 170).
Este planteamiento esencialmente intelectual diferencia la mística dionisiana de
la sanjuanista, de carácter más afectivo que intelectual, que no pretende tanto apurar los
límites de la inteligencia y sobrepasarla sino que rechaza la inteligencia, como
necesidad dentro de la purificación intelectual, porque no resulta útil en el proceso
místico223.
Para terminar esta breve presentación del pensamiento de Dionisio, debemos
mencionar la explicación ofrecida por el Areopagita sobre el simbolismo divino del
fuego expuesto en la Jerarquía celeste. En este aspecto, como ocurriera con la luz en la
obra de Gregorio Nacianceno, parece que Dionisio trasciende la dimensión simbólica de
la que él mismo se ha dotado, alcanzando una estrecha compenetración entre ambas
realidades. De este modo justifica la representación de Dios con la imagen del fuego:

Porque el fuego está presente en todas las cosas (… ), penetra en todo sin mezclarse y
está separado de todo, es totalmente luminoso y a la vez como oculto, no se lo puede conocer en
sí mismo sino si se le junta una materia donde se manifieste su propio poder, es irresistible y no
se lo puede mirar fijamente, domina todo y transforma a las cosas que están bajo su influencia.
(Dionisio Areopagita, 2002: 157)

223
Cf. Louth, 1981: 183.
326
327

XVI. Agustín de Hipona y la exégesis alegórica

Comenzamos con éste, un bloque de cinco capítulos dedicados al estudio de la


alegoría medieval. Excede las posibilidades de este trabajo la realización de un análisis
pormenorizado de la comprensión alegórica del mundo en la exégesis de la Edad Media,
así como el examen detallado de las obras alegóricas de este extenso periodo. Nos
interesa, por el contrario, seguir atendiendo a la alegoría en su evolución, en su doble
faceta hermenéutica y retórica, como instrumento inseparable de la metafísica. En este
sentido, nos detendremos especialmente en el estudio de las variantes terminológicas, en
las clasificaciones y en los problemas que estas determinaciones suscitan en relación a
la visión medieval del mundo.
En estos capítulos abordaremos la exégesis alegórica medieval: los cuatro
sentidos de la Escritura y la división de la alegoría en allegoria verbis y allegoria factis.
Nos ocuparemos de la alegoría medieval desde el punto de vista retórico; igualmente
será necesario detenerse en una nueva clase de alegoría que hace aparición en este
periodo: la alegoría deliberada, cuyo arranque cabe situar en la Psicomaquia de
Prudencio: un género del que sólo se podían encontrar vagos precedentes en épocas
pasadas y que en la Edad Media alcanzará su plena madurez en obras tan representativas
como De planctu Naturae o el Roman de la Rose. Finalmente dedicaremos el último
capítulo de este bloque a la mística medieval, o, más propiamente, a la expresión
alegórica de la experiencia mística y su elaboración doctrinal. La dedicación de un
capítulo independiente a este asunto requiere una explicación. En capítulos precedentes
hemos hecho referencia a la teología mística y a sus mecanismos expresivos en los
autores neoplatónicos paganos, Filón de Alejandría y los Padres griegos. En estos
capítulos no hemos tratado la mística separadamente sino que hemos pretendido
incorporar el examen de la teología mística de cada autor a las páginas en las que nos
ocupábamos de su concepción y empleo de la alegoría. Incluso el examen de una
teología mística tan relevante como la elaborada por Gregorio de Nisa y Dionisio
Areopagita se ha procurado hacer en el contexto de las líneas exegéticas generales de la
Iglesia Capadocia.
328

Sin embargo, ahora, al ocuparnos de la Patrística latina que da lugar a la teología


medieval de Occidente, creemos que es necesario individualizar el estudio de la mística
en un capítulo específicamente dedicado a esta cuestión. La razón es la siguiente: frente
a la mística oriental, desarrollada en términos objetivos y proyectada sobre la exégesis
alegórica de la Escritura, la mística occidental tiene, desde sus comienzos, una
naturaleza eminentemente experiencial y psicológica. Esta diversidad de planteamientos
alejó, en los términos que estudiaremos en estas páginas, la mística occidental de los
límites de la exégesis alegórica, aunque la hermenéutica escrituraria siga siendo un
elemento fundamental en la elaboración discursiva de dicha experiencia mística.
A nuestro juicio, la evolución medieval de las líneas anteriormente citadas –
quizá con la excepción de la alegoría deliberada- tiene su punto de arranque en la obra
de San Agustín. Él es el primero, al menos que se tenga noticia, que habla de un
cuádruple sentido de la Escritura –si bien de modo diferente a lo que se entenderá por
tal en la exégesis medieval-, frente al triple sentido del que hablaba Orígenes,
mantenido aún por Ambrosio de Milán y Jerónimo, y es el primero también que da a la
mística la dimensión introspectiva, psicológica y experiencial que, desde entonces, la
determinará de forma esencial en Occidente. De Doctrina Christiana por lo que a la
teoría del signo y de la exégesis se refiere, las Enarrationes y De Trinitate, entre otras,
en la práctica exegética escrituraria, y las Confesiones, en lo que respecta al enfoque
personal y psicológico de la mística occidental, son, a nuestro juicio, pilares esenciales
del alegorismo y la mística de la Edad Media. Por este motivo, creemos necesario
dedicar un breve capítulo introductorio a la obra de San Agustín.
Tal elección, sin embargo, puede parecer discutible. Agustín de Hipona (354-
430) es contemporáneo de Proclo y Gregorio de Nisa, y probablemente anterior a
Dionisio Areopagita; su vida transcurre plenamente en la Antigüedad Tardía y su
formación y mentalidad tampoco escapan de los límites de su tiempo. No olvidamos
estos factores, pero creemos que las circunstancias anteriormente expuestas legitiman la
ubicación de San Agustín más en el comienzo de la exégesis medieval que en el final de
la exégesis de la Antigüedad Tardía224. Agustín de Hipona, desde luego, dista mucho de

224
La difícil, parcial y a menudo confusa, recepción medieval de los padres griegos acaso los aleje aún
más del mundo medieval, el cual, por el contrario, recibe la obra de San Agustín casi
ininterrumpidamente desde el momento de su producción. Smalley dice respecto a los griegos que la
exégesis alejandrina penetró en la Edad Media latina cuando el conocimiento del griego había declinado,
a través de dos canales principales: indirectamente por medio de los padres latinos y directamente a través
de la traducción de sus trabajos, sobre todo de Orígenes. Sin embargo, los antioquenses corrieron peor
suerte. Con excepción de Juan Crisóstomo, los exégetas de Antioquía fracasaron en Occidente, que se
329

ser un hombre de la Edad Media, pero su obra exegética y retórica es esencial en el


devenir de la hermenéutica medieval 225. Tal es la razón por la que nos decidimos a abrir
las páginas dedicadas a la alegoría medieval con el estudio de San Agustín226.
Los primeros rasgos de la obra agustiniana que debemos tener en cuenta son la
importancia que la retórica adquiere en el desarrollo de su labor predicativa y exegética
y la influencia que esta actitud hacia la retórica tendrá en la evolución del discurso
cristiano posterior. No debe olvidarse que San Agustín es ante todo un maestro de
retórica y que ésta juega un papel decisivo en su obra y en la evolución de su
pensamiento como cristiano. Con anterioridad, la “retorización” de la hermenéutica
cristiana, y en particular de la exégesis alegórica, vino determinada desde muy temprano
–la tendencia ya es nítidamente detectable en Orígenes- por las necesidades de la
predicación y la expansión de la fe religiosa. Sin embargo, los titubeos y recelos de los
Padres frente a la retórica se mantuvieron en buena medida hasta la obra del obispo de
Hipona227. Estas reservas se desvanecen cuando en el libro IV de De Doctrina
Christiana, San Agustín señala, en una línea que se abre a los fines propios de la

decantó claramente por el alegorismo alejandrino. Entre los siglos VIII y XI, además del pseudo-Dionisio
se conocen los comentarios de Teodoro a las Epístolas de Pablo, en este momento atribuidas a San
Ambrosio (Ternant: 1953, 459). Cuando los estudios bíblicos revivieron en el siglo XII tal vez pudieran
haberse acercado a los trabajos de los antioquenses pero esta posibilidad no llegó a concretarse; en el
siglo XIII, y bajo la influencia de Aristóteles, se redescubre verdaderamente el valor espiritual de la letra,
pero entonces el método de la escuela de Antioquía ya había sido olvidado (Smalley, 1952: 13-20). No
obstante, Tomás de Aquino conoce a Juan Crisóstomo y a Teodoro, incluso puede se puede descubrir su
conocimiento de la “teoría” en su comentario los Salmos (Ternant, 1953: 460).
225
“La teología medieval descansa sobre Agustín. La recepción de Aristóteles en la Edad Media sólo ha
tenido realmente lugar –cuando lo ha tenido- en intensa discusión con las líneas agustinianas de
pensamiento. La mística medieval es una revitalización del pensamiento teológico y de la práctica eclesial
de la religión, que se retrotrae, en lo esencial, a motivos agustinianos.” (Heidegger, 2001: 23). Por otra
parte, los estudios tomistas de estos últimos años han ahondado aún más en la dimensión neoplatónica del
pensamiento de Santo Tomás, en detrimento de la más conocida influencia aristotélica (cf. Hankey, 1997:
67). Para la ubicación de San Agustín en los comienzos de la exégesis teológica medieval, véase también
Michel: 1997, 83 y Chenu, 1957: 172. Por otra parte, dice Gonzarolli de Oliveira que hasta Agustín, los
Padres han vivido vinculados a la civilización antigua, sin poder concebir otro tipo de civilización. Es a
partir de La ciudad de Dios cuando se abre la posibilidad de un pensamiento nuevo e independiente de la
civilización grecolatina clásica (Gonzarolli de Oliveira, 2001: 354-355).
226
La decisión de comenzar con San Agustín nos obliga a dejar fuera de este estudio la exégesis alegórica
de los Padres latinos anteriores. La Iglesia de Occidente, frente a las preocupaciones ya señaladas de las
escuelas orientales, tuvo, en general, una menor preocupación por las cuestiones filológicas o históricas.
Tras el rechazo de la alegoría por parte de algunos comentaristas como Tertuliano (Waszink, 1979: 17-
31), la recepción amplia de Orígenes, traducido entre otros por San Jerónimo, permitió el florecimiento de
una matizada exégesis alegórica en autores como Hilario y Ambrosio. Precisamente San Jerónimo tuvo su
primer contacto con la Escritura –llegaría a traducir el Antiguo Testamento del hebreo- a partir de
Orígenes, incluso llegó a hacerse eco de las teorías más heterodoxas del alejandrino. Sin embargo, al
extenderse la controversia en torno a éste, se inclinó por las teorías antioquenses, especialmente por los
componentes filológicos de la interpretación, aunque siempre defendió la división origeneana tripartita
del sentido de la Escritura: histórico, moral y espiritual (cf. Simonetti, 1994: 99-101).
227
Sobre la incompatibilidad inicial entre retórica y culto cristiano, así como el papel de San Agustín en
la conciliación entre ambos, puede verse López Muñoz, 2000: 38-41.
330

retórica, que el propósito del orador cristiano debe ser el hacer entender, mover y
deleitar228. Al mismo tiempo, establece un límite fundamental para los oradores
cristianos: “los expositores de los autores sagrados no deben hablar de tal modo que se
propongan a sí mismos, como si ellos debieran ser explicados con igual autoridad a la
de aquellos”229. Agustín excluye, de este modo, la oscuridad del proceder de la
hermenéutica cristiana. Pero la preocupación agustiniana por la retórica no termina en
estas recomendaciones sobre la predicación, sino que llega a establecer una analogía
entre la retórica y la conversión: “Retórica y conversión consisten, en definitiva, en un
proceso de persuasión (… ). Ambos usan, como instrumento más poderoso, la llamada a
los afectos” (Müller, 2003: 177). Incluso en sus propias Confesiones –una retórica de la
conversión en palabras de Tracy 230-, Agustín no duda en vincular la retórica a su propia
experiencia de salvación:

Llegué a un libro de un cierto Cicerón [se refiere al Hortensio], cuya lengua casi todos
admiran, pero no su contenido. (… ). Ese libro cambió todos mis afectos y trocó mis plegarias
hacia ti, Señor. (… ). De repente me pareció despreciable toda esperanza vana, y con un ardor
increíble de mi corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría y comencé a levantarme para ir
a ti.
(Confesiones, III, IV, 7)

Esta asimilación de la retórica a la salvación es decisiva en la aceptación de la


primera por parte de la Iglesia, en su predicación y, naturalmente, en su exégesis -puesto
que no se entendía la predicación, ni siquiera la especulación teórica, sin el fundamento
exegético de las Escrituras-. En esta dirección de “retorización” de la exégesis, que da
sus primeros pasos con Agustín, avanzará decisivamente la obra de Beda el venerable.
Como exegeta, la valoración de San Agustín no es unánime. Se le ha reprochado
su falta de competencia lingüística, la escasez de textos bíblicos de los que –en
comparación con Orígenes o Jerónimo- se ocupa, el manejo de traducciones latinas en
lugar de los textos griegos231, la poca atención al sentido literal de los textos232.

228
De Doctrina Christiana, IV, 26, 56. Véase también Del orden, XIII, 38.
229
Op. cit., IV, 8, 22.
230
Cf. Tracy, 1997: 259.
231
Agustín es, en general, poco riguroso y no suele citar sus fuentes. Tampoco clasifica los códices que
maneja, tanto griegos como latinos, según su procedencia o afinidades (Basevi, 1977: 122-123). Sobre
esta cuestión, véase Agustín de Hipona, 1958: 33-35.
232
Como veremos más abajo, el problema que debe examinarse en realidad es qué entiende San Agustín
por sentido literal, y si este concepto varía a lo largo de su obra.
331

Además, se le reprocha su poco espíritu crítico, debido a que, con frecuencia, no se


decanta por ninguna de las posibilidades interpretativas que ofrece sobre un texto
determinado233. En resumidas cuentas, Agustín ha sido visto a menudo como un rétor de
la decadencia latina, que, frente a las enormes exigencias teóricas que propone en De
Doctrina Christiana, carece de las competencias filológicas y de los conocimientos
bíblicos de los Padres orientales más destacados234.
En todo caso, lo que ciertamente escapa a toda discusión, por su trascendencia y
rigor, es la obra teórica agustiniana. Sus reflexiones sobre la naturaleza del signo, la
reformulación de las reglas de interpretación de Ticonio y la ordenación de un sistema
exegético en el que éstas se hacen operativas; en definitiva, la “hermenéutica retórica”
expuesta en De Doctrina Christiana es, acaso, la gran obra teórica de exégesis cristiana
de la Antigüedad235.
La discusión de la naturaleza de la exégesis agustiniana tiene importancia con
relación a la comprensión de la alegoría, por cuanto ésta es uno de los instrumentos de
interpretación más utilizados no sólo por Agustín sino por la patrística en general 236. El
entramado teórico que constituye la teoría hermenéutica de San Agustín ha sido
considerado por Todorov, en una línea que ya había apuntado Pontet237, como un
modelo de interpretación finalista. Todorov dice que, en este modelo, la interpretación
de los textos escriturarios no viene determinada por indicios pertenecientes al propio
texto examinado, sino por los derivados de la confrontación con un corpus de textos
ajenos: el que configura la doctrina cristiana. En este sentido, Todorov revisa las pautas
interpretativas marcadas por la obra agustiniana para llegar a la conclusión de que la
Biblia, según ésta, expresa el contenido de la doctrina cristiana; en consecuencia, no es
la interpretación la que permite establecer el sentido nuevo, sino que es el sentido nuevo
el que guía la interpretación. De este modo concluye:

233
Cf. Basevi, 1977: 128.
234
Cf. Fuhrer, 2003: 65-66. Este autor rebate las críticas vertidas sobre la exégesis agustiniana advirtiendo
que la situación histórica y geográfica en la que se desenvuelve San Agustín no puede compararse con la
de los Padres orientales. Además, recuerda que debe tenerse en cuenta la atención al público al que sus
escritos iban destinados, y, en consecuencia, la adaptación a sus necesidades (ib. p. 67). En este sentido,
afirma Pontet que la exégesis agustiniana es más litúrgica que científica (Pontet, 1946: 157).
235
Al contrario de lo que sucede con la mayor parte de las obras exegéticas de San Agustín, De Doctrina
Christiana no está concebida para afrontar un problema doctrinal o exegético determinado, sino que tiene
un carácter general, informador para los que tenían que explicar la Escritura (Basevi, 1977: 110).
236
Todorov incluye en este método, junto con Agustín, a Ireneo y Clemente de Alejandría (Todorov,
1978: 105).
237
Cf. Pontet, 1946: 151-152.
332

Puisque c´est le sens “final” qui compte par-dessus tout, on se préoccupera peu du sens
“originel” ou intention de l´auteur. La recherche de celui-ci est une préoccupation presque
oiseuse, extérieure au projet de l´exégèse, qui est de relier le sens donné au sens nouveau.
(Todorov, 1978: 106)

Pero acaso Todorov no haya valorado suficientemente el esfuerzo filológico e


histórico realizado por la Patrística en la comprensión del sentido literal histórico de los
textos bíblicos238; un esfuerzo que, como se ha visto, comienza con el propio Orígenes,
el alegorista cristiano por excelencia. Para Todorov, la interpretación cristiana de la
Biblia, frente a la alegoría pagana, se basa en que la primera, configurada como alegoría
proposicional, mantiene el sentido literal del texto, mientras que la segunda es entendida
simplemente como alegoría lexical. No obstante, a continuación, Todorov recuerda que
la alegoría proposicional ya era conocida también por la Retórica de Aristóteles y por
los estoicos239.
La realidad es, como apuntábamos más arriba, más compleja. En efecto, el
problema del sentido en la obra de Agustín plantea una serie de cuestiones de difícil
solución240, derivados de la dilatada evolución de su pensamiento y de la falta de
precisión terminológica con la que acomete la dilucidación del sentido literal frente al
sentido alegórico de los textos bíblicos: una actividad no sólo filológica sino
fundamentalmente histórica, que atiende, a su manera, al cumplimiento de las profecías
bíblicas en la propia historia de Israel y que, en consecuencia, está atenta al contexto y a
las peculiares circunstancias históricas de los profetas que las pronuncian.
Evidentemente, ni el concepto de la historia, ni las posibilidades y métodos de
investigación de los primeros siglos del cristianismo pueden compararse con los
procedimientos y finalidades de la investigación histórica moderna241. Pero esta

238
Su examen de la tipología (op. cit., p. 112) no hace referencia a este esfuerzo sino que la ubica, desde
un punto de vista exclusivamente retórico, dentro del simbolismo proposicional. Igualmente, Pontet había
señalado que la consecuencia de este método es la casi supresión de la historia (Pontet, 1946: 162).
Gadamer también comparte este punto de vista al considerar que “las reflexiones históricas eran unas
ayudas esporádicas y secundarias para la comprensión de la Sagrada Escritura” (Gadamer, 2000: 123).
Sobre la importancia del sentido literal en la exégesis bíblica en San Agustín y otros Padres de la Iglesia,
véase Thiel, 2000: 10 y ss.
239
Todorov, 1978: 109-110.
240
Gilmore ya hace ver lo difícil que es delimitar que entiende Agustín por “sentido” (cf. Gilmore, 1946:
141-163).
241
Es a partir del fracaso de Hegel de explicitar una concepción racional de la historia universal, cuando
la escuela histórica se abrió a una concepción de la historia ajena no sólo a todo moralismo propio de la
Historia Antigua sino también a cualquier concepción racional de ésta. Sin embargo, la adopción de
metodologías científicas y teóricamente objetivas en el desarrollo de los estudios históricos no ha podido
ocultar las tendencias ideológicas desde las que estos métodos se aplican (véase Gadamer, 2002a: 95; en
333

circunstancia no puede llevar a considerar estos trabajos como menos rigurosos o, a su


modo, menos históricos.
Por otra parte, Todorov parece entender la Escritura y la doctrina cristiana -más
bien el criterio de autoridad que informa la interpretación- como dos realidades
separadas, obviando la profunda relación de copertenencia de la doctrina respecto de la
Escritura, desde su propio origen histórico, mantenida después por la circunstancia
insoslayable de que la elaboración doctrinal nunca se entendió como una actividad
independiente de la exégesis escrituraria242. El estatus de la tradición como una
dimensión doctrinal diferenciable de la Escritura –aunque nunca separada del modo en
que Todorov la presenta- no pertenece, en todo caso, al momento histórico de los Padres
de la Iglesia sino a una época posterior cuyo origen cabe localizarlo en la última Edad
Media y cuya consolidación se produce en el Concilio de Trento como reacción a la
crisis abierta por la Reforma243.
El concepto de tradición había comenzado a formarse en la Iglesia oriental a lo
largo de los dos primeros siglos del cristianismo. En Occidente, la influencia montanista
de Tertuliano impidio un desarrollo equivalente (Smulders, 1951-1952: 41). Los Padres
orientales habían emancipado el concepto de “tradición” cristiana del concepto profano
del término. En efecto, en éste existe un elemento activo, la transmisión, que cede en el
uso cristiano de los dos primeros siglos a favor de una acepción objetiva por la que
“tradición” se refiere fundamentalmente a la cosa transmitida (Smulders, 1951-1952:
43). A partir de esta distinción, los Padres griegos formulan un concepto de tradición
que se articula a través de dos elementos esenciales: en primer lugar, la tradición es no
escrita. La tensión entre tradición y Escritura se sustancia a partir de este rasgo
fundamental, probablemente heredado del concepto rabínico de tradición. Clemente de
Alejandría justifica la existencia de la tradición, señalando que “la comunicación de una
doctrina por escrito no es suficiente, por cuanto la escritura tiene necesidad de
explicación. La tradición cristiana es precisamente esta exposición de la Escritura: ella
ofrece la única clave verdadera” (Smulders, 1951-1952: 47). La naturaleza no escrita de

un sentido más próximo al asunto de estas páginas, véase Louth, 1999: 105 y ss). Se trata, además, de una
cuestión secundaria en el seno de la exégesis luterana a partir de los trabajos desmitologizadores de
Bultmann, que tienden a prescindir del valor histórico de la Escritura, incluidos los Evangelios.
242
Lossky, a partir de la lectura de Ignacio de Antioquía, considera que la tradición es el silencio que
acompaña esencialmente a la voz que supone la Escritura. La alegoría es el modo de penetrar en este
silencio (cf Louth, 1999: 91, 96).
243
Cf. Thiel, 2000: 11. Es a partir de este momento cuando los teólogos se han esforzado por determinar
la naturaleza de la relación existente entre tradición y Escritura, viéndose, en general, la primera como
una limitación a la interpretación de la segunda.
334

la tradición no se opone a que pueda ser transmitida por escrito. Se entiende no escrita
no porque su difusión se limite a la transmisión oral, sino porque no se confunde con los
libros canónicos. Ahora bien, la distinción entre la tradición y la Escritura, así expuesta,
no impide que se refieran a las mismas verdades244. De ahí, la copertenencia indisoluble
entre ambas. La segunda característica fundamental, especialmente a partir de Irenéo, de
la tradición frente a la Escritura, es el modo específico de su configuración: la
transmisión desde los apóstoles a través de sus sucesores de forma ininterrumpida245.
Recibida en Occidente la influencia oriental, Agustín consideró que la Biblia no
era, frente a la doctrina, esencial para la salvación de los creyentes, y que, en
consecuencia la autoridad de la Iglesia debía situarse por encima de la Escritura. Pero,
por otra parte, también señaló que la Biblia exigía una fe absoluta, de tal modo que sólo
porque algo se afirmara en la Biblia habría de resultar esencialmente indiscutible246. De
este modo, se evidenciaba, precisamente por el valor que la exégesis agustiniana
confería al sentido literal en su segunda etapa, la ya advertida copertenencia entre
doctrina y Escritura. La doctrina condicionaba el texto bíblico pero al mismo tiempo
extraía de éste, de su sentido literal cuidadosamente fijado y analizado, su propio
contenido247.
No se trata, por tanto, solamente de que, como dice Pelletier248, Todorov haya
obviado en su análisis el papel jugado por la fe como elemento de cohesión y guía de la
exégesis patrística, sino de que no haya tenido en cuenta el proceder exegético efectivo
y global de los Padres de la Iglesia en el que la fe se instala como pieza fundamental de
la misma concepción de la historia. Esto no quiere decir que no exista una tensión entre
el sentido literal de la Escritura y la doctrina que la interpreta, pero esta tensión -
presente, por lo demás, en todo sistema interpretativo- no se traduce sin más en la
imposición de la segunda sobre la primera.
La crítica a Todorov realizada por Bochet cobra especial relevancia al relacionar
la interpretación agustiniana, tal como se entiende en De Doctrina Christiana, con el
proceder del círculo hermenéutico. Bochet repasa la estructura de la obra agustiniana y

244
Op. cit., p. 51.
245
Ib., p. 53.
246
Agustín de Hipona, 1958: 19.
247
Puede también afirmarse que la autoridad de los comentarios de los Padres en la exégesis bíblica no
estaba, en tiempos de San Agustín, tan solidificada como estaría durante los primeros siglos de la Edad
Media –piénsese en el caso de Raban Maur, por ejemplo- hasta que en el siglo XII, la nueva hermenéutica
bíblica empezara a cuestionar este criterio de autoridad, -incluido el del propio San Agustín-.
248
Pelletier (1989: 291) se hace eco de una protesta contra el modo de abordar el estudio de la exégesis
cristiana por parte de la crítica moderna que ya estaba en Lubac (véase Lubac, 1964: IV, 125-129).
335

subraya el hecho de que comience planteando el conocimiento de la cosa (Libro I) antes


que la explicación de los signos (Libros II y III)249. Todorov ha entendido esta
disposición en el sentido de que el contenido doctrinal debe conocerse de antemano.
Bochet también advierte que el Libro I expone el símbolo de los apóstoles y el doble
mandamiento del amor, de tal modo que el libro queda articulado en torno a la tríada fe,
esperanza y caridad, esto es, el pilar de la doctrina cristiana. Pero seguidamente
recuerda, como antes advertíamos, que para San Agustín, la Escritura se explica por la
Escritura y que la doctrina de la Iglesia proviene del texto bíblico250. Es entonces
cuando Bochet introduce el discurso heideggeriano del círculo hermenéutico,
recordando la influencia del texto agustiniano en la formación de la hermenéutica del
pensador alemán. En efecto, la búsqueda de la verdad se despliega en el espacio
delimitado entre lo que debe ser comprendido y la actitud del que comprende. La fe,
dice Bochet, es una transformación del sujeto que dota a De Doctrina Christiana de un
sentido existencial ajeno a la naturaleza estratégica que Todorov cree descubrir en la
exégesis agustiniana: el acto de fe inicial pasa progresivamente a la inteligencia de la fe
y de ahí a la inteligencia de la Escritura251.
La interpretación del círculo hermenéutico es siempre una interpretación
finalista porque está determinada por la precomprensión de la cuestión por la que se
pregunta al texto252 pero no en el sentido apriorístico en el que Todorov entiende la
exégesis de San Agustín. La precomprensión no es tanto un conjunto de reglas
apriorísticas como un movimiento de anticipación de la comprensión del texto que se
modifica a medida que la labor hermenéutica avanza.
Ahora bien, las ideas de Bochet, pese a la solidez de sus argumentos, pueden ser
cuestionadas desde un punto de vista histórico. En efecto, es necesario advertir que la
doctrina del círculo hermenéutico se propone por vez primera en el ámbito de la
exégesis luterana precisamente para combatir la exégesis patrística253, anclada en la
tradición y dirigida por el criterio de autoridad, es decir, la hermenéutica defendida por
San Agustín. El luteranismo separaba así la hermenéutica de la tradición y con ello daba
un paso importante en el proceso de expansión de la hermenéutica a toda clase de obras

249
Cf. Bochet, 1997: 16.
250
Op. cit., p. 18.
251
Ib., p. 20.
252
Véase Ferraris, 2000: 257.
253
Fue Flavio Illírico (1520-1575) el primero en proponer este método en el que las partes se explican por
el todo y el todo por las partes. Véase Gadamer, 2000: 97.
336

literarias y artísticas254. Sin embargo, la separación de la tradición exegética que está en


el origen del círculo hermenéutico no debe entenderse como una ruptura radical. En este
sentido, y con carácter general, Ferraris afirma: “El círculo hermenéutico es la respuesta
que de ordinario se ofrece a la doble exigencia de reconocernos en una tradición, de tal
forma que no nos quedemos paralizados por ella” (Ferraris, 2004: 39).
En todo caso, no puede dejarse de lado el hecho de que la teoría del círculo se
propone justamente como alternativa a la fuerza que la doctrina de la Iglesia, vista como
algo externo ya en el siglo XVI, hace sobre los textos bíblicos255.
Con todo, hay una cercanía de la teoría exegética agustiniana al mecanismo
metodológico del círculo hermenéutico que debe ser examinada con cuidado. Ambos
comparten una serie de instrumentos de interpretación, pero también presentan una serie
de importantes diferencias que distancian los presupuestos teóricos de uno y otro
método. El horizonte agustiniano es necesariamente más estable y quizá también más
próximo –en virtud de la apertura de la comprensión del texto escriturario que se
fundamenta en la “Encarnación”256-, que el horizonte de lejanía esencial del círculo
heideggeriano, que parte del esencial estado de “yecto” del ser humano.
Se presenta aquí otro problema. Anteriormente hemos visto la relación de
copertenencia entre la doctrina y la exégesis de la Escritura. Es necesario ahora penetrar
en los argumentos y circunstancias que mueven a Agustín a colocar la doctrina por
encima de la Escritura257 y a declarar la preeminencia de aquella en la interpretación de
ésta.
El estudio de esta cuestión nos lleva, de nuevo, a plantear otra posible analogía
entre el mecanismo de la exégesis agustiniana y la estructura del círculo hermenéutico
pero esta vez como se propone en su versión gadameriana. En efecto, como señala
Gadamer existe siempre una tradición en la que se lee el texto258. En el caso de la
exégesis patrística, la tradición viene determinada por la autoridad de la Iglesia. Ahora
bien, en el movimiento incesante de la exégesis patrística, esta misma tradición va

254
Esta evolución se consolidaría con Schleiermacher que propone una visión de la hermenéutica como
teoría universal de la comprensión y de interpretación, fundamento de todas las ciencias históricas, no
sólo de la teología (Gadamer, 2000: 100-101).
255
Sobre lo paradójico de la evolución de la hermenéutica especialmente en el pensamiento de Gadamer,
véase Ferraris, 2004: 7-19.
256
Para la relación entre la Escritura y la Encarnación en el pensamiento de Agustín, véase Pelletier,
1989: 316. La Encarnación corrige favorablemente “la hermenéutica de la Caída” agustiniana.
257
Cf. De Doctrina Christiana I, 39, 43.
258
Véase Gadamer, 1996: 363-365.
337

modificándose por el efecto de la exégesis a la que ella misma condiciona259. La


tradición se ofrece como el único medio posible de recibir la verdad de la Revelación,
pero aquí “único” no significa “uniforme”260.
Se hace necesario indagar en el concepto de tradición y en el valor de ésta en el
pensamiento agustiniano. Es interesante advertir, en consonancia con lo que venimos
señalando en estas páginas, que si bien la teoría del círculo hermenéutico de Gadamer
hunde sus raíces en la reacción luterana ante la función coactiva que el dogma y la
tradición tenían en la exégesis patrística, el papel atribuido a la tradición en la
hermenéutica gadameriana no ha podido evitar críticas similares261. Como es bien
sabido, estas críticas generaron la necesidad, por parte del autor de Verdad y método, de
volver a exponer su concepto de tradición para explicar cómo se articulaba ésta en su
teoría de la comprensión262. En el caso de San Agustín, también su vinculación al
dogma y a la tradición generó reacciones en contra.
El concepto de tradición en el sentido de autoridad es ajeno al pensamiento
filosófico griego. Es necesario esperar a la idea de auctoritas latina, como concepto
delimitado frente a la potestas, para entender el valor de la tradición en el ámbito
jurídico y religioso que determinará después la Doctrina cristiana. Así, no nos parece
casual que sea precisamente Cicerón -tan presente en Agustín- quien en De natura
deorum, a través del personaje de Cotta, invoque contra la inteligencia filosófica, no el
poder, sino la auctoritas de la tradición y de la experiencia religiosa (Jaeger, 2003: 177).
La apuesta agustiniana por la tradición expresada en la autoridad de la Iglesia
tiene, sin embargo, su justificación histórica concreta. La sujeción a la autoridad en el
planteamiento agustiniano no niega ni coarta, como tampoco hiciera Cicerón, el
ejercicio de la razón. Lo que Agustín pretende es eludir el extremo, posteriormente
impuesto por el racionalismo pero en su tiempo defendido por los maniqueos, del
individuo que se constituye en regla de verdad cuando en realidad se encuentra preso de
sus propios prejuicios. Si se salvan las distancias generadas por contextos muy alejados
-no sólo desde el punto de vista cronológico-, la defensa gadameriana de la tradición se

259
La tradición está en constante mutación. “Adherirse a ella –observa Gadamer- es la formulación de
una experiencia en virtud de la cual nuestros planes y deseos se adelantan siempre a la realidad, sin
supeditarse a ella” (Gadamer, 2000: 259). La tradición, en consecuencia, no opera como un conjunto de
presupuestos rígidos que presionan al intérprete sino como un mecanismo que integra la anticipación de
lo deseable en el marco de lo factible.
260
Para Louth la tradición no es el contenido de la Revelación sino la luz que la ilumina (Louth, 1999:
92).
261
Véase, por ejemplo, Ferraris, 2004: 106-108.
262
Véase Gadamer, 2000: 258 y ss.
338

apoya, entre otras razones, en la revisión positiva del prejuicio frente a la utopía
ilustrada de la falta de prejuicios, que oculta la existencia de prejuicios ineludibles263.
San Agustín, por su parte, ve en el sometimiento a la autoridad, la vinculación a
un criterio universal, apoyado en la tradición, por una cadena ininterrumpida de
testimonios de muy diversa naturaleza que garantizan la rectitud de la interpretación264.
Este argumento cobra fuerza si tenemos en cuenta que se trata de una limitación a la
interpretación alegórica, esencialmente centrífuga y, en general, poco respetuosa con el
texto.
El problema de la alegoría en este sentido ya se había planteado en la exégesis
pagana, en la que ya se había advertido, desde diferentes escuelas filosóficas, del peligro
que conllevaba este método exegético. La solución de Agustín en su apelación al
criterio de autoridad es fruto, a nuestro juicio, de una profunda reflexión en torno a la
naturaleza de la exégesis alegórica y de la observación de la descomposición de las
escuelas de pensamiento paganas contemporáneas, especialmente de la platónica265.
Este proceso intelectual condujo finalmente al abandono agustiniano de la alegoría, al
menos en parte, en favor de una exégesis de tendencia literalista. Es en este contexto
como debe ser entendido el concepto de autoridad en la obra de San Agustín.
La alegoría cumple también un servicio necesario en la exégesis agustiniana
dentro del marco de la tradición. El problema de la interpretación de la Escritura en el
seno de una tradición que cristaliza en el principio de autoridad del dogma y que genera
el mecanismo exegético patrístico no es independiente de la cuestión de la autoría de los
textos bíblicos. En efecto, precisamente porque existe una doble autoría de los libros de
la Escritura: los profetas como autores mediatos y Dios como autor real, es posible
establecer también una gradación en la interpretación que responda al sometimiento -o
no- por parte del exégeta a las exigencias del dogma. En este sentido, dice Dawson: “Si

263
“¿Estar inmerso en tradiciones significa real y primariamente estar sometido a prejuicios y limitado en
la propia libertad? ¿No es cierto más bien que toda existencia humana, aún la más libre, está limitada y
condicionada de muchas maneras?” (Gadamer, 1996: 343). Véanse las páginas dedicadas a esta cuestión
en Verdad y Método (1996: 338-353).
264
Véase la “Introducción general” de De Doctrina Christiana (1958: 13-14). Aquí se explica cómo San
Agustín, en Contra Fausto (13,1-4) ve en el criterio de autoridad de la Iglesia una solución para escapar
del círculo vicioso exegético derivado de las premisas maniqueas: “Anteponer la Biblia a la Iglesia
significaba un círculo vicioso precisamente: si por los profetas hemos de ir a Cristo, antes tenemos que
creer en los profetas; mas para creer en los profetas, deberemos ser informados por otros profetas que nos
den fe de ellos, y así sucesivamente. Tampoco podemos decir que los profetas recomiendan a Cristo y
Cristo a los profetas, pues quien no tenga de antemano la fe no creerá ni a Cristo ni a los profetas. Sin una
Iglesia que entregue la Biblia, no tiene autoridad la Biblia” (ib. p. 15).
339

la voluntad de Dios se personifica, y si el texto literal de la Escritura tiene que transmitir


el carácter de esa voluntad a sus lectores, ha de ser leída de tal manera que capacite al
alma (… ) para someterse al texto literal como a su “otro significado” (Dawson, 2003:
75).

Es el sometimiento o no a este “otro significado”, lo que determina la gradación


de la condición de los intérpretes. De este modo, San Agustín diferencia entre los
cristianos, que pueden penetrar en este otro sentido, a la luz del cumplimiento
cristológico; los judíos, que sólo se someten al texto parcialmente; y los paganos, cuya
“soberbia” les impide someterse ni siquiera parcialmente a la Escritura. Precisamente, la
alegoría sirve para defenderse de esta “soberbia”266. Esta gradación aleja la
interpretación de su primer sentido histórico, al establecer la primacía de la
interpretación cristiana sobre la judía con relación a los textos veterotestamentarios
creados y referidos a la cultura e historia de Israel. Tal decisión queda justificada, desde
el punto de vista de San Agustín, no sólo por la señalada doble autoría de la Biblia sino
también por su comprensión del fenómeno profético más como un acto de la
inteligencia que como una representación visual o imaginativa267.
En consecuencia, para San Agustín, Israel no ha vivido plenamente su vida
profética puesto que no ha comprendido las verdaderas implicaciones de los anuncios de
sus profetas. Por el contrario, el exegeta cristiano, apoyado firmemente en la fe
expresada en el dogma puede penetrar la verdadera inteligencia de las profecías del
Antiguo Testamento268. Pese a que Agustín confiesa que la interpretación alegórica de
la Escritura es, sobre todo en ciertos pasajes, una realidad evidente, también es
consciente -y aquí se adelanta lo que será el pilar central de toda su tarea hermenéutica-
de que ésta no es una verdad constatable sino desde la fe, y que, en consecuencia, no
puede persuadir sino a los ya persuadidos269.

265
El juicio de San Agustín sobre la descomposición de las escuelas filosóficas paganas debido a la falta
de una autoridad doctrinal y al individualismo de los pensadores griegos queda expuesto en La Ciudad de
Dios, XVIII, 41.
266
Cf. Dawson, 2003: 77-78. Se trata, como hemos visto a lo largo de este trabajo, de uno de los
elementos constantes en el desarrollo histórico de la alegoría, el de alejar a los indignos.
267
Sobre esta cuestión, pueden verse, en el Agustín último, las reflexiones sobre el carácter profético de la
Biblia de los Setenta como explicación de sus diferencias con el original hebreo en La Ciudad de Dios,
XVIII, 43.
268
Pontet, 1946: 305-332.
269
Así se demuestra en el pasaje del libro XII de Contra Fausto, cuando se refiere a Filón de Alejandría y
a su tratamiento de la alegoría (op. cit., p. 213) y en el libro XXII de esta misma obra, respecto de la
eficacia limitada de la alegoría cristiana: “Puede que los herejes no quieran aceptar la alegoría contenida
340

De Doctrina Christiana presenta en su Libro II la teoría agustiniana del signo.


De esta teoría del signo deriva buena parte de la concepción alegórica medieval: El
universo se divide en cosas y signos. Dice San Agustín que los signos son las cosas que
transmiten el conocimiento de otra cosa. Los signos pueden ser naturales, esto es,
aquellos que sin elección ni deseo alguno, hacen que se conozca mediante ellos otra
cosa fuera de lo que en sí son; e instituidos por los hombres, esto es, los signos
convencionales270. Entre ellos, la palabra ocupa el primer lugar271. Ahora bien, en De
Trinitate, había advertido Agustín que todas las cosas transmiten alguna noticia del
Creador. De este modo, reconocía el fundamento de la teología afirmativa si bien de
forma limitada272, pero suficiente como para permitir que todas las cosas creadas
puedan ser consideradas signos de Dios. Sólo Él no es signo de ninguna otra cosa. Con
este razonamiento, Agustín funda el simbolismo universal, afianzado después en la obra
de Beda, que se extenderá a lo largo de la Edad Media hasta la Escolástica273.
Las ideas agustinianas en torno a la posibilidad del conocimiento de Dios son
importantes para precisar el contenido de sus teorías sobre el símbolo y el desarrollo
alegórico de su exégesis: “No debe denominarse a Dios inefable, pues cuando esto se
dice algo se dice. (… ). Si es inefable lo que no puede ser expresado, no será inefable lo
que puede llamarse inefable. (… ). Todos conocen a Dios pensando que no hay nada
mejor” (De Doctrina Christiana I, 7, 6-7).
La opción agustiniana ante el problema de la inefabilidad de Dios consiste,
básicamente, en la limitación de la teología negativa, y, en consecuencia, en la
aceptación de la alegoría como medio de superación, al menos parcial, de las
limitaciones del lenguaje humano274.
El signo agustiniano tiene una función no sólo comunicativa y cognoscitiva sino
también retórica: no se trata sólo de manifestar una voluntad sino de mover la del

en los relatos, tal y como nosotros la exponemos, o que incluso pretendan que no significan otra cosa sino
lo indicado por su sentido propio. En este caso no hay que luchar (… )” (ib., p. 639).
270
De Doctrina Christiana, I, 2.
271
De Doctrina Christiana II, 3, 4.
272
La comunicación de los signos de la naturaleza divina está limitada por el pecado. Así en De Genesi
contra Manicheos, la interpretación alegórica tiene como finalidad argumentar que fue el pecado de Adán
lo que llevó a la institución de los signos como medio de comunicación entre Dios y los hombres (cf.
Dawson, 2003: 71-73). En este sentido, E. Jager habla de una “hermenéutica de la Caída” para aludir a la
teoría agustiniana del signo: tras la expulsión del Paraíso el hombre es arrojado al mundo caracterizado
por la opacidad de las cosas y la ambigüedad de los signos. Esto no quiere decir que en el Paraíso no se
emplearan los signos, sino que la Caída alteró profundamente su naturaleza y función, introduciendo el
problema de la interpretación. También la escritura, fue consecuencia de la Caída (Jager, 1993: 52-63).
273
Véase Chydenius, 1975: 324-327.
274
Cf. Gonzarolli de Oliveira, 2001: 268.
341

receptor de los signos. En este sentido, la retorización agustiniana de la exégesis bíblica


se extiende a la comprensión del empleo por parte de Dios de los signos escritos para
mover las voluntades mediante la carga emocional de estos signos275.
Esta distinción que Beda desarrollará posteriormente en la formulación de la
diferencia entre allegoria in verbis y allegoria in factis, plantea en el estudio de la obra
de San Agustín el problema de precisar qué entiende el obispo de Hipona por sentido
literal y qué por sentido figurado276. Agustín no explica las relaciones entre ambos ni las
relaciona con la idea de alegoría de la tradición exegética patrística277.
En este contexto, San Agustín distingue entre signos propios y signos
transpuestos. Los primeros son los que se emplean para designar los objetos para los
que han sido instituidos; los segundos se producen cuando los objetos que designamos
con sus términos propios se emplean, además, para designar otro objeto. Nos
encontramos entonces ante el problema del simbolismo extralingüístico de los
referentes frente al simbolismo lingüístico de los tropos278. Los signos transpuestos son
cosas y signos al mismo tiempo: la significación oculta no excluye la significación
directa e inmediata. Los signos propios, por el contrario, en tanto que signos de otras,
pierden su calidad de cosas279. La alegoría corresponde, según el Agustín de la época de
De Doctrina Cristiana (en torno al año 400), a los primeros, esto es, no a las palabras
sino a los mismos hechos históricos280. No obstante, pensamos que las reglas
interpretativas de Ticonio, tal como se presentan en dicha obra, están referidas a la

275
Cf. Dawson, 2003: 65 y ss.
276
Pépin apunta que la distinción entre allegoria in verbis y allegoria in factis es anterior a Agustín. Así,
a mediados del siglo II, Justino ya diferencia entre el poder profético de las palabras y de los
acontecimientos como instrumentos del Espíritu Santo. Algo más tarde, Clemente de Alejandría se hace
eco de esta dualidad y también lo hace Melitón de Sardes (Pépin, 1987: 240-241).
277
Strubel, 1975: 346.
278
Véase Strubel, 1975: 345.
279
Todorov afirma que existe cierta identidad entre la alegoría lexical y la allegoria in verbis, por una
parte; y la alegoría proposicional y la allegoria in factis, por otra. Todorov acusa a Agustín de no revelar,
en su oposición real / verbal el mecanismo que origina estos dos hechos diferentes. En segundo lugar
afirma que Agustín no tiene en cuenta que los tropos son tan reales como las propias alegorías reales. En
este sentido, sostiene que la oposición palabras / cosas es una manera un tanto torpe de referirse a este
hecho en el que el aserto inicial es mantenido en uno de los casos y abolido en el otro (Todorov, 1978:
41). Sin embargo, es necesario recordar que San Agustín comienza el Libro II de la Doctrina Cristiana
señalando que los signos son cosas, y distingue claramente la aproximación a la cosa en cuanto tal y en
cuanto signo que apunta a otra. Es sólo en ese caso cuando debe entenderse como signo: “Al escribir el
libro anterior sobre las cosas procuré prevenir que no se atendiese en ellas sino lo que son, prescindiendo
de que además puedan significar alguna otra cosa distinta de ellas. Ahora al tratar de los signos advierto
que nadie atienda a lo que en sí son, sino únicamente a que son signos, es decir, a lo que simbolizan” (De
Doctrina Christiana II, 1, 1). Lo que se dice respecto a los signos es extensible a la palabra, que ocupa
entre ellos el primer lugar (op. cit., II, 3, 4). En consecuencia, se puede decir que en Agustín no se
produce la oposición palabras / cosas, sino palabra en cuanto signos, y cosas.
280
Cf. Chydenius, op. cit., pp. 326-329.
342

alegoría verbal, no a la alegoría histórica. Más abajo nos detendremos en el examen de


esta cuestión.
Por su relación con la alegoría, la obra de San Agustín conoce dos etapas281. La
primera está determinada por su entusiasmo ante el método alegórico. La segunda, a la
que pertenece De Doctrina Christiana, se caracteriza por el desapego de la alegoría y la
revalorización del sentido literal de los textos escriturarios282.
La evolución del pensamiento agustiniano en esta materia obedece a una serie de
condicionantes que giran en torno a la delimitación del sentido literal de la Escritura. El
reconocimiento de la construcción retórica de la Escritura, el análisis de los mecanismos
figurales en el texto bíblico, la asimilación de la “historia” a la “profecía” y la distinción
entre los signos propios y transpuestos, que llega a su madurez con De Doctrina
Cristiana, determinan el eje de la evolución de la alegoría agustiniana.
Examinemos brevemente los hitos fundamentales de esta evolución:
La aceptación agustiniana inicial del método alegórico vino motivada por una
doble circunstancia: la lucha contra el maniqueísmo y el magisterio de Ambrosio de
Milán. Ambrosio convence a Agustín de que la alegoría, como la entiende Orígenes, es
una respuesta efectiva contra los maniqueos y sus ataques al Antiguo Testamento283. La
alegoría se convierte así en un poderoso instrumento de unificación de las Escrituras,
frente a las pretensiones heréticas284.
Pero en esta primera etapa, la noción agustiniana de alegoría procede sobre todo
de la retórica de Cicerón: la alegoría es un tropo por el que se dice una cosa para dar a
entender otra. San Agustín llama alegoría, frente a lo que antes expusimos, a la
simbolización de primer grado, esto es, la de los signos propios. Sin embargo, su
posición no deja de ser ambigua. Así, en De Trinitate, señala que la alegoría no se
encuentra en las palabras, sino en los mismos hechos históricos285. Ahora bien, lo que

281
Algunos autores, como A. Colunga, en un artículo publicado en 1930, dividieron la obra exegética
agustiniana en cuatro grupos: el primero estaría representado por los cuatro libros de De Doctrina
Christiana, el segundo por las obras contra los maniqueos, el tercero por las Questiones in Heptateuchum,
y el cuarto por De consensu Evangelistarum (Colunga, 1930: 103). Sin entrar en la pertinencia de esta
clasificación, creemos que con relación a la alegoría, la obra de San Agustín presenta dos etapas bien
definidas.
282
Cf. Simonetti, 1994: 104-105.
283
Véase Confesiones VI, IV, 6.
284
“Ninguno de nosotros duda de que el Antiguo Testamento contiene promesas de realidades temporales
(… ) y de que la promesa de la vida sin fin y del reino de los cielos pertenece al Nuevo. Pero no es
sospecha mía, sino interpretación del Apóstol que en aquellas realidades temporales se ocultaban figuras
de las realidades del futuro que se iban a cumplir en nosotros” (Contra Fausto, IV, p. 82).
285
Cf. Strubel, 1975: 347.
343

interesa determinar es qué entiende Agustín por hechos históricos en esta primera etapa.
En De la verdadera religión, escrita entre 389 y 391, Agustín afirma:

Distingamos, pues, qué debemos conocer por el testimonio de la historia, o describir


con la luz de la razón, y qué hemos de creer y depositar en la memoria, aun sin entender su
sentido (… ) y cuál es el método para interpretar las alegorías que ha revelado, según creemos, la
Sabiduría de Dios por el Espíritu Santo; si podemos interpretar alegóricamente desde los
acontecimientos externos más antiguos hasta los más recientes y extender la alegoría a las
afecciones y naturaleza del alma y hasta la inmutable eternidad; si unas significan hechos
visibles, otras movimientos espirituales, otras la ley de la eternidad, y si en algunas se cifran
todas estas cosas a la vez (… ) y la diferencia entre la alegoría histórica y la alegoría del hecho, y
la alegoría del discurso y la alegoría de los ritos sagrados.
(De la verdadera religión 50, 98)

Este fragmento revela la fuerza expansiva que la alegoría posee en la primera


etapa de la obra agustiniana. Agustín se pregunta si la historia en su conjunto admite
una lectura alegórica global y apunta un desdoblamiento de la alegoría no sólo en la
historia, sino en la vida del alma –el paralelismo entre la historia de salvación del
pueblo de Dios y la del alma individual ya estaba presente en la obra de Orígenes- y en
la ley eterna. De esta reflexión se deducen –en principio- dos sentidos de la Escritura:
un sentido histórico y otro espiritual que se desglosa, a su vez, en tres especies.
En De la utilidad de creer, escrita entre 391 y 392, Agustín vuelve sobre el
problema de la interpretación de la Escritura. Es aquí donde vuelve a afirmar que ésta
puede darse desde cuatro puntos de vista: histórico, etiológico, analógico y alegórico. El
sentido histórico se da cuando en la Escritura se nos instruye en lo que ha sido escrito o
en lo que se ha realizado, y, si no ha tenido realidad, se nos describe como si la hubiera
tenido286. El sentido etiológico sigue la explicación casual de por qué se han dicho o
hecho determinadas cosas. El punto de vista analógico es aquel que pone de manifiesto
la no contradicción entre los dos testamentos. Por último, el sentido alegórico es el que
nos previene de no tomar al pie de la letra todo lo que se nos dice.
Ahora bien, en nuestra opinión y frente a algunas interpretaciones apresuradas,
estos cuatro puntos de vista no pueden ser entendidos como cuatro posibilidades de
interpretación de la Escritura. Se trataría más bien de reglas de lectura de alcance y

286
De la utilidad de creer III, 3, 5.
344

naturaleza diferentes referidas todas ellas al sentido literal del texto. Así, el sentido
histórico se relaciona en términos dialécticos con el sentido alegórico en su dimensión
tipológica, no en la retórica. Es importante subrayar que el sentido histórico no hace
tanto referencia a la realidad histórica como al sentido literal 287, comprendido no
siempre como lo sucedido, sino como lo que debe ser entendido como tal. La
interpretación etiológica resulta más bien un caso particular de la regla general de la
explicación de la Escritura por sí misma. Agustín insta al intérprete a aceptar las
explicaciones causales dadas por el texto de hechos y palabras incluidos en él mismo.
Algo similar, si bien de forma más imprecisa, ocurre con la explicación del punto de
vista analógico. Sorprende aquí que, a diferencia de lo que sucede con los otros tres
sentidos, San Agustín no aporte un solo ejemplo de este punto de vista de la
interpretación. El sentido analógico, como modo de poner de relieve la concordancia
entre los testamentos, es un instrumento exegético que sirve de arma contra los que
consideran que las contradicciones entre testamentos son fruto de interpolaciones en los
textos288. Pensamos que, igual que ocurría en el caso del sentido etiológico, Agustín
alude con el punto de vista analógico no a la determinación de un sentido concreto de la
Escritura, sino a la necesidad de leer la Biblia de forma que las divergencias entre sus
libros queden superadas en la armonía de un sentido unitario global. Si la etiología hacía
referencia a casos concretos en los que el propio discurso bíblico justificaba su proceder
e invitaba al exegeta a seguir estas indicaciones; con la analogía, se está señalando un
criterio general de afrontar la hermenéutica bíblica. La defensa contra la sospecha de
interpolaciones en los textos bíblicos se fundamenta en la tradición y en la autoridad
bíblica que ha velado por la fiel transmisión de la Escritura. A esta tradición apela el
sentido analógico. Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino también diferenciará los
cuatro sentidos de la Escritura de la hermenéutica medieval de estos tres enfoques
agustinianos del sentido literal:

Il faut dire que ces trois démarches: l´histoire, l´étiologie, l´analogie, concernent le seul
sens littéral. En effet, l´histoire, comme l´expose Augustin lui-même, intervient lorsque quelque
chose est proposé simplement; l´étiologie, lorsque la cause de ce qu´on dit est assignée… ;
l´analogie existe lorsqu´on montre que la vérité d´un texte de l´Ecriture ne s´oppose pas à la
vérité d´un autre.

287
Sobre la identificación del sentido literal con el histórico en San Agustín y Santo Tomás de Aquino,
véase Synave, 1926: 41-43.
288
Ib. III, 3, 7.
345

(Summa Theologica I, I, qu. 1, 10, rep. 1, 2)

En conclusión, pensamos que la exégesis agustiniana de la primera época


atiende a dos sentidos generales: el sentido histórico, bajo esta triple perspectiva –
incluyendo, por lo tanto, la alegoría en su acepción retórica-, y el alegórico en el sentido
tipológico del término.
La evolución del pensamiento agustiniano en esta cuestión viene determinada
por el paso de la oposición entre “historia” y “profecía” a la aproximación paulatina
entre ambos extremos hasta llegar a fundirlos en el concepto de “historia profética”.
En su primer periodo, Agustín oponía “historia” a “profecía”: la primera se
refería al pasado; la segunda se orientaba hacia el futuro289. En su segunda etapa, San
Agustín desplaza la atención desde el contenido de las Escrituras a su interpretación, de
tal modo que más que la dualidad bíblica entre “historia” y “profecía” le interesa la
posibilidad de leer la Biblia como historia y profecía a la vez: la “historia” amplía su
radio de acción y deja de referirse al pasado para abarcar toda la Escritura. La
“profecía” experimenta una ampliación similar. Ambas devienen casi sinónimas en La
Ciudad de Dios, escrita al final de su vida, entre 413 y 426.
En esta obra, Agustín desvincula la “historia de la salvación” de la historia de
Roma en particular, y de la Ciudad terrena en general. Ambas historias están
relacionadas, pero no constituyen una unidad esencial. De este modo, Agustín funda una
teología cristiana de la Historia, y abre la posibilidad de una “historia profética”,
entendida como dimensión necesaria de la “historia de salvación”, escindida de la
“ciudad terrenal”290. Así, la fiabilidad de la narración de un hecho pasado se afirma por
el acierto que ha tenido en la predicción del futuro291. La consecuencia, en el plano de la
alegoría, es que la profecía pasa a formar parte del sentido literal 292. Esta consecuencia
exige, para su consecución, una limitación previa en la narración escrituraria: sólo se
consignarán los hechos históricos que, habiendo tenido lugar, o bien anuncien cosas de

289
En nuestro tratamiento de los conceptos agustinianos de “historia”, “profecía” e “historia profética”
seguimos a Markus, 1967.
290
Agustín elabora esta concepción de la historia desde su desvinculación del milenarismo a partir del año
400. Al sostener que los mil años de reinado de Cristo, anunciados por el Apocalipsis son ya efectivos
desde su resurrección, hace posible el entendimiento de una “Historia de salvación”, de un milenio –
entendido en sentido figurado, no cronológico- de reinado de Cristo en el mundo y efectivo ya desde
dicho acontecimiento. Constituido Cristo en el eje central de la historia, la concepción de la historia
profética es sólo una conclusión lógica de este presupuesto.
291
Markus, 1967: 274.
292
Cf. Pontet, 1946: 339.
346

la Ciudad de Dios, o bien, a pesar de carecer de esta dimensión profética, sirvan, por
contraste, para resaltar ésta293.
San Agustín rompe la división estricta entre sentido literal y alegórico. Porque
ahora ya no se trata de sostener que un mismo texto pueda ser portador de los dos
sentidos a un tiempo, sino que lo que se afirma es que sólo hay un sentido en el que se
funden ambas esferas. El giro de una etapa a otra respecto a la comprensión del sentido
literal nos parece esencial para poder valorar el alcance de los términos literal y
alegórico y determinar con precisión el sentido de las reglas contenidas en De Doctrina
Christiana. Agustín observa que la “historia profética” incluye en ocasiones elementos
que, formando parte del contexto de las narraciones proféticas, no contienen ninguna
referencia al futuro. En La ciudad de Dios, por su parte, se afirma que la voluntad de
Dios está detrás de los movimientos de la Historia, pero nunca se expresa por completo
en el acontecimiento individual. En consecuencia, el juicio de la Historia es siempre
incompleto porque es sólo al final y en atención a éste cómo la Historia puede ser
completamente entendida294.
En la distinción entre estos elementos secundarios y los propiamente
constitutivos de la profecía, San Agustín establece otro criterio de interpretación
fundamental: la tarea interpretativa debe atender al texto completo, puesto que es éste el
que resulta profético. El hecho de interpretar el texto en su totalidad de forma profética
no significa que deba cometerse el absurdo de encontrar significados ocultos en cada
una de sus partes295.
La formulación del concepto de “historia profética” permite a San Agustín la
elaboración de un sistema propio que se singulariza por su objeto y por la nueva actitud
del intérprete. Paralelamente a su concepto de la Historia y su interpretación, Agustín
apunta al texto como unidad de la interpretación. Aún no estamos ante la idea moderna
de texto296, pero sí ante un paso decisivo frente al alegorismo pagano, que operaba sobre
la fragmentación extrema del texto y la vaguedad en la delimitación del objeto de las
figuras de pensamiento. La determinación del discurso en su totalidad como depositario
del sentido profético modifica también la actitud del intérprete. Frente al método de
Orígenes que buscaba en cada palabra de la Escritura, un sentido oculto, San Agustín

293
La Ciudad de Dios XVI, 2, 3.
294
Cf. Shinn, 1953: 32-33.
295
Markus, 1967: 275. En nuestra opinión, tal criterio estaba ya expuesto en Del espíritu y de la letra (cf.
IV, 6), escrito en 412, por lo tanto, también incluido dentro de este segundo periodo.
296
Véase Lledó, 1998: 48.
347

advierte del absurdo y de la deformación de la tarea exegética que este método supone,
y subraya que la existencia de pasajes no proféticos no menoscaba la naturaleza
profética del conjunto. La interpretación aislada de un determinado pasaje, como ocurría
con la interpretación de los acontecimientos históricos, es siempre incompleta. Éste es, a
nuestro juicio, el rasgo definitorio de la segunda etapa de Agustín.
Veamos ahora qué ocurre con lo dispuesto en De Doctrina Christiana a la luz de
lo señalado anteriormente sobre el concepto de “historia profética”. San Agustín afirma
en esta obra que la interpretación –alegórica- de los pasajes oscuros no saca a la luz
nada que no se halle claramente expuesto en otro lugar de la Escritura297. Esta oscuridad
puede venir dada por el desconocimiento o la ambigüedad de los signos que velan el
sentido de lo escrito. San Agustín establece un mecanismo interpretativo a partir de la
división de los signos en propios y transpuestos298, y señala que el sentido literal del
texto sólo debe ser eliminado cuando no exista la posibilidad de encontrar una
explicación gramatical aceptable. En tales casos, el Espíritu fuerza, mediante el absurdo,
a penetrar en el sentido oculto. Una vez que se tenga certeza de que existe una expresión
figurada, el intérprete debe tener en cuenta que la oscuridad debe explicarse en atención
a los pasajes claros de la Escritura y que una misma palabra puede tener diversos
significados299.
Para penetrar en el sentido oculto del texto, Agustín adopta las reglas exegéticas
de Ticonio. En nuestra opinión, estas reglas se introducen como instrumentos de
naturaleza retórica que sirven para profundizar en el sentido literal de los textos, o mejor
dicho, en la pluralidad de sentidos literales que del texto se derivan, pero que escapan
del campo de la alegoría como expresión profética300. Así parece señalarlo el propio
autor cuando, una vez expuestas las reglas, afirma:

Todas estas reglas (… ) sirven para que se entienda de una cosa otra distinta, lo cual es
propio de la expresión trópica (… ). Porque en cualquiera parte donde se diga algo para que se
entienda otra cosa distinta de lo dicho, hay locución trópica, aunque no aparezca el nombre de

297
De Doctrina Christiana II, 6, 8. Véase también Pépin, 1987: 98-111 y 1958: 243-286.
298
Op. cit., II, 10, 15; III, 2-6; II, 16, 23.
299
Ib. III, 25, 34 y 26, 37.
300
Algunos autores han considerado que San Agustín descubre en las reglas de Ticonio una posibilidad
intermedia entre el literalismo y el alegorismo. Tal es el caso de Hamilton quien pone como ejemplo la
lectura agustiniana de la “Parábola del buen samaritano”, entendida como “tipología” de la historia de la
Redención desde el momento de la Caída (Hamilton, 1990: 111). A nuestro juicio, esta lectura no puede
considerarse tipológica en sentido estricto, por cuanto la parábola es una construcción ficcional y no un
348

ese tropo en el arte de hablar o la retórica. (… ). Pero basta ya con lo dicho de los signos que se
refieren a las palabras301.
(De Doctrina Christiana III, 37, 56)

Por lo tanto estas reglas se dirigen a la comprensión de primer grado de los


signos, dentro de la que debe entenderse la comprensión del tropo. En todo caso, no
dirigen su atención a la localización de un sentido metafísico, profético o místico, ni se
orientan hacia la interpretación directa de los hechos históricos a los que la Escritura se
refiere302.
Lo que ha sucedido en De Doctrina Christiana es, en nuestra opinión, que San
Agustín ha desplazado su concepto de la alegoría del terreno teológico-metafísico al de
la retórica: la alegoría ya no es un medio para salvar las limitaciones del lenguaje
humano al entender de las cosas divinas, sino un instrumento del ornato303.
En consecuencia, la dimensión alegórica de la Escritura, desde el lado de la
exégesis se convierte en una posibilidad interpretativa que se superpone a una indudable
verdad histórica. El capítulo XXI del libro XIII de La Ciudad de Dios es fundamental
para entender el sentido secundario que la interpretación alegórica tiene en la segunda
etapa del pensamiento agustiano, tanto en su sentido genuino, pagano y filoniano, como
en su sentido tipológico paulino o incluso en su sentido anagógico, de los pasajes
aislados de los textos escriturarios frente a su dimensión histórica:

Algunos refieren a un sentido espiritual todo lo que se dice del paraíso, donde narra la
verdad de la Santa Escritura, estuvieron los primeros padres del género humano. (… ) es decir,
que no existieron aquellas cosas visibles y corporales, sino que se han expuesto o escrito así
para significar realidades de la mente. Como si no fuera posible el paraíso corporal ante la
posibilidad de entenderlo también como algo espiritual. Según eso, no habría dos mujeres, Agar
y Sara, ni de ellas los dos hijos de Abrahán, (… ) porque dice el Apóstol que en ellos están

acontecimiento histórico de carácter profético. La parábola y su comentario deben ser entendidos como
alegoría en sentido retórico, como figura de pensamiento.
301
El subrayado es nuestro.
302
De doctrina Christiana III, 11, 17.
303
Certeau ha visto la aplicación de los procedimientos retóricos a la organización de los acontecimientos
de la Historia de Salvación y al cosmos de la revelación como un mecanismo presente desde el uso
paulino de la “alegoría”. Sin embargo, creemos que esta posición debe ser matizada, teniendo en cuenta la
evolución de la hermenéutica cristiana desde Pablo hasta Agustín y de sus variantes no sólo temporales
sino geográficas. En nuestra opinión, Certeau –por lo que se refiere a su examen del cristianismo
primitivo- no considera suficientemente las especificidades de la tipología cristiana frente a la alegoría
pagana. Por otra parte, Certeau no diferencia entre la alegoría hermenéutica y la figura retórica del mismo
349

figurados los dos testamentos. (… ) También pueden entenderse en la Iglesia estas realidades,
mejor aún como indicios proféticos que preceden al futuro: así, el paraíso sería la misma Iglesia,
como se lee de ella en el Cantar de los Cantares (… ). No hay impedimento alguno para éstas y
otras semejantes interpretaciones espirituales del paraíso; con la condición, sin embargo, de
que se crea fielmente la verdad histórica de los hechos aportados por la narración.304

Este desplazamiento conceptual ha sido posible gracias, en primer lugar, a la


actitud crítica y limitativa de Agustín respecto del concepto de la inefabilidad de Dios;
y, en segundo lugar, a la evolución intelectual agustiniana no sólo con relación a los
conceptos de “historia” y “profecía” anteriormente expuestos, sino también respecto de
la dimensión estética de los textos bíblicos.
En principio, el exotismo y la rusticidad del estilo de los textos escriturarios
habían despertado la repugnancia de los lectores y conocedores de las grandes obras de
la literatura grecolatina305. San Agustín, al igual que San Jerónimo sufrió este rechazo y
reaccionó, en un primer momento, condenando el culto al ornato como síntoma de la
vanidad. Pero, posteriormente, Agustín volvió sobre este problema y en el libro IV de
De Doctrina Christiana explicó, desde el punto de vista retórico y gramatical, la belleza
de la Escritura. Y es aquí donde entra en juego, con carácter pedagógico, la oscuridad de
la Biblia. Así, el valor de los pasajes oscuros –alegóricos- no está en función, como ya
se ha dicho, de su contenido, sino del ejercicio intelectual que suscitan en el lector, tanto
en el plano moral con ornamental.
En conclusión, pensamos que en esta segunda etapa, San Agustín ha
evolucionado en una dirección en la que no sólo concede una primacía casi absoluta al
sentido literal frente al alegórico, sino que, debido a su particular concepción de
“historia profética”, ha desplazado la función de la alegoría a la historia, es decir al
sentido profundo de los propios acontecimientos históricos y ha reducido el concepto de
alegoría a la expresión figurada de alcance mucho más limitado e importancia
indudablemente secundaria.
Por eso, cuando se dice que De Doctrina Christiana es una obra que consagra la
interpretación alegórica y ofrece pautas concretas para su interpretación, resulta
necesario precisar que lo que aquí entiende San Agustín por alegoría se limita a lo que

nombre, sino que al hablar de alegoría en la hermenéutica cristiana se refiere a ésta última (cf. Certeau,
2002: 122-123).
304
El subrayado es nuestro.
305
Véase Gonzarolli de Oliveira, 2001: 474 y ss.
350

más tarde se entenderá por allegoria verbis, porque el sentido profético se halla
confiado a la Escritura en su conjunto. El citado capítulo XXI del libro XIII de La
Ciudad de Dios nos parece determinante al respecto.
Sin embargo, la lectura que la Edad Media hará de la obra agustiniana será
fundamentalmente alegorista. La práctica exegética derivada de los presupuestos
agustinianos favoreció la alegorización de la hermenéutica de la Iglesia de Occidente.
Esto fue debido, quizá, a la concurrencia, por una parte, de la exégesis gramatical que
procedía a la interpretación verso a verso y, por otra, de la práctica exegética del rétor
latino que analizaba las imágenes para él oscuras sin conocer las leyes literarias del
original hebreo306. En esta lectura radicalmente alegorista de la obra de San Agustín
serán determinantes las consecuencias que exegetas y teóricos como Beda y Raban
Maur extraerán del concepto de signo expuesto en De Doctrina Christiana,
especialmente la consideración de que el sentido metafórico no debía pertenecer al
sentido literal.

306
Cf. Chenu, 1957: 173.
351

XVII. La alegoría deliberada

Entre los años 398 y 400, Prudencio, un cristiano hispano romano, compuso un
extenso poema en hexámetros, la Psicomaquia307 (Prudencio, 1997: 361-412), una obra
que se convirtió en la primera epopeya alegórica de Occidente308. Era el resultado de
llevar “a su extremo una tendencia evidente de la poesía latina hacia la personificación
de abstractos pero al mismo tiempo anticipaba todo un género de amplia resonancia en
la Edad Media” (Prudencio, 1997: 44). Era éste, por lo tanto, el punto de llegada de un
largo proceso, al que no fue ajeno ni mucho menos el cristianismo309, a lo largo de cual
se fue formando en la tradición occidental una clara conciencia de la propia
individualidad y de la capacidad de analizar los sentimientos y actitudes intelectuales
separadamente. Este proceso vino determinado, en opinión de Hinks, por una serie de
etapas, desde la concepción de los démones como fuerzas exteriores al sujeto sobre el
que ejercen su dominio, a la creencia en dioses personales; y, de éstos, a las
abstracciones impersonales, que sólo por conveniencia, se concibían bajo forma humana
(Hinks, 1939: 107).
Nacía, así, la alegoría deliberada como género literario que se unía a la exégesis
alegórica y a la alegoría como figura retórica dentro de la amplia familia agrupada bajo
el término de “alegoría”. Corresponde a este capítulo el examen de las características
fundamentales de la alegoría deliberada.
El primer punto en el que debemos detenernos, como paso previo al estudio de
su concepto y alcance, es precisamente el de determinar si la alegoría deliberada es un
género literario, tal y como parece anunciar Rivero García en el prólogo a la obra de

307
El término Psycomachia, dice en el prólogo de las Obras de Prudencio Luis Rivero García, ya aparece
en Polibio con el sentido de “lucha desesperada, en la que se entrega el aliento” (Prudencio, 1997: 22).
Hay que tener en cuenta que la psyche no es tanto el alma como el principio de vida que se extingue con
la muerte. Al concepto de alma se ajusta más el término nous.
308
Cf. Prudencio, 1997: 16. No obstante, ya había algunos precedentes latinos, como por ejemplo el relato
de Eros y Psyche de Apuleyo. A este respecto, dice José María Royo: “Si alguna característica de
novedad u originalidad destila el cuento es el de su vocación prototípica: los personajes principales (… )
son ideales en abstracto de las fuerzas humanas más importantes: la razón y la pasión (Apuleyo, 1997: 27-
28). Pero éste y otros precedentes no limitan el carácter fundacional de la obra de Prudencio que
estableció “la iconografía moral” del arte religioso medieval (Raby, 1927: 61).
309
La conciencia de la propia individualidad no es sino un producto tardío de la Antigüedad situado en el
marco del cristianismo. El diálogo con Dios, la biografía del alma, que representa Las Confesiones de San
Agustín es, por una parte, el resultado de una nueva concepción de la vida individual, capaz de examinar
su paisaje interior, y, por otra, el precedente imprescindible de toda la tradición literaria de investigación
de la propia vida –el término autobiografía nace en el siglo XVIII- que se desarrollará en la modernidad
(cf. VV.AA., La autobiografía y sus problemas teóricos).
352

Prudencio; o, en caso de no ser así, dilucidar cuál pueda ser su naturaleza. Ésta es la
cuestión que se planteaba Quilligan al comienzo de su ensayo The languaje of allegory:

To state that allegory is a distinct genre is to say something that has not been
sufficiently stressed in many recent discussions of the subject. (… ). Allegory has a generic
status much like satire, which is unarguably a genre in its own right, but which shares with other
works in other genres a quality we can legitimately term “satirical”. Just as some works are
satires and others satirical so some works are allegories, while others are merely allegorical.
(Quilligan, 1979: 14, 18)

Clifford en The transformations of allegory considera que la alegoría, como la


ironía, no es tanto un género como un modo capaz de aparecer en muchos géneros y de
muy diversas formas (Clifford, 1974: 5). Clifford entiende la alegoría deliberada en el
sentido de “lo alegórico” que había señalado Quilligan, pero niega que se trate de un
género literario independiente. Fletcher, por el contrario, defiende una idea muy amplia
de la alegoría. No remite su origen a Prudencio, como hace Quilligan, ni delimita su
desarrollo a la Edad Media y el Renacimiento, como Clifford; sino que afirma que “La
alegoría es un dispositivo proteico, omnipresente en la literatura occidental desde la
antigüedad hasta los tiempos modernos” (Fletcher, 2002: 11). Dicho de este modo,
podría parecer que Fletcher se está refiriendo a la alegoría en sentido amplio, abarcando
tanto la exégesis alegórica y la alegoría retórica, como la alegoría deliberada. En tal
caso, la afirmación de Fletcher no parecería, con las precisiones procedentes, del todo
exagerada310. En estas páginas hemos venido estudiando cómo este carácter protéico de
la alegoría en su sentido amplio se desarrolla y sobrevive en la tradición del
pensamiento occidental. Pero, cuando en esa misma página habla de “ficción alegórica”
y de “héroes alegóricos”, resulta evidente que se está refiriendo a la “alegoría
deliberada”. ¿Tiene sentido, entonces, la amplísima idea de alegoría de Fletcher y su
unión de forma casi esencial al mismo concepto de literatura? Clifford responde que un
concepto tan amplio adolece del problema de la vaguedad: una definición que no esté
acotada de algún modo no es una definición311.

310
A diferencia de lo que ocurre con Lewis, como veremos un poco más abajo, Fletcher no vincula la
alegoría a la naturaleza humana, sin limitaciones espaciales o temporales, sino que la relaciona con la
literatura occidental y data su aparición en una imprecisa Antigüedad.
311
Op. cit., p. 5.
353

En realidad, el problema que se plantea aquí no es tanto la determinación de la


naturaleza de la alegoría deliberada, como el propio concepto de género. Se trata, no
obstante, de una cuestión que excede de los límites de nuestro estudio. Tal vez resulte
mejor reconducir la cuestión a la investigación de si la alegoría deliberada es sólo un
rasgo de naturaleza adjetiva que puede concurrir sobre cualquier obra literaria, de
cualquier época, o bien si sólo puede predicarse respecto de una época determinada; o
si, junto con esta dimensión accidental, es, o ha sido, un tipo de obra literaria propio y
autónomo. De lo primero, sobre todo en su reducción a una época muy extensa pero
también muy delimitada, no parece haber duda: El alegorismo parece poder concurrir, al
menos durante la Antigüedad tardía, la Edad Media y el Renacimiento, en cualquier
obra literaria; pero, en tal caso, se presenta otro problema de límites: ¿Hasta donde llega
la alegoría deliberada y dónde termina la alegoría como figura retórica? ¿Se trata de una
cuestión de simple extensión, o, por encima de ésta, cabría hablar de alegoría deliberada
sólo en el caso en el que, junto con el texto propiamente alegórico, concurriera también
su comentario exegético? Si se admite esta posibilidad, nos acercaríamos a las tesis de
Fletcher, pues a lo largo de los capítulos anteriores hemos tenido la oportunidad de
examinar textos, muy anteriores a la Psicomaquia, en los que, más o menos
extensamente, se daban las circunstancias aquí descritas. Pero quizá fuera mejor, al
menos desde criterios de pura operatividad práctica, reducir estos casos a meros
precedentes de un tipo aún no formado, reconducibles a las clases de alegoría ya
estudiadas, o a figuras retóricas cercanas; y centrar de nuevo el objeto de la cuestión en
la obra completa que es concebida como alegoría por su autor y en la que éste inserta un
comentario explicativo de su sentido. Así, nos alejaríamos, por una parte, de la
confusión con la alegoría como figura retórica y con la exégesis alegórica, y, por otra,
escaparíamos del peligro detectado por Clifford, de crear un tipo literario prácticamente
ahistórico de difícil o imposible acotación.
El paso de la alegoría como figura retórica a la alegoría deliberada ha sido
estudiado por Zumthor con detenimiento. En su opinión, a partir de los siglos IV y V, la
etimología, como figura incluida en la descriptio, y la alegoría se desarrollan hasta
adquirir un enorme grado de autonomía respecto del ornato312. La alegoría se entiende
en un doble sentido: como acercamiento tipológico de dos sucesos o dos personajes
entre los que se establece una relación histórica real; y el establecimiento de una
relación sólida y estable entre un personaje y una significación moral. Es en este
354

segundo sentido en el que la alegoría deviene alegoresis mediante la combinación de la


personificación y la metáfora continuada. La alegoría deliberada procede, en
consecuencia, de la independencia de la alegoría como figura retórica y no de la
exégesis alegórica cristiana y su sentido tipológico. A partir de la independencia y el
desarrollo de la alegoría, ésta pasará a constituir el eje estructural de obras enteras,
como es el caso de la Psicomaquia.
No obstante, es necesario reconocer que el terreno no está despejado de
dificultades e inconvenientes. Dos son los problemas que, a nuestro juicio, concurren
especialmente en esta cuestión: por una parte, la presentación ya aludida, bajo el mismo
término, “alegoría”, de tres realidades diferentes: la exégesis alegórica, la alegoría
retórica y la alegoría deliberada. En efecto, no es difícil encontrar ensayos que
confunden aspectos de las tres o que proyectan sobre una de ellas características de
cualquiera de las otras dos. Ya hemos visto, a partir del estudio de Zumthor, la
procedencia de la alegoría deliberada de la figura retórica del mismo nombre. Es un
error, en consecuencia y como se ha visto abundantemente en páginas anteriores,
considerar que la alegoría retórica sea la otra cara de la moneda de la exégesis alegórica.
Por el contrario, si algo ha caracterizado a ésta última es su fuerte voluntad de
interpretar -contra la voluntad del autor y desde una conciencia ahistórica- en sentido
metafórico textos que no lo eran en su origen, o lo eran en un sentido distinto y con un
alcance muy diferente. Los estoicos, los neoplatónicos y los padres de la Iglesia, cada
uno con sus respectivas particularidades, utilizaron la retórica como un instrumento al
servicio de sus necesidades y postulados hermenéuticos. La construcción retórica del
texto objeto de su exégesis no era considerada como un código ajeno a ellos que debiera
ser descifrado. Más bien puede decirse que si algo caracteriza a la exégesis alegórica es
el hecho de que el código se encuentra siempre en manos del intérprete. De hecho,
pensamos que cuando se habla de “exégesis alegórica” se debe hablar en realidad de
“exégesis por alegorías”. Es decir, se trata de un tipo de interpretación que a partir de
cualquier texto elabora, a través de un mecanismo retórico dispuesto –de forma más o
menos encubierta- al servicio de la metafísica, un nuevo texto que, ofrecido como
exégesis del primero, es en realidad un discurso alegórico nuevo.
Esta exclusividad en el dominio del código retórico por parte del intérprete hace
que no se pueda hablar propiamente de simetría entre la alegoría retórica y la exégesis
alegórica. La diferencia entre la retórica y la hermenéutica modernas –desde su

312
Zumthor, 1975: 105.
355

acercamiento a partir de la recuperación de Aristóteles por los hermeneutas de la


Reforma- radica, básicamente, en que en la segunda se produce un diálogo entre el texto
y el intérprete, mientras que en la primera hay tan sólo una serie de instrumentos,
compartidos por la hermenéutica, de elaboración de textos, pero sin que se dé esta
apertura al diálogo que existe en la interpretación. En la exégesis alegórica, por el
contrario, se produce una situación simétrica a lo que ocurre con la retórica: los
instrumentos interpretativos se disponen de tal modo, que crean un texto nuevo: la
explicación por alegorías, que, en mayor o menor medida, rehuye el diálogo con el texto
original, a favor de la plasmación de determinados conceptos –metafísicos o morales-; y
que renuncia a la alteridad del discurso objeto de la interpretación.
La esencial divergencia entre exégesis alegórica y la alegoría como figura
retórica en su origen, luego reconducida a la utilización de la retórica por parte de la
exégesis, parece tener su opuesto en la alegoría deliberada. En efecto, si bien en ésta el
comentario condiciona la construcción alegórica del relato, la retórica invade, a su vez,
el comentario. Como consecuencia de esta invasión, el comentario se pone al servicio
de una finalidad didáctica y de persuasión en la que las necesidades de la retórica
dominan por completo las de la exégesis, reducida, en este caso a una ficción más del
autor.
La segunda dificultad viene originada por la caída de la alegoría, como elemento
estético, en la consideración de la crítica desde el siglo XIX. Este problema, situado en
el contexto de la polémica estética entre la alegoría y el símbolo, así como la posterior,
y parcial, rehabilitación crítica de la alegoría será tratado con mayor amplitud en nuestro
próximo bloque temático. Fruto de este planteamiento, nace la idea de la alegoría
defendida por Lewis. En efecto, al igual que Fletcher, Lewis diferencia entre alegoría
como género (el subrayado es suyo) literario313 y alegorismo en sentido amplio. Pero,
en el caso de Lewis, este alegorismo es un elemento ahistórico de raíz antropológica. De
este modo, afirma:

Allegory, in some sense, belongs not to medieval man, but to man, or even to mind, in
general. It is of the very nature of thought and language to represents what is inmaterial in

313
“The further history of the genre which Prudentius here invented is not small part of the history of
medieval literature” (Lewis, 1979: 73).
356

picturable terms (… ). We have to inquire how something always latent in human speech
becomes, in addition, explicit in the structure of whole poems.
(Lewis, 1979: 44)

A nuestro juicio, hay en la afirmación de Lewis un problema de partida que


consiste en atribuir a la naturaleza humana, como rasgo ontológico e inalterable, la
curiosidad metafísica, esto es la inclinación a encarnar lo suprasensible en lo material,
una actitud, a nuestro juicio, datable históricamente y desplegada, al menos en
Occidente, en una tradición forjada, con sus variantes, a lo largo de un proceso de
siglos. En efecto, la alegoría pertenece a esta tradición y halla su justificación en su
desarrollo. Pero no se puede afirmar por ello que el alegorizar sea una tendencia natural
del hombre.
Lewis diferencia entre el alegorismo, es decir, la actividad de encarnar ideas
abstractas en cosas materiales o en personificaciones, y la operación inversa, el
simbolismo, consistente en la remisión por medio de elementos del mundo material al
mundo espiritual314. Acaso esta diferencia se derive del presupuesto antropológico
anterior.
Pero si elegimos como punto de partida, no este rasgo suprahistórico al que se
refiere Lewis, sino el nacimiento de la metafísica occidental con los filósofos
presocráticos –sin que neguemos la existencia de un pensamiento no mítico anterior
como evidencian las elaboraciones de Homero y Hesíodo- y, en consecuencia,
determinamos como la primera clase de alegoría, en sentido cronológico, la exégesis
alegórica, las razones argumentadas por Lewis para la distinción entre la alegoría y el
símbolo desaparecen, porque, en este caso, es el desarrollo de la metafísica el que
produce y condiciona la lectura alegórica de unos poemas que no se concibieron como
alegorías –como se ha visto con Homero, Hesíodo o el mismo Platón, en manos de los
estoicos, Porfirio o Proclo-. Diferenciar, en tales casos, entre símbolo o alegoría carece
de sentido, porque no es posible hablar de dos mecanismos antagónicos, simbólico –
formado a partir de la remisión de lo material a lo espiritual- y alegórico –en sentido
inverso-, sino de un único movimiento intelectual del que no puede predicarse tal clase
de operaciones.
De este modo, se revelan algunas de las contradicciones en las que incurre
Lewis, ¿cómo es posible que, si, como afirma, el simbolismo comienza con Platón, no
357

sea hasta el Romanticismo cuando alcance su verdadera expresión?315, o ¿qué sentido


cabe entender en la afirmación, páginas después de haber dicho que la alegoría era una
actitud perteneciente a la mente humana, de que “el simbolismo en un modo de pensar y
la alegoría es un modo de expresión”316?
Este tipo de afirmaciones, aún muy frecuentes, que hacen del símbolo y la
alegoría más que dos formas de expresión o de interpretación diferentes, dos categorías
absolutamente diversas, una de naturaleza lingüística o retórica y la otra de naturaleza
psicológica serán examinadas más adelante. Baste ahora decir que si efectivamente, el
símbolo y la alegoría pertenecen a ámbitos tan alejados, no se entiende la necesidad
constante de enfrentarlos y diferenciarlos. Pero tampoco parece tener mucho sentido un
alejamiento tan radical de dos conceptos que comparten una historia común que no hace
distinciones entre ambos y que sólo se escinde, a partir de unas causas concretas, a
finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX.
Por estas razones, consideramos que es necesario delimitar la alegoría deliberada
a un momento histórico concreto, la Edad Media –con su arranque en la obra de
Prudencio- y el Renacimiento317. Igualmente, es preciso perfilar un concepto claro de la
alegoría deliberada que la diferencie del alegorismo, entendido éste no como un rasgo
de la mente humana o un fenómeno de difícil localización histórica, sino como una
consecuencia bien determinada del origen y desarrollo de la metafísica en la cultura
occidental. En este sentido, la alegoría deliberada es la respuesta a las exigencias que
este desarrollo intelectual en el orden de la metafísica exigía a finales del siglo IV,
uniéndose así a los otros tipos de alegoría que le habían precedido318.
El concepto de alegoría deliberada no es fácil de precisar. Fletcher la había
definido del siguiente modo:

314
Op. cit., p. 45.
315
“But of course the poetry of symbolism does not find its greatest expression in the Middle Ages at all,
but rather in the time of the Romantics; and this, again, is significant of the profound difference that
separates it from allegory.” (Lewis, 1979: 46). Para la localización del simbolismo en la obra de Platón,
cf. ib., p. 45.
316
Ib., p. 48.
317
La rehabilitación de la alegoría en el siglo XX, aunque se aproxime en algunos aspectos a la alegoría
medieval, parte de unos presupuestos completamente diversos, como diversas son también sus
consecuencias.
318
Lewis hace una observación muy pertinente respecto al papel desempeñado por la Psicomaquia de
Prudencio en este proceso: “If there is any safe generalization in literary history it is this: that the desire
for a certain kind of product does not necessarily beget the power to produce it, while it does tend to beget
the illusion that it has been produced. From this point of view we can see that is possible to overrate the
importance of the Psycomachia. If Prudentius had not written it, another would. It is a symptom rather
than a source” (Lewis, 1979: 67).
358

El empleo de un conjunto de agentes e imágenes con acciones y acompañamientos


correspondientes, para transmitir de ese modo, aunque bajo un disfraz, ya sean cualidades
morales o conceptualizaciones que no sean en sí mismas objeto de los sentidos, u otras
imágenes, agentes, acciones, fortunas u circunstancias, de manera que la diferencia se presente
por todas partes ante los ojos o la imaginación, al tiempo que se sugiere el parecido a la mente;
y todo ello conectado, de modo que las partes se combinen para formar un todo consistente.
(Fletcher, 2002: 26)

Esta definición es, en nuestra opinión, más bien una descripción del mecanismo
de la alegoría que una definición propiamente dicha.
En igual dirección se mueve la definición ofrecida por Honig cuando describe la
alegoría como un relato doblemente narrado, escrito en un lenguaje retórico o figurativo
que expresa una creencia vital. El relato, que remite siempre a otra historia proverbial
que le sirve de modelo, la retórica que permite la relación entre ambas narraciones, y la
creencia como idea que sustenta el relato parabólico y le da cohesión producen
juntamente lo que Honig denomina metáfora de propósito. Así, una alegoría tiene éxito
cuando recrea la historia anterior con la suficiente lucidez como para dotar a su trabajo
de una nueva y completa autoridad (Honig, 1982: 12-13). Parece evidente que Honig,
más que definir la alegoría deliberada, lo que hace es exponer el modo de proceder
alegórico. Por otra parte, eleva a regla general –la existencia de estos dos relatos
entrelazados, el propiamente alegórico y el aludido- lo que es tan sólo un caso de la
alegoría más abundante en la alegoría irónica moderna, con su recreación
desmitificadora y remitificadora, que de la alegoría deliberada medieval. Además, al
hablar de la retórica, la subordina a la actividad de hilar la trabazón de ambos relatos,
rebajando su función decisiva e intrínsecamente vinculada a un didactismo que, siendo
esencial al tipo, no es mencionado directamente. Por último, la definición de Honig,
junto con su desarrollo y exposición a lo largo de su obra Dark conceit: The making of
allegory, nos resulta algo confusa, pues hay pasajes del libro en los que parece referirse
a la alegoría deliberada, otros a la retórica y otros a la exégesis alegórica, sin
transiciones claras de unos a otros.
Zumthor define la alegoría como la combinación de la personificación y la
metáfora continuada319. El autor ofrece un interesante esquema del funcionamiento del
doble plano, literal y figurado de la alegoría. En cada uno de ellos distingue entre

319
Zumthor, 1975: 197.
359

sustancia y forma. El sentido literal, referido a la expresión, tiene por sustancia a los
sujetos dados por la personificación, y por forma las acciones representadas por las
metáforas. El sentido figurado, por su parte, tiene por sustancia el universo ideológico al
que obedece la alegoría, y por forma la propia brillantez y efectividad de las
metáforas320. Tres son las funciones que este autor reconoce en la alegoría: la didáctica;
la deíctica, en cuanto que hace presente una realidad huidiza y dispersa; y la narrativa.
Lawrance, por su parte, aunque no se refiere exclusivamente a la alegoría
deliberada medieval, sino que ensaya un análisis genérico a partir de la definición
ciceroniana de “metáfora continuada”, apunta las siguientes características que bien
pueden aplicarse al tipo de la alegoría deliberada: continuidad, rasgo que informa de su
dimensión narrativa y que la distingue de los demás modos metafóricos; superfluidad,
que se concreta en el doble sentido de la obra alegórica; simultaneidad determinada por
el contrapunto entre el sentido literal y el alegórico; y polifonía que transforma el texto
en un palimpsesto, en el que el texto original y su sentido se borran, aunque sin
desaparecer, frente a la formación de un texto nuevo derivado del sentido alegórico
(Lawrence, 2005: 25).
Nosotros, a partir de estas definiciones, preferimos ensayar la siguiente: la
alegoría deliberada es un modo particular de afrontar el fenómeno literario que, guiado
por una serie de presupuestos didácticos y, en última instancia, retóricos, concibe el
texto como un vehículo de representación de ideas abstractas por medio de acciones
dramáticas y descripciones físicas.
La personificación de ideas abstractas es una consecuencia de una situación
previa, determinada sustancialmente por la subordinación de la obra al didactismo y a la
retórica. Así, la alegoría deliberada es definida conforme a dos ejes: la voluntad
didáctica y la articulación retórica. Ésta, como fenómeno histórico se ubica en un
determinado momento y, en su realización concreta en el texto, se desarrolla conforme a
una serie de mecanismos entre los que destaca esencialmente la personificación de
realidades abstractas.
En cuanto modo particular de afrontar el fenómeno literario, la alegoría
deliberada exige un determinado pacto entre las expectativas de los lectores y las
pretensiones e instrumentos para materializarlas del autor. Esta circunstancia, además,
requiere una determinación temporal por cuanto las expectativas de los lectores varían
con el tiempo y no siempre son receptivas al discurso alegórico. En este sentido, puede

320
Op. cit., pp. 197-198.
360

afirmarse que el momento de la alegoría deliberada se inicia a finales de la Antigüedad


–y en este aspecto, la Psicomaquia ofrece una buena referencia de este arranque-, se
prolonga durante la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco y se va apagando a
finales del siglo XVII. La revolución científica de este siglo y la disolución del sistema
metafísico determinado por los universales son abiertamente incompatibles con la
alegoría deliberada tal y como se entiende hasta entonces.
Sin embargo, la alegoría deliberada sobrevive dando un brusco giro a su modo
de proceder: de ser un instrumento al servicio de la divulgación del orden cosmológico
bajo las concepciones metafísicas cristianas, pasa a convertirse en un elemento
subversivo, con una aguda tendencia a la sátira, dentro de un tono de rebeldía
decididamente centrífuga frente a las estructuras sociales321.
El pacto entre escritor y lectores que hace posible la alegoría necesita para su
perfeccionamiento el respeto de las siguientes claúsulas:
En primer lugar, es necesario que ambos compartan una cierta teoría del
lenguaje que confíe en su poder de sacralización. Se exige que tanto el lector como el
autor participen de un contexto cultural que otorgue al lenguaje un significado más allá
del derivado de un arbitrario sistema de signos (Quilligan, 1979: 156)322. Esto es lo que
ocurre en la Edad Media, como se aprecia en la obra de Anselmo de Canterbury quien,
partiendo de Agustín, diferencia entre lenguaje interior y exterior; y entre significación
–sentido o connotación que relaciona el término con la cosa sin relacionarse con ella
como cosa concreta sino como esencia- y la apelación o pura denotación (Beuchot,
1991: 40-41). Estos planteamientos, sobre todo en el terreno de la significación,
alcanzan su mayor desarrollo en la obra de Pedro Abelardo, quizá el mayor filósofo del
lenguaje del siglo XII. Entre sus aportaciones destaca el concepto de significación
entendida primeramente como intensión, la connotación o el contenido significativo a
modo de algo abstracto; por poner un ejemplo significativo, el término “hombre”, según
esta teoría, significa primeramente “humanidad”323.
Estas concepciones incrementan sus componentes platónicos con la escuela de
Chartres en el siglo XII. Entre sus representantes destaca Bernardo Silvestre que, autor
de De universitati mundi, dividido en dos libros, Megacosmos y Microcosmos, sirve de

321
Cf. Clifford, 1974: 116. Esta misma autora estudia en este sentido el ejemplo de las alegorías de
Kafka.
322
Precisamente es esta actitud hacia el lenguaje la que al desaparecer, determina la caída de la alegoría a
finales del siglo XVII. Ahora, bien, la desacralización absoluta del lenguaje produce una actitud de signo
contrario que también constituye el motor de nuevas alegorías: la ironía.
361

eslabón entre la Antigüedad tardía y el Renacimiento (Curtius, 1989: 163-164). Pero, ya


en este mismo siglo, comienza a introducirse una corriente aristotélica que defenderá el
convencionalismo en el lenguaje324 y que, de manos de la Escolástica, liquidará el
alegorismo medieval. Dice Zumthor al respecto que la personificación remite menos a
un personaje ficticio que a un nombre, y lo que porta un nombre es real. De este modo,
el discurso alegórico propone no un equivalente abstracto de la experiencia, sino la
realidad última de ésta, desprovista de lo individual 325.
En nuestra opinión, la exigencia de una vertiente sagrada del lenguaje es la
encarnación histórica en este periodo concreto de lo que para nosotros es el requisito
previo verdadero de la alegoría, esto es, la metafísica: la necesidad de que lector y autor
compartan un mismo espacio metafísico. Este espacio metafísico común permanece
estable hasta el derrumbamiento del realismo y los universales.
Ya en el siglo IX, Escoto Erigena, a partir de diversas influencias neoplatónicas
que enlazaban la tradición lógica latina de Boecio con la mística de Proclo a través del
Pseudo-Dionisio, Máximo el confesor y Gregorio de Nisa, había elaborado una
metafísica apoyada en la teología negativa de acuerdo con la cual ninguna de las
categorías podía aplicarse a Dios en sentido propio326. Para Escoto, la creación es
emanación de Dios por la intermediación de las causas primordiales. La creación se
realiza en dos fases: la creación del mundo inteligible y la del mundo sensible. Estas dos
fases determinan la ousía, entendida en dos sentidos: como Natura, genus
generalissimum, y como sustancia emanada de la anterior. Pero el problema de los
universales se plantea cuando se pregunta si los géneros y las especies subsisten o son
sólo conceptos. Escoto apuesta por un realismo radicalmente antiaristotélico. De este
modo, niega que haya diferencias entre lo que se dice de un sujeto y el sujeto mismo.
Así, dos individuos sólo resultan diferentes en virtud de sus accidentes. El individuo,

323
Op. cit., p. 49.
324
Dice Agamben que la semiología medieval se constituyó a partir de un pasaje de De interpretatione de
Aristóteles comentado por Boecio: “Lo que está en la voz es signo de las pasiones que están en el alma”.
El problema de esta afirmación se encuentra en dilucidar qué se entiende por “pasiones que están en el
alma”. Parece evidente que dicha expresión se refiere a la fantasía; ahora bien, como señala Agamben, la
fantasía para Aristóteles se encuentra ambiguamente suspendida entre el sentido y la intelección. Los
escolásticos interpretan esta ambigüedad considerando que por “pasiones del alma” cabe entender las
intelcciones y, negando, en consecuencia, la pertinencia, para una teoría del signo lingüístico, la idea de
“pasión del alma” referida al sentimiento. Frente a esta actitud intelectual, se opondrá Dante con su teoría
de que la expresión poética es un dictado del amor inspirante (Agamben, 2001: 215-218).
325
Zumthor, 1975: 254.
326
Erismann, 2002: 13.
362

para Erigena, es un conjunto de universales situados en un cuadro espacio-temporal


determinado327.
En este sentido, puede decirse que la concepción de la alegoría como un
mecanismo abstracto, frío y racionalista es fruto de la incomprensión prerromántica de
un mundo intelectual medieval que tenía una conciencia muy distinta de la naturaleza de
las cosas y del lenguaje. La desaparición del sistema de los universales y, desde luego,
los progresos científicos del siglo XVII con su nueva visión del cosmos, no sólo
hicieron sucumbir la vieja metafísica sino, como es natural, provocaron la desaparición
de la efectividad de todos sus mecanismos poéticos y retóricos. El fracaso de la alegoría
a finales del siglo XVIII sancionado por la recién nacida estética no hizo sino confirmar
la vinculación esencial entre metafísica y alegoría.
En segundo lugar, afirma Quilligan que el papel del lector de la alegoría es quizá
más difícil que el de otros géneros literarios; de este modo, su falta de libertad328,
derivada de las férreas pautas interpretativas marcadas por el autor en su comentario,
tiene también sus compensaciones: “Readers of allegory, unlike allegorical critics but
very much like allegorical protagonist read an allegory by learnig how to read it”
(Quilligan, 1979: 225-227). De este modo, el comentario, situado a medio camino entre
la ficción alegórica y el lector posibilita una relación peculiar entre autor, texto y lector,
inexistente en otros modos de escritura (Clifford, 1974: 37). Por una parte, el
comentario se convierte en parte de la ficción y puede ser leído como tal. Así, dice
Fletcher que aunque la libertad del lector se inhibe, “sea lo que sea que inhiba la libertad
del lector, se encuentra en la obra y podemos, por tanto, decir que, de cierta manera, la
ausencia de libertad es inherente a la obra” (Fletcher, 2002: 310); por otra parte, el
autor, llevado por el didactismo de la alegoría, conduce al lector a través del texto,
proponiendo su lectura particular de lo que se está narrando.
En tercer lugar, paradójicamente, la relación que se establece entre el lector y el
autor de la alegoría deliberada es de tal naturaleza que impide la exégesis alegórica. En
efecto, el comentario del autor suple la posible interpretación alegórica del lector, que se
ve forzado a otro tipo de interpretaciones o bien a lecturas alegóricas de distinto orden.
La “lectura por alegorías”, en el sentido que le hemos dadoa la expresión al hablar de la
exégesis alegórica, no es posible en este género no sólo porque el comentario ya viene

327
Op. cit., pp. 16-24.
328
Esta falta de libertad es acaso la principal fuente de problemas para el lector moderno que exige del
texto mayor espacio de interpretación (cf. Clifford, 1974: 7).
363

dado en el propio texto, sino porque la alegoría también está incorporada de manera
explícita.
De este modo, dice Lynch, el lector medieval no tiene que elegir entre la
literalidad y la referencia, ni diferenciar entre verdades de distinto grado, sino que su
posición como lector activo radica en el descubrimiento de la verdad de un mundo
sacramental a través de la aprehensión lectora de los vínculos entre la materia y el
espíritu, polos entre los que se distribuye la verdad única. El poeta, al revelar la
abstracción tras la materia, que descubre su mayor extensión y profundidad, contribuye
a la armonía entre la razón y la revelación329.
La relación existente entre la narración alegórica y su comentario debe ser
también analizada con cuidado. La alegoría se mueve en una franja muy restringida de
maniobra, pero de enorme tensión. En este sentido, Whitman observa que si por una
parte la correspondencia entre alegoría y comentario es demasiado estrecha, la alegoría,
demasiado sujeta al comentario, no puede desarrollarse. Pero, si por otra, el espacio
entre ambos es excesivamente divergente, la alegoría se frustra por indeterminación
(Whitman, 1987: 5). La tensión entre el plano de la literatura y el del comentario irá en
aumento en la época de apogeo de la figura –los siglos XIII, XIV y XV-. A finales de la
Edad Media, los poetas darán una nueva solución a la estructura de la alegoría; lo literal
conferirá a lo figurativo un aspecto tan concreto y tal fuerza de credibilidad, que toda
idea abstracta se eclipsará y, en consecuencia, la alegoría tomará el valor de una
revelación personal 330.
Por lo que a la narración se refiere, ésta es fruto, a nuestro juicio, del progreso
desde la personificación de la vieja retórica asianista, fundamentalmente dialógica, a la
narratividad de la alegoría deliberada. Hay, no obstante, un peso indudable de
elementos no exactamente narrativos, dramáticos o puramente descriptivos en la
alegoría deliberada. El ejemplo más evidente de esta tendencia lo representa La
consolación de la Filosofía de Boecio.
La consolación es un diálogo, perteneciente al género de la consolatio331, de
reminiscencias platónicas, en el que se entremezclan impulsos didácticos, elementos
autobiográficos, fragmentos líricos, filosóficos y narrativos; y en el que el tono

329
Cf. Lynch, 1988: 41-42.
330
Cf. Zumthor, 1975: 106.
331
Cf. Boecio, 2002: 16. Precisamente –dice Lynch- el genio de Boecio estriba en haber sabido explotar
el potencial dramático de la síntesis entre visión y filosofía a través de estructuras dialógicas (Lynch,
1988: 54).
364

alegórico viene dado por la interlocutora del autor, la Filosofía. Desde el punto de vista
alegórico, es destacable la descripción física de ésta332. Whitman considera que La
consolación de la Filosofía es la obra que sirve de tránsito entre la alegoría de la
Antigüedad y la de la Edad Media, uniendo la composición alegórica con la elaboración
del comentario del texto333. Otros modelos del género son El sueño de Escipión, de
Cicerón, transmitido a través del comentario de Macrobio, los Soliloquios de Agustín de
Hipona, y De Nuptiis de Marciano Capella334.
La narración alegórica suele obedecer a unos esquemas determinados que se
ponen al servicio de su finalidad didáctica. La búsqueda, el viaje, la batalla o la
transformación son estructuras narrativas propias de la alegoría deliberada. En estos
casos, la narración sirve para presentar el conflicto que hace posible el desarrollo del
contenido moral o didáctico de la obra335. Sobre la importancia fundamental de este
elemento narrativo en la alegoría y a propósito de la Psicomaquia, dice Hinks:
“Without action, allegory is doomed to frigidity and obscurity. In order to make the
moral problem representable, the imagination must convert it into a conflict of opposing
forces, each symbolized by a personification” (Hinks, 1939: 113).
Pero es el sueño, la visión onírica, la estructura más reconocible de la alegoría
deliberada. Como bien ha señalado Lynch, la poesía medieval alegórica genera una
gramática del sueño que llegará a su máximo esplendor en los siglos XII y XIII. El
esquema onírico al que responde la alegoría deliberada se desarrolla mediante el relato
recurrente del peregrino intelectual, cuya experiencia espiritual le lleva a la elevación
personal –con claras connotaciones místicas- en la visión de la verdad a través de la
comprensión de la Naturaleza336. Este proceso de conocimiento, entendido como
reminiscencia en sentido platónico –aunque con importantes elementos aristotélicos,
presentes en el género desde los esfuerzos eclécticos de Boecio-, termina con la
recuperación de la identidad del peregrino y la consolación de las penalidades del
mundo frente al esplendor del verdadero hogar celeste del peregrino337.

332
Cf. Boecio, 2002: 34-35.
333
Op. cit., pp. 112, 115. En sentido similar, cf. Lynch, 1988: 7. La consolación de la filosofía tuvo una
enorme difusión en el renacimiento carolingio, gracias, especialmente, a la labor de Alcuin de York.
334
Un comentario detallado de las fuentes clásicas y medievales de la poesía visionaria, así como un
cuidadoso estudio del género en España puede verse en Gómez Trueba, 1999.
335
En las alegorías de Boecio se detecta ya la tendencia a convertir los viajes geográficos en conflictos
morales y a aislar determinados momentos del mito –por ejemplo la leyenda de Circe- para leerlos
simbólicamente. Estas dos operaciones orientadas hacia la educación del lector perdurarán en la
formulación de la alegoría deliberada a lo largo de la Edad Media (Lerer, 1985: 184).
336
Cf. Lynch, 1988: 42-48. Véase también Marti, 2002: 179.
337
Cf. Lynch, 1988: 55-57.
365

Preferimos hablar de alegoría deliberada en vez de “poesía visionaria” u


“onírica”, o, por otra parte, de “poesía de viajes imaginarios”, por cuanto consideramos
que el término “alegoría” recoge de forma más global el propósito y los rasgos comunes
del género. Así, aunque el sueño está presente en casi todas estas obras alegóricas, éste,
como bien subraya Gómez Trueba, no tiene en sí entidad estructural independiente: “Es
un motivo de decoro (… ) para hacer más verosímil una experiencia fantástica que
proporciona a quien la vive un conocimiento privilegiado de cualquier realidad”
(Gómez Trueba, 1999: 19). Por otra parte, aunque el viaje aparece casi siempre unido al
motivo del sueño, existen poemas visionarios en los que no aparece ningún viaje 338. Sin
embargo, frente a la función coyuntural del sueño y la subordinación del tema del viaje
a las exigencias de un género que puede desarrollarse sin él, la alegoría constituye, a
nuestro modo de ver, el rasgo esencial y definitorio de esta clase de obras didácticas y
filosóficas.
Esta línea de argumentación, constante en la mayor parte de estas alegorías, se
desarrolla también de un modo que tiende a repetirse sin apenas variantes. Estos poemas
suelen tener un prólogo y un epílogo que transcurren durante la vigilia del soñador. Es
éste un personaje ingenuo, tardo en comprender y portador de unos rasgos que, por una
parte, lo vinculan estrechamente a los modelos del género, y, por otra, revelan
determinados detalles biográficos que lo asocian a la personalidad del autor del poema.
El prólogo, además, aporta una serie de rasgos de la vida de vigilia que
constituyen una suerte de síntesis del tema y de la estructura que se despliega en el
sueño. El prólogo revela, de esta manera, la crisis espiritual del soñador, como resultado
de su inexperiencia y de su defectuosa comprensión de la realidad material 339. En el
cuerpo central del poema se desarrolla la visión onírica. La visión se presenta ante el
soñador muy recargada de unas imágenes que éste no puede interpretar340. Su
significado se irá aclarando a lo largo de la obra. En este proceso de aclaración se
explicará la doctrina filosófica del poema al mismo tiempo que se expondrá la
transformación espiritual del soñador.
En un primer momento, como decíamos, las apariciones físicas, oscuramente
percibidas, sugieren un nivel de abstracción que el soñador es incapaz de alcanzar. Pero,

338
Cf. Gómez Trueba, 1999: 20.
339
Cf. Marti, 2002: 179.
340
Jackson ha advertido que estas las encarnaciones de estas abstracciones son por lo general figuras
femeninas, en parte porque sus nombres son de género femenino, y en parte por seguir la tradición clásica
que considera a las virtudes como de género femenino (Jackson, 1985: 160).
366

a continuación, el diálogo con una figura aprehensible que, desempeñando el papel de


guía, explica, desde una más penetrante capacidad de análisis intelectual, los elementos
imaginativos de la alegoría, sirve para alcanzar el nivel necesario para su comprensión,
y depositar este conocimiento en la memoria del soñador: el cambio espiritual se
proyecta sobre el propio poema, generando a su vez, un cambio en éste. Por lo general,
el problema inicial del soñador consistía en no haber colocado la imaginación bajo las
órdenes de la razón; así, no había sido posible abstraer la verdad de la imagen onírica341.
Terminado el proceso de aprendizaje, y sujeta la imaginación a la razón, el soñador
comprenderá el verdadero valor de la vida material con relación a la vida del alma.
La narración alegórica, como queda expuesto, no puede entenderse sin la
dimensión didáctica que constituye su razón de ser. La alegoría, como relato, resulta, a
los ojos del lector moderno, pesada, repetitiva o superficial. No cabe, sin embargo,
achacar estos defectos al género sin incurrir en un anacronismo que deriva, en última
instancia, de una falta de comprensión de la esencial estructura de la alegoría
deliberada342. En efecto, cuando afirmábamos que la alegoría deliberada era un género
supeditado a la retórica como modo de persuasión verbal, significábamos precisamente,
no el que ésta estuviera al servicio de las necesidades literarias del texto, sino que, por el
contrario, el texto, con todas sus exigencias narrativas, quedaba subordinado a la
retórica. Uno de los elementos narrativos en el que mejor se puede constatar esta
jerarquía es en el uso del tiempo como motor del relato. Clifford ha descrito con
agudeza y precisión el uso del tiempo en la alegoría deliberada:

Emphasis and coexistence of all the aspects and effects of time convinces us that the
allegorical world is outside it. The disruption of expectations of normal sequence and causality,
and the deliberate avoidance of realistic chronology, are other means by which the same effect
is achieved in allegories. “Then”, “when”, and “while”, are in allegory frequently deprived of
any adverbial precision.
(Clifford, 1974: 101)

Dentro de esta desestructuración de la continuidad narrativa y de su


referencialidad temporal, Clifford subraya la importancia que el pasado juega para la
alegoría, no sólo porque ejerce un criterio de autoridad y ofrece las claves de

341
Cf. Lynch, 1988: 68-69.
342
Véase Jauss, 1977: 322.
367

interpretación del presente narrativo, sino porque, dentro de la misma lógica narrativa,
el pasado suele jugar un papel decisivo para comprender la narración alegórica y su
desenvolvimiento. El ejemplo que Clifford propone es un caso de alegoría moderna: El
proceso de Kafka. En El proceso, K. es culpable por algo que ha hecho en un pasado
impenetrable tanto para él como para el lector. La autora de The transformations of
allegory, detecta la causa de esta especial consideración de la temporalidad en las
necesidades didácticas de la alegoría y lo explica del siguiente modo: por razones
cognitivas y estéticas, toda abstracción que es rica en asociaciones durante un largo
periodo de tiempo, será obviamente más potente imaginativamente y parecerá más
valiosa que una que esté firmemente limitada a un periodo determinado. El autor debe
reducir el sentido de un solo instante o de una simple sucesión de incidentes (Clifford,
1974: 102). Clifford describe el efecto en el lector de la siguiente manera: “It is very
common to experience a sense of the increasingly massive nature of central concepts
while reading an allegory and this is related to the cumulative and trans-temporal way in
which the action unfolds”343.
El comentario es el verdadero objetivo de la alegoría. Es en él donde el autor no
sólo expone las claves interpretativas de la narración alegórica, sino que desvela la
intencionalidad didáctica que origina y guía toda la alegoría. Fletcher dice que existen
varias formas de introducir estos comentarios: puede darse el caso de que el autor hable
en primera persona en una introducción a la obra o posteriormente durante el desarrollo
o el final de la misma. Incluso cabe la posibilidad de que el comentario aparezca más
tarde, cuando, una vez publicada la obra, su sentido haya sido cuestionado por los
lectores o los críticos. En otras ocasiones, el personaje, a medida que transcurre la
narración se va convirtiendo de observador a comentarista e incluso, como sucede en el
caso de Dante, de ahí pasa a partícipe místico. En este caso, la alegoría retrocede porque
se rompe la cadena de las analogías entre la narración y el comentario. Para Fletcher,

343
Op. cit., p. 103. La obra de Kafka es sin duda uno de los mejores modelos de la recuperación moderna
de la alegoría deliberada. El carácter onírico, las imágenes y situación incomprensibles, el peregrino que
comparte determinados rasgos con el autor, enlazan con los presupuestos clásicos de la alegoría
deliberada. Por otra parte la falta de un guía que pueda desentrañar el significado de las imágenes y los
acontecimientos que se suceden de forma incomprensible, dan a sus obras la dimensión de absoluta
modernidad que las caracteriza. La falta de guía da lugar a un cuestionamiento de la realidad,
incompredida o malinterpretada continuamente por los “peregrinos” o “soñadores” de estas nuevas
alegorías. En este sentido creemos que pueden entenderse las observaciones realizadas por Gadamer y
Vietta sobre el modo de expresión de Kafka por el que la explicación va seguida por el enigma que la
deshace (Gadamer, 2004: 83-84). Se trata, a nuestro juicio, de una inversión del esquema clásico de la
alegoría deliberada en la que el enigma inicial de la imagen visionaria es deshecho por la explicación de
la alegoría por parte del guía que conduce al soñador o al peregrino.
368

esta situación desembocaría en la anagogía y en el paso de una estructura alegórica a


otra simbólica. En todo caso, el comentario de la alegoría tiende siempre a desconfiar de
los sentidos reemplazando el mundo de la experiencia por el de la razón (Fletcher, 2002:
304-309).
También es posible que sea la propia narración alegórica la que funcione a su
vez como comentario alegórico de otra narración anterior. Éste es el caso del relato
doblemente narrado señalado por Honig. Se trata de alegorías en las que, por la ausencia
de un comentario expreso, puede producirse un descubrimiento gradual por parte del
lector de la narración que subyace a la alegoría que sirve como pretexto. Quilligan
considera que, en tales casos, si el propio desarrollo del texto no remite al lector a la
otra narración sino que lo deja en “tierra de nadie”, la alegoría quedaría bloqueada por
la ironía (Quilligan, 1979: 133).
Con el precedente de las obras de Boecio y Prudencio, y el afán de emulación
que impregnó, en cierto modo, al Renacimiento del siglo XII344, los autores de Chartres
fueron, quizá, los máximos exponentes de la alegoría deliberada medieval. Nos
detendremos, muy brevemente, en el caso de Alain de Lille345. En el próximo capítulo
estudiaremos la vertiente científica de la alegoría de Chartres.
Alain de Lille (nacido en torno a 1128 y fallecido en 1203) da la medida del
género al afirmar en De planctu Naturae que la metáfora y, más aún, el mito, que se
extiende a lo largo de un discurso, no son sólo un procedimiento literario para evocar
poéticamente una realidad espiritual, sino un medio homogéneo para significar el
contenido interior de las cosas y revelar su verdad profunda346.
De la compleja estructura de la alegoría, Alain de Lille distingue un triple nivel
en la lectura de su obra. De este modo, en el prólogo al Anticlaudianus, advierte que
éste puede ser leído como una historia de aventuras para niños, como historia instructiva
y exhortativa en sentido ascético, y como alegoría -en sentido estricto- para los
intelectos maduros347. La madurez que Alain exige para la lectura alegórica no es sino

344
El Renacimiento del siglo XII estuvo precedido de diversas reformas educativas y a un desarrollo,
especialmente en su primera mitad, del Trivium. Bernardo de Chartres pretende recobrar el modo en que
la literatura clásica era enseñada en la Antigüedad, pero también alerta del peligro de la imitación pasiva
de los modelos del pasado (Colish, 1998: 175-179). La emulación no se dirige sólo hacia las obras
antiguas, sino hacia la propia exégesis escrituraria (cf. Alain de Lille, 1980: 49).
345
Para una pequeña guía de los alegoristas medievales, véase Ghellink, 1939 y Raby, 1927.
346
Cf. Chenu, 1957: 159. En la obra de Alain de Lille confluyen, entre otras, las ideas de Boecio, Proclo –
confundido a veces, sorprendentemente, con Aristóteles-, y el Asclepio –entonces atribuido a Apuleyo-
(Raymond de Lage, 1951: 68). Todas estas fuentes se filtran a través de las doctrinas de Chartes formadas
a partir de la lectura parcial del Timeo, y del chartriano Bernardo Silvestre.
347
Cf. Alain de Lille, 1973: 40-41.
369

una trasposición de la reserva que la exégesis alegórica había enarbolado, desde la


Antigüedad pagana, en su propia defensa frente a los indignos y no iniciados. De Lille
propone, por lo tanto, tres sentidos de su obra, correspondientes a los sentidos literal,
tropológico y alegórico –no en un sentido tipológico, sino cosmológico, en la línea del
alegorismo universal predicado por la escuela de Chartres- de la exégesis bíblica.
Pero seguramente es De planctu Naturae la alegoría deliberada más conocida de
Alain de Lille348. Sheridan afirma en el prólogo de su edición que la obra rescata el
género menipeo en la mezcla de elementos serios y cómicos y en el tratamiento de
aspectos filosóficos349. Ante esto, el editor se pregunta si de Lille es un autor serio o
satírico. La cuestión afecta a la naturaleza de la alegoría deliberada porque hace
depender la respuesta en uno u otro sentido de la dilucidación de si la obra es por
completo alegórica, en cuyo caso habría que entenderla como sátira, o si no todo en ella
tiene sentido alegórico y hay partes, de carácter moral, que pueden ser entendidas
literalmente350.
Goodman defiende el carácter satírico de la obra y señala que, en cierto modo,
puede leerse como continuación de la Cosmographia de Bernardo Silvestre351. En
efecto, ésta terminaba con la alabanza del órgano sexual masculino como modo de
regeneración del cosmos; De Planctu comienza con el lamento por la homosexualidad y
la esterilidad. Pero, por encima de la parodia de determinados elementos concretos de la
obra de Bernardo Silvestre, la crítica de Alain de Lille se dirige contra el sentido del
lenguaje de su predecesor.
Bernardo Silvestre había desarrollado la teoría de la ambigüedad del lenguaje a
partir de un mecanismo alegórico propio de la retórica: el integumentum, un arma
empleada, también por Juan de Salisbury, para la lectura cristianizada de la Eneida y, en

348
No ocurrió así en su época. El Anticlaudianus resultó a los ojos del lector contemporáneo una obra
más entretenida. De hecho fue pronto traducido al francés y, probablemente, este hecho fuera
determinante para el desarrollo de la alegoría en lengua vernácula en Francia (Raby, 1927: 300). El
mérito de Alain de Lille, en opinión de Raymond de Lage, es haber sabido crear una Naturaleza literaria
bifronte responsable de la vida física y de la vida moral (op. cit., p. 73).
349
Le Roman de la Rose, en el siglo XIII, será a su vez, una parodia de De Planctu, en la que, partir del
modelo de Alain de Lille, se desarrollará una alegoría cuyo significado, como ha mostrado Rosemond
Tuve, se delimita a partir de una constante manipulación de las asociaciones tradicionales de la alegoría
fijada en los modelos a los que el autor apela (cf. Werthebee, 1971: 265-266).
350
Cf. Alain de Lille, 1980: 46-47. Quizá el prólogo conservado en sólo un manuscrito que data del siglo
XIV, pueda iluminar esta cuestión. En él, se dice que la obra pretende ser una crítica de las costumbres,
pero también una denuncia del error de la Naturaleza, incapaz de evitar los errores humanos (cf. Hudry,
2000: 169-172).
351
Cf. Goodman, 2000: 294-302.
370

general, de los autores paganos352. La lectura alegórica sólo era posible desde la ya
apuntada conciencia de la ambigüedad del lenguaje. Pero este modo de proceder
suponía romper los límites más elementales de la hermenéutica, vista por Silvestre no
tanto como interpretación sino como modo de generar ideas de forma ilimitada. En
definitiva, se oponía a todos los métodos de exégesis de su época que tendían a disolver
la ambigüedad y a no traspasar la barrera de lo razonable353.
Alain de Lille, por el contrario, advierte de la necesidad de establecer un control
en la interpretación y en la comprensión del lenguaje, especialmente en el uso de los
tropos, con el rechazo expreso del integumentum, y entiende su escritura como un
proceso en el que la armonía debe ser restaurada. Sin embargo, dice Goodman, De
Planctu resulta en este sentido, una obra paradójica: el deseo de claridad –que evita toda
tendencia a la ambigüedad, y, con ello, cualquier tipo de forma evocadora- se despliega
en una tensión permanente con la oscuridad del estilo alusivo y complejo de su autor354.
Nos interesa subrayar cómo la alegoría no es concebida en esta discusión como
un ornato superficial, esto es, como un elemento añadido a los efectos de la simple
decoración de un texto de carácter filosófico, sino que, por el contrario, forma parte
esencial del discurso -y del problema-, de tal modo que de ella, y de sus límites,
depende el propio significado del mismo. En este sentido, dice Lubac –en referencia a
De planctu Naturae- que Alain de Lille, al aplicar la doctrina de la alegoría a una obra
literaria, esto es, no histórica, pretende acentuar su vertiente metafísica, y hacerla más
profundamente cristiana355.
Las retóricas medievales, por otra parte, recogieron la idea de la alegoría clásica,
esto es, de la metáfora continuada, aunque en algunas ocasiones, dejaron abierta la
posibilidad a la múltiple significación de las alegorías –con el mantenimiento de un
sentido literal al que se le agrega el figurado-, de un modo que casi constituyen un
adelanto de las consideraciones de Schelling en torno al símbolo. Así el Compendium
rhetoricae escrito en 1332 por un autor desconocido, se hace eco, dentro de un
tratamiento estrictamente medieval, de las teorías de la Retórica a Herenio y de las
retóricas de Cicerón. En este tratamiento medieval, el autor se deja contaminar de las
teorías de la predicación al hablar del “ejemplo” y de su relación con la alegoría. De
este modo, distingue entre ejemplos con nombre y ejemplos sin nombre. El segundo

352
Op. cit., p. 234.
353
Ib., p. 239.
354
Ib., p. 299.
355
Cf. Lubac, 1964: IV, 206.
371

caso, dice Murphy, es una aproximación a la alegoría desde la teoría de los cuatro
sentidos de la Escritura y del Ars gramática de Donato:

Allegory (permutatio) is a trope in which one thing is shown in the word and another in
the meaning. Its species are many, the most prominent of which are irony, antiphrasis, enigma,
charentismos, paroemia, sarcasm, and antismos… Allegory differs from metaphor in that in
metaphor a designation already understood is meant to apply to some novel significance… in
allegory the signification of the term itself is not changed; rather, some new other thing is given
to be understood by it.
(Murphy, 1974: 238)
372
373

XVIII. El problema de la allegoria in factis y el alegorismo


universal

En este capítulo nos detendremos en un aspecto fundamental de la exégesis


medieval, que, en cierto modo, ya se presentaban en la obra de San Agustín: el
problema de la allegoría in factis frente a la allegoria in verbis.
Fue Beda (672-735) el que, a partir de la concepción agustiniana de los signos y
las cosas, y de la afirmación, todavía ambigua, de que la alegoría no se encuentra en las
palabras, sino en los propios hechos históricos356, consumó el proceso de retorización de
la exégesis cristiana al escribir un tratado de retórica –De Schematibus- con ejemplos
tomados de la Escritura, y perfiló con claridad los conceptos de allegoria in verbis y
allegoria in factis357.
En De Schematibus, Beda se propone establecer la superioridad de la Escritura
sobre toda otra literatura358. En este estudio retórico, Beda tropieza con el problema de
la alegoría y sus diferentes niveles.
La allegoria in verbis es definida como tropo formado a partir de la metáfora.
Comprende los siguientes tropos subordinados: la ironía y la antífrasis, el enigma, el
carientismo359, la paremia, el sarcasmo y el asteísmo360 (Bruyne, 1958: 171). En la
allegoria in verbis se establece una ficción metafórica, resultado de la imaginación
humana, para significar de manera indirecta una realidad que no pasa por ningún otro
acontecimiento simbólico361. En consecuencia, la allegoria in verbis sólo establece una

356
Pépin apunta algunos precedentes de esta distinción: en el siglo II, Justino afirma, en un contexto
profético, que el Espíritu Santo tanto ha suscitado los acontecimientos, como pronunciado las palabras.
Algo más tarde, Clemente de Alejandría se hace eco de esta dualidad, al escribir que la venida del Señor
ha sido preparada por múltiples mensajeros que la han anunciado por sus hechos y palabras (Pépin, 1973:
19-20).
357
En opinión de Lubac, esta diferencia que afecta a la consideración interpretativa del sentido literal de
los textos es la que marca la distancia entre la alegoría cristiana y la pagana (Lubac, 1964: IV, 132).
Ahora bien, si se entiende que la diferencia no está tanto en el sostenimiento del sentido literal en el texto
que se interpreta alegóricamente, sino, como también apunta Lubac, en el alejamiento del terreno que la
retórica había acotado para la alegoría, es necesario advertir que, en nuestra opinión, también la alegoría
de los neoplatónicos, aunque no respetara el tenor literal de los textos, escapaba de los confines marcados
por el uso retórico de la alegoría y la estrechez identificativa, “plano a plano”, de las consideraciones
retóricas más estrictas. Incluso en el tratamiento estoico de la alegoría es fácil observar la falta de simetría
entre el concepto de hyponoia y la alegoría como figura retórica.
358
Cf. Strubel, 1975: 348.
359
Parece, en realidad, una forma de ironía: cuando de manera placentera se expresan cosas más bien
penosas.
360
Alusión espiritual atenuada.
361
Cf. Strubel, 1975: 351.
374

semejanza poética y contingente con la verdad espiritual, sin que de ella se infiera
ninguna dimensión fáctica362.
La allegoria in factis, por el contrario, es entendida como un proceso que hace
de un acontecimiento real el símbolo de otro acontecimiento. La relación entre ambos
hechos, como disposición de los acontecimientos querida por Dios, no es de naturaleza
metafórica, sino más bien se trata de una relación del mismo género que aquella que une
el significado al significante en el discurso363. La relación, esta vez, no se establece
entre palabras, sino entre referentes. Strubel señala que la lectura alegórica de la
Escritura dada en la Edad Media, deriva de la allegoria in factis: si la realidad
simbolizada pertenece al dominio ético, se desarrolla una lectura tropológica; si la
lectura es de orden escatológico, se trata de una lectura anagógica; si la interpretación
concierne a la Iglesia o a Cristo se considera de carácter alegórica; y si, particularmente,
se refiere a la relación entre los dos Testamentos, la interpretación recibe la
denominación de tipológica364.
Estas dos clases de alegoría vuelven a aparecer con distinto nombre y algunas
diferencias de contenido en la obra de Escoto Erigena, en la segunda mitad del siglo IX.
Escoto distingue entre mysteria y symbola. Los primeros se comunican a través de una
alegoría que alude a la vez a una acción y a un discurso. Los symbola, por el contrario,
son alegorías de palabra pero no de acción: nunca han tenido cumplimiento, aunque
sean descritos como si hubiesen acontecido365. El símbolo, en la acepción de Erigena,
comprende la metáfora, la parábola y la enseñanza doctrinal 366. Escoto introduce un
tercer término, sacramentum, que a veces se entiende como misterio y otras como
símbolo. En opinión de Pépin, la clave de esta ambigüedad estriba en que el sacramento
es, para Escoto, el género del que el misterio y el símbolo serían las especies367.
Pépin se pregunta a continuación de dónde procede la terminología de Erigena.
Orígenes –dice- ya había distinguido entre los hechos sucedidos históricamente y
aquellos que, pese a las apariencias, no habían ocurrido tal y como se infiere del sentido
literal de la Escritura. Pero Orígenes emplea el término “misterio” para referirse a la
significación figurada de los hechos aparentemente históricos, esto es, en sentido
contrario a la acepción que les da Erigena. Y, al revés, cuando Orígenes usa el término

362
Cf. Copeland, 1997: 337.
363
Op. cit., p. 350.
364
Ib., p. 352.
365
Cf. Pépin, 1973: 16-17.
366
Véase Smalley, 1952: 42-44.
375

“símbolo” no excluye que los hechos a los que se refiere no tengan junto a su sentido
espiritual, una dimensión histórica. Pépin apunta finalmente la posibilidad de que esta
terminología proceda del Pseudo-Dionisio368.
La allegoria in factis, con su interpretación de la historia como campo de la
intervención de Dios, esto es, como historia de salvación, es contigua a la lectura del
mundo como espejo de las realidades celestes. En la primera, el tiempo se convierte en
historia de salvación; en la segunda, el espacio, el cosmos, se interpreta como espejo de
Dios.
Esta lectura del cosmos, fundamento de la teología afirmativa, presente en
Agustín, es desarrollada más profundamente por Escoto Erigena y llegará a su apogeo
con la escuela de Chartres.
En el tiempo que se extiende desde la Antigüedad tardía hasta el triunfo del
pensamiento tomista, la alegoría se erige como un sistema de lectura y comprensión del
mundo y de la naturaleza. Cabe preguntarse cómo se ha producido este paso de la
alegoría de la historia, la tipología, a la alegoría del cosmos, en el contexto de la
hermenéutica escrituraria. Ciertamente, la teoría agustiniana del signo expuesta en De
Doctrina Christiana ya contenía las bases suficientes para fundamentar toda la
construcción alegórica de la naturaleza que luego se desarrollaría más directamente a
partir de los comentarios de Beda.
Fue acaso la exhaustiva retorización de la exégesis bíblica la que configuró el
alegorismo de la naturaleza. En efecto, la determinación del objeto de interpretación.
desde la superficie más material e inmediata del texto, desde la palabra aislada, sin
consideración por el discurso en el que ésta se ubica, ni por las proposiciones que
delimitan su significación concreta –el viejo problema de la alegoría, desde Aristóteles
y los estoicos-, produce la desatención de la historia, y pone en marcha la exégesis del
contenido material de cosas, animales, piedras, colores y demás objetos cuyas
propiedades, aisladas de su contexto en el discurso bíblico, son tratadas como figuras de
realidades espirituales369.
Será Raban Maur370 el que desarrollará extensamente este recurso sirviéndose de
las siete artes liberales371 para convertir los elementos de la naturaleza en un campo

367
Op. cit., p. 18.
368
Ib., p. 21-25. Sobre esta cuestión, véase también Pépin, 1987: 236 y ss.
369
Cf. Chenu, 1951: 26.
370
Raban Maur (muere en 856) es el autor de una extensa obra exegética, representativa de la más
rigurosa ortodoxia respecto del principio de autoridad. Se sirve especialmente de De Doctrina Christiana,
376

preparatorio del estudio de la Escritura. Así, las ciencias literarias del Trivium están al
servicio del sentido literal; las ciencias matemáticas del Quadrivium y las ciencias
naturales se ordenan al servicio del sentido alegórico372.
Hasta la reacción de Hugo de San Víctor, el alegorismo medieval prescindirá del
sentido literal de la Escritura y se volcará en la alegorización del mundo natural.
Raban Maur, en De rerum Naturae, realiza una interpretación sistemática del
mundo conforme a la autoridad de la Escritura. Así, la significación de las estaciones
del año corresponde en realidad a las etapas de la vida mística: la primavera, por
ejemplo, equivale al bautismo como un segundo nacimiento. Esta obra, afirma
Whitmann, anuncia las posibilidades de una alegoría cosmológica con el propósito de
conceptualizar el mundo y darle una racionalidad sistemática373.
En esta atención a la naturaleza de las cosas, confluyen tanto la exégesis
alegórica como la alegoría deliberada. Ambas corrientes, en opinión de Whitman374, se
van complicando a lo largo de la Edad Media en un proceso que tiende a transformar el
mundo en un universo de referencias figurativas.
La aproximación a la idea de la naturaleza en la Edad Media reviste una enorme
dificultad por varios motivos. En primer lugar, por la falta de delimitación de conceptos
propia de este periodo; en segundo lugar, porque su idea del placer estético –la belleza
del mundo es un elemento esencial en la interpretación de su dimensión teológica- es
muy diferente a la que se ha impuesto en épocas más recientes; en tercer lugar, porque
la Edad Media es un periodo lo suficientemente extenso375 y rico en teorías filosóficas y
estéticas como para resultar casi imposible dar cuenta del mismo en un solo y
necesariamente breve capítulo. La fuerza del pensamiento medieval en esta cuestión,

pero considera, como los Padres de Alejandría, que el sentido metafórico no forma parte del sentido
literal y sigue a Orígenes al considerar –con los efectos que estamos estudiando- que cada palabra es
alimento espiritual, y que corresponde al exegeta descifrar todo su sentido –hasta el sinsentido más
absoluto-. Spicq –al que seguimos en esta nota- lo califica de intérprete decadente que no aporta nada a lo
dicho por Agustín y Beda (Spicq, 1944: 20-21, 38-43).
371
Sobre el carácter de la instrumentación teológica de las disciplinas profanas, véase Chenu, 1957: 91-
92.
372
Cf. Bruyne, 1958: 354. Las siete artes liberales se configuran en torno a la Sabiduría como una de las
causas primordiales o atributos de Dios. En la iconografía medieval de los siglos XI y XII se encuentra
una rica variedad de este topos que son reflejo exacto de las concepciones científicas y teológicas del
momento (véase D´Alverny, 1953: 58).
373
Cf. Whitmann, 1987: 131-135.
374
Whitman, 1987: 124.
375
De este modo se pregunta Umberto Eco cómo es posible reunir bajo una misma etiqueta los siglos que
van desde la caída del Imperio Romano hasta la restauración carolingia con los años de cierto
renacimiento que se extienden desde el año 1000 hasta la invención de la imprenta (Eco, 1999: 10).
377

como en tantas otras, se prolongará durante el Renacimiento, sobre todo en el ámbito


religioso en el que las teorías escolásticas376 son casi absolutamente dominantes.
La estética medieval, en un principio, no busca la belleza del objeto artístico o
de la naturaleza en sí sino que persigue “captar todas las relaciones sobrenaturales entre
el objeto y el cosmos, en el advertir en la cosa concreta un reflejo ontológico de la
virtud participante de Dios” (Eco, 1999: 27). Como se colige de esta concepción del
placer estético entendido como averiguación del sentido de una metáfora o de una
alegoría377, el lenguaje simbólico-alegórico domina todo el arte medieval. Existe, en
opinión de Umberto Eco, una cierta debilidad en el percibir la separación entre las cosas
así como el deseo de reavivar a través de una nueva sensibilidad hacia lo sobrenatural
ese sentido de lo maravilloso que el clasicismo tardío había perdido. Se vuelve, en
definitiva, a la concepción simbólica de la existencia.
La mirada sobre la naturaleza se enmarca, en consecuencia, dentro de esta
concepción simbólica378, convirtiéndo el mundo físico en un alfabeto con el que Dios
habla del orden del universo. Pero la concepción de la naturaleza como bosque de
símbolos representaba para la teología cristiana de la Edad Media la amenaza del
retorno al panteísmo. Por eso, ya desde autores neoplatónicos como Dionisio, se trató de
sustituir la idea panteísta de emanación379 por la de participación al hablar de la esencia
de la naturaleza380. En la Escolástica tomista cristalizarán todas las tesis en torno a la
idea de participación divina en la naturaleza de las cosas. Emanación y participación son
dos conceptos fundamentales en la evolución de la metafísica medieval sobre la
naturaleza.
La idea de la naturaleza como emanación divina implica reconocer que la
naturaleza y, en ella, el ser humano, está hecha de la misma esencia divina. Dice

376
Sería más exacto hablar de neoescolástica, determinada, entre otras novedades, por el paso de la idea
de participación tomista a la de representación, con las importantes consecuencias que este cambio
supone (Vericat, 1999: 1-74).
377
“El medieval esta fascinado por este principio. Como explica Beda, las alegorías afinan el espíritu,
reavivan la expresión, adornan el estilo. Estamos autorizados a no comulgar ya con este gusto, pero será
mejor recordar que es el del medieval, y es uno de los modos fundamentales en los que se concreta su
exigencia de esteticidad.” (Eco, 1999: 72). Sobre esta cuestión, véase Jauss, 1977.
378
Kenneth Clark habla también, en referencia al tratamiento del paisaje en el arte medieval de “paisaje
de símbolos” en el que el hombre medieval consideraba los objetos materiales como símbolos de
verdades espirituales o episodios de la Historia Sagrada, mediante la inmediata sustitución de los objetos
por las ideas o, al contrario, las ideas por los objetos (Clark, 1971: 16).
379
El platonismo medieval, a diferencia del platonismo griego clásico, no admite que Dios se emane y
que el universo esté formado de la misma sustancia de Dios (Eco, 1999: 165). Para Cassirer la emanación
es un concepto bastardo que nace de la combinación de la categoría platónica de la trascendencia y de la
idea aristotélica del desarrollo (Cassirer, 1951: 34).
380
Para el funcionamiento de la idea de participación en Erigena, véase D´Alverny: 1953, 48.
378

Raimundo Paniker al respecto que la teoría de la univocidad del ente conduce al


panteísmo porque identifica la predicación que se haga de Dios con la que se realice de
cualquier otro sujeto.
La negación de la recta relación de causalidad lleva asimismo al panteísmo.
Paniker define el panteísmo del siguiente modo:

Aquella doctrina que en el problema Dios-mundo altera la relación causa-efecto; ya sea


exagerándola, al hacer que las naturalezas finitas no posean la más pequeña causalidad con
respecto a sus actos, de manera que sólo haya una naturaleza; ya disminuyéndola, con lo que las
naturalezas de las cosas adquieren una total y plena causalidad en sus operaciones y se
identifica, en cuanto son cada una de ellas ens a se con la divinidad. Identifica Dios con las
cosas, o las cosas con Dios381.
(Paniker, 1951: 30)

Por el contrario, bajo la idea de participación, el Uno, que es absolutamente


trascendente, es algo ajeno al sujeto y al mundo natural. No existe en el absoluto
contradicción alguna sino que ésta nace más bien de la impropiedad de los modos en los
que el ser humano intenta nombrarlo. La diferencia entre los términos del lenguaje
humano que a él se refieren y sus cualidades es de índole hipersubstancial: Dios es todo
lo que de Él se dice pero de un modo inconmensurable e incomprensiblemente más
alto382. Por eso, se debe incluso buscar nombres discordantes y enigmáticos para que los
fieles no se engañen sobre su esencia al atribuirle cualidades terrestres, como lo

381
Esta idea de panteísmo que se relaciona de forma estrecha con el simbolismo inconsciente hegeliano y
con el pensamiento mítico descrito por Cassirer, renace con variantes en el simbolismo francés y en
algunas poéticas del siglo XX. Así, se ha puesto de relieve la presencia de un cierto panteísmo krausista
en autores como Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez.
382
Dirá siglos después Fray Luis de León: “siendo Dios un abysmo de ser y de perfección infinita, y
aviendo de ser el nombre imagen de lo que nombra, cómo se podía entender que una palabra limitada
alcançassa a ser imagen de lo que no tiene limitación” (Fray Luis de León, 1986: 168). Idea presente
también a lo largo de todo el Monte de Perfección. A comienzos del siglo XII, antes de la expansión de
las teorías de Dionisio, el problema de los nombres de Dios había suscitado una crítica gramatical que
representaba un considerable esfuerzo de reflexión sobre los procedimientos de significación y de
expresión de las realidades divinas. La crítica teológica de los nombres de Dios se basaba en la distinción
gramatical nominal de la qualitas del significado del nombre y el suppositum que responde a su sustancia.
En el caso de los nombres de Dios, al ser Dios simple, sin composición de sustancia y cualidad, su
nombre carece de qualitas. En consecuencia, el nombre de Dios pierde también su modo propio de
significar, convirtiéndose en una abstracción sin forma. La gramática concluía –adelantando la recepción
de Dionisio- que sólo es posible referirse a Dios metafóricamente (cf. Chenu, 1935/36: 5-26, y, sobre
todo, 1957, 100-118; respecto de la naturaleza metafórica de los nombres de Dios en Pedro Abelardo,
véase Luscombe, 1996: 101-117). Guillermo de Conches afirmará, por el contrario, que la encarnación de
Cristo permite formar una imagen verdadera de Dios, al menos parcialmente, pues su esencia sigue siendo
trascendente e incognoscible. Pero sí es posible conocer sus atributos, más allá de la mera aproximación
analógica (Dronke, 1985: 36).
379

luminoso, que nada tiene que ver con su verdadero ser383. Escoto Erigena, defensor de
una teología negativa en la que el no-ser está siempre por encima del ser, explica la idea
de participación diciendo que ésta implica siempre una presencia del superior en el
inferior, pero esta relación no es por sí misma constitutiva del ser. Así, las cosas no son
sino por la presencia en ellas de las causas primordiales, pero éstas a su vez proceden de
Dios por verdadera creación384.
En el estudio de este panorama exegético teológico es, por lo tanto, necesario
detenerse en Escoto. El irlandés es una figura fundamental del pensamiento del
renacimiento carolingio. El cultivo de la filosofía y la nueva preponderancia de la razón
que se revelan en la obra de Escoto no pueden ser explicados sin la comprensión de este
particular momento histórico.
Son los esfuerzos de Carlomagno y, por éste, de Alcuin de Cork, los que
consolidan una nueva visión de la educación que pasará por la consolidación del
programa de las artes liberales –a partir de la lectura de Marciano Capella-, la difusión
de la Consolación de la filosofía de Boecio e incluso, dentro de los estudios teológicos,
la revisión del texto de la Vulgata. La actividad de Alcuin supone un paso decisivo en el
arranque de la tradición medieval –soñada ya por los Padres de la Iglesia; en Occidente
sobre todo por San Agustín- que incluye la filosofía en los estudios cristianos, tradición
que alcanzará su momento álgido con Santo Tomás de Aquino385. Erigena no podría
haber dicho “Nadie entra en el cielo sino a través de la filosofía” fuera de este contexto
cultural.
El desarrollo de este ideario implicaba un replanteamiento de la relación entre
tradición y razón en los términos establecidos por Agustín. En efecto, aunque Erigena se
somete expresamente a la plena supremacía de la tradición dogmática cristiana, en su
obra esta tensión se desplaza, en virtud de su acentuado neoplatonismo, hacia el eje
razón / sentidos386. La discusión entre razón y tradición se vuelve ambigua:

383
Eco, 1999: 76-77. Dice Escoto al respecto que todo lo que es objeto de atribución no sobrepasa una
medida, encontrándose así limitado, encerrado en los límites de una naturaleza. Mas la infinitud de Dios
lo eleva por encima de todos los límites. Para nombrarle habría que superar toda esencia, todo lo que los
sentidos y la misma inteligencia pueden alcanzar (Fliche Martin, 1974: 15).
384
Fliche Martin, 1974: 28. A pesar de estas afirmaciones es necesario advertir que las diferencias entre
las teorías de Escoto y el panteísmo platónico no están claramente establecidas. Tal vez, en la distinción
que realiza entre essentia y natura, sinónimos en el mundo greco-latino, sea la pieza fundamental para
reconducir su propuesta a la ortodoxia cristiana (Paniker, 1951: 157-158).
385
Cf. Carabine, 2000: 7-8.
386
Para Erigena –desde una posición coincidente en buena medida con Plotino e incluso con los
gnósticos-, la Caída es la causa del mundo material y en consecuencia de la apertura de los sentidos (op.
cit., p. 79).
380

The study of the Scriptures in the quest for spiritual meaning, therefore, is guided not
only by the authority of the fathers but also by reason, which “finds it sweeter to exercise her
skill in the hidden straits of the ocean of divinity than idly to bask in smooth and open waters
where she cannot display her power” (Periphyseon IV 744A).
(Carabine, 2000: 18)

La clave para resolver la tensión entre estos dos polos está en la alegoría.
Erigena no justifica la exégesis alegórica, como habían hecho sus precedentes, en virtud
del prestigio de la oscuridad, la belleza o por la necesidad de mantener alejados a los
indignos. Erigena, por el contrario, recupera de la tradicional defensa de la alegoría la
atracción de la inteligencia por lo enigmático, pero lo expresa de un modo que parece
evocar, de modo paradójico y profundamente original –allí eran “las tinieblas
inconmensurables”, aquí “las aguas estrechas”-, la mística de Gregorio de Nisa y
Dionisio: la inteligencia no despliega sus habilidades en el terreno del lenguaje o de la
tradición exegética, sino en “las estrechas aguas” del océano divino.
La importancia de su obra, particularmente el Periphyseon387, para el estudio de
la alegoría medieval radica no sólo en la decisiva influencia que su platonismo tendrá
posteriormente en la escuela de Chartres388, sino, como señala Whitman, en el amplio
programa metafísico que implica por su propio modo de operar, la tendencia a integrar,
no sin brusquedad, las tradiciones interpretativas y compositivas, de tal modo que su
exégesis de la Creación deviene una especie de creación ella misma389.
El concepto de naturaleza de Erigena es un claro precedente de las alegorías
naturales de Chartres. El irlandés establece, con una claridad y un alcance que no
tuvieron sus predecesores, la correspondencia infinita entre el libro de la naturaleza y la

387
Sobre la adversa fortuna del Periphyseon, sus prohibiciones y sus dificultades para ser aceptado, véase
Carabine, 2000: 22 y ss.
388
Erigena desarrolla una labor fundamental en la incorporación del pensamiento griego a la filosofía
medieval. En cuanto a las fuentes paganas, se cree que Erigena tuvo un contacto indirecto –quizá a través
de Calcidio y Dionisio- y escaso con la obra de Platón, Aristóteles y los neoplatónicos. Pero sí tuvo
contacto con bastantes fuentes cristianas. En Escoto se han acreditado las lecturas de las siguientes obras
orientales: De principiis y el Comentario de la Epístola a los romanos de Orígenes; El Hexaemeron de
Basilio; Las Orationes de Gregorio Nacianzeno; De hominis Opificio de Gregorio de Nisa; Ancoratus de
Epifanio; alguna obra de Juan Crisóstomo y de Máximo el confesor; y, sobre todo, la obra completa de
Dionisio de la que realiza la primera traducción en Occidente (Sheldon Williams, 1973: 4-5). Respecto a
esta traducción –y a la que realiza de Máximo el confesor-, conviene recordar que Erigena la aborda
siendo ya un teólogo maduro que adapta la traducción a sus propias posiciones, aun cuando respete la
autoridad reconocida a Dionisio. Esto significa que Escoto no es sólo un mero traductor literal, sino un
exégeta o expositor cualificado (cf. Roques, 1973: 59-60).
389
Cf. Whitman, 1987: 144.
381

Escritura. Al igual que ocurre con los chartrianos, la sombra del panteísmo se desliza a
través de la obra de Erigena. Su concepto de la naturaleza es absoluto: la naturaleza
comprende las cosas que son y las que no son, incluso, no sin ambigüedad, parece
comprender también a Dios390.
En este sentido, el concepto de “símbolo” en Escoto adquiere un sentido
diferente del que resultaba por su oposición a “misterio”. En el estudio platónico del
cosmos391, Escoto, en clara sintonía con la teoría del signo agustiniana, considera que el
símbolo “es toda forma material, toda figura visible y toda composición instituida para
ser imagen de la Belleza invisible; su belleza no tiene en sí misma la razón última, no
fue creada para que nos detuviéramos en ella” (Bruyne, 1958: 358)392. Dios es todas las
cosas. La creación es el paso de Dios del no-ser al ser mediante la autonegación.
Este simbolismo universal se articula conforme a dos reglas fundamentales: en
primer lugar, toda creación es esencialmente teofanía; en segundo, toda expresión es
inversio: lo expresado se opone a su verbo y se le escapa. Hay en este modo de operar
un esfuerzo por armonizar la influencia irrenunciable en el ámbito teológico occidental
de Agustín, y la recepción del pensamiento de Gregorio de Nisa y Dioniso. De este
modo, Erigena considera que Dios permanece siempre inefable. Su manifestación le
oculta. Dice Escoto que el conocimiento implica una creación y sólo tiene eficacia
auténtica en el pensamiento. Así, del mismo modo que el universo tiene su ser en el
pensamiento divino, el hombre se realiza conociéndose y conociendo las cosas; la
naturaleza tiene su verdadera razón en el espíritu humano393. Erigena parece incluso
aceptar el concepto gregoriano de epéctasis. Ahora bien, como en su sistema Erigena
había deificado toda la creación, concluye -y con esto retorna a cierto agustinismo sui

390
Cf. Carabine, 2000: 30 y ss.
391
Escoto acepta la división del cosmos en tres órdenes: las sustancias individuales, las causas
primordiales y las Personas divinas en la Unidad Suprema. Lo que no es Dios es teofanía o manifestación
de Dios (Bruyne, 1958: 368). Por “causas primordiales”, Erigena entiende los arquetipos de la tradición
platónica, por más que éstos puedan resultar contradictorios con la idea de teofanía. Las causas
primordiales constituyen la segunda categoría de la naturaleza universal, preformadas por el Padre en el
logos. Entre ellas, están la Bondad, la Justicia, la Verdad, la Sabiduría, la Razón… .: todos los atributos
que constituyen los nombres divinos del Dios indecible (<biblio>).
392
Bruyne apunta, no sin reservas, la posibilidad de que ya exista en la obra de Escoto una diferencia
entre alegoría y símbolo. La primera se limitaría a la interpretación de la Biblia mientras que el segundo
se refiere a la interpretación racional de la naturaleza (Bruyne, 1958: 361). Whitman, por su parte, afirma
que el símbolo de Erigena abarca también la exégesis del discurso y su transferencia de lo lingüístico a lo
extralingüístico (Whitman, 1987: 155-156). Compartimos frente a Bruyne, la opinión de Whitman por
cuanto Erigena establece una total correspondencia entre la Escritura y la Naturaleza (cf. Carabine, 2000:
61). En este sentido, el mecanismo de que apunta a Dios tanto en uno como en otro “libro” es el mismo y
funciona de acuerdo a los mismos procedimientos analógicos y metonímicos. Esto no obstante, por la
influencia de Dionisio, es necesario entender la analogía en sentido absoluto, porque abarca tanto lo
semejante como lo desemejante.
382

generis- que el alma no tiene necesidad de buscar a Dios fuera de sí misma porque ella
misma es Dios394.
En el siglo XII las tesis de la naturaleza como símbolo de las realidades divinas
alcanzan su máximo esplendor. En esta época se revitaliza la recepción de Erigena a
través sobre todo de Honorio, un casi desconocido divulgador del simbolismo religioso
y comentarista del Cantar de los cantares395.
Whitmann ha analizado las causas de esta expansión del alegorismo universal y
ha apuntado lo siguiente: La alegoría de la naturaleza parece representar a gran escala el
movimiento simultáneo que vuelve hacia una fuente esencial y se aleja de ella: un
movimiento reductivo y expansivo de regeneración: por una parte, un movimiento de
cohesión, la conservación de todos los poderes en Dios; por otra, la flexibilidad de la
alegoría que depende de un principio de expansión por el que se delega el poder de esta
fuente a las figuras que operan en su misma esfera396.
En este contexto surge el problema de la valoración de la materia. Se trata,
evidentemente, de una cuestión heredada del platonismo. Pero frente a lo que ocurría en
la filosofía platónica, el cristianismo no podía admitir la idea de una materia limitadora
del poder divino397. Ciertamente, la solución parecía sencilla: a diferencia de lo que
había ocurrido en el pensamiento griego, el cristianismo consideraba que el mundo
había sido creado por Dios de la nada. En consecuencia, no podía considerarse en modo
alguno limitador del poder divino.
Pese a ello, la recepción del Timeo y la lectura que Calcidio hace de Platón
plantearon ciertas dificultades, hasta el punto de admitir figuras intermedias entre Dios
y la materia, a fin de evitar la idea de la creación inmediata del mundo. En este ámbito
encontraron cabida las pautas metafísicas que habrían de iluminar las alegorías literarias
de Alain de Lille y las científicas de Bernardo Silvestre398.
La recepción del Timeo fue decisiva en la delimitación del renacimiento
platónico del siglo XII. Sin embargo es necesario recordar que la traducción de

393
Cf. Trouillard, 1973: 98-101.
394
Cf. Carabine, 2000: 107.
395
Cf. D´Alverny, 1953: 32 y ss.
396
Whitmann, 1987: 168.
397
Op. cit., p. 170.
398
Alain de Lille considera que Dios conserva en sí las formas increadas de todos los seres y que éstos
sólo son los reflejos de estas formas que descienden sobre la materia. De este modo, siguiendo los
postulados generales de la escuela de Chartres, Alain de Lille distingue entre la creación de Dios y la
actividad de la Naturaleza, consistente en la generación por semejanza (cf. Raymond de Lage, 1951: 69,
72).
383

Calcidio399 que manejan, entre otros, los chartrianos, es incompleta. Calcidio no incluye
la parte relativa al hombre, por lo que esta versión del Timeo aparece únicamente como
un estudio de los orígenes y orden del cosmos.
Los chartrianos leen el Timeo como una física fácilmente cristianizable en
apariencia: el Demiurgo platónico se identifica con Dios; el realismo físico de Platón,
animado por la reivindicación de los victorinos de la historicidad de la Biblia, se vuelca
en la valoración literal de la creación, frente al idealismo agustiniano400. Mayor
problema presentó la cuestión del “alma del mundo” que, adaptada por Abelardo,
pretendía reducir la dimensión histórica del Espíritu a la extensión del cosmos401.
El problema del “alma del mundo” aparece unido a la cuestión ya enunciada de
la valoración de la materia. Los científicos de Chartres habían distinguido entre creación
y ornamentación. Así, afirmaban que antes de la ornamentación del universo, Dios
había creado la materia, como caos informe pero poseyendo ya un rudimento de belleza.
El ornato del mundo presentaba la materia diferenciada según peso y número, figura y
color, y formas determinadas y bellas402. Ahora bien, el problema se presentaba a la

399
La traducción de Cicerón que utilizaba Agustín no parece haber sido muy usada en esta época (Chenu,
1957: 119).
400
Chenu señala que la admisión del Demiurgo y de la cosmogénesis introdujo en la escuela de Chartres
la discusión sobre el valor del mito. Guillermo de Conches y Abelardo, en su opinión, convierten al mito
en una especie de alegoría decorativa (Chenu, 1957: 123). A nuestro juicio, la aceptación del mito y su
difícil y no siempre conseguida instalación en el seno del cristianismo entrañó mayores problemas que lo
que deja ver esta identificación con lo decorativo. La cuestión se muestra, con toda su complejidad, en el
problema del “alma del mundo” y en las alegorías de Bernardo Silvestre y Alain de Lille. La alegoría no
tiene en este momento el valor puramente decorativo que tendrá en el siglo XVIII, o incluso antes, en el
uso que la poesía renacentista hace del mito. En general, el libro de Chenu se muestra bastante crítico con
la alegoría como forma de expresión teológica y literaria medieval. Acaso haya en él un cierto contagio
de las teorías románticas y neokantianas de símbolo por oposición a la alegoría. Esta posición parece
deducirse de su comparación entre el simbolismo dionisiano con el alegorismo en el que parecen repetirse
algunas de las argumentaciones que se desarrollarán en el Romanticismo, pero que resultan ajenas al
pensamiento medieval. Así, cuando, al hablar del dominio del alegorismo en este momento, afirma: “Ce
ne fut pas là excès occasionnel, mais, à la limite, méconnaissance du caractère propre de la métaphore
comme image, et, par là, de la différence entre symbole et allégorie” (Chenu, 1957: 188). O cuando
define la alegoría como descripción analítica de una idea a partir de sus elementos separados y abstraídos
de una imagen, de la que cada detalle adquiere significación propia; y, por otra parte, afirma que el
simbolismo emana de una adhesión de nuestro ser, y su transparencia se oculta de algún modo, en el
curso de la experiencia espiritual, en el interior de las imágenes mismas, mediadoras del misterio; de ahí
su intensidad y su valor estéticos (op. cit., p. 189-190). En todos estos casos, consideramos que Chenu
introduce en el tratamiento de la alegoría medieval unas cuestiones de carácter estético o, incluso
antropológico, que están ausentes del debate medieval en torno a la alegoría, que se desarrolla por su
oposición al sentido literal y a la historia, con la que, a su vez, mantiene una relación compleja al ser la
llave que abre su verdadero sentido, mediante la lectura tipológica. Pero, en ningún caso, nos parece,
puede oponerse alegoría a símbolo en el siglo XII, con la pretensión de sentido que tendrá en el siglo XIX
y comienzos del XX. Dronke afirma -en una línea a la que nos sentimos más cercanos- que las alegorías
medievales, por ejemplo las de Bernardo Silvestre, comprenden tanto el símbolo como la alegoría en el
sentido que Goethe presta a ambos términos (Dronke, 1985: 121).
401
Cf. Chenu, 1957: 121.
402
Bruyne, 1958 : 269.
384

hora de determinar quién era el que debía producir los cuerpos, esto es, quién plasmaría
en la materia las imágenes divinas. En opinión de los chartrianos –Guillermo de
Conches, Thierry de Chartres y Bernardo Silvestre- parece que esta tarea habría de
corresponder al “alma del mundo”, identificada en ocasiones con el Espíritu Santo403.
La importancia de esta determinación, a los efectos del estudio de la alegoría,
radica en que para los alegoristas del Chartres la Naturaleza no es una personificación
poética, producto de una mera abstracción, sino la encarnación de una realidad
espiritual. Incluso en pensadores que no se adscriben al realismo y que abogan por un
nominalismo moderado, casi una vía conciliadora, entre ambas posiciones, como Juan
de Salisbury –que se nutre en este punto del pensamiento de Aristóteles y Boecio-, usan
la alegoría como instrumento idóneo de exposición de su pensamiento. En efecto,
Salisbury, en el Metalogicon, propone una ciencia teológica que asciende desde la
lógica hacia el absoluto mediante una gradación de valores. Esta gradación se plantea
como una moral del conocimiento. Pues bien, la exposición de esta moral se realiza por
medio de genealogías de alegorías: Phronesis es la fuente de otras virtudes, como
Justicia, Valentía y Moderación. Pero, a su vez, es hermana de Alétheia, madre de
Filología –esposa de Mercurio-, Filocadia, y Filosofía404.
La Cosmografía de Bernardo Silvestre, escrita en la segunda mitad del siglo XII,
es una obra en la que confluyen la exégesis alegórica y la alegoría deliberada.
Whitmann afirma que esta confluencia supone un paso adelante en la tradición de la
alegoría. Desde el punto de vista exegético, el poema de Bernardo Silvestre explica la
creación; pero lo hace por medio de una alegoría deliberada405.
El poema se divide en dos libros. En el Libro I, titulado Megacosmos, se
describe el paso de la materia informe al mundo ordenado. El Libro II, Microcosmos,
narra la creación del hombre. En este proceso, Urania le entrega el alma, Physis le
otorga el cuerpo, y Natura los une406.

403
Cf. Bruyne, 1958: 276-289. La asociación del concepto del “alma del mundo” con el Espíritu Santo
fue condenada por Guillermo de Saint Thierry y ratificada por el papa Inocencio II. Acaso por este
motivo, en las obras de madurez de Guillermo de Conches el “alma del mundo” desaparece (Dronke,
1985: 100-105). Para el problema del alma del mundo en el pensamiento de Alain de Lille, véase Dronke,
1985: 144-153). La temprana y aguda crítica agustiniana al “alma del mundo” y al panteísmo en el que
esta idea desemboca puede verse en La ciudad de Dios, IV, 12.
404
Véase Michel, 1997: 451.
405
Cf. Whitmann, 1987: 219.
406
Op. cit., p. 220. La complejidad de la alegoría de Bernardo Silvestre, en la que en la creación del
hombre intervienen tres instrumentos divinos: Urania, Physis y Natura, es que no se explica qué clase de
relaciones existen entre ellos. El profundo enigma de la alegoría de Bernardo –dice Dronke- se debe al
problema central de todo su pensamiento: “la relación entre las leyes celestes y las físicas, y la de ambas
con el destino del hombre y su libre albedrío” (Dronke, 1985: 125-126).
385

El concepto de alegoría que emplea Bernardo Silvestre es contiguo al de figura y


fábula. Bernardo considera que en la alegoría el sentido oculto se encuentra inmerso en
un hecho histórico407. De este modo, concibe la historia como un mecanismo alegórico.
Ahora bien, es necesario subrayar que, a diferencia de la concepción de la tipología que
se limita a los hechos históricos contemplados en la Escritura y que, además, establece
una visión profética de la historia como historia de salvación, Bernardo Silvestre parece
extender su idea de alegoría histórica a la historia en general. En todo caso, la alegoría
se diferencia del integumentum408 en virtud de la historicidad de la primera frente al
ámbito fabuloso en el que se inserta el sentido oculto del segundo. Pero ambos, la
alegoría y el integumentum, pertenecen a la figura, en sentido amplio409.
La mezcla de exégesis alegórica y de alegoría deliberada del poema de Bernardo
Silvestre fue adelantada, desde el punto de vista teórico, por Guillermo de Conches en
su comentario a Macrobio, en el que se planteaba la necesidad de definir la relación
entre la ficción narrativa y la verdad filosófica. Macrobio defiende la existencia de un
espacio en el que tal relación es posible 410. Guillermo de Conches lo amplia y extiende
la definición de fábula a toda clase de narrativa de imaginación, especialmente a aquella
cuyo significado se extiende más allá del sentido literal411.
Quedaba así justificado el uso de la alegoría deliberada para el tratamiento de los
temas que ocupan a la filosofía. Ahora bien, esta fusión de la filosofía con la poesía,
realizada en el seno del neoplatonismo cristiano de Chartres, implicaba necesariamente
una reformulación de las ideas de alegoría, símbolo –muy presente en este momento por
la recepción de Dionisio-, enigma y fábula. Guillermo de Conches emplea el término
“enigma” en el sentido de alegoría oscura de Quintiliano. La fábula, como fórmula de la
narración alegórica, se contagia de la funcionalidad histórica de la alegoría. De este
modo, puede significar un medio de encubrir la verdad, o, por el contrario, una forma de
expresar la verdad, o incluso, dentro de la vertiente ornamental de la alegoría, un modo
de expresar bellamente la verdad412.
Pero la lectura de Boecio trajo a la ciencia no sólo el platonismo del Timeo sino
también la voluntad de conciliar Platón con Aristóteles. Aristóteles aportaba una visión

407
Cf. Dronke, 1985: 119.
408
Véase lo expuesto sobre el uso y valor de integumentum en la obra de Bernardo Silvestre en el capítulo
anterior.
409
Op. cit., p. 119. Bernardo Silvestre define el integumentum como “genus demonstrationis sub fabulosa
narratione veritatis, involvens intellectum, unde involucrum dicitur” (Chenu, 1957: 165).
410
Cf. Dronke, 1985: 14.
411
Op. cit., p. 17.
386

más positiva de la materia y, con ella, una tendencia a la valoración del mundo natural
por y en sí mismo, sin el fundamento simbólico del alegorismo. El propio Boecio
defendía ya el status autónomo de las ciencias de la naturaleza.
En el siglo XII, la renovación de la exégesis bíblica y el freno al alegorismo
universal se produjo en la escuela de San Víctor de París. Los victorinos, especialmente
Hugo de San Víctor, eran defensores de una teología mística que arrancaba de la
contemplación del mundo sensible, tanto en su belleza como en su fealdad, en la línea
pensada por Proclo con relación al valor simbólico de lo desemejante413. La innovación
de la escuela de San Víctor otorgaba un peso importante a la razón en el desarrollo de la
tarea hermenéutica frente al criterio de autoridad impuesto desde los tiempos de
Agustín. Este espíritu crítico empujó a los victorinos a deslindarse, en no pocas
ocasiones, de la exégesis patrística y a ampliar el valor de la autoridad, aunque en un
nivel secundario, a autores paganos como Cicerón, Platón Aristóteles y Josefo414.
Hugo de San Víctor (fallecido en 1141) es el primero que alerta de la necesidad
de abandonar la línea del alegorismo cosmológico y de volver no sólo a la valoración
del sentido literal de la Escritura415, sino también a la proyección de la lectura alegórica
a la historia, dejando las obras de la creación para el estudio de las ciencias profanas416.
El método hermenéutico de San Víctor se alejaba así del alegorismo de las
palabras aisladas que había caracterizado la exégesis de Raban Maur, y advertía de que
son sólo las realidades históricas de la Escritura las que deben ser interpretadas. Esta
decisión supuso el regreso a la lectura tipológica de la Biblia. En este sentido, los
victorinos propusieron un regreso a la función original de la alegoría cristiana: servir de
eje entre la sucesión histórica y el orden doctrinal 417. Andrés de San Víctor sistematizará
este modelo en el que, a partir de una exégesis literal, la alegoría se desplazará hacia la
construcción de una teología simbólica.
Esta evolución se consolida en el siglo siguiente. El siglo XIII trae “la estética de
la luz” y marca el fin de la interpretación alegórica del mundo418. La belleza del mundo

412
Cf. Dronke, 1985: 55.
413
Cf. Bruyne, 1958: 224-226.
414
Cf. Spicq, 1944: 70-77.
415
La decisión de volver sobre el sentido literal de la Escritura, con su renovación de la interpretación
histórica, en detrimento de la cosmológica, supone, en la época, un regreso al pensamiento de San
Jerónimo a costa de la influencia agustiniana (Smalley, 1968: 274).
416
Op. cit., pp. 83-84; Chenu, 1957: 200-201. Esta limitación de la interpretación escrituraria no quedaría
plenamente fijada hasta el Concilio de Trento, en 1546 (cf. Ferraris, 2004: 13).
417
Cf. Chenu, 1951: 24.
418
La escuela franciscana de Oxford desarrolla una serie de meditaciones sobre la luz y la experiencia,
que, pese a su moderado nominalismo, siguen siendo esencialmente platónicas. A la luz se le atribuyen
387

se lee no ya de un modo fantástico sino filosófico, viendo en cada cosa la participación


divina. Esta evolución marca, en palabras de Umberto Eco, el paso del simbolismo
metafísico al alegorismo cósmico, e implica la devaluación de la realidad física para
buscar la única y verdadera realidad que reside en la idea419.
El abandono del simbolismo cósmico favorece la concepción del mundo como
“expresión” no como imagen o copia de las realidades celestes. Dice Blumenberg que
esta nueva visión del mundo no habría sido posible sin la idea de que sólo el hombre es
imagen y semejanza de Dios. En consecuencia, se hizo necesario buscar para el mundo
una forma distinta de representación de la autorrevelación divina, que delimitara y
realzara la especificidad de la naturaleza humana420.
La concepción trascendente de la divinidad y la radical separación de la
naturaleza que esto conlleva aboca al hombre al vértigo de lo sublime en un sentido
(pre)hegeliano del término, condicionando de forma decisiva su valoración de la
naturaleza y su vertiente simbólica. Ya en Hugo de San Víctor se percibía, según Eco,
un fuerte sentimiento prerromántico ante esta inadecuación de la belleza terrena que
provocaba al mismo tiempo la insatisfacción y la aspiración hacia lo Otro. En efecto, no
sólo encontramos en este sentimiento de insatisfacción un adelanto del romanticismo
sino que también precede a este movimiento en el tratamiento irónico de lo feo natural
que lleva a la visión a anhelar la verdadera belleza421. Observemos, aunque no sea éste
el lugar de detenerse en esta cuestión, cómo las ideas de separación radical de lo
absoluto, la alegoría y la ironía, concurren junto a la presencia de un cierto simbolismo
tal y como ocurrirá con posterioridad –y desde luego con otra significación- en otros
movimientos artísticos y literarios.
Paradójicamente, esta pérdida de valor simbólico de la naturaleza hace que el
hombre medieval se interese más por ella en sí misma y abre la posibilidad de la
observación atenta de las cosas y el aprecio por sus formas concretas desde los siglos
XII y XIII422. En palabras de Étienne Gilson, la analogía del mundo con Dios no
desaparece, pero en lugar de expresarse sobre el plano de las imágenes y los

dos funciones: una puramente espiritual orientada a la producción de la idea, y otra, también espiritual,
pero derivada de la luz primera, destinada a la iluminación de lo sensible, de tal modo, que en la luz se
reencuentren la materia y el espíritu (cf. Michel, 1997: 668-669).
419
“El principio tomista de la analogía no se basa en semejanzas inasibles y vagas, como se entendería
posteriormente, sino en un criterio metodológico que permite inferir, según reglas lo más unívocas
posible, la naturaleza de la causa a partir de los efectos” (Eco, 1999: 165).
420
Cf. Blumenberg: 2000, 51.
421
Eco, 1999: 79.
422
Eco, 1999: 98.
388

sentimientos, se formuló en leyes precisas y en nociones metafísicas definidas423. El


ipsum esse se convierte en la pieza fundamental de la ontología tomista424. Esto no
obstante, perviven en la Escolástica algunos elementos que contradicen esta idea de
separación, como es la idea de la disposición del cosmos en grados en el que, si bien el
mundo sensible y el mundo inteligible no sólo se oponen sino que, además, “tienen su
esencia misma en esa su negación recíproca”425, existe, por otra parte, un puente
espiritual por encima de esta negación. Este puente que se entiende como un camino de
redención aparece dividido en grados de naturaleza jerárquica (Cassirer, 1951: 24)426.
La significación del mundo en la Edad Media se despliega, por lo tanto, en el
paso de una concepción alegórica universal, cercana al panteísmo, propia del
platonismo de Chartres a la visión más contenida de la Escolástica, en la que el mundo
deja de ser imagen para convertirse en expresión de las realidades divinas.

423
Cf. Gilson, 2004: 108.
424
Señala Eco que esta nueva actitud frente a la naturaleza se observa ya en la arquitectura gótica en la
que, junto “a grandes ideaciones simbólicas encontramos pequeñas complacencias figurativas que revelan
un fresco sentimiento de la naturaleza y una atenta observación de las cosas.” (Eco, 1999: 98). Tomás
rechaza incluso la tesis de las razones seminales, de la iluminación de la verdad y de las virtudes, por la
que Dios aparece como causa única de la generación, la verdad y la virtud. En opinión de Tomás de
Aquino, “en un universo creado como el universo cristiano es inconcebible que los seres no sean
verdaderos seres y por consiguiente que las causas no sean verdaderas causas” (Gilson, 2004: 147).
425
Cassirer, 1951: 23.
426
Más abajo nos detendremos en el examen de la vertiente mística de esta gradación. Baste decir ahora
que la concepción de este sistema se desarrolla especialmente en la tradición agustiniana de los primeros
franciscanos. Según Buenaventura, el mundo creado se articula en un sistema de gradaciones que se
corresponde simétricamente como otro sistema de gradaciones de carácter místico referido al descenso y
profundización del alma dentro de sí (cf. Blumenberg, 2000: 56).
389

XIX. Los cuatro sentidos de la Escritura

En los capítulos anteriores hemos visto el nacimiento y evolución de la lectura


alegórica de la Biblia, presente ya en las epístolas paulinas y desarrollada
posteriormente en la exégesis de Orígenes. Por otra parte, hemos estudiado la defensa
de la lectura literal desplegada en la hermenéutica antioquense. En los Padres de los
últimos tiempos de la Antigüedad tardía se produjo un eclecticismo interpretativo que
combinó las posibilidades de la lectura alegórica y literal. Junto a estas dos actitudes
ante los textos escriturarios, se ha situado la exégesis mística como variante de la
alegoría en su acepción más amplia, esto es, como sentido figurado en general. La
mística, que había sido exegética y teórica en la doctrina de los Padres griegos, se
volvió vivencial en Occidente, a partir de la influencia decisiva de las Confesiones de
San Agustín.
Toda esta evolución cristalizó en el cuádruple sentido con el que la exégesis
medieval afrontó la interpretación de la Escritura: literal, tropológico, alegórico y
anagógico427. Los precedentes de un múltiple sentido de la Biblia han sido estudiados en
los capítulos anteriores. Recordemos ahora simplemente los más importantes: la triple
interpretación de Orígenes que proponía los sentidos literal, moral y espiritual. Junto a
éste, el método de Agustín que distinguió los sentidos histórico, etiológico, analógico y
alegórico. No obstante, estos cuatro sentidos de la Escritura, como tuvimos oportunidad
de examinar en el capítulo dedicado a la alegoría agustiniana, no correspondían a los
contenidos y alcance de los cuatro sentidos de la exégesis medieval: literal, tropológico,
alegórico y anagógico. Acaso fue Juan Casiano, en el siglo V, quien al explicar el
cuádruple sentido de la palabra “Jerusalén”428 estableció el modelo de la interpretación
medieval de la Escritura.

427
La aceptación de cuatro sentidos de la Escritura no estuvo exenta de vacilaciones. Algunos exégetas
llegaron a hablar de hasta ocho sentidos, mientras que otros, como Remy d´Auxerre sólo distinguieron
entre sentido literal y alegórico. Raban Maur, por su parte, aunque aceptó la división de los cuatro
sentidos, prescindió en su interpretación de la anagogía y frecuentemente se limitó a oponer alegoría e
historia (Spicq, 1944: 22-24).
428
Casiano dice que hay un significado de acuerdo con la historia, como capital de Israel; un sentido
según la alegoría –en el sentido de tipología-, es decir, la Iglesia de Cristo; un sentido tropológico, el alma
390

La simple enumeración de los cuatro sentidos de la Escritura permite adelantar


la presencia de algunos problemas: el primer sentido es de naturaleza distinta a los tres
siguientes. En efecto, frente al sentido literal, los otros tres pueden ser definidos, en
sentido amplio, como alegóricos o figurados. Un segundo problema deriva de esta
situación: la palabra “alegoría” se vuelve ambigua en cuanto designa tanto uno de los
tres sentidos figurados como el conjunto de ellos. Esta ambigüedad se suma a la
confusión ya existente entre la exégesis alegórica, la alegoría como tropo, y la alegoría
como género o alegoría deliberada.
Pero, además, es necesario determinar qué relación existe entre estos sentidos, si
es de exclusión o de carácter jerárquico; o si se trata de visiones parciales de un mismo
objeto, el texto bíblico, que o bien sólo puede ser aprehendido por la aplicación de las
cuatro lecturas –si es que resultan complementarias y, si así ocurre, precisar de qué
modo son complementarias: si del mismo modo o distribuidas en diferentes zonas de
actuación como ocurría con los cuatro sentidos agustinianos-; o bien se escapa incluso a
la lectura combinada de estas cuatro interpretaciones. Por otra parte, es igualmente
necesario analizar la evolución externa de estos cuatro sentidos: ¿Qué significación
social tiene el sentido alegórico frente al literal? ¿Cuáles son las variantes que a lo largo
de una extensa Edad Media se introducen en esta significación?
Si comenzamos nuestro estudio por esta última cuestión, esto es, la significación
social de la alegoría, nos encontraremos, en principio, con la paradoja que ya
anunciáramos en capítulos precedentes al hablar de los inicios de la alegoría cristiana.
Esta paradoja es fruto de los inevitables desajustes producidos por la adaptación de un
mecanismo del pensamiento pagano a la exégesis cristiana. En efecto, el elitismo de la
alegoría en la hermenéutica pagana era difícilmente admisible en una religión que se
decía de los humildes. Como ya vimos entonces, algunos Padres de la Iglesia intentaron
solucionar este problema afirmando que las alegorías de la Escritura no ocultaban nada
que no se dijera sencilla y literalmente en otros pasajes del texto bíblico. Con este
razonamiento se restaba a la alegoría mucho de su valor y se la privaba de uno de los
caracteres naturales de que gozaba en la hermenéutica clásica. Sin embargo, quizá
precisamente porque esta explicación chocaba frontalmente con una de las
características más arraigadas de la exégesis alegórica, es necesario reconocer que no

humana en su dimensión moral; y un cuarto sentido anagógico, el que se refiera a la Jerusalén celeste
(Matter, 1990: 54).
391

fue aceptada, en la práctica, por buena parte de los exégetas cristianos de la Antigüedad
tardía y de la Edad Media.
El sentimiento elitista de la exégesis alegórica se vio decisivamente avivado con
la aparición del monacato429. Los monjes se situaron frente al resto de los cristianos de
forma similar al modo en que los primeros cristianos se ubicaron frente a los judíos. La
nueva mentalidad determinó no sólo la revalorización de la alegoría sino que, además,
fue causa de nuevas lecturas de la Escritura, interpretada en estos momentos como
revelación de las particularidades y excelencias de la vida monástica. De esta forma,
dice Lubac, la libertad de la tropología, siempre con las limitaciones impuestas por la fe,
permitía adaptar los textos sagrados a todo tipo de situaciones nuevas430: los apóstoles
ya no son vistos como los primeros cristianos, sino como los primeros monjes; las
alegorías del Cantar de los cantares no se refieren, en esta nueva perspectiva, al
encuentro del alma cristiana con Dios, sino al proceso en el que aquella deja la vida
secular y abraza las órdenes religiosas431; el Éxodo, por citar otro ejemplo recurrente en
la interpretación alegórica, también fue leído en esta misma clave432.
Sin embargo, a finales del siglo XII, el prestigio que había acompañado a la
exégesis alegórica se desvaneció debido especialmente a su generalización. Dice
Smalley que la popularización de la alegoría fue debida, entre otras causas, a la
expansión de la literatura entre la aristocracia y la nueva burguesía urbana, así como a la
nueva forma de predicación de las órdenes mendicantes y del círculo parisino de Pedro
de Chartres. En efecto, tanto los dominicos como los franciscanos introdujeron la
alegoría en su predicación. El uso de la alegoría en los sermones, como había ocurrido
en algunos Padres de la Iglesia, popularizó y banalizó inevitablemente la interpretación
alegórica433.
Por lo que se refiere a las relaciones internas entre los cuatro sentidos de la
Escritura, tampoco parece haber habido un único criterio sostenido a lo largo de la Edad
Media. Los victorinos introdujeron en esta cuestión un cambio importante. Hugo de San
Víctor afirmó que la interpretación debía diferenciar entre los cuatro sentidos y no
pretender, en ningún caso, aplicarlos todos a un mismo texto434. Para Hugo y sus

429
Cf. Smalley, 1985: 46.
430
Como veremos seguidamente, esta orientación de la tropología será esencial en la concepción de la
exégesis alegórica de Hugo de San Víctor.
431
Véase Matter, 1990: 92-100.
432
Cf. Lubac, 1959: I, 571-582.
433
Cf. Smalley, 1985: 47-49.
434
Cf. Spicq, 1944: 94-95.
392

seguidores, los cuatro sentidos no son tanto un conjunto de métodos interpretativos


distintos como un conjunto de disciplinas diversas, cada una con sus métodos
particulares, que edifican globalmente la enseñanza escrituraria435.
Esta actitud suponía la recuperación de la visión hermenéutica del último
Agustín. Por eso, no creemos, frente a lo que sostiene Spicq, que los victorinos
incurrieran en contradicción al afirmar que la inteligencia mística reposaba sobre el
sentido literal 436. En nuestra opinión, más allá de esta apariencia de contradicción, se
trataba del retorno, con especial hincapié en la variante mística, a la dimensión profética
de la historia -y, en consecuencia, del sentido literal- apuntada por el obispo de Hipona.
Por otra parte, Lubac considera que los cuatro sentidos se encuentran unidos
como los anillos de una cadena. Cada uno de ellos posee una fuerza propulsora que
conduce al intérprete hacia el sentido ulterior:

L´allégorie est en verita la « verité » de l´histoire ; celle-ci, demeurant seule, serait


incapable de s´achever intelligiblement; l´allégorie l´achève en lui donnant son sens. Le mystère
que l´allégorie découvre ne fait lui-même qu´ouvrir un nouveau cycle; en son premier temps, il
n´est qu´un « exorde »; pour être pleinement lui-même, il lui faut doublement s´achever.
D´abord il s´intériorise et produit son fruit dans la vie spirituelle, dont traite la tropologie; puis
cette vie spirituelle doit s´épanouir au Soleil du Royaume, en cette fin des temps qui fait l´objet
de l´anagogie: car ce que nous réalisons maintenant dans le Christ par la volonté délibérée, c´est
cela même qui, libéré de tout obstacle et de toute obscurité, fera l´essence de la vie éternelle.
(Lubac, 1959: I, 648-649)

Como apuntábamos más arriba, el problema principal de la exégesis medieval y,


en general de la alegoría cristiana, consiste en dilucidar qué se entiende por sentido
literal. Esta cuestión ya ha sido estudiada en este trabajo en diferentes momentos de la
historia de la alegoría: la polémica entre la exégesis alejandrina frente a la antioquense
en los primeros siglos de la Iglesia, o, más recientemente, el problema de interpretación
que se origina en la hermenéutica agustiniana con respecto al sentido literal y al
concepto de historia profética.
Ciertamente, existe una clara diferencia entre la naturaleza del primero de los
cuatro sentidos de la Escritura y el resto. Debemos ahora estudiar cuál ha sido el alcance

435
Cf. Chenu, 1957: 202.
436
Op. cit., p. 95.
393

del sentido literal y sus relaciones con los otros tres sentidos de la hermenéutica bíblica
medieval.
Copeland señala que buena parte de los problemas que afectan en esta época al
sentido literal se derivan de la clasificación de Beda y de su distinción entre allegoria in
verbis y allegoria in factis. En efecto, la diferencia entre ambas se difumina cuando
Beda admite que la alegoría verbal puede realizar la misma función que la alegoría
histórica mediante la expresión figurativa de los sentidos moral y anagógico de la
Escritura. De este modo, Beda inserta la retórica en la polivalencia de los hechos y los
múltiples referentes teológicos que sólo pueden estar producidos y designados en el
plan sagrado de salvación.
El esfuerzo de Beda se orienta hacia el establecimiento de una continuidad entre
la retórica clásica y su clasificación de los tropos y figuras y el sistema hermenéutico
cristiano alejandrino437. La tentativa de Beda no es sino una respuesta más a las
dificultades planteadas por la difícil conciliación entre la alegoría exegética y la
retórica, problema que, como se ha visto a lo largo de este trabajo, ha dado lugar a
diversas soluciones desde la Antigüedad pagana. La solución de Beda, sin embargo, no
resultó satisfactoria ni al propio autor, quien tuvo que terminar reconociendo que la
figuración tenía una dimensión más ornamental que funcional en el discurso.
Pero, como bien percibió Hugo de San Víctor, esta respuesta provocaba otro
problema: el descuido de la metáfora, por ser considerada como mero ornamento, ponía
en peligro el sentido literal, al descuidarse su interpretación en beneficio de los sentidos
espirituales438.
El de San Víctor evidencia otro de los problemas constantes en el proceder
hermenéutico de los alegoristas: o bien considerar la metáfora como un elemento del
sentido alegórico, en cuyo caso la extensión del sentido literal queda reducida casi a la
inexistencia, o bien entender que la metáfora es un mero adorno, desvinculado de la
verdad de texto, y que por tanto, debe prescindirse de ella en la interpretación439.
La aportación de Hugo de San Víctor resulta también esencial en la
revalorización del sentido literal del siglo XII. Anteriormente nos hemos referido a su

437
Cf. Copeland, 1997: 337.
438
Cf. Copeland, 1997: 339.
439
A nuestro juicio, este planteamiento, observable ya en los alejandrinos cristianos, se extiende, con las
lógicas reservas, al simbolismo romántico en su polémica con la alegoría: se proscribe la alegoría por
tratarse de una figura puramente ornamental, al tiempo que se reivindica el símbolo –otra forma de
alegoría- como expresión de la verdad contenida en el discurso.
394

visión de la relación entre los cuatro sentidos de la Escritura. Ahora debemos precisar el
alcance que el sentido literal tiene en su labor hermenéutica.
Un primer indicio de su importancia se deriva del propio plan de estudios de San
Víctor: los estudiantes debían conocer las artes y las ciencias antes de acercarse a la
Escritura. A continuación debían iniciarse con el sentido histórico-literal. La alegoría
sólo podía ser abordada cuando los discípulos se hubieran familiarizado con el sentido
literal. Entonces, el orden que debían seguir en su estudio alegórico de la Biblia había
de ser el siguiente: en primer lugar, debían estudiar el Nuevo Testamento, a
continuación seguirían con el Hexamerón, la Ley, Isaías, Ezequiel, Job, El Cantar de los
cantares y los Salmos440.
Hugo considera que el sentido literal no es la palabra sino lo que significa,
incluyendo su sentido metafórico. El victorino se muestra consecuente con la tradición
que contra el alegorismo había defendido la relevancia de la lectura literal de la
Escritura, incorporando la interpretación de los tropos a la del sentido literal. En el
prólogo a su comentario al Eclesiastés, el de San Víctor llama a la sensatez y a la
prudencia en el recurso a la lectura alegórica, al afirmar:

All Scripture, if expounded according to its own proper meaning [el sentido literal], will
gain in clarity and presents itself to the reader’s intelligence more easily. Many exegetes, who
do not understand this virtue of Scripture, cloud over its seemly beauty by irrelevant comments.
When they ought to disclose what is hidden, they obscure even that which is plain. I personally
blame those who strive superstitiously to find a mystical sense and a deep allegory where none
is, as much as those who obstinately deny it, when it is there.
(Smalley, 1952: 100)

En su Meditacion, Hugo habla del sentido histórico de la Escritura441, afirmando


que en la Historia debe buscarse la razón de los hechos y la admiración de ellos en la
perfección de su tiempo, en sus lugares y consecuencias, y, en especial, debe meditarse
sobre la rectitud y la justicia que no ha faltado en ningún tiempo442.

440
Cf. Smalley, 1952: 86-87.
441
Desde el estudio de San Agustín, se plantea aquí si cabe entender como sinónimos el sentido literal y
el histórico. En el caso concreto del citado texto de Hugo de San Víctor, parece que puede verse como un
modo concreto de acercarse al sentido literal, prestando más atención a los hechos narrados que a la
expresión, metafórica o no, de éstos.
442
Cf. Michel, 1997: 333.
395

La concepción de la exégesis alegórica en Hugo de San Víctor es´ta incorporada


a la vida espiritual de un modo decisivo, distribuyéndose entre la lectio y la meditatio.
Carruthers ha expuesto esta disposición del siguiente modo:

All exegesis emphasized that understanding was grounded in a thorough knowledge of


the littera, and for this one had to know grammar, rhetoric, history, and all the other disciplines
that give information, the work of lectio. But one takes all of that and builds upon it during
meditation; this phase of regarding is ethical or tropological. I think one might best begin to
understand the concept of “levels” in exegesis as “stages” of a continuous action, and the “four-
fold way” (… ) as a useful mnemonic for readers, reminding them of how to complete the entire
reading process. Littera and allegoria443 (… ) are the works of lectio and are essentially
informative about a text; tropology and anagogy are the activities of digestive meditation and
constitute the ethical activity of making one’s reading one’s own444.
(Carruthers, 1996: 165)

La exégesis tomista será determinante en la revalorización definitiva del sentido


literal así como de la acotación de los sentidos espirituales al ámbito de la hermenéutica
bíblica. El Aquinate reconcilia la retórica con la Escritura en un sentido más profundo
que sus predecesores445. Para Santo Tomás sólo los acontecimientos dispuestos por Dios
pueden portar significados místicos y espirituales. Pero estos significados místicos
ocultos en la Escritura no pueden apoyarse sino en el sentido literal. Sólo éste puede ser
vehículo de la profecía. Por otra parte, las palabras y todo lo comprendido en el uso
lingüístico pertenecen también al terreno del sentido literal446. De este modo, se
resuelven las ambivalencias derivadas del pensamiento de Beda relativas a la
consideración por la que las figuras retóricas no tenían aplicación literal, algo
especialmente problemático en el caso de la metáfora profética447.
Tomás de Aquino amplía el horizonte del sentido literal y señala que las
metáforas y las alegorías verbales son fenómenos del lenguaje que deben resolverse en

443
Carruther entiende aquí por alegoría el sentido tipológico de la Escritura.
444
La meditación, dice Carruther a propósito de Hugo de San Víctor, es el momento en que la lectura es
memorizada y se transforma en experiencia personal (Carruthers, 1996: 44).
445
Éstos, en general, no confundieron tampoco la metáfora con el sentido alegórico pero todavía no
habían roto con la terminología heredada de la Antigüedad clásica (Lubac, 1964: IV, 278). Su maestro
Alberto Magno ya había marcado las pautas de una exégesis basada en el sentido literal al afirmar que
sólo hay una exégesis verdadera: la que explica el sentido querido por el autor y sugerido por el texto
mismo (Spicq, 1944: 210-211 y 273).
446
Véase Synave, 1926: 48.
447
Cf. Copeland, 1997: 340.
396

el terreno de aquel448. La razón del empleo de la alegoría verbal y de los demás tropos
radica –y aquí Santo Tomás recurre a Aristóteles- en que la metáfora permite el acceso a
un mundo más alto de la inteligencia a través del mundo del sentido. Pero esta
dimensión no implica que el sentido figurado, en el sentido retórico del término, escape
del área del sentido literal. De este modo, como apunta Strubel, cabría dividir el sentido
literal en dos clases: el sentido literal propiamente dicho y el figurado o parabólico449.
Hay en todo el procedimiento tomista una preocupación por reducir la
ambivalencia de la Escritura y suprimir la inestabilidad que el uso de la retórica implica.
Copeland afirma que Tomás de Aquino incurre en una contradicción que no puede
resolver: la necesidad de suprimir esta ambivalencia y el reconocimiento de la
retoricidad humana de la Escritura450. De hecho, aunque Tomás de Aquino pretende
hacer una exégesis “real” -apoyada sobre las palabras y la gramática, teniendo en cuenta
el contexto451- de un sentido literal que, en ocasiones, es el único que no puede
determinarse con precisión, se ve forzado, a veces, a dar dos sentidos literales de un
mismo pasaje. Esto no debe ser interpretado como que el texto interpretado tenga un
doble sentido, sino que no siendo ninguna interpretación absolutamente decisiva, ambas
pueden ser legítimamente propuestas452.
Una vez examinado la comprensión del sentido literal en la Edad Media,
debemos detenernos en los tres sentidos espirituales. Estos sentidos espirituales, como
ya se ha advertido, son el sentido alegórico, el sentido tropológico y el sentido
anagógico. Los tres sentidos, partícipes del concepto de la allegoria in factis,
especialmente desde Santo Tomás453, sólo son aplicables a la exégesis bíblica:
únicamente Dios puede atribuir una significación a las cosas mismas.
Tomás de Aquino parte de la doctrina de Alberto Magno y Hugo de San Víctor.
Para el Aquinate, como ya ocurriera con Agustín, los sentidos espirituales no sólo tienen
su ámbito limitado a la Biblia, sino que, incluso en la exégesis de los textos sagrados, no
deben aplicarse arbitrariamente a todos y cada uno de los pasajes de la Escritura.

448
No deja de observar Copeland que la ampliación del espectro del sentido literal por parte de Santo
Tomás empequeñece tanto el campo de la alegoría que casi adelanta la visión peyorativa de la figura
descrita por Goethe (op. cit., p. 341). Véase en este sentido Chydenius, 1975: 338-339.
449
Cf. Strubel, 1975: 355.
450
Ib., p. 345. Véase también Michel, 1997: 512 y ss.
451
El siglo XIII recupera la atención agustiniana al contexto. Santo Tomás lo considera como el medio
para elucidar la intención del autor y, en consecuencia, el sentido literal (Spicq: 1944, 250).
452
Cf. Spicq, 1944: 207-209. Ha sido muy discutida la existencia de un sentido literal único o múltiple en
la doctrina hermenéutica de Tomás de Aquino. Para esta cuestión, véase Spicq, op. cit., pp. 276 y ss.
453
Véase las siguientes obras de Santo Tomás: Quodlibet VII, Comentario a la Epístola a los gálatas y la
Cuestión primera de la Suma Teológica.
397

Pero, el tomismo no fue el primero en restringir la aplicación de estos tres


sentidos. En efecto, desde su maestro, San Alberto Magno, el sentido alegórico había
entrado en un declive irreversible.
Frente a la sobriedad de la escritura de Tomás de Aquino o Guillermo de
Ockham, Alberto Magno defiende el uso de alegorías, metáforas extrañas e imágenes
fabulosas que incorporen a los textos el sentido de lo maravilloso. Pero el recurso a este
lenguaje alegórico no apunta tanto a la necesidad metafísica de hablar de lo oculto de la
Escritura, como de mover a la curiosidad de los lectores y oyentes, y de fortalecer la
permanencia de estos textos en su memoria. San Alberto, haciendo suyo el argumento
aristotélico, afirma que ésta es la razón -y no otra- por la que los primeros filósofos
recurrieron a la poesía como forma de expresión454.
El golpe más duro sufrido por la exégesis alegórica en el siglo XIII, y del que ya
no se recuperará, es el cambio de actitud de los exegetas a tenor del cual la alegoría deja
de ser considerada como exégesis propiamente dicha, para pasar a ser tratada como un
medio de enseñanza doctrinal útil, incluso como mera técnica mnemónica455, en el
momento del comentario teológico de los textos, y no en la indagación de su sentido
oculto456.
El primero de los sentidos espirituales, el sentido alegórico, plantea el consabido
problema terminológico que rodea siempre a la palabra “alegoría”. Porque el término se
refiere tanto a los tres sentidos espirituales en su conjunto, como al primero de ellos457.
En sentido estricto, la alegoría, como tipología, tampoco tiene un significado claro. La
exégesis tipológica, que se había desarrollado desde las epístolas paulinas, no siempre
fue entendida de la misma manera a lo largo de la Edad Media. Hugo de San Víctor,
entendiendo ya la alegoría desde un punto de vista más pedagógico que hermenéutico,
dice que la meditación sobre la alegoría escrituraria opera en relación a la disposición de
los precedentes, vinculándose a la significación de lo que seguirá con una razón y una
previsión admirables y adoptadas para edificar la inteligencia y la forma ideal de la
fe 458.
La Escolástica tendió a limitar el alcance del sentido tipológico, apartándose de
los presupuestos del alegorismo universal del que la tipología constituía una forma

454
Cf. Carruthers, 1996: 141.
455
Cf. Carruthers, 1996: 142.
456
Cf. Spicq, 1944: 204-206 y 271.
457
Lubac, 1964: IV, 273.
458
Cf. Michel, 1997: 333.
398

particular. Guillermo de Auvergne en De legibus señaló que la tipología más que


establecer una significación, lo que pretende es afirmar una semejanza. De este modo,
quedaba rechazado el valor de prefiguración de los acontecimientos del Antiguo
Testamento, más allá de su significación histórica inmediata. La tipología no es, en este
momento, un simbolismo interpretable sino descriptivo aplicado por los exegetas459.
Esta nueva lectura de la tipología suponía poner en peligro la concordancia de los
Testamentos que tanto había preocupado a los Padres de la Iglesia, desde Orígenes hasta
Agustín460. Pero no sólo eso: la ubicación de la tipología no en los acontecimientos sino
en la propia lectura del intérprete, implicaba la aniquilación del sentido profético de la
historia de Israel y sentaba ciertas bases para, incluso, dar un duro golpe al propio
concepto cristiano de “historia de salvación”.
La teoría de Guillermo de Auvergne abría un espacio opuesto al delimitado por
San Agustín con su idea de “historia profética”. En efecto, el autor de las Confesiones,
sobre todo a partir del año 400, había concebido el concepto de “historia profética”
como dimensión profunda del sentido literal, en el que la historia ordenada se revelaba
esencialmente profética. La tesis de Guillermo de Auvergne es radicalmente opuesta a
este planteamiento. Por eso, Santo Tomás de Aquino corrigió las teorías de Guillermo
de Auvergne de modo que su explicación impidiera volver a incurrir en el campo del
alegorismo universal. Con este propósito, Tomas de Aquino considera que es la historia
de Israel –no la historia universal-, y en esto sigue la tradición cristiana desde sus
comienzos, la que prefigura a Cristo en su totalidad. Es éste el sentido que adquiere la
lectura alegórica en su acepción estricta al referirse a la interpretación del Antiguo
Testamento. Dios ordena los acontecimientos como si se tratase de la escritura humana.
Pero lo que resulta no es un mero simbolismo descriptivo, sino el sentido mismo de la
historia461.
El segundo de estos sentidos alegóricos, el tropológico, según Hugo de San
Víctor, incumbe a la virtud; los otros dos al conocimiento462. El sentido tropológico,
explorado especialmente por Orígenes y, ya en la Edad Media, por Gregorio Magno en
su comentario al Libro de Job, exige, en opinión de Hugo de San Víctor, la mirada sobre
el cosmos, más que el estudio de los libros. Se trata de una proyección de la teología
afirmativa sobre el terreno de la moral: la contemplación de una naturaleza que habla de

459
Cf. Chydenius, 1975: 330-331.
460
En realidad, ya en éste se consideraba la profecía como un proceso de inspiración en la interpretación.
461
Op. cit., p. 332 y Lubac, 1964: IV, 285 y ss.
462
Smalley, 1952: 88. Véase también Lubac, 1959: I, 549.
399

Dios muestra cómo debe ser el comportamiento humano463. Pero, respecto de la


tropología como modo de lectura de la Escritura, es necesario subrayar con Lubac que
ésta se produce especialmente en el comentario al Nuevo Testamento –frente al sentido
alegórico o tipológico volcado en la interpretación del Antiguo Testamento-.
La fe juega en esta lectura un papel esencial en el momento de iluminar el
sentido moral de la Escritura. Esta fe ha venido preparándose y cultivándose a través de
la lectura histórica y la interpretación tipológica, es decir, por medio de los anteriores
sentidos de la Escritura.
Por otra parte, si la fe se encuentra en el punto de partida de la interpretación
tropológica, la caridad se sitúa en el final: la perfección de la ley es la caridad464. Fe y
caridad constituyen las dos coordenadas agustinianas de la tropología. De este modo,
dice Lubac, el sentido tropológico conecta las lecturas anteriores, literal y alegórica, con
la última: la anagógica465. En consecuencia, la purificación moral, desde la fe y en la
caridad, constituye el objeto de la lectura tropológica y supone un paso imprescindible e
indisociable de la ulterior lectura mística.
El sentido anagógico es el cuarto sentido de la Escritura. Ahora bien, este
sentido referido a la venida de Cristo, admite tres acepciones: una primera venida
silenciosa y oculta, Encarnación y redención, que continúa en la vida de la Iglesia y sus
sacramentos; una venida interior en el alma de cada fiel abierta por la tropología; y una
venida escatológica que tendrá lugar al final de los tiempos466.
La anagogía es un mecanismo alegórico, cons precedentes en la alegoría mística
de los filósofos neoplatónicos, que hace ver las realidades invisibles a través de las
realidades visibles. También a esta lectura le corresponde una virtud teologal: si la
alegoría cultivaba la fe y la tropología la caridad, la anagogía volcada hacia el futuro
edifica la esperanza467. Igualmente, si la alegoría se centraba en la lectura del Antiguo
Testamento y la tropología en la interpretación moral del Nuevo; la anagogía apunta al
paso del Evangelio temporal al Evangelio eterno. El tiempo se comprende así en su
totalidad en los tres sentidos espirituales: la alegoría, como tipología, se orienta hacia el
pasado; la tropología mira al presente; la anagogía se dirige al futuro.

463
Smalley, 1952: 88.
464
Cf. Lubac, 1959: I, 568.
465
Cf. Lubac, 1959: I, 550.
466
Op. cit., p. 621.
467
Ib., p. 623.
400

La anagogía, como hemos señalado, tiene un doble campo de acción: externo,


objetivo, definido por la escatología –tanto para el fin de los tiempos como para el fin
de la persona individual-; e interno, subjetivo, en el que la promesa de la venida de
Cristo se produce en el alma y que, lógicamente, está delimitado por la mística. Ahora
bien, es necesario diferenciar la exégesis anagógica de la experiencia mística468. En
principio, el éxtasis místico es el término de un proceso cuyo punto de partida es la letra
de los textos sagrados. Así, dice Lubac, Alejandro de Canterbury interpreta la “bodega”
del Cantar de los Cantares469 como la Escritura en la que el Esposo introduce a la
esposa470. Pero, posteriormente, la recepción occidental de la obra de Dionisio amenazó
con romper el equilibrio entre la meditación de la Escritura y la vida mística. Al
contrario de lo que ocurría con Orígenes y Agustín, la mística dionisiana carecía de
dimensión colectiva y mucho menos de sentido institucional; la mística de Dionisio,
dice Lubac, no tiende espontáneamente a la edificación de la Iglesia471.
Desde el punto de vista práctico, es necesario reconocer con Spicq que la mayor
parte de los exégetas medievales prescindieron del sentido anagógico en sus
comentarios de la Escritura472. Hay, desde luego, alguna excepción de interés. Tal es el
caso de la Expositio in Cantica Canticorum de Honorius Augustidunensis, en el siglo
XIII. En este comentario al Cantar de los Cantares, el autor considera que el poema es
una alegoría del amor de Cristo y la Iglesia, de la que la Virgen es el tipo. Se trata de
una complejísima lectura del texto escriturario en el que, como describe Matter, cada
uno de los sentidos se subdivide en dos interpretaciones distintas473. Así pues, se
advierte una lectura literal dividida, a su vez, en un plano histórico –las bodas entre
Salomón y la hija del faraón-, y otro espiritual –dentro del literal-: la boda entre José y
María. A continuación, se adentra en el sentido tipológico y determina en él los
siguientes niveles: el literal que se refiere a la Encarnación; y el poético referido al
matrimonio entre Cristo y la Iglesia. En el sentido tropológico, Honorio habla del
matrimonio entre Cristo y el alma de dos modos distintos: el primero determinado por el

468
Ib., p. 633. Étienne Langton es el primer autor del siglo XIII que identifica en sentido místico con el
espiritual (Spicq, 1944: 267).
469
Cantar de los cantares I, 4.
470
Cf. Lubac, 1959: I, 637.
471
Op. cit., p. 641.
472
Cf. Spicq, 1944: 267.
473
Cf. Matter, 1990: 61 y ss.
401

deseo y el amor; y el segundo por el ascenso espiritual. Finalmente, el sentido


anagógico se refiere tanto a la resurrección de Cristo como a la Iglesia celeste474.
Como es bien sabido, Dante no tardaría en discutir la limitación tomista en la
aplicación de estos cuatro sentidos a los textos bíblicos. El estudio de la alegoría en la
obra de Dante, así como su postura frente a la exégesis bíblica requiere una atención que
escapa de los límites de nuestro trabajo. Por eso, aquí nos limitaremos a enunciar simple
y brevemente este problema.
En principio, Dante diferencia entre la alegoría poética y la teológica. La
interpretación de los cuatro sentidos compete sólo a la alegoría teológica. Sin embargo,
en la carta a Can Grande advierte de la polisemia de la Comedia y advierte de que
contiene los cuatro sentidos de la Escritura. De este modo, deja atrás la diferencia entre
la alegoría de los poetas y la de los teólogos, tal y como había expuesto en Convivio475.
Sin embargo, no todos los estudiosos de Dante han defendido que éste se
atribuyera respecto de su Comedia, el mismo papel que Dios respecto de la Escritura476.
Los defensores de esta idea, como Singleton, consideran que Dante parte de una idea
platónica de mímesis, en la que la imitación de Dios significa la construcción de una
imagen del orden divino. Otros críticos han considerado que lo que se encuentra en
Dante es una idea de mímesis en el sentido aristotélico, esto es, una imitación del
proceso de crecimiento y cambio de la naturaleza entendiendo, en consecuencia, la
imitación como una forma de creación. Pero también puede entenderse la Comedia
como un poema visionario en el que el elemento onírico se desarrolla tácitamente a
través de la narración del peregrinaje espiritual, tal y como se expuso más arriba al
hablar de la alegoría deliberada. Así pues, la obra de Dante -según esta lectura- no
nacería de la imitación de la obra de Dios, sino de la interpretación de la experiencia
religiosa y vital del poeta.

474
Véase Matter, 1990: 63-69, para el desarrollo completo de este comentario al Cantar de los Cantares.
475
Véase Colish, 1983: 171-192.
476
Seguimos en esta breve aproximación a las lecturas de la obra de Dante a Gellrich, 1985: 135 y ss.
402
403

XX. Algunos rasgos fundamentales de la mística medieval

1
La mística agustiniana
La evolución de la mística cristiana occidental siguió, desde sus orígenes, un
camino distinto al desarrollado por la mística cristiana oriental477. Ésta había venido
caracterizada por su denso contenido doctrinal, vinculado a la exégesis escrituraria,
ajeno, al menos explícitamente, a la dimensión experiencial del fenómeno místico, e
inclinada, sobre todo en el seno de la Iglesia siria, hacia la teología apofática. La
comprensión de la vida mística desde los postulados de la negación del mundo, en
primera instancia, y del ser, en su más alta etapa, expuesta en los trabajos de Gregorio
de Nisa y Dionisio Areopagita, obedecía a una particular lectura cristiana del
neoplatonismo, especialmente del pensamiento de Proclo. La mística cristiana
occidental también nacerá bajo la influencia neoplatónica, pero la interpretación
agustiniana de la doctrina de Plotino no será sino un elemento, aunque esencial, en la
formación de un pensamiento original, caracterizado por unos rasgos propios que
marcarán decisivamente la formación de la mística cristiana en la Edad Media.
Dice Gilson que la mística especulativa medieval deriva de la Epístola Primera
de Juan y, en particular, de su afirmación de que Dios es amor478. Ahora bien,
admitiendo esta afirmación, debemos considerar que la sentencia joánica puede ser leída
de dos modos: Dios es amor; y Dios es amor. Se trata de dos posibilidades de
interpretación, que, pese a parecer simples matices de una misma lectura, pueden arrojar
lecturas totalmente contrapuestas.
Gilson observa que el cristianismo oriental, más directamente influido por el
neoplatonismo, hizo especial hincapié en la dimensión erótica de Dios frente a la
comprensión ontológica. Dionisio consideró que el ser era la primera participación en la
bondad divina; en consecuencia, el ser estaba por debajo del bien. Dionisio representa,
de esta forma, la segunda posibilidad de lectura del pasaje de Juan: Dios es amor. La
recepción de la obra de Dionisio, en primer lugar de mano de Erigena en la temprana

477
Cf. Louth, 1981: 133.
404

Edad Media, y en segunda recepción en el siglo XII, resultó esencial en la formación de


la teología mística occidental, al fundirse la doctrina del Areopagita con la del obispo de
Hipona.
El cristianismo occidental, por su parte, elaboró con más profundidad la
“metafísica del Éxodo”479 en la que Dios se equiparaba al ser. Santo Tomás de Aquino
terminó de invertir decisivamente la tesis dionisiana, pese a su afirmación de seguir las
ideas de Areopagita, al señalar explícitamente que la bondad era una participación del
ser480. Así se consolidó la primera interpretación propuesta de la sentencia de Juan: Dios
es amor.
La concepción de la mística cristiana es el resultado de un largo proceso de
siglos a lo largo del cual el término mística pasará de definir la vida cristiana en su
sentido más amplio, es decir, la vida del alma alumbrada por el bautismo, edificada a
través de los sacramentos, hasta la muerte física y la salvación espiritual, a referirse, ya
en el siglo XV, a la experiencia pasiva y directa de la presencia de Dios.
La vida mística como historia de salvación se había pensado en los primeros
siglos del cristianismo tanto en su vertiente individual como colectiva: el alma y la
Iglesia, como cuerpo místico de Cristo. La contemplación, término referido a la
experiencia que más tarde se entenderá como mística, no tendrá, hasta casi el siglo
XVII, la naturaleza de fenómeno espiritual extraordinario con el que todavía hoy día se
identifica. Por el contrario, durante la Edad Media, la contemplación fue entendida
como un elemento más del misterio de la fe en la vida del cristiano481.
La mística agustiniana, pieza original de esta evolución482, parte de una visión
más optimista del cosmos que la compartida por el neoplatonismo pagano y cristiano
oriental, como mundo ordenado con arreglo al plan de Dios483. En el pensamiento de
Agustín, la bondad del universo contrasta con un hondo pesimismo moral.

478
1 Jn, 3, 8.
479
Ex. 3, 14.
480
Cf. Gilson, 2004: 100-101. Ya San Agustín había realizado una primera aproximación en Occidente
entre la “metafísica del Éxodo” y la metafísica platónica del Timeo en La Ciudad de Dios, VIII, 11. San
Buenaventura, como se verá seguidamente, se acercará más a Dionisio y mostrará en su obra teológica la
posibilidad de un camino intermedio entre la teología tomista del ser y la teología dionisiana del amor.
481
Cf. Deblaere, 1983: 87-123. Para Tomás de Aquino, por ejemplo, la vida mística no es un fenómeno
extraordinario sino la floración más elevada de la vida humana (Graef, 1970: 212).
482
Coetáneo de Agustín es Casiano, un místico muy influido por los monjes de Oriente, partidario de
reducir la posibilidad de la contemplación –junto con la aprehensión del sentido espiritual de la Escritura-
sólo a los monjes y eremitas (Graef, 1970: 127 y ss.).
483
Sigo en el estudio de la teología afirmativa en Agustín, los argumentos expuestos por V. Capanaga en
su “Introducción general” a las Obras Completas de San Agustín (Agustín de Hipona, 1994: 46 y ss.).
405

Ahora bien, esta visión amable del mundo, cuya belleza se constituye en prueba
inequívoca de la existencia de Dios, convierte al cosmos en el medio más eficaz para la
consecución de la contemplación mística, aun cuando sea de modo imperfecto y parcial.
Agustín despliega los presupuestos de una teología afirmativa en la que el mundo ofrece
un doble semblante del entendimiento: uno, dirigido al Creador; otro, vuelto a las
criaturas, como vestigios de la Hermosura increada, y al sentido484. San Agustín
advierte que la consideración de la Creación como libro de Dios debe evitar los errores
del panteísmo –que confunde la obra, el arte y el artífice-, el agnosticismo y el
antropomorfismo –aplicado por la Escritura a Dios como alegoría con finalidad
pedagógica-485. Esta triple advertencia resume el cauce por el que la teología catafática
debe transcurrir para hacer posible la consecución de sus fines místicos. La vía
catafática agustiniana se desarrolla en una estructura circular en la que, si bien la belleza
del mundo remite, como huella, al Creador, ésta sólo puede ser apreciada en virtud del
Espíritu de Dios, que es un Espíritu de amor, único capaz de hacernos ver y amar a Dios
en las criaturas486.
Junto con la apuesta, si bien limitada, por la teología afirmativa, Agustín sienta
las bases cristianas de la metafísica de la luz487. La iluminación de las verdades divinas
queda limitada desde el momento que se establecen tres grados de intelección: las
criaturas visibles, las leyes universales y la Mente eterna, sólo percibida parcialmente
por el ser humano488. Esta limitación no impide que Agustín sea considerado como uno
de los máximos exponentes de la mística de la luz, junto a Orígenes y Evagrio489, frente
a la mística de la oscuridad representada, entre otros, por Gregorio de Nisa y Dionisio
Areopagita490.
Pero quizá la mayor aportación del pensamiento agustiniano a la mística, es la
elaboración de una escritura diferente, de un discurso determinado por la introspección
y el análisis de la experiencia personal. El pensamiento místico de San Agustín, pese a
la revalorización del cosmos y la consolidación de la teología catafática, afirma que es
en la búsqueda interior, en la profundización espiritual, dónde verdaderamente se

484
Cf. Agustín de Hipona, 1994: 61.
485
Ib., p. 80-81.
486
Cf. Cayré, 1951-1952: 459.
487
También la primera carta de Juan, haciéndose eco de una tradición metafórica mucho más remota y
parcialmente estudiada en este trabajo, identifica a Dios con la luz en 1 Jn. 1, 5.
488
Ib., p. 88-89.
489
Véanse Louth, 1981: 108-109 y Graef, 1970: 107 y ss., y 132 y ss.
490
Véase Borrego, 1991: 402 y nuestro capítulo dedicado a la mística de Gregorio de Nisa y Dionisio
Areopagita.
406

produce el encuentro con Dios. En los ocho primeros libros de las Confesiones, San
Agustín ofrece una serie de indicaciones útiles respecto a las llamadas de Dios a la vida
interior; en el libro IX narra la experiencia de Ostia, modelo de experiencia mística de
hondo calado en la tradición occidental; en el libro X se describe una cierta experiencia
de Dios presente en el corazón. Cayré, a quien seguimos en esta descripción de la
mística agustiniana en las Confesiones, dice respecto de la experiencia del libro X y su
alusión a los sentidos espirituales para explicar esta presencia de Dios: “Il s´agit d´une
action de Dieu profonde qui saisit l ´âme entière, d´oùcet appel aux sens pour en
exprimer le puissant réalisme, qui peut être un effet d´une haute intellection de Dieu
propre à produire une intime « union » avec lui” (Cayré, 1951-1952: 448).
Aunque ya en los Soliloquios, Agustín exclama: “Conózcame yo; conózcate a
491
ti” , será en el libro VII de las Confesiones, donde Agustín, conforme a los
presupuestos intelectuales de la mística de la luz, proponga una escala gradual del
conocimiento de Dios. Esta escala comprende los siguientes grados: el mundo corporal;
el conocimiento sensible, en el que distingue entre los sentidos exteriores y el sentido
interno; el juicio racional sobre las percepciones sensibles; y la actividad más pura de la
razón, esto es, la percepción de la luz inteligible que inunda la vida cognitiva y la dirige
hacia lo inmutable, pese a que Dios trasciende la conciencia humana, evitando toda
identificación con ella492. Hay en este planteamiento una influencia evidente de la
mística de Plotino, tanto en el esfuerzo por describir alegóricamente los paisajes del
alma, como en la concepción de un proceso místico de naturaleza más cognitiva que
salvífica. Sobre el alcance del conocimiento en la mística agustiniana de la luz, dice
Cayré:

La sagesse qui caractérise le vrai chrétien (… ) n´est pas ici l´expérience même de Dieu
décrite au livre X [de las Confesiones], mais elle en est le fruit, et peut-être pourrait-on la définir
en groupant les traits essentiels relevés par le saint : un sens chrétien supérieur ou une rectitude
parfaite du jugement, selon Dieu perçu comme vivant au cœ ur et réglant les mouvements de
l´âme docile aux inspirations de l ´Esprit Saint. Telle est l´âme du livre XIII des Confessions.
(Cayré, 1951-1952 : 458-459)

491
Para las posibles interpretaciones de esta aserción, véase Verbeke, 1954: 496. Véase también Louth,
1981: 143. La idea del conocimiento personal como medio de conocimiento de Dios, en el cristianismo,
está ya en Gregorio de Nisa (cf. Nygren, 1952: II, 224).
492
Verbeke, 1954: 498-506.
407

Pero también existen importantes diferencias entre Agustín y el autor de las


Enéadas. En efecto, a diferencia de Plotino, Agustín no identifica al alma con Dios. El
alma, en la concepción agustiniana, no es de naturaleza increada como ocurre en el
pensamiento neoplatónico, sino que es creada por Dios y jamás se confunde con éste493.
Esta consideración de la naturaleza del alma será una de las mayores aportaciones de
San Agustín a la cultura occidental. En efecto, frente a la noción plotiniana del alma
como hipóstasis de la divinidad, Agustín describe un alma propiamente humana, como
un espacio interior de privacidad personal 494.
Por otra parte, Agustín afirma, contra Plotino, que el alma tiende a volver a
Dios, no sólo porque se siente extraña en el mundo, sino también en virtud del amor de
Dios –ágape- y la condescendencia de Espíritu Santo que opera en su interior495. En De
Trinitate, la contemplación deja de ser un acto de retorno para ser un acto de
introversión, en el que el ascenso en la escala de ser se transforme en un descenso
interior hacia el centro del ser496.
El amor es el centro de la concepción agustiniana del cristianismo. Ahora bien,
la posición de Agustín respecto del neoplatonismo y su concepto de eros es confusa.
Nygren considera que Agustín acepta el concepto de eros en sus Confesiones (VII, 17)
y, de este modo, lo incorpora -con toda su carga platónica- al seno del cristianismo. Así,
Agustín concibe el ágape dentro de la doctrina de la gracia, por la naturaleza gratuita y
no motivada del amor divino. El eros se eleva hacia Dios y pretende obtener la
satisfacción de su apetito; el ágape desciende y se da al hombre.
Ahora bien, Nygren ha percibido en este esquema un punto de contradicción:
Agustín ha querido afirmar a la vez ambos conceptos del amor, reafirmando su
equivalencia, y no ha visto que sus motivaciones son opuestas, de tal modo que el
conflicto entre ellos es inevitable (Nygren, 1952: 17-29). Pese a esto, la concepción
agustiniana del amor será decisiva en la mística cristiana posterior. El amor que
conforma el centro de la vida cristiana es la caritas. Ésta es el amor afectado por Dios,

493
Esta confusión como proceso místico de deificación, con el consiguiente peligro para la ortodoxia de
devenir en panteísmo, fue propuesta posteriormente por Guillermo de Saint Thierry, como se verá más
abajo.
494
Cf. Cary, 2000: 64. Véase, por ejemplo, Confesiones X, XXV.
495
Cf. Louth, 1981: 144-145. Véase también Agustín de Hipona, 1994: 117.
496
Ib., p. 147.
408

que tiende hacia las cosas elevadas, a Dios y a la eternidad, frente al amor hacia las
cosas inferiores, la cupiditas497 (Nygren, 1952: 35-42).
En cuanto que, en la contemplación propuesta por San Agustín, el elemento de
salvación es reducido aún más que en la mística de Plotino, algunos estudiosos han
hablado de éxtasis fallido para referirse a esta contemplación agustiniana498. Así,
Agustín parece considerar que la debilidad moral del alma –recuérdese el pesimismo
moral agustiniano- no puede alcanzar la salvación si no es por la intervención de un
mediador, Cristo499. Para Kenney, la intervención decisiva de Cristo en este proceso es
determinante en la configuración de la mística occidental: “It is here that we find what
might be called (… ) the invention of Mysticism: the annunciation of a Christian
apologetic strategy which maintains that contemplation is only a momentary vision,
never a means to salvation” (Kenney, 1997: 130).
Cristo, imagen del Padre, fundamenta la antropología agustiniana: El hombre es
imagen de Dios. Pero, ¿cómo conocerse conforme a la prescripción socrática
reformulada por Agustín en sus Soliloquios si siendo el hombre imagen de Dios, éste es
esencialmente incognoscible? La respuesta de San Agustín es clara: la mente no puede
conocerse por completo. El fondo del ser no puede ser alcanzado por el conocimiento.
Este es el sentido de la “imagen divina” en el hombre, más allá de la idea inmediata,
estática y superficial del “reflejo”. En este sentido, afirma Gilson:

La imagen divina en el hombre no es sólo, ni sobre todo, aquello en lo cual el


hombre se asemeja efectivamente a Dios, sino la conciencia que el hombre adquiere de
ser una imagen y el movimiento por el cual, trascendiéndose en cierto modo ella misma,
el alma emplea esa similitud de hecho para alcanzar a Dios.
(Gilson, 2004: 217)

La conciencia de ser imagen de Dios genera por sí misma un movimiento de


profundización en el abismo divino, de carácter ontológico, más que psicológico –la
moral se disuelve en mística-, que adelanta ya el “horror sagrado” de la noche
sanjuanista, al enfrentar al hombre con el misterio más profundo de su naturaleza, en la

497
Caritas y cupiditas tienen el mismo origen: el apetito nacido del deseo de ser feliz. Para Agustín este
deseo universal de felicidad convierte al amor en la expresión más elemental de la vida humana (Nygren,
1952: 36).
498
Cf. Kenney, 1997: 127.
499
Véase el Libro IX de La Ciudad de Dios, dedicado por completo a esta cuestión.
409

que –como señala Gilson- la última palabra de conocimiento de sí mismo es la primera


del conocimiento de Dios500.
Debemos regresar a la configuración agustiniana del alma como un espacio
privado, para pensar, desde ahí, las posibilidades de elaboración de la alegoría mística
medieval. Ya hemos señalado la importancia capital de esta aportación agustiniana a la
formación del pensamiento en Occidente. Ahora debemos detenernos en el examen de
la no menos decisiva influencia de este planteamiento en la evolución de la alegoría,
incluso en la determinación de la alegoría deliberada.
El problema –dice Cary501- se plantea en el libro VII de las Confesiones cuando
San Agustín propone dirigir la mirada del alma hacia sí misma, para poder vencer la
imposibilidad intelectual de concebir algo sin existencia corpórea. Ya hemos visto cómo
en la mística agustiniana, la vía catafática permite seguir el rastro de Dios en las
criaturas mediante una revalorización del mundo físico; pero también hemos señalado
cómo, en un determinado momento, el alma debe profundizar en su propio interior para
poder aproximarse a Dios. El programa de introspección agustiniana requiere de la
alegoría siquiera para poder dibujar el alma como un lugar en el que sea posible el
encuentro con Dios, sin que pueda confundirse con Dios mismo502. El problema
consiste en indagar qué sentido puede tener la preposición en cuando se habla del alma
y cuando se dice que Dios puede ser encontrado en ella. Porque, a diferencia de Plotino,
Agustín afirma que Dios se encuentra en el interior del alma, pero también sobre ella.
En consecuencia, se hace necesario que el espacio interior del alma sea lo
suficientemente amplio no sólo para poder entrar en él, sino también para poder elevar
la mirada y descubrir a Dios arriba503.
Las tres dimensiones de la alegoría espacial agustiniana del alma se reúnen en la
memoria, como poder humano pero también como lugar espacioso de cabida ilimitada.
Esto es, el espacio y el tiempo –esencial campo de la memoria- se con-funden en la
noción agustiniana del alma. Sin embargo, la memoria no es sólo un lugar humano, sino
que, como buen platónico, San Agustín señala que la memoria es también el lugar de la
verdad del origen divino, olvidada aunque no perdida por completo: una verdad que se
hace presente como ausencia.

500
Op. cit., p. 224.
501
Op. cit., pp 64 y ss.
502
Ib., p. 125 y ss.
503
Véanse también los capítulos XXV y XXVI del libro X de las Confesiones.
410

En su estudio de la compleja alegoría espacial del alma en el pensamiento


agustiniano, Cary apunta hacia la retórica en el momento de señalar alguna posible
fuente de esta concepción de la memoria. Así, recuerda que la asociación del espacio a
la memoria era muy antigua en el desarrollo de las reglas nemotécnicas de las escuelas
retóricas desde la Sofística504. Por otra parte, la inventio tiene desde su propia dimensión
etimológica, una inequívoca naturaleza espacial. En efecto, concebida como un
conjunto de técnicas retóricas de “búsqueda” y “encuentro” de argumentos, ya desde
Aristóteles la inventio había sido definida en términos espaciales como conjunto de
topoi. Agustín explica la relación entre memoria e inventio al comienzo de sus
Soliloquios505: el tópico es el lugar en el que se encuentra el argumento; el alma el lugar
en el que se ha de buscar a Dios.
De esta forma, la aportación de San Agustín resulta decisiva: la creación de un
espacio interior privado, dotado de una compleja disposición espacial 506, referido a la
memoria, resulta fundamental para el desarrollo de la mística medieval, y, desde luego,
para la exposición alegórica de los paisajes del alma en un contexto no sólo místico sino
metafísico en su sentido más amplio.
En conclusión, Agustín dota a la mística occidental de una personalidad propia,
caracterizada por el desarrollo de la teología positiva y la mística de la luz –más
cognitiva que salvífica-; por la creación, despegándose de las ideas plotinianas, de un
espacio interior anímico, privado, en el se hace posible encontrar a Dios, sin confundirse
con Él; y por el despliegue de un discurso alegórico, de origen retórico, que posibilita la
materialización textual de este espacio interior, concebido como paisaje del alma.

504
Ib., p. 127 y ss.
505
“-Ecce, fac te invenisse aliquid, cui commendabis ut pergas ad alia? –Memoriae scilicet” (Soliloquios
I, 1). El subrayado es nuestro.
506
Véase Confesiones X.
411

2
La mística del siglo XII
El siguiente momento en el que debemos detenernos es el siglo XII507. El siglo
XII es una época especialmente compleja en la evolución de la espiritualidad occidental
determinada por un renacimiento cultural europeo que se extenderá hasta el siglo XIV.
Ya se ha visto anteriormente la importancia de la Escuela de Chartres y los Victorinos
en las diversas disputas sobre la naturaleza y alcance del alegorismo. Todas estas
cuestiones deben ser ahora abordadas desde el punto de vista de la reforma gregoriana
(1049-1123)508 que elevó el modo de vida de los monjes y sacerdotes sobre el resto de
los cristianos y reforzó la autoridad papal, como monarquía absoluta e indiscutible. La
reforma gregoriana, un movimiento encaminado a reforzar la disciplina eclesiástica y la
ortodoxia doctrinal, trajo también una mayor sensibilidad hacia los sacramentos,
entendidos como participación material y espiritual en la Iglesia como cuerpo místico de
Cristo, mediante la unificación de los ritos sacramentales bajo el ritual romano509.
Junto con el reforzamiento de la dimensión sacramental y colectiva de la
espiritualidad cristiana, la mística, en su sentido individual, sufrió una importante
modificación. Es en este momento cuando la mística adquirió una naturaleza
experiencial distinta a la planteada, también a partir de la experiencia, por San Agustín.
En el siglo XII, la experiencia mística se empieza a entender como unión con Dios, una
idea que no estaba ni en la concepción del obispo de Hipona, ni en Evagrio, ni en
Gregorio Magno. Los factores que contribuyen a formar esta idea de la unión mística,
en opinión de Mc.Guinn510, son los siguientes: la recepción de Dionisio Areopagita y
Máximo el confesor, favorecida por una lectura nueva, diferente de la propuesta por los

507
Las necesidades de nuestro trabajo nos obligan a prescindir, más allá de esta breve nota, de una figura
tan importante como Gregorio Magno, pese a la influencia decisiva de su Moralia en Job. Gregorio
Magno se inserta en la tradición de la mística de la luz, como Orígenes y Agustín. Como éste, considera
que lo que impide la perfección total de la contemplación no es el exceso de luz divina o rayo de tiniebla,
sino la debilidad moral humana que parpadea ante la luz divina. Esto no obstante, hay en la idea
gregoriana de la contemplación un aspecto terrible y oscuro –no en el sentido dionisiano- que hace que
tanto en su origen como en su final, el camino de la contemplación venga determinado por el miedo (Mc
Guinn, 2002: 101, 102). Tres son, en opinión de Gregorio Magno, las etapas de la vida contemplativa: el
recogimiento, la introversión y la contemplación. Por otra parte, remitimos a nuestro capítulo XVIII, el
análisis sucinto de las aportaciones del renacimiento carolingio, particularmente de Escoto Erigena y su
introducción de la teología apofática y, en general, del neoplatonismo de los Padres orientales. Su mayor
aportación consiste, sin duda, en su introducción y primera interpretación de la obra de Dionisio
Areopagita.
508
Sigo en este punto a Morrison, 1985: 177-193.
509
Lubac señala que es a partir de mediados del siglo XII, cuando la expresión “cuerpo místico de Cristo”
deja de referirse a la Eucaristía para pasar a definir la Iglesia (cf. Ward, 2002: 165).
412

carolingios en el siglo IX511; y el interés por la mística de los cistercienses y victorinos.


Este interés, sobre todo por parte de los cistercienses, desemboca en el desarrollo de una
teoría cristiana del amor que traerá una nueva y más profunda comprensión del
alegorismo erótico del Cantar de los cantares y, en consecuencia, en la noción de la
contemplación mística como unión con Dios.
A estas causas mayores, podríamos añadir la creación, desde de finales del siglo
XI, de un nuevo tipo de literatura, nacido a partir de las prácticas de oración de la
época512. Esta nueva clase de literatura cristalizó en dos géneros. El primero consistió en
la extensión del modelo de textos en los que Agustín se dirigía directamente a Dios o a
sí mismo –Soliloquios, Confesiones-, con la intención de proponer fórmulas que el
lector pudiera utilizar en sus lecturas privadas. Los grandes escritores espirituales de la
época, Anselmo de Canterbury, Bernardo de Claraval y Guillermo de San Thierry,
cultivaron este género que presentaba unos textos para la lectura meditativa, escritos en
primera persona, con el propósito de favorecer el ascenso de la experiencia personal al
primer plano de la reflexión espiritual.
Este género se complementó con otro que, a partir sobre todo de Hugo de San
Víctor, proponía una reflexión elaborada sobre el método y la naturaleza de la oración y
la meditación. Como fruto de este segundo género, se fueron desplegando una serie de
clasificaciones de los textos de meditación y oración, cada vez más sistemáticas,
construyendo, además, las bases para las futuras prácticas de meditación y las
actividades a ellas asociadas. En todas estas obras se asignaba a la imaginación un papel
fundamental513.
A lo largo del siglo XII se extiende una práctica oracional dividida en cuatro
etapas: la lectura, la meditación, la oración propiamente dicha y la contemplación. La
lectura se refería al estudio diligente de la Escritura. Se trataba de comprender los
textos, actividad para la que la exégesis alegórica resultaba fundamental. La meditación

510
Cf. Mc.Guinn, 1987: 8 y ss.
511
Sobre todo a partir del segundo tercio del siglo XII, se desarrolla una activa lectura de Dionisio que
introduce una expresión original de la doctrina del Uno y del Bien, sobre el contexto de San Agustín y
Boecio. La influencia de Dionisio genera un ambiente cósmico en el que los más etéreos conceptos
neoplatónicos introducen en los estudios teológicos un universo extraño, el de Proclo, ajeno a las
sensibilidades interiores de Agustín y su retórica espiritual: la vía negativa, la tiniebla, el Nous, la
jerarquía… El neoplatonismo dionisiano amenaza la doctrina de la Encarnación y aniquila la historia de la
salvación reduciéndola a la vuelta platónica al Uno (Chenu, 1957: 129-134).
512
La oración, desde el desarrollo de la vida monástica, se constituía como un ideal de vida de rezo
continuo, en el que a la oratio propiamente dicha, se unía la lectio y la meditatio. El conjunto de estos tres
elementos se denominaba contemplatio, sin que en este contexto tuviera, en primer término, el sentido
místico después generalizado (Leclercq, 1985: 417-423).
513
Véase Leclecq, 1985: 423-424.
413

era el paso siguiente dentro de un orden lógico que orientaba la mente hacia la
indagación de la verdad secreta de la lectura. La oración, por su parte, dirigía el corazón
del espiritual hacia Dios: la lectura y la meditación son propias de buenos y malos; la
oración introduce la humildad del alma que pide a Dios que se ofrezca al conocimiento
experiencial del espiritual. Finalmente, la contemplación consistía en una elevación
sobre sí misma de la mente, que quedaba suspendida en Dios, “al saborear los gozos de
la dulzura eterna”514.
La recepción de Dionisio, junto con las novedades antes señaladas, trae consigo
un nuevo modo de comprender la expresión de lo divino y de relacionarse con ella. Esta
novedad puede entenderse, en sentido amplio, como simbolismo. El problema
fundamental que se produce al estudiar este fenómeno –sin duda fundamental en el siglo
XII- es el de deslindar el simbolismo medieval de la construcción simbólica posterior
realizada en las estéticas modernas. Con frecuencia se ha proyectado el concepto de
símbolo decimonónico sobre el medieval, sin entender que, pese a las analogías entre
ambos, y la aparente similitud de sus definiciones, las diferencias nacen, de forma
inevitable, de la profunda diferencia entre las realidades religiosas, culturales y
epistemológicas de ambas épocas. Así, cuando Hugo de San Víctor define el símbolo
diciendo “symbolum est collatio, idest coaptio visibilium formarum al demostrationem
rei invisibilis propositarum”, advirtiendo que el símbolo es la expresión primera de una
realidad que la razón no puede conceptuar515, el lector recuerda inmediatamente las
definiciones de Kant y Goethe junto con todo el desarrollo teórico estético posterior. Sin
embargo, es necesario detenerse en las diferencias de contexto existentes entre una
época y otra, y reparar más en la distancia entre el horizonte cultural de Hugo de San
Víctor y el autor de Werther, que en la engañosa cercanía de las definiciones. En este
sentido, el símbolo medieval es un modo de acceso al misterio, desde la consideración
de que las cosas no son verdaderas en sí mismas sino en su referencia ontológica a Dios,
de tal modo que sólo son cognoscibles a partir de la iniciación mística516. En
consecuencia, existe en la lectura medieval del símbolo dionisiano, una particular
concepción religiosa del mundo y, a su vez, una visión del ser humano, producto de la

514
Véase la edición y prólogo de C. Granado del texto “Carta sobre la vida contemplativa (Escala de los
monjes)”, de Guigo II (Guigo II, 1999).
515
Cf. Chenu, 1957: 162. En este sentido, pero alterando la terminología, Ricardo de San Víctor, a tenor
de la lectura de Dionisio por medio de Escoto, contrasta dos modos de visión espiritual: la simbólica,
donde el conocimiento de las cosas invisibles se consigue a través de las imágenes presentadas como
figuras o signos; y la anagógica, que aspira a la contemplación celeste sin la mediación de las figuras
visibles, en la que el poder del símbolo escapa a todo análisis conceptual (Dronke, 1985: 45).
414

evolución, a lo largo de estos siglos, de la antropología cristiana517, que establecen un


marco de referencias absolutamente diverso del que pudiera concebirse en los últimos
años del siglo XVIII.
El símbolo dionisiano, que se expresa a través de la alegoría, o que, más bien,
puede entenderse como un género de la misma, presenta, en este momento, importantes
diferencias respecto a la teoría agustiniana del signo. Estas diferencias son consecuencia
de las distintas actitudes ante el mundo y el lenguaje existentes entre el Areopagita y el
obispo de Hipona. La teoría de Agustín es consecuencia de su confianza en el lenguaje,
producto de la mística de la luz y de la teología afirmativa. La de Dionisio, por el
contrario, es resultado de la mística de la oscuridad y de la teología apofática. Así,
Dionisio considera que el símbolo es irreductible al análisis y a la historia. Sólo la
teúrgia permite el acceso a su densa objetividad cósmica518. El realismo aristotélico del
siglo siguiente y la extensión de la Escolástica limitarán el terreno de actuación del
simbolismo cósmico dionisiano.
Una vez presentados estos rasgos generales, nos detendremos en la exposición
breve de la mística de algunas de las escuelas principales de la época, atendiendo
fundamentalmente a la vertiente exegética alegórica, en la que tendrán especial
importancia los comentarios al Cantar de los Cantares.
La atención al Cantar de los Cantares es consecuencia de la obsesión por el
lenguaje erótico de la mística de este siglo, que no sólo se ceñirá a las coordenadas del
poema bíblico y la larga tradición exegética del mismo, sino que se esforzará por
desarrollar nuevos paradigmas en el uso del lenguaje erótico para abordar la expresión
del ascenso místico a Dios. El caso de Ricardo de San Víctor quizá sea el más
importante en esta búsqueda de un nuevo lenguaje erótico místico.
La escuela de la abadía de San Víctor es una de las más activas e interesantes del
siglo XII. Fue Hugo de San Víctor el que estableció una tradición de oración en la que
la meditación habría de ir poco a poco separándose de la lectura y avanzando hacia la

516
Op. cit., p. 175.
517
La antropología del cristianismo occidental, como se ha visto, se fundaba sobre la concepción
agustiniana del hombre como imagen imperfecta de Dios, frente a Cristo que encarna la imagen perfecta.
Agustín había roto con el neoplatonismo y con las escuelas cristianas que minusvaloraban el pecado
original. Frente a éstos, Agustín refuerza el papel de la gracia en la historia de salvación humana. El siglo
XII, por una parte, conserva la antropología agustiniana mezclada con la recepción de los Padres griegos
introducida por Escoto; pero, por otra, experimenta una profunda renovación de símbolos y valores que
presta una especial atención a la libertad en un sentido distinto al ofrecido por el pensamiento cristiano
anterior (Mc.Guinn, 1985: 312-330).
518
Ib., p. 176-177. El simbolismo introduce el valor de la desemejanza, frente a la amenaza del
antropomorfismo y la ilusión del valor de lo sensible (p. 181).
415

contemplación, “practicando la memoria como un diálogo hermenéutico entre el texto


que se hacía presente y su actualización ética por parte del mediante” (Pego Puigbó,
2004: 59). De este modo, la alegoría se consolidaba dentro de la oración mental: por una
parte introducía elementos narrativos y recursos mnemotécnicos en la meditación; y, por
otra, ponía los mecanismos de la tropología al servicio de la vida moral del espiritual.
Seguramente el místico más importante de entre los victorinos sea Ricardo de
San Víctor519. Discípulo de Hugo, Ricardo distingue tres actividades de la mente: el
pensamiento indisciplinado, la meditación, que exige disciplina y un sostenido esfuerzo
mental, y la contemplación que eleva el alma hasta las más altas esferas. Ahora bien,
Ricardo entiende esta elevación, siguiendo a Hugo y a Agustín, como una penetración
cada vez más profunda en el interior del corazón.
En atención al objeto que se contempla, seis son los grados de la
contemplación520, según Ricardo de San Víctor521. El primer grado –en la imaginación y
de acuerdo a la imaginación- se refiere a la contemplación de las cosas físicas como
tales. El segundo grado –en la imaginación y de acuerdo a la razón- es el relativo a los
principios racionales de las cosas físicas. El tercer grado –en la razón y de acuerdo a la
imaginación- se ocupa del conocimiento de las realidades espirituales invisibles, pero a
través de su similitud con el mundo material. En este grado, dice Zinn, se reconoce la
influencia de Dionisio y de Hugo de San Víctor522. El cuarto grado –en la imaginación y
de acuerdo con la razón- se caracteriza por la completa interiorización del conocimiento
del espíritu racional humano y angélico. El quinto grado –por encima de la razón pero
no más allá de ella- y el sexto –por encima de la razón y aparentemente más allá de ella-
se producen no en la imaginación o en la razón, sino en el entendimiento. En estos
casos, la contemplación deviene en éxtasis. Su objeto no puede ser aprehendido por la
razón humana. El quinto grado incluye las cosas relativas a la sustancia divina y a su
unidad, por encima de la razón, que, una vez conocidas, pueden ser comprendidas por
ésta. El sexto grado, las cosas, como la Trinidad, que están más allá de la compresión523.
Desde el punto de vista de la expresión alegórica, Ricardo de San Víctor
distingue entre dos clases de representación: la comparatio y la translatio o conversio.
En la comparación, un fenómeno natural –por ejemplo la luz solar- lleva a la

519
Seguimos en esta exposición a Graef, 1983: 181 y ss.
520
“Contemplation is the free, more penetrating gaze of a mind, suspended with warder concerning
manifestations of wisdom” (Ricardo de San Víctor, 1979: 23).
521
Véase Ricardo de San Víctor, 1979: 24-32, y en esta misma edición, el Libro I de The Mystical Ark.
522
Ricardo de San Víctor, 1979: 26.
416

consideración de una realidad aún más intensa de carácter celestial: la luz del cielo
compartida con los ángeles. La traslación, por su parte, se refiere al sentido profundo de
la Escritura, de tal forma que ese mismo fenómeno -la luz en el caso que nos ocupa- se
entiende como la sabiduría de Dios, en virtud de la analogía524.
En el campo de la expresión de la experiencia mística, resulta importante
advertir que es el sentido del gusto el más recurrente en el momento de expresar la
experiencia de la contemplación: así, explica que, a través del gusto, nos asimilamos
con lo que gustamos y nos hacemos uno con él. Ricardo de San Víctor ofrece
explicaciones muy detalladas del éxtasis místico al que describe como una elevación, en
la que las potencias se adormecen y, dentro de los parámetros de la mística de la luz, va
más allá de San Agustín al afirmar que la contemplación significa ver la verdad en su
pureza, sin ninguna interposición de velos525. Esto no obstante, considera que existe un
grado de perfección superior al éxtasis, que se alcanza cuando, después de éste, el alma
regresa de las alturas y, por medio de la compasión para con el prójimo, se entrega al
apostolado y a la misericordia526. De esta forma, Ricardo de San Víctor, no sólo enlaza
la vida contemplativa con la activa, sino que sostiene la dimensión colectiva que la
mística cristiana –especialmente en Occidente- tanto se había esforzado en mantener.
En la obra mística de Ricardo de San Víctor, como ya se ha dicho, se desarrolla
un esfuerzo notable por renovar los parámetros del lenguaje erótico como expresión de
la unión mística. Este interés casi obsesivo por el erotismo, que alcanzará su más honda
expresión en la obra de San Bernardo de Claraval, no es ajeno al desarrollo de la teoría
del amor cortés dentro de la poesía profana. La tensión entre el erotismo místico y el
erotismo humano marcado por la influencia de Ovidio no puede evitar los
desplazamientos de un campo a otro y la creación de un juego de reflejos y
correspondencias que no debe ocultar, sin embargo, sus obvias diferencias527.
La comprensión del amor cortés y la del amor espiritual de carácter místico,
como dos visiones opuestas y enfrentadas de amor, derivan de un único concepto del
amor, entendido como tal en la Edad Media, frente a la contraposición de los dos
amores existentes en el pensamiento de Platón.

523
Ricardo introduce así el concepto dionisiano del “no saber” (op. cit., pp. 33 y 43).
524
Cf. Ricardo de San Víctor, 1979: 15.
525
Op. cit., p. 186.
526
Ib., p. 188. En la espiritualidad española del siglo XVI, esta comprensión misericordiosa como grado
posterior al éxtasis puede verse en Subida delMonte Sión (Laredo, 1998: 266-272).
527
Sobre esta cuestión, véase Javelet, 1968: 309-336.
417

Giorgio Agamben ha estudiado la ambivalencia del concepto medieval de amor,


encuadrándola dentro de la psicología aristotélica de la Edad Media, particularmente de
lo relativo a la “fantasmagoría”528, a la que se suman las influencias del neoplatonismo
y el estoicismo: “El fantasma se polariza y se convierte en el lugar de una extrema
experiencia del alma, en la que ésta puede subir hasta el límite deslumbrante de lo
divino o precipitarse en el abismo vertiginoso de la perdición y del mal.” (Agamben,
2001: 139). Por otra parte ha señalado cómo los trovadores rechazan la tópica de la
retórica clásica, producto de una concepción del lenguaje como una realidad ya dada,
como algo que siempre ha tenido ya lugar. Los trovadores, a partir del precedente del
concepto agustiniano de lenguaje como deseo amoroso del que nace la palabra,
pretenden vivir el topos mismo del que brota el lenguaje “como fundamental
experiencia amorosa y poética” (Agamben, 2003: 111). Esta relación amorosa de los
trovadores con el lenguaje fue malinterpretada más tarde como vivencia amorosa de los
poetas, de tal modo que aquella original experiencia del lenguaje pasó a entenderse
como un razonar lo vivido529. No menor ha resultado, con el tiempo, cierta
incomprensión del lenguaje erótico místico que arranca de este periodo.
El amor cortés y la expresión amorosa de la experiencia mística comparten
numerosas zonas de contacto que siguen un desarrollo paralelo. Éste es el caso de la
imagen de la fuente -o del espejo-, lugar por excelencia del encuentro amoroso530. Ya se
ha estudiado el sentido que la imagen tiene en la antropología agustiniana. Ahora
abordaremos la cuestión desde el concepto de amor que se forja en el siglo XII. En
principio es evidente que esta imagen, en el contexto de la literatura erótica –profana o
sagrada- remite al mito de Narciso que en la Edad Media es interpretado no como el
caso paradigmático del exacerbado amor a sí mismo, sino como amor a una imagen, un
enamorarse fantasmagórico, fundamental en la comprensión medieval del amor. Se
trata, por lo tanto, no de una imagen platónica sino de una aplicación de la teoría
aristotélica del alma que explica la “aprehensión del “fantasma” por el alma531.
En el ámbito teológico, el amor en la Edad Media se concibe de dos modos: de
una forma dinámica, o física, y de una forma extática o dualista. La primera se funda
sobre la necesaria inclinación de todos los seres de la naturaleza a buscar su propio bien.

528
Seguimos en el desarrollo de esta cuestión a Agamben, 2001: 139 y ss.
529
Op. cit., p. 112.
530
Para el uso de esta imagen en Ricardo de San Víctor y su relación con la función de la imagen
visionaria en su pensamiento místico: Ricardo de San Víctor, 1979: 20 y ss.
531
Agamben, 2001: 149-151.
418

Para los defensores de esta teoría, existe una profunda y oculta identidad entre el amor a
sí y el amor a Dios. Esta teoría, defendida, no sin contradicciones, por Hugo de San
Víctor (en De Sacramentis) y San Bernardo (en De diligendo Deo)532, será
sistematizada y perfeccionada por Tomás de Aquino533.
La corriente extática sostiene que el amor será más perfecto cuanto más sitúe al
sujeto fuera de sí mismo, a partir de una esencial dualidad de términos, resultado de una
concepción personal del amor. En el caso de Ricardo de San Víctor, uno de los más
claros ejemplos del amor extático, el místico sorprende al utilizar una expresión tan
novedosa como “caridad violenta” para referirse al amor místico –el alma arde y se
duele de la herida de amor-, porque se trata de una expresión ajena al Cantar de los
Cantares y al neoplatonismo cristiano534. Esta “caridad violenta”, según Ricardo de San
Víctor, se despliega en cuatro grados: Amor vulnerans insuperabilis, Amor ligans
inseparabilis, Amor languens singulares, Amor insatiabilis. La violencia es
consecuencia de la salida de sí, al encuentro de sus apetitos, del modo en que los
tiraniza, y por parecer no quedar saciado sino con la aniquilación del sujeto que ama,
por su absorción en el objeto amado (Rousselot, 2004: 44-45).
La concepción extática del amor es resistente a cualquier intento de
sistematización rigurosa. No obstante, es posible apuntar una serie de rasgos
característicos: en primer lugar, la dualidad del amante y del amado. Los defensores del
amor extático consideran que la unidad, propia de la concepción física, desemboca en el
egoísmo, no merecedor del nombre de amor. En segundo lugar, la violencia del amor.
En la corriente física, el amor consistía en la búsqueda del bien propio; en la extática, el
amor es herida, desmayo, muerte, siempre deseables. La audacia de la metafísica del
amor extático lleva incluso a sostener que Dios no es ajeno a la violencia del amor, que
sufre sus heridas. En tercer lugar, la irracionalidad del amor. Irracional quiere decir aquí
poco racional, imprudente, precipitado, y desconocedor del orden natural esencial. En
consecuencia, el amor extático es hasta cierto punto igualitario, o al menos, tiende a
serlo. Por último, el amor extático es un fin en sí mismo. Es posesivo y se entiende
como disfrute de Dios535.
Pero, pese a estos rasgos del amor extático, debe recordarse que para Ricardo de
San Víctor, el amor divino no termina con las bodas sino que, superado el éxtasis y la

532
En los Sermones sobre el Cantar, se mostrará partidario de la teoría extática.
533
En la explicación de las corrientes física y extática del amor medieval, seguimos a Rousselot, 2004.
534
Cf. Mc.Guinn, 1992: 212-213.
535
Cf. Rousselot, 2004: 119-163.
419

muerte espiritual, concibe y renace con Cristo para, de acuerdo con los postulados sobre
la caridad expresados más arriba, seguir su fructífero trabajo en el mundo, al servicio de
los demás536.
Junto con los teólogos de San Víctor, son los cistercienses, particularmente
Bernardo de Claraval y Guillermo de San Thierry los principales renovadores del
lenguaje místico en el siglo XII. Los cistercienses serán decisivos en la nueva
orientación de la vida mística, que pasa de hacer referencia a la vida espiritual de la
comunidad cristiana a dirigirse a la vida monástica. De este modo, la idea general de la
mística que había prevalecido en el cristianismo occidental desde Ambrosio, Agustín y
Gregorio Magno se abandona en favor del monacato concebido como nueva elite
espiritual 537 y de un modo de vida regido por las estrictas reglas cistercienses cuya cima
se considera la unión mística538. Esta tendencia, que prima la vida monástica frente a la
vida secular, perdurará hasta el siglo XIII, en el que empezará a cambiar la actitud de la
Iglesia. El cambio se consolidará en el siglo siguiente cuando místicos como Eckhart,
frente al elitismo monástico de la etapa anterior, afirmen que Dios puede encontrarse
directa y decisivamente por cualquiera y en cualquier parte539.
Por otro lado, junto a este carácter de la mística reservado al monacato, se
imponen en el ámbito monástico una nueva serie de formas de comprensión del
fenómeno místico que perdurarán hasta el esplendor de la mística española del siglo
XVI. Dos son las pautas fundamentales de esta nueva actitud: la orientación
experiencial y erótica del lenguaje místico y la exaltación de la trascendencia divina,
con especial hincapié en la incognoscibilidad de Dios. Veamos estos elementos
detenidamente.
La naturaleza experiencial de la mística ya había sido establecida en occidente,
frente al enfoque teórico oriental, por Agustín en sus Confesiones. San Bernardo, desde
los presupuestos del amor extático, predominantes en la etapa de los Sermones sobre el
Cantar de los cantares, ahonda en esta dimensión agustiniana, tanto en su aspecto
individual como colectivo –entendida la Iglesia como cuerpo de Cristo-. En sus
Sermones sobre el Cantar de los cantares, afirma la existencia de tres grados de
experiencia: la experiencia del pecado y de la lejanía de Dios; la experiencia de Cristo y,

536
Op. cit., p. 214. Véase también Ricardo de San Víctor, 1979: 9.
537
Cf. Mc.Guinn, 1996: 197-198.
538
Cf. Gilson, 1940: 16. Sobre la tremenda influencia de Bernardo de Claraval en la vida de la Iglesia de
su tiempo, véase Egan, 1991: 166 y ss.
539
Mc.Guinn, 1996: 199.
420

en consecuencia, la de ser atrapado en su movimiento de redención; y la experiencia del


Espíritu, resultante de su interpretación del “beso” del Cantar.
Hay, como puede verse, un aspecto engañoso en la experiencia que la hace
inferior a la fe: la experiencia puede ser también experiencia del mal y de la ausencia de
Dios540. Pero el Cantar de los cantares se revela como la última experiencia del cristiano
en vida: “[El Cantar de los cantares] es la canción que comienza donde las demás
terminan. Sólo el toque del Espíritu puede inspirar una canción como ésta y sólo la
experiencia personal puede abrir su significado” (Sermón 1, VI, II). Tras esta
consideración general, en el Sermón 74, Bernardo se remite a su propia experiencia
personal. No se trata de que teóricamente se conciba la dimensión experiencial de la
mística, sino que el autor no duda, al leer el Cantar de los cantares, en usar de su propia
experiencia para proyectarla sobre la lectura del poema bíblico: “Quiero contaros mi
experiencia (… ). Admito que el Verbo también ha venido a mí –hablo como un necio- y
ha venido muchas veces”. En consecuencia, no debe interpretarse la valoración de la
experiencia en el seno del discurso místico como algo ajeno al discurso teológico, pero
tampoco debe pensarse que por experiencia cabe entender solamente la visión extática –
a la inversa, tampoco toda visión debe considerarse experiencia mística-, sino que debe
hablarse, en un sentido muy amplio, de la conciencia de Dios como la verdadera
naturaleza de la contemplación541.
La comprensión de la experiencia mística en su sentido erótico supera con San
Bernardo los rasgos intelectualistas neoplatónicos que aún aparecían en la obra de San
Agustín. Ahora Bernardo puede proclamar consecuentemente que el amor es más
importante que el conocimiento; es más, que el amor es el origen y fin de éste.
Bernardo de Claraval construye, en opinión de Gilson, una completa doctrina del amor
cristiano542.
En una segunda etapa, San Bernardo se acerca a los postulados teóricos del
concepto físico del amor. En su concepción física del amor -ya se ha hablado de la
extática-, San Bernardo comienza analizando los rasgos del amor humano. El amor
humano, determinado por el egoísmo y la carnalidad, representa también el inicio de la
búsqueda ontológica de la felicidad, revelada pronto como inalcanzable, y la
consecuente insatisfacción que hace ir al hombre de un objeto a otro. La insatisfacción

540
Cf. Mc.Donnell, 1997.
541
Cf. Mc.Guinn, 1996: 214-218.
542
En esta exposición del amor cristiano en Bernardo de Claraval, seguimos a Gilson, 2004: 261-272.
421

del amor humano es el punto de partida de la “conversión”. No se trata entonces de


negar el deseo, como ocurría en la ascética pagana, sino de colmarlo revelando su
verdadero sentido.
Esta es la lección positiva de la insatisfacción puesta al descubierto por la
búsqueda del deseo carnal: la causa de la insatisfacción producida por los bienes finitos
es la atracción profunda e irrenunciable de un bien infinito. En este anhelo de infinitud,
San Bernardo traza el paralelismo entre el amor y el conocimiento: para el intelecto, el
alma es capaz de la verdad; para el amor, el alma es capaz del bien. En el cruce
imposible de estas paralelas se va forjando el conocimiento de amor de los místicos.
Ahora bien, una vez determinado el verdadero fin del amor humano y su
aspiración al infinito, Bernardo elabora una metafísica del amor en la que se pregunta
por la raíz de este amor así revelado. Ésta no puede ser otra que el amor de Dios en
nosotros, es decir, la participación humana finita en el amor infinito por el que Dios se
ama a sí mismo543. La participación en el amor de Dios exige del hombre una actitud
opuesta a la que condiciona el amor carnal: el desinterés llevado al extremo del olvido
de sí. El amor a Dios es, por lo tanto, un amor tan natural como el amor carnal, porque
está en la naturaleza humana la tendencia a amar a Dios.
En sus Sermones sobre el Cantar de los cantares, San Bernardo afronta
decididamente el texto bíblico como epitalamio divino entre Dios y el alma,
incorporando las lecturas orientales de Orígenes544, San Gregorio de Nisa –a través,
seguramente, de Máximo el confesor- y Dionisio Areopagita545, con una profundidad
mayor de lo que hasta entonces se había realizado en Occidente –más aun que Erigena y
Hugo de San Víctor-, y en una dirección que llegará hasta Juan de la Cruz546.
Junto a este desarrollo y profundización del discurso erótico, San Bernardo
explora también otra dimensión del pensamiento agustiniano, la interiorización de Dios,
que será fundamental para el posterior despliegue del pensamiento franciscano. En
efecto, San Agustín había afirmado, ya a comienzos del siglo V, que Dios se hallaba en
lo más profundo del alma; Bernardo, y con él toda la cristología y mística medievales,
enriquece esta concepción interiorizando también la humanidad y la pasión de Cristo.

543
El concepto de participación será fundamental en la elaboración física tomista del amor.
544
El siglo XII vive una resurrección del pensamiento origenista, especialmente activo en la obra de
Bernardo y Guillermo de San Thierry. Sobre esta cuestión, véase Pelletier, 1989: 346-347.
545
La influencia de Dionisio en el ámbito cisterciense es difícil de precisar. Dice Gilson que no es
detectable su influencia en el estilo de Bernardo ni en su terminología, aunque sí conocía la traducción de
Máximo realizada por Erigena (Gilson, 1940: 25).
546
Cf. Dawson, 1954: 104.
422

Cristocentrismo y erotismo se aúnan en el pensamiento de San Bernardo: Dios se


encarna porque quiere recuperar el amor de los hombres que son incapaces de amar de
un modo distinto del amor carnal, para, gradualmente, conducirlos hacia el amor
espiritual 547.
De este modo, Cristo no sólo se muestra como el Logos o como un modelo a
imitar, sino que es concebido verdaderamente como esposo del alma, que actúa con ella
y en ella548. En este sentido, otra vez en la versión extática del amor, el éxtasis –que
Bernardo concibe a partir del excessus de Máximo el confesor- produce en el alma la
inmersión en el fuego del “todo divino” y en su luz: “Sicut au per totum illuminatus
lumine, et igne ferrum totum toto lique factum aut si quid aliud talium est”549. Cuando
el Logos invade el alma, se adormecen los sentidos, pero el corazón, en su centro más
profundo despierta y sus más secretas faltas le son reveladas (Sermón 74). En el pesar
que produce este conocimiento podemos entrever, en cierto modo, una aproximación a
determinados aspectos de lo que será la experiencia de la noche del espíritu en la
mística sanjuanista.
El excessus produce una deificación incompleta en vida, porque funde y
remodela el alma en su ejemplar divino. Pero la fusión del alma en el éxtasis no
conlleva su destrucción, sino que, por el contrario, el éxtasis no sólo deja intacta su
naturaleza sino que, además, la confirma550. Hay, desde luego, una cierta muerte al
pecado y a la experiencia engañosa del mal (Sermón 52).
El erotismo y el carácter experiencial -de naturaleza antropocéntrica- de la
mística de San Bernardo se desarrolla en una tensión dialéctica con una conciencia cada
vez mayor de la trascendencia divina. En esta nueva actitud que reconoce los límites de
la inteligencia en su aprehensión de la naturaleza divina se advierte una influencia
creciente del pensamiento greco-árabe junto a la extensión de las ideas nominalistas del
lenguaje que, en su devaluación del alcance del conocimiento racional, conducen a la
consolidación de una cierta inclinación fideísta551. En el Sermón 41, Bernardo consagra
por primera vez de forma inequívoca en Occidente la distinción entre la contemplación

547
Cf. Egan, 1991: 167.
548
Cf. Dawson, 1954: 109.
549
Gilson, 1940: 26-27.
550
Cf. Gilson, 1940: 27.
551
Cf. Deblaere, 1983: 91-92. La defensa desde la mística de un ámbito de conocimiento, determinado
por la experiencia y la fe, más amplio del que a través de la razón pueda articularse, abrió un fuerte debate
en el siglo XII. Bernardo y Guillermo se enfrentaron a las teorías racionalistas de Pedro Abelardo. Se
originaba así una oposición, creciente en siglos posteriores, entre el acercamiento especulativo que abría
423

apofática y la contemplación revelada en la que las experiencias puramente espirituales


de Dios son traducidas a imágenes comunicables. Para San Bernardo, la actividad
angélica en este terreno es fundamental. Son ellos los que producen estas imágenes en la
imaginación del místico, convertidas, después, en conceptos y palabras a través de las
cuales la luz de Dios puede ser comprendida y comunicada552.
La paradójica discusión sobre el modo de conocer a Dios, desde la consideración
de ser esencialmente incognoscible, había sido también la preocupación central de la
obra de Guillermo de San Thierry553. Al igual que sucedía con Bernardo de Claraval,
Guillermo rechaza toda aproximación especulativa a la naturaleza divina al afirmar que
existen sólo dos modos de conocimiento de Dios: la fe y el amor.
En el desarrollo de su teoría, Guillermo recurre a la imagen del “espejo de la fe”:
el espejo describe un conocimiento más alto hacia el que se dirige el deseo como
anticipación de una promesa hecha a la inteligencia de amor554. Desde esta perspectiva,
Guillermo lee el Cantar de los cantares con una sensibilidad nueva, sin refrenar el
sentimiento, con la que puede pronunciarse aquello que parecía estar abocado al
silencio555. El uso de la primera persona del poema escriturario favorece la
identificación con la experiencia personal 556. Es el amor el que rompe con la esencial
lejanía divina, porque, como se desprende del Cantar, el amor cristalizado en las “bodas
espirituales” crea una relación paritaria entre los esposos, sobre el modelo del amor
conyugal. Este extremo, recuerda Pelletier, hizo recaer sobre Guillermo de San Thierry
la acusación de panteísmo. En efecto, su idea de la deificación era mucho más amplia
que la defendida en siglos anteriores por Ambrosio o Gregorio; incluso Bernardo
rechazo la forma de expresión de Guillermo. Habría que esperar hasta el siglo XIV para
que Ruysbroeck desarrollara estas ideas, aunque paradójicamente se las atribuyera a San
Bernardo, a través de su concepto de las “bodas espirituales”557.

el discurso teológico a la posibilidad del progreso y la corriente mística que planteaba un modo distinto de
conocimiento de Dios (Pelletier, 1989: 348).
552
Egan, 1991: 168.
553
Guillermo de San Thierry, al igual que ya ocurriera con Gregorio de Nisa, basa su idea de la
incognoscibilidad de Dios en Éxodo 33,20 (Pelletier, 1989: 350).
554
Pelletier, 1989: 351.
555
Cf. Pelletier, 1989: 352-353.
556
El nuevo peso de la experiencia personal y la exégesis mística como ejercicio de introspección hacen
que Guillermo cambie la lectura moral de determinados pasajes realizada por Orígenes por una
interpretación psicológica, más ajustada a las exigencias de su época, como ocurre, por ejemplo, con la
interpretación de la imagen de la “bodega” del Cantar, leída ahora en el sentido de las pruebas de amor
que también aparecen en la literatura erótica no religiosa de la época (cf. Pelletier, 1989: 344).
557
Cf. Pelletier, 1989: 355-256.
424

3
La mística del siglo XIII
El siglo XIII es una época de esplendor de la cultura cristiana. Dominicos y
franciscanos elaboran, desde diferentes puntos de vista, un nuevo discurso teológico que
abre nuevas posibilidades expresivas del fenómeno místico. A partir de 1200, las formas
del lenguaje místico se hicieron más diversas, con la incorporación de las lenguas
vernáculas y la aparición de nuevas formas de representación de la experiencia mística.
En estos años se producen, en opinión de Mc.Guinn, tres modos de apropiación
del sentido de la fe: el monástico, el escolástico y el vernáculo. El primero se sirve en su
expresión del comentario bíblico, del tratado y del sermón retórico; el segundo
desarrolla los modelos expresivos de la lectio, la questio, la disputatio y la summa; por
último, el modo vernáculo –a veces traducido posteriormente al latín- presenta más
dificultades a la hora de determinar sus géneros y modos de expresión. Abundan en él
las hagiografías, las descripciones de visiones, bien de forma autónoma, bien
incorporadas a las hagiografías o incluso a diarios espirituales. También son frecuentes
las prosas dialogadas y la poesía558.
La Escolástica, con la figura central de Santo Tomás de Aquino, impone la
metodología de un pensamiento especulativo, de raíz aristotélica, que no renuncia, sin
embargo, a la influencia platónica559. Como dice Cousins, se trata de un siglo en el que
la espiritualidad y la especulación avanzan unidas, creando un sistema especulativo en
el que la espiritualidad no esta separada del saber teórico560. La conciliación entre la
mística y la Escolástica será particularmente fecunda en la obra de San Buenaventura.
Los franciscanos aportan no sólo una nueva visión de la afectividad cristiana y
un nuevo sentimiento de la naturaleza, sino también una devoción más profunda por el
cuerpo sufriente de Cristo, interés que heredan de los cistercienses del siglo anterior y
que pasa a un lugar central de sus reflexiones teológicas. La presencia constante del
cuerpo de Cristo y del dolor físico de la pasión en el pensamiento franciscano trae al
pensamiento teológico la posibilidad de desarrollarse en nuevos horizontes conceptuales
más concretos, determinados por la presencia del cuerpo como espacio físico capaz de

558
Cf. Mc. Guinn, 1996: 205-208.
559
Tomás de Aquino, a diferencia de lo que después ocurriría en el neoescolasticismo, no es un pensador
aristotélico fuera del neoplatonismo general de la teología medieval, sino más bien un neoplatónico
aristotelizado (Hankey, 1997: 63 y 67).
560
Cf. Cousins, 1978: 1-2.
425

encarnar las exigencias alegóricas del discurso místico561. Esta orientación reforzará,
especialmente en el primer franciscanismo, la corriente extática del amor divino562.
La triple acepción espiritual del cuerpo de Cristo –histórico, sacramental y
eclesial- sufre en este momento una profunda mutación. Como dice Certeau563, la
división de carácter temporal entre el cuerpo histórico de Cristo, por una parte, y el
cuerpo sacramental –Eucaristía- e institucional –Iglesia-, por otra, cede, en el siglo XIII,
a una nueva distribución que atiende, no tanto a la disposición temporal, cuanto a la
naturaleza funcional de estas acepciones. De este modo, las dimensiones histórica y
sacramental se despliegan como funciones, frente a la dimensión eclesial, que se
comprende como efecto de las anteriores. El cuerpo histórico se entiende como un
código legislador que funda la exégesis de su oculta productividad; el cuerpo
sacramental se concibe como un signo: la celebración comunitaria apunta a la
generación de efectos espirituales (la salvación y la gracia), que constituyen la vida real
de la Iglesia; ésta, por su parte, se configura como cuerpo místico en devenir, que se
articula sobre el cuerpo escriturario y la Eucaristía.
Por otra parte, el siglo XIII iniciará una serie de reflexiones sobre la Trinidad
que serán fundamentales en el desarrollo de la mística occidental de los siglos
siguientes. Con excepción de De Trinitate del Agustín tardío564, la teología occidental,
frente a la griega, había indagado poco en el misterio de la Trinidad. Ahora, San
Buenaventura -y al final del siglo, y en sentido contrario, Eckhart- entre otros teólogos,
iniciará una serie de estudios sobre esta cuestión que se prolongarán en el siglo
siguiente, especialmente en la mística de Ruysbrueck.
Del complejo y extenso pensamiento tomista, nos interesa tocar muy brevemente
su concepto físico del amor, la noción de la expresión mística y sus reflexiones en torno
a la interpretación alegórica de la Escritura. A ella nos hemos referido en páginas
anteriores, al recordar cómo contribuyó al liquidar el universo alegórico neoplatónico
que se había extendido a lo largo del siglo XII. Ahora debemos ver cómo en la
destrucción de las teorías medievales del alegorismo universal, Santo Tomás de Aquino
se sirvió de la teología negativa de Dionisio e incluso de Proclo. Como afirma Hankey,

561
La predilección franciscana por la pasión de Cristo pasará a la Devotio moderna y de ahí influirá en la
literatura espiritual española del siglo XVI, especialmente en Bernardino de Laredo (cf. Cuevas, 1972:
183-184).
562
Cf. Rousselot, 2004: 127.
563
Cf. Certeau, 2002: 111-114.
564
De Trinitate se escribe entre 400 y 416.
426

ningún teólogo medieval fue más dionisiano que Santo Tomás565, pese a su
identificación general con las teorías de Aristóteles y pese a la inversión del
pensamiento dionisiano que el tomismo realiza al colocar el ser por encima del bien en
el orden divino. En sentido contrario, es reseñable el hecho de que, en alguna ocasión, la
influencia de Dionisio pesara más que el sentido literal de los textos bíblicos566, en la
interpretación tomista de la Escritura, lo que suponía una seria contravención de los
presupuestos aristotélicos567.
La presencia de Dionisio en Tomás de Aquino afecta a su concepción general
del lenguaje. Dionisio se había servido de la vía apofática para distanciarse de las tesis
plotinianas que situaban a Dios –el Uno- más allá del ser. El dilema que se presentaba
ante Dionisio era el siguente: Si el Dios de las Escrituras se identificaba con el Ser, éste
resultaría inferior al Uno de los neoplatónicos. Dionisio intentó escapar de la
encrucijada neoplatónica afirmando que el ser es la teofanía del Uno -el bien-.
Santo Tomás, por su parte, recibe a Aristóteles cuya metafísica permite
identificar a Dios con el Ser supremo. Pero también se sirve de Dionisio al hablar de las
ideas divinas. El problema que se plantea al Aquinate ya no cuestiona la relación entre
Diso como Ser supremo y el Uno neoplatónico, extendido más allá del Ser. Ahora, el
problema se plantea frente al panteísmo: la necesidad de distanciar a Dios de los
Universales y de la propia naturaleza, esto es, de ensanchar hasta el infinito la distancia
abierta entre el Ser supremo y los grados inferiores del ser, sin romper la analogía.
Tomás parece decir, en línea con el pensamiento dionisiano –Libro V de Los
nombres divinos-, que cuando las ideas divinas se consideran con relación a las cosas
creadas se ven como existentes. Así, se establece la relación entre los seres creados y
sus ejemplares de tal modo que éstos se ubican en el Ser divino, aunque separados de
Él568.
El problema radica en la determinación de la naturaleza de los nombres de Dios.
Se trata de una cuestión fundamental para la delimitación de las posibilidades del
lenguaje y del juego de la analogía que afecta fundamentalmente a la construcción y

565
Hay que recordar que Eckhart, el mayor representante de la teología negativa medieval, también
pertenecía a la orden de los Dominicos y que, probablemente, fuera también discípulo del maestro de
Tomás de Aquino, San Alberto Magno.
566
Cf Hankey, 1997: 63. En concreto se refiere este autor a la interpretación del pasaje sobre los serafines
recogido en el libro de Isaías.
567
En realidad, Tomás de Aquino fue muy conservador como exégeta bíblico. En opinión de Lubac y
Hankey, Santo Tomás no consideró el sentido literal como el más alto de los sentidos de la Escritura,
sino, al igual que la hermenéutica bíblica anterior, como una base para los sentidos espirituales superiores
(Hankey, 1997: 64).
427

alcance de la vía catafática y, en general, de todo el discurso místico. La cuestión se


plantea agudamente en la obra de Tomás entre los años 1265 y 1272. No se trata de
establecer si es posible o no el conocimiento de Dios, sino si la pluralidad de los
nombres divinos está sólo en el intelecto o en Dios mismo. Santo Tomás adopta una
posición intermedia: por una parte, afirma que todos estos atributos divinos son uno en
Dios, pero, por otra, dice que se diferencian según la razón, y está razón no está en los
sujetos pensantes sino que es propiedad de la cosa misma. En consecuencia, Tomás, al
igual que Dionisio y Anselmo, y contra Maimónides y Avicena, considera que las
perfecciones existentes en las criaturas existen de modo eminente en Dios; es decir,
existe una relación de analogía entre lo que se dice de Dios y lo que se dice de las
criaturas. En virtud de este principio de analogía, puede edificarse un lenguaje teológico
que nos acerque al conocimiento de Dios569. Pero ¿cómo debe ser este lenguaje?
Para responder a esta cuestión, debemos profundizar en la finalidad de este
discurso teológico cuya posibilidad se ha defendido: el conocimiento de Dios. En
principio, Tomás de Aquino, por influencia de Dionisio, concede la primacía a la vía
negativa en la aproximación al conocimiento divino. Sin embargo, como ha señalado
Andía, el vocabulario tomista es síntoma de su evolución intelectual respecto a la
teología apofática. En efecto, Tomás utiliza dos conceptos para referirse a la vía
negativa: remotio y negatio570. El primero de estos términos hace referencia a la
proposición por la que se niega otra afirmativa y de sentido contrario. El segundo, por
su parte, no es una proposición, sino una acción en virtud de la cual se suprime una
cosa. Plotino utiliza la imagen del escultor que suprimiendo la piedra sobrante, hace
aparecer la forma571. Dionisio, a partir del neoplatonismo pagano, emplea este ejemplo
para aplicarlo a la Tiniebla. De ahí pasa a Tomás, a través del comentario de Alberto
Magno de Los nombre divinos. En De Potentia, Santo Tomás establece con nitidez la
diferencia entre estos dos conceptos: la remotio consiste en suprimir de Dios lo que no
conviene a su esencia, mientras que la negatio muestra positivamente que lo que es
negado de Él lo es por eminencia y no por defecto572. La negación no es sólo un rechazo
del antropomorfismo ni una negación trascendente que se anega en la Tiniebla mística,
sino una negación de la limitación humana que hace pasar, en su límite, a la plenitud

568
Cf. Ewbank, 1990: 84-86.
569
Cf. Andía, 2001: 63-64.
570
Sigo la argumentación de Andía, en Andía, 2001: 46 y ss.
571
La imagen estaba en Platón, y será también empleada por Proclo y Gregorio de Nisa (Andía, 2001:
46).
428

divina573. Lo apofático, como subraya Turner, no puede entenderse sin lo catafático574.


Ambas vías son inseparables: el silencio sólo se alcanza cuando la vía afirmativa se ha
agotado.
La preeminencia de la vía negativa para acceder al conocimiento de Dios, que
Tomás adopta de Dionisio, le lleva a plantearse la función de las imágenes y las
alegorías en la Escritura. La innegable presencia de metáforas y alegorías en la Biblia es
justificada por Tomás de Aquino con los argumentos prestados, -y quizá incompatibles-
de Aristóteles y Dionisio:

Aristotle´s conclusión that it is impossible to understand without the imagination, and


Dionysius´ affirmation that the divine light can only illuminate us from above by operating
through “the covering of many sacred veils” or “images of sensible things” are noted. Finally St.
Paul´s assertion about knowing the invisible things of God is repeated (… ).
(Ewbank, 1990: 101)

De este modo, y no sin establecer algunas restricciones, justifica Tomás de


Aquino las alegorías bíblicas.
Pero también la comprensión tomista de la contemplación es netamente
dionisiana. Santo Tomás adopta el sistema de los tres movimientos del alma en el
conocimiento de las cosas divinas, propuesto por el Areopagita575. De este modo, afirma
la existencia de un movimiento lineal de la razón, en el que el espíritu se conduce hacia
aquello que lo rodea, sirviéndose de cosas externas como símbolos de la divinidad, para
elevarse según sus propios medios hacia las contemplaciones simples y unificadoras.
Junto a este movimiento rectilíneo, aparece un movimiento circular de la
contemplación. En este segundo movimiento, el espíritu descansa en la verdad y se fija
en su sola contemplación, en un movimiento desarrollado uniformemente en torno a su
centro irradiante sin principio ni fin. Finalmente, Dionisio habla de un tercer
movimiento en espiral, compuesto de los dos movimientos anteriores. En éste, el
espíritu, retoma la discursividad, esto es, la inteligencia de la fe sin salir de su quietud
contemplativa. Krynen aclara que no debe entenderse que esta inteligencia de la fe sea
un término medio entre la especulación racional y la contemplación mística, porque

572
Andía, 2001: 64.
573
Ib. p. 70.
574
Cf. Turner, 2002: 18.
429

éstas no se concebían tan separadamente como pudieran serlo posteriormente. Ambas,


para el filósofo cristiano, se desarrollaban a la luz de la fe. En este sentido, la
contemplación se consideraba como una experiencia sobrenatural pero no milagrosa.
Junto con la discusión tomista de las posibilidades del lenguaje en la expresión
de lo inefable a medio camino entre Aristóteles y Dionisio, el siglo XIII ofrece
importantes novedades en la concepción del amor divino. La revolución cisterciense del
siglo anterior había aportado una visión más rica y profunda del amor divino, en su
dimensión extática, y había desarrollado la posibilidad de un discurso erótico más
intenso en la relación de la experiencia mística. La comprensión de la unión mística
como unión espiritual igualadora de los amantes, Dios y alma, en las tesis más osadas
de Guillermo de Saint Thierry, el concepto de amor violento de Ricardo de San Víctor,
y, sobre todo, el elaborado erotismo cristocéntrico de Bernardo de Claraval habían
contribuido al desarrollo de la escritura mística alegórica, favorecida, además, por la
aparición de nuevos géneros literarios en la literatura espiritual.
Tomás de Aquino es el gran formulador -y moderador- de la concepción física
del amor, cuyo antecedente más claro en el siglo XII es Hugo de San Víctor. Pero en el
victorino existen aún dudas e imprecisiones que introducen en su pensamiento
elementos procedentes de la corriente extática del amor. El Aquinate depurará estos
rasgos heterogéneos y, tomando como referencias remotas a Aristóteles y a Dionisio576,
elaborará una teoría física del amor que, merced a esta influencia dionisiana y al
desarrollo del concepto de “afectividad” integrará de modo efectivo, la dimensión
extática del amor. De este modo, como advierte Pérez-Soba, la profunda comprensión
de la “unión afectiva” en la que consiste esencialmente el amor, le va a permitir
explicarlo como un dinamismo fundado en la “unidad en la diferencia” (Rousselot,
2004: 37-38)577.

575
En nuestra exposición de los tres movimientos de la contemplación dionisiana, adoptada por Tomás de
Aquino, seguimos a Krynen, 1990: 17-24.
576
Del primero toma fundamentalmente la idea expuesta en Metafísica de que el mundo desea a Dios
(Roussselot, 2004: 84); del segundo, la sentencia “El amor es una fuerza unitiva y coercitiva” y, en
general, las ideas en torno al amor universal a Dios expuestas en el capítulo IV de Los nombres divinos
(Rousselot, 2004: 85).
577
Laredo recoge, no sin vacilaciones, esta dimensión afectiva del amor en Subida del Monte Sión:
“Donde es de notar que el alma que desea infundirse y transformarse en el abismo y infinito amor
increado es menester ser trasmudada en amor y que este amor vaya al centro donde salió, es a saber, a su
Dios” (Laredo, 1998: 241). Laredo, que anteriormente ha señalado que este amor no crece por las
criaturas sino por afectividad, emplea para significar esta unión una imagen bien querida de Eckhart: la
“gota de agua infundida en un desmedido mar” (op. cit., p. 240). .
430

El siglo XIII ahonda en la idea de la unión como fusión, incluso como identidad
de Dios con el alma. La dimensión afectiva de la unión espiritual se impone sobre la
intelectual. La profundidad de este pensamiento y las consecuencias que de él podían
derivarse no tardaron en tropezar con la ortodoxia eclesiástica. A finales del siglo, los
trabajos de Eckhart serían condenados por este motivo; en el siglo siguiente, esta
concepción de la unión mística daría lugar a numerosas herejías.
El caso de San Buenaventura dentro de la ortodoxia, y el de Eckhart en los
límites de la misma quizá sean los casos más representativos de la literatura mística de
este siglo.
San Buenaventura (1217-1274) comprendió la fuerza y las posibilidades de la
espiritualidad cristocéntrica franciscana y la desarrolló en el marco de la reflexión
trinitaria. Su obra integró a los Padres griegos acaso con más profundidad que los
autores de su época –especialmente en lo referente a su idea de la Trinidad-, sin
prescindir por ello de la influencia de Agustín, Dionisio, Anselmo, Bernardo y Ricardo
de San Víctor578. La reflexión de Buenaventura sobre las vías afirmativa y negativa se
hace eco de dos tradiciones: la franciscana, centrada en la figura de Cristo,
especialmente en su naturaleza humana y en la Pasión579; la adaptación medieval de
Dionisio, con su jerarquía de las contemplaciones de Dios, desde los más bajos vestigios
en los objetos materiales hasta las más altas imágenes de Dios en el alma. La teología
catafática de Buenaventura reconstruye el Libro de la Creación, junto al que sitúa la
Escritura y el Libro de la Vida, esto es, la naturaleza humana de Cristo, en la que no
sólo Dios se revela sino que produce la redención y la salvación. Junto a estas dos,
aparece la tradición apofática. El conocimiento teológico desemboca en el “no saber”.
Esta transición hacia la vía negativa tiene también su vehículo en Cristo, en la paradoja
de su pasión y muerte580.
Antes de estudiar la mística del cuerpo de Cristo y su dimensión trinitaria en el
lenguaje espiritual de San Buenaventura, es necesario hacer ciertas precisiones sobre la
naturaleza del Libro de la Creación y su relación con la Escritura y el Libro de la Vida.
La teología afirmativa de Buenaventura asevera de tal modo la presencia inmanente de

578
Sobre las influencias en el pensamiento de San Buenaventura y las etapas de su obra, véase Cousins,
1978.
579
Buenaventura desarrolla la asociación franciscana del árbol de la vida con la cruz de Cristo e incluso la
del árbol de la vida con el vino, a partir de Jn. 15, 5 (Hatfield, 1990: 141). En el Prólogo al Itinerario del
alma a Dios, afirma que no hay otro camino que el ardiente amor al Crucificado (Buenaventura, 1956:
31).
580
Cf. Turner, 2002: 22-23.
431

Dios en las criaturas que puede comportar, si no se establece algún tipo de restricción, la
posibilidad, tan temida en la época, del panteísmo. Este es un problema consustancial a
la teología catafática y recurrente en la historia del pensamiento teológico de la Iglesia.
En el siglo XIII, Tomás de Aquino había recurrido a la teología negativa de Dionisio
para intentar atajar las corrientes panteístas que el alegorismo universal de carácter
neoplatónico desarrolladas en el siglo anterior.
Buenaventura también se enfrenta a esta cuestión desde diversos puntos de vista.
Por una parte recurre, al igual que Santo Tomás, a la teoría de la participación por la que
la semejanza de las criaturas supone sólo una analogía, en el orden de la ejemplaridad –
este término será esencial en la espiritualidad de Buenaventura- que se realiza de modo
distinto en el vestigium –la naturaleza- que en la imago –el ser humano-581. Esta
diferencia, esencialmente agustiniana, se reviste en su obra con las características
propias del cristocentrismo y la perspectiva trinitaria anteriormente aludidos. El vestigio
lleva la impronta de la verdad, la unidad y la bondad divinas. Tales rasgos habilitan al
Libro de la Creación dispuestos para ejercer una función mediadora de primer grado
entre Dios y el hombre582. Así, en El itinerario del alma a Dios, San Buenaventura
afirma que el hombre descubre en la naturaleza las huellas divinas como a través de un
espejo 583. Es éste el primer grado de la contemplación espiritual. Sin embargo, la lectura
del Libro de la Creación es insuficiente por culpa del pecado. Por eso Dios ha dado otro
libro al hombre, la Escritura. Pero es el Libro de la Vida, Cristo, el que es la fuente y
explicación de los otros dos. Es el Logos el que restituye la capacidad humana para leer
el libro de la Creación584.
El siguiente grado de la contemplación, en consecuencia, no se produce por el
tránsito por el macrocosmos, sino por la introversión en el microcosmos. Es ahora
cuando debemos analizar la antropología de Buenventura, el cristocentrismo franciscano
de su pensamiento y su concepción del lenguaje. La imagen de Dios en el centro del
alma revela la más profunda realidad humana. Pero esta realidad íntima tiene no sólo
una dimensión individual, sino que es esencialmente colectiva: se refiere al ser de la
humanidad en su conjunto. El carácter genérico de la imagen requiere, conforme a los
postulados metafísicos de la época, la presencia de un “ejemplar” de la imagen. Para

581
Cf. Castillo Caballero, 1974: 231-234.
582
Op. cit., p. 191.
583
Ib., p. 192.
584
Cf. Cousins, 1992: 246-247.
432

Buenaventura, el ejemplar es Jesús, y sólo en la luz de su ejemplaridad puede revelarse


la más profunda naturaleza de la realidad creada585.
La ejemplaridad de Cristo se mueve en dos ámbitos indisociables: la naturaleza
del lenguaje y las relaciones en el seno de la Trinidad. El Hijo es el Logos y la imagen
ejemplar, porque refleja todo lo que el Padre es infinitamente. La eterna mente de Dios
es generada por el Padre en el Hijo por amor. Cristo crucificado es el ejemplar
verdadero como Palabra e imagen. En efecto, Buenaventura concibe al Hijo como la
expresión lingüística del Padre y a la Trinidad como el misterio de la expresión divina.
La relación interna de la Trinidad es sustancialmente amorosa: el amor entre el Padre y
el Hijo es el fundamento de la realidad. En este aspecto, Buenaventura parece optar por
un camino intermedio entre Tomás y Dionisio. Si para el primero Dios es el ser y para
el segundo el ser es un atributo de la bondad divina, Buenaventura hace una lectura
progresiva de la esencia divina y concluye que el Antiguo Testamento ha revelado a
Dios como ser supremo, pero que, posteriormente, el Nuevo lo ha revelado como el
Bien. Ambos, el ser y el bien, son nombres de Dios en cada unos de los Testamentos.
También es evidente el peso de los Padres griegos, en concreto de los capadocios, en su
concepción de las personas de la Trinidad. El neoplatonismo de Buenaventura se aparta
de Agustín al sostener que el Padre es la fuente última y primera del ser que se
comunica necesariamente a las otras personas. Es el abismo apofático del bien y el
origen de la generación catafática del Bien que es el Hijo.
Para Buenaventura la realidad, en su más absoluto sentido, es lingüística: junto
al Logos, el Padre ha generado los logoi o formas eternas que son simultáneamente
reflejo de la fecundidad del Padre y fundación metafísica de las criaturas. El lenguaje
humano también procede de la vida más íntima de la divinidad586.
El encuentro místico con el Logos posibilita el acceso a un tercer grado de unión
espiritual: la entrada trascendente en el centro del alma, la “interior bodega” donde
brilla de forma más profunda, la presencia divina587.
En la segunda mitad del siglo XIII nace el Maestro Eckhart588. Con él se inicia
un proceso de radicalización mística de la espiritualidad cristiana, especialmente intenso
en la zona de lengua germánica que alcanzará su máximo esplendor en el siglo

585
Cf. Delio, 1999. Seguimos a Delio e nuestra reflexión sobre Cristo y la Trinidad en Buenaventura.
586
Cf. Cousins, 1992: 240-243.
587
En la mística de Buenaventura se advierte de la posibilidad de un grado ulterior, la contemplación de
Dios supra nos (Castillo Caballero, 1974: 193).
588
Eckhart nace en torno a 1260 y muere en 1327.
433

siguiente. Dominico y discípulo de Alberto Magno, como Tomás de Aquino, ningún


místico cristiano de Occidente llevó tan lejos el desarrollo de la teología apofática como
Eckhart. Paradójicamente, la doctrina de Dionisio, que había sido empleada por Tomás,
entre otras cosas, para combatir el panteísmo que amenazaba al cristianismo por medio
del alegorismo universal, sirvió, en el caso de Eckhart, para todo lo contrario: para
incurrir en un panteísmo, acaso involuntario, que provocó la condena de sus obras,
aunque, como sucediera siglos antes con Orígenes, la condena no sirviera para disminuir
su influencia589.
La obra de Eckhart oscila entre la sutileza del escolástico latino y la
extravagancia del predicador en lengua vernácula. Su estilo repleto de paradojas, de
neologismos, metáforas inusuales y atrevidos juegos de palabras lo convirtieron en un
maestro de la naciente prosa alemana y del lenguaje especulativo590. En su dimensión
exegética, Eckhart simplifica la doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura y
renuncia al empleo del término “alegoría”. Para él sólo existen dos sentidos: el sentido
evidente y el sentido oculto, al que se refiere con palabras como “sentido místico”,
“parábola” o “figura”.Este sentido oculto se refiere a las verdades teológicas, naturaleza
y morales. Por lo que se refiere al sentido literal, parece seguir a San Agustín, cuando
afirma que puesto que Dios es el verdadero autor de la Escritura, todo sentido debe ser
considerado literal 591.
Respecto de la naturaleza del lenguaje y de los nombres de Dios, aunque se
declara tomista, Eckhart, tanto en su doctrina de la predicación como en su idea de la
analogía, se aparta del terreno delimitado por Tomás de Aquino, para penetrar en el
ilimitado campo de la teología negativa592.
Así, respecto de la analogía, Eckhart afirma que la diferencia radical entre Dios
y las criaturas hace que ésta descanse no sobre las semejanzas o la proporcionalidad
entre éste y aquellas, sino sobre su abismal desemejanza. Eckhart señala que si el ser se
entiende en su sentido estricto, sólo podría predicarse de Dios y nunca de las criaturas.
Eckhart, en consecuencia, se aparta de la analogía entis aristotélica defendida por Santo
Tomás y niega la existencia de una gradación de ser entre Dios y las criaturas.

589
Las primeras acusaciones de herejía le llegan un año antes de su muerte en 1326. Eckhart intentó
apelar al Papa y acudió a Aviñón en 1327. En 1329, Juan XXII promulga “la bula In agro dominico
contra Eckhart en la que se declaran heréticas 17 sentencias del Maestro y 11 sospechosas de herejía”
(Haas, 2002: 19).
590
Cf. Eckhart, 1981: 24-25.
591
Eckhart, 1981: 29.
592
Sigo en esta exposición de la analogía a Eckhart, 1981: 30-37.
434

Las conclusiones que extrae de este razonamiento son las siguientes: en primer
lugar, las criaturas no son nada en sí mismas, pero ellas poseen todo su ser en el ser
divino; la relación de éstas respecto a Dios no es una relación de referencia, como
ocurre en el tomismo, sino de dependencia dinámica: “la criatura pende de la dadiva
divina de ser” (Haas, 2002: 66)593. Esta idea, que es una clara apertura al panteísmo, en
cuanto que si las criaturas no son nada, hay que concluir que todo es Dios, fue una de
las causas de su condena en Aviñón.
En segundo lugar, Eckhart describe a Dios como la existencia en las cosas.
Eckhart defiende este extremo de las sospechas de panteísmo proclamando la absoluta
trascendencia de Dios.
Por lo que se refiere a la predicación, Eckhart se aparta de Tomás por cuanto
éste había observado que la pluralidad de los atributos divinos se basaba en la
inagotable riqueza de la esencia divina y en nuestro propio modo de comprender;
Eckhart, por su parte, sostiene que la pluralidad –e incluso parece incluir aquí a la
misma Trinidad- procede solamente de la pobreza de nuestra concepción de Dios.
La antropología mística de Eckhart nace de esta concepción de Dios que reduce
a la nada a las criaturas. El dominico parte de la diferencia paulina entre el hombre
interior y el hombre exterior, pero no en el sentido de identificar el interior con el
espíritu y el exterior con la carne. Para Eckhart, el hombre exterior es el que sólo ve a
las criaturas como criaturas; el hombre interior, por el contrario, percibe el don de Dios
en éstas, incluso, en su mayor hondura es capaz de percibirlas no como meras criaturas
contingentes, o como don de Dios, sino como eternas594.
Hay por tanto un doble movimiento de la divinidad en el proceso espiritual del
místico: por una parte un movimiento expansivo por emanación en el que Dios deviene,
cuando todas las criaturas pronuncian a Dios; hay después, un movimiento de

593
Es fácil encontrar un estrecho paralelismo entre este concepto de la dependencia del ser de las criaturas
respecto del ser de Dios en Eckhart y la afirmación heideggeriana de que “el ser se da” y su asistencia al
ente.
594
Eckhart, como ya hiciera Ricardo de San Víctor en su lenguaje místico, expresa esta idea a través del
sentido del gusto: “todas las criaturas saben como criaturas, (… ) como vino, pan y carne”, mientras que
para el hombre interior, las criaturas no saben como tales sino “como don de Dios”. Y al “hombre más
interior” le saben incluso no como dones de Dios sino como eternas” (Haas, 2002: 77). “Aquellos que
llegan a conocer al Dios desnudo, conocen a la vez junto con Él a todas las criaturas” (cf. op. cit., p. 125).
De esta exposición podría deducirse que la concepción del hombre en Eckhart no es doble –el hombre
exterior e interior- sino triple: el hombre exterior, interior y más interior. Quizá del desarrollo de esta
posibilidad, Tauler concibiera su triple concepción antropológica.
435

contracción, en el que Dios des-deviene. Se trata del “regreso al fundamento, al suelo, al


torrente y a la fuente de la divinidad” (Haas, 2002: 77)595.
Para que el hombre pueda pasar al ser es preciso que se recree en Dios a través
del camino del vacío y las negaciones absolutas:

Por eso ruego a Dios que me libre de “Dios”, porque mi ser esencial está por encima de
Dios, en cuanto entendemos a Dios como origen de las criaturas. Pues, en aquel ser de Dios
donde Dios está por encima del ser y de la diferencia, ahí estuve yo mismo, ahí quise que fuera
yo mismo y conocí mi propia voluntad de crear a este hombre [a mí].
(Haas, 2002: 120)596

Para explicar la recreación de Dios en el alma, o del alma en Dios, Eckhart


recurre a la tradición medieval de la imagen, tan frecuente desde el final del platonismo
pagano, y los primeros Padres de la Iglesia hasta más allá del ocaso de la Edad Media.
La versión que Eckhart ofrece de esta tradición se ajusta a sus presupuestos teológicos:
la imagen sólo puede existir en el retorno a su origen. El hombre, imagen de Dios, sólo
es, en el retorno a Dios, en la recreación en Dios597.
En el ámbito de este pensamiento de fuerte componente plotiniano, Eckhart se
esfuerza por encontrar el órgano receptivo de lo divino en el que converjan lo divino y
lo humano. De este modo reelabora la teoría del fondo del alma que, desde Plotino
había pasado a Agustín, volviendo en cierto modo a los planteamientos neoplatónicos
originales, para desembocar en el panteísmo: “El alma es el punto donde toda la
creación torna a su principio, el punto de unión de la creación con el Creador en el
proceso del mundo” (Sanchís Alventosa, 1946: 42).
Debemos examinar a continuación cómo se produce el segundo nacimiento en
Dios dentro del pensamiento de Eckhart. Es necesario subrayar que, para el místico
alemán, a diferencia de lo que habían señalado San Buenaventura y otros místicos
anteriores, no existen vías intermedias ni una gradación ascendente entre lo carnal y lo
espiritual. Tampoco entiende la consecución de la unidad con Dios como un retirarse
del mundo, sino como un pasar a través de él a fin de poder vaciarse y desasirse en un

595
“La parte que les toca de Dios a las criaturas es su sed, su búsqueda de Dios: piden todas entrar otra
vez allí de donde emanaron” (Cf. Haas, 2002: 102).
596
El fragmento citado pertenece a Tratados y Sermones 691s.
597
Cf. Haas, 1987: 148-149 y 2002: 26.
436

proceso sin fin de dejar de ser, de des-devenir598. Este proceso sin fin, en el contexto de
la teología negativa de Eckhart, podría asociarse al concepto de epéctasis de Gregorio
de Nisa. Hay ciertamente notables puntos de contacto: la vía apofática, el hecho de
tratarse de un movimiento sin fin y, entre otros, la idea de que la emanación y el des-
devenir no son considerados como términos sucesivos, sino que se trata de una
experiencia unitaria, indiferenciada599. Pero quizá sea también oportuno encajarlo
dentro de la “teología de la imagen” desarrollada por sus precedentes directos, los
místicos medievales.
En consecuencia, habría que concluir que el fondo del alma, lugar en el que se
produce la más alta experiencia mística, que en Eckhart supone la deificación a través
del segundo nacimiento en la imagen ejemplar -el Logos, más que el Cristo histórico-,
no es un lugar, ni siquiera en sentido alegórico, puesto que lo que se designa con la
expresión “fondo del alma” no es un espacio sino una relación, un logos en una de las
acepciones más remotas que ofrece su sentido etimológico; una relación que, como dice
Haas, es la más profunda y espiritual entre Dios y el hombre, por la que éste participa en
el ámbito divino600.

4
La mística del siglo XIV
Frente al esplendor del pensamiento cristiano de los siglos XII y XIII y de la
Iglesia institucional, el siglo XIV abrió una enorme crisis en la vida de la Iglesia, en su
sentido más amplio, que desembocó dos siglos más tarde en la Reforma luterana y la
Contrarreforma católica601. Esta crisis general afectó particularmente al papado que,
desplazado a Aviñón desde 1309 hasta 1377 –“la cautividad de Babilonia”-, se vio
preso de los intereses de Francia e inmerso en las luchas de sucesión al trono imperial
alemán. Como consecuencia de estos acontecimientos, la autoridad terrenal de los papas
se derrumbó junto con su prestigio602.

598
Cf. Haas, 2002: 30-42.
599
Sobre la naturaleza de este “traspaso” cf. ib., pp. 120-122.
600
Op. cit., p. 63.
601
Sobre los cambios religiosos en el periodo comprendido entre los siglos XIII y XV, véase Certeau,
2002: 114-121.
602
También se vio disminuida la autoridad de los emperadores cuyas luchas internas habían hecho perder
la confianza de los alemanes en su capacidad para poder mantener el orden y la paz en el imperio.
437

Tampoco el clero y las órdenes religiosas se encontraban en un buen momento.


La necesidad de reformas era urgente pese a la negativa de la jerarquía. Los intentos de
Juan XXII, en este sentido, resultaron notoriamente insuficientes603. A finales del siglo
XIV, la vida monástica se descompuso: decreció el número de monjes, y muchos
conventos se arruinaron.
En consecuencia, la vida espiritual tendió a alejarse de la Iglesia institucional y
buscar otros terrenos de desarrollo, a veces lejos de la ortodoxia. La caída de la vida
monástica desplazó la práctica de la espiritualidad fuera de la órbita institucional de la
Iglesia hacia la práctica de la moral personal y la espiritualidad interior, alimentadas por
una literatura devocional escrita en lengua vernácula y, por consiguiente, más accesible
a los nuevos “espirituales”604. En Alemania y los Países Bajos, los dominicos, sobre
todo desde la labor de predicación en lengua vernácula de Eckhart, dotaron a este nuevo
movimiento de espiritualidad popular de una fuerte orientación mística605.
Los abusos de la Iglesia dieron lugar a un fuerte sentimiento anticlerical en una
sociedad que se abría a un nuevo pensamiento, en virtud del desarrollo del comercio, el
crecimiento de las ciudades, el nacionalismo esencialmente centrífugo y el tímido inicio
del capitalismo. En efecto, la crisis de la Iglesia corría paralela a la de la sociedad
europea occidental. La Guerra de los Cien años y la “muerte negra” (1348) habían
diezmado a la población europea y dado lugar a un anhelo religioso que poco podía
conciliarse con la situación crítica de la Iglesia606. Así, aunque los predicadores se
esforzaban por centrar sus sermones en el dolor del cuerpo de Cristo, como habían
venido haciendo los franciscanos desde el siglo anterior, procuraban desplazar la
atención de los fieles del ámbito de la espiritualidad religiosa a la simbología más
concreta: la devoción por los santos, las reliquias, las peregrinaciones… Estas nuevas
manifestaciones de una religiosidad externa, superficial y a menudo impregnada de
superstición provocaron, a su vez, la crítica de sectores más concienciados que irían
preparando la Reforma del siglo XVI607.

603
Véase el prólogo de T. H. Martín a las Obras de Tauler, cf. Tauler, 1984: 77-80.
604
Numerosas sectas heréticas surgieron a la sombra de esta espiritualidad personal y al rechazo de la
Iglesia institucional. Acaso la “Secta del Espíritu libre” sea una de las más representativas de la
sensibilidad religiosa de la época: rechazaban la mediación sacramental de la Iglesia; su autoteísmo les
hacía confiar en la plena identificación con Dios en la Tierra, incluso en que esta identificación pudiera
ser duradera (cf. Ruysbroeck, 1985: 5-6). En un ámbito ortodoxo, es destacable el grupo de los “amigos
de Dios”, formado sobre todo por monjas dominicas, bajo la influencia de Eckhart y Tauler (cf. Tauler,
1984: 80-82).
605
Cf. Ferguson, 1962: 344.
606
Sobre esta cuestión y su impacto en la Iglesia del siglo XIV, véase Dawson: 1954.
607
Cf. Ferguson: 1962, 338-340.
438

En nuestra aproximación a la mística del siglo XIV, nos vamos a limitar a un


breve estudio de Ruysbroeck y Tauler, indudablemente los místicos más importantes de
este siglo. Además, con vista al estudio de la alegoría en la poesía de Juan de la Cruz en
la segunda parte de este trabajo, haremos referencia al trabajo de T. H. Martin (Martin,
1988) sobre la obrita De la vida del cielo, de Von Germar, aunque en el siglo XVI fuera
atribuida, no sin discusión, a Tomás de Aquino608.
Nacido en 1293 y fallecido, probablemente, en 1382, Ruysbroeck es, sobre todo,
el autor del concepto de “bodas espirituales” que posteriormente reciben los carmelitas
españoles del siglo XVI609. Las bodas espirituales es, precisamente, una obra escrita a
causa de la insatisfacción que le produce el resultado de un libro anterior, El reino de
los amantes, redactado en torno a 1330610.
La obra se elabora a partir de la parábola de las vírgenes necias611, desde la que
Ruysbroeck discute las tres formas de vida cristiana: la activa, la interior y la
contemplativa. Por otra parte, el autor señala tres modos en los que llega el esposo y tres
formas de salir a su encuentro. En el pasado, el esposo llega a través de la Encarnación;
en el presente, en los acontecimientos de la vida diaria; en el futuro, en el Juicio Final.
En cuanto a los tres modos de salir a su encuentro, Ruysbroeck menciona la vida activa,
la vía negativa, aunque distanciándose de la posición de Eckhart, y la vía afirmativa.
Estos tres modos están vinculados bajo el concepto del conocimiento de amor.

608
Por cuestiones relativas al objeto estricto de este trabajo -la alegoría y no, particularmente, la mística-,
y a su metodología hermenéutica y retórica, debemos dejar a un lado el importante fenómeno de la
mística femenina de este siglo. Esto no obstante, es necesario recordar algunas de las peculiaridades de la
mística femenina medieval. La devoción femenina medieval estaba más determinada por el ascetismo y la
penitencia que la masculina. Quizá esta circunstancia hizo que la espiritualidad en los conventos de
monjas y en las comunidades piadosas fuera más propensa al misticismo y a las experiencias
extraordinarias asociadas, en ocasiones a éste, que en los conventos masculinos; la literatura mística
femenina refiere todo tipo de episodios de levitación, aparición de estigmas y visiones. Por otra parte, la
escritura femenina suele tener un tono afectivo más intenso que la masculina. La poesía mística femenina
reelabora a su modo los temas místicos propuestos por los espirituales masculinos, desde una visión más
intensa del erotismo, haciendo hincapié en la imagen doliente del cuerpo de Cristo y en el misterio de la
Eucaristía. Por último, algunos estudiosos de la mística femenina medieval han apuntado algunos rasgos
particulares de carácter regional: así, las místicas germánicas suelen ser de procedencia aristocrática, y
estar dedicadas a la vida contemplativa, con frecuencia en conventos apartados en zonas rurales. Las
contemplativas del sur, particularmente las italianas, suelen proceder de las incipientes clases medias de
la época; se desenvuelven en espacios urbanos y combinan la vida activa, sobre todo el ejercicio de la
caridad, con la vida contemplativa (cf. Bynum, 1987: 131-139).
609
Las fuentes de Ruysbroeck no están claras. Henry sostiene que debía haber leído al pseudo Dionisio,
tal vez a Gregorio de Nisa y a Juan Damasceno. Es muy dudado que conociera a Mario Victorino, pese a
las notables afinidades entre ambos. Los elementos neoplatónicos de su doctrina parecen derivar de
Plotino -cuyas Enéadas probablemente no pudo leer- más que de Dionisio, inspirado por Proclo (Henry,
1951-1952: 337).
610
Cf. Ruysbroeck, 1985: 7. Sigo el prefacio y la introducción de esta edición de la obra de Ruysbroeck a
cargo de L. Dupré y J. A. Wiseman respectivamente, en la exposición de su pensamiento místico.
611
Mt., 25, 6.
439

El Libro II de Las bodas espirituales describe las tres formas de venida de Cristo
a la vida interior612. La primera venida se produce en el lado afectivo de nuestra
naturaleza y se caracteriza de cuatro formas: las tres primeras consisten en un aumento
de las experiencias de consolación y alegría en Dios, mientras que la cuarta es un estado
de vacío y desolación que, por la práctica de la virtud, se convierte en “vino eterno”.
Ruysbroeck ilustra estos cuatro estados por medio de una alegoría del sol y los efectos
de su calor sobre la tierra, desde el final de la primavera hasta el comienzo del otoño613.
La segunda venida del esposo es representada por una imagen distinta.
Ruysbroeck abandona la alegoría del sol y las estaciones, y recurre a la imagen, de
larguísima tradición mística, de la fuente de agua de la que surgen tres corrientes,
correspondientes a cada una de las potencias del alma: la primera alcanza la memoria,
llevándola a un estado de simplicidad más allá de las distracciones sensibles; la segunda
ilumina el entendimiento para que la persona pueda percibir algo de la naturaleza de
Dios y de los atributos de las personas de la Trinidad614; la tercera afecta a la voluntad e
impele a la persona a salir de sí hacia el amor de Dios.
En la tercera venida, Ruysbroeck retiene la imagen del agua como una vena
subterránea que alimenta la fuente y las tres corrientes anteriores. Incluso en el examen
de esta última etapa o venida del esposo, el místico sigue usando el término “toque”,
como contacto más profundo en el que tanto Dios como el alma están heridos de amor.
La diferencia entre la segunda venida, en la que el alma podía acceder al
conocimiento de los atributos divinos en sus tres personas, y esta tercera venida, en la
que siguiendo con la alegoría de la fuente, ya no se habla de tres corrientes, sino de un
manantial único y subterráneo que las alimenta, podría hacer pensar al lector que
Ruysbroeck comparte con el Maestro Eckhart la idea de que existe un Dios unitario,
oculto e inasible, más allá de la Trinidad. Dupré considera, sin embargo, que a
diferencia de Eckhart, Ruysbroeck entendió que Dios es esencialmente dinámico y
nunca permanece retirado en la oscuridad. Así, el silencio divino está preñado del
Verbo, de tal modo, que el contemplativo, cuando alcanza “el silencio oscuro” del

612
Cf. Ruysbroeck, 1985: 12 y ss.
613
Ruysbroeck enriquece su alegoría con una referencia zodiacal, quizá algo desconcertante en un místico
cristiano, al advertir que este periodo alegórico corresponde a los signos de Géminis, Cáncer, Leo, Virgo
y Libra (op. cit., p. 13).
614
Ruysbroeck distingue con nitidez entre la esencia unitaria de Dios y sus múltiples atributos que
connotan la actividad de Dios como creador, y están tomados de las criaturas. A través de ellos nos
elevamos a Dios. La esencia de Dios, por el contrario es incognoscible, pura simplicidad inefable, carece
de modos y nombres. La esencia de Dios solo puede ser alcanzada por la vía negativa y por la experiencia
440

Padre, se mueve con su acto generativo hacia la Imagen perfecta del Hijo, como un paso
de la oscuridad a la luz y hacia la multiplicidad de la Creación, que se muestra en su
fundación divina 615. En consecuencia, para Ruysbroeck, la contemplación es una
actividad dinámica que se mueve dentro del esencial dinamismo trinitario expresado
como abrazo amoroso, aunque, a diferencia de la deificación casi panteísta de Eckhart,
Ruysbroeck considera que la unión mística es una unidad de personas, no una identidad
de naturaleza616. Lo esencial de la mística de Ruysbroeck es su dimensión trinitaria617.
En este sentido, la estructura del alma contemplativa, pese a que su mística es también
una mística de la imagen, se adapta a la estructura del Dios contemplado (Henry, 1951-
1952: 336).
Tauler nace en 1300 y muere en 1361. Dominico y discípulo de Eckhart, Tauler
es, probablemente, el místico más influyente de su época. Su pensamiento está
constantemente presente en Lutero, pero son los místicos carmelitas quienes mejor
recogen el tema central de su predicación: la inhabitación de Dios en el alma 618. Tauler,
en su reflexión sobre el fondo del alma, sigue de cerca la doctrina del Maestro Eckhart,
pero se distancia de sus especulaciones teológicas, en busca de un lenguaje más cercano
a los fieles, de orientación práctica e inspiración piadosa619.
A partir de la doctrina de su maestro, Tauler despliega una antropología propia
que diferencia “tres hombres” en el ser humano: el hombre exterior, el hombre
razonable y el impulso sustancial, como cima del alma620. Este impulso sustancial está
unido de forma indisociable al fondo del alma, como una aplicación dinámica –raíz de
las potencias- con la que el entendimiento y la voluntad se mueven hacia la unión con
Dios. De este modo, Tauler entiende que este impulso es el núcleo de tres conceptos
fundamentales en su construcción antropológica: el fondo del alma, donde Dios mora; el
nudo de las potencias; y la energía incesante hacia la fuente que es Dios. El primero de

en la que el alma permanece pasiva, sin expresiones apropiadas para traducirse a sí misma su unión
inefable con Dios (Henry, 1951-1952: 338-340).
615
Ib., pp. XII-XIV.
616
Cf. Henry, 1951-1952: 352-353.
617
Henry considera que Ruysbroeck es el único autor cuya doctrina espiritual es exclusivamente trinitaria
(Henry, 1951-1952: 335).
618
Seguimos el prólogo de T. H. Martín a la edición española de las Obras de Tauler (Tauler, 1984: 27 y
ss.). Dice Martín, sobre esta recepción de la teoría tauleriana del fondo del alma, que los místicos
españoles leyeron, junto a los sermones de Tauler, dos de Eckhart, también sobre esta cuestión, atribuidos
entonces a su discípulo (op. cit., p. 39-40).
619
Véase Ferguson, 1962: 346.
620
En el pensamiento místico de Tauler se aprecian, además del magisterio de Eckhart, la influencia de
Orígenes, Gregorio de Nisa, Dionisio Areopagita, Agustín, Proclo Hugo y Ricardo de San Víctor
Bernardo de Claraval y Alberto Magno (Tauler, 1984: 35).
441

estos conceptos es estático, la morada de Dios, en una concepción que recuerda al mapa
del alma dibujado por Agustín de Hipona. Pero, Tauler añade a esta imagen estática, un
elemento dinámico, determinado por la atracción divina ejercida sobre el hombre, y
expresada como chispa de Dios, que es fuego de amor. Si el impulso sustancial no se
corrompe y “se orienta plenamente según Dios (… ) hace combustible de su llama todas
las potencias, inferiores y superiores, del alma” (Tauler, 1984: 44). Más adelante,
vuelve sobre esta imagen de la llama divina y sus efecto destructores y recreadores al
mismo tiempo: “Hay un verdadero renacimiento; el Espíritu pierde la propia
conveniencia, fundiéndose con Dios, como el fuego actuante en el leño” (1984: 47)621.
El nacimiento de Cristo en el alma, el renacimiento, es el fruto de este fuego de amor y
enlaza, en línea con los postulados del Maestro Eckhart, con la cuestión de la
divinización del hombre.
De la vida del cielo o De Beatitude fue escrita por Helwic Von Germar, un
dominico, nacido a comienzos del siglo XIV, relacionado con el círculo de Eckhart622.
Teodoro Martín ha seguido la pista al texto, desde que comenzó a circular como
manuscrito en el ámbito espiritual germánico hasta que, atribuido a Tomás de Aquino,
llega a las manos de San Juan de la Cruz. En efecto, el manuscrito corrió entre los
“Amigos de Dios”, los “Hermanos de la vida en común” y otros grupos de
espiritualidad de la época.
La obrita se imprime por primera vez en Utrecht en 1473 y se atribuye ya a
Tomás de Aquino, publicándose como apéndice de la Suma Teológica. Sucesivas
ediciones en Milán y Venecia a finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI
despiertan las primeras sospechas sobre la autoría de la obra. En la edición romana de la
Suma de 1570-1573, manejada por Juan de la Cruz en Granada, aparece incorporada a
un apéndice de 33 opúsculos con una nota que advierte de su falsa atribución623, de la
que el autor de la Llama de amor viva parece haber hecho caso omiso.
En la segunda parte de este trabajo estudiaremos la presencia de De beatitude en
la obra de San Juan de la Cruz, como pone de relieve Teodoro Martín en su estudio.
Baste ahora decir que, de la lectura de los siete capítulo de que se compone la obra –
cada uno dividido en tres secciones o principios- se deduce que Von Germar es un autor

621
Junto con la imagen de la “llama de amor”, Tauler también adelanta alguna imágenes familiares para
los lectores de la poesía de Juan de la Cruz: “el ciervo herido”, y la imagen de Dios como fuente de agua
viva por la que el alma suspira” (ib., p. 62).
622
Seguimos en la exposición de De Beatitude el mencionado trabajo de Teodoro H. Martín (1988).
623
Op. cit., pp. 5-6.
442

espiritual de estirpe agustiniana: junto a las imágenes recurrentes de la llama de amor;


del Padre como fuente; Cristo como mediador entre el Padre y el alma; y la dimensión
trinitaria de la vida celeste, en la que, contra los partidarios más rigurosos de la teología
negativa, se conciben como la visión de la cara de Dios, Von Germar defiende la idea
agustiniana de que la unión mística, en vida, es de naturaleza cognitiva pero no
salvifica: “El gozo del alma consiste en que es tan deleitable unión con la Santísima
Trinidad y que nadie puede quitárselo. En esta vida, la unión con Dios es penosa e
inconstante.” (Martín, 1988: 56).

5
La mística del siglo XV
El siglo XV, examinado en sí mismo y no como preludio de los movimientos
reformistas del siglo siguiente, fue un periodo en el que la Iglesia recuperó el esplendor
perdido durante las crisis del siglo XIV. Los papas recuperaron su prestigio y su poder,
incorporándose, en alguna ocasión, a la promoción del humanismo. En este sentido es
necesario citar a Nicolas V (1447-1 1455), un papa que reformó el Vaticano, ejerció el
mecenazgo con artistas como Fray Angélico y animó la traducción de numerosos textos
griegos, tanto paganos como patrísticos: Herodoto, Tucídides, Jenofonte, Aristóteles,
Estrabón y, entre los Padres griegos, Basilio, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno y
Juan Crisóstomo624.
La recuperación del esplendor del papado y su interés humanista por el arte y la
escritura de la Antigüedad han sido poco tenidos en cuenta por los estudiosos del
Renacimiento, desde los trabajos de Burckhardt en el siglo XIX. Se ha extendido con
frecuencia la imagen del humanista como un hombre escéptico y aislado del pasado
medieval cristiano. Por el contrario, es necesario poner de relieve los elementos de
continuidad de una época a otra, así como la conciliación, por parte de los humanistas
cristianos, de la antropología cristiana medieval -que hacía de la dignidad del hombre
una derivación de una fuente divina extrínseca- con la antropología clásica que
reclamaba la dignidad intrínseca del ser humano625.
Por otra parte, la espiritualidad de la época derivó hacia fórmulas de vida en
común ajenas a la vida monástica, aunque con numerosos puntos en común con ésta.

624
Cf. Logan, 2002: 332-340.
625
Cf .Verdon, 1990: 1-27.
443

Entre los diversos grupos de viuda espiritual constituidos por seglares, quizá el más
importante fue la Devotio moderna. Fundado por Gerard Groote en Holanda, el
movimiento de la Devotio moderna se extendió rápidamente por el norte de Europa en
el siglo XV por medio de comunidades masculinas y femeninas. La Devotio moderna es
un movimiento espiritual de orientación ética que prescinde de la simbología externa de
la Iglesia institucional. En el seno de la Devotio moderna, Tomas de Kempis escribe su
influyente Imitación de Cristo, caracterizado por su estilo sencillo, casi aforístico, su
orientación práctica, la defensa de la espiritualidad interior y su rechazo –común a todo
el movimiento- de la Escolástica y, en general, de los estudios teológicos y
filosóficos626. El espíritu de oración interior de la Devotio moderna se perdió hacia 1450
cuando la tendencia moralizante y utilitaria se impuso sobre la contemplativa627.
Jean Gerson (1363-1429) es una de las personalidades más importantes dentro
de la mística del siglo XV. Es él quien acuña el sentido moderno del término –cognitio
Dei experimentalis- y el que pone de relieve los aspectos psicológicos de la experiencia
mística en sus lecciones de Mystica Theología impartidas en la Sorbona a comienzos de
siglo. Lo que Gerson pretendía era determinar las condiciones a priori –por decirlo al
modo kantiano- que permitieran el estudio del fenómeno místico. Los instrumentos
escolásticos de que se sirvió no eran, ciertamente, los más idóneos para la consecución
de su proyecto, pero, dice Deblaere, pese a esto, sus logros resultaron sorprendentes
para su época y valiosos aún hoy día, especialmente en la determinación de criterios que
permitieran diferenciar la contemplación verdadera de los fenómenos visionarios
falsos628.
Por otra parte, Gerson, en la línea trazada por los movimientos espirituales del
siglo anterior, se esfuerza en acercar la posibilidad de la experiencia mística al común
de los cristianos. Para ello, elige escribir Monte de contemplación en francés y afirma
que no sólo el conocimiento no es necesario para la contemplación, sino que, a veces,
incluso, la dificulta por la arrogancia que suele acompañar al sabio629.

626
Cf. Logan, op. cit., pp. 341-344 y Gründler, 1987: 176-1293. La Devotio moderna pretendía volver a
la lectura evangélica frente a la esterilidad de la Escolástica del siglo XV y las teorías, consideradas
destructivas, de Ockham (Ferguson, 1962: 351).
627
Cf. Deblaere, 1983: 119.
628
Cf. Deblaere, 1983: 88, y Gerson. 1998: 74.
629
Seguimos en esta exposición el estudio de Mc.Guire en su edición de los trabajos de Gerson (Gerson,
1998). Respecto de esta cuestión, Gerson sigue a Bernardo en su distinción entre conocimiento y
sabiduría. El primero se refiere al entendimiento y la segunda a la afectividad, de tal modo que sólo puede
ser llamado sabio el que goza del amor de Dios (op. cit., p. 80).
444

En su seguimiento de los sermones de Bernardo sobre el Cantar de los cantares,


es interesante destacar, en atención a la segunda parte de este trabajo, la reflexión que
realiza sobre el miedo. Gerson se sirve de la imagen de la paloma (Is. 38, 14) para
introducir su meditación sobre el miedo y la esperanza. Así, afirma que la paloma
mística es el alma 630 cuyas alas de esperanza se levantan sobre el miedo a la severidad
de Dios631.
A finales del siglo XV, la mística medieval ha madurado hacia una concepción
netamente experiencial –la mística como experiencia pasiva y directa de la presencia de
Dios632- de naturaleza psicológica y dimensión trinitaria, basada en las lecturas
alegóricas del Cantar de los cantares y en el lenguaje erótico que la tradición medieval
había ido forjando desde el siglo XIV. Pero también influyeronn en la nueva concepción
de la mística la revalorización de la visión en el siglo XV, determinada por la revolución
pictórica que supuso la perspectiva, los avances cartográficos y de la ciencia moderna
en la que el desarrollo de la óptica resultaba decisivo, las teorías lingüísticas que
presentaban la lengua como pintura, junto con las dialécticas de la mirada y las teorías
de la representación; de este modo, también la experiencia mística, que parte de la
oposición entre lo visible y lo invisible, va a adquirir una pertinencia y un interés que no
eran concebibles en el mundo medieval (Certeau, 2002: 120).
Certeau examina los modos en que esa nueva consideración de la oposición
visible / invisible afecta al lenguaje simbólico místico. La nueva concepción del
discurso místico se configura a partir de la reestructuración de las relaciones entre los
hechos y el sentido, esto es, la legibilidad del sentido en las cosas. Certeau señala que,
llegado un momento en el que se hace difícil afirmar que los hechos deletrean el
sentido, se hace necesario generar una razón para los textos, y en consecuencia, una
experiencia y / o un cuerpo para esta razón; la imposibilidad de reconocer un orden
impreso en las cosas, y con ello, la ilegibilidad de la Providencia, desemboca en la
necesidad de construir una ratio en el discurso y reformar la realidad sobre este modelo.
Se trata, en definitiva, de construir un cuerpo teórico para darle un cuerpo histórico. La
alegoría –Certeau utiliza el término “simbolismo”- proporciona los procedimientos
necesarios para organizar estratégicamente el sentido y la sucesión de los hechos en una

630
Cf. Cantar de los cantares, 2, 10-14; 5, 3-6, 8.
631
Ib., p. 325.
632
Cf. Deblaere: 1983, 87.
445

historia de la salvación y en un cosmos de la revelación (Certeau, 2002: 121-122).


Certeau remite así al saber medieval de la allegoria in factis y la allegoria in verbis633.
La Theologia Mystica de Herp, el último gran místico del siglo XV, extenderá la
nueva terminología espiritual por toda Europa. En Herp se funden las doctrinas de
Ruysbroeck y Buenaventura y se realiza un esfuerzo considerable por fundir el lenguaje
escolástico y místico634. Después de Herp, la mística parece desaparecer del norte de
Europa. El interés por la teología mística se desplaza hacia el sur. Se abre, de esta
manera, la época de oro de los místicos españoles635.
El término “mística” va poco a poco pasando de ser entendido como un adjetivo
poderoso que condiciona necesariamente y de forma radical la comprensión de las
palabras a las que califica, a entenderse como una ciencia, constituida con la intención
de unificar todas estas operaciones de transmutación que, en el plano lingüístico, se
hacía patentes con la presencia del adjetivo “místico”, y que, en la segunda mitad del
siglo XVI, deben ser reglamentadas como un “modo de hablar”636. A finales de siglo,
nace el sustantivo “mística”, y con él, la disciplina a la que denomina. Como ciencia, la
mística se disgregará a finales del siglo XVII (Certeau, 2002: 105).

633
Op. cit., pp. 123-125.
634
Op. cit., p. 119.
635
El extraordinario fenómeno de la mística española ha sido tradicionalmente clasificado en atención a
los rasgos peculiares de cada orden religiosa (Menéndez Pelayo, 1881; Peers, 1951). Recientemente, sin
embargo, se ha cuestionado la pertinencia de esta clasificación (Pego, 2004).
636
Cf. Certeau, 2002: 104-105.
446
447

III

LA ALEGORÍA Y LA ESTÉTICA MODERNA


448
449

XXI. La alegoría y la estética moderna1

En 1797, al describir sus impresiones a su regreso a Francfort del Main, Goethe


confiesa que “se siente invadido por singulares sentimientos a la vista de ciertos objetos
familiares, a los que ahora llama simbólicos: son éstos “casos eminentes, representativos
de muchos otros casos, incluyen cierta totalidad, requieren cierto orden, excitan en mi
espíritu algo semejante o extraño, y aspiran desde dentro y desde fuera a cierta unidad y
totalidad”2.
Este fragmento, de enorme influencia en autores como Friedrich Schlegel o
Schelling3, está articulado a través de una serie de paradojas –“semejante o extraño;
desde dentro y desde fuera; unidad y totalidad”- y de indeterminaciones –“casos
eminentes, representativos de otros mucho casos; cierta totalidad; cierto orden”- que
pretenden reproducir la inefabilidad, en el sentido de ser ajena a lo conceptual, de la
experiencia denominada simbólica, y que de hecho se constituyen en síntoma de los
problemas que preocupan al pensamiento de su época. Pero, si por una parte, es
evidente que Goethe trata de reproducir la inefabilidad de la experiencia simbólica,
también resulta claro, respecto a la dimensión sintomática de su pasaje, que aún no
dispone de las categorías filosóficas y lingüísticas apropiadas para desplegar de un
modo más concreto la explicación de dicha inefabilidad. Sin embargo, o más bien por
este motivo, acaso sea en la violenta tensión de este párrafo y en su –casi- opaca
construcción, donde mejor se puede hallar un ejemplo de lo que el símbolo empieza a
significar en los últimos años del siglo XVIII4.
Años más tarde, en 1824, Goethe retoma la cuestión y afirma: “La alegoría muda
un fenómeno en concepto, un concepto en imagen, pero de tal modo que el concepto
está todavía limitado, completamente envuelto y mantenido por la imagen y expresado

1
El título de este capítulo pretende llamar la atención sobre la difícil relación entre la alegoría y la
estética, de tal modo que se ha preferido este título donde la conjunción “y” tiene un carácter más
disyuntivo que copulativo, que otro menos revelador de esta circunstancia como por ejemplo “La alegoría
en la estética moderna”.
2
Cf. Wellek, 1989: I, 244. Véase también Gadamer, 1996: 114-115.
3
La recíproca influencia entre Goethe y Schelling los llevó a contemplar la posibilidad de realizar un
poema didáctico sobre la naturaleza al modo de Lucrecio (Viëter, 1950: 74).
4
Compárese, por ejemplo, con los casos citados por Kant en su Crítica del Juicio que, a pesar de lo que
desde el punto de vista teórico afirme el autor, pueden ser considerados en su mayor parte como ejemplos
de catacresis (cf. Kant, 1999 & 59).
450

por ella”. El símbolo, en cambio, “constituye la esencia de la poesía (… ) cambia el


fenómeno en idea, la idea en imagen, de tal modo que la idea permanece siempre
infinitamente activa e inaccesible en la imagen, y seguirá siendo inexpresable”5. De este
modo plantea Goethe por primera vez la oposición entre símbolo y alegoría6. El tiempo
transcurrido entre ambas citas ha hecho que se pase de una primera y vaga
aproximación a lo simbólico, en un terreno psicológico, a otra abiertamente estética en
el que la vieja retórica -pues en esta segunda cita tanto el símbolo como la alegoría
aparecen como mecanismos de creación de imágenes del discurso poético- se pone al
servicio de una disciplina filosófica nueva, la estética, que aporta un nuevo vocabulario,
proyectando sobre la poética una dimensión inédita en la larga historia de la alegoría.
En efecto, frente a la vaguedad simbólica y sintomática, buscada por una parte, y
reveladora por otra, de la –todavía- carencia de un lenguaje preciso y ajustado a una
nueva realidad filosófica – y psicológica-, la referencia goetheana al símbolo en 1824
resulta sentenciosa, precisa y consciente de su lugar en el ámbito de la estética. La
diferencia de tono e ideas entre ambos fragmentos se aclara si se recuerda que en los
años transcurridos entre ambos se han leído las conferencias que después conformarían
la Filosofía del arte de Schelling7. El pensamiento estético de Kant, al principio, y el de
Schelling, después, dotan al símbolo del aparato teórico y del vocabulario preciso para
constituirse en uno de los elementos fundamentales de la estética, frente a la vieja
alegoría.
La oposición entre símbolo y alegoría resulta de una comparación que se mueve
en el marco de otra anunciada previamente, la existente entre lo general y lo particular8,

5
Op. cit., pp. 244-245. En 1825, Goethe abundará en esta reflexión diciendo: “Mi relación con Schiller se
basaba en la decidida orientación de ambos hacia un objetivo único, en nuestra común acción sobre la
diversidad de los medios con que aspirábamos a conseguirlo. El recuerdo de una leve divergencia (… ) me
ha llevado a hacer las siguientes observaciones. Existe una gran diferencia entre el hecho de que el poeta
busque lo particular en lo general, o vea lo general en lo particular. En el primer caso surge la alegoría,
donde lo particular sólo tiene validez como ejemplo o emblema de lo general; el segundo es, en cambio,
la verdadera naturaleza de la poesía, que expresa algo particular sin pensar en lo general ni aludir a él.
Ahora bien, quien capta ese particular de forma viva, recibe al mismo tiempo lo general, sin darse cuenta
o no advirtiéndolo sino más tarde” (Máximas y reflexiones & 279).
6
Hasta entonces, alegoría y símbolo habían venido usándose como sinónimos en el marco de la retórica y
de la exégesis literaria. En los capítulos precedentes se ha examinado el origen y la evolución de estos
términos.
7
La Filosofía del arte había sido en principio un conjunto de conferencias leídas en la Universidad de
Jena en el semestre de invierno de 1802-1803, repetidas dos años más tarde en Wurtzburgo. Pese a su
enorme influencia desde estas lecturas, las conferencias no se publicaron hasta después de la muerte de su
autor.
8
La relación entre lo particular y lo general atraviesa una época de crisis y cambios continuos desde el
siglo XVI y la crisis de la cultura que supuso el nominalismo (cf. Klein, 1982: 72). El trascendentalismo
romántico puede entenderse como una respuesta a esta crisis agudizada por el empirismo (Urban, 1952:
19).
451

tal como se entiende en el contexto de la filosofía de la segunda mitad del siglo XVIII y,
concretamente, de la estética como nueva disciplina filosófica. Goethe interpreta el
símbolo como la representación “del momento más elevado del fenómeno, extrayendo
de allí la legalidad, la perfección, la plenitud de la belleza, la dignidad del significado, la
grandeza de la pasión” (Jarque, 1996: 222).
Pero es necesario también detenerse en el valor que la imagen tiene en el texto
de Goethe. En efecto, tanto en la definición de símbolo como en la de alegoría, la
imagen juega un papel esencial 9. En el primer caso, la imagen es el resultado de una
plasmación de la idea nacida del fenómeno. Además, en el símbolo, la imagen se ajusta
a la propia raíz del término que, en lengua alemana, sinnbild, significa precisamente
imagen con sentido; en el caso de la alegoría, la imagen procede del concepto. El
fenómeno es el origen de ambos procesos y la imagen es el resultado10. No se trata de
dos puntos, de partida y llegada, elegidos al azar, ni de un procedimiento ahistórico
como podría pensarse desde la ontopsicología de las primeras estéticas o desde el
trascendentalismo kantiano.
En realidad, es necesario subrayar, con Heidegger, la radical historicidad del este
planteamiento, decisivo, ya desde la declarada postura goetheana, en toda la
construcción del símbolo frente a la alegoría. El autor de La Carta sobre el Humanismo,
en un artículo titulado significativamente “La época de la imagen del mundo” incluido
en el volumen Caminos de Bosque11, relaciona este moderno concepto de la imagen12 y

9
En el siglo XVII, Giordano Bruno había emplazado la imagen entre lo particular y lo universal. El
símbolo es un nexo entre ambos extremos. Bruno elabora así la teoría del spiritus phantasticus. Se trata
de un concepto presente en Sinesio –la existencia en el ser humano de un “espejo viviente”, como
potencia que combina hasta el infinito imágenes y figuras-. A esta teoría, respondían tanto el
pansimbolismo objetivista de carácter esotérico y naturaleza neoplatónica, y el alegorismo artístico. La
imagen se presenta como concreta y, sin embargo, universal en acto. Bruno va más allá que Ficino al
considerar que los símbolos no son portadores de un solo sentido, sino que la significación debía
entenderse como el hechizo de un canto en el que todo puede significar todo. La imaginación –en el
pensamiento de Bruno- deja de ser la tabla en la que dibuja un pintor interno para ser una fuente viva y
activa de los desarrollos infinitos del espíritu (cf. Klein, 1982: 77-80).
10
Spivak, en un artículo lleno de sugerencias sobre la prolongación de la vida de la alegoría en la poesía
romántica y posterior al Romanticismo, en una línea que compartimos en muchos de sus puntos, incurre,
sin embargo en la reducción de la alegoría a la imagen: “La composante littéraire (en tant qu´elle se
différencie des composantes culturelle, historique, sociologique) qui est déterminante de l´allégorie, est
une orientation vers un système de significations imagées au-delà et au-dessus du système semantique”
(Spivak, 1971: 439). De este modo, el autor puede afirmar, como hace a continuación, que la alegoría
puede considerarse como el principio constitutivo de todo discurso poético. Pero, si esto se admite, la
alegoría se identificaría, en la práctica, con la imagen y la conclusión de Spivak no sería sino una
actualización de la vieja asociación de la poesía y la pintura, frente a la aproximación simbolista de la
poesía a la música.
11
Cf, Heidegger, 1998: 63-90.
12
En Nietzsche, Heidegger expone su particular visión de la evolución histórica del concepto de imagen
(cf. Heidegger, 2005: 406).
452

el proceso que introduce el arte en el horizonte de la estética, con la consecuencia de


convertir el arte en objeto de la vivencia y, en consecuencia, en expresión de la vida del
hombre13. Por imagen, en el sentido que se impone, sobre todo, a finales del siglo
XVIII, se entiende la forma de aparecer de la cosa ante el sujeto, precisamente tal como
ella se encuentra ante éste. De este modo, tener la imagen de algo significa no sólo la
representación de la cosa sino que hecho de que ésta se presente como sistema14.
La noción de sistema implica que el ente en su totalidad se representa como
aquello que el hombre quiere tener ante sí, conforme a lo que actúa15. Es ésta la última
encarnación de la metafísica en la Modernidad, desde la formulación del pensamiento
cartesiano hasta la voluntad de poder de Nietzsche, “canto del cisne”, según Heidegger,
de la metafísica occidental y etapa en la que aún se encuentra inmerso el pensamiento
contemporáneo16.
La alegoría en la literatura actual, y la encarnación del “alegorismo” en la crítica
contemporánea responde, a nuestro juicio, a estos planteamientos.

13
Op. cit., p. 63. Heidegger apunta, quizá, al neokantismo al referirse a esta conversión del arte en objeto
de la vivencia. Así, dice Gadamer: “El neokantismo, sobre todo por la influencia de Hegel y Fichte, al
intentar derivar de la subjetividad trascendental toda validez objetiva, destacó el concepto de vivencia
como el verdadero hecho de la conciencia” (Gadamer, 1996: 95). Pese a que este término se impone en
los años setenta del siglo XIX, cabe remontar a Kant y al ambiente científico y filosófico de la segunda
mitad del siglo XVIII el origen de esta imagen del mundo a la que nos referimos. En otras ocasiones,
Heidegger se ha referido a la consideración estética y vivencial de la obra de arte como una consecuencia
de la metafísica desde sus comienzos, esto es, en su particular visión de la historia de la metafísica, desde
Platón, afirmando que toda explicación de arte desde éste hasta Nietzsche son “estéticas” (Heidegger,
2005a: 149).
14
Las condiciones que, según Heidegger, concurren en la formación del concepto de “sistema” en la Edad
Moderna son las siguientes: el predominio de las matemáticas; la primacía, como consecuencia de dicho
predominio, de la certeza sobre la verdad. El hecho de que esta primacía termina identificando ambos
conceptos. La equivalencia de la certeza y la verdad desemboca, a su vez, en la primacía del método sobre
la cosa; la autocerteza del pensar: “yo pienso, yo soy”; la autocerteza decide sobre lo que es e incluso
sobre el propio concepto de Ser; por otra parte, el magisterio de la Iglesia pierde su poder exclusivo como
fuente de a verdad; la quiebra del poder de la Iglesia es entendida como liberación del hombre para sí
mismo (cf. Heidegger, 1996: 37-38). Gadamer, por su parte, considera que el viejo concepto de sistema,
aplicado antiguamente en el terreno de la astronomía y la música, conserva en su nuevo uso la
justificación de “explicar cosas aparentemente incompatibles”. Esto, a partir del siglo XVIII, se entiende
como la nueva tarea de la filosofía: armonizar la gran gerencia cultural del saber humano con la
pretensión de universalidad de las nuevas ciencias de la experiencia (Gadamer, 2001: 164-165). Para la
oposición entre filósofos sistemáticos y filósofos edificantes, véase Rorty, 2001: 330 y ss.
15
El subjetivismo kantiano –véase por ejemplo, el punto V de la Introducción a la Crítica del Juicio-
desde el punto de vista de la filosofía y la estética consagra una disposición del entendimiento del mundo
adelantada por la ciencia moderna. En efecto, el subjetivismo desemboca en el objetivismo en cuanto a
que la cosa se convierte en mero objeto para el sujeto.
16
“La metafísica moderna, en cuyo cauce se encuentra, o por lo menos parece encontrarse
inevitablemente nuestro pensamiento, en cuanto metafísica de la subjetividad, convierte en obviedad la
opinión de que la esencia de la verdad y la interpretación del ser estarían determinadas por el hombre
como sujeto en sentido propio” (Heidegger, 2005: 674). Véase también lo dicho sobre Descartes en esta
misma obra (op. cit., pp. 640-674). Sobre la crítica heideggeriana a Descartes respecto de la época de la
imagen del mundo y el concepto moderno o poscartesiano de representación, véase Derrida, 1989: 94-
102.
453

La posibilidad de la imagen del mundo supone, en realidad, la concepción del


mundo como imagen, como reflejo: “Lo ente en su totalidad se entiende de tal manera
que sólo es y puede ser desde el momento en que es puesto por el hombre que
representa y produce (… ) Se busca y se encuentra el ser de lo ente en la
representabilidad de lo ente”17. De este modo, frente al modelo de conocimiento
aristotélico en el que el sujeto se hacía idéntico al objeto, sin mediación de
representaciones; en el modelo cartesiano dualista, la imagen del espejo de la
naturaleza- también presente en el modelo hilemórfico- se emplea ahora como metáfora
de un modelo del entendimiento en el que el “ojo interior” cartesiano examina las
representaciones ubicadas en la “mente”18, con la esperanza de encontrar alguna señal
que atestigue su fidelidad con las entidades exteriores. Este empeño convierte la
epistemología en la disciplina central de la filosofía (Rorty, 2001: 50-51).
El símbolo nace con esta premisa de la imagen, que lo condiciona
necesariamente. Por lo tanto, no puede obviarse que la construcción del símbolo
responde a una necesidad metafísica moderna19. Con esto queremos significar que las
novedades que la teoría del símbolo aporta esencialmente a la estética kantiana y,
posteriormente, a las concepciones estéticas del siglo XIX y XX deben ser entendidas
como la formulación de un instrumento necesario en la operatividad de esta nueva
metafísica, que para Heidegger no supone sino un nuevo paso en el proceso histórico
del “olvido del Ser”20. En este sentido, Gadamer explica cómo, en el paso de la
hermenéutica antigua a la hermenéutica filosófica, las ciencias humanas pudieron
obtener su función filosófica sólo desde el momento en que se pone fin a la metafísica
en un sentido griego y medieval, esto es, con la crítica de Kant a la “metafísica
dogmática”. En efecto, el desarrollo de las ciencias experimentales había forzado a las
ciencias humanas a buscar una justificación que ya no podía ser entendida “como meta-
física detrás de la física, sino que descansaba sobre el fundamento de la libertad
humana, la cual no es un hecho natural” (Gadamer, 2001: 166).

17
Ib. p. 74.
18
Sobre la “mente” cartesiana, véase Rorty, 2001: 135.
19
En esta primacía de la imagen a través del símbolo propia de la estética romántica juega un papel
decisivo la recepción del neoplatonismo de Plotino y Proclo, especialmente en Hegel, quien lo recibe a
través de Creuzer, y, con éste, la consideración cratiliana de que las verdades supremas se sustraen al
discurso y sólo pueden ser comunicadas en la forma indirecta de la intuición figurativa (Gadamer, 2000a:
119-120).
20
La objetividad moderna no se refiere a lo real, sino a aquello que se convierte en obiectum (Gadamer,
2001: 138). Sobre el “olvido del Ser” en el pensamiento heideggeriano, véase Steiner, 1983: 56.
454

Ahora bien, como veremos más abajo, la fuerza y desarrollo que el concepto de
experiencia adquiere en las ciencias de la naturaleza desde el siglo XVII, jugará también
un papel fundamental en las ciencias humanas, y, por lo que aquí interesa, será básica
para la determinación del concepto moderno de símbolo. En el caso de Goethe, resulta
evidente que en su distinción entre el símbolo y la alegoría y, especialmente, en su
rechazo de un lenguaje conceptual, juega un papel esencial su posición frente a la
actitud científica de su siglo. Goethe se sirve del simbolismo para afirmar una visión de
la naturaleza desde una perspectiva humana, ajena al objetivismo científico, en la que el
sujeto y la naturaleza forman un todo inseparable. Para conseguir este propósito, desde
los postulados ideológicos y los condicionamientos intelectuales de su momento
histórico, Goethe no puede recurrir a la retórica como forma de expresar un sentimiento
en cierto modo panteísta porque, para Goethe, el lenguaje retórico, el uso de los tropos
en el discurso, comparte con el “evitable” lenguaje científico el hecho de estar sometido
a la razón. Por ello recurre al símbolo, como vía alternativa a la retórica y, en general, al
lenguaje conceptual21. Ahora bien, el intento de Goethe estaba condenado al fracaso, no
sólo porque el discurso científico y la “visión objetiva” de la naturaleza terminarían
imponiéndose, sino porque su propuesta simbólica, como Heidegger ha puesto de
manifiesto, era fruto de las mismas causas que habían generado el discurso científico
contra el que reaccionaba.
Pero, dejando al margen los postulados ontológicos heideggerianos, lo que aquí
nos interesa investigar, una vez que se estudie la función del símbolo en el sistema
metafísico moderno, es si esta función es diferente de la que cumplía la alegoría en la
metafísica anterior o si, por el contrario, cabe subsumir al símbolo moderno dentro de la
historia general de la alegoría, como una adaptación más a los cambios del pensamiento
metafísico, en la misma medida que los cambios sufridos en su adaptación, por ejemplo,
al neoplatonismo o al cristianismo. El cambio viene anunciado ya por Spinoza cuando
advierte la necesidad de renunciar a la búsqueda de la verdad de los textos para pasar a
preocuparse por la búsqueda del sentido. Así lo expresa Todorov en unas páginas
dedicadas a Blanchot:

Desde hace dos siglos, el arte sufre una doble transformación: ha perdido su capacidad
de ser portador de lo absoluto, de ser soberano; pero la pérdida de esta función externa queda

21
Véase Stephenson, 1995: 67 y ss. Sólo las artes –mediante el simbolismo-, dice Goethe, son capaces de
comunicar la idea de manera visible. Sólo ellas –y en consecuencia no la ciencia- pueden proclamar los
455

cmo compensada or una nueva función interna: el arte se acerca cada vez más a su esencia.
Ahora bien, la esencia del arte es, tautológicamente, el arte mismo; o más bien, la posibilidad
misma de la creación artística, la interrogación sobre el lugar de donde surge el arte.
(Todorov, 2005: 67)

La crítica romántica se vuelve, así, inmanente, agotada en la persecución del


sentido de un texto convertido, de este modo, en “objeto” de estudio (Todorov, 2005:
14-15). Pero esta inmanencia, en su búsqueda de la posibilidad última del arte, de su
esencia, resulta por ello no menos metafísica22. La estética romántica impone, a juicio,
de Todorov, dos coordenadas de interpretación, que se prolongan más allá de sí mismas
y quye serán fundamentales en la articulación romántica del símbolo: la intransitividad
de la poesía y la pluralidad de sentido
Resulta, en consecuencia, ineludible remontarse hasta el origen de la estética y a
los primeros debates en torno a su objeto y al concepto de belleza para poder examinar
no sólo qué se entiende por símbolo a partir de Goethe sino también hasta qué punto
resulta o no pertinente la comparación con la alegoría en términos, primero de oposición
y luego, a resultas de ésta, de superioridad. La importancia de esta discusión es, por un
lado, fundamental en vista de la expansión que, en el terreno de la estética en general, y
en el de la poética en particular, ha experimentado el símbolo desde los comienzos del
siglo XIX hasta, al menos, el final del siglo XX23.
Pero, por otra parte, y acaso deba advertirse ya desde ahora, en nuestra opinión,
la separación y la disputa entre la alegoría y el símbolo obedecen a una polémica en
buena medida artificial, surgida de las especiales circunstancias del nacimiento de la
estética que, en principio, debería haber quedado contenida dentro de los parámetros de
este momento del pensamiento24. Además, como pretendemos mostrar a lo largo de
nuestro análisis, cabe decir que incluso desde estos postulados, la oposición entre

secretos de la naturaleza del mismo modo a como Dios se nos revela en la Naturaleza (Viëter, 1950: 175).
22
Más adelante, Todorov alude a algunos de los rasgos que hebremos de ir estudiando en estas páginas:
“Permaneceremos en el pensamiento de Schelling y de sus amigos al ver la obra de arte como la fusión de
lo subjetivo y de lo objetivo, de lo singular y de lo universal, de la voluntad y de la coacción, de la forma
y del contenido. La estética romántica valora la inmanencia, no la trascendencia; otorga, pues, poco
interés a elementos trastextuales como la metáfora, o las rimas dactílicas, o los procedimientos de
reconocimiento” (Todorov, 2005: 84).
23
Tal es la fuerza expansiva del símbolo que Todorov, entre otros, ha identificado el núcleo esencial y
definitorio de la poética con la simbólica (cf. Todorov, 1972).
24
En este sentido, Fletcher reconoce que la oposición símbolo / alegoría es una cuestión histórica, que
afecta a la concepción romántica de la mente y de la imaginación. Son estos prejuicios románticos los que
valoran el símbolo por encima de la alegoría (Fletcher, 2002: 22). Dronke, por su parte, considera, al
456

símbolo y alegoría resulta contradictoria, no sólo con la densa historia de ambos


términos en los terrenos de la hermenéutica y la retórica, sino también con el nuevo
punto de partida que para estos conceptos representa el nacimiento de la estética. Es,
pues, a este origen –apenas unas pocas décadas antes de las afirmaciones de Goethe-
donde debemos remontarnos para examinar las causas de esta oposición.

1
La estética prekantiana
Es a mediados del siglo XVIII cuando se produce un cambio que será
fundamental para la formulación de las teorías del símbolo: la fundación de la estética
como disciplina filosófica, cuyo punto de arranque cabe situarlo en la Estética de
Baumgarten (1742)25 y en las teorías acerca de lo sublime de Burke26, que concluirá, en
el Romanticismo, con la paulatina pérdida de valor de la retórica -tendencia que se
mantiene en nuestros días-27. Ahora bien, es necesario recordar que el esfuerzo realizado
por Baumgarten en su Éstética no se orientó hacia la crítica de gusto28, como después

hablar del alegorismo de Bernardo Silvestre, que su concepción de la alegoría abarca tanto el concepto
goetheano de alegoría como el de símbolo (Dronke, 1985: 120-121).
25
Las teorías de Baumgarten arrancan de la idea de conocimiento sensitivo de Leibniz y suponen una
importante contribución en el paso del ideal imitativo al emotivo en el arte. La teoría de la imitación con
sus diferentes variantes había sido predominante en la estética del Setecientos (ver Todorov, 1990: 143-
160 y Assunto, 1989). Una ajustada descripción de las aportaciones filosóficas que posibilitan la
aparición de la Estética de Baumgarten puede verse en Cassirer, 1993a: 304-369.
26
Burke, partiendo del sensualismo empirista inglés defiende una idea objetiva de belleza como “cualidad
de los cuerpos que actúa mecánicamente sobre la mente a través de los sentidos” (Asunto, 1989: 80).
Contra algunas consideraciones fundamentales de Burke y Baumgarten se manifestará Kant en su Crítica
del Juicio. En las páginas siguientes nos vamos a detener en el examen de este problema en las estéticas
alemanas. Para un estudio de la cuestión en el romanticismo inglés, pueden verse los siguientes trabajos:
Abrams, 1975 y 1992, Laughbaum, 1996, Honig, 1982, y de Man, 1991. De todos modos, puede decirse
que en el ámbito de la poesía inglesa existe un rechazo similar, si no mayor, de la alegoría entendida en el
mismo sentido reductor de personificación de realidades abstractas. Sirvan como ejemplo las
contundentes palabras de Wordsworth en su Prólogo a Baladas Líricas: “El lector verá que la
personificación de ideas abstractas raramente se da en estos volúmenes; y confío en que sea totalmente
desechada como un mecanismo habitual para elevar el estilo y situarlo por encima de la prosa”
(Wordsworth, 1999: 49). Esto no obstante, Spivak ha mostrado la pervivencia de mecanismos alegóricos
en la poesía de Wordsworth, en concreto en el Preludio (cf. Spivak, 1971: 431 y ss.).
27
La retórica venía perdiendo terreno desde el Renacimiento en países como Inglaterra y Alemania –
también Italia- debido entre otras causas al desarrollo del lenguaje científico, a la prolongada crítica
contra el aristotelismo alentada por la Reforma y a la especial acogida que el cartesianismo tuvo fuera de
Francia. Sin embargo, pese a la hostilidad hacia la retórica, que es particularmente agresiva en Kant, dice
Jean-Marie Valentin que en ningún caso llegó a producirse la completa disociación entre la retórica y la
filosofía (Valentin, 1999: 823-824).
28
Baumgarten se había defendido de las objeciones que relacionaban su Estética con la crítica, afirmando
que, aunque en la estética se incluye una parte de la crítica, existe también una crítica de carácter lógico
que queda fuera del dominio de la estética, y que la estética se extiende por un campo más amplio que el
de la crítica del gusto. En este sentido, es necesario una precognición de la estética para evitar debatir, de
modo reductor, sobre meros gustos (cf. Kobau, 1999: 85).
457

hiciera Kant en su Crítica del juicio29, sino que lo que pretendió fue retomar la
discusión, que había arrancado de los presocráticos y llegado a uno de sus puntos
álgidos con Platón30, entre el valor cognoscitivo de las representaciones sensibles y el
de las representaciones intelectivas.
Baumgarten partía de la clasificación de las ideas de Leibniz y Wolff para
elaborar una disciplina filosófica nueva del conocimiento sensorial 31. La novedad
introducida por Wolff en el sistema de las ideas leibnizianas mediante la cual se
desplazaba el punto de equilibrio de la noción de símbolo del ámbito cognitivo al
terreno de la comunicación de lo previamente conocido resultó determinante en la
construcción de la teoría simbólica moderna, siempre a caballo entre la dimensión
ontopsicológica del conocimiento y el aspecto retórico de la metáfora. La tensión
generada entre estos dos polos sería, en nuestra opinión, uno de los elementos más
perturbadores de la oposición establecida a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX
entre el símbolo y la alegoría.
Para Baumgarten, el dominio de la estética32 se desenvuelve en un espacio
delimitado por una doble frontera: por una parte, el límite representado por el
conocimiento oscuro; por otro, el representado por el conocimiento lógico y distinto.
Las representaciones sensibles no admiten la dimensión analítica de los conceptos
claros y distintos sino que se trata de “representaciones extensivamente más claras33,

29
Kant, como se verá más abajo, se aleja de la estética de Baumgarten al “radicalizar el significado
rigurosamente metafísico de una estética que más que surgir como una novedad del Iluminismo, deriva de
una tradición aún más alejada, que estaba desapareciendo” (Kobau, 1999: 76). Pero ya anteriormente, en
la Crítica de la razón pura, Kant había afirmado: “Los alemanes son los únicos que se sirven todavía de
la palabra estética para designar con ella lo que otros llaman crítica de gusto. Esta denominación se basa
sobre la falsa esperanza, concebida por (… ) Baumgarten, de someter la valoración crítica de lo bello a
principios de razón y de elevar al nivel de ciencia las reglas de esta valoración” (Kant, Crítica de la razón
pura, citado por Kobau, 1999: 77).
30
El platonismo y su desarrollo posterior habían representado, desde luego, la posición de mayor
desconfianza hacia la posibilidad de conocer a partir de la percepción sensible.
31
Leibniz había distinguido dos clases de ideas en atención a la recognoscibilidad de lo representado: las
ideas oscuras; y las ideas claras que podían dividirse en ideas confusas e ideas distintas, según la
capacidad de ser analizadas, subdivididas, a su vez, en ideas inadecuadas e ideas adecuadas, según su
grado de perfección analítica. Pero Leibniz había distinguido también entre ideas intuitivas y simbólicas o
ciegas. La cognición perfecta, para Leibniz, es la que resulta al mismo tiempo intuitiva y adecuada. El
conocimiento simbólico se considera, por lo tanto, imperfecto. De Wolf, Baumgarten adopta su noción de
concepto como cualquier representación de un objeto, tanto si procede de una cognición intuitiva como de
una simbólica, en nuestro pensamiento. Wolff añade al planteamiento de Leibniz el criterio de la
comunicabilidad de los conceptos (Kobau, 1999, n. 11, pp. 100-101).
32
La estética ya es entendida en el doble sentido que más arriba apuntábamos: el que la entiende como
disciplina de las cogniciones extensivamente claras y no distintas; y el que la considera como el campo
psicológico de las facultades que se hallan en la base de tales cogniciones (cf. Kobau, 1999: 83).
33
En su Metafísica, Baumgarten distingue entre las representaciones intensiva y extensivamente claras:
“La clarté qui doit sa supériorité à la clarté de ses marques distinctives est supérieure d´un point de vue
458

visiones del mundo que se presentan a la sensibilidad como una totalidad de relaciones
más amplias, por consiguiente, que las representaciones distintas que se les oponen”
(Arnaldo, 1996: 67).
Ahora bien, el hecho de que Baumgarten considerara, de esta manera, la estética
como una ciencia del conocimiento confuso, no significa, como después se entendió por
parte de algunos críticos de su obra, que defendiera una ciencia confusa, sino que lo que
postulaba era más bien un conocimiento de lo confuso. No pretendía que la ciencia
descendiera hasta lo confuso y, con ello, perdiera los elementos de rigor propios del
conocimiento científico, sino que advertía de la necesidad de que fuera “lo sensible lo
que se eleve hasta el rango del saber, penetrado, dominado por una forma especial suya”
(Cassirer, 1993a: 372).
El origen de la estética es el resultado de una doble oposición planteada de este
modo por Baumgarten: sentido / intelecto; y letras / filosofía. Así, la estética se
constituye como una ciencia de la cognición sensible, ligada, aunque la estética presente
un dominio más amplio, al saber retórico y poético34. El salto de la primera oposición a
la segunda se hace posible desde el momento en que Baumgarten considera que la
belleza es la perfección del conocimiento sensible 35. Por este motivo, la estética, como
ciencia del conocimiento sensible, accede a ser ciencia de la belleza, en cuanto que ésta
es el modo más destacado del conocimiento sensible. Para Baumgarten, la belleza tiene
valor de verdad puesto que es el signo de la adecuación de la apariencia sensible con la
esencia de la cosa. Hay que subrayar, con Pranchète, que esta concordancia de la belleza
con la esencia de la cosa que se determina como verdad desde el punto de vista de la
estética, es muy distinta de la consideración de la belleza establecida por el platonismo:
la belleza, desde el punto de vista de la estética, no merece atención porque conduzca a
una verdad que la sobrepasa. Baumgarten rechaza conceder a la belleza un papel
educativo en la formación filosófica; por el contrario, la estética se constituye como un
saber autónomo e irreductible. En consecuencia, la belleza no es la huella sensible de la
idea, sino el único medio de aparición y conocimiento posible de determinados objetos.

intensif, tandis que celle qui doit sa supériorité au nombre de ses marques est supérieure d´un point de vue
extensif ” (Métaphysique, 531).
34
Kobau, 1999: 83-84.
35
Como recuerda Jean-Yves Pranchère en el prólogo a su edición de la Estética: “La sensibilité n´est pas
ici, comme elle le sera chez Kant, une des sources du savoir, source en elle-même insuffisante et aveugle,
exigeant un apport de l´entendement pour produire un savoir ; la sensation n´est pas simplement un
« matériau » du savoir : elle est elle-même un savoir, un mode de saisie intégrale de l´objet.”
(Baumgarten, 1988: 10).
459

De este modo, el conocimiento sensible cubre un dominio diferente del ocupado por el
conocimiento intelectual36.
A partir de la oposición entre el conocimiento sensible y el conocimiento
intelectual, por una parte, y de la identificación de la belleza con la verdad37, por otra, se
establece la segunda de las oposiciones anteriormente referidas -letras / filosofía- y la
necesidad de que la poética deba fundarse en una epistemología: si el arte tiene por
objeto la producción de la belleza, y ésta es un modo de verdad, las reglas del arte, en
consecuencia, son reglas de producción de un saber y deben ser incluidas dentro del
ámbito general de la estética38.
El problema se plantea, en cuanto a la alegoría se refiere, cuando Baumgarten
asegura que en la actividad artística la producción y la contemplación devienen lo
mismo porque la obra es la percepción de lo que se expone39. De este modo, el
conocimiento sensible se identifica con la exposición artística, poética en el caso que
nos ocupa, de éste, que en cuanto conocimiento sensible forzosamente perfecto ha de
ser bello. Baumgarten aún no habla del símbolo en el sentido en que se empleará el
término a partir de Goethe, pero en su afirmación del conocimiento sensible y en su idea
de la belleza se encuentran ya en toda su potencialidad la idea de símbolo y de
conocimiento simbólico que se ha desarrollado e impuesto a lo largo de casi dos siglos.
Sin embargo, el planteamiento expuesto anteriormente reviste, ya desde su
propia procedencia leibniziana, algunas dificultades. En primer lugar, Baumgarten
convierte lo que en el sistema de Leibniz era una clasificación gradual de las ideas en
dos modos diferentes de conocer40. En efecto, Leibniz había exigido para el
conocimiento científico la necesidad de representaciones claras y distintas, que
permitieran no sólo distinguir los objetos en la vida práctica, sino también alcanzar su
razón última. Baumgarten, en realidad, es fiel al planteamiento de Leibniz, pero, al
mismo tiempo, observa la existencia de cierto dominio en el que la reducción del

36
Baumgarten, 1988: 13-14. El rechazo de lo conceptual es quizá el elemento más definitorio de la
construcción estética de Baumgarten frente al pensamiento anterior (cf. Bozal, 1990: 75).
37
La exigencia del requisito de la verdad en el “arte de decir” ya había sido reclamada por Leibniz, junto
con la claridad y la elegancia. En el pensamiento de Leibniz esta exigencia tendrá importantes
consecuencias para la retórica y para el desarrollo de la futura estética porque implica que la belleza no
encuentre ya su lugar como simple ornamento sino como elemento constitutivo del discurso verdadero
(Valentin, 1999: 831).
38
Op. cit.., p. 11.
39
Ib., p. 14.
40
Kant se opondrá frontalmente en su Crítica del Juicio a esta idea del conocimiento estético, cf. Kant,
1999 & 15.
460

fenómeno a su razón, como ocurre por ejemplo en el caso del color41, se encuentra muy
limitado. Lo que Baumgarten pretende con su Estética, es dar cabida al estudio
científico de estos casos42. En segundo lugar, parece en principio difícil, fuera del
pensamiento de Leibniz, sobre todo a partir de su reformulación por Wolf, sostener la
equivalencia entre la percepción del objeto y su formulación artística43, lo que, por otra
parte, constituye en el pensamiento de Baumgarten el contenido de la estética en cuanto
estética de la designación44, a la vez heurística45 y hermenéutica46. Este fenómeno, esto
es, la creencia en la relación natural entre los nombres y las esencias, resultado del
desarrollo de la lectura –o al menos de una de sus posibles interpretaciones- del Cratilo
platónico, se extiende a toda la estética idealista posterior y alcanza hasta la Estética de
Hegel 47.
Es en la sección dedicada a la “Psicología” dentro de su Metafísica, al referirse a
la facultad de designar, donde Baumgarten alude expresamente al símbolo:

Si le signe et l´objet qu´il désigne sont liés dans une perception, en que la perception du
signe est plus importante que la perception de l´objet désigné, on dit que la connaissance est
symbolique; si la représentation de l´objet désigné est plus importante que celle du signe, la
connaissance sera intuitive.
(Métaphysique & 620)

41
Resulta significativo que Kant, opuesto a la consideración de la estética entendida como ciencia del
conocimiento sensible, rechace en su Crítica del Juicio el color, frente al dibujo, esto es, la forma, como
constitutivo de lo bello: “la base de todas las disposiciones para el gusto la constituye no lo que recrea en
la sensación, sino solamente lo que por su forma place” (Crítica del Juicio & 14). Así, el color sólo
formaría parte de “lo agradable”.
42
Cf. Cassirer, 1993a: 373-375.
43
Manuel García Morente dice en su prólogo a la Crítica del Juicio, refiriéndose a la Estética de
Baumgarten que “una ciencia de la sensibilidad concebida como la que había de dar cuenta del arte, tenía
necesariamente que flotar indecisa entre el arte y la ciencia misma, sin saber bien si era ciencia o era arte”
(Kant, 1999: 20). Acaso existe una concepción más general detrás de la defensa de esta equivalencia. En
efecto, la metafísica especulativa y su idea de la “plasmabilidad”, de orígenes neoplatónicos ya avalaba
esta posibilidad remontando su causa a un supremo entendimiento absoluto. Es decir, la existencia de un
logos plasmador que transfiere la estructura de lo general al nuevo individuo garantiza la conversión de
de la materia en reflejo de la unidad de la forma. El fenómeno de lo bello depende de la perfección con la
que se realice este proceso: vida y belleza se enmarcan como fenómenos dentro del fenómeno
fundamental de la plasmación (Cassirer, 1993: 326-327). El pensamiento romántico insistirá en la
identificación entre el conocimiento y su expresión. Hegel afirmará que el lenguaje es el vehículo con el
que se alcanza lo más alto y lo más profundo (cf. Urban, 1952: 20). En este sentido, Gadamer señala que
el símbolo pertenece a una estética que se niega a distinguir entre la experiencia y la representación de la
experiencia (cf. de Man, 1991: 208).
44
Cf. Baumgarten, Philosophie générale & 147.
45
“Puisque la beauté de la connaissance n´est ni plus grande ni plus noble que les forces vives de celui
qui, pensant avec beauté, la produit, nous aurons avant tout à esquisser en quelque manière la genèse et
l´Idée de celui dont la pensée doit avoir de la beauté” (Esthétique théorique & 27).
46
Métaphysique & 622.
47
Cf. de Man, 1990: 21.
461

En esta alusión al conocimiento simbólico, dentro de la estética de la


designación, Baumgarten reclama la vis atractiva del símbolo hacia sí mismo, en primer
lugar, dejando la percepción del objeto designado, la referencia, relegada a un segundo
lugar. El símbolo apunta ya hacia lo que, en su construcción teórica moderna, será uno
de sus rasgos característicos, esto es, la significación indirecta48. Pero debe tenerse en
cuenta que este salto a la significación en el planteamiento baumgarteniano es sólo
posible por la señalada -y difícil- correspondencia entre conocimiento sensible y
exposición artística.
La nueva ciencia creada por Baumgarten49 asume, por lo tanto, la tarea no sólo
del conocimiento sensible sino de la expresión de este conocimiento sensible en su
forma perfecta, esto es, la expresión de la belleza como un modo no intelectual de
conocer. La poética ha de servir a este propósito50. “La estética –recuerda Arnaldo- ha
de ocuparse precisamente de diferenciar esas oscuras perfecciones. Cuando se enfrenta a
perfecciones estéticas el conocimiento sensible alcanza a comprender de forma intuitiva
una totalidad en lo individual, y esta condición conduce a Baumgarten a llamar al
órgano de percepción estética analogon rationis”51. Se trata, de este modo, de salvar la
intuición mediante la postulación de la existencia de una ley interna, que no siendo
coincidente con la razón, al menos es análoga a ella52. Para Baumgarten las diferencias
entre la estética y la retórica se cifran ahora en que mientras la primera consiste en el
arte de pensar bellamente53, la segunda es el arte de hablar bien (Gadamer, 1998: 53).
Dos son las consecuencias que pueden extraerse de esta primera comparación
entre retórica y estética, en este primer sentido baumgarteniano: la primera es que
ambas tienen objetos y métodos diferentes; la segunda es que si bien la estética
comparte una innegable vinculación con la retórica, hay que advertir que ésta no era ya
la disciplina del discurso abierta a la vida en su totalidad que fuera con Quintiliano o la

48
Cf. Todorov, 1990: 238.
49
Algunos autores como M. García Morente retrasan la creación de la estética a Kant por considerar que
falta en Baumgarten la sistematicidad necesaria para garantizar la autonomía de esta disciplina (cf. Kant,
1999: 25).
50
Cf. Méditations, IX.
51
Op. cit., p. 66. Pranchète subraya que la analogía entre lógica y estética en la obra de Baumgarten tiene
orígenes aristotélicos bien visibles en el comienzo de la Retórica en el que proclama la analogía entre
retórica y dialéctica (ib. p. 92).
52
Cf. Cassirer, 1993a: 377.
53
Así lo afirma Baumgarten en los Prolegómenos de su Estética: « L´esthétique (ou théorie des arts
libéraux, gnoséologie inférieure, art de la beauté du penser, art de l´analogon de la raison) est la science
de la connaissance sensible » (Prolégomènes, 1).
462

ciencia de la persuasión que tan complejos recursos había desplegado en los siglos de la
Patrística, sino poco más que un compendio de figuras retóricas, resultado de la
hipertrofia figural de la única superviviente de sus partes: el ornato54. Este encogimiento
de la retórica en la recta final del siglo XVIII fue determinante para su inmediato
arrinconamiento en la recia estética kantiana.
Baumgarten también se refiere a la alegoría en sus Meditaciones. En primer
lugar alude al discurso alegórico al examinar las clases de representaciones sensibles
susceptibles de ser objeto del poema. Ya hemos señalado que la estética es la ciencia de
las representaciones extensivamente más claras. En consecuencia, Baumgarten rechaza
las representaciones oscuras que carecen de suficientes marcas distintivas para permitir
reconocer el objeto representado y distinguirlo de los otros55. Esta exclusión sigue la
clasificación de las ideas de Leibniz entre las ideas oscuras y claras, y es consecuente
con las limitaciones del objeto de la estética expuestas anteriormente. Pero, al referirse a
la representación poética, Baumgarten está también rechazando la alegoría oscura o
enigmática de Quintiliano: “On refute par l´erreur de ceux qui s´imaginent parler de
façon d´autant plus poétique que leur verbiage est obscur et embrouillé” (Méditations,
XIII)56. Sin embargo, el rechazo de la alegoría oscura no se extiende ni al fundamento
metafísico de la alegoría en general ni a su utilidad como procedimiento retórico. Por lo
que se refiere al primero, Baumgarten dice lo siguiente:

Si l´on veut donner une représentation poétique de n´importe quels objets


philosophiques ou universels, le bon sens exige de les déterminer le plus possible, de les
envelopper d´exemples57, de les décrire sous le rapport de l´espace et du temps, et d´énumérer le
plus grand nombre possible d´autres éléments ; si l´expérience ne suffit pas, des inventions
vraies sont nécessaires ; et si l´histoire même n´est pas assez riche, des inventions probablement
hétérocosmiques sont nécessaires.

54
Ya desde el siglo XVI se venía produciendo una tendencia, especialmente en Alemania, que, en el
proceso de alejar la retórica de la filosofía, atribuía a la dialéctica el contenido de las otras partes
tradicionales de la retórica, con excepción de la actio: la inventio, la dispositio y la memoria (cf. Valentin,
1999: 832).
55
Méditations, XIII.
56
Tampoco se aparta demasiado Bumgarten de Quintiliano en su valoración de la oscuridad. Recordemos
que el rétor romano había considerado la alegoría oscura como un vicio porque, precisamente, su falta de
claridad impedía reconocer los objetos a los que se refería, pese a reconocer su uso poético.
57
Respecto del ejemplo, dice Baumgarten: “L´exemple est la représentation d´un objet assez déterminé
qui est produite pour éclairer la représentation d´un objet moins déterminé (Méditations, XXI). En la
meditación siguiente, Baumgarten incide en la comparación entre el ejemplo y el objeto al que alude con
la terminología propia de su Estética: “Les exemples représentés de façon confuse sont des
463

(Méditations, LVIII)

En esta meditación, el autor no sólo justifica el uso de la expresión figurada sino


que establece una gradación de recursos, que van desde el ejemplo hasta la elaboración
de composiciones absolutamente irreales. En nuestra opinión, estas composiciones,
denominadas invenciones heterocósmicas, y definidas como invenciones imposibles en
todos los mundos posibles –a diferencia de las invenciones utópicas, imposibles sólo en
este mundo58-, encajan, cuando están al servicio de la exposición de un objeto filosófico
o universal, en el tipo de la alegoría deliberada medieval. Baumgarten las considera
plenamente poéticas en cualquier caso y perfectamente justificadas en el uso al que nos
estamos refiriendo como alegórico.
Pero no sólo se contempla el empleo de la expresión figurada para la exposición
de ideas filosóficas, sino también para referirse a representaciones no sensibles –lo que
ha sido tradicionalmente otra de las funciones básicas de la alegoría retórica-:

Si la représentation que doit communiquer le poème n´est pas sensible, et qu´elle est
exprimée par un terme impropre, qui est en même temps le terme propre pour une représentation
sensible, de là naît une représentation complexe (… ). Il est poétique de communiquer les
représentations non sensibles au moyen de termes impropres.
(Méditations, LXXX)

Por último, Baumgarten define propiamente la alegoría siguiendo a Quintiliano,


no sólo al afirmar que es una cadena de metáforas continuadas, sino también al destacar
la coherencia necesaria entre estas metáforas que conforman la alegoría:

L´allégorie est une suite de métaphores reliées, il y a donc en elle d´une part des
représentations dont chacune est poétique, d´autre part une cohérence plus grande que lorsque
ce sont des métaphores hétérogènes qui se rencontrent. Donc l´allégorie est poétique.
(Méditations, LXXXV)

Pero es necesario recordar que este seguimiento casi literal de la concepción de


la alegoría por parte de Quintiliano queda desvirtuado respecto de su sentido original si

représentations plus claires au point de vue extensif que celles qu´elles servent à eclairer, et sont donc
plus poètiques. ”
58
Cf. Méditations, LII.
464

no se encaja en una idea de la retórica análoga a la del rétor romano. Así el


estrechamiento de la retórica en el siglo XVIII y su reducción al ornato, como hemos
señalado anteriormente, producen como consecuencia directa la degradación de las
figuras retóricas supervivientes. No debe perderse de vista, por lo tanto, esta
circunstancia al valorar la concepción de la alegoría por parte de Baumgarten y, en
general, de los autores de su época, aun cuando en apariencia, sean respetuosos con la
definición clásica de la figura59.

2
El símbolo en la Crítica del juicio
La Crítica del Juicio de Kant supone una clara respuesta a los postulados de
Baumgarten y el paso decisivo en la consideración de la estética como disciplina
filosófica. Con Kant queda perfilada la “actitud estética” como una nueva manera de
situarse frente al mundo y frente al arte. Bordieu, citando a Osborne, ha apuntado las
siguientes características de dicha actitud: la concentración de la atención, por la que el
objeto de la contemplación se separa de su entorno60; la dejación en suspenso de las
actividades discursivas y analíticas, ignorando el contexto histórico y sociológico -se
trata de un rasgo que profundiza en el aislamiento de la obra de su entorno-; el
desinterés y el desapego de la experiencia estética, con la primacía de la forma de lo
bello sobre la función61; y, por último, la indiferencia hacia la existencia del objeto62.
Contra lo defendido por Baumgarten, Kant rechaza la idea del conocimiento
sensible separado del conocimiento lógico y, en consecuencia, no admite el concepto de
belleza como perfección de la percepción sensible:

Vana es aquella distinción entre el concepto de lo bello y del bien que considera a
ambos como distintos solamente por la forma lógica, y según la cual, el primero sería un

59
De hecho, según observa Paul de Man, el clasicismo alemán tradicional considera a la alegoría como un
producto del Siglo de las Luces (De Man, 1991: 209).
60
Acaso sea ésta una reacción paralela a la metodología científica experimental que también aísla el
fenómeno natural de su entorno para reproducirlo en el laboratorio y contra la que Goethe reaccionó tan
airadamente (sobre la polémica de Goethe con Newton, véase Bürger, 1996: 34.40). En tal caso, podría
seguirse esta analogía comparando el museo con el laboratorio en el plano de la ciencia. El museo se
presenta como “laboratorio estético” donde el objeto artístico bello, separado de su entorno, se sitúa frente
al observador con la voluntad de reproducir la experiencia estética.
61
Hay, sin embargo, una tensión entre la primera parte de la Crítica, en la que predomina esta dimensión
formal, y la segunda, en la que Kant parece inclinarse por la expresión frente a la forma. Para una posible
reconciliación entre ambos extremos, véase Rogerson, 1986: 156-165.
465

concepto confuso, el segundo un concepto claro de la perfección, idénticos, por lo demás, en su


contenido y origen, pues entonces, entre ellos no habría diferencia específica alguna, sino que el
juicio de gusto sería un juicio de conocimiento (… ) Pero ya he dicho que un juicio estético es
único en su clase, y no da absolutamente conocimiento alguno (ni siquiera confuso). (… ) Si se
quisiera dar el nombre de estéticos a conceptos confusos y al juicio objetivo que en ellos se
funda, tendríamos un entendimiento que juzga sensiblemente, o un sentido que representa sus
objetos mediante conceptos.
(Crítica del Juicio & 15)

Por lo tanto, Kant modifica la dirección de su mirada desde el objeto y la


posibilidad de la representación del conocimiento sensible hacia la subjetividad63,
deteniéndose en la actividad sentimental frente a la cognoscitiva64. La belleza, por lo
tanto, no depende del objeto y sus cualidades sino que se funda en el sentimiento del
sujeto65. Ahora bien, si la belleza no es propiamente una cualidad del objeto sino que es
producto de un juicio del sujeto, que deriva, a su vez, del sentimiento, será necesario
examinar qué se entiende por juicio en el pensamiento kantiano. El concepto de juicio
es, como el propio título de la obra indica, el elemento fundamental de la estética
kantiana.
Ya desde la misma definición de juicio como “facultad de pensar lo particular
como contenido en lo universal”66 se pone de relieve la conexión entre este concepto de
juicio y el problema del simbolismo en los términos que hemos visto en Goethe67 y
Baumgarten, y que seguiremos viendo, bajo nuevas perspectivas, en Schelling. Tras esta
definición, Kant divide el juicio en dos clases: el juicio determinante, en el que dado lo
general, la capacidad de juicio subsume en su interior lo particular; y el juicio
reflexionante, en el caso de que dándose sólo lo particular, la capacidad de juicio busca
lo general a partir de éste68. El juicio reflexionante no puede, en su búsqueda de lo

62
Cf. Bordieu, 1995: 419 ss.
63
“Lo que en la representación de un objeto es meramente subjetivo, es decir, lo que constituye su
relación con el sujeto y no con el objeto, es la cualidad estética de la misma” (Crítica del Juicio,
Introducción VII).
64
“Lo subjetivo, empero, en una representación, lo que no puede de ningún modo llegar a ser un
elemento de conocimiento, es el placer o el dolor que con ella va unido, pues por medio de él no conozco
nada del objeto de la representación, aunque él pueda ser el efecto de algún conocimiento.” (Crítica del
Juicio, Introducción VII).
65
Cf. Crítica del juicio & 17.
66
Cf. Crítica del Juicio, Introducción IV.
67
Hay que tener en cuenta que cuando Goethe habla por primera vez del símbolo en 1794 ya hacía cuatro
años que se había publicado la Crítica del Juicio.
68
Cf. Cassirer, 1993: 323. Sobre la relación entre lo general y lo particular, observa Cassirer que en el
neoplatonismo y en la filosofía medieval se consideraba que la inteligencia divina abarcaba y
466

general, darse otro principio que él mismo, puesto que en caso contrario sería
determinante. La búsqueda de un principio que posibilite los juicios reflexionantes
implica la necesidad de que la naturaleza se adecue formalmente a un fin, es decir, que
se articule, para el sujeto, conforme a un todo coherente de leyes y formas que, sin
embargo, no establezca un conocimiento teórico ni un principio práctico de libertad,
sino que se limite a proporcionar una pauta fija para nuestro enjuiciamiento69.
Dentro de esta clase de juicios, Kant distingue los juicios estéticos y los
teleológicos –que, a diferencia de los estéticos, sí forman parte del conocimiento
teórico-. Los juicios de gusto son sintéticos a priori. Son sintéticos porque establecen
una relación entre la representación y el estado sentimental del sujeto (Kant, 1999: 48).
Son a priori, pero a priori de la idea, esto es, de la finalidad70. La finalidad estética es
una finalidad meramente formal, sin concepto y sin fin, referida a la conciencia misma
en su totalidad. En efecto, en primer lugar, el juicio, como se ha dicho, no conoce los
objetos como tales, sino que su objeto es el propio estado de la conciencia71; en segundo
lugar, se dice que la finalidad estética es una finalidad sin concepto porque precisamente
rechaza todo conocimiento del objeto. Tampoco tiene por finalidad lo agradable, que
entraña una finalidad de utilidad, ni se refiere al fin en sí, porque esto pertenece al
dominio de la ética. La finalidad estética sólo se refiere a la conciencia en su totalidad
(Kant, 1999: 56-57). El juicio estético, desligado del objeto, por una parte, y de todo
interés, por otro, resulta del libre juego de las facultades de la imaginación y la
inteligencia, entendida ésta no como capacidad lógica de comprender sino como
capacidad de delimitar, que interviniendo en esta actividad de la imaginación, hace
surgir en ella una forma cerrada, sistemática (Cassirer, 1993: 382)72.

contemplaba la totalidad de lo real y lo posible. De este modo, no necesitaba enlazar un concepto con otro
para obtener un “todo” aparente de conocimiento; para él lo concreto y el todo eran premisas y
consecuencias encuadradas dentro del mismo acto espiritual e indivisible. Esta concepción subsiste en
Descartes y Spinoza. La Crítica del Juicio sitúa este problema en el centro de la investigación (Cassirer,
1993: 329-331).
69
Cf. Cassirer, 1993: 349. Véase también Rogerson, 1986: 18-19.
70
Como advierte García Morente, a quien seguimos en este análisis de las características del juicio
estético kantiano, el a priori de este juicio no puede ser ni el a priori de la intuición ni el de los juicios
sintéticos, sino el de la idea o finalidad (cf. Kant, 1999: 55-56).
71
De este modo, dice Cassirer, el hombre contempla la naturaleza como si fuera la expresión de una
voluntad plasmadora, pero, a diferencia de lo que ocurría con la metafísica de base neoplatónica, esta
voluntad plasmadora no resulta del objeto mismo sino que es un punto de vista que adoptamos en nuestra
reflexión (Cassirer, 1993: 347).
72
En esta misma página, observa Cassirer que es precisamente la falta de esta delimitación lo que
produce el sentimiento de lo sublime kantiano, como algo que escapa a nuestra capacidad de comprensión
y que, en consecuencia, no podemos agrupar en un todo sistemático.
467

La esencial subjetividad del juicio estético kantiano, formado en la conciencia


con independencia del objeto y de toda dimensión conceptual, aboca a un problema que
será decisivo para la determinación del simbolismo kantiano: el de la universalidad y
comunicabilidad del juicio estético. En el párrafo 17 de la Crítica del Juicio, Kant ya
había advertido:
No puede haber regla objetiva alguna del gusto que determine, por medio de
conceptos, lo que sea bello, pues todo juicio emanado de aquella fuente es estético, es
decir, que su fundamento de determinación es el sentimiento del sujeto, y no un
concepto del objeto. Buscar un principio del gusto, que ofrezca el criterio universal de
lo bello, por medio de determinados conceptos, es una tarea infructuosa, porque lo que
se busca es imposible y contradictorio en sí. La comunicabilidad de tal índole que tenga
lugar sin concepto, y la unanimidad en lo posible, de todos los tiempos y de todos los
pueblos, en lo que toca a ese sentimiento en la representación de ciertos objetos, tal es el
criterio empírico, aunque débil, y que alcanza apenas a poder conjeturar que un gusto
conservado así, por medio de ejemplos, proviene de la base profundamente escondida, y
común a todos los hombres, de la unanimidad en el juicio de las formas bajo las cuales
un objeto es dado73.
Ahora bien, pese a la imposibilidad de determinar un principio de gusto que
sirva de criterio universal y a la debilidad que ofrece el criterio de la unanimidad del
juicio respecto de determinadas representaciones, Kant afirma que los juicios de gusto
“han de tener un principio subjetivo que sólo por medio del sentimiento, y no por medio
de conceptos, aunque, sin embargo, con valor universal, determine qué place o qué
disgusta.” (Crítica del Juicio & 20). Este principio subjetivo se revela como una
necesidad de aprobación general del juicio estético: “Se solicita la aprobación de todos
los demás, porque se tiene para ello un fundamento que es común a todos, cualquiera
que sea la aprobación que se pueda esperar” (Crítica del Juicio & 19)74. La necesidad

73
Hay en el criterio empírico kantiano de la unanimidad sobre lo bello, una clara influencia, aunque
relativizada por lo que respecta a sus conclusiones, del concepto de lo sublime de Longino, tan presente
en toda esta época: “Considera hermoso y verdaderamente sublime aquello que agrada siempre y a todos.
Pues, cuando personas de diferentes costumbres, vidas, aficiones, edades y formas de pensar tienen una
opinión unánime sobre una misma cosa, entonces este juicio y coincidencia de espíritus tan diversos son
una garantía segura e indudable a favor de lo que ellos admiran” (De lo sublime, 7, 3).
74
En el parágrafo 8, Kant había ya planteado el problema de la universalidad del juicio estético, sin
ocuparse de su fundamento: “El voto universal es, pues, sólo una idea (… ). Que el que cree enunciar un
juicio de gusto, juzga en realidad a medida de esa idea, es cosa que puede ser incierta: pero que él lo
refiera a ella, y por lo tanto, que ha de ser un juicio de gusto, lo declara él mismo, mediante la expresión
de belleza. Pero para sí mismo, mediante la mera conciencia de la privación de todo aquello que pertenece
a lo agradable y al bien, puede él llegar a estar seguro de la satisfacción que aún le queda: y esto es todo
468

subjetiva se representa como objetiva bajo la suposición de un sentido común (Crítica


del Juicio & 22)75. La universalidad y la comunicabilidad de la experiencia estética
quedan fundadas sobre este sentido común general.
Ahora bien, como dice Paul Guyer, si se admite que la comunicabilidad de
nuestro sentimiento debe llevar un interés para nosotros –lo que no se deduce de la
propiedad de un juicio meramente reflexionante-, se podría explicar de este modo el
motivo por el que el sentimiento en el juicio de gusto es exigido en cada cual como un
deber. Es decir, hay que precisar si lo que Kant propone respecto de esta universalidad
del gusto es si ésta puede dar lugar a una exigencia de un acuerdo universal subjetivo o
si sólo cabe entenderla como expectativa racional de tal acuerdo76. La cuestión, que
establece una relación imprecisa entre el juicio de gusto y el juicio moral, es esencial
para nuestro estudio puesto que Kant en el parágrafo 59 de la Crítica del Juicio califica
esta relación de simbólica, de tal manera que esta vaga y confusa calificación se
convierte en buena medida en el texto fundacional de toda la teoría del simbolismo
posterior77. La cuestión que plantea Guyer se proyecta así sobre este parágrafo de la
Crítica abriendo una interrogación sobre el alcance de la naturaleza simbólica del
vínculo entre estética y moral.
Estos dos rasgos esenciales del juicio estético, la universalidad y la
comunicabilidad, son fundamentales para poder examinar qué se entiende por arte desde
la perspectiva kantiana:

La universal comunicabilidad de un placer lleva ya consigo, en su concepto, la


condición de que no debe ser un placer del goce nacido de la mera sensación, sino de la
reflexión, y así, el arte estético, como arte bello, es de tal índole que tiene por medida el Juicio
reflexionante y no la sensación de los sentidos.
(Crítica del Juicio & 44)

en lo que él se promete la aprobación de cada cual, pretensión a la cual tendrá derecho, bajo esas
condiciones”.
75
“Por sensus communis ha de entenderse la idea de un sentido que es “común a todos”, es decir de un
Juicio que, en su reflexión, tiene en cuenta por el pensamiento (a priori) el modo de representación de los
demás para atener su juicio, por decirlo así, a la razón humana” (Crítica del Juicio & 40). Para la
evolución del concepto de “sentido común”, véase Gadamer, 1996: 48 y ss.
76
Cf. Guyer, 1997: 314.
77
Dice Honig, al respecto, que el principio por el que la autonomía del arte refleja la autodeterminación
moral del hombre llega a ser casi absoluto entre los inmediatos seguidores de Kant. Así, por ejemplo, para
Schelling, el arte es la más alta unión de necesidad y libertad (Honig, 1982: 42).
469

El problema de la relación entre el gusto y el arte es abordado por Kant desde la


teoría del genio78: “Para el juicio de objetos bellos como tales se exige gusto; pero para
el arte bello, es decir, para la creación de tales objetos, se exige genio” (Crítica del
Juicio & 48). Acaso sea en el establecimiento de las relaciones entre gusto y genio,
entre juicio y la producción de la obra de arte, en donde se plantee el problema del
símbolo con más nitidez dentro del sistema kantiano.
Es interesante constatar, sin embargo, que en estos parágrafos (43-54) Kant no
recurre al término “símbolo”, retrasando su aparición hasta el complejo parágrafo 59, en
el que establece, dentro las líneas determinantes de su pensamiento, las relaciones entre
el arte y la moral. Sin embargo, en los parágrafos referidos anteriormente es posible
encontrar ya el concepto de símbolo y la posición principal que Kant le asigna en su
idea de la poesía, así como la valoración peyorativa de la alegoría que después pasará al
pensamiento de Goethe y a las estéticas idealistas.
El problema que se origina entre el juicio estético, en el que el gusto es una
facultad no productiva, y la creación de la obra de arte estriba principalmente en que en
ésta última existe siempre una finalidad que sitúa un concepto como base de lo que debe
ser la obra. En el parágrafo 45 Kant expone este problema:

En efecto, podemos universalmente decir, refiérase esto a la belleza natural o a la del


arte, que bello es lo que place en el mero juicio (no en la sensación de los sentidos, ni mediante
un concepto). Ahora bien: el arte tiene siempre una determinada intención de producir algo:
pero si ello fuera una mera sensación (algo meramente subjetivo) que debiera ser acompañada
de placer, entonces ese producto no placería en el juicio más que por medio del sentimiento
sensible. Si la intención, en cambio, fuera dirigida a la producción de un determinado objeto,
este objeto, si es conseguido por el arte, no podría placer más que por medio de conceptos. En
ambos casos, empero, el arte no placería en el mero juicio, es decir, no placería como bello, sino
como arte mecánico.

Kant atribuye así al arte la difícil tarea de transmitir las ideas estéticas, aquellas
que desbordan las posibilidades del discurso, referidas a objetos y estados más allá de la

78
Como recuerda J. J. Sheridan en su prólogo a De planctu Naturae, el genio, en la Antigüedad, era
entendido como una deidad tutelar. Posteriormente, así se recoge en la obra de Agustín e Isidoro, se le
relacionó con el proceso de la generación de todas las cosas. Ésta es también su función en la obra
alegórica de Bernardo Silvestre, como guardián de la fertilidad de hombres y mujeres, encargado de dotar
de forma individual a los nacidos, con el propósito de que no existan dos iguales (cf. Alain de Lille, 1980:
59-62). Obsérvese cómo en el concepto de genio kantiano se conservan estas notas de generación y
originalidad en el proceso creativo.
470

experiencia79. Para salvar los obstáculos señalados en el parágrafo 45, Kant advierte que
el arte bello debe procurar que su finalidad no parezca intencionada, para aparecer como
naturaleza, esto es, como resultado de haber alcanzado la precisión derivada de un
conjunto de reglas, pero, al mismo tiempo, sin dejar ver el esfuerzo que ha sido
necesario para conseguirlo.
En estas consideraciones pueden atisbarse dos conclusiones previas: en primer
lugar, la idea kantiana de “arte sin esfuerzo” que sirve para apoyar el necesario “arte sin
finalidad” imprescindible para que pueda ser apreciado como bello, se basa en una
ficción: la ocultación del esfuerzo y la apariencia de libertad en la elaboración de la obra
de arte. En todo caso, es necesario diferenciar entre la intencionalidad que produce la
obra de arte y la que ésta pueda conllevar. En este sentido, el hecho de que sea la
voluntad del artista la que origine la obra de arte no significa que ésta misma sea
“interesada”. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, hay que advertir la
negativa valoración que Kant tiene del trabajo en la producción artística, consecuencia
de un planteamiento idealista que tendrá quizá su replica en la valoración del esfuerzo
en el pensamiento poético de Baudelaire y Flaubert. No obstante, el rechazo kantiano
del trabajo con relación a la creación de la obra de arte se entiende aquí como rechazo
del arte en el sentido de techné, y, en consecuencia -una vez más-, de la retórica.
Ahora bien, como resulta necesario, por las propias exigencias de la obra bella,
ir más allá de esta apariencia de libertad apuntada en el parágrafo 45, Kant propone en
el parágrafo siguiente avanzar un paso más en esta configuración del arte sin finalidad.
Es en este punto donde recurre al concepto de genio. Y ya desde la propia definición de
“genio” como talento que da la regla al arte80, Kant descubre sus cartas en la descripción
de un arte que pueda producir un objeto susceptible de ser apreciado estéticamente. En
efecto, cuando seguidamente apunta que “el genio es la capacidad espiritual innata
mediante la cual la naturaleza da la regla al arte”, sienta los fundamentos necesarios
para vincular la obra de arte bella al proceso que hace posibles los juicios estéticos, de
tal manera que ya no se puede hablar de la existencia de un concepto en el origen de la
obra de arte, sino más bien de que es la naturaleza la que da la regla al arte en el sujeto,
el genio. Kant, mediante esta argumentación, salva la posibilidad de un arte estético, y
con ello, desde el momento en que lo conceptual queda excluido de su determinación,
de un arte simbólico. En el sistema estético kantiano, la naturaleza se erige como algo

79
Cf. Rogerson, 1986: 96.
80
Crítica del Juicio & 46.
471

más que un modelo: se trata más bien de una causa final que afecta no sólo a la
consecución final de la obra de arte sino también al propio proceso de creación artística
encomendado al genio. El símbolo encuentra su razón de ser en esta obsesión por lo
natural que recorrerá todo el Romanticismo.
Kant apela al término “espíritu” para designar la “facultad de la exposición de
las ideas estéticas sin concepto, que incita a pensar mucho sin que, sin embargo, pueda
serle adecuado concepto alguno” (Crítica del Juicio & 49). En este sentido distingue
entre la imaginación productiva que, aunque no utilice este término, da lugar a las
alegorías81, y la imaginación creadora que pone en movimiento la facultad de las ideas
intelectuales para pensar, con ocasión de una representación82. Se trata, como se verá
seguidamente, de un adelanto del concepto de símbolo que expondrá en el parágrafo 59.
Kant considera la poesía como la más estética de las artes porque se aviene con la
mayor idoneidad al desarrollo de este procedimiento simbólico83.
Ahora bien, es necesario detenerse en los dos ejemplos propuestos por Kant para
ilustrar su razonamiento porque, aunque no los denomina “simbólicos” expresamente,
tal vez se ajusten más que los expuestos en el parágrafo 59, a la idea de símbolo que
después llegará hasta nuestros días; y porque Kant ofrece aquí un modelo de
interpretación que también ha marcado algunas pautas en la hermenéutica simbólica
posterior. El primero de estos ejemplos es un fragmento de un poema de Federico de
Prusia: “Agótese nuestra vida sin murmullos ni quejas –abandonando el mundo después
de haberlo colmado de beneficios-. Así, el sol, cuando ha terminado su carrera diurna –
extiende aún por el cielo una luz dulce-. Y los últimos rayos que lanzan en el aire –son
sus últimos suspiros por el bien del mundo-”. Dejando a un lado la idoneidad del poema
para servir de ejemplo al planteamiento kantiano, lo que acaso sorprenda de su
explicación es que, de una comparación basada en una analogía no demasiado forzada,

81
“El poeta se atreve a sensibilizar ideas de la razón de seres invisibles: el reino de los bienaventurados,
el infierno, la eternidad, la creación, etc. También aquello que ciertamente encuentra ejemplos en la
experiencia, verbigracia, la muerte, la envidia y todos los vicios y también el amor, la gloria (… ). Pero
esa facultad, considerada por sí sola, no es propiamente más que un talento (de la imaginación)” (Crítica
del Juicio & 49). Rogerson ha notado que estos ejemplos se pueden agrupar en dos categorías: las
nociones teológicas que, indudablemente, están fuera de la experiencia; y los vicios y virtudes. En este
caso, no resulta tan evidente que se encuentren fuera de la experiencia (ib., p. 99). Lo que nos llama la
atención de este parágrafo 49 y de la reflexión de Rogerson es que estas dos categorías de objetos
coinciden con las dos clases de alegoría más conocidas desde la Antigüedad clásica: la alegoría teológica,
que, por la propia evolución de la metafísica, pasa de física a teológica y de ahí a mística; y la alegoría
moral que, con el tiempo, deviene, en una de sus posibilidades, en alegoría psicológica.
82
El término “representación” será fundamental en la recuperación de cierta estética de Kant por
Gadamer y su concepto de símbolo (cf. Gadamer, 1998: 85-99). Sobre el problema de la “representación”,
a partir de las ideas heideggerianas de la época de la imagen del mundo, véase Derrida, 1989: 77-122.
472

Kant, en vez de explicar, aunque no resulte necesario, los términos de esta analogía,
diga que “excita una multitud de sensaciones y representaciones adyacentes para las
cuales no se encuentra expresión alguna”. En el siguiente ejemplo -de nuevo uno de los
términos de la analogía pertenece al ámbito de lo natural-, ocurre algo parecido. En esta
ocasión, también un símil poético –“Manaba la luz del sol como la paz mana de la
virtud”- de fácil aunque rehusada determinación, da pie en el comentario de Kant a la
exposición de una experiencia estética de alcances insospechados, especialmente para el
lector postromántico que ha olvidado la extensa potencialidad concedida en este periodo
a la naturaleza: “Extiende por el alma una multitud de sentimientos sublimes y
calmantes y abre una perspectiva sin límites sobre un futuro alegre, que ninguna
expresión adecuada con un determinado concepto alcanza a expresar totalmente”. En
este caso, como ocurría también en el ejemplo anterior, Kant termina su comentario
subrayando la imposibilidad de reducir a un plano conceptual los sentimientos
suscitados por el poema.
Ciertamente desde el punto de vista más estricto de la experiencia estética
kantiana, tales tesis puedan sostenerse fácilmente, pero no deja de llamar la atención la
aparición de un mecanismo que creemos haber detectado en ambos ejemplos: el rechazo
de la retórica, en ambos casos la explicación del símil, como clave interpretativa que
hubiera arrojado un resultado más preciso aunque desde luego limitado al ámbito de lo
conceptual. Este rechazo de lo retórico no es independiente de la ya aludida presencia
de lo natural, y debe entenderse como un rechazo de lo artificial en la representación
artística.
En los comentarios de Kant, el salto a lo ilimitado se produce sobre el obstáculo
de la figura retórica. Lo interesante de este procedimiento es que guarda cierta similitud
si bien algo alejada –cosa que no ocurrirá con algunos críticos posteriores- con el
procedimiento de los alegoristas alejandrinos respecto a la hermenéutica patrística. En
efecto, Orígenes y otros alejandrinos partían siempre de un estricto sentido literal del
texto, para, a partir del absurdo que éste suscitaba, poder aplicar la interpretación
alegórica más insospechada. Por contra, la escuela de Antioquía mostraba un respeto
mucho mayor por el sentido literal de los textos sagrados, entre otras cosas, porque
admitían la metáfora como un elemento natural del discurso y, por lo tanto, como una
parte importante del sentido literal. Kant actúa como los alejandrinos: elude la
referencia al procedimiento retórico como elemento natural del discurso poético y se

83
Cf. Crítica del Juicio & 53.
473

deja llevar por las representaciones que en la imaginación le producen las extrañezas del
texto84.
Más adelante, Kant se detiene en el examen de la obra de arte en relación con los
espacios natural y moral. La objetivación del sentimiento en los términos vistos
anteriormente produce un mundo nuevo que, aunque es independiente de las leyes
naturales y morales, no puede tener otro contenido que éstas. La obra de arte afronta de
una forma diferente la contemplación de la naturaleza y la libertad. Así, afirma Kant,
toda obra de arte se encuentra determinada por los sentidos, aunque, sin embargo,
trasciende el círculo sensorial 85. La naturaleza no sólo informa al arte de su contenido,
sino que también, al ser contemplada de forma estética, adquiere significación y
expresión86.
En la obra de arte, el sentimiento del yo se revela, al mismo tiempo, como un
sentimiento del universo. De este modo, el arte expresa la unidad de lo sensible y lo
inteligible. En el libre juego de la imaginación, la naturaleza y la obra de arte funden e
intercambian sus papeles, de tal modo que la primera se presenta como si cobrase
formas desde dentro y con arreglo a leyes y fines propios; la segunda, por su parte, se
antoja como algo necesario y, en este sentido, como obra de la naturaleza misma
(Cassirer, 1993: 389). La unidad de lo sensible y lo inteligible, que será fundamental en
la asociación simbólica de la belleza con el bien moral, aparece como el elemento
fundamental del arte poética, de un modo que casi se repetirá en los mismos términos en
la concepción goetheana del símbolo: “Lo característico de la poesía es que convierte
los conceptos en ideas estéticas, los eleva, les da vida, introduce en ellos, gracias a la
libertad de la imaginación, algo que no es mero conocimiento, y así surge el sentimiento
estético, fijado en imágenes, así surge lo indecible de las ideas.” (Crítica del Juicio &
53).
La obsesión romántica por la naturaleza, derivada de los presupuestos kantianos,
ha sido estudiada minuciosamente por Paul de Man en su Retórica del Romanticismo87.
Ya desde lo paradójico del título, de Man aborda en este trabajo el problema de la

84
Lógicamente el paralelismo entre la exégesis de Orígenes y las explicaciones kantianas del parágrafo
49 de la Crítica del Juicio terminan aquí, y no pueden derivarse, en nuestra opinión, otras conclusiones
que las sugerencias expuestas. Por supuesto, la tensión entre lo artificial y el ideal de la creación de la
naturaleza es impensable en el ámbito de la exégesis alegórica patrística.
85
El rechazo de “lo agradable” en la estética kantiana se une a la antipatía manifiesta de su autor por la
retórica. De este modo Kant desconfía de todo ornato, incluso de la rima y de la agudeza, en beneficio de
un arte formal determinado por el libre juego de la imaginación (cf. Asunto, 1989: 88-89).
86
Cf. Kant, 1999: 60.
87
Cf. de Man, 1984.
474

naturaleza en la poesía de comienzos del siglo XIX de una forma distanciada y al


mismo tiempo profundamente reveladora. Para de Man, el Romanticismo hizo de la
imagen metafórica –el símbolo o incluso el mito- el rasgo más determinante de su estilo.
La concepción de la metáfora simbólica se articuló como nostalgia del objeto de la
naturaleza88. Esta nostalgia de la palabra evidenciaba un deseo de epifanía, entendida
como “revelación de una presencia permanente que ha elegido esconderse de nosotros”,
Pero este deseo de epifanía fracasa porque el lenguaje no puede alcanzar nunca la
absoluta identidad que existe en el objeto natural89. De Man afirma que, pese a que los
presupuestos románticos debieran haber dado como resultado unas imágenes distintas
de las imágenes metafóricas ya conocidas, lo cierto es que los trabajos de los primeros
románticos no produjeron ejemplos reales que obedecieran a estos planteamientos
teóricos90.
Especialmente complejo resulta el vínculo kantiano entre la belleza y la moral 91.
La dificultad venía dada por el propio Kant al negar todo componente moral al juicio
estético92. Ahora, la reconducción de éste hacia el campo de la moral no encuentra otra
salida que la de la formulación simbólica. La relación entre el juicio estético y el juicio
moral ya había sido tratada por Kant en otros pasajes de la Crítica del Juicio, antes de
que en el parágrafo 59 se refiriera a ella como simbólica.
El problema, vinculado a la cuestión de la universalidad del juicio de gusto, bien
en términos de base para una exigencia de universalidad, bien como mera expectativa de

88
De Man advierte que el objeto natural a los ojos de los románticos, en una concepción muy cercana al
neoplatonismo, es aquel cuyo origen sólo está determinado por su ser; su devenir coincide con su forma
de originarse y, en definitiva, su existencia coincide con su esencia. Todos los objetos naturaleza, por
ejemplo, todas las flores, remiten a una flor original de la que emanan. A su vez, esta entidad original,
que contiene todas las flores como manifestaciones, es necesariamente trascendental; es la Idea, más allá
de la cual se extiende el ser. Por eso, por ser encarnaciones de un principio trascendental, los objetos
naturales son epifanías (op. cit., p. 4).
89
Ib., p. 6.
90
Ib., p. 16. Ya Schopenhauer -y también Thomas de Quincey- se dio cuenta de que el símbolo no era
sino una alegoría en la que “se había hecho arbitraria la conexión entre el icono y su sentido abstracto”
(Lawrence, 2005: 32).
91
El antecedente inmediato está en Shaftesbury que toma el concepto de “belleza moral” de los griegos.
El éxito de la fórmula de Shaftesbury se debió, probablemente a la combinación de elementos afectivos y
racionales, en la que la búsqueda del placer aparecía como motivación de la moral tanto individual como
social (Norton, 1995: 212).
92
El problema proviene del concepto de “desinterés” que Kant asocia al placer estético y afecta tanto al
propio sistema de pensamiento kantiano, como a la lectura que posteriormente se ha hecho de éste. En
opinión de Heidegger, Schopenhauer malinterpretó la estética kantiana (Crítica del juicio & 2-5). Esta
mala comprensión pasó a Nietzsche -que la invirtió en el concepto de “embriaguez”, opuesto también al
“agrado desinteresado”- y, de ahí, a los críticos posteriores. Para Heidegger, éstos confundieron desinterés
con indiferencia. En la interpretación heideggeriana, el desinterés se refiere a que lo bello no debe se
rcontemplado en consideración a otra cosa sino que debve dejarse que salga a nuestro encuentro, en su
propio rango y dignidad (cf. Heidegger, 2005: 107-109).
475

universalidad, aparecía ya planteado en el parágrafo 40: “Mostrar que su vínculo con la


moralidad puede completar la deducción del juicio estético requeriría probar que esta
conexión puede validar no sólo la demanda de acuerdo de los otros sino la expectativa
de éste también”. De esta forma, hay que tener en cuenta que aunque la razón práctica
pueda aportar el fundamento de una validez intersubjetiva para un placer interesado en
los objetos bellos; al ser este placer interesado un añadido posterior al puro placer
estético, la validez intersubjetiva de aquel no puede aportar, en principio, una evidencia
directa para confirmar la validez de éste93.
En este sentido, por lo que se refiere a la búsqueda de una analogía entre el
juicio de gusto y el juicio moral que permita una transición de la facultad de estimación
del placer hacia el sentimiento moral, resulta fundamental el parágrafo 42 de la Crítica
del Juicio. En este texto se encuentra ya una primera exposición de la conexión entre la
naturaleza bella, el juicio estético y el sentimiento moral.
El proceso es descrito por Kant del siguiente modo: La contemplación de la
naturaleza bella, por ejemplo un paisaje, –no del arte, y Kant es taxativo al respecto, por
más que esta determinación entre en contradicción con el parágrafo 5994- da lugar a un
primer juicio estético desinteresado nacido del placer de la forma contemplada. Este
primer juicio estético desinteresado da paso a un interés inmediato por la naturaleza en
la que el placer ya no se deriva de la forma bella natural sino de la propia existencia del
paisaje. En este segundo momento se produce un movimiento intelectual que Kant
define como “hilera de pensamientos que no se puede desarrollar jamás
completamente”95, que da lugar al sentimiento moral interesado. Kant establece, de esta
forma, un argumento importante para la recuperación de la significación de la
naturaleza en el plano estético y moral, frente a las tesis empiristas de Locke que, a
partir de la física de Newton, defendían un mundo que, más allá de la percepción
ordinaria, consistía “en partículas que circulan en el espacio”96.
Ahora bien, hay que reconocer que, a partir del razonamiento kantiano, el
Romanticismo elevando la naturaleza a la consideración de “lo sagrado” pasó al otro

93
Cf. Guyer, 1997: 117.
94
Rogerson propone la siguiente solución para salvar esta contradicción entre los parágrafos 42 y 59: La
belleza natural satisface un interés moral inmediato. La belleza artística, por su parte, no puede satisfacer
un interés moral inmediato, pero sí mediato: en primer lugar debemos reconocer que el arte representa un
objeto particular, y, a partir de este reconocimiento, se produce el mismo proceso que en el caso del
objeto natural (ib., p. 111-112).
95
Se encuentra en estas palabras ya un adelanto de la inagotabilidad del sentido del símbolo, que ya
aparece en la definición de Goethe de 1824.
96
Cf. Laugbaum, 1996: 78.
476

extremo de la idea de naturaleza sin finalidad, indiferente frente al individuo y amoral


de la ilustración97. Con estos presupuestos románticos, el proceso de sacralización de la
naturaleza que Kant, siguiendo a Rousseau, había iniciado, no tenía más remedio que
fracasar. Paradójicamente, será el movimiento llamado simbolista el que se fundamente
expresamente como antinaturaleza, también en cierto modo, adelantado por Kant con su
idea de lo sublime (Jauss, 1995: 108-109), presente en la supremacía del arte sobre la
naturaleza en las estéticas de Schelling y Hegel 98.
La paradoja en este proceso -por lo que al objeto de nuestra investigación se
refiere- radica en la polisemia del concepto de símbolo que tan pronto puede servir,
como ocurre, aunque no se mencione expresamente como tal, en el párrafo 44 de la
Crítica del Juicio, para establecer una correspondencia entre la contemplación del
paisaje y el sentimiento moral99, como para dar nombre a un movimiento artístico
caracterizado por un sentimiento hostil a la naturaleza100. En este sentido, puede
afirmarse que el término “símbolo” alude a un espacio de significación esencialmente
proteico, tal y como había ocurrido anteriormente con la alegoría.
Siguiendo con nuestro acercamiento a la Crítica del Juicio, la transición del
sentimiento estético al sentimiento moral es retomada, y ya calificada de simbólica, de
forma más confusa, en el parágrafo 59101. Porque, después de lo dispuesto en el
parágrafo 49, quedaba por ver cómo era posible que determinados objetos pudieran
expresar estas ideas ajenas a la posibilidad de la experiencia. Kant apela al símbolo para
afrontar el problema. Rogerson advierte que la afirmación kantiana relativa a la
expresión simbólica puede dividirse en dos tesis: la expresión de la idea debe ser
claramente distinta de la representación o ejemplificación de un concepto susceptible de
ser representado literalmente pero no no de ser expresado simbólicamente; en segundo
lugar, mientras que el reconocimiento de un objeto bajo un concepto envuelve un acto

97
Para el concepto de naturaleza mecanicista y amoral de la Ilustración, véase Cassirer, 1993: 54-112.
98
Adorno y Blumenberg, entre otros, han señalado el final de esta hostilidad hacia la naturaleza y han
defendido la vuelta a “lo bello natural”. Para Jauss este regreso a la naturaleza desde la estética debe
entenderse como una espontánea comprensión estética que posibilite los lazos entre los hombres y de
éstos con la naturaleza (cf. Jauss, 1995: 134).
99
Ya desde Goethe, el Romanticismo adquiere, gracias a esta base de la contemplación natural, un
carácter realista que armoniza con sus postulados ideales, puesto que lo ideal siempre se entiende en
conjunción con lo real (cf. Laughbaum, 1996: 81). Precisamente esta conjunción, entendida en su sentido
etimológico de unión, apela directamente al concepto de símbolo.
100
Anna Balakian, en su obra clásica El movimiento simbolista, se pregunta, a tenor de la multitud de
tesis contradictorias sobre el concepto de simbolismo, si no sería más conveniente borrar dicho término
del campo literario (Balakian, 1969: 18).
101
Sobre la debilidad del argumento kantiano y sus motivaciones, véase Norton, 1995: 224 y ss.
477

sintético de la imaginación, una idea estética es una criatura de la imaginación liberada,


de tal modo que se sugiera el objeto suprasensible por analogía102.
En efecto, el parágrafo 59 de la Crítica del Juicio, titulado precisamente “De la
belleza como símbolo de la moralidad” establece el concepto kantiano de símbolo en
atención a las intuiciones necesarias para la exposición de los conceptos103: “Si los
conceptos son empíricos, las intuiciones se llaman ejemplos; si son conceptos puros del
entendimiento, se llaman esquemas”104. Ahora bien, “si se pide que se exponga la
realidad objetiva de los conceptos de la razón, es decir de las ideas, y ello para el
conocimiento teórico de las mismas, entonces se desea algo imposible, porque no
puede, de ningún modo, darse intuición alguna que le sea adecuada”. Como puede
verse, el planteamiento de Kant adelanta ya la tensión que Goethe reproducirá en la
oposición entre el símbolo y la alegoría: el problema entre la expresión del concepto y
la expresión de la idea105. Ahora bien, en la consideración de la naturaleza de las
intuiciones intelectuales se abre una de las más profundas diferencias entre ambos
pensadores. Como señala Viëter, Goethe –en una línea de pensamiento coincidente,
como se verá, con Schelling-, piensa que estas intuiciones se dirigen a la esencia del
objeto, revelando la idea en el fenómeno. Esta revelación articula la posibilidad de un
conocimiento no sensible, simbólico, la visión con los ojos de la mente, con la que se
aprehenden los fenómenos primarios y las leyes del los procesos en los que la
Naturaleza produce sus formas. Kant, por el contrario, considera que para el hombre el
conocimiento de la sustancia inteligible, del Absoluto en la Naturaleza resulta
imposible106.
Kant sigue desarrollando su idea del símbolo en este mismo párrafo 59:

Toda hipotiposis (exposición sujectio sub aspectum), como sensibilización es doble: o


esquemática, cuando a un concepto que el entendimiento comprende es dada a priori la
intuición correspondiente, o simbólica, cuando bajo un concepto que sólo la razón puede pensar

102
Cf. Rogerson, 1986: 102.
103
Para el papel que juega en el sistema kantiano la distinción entre intuición y concepto, véase Rorty,
2001: 145-146.
104
Guyer propone los siguientes ejemplos de cada una de las posibilidades de exposición de conceptos.
Respecto a los conceptos empíricos, el ejemplo de un perro concreto sirve para exponer el concepto de
“perro”; en cuanto a los conceptos puros del entendimiento, el concepto de “causa” puede proponerse el
esquema de la sucesión temporal. Sin embargo, para los conceptos de razón o ideas hay que recurrir al
símbolo (ib., p. 333).
105
La influencia de Kant no sólo en las elucubraciones teóricas de Goethe sino también en su obra poética
es tan intensa que se ha llegado a decir que la Crítica del Juicio construye en cierto modo a priori su
concepto de la poesía (Cassirer, 1993a: 307).
478

[la idea], y del cual ninguna intuición sensible adecuada puede darse, se pone una intuición en la
cual solamente el proceder del Juicio es análogo al que observa en el esquematizar, es decir, que
concuerda con él solo según la regla de ese proceder y no según la intuición misma; por lo tanto,
sólo según la forma de la reflexión y no según el contenido107.

Por lo tanto, para Kant, lo intuitivo no se opone a lo simbólico, como ocurría en


la metafísica de Baumgarten, sino que, dentro de lo intuitivo, lo simbólico se opone a lo
esquemático108.
En esta oposición establecida en el ámbito de la exposición se funda la
contraposición entre el símbolo y la alegoría, que no está formulada en la obra de Kant
aunque ya en este parágrafo, junto con el anteriormente citado & 49, se encuentran
todos los elementos que Goethe usará para establecer la pugna entre uno y otra.
A continuación, Kant despliega la oposición entre las exposiciones intuitivas
esquemáticas e intuitivas simbólicas:

Todas las intuiciones que se ponen bajo conceptos a priori son esquemas o símbolos,
encerrando los primeros exposiciones directas de conceptos; los segundos, indirectas. Los
primeros lo hacen demostrativamente; los segundos, por medio de una analogía (para la cual se
utilizan intuiciones empíricas), en la cual el Juicio realiza una doble ocupación: primero, aplicar
el concepto al objeto de una intuición sensible, y después, en segundo lugar, aplicar la mera
regla de la reflexión sobre aquella intuición a un objeto totalmente distinto, y del cual el primero
es sólo el símbolo.

En la representación esquemática lo que realmente se representa es la regla


general; con ello, “lo particular ha renunciado a la diversidad de sus posibles y, por ello,
es un ejemplo de lo uno que regula el campo de los posibles” (Heidegger, 1993: 89). En
el esquema, la expresión de la regla de lo general relega a lo particular. Este es el
criterio que servirá de pauta de lectura de la alegoría. En cambio, la expresión simbólica
no expresa regla alguna sino que en la presentación de lo particular se produce la

106
Cf. Viëter, 1950: 72-73.
107
La definición kantiana de símbolo ha sido recogida por Blumenberg para denominar a sus “metáforas
absolutas” como elementos básicos del lenguaje filosófico –retomando así la discusión sobre metáfora y
filosofía abierta por Aristóteles al cuestionar el concepto platónico de “emanación” y proponer la
analogia entis-. Según Blumenberg, la metáfora absoluta responde a una transferencia de la reflexión
irreductible a la logicidad (Blumenberg, 2003: 45).
108
De este modo, lo intuitivo, dice Kant en este mismo párrafo, se opone a lo discursivo.
479

remisión, en un segundo momento, a lo general 109; en palabras de Cassirer, el meollo


del concepto de símbolo se encuentra en la definición kantiana de imaginación, como
synthesis speciosa110.
De este modo, Kant pasa a tratar otro de los rasgos constitutivos de la
representación simbólica: su exposición indirecta. En la Metafísica de Baumgarten
también se contemplaba, con otros términos y en un contexto diferente, los dos
momentos de significación del símbolo: el de la constitución del simbolizante y el de la
referencia por analogía al objeto simbolizado.
Ahora bien, el problema se plantea cuando Kant señala algunos ejemplos de
exposición simbólica creados por analogía111. En el primer caso, la comparación entre
un estado despótico y un molinillo, se puede llamar simbólica porque la analogía se
desarrolla a un nivel profundo entre ambas realidades. Así, el molinillo, como
simbolizante, se presenta como un primer grado de significación, y, en un segundo
momento, apunta indirectamente al objeto simbolizado, el estado despótico. Sin
embargo, este ejemplo es fácilmente reconducible a la categoría de metáfora analógica
de Aristóteles112: el estado despótico es a su pueblo como el molinillo al café. Kant
parece haber seguido aquí el método ensayado respecto a la poesía en su parágrafo 49.
Los ejemplos restantes propuestos por Kant son casos de catacresis, en los que,
aun funcionando la intuición y la analogía en su formación, no puede decirse que se
trate, como él mismo afirma, de conceptos “a los que quizá no pueda jamás
corresponder directamente una intuición”. En la catacresis no se produce, en realidad, la
sustitución de términos propia de la metáfora, aunque la operación analógica que la
sustenta es puramente metafórica, sino la extensión del sentido propio de una palabra a
un terreno que carece de nombre.
Ciertamente, la catacresis se mueve en un terreno ajeno al de otras figuras
retóricas, incluida la metáfora. Esta especificidad de la catacresis la aleja, por una parte,
de la concepción más inmediata de la retórica, especialmente en si ésta es entendida en
una dimensión reducida a su función de ornato, como ocurría en la época de Kant; y la

109
Esta remisión será, en opinión de Gadamer, uno de los problemas mayores de la estética idealista (cf.
Gadamer, 1998: 22).
110
Cf. Heidegger, 1993: 212.
111
Pérez Carreño ha destacado la escasa explicación que Kant ofrece de esta analogía. En su opinión, se
trataría de una sensibilización de lo suprasensible no directamente, sino a través de un esquema análogo
(Pérez Carreño, 1990: 98). Más adelante analizaremos las distintas posibilidades analógicas que brinda el
simbolismo kantiano.
480

acerca, por otra, al horizonte teórico del símbolo kantiano. La orientación exclusiva de
la retórica hacia el ornato implica que ésta se concentra en la forma externa del discurso,
en la que las figuras tienen como función asegurar el desvío de la lengua común con el
que la retórica reivindica un texto como propio. Sin embargo, en el caso de la catacresis,
tal y como viera en su momento Fontanier, su empleo esta determinado y viene exigido
por una realidad extradiscursiva, de tal forma que lo que se dice no puede ser traducido,
sin que se pase a afirmar otra cosa113. Así, en estas situaciones especiales, ya no se
puede afirmar que la retórica cumpla ese papel ornamental que se le atribuía en el
tiempo de Kant114.
En consecuencia, el concepto kantiano de símbolo determinado por la catacresis
resulta, no sólo ajeno al dominio de la retórica ornamental, sino también a la idea
superficial que de la alegoría se posee a la largo del siglo XVIII.
Sin embargo, es necesario recordar que en su voluntad de querer nombrar lo que
aún es indecible, el símbolo kantiano, como catacresis, comparte finalidad con la
exégesis alegórica antigua que, al servicio de la metafísica, pretendía introducir lo
inefable en el discurso. Ahora bien, esta coincidencia, no implica identidad. La falta de
nombre en los casos que Kant propone en primera instancia115 no se debe a la
imposibilidad de una intuición directa de éstos.
Así, es preciso diferenciar entre el mecanismo de atribución del nombre por
catacresis, en el que se dan los requisitos de la exposición simbólica, tal como Kant la
entendía frente al ejemplo y al esquema, y la necesidad esencial de tal exposición; dicha
necesidad se produce, como Kant advierte más arriba, en los casos en los que no es
posible la intuición directa del concepto. Sin embargo, en los ejemplos que estamos
refiriendo, aunque se cumplen los requisitos de exposición simbólica -catacrética-, esto

112
“Llamo “relación analógica” a cuando un segundo miembro de una proporción guarda con el primero
similar relación a la del cuarto con el tercero. En tal caso se podrá decir el cuarto término en vez del
segundo y el segundo en vez del cuarto” (Poética, 1457b).
113
Cf. Galay, 1974: 399. Sobre el origen metafórico y metonímico de la catacresis, véase Le Guern, 1990:
101-106.
114
En la Retórica de Vico, la catacresis como abusio, se integra dentro de los tropos ornamentales, pero,
también habla de los tropos por necesidad, esto es, de los derivados de la existencia de un mayor número
de cosas que de palabras, en cuyo caso se recurre a términos extraños para referirse a estas cosas que
carecen de término propio (cf. Vico, Retórica [39]). La catacresis ocupará un papel fundamental en el
pensamiento de Derrida: “El programa aristotélico de dominación de la metáfora fracasa en el punto en
que aparece que toda la lengua filosófica es un sistema de “catacresis” o metáforas forzadas, y que no es,
en suma, la metáfora la que está en la filosofía, sino la filosofía la que está en la metáfora” (Derrida,
1989: 32).
115
“Así las palabras fundamento (apoyo, base), depender (estar mantenido por arriba), fluir de (en lugar de
seguirse), sustancia (lo que lleva los accidentes según expresa Locke) e innumerables más, no son
esquemáticas sino simbólicas” (Crítica del Juicio & 59).
481

es, la ausencia de nombres para referirse a estas realidades, no se da la necesidad


esencial que, en la Crítica kantiana, exige dicha exposición: la imposibilidad de una
intuición directa de la cosa que carece de nombre.
A tenor de lo expuesto en estos ejemplos, pudiera pensarse que lo que Kant
quiere decir cuando afirma que la belleza es símbolo de la moral es que, en virtud de la
analogía entre el sentimiento estético y el sentimiento moral, es posible utilizar los
términos del primero para caracterizar al segundo, sin que por ello quepa deducir
ninguna otra conexión entre ambos116. En consecuencia, cabría entender la naturaleza de
esta relación simbólica como catacrética, en la misma línea que los casos expuestos
anteriormente.
Eugenio Trías, en su “teoría del límite”, interpreta esta concepción kantiana del
símbolo117 como catacresis pero en un sentido necesario, en cuanto a la conexión entre
los elementos que constituyen el símbolo: lo que en el terreno de la ética no puede ser
sino silencio, en lo estético dispone de un modo de exposición lingüística para decir eso
mismo que en lo ético sólo puede escucharse, aunque no decirse (Trías, 1990: 112).
Eugenio Trías parece afirmar que el desinterés del arte respecto de la moral se refiere
únicamente a la exposición esquemática de ésta, pero no afecta a la simbólica. Esta
interpretación del parágrafo 59 de la Crítica del Juicio, le permite apuntar una
consideración ahistórica, ya presente, desde luego, en la Crítica del Juicio, con relación
al vínculo entre el arte y la moral: “Por eso el arte de hoy, de ayer y de mañana es y será
siempre exposición sensible (simbólica, según expresa Kant) de una idea y de una
experiencia cuya raíz es ética, moral”118.
Es difícil, sin embargo, compartir este criterio, no sólo desde la particular
conexión entre moral y arte propuesta por Kant, sino, sobre todo, por la determinación
eterna del arte como exposición de una experiencia, sea o no ética, circunstancia en la

116
La analogía entre la representación simbólica y la esquemática se basa en que en el esquematismo, los
componentes de una intuición quedan subsumidos bajo un concepto porque una ley que éste implica,
puede determinar el orden de pensamiento que refleja la intuición; en el simbolismo, lo que concuerda
con el concepto es meramente la ley del procedimiento del juicio, no la intuición misma; la forma de la
intuición, no el contenido. En consecuencia, la conexión entre el símbolo kantiano y su referente –no
existe en la teoría kantiana una conexión intrínseca entre el simbolizante y lo simbolizado- será más libre
que entre los esquemas y ejemplos y sus referentes.
117
Advierte, no obstante, que el propio concepto de símbolo es utilizado por Kant “sin fijación
terminológica técnica” (Trías, 1990: 110).
118
Op. cit., p. 114.
482

que funda Trías su afirmación y que, a nuestro juicio, pertenece exclusivamente a los
presupuestos de la estética idealista119.
Precisamente, vistos estos ejemplos de símbolo, sorprende que, a continuación,
Kant proponga el conocimiento de Dios como otro ejemplo de conocimiento simbólico
y que, para ello, recurra a las pautas de la teología negativa, corregida, en términos muy
cercanos a la doctrina cristiana, con algunas notas de teología positiva120. El símbolo
kantiano se ubica precisamente en este segundo momento de la aproximación al
conocimiento de Dios, esto es, el de la teología positiva, y no en el sentido negativo y
más complejo que había tenido en el neoplatonismo, sobre todo en Proclo, y en la
primera mística cristiana de la oscuridad, especialmente en Gregorio de Nisa y en el
pseudo-Dionisio. En estos autores, ciertamente, se rompía la regla de la analogía que
Kant ha determinado como base del mecanismo simbólico.
En este caso ocurre lo contrario que en los ejemplos de catacresis expuestos
anteriormente: en el conocimiento de Dios la atribución simbólica de nombres sí reúne
el requisito de necesidad apuntado por Kant para la constitución del símbolo; sin
embargo, no concurre el requisito de exposición simbólica, la analogía. En efecto, el
recurso a la analogía que en la Antigüedad tardía y en la Edad Media la teología
catafática había desarrollado para la expresión de la divinidad no puede, en ningún caso
reducirse a la metáfora aristotélica de proporcionalidad que Kant ha adaptado en los
ejemplos de símbolo -ya expuestos- del parágrafo 59. La atribución de los nombres de
Dios se basaba, por el contrario, en la idea de la desproporción absoluta entre el
concepto que el nombre representa y el grado ilimitado con el que éste se da en Dios.
La reflexión en torno al símbolo kantiano tiene como propósito fundamental,
dentro de la Crítica del Juicio, el desarrollo de una vía que pueda vincular la idea de la
belleza con la idea del bien, de tal modo que no contradiga el esencial desinterés del
gusto y su dependencia exclusiva del sentimiento de placer y dolor, y que, por otra
parte, permita fundar en esta relación la posibilidad de exigir una validez universal de
juicio estético. En este sentido –dice Guyer-, Kant hace dos precisiones fundamentales:
por una parte, afirma que es sólo como símbolo del bien moral que la belleza agrada con

119
En este sentido, Gadamer sostiene la historicidad del arte vivencial y observa, a partir de la lectura de
la obra de Curtius, que es necesario reconocer que la historia del arte ha conocido otros baremos distintos
de la exposición de lo vivido (Gadamer, 1996: 108).
120
“Todo nuestro conocimiento de Dios es meramente simbólico, y el que lo toma por esquemático, con
las cualidades entendimiento, voluntad, etc., que sólo en seres del mundo muestran su realidad objetiva,
cae en el antropomorfismo, así como si se aparta todo lo intuitivo cae en el deísmo, según el cual nada es
conocido ni aun en el sentido práctico”.
483

una exigencia de aprobación general; por otra, y a partir de esta primera consideración,
se “estima el valor de los demás por una máxima semejante del Juicio” y añade de
forma decisiva: “Es lo inteligible hacia donde (… ) mira el gusto; en el concuerdan
nuestras facultades de conocer superiores”.
En este fragmento, Kant ha apuntado una dirección diferente a la que se infería
de los ejemplos de catacresis anteriormente comentados, incluso, de forma paradójica,
de la exposición del conocimiento simbólico de Dios. En efecto, a la luz de estas
palabras, puede sostenerse que los objetos bellos son símbolos de las ideas, esto es, de
los conceptos de la razón, inteligibles. En estos casos, se trata de conceptos que carecen
de intuición sensible. En concreto, el concepto que simboliza el objeto bello es, no ya el
bien moral, sino nuestra capacidad moral misma e, incluso más allá, Kant parece
apuntar hacia el fundamento suprasensible, nouménico, esto es, el sentido metafísico de
esta capacidad.
Sólo en este aspecto, en la referencia final a lo suprasensible, afirma Guyer,
encontramos una teoría del simbolismo que rompe las barreras de la interpretación
epistemológica y psicológica, y aporta una explicación de la relación entre los juicios
moral y estético completamente distinta de la presentada en los demás textos kantianos.
Es por este motivo por lo que Kant ha situado su teoría de la belleza como símbolo de la
moral en la sección “Dialéctica del Juicio Estético”, la única parte de la Crítica del
Juicio en la que procura conectar el análisis del juicio estético con la ontología del
idealismo trascendental121. Sin embargo, es necesario precisar que esta referencia al
fundamento suprasensible de la capacidad moral supone desplazar la raíz de la actividad
simbólica desde la imaginación productiva a la intuición intelectual122. Este paso no es
posible para Kant puesto que se trata de una facultad de la que el hombre no dispone,
aunque puede pensar en ella desde la conciencia de los límites de su capacidad para
conocer123 -no obstante, la intuición intelectual será una pieza clave del sistema
filosófico y, por supuesto, de la teoría del símbolo de Schelling-.
Guyer prosigue su estudio advirtiendo, por una parte, que sólo por esta
referencia simbólica a lo suprasensible, puede Kant plantear el argumento de la
exigencia de la validez universal del juicio estético; pero, por otra, Guyer explica las
razones por las que Kant reduce el alcance de esta teoría en su posterior desarrollo, de

121
Cf. Guyer, 1997: 337-338.
122
“La imaginación productiva puede inventar libremente el aspecto de un objeto posible. La intuición
originaria puede crear el ente mismo” (Heidegger, 1993: 115).
123
Cf. Bürger, 1996: 26.
484

tal modo que, finalmente, no puede justificar la exigencia de acuerdo en el juicio


estético, sino tan sólo su mera expectativa124.
Nos interesa subrayar el alcance efectivo de esta teoría en el seno del
pensamiento kantiano, la naturaleza íntimamente metafísica del símbolo kantiano, más
allá del marco de la retórica, la epistemología y la psicología. La dimensión metafísica
del símbolo en el pensamiento de Kant lo relaciona, pese a sus circunstancias
perticualres, con el discurso alegórico, instrumento también de la metafísica, en los
términos que se estudian en este trabajo.
Sin embargo, Gadamer, que ha reconocido la dimensión metafísica del símbolo,
ha negado que ésta se dé en la alegoría125. La postura de Gadamer, al situar la alegoría
en el terreno de la retórica, lejos de cualquier relación con la metafísica, no deja de
resultar paradójica, más aún, si se tiene en cuenta que el concepto de alegoría que está
manejando en Verdad y Método abarca tanto la alegoría como figura retórica como la
alegoría hermenéutica.
En nuestra opinión, la historia de la exégesis alegórica, desde su origen, no por
casualidad coincidente con el de la filosofía, con sus profundas implicaciones, desde
entonces, en la historia de la física, la moral y la teología, no sólo como forma de
personificar abstracciones, sino de atisbar en el territorio de lo suprasensible; su
decisiva aportación a la lectura cristiana de la Biblia, mediante la incorporación de
doctrinas platónicas y estoicas que de otro modo quizá no hubieran podido incorporarse
jamás a la tradición religiosa cristiana; y, sobre todo, su elevación a un modo de
entender la naturaleza, la escritura y la vida en la Edad Media no puede reducirse a las
vicisitudes de la retórica, sino que pertenece de pleno derecho a la historia de la
metafísica.
Pero, por lo que a nuestro análisis de la estética kantiana se refiere,
consideramos que con la Crítica del Juicio se pone de relieve no sólo que la discusión
en torno al símbolo y la alegoría es de naturaleza metafísica, sino que además surge
como resultado del paso de la metafísica especulativa de procedencia neoplatónica, pero
que había sobrevivido hasta Shaftesbury y Winckelmann126 a la nueva concepción
crítica propuesta por Kant.

124
Cf. Op. cit., pp. 339-344.
125
Cf. Gadamer, 1996: 111.
126
En cierto modo, el mecanicismo de Descartes y Spinoza, aunque se aparta del neoplatonismo, también
participa de la idea de un todo universal que comprende todas sus cualidades y modificaciones (cf.
Cassirer, 1993: 329-330).
485

En efecto, en la metafísica especulativa se parte de la idea, originariamente


plotiniana, de que un todo general genera a su vez lo particular de la naturaleza. Por el
contrario, la concepción crítica no dice nada acerca de este proceso en el que lo absoluto
se despliega a sí mismo, sino que dirige su pregunta a la naturaleza y deja que la
respuesta se construya progresivamente a través de la experiencia127.
Cuando se dice que la alegoría va de lo general a lo particular se hace referencia
a un sistema metafísico que ya no es admisible en el pensamiento crítico kantiano y en
el de sus seguidores, porque no se parte de un género generador del que procede lo
particular. De este modo, la operación que desde este momento se atribuye a la alegoría
es fruto de un proceder intelectual y abstracto que transforma lo particular en concepto
como expresión de esto general.
El símbolo, por el contrario, se considera encarnación en el campo de la estética
de esta nueva concepción crítica, porque opera en sentido inverso, dejando al margen el
concepto y, por lo tanto, pasando del fenómeno particular a la idea y de ésta a la
imagen.
Estos planteamientos ponen de relieve, desde luego, la esencia metafísica de la
alegoría. De hecho, sólo a través de esta confrontación entre sistemas metafísicos tiene
sentido la oposición entre símbolo y alegoría. Sin embargo, el problema se presenta en
la vertiente positiva de esta teoría, es decir, la que hace referencia al símbolo, porque ni
se determina bien su naturaleza –y de ahí la necesidad de cada autor, desde Kant hasta
nuestros días, de dar un concepto de símbolo propio, o vincularse expresamente a otro
ya dado anteriormente128, antes de operar con este término en sus propias
construcciones teóricas-; ni se acaba de determinar, en un sentido práctico y preciso,
cómo funciona, desde el punto de vista retórico-hermenéutico, frente a la alegoría.
Pero es necesario apuntar una conclusión más a partir de esta posibilidad abierta
desde las teorías baumgartianas de reconocer de forma intuitiva la totalidad en lo
individual y que es ya uno de los rasgos esenciales del símbolo en la posterior
concepción de Goethe y Schelling129. Sin perjuicio de las conclusiones que se seguirán
derivando del análisis de estos primeros momentos de la estética y de su posterior

127
Cf. Cassirer, 1993: 352. La consideración de la experiencia en la estética y en la epistemología
moderna es inversamente proporcional a la valoración de la alegoría. Ambos fenómenos están
directamente relacionados a través de la crisis del lenguaje de la modernidad. En este sentido, Certeau
observó: “La experiencia, en el sentido moderno del término, nace con la desontologización del lenguaje”
(Certeau, 2002: 170).
128
Véanse algunas definiciones de “símbolo” en Vanderdorpe, 1999: 82-83.
129
En la estética kantiana este reconocimiento de la totalidad en lo individual tendrá un carácter formal.
486

desarrollo en el Romanticismo, creemos que esta determinación del origen de la


propiedad esencial del símbolo revela un primer malentendido en la oposición con la
alegoría planteada por Goethe. Porque si Goethe acepta el sentido de símbolo propuesto
por Kant o posteriormente por Schelling como una forma de conocimiento130, y, por
otra parte, vincula la alegoría a la retórica, como simple medio de decir una cosa
mediante otra, no se entiende cómo puede establecerse una comparación entre dos
realidades de tan distinta naturaleza.
Esto es, desde los presupuestos desde los que Goethe parte, la comparación entre
símbolo y alegoría tal y como es formulada carece de sentido. En efecto, los puntos en
común entre la alegoría y el símbolo, en esta perspectiva goetheana, podrían acaso
encontrarse entre la primera y alguna forma de manifestación del segundo –se revisaría
quizá con ello la vieja distinción de Proclo entre símbolo y sintema-, pero en ningún
caso entre el símbolo propiamente dicho y el concepto devaluado de la alegoría que se
tiene en este momento. Hubiera sido necesario, en consecuencia, profundizar en la
historia de la alegoría para, desde ahí, determinar una serie de rasgos esenciales,
naturales y accidentales que posibilitaran una comparación más precisa y fecunda con el
símbolo de la estética.

3
El símbolo en la estética de Schelling
La Filosofía del arte de Schelling representa una etapa fundamental en la
configuración del símbolo en su sentido moderno y un paso adelante en la oposición
que éste sostiene frente a la alegoría. A diferencia de Kant, cuya referencia al símbolo
ocupaba una reducida y vaga -aunque esencial en su sistema de pensamiento- sección en
la Crítica del Juicio, en la que no se mencionaba la alegoría, la obra de Schelling
desarrolla ampliamente estos conceptos y los enfrenta desde una idea nueva de lo que
debe ser el arte y su relación con la filosofía.

130
Gadamer interpreta la simbolización como una forma de conocimiento paralela al esquematismo
trascendental (cf. Pérez Carreño, 1990: 98). Cassirer, por su parte, afirma lo siguiente: “Lo mismo para
las representaciones teóricas que para las estéticas se requiere una “unidad de conocimiento” específica,
ahora bien, mientras que en cuanto a aquella el tono y el acento recaen sobre el factor conocimiento, en
cuanto a ésta recaen sobre el factor unidad. La conducta estética llámase “adecuada al fin para el
conocimiento de los objetos en general”, pero precisamente por ello renuncia a dividir los objetos en
clases especiales y a designarlos y determinarlos mediante características distintivas especiales, como las
que se expresan en los conceptos empíricos” (Cassirer, 1993: 368).
487

La base del pensamiento filosófico de Schelling se encuentra en el concepto de


intuición intelectual, un concepto que tenía una clara naturaleza fronteriza en la obra de
Kant. Schelling, por el contrario, le concede una posición central en su sistema. La
intuición intelectual, frente a lo que sucede con la imaginación productiva, no sólo
adelanta la representación sensible del objeto sino que configura el propio ente.
Schelling la denomina “órgano especulativo del filosofar” y se refiere a ella como “un
saber que no comporta demostraciones, conclusiones ni mediación de conceptos en
general (… ) La intuición intelectual es la facultad que produce, y reconoce, el absoluto,
el sujeto-objeto”131.
De este modo, Schellling se mantiene en las preocupaciones adelantadas por la
estética kantiana: la relación entre lo particular y lo general, el problema de la escisión
entre el sujeto y el objeto y la tensión entre la libertad y la necesidad. Pero se aparta del
filósofo de Königsberg en que convierte “la solución crítica y problemática en un
principio metafísico que permite acceder a lo absoluto a través del arte” (Schelling,
1999: XIX).
Ya en 1800, en su Sistema de Idealismo trascendental, Schelling equiparaba la
intuición intelectual con la intuición estética, para afirmar que “si la intuición estética es
solamente la intuición intelectual devenida en objetiva, se comprende de por sí que el
arte es el único verdadero y eterno órgano y al mismo tiempo documento de la
filosofía”132. Como señala Griffero, la propuesta de Schelling va mucho más allá de las
tesis sobre el analogon rationis de Baumgarten, puesto que no se trata tan sólo de
afirmar la existencia de un núcleo de conocimiento estético que “la ciencia no está
todavía, o no ya, en condiciones de tratar adecuadamente”133, sino que adelanta una
metafísica del arte a partir de la reciprocidad estética “libertad-naturaleza” de la
filosofía kantiana y las ideas de Schiller de la belleza como libertad, extendidas al
fenómeno de “la universal simbolización, entendida como material indispensable
preparatorio de la nueva mitología”134.
Ahora bien, la equiparación entre la intuición intelectual y la intuición estética
conlleva una serie de problemas que afectan, entre otras cosas, al alcance real del

131
Cf. Bürger, 1996: 26.
132
Cf. Griffero, 1999: 129.
133
Op. cit., p. 130.
134
Ib. pp. 130-131.
488

resultado de esta intuición135. En efecto, la asociación de la idea del arte a la revelación


del absoluto establece, por una parte, un riguroso criterio que diferencia la verdadera
obra de arte del mero simulacro; por otra, abre la puerta a un elitismo artístico que
incide tanto en el artista como genio, como en la obra, transformada en objeto de culto e
inaccesible a la mayoría (Schelling, 1999: XXVI-XXVII). Este elitismo es el resultado
de la alteración del equilibrio kantiano entre las Ideas estéticas, producto de la libertad
de la imaginación del genio, y el gusto que exige de éstas la comunicabilidad y la
universalidad136. Gadamer ya había visto este peligro en el mismo Kant, pese al
elemento corrector que supone el gusto frente al genio, cuando advirtió que la otra cara
hermenéutica del genio era que “adivinar algo como obra de arte exige ello mismo, a su
vez, una capacidad genial, precisamente la congenial, de un disfrutar que recrea”
(Gadamer, 1996: 66). No sólo la estética de Schelling, sino, en general, la mayor parte
de las estéticas postkantianas tenderán a reducir el papel moderador del gusto y su
exigencia de que la obra de arte suscite el consenso universal 137.
El elitismo de la estética de Schelling da lugar, en consecuencia, a una obra de
arte autónoma y reservada para unos pocos. Paradójicamente, la reserva del
conocimiento de la obra de arte a una minoría elegida reproduce una de las
motivaciones fundamentales de la alegoría: la limitación del acceso a la verdad
contenida en el discurso alegórico para unos pocos iniciados. Porque se trata, de nuevo,
de la verdad entendida en un sentido metafísico de marcados tintes neoplatónicos. En
efecto, la identificación entre obra de arte y verdad que exige esta motivación es
subrayada expresamente por Schelling al afirmar: “En sí, o según la idea, belleza y
verdad son lo mismo, pues según la idea, la verdad es igual que la belleza, identidad de
lo subjetivo y objetivo, la primera intuida subjetivamente o como modelo, y la belleza
objetivamente o como imagen reflejada” (Filosofía del arte & 20).
La alegorización externa, esto es, desde el punto de vista de la apertura a la
interpretación, de la obra de arte autónoma se consuma cuando se hace receptiva a la
posibilidad de interpretación propia de la hermenéutica bíblica138. Con anterioridad a la
consagración de la autonomía del arte, observa Bürger, la crítica enjuiciaba las obras

135
Así, se pregunta Griffero si el objetivo de la intuición estética alcanza a la totalidad de la comunidad, o
a la parte de ésta que vive en la intuición del arte o sólo al artista, o incluso únicamente al artista genial
(cf. Griffero, 1999: 133).
136
Cf. Crítica del Juicio & 50.
137
Cf. Bürger, 1996: 118.
138
Para Bordieu, el desplazamiento de la figura del artista a la esfera de la teología, como creador de un
mundo sui generis y autónomo, es detectable ya desde Baumgarten (Bordieu, 1995: 432).
489

atendiendo a las reglas estructurales, a sus aspectos lingüísticos, a la conducción de la


acción y a los caracteres de los personajes desde un punto de vista moral. La autonomía
favorece que sea la obra la que dicte sus propias leyes y que, al igual que la Biblia se
explicaba por la Biblia, y, aún antes, Homero por Homero, la obra autónoma configure
las leyes por las que debe conducirse su interpretación139.
En consecuencia, al afirmar que la obra de arte autónoma se abre a la posibilidad
de una interpretación similar a la bíblica, no nos referimos a que, tal y como hiciera
Dante con el Salmo 118, reclame la aplicación de las cuatro sentidos de la Escritura,
sino a que, de una forma más radical, se erija en ley fundamental y fundacional de sí
misma, como la voluntad de Dios es ley fundante y fundamental de la Escritura. Por
esto, cuando decimos que la autonomía de la obra posibilita la alegorización de su
interpretación, no nos referimos, lógicamente, a que sea susceptible de acoger los
sentidos de la alegoría cristiana medieval, sino a que sea ella misma la que establezca
los sentidos alegóricos propios con los que puede / debe ser interpretada –en esta
síntesis de libertad y necesidad que la obra de arte desde Kant viene significando140-.
Acaso sea precisamente esta capacidad para configurar sus propias lecturas
alegóricas, o abrirse decididamente a otras posibles interpretaciones, lo que constituya
la cualidad esencial práctica, esto es, dejando a un lado el soporte teórico idealista, del
símbolo frente a la alegoría entendida en el sentido restrigido con el que se entiende a
comienzos del siglo XIX. Pero esta circunstancia no es, en nuestra opinión, sino una
posibilidad más ofrecida por la tradición de la alegoría, que, en su dilatada historia, no
sólo ha conocido las interpretaciones limitadamente abiertas de la hermenéutica
patrística y medieval –limitación, aunque muy laxa, operada desde la doctrina-, sino
también las más flexibles del neoplatonismo pagano e incluso del estoicismo; en todos
estos casos, claro está, manteniéndose dentro de la sujeción -como, por otra parte,
ocurre también con el símbolo en el contexto de la estética idealista- a una metafísica a
cuya sombra se desarrolla.
El concepto de belleza de Schelling remite directamente a la idea de símbolo,
superando la tesis kantiana y acercándose decididamente al simbolismo neoplatónico141:

139
Cf. Bürger, 1996: 124.
140
Dice Schelling en el parágrafo 37 de la Filosofía del arte: “Bello es un poema en el que la máxima
libertad vuelve a captarse a sí misma en la necesidad. Arte, pues, es una síntesis absoluta o una
compenetración recíproca de la libertad y la necesidad”.
141
Abrams advierte, con relación a la influencia del neoplatonismo en el Romanticismo, que a diferencia
de lo que ocurre en aquel, en éste no se plantea la vuelta al Uno, sino un movimiento en espiral de
continua superación, en devenir (Abrams, 1992: 177). Salvando todas las distancias, existe un cierto
490

Hay belleza siempre que la luz y la materia, lo ideal y lo real, entran en contacto (… ).
Hay belleza allí donde lo particular (real) es tan adecuado a su concepto, que éste, en cuanto
infinito, ingresa en lo finito y es intuido in concreto. De esta manera, lo real en que se
manifiesta el concepto va asemejándose verdaderamente e igualándose al arquetipo, a la idea,
donde lo general y lo particular se encuentran en absoluta identidad.
(Filosofía del arte, & 16)

Este fragmento expone una de las líneas principales de la estética de Schelling:


la identidad en el absoluto de lo particular y lo general, lo ideal y lo real, lo finito y lo
infinito se materializa en la belleza. Como hemos señalado, en el sistema de Schelling,
esta síntesis sólo se alcanza simbólicamente142. Lo simbólico, para Schelling, es la
síntesis de dos representaciones contrapuestas, la esquemática y la alegórica143. Esta
definición se aparta de la kantiana que oponía símbolo a esquema, y que no mencionaba
la alegoría, sino que, más bien, podía inferirse a partir de sus palabras que la alegoría
fuera una realización concreta del esquematismo. Schelling, en el parágrafo 39 de la
Filosofía del arte, define el esquematismo y la alegoría del siguiente modo: el
esquematismo es la “representación en la que lo general significa lo particular, o en la
que lo particular es intuido mediante lo general. En cambio, aquella representación en la
que lo particular significa lo general o en la que lo general es intuido mediante lo
particular es alegórica. La síntesis de ambas, en la que ni lo general significa lo
particular ni lo particular significa lo general sino que ambos son absolutamente uno es
lo simbólico”.
También desaparece en esta exposición la diferencia kantiana entre la exposición
de los conceptos puros del entendimiento -a la que correspondía la representación del
esquematismo- y la de los conceptos de razón o ideas a la que se refiere el símbolo. El
parágrafo sigue ahondando en las diferencias entre esquema, alegoría y símbolo y,
aunque reconoce que los tres son formas de la imaginación, advierte que en el esquema
predomina lo general aunque se intuya como algo particular, situándose entre el objeto y
el concepto. La alegoría, por otra parte, si bien, al igual que el esquema, es indiferencia

paralelismo, probablemente sólo eso y no una influencia determinada, entre este movimiento en espiral y
el concepto de epéctasis de la mística de San Gregorio de Nisa.
142
“La representación de lo absoluto con la absoluta indiferencia de lo general y lo particular en lo
particular sólo es posible simbólicamente” (Filosofía del arte & 39).
143
Filosofía del arte & 39.
491

de lo general y lo particular, se produce de tal manera que lo particular significa lo


general o se lo intuye como general.
Schelling se refiere a la mitología como modelo de lo simbólico, señalando que
ésta no puede ser entendida desde el esquematismo de la naturaleza porque es
representación perfecta de lo absoluto en lo particular144. Tampoco puede considerarse
alegórica, porque los mitos pretenden una autonomía poética absoluta. De este modo,
afirma, la mitología termina cuando comienza la alegoría145. En efecto, el problema que
Schelling ve en la alegoría es la separación entre la verdad146, como sentido oculto, y la
apariencia o sentido literal, de tal manera, que una vez aprehendido el primero, el
segundo se hace prescindible: así, lo particular queda subsumido en lo general.
En nuestra opinión, Schelling incurre en una tendencia muy frecuente en la
aproximación a la alegoría desde las estéticas románticas, al confundir la alegoría con el
alegorismo, claramente diferenciados por su casi coetáneo Pierre Fontanier, siquiera en
su dimensión retórica, esto es, sin el aparato teórico metafísico de la estética. En efecto,
en sus Figuras del discurso, publicadas entre 1821 y 1830, Fontanier diferencia entre
alegoría y alegorismo, como metáfora prolongada. La primera, esto es, la alegoría,
consiste en una proposición de doble sentido147, literal y espiritual unidos; el
alegorismo, por el contrario, sólo da lugar a un único sentido, “no teniendo sino un
único objeto que ofrecer al espíritu” (Fontanier, 1977: 114-116). Pese a su pertinencia,
la distinción ofrecida por Fontanier entre alegoría y alegorismo no resultó convincente
en su momento y pronto fue olvidada en los estudios retóricos sobre la alegoría148.

144
El mito se convierte en la obra de Schelling en una posibilidad de salvación de las antinomias
universales que caracterizan la Edad Moderna, tras la pérdida de las certezas religiosas, que tratará de
reconstruir con su proyecto de la nueva mitología. Sobre esta cuestión, véase Steiner, 2001a.
145
Blumenberg se acerca al planteamiento de Schelling cuando critica la supervivencia de cierto
hegelianismo en la interpretación actual del mito, al afirmar que “la exégesis alegórica de los mitos, tal y
como la han practicado primero la sofística, después ante todo la Stoa, ha concebido el mito como “proto-
forma” del logos, como expresión en principio invariable, y con este esquema se descubre una
interpretación todavía hoy no superada del mito (… ) que lo entiende como fenómeno psicológico,
subordinado a una forma primitiva del desarrollo del espíritu humano que fue sobrepasada y sustituida
por formas más precisas de comprensión del mundo” (Blumenberg, 2003: 165). En efecto, la lectura
alegórica griega del mito que considera a Homero como padre de la filosofía no hace sino intuir un vacío
entre el mito y el logos, al considerar ya a los poemas homéricos como una primera ruptura con el mito y
utilizar su fundamental presencia en la vida cultural griega para apoyar sus incipientes teorías filosóficas
físicas o morales.
146
Para la relación entre verdad y mito en la obra de Schelling, puede verse Dorfles, 1967: 25-49.
147
El subrayado es nuestro.
148
Véase Vanderdorpe, 1999: 76. En este trabajo, Vanderdorpe diferencia entre la metáfora continuada,
que tiende a imponer en la lectura un régimen de previsibilidad que empobrece el texto hasta hacerlo
insoportable para la sensibilidad romántica, y la alegoría, definida como la puesta en relación, sobre la
analogía, de dos isotopías, de tal modo que la lectura no impone la fusión de los dos sentidos, sino el
reconocimiento de un sentido segundo bajo un sentido primero (op. cit., p. 78). Ahora bien, a nuestro
juicio, la propuesta defendida por Vanderdorpe se encuentra limitada por el hecho de no haber
492

La escisión entre el sentido y la imagen, que Schelling critica en la alegoría, es


restaurada por el símbolo: imagen y sentido unidos indisolublemente. Como dice Pépin:

Schelling reprocha a la tesis alegorista el que desconozca la anterioridad del elemento


divino de la mitología, que olvide que la religión ha precedido a la historia y a la ciencia; si hay
transferencia, ésta se opera de la religión a la historia; si hay simbolismo, éste representa la
religión por la física, y jamás a la inversa.
(Pépin, 1958: 58)

El pensamiento de Schelling experimentó con los años una creciente hostilidad


hacia la alegoría. De este modo, en la Filosofía del arte descartaba el componente
alegórico en la mitología, pero lo mantenía para el cristianismo. Sin embargo,
posteriormente, en la Filosofía de la Revelación y en la Filosofía de la mitología,
reaccionando contra el simbolismo dualista de Creuzer, Schelling rechazó también la
existencia del componente alegórico en la religión cristiana149.
La interpretación simbólica del mito, muy extendida desde la obra de Schelling
hasta nuestros días150, ha sido criticada desde múltiples vertientes que van desde el

diferenciado en principio los campos hermenéutico y retórico de la alegoría, con sus particularidades, sus
complejas relaciones y, finalmente, su fusión, en cierto modo, en la teoría de Paul de Man en la que,
como él mismo recuerda, texto e interpretación se funden para afirmar que todo discurso es ante todo,
alegoría de su propia lectura (ib., p. 88). En nuestra opinión, esta fusión sólo puede afirmarse,
lógicamente, desde el reconocimiento de dos tradiciones alegóricas, exegética y retórica, en mutua
dependencia, aunque nunca identificadas de forma absoluta. En nuestro trabajo se ha pretendido estudiar
algunos aspectos de esta relación a lo largo de la historia.
149
Pépin, 1958: 59.
150
Para una visión crítica general de la presencia de la idea de la nueva mitología desde Schelling,
Hölderlin, Novalis y Schlegel hasta las hasta las más recientes aportaciones sobre la cuestión, cf. Bürger,
1996: 41-59. Véase también Gadamer, 1999: 39-53. Por otra parte, el acercamiento al mito desde la esfera
de la crítica literaria ha dado como fruto la aparición de la crítica mitológico-ritual que, alcanzando su
máximo auge a mediados de los años cincuenta, supuso la incorporación de los importantes avances
conseguidos por los estudios etnológicos en el siglo XX al campo de los estudios literarios. Autores como
Frazer, Frye, Watts, Weisinger o Ferguson, entre otros vinculados al llamado “grupo de Cambridge”, han
contribuido al desarrollo de esta vertiente crítica con importantes trabajos sobre Dante, Shakespeare,
Blake o Milton. La crítica mitológico-ritual se ha detenido también en las creaciones de autores del siglo
XX; en particular, son de gran interés sus aportaciones sobre la obra de Joyce, Eliot, Yeats o Faulkner.
La interpretación más o menos parcial de las teorías de Jung ha contribuido a la labor de rastreo de
elementos mitológicos en estas obras contemporáneas al resultar insuficiente la remisión a la tradición
literaria. A pesar de lo sugestivo que resulta el punto de partida de esta corriente crítica y de la
importancia de muchos de sus hallazgos, es necesario apuntar que su trabajo amplió excesivamente el
concepto de mito, haciéndolo extensible a tipos literarios más recientes como Don Quijote o Robinson
Crusoe. Algunos de estos críticos incorporan incluso en este terreno a personajes históricos en una
tendencia que Meletinski ha calificado de “mitologismo” (Meletinski, 2001: 99). Este mismo autor
analiza la escuela mitológico-ritual, subrayando, por un lado, algunos aspectos inaceptables como su
infravaloración de la literatura realista, el reduccionismo antihistórico en favor del mito o el rito, el escaso
interés por la personalidad de autor, etc; por otro lado, es importante la valoración que esta corriente
crítica realiza de la mitología como sistema de símbolos literarios, el estudio de las formas de
493

terreno de la estética hasta la filosofía política. Por lo que se refiere a nuestro trabajo,
nos parece interesante recordar la crítica que Pierre Vernant hace sobre esta cuestión. En
primer lugar, Vernant se pregunta si acaso la función del mito es exclusivamente la de
remitir, a través de la explicación simbólica, a lo sagrado, lo divino, lo incondicionado.
Responder afirmativamente supone establecer una identidad entre mito y religión que
resulta inadmisible desde el punto de vista histórico (Vernant, 1982: 201)151. Acaso sea
ésta una tendencia que se hace en ocasiones evidente en las palabras de Schelling: en
algunos de los párrafos de su Filosofía del arte, se tiene la impresión de que su autor se
acerca a los mitos desde presupuestos cristianos, pues si bien afirma que “la materia de
la mitología griega era la naturaleza (… ), la materia de la cristiana es la intuición del
universo entero como historia, como un mundo de la Providencia”152, la denominación
de la religión cristiana como mitología153 abre la posibilidad, a sensu contrario, de
considerar la mitología como religión. La aproximación entre ambos conceptos parece
agilizarse en la Filosofía de la mitología en la que dice, en unos términos que parecen
ajustarse claramente al cristianismo, que “la mitología no es una historia que se hace
sagrada; es la historia que lleva al orden de la vida humana un drama esencialmente
religioso. La imaginería religiosa resulta siempre de una “encarnación”; nunca de una
“apoteosis”154.
Por otra parte, Vernant se muestra sumamente crítico con la aplicación del
concepto romántico de símbolo al estudio del mito: “la noción de símbolo plantea en el
estado actual de las disciplinas que contribuyen a su estudio (psicología, sociología,
lingüística) más problemas de los que resuelve”.
En tercer lugar, y esto es esencial para las tesis que venimos defendiendo, se
pregunta Vernant si “hay fundamento para oponer de manera tan tajante el lenguaje del
mito, simbólico y pleno de imágenes, a las otras lenguas de signos, de orden
conceptual”. Se trata ahora de cuestionar la propia raíz teórica del símbolo como

metaforización, o el significado de la tradición como sustrato de formas y géneros relativamente estables


(Meletinski, 2001: 111).
151
En este sentido, también Pépin señala que tanto el símbolo como la alegoría “corresponden a una
racionalización reciente del pensamiento mítico, en el que el mito deja de ser un principio de acción para
ser un portador de significado” (Pépin, 1958: 67). En Schelling late con fuerza esta dimensión vital del
mito pese a su contradicción con la dimensión simbólica. Sin embargo, acaso sea en el “vivir poético” de
Hölderlin donde mejor se encarne esta pulsión de vida mítica en estos inicios del siglo XIX. Sobre el
significado de este vivir poético de Hölderlin véase Heidegger, 1995: 139; y 1998: 199-238. Sobre la
importancia de la poesía de Hölderlin en el pensamiento de Heidegger, véase Pöggeler, 1993: 257-281.
152
Filosofía del arte & 42.
153
En este mismo parágrafo afirma que “la materia cristiana jamás se habría configurado en mitología si
el cristianismo no se hubiera hecho históricamente universal”.
154
Cf. Pépin, 1958: 57.
494

expresión de la intuición intelectual, por lo que a Schelling se refiere, y, en general, a las


teorías que, amparándose en diversas razones, han dado al símbolo una naturaleza
alejada de la expresión conceptual, usualmente identificada, en el terreno de la poética,
con la alegoría.
En cuarto lugar, Vernant acusa a los defensores de la interpretación simbolista
de olvidar con frecuencia hacer referencia al contexto cultural, sociológico o histórico,
con el peligro de incurrir en anacronismos y contrasentidos.
Por último, se pregunta cómo es posible que teniendo las lenguas tantas
diferencias en todos sus niveles, se admita sin la menor demostración la unidad del
lenguaje simbólico concebido como vocabulario universal 155. A esta objeción se podría
contestar, desde luego, que es precisamente la naturaleza no conceptual del símbolo la
que hace posible este vocabulario simbólico universal.
Sin embargo nos interesa subrayar que de estas cinco objeciones, una hace
referencia a la debilidad de la oposición del símbolo a los lenguajes conceptuales, en los
que se encontraría, al menos teóricamente, la alegoría; y tres de ellas: la primera, la
cuarta y la quinta, son objeciones que igualmente se pueden -y de hecho así ha ocurrido
en alguna ocasión- referir a la exégesis alegórica. De este modo, la remisión exclusiva a
lo incondicionado está presente en el alegorismo cristiano y en el neoplatónico; la
desatención al contexto histórico-cultural en el que se origina el mito es el fundamento
mismo de la primera lectura alegórica de Homero y permanece presente en toda la
exégesis alegórica del paganismo; la concepción de la alegoría como lenguaje universal
es una idea intuida en la exégesis de Filón de Alejandría y se hace explícita en la obra
de Clemente de Alejandría156.
Se hace necesario volver a examinar aún desde otro aspecto el concepto de
alegoría en la Filosofía del arte. Para ello, debemos regresar a su comparación con el
esquematismo. El esquema es la regla que media entre el concepto y el objeto; en los
términos kantianos a los que Schelling recurre, es “la regla de producción de un objeto
intuido sensiblemente”157. El ejemplo más cercano del mecanismo esquemático se
encuentra en la forma de operar de la lengua en la que se emplean denominaciones
generales para designar lo particular. La alegoría es definida como lo contrario del

155
Cf. Vernant, 1982: 201-202.
156
También Schelling llama a la alegoría lenguaje universal en el terreno artístico (cf. Filosofía del arte &
87), algo no tan alejado de la postura de Clemente si tenemos en cuenta la sacralización del arte pensada
por Schelling (véase la “Sección Primera” de la Filosofía del arte).
157
Cf. Filosofía del arte & 39.
495

esquema. Pero cuando Schelling pretende explicar esta oposición entre alegoría y
esquema, afirma que al igual que el esquema también “es indiferencia158 entre lo
general y lo particular, pero de tal manera que lo particular significa aquí lo general o se
lo intuye como general”. Entendemos por lo tanto, que la oposición entre la alegoría y el
esquema en Schelling no se basa en la contraposición de dos géneros o dos especies
distintas, sino de dos modos de aprehender un mismo mecanismo que, es, en definitiva,
el esquematismo.
En efecto, de las palabras de Schelling no se colige que haya otra cosa que el
esquematismo en cuanto modo de representación. La alegoría no es sino una forma de
determinación del esquema, pero no un procedimiento diverso de éste. Si retomamos la
exposición de la representación esquemática de Kant en el parágrafo 59 de la Crítica del
Juicio y la proyectamos sobre el texto de Schelling, se podrá comprobar que la alegoría
de Schelling puede quedar incluida dentro del concepto de esquema kantiano. Esta
conclusión deriva del hecho de que en la alegoría la regla de lo general relega lo
particular que, por su parte, la refiere de forma directa – cuestión que, como sa ha
apuntado, constituye el problema básico de la interpretación alegórica de la mitología en
opinión de Schelling-. Acaso la supresión en el pensamiento de Schelling de la
diferencia kantiana entre conceptos puros del entendimiento y de conceptos de razón
con relación a la diferencia entre esquema y símbolo, tiene como efecto que la
distinción entre esquema y alegoría no pueda tener el alcance que pretende. Esta
circunstancia afecta inevitablemente al símbolo en cuanto es concebido como síntesis de
uno y otra.
Por otra parte, en el sistema kantiano el símbolo se oponía al esquema dentro de
la representación intuitiva, opuesta a su vez a la discursiva. En el sistema que Schelling
propone, la relación del esquema con el símbolo también es imprecisa. En efecto, dice
Schelling que el símbolo nace de la síntesis de la alegoría con el esquema. Pero, si como
hemos visto, la alegoría no es sino la concreción efectiva del esquema, no se entiende
cómo el símbolo puede resultar de esta síntesis, ni, en todo caso, cómo se articula una
oposición entre dos clases de representación de las que una es el resultado de la síntesis
de la otra con el género que la comprende. Se trata de un problema que, como se ha
visto anteriormente, ya estaba presente en la oposición entre símbolo y alegoría de
Goethe. Si el símbolo, en cuanto síntesis, supera y comprende el esquematismo y la
alegoría, no se entiende la pertinencia de su comparación con la alegoría; si el símbolo,

158
El subrayado es nuestro.
496

y esto es lo que Schelling afirma más rotundamente, supera al esquema en cuanto


intuición intelectual del absoluto, se rompe la posibilidad de oposición entre ambos
establecida por la Crítica kantiana que los hacía depender del modo de representación
intuitivo.
Para Schelling, sólo en la poesía antigua lo finito contiene en sí lo absoluto, tal y
como demanda la representación simbólica. La poesía moderna, en cambio, fundada en
la conciencia de la separación entre lo finito y lo infinito, debe remontar esta escisión
mediante dos posibles vías: disolviendo lo particular en lo universal o subordinando el
primero al segundo. La poesía moderna, por lo tanto, tiende a la alegoría en cuanto
alude a lo eterno sin serlo propiamente159.
Por último, hay que señalar que el símbolo como expresión de lo absoluto se
integra dentro del panteísmo del sistema de Schelling. En consecuencia, para la precisa
compresión de la naturaleza del símbolo es necesario entender de qué modo se establece
la relación entre las cosas y Dios, lo particular y lo universal, en esta concepción
panteísta.
Schelling comienza clasificando las explicaciones panteístas en tres grupos160: el
primero responde a la proposición “Dios es todo”, esto es, la suma de las cosas en su
conjunto. Pero esta proposición reduce a Dios a la nada porque no es posible admitir
como existente algo originario; el segundo afirma que “Toda cosa es Dios”. Se trata de
un panteísmo fetichista cercano a la magia animista de las culturas primitivas; el tercer
tipo de panteísmo responde a la proposición “Las cosas en total no son nada porque
Dios es todo”. En este caso, simétrico al primero, el panteísmo se vuelve imposible
porque todo es nada. Schelling se da cuenta de que en la proposición “Dios es todo”, la
cópula “es” resulta decisiva, puesto que en el panteísmo el “es” no significa “ser uno y
lo mismo”, sino que esta identidad en la proposición debe ser entendida como
copertenencia de lo diverso. Con esto se admite la diversidad entre Dios y el mundo161.
Schelling expresa la copertenencia entre Dios y el mundo diciendo que “Dios es el
universo considerado por el lado de la identidad; el universo es Dios visto desde el lado
de la totalidad (… ). En la idea absoluta, que es principio de la filosofía, la totalidad y la

159
Cf. Schelling, 1999: XXXIII-XXXIV.
160
Seguimos la explicación de Heidegger del sistema de Schelling recogida en el libro Schelling y la
libertad humana (Heidegger, 1996).
161
Cf. Heidegger, 1996: 105.
497

identidad se unifican otra vez”162. El símbolo como cópula en el sistema de Schelling


adquiere este difícil sentido de síntesis entre identidad y totalidad en el absoluto.

4
El símbolo en la Estética de Hegel
El proyecto de resucitar la mitología expuesto por Schelling para, sobre la base
de la religión, poder reconciliar la necesidad y la libertad fue impugnado por Hegel al
considerar irreversible la acción disolutoria de la unidad entre el arte y la religión
llevada a cabo por la Ilustración163. En consecuencia, descartada la vuelta de la filosofía
al arte, como proponía Schelling, Hegel afirmó por el contrario que, en realidad, era a la
filosofía a la que correspondía la tarea de superar la escisión provocada por la crisis de
la Modernidad164. Con este planteamiento, Hegel creyó dar por cierta la muerte del arte.
Desde su enunciación, la muerte del arte es uno de los elementos del sistema
hegeliano que más polémica ha suscitado en la teoría estética. Partiendo del
pensamiento heideggeriano, Vattimo y Gadamer han leído la muerte del arte de forma
distinta. Gianni Vattimo interpreta esta muerte del arte como expresión que constituye
“la época del fin de la metafísica tal como la profetiza Hegel, la vive Nietzsche y la
registra Heidegger” (Vattimo, 1998: 50). De este modo, lo que Vattimo entiende como
profecía cumplida en la muerte del arte es la destrucción de los límites de la estética a
partir de la experiencia de vanguardia que, frente al desinterés kantiano, se postula
como modelo de conocimiento de lo real y como instrumento de agitación política. En
este sentido, la pérdida del aura baudelaireana, en la interpretación de Benjamin, viene a
significar el final de la comprensión de una experiencia estética aislada del resto de la
experiencia165. Vattimo, a partir del concepto heideggeriano de “tierra”, defiende la

162
Filosofía del arte, Introducción, p. 14.
163
Ya en 1725, un siglo antes de la publicación de la Filosofía del arte, Vico había visto la imposibilidad
de volver al mito después de la labor desmitificadora de la filosofía. Para Vico no es posible la
resurrección de los tiempos originarios. En este sentido afirma Sergio Givone glosando a Vico: “Si la
poesía puede resucitar “por arte” ese mundo (… ) que, en cuanto mitopoyesis inconsciente, en las edades
arcaicas producía “por naturaleza”, sigue tratándose siempre de una simulación fingida, pero no creída, y
por lo tanto, (… ) trágica oscilación: entre la conciencia de que la reflexión filosófica no puede prescindir
del mito, aunque el mito ya no sea nada, y el reconocimiento de que esta nada del mito es su destino y su
némesis. En esta situación es irónica la pervivencia de la poesía” (Givone, 1999: 116-117).
164
Cf. Bürger, 1996: 31-32.
165
Cf. Vattimo, 1998: 50-51.
498

existencia de un nuevo arte temporal y perecedero, ajeno, por lo tanto, a la estética


metafísica tradicional 166.
Gadamer, por el contrario, en lugar de interpretar la profecía hegeliana en
términos heideggerianos, se sirve del pensamiento de Heidegger y de su concepto de
verdad, para argumentar, frente a la muerte del arte, la pervivencia del arte más allá de
la época de la estética. Para ello, Gadamer vuelve a la estética kantiana y al concepto de
símbolo. Así, frente a Hegel, Gadamer considera que el arte es portador de un elemento
propio insustituible. Este elemento que remite a la alétheia de Heidegger, como “un
mostrar que se sustrae” impide que la obra sea entendida como portadora de un mensaje
y, en consecuencia, como susceptible de ser alcanzada por un concepto167. Más adelante
examinaremos estas ideas y sus consecuencias al detenernos en el concepto
gadameriano de símbolo.
Dos son las cuestiones que debemos tratar al hablar de la aportación de Hegel al
objeto de nuestra investigación. En primer lugar, es necesario ver de qué modo la
fenomenología hegeliana se presenta como alternativa a la vieja metafísica. En segundo
lugar, debemos detenernos en el concepto de símbolo desarrollado en la Estética.
Por lo que se refiere al primero de estos asuntos, Hegel resume muy agudamente
la evolución de metafísica en el prólogo a la Fenomenología del espíritu:

Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de
pensamientos e imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo;
entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia
la esencia divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para
dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y
hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal acabara
por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornándose
interesante y valiosa la atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia.
Actualmente parece que hace falta lo contrario; que el sentido se halla tan fuertemente enraizado
en lo terrenal que se necesita la misma violencia para elevarlo de nuevo.
(Hegel, 1999: 11)

El pasaje nos parece fundamental porque condensa en muy pocas líneas la caída
de la metafísica antigua, en el sentido de la atención a la trascendencia que había

166
Op. cit., p. 59.
167
Cf. Gadamer, 1998: 86-87.
499

caracterizado el pensamiento medieval, la misma trascendencia en la que había


encontrado su lugar la articulación de la alegoría como puente entre ese más allá al que
se refiere Hegel y la necesidad humana de satisfacer su atención puesta en él.
A continuación, Hegel resume el movimiento contrario, de la “metafísica de la
luz” a la “experiencia de la oscuridad” –de nuevo aparece aquí el concepto de
“experiencia”, tan decisivo en el Romanticismo- y apunta a la necesidad de su
superación y de la elaboración de una nueva metafísica. De este modo, la tarea de la
filosofía moderna consistirá en realizar lo universal y darle espíritu.
Ahora bien, esta labor no puede ser entendida como un regreso a los universales
de la metafísica antigua puesto que los pensamientos fijos y determinados han sido
abolidos. En su lugar, el pensamiento hegeliano habla, desde su particular interpretación
del último Platón, del “automovimiento del concepto”:

La rígida quietud de un cosmos de ideas no puede ser la última verdad. Porque el


“alma”, que está referida a estas ideas, es movimiento, y el logos que piensa la relación de ideas
entre sí, es necesariamente un movimiento del pensar, y con ello un movimiento de lo pensado.
(Gadamer, 2000a: 22)

El rechazo hegeliano de estas ideas fijas de la metafísica, lo lleva a cuestionar la


legitimidad de la forma de la proposición en su empleo en la filosofía especulativa168.
Hay aquí una crítica a los mecanismos del lenguaje que se extenderá a toda la filosofía
posterior, y que, en lo que a la estima de la alegoría se refiere, será fundamental. En
efecto, frente al símbolo, la alegoría quedará atrapada en la red de prejuicios contra el
concepto y la proposición impuesta por el pensamiento romántico y posromántico.
Ahora bien, a nuestro juicio, como tendremos ocasión de exponer en estas páginas, las
tentativas de salir del marco de la conceptualización y de la predicación no originan sino
nuevos procesos de conceptualización y nuevas fórmulas de predicación, en
consecuencia, nuevos caminos de la alegoría.
Por otra parte, este mismo rechazo de las ideas fijas conduce a la negación de las
personificaciones con las que venía identificándose la alegoría tanto como figura

168
En la concepción hegeliana “la exigencia de la filosofía es concebir. Pero la estructura de la
proposición y del juicio ordinario del entendimiento no puede satisfacer esta demanda. En el juicio
ordinario el sujeto es lo que subyace, aquello respecto de lo cual el predicado se comporta como su
accidens, (… ) [En la proposición filosófica] es superada la supuesta diferencia entre el sujeto y el
predicado (… ) La cópula, el “es” no predica sino más bien describe el movimiento en el cual el
500

retórica, como en la estructura esencial de la alegoría deliberada. En efecto, el


antropomorfismo que se oculta bajo los mecanismos de la personificación responde a
las necesidades de la verdad metafísica, de la misma manera que lo hace la predicación
con relación al sujeto dentro de la estructura de la proposición que igualmente entra en
crisis en este momento. Aún más radicalmente, el antropomorfismo, por el hecho de
congelar la cadena de proposiciones y transformaciones tropológicas existentes en la
posibilidad de la predicación, y convertirla en una sola aserción, en un nombre propio
que excluye al resto169, entra ahora en quiebra en su punto más débil: la personificación
como figura retórica.
La segunda cuestión que debemos tratar, ya vinculada estrechamente a las
cuestiones que acabamos de señalar, es la que hace referencia a las ideas estéticas de
Hegel. En este punto, es necesario advertir de la fuerte influencia de Creuzer en la
formación del pensamiento estético del autor de la Fenomenología del espíritu.
En 1816, Hegel acepta la invitación para incorporarse a la Universidad de
Heidelberg. Allí se reencuentra con el Romanticismo, si bien un Romanticismo muy
distinto del que había conocido y en cierta medida rechazado en Jena. Creuzer juega un
papel determinante en este momento. Sus ideas sobre la simbólica en el mundo antiguo
y su interés por el pensamiento místico de Plotino serán fundamentales en la evolución
intelectual de Hegel. De este modo, Hegel acepta el concepto de simbólica de Creuzer
como “sistema de sabiduría y de tradición religiosa figurativa que late a la base de todas
las culturas religiosas de los tiempos primitivos” (Gadamer, 2000a: 116). De este modo
Hegel se desmarcaba, en principio, de la concepción alegórica de lo simbólico que
mantenían sus contemporáneos170.
Sin embargo, más allá de la atribución hegeliana del carácter simbólico a una de
las etapas en las que divide su conocida división de la historia del arte, se puede afirmar,
con Paul de Man (De Man, 1998: 134) que toda la teoría estética de Hegel es
simbólica171. El filósofo alemán distingue, en primer lugar, entre símbolo y signo
(Hegel, 1989: 270). Éste último se fundamenta en su absoluta arbitrariedad y, por esto,

pensamiento pasa desde el sujeto al predicado para volver a encontrar en él el suelo firme que ha
perdido.” (Gadamer, 2000a: 26-28).
169
Cf. De Man, 1985: 132.
170
Ib., p. 117.
171
Así se deduce de su definición de lo bello como apariencia sensible de la idea (Hegel, 1989: 101).
Reveladora es también la cita extraída de la Estética por García Berrio y Huerta Calvo: “En el arte, en
efecto, no estamos ante un simple juego útil o agradable, sino ante una liberación del espíritu del
contenido y de la forma de la finitud; se trata de la presencia de lo Absoluto en lo sensible y lo real, de su
501

resulta inapropiado para el arte que consiste “precisamente en la relación, en el


parentesco y la compenetración concreta de significación y forma”. El signo representa
el poder de la voluntad humana para “usar el mundo percibido para sus propósitos, para
borrar sus propiedades y para poner otras en su lugar” (De Man, 1998: 138). En el uso
del signo, el ser humano impone su mirada al mundo, prescindiendo de sus cualidades e
imponiéndole arbitrariamente nuevos rasgos y funciones172.
Ahora bien, como observa Lyotard, la inmanencia de significado y significante
que Hegel atribuye al símbolo presenta algunas dificultades derivadas, como ocurre en
general en todas las estéticas idealistas, del subjetivismo con el que se concibe el
símbolo y de la insuficiencia, en muchas ocasiones, de éste para generar por sí mismo
un código que permita su descodificación sin demasiadas ambigüedades. El propio
Hegel se hace eco de este problema al denunciar en el símbolo un exceso, a la vez, de
significante sobre el significado y de éste sobre aquel. En la asociación hegeliana del
símbolo a la inadecuación de forma y esencia aparece ya un distanciamiento respecto
del simbolismo de Schelling que concebía el símbolo como la perfecta adecuación entre
forma e idea.
La distancia entre Hegel y Schelling con relación al concepto de símbolo puede
ser entendida como un primer paso hacia la recomposición de la alegoría173, puesto que
la desproporción aquí apuntada ya era una de las notas características del procedimiento
expresivo de la alegoría. A este movimiento no es ajena la evolución de la reflexión
hegeliana del lenguaje y de la inefabilidad. Así, Agamben ha observado cómo el joven
Hegel de 1796, bajo la influencia de Hölderlin y quizá de Schelling, considera lo
indecible como el límite contra el que tropieza el lenguaje en su pugna por decir. Bajo
las premisas románticas del momento, el lenguaje sería para Hegel un torpe
instrumento, un conjunto “de signos desecados” que no puede reproducir lo que ha sido
revelado “en el íntimo santuario del pecho” (Agamben, 2003: 25). Diez años más tarde,
el Hegel de la Fenomenología del espíritu cambia radicalmente su pensamiento en torno
al lenguaje y la indecibilidad:

conciliación con lo uno y lo otro, de la expansión de la verdad” (García Berrio y Huerta Calvo: 1999,
123).
172
Sobre esta cuestión, véase Urban, 1952: 337 y ss.
173
Nos referimos a la alegoría en su sentido estricto, puesto que, como ya hemos advertido en páginas
anteriores, creemos que el símbolo no es sino la forma especial que la alegoría adopta en la época de la
estética romántica.
502

El lenguaje ha capturado en sí el poder del silencio y lo que aparecía como indecible


“profundidad” puede ser custodiado -en cuanto negativo- en el corazón mismo de la palabra.
(… ) Todo discurso dice lo inefable; lo dice, es decir, lo muestra por lo que es: una Nichtigkeit,
una nada.
(Agamben, 2003: 32)

A este problema se adelanta otro que se refiere a la incertidumbre de si dada una


figura, ésta debe ser interpretada o no como simbólica. Para Hegel, la solución a estos
problemas sólo puede encontrarse mediante la exteriorización completa de la imagen y
de su significación, lo que viene a plantearse como la exigencia de que se nombren
igualmente la imagen y la idea que la explica. Pero, lógicamente, esta explicación,
adjunta a la imagen, rompe el símbolo y lo transforma en una comparación (Lyotard,
1979: 61-62). En efecto, la solución de unir la explicación a la imagen destruye el
símbolo, que para la estética idealista es esencialmente esta unión indivisible e interna
entre idea e imagen, y lo transforma en un símil.
El subjetivismo de la Estética hegeliana supone un avance frente a los
presupuestos kantianos al trasponer con carácter restrictivo este subjetivismo desde lo
estético a lo artístico, cerrando de este modo, según Gadamer, el nacimiento de la
modernidad174.
El símbolo, por otra parte, es apreciado bajo una doble distinción: como forma
autónoma bajo la cual se ofrece el tipo fundamental para la intuición y representación
artística y como tipo degradado, como mera forma exterior y carente de autonomía175.
En nuestro estudio, prescindiremos de éste último, y nos centraremos en el análisis de la
tipología del símbolo que Hegel ofrece en su Estética. Creemos que éste es el elemento
más interesante del simbolismo hegeliano porque, más allá de sus consideraciones
históricas y espaciales, sugiere la posibilidad de entender el símbolo, no como una
categoría unitaria sino como un género en el que tienen cabida diversas especies.
Consideramos, por tanto, que es necesario tener presente la existencia de distintas clases
de símbolos estéticos y, por lo tanto, de diversos simbolismos estéticos176.
El reconocimiento de los distintos simbolismos con sus características propias
bien definidas podría aclarar, por un lado, buena parte del debate símbolo / alegoría, y,

174
Cf. Gadamer, 1998: 18.
175
Hegel, 1989: 269.
503

por otro, precisar algunos aspectos de la interpretación del simbolismo presente en


autores o textos concretos. Es evidente que la clasificación de Hegel no satisface
completamente las exigencias de una crítica que conoce todo el florecimiento simbolista
posterior a la Estética hegeliana (publicada póstumamente entre 1832 y 1845), así como
las importantes aportaciones de otras disciplinas como el psicoanálisis o la antropología.
Sin embargo, creemos necesario recordar brevemente la división del simbolismo
hegeliano porque en buena parte sigue vigente177 y porque su relectura a través de toda
esta teoría literaria posterior puede ser aún de gran utilidad.
Hegel clasifica el simbolismo en atención a su mayor o menor grado de
aproximación a su idea de arte, analizando la desproporción en la relación entre forma y
contenido que se produce en todos los sistemas simbólicos:

? El simbolismo inconsciente
Hegel no considera este primer estadio como una etapa artística ni siquiera
propiamente simbólica sino preparatoria de ambas. Hegel advierte que en este momento
no hay diferencia entre forma y significación ni entre lo interior y exterior; no hay
separación entre concepto y realidad. Este simbolismo parece encajar con el
pensamiento mítico tal como es estudiado por Ernst Cassirer en su Filosofía de las
formas simbólicas (Cassirer, 1998). En esta obra, Cassirer señala que en el pensamiento
mítico presimbólico se rompe la separación entre sujeto y objeto178: “En la conciencia
mítica no existe ninguna delimitación fija entre lo meramente representado y la
percepción real, entre deseo y cumplimiento, entre imagen y cosa” (Cassirer, 1998: 60).
Esta indiferenciación lleva a no separar las ideas de la vida y la muerte dado que no se
entiende la existencia del no-ser179.

176
Hacemos hincapié en el carácter estético de estos distintos simbolismos, esto es, en el carácter
histórico de esta categoría y en su vinculación a la estética en sentido estricto, como proyección de la
filosofía idealista.
177
“El nombre “Hegel” representa el recipiente pan-englobador en el que se han reunido y preservado
tantas corrientes que se puede encontrar ahí probablemente cualquier idea que uno sepa que se ha
recogido de cualquier lugar o que tenga la esperanza de haber inventado él mismo. Pocos pensadores
tienen tantos discípulos que nunca han leído una palabra del maestro.” (De Man, 1998:133).
178
Recordemos que la tensión sujeto-objeto que se producía como consecuencia de la Modernidad, por lo
que, realmente, sería más exacto decir no que se rompe esta separación sino que aún no ha tenido lugar.
179
Esta inexistencia del no-ser hace imposible la ironía en el pensamiento mítico. La ironía se establece
en la filosofía hegeliana (por influencia de Fichte) a través de la separación radical de lo infinito y de lo
finito (sentimiento de lo sublime) y de la relativización de todo lo finito desde el sujeto al que todo se le
presenta como nulo o vano salvo su propia subjetividad que, con ello, también es hueca y vacía. (Hegel,
1989: 63).
504

También es similar la teoría freudiana del totemismo según la cual en las


sociedades primitivas, así como en algunos estados neuróticos, existen tabúes nominales
en los que los individuos atribuyen un pleno valor objetivo a las palabras, viendo en el
nombre una parte esencial de la personalidad, (Freud, 1996: 78-79).
Por otra parte, la diferencia entre causa y efecto es ajena al pensamiento mítico.
Todo contacto de dos o más realidades en el espacio o en el tiempo se relaciona con la
idea de causalidad hasta que no es posible separar estas realidades. “La imaginación
mitológica es polisintética: no separa en la representación global sus elementos
individuales sino que sólo está dada la intuición en una sola totalidad indivisa en la cual
no ha tenido lugar ninguna disociación de los factores individuales, especialmente de
los factores objetivos de la percepción y de los subjetivos del sentimiento”180.

? El simbolismo fantástico
A diferencia de lo que ocurría en el simbolismo inconsciente, en este estadio
existe una separación entre significación y forma, si bien este distanciamiento lleva a un
conflicto que se intenta solventar formando cada polo separado en el interior del otro,
por medio de la fantasía. Para Hegel tampoco esta fase entra dentro de lo puramente
simbólico porque en este primer distanciamiento entre las significaciones del espíritu y
el mundo exterior de los fenómenos, aquéllas son todavía abstracciones y su expresión
es también exterior o sensible. En esta fase las fuerzas de unificación de las formas con
las significaciones y de separación se confunden y fluctúan en una contradicción que
une, en opinión del filósofo alemán, los elementos en oposición recíproca. Ante la
inadecuación que venimos advirtiendo, la fantasía se vuelca en un proceso de
desfiguración “por cuanto lleva las formas específicas más allá de su particularidad
fijamente determinada, la amplía, la cambia hacia lo indeterminado, la incrementa hasta
lo desmedido, la desgarra y así, en la aspiración a la reconciliación, lo que hace es sacar
a la luz lo opuesto precisamente en su falta de reconciliación.” (Hegel, 1989: 296).

? El simbolismo auténtico
Lo sensible y natural es aprehendido e intuido en sí mismo como negativo, es
decir, como lo que debe suprimirse y es suprimido. En el arte simbólico “la identidad de
la significación y su existencia real ya no es inmediata sino establecida desde la

180
Cassirer, 1998: 72.
505

diferencia y, por tanto, no hallada sino producida por el espíritu”181. La fantasía ya no


vale por sí misma sino que sólo se utiliza para dar modalidad intuitiva a una
significación emparentada con ella y de la que depende. La obra de arte simbólica
apunta desde sí a otra cosa que ha de tener cierta relación interna con las
configuraciones bajo las que se presenta y una referencia esencial a ellas. Esta relación
puede ser de muchos tipos, a veces más superficial y otras más profunda como ocurre
cuando la universalidad que se quiere simbolizar constituye lo esencial de la
manifestación concreta. Tal sucede, por ejemplo, en el caso de los números, las
figuraciones simbólicas del espacio como los laberintos o los símbolos manifestados en
figuraciones de animales, (Hegel, 1989: 310-311).

? El arte de lo sublime
Para Hegel, según de Man, lo sublime representa el momento de separación
radical y definitiva entre el orden del discurso y el orden de lo sagrado. De este modo lo
sublime se opone al símbolo y se constituye, frente a éste, en lo absolutamente bello.
El concepto de lo sublime en Hegel es el producto de una lenta evolución de las
ideas estéticas que arranca de mucho tiempo atrás y que cristaliza en el siglo XVII con
la crisis del modelo pitagórico. Como dice Remo Bodei, la estética derivada del
pitagorismo que se basaba en la armonía universal, la simetría y la proporción de las
partes con relación al todo se fractura cuando la ciencia descubre la
inconmensurabilidad del cosmos que hace imposibles las ideas de proporcionalidad que
habían sustentado esta valoración de la naturaleza. La teoría pitagórica que se
sustentaba sobre la equivalencia de lo bello, lo bueno y lo verdadero se rompe en el
Barroco el cual rechaza la correspondencia inmediata de la belleza con la simetría y el
orden. La correspondencia pitagórica se rompe definitivamente con la separación del
arte y la ciencia. Como consecuencia de esta ruptura, lo bello se hace subjetivo y
encuentra su lugar en el campo del “gusto”. Pero este desplazamiento de la idea de lo
bello, como consecuencia de esta separación de las ciencias, tiene como resultado el que
la belleza estética no remita ya directamente a un más allá ultrasensible, mientras que lo
inteligible escapa al dominio del arte para refugiarse en el espacio de las ciencias. Como
dice Bodei, la belleza y el arte se transforman en una apariencia que deja de concernir a
la verdad objetiva (Bodei, 1998: 54). Ante esta situación, el arte romántico, sobre todo
en su inicio, intenta suplir con la imaginación, los límites que los sentidos acuciados por

181
Hegel, 1989: 310.
506

el rigor científico le imponen, fingiendo lo infinito o indefinido, para saciar su


necesidad de plenitud y absoluto. Tal es el caso, entre otros, de Leopardi, para el que el
límite que desea traspasar es, a la vez, puente y barrera para su propósito. Esta
concepción, que Bodei califica de bifronte, es importante porque indica los dos rasgos
principales de este sentimiento de radical separación que constituye lo sublime: por una
parte el sentimiento de separación imposible de vencer y, por otro, el deseo imperioso
de superarla.
En el nacimiento de lo sublime, dice Bodei, late la conciencia puesta de
manifiesto por el progreso de que los destinos del hombre y la naturaleza están a la vez
entrelazados y separados. Cuando en 1757 Edmund Burke publica su Investigación
filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, lo sublime
cristaliza en el miedo a la nada del individuo aislado que se da cuenta de su situación y
al mismo tiempo se distancia de ella (Bodei, 1998: 112-113).
La idea de lo sublime, para Hegel, aparece cuando nuestra conciencia del
mundo, interiorizada a través de la percepción y la imaginación deja de experimentarse
como tal y sólo se hace accesible a la memorización, es decir, a sólo la palabra como
manifestación fenomenal de la idea, lejos de todo aquello que pueda ser percibido o
imaginado (De Man, 1998: 155-158). El momento de lo sublime, en la concepción
hegaliana, coincide con el paso del panteísmo al monoteísmo. Lo que Hegel llama
sustancia única o sustancia-uno se singulariza verbalmente como lo sagrado o lo divino.
Lo sublime consiste, pues, en la separación de la significación sabida para sí y la
apariencia concreta y en la no correspondencia de ambas al rebasar la significación la
realidad y su dimensión particular (Hegel, 1989: 333).
Hegel habla entonces de un dios que se ha retirado en sí mismo y ha afirmado su
autonomía contra el mundo finito. Sin embargo, como observa Paul de Man, esta
separación aparentemente absoluta (lo dia-bolico, el mal entendido como separación de
lo sagrado infinito182) “esconde un momento dialéctico en el que si bien lo sublime pone
de relieve la distancia entre el discurso humano de los poetas y la voz de lo sagrado, en
la medida en que esta distancia mantiene una relación, aunque negativa, la analogía
fundamental entre creación poética y la divina queda preservada”183.
Para que la experiencia de lo sagrado sea posible, desde esta radical separación
que nace del sentimiento de lo sublime, es necesario admitir, con Eugenio Trías, que

182
Hegel, 1989: 332.
183
De Man, 1998: 160.
507

este límite entre lo finito y lo sagrado es habitable, que se trata, en realidad de un


“limes” de carácter bifronte. Cuando Trías dice que “un límite es siempre un término
relativo a dos. Y esos dos deben concebirse como términos en relación de carácter
afirmativo” (Trías, 1999: 48), está afirmando, en términos muy parecidos a lo que
hemos visto en Paul de Man, que la conciencia de lo sublime no sólo no es causa de
separación definitiva de estos órdenes, sino que es, por el contrario, el punto de partida
para un nuevo tipo de relación que puede ser considerado, frente a la relación mítica del
panteísmo, como simbólico.
Más adelante profundizaremos en las diferencias y similitudes del pensamiento
mítico y simbólico. Pero, ahora, debemos considerar detenidamente la idea que Trías
propone sobre la cuestión simbólica con relación a la idea de límite. Como dice este
autor, el concepto de límite implica el reconocimiento de “un más allá de sí” de éste
mismo. Trías coincide con Hegel en la consideración de que este límite es de naturaleza
reflexiva, pero piensa que esta reflexibilidad que desdobla el límite no tiene carácter
simétrico sino asimétrico, porque, por un lado, se define lo conocido, el cerco de la
experiencia, y por otro se alza lo desconocido, el cerco del misterio. El símbolo “da
documentación de algo que aparece y se revela; pero que en el hecho mismo de
revelarse pone a resguardo, o protege, el misterio que constituye su esencia” (Trias,
1999: 52).
En el contexto de lo sublime hegeliano, por el contrario, el lenguaje como
símbolo es reemplazado por un modelo lingüístico más cercano al signo y al tropo de
los que el autor alemán se ocupa dentro de la categoría denominada “simbolismo
consciente de la forma comparativa del arte”.

? Simbolismo consciente y forma comparativa del arte


En este estadio “la significación no sólo es sabida para sí sino que además está
puesta explícitamente como distinta de la manera en que ella es representada”, (Hegel,
1989: 333). Es el poeta el que mediante su subjetividad establece las relaciones entre
ambos aspectos. A diferencia de lo que ocurre en el simbolismo inconsciente, el sujeto
conoce tanto la esencia interna de sus significaciones como la naturaleza de las
significaciones exteriores que él usa comparativamente para alcanzar una intuición más
concreta.
La diferencia con lo sublime se muestra en que la distinción y la conjunción
están puestas de relieve de modo explícito, desapareciendo lo sublime porque como
508

contenido ya no se toma lo absoluto. Se podría decir que esta forma, que a nuestro
juicio alude en realidad al momento alegórico, se refiere a este lado del cerco de la
experiencia del que antes hemos hablado. En esta forma, sólo queda de lo sublime el
rasgo de que cada imagen en lugar de representar la cosa y la significación según su
realidad adecuada, únicamente ha de ofrecer una imagen y semejanza de los mismos.
Esta diferencia sólo es pertinente si se parte –como hace Hegel- de una idea de la
alegoría de la que ha sido excluida la posibilidad de la “revelación mística” a la que la
alegoría ha servido de medio de expresión en otras épocas. Halmí, como veremos
seguidamente, recuperará esta dimensión de lo alegórico, para afirmar que es el
concepto de lo sublime, y no el símbolo, el que pasa a ocupar el puesto de la vieja
alegoría, particularmente de la alegoría oscura, en definición de Quintiliano.
Esta forma puede nacer de una aparición concreta de la naturaleza o de los
hechos humanos como puntos de partida, de los que surge una explicación analógica.
Tal sucede con la fábula, las parábolas, los apólogos, los refranes y las metamorfosis.
Pero también puede ocurrir lo contrario, es decir, cuando la significación aparece al
principio y la encarnación de la misma se origina como algo accesorio de forma que
resalta la actividad subjetiva de la comparación que busca esa imagen. Esto es lo que se
da en la alegoría, el enigma, la metáfora, la imagen y la semejanza (Hegel, 1989: 334-
335). Pero este mecanismo determina el momento preparatorio de la muerte del arte por
cuanto la obra se constituye de tal modo que puede ser sustituida por un concepto.
Cuando Hegel -acabamos de señalarlo- afronta el estudio de la alegoría, prosigue
una tendencia que ya estaba en Baumgarten: la de escindir el enigma de la alegoría, de
tal modo que la alegoría oscura de Quintiliano queda constituida como un tipo aparte y
opuesto, en el caso de la Estética hegeliana, a la alegoría. Así, el enigma guarda cierto
parentesco con el símbolo puesto que todo símbolo es enigmático, aunque no por ello
pueda decirse que todo enigma sea simbólico. Es interesante detenerse en la diferencia
que Hegel establece entre el simbolismo auténtico y el enigma como simbolismo
consciente: “Pero el enigma pertenece al simbolismo consciente y se distingue a la vez
del símbolo auténtico en que quien ha inventado el enigma sabía la significación clara y
completa (… ). Los símbolos auténticos son tareas no resueltas antes y después” (Hegel,
1989: 349).
El concepto de Hegel de símbolo coincide en este aspecto de lo enigmático con
la concepción más primitiva del enigma carente de solución, y unido al pensamiento
509

mítico, mientras que el enigma propiamente dicho pertenece, dentro de la Estética de


Hegel al juego adivinatorio.
La alegoría, por el contrario, tiene por finalidad la personificación y la
consideración como sujeto de estados propiedades abstractas184:

Pero esta subjetividad ni en su contenido ni en su forma externa es verdaderamente en sí


misma un sujeto o individuo, sino que permanece la abstracción de una representación general,
que sólo recibe la forma vacía de la subjetividad y, por así decirlo, sólo puede llamarse un
sujeto gramatical.
(Hegel, 1989: 350)

Hay en este párrafo, junto con la reducción de la alegoría a la personificación,


propia del tratamiento simplificador de la alegoría en la Modernidad, una idea que
constituirá el rasgo esencial de la alegoría moderna: la forma vacía y, en consecuencia,
el confinamiento de la alegoría a la esfera del lenguaje. En efecto, la alegoría moderna
desarrolla una de las posibilidades que ya estaba presente en la alegoría antigua: la
consecuencia de que al remitir el significado literal del texto alegórico a otro significado
oculto, en lugar de a una referencia de la realidad, la alegoría no pueda salir nunca del
mundo del discurso. Esta circunstancia, advertida por Hegel, es, como decimos, propia
de la concepción moderna de la alegoría en consonancia con el acercamiento moderna
al problema del lenguaje. No obstante, en cierto modo, ya se advertía su posibilidad en
el tratamiento alegórico del mundo como libro, precedente inverso de este libro como
mundo. Sin embargo, la determinación del ámbito gramatical en el que se encierra el
discurso alegórico es consecuencia de la forma vacía que encarna en la personificación.
La alegoría moderna, especialmente en la concepción de Paul de Man, radicaliza esta
forma vacía de lo alegórico hasta convertir la alegoría en forma del vacío irónico.
En este contexto, Halmi propone la teoría de que es lo sublime lo que reemplaza
a la alegoría. Para ello, parte de una idea básica de lo sublime, más allá de los
particularismos respecto a este concepto existentes en las diferentes estéticas de la
época185, y de la definición de alegoría de Coleridge: “The employment of one set of

184
Es evidente que en toda esta aproximación a la alegoría, Hegel está pensando en la alegoría deliberada,
como prueban sus referencias a la literatura medieval (Hegel, 1989: 352) y en ningún en la exégesis
alegórica.
185
“The sublime as an experience in which the overhelming of the mind´s perceptional powers by an
external stimulus is compensated for by the exaltation of its rational powers, an exaltation usually
accomplished by appeal to some notion of transcendence or infinitude” (Halmi, 1992: 339).
510

agents and images (… ) so as to convey, while we disguise, either moral qualities or


conceptions of the mind” (Halmi, 1992: 341).
Aunque Halmi explica que esta definición es el resultado de una tradición que,
desde la consideración de la alegoría como metáfora continuada, había apostado en
contra de la alegoría y a favor de otras formas de representación, no endereza él mismo
esta tendencia sino que la prorroga al afirmar que la función de la alegoría es
didáctica186, olvidando, en consecuencia, la naturaleza deíctica que esta figura había
tenido con relación al realismo medieval, así como la complejidad desplegada por la
alegoría como método hermenéutico desde la antigüedad. En efecto, aunque el autor
hace referencia a la exégesis alegórica y a la dimensión mística que la alegoría había
tenido en épocas pasadas, los ejemplos en los que apoya su exposición pertenecen a la
alegoría deliberada inglesa y, si bien resultan sumamente interesantes sus reflexiones
sobre el papel del comentario en el género187, difícilmente puede escapar desde estas
posiciones del reduccionismo que se reconoce en la definición de Coleridge. Con estos
condicionantes, y a partir de la exclusión de la alegoría oscura o enigmática como
especie de la alegoría, Halmi defiende la rehabilitación del enigma como opuesto a la
alegoría188. Ahora bien, aunque el análisis de Halmi es preciso y profundo, creemos que
este proceso de escisión que culmina en la emancipación del enigma no desemboca en
lo sublime sino en el símbolo.
Dice Halmi que lo sublime opera en dos campos: el emocional y el cognitivo.
Sólo en este último es posible encontrar un paralelismo entre “la alegoría numinosa” y
lo sublime. De este modo, en ninguno de estos casos la imaginación puede atrapar la
totalidad conceptual –el significado en la alegoría y el tamaño o la fuerza en lo sublime-
que pudiera corresponder adecuadamente al objeto de la percepción189. Así pues, el
ideal de trascendencia –aunque lo que se entiende por trascendencia varíe de un caso a
otro190- pasa de la alegoría numinosa a lo sublime.
El trabajo de Halmi es interesante porque, entre otras cuestiones, pone de relieve
las dificultades de la alegoría en el momento del surgimiento de las primeras estéticas, y
también por el análisis preciso de los elementos que el concepto de lo sublime comparte
con la alegoría enigmática. Sin embargo, pensamos que estos puntos de contacto no son

186
Op. cit., p. 342.
187
Ib., pp. 348-349.
188
Ib., p. 346.
189
Ib., p. 353.
511

suficientemente determinantes como para romper la oposición estética entre el símbolo


y la alegoría, pese a que, como hemos estudiado en estas páginas, tal oposición resulte
inadecuada por muchas razones. El motivo de esta insuficiencia estriba, a nuestro juicio,
en que también el concepto de lo sublime es un concepto de época que adolece de los
mismos rasgos que ya habíamos detectado en el símbolo. De este modo, es necesario
recordar que en la propia definición de Halmi, lo sublime es sustancialmente una
experiencia: la experiencia de lo sublime. Sin embargo es de notar que no existe,
paralelamente, una “experiencia alegórica”. La experiencia oracular o mística que
puede, aunque desde luego no necesariamente, dar lugar a la alegoría numinosa no es
propiamente dicha alegoría sino su causa, por muy arcano que resulte el contenido de
ésta.
El problema –ya lo apuntábamos más arriba- deriva fundamentalmente de la
voluntad de establecer una oposición o comparación entre una serie de categorías –el
símbolo, lo sublime- derivadas de la estética moderna que, a su vez, contiene un
entramado complejo de conceptos en el que éstas se insertan –imagen, experiencia
estética, vivencia, conocimiento simbólico-, y un concepto, la alegoría, que no es
unitario, ni mucho menos reducible a lo que en este preciso momento se entiende por
tal. En este sentido, el problema se extiende a la falta de delimitación clara entre las tres
clases de alegoría a la que en este trabajo nos estamos refiriendo y, de forma
complementaria, a la ausencia de una estructura determinada que permita situar las
relaciones existentes entre ellas.
La opción que este trabajo desarrolla es la que se deriva de la vinculación de la
alegoría a la metafísica. En este sentido, la alegoría deliberada –tipo de alegoría a la que
sobre todo se refiere Halmi- no puede desvincularse de la cuestión medieval de los
universales. Por este motivo, no creemos que la dimensión moral de la alegoría pueda
entenderse sino como subordinada a la metafísica, del mismo modo que pensamos que
el contenido didáctico depende de la naturaleza deíctica de la obra alegórica.
La influencia hegeliana en las estéticas posteriores, a través en algunos casos del
neokantismo y la fenomenología, hasta el siglo XX ha sido y sigue siendo decisiva.
Respecto del símbolo, más que la clasificación histórica de sus distintos tipos, ha
persistido con bastante fuerza la fundamentación metafísica de la estética hegeliana, por
la que –en términos puramente simbólicos- “el ente (… ) es conocido cuando se lo

190
En la alegoría el lugar de la trascendencia siempre está más allá del lector; en el caso de lo sublime, el
lugar se encuentra en la mente humana (Halmi, 1992: 356).
512

refiere a una totalidad en relación con la cual se define; el ser del ente es su nexo
dialéctico con el todo” (Vattimo, 1993: 32).

5
La descomposición de la estética idealista
Una vez examinado el soporte teórico que sustenta la figura del símbolo en las
primeras estéticas, parecería lógico suponer que, al igual que la alegoría debiera haber
desaparecido tras las críticas de Platón, el símbolo debería haberse extinguido tras la
disolución de las estéticas románticas. Si embargo, del mismo modo que la alegoría
sobrevivió a Platón, el símbolo parece haber sobrevivido al Romanticismo.
La “muerte del arte” abrió la posibilidad al regreso de la alegoría como forma de
expresión de la escisión moderna. La nueva alegoría, a diferencia de la alegoría
premoderna -en el sentido de pre-estética- surge como el resultado de la toma de
conciencia de la caída de la posibilidad de una interpretación universal. Gadamer, de
Man, Benjamin y Jauss, entre otros, han devuelto, desde diferentes presupuestos, el
interés por la alegoría. Su acercamiento crítico a Baudelaire, a Kafka, o a Thomas
Mann, por señalar algunos ejemplos ya considerados clásicos, ha venido condicionado
de forma decisiva por este regreso de la alegoría.
No obstante esta “rehabilitación de la alegoría”, la presencia del símbolo no ha
decrecido en la teoría del arte, abriéndose a nuevas posibilidades, desde el esencialismo
de raíz heideggeriana de Gadamer, hasta la teoría de Tzvetan Todorov que hace del
símbolo elemento esencial y definitorio de la poeticidad, sin olvidar el auge del
simbolismo cultural neokantiano de Cassirer, o las múltiples derivaciones del
simbolismo psicoanalítico.
En las páginas que siguen analizaremos algunos aspectos de este doble proceso:
la descomposición de la base estética del símbolo –o, mejor dicho, la descomposición
del símbolo estético- y su subsistencia al amparo de nuevas elaboraciones teóricas.
Además, examinaremos la vuelta a la alegoría y las circunstancias que la hicieron
posible, así como las características que presenta esta nueva alegoría.
La descomposición de la simbología estética se produce, paradójicamente, en el
movimiento simbolista. A lo largo del siglo XIX, el símbolo, en un proceso de lenta
513

alegorización, se va convirtiendo poco a poco en un caso más de lenguaje figurado191,


perdiendo los elementos teóricos que a comienzos de siglo le habían conferido su
primacía estética. En este periodo, el símbolo deviene un procedimiento analógico más,
de base conceptual192.
El simbolismo, particularmente el simbolismo francés, fue una reacción contra la
estética positivista de Taine. Las preocupaciones que habían dado lugar a las estéticas
idealistas se vieron sustituidas, pese a la adaptación de buena parte de sus presupuestos
y conclusiones, por la necesidad de encontrar un ámbito autónomo en el que ubicar la
actividad artística. Taine había definido la actividad artística como la interpretación
intelectual, por parte del artista, de una serie de materiales que se presentaban a su
percepción, y que éste reelaboraba de acuerdo con dicha interpretación conforme a
determinadas reglas artísticas. En consecuencia, Taine apostaba por un arte
fundamentalmente intelectualista, delimitado científicamente a partir de la
consideración de las obras de arte como hechos y productos de los que deben analizarse
sus rasgos y determinarse sus causas193.
En un primer momento, el simbolismo místico de Swedenborg desplazó la esfera
del símbolo de la síntesis romántica entre lo particular y lo general, y la aprehensión del
absoluto, hacia una teoría de resonancias neoplatónicas en la que perseguía establecer la
correspondencia entre el hombre interior y el mundo sobrenatural194. La omisión de la
naturaleza como tal, incluso del hombre en sentido global, en beneficio de dicho
“hombre interior” en este proceso, así como el giro de la escisión moderna del
Romanticismo hacia un dualismo de carácter platónico, evidencian que, pese a su
nombre, el símbolo para Swendenborg había dejado de tener la significación que tuvo
para Schelling. O, mejor dicho, el símbolo de Swendenborg exploraba otros horizontes
de la obra de Schelling, en concreto su dimensión sagrada.

191
Cf. De Man, 1991: 211-212.
192
Riffaterre dice al respecto que todo poema resulta de la transformación de un enunciado literal simple
en una perífrasis compleja, según tres modos de derivación, que corresponden a tres tipos de analogía:
tautológica, polarizante e hipogramática (cf. Rigolot, 1978: 257). Subrayamos las palabras de Riffaterre,
especialmente en cuanto señalan que el origen de esta perífrasis analógica es, no un sentimiento o una
experiencia inefable, sino un enunciado, esto es, una proposición o discurso que, en cualquier caso,
pertenece al dominio de lo conceptual. Rigolot, por su parte, advierte en el artículo anteriormente citado,
que la conciencia poética moderna obedece en gran medida al principio de motivación analógica, bien de
significado, bien de significante, bien de una combinación entre ambos.
193
Cf. Lehmann, 1950: 24-26.
194
Cf. Balakian, 1969: 38.
514

Pero la proyección mística que, desde Swendenborg, tendrá el movimiento


simbolista debe entenderse como respuesta a la estética intelectualista de Taine195. En
efecto, los simbolistas pretenden emancipar el arte del conocimiento científico, del
mismo modo que Baudelaire lo emancipa de la conexión kantiana de la moral, si bien el
anti-kantismo de Baudelaire no supone, precisamente por su carácter de inversión, una
verdadera superación de la estética kantiana en los términos señalados en el parágrafo
59 de la Crítica del juicio. La búsqueda simbolista de un espacio de conocimiento ajeno
al dominio científico decimonónico encuentra en la actividad mística, en los estados
alucinatorios de las drogas y en la actividad onírica un ámbito de conocimiento en el
que edificar el pensamiento poético. De este modo, como se hará especialmente patente
en Valéry, el conocimiento poético escapa de los márgenes de la intelección y la
sensación de la estética positivista196. Se trata, por lo tanto, de reclamar para el arte la
posibilidad de un conocimiento irracional 197, que, por una parte escape del
intelectualismo positivista y, por otra, se libere de la consideración de juego gratuito e
inútil que, también los positivistas, a partir de su lectura de Kant, habían sostenido198.
De esta forma, puede afirmarse que el sostenimiento del término “símbolo” no
oculta un desarrollo alegórico a lo largo del siglo XIX, especialmente con la vuelta de
las “correspondencias”199.
La revisión de esta época por parte de algunos autores como Spivak, ha abierto
la posibilidad de volver a valorar la literatura desde el Romanticismo en adelante en
clave alegórica. En este sentido, se ha advertido que pese a los postulados teóricos
simbolistas que buscaban el acercamiento a la música mediante la comprensión de un
signo -el símbolo- que encerrara su propio sentido; en la práctica, el discurso poético ha
tendido históricamente a mantener la distancia entre el signo y el sentido, tal como
predican los postulados de la alegoría200. De este modo, considera Spivak que lo que
desapareció con la modernidad no fue la alegoría sino la decisión deliberada de tomar
por referencia un sistema de significaciones recibidas del exterior. La alegoría moderna,
sin embargo, pervive en su orientación hacia un sistema de significaciones

195
Lehmann se hace eco de una tradición intelectualista en Francia que arranca de Rousseau y que, en
estos momentos, se encarna en Bergson (op. cit., pp. 81 y ss.).
196
Cf. Lehmann, 1950: 76-81.
197
Es en este sentido como debe entenderse la referencia simbolista a la mística. En realidad, la
reclamación de un conocimiento irracional para la actividad artística encuentra su verdadero soporte en la
estética de Schopenhauer con su teoría irracional de las ideas y su motivación emocional (ib., p. 109).
198
Op. cit., p. 107.
199
Op. cit., p. 27.
515

metasemánticas y en su tendencia a recurrir a representaciones icónicas201. En el citado


artículo, Spivak aborda la cuestión fundamental de nuestro trabajo: la relación entre la
metafísica y la alegoría: “Il ne serait pas impossible qu´il y ait là la tache la plus
profondément métaphysique qu´un écrivain moderne puisse entreprendre et que
l´allégorie soit le moyen d´expression naturel d´une « signification » que se veut
« meta »-physique” (Spivak, 1971: 435).
El caso de Baudelaire resulta más clarificador no sólo por la enorme
trascendencia de su poesía, sino también por la decidida aproximación a la alegoría que
ofrece su poética. En efecto, a diferencia de Swedenborg, la dualidad que plantea la
poesía baudelaireana consiste en la correspondencia entre la visión interior y la realidad
externa, aunque admita también la correspondencia entre los mundos divino y
natural202.
La inadecuación de los mecanismos poéticos del autor de Las flores del mal a
los postulados simbólicos de la estética idealista se pone de relieve no sólo por la
intención de proyectar en el exterior el estado de ánimo del poeta, sino también por el
hecho de que esta exteriorización se lleve a cabo a través de personificaciones203. Jauss
afirma que estas personificaciones baudelaireanas se articulan a modo de una nueva
psicomaquia que se revela contra la supremacía hegeliana de la autoconciencia204. No
obstante, a diferencia de lo que ocurre en las alegorías medievales, el mundo interior y
el mundo exterior se confunden, sin que esto quiera decir que sea posible encontrar en la
poesía de Baudelaire la consonancia que los románticos hallaban entre el alma y la
naturaleza205.
En consecuencia, puede decirse que hay en la poesía alegórica de Baudelaire una
doble reacción: una primera frente al domino de la autoconciencia, en nombre de los
poderes del inconsciente; la otra, frente a la armonía romántica entre el sujeto y la
naturaleza, en nombre de la conciencia dolorosa de la radical separación entre el hombre
y el mundo206. En Baudelaire parece romperse el falso quiasmo simbólico denunciado

200
Cf. Spivak, 1971: 427. Sobre la dificultad en definir el simbolismo y el fracaso en los intentos de
definición en el periodo del movimiento simbolista, véase Lehmann, 1950: 249-253.
201
Op. cit., p. 428.
202
Balakian, 1969: 47.
203
Ib., pp. 53-54. Lehmann puso de relieve la distancia entre la universalidad de las correspondencias y la
limitación del número de imágenes y símbolos de que un artista puede disponer (ib., p. 260-261). Parece
como si todo el amplio espectro del simbolismo universal requiriera para su expresión de una
reconducción al estrecho terreno del lenguaje poético, de la metáfora, para su expresión.
204
Jauss, 1995: 152.
205
Op. cit., p. 157.
206
Ib., p. 153.
516

por Lyotard según el cual se ha situado como fundamento de la naturaleza del lenguaje
el lenguaje de la naturaleza -cuando es precisamente el comienzo del lenguaje lo que
motiva la pérdida de lo natural- (Lyotard, 1979: 292). En el reconocimiento de la
pérdida del lenguaje original, se produce otra importante fractura de la estética idealista,
con la renuncia a las tesis cratilianas que habían imperado en estas estéticas hasta
Hegel. La alegoría baudelaireana abundará, de esta manera, en la distancia insalvable
entre lo humano y lo natural.
En este proceso de alejamiento de la estética romántica pueden entenderse las
palabras de Anna Balakian cuando afirma que el simbolismo desde Baudelaire
“convierte la actividad poética en una actividad intelectual más que emocional (… ). El
poeta se siente inclinado a descifrar, más que a transmitir o comunicar, el enigma de la
vida” (Balakian, 1969: 65). La intelectualización del símbolo en la poesía de
Baudelaire, lo aleja también de los planteamientos idealistas, desde Kant a Hegel, que
mantenían al símbolo en el plano emocional, apartado de lo conceptual207.
En efecto, la actitud baudelaireana hacia la naturaleza, tanto en su agresividad
por arrancar los secretos enigmáticos de lo natural como en su desprecio de la
naturaleza frente a lo artificial, pone de relieve la decidida situación de la poesía de
Baudelaire, pese a su dimensión crítica, dentro de las coordenadas dadas por la “era de
la técnica”208. De este modo, Baudelaire se ubica en una tradición de la Modernidad
para la que la reacción romántica contra la visión mecanicista ilustrada de la naturaleza
había significado sólo un breve paréntesis. Por el contrario, Baudelaire rechaza el
organicismo natural, desde un dualismo de claras connotaciones gnósticas en el que la
aspiración ideal a la unidad tiene un carácter esencialmente supranatural209.
Pero hay que tener en cuenta que el origen de esta actitud frente a la naturaleza
es anterior a la Ilustración. En este sentido, Blumenberg afirma que es en el origen de la
Modernidad cuando la verdad, desvinculada de la idea religiosa de “salvación”, se
subordina a un nuevo ideal de determinación humana que ya no la recibe como un don,
resultado de una actitud contemplativa de la naturaleza, sino de una adquisición, a veces
violenta, fruto de la actividad humana210.

207
Baudelaire afirma que la poeticidad no puede mantenerse al margen de la razón. La alegoría será el
instrumento que en la poesía de Baudelaire articulará la fusión entre razón y sensibilidad (cf. Baudelaire,
2000: XCI).
208
Sobre esta cuestión, véase Heidegger, 2001a: 9-32.
209
Sobre esta cuestión, véase Baudelaire, 2000: XL y ss.
210
Cf. Blumenberg, 2003: 73.
517

La verdad, en consecuencia, se vincula a la idea de trabajo211, un trabajo que ya


no será entendido como la colaboración aristotélica, primero, y cristiana, después, en la
terminación de los procesos naturales, sin que éstos puedan ser alterados; sino, por el
contrario, como la actuación vigorosa y determinante sobre lo natural, de tal modo que
la ciencia y el poder vienen a confundirse212. En esta nueva vinculación de la verdad con
el trabajo, es fácil entender, como sucede en la poesía de Baudelaire, que se estime que,
cuanto más artificial sea un ente, más verdad tiene para el hombre. La naturaleza se
reduce entonces a un entramado sobre el que el hombre actúa, sin ninguna limitación,
para descifrarlo y que termina cediendo al ímpetu de lo producido por el hombre.
Cuando Baudelaire afirma que “el nuevo Adán sólo puede formarse artificiosamente, es
decir, contra la naturaleza (… ) corrompida por el pecado original”213, hay que entender
que está esbozando una nueva lectura tipológica -lo que es esencialmente una visión
alegórica de la actividad humana en la Modernidad- en la que el nuevo Adán ya no es
Cristo sino el poeta que, a diferencia del primer hombre, no recibe la tarea de poner
nombre a las cosas en un origen sin mácula, sino que asume este cometido como una
tarea reformuladora de un mundo que debe construirse al margen –y no a imagen- de la
naturaleza envilecida.
La voluntad, uno de los elementos más importantes del pensamiento poético
baudelaireano, se constituye en el motor fundamental de esta tarea denominadora.
Ahora bien, si por una parte hemos visto cómo Baudelaire subraya que el nuevo Adán
debe formarse contra la naturaleza, y, por otra, hemos comprobado que su trabajo
adánico consiste en dar un nuevo nombre a las cosas llevado por la voluntad, hemos de
concluir que las coordenadas estéticas que traza el poeta francés se mueven no en la
órbita del símbolo sino en la del signo, en el sentido que ambos habían adquirido en la
Estética de Hegel214.
En la poesía de Baudelaire, el predominio del símil frente a la metáfora se
resuelve, en numerosas ocasiones, en su inserción en la estructura superior de la
alegoría. De hecho el símil recupera, en cierto modo, la estructura de la alegoría

211
Se trata de un proceso que arranca en torno a 1850, en autores como Flaubert, Gautier o el propio
Baudelaire en el que la idea de escritor-trabajador o artesano sustituye, al menos en parte, a la de esritor-
genio del Romanticismo (cf. Barthes, 2005: 66-69).
212
Op. cit., p. 75.
213
Jauss, 1995: 149.
214
De hecho, la posición de Baudelaire es ciertamente hegeliana en este sentido, porque, irónicamente, la
propia Estética hegeliana, aun cuando su propósito pudiera ser la preservación del arte clásico concluye,
según Paul de Man, revelando que esta tarea es imposible al terminar siendo el pensamiento y el signo,
más que la percepción y el símbolo, los paradigmas del arte (Warminski, 1996: 4).
518

deliberada medieval al incorporar, unidos, la imagen y el comentario que la descifra.


Por otra parte, la exposición sucesiva de los dos términos de la comparación sirve para
mostrar la escisión que, una vez desaparecida la ilusión de la síntesis simbólica
romántica, se constituye en el espacio en el que la poesía moderna debe aprender a
acomodarse.
La verdad construida que defiende el poeta debe convivir con esta otra verdad
que le sirve de fundamento, como defiende Bürger al afirmar que la alusión de la verdad
por el arte no puede entenderse ya en el sentido hegeliano de la fusión del sujeto con el
objeto, sino como expresión de esta contradicción entre sujeto y objeto215.
No es ajena a este proceso de descomposición de la estética, la superación de la
idea de “vivencia”, que había sido uno de los fundamentos de la experiencia estética de
la Modernidad. Como recuerda Gadamer, el concepto de “vivencia” propuesto por
Dilthey en el marco de la disolución de la filosofía hegeliana, con sus correspondencias
ya aludidas en páginas anteriores, entre el ser y el logos, pretendía facilitar el
conocimiento histórico a partir de la homogeneidad entre sujeto y objeto en la
investigación histórica; homogeneidad obvia desde el momento en que se considera que
el sujeto que investiga también es histórico. De este modo, Dilthey entendía por
vivencia, en el plano individual de un sujeto determinado, la identidad de conciencia y
objeto216: la vida, en consecuencia, se hacía objeto de interpretación.
La relación íntima de la vivencia con el simbolismo, tal y como se entiende a
partir de la estética romántica217, es puesta de relieve cuando se considera que la

215
Bürger, 1996: 91. La apuesta de Bürger a favor de un arte que pueda mostrar la verdad, aunque sea la
verdad de la no reconciliación entre el sujeto y el objeto es una reacción a las estéticas de estirpe kantiana
que excluyen la verdad de la esfera del arte. Pero también resulta opuesta a la idea gadameriana del arte al
servicio de la verdad, pero entendida ésta, de forma conservadora, como revelación intemporal del “ser
del arte” (op. cit., p. 20). En todo caso, lo que a nosotros nos interesa tratar en estas páginas no es tanto
qué tipo de verdad se ajusta mejor a los presupuestos estéticos actuales, si es que es posible entender que
existe una fórmula predominante y si es una de éstas, bien la de Bürger, bien la de Gadamer, sino que lo
que nosotros pretendemos poner de relieve es que tanto una como la otra conducen a la rehabilitación de
la alegoría, por más que, como se verá, la apuesta de Gadamer termine volviendo al símbolo, si bien en un
sentido diferente.
216
Cf. Gadamer, 1996: 282.
217
Desde la descripción de la experiencia estética kantiana –desinterés, naturaleza no conceptual,
formalismo, necesidad subjetiva y universalidad sin reglas-, se desarrolla a partir de la segunda mitad del
siglo XIX, una investigación de la experiencia estética de base psicológica, que pronto se fractura en
múltiples y contrapuestas teorías (Tatarkiewicz, 1992: 360 y ss.). La experiencia simbólica comparte
elementos de algunas de ellas, en la medida en la que el concepto de símbolo que cada autor posee incida
en un aspecto u otro. Así, es abundante la consideración de la experiencia simbólica dentro de una teoría
cognoscitiva de la experiencia estética, o, incluso no es difícil encontrar tendencias críticas que ubican la
experiencia simbólica dentro de las teorías eufóricas, de resonancias místicas, de la experiencia estética.
Estas últimas teorías han producido, como se verá en la segunda parte de este trabajo, un movimiento en
sentido contrario consistente en la atribución a la experiencia mística genuina los rasgos característicos de
la experiencia estética.
519

vivencia estética contiene siempre –en palabras de Gadamer- la experiencia de un todo


infinito, en la que lo particular representa inmediatamente el todo218. En este sentido,
Gadamer dice lo siguiente:

En cuanto que (… ) la vivencia estética representa paradigmáticamente el contenido del


concepto de vivencia, es comprensible que el concepto de ésta sea determinante para la
fundamentación de la perspectiva artística. La obra de arte se entiende como realización plena
de la representación simbólica de la vida, hacia la cual toda vivencia se encuentra siempre en
camino. Por eso se caracteriza ella misma como objeto de la vivencia estética. Para la estética
esto tiene como consecuencia que el llamado arte vivencial aparezca como el arte auténtico.
(Gadamer, 1996: 107)

Ahora bien, la idea de vivencia pertenece a una época, ya cerrada, a la que el


propio Gadamer se refiere como “el siglo de Goethe”219, esto es, el periodo que también
puede denominarse el siglo de la estética. En consecuencia, la vivencia de la obra de
arte, entendida tanto como la vivencia de la creación artística, como la vivencia de la
contemplación estética de la obra, es sólo, y así debe ser considerada, una etapa en la
historia del arte; un momento, además, ya concluido.
El final del tiempo de la vivencia artística abre la puerta a algunas
consideraciones. En primer lugar, es evidente que, caducada la idea de vivencia estética,
debe entenderse igualmente caducada la finalidad a la que ésta servía, esto es, la
experiencia de lo infinito desde la experiencia de lo particular, de la experiencia
simbólica, Puesto que la relación de la vivencia con esta experiencia no era la de un
mero instrumento que pudiera ser reemplazado por otro de análogas aplicaciones, sino
que se trataba de un elemento consustancial a la propia idea de símbolo, como resulta
patente desde las mismas palabras de Goethe con las que se abría este capítulo.
En segundo lugar, el reconocimiento de los límites cronológicos, tanto en el final
como en el origen, de la experiencia de la vivencia estética simbólica, reducida al “siglo
de Goethe”, cuestiona la propia validez de una categoría, el símbolo, que ha sido
pensada como ahistórica por las estéticas románticas –incluyendo la Estética de Hegel
en el aspecto señalado por de Man, coincidente con el sentido de “símbolo” que aquí
venimos examinando-. Es decir, si las operaciones simbólicas mediante las cuales se
abre la posibilidad de una experiencia, en términos no conceptuales, del absoluto

218
Op. cit., p. 97.
520

mediante la remisión desde lo particular a lo general son el resultado de unas


consideraciones filosóficas determinadas y propias de un momento histórico, cabe
reconducir la teoría del símbolo al interior de la historia de la filosofía, en concreto de la
metafísica, y suprimir, por tanto, el abismo que en el Romanticismo lo había escindido
de la alegoría, toda vez que, despojado de todo este aparato teórico idealista, la función
del símbolo en el discurso es análoga a la de la alegoría.
En efecto, la distancia se acorta a medida que aumenta la perspectiva temporal,
y, a nuestro juicio, todas estas evidencias de la caída de los presupuestos que
determinaron la constitución de las estéticas románticas dejan cada vez más clara la
posibilidad de examinar el símbolo moderno como un momento concreto de la historia
de la alegoría, con las particularidades y las señas de identidad propias de las ideas
metafísicas a las que ésta sirve. Para Gadamer, el cuestionamiento de la noción de
“conciencia estética” y el conocimiento de otras épocas en las que la relación con la
obra de arte se desarrollaba al margen de la experiencia estética propuesta por el
Romanticismo abre la posibilidad del regreso de la alegoría. Así, cuando Gadamer
defiende la “poeticidad” de la alegoría en el pasado, lo hace en atención a unos criterios
que igualmente sirven como argumento del valor presente de la alegoría. En efecto, dice
Gadamer que la alegoría,

Sólo es poética allí donde es seguro que hay un horizonte común de interpretación en el
que tiene lugar la alegoría. Cuando esta condición se cumple, la alegoría no tiene porqué ser
“glacial, sin vida”220. Incluso allí donde existe una estricta correspondencia entre la alegoría y su
significado, el todo del discurso poético en que aparece puede, sin embargo, conservar el
carácter de indeterminación abierta que le hace ser poética; esto es, inagotable para el concepto.
(Gadamer, 1996a: 78)

Este texto nos parece fundamental porque, por una parte, abre la posibilidad de
la alegoría moderna y, por otra, cierra el periodo de escisión de la alegoría determinado
por el símbolo, al reconocer en la alegoría –en particular en la alegoría del pasado- lo
mismo que el símbolo de la estética romántica había reclamando celosamente como
propio: su naturaleza indeterminada y, por lo tanto, su inagotabilidad. Gadamer
atribuye, o más bien reconoce, esta misma naturaleza en la alegoría. Pero este

219
Ib., p. 108.
220
Cf. Hegel, 1989: 351.
521

reconocimiento deja al símbolo sin una de sus principales razones de existir, más aún,
de haber existido. La cuestión tiene especial interés si se tiene en cuenta que Gadamer
es uno de los máximos defensores, en un contexto post-romántico, del símbolo como
representación de la verdad.
Ahora bien, ya hemos advertido que en este texto el autor de Verdad y método,
habla de la alegoría como algo pasado. En efecto, Gadamer sugiere que la alegoría sólo
puede desplegar estos efectos en aquellas épocas en las que existe un horizonte común
de interpretación. Es evidente que ésta es una alusión a la Edad Media, incluso al
Barroco, pero que no parece, en principio, tener cabida en la Modernidad. Precisamente,
la destrucción de este horizonte común era una de las causas del advenimiento de la
Modernidad. No obstante, el reconocimiento, la toma de conciencia, de esta
imposibilidad no sólo de un horizonte común de interpretación, sino de reunir
simbólicamente las escisiones que aún el Romanticismo consideraba reconciliables,
constituye ya de por sí un nuevo horizonte común, siquiera en sentido negativo, que
habilita el resurgir actual de la alegoría. De este modo, la alegoría actual sólo es posible
después de la caída de las pretensiones románticas de unidad que, ya desde la propia
etimología, había encarnado el símbolo.

6
El símbolo neokantiano
Pese al desmoronamiento de la estética romántica y a la disolución de buena
parte de sus postulados, entre ellos, seguramente, el que diera origen al símbolo en las
estéticas de Kant, Schelling y Hegel, éste se ha mantenido como una categoría de plena
vigencia en las poéticas actuales, incluso, en algún caso, con un alcance superior al que
pudieran considerar los románticos. Acaso sean Ernst Cassirer, dentro del ámbito del
neokantismo, Hans G. Gadamer, dentro de la hermenéutica de estirpe heideggeriana, y
Tzvetan Todorov, en el contexto de la Nueva Retórica, los autores que más han
contribuido a sostener la fuerza del símbolo más allá del momento idealista.
La Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer es una de las obras más
importantes en el mantenimiento no sólo de la vitalidad del símbolo sino también de la
vinculación de éste con el mito, más allá de la nueva mitología de Schelling. Los
trabajos de Cassirer deben ser entendidos dentro del ámbito del neokantismo y del
522

horizonte epistemológico de una doctrina que, pese a su nombre, debe en sus


planteamientos y objetivos más a Fichte y Hegel que al propio Kant221.
El neokantismo se caracteriza por poner todos los recursos de la filosofía al
servicio de la fundamentación del conocimiento científico222. Estos presupuestos
permiten al neokantismo en general y a Cassirer en particular aventurar una filosofía del
mito –no sólo del mito sino de todos aquellos fenómenos expresivos que no son aún
científicos-, lo que en sí mismo resulta una paradoja, puesto que, como se verá
seguidamente, este punto de partida, la concepción de una “filosofía del mito” rompe el
hiato existente de forma sustancial entre mito y logos223.
Con estos presupuestos, Cassirer enfoca su trabajo advirtiendo de que lo que
interesa en el estudio del mito no es el contenido representativo mitológico sino el
significado que tiene para la conciencia humana y la influencia espiritual que ejerce
sobre la misma. Se trata, por lo tanto, de aprehender al sujeto del proceso cultural en su
pura actualidad, evitando reduccionismos que partan de la divinidad como un hecho
metafísico (teogonía) o de la humanidad como hecho empírico originario
(antropogonía). En este sentido, Cassirer alude a la exégesis alegórica en sus diferentes
modalidades del evemerismo y la alegoría física para negar que con ella pueda
explicarse la realidad peculiar que el elemento mítico ofrece a la conciencia224. La
unidad del mito ha de buscarse, por el contrario, en el modo en que sus elementos se
asocian para producir una particular totalidad espiritual, un mundo de significación
simbólico.
El pensamiento mítico se caracteriza por la falta de diferenciación entre lo
meramente representado y la percepción real, entre el deseo y su cumplimiento, entre
imagen y cosa o entre el sueño y la vigilia. En consecuencia, Cassirer plantea el
pensamiento mítico como una forma de intuición que, como observa Blumenberg,
impone la percepción de la expresión de las cosas sobre la propia percepción, o lo que
es lo mismo, la polisemia de la expresión sobre la univocidad de la percepción:

221
Cf. Gadamer, 2002: 57 y ss.
222
Op. cit., pp. 95-96. En la conversación de Davos con Cassirer, Heidegger afirma que el neokantismo
ha entendido la Crítica de la razón pura, no como una obra cuya preocupación fuera el problema de la
ontología, sino como teoría del conocimiento respecto a la ciencia natural (Heidegger, 1993: 211 y ss.).
Véase también para una crítica, en el mismo sentido, al neokantismo, Vattimo, 1993: 33.
223
Cf. Blumenberg, 2003a: 59.
224
En este aspecto, Cassirer no hace sino desarrollar unas ideas que ya estaban en Schelling (cf. Dorfles,
1967: 38). Por nuestra parte, ya expusimos en los primeros capítulos de este trabajo cuál es, a nuestro
juicio, la relación de la alegoría con el mito y de qué modo se establece dicha relación entre ambos.
523

Ya que, no obstante [en opinión de Cassirer], la cara que muestra el mundo depende del
estado afectivo de aquel a quien se muestre, no puede haber una participación intersubjetiva de
ello más que comunicando la propia subjetividad, en la historia narrada (… ). Pero no puede
atribuirse al mito, ciertamente, una objetividad teórica o precientífica; pero sí una
“traducibilidad” intersubjetiva, que, en lo formal, esté incomparablemente más cerca del valor
de la objetividad que de la vivencia de alguna expresión de tono afectivo.
(Blumenberg, 2003a: 184)

Hay, en cualquier caso, una proyección de los valores de las estéticas idealistas
de la vivencia y del símbolo, así como de la división moderna entre sujeto y objeto en el
planteamiento de la teoría del mito de Cassirer. Es precisamente la proyección de estos
postulados sobre el pensamiento mítico lo que hace coincidir necesariamente al mito
con el símbolo estético, no como se desarrolló efectivamente en la poesía del siglo XIX
sino como la aspiración planteada por estas estéticas.
Cuando habla del símbolo, Cassirer parte de un concepto tradicional y establece
la diferencia con el mito en que detrás del símbolo existe un significado al que éste
apunta, el mito, que queda así convertido en misterio. Es por esto por lo que para
Cassirer, el Romanticismo no superó, pese a sus intentos, el alegorismo. En el mito, a
diferencia de lo que ocurre en el símbolo tal como lo interpreta Cassirer, la imagen no
representa la cosa sino que lo es; en el mito no hay representación de un suceso sino el
suceso mismo y su acontecer inmediato, tal como se pone de manifiesto en el rito225.
A continuación, expondremos algunos de los rasgos más importantes del
pensamiento mítico, en la concepción de Cassirer, con la intención de poner de relieve
los paralelismos entre estos elementos y las características que se han atribuido al
símbolo a lo largo del tiempo transcurrido desde la Crítica del Juicio hasta nuestros
días.
En primer lugar, Cassirer afirma que la analogía no encaja en este mundo del
mito porque al no haber una clara distancia entre las cosas tampoco hay necesidad de
superarla. El simbolismo decimonónico, por el contrario, es para Cassirer una forma de
ironía. En el mito la idea de analogía retrocede ante la de identidad.
Con relación a la idea de causalidad también es necesario realizar algunas
precisiones; no es que el pensamiento mítico carezca de las nociones de causa-efecto
sino que las relaciones entre las cosas se entienden en un sentido tan amplio que el mero

225
Cassirer, 1998: 62-63.
524

contacto espacial o temporal entre las cosas ya establece entre ellas relaciones de
causalidad.
La relación del todo con las partes también opera de un modo diferente al
modelo racional lógico. El todo no tiene partes sino que cada una de éstas es el todo, y
ambos conceptos están entrelazados en un destino común que excluye al azar aún
cuando de hecho se hayan disgregado. No existe tampoco relación entre género y
especie ni hay una clara separación entre las nociones de cosa y atributo. De esta
manera, el atributo engloba la totalidad de la cosa desde un ángulo determinado. Al
pensamiento mítico le basta cualquier semejanza en la apariencia para agrupar en un
solo género las entidades en que dicha semejanza aparece.
Esta concepción afecta a las ideas de tiempo y espacio, así como al modo de
entender la sucesión y la simultaneidad226. Frente a la homogeneidad del espacio
conceptual, en el espacio mítico cada lugar y cada dirección están revestidos de un
acento particular que se deriva de la antítesis sagrado / profano que afecta a toda la
concepción de la realidad estableciendo regiones accesibles y otras de carácter sagrado,
cercadas y protegidas del entorno.
La separación de lo sagrado y lo profano se supera mediante el sacrificio. Por
una parte, el sacrifico entraña una renuncia que el “yo” se impone a sí mismo para,
mediante estas privaciones, conseguir la consecución de sus deseos. Posteriormente, al
interiorizarse el sacrificio, de tal modo que la intención del que sacrifica prima sobre lo
sacrificado, por lo que se produce un giro decisivo en el centro de interés del dios al
“yo”227.
El espacio mítico se construye según un modelo determinado que puede
manifestarse en mayor o menor escala pero que siempre es el mismo. La forma no se
descompone en elementos homogéneos sino que permanece en sí misma sin verse
afectada por cualquier clase de división. La forma de la realidad y de la vida está dada
desde el principio como forma acabada que únicamente necesita explicitarse y
desenvolverse en el tiempo228. De este modo, puede afirmarse, en nuestra opinión, que
la cuestión del destino, del fatum responde más a criterios espaciales que temporales y
evidencia la íntima unión que ambas categorías tienen en el pensamiento mítico.

226
Cassirer, 1998: 73-80.
227
Ib., pp. 272-281.
228
Ib., pp. 119-125.
525

Con relación a la categoría de tiempo229, el pasado mítico, a diferencia del


pasado histórico, es absoluto y no necesita, en cuanto tal, ninguna explicación. El mito
diferencia entre ser y devenir, entre presente y pasado pero una vez que llega a éste se
detiene como si fuera algo permanente e incuestionable, un pasado que siempre ha sido
pasado230.
La existencia, el tiempo humano, se articula a partir de ciertas fases que van
marcadas por ritos que le dan un sentido propio. Estos ritos destruyen la continuidad de
la vida de tal manera que cada vez que se supera uno de éstos, el ser humano aparece
como otro “yo”. En nuestra opinión, esta división de la vida en fases independientes en
las que el “yo” adquiere una nueva alma, ayuda en la literatura del momento a la
creación de los tiempos míticos, los pasados infantiles tan importantes en la obra de
autores contemporáneos de Cassirer, como Rilke, Juan Ramón Jiménez o Marcel Proust
que, además, de un modo que también recuerda la indivisión mítica entre tiempo y
espacio, se unen indisolublemente a lugares determinados ubicados en un pasado eterno
como son los casos tan conocidos de Moguer y Combrai.
El número tiene asimismo una enorme importancia para el pensamiento
231
mítico . El mito, siguiendo la creencia de que las cosas que comparten cualquier
similitud de contenidos devienen mitológicamente lo mismo, considera que las cosas
que comparten el mismo número también quedan enlazadas entre sí232.
De esta manera, el pensamiento mítico agrupa las cosas por simpatía mágica
frente a la ordenación teorética empírica que agrupa las cosas en géneros y especies
sobre la base de su dependencia causal. De ahí que la mitología presente esa confusa
unión de dioses, hombres y animales.
Para Cassirer es el arte el que descubre al hombre una imagen de sí mismo en
cuanto a tal. Considera que la poesía homérica supone la crisis de la conciencia mítica
puesto que presenta al héroe como hombre individual sujeto de la acción y del
sufrimiento. La tragedia, por su parte, opone al entusiasmo dionisiaco en el que tiene su
origen, un sentimiento nuevo, el del “yo” y la mismidad. El culto a Dionisio persigue el

229
Ib., pp. 140-180.
230
Sobre este pasado esencial dice Eugenio Trías que es “condición liminar y limítrofe que hace posible
que haya tal cosa como una memorización, un relato, un cántico. Si ese pasado esencial se pierde de vista,
entonces se concibe el pasado como mera “ausencia” o “no ser” en relación a un presente, como función
de éste, como pasado del presente”, Trías, 1999: 207.
231
Ib., pp. 181-197.
232
Desde muy antiguo, la exégesis alegórica había desarrollado una serie de instrumentos de
interpretación en torno al número que tiene su origen en el pitagorismo y que se extiende, sobre todo, a
526

éxtasis a través del cual el alma rompe las cadenas de la individualidad para unirse a la
vida universal, frente al aislamiento trágico. Para Cassirer, la tragedia se aparta de la
épica en cuanto traslada el centro de la acción de afuera a dentro, dando lugar, así, a una
nueva forma de autoconciencia ética a través de la cual se transforma la idea de la
esencia y forma de los dioses233.
Cassirer estudia, a continuación, el pensamiento cristiano con relación al
pensamiento mítico, observando que existe un profundo paralelismo entre uno y otro234.
Dados los objetivos de este trabajo, resulta necesario detenerse en el estudio que
Cassirer realiza de la mística cristiana. La visión de Cassirer de la mística está en
estrecha relación con los rasgos del pensamiento mítico. La mística, en su opinión,
rechaza tanto los elementos mitológicos como los elementos históricos de la fe. Se
esfuerza por superar el dogma porque incluso éste implica la limitación y el aislamiento.
La encarnación de Dios se entiende, desde el punto de vista místico, como un proceso
que se efectúa incesantemente en la conciencia humana. En este sentido, dice Eckhart
que el Padre engendra a su hijo sin cesar.
Para Cassirer, la mística cristiana pugna por reducir esta polaridad Dios / hombre
a pura correlación, aunque esta polaridad deba conservarse en cuanto a tal. La mística
parte de la teología negativa ya que deben abandonarse todas las condiciones del ser
finito y empírico. La búsqueda de la nada se refiere siempre al ser y no al “yo”. La
religión cristiana que parte del “yo” individual, del alma individual no puede entender la
liberación del “yo” de otro modo que liberación para el “yo”. Cassirer observa que,
incluso en aquellos casos en los que la mística se aproxima al budismo dejando que el
“yo” se extinga en Dios, existe un esfuerzo por preservar la forma individual de esa
misma extinción, de tal modo que el “yo” sabe de ese abandono de sí mismo235.
La necesidad cristiana de salvar siempre el “yo” adquiere, como es bien sabido,
una de sus expresiones más intensas en la obra de Unamuno en la que se reviste de un
carácter paradójico al llevarse a sus últimas consecuencias: uno de los presupuestos
fundamentales de la religión cristiana, la salvación del “yo” individual, se convierte en
un terrible obstáculo para aceptarla236. Trías recuerda que en la mística el vaciado

partir del platonismo medio y la obra exegética de autores como Filón y Clemente de Alejandría, o
Numenio de Apamea.
233
Ib., pp. 244-247.
234
Paralelismo observado también por Freud en Tótem y tabú.
235
Cassirer, 1998: 306-307.
236
Sobre el individualismo místico, dice Unamuno: “Y es tan fuerte el individualismo este, que si San
Juan de la Cruz quiere vaciarse de todo, busca esta nada para lograrlo todo, para que Dios y todo en El sea
527

absoluto que se produce en el interior del creyente místico es un requisito que da paso al
nacimiento de Dios en su interior. Por lo tanto, el místico se convierte en co-responsable
de la esencia y manifestación del propio Dios, consumándose su ser-uno con Dios
(Trías, 1999: 165-166).
Sin embargo, debemos recordar que la mística cristiana no es, pese a su fuerte
contenido doctrinal, un fenómeno unitario ni un concepto que haya permanecido
inalterable desde sus primeras formulaciones por los Padres de la Iglesia. Los rasgos
que Cassirer atribuye a la mística cristiana resultan imprecisos y, en esta
indeterminación, no parece que puedan ser plenamente aplicables a ninguna
formulación mística concreta históricamente producida.
Pero el cristianismo, siempre según Cassirer, se distanciará del pensamiento
mítico en su diferenciación entre imagen y cosa que para el mito eran lo mismo. La
existencia será transformada en metáfora, produciéndose, como se verá más adelante,
una rigurosa separación entre copia y arquetipo, de forma similar a las conclusiones
que, por cauces distintos, propone la filosofía platónica237. Ambas se influirán -dice
Cassirer- mutuamente en el neoplatonismo cristiano.
Para Cassirer, como se apuntaba al comienzo, la analogía es propia del
alegorismo frente a las correspondencias que pertenecen a lo propio del símbolo. La
distinción es interesante porque la crítica ha entendido tradicionalmente ambos
conceptos como sinónimos 238. Pero Cassirer no considera que ésta sea sinónimo de
correspondencia. Frente a la analogía alegórica, dice Cassirer, la correspondencia se
funda en el principio platónico de armonía universal, que, a través de la mística, alcanza
campos ajenos a la esfera religiosa, como es la teoría de la mónada de Leibniz, después
desarrollada de nuevo en el ámbito de la filosofía religiosa por Schleiermacher239. La
mónada, como algo completamente hermético e independiente que carece de puertas y
ventanas, es también espejo viviente del universo. Se constituye, dice Cassirer, una
especie de simbolismo en el que el signo se ha desprendido de toda particularidad y

suyo” (Unamuno, 1986: 104). Más adelante, insiste: “[los místicos españoles] Buscaban por renuncia del
mundo posesión de Dios, no anegamiento en El” (op. cit., p. 105). Unamuno en este pasaje alude, aún sin
mencionarlo ni delimitarlo con precisión, al concepto del amor extático por oposición al concepto físico
del amor. En todo caso, conviene recordar que las observaciones de Unamuno -con todas las precisiones
que deben serle aplicadas- no es únicamente propia de los místicos españoles sino de buena parte de la
mística crístiana desde la Edad Media.
237
Cassirer, 1998: 304-309.
238
Hay, en todo caso, un problema de terminología, puesto que la analogía se vincula en general a las
correspondencias, mientras que el símbolo, en la estética romántica y post-romántica, se suele relacionar
más con términos como “representación”, “identidad” o incluso “remisión”.
239
Cassirer, 1998: 315-319.
528

accidentalidad convirtiéndose en expresión de un orden universal. Por eso, “lo espiritual


ya no se mezcla con lo sensible a fin de crear una copia o analogía de sí mismo, en la
cual también pueda manifestarse sino que la totalidad de lo sensible es el auténtico
campo de revelación de lo espiritual” (Cassirer, 1998: 316). En Leibniz se produce el
encuentro y síntesis entre lo simbólico y la racionalidad como requisitos necesarios para
entender todo ser y acaecer240.
En nuestra opinión, la diferencia entre el simbolismo y el pensamiento mítico, al
menos en el enfoque neokantiano, cabe cifrarla, no obstante las matizaciones de
Cassirer, en la analogía. Efectivamente, existe una enorme proximidad entre las
concepciones míticas de tiempo, espacio o número y los procedimientos de expresión
simbólica. Sin embargo, lo que para el pensamiento mítico era un modo de ser-en-el-
mundo241, en el simbolismo moderno es un modo de conocimiento y comunicación de
la realidad que convive pacíficamente con otros modos lógicos, teórico-empíricos en
palabras de Cassirer, que resultarían de todo punto incompatibles con el pensamiento
mítico. De tal forma que, para que esta convivencia sea posible, es necesario entender
que el símbolo, tal como se concibe en la teoría del conocimiento, actúa como, es decir,
a modo del mito, en un intento de aproximarse a éste desde presupuestos
completamente distintos242.
El pensamiento mítico no concibe la existencia de la nada, del no-ser, que es, a
nuestro juicio, el conocimiento primero para que sea posible el proceder simbólico. Este
vacío está también, desde luego, en el origen de la ironía243 y el desarrollo alegórico

240
La influencia de Leibniz es patente en otros autores como Proust. Para Deleuze, la esencia proustiana
es “la diferencia cualitativa que existe en la manera en que nos aparece el mundo” (Deleuze, 1995: 53).
La comunicación establece falsas interpretaciones porque estas mónadas están cerradas unas frente a
otras. La amistad, el amor, las relaciones sociales generan una serie de falsas expectativas que inducen
siempre a confusión. Sólo el arte, en el universo proustiano, permite que salgamos de nosotros mismos,
porque nuestras únicas ventanas son todas individuales. Sin embargo, como añade Deleuze, el platonismo
también aparece en Proust para afirmar que el sujeto y el ser son cosas diferentes, de tal manera que no es
el sujeto quien explica la esencia, sino que es la esencia quien se implica, se envuelve, se enrolla en el
sujeto (Deleuze, 1995: 55). De tal modo que podemos reconocer en esta descripción del pensamiento
proustiano realizada por Deleuze algunos de los rasgos del simbolismo expuestos anteriormente. Por un
lado, la presencia del pensamiento de Leibniz con la aparición de esas mónadas que cumplen una función
similar a la expuesta por Cassirer, esto es, encarnar la esencia por correspondencia, no por analogía, en
este envolver del ser al que se refiere Deleuze; por otra parte, la necesidad del arte, para superar la
diferencia entre los sujetos que se deriva del carácter hermético de estas mónadas y que podemos
relacionar con el procedimiento de conocimiento simbólico descrito por Sperber como representación de
una representación primera y, en cierto modo, fracasada.
241
Heidegger, 1999: 376.
242
La actuación del símbolo a modo del pensamiento mítico es sólo posible en virtud de una concepción
reductora y ahistórica del mito, en los términos expuestos por Vernant.
243
Cuando decimos que el vacío está en el origen de la ironía, aludimos al “origen” en un doble sentido,
como presupuesto insoslayable de la formulación del discurso irónico, y en un sentido histórico
propiamente dicho. En efecto, el concepto de “vacío” -junto con el de “infinito”- fue introducido en el
529

moderno, pero si en estos se conforma como una barrera infranqueable sobre la que
construyen su desarrollo, en el simbolismo romántico, el vacío es tan sólo un punto de
partida, que se caracteriza por ser superado, sin que por ello, se pierdan unos cimientos
fuertemente arraigados en el mismo. Esta situación hace que en la exégesis del símbolo
subsista una especie de frustración al buscar en muchas ocasiones el mito de forma
directa, prescindiendo de ese a modo de que hemos señalado.
Así, Gadamer observa que la experiencia de lo simbólico quiere decir que existe
ese otro fragmento que completará nuestro fragmento vital, consistiendo la experiencia
de lo bello en la evocación de un orden íntegro posible dondequiera que éste se
encuentre244. Gadamer parece responder aquí a las características que Heidegger
atribuye a la apariencia (en la que incluye al símbolo, al signo, al síntoma y al indicio)
frente al fenómeno. Si lo propio del fenómeno es mostrarse a sí mismo, la apariencia se
anuncia en cuanto a no mostrarse. Este no mostrarse se refiere a aquello que “se hace
patente en lo no patente o que irradia de esto de tal forma que se concibe como lo
esencialmente nunca patente” (Heidegger, 1998b: 40-41).
Tal vez éste ha sido una de las dificultades fundamentales en la aproximación al
problema del símbolo desde el punto de vista mítico, en la que, tomando su manera
mítica por contenido verdadero, se ha pretendido buscar en él la expresión de algo
oscuro y extraño a la realidad. Ciertamente esta búsqueda, ya desde Schelling, se origina
como síntoma del vacío de la Era de la Técnica. En este sentido, Ricoeur ha enlazado el
fundamento del mecanismo simbólico-mítico con el momento histórico del “olvido de
los signos sagrados y aun del mismo hombre en cuanto que pertenece al mundo de lo
sagrado” (Ricoeur, 1969: 701).
Así pues, resulta razonable, desde el punto de vista del propio desarrollo de la
metafísica, que el símbolo continuara más allá del Romanticismo, incluso cuando se
hubieran desmoronado las bases teóricas que lo fundamentaban, porque, pese a la
destrucción de estos fundamentos, las aspiraciones y anhelos que dieron lugar al
símbolo de la estética moderna han permanecido incólumes. En este sentido resulta
revelador observar cómo Ricoeur plantea la aparición de una hermenéutica de los
símbolos en términos de necesidad, una necesidad que pasa por el respeto del “misterio”

pensamiento griego por Demócrito en el contexto de su teoría atomista. Ahora bien, como observa
Gadamer, “En el pensamiento atomista de la naturaleza reside una deformación de la imagen natural del
mundo orientada por las figuras de las cosas y los seres, y con ello, un vaciamiento de sentido de todo
acontecer” (Gadamer, 2001b: 101).
244
Gadamer, 1998: 85.
530

del símbolo de tal forma que resulta compatible con la necesaria “urbanización
intelectual” de su territorio:

Necesitamos una interpretación que respete el enigma original de los símbolos245, que
aproveche sus luces y sus lecciones; pero que sobre ese fundamento siga promoviendo el
sentido y formándolo en la plena responsabilidad de un pensamiento autónomo (… ) Esto no
quiere decir que se pueda volver a vivir la ingenuidad primitiva perdida irremediablemente.
Pero la interpretación puede abrir las puertas de la comprensión.
(Ricoeur, 1969: 703)

De este modo, Ricoeur parecía pretender encontrar un término medio entre la


propuesta remitificadora de Schelling y el reconocimiento de esta imposibilidad por
parte de Hegel, que había condenado el símbolo al pasado. Pero lo que Ricoeur propone
no escapa, a nuestro juicio, del ámbito planteado por el pensamiento de Schelling.
Simplemente trata de trasladar la ingenuidad mitificadora al momento de la
interpretación: “La crítica debe desmitologizar, es decir deslindar mythos y logos. Pero
precisamente al acelerar el movimiento de desmitologización246, la hermenéutica
moderna nos revela la dimensión del símbolo en su calidad de signo originario de lo
sagrado” (Ricoeur, 1969: 707)247.
Pero la tensión entre el exceso de sentido que suponen los símbolos y la
necesidad derivada de las exigencias hermenéuticas –con sus vertientes éticas y
filosóficas- sitúan la teoría de Ricoeur en una posición comprometida de difícil
solución. Por una parte, el autor de La metáfora viva, ha postulado la existencia del
símbolo como realidad extralingüística límite; más allá, incluso, del mito, que es ya una
primera interpretación del símbolo. El símbolo ricoeuriano sería el resultado de la
exploración de las dimensiones de “lo sagrado” humano. De esta manera, Ricoeur
apartaba su reflexión sobre el símbolo de la esfera del lenguaje y, en concreto, de la
semántica y de las discusiones en torno a la polisemia de la palabra, la ambigüedad de

245
El subrayado es nuestro.
246
Dice Ricoeur sobre este proceso de desmitologización: “Al perder sus pretensiones explicativas es
cuando el mito nos revela su alcance y su valor de exploración y de comprensión, que es lo que luego
denominaré su “función simbólica”, es decir, el poder que posee para descubrirnos y manifestarnos el
lazo que une al hombre con lo sagrado” (Ricoeur, 1969: 238).
247
Para la evolución del concepto de interpretación en Ricoeur, desde el enfrentamiento con el
estructuralismo en los años sesenta, cuando afirmaba que la misión de la hermenéutica era la
interpretación de los símbolos considerados aisladamente, hasta la redefinición de la hermenéutica
centrada en la interpretación de los textos, articulada entre el “explicar” y el “comprender”, puede verse
Ricoeur, 1999: 64-81 y Calvo Martínez, 1991: 117-136.
531

la frase y la plurivocidad del discurso248. Esto es, alejaba el mundo del símbolo de la
cuestión lingüística. No obstante, esta tensión entre el símbolo y el discurso se ha ido
posteriormente suavizando, de tal modo que en la obra del último Ricoeur –por ejemplo
en Tiempo y narrativa- el símbolo extralingüístico se retira frente a símbolos de
segundo nivel, el uso simbólico del discurso y la concepción de la metáfora viva249.
El concepto que Ricoeur ofrece de la metáfora se acerca ciertamente a la
concepción del símbolo defendida por otros autores contemporáneos: en primer lugar, la
metáfora se sitúa en el ámbito de la oración, no en el de la palabra individual –en
Tiempo y narrativa extenderá su ámbito hasta el nivel del discurso-; en segundo lugar,
la metáfora viva no admite la simple traducción al lenguaje literal, como si se tratara de
una sustitución de éste por cuestiones de retórica o economía del discurso. Por el
contrario, la metáfora viva es un mecanismo de innovación semántica que no sólo da
lugar a un nuevo sentido, sino que –en tercer lugar- redefine la realidad a la que se
refieren. Finalmente, lo hace de un modo que es compatible con el discurso conceptual
o filosófico250. Así, la metáfora de Ricoeur goza de la referencialidad y la
intraducibilidad simbólicas, incluso pueden aludir al mundo cósmico, onírico y poético,
del que derivan los símbolos. Pero, desde su óptica, no son símbolos, porque, en última
instancia, están sometidas al mundo del logos.
Por otra parte, Ricoeur a partir de su crítica al estructuralismo251, reconoce la
necesidad de diferenciar entre el lenguaje como sistema y discurso como uso. En este
segundo caso, el lenguaje, como hemos visto que puede ocurrir con la metáfora, admite
la utilización simbólica. En este punto se acerca a Cassirer, cuya doctrina había
rechazado anteriormente252, al reconocer la función representativa de los símbolos en la
conformación de los procesos culturales que forman la experiencia. Se trata, en todo
caso, de símbolos de segundo nivel 253, cuya delimitación en la obra de Ricoeur resulta
bastante vaga254.
Para concluir nuestra reflexión en torno a la actuación del símbolo a modo del
pensamiento mítico, debemos recordar el concepto de lenguaje en la Filosofía de las
formas simbólicas. Luis Garagalza recuerda que en el sistema cassirerano el lenguaje

248
Cf. Pellauer, 1995: 109.
249
Ricoeur, 2000. La primera edición es de 1980.
250
Cf. Pellauer, 1995: 107.
251
Pellauer, ib., p. 106.
252
Ib., pp. 104-105.
253
¿Nos encontramos ante una nueva reformulación de la vieja distinción entre símbolo y sintema?
254
Sobre éste y otros problemas de la teoría simbólica de Ricoeur, cf, Pellauer, op. cit. pp. 114-116.
532

tiene un papel mediador entre “el pre-lenguaje mítico, pregnante y presentativo, y el


post-lenguaje lógico-científico, vacío y puramente significativo”255. Frente al
pensamiento mítico, el lenguaje es esencialmente representativo. Esta función
representativa de la realidad conserva, pese a la enorme distancia que separa la vivencia
mítica de la representación lingüística, un elemento intuitivo pregnante del que carece
por completo la notación convencional de carácter científico-abstracto256 (Garagalza;
2001, 131). El lenguaje se convierte así, tal y como advertíamos al comienzo de estas
páginas sobre Cassirer, en un puente que comunica el mito y el logos sin eliminar la
diferencia existente entre ambos. Pues bien, cuando decimos que el símbolo en el
contexto neokantiano, actúa a modo del pensamiento mítico queremos decir que el
lenguaje dirige su función representativa hacia la función presentativa del pensamiento
mítico, de forma que se convierte en una representación de ésta.

7
El símbolo en el pensamiento de Tzvetan Todorov
Tzvetan Todorov acaso sea el teórico que más se ha ocupado del símbolo
literario en el último tercio del siglo XX. En las páginas siguientes, estudiaremos el
concepto de símbolo en la obra de Todorov a partir de tres de sus textos fundamentales:
Introduction à la Symbolique, Théories du symbole y Symbolisme et interprétation.
En el artículo Introduction á la Symbolique257, el punto de partida, es decir, la
búsqueda de lo específicamente literario, de aquello que permita la constitución de la
literatura como ciencia autónoma, está formado por elementos tomados del formalismo
ruso y del neokantismo. La concepción de la poética como ciencia cuyo objeto sea la
literatura requiere de la intransitividad de ésta última para poder garantizar su
autonomía. La intransitividad sirve, en el entramado teórico urdido por Todorov, para
bloquear los argumentos que desde el Ión platónico, renovados por la invasión del
territorio de lo literario de otras disciplinas como la filosofía, la sociología o la
psicología, se habían opuesto a la configuración de un objeto puramente literario que
permitiera hablar de una poética, entendida neokantianamente como una “ciencia” de la

255
Garagalza, 2001: 138.
256
En su comparación entre el pensamiento mítico y el pensamiento lógico-científico, Cassirer parte de
algunos elementos de las teorías de Lévy-Brulh, (Meletinski, 2001: 42). Las teorías de Lévy-Bruhl son
objeto de estudio en el mismo libro de Meletinski (pp.39-41).
257
Todorov, 1972.
533

literatura. Así, la intransitividad, después articulada a través del símbolo, se convierte en


el celoso guardián que custodia el “en sí” del “objeto de conocimiento” literario: “La
renuncia del conocimiento de la literatura en sí misma no es sino un caso particular de
una renuncia global de toda actividad simbólica que se traduce por la reducción del
símbolo a mera función o a un simple reflejo” (Todorov, 1972: 275).
Ahora bien, de forma sorprendente, lo que en un primer momento había sido el
encuentro del elemento definidor de la poética, el símbolo, se convierte rápidamente en
un instrumento de expansión hacia otras esferas de la cultura, enlazadas –a veces
incluso sometidas- a la tiranía de la simbólica en virtud de una concepción que hace del
símbolo el fundamento de cohesión de diversos tipos de textos.
Así pues, el planteamiento de Todorov está constituido por dos movimientos
consecutivos y opuestos: en un primer momento, se produce un movimiento de
concentración, de pliegue de la poética sobre sí misma, en la búsqueda del elemento
definitorio de la poeticidad; en un segundo momento, se desarrolla un movimiento en
sentido contrario, expansivo, caracterizado por el paso de la poética a la simbólica,
hacia todo otro tipo de textos, llevado a cabo en virtud de la enorme capacidad de
penetración del símbolo. A nuestro juicio, este segundo movimiento desnaturaliza la
empresa llevada a cabo por el paso anterior; Todorov abandona la construcción de una
poética para articular la creación de una simbólica.
La propuesta de Todorov invierte, en realidad, el papel de la vieja alegoría
hermenéutica: si ésta, en un mundo que desconocía la literatura, abordaba la
interpretación de los textos homéricos, no concebidos desde luego como literarios,
desde los códigos de la teología, la física o la moral; la simbólica de Todorov invade
estas mismas disciplinas desde una posición -concebida originariamente en su propio
sistema- para la literatura. Este impulso expansivo devuelve a las críticas del Ión toda su
vigencia.
Éste es el primer punto, por lo tanto, en el que debemos detenernos en nuestro
análisis: la determinación del símbolo como el elemento fundamental de la poeticidad.
La elección del símbolo como sustrato fundamental de la poeticidad ya había
sido elaborada por otros críticos. Tal es el caso de Northop Frye quien en su ya clásico
Anatomy of Criticism aborda el problema de la especificidad de lo literario desde un
punto de partida que parece próximo a Todorov, al comenzar también reflexionando
534

sobre la invasión de la literatura por parte de otras disciplinas258. Frye no duda en


calificar todo comentario de orden externo a la literatura como alegórico259: “It is not
often realized that all commentary is allegorical interpretation, an attaching of ideas to
the structure of poetic imagery. The instant that any critic permits himself to make a
genuine comment about a poem (… ) he has begun to allegorize”260 (Frye, 1957: 89).
Una vez detectado el problema, Frye define el símbolo como cualquier unidad –
palabra, frase o imagen, a veces sonidos como en el caso de la aliteración- de una
estructura literaria que puede ser aislada por la atención critica261. Frye señala dos
momentos en la lectura: el momento centrífugo, en el que el lector dirige su atención
hacia el significado, y el momento centrípeto, en el que se concentra en los aspectos
verbales del poema. Esta segunda etapa es, a juicio de Frye, la puramente crítica: “El
New Criticism, basado en la concepción del poema como una ambigua estructura de
temas entrelazados, mira el modelo poético del sentido como una textura que se
contiene a sí misma, y piensa que las relaciones externas del poema no deben verse
desde el punto de vista histórico o didáctico, sino desde la advertencia horaciana de
favete lingus”262.
Así pues, aunque Frye y Todorov abordan el problema de lo específico literario
desde un análisis previo de la situación, que puede resultar, en principio, similar –la
penetración en el dominio de lo literario, de elementos ajenos a éste-, y aunque ambos
intentan salvar el territorio de la poeticidad a través del símbolo, el desarrollo de sus
ideas los separa radicalmente, entre otras cosas, porque en la teoría de Frye no se
produce -ni puede producirse desde su concepción formal del poema263- el movimiento
expansivo de lo simbólico que hemos visto en el planteamiento de Todorov. Esta

258
La crítica de Frye no está exenta de sarcasmo y agudeza: “The modern student of critical theory is
faced with a body of rhetoricians who speak of texture and frontal assaults, with students of history who
deal with traditions and sources, with critics using material from psychology and anthropology, with
Aristotelians, Coleridgians, Thomists, Freudians, Jungians, Marxists, with students of myths, rituals
archetypes, metaphors, ambiguities, and significant forms. The student must admit the principle of
polysemous meaning, or choose one of these groups and then try to prove that all the others are less
legitimate.” (Frye, 1957: 72).
259
Más adelante, veremos una reflexión similar sobre el alegorismo a cargo de James Simpson (Simpson,
2003).
260
Frye distingue entre el comentario alegórico y la alegoría real, expresión con la que alude a lo que
nosotros hemos llamado alegoría deliberada: “We have actual allegory when a poet explicitly indicates
the relationship of his images to examples and precepts, and so tries to indicate how a commentary on
him should proceed” (Frye, 1957: 90).
261
Op. cit., p. 71.
262
Ib., p. 82.
263
“Formal criticism is commentary, and commentary is the process of translating into explicit or
discursive language what is implicit in the poem. Good commentary naturally does not read ideas into the
535

expansividad no es posible porque Frye, al contrario que Todorov, no considera al


símbolo como elemento fundacional, sino como elemento constitutivo, de lo literario.
La diferencia es obvia: para Todorov, el símbolo hace posible la literatura, pero, como
seguidamente veremos, no es en sí propiamente literario; para Frye, por el contrario, el
símbolo es la unidad básica, en sentido material, de la literatura. En consecuencia, el
“símbolo literario”, que es la acepción que interesa a Frye, no existe fuera de la
literatura. Esto no significa que no puedan existir planteamientos simbólicos fuera de lo
literario, sino que, para Frye, éstos se ubicarán en una esfera diferente, apartada del
terreno acotado para la competencia del crítico literario.
Las tesis de Frye, aunque suponen un claro freno al alegorismo interpretativo –
ésta es la dimensión en la que opera la intransitividad de su simbolismo-, desde el
momento en que presumen en el autor la mera voluntad de decir sólo su poema y le
exigen también que comparta la concepción de la poesía y de su función defendida por
el crítico, proyectan sobre el poema una serie de criterios que no están propiamente en
él –lo que en su concepción de las cosas acaso pudiera ser calificado de alegorismo-,:
“What the poet meant to say, then, is literally the poem itself. (… ). Commentary, which
translates the implicit into the explicit, can only isolate the aspect of meaning, large or
small, which is appropriate or interesting for certain readers to grasp at a certain time.
Such translation is an activity with which the poet has very little to do” (Frye, 1957:
87)264. Sin embargo, el Frye posterior a Anatomy of Criticism se abrió a una concepción
de la literatura más permeable en la que, admitiendo la heterogeneidad y aun la
historicidad de la literatura, defendió la idea de que la literatura no podía separarse de
los demás discursos de la sociedad. El hecho de que, como recoge Todorov, Frye
defienda ahora que “el campo de la literatura no debería estar limitado a lo que depende
de la convención literaria, sino que debe ampliarse de manera que llegue a incluir el
campo entero de la experiencia verbal” supone, en opinión del primero, que Frye ha
dejado de ser un teórico de la literatura para convertirse en un teórico de la cultura,
incluso más allá de la limitación verbal (especialmente a partir de The Critical Path,
1971)265.

poem; it leads and translated what is there, and the evidence that it is there is offered by the study of the
structure of imagery with which it begins” (Frye, 1957: 86).
264
No obstante, Frye abre su concepción de la crítica mediante la figura del “critico arquetípico” que,
basándose en la naturaleza comunicable del símbolo, se ocupa de la literatura como hecho social y como
modo de comunicación (cf. Frye, 1957: 99 y ss.)
265
Cf. Todorov, 2005: 101-117, especialmente 109-110.
536

Una vez realizada esta pequeña incursión en el concepto de símbolo de Frye,


debemos volver a Todorov para continuar el examen de su concepción de lo simbólico.
La delimitación de lo simbólico en Todorov tiene dos aspectos que pudiéramos llamar
respectivamente hegeliano, por la oposición al signo, y goetheano, por su oposición a la
alegoría. Ambos aspectos se entrecruzan en diversos puntos, como seguidamente
veremos, y quizá ambos, en su desarrollo, escapan a los planteamientos y objetivos
inicialmente propuestos. Hay que advertir, no obstante, del valor limitado de las
denominaciones que hemos dado a las oposiciones desarrolladas por Todorov. Como
vimos en páginas anteriores, el simbolismo, para Hegel, era una cosa del pasado, hoy
subsistente, de un modo muy diluido en las formas comparativas del arte, en realidad
maneras peculiares de la utilización de los signos. Por el contrario, para Todorov, el
símbolo forma parte de un modo de conocimiento que, aunque remite a mecanismos
propios del pensamiento mítico, es plenamente reconocible en la actualidad. Ahora bien,
esta división actual entre el símbolo y el signo, con las consecuencias que seguidamente
estudiaremos, tal vez deba encuadrarse en una esfera más amplia como tendencia propia
de la Modernidad a la depreciación de la palabra-signo como instrumento fundamental
de comunicación a favor de estos otros modos comunicación denominados
simbólicos266.
En la oposición que hemos denominado hegeliana entre el símbolo y el signo,
existe acaso una contradicción respecto al objeto sobre el cual debe recaer la
calificación de simbólico. En efecto, la oposición entre símbolo y signo sólo puede
sostenerse si se entiende que ambos se construyen sobre las palabras individuales. Sin
embargo, en Simbolismo e interpretación267, Todorov indica que el símbolo no se
edifica ni sobre palabras ni siquiera sobre frases, sino sobre enunciados: “Nous restons
donc dans le domaine du discours et des énoncés. Mais alors que le sens propre au
discours (… ) mériterait le nom de direct, celui-ci est un sens discursif indirect que se
greffe sur le précédent. C´est au champ des sens indirects que je réserve aussi le nom de
symbolisme linguistique” (Todorov, 1978: 11).

266
Cf. Urban, 1952: 218.
267
En este mismo libro examina la diferencia entre signo y símbolo sobre la base del criterio de
motivación, aunque posteriormente precisa que la asociación que no se encuentra en la significación hay
que buscarla no en las relaciones entre significante y significado sino en las relaciones entre las palabras o
entre las frases: las relaciones de coordinación y de subordinación, de predicación y de determinación, de
generalización y de indiferencia (Todorov, 1978: 17). De este modo, Todorov se muestra en sintonía con
las ideas de Paul de Man relativas al desplazamiento de la atención de la alegoría desde la palabra al
discurso. No obstante, en el artículo de 1972 no hay tal aclaración, sino que al oponer signo y símbolo y
537

Al igual que Hegel, Todorov parte de la motivación como elemento


diferenciador entre uno y otro: los signos son inmotivados; los símbolos son motivados.
Sin embargo, a continuación, observa que también en los símbolos existe cierto grado
de inmotivación. En consecuencia, a la vista de las dificultades planteadas por el criterio
de motivación, desestima en esta etapa inicial de su investigación el criterio de la
motivación268 como elemento diferenciador entre lo sígnico y lo simbólico.
En segundo lugar, Todorov trata de asentar su teoría del símbolo sobre aquella
diferencia estructural entre símbolo y signo propia de la Antigüedad y de la Edad Media
que propone una estructura ternaria para el signo –significante / significado / referente-
frente a la estructura binaria del símbolo –simbolizante / simbolizado269-. Dice Todorov
que la oposición al concepto de símbolo se origina desde un doble frente: por una parte,
el de aquellos que niegan la existencia del sentido indirecto, y, por otra, la de los que
por el contrario afirman que todo es metáfora y que las palabras no alcanzan jamás la
esencia de las cosas. Ambas críticas tienen en común la reducción de la significación a
una sola dimensión270.
Todorov subraya que esta diferencia estructural entre signo y símbolo entraña
varias consecuencias: en primer lugar, como sólo el signo se abre a la referencia,
únicamente a éste cabe aplicarle las nociones de verdad y falsedad. El símbolo no puede
ser calificado ni de verdadero ni de falso. En segundo lugar, la relación entre significado
y significante en el signo es necesaria; en el símbolo, la relación entre el simbolizante y
el simbolizado resulta, por el contrario, innecesaria. Por último, afirma Todorov que
esta oposición engendra otra: la transitividad del símbolo frente a la monovalencia del
signo271.
La teoría de Todorov se complica quizá innecesariamente al utilizar el término
“intransitividad” en dos acepciones distintas. La primera, como se ha visto, en el sentido
de polivalencia por oposición a la monovalencia del signo. La segunda, más
esencialmente, en el sentido romántico de opacidad272.

hablar de sus diferencias estructurales parece dar a entender que se mueve en ambos casos en el ámbito de
la palabra.
268
Todorov, 1972: 276-277. Más adelante, dentro de esta misma argumentación volverá a retomar el
criterio de la motivación para afirmar que ésta se presenta en ambos de forma diferente. Véase Op. cit.,
pp. 282-283. En este mismo artículo examina y critica los análisis de la motivación realizados por
Jakobson y Saussure (cf. ib., pp. 287 y ss.).
269
Dice Todorov que lo simbolizado puede a su vez convertirse en símbolo –quizá más exactamente
simbolizante- (cf. Todorov, 1972: 278).
270
Cf. Todorov, 1978: 13-14.
271
Cf. Todorov, 1972: 280.
272
Cf. Todorov, 1990: 237.
538

En realidad, parece que Todorov organiza todas estas diferencias entre signo y
símbolo desde la apriorística concepción de la intransitividad –en su segundo sentido-
del símbolo. Es en virtud de ésta por lo que el símbolo pierde la dimensión de la
referencia que posee el signo. Ahora bien, si la intransitividad es una característica del
símbolo, ¿cómo es posible que se presente aquí como una cuestión previa sobre la que
se establece la estructura del símbolo? ¿Qué es lo que motiva la existencia de la
intransitividad de tal modo que ésta sea previa al símbolo y su fundamento? Sin
embargo, estas preguntas quedan sin respuestas precisas porque aunque, como vemos en
la exposición anterior, la intransitividad se encuentra en el origen del símbolo y es
previa a éste, Todorov la examinará como una característica del símbolo, no como un
elemento apriorístico de su posibilidad de existencia.
Todorov continúa perfilando su idea de símbolo por oposición al signo en un
ámbito más amplio al determinado inicialmente. Como habíamos advertido al comienzo
de estas páginas, a medida que avanza en su exposición, Todorov se va alejando de la
preocupación por la poética con la que había iniciado su artículo y se va adentrando en
otros campos. El alejamiento se materializa al afirmar que los signos son cognitivos, y
que gracias a este carácter facilitan el conocimiento científico, por oposición a los
símbolos que no lo son y que, por lo tanto, son ineficaces respecto al conocimiento
científico del mundo. De esta forma, citando a Piaget, dice que el símbolo responde a un
modo particular de conocimiento distinto, correspondiente a una experiencia subjetiva
individual e ininteligible, en su contingencia, para los demás individuos273. Éste es, a
nuestro juicio, el límite que, una vez traspasado, aleja a Todorv del terreno de la poética
para adentrarse en un nuevo espacio en el que, al igual que ocurría con las estéticas
románticas, la comparación con la alegoría ya no resulta pertinente, especialmente
cuando se trata de un concepto de alegoría tan sumamente restrictivo.
El nuevo aspecto de la naturaleza del símbolo que ahora es revelado, se proyecta
inmediatamente sobre la retórica. Para el autor de Théories du symbole, el mecanismo
simbólico es el procedimiento mental que hace posibles las figuras retóricas de la
metáfora, la sinécdoque y la metonimia, citadas las tres como formas diferentes de la
motivación simbólica274. En un marco más amplio de la teoría todoroviana también era,

273
Cf. Todorov, 1972: 281-282.
274
Todorov advierte que en los tropos los dos elementos que constituyen la estructura del símbolo se
descomponen en componentes más simples conforme a dos criterios: un criterio material que los divide
en partes y un criterio conceptual que los divide según sus propiedades. Estas subdivisiones ofrecen
diferentes grados de motivación que dan lugar a los tropos (cf. Todorov, 1972: 283).
539

no lo olvidemos, el elemento esencial que acreditaba la especificidad de la poética como


disciplina autónoma, frente a la invasión de disciplinas ajenas como la filosofía y la
psicología.
Pero, por otra parte, los criterios que fundan la simbólica, esto es, lo que se ha
dicho que es el fundamento de la especificidad de la literatura como ciencia, son tan
amplios que la extienden a todo tipo de fenómenos culturales, incluso a los no
verbales275. Ahora bien, resulta que estos criterios que conforman la simbólica son de
naturaleza psicológica y antropológica, desde el momento en que Todorov ha calificado
a la simbólica como un modo de conocimiento: “La fonction globale du symbolisme est
de régler le rapport de l´homme au monde” (Todorov, 1974: 245). En consecuencia,
observa el autor acercándose de nuevo a Piaget, toda la actividad simbólica debe tener
un primer momento de focalización, esto es, de acomodación, en el que los esquemas
previos del sujeto se adaptan al hecho nuevo que motiva la actividad simbólica; y un
segundo momento de interpretación, o asimilación, en el que este hecho se adapta a los
esquemas previos276.
Llegados a este punto, debemos hacer una serie de reflexiones sobre la teoría
simbólica propuesta por Todorov. Es forzosamente lógico que el fundamento de la
poética sea algo distinto de ésta, porque de otro modo, no podría fundarla, sino que
estaría comprendido en ella. También es lógico, por estas mismas razones, que los
elementos sobre los que se asienta la simbólica no sean literarios: no pueden serlo por
propia definición, si nos atenemos al razonamiento anteriormente expuesto. Así pues, es
necesario que si Todorov afirma que la base de la poética se encuentra en la simbólica,
ésta no quede constreñida por aquella y pueda, por lo tanto, aplicarse a otras realidades
culturales alejadas de la literatura. Nada de esto es inconsecuente en el planteamiento de
Todorov.
Ahora bien, no debe olvidarse que el primer artículo de la serie que venimos
glosando comenzaba preguntándose por la especificidad de la poética, esto es, por
aquello que le permitiera afianzar su autonomía como disciplina frente a otras que le son
limítrofes. Y no debe olvidarse que Todorov había respondido a esta indagación
apuntando a los símbolos como los elementos esenciales y definidores de la poética.
Aquí es, en nuestra opinión, donde el planteamiento de Todorov resulta paradójico. En

275
Cf. Ib., p. 284. De hecho, en Simbolismo e interpretación, afirmará que el fenómeno simbólico no
tiene nada propiamente lingüístico sino que es llevado a la lengua (cf. Todorov, 1978: 14).
276
Op. cit., p. 244.
540

primer lugar porque el fundamento de una cosa, al no ser la cosa misma, no puede
resultar nunca un elemento definidor, en el sentido de determinar la especificidad, en los
términos requeridos por Todorov, de esta misma cosa277. En segundo lugar, porque al
proyectarse el símbolo sobre cualquier manifestación cultural –como ocurría en la
concepción neokantiana de Cassirer- y poder, por lo tanto, aplicarse los principios de la
simbólica a otros ámbitos, ya no puede ser ésta el núcleo definidor de lo literario, como
había pretendido en un comienzo Todorov, sino precisamente, el sustrato común a todos
esos otros ámbitos de experiencia y conocimento que se presentaban además como
invasoras de “lo literario”.
De este modo, la pregunta por qué sea lo que confiere a la literatura su
especificidad queda sin respuesta; más bien al contrario, parece que de las explicaciones
de Todorov se colige que ésta no puede jamás constituirse como disciplina autónoma
sino incluirse dentro de la simbólica.
Pero por otra parte, como señalamos al principio, la “teoría del símbolo” de
Todorov no sólo se ha desarrollado en torno a su oposición al signo sino que también ha
recogido el viejo enfrentamiento romántico con la alegoría. A continuación, tomando
por base el tratamiento de Todorov de la cuestión, expondremos las características del
símbolo y sus diferencias respecto a la alegoría en el tratamiento de este autor y de otros
que han abordado la cuestión de forma análoga.
En primer lugar, el símbolo es, como se ha visto, intransitivo; guarda su valor
propio sin dejar de significar. Al igual que ocurría con la delimitación anterior respecto
al signo, también es la intransitividad el elemento fundamental y apriorístico que
determina la oposición con la alegoría. En realidad, ambas discusiones se reformulan,
como estamos viendo, en una sola contemplada desde dos aspectos diferentes. La
alegoría, como el signo, es transitiva; el significante es atravesado instantáneamente por
el conocimiento de aquello que es significado (Todorov, 1990: 237). De este modo, al
apuntar directamente al referente, Todorov se aparta de la concepción de la alegoría que
circunscribe su domino al ámbito gramatical en el que el significado literal no encubre
una realidad oculta sino otro significado oculto.
Tal separación es consecuencia, en nuestra opinión, de la articulación de toda
esta discusión en torno a la intransitividad del símbolo. La opacidad del símbolo a la

277
El caso del símbolo en la concepción de Frye es justamente el contrario: el símbolo pertenece a la
literatura y la conforma, como su unidad mínima. Ahora bien, cabe asimismo preguntarse si el símbolo de
Frye es el que, en su idea de la literatura, determina su especificidad, o si, por el contrario, es la propia y
previa especificidad de la literatura la que determina tal concepto de símbolo.
541

que Todorov hace aquí referencia es consecuencia del pensamiento romántico278; el


símbolo presupone un nexo de lo visible con lo invisible, con la idea, al que es ajena por
completo la alegoría –al menos la concepción de alegoría que aquí se está utilizando-.
Posteriormente, Todorov -más cercanamente a las propuestas de nuestro trabajo-
reflexionará sobre la intransitividad como un rasgo propio de la palabra rómantica y de
un periodo de la literatura europea que puede darse por concluido279.
La intransitividad es, quizá, abordada por otros autores quizá de una forma más
clarificadora. Mario Trevi ha considerado que la intransitividad como rasgo de lo
simbólico se refiere a que el símbolo es la mejor expresión posible de aquello que
todavía no es expresable (Trevi, 1996: 75). Trevi se apoya en Jung para afirmar que el
símbolo no remite a otro significado porque no sustituye a nada sino que es un
generador de tensión que vive mientras está cargado de un significado que aún no ha
sido liberado. El símbolo muere cuando se ha hallado aquella expresión capaz de
enunciar la cosa buscada, esperada o presentida, instante en el que se convierte en
alegoría (Trevi, 1996: 7-43).
Ricoeur, por su parte, aborda el problema de la intransitividad con especial
dedicación. Frente a la “ideología del texto absoluto”, Ricoeur defiende la esencial
referencialidad del lenguaje –incluido el lenguaje poético- a la que define como la
función mediante la cual el sujeto del discurso, al dirigirse a otro hablante, dice algo
sobre algo280. La función referencial del lenguaje, como también había apuntado
Todorov, no recae sobre el signo sino sobre el discurso281.
Ciertamente, cuando el texto sustituye al habla, la función referencial parece
alejarse del ámbito del discurso. En este caso, el texto, para restituir la referencialidad,
reclama la interpretación.
La delimitación que Ricoeur hace de la interpretación en función de la
restitución de la función referencial del texto, por una parte, y como operación
hermenéutica distinta de la explicación, por otra, nos ha interesado especialmente por

278
No obstante, Todorov se muestra crítico con la valoración romántica de la opacidad del símbolo. En
este sentido distingue entre el reconocimiento de la indeterminación que implica toda evocación in
absentia y la inclusión de todos los hechos simbólicos en una escala de valores en la que la cima estaría
ocupada por el sentido más vago e indeterminado. Esta preferencia por lo indeterminado es lo que, en el
Romanticismo polariza, como vimos en páginas precedentes, la distinción entre el símbolo y la alegoría
(Todorov, 1978: 76).
279
Cf. Todorov, 2005: 68-69, 73).
280
Cf. Ricoeur, 1999: 62.
281
En esto consiste la diferencia entre semiótica y semántica: “mientras el signo remite a otros signos en
la inmanencia de un sistema, el discurso se refiere a las cosas. El signo difiere del signo; el discurso se
refiere al mundo. La diferencia es semiótica; la referencia semántica” (Ricoeur, 1999: 49).
542

lo que se refiere al objeto de este trabajo, porque abre la posibilidad de un acercamiento


moderno a la alegoría distinto de propuesto, directamente como tal, por Walter
Benjamin o Paul de Man. El problema ahora es diferente, porque, en primer lugar,
dejamos a un lado la alegoría como mera figura retórica y como género literario; y, en
segundo lugar, nos situamos en un planteamiento que rechaza la opacidad del texto
frente al mundo, o, mejor dicho, que se apoya sobre esta opacidad inmediata, para
indagar un modo más profundo de referencia 282.
En efecto, la determinación de la finalidad de la interpretación como restitución
de la referencia, no sólo en el texto histórico, sino también poético, nos hace
preguntarnos si la interpretación alegórica tiene cabida en este concepto de la
interpretación o, por el contrario, debe ser desestimada. Cuando Ricoeur, en “¿Qué es
un texto?”283, discute la diferencia entre la explicación del texto y la comprensión del
mismo –de la que la intepretación sería una especie-284, el autor de La metáfora viva
afirma que el lector ante el texto tiene dos posibilidades: o bien tratarlo como si no
tuviese mundo ni autor, en cuyo caso debería atender a su estructura y relaciones
internas; o bien, “anular la suspensión del texto y propiciar que se realice en modo de
habla, reincorporándolo a la comunicación viva. En ese otro caso, lo interpretamos”
(Ricoeur: 1999, 67-68). Pues bien, esta operación de “devolver el texto al habla” –
objetivo hermenéutico que Ricoeur, desde sus presupuestos, comparte con Heidegger y
Gadamer285-, que se da en la intepretación, requiere, por una parte, apropiarse del texto
y, por otra, –también muy heideggerianamente- “ponerse en camino hacia el oriente del
texto” (1999: 78). El primer paso, de naturaleza sujetiva, la apropiación, presenta
algunos elementos que coinciden con los mecanismos de la exégesis alegórica:

Subrayemos otros dos rasgos de la noción de apropiación. Una de las finalidades de la


hermenéutica consiste en combatir contra la distancia cultural. Esta lucha, en sí misma, puede
comprenderse, en términos puramente temporales, como un combate contra el distanciamiento
secular, o en términos propiamente hermenéuticos, como una lucha contra el distanciamiento
respecto al propio sentido, es decir, respecto del sistema de valores sobre el qe se establece el
texto. De este modo, la interpretación “aproxima”, “iguala”, hace que lo extraño resulte

282
Ricoeur, 1999: 52.
283
Ricoeur, 1999: 59-81.
284
Ricoeur parte de Dilthey quien consideraba –erróneamente según el francés- que la explicación
resultaba de aplicar al texto los métodos procedentes de las ciencias naturales y la comprensión, el modo
de operar de los historiadores.
285
Véanse, por ejemplo, los artículos incluidos en Arte y verdad de la palabra (Gadamer, 1998a).
543

“contemporáneo y semejante”, es decir, convierte en algo propio lo que, en un principio, era


extraño.
(Ricoeur, 1999: 75)

El modo de operar del mecanismo de apropiación coincide con los presupuestos


de la exégesis alegórica y determina alguna de las claves de su funcionamiento.
Pensemos, por ejemplo, en la alegoría de los estoicos que acercó los textos homéricos,
muy alejados ya en el tiempo, al horizonte moral y científico de los griegos post-
socráticos, o, la exégesis alegórica cristiana que concilió el Antiguo Testamento con el
Nuevo, ambos también muy alejados en principio, en el marco de la Doctrina
Christiana. Ambos, la alegoría pagana, estoica y neoplatónica, y la alegoría patrística
responden a mecanismos de apropiación de textos alejados, cronológica e
ideológicamente.
Pero lo que nos interesa del planteamiento de Ricoeur es la determinación de la
finalidad de esta interpretación alegórica: la devolución de los textos al mundo de la
referencia, la conversión de los textos en habla que apela tanto a otros textos como al
mundo vivo de los lectores. En este sentido, la alegoría –como se ha ido estudiando a lo
largo de este trabajo- no es un mecanismo de oscurecimiento sino de clarificación de
revitalización de textos: la supresión de la referencia inmediata, ya extinguida en el
momento de realizar la operación hermenéutica de apropiación, es el primer paso para la
determinación de una nueva referencia que ubique el texto en la realidad de los nuevos
lectores.
Junto con este mecanismo de apropiación, Ricoeur apunta una actividad
exegética de objetivación del texto, que tiende a reconciliar el concepto científico de la
explicación con el de la interpretación. En este sentido, el autor habla del poder de
orientación del propio texto, que abre la senda que guía al intérprete: “La interpretación,
antes de ser el acto del exégeta, es el acto del texto: la relación entre la tradición y la
interpretación pertenece al propio texto. Interpretar, para el exégeta, consiste en ir en el
sentido indicado por la relación de interpretación que conlleva el texto” (Ricoeur, 1999:
79).
La pregunta que ahora nos hacemos es si, al igual que ocurría con el mecanismo
subjetivo de la apropiación, es posible reconocer esta operación objetiva en la
interpretación alegórica. A nuestro juicio, no siempre es reconocible el seguimiento de
la senda abierta por el texto en la interpretación alegórica. Pero quizá pueda entenderse
544

en este sentido propuesto por Ricoeur, la relación de copertenencia existente entre la


doctrina cristiana y la interpretación de la Escritura, en los términos expuestos en el
capítulo que, en este trabajo, hemos dedicado a la exégesis agustiniana286.
Respecto a la interpretación de la obra poética –para la que se mantienen los
elementos señalados anteriormente-, Ricoeur se pregunta si la supresión de la función
referencial no debería servir como punto de partida para abordar con más profundidad el
problema de la referencia. En este sentido, aventura la posibilidad de que la expresión
poética haga reaparecer el referente de una forma completamente nueva287. Así, “en el
discurso metafórico de la poesía, el poder referencial va unido al eclipse de la referencia
ordinaria; la creación de ficción heurística es el camino de la redescripción; la realidad
llevada al lenguaje une manifestación y creación.” (Ricoeur, 2001: 316). Ahora bien, el
retorno de la referencia, siquiera reconstruida bajo parámetros poéticos, afirmada por
Ricoeur, ¿no supone la fractura de las barreras que separaban el símbolo del signo? Y,
en el caso de ser así, ¿no supondría esto la reconducción del símbolo al seno del
discurso alegórico? De hecho, cuando distingue entre la “metáfora-palabra” como foco
y la “metáfora-enunciado”, como marco288, ¿no alude a la antigua definición retórica de
la alegoría como metáfora continuada?
Desde el punto de vista de la retórica, Le Guern ofrece una definición del
símbolo que comparte algunos puntos con las ideas de Ricoeur y que, en cierto modo,
desde luego parcial, puede responder a las cuestiones que nos suscita el planteamiento
de Ricoeur. A diferencia de Todorov, Le Guern no considera que sea el símbolo el
fundamento de la metonimia, la metáfora y la sinécdoque. Por el contrario, Le Guern
sitúa al símbolo al mismo nivel que la metáfora y se esfuerza en establecer entre ambos
una serie de diferencias que nacen de la distinta funcionalidad que la imagen juega en
cada uno de ellos:

La diferencia fundamental entre el símbolo y la metáfora consiste en la función que


cada uno de los dos mecanismos atribuye a la representación mental que corresponde al
significado habitual de la palabra utilizada y que podemos designar cómodamente con el
término imagen. En la construcción simbólica, la percepción de la imagen es necesaria para
captar la información lógica contenida en el mensaje (… ). En la metáfora, por el contrario, este
intermediario no es necesario para la transmisión de información.

286
supra. capítulo XVI.
287
Ricoeur, 2001: 200-201.
288
Op. cit., p. 179.
545

(Le Guern, 1990: 49)

Pero no es sólo el papel que la imagen desempeña en ambas lo que diferencia


símbolo y metáfora, sino también la distinta actitud que uno y otra reclaman del
intérprete. El primero, el símbolo, reclama, según Le Guern, ser captado
intelectualmente, mientras que la metáfora despliega una relación analógica que exige
ser aprehendida por la imaginación y la sensibilidad. Esta consideración, que resulta
sorprendente por cuanto rompe con las ideas que sobre el fundamento emocional del
símbolo se han dado por otros autores desde el Romanticismo, se complementa –y aquí
es donde entroncamos con las tesis de Ricoeur- con la apelación que el símbolo –
siempre según Le Guern- hace a la realidad extralingüística, frente al carácter
intralingüístico que tiene la metáfora289.
Pero es necesario advertir que todo el razonamiento de Le Guern tiene por objeto
el signo, no el discurso. ¿Qué ocurre entonces con éste último? En este punto es donde
Le Guern ofrece una nueva lectura de la alegoría, que resulta coherente con la
naturaleza intelectual que había otorgado al símbolo: para Le Guern, el término alegoría
“debería reservarse para las personificaciones que hacen intervenir el mecanismo del
símbolo” (1990: 53). De este modo, a través de un proceso diverso, Le Guern avanza,
en el terreno de la retórica, la respuesta a las cuestiones que el estudio de Ricoeur había
dejado planteadas, en especial a lo referente a la reconducción del símbolo al seno de la
alegoría.
Volviendo a las características del símbolo señaladas por Todorov, dice éste que
el símbolo tiene valor como instrumento de interpretación y no como objeto de ésta.
Así, el símbolo actúa sobre el texto como fuerza centrífuga abriéndolo a referencias
infinitas290. Este es el sentido de la segunda acepción de transitividad expuesto
anteriormente por Todorov: el de la radical polivalencia del símbolo, frente a la
univocidad del signo. Precisamente Umberto Eco ha reformulado el papel del símbolo a
partir de estas teorías y ha señalado que el símbolo no es un procedimiento
necesariamente de producción, sino en todo caso de uso del texto, que puede ser

289
Ib., p. 53.
290
Barthes dirá en Critica y verdad, que “el símbolo no es la imagen sino la pluralidad de los sentidos”.
Para Barthes la concepción de la libertad de los símbolos estuvo ausente de la cultura clásica pero fue
asumida por la Edad Media a través de la teoria de los cuatro sentidos de la Escritura (Barthes, 2005a: 52-
53). De este modo, el símbolo pasa de la retórica a la hermenéutica y, con ello, se asimila a la alegoría
como procedimiento hermenéutico, escapando de las estrecheces de la concepción retórica como metáfora
continuada.
546

aplicado a todo tipo de textos mediante la decisión del intérprete asociando a


expresiones dotadas de contenido codificado nuevas porciones de contenido (Trevi,
1988: 58). De esta manera, junto a esta intransitividad semántica del símbolo, que Trevi
reconoce en la poesía romántica en unos términos que remiten expresamente a las ideas
de Todorov, se puede hablar también de esta cierta transitividad pragmática que
entronca, al menos en su formulación inicial, con la estructura de la exégesis alegórica.
El símbolo en su dimensión pragmática se revela como producto y productor a la
vez de una actividad sintética. Así, tiende a establecer la tensión creativa que emana de
la oposición de los opuestos, obrando en aquella tensión que, siendo incapaz por sí
misma de producir conceptos puede, sin embargo, construir lo que Trevi denomina
simblema. El simblema, que puede traducirse como “soldadura”, dirige su actividad, de
una parte, hacia la actividad sintetizadora que lo ha producido y, de otra, hacia la
actividad sintetizadora que él mismo produce. La tesis defendida por Trevi es
importante porque permite afrontar la interpretación de textos literarios de un modo
distinto, localizando las tensiones y los grupos de fuerzas que se establecen en los
distintos sistemas simbólicos sin buscar tanto la “traducción” del texto en otro texto no
literario, en el sentido de “no simbólico”291.
Para Todorov, la alegoría significa directamente. Su presencia sensible no tiene
otra razón de ser que la de transmitir un sentido. El símbolo significa indirectamente, de
manera secundaria. Está ahí, en principio, por sí mismo y sólo en segundo término se
descubre su significado. El símbolo, por lo tanto, representa y eventualmente designa y
la alegoría designa pero no representa, (Todorov, 1990: 238). Nos encontramos de
nueva ante unas coordenadas de diferenciación familiares desde el Romanticismo. Sin
embargo, si suprimimos la significación en el símbolo, debemos, a cambio, ofrecer un
modo de afrontar el problema del símbolo en el texto literario. Algo de esto hemos
observado al hablar de la intransitividad del símbolo, pero tal vez sea éste el lugar para
tratar más a fondo este aspecto del símbolo, quizá el que ha marcado más la distancia
con la alegoría.
No es que el símbolo revele en segundo lugar un significado más profundo sino
que permite (no obliga) leer de forma distinta el texto en el que aparece. Pero, en este
caso, nos encontramos de nuevo de vuelta al seno de la alegoría en una de sus
encarnaciones. En efecto, frente a la alegoría pagana que prescindía del sentido literal
de los textos una vez que hubieran sido interpretados alegóricamente, la alegoría
547

cristiana patrística, mucho más respetuosa, en general, con el sentido literal de las
Escrituras, había validado éste, abriendo la posibilidad de la interpretación alegórica
para un segundo nivel de lectura.
En esta tesitura nos parece interesante el análisis de la interpretación simbólica
propuesto por Dan Sperber –muy presente en la elaboración del símbolo en Todorov- a
partir de la consideración del simbolismo como un sistema cognitivo y no semiológico
(Sperber, 1988). Sperber considera que la concepción semiológica del símbolo no
elimina el problema de la irracionalidad sino que lo cambia de sitio. Esta irracionalidad
radica en la desproporción entre los medios utilizados por el simbolismo y los fines
confesados o supuestos. La tesis de Sperber supone un cambio notable frente a la de
Mario Trevi que, a pesar de su valoración de la intransitividad del símbolo, seguía
considerando al simbolismo como un campo incluido dentro del ámbito de la
semiología.
Sperber afirma que para que pueda hablarse de significación debe poder ser
posible la paráfrasis y el análisis. Si el conjunto de los símbolos constituyese un
lenguaje debería poderse sustituir ciertos símbolos por otros en todo contexto, como se
puede en la lengua cambiar una palabra por una definición. Sin embargo, la
interpretación de los símbolos debe tener en cuenta no sólo el contexto cultural en el
que aparecen con las cualidades afectivas a ellos vinculadas sino también las relaciones
estructurales que se originan entre ellos. Los símbolos no funcionan como un código
porque sus relaciones no engendran ninguna regla que permita un tratamiento
prefigurado de éstos. No obstante, Sperber reconoce que a la aparición de determinados
símbolos suelen acompañarla determinados comentarios aunque sea difícil sostener que
esos comentarios constituyan su verdadera interpretación. La exégesis del símbolo,
cuando no es una mera traducción que olvida que la motivación del símbolo es también
simbólica, se convierte en un desarrollo del símbolo que tampoco puede ser interpretado
sino simbólicamente292. Según Sperber, para que un determinado elemento pueda recibir
una interpretación simbólica debe contar al menos con otro elemento con el que guarde
una relación de oposición. Esta oposición, que puede establecerse entre una pluralidad
de elementos, viene a corresponder con lo que Todorov llama doble lectura del símbolo,
siempre que se tenga en cuenta que el elemento simbólico nunca sugiere
interpretaciones de sí mismo sino del conjunto en el que se inserta.

291
Para otros modelos de interpretación simbólica, véase Garagalza, 1990.
292
“La expresión símbolo –había dicho Novalis- es ella misma simbólica” (Novalis, 2001: 187).
548

Sperber distingue entre el simbolismo cultural y el simbolismo individual. Con


relación al primero, considera que el tratamiento simbólico de un determinado elemento
en una cultura, no impide que pueda ser tratado de una forma simbólica diferente en una
cultura distinta a aquélla de la que procede. De este modo, los mitos viajan entre
culturas por contacto, en el que del mito de una cultura se abstrae una estructura más
general que otros mitos opuestos realizarían igualmente bien, si no fuera porque un
segundo nivel de interpretación, esta vez de carácter ideológico, hace que unos logren
cierto grado de adhesión y otros, por el contrario, sean rechazados.
En cuanto al simbolismo individual, éste tampoco puede ser tratado desde la
perspectiva semiológica. El simbolismo se configura como un sistema cognitivo. El
saber simbólico, para Levi Strauss, no versaba sobre el mundo, sino sobre las
categorías, entendidas éstas de forma distinta a las categorías semánticas: para Sperber,
este conocimiento no versa ni sobre las cosas ni sobre las palabras, sino sobre la
memoria de las cosas y las palabras. Por lo tanto, la simbolicidad no es una propiedad
de los objetos, o los actos, o los enunciados, sino de las representaciones conceptuales
que los describen e interpretan. Así, una representación conceptual comprende
proposiciones que describen la información nueva y proposiciones auxiliares que sirven
de nexo entre la información nueva y la memoria enciclopédica. Si cualquiera de ambas
clases de representación fracasa, la información no puede ser aprehendida como saber
adquirido. Sin embargo, continúa Sperber, de este fracaso se ha creado un nuevo objeto
constituido por la representación conceptual misma, que, a su vez, es objeto de una
posible segunda representación que no depende ya del dispositivo conceptual sino del
dispositivo simbólico que trata por sus medios de establecer la pertinencia de la
representación defectuosa. El caso más claro del que se sirve Sperber para explicar este
dispositivo simbólico es el del poder evocador de los olores. Efectivamente, los olores
carecen de un campo semántico suficiente como para poder ser recordados salvo por
evocación. De este modo, hay un fracaso al intentar reconstruir su recuerdo y así, se
sustituye la búsqueda del concepto ausente por el comentario simbólico de esta
ausencia, por una reconstrucción no de la representación del objeto sino de la
representación de esta representación.
Las teorías de Trevi y Sperber permiten afrontar desde otra perspectiva el resto
de los rasgos diferenciadores del símbolo que, en buena parte, se derivan de lo que
hemos visto anteriormente sobre la intransitividad y la naturaleza cognitiva de éste.
549

Otra de las diferencias entre el símbolo y la alegoría argumentada por Todorov


está también rescatada directamente de las observaciones de Goethe y, posteriormente,
de las estéticas del Romanticismo: el símbolo supone el paso de lo particular (el objeto)
a lo general (lo ideal). Lo contrario se produce en la alegoría. La alegoría transforma el
fenómeno en concepto, el concepto en imagen, pero de tal forma que el concepto queda
contenido en la imagen. Los símbolos transforman el fenómeno en idea, la idea en
imagen, de tal modo que la idea queda siempre infinitamente activa e inaccesible en la
imagen. La alegoría pertenece al campo de lo racional y el símbolo a la esfera de lo
intuitivo (Todorov, 1990: 240-242).
Como se ha podido observar, las conclusiones y postulados que se habían
establecido al hablar de la oposición símbolo / signo se han proyectado sobre la segunda
oposición entre el símbolo y la alegoría. La discusión excede, a nuestro juicio, el plano
de la literatura, incluso de la estética, en el sentido romántico de la palabra, para pasar a
situarse en el ámbito de la antropología. Nuestro trabajo no pretende, en ningún caso,
penetrar en este terreno, porque, entre otras cosas, consideramos que en él, la discusión
con la alegoría no resulta pertinente. Cuando examinamos el símbolo en la acepción
romántica, como se veía en la Filosofía del arte de Schelling, o incluso en la Crítica del
Juicio de Kant, afirmábamos que el concepto de símbolo podía reconducirse, en
consideración a la propia evolución de la metafísica, al concepto de alegoría en sentido
amplio, tal como se había mostrado en las fases más expansivas de su historia y no en la
acepción reductora con la que, por reacción a los postulados retóricos del siglo XVIII, la
entendieron los románticos. El símbolo de Frye, por otra parte, se incorpora sin
dificultad al terreno de los tropos. En consecuencia, puede considerarse que la alegoría
como figura retórica no es sino una especie de éste.
Pero en el caso actual, el que considera al símbolo como un modo de conocer, no
podemos llegar a las mismas conclusiones. Es cierto que ya en las estéticas románticas
estaba planteada esta posibilidad293. Sin embargo, la reconducción de la cuestión al
ámbito del juicio estético permitía trazar un puente hacia la alegoría. En el caso de los
autores anteriormente citados, el símbolo está fuera de la poética y sólo tiene con ella
una relación causal, como mecanismo que abre la posibilidad de su existencia. Por lo
tanto, se trata de una acepción del término que no puede incorporarse a la discusión de

293
Se trataba, en cierto modo, de una reacción al desarrollo del conocimiento científico y la consecuente
crisis de la metafísica (Gadamer, 1998a: 96-97).
550

este trabajo294. Esto no obstante, nos remitimos a las objeciones realizadas por Rorty
desde la hermenéutica a la dimensión epistemológica del símbolo y la genealogía
kantiana de esta idea (Rorty, 2001: 323 y ss.).
En todo este enfoque de la cuestión hay algo más que nos llama la atención y
nos obliga a seguir analizando la concepción simbólica de Todorov. Cuando hemos
estudiado el doble eje de oposiciones con el que Todorov perfila su concepto de
símbolo, esto es, la oposición, por llamarla así, hegeliana entre símbolo y signo; y, por
otra parte, la oposición que podemos llamar goetheana entre símbolo y alegoría, hemos
observado que el autor de Théories du symbole partía de la retórica y de la poética para
adentrarse, con no pocos puntos de contacto con el neokantismo, en el campo de la
psicología y la antropología. De este modo, Todorov al buscar el fundamento de lo
literario, aunque como hemos visto no sólo de éste, en estos ámbitos, perdía de vista el
análisis de los textos literarios concretos y, con ello, la posibilidad de un contacto real
con la exégesis alegórica –sólo el reducido concepto de la alegoría goetheana aflora
necesariamente en la segunda de las oposiciones planteadas en el eje de su acotación del
símbolo-, cuyo fundamento se encuentra, según las ideas que estamos defendiendo en
este trabajo, en la metafísica.
Pero las cosas no resultan completas del modo que así se han planteado, porque
resta todavía ver cómo Todorov aborda la cuestión del símbolo desde el punto de vista
hermenéutico; este problema fue abordado en Symbolisme et interprétation. Todorov, al
igual que Ricoeur, partía de la solidaridad entre simbólica e interpretación, las cuales no
resultan para él sino dos vertientes de un mismo fenómeno295. Pese a esta equiparación
inicial, pensamos que es precisamente este trabajo el que no sólo reconduce el tema a la
cuestión de la literatura, o al menos al mundo de los textos, sino que, además, presenta,
siquiera de un modo implícito, la reducción del concepto expansivo y casi universal de
símbolo anteriormente defendido a un terreno mucho más cercano al contexto que nos
interesa. En efecto, resulta profundamente revelador el hecho de que al analizar el
símbolo desde el punto de vista de la hermenéutica lo equipare, sin mayores
explicaciones, a la alegoría: “Un texte ou un discours devient symbolique à partir du
moment où, par un travail d´interprétation, nous lui découvrons un sens indirect (… ) Je

294
Estamos, no obstante, ante un fenómeno que tiene una ineludible dimensión estética y que se extiende
a lo largo de las poéticas del siglo XX. Esto posibilita su estudio en esta dimensión –aun cuando nosotros
no nos aventuremos en este terreno-, incluso como síntoma de época. Para ver esta cuestión con carácter
general, cf. Vattimo, 1993: 65 y ss.
295
Cf. Todorov, 1978: 18.
551

n´essaie pas de décider de ce que c´est qu´un symbole, de ce que c´est une
allégorie” (Todorov, 1978: 18, 21).
En este caso, el problema no es tanto determinar cuál pueda ser la naturaleza del
símbolo o cómo explicar el modo de conocimiento simbólico frente al razonamiento
lógico, sino que ahora se trata de una nueva expresión de una cuestión ya familiar en la
vieja historia de la alegoría: ¿Cuándo interpretar?, esto es, la misma cuestión que venía
planteándose desde Teágenes de Regio. Y sorprende que esta reconducción de la
cuestión a terrenos familiares se haga a partir de un postulado, el de la solidaridad entre
simbólica e interpretación. Porque, en primer lugar, resulta cuanto menos discutible que
la simbólica, planteada como modo de conocimiento pueda ser susceptible de ser
interpretada dentro de los límites acotados por Todorov para el proceder simbólico: las
tentativas que Todorov presenta en este libro, la patrística y la filológica –ambas
referidas a la interpretación bíblica-, nos parecen alegóricas o, en cualquier caso,
alejadas de las expectativas abiertas en la determinación teórica del símbolo. En
segundo lugar, porque, según venimos examinando en este recorrido por la historia de la
alegoría, ha sido precisamente el desencuentro, esto es, la falta de correspondencia entre
la alegoría como figura retórica y los presupuestos más extensos de la exégesis
alegórica uno de los factores que han provocado los desequilibrios y problemas surgidos
en torno a la alegoría que llegan a su punto álgido en el Romanticismo.
Cuando Todorov indaga en la cuestión planteada acerca de la decisión de
interpretar lo primero que hace es delimitar el objeto. Para ello se decanta nuevamente
por el discurso, como enunciado frente a la frase. Una vez determinado el objeto,
Todorov formula el principio de pertinencia: cuando un discurso no obedece a la razón
de su existencia, el receptor tiende a buscar, mediante una manipulación interpretativa,
esta pertinencia que se escapa en primera instancia296.
Esta interpretación se mueve en un primer momento a través de los indicios
localizables en el propio texto. Estos indicios se ordenan a su vez en dos grupos:
indicios sintagmáticos297 y paradigmáticos298. Es evidente que todos estos indicios están
extraídos de la experiencia de la exégesis alegórica a través de su historia. En los

296
Cf. Todorov, 1978: 26.
297
Divididos en dos subgrupos: por defecto, cuando, por ejemplo, ante una contradicción entre dos
segmentos del texto, el intérprete debe inclinarse por alguno de ellos; por exceso, como es el caso de las
tautologías (op. cit., pp. 28-29). Véase también Todorov, 1974.
298
Provienen de una confrontación entre el enunciado en cuestión y la memoria colectiva de la sociedad:
los casos en los que el enunciado resulta ininteligible; aquellos en los que el enunciado contradice lo que
552

indicios paradigmáticos es fácil reconocer las causas que dieron lugar a las alegorías
homéricas, físicas y morales. Entre los indicios sintagmáticos pueden asimismo
descubrirse algunas de las motivaciones del alegorismo tanto pagano como patrístico.
Es decir, pese a los alcances que el símbolo tiene en la obra de Todorov desde un punto
de vista teórico, opuesto por una parte al signo y por otra a la alegoría, lo cierto es que,
desde el punto de vista práctico de la exégesis, parece regresar a los cauces de la
interpretación alegórica tradicional.
Ahora bien, ¿es extensible esta sintonía con la alegoría en cuanto a los indicios
que abren la posibilidad de interpretar a otros aspectos de la hermenéutica del símbolo?
Lo que ahora preguntamos es si la coincidencia en los indicios que ocasionan la
decisión de interpretar se extiende al posterior desarrollo de la interpretación
propiamente dicha y si es posible reconocer en ella la tensión entre sentido literal y
figurado de la alegoría y las soluciones que ésta ofrece para reconciliarlos. Algo de lo
que se ha visto anteriormente cuando se analizaban las tesis de Sperber y Trevi induce a
pensar que el símbolo exige una aproximación hermenéutica distinta de la alegoría. En
efecto, estos autores defendían una aproximación no traductora sino simbólica al
símbolo, de tal modo que el exégeta debe descubrir en el símbolo el sistema de fuerzas
que genera, la cadena de relaciones asociativas y disyuntivas que se desprenden de su
núcleo y que condicionan necesariamente el sentido del texto en el que se inserta. Ahora
bien, ¿es posible aplicar este proyecto de interpretación a un texto concreto sin
alegorizar? Autores como Urban han negado con sólidos argumentos la posibilidad de
una interpretación simbólica de los símbolos, y han defendido la traducción conceptual,
esto es, la interpretación no simbólica de éstos299. Incluso cuando habla de los tipos de
conocimiento, Urban afirma que éste puede producirse de dos modos: bien por
descripción –lo que supone el uso del lenguaje-, bien por contacto, esto es, por
percepción sensible o por intuición no sensible. Respecto a ésta última, el lenguaje
resulta esencial para no sólo poder afirmar algo de esta intuición, sino también para la
fijación de sus elementos. En consecuencia, en cuanto al conocimiento, la
verificabilidad y la comunicación son, según Urban, inseparables300. Ciertamente, en
sentido amplio, todo conocimiento es simbólico, en cuanto entraña un elemento de
representación. Urban admite incluso que a veces el símbolo pueda tener una referencia

una sociedad considera científicamente posible; los que el texto contradice los valores morales de una
sociedad (ib., p 29).
299
Cf. Urban, 1952: 340.
300
Op. cit., pp. 281-284.
553

muy indefinida –pero referencia al fin y al cabo, lo que es sustancialmente distinto de lo


que afirma Todorov-. En este caso, la interpretación debe desarrollar esa referencia no
expresada301. La consecuencia es obvia: la reducción de todo el complejo entramado
teórico del símbolo a la alegoría, en su sentido más amplio. La referencia dual, en
palabras de Urban, formada por el objeto original y el objeto que representa302 puede
remitirse a la descripción exegética de la alegoría.
Ciertamente, parece que toda aproximación interpretativa al texto, como dice
Frye, termina siendo alegórica, de un modo u otro, como si el ambicioso programa de
Sperber fuera irrealizable. Quizá por esto, es decir, por la necesidad de huir de la
alegorización, algunos críticos han optado por proponer la renuncia a la interpretación.
Entre éstos, nos detendremos muy brevemente en el caso de Foucault. En principio, es
interesante recordar, como hace Said, que Foucault no es un filólogo ni un crítico
literario en sentido estricto sino un filósofo303. Su acercamiento a los textos, en especial
a los textos literarios, está hecho bajo el prisma de la filosofía, no de la filología. El
interés por los textos se orienta más bien hacia lo que habitualmente resulta invisible en
éstos: las reglas de su textualidad304:

El análisis del pensamiento –dice- es siempre alegórico en relación con el discurso que
utiliza. Su pregunta es infaliblemente: ¿Qué es, pues, lo que se decía en aquello que era dicho?
El análisis del campo discursivo se orienta de manera muy distinta: se trata de captar el
enunciado en la estrechez y singularidad de su acontecer.
(Foucault, 2004: 44)

Sin embargo, pese a esta renuncia a “interpretar” el texto, acaso en la propia


selección de los textos y los temas –a veces muy alejados entre sí y relacionados unos
con otros de manera muy personal-, en la ordenación del material instrumental y en el
enfoque con el que se abordan las diferentes cuestiones que Foucault plantea en sus
trabajos, podamos encontrar ya una decisión de interpretación –quizá sería más exacto
hablar de orientación, en cuanto que más que penetrar el texto lo dispone en
determinada dirección- muy definida. Quizá esta decisión se manifieste más claramente
en aquellos casos tan frecuentes en los que Foucault selecciona determinados tipos de

301
Ib., p. 349. Sobre la expansión del sentido del símbolo, cf. ib. pp. 353-356.
302
Ib., p. 350.
303
Cf. Said, 2004: 252.
304
Op. cit., p. 250.
554

discursos y los considera como “síntoma” de lo que el llama “lo invisible” del texto,
porque lo invisible del texto es lo que la alegoría busca también desde siempre,
permitiendo, a lo largo de su evolución, todo tipo de cambios respecto a qué cosa pueda
ser esto “invisible”. Pero además, el hecho de que Foucault ubique el misterio del texto
fuera de éste puede ser entendido como un caso radical de hyponoia en el que la
perspectiva cambia desde la renunciada búsqueda del sentido oculto del texto hasta la
desocultación de las condiciones externas que intervienen en su constitución305.
¿Cuál es la opción de Todorov? La teoría expuesta anteriormente parece, pese a
las coincidencias con la alegoría respecto a la decisión de interpretar, alejarse de
cualquier posible traducción de lo simbólico al plano conceptual306. Para Todorov, el
elemento fundamental a tener en cuenta en la interpretación simbólica es el de
evocación. Esta evocación tiene su causa –en términos hegelianos- en un
desbordamiento de significante por el significado que puede afectar tanto a una palabra
como a una proposición. No obstante, el desarrollo interpretativo que Todorov hace de
este doble eje remite, con algunas peculiaridades, a la diferencia agustiniana –aun
cuando su formulación definitiva corresponde a Beda- de la allegoria in factis y la
allegoria in verbis307.
Por otra parte, Todorov clasifica los discursos en tres grupos respecto a su
propio poder de evocación. El primer grupo está constituido por aquellos discursos
denominados literales, en los que no existe poder de evocación –se trata naturalmente de
una categoría teórica prácticamente imposible de hallar en un texto concreto-. En
segundo lugar, Todorov habla de discursos ambiguos, en los casos en los que los
numerosos sentidos de un enunciado se dan en el mismo plano. Esta ambigüedad puede
ser sintáctica, semántica o pragmática. Aunque la ambigüedad no es puramente
simbólica, porque todos los sentidos son directos, puede favorecer la aparición de
efectos simbólicos. Por último, Todorov habla del discurso transparente, aquel que no
presta atención al sentido literal y que, desde el Romanticismo –afirma el autor- se ha
llamado alegoría308. Esto era, ya en la propia concepción romántica, incorrecto pues la

305
En sentido similar, Simpson, 2003: 231.
306
Todorov critica la alegoría medieval, a la que denomina “simbolismo” y al psicoanálisis por su
pretensión de considerar que todo es susceptible de interpretación (Todorov, 1978: 33-34).
307
Op. cit., pp. 39 y ss. La crítica a Agustín se plantea en dos aspectos: por una parte afirma Todorov que
la oposición entre alegoría verbal y real no revelaba el mecanismo que originaba los dos hechos
diferentes. Por otra parte reprocha a Agustín que olvide que los tropos de la alegoría verbal son tan reales
como las propias alegorías reales. Sobre esta cuestión, véase lo expuesto en el capítulo dedicado a
Agustín de Hipona es este mismo trabajo (supra. capítulo XVI).
308
Todorov, 1978: 50-52.
555

relación entre el sentido literal y el alegórico ha sido, en la historia de la alegoría,


mucho más complejo que lo que se da a entender bajo el concepto de “discurso
transparente”.
Ahora bien, cuando Todorov analiza la dirección de la evocación y dice que los
mecanismos de evocación simbólica pueden fundarse sobre el contenido del enunciado
o bien poner en tela de juicio el hecho de la enunciación309, no hace sino recuperar dos
procedimientos propios de la interpretación alegórica. Así, por ejemplo, la
interpretación alegórica patrística del paso del mar Rojo en el libro del Éxodo como tipo
del bautismo, no se aparta exactamente del sentido literal sino que, en virtud de este
mecanismo de evocación y, por supuesto, desde unos presupuestos culturales e
ideológicos bien definidos, profundiza en esa dirección y mediante un juego de
analogías propio de la alegoría lo descubre como tipo del sacramento del bautismo. Por
el contrario, la interpretación estoica de algunos pasajes de la Ilíada, pensemos por
ejemplo en el Canto I, en la que se ofrece una lectura alegórica física que contradice -y
justifica, por lo tanto- la inmoralidad de algunos pasajes de Homero, sigue la segunda
dirección apuntada por Todorov.
Por otra parte, cuando Todorov habla de taxonomías globales y específicas, al
estudiar las relaciones entre el sentido directo y el indirecto310, examina diversos modos
de plantear la estructura de los tropos, metáfora, sinécdoque y metonimia. Pero, en
todos estos casos no apreciamos ningún impedimento esencial para la interpretación en
el modo en el que la construcción teórica del símbolo parecía exigir. El uso de las
categorías aristotélicas en el caso de la taxonomía específica parece cerrar la posibilidad
a un desarrollo simbólico entendido al modo romántico, en el que la tensión entre lo
particular y lo general derivaba de una concepción del mundo impensable en el tiempo
de Aristóteles. Incluso Todorov parece reconocer que la primacía de la vaguedad y de la
indeterminación es el producto de una decisión romántica. Por eso, cuando al final de
estos razonamientos, concluye señalando que un modo más equilibrado de ver las cosas
consistiría en colocar la diferencia cuantitativa entre la evocación fuerte y la débil
absteniéndose de cualquier juicio de valor que prime a una sobre otra311, acaso esté
coincidiendo con la diferencia de grados y matices que en la historia de la alegoría se ha
reconocido entre los diferentes planos, en tensión unos con otros, que la constituyen.

309
Ib., p. 57.
310
Ib., pp. 66-71.
311
Ib., p. 76.
556

La evocación tenía en el planteamiento de Sperber una doble dimensión: por una


parte, el aspecto cultural del simbolismo focalizaba a los miembros de una sociedad
hacia las mismas direcciones, determinando campos de evocación paralelos y
estructurados de la misma manera; pero, por otra, dejaba al individuo la libertad de
conducir en ellos una evocación a su gusto312. Ahora bien, observaba Sperber que en el
símbolo esta evocación venía motivada por un acoplamiento conceptual defectuoso del
propio dispositivo mental simbólico313. Pero aunque la determinación de este
acoplamiento defectuoso pueda inducir a pensar que nos encontramos ante un
procedimiento completamente alejado de la alegoría, pensamos que las razones que
Sperber ofrece para explicar las causas de este fallo en la conceptualización del símbolo
pueden reconducirse a la indagación de un fenómeno que en la alegoría tenía un
fundamento mágico o religioso: la indecibilidad de la verdad que la alegoría oculta y
muestra simultáneamente. En consecuencia, la evocación se proyecta desde esta
indecibilidad y retorna a ella tratando de recuperar la condición conceptual insatisfecha,
creando con ello la densa trama de la representación simbólica.
Esto nos lleva a plantear el modo de representación del símbolo en el discurso,
con el objeto de examinar si difiere de la alegoría y, en el caso de que así sea, analizar
de qué forma se produce esta divergencia.
Podemos hablar de símbolos por condensación cuando un significante apunte a
varios posibles significados de forma simultánea. Esta idea de símbolo por
condensación, que es sugerida por Freud314, debe, sin embargo, precisar su realización
efectiva en el terreno literario. En primer lugar se requiere, según esta concepción, que
entre todos estos posibles significados no haya ninguno que prevalezca sobre los demás,
porque de lo contrario estaríamos hablando de una alegoría. Sin embargo, este
presupuesto nos parece incorrecto, por cuanto la tradición de la alegoría reconoce la
pluralidad de sentidos y su compatibilidad incluso, en ocasiones, con el propio sentido
literal. En segundo lugar es importante que cada uno de los significados que se ofrecen
simultáneamente origine desde sí mismo una cadena de significados de carácter
sucesivo que aleje el sentido de cada uno de ellos con respecto a los otros, de tal modo
que no sea posible agotar el contenido del texto en ninguna de las opciones de

312
Sperber, 1988: 168. Se trata quizá de un mecanismo similar al de acomodación e interpretación de
Todorov.
313
Varias son las razones de este acoplamiento defectuoso: incapacidad constitutiva, contingente,
analítica, de evaluación o de pertinencia.
314
Todorov, 1977: 292.
557

significado que se tome, tal y como propone Sperber de las interpretaciones simbólicas
de símbolos315.
En cualquier caso, nos parece estas matizaciones alteran de forma sustancial la
tesis de Freud, porque su aceptación supone negar la traducibilidad del símbolo, como
ya advertimos al hablar de su intransitividad. Acaso resulte pertinente la crítica que
sobre este tema hace Jung a Freud. Para Jung, Freud desconoce los elementos
necesarios de antropología filosófica que su doctrina presupone. Como ha puesto de
relieve Mario Trevi, el símbolo freudiano sería un mero signo que se limita a sustituir el
significado oculto en cuanto reprimido, cosa que en absoluto ocurre con el símbolo
jungiano que carece de ese rasgo sustitutivo, basando su naturaleza en la
inalcanzabilidad de significado316. En este caso, la expresión simbólica recaería sobre
un efecto multiplicador del poder denotativo del significante.
En otras ocasiones la expresión simbólica puede producirse por un defecto en la
comprensión de determinadas palabras que quedan, de este modo, atrapadas en una
cadena de asociaciones erróneas317. Un buen ejemplo literario de estas asociaciones
erróneas y su poder de simbolización es el propuesto por Juan Ramón Jiménez en su
relato El Zaratán318. En esta figuración –la definición juanramoniana no puede resultar
más oportuna-, el protagonista, Josefito, alter-ego del autor, se sumerge en un universo
propio de resonancias míticas al intentar comprender cómo es posible que una joven
viuda enferma de cáncer tenga un cangrejo (un zaratán) en el pecho. Desde este error
inicial, que afecta al conocimiento equivocado del significado de una palabra, se desata
un proceso asociativo que lleva a considerar al zaratán no como una enfermedad sino
como un animal de naturaleza diabólica, puesto que, al no haber visto nunca un
cangrejo, el niño se ve obligado a llenar este desconocimiento con la invención de un
ser de fantásticas cualidades que termina adquiriendo el aspecto de un dragón. La
historia acaba con la transformación de Josefito en Persefito, matador de dragones, en

315
Esta posibilidad de la inagotabilidad del símbolo también tiene su lugar en la alegoría, véase por
ejemplo el Comentario al Cantar de los Cantares de Gregorio de Nisa (Gregorio de Nisa, 1993). Incluso
Agustín afirma, desde lo que se ha dado en llamar la hermenéutica de la Caída, la inagotabilidad de la
interpretación de la Escritura y de la Historia.
316
Trevi, 1998: 16-17.
317
Este problema ya fue detectado por Orígenes en sus comentarios de la Biblia de los Setenta,
planteando, en consecuencia, la necesidad de volver sobre las fuentes hebreas. El problema volvería a
surgir respecto a la Vulgata en el siglo XVI, con la consiguiente necesidad de volver a las fuentes
hebreas. Surgieron así las tareas dirigidas por el cardenal Cisneros para la edición de la Biblia de Alcalá
en sus lenguas originales, latín y griego (1514-1517). Entre 1568 y 1572, una empresa similar sería
llevada a cabo por Arias Montano, por encargo de Felipe II.
318
Cf. Jiménez, 1990.
558

busca del zaratán, para matarlo y ofrecerlo como trofeo a la enferma. A pesar de que
Juan Ramón Jiménez adopta la visión del niño, no deja de mostrar, paso a paso, la
evolución en el modo de razonar del personaje, creando un texto idóneo para esclarecer
la labor del simbolismo cuando actúa al modo del pensamiento mítico.
En otras ocasiones el símbolo se desliza a través de la sintaxis del texto. Así
ocurre en los casos en los que la continuidad del texto se ve rota por exclamaciones que
tienden a eliminar la estructura sintáctica introduciendo una sensación de
desbordamiento emocional y expresivo que destruye la lógica del discurso. Fijémonos
que detrás de este procedimiento se conserva la idea hegeliana de símbolo en cuanto al
desbordamiento del contenido en la forma. Tal procedimiento es común a buena parte
de los poetas considerados -más o menos acertadamente- como simbolistas, desde el
mismo Juan de la Cruz –en realidad nos encontramos ante uno de los rasgos distintivos
del lenguaje místico- hasta Baudelaire en el que este recurso es bastante frecuente, tal
como observan Javier del Prado y José Antonio Millán Alba319.
Otro mecanismo de expresión simbólica relacionado con la sintaxis se traduce en
la destrucción de la racionalidad del discurso dejando fragmentos que avisen de esta
racionalidad perdida, como hace Baudelaire insertando en el contexto irracional
preposiciones y conjunciones que suscitan la idea de una racionalidad anterior de la que
ya sólo sobreviven estos restos como ruinas320. Un primer uso consciente de este
mecanismo está en la descripción de la experiencia simbólica de Goethe reproducida al
comienzo de este capítulo. Esto no obstante, es necesario recordar que la supervivencia
de fragmentos del discurso, como dice Benjamin, es un rasgo de lo alegórico frente a la
apariencia de plenitud simbólica.
Otras veces se busca la aproximación a la música. Tal vez sea este el recurso
más importante del simbolismo de fin de siglo. Así, Paul Valéry define al simbolismo
como
la intención común a varias familias de poetas (por otra parte enemigos entre sí) de
“recuperar la música en su favor”. No es otro el secreto de este movimiento. La oscuridad, las
rarezas que tanto se le reprocharon; la apariencia de relaciones demasiado íntimas con las
literaturas inglesa, eslava o germánica; los desórdenes sintácticos (el subrayado es nuestro), los
ritmos irregulares, las curiosidades del vocabulario, las figuras continuas..., todo se deduce
fácilmente tan pronto como se admite el principio. En vano se aferraban los observadores de

319
Baudelaire, 2000: LXXVII.
320
Baudelaire, 2000: LXXIX
559

tales experiencias, y aquellos mismos que las practicaban a esa pobre palabra de “Símbolo”;
sólo contiene lo que uno quiere (...).
(Valéry, 1998: 14)

Valéry analiza las ventajas de la música sobre la poesía señalando que el


lenguaje es todo lo contrario a un instrumento de precisión, no siendo en absoluto un
medio poético. El poeta, dirá, persigue lo mismo que el músico pero sin sus ventajas321.
La desconfianza hacia el lenguaje, ya lo hemos visto, se convierte en una constante en
los escritores de fin de siglo322, pero se trata de un rechazo que se adivinaba ya en el
siglo XVIII.
De este modo, en la obra de Rousseau el hombre natural se opone a la
verbosidad que supone el contrato propio del hombre social. Lichtenberg también
expresa una idea similar sobre el lenguaje a finales del siglo XVIII con un razonamiento
que Nietzsche retomará un siglo después323. Corresponde a la retórica aportar los
mecanismos necesarios para hacer posible este acercamiento a la música que el
simbolismo requiere. Para conseguir este objetivo, la sintaxis simbolista se modifica con
el propósito de captar el ritmo de la música al par; desde el punto de vista semántico los
conceptos ceden su puesto a las emociones, incurriendo en cierto grado de
intransitividad simbólica. La creación de ritmos poéticos se apoya en las repeticiones,
en su suspensión y en sus variaciones.
Pero, en otros casos, el símbolo no surge por una concentración de significados
que dan como resultado la indeterminación semántica, o por un error en la comprensión
que produce una cadena asociativa equivocada. Por el contrario, abundan los caso en los
que el símbolo se expresa a través de lo no dicho, es decir, no por medio de la
denotación sino de la sugerencia o de la connotación. Claudio Guillén se ocupa de esta
cuestión al afrontar el problema del “misterio de la poesía”. Para ello, parte de las ideas
de Blackmur quien considera que

321
Valéry llegará a exclamar: “¡En que estado desfavorable o desordenado encuentra sus cosas el poeta!
Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se
precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento” (Valéry, 1998: 144).
322
Bécquer entre nosotros hablará del “mezquino idioma” de forma semejante a lo que dice Valéry.
323
“Es una vergüenza, la mayoría de nuestras palabras son herramientas de las cuales se abusa y que a
menudo apestan a la mugre con la que fueron profanadas por sus anteriores propietarios. Yo quisiera
trabajar con palabras nuevas, o bien sin usar para ello más aire del que al volar agita una mariposa, hablar
sólo conmigo mismo por toda la eternidad” (Lichtenberg, 2000: 71-72).
560

El poema manifiesta una intuición (o arranque vital o emoción básica) que está en todas
partes y en ninguna, de tal suerte que los vocablos se cargan de expresividad, se entrecruzan, se
multiplican unos a otros, para dar forma a algo omnipresente e inasible, algo que no podemos
señalar diciendo que “está ahí”. Es lo que Blackmur llama símbolo.
(Guillén, 1989: 22)

Los procedimientos retóricos para lograr este objetivo de la connotación son de


muy diversa naturaleza: semánticos, fónicos, sintácticos, etc. El paso del valor
denotativo de la palabra al plano connotativo ha sido estudiado por Manuel Alvar con
relación a la poesía de Antonio Machado fijándose en aspectos como la rima o la
aliteración (Alvar, 1990: 76-82).
Tomando también como ejemplo a Antonio Machado, Carlos Bousoño
desarrolla se teoría del símbolo bisémico. Esta tesis puede encuadrarse, desde el punto
de vista retórico, dentro de esta intensificación del poder connotativo de la palabra que
hemos visto en Guillén y Alvar. Dice Bousoño que el signo pasa a convertirse en
símbolo mediante la reiteración que, elevando al grado superlativo la significación
consigue crear un signo de sugestión. El propósito del símbolo bisémico es superar las
limitaciones del carácter sucesivo del lenguaje para hacer transmisible lo simultáneo
(Bousoño, 1966: 134-155)324.
Los mecanismos que activan el símbolo bisémico se asemejan a los instrumentos
descritos por los alegoristas cristianos de los primeros siglos cuando se plantearon el
problema de la decisión de interpretar alegóricamente determinados pasajes de la
Escritura o bien respetar su sentido literal. Las observaciones de los exégetas cristianos
desde Orígenes a Agustín inciden en la idea de la reiteración de Bousoño como indicio
por el que el texto reclama la interpretación alegórica.
Desde Baudelaire, la sinestesia ha sido considerada como uno de los cauces más
adecuados de expresión simbólica. Aunque, como bien apunta Mayoral, la sinestesia era
ya conocida en la poesía grecolatina, su teorización como figura retórica corresponde a
la segunda mitad del siglo XIX. Mayoral la incluye dentro de la esfera de la metáfora
porque se fundamenta en la “transferencia de significado” por causa de las relaciones de
semejanza entre dos términos (Mayoral, 1994: 236). Sin embargo, ya en el propio
Baudelaire la sinestesia se pone al servicio de la causa del símbolo, quedando su

324
En estas páginas Bousoño estudia una serie de figuras relacionadas con el símbolo cuya finalidad es,
asimismo, romper con el carácter sucesivo del lenguaje.
561

naturaleza metafórica inserta dentro de una pretensión más amplia. Además, como
señalan Del Prado y Millán, en la poesía de Baudelaire se pueden encontrar dos clases
de sinestesia: la sinestesia horizontal referida a la confusión de experiencias de distintos
órganos sensoriales entre sí y la sinestesia vertical, que relaciona las anteriores con
aspectos psíquicos y morales del ser humano (Baudelaire, 2000: XLI). La sinestesia es
un elemento más dentro del entramado simbólico del poema baudelaireano, aunque,
como veremos más abajo, haya ocasiones en las que no dude en encuadrarse dentro de
la alegoría.
Es evidente que todos los mecanismos descritos en estas páginas exceden en
mucho la consideración retórica de la alegoría como metáfora continuada. Pero este
exceso, aun cuando trate de reproducir los mecanismos mentales propios del modo de
conocimiento simbólico, se desenvuelve en el terreno del lenguaje y, en consecuencia,
los resultados que se despliegan en el “mundo del discurso” pueden ser susceptibles de
interpretación según los parámetros de la exégesis alegórica, sin que la interpretación
simbólica que Sperber ha defendido, pueda proponer mecanismos diferentes de los que
la alegoría ha ido determinando a lo largo de siglos de historia.
Cuando afirmábamos más arriba que los mecanismos retóricos descritos como
simbólicos excedían el ámbito de la alegoría como figura retórica queríamos señalar
asimismo que tales procedimientos sí podían ser localizados en los instrumentos
hermenéuticos desarrollados por la exégesis alegórica. Es éste un nuevo ejemplo del
viejo problema que hemos ido analizando a lo largo de este trabajo: el desequilibrio
entre el amplio espacio delimitado por la alegoría como método exegético y la reducida
concepción de la alegoría como figura retórica. Es interesante, en este sentido, subrayar
que muchos de los mecanismos denominados simbólicos están orientados hacia la
sintaxis y, en todo caso, desde la concepción de un sistema desplegado a lo largo del
discurso en su totalidad. Estos presupuestos salen al paso de los problemas,
imprecisiones y ambigüedades que la alegoría, incluso en su consideración de figura de
pensamiento pero basada en un tropo –la metáfora- anclado en la sustitución de la
palabra autónoma, ha tenido desde sus orígenes.
Si se tienen en cuenta estos factores, se deducirá que las propuestas de
construcción simbólica así descritas han sido ya expuestas y analizadas por los
comentaristas alegóricos desde muchos siglos atrás, dando de los textos resultantes, no
una traducción plano a plano, ni unidireccional como muchas veces se ha reprochado a
la alegoría sino lecturas complejas, desarrolladas, lógicamente, dentro del horizonte
562

metafísico en el que fueron propuestas, y en muchas ocasiones, no sólo compatibles con


el sentido literal de los textos sino también asumiendo sus propias limitaciones frente al
espacio de sugerencia abierto por el texto.
En conclusión, consideramos que si se deja a un lado todo el entramado teórico
que hace de la simbólica un modo de conocimiento semejante al pensamiento mítico, no
parece que pueda articularse a través de ésta un medio eficaz de interpretación que no
esté de algún modo comprendido en los mecanismos de la exégesis alegórica entendida,
obviamente, en su sentido más amplio, no en el sentido reductor y empobrecido con el
que se la consideró –y tal vez se la siga considerando- desde el Romanticismo325.

8
La rehabilitación de la alegoría: Walter Benjamin
La reivindicación de la alegoría por Walter Benjamin ha de entenderse en el
contexto de toma de conciencia de la Modernidad, más allá de las pretensiones del
Romanticismo326. Benjamin detecta el problema del símbolo como una consecuencia de
la divinización romántica del individuo entendido como “alma bella” y reacciona contra
ésta, reclamando como virtudes el intelectualismo de la alegoría, su carácter abstracto y

325
La reflexión que, años más tarde, Todorov hace de su propio trabajo resulta, a nuestro juicio,
fundamental no sólo para la valoración en sus justos términos de los trabajos aquí citados sino también
para la consideración de las teorías del símbolo ahistóricas, de base romántica que perviven en la
actualidad: “Durante esos mismos años, la curiosidad me había llevado a la lectura de obras antiguas
sobre el objeto que me preocupaba entonces: el simbolismo, la interpretación.Eran obras de retórica o de
hermenéutica, de estética o de filosofía del lenguaje, que había leído sin ningún proyecto histórico: más
bien buscaba en ellas visiones “válidas”, luces sobre la metáfora, la alegoría o la sugestión. Pero me di
cuenta al leerlas de que separar el proyecto histórico del proyecto sistemático no era tan fácil como
pensaba. Lo que había creído hasta entonces instrumentos neutros, concpetos meramente descriptivos (los
míos), se me presentaban ahora como las consecuencias de algunas opciones históricas precisas”
(Todorov, 2005: 171).
326
El siglo XX ha supuesto también la recuperación de la alegoría en el ámbito teológico. El desarrollo de
los estudios sobre la exégesis patrística y medieval realizados a mediados de siglo en Francia por autores
como Lubac o Danielou han proyectado una idea nueva de la alegoría por encima de los prejuicios que la
crítica romántica había levantado contra ella. Más recientemente, es reseñable la entusiasta defensa de la
alegoría por parte de estudiosos como Louth (1999) y Cahill (1996). Cahill afirma –en un tono
ciertamente gadameriano- que las violencias que la lectura alegórica producen sobre el texto no son sino
el resultado de una lectura de segundo grado en la que el lector alegórico aporta al texto el sentido
derivado de su conocimiento de la totalidad de la Escritura y de su experiencia vital. Esta lectura no
impide, sino que inevitablemente presupone, la lectura crítica y literal del discurso, como una lectura de
primer grado. Louth considera que es necesario comprender la alegoría no como un método interpretativo
de carácter probatorio, sino como un modo de relacionar la Escritura completa con el “misterio de Cristo”
(op. cit., p. 121).
563

su afinidad con la escritura327. Hay en este planteamiento un rechazo más amplio de la


crítica idealista alemana que había menospreciado al Barroco como movimiento
decadente que rompía con el clasicismo renacentista328.
La dependencia de la alegoría benjaminiana de su lectura de la poesía de
Baudelaire, o a la inversa, se materializa en la orientación teológica que adquiere su
concepción del mecanismo alegórico. Esta dimensión viene a ser un retorno a la función
histórica de la alegoría. Pero, como ocurre en la obra de Baudelaire, se trata de una
concepción regida por la idea de la Caída y un cierto eco del dualismo gnóstico329.
En El origen del drama barroco alemán, Benjamin expone su idea de la alegoría
barroca, aun cuando advierte que existe una clara analogía entre el Barroco y la
Vanguardia330, caracterizados, ambos movimientos, por un estilo amanerado que trata
de disimular la falta de productos de valor en el terreno de las letras en las que una
inflexible voluntad de arte prevalece sobre las práctica artística propiamente dicha331.
La consideración de la categoría temporal es lo que define, para Benjamin, la
relación entre símbolo y alegoría. Dice Benjamin que en el símbolo “el rostro
transformado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención”, mientras
que la alegoría expresa no sólo la condición de la existencia humana sino también se
expone la visión secular de la Historia en cuanto historia de los padecimientos del
mundo332. Benjamin apunta de este modo al problema de la relación con la naturaleza
que había marcado una distancia importante entre el Romanticismo y la reacción
posterior simbolista y que, en consecuencia, había abierto una grieta considerable en la
estética idealista. Pero, además, desde los presupuestos teológicos antes señalados,
Benjamin hace especial hincapié en la proyección histórica del problema: la Caída de la
naturaleza se proyecta en el devenir histórico. El símbolo romántico se había sostenido

327
Jarque, 1992: 128.
328
Cf. Mc.Cole, 1993; 116.
329
La idea de Satán como estudioso de los secretos de la naturaleza –de una naturaleza de la que recela y
que le es ajena- y que, “todo lo transforma en algo significativo, en algo alegórico” (cf. Jarque, 1992:
137) es enteramente gnóstica.
330
Gadamer también había apuntado como elemento de esta rehabilitación de la alegoría el
redescubrimiento del Barroco (cf. Gadamer, 1996: 119).
331
Benjamin, 1990: 39. La analogía entre Barroco y Vanguardia reconocida por el propio autor hace
particularmente interesante este trabajo porque, más allá de la exactitud de la citada analogía, es de
advertir que existe en el crítico la voluntad expresa de que lo dicho sobre el Barroco sea también aplicable
a la estética de su tiempo. Así lo ha hecho notar Peter Bürger al afirmar que es el contacto con la
Vanguardia lo que permite a Benjamin el desarrollo de esta categoría y su aplicación a la literatura del
Barroco, y no al contrario (Bürger, 1997: 130). Por su parte, Mc.Cole afirma que el punto de referencia
final de Benjamin no era el Barroco sino la acelerada quiebra de la cultura clasicista alemana en su propia
época (op. cit., p. 127).
332
Benjamin, 1990: 158-159.
564

sobre la ilusión de la “momentánea totalidad”; la dimensión histórica de la alegoría es el


reconocimiento de esta ilusión en cuanto a tal333. Frente a la opción que la crítica
romántica había hecho por los valores absolutos y eternos, encarnados en la apelación al
símbolo y su referencia a la idea334, Benjamin apuesta por la alegoría en su rechazo de
la trascendencia estética. No obstante, la valoración benjaminiana de la crítica
romántica descubre también en ésta aspectos positivos. En efecto, al no aceptar la
polaridad entre el símbolo y la alegoría, Benjamin afirma que con los románticos la
alegoría comenzó a ser ella misma. Lo que los románticos detectaron como la carencia
más irremediable de la alegoría, esto es, la discrepancia entre la arbitrariedad de los
signos y los significados absolutos y estables, será ahora, en la visión de Benjamin, el
elemento fundamental de la revalorización estética de la alegoría335. Uno de los móviles
más importantes de la alegoría benjaminiana será la intuición de la caducidad de las
cosas y el cuidado por salvarlas en lo eterno336, siquiera como fragmento o ruina.
Bürger atribuye las palabras de Benjamin a la melancolía: la realidad se escapa
como algo en continua formación en la que el intento de fijar lo singular está destinado
al fracaso. En este sentido, el símbolo romántico no era sino una falsificación de la
experiencia histórica humana, al aparecer como encarnación de la belleza, la armonía y
la totalidad337. La alegoría, por el contrario, materializa la imposibilidad de fijar la
significación cuando al proponer un significante que remite a otra cosa, niega a éste el
cumplimiento de su propio sentido338.
Ahora bien, la materialización de esta imposibilidad ya supone, en virtud de las
fuerzas que ella misma despliega, una contradicción –materializar lo imposible- que es
sustancialmente irónica y que apela, en segunda instancia, a la contradicción
solidificada que detectamos intuitivamente en la recuperación gadameriana de la
alegoría: en ésta, la conciencia de la imposibilidad de un horizonte interpretativo común
servía precisamente de horizonte común para la constitución de la nueva alegoría; en el
caso de Benjamin, la materialización de la imposibilidad de fijar el sentido de una
lengua contaminada por la Caída -y sin embargo portadora y comunicadora de lo que es

333
Cf. Jarque, 1992: 129.
334
Véase Mc.Cole, 1993: 130-131.
335
Op. cit., p. 133.
336
Benjamin, 1990: 220.
337
Mc.Cole, 1993: 136. La crítica al símbolo por parte de Benjamin se basa en el descubrimiento de su
carácter de simulacro y, en este aspecto, no deja de responder a un planteamiento (anti)platónico, o mejor
dicho, neoplatónico, en cuanto rechaza la apariencia de belleza artística como simulacro. Por el contrario,
el valor más destacable de la alegoría en el pensamiento de Benjamin se deriva de su “carácter de
verdad”, que rechaza la falsa experiencia de totalidad simbólica.
565

comunicable del ser espiritual- que, por tanto, ha perdido su relación de inmediatez con
las cosas –último espejismo del símbolo de la cratiliana estética idealista-339, implica
una imprevista corporeidad del vacío de esta misma imposibilidad. Pero este cuerpo del
vacío anuncia, como después desarrollará Paul de Man, la estrecha relación entre la
alegoría y la ironía. En nuestra opinión es ésta la novedad que presenta la alegoría en su
última metamorfosis: su raíz irónica.
En el concepto de alegoría de Walter Benjamin, tan impregnado de elementos
teológicos, resulta especialmente problemática la idea anteriormente señalada de la
dimensión espiritual de la lengua. El hecho de que aquello que hay de comunicable en el
ser espiritual se exprese a través del lenguaje, refleja el eco en la obra de Benjamin de
las teorías que en este momento vinculaban la poesía con el lenguaje de lo sagrado. Esta
carga espiritual separará el concepto benjaminiano de alegoría, apegado a la letra en
virtud de esta naturaleza del lenguaje, del defendido por Jauss enraizado en la tradición
clásica de la representación del fenómeno340. Por el contrario, dice de Man hablando de
la alegoría en el pensamiento de Benjamin que “la alegoría nombra el proceso retórico
por el cual el texto literario se mueve de una dirección fenomenal, orientada hacia el
mundo, hacia otra gramatical, orientada hacia el lenguaje” (De Man, 1990: 108).
En el primer caso, esto es, el de la consideración de la alegoría por Jauss, podría
decirse, siguiendo la propia terminología de de Man, que nos encontramos ante un
procedimiento producto de la ideología, en cuanto “confusión de la realidad lingüística
con la natural, de la referencia con el fenomenalismo” (Warbinski, 1996: 6). En el caso
de Benjamin, la materialidad de la alegoría, en los términos lingüísticos expuestos,
impide que se produzca esta confusión ideológica.
Autores como Octavio Paz han contrapuesto el valor de la ironía al de la
analogía observando que la primera es la manifestación del tiempo lineal, sucesivo e

338
Jarque, 1992: 136.
339
La teoría del lenguaje de Benjamin sostiene que lo que la lengua comunica no puede ser representado
como algo exterior a ella misma. El lenguaje permite al hombre comunicar su propia esencia espiritual a
través de las palabras con las que nombra las cosas, pero no permite reconocer una identificación entre
éstas y aquellas. En la teoría del lenguaje de Benjamin se reconocen los ecos de la teoría del símbolo de
Baudelaire que, ya alejado del idealismo, tiende a cambiar los conceptos de representación o
identificación propios del símbolo de la estética romántica por el de traducibilidad de la lengua de las
cosas a la lengua de los hombres. El pecado original, la Caída –en una concepción no muy lejos de
Agustín-, ha pervertido el lenguaje y le ha impedido establecer una relación inmediata con las cosas,
ofreciendo en cambio la posibilidad de la abstracción conceptual (Jarque, 1992: 69-72). Posteriormente
Benjamin cambiará el término de “traducción” por el de “mimesis”. En el caso de la lengua, puede
hablarse una dimensión alegórica de esta mimesis al aludir Benjamin a las semejanzas no sensibles (op.
cit, pp. 163-164).
340
Cf. De Man, 1990: 107.
566

irrepetible, mientras que la segunda representa el tiempo cíclico, el futuro que se


encuentra con el pasado en lo que el autor mexicano llama el tiempo del mito (Paz,
1998: 111). Paz dice que “correspondencias y analogía no son sino nombres del ritmo
universal”. El mundo, explica el poeta mexicano, es un poema, siendo a su vez el poema
un mundo de ritmos y símbolos341. Pero el mismo Octavio Paz se da cuenta de la
ambivalencia que tiene el mundo analógico. Así, dice, al referirse a la poesía de
Baudelaire:

En el centro de la analogía hay un hueco. La pluralidad de textos implica que no hay un


texto original. Por ese hueco se precipitan y desaparecen, simultáneamente la realidad del
mundo y el sentido del lenguaje. Pero no es Baudelaire sino Mallarmé342 el que se atreverá a
contemplar el hueco y a convertir la contemplación del vacío en la materia de su poesía343.

Y es que, como dice más adelante, la analogía vive de las diferencias: porque
una cosa no es otra, es posible establecer una relación entre ambas. Sin embargo, ésta no
suprime las diferencias. Este vacío se aproxima, paradójicamente, a la idea de la ironía
que defiende Paul de Man como negación absoluta. Paz habla de metaironía para
señalar que ese hueco es dinámico y lo corroe todo, obligándonos a suspender el juicio.
La ironía afirma el valor de lo transitorio frente a la voluntad atemporal del
símbolo, y es este carácter lo que la hace atractiva para los autores del siglo XX.
Benjamin incidía también en esta idea al señalar que la medida temporal de la
experiencia simbólica es el instante místico, mientras que la alegoría se agota en un
movimiento dialéctico violento como expresión de la historicidad frente a la
inmutabilidad del símbolo (Benjamin, 1990: 158).
La alegoría, frente a la concepción orgánica del arte, tiene un carácter
fragmentario en el que la analogía no es posible. El autor clasicista pretende, con su
obra dar una idea de la totalidad344; el autor de Vanguardia intenta reunir fragmentos
con la intención de fijar un sentido. De este modo, para el artista orgánico, entendido
como artista clasicista, el material con el que trabaja es el portador de un significado

341
Paz, 1998: 97.
342
Más adelante afirmará que Mallarmé se propone resolver la oposición entre ironía y analogía partiendo
de la realidad de la nada y de la realidad de la obra poética diciendo que el universo es un libro que no ha
sido escrito, dando, como se ve, otra vuelta de tuerca al alegorismo medieval; la analogía termina en el
silencio, Paz, 1998: 114.
343
Paz, 1998: 108.
344
Dice Bürger que la obra de arte orgánica presenta un cuadro de reconciliación con la naturaleza
mientras que la obra de arte inorgánica se presenta como un artefacto (Bürger, 1997: 141).
567

determinado mientras que para el artista de vanguardia el material es sólo material, de lo


que se infiere que el signo está vacío de un significado que sólo él puede atribuirle
(Bürger, 1997: 133). La anorganicidad de la alegoría refuerza su materialidad, no en
sentido de antinaturaleza sino en su dependencia de una letra que da cuerpo al vacío345.
En la alegoría, la personificación adquiere un valor importante y confuso: no se
trata de personificar el mundo de las cosas, sino de dar a las cosas una forma más
imponente caracterizándolas como personas346. La alegoría, al partir de lo general y
descender a lo particular, hace tabla rasa de la diferencia entre personas y cosas que sólo
son encarnaciones o ejemplos de lo genérico.
Bürger presenta el siguiente esquema de lo alegórico:
1. Lo alegórico aísla un elemento de la totalidad del contexto y lo
despoja de su función.
2. Lo alegórico cobra su sentido al reunir los fragmentos de la
realidad en un sentido que se aparta de su contexto original.
3. La alegoría, en esta nueva realidad surgida de la reunión de los
fragmentos, se convierte en expresión de la melancolía en el sentido antes
señalado por Benjamin.
4. Desde el punto de vista de la recepción, la alegoría, por su
carácter fragmentario, remite a la idea de ruina e interpreta la Historia como
decadencia a partir de la Caída como origen de la Historia347.

9
La alegoría en el pensamiento irónico de Paul de Man
Dentro de la labor de revalorización de la alegoría, que la crítica de la
deconstrucción realizó a partir de los años setenta, se insertan los trabajos que Paul de
Man ha dedicado a la cuestión348. Acaso el lugar donde ofrece una perspectiva más
interesante sobre la misma sea en su ensayo “La alegoría de la persuasión en Pascal”,
publicado en el volumen Ideología Estética (De Man, 1998: 77-102). En este trabajo, de

345
Cf. De Man, 1990: 108.
346
Benjamin, 1990: 181. Más adelante afirmará que el hombre resulta excluido del campo de visión
alegórico.
347
Bürger, 1997: 131-132.
348
Véase Vanderdorpe, 1999: 87 y ss.
568

Man expone la particular relación de la alegoría con la ironía que nosotros


consideramos representativa de la nueva alegoría post.simbólica349.
Antes de estudiar la estructura interna de esta nueva alegoría, debemos
detenernos en algunas cuestiones previas, relativas al funcionamiento externo de la
alegoría, esto es, a su situación y función en el discurso. La primera consecuencia de la
noción de alegoría que propone Paul de Man afecta a la propia concepción de la
retórica. En efecto, de Man denuncia la histórica separación existente entre gramática y
retórica350, y defiende un modelo de alegoría que se oriente hacia el discurso y no
quede, por lo tanto, limitada a la palabra. La antigua diferencia retórica entre las figuras
de dicción y las figuras de pensamiento nunca había resuelto este problema
satisfactoriamente, en los términos en que la alegoría, sobre todo con la amplitud
demandada por las exigencias planteadas por la exégesis alegórica. En consecuencia, la
alegoría como figura retórica se había convertido, ya desde las primeras retóricas, en
una figura hecha de la suma de otras, definiéndose como una metáfora continuada –
confinada, por lo tanto, dentro del ornato-, sin que esta definición pudiera ofrecer una
mínima correspondencia con las exigencias metodológicas de la exégesis alegórica.
La falta de simetría entre la alegoría como figura retórica, por una parte, y como
método hermenéutico, por otro, ha sido, desde este primer momento, una fuente de
confusión y dificultades para la poética, la hermenéutica y, posteriormente, la estética.
El rechazo de la alegoría por parte de las estéticas idealistas, y la aparición del símbolo
estético –en realidad una nueva alegoría más acorde a las necesidades metafísicas de la
época351- fue la consecuencia lógica de una lenta evolución en la que el desgaste y
encogimiento de la retórica afectó principalmente a una figura desde siempre mal
ubicada y mal definida.
El desplazamiento de la alegoría al campo del discurso y la orientación
gramatical que Paul de Man propone en estos trabajos, parece reconocer en la alegoría
retórica una nueva dimensión, más profunda y ajustada a las necesidades que la exégesis
alegórica venía planteando, desde siglos atrás, con relación a su, en teoría, hermana
desde el punto de vista retórico. Acaso la nueva apertura de la alegoría a la gramática,
alejándose de las limitaciones de la metáfora a la que la había reducido una larga

349
Decimos post-simbólico y no post-simbolista porque, como hemos estudiado en páginas anteriores, el
simbolismo es un primer momento antirromántico en el que se comienza a fracturar el fundamento del
símbolo de la estética idealista.
350
Véase lo que decíamos al respecto en nuestro capítulo VII dedicado a Aristóteles.
351
En este sentido, y siguiendo a de Man, véase Spivak, 1971: 440.
569

tradición retórica, sea la aportación más importante de Paul de Man al estudio de la


alegoría, incluso si no se acepta el resto de sus consideraciones en torno a la referencia,
los tropos y la ironía352.
Tropo e ironía son, en cierto modo, las dos caras de una misma moneda. El
primero es, para de Man, no una desviación o deformación del lenguaje, sino el
paradigma lingüístico por excelencia 353; la ironía es el resultado del desvanecimiento de
la ilusión que sostiene el supuesto de la legibilidad de los textos. Es el resultado de un
proceso que comienza con la pretensión del entendimiento del texto, esto es, de la
determinación de su modo referencial. Pero dado que el lenguaje es intrínsecamente
figural, sin que sea posible una lectura final, definitiva, puesto que toda lectura
engendra, a su vez, otra que narra la ilegibilidad de la narración anterior354, resulta
imposible llegar a distinguir de forma concluyente lo literal de lo figurado y, con ello, se
desvanece, como decíamos, la posibilidad de significar del texto. En este sentido, afirma
Warminski, comentando a de Man: “Los tropos llevan a cabo la fenomenalización de la
referencia que nosotros llamamos ideología pero, por supuesto, dado que se trata de
tropos que hacen tal cosa, dicha referencia fenomenalizada no tiene más remedio que
ser aberrante” (Warbinski, 1996: 11). La alegoría da cuenta de este fracaso de la lectura
de unos textos previos articulados esencialmente sobre figuras y, en última instancia,

352
El estudio del discurso como unidad superior que genera sus propias necesidades teóricas ha sido
objeto de atención reciente desde muy diversos puntos de vista. En el caso de Foucault, por ejemplo, los
elementos que presenta para situar la diferencia entre la frase y el enunciado puede ser de enorme utilidad
para precisar el alcance de un replanteamiento de la alegoría en el sentido propuesto por Paul De Man. En
efecto, Foucault observa que el enunciado necesita de un contexto determinado, constituido por la serie de
las formulaciones en las que el enunciado se inscribe, las formulaciones a las que el enunciado se refiere,
las formulaciones que pueden seguir al enunciado como réplica o consecuencia, y las formulaciones cuyo
estatuto comparte (Foucault, 2002: 164-165). Todorov también hace una distinción similar entre frases y
enunciados (Todorov, 1978: 9-11). De este modo, el estudio de la alegoría puede ramificarse en una serie
de consideraciones diversas determinada por las relaciones que ésta establece con el contexto, entendido
en su sentido más amplio. En otra dirección, también Ricoeur ha señalado la necesidad de reorientar el
estudio de los tropos en un contexto más amplio que el de la palabra, y advierte de que tal vez haya sido
esta limitación a la palabra una de las causas de la decadencia de la retórica y su reducción al ornato
(Ricoeur, 2001: 67-68 y 976-99. Sobre la alegoría en el sentido de la consideración del enunciado que
estamos estudiando, cf. Ricoeur, 2001: 230-231).
353
Cf. De Man, 1990a: 128.
354
La hermenéutica patrística ya había señalado la posibilidad de interpretaciones sucesivas de un mismo
texto. Agustín relacionaba la naturaleza siempre incompleta de la interpretación de la Escritura y de la
Historia a la Caída. Sin embargo, de Man invierte por completo la valoración de estas sucesivas
interpretaciones: para los Padres, las interpretaciones coherentes con la Doctrina eran válidas –y valiosas-
aunque nunca definitivas; para de Man, la sucesión de las interpretaciones no sólo suprime el valor de las
anteriores respecto de las que les suceden, sino que, además, adelanta el mismo fracaso en la
determinación del sentido del texto de las que las suceden.
570

sobre metáforas, que son, a su vez, consecuencia del fracaso de denominar


directamente355.
De Man establece, de esta manera, una perfecta simetría entre el tropo que
constituye el discurso y la alegoría que lo deconstruye, a través de la superposición de la
actividad retórica sobre el texto y, en particular, sobre su estructura gramatical. Se
puede decir, en consecuencia, que es ahora, por primera vez, cuando se produce la
concordancia plena entre la exégesis alegórica y la alegoría retórica. Pero esta
concordancia, tanto tiempo demorada a lo largo de la convulsa historia de la alegoría,
parece haberse producido a costa de la referencia, esto es, mediante el reconocimiento
de la imposibilidad de decir. Éste es precisamente el reproche que Edward Said hace a
Paul de Man:

Siempre está interesado en mostrar que cuando los críticos o los poetas creen que están
afirmando algo, están en realidad revelando –los críticos sin darse cuenta, los poetas
deliberadamente- las imposibles premisas de afirmar cualquier cosa, las denominadas aporías
del pensamiento a las que de Man cree que siempre regresa toda la gran literatura.
(Said, 2004: 223)

Said reprocha, en definitiva, a de Man, que incurra en la paradoja de afirmar que


nada puede afirmarse. De este modo, podría decirse que las sucesivas y caducables
exégesis alegóricas de los grandes textos históricos fundacionales desde la Ilíada a la
Biblia no sólo no han podido revelar sus secretos sino que, además, han materializado
su propia impotencia ante estos textos primarios, porque su secreto, al fin y al cabo,
radica en la imposibilidad de albergar secreto alguno distinto del vacío, que nace del
mero decirse a sí mismos356.
Said, por el contrario, recurre a la filología como instrumento humanista de
búsqueda del significado. En este proceder, Said distingue dos momentos, uno de
recepción del texto y otro de resistencia, en el que el intérprete penetra en el
lenguajeprefabricado y generalizador del texto, en busca de lo “olvidado” de lo “otro”
del texto, a sabiendas de que la interpretación está condicionada “por la perspectiva
limitada del tiempo y la obra propios”. Esta limitación obliga a una tarea incesante de

355
Ib., p. 235.
356
En la conclusión “la literatura sólo dice su decir” hay un claro eco del aforismo nietzscheano “La
voluntad sólo quiere su querer”.
571

descodificación en sucesivos actos de lectura e interpretación que hagan aflorar lo


escondido y engañoso de lo escrito (Soria Olmedo, 2006).
Sin embargo, la dimensión referencial está también presente en la construcción
teórica de Paul de Man. Así, al estudiar la alegoría en la obra de Rousseau, llega a decir
lo siguiente:

En la alegoría de Rousseau, la crítica radical del significado referencial no implica


nunca que la función referencial del lenguaje pueda de algún modo ser evitada o puesta entre
paréntesis o reducida a ser tan sólo una propiedad lingüística contingente entre otras (… ). La
perdida de fe en la fiabilidad del significado referencial no libera al lenguaje de la coerción
referencial y tropológica, puesto que la aserción de la pérdida está a su vez regida por
consideraciones de verdad y falsedad que, como todas, son necesariamente referenciales.
(De Man, 1990a: 238)

De este modo, la alegoría del lenguaje en Paul de Man no concluye en el


reconocimiento de la imposibilidad de decir sino que regresa al ámbito de la referencia,
aunque no al de la fenomenalización.
Una vez visto, siquiera superficialmente, el sentido de la nueva alegoría con
relación a las cuestiones de la referencia, la retórica y la gramática, debemos
profundizar en esta imposibilidad de decir que de Man considera revelada en el
mecanismo alegórico y en la ironía que se encuentra en la base de esta revelación.
Como hemos advertido, Paul de Man expone en “La alegoría de la persuasión en
Pascal” la relación esencial entre la ironía y la alegoría. Comienza recordando que la
diferencia que en la Estética de Hegel se establece entre alegoría y enigma tiene su
fundamento en la absoluta claridad que persigue aquélla. El problema se plantea al
abordar la exigencia de claridad que la alegoría demanda, dado que la claridad de la
representación no está al servicio de algo que pueda ser representado -recordemos, por
ejemplo, que los autores cristianos medievales decían que no se podía hablar de Dios
sino a través de alegorías-. De esta manera, se produce una paradoja en el mismo seno
de la figura: la claridad del medio de representación sólo sirve para hacer más patente la
oscuridad de lo que representa. La alegoría como representación debe ser persuasiva, es
decir, debe ser fidedigna con relación a lo representado, del mismo modo, dice de Man,
572

que un argumento es persuasivo en la medida en que es verdadero357. La relación de la


verdad con la persuasión entra en conflicto en el momento en que nos damos cuenta de
que las verdades más trascendentes para nuestra existencia, la referencia a Dios de la
que antes hablábamos, deben explicarse de forma indirecta.
De Man profundiza en esta paradoja mediante el estudio de la distinción que
Pascal establece entre definiciones nominales, es decir, aquéllas que no admiten
contradicción, como las matemáticas, y definiciones reales que son proposiciones que
necesitan ser probadas. La confusión entre ambas definiciones es la principal causa de
dificultad en la cuestión que nos ocupa. El problema queda determinado cuando se
analiza el sentido de “las palabras primitivas” (extensión, tiempo, etc.). Estas palabras
pasan por tener una definición natural, sin embargo Pascal hace notar que esto no es
cierto porque, si lo fuera, tendrían que tener un significado universal, cosa que no
sucede. Aunque sí es cierto que en todo caso la relación entre la cosa y el nombre es la
misma, de manera, dice Pascal, que al oír el nombre, todos volvemos nuestro
pensamiento al mismo objeto. Nos encontramos conque la definición nominal de estos
términos primitivos siempre se convierte en una proposición que tiene que ser y a la vez
no puede ser probada. Por lo tanto, puede afirmarse que la definición de la definición
nominal es una definición real.
A continuación, Pascal se centra en el problema del número y de la extensión.
Citando a Méré dice que es posible concebir una extensión constituida por partes que
estén ellas mismas desprovistas de extensión. El espacio, de este modo, estaría
constituido por una cantidad finita de partes indivisibles más que por una cantidad
infinita de partes infinitamente divisibles ya que es imposible constituir números de
unidades que estén desprovistas de número. Pascal afirma que lo aplicable a la unidad
indivisible del número (el uno) no es aplicable a la unidad indivisible del espacio
porque, para Pascal igual que para Euclides, el uno no es un número sino la definición
nominal del no-número, aunque participa del principio de homogeneidad de los
números358. Así se puede decir que el uno es y no es un número359. Pero, en el orden del
número existe una entidad que al contrario del uno, es heterogénea con relación al

357
La constante alusión a la verdad en el discurso de de Man en torno a la alegoría subraya la esencial
naturaleza metafísica de la alegoría. En este sentido, Vanderdorpe, 1999: 87.
358
De la misma manera, dice Pascal, que una casa no es una ciudad aunque las ciudades estén
constituidas por casas y de que siempre se pueda añadir una casa más a la ciudad (De Man, 1998: 87).
359
Sobre esta cuestión, véase Aristóteles, Física 220a.
573

número: el cero. El cero es para el orden numeral lo que el instante para el temporal360,
es el interruptor del sistema de sucesión numeral en la teoría de los dos infinitos. El uno
actúa como el tropo del cero que no puede aparecer sino bajo esa forma dado que es
innombrable.
De Man considera que es posible encontrar en la retórica términos que, de forma
similar, designen la interrupción de un continuo semántico de un modo que va más allá
del poder de reintegración. A diferencia de lo que ocurre con el cero esta disrupción no
se concentra en un punto sino que se extiende por todas partes361. Pero debe tenerse en
cuenta que llamar irónica a esta estructura puede inducir a confusión porque la ironía es,
al igual que el cero, un término que no es susceptible de definición real o nominal. Paul
de Man afirma que puede decirse que la alegoría es el tropo de la ironía del mismo
modo que el uno es el tropo del cero.
El estudio de la oposición de los conceptos362 de poder y justicia en Pascal sirve
al crítico holandés para analizar en el texto el funcionamiento práctico de esta teoría.
Así, observa que en esta oposición, el poder invade siempre el espacio de la justicia sin
que se produzca un intercambio de posiciones entre ambos, como ocurre en otros casos
de oposición binaria, aunque sí una apariencia de intercambio363. Para que lo propio de
la justicia sea el poder y lo propio del poder sea la justicia, éstos podrían intercambiar
los rasgos de inocencia y necesidad que los caracterizan. La justicia debe convertirse en
necesaria gracias al poder y el poder en inocente gracias a la justicia. Sin embargo, al
contrario de lo que ocurre con otras oposiciones binarias de los Pensamientos, este
desplazamiento no se produce. El poder usurpa el puesto de la justicia y, no obstante, la
enunciación de este hecho, tal y como lo expone Pascal, se realiza por el procedimiento
de la cognición y de la deducción y no como puro acto de fuerza e imposición. Por
tanto, la usurpación de la fuerza se reinscribe en un sistema de cognición al que no
pertenece, pues la fuerza es heterogénea con relación a este campo, del mismo modo,

360
Kierkegaard dirá en un contexto similar que “desde la perspectiva socrática el instante no puede verse,
ni discernirse, no existe, no ha existido, ni llegará a existir” (Kierkegaard, 1997: 63).
361
De Man pone como ejemplo el uso del anacoluto en Schlegel (De Man, 1998: 91). De este modo, de
Man profundiza en la orientación gramatical de la alegoría, por encima de las limitaciones de la palabra
aislada.
362
De Man estudia con detalle las oposiciones binarias en Pascal advirtiendo los posibles cruces
quiásmicos entre ellas que tiende a demostrar que estas oposiciones están si no reconciliadas, sí
orientadas hacia una totalización que podría posponerse infinitamente pero que sigue siendo operativa
como principio de inteligibilidad. De modo similar ocurre con la oposición grandeza / miseria,
escepticismo / dogmatismo, etc. (De Man, 1998: 97-99).
363
De Man cita el siguiente pensamiento de Pascal: “Y de este modo, no siendo posible hacer que lo justo
sea fuerte, se ha hecho que lo fuerte sea justo” (De Man, 1998: 99).
574

señala de Man, que el cero se inserta en el orden del número al que tampoco pertenece,
por medio del uno, su tropo. “La ruptura se reinscribe así como el conocimiento de la
ruptura”364. A partir de este momento, el lenguaje en Pascal se separa en dos
direcciones: una función cognitiva que es justa pero que carece de poder y una función
modal que es fuerte en su demanda de justicia. La primera es el lenguaje de la verdad y
de la persuasión mediante pruebas, la segunda es el lenguaje mediante la usurpación o la
seducción. Sin embargo, en la medida en que el lenguaje es siempre cognitivo y
tropológico así como performativo a la vez, es una entidad heterogénea incapaz de
justicia así como de justesse en el sentido de precisión argumentativa. Termina de Man
su razonamiento afirmando que el “pseudoconocimiento irónico de esta imposibilidad
que pretende ordenar secuencialmente, en una narración, lo que es realmente la
destrucción de toda secuencia, es lo que se llama alegoría”365.
La ironía es, pues, lo que se oculta detrás de la alegoría. Al establecer este
vínculo entre alegoría e ironía, Paul de Man disiente de la teoría de Derrida, para el que
la alegoría, la ironía y la teología negativa, se mueven en un mismo plano. La alegoría
derridiana alude a la continua negociación con lo “otro” que permanece fuera del texto.
La diferencia entre alegoría, ironía y teología negativa se articula del siguiente modo.
En la alegoría y la teología negativa, el cambio de sentido es semánticamente
constructivo, aunque, en cada caso, de modo distinto: en la teología negativa un sentido
se subvierte para facilitar la irrupción de un sentido superior. Esta jerarquía de sentidos,
que produce el desplazamiento semántico, es constituida teológicamente. En la alegoría,
un sentido se dobla en otro sin que se produzca este desplazamiento semántico. Los
límites en donde un sentido se convierte en otro son imposibles de precisar porque no
existe prioridad entre los distintos sentidos. La ironía, por su parte, está cercana al
discurso de la teología negativa en cuanto subvierte y establece una jerarquía de sentido.
Pero en este caso, la subversión es semánticamente destructiva: un sentido es socavado
por otro366.
Por su relación con la alegoría se hace necesario profundizar, siquiera
brevemente, en la idea de ironía que defiende de Man367. Decimos idea y no concepto
porque Paul de Man considera que la ironía no es un concepto por lo que resulta

364
De Man, 1998: 101.
365
De Man, 1998: 102. Véase también Vanderdorpe, 1999: 88.
366
Ward, 2002: 173.
367
“El concepto de ironía” en De Man, 1998: 231-260. Véase Said, 2004: 222-224. Sobre la ironía, véase
también el número 36 de la revista Poétique (1978).
575

imposible dar una definición de la misma. La retórica tradicional la ha considerado un


tropo consistente en significar lo contrario de lo que se está afirmando. Este cambio en
el sentido de lo que se dice o el alejamiento de éste es lo propio del tropo desde su
mismo significado etimológico. Sin embargo, cómo puede cifrarse la ironía de un texto;
cómo saber cuando es o no es irónico368. La ironía plantea dudas desde el momento en
que se nos ocurre su posibilidad, una duda que no se interrumpe nunca porque cómo no
sospechar que se está siendo irónico al utilizar la ironía, cómo valorar el sentido de esta
ironía que recae sobre sí misma, la ironía que es ironía de la comprensión. Este carácter
absoluto de la ironía se extiende hasta el infinito en su cadena de negaciones y sólo la
voluntad de penetrar el sentido del texto pueda interrumpirla. Partiendo, sobre todo, de
las aportaciones de F. Schlegel 369, Paul de Man enfoca su estudio sobre la ironía en esta
dirección, cómo y cuándo detener la ironía del texto.
Sin embargo, la ironía puede ser neutralizada mediante la reducción. La primera
posibilidad de reducción consiste en reducir la ironía a una práctica o desvío estético, de
tal modo que gracias al distanciamiento que produce, permite decir cosas terribles. Otra
posibilidad consiste en reducir la ironía a una dialéctica del yo de estructura reflexiva
dentro de la que el yo se mira a sí mismo a partir de cierta distancia. Así, el yo
romántico que parte de Fichte es un yo lógico moldeado por el lenguaje. Pero si el
lenguaje puede nombrar al yo, también puede nombrar el no-yo, su contrario en virtud
de la habilidad del lenguaje para nombrar catacréticamente cualquier cosa mediante su
uso falso. De tal modo que en la postulación del yo, también estamos postulando el no-
yo. Sobre este yo que es postulado y negado al mismo tiempo nada se puede decir, es un
puro vacío.
Schlegel, al hablar de la ironía, a la que define como “belleza lógica”370, habla
de parábasis, de interrupción de un discurso en virtud de un desplazamiento en el
registro retórico. La ironía es una parábasis permanente de la alegoría de los tropos371.

368
Recordemos que éste era también un problema que afectaba a la determinación de lo alegórico y de lo
simbólico.
369
Véase Schlegel, 1994: 52-53. Hegel dice respecto a la ironía en Schlegel: “La forma más inmediata de
tal negatividad de la ironía es, por una parte, la vanidad de todo lo objetivo, de lo moral, de lo que habría
de tener un contenido en sí, la nulidad de todo lo objetivo y de lo que tiene validez en y para sí. Si el yo
se queda en esta posición, todo se presenta para él como nulo y vano, con excepción de la propia
subjetividad que con ello es también hueca, vacía y fatua.” (Hegel, 1989: 63).
370
D´Angelo, 1999: 126.
371
Schlegel pone un ejemplo enormemente clarificador de lo que entiende por parábasis permanente
mediante un supuesto sacado del teatro. Así, dice que la parábasis permanente se produciría en el caso en
el que el coro de una tragedia se pusiera, de repente a dialogar con los espectadores. Esta situación
rompería la incomunicabilidad entre el escenario y el público destruyendo la ilusión que produce la obra
de arte (D´Angelo, 1999: 127). Sobre esta cuestión, véase también Agamben, 2005: 65-66.
576

Esta alegoría de los tropos por la que éstos señalan una cosa distinta de la que afirman,
tiene su propia coherencia narrativa, su propia sistematicidad, y es esta sistematicidad,
esta coherencia narrativa lo que la ironía altera. La ironía interrumpe la dialéctica, la
reflexividad de los tropos. Para Schlegel la ironía está en la base de esa lengua
originaria que anhelaban los románticos pero quizá no en el mismo sentido que éstos; la
verdadera lengua originaria, afirmará, “es la de la locura, el error, la estupidez en la que
las palabras se entienden mejor entre ellas que con quien las dice”372.
Cuando Paul de Man concibe la ironía como fundamento de la alegoría, en el
sentido de que la primera materializa la imposibilidad del lenguaje de abordar la
realidad debido a su naturaleza tropológica, de tal modo que a un discurso sólo puede
suceder otro, está en cierto modo indicando la posibilidad de adentrarse en el camino
del no-ser vedado por Parménides en los orígenes de la metafísica. Pero, en realidad, no
se trata tanto de un regreso al comienzo del pensar metafísico, sino de una penetración
en su final. La imposibilidad del lenguaje de acercarse a lo real parece profundizar en la
oposición nietzscheana entre la verdad y el arte, entre el mundo verdadero y el mundo
aparente, como inversión -más que superación- de la metafísica del platonismo. Así,
frente a la verdad necesaria, articulada en el lenguaje y fundamentada sobre el principio
metafísico de no contradicción373, se eleva la dimensión artística que apunta al aparecer
de la realidad, y que, por lo tanto, transporta la vida, más allá de la fijación lógica de la
verdad, hacia la revelación del caos374. Cuando la alegoría, en el sentido en el que la
entiende Paul de Man, descubre la imposibilidad de fijar el sentido, revela al mismo
tiempo el caos que subyace a la esquematización de la realidad, esto es, al cosmos en el
lenguaje.
En este sentido, la ironía subyacente a este mecanismo alegórico, adquiere una
dimensión diferente en la que parece indicarse, también, el final de una metafísica,
entendida heideggerianamente como “olvido del ser”, que vuelve a su origen, el vacío
mítico375 -acaso la nueva mitología sea, contra lo que pretendiera Schelling, este vacío
irónico que se esconde en el fondo de esta concepción del discurso-.

372
De Man, 1998: 256.
373
Para el principio de no contradicción en sentido nietzscheano, véase Heidegger, 2005: 483-490. El
principio de no contradicción, en la dimensión lingüística del platonismo, remite a la idea –“lo uno que
permanece en todas las variaciones de los productos, lo que conserva su existencia consistente (op. cit., p.
165), y es, en consecuencia, el fundamento de la conceptualización.
374
Ib., pp. 491-492.
375
Cf. Hesíodo, Teogonía 105-130. Entendemos aquí “caos” en su sentido original hesiódico y
aristotélico como vacío, y no como corrientemente se entiende, esto es, como “desorden” o”mezcla
confusa” (cf. Jaeger, 2003: 19-20).
577

10
Símbolo y alegoría en el pensamiento heideggeriano. Gadamer. Vattimo
En el tratamiento post-romántico de la alegoría y el símbolo existe una tercera
posibilidad, junto con los tratamientos de Cassirer y Todorov, que ahora debemos
examinar. Nos referimos a las aproximaciones heideggerianas a la cuestión, entendiendo
por tales no sólo las ideas presentadas por el propio Heidegger, sino las de autores que,
con muy diversos resultados, han continuado trabajando sobre sus planteamientos. De
entre éstos –ciertamente muy numerosos- nos detendremos en las fundamentales
aportaciones de Gadamer y Vattimo.
Es evidente que un filósofo cuya obra está determinada por la cuestión
ontológica, más allá de las lecturas existenciales que tuviera la primera recepción de Ser
y tiempo, y por la significación histórica de la metafísica como “olvido progresivo del
ser” ha de tener forzosamente para nosotros un valor especial, toda vez que, desde el
comienzo de nuestra investigación, hemos tratado de poner de relieve las estrechas
correspondencias entre la alegoría y el desarrollo de la metafísica a lo largo de algunos
de los principales hitos del pensamiento occidental. No creemos que nuestro estudio
pueda considerarse, en puridad, heideggeriano, pero sí es necesario reconocer el peso
sustancial que muchas de sus ideas han tenido y tienen en el entramado de esta
investigación.
Éste es el momento de explicar detalladamente qué hemos querido decir a lo
largo de estas ya extensas páginas en las que hemos afirmado que la alegoría está unida
indisolublemente a la metafísica desde su origen. Para sostener esta idea ha sido
necesario viajar al inicio de la metafísica con los filósofos presocráticos y examinar
cómo en este mismo momento inaugural de la filosofía, surge también la alegoría, el
distanciamiento crítico de los textos homéricos y el retorno a estos textos por un camino
diferente: el de la interpretación alegórica. Hemos estudiado también la difícil salida del
mito, las relaciones con el enigma en sus episodios más tempranos y el lento recorrido
hacia el logos.
Posteriormente, hemos ido analizando las diversas vicisitudes que la alegoría ha
ido atravesando a lo largo de la evolución del pensamiento antiguo, la aparición del
cristianismo, la mística, y las relaciones con la retórica, así como la aparición y los
rasgos principales de un género literario que justamente es conocido como “alegoría
578

deliberada”. Finalmente, hemos analizado la debacle moderna de la alegoría, con el


hundimiento de la filosofía especulativa y la aparición de la estética y con ella el apogeo
del símbolo, una forma nueva de la alegoría, que formalmente se opone a ella y sobre la
que ejerce su supremacía. Y hemos concluido nuestro recorrido histórico con la
rehabilitación de la alegoría, una vez superadas las premisas de la estética del
Romanticismo, la concepción de la vivencia estética y de los demás requisitos que el
símbolo exigía para su funcionamiento. Este punto final ha sido desarrollado en torno a
Paul de Man, no sólo por ser uno de los pensadores que más profundamente ha
entendido la alegoría en la Modernidad, sino también por ser el autor que más
certeramente ha explicado como esta resurrección de la alegoría sólo sería posible a
través de su enraizamiento en la ironía, esto es, como expresión de un vacío discursivo
que asimismo puede entenderse como el momento último de la metafísica como olvido
del ser. Pero el final de la metafísica no significa su extinción, ni, en consecuencia, el
final de la alegoría como fórmula del decir metafísico. Cuando se habla del final de la
metafísica, debe recordarse, con Heidegger, que este final se refiere al acabamiento de
sus posibilidades esenciales –entendido este acabamiento en sentido provisional, porque
lo contrario sería situarse por encima de la historia-, encarnado en el pensamiento de
Nietzsche que invierte los presupuestos metafísicos platónicos. Ahora bien, incluso este
final quizá provisional de las posibilidades de la metafísica al que nos referimos como
final de su historia no es obstáculo para que se sigan sosteniendo las posiciones
metafísicas existentes hasta al momento, bajo las coordenadas subjetivistas y
antropológicas de la modernidad376.
¿Qué queda entonces? Quedan, sobre todo, las razones. Es decir, es necesario
volver, no ya desde el punto de vista histórico, sino desde la precomprensión de la
cuestión que había sido necesaria para comenzar nuestra investigación a las causas que
la motivaron. Concretamente, queda por explicar qué es lo que nos ha llevado a este
prolijo recorrido histórico y, más aún, a la consideración de que tal recorrido era
necesario. Porque es cierto que la aparición simultánea de la alegoría y la metafísica en
el pensamiento griego del siglo VI es ya un indicio poderoso para intuir la posible

376
Cf. Heidegger, 2005: 681. En sentido contrario, Pardo afirma que la metafísica sólo puede ser
concebida como un discurso muerto. Este discurso, que comienza con Platón y termina con Hegel, se
presenta hoy como una lengua muerta, como un juego del lenguaje al que nadie juega (Pardo, 2006: 29-
30). Esto no obstante, el propio Pardo reconoce que la metafísica ha sido dada por muerta en numerosas
ocasiones y ha resucitado en otras tantas, de tal modo que “la muerte de la metafísica no parece llegar a su
fin” (op. cit, pp. 25-26). Agamben, sin embargo, no cree que la tradición metafísica haya sido superada en
579

existencia de una red de causalidades que uniera ambas realidades de un modo que aún
no podíamos determinar con precisión.
Entendemos, con Gadamer, la metafísica no en un sentido superficialmente
aristotélico como filosofía primera que pretende averiguar en el ente supremo lo que es
el ser, sino más ampliamente “la apertura hacia una dimensión que, sin fin como el
tiempo mismo y presente permanente como el tiempo mismo, abarca todo nuestro
preguntar, decir y anhelar (… ). La fenomenología, la hermenéutica y la metafísica no
son tres puntos de vista filosóficos distintos, sino el filosofar mismo” (Gadamer, 2001:
36-37). En consecuencia, la metafísica y la hermenéutica resultan indisociables. Queda
por ver si este modo de entender la hermenéutica en que consiste la alegoría es también
inevitable en la evolución de la metafísica.
Dos son los elementos, que afectan tanto a la hermenéutica como a la retórica,
que estrechan la tendencia a identificar alegoría y hermenéutica: en primer lugar el valor
que juega la precomprensión en la interpretación; en segundo, lo insoslayable que
resulta, en ocasiones, el doble mecanismo de la abstracción conceptual de la realidad y
la personificación del concepto a modo de una nueva encarnación en la realidad. La
alegoría, en su doble vertiente, participa de forma radical de ambos mecanismos: la
formación e intervención de la precomprensión, y, desde el punto de vista retórico, la
conceptualización y la personificación conceptual.
Este último es un proceso directamente vinculado a la metafísica desde sus
inicios griegos. En efecto, Heidegger entiende la historia de la metafísica como “la clase
de movimiento de la experiencia pensante que concibe a los entes en su ser,
reteniéndolos como aprehendidos”, esto es, como modo de entender “el ente llevado a
su concepto” (Gadamer, 2002a: 244). El esfuerzo de Heidegger, sigue diciendo
Gadamer, se dirige a la destrucción de los conceptos metafísicos para recuperar el
camino de la palabra, no por la renuncia del pensamiento conceptual, sino para
devolverle su fuerza aspectiva. Se trata de “hacer transitable el camino que va del
concepto a la palabra, de tal modo que el pensamiento pueda volver a hablar”
(Gadamer, 2002a: 247). Quizá quepa entender en este sentido, las palabras de
Heidegger cuando en Nietzsche, después de una interpretación indiscutiblemente
alegórica de un pasaje del Zaratustra, dice lo siguiente: “Los símbolos sólo le hablan a
quien posee la fuerza formativa necesaria para configurar sentido. Apenas se extingue la

la crítica de autores recientes como Derrida o Levinas, aun cuando reconoce que con éstos se han puesto
al descubierto sus problemas fundamentales (Agamben, 2003: 71-72).
580

fuerza poética, es decir la fuerza formativa superior, los símbolos enmudecen: se


degradan a la categoría de fachada y adorno” (Heidegger, 2005: 246).
Esta tarea también se despliega a lo largo de la obra de Gadamer: “El arte de
escribir consiste en que el escritor domina de tal manera ese mundo de signos que
constituyen el texto que se logra el regreso del texto al lenguaje” (Gadamer, 2001: 77).
Sin embargo, Gadamer se aparta de Heidegger en su concepción de la metafísica. Para
el primero no existe el lenguaje de la metafísica, sino únicamente “el propio lenguaje en
el que las creaciones de la metafísica siguen vivas bajo las apariencias y
superposiciones más diversas” (Gadamer, 2001: 65).
Las búsquedas de Heidegger y Gadamer coinciden en el método y en el
propósito inmediato: la devolución del discurso al lenguaje a través de la quiebra de la
palabra y el concepto, y la apertura de éste último, más allá de la rigidez de la
metafísica377. Pero existe una importante diferencia en cuanto a las consecuencias de
este trabajo, debido a la diversa concepción de la metafísica –y de la condición esencial
del ser humano- por parte de ambos. Esta diferencia influye decisivamente en la
continuidad “urbanizadora” del pensamiento heideggeriano en la hermenéutica de
Gadamer.
Nuestro estudio nos ha mostrado el estrecho paralelismo entre alegoría y
metafísica en su devenir histórico. Hemos tratado de profundizar en la formación de la
alegoría y en su adecuación a las exigencias que en cada momento histórico la
metafísica ha demandado de ella. Pero resulta obvio que esto no es suficiente. Es
necesario profundizar en el fundamento, buscar las causas y describir los mecanismos
de esta vinculación cuya evolución, al menos parcialmente y a grandes rasgos, hemos
esbozado a lo largo de nuestro trabajo. Querer “hacer hablar a la alegoría” presenta la
dificultad esencial de querer devolver al habla lo que ha sido uno de los mecanismos
más decisivos de conceptualización del pensamiento. En este sentido, es necesario no
sólo ilustrar históricamente el concepto, en nuestro caso, la alegoría, sino también
mostrar las fracturas en las que quiebra la relación entre el habla y el concepto. Estas
fracturas no se producen únicamente en el aflorar del lenguaje cotidiano como fuente de
nuevas conceptualizaciones (Gadamer, 2000: 92-93), sino también como respuesta a los

377
Sobre el sentido de esta apertura en el pensamiento heideggeriano, Steiner observa: “Hacer
verdaderamente una pregunta es concordar armónicamente con aquello a lo que se está preguntando. El
interrogador heideggeriano, lejos de ser el iniciador y el único amo del encuentro, como sucede siempre
en Sócrates, Descartes y en el científico teólogo moderno, se abre a sí mismo a aquello a lo que se está
preguntando, y se vuelve el locus vulnerable, el espacio penetrable de su apertura” (Steiner, 1983: 78).
581

nuevos retos y horizontes teóricos que la historia demanda en el terreno de la metafísica.


La mística, tanto en su versión neoplatónica pagana como en la cristiana, y dentro de
ésta, tanto en su vertiente exegética oriental como en la occidental de base experiencial
y dimensión psicológica, se ha revelado como un motor esencial de esta fracturación del
concepto y de la dinámica formadora de nuevas conceptualizaciones.
Y aquí, en esta encrucijada de nuestro estudio, es donde recurrimos
especialmente a Heidegger.
Hay en el Nietzsche de Heidegger una profunda reflexión sobre la necesaria
implicación entre el decir metafísico y la humanización inevitable de este decir, que, a
nuestro juicio, aporta una luz decisiva sobre el trayecto de nuestra investigación:

Toda concepción del ente, y especialmente del ente en su totalidad, está ya, en cuanto
concepción del hombre, referida al hombre. Toda interpretación de una concepción de este tipo
es un despliegue del modo en el que el hombre se encuentra en ella y toma posición frente a
ella. Incluso todo mero dirigirse al ente con el lenguaje, todo nombrar el ente con la palabra,
equivale ya a imponerle una construcción humana, a capturarlo en algo humano, desde el
momento en que la palabra y el lenguaje caracterizan de modo eminente al ser del hombre. Toda
representación del ente en su totalidad, toda interpretación del mundo es, por lo tanto,
inevitablemente una humanización.
(Heidegger, 2005: 289)

En este fragmento encontramos relacionados los elementos más importantes de


nuestro trabajo: la reflexión sobre el ente en su totalidad, es decir, la metafísica, desde
su origen griego presocrático y la investigación de la physis; la interpretación como
actitud esencial hermenéutica humana articulada inevitablemente en el lenguaje y
portadora, también de forma necesaria, de un mecanismo de humanización del ente en
su totalidad. La alegoría es, desde la exégesis del mundo y los textos homéricos, y, por
otra parte, desde la personificación como figura retórica, el modo inmediato de
elaboración de esta mirada, ya interpretación, del mundo que constituye el objeto y
razón de ser de la metafísica. Pero también la indagación de la esencia humana, fluye,
desde su relación con el ente, en sentido contrario, sobre el mismo eje del lenguaje: “La
pregunta por el hombre tiene que insertarse allí donde empieza la humanización de todo
el ente, es decir, en el lenguaje” (Heidegger, 2005: 294).
582

Pero en el pensador alemán existen zonas oscuras, visiones místicas y una


concepción de la poesía que nace de la idea hölderliniana de “lo sagrado” que, aunque
escapa a los condicionamientos de la estética romántica, conforman un material de cuya
ambigüedad e inestabilidad, por muy cautivadoras que resulten, preferimos mantenernos
al margen, por entender que exceden de los límites que en este trabajo nos hemos
impuesto.
Esto no obstante, aunque pueda resultar paradójico, debemos reconocer que el
Heidegger que más nos ha interesado es el de su segunda, etapa, el de los escritos
publicados después de la Segunda Guerra Mundial, aun cuando muchos de ellos fueran
escritos con anterioridad378. Tal es el caso de los artículos recopilados en el volumen
titulado De camino al habla379, aparecidos en la década de los cincuenta, o los dos
recogidos en Serenidad380: la conferencia del mismo título, leída en 1955 y “Debate en
torno al lugar de la serenidad”, escrito a mediados de los años cuarenta.
Decíamos que tal elección es paradójica porque se trata tal vez del Heidegger
más místico e inasible –es, curiosamente, el Heidegger que redescubre el espacio (y la
belleza sugerente de las metáforas espaciales)381 frente al “Heidegger temporal”
seguramente mucho más conocido-, quizá también el menos aceptado. Pero es también
el que, a nuestro parecer, ofrece más claramente una respuesta al problema que nos
ocupa. Es en estos trabajos donde con más interés hemos tratado de encontrar un
planteamiento superador de lo metafísico que fuera capaz de dar la alternativa a la
alegoría que no encontramos de forma satisfactoria en el entramado teórico metafísico
del símbolo romántico382. Ahora bien, la comprensión de la superación de la metafísica
debe entenderse, en la kehre heideggeriana, como un ir al trasfondo de ésta, no como su
liquidación, En consecuencia, dice Gadamer, el trabajo de Heidegger no va dirigido a la
disolución del concepto de logos, sino a desocultar su unilateralidad y superficialidad.

378
El giro heideggeriano comienza en los años treinta con su interés por Hölderlin (Gadamer, 2002: 114).
Este giro (kehre) consistió sobre todo en el abandono del planteamiento trascendental de Husserl.
Heidegger se apartó de la vertiente existencialista presente en Ser y Tiempo y se adentró directamente en
la exploración del problema del ser. En opinión de Gadamer, esta vuelta heideggeriana fue más bien “un
retorno a las cuestiones originarias y medio religiosas que habían llevado a Heidegger a adentrarse cada
vez más en el pensamiento” (Gadamer, 2001: 44).
379
Heidegger, 2002b.
380
Heidegger, 2002a.
381
Cf. Vattimo, 1998: 73 y ss. Sobre la fuerza de esta espacialidad en la constitución de un modelo
topológico del lenguaje y de la palabra poética, sobre todo en la obra de Gadamer, véase Cuesta Abad,
1999: 153-181.
382
Heidegger considera que la calificación de metafísico o de no metafísico puede aplicarse a un poeta, a
pesar de tratarse de un concepto procedente de la filosofía y no de la poética, desde el momento en que la
583

En este sentido, la recuperación del concepto de alétheia resulta fundamental, porque


con él reivindica la idea de que junto con el mostrarse del ser, existe igualmente un
movimiento de repliegue, de ocultación que se produce con la misma originariedad383.
Y es esencial en nuestra comprensión de esta cuestión y en nuestra delimitación de la
alegoría considerar, con Gadamer, que “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”
(Gadamer, 1996: 567 y ss.).
Hay en la metafísica, a juicio del pensador alemán384, una incomprensión radical
de la poesía que se encarna por vez primera en la expulsión platónica de la República y
que se perpetúa, bajo diversas formas de exclusión, hasta la actualidad: “Avant tout, la
poésie apparaît, dans le domaine de la métaphysique, comme ce qui est à chaque fois
autre que le courant et le dominant. Sous le règne de la moderne raison, lui est ainsi
prescrit le domaine de l´irrationnel.” (Allemann, 1987: 265).
Es interesante constatar, dice Allemann en su análisis del pensamiento
heideggeriano, a estos efectos que la filosofía del arte, la estética, no haya sabido acotar
el terreno de la poética salvo mediante determinaciones negativas, como si se
evidenciara que entre ésta y el aparato conceptual de la metafísica existiera cierta
incompatibilidad que forzara todas las tentativas de acercamiento hacia el “no lugar” de
la negación. Así, el idealismo alemán se refiere a la poesía como “placer desinteresado”,
o destaca su “ausencia de finalidad” o, como hemos señalado anteriormente, la ubica en
el ámbito de la irracionalidad385.
En esta concepción metafísica de la poesía, se hace necesaria, en nuestra
opinión, la existencia de un mecanismo como la alegoría que se encargue, dentro del
orden de las cosas constituido por la metafísica, de incorporar el elemento ausente de la
poesía, de positivar – en el sentido fotográfico del término- la “materia negativa” de la
poesía. En este sentido, se aparece ya un elemento que en seguida relacionamos con la
alegoría: la necesidad de ver, esto es, de hacer presente lo que esencialmente se
encuentra lejos, en vez de recorrer o apuntar el camino en la dirección en la que esto se
encuentra –esta acción ya sería un reconocimiento implícito de un lugar, cosa que la

metafísica es pensada a partir de la historia del ser, a la cual el poeta está igualmente vinculado
(Allemann, 1987: 214).
383
Cf. Gadamer, 2000: 323.
384
La metafísica que, en opinión de Heidegger, se conforma a partir de la doctrina platónica de las ideas
consiste en el pensar que deja impensada la diferencia entre el ser y el ente, de tal modo, que piensa la
verdad del ente en su totalidad, con el correspondiente y paulatino olvido del ser. Hegel, en el modo de
ver de Heidegger, es el que aporta a la metafísica el sistema que le es propio, dando paso a la metafísica
absoluta (Allemann, 1987: 212-213).
385
Op. cit., p. 265.
584

metafísica no puede hacer-. Ésta es, para Heidegger, la falta principal de la metafísica:
el planteamiento del pensar como un ver386. De este modo, critica el proceder metafísico
dirigido a diferenciar lo sensible de lo no sensible tanto en Platón como en Hegel –y en
esto puede encuadrarse también una primera crítica al símbolo- en los que “lo
meramente sensible del arte queda devaluado en beneficio del aparecer puro de la idea,
según acontece en el pensar” (Pöggeler, 1993: 277). Ésta falta de la metafísica se
convierte, en nuestra opinión, en el elemento determinante de la alegoría. Así, las
primeras interpretaciones alegóricas de los textos de Homero, cuando desarrollaban las
explicaciones físicas de los pasajes que parecían moralmente reprobables, recorriendo,
por lo tanto, un camino de vuelta no transitado, evidenciaban la necesidad metafísica de
“ver” lo que en el pensar estaba alejado. La alegoría (meta)física de los estoicos
suprimía la distancia intuida de la physis –“la Naturaleza es siempre no presente”387: de
nuevo la aparición del “no lugar”- cuando interpretaban los textos y dioses homéricos y
hesiódicos como fenómenos naturales presentes, reconocibles, desocultados.
La alegoría, por lo tanto, al desandar el camino, suprime la distancia,
prescindiendo del espacio que posibilita el despliegue revelador y ocultante al mismo
tiempo de la alétheia. Lo mismo ocurre con el símbolo entendido en su sentido
romántico. El rechazo teórico de la conceptualización y la, también teórica,
inagotabilidad del sentido388, no esconde su naturaleza metafísica de imagen y su
vinculación a los presupuestos de la alegoría en sentido amplio, tal y como, quizá,
hemos puesto de relieve en estas páginas.
El intento de Heidegger es acaso evidenciado por la necesidad de volver al
enigma que se muestra como tal enigma y que en este mismo mostrar, impide su
revelación, o mejor dicho, como ocurría en nuestra lectura de Edipo, cuya revelación es

386
Cf. Pöggeler, 1993: 56. De este modo, afirma más adelante Pöggeler comentando a Heidegger, en la
metafísica el ser funda lo ente y está fundado, a su vez, en el ente que colma de manera especial la
exigencia de asistencia constante (Dios) (ib, p. 175). Una tautología semejante ya había sido enunciada
por Kant al referirse a la teleología natural: “Cuando para la ciencia de la naturaleza, y en su contexto, se
introduce el concepto de Dios para hacerse explicable la finalidad en la naturaleza, y esta finalidad, a su
vez, se usa después para demostrar que hay un Dios, en ninguna de las dos ciencias hay consistencia
interior, y un erróneo dialelo lleva a ambas a la inseguridad, porque dejan sus límites penetrarse unos en
otros (Crítica del Juicio & 68). La asociación de pensar y ver procede de la Metafísica de Aristóteles.
387
Cf. Pöggeler, 1993: 261.
388
De este modo, el acercamiento a lo sagrado de Hölderlin no es leído por Heidegger como un símbolo,
porque no superpone una significación no sensible a una cosa sensible bien notoria (Pöggeler, 1993: 278).
Este descarte del símbolo en Hölderlin revela, a nuestro juicio, el rechazo de Heidegger por el símbolo
romántico y su asimilación a la alegoría.
585

precisamente su desocultamiento como enigma389. Varios son los conceptos que


Heidegger propone para explicar este mecanismo del desocultamiento del enigma, y
sobre todo para bloquear el camino de vuelta que toda alegoría –también todo símbolo-
supone. En todos ellos queremos subrayar, por más que resulte evidente, la orientación
espacial con que el pensador alemán trata la cuestión, porque en esta metafórica se
expresa de modo sorprendentemente preciso la concepción original de su autor.
El pensamiento radical de Heidegger dirige sus críticas contra la metafísica
atacando la lógica, como “lógica de lo presente”, que sólo concibe como pensable
aquello que, en los objetos, puede seguir siendo llevado ante el pensar como lo
constantemente presente en ellos. El logos y la hermenéutica de Heidegger son
concebidos como un arte cuyo ser cambia en la exégesis misma, un logos, dice Pöggeler
que no trabaja con categorías sino con existenciarios en los que forma y contenido no
sean separables390. Se trata, por lo tanto, de un hablar que atiende a la palabra y a la
elocuencia del silencio como fuerza que restituye a la ocultación la salida de lo oculto.
Sobre esta nueva concepción de la lengua, que escapa de la consideración instrumental
de la comunicación y de la información, Heidegger atisba la posibilidad de escapar de la
metafísica391. El alejamiento de los postulados de la metafísica, el rechazo de la lógica
del lenguaje y sobre todo el regreso a la idea de alétheia como Heidegger la entiende en
Heráclito, son postulados de un modo de pensar distinto al alegórico y al simbólico que
subyace a las estéticas románticas.
Cuando en “De un diálogo del habla”, Heidegger define ésta como “casa del ser”
establece, en el marco concreto del lenguaje, las diferencias entre el logos metafísico y
el habla concebida de modo distinto, como “señar”, como forma que evita el concepto,
puesto que la conceptualización es el modo ineludible de representación metafísica392.
Ahora bien, podría pensarse también que cuando Heidegger propone el habla en el
sentido antes expuesto, rechazando la conceptualización, está, en realidad, recuperando
el símbolo de los románticos. Ciertamente, existen entre ambos algunas coincidencias,
derivadas sobre todo de su alejamiento del concepto, un rechazo que tiene, quizá, la
misma causa en la reacción ante el crecimiento en todos los órdenes del lenguaje técnico

389
“La verdad “es” en cuanto des-ocultamiento, siempre y solamente en base al ocultamiento, es decir
litigio entre salida y persistencia en lo oculto (… ). El ser no le está disponible al pensar como algo
representable y asentable a disposición, como algo desde luego factible; pues si el ser desoculta lo ente,
ello lo hace únicamente sobre la base de un ocultamiento persistente” (Pöggeler, 1993: 174).
390
Pöggeler, 1993: 326-327.
391
Cf. Allemann, 1987: 264.
392
Heidegger, 2002b: 63 y ss. Véase especialmente Agamben, 2003.
586

científico. Sin embargo, la propuesta heideggeriana es mucho más radical en cuanto que
niega la posibilidad de la “imagen”, extremo fundamental en la estructura simbólica.
Además, debe recordarse que todos los presupuestos que subyacen al símbolo –la idea
de la vivencia, el reencuentro con lo absoluto, el concepto de genio, la intransitividad-
no tienen cabida en el contexto heideggeriano que aquí presentamos.
En efecto, las señas que Heidegger establece como elementos básicos del habla,
son enigmáticas, “nos señan atrayéndonos hacia aquello desde lo cual, de improviso, se
portan hasta nosotros”393. El autor, con este lenguaje ciertamente críptico, quiere, tal
vez, llamar la atención sobre el espacio y su recorrido, la distancia, no sobre la seña en
sí, ni sobre la posible imagen que ésta esboce –como ocurría con el símbolo romántico-
sino sobre el hueco existente entre ésta y el ser humano. En esta distancia, la palabra
parece salvarse del concepto como exigencia de la metafísica. Las señas, dirá
seguidamente, necesitan del espacio más amplio para moverse libremente394. Acaso se
trate de un cambio de perspectiva fundamental desde la vieja sentencia de Heráclito que
había determinado un cierto camino en la noción del lenguaje y, en particular, de lo
simbólico: “El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino indica por
medio de signos.”395.
De este modo, pensamos que en el planteamiento de Heidegger, el peso de la
atención no recae tanto sobre “el decir o el ocultar”, aunque como hemos visto acepta el
presupuesto heraclitano de la alétheia que revela y oculta a la vez, sino que se fija más
bien en el indicar, y, sobre todo, en la distancia que apunta este indicar, porque es en
ella en la que se despliega el enigma del habla396. En esta distancia radica, en nuestra
opinión, la principal diferencia entre la señal heideggeriana y el símbolo romántico397.

393
Op. cit., p. 88.
394
Ib., p. 89.
395
DK 22 B 93, Los filósofos presocráticos I, 2001: 246.
396
La distancia frente al texto que debe recorrerse en la comprensión tiene también una dimensión
“redentora” del abismo temporal que pueda extenderse entre la obra y el intérprete. Así, observa
Gadamer: “La distancia en el tiempo no es algo que deba ser superado. Este era más bien el presupuesto
ingenuo del historicismo: que había que desplazarse al espíritu de la época, pensar en sus conceptos y
representaciones en vez de en los propios (… ). Por el contrario lo que se trata es de reconocer la distancia
en el tiempo como una posibilidad positiva y productiva del comprender (… ). La distancia es la única que
permite una expresión completa del verdadero sentido que hay en las cosas” (Gadamer, 1996: 367-368).
Véase también Gadamer, 2001a: 110-112 y 1999: 86-88.
397
Ya en Ser y tiempo, Heidegger apuntaba esta diferencia con el símbolo romántico cuando observaba
que “la señal puede representar lo señalado no sólo en el sentido de reemplazarlo, sino de tal manera que
la señal misma e siempre lo señalado. Pero esta notable coincidencia de la señal con lo señalado no radica
en que la cosa-señal ya haya experimentado una cierta objetivación, sea experimentada como pura cosa y
puesta con lo señalado en la misma región del ser, la de lo “ante los ojos”. La coincidencia no es una
identificación de cosas antes aisladas sino un “aún no emanciparse” la señal del “ser relativamente a lo
587

Ahora bien, interesa examinar cómo se lleva a cabo este dejar atrás a la estética
y sobre que presupuestos se lleva a cabo esta tarea. Dos son los planteamientos previos
que debemos considerar. En primer lugar, es necesario precisar la consideración de la
crítica literaria tiene en el pensamiento de Heidegger y cuáles son las exigencias
metodológicas derivadas de esta concepción. En segundo lugar, debemos analizar cuál
es el punto de partida del propio Heidegger respecto de su aproximación exegética a la
poesía. Sobre la primera de estas cuestiones, el pensador alemán dice que la ciencia de
la literatura no es tal, sino una crítica, de tal forma que debe sustraerse a las pretensiones
propias de las ciencias modernas, cuya esencia radica en la técnica. En este punto de
partida se ubica la razón de las violencias interpretativas de Heidegger sobre los textos
literarios que aborda y su puesta en cuestión de las pretensiones científicas
especialmente neokantianas y estilísticas398 con las que se aborda el estudio de la
literatura.
El alejamiento heideggeriano de las directrices de la estética, asentada sobre una
nueva visión del habla, se levanta, a nuestro juicio, sobre cuatro pilares: la ruptura de la
división entre sujeto y objeto que guía la interpretación moderna, la inclusión en la
interpretación de los elementos irracionales que la metafísica había utilizado para
calificar negativamente la poesía, la disolución del concepto de vivencia como
fundamento de las estéticas románticas, y la configuración de un nuevo espacio
interpretativo que desembocará en lo que seguramente sea su máxima aportación en el
terreno de la interpretación, ya insinuado al apuntar el recorrido consustancial a la señal:
la reformulación del concepto de círculo hermenéutico.
En primer lugar, el “habla” heideggeriana pretende situarse más allá de la
distinción sujeto / objeto que había caracterizado a la Modernidad y, en consecuencia,
establecer un punto de referencia al margen de “lo subjetivo” y “lo objetivo”.
Naturalmente, como hemos advertido, el abandono de la metafísica supone también
dejar atrás a la estética que tiene en ella su fundamento399. Heidegger, considerando que
la subjetivación absoluta es consecuencia directa de la metafísica, señala que el
problema de la interpretación proviene de la delimitación del “objeto”, la identificación

señalado” (Heidegger, 1998b: 96). Sobre la fractura entre el decir y el indicar como fundamento de la
metafísica, véase Agamben, 2003.
398
Cf. Allemann, 1987: 254.
399
Heidegger, 2002b: 104. En realidad, dice Vattimo, la estética, no sólo la romántica sino en general, no
es rechazada totalmente sino que es considerada como parte misma de la región del ente que se quiere
comprender ontológicamente (cf. Vattimo, 1993: 41).
588

de una perspectiva y de la determinación de una conceptualidad que sean conformes a la


cosa ex-presada por el sentido.
En estas características, Heidegger detecta la pretensión de cientificidad propia
de las ciencias del espíritu, frente a la que él defiende la finitud de su propia tentativa,
derivada del “estado de yecto” del Dasein, en su pretensión de alcanzar la verdad400. La
cosa -siempre bajo la necesidad fenomenológica de “ir a la cosa misma”- no se percibe
en la hermenéutica heideggeriana como objeto sino como perteneciente al mismo
mundo en el que está el sujeto401. Sin embargo, dice Ferrié que, paradójicamente, la
destrucción heideggeriana de la oposición entre sujeto y objeto ha contribuido a hacer
desaparecer la preocupación fenomenológica por la cosa. Se trata de una de las
consecuencias de la determinación del círculo hermenéutico.
Respecto a la irracionalidad, ya hemos señalado anteriormente que era ésta el
“no lugar” en el que la estética romántica había confinado a la poesía, incapaz de
calificarla, desde la perspectiva de la metafísica, sino negativamente. Heidegger, por el
contrario, incorpora lo irracional al discurso hermenéutico. En efecto, el autor de la
Carta sobre el humanismo retoma las ideas de Friedrich Schlegel quien ya había
considerado que lo incomprensible, lejos de ser un límite a la comprensión, era más
bien una condición de posibilidad positiva de ésta. De este modo, dice Greisch, Schlegel
había hecho estallar los límites de la simple inteligencia conceptual, puesto que lo
irracional se integraba en el proceso mismo de la comprensión, en vez, de ser expulsado
a los márgenes que la metafísica había señalado a tales efectos402.
Heidegger aborda este problema muy pronto, en el curso de 1918-1919 dedicado
a los fundamentos de la mística medieval. El concepto de vacío místico, que no obstante
retiene la forma, induce a Heidegger a sostener lo que será uno de los elementos
fundamentales de su hermenéutica, esto es, la idea de que lo propio de la comprensión
fenomenológica es poder comprender lo incomprensible justamente al dejarlo ser
radicalmente incomprensible403.
En su alejamiento de la estética romántica, Heidegger localiza la raíz del
concepto de lo estético en “la experiencia vivida”, en la vivencia estética. Es esta

400
Cf. Ferrié: 1999, 39. Véase también Greisch, 2000: 153.
401
No basta –dice Gadamer- decir “a las cosas mismas”, porque el problema son las propias cosas. En
consecuencia, la hermenéutica de la facticidad no puede contentarse con la descripción de lo dado, sino
que debe desvelar también aquello que sirve para ocultar. En este sentido, facticidad es aquello que
resulta indescifrable y se resiste a todo intento de hacerlo transparente al entendimiento (cf. Gadamer,
2001: 18-33).
402
Greisch, 2000: 135-136.
589

vivencia la que convierte la obra en “objeto” de los sentimientos y en su representación.


Los mismos conceptos ya vistos de transitividad e intransitividad de la alegoría y el
símbolo respectivamente, derivan de esta objetivación. Sin embargo, la experiencia que
el filósofo alemán propone, y que nace de un concepto distinto de hermenéutica404, es
completamente diferente; se materializa en la abnegación con la que el poeta aprehende
la relación entre la cosa y la palabra405. De nuevo, el autor abunda en la diferencia con
el símbolo entendido al modo romántico: el poeta no llega al ser de la cosa, sino al
reconocimiento de la distancia, de la lejanía que se extiende entre ambos. Ésta es la
experiencia que Heidegger reclama del arte, la atracción de la distancia indicada en la
señal.
En el examen del sentido del círculo hermenéutico, debemos abordar la cuestión
de dos modos. En primer lugar, hay que determinar su mecanismo interno de
funcionamiento. Para ello, nos detendremos brevemente en las observaciones y
explicaciones del propio Heidegger. En segundo lugar, es necesario referirse a las
consecuencias que en la interpretación tiene esta teoría del círculo hermenéutico y en las
operaciones de carácter práctico que realiza sobre el texto. Es en este segundo momento
cuando debemos plantear la relación de la “metodología” heideggeriana con la alegoría.
Para presentar la primera de estas cuestiones, esto es, el análisis interno del
círculo hermenéutico debemos partir de la ya definida experiencia de la lejanía y de las
diferencias entre el sistema heideggeriano y la estética romántica en lo que a la relación
entre la señal y el símbolo se refiere; debemos profundizar sobre el sentido de esta
lejanía y la posición que en el lenguaje concreto de poema se debe adoptar ante ella.
Nos referimos ahora al doble problema que hemos estado tratando en este trabajo: el
hermenéutico y el retórico. Respecto al primero, ya hemos apuntado más arriba que la
naturaleza de la hermenéutica heideggeriana no radica propiamente en la interpretación,
entendida en un sentido tradicional próximo a la idea de traducción, sino en la actitud
hacia el mensaje y en “un traer el mensaje”, que en la experiencia se revela como “un
traer transformador”. Hay en la concepción de Heidegger muchos elementos de la
noción de lo sagrado poético de la “edad de los poetas” y, por lo tanto, más rasgos

403
Op. cit., p. 138-139.
404
Heidegger se basa en la etimología, para afirmar que la hermenéutica no es la interpretación sino el
“traer el mensaje” –se observa de nuevo la imagen del recorrido, de la distancia que determina todo el
desarrollo de la explicación heideggeriana-. De este modo, dice: “El hombre está en una relación
hermenéutica con el mensaje que le dirige el desocultamiento de la Duplicidad [ser / ser del ente]” (op.
cit., p. 102).
405
Ib., p. 128.
590

románticos de los que acaso él hubiera pretendido –esta veta romántica se intensificará
sin embargo en la obra de Gadamer-. Pero la orientación hacia lo sagrado –la espera tan
schellingiana y tan hölderliniana de los nuevos dioses- tiene también mucho de la
retórica de la predicación y de la búsqueda religiosa de una lengua eficaz, de una
palabra protéptica, que induzca a creer, cuestión que, desde su juventud, le había
preocupado especialmente406.
La lejanía que la señal apunta es –y aquí nos adentramos inevitablemente en otra
paradoja- una lejanía próxima, reconciliada con el ser humano por el concepto de
contrada. La contrada es etimológicamente un lugar que se extiende delante de uno407.
A nuestro juicio, Heidegger, refiriéndose a un lugar, lo reviste de un sentido temporal,
porque al ser un lugar cuya esencia es extenderse delante de uno, es, por así decirlo, un
lugar futuro, siempre por delante. Con esta expresión, se pretende, por una parte huir de
la terminología conceptual, inevitablemente ambigua, propia de la metafísica408, y, por
otra, escapar la de posibilidad sintética del símbolo romántico. Caracterizada por estas
exclusiones, la contrada es también lo ocultamente esenciante de la verdad409, esto es, lo
que la metafísica ha ido olvidando a lo largo de su historia. Este hueco, desde un
concepto del habla como casa del ser, se convierte en lejanía imposible de salvar:

No estamos ni estaremos nunca al exterior de la contrada en la medida en que, como seres


pensantes, y esto significa, a la vez, seres que representamos trascendentalmente, nos
mantenemos en el horizonte de la trascendencia. Mas, el horizonte es para nuestro re-presentar
el lado de la contrada vuelto hacia nosotros. La contrada nos rodea y se nos muestra como
horizonte410.
(Heidegger, 2002a: 58)

406
En los años veinte –recuerda Gadamer-, en la escuela de teología de Marburgo, el joven Heidegger ya
decía que “la verdadera tarea de la teología, a la que ésta tenía que volver, consistía en encontrar la
palabra que fuera capaz de llamar a la fe y de hacer permanecer en la fe” (Gadamer, 2002: 39). El
subrayado es nuestro. Para Steiner, Heidegger fue siempre un teólogo, cuya doctrina se conformó como
una especie de meta-teología con un lenguaje derivado del pietismo, la escolástica y la doxología luterana
(Steiner: 1983, 86). Sobre el sentido religioso, de raíz agustiniana, de las “habladurías”, el “estado de
caído” y la dimensión escatológica del tiempo en la obra de Heidegger, Steiner, op. cit., pp. 131 y 136.
407
Cf. Heidegger, 2002a: 71. Del latín contrata, región que se extiende delante de uno.
408
Op. cit., p. 64.
409
Ib., p. 71.
410
En su lectura de Nietzsche, Heidegger ofrece su propia comprensión de lo que cabe entender por
“horizonte”: “Horizonte significa (… ) delimitación del ejercicio de la vida que se despliega, dentro del
círculo de un volver consistente lo que embiste y acosa. La vitalidad de un viviente no termina en este
círculo delimitador, sino que comienza constantemente desde él. Los esquemas asumen la formación del
horizonte” (Heidegger, 2005: 457).
591

El espacio de la contrada está, pues, determinado a romper con la base de


escisión sujeto / objeto que caracterizaba la labor hermenéutica especialmente a partir
del neokantismo cuyo cientifismo había reducido la obra de arte a cosa –sólo a través de
su ser cosa se podía entender su remisión a algo diferente en el símbolo o, en su caso,
como alegoría dar a entender algo distinto-411-. En el caso de Heidegger, es necesario
tener en cuenta que la diferencia ontológica, que fundamenta y a la que apela en su
pugna con la metafísica, no quiere decir solamente que el ser no es el ente –con lo que
podríamos encontrarnos en un caso similar al símbolo, por cuanto podríamos considerar
que el ente remite o “encarna” al ser-, sino que “la verdad del ente se da en su relación
con otro, en su apertura hacia lo radicalmente otro de sí. Pero también el conocimiento
de la época, y por consiguiente del ente, es la única vía de acceso al ser (… ). El ser sin
reducirse al ente, no es algo al margen o por encima de su época” (Vattimo, 1993: 39).
Por lo tanto, continúa Vattimo, el arte no sólo debe ser visto en su estricto acontecer
sino también en su apertura al ser412.
De este modo, en el terreno de la lectura, poco tiene que ver la inagotabilidad en
la interpretación que defienden los teóricos del símbolo, y que también estaba en
algunas concepciones de la alegoría, con la idea que plantea la noción de contrada, en la
que el sujeto que realiza la interpretación no sólo se sitúa frente a una lejanía esencial,
esto es, siempre lejana, sino que además toma en consideración la difícil comprensión
de que él mismo se encuentra ubicado en esa misma lejanía, de modo que de ella resulte
indisociable el contradictorio elemento de la proximidad. Con esto se rompe la idea del
hermeneuta sujeto, colocado frente a la palabra objeto, dispuesto a la tarea de arrancar
del discurso sus secretos -como en la visión de Heidegger opera la ciencia con sus
objetos-, de desentrañar los enigmas del texto, porque las entrañas del texto, el enigma, -
como sucede en la también lejana historia de Edipo- son sus propias entrañas.
En este contexto, en esta lejanía habitable, resulta fundamental introducir el
concepto heideggeriano de tierra para articular el sentido de la presencia de las palabras
en el discurso poético. Con los pasos dados anteriormente, no sólo hemos marcado una
distancia clara frente a la teoría del símbolo procedente de la estética romántica, sino
que además nos hemos introducido en un mundo nuevo en el que la interpretación debe
adoptar otros presupuestos distintos de los que los alegoristas habían sostenido a los

411
Gadamer, 2002: 101.
412
Vattimo, 1993: 44.
592

diversos momentos de su devenir histórico. Respecto al concepto de tierra, dice


Vattimo:

La tierra es más bien el hic et nunc de la obra a la cual se refieren siempre nuevas
interpretaciones y que suscita siempre nuevas lecturas, es decir, nuevos “mundos posibles” (… ).
La tierra es la dimensión que en la obra vincula el mundo, como sistema de significados
desplegados y articulados, con su “otro” que es la physis, la cual con sus ritmos pone en
movimiento las estructuras con tendencia a la inmovilidad de los mundos histórico-sociales.
(Vattimo, 1998: 58)

Ya hemos visto anteriormente cómo, en virtud de la alétheia, en la obra de arte


hay un momento de revelación y otro de ocultamiento. La tierra, frente a la apertura que
supone los mundos que se hacen posibles sobre ella, representa el momento de
repliegue, de ocultamiento consustancial a la obra de arte. En este sentido, dice
Gadamer:

La tierra es lo contrario del mundo abierto en la obra de arte. Es lo contrario en cuanto


caracteriza en contraste con el abrirse, el albergar dentro-de-sí y el encerrar. Ambas
características, el abrirse y el cerrarse están presentes en la obra de arte. Aquí se muestra la
inadecuación de los conceptos reflexivos de materia y forma.
(Gadamer, 2002: 103)

En efecto, con el concepto de tierra Heidegger se aparta de otro de los elementos


fundamentales de la estética del Romanticismo, la diferencia entre la materia y la forma.
La obra de arte es el resultado de la tensión inevitable entre el abrir y el ocultar, en
palabras de Heidegger, entre el mundo y la tierra413. De este modo, se introduce el otro
polo de la tensión creadora de la obra de arte: el mundo. En el mundo de la obra se
produce el quebrantamiento, esto es, el cumplimiento, de la palabra poética414. El
quebrantamiento es lo que hace a la palabra poética irreductible a la concepción
representativa y referencial del lenguaje: “El mostrar en el que la palabra se quebranta
no es un remitirse a la cosa, sino que se trata más bien de un colocar la cosa en la

413
Gadamer, 2002: 104.
414
Este quebrantamiento como destino es análogo al que sufre la profecía al cumplirse o la palabra
representativa ante la cosa que menta cuando ésta se hace presente (Vattimo, 1998: 63).
593

proximidad, en el cuadrado de regiones del mundo al que pertenece” (Vattimo, 1998:


65)415.
Desde el punto de vista externo, el mecanismo ineludible del círculo
hermenéutico416, lanza al intérprete a una situación de la que no puede tener
conocimiento absoluto. La salida al contacto con la cosa es una entrada en el círculo
hermenéutico de la pertenencia del ser-ahí y de la cosa al mismo mundo, rompiendo,
con ello, la oposición entre sujeto y objeto propia de la metafísica. La orientación y la
salida hacia la cosa misma implican una tensión entre la vis atractiva de ésta y la fuerza
de desviación que los prejuicios y las ocurrencias que inevitablemente surgen
constantemente en el proceso de la interpretación. En este sentido, dice Gadamer:

El que quiere comprender un texto realiza siempre un proyectar. Tan pronto como
aparece en el texto su primer sentido, el intérprete proyecta enseguida un sentido del todo.
Naturalmente que el sentido sólo se manifiesta porque ya no lee el texto desde determinadas
expectativas relacionadas a su vez con algún sentido determinado. La comprensión de lo que
pone en el texto consiste precisamente en la elaboración de este proyecto previo, que por
supuesto tiene que ir siendo constantemente revisado.
(Gadamer, 1996: 333)

La necesidad de ir revisando continuamente, conforme avanza la comprensión


del texto, los prejuicios derivados de la necesaria precomprensión es, ciertamente, un
mecanismo eficaz contra las violencias clásicas del alegorismo. Negar la existencia de
una cierta precomprensión del texto o de la existencia de determinados prejuicios sobre
el mismo es una utopía en cuanto que no existe un lector inocente en su apertura al
texto. Ahora bien, el reconocimiento de la existencia de esta precomprensión no sólo
hace posible una mayor disposición a recorrer la distancia que el texto exige, sino
también a modificar, conforme la distancia es recorrida, los criterios y juicios que la han
determinado, según las nuevas necesidades que van siendo derivadas de la comprensión.
En este sentido, cobra especial significación la idea heideggeriana de hermenéutica en
cuanto “portar –y portarse hacia- el mensaje”.

415
Heidegger se refiere con la expresión “cuadrado de las regiones del mundo” a su idea de la
“cuaternidad de tierra, cielo, mortales y divinos”.
416
Sobre la inevitabilidad del círculo hermenéutico, cf. Ferrié, 1999: 117 y Gadamer, 2001a: 95-116.
594

Ahora bien, Ferrié advierte en el mecanismo del círculo hermenéutico una serie
de peligros que desembocan en la pérdida del sentido mismo de la cosa417. En efecto,
según Ferrié, la teoría del círculo hermenéutico compele al intérprete a penetrar en él,
elaborando sus condiciones interpretativas previas a partir de las cosas mismas. Para
ello, deben ser destruidas todas las capas que la tradición ha ido interponiendo entre el
intérprete y la cosa, descubriendo la tradición como tal418. El problema se presenta
cuando se llevan a la práctica estas dos operaciones: por un lado, la liberación de la cosa
del recubrimiento de la tradición que se interpone entre ella y el intérprete; por otro, la
elaboración por parte de éste de sus condiciones previas. En este sentido, afirma Ferrié
que el planteamiento heideggeriano del círculo hermenéutico ha producido en la
posmodernidad una hermenéutica más orientada hacia la recreación de los textos que
hacia su producción y recepción. En efecto, la teoría del círculo parece legitimar la
violencia interesada y parcial sobre el texto, que termina resultando irrelevante frente a
una interpretación que no remite sino a sus propias afirmaciones y decisiones419, esto es,
la alegoría.
Aunque los problemas derivados de esta concepción teórica se han agudizado en
las corrientes críticas postheideggerianas, es necesario reconocer ya en la violenta
metodología de Heidegger –no sólo en sus construcciones teóricas- un paso importante
en este sentido. Con esta prevención, entramos muy brevemente en el análisis de las
interpretaciones concretas que Heidegger realiza de la poesía de algunos poetas como
Hölderlin, George, o Celan. En estos casos –sobre todo en el de Hölderlin- lo que, desde
el punto de vista filológico, no son sino errores graves de interpretación, para Heidegger
es una violencia justificada por la necesidad de arrancar del texto aquello que estando en
su decir, no ha sido dicho. En el ejercicio de esta violencia, Heidegger no duda en
recurrir a métodos ya conocidos en el alegorismo más remoto. Nos referimos
especialmente al método etimológico y a la desmembración del texto interpretado en
unidades aisladas420.
No obstante es preciso advertir que el método etimológico heideggeriano es
diferente del utilizado por los alegoristas estoicos. En este sentido dice Allemann,
refiriéndose a la etimología heideggeriana frente a la etimología popular:

417
Ferrié, 1999: 47-48.
418
Op. cit., p. 118.
419
Ib., pp. 60-61.
420
Es éste un procedimiento que hemos estudiado en Porfirio y en los Padres de la Iglesia,
particularmente en Orígenes.
595

Elle ne veut pas non plus, comme cette dernière, déchiffrer abstraitement des
associations sonores entre des mots devenus opaques, sans égard pour leur provenance. Elle
consiste plutôt en ceci que des mots en eux-mêmes transparents, mais qui ne sont plus
considérés, dans l´usage parlé, sous l´angle de leur composition élémentaire, sont à nouveau
décomposés en leurs éléments. (… ) La décomposition des éléments d´un mot conformément au
sens, ne tient pas compte des métamorphoses plus profondes de la langue, du développement
phonétique, et aussi des changements causés par l´usage. En ce sens, cette méthode est
essentiellement an-historique et rationnelle.
(Allemann, 1987: 145-146)

Respecto al comentario del poema, Heidegger defiende, como decíamos, el


comentario verso a verso, incluso deteniéndose en palabras a las que aísla del conjunto
de la obra. En estos casos, la violencia ejercida sobre el sentido de texto afecta incluso a
la significación propia de éstas, como cuando, por ejemplo, equipara la Naturaleza en la
lengua de Hölderlin con la physis griega421. Es éste un procedimiento que Heidegger
comparte con los alegoristas no sólo en cuanto a su funcionamiento, esto es, el vaciado
del sentido de la palabra y la desmembración del texto, sino también en su finalidad, es
decir, la reconstrucción del sentido del poema y de la significación de la palabra
conforme a los pre-supuestos del intérprete.
En este caso, se invierte el proceso que la teoría del círculo hermenéutico había
determinado: si en ésta la precomprensión del intérprete respecto al todo debía ir
modificándose y reelaborándose conforme fuera avanzando en la comprensión de las
sucesivas partes del texto, en la práctica interpretativa heideggeriana lo que en realidad
sucede es que el todo es desmembrado de tal manera que la precomprensión de éste se
impone a las partes que, con ello, quedan aisladas y sin capacidad para modificar una
precomprensión que se impone, no sólo con respecto al todo sino con relación a cada
una de las partes. Con ello, se produce, de forma semejante a lo que ocurría con la
exégesis alegórica neoplatónica –de nuevo tenemos que recordar a Porfirio y a su Antro
de las ninfas-, una reelaboración del texto que, más que un recreación, supone la
construcción de un discurso nuevo, alejado desde el punto de vista literal e histórico de

421
Allemann, 1987: 155.
596

texto que le sirve de punto de partida422. Con ello, el círculo hermenéutico deviene
círculo vicioso: el regreso a la posición previa del intérprete423. La precomprensión de la
obra de arte, en la teoría del círculo de Heidegger es, desde otro punto de vista, un caso
de incomprensión, pero de incomprensión igualmente fecunda.
La conclusión, en todo caso, nos parece clara. Aunque la teoría del círculo
hermenéutico bloquea teóricamente y de forma radical la posibilidad de la exégesis
alegórica en virtud de la necesaria ubicación del intérprete en la distancia, en la lejanía
que le obliga a reformular constantemente sus prejuicios en una elaboración inagotable,
en la violenta práctica que el propio Heidegger ejerce sobre determinados poemas, es
fácil reconocer no sólo algunos procedimientos usuales en el alegorismo exegético sino
también la misma instrumentalización metafísica de la alegoría424.
En este sentido, la crítica, desde muy diversos puntos de vista, ha venido
subrayando en los últimos años la raíz metafísica de los escritos de Heidegger,
evidenciada a partir de la Kehre, etapa que se extiende desde la publicación de la Carta
sobre el Humanismo, en la que el problema existencial de la finitud que había marcado
si no la escritura sí desde luego la recepción de Ser y tiempo, da paso a una orientación
nítidamente ontológica que entronca con las exigencias de la metafísica tradicional –
sobre todo desde “¿Qué es la metafísica?”425.
Quizá en el pensamiento de Gadamer, esta orientación metafísica se pueda
observar con más claridad. En efecto, el símbolo gadameriano parte de los presupuestos
heideggerianos del juego existente entre el mostrar y el ocultar propio de la alétheia y,
bajo la condición que impone este juego, se relaciona con el símbolo propio de la
estética idealista. De este modo, afirma: “El error de la estética idealista sería ignorar
este juego que es el que, específicamente, permite que lo universal tenga lugar en lo
particular sin que de modo necesario, éste tenga que pronunciarse como universal”
(Gadamer, 1998: 21). Gadamer no sólo no se distancia del simbolismo romántico desde
una perspectiva heideggeriana, sino que, precisamente desde ésta426, profundiza en las
estructuras y presupuestos del simbolismo idealista. Para Gadamer, el elemento esencial
del símbolo no está en la remisión sino en la identificación. Así pues, aunque la palabra

422
Véase la intepretación inexorablemente alegórica -psicológica- del prologo de Así habló Zaratrusta:
“Pero los animales de Zaratrusta no son animales cualesquiera, su esencia es una imagen de la esencia del
mismo Zaratrusta, es decir de su tarea” (Hiedegger, 2005: 243).
423
Para la reacción de Gadamer y, sobre todo, la respuesta de Ricoeur al relativismo interpretativo
derivado de este estado de cosas, véase Ferrié, 1999: 73 y ss.
424
Cf. Ferraris, 2004: 31.
425
Véase Vattimo, 1995: 131-146.
597

poética no se desprenda totalmente de su significado, tampoco puede considerarse como


un mero mentar: “Antes bien, entraña siempre una suerte de identidad de significado y
sentido, del mismo modo que el sacramento es ser y significado en una sola cosa”
(Gadamer, 1996a: 77).
La distancia que Gadamer establece entre el símbolo y la alegoría también puede
leerse en este sentido:

La obra de arte no es una alegoría –no se dice algo para que se piense otra cosa-, sino
que sólo y precisamente en ella misma puede encontrarse lo que ella tenga que decir. Y esto
debe entenderse como un postulado universal, no sólo como la condición necesaria de la
llamada modernidad.
(Gadamer, 1998: 96)427

Por otra parte, en la interpretación gadameriana de la tradición, ésta tiene una


función más positiva que la de revelarse -al modo heideggeriano- como tal en su
destrucción por el intérprete en su acceso a la cosa misma:

Así como la hermenéutica romántica pretendía ver en la homogeneidad de la naturaleza


humana un sustrato ahistórico para su teoría de la comprensión, absolviendo con ello de todo
condicionamiento histórico al que comprende “congenialmente”, la autocrítica de la conciencia
histórica llega al cabo a reconocer movilidad histórica no sólo en el acontecer histórico sino
también en el propio comprender. El comprender debe pensarse menos como una acción de la
subjetividad que como un desplazarse uno hacia un acontecer de la tradición, en el que el
pasado y el presente se hallan en continua mediación.
(Gadamer, 1996: 360)

Sin embargo, el concepto de arte en Gadamer, más allá de sus encarnaciones


concretas en cada época, es esencialmente ahistórico. Para justificar esta ahistoricidad,
Gadamer recurre veladamente al concepto de lo sublime. En el siguiente texto, Gadamer
sin citar la palabra, lleva a su terreno la definición de lo sublime de Longino, de modo
similar a como lo hiciera Kant:

426
Cf. Gadamer, 1996a: 76.
427
Véase también Gadamer 1998a: 105.
598

Lo que por el contrario reconocemos como enunciado verdadero en el arte actual


converge curiosamente con lo que nos ofrece el arte de otras épocas y de otros pueblos, cuyos
valores enunciativo y expresivo, cuya calidad y estilo, sencillamente nos convencen:
ciertamente, esto acontece con valoraciones y preferencias cambiantes, pero sin embargo, con el
reconocimiento permanente de que en todas las producciones a las que se da el nombre de
“clásicas” todo “concuerda” y que nos afectan a todos nosotros, a pesar de su vinculación a
condiciones propias de un lejano origen y una procedencia extraña.
(Gadamer, 1998a: 108-109)

Es precisamente esta concepción ahistórica de la obra de arte, junto con su


referencia a la verdad y su apego a la tradición clásica, lo que más ha sido discutido de
las teorías hermenéuticas gadamerianas428. Steiner ha apuntado que la intemporalidad
del arte en Heidegger y Gadamer se basa en el error de la apreciación de la obra por la
pérdida del contexto en que se originó:

Los errores ineluctables de nuestra respuesta, los inevitables malentendidos de nuestra


arqueología interpretativa de los sentimientos, confieren a la obra su novedad e intemporalidad
(… ) la pérdida provoca novedad. El mensaje original se reduce al silencio o se convierte en una
convención retrospectiva, en una mitología del significado. Esto permite, en realidad hace
necesario, las fecundas incomprensiones de la respuesta renovadora. Precisamente esas obras,
esos sistemas estéticos, son los que programan la eternidad, los que planifican la intemporalidad
que o se difuminará completamente o no dejará más que una huella testimonial de insípida
sublimidad. Encapsulados, por decirlo así, en el lugar donde habitaron y con sus datos históricos
ahora irrecuperables, en consonancia absoluta con los medios técnicos que se encontraban a su
disposición (… ) permanecerán abiertos al desconocimiento y a reconstrucciones apasionadas de
la recepción posterior.
(Steiner: 2001, 254-255)

Pero, para nosotros y respecto a la cuestión que aquí examinamos, lo


fundamental, lo que determina esencialmente la estética de Gadamer y la ubica dentro
del contexto romántico, aunque entendido, desde luego, en sentido amplio, es la
consideración del re-conocimiento como esencia del arte, en cuanto lenguaje simbólico

428
Véase, por ejemplo, Bordieu, 1995: 452 y ss. La respuesta de Gadamer a estas objeciones puede verse
en Gadamer, 2000: 225-241. Resulta también interesante, con relación a su idea de verdad, el concepto de
“anticipo de compleción” expuesto en este mismo volumen (Gadamer, 2000: 67-68). Un breve análisis
del concepto de verdad en la poesía moderna puede verse en Talens, 2005: 137-140.
599

del re-conocimiento429. En efecto, como dice Vattimo, la asociación entre símbolo,


reconocimiento y arte es característica de las estéticas que mantienen un sentido
tradicional de verdad –tan reprochado a Gadamer-, en cuanto que se trata de reconocer
una verdad que ya era conocida por otra vía, o, por lo que a la forma se refiere, en
cuanto una estructura bella produce placer como tal porque reconocemos que es como
debía ser430.
La verdad de la poesía en el pensamiento gadameriano se establece desde un
doble eje: en un primer momento la verdad del poema obedece a la autorreferencialidad
del lenguaje poético431. En efecto, “la palabra poética cumple simultáneamente lo que
dice, realiza lo enunciado cumpliéndose en ello” (Cuesta Abad, 1999: 163)432. Pero, en
un segundo momento, Gadamer, mediante un arriesgado quiasmo, señala el poema “es
la existencia de lo que declara porque esto no es sino la lingüisticidad de la existencia,
la condición ontológica suprema precomprendida en y por el lenguaje” (Cuesta Abad,
1999: 164)433.
Toda esta concepción de la verdad se aleja un tanto del planteamiento
heideggeriano en el que la verdad, a través del concepto de tierra, es no sólo una fuente
de nuevas interpretaciones -cuestión que Gadamer admite sin reservas434-, sino que
también es algo que siempre se sustrae y reserva, sin que por ello ceda en su apertura al
mundo, en un determinado horizonte435. El horizonte gadameriano tiene un sentido
distinto al propuesto por Heidegger. En efecto, como señala Cuesta Abad, la concepción
gadameriana de la verdad en el discurso poético, suprime el factor de “lejanía” que en
Heidegger se presentaba indisociablemente asociado a su contrario, la “cercanía”,
quedándose con ésta última436. De esta forma, cuando se afirma que Gadamer ha
“urbanizado” el pensamiento heideggeriano, cabe entender esta afirmación en su sentido

429
Cf. Gadamer, 1996a: 245.
430
Vattimo, 1993: 127.
431
“Un texto es poético cuando no admite en absoluto esa relación con la realidad o cuando, a lo sumo, lo
admite en un sentido secundario” (Gadamer, 1998a: 95).
432
Nótese que la verdad del lenguaje poético de Gadamer, en el que ésta resulta de la ejecución de la
palabra del poema, no puede, en ningún caso, confundirse con la idea de la palabra eficaz propia del
pensamiento mágico y resucitada en algún caso por algunas teorías simbolistas recientes de resonancias
místicas, porque la ejecución de la palabra poética, como el propio Gadamer advierte, se limita al propio
poema y adquiere su eficacia precisamente de esta limitación.
433
Véase Gadamer, 1998a: 96-97.
434
“Mi tesis es que la interpretación está esencial e inseparablemente unida al texto poético precisamente
porque el texto poético nunca puede ser agotado transformándolo en conceptos” (Gadamer, 1998a: 100).
435
Op. cit., p. 132.
436
Cf. Cuesta Abad, 1999: 166-170.
600

literal en cuanto a que la dimensión hogareña –que estaba en la idea de lo poético de


Heidegger- se sobrepone a la también heideggeriana idea de inhospitalidad.
En una línea gadameriana de urbanización del pensamiento de Heidegger, se
ubica el texto “Símbolos del alma”437 de Emilio Lledó. El estudio del símbolo se
sostiene sobre dos textos concretos: el aristotélico De la interpretación 1, 16a, y el
platónico Banquete 191 c-d. El pasaje de Aristóteles dice: “Hay en la voz símbolos de
lo que siente el alma, y a lo que vemos escrito llega también lo que transmite la voz”438.
El texto de Platón se refiere al mito del Andrógino relatado por Aristófanes en el citado
diálogo. A partir de estos pasajes, Emilio Lledó traza una reflexión sobre el símbolo en
una doble dirección: una dirección de carácter lingüístico que se desarrolla en el ámbito
de la naturaleza del lenguaje en su aspecto afectivo –Pathémata-, indisolublemente
unido a su aspecto noémático. En esta comprensión del símbolo, Lledó inserta su
conocida compresión de la philia, en cuanto que el lenguaje simbólico en el texto de
Aristóteles compete a los afectos. La segunda esfera de reflexión se despliega en el
ámbito de la antropología: el hombre como ser simbólico, partido, como el andrógino
del mito platónico. Ambas reflexiones se entrelazan en la elaboración de un discurso
que entiende el “estado de caída” heideggeriano no como una realidad esencial del ser
humano, sino como una amenaza constante históricamente encarnada en una serie de
peligros concretos y que en nuestra época adquiere una materialidad determinada que el
autor denuncia en estas páginas439. Lledó recupera la idea heideggeriana del lenguaje
como “casa del ser”440 y, junto con ella, la necesidad hermenéutica gadameriana de
evitar el anquilosamiento del lenguaje y, particularmente, el texto escrito, mediante la
devolución de la palabra al habla: “Ese mundo de los libros, dormido en el silencio de
las bibliotecas, está ahí para ser abierto” (Lledó, 2005: 103).
La actividad de “abrir” los libros, de recuperarlos para “el habla” es, para el
autor de La memoria del Logos, una actividad simbólica que afecta a nuestra condición
de seres partidos, simbólicos, y que, por otra parte, adquiere una irrenunciable
dimensión ética por cuanto resulta esencial en la lucha contra la amenaza de la Caída:

437
Lledó, 2005: 93-114.
438
Reproducimos la traducción ofrecida por Lledó, op. cit., pp. 100-101.
439
Cf. ib. p. 113. Esta actitud beligerante, alerta, que entiende el “estado de yecto” como amenaza que, en
la sociedad actual, adquiere una faz y unos mecanismos concretos, es asumida por el autor como un férreo
compromiso intelectual que recorre buena parte de Elogio de la infelicidad, libro al que pertenecen estas
páginas que aquí glosamos.
601

En la escritura, se hace patente ese peculiar carácter del símbolo. Las palabras de los
libros son mitades perdidas, signos flotantes de amistad, de amor, que espera la otra mitad que
completa, en la conjunción y asimilación de las dos mitades, el prodigioso fenómeno de la
interpretación.
(Lledó, 2005: 104)

Vattimo, por su parte, combate, también desde presupuestos heideggerianos, los


métodos exegéticos que pretenden “explicar”, bajo la sombra hegeliana más o menos
directa de la muerte del arte, la obra de arte desde modelos sociológicos o
psicológicos441, que consideran la obra una meta, un producto, y, por lo tanto, “un hecho
del pasado” (Vattimo, 1993: 111). Esta crítica se extiende asimismo a la estilística,
porque, “también aquí [la obra de arte] es una meta, un acontecimiento cuyos
antecedentes deben ser descubiertos, no ya sus antecedentes histórico-sociales,
económicos o psicológicos, sino técnico-lingüísticos” (Vattimo, 1993: 112). Por el
contrario, Vattimo defiende la propuesta heideggeriana de la contrada, de “pertenencia
del lector al mundo de la obra”: “La obra es un origen, ella funda un mundo, que lejos
de ser un puro acontecimiento de la conciencia del lector, constituye un ámbito dentro
del cual él mismo vive y se mueve” (Vattimo, 1993: 118). En este sentido, resulta
interesante la valoración que Vattimo realiza de las estéticas expresionistas, en cuanto a
la recuperación del alcance ontológico del arte: La indisociable unidad entre la
renovación del arte y la de la vida y la sociedad; la cosmicidad no romántica de la
poesía, que alude a la construcción de mundos442 como labor del poeta frente a la
expresión emocional, que había sido uno de los principales instrumentos de la
desontologización de la poesía; la reivindicación del carácter profético del arte,
recuperando el alcance ontológico al margen de la división idealista entre lo intuitivo y
lo discursivo.
Lo que nos resulta interesante de este planteamiento, que trata de eludir todo el
problema de la traducción hegeliana de la obra de arte, esto es, su alegorización, es que
concluya apelando a la hermenéutica bíblica en cuanto que ésta no pretende apropiarse

440
“Porque la estructura mental que el lenguaje constituye no es, en ningún momento, un campo cerrado
(… ), sino un extenso territorio en el que se vive” (ib., p. 103).
441
En una línea similar, véase también Gadamer 1998a: 108.
442
“Si el mundo, y aquí nos servimos todavía de los resultados de la analítica trascendental heideggeriana,
no es sino un sistema de significados dentro del cual estamos siempre inmersos, la obra de arte funda un
mundo en cuanto que funda un nuevo sistema de significados” (Vattimo, 1993: 80).
602

de su objeto sino que acepta moverse en su interior, dejándolo siempre trascender443.


Vattimo llega a decir: “La crítica reductiva (… ) es una eliminación arbitraria del sentido
anagógico de la tabla de los cuatro sentidos teorizados por los Padres de la Iglesia y por
los intérpretes medievales de la Escritura. El mismo sentido alegórico, separado del
anagógico, es una referencia todavía intramundana.” (Vattimo, 1993: 122). Con
“sentido alegórico”, Vattimo se está refiriendo aquí al sentido figural que interpreta los
acontecimientos del Antiguo Testamento como prefiguraciones del Nuevo. En efecto,
no deja de ser una interpretación intramundana en cuanto que explica determinados
hechos históricos a la luz de otros.
Sin embargo, junto a esta lectura material de la alegoría figural, es necesario
advertir –como ya hiciéramos en las páginas dedicadas a esta cuestión- que la exégesis
figural no se entiende sino partiendo de la idea previa de una historia de la redención en
sentido vertical, que escapa de los límites mundanos a los que Vattimo se refiere. Y, de
hecho, es por causa de este plan divino de salvación por lo que, dentro de la
hermenéutica medieval, tiene sentido la posibilidad de la interpretación figural. En
consecuencia, no es sólo el sentido anagógico el que, dentro de los cuatro sentidos de la
Escritura, en la exégesis medieval, puede considerarse extramundano. Además, Vattimo
tampoco hace alusión a la estrecha vinculación de los cuatro sentidos en la
interpretación de la Escritura, de tal modo que todos ellos constituyen un sentido único,
superior, que se conforma con la suma de ellos.
No obstante, lo que finalmente nos interesa de la explicación de Vattimo es el
planteamiento de la necesidad de escapar de la visión reductora que se ha podido ofrecer
de la exégesis medieval que, no lo olvidemos, es, en el conjunto de los cuatro sentidos,
alegórica. Nos interesa porque, más allá de las inquietudes de las primeras estéticas que
consagraron la supremacía del símbolo como algo diferente y opuesto a la alegoría, y
reconducidos, quizá, los intentos heideggerianos de escapar de la metafísica hacia
terrenos más conocidos, la alegoría vuelve a aparecer, de un modo u otro, en el
horizonte interpretativo reciente como posibilidad que merece ser revisada.
En páginas anteriores, y desde puntos de vista diferentes, veíamos como Paul de
Man había también pensado la alegoría como expresión de la ironía inherente a la
escritura. De esta forma, la alegoría exegética de la Escritura, o la alegoría irónica de la
escritura confirman la vigencia de un método de interpretación, constantemente
revitalizado a través de sus diversas formulaciones históricas, como instrumento

443
Cf. Vattimo, 1993: 83.
603

exegético de la visión metafísica, en el sentido más amplio e irreductible del término,


del discurso.
Para Gadamer, la alegoría fue el núcleo de la interpretación en el mundo antiguo
y en la Edad Media, pero, en su opinión, la hermenéutica ya no puede seguir el camino
de la alegoría. “Para ello haría falta un lenguaje de la creación que hablara en nombre de
Dios” (Gadamer, 2000: 113).
Ahora bien, qué ocurre entonces con la presencia de los prejuicios, reconocidos
o no, en la interpretación posromántica. El propio Gadamer reconoce que la crítica a la
ideología y el psicoanálisis, bajo sus presupuestos emancipatorios, y su consideración
de estar científicamente fundados, parten de una serie de presupuestos, distintos de la
precomprensión hermenéutica, que pueden recordar, en cierto modo, al proceder
hermenéutico alegórico444.
En este sentido, y desde posiciones más radicales, Simpson ha afirmado que la
interpretación alegórica pervive hoy día bajo las distintas tendencias interpretativas en
las que el sentido que ilumina la interpretación es, en realidad, lo que previamente
ilumina a ésta (Simpson, 2003: 218). Simpson, que, conforme a lo que aquí venimos
defendiendo, vincula la alegoría a la metafísica445, afirma que ni el positivismo ni el
análisis filológico son suficientes para acabar con la circularidad de la interpretación
que implica incurrir en el alegorismo. La apelación a la intención del autor no elude el
riesgo del alegorismo por cuanto incide en el presupuesto de que el texto dice una cosa
pero significa otra.
Las tesis de Simpson parecen llevar a un callejón sin salida. Todos los
planteamientos metodológicos terminan resultando alegóricos desde el momento en el
que los prejuicios se proyectan sobre el texto forzando su sentido en una dirección
predeterminada. El autor, no obstante, abre una posibilidad de escapar de este círculo
vicioso mediante la apertura a una hermenéutica basada en la fe en las personas, de
raíces éticas que respete la alteridad de los textos446.
A nuestro juicio, la propuesta de Simpson coincide sustancialmente con los
planteamientos de la hermenéutica gadameriana en torno al diálogo y a la construcción
dialógica de la palabra. De este modo, en el encuentro real entre el discurso y el
intérprete puede darse la superación de las construcciones previas que determinan la

444
Véase Gadamer, 2000: 116-117.
445
Op. cit., p. 219.
446
Simpson, 2003: 236.
604

interpretación alegórica. Es en este aspecto en lo que la hermenéutica excede siempre a


la retórica, en que incluye siempre un encuentro con la palabra de otro que a su vez, se
verbaliza447.

447
Gadamer, 2000: 117.
605

SEGUNDA PARTE

EL PROBLEMA DE LA ALEGORÍA EN LA OBRA DE SAN


JUAN DE LA CRUZ
606
607

INTRODUCCIÓN

Desde la publicación en 1924 de San Juan de la Cruz y el problema de la


experiencia mística, obra fundamental -y en muchos aspectos fundacional- en la crítica
sanjuanista, pocos han sido los estudiosos de la poesía del místico carmelita que no
hayan abordado el problema de la naturaleza alegórica o simbólica de sus poemas,
particularmente de sus tres poemas mayores. Esta discusión ha sobrepasado el ámbito
estricto de la poesía de San Juan, obligando a la crítica a proponer un modo distinto de
afrontar la difícil relación entre la obra poética y la obra doctrinal en prosa, que se
presenta bien como comentario, verso a verso, de los poemas –Noche oscura, Cántico
espiritual y Llama de amor viva-, bien como tratado de mística guiado muy libremente
por los versos del poema –Subida al Monte Carmelo-.
Los argumentos expuestos por Jean Baruzi han sido debatidos por los estudios
posteriores y, en mayor medida, aceptados y desarrollados desde muy diversos puntos
de vista. Todos estos trabajos constituyen un corpus extenso y complejo, que, sin
embargo, parece lejos de cerrar un campo de investigación que en ocasiones se antoja
inagotable. Así parecen reconocerlo Paola Elia y María Jesús Mancho en su edición del
Cántico espiritual y poesía completa: “El avance en este terreno [el simbólico] es
sólido, aunque todavía queden muchas parcelas por explorar” (Juan de la Cruz, 2002:
XCVI).
Nuestro trabajo pretende aproximarse a esta cuestión desde una perspectiva
hermenéutica. Desde este punto de vista, la obra de San Juan de la Cruz presenta, junto
con la complejidad propia de los poemas, una dificultad añadida: la ausencia, o, al
menos, la indeterminación, de una tradición con la que establecer el diálogo que
constituye el eje fundamental de la metodología gadameriana. Cuando hablamos de la
ausencia de una tradición en la que pueda insertarse el problema en torno al carácter
alegórico o simbólico de los poemas sanjuanistas, con la que establecer el diálogo que
debe desplegar este trabajo, no queremos decir, desde luego, que no existan, para lo que
se consideran símbolos o alegorías sanjuanistas, unas fuentes, o incluso una tradición de
fuentes. Tales fuentes, literarias, místicas y filosóficas, han sido estudiadas y valoradas
con precisión por la crítica más rigurosa. De ellas habremos de dar cuenta en estas
608

páginas. En este terreno, Dámaso Alonso detectó la presencia en la poesía de San Juan,
de tres corrientes de influencia: la tradición bíblica, la poesía culta italianizante y la
poesía popular y los cancioneros. Por su parte, Elia y Mancho, en el prólogo de la
edición citada, afirman, respecto de la prosa: “San Juan continúa la tradición exegética
medieval que, de los cuatro sentidos tradicionales combinados (… ), primaba la
tendencia alegorista y acomodaticia” (Juan de la Cruz, 2002: XL). En este trabajo
revisaremos el alcance de estas influecias en atención al sentido de los poemas. Este
sentido viene condicionado por una serie de circunstancias heterogéneas que
condicionan la (pre) comprensión y valoración de estas fuentes.
Federico Ruiz, desde la precomprensión anteriormente aludida, ha cifrado las
fuentes más próximas a Juan de la Cruz en los siguientes grupos: el pensamiento
tomista y la Escolástica, en cuanto a las estructuras y esquemas de pensamiento; el
agustinismo y el neoplatonismo en determinados aspectos de la vida mística; los
místicos del Norte en lo relativo a las imágenes, etapas y experiencias de la vida
mística; la mística española en cuanto a los problemas, temas y lenguaje; la poesía
contemporánea, en lo referente a la sensibilidad, expresiones y símbolos -nótese que
aquí, “símbolo” está entendido como metáfora, sin el componente trascendente como
instrumento del lenguaje sagrado que Ruiz defiende en otras ocasiones-; y, por último,
algunos elementos islámicos a nivel de mera conjetura defendida por otros estudiosos
de la que Ruiz se hace eco (Ruiz, 1986: 47).
Pero las fuentes –y sus ecos-, al menos en la cuestión que aquí se estudia, no
constituyen por sí mismas una tradición. La triple determinación de las corrientes –muy
distantes entre sí- bíblica, italianizante y popular de los poemas, no revela una tradición
determinada, y menos respecto de la naturaleza alegórica o simbólica de los poemas
sino que, más bien, y dentro de los márgenes de la estilística de posguerra, pone de
relieve la presencia de una serie de influencias que intervienen en los poemas de muy
distintas maneras y en un grado de relieve muy diverso448.
La indudable tendencia alegorista de los comentarios sanjuanistas, en los que la
Escritura se pone al servicio de la construcción de su particular doctrina mística, apunta
claramente hacia una práctica antigua de la exégesis bíblica que, como se ha estudiado

448
En este sentido, Federico Ruiz se muestra tajante: “Las fuentes culturales, literarias o doctrinales
esclarecen todo pero, en concreto y en definitiva, no explican nada en la obra sanjuanista. Tienen que
pasar por la inspiración bíblica, la experiencia y la reflexión personales, y ser verificadas en la
observación de su entorno. Pasar del paralelismo con una fuente cultural a deducir idéntico significado en
609

en la primera parte de este trabajo, no ha permanecido inmutable desde sus orígenes


hasta el último tercio del siglo XVI cuando Juan de la Cruz compone sus poemas y
comentarios.
Por otra parte, la consideración de las fuentes citada más arriba no se ocupa ni de
la polémica sobre la naturaleza simbólica o alegórica de los poemas, ni de la relación de
éstos con los comentarios –más allá de la extensión a los propios poemas de la
observada acomodación de sentido de la Escritura a la formulación de una cierta
doctrina mística-. Tampoco atiende a la dimensión de comentario, recreación,
traducción o interpretación que los poemas La noche y, sobre todo, el Cántico, tienen
respecto del Cantar de los cantares, conectada con la búsqueda de la profunda raíz de
sentido del epitalamio bíblico apuntada por la exégesis alegórica cristiana desde
Orígenes hasta la fecha de su composición. Esto quiere decir que si los comentarios,
respecto de los poemas y de la Escritura, pueden resultar, en algunos aspectos, propios
del alegorismo medievalizante; el Cántico y La noche, desde este punto de vista
exegético, constituyen, por una parte, una original síntesis, y, por otra, un paso adelante
-que en su radical apuesta acaso resulta agotado en sí mismo-, en la lectura mística del
Cantar de los cantares dentro de la tradición cristiana alegórica.
El trabajo de Armando Pego Puigbó, El Renacimiento espiritual (Pego Puigbó,
2004), abre, en un contexto más amplio -y, desde luego, ajeno a la cuestión del
simbolismo y la alegoría-, una nueva perspectiva en el estudio de la literatura espiritual
del siglo XVI y plantea la posibilidad del estudio de estos textos espirituales en el marco
de una tradición religiosa determinada. El libro de Pego atiende a la vinculación de estas
obras a una tradición de raíces medievales que se conjuga con las novedades aportadas
por el Humanismo. Pero, además, plantea el problema de afrontar estos textos como
obras literarias, no teológicas, por lo que en su opinión la ubicación de estos textos en
una tradición teológica concreta, a cuya luz se desvanecen muchas de sus oscuridades,
debe equilibrarse irremediablemente con su dimensión literaria449. De este modo, Pego

el texto sanjuanista implica un desconocimiento total del método y del texto sanjuanista” (Ruiz, 1990:
25).
449
Acaso sea la naturaleza literaria que Pego ve en los tratados oracionales del siglo XVI (véase entre
otros pasajes, Pego Puigbó, 2004: 22), el punto de su argumentación que menos compartimos. Nos parece
discutible que pueda considerarse literatura a estos textos, en el sentido en que pueden denominarse El
Decamerón o las Novelas ejemplares. Ynduráin, usando de estos mismos ejemplos, advierte que aunque
los humanistas no entendían la literatura en el sentido actual del término, esto no quiere decir que no
hubiera literatura, puesto que había obras literarias que eran leídas como tales (Ynduráin, 1994: 408-413).
En nuestra opinión, la dimensión de –relativa- verosimilitud y el carácter de entretenimiento con el que se
recibían las obras literarias, difiere de la dimensión de verdad y la finalidad protréptica de los textos
espirituales. Ahora bien, consideramos que la recepción actual de estas obras es, generalmente, bien
610

advierte, por una parte, que la atención filológica a los textos no debe perder de vista el
mundo al que pertenecen y, por otra, que la labor hermenéutica debe evitar incurrir en
anacronismos.
Es difícil hablar, en sentido estricto, de una tradición en la recepción de la obra
de San Juan porque entre la composición de los poemas y su recepción literaria, median
más de tres siglos450. Pese a que la inclusión de San Juan de la Cruz en el canon civil de
los poetas españoles se produjo con la publicación de su obra en la Biblioteca de
Autores Españoles, con un estudio de Pi y Margall, en 1856451; no será hasta el discurso
de entrada en la Real Academia de la Lengua de Menéndez Pelayo en 1881, y, de forma
más determinante, hasta el citado estudio de Baruzi, cuando se inicie realmente una
tradición de lectura literaria de la poesía sanjuanista452. El tiempo transcurrido desde la
redacción de los poemas hasta su recepción es tan amplio que rompe, a nuestro juicio,
toda posibilidad de establecer un diálogo con una tradición entendida como traditio,
esto es entrega ininterrumpida desde el inicio453. Los numerosos trabajos sobre la poesía

literaria, bien arqueológica, esto es, en cualquier caso, una recepción de naturaleza distinta de la que fue
pensada en su origen por autores y destinatarios. En consecuencia, es necesario proyectar sobre ellas una
lectura que atienda a esta circunstancia. Pego reconoce que, pese a los rasgos ficticios incorporados a
muchas de estas obras, éstos no son recibidos como imaginarios, por lo que estos libros pertenecen al
género de la dicción más que al de la ficción (Pego Puigbó, 2004: 98-99). Por otra parte, está de acuerdo
en el hecho de que el valor de uso de estos textos radica en servir de método de oración (p. 100). Los
argumentos expuestos por Pego a favor de la naturaleza literaria de los libros de oración se refieren más
bien a sus mecanismos retóricos, tanto ornamentales como psicagógicos; y a su “valor de cambio”,
determinado por su dimensión metatextual, en cuanto lecturas de otros textos, en las que se generan toda
una serie de relación paratextuales e hipertertextuales. En nuestra opinión, este proceder hermenéutico, en
la composición de textos como comentarios de otros precedentes que sirven como modelo y objeto de
digresión, en el que “cada texto glosa los anteriores, de modo que su singularidad proviene de una
actividad mimética más que imitativa” (p. 100), no determina por sí la dimensión literaria de un texto en
su contexto, es decir, frente a los lectores a los que va dirigido, si bien, permite el análisis literario -no
teológico-, desde un punto de vista histórico.
450
Caso distinto es el de su recepción religiosa. Si bien en el ámbito restringido del Carmelo, la poesía
sanjuanista tuvo una amplia y bien acogida difusión, como ponen de relieve las numerosas copias
manuscritas puestas en circulación desde finales del siglo XVI. Además, como señala Elia, las variantes y
modificaciones de los manuscritos demuestran el grado de apropiación de estas canciones por sus
primeros receptores, así como el alto grado de adaptación a sus particulares situaciones vitales (Elia,
1991: 7-9).
451
Cf. Soria Olmedo, 1991: 44-45.
452
Para ver la recepción de la obra sanjuanista en el periodo comprendido entre su elaboración y el
discurso de Menéndez Pelayo, véase el reciente estudio de Mialdea Baena, La recepción de la obra
literaria de San Juan de la Cruz en España (siglos XVII, XVIII y XIX) (Mialdea, 2004). En este trabajo,
Mialdea afirma: “Se podrían señalar dos momentos fundamentales en los que cambia por completo el
paradigma de su comprensión (… ): en Francia a finales del siglo XIX y principio del XX con el
movimiento simbolista en lo que se refiere a la literatura de creación, y los escritos de Jean Baruzi, en lo
que representa a la literatura crítica; y en España, algo más tarde, con el grupo literario que se forma en
torno a 1927 y con Jorge Guillén a la cabeza del discurso teórico crítico (sin olvidar la ayuda en los
primeros momentos de Menéndez Pelayo a finales del siglo XIX)” (op. cit., p. 20). Sobre la primera
recepción de Juan de la Cruz, pueden verse también las notas apuntadas por Cristóbal Cuevas (Cuevas,
1993a: 50).
453
Cf. supra. capítulo XVI.
611

de San Juan publicados a lo largo de los últimos cien años constituyen, por sí mismos,
una valiosa tradición de lectura, pero ésta no puede ser análoga a la tradición en el
sentido en que cabe hablar respecto de la obra de otros poetas y prosistas del Siglo de
Oro, cuya obra fue leída y apreciada en vida, o a los pocos años de fallecer454.
El vacío de una tradición continuada de lectura desde la época de su escritura ha
facilitado, en ocasiones, una lectura ahistórica de los textos sanjuanistas, no sólo en el
ámbito –moderno- de la estética, sino también en algunos aspectos filosóficos y
doctrinales, atraídos desde el presente con una fuerza que los descontextualiza en un
grado tal vez superior al de cualquier otro poeta de su época. De este modo, se han
ofrecido lecturas doctrinales que hacen de Juan de la Cruz un moralista católico en el
sentido más ortodoxo del término455, un preexistencialista en la línea de Kierkegaard456,
un filósofo de la fenomenología457 o un existencialista heideggeriano del periodo de Ser
y tiempo458. En todos estos casos, las aportaciones, luminosas y de valor unas veces,
sugerentes otras, no deben ocultar el hecho de que, como ocurría en el caso de la poesía,
se corre el peligro de convertir, en el mejor de los casos, la fuente en precedente459; en
el peor, de violentar, mediante estos mecanismos de actualización, la integridad del

454
En realidad, como observa Haro Iglesias, el problema reside en que la obra de San Juan no podía ser
entendida, en su época y en los siglos inmediatos, como verdadera literatura: “los versos, porque pasaron
por el tiempo como simples cantos devocionales para consumo de frailes y monjas; y la prosa, porque
prácticamente hasta nuestros días no se ha estudiado en su dimensión estética” (Haro Iglesias, 2003: 229).
A nuestro juicio, la clave del problema de la recepción de los poemas sanjuanistas, en el tema que nos
ocupa, reside precisamente en la dimensión estética aludida por Haro Iglesias, un modo de aproximación
a los poemas, distinto de la poética y la retórica, inédito en el siglo XVI y en los siglos de silencio crítico
–ya este mismo término resulta perturbador al hablar de estos poemas- que le siguieron. Por otra parte, la
observación de Haro Iglesias nos aboca a un debate que escapa a los presupuestos de este trabajo: la
discusión sobre el concepto de literatura y su historicidad.
455
Véase, por ejemplo Torres Marcos, 1989: un volumen que “explica” de forma reducida y simplificada
el pensamiento sanjuanista, a través de sentencias agrupadas en secciones temáticas. También es
revelador de la absorción ortodoxa, con claras resonancias políticas, de la mística sanjuanista, en el difícil
tiempo de posguerra, el artículo de J. Corts Grau en Escorial: “El misticismo no es anarquía espiritual,
versión religiosa del individualismo, camino aventurero que se abren ciertas almas vagabundas, sino
disciplina” (1942: 189).
456
Rollán, 1991.
457
De la Cruz, 1966 y 1967; Sánchez de Murillo, 1990.
458
Bien buscando un esquema de aproximación entre la mística del carmelita y la angustia heideggeriana
(Ballestero, 1977), o bien marcando algunas distancias, desde ciertas similitudes, respecto del concepto de
“ser para la muerte” del pensador alemán (Pikaza, 1992: 179-180).
459
Con respecto a la proximidad al pensamiento de Heidegger, ya se ha analizado en la primera parte de
este trabajo la influencia de San Agustín en su filosofía y la importancia que, en opinión de autores como
Gadamer o Steiner, tuvo la escolástica -y el pensamiento católico en general- en el discurrir de su
filosofía. Sobre la “nada” heideggeriana, tan tentadoramente cercana a la “nada” sanjuanista”, bien está
recordar el juicio -sin duda puramente impresionista- que, a este propósito emitió Cioran: “¡Qué
voluptuosidad sienten esos “filósofos” que se relamen con la Nada! Conviene decir que los preparó para
ello la mística española; en cuanto a la terminología del autor de Sein und Zeit, no debe de repelernos,
pues se parece a la de la escolástica, que debiera practicar en sus colegios católicos” (Cioran, 2000: 188).
612

sentido del texto original 460. En definitiva, con frecuencia la interpretación no sólo pasa
de lo que el texto dice o el autor quiere decir a lo que la obra puede decir, que en una
buena aplicación de la estética de la recepción sería admisible461; sino a lo que ni la obra
pudo decir, ni el autor pudo sospechar.
San Juan de la Cruz se presenta como un poeta insólito, extrañamente moderno,
no sólo por méritos propios, sino también porque los primeros lectores que se
enfrentaron a su poesía debieron interpretarla sin los prejuicios –en el uso favorable que
Gadamer hace del término- que debieran haber ido acumulándose a lo largo de unos
trescientos años de lectura y que, sin embargo, se presentaban ante la crítica como un
vacío insondable. Por este motivo pensamos que, ante la imposibilidad de reconstruir
una historia que no fue, es necesario dialogar con esta joven tradición crítica, desde la
conciencia del vacío antes señalado, atendiendo al particular momento histórico en que
esta tradición se constituye y a los prejuicios que, inevitablemente, aporta a su
recepción.
La recuperación de San Juan por parte de los simbolistas franceses no deja de
estar teñida de cierta ambigüedad: ¿Es la poesía de San Juan de la Cruz un precedente
de la poesía simbolista, o una fuente de la que bebe el simbolismo directamente462, o
bien, hay que considerar a San Juan como un poeta simbolista en el sentido más
contemporáneo del término463? Fuente, precedente o, directamente, poesía

460
Domingo Ynduráin alertaba de las lecturas de la obra sanjuanista interesadas desde el punto de vista
ideológico y de la pugna existente entre las perspectivas literarias y teológicas (Ynduráin, 1990: 14). Pero
con estas perspectivas consciente o inconscientemente interesadas, debemos ocuparnos –este es, al menos
en parte, el propósito de este trabajo- de las perspectivas kantianamente desinteresadas, estéticas, en cuyo
horizonte se debate la naturaleza alegórica o simbólica de la poesía de San Juan.
461
Véase la reflexión sobre la aplicación de la estética de la recepción a la poesía de San Juan por parte de
Carmen Bobes (Bobes, 1986: 18).
462
Esta es la teoría defendida por Juan Ramón Jiménez quien detecta la influencia del místico español en
la poesía simbolista francesa a través de la traducción del monje de Solesmes (Jiménez, 1962: 51), si bien,
mucho antes a sus conferencias sobre el Modernismo, en el prólogo a La copa del rey de Thule, de F.
Villaespesa, considera a San Juan como un simbolista, en un sentido amplio y menos matizado (cf. Soria
Olmedo, 1991: 47). Sobre la influencia de San Juan de la Cruz en el simbolismo francés, véase García de
la Concha, 2004: 15. Véase también Díez de Revenga, 2003: 48-49.
463
Así lo considera Bousoño, para quien la proximidad de San Juan a los simbolistas viene determinada
por el irracionalismo y por la consecución de “ciertos hallazgos técnicos que son exactamente los mismos
que se utilizaron en la poesía europea sólo a partir de Baudelaire” (Bousoño, 1979: 67). En este mismo
artículo, Bousoño, después de estudiar el concepto de símbolo y los tipos de imágenes, concluye
afirmando: “San Juan de la Cruz es, rigurosamente, un poeta contemporáneo” (op. cit., p. 54). Para una
crítica a a Bousoño en los términos aquí señalados, véase el prólogo de Raquel Asún a su edición de la
obra de San Juan de la Cruz (Juan de la Cruz, 1986: XIV). Más radical, José Ángel Valente afirma que
Juan de la Cruz es “el tipo de poeta de la modernidad que en otras tradiciones pueden representar Novalis,
Hölderlin o Leopardi” (Juan de la Cruz, 1991: XVIII). Por el contrario, en 1951, Max Milner, pese a
seguir en parte los presupuestos ahistóricos de Baruzi, había llamado la atención sobre la necesidad de
ubicar a San Juan de la Cruz en su contexto histórico, aún a costa de perder este aura de poeta moderno:
“Replacée dans la flore religieuse et mystique qui se développa en Espagne pendant le XVIº siècle, la
613

contemporánea, la poesía de San Juan de la Cruz parece encontrar más fácil acomodo
en el seno de la modernidad poética, que la ha recibido ex nihilo, que en el Siglo de Oro,
momento histórico al que por su origen pertenece.
En la primera parte de nuestro trabajo hemos realizado un recorrido a través de
la historia de la alegoría, desde sus orígenes en la Grecia del siglo VI a. C., hasta su
ocaso en la Edad Media464. A esta investigación se ha añadido un extenso capítulo sobre
la alegoría y el simbolismo en la estética moderna, desde Baumgarten y Kant hasta
autores más recientes. Se ha tratado en esas páginas de precisar, siquiera de forma
general, las directrices básicas de una tradición hermenéutica y retórica. Nuestro trabajo
ha relacionado esta tradición con el origen y el desarrollo de la metafísica. En los
capítulos de esta primera parte, se ha investigado la evolución del pensamiento
metafísico occidental y, paralelamente, se han puesto de relieve los lazos que la
vinculan a la alegoría, como instrumento de todo punto necesario en su devenir
histórico465. La mística, unida de forma muy particular a la alegoría y a la metafísica –
más allá de los puntuales enfrentamientos entre místicos y escolásticos cristianos desde
el siglo XIV- ha estado también presente en estas páginas.
En consecuencia, al estudiar el problema de la alegoría y el simbolismo en la
poesía de San Juan de la Cruz, debemos indagar en esta tradición alegórica en la que se
insertan, con sus notables particularidades, los poemas sanjuanistas466. A nuestro juicio,

poésie de Saint Jean de la Croix nous semblera peut-être moins originale, et moins proche de certaines
tentatives modernes, auxquelles on s´est plu à la comparer” (Milner, 1951: 39).
464
Posteriormente, no sólo la Iglesia continuó con su tradición exegética alegórica, sino que también los
humanistas aceptaron, en términos generales, la exégesis alegórica y el uso alegórico de la mitología
(Ynduráin, 1994: 315 y, especialmente, 414-426). López Pinciano, contemporáneo de Juan de la Cruz,
hace una valoración muy limitada de la alegoría –definida como “junta de metáforas”- desde el punto de
vista poético: “Alegoría segunda y principal es dicha la significación producida de otra cosa, la cual es
secreta y escondida al vulgo, y manifiesta sólo a los hombres doctos; desta manera tabularon los filósofos
antiguos (… ). Así es menester hacer una distinción desta manera: que el poeta que guarda la imitación y
verosimilitud, guarda más la perfección poética; y el que, dejando ésta, va tras la alegoría, guarda más la
filosófica doctrina; y así digo de Homero y de los demás, que, si alguna vez por la alegoría dejaron la
imitación, lo hicieron como filósofos y no como poetas” (López Pinciano, 1953: II, 95). Ahora bien,
cuando se le pregunta por el poeta que guardara la imitación y, al mismo tiempo, procurara la alegoría,
[Hugo] responde: “Esa sería miel sobre hojuelas, y en eso está el primor de todo y la perfección de la
arte”. Esta alegoría que guarda la similitud puede considerarse como un precedente difuso del símbolo
estético, pero en el ámbito exclusivamente de la poética, esto es, sin el soporte filosófico crítico que
sostiene a aquel. Sobre la exégesis bíblica en el Humanismo y el desarrollo de la crítica filológica
escrituraria, puede verse Hölz, 1996.
465
Como dice Agustín Domingo Moratalla en el prólogo a su edición de El problema de la conciencia
histórica, al estudiar la metodología hermenéutica de Gadamer, mediante el principio hermenéutico de la
efectividad de la conciencia histórica “es preciso actualizar la cadena de determinaciones históricas de un
concepto, problema, idea o narración de acontecimientos con el fin de hacernos cargo de la realidad que
con él se está encarnando” (Gadamer, 2001a: 24).
466
La aproximación hermenéutica de este trabajo exige, lógicamente, la determinación de la tradición en
la que se constituye el pensamiento y la obra de San Juan de la Cruz. En este sentido y en referencia a la
614

la tradición alegórica de la metafísica occidental constituye el horizonte en el que se


justifica la alegoría sanjuanista, dentro del conjunto más restringido de la tradición
mística cristiana occidental. Por tanto, el sentido, frecuentemente tan oscuro, de sus
poemas debe ser investigado en este contexto, sin por ello, descuidar la atención a los
elementos novedosos, las rupturas -a veces notables- y las influencias de origen y
alcance diversos. Con este mismo impulso, debemos afrontar el problema de los
comentarios en prosa y su relación con los poemas sanjuanistas. A menudo, la crítica ha
censurado el alegorismo de la prosa sanjuanista y ha mostrado su descontento ante
explicaciones doctrinalmente tediosas y literariamente decepcionantes. Seguidamente,
esta crítica descontenta ha buscado, bien en tradiciones alejadas -la mística islámica, la
poesía pagana, el pitagorismo neoplatónico-, bien en conceptos románticos,
reelaborados por el neokantismo, como el símbolo, la manera de sobrepasar el disgusto,
o la abierta incomodidad producidos por las explicaciones alegóricas y por la carga
doctrinal cristiana de la prosa de Juan de la Cruz. Pero rara vez la crítica ha examinado
detenidamente las razones de este malestar ante la alegoría, y, en consecuencia, la
profundidad de una tradición alegórica doblemente compleja -metafísica en su vertiente
exterior y mística cristiana en su interior- en la que Juan de la Cruz como persona, por
sus circunstancias históricas y, desde luego, como autor de una obra expresamente
religiosa en sus comentarios y evidentemente alegórica467 en sus poemas, no puede
dejar de pertenecer.
El estudio de la alegoría en la obra sanjuanista no pretende, en ningún caso, ser
una mera aplicación de las conclusiones obtenidas en la primera parte de este trabajo,
como si se tratara de la encarnación en un caso particular de una regla general. No
puede haber tal cosa desde los planteamientos que aquí presentamos. Por el contrario, se
trata, más bien, de examinar cómo la tradición alegórica de la metafísica se despliega en
la obra del carmelita, como caso único y original -no resultado de la aplicación de una
fórmula, sino enriquecedor de la misma-, y, en consecuencia, eslabón esencial de esta
tradición en la mística española del siglo XVI.

hermenéutica sagrada, Antón Pacheco ha afirmado: “Para la hermenéutica es imprescindible la categoría


de tradición (… ), esto es, una comunidad que mantiene vivo el Libro, que lo traslada y comunica
añadiendo (la tradición misma es su proceso interpretativo) su propia fenomenización del sentido
rescatado, mantenido y actualizado. La tradición es ya interpretación” (Antón Pacheco, 2003: 35-36).
467
En capítulos ulteriores ofreceremos los argumentos que, a nuestro juicio, avalan ésta y otras
afirmaciones hechas en estas páginas.
615

I. La alegoría y el símbolo en la crítica sanjuanista


(aproximación sistematizadora al estado de la cuestión)

La revisión que se ofrece en estas páginas de los estudios realizados en torno a la


naturaleza alegórica o simbólica de los poemas sanjuanistas parte de las conclusiones
establecidas en la primera parte de este trabajo dedicado a la historia de la alegoría. No
sólo la obra de San Juan de la Cruz puede ser analizada dentro de la tradición de la
alegoría como instrumento esencial de la metafísica, sino que, a nuestro juicio, el debate
crítico sobre esta cuestión se inserta también y necesariamente dentro de esta tradición,
en particular, en el momento de la crisis de la metafísica, a finales del siglo XIX y
comienzos del XX468.
La irrupción de la estética, a finales del siglo XVIII trajo consigo -en un
movimiento que no es ajeno a la “superación de la metafísica”- la aparición del símbolo
como figura opuesta a la alegoría. El símbolo representaba una forma de conocimiento
distinto al conocimiento racional y desarrollaba un lenguaje ajeno a la representación
conceptual469. Estas cuestiones han sido estudiadas detenidamente en el capítulo “La
alegoría y la estética moderna” con el que se cerraba nuestra primera parte. Pero es
necesario subrayar aquí que el ámbito estético en el que se mueve el símbolo en la
consideración de las estéticas románticas y, posteriormente, en el terreno de la poesía
simbolista y del pensamiento neokantiano es sustancialmente distinto de la tierra en la
que se edifica la poesía y la obra mística sanjuanista. Por esta razón, el estudio
conforme a los parámetros de la estética y la metafísica modernas de la poesía de San
Juan de la Cruz exige ser sometido, a su vez, a un examen cuidadoso en lo que se refiere

468
Se trata de un periodo ubicado dentro de la época de la “superación de la metafísica” que discurre en la
“era de la técnica”. Nietzsche es, de acuerdo con la lectura heideggeriana de su obra –formulada, en
realidad, como una respuesta al nacionalsocialismo (Heidegger, 1996a: 64)-, el que, al invertir la filosofía
platónica, encarna el pensamiento de la “superación de la metafísica”, que no supone desde luego su final,
sino el último momento de su historia (Heidegger, 2001a: 51-73).
469
En el siglo XVI se formula, dentro del campo de la emblemática, la primera teoría de la imagen
simbólica, con la pretensión de establecer un puente entre la literatura y el arte. En 1531, dice Fernández
de la Flor, aparece la obra canónica del género, Emblematum liber de Andrea Alciato, que, en España,
edita el Brocense en 1573 (Fernández de la Flor, 1995: 31, 50-51). El emblema en la concepción de
Alciato, puede, en un ejercicio de visión retrospectiva, recordar al símbolo romántico, sinnbild, en el que
imagen y significación se funden de forma indisoluble. Pero esta semejanza sólo puede proponerse en
términos estructurales, teniendo siempre en cuenta la diversa naturaleza de uno y otro. En la literatura
espiritual del Siglo de Oro, y, en concreto, en la obra de San Juan de la Cruz, como señala Fernández de
la Flor (1995: 233-253), se puede hablar de emblemática en el caso del dibujo del “Monte de perfección”
realizado el propio carmelita (Juan de la Cruz, 2000: 43-44). En la edición príncipe de 1618 se incluyó un
emblema del “Monte” dibujado por Diego de Astor (Juan de la Cruz, 2000: 149).
616

a las discontinuidades y vacíos existentes entre sus criterios metodológicos y el objeto –


la poesía de Juan de la Cruz- de sus esfuerzos. Con esta intención –y desde las
perspectivas abiertas en la primera parte de nuestro trabajo- abordamos el estudio de los
principales trabajos críticos que conforman la columna vertebral del debate respecto a la
naturaleza simbólica o alegórica de la obra poética del místico carmelita.
Aunque Jean Baruzi sea el introductor de la discusión sobre la naturaleza
alegórica o simbólica de los poemas de San Juan de la Cruz, es necesario comenzar este
capítulo dedicado a la revisión del estado de la cuestión con el discurso de entrada en la
Real Academia de la Lengua de Marcelino Menéndez Pelayo y la correspondiente
contestación de Juan Valera470. En las páginas, tantas veces citadas, en las que se ocupa
de San Juan de la Cruz, Menéndez Pelayo proyecta sobre la poesía del carmelita la
inefabilidad y la trascendencia propias de la experiencia mística, e inicia con ello la
corriente de ruptura de la distinción entre experiencia y escritura a partir de dicha
experiencia:

Pero hay aún una poesía más angélica, celestial y divina, que ya no parece de este
mundo, ni es posible medirla con criterios literarios (… ). Confieso que me infunden religioso
terror al tocarlas. Por allí ha pasado el espíritu de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo
(… ) tal que no es lícito dudar que el Espíritu Santo regía y gobernaba la pluma del escritor.
(Menéndez Pelayo, 1881: 45-49)

De este modo, el crítico español adelanta lo que después, con Baruzi, emergerá
con mucha mayor claridad, aunque con un alcance distinto: la proyección de la
experiencia mística sobre los versos y con ello la aplicación a los poemas de los rasgos
tradicionalmente atribuidos a dicha experiencia. En Baruzi, como se verá seguidamente,
la indagación tendrá una dirección opuesta: la penetración en la experiencia a través de
la obra. Pero ambas aproximaciones, tan diferentes una de otra., son posibles porque
parten de un sustrato común: la confianza en la posibilidad de convertir el arte en
expresión de la vida del hombre471. Esta posibilidad, nacida con la estética a finales del
siglo XVIII, adquirirá su madurez con el concepto de vivencia de Dilthey y el desarrollo
del pensamiento neokantiano, que se irá formulando desde el último tercio del siglo

470
En este capítulo nos ocuparemos de la discusión en términos generales, esto es, de lo que, respecto de
la alegoría y el símbolo, se ha dicho de los poemas sanjuanistas, dejando para capítulos ulteriores el
estudio de la exégesis de imágenes, símbolos y alegorías contenidos en estos poemas.
471
supra. capítulo XXI & 4.
617

XIX. El mecanismo que dará cuerpo y articulará esta posibilidad será el concepto de
símbolo, derivado de las ideas de Goethe, Kant, Schelling y Hegel. En efecto, es el
símbolo el que articula la con-fusión entre la experiencia y la expresión de la
experiencia que, en el momento que nos ocupa, se proyecta sobre la recepción de un
San Juan de la Cruz ajeno, hasta entonces, a la exégesis no religiosa.
Cuando Menéndez Pelayo se refiere a los mecanismos retóricos de construcción
de los poemas sanjuanistas, habla de metáforas, velos, prefiguraciones –al referirse al
Cantar de los cantares- y alegorías, sin mencionar, pese a su conocimiento de la
polémica en la estética romántica entre símbolo y alegoría, una posible dimensión
simbólica472. Sin embargo, aunque Menéndez Pelayo no hable de símbolos, son los
criterios estéticos relativos a la operatividad simbólica los que, a nuestro juicio,
permiten esta proyección de la experiencia mística sobre los poemas en los términos que
hemos referido.
La inefabilidad de la experiencia mística desplazada a la poesía de Juan de la
Cruz en virtud del mecanismo simbólico, produce en el discurso de Menéndez Pelayo
otra consecuencia que también persistirá, con sus variantes, en los estudios sanjuanistas
determinados por la crítica estilística: el silencio del crítico ante el límite que supone el
“misterio de la mística”473.
Mucho se han matizado y aun corregido las palabras de Menéndez Pelayo. Pero,
aunque estudios posteriores han revelado que sí es posible medir la obra de Juan de la
Cruz con criterios literarios, es necesario reconocer que sólo en contadas ocasiones –
más adelante se estudiarán las más relevantes- la crítica ha logrado liberarse de la
dimensión trascendente que Menéndez Pelayo reconoce tanto en los poemas como en la
experiencia que los sustenta y, en consecuencia, del silencio crítico que se deriva de
ella.
La contestación de Valera al discurso de Menéndez Pelayo es también de interés
para el examen de la cuestión que nos ocupa. Juan Valera profundiza en el sentido
alegórico de los poemas, remitiendo su interpretación a los comentarios en prosa del
poeta474. Ahora bien, a continuación, y al igual que hace Menéndez Pelayo, identifica

472
Op. cit., p. 47.
473
Cf. Chicharro, 2005: 292. Antonio Chicharro se remite en esta página a los trabajos de Zorita y
Vázquez Medel. De éste último, extrae la cita siguiente: “Arrastrados por la dimensión de lo inefable e
irrepetible en la obra literaria, Amado y Dámaso Alonso nos condujeron a ese límite en el que a la crítica
sólo le cabe el silencio”.
474
“Pero bajo la corteza de esta linda alegoría, donde pone el poeta todas las galas de la poesía oriental, y
hermosos cuadros y pinturas de la vida campestre, hay un profundísimo sentido, que el Santo desentraña
618

experiencia, poesía y comprensión de ésta, bajo el signo de lo misterioso: “A fin de


entenderlo bien es menester haberlo sentido y experimentado” (p. 104). A estas dos
apreciaciones de la poesía del místico -la relativa a su naturaleza alegórica y la que
establece un estrecho nexo entre experiencia mística, poesía e interpretación- se une, en
la contestación de Valera, un tercer aspecto que será estudiado con detenimiento en
páginas ulteriores: la aproximación de la mística a la poesía en general, en concreto, a la
poesía romántica alemana. Ciertamente, Valera, estableciendo con claridad el carácter
de fuente de la mística respecto de la poesía y la filosofía romántica alemana, no dejaba
de señalar las diferencias entre una y otra. Pero sus observaciones, con la irónica alusión
a “los poetas españoles contemporáneos”, revelaban ya el camino por el que la poesía
sanjuanista habría de ir pasando de fuente a precedente, hasta hacerse coetánea de estos
poetas modernos, mediante la identificación –ya intuida por Valera- entre la poesía
mística y un cierto misticismo poético derivado de la contemplación estética:

Entre tanto, el misticismo íntimo hubo de refugiarse en Alemania, donde desde la Edad
Media con tanto fruto se había cultivado. Allí aparece de nuevo, en medio del sensualismo del
siglo XVIII, en un maravilloso poeta, en Novalis (… ). Algo de este misticismo heterodoxo ha
penetrado en España con las doctrinas de Schelling, Hegel y Krause, y fácil nos sería hacer
patentes sus huellas en nuestros poetas contemporáneos, si no temiésemos, o bien ofender su
modestia, o bien enojarlos, porque creyesen que los acusamos de heterodoxia, cuando tal vez
alguno esté presente 475.

Pocos años después, el ensayo El misticismo en la poesía de Domínguez


Berruete, evidenciaba, ya desde su título, la transición del concepto casi religioso de
“poesía mística” al puramente estético de “misticismo poético”. El trabajo de
Domínguez Berruete está próximo al discurso de Menéndez Pelayo, al que cita,
reconociendo también que la poesía de San Juan “no parece de este mundo”. Asimismo,
Domínguez Berruete vincula de modo indisociable la experiencia mística con el

y explica con elocuencia inimitable en los tres divinos comentarios (… )” (p. 104). Más adelante, Valera
expone el triple sentido alegórico del Cantar de los cantares (p. 108): literal, profético –unión de Cristo y
su Iglesia- y místico –unión de Dios y el alma-. Nótese cómo Valera reduce los cuatro sentidos de la
alegoría medieval a tres, excluyendo el sentido tropológico, y entendiendo el sentido tipológico o
estrictamente alegórico en un nivel poético y no puramente figural, como ya se hiciera en el siglo XIII –
véase la primera parte de este trabajo, en especial el capítulo XIX, dedicado a los cuatro sentidos de la
Escritura en la Edad Media-, mientras que el sentido anagógico o místico se entiende en su dimensión
individual, unión de Dios con el alma. En ciertos comentaristas medievales este sentido, tal y como lo
explica Valera, había tenido un sentido moral, esto es, tropológico, al reservar la anagogía a la unión de
Dios con la Jerusalén celeste al final de los tiempos.
619

poema476, dentro del ámbito de lo misterioso, y continúa hablando de “espléndido estilo


alegórico” aceptando las explicaciones de los comentarios en prosa de San Juan477.
San Juan de la Cruz y el problema de la experiencia mística es, sin duda, la obra
que no sólo introduce la polémica entre símbolo y alegoría en los estudios sanjuanistas,
sino que también es el texto que fija los conceptos –siempre tan ambiguos- de símbolo y
alegoría respecto de la poesía del carmelita. Como veremos en este capítulo, la mayor
parte de los estudios realizados sobre esta cuestión, aceptan las tesis de Baruzi, las
desarrollan o se apartan de ellas en alguna de sus conclusiones, sin rechazar ni discutir
en lo esencial sus puntos de partida478:

La distinción entre ambos tipos de recursos [símbolo y alegoría]: el carácter irracional y


unitario del símbolo, que no traduce una experiencia sino que supone una intuición
globalizadora de la existencia, una visión del mundo de carácter sintético y artístico, ha
configurado la base de las posteriores revisiones de los poemas sanjuanistas. (… ) La
caracterización de la alegoría y su ubicación preferente en la prosa sanjuanista, la relación entre
la experiencia y la doctrina –con la polémica superioridad de la primera-, la existente entre
poesía y prosa, la inefabilidad de la vivencia mística, la estética en los místicos, el problema de
las fuentes, etc, son cuestiones presentadas con gran rigor a la vez que con fuerte empatismo 479.

Antes de examinar las afirmaciones de Baruzi, es necesario detenerse en el


origen de sus planteamientos y en la finalidad de su investigación. El enfoque de Baruzi
no es literario. En puridad, ni siquiera es estético –en el sentido estrictamente kantiano
del término-, aunque se sirva de la estética para elaborar sus reflexiones. El crítico
francés se preocupa por determinar la naturaleza de la experiencia real del carmelita a
partir de su obra, especialmente en su dimensión lírica480. Pero esta empresa sólo puede
abordarse desde una concepción determinada de la “experiencia” y de la capacidad
expresiva de la poesía que no es posible fuera del momento histórico en que se realiza.
La mística cristiana, como se ha estudiado en la primera parte de este trabajo, no es

475
Ib., p. 115.
476
Domínguez Berruete, 1897: 12.
477
Op. cit., p. 39.
478
Martín Portales afirma, con carácter general, que la obra de Baruzi se considera fundamental y, al
mismo tiempo, superada (Martín Portales, 1993: 119). Si esta afirmación es válida respecto del conjunto
de la obra baruziana, con relación al problema de la alegoría y el simbolismo, el trabajo del francés
continúa siendo de ineludible referencia, a salvo, al menos en apariencia, de las críticas que han suscitado
otras de sus aportaciones.
479
Cf. “Prólogo” de P. Elia y M. J. Mancho a su edición del Cántico espiritual y poesía completa de San
Juan de la Cruz (Juan de la Cruz, 2002: CIX).
620

necesariamente experiencial 481, ni el concepto de experiencia desarrollado en el seno de


la tradición mística cristiana es el mismo que Baruzi emplea en su trabajo.
En efecto, sólo a partir de Dilthey y su concepto de vivencia, la vida se hace
objeto de interpretación; la vivencia estética se erige, entonces, en el paradigma del
concepto de vivencia. Sólo entonces puede entenderse plenamente la obra de arte como
representación simbólica de la vida y, en consecuencia, sólo el arte vivencial como arte
auténtico482. Ésta es la experiencia que Baruzi busca en su aproximación simbólica a la
obra de San Juan de la Cruz.
El neokantismo despliega junto con la idea de símbolo todo un sistema
simbólico de conocimiento. El sistema de conocimiento simbólico hunde sus raíces en
la revolución metafísica kantiana, en el ámbito de la reflexión crítica en torno a la
relación entre lo general y lo particular. Frente a la metafísica especulativa prehegeliana
que consideraba que lo general generaba lo particular en la naturaleza, el modo de
pensamiento derivado de la crítica kantiana y del idealismo especulativo de Hegel se
dirige a la naturaleza y deja que la respuesta se despliegue a través de la experiencia.
Richard Rorty ha señalado que, aunque ambas teorías usan la imagen del espejo de la
naturaleza, en la concepción hilemórfica del conocimiento, éste no es la posesión de
representaciones exactas de un objeto sino más bien el modo por el que el sujeto se hace
idéntico al objeto. El entendimiento no es concebido como un espejo examinado por un
“ojo interior”. En cambio, en el cartesianismo y en el dualismo contemporáneo -aquel
que cartesianamente distingue entre la mente y el cuerpo, como res extensa- el
entendimiento examina, con “el Ojo interior” las entidades que tienen como modelo a
las imágenes de la retina: lo que hay en la mente son representaciones que son
exploradas con el ánimo de encontrar alguna señal que sea testimonio de su fidelidad
para con lo representado (Rorty, 2001: 50-51).

480
Cf. Martín Portales, 1993: 125.
481
Ciertamente, como se estudió en la primera parte de nuestro trabajo, la mística cristiana occidental,
desde San Agustín, ha tenido, frente al cristianismo oriental, un fuerte componente experiencial y
psicológico. Este carácter se agudiza durante la Edad Media, en místicos como San Bernardo y, más
adelante, en los movimientos espirituales del siglo XIV y XV. En el siglo XV, Gerson vincula
decisivamente mística y experiencia con su definición de la primera: cognitio Dei experimentalis. Éste es
el concepto que pasa a los místicos españoles. Así se encuentra en Teresa de Jesús, quien en el Libro de la
vida, incide en los aspectos psicológicos de la experiencia mística: “Suspende el alma de suerte que toda
parecía estar fuera de sí; ama la voluntad, la memoria me parece está casi perdida, el entendimiento no
discurre, a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, sino está como espantado de lo mucho
que entiende, porque quiere Dios entienda que de aquello que Su Majestad le representa ninguna cosa
entiende (Teresa de Jesús, 1999: 131).
482
supra. capítulo XXI & 5.
621

El símbolo es, como decimos, la respuesta al problema que, desde finales del
siglo XVIII, resulta de la imprecisión surgida en la relación entre lo general y lo
particular. El símbolo, frente a la alegoría, encarna, en los dominios de la estética, la
respuesta a la concepción kantiana, porque, prescindiendo de toda conceptualización,
pasa del fenómeno particular a la idea, y de ahí a la imagen. Así, en sentido inverso, es
posible desandar el camino desde la imagen poética simbólica a la correspondiente
experiencia del fenómeno; y de ahí, a la aprehensión de lo general en lo particular. Pero,
consecuencia de la cohesión simbólica entre experiencia e imagen, el símbolo no puede
ser traducido al lenguaje conceptual; como dice Kant en el parágrafo 59 de su Crítica
del juicio, “excita una multitud de sensaciones y representaciones adyacentes para las
cuales no se encuentra expresión alguna”483. Y, con relación a la alegoría, dice Baruzi:
“cada vez que se elabora un paralelismo entre un sistema de imágenes y unos
pensamientos abstractos formulados o virtuales, estamos ante una alegoría. (… ) La
alegoría no emana de la actividad estética en estado puro” (1991: 337). El símbolo, en
cambio, sí es un objeto de contemplación estética pura. En consecuencia, no puede ser
traducido porque no se da una comparación entre un mundo de imágenes y un mundo de
ideas: el símbolo se adhiere directamente a la experiencia, no es la “figura” de esa
experiencia.
En el capítulo XXI de nuestra primera parte, se ha estudiado la evolución desde
el concepto de “conocimiento oscuro” hasta el conocimiento simbólico; desde
Baumgarten –y más atrás, Leibniz-, Kant y Schelling hasta Cassirer, Sperber, y
Todorov. En estas páginas se advertía de la profunda vinculación de este concepto con
el origen de la estética como disciplina que, en la construcción baumgarteniana, se
dirigía precisamente a la indagación en el conocimiento sensible referido a un dominio
distinto del determinado bajo el conocimiento conceptual; Kant, posteriormente, había
expresado la oposición entre lo simbólico y lo esquemático, dentro de los márgenes de
la intuición; Schelling, continuando la evolución de este conocimiento intuitivo, dio un
paso fundamental al equiparar la intuición intelectual con la intuición estética, de tal
modo que el arte pasaba a ser considerado el órgano único, verdadero y eterno de la
filosofía. El neokantismo, con su orientación epistemológica, y su preocupación por la
teoría del conocimiento, elaboró una paradójica filosofía del mito484 y de los fenómenos
expresivos no científicos en la que el mito se caracterizaba por la formulación de una

483
Supra, capítulo XXI & 2.
484
Para las diferencias entre mito y símbolo en el pensamiento de Cassirer, véase capítulo XXI & 6.
622

particular totalidad espiritual –de nuevo se presenta el conflicto que domina toda la
cuestión simbólica: la relación entre lo particular y lo general- y por la falta de
diferenciación entre lo representado y la percepción real; más aún, se afirmaba la
superioridad de la expresión de la percepción sobre la percepción misma. El
componente fuertemente hegeliano del neokantismo se ponía de relieve en la valoración
ontológica de la expresión. Este concepto de la expresión encarnaba, como señaló
Gadamer, la tradición neoplatónica en el sistema hegeliano: “La “expresión” no es un
adventicio aditamento emanado del arbitrio subjetivo, merced al cual se torna
comunicable lo anteriormente imaginado, sino que es el venir-a-la existencia del espíritu
mismo, su representación” (Gadamer, 2000a: 46-47).
El conocimiento oscuro de San Juan, en la concepción de Baruzi, se ubica en el
seno de esta corriente estética y epistemológica, desplegada entre el crítico y el texto del
carmelita, y en la que aquel encuentra su justificación. En este sentido, Baruzi justifica
el desequilibrio existente entre la vivencia mística de Juan de la Cruz y la falta de unos
conocimientos metafísicos y un aparato doctrinal adecuados a la expresión conceptual
de estas vivencias. De este modo, al cerrarse la posibilidad de un desarrollo doctrinal o
metafísico de su experiencia mística, San Juan de la Cruz debe necesariamente –en
opinión de Baruzi- recurrir al símbolo485.
Baruzi infiere el simbolismo de San Juan del recurso a la conciliación de
opuestos que recorre su obra, en contradicción con el pensamiento de Aristóteles486. El
conocimiento oscuro que se articula a través de esta conciliación simbólica de opuestos
encuentra en la noche su más lograda expresión. De este modo, Baruzi propone la noche
como el símbolo decisivo de San Juan de la Cruz, valoración resultante de la aplicación
metodológica de las coordenadas así expuestas: “La noche expresa simbólicamente un
conocimiento esencialmente oscuro, y no esencialmente tenebroso487. Nos introduce
gradualmente en nosotros mismos hasta esa “oscuridad, que es la espiritual desnudez de
todas las cosas, así sensuales como espirituales”488 (Baruzi, 1991: 321).

485
Cf. Sánchez de Murillo, 1993: 17.
486
Cf. Baruzi, 1991: 315-316. Sobre esta cuestión, véase también Martín Portales, 1993: 126.
487
Sobre la lectura baruziana de la oposición entre “noche” y “tiniebla” en San Juan de la Cruz, cf. ib.,
pp. 311-315.
488
Subida, 2, Introducción.
623

Baruzi consigue, de este modo, presentar un tema, el del conocimiento oscuro,


que, partiendo de consideraciones estéticas –la expresión poética de la experiencia
mística489-, avanza en el ámbito de la epistemología neokantiana de la época:

El simbolismo nocturno predispone para una crítica del conocimiento místico490 (… )


Juan de la Cruz ofrece no sólo una doctrina, sino hasta un simbolismo poseedores de un aire
idealista. (… ) La noche recuerda menos a una cosa que a una función; resume un tránsito
interior. Tránsito a través de las cosas, a través del lujo de las imágenes de las revelaciones y de
las visiones en lo oscuro “de todas las aprehensiones distintas.
(Baruzi, 1991: 322)

El objeto de este conocimiento es “una intuición del mundo” (1991: 315). La


comprensión simbólica que Baruzi hace del tema de la noche se despliega desde la
formulación de una determinada experiencia descrita en términos psicológicos, y aun
ontológicos, que recorre la obra del carmelita en su conjunto, hasta la síntesis de un
determinado conocimiento intuitivo del universo que responde a la actividad de la
“imaginación simbólica” (1991, 361): la noche, como experiencia particular que
encarna una intuición general del universo491.
Pero, con esto, Baruzi ha situado la obra de San Juan en un contexto extraño al
momento metafísico en el que fue concebida: el de la problemática entre lo general y lo
particular, propio del pensamiento crítico de finales del siglo XVIII, y opuesto a la
filosofía especulativa imperante aún, si bien ya en crisis, en el siglo XVI492. Debemos
recordar que, tal como se ha expuesto anteriormente, no se trata de una cuestión
filosófica secundaria respecto a la apreciación de la obra sanjuanista como simbólica.

489
Baruzi define la experiencia de la noche como “intensa purificación de los sentidos y del espíritu,
terrible y amarga transmutación del ser” (op. cit., p. 282).
490
El subrayado es nuestro.
491
En la estética kantiana, la obra de arte es el espacio en el que el sentimiento del yo se revela, al mismo
tiempo, como un sentimiento del universo (supra. capítulo XXI & 2).
492
Así puede observarse en La docta ignorancia de Nicolás de Cusa (1984). En esta obra, Nicolás de
Cusa estudia los mecanismos de las vías negativa y positiva en el conocimiento de Dios. Efectivamente,
considera que dos contrarios no caben en el mismo sujeto y que la conciliación de contrarios que exige la
teología se aparta del terreno de lo racional (pp. 29 y 75). Ahora bien, estos extremos no sitúan al Cusano
en el mismo espacio en el que la estética ubica al simbolismo que después se refiere a Juan de la Cruz.
Porque el simbolismo de Nicolás de Cusa, afecto al platonismo le hace afirmar: “Las cosas visibles son
imágenes de las invisibles, y que nuestro Creador puede verse de modo cognoscible a través de las
criaturas, casi como en un espejo o en un enigma (… ). Las cosas espirituales pueden ser investigadas
simbólicamente debido a la proporción que entre sí guardan todas las cosas” (p. 43), aun cuando la
investigación simbólica exija transcender la simple similitud (p. 45). El carácter especular de este
simbolismo y la presencia de Dios en todas las cosas (p. 102 y, especialmente, p. 139), descartan el
624

Por el contrario, se trata de la cuestión que da lugar y justifica la concepción de símbolo


que Baruzi aplica a la obra de San Juan.
El conocimiento intuitivo, como hemos visto en la “tradición estética”, convierte
al símbolo en un elemento intraducible al lenguaje conceptual:

Cualesquiera que sean los inaccesibles problemas del origen [de este simbolismo
sanjuanista de la noche], ninguno de los simbolismos virtuales que distinguimos493 traduce en
rigor, al menos en el estado de elaboración en que San Juan los deja, la relación entre nuestra
conciencia y el mundo y entre nuestro yo superficial y nuestro yo profundo.
(Baruzi, 1991: 322)

Más adelante, pensando ya en la oposición estética entre símbolo y alegoría,


afirma:

Para que se dé un símbolo auténtico no debe haber correspondencia exacta entre los
diversos planos de la experiencia ni éstos pueden sustituirse indiferentemente uno por otro (… ).
El símbolo emana de una adhesión de nuestro ser a una forma de pensamiento que existe en sí
misma (… ). Existe una claridad inherente en el símbolo más logrado. Pero no se la distingue
buscando en el símbolo una traducción más o menos hipotética de nuestra experiencia normal.
Esa claridad se esconde en el interior de las propias imágenes, recogidas y expuestas ante
nosotros como un absoluto, como un objeto de contemplación estética pura.
(Baruzi, 1991: 331)

La noche baruziana no se limita al poema de San Juan y sus comentarios, sino


que recorre la obra completa del místico. En la construcción del símbolo de la noche,
Baruzi se detiene con frecuencia en los aspectos de los comentarios que más se alejan, e
incluso contradicen, del sentido literal de los versos –curiosamente, los elementos que
hacen que Pacho haya considerado la Subida como una obra fallida494-.
Las conclusiones valorativas respecto de la noche revelan cómo Baruzi ha
proyectado sobre los poemas de San Juan de la Cruz la metodología y el entramado
conceptual del neokantismo, pese a la violencia que la adaptación a este modelo de
pensamiento supone respecto de una obra compuesta en un momento metafísico

subjetivismo y rompen con la idea de separación abrupta entre lo particular y lo general sobre los que se
asienta el simbolismo moderno.
493
Para la distinción entre simbolismo plenamente desarrollado y simbolismo virtual, cf. op. cit., p. 321.
494
Cf. Pacho, 1991: 353.
625

diferente. Se trata, en definitiva, de un modelo determinado por el conflicto histórico


posterior, desde el punto de vista filosófico, entre lo general y lo particular, así como
por la crisis del pensamiento filosófico ante el progreso científico. De esta crisis derivan
la concepción baruziana de símbolo, la intraducibilidad del mismo, consecuencia de su
naturaleza no conceptual, y la vinculación indisoluble entre experiencia y símbolo
(1991: 350).
El segundo punto de los cuatro que Baruzi ofrece como conclusiones de su
análisis de símbolo de la noche nos parece, en realidad, de diferente naturaleza. En él,
Baruzi afirma:

Para penetrar hasta el fondo en el poema de la “Noche oscura”, no es en absoluto


indispensable conocer los modelos místicos que pudieron guiar a Juan de la Cruz. Cualesquiera
hayan sido estos modelos, su posible influencia no estorba el desarrollo espontáneo de las
imágenes.
(Baruzi, 1991: 350)

Este punto es, en realidad, conclusión de los otros tres, esto es, de la concepción
ahistórica del símbolo baruziano, en la línea marcada por la estética desde su aparición
como disciplina filosófica, agudizada por la epistemología neokantiana del momento.
Así, Baruzi no sólo ajusta la obra sanjuanista al molde neokantiano del conocimiento
simbólico, sino que rompe su relación inmediata con la tradición mística a la que
pertenece. De este modo, afirma que el conocimiento de la tradición no sólo no es
necesario, sino que no estorba esta estrecha y directa unión entre la experiencia del
carmelita y la imaginería simbólica de los poemas. Pero Baruzi prescinde no sólo de la
presencia directa y reconocible de esta tradición en la obra de Juan de la Cruz, sino
también del hecho incontestable de que tal experiencia mística, objeto último de su
investigación, sólo es posible en el marco de la tradición mística cristiana occidental que
hace de esta experiencia, en principio supranatural, un fenómeno histórica y
culturalmente condicionado, en el que, en consecuencia, el conocimiento de esta
tradición -de la que él prescinde o pretende prescindir-, es fundamental para entender no
sólo la dimensión literaria de los poemas, sino los rasgos ontológicos y psicológicos
objeto principal de su investigación.
Baruzi, no obstante, es consciente del problema, ya señalado, derivado de ajustar
la obra de Juan de la Cruz a los moldes de la estética. Así, observa lo siguiente:
626

Un místico como Juan de la Cruz no puede anticipar una estética preparada por un
idealismo que desconoce. Pero los límites de la razón discursiva no comportan los de una
experiencia mística. Un escritor místico puede trascender en su sueño interior la filosofía en la
que se encuadra, sin por ello adelantarse para nada a las filosofías ulteriores. (… ) Juan de la
Cruz, que no sólo se desliga del mundo, sino que cuando mira las cosas en su somera
exterioridad las considera verdaderamente como una nada, no coincide en esto con el lirismo
metafísico de Schopenhauer. Sin embargo, lo que el pensamiento sistemático desune puede
quedar unido por la experiencia profunda. Kant no habría discutido el punto de vista de Meister
Eckhart desde su sentimiento religioso, lo mismo que Juan de la Cruz con su sentimiento
místico no es totalmente ajeno a la negación lírico-metafísica del mundo sensible.
(Baruzi, 1991: 323-324)

El crítico francés establece en este fragmento una distinción fundamental sobre


la que elabora su perspectiva de la obra de San Juan. Baruzi comprende que el místico
del siglo XVI no puede, obviamente, conocer los presupuestos de la estética idealista –
que el propio Baruzi le ha aplicado a lo largo de buena parte de su estudio-, pero, en
cambio, sostiene, Juan de la Cruz sí puede, en virtud de su experiencia mística intuitiva,
establecer un lazo profundo, aunque no sistemático, con el pensamiento idealista
posterior. Ahora bien, si es cierto que existen en el idealismo alemán algunas
resonancias místicas, no es en virtud de los lazos creados a través de la profunda
experiencia de los místicos, sino, como ya viera Valera, por la profunda influencia –
muy evidente en Novalis y Swendeborg, entre otros- de éstos sobre aquel. En realidad,
Baruzi no hace en este párrafo otra cosa que mostrar la coherencia de su metodología,
en especial la ya aludida concepción de la experiencia y de los elementos constitutivos
del llamado conocimiento simbólico, en este caso generado a través de la experiencia
mística, como fenómeno que engendra la imagen simbólica495.

495
En un contexto muy alejado ideológicamente de San Juan de la Cruz, Giordano Bruno explicó la
formación de las imágenes en el ámbito del pensamiento neoplatónico precrítico. Entre sus
consideraciones, afirmaba que era a la fantasía a la que correspondía acoger, contener, componer y dividir
las especies aportadas por los sentidos, pero que el vínculo de la fantasía era, por sí mismo, ligero a no ser
que fuera reforzado por la facultad cogitativa (Bruno, 1997: 292, 296). De este modo, Bruno no distingue,
como luego haría Baumgarten, la posibilidad de un conocimiento sensorial, sino que sentidos, fantasía y
razón deben trabajar juntos, para la determinación de las ideas, para atisbar los lazos que vinculan unas
cosas con otras, y la unidad en su sentido platónico: “Nosotros hemos especificado (… ) todas las cosas
que tienen naturaleza de materia primera o segunda, o próxima en el acto de la facultad inventiva o
memorativa según la condición de la cosa significada adoptada, a fin de que todas las cosas salgan de
todas las cosas, todas se designen con todas y en todas contemplemos todas las cosas; y para recogerlo en
una sola palabra, a fin de que todas, por la aplicación, se comporten como la unidad, y la unidad, por la
627

En todo caso, la conjetura baruziana respecto de las intuiciones estéticas de San


Juan de la Cruz, aboca al problema de la comprensión -en el sentido hermenéutico del
término- histórica, surgida tras el hundimiento de los dogmas del empirismo, que en
última instancia nos sitúa frente al problema de la referencia, con el enfrentamiento
entre las posturas epistemológicas y hermenéuticas496.
Baruzi hace suya la valoración negativa de la alegoría –y por extensión de la
retórica-, frente a la excelencia estética del símbolo, en consonancia con la visión de
Kant, Goethe, Schelling y otros pensadores más cercanos como Bergson o Cassirer497.
Baruzi no considera la alegoría sino como un elemento de ornato añadido al texto, pero
nunca plenamente in-corporado a éste.
El juicio negativo respecto de la alegoría se proyecta sobre la lectura baruziana
del Cántico espiritual: “Aunque el Cántico emana de una experiencia, su desarrollo
interpone imágenes y modos del Cantar de los cantares” (1991: 355); en consecuencia,
“es imposible verificar en el Cántico, lo que hay de experiencia y lo que hay de
hieratismo bíblico” (1991: 356).
La crítica de Baruzi a las interposiciones de temas bíblicos en el Cántico498 no
tiene su causa profunda en la relación alegórica entre el poema sanjuanista y el
epitalamio bíblico, sino en lo que esta relación supone: el apartamiento de los principios
hegelianos del sujeto absoluto que el neokantismo había añadido a sus postulados: “El
Cántico revela la presencia de temas literarios interpuestos entre el poeta y el registro de
sus estados interiores (… ). La esposa ya no podrá encontrar en sí misma, en lo absoluto
de su negación, como en alma en La noche, la pasión total y sin fondo” (Baruzi, 1991:
345-346).
Un poco más adelante, el crítico se pregunta: “¿Es también expresión de una
experiencia esa carrera a través de las imágenes, o simplemente continúa el lenguaje del
Cantar de los cantares?” (1991: 355). Baruzi matiza el alcance de su apreciación del
alegorismo del Cántico espiritual. En primer lugar, afirma que el poema sanjuanista no
es propiamente alegórico, sino simbólico-lírico empapado de alegorismo499. A San Juan
de la Cruz, dice más adelante, “el lenguaje del Cántico no le resulta (… ) ni simbólico ni

informabilidad, se comporte como todas las cosas” (p. 342). Se trata, como puede verse, de una relación
“cosas / unidad”, diferente de la relación “particular / universal” que se encuentra en la base del símbolo
estético.
496
Sobre esta cuestión, véase Rorty, 2001: 247 y 261 y ss.
497
“La alegoría [frente al símbolo] no emana de la actividad estética pura” (Baruzi, 1991: 337).
498
Baruzi llega a afirmar que todo el Cántico tiene su origen en el Cantar de los cantares, 3, 1-3 (1991:
347).
628

alegórico sino un desenfreno lírico” (1991: 362). Lo interesante de esta última


apreciación es que, en ella, Baruzi opone dos términos que no son en sí contradictorios,
ni comparten una naturaleza de tal manera que sea lícita una oposición entre ambos: por
una parte, el alegorismo y el simbolismo –ahora unidos en uno de los términos de la
comparación- y por otro “el desenfreno lírico”, sin que se explicite qué se entiende por
tal y de qué modo opera en la oposición conceptual en la que se inserta.
Por otra parte, la comprensión conjunta de poemas y comentarios -el método
seguido para el examen de la noche, y la determinación de ésta como símbolo esencial
de San Juan- resulta confusa cuando procede a analizar la naturaleza del Cántico,
porque contamina el poema de la dimensión didáctica del comentario –también
presente, aunque no traído a colación en este sentido, en el caso de la Noche-, de tal
modo que, en ocasiones, se hace difícil reconocer de qué está hablando, dado que salta
de uno a otro sin transición alguna:

Todos esos hermosos vocablos, con su música que nos impregna [¿poema?], adquieren
de repente significaciones a las que desde luego no estamos obligados a sujetarnos
[¿comentario?], pero en las que no podemos dejar de ver un extraordinario empobrecimiento del
poema.”
(Baruzi, 1991: 364)

La conclusión del fragmento citado es ambigua: ¿se refiere al poema o al


comentario? ¿Por qué, si no estamos obligados a sujetarnos al comentario, suponen sus
explicaciones un empobrecimiento del poema? ¿Por qué no ocurría esto con La noche y
sus dos comentarios, especialmente con La noche oscura, más ligado al tenor literal del
poema?
En todo caso, es interesante recordar que Baruzi, al afirmar que la noche es el
símbolo fundamental de San Juan y renunciar a la exploración simbólica, en su
concepción y valoración de lo simbólico, del Cántico espiritual, se aparta del rasgo más
sobresaliente de la tradición mística occidental en su más próxima encarnación a Juan
de la Cruz: las bodas espirituales entre Dios y el alma500. En cambio, Baruzi considera

499
Cf. 1991: 360.
500
Pocos años más tarde, T. S. Eliot incorpora a San Juan a su universo poético en términos similares: en
1930, alaba al poeta místico, pero se muestra reticente hacia el erotismo de su lenguaje; cuando
posteriormente, Eliot introduce la doctrina de San Juan en su propia poesía, no lo hace a partir de la
fundamental felicidad del goce místico ni de la sensualidad cósmica que, desde un punto de vista estético
se infiere de los poemas, sino que desarrolla en su propia obra la faceta más ascética de Juan de la Cruz,
629

que el “matrimonio espiritual” es un pseudosímbolo501, ajeno a la adhesión directa a la


experiencia que el verdadero símbolo exige. Pese a la distancia teórica que separa al
símbolo de la alegoría, Baruzi apunta la posibilidad de tipos intermedios502.
De todo lo expuesto relativo a la aproximación baruziana a la cuestión del
símbolo o la alegoría en la obra de San Juan de la Cruz, pueden extraerse las siguientes
conclusiones:
1- La lectura de Baruzi se aleja del tono misterioso y terrible de Menéndez
Pelayo, para desarrollar una interpretación filosófica, de inspiración bergsoniana,
construida en torno al concepto de “conocimiento oscuro” y alineada “con la negación
lírico-metafísica del mundo sensible promovido por el idealismo moderno” (Soria
Olmedo, 1991: 49). El misterio y la inefabilidad mística en la concepción de Menéndez
Pelayo, Valera y Domínguez Berruete, se tiñe de psicologismo: “Los poemas, expresión
de la experiencia, signo visible de la experiencia, al no ser siempre contemplados por
alguien que mantiene un parejo tono psíquico, reducen las posibilidades de encontrar en
los comentarios una traducción directa de la vida profunda”503. El problema que
presenta el psicologismo baruziano al ser aplicado al examen del pensamiento
sanjuanista deriva, básicamente, de la proyección de la concepción moderna del
fenómeno religioso, fundado en la certeza individual de la fe, esto es, desarrollada en el
ámbito de la autoconciencia, a la comprensión de la religión en el catolicismo del siglo
XVI. En efecto, es posteriormente en el seno del protestantismo, junto a la evolución de
la sociedad y la ciencia europea desde la Ilustración, lo que convierte la vida religiosa
en una experiencia subjetiva del modo en que Baruzi la entiende respecto a Juan de la
Cruz. De esta manera, podría pensar Baruzi, la obra de Juan de la Cruz revela, en virtud
de la “mecánica” simbólica, la vivencia interior, subjetiva, de la religión, plasmada en
su aspecto más radical en la experiencia mística. Sin embargo, la vida religiosa católica
del siglo XVI, incluso en el ámbito de la oración mental, cuya cima es la contemplación,
no se entiende como una experiencia subjetiva puramente sostenida por la fe. En este
momento, la ciencia aún no ha planteado sus exigencias de certeza a la comprensión de
la vida religiosa, ni ha introducido sus pretensiones de objetividad y subjetividad que

la vertiente de las negaciones radicales derivadas de la Subida y La noche oscura del alma (cf. Gibert,
1985, y Soria Olmedo, 1991: 50-51).
501
Ib., p. 335. En contra de esta posición, véase Sánchez de Murillo, 1990: 32 y ss.
502
Op. cit., pp. 338-341.
503
Ib. p. 365. Más adelante, dice Baruzi: “… llegamos hasta la imaginación, sobriamente moldeada a
partir de la experiencia, que va dejando en los vocablos que escoge, sin añadidura de adorno, el acento de
esa misma experiencia” (p. 370).
630

Baruzi parece tener tan presentes. Por el contrario, la vida de oración -en la que, no se
olvide, se incluye el fenómoeno místico- se desenvuelve en un ámbito comunitario, en
el que la fe y la vida religiosa no se sostienen sólo en la conciencia individual, sino en la
Doctrina cristiana, que orienta la lectura de la Escritura, y en la práctica sacramental que
estructura, lejos de toda subjetividad, la vida religiosa504. Frente a la propuesta
subjetivista de Baruzi, éste es el horizonte en el que Juan de la Cruz se ubica y en el que
concibe y elabora su obra. El rechazo baruziano de los elementos histórico y, entre otros
elementos, de las fuentes exegéticas cristianas encuentra en esta incomprensión de la
vida religiosa del siglo XVI una de sus causas más profundas. En consecuencia,
creemos que el concepto de símbolo baruziano, su idea de la experiencia mística y las
expectativas de su investigación en el ámbito psicológico deben ser revisados a partir de
los parámetros aquí señalados.
2- Por otra parte, se ha reprochado a Baruzi el que haya intentado aproximarse a
Juan de la Cruz desde la filosofía, en concreto desde una metafísica neokantiana de tipo
psicologista que minimiza el momento místico de la trascendencia505. Sin embargo, no
se ha examinado suficientemente el peso que la aproximación neokantiana ha tenido en
la concepción simbólica de la poesía de San Juan ni las interpretaciones construidas
sobre dicha concepción simbólica. Así, muchos de los críticos de Baruzi aceptan sin
objeción alguna, su concepción del símbolo y de la alegoría, sin detenerse en el hecho
de que ésta sólo es posible desde la perspectiva filosófica que critican; porque la
tentativa de Baruzi, esto es, la indagación de la experiencia a partir de la obra, sólo es
posible desde la idea del símbolo anteriormente señalada.
3- El “arte auténtico” de los poemas de San Juan de la Cruz, revelado por vez
primera con los instrumentos que brinda la estética -tras siglos de pasar inadvertido para
los tratadistas de la poética y la retórica- tiene, desde los presupuestos con los que opera
Baruzi, que ser forzosamente un trasunto inmediato de la experiencia del autor506,

504
Sobre la evolución de la comprensión de lo religioso en los términos que aquí consideramos, véase
Gadamer, 1999: 58-59. En estas páginas, Gadamer observa con respecto a la vida sacramental que,
aunque ésta también existe en el protestantismo, tiene en éste una naturaleza diferente, al sostenerse sobre
la fe del predicador. En consecuencia, no es sino la extensión, en el terreno cultual, de la subjetividad en
la vida religiosa así referida.
505
El propio Bergson subrayó que el esfuerzo de Baruzi se había quedado en la periferia de la mística
sanjuanista (cf. Sánchez de Murillo, 1990: 17). Algunos estudiosos sanjuanistas, como J. L. Morales, han
llevado a su extremo esta objeción a las tesis baruzianas –y de paso al trabajo de Dámaso Alonso- desde
una perspectiva rigurosamente católica, que reclama la lectura alegórica –en el sentido indicado por los
comentarios del carmelita- de los poemas: “no siendo católico [Baruzi] no se puede entender ni interpretar
a un místico experimental, católico y santo” (Morales, 1971: 20).
506
En su clásico –y contestado- estudio Función de la poesía y función de la crítica, Eliot ya había
precisado: “Si la poesía es una forma de “comunicación” lo que se comunica es el poema mismo y sólo
631

aunque para ello se consuma la identificación –ya intuida en las aproximaciones de


Menéndez Pelayo, Valera y Domínguez Berruete- entre experiencia estética y
experiencia mística:

Tal y como él [Juan de la Cruz] la concibe, la contemplación es esencialmente un


conocimiento, un conocimiento general y oscuro. Por lo tanto no es descabellado acercarla a la
contemplación estética, que, aunque no pueda ser calificada de oscura, en el sentido místico de
la palabra, sí es, desde un decurso no completamente ajeno al místico, un conocimiento general.
(Baruzi, 1991: 577)

Así se invierte el camino de las influencias siquiera a nivel terminológico: de la


contemplación mística del carmelita a la contemplación estética del intérprete; y, tras
realizar este recorrido en sentido inverso, gracias a las posibilidades del símbolo, se
concluirá más adelante con la identificación de la experiencia estética –sólo concebible
en el periodo gadamerianamente denominado “siglo de Goethe”- con la experiencia
mística, que, en el modo en que aparece en la obra de Juan de la Cruz, sólo podía haber
sido posible en el siglo XVI507. Cuando afirmamos la ahistoricidad de la tesis de Baruzi,

incidentalmente la experiencia y el pensamiento que se han vertido en él” (Eliot, 1968: 44). Más adelanta,
afirmaba: “Lo que el poeta experimenta no es la poesía, sino el material poético. Escribir un poema es una
experiencia original, la lectura de ese poema por el autor u otra personal es cosa distinta” (p. 137).
Ciertamente se puede reprochar al “close reading” de Eliot el prescindir de las circunstancias históricas y
personales concurrentes en la elaboración del texto, y en la determinación de su sentido, frente a lo
limitado de la determinación del significado. Pero sí debe considerarse que, como observa Gil de Biedma
en el prólogo a su edición de la obra de Eliot, “la comunicación siempre es mediata (… ), y lo comunicado
es, ante todo, el signo afectivo que la realidad del poema confiere a las experiencias que lo integran, y que
desprendidas de él carecerían de sentido” (p. 19). Esto no obstante, queda por ver hasta qué punto los
poemas de Juan de la Cruz pueden enmarcarse, sin ulteriores matizaciones, dentro de “lo literario”. Por
otra parte, la experiencia que se proyecta sobre la obra de Juan de la Cruz, no es únicamente la mística, en
su sentido extático, sino la mucho más compleja experiencia de vida, incluyendo su formación, su
proyecto ideológico y religioso, su actividad diaria, las circunstancias de época, etc. (cf. Ruiz, 1990: 22-
23).
507
Lara Garrido, en notas a su edición de Estudios sobre San Juan de la Cruz y la mística del Barroco
(vol. I), dedica un extenso y cuidadoso examen del paralelismo entre mística y poesía (Orozco, 1994: I,
310-342). En su estudio, menciona el poco eco que actualmente tiene la teoría de Underhill (1911) que
identificaba plenamente poesía y mística, la apropiación de la mística por los románticos, y las más
matizadas teorías posteriores que, desde Béguin, hablan de paralelismo entre mística y poesía. Milner,
siguiendo a Baruzi, señala que aunque la experiencia mística es sustancialmente distinta a la experiencia
que moviliza la creación poética, los mecanismos simbólicos de traducción de ambas experiencias son los
mismos (Milner, 1951: 108). En nuestra opinión, se trata de dos realidades diversas, que se cruzan –si
bien no necesariamente- en puntos distintos de su trayectoria histórica. Así, ni la experiencia mística es
forzosamente poética –de hecho la mística en la patrística oriental, en místicos tan fundamentales como
Orígenes, Gregorio de Nisa y Dionisio Areopagita, es teórica y no experiencial-, ni la experiencia de la
poesía es necesariamente –y en sentido romántico- mística. No obstante, la existencia de una poesía
mística puede converger, desde su recepción estética, con un cierto misticismo poético, derivado de la
apropiación romántica de la mística en los términos agudamente observados por Lara Garrido en su
632

nos referimos no sólo al hecho de que Baruzi haya prescindido de los influjos culturales,
espirituales y literarios que concurrieran en la formación sanjuanista del símbolo de la
noche como advierte Mancho Duque (Mancho, 1987: 126), sino que subrayamos que la
propia idea de símbolo con la que opera el crítico francés pertenece a un mundo
intelectual distinto al de Juan de la Cruz, y, en consecuencia, la aplicación acrítica de
sus mecanismos hermenéuticos no puede producir sino una distorsión en la recepción de
la obra del carmelita.
Krynen puso de relieve las diferencias entre la poesía sanjuanista y la poesía
simbolista tanto en su causa final como en su concepción y empleo del lenguaje: “Mais
Jean de la Croix n´est pas Baudelaire et loin de prétendre par la magie poétique s´élever
à l´absolu, il n´use en poète des prestiges du langage que pour exprimer l´indicible
sentiment de la transcendance de Dieu” (Krynen, 1990: 51).
3- Finalmente, nos parece oportuno esbozar una última reflexión sobre la
pervivencia, más de ochenta años después de su formulación, de las tesis de Baruzi
sobre esta cuestión. Con esta reflexión, recordamos lo ya expuesto en el capítulo XXI de
nuestra primera parte508. La construcción metafísica que sostuvo la estética y el
concepto de vivencia que fundamentaba, a su vez, la determinación de la experiencia
estética moderna, han perdido su vigencia desde su formulación en el siglo XIX: la
vivencia de la obra de arte, en su doble faceta de vivencia de la creación artística, y de
vivencia de la contemplación estética de la obra es, a nuestro modo de ver, sólo una
etapa, ya concluida, en la historia del arte. De este modo, la radical historicidad del
concepto de vivencia, al que va indisolublemente unido el de símbolo –en cuanto se
considera que la vivencia estética contiene siempre la experiencia de un todo infinito, en
la que lo particular representa inmediatamente al todo- no afecta solamente a la difícil
aplicación de los criterios del simbolismo estético a una obra concebida en una época
anterior, como es el siglo XVI, o incluso, a un fenómeno tan particular como la mística
carmelita de este siglo, sino que, además, cabe pensar que esta misma concepción del
símbolo, y, en consecuencia, de la alegoría, ha perdido la base teórica sobre la que se
sostenía.
Tras el trabajo de Baruzi se abrieron nuevas vías de lectura de la obra
sanjuanista y se despertó un interés creciente por su obra. Por lo que al estudio del

estudio. En el punto siguiente de nuestro estudio de la recepción de la poesía sanjuanista estudiaremos


más detenidamente esta cuestión.
508
supra. capítulo XXI & 5.
633

simbolismo y el alegorismo se refiere, las conclusiones de Baruzi tuvieron tanta fortuna


que la crítica, desde entonces, no ha podido obviar el tratamiento de la cuestión en su
aproximación a la poesía sanjuanista. El exceso crítico producido en este terreno ha
motivado reacciones en contrario, como es el caso de Houot de Longchamp que ha
criticado con agudeza los abusos en este campo de interpretación, al mismo tiempo que
ha postulado la necesidad de determinar con claridad qué se entiende por símbolo509.
Casi todos los miembros de la Generación del 27 mostraron interés por Juan de
la Cruz. Algunos -Alonso, Cernuda, Diego, Guillén, Salinas, Moreno Villa- dedicaron
estudios a la vida y obra del místico carmelita, desde diversos puntos de vista; otros
(García Lorca, Altolaguirre, Aleixandre) recibieron la influencia del poeta en su propia
poesía. Servera Baño ha señalado cómo en todos estos casos -con la posible excepción
de Dámaso Alonso- los del 27 tendieron a proyectar sobre Juan de la Cruz sus propias
ideas sobre la poesía (Servera Baño, 1991: 33-34; Díez de Revenga, 2003: 47).
La celebración del cuarto centenario de su muerte tuvo una gran resonancia en
España, con la aparición de nuevas ediciones, la publicación del número IX de
Escorial510 dedicado a su figura, la celebración de una serie de actos oficiales, la
fundación de la revista Monte Carmelo, y, especialmente, el estudio de Dámaso Alonso
La poesía de San Juan de la Cruz (desde esta ladera)511. También en el exilio, los
intelectuales y críticos españoles se ocuparon de la obra de San Juan desde diversos
puntos de vista512.

509
Véase la nota de Lara Garrido en Orozco, 1994: I, 327. Como recuerdan Mancho y Elia, Hout de
Longchamp advierte que “es secundario para la lectura simbólica que la existencia de todas esas cosas sea
real o puramente imaginaria: escapan de todas maneras a la designación del mundo que habitamos (… ).
El germen de estos excesos está en Baruzi, quien se abre no a la mirada literaria sino a la psicológica, casi
psicoanalítica (Juan de la Cruz, 2002: CXIII).
510
Los artículos se ocupan de la métrica de la poesía sanjuanista (Gerardo Diego: 163-186); la
personalidad y la concepción mística, desde un punto de vista ortodoxo y militante con puntuales ataques
a Baruzi y una radicalización de los presupuestos de Menéndez Pelayo (Corts Grau: 187- 203: “Lo que
ocurre es que estos versos angélicos han de meditarse de rodillas y no con la miope suficiencia del
librepensador” –p. 199-; Ortega: 229-260); el estilo y las fuentes, en una línea que adelanta el inminente
trabajo de Dámaso Alonso (Cossio: 205-228) y que avanza nuevas posibilidades de investigación
filológica (Orozco: 315-336); y la relación con las artes (Sánchez Cantón: 301-314). El número se
completa con un homenaje poético a cargo de Manuel Machado, Gerardo Diego, Adriano del Valle,
Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, Alfonso Moreno, Luis Rosales; además se incluye un breve
artículo del biógrafo de San Juan, Crisógono de Jesús sobre las relaciones entre la mística y la estética.
Crisógono de Jesús critica a Baruzi y su predilección por la noche, cuando –en palabras del autor del
artículo- lo fundamental es la luz, la belleza y el sentimiento estético del santo (pp. 362-364), incurriendo,
a nuestro juicio, en una lectura ahistórica –por sus referencias a la estética- en los mismos términos que el
francés; el artículo se completa con una nota sobre la situación de los estudios sanjuanistas en Francia.
Finalmente se incluye una extensa reseña del libro de Dámaso Alonso a cargo de María Rosa Alonso.
511
Cf. Soria Olmedo, 1991: 57-60.
512
El interés por San Juan en su centenario tuvo especial importancia en México, donde se publicaron sus
obras (Soria Olmedo, 1991: 55-56) y, entre otros actos de conmemoración, Eduardo Nicol realizó una
634

En el ámbito de los exiliados españoles, Luis Cernuda había dedicado unas


páginas a San Juan un año antes del centenario. Cernuda se aparta de Baruzi y del
predominio de la noche como síntesis suprema del pensamiento del místico de
Fontiveros y reivindica la dimensión unitiva de sus versos. Al mismo tiempo, reconoce
que la lectura profana de su poesía y prosa priva al lector de la poesía de San Juan de la
Cruz “de su más alta calidad, ya que en ella se expresa el embeleso, el éxtasis del poeta
al unirse en rapto de amor con la esencia divina” (Cernuda, 1965: 48). En el breve
estudio de Cernuda se aprecia un esfuerzo por avanzar en una línea de lectura distinta de
la propuesta por Baruzi. Las consideraciones idealistas513 y neokantianas del francés
ceden ante la concepción fenomenológica de la metáfora. En efecto, la idea de la
metáfora sanjuanista de Cernuda es deudora del Juan Ramón Jiménez de Eternidades y
el Ortega de la época que culmina en La deshumanización del arte514 . Así, al referirse
al verso Mi amado las montañas, afirma: “señala el nombre mismo de las cosas como
cristal transparente a través del cual admira la faz de su creador” (p. 49).
Pese a la desigual valoración posterior, el libro de Dámaso Alonso es sin duda el
estudio sobre la obra sanjuanista más relevante de la época515. La lectura estilística de
Dámaso Alonso parte de una doble limitación: Dámaso Alonso, frente a Baruzi,
prescinde de la construcción teológica y doctrinal de los comentarios y, haciéndose eco

aproximación filosófica en la que comparaba al carmelita con Descartes, en cuanto que ambos pretenden
ir más allá del límite de la existencia humana. Vasconcelos, por su parte, reaccionó contra la lectura
idealista de San Juan, a favor de una aproximación existencial; Moreno Villa ensayó una lecura freudiana,
mientras que José Gaos, por una parte, y María Zambrano, por otro, se acercaron a San Juan desde sus
particulares concepciones del logos poético. Zambrano desliga al carmelita de la esfera religiosa y
literaria y lo lleva más allá del pensamiento moderno, en el contexto angustioso del exilio (cf. Palenzuela,
2003: 16-59).
513
Hay una comparación -voluntariamente limitada- entre San Juan de la Cruz y Hölderlin (p. 50).
Recordemos que Cernuda traduce por esas fechas una breve selección de poemas del poeta alemán que ve
la luz en México a finales de 1942 (cf. Hölderlin, Poemas, versión y prólogo de Luis Cernuda, Sevilla,
Renacimiento, 2002).
514
“Este ejemplo del cristal puede ayudarnos a comprender intelectualmente lo que instintivamente, con
perfecta y sencilla evidencia, nos es dado en el arte, a saber: un objeto que reúne la doble condición de ser
transparente y de lo que en él transparece no es otra cosa distinta que él mismo. Ahora bien: este objeto
que se transparenta a sí mismo, el objeto estético, encuentra su forma elemental en la metáfora” (Ortega y
Gasset, 1993: 152).
515
Para Wahnón La poesía de San Juan de la Cruz representa el comienzo de “una involución teórica, en
tanto se abandona esa vía de estudio más netamente formalista de la lengua poética y el “optimismo
epistemológico” (Chicharro, 2005: 168). Otros, por el contrario, afirman la superioridad del trabajo sobre
San Juan sobre los estudios gongorinos precisamente por “la actitud reverente de silencio, ante el misterio
de la mística” (op. cit., p. 292). En estas páginas hemos seguido la tercera edición de la obra (Madrid,
Aguilar, 1958).
635

de terror sobrenatural que a Menéndez Pelayo le producían los versos516, se ciñe a la


lectura “desde esta ladera”, esto es, al examen estilístico de los poemas517.
La concepción de la obra de San Juan escindida en dos laderas ha sido
contestada expresa o tácitamente por un amplio sector de la crítica518, pero es indudable
que la orientación técnica del estudio de Dámaso Alonso “ha marcado la tendencia de
las investigaciones de los últimos años” (Alonso Miguel, 1989: 137).
En la cuestión relativa a la naturaleza simbólica o alegórica de los poemas
sanjuanistas, Dámaso Alonso parte de las propuestas de Baruzi, si bien introduce
algunas modificaciones sustanciales. Más importante que el desarrollo de la categoría
híbrida de la “alegoría simbólica” de la que seguidamente nos ocuparemos, nos parece
el rebajamiento del contenido estético del símbolo baruziano de la noche. Dámaso
define las noches del siguiente modo:

Son estados psicológicos por los que Dios encamina a las almas que dulce y, a la par,
ásperamente lleva a la unión. Para llegar a la unión de semejanza es necesaria la negación en el
hombre de lo desemejante. Son noches hondísimas de negación y esquivamiento de todo lo
sensible y todo lo espiritual (noche del sentido, noche del espíritu), con la sola guía de la Fe, luz
absoluta, total y por total y absoluta, equivalente para el entendimiento humano a la más
profunda oscuridad.
(Alonso, 1958: 59)

Este texto muestra cómo Alonso si bien comparte con Baruzi una cierta
orientación psicológica respecto de la naturaleza de la noche -a partir de lo que se lee en

516
Alonso, 1958: 17-18.
517
Claudio Guillén estudia la metodología de Dámaso Alonso desde la oposición de los términos secreto
y misterio. El secreto se refiere a lo oculto o desconocido; el misterio alude a lo incognoscible. Para
Dámaso la visión y la estructura del poema no son incognoscibles para la intuición totalizadora del lector
o del crítico, pero resulta un misterio para el hombre de ciencia, por cuanto no existen leyes aplicables al
poema, entidad única y no generalizable. Pero, en su unicidad última, la obra es siempre un misterio y un
límite para la estilística, en el sentido matemático de la expresión, esto es, una meta a la que poder
acercarse indefinidamente sin alcanzarla nunca. En cambio, el poema mismo no es un misterio, sino “una
criatura nítida, exacta” (Guillén, 1989: 25-26).
518
Véase Valente, 1995: 19-20, respecto de la separación del análisis de poemas y comentarios y la
limitación a los aspectos formales. En otro sentido, respecto a la falta de explicación de los elementos
internos del símbolo, Mancho, 1987: 130-131. Véase también Juan de la Cruz, 2002: CX. Con carácter
general, las limitaciones metodológicas derivadas de la estilística han sido puestas de relieve por Claudio
Guillén en un preciso artículo que repasa la crítica a la estilística desde diversos puntos de vista a cargo de
críticos y teóricos como Barthes, de Man o Kristeva. Guillén, por su parte, advierte cómo todas estas
objeciones coinciden en la no insularidad del texto literario, sin que este rasgo resulte incompatible con su
originalidad. Desde el punto de vista hermenéutico, la crítica a la estilística radica en la idea de que “las
palabras por sí solas no encierran el sentido comunicable: las palabras instituyen un proceso espiritual
que, a partir de ellas, supera finalmente el medio lingüístico.” (Guillén, 1989: 90).
636

la prosa del místico, más que de lo se puede inferir de los poemas-, recupera la
dimensión religiosa de los poemas, frente al ontologismo del francés. En consecuencia,
entiende la noche en función de la unión mística, las “bodas espirituales”, que para
Baruzi eran un pseudo-símbolo frente a la dimensión radicalmente experiencial y, por lo
tanto, simbólica de la noche. No obstante, Alonso hace suya la comprensión baruziana
del símbolo y se hace eco de sus palabras al advertir:

El símbolo (… ) se origina por una intuición profunda que excluye la correspondencia


exacta y paralela entre un mundo de realidades o conceptos y un mundo de imágenes519, (… ) el
símbolo así considerado es una profunda sima de intuición estelar, vértice el más alto de la
creación artística (… ) no admite traducción520.
(Alonso, 1958: 160)

La consideración del Cántico espiritual es una plasmación de las posibilidades


intermedias entre el símbolo y la alegoría que ya Baruzi contemplara en su estudio521.
La alegoría simbólica nace de la necesidad de elevar el valor estético del poema, toda
vez que se ha afirmado el carácter funcional de la noche respecto de la unión mística.
Para justificar esta figura híbrida, Dámaso Alonso da una serie de pasos que tienden a
subrayar la proximidad argumental entre el poema La noche oscura, en sus tres
primeras estrofas y el Cantar de los cantares. De esta forma, el crítico pone de relieve la
presencia del epitalamio bíblico no sólo en el Cántico espiritual sino también en La
noche, e incluso detecta algún eco en la Llama (1958: 118). Con ello, tiende un puente
sobre el abismo que el estudioso francés había establecido entre el símbolo puro de la
noche, arraigado en la experiencia del carmelita, y el pseudo-símbolo de las bodas
espirituales, plagado de imágenes bíblicas interpuestas y continuador de una tradición
milenaria en la literatura mística. Así, al hablar de La noche, Alonso señala lo siguiente:

Pero el efluvio del poema bíblico y su representación erótica están allí, y para mostrar a
las claras esto que intuimos, han quedado (si bien trasplantadas a otras imágenes) como

519
Ésta es la definición de la alegoría, en la que la cadena de términos reales es suplantada por la de los
términos imaginarios (cf. Alonso, 1958: 148-149).
520
Sobre la naturaleza del significado en la consideración de Dámaso Alonso respecto de los poemas
sanjuanistas, observa José María Bermejo: “el significado no es esencialmente un concepto; el significado
es una intuición que produce una modificación inmediata, más o menos violenta, de algunas o de todas las
vetas de nuestra psique” (Bermejo, 1973: 360).
637

resellando cada una de estas tres estrofas tres expresiones del Cantar de los cantares: los cedros,
las almenas, y entre azucenas. Cedros y almenas, que van en dos versos sucesivos en la poesía
del místico español (… ), ocurren precisamente en un mismo versículo del poema hebraico. Y
en éste, las expresiones “entre los lirios”, entre las azucenas, “cercado de lirios”, cercado de
azucenas (… ), constituyen casi un ritornelo.
(Alonso, 1958: 121)

Una vez que se ha expresado la conexión entre el Cantar y La noche, el crítico se


ocupa del Cántico y ensaya, entonces, su concepción del alegorismo simbólico. Para
Dámaso Alonso, en la alegoría simbólica, “los términos de lo pensado como real
infinitamente exceden a los irreales” (1958: 149). La insalvable distancia entre el plano
real, ubicado en el ámbito de lo inefable, y el plano imaginario, desplegado en el terreno
retórico de las figuras, hacen de la alegoría simbólica, en opinión del crítico, un
instrumento fundamental de la poesía religiosa, y, en concreto, de la producción poética
de Juan de la Cruz, al mismo tiempo que la diferencian de la alegoría común. Pero su
traducibilidad la separa del símbolo, como intuición profunda, original e intraducible522.
Frente a Baruzi, Alonso calibra la fuerza del Cantar sobre los poemas
sanjuanistas, preguntándose hasta qué punto la influencia bíblica “es invasora y
excluyente, hasta qué punto limita la actividad lírica original, confinando al poeta en la
imitación” (1958: 115). La respuesta del crítico se construye sobre la cuestión que más
lo distancia del pensamiento baruziano: la trascendencia religiosa de estos poemas y la
determinación de esta trascendencia en la unión mística: los rasgos psicológicos y
existenciales de la experiencia de la noche quedan relativizados frente a la abisal
experiencia unitiva, inefable en su sentido más riguroso:

San Juan de la Cruz se ve arrastrado a la imitación por la invencible inefabilidad de la


cima del proceso místico: la unión. Hay como un esfuerzo no coronado para llegar a la
descripción estricta de la unión de semejanza (… ). No pudiendo expresar esto inefable se

521
En realidad, como recuerda Pépin, Schelling había hablado ya de una figura –quizá aludiendo a la
tipología bíblica- a medio camino entre el símbolo y la alegoría en la que el signo es a la vez distinto de la
significación y está dotado de existencia histórica (Pépin, 1987: 261).
522
Lara Garrido ha analizado esta figura híbrida señalando su dependencia de los planteamientos de
Baruzi y su influencia en construcciones posteriores como la de E. Pacho. Tres son lo elementos que, a
juicio de Lara Garrido, concurren en el tipo propuesto por Dámaso Alonso: el uso de términos que
manteniendo su significación real se emplean como base de estructuración literaria; la formación de
cadenas de alegorías por medio de imágenes figuras y comparaciones, manteniendo el presupuesto
anterior de su significación real; la presencia de un fondo simbólico procedente de la poesía pastoril y el
Cantar de los cantares (Orozco, 1994: 329).
638

recurre a las imágenes de la alegoría amorosa y por eso se recurre al Cantar como expresión
suprema del amor humano.
(Alonso, 1958: 115, 117)

Pero, en nuestra opinión, las diferencias entre Alonso y Baruzi, por lo que se
refiere estrictamente a la consideración de la alegoría y el símbolo en la poesía de San
Juan de la Cruz, son sólo de matiz, sin que éstas afecten a la concepción esencialmente
experiencial –en sentido vivencial y estético antes señalado- del símbolo baruziano. Tal
coincidencia radical se muestra en la lectura que Alonso realiza de la Llama, en la que
afirma: “Aunque los comentarios no dejan de descubrir en ella pormenorizadas
alegorías cae más netamente del lado de la creación simbólica” (p. 161). “El poema es
siempre lo más cercano a la experiencia: la fuerza de esta poesía reside en que en ella
adivinamos la cercanía más inmediata que nunca” (p. 165), frente a La noche que es, a
su juicio, pero con argumentos baruzianos, una combinación entre la intuición simbólica
y el ambiente alegórico del Cantar de los cantares (p. 167).
En 1959, bajo el título Poesía y mística. Introducción a la lírica de San Juan de
la Cruz, Emilio Orozco reúne una serie de trabajos dedicados a la poesía sanjuanista,
escritos que suponen, a nuestro juicio, un importante giro a la concepción baruziana del
símbolo y su apreciación en la obra del místico de Fontiveros. Es cierto que el
planteamiento de Orozco, como señala Lara Garrido en su introducción a Estudios
sobre San Juan de la Cruz y la mística del Barroco, “tiene el entronque directo con
formulaciones esenciales de J. Baruzi. Tales son su análisis del símbolo y el enunciado
de los símbolos centrales de San Juan de la Cruz; (… )” pero, como el propio Lara
afirma a continuación:

El efecto de la sintonía múltiple con determinados supuestos y predicaciones


baruzianas, de cierta recursividad en los ensayos de Poesía y mística, no viene a resultar el
simple eco o apoyatura en una autorizada exégesis de la obra de San Juan de la Cruz. Una
evidente afinidad de comprensión, con muy distintos objetivos, libera a la creación sanjuanista
del sistema para atender a la primacía de la experiencia, al sustento vital de la expresión que
sobrenada en la misma doctrina del místico y que se quintaesencia en el poema. El subrayado de
lo experiencial avanza varios grados en la crítica de E. Orozco (… ).523

523
Orozco Díaz, 1994: 27-28.
639

En varios lugares de los estudios de Orozco, se detecta la dificultad de


compaginar la visión baruziana con un acercamiento menos estético y más cuidadoso
con las particulares circunstancias históricas de San Juan de la Cruz. Así, por ejemplo,
al considerar el paralelismo entre mística y poesía, Orozco observa lo siguiente:

Son dos experiencias de naturaleza distinta pero análogas como forma de conocimiento;
dos formas de conocer por inclinación o connaturalización (… ) que quedan sobre lo racional:
una que trascendida la realidad sensible, alcanza el conocimiento directo de la esencia divina,
otra que penetra en la realidad por intuición en visión sintética, descubriendo las ocultas y
misteriosas relaciones de los seres entre sí.
(Orozco, 1994: I, 59)

El párrafo resulta paradójico. El paralelismo entre poesía y mística, basado en la


analogía, resulta difuso cuando pretende explicarse. En efecto, no sólo poesía y mística
son dos experiencias de naturaleza distinta, sino que, además, incorporan procesos
diferentes: la trascendencia de lo sensible, en un caso, y la intuición en visión
sintética524, en otro. No sólo eso; mística y poesía presentan fines diversos: el
conocimiento directo de Dios, la primera, y las relaciones que vinculan a los seres entre
sí, la segunda. Ambos discursos, el de la mística y el de la poesía, discurren en el
párrafo de Orozco por caminos distintos. El primero se hace eco del concepto de
experiencia mística que, desde la tradición medieval y, más atrás, desde las fuentes
patrísticas, llega hasta los místicos españoles del siglo XVI. El segundo deriva de la
concepción romántica de la poesía generada como discurso simbólico de lo sagrado,
que, en la estética de Schelling obedece a la intuición intelectual, y que, de acuerdo con
la teoría de las correspondencias, de estirpe neoplatónica y generalización
baudelaireana, pone de relieve la secreta armonía del cosmos.
Orozco observa, finalmente, que el elemento común a la poesía y a la mística
estriba en que ambas son formas de conocimiento no racional. Pero este argumento no
resulta plenamente convincente por cuanto lo “racional” no se entiende del mismo modo
–tampoco, desde luego, el conocimiento- en cada una de las épocas que Orozco une en
su exposición. Lo racional en el caso de la mística del siglo XVI no está todavía tan
estrechamente asociado a la lógica y a la matemática como en el modelo racionalista
cartesiano del siglo siguiente. Lo racional no se opone entonces a lo irracional -como

524
Sobre el sentido de esta expresión y su alcance, supra. capítulo XXI & 1.
640

modernamente se entenderá al hablar del irracionalismo poético- sino a lo afectivo. Así


Bernardino de Laredo se refiere a la mística como “un súbito levantamiento mental, en
el cual el ánima por divino enseñamiento es alzada súbitamente a se ayuntar por puro
amor, por vía de sola afectiva a su amantísimo Dios, sin que antevenga medio de algún
pensamiento ni obra intelectual, o de entendimiento, ni razón natural” (Andrés, 1994:
17)525. El “no saber” de los místicos es un “no saber” consciente de su condición, en el
que la reflexión juega un papel fundamental en la prevención del puro intimismo526.
Así, Pacho ha recordado que siendo cierta la aconceptualización de la “inteligencia
mística”, el proceso para llegar a ella es de índole afectiva, no intelectual. Además,
Pacho añade: “El místico se sirve, en su vida normal, de las mismas ideas que el teólogo
o el filósofo” (Pacho, 1990a: 81).
En todo caso, el conocimiento oscuro de San Juan no puede confundirse con el
conocimiento oscuro que, a partir de los planteamientos epistemológicos de Leibniz y
Wolf, se convierte en el objeto de la Estética de Baumgarten.
La introducción de la naturaleza como una coordenada nueva dentro de la
comprensión baruziana del símbolo sanjuanista viene a determinar, en los estudios de
Orozco, una posición más firme y cercana a los poemas que la dada por la interpretación
ahistórica del estudioso francés o la propuesta de la alegoría simbólica de Dámaso
Alonso527. Es interesante constatar cómo Orozco, al mismo tiempo que acepta el criterio
de Baruzi a propósito de la concepción experiencial del símbolo, introduce una serie de

525
En esta cuestión, la teología mística se diferencia de la Escolástica, sin que, en opinión de M. Andrés,
exista una oposición entre ellas que las haga irreconciliables, fuera de las posturas extremas de los
alumbrados y de algunos escolásticos como Melchor Cano (Andrés, 1994: 37).
526
Véase la ya citada descripción teresiana de la experiencia mística (Teresa de Jesús, 1999: 131). San
Juan de la Cruz explica en Subida 2, 9, 1 cómo el entendimiento debe vaciarse de todo y ponerse en la fe,
“la cual es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios”. Más adelante, el
carmelita distingue entre noticias corporales y espirituales, dentro de las noticias sobrenaturales que
puede recibir el entendimiento; y al hablar de las espirituales, dice que éstas pueden ser de dos maneras:
distintas y particulares, las primeras, y otra confusa, oscura y general. “La inteligencia oscura y general
está en una sola, que es la contemplación que se da en fe. En ésta habemos de poner el alma,
encaminándola a ella” (Subida 2, 10, 4). En el capítulo 26 del libro II de la Subida, San Juan trata de estas
oscuras noticias que se producen en el estado de unión. Sobre el concepto de “reflexión”, dice Andrés que
se trata del “arte de llegar al punto más interior o sustancia del alma, de donde dimanan las potencias y la
capacidad de proyectarlas hacia fuera o de recogerlas hacia dentro. La sustancia, o centro más profundo
del alma, es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento” (Andrés,
1994: 28). Más adelante, Andrés habla de la “mística del recogimiento” para hacer referencia a la
dimensión integral humana de la reflexión mística, en la que ésta no debe ser entendida en su aspecto
puramente psicológico, sino que, por el contrario, debe entenderse como un viaje a las raíces del ser
humano en toda su integridad (Andrés, 1994: 234, 237, 248 y referencia a Subida 3, 13, 4). Desde el
punto de vista de la psicología, Carlos Domínguez sostiene que a pesar del peso de lo afectivo, el místico
tiene “una fuente de iluminación interior que parece desvelarle con una particular clarividencia el sentido
de la realidad (Domínguez Moreno, 1999: 12).
641

modificaciones que, en la práctica, convierten las conjeturas del crítico francés en


conclusiones que se extienden más allá de sus propias posibilidades. De esta forma, para
Orozco, es la naturaleza la que permite sostener la emoción de lo trascendente y lo real,
de tal modo que “todo lo que se le ofrecía como término fijo o expresión hecha, haya
sido recreado y vivificado en su propia experiencia” (Orozco, 1994: 83). Así, la
valoración de la naturaleza, en los términos que seguidamente estudiaremos, permite a
Orozco reconstruir un concepto mucho más amplio de experiencia, en el que la
incorporación de elementos de procedencia literaria y bíblica no supone un obstáculo
para la dimensión experiencial y simbólica del texto, sino un instrumento de
vivificación de la experiencia vivida:

Baruzi hubo de plantearse la duda de si alguna de las imágenes que el poeta recogía del
Cantar de los cantares no eran al mismo tiempo “des images retrouvées”, comprobadas, por
decirlo así, traduciendo “une joie recomposée”. Terminaba afirmando que el santo poeta, por
una síntesis poderosa, había sabido “fundir las imágenes que le legaba el lirismo bíblico, o que
le proporcionaba una tradición hierática, con las que suscitaban en él un drama experimentado”.
Para nosotros todas las imágenes y símbolos procedentes de dicho poema bíblico, han
conservado en San Juan de la Cruz la vitalidad de lo creado (… ). Su comprobación ante la
naturaleza había sido experimentada y profundizada y, al mismo tiempo, se habían ligado en
gran parte a experiencias interiores528.
(Orozco, 1994: 228)

La ampliación del concepto de símbolo a partir de una valoración más amplia de


la experiencia en la que tienen cabida la recreación de las imágenes literarias y bíblicas,
tiene como consecuencia el uso conjunto de los términos “símbolo” y “alegoría”, en un
contexto que casi permite entender de forma indistinta “símbolo” o “alegoría”. El
acercamiento que Orozco realiza en la práctica entre símbolo y alegoría no sería posible
dentro de los parámetros estéticos baruzianos, porque aquí ya no se trata de la
descripción de tipos intermedios, como es el caso de la alegoría simbólica de Dámaso

527
Etchegoyen, en sus estudios sobre Teresa de Jesús, ya había introducido el tema de la naturaleza como
parámetro fundamental en la determinación simbólica de los estados místicos (Mancho, 1987: 127-128).
528
La identificación de la experiencia sanjuanista con el mundo del Cantar de los cantares, lleva a Orozco
a señalar la coincidencia de algunos elementos paisajísticos del poema bíblico –las granadas, las almenas,
el cedro- con el paisaje realmente vivido por Juan de la Cruz en Granada (ib., p. 228). En sentido similar,
véase Gallego Morell, 1993: 228.
642

Alonso, sino de la apertura a un uso prácticamente indiferenciado de uno y otro


concepto529.
Al examinar la presencia de la naturaleza en la obra de San Juan de la Cruz,
Orozco podría haber optado por un criterio estético, en aplicación de lo dispuesto -por
ejemplo- en los parágrafos 42 y 44 de la Crítica del juicio en los que se establecía un
puente para recuperar, en el mundo del pensamiento crítico, la significación estética y
moral de la naturaleza. Sin embargo, Orozco elige situarse en el momento histórico
precrítico y examinar la función simbólica de la naturaleza, no desde el ámbito estético
de simbolización –con las características ya examinadas en estas páginas y, más
ampliamente en el último capítulo de nuestra primera parte-, sino desde el pensamiento
especulativo al que históricamente pertenece el místico, y dentro de la valoración que la
literatura del Renacimiento hace del paisaje. Orozco distingue el tratamiento puramente
humano que Garcilaso hace de la naturaleza, de aquel que aparece en la obra de los
autores de la segunda generación renacentista, en particular, Fernando de Herrera, fray
Luis de León y San Juan de la Cruz. A través de estos poetas, el paisaje experimenta un
proceso de progresiva elevación y espiritualización, que en Herrera permanece aún
dentro del ámbito de lo humano, en fray Luis se acentúa decisivamente y en San Juan
experimentará una espiritualización plena:

Cuando el santo carmelita desciende del alto vuelo de su contemplación, cuando acaba
de ver el resplandor de la misma Divinidad, y vuelve los ojos al suelo, verá en la Naturaleza
precisamente a esa misma Divinidad. Nos deja la emoción de lo real, pero se ha perdido la pura
materia, la oscuridad, la miseria; ha quedado el espíritu del mismo Amado. No sólo está Dios en
las criaturas, como ve Fray Luis, sino que estas criaturas son Dios. (… ) He aquí cómo todos los
elementos de la Naturaleza se convierten en representaciones de un mundo espiritual
trascendente. Ello es la base (… ) de la complicada construcción de alegorías y símbolos que nos
ofrecen sus versos.
(Orozco, 1994: 236-237)

La descripción de la divinización sanjuanista de la naturaleza realizada por


Orozco coincide con la consideración del Libro de la Creación en el pensamiento
teológico de San Buenventura: la vía catafática asevera de tal modo la presencia
inmanente de Dios en la criaturas que, al igual que ocurre con Juan de la Cruz, casi

529
Entre las numerosas páginas en las que Orozco agrupa ambos términos sin especificar ninguna
643

limita con el panteísmo. Así, Buenaventura en El itinerario de la mente a Dios afirma,


en una línea similar a San Juan, que el hombre descubre las huellas divinas de Dios en
la naturaleza como a través de un espejo530. Pero que, pese a ser éste el primer grado de
contemplación espiritual, la lectura del Libro de la Creación resulta insuficiente por
causa del pecado. Por eso Dios ha concedido al hombre otros dos libros: la Escritura y
el Libro de la Vida, Cristo, como iluminación de los otros dos. Es, precisamente, el
Logos el que restituye la capacidad de leer el Libro de la Creación531. Los paralelismos
entre la visión de la naturaleza en la obra de Buenaventura y la que se colige de la
lectura de Cántico espiritual están en sintonía con el estudio de Orozco sobre la
naturaleza en la poesía sanjuanista.
Pero lo que interesa señalar ahora, con relación a la concepción sanjuanista del
símbolo en el trabajo de Orozco, es que la naturaleza, como elemento primordial en la
construcción simbólica, es una naturaleza especular, que refleja los dones divinos
conforme a la teoría medieval de la analogía: “He aquí el doble milagro de su poesía:
nos atrae y exalta las bellezas de la Creación y a través de ellas nos descubre a la
Divinidad. La Naturaleza y el Amado se han unido en su hermosura” (Orozco, 1994:
242). En efecto, la belleza, como ocurre en el pensamiento agustiniano y, más
cercanamente, en la mística de San Buenventura, es el punto de intersección entre la
naturaleza como vestigia Dei y Dios mismo532, esto es, en un sentido completamente
distinto a la visión de la naturaleza que en el pensamiento crítico kantiano se vincula al
símbolo533.
En consecuencia, pensamos que existe en Orozco, pese a su fidelidad formal a
Baruzi, una aproximación a lo simbólico y lo alegórico más en consonancia con las
circunstancias propias de la tradición alegórica cristiana en el siglo XVI que la
construcción simbólica propuesta por el autor francés y Dámaso Alonso.

diferencia entre ambos, puede verse Orozco, 1994: 85, 87, 92.
530
La teoría de Buenaventura halla su raíz en la visión amable del mundo de San Agustín. El obispo de
Hipona sostiene una concepción optimista del cosmos, cuya belleza es prueba inequívoca de la existencia
de Dios. En consecuencia, para Agustín, el mundo es el modo más eficaz para la consecución, si bien de
modo parcial, de la contemplación mística, sin perjuicio de la necesidad de profundizar en la vida interior
donde verdaderamente se produce el encuentro con Dios. La teología catafática agustiniana presenta una
serie de limitaciones para evitar el panteísmo y el antropomorfismo (supra. capítulo XVI).
531
Supra. capítulo XX & 3.
532
La visión alegórica de la naturaleza en el pensamiento medieval ha sido estudiada en el capítulo XVIII
de nuestra primera parte.
533
El concepto de la naturaleza del místico también presenta diferencias, aunque éstas más de matiz, con
las teorías neoplatónicas de la analogía del siglo XVI, más inclinadas hacia el panteísmo. Sobre esta
cuestión, véase Foucault, 1966: 26-58.
644

Jorge Guillén introdujo en esta discusión una nueva perspectiva: la posibilidad


de leer estos poemas prescindiendo del elemento místico, como poemas de amor
humano: “Los poemas, si se los lee como poemas –y eso es lo que son- no significan
más que amor, embriaguez de amor y sus términos se afirman sin cesar humanos”
(Guillén, 1961). Guillén considera que el sentido místico no está en los poemas sino que
San Juan lo desarrolla alegóricamente, “en una ruta paralela, sin poder cruzarse o
rozarse, a los poemas”. La tesis defendida por Jorge Guillén invierte el proceso de
construcción tradicional de la literatura mística por la que lo inefable de la experiencia
desemboca en la necesidad de la expresión alegórica. Por el contrario, para Guillén, la
dimensión mística discurre, en una vía alegórica, ajena a los poemas. Ahora bien, la
exclusión de la naturaleza mística no priva a los poemas de una cierta inefabilidad
nacida del carácter del sentimiento amoroso. De este modo, Guillén adapta las teorías
baruzianas del símbolo y la alegoría a su lectura de la obra sanjuanista534. Ahora bien,
para Guillén, el terreno en el que se desenvuelve el símbolo de la noche es de orden
psicológico y es, por lo tanto, al psicólogo al que corresponde “explanar el argumento
que concierne a la oscuridad de esa noche”. Guillén va más allá de Baruzi en su
radicalización del sentido psicológico de los poemas, la separación estética entre
símbolo y alegoría y la exclusión de ésta de toda vinculación a la poesía: “Atendamos,
pues, en la lectura del poema, a sus únicos valores, los simbólicos, dentro de una
atmósfera terrestre, sin pensar en las posibles alegorías conceptuales, por completo – o
casi por completo- extrañas a la esfera poética”. Guillén da así un giro radical a la
tendencia crítica a asociar mística y poesía que veníamos detectando en algunos de los
autores anteriormente citados.
La decisión interpretativa de Guillén sorprende por varios motivos: en primer
lugar porque supone prescindir de las circunstancias históricas que determinan el texto,
entre las que se encuentra las noticias que se tienen sobre su autor. Todas las lecturas
mal denominadas “humanas” que han sucedido a la de Guillén han partido de esta
situación idealizada en la que se considera el texto en sí mismo, surgido de la nada,
ajeno a todos estos elementos históricos necesarios para precisar el sentido de los
poemas. En segundo lugar, la restricción de la alegoría al ámbito místico de los
comentarios del autor, y, en consecuencia, el rechazo de todo valor estético de la

534
“Distinguiendo con mucha perspicacia las funciones del símbolo y la alegoría, Jean Baruzi ve entre los
símbolos algunos íntimamente enlazados a la experiencia misma (… ) Símbolos: únicos puntos de
inmediata continuidad que unen la vida y el poema” (Guillén, 1961).
645

alegoría desconoce los movimientos a favor de la rehabilitación de la alegoría que, en el


tiempo de la escritura de estas páginas, ya llevaban algún tiempo desarrollándose. Por
último, también sorprende que hable de valores simbólicos como objeto de atención
crítica, cuando anteriormente ha afirmado que el estudio del símbolo pertenece a la
historia de la génesis del poema.
Desde el punto de vista práctico, estas dificultades cristalizan en su lectura de los
versos iniciales del Cántico espiritual. Guillén advierte que el sentido alegórico de estos
versos no es deducible sin los testimonios del autor. Y añade que el lector sólo se queda
con su sentido simbólico amoroso. Pero, ¿qué puede entender el lector en estos versos
que deba llamarse simbólico y no alegórico, en su sentido amplio y no necesariamente
religioso? Guillén afirma que el lector interpreta ahí “la expresión de la situación
dolorosa de la amante sin su amado”. Sin embargo esta interpretación no es sino una
lectura literal y no simbólica del texto. El uso de la comparación –“como el ciervo
huiste”- no deja siquiera espacio a la metáfora, fuera de la lexicalizada imagen de la
“herida de amor”.
No obstante, Guillén reconoce en ocasiones que “la imagen del amor humano no
resiste la violencia del amor oculto que la origina, y dentro del ámbito poético
prorrumpe una novedad a una altitud que no es humana”. Otras veces, el sentido
religioso inunda los versos y “bajo tanto peso alegórico, no hay duda, difícilmente
subsiste la poesía”. Pero quizá lo más desconcertante de la lectura guilleniana de la
poesía de San Juan es el comentario que hace del final del Cántico: “El enigma no se
habrá descifrado mientras no se pidan esclarecimientos al único que posee la clave
alegórica (… ) Sin este contrapunto no se entenderá el desenlace del poema”. El final del
Cántico parece evidenciar los límites de la lectura de Guillén, unos límites que ya han
aflorado en la impermeabilidad de algunas liras a la lectura profana. Ésta sólo puede
obtener resultados parciales, esbozar la interpretación de imágenes transparentes o
lexicalizadas por la tradición poética de la época. Pero el sentido global del poema, no
sólo el final, permanece impenetrable.
Hatzfeld, por su parte, afirma que la cercanía del símbolo en el lenguaje supone
la proximidad del misterio teológico, mientras que la alegoría implica la lejanía del
misterio, escamoteado en el juego retórico. De este modo “los símbolos interesan al
teólogo que penetra gracias a ellos hasta la médula de los problemas; la alegorización,
en cambio, interesa al devoto antiintelectualista, pues por medio de ella se siente
estimulado a la piedad” (Hatzfeld, 1968: 273). Frente a Guillén, Hatzfeld se aproxima al
646

lenguaje de la mística sanjuanista desde un punto de vista teológico. En este sentido, sus
criterios y conclusiones tienen que ser completamente distintas a las del autor de
Cántico. Pero ambos coinciden en su rechazo de la alegoría y en su apreciación de la
mayor capacidad del símbolo, estética en un caso; teológica, en el otro. Esta diferencia
entre el símbolo y la alegoría sirve a Hatzfeld para establecer una línea divisoria entre la
obra de Juan de la Cruz y la de Malón de Chiade. El centro de gravedad del
razonamiento de Hatzfeld es la apertura al misterio. Pero, en nuestra opinión, esta
apertura al misterio está formulada desde una comprensión moderna que pasa por el
rechazo de la retórica, con la que se relaciona la alegoría, y opuesta a la sustancia
simbólica (Hatzfeld, 1968: 285). Ciertamente, se puede encontrar un precedente remoto
en esta asociación del símbolo al misterio sagrado, en la consideración del símbolo en la
obra mística de Dionisio Areopagita535. Pero en la obra de éste, no se produce ni un
descrédito de la retórica en los términos expuestos por Hatzfeld –que proceden del
descrédito de la retórica del siglo XVIII- ni una oposición a la alegoría, que, en el
terreno teológico, como medio de exégesis estaba vinculado al lenguaje sagrado, en su
sentido más profundo. Por lo tanto, también en Hatzfeld pesan más las consideraciones
estéticas acerca del símbolo y la alegoría, que el posible intento de recuperación de un
lenguaje del misterio teológico de la mística patrística oriental.
Los estudios que posteriormente han abordado la cuestión de la naturaleza
simbólica o alegórica de la obra sanjuanista se han orientado en alguna de las siguientes
direcciones:
1. Estudios que han profundizado, desde diversas corrientes de pensamiento, en
la vía abierta por Baruzi, relacionando la obra de San Juan con escuelas de pensamiento
modernas, como el psicoanálisis, la fenomenología, o el existencialismo; o anteriores,
especialmente, como ya hiciera Baruzi, el neoplatonismo plotiniano. En estos casos, el
concepto de símbolo, enfrentado siempre a la acepción retórica y doctrinal de la
alegoría, ha adoptado la significación que cada una de estas escuelas sostiene conforme
a su idea del lenguaje.
2. Estudios que han profundizado en la identificación –también baruziana- o, al
menos, en la correspondencia entre poesía y mística, extendiendo, en operación
metonímica, ambos parámetros en distintas direcciones: la mística por su expresión
poética; la poesía, por el misticismo poético de filiación romántica, apoyada en la idea

535
Véase, por ejemplo, el rechazo de Hatzfeld a la imaginación, en sintonía con las exigencias de la
teología apofática en la doctrina sanjuanista (CF. Hatzfeld, 1968: 288).
647

neokantiana del conocimiento mítico, o simbólico, hasta el punto de hablarse de una


“crítica de la razón mística”.
3. Estudios filológicos, en la línea apuntada por Dámaso Alonso y Guillén, que
han ido acercando su concepción del símbolo a la de la metáfora, si bien, sosteniendo,
en mayor o menor medida, algunos de los rasgos románticos del tipo, como su carácter
inagotable, o su intraducibilidad, frente a la alegoría, ceñida a los comentarios y
desplegada en la lectura religiosa de los poemas. Dentro de esta orientación filológica,
aparecen trabajos que se limitan al “lado humano” de los poemas o que incluso
defienden que no existe otra lectura, y otros que, sin renunciar al enfoque literario,
buscan profundizar en los aspectos místicos de estos poemas como dimensión
irrenunciable de los mismos.
4. Estudios de carácter religioso que, sirviéndose de los resultados de las
escuelas anteriores, se esfuerzan por mantener a San Juan de la Cruz como un autor
eminentemente religioso, dentro de una, más o menos laxa, ortodoxia católica.
A continuación, nos detendremos en los hitos más sobresalientes de estas
corrientes, dentro del amplio panorama bibliográfico de los estudios sanjuanistas. Pero
antes debemos advertir que estas corrientes se influyen recíprocamente, de tal forma
que, probablemente, sería más exacto hablar no tanto de corrientes distintas cuando de
enfoques en los que, sobre un fondo comúnmente aceptado, se destaca sobre los demás
un determinado elemento que genera a su vez una perspectiva concreta. Así, el concepto
de símbolo que propuso Baruzi, con la consiguiente oposición a la alegoría, está
presente, al menos terminológicamente, en todos estos trabajos; los hallazgos retóricos y
literarios de la estilística son también aprovechados por todos, aunque con distintas
valoraciones; de la misma manera, los resultados de la investigación de fuentes, tanto en
el ámbito de la poesía profana, como en el de procedencia escrituraria y doctrinal,
también están presentes, de un modo u otro, en los estudios de todas las corrientes.
Pese a esta innegable -e inevitable- influencia recíproca, es sorprendente
constatar la virulencia con la que, en no pocas ocasiones, los defensores de las distintas
posibilidades de interpretación de la obra sanjuanista se enfrentan entre sí. Lejos del
tono mesurado y desapasionado con el que se afronta el estudio de otros autores
espirituales de la época, como fray Luis de León, fray Luis de Granada, o incluso,
Teresa de Jesús, en el caso de Juan de la Cruz, observa Federico Ruiz: “Las posturas
(… ) asumen tonos comprometidos y pronunciamientos en una u otra dirección. Se le
trata como a un autor agresivo y actual. Es una especie de animosidad estimulante que
648

se extiende a los varios sectores: teológico, literario, espiritual, histórico” (Ruiz, 1990:
19).
Veamos brevemente algunos de los hitos fundamentales de estas corrientes de
investigación:
1. Los estudios que abordan la obra de Juan de la Cruz desde la filosofía han
explorado distintos aspectos de su obra. La perspectiva baruziana, psicologista y
defensora de una lectura plotiniana de la mística del carmelita, ha sido seguida por
Aranguren536, Maio y, sobre todo, Bord quien analiza las similitudes entre el
pensamiento plotiniano y la mística sanjuanista a través de la proximidad de diversas
expresiones; de su teoría de los contrarios respecto de la naturaleza humana frente a la
divina y la necesidad de, a través de la vía apofática, llegar a la unión por semejanza; y
el empleo de imágenes similares: la mirada, la fuente, la música del silencio y, entre
otras, el uso del amor humano como alegoría de la unión mística (Bord, 1996: 39-41)537.
Aunque también se anotan una serie de diferencias: el cristocentrismo de Juan de la
Cruz impensable en el modelo divino plotiniano; y, en general, la distancia abismal
existente entre una mística natural y otra cristiana, pertenecientes a épocas históricas
muy diferentes (Bord, 1996: 255-256).
La misma objeción puede hacerse al trabajo de Maio. Para éste, tanto en Plotino
como en San Juan existe un recelo ante la materia que se fundamenta en la necesidad de
negar el mundo ante la distancia irreductible entre Dios y las criaturas538. Maio no tiene
en cuenta no sólo el ya aludido papel mediador de Cristo en virtud de su doble
naturaleza, sino también las importantes diferencias existentes entre la materia increada
neoplatónica, considerada como no-ser, y la naturaleza creada del cristianismo, espejo y
huella de Dios, como se formula en el pensamiento agustiniano reflejado en la lira 5 del
Cántico espiritual. Esto no quiere decir que la teología negativa neoplatónica no esté
presente en la obra de San Juan, como evidencia su concepción de la noche oscura, sino
que respecto de la valoración de la naturaleza, en sí misma y como reflejo de Dios, la
postura neoplatónica no es reconciliable con la cristiana en muchos de sus términos539.
Georges Morel ha abordado la obra sanjuanista desde un punto de vista
hegeliano, tratando de mostrar las concordancias entre la mística de Juan de la Cruz y el

536
El libro de Aranguren sigue con bastante fidelidad el trabajo de Baruzi. Para la cuestión del símbolo y
la alegoría, véase Aranguren, 1973: 23-40.
537
El desarrollo de la alegoría y las imágenes alegóricas al servicio de la mística neoplatónica han sido
estudiado en el capítulo XI de nuestra primera parte.
538
Cf. Alonso Miguel, 1989: 140-141.
649

pensamiento metafísico de Espinoza, Kant y Hegel: Morel identifica el concepto


cristiano de amor con el movimiento dialéctico de la auto-revelación de lo Absoluto, de
tal modo que la mística sanjuanista se convierte en un movimiento existencial 540.
De los tres volúmenes de su extenso trabajo, el tercero está dedicado al estudio
del símbolo en la obra de Juan de la Cruz. Morel, se separa de los planteamientos
baruzianos, y acerca la dimensión esencialmente experiencial de la mística al
pensamiento conceptual: amar es también pensar el amor. La experiencia se organiza en
torno a determinados conceptos esenciales o categorías. Ahora bien, este discurso
categorial puede presentarse de dos modos: de forma fenoménica, en la que se define
progresivamente el camino hacia la radical puesta en cuestión de todo fenómeno; de
forma mística, originada a partir de esta puesta en cuestión radical, en la que la mística
no destruye el fenómeno sino que lo lleva a su cumplimiento (Morel, 1961: III, 29-30).
De esta forma, frente a la lógica discursiva, descriptiva y discontinua, y el discurso
mítico541; el místico ha percibido la verdad de mito y, al mismo tiempo, la verdad del
concepto, y no deja de trabajar en la reconciliación de lo racional y lo irracional, porque
ha descubierto que el fundamento de la contingencia participa de uno y otro (Morel,
1961: III, 36).
Estas son las coordenadas en las que se asienta el concepto moreliano de
símbolo, definido como la forma suprema del lenguaje, la lengua en su esencia
universal y concreta. Ahora bien, Morel, consciente de la vaguedad del concepto de
símbolo, intenta establecer unos límites más precisos: por una parte, descarta las teorías
que defienden una concepción sensible y convencional del símbolo. El símbolo, por el
contrario, hace desaparecer la arbitrariedad. Por otra parte, Morel critica la perspectiva
de Höffding que había opuesto “símbolo” y “dogma”. Para Höffding, el dogma remite a
la idea y el símbolo al sentimiento. Morel considera que el símbolo no se sitúa ni en el
plano de la idea ni en el del sentimiento y afirma la necesidad de volver al origen del
término, como signo de reconocimiento y fusión. La fusión a la que apela el símbolo
moreliano, como forma plena del logos, se refiere al encuentro de lo Absoluto con lo
contingente (Morel, 1961: III, 38-39). Experiencia y palabra se encuentran
paradójicamente, como fusión de contrarios, en el símbolo; en cambio, la alegoría sólo
reposa extrínsecamente en la experiencia.

539
supra. capítulos XI y XVI. Véase Bocos, 1991: 581.
540
Cf. Sánchez de Murillo, 1990: 18-20.
541
Sobre el concepto de mito, cf. Morel, 1961: III, 35-36.
650

Pese a que el símbolo moreliano permite una elaboración teórica más compleja
que la concepción puramente experiencial de Baruzi, al abordar el estudio concreto de la
obra sanjuanista, Morel sigue a Baruzi y localiza la alegoría en el Cántico espiritual,
debido a las imágenes bíblicas y mitológicas: Aminadab, las sirenas, las cuevas de
leones... Morel tiene un concepto de alegoría referido a las imágenes aisladas, y no a la
construcción textual del poema como totalidad. Por otra parte, Morel hereda el rechazo
romántico de la alegoría como mecanismo menos poético que el símbolo, lo que
repercute en la desigual valoración del Cántico frente a la Noche y la Llama (Morel,
1961: III, 45-46).
La naturaleza, al igual que ocurría en el trabajo de Orozco, se convierte para
Morel en un medio simbólico de encuentro entre Dios y el hombre (1961: III, 47-50).
Ahora bien, hay en la construcción de Morel un elemento fuertemente panteísta que
ignora los aspectos del pensamiento sanjuanista menos reconciliables con su visión: la
vía de las negaciones, que va más allá de la angustia existencial con la que identifica la
noche (1961: III, 71) y, especialmente el cristocentrismo del pensamiento sanjuanista,
en consonancia con la tradición mística medieval que ve a Cristo como un mediador,
verdadero símbolo entre el alma y Dios, en un sentido ajeno, desde luego, a la
concepción simbólica aportada por Morel. En efecto, no se trata sólo de que la relación
entre lo Absoluto y lo contingente se oriente en un sentido distinto a la que se establece
entre Dios y el alma, ni que la auto-revelación del Absoluto responda a unos
presupuestos metafísicos distintos a los de la deificación del alma del místico, sino que
la función de Cristo en este proceso de deificación, a través de su doble naturaleza, es,
al igual que ocurría en la aproximación al pensamiento de Plotino, completamente
irreconciliable con las tesis idealistas defendidas por Morel.
La lectura neokantiana de San Juan de la Cruz ha dado paso a nuevas
posibilidades de interpretación desde distintas corrientes actuales de pensamiento. La
filosofía heideggeriana es, probablemente, el pensamiento contemporáneo al que más se
ha apelado en el estudio de la mística sanjuanista. Existen, ciertamente, diversos puntos
de contacto entre ambos, pero esta proximidad, como ya se ha expuesto más arriba, es
más bien debida a la influencia directa del pensamiento agustiniano y de la mística
alemana medieval en el autor de Ser y tiempo. Así, pues, toda comparación que no parta
de esta circunstancia o que, invirtiendo el orden de sucesión, pretenda aplicar el
pensamiento heideggeriano a la iluminación de la mística sanjuanista, corre el peligro –
a nuestro juicio- de incurrir en un círculo vicioso, en el que el efecto pretenda
651

convertirse en causa de su causa. Con esta prevención, es necesario señalar que la


exploración de los paralelismos entre la obra de San Juan de la Cruz y el pensamiento
heideggeriano, se ha realizado y dado sus frutos desde diversos puntos de vista. Algunos
críticos, buscando un criterio sistematizador de la mística del carmelita, han
desembocado en la propuesta de una razón mística (Flórez Flórez, 1989: 159-208). Esta
razón mística se funda en una lectura actualizante, de raíz heideggeriana542, de la
concepción agustiniana del alma: “Siglos antes que muchas filosofías actuales, San Juan
de la Cruz ha sabido captar y decir el ser como acontecer” (Flórez Flórez, 1989: 171). El
autor opone la concepción de la interioridad agustiniana a la idea moderna y solipsista
del yo. La razón mística pretende la aproximación de la filosofía a la mística. El
símbolo es la pieza clave en este discurso filosófico: “La noticia mística se recibe al
buscarla, es experiencial, y como tal, inefable y sólo puede comunicarse por símbolos o
lenguaje poético” (Flórez Flórez, 1989: 198).
La dimensión onto-existencial de la mística sanjuanista ha sido también
desarrollada desde esta perspectiva heideggeriana por Cerezo Galán: “La experiencia
mística no es en modo alguno una evasión, sino una radicalización en su propio y único
fundamento absoluto” (Cerezo Galán, 1993: 240). Cerezo Galán ve en la dialéctica
“natural / sobrenatural” de la mística sanjuanista, no tanto una correlación de la
metafísica platónica que opone sensible a inteligible, sino más bien un encubrimiento de
la relación conceptual entre lo óntico y lo ontológico (1993, 245)543. Se trata, con esto,
de definir el espíritu finito referido, por una parte, al mundo y, por otra, abierto a su
fundamento absoluto. De este modo, Cerezo Galán sugiere que Juan de la Cruz ha
descubierto el sobrenatural existencial: “la dimensión por la que el espíritu encarnado
tiende espontánea e inmediatamente a habitar el mundo y constituirse en universo e el
orden trascendental del ser, y en su fundamento” (1993: 245). Una vez determinado este
existencial, añade: “Es verdad que esta apertura ontológica no equivale sin más a una
experiencia de lo divino, pero es su receptáculo, y en cierto modo su condición,
estructuralmente al menos, de posibilidad” (1993: 245). La terminología heideggeriana
en la determinación del ámbito de posibilidad de la experiencia mística recuerda a la

542
Cf. Flórez Flórez, 1989: 178. No obstante, el autor advierte que la expresión “razón mística se
encuentra ya en Santo Tomás de Aquino (p. 196).
543
“La verdad ontológica y la verdad óntica guardan entre sí una relación original, correspondiente a la
diferencia entre ser y ente. No se trata de dos reinos que simplemente queden uno junto a otro mediante
ese “y”, sino que el problema es la específica unidad y la diferencia entre ambos en esa su co-pertenencia.
(… ) La trascendencia no es solamente la posibilidad interna de la verdad ontológica e indirectamente
652

definición agustiniana del hombre como “ser capaz de Dios”. Ahora bien, deja sin
solución el problema derivado de las diferencias entre el ser y Dios, como ente supremo,
en el pensamiento heideggeriano y la distinta concepción de la trascendencia que
Heidegger sostiene frente al cristianismo.
El pensamiento existencialista también ha encontrado, por parte de algunos
estudiosos, un cierto paralelismo con la doctrina mística de Juan de la Cruz. Así ocurre
con Manuel Ballestero, quien en Juan de la Cruz: De la angustia al olvido (Ballestero,
1977), desarrolla a partir del análisis de la noche sanjuanista, desde diversos puntos de
vista. Ballestero estudia el sentido de las privaciones de las noches en la obra de San
Juan y señala, respecto del apetito, que lo que la noche suprime es el objeto del deseo,
no el deseo mismo (1977: 73). De este modo, el amor del místico ya ama antes de
conocer, porque el objeto de dicho amor “se moldea en el perfil de la búsqueda (… ) o
en la forma de una nostalgia que persiste tras el encuentro, que lo anima y lo desborda”
(1977: 80). Ballestero da así su versión del “conocimiento de amor” de los místicos,
solución del problema de la imposibilidad de amar lo que no sólo no se conoce sino que
es esencialmente incognoscible. La negación del mundo obedece, en el libro de
Ballestero, a la necesidad de romper el límite de lo criado, para acceder, en el espacio de
la interioridad, al absoluto (1977: 144). El absoluto ya interviene con anterioridad en
cuanto condición de la intuición del límite como tal. En este terreno, Ballestero analiza
la aniquilación de las potencias restantes. La memoria se vuelve sobre sí mismo en el
olvido, y aprehende su esencia (1977: 217); la voluntad se libera de los objetos y se
vuelve sobre su raíz (1977: 242). Ballestero pone el concepto neokantiano del símbolo,
a partir de lo captado como mito, al servicio de esta concepción existencial de la obra de
San Juan544.
En sentido similar, Rollán ha relacionado el concepto de angustia de
Kierkegaard con algunos aspectos del pensamiento de Juan de la Cruz (Rollán, 1991).
Rollán rechaza las explicaciones psicoanalíticas de la noche sanjuanista:

La Noche no es una experiencia de orden psicológico, por más que sea susceptible de
comparación y análisis bajo este ángulo. Equiparar la Noche con el “inconsciente” o querer

también, por tanto, de la óntica, sino precisamente la condición de posibilidad de ese “y también”, es
decir, de la conexión entre ambas” (Heidegger, 1999: 224).
544
Los símbolos “apuntan a una idea de modo tal que la actividad del juicio capta, en el elemento visible
o enunciado y según la forma, la idea a que lo intuido analógicamente se refiere, sin poder directamente
manifestarla o conformarla” (Ballestero, 1977: 61). Para una lectura del Cántico bajo estos parámetros,
véase Ballestero, 1995.
653

comprenderla desde los episodios melancólicos o depresivos que la acompañan es reducir


notablemente su carácter ontológico-existencial, como experiencia del límite del ser creatural.
(Rollán, 1991: 867)

Para Rollán, el corazón de la experiencia nocturna radica en la Ausencia: “La


angustia está fuertemente determinada en dirección de la culpa que recibe como
compañera el genio religioso vuelto del todo hacia Dios y profundamente imbuido de su
finitud (1991: 869). No obstante, a diferencia de Kierkegaard, para quien el abismo de
la culpa es insalvable, y el salto hacia Dios es un salto en el vacío, San Juan consigue
superar la noche y convertir el salto en “vuelo de amor” (1991: 875). Para salvar la
dificultad de proyectar un sentimiento tan netamente moderno como la angustia en el
contexto de un autor religioso del siglo XVI, Rollán afirma lo siguiente: “Hay que
señalar que, si bien la experiencia de la finitud aparece como peculiar de la idiosincrasia
del hombre moderno secularizado, es, sin embargo, una vivencia hondamente religiosa,
de la que están imbuidos ya los textos de la Escritura” (1991: 871).
Aunque la perspectiva de Federico Ruiz es fundamentalmente religiosa, también
habla de “fenomenología profunda” al abordar la obra de San Juan de la Cruz. Así,
explica las diferentes interpretaciones que San Juan ofrece de sus poemas con relación a
la pluridimensionalidad de la aprehensión del fenómeno en la fenomenología545,
ignorando tal vez la tradición hermenéutica bíblica que, desde los primeros esfuerzos de
la patrística, presentaba esta apertura en la interpretación donde elaboraba un espacio,
no siempre bien conciliado, entre la libertad interpretativa y la fuerza cohesiva impuesta
por la doctrina546. Cuando abordemos la recepción de la poesía sanjuanista desde el
punto de vista teológico, volveremos sobre el trabajo de Federico Ruiz Salvador. En
este mismo ámbito de la “fenomenología profunda” se sitúa el trabajo de Sánchez de
Murillo que, como ya se ha advertido, disuelve los límites entre mística y filosofía al
estudiar el pensamiento sanjuanista.
Bernard Sesé sigue las ideas de Baruzi y habla de “sujeto místico” en relación a
la experiencia mística vivida o deseada por el ser humano (1995: 82). El artículo de
Sesé lleva la tendencia ahistórica en la interpretación de la obra de San Juan de la Cruz
más allá de Baruzi. Así afronta el estudio de la experiencia mística como fenómeno de
conciencia (1995: 83), reconducida a la metamorfosis del sujeto místico en el objeto

545
Cf. Sánchez de Murillo, 1990: 23.
546
supra. capítulo XVI.
654

místico (Dios). Sesé proyecta la relación “sujeto / objeto” sobre el fenómeno místico,
prescindiendo no sólo del hecho de que tal relación en los términos por él planteados es
más propia de la modernidad que de la época del carmelita, sino que la misma dinámica
de la experiencia mística impide la posibilidad de ser reducida a tal categoría. De este
modo, la naturaleza de “la noche pasiva” en la que Dios se porta hacia el espiritual y lo
mueve en el proceso místico escapa al horizonte determinado por la relación “sujeto /
objeto”547. Por otra parte, al prescindir de la tradición mística y de la vinculación de la
obra sanjuanista al Cantar de los cantares, conforme a dicha tradición, o incluso al
Cancionero castellano, ve en la salida de la amada y en el encuentro nocturno con el
Amado, un acto de trasgresión social (1995: 88 y 91), en vez de la alusión al epitalamio
escriturario o bien a un motivo frecuente en la poesía popular, presentes ambos en el
horizonte lector de sus destinatarios inmediatos. Esto no obstante, Sesé no mantiene una
lectura literal del texto, sino que, junto con esta interpretación literalista de La Noche,
aventura una lectura cerradamente alegórica de algunos pasajes del Cántico (1995: 86-
87).
Evangelista Vilanova (1995) distingue entre dos posibles lecturas de la obra
sanjuanista: la lectura sistemática, predominante en la crítica española, y la simbólica,
más abundante en la crítica francesa a partir de la influencia decisiva de Baruzi (p. 52).
Vilanova advierte del abuso de la lectura “simbólica” de San Juan y del contrasentido
derivado de

las imágenes y alegorías que maneja el psicólogo, el sociólogo, el representante de las


ciencias humanas, (… ) tentado de buscar en ellas la proyección de un estado mental anónimo, el
desvelamiento de un universo de fantasmas particularmente interesantes en que el autor místico
evolucionaría como revelador privilegiado de un lenguaje que no acabaría de dominar.
(Vilanova, 1995: 52)

A partir de esta advertencia, Vilanova se esfuerza por establecer un nexo entre el


concepto de conocimiento simbólico de Wittgenstein y la tradición mística de la
teología apofática. De este modo, propone una solución híbrida en la que el discurso
simbólico del pseudo-Dionisio se inserta en un concepto de símbolo deudor de las
estéticas románticas y los desarrollos epistemológicos de raíz experiencial –dimensión

547
Ofilada lo explica del siguiente modo: “El hombre no es sólo sujeto cognoscente con Dios como
objeto cognoscitivo, sino que el hombre se hace objeto amoroso de Dios, que se deja conocer
trascendiendo toda ciencia y su objetivación” (Ofilada, 2001: 185).
655

ausente del discurso de Areopagita, y, en general, del misticismo cristiano oriental- y


formulación icónica, ubicado en el contexto de la tensión propia de la modernidad entre
lo particular y lo universal (1995: 56). Ahora bien, el trabajo de Vilanova supone un
avance notable frente la concepción baruziana del símbolo548, por varias razones:
detecta con precisión la naturaleza dionisiana del símbolo como hiato entre la cosa-
signo y la realidad-misterio (1995: 60); avala la necesidad de aceptar la conceptualidad
de los símbolos (1995: 61), frente a las propuestas irracionalistas de diversa índole, y,
con ello, recupera –citando a Chenu- la dimensión teo-lógica de este lenguaje (1995:
61).
La fable mystique, el libro clásico de Michel de Certeau (2002), es uno de los
trabajos que más profundamente se han acercado a la mística del siglo XVI, y, en
consecuencia –aunque con esta perspectiva general-, a San Juan de la Cruz, desde un
punto de vista filosófico. En la primera parte de nuestro trabajo nos hemos ocupado de
las tesis de Certeau, al examinar el paso de la mística medieval a la mística de los siglos
XVI y XVII. Certeau advierte cómo la mística escapa de las coordenadas –el erotismo,
el psicoanálisis 549, la historiografía- que modernamente pretenden acotarla, y reubica el
fenómeno místico en el seno de la tradición metafísica occidental, determinada bajo la
nostalgia occidental de lo único (2002: 12). De este modo, Certeau apela, sin nombrarlo,
al pensamiento platónico y a sus sucesivas encarnaciones y variantes a lo largo de la
historia del pensamiento occidental550. Una vez acotado el territorio de su investigación,
Certeau hace una lectura cronológica que arranca de la desmitificación religiosa
generada en el occidente cristiano a partir del siglo XIII551:

L´unique change de scène. Ce n´est plus Dieu, mais l´autre et, dans une littérature
masculine, la femme. À la parole divine (qui avait aussi valeur et nature physiques) se substitue
le corps aimé (qui n´est moins spirituel et symbolique, dans la pratique érotique). Mais le corps

548
Vilanova comienza este artículo admitiendo la posibilidad de las lecturas neorrománticas y
psicologistas –entre otras opciones- de la obra de San Juan de la Cruz (1995: 46), sacando a la luz una de
las claves del punto de vista baruziano y, con ello, su –limitada- perspectiva crítica.
549
No obstante, Certeau enumera una serie de paralelismo entre ambos. Pese a este paralelismo, Certeau
concluye advirtiendo que no encuentra en la actualidad freudiana o lacaniana un cuerpo de conceptos
aptos para rendir cuentas de un “objeto” pasado. En consecuencia, Certeau admite que ambos pueden
captarse recíprocamente, pero sin olvidar las diferencias fundamentales (Certeau, 2002: 17-18).
550
Certeau critica los trabajos que contemplan el fenómeno místico desde un punto de vista ahistórico y
hace una exposición de las condiciones sociales y culturales de los místicos en el contexto de la Europa
de los siglos XVI y XVII (Certeau, 2002: 32-44).
551
Este proceso, con su proyección en la doctrina mística y en la exégesis alegórica de los textos bíblicos,
se ha estudiado en la primera parte de nuestro trabajo, supra. capítulo XX & 3.
656

adoré échappe autan le Dieu qui s´efface. Il hante l´écriture : elle chante la perte sans pouvoir
l´accepter ; en cela même, elle est érotique.
(Certeau, 2002: 13)

De este modo, Certeau hace una aproximación más precisa a su objeto: la


tradición metafísica, como nostalgia de lo uno, en el espacio de la mística medieval, en
la que esta nostalgia se encarna en la escritura y acepta desplegarse en la construcción
de un discurso alegórico de carácter erótico.
Certeau describe cómo los místicos abandonaron el horizonte medieval y
avanzaron hacia la modernidad a través de la constitución de la mística en ciencia
experimental552, que introduce, a su modo una serie de problemas nuevos: la cuestión
del sujeto, las estrategias de la interlocución, una nueva “patología” de los cuerpos y las
sociedades, una concepción de la historicidad fundada en el instante presente, una nueva
teoría de la ausencia, del deseo, etc., de tal modo que todos estos elementos constituyen
un entramado coherente, que, sin embargo, se coloca en un campo en el que todo es
epistemológicamente extraño e inestable (2002: 15)553: la mística como ciencia pudo
determinar sus procedimientos, pero fue incapaz de determinar su objeto. Tal
indeterminación aceleró su disgregación a finales del siglo XVII (2002: 105).
La paradoja de la mística como ciencia estriba, a nuestro juicio, no tanto en la
indeterminación de su objeto como en su esencial incalculabilidad. Cuando en el siglo
XVII la revolución cartesiana proponga como modelo metodológico las matemáticas e
introduzca como parámetro del conocimiento la calculabilidad del objeto –previamente
determinado como tal, desde un sujeto-, la mística no podrá seguir postulándose como
ciencia. Sólo el idealismo, a través de las inquietudes teológicas de Schelling o Hegel,
entre otros, podrá, a lo sumo, introducir algunos de los presupuestos de la mística en el
contexto diverso de sus sistemas de pensamiento.
La mística no sólo fracasa como ciencia sino que en el siglo siguiente se
convierte en el paradigma de lo no científico, casi de lo mágico. Su modo de

552
Certeau desarrolla ideas que ya estaban presentes en la defensa del discurso místico realizado por
Diego de Jesús en la edición de las Obras de San Juan de la Cruz de 1618. Diego de Jesús apuntaba que la
mística era una facultad o ciencia, y que, en consecuencia, debía tener sus nombres, términos y frases
particulares. Esta necesidad “científica” hace apropiada la inclusión de barbarismos, la impropiedad y el
uso “de un gran lujo de retórica”, especialmente el recurso al oxímoron, cuestión que será también
estudiada detenidamente por Certeau.
553
Para los elementos que concurren en la mística como ciencia y la separación de la Escolástica, cf.
Certeau, 2002: 145-148.
657

conocimiento no racional pasa a ser considerado irracional, en los términos


anteriormente expuestos.
Ahora bien, la imposibilidad de la mística como ciencia, trajo, con el desarrollo
epistemológico del neokantismo, por una parte, y del psicoanálisis, por otra, la
transformación de la mística en objeto de la ciencia, indecible en cuanto incalculable,
pero, en cualquier caso, explicable dentro de los límites metodológicos científicos, lo
que resulta distinto de la indecibilidad con la que se entendía desde el punto de vista
original dependiente de la teología negativa.
Concluimos este recorrido por algunas de las aproximaciones a la obra de Juan
de la Cruz desde la filosofía reconociendo que la metodología de las ciencias humanas
no puede arrojar luz suficiente sobre la mística si no tiene en cuenta su fundamento
histórico. En este sentido, pensamos con Zolla que “para entender el misticismo es
preciso, (… ) reconstruir (… ) el estado del que nacía todo misticismo, es decir, el mundo
anterior a la revolución científica” (Zolla, 2000: 25).

2. Las lecturas de la obra de San Juan de la Cruz que aproximan la poesía


mística del carmelita a un cierto misticismo poético parten de una concepción del
símbolo similar a la del símbolo romántico. En esta ocasión, el símbolo se pone al
servicio de una idea de la poesía como discurso de lo sagrado. De este modo podría
decirse que si las lecturas estudiadas anteriormente disolvían hegelianamente la poesía
en filosofía; ahora se procede a la inversa, adoptando, en cierto modo, las ideas
elaboradas originariamente por Schelling que proponen la disolución de la filosofía en
poesía. Así, el pensamiento metafísico que sostiene la tradición mística cristiana y que
avala la escritura sanjuanista queda supeditado a una concepción poética de la realidad y
del lenguaje de vagas resonancias neoplatónicas. En estos casos, al igual que ocurría en
algunos de los autores anteriormente citados, se establece una correspondencia directa
entre experiencia y expresión, y se pone en relación con una visión mística de la
realidad, que prescinde o relega a un segundo plano, las circunstancias históricas554 y las
peculiaridades de la tradición mística cristiana555.

554
En el caso de la mística sanjuanista, la recuperación del neoplatonismo en el Renacimiento facilita, por
metonimia, la transposición al místico carmelita de algunos rasgos de época, alejados, sin embargo, de la
tradición en la que se inserta y del ámbito ideológico al que perteneció. Por otra parte, esta dimensión
esotérica del Renacimiento, edificada a partir de figuras como Marsilio Ficino, o, más tarde, Giordano
Bruno, debe ser reconsiderada. Así lo advierten Alcina y Rico, quienes, al abordar el panorama de los
estudios sobre la época, precisan lo siguiente: “[Cierta tendencia de los estudios renacentistas ha servido
para] primar algunos aspectos especialmente coloristas, pintorescos (neoplatonismo y filosofía oculta,
658

En este tipo de lecturas, lo inefable se separa de lo trascendente, en sentido


teológico, y, adquiriendo una entidad propia, se convierte en la raíz misma del lenguaje:

No podemos presumir que la matriz verbal sea la única donde concebir la articulación y
la conducta del intelecto. Hay modalidades de la realidad intelectual y sensual que no se
fundamentan en el lenguaje, sino en otras fuerzas comunicativas, como la imagen o la nota
musical. Y hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio.
(Steiner, 1982: 34)

Con el reconocimiento de este silencio se activa un procedimiento metonímico


que cambia la experiencia directa de Dios, que es inefable en la tradición teológica, por
la experiencia, aislada de toda trascendencia religiosa, de lo inefable, como fundamento
esencial de la experiencia mística:

Por no poder ir más lejos, porque el habla nos defrauda tan maravillosamente,
experimentamos la certidumbre de un significado divino que nos supera y nos envuelve. Ese es
el reconocimiento de la derrota dichosa que se expresa en los poemas de San Juan de la Cruz y
en la tradición mística (… ). Donde cesa la palabra del poeta comienza una gran luz.
(Steiner, 1982: 67)

Steiner invierte el orden de los factores de la experiencia mística556. Así, dice:


“porque el habla defrauda (… ), experimentamos la certidumbre de un significado
divino”, cuando en la tradición mística, sucede más bien que, al experimentar la
presencia divina, el místico enmudece. Igualmente puede apreciarse la inversión en la
última –y poética- oración del párrafo citado: “Donde cesa la palabra del poeta
comienza una gran luz”. A nuestro juicio, si se invirtieran los términos de esta frase, se
recogería mejor lo que supone la experiencia mística, de acuerdo con su expresión
doctrinal: “donde comienza una gran luz –la presencia divina-, cesa la palabra del poeta
–místico-”. Pero esta cesación, en el caso de Juan de la Cruz, es sólo momentánea: el

magia y cábala, ciudad ideal y utopía, misterios órficos y teología poética… ), que han inducido a no
pocos lectores mal preparados a imaginar una suerte de “Renacimiento fantástico” (Alcina y Rico, 1991:
6).
555
En su tipología de la mística, Martín Velasco distingue entre la mística profana, que puede estar
referida a la experiencia estética, la meditación filosófica, la contemplación de la naturaleza o las
relaciones personales, y la mística religiosa, entre cuyas posibilidades se desarrolla la mística cristiana
(Martín Velasco, 1994: 24).
556
Algo más matizada es la consideración de la creación poética sanjuanista en Gramáticas de la
creación (Steiner, 2001: 245).
659

místico se revela en su lucha verbal con lo inefable divino557. Hay en la experiencia


mística, en palabras de Eulogio Pacho, un impulso irrefrenable de ruptura, de
comunicación: “El silencio es violado por el mero hecho de pronunciarse palabras de
explicación y comunicación. Al místico se le sigue por lo que dice, no por lo que se
calla” (Pacho, 1990a: 54). En el mismo sentido, observa Colin P. Thompson que la
inefabilidad de lo experimentado lleva al místico a la paradoja de comunicar la
imposibilidad de comunicar. Porque aunque la experiencia mistica sanjuanista esté más
allá del discurso,

It spills over into words which cannot explain or comunicate the experience but only
represent something of what has been felt there, secretly and obscurely. His poetry is therefore
an overflow of this; of an experience itself paradoxical and also the begetter of paradox.
(Thompson, 1988, 474)

En suma, se podría afirmar que el misticismo poético, al contrario que la poesía


mística, no considera que Dios sea inefable, sino que viene a considerar lo inefable
como dios, si bien no en un sentido religioso.
Desde esta inversión, Steiner apunta un concepto de poesía que responde a estos
parámetros:

Por tanto, lo que realmente importa en la poesía (… ) es el vigor de esta energía desatada
para liberarse de la referencia impuesta, prestada, gastada. Es el esfuerzo por traspasar lo
indecible (… ). Más allá de los imperativos necesarios de lo prosaico, vía las gradaciones de
intensidad de la trasgresión, se encuentra el reino de lo absoluto. (… ) En un gran poema lírico
hay una amorosa hostilidad hacia el lenguaje. Más exactamente, el poeta busca traspasar las
fronteras de su lenguaje (de todo lenguaje) para ser, de hecho, “el primero que haya irrumpido
jamás en este mar de silencio”.
(Steiner, 2001: 194-195)

En el ámbito de la crítica hispana, acaso sean Octavio Paz y José Ángel Valente
los que de forma más rigurosa han desarrollado esta asimilación de la poesía mística a la
concepción mística moderna de la poesía. Aunque el poeta mexicano señala una serie de
diferencias entre poesía y mística, éstas no hacen sino delimitar el terreno común en el

557
Recuérdese cómo la mística trinitaria de Ruysbroeck había concebido un Dios dinámico en cuyo
interior, cuando el místico accede al silencio del Padre es movido hacia el Verbo del Hijo.
660

que ambas se ubican: “En tanto que el poeta tiende a la palabra, el místico tiende al
silencio. La mística es inmersión en lo absoluto; la poesía es una expresión de lo
absoluto o de la desgarrada tentativa de llegar a él” (Paz, 1971: 99). La cita se aproxima
en su terminología los pasajes de Steiner anteriormente comentados: el absoluto, el
silencio, como origen y fin común a la mística y a la poesía. Las diferencias aludidas
desaparecen en cuanto la experiencia se convierte en expresión. En consecuencia, hablar
de poesía mística resultaría redundante por cuanto toda poesía, así considerada, es
mística.
Valente parte de los presupuestos neokantianos del conocimiento simbólico y,
más remotamente, de la dimensión estética del conocimiento de Baumgarten558, para
realizar una severa crítica de los estudios de Dámaso Alonso y Jorge Guillén. Valente
acusa a Alonso no de “rendirse al misterio”, sino de separar lo que a su juicio es
inseparable: la poesía de la experiencia mística; la poesía de los comentarios; las fuentes
literarias de las doctrinales; de proponer, en suma, una lectura dualista; una crítica que
se extiende también a Guillén (Valente, 1995: 19-20).
Valente, quizá confundiendo eros y ágape -o refundiéndolos de modo
vagamente platónico, pero, desde luego, al margen de las consideraciones de la mística
cristiana medieval al respecto-, apunta hacia un fondo de lo sacro al que pertenece lo
religioso y lo erótico. De este modo, pasa de la tradición cristiana, a la que pertenecen la
mística sanjuanista y el lenguaje alegórico o simbólico que utiliza en su obra, a una vaga
esfera de lo sagrado de la que derivan el sentimiento religioso, en general, y la pulsión
erótica (Valente, 1991: 50). Esto “sagrado” se erige en lo indecible, y así Valente afirma
que la experiencia mística se aloja en el lenguaje forzándolo a decir lo indecible en
cuanto tal (1991: 86). Frente a esto, nos parecen pertinentes las palabras de Armando
Pego, cuando afirma: “En cualquier caso, la inefabilidad de la experiencia mística no se
debe tanto a las carencias del lenguaje cuanto a la dificultad de producir tal experiencia
trascendente mediante las palabras” (Pego Puigbó, 2004: 162). A nuestro juicio, en la
doctrina mística de San Juan de la Cruz, el poder de producir esta experiencia mediante
las palabras sólo corresponde a Dios, quien lo ejerce a través de “las palabras
sustanciales” (Subida, II, 31)559.

558
Véase Tesis V.
559
La posibilidad de “decir lo indecible”, de forma que la expresión de la experiencia mística pudiera
reproducir dicha experiencia, alejaría al místico del ámbito cristiano en su sentido más amplio, y lo
acercaría a los mecanismos de la teúrgia del neoplatonismo pagano. En el punto siguiente nos
661

En conclusión, puede afirmarse que este modo de acercarse a la poesía mística


se sirve de las categorías y del método neokantiano en sus conceptos de símbolo y de
conocimiento simbólico, pero en una perspectiva diferente que vincula lo indecible a
una vaga idea de “lo sagrado” de carácter ahistórico560. Pero, pese a su capacidad de
sugerencia, presenta un problema ineludible derivado, como ya se ha señalado, del
hecho de que poesía y mística no son dos realidades que de suyo se copertenezcan. Por
el contrario, es necesario subrayar que se trata de dos términos que en una dilatada
evolución histórica han apuntado a realidades diversas que, circunstancialmente y en
tiempos recientes, han podido entrar en contacto en aspectos muy determinados. Pero
este contacto entre poesía y mística, por muy valiosos que sus logros puedan resultar
desde distintos puntos de vista, sigue resultando accidental.
Distinta es la relación entre la mística y el lenguaje simbólico, entendido como
expresión alegórica de realidades suprasensibles, que se despliega en el seno de la
tradición metafísica occidental, tal como se ha estudiado en la primera parte de este
trabajo. A esta tradición no es ajena la poesía. Es en este terreno donde, a nuestro juicio,
cabe ubicar las relaciones contemporáneas entre mística y poesía.

3. Aún siguen siendo predominantes las tesis de Baruzi con relación a la


dimensión simbólica de la obra sanjuanista en los estudios filológicos que se han
ocupado la cuestión del símbolo y la alegoría en la obra de Juan de la Cruz561. No
obstante, es necesario reconocer las múltiples perspectivas introducidas por la crítica, un
trabajo arduo y sostenido que ha ido iluminando aspectos fundamentales de la obra del
místico carmelita respecto de las cuestiones aquí estudiadas. En el recorrido de las
lecturas filológicas de la obra sanjuanista, se reconocen aproximaciones deudoras de los
límites a la investigación apuntados por Menéndez Pelayo y Dámaso Alonso ante el
“misterio” y “lo inefable” –si bien entendidos de muy diversos modos-, junto a las

detendremos en las consideraciones de Ruffinato sobre la inefabilidad, desde el punto de vista literario
(Ruffinato, 1979).
560
Superado el modelo epistemológico neokantiano, la idea de experiencia artística ha sido también
reconsiderada, desde distintos ámbitos, en términos más ordinarios, lejos de este carácter místico aquí
señalado. Así, Dewey, afirmando la naturaleza experiencial del arte, propone, frente a la espiritualización
del arte, el descubrimiento de la senda por la cual las obras artísticas idealizan cualidades o aspectos de la
vida común (Dewey, 1949: 12).
561
El artículo de Roger Duvivier “Noche oscura del alma”, incluido en el volumen dedicado al
Renacimiento de la colección Historia y crítica de la Literatura Española, responde en la práctica
totalidad de su desarrollo a los argumentos y conclusiones de Baruzi: “La Noche oscura traslada la
experiencia mística a un movimiento que es la fuente y el regulador de las imágenes. La experiencia y el
símbolo confluyen en lo que llamaremos, a falta de mejor expresión, el espacio interior” (Duvivier, 1980:
530).
662

lecturas que preferimos denominar literalistas -frente a la más común denominación de


“humanas”562-, que siguen la estela del trabajo de Jorge Guillén, sin renunciar al
psicologismo baruziano.
Bousoño hace una lectura más simbolista que simbólica de la poesía de San Juan
en la que, por una parte, defiende, con carácter suprahistórico, la tendencia humana a la
simbolización, en el sentido irracionalista del término563; y, por otra, a partir de la
distinción entre la imagen tradicional y la imagen moderna baudelaireana, sitúa la
poesía de San Juan de la Cruz dentro del ámbito de ésta última.
Desde el punto de vista lingüístico, los estudios de María Jesús Mancho han
profundizado en el vocabulario sanjuanista en la determinación del símbolo de la noche
(Mancho, 1982). Mancho parte de la dimensión cognoscitiva del símbolo, opuesta a los
modos de conocimiento discursivo564. En el símbolo de la noche, Mancho detecta la
confluencia de una tradición religiosa de raíces mítico-arquetípicas, de una serie de
conocimientos literarios, populares y cultos, junto con la experiencia personal del autor,
formando una síntesis original que constituye el símbolo máximo de la poesía
sanjuanista (Mancho, 1982: 19, 25)565.
Ahora bien, esta vaguedad resultante de la combinación de los rasgos
baruzianos, el pensamiento de Eliade, y las aportaciones estilísticas de Dámaso Alonso,
observada en esta concepción del símbolo, da paso posteriormente, en el trabajo de
Mancho, a un estudio detenido de la terminología que ilumina algunos de los
mecanismos de construcción retórica de los poemas y la prosa de San Juan. Así, por
ejemplo, para explicar el carácter ontológico del símbolo de la noche que Baruzi ya
había apuntado, en lugar de recurrir a la argumentación neokantiana de Cassirer,
Mancho funda su razonamiento en la retórica: “La utilización del término oscuridad
responde a la ampliación desarrollada de una sinécdoque, de una dilatación semántica
que conduce de una parte –la potencia visiva- al todo –la totalidad integral de la
persona-” (1982: 49).

562
En el capítulo siguiente analizaremos los presupuestos y los márgenes de actuación del literalismo con
relación a la poesía, y a la obra global, de San Juan de la Cruz. En todo caso, hemos de adelantar que no
cabe confundir “literalismo” con “inmanentismo”. La lectura literalista supera los límites de la estilísitica
en su sentido más estricto, al considerar las circunstancias históricas, ideológicas, de género, etc., que dan
lugar al texto (véase, en este sentido, las observaciones de Domingo Ynduráin en el estudio preliminar a
su edición de la Poesía de San Juan de la Cruz, Juan de la Cruz, 1995: 30).
563
“La causa de este hecho, tan desconcertante, a primera vista, se debe a que el hombre, en situación de
espontaneidad, “tiende a la simbolización”, pues tiende a vivir, no desde la razón, sino desde las
emociones, y, por lo tanto, también desde las emociones simbólicas” (Bousoño, 1979: 68).
564
Cf. Mancho, 1982: 125.
565
Véase también Mancho, 1991.
663

Por otra parte, Mancho explica la prolongación de la noche en la Llama566, no


con argumentos exclusivamente de índole psicológica o antropológica, sino a partir del
análisis pormenorizado del vocabulario empleado por el carmelita en Subida:

El vocabulario luminoso positivo (… ) ofrece una mayor frecuencia, no solamente en los


últimos capítulos correspondientes a las fases inmediatas a la unión, sino también en el libro II
de la Subida al Monte Carmelo, relativo a la noche de la fe, ya que tanto la actividad de la
potencia intelectiva como la de la primera virtud teologal, se designan metafóricamente
mediante términos lumínicos. En realidad, todos los fenómenos cognoscitivos, de índole natural
o sobrenatural, aparecen en San Juan bajo la cobertura de vocablos pertenecientes a este campo.
(Mancho, 1982: 115)

En ocasiones, parece que la concepción de símbolo que Mancho maneja en su


tratamiento práctico de los textos sanjuanistas se acerca más a una suerte de metáfora
polivalente que a la realización de un modo de conocer no conceptual567. En trabajos
posteriores, Mancho ha ido profundizando en esta lectura léxico-semántica y retórica de
la poesía de San Juan, en detrimento de la vía antropológica y arquetípica apuntada en
sus inicios (Mancho, 1990).
La visión de Víctor García de la Concha, sin abandonar la base filológica, parece
avanzar hacia posiciones hermenéuticas. Así, partidario de una lectura que sepa
conjugar las “dos laderas”, García de la Concha estima necesario

hacer una lectura integradora de todos los elementos y, en primer lugar, de los
elementos cifrados de los poemas (… ). Los vocablos que san Juan una en el Cántico, la Noche
oscura o la Llama no son términos neutros sino términos marcados: por su propia tradición
literaria, pero sobre todo por el uso concreto que de ellos hace san Juan, desgajándolos de ese
contexto y aplicándolos a una función simbólica.
(García de la Concha, 2004: 245)

García de la Concha se sitúa, como lector, en una perspectiva que respeta los
cauces de elaboración de la obra sanjuanista, en consideración a sus destinatarios
inmediatos, frente a la postura de los críticos literalistas que, como se verá más abajo,
adoptan, más o menos matizadamente, la perspectiva de un lector actual, atento

566
Sobre esta cuestión, véase el estudio léxico de la Llama de García Palacios (1991).
567
Cf. Mancho, 1982: 157.
664

especialmente a una serie de elementos retóricos y poéticos que sostienen el potencial


estético de los poemas.
García de la Concha elabora su lectura desde estos presupuestos que determinan
la oposición entre el símbolo y la alegoría en términos semejantes a los expuestos
anteriormente en estas páginas. Así, los poemas son expresión de una vivencia (2004:
241) que el autor encuentra encarnada en la Biblia, sobre todo en el Cantar de los
cantares (2004: 242). No obstante, es posible -afirma- reconocer una cierta estructura
alegórica –si bien en una lectura reduccionista- en las dieciocho primeras estrofas del
Cántico, aunque, desde el encuentro con el Esposo en las liras 12 a 16, “todo es
desvarío” (2004: 243):

En su propia complejidad y magnitud el escenario sobrepasa cualquier posibilidad de


referencia real; no es traducible; no es ya, por tanto, alegórico: la alegoría son convierte en un
elemento funcional más, junto a otros, para construir un sentido superior que sobrepasa a cada
un de ellos o a cualquier serie de los mismos.
(García de la Concha, 2004: 244)

De esta afirmación, interesa subrayar cómo, en opinión de García de la Cocha, la


alegoría no desaparece realmente del Cántico sino que se subsume dentro de un
discurso superior, el simbólico, como un elemento más de su estructura568. Este
planteamiento supone, a nuestro juicio, una nueva posibilidad de interpretación de los
poemas que, en la práctica, escapa de la polarización entre símbolo y alegoría resultante
de las lecturas anteriores. Porque aquí no se trata tanto de la proposición de un tipo
intermedio, la alegoría simbólica, sino de la alusión a un tipo mayor, el símbolo, que, al
menos en este ámbito concreto de la exégesis sanjuanista, ya no se ubica en el terreno
del conocimiento intuitivo en el que se había desarrollado en las estéticas románticas y
neokantianas, sino que, se presenta como un mecanismo configurado a partir de
determinados recursos retóricos entre los que destaca lo que estas estéticas habían
presentado como su contrario: la alegoría. En consecuencia, se facilita la posibilidad de
una lectura precisa de los textos, alejada, por un parte, de vagas exégesis de naturaleza

568
La comprensión de la alegoría como mecanismo que opera en el interior del entramado simbólico
posibilita una lectura de los poemas que sin renunciar a la personificación, y alejándose de la tendencia
solipsista de otras interpretaciones del símbolo, incide en su dimensión más universal. Así, García de la
Concha identifica la amada, no con el alma, sino, en una perspectiva cristiana ajena al neoplatonismo, con
la naturaleza humana en su integridad, comprendiendo todos los elementos de la Creación; el encuentro
665

psicologista poco apegadas a los versos del poeta carmelita, y, por otra, de la lectura
inmanente estilística que entiende el texto como límite impermeable en el que encerrar
la exégesis. En este sentido resulta interesante constatar cómo García de la Concha, aún
admitiendo los parámetros simbólicos de Baruzi (2004: 248), se separa de Morel y de
otros estudiosos del simbolismo sanjuanista, al afirmar que lo propio del carmelita no es
el mito sino el logos. Y así, acierta al decir que precisamente por creer que lo suyo es el
mito, abundan tantas lecturas alegorizantes del Cántico y la Noche, en clave erótica
profana” (2004: 264).
Contra el análisis de García de la Concha se podría argumentar que una lectura
erótica de estos poemas es, en puridad, literalista, porque afirmar el sentido erótico de la
Noche y, parcialmente, el del Cántico, no parece sino admitir una lectura literal de los
poemas. Sin embargo, a nuestro juicio, lo que García de la Concha hace en este punto es
aplicar hasta sus últimas consecuencias el concepto retórico de alegoría, que es el
mismo manejado por todos los detractores de la figura. En efecto, la alegoría como
metáfora continuada, o como cadena de metáforas traducibles plano a plano, ubicada,
sin otra posibilidad conforme a esta naturaleza, en el espacio del ornatum, es la figura
que corresponde a la construcción de estos poemas si, suprimiendo toda dimensión
mística, se contemplan como narraciones eróticas manieristas, sobrecargadas de
imágenes delirantes y centrífugas. En el capítulo siguiente, al estudiar detenidamente los
problemas de la lectura literalista y sus posibles ámbitos de comprensión de los textos,
analizaremos esta cuestión que aquí tan sólo apuntamos. En cualquier caso, nos parece
rigurosamente coherente calificar una lectura erótica profana de estos poemas como
alegórica, en el sentido apuntado por García de la Concha, aun cuando, a simple vista,
pueda parecer contradictorio.
Por el contrario, cuando el crítico señala que la teología mística en su versión
filológica es el espacio del símbolo (2004: 280), está apelando, de una parte, a una
tradición de escritura religiosa en la que confluye la exploración del no ser de Dios del
pseudo-Dionisio569 con la necesidad -también presente en el Areopagita, pero

de los esposos es consumado en Cristo, conforme al cristocentrismo propio de la mística medieval desde
el franciscanismo; la madre de la estrofa 28 alude a Eva, etc (2004: 244).
569
En nuestra opinión, tal como se expuso en el capítulo XI de la primera parte, esta corriente apofática se
encuentra, más que en Platón, en la lectura neoplatónica de sus diálogos. La experiencia mística contada
por San Juan –en palabras de García de la Concha- “como un retorno del alma y de todas las cosas de la
creación hacia Dios mismo; y, al mismo tiempo, una penetración del alma deificada por parte de la
Trinidad” (2004: 244) recuerda en su idea de retorno a Dios, por una parte, y por la referencia a la
Creación por otra, a la cristianización dionisiana del pensamiento de Proclo, quien, a diferencia de
Plotino, no manifestaba un rechazo tan extremo por el mundo material.
666

desplegada ahora en un contexto más amplio- de articular un lenguaje, en principio


desarrollado en la exégesis alegórica de los textos sagrados, que atisbe en la
profundidad abierta por la metafísica en la diferencia ontológica.
De este modo, se postula la superación de la escisión de la crítica en dos laderas
a favor de la determinación de un espacio común, literario y espiritual, sobre el que el
poema se asienta y en el que la actividad crítica debe confluir. García de la Concha
propone una lectura de los poemas realizada desde el corpus íntegro sanjuanista, que
incorpore los comentarios, al menos en lo que de vivencia comprenden, como sucede en
la Llama: “Entonces, poema y comentario se fusionan para tejer un metatexto, una
construcción superior de sentido. También ésa debe ser contemplada a la hora de una
lectura integradora de los poemas básicos” (2004: 245)570.
A partir de las teorías de Urban y aceptando la noción baruziana del symbole
véritable, José Lara Garrido propone el concepto de “símbolo complejo” en cuya
estructura se distingue una parte de referencia sustitutiva y otra de referencia no
expresada. Ambos principios se comprenden en el concepto de expansión por el que se
desarrolla, mediante la adición de los referentes del símbolo comprimido, la referencia
no expresada del símbolo (Lara Garrido, 1997: 310-312). En la aproximación al
símbolo expandido es necesario determinar el mayor número de referentes supuestos
posibles, incluyendo los que se ofrecen en los comentarios en prosa de autor (1997:
313), si bien éstos pueden, precisamente en virtud de la dimensión poética contagiada
de los versos, ser causa de oscurecimientos parciales del sentido (Lara Garrido, 1995:
145). Esta apertura a los comentarios es acompañada del reconocimiento de la
historicidad del símbolo. Asumida ésta, y en consecuencia volcado el estudio de los
símbolos hacia la historia, Lara, citando a García de la Concha, alerta de los defectos en
que han incurrido los estudios de fuentes (“la falacia genetista”) al limitar sus resultados
cuando, pese a detectarse una coincidencia conceptual, no se halla una concreta
coincidencia lexical (1995: 315).
Éste resulta un criterio imprescindible para diferenciar entre la determinación de
la fuente de un texto y la ubicación del mismo en una tradición, en el sentido que
advertíamos al comenzar estas páginas. Nuestro esfuerzo camina, en consecuencia, en
esta dirección, con el objeto ya anunciado de precisar las líneas por las que el
alegorismo sanjuanista discurre en el seno de la tradición alegórica a la que pertenece,

570
Para otra lectura del símbolo sanjuanista que combina el análisis lingüístico con la dimensión
trascendente, véase Alvar, 1993.
667

esto es, la de la mística cristiana occidental. En este sentido, el análisis de los


instrumentos retóricos y el valor literario de los poemas no puede desentenderse de este
contexto. Sobre esta cuestión volveremos en páginas ulteriores.
Para Cristóbal Cuevas –defensor de una lectura en la que los valores literarios se
conjugan con los religiosos-, Juan de la Cruz ensaya un género mixto, mezcla de glosa
doctrinal, que acepta los parámetros de la hermenéutica bíblica, y del tratado (Cuevas,
1987: 27 y 41). En este artículo, Cuevas suele usar indistintamente los términos
“símbolo” y “alegoría” (1987: 28, 29, 36). Si bien, en alguna ocasión, Cuevas asume el
modelo retórico de alegoría, traducible plano a plano (1987: 37), en otras acepta la
categoría de la alegoría simbólica de Dámaso Alonso (1987: 39) y relaciona el símbolo
con los poemas571 y la alegoría con los comentarios:

Así encontramos en estos libros una especie de movimiento pendular entre


aproximación al misterio –a través del símbolo- y alejamiento del mismo –a través de la
alegoría, que acerca, en cambio, al terreno didáctico-. Sólo en este sentido aceptaríamos el que
la dialéctica de los “tratados” sanjuanistas se base en unidades estilísticas polarizadas por los
términos “abstracto” (símbolo) / concreto (alegoría).
(Cuevas, 1987: 38)

Ahora bien, esta alusión al símbolo se ve matizada por una concepción retórica
de la “estética sanjuanista” (Cuevas, 1992 y 1993: 18), esto es, por el abandono de
hecho de la consideración ahistórica del símbolo. Cuevas desarrolla la idea de que la
obra de San Juan puede encuadrarse en el seno de una retórica de los sentimientos que
acerca su poesía a los parámetros de la oratoria religiosa. De este modo, San Juan no
pretende formular conceptos cuyo alcance no puede precisar, sino compartir las
emociones y sentimientos experimentados (1993: 23)572. En este sentido, Cuevas afirma

571
Cuevas distingue, acaso apelando a las ideas de Baruzi sobre el Cántico, que para San Juan, una cosa
es el verso lírico de simple emoción mística y otra el poema que ha de servir de base a una explicación
doctrinal (Cuevas, 1987: 32-33).
572
En su artículo sobre los aspectos retóricos de la poesía de San Juan (Cuevas, 1992), el crítico hace un
breve pero riguroso repaso de las figuras retóricas de los poemas sanjuanistas, y defiende la idea de que
estos poemas se insertan en la dinámica de una retórica afectiva que busca ante todo con-mover a sus
destinatarios hacia la vida mística. En este sentido, el despliegue de una retórica de los afectos puebla los
poemas de figuras de índole variada, entre las que destaca la sermocinatio, a través de la que se articula el
esquema dialogado del Cántico y mediante la cual se personifican diversos estados de ánimo (1992: 37-
38). Ahora bien, hemos de recordar que este mecanismo de dramatización está en el origen de la alegoría
desde el punto de vista retórico (supra. capítulo IX). En este artículo, alegoría y símbolo aparecen juntos,
sin más especificaciones, en varias ocasiones (1992: 37, 39). La construcción retórica de la prosa de la
668

que “el Cántico nace con intención de conmover a los lectores partiendo de una
intuición arrebatada –“inteligencia de amor”- (Cuevas, 1991: 471).
El camino abierto de este modo por Cuevas tiene un valor indudable al alejar la
inefabilidad de la experiencia de los presupuestos constructivos de la poesía sanjuanista
al tiempo que se separa de las líneas de consideración del símbolo como mecanismo de
conocimiento no conceptual y vuelve a la retórica para explicar la naturaleza de los
poemas sanjuanistas. Esto no debe entenderse en detrimento de la irrenunciable
dimensión trascendente de la poesía mística (1993: 28). Pero, a nuestro juicio, la
aceptación de la retórica como instrumento de alusión a la trascendencia incognoscible,
frente a la naturaleza intuitiva y voluntariamente antirretórica del símbolo baruziano,
reconduce, en la práctica, esta discusión sobre los poemas sanjuanistas hacia el terreno
de alegoría573.
Dentro del ámbito de las lecturas literalistas, los estudios de Domingo Ynduráin
tienen una especial importancia por el rigor de sus planteamientos, la solidez de su
argumentación y el amplio campo que éstos abren a nuevas vías de investigación.
Ynduráin comienza restringiendo el concepto de lo inefable respecto de los poemas
sanjuanistas y separándolo de lo inefable teológico574. De este modo, advierte que la
incomprensión racional de los poemas no implica su naturaleza mística (Juan de la
Cruz, 1995: 25).
Una vez establecida esta premisa, Ynduráin aborda una empresa de difícil
ejecución: abordar el análisis de los poemas sin apriorismos aunque atento a las
circunstancias históricas e ideológicas que concurren en la elaboración de los textos
(1995: 30)575. En el capítulo siguiente discutiremos la posibilidad o imposibilidad de
esta tarea y su alcance. En todo caso, Ynduráin concluye, partiendo de las tesis de la
estética de la recepción, que el sentido espiritual del Cántico depende del lector (Juan de
la Cruz, 1995: 31), si bien, subraya el indudable sentido religioso que los poemas tienen
para el autor y sus coetáneos (Juan de la Cruz, 2002: IX)576. Hay en esta conclusión una

Llama, y, parcialmente, la Subida, también han sido objeto de su atención crítica (Cuevas, 1991a: 23-25 y
1990: 93-109).
573
Cuevas apunta incluso la posibilidad de que en San Juan pueda existir la idea de figura en el sentido
que Auerbach da al término (Cuevas, 1993: 27), es decir en el sentido alegórico cristiano, tal como se ha
estudiado en la primera parte de este trabajo.
574
Incluso el alcance y la naturaleza de la experiencia mística no deben afectar al valor literario de los
poemas. Son realidades distintas: “los resultados obtenidos no dependen de la verdad o falsedad de los
contenidos iniciales” (Juan de la Cruz, 2002: XI).
575
En igual sentido, Ynduráin, 1991a: 20 y Juan de la Cruz, 2002: XI.
576
Nieto, como seguidamente se verá, irá más allá de Ynduráin, al afirmar que el poema de La noche es
un poema de “amor humano”.
669

consideración del valor literario de los poemas que se formula como espacio abierto a
cualquier tipo de lectura y en el que es posible la concurrencia desde cualquier óptica
con la que pueda abordarse esta poesía:

Se trata de averiguar (… ) cómo funciona la poesía sanjuanista para producir un efecto


literario, tanto entre lectores de ideología coincidente como ajena (… ) pues es precisamente ahí,
en ese ámbito de coincidencia entre lectores de uno y otro signo, donde residen los valores
literarios de esa poesía.577

En este espacio acotado de lo puramente literario, debemos preguntarnos qué


papel deben jugar el símbolo y la alegoría, instrumentos, que tanto desde el punto de
vista metafísico o teológico, como estético o psicológico escapan de los limites de lo
literario para apuntar o bien a una realidad invisible, experimentada o no, o a un modo
de conocer la realidad exterior o interior, ajeno al ámbito de la conceptualización. En el
pormenorizado análisis del Cántico, Ynduráin observa que el procedimiento poético
sanjuanista se desarrolla a partir de la combinación e integración de elementos
heterogéneos, disparando la imaginación del lector en múltiples direcciones, dejándolo
perplejo e indeciso sobre cuál es el criterio de lectura que deba seguir (Juan de la Cruz,
1995: 58). Éste es el concepto de símbolo que maneja Ynduráin:

San Juan tiene el sentido literario de elegir aquellos términos y planteamientos que
funcionan con independencia de la fuente concreta: son símbolos. Y como tales funcionan en la
cultura a la que su obra pertenece; se expanden en todas las direcciones, consuenan y provocan
resonancias armónicas en muchas tradiciones al mismo tiempo. Es esto lo que crea la riqueza
del Cántico.578

Para Ynduráin, la poesía de San Juan es simbolista; pero su concepto de símbolo


no es el derivado de un modo de conocimiento intuitivo o de lenguaje con el que el
poeta intenta acercarse a lo inefable. Por el contrario, el símbolo sanjuanista que
Ynduráin propone es el resultado de una labor de síntesis de tradiciones de muy diversa
índole que originan un mecanismo retórico polivalente que, precisamente, sobre esta
polivalencia hace descansar su poder de emoción y evocación en el lector.

577
Juan de la Cruz, 1995: 32.
578
Juan de la Cruz, 1995: 90.
670

Carmen Bobes se ha situado en la perspectiva de la estética de la recepción para


señalar que “la obra literaria se construye como un lenguaje no referencial (… )
rompiendo todo vínculo con la realidad extralingüística” (Bobes, 1986: 16). En
consecuencia, son el lector y su contexto los que determinan la interpretación de los
textos. A partir del examen del sentido literal de los poemas, Bobes afirma que la
interpretación que ofrecen los comentarios es simbólica, sin que por ello se contradiga
el sentido literal (1986: 29-30), en una línea próxima al símbolo bisémico de Bousoño.
José C. Nieto, al menos por lo que se refiere al poema Noche oscura, es acaso el
representante más radical de la “lectura humana” de San Juan. En efecto, al estudiar el
poema, critica las lecturas anteriores del poema que, aunque lo habían considerado un
símbolo, lo habían analizado como alegoría579:

Lo chocante, lo paradójico de todo esto es el hecho de que, después de haber notado que
dicho poema no es una alegoría sino un símbolo, sin embargo este reconocimiento crítico-
hermenéutico no ha alterado absolutamente en nada la percepción y hermenéutica del poema.
¿Por qué todavía insiste Dámaso Alonso y todos los demás en tratarlo como una “alegoría”
cuando se reconoce que no lo es?
(Nieto, 1988: 49)

Para Nieto, la explicación de esta contradicción está en relación con su lectura


literalista del poema580. Una lectura simbólica del poema descartaría la dimensión
mística del mismo. Éste es el error de Baruzi581:

De acuerdo con Baruzi y seguido por otros críticos, Juan, en su poema de la Noche
oscura, creó un “símbolo” místico universal como genial resultado de su intuición poética. O
sea, Baruzi ve en la “noche poética” el símbolo universal del misticismo por excelencia. Por
consiguiente, Baruzi, aunque no cree que el poema de la Noche es una alegoría, sin embargo al
reconocer en la “noche poética una intuición simbólica de la mística universal” de hecho
transforma el poema en una alegoría al “trasladar” la “noche” como vivencia poética del plano
vital-experiencial y “obvio” al plano “simbólico-alegórico” de la mística.

579
Para esta crítica de la crítica, Nieto, 1988: 69 y ss.
580
En el capítulo siguiente estudiaremos detenidamente los argumentos de Nieto.
581
Años antes, Ruffinato había realizado la misma crítica a Baruzi a propósito de la Llama: “Sostener –
como sostiene Baruzi- que “la Llama, en sa signification essentielle, concerne l´exercice et, mieux encore,
l´acte de l´état théophatique”, equivale a ofrecer una clave de lectura del texto análoga a la ofrecida por el
autor en el Tratado, y sintéticamente, ya en el mismo título de la composición poética” (Ruffinato, 1979:
16).
671

(Nieto, 1988: 49)

En realidad, Nieto no hace sino llevar a sus últimas consecuencias las tesis de
Baruzi, respecto de la vinculación del símbolo con la experiencia. Nieto abunda en el
psicologismo presente en el autor francés y lo conduce a un punto extremo, de intenso
sentir neorromántico, que contagia incluso su discurso crítico582: “El genio poético no es
artificial, sino expresivo de vivencias experienciales en la vida misma o en la forma de
ensueño o pensamiento, pero con las raíces hundidas en la vida misma como
experiencia y creación de expresión poética” (1988: 48). En este sentido, la alegoría
“sacrifica la vida vivida como vivencia primaria poética a la capacidad de traslación de
conceptos de un plano “aparente” o literal a un plano más “profundo” o alegórico”
(1988: 48).
La visión negativa de la alegoría, repite en el trabajo de Nieto los argumentos
vistos en autores anteriores:

La vida es anterior a toda experiencia y toda experiencia es anterior a toda alegoría. La


poesía brota de la experiencia de la vida y es también anterior a toda alegoría. La alegoría
históricamente aparece después del mito, del símbolo y de la poesía. Y emerge en la conciencia
como un método hermenéutico para “profundizar” el sentido literal gramático-histórico del
texto religioso-poético.
(Nieto, 1988: 46)

La radical lectura de Nieto le obliga incluso a distanciarse del término


“símbolo”, para aludir a la noche sanjuanista. De este modo, afirma que la noche no es
un símbolo, o si lo es, lo es sólo por derivación: “No es un símbolo sino una realidad
cósmica experienciada objetivamente en la autoconciencia humana individual” (1988:
57).
Elia ha llamado la atención sobre el privilegio que el símbolo ha recibido por
parte de la crítica, si bien cita a Aldo Ruffinato al observar la vaguedad del concepto de
símbolo y advierte que, para Ruffinato, el simbolismo de la poesía sanjuanista no emana
del significado, sino del significante (Juan de la Cruz, 1991: 44).
El artículo “Los códigos del eros y del miedo en San Juan de la Cruz”
(Ruffinato, 1979) es, en cierta medida, un precedente de las tesis literalistas de Nieto.

582
Véase, por ejemplo, Nieto, 1988: 76.
672

Ruffinato comienza su estudio con una reflexión sobre la inefabilidad de la poesía


sanjuanista. Su crítica de la crítica se dirige contra aquellos estudiosos que desde
Menéndez Pelayo y, después, Dámaso Alonso, han elevado a lugar común el límite
interpretativo de la inefabilidad de los poemas sanjuanistas (1979: 2). Ruffinato precisa
que la consideración crítica de esta inefabilidad se edifica sobre dos motivos: la
personalidad del autor en su doble condición de místico y santo; y, con carácter general,
la intangibilidad propia del fenómeno poético (1979: 3). A esta concepción de la poesía
nos hemos referido más arriba. Ruffinato afronta la cuestión señalando que esta misma
crítica defiende la inefabilidad sólo en el sentido “sobrenatural”, pero no en el sentido
“material” de los poemas, en el que han realizado una rigurosa labor de análisis e
interpretación. Así pues, “el topos crítico de lo inefable” no afecta ni a la estructura del
texto, ni a otras que puedan constituir su fondo. En consecuencia, la inefabilidad pasa a
ser, en la práctica, un lugar común de carácter ornamental. Ahora bien, el crítico
distingue esta actitud de la crítica de la adoptada por el propio Juan de la Cruz como
comentarista descodificador de sus propios textos (1979: 4), en el que no interviene el
esfuerzo por construir un modelo científico de su propio modelo artístico, sino que, por
el contrario, y de forma inconsciente, elige construir un modelo artístico de su propio
modelo artístico, en el que la inefabilidad no funciona como lugar común, sino que es
consecuencia lógica de las peculiaridades de su propio modelo cognoscitivo. De este
modo, la descodificación alegórica se elabora a partir de una clave de lectura de un
código simbólico marcado por lo inefable (1979: 7-8).
A nuestro juicio, el cuidadoso trabajo de Ruffinato al estudiar los mecanismos
simbólicos de los poemas y los alegóricos de los comentarios invierte las expectativas
que, en la tradición cristiana hermenéutica y retórica, se abren ante la alegoría como
figura retórica y como mecanismo de exégesis alegórica. La primera, adoptada por
Agustín de las retóricas latinas, se configura como una metáfora continuada; la segunda,
heredera de una tradición hermenéutica emanada de la interpretación de los textos
homéricos en las escuelas estoicas y neoplatónicas, se había convertido a lo largo de la
tradición patrística y medieval, en un complejo e inagotable medio de interpretación y
recreación de textos a través de complejos mecanismos exegéticos. Cuando Ruffinato
habla de los comentarios de San Juan afirmando que son alegóricos, está atribuyendo a
éstos los modos de funcionamiento y los límites de la descodificación de la alegoría
como figura retórica, ciertamente reduccionistas, especialmente cuando se trata de
textos tan abiertos como los poemas sanjuanistas. Sin embargo, cuando habla de la
673

dimensión simbólica de los poemas, se está refiriendo no sólo a las posibilidades del
símbolo como medio de conocimiento intuitivo de las estéticas modernas, sino también
a las soluciones que la alegoría como método exegético había ido proponiendo a los
problemas de la interpretación escrituraria, incluida la consideración y el alcance de la
inefabilidad.

4. El interés por el San Juan de la Cruz místico y teólogo se ha proyectado no


sólo sobre sus obras en prosa sino también sobre sus poemas. El fundamento de la
lectura teológica de los poemas se basa en la necesidad de asumir la integración de los
poemas en el entorno cultural y vital del autor. En este sentido, Pacho no considera
lícito el proceder hermenéutico que aísla la visión del poema de las preocupaciones del
autor (Pacho, 1993: 86). Desde este punto de partida, se ha subrayado la importancia
decisiva que la Biblia y su exégesis alegórica elaborada por la tradición cristiana desde
la patrística, a través del cauce de la lectio, tiene en la obra sanjuanista frente a la
presencia de otras fuentes (O´Reilly, 1991: 25 y ss.). Su interpretación poética del
Cantar de los cantares ha sido objeto de los estudios teológicos en diversas ocasiones583.
Las relaciones de San Juan de la Cruz con los místicos alemanes584, la teología negativa
sanjuanista585, la presencia de los sentidos de la exégesis bíblica medieval en sus
comentarios en prosa586 han atraído la atención de los investigadores desde el punto de
vista de la teología.
Resulta interesante constatar, desde un punto de vista teórico, cómo el concepto
moderno de símbolo, nacido a partir de la estética, y desarrollado por el neokantismo y
el psicoanálisis, ha sustituido, en muchos autores religiosos, al símbolo dionisiano y a la
tradición de la exégesis alegórica. De este modo, estudiosos como Santiago Guerra o
Martín Velasco conjugan la dimensión sagrada del símbolo con las aportaciones de
autores tan diversos como Freud, Cassirer, Jung o Eliade (Guerra, 1985; Martín
Velasco, 1988). La tesis de Guerra se fundamenta en una idea del símbolo tomado como
lenguaje universal primigenio y olvidado por el desarrollo científico y el positivismo
(Guerra, 1985, 9-10). El símbolo como síntesis de dos realidades constituye una
realidad nueva y distinta, intermedia y mediadora entre las dos realidades que en ella

583
Cf. Vilnet, 1949; Pelletier, 1989: 376; Matter, 1990: 178 y ss; Contreras Molina, 1993; O´Reilly,
1995; Thompson, 1991: 10-11 y 2002: 153 y ss.
584
Cf. Orcibal, 1987; Sánchis Alventosa, 1946; Blumrich, 1990; Martín, 1988 y 1990.
585
Cf. Williams, 2002; Louth, 1981: 181 y ss; Disandro, 1993.
586
Cf. Pacho, 1995: 209; O´Reilly, 1995: 271-280; Thompson, 2002: 235.
674

confluyen. De este modo, “el mundo como símbolo es el fruto de la unión de lo visible
y lo invisible, de la esfera divina y de la esfera humana, de lo celeste y lo terrestre”
(1985, 14).
Martín Velasco afirma, con Cassirer, que el hombre vive en un universo
simbólico constituido por el lenguaje, la religión, el mito y el arte (Martín Velasco,
1988: 33). Para Martín Velasco, el proceso de simbolización corresponde a un
distanciamiento de la realidad material que transforma los objetos de las sensaciones en
realidades inteligibles (1988: 34).
Se trata, en ambos casos, de formulaciones estéticas en las que confluyen el
subjetivismo postcrítico y la teoría del conocimiento sensible como modo de
conocimiento ajeno al conocimiento conceptual. Pero debe notarse que mientras que
Guerra admite la dimensión teológica trascendente del símbolo, Martín Velasco se
mueve en el terreno de la revelación de la realidad, más allá del fenómeno.
La crítica sanjuanista desde el punto de vista teológico se despliega en la zona
delimitada entre ambos planteamientos: el concepto de símbolo del pseudo Dionisio y la
herencia de la exégesis alegórica patrística medieval, por una parte; y las modernas y
heterogéneas teorías del símbolo, por otra. Se advierte una tensión entre el esfuerzo por
rescatar la tradiciones alegórica y mística de la teología cristiana587, y la aceptación, en
mayor o menor medida, de las ideas estéticas, existenciales y psicoanalíticas respecto
del símbolo588.
El estudio de Federico Ruiz (Ruiz, 1985) sobre el símbolo de la noche, nos
parece de sumo interés por varios motivos. En primer lugar -y no es una cuestión
menor- por razones terminológicas. Federico Ruiz elude hablar de alegoría, incluso
cuando, como se verá seguidamente, acepta las explicaciones de los comentarios en
prosa, tradicionalmente consideradas alegóricas. En segundo lugar, porque su trabajo
resulta muy preciso al explicar la doble naturaleza del símbolo, por un lado vertida
hacia el misterio divino, y, por otra, como forma de la realidad, resonancia del

587
En algunos casos, como ocurre con Melquíades Andrés, el símbolo se desprovee de cualquier
dimensión psicológica o mística, para pasar a ser una “metáfora que expresa literariamente, de modo
sugerente, algún tema de especial relieve” (Andrés, 1994: 91). En contra, la opinión de Vilnet, que
advierte de las diferencias entre la metáfora literaria y el uso de la metáfora por parte de los místicos:
aunque ambas –dice- se fundan en la analogía, la segunda se refiere a las realidades espirituales (Vilnet,
1949: 165). En este caso, aunque Vilnet aunque orienta la cuestión desde el punto de vista teológico, no
recoge la semejanza desemejante de la teología negativa, piedra de toque del simbolismo dionisiano.
588
Véase, por ejemplo, Ofilada, 2002 o, dentro del psicoanálisis, Domínguez, 1999. Para un sentido
psicologista más general, en un intento de “actualizar” el pensamiento sanjuanista, Urbina, 1982.
675

acontecimiento espiritual y de su manifestación en el mundo sensible (1985, 79)589. En


otro trabajo, Ruiz refuerza este concepto trascendente del símbolo, más allá de la
función ornamental atribuida a la alegoría por sus detractores:

La expresión simbólica no viene a repetir lo mismo en lenguaje figurado, sino a


desvelar otros aspectos de la realidad viva, que el lenguaje conceptual no sugiere (… ), dar a
entender que las realidades divinas y humanas del misterio, más que objetos de conocimiento,
son vida palpitante, sabrosa y nutritiva.
(Ruiz, 1986: 225)

De este modo, Ruiz se aparta del componente puramente psicológico del


símbolo baruziano, aunque comparte la dimensión experiencial y la naturaleza no
conceptual del símbolo en la obra del francés, en favor de una comprensión que reclama
la decisiva participación de la trascendencia divina descartando, en consecuencia, la
tendencia solipsista, incorporada, desde distintas vías, al símbolo moderno. En tercer
lugar, Ruiz se muestra taxativo al señalar la ineludible necesidad de analizar el símbolo
sanjuanista desde un punto de vista teológico, que vaya más allá del enfoque literario,
en correspondencia con las intenciones y exigencias del autor (1985: 80). Por otra
parte, Federico Ruiz delimita el ámbito de la palabra mística frente a la experiencia de
lo inefable, en la línea que, citando a Pego, hemos apuntado más arriba. De este modo,
se aparta de cualquier veleidad teúrgica que el lenguaje simbólico pudiera sugerir, al
afirmar: “No está de más recordar, frente a quienes absolutizan el símbolo, que éste no
se identifica con la experiencia mística ni goza de poderes mágicos para trasvasarlos al
lector” (1985: 80-81).
Pese a que sus ideas son parcialmente deudoras de Baruzi y Bousoño, Ruiz
considera que el símbolo no es un recurso estético sino una expresión mística (1985:
93). De aquí procede la valoración que Ruiz realiza de la obra en prosa de San Juan, que
resulta contraria, en muchos de sus conclusiones, a la opinión crítica predominante. Por

589
La misma definición es repetida en Ruiz, 1986: 224. “El secreto de la fecundidad de sus símbolos
poéticos es que ha llegado, en la visión ontológica más honda del ser de las cosas, a descubrir las
misteriosas analogías que ligan los seres del universos material con los seres del universo espiritual. La
razón de todas estas analogías, sutilmente sentidas por el alma vibrante de santo, está en el centro del ser:
en Dios” (Ruiz, 1985: 92). Nótese cómo Ruiz dota a su noción de símbolo de una dimensión metafísica
irrenunciable al advertir que no sólo descubre las “correspondencias” entre los elementos del mundo
material, sino las de éstos con los del mundo espiritual. Además, sitúa a Dios como piedra angular de este
proceso. Como veremos en estas páginas, se trata más bien de una “resurrección” de la alegoría mística
(que incorpora en los términos vistos en Tesis III, la noción dionisiana de símbolo), más que de un
símbolo en el sentido moderno del término.
676

una parte, Ruiz llama la atención sobre el hecho incontestable de que Juan de la Cruz es
antes teólogo por formación que místico por la experiencia o poeta por la escritura
(1985: 99)590. De este hecho, cabe inferir que la formación teológica del carmelita opera
sobre la reconstrucción poética de su experiencia mística, de tal modo que no resulte
lícito sostener una rigurosa separación entre el momento de la poesía y el de la
formulación doctrinal 591. La explicación de los comentarios cobra, por tanto, un valor
más intenso al par que se estrecha su relación con los poemas.
Las observaciones realizadas por Ruiz sobre la naturaleza del símbolo
sanjuanista, la aceptación de las explicaciones de los comentarios, la consideración de la
formación teológica y su actuación sobre la elaboración poética escapan de la
concepción del símbolo defendida por Baruzi y la crítica literaria más extendida, y
abocan a la alegoría como expresión metafísica de lo inefable, más allá de la
consideración negativa de ésta como figura retórica conceptual de devaluada fuerza
estética.
En otras ocasiones, el enfoque teológico ha apelado a la fenomenología
husserliana para establecer una serie de contactos entre el pensador alemán y el místico
carmelita. A nuestro juicio, tales operaciones, pese a lo sugerente de sus planteamientos
y lo atractivo de algunos de sus resultados, se ubican siempre en una zona imprecisa, a
caballo entre dos mundos, determinados por la distancia abismal -en todos los sentidos-
que los separa. De este modo, el minucioso trabajo de Bernardo María de la Cruz parte
de la asunción, como un hecho, de que “la significación profunda de la “noche oscura”
sanjuanista se reduce: a la ruptura despiadada con un “yo” psicológico de formalidad
eidética naturalizante, y la revelación en la conciencia de la verdad de la cosa en sí
contenida en el “fenómeno” (De la Cruz, 1966: 63-64). Pero, para ello, el autor tiene
que aceptar también las severas restricciones impuestas a una aproximación basada en el
“método descriptivo” ante un diálogo determinado primariamente por la filosofía
husserliana, que acarrearía serios peligros como, por ejemplo, “la inevitable imposición
de categorías lógicas ajenas al genuino pensamiento del Santo” (1966: 64).
Colin P. Thompson, por su parte, ha relacionado la teoría del símbolo
sanjuanista con la mística apofática dionisiana (Thompson, 1993: 109). Pero también ha
mostrado la capacidad sintética -afirmativa y negativa- de la metáfora sanjunista. Así, el

590
Para la formación teológica de Juan de la Cruz, véase Crisógono de Jesús, 1964: 48-67.
591
Véase lo expuesto sobe el concepto de experiencia en la mística de San Bernardo, supra. capítulo XX
& 2.
677

crítico al hablar del fundamento de la metáfora en Juan de la Cruz, invoca


oportunamente un sermón de fray Luis de León en el que se afirma lo siguiente:

El lenguaje metafórico sólo es posible porque en el universo que Dios ha creado cada
cosa se relaciona con otra mediante un nexo originario común, que es Dios mismo. La metáfora
es la expresión literaria de la naturaleza de la creación, ya que por ella una cosa puede
describirse en términos de otra porque ambas se originan en Dios. De ello se deduce que el
lenguaje metafórico participa en cierto sentido del lenguaje de la revelación.
(Thompson, 1993a: 83)

La cita es interesante porque muestra en fray Luis el peso de una tradición muy
elaborada y densa en matices, a veces contradictorios, que es asumida plenamente por la
literatura espiritual española del siglo XVI. De este modo, fray Luis explica la metáfora
en términos que casi recuerdan al leve panteísmo de Eckhart, situados en el marco de la
reflexión de la teología negativa; Sin embargo, este uso es justificado por su
participación en el lenguaje de la revelación, esto es, conforme a los parámetros
determinados para la alegoría desde los Padres alejandrinos592. Explicación y
justificación de la metáfora, desde discursos diferentes e incluso opuestos en su origen,
se complementan en las concepciones luisiana y sanjuanista.
En consecuencia, Thompson se ubica en el ámbito delimitado por la tradición
mística cristiana para, desde ésta, estudiar las variantes introducidas por los
planteamientos sanjuanistas. Por lo que a la formación de la simbología del carmelita se
refiere, Thompson insiste en su naturaleza sintética: “Las imágenes y símbolos que
utiliza, pues, no suelen tener una única fuente fácil de localizar, sino que están formados
de muchos elementos diversos de diversas fuentes con las que San Juan se ha
encontrado y que han comenzado ya a fundirse en su imaginación” (Thompson, 1985:
121). Al afrontar el debate más amplio entre el símbolo y la alegoría, Thompson,
reconociendo quizá que no existe una frontera precisa entre ambos conceptos, acepta la
consideración retórica de la alegoría, traducible plano a plano, frente a la vida propia del
símbolo con diversos significados y niveles de comprensión (Thompson, 1985: 136).

592
Thompson alude a la vía catafática al afirmar: “Metáforas, en otras palabras, es el libro de la creación
en forma lingüística” (op. cit., p. 83). Más adelante, en otro trabajo, Thompson abundará en estas ideas al
señalar cómo fray Luis elabora su teoría del nombre desde posiciones más realistas que nominalistas
considerando que cada palabra participa de la realidad espiritual que simboliza. El hombre, como
micrcosmos contine dentro de sí todas las cosas creadas gracias a los nombres que tienen (Thompson,
1996: 549, 551).
678
679

II. Literalismo y exégesis alegórica. El problema de los


comentarios en prosa

En nuestro examen de la interpretación literalista de la poesía de Juan de la Cruz


-nos referimos aquí a los tres poemas mayores- debemos comenzar abordando una serie
de cuestiones previas. La atención a estas cuestiones tiene como finalidad la preparación
del horizonte de estudio que pretendemos desarrollar. Es necesario determinar qué
entendemos por literalismo y cómo se actualiza este concepto en la poesía de San Juan
de la Cruz, aspecto éste último ya enunciado en el capítulo anterior. Una vez abordadas
estas dos cuestiones, y fijado el ámbito de nuestro trabajo, será necesario pasar a
examinar los argumentos aportados por la crítica literalista y, lógicamente, las
objeciones presentadas por los partidarios de la exégesis alegórica.
Consideramos, con fray Luis de León, que el sentido literal no sólo abarca el
significado de las palabras, sino también el sentido metafórico inmediato de los
poemas593. Con esto introducimos ya una distinción que será una de las líneas
fundamentales de nuestro trabajo. En efecto, pensamos que, puesto que cabe diferenciar
un sentido figurado inmediato y otro mediato, cabe también, en consecuencia, proponer
un concepto de alegoría que no resulte de la mera traducción de metáforas plano a
plano. De este modo, nos parece que es preciso distinguir entre un sentido literal erótico
resultante de una primera traducción plano a plano de las imágenes que pueblan los
versos sanjuanista, y un sentido ulterior, alegórico en clave mística, que se construye,
simultáneamente, a partir de las imágenes directas de los poemas y de una nueva
interpretación de ese sentido figurado erótico resultante de la traducción de las
metáforas.
En algunos casos, como se irá viendo, no es posible realizar la primera traslación
–de la metáfora individualmente considerada al sentido erótico inmediato-, pero siempre
resulta posible dar una articulación de sentido místico –aunque a veces con un enorme
grado de imprecisión- de estas figuras particulares en relación con el conjunto del
poema –y aun de la obra- de San Juan de la Cruz. Este segundo sentido que así se

593
Véase Morón Arroyo, 1996: 308. Fray Luis -dice Ciriaco Morón- sólo acepta el sentido místico
cuando el Nuevo Testamento relaciona con Cristo un texto del Viejo, y esa relación no podría inferirse
del significado normal de las palabras relacionadas (op. cit., p. 312).
680

configura no es, en nuestra opinión, de naturaleza simbólica, en la acepción que hemos


venido señalando, sino que es el resultado de la confluencia de otros factores que iremos
estudiando en estas páginas.
Consideramos sentido literal aquel que apela a una lectura erótica de los poemas
en su conjunto. Por el contrario, entendemos por lectura alegórica aquella que interpreta
los poemas conforme al sentido místico anteriormente referido. Este sentido se origina
en la confluencia del eros, o amor humano, y el ágape, o amor divino594. La presencia
del ágape reorienta la innegable dimensión erótica de los poemas en una dirección
distinta que ya no se deduce de la traducción de las imágenes metafóricas, sino que se
infiere del conjunto de los poemas. Lo que se trata de dilucidar aquí es si el ágape está
realmente presente en los poemas sanjuanistas, o si éstos son exclusivamente eróticos,
como apoyaría la crítica literalista, conforme a los planteamientos que venimos
exponiendo.
Cuando se habla de la interpretación literalista de los poemas de San Juan de la
Cruz, cabe entender o bien que los poemas pueden ser leídos como poemas de “amor
humano”, esto es, prescindiendo de la dimensión mística, o bien que se trata
efectivamente de poemas de “amor humano”. Esta diferencia, que respetaremos en
atención a una exposición ordenada de la cuestión, desaparece si se examina desde el
punto de vista propuesto en nuestra investigación, esto es, si se observa la presencia o
no del binomio eros / ágape en la poesía sanjuanista (García de la Concha, 2004: 236).
La crítica que defiende la legitimidad de una lectura literalista en los términos
que se expusieron en el capítulo anterior al ocuparnos de la interpretación de Jorge
Guillén y Domingo Ynduráin se fundamenta, por una parte, en la separación –desde
diversos argumentos- de los poemas respecto de la explicación que el autor ofrece en los
comentarios y, por otra, en la lectura “sin apriorismos” de los poemas595. Con estas dos
condiciones, Domingo Ynduráin considera que al estudiar los poemas desde el punto de
vista literario, “cabe discutir si el sentido (objetivo) de la poesía de San Juan obliga –o
no obliga- a aceptar su significado religioso” (Juan de la Cruz, 1995: 26).

594
Para el origen y significación de estos conceptos, supra. capítulos XIV y XV. Orígenes ya advirtió de
las dificultades de deslindar ambos términos puesto que se sirven del mismo lenguaje. Sobre sus
diferencias en la Edad Media, supra. capítulo XX. Modernamente, algunos estudiosos como Nygren,
desde los presupuestos teológicos del luteranismo, han defendido la separación radical de ambos
conceptos y el rechazo del eros. Frente a éste, Roussselot, en el ámbito del catolicismo, particularmente
del pensamiento tomista, ha defendido la integración de ambos en el ideal cristiano (Rousselot, 2004: 17).
595
En este sentido, y respecto a la Noche, véase López-Baralt, 1998: 148. Sobre las posibilidades y
limitaciones de la interpretación sin apriorismos véase el capítulo XVI de nuestra primera parte.
681

Varias son las cuestiones que se presentan en este terreno. En primer lugar, la
observación de Ynduráin tal vez debiera plantearse, más ajustadamente, al revés, esto
es, preguntándose si el significado objetivo de los poemas obliga a aceptar el sentido
religioso. De esta cuestión se deriva otra que nos parece fundamental en el análisis de la
lectura literaria de los poemas propuesta por Ynduráin: la lectura objetiva resultante de
la aplicación a los poemas del concepto y métodos de la ciencia literaria. No se trata,
como advierte el crítico y como se estudió en el capitulo anterior, de hacer una lectura
inmanente del texto (Juan de la Cruz, 1995, 30), sino de realizar una comprensión
literaria de los poemas y de sus condicionantes históricos, ideológicos e, incluso
teológicos. Ahora bien, es necesario advertir que el resultado de las operaciones
exegéticas que tienen por objeto la puesta en práctica de los mecanismos que la
literatura como disciplina humanística dispone para el análisis de los textos, tiene que
ser forzosamente un resultado literario596. Pero la corrección de la aplicación de la
metodología, el rigor del crítico o el valor indiscutible de los resultados no arroja luz
sobre el sentido del texto –el poema- sino en cuanto texto literario. Por eso, no puede
decirse que la conclusión de esta lectura sea la afirmación del carácter literario de los
poemas y, en consecuencia, su legitimidad, porque se está proponiendo como
conclusión de la interpretación lo que en realidad es su condición metodológica de
posibilidad.
En segundo lugar, el mismo Ynduráin reconoce, en su estudio preliminar para la
edición de Elía y Mancho del Cántico espiritual y las poesías completas de San Juan de
la Cruz, que “es indudable que una lectura profana deja sin resolver el sentido de ciertos
versos o estrofas” (Juan de la Cruz, 2002: XII). La observación matiza, en nuestra
opinión, las ideas desarrolladas en el prólogo de su edición de la poesía sanjuanista
(Juan de la Cruz, 1995), por más que el crítico añada a continuación que tampoco es
posible realizar una lectura profana de las Sonatas de Valle-Inclán, porque resulta
indudable que la dimensión religiosa de los poemas de Juan de la Cruz es absolutamente
diferente al tratamiento de lo religioso en las obras de Valle. En consonancia con lo así
expuesto, Ynduráin también presenta ahora una valoración distinta de los comentarios
del místico: “De cualquier forma (… ), se hace inevitable desde nuestra perspectiva ver
lo que los comentarios enseñan sobre las poesías a las que se refieren, la imbricación y
la incidencia de ellos” (Juan de la Cruz, 2002: XV). Esto no obstante, Ynduráin sigue

596
Ynduráin advierte de la conveniencia de atender a la metodología filológica para evitar el solipsismo
(1991a: 20).
682

sosteniendo el sentido humano de los poemas en sí mismos (Juan de la Cruz, 2002:


XVII).
Dentro del grupo de los críticos que afirman que los poemas sanjuanistas son
poemas exclusivamente eróticos, puede situarse a Willis Barstone, quien, en su lectura
de la Llama, no duda en identificar, por ejemplo, el fuego con el pene y “las profundas
cavernas del sentido” con la vagina (Barstone, 1972-73: 256, 259). Esta lectura para la
que el texto es suficiente y para la que, por lo tanto, “the use of any external apparatus
to blind us from the literal text is an error” (p. 255), admite, no obstante el
funcionamiento del poema en dos niveles, el humano y el divino (p. 260), no sin
advertir que este reconocimiento no se desarrolla sobre la interpretación, casi siempre
unilateral, de las metáforas en el plano sexual.
La lectura de Barstone resulta ser paradójica e involuntariamente alegórica –
aunque obviamente no en el sentido místico- por cuanto proyecta sobre el poema una
interpretación forzada, ajena al contexto en el que el poema es escrito, y decididamente
arbitraria en la traducción de las metáforas que, incluso fuera del ámbito místico, esto
es, con relación a la poesía de la época, pueden admitir sentidos más ajustados a su
sentido literal que el que Barstone propone597. La exégesis de Barstone ha invertido, al
modo nietzscheano, los parámetros de la alegoría mística de tal modo que en su lectura
el poema pasa de un sentido místico elaborado a partir de unas imágenes eróticas, a un
sentido erótico formulado a partir de una serie de imágenes de procedencia mística.
Porque, en efecto, pensamos que puede, más ajustadamente, sostenerse la vinculación
de las imágenes eróticas de la Llama al concepto de “caridad violenta” de Ricardo de
San Víctor, según el cual el alma arde y se duele de la herida de amor divino; o incluso,
a la mística de San Bernardo, quien afirma que el éxtasis produce en el alma la
inmersión en el fuego divino; o, defender, en todo caso, que las imágenes se remiten,
en mayor o menor grado, a la Biblia598. Sobre estas cuestiones habremos de volver en
páginas ulteriores.
José C. Nieto ha estudiado el poema de la Noche oscura desde una perspectiva
literalista que niega el sentido místico del poema (Nieto, 1988: 38). El crítico retoma la
hipótesis de Guillén según la cual, un lector que desconociera al autor y que no hubiera
sido advertido del sentido místico de los poemas, lo entendería como un poema

597
Para las diferencias entre la experiencia mística y la erótica, tal como la presenta a veces el
psicoanálisis, véase Bataille, 1988: 312 y ss, y Zolla, 2000: 24.
598
Sobre la procedencia bíblica de las imágenes de la Llama, véase Egan, 1991: 507-521.
683

simplemente erótico (1988: 43). Nieto reprocha a la crítica el haber confundido el


poema con los comentarios599 y presenta una serie de argumentos para apoyar su lectura
erótica de la Noche. En primer lugar, señala que San Juan no llama “alma” a la amada
en el poema, aunque sí lo haga después en el comentario. De esta circunstancia, Nieto
infiere que el poeta distingue entre ambas, amada y alma, frente a la identificación
sostenida mayoritariamente por la crítica. Para Nieto, éste es un argumento contrario al
sentido alegórico místico del poema.
En segundo lugar, Nieto advierte que, en el poema, la amada “desciende” por la
secreta escala. Si se tratara de un poema místico, dice el crítico, la escala no sería
descendente, sino ascendente. Por lo tanto, la escala descendente invierte el simbolismo
místico (1988: 45), reforzando la argumentación a favor de la lectura literalista.
En tercer lugar, Nieto subraya la horizontalidad dominante en la última lira del
poema. En su opinión, este rasgo contradice también la posible lectura mística. Más
adelante, Nieto se pregunta por qué San Juan no comentó la imagen “mi pecho florido”.
El crítico insinúa que la causa pudiera encontrarse en el inequívoco erotismo de la
imagen (1988: 69).
Finalmente, señala: “Si este poema tiene su gran valor estético-poético es porque
esta arraigado en la vida misma (… ) y no porque sea una pálida y arbitraria alegoría
místico-teológica” (1988: 46). Y así concluye, afirmando que la Noche es un episodio
de amor furtivo entre dos amantes: “El agente activo del poema no es el varón sino la
hembra que se presenta en forma decisiva de agresividad masculina. Se perfila un
personaje casi andrógino que tiene pocos paralelos en la literatura amorosa” (1988: 52).
A estos argumentos se pueden presentar algunas objeciones. En primer lugar, es
cierto que la amada no se identifica con el alma en el poema. Tampoco ocurre así en la
Llama, donde la voz poética habla de su alma, y, en consecuencia, se distingue de ella.
En el Cántico parece más clara la asociación de la amada con el alma, pero no deben
olvidarse las oscuridades derivadas de la pluralidad de voces y perspectivas, la
introducción junto a los elementos bíblicos de otros de procedencia diversa o, entre
otros problemas, la vaguedad -a veces absoluta- en el uso de los deícticos. Debe tenerse
en cuenta que el Cantar de los cantares -con el que la Noche guarda una estrecha

599
Para Nieto esta confusión no es involuntaria. Así, cuando se pregunta por el motivo de la lectura
místico-alegórica del poema por parte de la crítica, afirma lo siguiente: “La respuesta tal vez sea que si no
se tratase como alegoría uno tendría que enfrentarse con una serie de problemas de otra índole que
conmoverían los cimientos tradicionales en que está fundada toda la hermenéutica juancruciana” (Nieto,
1988: 49).
684

relación de filiación- no menciona tampoco a Dios o al alma en ninguna ocasión600.


García de la Concha, en respuesta a Nieto, ha relacionado la doble articulación del
poema en torno a “la secreta vía” y la “luz que guía en la noche” con el sentido místico
ya fijado en el poema “[Entréme donde no supe]” para estas expresiones (García de la
Concha, 2004: 236).
Además debemos señalar, aunque esta observación tenga sólo un carácter
indiciario, que Nieto en su argumentación no considera que el título original del poema
no es La noche oscura, sino Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto
estado de perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación
espiritual601.
Por otra parte, el hecho de que la escala sea descendente no es contrario a la
dimensión mística del poema, sino que encuentra en la tradición mística a la que el
carmelita pertenece algunos precedentes directos. Un denso examen teológico de las
fuentes de la escala sanjuanista, sus grados y significación, puede verse en el estudio
que P. de Surgy dedicó a la cuestión (De Surgy, 1951). Pero también es posible
encontrar en de los autores místicos directamente evocados en la obra de San Juan de la
Cruz algún precedente del sentido descendente de la escala mística. Es necesario
recordar el carácter interiorizante que la mística cristiana occidental ha mantenido, con
sus lógicas variantes, desde San Agustín602. En esta línea, que entiende la
contemplación no sólo como un ascenso a los cielos, sino también como un descenso a
lo más profundo e interior del alma, se ubica la doctrina mística de San Buenaventura,
referente ineludible de la mística cristiana posterior603. Así ocurre en el Tercer
Abecedario espiritual de Osuna, quien al preguntarse qué es mejor: entrar dentro de sí o
subir sobre sí 604, concluye, siguiendo a Ricardo de San Víctor, que “el entrar el hombre
en sí es principio del subir sobre sí” (Osuna, 1972: 331).

600
Ciertamente podría objetarse a este argumento que el Cantar de los cantares es en efecto un poema de
“amor humano”. Pero debe tenerse en cuenta que Juan de la Cruz no lee el epitalamio de forma exenta,
sino en el contexto de una exégesis cristiana que lo interpreta alegóricamente desde los Padres de la
escuela de Alejandría, en una tradición que se prolonga durante toda la Edad Media y moderna (cf. supra.
capítulos XIV y XX de la primera parte). En esta cuestión nos detendremos en el capítulo siguiente.
601
Esta objeción es alegada por Carmen Bobes a la lectura literalista de Guillén y Aranguren (Bobes,
1986: 24).
602
Cf. supra. capítulo XVI..
603
En el capítulo IV, 4, del Itinerario de la mente a Dios, Buenaventura habla, en efecto, de una escala
ascendente para subir a Dios, pero también habla de la necesidad de penetrar en lo más profundo del
alma, y, además, de un descenso de la comunicación divina en la contemplación, a través de la escala.
604
Cf. Tercer Abecedario, 9, VII.
685

Juan de la Cruz habla expresamente de descenso como interiorización de la


experiencia espiritual en el comentario de la lira 40 del Cántico espiritual (CB), cuando,
al glosar el verso “a vista de las aguas descendía”, afirma lo siguiente:

Y dice aquí el alma que descendían (las potencias corporales), y no dice que iban no
otro vocablo, para dar a entender que en esta comunicación de la parte sensitiva a la espiritual,
cuando se gusta la dicha bebida de las aguas espirituales, bajan de sus operaciones naturales,
cesando de ellas, al recogimiento espiritual.
(Cántico espiritual B, 40, 6)

Pero en el poema de la Noche San Juan explica el descenso de la escala en un


sentido algo distinto al apuntado por San Buenaventura. En principio, comparte con el
autor del Itinerario de la mente a Dios, y, en general, con la tradición mística, la
denominación de “escala” procedente de la escala de Jacob del Génesis (Noche Oscura,
2, 18, 4). En segundo lugar, dice que la escala se desciende por cuanto los pasos que el
alma debe subir los debe también bajar, puesto que las comunicaciones de Dios la
ensalzan y la humillan a un tiempo605, una idea ya expuesta en el Sermón 74 de San
Bernardo606. No obstante, debemos considerar que, aunque la explicación es distinta a la
ofrecida por Buenaventura, ambos están glosando la misma etapa de la contemplación:
la comunicación de los bienes de Dios al místico, la etapa que el carmelita denomina
“noche pasiva”, de la que da cuenta en el comentario de La noche oscura. El sentido
aquí propuesto es aducido también por Osuna en el capítulo III del tratado 19 de su
Tercer Abecedario -“De cómo creciendo hemos de decrecer”- (Osuna, 1972: 542-545).
Podrá decirse, sin embargo, que puesto que esta explicación no la ofrece el
poema sino el comentario, estamos rompiendo con el supuesto del que parte José C.
Nieto en su análisis: el estudio del poema en sí mismo. Siendo esto cierto, es necesario
recordar que la objeción de Nieto al sentido místico del poema se refería, en este punto,
a la incompatibilidad de un descenso de la escala, como aparece en el poema, con la
naturaleza esencialmente ascendente de la contemplación mística. Lo que hemos
pretendido exponer aquí es que la mística cristiana ofrece, dentro de su compleja

605
Noche oscura, 2, 18, 2. La misma idea se expresa en [Tras de un amoroso lance]: “Cuanto más alto
llegaba / de este lance tan subido, / tanto más bajo y rendido / y abatido me hallaba” (Juan de la Cruz,
2002a: 98).
606
Supra. capítulo XX & 2.
686

codificación doctrinal, posibilidades de subsanación de esta incompatibilidad que deben


ser tenidas en cuenta en la lectura literal del poema.
La horizontalidad predominante sobre todo al final del poema no nos parece,
frente a Nieto, contraria al sentido místico, especialmente si consideramos que la amada
descansa en los brazos del amado, esto es, el alma en Dios, según la transposición
mística del poema607. Aunque esta lira no es comentada por el carmelita, en Subida 2,
14, 11, Juan de la Cruz cita el Cantar de los cantares (6, 11) para hacer referencia al
sueño y olvido de la Esposa, como exposición alegórica del no saber de la
contemplación. La imagen se explica más por extenso en otras zonas de la obra
sanjuanista. Así, con referencia al amor de Cristo a la creación, como su esposa, se
expresa en el [Romance sobre el evangelio “In principio erat Verbum” acerca de la
Santísima Trinidad]: “Reclinarla he yo en mi brazo, / y en tu amor se abrasaría, / y con
eterno deleite / tu bondad sublimaría” (Juan de la Cruz, 2002a: 87).
Ciertamente Juan de la Cruz no glosa la metáfora “pecho florido”, pero no
parece que esto se deba al erotismo de la imagen, sino más bien al hecho de que el autor
interrumpió por dos veces –en La noche oscura y en Subida al Monte Carmelo- la
elaboración de su comentario al finalizar la glosa de las dos primera estrofas, y la
imagen aducida por Nieto pertenece al primer verso de la sexta lira. Varias han sido las
causas que la crítica ha propuesto para justificar esta interrupción, pero, desde luego,
ninguna se refiere al erotismo de ésta u otras imágenes608. En todo caso, la imagen
estaba ya en cierto modo adelantada por Osuna. En efecto, cuando el franciscano, al
hablar del recogimiento -Tercer Abecedario, 4, V-, habla de la purificación del corazón,
dice de éste que es “cama florida” de Dios (Osuna, 1972: 212). Resulta evidente el
paralelismo funcional y metafórico entre el corazón, “cama florida” de Dios, de Osuna y
el “pecho florido” sobre el que duerme el amado de la Noche.
Por último, debemos recordar que la descripción del amor furtivo, en la
naturaleza bajo la iniciativa la mujer, no es tan insólito ni transgresor en la literatura
amorosa de la época609 como afirma Nieto.
En el artículo “El proceso poético de la Llama de amor viva” (Nieto, 1992), José
C. Nieto analiza las particularidades de este poema frente al resto de la poesía de Juan

607
La exégesis alegórica cristiana del Cantar de los cantares ha desarrollado una extensa interpretación
mística de este momento “horizontal” en el que la amada queda dormida en los brazos del Amado. Sobre
esta cuestión, véase Gregorio de Nisa, 1993: 167-168.
608
Véanse las explicaciones de Pacho, en Juan de la Cruz, 2000: 532.
687

de la Cruz. El crítico anota el superior grado de abstracción y de interiorización de la


Llama respecto de los otros poemas sanjuanistas, particularmente del Cántico cuyos
temas e imágenes sufren un agudo proceso de depuración e interiorización (1992: 126).
En este caso, Nieto reconoce que el sentido teológico del poema resulta innegable.
Ahora bien, lo que, en su opinión, resulta cuestionable es que tal sentido se refiera a la
experiencia de la unión mística. Para Nieto esta identificación no se colige de la
interpretación del poema, sino de la proyección sobre éste de lo afirmado por el autor en
su comentario. Nieto fundamenta su lectura en los siguientes argumentos: el poema no
utiliza el vocablo “unión” o cualquiera de sus derivados cuando se refiere al “alma” o a
su “más profundo centro”; en el poema, la iluminación no da paso al proceso de unión:

La jaculatoria, la antítesis, la herida, el cauterio, son primariamente símbolos e


imágenes del patetismo del dolor físico o psíquico610, pero no de una experiencia mística que
trasciende toda experiencia sensorial en una metaexperiencia de la mística de unión, donde los
sentidos son trascendidos por una experiencia que no se realiza en ellos mismos sino en la unión
del alma en experiencia trascendente. Nótese que el alma es herida en su “más profundo centro”
o fondo del alma, pero esta herida, en cuanto experienciada, separa y no une al alma con Dios.
(Nieto, 1992: 127-128)

La exposición y las conclusiones de Nieto así referidas son consecuencia de la


interpretación literalista de las imágenes que prescinde de los mecanismos de traducción
de la experiencia mística en expresión poética, conforme a unas pautas determinadas
por la mística precedente, que constituyen la base teológica y la imaginería alegórica de
San Juan de la Cruz. Así, aunque como dice Nieto las imágenes de dolor físico no se
correspondan con la experiencia no sensorial de la experiencia de Dios, debemos
recordar que estas imágenes no son sino una traducción de una experiencia
esencialmente intraducible y no una descripción detallada y realista de la misma. En
este sentido, Juan de la Cruz no hace sino acudir a un mecanismo retórico, el oxímoron,
que desde el pseudo Dionisio y su teoría del símbolo desemejante había sido empleado
por la teología cristiana para describir la experiencia mística611. El Areopagita afirmaba

609
Véase, por ejemplo, las coplas 65 y 74, incluidas en el Cancionero tradicional editado por José María
Alin (Alín, 1991: 114-115 y 119-120).
610
La descripción de dolor sirve a Nieto para señalar que en el poema, San Juan se refiere al “proceso
ascético de la vía negativa; del dolor y sufrimiento de la carne y del alma” (Nieto, 1992: 128).
611
Recordamos, no obstante, que el concepto de experiencia mística no ha sido constante a lo largo de su
historia. Para su evolución, nos remitimos al capítulo XX de nuestra primera parte. Para el pseudo
688

que lo externo de los signos carecía de valor en sí mismo; éstos –y en concreto el fuego
que, para Dionisio, es símbolo idóneo de Dios612- sólo debían atenderse en cuanto
expresión de lo inefable. Por eso, no nos parece aceptable la consideración de que la
fisicidad y la sensorialidad de las imágenes de la Llama sean una prueba de que ésta no
hace referencia a la unión mística, por cuanto, precisamente por su inefabilidad, se
entiende necesario el recurso a imágenes de este tipo para expresar lo que, en sí mismo,
resulta inexpresable, cuestión que nosotros hemos estudiado en nuestra primera parte
dentro de las coordenadas de la historia de la alegoría y su vinculación a la
metafísica613. Por otro lado, tanto el fuego como la descripción alegórica de la unión
mística en términos simultáneamente dolorosos y placenteros gozan de una consolidada
tradición –aludida en este capítulo, y estudiada en la primera parte de nuestro trabajo-
en la mística cristiana medieval. De este modo, creemos que el conocedor de esta
tradición podrá entender con nitidez la referencia del poema, en su conjunto, a la unión
mística a través de las imágenes utilizadas por San Juan de la Cruz614. Más abajo
estudiaremos detenidamente éstos y otros aspectos de la Llama.
Una cuestión distinta es la dificultad existente en la interpretación individual de
estas figuras, en la determinación de su procedencia, y en el análisis de la interrelación
de las imágenes entre sí en el poema. Del mismo modo, nos parece difícil asociar, como
hace Nieto, el sentimiento de placer y dolor de las imágenes de la Llama a la etapa de
las negaciones de la noche del místico, porque la descripción sanjuanista de la sequedad
espiritual y del vacío sensorial y afectivo realizados en la Subida y en el comentario de
La noche oscura615, no resulta conciliable con las imágenes y el tono amoroso de la
Llama, especialmente en su última estrofa. Antes, el verso “pues ya no eres esquiva”

Dionisio y su concepto de símbolo, supra. capítulo XV. Sobre el uso del oxímoron por los místicos, véase
Certeau, 2002: 198-200.
612
La representación alegórica de Dios mediante el fuego pertenece a una tradición más antigua en la que
confluyen las fuentes bíblicas y la literatura platónica (véase, por ejemplo, Numenio de Apamea, 1991:
142).
613
En este sentido, dice fray Luis de León: “Esta manera de hablar, Luliano, adonde con semejanzas y
figuras de cosas que conocemos y vemos y amamos, nos da Dios noticia de sus bienes (… ) es muy útil y
muy conveniente. Lo uno, porque todo nuestro conocimiento, assí como comienza de los sentidos, assí no
conoce bien lo espiritual si no es por semejanza de lo sensible que conoce primero. Lo otro, porque la
semejanza que ay de lo uno a lo otro, advertida y conocida, abiva el gusto de nuestro entendimiento
naturalmente, que es inclinado a cotejar unas cosas con otras (… ). Y lo tercero, porque de las cosas que
sentimos, sabemos por experiencia lo gustoso y lo agradable que tienen, mas de las cosas del cielo no
sabemos quál sea ni cuánto su sabor y dulzura” (Luis de León, 1997: 334).
614
Véase Morón Arroyo, 1991: 15.
615
Las diferencias entre el dolor de la Llama y el de la purgación del sentido y del espíritu de la Noche,
puede comprobarse, por ejemplo en el siguiente fragmente del comentario de La noche: “Padecen los
espirituales grandes penas, no tanto por las sequedades que padecen, como por el recelo que tienen de que
689

puede ser interpretado de este modo, como de hecho hace el propio autor en su
comentario616.
Frente a los partidarios de la lectura exenta y literalista de lo poemas, los
defensores de la lectura mística y global de la obra sanjuanista han presentado diversos
argumentos. De un modo taxativo, Morón Arroyo ha señalado, respecto del Cántico
espiritual:

Quien afirma que el poema de San Juan de la Cruz [Cántico espiritual] se puede leer en
un plano puramente erótico propone como lector ideal una persona carente de sensibilidad
religiosa, ignorante del contexto histórico, ante un poema sin título, anónimo y sin fecha. Ese
texto anónimo y sin título ya no sería el “Cántico espiritual de San Juan de la Cruz” y ese lector
no puede ser postulado como receptor del poema.
(Morón Arroyo, 1990: 11)

La crítica de Morón debe entenderse, a nuestro juicio, como reivindicación no


del sujeto-autor histórico, Juan de la Cruz, con sus circunstancias biográficas
particulares, sino, sobre todo, en el sentido de autor-función foucaultiano, esto es como
caracterización “del modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de ciertos
discursos en el interior de una sociedad”617. No obstante, creemos que es preciso añadir
una limitación más respecto del concepto de autor. Como señala Agamben, en su
reflexión sobre las tesis de Foucault, en “El autor como gesto”:

“El autor señala también el límite más allá del cual ninguna interpretación puede
avanzar. Donde la lectura del poeta se encuentra de algún modo con el lugar vacío de lo vivido,
debe detenerse. Porque tan ilegítimo como el intento de construir la personalidad del autor a
través de la obra es el de la voluntad de hacer de su gesto la cifra secreta de la lectura.”
(Agamben, 2005: 92)

En consecuencia, pensamos que esta limitación a la interpretación referida al


“gesto”, debe impulsar una exégesis que tienda a la investigación de los códigos, de las
circunstancias de todo orden vigentes en el momento de la escritura, de la tradición
asumida por autor y lectores en el momento de la producción del texto.

van perdidos en el camino, pensando que se les ha acabado el bien espiritual y que los ha dejado Dios,
pues no hallan arrimo ni gusto en cosa buena” (Noche oscura, 1, 1, 10, 1).
616
Cf. Llama, 1, 4, 18.
690

Nieto se hizo eco del problema que suponía Juan de la Cruz, como sujeto
histórico, en el artículo significativamente titulado “El bifrontismo juancruciano”
(Nieto, 1991), en el que afirma lo siguiente:

Por otra parte, este fraile retrógrado en las formas ascéticas religiosas, nos sorprende
totalmente cuando nos acercamos a una porción de su obra poética. La sorpresa se nos hace más
intensa precisamente porque antes hemos explorado su otro aspecto más recesivo y retrógrado.
Es en su obra poética, y en este orden: la Noche oscura, el Cántico espiritual, y la Llama de
amor viva, que uno se da cuenta, si se acerca a ellas desembarazado de toda tradición
hermenéutica basada en sus propios comentarios teológicos y perpetuada por una crítica literaria
no lo suficientemente crítica en la mayoría de los casos, de una muy personal visión.
(Nieto, 1991: 6)

Pero el problema del bifrontismo sanjuanista -o juancruciano- en los términos así


expuestos por Nieto, es producto, en primer lugar, de una proyección anacrónica de lo
que por retrógrado o avanzado puede entenderse en el contexto de las reformas
religiosas del siglo XVI -si bien consecuencia de movimientos reformistas que datan, al
menos del siglo XIV-. En efecto, Juan de la Cruz, con su severo programa de reformas -
severidad relativa en todo caso- y su ascetismo no es, a su modo, más retrógrado que
Erasmo y los demás humanistas que trabajan por volver al -idealizado- cristianismo
primitivo y a la autoridad de los Padres, frente a los excesos especulativos de los
escolásticos. Por este motivo, no puede considerarse retrógrado a Juan de la Cruz. Por
otra parte, cuando Nieto desecha, quizá ligeramente, la tradición hermenéutica de los
comentarios del autor, rehúsa también explorar el ámbito en el que esta tradición se
desarrolla, esto es la tradición mística en la que las imágenes más osadas de los poemas
sanjuanistas, sin perder por ello un ápice de su originalidad, encuentran su natural
ubicación.
Federico Ruiz ha criticado también la propuesta de lectura exenta de los poemas
sanjuanistas. En este sentido, afirma que la libertad de interpretación de los poemas
frente a los comentarios que el autor introduce en el prólogo del Cántico, no se refiere a
posibles lecturas diversas del sentido espiritual que con carácter general se predica del
poema. En segundo lugar, Ruiz subraya, como también ha reconocido el propio
Ynduráin, que el estudio detenido de los versos y estrofas revela numerosos elementos

617
Cf. Agamben, 2005, 79.
691

de ruptura con el plano “humano” que sacan a flote la dimensión mística del poema
(Ruiz, 1985: 105). En tercer lugar, Ruiz distingue entre la posibilidad de una lectura
exenta, producto de “los conocimientos, ignorancias, sintonías, predisposiciones, del
lector” para lo que “basta que el `significante´ esté logrado y mantenga coherencia y
continuidad en su propio plano”, y, la posibilidad de hablar de poema exento de forma
objetiva, esto es, negando la significación religiosa y mística. En este caso, Ruiz señala
que los condicionamientos particulares del lector deben ceder ante la realidad histórica
de los poemas, atendiendo a la comprensión espontánea del ambiente en el que Juan de
la Cruz los canta y divulga: “El poema es una obra escrita en un lenguaje configurado
culturalmente en un ambiente religioso, en el que resultaba primario su significado
espiritual. Y en ese ambiente concreto se presenta y funciona como poema religioso
místico” (Ruiz, 1990: 32-33).
Por nuestra parte, consideramos que la lectura literalista de los poemas de Juan
de la Cruz, desarrollada exclusivamente en el ámbito de lo erótico, y que prescinde de la
referencia al ágape, como amor divino, resulta de una inversión de los mecanismos
alegóricos dispuestos por el autor en la construcción de los poemas. En consecuencia, la
lectura literalista deviene, paradójicamente, alegórica, por cuanto proyecta sobre los
versos una interpretación ajena a los horizontes de creación del poeta y de expectativas
de los destinatarios inmediatos de estas composiciones. De este modo, la interpretación
literalista busca en el significado de la letra un sentido distinto, pretendidamente neutro
que, sin embargo, no es el original, sino el recreado, siglos después, desde una ideología
completamente distinta618.
Ahora bien, el reconocimiento del sentido espiritual de los poemas en sí mismos,
nos lleva a cuestionar el papel de los comentarios en prosa realizados por el propio
autor. ¿Deben admitirse sus explicaciones o, por el contrario, deben considerarse una
reelaboración doctrinal posterior carente del impulso místico –en cuanto libre y
heterodoxo- de los poemas? ¿Son poemas y comentarios textos que puedan armonizarse
dentro de una estructura de sentido mayor, o son piezas divergentes cuya yuxtaposición

618
Vilnet ha apuntado agudamente que el sentido espiritual de Juan de la Cruz no se opone al sentido
literal sino al sentido físico, a tenor de lo recogido en Subida III, 3, y Noche, II, 6 (Vilnet, 1949: 86). Esta
oposición no debe entenderse, en ningún caso como exclusión. Como se ha visto en la primera parte de
este trabajo, la exégesis alegórica cristiana, desde sus primeros tiempos, ha entendido que el sentido
espiritual no puede construirse sino a partir de una cuidadosa comprensión del sentido literal.
Contemporáneo de Juan de la Cruz, Luis de León, en su traducción literal del Cantar de los cantares,
equivocadamente considerada, en su momento, como literalista, afirma: “Sin entender primero aquella
corteza no se estima bien el sentido que allí pretende el Espíritu Santo (… ) Hay que decir y declarar ansí
carnalmente para entender los que se han de aplicar espiritualmente” (cf. Contreras Molina, 1993: 31).
692

opera en perjuicio de los poemas, empobreciéndolos, desde el punto de vista espiritual,


y suprimiendo su fuerte expresividad lírica?
La crítica no se ha puesto de acuerdo sobre el valor que debe darse a los
comentarios con relación a la interpretación de los poemas619. Algunos autores los han
rechazado en su conjunto o los han relegado a un lugar secundario frente a los poemas.
Otros han prescindido de sus pormenorizadas explicaciones alegóricas pero han
aceptado, como indispensable para interpretar los poemas, su no menos alegórico
sentido místico general 620.
El desinterés por los comentarios proviene, en parte, de su densa carga doctrinal
y de la utilización de mecanismos de traducción alegórica que desgranan las imágenes
poéticas “plano a plano”, cortando el vuelo de la imaginación de lector y del crítico
modernos.Buena parte de la crítica coincide en señalas que la lectura de los poemas
queda disminuida si se aceptan las explicaciones de los comentarios. De este modo,
incluso los que los aceptan, dudan sobre cómo y hasta qué punto deben ser aceptados.
Se discute, por tanto, sobre el modo en que deben ser leídos y, quizá haya que concluir
con Marlay que, en referencia al comentario al Cántico espiritual, afirma que siendo
indispensable para la compresión del poema, no ofrece la clase de comprensión buscada
por la crítica (Marlay, 1972: 363).
Se presenta de nuevo la cuestión de la naturaleza de estos poemas y las tensiones
que se originan sobre su sentido cuando sobre ellos operan los mecanismos de análisis
literario. En efecto, el problema que, a nuestro juicio, presentan los comentarios para
buena parte de la crítica actual es que la interpretación que éstos dan a los poemas no es
literaria, esto es, estética. El lector avezado en la análisis del símbolo propio de la poesía
moderna no puede admitir la alegoría teológica como método de interpretación de los
poemas sanjuanistas, que se ofrecen al lector actual cargados de imágenes extrañas y
acompañados de una aura mística que, paradójicamente, en vez de contribuir a fijarlos a
una tradición hasta cierto punto codificada, los ha ubicado en un espacio irracional
dominado por la idea, como abstracción, de lo inefable. En este sentido, las glosas

619
Sobre el carácter de los comentarios y sus diferencias, véase Pacho, 1991.
620
El trabajo de Armando Pego es revelador de los titubeos, casi de las contradicciones, de la crítica
frente a los comentarios: si, poesía y prosa se diferencian en sus recursos expresivos y constructivos,
moviéndose en distintos universos culturales (la tradición poética italianizante y el modelo de
pensamiento escolástico), de tal manera que no puede verse en ellos el intento de trasladar un mismo
contenido intelectual, “aún así la relación dialéctica entablada entre los poemas y la prosa resulta
fundamental para comprender el proceso de escritura sanjuanista. La prosa no se limita a intentar traducir
en categorías especulativas la experiencia mística descrita en los poemas. Estas categorías operan como el
693

sanjuanistas no pueden sino decepcionar. Y de esta decepción literaria se busca la


escapatoria a través del “salvoconducto” que para la libertad de interpretación supone el
prólogo del Cántico espiritual, o las soluciones literalistas, o la apelación al misterio
como límite de la actividad crítica. Pero acaso sea necesario reconocer con Marlay, que
el problema radica en que la explicación de los comentarios, siendo indispensable, no es
literaria, no es lo que busca el crítico literario. Esto no implica que los comentarios no
tengan interés desde el punto de vista retórico, o incluso poético, ni, desde luego, que se
pueda prescindir de ellos en la comprensión de los poemas.
La tensión que, desde una óptica moderna, se establece entre la indeterminación
de sentido de los poemas y la descodificación conceptual de los comentarios acaso
tenga su origen en un concepto de la inefabilidad mística ajeno al contexto de
elaboración de la obra sanjuanista621. De esta cuestión ya nos hemos ocupado en páginas
anteriores. Ahora debemos volver sobre ésta, con el objeto de acotar el sentido de las
explicaciones dadas en los comentarios, esto es, con el objeto de determinar qué puede
ser dicho a partir de la inefabilidad sustancial de la experiencia mística.
San Juan de la Cruz distingue dos modos de inefabilidad622: una inefabilidad
absoluta en aquellos casos en los que es imposible dar con la expresión adecuada del
fenómeno; y una inefabilidad relativa en los casos en los que se plantea la posibilidad de
expresión, advirtiendo de la insuficiencia del lenguaje, la necesidad del favor divino
para encontrar la expresión adecuada y su justificación por medio de símiles.
La inefabilidad mística, en opinión de Martín Velasco623, se concreta en tres
aspectos: la inefabilidad emocional, la inefabilidad causal y la inefabilidad descriptiva.
La primera es común a todas las experiencias en las que intervienen las
emociones. La experiencia mística comparte esta inefabilidad con la experiencia
amorosa, de dolor o, incluso, con la experiencia estética. En el caso de la mística la
inefabilidad se radicaliza por dos razones: la dificultad de encontrar otros individuos
que participen de este tipo de experiencia y a los que se pueda remitir la propia; y, en
segundo lugar, la profundidad de esta experiencia. Pero, en nuestra opinión, es necesario
introducir una corrección en estas razones cuando se piensa en el ámbito carmelita, o en
general, religioso, del siglo XVI en el que la experiencia mística no resulta un fenómeno

marco conceptual desde el que es posible dar el salto a un discurso poético lleno de valencias
siginificativas y, sin embargo, coherentemente organizadas (Pego Puigbó, 2004: 147).
621
Mialdea, por ejemplo, afirma que los poemas son inefables y que, en consecuencia, los comentarios
son sólo una exégesis aproximada (Mialdea, 2004: 47).
622
Seguimos a Farrés Buisán, 1990: 143-154.
694

tan extraordinario, sino que, como se verá en este mismo capítulo, se halla vinculado a
determinadas prácticas de oración y meditación observadas generalmente aunque,
obviamente, de muy diversas maneras, y con distintos niveles de profundidad. En todo
caso, existe un lenguaje codificado que articula la expresión de esta experiencia de un
modo alegórico a partir, sobre todo, de la lectura e interpretación del Cantar de los
cantares. En la exposición de la relación entre la inefabilidad emocional y el uso
particular y radicalmente complejo que San Juan hace de los códigos de expresión de la
experiencia mística es, seguramente, donde la crítica encuentra más obstáculos para
admitir las explicaciones de los comentarios.
La inefabilidad causal se refiere a la imposibilidad de explicar la razón de ser, el
origen, la aparición y la forma de desarrollarse de la experiencia que describe. Existen,
ciertamente, en los comentarios sanjuanistas, y en la tradición anterior, toda una serie de
escalas, grados y fórmulas de ascensión hacia la contemplación mística que parecen
invadir el terreno de esta inefabilidad. Pero debe tenerse en cuenta que toda esta
sistematización doctrinal descriptiva no deja de comprender la contemplación como una
gracia divina, de todo punto inexplicable. De esta manera, las clasificaciones de los
comentarios no rompen con la gratuidad esencial de la experiencia mística, ni
pretenden, en consecuencia, invadir el terreno de lo inefable de la poesía sanjuanista.
La inefabilidad descriptiva afecta a la imposibilidad de describir lo vivido. Esta
dimensión de la inefabilidad mística es la que algunos hayan considerado la experiencia
mística como algo irracional, no susceptible de análisis ni de interpretación. Sin
embargo -dice Martín Velasco- los místicos han desarrollado una mística especulativa
en la que reflexionan sobre su experiencia y establecen los grados y escalas antes
referidos. Los comentarios sanjuanistas se despliegan en el horizonte de la mística
especulativa y, con ello, abundan en el espacio determinado en los poemas y, a su vez,
habilitan el sentido en el que éstos se ubican.
Por lo tanto, pensamos que, cuando se plantea la cuestión de los comentarios,
debe tenerse en cuenta que se trata de un problema distinto que apela a la necesidad de
valorar el ámbito en el que los comentarios se acercan a los poemas; un espacio
delimitado por una perspectiva que no pretende ser de totalidad, sino que se sirve de una
metodología codificada, apoyada en el conocimiento por parte de los destinatarios del
sentido de las imágenes de los poemas, y de la tradición exegética edificada en torno a
ellas, y que, en consecuencia, no pretende abarcar esta totalidad, sino, sobre ese fondo

623
Seguimos en esta exposición a Martín Velasco, 1994: 75 y ss.
695

ideológico, hermenéutico y doctrinal, avanzar en la construcción de un método624 de


vida mística que gira en torno a la contemplación. En este sentido, las explicaciones que
Juan de la Cruz ofrece de sus imágenes no pretenden, desde luego, agotar el sentido de
las mismas, pero sí insertarse, con sus variantes, en la tradición de lectura mística de la
Escritura, fundamentalmente el Cantar de los cantares.
Dice García de la Concha que los comentarios de San Juan autorizan la lectura
alegórica, pero “lo alegórico, de raíz literaria o doctrinal, se convierte de este modo en
un elemento más de la construcción formal simbólica” (García de la Concha, 2004:
289). Así, los comentarios pueden leerse también en clave simbólica: “Consiste en
aplicar a los materiales que en ellos brinda el mismo método que él utiliza con los
elementos alegóricos en las composiciones líricas para la construcción del símbolo.”
(2004: 291-292). García de la Concha propone, de esta manera, la ligazón de poemas y
comentarios en un espacio común superior, evidenciado especialmente en el comentario
de la Llama: “la prosa se hace lírica y vuela por los mismos ámbitos del poema”625. En
tal caso, ambos, poema y comentario, se fusionan formando una construcción superior
de sentido (García de la Concha, 2004: 246).
También Molho ha señalado, con respecto al Cántico, la necesidad de descubrir
la relación de complementariedad que une Canción y Declaración:

La Declaración en prosa y la Canción en verso no son sino dos momentos de un mismo


objeto, que se interpenetran. La interpenetración es tal que no es posible determinar sino por
hipótesis cuál precede y cuál sigue, con la eventualidad de que en sí y por lo común la Canción
precede a la Declaración. Puede darse el orden contrario.
(Molho, 1992, 10)626

En nuestra teoría, expuesta en la primera parte de este trabajo, que desarrolla la


esencial copertenencia de la metafísica y la alegoría, consideramos, con Clifford, que es

624
El sentido etimológico de “método” como camino o itinerario, tiene aquí un sentido contrario al que
tendrá unos años después en el sistema cartesiano. Para Descartes el método es un modo de aprehensión
de la realidad, de conocer. Para el místico es un modo de vida en el que el conocimiento no se
fundamenta en el procedimiento calculador de la matemática ni en la separación “sujeto / objeto” que el
cartesianismo propone.
625
Sobre esta cuestión véase además García de la Concha, 2004: 314 y ss.
626
Suscribimos la opinión de Molho respecto de la relación entre poema y declaración, en el Cántico
espiritual. Esto no obstante, Molho expresa en su trabajo una serie de reticencias con relación a la autoría
y valor de CB, su declaración y su autoría (Molho, 1992: 9-10) que no compartimos. Preferimos pensar,
como hace un buen sector de la crítica, que CB es fruto, junto con la Llama, de la evolución intelectual de
Juan de la Cruz y de su reflexión sobre la naturaleza de la experiencia mística.
696

el símbolo el que se incorpora, como instrumento privilegiado –sobre todo en la


modernidad-, dentro de la alegoría, y no al contrario. Ciertamente alegoría y símbolo
pertenecen a momentos distintos del pensamiento filosófico627. Pero, en nuestra opinión,
ambos pueden reconducirse a una sola categoría –que nosotros hemos optado por llamar
alegoría, por ser un término más amplio y asentado en la tradición hermenéutica y
retórica- si se estudian desde su conexión esencial con la metafísica. Con esta salvedad,
que se despliega en el ámbito terminológico, consideramos que la reflexión de García de
la Concha define la relación entre poemas y comentarios, más allá de las
interpretaciones que los han considerado o bien un aparato doctrinal impuesto, a
posteriori, a los poemas, o una traducción alegórica estéril, arbitraria y, por tanto,
prescindible de los mismos.
En todo caso, es necesario señalar el carácter insólito de estos comentarios por
cuanto, como recuerda Emilio Lledó, constituyen un hecho casi excepcional en nuestra
historia literaria, esto es, el caso de un autor que se somete al ejercicio hermenéutico de
convertirse en lector e intérprete de sí mismo (Lledó, 1995: 99). Para Lledó, la
existencia de los comentarios plantea un complejo problema de interpretación. La
lectura que San Juan realiza de su propia obra poética “expresa, por un lado, ese mundo
objetivado de los poemas y, por otro, un discurso que lo señala, lo explica al tiempo
que, una vez más, lo constituye” (1995: 102). El texto en prosa se aparta del poema
formando su propia realidad literaria, olvidando su carácter subsidiario del poema, de tal
forma, que, por un lado, se ofrecen estos poemas misteriosos de apariencia amorosa y,
por otro, encontramos la interpretación que realiza el propio autor.
Lledó advierte que la consideración de la naturaleza de estos poemas desde el
punto de vista del autor resulta problemática. Aunque San Juan no otorga un carácter
sagrado a sus versos, cree, sin embargo, que “estas canciones parecen escritas con algún
fervor de amor de Dios”628. Esta confesión acerca del carácter de su propia obra lo pone,
para Lledó, “al arrimo de una tradición religiosa en la que no cabe ya la libertad
individual para dar sentido y garantizar el valor de la particular escritura” (1995: 109-
110). Lledó relaciona esta idea con la teoría platónica del entusiasmo poético.

627
Nos referimos obviamente al concepto de símbolo impuesto por el pensamiento moderno, no al
término y a la amplia gama de realidades a las que éste ha apelado desde la Antigüedad (cf. supra.
capítulo XXI).
628
Dice Lledó a este respecto que “interpretar es clarificar, convertir la palabra aislada en el puro aire del
“fervor de amor” que mora y gime en sí mismo, en un término que engarce con la tradición, con el
espacio cultural desde el que esa palabra singular recoge ya otra voz que la de su limitada expresión y
pueda dialogar con ella” (1995: 116-117).
697

San Juan de la Cruz confiesa en sus comentarios la imposibilidad de insertar sus


poemas en un discurso puramente racional. Parece necesario situar esta dificultad dentro
de una teoría interpretativa estrechamente relacionada con el contexto intelectual del
poeta. En este punto de la reflexión, resulta pertinente traer a colación las tesis tomistas
sobre la interpretación de textos.
El valor de esta breve reflexión sobre la teoría tomista de la interpretación radica
en la posibilidad de esbozar una aproximación a las ideas que el propio Juan de la Cruz
posee acerca de sus poemas y de la interpretación aportada en sus Declaraciones en
prosa. Para el Aquinate, la interpretación de textos consiste en la averiguación de lo que
el autor quiere decir. En el caso de los textos sagrados, al ser Dios el autor de los
mismos, la interpretación tendrá siempre un carácter limitado, aproximado y provisional
(Eco, 1999: 95-97). Por lo que a San Juan se refiere, desde una perspectiva tomista, el
problema carece de solución mientras no quede determinada la naturaleza del texto. Si
se considera una obra estrictamente humana, el comentario de San Juan se convierte en
la única interpretación válida, aunque reconozca la imposibilidad de explicar muchas de
sus oscuridades. Si, por el contrario, se considera que el texto está de algún modo
inspirado, la interpretación se vuelve casi imposible, a menos que se considere -como se
dice en el comentario de la Llama- que la interpretación también se produzca en estado
de contemplación. La ambigüedad sanjuanista respecto a la naturaleza de sus poemas es
la causa de la autolimitación del alcance interpretativo de los comentarios.
Lledó establece cierta analogía entre el sentir de fray Luis al traducir el Cantar y
la labor exegética de San Juan (1995: 111). Esta analogía puede ser matizada con lo que
acabamos de señalar respecto de los criterios tomistas de interpretación, debido a que el
Cantar tiene la condición de libro revelado. No obstante esta distinción, es necesario
señalar que Juan de la Cruz suele utilizar en sus comentarios el paradigma del
comentario bíblico con sus diversos sentidos histórico, alegórico-espiritual, tropológico
y anagógico (Pacho, 1995: 209), si bien de una forma que escapa a los parámetros de la
exégesis medieval.
Otros críticos han profundizado en la relación de los comentarios con los
poemas afirmando que aquéllos, lejos de aclarar el sentido de los versos, inducen
oscurecimientos parciales que provienen de su naturaleza de textos poéticos contagiados
de las recurrencias de los versos (Lara Garrido, 1995: 145). A veces, incluso, los
comentarios contradicen no ya el tenor literal de los poemas sino su sentido global. Tal
698

es el caso de La noche oscura. La relación entre el poema y sus comentarios no puede


ser más contradictoria. Así, dice Pikaza:

Es paradójico el hecho de que San Juan de la Cruz haya escrito un espléndido poema de
amor titulado Noche oscura (… ) y que luego, al comentarlo por dos veces (… ), lo convierta y lo
transforme en prosa teológica. Es evidente que al autor le importa sobre todo el gozo de la unión
definitiva, allí donde se abrazan “amado con amada, / amada en el amado transformada”. Pero
al llegar al comentario, renuncia a presentar el gozo y, sobrevolando el poema, se limita a
exponer de una manera teórica la urgencia de las negaciones.
(Pikaza, 1992: 98)

En efecto, la brecha que se abre entre el poema Noche oscura y sus comentarios
no puede ser más amplia, por cuanto ya no se trata de contraponer una lectura literalista
a otra alegórico-mística, sino que es preciso reconocer que poema y comentarios
arrojan, al menos en apariencia, lecturas espirituales contradictorias.
Por lo que al Cántico se refiere, la interacción entre poema y comentario ha sido
estudiada por C. P. Thompson, quien pone de relieve que en el Cántico B existe un
modelo en tres distancias, a modo de grados, respecto a los versos comentados (Lara
Garrido, 1995: 146). Los comentarios a la Noche y a la Llama también oscilan entre
estos supuestos:
1. Un grado de impulso lírico en el que poema y comentario se hallan muy
próximos. Así lo pone de relieve Nadine Ly al decir que la contaminación de la emoción
del poema a la prosa se manifiesta en el uso de la exclamación, la repetición de
palabras, y la modificación de la morfología de los adverbios. A veces las metáforas se
explican por medio de metáforas, abandonándose la evocación del elemento comparado.
Para Nadine Ly los fragmentos de más intensa emoción son, sin embargo, aquéllos en
los que se invoca la propia letra del poema, hasta convertirse en motivo de éxtasis
verbal (Ly, 1995: 226-227)629. El texto se objetiva, se convierte en algo ajeno y, en
cierto modo, extraño al mismo autor, que no duda en asombrarse, emocionarse o dudar
ante su propia obra, ante unos problemas textuales que no acierta, con frecuencia, a
explicar.
2. Un grado de función interpretativa que en ocasiones explica las imágenes
y a veces las interpreta como parte de la vida espiritual. Dice Ly que la configuración de
699

las declaraciones si bien no “explica” stricto sensu las estructuras del discurso poético,
al menos las “imita” en su hacer, comentándolas activa y literalmente al manifestar por
ejemplo el trabajo etimológico o analógico (1995: 230). A veces, observa Ly, se
introducen reflexiones metapoéticas de forma implícita. Así ocurre con el tratado
referido a la Llama de amor viva en el que se encuentran comentarios sobre la métrica
del poema630.
3. Un enfoque sistemático en el que el comentario va más allá del poema
mostrando una independencia tal que podría haberse escrito al margen del mismo,
ejemplo de lo cual es, como ya dijimos, el comentario a la Noche Oscura. La Subida es
más un tratado de teología mística que un comentario al poema631.
Pero, además, es importante recordar, como ya se ha advertido, que estos textos
en prosa son susceptibles de ser objeto de interés literario por sí mismos. De este modo,
Cristóbal Cuevas (Cuevas, 1991: 23-25) ha puesto de relieve el alto contenido retórico
de los comentarios a La Llama, señalando el cuidado rítmico de esta prosa, su tono
emotivo, ya comentado, su “consciente geometría verbal”, el clima de intensa emoción
que transmite a través de sus aliteraciones, paranomasias, oxímoros, prosopopeyas y
paradojas que la acercan de modo inevitable al cálido paroxismo de los versos a los que
intenta glosar. En sentido contrario, Aurora Egido ha señalado: “La contradicción [del
poema] con los comentarios es evidente, porque quien predica no operar con la
imaginativa, opera; y quien dice no servirse de la memoria, recuerda” (Egido, 1995:
189). Sobre esta cuestión volveremos cuando nos detengamos en el análisis de la Llama
de amor viva.
La conclusión que extraemos del análisis de la relación entre los comentarios y
los poemas sanjuanistas, junto con el de las ideas aportadas por la investigación crítica
anteriormente examinada, se despliega en un doble ámbito. Creemos, por una parte, que
los comentarios tienen un valor secundario para el lector actual, incluso el lector
cualificado, que lee los poemas como obras literarias en el sentido moderno de la

629
Véanse, en este sentido, las observaciones de Hatzfeld sobre el comentario de la Llama (Hatzfeld,
1968: 301, 302).
630
“La compostura de estas liras son como aquéllas que en Boscán están vueltas a lo divino, que dice: La
soledad siguiendo, / llorando mi fortuna, / me voy por los caminos que se ofrecen, etc., en las cuales hay
seis pies, el cuarto suena con el primero, y el quinto con el segundo, y el sexto con el tercero.” (Ly, 1995:
233).
631
En El poeta y el místico, Thompson clasifica las variantes exegéticas de los comentarios en tres
grupos: la simple expansión del poema, en la que San Juan explica su contenido sin introducir nuevos
elementos; la interpretación alegórica que expresa el significado oculto de los versos; y la exégesis
escrituraria, en la que el interés exegético se desplaza desde los poemas a la Escritura (Thompson, 1985:
170-171).
700

expresión, aun cuando no desconozca e incluso admita el sentido místico de los mismos.
El valor estético de los poemas, su denso aparato retórico, su conexión con las pautas
poéticas de la época632 y la fuerza expresiva de sus versos garantizan el éxito de la
“lectura literaria”.
Ahora bien, por otra parte consideramos que la comprensión de los poemas
como labor hermenéutica que busca el diálogo con la obra requiere, para que éste pueda
desarrollarse, de la determinación de un espacio común; este terreno exige, de modo
irrenunciable, la atención a los comentarios. Éstos, como se ha dicho más arriba, poco
añaden al placer estético de los poemas, incluso probablemente supongan una coacción
a la imaginación del lector, pero son imprescindibles en la actuación hermenéutica así
apuntada.
Estas reflexiones sobre el valor de los comentarios nos devuelven a una cuestión
que ya ha sido enunciada con anterioridad: la relación estructural de los poemas y los
comentarios. El hecho de que los poemas admitan una lectura exenta y la circunstancia
de que los comentarios fueran escritos con posterioridad a los poemas no deben
hacernos pensar que el teólogo místico, que pacientemente expone su doctrina en los
comentarios desarrollando un universo sistemático de conceptos y hechos propios
dentro de su particular idea de la experiencia mística, fuera una persona sustancialmente
distinta del poeta arrebatado de la Llama o el Cántico. Como ya se ha expuesto más
arriba, en San Juan de la Cruz, el místico es, por formación, anterior al poeta y, por lo
tanto, no puede afirmarse que ambas facetas -la teológica y la poética- discurrieran por
caminos divergentes en la experiencia vital de Juan de la Cruz.
Por estas razones, consideramos que los tres poemas mayores y los comentarios
que les siguen deben ser comprendidos como una obra unitaria, con una unidad de
sentido y con una disposición interna que, siendo capaz de evolucionar en su
pensamiento, mantiene una sólida cohesión entre cada una de sus partes y el todo633.
Pero nuestra afirmación a favor del carácter unitario de la obra de San Juan de la Cruz,
por lo que se refiere al conjunto formado por estos tres poemas y sus respectivas

632
Cf. Sebold, 2003 : 191 y ss.
633
Sobre la conexión entre poemas y comentarios, Jean Vilnet ha escrito lo siguiente: “Ainsi le
symbolisme, si vivace, s´allie sans transition aux plus rigoureux développements. Le lyrisme n´est qu´une
écorce ; la leçon doctrinale profonde est toute la moelle. Trop souvent saint Jean de la Croix n´a été lu
qu´en surface: la langue et l´image ont ébloui certains, déconcerté les autres. On n´a pas vu assez que le
poète ardent caché un logicien rigoureux, mais sans prétention ; que les plus imagés de ses ouvrages sont
sans mystère ni langage chiffré, chargés d´une doctrine simple, claire, mais d´une étrange profondeur.”
(Vilnet, 1949: 57). Federico Ruiz, por su parte, propone una sugerente lectura circular: del poema al
comentario y, desde éste, la vuelta de nuevo al poema (Ruiz, 1986: 40).
701

declaraciones, y bajo un enfoque hermenéutico, no debe entenderse en el sentido de que


el poeta hubiera querida construir una alegoría deliberada, al modo de, por ejemplo, las
alegorías medievales de Alain de Lille, en las que el comentario se inserta en la obra
como un elemento traductor de las imágenes enigmáticas que abordan al protagonista
del poema. García de la Concha ya ha advertido con claridad que la utilización
sanjuanista de determinados símbolos en la composición de sus poemas intuye algunas
de las explicaciones alegorizantes de los comentarios en prosa, aun cuando el
planteamiento de la obra resulte distinto (García de la Concha, 2004: 96)634. La relación
entre poemas y comentarios, en virtud de la cual se puede hablar, a nuestro juicio, de
una estructura unitaria global, no es una relación de identidad, en todos o algunos de sus
términos, o una relación orgánica en la que las partes se disponen atendiendo a distintas
finalidades -por ejemplo, la recreación poética de la experiencia y la reflexión teológica
sobre ésta- sino, como se ha dicho más arriba, una relación de copertenencia. Esta
relación genera una tensión de fuerzas delimitadora del espacio de la actividad
hermenéutica sobre el conjunto de la obra.
Las lecturas teológica y literaria pueden, obviamente, abordar poemas y
comentarios separadamente. El análisis metodológico dará respectivamente el objeto
teológico o literario que le es propio. Pero acaso se pierda con ello la complejidad de la
disposición original de la obra -poemas y comentarios- como estructura superior y
distinta de cada una de sus partes.
La naturaleza alegórica que esta estructura revela -que no plantea frente a lo que
se ha entendido como simbólico sino una cuestión terminológica635- no afecta a una
determinada explicación de los poemas, o incluso de determinadas estrofas, ni es más
intenso -aunque quizá sí más evidente- en unos poemas que en otros, sino que se
encuentra presente en la raíz misma de la obra mística sanjuanista y su sentido,
entendidos en su doble pero indivisible dimensión poética y doctrinal. Se trata, a nuestro
juicio, de una elaboración que emana de una idea metafísica del lenguaje que entiende
la alegoría no como una mera figura retórica sino como expresión -indicación más bien-

634
Para un juicio similar, véase Thompson, 2002: 212.
635
Obviamente el lenguaje de los poemas es, en términos generales, distinto del desarrollado en los
comentarios. Llamar a uno simbólico y a otro alegórico ha sido quizá necesario para señalar estas
diferencias dentro de las categorías propuestas por la estética moderna. Pero, a nuestro juicio, la
concepción unitaria de la obra sanjuanista requiere la determinación de un mecanismo retórico
englobador que nosotros hemos ubicado dentro de la tradición metafísica de la alegoría.
702

necesaria de lo inefable, vinculada a una tradición de lectura de los textos bíblicos sobre
la que se edifica una concepción trascendente de la existencia636.
Un buen ejemplo de esta copertenencia de poemas y comentarios, bajo el signo
de la alegoría, entendida como instrumento de la metafísica y no como figura puramente
ornamental, traducible plano a plano, puede verse en el comentario al verso “salí tras ti
clamando y eras ido” del Cántico espiritual. Frente al ejercicio de traducción metafórica
que el poeta ensaya en otras ocasiones637, en este caso propone la siguiente
interpretación:

Y es de saber que este salir se entiende de dos maneras: la una, saliendo de todas las
cosas, lo cual se hace por desprecio y aborrecimiento de ellas; la otra, saliendo de sí misma por
olvido y descuido de sí, lo cual se hace por aborrecimiento santo de sí misma en amor de Dios;
el cual de tal manera levanta el alma, que la hace salir de sí y de sus quicios y modos naturales,
clamando por Dios.
(Cántico A, 1, 11)

El comentario alegórico resume y resuelve el escenario abierto por el poema en


los versos anteriores. Pero San Juan no ha aclarado realmente las alusiones del poema,
ciñéndose casi por completo al sentido literal: el término “salir” sigue significado “pasar
de dentro a fuera”. Lo que ha hecho es describir el contexto, el mundo de la referencia
que dota de sentido no a este “salir” del poema sino a los ausentes “dentro” y “fuera”
que el verbo despliega con su sentido. En consecuencia, Juan de la Cruz explica pero no
sustituye ni traduce el verso. La alegoría se activa a través de la referencia a la que apela
el discurso en su totalidad.
Este mecanismo queda ya establecido en el comentario de la primera canción,
cuando al hablar del primer verso “¿Dónde te escondiste Amado?”, el autor parafrasea
el verso diciendo “Y es como si dijera: Verbo, Esposo mío, muéstrame el lugar do estás
escondido?”. Esta paráfrasis ha introducido la identificación del amado con el Verbo,
pero, a partir de esta asociación, San Juan de la Cruz abunda, por amplificación y
ejemplificación, en este escondite del Amado. Toda esta cadena de razonamientos no
desarrolla una interpretación alegórica en el sentido de traducción de metáforas

636
Sobre el modo de lectura de los comentarios en un sentido próximo al aquí desarrollado, véase
Thompson, 2002: 212-215.
637
Véase por ejemplo el comentario a la Canción 2ª, en la que “pastores”, “majadas” y “otero”, son
traducidos por “afectos”, “coros de ángeles” y “Dios” respectivamente.
703

continuadas, sino que lo que el místico carmelita hace es crear un contexto de alusiones
bíblicas en las que inserta el sentido literal del verso que, de este modo, se entiende por
sí mismo, sin más alteración que la identificación de la amada con el alma y el amado
con Dios. Pero, el comentario se cierra con una conclusión que incurre en el terreno de
la alegoría en su sentido anagógico:

De manera que el intento del alma en este presente verso no es pedir sólo la devoción
afectiva y sensible, en que no hay certeza ni claridad de la posesión graciosa del Esposo en esta
vida, sino también la presencia y clara visión de su esencia, con que desea estar certificada y
satisfecha en la gloria.
(Cántico A, 1, 2)

Es oportuno insistir no sólo en el hecho, observado por Pacho, de que San Juan
adopta el modelo de exégesis medieval de los cuatro sentidos de la Escritura638, sino
que, además, desarrolla instrumentos propios de la exégesis alegórica, bien conocidos
por la interpretación cristiana desde la patrística. Por ejemplo, pueden citarse las
asociaciones de textos por enlaces que el lector moderno jamás reconocería como tales,
considerando, por el contrario, estas asociaciones como puramente arbitrarias639. Pero la
arbitrariedad que, a ojos del lector moderno, va unida a una valoración negativa y
puramente voluntarista de la interpretación alegórica, concuerda, sin embargo, con el
proceder de una tradición exegética que el carmelita observa como autoridad640. A
veces, incluso, parece apelar a modelos alegóricos más antiguos, también prolongados
en la tradición cristiana medieval. De este modo, pueden encontrarse algunos casos de
alegoría psíquica, entendida en un sentido distinto del tropológico medieval 641,
En consecuencia, es necesario, a fin de determinar el funcionamiento y alcance
de este mecanismo alegórico, examinar los textos de referencia y las premisas

638
Véase también, con respecto a Subida, las observaciones de Thompson (2002: 235 y ss.).
639
Véase Thompson, 2002: 153.
640
Véase Vilnet, 1949: 84.
641
Véase, por ejemplo, el comentario al verso “Decilde que adolezco, peno y muero” del Cántico A, en el
que San Juan de la Cruz afirma: “Tres maneras de necesidades representa aquí el alma en relación al
entendimiento, voluntad y memoria”. En este caso, la alegoría psíquica relativa a las tres potencias del
alma se reconduce hacia la alegoría teológica en el parágrafo 8º. De forma análoga, al glosar la canción
3ª, y, en concreto, las referencias a “las fieras, fuertes y fronteras”, San Juan ofrece una explicación
alegórica física, de carácter tripartito -no asimilable desde luego a la alegoría física de los estoicos- según
la cual, las fieras se identifican con el mundo (parágrafo 6º), y una alegoría psíquica de carácter espiritual,
que se resuelve en alegoría teológica (parágrafo 7º). Ciertamente el mundo se entiende aquí como
enemigo del alma. La alegoría física es también detectable en el comentario a la canción 4ª. En este caso,
704

doctrinales sobre los que se elabora el discurso místico sanjuanista. Con este propósito,
en el capítulo siguiente analizaremos la relación entre el Cantar de los cantares y los
poemas de San Juan de la Cruz, atendiendo no tanto a la recreación de determinados
pasajes o a la reproducción de ciertas expresiones, como a la proyección global del
epitalamio pseudo-salomónico y la tradición exegética cristiana a él asociada sobre la
elaboración alegórica de la poesía de San Juan de la Cruz.
En el estudio de la relación entre los poemas sanjuanistas y sus comentarios no
hemos dejado de preguntar por la naturaleza de estos poemas y por la metodología que
pueda resultar más pertinente en su interpretación. Nuestra indagación partía de un
hecho indiscutible: el malestar de buena parte de la crítica literaria ante los comentarios
y su negativa a aceptar -en mayor o menor medida- las claves que el autor propone para
la interpretación de sus versos. Esta situación, esto es, el hecho de que la crítica
desautorice el juicio que un autor emite sobre su propia poesía, no deja de ser insólita -
aún más que lo que resultaba insólito para Lledó: el hecho de que el autor comente su
propia obra-.
Este malestar crítico ante los comentarios sanjuanistas es el resultado -en nuestra
opinión- de la concurrencia de una serie de causas de diversa naturaleza. Algunas, las
referidas propiamente al contenido y estructura de los comentarios, con toda su carga
alegórica y doctrinal, ya se han estudiado en este capítulo. Ahora debemos siquiera
apuntar hacia los poemas, esto es, hacia “aquello” de los poemas que, puesto de relieve
por los comentarios, produce el malestar de la crítica.
En capítulos ulteriores estudiaremos minuciosamente la procedencia y sentido de
las imágenes más importantes del Cántico espiritual y la Llama de amor viva. La Noche
oscura, por la desnudez de sus versos y la literatura secundaria que como símbolo
sanjuanista ha producido, requiere, a nuestro juicio, de un examen general, desde
distintas perspectivas de las que venimos dando cuenta a lo largo de este trabajo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntar por lo que los comentarios dicen
globalmente de los poemas y por el modo en que esta revelación puede producir el
señalado malestar de la crítica. Para ello debemos regresar, una vez más, a Baruzi, o,
mejor dicho, a lo que Baruzi dejó pasar por alto. En efecto, ya se ha advertido más
arriba que la orientación subjetivista que guiaba la interpretación de Baruzi desembocó
en un concepto psicologista de la mística de Juan de la Cruz, más propio de la

la cercanía a la alegoría física estoica es quizá más estrecha, al relacionar “los bosques y espesuras” con
los cuatro elementos.
705

concepción del fenómeno religioso moderno -y más aún de la comprensión de la vida


religiosa derivada del protestantismo como autoconciencia-. También se recordó en esas
páginas cómo, a diferencia de lo que sugiere el planteamiento baruziano, la vida
religiosa en el catolicismo del siglo XVI -y más en el ámbito de una orden religiosa-
apoyaba su construcción de la fe no sólo en la vida interior de la conciencia, sino en los
sacramentos -como ritos “objetivos”- y en la Doctrina, que “hace” fe de un conjunto de
cuestiones -desde la interpretación de la Escritura hasta la conducción de la vida diaria-
y las universaliza, homogeneizando con ello la práctica religiosa de los creyentes.
En este sentido, la experiencia mística sanjuanista y su expresión no pueden
concebirse, como hiciera Baruzi, de tal modo que no pueda existir una mediación de
cualquier tipo entre ambas. Por el contrario debe entenderse que entre ellas existe la
intermediación de una tradición doctrinal y expresiva que, lejos de ser una interposición
entre la experiencia y su expresión, sirve de cauce tanto a la experiencia propiamente
dicha como a la elaboración poética. De la proyección poética de esta tradición en los
poemas nos ocuparemos en los capítulos siguientes. Aquí debemos hacer algunas
precisiones sobre la experiencia mística sanjuanista. Nuestra intención no es,
naturalmente, llevar la discusión al terreno teológico sino dilucidar qué aspectos de la
concepción mística sanjuanista se proyectan sobre los poemas, afectan a su naturaleza y
condicionan su lectura. Se trata, en todo caso, de elementos generalmente poco queridos
por la crítica porque limitan o, al menos encauzan la libertad interpretativa y porque
afectan a la propia consideración de los poemas como literatura -no como poesía-, pero
que deben ser tenidos en cuenta en la comprensión de los poemas, precisamente porque
éstos son entendidos como fenómeno literario. Es decir, el esfuerzo de comprensión de
unos textos que son recibidos e incorporados a la lectura como literarios requiere la
investigación de la naturaleza original -quizá- no literaria de éstos. Precisamente porque
se ha perdido debe ser reflotada para iluminar el sentido literario con el que estos textos
se acomodan y cobran vida en la lectura actual.
El elemento que debe tenerse fundamentalmente en cuenta es el hecho de que la
experiencia mística para Juan de la Cruz -al igual que para los contemplativos de su
época y de siglos pasados- no es una experiencia extraordinaria, del modo en que se
entendió posteriormente, a partir del siglo XVII, esto es, en el sentido de experiencia
acientífica. Tampoco es, en consecuencia, una experiencia “subjetiva”, de la conciencia,
en la comprensión del término en la modernidad, ni, por lo tanto, en el sentido
psicológico que refiere y desarrolla Baruzi. Por el contrario, en el siglo XVI, la
706

experiencia mística se entiende como un acontecimiento de la vida espiritual que corona


un proceso de oración muy complejo, de dilatada elaboración y densa estructuración642.
Se trata del resultado de un “método”, ofrecido a unos receptores determinados que
conocen las circunstancias en las que éste se desarrolla y que, en mayor o menor
medida, se encuentran en el transcurrir de su propio camino, de su propio methodos. Los
comentarios muestran precisamente cómo los poemas son expresión de la culminación
del recorrido que ellos mismo anuncian y explican. En este sentido, puede considerarse
que los comentarios preceden a los poemas, aunque sólo se justifican a partir de éstos.
La aceptación de este panorama introduce, como ya se ha advertido, la duda
sobre el carácter literario de los poemas. La calidad poética y la perfección formal,
métrica y retórica, de estas composiciones no implican necesariamente que su
naturaleza sea literaria. Se plantea con esto un debate análogo al introducido por
Aristóteles en su Poética:

Sólo que la gente, relacionando la creación poética con el metro, a unos los denomina
poetas elegíacos y a otros poetas épicos, adjudicándoles el nombre de poetas no por la imitación
sino indistintamente por el metro utilizado. Pues, efectivamente, cuando publican algún tema de
medicina o de filosofía de la naturaleza en verso épico hexamétrico, así los suelen llamar. Sin
embargo, nada tienen en común Homero y Empédocles, salvo el metro, por lo cual es justo
llamar a aquél poeta y a éste más bien filósofo de la naturaleza que poeta.
(Aristóteles, Poética, 1447b)

Del mismo modo cabe cuestionarse la dimensión literaria de las formulaciones


poéticas de Juan de la Cruz. De hecho sólo la “estética” pudo atraer plenamente para la
literatura unos poemas que, a diferencia de lo que ocurrió con otros poetas religiosos del
momento, no se entendieron como literatura ni por sus contemporáneos ni durante casi
tres siglos. El hecho indiscutible de que estas obras se entiendan, por la más amplia
mayoría de lectores actuales, como literarias, no debe impedir la pregunta por lo que
fueron en su origen o por el modo cómo las entendió su autor, más allá de su voluntad
poética formal. Esto es, resulta preciso diferenciar entre la voluntad de entretener e
instruir de los escritores del siglo XVI así como de la exploración lírica de una

642
San Buenaventura ya había afirmado que las almas sencillas que se ejercitan en el amor de Dios de
forma intensa y continua llegan en la vida ordinaria a un grado elevado de purificación, iluminación y
unión con Dios. Pese a ello reconoce que pocos son los que efectivamente culminan en este estado de
perfección (Buenaventura, 1956: 51).
707

incipiente búsqueda de la subjetividad, dentro de un horizonte que no excluye la ironía,


el juego o, más tarde, la persecución del mérito643, de los intereses que mueven a Juan
de la Cruz a escribir sus poemas, intereses que se proyectan sobre el carácter final de
éstos y su sentido. No debemos sustraer la discusión sobre la naturaleza de la obra
sanjuanista del debate en torno a la literatura, no sólo de ficción en sentido estricto, que
se desarrolla en este momento644.
La experiencia mística sanjuanista se enmarca dentro de la estructura de la
oración mental que, desde la Devotio moderna, se había extendido con éxito en la
práctica religiosa cristiana europea. En la España de la primera mitad del siglo XVI
abundan los tratados de oración mental y los libros de espiritualidad, desde el
Ejercitatorio de la vida espiritual de García de Cisneros, publicado en 1500645 hasta los
Abecedarios de Osuna o la Subida al Monte Sión de Bernardino de Laredo.
La mística hispana del Recogimiento646 había concebido tres escalas en la
oración de contemplación: la oración del propio conocimiento, siguiendo las directrices
originariamente agustinianas -y desarrolladas, como se ha visto, por la mística
medieval, particularmente por San Buenaventura- de la introspección; la oración del
conocimiento de Cristo, especialmente de la pasión, que explora la vía abierta en la
Edad Media por por San Bernardo y los franciscanos; y, finalmente, la oración de unión
o contemplación (Andrés, 1989: 30-37)647. El método de Ignacio de Loyola se dirigía,
quizá en sentido opuesto al planteamiento de Juan de la Cruz, hacia la activación de la
imaginación orientando la oración mental en la producción de imágenes y discursos
(Pego Puigbó, 2004: 29).
Entre los carmelitas, la oración mental se incorporó, bajo la influencia de la
Devotio moderna, a través del Beato Soreth. Posteriormente, Jerónimo Gracián propuso
un método de oración mental dividido en siete partes. Este método se canoniza en el
capítulo de 1590, mediante instrucción rubricada por el propio Juan de la Cruz.
En todos estos casos, la contemplación se entiende como “la forma más perfecta
de plegaria y de vida de oración” (De Saint Joseph, 1983: 13). La intuición derivada de

643
Véase Navarrete, 1997: 60-100.
644
Véase, el tratamiento de esta cuestión que, a propósito de Cervantes, desarrolla Javier Blasco en
Blasco, 2005: 38-42.
645
Se trataba, en realidad, de una recopilación de textos de la Devotio moderna, presentado como un
manual completo de oración mental, centrado en la idea de la unión perfecta con Dios por la
contemplación (cf. Deblaere, 1983: 124).
646
Para el concepto de “recogimiento” en Juan de la Cruz, véase Herráiz, 1990: 205-209 y Ruiz, 1986,
208.
647
Sobre las etapas de la escala espiritual a partir del siglo XII, cf. supra. capítulo XX & 2.
708

la contemplación que, según Santo Tomás, “es una mirada que, abarcando el todo, lo
penetra”, no puede confundirse con el concepto moderno de intuición que se ha
desarrollado en la estética moderna ni con el modelo propuesto por Bergson648. La
experiencia mística responde al concepto pasivo de contemplación. Frente a la activa, la
contemplación pasiva aporta un sentimiento mucho más intenso de la presencia de Dios
en el alma, pero sin perder, por ello, su carácter oracional 649. Las tres vías de la escala
mística que, sobre todo desde San Buenventura, eran aceptadas por los contemplativos
cristianos requerían las mismas energías y compartían los mismos medios, que no eran
otros sino los pasos establecidos para la oración: lectura, meditación, oración y
contemplación. En cada una de las vías era necesario, por tanto, recorrer el mismo
camino (Buenaventura, 1956: 36-38)650. En su Tercer Abecedario, Osuna se refiere a la
contemplación, en el ámbito de la oración mental, con unos términos que adelantan ya
el horizonte de la poesía sanjuanista:

[En la oración mental] se alza lo más alto de nuestra ánima más pura y afectuosamente a
Dios con las olas de deseo y piadosa afección esforzada por el amor; el cual, mientras mayor es,
tiene menos palabras y más comprensoras y que hacen más al caso, porque no dice el alma que
así ora sino aquello de los Cánticos: Mi amado a mí y yo a mi amado.
(Osuna, 1972: 403-404)

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVI la oración mental es vista con
recelo; muchos de los libros de oración y de espiritualidad son incluidos en el Índice de
1559. No obstante, su influencia persiste y se acrecienta entre los contemplativos
españoles. Juan de la Cruz no es ajeno a esta rica elaboración doctrinal ni a los
mecanismos de la oración mental. La enorme dimensión contemplativa de Juan de la

648
Op. cit, p. 14.
649
El concepto de “contemplación”, como ya se ha dicho anteriormente en estas páginas, no se despliega
en el ámbito de lo “extraordinario” ni propiamente -aunque accidentalmente pueda concurrir- con el de lo
visionario. La lectura de la mística que expone A. A. Parker en La filosofía del amor en la literatura
española (1480-1680), al margen de la validez que tienen sus observaciones en el plano estrictamente
literario, parte -a nuestro juicio, de forma equivocada- de un concepto de la contemplación excesivamente
vinculado a lo alucinatorio (Parker, 1986: 94), omitiendo toda referencia a su dimensión oracional.
650
Es importante subrayar esta estructura común para las tres vías, frente a consideraciones recientes que
han relacionado exclusivamente la vía purgativa con la meditación y la vía unitiva con la contemplación.
De este modo, los principiantes no se distinguen de los perfectos por los medios que emplean sino por el
modo, menos perfecto, por el que emplean los mismos medios y las mismas energías (Buenaventura,
1956: 37).
709

Cruz, en el sentido oracional -y no psicológico o subjetivista- del término no ofrece


lugar a dudas en los comentarios651.
Pero, ¿hasta qué punto los comentarios condicionan la naturaleza de los poemas?
El propio Juan de la Cruz confiesa en éstos que son muchos los puntos de oración
tratados en las Canciones (Cántico A, prólogo, 3), además de advertir expresamente que
lo que el alma dice en ellas, lo dice “estando ya en la perfección, que es la unión de
amor con Dios” (Noche, prólogo, 2). En este punto es oportuno recordar cómo la
alegoría, al menos desde la Edad Media, conoce un uso mnemotécnico -fundamental en
la meditatio- derivado tanto de su vertiente narrativa como de su sorprendente
imaginería. Ambos elementos son determinantes en la Noche y en el Cántico: el
elemento narrativo y -especialmente en el Cántico- la profusión de imágenes extrañas.
En ambos poemas se proyecta -mediante un complejo proceso de interiorización
alegórica- la sombra del Cantar de los cantares, libro referencial de los místicos
cristianos y modelo, según Osuna, del diálogo que se produce entre Dios y el espiritual
en el estadio de la contemplación infusa. La Llama, poema que según su autor alude al
momento más alto de la contemplación, prescinde de toda dimensión narrativa, pero no
de una estructura igualmente sobrecargada de imágenes extrañas.
Pero la posibilidad de que Juan de la Cruz refiera los estados de contemplación
mediante un texto poético-narrativo652 recargado de imágenes delirantes parece
contradecir la propia concepción sanjuanista de la contemplación. En efecto, Juan de la
Cruz distingue la meditación de la contemplación recordando que el fin de ésta es sacar
alguna noticia y amor de Dios mediante las imágenes y el discurso653. No obstante, no
existe entre meditación y contemplación una separación radical como creyera ver
Baruzi654, sino que habría que pensar, en una argumentación que recuerda las ideas de
San Buenaventura sobre el itinerario místico, que “la contemplación cubre casi todo el
camino espiritual en un crescendo homogéneo de los elementos que la integran y que,
por lo demás, están en armonía con la vida y la oración que le preceden. Sólo cambian
el modo y la intensidad” (Herráiz, 1990: 203).

651
Sobre la dimensión contemplativa de Juan de la Cruz, véase De Saint Joseph, 1962.
652
Resulta significativo que sólo la Llama tenga carácter enunciativo en sentido estricto, frente al
desarrollo alegórico narrativo -si bien continuamente desbordado- de la Noche y el Cántico.
653
Cf. Subida, 2, 14, 1, 2; Noche, 1,1, 1. Véase también Cuevas, 1993a: 89.
654
Cf. Pego Puigbó, 2004: 32-33.
710

De este modo, no nos parece temerario pensar que los tres poemas mayores sean
reformulaciones poéticas de procesos muy intensos de oración mental655, con los fines
protépticos, autoafirmativos y didácticos propios de estas composiciones. La relación de
copertenencia existente entre los poemas y los comentarios pone de relieve la naturaleza
oracional -y no estética- de aquellos. Algunos estudiosos como Cristóbal Cuevas y
Domingo Ynduráin han aludido al carácter oracional de estos poemas en algunos de sus
trabajos. Nuestro trabajo se confiesa particularmente deudor del artículo “Mi amado las
montañas” de Domingo Ynduráin (Ynduráin, 1997) en el que el autor afirma que los
poemas mayores pueden ser concebidos como oraciones de contemplación, al modo en
que éstas eran entendidas por Hugo de San Víctor. De esta manera, los comentarios se
ofrecen como tratados que explican el posible sentido doctrinal de la oración
caracterizada por la incoherencia y el absurdo (1997, 179).
La obra de Juan de la Cruz -poesía y comentarios entendidos en sentido unitario-
se aproxima -con todas las distancias y precauciones pertinentes- al carácter de los
textos sagrados en la dimensión de “promesa” que Gadamer subraya respecto a la
Escritura:

Como dice la hermenéutica, el texto tiene un scopus, un propósito, a la vista del cual
debe ser entendido. Y, una vez más, se puede leer el mismo texto en un sentido literario, por
ejemplo, atendiendo a los valores artísticos que dan a su exposición vida y color, atendiendo a
su composición, a sus medios estilísticos sintácticos y semánticos (… ). Y sin embargo, incluso
un texto de esa clase, por ejemplo el “Cantar de los cantares” se encuentra en el contexto de la
Sagrada Escritura, es decir, exige, ser comprendido como promesa. Ciertamente, aquí se trata
del contexto, pero es de nuevo un dato textual puramente lingüístico el que presta a una canción
el carácter de promesa.
(Gadamer, 1998a: 24-25)

En el caso de los poemas sanjuanistas, observamos un proceso similar: el


discurso amoroso contiene en sí mismo, merced a su disposición alegórica, rasgos que
apuntan a una lectura en una clave que excede de lo puramente amoroso656. Pero los

655
Sobre la contemplación, frente a la meditación, como oración en Juan de la Cruz, véase, por ejemplo,
Subida, prologo, 6; 14, 1, y Llama, 3 31.
656
La elección de la égloga como género al que formalmente se circunscribe el Cántico está justificada
por su vinculación al Cantar de los cantares, leído en este momento como égloga -véase la traducción y
comentario de fray Luis de León-. Pero también es interesante recordar que, como señala Aurora Egido,
la égloga goza de una fuerte dimensión alegórica en la poética del Siglo de Oro, en consideración de
711

comentarios revelan que la alegoría de los poemas no sólo se refiere a la experiencia


mística del contemplativo que fue su autor, sino que existe en este conjunto poético una
intencionalidad no literaria que se orienta hacia terrenos espirituales en los que Juan de
la Cruz muestra, con finalidad didáctica y protéptica -bajo las que se esconde la misma
promesa de redención de la Escritura-, la fruicción divina de estos estados de
contemplación.
Ahora bien, la revelación, no ya de un discurso alegórico, sino de una raíz no
literaria del conjunto de la obra, incluidos por tanto los poemas, proyecta sobre éstos la
duda de si los mecanismos aportados por la filología son suficientes para iluminar el
sentido de los textos sanjuanistas. Respecto a la Escritura, Gadamer se mostraba
rotundo: pese a lo fructífero que pueda resultar el análisis filológico, los textos
demandan ser comprendidos como lo que son, esto es, como “promesa”. Sin embargo,
como advertíamos más arriba, la analogía que podamos establecer entre los poemas de
Juan de la Cruz y el Cantar de los cantares es forzosamente limitada. No se trata sólo de
que el poema bíblico pertenezca a un canon de textos inspirados, circunstancia que no
puede jamás concurrir en los poemas sanjuanistas. Creemos que la clave de esta
divergencia está en la ausencia de una tradición consolidada de lectura de los poemas
sanjuanistas en este sentido, frente a la aún reciente pero ya muy desarrollada tradición
de lectura literaria. Aun admitida la naturaleza oracional en origen de los poemas, no se
cuestiona la lectura literaria actual de éstos.
Hoy día no es admisible respecto a Juan de la Cruz, el juicio que hiciera
Aristóteles sobre el poema de Parménides. En ambos casos, asistimos a formulaciones
poéticas de cuestiones que escapan a los dominios de la poética: la experiencia mística
entendida como culminación de la oración, y la elaboración del primer pensamiento
(meta) físico; en ambos casos, los autores eligen el metro -la lira y el hexámetro- y un
lenguaje críptico, formalmente inspirado en un momento de revelación mística, y
poblado de alegorías, para la elaboración de sus textos. Sin embargo, nuestro juicio
tiene que ser distinto al de Aristóteles: los poemas de Juan de la Cruz han evolucionado
de modo distinto al fragmento conservado del poema de Parménides. Éste ha quedado
fijado en el ámbito de la metafísica -aunque paradójicamente se trate de un mundo
intelectual inexistente cuando fue compuesto-; aquellos, sin perder su aliento espiritual,

autores como Vives, Juan del Encina, e incluso antes, en la Italia del siglo XV. En el caso de Juan de la
Cruz, advierte Egido, la égloga “quedaba trascendentalizada en su sentido anagógico” (Egido, 1985).
712

pertenecen irremisiblemente a la literatura, en vitud del modo de leer -y su evolución657-


que los ha difundido como poemas propiamente dichos y no como formulaciones
poéticas de experiencias religiosas.
Esta decisión tiene que ver con el cambio respecto del grupo humano que recibe
los poemas. En este sentido resulta fundamental recordar el parágrafo 9 del prólogo de
Subida:

Ni aun mi principal intento es hablar con todos, sino con algunas personas de nuestra
sagrada Religión de los primitivos del Monte Carmelo, así frailes como monjas -por habérmelo
ellos pedido a quien Dios hace merced de meter en la senda desde Monte-, los cuales, como ya
están bien desnudos de las cosas temporales deste siglo, entenderán mejor la doctrina de la
desnudez del espíritu.

Nada tiene que ver la actitud y los intereses frente al texto de los destinatarios
originales de Juan de la Cruz con la que comparten los lectores contemporáneos de sus
poemas, los cuales reclaman del texto, entendido ya como literario, un sentido distinto.
Es cierto que la literatura es concebida como un fenómeno histórico en cuya
evolución, determinados discursos son considerados literarios en determinados
momentos para dejar de serlo posteriormente, o, a la inversa, algunos discursos que no
nacieron como literatura pasaron después a ser considerados como tales (Todorov,
2005: 36-37). Sin embargo, esta concepción histórica de la literatura no debe, en nuestra
opinión, llevarnos a considerar estos cambios sino en el contexto de una tradición que
debe ser comprendida en su devenir. Así, como se ha afirmado anteriormente, una
concepción literaria profunda de estos textos, en consonancia con su indudable
pertenencia al ámbito de la literatura en su acepción actual, sólo puede adquirir su
verdadero valor como tal a partir de la comprensión de la diversidad de su origen y de la
evolución que los conduce hasta el terreno de lo literario658.

657
Más arriba se ha anotado el concepto de literatura que, en palabras de Ynduráin, comparten los
hombres del Renacimiento. Ahora, nos parece oportuno desplazar nuestra atención hacia el concepto de
literatura moderno que lee por vez primera como tal la obra poética de Juan de la Cruz. Así, Todorov
recuerda que el concepto de literatura, como lenguaje que se basta a sí mismo, nace a finales del siglo
XVIII por oposición al lenguaje utilitario cuya justificación es exterior a sí mismo (Todorov, 2005: 12).
658
También los comentarios sanjuanistas pueden ser comprendidos hoy bajo la denominación de literatura
a partir de la concepción de un cuarto género literario, o grupo de géneros, -sumado a los tradicionales
poético-líricos, épico narrativos y dramáticos-, el género didáctico-ensayístico, que daría cabida
“prácticamente a todas las manifestaciones de la prosa escrita no ficcional, aunque en ella no se denote
siempre una voluntad artísitica bien definida” (García Berrio y Huerta Calvo, 1999: 147; para la inclusión
de la prosa sanjuanista dentro de este género, bajo el subgénero de “glosa doctrinal”, ib., p. 224).
713

No obstante, como se ha señalado más arriba, el -perdido- sentido oracional de


los poemas sanjuanistas debe ser recuperado no en cuanto a su fondo doctrinal sino en
cuanto clave de interpretación literaria de sus imágenes más oscuras. Es lícito pensar
que si Juan de la Cruz pensaba en un público iniciado para sus obras debía haber
manejado unas claves en la elaboración de sus imágenes que resultaran no sólo
conocidas sino también aceptables por estos destinatarios. Estas claves no podían ser
otras que las utilizadas por la tradición mística cristiana desde los Padres y los místicos
medievales cuyos escritos corrían entonces por España hasta los autores espirituales
contemporáneos, cuya mención, salvo algunos casos -Dionisio, Agustín, Tomás de
Aquino y pocos más- no era recomendable en el clima de persecuciones religiosas de la
segunda mitad del siglo XVI.
A esta tradición y al modo en que la alegoría se ha desarrollado hasta el
momento en que Juan de la Cruz compone sus poemas habremos de dirigir nuestra
investigación en el estudio concreto de los poemas sanjuanistas. No se trata de un
trabajo de localización de fuentes -éste sólo tiene carácter preparatorio, en cuanto
delimitador del material que debe ser examinado- sino de interpretación de los textos
poéticos en el conjunto de la obra de Juan de la Cruz, a partir de sus imágenes
concretas, pero sin perder de vista el sentido global de los textos a los que éstas
pertenecen.
714
715

III. La proyección alegórica del Cantar de los cantares en la obra


de San Juan de la Cruz

Dos son los problemas que, a nuestro juicio, se presentan al examinar la relación
entre el Cantar de los cantares y los poemas mayores de San Juan de la Cruz -la relación
con los comentarios, por su carácter expositivo no se ha entendido tan problemática-.
Estos dos problemas se refieren, en primer lugar, a la consideración del poema bíblico
como fuente de los poemas sanjuanistas; y, en segundo lugar, a la delimitación de lo que
debe entenderse por Cantar de los cantares.
El primero de estos problemas plantea, a su vez, diversas cuestiones: ¿Cuáles
son los poemas sanjuanistas que tienen el Cantar como fuente? ¿Qué pasajes del Cantar
son los que sirven de fuente a Juan de la Cruz? ¿Cómo opera esta fuente y qué relación
guarda en el complejo aparato de fuentes sanjuanistas?
Por lo que a las dos primeras cuestiones se refiere, los sucesivos estudios sobre
la presencia del Cantar en la poesía de San Juan de la Cruz han revelado que no sólo el
Cántico guarda una estrecha vinculación con aquel, sino que también la Noche y, en
menor medida, la Llama tienen importantes puntos de contacto con el epitalamio
bíblico.
En efecto, la Noche oscura tiene, entre otras fuentes659, un episodio del Cantar
de los Cantares, circunstancia que quizá no ha sido puesta suficientemente de relieve,
aún cuando autores como Domingo Yndurain hayan subrayado, sin aludir directamente
al Cantar, que la relación entre el contenido de la Noche y el del Cántico (San Juan de la
Cruz, 1995: 205).
Con más precisión, Francisco García Lorca se ha hecho eco de la presencia de
esta fuente situando la inspiración de la Noche en el capítulo primero del Cantar, aunque
él mismo advierte de la dificultad de esta filiación debido a las importantes diferencias
entre este pasaje y el poema de San Juan660: en primer lugar, hay una transposición
temporal entre ambos poemas. El texto del Cantar se desarrolla al mediodía frente a la

659
Las fuentes de la Noche oscura han sido estudiadas por Domingo Yndurain, quien cita, entre otras, la
Historia de Píramo y Tisbe, la poesía de Garcilaso, El Cortesano, la obra de León Hebreo, etc. (San Juan
de la Cruz, 1995: 205-218).
660
García Lorca menciona los versículos 6 y 7, pero posteriormente cita el 7 y el 8.
716

ambientación nocturna de la Noche; en segundo lugar, la ubicación del encuentro varía


de uno a otro poema: en el Cantar se sitúa cerca de las cabañas de los pastores mientras
que en el poema sanjuanista el “escenario” se hace más vago, indicando solamente que
era “parte donde nadie parescía” (García Lorca, 1972, 103). La propuesta de García
Lorca se basa en una similitud estilística indirecta: la proximidad de la expresión
popular “que yo bien me sabía” a la traducción del versículo que hace Fray Luis de
León: “si no te lo sabes”.
En todo caso, admitida esta conexión -aun cuando las pruebas aportadas han
parecido insuficientes a la crítica sanjuanista-, bien pudiera haberse intercalado esta
expresión en la Noche, guardando la anécdota del poema una procedencia distinta, más
acorde con su contenido. En nuestra opinión, el poema de San Juan de la Cruz se
aproxima más a otro fragmento del texto bíblico: el capítulo tercero del segundo poema
del Cantar (Ct., 3, 1-4)661, conectado también estrechamente con el Cántico, si bien la
Noche recupera muchos de los motivos de este fragmento con más fidelidad al texto
bíblico que éste: la salida furtiva de la casa familiar -que no aparecía en el texto
señalado por García Lorca-, la noche como espacio de búsqueda y de encuentro, y
finalmente la unión de los amantes. El texto bíblico, a diferencia del Cántico, incide en
el paisaje nocturno de la ciudad en un tono realista, con la aparición de los centinelas,
mientras que San Juan en la Noche hace hincapié en la soledad y abstracción nocturnas
que presencia el encuentro de los amantes -aunque con la significativa aparición de la
almena que localiza la acción en los arrabales de la ciudad amurallada-.
La filiación del Cántico respecto del Cantar es mucho más evidente. Imágenes, y
pasajes enteros del poema bíblico se reproducen en el Cántico, que parece obedecer a
una estructura similar. Thompson ha señalado que ambas obras, más que seguir un
desarrollo progresivo lineal, se mueven en torno a un punto focal, la unión de los
amantes, fluctuando constantemente entre la presencia y la ausencia del esposo
(Thompson, 1985: 95-98). Nos remitimos a los trabajos de Francisco Contreras Molina,
“El Cantar de los cantares y el Cántico espiritual” (Contreras Molina, 1993) y Colin
Thompson, El poeta y el místico (Thompson, 1985: 94-98) para el análisis detallado de
los paralelismos y correspondencias entre ambos poemas.

661
“En mi lecho, de noche, busqué al que ama mi alma. Busquéle y no le hallé. Levantarme he agora
buscaré por la ciudad; por los barrios y por las plazas, buscaré al que ama mi alma. (… )” (Cantar de los
cantares en versión de fray Luis de León, 2001, 168 y ss.).
717

Para la procedencia bíblica de las imágenes de la Llama, puede verse el artículo


de Egan “The biblical imagination of John of the Croos in The living flame of love”
(Egan, 1991).
La tercera de las cuestiones planteadas, es decir, la relativa al modo en que opera
la influencia del Cantar sobre los poemas sanjuanistas, presenta asimismo algunas
dificultades importantes. Aunque la mayor parte de la crítica esta de acuerdo en que el
Cantar es la fuente más importante del Cántico662, no todos los que han estudiado la
cuestión están de acuerdo en la explicación de la manera en que San Juan se acerca al
texto bíblico ni de la naturaleza de las relaciones que entre ambas obras se establecen.
Diego Sánchez se ha hecho eco de la libertad y creatividad con la que Juan de la Cruz
aborda el poema bíblico tanto en sus poemas, sobre todo el Cántico, como en los
comentarios: “No nos ofrece una traducción poética, ni un comentario bíblico en sentido
estricto, ni una paráfrasis, sino que sin atenerse siquiera a la secuencia del texto, él
organiza su poema y su comentario” (Diego Sánchez, 1990: 93).
Domingo Yndurain considera que entre ambos poemas se establece una relación
dialéctica en la que hay que atender al proceso de selección y transformación que el
Cántico hace sobre el Cantar. Para este autor, San Juan sólo conserva lo que coincide
con las convenciones literarias renacentistas o tradicionales (San Juan de la Cruz, 1995:
31-32).
Colin P. Thompson, por su parte, estudia los paralelismos entre una y otra obra
y, después de haber descartado una primera intuición de que el Cántico supone una
continuación del Cantar, considera que San Juan de la Cruz habría escrito un Cantar
“cristianizado”, alejado del aire hebreo del poema del Antiguo Testamento (Thompson,
1991: 10-11). Pese a las importantes observaciones que el autor realiza sobre estos
poemas663 y la introducción de elementos culturales propios -aunque no necesariamente
cristianos- ajenos al Cantar, no entendemos la necesidad de cristianizar un texto ya
aprehendido, integrado e interpretado alegóricamente por la tradición exegética
cristiana.

662
Thompson se hace eco de los esfuerzos que ha costado que la crítica admita la Biblia como fuente
principal de los poemas sanjuanistas: “Dámaso Alonso ha hecho todo lo posible por descubrir los puntos
de contacto más sutiles existentes entre San Juan y Garcilaso, Sebastián de Córdoba o la poesía popular,
pero ha evitado hacer lo mismo con el Cantar, aunque ello produce muchos más frutos. (… ) Esta
metodología no nos parece satisfactoria pues, al despreciar la principal fuente, corre el riesgo de atribuir a
otras influencias pasajes del Cántico que se comprenden mejor si atribuimos su génesis al Cantar bíblico”
(Thompson, 1985: 94). En términos semejantes se expresa O´Reilly (O´Reilly, 1991: 25 y ss).
663
También Domingo Yndurain se hace eco de esta cristianización al analizar algunas canciones, en
particular la canción 18: “¡O, ninfas de Judea!...” (Juan de la Cruz, 1995: 111-117).
718

Mención aparte merece el aludido estudio de Francisco García Lorca. A pesar


del indudable interés que este trabajo tiene con relación al tema que nos ocupa, hay que
tener en cuenta que, aunque como el propio García Lorca dice el Cántico no es sino una
libre paráfrasis del texto bíblico, el propósito de su trabajo es poner de relieve no la
relación entre el Cántico y el Cantar sino entre éste y los comentarios de fray Luis a su
propia traducción (García Lorca, 1972, 29).
Para nosotros, es importante encuadrar lo narrado en el Cántico dentro del
sistema establecido por el Cantar, como texto de referencia, para después intentar
señalar las similitudes y los alejamientos que el poema de San Juan plantea con relación
al texto bíblico. Así, creemos que el Cántico no se propone una revisión, siquiera libre o
cristianizada, del Cantar en el mismo orden que éste, ni tampoco estamos ante una
continuación que retoma la situación descrita al final del Cantar.
Tampoco pensamos que pueda calificarse al Cántico como imitación del Cantar.
El ideal imitativo renacentista, en los términos expuestos por Lázaro Carreter (1980),
tanto en la imitación que toma como referente un solo modelo como en la compuesta
que parte de varios modelos, no parece responder a la intención de San Juan respecto
del poema escriturario. A nuestro juicio, el procedimiento imitativo renacentista puede
encontrarse abundantemente en los poemas de Juan de la Cruz pero no en su relación
con el Cantar de los cantares, sino en todas las referencias a Garcilaso, Sebastián de
Córdoba y la poesía popular. En la incorporación de estas influencias, Juan de la Cruz
sigue ciertamente el modelo imitativo de la abeja, que, libando de muchas y diferentes
flores, elabora su propia miel, esto es, unos poemas propios y uniformes (Lázaro
Carreter, 1980: 95).
Llegados a este punto, parece necesario diferenciar entre fuente y tradición. En
el caso de la poesía de San Juan de la Cruz en la que tantas influencias, a tan distintos
niveles, son detectables, éstas no pueden agruparse sin más por su origen, sin atender a
su distinta naturaleza. En efecto, la ordenación de las influencias en tres grupos: las
fuentes bíblicas, la poesía de Garcilaso -bien directamente, bien a través de la versión a
lo divino de Sebastián de Córdoba-, y la poesía tradicional castellana, responde, sin
duda, a la realidad, pero no da noticia exacta de la formación de los poemas a partir de
estas influencias. Por eso, es oportuno diferenciar entre las meras fuentes, que
intervienen en los poemas suministrando imágenes, articulando pasajes y ofreciendo
diversas posibilidades métricas y retóricas; y aquellas otras influencias que no sólo
operan de este modo, sino que, además, son aprehendidas en el seno de una tradición de
719

lectura, exégesis y escritura, a la que el poeta inequívocamente se vincula. Tal es el caso


de las fuentes bíblicas y, en particular, del Cantar de los cantares.
La relación con el Cantar de los cantares es, por lo tanto, de diversa naturaleza a
la del resto de las fuentes. En nuestra opinión la presencia del Cantar, inseparablemente
unida a la tradición de exégesis mística que le acompaña en la tradición cristiana, opera
en San Juan, como teólogo poeta, al modo de la lectio integrada en el proceso de
oración, proyectada en la meditación -como recreación y vivencia de los textos
escriturarios- y la oración propiamente dichas, proceso que debe culminar en la
contemplación.
Por lo que se refiere al segundo problema planteado al comienzo de este
capítulo, esto es, el que se interroga por la cuestión acerca de qué debemos entender por
el Cantar de los cantares con relación a su presencia en la obra de Juan de la Cruz,
Terence O´Reilly nos pone en la pista correcta al decir que, aunque la presencia del
Cantar en el Cántico alcanza a aspectos técnicos como la sintaxis, vocabulario y
estructura, hemos de considerar que esta aproximación es insuficiente. Así, dice
O´Reilly, es necesario contemplar también la influencia que la exégesis medieval del
poema bíblico tiene en la obra de San Juan y, en particular en sus connotaciones
místicas. Esta presencia de la exégesis medieval no sólo se haría notar en los
comentarios en prosa sino también en la propia composición del poema (O´Reilly,
1995: 271-280).
A nuestro juicio, resulta necesario tener en cuenta que para San Juan de la Cruz,
el Cantar de los cantares no es un texto exento o ambiguo, sino la fuente de una rica
tradición de comentarios y textos teológicos y poéticos a la que él se incorpora con su
propia obra. Por esta razón, nos parece igualmente necesario, para la labor de
determinación de las fuentes de la poesía del carmelita, atender tanto a las expresiones y
situaciones del Cantar recreadas o citadas expresamente en los poemas sanjuanistas,
como a lo que la tradición interpretativa cristiana ha deducido de éstas, no sólo durante
la Edad Media, sino aún antes, especialmente en la exégesis alegórica de los Padres de
la Iglesia. En particular, Juan de la Cruz adopta frente al poema bíblico una actitud
exegética mística que no puede entenderse sin la interpretación fundacional de
Orígenes. El carmelita entiende que el Cantar es una alegoría, lo que implica no
meramente una cuestión ornamental, sino una aplicación extrema, en cuanto a su
significación, de las posibilidades del lenguaje humano, en una “abundancia de sentido”
(Cántico B, prólogo, 1), inspirado por el Espíritu Santo, y que sólo es leído
720

legítimamente cuando se hace el clave espiritual, esto es, alegóricamente664. La


construcción de este marco de lectura ilumina algunas de las zonas más oscuras de la
poesía de Juan de la Cruz, cuya mera referencia al poema bíblico no resulta suficiente
para su comprensión.
Lo que proponemos, en consecuencia, es la aplicación del procedimiento
hermenéutico que entiende que entre el epitalamio bíblico, tal como aparece en la
Escritura, y la poesía del místico carmelita no hay un vacío, sino una rica tradición de
lectura que construye un Cantar sustancialmente distinto del que pudiera ser leído -
también alegóricamente- en el seno de la literatura hebrea. Por este motivo, esto es,
porque la tradición teológica ha incorporado plenamente el Cantar al canon de la
Escritura y lo ha interpretado conforme a los parámetros de la doctrina cristiana, no
podemos compartir las afirmaciones de la profesora López-Baralt respecto del carácter
oriental de la poesía de Juan de la Cruz: “Lo que parecía incongruente en un poeta del
siglo XVI, no lo era en absoluto en el contexto de poemas semíticos como el Cantar de
cantares” (López-Baralt, 1998, 72). Por el contrario, consideramos con Vilnet que Juan
de la Cruz entiende el Cantar de los cantares como una alegoría cristiana (Vilnet, 1949:
107) y, en consecuencia, hace suya la lectura alegórica mística que la Iglesia había
venido dando del poema desde Orígenes hasta sus días665. En el próximo capítulo nos
ocuparemos de estudiar el modo en que Juan de la Cruz encarna y -por ello- prolonga la
tradición mística cristiana, en su aspecto doctrinal, prestando especial atención a la
expresión alegórica del fenómeno místico puesto de relieve en sus poemas y
comentarios. Por ahora debemos profundizar en la tradición de lectura alegórica del
Cantar y la forma en que ésta es recibida y continuada por Juan de la Cruz.
En principio, es necesario recordar que los poemas y comentarios sanjuanistas
no resultan extraños a la escritura religiosa en lengua vernácula que, desde finales de la
Edad Media, venía sucediéndose en torno al Cantar de los cantares. En efecto, Matter ha
advertido que los autores monásticos de esta época recurrieron al poema bíblico para
buscar en él imágenes que sirvieran como figuras que portaran un significado

664
Cf. Diego Sánchez, 1990: 89-90.
665
En el mismo sentido, véase Contreras Molina, 1993: 29. Con un alcance distinto, Teresa de Jesús
elabora sus pensamientos sobre el Cantar de los cantares entre 1566 y 1574. En ellos sólo se citan siete
versículos -algunos de ellos presentes en la poesía de San Juan de la Cruz como las referencias a la
interior bodega y a la imagen del manzano-. Teresa de Jesús realiza una lectura alegórico-mística en la
que se detecta la influencia de Gregorio Magno, Osuna y Laredo, y, a través de ellos, de los místicos
alemanes (Pelletier, 1989: 370-371). Fray Luis de León, no sólo en el prólogo de su traducción y
comentario del Cantar, sino también en De los nombres de Cristo, defiende asimismo la lectura alegórica
tradicional (Luis de León, 1997, 480 y ss).
721

inmediatamente reconocido por todos en virtud de una asentada y difundida tradición


exegética. El uso en lengua vernácula del Cantar de los cantares se extendía en una
triple dirección: los comentarios, los escritos devocionales y los textos poéticos, con una
amplia gama de variantes. La Subida, observa Matter, mezcla estos tres tipos de
aproximación al Cantar en lengua vernácula:

These treatises on the spiritual life by John of the Cross take one step back from the
commentary tradition, basing themselves on a poetic adaptation of several verses rather than
directly on the text itself. But the use of the Song of the songs here is still based on the ancient
traditions of commentary, out of which discrete verses were plucked to act as tropes. It is the
code of Song of the songs tropological exegesis, in fact, that supplies the meaning for the verses
on which the elaborations are based
(Matter, 1990: 186)

Por lo que al Cántico se refiere, Juan de la Cruz evidencia una nueva


interpretación del Cantar, que, según advierte Pelletier,

acomoda el paso de la metáfora -que es la ley del comentario- a la metonimia, en la que


la lectura es un punto de partida del texto hacia otros textos que manifiestan así su capacidad de
engendrar. Ni comentario, ni paráfrasis, el Cántico crea su propia voz, en un trabajo lingüístico
que es una nueva y magistral prueba de la fecundidad del epitalamio bíblico.
(Pelletier, 1989: 376)

Lo sorprendente de San Juan de la Cruz consiste, a nuestro juicio, en la ya


estudiada correlación de fuerzas entre los poemas y los comentarios. En esta tensión el
carmelita intercala unos poemas propios en el tradicional mecanismo exegético
consistente en comentar “la Biblia con la Biblia”, esto es la confrontación de pasajes
oscuros de la Escritura con otros más claros para determinar su sentido666. De este
modo, el poeta comenta su propia poesía que, por otra parte, es una recreación siquiera
parcial del Cantar de los cantares -en la que se intercalan, además, citas de otros libros
de la Escritura- y utiliza en su comentario pasajes bíblicos, de forma que, como ya
hiciera Filón de Alejandría, convierte la Biblia en un texto de segundo grado al servicio

666
Este procedimiento exegético, propio de la interpretación alegórica patrística -aunque detectable ya en
Filón de Alejandría- ha sido estudiado detenidamente en la primera parte de este trabajo. Fray Luis de
León reflexiona sobre este proceder interpretativo en De los nombres de Cristo (Luis de León, 1997,
329).
722

interpretativo de su propia obra. Es en el Cántico donde se aprecia con más claridad este
complejo juego de correspondencias, intertextualidades, creación poética y exégesis
bíblica. De este modo, entendidas como una sola obra las dos versiones del poema, con
sus comentarios, nos encontramos con una reconstrucción del Cantar de los cantares,
con materiales propios o ajenos previamente reelaborados en una disposición original
que unifica pasajes muy alejados en el texto bíblico y crea situaciones nuevas a partir de
estos materiales, que se reconstruyen, a su vez, en otro poema, el Cántico B, cuyo orden
distinto y con un comentario sustancialmente reformado, crea un nuevo texto, con un
sentido diferente.
En este complejo entramado especular formado por el reflejo que el Cantar
produce en el poema del Cántico A y, junto con éste, en el comentario, y la sucesión del
reflejo en el Cántico B, Juan de la Cruz extiende a su obra la articulación natural de
poema bíblico, esto es, la alegoría, e incluso, sugiere una conexión sustancial en cuanto
que afirma la presencia de la inspiración divina en su obra. Con relación a la primera de
estas circunstancias, la identificación de la naturaleza alegórica del Cantar con la del
Cántico, San Juan afirma en el prólogo de éste lo siguiente:

[La inefabilidad de la experiencia de Dios] es la causa porque con figuras,


comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten [las almas], y de la
abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran.
Las cuales semejanzas, no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que
ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos
Cantares de Salomón (… ), donde no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de
su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas.
(Cántico A, Prólogo, 1)

El texto asimila el lenguaje alegórico del Cántico al del Cantar en una doble
dimensión: una primera, aparentemente ornamental, que remite al uso de determinadas
figuras retóricas; y una segunda y más profunda, que apela al misterio inefable al que
estas figuras se refieren667. La inefabilidad esencial del misterio, revelada y encubierta
simultáneamente por las figuras, descubre el carácter no ornamental sino
metafísicamente necesario de la expresión alegórica, en consonancia con lo que sobre el
sentido del Cantar se ha venido observando en la exégesis alegórica cristiana.
723

En segundo lugar, la referencia a la inspiración divina, en el contexto de la


contemplación mística, expuesta no sin un cierto grado de vaguedad668, permite también
justificar el cauce de interpretación de los poemas sanjuanistas en el que la alegoría,
como se ha visto anteriormente, no es concebida como una simple figura ornamental,
sino, por el contrario, como un modo de acercarse al misterio de Dios y expresarlo
conforme a los parámetros de la mística cristiana669.
Tres son los modos de relación del Cantar de los cantares con la obra
sanjuanista. El primero se refiere a la composición de los poemas. A él, y a los distintos
grados en los que se desarrolla, nos hemos referido más arriba. Los otros dos afectan a
los comentarios. El primero alude a la existencia de una presencia general del Cantar en
los dos comentarios a la Noche y en los del Cántico, que se refiere a la aplicación de la
alegoría nupcial a la expresión de la experiencia mística. Esta elección no se limita a
una mera identificación de la amada con el alma y del amado con Dios, sino que se
despliega en una concepción del lenguaje y de sus códigos eróticos que los tres poemas
exploran en sus distintas posibilidades. El segundo se refiere al mecanismo en virtud del
cual el Cantar es citado en los comentarios en diversos pasajes, para servir de ejemplo,
o, casi siempre, iluminar versos oscuros, de tal modo que el propio comentario genere
un vínculo identificativo entre ambos poemas. En estos casos, San Juan de la Cruz
establece este espacio común a través de la exégesis alegórica del versículo bíblico que
cita.
La Subida es, acaso, el texto sanjuanista que menos cita al Cantar. Aunque
desarrolla el tópico de la alegoría nupcial, las citas de pasajes concretos del poema
bíblico no son tan abundantes como en el comentario de la Noche. Juan de la Cruz alude
a Ct. 2, 47, relativo a la cela vinaria del Esposo670, donde se produce el ascenso hasta el
séptimo grado de la contemplación de su caridad perfecta. Además cita los versículos

667
Como ejemplo, puede verse el parágrafo 3º del comentario a la primera canción del Cántico A: “Esto
mismo quiso decir la Esposa en los Cantares divinos (1, 6) (… )”. El subrayado es nuestro.
668
Cf. Cántico A, Prólogo, 2.
669
Juan de la Cruz, con esto, parece atender a las palabras de Luis de León quien en De los nombres de
Cristo, ante la prohibición de traducir los libros de la Escritura apunta lo siguiente: “Como quiera que
siempre aya sido provechoso y loable el escrivir sanas doctrinas que despierten las almas o las encaminen
a la virtud, en este tiempo es assí necesario, que a mi juicio todos los buenos ingenios en quien puso Dios
partes y facultad para semejante negocio tienen obligación a occuparse en él, componiendo en nuestra
lengua, para el uso común de todos, algunas cosas que, o como nascidas de las sagradas letras, o como
allegadas y conformes a ellas, suplan por ellas, quanto es posible, con el común menester de los hombres,
y juntamente les quiten de las manos, sucediendo en su lugar dellos, los libros dañosos y de vanidad”
(Luis de León, 1997: 144).
670
Subida, II, 11, 9.
724

Ct. 6, 11671, para ilustrar el “no saber” místico; Ct. 5, 2672, también relativo al
conocimiento sobrenatural de la contemplación; Ct. 4, 12673 donde la expresión “Mi
hermana es huerto cerrado”, interpretada místicamente como desprecio de las cosas
terrenas, sirve, al igual que las citas anteriores, para enlazar el Cantar con el poema de la
Noche, tan libremente glosado, y con su doctrina de contemplación así expuesta. La cita
de Ct. 8, 6674 expresa la petición del Esposo de que todos los actos de amor de la Esposa
sean para Él. En todos estos casos, como hemos advertido, el Cantar no se entiende
como “un poema exento”, sino indisolublemente unido a un cuerpo doctrinal, místico,
que lo conforma como alegoría y, en virtud del cual, se hace posible la asimilación a sus
propios poemas. Esta asimilación se lleva a cabo a través de fórmulas que tienden a
conectar su pensamiento con la cita bíblica como “de donde”, “que por eso”, “como si
dijera”, y “tal dijo”.
Frente a la poca relevancia que el Cantar de los cantares directamente citado
tiene en la Subida, el comentario de la Noche es no sólo mucho más prolijo en citas del
Cantar, sino que, además, éstas tienen un papel más relevante en la argumentación
teológica. En efecto, en este caso, junto con diversas citas que ejecutan funciones
parecidas a las reseñadas en la Subida, Juan de la Cruz se basa en el Cantar para
desarrollar la exposición de cinco de los diez grados de la escala de amor de la
contemplación. En la Noche, además, las citas resultan más próximas al tenor de los
versos comentados y más pertinentes, al menos bajo el punto de vista de la
interpretación moderna, que en Subida675. Pero, al igual que en este comentario, San
Juan no separa el Cantar de su interpretación alegórica mística, aunque en algunos casos
-el de Aminadab, a partir de Ct. 6, 10, es acaso el más llamativo- la interpretación
sanjuanista se distancie de la usualmente ofrecida por la tradición exegética.
El Cántico ofrece, frente a la Noche y sus dos comentarios, una diferencia
cualitativa. Ya no se trata solamente de que el poema reproduzca el esquema de alegoría
nupcial para exponer la experiencia mística, ni de que el comentario apele al Cantar
para apoyar, en mayor o menor grado, el desarrollo doctrinal del autor; ahora, además,
el mismo poema reproduce e incorpora imágenes y pasajes enteros del epitalamio
salomónico. Pero, al igual que ocurre en el caso de los comentarios a la Noche, el

671
Subida, II, 14, 11.
672
Subida, II, 14, 11.
673
Subida, III, 3, 5.
674
Subida, III, 13, 5.
675
Véase Noche oscura canción 2ª, 2, 19-20.
725

Cantar es leído siempre como alegoría y los versículos citados son, en consecuencia,
interpretados inmediatamente, de forma que se traza ese espacio común de carácter
teológico místico, anteriormente referido, en el que puedan concurrir los versículos
bíblicos y los versos sanjuanistas.
Alejada en una primera lectura literal de una inmediata vinculación con el
Cantar, la Llama inicia su comentario con una referencia al alegorismo nupcial, en la
que la cita del Cantar no tiene un valor explicativo o ejemplificativo como en los casos
anteriores:“Sintiendo ya el alma toda inflamada en la divina unión, y ya su paladar todo
bañado en gloria y amor, y que hasta lo íntimo de su sustancia está revertiendo no
menos que ríos de gloria, abundante en deleites (Ct. 8, 5) (… )”676. El poeta parafrasea el
Cantar para reforzar su discurso, generando en el lector avisado toda la serie de
encadenamientos alegóricos que el poema bíblico conlleva. Pero este proceso está
ausente del comentario; incluso en la primera redacción la referencia está omitida. Juan
de la Cruz no necesita explicar el contexto místico nupcial en el que se ubica el poema
en general, porque éste ya viene dado por su propia letra. Se limita a reforzar las
asociaciones con el Cantar, parafraseándolo e incluyéndolo sin subrayado alguno -
especialmente en la primera redacción en la que incluso se omite la referencia- en el
texto de su comentario. De igual forma actúan las citas del Cantar en la segunda
redacción de la Llama, 3, 3, 28: “Y si ella le envía a él sus amorosos deseos, que le son
a él tan olorosos como la virgulica del humo que sale de las especias aromáticas de la
mirra y del incienso (Ct. 3, 6), él a ella le envía el olor de sus ungüentos, con que la
atrae y hace correr hacia él (Ct. 1, 2-3)”. Como en el caso anterior, los fragmentos del
Cantar se incorporan al cuerpo del texto sanjuanista no para ilustrar o argumentar lo
que en él se dice sino, quizá en este caso, con una función ornamental.
En otras ocasiones, las citas del Cantar en la Llama poseen el mismo carácter
argumentativo y ejemplificativo que hemos visto en los comentarios anteriores. En estos
casos, al igual que ocurría en aquellos, Juan de la Cruz incorpora la lectura mística a la
cita y se apoya en ella para construir el espacio común a su poema y al Cantar, de la
forma expuesta anteriormente. En este sentido, el grado de pertinencia con el que se
invoca la cita bíblica es variable: en algunas ocasiones se trata de una digresión alejada
del verso comentado; en otras, sin embargo, la cita ilumina -sin salir del terreno

676
Llama, 1, 1.
726

alegórico siempre dificultoso para el lector actual- la imagen del poema. Este es el caso
de Ct 8, 6, dos veces invocado677, para informar del sentido de “las lámpara del fuego”.
Por último, es necesario advertir que, aunque el Cantar es el libro bíblico más
importante en la concepción de la poesía de Juan de la Cruz, por su dimensión poética y,
sobre todo, por su tradición exegética mística, el carmelita apela en sus comentarios a la
Biblia en su conjunto, pasando de unos libros a otros, asociando pasajes heterogéneos
en virtud de la libertad que le concede la interpretación alegórica. García de la Concha
advierte, respecto a la función de la Biblia en la obra de Juan de la Cruz, que ésta actúa
no sólo como fuente sino como molde, como catalizador de lecturas (García de la
Concha, 2004: 257).
Esta concepción, que no sería posible sin la soldadura que aporta la alegoría, se
revela con nitidez en la interpretación del Libro de Job en el comentario a la Noche
oscura678. En Noche oscura, 1, 1, 12, 3, al hablar “De los provechos que causa en el
alma esta noche [la noche sensitiva, correspondiente al comentario de la primera lira del
poema]”, Juan de la Cruz afirma lo siguiente:

Como también la disposición que dio Dios a Job para hablar con él, no fueron aquellos
deleites y glorias que el mismo Job allí refiere que solía tener en su Dios (Jb. 1, 1-8), sino
tenerle desnudo en el muladar, desamparado y aun perseguido de sus amigos, lleno de angustia
y amargura, y sembrado de gusanos el suelo (29-30); y entonces de esta manera se preció el que
levanta al pobre del estiércol (Sal. 112, 7), el altísimo Dios, de descender y hablar allí cara a
cara con él, descubriéndole las altezas profundas, grandes, de su sabiduría, cual nunca antes
había hecho en el tiempo de la prosperidad (Jb. 38-42).

El fragmento despliega una interpretación del Libro de Job que supone una
comprensión unitaria de la Escritura, iluminando, a la vez, los fundamentos de su
teología mística. Juan de la Cruz condensa el argumento del Libro de Job en tres
momentos: el momento ausente de la prosperidad, y dos momentos simultáneos y, en
apariencia, contrapuestos: la pena del desamparo y, al mismo tiempo, la comunicación
de los bienes divinos a través de la palabra de Dios, que redescubre, que recrea, más
bien, el mundo para él, de un modo nuevo y pleno, como nunca hubiera percibido en el

677
Llama, 3, 1, 5 y 2, 8.
678
Pacho afirma que en la obra de Juan de la Cruz se observan las principales tipologías de Job:
“ejemplaridad de paciencia cristiana; persecución injusta del inocente; envidia e insidia del maligno.
Junto a ellas aparecen otras mucho más originales; algunas, hasta desconcertantes” (Pacho, 1985a: 123).
727

momento primero de la prosperidad. Este resumen del Libro de Job, así expuesto, se
ajusta al pensamiento del carmelita no sólo en la glosa puntual de la primera lira del
poema Noche oscura, sino al cuerpo central de su concepción mística de la que derivan,
del modo señalado más arriba, tanto los poemas como sus comentarios. Para Juan de la
Cruz, dice Pacho, el Libro de Job es profético sobre todo en sentido místico, como
figura paradigmática de la purificación pasiva (Pacho, 1985a: 126).
En efecto, el momento ausente de la prosperidad de Job remite a la prosperidad
ausente de la que arranca el Cántico y, más vagamente la Noche. El estado de caída de
Job nos sitúa en el desarrollo de la búsqueda representada en la primera mitad de estos
poemas. La comunicación de los bienes divinos con la recreación del mundo de un
modo trascendido, como ocurre en Job, tiene en los poemas un carácter distinto. En el
Cántico puede relacionarse -de conformidad a la lectura del sentido de la naturaleza
ofrecida por Emilio Orozco expuesta más arriba- con las liras 12 y 13: la enumeración
de los bienes naturales que sucede a la aparición del Amado. Nótese que al describir
este momento en su síntesis del Libro de Job, Juan de la Cruz recurre también al
oxímoron: “las altezas profundas”.
En La Noche, la propia disposición del comentario la ubica en la primera lira, en
concreto en los versos “¡Oh dichosa ventura! / Salí sin ser notada”. Frente al Cántico, la
Noche anticipa algunos bienes de la presencia de Dios, al momento de la purgación y la
sequedad del alma. Esta simultaneidad puntual de la Noche y algunos “reflejos” de la
Llama679, por usar de la terminología sanjuanista, no es propiamente novedosa, sino que
encuentra un precedente muy remoto, y, desde luego, en un sentido diferente, en el
concepto de epéctasis de Gregorio de Nisa680. Sobre esta cuestión volveremos en el
capítulo siguiente.
La interpretación que Juan de la Cruz hace del Libro de Job en este pasaje de la
Noche681 es más bien una síntesis del tenor literal del poema bíblico. La alegoría de
naturaleza mística aparece en el momento en el que Juan de la Cruz lee en la
intervención divina en el Libro de Job, la recreación del mundo en el alma del místico:

679
Al comentar el verso “con ansias en amores inflamada”, Juan de la Cruz expone más claramente esta
cuestión: “Va teniendo ya este amor algo de unión con Dios, y así participa algo de sus propiedades, las
cuales son más acciones de Dios que de la misma alma, las cuales se sujetan a ella pasivamente” (Noche
oscura, 1, 2, 2, 11, 2). Obsérvese cómo es Dios el que actúa frente a la pasividad del alma, del mismo
modo que se ha expuesto alegóricamente en la lectura sanjuanista del Libro de Job.
680
Supra. capítulo XV.
681
Para una comprensión completa de Job en la obra sanjuanista, véase el citado trabajo de Pacho
(1985a). En este trabajo, Pacho señala que otra de los elementos del libro del Antiguo Testamento
728

“descubriéndole las altezas profundas (… ) cual nunca antes había hecho en el tiempo de
la prosperidad”, entendido este descubrimiento como un bien de Dios recibido en la
“noche del sentido”682. Esta comprensión de Job enlaza, como hemos visto, el poema
bíblico con los suyos, y, en consecuencia, con otros libros de la Biblia, no sólo los
Salmos, citados expresamente, sino el Cantar de los cantares, columna vertebral de su
discurso místico, tanto en prosa como en verso.
De este modo, Juan de la Cruz reúne en su obra lo que acaso sean los poemas
más alejados de la Escritura: el Libro de Job y el Cantar de los cantares. Juan de la Cruz
parece seguir en esta concepción de la Escritura a San Agustín y, en general, a los
Padres de la Iglesia que defendieron en sentido unitario profético del Antiguo
Testamento, más allá de la subdivisión, como técnica hermenéutica, de este sentido en
cuatro, en la Edad Media. El carmelita identifica el sentido de la Biblia con la profecía,
el anuncio de Cristo. García de la Concha ha advertido que San Juan de la Cruz parte
sobre todo del Antiguo Testamento por analogía con la esperanza del pueblo elegido en
su éxodo, o con la de tantas figuras individuales que sirven de molde a su experiencia
(García de la Concha, 2004: 260). Esta visión responde a una concepción amplia de la
lectura tipológica como fórmula esencial de la alegoría cristiana, historia de salvación,
que se escinde, a su vez, en una profecía histórica, escatológica y mística, en cuanto que
afecta a la vida de la Iglesia en general y del alma en particular683. El Cantar de los
cantares anuncia y celebra el cumplimiento de esta profecía, resumiendo así, el sentido
del Antiguo Testamento. La mística sanjuanista hereda esta comprensión de la Escritura
y la lleva más allá en la exposición poética y doctrinal de su elaboración de la teología
mística684.

rescatado por Juan de la Cruz es el demonio, con su presencia activa en el dolor del santo y sus continuas
asechanzas. Sobre esta cuestión volveremos al hablar del Cántico.
682
Una interpretación distinta, y no menos alegórica, del poema, que interpreta de modo diferente el
discurso de Dios, puede verse en Steiner, 2001: 53-58. Steiner presenta aquí un Dios esteticista, orgulloso
del mundo creado, que muestra, pero no entrega, las bellezas de la Creación.
683
Fray Luis de León recibe también esta tradición, como se evidencia en De los nombres de Cristo.
Cuando estudia el nombre de “Esposo”, fray Luis habla del “ayuntamiento entre Cristo y la Iglesia y con
cada una de las ánimas justas” (1997: 449, 480-481). Véase también el nombre “Amado” (1997: 587 y
ss.). Incluso la noche, que, para Baruzi tenía un carácter netamente antropológico, tiene en fray Luis una
dimensión histórica que se refiere a la humanidad antes de la llegada de Cristo. Fray Luis teje la lectura
alegórica de la noche, siguiendo a Teodoreto, a partir de un texto de Isaías, que habla expresamente del
alma individual, de claras reminiscencias sanjuanistas -“Mi alma te deseó en la noche” Isaías, XXVI, 8-
9-: la noche se extiende desde el principio del mundo hasta que amaneció Cristo en él como luz: “Cuando
a malas penas se divisava, llevava a sí los desseos, y su nombre, apenas oýdo, y unos como rastros suyos
impresos en la memoria encendían las almas” (Luis de León, 1997: 593).
684
Hatztfeld ha observado que Juan de la Cruz es uno de los últimos representantes de la generación
española de escriturarios: “Se atreve a identificar todas sus experiencias místicas con ejemplos de la
Biblia” (Hatzfeld, 1968, 303). Hatzfeld llega incluso a afirmar que Juan de la Cruz descubre un quinto
729

sentido místico individual en las Escrituras. En nuestra opinión, este sentido místico individual ya había
sido ampliamente desarrollado en la mística cristiana desde Orígenes si bien Juan de la Cruz lo explora
con una inusitada originalidad.
730
731

IV. La tradición mística y su expresión alegórica en la obra de


San Juan de la Cruz

En páginas anteriores se ha afirmado que no es posible, desde una lectura


hermenéutica que persiga la comprensión de los textos de Juan de la Cruz, la
interpretación literalista de los poemas sanjuanistas, ni tampoco la lectura exenta de los
poemas, por muy fructíferas y satisfactorias que puedan resultar desde el punto de vista
literario, entendido éste como un proceder metodológico que escinde la “disciplina
literaria” de otras posibilidades de acercamiento a los textos y que, en consecuencia, no
puede dar como resultado sino un objeto absolutamente literario.
En el capítulo precedente se ha examinado cómo el Cantar de los cantares y su
interpretación alegórica, entendidos ambos en sentido general, han servido de estructura
a la obra sanjuanista: los poemas mayores y sus comentarios. Esta estructura era
completada con elementos de diversa procedencia, particularmente de la poesía de
Garcilaso y de la poesía tradicional castellana.
En este capítulo debemos abordar más detenidamente la tradición mística en la
que Juan de la Cruz configura su doctrina. Lo que en estas páginas debe determinarse no
es tanto la influencia o la cita puntual de un determinado teólogo o místico desde
Dionisio Areopagita, o, más atrás, desde Plotino, hasta los inmediatos Bernardino de
Laredo y Francisco de Osuna. Por el contrario, nos interesa indagar en el proceso de
asimilación de fuentes realizado por una tradición milenaria que conserva, pero
también, modifica a veces sustancialmente, el contenido de los textos transmitidos.
Al hablar de tradición milenaria debe tenerse en cuenta que no existe un
concepto de mística universal ajeno a la historia, ni abstraído del sistema de
pensamiento en el que se desarrolla (Martín Velasco, 1994: 20). Por este motivo, nos
parece que tan importante es determinar los rasgos que aproximan las concepciones
místicas de los teólogos pertenecientes a esta tradición a la obra de Juan de la Cruz
como advertir los elementos que los separan. En este sentido, el trabajo de construcción
de una tradición resulta inseparable del esfuerzo de destrucción no ya de aquello que
impide remontarse a las fuentes originarias (Heidegger, 2002c: 51) sino también de todo
elemento que tienda, sin más, a identificar la fuente con el cauce que ésta genera.
732

Consideramos, en definitiva, que, con frecuencia, no es tan importante el


reconocimiento de una determinada cita o la apelación a una doctrina teológica concreta
como el sentido que esta referencia despliega concretamente en el seno del pensamiento
sanjuanista. Subrayar la presencia de elementos plotinianos o reconocer los pasajes de
Dioniosio o San Bernardo aludidos o reproducidos expresamente en los comentarios
sanjuanistas es un trabajo valioso que, no obstante, no apura sus frutos si no se tiene en
cuenta el sentido -y la distancia- que estos textos y autores tienen en el contexto general
sanjuanista685.
Advertíamos que el Cantar no era por sí mismo una fuente de la poesía de San
Juan, sino que había que entender, por una parte, el Cantar y la doctrina interpretativa
cristiana que lo acompaña como un cuerpo unitario; por otra, la indisoluble unidad de
sentido de la Escritura, resulta en su dimensión profética que se despliega como alegoría
en diversos horizontes: el alma y la Iglesia; y en tiempos distintos: el tiempo histórico -
sentido tipológico- de la venida de Cristo y el tiempo escatológico -sentido anagógico-
de la segunda venida. Ahora debemos profundizar en el contenido no sólo de esta
tradición de lectura mística, sino de la tradición mística misma en la que esta tradición
interpretativa se inserta.
En la primera parte de este trabajo se ha tratado esta cuestión como un ejercicio
de lectura circular que se mueve de la parte -la tradición interpretativa que lee en clave
mística los textos de la Escritura- al todo -la teología mística como posibilidad de
articulación teórica de una serie de experiencias de distinta naturaleza que afectan a lo
más profundo del ser humano, tal como se constituye en la tradición occidental desde el
neoplatonismo a la mística cristiana del siglo XVI-; y del todo a la parte: era necesario
examinar cómo la lectura alegórica, la experiencia mística y la teología mística se
interpenetraban y evolucionaban a lo largo de todos estos siglos. Ahora debemos, sin
abandonar el panorama trazado en estas páginas, invertir el procedimiento, y buscar,
desde la obra cerrada de Juan de la Cruz, la tradición precedente, el todo en el que ésta
se integra como parte fundamental.
Resulta innecesario recordar que la tradición mística en la que se inserta Juan de
la Cruz es la cristiana686. Se trata, en consecuencia, de una concepción religiosa concreta

685
Véase Lara Garrido, 1995: 315.
686
En este sentido enfatiza Ruiz: “Juan de la Cruz, en vida y pensamiento, es cristiano, católico, en plena
conformidad con la Iglesia, carmelita contemplativo entusiasta de su vocación. La temática de sus escritos
se refiere precisamente a ese ámbito de experiencia y pensamiento, y, por tanto, asume sus convicciones y
actitudes vitales. Es decir, esos presupuestos impregnan íntimamente sus escritos” (Ruiz, 1990: 3536).
733

y bien estructurada que excluye tanto la mística profana, bien estética, bien filosófica,
como la mística propia de otras religiones687. A partir de esta consideración, se establece
una primera delimitación entre lo que propiamente determina la mística sanjuanista y la
presencia de otros elementos secundarios o remotos, de carácter estético, religioso no
cristiano o filosófico que efectivamente concurren en su obra.
Desde el punto de vista así acotado, consideramos que sólo puede hablarse de
influencia neoplatónica en un sentido muy general. Melquíades Andrés ha sido uno de
los estudiosos que más ha cuestionado esta huella del neoplatonismo en la mística
española del siglo XVI. Frente a Erasmo, dice Andrés, la reforma española no admite el
dualismo platónico alma-cuerpo, sino que sostiene una concepción integral del ser
humano (Andrés, 1994: 284 y 327)688. En general, añade, los místicos españoles se
expresan en términos aristotélicos (1994: 328). No obstante es justo reconocer que la
mística occidental bebe en mayor o menor medida del pensamiento de Plotino689.
Plotino es, en consecuencia, un ascendiente remoto de San Juan de la Cruz, aunque la
mística de éste no puede calificarse como neoplatónica en sentido estricto.
A nuestro juicio, dos son los elementos fundamentales del lenguaje místico de
Plotino que permanecen activos en el discurso sanjuanista: En primer lugar la
concepción de la expresión mística como posibilidad de la irrupción del mundo en el
discurso -que nace con Plotino- y su concepción de la alegoría: el carácter deíctico de
sus imágenes apelan al silencio y a la contemplación690. En segundo lugar, la
concepción plotiniana del lenguaje, alejada -a diferencia de lo que ocurrirá con Proclo-
de las corrientes teúrgicas y de las teorías mágicas respecto del nombre, se acerca
también al lenguaje místico de Juan de la Cruz, a diferencia de la concepción sostenida,
por ejemplo, por Giordano Bruno. Las diferencias con León Hebreo y con su
concepción del amor también son evidentes: la síntesis de Cábala y neoplatonismo del
autor de los Diálogos de amor introduce una cosmología absolutamente diversa de la
cosmología cristiana de Juan de la Cruz. De este modo, la simpatía universal, la idea de
la materia, el orden cósmico concebido como matrimonio entre el cielo y la tierra, la
idea platónica de retorno a la divinidad, incluso la necesidad del concurso de amor

687
Martín Velasco clasifica las místicas religiosas en dos grupos: el de Extremo Oriente -budismo,
taoísmo e hinduismo-, impropiamente llamadas místicas; y el grupo de Oriente Medio -judaísmo, Islam y
cristianismo- (Martín Velasco, 1994: 25).
688
Melquíades Andrés cita como fuente el Tratado I del Tercer Abecedario de Francisco de Osuna.
689
Ya había advertido Heidegger el origen griego -platónico- de la fruitio Dei, como concepto
fundamental de la teología mística medieval (Heidegger, 2001: 174).
690
Supra. capítulo XI.
734

divino en el proceso de unión con la divinidad -pese a su cercanía al concepto


agustiniano de gracia- se presentan como elementos de una concepción teológica
diferente691.
Junto a estos elementos, existen algunas aproximaciones que pueden llevar a
confusión respecto de su grado de similitud. Así ocurre con la idea plotiniana de la
contemplación en el centro del alma, como forma suprema de contemplación mística.
La expresión “centro del alma” que aparece en el poema de la Llama tiene, sin duda, a
Plotino como antecedente más antiguo, pero se inserta, como veremos seguidamente, en
una concepción del alma totalmente diversa.
El reconocimiento de esta presencia inevitable de Plotino692 no debe soslayar las
abiertas diferencias existentes entre ambos místicos. La mística sanjuanista, en tanto que
cristiana, posee una serie de rasgos que la hacen incompatible con el neoplatonismo de
Plotino. En primer lugar, el sentimiento de la naturaleza en la poesía y en la doctrina
teológica de Juan de la Cruz es irreconciliable con la hostilidad neoplatónica hacia el
mundo material. En este sentido, el sentimiento de lo natural en Juan de la Cruz tiene su
origen en la mística -en este aspecto poco platónica- de Agustín de Hipona. Para San
Agustín, la bondad del universo queda garantizada por ser creación de Dios -en el
pensamiento neoplatónico, la materia identificada por Plotino con el “no-ser”, no es,
lógicamente, creada-. La belleza del cosmos, en consecuencia, no es engañosa, sino
prueba inequívoca de la existencia de Dios.
Por otra parte, en la mística de Plotino, el alma es la tercera de las hipóstasis
divinas, tras el Uno y el Logos. Dejando a un lado la imposible conciliación entre las
tres hipóstasis del neoplatonismo y la Trinidad cristiana, pese a las vacilaciones que la
patrística oriental experimentó respecto a esta cuestión693, debemos advertir que esta
concepción del alma es incompatible con el concepto cristiano de libertad consolidado
en Occidente a partir de Agustín. El libre albedrío responde a un concepto del alma
creada694 que no se identifica con Dios, pese a que éste pueda residir en “su más

691
Véase el prólogo de Andrés Soria Olmedo a los Diálogos de amor (León Hebreo, 2002: 9-36).
692
Para las analogías -y algunas diferencias- entre Plotino y Juan de la Cruz, véase Baruzi, 1991: 638-
642. Para las diferencias en el concepto de contemplación entre ambos, véase De Saint Joseph, 1962.
693
En la Edad Media, el problema no desaparece del todo sino que sobrevive en la identificación del
Espíritu Santo con “el alma del mundo”, protagonista de múltiples alegorías medievales. Véase el
capítulo XVIII de la primera parte de este trabajo.
694
El alma neoplatónica es increada, emanada de la divinidad. Para la defensa de la libertad por parte de
los místicos españoles del siglo XVI, véase Andrés, 1994: 285-286.
735

profundo centro”695. El concepto del alma como un espacio de privacidad humana,


distinta de Dios y, en consecuencia, sede de la libertad esencial del hombre, origina, en
el desarrollo de la mística cristiana, una serie de vicisitudes, a las que es ajena la mística
neoplatónica. Precisamente la noche pasiva del espíritu tiene, en cuanto a las
purgaciones sufridas, su razón de ser en esta diferencia entre Dios y el alma:

Porque, aunque ellos [los que están en el Purgatorio a los que se comparan los
contemplativos en este momento de la noche pasiva del espíritu] echan de ver que quieren bien
a Dios, no les consuela esto; porque les parece que no les quiere Dios a ellos ni que de tal cosa
son dignos; antes como se ven privados de él, puestos en sus miserias, paréceles que tienen muy
bien en sí por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha razón para siempre696.

Pero, en sentido contrario, el movimiento del alma hacia Dios no está motivado
por el deseo de retornar al Uno ante la extrañeza del mundo, sino también por el amor
de Dios -ágape- y la condescendencia del Espíritu Santo. La noche pasiva, con los
bienes recibidos por Dios, como se ha señalado más arriba, avala esta concepción de un
Dios que interviene en el proceso místico de forma decisiva a través de la gracia, una
actividad ajena por completo a la concepción del Uno plotiniano. Como ha estudiado
Gaetano Chiappini, Juan de la Cruz realiza en la Noche oscura, un pormenorizado
análisis de la voluntad divina, diferenciada nítidamente de la voluntad del
contemplativo, y su intervención en la experiencia mística de la noche (Chiappini, 1991:
27-29).
Finalmente, la doctrina de la Encarnación y la mediación de Cristo rompen todo
posible contacto entre la mística cristiana y el platonismo (Louth, 1981: 145)697.
La herencia patrística de Juan de la Cruz es, paradójicamente, tan innegable
como imprecisa. La formación teológica del carmelita y las huellas bien definidas de la
patrística en su escritura quedan contrarrestadas por las muy escasas citas patrísticas que
Juan de la Cruz aduce en sus textos y la ausencia de testimonios claros en esta materia
(Diego Sánchez, 1990: 83). No obstante la falta de datos concretos, la influencia de las
fuentes patrísticas y, en general, de la tradición exegética y doctrinal cristiana en la obra

695
San Juan recoge la conocida cita agustiniana “Conózcame yo, Señor, a mí, y conocerte he a ti” en
Noche oscura, 1, 1, 12, 5. Para la concepción del alma en Agustín, supra. capítulo XVI.
696
Noche oscura, 1, 2, 2, 7, 7.
697
Sobre las complejas relaciones entre platonismo y mística cristiana, véase Louth, 1981: 191-204. Una
crítica contra la posible influencia del platonismo en la mística sanjuanista puede verse en Pikaza, 1992:
147-165.
736

sanjuanista es una realidad que va más allá de la mera conjetura. Más allá de la ya
señalada formación teológica y de las alusiones, expresas o tácitas, a los escritos
patrísticos, existe en Juan de la Cruz la misma actitud exegética frente a la Biblia -
especialmente el Cantar de los cantares698-, recuperando el proceder alegórico de los
Padres, si bien adaptado a su tiempo y a sus particulares necesidades expresivas.
La relación entre la mística sanjuanista y la tradición mística del cristianismo
oriental es más compleja. En esta cuestión conviene diferenciar entre el contexto
original en el que se elaboró el pensamiento místico de Gregorio de Nisa y Dionisio
Areopagita, y la recepción occidental de sus obras, particularmente del segundo. En la
primera parte de este trabajo se han estudiado ambas cuestiones. En este capítulo
extenderemos nuestra reflexión hasta la obra de San Juan de la Cruz, desde un punto de
vista general. En el capítulo siguiente analizaremos la posible presencia de algunas de
las imágenes y alegorías de estos autores místicos en la poesía sanjuanista.
Hay en la mística de Juan de la Cruz una huella imprecisa de Gregorio de Nisa,
cuyo alcance es difícil determinar699. La teología mística del Niseno no había tenido en
la Edad Media occidental una difusión tan amplia y directa como la del Areopagita, y,
sin embargo, en la obra de San Juan parecen detectarse rasgos profundos de su
pensamiento teológico. El tono emotivo y cercano a la experiencia de Gregorio de Nisa
-por momentos tan alejado de la dimensión teorética de la mística oriental incluida la de
Dionisio- lo aproxima al lenguaje místico de San Juan de la Cruz. Esta concepción
cercana del lenguaje místico y la similitud de las respectivas reflexiones, sobre la
tiniebla en Gregorio de Nisa, y sobre la noche en Juan de la Cruz, han sido
determinantes para que un teólogo tan riguroso como Jean Danielou haya vinculado, sin
duda alguna, el pensamiento de uno y otro, en lo que a estos conceptos se refiere
(Louth, 1981: 181)700.
Desde la primera recepción occidental de Dionisio Areopagita, se comprendió la
necesidad de realizar un esfuerzo de adaptación del pensamiento cristiano oriental al
modo occidental agustiniano. El trabajo de traducción y adaptación de Escoto Erigena

698
La influencia de la interpretación mística de Orígenes, fundamental en toda la exégesis cristiana
posterior, es innegable en Juan de la Cruz, tanto en la elaboración de sus poemas como de sus
comentarios (cf. Diego Sánchez, 1990: 91-92).
699
Algunos estudiosos como Herrera sostienen que, en vista de las similitudes, resulta muy posible que
Juan de la Cruz conociera la obra del Niseno (cf. Herrera, 1967: 157). Otros críticos se muestran más
reservados en cuanto al alcance efectivo de este conocimiento.
700
Hay, ciertamente, algunos textos de Juan de la Cruz que recuerdan el pensamiento místico del Niseno,
incluido su concepto de epéctasis, aunque limitado al ámbito del conocimiento de Dios: “Porque es [el
737

en el siglo IX, en un primer momento, y de los teólogos del siglo XII, en la segunda
recepción del místico sirio, fueron encaminados a favorecer la asimilación de esta
mística de la oscuridad, de denso contenido teúrgico, derivado de Proclo, a los
presupuestos afirmativos y luminosos de Agustín. Pero la conciliación entre la mística
oriental de la oscuridad y la mística occidental de la luz no estuvo exenta de tensiones
teológicas a menudo difíciles de superar.
Algunos estudiosos han afirmado que en la mística española del siglo XVI es
posible diferenciar una tendencia jesuítica que recurre a la doctrina de Agustín y
Gregorio Magno, y otra tendencia dionisiana, representada por Juan de la Cruz. La
primera de estas corrientes sigue una línea psicologista y llega a Teresa de Jesús a través
de Francisco de Osuna, Juan de Ávila y Bernardino de Laredo701, entre otros. La
segunda tendencia cristaliza la influencia de Dionisio desde la herencia de la tradición
medieval a la que se suma, a partir de la segunda mitad del siglo, la obra del clérigo
Segura y, sobre todo, fray Juan de los Ángeles -en el que también se acusa una huella
profunda de Gregorio de Nisa- (Disandro, 1993: 156).
La comprensión de estas tendencias debe, a nuestro juicio, matizarse con las
reservas que acabamos de apuntar. De este modo, creemos que la mística sanjuanista, en
su conjunto, tiene tantos elementos agustinianos como dionisianos, si no más, aunque,
ciertamente, acuse la presencia del Areopagita más intensamente que Teresa de Jesús702.
La naturaleza agustiniana de la mística sanjuanista se evidencia incluso en su
adaptación del “rayo de tiniebla” dionisiano703. Como señala Disandro, Juan de la Cruz
utiliza esta expresión para referirse al itinerario del alma, que atraviesa la tiniebla. Por el
contrario, Juan de los Ángeles, más cercano en este punto a Dionisio, “recupera el
carácter óntico de la tiniebla como semántica de la deidad” (Disandro, 1993: 157).

entendimiento de la contemplación], en alguna manera, al modo de los que le ven en el cielo, donde los
que más le conocen entienden más distintamente lo infinito que les queda por entender” (Cántico B, 7, 9).
701
García de la Concha afirma que la influencia jesuítica, en lo que se refiere al uso de la imaginación, en
Teresa de Jesús sólo alcanza a su primera etapa (2004: 99).
702
Creemos que la presencia de la mística agustiniana en San Juan de la Cruz es más amplia y profunda
de lo que el carmelita evidencia en sus citas del africano. Como ha observado Alberto de la Virgen del
Carmen, siendo Agustín el autor cristiano más citado por Juan de la Cruz, estas citas “nunca llegan al
fondo de los problemas sanjuanistas. Casi siempre aparecen en apoyo de las soluciones, que ya el Maestro
ha dado a dichos problemas. Si no es que el propio Maestro las trae a colación para explicarlas y
comentarlas a la luz de sus principios” (De la Virgen del Carmen, 1955: 184). Esto no obstante, la
influencia de Agustín tiene su máximo campo de actuación como una de las fuentes constitutivas de la
mística cristiana, desde su concepto de alma a la orientación vivencial de la experiencia mística. En este
sentido, pensamos que las citas agustinianas presentes en la obra de Juan de la Cruz, escasas o
superficiales, no son un indicio suficiente del enorme peso del pensamiento agustiniano en la tradición
mística occidental a la que Juan de la Cruz pertenece.
738

Pero, en nuestra opinión, la diferencia sustancial entre Juan de la Cruz y


Dionisio Areopagita radica en que el primero es -con matices- un místico de la luz y el
segundo un místico de la oscuridad. Esta diferencia puede haber quedado eclipsada, en
algunas ocasiones, en primer lugar porque, en la práctica -y Juan de la Cruz no es en
esto una excepción-, la mística occidental, desde la primera recepción de la mística
cristiano-oriental, se ha contaminado, en mayor o menor medida, de algunos de sus
elementos más reconocibles. Así, Eulogio Pacho ha destacado que “las aportaciones
más originales de San Juan radican en los encuentros y cruces que se producen entre los
campos de la oscuridad y los de la luz” con el empeño en “la superación de la
bipolaridad oscuridad-luz” (Pacho, 1990: 171). Esta superación se ha realizado
mediante la incorporación de elementos de la mística de la oscuridad, particularmente
del lenguaje oriental que desarrolla la vía apofática, al esquema general de la mística de
la luz704. En segundo lugar, porque, como se ha visto en capítulos anteriores, el
desarrollo de la alegoría de la noche en la obra sanjuanista ha prevalecido en buena
parte de la recepción crítica de su obra.
Con el objeto de argumentar nuestra opinión respecto de la naturaleza de la
mística sanjuanista, recordaremos algunos rasgos de la mística de la luz y de la mística
de la oscuridad expuestos más ampliamente en la primera parte de nuestro trabajo.
La mística de la luz, cuyos máximos exponentes en la Antigüedad son
Orígenes705 y San Agustín, considera que el alma, en virtud de la Encarnación de Cristo,
puede acceder a la unión con Dios, si bien de un modo imperfecto. Esta imperfección no
deriva de la lejanía o de la naturaleza divina, sino de la imperfección humana. En el
ascenso del alma no se conoce la tiniebla ni la noche oscura, sino que el alma, pese al
terrible esfuerzo de purificación va feliz y canta de la mano de su Creador que la lleva a
la victoria a través de la gracia.
Por el contrario, la mística de la oscuridad, representada sobre todo por Gregorio
de Nisa y Dionisio Areopagita, afirma que Dios es absolutamente incognoscible. El
alma, pese a la purificación, no puede aprehender a Dios en su inmensidad. Dice
Gregorio de Nisa: “El conocimiento religioso es luz al principio en quien lo recibe.
Oscuridad y piedad son opuestas, pues la luz ahuyenta a las tinieblas. Pero cuanto más

703
La “tiniebla” es un concepto aportado por Gregorio de Nisa, aunque la expresión, derivada de éste,
“rayo de tiniebla” de Dionisio haya tenido más fortuna en su difusión.
704
Sobre esta cuestión, véase García de la Concha, 2004: 281.
705
Puech ha relacionado la mística de Orígenes con la de San Juan, destacando cómo en ambos se
describe la experiencia alterna de sequedad y exaltación en el matrimonio espiritual (Louth, 1981: 182).
739

progresa el espíritu, con aplicación siempre mayor y más perfecta, y a medida que se
acerca a la contemplación, ve más claro que realmente la naturaleza divina es
invisible”706. Como se ve, la oscuridad tiene dos significados en el pensamiento
teológico del Niseno: en primer lugar es sinónimo de pecado, en el momento en que
Dios se aparece como luz; en un segundo estadio de significación, la tiniebla encarna a
Dios mismo en la última etapa de su conocimiento707. La clave de la experiencia de la
tiniebla no es el conocimiento de Dios, ni siquiera entendido como conocimiento no
conceptual, pues este conocimiento, desde la radicalidad teológica de Gregorio de Nisa,
es imposible, sino el sentimiento de presencia de lo divino708. Este sentimiento de
presencia de Dios es mínimo para el alma: cuando llega a esta cima, descubre que está
tan infinitamente lejos de la perfección divina como al principio. La tiniebla designa, de
este modo, el aspecto negativo de la vida mística. El aspecto positivo corresponde al
plano de la unión y del amor. El concepto de ágape, es otra novedad del pensamiento
místico de Gregorio frente a Orígenes - el alejandrino señalaba como cima de la vida
mística la contemplación, la cual supera precisamente la homonimia entre el amor
humano y el amor divino, ágape,- que cristaliza en el pensamiento místico cristiano
(Danielou, 1944: 211).
San Juan de la Cruz elabora una mística de la luz en la que los obstáculos para
acceder a la unión con Dios no proceden de su inaccesibilidad absoluta, sino de la
imperfección del alma marcada por el pecado. En este sentido, nos parece determinante
el siguiente pasaje del comentario de la Noche oscura:

Cuanto a lo primero [la mezcla de contrarios en el alma durante la noche del sentido,
por la presencia simultánea de bienes y dolor], porque la luz y sabiduría de esta contemplación
es muy clara y pura y el alma en que ella embiste está oscura e impura, de aquí es que pena
mucho el alma recibiéndola en sí, como cuando los ojos están de mal humor impuros y
enfermos, del embestimiento de la clara luz reciben pena.
(Noche oscura, 1, 2, 2, 5, 5)

En el mismo sentido se expresa Juan de la Cruz en el comentario a la Llama, 1,


4, 22. En cambio, el comentario de los dos versos finales de la primera estrofa de la
Llama -“Acaba ya si quieres / rompe la tela de este dulce encuentro”, alude a la

706
Gregorio de Nisa, 1993a: 104.
707
Véase Borrego, 1991: 402.
708
Véase Homilía XI del Comentario al Cantar de los cantares.
740

imperfección de la contemplación mística, incluso en sus grados más altos en los que el
alma ya ha sido purgada, frente a la perfección de este encuentro en la muerte:

Sintiéndose, pues, el alma a la sazón de estos gloriosos encuentros tan al canto de salir a
poseer acabada y perfectamente su reino, en las abundancias que se ve está enriquecida (porque
aquí se conoce pura y rica y llena de virtudes y dispuesta para ello, porque en este estado deja
Dios al alma ver su hermosura y fíale los dones y virtudes que le ha dado, porque todo se le
vuelve en amor y alabanzas, sin toque de presunción ni vanidad, no habiendo ya levadura de
imperfección que corrompa la masa) y como ve que no le falta más que romper esta flaca tela de
vida natural en que se siente enredada, presa e impedida su libertad, con deseo de verse
desatada y verse con Cristo (Fil. 1, 23), haciéndole lástima que una vida tan baja y flaca la
impida otra tan alta y fuerte, pide que se rompa, diciendo: Rompe la tela de este dulce
encuentro.
(Llama de amor viva, 1, 6, 31)709

En este texto se aprecia otro punto de contacto con la mística agustiniana que, a
su vez, distancia a Juan de la Cruz de la teología mística siria, particularmente del
pensamiento de Gregorio de Nisa. En efecto, la contemplación mística descrita en los
comentarios de la Llama y el Cántico B, muestra un grado imperfecto de unión que no
se cifra sólo en el carácter temporal de esta unión, y el consiguiente aplazamiento de la
unión definitiva para después de la muerte, sino que afecta también a la intensidad de
dicha unión. Como se ha estudiado en la primera parte de nuestro trabajo, la mística
agustiniana reduce, frente a Plotino, los elementos salvíficos a favor de los meramente
cognoscitivos, hasta el punto de que algunos estudiosos han hablado de éxtasis fallido,
en referencia al concepto agustiniano de unión mística. Del mismo modo, la mística
sanjuanista en su segunda etapa (Llama, Cántico B) recorta el alcance de la unión del
alma con Dios en la contemplación de la vida terrena. Como ha notado Mc. Guinn, pese
a su lenguaje oscuro e hiperbólico, Juan de la Cruz insiste en que la última unión con
Dios, que puede iniciarse en vida y completarse en el cielo, no implica la fusión de
sustancias, sino sólo la completa uniformidad de voluntades, a pesar de que el carmelita
hace un gran uso del lenguaje de la deificación (Cántico 12, 7). En este aspecto, Juan de
la Cruz se acerca a San Bernardo que insistía en la distinción absoluta entre el amante
divino y el humano (Mc.Guinn, 1987: 22).

709
Véase también Subida, II, 5, 2.
741

A nuestro juicio, el elemento determinante que sitúa a Juan de la Cruz en el seno


de la mística de la luz y que lo separa de los Padres sirios radica en que la noche
sanjuanista es, como se ha visto, experiencia del pecado y de la impureza del alma. Para
San Juan el alma se purifica en la noche (Louth, 1981: 185). Para los místicos de la
oscuridad, por el contrario, en la tiniebla ya no hay pecado, porque para acceder a ésta
debe haberse completado previamente la etapa de purificación. Esto no obstante, hemos
creído ver una expresión inequívoca -aunque con carácter excepcional- de este concepto
sirio de tiniebla en la quinta copla del poema [Entréme donde no supe]710:

Cuanto más alto se sube


tanto menos se entendía,
que es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía;
por eso quien la sabía
queda siempre no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

En estos versos, Juan de la Cruz no emplea la tiniebla como sinónimo de la


noche en su sentido de purgación o incluso de vía apofática, sino que, partiendo del
Éxodo se refiere al conocimiento oscuro de Dios de forma que recuerda poderosamente
a Gregorio de Nisa.
Pero, en general, como se ha advertido más arriba, San Juan de la Cruz se sirve
del lenguaje de la tiniebla de Dionisio para desarrollar su discurso relativo a la vía
apofática. La inclusión de estos elementos dionisianos y la profunda reflexión
sanjuanista en torno a la teología negativa no implican que la mística de Juan de la Cruz
pueda considerarse como mística de la oscuridad. Incluso en esta incorporación del
lenguaje del Areopagita, Juan de la Cruz se muestra ambiguo:

Mientras que (… ) Dionisio niega que las afirmaciones y las negaciones, las meras
palabras y las imágenes, puedan expresar nada en absoluto sobre Dios, San Juan, de modo
paradójico, lo afirma y lo niega a la vez. Crea en su poesía configuraciones enteras de imágenes
que conmueven al lector por su belleza. Aunque no son sino un “no sé qué”, un balbuceo de las
glorias inexpresables de Dios, son ciertamente “algo” y no nada: ese “algo” que ha rebosado de
su experiencia y que en sus comentarios intentará exponer.

710
Juan de la Cruz, 2002a: 81.
742

(Thompson, 2002: 197-198)

Víctor García de la Concha ha profundizado en la construcción de este lenguaje


ambiguo que caracteriza la poesía de Juan de la Cruz, y en su relación con la teología
negativa dionisiana. Para García de la Concha, el carmelita aplica a las imágenes el
principio de negación de forma más radical que Dionisio: “Cada imagen va perdiendo
su autonomía y sus sustancia revierte hacia otra, es condicionada por otra o, en fin, se
desplaza del contexto de su articulación lógica a una posición que en el orden racional
comporta desatino” (García de la Concha, 2004: 282).
Louth ha señalado la influencia de la lectura medieval de Dionisio en Juan de la
Cruz en cuanto a la consideración de la función del intelecto en la contemplación
mística. Para Dionisio -dice Louth-, el alma en éxtasis trasciende y niega el intelecto,
pero no porque éste no tenga en general ninguna utilidad, al contrario, el intelecto juega
un papel fundamental en la purificación intelectual. La negación del intelecto en la
contemplación se debe a que, en este estadio de la contemplación, ya ha dejado de
prestar este servicio al alma. Los teólogos medievales no comprendieron esta función
del intelecto y pasaron a considerar que el órgano místico del alma no era intelectual
sino afectivo. Este error supuso, en la práctica, un cambio de rumbo importante respecto
del pensamiento original de Dionisio, constituyendo la tradición que influye
directamente en Juan de la Cruz (Louth, 1981: 183).
La caída de la importancia del intelecto frente a la nueva dimensión afectiva
heredada de la mística medieval -especialmente de San Bernardo-, junto con la
incorporación de los citados elementos de la mística de la oscuridad, produce una
modificación importante de la naturaleza de la mística de la luz en su tratamiento
sanjuanista. Ésta venía determinada desde Orígenes, primero, y San Agustín, después,
por la preponderancia de los elementos cognitivos sobre los salvíficos: el fin de la
contemplación era la iluminación y el conocimiento de Dios. Sin embargo, San Juan de
la Cruz incide en la dimensión afectiva y viene a formular una doctrina mística en la que
lo fundamental no es tanto el conocimiento de Dios como el reconocimiento de la
necesidad que tenemos de él. Thompson ha afirmado que esto supone el paso de la
mística de la luz a la mística del no saber (Thompson, 1993: 127-130).
Consideramos, con Thompson, que efectivamente existe en la construcción
mística sanjuanista una disminución del componente intelectual, en la comprensión
agustiniana del término, a favor de un vago“no saber”. Pero también pensamos que este
743

“no saber” más que romper con la mística de la luz, actualiza su componente intelectual
en consonancia, no sólo con el mayor tono afectivo de la mística medieval, sino también
con la reflexión sobre la dimensión intelectual del fenómeno místico que se genera en el
siglo XV, y que ofrece, con Nicolás de Cusa, su mejor representación711. En efecto, el
Cusano defiende la posibilidad de una visión intelectual, pero de carácter intuitivo712.
Ahora bien, estas analogías sólo pueden proponerse desde la conciencia de sus límites.
Así, pese a que el “no saber” puede considerarse en cierto modo un concepto de
época713, es preciso diferenciar entre la mística sanjuanista que gira en torno a la
voluntad714, y la mística intelectual de mayor contenido neoplatónico de Nicolás de
Cusa715. La reflexión poética sanjuanista respecto al “no saber” se desarrolla
principalmente en el poema [Entréme donde no supe], en el que el “no saber” es
concebido, no como la ausencia de sabiduría o la omisión de la actividad intelectual,
sino como un saber definido esencialmente por su oposición al “saber” común:

Este saber no sabiendo


es de tan alto poder,
que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer,
a no entender entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Debe advertirse de nuevo que la concepción sanjuanista del “no saber” como
una forma de conocimiento opuesta al saber común no puede ser asimilado a lo que en
la estética moderna y en el pensamiento neokantiano se ha denominado forma de

711
Esto no obstante, Nicolás de Cusa acepta la teología negativa de Dionisio afirmando que “es tan
necesaria a la de afirmación que sin ella no se le rendiría culto a Dios en cuanto Dios infinito, sino antes
en cuanto criatura” (Nicolas de Cusa: 1984, 81). Véase también, sobre Dionisio Arepagita, Nicolás de
Cusa, 1984: 58-59. Sobre la teología afirmativa, Nicolás de Cusa, 1984: 74 y ss.
712
Véase Cassirer, 1951: 22-29. El concepto de Nicolás de Cusa llega hasta Novalis, quien define el
éxtasis como “fenómeno lumínico interior equivalente a una intuición intelectual” (Novalis, 2001: 186).
713
Cuevas ha expuesto brevemente la evolución del “no saber”, como topos de la docta ignorantia -“los
saberes amenazan el Saber, que, revelado por Dios desde el principio, no exige investigaciones sino
contemplación. La ignorancia aparece así como forma superior de conocimiento (Cuevas, 1993a: 57-58)-,
desde el Génesis, pasando por Romanos 12, 3 y la doctrina de San Agustín hasta el siglo XVI, en el
ámbito carmelita, e incluso en Juan de Valdés (cf. Cuevas, 1993a: 57-59).
714
Recuérdese lo afirmado anteriormente respecto al concepto sanjuanista de unión, incluso más allá de la
muerte, como completa uniformidad de voluntades entre Dios y el místico
715
Nicolás de Cusa es, en opinión de Cassirer, el primer pensador moderno por cuanto considera que el
problema de la separación entre lo finito y lo infinito debe plantarse, en términos prekantianos, desde el
punto de vista de las posibilidades del conocimiento humano. Cassirer destaca también cómo Nicolás de
744

conocimiento simbólico. En estos casos, el conocimiento simbólico procede bien del


denominado conocimiento sensible, bien de la intuición, bien -en el caso del
psicoanálisis- del subconsciente. El “no saber” de los místicos es, en su concepción de
las cosas, un saber revelado, y su sustancia se determina frente a los otros saberes,
precisamente, en esta circunstancia. La reconducción de esta circunstancia fundamental
hacia criterios filosóficos o psicológicos altera las condiciones de posibilidad de este
“no saber” como “saber otro”, y, con ello, sustrae la especificidad que sostiene su
existencia.
La teología mística medieval tiene en San Juan de la Cruz una presencia activa y
directa que se manifiesta no sólo en la construcción estrictamente doctrinal, sino
también en la determinación de un lenguaje erótico que remite, en última instancia, a
Ricardo de San Víctor y, más cercanamente, a Bernardo de Claraval y a los místicos
alemanes. Ricardo de San Víctor es el padre del concepto de “caridad violenta”, un
concepto ajeno al neoplatonismo y al mundo del Cantar de los cantares, que, sin
embargo, está presente en la obra de Juan de la Cruz, siendo particularmente intenso en
la Llama de amor viva, tanto en el poema como en el comentario716.
Bernardo profundizará en este lenguaje erótico-místico en sus sermones sobre el
Cantar, incorporando numerosos elementos de los Padres orientales, y reforzando,
además, la dimensión experiencial de la teología mística. Otro rasgo de la mística de
San Bernardo que llegará hasta Juan de la Cruz, a través, sobre todo, de la influencia
franciscana, es el enriquecimiento de la idea agustiniana de la presencia de Dios en el
alma, mediante la correspondiente interiorización de la humanidad y pasión de Cristo:
La Encarnación es la mayor manifestación del amor divino y, en consecuencia, es la
condición necesaria y determinante del ágape. El concepto de exceso, tomado por
Bernardo de Máximo el confesor, y desarrollado en el Sermón 74 del Cantar a través de
la imagen de la inmersión en el fuego divino, cuando el Logos invade el alma y
despierta su centro revelando sus más secretas faltas, nos adelanta algunos de los rasgos
-ya estudiados más arriba- de la noche del espíritu y la mística de la luz de Juan de la
Cruz.

Cusa introduce una valoración de la experiencia como fuente de conocimiento auténtico, aunque no sea
exacto ni límpido (Cassirer, 1951: 40).
716
Sobre la mística de Ricardo de San Víctor y el concepto de “caridad violenta” y sus grados, véase el
capítulo XX & 2 de nuestra primera parte. La introducción de Ricardo de San Víctor en España en el
siglo XVI se debe fundamentalmente a Bernardino de Laredo. La primera edición de Subida al Monte
Sión (1535) tiene a Ricardo de San Víctor como fuente principal. La edición de 1538 incorporará la
745

La mística del siglo XIII influye en Juan de la Cruz por el desarrollo de la


afectividad, como puente entre la concepción física y la concepción extática del amor717.
En esta elaboración resulta fundamental la mística franciscana y las reflexiones tomistas
sobre el amor. La reformulación de la teología negativa, junto con la terminología
escolástico-teológica, por parte de Tomás de Aquino y el sentimiento directo de la
naturaleza de los franciscanos serán también fundamentales en la construcción del
pensamiento sanjuanista. Como mediador entre ambos horizontes teológicos, San
Buenaventura ofrece una mística sintética que pasa a Juan de la Cruz en su equilibrio
entre la teología afirmativa y negativa que tiende a evitar los riesgos de panteísmo en
los que habían incurrido Guillermo de St. Thierry y el Maestro Eckhart. En la mística de
San Buenaventura aparece un concepto de noche oscura, caliginosa e iluminada718, que
algunos han considerado como la fuente de la noche sanjuanista. Esto no obstante,
existen importantes diferencias entre una noche y otra: para Buenaventura, la noche es
“la cima, vértice o centro del espíritu”; para Juan de la Cruz, la noche es el sendero para
llegar a la cima, no la cima misma (Rubí, 1951: 81-82).
La influencia de la mística alemana será decisiva en los contemplativos
españoles del siglo XVI719. El primero en ser conocido en España fue Suso, muy
presente en Subida al Monte Sión, aunque pasado este primer momento quedara
olvidado (Martín, 1990: 219). La obra de Herp Directorio de contemplativos fue
publicada en España con el título de Espejo de perfección en 1551 y, aunque prohibida
por la Inquisición, influyó en Bernardino de Laredo y de ahí pasó a Teresa de Jesús. En
opinión de Martín, esta obra fue también conocida por Osuna, Luis de Granada, Juan de
Ávila y, entre otros, Juan de la Cruz720. Ruysbroeck, citado por Osuna en su Tercer
Abecedario, es un místico muy presente en el Cántico y la Llama, con sus Bodas del
alma. Sus obras completas penetran en España en 1552721. Acaso sea la mística de
Ruysbroeck la fuente principal de la síntesis entre la mística de la luz y la de la

influencia de Herp y Balma, reforzando los aspectos afectivos del pensamiento teológico de Laredo frente
a los rasgos intelectuales más aguzados en la mística del victorino (cf. Ricardo de San Víctor, 1979, 3).
717
Sobre la afectividad sensible en Juan de la Cruz, cf. Mouroux, 1951-1952.
718
Cf. Breviloquium, 5, 7.
719
Véase el trabajo clásico de Jean Orcibal San Juan de la Cruz y los místicos renano-flamencos (Orcibal,
1987). Para un breve recuento de las obras espirituales germánicas difundidas en la España del XVI,
véase Sanchís Alventosa, 1946: 109-112.
720
Op. cit, pp. 220-221.
721
Ib., p. 222. Martín recuerda que es el primer autor en hablar de toques en el sentido que después
empleará Juan de la Cruz en la Llama: “toque misterioso por el cual es engendrado el Hijo en la memoria
suprema” (Sanchís Alventosa, 1946: 79). Para una discusión sobre el sentido del toque en Ruysbroeck y
su relación con el toque sanjuanista, véase Sanchís Alventosa, 1946: 125D.
746

oscuridad que caracteriza el pensamiento teológico de Juan de la Cruz. En efecto, frente


a Eckhart, Ruysbroeck defendió el carácter dinámico de Dios y negó que éste
permaneciera retirado en la oscuridad. Como hemos señalado en páginas anteriores,
para Ruysbroeck, el silencio de Dios está preñado del Verbo, y, así, cuando el místico
alcanza “el silencio oscuro” del Padre, se mueve hacia la imagen perfecta del Hijo,
como un paso de la oscuridad hacia la luz y hacia la multiplicidad de la Creación, que se
muestra en su fundación divina722. Esta concepción de la Trinidad y su relación con la
Creación halla cierto paralelismo con el extenso “Romance sobre el evangelio “In
principio erat Verbum” acerca de la Santísima Trinidad”. Además la idea de la
naturaleza, revelada, según Ruysbroeck, en su carácter divino por la contemplación,
coincide también con el concepto de la naturaleza que San Juan expresa en el Cántico.
Por otra parte, mientras Eckhart concebía la unión mística como identidad de naturaleza,
esto es, como un proceso de deificación casi panteísta, Ruysbroeck sostiene que la
unión mística es unidad de personas, no de naturalezas. De este modo, está próximo a la
idea sanjuanista de la unión con Dios como unión de voluntades.
Pero probablemente es Tauler el místico germánico más influyente en la obra de
Juan de la Cruz. Una antología de sus Instituciones se publica en castellano en 1551, y
es difundida por fray Luis de Granada y el obispo Carranza723. Discípulo de Eckhart,
Tauler elabora una doctrina del fondo del alma que, de una parte, se aleja del lenguaje
oscuro de su maestro, a favor de un discurso más cercano y piadoso; y, de otra,
reelabora el concepto agustiniano de la inhabitación de Dios en el alma, introduciendo
un elemento dinámico, determinado por la atracción divina formulada como fuego de
amor. Pese a la multitud de fuentes que pueden aducirse, la Llama sanjuanista es
deudora directa de este concepto.

722
Véase el capítulo XX & 4 de nuestra primera parte. A nuestro juicio, la influencia de la mística
trinitaria de Ruysbroeck, en la que el alma del contemplativo adapta la estructura trinitaria del Dios
contemplado, alcanza, dentro de la obra sanjuanista, su más nítida expresión en Llama de amor viva, 2,
16-22, en la que también tiene una presencia fundamental el opúsculo De beatitude. Como observa Díez
de Santa Teresa, Juan de la Cruz, a menudo, se muestra ambiguo en la expresión de la fruición divina en
la experiencia mística, por cuanto emplea el texto pseudo-tomista referido a los goces de la vida después
de la muerte (Díez de Santa Teresa, 1962: 348). La segunda redacción del Cántico, especialmente el
comentario de sus últimas estrofas, se aproxima más al sentido de De beatitude. Dice Díez de Santa
Teresa: “El opúsculo forzó al Doctor Místico a pensar en el cielo -cielo de verdad-, y a precisar por lo
tanto la relación entre ambos estados de perfección (la tercera “tela del dulce encuentro”) y hasta el orden
lógico entre los aspectos de la experiencia vital: visión, amor, fruición… ” (1962: 351). Esta evolución en
su pensamiento está también en el origen de la segunda redacción, poco antes de morir, del comentario de
la Llama (Ruiz, 1962: 263).
723
Ib., pp. 224-225.
747

La última gran influencia de la mística germánica en San Juan de la Cruz es


Helwic Van Gelmar cuya obra De beatitude o De la vida del cielo fue erróneamente
atribuida a Tomás de Aquino a finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI. Aunque
en tiempos de Juan de la Cruz y en la edición de la Suma Teológica manejada por éste
ya se daba cuenta de esta falsa atribución, el carmelita siguió atribuyéndosela al
Aquinate en sus escritos. En capítulos precedentes hemos mencionado algunos de los
elementos de De Beatitude que han pasado a la obra de Juan de la Cruz724. Ahora nos
hacemos eco de la edición de De la vida del cielo de Teodoro H. Martín (Martín, 1988)
en la que se estudian detenidamente los puntos de influencia de Van Gelmar en la obra
sanjuanista. Reviste especial interés la elaboración de un mística trinitaria -el amor con
el que el Padre ama al Hijo es el Espíritu725-, de naturaleza más cognitiva que salvífica,
conforme a la tradición agustiniana (Martín, 1988: 24-25) que emplea imágenes bien
conocidas del lector de San Juan: la atracción de Dios en el fondo del alma como el
imán atrae al hierro; la idea de Dios como fuente de la que fluyen todos los dones; la
contemplación como olvido del mundo y abismo del no saber726; y, entre otras, la
imagen del fuego en que se inflama el alma en sentido trinitario que recuerda al
comentario de la segunda canción de la Llama.
Sanchís Alventosa ha señalado algunas diferencias importantes entre la mística
germánica y la española del siglo XVI. De entre éstas, resulta pertinente recordar aquí la
inferior presencia neoplatónica de la mística hispana frente a la alemana. Así, Sanchís
Alventosa subraya que si el centro de las disquisiciones místicas alemanas es el Logos,
como segunda hipóstasis trinitaria, y no como el Cristo histórico, los españoles
prefieren, al modo franciscano, “la consideración del Verbo encarnado, de Cristo,
modelo y guía del mortal”; por otra parte, “El pensamiento plotiniano de la emanación y
retorno a la Divinidad está sustituido por un fuerte dualismo de Creador y criatura, y la
asimilación, por amor, del alma de Cristo” (Sanchís Alventosa, 1946: 103).
La literatura espiritual española de finales del siglo XV y de la primera mitad del
siglo XVI tuvo, lógicamente, una influencia decisiva en la obra de Juan de la Cruz. A
comienzos del siglo XVI, la espiritualidad española evolucionó hacia una creciente

724
Cf. capítulo XX & 4.
725
La idea está también en el Romance sobre la Trinidad: “Como amado en el amante / uno en otro
residía / y aqueste amor que los une / en lo mismo convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y
valía” (Juan de la Cruz, 2002a: 85).
726
Dice Van Gelmar: “El alma se siente tan amada por Dios que hace olvido de todas las criaturas. Su
dicha aumenta cuando corresponde al amor de la Santísima Trinidad y se abisma por completo allí con
todas sus potencias” (Martín, 1988: 34).
748

lectura y meditación de la Biblia, a partir de fuentes como la Imitación de Cristo, y las


obras de Agustín, Gregorio, Bernardo, Buenaventura, Hugo de Balma, Gerson, Herp, y
Dionisio Areopagita727.
El Tercer Abecedario de Francisco de Osuna es uno de los pilares básicos de la
mística carmelitana728. Con Juan de la Cruz, Osuna comparte algunas posiciones
doctrinales respecto de la contemplación, ciertas coincidencias en el léxico, los
ejemplos y las comparaciones, si bien es difícil precisar si existe entre ambos una
relación de dependencia, filiación, o sólo meras coincidencias (Osuna, 1972: 109).
Otro tanto puede decirse de la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo.
La obra se publicó anónimamente en Sevilla en 1535. En 1538 aparece una segunda
edición que mejora ampliamente la de 1535729. La Subida, muy influida por Ricardo de
San Víctor, Hugo de Balma y Herp, entre otros, influye a su vez decisivamente en
Teresa de Jesús. Bernardino de Laredo adelanta un concepto de noche que presenta
algunas similitudes, y también importantes diferencias con la noche sanjuanista:

Y por esto dice la autoridad: Que se levante nuestro corazón de noche, porque así como
la noche quita d enuestra vista corporal todolo qu econla claridad podemos ver, bien así el muy
súbito alzamiento d enuestra afectiva esconde de la vista intelectual todo lo que Dios crio, y
quédase sólo en él.
(Laredo, 1998: 247)

Así considerada, la noche de Bernardino de Laredo se refiere, como ocurre con


la noche sanjuanista, a la vía apofática. Sin embargo, Laredo no examina la sequedad y
el horror que la vía negativa supone, ni explora el proceso de honda trasmutación que en
ella experimenta el contemplativo, como sí hace Juan de la Cruz en sus comentarios,
particularmente en Subida.
Finalmente, no queremos cerrar este capítulo dedicado al examen de la presencia
de la tradición mística y la alegoría en Juan de la Cruz, sin hacer alusión a la posible
utilización por parte del carmelita de la Sylva allegoriarum. Esta posibilidad ha sido
abordada por estudiosos de la obra de San Juan como Lucinio Ruano o Gabriel Castro,

727
Véase el “Prólogo” de M. Andrés a su edición del Tercer Abecedario espiritual de Francisco de
Osuna, (Osuna, 1972: 99).
728
Para su influencia en Teresa de Jesús, véase el citado prólogo (Osuna, 1972: 107-108).
729
Véase el prólogo de Teodoro H. Martín a su edición de la tercera parte de Subida del Monte Sión
(Laredo, 1998: XXXIV y ss.).
749

cuyo estudio sobre la cuestión (Castro, 1985) seguiremos a continuación en nuestra


exposición de esta posible fuente sanjuanista.
La Sylva allegoriarum es un repertorio de alegorías ordenado alfabéticamente,
que recoge las interpretaciones alegóricas de la Escritura más conocidas de los Padres y
los exégetas medievales. Obra del benedictino Jerónimo Lauretus730, fue publicada por
vez primera en 1568, conociendo varias ediciones en los años siguientes.
Dos son los puntos de interés que nos ofrece la obra: el primero, y más evidente,
por cuanto la Sylva ofrece en un cuerpo ordenado toda una serie de interpretaciones que,
por el modo en que se presentan, no aparecen como producto de la hermenéutica bíblica
acumulado durante siglos, sino como figuras retóricas avaladas por la autoridad de la
Escritura, y dispuestas para ser utilizadas en la elaboración de discursos poéticos y
doctrinales, con un sentido moldeable, a la vez opaco y transparente. En esto radica, a
nuestro juicio, buena parte de la eficacia alegórica de Juan de la Cruz, esto es, en la
extraordinaria capacidad para transformar materiales procedentes de la exégesis
alegórica en mecanismos retóricos que construyen un lenguaje nuevo con el que
elaborar su obra, tanto en verso como en prosa. Desde este punto de vista, la Sylva
allegoriarum supone un eslabón probable entre la tradición de la interpretación
alegórica y la obra de Juan de la Cruz.
El segundo punto de interés de la Sylva estriba en el concepto de alegoría que su
autor expone en el Additus in Sylvam, breve justificación de la alegoría que antecede al
libro. Fray Jerónimo distingue la alegoría de figuras cercanas como la metáfora, la
parábola, la ironía o el enigma. Pero, a continuación, apunta un rasgo esencial de la
alegoría: en ella son quebrantadas todas las reglas de la lógica, “incluida la de
Aristóteles, que prudentemente exige que surja de la similitud entre dos cosas” (Castro,
1985: 472).
En nuestra opinión, esta concepción amplia de la alegoría, que se aparta de la
lógica aristotélica -incluida la tantas veces argumentada imposibilidad de conciliar los
opuestos en un mismo sujeto- y de su teoría de la metáfora, es distinta de la idea de
alegoría más racionalista que racional que, a partir de la aparición de la estética, siempre
se ha enfrentado a la categoría de símbolo. La alegoría de la Sylva, heredera de la
tradición de la exégesis alegórica cristiana e incluso pagana, si no conocida por San
Juan al menos contemporánea suya, viene a comprender en su significación lo que
después se ha considerado símbolo. En este sentido, nos parece que la definición de fray
750

Jerónimo invita, en la línea defendida en páginas anteriores, a superar la distinción entre


símbolo y alegoría con relación a la obra de Juan de la Cruz, en beneficio del concepto
amplio de alegoría aquí expuesto.

730
Para una breve nota biográfica, véase Castro, 1985: 468-469.
751

V. Llama de amor viva

La Llama de amor viva es, desde el punto de vista espiritual, la obra cumbre de
la mística sanjuanista731. Despojado de todo elemento narrativo, descartada la presencia
de personajes figurados -la amada y el amado-, como transposición del alma y Dios,
desplegado en un tiempo suspendido entre la memoria y la esperanza, ubicado fuera de
un espacio anímico convulsionado, el poema -y por extensión el comentario- se
despliega a través de un lenguaje alienado, exclamativo, tejido de súplicas, invocaciones
y exhortaciones732, que se concreta en imágenes audaces y extrañas paradojas. La Llama
enfrenta al lector con el límite de la inefabilidad de la experiencia mística, al que tanto
nos hemos referido en estas páginas. A propósito de sus versos, dice Caravaggi:
“representan la tentativa extrema de comunicar una experiencia cognoscitiva de la unión
mística cuando los instrumentos del lenguaje ya no resultan eficaces” (Caravaggi, 1991:
10).
La opacidad del tenor literal de las estrofas, el sinsentido del conjunto de sus
expresiones ha hecho sostener a la crítica más rigurosa que, con este poema, San Juan
elabora un texto que se ubica decididamente en el terreno de lo simbólico. El examen
del poema parece descartar cualquier posible conexión con un entramado lógico que
avalara la presencia de la alegoría (García de la Concha, 2004: 303).
La Llama, en efecto, se sitúa, acaso más adecuadamente que ninguna obra
mística cristiana, en el centro de la polémica sobre la naturaleza del lenguaje místico733.
Es esta cuestión la primera que debemos explorar como paso previo a la formulación de
una exposición del poema que tienda hacia el establecimiento de unos parámetros de
lectura que favorezcan su comprensión. El establecimiento de estos parámetros
lingüísticos, culturales y religiosos quizá permitan esbozar una lectura alegórica -
entendida en el sentido amplio, no puramente retórico, que se propone en nuestro
trabajo- que apunte hacia el sentido del poema. Con este objetivo, debemos comenzar
haciendo una breve reflexión sobre el lenguaje místico y sus posibilidades cognitivas y
expresivas.

731
Para las circunstancias biográficas de San Juan de la Cruz en el periodo de composición, véase Pacho,
1985.
732
Véase Vide, 1999: 197-200.
733
En la exposición de esta cuestión, sigo a Vide, 1999: 201-207.
752

Frente a los que, desde el neopositivismo, consideran, como Ayer, que la


ausencia de significado literal hace ininteligibles los enunciados místicos; otros, como
Mascall y Wilson, afirman que el hecho de que estos enunciados no sean verificables no
implica que no ofrezcan un conocimiento acerca de la realidad ni que, en consecuencia,
deban relegarse al ámbito del sinsentido. Wilson ha apuntado, a partir de la noción de
“juegos del lenguaje” de Wittgenstein, que existe una serie de reglas particulares dentro
del juego lingüístico de la palabra “Dios”, que permite que estos enunciados puedan ser
verificados, si bien de forma limitada y confusa, por los creyentes de esa misma
comunidad.
La semántica contemporánea (Hospers) prefiere hablar, más que de valor
cognitivo, de función evocadora: “Evocar es traer al presente de la acción comunicativa
aquello que se afirma. Con ello se intenta que el oyente haga algo (decidirse a entrar en
el nuevo ámbito de sentido experimentado por aquel que realiza el acto lingüístico de
evocar)” (Vide, 1999: 203).
Existe, por tanto, una dimensión asertiva directiva en el poema que no sólo
afirma la verdad de lo que dice, pretendiendo suscitar en el oyente el deseo de participar
de la experiencia mística, sino que, además, como subraya Ladrière, es posible hablar
también de un rasgo autoimplicativo de este lenguaje, por el que el místico asume su
propia experiencia, en lo que supone “prueba y purificación, transformación interior y
apertura mayor al misterio para llegar a un encuentro unitivo con el Dios inefable”
(Vide, 1999: 207).
De este modo, podemos afirmar que la Llama se extiende en tres direcciones:
una dirección cognitiva en cuyo horizonte, el conocedor de la tradición mística cristiana
puede deducir una serie de reglas de interpretación que avalen la determinación de un
sentido alegórico para el poema; una dirección evocadora, que se orienta hacia la
actuación persuasiva sobre el lector; y, por último, una dirección autoafirmativa en
cuanto fijación de la experiencia vivida por el propio autor. En las páginas que siguen,
desarrollaremos nuestra indagación en estas direcciones, pero antes debemos reflexionar
brevemente sobre la naturaleza del poema.
Para examinar la naturaleza de la Llama, es necesario comenzar recordando las
diferencias que la separan de los otros dos poemas mayores de Juan de la Cruz. Antes
hemos aludido a ellas; ahora debemos analizar estas diferencias en el marco del
concepto de oración del siglo XVI.
753

La Llama puede ser entendida como oración de contemplación734. No hay en el


poema -frente a lo que ocurre en la Noche y el Cántico- ninguna pretensión de
reelaborar pasajes escriturarios, sino, en todo caso, una apelación a determinadas
imágenes de procedencia bíblica, yuxtapuestas en un texto nuevo y escindido de
cualquier pretensión de reelaboración de la Escritura.
En este contexto oracional, se ubican la dirección evocadora, con su dimensión
persuasiva, y la dirección autoimplicativa del poema. Al comienzo de estas páginas
dedicadas al examen de la Llama como alegoría, decíamos que el poema se sitúa fuera
del espacio anímico. Esta afirmación tal vez pueda sorprender tratándose de un poema
que no contempla otro paisaje que el del alma. Pero, precisamente, el diálogo entre la
voz poética que habla en primera persona y se dirige a un “tú divino” contempla el alma
desde una exterioridad que permite desplazarla a la tercera persona, “mi alma”735. A
nuestro juicio, la decisión sanjuanista por la que el poema que expresa la unión mística
en su más alto grado de contemplación es, paradójicamente, el más externo respecto del
alma que experimenta esta “transformación en Dios”736 es uno de los rasgos
fundamentales y, al mismo tiempo, menos subrayados por la crítica de la Llama de
amor viva.
La utilización de personajes alegóricos interpuestos en la Noche y el Cántico,
generaba una inclusión del “yo poético” en el mundo del poema: la oscuridad espectral
de la noche, el extenso y abigarrado cosmos del Cántico. En el primero de estos
poemas, la voz predominante corresponde a la amada. Sólo en la lira quinta una voz,
que bien puede seguir siendo la de la amada, canta en tercera persona la unión de los
amantes, para retornar a la primera persona en las liras siguientes. La última lira cierra
el poema y su mundo, sin que sea posible proponer una continuación. El mundo de la
Noche es, mientras se enuncia, el único posible para la voz que canta en el poema, y
cuando éste termina, el mundo y la voz concluyen simultáneamente.
El Cántico se diferencia de la Noche en el planteamiento de estos dos términos.
En primer lugar, en el Cántico, la voz de la amada convive y dialoga con la del Amado
y con la de un coro que informa, desde el interior del mismo universo poético, de la
búsqueda y el encuentro de los amantes. En segundo lugar, el mundo poético del

734
Pacho recuerda que Juliana de la Madre de Dios, copista de la obra, afirma que las canciones de la
Llama fueron compuestas “en la oración, año 1584” (Pacho, 1985: 118). Sobre esta cuestión, véase
también Ruiz, 1962: 257.
735
Sobre esta cuestión se expresa en términos parecidos -aunque con distintas conclusiones- López Baralt
(cf. López Baralt, 1998: 195).
754

Cántico no se cierre en la última lira del poema, ni las peripecias amorosas de los
personajes concluyen en las “aguas” del último verso. El poema termina, ciertamente,
pero no concluye: su mundo se prolonga indefinidamente más allá de él. Lo que se
extiende en el silencio que adviene tras el final es el mismo mundo del poema: el
mundo sobrecargado y, al mismo tiempo, extrañamente ligero que ha visto el encuentro
de los amantes. Se trata, en ambos casos, de paisajes alegóricos, anímicos, en los que
los personajes de la amada y el Amado hacen las veces del alma y de Dios, en virtud de
una reformulación poderosamente original del Cantar de los cantares y de la tradición
exegética y poética cristiana por él generada.
Sin embargo, nada de esto se encuentra en la Llama. Aquí no hay personajes
interpuestos que se muevan en un mundo alegórico. El paisaje del alma apenas se intuye
en las cavernas del sentido de la tercera estrofa. La voz poética no se ubica dentro de
este espacio, sino que, por el contrario, este espacio, el centro del alma, le pertenece. Y
no se dirige al Amado o a una personificación de Dios, sino al fuego; la llama que no
ofrece rasgos humanos de ninguna clase. A diferencia de lo que ocurre en los otros dos
poemas mayores, la voz que encarna el “yo poético” está, de algún modo, fuera de lo
que ocurre en el poema.
Pero, además, si, por una parte -al igual que lo que ocurre en el Cántico y a
diferencia de lo que hemos visto en la Noche-, se puede afirmar que “lo narrado” en el
poema no concluye con éste, sino que se prolonga más allá del último verso, creemos
también que, frente al Cántico, esta prolongación ya no tiene lugar en el mundo
sostenido en el poema, sino en el que queda fuera, esto es, se extiende en aquel en el
que habita la voz que clama en sus versos. Podría afirmarse que si la Noche ofrece un
mundo cerrado, y el Cántico un mundo abierto; la Llama se abre no a otro espacio, sino
a otro tiempo, al futuro, esencialmente futuro de la vida más allá de la muerte, al que se
refiere al final de la primera canción: “acaba ya si quieres / rompe la tela de este dulce
encuentro”737.

736
Cf. Llama, Prólogo, 3.
737
No compartimos la interpretación de Gimeno Casalduero que considera que la tela es efectivamente
cortada al comienzo de la segunda estrofa del poema: “Rota esa leve tela, el fuego se precipita”. El autor
hace una lectura neoplatónica del poema (Gimeno Casalduero, 1979: 179) que difícilmente encaja en los
parámetros de la tradición mística del amor extático. Además, esta explicación resulta incompatible con el
comentario del autor (Llama, 1, 36) que textualmente remite a la muerte el cumplimento de este deseo de
unión total. Gimeno Casalduero habla también de cumplimiento en muerte, pero como algo cumplido y
expuesto en las estrofas siguientes del poema -lo que resulta difícil de sostener atendiendo al modo verbal
indicativo de estas estrofas- y no esencialmente futuro como, para nosotros, se formula en el poema. En el
sentido defendido en estas páginas se expresa López-Baralt (1998, 202). En la segunda redacción del
Cántico este “futuro siempre futuro” está incluido en el mundo del poema.
755

Esta apertura al “futuro siempre futuro”, se produce desde un presente que tiene
viva memoria del pasado, de las penalidades que han precedido a la unión: “pues ya no
eres esquiva”. El verso remite a la Noche, al tiempo de las purgaciones en las que la
llama se mostró “esquiva”. Como señala Mancho Duque, por “esquivo” hay que
entender aquí no sólo “huidizo”, sino también, y sobre todo, “horrible”, “malo”,
“doloroso” (Mancho, 1998: 355), en una concepción, que, a nuestro juicio, procede de
los místicos alemanes.
Abordamos ahora los aspectos cognoscitivos del poema, de conformidad a las
condiciones expuestas más arriba. Estas condiciones se basan en la existencia de un
código compartido por una comunidad que pueda descifrar, si no completamente sí con
carácter general, el sentido del poema. Como ha quedado señalado anteriormente, al
analizar los elementos evocadores y autoafirmativos del poema, la Llama no puede
considerarse un poema en el mismo sentido que la Noche o el Cántico. En la Llama no
existen personajes alegóricos como la amada o el Amado que representen al alma y a
Dios. Tampoco existe propiamente un espacio alegórico definido expresamente -el
Cántico- o de forma tácita -la Noche-. El poeta se identifica con la voz poética que
habla en el poema. En consecuencia, cuando afirmamos que la Llama es un poema
alegórico estamos esbozando un concepto de alegoría más amplio que aquel, puramente
retórico, que a veces se confunde con la personificación738.
La Llama es un poema alegórico por cuanto se sirve de un código lingüístico
determinado para expresar una realidad esencialmente inefable como es la experiencia
de la unión mística. El poeta recurre al viejo instrumento de la metafísica, la alegoría,
para ir más allá de las posibilidades del lenguaje y de la realidad por éste delimitada. De
este modo, San Juan de la Cruz, con voz original y personalísima, recurre al código
místico del amor extático cuyos precedentes directos cabe encontrarlos en Ricardo de
San Víctor y Bernardo de Claraval. Es en la concepción extática del amor dónde se
ubican las claves fundamentales de interpretación de la Llama.
Como se ha estudiado en la primera parte de este trabajo739, frente a la
concepción física del amor fundada sobre la necesaria inclinación de todos los seres de

738
Éste no es el caso, por supuesto, de estos dos poemas. El uso de la alegoría en la Noche y en el Cántico
es mucho más complejo y afecta a un número mayor de procedimientos retóricos y hermenéuticos. Pero sí
queremos significar que, entre estos elementos, la personificación aparece de forma constante, y a través
de sus mecanismos, se despliegan las voces que dan vida interna a los poemas.
739
Supra. capítulo XX & 2.
756

la naturaleza a buscar su propio bien740, la concepción extática sostiene que el amor será
más perfecto cuanto más arroje al sujeto fuera de sí mismo, a partir de una esencial
dualidad de términos, resultado de una concepción personal del amor. Es Ricardo de
San Víctor el que habla por vez primera de “caridad violenta” para referirse a la unión
mística, en la que el alma arde y se duele de la herida de amor741. La violencia es
consecuencia de la salida de sí, al encuentro de sus apetitos, del modo en que los
tiraniza, y, por parecer no quedar saciado sino con la aniquilación del sujeto que ama,
por su absorción en el objeto amado.
Ciertamente, como recuerda Ynduráin, el tema de la “herida de amor” aparece
ya en Ovidio (Juan de la Cruz, 1995: 219). Pero, en nuestra opinión, no puede
sostenerse que exista una influencia directa de Ovidio en Juan de la Cruz, sino que, por
el contrario, el trayecto desde la “herida de amor” en, al menos, la literatura latina
clásica hasta Juan de la Cruz, pasa por una serie de etapas que modifican el sentido de la
expresión y lo enriquecen con nuevos matices. La expresión adquiere una dimensión
mística con Orígenes y Gregorio de Nisa742. No obstante, será en el siglo XII, cuando
asumirá el sentido que directamente pasa a Juan de la Cruz. En efecto, en el siglo XII, la
difusión de las obras de Ovidio y la construcción de un nuevo lenguaje erótico en la
poesía europea corren a la par de la elaboración de un nuevo discurso místico, que tiene
en la concepción extática del amor, su expresión más radical. Ambas corrientes de
poesía erótica, la profana y la religiosa, conviven y se contagian sus hallazgos a lo largo
de la Edad Media.
Las características que Rousselot apunta respecto de la concepción extática del
743
amor son claramente reconocibles en la Llama:
1. La dualidad del amante y del amado. Esta dualidad es mucho más
perceptible en la Llama que en los otros dos poemas mayores, en lo que parece haberse
impuesto, una concepción sintética entre la concepción física y la extática, acaso a partir
de las teorías sobre la afectividad de Santo Tomás. En efecto en ambos poemas, la
alegoría de los paisajes del alma en los que ésta misma buscaba a su amado, en clave
agustiniana -en la que la salida es en realidad entrada en uno mismo-, permitía avalar
una teoría en la que el amor se concibiera desde un punto de vista unitario, como

740
Para los defensores de esta teoría, existe una profunda y oculta identidad entre el amor a sí y el amor a
Dios.
741
Decíamos en el capítulo XX & 2 de la primera parte de este trabajo, que esta idea de la “caridad
violenta” es extraña al mundo del Cantar de los cantares y al del neoplatonismo cristiano.
742
Supra. capítulos XIV y XV.
757

búsqueda del propio bien. Tal vez los comentarios de estos poemas desdibujan un tanto
esta concepción sintética a favor de la teoría extática. Ahora bien, en la Llama, la propia
estructura del poema, en la que la voz poética se dirige a un tú, sin personajes
interpuestos, y sobre todo, desde “fuera” del poema, en los términos examinados
anteriormente, incide en este carácter dual, por una parte, y personal, por otro, propio
del amor extático. La unión, en este sentido, es un proceso de confluencia de dos
personas distintas, no un descubrimiento de la unidad de la creación en Dios como
ocurría en la teoría física744. Incluso en la última estrofa, en la que parece que el afecto
se impone a la violencia del comienzo, San Juan sigue manteniendo la presencia de las
dos figuras, el “yo externo” y el “tu interno” que reside en el alma. La exposición
trinitaria de la canción segunda coincide con la concepción extática del amor en
Ruysbroeck, en la que, como se ha visto, la unión mística no es identidad de naturaleza
sino unidad de personas745.
2. En la concepción extática, el amor es herida, desmayo, muerte, siempre
deseables746. Como ha estudiado Chiappini, la declaración de la primera canción del
poema pone de relieve esta semántica del deseo desde el inmediato y duplicado “ya”
con el que se inicia (Chiappini, 1993). La audacia de la metafísica del amor extático,
lleva incluso a sostener que Dios no es ajeno a la violencia del amor, que sufre sus
heridas -idea ya presente en el Cántico-. La alegoría del fuego, de antiquísimo origen,
tiene como precedente inmediato la mística de Tauler747. Las dos primeras estrofas del
poema abundan en esta idea748. El oxímoron es el instrumento retórico elegido, avalado

743
Cf. Rousselot, 2004: 119-163.
744
En Subida, la descripción de la unión mística con Dios se hace en estos mismos términos de amor
extático, diferenciándola claramente de la unión sustancial, correspondiente a la concepción física, de
origen aristotélico, presente en todas las criaturas: “Esta manera de unión [la sustancial] siempre está
hecha entre Dios y las criaturas todas, en la cual les está conservando el ser que tienen (… ). Y así cuando
hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de esta sustancial, que siempre está hecha, sino de la
unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber
semejanza de amor. Y, por tanto, ésta se llamará unión de semejanza (… ) la cual es cuando las dos
voluntades, conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una
cosa que repugne a la otra” (Subida, II, 5, 3). El subrayado es nuestro.
745
Supra. capítulo XX & 4.
746
Más arriba nos hemos referido al deseo de la muerte. Este deseo, avivado por la confianza en una
unión más plena con Dios es, sin embargo, muy anterior a la configuración de la teoría extática del amor.
Así, dejando a un lado su aparición en el neoplatonismo pagano, también es desarrollada por Gregorio de
Nisa en sus Homilías 11y 12 sobre el Cantar de los cantares (Gregorio de Nisa, 1993: 172, 186).
747
Supra. capítulo XX & 5. Véase también Laredo, 1998: 187-188.
748
Laredo adelanta algunas imágenes del amor extático sanjuanista al afirmar: “Pues como Dios es amor,
cuando quiera que visita el alma que está de su amor llagada, y de llagas tan sensibles que, como es el
sentimiento en lo interior y muy tierno de las entrañas, es necesario que cuantas veces la tal alma siente la
visitación del amor que la llagó, tantas se alce el sentimiento en el talante y afectiva del alma enamorada,
para se unir al amor que fue causa y es remedio de sus llagas” (Laredo, 1998: 188-189). Compárese este
pasaje con la segunda estrofa de la Llama de amor viva y con las liras 9 y 31 de Cántico B. También se
758

por la tradición mística que hace de él la figura más recurrente en la expresión de la


inefabilidad de la contemplación. Pero, a nuestro juicio, no cabe entender aquí el
oxímoron en el modo en que lo hace Certeau, como mecanismo que crea un agujero en
el lenguaje. Dice el autor de La fable mystique, que el oxímoron es un deíctico que,
como los demostrativos, apunta lo que no dice, en este caso, una ausencia de
correspondencia entre las palabras y las cosas749. Por el contrario, consideramos que el
conocimiento de la tradición de la “caridad violenta”, de su contexto histórico y la
observación de sus rasgos fundamentales cubren en buena medida el abismo al que se
refiere Certeau750. De este modo, los dos primeros versos de la segunda estrofa, “¡Oh
cauterio suave! / ¡Oh regalada llaga!” adquieren un sentido preciso para el conocedor
del concepto extático del amor751. Nos encontramos más bien -como ocurre en los casos
de oxímoron del Cántico- ante aquella “tercera cosa” que Aristóteles en su Física
inserta entre los principios opuestos, y que actúa como catalizador en virtud del cual un
principio puede desarrollarse en su contrario752. El oxímoron pone de relieve la lejanía
entre los dos términos, pero también nos aproxima en su sentido heideggeriano, a esta
lejanía más exactamente que cualquier otra cosa. Por eso, consideramos frente a López-
Baralt, que la Llama no es un himno a la nada (López-Baralt, 1998: 196), sino a la
plenitud mística de la unión con Dios, limitada en el presente, y plena en la muerte cuya
llegada se insta vivamente, dentro de un código determinado por la concepción extática
del amor. A nuestro juicio, estas dos estrofas iniciales expresan el movimiento del amor
extático entendido, a la vez, como eros y ágape. Así, la primera estrofa es expresión de
deseo: el apetito de Dios -encarnación del amor egoísta que persigue el propio bien-
lleva a clamar por la muerte, para poder colmarse. La segunda estrofa, por el contrario,
expresa el don de Dios, la gracia que se da en la contemplación mística, el ágape.

encuentra en Laredo una explicación aceptable de la extraña imagen del único ojo llagado de la lira 31 de
CB (cf. Laredo, 1998: 193).
749
Cf. Certeau, 2002: 199.
750
E. Davis señala, respecto a las paradojas del Cántico cómo éstas no conducen al silencio, sino a la
plenitud verbal y conceptual (Davis, 1993: 219). Thompson, por su parte, ha distinguido entre las
paradojas verbales, fácilmente identificables en las palabras usadas, y las paradojas que pertenecen a las
experiencias hacia las que esas palabras apuntan. Esta distinción, que se acerca a la diferencia entre
allegoria in verbis y allegoria in factis, genera tres niveles de discurso místico en consideración a la
paradoja: literario, experiencial y teológico, punto de contacto entre los dos anteriores, generado por la
experiencia en sí misma (Thompson, 1985: 471).
751
Osuna lo explica en términos cercanos: “Dice San Gregorio: el ánima que se junta al invisible esposo
por amor, ninguna consolación recibe del presente siglo, mas de todas entrañas suspira a aquella que ama,
hierve, tiene ansia, fatígase y hace vil la salud del cuerpo por estar traspasada con la llaga de amor”
(Osuna, 1972: 385).
752
Física 189b.
759

3. La irracionalidad del amor. Irracional quiere decir aquí poco racional,


imprudente, precipitado, y desconocedor del orden natural esencial. En consecuencia, el
amor extático es, hasta cierto punto, igualitario, o al menos, tiende a serlo753. Es
posesivo y se entiende como disfrute de Dios. Acaso este disfrute de Dios se haga
especialmente expreso en la última estrofa del poema, cuando el esquema del amor
extático se suaviza al apartarse de los parámetros más duros de la caridad violenta,
abriéndose hacia una concepción más reposada del amor.
Una vez delimitado el código que, a nuestro juicio, interpreta el sentido del
poema754, debemos descender al estudio puntual de la que quizá sea la estrofa más
opaca:

¡Oh lámparas de fuego,


en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

Esta estrofa es, en opinión de García de la Concha, la clave determinante del


755
poema . La sucesión de imágenes extrañas ha llamado la atención de la crítica sobre el
sentido particular de cada una de ellas y el modo en que se articulan para producir el
sentido general de la estrofa. Éste parece referirse indudablemente a los efectos de la

753
Díez de Santa Teresa ha señalado la influencia de De Beatitude en la concepción igualitaria del amor
expresada en la Llama, 3, 78 y, expresamente. en CB, 38, 3. Del mismo modo, en la Anotación para CB
28, Juan de la Cruz afirma lo siguiente: “la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada.
De donde, porque el alma aquí tiene perfecto amor, por eso se llama esposa del Hijo de Dios, lo cual
significa igualdad con él”. Véase también Laredo, 1998: 187 y ss.
754
Para el estudio del concepto de “centro del alma”, nos remitimos a nuestros capítulos dedicados a
Plotino (Enéada III, 8, 9) y la mística agustiniana. Véase, igualmente, Pacho, 1995: 327. El concepto de
toque, procedente de Ruysbroeck ha sido expuesto en páginas anteriores. También se ha señalado la
presencia de la mística trinitaria de éste en el comentario de la canción 2ª (16-22). La “tela” del último
verso de la primera canción no ofrece demasiada dificultad en su identificación con la vida cuyo fin
anhela el místico para poder disfrutar plenamente de los dones divinos. Es ésta la interpretación de
Ynduráin que cita además algunos ejemplos de poetas españoles contemporáneos -Garcilaso, Aldana,
Baltasar Alcázar, etc.- donde la “tela” significa el lugar donde se poema la vida en juego (Juan de la Cruz,
1995: 211,212). Véase en Teresa de Jesús un empleo parecido de “tela” (Libro de la vida, XVIII, 11).
Chiappini explica las connotaciones de “tela” en el poema sanjuanista, afirmando que “tela hace más
claro y comprensible el grado de consistencia, el poco valor sustancial propio y analógico y emblemático
de lo humano con respecto a lo inconmensurable divino” (Chiappini, 1993: 239-240). En consecuencia,
no compartimos la interpretación que identifican “la tela” con el “himen”, explicación que carece de
sentido en el contexto del poema, en la tradición mística y en la poesía del momento, donde esta
significación sólo aparece en poemas burlescos (Ynduráin, 1995: 212).
755
Cf. García de la Concha, 2004: 303-304 y Mancho, 1998: 357.
760

unión mística en el alma. Pero este sentido general no informa, por sí mismo, del que
cabe atribuir a cada una de imágenes que lo constituyen.
María Jesús Mancho ha realizado un breve resumen de las diversas
interpretaciones de esta estrofa: García de la Concha ha relacionado sus imágenes con
Efesios IV, 9-10 y con Orígenes, aludiendo a la Encarnación como descenso y entrada
en las cavernas de la tierra. Para el crítico, la estrofa obedece a la idea del alma como
templo de Dios, presente también en San Agustín y Hugo de San Victor (Mancho, 1998:
357, 360); Asín y López-Baralt han afirmado el origen sufí de estas imágenes en las que
se describe la fusión de altura y profundidad de las cavernas simbólicas, con su carácter
infinito y concéntrico756; Hatzfeld ha relacionado la estrofa con los místicos alemanes757
y el Cantar de los cantares758; Ackerman, por su parte, afirma que las cavernas del
sentido son las potencias del alma (Mancho, 1998: 359).
La estrofa se articula por medio de dos imágenes: “las lámparas de fuego y “las
cavernas del sentido”. Ambas imágenes mantienen entre ellas una tensión dialéctica
superada en el último verso: la luz y el calor de las lámparas y la oscuridad ciega de las
cavernas se funden en el verso que cierra la estrofa. María Jesús Mancho ha estudiado
este verso, analizando el valor significativo de “junto” en el poema. En su opinión,
considerar que “junto” es equivalente de “al lado de” es el resultado de una lectura
banal de la Llama, que desconoce la transformación íntima de la unión mística
(Mancho, 1998: 361). En el comentario, recuerda Mancho, San Juan se refiere a la
donación del alma, después de su transformación, de tal modo que las cavernas envían a
Dios los resplandores recibidos, hechos también lámparas encendidas, dando al Amado
la misma luz y calor que reciben (1998: 368). De acuerdo con el comentario del poeta,
cabe entender, concluye Mancho -en sintonía con Cristóbal Cuevas y Víctor García de
la Concha-, que “junto” debe entenderse con carácter adverbial, como “juntamente”: “a
su querido dan juntamente luz y calor” (1998: 369, 370).
La imagen de “las lámparas de fuego” y sus resplandores es de dudosa
procedencia. Algunos críticos, como Dámaso Alonso, han mencionado como fuente el
Cantar de los cantares (8, 6); otros han hablado de la mística musulmana (López Baralt,
1980: 6, 7). El pasaje del Cantar es, ciertamente uno de los más citados por el carmelita

756
Cf. López-Baralt, 1980.
757
“Solamente el símil de Ruysbroeck de la luz reflejada por las rocas allanó el camino para que San Juan
de la Cruz hallara la imagen adecuada de las cavernas reverberadotas de la luz como símbolo del alma
divinizada, que no puede menos de reflejar sobre el Amado la luz divina que de Él tiene recibida”
(Hatzfeld, 1968: 298)
761

en sus comentarios759, incluido el que explica la canción 3ª de la Llama760, por lo que su


presencia activa en la construcción de la imagen parece innegable.
Pero, como se ha dicho reiteradamente en estas páginas, el valor de fuente del
Cantar de los cantares no lo comprende como un texto exento sino unido a una tradición
exegética que ha extendido su sentido y cifrado sus imágenes en un código abierto
elaborado para la expresión de la experiencia mística cristiana. No se trata tanto de
localizar la procedencia de la imagen sanjuanista, sobre la que el propio poeta nos pone
sobre aviso en su comentario, sino de perseguir la interpretación concreta del pasaje del
Cantar que ha permitido a Juan de la Cruz construir su imagen e insertarla plenamente
en el poema.
En consecuencia, nos interesa ahora indagar en los rasgos que acompañan a la
imagen: las lámparas de fuego se encuentran en el interior de la caverna, a la que
contagian de su luz y calor, con el sentido místico ya señalado: la expresión de la unión
mística. En nuestra opinión, el precedente místico cristiano que enlaza más directamente
las lámparas del Cantar con el sentido que poseen en la Llama se encuentra en el
Comentario al Cantar de los cantares de Gregorio de Nisa761. En su comentario,
Gregorio de Nisa hace una lectura mística del poema -dependiente, al menos en parte,
de la que Orígenes había hecho previamente- en la que despliega una serie de
procedimientos interpretativos sumamente complejos que descomponen y recomponen
el epitalamio bíblico desde diversos puntos de vista, con relación a las diversas etapas
de la vida mística: la purificación, la ascensión y la unión. Cuando Gregorio de Nisa
aborda la exposición del Cantar en lo que a la unión se refiere, enumera una serie de
símbolos que obedecen a un doble movimiento: la inhabitación del Verbo en el alma y
la entrada del alma en Dios. A este esquema pertenecen los símbolos de la cama, las
entrañas, la bodega, el espejo, el agua, el árbol y la fruta, particularmente la granada y el
fuego. Todos estos símbolos intervienen en el Cántico espiritual con un sentido idéntico
o, al menos, muy próximo al determinado por Gregorio de Nisa762.

758
Hatzfeld se refiere a Ct, II, 14 (1968: 294).
759
Véase Juan de la Cruz, 2002a: 1085.
760
Cf. Llama, 3, 5 y 8.
761
Véase el capítulo XV de nuestra primera parte.
762
Siempre deben tenerse en cuenta las diferencias, a veces insalvables, entre la mística de la oscuridad
de Gregorio de Nisa, con el concepto de epéctasis y los elementos heredados del neoplatonismo, y la de
Juan de la Cruz, que cuenta con otras influencias más directas, y, sobre todo, pertenece a un momento
histórico muy diferente. Pero debemos reconocer que en cuanto al código alegórico que articula la
disposición de las imágenes bíblicas en un orden y sentido determinados, las coincidencias son
sorprendentes.
762

Sin embargo es en su Vida de Moisés, verdadero tratado doctrinal en el que se


expone la mística del Niseno, donde el místico alude a las “lámparas de fuego”: “Si
oyes hablar de lámparas que entroncadas en un solo candelero, se extienden en varios
brazos difundiendo luz abundante por todos los costados, no te equivocas si reconoces
en ellos los múltiples rayos del Espíritu que brillan en el tabernáculo” (Gregorio de
Nisa, 1993a: 109). Gregorio de Nisa interpreta el pasaje del Éxodo en el que se refiere la
construcción del tabernáculo (Ex. 25-27), y especialmente Ex. 25, 31-40, de
conformidad con la tipología cristiana que considera el templo como tipo del alma763.
Por otra parte, en la Homilía II del Cantar de los cantares, establece el paralelismo entre
el epitalamio salomónico y la tienda del tabernáculo (Gregorio de Nisa, 1993: 32). De
este modo, quedan entrelazados ambos pasajes: el del Cantar y el del Éxodo.
Lo que, a nuestro juicio, aproxima la lectura mística del candelabro del
tabernáculo realizada por Gregorio de Nisa a “las lámparas de fuego” de la Llama, es,
no sólo la coincidencia en el objeto, sino la identidad en la función. En nuestra opinión,
el proceso de elaboración de la imagen podría reconstruirse del siguiente modo: las
lámparas iluminan el tabernáculo; Gregorio de Nisa hace una transposición en clave
mística del pasaje para afirmar que es la luz del Espíritu la que ilumina el alma del
místico; Juan de la Cruz, por su parte, toma el pasaje del Éxodo, lo asocia con las
lámparas del Cantar - asociación dada ya por el Niseno, en virtud a los mecanismos de
la exégesis alegórica que permiten relacionar dos pasajes bíblicos muy alejados cuando
una misma palabra aparece en ambos- y traspone a éste la interpretación alegórica de
aquel hecha por San Gregorio y avalada por la tradición cristiana del alma como templo
del Espíritu. Asi el verso “con extraños primores” refuerza el sentido místico de la luz
de las lámparas en virtud del sentido divino que el adjetivo “extraño” adquiere en
determinados momentos de la obra sanjuanista. En este caso, como indica Mancho,
“Extraño se aproxima, así, a “indescriptible”, “misterioso”, y, por lo mismo, cuando se
intente penetrar en los sentidos más elevados de estas vivencias, rozará los umbrales de
lo inefable” (Mancho, 1991a: 31).
Esta explicación favorece también la comprensión de la siguiente imagen, “las
cavernas del sentido”, por cuanto Juan de la Cruz, como veremos seguidamente, sigue

763
Cf. 1Cor. 3; 2Cor. 6, 16; Hb. 8; Ef. 2, 21-22.
763

en éste, como en otros pasajes de su obra, la interpretación de la experiencia mosaica de


la caverna en el sentido elaborado por Gregorio de Nisa764.
Antes de examinar más despacio la vinculación entre ambas imágenes,
recordaremos algunas de las interpretaciones que la crítica ha ofrecido de “las cavernas
del sentido”.
Domingo Ynduráin ha relacionado la imagen con la caverna platónica
(Ynduráin, 1995). Hatzfeld también identifica las cavernas con Platón (Hatzfeld, 1968:
303). En nuestra opinión la identificación de “las cavernas del sentido” con la caverna
platónica, más allá de lo que de arquetípico pueda tener la imagen, no se ajusta bien a
las necesidades de un poema como la Llama: la caverna de Platón representa el
submundo del que uno llega a ser liberado y elevado a las alturas765. La caverna de Juan
de la Cruz es el alma que se ilumina por la unión mística. El místico no sale de ella, ni,
pese a su oscuridad antes de la contemplación, puede considerarse como un submundo.
Tampoco la cueva de Porfirio, alegoría del cosmos, encaja con el pensamiento
sanjuanista. A nuestro juicio, la exploración platónica ofrece la posibilidad de establecer
algunas correspondencias, sugerentes en todo caso, con la imagen de “las cavernas del
sentido”, a partir de los ecos de la mística platónica en la cristiana, pero no es ésta la
tradición en la que debemos indagar para examinar el sentido de la imagen en la Llama
y, más directamente, con relación a las “lámparas de fuego”, identificadas con el
Espíritu de Dios que resplandece dentro del alma -templo o tabernáculo- como se ha
visto anteriormente.
La expresión “cavernas del sentido” aparece por vez primera en la obra de Filón
de Alejandría para designar la etapa de la vida mística marcada por el conocimiento de
sí mismo766. Pero, quizá la explicación de la imagen de “las cavernas del sentido” al
igual que la de “las subidas cavernas de la piedra” del Cántico espiritual, hay que
buscarla en la lectura en clave mística de Éxodo 33, 18-23767. El encuentro de Moisés en

764
Cf. Ex. 33, 18-23; Gregorio de Nisa, 1993a: 121-122. La influencia de la interpretación mística de este
pasaje del Éxodo en la obra de Juan de la Cruz es tal, que aparece citado hasta en 10 ocasiones (véase
Juan de la Cruz, 2002a: 1081).
765
Cf. Blumenberg, 2004: 198-199.
766
Supra. capítulo XII.
767
En el comentario de este verso del Cántico, San Juan cita este pasaje (Cántico A, 36, 4). Pero, además,
es citado hasta en diez ocasiones a lo largo de su obra (Juan de la Cruz, 2002a: 1081). Thompson ha
comparado ambas imágenes y las ha propuesto como ejemplo de la diferencia existente entre símbolo y
alegoría. De este modo, “las subidas cavernas de la piedra” seria una imagen misteriosa y, en
consecuencia, simbólica; por el contrario, “las cavernas del sentido” de la Llama, al aludir a los sentidos,
disiparía el misterio, convirtiéndose en una alegoría (Thompson, 1985: 138). En nuestra opinión, no hay
tal diferencia, por cuanto el sentido que se menciona en la imagen tampoco es el sentido o los sentidos
764

la roca con Dios, en la que éste permite a Moisés que lo vea de espaldas, puesto que es
imposible ver su rostro, se considera como el modelo de experiencia mística en la que el
conocimiento completo de Dios permanece más allá de las posibilidades del ser
humano. Gregorio de Nisa, en su Vida de Moisés, consolida esta doctrina y la hace
ejemplar para sus sucesores, aún cuando las consecuencias, dentro de la mística de la
oscuridad, que el Niseno deduce de esta alegoría se suavicen o incluso desaparezcan en
algunos místicos de occidente. Osuna recoge esta alegoría, aun cuando no cita al
Niseno, y la relaciona con otro pasaje bíblico que no debía pasar desapercibido a Juan
de la Cruz, 1Reyes, 19, 13, en el que Elías -mítico fundador del Carmelo, según la
tradición medieval de la Orden- se cubre el rostro con el manto, a la salida de una gruta,
ante la presencia de Dios (Osuna, 1972: 182)768.
Manuel Diego Sánchez ha señalado, respecto de las “subidas cavernas de la
piedra” del Cántico que en la elaboración del comentario sanjuanista de esta imagen
existe, además, una influencia de Orígenes en la introducción de la dimensión
cristológica, ausente en el comentario del Niseno. Del alejandrino -y, anteriormente, de
Pablo, a quien cita el carmelita en su comentario- procede la identificación de la
humanidad de Cristo y el misterio de la Encarnación con la piedra769. Juan de la Cruz
combina, por tanto, en la elaboración y exégesis de las “cavernas de la piedra” la
alegoría de Pablo y Orígenes con la de Gregorio de Nisa (Diego Sánchez, 1990: 99-
101).
Respecto al “sentido” al que pertenecen estas cavernas, oscuro y ciego al
principio, y luminoso y cálido, después, San Juan de la Cruz afirma en el comentario
que se “entiende aquí la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y
gozar los objetos de las potencias espirituales con que gusta la sabiduría y amor y
comunicación de Dios” (Llama, 3, 69). La preocupación del carmelita por determinar la
existencia en el alma de una facultad que posibilite la contemplación mística es el
resultado de una larga tradición que arranca, al menos, de Plotino, en la que los místicos
tanto paganos como cristianos han tratado de responder, desde sus particulares sistemas

según su significado literal; ambas imágenes responden a un mismo código y operan, en sus respectivos
poemas, de modo semejante.
768
CF. Tercer Abecedario, 3, 2.
769
En el romance [Paráfrasis del Salmo 136 de la Vulgata], Juan de la Cruz realiza la misma asociación:
“(… ) porque en ti esperaba / a la piedra, que era Cristo, / por la cual yo te dejaba” (Juan de la Cruz,
2002a: 98). Véase también Castro, 1990: 172. Osuna también identifica a Cristo con la piedra en el
capítulo III, del tratado 9 de su Tercer Abecedario (Osuna, 1972: 315). La imagen está también en
Bernabé de Palma (Palma, 1998: 87).
765

epistemológicos, al problema que supone el conocimiento, por parte de la razón


limitada, del ser -o el no ser- absolutamente ilimitado e incognoscible de Dios770.
Juan de la Cruz fusiona las lámparas del tabernáculo, como luz y calor del
Espíritu, con la caverna de Moisés, en la que Dios se muestra y oculta al mismo
tiempo771. El contraste de ambos elementos, superado por la fuerza unitiva del amor
extático, confluye en el último verso de la estrofa, como ha explicado Mancho Duque.
La última estrofa, en un tono decididamente anticlimático, tiene un carácter casi
reflexivo, recapitulador en la línea autoimplicativa señalada más arriba, frente al tono
evocador y, en cierto modo, protéptico de las canciones anteriores.

770
Sobre el tratamiento de este sentido en Juan de la Cruz, véase De la Cruz, 1967: 185-186. Sobre los
sentidos interiores en el pensamiento sanjuanista, véase Herrera, 1966.
771
Véanse sus lecturas de este pasaje del Éxodo en los pasajes anteriormente citados.
766
767

VI. Cántico espiritual

La compleja red de problemas y dificultades que presenta el Cántico espiritual


ha sido abordada por la crítica desde diversos puntos de vista. Lo accidentado de su
redacción, la existencia de dos versiones de poema, lo insólito de sus imágenes, la
perfección técnica de la composición, su disposición dispersa, la estructura dialogada, el
tratamiento de las fuentes -especialmente el Cantar de los cantares-, y, entre otros
aspectos, el inquietante final han sido objeto de numerosos estudios que han buscado,
desde distintos presupuestos metodológicos, arrojar algo de luz sobre un poema que, en
muchas de sus zonas, continúa siendo un misterio. La naturaleza alegórica o simbólica
del poema ha sido también objeto de controversia, llegando incluso a proponerse una
categoría híbrida -la alegoría simbólica- para definir mejor la estructura interna del
poema.
En este capítulo nos acercaremos al Cántico no desde un punto de vista lineal,
sino desde algunas de las distintas imágenes que lo conforman. Pretendemos examinar
cada una de estas imágenes a partir de la relación que guardan con el sentido global del
poema y con las otras partes del mismo: la serie a la que pertenecen y el espacio en el
que están ubicadas; en consecuencia, a partir de sus relaciones de semejanza y de
continuidad con el resto del poema.
En primer lugar es necesario delimitar el sentido global del poema, de
conformidad a las interpretaciones realizadas por la crítica más rigurosa. Ya hemos
señalado anteriormente cómo el modelo predominante de Juan de la Cruz es el Cantar
de los cantares en su interpretación mística, conforme a la tradición exegética cristiana
en la que él mismo se inserta con su obra. Ricardo Senabre ha puesto de relieve las
difíciles condiciones de la elaboración de las primeras 31 estrofas, compuestas en la
cárcel, probablemente sin poder ser escritas en este momento. La composición de
memoria conllevaba la necesidad de recurrir a fórmulas recordables, muchas de ellas ya
presentes en “la memoria poética del autor”, que apelaba tanto a los textos bíblicos
como a la poesía de la época tanto la popular como la culta (Senabre, 1993).
De 1584 data el manuscrito de Sanlúcar que presenta un Cántico de 39 estrofas.
De las seis nuevas estrofas, parece que las cinco últimas se escribieron entre 1582 y
768

1584, en una visita a Beas, estando San Juan ya en Granada772. Quedan, en


consecuencia, cuatro estrofas cuya composición resulta difícil de ubicar. Dejando a un
lado la estrofa 11 de Cántico B, las otras tres (Cántico A, 32-34) parecen haber sido
escritas en Baeza, en un periodo -entre 1579 y 1581- que, dice Pacho, está caracterizado
por la obsesión por la soledad y el aislamiento773. Sin embargo, es de advertir, como
subraya Colin Thompson, que la estrofa 32 es muy diferente de las dos restantes
(Thompson, 1985: 54).
Respecto a la lira 11 de Cántico B, su autenticidad parece estar fuera de toda
duda (Thompson, 1985: 55). El manuscrito de Jaén, que contiene un Cántico de 40
estrofas y un orden diferente al del manuscrito de Sanlúcar, con notables modificaciones
en los comentarios, ha sido muy discutido por un sector de la crítica que ha dudado de
su autenticidad774. Quizá los estudios de Eulogio Pacho, entre otros, hayan contribuido a
despejar las dudas respecto a la autoría sanjuanista de este segundo Cántico. Pacho ha
puesto de relieve cómo Juan de la Cruz varía los comentarios relativos a las cinco
últimas estrofas del poema que pasan de referirse a la situación del alma en el estado de
unión transformante en Cántico A, a hacer alusión a los gloria del alma que disfruta
plenamente de Dios en la otra vida en Cántico B (Pacho, 1993: 65)775. Este cambio de
criterio respecto a la naturaleza y limitaciones de la unión mística enlaza con la doctrina
sobre la unión expuesta en los comentarios a la Llama, reflejada claramente en la
primera estrofa de este poema:

Es inexplicable que quienes han insistido en la disonante interpretación entre CA y CB


no se hayan parado a confrontar la nueva orientación del Cántico alargado con la de la Llama,
siendo así que esta obra se presenta como prolongación del Cántico (… ) y que coincide con la
temática de las mencionadas estrofas, con las que empalma incluso poéticamente, como se ve en
la canción 38 en “la llama que consume y no da pena”.
(Pacho, 1993: 76)

Los avatares de este proceso poético que comienza con las 31 estrofas iniciales,
compuestas en la cárcel y -presumiblemente- de memoria, y concluye, muchos años

772
Cf. Thompson, 1985: 52.
773
Cf. Juan de la Cruz, 1981: 45-47. Eulogio Pacho ha subrayado el carácter unitario de estas tres
estrofas, señalando que constituyen un himno a la soledad y al silencio (Juan de la Cruz, 1981: 51).
774
Un resumen muy completo de la cuestión puede verse en el estudio preliminar de Lara Garrido a la
edición facsímil del Cántico B (Juan de la Cruz, 1991, II: XXI-LXVI).
775
Véase, en este sentido, el estudio de Pacho sobre la lira 11 de CB (Pacho, 1995).
769

después, con el Cántico B de 40 estrofas, no han sido ajenos al carácter disperso de la


obra que, como su modelo bíblico, carece de una estructura clara. La imprecisión del
discurrir del poema ha suscitado diversas interpretaciones: Dámaso Alonso ha
relacionado la estructura del poema con las etapas del itinerario místico; Marlay apunta
que esta estructura concuerda con la disposición de Cántico B, pero que el Cántico A
obedece a una estructura cuatripartita: búsqueda y descubrimiento (liras 1-12),
encuentro (12-26), matrimonio (27-34) y disfrute del matrimonio (35-39) (Marlay,
1972: 364); Thompson ha hablado de desorganización; Bobes ha afirmado su carácter
histórico, con escenas situadas en un orden temporal; López-Baralt considera que
describe un camino constantemente repetido, y, por tanto anulado al modo de los
poemas orientales (Juan de la Cruz, 2002: 419-421). García de la Concha habla de
discontinuidad y, a partir del encuentro con el Amado, de desvarío, descartando, por
empobrecedora, la lectura lineal incluso de las primeras estrofas (García de la Concha,
2004: 243).
En nuestra opinión, no es posible hablar de un camino repetido y anulado, al
menos en la versión del Cántico B, donde las cinco últimas estrofas apuntan a una
realidad ultraterrena situada en un plano ontológico distinto del resto. El carácter lineal
temporal que Bobes apuntaba es también discutible, desde el momento en que las cinco
últimas liras se refieren a un futuro que, desde la vida interna del poema, es
necesariamente un “siempre futuro”776.
Por otra parte, como Aurora Egido ha señalado respecto de la primera lira, existe
en el arranque del poema un contraste entre la ausencia del presente y la presencia del
pasado por lo que, en su opinión, “el Cántico surge de un recuerdo que se convierte en
añoranza y en pregunta” (Juan de la Cruz, 2002: 425). Precisamente, este mecanismo
retórico por el que la ausencia inicial se proyecta en el poema impide también hablar de
linealidad temporal, en cuanto que el pasado se presenta efectivamente no como un
“ahora” ya superado, sino como “un pasado siempre pasado” que se actualiza así en el
poema.
García de la Concha se ha referido, en un sentido distinto, a la discontinuidad
espacio temporal del poema, del siguiente modo:

776
En este sentido coincide con la Llama, aunque a diferencia de éste, el “siempre futuro” del Cántico es
prolongación del mundo del poema.
770

Mediante la inhibición de funciones de cada imagen, la general dislocación de su


conjunto y la superación de las leyes de la coherencia lógica, queda trascendido el espacio real.
Al mismo tiempo, la continua oscilación de referencias implícitas desata la imagen resultante de
cualquier anclaje temporal y la proyecta sobre un espacio poético nuevo, en el que la
condensación de sustancias imaginativas pugna con el principio de linealidad del discurso
lingüístico.
(García de la Concha, 2004: 285)

Por tanto, debemos pensar que el tiempo del Cántico no es el tiempo lineal de la
Física de Aristóteles, sino el tiempo interior del alma concebido por San Agustín:

Lo que ahora está claro y patente es que no existe ni el futuro ni el pasado, ni se puede
decir con propiedad que hay tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro. Quizá sería más
exacto decir que los tres tiempos son: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas
presentes y el presente de las cosas futuras. Estas son tres cosas que hay dentro del alma y fuera
de ella no las veo. El presente de las cosas pasadas es la memoria. El presente de las cosas
presentes es la visión. Y el presente de las cosas futuras es la espera.
(Confesiones, XI, XX)

En definitiva, este modo extático y anímico de comprender el tiempo es el que, a


nuestro juicio, determina la temporalidad no sucesiva del Cántico espiritual. El análisis
del poema desarrollado en las siguientes páginas no puede prescindir de esta concepción
del tiempo, tanto respecto del ya indicado “pasado siempre pasado” evocado en la
primera lira del poema, como en lo que se refiere al “futuro siempre futuro” de las
últimas cinco liras, extendido en el silencio al que aboca la estrofa final.
La discontinuidad del poema nos incita a buscar nuevos modos de abordar la
cuestión de su dimensión alegórica o simbólica, ordenando sus imágenes -no lo que
ellas representan- en series, desde un doble punto de vista: los nombres y sus funciones.
La aplicación del primer punto de vista nos permite esbozar una clasificación en las
siguientes series: animales, ambientales en sentido amplio -paisajísticas, vegetales,
topográficas y meteorológicas-, mitológicas y bíblicas. En todos estos casos, la
agrupación de los nombres por su significado no es sino un mero trabajo preparatorio
que nada indica todavía del sentido que estos términos adquieren en el poema. La
atención a las funciones permite proponer las series siguientes: una primera serie
determinada por el eje formado por la ausencia, la búsqueda y la angustia; una segunda
771

que se caracteriza por el goce de los amantes y el anhelo de goces más profundos; una
tercera en la que el poema se proyecta hacia la gloria por venir.
Ambas series, la serie de nombres y la serie de funciones se asocian, se separan
y forman nuevas asociaciones, de tal modo que resulta imposible establecer una regla
general de interpretación del poema en atención a éstas. La alteración de funciones
modifica en ocasiones no sólo el sentido del nombre sino su orientación, pasando de
tener un carácter positivo a otro negativo, o a la inversa777. El sentido del poema en su
conjunto nace y se deshace con estos cruces siempre cambiantes de nombres y
funciones.
Pero es necesario recordar que la ausencia de unas reglas predeterminadas que
permitan descifrar el texto es propia de la metodología exegética alegórica cristiana que,
en la lectura de la Biblia, ensaya métodos dispares, que resultan absurdos para el lector
moderno.
Comenzaremos nuestro análisis con la serie de las imágenes de animales y sus
funciones.
El poema se abre con el símil del Amado que huye como el ciervo, dejando,
paradójicamente, herida a la amada. La estrofa es, en sí, una dislocación manierista de la
imagen del ciervo herido, de gran peso en la tradición poética occidental778. Lo
paradójico de la imagen la aboca al sinsentido: En el Cántico, la huida que genera la
búsqueda no tiene a la herida por causa, sino por efecto no en el Amado que huye, sino
en la amada779. Esta alteración lógica de la causa y el efecto es lo que ahora nos
interesa.
La crítica ha reparado en lo extraño de la imagen. Así Ynduráin repasa los
antecedentes de la imagen del ciervo y da cuenta de lo novedoso que resulta que sea el
ciervo el que hiera (1995: 36-38). García de la Concha subraya cómo Juan de la Cruz
descoyunta la imagen tradicional del ciervo herido (2004: 250). Ciertamente, lo esencial
en esta primera lira estriba en esta dislocación de la tradición poética del ciervo herido,
y, antes que esto, de las leyes de la lógica con la alteración de la correlación causa-
efecto antes señalada.

777
Sobre la precaución que el lector debe tomar en su lectura del poema, dice Ynduráin: “Lo que en un
lugar no sólo parecía, sino que era hermoso y positivo se convierte a la vuelta de la estrofa en algo
amenazador” (Ynduráin, 1993: 38).
778
Una completa revisión de la interpretación de esta estrofa puede verse en Juan de la Cruz, 2002: 421-
430.
779
El tema de “la herida de amor” en la tradición mística cristiana ya ha sido comentado abundantemente
en este trabajo.
772

Pese a lo insólito de esta construcción, es posible encontrar un precedente que,


desde el punto de vista de la interpretación alegórica de la Escritura, utiliza un
procedimiento semejante. En efecto, en el método exegético de Gregorio de Nisa
encontramos la aplicación del recurso mediante el cual la interpretación de un pasaje se
realiza a partir de la simultaneidad de acciones contrarias. De este modo, un mismo
movimiento, innombrable, es, a la vez y simultáneamente, la causa de dos efectos
contrarios780. En el caso que nos ocupa, en la primera lira del Cántico, se produce una
situación similar: un hecho innombrable - el que provoca la ausencia del Amado-
invocado por la amada en el primer verso, se convierte en presencia simultánea de
efectos contrarios en el doble movimiento del ciervo que huye y de la amada que queda
herida.
Gregorio de Nisa traza una interesante y compleja alegoría a partir de la herida
de amor que, conforme a lo señalado, trastoca las leyes de la alegoría por él mismo
propuestas, mediante la alteración del sentido de la serie “flecha - herida - búsqueda”.
En efecto, en el Comentario al Cantar de los cantares, el Niseno, a partir de la
afirmación de la esposa del Cantar, “Estoy herida de amor”, sostiene, en primer lugar
que Cristo es el arquero del amor (ágape) que hiere el alma. A continuación, dice “Con
ella [la herida] viene la vida interior y por el orificio que ha hecho el dardo ha quedado
puerta abierta para Dios” (Gregorio de Nisa, 1993: 77). Esta primera explicación
corresponde al desarrollo común del tópico de la herida de amor. Pero, seguidamente,
Gregorio de Nisa cambia el esquema de la alegoría, y afirma lo siguiente:

Él [Dios] puso la mano izquierda debajo de la cabeza [de la esposa] como si ésta fuese
el dardo, mientras que con la derecha la abrazaba. Esta explicación de la ascensión del alma
significa dos cosas: que uno mismo es el esposo y el arquero, y una misma es la esposa y la
flecha. El Señor toma al alma en sus manos y la lanza al blanco. La lleva arriba para que
participe de vida eterna, donde nada hay perecedero.
(Gregorio de Nisa, 1993: 77-78)

Así pues, en esta imagen, aunque no aparece el motivo del ciervo, Gregorio de
Nisa modifica, sin transición posible, el sentido de la flecha y la herida, produciendo un
efecto distorsionador semejante al elaborado por Juan de la Cruz en la lira inicial del
Cántico. En efecto, en la alegoría de Gregorio de Nisa, Dios es el arquero que hiere de

780
Cf. Canévet, 1983: 340.
773

amor al alma; pero, después, el alma se transforma en la flecha que Dios lanza en
búsqueda de sí mismo, hacia su salvación. En la primera estrofa del Cántico se produce
una alteración similar del código alegórico heredado del tópico del “ciervo herido”. El
amado es el ciervo que se aleja después de haber herido a la amada. Pero ésta no huye
de su “cazador”, sino que sale en su busca. La amada se convierte en la flecha de su
herida, y, como en la alegoría del Niseno, corre en busca de su Amado.
En consecuencia, San Juan de la Cruz ha tomado un procedimiento de exégesis
alegórica escrituraria de suma complejidad y lo ha convertido en un mecanismo retórico
no menos complejo con el que ha recreado, subvirtiéndola, una imagen tradicional de
reminiscencias clásicas y bíblicas.
Como se está viendo, la imagen del ciervo unida a la función de la huida y
búsqueda, desarrolla el tema de “la herida de amor”. Este ciclo se cierra con la
reaparición del ciervo en la lira 13 del Cántico B, en la que el ciervo herido también
regresa para reencontrarse con la amada. Cerrada la etapa de la herida de amor, el ciervo
desaparece del poema. No obstante, existe un eco de la imagen del ciervo en el último
verso de la lira 17 de CB. Hay una clara correspondencia entre esta estrofa y Cantar, 4,
16, pero Juan de la Cruz “traduce” dilectus meus… qui pascitur inter lilia por “Y pacerá
el amado entre las flores”781. Domingo Ynduráin ha advertido que lo extraño de la
imagen puede interpretarse como expresión de la comunión, de la transformación de
uno en otro por ingestión. También propone la posibilidad de que “pacer” se entienda
como italianismo, con el sentido de “deleitarse” (Ynduráin, 1990: 38-41). Acaso pueda
entenderse que existe en esta imagen un eco de la personificación del amado como
ciervo y, quizá también, una leve conexión con la lira sexta de la Noche oscura, en la
que el amado queda dormido en el “pecho florido” de la amada, con unas connotaciones
eróticas -en sentido místico- cercanas a la presente estrofa del Cántico.
Ahora bien, es de notar que tanto los “ciervos” como “la herida” vuelven a hacer
acto de presencia en el poema. En efecto, la enumeración de la lira 20 incluye los
ciervos; y la lira 35, perteneciente, junto a las dos anteriores, a ese oscuro periodo de
composición ya aludido, se cierra con los versos “a solas su querido, / también en
soledad de amor herido”. Es evidente que los ciervos de la lira 20 y la herida de la lira
35 tienen un sentido diferente al señalado anteriormente. Los ciervos de la lira 20 son
amenazadores, malignos. Juan de la Cruz recurre de nuevo, para componer su imagen, a
un mecanismo exegético según el cual el mismo término puede tener un sentido positivo
774

o negativo. De este modo se hace patente que lo decisivo para el intérprete alegorista es
el contexto, las funciones que representa y no su significado aislado. Juan de la Cruz,
conocedor de esta tradición exegética no duda en usar, pero no como intérprete, sino
como poeta, una misma imagen en sentidos opuestos.
La herida del amado en la lira 35 no guarda relación con la herida de ausencia
del ciclo del “ciervo herido” que se extiende a lo largo de las trece primeras estrofas del
poema, sino que tiene un sentido opuesto a ésta: la herida del amado de la lira 35 no está
relacionada con el mal de ausencia. Por el contrario, obedece quizá a la versión más
audaz -dentro de la obra sanjuanista- de la concepción extática del amor, en la que, en la
persecución de un horizonte que iguale a los amantes, se llega a afirmar que también
Dios sufre en el amor extático, no ya de ausencia, sino en el disfrute del mismo782. Nos
encontramos, en consecuencia, ante el concepto de “herida” de la Llama, aún cuando en
ésta no se llega a expresar la idea del sufrimiento divino de amor con la claridad que
aquí se hace.
Al ciclo de la “herida” y de la búsqueda, pertenece también “la paloma”. Se
trata, asimismo, de una figura compleja cuyo sentido en la lira 13, cerrando el ciclo de
la búsqueda, no guarda relación con la paloma y la tórtola de las liras 34 y 35. No
obstante, hay en ambas una connotación de fidelidad amorosa que enlaza con el
tratamiento de la paloma en la tradición literaria783. Marlay ha notado que “como la
palabra “ciervo” en las liras 1 y 12 [Cántico A], “paloma” aparece primero en una
forma aparentemente simple y después reaparece como un poderoso y condensado
símbolo”. Para Marlay, los símbolos del ciervo, la paloma y la tórtola indican dolor que
cambia en gozo (Marlay, 1972: 368-369)784.
Ahora bien, estas explicaciones responden a una lectura literal del poema, por
cuanto resultan de aplicar al sentido general amoroso del Cántico las connotaciones
poéticas tradicionales de la paloma, aunque se traslade posteriormente esta lectura a la
clave mística. De esta manera, no se explica cómo es posible que en un poema que
recrea el Cantar de los cantares, la paloma de la estrofa 34 del Cántico B sea la paloma
que regresa al arca de Noé del Génesis, en un salto de lectura que no se comprende sino,

781
Cf. Contreras Molina, 1993: 56-57.
782
En este sentido, Cántico B, 36, 7.
783
Cf. Juan de la Cruz, 2002: 467-468. En estas páginas Paola Elia y María Jesús Mancho repasan los
rasgos alegóricos de la paloma y la asocian al ciervo, como imágenes conductoras del poema.
784
Esta explicación no comprende, sin embargo, el carácter maligno del ciervo en la lira 20, ni la alegoría
del Espíritu Santo reflejada en la paloma de la lira 34.
775

de nuevo, a través de la transformación de los mecanismos de la exégesis alegórica de la


Escritura en recursos retóricos.
Además, esta explicación general deja inadvertida la posición estructural de la
lira 13 de CB respecto al conjunto del poema, posición que no es indiferente a la
aparición de la paloma en sus versos. En efecto, la metáfora de la paloma en esta lira,
desde el simple punto de vista de la tradición poética, resulta poco más que una imagen
ornamental por parte del poeta. Sin embargo, desde la tradición alegórica mística, la
aparición de la paloma en este lugar está colmada de una significación que no debe
pasar desapercibida.
La lira 13 de CB anuncia la efectiva aparición del Amado, después de que en la
estrofa anterior la amada pidiera a la fuente que formara la imagen de los ojos de éste.
Pero la aparición del Amado suscita en la amada una reacción paradójica -terror y, al
mismo tiempo, atracción- que, entendida en su sentido literal erótico no puede producir
sino perplejidad. Por el contrario, si se tiene en cuenta la dimensión mística del poema,
la perplejidad desaparece por completo. La expresión de terror de la amada a ver los
ojos del Amado785 responde un lugar común constante en la mística cristiana -nadie
pueda ver, al menos en vida, el rostro de Dios-, desde el lejano Gregorio de Nisa hasta
el casi coetáneo Francisco de Osuna786. La asociación de la imagen de la paloma que,
pese al miedo, remonta el vuelo para ir al encuentro del amado, remite a la
interpretación de Gerson cuando afirma que la paloma representa la confusión de miedo
esperanza ante el encuentro del místico con Dios787. Osuna y Laredo, por su parte,
también interpretan la imagen de la paloma como la expresión del deseo de la presencia
del Dios (Osuna, 1972: 163 y 340; Laredo, 1998: 211-214).
En segundo lugar, es necesario detenerse en la vinculación -de momento por
razones de mera continuidad- entre la imagen divina que se forma en la fuente, la
paloma, y la aparición del amado, para seguidamente -liras 14 y 15 de CB- producirse
el encuentro místico. Esta secuencia, con las imágenes a ella asociadas, lejos de ser el
resultado de una disposición caprichosa o de un uso arbitrario de las metáforas,
encuentra un claro precedente en la alegoría mística patrística.
Como resultado de una larga tradición que arranca de la cristianización de las
alas del alma en el Fedro platónico, a través de su combinación con la paloma del

785
“¡Apártalos Amado, / que voy de vuelo!”
786
Cf. Osuna, 1972: 181.
787
Supra. capítulo XX & 5.
776

Cantar de los cantares y del Salmo LIV, 7, los Padres orientales establecieron un nexo
entre la imagen del alma como espejo de la belleza divina -como en la lira 12 de CB- y
la transformación del alma en paloma: el espejo de la naturaleza humana es bello en sí
cuando en él se refleja la belleza divina 788. De este modo, la imagen divina reflejada en
el espejo del alma transforma a éste en paloma, en virtud de la gracia del Espíritu Santo.
De la misma manera, en el Cántico espiritual, cuando el espejo del alma refleja la
imagen del Amado, se transforma en paloma -lira 13- que conduce a la presencia de
Dios -liras 13, 14, 15-.
Este paralelismo entre la alegoría de la paloma en la mística cristiana oriental de
los primeros siglos y la significación de la paloma en la lira 13 del Cántico espiritual,
no sólo en cuanto simple imagen afectiva, sino en atención, especialmente, al lugar que
ocupa dentro de la dinámica mística del poema, no debe, sin embargo, extrapolarse más
allá de las coincidencias aquí reseñadas. Muchas son las diferencias existentes en este
punto entre la mística de los Padres orientales y la de San Juan de la Cruz como para
poder extender al cuerpo doctrinal del carmelita las conclusiones que, respecto de “la
paloma oriental”, Danielou expone en su artículo789.
Puede decirse, por lo tanto, que las significaciones que la tradición mística
cristiana ha establecido respecto de la imagen de la paloma -esperanza, miedo, deseo,
alma trasformada por el reflejo de la imagen divina- encuentran su correlato en la lira 13
del Cántico B, no sólo en lo que ésta aisladamente pudiera sugerir al lector, sino de un
modo más preciso, por lo que revela su relación con la lira anterior -que no menciona a
la paloma, pero informa de la acción transformante del reflejo divino- y la posterior -el
encuentro efectivo con el Amado-. Tales aportaciones de sentido determinadas por una
densa cadena de filiaciones hermenéuticas confieren a la imagen de la paloma una
profundidad de sentido y funcionalidad en el conjunto del poema, que no podría darse
desde una utilización convencional de la figura, desde los códigos de la poesía amorosa
profana.
La lira 34 -que extiende su sentido a la siguiente- ofrece una recreación, sin
conexión aparente con el poema, de Génesis 8, 10-11:

La blanca palomica

788
Para la alegoría de la paloma en la patrística oriental, seguimos a Danielou, 1955: 389-418.
789
Mencionaremos brevemente que en la concepción de “la imagen de Dios” en Juan de la Cruz, Cristo
juega un papel esencial, algo hasta cierto punto incompatible con la mística oriental. Sobre esta cuestión
habremos de volver más abajo cuando examinemos la lira 12 de CB.
777

al arca con el ramo se ha tornado,


y ya la tortolica
al socio deseado
en las riberas verdes ha hallado.

En primer lugar, debe advertirse cómo San Juan de la Cruz invierte en esta lira el
proceder habitual de la alegoría, en cuanto que utiliza el recuerdo del Génesis para
comentar los hechos que suceden en el diálogo principal del Cántico. En efecto, tanto
esta estrofa como la siguiente parecen abandonar la estructura dialogada del poema790,
para introducir un narrador que reflexiona sobre las peripecias de los amantes y
reflexiona sobre ellas, a partir de este pasaje del Génesis. Lo novedoso se encuentra, por
tanto, en que el poeta sitúa una alegoría dentro de la alegoría general del poema, con la
finalidad de explicarlo, pero introduciendo en realidad elementos nuevos que actúan
como fuerza centrífuga respecto del “asunto” del poema. Decimos que esta decisión es
novedosa porque la práctica habitual de la alegoría como género reclama, por el
contrario, la presencia de comentarios no alegóricos que descifren con precisión los
enigmas planteados por el propio poema791.
Pero lo que queda sin explicar es el deslizamiento del marco referencial del
Cantar de los cantares al episodio del arca de Noé del Génesis. Este salto,
probablemente fruto de la meditación sobre las lecturas de la Escritura, no es, sin
embargo, tan arbitrario como pudiera parecer. En efecto, como se ha estudiado en
nuestra primera parte, la interpretación alegórica de la Biblia, pese a la distinción de
diversos sentidos, termina relacionando unos libros con otros, vinculándolos conforme a

790
Pacho ha notado la difícil relación de la serie de tres estrofas a la que ésta pertenece con la estructura
dialogada del Cántico. En su opinión, la dificultad proviene del oscuro origen de estas liras y de su
incorporación al poema: “Parece un tanto arbitrario pensar que en la composición de cada grupo tuviese
presente en el arranque lírico el término final de todo lo anterior, máxime si compuesto mucho tiempo
antes, como las estrofas de Toledo. No es creíble que anduviese pensando si tenía que intervenir uno u
otro interlocutor” (Juan de la Cruz, 1981: 55). Ly, por el contrario, considera que ésta, como el resto de
las liras en las que interviene el Esposo, responde a “una estrategia de alejamiento y objetivación” que
“metamorfosean las respuestas del Esposo en verdadero comentario del gemido del alma” (Ly, 1991: 18-
19).
791
El “Romance de los celos” de Cervantes es un caso paradigmático de lo que decimos. Siguiendo el
esquema medieval de la “alegoría deliberada”, Cervantes describe en la primera parte del poema un
paisaje enigmático, una cueva siniestra con una serie de atributos extraños. En la segunda parte, des
cubrimos que la descripción de la cueva no la hace el poeta, sino que la voz poética corresponde a un
pastor que describe la escena a otro personaje, Lauso. Éste, como ocurre en las alegorías medievales
(supra. capítulo XVII) descifra pormenorizadamente los enigmas descritos por el pastor. Sin embargo, es
posible encontrar en la época otros ejemplos de alegoría invertida, en la que es la imagen la que comenta
el poema no alegórico. Así ocurre en la canción de Fernando de Herrera [Voz de dolor y canto de
gemido] en la que se canta el desastre del rey Don Sebastián de Portugal en África, para luego (versos 66-
91) introducir una alegoría que informa sobre la causa moral del desastre, la soberbia desmedida del rey.
778

determinadas exigencias doctrinales. En el caso del Cantar de los cantares, la


interpretación que ha prevalecido ha sido la mística bien en el sentido individual de las
bodas espirituales del alma con Dios, bien en el sentido institucional de las nupcias
entre la Iglesia y Dios -como antes lo había sido de las bodas entre Dios e Israel-792.
Pero existe también una interpretación sacramental que interpreta el Cantar como tipo
del bautismo, al igual que lo había sido el relato del Génesis del arca de Noé -los tipos
más claros del bautismo son el Diluvio y el paso del mar Rojo del Éxodo-. Así, la
paloma es el núcleo central de una serie de interpretaciones alegóricas que se extienden
como representación del bautismo desde la paloma del arca, hasta la del Cantar, como
tipos de la paloma que aparece en el bautizo de Cristo.
Los mecanismos de la lectura alegórica en la que no sólo una misma palabra
puede, según el contexto, cambiar de signo y pasar de ser positiva a ser negativa avalan
también que, en sentido contrario, la misma palabra pueda vincular mediante la alegoría
pasajes muy alejados, pertenecientes a libros diferentes. Este es el caso de la paloma,
como figura alegórica793.
San Juan de la Cruz, como ya se ha dicho, invierte el proceder de la exégesis
alegórica en varios sentidos. En primer lugar, porque utiliza un procedimiento
interpretativo como mecanismo retórico; en segundo lugar, porque recurre a la alegoría
como comentario del texto, en vez del -más lógico- proceder inverso; en tercer lugar,
porque subvierte la tradición de la exégesis cristiana. De este modo, si la tradición
patrística había leído el Cantar como alegoría del bautismo, San Juan condensa en una
lira los motivos centrales que sostienen esta alegoría -la paloma y el arca- para comentar
su Cántico, transposición a su vez del Cantar.
Así, lo que parece, en principio, una operación decididamente centrífuga se
convierte en el resultado de la activación de una poderosa fuerza centrípeta: no es que la
lira 34 del Cántico B actúe como una imagen alegórica, impersonal y con escasa
vinculación con el texto; por el contrario, San Juan recoge la lectura alegórica
sacramental del Cantar y la invierte, transformándola en comentario de su propio
epitalamio. En consecuencia la serie alegórica tradicional que sitúa al bautismo como
clave de la interpretación de dos libros distintos merced a la coincidencia de la paloma y

792
Sólo la estrofa 23 de CB -asimismo una “lira del Esposo”- presenta por sí misma, sin recurrir al
comentario, una naturaleza tipológica tan clara como ésta. El recuerdo de Eva, como tipo del alma en las
bodas místicas, el manzano como tipo del árbol de la vida, a su vez, tipo de Cristo, el Amado, confieren a
la estrofa una orientación alegórica insoslayable.
779

de un segundo elemento que se entiende común a ambos [Génesis (arca / paloma) ----
bautismo (batisterio / paloma -Espíritu-) ---- Cantar (huerto / paloma)] se invierte del
siguiente modo: Cantar (huerto / paloma) ----- bodas espirituales (Dios / alma794) ----
Génesis (arca / paloma).
Por otra parte, el poema presenta un bestiario amenazante que acecha a la
amada. Las fieras de la segunda lira condensan, en su significación general, la aparición
de las raposas de la lira 16 y los animales conjurados de la lira 20 -citamos según CB-.
Las funciones de estos animales varían según el momento de su aparición, en una escala
gradual de creciente intensidad. Así, las fieras de la segunda lira no son temidas, porque
el sentimiento que predomina es el de la angustia por la ausencia del amado y la
ansiedad de su búsqueda: entre el “presente de pasado” de la ausencia y el “presente de
futuro” de la esperanza, el “presente de presente” que representan las fieras apenas sí
tiene cabida. Sin embargo, producido el encuentro -desaparecida la ausencia y cumplida
la esperanza-, las fieras se vuelven amenazantes -así las raposas de la lira 16- y
finalmente, se transforman en una presencia terrorífica, multiplicada, que debe ser
conjurada, en la lira 20.
Esta creciente intensidad del sentimiento de amenaza, conforme la posesión del
amado va siendo más estrecha, afecta también a los elementos paisajísticos del poema.
Fue Orígenes el primer exegeta cristiano que interpretó el paisaje del Cantar
alegóricamente, en especial los accidentes geográficos que implican las ideas de ascenso
o descenso. Así, por ejemplo, el alejandrino señaló que el valle, frente a la montaña, era
un lugar indigno, y que era el amor del Verbo el que le hacía descender en busca de la
amada795.
En el tratamiento sanjuanista del paisaje en el Cántico encontramos igualmente
la aplicación retórica de los mecanismos que la exégesis alegórica había elaborado
durante siglos de tradición interpretativa. El paisaje aparece bien como distancia, bien
como espacio del deleite -dividido a su vez en el tiempo de las nupcias y en el del
matrimonio espiritual-, bien como tensión temporal hacía el futuro; los elementos
geográficos, según el lugar que ocupan, se revisten de distintas connotaciones, a

793
La alegoría ya había sido recordada poco años antes por Osuna: “La paloma, que es el don del Espíritu
Santo, viene al arca de tu corazón” (Osuna, 1972: 461).
794
Cf Cántico B, 34, 4.
795
Véase el capítulo XIV de la primera parte de este trabajo.
780

menudo opuestas796. Juan de la Cruz introduce la perspectiva en su paisaje,


especialmente la aérea como señalara Dámaso Alonso; pero prescinde de cualquier
rasgo de mensurabilidad797. El mundo del Cántico es un universo desbordado, de
lejanías inalcanzables que, súbitamente, se precipitan sobre la amada; de horizontes
cambiantes, en definitiva, que se resisten con fuerza insuperable a cualquier pretensión
de planificación. No se trata de una proyección subjetiva del paisaje, porque ésta
requeriría, a su vez, que éste fuera concebido como objeto. Nada nos parece más lejos
de la intención de Juan de la Cruz: el paisaje del Cántico es el resultado de una
meditación activa sobre la lectura del Cantar y sus diversas interpretaciones místicas, de
tal modo que se configura, bajo la presencia activa de la Escritura como un espacio vivo
y vivido por el místico798.
En páginas anteriores se ha recordado la interpretación de la naturaleza en la
obra de Juan de la Cruz por parte de Emilio Orozco y la influencia de la tradición
mística. Como casi todo lo que afecta a la poesía de San Juan de la Cruz, su visión de la
naturaleza resulta problemática. Algunos autores como Cristóbal Cuevas ven a San Juan
como un “entusiasta exegeta de la naturaleza” (Juan de la Cruz, 1995: 17). Otros, por el
contrario, subrayan la ambivalencia de la poesía de San Juan respecto a la naturaleza.
Domingo Yndurain observa que en todo el poema se mantiene una visión ambigua de la
naturaleza, como imagen de Dios y como amenaza para la deseada “unión con el
Esposo” (Juan de la Cruz, 1995: 123 y ss.). En una línea similar, pero quizá más
negativa, afirma Aurora Egida: “la respuesta al silencio del amado no está en la
naturaleza y aunque las criaturas delaten su presencia en ellas, la Esposa no encuentra el
mensaje deseado sino un puro balbuceo que la anega en la muerte” (Egido, 1995: 188).
Ante un repertorio crítico tan diverso, es necesario proceder con cautela y
distanciarse, siquiera por un momento, de la poesía sanjuanista para examinar su obra
en conjunto. Es preciso detenerse en la aportación de la escolástica tomista a la prosa de
San Juan. En los comentarios, la doctrina de Santo Tomás tiene indudablemente más
peso que las ideas procedentes del neoplatonismo renacentista. La poesía se ubica, sin
duda, en una posición más ambigua. Francisco García Lorca ha afirmado al respecto
que la naturaleza presente en los versos del poeta es la propia del paisaje renacentista

796
Sobre este cambio de sentido de las palabras, con relación al tema de la “ocultación”, véase
Thompson, 2002: 151.
797
Cf. Thompson, 2002: 157.
798
Véase García de la Cocha, 2004: 103.
781

configurado por Garcilaso; que pasa de éste a Fray Luis de León799 y de ambos a San
Juan (García Lorca, 1972: 110). Pero también se aprecian una serie de diferencias:

Garcilaso está dentro de su paisaje, Fray Luis entrevé una ilimitada visión celeste hasta
el dilatado confín que su poderosa visión alcanza. De aquí la tensión poética del maestro (...). El
ámbito de Garcilaso tiene un límite voluntario, el de Fray Luis un límite necesario. Este límite
es el que rompe San Juan en su poesía.
(García Lorca, 1972: 129)

San Juan, en palabras de García Lorca, entra en una “posesión única de la


naturaleza” que se concreta en este “viaje de vuelta” al que se refiere Orozco, que
trasciende la negatividad de su proceso inicial. De algún modo, San Juan va un poco
más lejos en la paradoja que Claudio Guillén observaba en el descubrimiento estético
del paisaje.
Guillén afirma que el paisaje para que sea paisaje deba estar descubierto por
aquél que debe desaparecer de su descripción -“el paisaje es omisión y, a la vez,
conquista del hombre- sino que, además, para que este paisaje sea tal paisaje requiere
ser compartido con un tercero800. Efectivamente, ese tercero, en el texto literario en
general, es siempre el lector, el receptor de ese goce estético que el paisaje suscita en el
que lo observa y sin el cual éste permanece incompleto.
Pero si Claudio Guillén advierte que “el hombre busca a través del paisaje lo que
no es”, podría decirse que San Juan invierte esta relación puesto que a través de lo que
no es, descubre el paisaje801.
El tomismo y su idea de la participación natural de lo divino conllevaban -en su
prevención del panteísmo- la separación de Dios y la naturaleza y, en consecuencia, el
nacimiento de un agudo sentimiento de separación de lo infinito. La separación de Dios
y sus criaturas suscita el anhelo místico de la unión. Cuanto más agudamente se
experimenta la necesidad de unión y más radicalmente se experimenta el éxtasis
consecuencia de ésta, más ancha será la distancia que anteriormente debe ser recorrida.
El mismo San Juan parece confirmar esta teoría al decir que “ninguna cosa criada ni

799
En su estudio sobre la visión luisiana de la naturaleza, Cristóbal Cuevas ha mostrado cómo fray Luis
encuentra en la naturaleza “el eslabón que une al hombre con Dios” (Cuevas, 1996: 367).
800
Cf. Guillén, 1998: 98-176.
801
La idea había sido expuesta, entre otros, por Bernardino de Laredo en el capítulo XXIII de la tercera
parte de Subida del Monte Sión, titulado, expresivamente, “De la amorosa diferencia entre conocer a Dios
por sus criaturas o a ellas poseerlas en él” (Laredo, 1998: 230-232).
782

pensada puede servir al entendimiento de propio medio para unirse con Dios”802. Ysabel
de Andía dice que aunque este párrafo niega que la semejanza entre Dios y las criaturas
sea un medio proporcionado para la unión con Dios, esta negación no supone una
negación de la analogía (Andía, 1993: 100). Sin embargo, es importante señalar que la
analogía que el texto autoriza a admitir no es, en nuestra opinión, otra que la analogía
tomista referida a las relaciones existentes entre las causas y efectos y, en modo alguno,
el concepto de analogía neoplatónica, o incluso baudelaireana propio del simbolismo
moderno.
La Subida al monte Carmelo resulta igualmente significativa:

Es (...) regla de filosofía que todos los medios han de ser proporcionados al fin. (...) En
lo cual habemos de advertir que entre todas las criatura superiores ni inferiores, ninguna hay que
próximamente junte con Dios ni tenga semejanza con su ser. Porque, aunque es verdad que
todas ellas tienen, como dicen los teólogos, cierta relación a Dios y rastro de Dios –unas más y
otras menos, según su más principal o menos principal ser- de Dios a ellas ningún respecto hay
ni semejanza esencial, antes la distancia que hay entre su divino ser y el de ellas es infinita, y
por eso es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las criaturas, ahora
sean celestiales, ahora terrenas, por cuanto no hay proporción de semejanza.
(Subida, II, 8, 2-3)

Como consecuencia de esta distancia insuperable entre la naturaleza y Dios, el


místico en el recorrido de la vía apofática debe aislarse de ella, desprenderse de todo lo
que sea experimentable desde un punto de vista sensorial para, trascendiendo el mundo
material, llegar al éxtasis místico de la contemplación. Tal es la idea que se desprende
de las máximas de Monte de perfección, verdadero manual de teología negativa.
Orozco afirma que la necesidad expresiva lleva al místico a la contemplación de
la naturaleza, aunque sólo sea para declarar su estado interior o fijar los símbolos y
alegorías en que fijar su doctrina (Orozco, 1994: 85). De la afirmación de Orozco se
desprende que la naturaleza actúa alegóricamente, como instrumento para expresar lo
inexpresable. La naturaleza sirve para describir el estado interior del místico y así, más
adelante, observará:

802
Subida, II, 8, 1.
783

Este hábito de mirar la naturaleza en busca de motivos para sus pláticas y


consideraciones espirituales, explica bien y fundamenta cómo la palabra, sin perder la emoción
de la designación de lo real, alcanza el valor de alegoría y símbolo. (...) Consecuencia de esta
constante posición es el hecho de que la Naturaleza, aunque gustada y observada detenidamente,
sea vista siempre sólo por su lado trascendente y esencial.
(Orozco, 1994: 200)

Por una parte debemos determinar si esta naturaleza tiene en algún caso el valor
de alegoría y, por otra, hay que ver si esta naturaleza es vista por su lado trascendente.
Esta última tesis parece oponerse a este carácter “sublime” que habíamos atribuido al
pensamiento teológico de San Juan del que se desprende que la naturaleza nunca es
trascendente debido a que, en virtud de su mera participación de la esencia divina, no
puede superar la distancia que la separa de ésta. Lo que hemos estudiado en la prosa de
San Juan también puede verse en los versos de la canción séptima del Cántico: “y
déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo”.
Thompson afirma que la Naturaleza en la obra sanjuanista se presenta de tres
maneras: conforme a la teología negativa -especialmente en la Subida-; de modo
tradicional, en el sentido de la teología afirmativa, en la que la Naturaleza se presenta
como “libro de la Creación”; y, por último, de forma mística -Llama, 4, 5-, en la que se
invierte el proceso de conocer a Dios por las criaturas y se pasa a concebir el
conocimiento de las criaturas por medio de Dios (Thompson, 1993a: 85-86). No
obstante, como ya señalara Orozco, esta triple presencia de lo natural puede verse ya en
el Cántico.
Domingo Yndurain al referirse a la canción sexta afirma lo siguiente: “El
proceso ascensional a través de la Naturaleza ha llegado a un punto desde el cual se
columbra el rastro de la belleza del amado; pero este camino no da más de sí; sitúa a la
amada en el umbral del amor, pero no le permite pasar de ahí” (Juan de la Cruz, 1995:
55). Parece evidente que el Cántico niega el carácter trascendente de la naturaleza de
acuerdo con la idea escolástica de participación y, anteriormente, con la distinción
agustiniana entre vestigia e imago Dei (así el rastro al que se refiere Yndurain o las
alusiones de la canción quinta).
Es en el centro del alma dónde el místico se encuentra con Dios. La imagen de
Dios no es sólo, a diferencia del “reflejo”, aquello en lo que el hombre se asemeja a
Dios, sino la conciencia efectiva que el sujeto adquiere de esta semejanza y el
784

movimiento que, trascendiendo esta conciencia, el místico se apoya en ella para


alcanzar a Dios803. Sobre esta cuestión volveremos más abajo, al examinar la lira 12 de
CB.
A continuación, debemos ocuparnos de los distintos elementos de este paisaje
sanjuanista y su funcionamiento alegórico en el poema. Comenzaremos con los
accidentes geográficos. Desde la primera lira hasta la estrofa 12 del CB, el paisaje con
sus accidentes viene determinado por la función de recorrido: es una distancia que debe
ser atravesada. Como tal, el carácter que predomina es el de la extensión. Así ocurre con
el otero de la segunda lira, cuya lejanía queda enfatizada por el adverbio “allá”; lo
mismo ocurre -pese a que la interpretación del comentario les confiera otra
significación- con los montes y riberas de la lira tercera. Los verbos de movimiento
“iré” y “pasaré” inciden en el carácter antes apuntado.
La naturaleza de la lira cuarta introduce el tema de las vestigia Dei. Éste
modifica la dimensión de la naturaleza como distancia, para introducir la vía catafática:
la naturaleza como huella de Dios804. Nótese que el término “flores” de la citada lira
cambia su sentido, de negativo en la lira anterior, a positivo. Nos encontramos con la
primera reversión de imágenes que Juan de la Cruz aplica al reino vegetal, en el mismo
proceder que anteriormente hemos visto respecto del término “ciervo”, esto es, en la
aplicación retórica de un procedimiento común de la exégesis alegórica. Del mismo
modo, estas “flores”, huella del Amado, no tienen la misma significación de las “flores
nupciales” de las liras 16, 17 y 18, asociadas a la significación del término “viña” 805 en
la lira 16, cuyo contenido erótico, si bien en sentido místico, es, a su vez, distinto, de las
flores de la lira 30, como dones del matrimonio espiritual. En ambos casos, nos
encontramos en el paisaje del deleite, frente al de la distancia, de las liras tercera y
cuarta.
Este espacio del deleite situado en el huerto que se extiende desde la canción 16
hasta la 24 se desarrolla por medio de una estructura antitética en la que junto con el
goce de las nupcias espirituales, se presentan una serie de amenazas inquietantes que
perturban la paz de la amada, que finalmente logra quedarse dormida. En la estrofa 16,
los versos inicial y el final -“cazadnos las raposas”, “y no parezca nadie en la montiña”-

803
Cf. Wilson, 2004: 217.
804
En este sentido se interpreta también la lira 16 de Cántico A (25 de CB). Véase también el Comentario
al Cantar de los cantares de fray Luis (Luis de León, 2001: 133-134).
805
El huerto o la viña como alegorías del alma gozan de una extensa tradición en la mística cristiana.
Osuna cita la autoridad de San Bernardo al recurrir a esta identificación (Osuna, 1972: 527).
785

encierran, con su tono de advertencia, tres versos que representan el encuentro de los
amantes. Esta lira presenta una estructura similar a la lira 18 en la que las “ninfas de
Judea” del primer verso y la amenaza que éstas representan, insinuada en el último
verso -“y no queráis tocar nuestros umbrales”-, cumplen una función equivalente a los
versos correspondientes de la 16.
La estrofa 17, en la que al cierzo inquietante del primer verso se opone el austro
bienhechor, sigue también una estructura antitética. Igualmente, aunque con variantes,
es posible hablar de antítesis en la oscura lira 19 y en las dos liras siguientes en las que
el peligro se conjura para que “la esposa duerma más seguro”. En todos estos casos,
Juan de la Cruz, emplea también un mecanismo exegético frecuente en la interpretación
alegórica -la exposición por antítesis-, como recurso retórico.
El monte y la montaña son otros términos sujetos a variación en función del
espacio en el que aparezcan. Los montes de la lira tercera se articulan en el sentido de la
distancia que debe ser recorrida. El otero del que desciende el ciervo vulnerado, de la
estrofa 13, cumple la función alegórica determinada por Orígenes: el descenso por amor
-la herida del ciervo- y por condescendencia divina hacia el alma del místico. La
montaña de la lira siguiente forma parte de esa naturaleza trasfigurada que se revela
súbitamente en la contemplación mística, y, por tanto, no es ya el espacio del que el
Amado desciende sino éste mismo en su universalidad806.
A estos tres sentidos cabe añadir uno más: el locus amoenus que la montiña
representa en la lira 16. Éste tiene, como opuesto, el carácter amenazante y maligno que
el monte presenta en la estrofa 20.
Aún queda un modo distinto de orientar el sentido alegórico del “monte”: el de
las liras 36 y 37, en la descripción de un paisaje de futuro, de vida ultraterrena que, sin
embargo se sirve de referentes precisos que disminuyen su opacidad807. Cuando la
montaña no tiene el valor de espacio que recorrer o en el que permanecer, esto es,
cuando lo que se enfatiza de ésta es, metonímicamente, su verticalidad, San Juan emplea
la imagen del monte en un triple sentido familiar en la exégesis alegórica: como

806
Nos encontramos quizá ante una concreción del concepto tomista de contemplación como visión
global del mundo en Dios.
807
Sobre “las subidas cavernas de la piedra” de la lira 37, véase lo dicho más arriba respecto de las
“cavernas del sentido” de la Llama. “El monte o el collado do mana el agua pura” de la estrofa anterior
está al servicio de la imagen de la fuente.
786

símbolo de Dios -lira 14-808, como símbolo del mal -lira 19 y 20-, quizá por la
connotación de soberbia luciferina que tiene la altura809; o como lugar de revelación,
con el modelo siempre presente de Moisés, al que se puede añadir el de Elías810, en las
liras 36 y 37.
Junto a la montaña, aparece el valle en la lira 14. Pero la estrofa anterior, de
forma implícita, situaba ya a la amada en un valle al que desciende el ciervo. Ya hemos
señalado el sentido que este descenso tiene en la literatura mística. El valle, por su parte,
al que el ciervo desciende, después de que la amada se haya asomado a la fuente
pidiendo ver los ojos del Amado aparece en similar situación en Ruysbroeck: “Cuando
el justo mora en el fondo de su pobreza, contemplando en sí mismo su propia nada (… )
entonces ahonda el valle de la humildad” (Zolla, 2000: 281). El efecto de este descenso
de Dios en el valle del místico es descrito por Ruysbroeck con una alegoría en la que
parece resonar la belleza del mundo sanjuanista: “Cuando el sol, desde el mediodía,
arroja a plomo todos sus rayos dentro de un valle profundísimo, encajado entre dos
gigantescas montañas, el valle recibe un esplendor, un ardor, una magnificencia, una
fecundidad que la llama no iguala” (Zolla, 2000: 180)811.
Las liras 14 y 15 marcan, sin duda, el máximo momento climático del poema. La
vertiginosa concatenación de nombres, la ausencia de cópula en el primer verso de la
estrofa 14, los sintagmas inesperados: “los valles solitarios nemorosos”, “las ínsulas
extrañas”, “la cena que recrea y enamora”; el uso del oxímoron en “la música callada /
la soledad sonora” han causado la perplejidad de la crítica que ha estudiado estos versos
desde diversos puntos de vista812.
Domingo Ynduráin ha denunciado por anacrónica la pretensión de relacionar
estas liras con el irracionalismo poético contemporáneo: “Un autor del siglo XVI no
puede organizar la lengua de esa manera porque no existen precedentes próximos ni
remotos que avalen tal práctica, y porque no hay un fundamento teórico al que San Juan
pueda recurrir y sobre el que pueda apoyar o justificar su creación” (Ynduráin, 1997:
168). Al decartar la falsa solución del irracionalismo, Ynduráin propone otras
posibilidades teóricas y prácticas para explicar la construcción de estas liras. Ya se ha

808
Véase el comentario de fray Luis de León al nombre “Monte” (Luis de León, 1997: 242-264).
Recuérdese la relación entre esta lira y la siguiente con la oración mental de contemplación según la
doctrina de Hugo de San Víctor (Ynduráin, 1997).
809
Se trata de otra lectura alegórica de un mismo término en sentidos contrarios, como ya hemos visto en
el caso del “ciervo”.
810
Véase 1Reyes, 18.
811
Más arriba hemos hecho referencia a la influencia de este pasaje en la Llama.
787

advertido más arriba la capital importancia que este artículo de Domingo Ynduráin ha
tenido en la orientación de nuestra investigación. Aquí recordaremos cómo Ynduráin
relaciona estos versos con la comprensión de la contemplación en el sistema de oración
de Hugo de San Víctor, caracterizado por la incoherencia y el absurdo, elementos que,
presentes en la formulación de estos versos, no cabe confundirlos con el irracionalismo
poético del siglo XX.
Nos interesa detenernos ahora en el cambio de sentido del sintagma “las ínsulas
extrañas”. Se trata del único sintagma alegórico que se repite en el poema, con un
sentido distinto en cada una de sus apariciones. En efecto, en la enigmática lira 19 de
CB (32 en CA), “las ínsulas extrañas” vuelven a aparecer con una función y un sentido
diferente.
En el caso de la lira 14, “las ínsulas extrañas” es uno de los nombres que el alma
da al Amado. En nuestra opinión, en este sintagma se produce una inversión funcional
en la que es el sustantivo “ínsula” el que califica al adjetivo “extrañas”. El comentario
de Juan de la Cruz, tras una breve referencia al sentido de las “ínsulas”, se extiende
sobre la extrañeza diciendo que ésta está referida a Dios por dos motivos: andar retirado
de la gente y porque es excelente y particular en sus hechos y obras813. De este
comentario, se infiere que lo que verdaderamente es atributo de Dios es la extrañeza no
la insularidad. Así, el sustantivo “ínsulas” tiene por objeto extremar el sentido de
“extrañas” en el contexto de esta lira, esto es, en su referencia a Dios. La descripción de
las “ínsulas” remite al lector, como ha apuntado la crítica, al continente descubierto y
aún prácticamente inexplorado:

Las ínsulas extrañas están ceñidas por el mar y allende de los mares, muy apartadas y
ajenas de la comunicación de los hombres; y así, en ellas se crían y nacen cosas muy diferentes
de las de por acá, de muy extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres, que hacen
grande novedad y admiración a quien las ve.

Pero, inmediatamente el carmelita añade la clave de interpretación antes


apuntada: “Y así, por las grandes y admirables novedades y noticias extrañas alejadas
del conocimiento común que el alma ve en Dios, le llama “ínsulas extrañas”. De este
modo, parece evidente que la posible alusión a las Indias no es sino un modo de resaltar

812
Véase el denso y completo resumen de Elia y Mancho en Juan de la Cruz, 2002: 471-488.
813
Cántico A, 13-14, 8.
788

la inabarcable extrañeza de Dios. Así pues, “las ínsulas extrañas” apela a la vía
catafática, a la tensión entre lo extraño y el mundo en el conocimiento de Dios. La vaga
referencia el Nuevo Mundo -en el caso de que efectivamente se aluda a América en la
lira814- sólo tiene el valor alegórico instrumental que le confiere la vía afirmativa.
La estrofa 19 de CB introduce a la amada en un horizonte de indefinida
inquietud: “más mira las compañas / de la que va por ínsulas extrañas”. Esta lira, de
indecisa ubicación -pasa de ser la estrofa 32 en CA a la 19 en CB-, recibe en ambas
redacciones la misma explicación:

De mi alma, que va a ti por extrañas noticias de ti, y por modos y vías extrañas, y ajenas
de todos los sentidos y de el común conocimiento natural. Y así, es como si dijera: Pues va mi
alma a ti por noticias extrañas y ajenas de los sentidos, comunícate tú a ella también tan interior
y subidamente, que sea ajeno de todos ellos.
(Cántico A, 32, 7)

A nuestro juicio, la explicación que se ofrece en el comentario, aporta un sentido


a “ínsulas extrañas” distinto, y aun opuesto, al de la lira 14 de CB. Puede resultar
paradójica esta conclusión si se observa que Juan de la Cruz hace hincapié en ambas
ocasiones en la cualidad de la extrañeza referida a Dios815. Pero algo importante ha
cambiado de una lira a otra. En la primera, como se ha visto, la extrañeza era un atributo
de Dios. La descripción de las ínsulas lejanas no hacía sino ejemplificar, por reducción,
la extrañeza inasible de Dios. En la lira 19 de CB, por el contrario, la extrañeza no es
atributo de Dios sino de sus noticias. No existe, a diferencia del caso anterior, ejemplo
posible de lo que se afirma, sino que sólo se advierte que Dios se comunica por noticias
extrañas, ajenas a los sentidos. Éste, sin embargo, permanece distante, inasible.
Nos parece que, en este caso, la divinidad a la que se refiere la amada es un Dios
sin atributos, accesible sólo a través de la vía apofática, más allá de los sentidos y del
sentido. Acaso pueda relacionarse estos dos modos de entender las “ínsulas extrañas”,
uno como atributo de Dios; otro como forma de contemplación apofática con la
distinción, en el mismo sentido, hecha por San Bernardo en su Sermón 41 sobre el
Cantar de los cantares.

814
Cf. Juan de la Cruz, 2002: 477.
815
Cf. Mancho, 1991a: 30-31. En este artículo Mancho estudia los diferentes matices que “extraño”
adquiere en la obra sanjuanista: extranjero, ajeno, retirado, solitario, extraordinario, excelente -como
ocurre con las “ínsulas extrañas”, en acepción que remite a Dios- o hermoso.
789

De este modo, San Juan sitúa a la amada vagando por un paisaje desconocido,
sobredimensionado, y completamente distinto a la naturaleza familiar, huella de Dios,
de las primeras estrofas, en la que era posible seguir la vía catafática. Desde luego,
también resulta diferente, y aún opuesto, al “ameno huerto” de las liras precedentes y
posteriores, según su ubicación en CB. En el Cántico A, aparece en la posición 32,
como primera del cuerpo de tres liras al que, en atención al momento de composición,
pertenece816. En esta redacción es interesante observar el contraste entre esta naturaleza
inquietante y agigantada817 y la naturaleza familiar y recogida de la estrofa 34, que
cierra la serie, situando a los amantes en la soledad del nido.
En la disposición de CB puede ser interesante relacionar la estrofa 19 con la lira
precedente818. Si los umbrales con los que ésta finaliza se entienden en sentido literal,
como la entrada del huerto mencionado en la lira 17 y en el que se desarrolla el poema
en la lira 22 y siguientes, el paisaje agreste y desconocido de la lira 19 carece de
continuidad con relación al contexto en el que se inserta. Hay un salto inexplicable, una
discontinuidad sin solución aparente, entre la posición de la lira y el pasaje en el que se
sitúa. Esta discontinuidad puede ser explicada desde el punto de vista doctrinal como el
“no camino” de la vía apofática.
Ahora bien, si se acepta esta lectura, cabe preguntarse cómo afecta esta quiebra
de la continuidad a la estrofa precedente. En consecuencia, cabe volver a cuestionarse el
sentido de “nuestros umbrales” de los que las “ninfas de Judea”, esto es, la parte inferior
y carnal del alma819, deben mantenerse alejadas. El autor explica en su comentario que
se trata de los umbrales del alma que se abren en la contemplación820. A nuestro juicio,
estos umbrales deben ser interpretados como el paso a la vía apofática: “nuestros
umbrales” no es un sintagma que sitúe a la amada más allá de éstos, sino en el inicio, en
el umbral, del camino por “las ínsulas extrañas”.
En la lira siguiente, habiendo cruzado los umbrales, la amada se encuentra en un
paraje desconocido en el que ya no es posible un Dios con atributos, sino un Amado que

816
No obstante, hay que señalar las diferencias entre esta lira y las otras dos. Éstas están escritas en
tercera persona -son “liras del esposo”-, en forma alegórica -la primera, ya comentada, recurriendo
incluso a la tipología del arca de Noé-. La lira que nos ocupa se dirige a un tú, de forma exhortativa,
frente al carácter atemporal alegórico de la lira siguiente, y el tiempo de pasado de la última de la serie.
817
Véase Pikaza, 1992: 288-290.
818
“¡O ninfas de Judea!, / en tanto que en las flores y rosales / el ámbar perfumea / morá en los arrabales,
/ y no queráis tocar nuestros umbrales”.
819
Cántico B, 18, 4.
820
Cántico B, 18, 8.
790

se comunica por extrañas noticias821. Late en este salto desde los umbrales de la
contemplación al paraje de las ínsulas extrañas -la contemplación en sí-, la diferencia
establecida por Ruysbroeck entre el conocimiento de Dios por sus atributos, que supone
la actividad de las potencias del alma, y el conocimiento pasivo de la esencia de Dios,
sin intermediarios822. Así, la explicación de Juan de la Cruz en su comentario restaura la
continuidad del poema, al hacer aflorar el sentido místico al primer plano del poema.
El crítico moderno puede entender que la explicación sanjuanista es forzada, a
posteriori, o ambas cosas a la vez823. Pero quizá a Juan de la Cruz, teólogo antes que
poeta, lector familiarizado con la exégesis alegórica cristiana y con la tradición doctrinal
mística, no debía parecerle este procedimiento de elaboración poética muy distante del
modo en que había leído que se había compuesto la Biblia. El salto de un sentido a otro,
bien del literal al tipológico, o de éste al tropológico o al anagógico, en un pasaje breve
de la Escritura era un recurso constantemente utilizado por los exégetas alegóricos
cristianos desde Clemente de Alejandría y Orígenes.
Por eso, la discontinuidad aparente entre el paisaje y el tono que se aprecia al
pasar de una estrofa a otra, o, a veces, incluso en el interior de una misma lira,
responden a un intento logrado de elaborar el poema con los instrumentos ofrecidos por
la hermenéutica bíblica. Cuando se habla de lo arbitrario de las explicaciones del
Cántico se olvida, con frecuencia, que en el terreno de la exégesis alegórica -que, como
decimos, parecen estar presentes no sólo en el Juan de la Cruz comentarista sino
también en el poeta- tales explicaciones forman parte de un reiterado modo de proceder
que, ajeno a los mecanismos de lectura modernos, no se considera osado ni ilógico, sino
plenamente responsable con el sentido oculto de un texto que debe hacerse florecer.

821
La posibilidad de lectura alegórica que aquí ofrecemos y que parece corresponder con los propios
comentarios del poeta, es también coincidente con el comentario de Gregorio de Nisa al Cantar de los
cantares que sobre esta cuestión, afirma lo siguiente: “Si una persona como el gran Pablo, llevado hasta el
tercer cielo, no entendió lo que veía, ¿por qué extrañarse de que nosotros no lo comprendamos
fácilmente? ¿Qué idea tenemos de nosotros mismos cuando no hemos todavía franqueado los umbrales de
la contemplación?” (Gregorio de Nisa, 1993: 82).
822
En el comentario, Juan de la Cruz dice que el verso “Y mira con tu haz a las montañas” debe
entenderse como el modo en que el alma conoce a Dios, no por la espalda, como Moisés, sino por su
rostro, que embiste a las potencias que, como ocurre en el pensamiento de Ruysbroeck, permanecen
pasivas ante la comunicación de Dios (CB, 19,4).
823
Pese a lo descabellado -dentro de los parámetros de la exégesis moderna- de la interpretación
sanjuanista de su propio texto, la crítica moderna no ha sabido salvar las dificultades de esta lira y la
discontinuidad que presenta respecto del conjunto en el que se ubica. Véase Juan de la Cruz, 2002: 534-
536.
791

En definitiva, el ambiente de secreto de la estrofa 19 de CB824, la difícil


conexión con las estrofas contiguas, la vaguedad del contexto y la indeterminación de la
referencia de sus pronombres, contribuyen a construir una descripción, en forma de
oración -no se olvide que la lira inequívocamente entraña una petición-, de la vía
negativa, por medio de lo que acaso sean, junto con los finales, los versos más
herméticos del poema.
La discontinuidad que hemos advertido entre las liras 18 y 19 es sólo un caso
concreto de un modo general de escritura, que afecta a la entera construcción del poema,
en el que la voz poética de la amada se desplaza desde el lugar en el que se encuentra,
de conformidad a la progresión lógica del “relato”, a la posición física o espiritual en
que se encuentra aquello que es objeto de enunciación. A menudo, las estrofas enlazan
unas con otras en virtud de la fuerza extática del discurso de la amada que, por ejemplo,
cuando dice “allí”, se sitúa efectivamente en el lugar indicado y, desde éste, su poder de
enunciación la traslada a otro lugar o la devuelve al anterior por otro camino.
En nuestra opinión, la transición de la lira 12 a la 13 de CB, en la que el Amado
aparece después de que la amada pidiera a la fuente que lo mostrara, responde más a
este carácter extático de la voz poética, que al orden secuencial del discurso poético.
Del mismo modo, la progresión de la estrofa 25 a la 26, responde a este mismo
mecanismo: la enunciación del “adobado vino” sitúa a la amada en la interior bodega”,
aun cuando no exista continuidad lógica entre ambas liras.
Esta forma de proceder, habitual en la exégesis alegórica, desarrolla un poema
en el que no es posible determinar una continuidad secuencial sino, y aun muy
vagamente, temática. Por eso, resulta muy arriesgado hablar de “flash-back” respecto de
determinadas estrofas, como si hubiera una disposición temporal que permitiera
reconstruir una “historia”825. El proceso místico que está en el fondo y a veces, como se

824
Sobre la cuestión del silencio y el secreto en Juan de la Cruz, puede verse Egido, 1990: 76 y ss.
También fray Luis de León, al comentar el nombre “Esposo” y los efectos de la unión mística, señala:
“Del qual deleyte (… ) será bien que digamos ahora lo que se pudiere dezir, aunque no sé si es de las
cosas que no se han de dezir; a lo menos, cierto es que, como ello es y como passa, ninguno jamás lo supo
ni pudo dezir. Y assí, sea ésta la primera prueva y el argumento primero de su no medida grandeza, que
nunca cupo en lengua humana, y que el que más lo prueva lo calla más” (Luis de León, 1997: 464-465).
Federico Ruiz ha señalado, al hablar de la Llama, que para Juan de la Cruz la contemplación, “más que
ilustrar al hombre con algunas noticias concretas, le renueva desde dentro en su ser y en sus operaciones.
Esta preferencia de san Juan de la Cruz por la eficacia oculta, con olvido del fenómeno (… ) es uno de los
rasgos conservados con mayor estima por la Escuela mística carmelitana” (Ruiz, 1962: 257).
825
En sentido contrario, Thompson ha propuesto un orden temporal en el que la lira 36 resulta el
verdadero final del poema, “con su promesa de un futuro ascenso a las elevadas cavernas”. Juan de la
Cruz, volvería entonces al recuerdo del pasado, cuando Aminadab no aparecía y la caballería a vista de
las aguas descendía (Thompson, 1985: 1985: 130). En nuestra opinión, no es posible mantener esta
792

ha visto, en la superficie del Cántico y el -confuso- diálogo de los amantes son


ciertamente progresivos, pero esta progresión no se desarrolla en el plano temporal de la
sucesión, sino en el orden espiritual en el que no sólo es posible el regreso al punto de
partida -frente al pasado irreversible en el orden temporal- sino que esta posibilidad
afecta también y decisivamente a la concepción espacial y ordinal del poema.
El vino y, por extensión, la bodega son elementos del Cantar estrechamente
vinculados a la vida sacramental cristiana, cuyo sentido no debiera, en principio ser
problemático826. La lira 25 de CB, con la presencia en el tercer verso del “toque”
ruysbroeckano no deja lugar a dudas sobre la interpretación del “adobado vino”827 del
verso siguiente828. Como ha señalado la crítica en numerosas ocasiones, la “interior
bodega” supone un punto máximo de recogimiento del matrimonio espiritual. El
espacio ha ido paulatinamente cerrándose en las liras precedentes. Desde la espacialidad
entendida como distancia de las primeras estrofas se pasó al delirio cósmico de las
estrofas 14 y 15 de CB, en las que la aparición del amado anuló las distancias
ofreciendo un universo simultáneo, que la amada ya no recorre sino en el que vaga
confusamente -estrofa 19 CB-. Seguidamente, se ha pasado al “ameno huerto”, y este
ámbito de privacidad en el que se produce el desposorio espiritual culmina en el espacio
cerrado e íntimo de la bodega (liras 26 y 27 CB).
El carácter escatológico de las últimas cinco liras del Cántico829 plantea al
intérprete unas exigencias de lectura -y ofrece también unas claves de significación-
distintas de las requeridas anteriormente. En este sentido, creemos que no puede
considerarse que “las subidas cavernas de la piedra” desarrollen una función análoga a
la “interior bodega”, ni que “el mosto de granadas” desempeñe la misma función que el
vino de las estrofas anteriores830. Se trata de un tiempo propio, no cronológica sino
sustancialmente distinto al recreado en las estrofas anteriores. Dice Juan de la Cruz en
su comentario que, en las liras 36 y 37 de Cántico B, se ha mostrado cómo el Esposo
transformará a la amada en la hermosura de su sabiduría creada e increada, en la

disposición, no sólo porque el tiempo del Cántico no responde a los parámetros de la sucesión
cronológica del tiempo ordinario, sino a los de la progresión espiritual del contemplativo, sino además,
porque esta progresión es extática, de tal modo que el pasado es “siempre pasado” y el futuro “siempre
futuro. Los elementos escatológicos de la última lira del poema, como después se verá, impiden sostener
que lo que aquí se dice haya sucedido con “anterioridad” a la lira 36.
826
Para el tratamiento sanjuanista de la sobria ebrietas, véase Diego Sánchez, 1990: 104-106.
827
Ruysbroeck habla, asimismo, del “vino eterno” (supra. capítulo XX & 4).
828
Véase Juan de la Cruz, 2002: 488-493.
829
Véase la anotación para la Canción 38 en Cántico B.
830
Véase, en sentido contrario, la interpretación de Ynduráin en Juan de la Cruz, 1995: 186. Para otras
interpretaciones, véase Juan de la Cruz, 2002: 548-549.
793

hermosura de la unión con el Verbo con la humanidad, en que la conocerá ya así por la
haz como por las espaldas (Cántico B, Anotación para la Canción 38). En esta
declaración Juan de la Cruz se aparta definitivamente del pensamiento de Gregorio de
Nisa, con el que, como se ha visto, mantenía bastantes puntos de contacto. En efecto, la
unión del alma con Dios, después de la muerte, en los términos descritos por el
carmelita, en los que ésta contemplará el rostro de Dios, es incompatible con el
concepto de epéctasis del Niseno. Pese a ello, Juan de la Cruz mantiene en su canción
37 la imagen de la caverna, derivada, como se ha visto, de la interpretación alegórica del
pasaje del Éxodo, en el que Moisés contempla la espalda de Dios. Juan de la Cruz, en
una reelaboración manierista de la imagen bíblica -acaso no muy alejada, en su
proceder, de las alteraciones del mito clásico que Góngora realiza por las mismas
fechas831-, trastoca el sentido de la alegoría de la caverna mosaica y señala que en estas
subidas cavernas, el alma conocerá el rostro de Dios.
La granada es una imagen plurisignificativa arraigada en la tradición poética
mítica y en la cristiana. Ya en el “Himno a Deméter” -Himnos homéricos-, al invocar a
Perséfone, se alude a la granada como fruta nupcial que vincula al mundo de los
muertos (Himnos homéricos, 2001: 46-47). De esta lejana fuente, persiste en el poema
sanjuanista, la asociación de la granada al mundo de ultratumba, connotación que no
poseen el vino ni “la interior bodega”. La interpretación pagana, también relacionada
con la muerte, por la que las granadas surgen de la sangre de Dionisio, pasa al
cristianismo de la mano de Clemente de Alejandría. Posteriormente, Gregorio de Nisa
también se ocupa de la cuestión: la granada, para el Niseno, representa la vida cristiana,
dura y áspera por fuera, pero que contiene el sabor de todos los frutos (Gregorio de
Nisa, 1993: 153). Parece evidente que la interpretación de Gregorio de Nisa no encaja
con el sentido escatológico de la lira 37832. La granada sanjuanista, por el contrario,
edifica su sentido sobre los rasgos ultraterrenos y nupciales de la tradición clásica
cristianizada por la patrística.

831
En su edición de las Soledades, R. Jammes observa cómo Góngora reelabora los episodios mitológicos
de tal forma que, conservando el referente de modo que pueda seguir siendo reconocible, se indique o
sugiera lo contrario. Así, surgen los Narcisos que persiguen ecos, las ninfas labradoras o las esfinges
habladoras (Góngora, 1994: 137-140). Juan de la Cruz, naturalmente lejos de la ironía del cordobés,
sigue, en nuestra opinión un proceder similar, al emplear en el Cántico la imagen de la caverna de la
piedra, utilizada en la Llama en un sentido fiel a la exégesis mística tradicional, para decir lo contrario de
lo que esta tradición ha afirmado.
832
Sí puede encajar más con el sentido de la granada sanjuanista, la observación del Niseno, según la cual
el granado produce toda clase de frutos, de los que se derivan diversas propiedades alegóricas (cf.
Gregorio de Nisa 1993: 153).
794

La mitología es una fuente importante en la elaboración de las imágenes del


Cántico. Los estudios sanjuanistas han abordado la influencia de la mitología en el
Cántico desde tres puntos de vista de muy diversa intensidad. Un primer grupo de la
crítica ha estudiado la aparición y el sentido de las referencias a Orfeo, las sirenas, “la
dulce filomena”, o de sintagmas atrevidamente híbridos como “ninfas de Judea”. Junto a
estas referencias expresas, un segundo grupo ha advertido que quizá la presencia de lo
mitológico resulte más abundante de lo que estos rasgos revelan. Así, se ha apuntado
también la posibilidad de que existan ciertas alusiones implícitas a relatos o personajes
mitológicos en otras liras del poema. Finalmente, algunos estudiosos han defendido la
concordancia -en mayor o menor medida- de la estructura del poema con la de algunos
poemas grecolatinos clásicos.
En nuestra opinión, lo importante es examinar cómo estas influencias de la
mitología -algunas innegables, otras más discutibles- afectan al sentido del texto en su
totalidad. Es decir, debemos precisar si estas figuras mitológicas son utilizadas por Juan
de la Cruz, como buen poeta manierista, a modo de “ornamento activo” del poema, o si,
por el contrario, cabe pensar que existe en el poeta un pensamiento más cercano al
mundo mítico a través de su reelaboración neoplatónica o neopitagórica -al modo en
que pueden leerse determinadas recreaciones cristianizadas de imágenes pitagóricas o
platónicas en Luis de León-, o, más aún, de la manera en que el mito influye en otros
hombres del Renacimiento como Ficino o Bruno833.
Hemos denominado “ornamento activo” a la primera posibilidad de presencia de
lo mitológico en Juan de la Cruz. Con esta expresión queremos hacer referencia al modo
en que la mitología, en opinión de García Gual, está presente en la literatura
renacentista. El mito en el Renacimiento tiene una dimensión lúdica, centrada en la
imaginería mitológica, pero desinteresada por la exégesis del mito, orientada más bien
hacia la expresión de un mundo distinto del medieval (García Gual, 1992: 182-184).
Ahora bien, la inclusión de estos elementos mitológicos en la literatura
renacentista no es, sin más, una operación ubicada exclusivamente en el ornatum, sino
que afecta decididamente a la inventio. De este modo, García Gual advierte que esta
afinidad entre Renacimiento y mitología, lejos de ser un mero arcaísmo, se prolonga en
un “mitologizar activo (… ) para la recreación de nuevas historias y leyendas épicas y
elegíacas” (García Gual, 1992: 186). Los dioses tienen una doble significación en esta

833
García Gual advierte que la interpretación alegórica de los mitos en términos neoplatónicos adquirió
gran eco en Florencia a partir del siglo XV (García Gual, 1992: 194).
795

época: por una parte, reemplazan a las abstracciones medievales, volviendo inútiles las
figuras alegóricas; por otra parte, son un elemento de poesía libre e independiente, una
belleza que puede encontrarse en cualquier poema. La libertad con la que el
Renacimiento abordó la mitología clásica favoreció una abundante creación de nuevas
imágenes, como resultado de “un nuevo y pintoresco sincretismo que fusiona elementos
paganos y cristianos” (García Gual, 1992: 189).
En este primer grupo de influencia mitológica en el Cántico, se encuentran las
imágenes de las “ninfas de Judea” (lira 18)834, las alusiones a Orfeo y a las sirenas (lira
21), y la “dulce filomena” de la lira 39. La primera de éstas, el sorprendente sintagma
“ninfas de Judea” responde a la tendencia, ya advertida anteriormente, de mezclar
elementos cristianos y mitológicos en el Renacimiento. Aunque la imagen parece
remitir tanto al Cantar como a Garcilaso y, en general, a los poetas profanos de la época,
nos parece claro que el elemento mitológico cede, en cuanto a su sentido, ante la
dimensión mística del poema, derivada de la tradición exegética del Cantar de los
cantares. Así, las ninfas prestan al poema una imprevisible fuerza poética, por lo
inesperado de su aparición y lo sorprendente de su ubicación, “ninfas de Judea”, con su
remisión tácita, pero evidente, a las “hijas de Jerusalén” de epitalamio bíblico. Las
ninfas no reemplazan a las “hijas” de Judea, sino que acentúan, en la línea de
significación de la exégesis cristiana, el carácter negativo -en cuanto carnal- de éstas. En
consecuencia, el elemento mitológico, más allá de su potencial expresivo, no introduce
una nueva dimensión mitológica pagana en el poema, sino que, sin eliminar ni esconder
el pasaje bíblico que está en la base de su enunciación, permite reformular, en una clave
nueva para la literatura mística pero muy codificada en el Renacimiento, los rasgos
negativos que la exégesis mística del Cantar había leído en las “hijas de Jerusalén”.
Las referencias a Orfeo y a las sirenas dentro del conjuro a los peligros que
amenazan a la esposa, en la lira 21, tienen, a nuestro juicio, una vinculación más
estrecha con la tradición mística. Aquí ya no se trata, como en el caso de las “ninfas de
Judea” de un acto de radical innovación expresiva que mantiene y realza el sentido
original, sino que, por el contrario, se trata de dos imágenes que, procedentes de la
mitología, el alegorismo cristiano había codificado desde muchos siglos atrás.
Domingo Ynduráin estudió cómo San Juan utiliza las sirenas, seres
generalmente malignos en la mitología y, más allá, en la Edad Media y el Renacimiento,
en un sentido positivo. Ynduráin cita algunos textos clásicos -Metamorfosis V, 512-562;
796

Geórgicas IV, 1497-1498) que, no sólo presentan una lectura positiva de las sirenas,
sino que, además, las vinculan a Orfeo (Macrobio), como ocurre en la lira sanjuanista
(Ynduráin, 1993: 42-45). En realidad, la dualidad de las sirenas había comenzado ya
con Homero que había recogido su doble naturaleza celestial -por la magia de su canto y
la deliciosa muerte que causaban a los navegantes- e infernal835. Platón les había
adjudicado el canto de las esferas -atribución de la que se hace eco Macrobio en Sueño
de Escipión II, 3, 1- en República 617B836. El cristianismo primitivo encontró en la
Biblia de los Setenta diversas alusiones a las sirenas837, siempre con carácter negativo.
Acaso sea Clemente de Alejandría el primero que comienza a descubrir connotaciones
positivas en las sirenas, al identificarlas con la sabiduría griega que es aprovechada por
el cristiano que, como Ulises, sabe discernir lo provechoso y pasar de largo de sus
peligros (Rahner, 2003: 333). No otra parece ser la actitud de Juan de la Cruz, desde
este punto de vista cristiano, respecto de la mitología.
El Renacimiento, como advierte Ynduráin, identifica en ocasiones las sirenas
con las musas o con otros seres mitológicos de funciones análogas. En Italia, esta visión
de las sirenas parece generalmente difundida. Así lo revela la concepción positiva de las
sirenas en los intermezzi de 1589838, en los que, a partir de las consideraciones de
Platón, Giovanni de Bardi concibió el canto de las sirenas como uno de los sonidos que,
junto con el de las parcas, mueve las ocho esferas del universo (Warburg, 2005: 297 y
ss.).
Orfeo, por su parte, es una figura cristianizada ya en la iglesia primitiva, cuando
se identificó con Cristo, “verdadero Orfeo que sacó a la humanidad de las profundidades
del oscuro Hades como si fuese su prometida”, en una tradición alegórica que subsiste
durante la Edad Media (Rahner, 2003: 84, 85). Clemente de Alejandría, dentro de esta
interpretación cristológica, dice que el “canto nuevo” de Orfeo hace cambiar a los
hombres que son como lobos y demás fieras839.
La alusión al ruiseñor, “la dulce filomena”, es otra muestra del lenguaje híbrido
sanjuanista, deudor tanto de San Buenaventura -en realidad, del poema atribuido al

834
Citamos según el orden de Cántico B.
835
En el examen de la evolución del sentido positivo de las sirenas y de su cristianización en la exégesis
alegórica seguimos a Rahner, 2003: 328 y ss.
836
Esta interpretación positiva se desarrolló posteriormente por el neopitagorismo. Plutarco y Filón de
Alejandría conocen y aceptan esta lectura de las sirenas (cf. Buffière, 1973: 473-481).
837
Sobre las particularidades de esta introducción de las sirenas en el Antiguo Testamento, cf. Rahner,
2003: 330-331.
838
Para el contenido temático de los seis intermedios representados y su tratamiento alegórico de la
mitológica, cf. Warburg, 2005: 294.
797

franciscano-, en lo místico, como de la poesía de Garcilaso en su recuperación de una


imagen conocida y popularizada por la poesía profana840. Como ocurriera con “las
ninfas de Judea”, San Juan de la Cruz se sirve de las connotaciones profanas de la
imagen para subrayar sus elementos alegórico-místicos: el amor, la evocación de la
naturaleza, el canto divino.
Junto con estas referencias mitológicas expresas, se han apuntado varias posibles
alusiones tácitas a motivos mitológicos. Así, se ha sugerido que la lira 11 de CB,
evocaría, como poema renacentista, una alusión al basilisco o a la Gorgona, personajes
cuya mirada produce la muerte841 o incluso que aquí Juan de la Cruz “roza la intuición
universal del eros y el tánatos” (Juan de la Cruz, 2002: 453). Pero acaso sea necesario
prescindir en la interpretación de esta lira de las referencias mitológicas, puesto que
existe una lectura más próxima al sentido general del poema: la tradición mística, tantas
veces recordada en este trabajo, que niega la posibilidad de contemplar en vida -o
incluso a veces después de la muerte, como ocurre con el Niseno- el rostro de Dios.
García Gascón ha sugerido una lectura de la difícil lira 24 de CB842, en la que
propone sustituir “cuevas” por cueras”843, dando como resultado el verso: “de cueras de
leones enlazado” (García Gascón, 1983: 3-10). De este modo, la estrofa ganaría un
sentido más accesible. Ésta tendría como fuente los versos 200-201 del Canto XXIII de
la Odisea, en los que Ulises describe su lecho, también revestido de oro y teñido de
rojo844. El problema fundamental que tiene esta interpretación se encuentra, como su
mismo autor reconoce, en la propia Declaración sanjuanista, que mantiene “cuevas” y
no “cueras”.
Por último, se ha defendido la existencia en el Cántico de una estructura
mitológica más profunda y de mayor alcance que la mera recreación expresa o tácita de
imágenes determinadas. Garrote Bernal apunta que Juan de la Cruz “construye ciertos
fragmentos de sus Canciones como glosa del pasaje sobre Venus y Adonis de las
Metamorfosis, siguiéndolo o modificándolo mediante los mecanismos de la omisión, la
reducción, la sustitución y la amplificación” (Garrote Bernal, 2005: 37) para concluir

839
Clemente de Alejandría, 1994: 44.
840
Cf. Juan de la Cruz, 2002: 553-554 y 1995: 187-191.
841
Cf, Juan de la Cruz, 1995: 76-77.
842
“Nuestro lecho florido, / de cuevas de leones enlazado, / en púrpura tendido, / de amor edificado, / de
mil escudos de oro coronado”.
843
Anteriormente Sánchez Cantón había propuesto la misma sustitución aunque sin relacionarla con la
Odisea (cf. Juan de la Cruz, 2002: 485.
844
Ynduráin recuerda que la edición del Cántico de Bruselas de 1627 da “teñido” por “tendido” (Juan de
la Cruz, 1995: 254, n. *).
798

sugiriendo -también por amplificación- la posible presencia de elementos órficos en el


poema sanjuanista ((2005: 48)845.
Antes de analizar los argumentos presentado por Garrote Bernal, es necesario
señalar que las concordancias entre la poesía ovidiana -y, en general, de los relatos
mitológicos grecolatinos- y la teología mística sustentada en la interpretación alegórica
del Cantar es un fenómeno que, como se ha estudiado en estas páginas846, data de los
primeros tiempos de cristianismo, desarrollándose, sobre todo, con Clemente de
Alejandría847. Orígenes, por su parte, había advertido, respecto de la poesía amorosa,
que tanto el amor carnal como el amor divino compartían el mismo lenguaje, lo que
hacía especialmente compleja la lectura del Cantar.
No debe olvidarse que las operaciones de absorción, reelaboración y rechazo de
la poesía pagana por parte de los Padres de la Iglesia, en el ámbito de la descomposición
del mundo clásico, tienen una naturaleza distinta a las polémicas surgidas a raíz del
renacer del interés por Ovidio en el siglo XII, que corre paralelo a la creación de un
nuevo lenguaje místico orientado hacia una mayor expresión alegórica de la afectividad
erótica848. En el siglo XII los dioses de Ovidio no representan, en modo alguno, una
amenaza para el cristianismo como lo prueba la enorme influencia ovidiana en este siglo
y el siguiente, no sólo en la poesía amorosa, sino en la “alegoría deliberada”849 e incluso
en la elaboración de un “Ovidio moralizado” muy popular durante el siglo siguiente850.
El conflicto entre ambos lenguajes eróticos no se plantea en el ámbito teológico ni se
despliega en torno al debate que, en la joven cultura cristiana de los primeros siglos,
había tenido lugar respecto a la cultura clásica.
En consecuencia, consideramos que en la determinación del sentido que la
posible presencia de estructuras o recreaciones de determinados pasajes de la literatura
latina clásica en el Cántico no debe tampoco desconocerse su relación con esta tradición
alegórica cristiana.
Cuando Garrote Bernal reformula los argumentos contra la dimensión mística
del Cántico, en virtud de “la literalidad del texto” y se asombra de que aún hoy día

845
Davis ya había propuesto Metamorfosis IV, 93-94 como fuente para la Noche (cf. Davis, 1993: 206).
Garrote Bernal recoge también en su trabajo esta posibilidad (2005: 29).
846
Supra. capítulo XIV.
847
Clemente de Alejandría, con el importante precedente de Filón, concebía la alegoría como una suerte
de lenguaje religioso universal, en el que los mitos griegos pudieran reelaborarse en clave cristiana.
848
supra. capítulo XX & 2.
849
Así, por ejemplo, en el Roman de la rose (cf. Agamben, 2001: 117-129). Sobre el género de la alegoría
deliberada, cf. supra. capítulo XVII.
850
Carruthers, 1996: 142. Sobre las alegorías de Ovidio en el Siglo de Oro, véase Taylor, 2005: 225-248.
799

sigan resultando admisibles las lecturas místicas del poema (Garrote Bernal, 2005: 26),
no sólo prescinde de esta tradición de la que ya hemos dado cuenta por extenso, sino
que, además, al invocar “la literalidad del texto”, hace caso omiso del “mundo de la
obra”851 en beneficio de su configuración verbal, sin tener en cuenta que la literalidad de
la obra literaria está sujeta a una serie de condicionantes específicos que le confieren
una sustancialidad propia. Paul Ricoeur lo expresa del siguiente modo:

Así como el enunciado metafórico alcanza su sentido como metafórico sobre las ruinas
del sentido literal, también adquiere su referencia sobre las ruinas de lo que podemos llamar, por
simetría, su referencia literal. Si es verdad que el sentido literal y el metafórico se distinguen y
articulan en una interpretación, también en una interpretación, gracias a la suspensión de la
denotación de primer rango, se libera otra de segundo rango que es propiamente la denotación
metafórica.
(Ricoeur, 2001: 293)852

Consideramos que la apelación a la literalidad por parte de Garrote Bernal


renuncia a la penetración en el mundo de la obra, en cuya exploración deben tenerse en
cuenta necesariamente, las complejas relaciones con el comentario en prosa853. No se
entiende por qué el crítico ignora un texto en el que el autor comenta su propia obra, en
beneficio de un -concienzudo- trabajo comparativo con un texto ajeno -las
Metamorfosis-, en principio y mientras no se pruebe lo contrario a los intereses vitales e
ideológicos del poeta. La carga probatoria debe corresponder, en nuestra opinión, a
quien apunta una interpretación distinta, no ya de la literalidad del texto -pues no es
posible sostener tal cosa en un discurso poético configurado a partir de metáforas y
alegorías- sino de la expresa voluntad del autor, avalada por sus propias circunstancias
biográficas y por la comprensión inmediata de los primeros lectores a quienes estos

851
Véase Ruiz, 1990: 34 y Pacho, 1990a: 56.
852
Más adelante, Ricoeur aclara su concepción de la referencia de la obra literaria, del siguiente modo:
“Partamos de que el sentido de un enunciado metafórico se suscita por el fracaso de la interpretación
literal del enunciado; para una interpretación literal, el sentido se destruye a sí mismo. Pero esta
autodestrucción del sentido condiciona a su vez el desmoronamiento de la referencia primaria. Toda la
estrategia del discurso poético se juega en este punto: tiende a obtener la abolición de la referencia por la
autodestrucción del sentido de los enunciados metafóricos, autodestrucción que se hace manifiesta por
una interpretación literal imposible. Pero ésta es sólo la primera fase o, más bien, la contrapartida
negativa de una estrategia positiva (… ) es sólo el reverso de una innovación de sentido desde el punto de
vista de todo enunciado, obtenida por la “distorsión” del sentido literal de las palabras” (Ricoeur, 2001:
303-304).
853
De hecho, la actitud de Garrote Bernal respecto del comentario es, como la de otros críticos
“literalistas”, ambigua puesto que al prescindir del comentario, invoca sus propias palabras por las que
“no hay para qué atarse a la declaración” (Garrote Bernal, 2005: 26).
800

poemas fueron expresamente dirigidos, los cuales, si bien quizá no comprendieron todos
sus extremos, nunca dudaron de su sentido espiritual.
Hechas estas consideraciones previas, examinaremos a continuación algunos de
los argumentos expuestos por Garrote Bernal. El autor adopta como pilares de su
argumentación el concepto de “teología mítica” y el tópico de la “herida de amor”, que
relaciona -quizá apresuradamente- con las flechas de Cupido y el mito de Venus y
Adonis. A partir de esta base, Garrote Bernal realiza un pormenorizado estudio
comparativo entre el Cántico y el poema de Ovidio.
Respecto al tópico del “ciervo herido”, Garrote reconoce como fuente el Cantar,
pero propone también a Ovidio. El crítico desarrolla esta segunda opción en clave
órfica, para, seguidamente, proponer, citando a Orígenes, el primero de los fundamentos
de su argumentación: el concepto de “teología mítica”. Pero respecto a este concepto es
necesario recordar que el trabajo de Clemente, Orígenes y otros Padres de la Iglesia, así
como de la tradición alegorista cristiana en general, no consistió, como dice Garrote, en
“compatibilizar cristianismo y paganismo” (Garrote Bernal, 2005: 29), sino en
reinterpretar alegóricamente los mitos paganos en clave cristiana, manteniendo su
significación primaria, pero imponiéndoles la estructura doctrinal y la concepción del
mundo propias del cristianismo854. En consecuencia, cuando el autor se pregunta si las
Metamorfosis han podido operar “como registro culto y oculto en las Canciones de fray
Juan”855, es necesario entender, en principio, la limitación que tiene el alcance de esta
cuestión en el ámbito ideológico del poeta, en el que los mitos ya han sido
sobradamente encauzados doctrinalmente en virtud de la interpretación alegórica.
Por esta razón, cuando Garrote al comentar “la herida de amor” de la voz
femenina del poema (canción 1ª), introduce el segundo fundamento de su trabajo, al
señalar que “por excelencia, la herida del corazón es la del amor, la que Cupido causa”
(p. 31), olvida que el mito ya ha sido cristianizado desde, al menos, Gregorio de Nisa856,
y que, desde entonces, a lo largo de los siglos transcurridos hasta el XVI, se ha ido

854
Por lo tanto, no existe, como sugiera Garrote (2005: 32), una relación, en el sentido de un espacio
común, entre el mundo del Cantar y el mito de Venus y Adonis, sino la actuación -no exenta de violencia,
como ocurre siempre con la alegoría- de la exégesis alegórica cristiana sobre uno y otro. Recordemos que
Rahner señaló, ya en los años cuarenta, cómo los Padres de la Iglesia cristianizaron los cultos mistéricos,
del mismo modo que, posteriormente, los estudiosos modernos han dibujado, en no pocas ocasiones, estos
cultos con pinceladas cristianas. Por eso, para evitar estos peligros de distorsión de las realidades
religiosas investigadas, Rahner observa cómo la investigación de su época tiende más bien a recalcar las
diferencias entre unos cultos y otros, para así poder precisar mejor y con más exactitud las posibles
dependencias (Rahner, 2003: 49).
855
Op. cit., p. 29.
856
Cf. Nygren, 1952: 221-222.
801

formando una densa teoría erótica mística, que, a su vez, ha generado un discurso
propio. Este discurso posee unas señas de identidad específicas, a las que la imaginería
sanjuanista remite en primera instancia, como código de significación.
Una vez reubicados los fundamentos de la argumentación, es necesario penetrar
en algunos de sus argumentos y explorar sus conclusiones. Garrote destaca cómo los
rasgos fantásticos de la lira 13 de CA resultan familiares al lector de Ovidio,
estableciendo un nexo de afinidad con la teología órfica de Pico. Ahora bien, aquí es
preciso recordar, de nuevo, el estudio de Domingo Ynduráin que relaciona la estrofa, a
nuestro juicio, con más pertinencia, con la oración de contemplación de Hugo de San
Víctor. Los argumentos expuestos por Garrote, teniendo en cuenta las observaciones
realizadas en estas páginas, especialmente lo referente a la cristianización de la “herida
de amor” y al discurso del amor místico, nos parecen circunstanciales: la búsqueda del
amado por la amada, propia del amor extático, elaborada sobre el texto del Cantar hace
innecesaria la asociación de la actitud de la amada en la lira 3, con la actitud de una
Venus que, “perdida de amor, deja sus cuidados de sí” (Garrote Bernal, 2005: 35).
Porque, además, las flores, incluso entendidas en el tenor literal del poema, no pueden
representar nunca los cuidados857, sino las distracciones.
Del mismo modo, cuando explica la lira 32 de CA, Garrote señala que la amada
pide al Amado (Carillo) que se esconda para que se proteja de las fieras que teme la
diosa: “es la petición lógica que se deriva de su temor a que muera el Amado, “Carillo”
(Garrote Bernal, 2005: 39). Ahora bien, si se admite esta interpretación para este verso,
se introduciría inexplicadamente un elemento nuevo en el poema: el miedo por el
Amado en peligro. Porque, ¿dónde aparece en el resto del poema el miedo por la vida
del Amado? Pero, aún así, ¿qué sentido tiene el resto de la lira?, ¿por qué debe dirigir su
rostro a las montañas?, ¿qué no debe decir? Se trataría, en suma de un verso que, así
interpretado, desentonaría, no sólo con los demás versos de la canción, con el conjunto
del Cántico, en el que sólo la amada es la que parece estar, discontinuamente,
amenazada.
Igualmente, el comentario de la lira 27 de CA, emparentada con el final de la
Noche oscura, no remite inmediatamente, especialmente -como decimos- en el ámbito
de los primeros lectores de Juan de la Cruz, a la iconografía de Venus y Adonis, sino al
Cantar de los cantares y a su tradición exegética.

857
San Juan se refiere al abandono de los cuidados por amor pero no aquí sino en la también citada por
Garrote lira 19 de CA.
802

La conclusión de Garrote, formulada como hipótesis, es que “fray Juan


construye ciertos fragmentos de sus Canciones como glosa del pasaje sobre Venus y
Adonis del X de las Metamorfosis” y que, por tanto, “al Cantar han de unirse las
Metamorfosis para constituir el principal grupo de control textual que verifica la
coherencia argumental y temática del -ahora sí- poema de fray Juan de la Cruz”
(Garrote Bernal, 2005: 37 y 45). En nuestra opinión, esta conclusión -al menos
cuestionable en sus fundamentos y en algunos extremos de su argumentación, como
hemos señalado en estas páginas- no avanza en el examen del mundo de la obra del
carmelita, sino que se limita a esbozar una serie de paralelismos entre unos y otros
textos, sin valorar el funcionamiento de la tradición teológica cristiana y su absorción de
los mitos grecolatinos.
En el Cántico existen una serie de liras que han suscitado en la crítica un interés
especial. Tal es el caso de las ya comentadas liras 14, 15 y 19 de CB. Dentro de este
grupo se encuentran la lira 12 de CB, considerada por algunos estudiosos como centro
de gravedad del poema858:

¡Oh christalina fuente,


si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibuxados!

De entre los múltiples comentarios que esta lira ha suscitado859, nos detendremos
en los realizados por Domingo Ynduráin y José Lara Garrido. Domingo Ynduráin ha
recordado cómo, a pesar de que el comentario identifica la “cristalina fuente” con
Cristo, del poema, por sí mismo, no puede inferirse tal asociación (Juan de la Cruz,
1995: 77). A continuación presenta un complejo catálogo de fuentes de muy diversa
procedencia que informan del contenido de la estrofa (1995: 77-88).
Lara Garrido afirma que esta lira es un modelo de símbolo complejo en virtud de
las “muchas dificultades y posibilidades que encierren la fuente espejeante y el

858
Lara Garrido, citando a Dámaso Alonso, destaca su función conectiva entre la búsqueda del Amado y
el encuentro de los amantes, y, en este sentido, afirma: “[Estos versos] son por antonomasia cifra y
síntesis de la poética sanjuanista, de su llegar a un sentido más allá del sentido con material sensible
sustanciado de irrealidad, con palabras elementales” (Lara Garrido, 1986: 73-74).
859
Sobre esta lira, véase Juan de la Cruz, 2002: 456-463.
803

intercambio amoroso de los ojos para expresar la unión con el alma” (1986: 75)860. Lara
propone también algunos posibles precedentes, para concluir afirmando: “la teoría de la
fuente mágica, que produce la catoptromancia natural por reflexión proyectada desde el
interior de quien la contempla constituye (… ) el modelo analógico más próximo de la
lira 11 [CA]” (1986: 81).
A nuestro juicio, estas dos aproximaciones hacen caso omiso de la tradición
alegórico-mística que desde los Padres de la Iglesia y a través de la mística medieval
informa el sentido de esta estrofa.
En primer lugar, nos parece discutible la afirmación de Ynduráin según la cual
“sin la clave de la Declaración sería imposible llegar a tal paralelismo [la asociación de
cristalina a Cristo]” (Juan de la Cruz, 1995: 77). Si, como señala Ynduráin, esta
asociación deriva únicamente de un juego de palabras -cristalina / Cristo- habríamos de
coincidir con él en que ciertamente, habría que ser muy ingenioso -y algo más audaz-
para descubrir esta asociación y en virtud de ésta interpretar el sentido de la estrofa.
Pero, a nuestro juicio, esta asociación no es el resultado, al menos en la idea que la
sostiene, de un juego de ingenio del poeta, sino del conocimiento de la tradición mística
por parte del teólogo que escribe el poema861; un conocimiento que comparte, en mayor
o menor medida, con los destinatarios primeros de su obra, que pueden reconocer, pese
a su dificultad, el paralelismo, sin necesidad de recurrir a los comentarios. En efecto,
cuando se cita como posibles fuentes a Ovidio, Virgilio y Garcilaso, entre otros, se
tiende a olvidar la diversidad de sentido entre estas fuentes -que, en ningún caso puede
considerarse místico, salvo por analogía- y el de la lira 12. En estas “fuentes”,
ciertamente no es posible descubrir, como advierte Ynduráin, el paralelismo entre la
imagen y Cristo. No ocurre lo mismo, si en nuestra búsqueda nos adentramos en otro
género de lecturas.
En nuestra opinión, el precedente más remoto de la imagen de la fuente
sanjuanista se encuentra en la Enéada V, 8, 11, en la que Plotino, que ya había
comentado en sentido negativo el mito de Narciso (Enéadas I, 6, 8, 5-10 y V, 8, 2),

860
Lara Garrido expone en este trabajo su concepto de símbolo al que nos hemos referido en páginas
anteriores. Para Lara, “la validez del conocimiento simbólico depende de la realidad de la relación de los
dominios presupuestos en esa predicación [la predicación analógica, correlato entre la referencia
sustitutiva y la referencia no expresada del símbolo].” Así, los referentes del símbolo “son concentrados
de sentido, expresiones abreviadas en las que se condensa la referencia no expresada dentro de la
referencia expresada” (Lara Garrido, 1986: 76).
861
En su comentario de esta lira, López-Baralt hace caso omiso de esta tradición, así como de las
consecuencias derivadas de la distinción entre la concepción física del amor y la extática (cf. López-
Baralt, 1991: 13-15).
804

vuelve sobre este mito para afirmar esta vez que si alguno poseído por el dios, se
proyecta a sí mismo y ve una imagen embellecida de sí mismo, pero es capaz de
prescindir incluso de esa imagen y se aúna consigo mismo, “se hace una sola cosa a la
vez que todas las cosas en compañía de aquel dios calladamente presente, y está con él
cuanto puede y quiere”. En este pasaje de la Enéada V, Plotino establece sobre el
concepto narcisiano de reflejo un juego especular en el que la imagen es un paso hacia
un estadio de superación de ésta en el que el místico se hace uno con el dios, y, por
medio de éste, con todas las cosas. A nuestro juicio, este proceso de unión a la
naturaleza a través de la unión con Dios es similar -con todas las distancias ya
advertidas que deben establecerse entre el neoplatonismo y el cristianismo- al descrito
por San Juan a tenor de esta lira y las siguientes.
Poco después, la metáfora vuelve a aparecer en la obra de San Atanasio (Contra
Gentes, 8), ya cristianizada e incorporada al acervo cultural cristiano depurado de los
elementos neoplatónicos más irreconciliables con la doctrina cristiana surgida a partir
del Concilio de Nicea.
Gregorio de Nisa, en su Homilía 3ª del Cantar de los cantares, da un paso más en
la dirección que llegará hasta la estrofa sanjuanista, al introducir dos variables que
también aparecen en el Cántico: la imposibilidad de ver directamente los ojos de Dios,
pero, excepcionalmente, la posibilidad de verlos dentro de uno mismo como en un
espejo (Gregorio de Nisa, 1993: 57).
Recapitulando lo visto hasta ahora, se observará cómo la idea plotiniana del
proceso que va de la imagen a su ausencia en la contemplación y unión con el dios es
cristianizada por Atanasio, y cómo, en un tercer momento, Gregorio de Nisa introduce
la cuestión de la mirada de Dios -tema central de la lira 12 de CB y del comienzo de la
siguiente-, para que concluir afirmando que el espejo en que ésta puede ser vista es el
interior del hombre.
Queda por ver ahora de dónde proviene el juego de palabras cristalina /Cristo
que, fundamental en la lira sanjuanista, no parece tener cabida en las coordenadas
alegóricas precedentes. Debido a la intensidad de la influencia neoplatónica en la zona
de habla griega, el Logos, como segunda hipóstasis trinitaria, rara vez fue comprendido
en el sentido del Cristo histórico en la patrística oriental. Esto no obstante, ya Filón de
805

Alejandría había identificado el Logos con la fuente, imagen que después influiría en el
neoplatonismo862.
Para establecer el nudo de conexiones que abocan a la identificación
“objetiva”863 de la “cristalina fuente” con Cristo864, debemos atender al crecimiento de
la dimensión cristológica de la mística a lo largo de la Edad Media865. Como se ha visto
en páginas anteriores866, hay ya en San Agustín una idea bastante ajustada de Cristo
como imagen del Padre que va más allá del mero “reflejo”. Cristo es la imagen perfecta
del Padre; el hombre, por el contrario, es la imagen imperfecta. El hombre como imago
Dei -frente al resto de la Creación, vestigia Dei- toma conciencia, por Cristo, de esta
realidad ontológica y profundiza, a través de este conocimiento, en el abismo divino.
Siglos más tarde, San Bernardo avanzará por el camino abierto por Agustín,
despojándolo de los rasgos neoplatónicos aún presentes en el africano y enriqueciéndolo
con una más amplia interiorización de la humanidad de Cristo y con un desarrollo
mayor de su dimensión erótica. Así, Cristo no es sólo modelo, o imagen, sino que es
verdaderamente esposo del alma. Bernardo profundiza de este modo en la vieja alegoría
mística humanizando a Cristo, frente al Logos de la mística oriental, y, en consecuencia,
reforzando el erotismo del alegorismo místico.
En la lira de San Juan de la Cruz, aparece claramente esta perspectiva erótica
derivada de la teología mística de Bernardo de Claraval: en Cristo, imagen perfecta que
habita en el fondo del alma, se forman los ojos de Cristo esposo del alma. El paso
sustancial de la imagen al esposo es fundamental para la comprensión del elemento
cristológico de la estrofa 12 de CB.
El cristocentrismo de San Bernardo se intensificará con los franciscanos, y
resultará fundamental en la mística de San Buenaventura. Éste afirma expresamente que
el ejemplar de la imagen de Dios en el alma es Jesús. Cristo, en cuanto ejemplar, refleja
todo lo que el Padre es infinitamente. Este reflejo es causa de que el encuentro místico
con el Hijo provoque, en palabras de Buenaventura, la entrada en el centro del alma, la
“interior bodega”. De este modo, se puede ver cómo, sobre la densa estructura de la

862
Cf. Dillon, 1981.
863
Por “objetiva” queremos decir aquí “no subjetiva”. Se trata de apuntar la existencia de un código
compartido por la comunidad teológica cristiana que hace posible la comprensión del juego de palabras
sin necesidad de una ulterior explicación por parte del autor.
864
Para el sentido teológico de esta imagen en la doctrina cristológica de Juan de la Cruz, véase Castro,
1990: 176-177.
865
No obstante, Gregorio de Nisa ya había identificado el reflejo del espejo con la imagen moral de
Cristo.
866
Supra. capítulo XX & 1.
806

mística de Agustín y Bernardo, entre otros, Buenaventura propone un modelo que


coincide con la imagen de la lira 12 CB: la interioridad de Dios, el Hijo, como imagen
ejemplar, y su función mediadora en la contemplación, como puerta que conduce a la
“interior bodega”.
Más cercanamente, Bernardino de Laredo, también recurre a esta imagen: “Más
cuando vuestro prójimo (… ) os lastima las entrañas y os da torcimiento dentro en
vuestro corazón, y miráis en el espejo que en vuestra alma tenéis y halláis en él a
vuestro dechado Cristo (… )” (Laredo, 1998: 267).
Juan de la Cruz se hace eco y participa de esta tradición cristológica que
relaciona a Jesús, con la fuente -reflejo infinito de Dios- en la mediación con el Padre,
no sólo en el Cántico, sino en, al menos, otros dos escritos. El primero de éstos es el
poema [La fonte]. En éste, el poeta identifica la fuente con la Eucaristía, sacramento que
doctrinalmente supone el sacrificio infinito de Cristo, en su cuerpo y sangre (vv. 33-40);
en segundo lugar, y de forma más explícita, encontramos esta imagen y su
descodificación, conforme a las claves mencionadas, en carta a la Madre Ana de San
Alberto: “Si desea comunicar sus trabajos conmigo, váyase a aquel espejo sin mancilla
del Eterno Padre que es su Hijo, que allí miro yo su alma cada día” (Juan de la Cruz,
2002a: 202).
En conclusión, el papel de Cristo como imagen ejemplar y como mediador entre
el contemplativo y las etapas más altas de la contemplación es un elemento constante -
aunque con importantes variantes de una escuela mística a otra- de la teología cristiana
occidental, al menos, desde la Edad Media867. Por lo tanto, es de suponer que no sólo
Juan de la Cruz, sino cualquier lector de literatura espiritual de la época, habría de
entender la alusión a Cristo en la alegoría de la fuente y la imagen interior en el
momento en el que, además, la aparición del Amado es inminente. Lo propio del poeta
manierista es, en nuestra opinión, el juego de palabras, puramente retórico, “cristalina /
Cristo”, pero no -repetimos- la doctrina teológica mística que lo sustenta.
Acaso sea la lira 40 de CB, con la que se cierra el poema, la estrofa más
enigmática del Cántico. Perteneciente al cuerpo de cinco estrofas que en la redacción de
CB adquiere un sentido inequívocamente escatológico, la lira 40 no sólo abandona a los

867
Recuérdese que anteriormente hemos señalado que la mística española del siglo XVI desarrolló
especialmente esta dimensión del Cristo histórico, frente a la asociación con el Logos, como segunda
hipóstasis, más frecuente en la mística germánica. Bernabé de Palma afirma que los misterios de Cristo
son “espejo para enmendar nuestras faltas” (Palma, 1998: 86). Teresa de Jesús habla del alma como
espejo de la humanidad de Cristo (cf. Pego Puigbó, 2004: 32).
807

personajes centrales del poema, sino que se aparta de los elementos alegóricos y
paisajísticos de la obra -aún reconocibles en la lira anterior- para adentrarse en un
universo cualitativamente distinto. El mundo de la lira 40 es diverso del desplegado a lo
largo del poema, no sólo por la introducción de nuevos elementos, sino por la propia
disposición de sus versos que, como Jano, parecen mirar, de una parte, hacia el resto del
poema como algo concluido, y, de otra, se abren hacia un horizonte, como decimos,
sustancialmente distinto.
De este modo, la estrofa 40 introduce nuevos elementos cuando la lira 39 parecía
haber concluido el poema definitivamente:

El aspirar de el ayre,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donayre
en la noche serena
con la llama que consume y no da pena.

La lira 39 se presenta así como una recapitulación global de la obra sanjuanista:


el locus amoenus acorde con el universo natural sanjuanista: el soplo del aire que remite
no sólo al mismo Cántico (lira 17 de CB), sino también, más vagamente, a la Noche868;
la naturaleza realzada en su mejor aspecto -como huella divina- por la mirada
transformada del místico tan propia del Cántico (“el soto y su donaire”); y las
referencias expresas a la Noche y a la Llama.
No hay en la lira 39 ningún elemento que pueda desentonar o sorprender en el ya
conocido universo sanjuanista. Por el contrario, en la lira 40 todo resulta extraño. Parece
como si el poeta se negara a dejar un final cerrado y apostara -como en el Cantar- por un
final abierto e indefinido.
Veámoslo detenidamente:

Que nadie lo mirava,


Aminadab tampoco parescía,
y el cerco sosegava,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.

868
El aire del “ventalle de cedros” y “del almena” que acompaña el encuentro nocturno de los amantes.
808

La lectura de esta estrofa no sólo resulta desconcertante por la introducción de


elementos nuevos y heterogéneos, sino también por la aparente falta de unidad temática
entre las imágenes de sus versos: la estrofa carece de la dimensión erótica del poema;
“nadie”, “Aminadab”, “el cerco”, “la caballería” y las “aguas”, guardan poca relación
no sólo con el mundo del Cántico o del Cantar y su interpretación alegórica, sino que,
como hemos advertido, tampoco parecen guardar relación alguna entre sí. Sólo el
encabalgamiento de los dos últimos versos permite reconstruir una unidad mínima de
sentido entre sus imágenes.
Ante la complejidad de esta estrofa, la crítica ha ensayado diversas
interpretaciones. Ynduráin reseña la novedad de sus elementos, recurre a la estilística
para señalar algunos de sus efectos869; y, tras advertir de la dificultad del sentido de la
estrofa -especialmente del antecedente del pronombre “lo” del primer verso-, propone
algunas interpretaciones para sus imágenes: Aminadab, interpretado por el autor como
el demonio, es según Ynduráin, producto de un error de la Vulgata. Al presentar a
Aminadab como enemigo, sus carros refuerzan el tono bélico de la estrofa que viene
confirmado por el “cerco” y “la caballería”. Así, dice Ynduráin, la estrofa puede
interpretarse de la siguiente manera: “la ausencia del enemigo permite que la caballería,
cercada, abandone su posición defensiva y descienda hacia las aguas” (Juan de la Cruz,
1995: 192)870.
Ynduráin ha percibido agudamente que el primer paso que el intérprete debe
intentar para dar una lectura aceptable de la estrofa es la búsqueda del núcleo temático
que unifique el sentido de sus imágenes. Así, la clave bélica ha actuado de crisol en la
interpretación propuesta. Pero esta explicación que puede resultar satisfactoria respecto
de la estrofa en su conjunto y respecto de cada una de sus imágenes, deja sin aclarar la
relación entre la lira 40 y el resto del poema, el cambio de registro que va de la alegoría
erótica a la bélica -pese al eco lejano del Cantar-, y, sobre todo, la función de esta lira
como final del poema.
En definitiva, la crítica, pese al rigor con el que ha abordado el examen de esta
estrofa, tampoco ha podido elaborar una comprensión del final del poema que despeje,

869
El uso de los pasados dota a este final de un alejamiento y perspectiva respecto al desarrollo previo
(donde se utilizaban las formas de futuro, o la ausencia de marcas temporales); las formas durativas
contribuyen a la sensación de deslizamiento, de suavidad y sosiego en la descripción de este final y
acabamiento teñido de melancolía” (Juan de la Cruz, 1995: 193-194).
809

de una parte, las incógnitas que plantean sus imágenes, y satisfaga, de otra, las
expectativas líricas y argumentales que el poema ha ido proponiendo en su desarrollo.
Así, los análisis semánticos y estilísticos se han unido a propuestas de carácter
conjetural sobre su posible sentido cósmico, o se han referido al juego estructural entre
presencia y ausencia que recorre el Cántico desde su inicio, sin disipar la sensación de
extrañeza, incluso de inquietud, que la estrofa comporta871.
En nuestra opinión, es necesario volver sobre los pasos de la interpretación de
Ynduráin y volver, con él, a preguntarnos cuál es el hilo temático que unifica las
imágenes de la estrofa entre sí, y en un segundo momento, con el conjunto del poema.
Como se ha visto, para Ynduráin el rasgo unificador de la estrofa 40 es el sentido bélico
de sus metáforas. Ahora bien, una vez determinado este sentido bélico y después de
haber estudiado la procedencia de algunas de sus fuentes -Aminadab- y de sus efectos
anticlimáticos, hay que continuar preguntándose por el sentido más allá de su literalidad
bélica y por el papel estructural, como terminación del poema, que pueda tener esta
estrofa. Se trata, en consecuencia, de penetrar en el mundo de la obra, en una tarea de
comprensión del poema que partiendo de su sentido general pueda informar del sentido
de esta lira final del Cántico.
A lo largo de este trabajo, hemos ensayado un método de interpretación del
Cántico espiritual, a partir de su pertenencia a una tradición mística cristiana formulada
a través de un discurso erótico que está construido sobre el molde del Cantar de los
cantares y la tradición alegórica del cristianismo. Este modelo no actúa como un
esquema cerrado ni en lo poético ni en lo doctrinal, sino que, por el contrario, se
presenta, más bien, como un catalizador de influencias diversas, un unificador de
sentido que cohesiona el poema conformándolo como un todo unitario en tensión
dialéctica con el comentario. Hay, por tanto, una elaboración poética alegórica, que al
sumársele la interpretación también alegórica de los comentarios constituye una unidad
superior de sentido. Ésta, como toda alegoría, se debate entre la tendencia centrífuga de
su estructura y la fuerza centrípeta de su interpretación.
Por otra parte, se ha recordado cómo tanto la Llama como la segunda redacción
del Cántico exploran la dimensión escatológica de la perfecta unión del alma con Dios.
Juan de la Cruz parece haber evolucionado en su pensamiento teológico, posiblemente

870
Ynduráin expone también aunque sin mucho convencimiento la lectura en clave mística de la estrofa
(pp. 192-193).
871
Véase el completo resumen crítico que Paola Elia y María Jesús Mancho recogen en su citada edición
(Juan de la Cruz, 2002: 555-560).
810

por una lectura más atenta de los místicos germánicos, particularmente de Van
Gelmar872. Esta evolución intelectual es la que le ha llevado a reelaborar el poema,
dando una nueva ordenación a sus canciones, no sólo para ofrecer un poema más
ordenado desde el punto de vista de las etapas de la escala mística, como se ha
apuntado, sino para dar el resultado de una nueva concepción de la contemplación
mística que abunde en la escatología, en la unión definitiva con Dios873. La lira 38 es
decisiva en la orientación escatológica de las últimas cinco liras del Cántico:

Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.

Aunque es la declaración de autor la que determina el sentido escatológico, la


construcción verbal de la lira 38 y sus imprecisos deícticos indican claramente que la
voz poética de la amada apunta a un tiempo y un espacio sustancialmente distintos de
los que han configurado el horizonte espacio-temporal del poema. La declaración
abunda en la idea de que sólo en la vida eterna el matrimonio espiritual alcanzará su
perfección, con la consecución de la igualdad de los esposos, conforme a los
presupuestos del amor extático. Juan de la Cruz expresa la apertura a un tiempo
diferente al afirmar: “Por aquel otro día entiende el día de la eternidad de Dios, que es
otro que este día temporal” (CB, 38, 6).
Ahora bien, volviendo a la lira 40, cabe preguntarse hasta qué punto este sentido
escatológico justifica el cambio de discurso figurado desde el erotismo mantenido por
las estrofas anteriores al registro bélico que ésta ofrece.
A partir de la consideración de estas premisas, esto es, la pertenencia de la obra
sanjuanista a la tradición mística alegórica cristiana y la naturaleza escatológica del
cuerpo poético al que la estrofa 40 pertenece, reformulamos la interpretación de
Ynduráin con objeto de determinar el sentido figurado que responde a la orientación

872
San Juan de la Cruz alude a De Beatitude, aunque atribuyéndosela a Santo Tomás en la explicación
escatológica de CB, 38, 4.
873
Véase el detenido análisis de Eulogio Pacho del cambio que, en este aspecto, supone CB y su relación
con la Llama (Pacho, 1991a: 20-23).
811

bélica de las metáforas de la última lira del Cántico e intentar responder a los
interrogantes aquí planteados.
Los tres primeros versos tienen como nota común, más que la inactividad en sí,
el cese de una actividad que, hasta entonces no se ha declarado expresamente. Al decir
que “nadie lo miraba”; que “Aminadab tampoco parescía”; y que “el cerco sosegaba”, el
poeta hace valer el carácter conclusivo de la estrofa para indicar que “antes” alguien
miraba, que entonces Aminadab apareció y que, en ese momento obviamente, el cerco
se estrechó en torno a “algo”.
Ahora bien, este “antes” puede referirse a todo el poema o sólo a una parte del
mismo. En nuestra opinión, y desde el carácter escatológico de las cinco últimas liras
que las sitúa en un “futuro siempre futuro”, el “antes” de la estrofa 40 sólo puede
referirse a las primeras 35 liras del poema. Si anteriormente hemos afirmado que la lira
39 parece no sólo el final lógico del poema, sino también una recapitulación de los
temas fundamentales de la obra sanjuanista en su conjunto, podemos decir que la lira 35
de CB es la conclusión del “relato” alegórico de la amada y el Amado. El tiempo
presente, es decir, lo que puede llegar, ha llegado o llegará a ser presente, termina en
esta lira, del mismo modo que la estrofa primera servía del conclusión al pasado.
A partir de la lira siguiente, comienza el futuro:

En soledad vivía,
en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.

La estrofa 36 nos presenta la acción acabada -nótese el “ya” del segundo verso-,
con los dos esposos unidos en el nido solitario, sin peligro aparente874. El último verso
es fundamental para reforzar el carácter conclusivo de la estrofa: el Amado está también
herido de amor. La herida de la amada que inició la búsqueda del Amado en la primera
canción de poema se ha resuelto, como ya anunciara la lira 13, en el encuentro con el
Amado herido de amor. En términos del amor extático, se ha colmado el deseo erótico
que lo origina: la unión igualadora de los esposos. La lira 13 presentaba al amado

874
El “nido” como lugar alegórico de la unión mística está también en Bernabé de Palma (Palma, 1998:
94).
812

herido, pero la unión entre ambos aún no se había producido. Ésta es el asunto de la lira
35: unión total e igualadora, sin aparentes amenazas externas. En la redacción de CA,
las cinco liras últimas describen la perfecta unión espiritual, pero al carecer de la
proyección escatológica del segundo Cántico su sentido es completamente diferente, en
cuanto que no desarrollan la intuición de un tiempo sustancialmente distinto, sino una
experiencia distinta, más intensa, del tiempo presente.
Pero la ya señalada evolución intelectual de Juan de la Cruz no podía cerrar el
poema de este modo. Por eso, la nueva redacción del poema advierte expresamente del
carácter escatológico de estas cinco estrofas finales875. Lógicamente, esta decisión altera
profundamente la naturaleza del mundo de la obra y dota a sus versos de una
significación distinta en la que es preciso penetrar.
Esta profunda modificación en el sentido del poema requiere acaso de la
metodología hermenéutica para su comprensión, puesto que las fórmulas estilísticas de
análisis literario resultan insensibles a un cambio de sentido que, como éste, no
modifica la disposición verbal de las canciones.
La estrofa 40 en sus tres primeros versos es el contrapunto de la lira anterior. Si,
como se ha visto, la lira 39 es una recapitulación del estado de perfección espiritual del
alma, unida a la divinidad tras la muerte, el comienzo de la lira 40 describe este mismo
estado de perfección en sentido negativo, esto es, mediante la exposición de la ausencia
del mal. Así las imágenes de los tres primeros versos parecen aludir a la desaparición de
los enemigos del alma que han perseguido a la esposa a lo largo del poema. Esta
interpretación que así presentamos deriva tanto de la declaración del autor -si bien,
como seguidamente veremos, Juan de la Cruz, no se refiere expresamente al mundo y a
la carne ni, en general, a los enemigos del alma- como de la descodificación de las
metáforas sanjuanistas a partir de la tradición alegórica escatológica cristiana.
A lo largo de su obra, San Juan de la Cruz se ocupa de los enemigos del alma en
numerosas ocasiones876. En Noche, el carmelita afirma que el alma se libra de ellos en la
noche del sentido877. Del mismo modo en CB 22, 2, señala que éstos ya no afectan al
matrimonio espiritual. Ahora bien, en la Anotación para la canción 36 de CB, San Juan
de la Cruz, después de haber referido las gracias del matrimonio espiritual, dice que al

875
En CA, 35, 1. San Juan de la Cruz afirma que, “hecha la perfecta unión entre el alma y Dios, quiérese
emplear el alma y ejercitar en las propiedades que tiene el amor (… )”. En CB, en la Anotación para la
canción 38, Juan de la Cruz advierte del sentido escatológico de estas estrofas.
876
Cf Juan de la Cruz, 2002a: 1103.
877
Cf. Noche, 1, 13, 11.
813

alma sólo le queda una cosa que desear, “que es gozarle perfectamente en la vida
eterna”. Es precisamente en la vida eterna dónde los enemigos desaparecen por
completo, como sugiere la lira 40:

Que nadie lo miraba,

Este primer verso de la estrofa contiene, según Ynduráin, su principal dificultad:


¿A quién o a qué se refiere el poeta con el pronombre “lo”? El autor lo explica de la
siguiente manera: “Lo cual es como si dijera: Mi alma está ya desnuda, desasida, sola y
ajena de todas las cosas criadas de arriba y de abajo (… ) ninguna de ellas alcanza ya de
vista el íntimo deleite que en ti poseo.” (CB, 40, 2). El uso de los deícticos en el Cántico
son siempre problemáticos. La fractura entre el mostrar y el decir llega a su máxima
tensión en el uso de estos pronombres ambiguos de referente oscuro que debe ser
atendida como encarnación de un problema irresoluble de la metafísica desde
Aristóteles. En este sentido Agamben afirma lo siguiente:

La escisión aristotélica de la ousía (que, como esencia primera coincide con el


pronombre y con el plano de la ostentación y, como esencia segunda, con el nombre común y
con la siginificación) constituye el núcleo originario de una fractura del plano del lenguaje en
mostrar y decir, indicación y significación que atraviesa toda la historia de la metafísica y sin la
cual el problema ontológico mismo queda informulable. Toda ontología (… ) presupone la
diferencia entre indicar y significar y se define, incluso, precisamente a través del punto en que
se sitúa el límite entre éstos
(Agamben, 2003: 38-39)

En nuestra opinión, la mística, y, en particular, su expresión poética en los


versos de Juan de la Cruz, supone una posición extrema de indicación respecto del polo
de la siginificación, dentro de las coordenadas señaladas por Giogio Agamben.
Aunque no alude al ello, nos parece, sobre todo teniendo en cuenta que en el
siguiente verso se menciona al Demonio, que Juan de la Cruz se refiere aquí al “mundo”
como enemigo del alma. Es de advertir que, de nuevo, el poeta se sirve del adverbio
“ya” -como en la lira anterior y, como también ocurre en la Llama- para situarse en un
tiempo nuevo que, cerrando el pasado, puede volver sobre éste como tiempo acabado.
El pronombre “lo” puede tener como antecedente bien la situación descrita en la lira
814

anterior, por la relación dialéctica que guarda con ésta, bien -se trata del mismo
referente- al matrimonio espiritual perfeccionado en la vida eterna.
El apetito878 del mundo está relacionado en San Juan con el sentido de la vista: el
alma sólo escapa del mundo cuando no puede ser vista por él879. Así sucede en el poema
Noche oscura, en una estrofa que parece extenderse en lo que el Cántico en su lira 40 da
por supuesto:

En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Esta canción, tanto si se entiende en un primer grado de significación, como si se


comprende en clave mística, asocia la experiencia de no ser vista por nadie con la
entrega de la amada a su misión: la búsqueda del amado. La lectura erótica y la mística
concurren en la entrega absoluta de la amada a su búsqueda, la necesidad del secreto y
el rechazo del mundo como distracción de su objetivo. El segundo verso anuncia, casi
en su tenor literal, el verso primero de la estrofa 40 del Cántico.
En Noche 2, 21, 6 encontramos también un precedente de la imagen aquí
examinada desde el punto de vista doctrinal:

Y aquí se despoja y desnuda de todas estas vestiduras y traje del mundo, no poniendo su
corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo solamente
vestida de esperanza de vida eterna. Por lo cual, teniendo el corazón tan levantado del mundo,
no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista880.

En Llama 2, 17 encontramos una imagen similar: el mundo es ciego ante el


“toque” de Cristo: “Mas no lo quieras decir al mundo, porque no sabe de aire delgado y
no te sentirá, porque no te puede recibir ni te puede ver”.

878
Para el uso y sentido del término “apetito” en Juan de la Cruz, véase Ruiz, 1990: 158 y ss.
879
En sentido distinto, porque no se refiere al mundo como enemigo del alma, Osuna coincide con Juan
de la Cruz al afirmar que el mundo es incapaz de ver las cosas del alma: “el amor del mundo es ciego”
(Osuna, 1972: 461).
880
El subrayado es nuestro.
815

La referencia al mundo en las Cautelas incide en la relación de éste con el


sentido de la vista, con el ejemplo de la mujer de Lot, que evidencia su apego al mundo
cuando se vuelve para ver la destrucción de Sodoma881. Para derrotar al mundo, Juan de
la Cruz advierte de la necesidad de apartarse de todos -una actitud que se proyecta sobre
numerosos pasajes del Cántico-, aún de los más allegados882.
El segundo verso de la estrofa 40 se refiere, en este caso expresamente, a la
desaparición del segundo enemigo del alma, el demonio:

Aminadab tampoco parecía;

Aminadab es una figura que ha recibido diversas -y opuestas- interpretaciones en


la tradición exegética cristiana. Aparecido en Cantar de los cantares 6, 11883, el
personaje tampoco tiene un sentido claro en el epitalamio salomónico. Pero, para Juan
de la Cruz que cita el pasaje hasta en tres ocasiones, Aminadab es siempre el demonio.
Terence O´Reilly ha advertido cómo el carmelita se aparta de una lectura tradicional
que predominantemente ha entendido a Aminadab en sentido positivo884. Pero O´Reilly
discute, frente a Pacho y otros estudiosos de la obra de Juan de la Cruz, que la lectura
sanjuanista del personaje sea una ruptura adrede con la tradición. A estos efectos,
O´Reilly presenta una serie de testimonios que atestiguan una lectura demoníaca del
personaje, desde Teodoreto de Ciro hasta Apponius, exégetas de la Antigüedad muy
leídos en el siglo XVI (O´Reilly, 2003: 189-191). Además, O´Reilly apunta también
algunas interpretaciones medievales en igual sentido: Gil de Roma, Nicolás de Lira,
Pérez de Valencia, e incluso Herp, para quien Aminadab no es exactamente el demonio,
sino la voluntad rebelde de la esposa (O´Reilly, 2003: 191-194). Finalmente, también se
añaden algunos testimonios del siglo XVI: Gilbert Génébrad, Cipriano de la Huerga,
Alonso de Orozco y Jerónimo de Almonacir. O´Reilly concluye -como en tantas
ocasiones hemos concluido nosotros en estas páginas- afirmando:

Cuando el Santo identificaba a Aminadab con el demonio no se apartaba con intención


de la interpretación aceptada (… ) sino que alegaba con naturalidad algo que daba por sentado.

881
Juan de la Cruz, 2002a: 183, en referencia al pasaje del Génesis, 19, 26.
882
Juan de la Cruz, 2002a: 182.
883
“Anima mea conturbavit me propter quadrigas Aminadab.”
884
O´Reilly recuerda que San Ambrosio, y posteriormente San Beda, había identificado a Aminadab con
Cristo que rige el alma del justo como un auriga (O´Reilly, 2003: 188-189).
816

(… ) Hace uso de un tópico que supone conocido por sus lectores, para comunicar con eficacia
sus enseñanzas.
(O´Reilly, 2003: 195-196)

Como enemigo del alma, el demonio de la obra de Juan de la Cruz desempeña


un papel análogo al desarrollado en el Libro de Job, interpretado en sentido místico885.
En su comentario a este verso, Juan de la Cruz presenta al demonio como
enemigo, justificando así el lenguaje bélico de la estrofa: “El cual [el demonio] la
combatía [al alma] y turbaba siempre con la innumerable munición de su artillería,
porque ella no se entrase en esta fortaleza y escondrijo del interior recogimiento con el
Esposo” (CB, 40, 3).
El tercer verso, último de esta primera parte de la lira, prolonga la alegoría
bélica:

El cerco sosegaba,

A nuestro juicio, Juan de la Cruz se refiere aquí a la victoria sobre la carne,


tercer enemigo del alma. El autor lo comenta del siguiente modo: “Por el cual cerco
entiende aquí el alma las pasiones y apetitos del alma” (CB, 40, 4).
Dicho así, tanto puede referirse a la “carne” como al “mundo”, pero la lectura de
las liras anteriores y la relación estrecha que “la carne” -o “el cuerpo”- guarda con los
apetitos en la obra de Juan de la Cruz886 inducen a pensar que el verso se refiere a la
victoria sobre aquélla.
La imagen del cerco, con esta dimensión escatológica, tiene por fuente principal
el Apocalipsis. En Apocalipsis 20, 7-10, donde se describe precisamente el final del
Demonio, antes de Juicio Final, se relata cómo el ejército de éste cerca la ciudad de los
santos: “Et ascenderunt super térrea latitudinem, et cinxerunt castra sanctorum et
dilectam civitatem” (Ap. 20, 9).
Los dos últimos versos abandonan la orientación recapituladora de los tres
primeros para adelantar siquiera una breve visión del “futuro siempre futuro” de la
unión en la vida eterna. Juan de la Cruz abandona el lenguaje erótico y el espacio

885
Cf. Pacho, 1985a: 122-134.
886
Cf. Juan de la Cruz, 2002: 1099-1100.
817

recogido de la lira 39 para esbozar una imagen abstracta, difusa y desconcertante de este
tiempo nuevo en “cuyos umbrales” finaliza el poema.
El poeta recurre a dos metáforas frecuentes en la literatura mística: “la
caballería” y “las aguas”. Sin embargo, el sentido de estos versos parece escapar a las
codificaciones más frecuentes de estas imágenes.
La imagen del caballo es ambigua y dentro de la exégesis mística de la Escritura,
puede tener connotaciones tanto negativas como positivas. En sentido negativo, la
caballería alude a la caballería del faraón y, por extensión, a las plagas que persiguen a
la esposa887. A esta caballería del Faraón, Gregorio de Nisa contrapone la acción de
Dios, representada por “la nube”, “el viento” y “el mar partido en dos”: el ejército del
Faraón es sepultado por las aguas, salvándose de este modo los israelitas (Gregorio de
Nisa, 1993: 48-49).
Pero, junto a esta posibilidad, existe también una acepción positiva según la cual
la caballería representa los ejércitos de ángeles, poder invisible que destruye el ejército
del Faraón (Gregorio de Nisa, 1993: 49).
En un sentido más próximo al mundo sanjuanista, la caballería representa al
alma purificada. La esposa es, entonces, la yegua que sale victoriosa de entre el ejército
del Faraón. Gregorio de Nisa explica cómo es posible que el alma sea comparada a la
yegua del Faraón, que antes había sido identificado como su enemigo:

No podríamos comparar a nadie con los caballos, carros y aurigas egipcios hundidos en
el mar, si no es porque con el agua misteriosa nos libramos de la esclavitud del adversario, de la
mentalidad egipcia, de vicios y pecados. Todo queda en el agua sepultado y surge pura el alma
para vivir en adelante limpia (… ).
(Gregorio de Nisa, 1993: 50-51)

Finalmente, el Niseno afirma en otro punto de sus Homilías sobre el Cantar de


los cantares que la caballería representa al alma purificada cuyo jinete es Dios (Gregorio
de Nisa, 1993: 54).
En su Declaración, Juan de la Cruz parece abundar en esta última interpretación
del Niseno. La caballería se refiere a los sentidos corporales purificados; la parte
inferior o sensitiva del alma está tan espiritualizada que sus potencias sensitivas “se
recogen a participar y gozar en su manera de las grandezas espirituales que Dios está

887
Cf. Canévet, 1983: 306.
818

comunicando al alma en lo interior del espíritu, según lo dio a entender David cuando
dijo: “Mi corazón y mi carne se gozaron en Dios vivo” (Ps. 83, 3)” (CB, 40, 5).
Las aguas en la poesía sanjuanista, como ocurre generalmente en la tradición
mística, siempre han estado asociadas a la expresión de Dios. Juan de la Cruz dice que
aquí hay que entender por aguas “los bienes y deleites espirituales que en este estado
888
goza el alma en su interior con Dios” (CB, 40, 5) . De esta manera, la caballería
desciende a vista de las aguas y no a gustarla, porque incluso en la otra vida, la parte
sensitiva no tiene capacidad para gustar de los bienes espirituales, sino que cesan de sus
operaciones naturales descendiendo “al recogimiento espiritual” (CB, 40, 7).
A nuestro juicio, los dos últimos versos del poema reconstruyen, con ciertas
variantes, la imagen de “la caballería” y las aguas de Gregorio de Nisa. La ambigüedad
de la caballería del Faraón, que debe perecer en la aguas, para resurgir purificada
corresponde a la ambigüedad de las potencias sensitivas del alma en la mística
sanjuanista, que, una vez purificadas descienden a gozar, limitadamente, de las aguas
divinas889. Las variantes, a resultas de lo aquí expuesto, son obvias. Para el Niseno es el
agua de Dios lo que purifica al alma de sus pasiones; para Juan de la Cruz, las potencias
sensitivas del alma, previamente purificadas de las pasiones en las etapas previas del
matrimonio espiritual, descienden a las aguas divinas en la otra vida -en la versión de
CB-. El sentido sanjuanista de estos versos resulta coherente con lo expuesto respecto a
los tres primeros versos de esta estrofa: la purificación de los enemigos del alma.
En la exégesis alegórica del Niseno hay una expresa vinculación de esta
imagen, y, en general, del sentido místico del Cantar de los cantares al sacramento del
Bautismo890. En el poema sanjuanista no existe, al menos en nuestra opinión, esta
alusión sacramental, por lo que el efecto de las aguas no es purificador sino deleitoso.

888
Osuna recurre a una imagen cercana a la propuesta por Juan de la Cruz: “Hace Dios con nosotros en
este caso como la mar con sus ríos, la cual se ve que tornan a ella; parece juzgar no ser su agua perdida
del gran mar y divina abundancia; no cesan de manar a nos aguas de gracias y dones (… ) y como Él de
ella [el agua] no tenga necesidad, tornártela ha multiplicada y bendita, y alegrarse ha, viendo en ti vivo su
don, y que sube en alto como agua viva que se torna a su primera causa” (Osuna, 1972: 151). Nótese
cómo Osuna coincide con Juan de la Cruz en la asociación de las aguas a la gracia divina, representado a
Dios con el mar. Más adelante, Osuna observa lo siguiente: “Y si quieres ser elevado de la tierra en alteza
de contemplación como arca de Noé, hanse de multiplicar en ti las aguas, rompiéndose en tu corazón las
fuentes del mar, que son las llagas de tu esposo Jesucristo; y hanse de abrir los caños del cielo de la
divinidad, para que así tengas entera abundancia del santo diluvio en que te salves” (Osuna, 1972: 345).
889
Osuna se hace eco, simplificándola, de esta alegoría en el capítulo VII, del tratado 2, de su Tercer
Abecedario: “Estas bendiciones del bautismo fueron figuradas en Moisés (… ) relatando cómo el Señor
echó en la mar de su pasión, do el bautismo se funda, al caballo y al caballero, esto es, al pecado y al
demonio, que allí perecieron y se ahogaron” (Osuna, 1972: 168).
890
Supra. capítulo XV.
819

Y en el remanso de este deleite, Juan de la Cruz, abandona a la esposa y


concluye su poema.
820
821

CONCLUSIONES

“Las palabras fundamentales -dice Heidegger- son históricas. Esto no quiere


decir sólo: tienen diferentes significados en las diferentes épocas de su pasado que
podemos recorrer historiográficamente, sino: son, ahora y en el futuro, fundadoras de
historia, dependiendo de la interpretación que en ellas se vuelva dominante”
(Heidegger, 2005: 140).
Ciertamente, la palabra “metafísica” es fundamental y, en consecuencia,
histórica en el doble sentido expuesto por Heidegger: su significado ha variado a lo
largo de la historia, y ha sido fundadora de historia, conforme a la interpretación
dominante en cada época891.
La “alegoría” es un término aún más ambiguo. A los cambios de significado
derivados de su devenir histórico se suma la circunstancia de que el término “alegoría”
apela a tres realidades distintas: una forma de exégesis, que conoce, a su vez, diversas
especies y articulada a través de distintos mecanismos de interpretación; una figura
retórica de ubicación y rasgos imprecisos en su inicio, a la que el paso del tiempo ha
tendido a reducir y hecho cristalizar por medio de una serie de códigos cada vez más
estrechos de composición, sobre todo a partir del nacimiento de la estética, y la
aparición del “símbolo”; un género literario -sometido también a un alto nivel de
codificación- que tiene como pieza fundacional la Psicomaquia de Prudencio, al que
“alegoría deliberada”. Este género, tras una fértil proyección en la Edad Media,
languidece en la Edad Moderna hasta casi desaparecer a finales del siglo XVII. Esto no
obstante, la alegoría deliberada resurge, con importantes novedades frente al género
medieval, en la modernidad, en autores como Kafka o Thomas Mann.
La tensión generada por las desiguales relaciones entre estas tres concepciones
del término “alegoría”, especialmente entre las dos primeras, han suscitado una serie de
problemas no siempre fáciles de resolver. En este trabajo hemos partido de dos premisas
fundamentales: la copertenenecia entre alegoría y metafísica y, la distinción, como
punto de partida, entre las tres acepciones de “alegoría”. Ambas premisas se relacionan
estrechamente entre sí, por cuanto la penetración en las consecuencias históricas de la
822

primera, la vinculación entre alegoría y metafísica, conduce, en nuestra opinión, a la


superación de la segunda, esto es, la separación radical entre las tres nociones de la
alegoría, mostrando cómo éstas no son sino respuestas distintas para casos diferentes
planteados por la metafísica en las distintas etapas de su devenir histórico.
En una investigación como la que aquí hemos desarrollado resulta esencial la
antención a la tradición: los cambios de significación que Heidegger señala en la cita
con la que iniciábamos estas conclusiones se producen dentro de una tradición
conformada por dos coordenadas: la traditio, esto es, la entrega ininterrumpida de una
época a otra de una serie de parámetros que posibilitan que los términos “metafísica” y
“alegoría” sigan reconociéndose como tales; y, en segundo lugar, la coordenada de la
recepción que introduce las variantes y ajustes que cada momento histórico, en atención
a sus particulares circunstancias, exige para la pervivencia del término, tomando a su
modo los elementos que le brinda la traditio.
De este modo, la vida histórica de los conceptos que aquí examinamos viene
determinada paradójicamente por dos movimientos de signo contrario: la entrega que
conserva lo anterior y la recepción, en la que la interpretación ya apuntada en la cita de
Heidegger juega un papel esencial, que, en virtud de los cambios conscientes, avala y
hace posible su proyección hacia el futuro, como “fundadoras de historia”.
El tratamiento de la tradición bajo esta doble condición: lo que se entrega y lo
que varía con el devenir histórico nos ha obligado no sólo a indagar en el sentido de esta
tradición sino también a cuestionar la serie de los ecos, reflejos e influencias entre
momentos históricos alejados, de tal manera que hemos preferido en todo momento
hacer ver las diferencias más que sucumbir a la tentación de la analogía con el
consiguiente riesgo del anacronismo y la incomprensión. La tradición de la exégesis
alegórica se nos presenta, de este modo, como una continuidad que pese a los rasgos
derivados de su identidad, resiste a los peligros que podría suponer la indiferencia.
En atención a estas coordenadas de entrega -conservación- y recepción -
variación-, nuestro trabajo se despliega en torno a determinados bloques temporales
dispuestos conforme a los cambios más notables en el devenir histórico de la metafísica
y la alegoría, o más exactamente, de la alegoría en función de la metafísica. A cada uno
de estos grandes segmentos temporales corresponde en nuestro trabajo una sección
temática.

891
Véase la breve pero ajustada exposición de esta cuestión en La metafísica, de José Luis Pardo (Pardo,
2006).
823

Es particularmente revelador que el origen de la alegoría coincida con el inicio


del pensamiento (pre) metafísico en Grecia. En el siglo VI a. C. conviven Jenófanes,
Parménides, Heráclito y Teágenes de Regio, primer alegorista del que se conservan
algunos, aunque muy escasos, datos. Nos ha interesado especialmente este momento
fundacional del pensamiento griego. Por ello hemos atendido, siquiera brevemente, a
los importantes cambios políticos, sociales, económicos, religiosos y culturales que
concurren en el inicio de la filosofía presocrática y de la exégesis alegórica: la quiebra
moral y lógica del mundo homérico y hesiódico, y la necesidad, al mismo tiempo, de
salvar los poemas fundacionales de la cultura helénica. La penetración en este momento
inicial a través de breves calas en los conceptos de alétheia, logos, physis, y en las
primeras reflexiones sobre el mito, la moral y el lenguaje de Jenófanes, Parménides y
Heráclito cubre, con carácter preparatorio, una primera parte de nuestro trabajo. La
elaboración del pensamiento metafísico platónico y aristotélico y su ambigua posición
respecto de la alegoría determinan uno de los núcleos centrales de la primera parte de
nuestro trabajo. El rechazo platónico de la alegoría no acabó con ésta, ni impidió que su
obra fuera objeto, algunos siglos más tarde, de las más osadas interpretaciones
alegóricas. Es más, el propio Platón contribuyó al desarrollo metafísico de la alegoría en
dos sentidos: con su doctrina de las ideas, un universo inteligible extendido más allá de
lo sensible y con la elaboración de sus mitos como discursos que, fuera del dominio de
la dialéctica, apuntaban hacia ese mundo ideal atravesando el vacío que lo separaba del
ente. La analogía entis aristotélica no sólo representa el primer modelo de la metafísica
en sentido estricto, sino que, además, ofreció un concepto de Ser fundamental en la
elaboración de los discursos alegóricos de la Antigüedad y de la Edad Media cristiana.
La alegoría física, en primer lugar, y posteriormente la alegoría moral y
psicológica fueron poderosos recursos en manos de los exégetas estoicos en la
configuración de sus propios sistemas de pensamiento y en la conservación de los textos
homéricos y hesiódicos. De este modo, los defensores de Homero al par que lo salvaban
para los tiempos presentes, se servían de su prestigio para avalar con él sus
construcciones filosóficas. Frente a éstos, los filólogos alejandrinos proponían nuevas
fórmulas de acercamiento a los textos a partir del escrupuloso respeto de su integridad
textual. Con la polémica entre los alegoristas de Pérgamo y los filólogos de Alejandría
se inicia un debate que, a través de numerosas encarnaciones, recorre la historia de la
alegoría, y que, en nuestra opinión, no parece próximo a su fin.
824

El otro eje de la primera sección lo constituyen las primeras retóricas que


conciben la alegoría como metáfora continuada. Hemos estudiado los importantes
desequilibrios entre la alegoría como mecanismo exegético y como figura retórica, pero
también hemos señalado las dificultades de las retóricas latinas para acotar un tipo que
parece escapar a los mecanismos de categorización de que dispone la retórica antigua.
No obstante, en el examen de esta cuestión hemos constatado la riqueza y vitalidad de la
retórica antigua que, en el tratamiento de la alegoría ofrece importantes elementos de
trabajo: la exhaustiva clasificación de la Retórica a Herenio, con la importante gama de
instrumentos puestos al servicio de la construcción de discursos que puedan
considerarse alegóricos: la dramatización, la alusión con todos los matices que hacen de
ella no sólo un recurso ornamental -como fuera entendida en el siglo XVIII- sino un
hábil mecanismo de persuasión y argumentación; la exitosa definición de Cicerón de la
alegoría como metáforas continuadas, que debe ser entendida, sin embargo, a partir de
su defensa de la unidad de las partes del discurso, y de los complejos ejemplos de
alegoría que él mismo propone; la fundamental aportación de Quintiliano que deja el
tipo abierto a nuevas posibilidades teóricas dentro de una ambiciosa concepción de la
retórica íntimamente vinculada a la vida.
La concepción de la alegoría como instrumento esencial de la metafísica supone
que existen fórmulas discursivas que pueden trascender sus propias limitaciones y
apuntar hacia las realidades intangibles que el pensamiento metafísico determina en
cada caso como tales: la physis en los momentos previos, inmanentistas, a la aparición
de la metafísica; las ideas, el bien en el pensamiento platónico; o, en el planteamiento
aristotélico, el Ser en sus distintas apariciones. Ahora bien, en el neoplatonismo -o quizá
aún antes en el platonismo medio- la metafísica da un paso en una dirección
insospechada en las concepciones anteriores: el Uno, la primera hipóstasis -Dios en el
inmediato cristianismo, antes del Concilio de Nicea y aún antes en el alegorismo de
Filón de Alejandría-, ya no se identifica con el Ser supremo de la metafísica de
Aristóteles sino con que se encuentra más allá de cualquier categorización, incluyendo
el Ser en su estado más elemental.
Surge así, en el pensamiento occidental, el fenómeno místico que, en su doble
vertiente teórica y experiencial genera un nuevo discurso en el que la alegoría debe
tensar aún más sus recursos para penetrar en el mundo de lo esencialmente inefable, al
que ya no se accede por la analogía en sentido aristotélico. Plotino, más que Porfirio o
Proclo, se muestra como el creador de un nuevo modelo metafísico que, por medio de
825

una concepción de la filosofía que aúna el rigor conceptual con la imaginería lírica más
sugerente, se aviene a descubrir un horizonte al que Platón había solamente apuntado.
La alegoría mística da origen, a su vez, a otra tradición. Esta tradición viene
determinada fundamentalmente, por la pugna existente entre las concepciones
metafísicas en cuyo horizonte se desarrolla y la necesidad de construir un discurso que
suture las heridas abiertas entre una cierta experiencia de lo inefable, que en cada caso,
presenta particularidades propias -aunque siempre dentro del ámbito de posibilidad del
correspondiente sistema metafísico y, más específicamente, religioso en el que se ubica-
y la reflexión teórica sobre las capacidades y límites del lenguaje. El concepto de
símbolo de Proclo -tan influyente en la mística cristiana a través de Dionisio Arepagita-
es un claro ejemplo de la tensión a la que nos referimos. Y es, precisamente, en este
contexto en el que hemos situado su examen, al margen de anacrónicas analogías con el
símbolo de las estéticas de la modernidad, pese al eco que la teología negativa de Proclo
adquiere en determinados pasajes del pensamiento hegeliano.
Con este examen de la alegoría en el neoplatonismo pagano se cierra la primera
sección de nuestro trabajo.
La segunda sección se ocupa, tras un capítulo introductorio dedicado a Filón de
Alejandría, del nacimiento y desarrollo de la alegoría cristiana. Se ha atendido a las
diferencias respecto a la exégesis alegórica griega, realizando un análisis comparativo
entre la tipología cristiana y la hypónoia griega. En nuestra opinión, y pese a las
importantes diferencias estudiadas, ambas formas de discurso pueden reconducirse a un
solo tipo: la alegoría en el sentido amplio al que nos referimos en este trabajo como
instrumento de la metafísica.
Hemos examinado las vicisitudes históricas de la adaptación de la alegoría a la
teología cristiana, las polémicas entre los teólogos de Alejandría y Antioquía, así como
las diferencias entre la Iglesia oriental y la latina. En todos estos casos hemos atendido a
las imágenes alegóricas más sobresaliente y de más calado en la formación de una
nueva tradición alegórica que, desde sus inicios, se codifica a partir de la exégesis
escrituraria y la “doctrina cristiana”. Ciertamente, las particularidades de la religión
cristiana, especialmente su dimensión histórica, exigían una modificación de los
parámetros de la alegoría griega que la tipología viene a satisfacer con un nuevo
conjunto de recursos epistemológicos, expresivos y hermenéuticos que alcanzarán su
máximo desarrollo durante la Edad Media, a través, respectivamente, de la concepción
alegórica del mundo, de los cuatro sentidos de la Escritura y de la “alegoría deliberada”.
826

Ésta última despliega un género literario propio que hemos definido como un modo
particular de afrontar el fenómeno literario que, guiado por una serie de presupuestos
didácticos y en última instancia retóricos, concibe el texto como un vehículo de
representación de ideas abstractas por medio de acciones dramáticas y descripciones
físicas.
Finalmente hemos dedicado un extenso capítulo a la mística medieval. Hemos
subrayado sus deudas con el neoplatonismo pagano pero también hemos destacado las
diferencias irreconciliables entre una y otra concepción de la mística. Nuestro esfuerzo
se ha orientado, más que a un estudio exhaustivo de la mística de este periodo -cuestión
que escapa obviamente a las premisas de este trabajo-, hacia el planteamiento de la
tradición mística cristiana en su dimensión alegórica. En este sentido se ha estudiado
cómo las modificaciones del pensamiento medieval respecto del lenguaje, del alma, del
amor, o de la relación con Dios, entre otros factores, van condicionando la evolución de
un discurso que tiende a codificarse en un amplio repertorio de imágenes, algunas de las
cuales perviven adaptándose a las nuevas circunstancias del devenir del pensamiento
teológico medieval. Otras, por el contrario, van quedando atrás ante la imposibilidad de
ser asumidas por las nuevas exigencias históricas. En este sentido nos ha interesado, en
todo momento, no limitar nuestra investigación a hacer un mero catálogo de alegorías,
sino profundizar en el sentido y finalidad de éstas, y observar, sobre todo, como en la
continuidad de la tradición, las alteraciones de sentido repercuten sobre las expresiones
alegóricas.
La última sección de la primera parte de este trabajo analiza el lugar de la
alegoría en la Modernidad, tras la consolidación del pensamiento crítico kantiano, la
caída de la retórica y la aparición de la estética. Nos ha interesado especialmente la
polémica suscitada a finales del siglo XVIII entre la alegoría y el símbolo, nueva
categoría estética que apunta hacia un nuevo modo de conocimiento. El estudio
comparativo de ambas figuras se ha desplegado desde diversos puntos de vista, siempre
dentro de la idea general de este trabajo: la vinculación de la alegoría a la metafísica.
Así hemos advertido las dificultades de las que el símbolo adolece tanto en su
configuración estética inicial, con Kant, Schelling y Hegel, como en su determinación
como elemento determinante de la poeticidad en los planteamientos de Todorov. En
nuestra opinión, el símbolo no es sino la alegoría de la metafísica de la Modernidad,
pensado para solucionar los nuevos problemas que en ésta se plantean: la necesidad de
subsanar el vacío existente entre lo general y lo particular; la valoración de la
827

experiencia como modo de conocimiento; los problemas derivados de la subjetivación y


objetivación de la relación con el mundo; el concepto de vivencia; y el reto que para la
filosofía supone el progreso científico y la precisión de los nuevos lenguajes de la
técnica. La función de sutura del sistema filosófico kantiano que el símbolo despliega
en el parágrafo 59 de la Crítica del juicio no deja lugar a dudas respecto de su
dimensión instrumental en la metafísica moderna.
Producto de estas nuevas coordenadas, del rechazo de la retórica y de la caída de
los universales como clave de interpretación del mundo, el símbolo es una alegoría en
principio abierta, sin códigos, pero sometido también a un proceso de codificación
propio que, en la praxis de la elaboración de textos literarios, lo devuelve pronto a la
retórica. Estas condiciones revelan la radical historicidad del símbolo, contra las
primeras concepciones de éste que lo consideraron como una categoría suprahistórica.
La historicidad del símbolo, producto de un particular momento del pensamiento
metafísico nos lleva a dudar no sólo de su aplicabilidad a obras literarias del pasado, sin
un filtro que corrija o al menos matice los posibles anacronismos derivados de este
proceso, sino también de su vigencia en el marco teórico actual, una vez superadas las
condiciones y circunstancias que en su momento lo hicieron posible, cuando no
necesario.
La concepción irónica de la alegoría en Paul de Man, con el señalamiento del
vacío que se extiende más allá de texto, o las propuestas hermenéuticas de Ricoeur o
Gadamer abren un nuevo horizonte de reflexión sobre una forma de concebir y construir
el discurso, la alegoría, que más allá de la tantas veces anunciada superación de la
metafísica no parece estar próximo a su final.
La segunda parte de nuestro trabajo ha examinado el problema de la alegoría en
la obra de Juan de la Cruz, a partir de los resultados obtenidos en la investigación objeto
de la primera parte. No se trata, como anunciábamos en la introducción, de una
aplicación práctica de las conclusiones teóricas allí expuestas, sino más bien de
examinar cómo la tradición alegórica se desplegaba en la obra de Juan de la Cruz, la
hacía posible y, gracias a ella, crecía y se proyectaba hacia el futuro. Recordando las
palabras iniciales de Heidegger, hemos tratado de ver cómo la obra de San Juan de la
Cruz “hace historia” de la alegoría y de la metafísica a través de su magna aportación
poética y doctrinal al discurso místico.
Quizá sea el caso de Juan de la Cruz el más complejo de nuestra literatura
respecto de las cuestiones que aquí venimos discutiendo. La recepción de su poesía a
828

comienzos del siglo XX ha proyectado sobre ella el debate entre la alegoría y el símbolo
de las estéticas modernas, particularmente de las construcciones teóricas del
neokantismo. En este sentido el trabajo seminal de Baruzi, San Juan de la Cruz y el
problema de la experiencia mística, no sólo habilitó unos conceptos de “alegoría “ y
“símbolo” respecto de la poesía sanjuanista que han creado doctrina en la crítica
sanjuanista, sino que, además, otorgó carta de naturaleza a una serie extensa de estudios
posteriores que abordaron la obra de Juan de la Cruz, a partir de categorías inexistentes
en su época, como “vivencia” o “experiencia” -en el sentido postcrítico del término-,
reconduciendo la poesía del carmelita a las necesidades y circunstancias de la estética
del momento -la inefabilidad de la poesía, el conocimiento intuitivo simbólico, el
irracionalismo- que poco tienen que ver, en los términos que normalmente aparecen,
con el mundo poético sanjuanista. Por otra parte, la comprensión subjetivista de la
vivencia religiosa y mística que Baruzi proyectó sobre el pensamiento sanjuanista no
resultaba acorde con el modo de concebir la vida religiosa en el catolicismo del siglo
XVI.
Baruzi fue también determinante -en consecuencia con lo anteriormente
expuesto- para el olvido o postergación de la tradición mística cristiana, sus discursos y
sus códigos de expresión, en buena parte de la crítica, que rechazó estos parámetros o
los encajó en el contexto doctrinal teológico de sus obras en prosa. Sin embargo, se ha
comprobado cómo muchos de los estudios sobre la poesía del carmelita cuyo valor es
hoy día indiscutible han obtenido sus mejores aportaciones cuando, abandonando los
planteamientos teórico-estéticos del símbolo baruziano, han descendido al análisis
retórico y hermenéutico de los poemas, considerando las circunstacias históricas del
autor y del tiempo de su composición.
Ahora bien, la historicidad del símbolo y de los conceptos y circunstancias
estéticas a él asociados, junto con la recuperación de la comprensión de la alegoría en
un sentido más rico y profundo vinculado al devenir de la metafísica, hacían necesario
un replanteamiento de los estudios en torno al debate entre el símbolo y la alegoría en la
obra de Juan de la Cruz. Este ha sido el propósito que ha guiado nuestra investigación
en la segunda parte de nuestro trabajo.
Dos han sido los presupuestos que han sustentado nuestro nuestro trabajo: la
atención a la tradición de la exégesis alegórica cristiana, ubicada en el horizonte más
amplio de la historia de la alegoría, tal como quedó estudiado en la primera parte de
nuestro trabajo; y la comprensión de la “mística” cristiana como un fenómeno histórico
829

sujeto a importantes variaciones y, en consecuencia, productor de diversos modos de


discurso cuyo sentido concreto debe ser siempre atendido en su especificidad.
En nuestra opinión, resulta indiscutible la adscripción de Juan de la Cruz a esta
tradición. En consecuencia es en el amplio espacio formado por las constantes y las
variantes de esta tradición donde debe ser comprendida la obra sanjuanista. Se han
discutido los argumentos ofrecidos por la crítica literalista desde diversos puntos de
vista: externos, esto es, la vida y circunstancias del autor y las de los primeros
destinatiarios de los poemas; e internos -la propia estructura de los poemas, la
procedencia de las imágenes y su sentido-.
Aquí se ha prestado atención a la relación con los comentarios en prosa del
autor. Nos ha interesado indagar las razones de la incomodidad de parte de la crítica
ante ellos, pues si bien -como dice Emilio Lledó- es un hecho insólito en nuestra
literatura el que un autor comente sus propios poemas, no menos insólito resulta el
rechazo o minusvaloración que muchos estudiosos de la poesía sanjuanista han
expresado -y esforzado por justificar- respecto de estos textos. A nuestro juicio, la
discusión en torno a éstos debe reconducirse hacia nuevos ámbitos en los que los
comentarios en prosa se consideren no tanto como explicaciones cerradas de los poemas
sino como instrumentos de comprensión de los mismos, por cuanto los orientan en una
dirección de sentido que exige ser atendida.
La reflexión sobre los comentarios nos ha llevado a plantearnos la naturaleza en
origen de los poemas mayores de Juan de la Cruz. En esta cuestión es necesario
diferenciar entre la recepción actual, indudablemente literaria -aunque no por ello
necesariamente literalista- y la inicial, esto es, la realizada por los destinatarios primeros
y expresos de Juan de la Cruz: monjas y frailes del Carmelo, avezados en el cultivo de
la vida espiritual y familiarizados con los mecanismos de la oración mental y con los
repertorios de imágenes procedentes de la Escritura y, junto a ella de forma inseparable,
de su exégesis alegórica. No se trata de pretender lo imposible, esto es, de volver a la
lectura originaria de estos poemas en la segunda mitad del siglo XVI, sino por el
contrario, hemos pretendido proyectar la dimensión oracional, no literaria, de esta
lectura sobre la recepción literaria actual con la doble finalidad de iluminar algunas
zonas de sentido que de otro modo quedarían en la oscuridad, y de preguntar, desde la
hermenéutica, hasta qué punto los instrumentos ofrecidos por la filología y la crítica
literaria son suficientes para abarcar las posibilidades y exigencias interpretativas que
demanda la poesía de Juan de la Cruz.
830

La ubicación de la obra sanjuanista en la tradición de la alegoría mística cristiana


nos ha llevado a diferenciar entre las fuentes de su poesía, esto es, los elementos
heredados de esta tradición, y las otras influencias puramente ornamentales que
concurren en la elaboración de los poemas y en la composición de sus imágenes. Los
primeros han sido estudiados teniendo en cuenta su origen y procedencia, así como los
cambios que la propia tradición ha generado en ellos. Pero también se ha atendido al
sentido mantenido en parte, y en parte adquirido, en la obra de Juan de la Cruz. Los
segundos se han estudiado desde la consideración de los anteriores, esto es, a partir del
sentido producido por los elementos de la tradición alegórica de la mística cristiana.
Esta distinción nos ha llevado a hacer un examen detenido de las fuentes,
señalando los modos concretos cómo éstas se presentan en la obra sanjuanista. El
Cantar de los cantares, por ser pieza central en la configuración del discurso místico
cristiano y, por tanto, de la poesía sanjuanista, ha sido estudiado en un capítulo en el que
se ha prestado atención a lo que Juan de la Cruz entiende por Cantar de los cantares y al
modo en que éste adquiere un nuevo sentido en su poesía, especialmente en el Cántico
espiritual, más que a la localización de las imágenes y pasajes del epitalamio bíblico
reconocibles en éste y otros poemas sanjuanistas. Así, nos ha parecido importante
señalar, en consonancia con las tesis que venimos defendiendo, que la comprensión
sanjuanista del poema (pseudo) salomónico no obecede tanto a criterios literarios o
estéticos como doctrinales y místicos, en el sentido de que el texto bíblico ilumina y
traduce una vivencia que estaba condicionada previamente por una tradición alimentada
por este mismo texto y el extenso cuerpo de sus interpretaciones místicas desde
Orígenes hasta los espirituales contemporáneos de Juan de la Cruz. En consecuencia,
parece oportuno señalar que el carmelita no puede considerar que el Cantar sea un
poema oriental y que sus oscuridades hallen en este origen, ajeno a la poesía occidental,
su explicación. Por el contrario, Juan de la Cruz lee el epitalamio dentro de una
tradición de lectura cristiana que entiende que las oscuridades obedecen al carácter
místico alegórico del poema y que las explica en consonancia con los parámetros y
claves exegéticas de la doctrina cristiana.
Por otra parte se han estudiado las principales fuentes místicas de diversa
procedencia, desde Plotino hasta los espirituales españoles de la primera mitad del siglo
XVI. Se ha examinado los rasgos doctrinales y expresivos que, con más seguridad,
pueden localizarse en Juan de la Cruz, pero no se han dejado de señalar las diferencias e
incompatibilidades, cuando las hemos visto, entre estas concepciones del pasado y las
831

elaboradas por el místico. De este modo, se ha advertido cómo algunas imágenes


pasadas son empleadas, por el carmelita con los mismos rasgos pero con un sentido
distinto al que tuvieron en origen. En tales casos no hemos dejado de indagar las
razones y el discurrir de estos cambios desde la primera formulación de estas imágenes
hasta su empleo, con un sentido distinto, por Juan de la Cruz.
El trabajo termina con el estudio particular de la Llama de amor viva y del
Cántico espiritual. En el examen de la alegoría de estos poemas hemos puesto en juego
-o al menos lo hemos procurado- todos los mecanismos y recursos que se han expuesto
a lo largo de nuestra investigación. No hemos incluido la Noche en este análisis porque,
en nuestra opinión, es un poema construido conforme a parámetros distintos -aunque no
menos alegóricos- y que requiere otro modo de aproximación, del que se ha ido dando
cuenta en las secciones precedentes. De este modo, hemos podido comprobar cómo
muchas de las imágenes y construcciones que resultan insólitas para las concepciones
poéticas y retóricas de la época son, sin embargo, usuales en la exégesis alegórica
cristiana desde mucho tiempo atrás.
En el caso de la Llama, el estudio se ha articulado a partir de la recuperación del
concepto extático del amor tal como expusiera en su día Rousselot, junto con la
consideración de los concepto de eros y ágape en la tradición mística cristiana, así
como de la influencia que el breve tratado De la vida del cielo tiene en la evolución
intelectual de Juan de la Cruz. En nuestro trabajo se ha mostrado cómo la lectura de esta
obra, atribuida a Santo Tomás, junto con la maduración en la reflexión sobre la
experiencia mística lleva al poeta a la redacción de la Llama y del Cántico B. Nos ha
parecido fundamental tener en cuenta esta evolución para examinar cómo la
comprensión de las alegorías de Cántico, varía sin que por ello cambie el tenor literal de
los versos -aunque sí la disposición del poema-. Cuestiones como ésta nos han llevado a
sostener la necesidad de interpretar los poemas, incluso las imágenes puntuales de los
mismos, a partir de una visión unitaria de la obra sanjuanista, entendida en su evolución
desde la redacción de la Subida y las primeras redacciones del Cántico hasta el Cántico
B y la segunda redacción de la Llama hecha poco antes de morir.
En el análisis de la Llama se ha prestado especial atención, con el método
propuesto en nuestro trabajo, a las imágenes de la estrofa tercera, quizá, como señala
Víctor García de la Concha, la más compleja del poema.
En el estudio del Cántico espiritual hemos procedido desde cuestiones externas
al poema, como la existencia de las dos redacciones del poema, en consonancia con la
832

evolución intelectual anteriormente señalada, hasta cuestiones internas más concretas.


Nos ha interesado, en primer lugar, la temporalidad del poema. Frente a los estudios que
indagan una posible disposición en “flash back” a resultas del análisis de los tiempos
verbales empleados por el poeta, nosotros hemos descartado que el tiempo obedezca a la
concepción aristotélica sucesiva de la temporalidad. Por el contrario, nos hemos
inclinado a pensar que Juan de la Cruz despliega en el poema una concepción
agustiniana del tiempo concebida a partir de los éxtasis de pasado -el recuerdo-, los
éxtasis del presente, y los éxtasis de futuro -la esperanza-. De este modo, el poema
presenta “un pasado siempre pasado”, la ausencia, que se proyecta sobre el desarrollo
del poema, un presente narrativo y un “futuro siempre futuro” determinado por la
esperanza escatológica a la que se refieren sus últimas cinco liras.
Una vez determinado este horizonte temporal, hemos descendido al estudio
concreto del poema, sin perder de vista el prejuicio respecto de su sentido general,
formado por las consideraciones anteriormente expuestas respecto de la propia obra de
Juan de la Cruz y, en un ámbito más general, respecto de la tradición a la que pertenece.
Estas ideas previas informan no sólo de lo que el poema dice, sino también y sobre
todo, de lo que es imposible que diga. Nuestro estudio ha recorrido las imágenes
alegóricas del poema -el “ciervo”, la “paloma”, el “valle”, el monte, el “huerto”, la
“fuente”, las imágenes de procedencia mitológica… -, atendiendo a sus variaciones de
sentido, siempre de acuerdo al sentido general y el lugar que ocupan dentro de la
estructura del poema. Por último hemos dedicado un examen más detenido a las liras
más complejas del poema: las liras 12, 19 y 40 del Cántico B.
La conclusión final de nuestro trabajo es que no hay conclusión posible. Nada
concluye: la metafísica tantas veces dada por muerta, resucita bajo nuevas fórmulas, la
alegoría revive apuntando al vacío; los poemas de Juan de la Cruz se presentan al lector
como un horizonte conocido en su insondable lejanía. La lectura de los poemas de Juan
de la Cruz es una experiencia que parece responder a las palabras de Heidegger: “Hacer
una experiencia con algo significa que aquello mismo hacia donde llegamos caminando
para alcanzarlo nos demanda, nos toca y nos requiere tanto que nos transforma hacia sí
mismo” (Heidegger, 2002b: 132).
833

BIBLIOGRAFÍA

PARTE PRIMERA. ALEGORÍA Y METAFÍSICA

I. LA ALEGORÍA EN LA ANTIGÜEDAD GRECOLATINA

FUENTES PRIMARIAS

? APOLODORO, (2002), Biblioteca, Madrid, Gredos.


? APULEYO, (1997), El asno de oro, J. M. Royo (ed.), Madrid, Cátedra.
? ARISTÓTELES, (1995), Física, Introducción, traducción y notas de G. R. de
Echandía., Madrid, Gredos.
_______ (1998), Retórica, Introducción, traducción y notas de A. Bernabé, Madrid,
Alianza.
_______ (2000), Metafísica, Introducción, traducción y notas de T. Calvo Martínez,
Madrid, Gredos.
_______ (2001), Ética a Nicómaco, Introducción, traducción y notas de J.L. Calvo
Martínez, Madrid, Alianza.
_______ (2002) Poética, prólogo, traducción y notas de A. López Eire, Epílogo de J. J.
Murphy, Madrid, Itsmo.
? CICERÓN, (2001), El orador, Traducción, introducción y nota de E. Sánchez Solar,
Madrid, Alianza.
_______ (2002), Sobre el orador, Introducción, traducción y notas de J. J. Iso, Madrid,
Gredos.
? DEMETRIO, (1996), Sobre el estilo, Introducción, traducción y notas de J. García
López, Madrid, Gredos.
? DIÓGENES LAERCIO, Los filósofos estoicos, introducción, traducción y notas de A.
López Eire, Barcelona, PPU, 1990.
834

? DIONISIO DE HALICARNASO, (2001), Carta a PompeyoGémino, introducción,


traducción y notas de G. Galán Vioque y M. A. Márquez Guerrero, Madrid, Gredos,
pp. 207-246.
? ESTOICOS ANTIGUOS, LOS, (2002), Introducción general de F. Casadesús
Bordoy, traducción y notas de A. J. Cappelletti, Madrid, Gredos.
? FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS, LOS, (1987), Kirk, G. S., Raven, J. E., Schofield,
(eds.), Madrid, Gredos.
? FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS I, LOS, (2001), prólogo de F. Lisi, Traducción y
notas de Cornrado Egger Lan y Victoria Juliá, Madrid, Gredos.
? FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS III, LOS, (2001), Traducción y notas M. I. Santa
Cruz de Prunes y N. L. Cordero, Madrid, Gredos.
? HERÁCLITO, (1989), Alegorías de Homero, Introducción de Esteban Calderón
Dorda; traducción y notas de María Antonia Ozaeta Gálvez, Madrid, Gredos.
? HESÍODO, (2000), Obras y fragmentos, Introducción general de Aurelio Pérez
Jiménez, Traducción y notas de Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díaz,
Madrid, Gredos.
? HIMNOS HOMÉRICOS, (2001) Introducción de J. García López, Traducción y notas
de A. Bernabé Pérez, Madrid, Gredos.
? ISÓCRATES, (2002), Discursos, Introducción general de Juan Signes Codoñer,
traducción y notas de Juan Manuel Guzmán Hermida, Madrid, Gredos, 2002, pp. 29-
80.
? LONGINO, (1996), Sobre lo sublime, Introducción, traducción y notas de J. García
López, Madrid, Gredos.
? LUCIANO DE SAMÓSATA, (2002), “La asamblea de los dioses” en Obras III,
traducción y notas de J. Zaragoza Botella, pp. 126-137, Madrid, Gredos, pp. 126-137.
_______ (2002), “Diálogo con Hesíodo”, en Obras III, traducción y notas de J.
Zaragoza Botella, pp. 126-137, Madrid, Gredos, pp. 321-325.
? MENANDRO EL RÉTOR, (1996), Dos tratados de retórica epidíctica, Introducción
de F. Gascó, traducción y notas de M. García García y J. Gutiérrez Calderón, Madrid,
Gredos.
? NUMENIO DE APAMEA, (1991), Testimonios y fragmentos, Traducción,
introducción y notas de F. García Bazán, Madrid, Gredos.
835

? ORÁCULOS CALDEOS, (1991), Introducción, traducción y notas de F. García


Bazán, Madrid, Gredos.
? PAUSANIAS, (2002), Descripción de Grecia III, Madrid, Gredos.
? PÍNDARO, (2002), Odas y fragmentos, Introducción general de Emilia Ruis Yamuza,
traducción y notas de Alfonso Ortega, Madrid, Gredos.
? PLATÓN, (2000), Apología de Sócrates, en Diálogos I, Madrid, Gredos.
_______ (2000), Ión, en Diálogos I, Madrid, Gredos.
_______ (2000), Eutrifón, en Diálogos I, Madrid, Gredos.
_______ (2000a), Sofista, en Diálogos V, Madrid, Gredos.
_______ (2002), República, Madrid, Gredos.
_______ (2002a), Las leyes, Madrid, Alianza.
? PLOTINO, (1982), Enéadas I-II, traducción y notas de J. Igal, Madrid, Gredos.
_______ (1998), Enéadas V-VI, traducción y notas de J. Igal, Madrid, Gredos.
_______ (2002), Enéadas III-IV, traducción y notas de J. Igal, Madrid, Gredos.
? PLUTARCO, (1992), “Cómo debe un joven escuchar la poesía” en Obras morales y
de costumbres I, Introducción, traducción y notas de C. Morales Otal y J. García
López, Madrid, Gredos, pp. 83-158.
_______ (1995), Obras morales y de costumbres VI: Isis y Osiris; Diálogos píticos,
Introducción, traducción y notas de F. Pordomingo Pardo y J. A., Fernández Delgado,
Madrid, Gredos.
? POLIBIO (2000), Historias, Libros XVI-XXXIX, traducción y notas de M. Balasch
Recort, Madrid, Gredos.
? PORFIRIO (1982), Vida de Plotino, traducción, introducción y notas de J. Igal,
Madrid, Gredos.
_______ (1989), El antro de las ninfas, Introducción y notas de A. Ramos Jurado,
Madrid, Gredos.
? PROCLO, (1991), Extractos del comentario de Proclo a la filosofía caldaica,
Introducción, traducción y notas de F. García Bazán, Madrid, Gredos.
______ (1999), Lecturas del Cratilo de Platón, J. M. Álvarez, A. Gabilondo y J. M.
García (eds.), Madrid, Akal.
? PRUDENCIO, (1997), Obras, vol. I, introducción, traducción y notas de L. Rivero
García, Madrid, Gredos.
836

? PSEUDO-PLUTARCO, (1989), Sobre la vida y poesía de Homero, Introducción,


traducción y notas de E. A. Ramos Jurado, Madrid, Gredos.
? QUINTILIANO DE CALAHORRA, (1997), Obra Completa, Tomo I, Traducción y
comentarios de A. Ortega Carmona, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca.
_______ (1999), Obra Completa, Tomo II, Traducción y comentarios de A. Ortega
Carmona, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca.
_______ (1999), Obra Completa, Tomo III, Traducción y comentarios de A. Ortega
Carmona, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca.
_______ (2000), Obra Completa, Tomo IV, Traducción y comentarios de A. Ortega
Carmona, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca.
_______ (2001), Obra Completa, Tomo V, Estudios sobre la Institutio Oratoria,
Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca.
? RETÓRICA A HERENIO, (1997), Introducción, traducción y notas de Salvador
Núñez. Madrid, Gredos.
? SALUSTIO, (1989), Sobre los dioses y el mundo, introducción, traducción y notas de
E. A. Ramos Jurado, Madrid, Gredos.
? SEXTO EMPIRICO, (2002), Esbozos pirrónicos, Madrid, Gredos.
? SOFISTAS, (1996), Testimonios y fragmentos, Introducción, traducción y notas de
Antonio Melero Bellido, Madrid, Gredos.
? SÓFOCLES, (2000), Edipo Rey, en Tragedias, introducción de J. Bergua Cavero,
traducción y notas de A. Alamillo, Madrid, Gredos.
? TEÓN, (1991), Ejercicios de Retórica, Introducción, traducción y notas de M. D.
Reche Martínez, Madrid, Gredos.
? VIAJE DE TURQUÍA, EL, (1995), Edición de F. García Salinero, Madrid, Cátedra.

FUENTES SECUNDARIAS

? ACOSTA, E., (2000), “Filosofía de la época imperial”, en J. A. López Pérez (ed.),


Historia de la literatura griega, pp. 1109-1132.
? ALEGRE GORRI, A., (1988), Historia de la filosofía antigua, Barcelona, Anthropos.
? ALLEAU, R., (1977), La science des symboles, Paris, Payot.
? ALSINA, J., (1991), Teoría literaria griega, Madrid, Gredos.
837

? ARDUINI, S., (1998), “El concepto de figura en las Instituto Oratoria de


Quintiliano”, Actas del Congreso “Quintiliano: historia y actualidad de la retórica”,
Tomás Albaladejo, Emilio del Río, José Antonio Caballero (eds.), Gobierno de la
Rioja, Instituto de Estudios Riojanos, Ayuntamiento de Calahorra, pp. 125-140.
? ASENSIO, E., (1965), Itinerario del entremés. De Lope de Rueda a Quiñones de
Benavente, Madrid, Gredos.
? BALDWIN, C. S., (1924), Ancient Rhetoric and Poetic, New York, Macmillan
Company.
? BARNES, J., (1992), Los presocráticos, Madrid, Cátedra.
? BARTHES, R., (1990), “La retórica antigua”, en La aventura semiológica, Barcelona,
Paidos, pp. 85-162.
? BATINSKI, E. E., (1993), “Seneca´s response to Stoic hermeneutics”, Mnemosyne,
vol. XLVI, pp. 69-77.
? BERNABÉ, A., (1999), “Exégesis alegórica en Platón y Plutarco.” en Plutarco,
Platón y Aristóteles. Actas del V Congreso Internacional de la I. P. S., A Pérez
Jiménez, J. García López y R. M ª Aguilar (Eds.), Madrid.
? BLUMENBERG, H., (2003a), Trabajo sobre el mito, Barcelona, Paidós.
_______ (2004), Salidas de caverna, Madrid, Visor.
? BLUMENTHAL, H. S., (1996), Aristotle and Neoplatonism in late Antiquity,
Redwood Books.
? BORREGO PIMENTEL, (1994) Cuestiones plotinianas, Universidad de Granada.
? BRANHAM, R. B., (1993), “Diogenes´ Rethoric and the invention of Cynicism”, en
M. O. Goulet-Gaze y R. Goulet, Le cynisme ancien et ses prolongements, Paris,
Presses universitaires de France, pp. 445-473.
? BRAVO, F., (2001), Estudios de filosofía griega, Caracas, Comisión de Estudios de
Postgrado, Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Venezuela.
? BRETON, S., (1981) “Dialogue: symbole, image, prodige”, Dialogues d´Histoire
Ancienne, n. 7, pp. 309-321.
? BRIOSO, M. (2000), “Literatura helenística, introducción”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A.,
(ed.), Historia de la literatura griega, Madrid, Cátedra, pp. 781-794.
? BUFFIÈRE, F., (1973), Les mythes d´Homère et la pensée grecque, Paris, Les Belles
Letres.
? BURNET, J., (1952), L´aurore de la Philosophie grecque, Paris, Payot.
838

? CALBOLI, G., (1998), “From Aristotelian lexis to elocutio”, Rhetorica, vol. XVI, n.
1, pp. 47-80).
_______ (2001), “Las figuras de pensamiento y los progymnasmata”, en CALBOLI, G.
y CALBOLI MONTEFUSCO, L. (eds.) Quintiliano y su escuela, Logroño, Instituto de
Estudios Riojanos.
_______ (2004), “Le changement de la langue et les ornements du discours”, en
Celentano, M. S., Chiron, P., Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure: Formes et figures
chez les Anciens, Paris, Éditions Rue d´Ulm, pp. 169-186.
? CALBOLI MONTEFUSCO, L., (2004), “Le fondement logique de la métaphore
selon Aristote”, en Celentano, M. S., Chiron, P., Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure:
Formes et figures chez les Anciens, Paris, Éditions Rue d´Ulm, pp. 115-126.
? CAMERON, A., (1998), El mundo mediterráneo en la Antigüedad Tardía, 395-600,
Barcelona, Crítica.
? CAMPILLO, A., (1990), La razón silenciosa, Universidad de Murcia.
? CAPPELLETTI, A., (1994), Mitología y filosofía: los presocráticos, prólogo de F.
Rodríguez Adrados, Madrid, Ediciones pedagógicas.
? CASSEVITZ, M., (2004), “Étude lexicologique: du schèma au schématisme”, en
Celentano, M. S., Chiron, P., Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure: Formes et figures
chez les Anciens, Paris, Éditions Rue d´Ulm, pp. 15-30.
? CELAN, P., (1996), Amapola y memoria, Madrid, Hiperión.
? CLOCHÉ, P., (1978), Isocrate et son temp, Paris, Les Belles Lettres.
? COLLI, G., (1987), El nacimiento de la filosofía, Barcelona, Tusquets.
_______ (1995), La sabiduría griega, Madrid, Trotta.
? CUESTA ABAD, J. M., (1999) Poema y enigma, Madrid, Huerga y Fierro.
? DALIMIER, C., (2004), “L´usage scientifique de la métaphore chez Aristote”, en
Celentano, M. S., Chiron, P., Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure: Formes et figures
chez les Anciens, Paris, Éditions Rue d´Ulm, pp. 127-141.
? DE ROMILLY, J., (1975), Magic and Rhetoric in Ancient Greece, Cambridge,
University Press.
? DETIENNE, M., (1981), Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid,
Taurus.
_______ (1985), La invención de la mitología, Barcelona, Península.
_______ (2001), Apolo con el cuchillo en la mano, Madrid, Akal.
839

? DÍAZ TEJERA, A., (2000), “Aristóteles”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A., (ed.), Historia de
la literatura griega, Madrid, Cátedra, pp. 682-736.
? DORFLES, G., (1967), Estética del mito, Caracas, Tiempo Nuevo.
? EDEN, K., (1987) “Hermeneutics and the Ancient Rhetorical Tradition”, Rhetorica,
vol. V, n. 1, pp. 59-86.
? ELIADE, M., (1968), Mito y realidad, Madrid, Guadarrama.
? FERNÁNDEZ-GALIANO, M., (1963), “La traditio homérica” en Gil, L., (ed.),
Introducción a Homero, Madrid, Guadarrama, pp. 89-155.
? FESTUGIÈRE, A. J., (1967), Hermétisme et mystique païenne, Paris, Aubier-
Montaigne.
? FOUCAULT, M., (2004), Discurso y verdad en la antigua Grecia, introducción de A
Gabilondo y F. Fuentes Megías, Barcelona, Paidós.
? GALAY, J. L., (1974), “Esquisses pour une théorie figurale du discours”, Poétique,
num. 20, pp. 393-415.
? GALÍ, N., (1999), Poesía silenciosa, pintura que habla, presentación de F. de Azúa,
Barcelona, El Acantilado.
? GARCÍA CALVO, A., (1985), Razón común, Madrid, Lucina.
? GARCÍA GUAL, C., (1992), Introducción a la mitología griega, Madrid, Alianza.
_______ (1987), La secta del perro, Madrid, Alianza.
? GARCÍA LÓPEZ, J., (2001), Introducción general a Himnos homéricos, La
“Batracomiomaquia”, Madrid, Gredos.
? GARCÍA TEIJEIRO, “Apolonio de Rodas”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A., (ed.), Historia
de la literatura griega, Madrid, Cátedra, pp. 809-816.
? GIL, L., (1961), Censura en el mundo antiguo, Madrid, Revista de Occidente.
_______ (1963), (ed.) Introducción a Homero, Madrid, Guadarrama.
_______ (1967), Los antiguos y la inspiración poética, Madrid, Guadarrama.
? GOEBEL, G. M., (1989), “Probability in the earliest Rhetorical Theory”, Mnemosyne,
vol. XLII 1-2, pp. 41-53.
? GOLDHILL, S., (2002), The invention of prose, The Classical Association. Oxford
University Press.
? GONZÁLEZ VÁZQUEZ, J., (1986), Estudio sobre la imagen poética, Universidad
de Granada.
840

? GOULET-CAZÉ, M. O., (1993), “Le premiers cyniques et la religion”, en M. O.


Goulet-Gaze y R. Goulet, Le cynisme ancien et ses prolongements, Paris, Presses
universitaires de France, pp. 117-158.
? GUTHRIE, W. K. C.,(1970), Orfeo y la religión griega, Buenos Aires, Eudeba.
_______ (1984), Historia de la filosofía griega I. Los primeros presocráticos y los
pitagóricos, Madrid, Gredos.
_______ (1988), Historia de la filosofía griega III, Madrid, Gredos.
_______ (1993), Orpheus and Greek religion, Princetown Universit Press.
? HAVELOCK, E. A., (1982), The literate revolution in Greece and its cultural
consequences, Princetown University Press.
? HEIDSIECK, F., (1986), “Observations concernant legein et logos chez Héraclite” en
Philosophie du langage et grammaire dans l´antiquité, Cahiers de Philosophie
Ancienne, nº 5, Grenoble, 1986, pp. 47-56.
? HINKS, R., (1939), Myth and allegory in ancient art, London, The Warburg Institute.
? HÖISTAD, R., (1951), “Was Antisthenes an allegorist?”, Eranos n. 49 (1951), pp.
16-30.
? HUSSEY, E., (1983), “Epistemology and meaning in Heraclitus”, Schofield, M.,
Nussbaum, M., (eds.), Language and Logos. Studies in ancient Greek Philosophy,
Cambridge University Press.
? ILDEFONSE, F., (2004), “Ta sckhèmata tès lexeos”, en Celentano, M. S., Chiron, P.,
Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure: Formes et figures chez les Anciens, Paris,
Éditions Rue d´Ulm, pp. 143-157.
? JAEGER, W., (2001), Paideia, Madrid, Fondo de Cultura Económica.
_______ (2003), La teología de los primeros filósofos griegos, México, Fondo de
Cultura Económica.
? KENNEDY, G. A., (1980), Classical Rhetoric and its Christian and Secular
Tradition from Ancient to Modern Times, University of North Carolina Press.
_______ (1994), A new History of Classical Rhetory, Princetown University Press.
? KERFERD, G. B., (1993), The sophistic movement, Cambridge University Press.
? LALLOT, J., (2004), “Skhèma chez les grammariens grecs”, en Celentano, M. S.,
Chiron, P., Noël, M. P. (eds.), Skhèma / Figure: Formes et figures chez les Anciens,
Paris, Éditions Rue d´Ulm, pp. 159-168.
? LAMBERTON, R., (1986), Homer the theologian, University of California Press.
841

? LASSO DE LA VEGA, J., (1963), “Hombres y dioses en los poemas homéricos” en


GIL, L., (ed.), Introducción a Homero, Madrid, Guadarrama, pp. 237-316.
? LE BOLLUEC, (1975), “ L´allégorie chez les stoïciens”, Poétique, num. 23, pp. 301-
321.
? LEMAITRE, I., (1950 / 1951), “La contemplation chez les grecs”, Revue d´ascetique
et de mystique, pp. 121-150, 41-74.
? LENS TUERO, J., (2000), “Orígenes de la historiografía”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A.,
(ed.), Historia de la literatura griega, Madrid, Cátedra, pp. 258-270.
? LENS TUERO, J., CAMPOS GARCÍA, J., (eds.) (2000) Utopías del mundo antiguo,
Madrid, Alianza.
? LESHER, J. H., (1992), Xenophanes of Colophon, fragments, a text and translation
with a commentary, University of Toronto Press.
? LLEDÓ, E., (1961), El concepto “poiesis” en la filosofía griega, Madrid, CSIC.
_______ (1996), La Memoria del logos, Madrid, Taurus.
_______ (1998), El silencio en la escritura, Madrid, Austral.
_______ (2005), Elogio de la infelicidad, Madrid, Cuatro Ediciones.
? LLOYD, A. C., (1990), The anatomy of Neoplatonism, Oxford, Charendon Press.
? LLOYD, G. E. R., (1987), Polaridad y analogía, Madrid, Taurus.
? LÓPEZ EIRE, A., (2002), Poéticas y retóricas griegas, Madrid, Síntesis.
_______ (2000), “Homero”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A., (ed.), Historia de la literatura
griega, Madrid, Cátedra, pp. 33-65.
? LÓPEZ PÉREZ, J. A., (ed.), (2000), Historia de la literatura griega, Madrid,
Cátedra.
? MAYORAL, J. A., (1994), Figuras retóricas, Madrid, Síntesis.
_______ (1998), “La concepción de las “figuras de pensamiento” en la Institutio
Oratoria de Quintiliano” Actas del Congreso “Quintiliano: historia y actualidad de la
retórica”, Tomás Albaladejo, Emilio del Río, José Antonio Caballero (eds.), Gobierno
de la Rioja, Instituto de Estudios Riojanos, Ayuntamiento de Calahorra.
? MELETINSKI, E. M., (2001), El mito, Madrid, Akal.
? MEREDITH, A., (1985), “Allegory in Porphyry and Gregory of Nyssa”, Studia
Patristica vol. XVI, E. Livingstone (ed.), Berlin, pp. 423-427.
? MERLAN, P., (1975), From Platonism to Neoplatonism, The Hague, Martinus
Nijhoff.
842

? MOMMSEN, T., (1983), El mundo de los césares, México, FCE.


? MORAN, R., (1996), “Artifice and Persuasion”, en Essays on Aristotle´s Rhetoric,
Oksengerg Rorty, A. (ed.), University of California Press, pp. 416-424.
? MOST, G. W., (1986), “Sophistique et hermeneutique” en Positions de la sophistique,
Barbara Cassin (ed.), Paris, Librairie Philosophique J. VRIN, pp. 233-245.
? MÜLLER, R., (1986), “Sophistique et démocratie”, en Positions de la sophistique,
Barbara Cassin (ed.), Paris, Librairie Philosophique J. VRIN, pp. 179-194.
? MURRAY, G., (1956), La religión griega, Buenos Aires, Nova.
? MUSURILLO, H., (1977), Symbol and Myth in ancient poetry, Greenwood Press.
? NIETZSCHE, F., (1995), El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza.
? O´MEARA, D., (1974), “À propos d´un témoignage sur l´expérience mystique de
Plotin”, Mnemosyne, vol. XXVII, pp. 238-244.
? OSBORNE, R., (1998), La formación de Grecia, 1200-479 a. C., Barcelona, Crítica.
? PARTEE, M. H., (1979), “Plato and the Rhetoric of Poetry”, en en Plato: true and
sophistic rhetoric, Erickson, K. V., (ed), Amsterdam, Rodopi, pp.385-398.
? PÉPIN, J., (1958), Mythe et allégorie, Paris, Aubier.
_______ (1975) “L´herméneutique ancienne”, Poétique, num. 23, pp. 291-300.
_______ (1993), “Aspects de la lecture anthistienne d´Homère”, en M. O. Goulet-Gaze
y R. Goulet, Le cynisme ancien et ses prolongements, Paris, Presses universitaires de
France, pp. 1-13.
? PÉREZ JIMÉNEZ, A., (2001), Introducción a HESÍODO, Obras y fragmentos,
Madrid, Gredos.
? PFEIFFER, W. M., (1979), “True and false speech in Plato´s Cratylus 385b-c”, en
Plato: true and sophistic rhetoric, Erickson, K. V., (ed), Amsterdam, Rodopi, pp.
355-374.
_______ (1981), Historia de la filología clásica I, Madrid, Gredos.
? RAMNOUX, C., (1968), Héraclite ou l´homme entre les choses et les mots, Paris,
Collection d´études anciennes.
? RAMOS JURADO, E. A., (1990), “Quaestiones ps. Plutarcheae”, en A. Pérez
Jiménez y G. del Cerro Calderón (eds.), Estudios sobre Plutarco: obra y tradición,
Málaga, Universidad de Málaga, pp. 123-126.
? REINHARDT, K., (1994), “Los mitos en Platón”, Revista de Occidente, n. 159, pp.
103-121.
843

? RICOEUR, P., (1996) “Between Rhetoric and Poetics”, en Essays on Aristotle´s


Rhetoric, Oksengerg Rorty, A. (ed.), University of California Press, pp. 324-384.
? RIGHI, G., (1967), Historia de la filología clásica, Barcelona, Labor.
? RITORÉ PONCE, J., (1992), La teoría del nombre en el Neoplatonismo tardío,
Universidad de Cádiz.
? RODRÍGUEZ ADRADOS, F., (1992) Palabras e ideas, Madrid, Ediciones Clásicas.
_______ (2001) Lírica griega arcaica, Madrid, Gredos.
? ROSETTI, L., (1994), “La dimensión retórica de los mitos platónicos”, Revista de
Occidente, num. 159, pp 71-91.
? SAINTE CROIX, G. E. M. DE, (1988), La lucha de clases en el mundo griego
antiguo, Madrid, Crítica.
? SÁNCHEZ MANZANO, M. A. y RUS RUFINO, S., (1991), Introducción al
movimiento sofístico griego, Universidad de León.
? SANZ MORALES (ed.), (2002), Mitógrafos griegos, Barcelona, Akal.
? SCHRADER, C., (2000), Introducción general a HERODOTO, Historia, libros I-II,
Madrid, Gredos.
? TATE, J., (1929), “Plato and the allegorical interpretation”, Classical Quaterly n. 23,
pp. 142-154.
_______ (1930), “Plato and the allegorical interpretation (II)”, Classical Quatterly, n.
24, pp. 1-10.
_______ (1934), “On history of allegorism”, Classical Quaterly n. 28, pp. 105-114.
_______ (1953), “Antisthenes was not an allegorist”, Eranos n. 51, pp. 14-22.
? TROUILLARD, J., (1972), L´un et l´âme selon Proclos, Paris, Les Belles Lettres.
_______ (1981) “Le symbolisme chez Proclos”, Dialogues d´Histoire Ancienne, n. 7,
pp. 293-308.
? VARA, J., (2000), “Sofocles”, en LÓPEZ PÉREZ, J. A., (ed.), Historia de la
literatura griega, Madrid, Cátedra, pp. 312-351.
? VARRÓN, (1998), La lengua latina, libros VII-X y fragmentos, Introducción,
traducción y notas de L. A. Hernández Miguel, Madrid, Gredos.
? VERICAT, S., “El iusnaturalismo” en Historia de la Ética vol II, Victoria Camps
(ed.), pp. 1-74.
? VERNANT, J. P., (1982) Mito y sociedad en la Grecia antigua, Madrid, Siglo XXI.
844

? YOUNG, F. M., (1979), “The God of the Greks and the nature of religious language”,
en W. R. Schoedel y R. L. Wilken (eds.) Early Christian literature and the classical
intellectual tradiction, Paris, Éditions Beauchesne, pp. 45-74.
? ZAMORA CALVO, J. M., (2000), La génesis de lo múltiple. Materia y mundo
sensible en Plotino, Universidad de Valladolid.

II. LA ALEGORÍA CRISTIANA

FUENTES PRIMARIAS

? AGUSTIN DE HIPONA, (1958), “De la doctrina cristiana”, Obras completas XV,


edición de B. Martín, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
_______ (1958a), “De la verdadera religión”, versión, introducción y notas de V
Capanaga, Obras completas IV, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
_______ (1958b), “De la utilidad de creer”, Obras completas IV, Madrid, Biblioteca de
Autores Cristianos.
_______ (1959), “Del espíritu y de la letra” Obras completas VI, versión e introducción
de E. López, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
_______ (1986), Las confesiones, edición de O. García de la Fuente, Madrid, Akal.
_______ (1993), “Contra Fausto”, Obras completas XXXI, introducción, traducción,
notas e índices de Pío de Luis, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
_______ (1994), Obras completas I, edición de V. Capanaga, Madrid, Biblioteca de
Autores Cristianos.
? ALAIN DE LILLE, (1973), Anticlaudianus, traducción y comentarios de J.J.
Sheridan, Toronto, Pontifical Institute of Mediaeval Studies.
_______ (1980), Plaint of Nature, traducción y comentarios de J.J. Sheridan, Toronto,
Pontifical Institute of Mediaeval Studies.
? ALIGHIERI, D., (1988), Divina comedia, edición de G. Petrocchi, traducción y notas
de L. Martínez de Merlo, Apéndice de J. Arce, Madrid, Cátedra.
845

? BOECIO, (2002), La consolación de la Filosofía, introducción, traducción y notas de


P. Rodríguez Santidrián, Madrid, Alianza.
? BUENAVENTURA, (1956), L´itinéraire de l´ame en elle-même, Blois, Librairie
Mariale et Franciscaine, introducción y traducción de J, D. du Champsecret, 1956.
? CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, (1981), Les Stromates. Stromate V. 2 vols.,
introduction, texte critique et index par A. Le Boullec. Traduction de P. Varlet.
_______ (1994), Protéptico, introducción, traducción y notas de Mª Consolación Isart
Hernández, Madrid, Gredos.
? DIONISIO AREOPAGITA, (2002), Obras completas, Edición de T. H. Martín,
Madrid, Biblioteca de Autores cristianos.
? ECKHART (MEISTER), (1981), The Essential Sermons, Commentaries Treatises
and Defense, E. Colledge y B. Mc. Guinn (trans. and introd.), H. Smith (preface), New
York, Paulist Press.
? FILÓN DE ALEJANDRÍA, (1975), La alegoría de las leyes, en Obras Completas
vol. I, introducción, traducción y notas de J. M. Triviño, Buenos Aires, Acervo
Cultural.
? GREGORIO DE NISA, (1993), Comentario al Cantar de los Cantares, Edición de T.
Martín-Lunas, Salamanca, Sígueme.
_______ (1993a) Vida de Moisés, Edición de T. Martín-Lunas, Salamanca, Sígueme.
? GUIGO II, (1999), “Carta sobre la vida contemplativa (Escala de los monjes)”,
Introducción, traducción y notas de C. Granado, Proyección 46, pp. 291-304.
? ORÍGENES, (1976), Traité des principes (Peri Archôn), introduction et traduction de
M. Harl, G. Dorival et A. Le Boulluec, Paris, Études Augustinennes.
________ (1986), Comentarios al Cantar de los Cantares, Introducción y notas de M.
Simonetti, Madrid, Ciudad Nueva.
_______ (2000), Homilías sobre el Cantar de los Cantares, Introducción, traducción y
notas de S. Fernández Eyzaguirre, Madrid, Ciudad Nueva.
? RICARDO DE SAN VÍCTOR, (1979), The twelve Patriarchs. The Mystical Ark.
Boook three of the Trinity, traducción e introducción de G. A. Zinn, New York,
? RUYSBROEC, J., (1985), The Spiritual espousals and other works, Introducción y
traducción de J. A. Wiseman. Prefacio de L. Dupré, Nueva York, Paulist Press.
? TAULER, J., (1984), Obras, edición, traducción y notas de T. H. Martín, Madrid,
Universidad Pontificia de Salamanca, Fundación Universitaria Española.
846

? TICONIO, (1989), The Book of Rules, Traducción, introducción y notas de W. S.


Babcock, Atlanta, Scholars Press.

FUENTES SECUNDARIAS

? AGAMBEN, G., (2001), Estancias, Valencia, Pre-textos.


? ALEXANDRE, M., (1971), “La théorie de l´exégèse dans le De Hominis Opificio et
l´In Hexaemeron”, Harl, M., (ed.), Écriture et culture philosophique dans la pensée de
Grégoire de Nysse, Leiden, Brill, pp. 87-110.
? ALVIAR, J., (1993), “Continuous and discontinuous figures in Origen”, Studia
Patristica vol. XXVI, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 211-216.
? ANDÍA, Y., De, (2001), “Symbole et mystère selon Denys l´Aréopagite”, Studia
Patristica XXXVII, M. F. Wiles y E. S. Yarnord (eds), pp. 421-451.
_______ (2001a), “Remotio-negatio. L´evolutión du vocabulaire de Saint Thomas
touchant la voie négative”, Archives d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen Âge, n.
68, pp. 45-71.
? ARMSTRONG, A. H., (1973), “Man in Cosmos. A study of some differences
between pagan Neoplatonism and Christianity”, Amsterdam, Romanitas Christianitas.
Studia J. H. Waszink oblate, pp. 5-14.
? ASTRUC-MORIZE, G. y LE BOULLUEC, A., (1993), “Le sens caché des Écritures
selon Jean Chrysostome et Origène”, Studia Patristica vol. XXV, E. Livingstone (ed.),
Leuven, pp. 1-26.
? AUERBACH, E., (1998), Figura, prólogo de José María Cuesta Abad, Madrid,
Trotta.
_______ (2001), Mímesis, México, Fondo de Cultura Económica.
? AUNE, D. E., (1972), The cultic setting of Realizad Eschatology in Early
Christianity, Leiden, Brill.
? BALTHASAR, H. VON, (1936), “Le mysterion d´Origène”, Recherches de Science
Religieuse, XXVI, n. 5, pp. 513-562.
847

? BARDY, G., (1942), “Pour l´histoire de l´École D´Alexandrie”, Revue Biblique, pp,
80-109.
? BASEVI, C., (1977), San Agustín. La interpretación del Nuevo Testamento,
Universidad de Navarra.
? BERARDINO, A. Di (dir.), 2 vols., (1992), Diccionario Patrístico y de la Antigüedad
Cristiana, Salamanca, Sígueme.
? BERGMAN, S., (1993), “Gregory of Nazianzen´s Theological Interpretation of the
Philosophy of Nature in the Doctrine of the Four Elements”, Studia Patristica vol.
XXVII, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 3-9.
? BESTUL, T. H., (1996), Texts of the Passion: Latin Devotional Litterature and
Medieval Society, University of Pennsylvania Press.
? BEUCHOT, M., (1991), La filosofía del lenguaje en la Edad Media, México,
Universidad Autónoma de México.
? BLAIR, H. A., (1982), “Allegory, typology and archetypes”, Studia Patristica
XVII/1, pp. 263-267.
? BLUMRICH, R., (1990), “La diffusion de la « mística alemana » en el mundo latino”,
en La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Mancho Duque,
M. J. (ed.), Universidad de Salamanca, pp. 83-91.
? BOCHET, I., (1997), “Le cercle hermenéutique dans le De Doctrina Christiana
d´Agustin”, Studia Patristica XXXIII, E. A. Livingstone (ed.), pp. 16-21.
? BOCKMUEHL, M., (1990), Revelation and mistery, Tübingen, JC B Mohr (Paul
Siebeck).
? BOER, W. den, (1973), “Allegory and History”, Amsterdam, Romanitas
Christianitas. Studia J. H. Waszink oblate, pp. 15-27.
? BONSIRVEN, J., (1939), Exégèse rabbinique et exégèse paulienne, Paris,
Beauchesne et ses fils.
? BORGEN, P., (1997), Philo of Alexandria, an exegete for his time, New York, Brill.
? BORREGO PIMENTEL, E. M., (1991), De Plotino a Gregorio de Nisa, Granada,
Facultad de Teología.
? BOUTON-TOUBOULIC, A. I., (2001), “L´esthétique de l´ordre chez saint Augustin:
les images du discours et du tableau”, Studia Patristica XXXVIII, M. F. Wiles y E. S.
Yarnord (eds), pp. 16-24.
848

? BRÉHIER, E., (1950), Les idées philosophiques et religieuses de Philon


d´Alexandrie, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin.
? BRUYNE, E. DE, (1958, 1959), Estudios de estética medieval, 3 vols., Madrid,
Gredos.
? BULTMANN, R., (1959), Histoire et Eschatologie, Suiza, Delachaux et Niestlé.
_______ (1970), Jesucristo y mitología, Barcelona, Ariel.
? BUTLER, C., (1927), Western Mysticism, London, Constable and Company.
? BUZY, D., (1951-1952), “Le Cantique des cantiques: exégèse allégorique os
parabolique ? ”, Recherches de Science Religieuse, XXXIX, pp. 99-114.
? BYNUM, C. N., (1987), “Religious Women in the Later Middle Ages”, B. Mc Guinn,
J. Meyendorf, J. Raitt (eds.) Christian Spirituality: High Middle Ages and
Reformation, New York, Crossroads, pp. 121-139.
? CAHILL, M., (1996), “Reader-response criticism and the allegorizing reader”,
Theological Studies, vol. 57, pp. 89 y ss.
? CANÉVET, M., (1971), “Exégèse et théologie dans les traités spirituels de Grégoire
de Nysse”, Harl, M., (ed.), Écriture et culture philosophique dans la pensée de
Grégoire de Nysse, Leiden, Brill, pp. 144-168.
_______ (1983), Grégoire de Nysse et l´herméneutique biblique, Paris, Études
Augustiniennes.
? CARABINE, D., (2000), John Scottus Eriugena, Oxford University Press.
? CARRUTHERS, M., (1996), The book of memory, Cambridge University Press.
? CARY, P., (2000), Augustine´s Invention of the Innner Self, Oxford University Press.
? CASTILLO CABALLERO, D., (1974), Trascendencia e inmanencia de Dios en San
Buenaventura, Salamanca, Naturaleza y gracia.
? CAYRÉ, F., (1951-1952), “Mystique et sagesse dans les Confesions de Saint
Augustin”, Recherches de Science Religieuse, XXXIX, pp. 443-460.
? CERTEAU, M., (2002), La fable mystique, Paris, Gallimard.
? CHENU, M.-D., (1935-36), “Grammaire et théologie aux XII et XIII siécles”,
Archives d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen âge, n. 10, pp. 5-28.
_______ (1951), “Les deux âges de l´allégorisme scripturaire au moyen âge”,
Recherches de théologie ancienne et médievale, XVIII, pp. 19-28.
_______ (1957), La théologie au XII siècle, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin.
849

? CHYDENIUS, J., (1975), “La théorie du symbolisme médievale”, Poétique, num. 23,
pp. 322-341.
? CLIFFORD, G., (1974), The transformations of allegory, London, Routledge and
Kegan Paul Ltd.
? COLISH, M. L., (1983), The mirror of language. A study in the Medieval Theory of
knowledge, University of Nebraska Press.
_______ (1998), Medieval Foundations of the Western Intellectual Tradition, New
Heaven-London, Yale University Press.
? COLUNGA, A., (1930), “Algunos principios exegéticos de San Agustín”, Estudios
Bíblicos n. 1, pp. 101-112.
? COPELAND, R., (1997), “Rhetoric and Politics of the literal sense in Medieval
Literary Theory: Aquinas, Wyclif and the Lollands”, W. Jost y M. Hyde (eds.),
Rethoric and Hermeneutics in our time: a reader, Yale University Press, pp. 335-357.
? CORRIGAN, K., (1993), “Plotinus and St. Gregory of Nyssa: can Matter really have
a Positive Function?”, Studia Patristica vol. XXVII, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp.
14-20.
_______ (1997), “Some Notes towards a Study of the “Solitary” and the “Dark” in
Plotinus, Proclus, Gregory of Nyssa and Pseudo-Dionysius”, Studia Patristica, XXX, E.
A. Livingstone (ed.), pp. 151-157.
? COULTER, J. A., (1976), The literary microcosm, New York, Columbia University
Press.
? COURCELLES, D. de, (1995), “Le Dialogue de Catherine de Sienne ou l´accèss du
sujet intelligent créé à la perfection ultime”, Archives d´histoire doctrinale et littéraire
du Moyen Âge, n. 62, pp. 71-135.
? COUSINS, E. H., (1992), “Bonaventure´s Mysticism of Language”, en Katz, S. T.,
Mysticism and Language, Oxford University Press, pp. 236-257.
? CROUZEL, H., (1962), “Origène et la connaisance mystique”, Berlin, Studia
Patristica V, F. L. Cross (ed.), pp. 270-276.
_______ (1989), “Idées platoniciennes et raisons stoïciennnes dans la théologie
d´Origène”, Studia Patristica XVIII/3, pp. 365-384.
? CURTIUS, E. R., (1989), Literatura europea y Edad Media latina, vol. I, México,
Fondo de Cultura Económica.
850

? D´ALVERNY, M.-TH, (1953), “Le cosmos symbolique du XII siècle”, Archives


d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen âge, n. 20, pp. 31-81.
? DANIÉLOU, J., (1944), Platonisme et théologie mystique, Paris, Aubier.
_______ (1946), “Traversée de la mer Rouge et baptême aux premiers siècles”,
Recherches de Science Religieuse, pp. 402-430.
_______ (1950), Bible et liturgie, Paris, Les Éditions du Cerf.
_______ (1955), “La colombe et la ténèbre dans la Mystique byzantine ancienne”,
Eranos, XXIII.
_______ (1957), “Origène comme exégète de la Bible”, Berlin, Studia Patristica I, F. L.
Cross (ed.), pp. 280-290.
_______ (1958), Philon d´Alexandrie, Paris, Librairie Arthème Fayard.
_______ (1962), “Typologie et Allégorie chez Clément d´Alexandrie”, Berlin, Studia
Patristica V, F. L. Cross (ed.), pp. 50-57.
_______ (1966), Tipología bíblica, Buenos Aires, Ediciones Paulinas.
? DAWSON, C., (1954), Medieval Essays, New York, Sheed and Ward.
? DAWSON, D., (1995), “Teoría del signo. Lectura alegórica e impulsos del alma en
De doctrina cristiana”, Madrid, Augustinus, nº. 156-159, pp. 63-81.
? DEBLAERE, A., (1983), “La littérature mystique au Moyen âge”, en VV.AA.,
Mystére et mystique, Paris, Éditeur Beauchesne, pp. 87-123.
? DELIO, I., (1999), “Bonaventure´s Metaphysics of the Good”, Theological Studies,
vol. 60.
? DEMOEN, K., (1996), Pagan and Biblical Exempla in Gregory Nazianzen, Brepols.
? DEVREESSE, R., (1948), Essai sur Théodore de Mopsueste, Città del Vaticano,
Biblioteca Apostolica Vaticana.
? DES PLACES, E., (1981) “Le pseudo-Denys l´aréopagite, ses précurseurs et sa
posterité”, Dialogues d´Histoire Ancienne, n. 7, pp. 323-332.
? DIEGO SÁNCHEZ, M., (1985), “La catequesis y la espiritualidad de los Padres en su
expresión simbólica”, Revista de espiritualidad, 44, 1985, pp. 51-77.
? DILLON, J., (1981) “Ganymede as the logos traces of a forgotten allegorization in
Philo?”, Clasical Quaterly, 31, pp. 183-185.
? DRONKE, P., (1985), Fábula, Leiden, Brill.
? ECO, U., (1999), Arte y belleza en la estética medieval, Barcelona, Lumen.
? EGAN, H, (ed.), (1991), An Anthology of Christian Mysticism, Liturgical Press.
851

? EGAN, J. P., (1989), “Towards a Mysticism of light in Gregory Nazianzen Oration


32.15”, Studia Patristica XVIII/1, pp. 473-482.
? ELLIS, E., (2000), Christ and the Future in New Testament History, Leiden, Brill.
? ERISMANN, C., (2002), “Generalis essential. La théorie érigénienne de l´ousia et le
probléme des universaux”, Archives d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen Âge,
n. 69, pp. 7-37.
? EVANS, G. R., (1993), “Augustine´s paradoxes”, en L. R. Wickmam y C. P. Bammel
(eds.) Christian Faith and Greek Philosophy in Late Antiquity, Leiden, Brill, pp. 52-
69.
? EWBANK, M. B., (1990), “Diverse orderings of Dionysius´s tripex via by St.
Thomas Aquinas”, Medieval Studies, n. 52, pp. 82-109.
? FERGUSON, W. K., (1962), Europe in Transition 1300-1520, Boston, Houghton
Mifflin.
? FLICHE-MARTIN, (1974), Historia de la Iglesia XIV: El pensamiento medieval,
Valencia, Edicep.
? FREDIKSEN, P., (2001), “Augustine and Israel: Interpretatio ad litteram, Jews, and
Judaism in Augustine´s Theology of History”, Studia Patristica XXXVIII, M. F.
Wiles y E. S. Yarnord (eds.), pp. 119-135.
? FUHRER, T., (2003), “Forma y función de los escritos exegéticos de san Agustín”,
Augustinus, Madrid, nº. 188-191, pp. 65-82.
? GANZAROLLI DE OLIVEIRA, J. V., (2001), “San Agustín: lenguaje y alegoría”,
Revista agustiniana, n. XLII, pp. 263-275.
? GARCÍA DEL MORAL, (1971), Carta a los hebreos y cartas católicas, Madrid,
PPC.
? GELLRICH, M., (1985), The idea of the Book in the Middle Ages, Cornell University
Press.
? GERBER, D., (2002), “Ga. 4, 21-31 ou l´indéfinissable méthode?” en Kuntzmann
(dir.), Typologie biblique, Paris, Les Éditions du Cerf, pp. 165-176.
? GHELLINCK, J. de, (1939), Littérature latine au Moyen âge 2 vols., Bruxelles,
Librairie Bloud et Gay.
? GILBERT, C., (1990), “Some special images for Carmelites, circa 1330-1430”, T.
Verdon y J. Henderson (eds.), Christianity and the Renaissance, Syracuse University
Press, pp. 161-199.
852

? GILMORE, A., (1946), “Augustine and the critical method”, Harvard Theological
Revue, n. 2, pp. 141-163.
? GILSON, E., (1940), The Mystical Theology of Saint Bernard, London, Sheed and
Ward.
_______ (2004), El espíritu de la Filosofía Medieval, Madrid, Rialp.
? GODMAN, P., (2000), The Silent Masters: Latin Literature and its censors in the
high Middle Ages, Princetown University Press.
? GÓMEZ TRUEBA, T., (1999), El sueño literario en España, Madrid, Cátedra.
? GRAEF, H., (1970), Historia de la mística, Barcelona, Herder.
? GRANADO, C., (1987), El Espíritu santo en la teología patrística, Salamanca,
Sígueme.
? GRANT, R. M., (1967), L´interprétation de la Bible des origenes chrétiennes à nos
jours, Paris, Du Seuil.
_______ (1973), “Prophyry among the Early Christians”, Amsterdam, Romanitas
Christianitas. Studia J. H. Waszink oblate, pp. 181-187.
_______ (1983), Christian beginnings: Apocalypse to history, London, Variorum
Reprints.
? GREISCH, J., (2000), L´arbre de vie et l´arbre du savoir, Paris, Les éditions du Cerf.
? GRÜNDLER, O., (1987), “Devotio Moderna”, B. Mc Guinn, J. Meyendorf, J. Raitt
(eds.) Christian Spirituality: High Middle Ages and Reformation, New York,
Crossroads, pp. 176-193.
? GUILLET, J., (1947), “Les exégèses d´Alexandrie et d´Antioche conflit ou
malentendu?”, Recherches de Science Religieuse num. 34, pp. 257-302.
? GUINOT, J.-N., (1989), “La typologie comme technique herméneutique”, Cahiers de
Biblia Patristica, n. 2, pp. 1-34.
? HAAS, A. M., (1987), “Schools of Late Medieval Mysticism”, Mc. Guinn, B.,
Meyendorff, J., Raitt, J. (eds.), Christian Spirituality, New York, Crossroad, pp. 140-
175.
_______ (2002), Maestro Eckhart, Barcelona, Herder.
? HAMILTON, G. J., (1990), “Augustine´s methods of Biblical Interpretation”, H. A.
Meynell (ed.), Grace, Politics and Desire: Essays on Augustine, University of Calgary
Press, pp. 101-115-
853

? HANKEY, W. J., (1997), “Aquinas, Pseudo-Denys and Isaiah VI. 6”, Archives
d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen Âge, N. 64, PP. 59-93.
? HARRISON, V, (1992), “Allegory and ascetism in Gregory of Nyssa”, Semeia, num.
57, pp. 113-130.
_______ (1993), “A Gender Reversal in Gregory of Nyssa´s first Homily on the Song of
Songs”, Studia Patristica vol. XXVII, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 34-38.
? HARL, M., (1958), Origène et la fonction révélatrice du Verbe incarné, Paris, Du
Seuil.
_______ (1971), “Y a-t-il une influence du “grec biblique” sur la langue spirituelle des
chrétiens?” en VV. AA. La Bible et les pères, Paris, Presses Universitaires de France.
? HATFIELD, R., (1990), “The tree of life and the Holy Cross”, T. Verdon y J.
Henderson (eds.), Christianity and the Renaissance, Syracuse University Press, pp.
132-160.
? HEINE, R. E., (1984), “Gregory of Nissa´s apology for allegory”, Vigiliae
Christianae, num. 38, pp. 360-370.
? HENRY, P., (1951-1952), “La mystique trinitaire du bienhereux Jean Ruusbroec”,
Recherches de Science Religieuse, XL, pp. 335-368.
? HUIZINGA, J., (1975), L´automne du Moyen Age, avec un entretien de Jacques Le
Goff, Paris, pbp.
? HUSSER, J. M., (2002), “La typologie comme procédé de composition dans les textes
d l´Ancien Testament”, en Kuntzmann (dir.) Typologie biblique, Paris, Les Éditions du
cerf, pp. 11-34.
? JACKSON, W. T. H., (1985), The Challenge of the medieval text, Columbia
University Press.
? JAEGER, W., (1965), Cristianismo primitivo y paideia griega, México, Fondo de
Cultura Económica.
? JAGER, E., (1993), The Tempter´s voice, Cornell University Press.
? JAUSS, H. G., (1977), “Littérature médiévale et expérience esthétique”, Poétique,
num. 31, pp. 322-336.
? JAVELET, R., (1968), “L´amour spirituel face à l´amour courtois”, en M. de
Gandillac y E. Jeauneau (dirs.), Entretiens sur la Renaissance du XII siécle, Paris,
Mouton, pp. 273-283.
? JAY, J., (1983), “Saint Jérôme et la prophétie”, Studia Patristica XVIII, pp. 152-165.
854

? JOHNSON, A. E., (2001), “Allegorical Narrative and Evangelism: Three days´


Journey in Origen´s Homilies on Exodus”, Studia Patristica XXXVI, M. F. Wiles y E.
S. Yarnord (eds.), pp. 440-444.
? KENNEY, J. P., (1997), “St. Augustine and the Invention of Mysticism”, Studia
Patristica XXXIII, E. A. Livingstone (ed.), pp. 125-130.
? KRIVOCHEINE, B., (1985), “Simplicité de la nature divine et les distinctions en
Dieu selon S. Grégoire de Nysse”, Studia Patristica vol. XVI, E. Livingstone (ed.),
Berlin, pp. 389-411.
? KUNTZMANN, R., (2002), “La définition d´un type au fil d´une lecture intertextuelle
(2 Ch. 20, 5-13), en Kuntzmann (dir), Typologie biblique, Paris, Les Éditions du Cerf,
pp. 35-47.
? LECRERCQ, J., (1985), “Ways of Prayer and Contemplation in the Western
Christianity”, en Mc. Guinn, B. and Meyendorf, J., (eds.), Christian Spirituality, New
York, Crossroads, pp. 415-426.
? LENOX-CONYNGHAM, A., (1993), “Ambrose and Philosophy”, en L. R.
Wickmam y C. P. Bammel (eds.) Christian Faith and Greek Philosophy in Late
Antiquity, Leiden, Brill, pp. 112-128.
? LERER, S., (1985), Boethius and dialogue, New Jersey, Princetown University Press.
_______ (1996), Literary history and the challenge of Philology, Stanford University
Press.
? LEWIS, C. S., (1979), The allegory of love, Oxford University Press.
? LOGAN, F. D., (2002), A History of the Church in the Middle Ages, London,
Routledge.
? LOSSKY, V., (1930), “La notion des “analogies” chez Denys, le pseudo-aréopagite”,
Archives d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age, tomo V, pp. 279-309.
? LOUTH, A., (1981), The origins of the Christian Mystical Tradition, Oxford,
Clarendon Press.
_______ (1999), Discerning the mystery, Oxford, Clarendon Press.
? LUBAC, H. De, (1947), “Typologie et allegorisme”, Recherches de Science
Religieuse num. 34, pp. 180-226.
_______ (1959-1964), L´exégèse médievale, 4 vols, Paris, Aubier.
? LYNCH, K. L., (1988), The High Medieval Dream Vision, Stanford University Press.
855

? MAC DONNELL, K., (1997), “Spirit an experience in Bernard of Clairvaux”,


Theological Studies, vol. 58, n. 1.
? MAC GUINN, B., (1985), “The human person as image of God in the Western
Christianity”, en Mc. Guinn, B. and Meyendorf, J., (eds.), Christian Spirituality, New
York, Crossroads, pp. 312-330.
_______ (1987), “Love, Knowledge, and Mystical Unión in Western Christianity:
Twefth to Sixteenth Centuries”, Church History, vol. 56, pp. 7-24.
_______ (1992), “The language of Love in Christian and Jewish Mysticism”, en Katz,
S. T., Mysticism and Language, Oxford University Press, pp. 202-235.
_______ (1996), “The Changing Shape of Late Medieval Mysticism”, Curch History,
vol. 65, pp. 197-219.
______ (2002), “Vere tu es Deus absconditus: The hidden God in Luther and some
mystics”, en Davies, O. y Turner, D. (eds.), Silence and the Word, Cambridge
University Press, pp. 94-114.
? MACLEOD, C. W., (1971), “Allegory and Mysticism in Origen and Gregory of
Nyssa”, Journal of Theological Studies, vol. XXII, pp. 362-379.
? MARKUS, R. A., (1967), “Saint Augustine on History, Prophecy and Inspiration”,
Augustinus, pp. 271-280.
? MARROU, H. I., (1949), Saint Augustin et la fin de la culture antique, Paris, E. De
Boccard éditeur.
? MARTÍ, K., (2002), “Dream vision”, L. C. Lambdin y R. F. Lambdin (eds.), A
Companion to Old and Middle English Literatura, London, Greenwood Press, pp. 178
y ss.
? MARTÍNEZ FERNÁNDEZ, J. E., (2001), La intertextualidad literaria, Madrid.
Cátedra.
? MATTER, E. A., (1990), The voice of my beloved: the Song of the Songs in Western
Medieval Christianity, University of Pennsylvania Press.
? MAYESTY, M. A., (2001), “Quaestio disputata: Catholic Theological and the history
of exegesis”, Theological Studies, vol. 62, pp. 140 y ss.
? MEIS, A., (2001), “El ocultamiento de Dios en los Comentarios al Cantar de los
Cantares de Gregorio de Nisa y Pseudo-Dionisio Areopagita”, Studia Patristica
XXXVII, M. F. Wiles y E. S. Yarnord (eds), pp. 194-206
? MENÉSTRIER, C. F., (1981), “Poétique de l´énigme”, Poétique, num. 45, pp. 31-52.
856

? MEREDITH, A., (1982), “Gregory of Nyssa and Plotinus”, Studia Patristica XVII/3,
pp. 1120-1126.
_______ (1993), “Plato´s cave (Republic vii 514a-517e) in Origen, Plotinus, and
Gregory of Nyssa, Studia Patristica vol. XXVII, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 49-
61.
? MICHEL, A. (ed.), (1997), Théologiens et mystiques au Moyen Âge, Paris, Gallimard.
? MONDÉSERT, C., (1936), “Le symbolisme chez Clément d´Alexandrie”, Recherches
de Science Religieuse, XXVI, n. 2, pp. 158-180.
? MORRISON, K., (1985), “The Gregorian Reform”, en Mc. Guinn, B. and Meyendorf,
J., (eds.), Christian Spirituality, New York, Crossroads, pp. 177-193.
? MÜLLER, M., (2003), “Teoría y práctica de la predicación: Agustín, De doctrina
cristiana y Enarrationes in Psalmos”, Augustinus, Madrid, nº. 188-191, pp. 177-182.
? MUÑOZ LEÓN, D., (1998), “Principios básicos de la exégesis rabínica”, Revista
bíblica, año 60, 1998 / 2, pp. 117-122.
? MURPHY, J. J., (1974), Rhetoric in the Middle Ages, University of California Press.
? NIETZSCHE, F., (1982), El anticristo, Estudio preliminar de Enrique López
Castellón, Madrid, Ediciones Busma.
? NOCK, A. D., (1952), “Hellenistic mysteries and Christian Sacraments”, Mnemosyne,
vol. IV, 5, pp. 177-213.
? PANIKER, R., (1951), El concepto de Naturaleza, Madrid, CSIC.
? PELLETIER, A. M., (1989), Lectures du Cantique des cantiques, Roma, Editrice
Pontificio Istituto Biblico.
? PÉPIN, J., (1958), “Saint Augustin et la fonction proteptique de l´allégorie”,
Recherches Augustiniennes, n. 1, pp. 243-286.
_______ (1973), “Mysteria et Symbola dans le commentaire de Jean Scot sur l´évangile
de Saint Jean”, J.J. O´Meara y L. Bieder (eds.), The mind of Eriugena, Dublín, Irish
University Press, pp. 16-30.
_______ (1987), La tradition de l´allégorie: de Philon d´Alexandrie à Dante, Paris,
Études augustiennes.
? PHILIPPE, M. D., (1963), “La doctrine de l´Analogie de l´être d´après Saint Thomas
d´Aquin”, Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie, n. 10, pp. 445-455.
857

? PLACES, E. DES, (1982), “La théologie négative du Pseudo-Denys. Ses antécédents


platoniciens et son influence au seuil du Moyen Age, Studia Patristica XVII/1, pp.
81-92.
? PONTET, M., (1946), L´exégèse de Saint Augustin predicateur, Paris, Aubier.
? PORRECA, D., (2000), “Hermes Trimegistus: William of Auvergne´s mythical
authority”, Archives d´histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age, n. 67, pp. 143-
158.
? PULSIANO, P., (1995), “Language theory and Narrative. Patterning in the Civitate
Dei Books XV-XVIII”, D. F. Donnelly (ed.), The City of God. A collection of Critical
Essays, New York, Peter Lang, pp. 241-251.
? RABY, F. J. E., (1927), A History of Christian-Latin Poetry, Oxford at Clarendon
Press.
? RAHNER, H., (2003), Los mitos griegos en interpretación cristiana, Barcelona,
Herder.
? RAHNER, K., (1932), “Le début d´une doctrine des cinq sens spirituels chez
Origène”, Revue d´Ascetique et de Mystique, n. 13, pp. 113-145.
? RAYNARD DE LAGE, G., (1951), Alain de Lille, Montreal, Institut d´études
médiévales.
? RIST, J., (1996), “Plotinus and Christian philosophy”, en The Cambridge Companion
to Plotinus, L. P. Gerson (ed.), Cambridge University Press, pp. 386-413.
? ROQUES, R., (1973), “Traduction ou interprétation? Brèves remarques sur Jean Scot
traducteur de Denys”, J.J. O´Meara y L. Bieder (eds.), The mind of Eriugena, Dublín,
Irish University Press, pp. 59-77.
_______ (1983), L´univers dionysien, Paris, Les editions du cerf.
? ROUSSELOT, P., (2004), El problema del amor en la Edad Media, Introducción de
J. J. Pérez-Soba, Madrid, Ediciones Cristiandad.
? RUNIA, D. (1984), “The structure of Philo´s allegorical treatises”, Vigiliae
Christianae num. 38, pp. 209-256.
_______ (1987) “Further observations on the structure of Philo´s allegorical treatises”,
Vigiliae Christianae, num. 41, pp. 105-138.
? SAFFREY, H. D., (1966), “Un lien objetif entre le Pseudo-Denys et Proclus”, Berlin,
Studia Patristica, vol. IX, F. L. Cross (ed.), pp. 98-105.
858

? SHELDON WILLIAMS, I. P., (1973) “Eriugena´s Greek Sources”, J.J. O´Meara y L.


Bieder (eds.), The mind of Eriugena, Dublín, Irish University Press, pp. 1-15.
? SHINN, R. L., (1953), Christianity and the problem of History, New York, Charles
Scribner´s Sons.
? SIMONETTI, M., (1994), Biblical Interpretation in the Early Church, Edinburgh, T.
and T. Clark LTD.
? SIMPSON, J., (2003), “Faith and Hermeneutics”, Journal of Medieval and Early
Modern Studies, n. 33, pp. 215-239.
? SMALLEY, B., (1952), The study of the Bible in the Middle Ages, Oxford, Basil
Blackwell.
_______ (1968), “L´exégèse biblique du XII siécle”, en M. de Gandillac y E. Jeauneau
(dirs.), Entretiens sur la Renaissance du XII siécle, Paris, Mouton, pp. 273-283.
_______ (1985), “Use of the “Spiritual” Senses of Scripture in Persuasion and
Argument by Scholars in the Middle Ages”, Recherches de Théologie ancienne et
médievale, Tomo LII, pp. 44-63.
? SMULDERS, P., (1951-1952), “Le mot et le concept de Tradition chez les Pères
grecs”, Recherches de Science Religieuse, XL, pp. 41-62.
? SPICQ, C., (1944), Esquisses d´une histoire de l´exégèse latine, Paris, Librairie
Philosophique J. Vrin.
? SPIDLÍK, T., (1985), “Y-a-t-il un pluralisme théologique en Grégoire de Nazianzen?
La théologie ets-elle une poésie ou une science?”, Studia Patristica vol. XVI, E.
Livingstone (ed.), Berlin, pp. 428-432.
? STRUBEL, A., (1975), “Allegoria in factis” et “allegoria in verbis”, Poétique, n. 23,
pp. 342-347.
? SVOBODA, K., (1958), La estética de San Agustín, Madrid, Librería Editorial
Augustinus.
? SYNAVE, P., (1926), “La doctrine de Saint Thomas d´Aquin sur le sens littéral des
Écritures”, Revue biblique, n. 1, pp. 40-65.
? TATARKIEWICZ, W., (1989), Historia de la estética II: La estética medieval,
Madrid, Akal.
_______ (1992), Historia de seis ideas, Madrid, Tecnos.
? TERNANT, P. (1953), “La theoria d´Antioche dans le cadre des sens de l´Ecriture”,
Biblica, n. 34, pp. 135-158.
859

? THIEL, J. C., (2000), Senses of Tradition, Oxford University Press.


? THUNBERG, L., (1985), “The human person as Image of God in the Eastern
Christianity”, en Mc. Guinn, B. and Meyendorf, J., (eds.), Christian Spirituality, New
York, Crossroads, pp. 291-312.
? TORJESEN, K., (1989), “Hermeneutics and Soteriology in Origen´s Peri Archon”,
Studia Patristica vol. XXI, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 333-348.
? TRACY, D., (1997), “Charity, Obscurity, Clarity: Augustine´s search for Rethoric
and Hermeneutics”, en W. Jost y M. Hyde (eds.), Rethoric and Hermeneutics in our
time: a reader, Yale University Press, pp. 254-274.
? TREVIJANO, R., (1985), “À propos de l´eschatologie d´Origène”, Studia Patristica
vol. XVI, E. Livingstone (ed.), Berlin, pp. 264-270.
? TROUILLARD, J., (1973), “Eriugena et la théophanie créatrice”, J.J. O´Meara y L.
Bieder (eds.), The mind of Eriugena, Dublín, Irish University Press, pp. 98-113.
? TURNER, D., (2002), “Apophantism, idolatry and the chains of reason”, en Davies,
O. y Turner, D. (eds.), Silence and the Word, Cambridge University Press, pp. 11-34.
? VV. AA., (1991), “La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e
investigación documental.”, Anthropos, Suplementos / 29.
? VAN PARYS, M. J., (1971), “Exégèse et théologie dans les livres contre Eunome de
Grégoire de Nysse: Textes scripturaires controversés et élaboration théologique”, Harl,
M., (ed.), Écriture et culture philosophique dans la pensée de Grégoire de Nysse,
Leiden, Brill, pp. 169-196.
? VERBEKE, G., (1954), “Connaissance de soi et connaissance de Dieu chez Saint
Augustin”, Augustiniana n. 4, pp. 279-299 y 495-515.
? VIDAL MANZANARES, C., (1999), Diccionario de Patrística, Estella, Verbo
Divino.
? WASZINK, J. H., (1979), “Tertullian´s principles and methods of exegesis”, en W. R.
Schoedel y R. L. Wilken (eds.) Early Christian literature and the classical intellectual
tradiction, Paris, Éditions Beauchesne, pp. 17-31.
? WATSON, E., (1966), “Albertus Magnus: Natural History and the Typological
Tradition”, Berlin, Studia Patristica, vol. IX, F. L. Cross (ed.), pp. 602-606.
? WETHERBEE, W., (1971), “The literal and the allegorical”, Medieval Studies, n. 33,
pp. 264-291.
860

? WILKEN, R. L., (1979), “Pagan criticism of Christianity: Greek religion and


Christian faith”, en W. R. Schoedel y R. L. Wilken (eds.) Early Christian literature
and the classical intellectual tradiction, Paris, Éditions Beauchesne, pp. 117-134.
? WILLIAMS, R., (2002), “The deflections of desire: negative theology in trinitarian
disclosure”, en Davies, O. y Turner, D. (eds.), Silence and the Word, Cambridge
University Press, pp. 115-135.
? WUELLNER, W., (1979), “Greek Rhetoric and Pauline argumentation”, en W. R.
Schoedel y R. L. Wilken (eds.) Early Christian literature and the classical intellectual
tradiction, Paris, Éditions Beauchesne, pp. 177-188.
? YOUNG, F. M., (1997), “The Fourth Century Reaction against Allegory”, Studia
Patristica XXX, E. A. Livingstone (ed.), Leiden, pp. 120-125.
? ZINN, G. A., (1993), “Texts whitin texts: The Song of Songs in the Exegesis of
Gregory the Great and Hugh of St. Victor”, Studia Patristica vol. XXV, E.
Livingstone (ed.), Leuven, pp. 209-215.
? ZOLLA, E., (2000), Los místicos de Occidente I y II, Barcelona, Paidós.
? ZUMTHOR, P., (1975), Langue, texte, énigme, Paris, Du Seuil.

III. LA ALEGORÍA Y LA ESTÉTICA MODERNA

? ABRAMS, M. H., (1975), El espejo y la lámpara, Barcelona, Barral Editores.


________ (1992), El romanticismo, tradición y revolución, Madrid, Visor.
? ALLEMANN, B., (1987), Hölderlin et Heidegger, Paris, Preses Universitaires de
France.
? ALVAR, M., (1990), Símbolos y mitos, Madrid, CSIC.
? ARNALDO, J., (1996), “Ilustración y enciclopedismo”, en V. Bozal (ed.), Historia de
las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, vol. I, Madrid, Visor,
pp. 62-86.
? ASSUMPTO, R., (1989), Naturaleza y razón en la estética del setecientos, Madrid,
Visor.
? BADIOU, A., (1990), Manifiesto por la filosofía, Madrid, Cátedra.
861

? BALAKIAN, A., (1969), El movimiento simbolista, Madrid, Ediciones Guadarrama.


? BAUDELAIRE, C., (1996), Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor.
_______ (2000), Poesía completa, Escritos autobiográficos, Los paraísos artificiales,
Crítica artística, literaria y musical, Edición de Javier del Prado y José A. Millán Alba,
Madrid, Espasa.
? BAUMGARTEN, A. G., (1988), Esthétique, précédée des Méditations
philosophiques sur quelques sujets se rapportant à l´essence du poème et de la
Métaphysique, Traduction, présentation et notes par Jean-Yves Pranchère, Paris,
L´Herne.
? BÉGUIN, A., (1954), El alma romántica y el sueño, México, Fondo de Cultura
Económica.
? BENJAMIN, W., (1990), El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus.
_______ (1995), El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, Barcelona,
Península.
_______ (2000) Dos ensayos sobre Goethe, Barcelona, Gedisa.
? BODEI, R., (1998), La forma de lo bello, Madrid, Visor.
? BOURDIEU, P., (1995), Las reglas del arte, Madrid, Visor.
? BOZAL, V., (1990), “Desinterés y esteticidad en la Crítica del Juicio”, A.A.V.V.,
Estudios sobre la Crítica del Juicio, Madrid, Visor, pp. 75-87.
_______ (1996), “Immanuel Kant”, en V. Bozal (ed.) Historia de las ideas estéticas y
de las teorías artísticas contemporáneas, vol. I, Madrid, Visor, pp. 179-191.
? BRUNO, G., (1997), Mundo, magia, memoria, edición de I. Gómez de Liaño, I.,
Madrid, Biblioteca Nueva.
? BÜRGER, P., (1996), Crítica de la estética idealista, Madrid, Visor.
_______ (1997), Teoría de la Vanguardia, Barcelona, Península.
? CALVO MARTÍNEZ, T., (1991), “Del símbolo al texto”, en Paul Ricoeur, los
caminos de la interpretación, simposium internacional sobre el pensamiento filosófico
de Paul Ricoeur, Tomás Calvo Martínez y Remedios Ávila Crespo (Eds.), Barcelona,
Antrophos.
? CASSIRER (1951), Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Buenos
Aires, EMECÉ.
_______ (1993), Kant, vida y doctrina, México, Fondo de Cultura Económica.
_______ (1993a), Filosofía de la Ilustración, México, Fondo de Cultura Económica.
862

_______ (1998), Filosofía de las formas simbólicas II, México, Fondo de Cultura
Económica.
? D´ANGELO, P., (1999), La estética del Romanticismo, Madrid, Visor.
? DE MAN, P., (1984), The Rethoric of Romanticism, Columbia University Press.
_______ (1985), “Antropomorphisme et trope dans la poèsie lyrique”, Poétique, num.
62, pp. 131-145.
_______ (1990), La resistencia a la teoría, Madrid, Visor.
_______ (1990a), Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen.
_______ (1991) “Retórica de la temporalidad” en Visión y ceguera, Universidad de
Puerto Rico, pp, 207-253.
_______ (1998), Ideología estética, Madrid, Cátedra.
? DERRIDA, J., (1989), La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Introducción
de P. Peñalver, Barcelona, Paidós.
? DEWEY, J., (1949), El arte como experiencia, México, Fondo de Cultura Económica,
prólogo y traducción de S. Ramos.
? DILTHEY, W., (1945), Vida y poesía, México, Fondo de Cultura Económica.
? ECO, U., (1992), Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen.
? ELIOT, T. S., (1968), Función de la poesía y función de la crítica, Prólogo de J. Gil
de Biedma, Barcelona, Seix Barral.
? FERRIÉ, C., (1999), Heidegger et le problème de l´interprétation, Paris, Kimé.
? FONTANIER, P., (1977), Les figures du discours, Paris, Flammarion.
? FOUCAULT, M., (1966), Las palabras y las cosas, México, Siglo XX.
_______ (2002), La arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI.
? FREUD, S., (1996), Tótem y tabú, Madrid, Alianza.
? FUMAROLI, M, (1999), (dir.), Histoire de la rhétorique dans l´Europe moderne
(1459-1950), Paris, Presses Universitaires de France.
? GARAGALZA, L., (1990) La interpretación de los símbolos, Barcelona, Antrophos.
_______ (2001), “El lenguaje como forma simbólica en la obra de E. Cassirer”, en Los
lenguajes del símbolo. Investigaciones de hermeneútica simbólica, Blanca Solares
(coord.), Barcelona, Anthropos, pp. 125-139.
? GIVONE, S., (1999), “Filosofía, poesía y mito en Vico y en leopardi”, en G. Vattimo
(coord.) Filosofía y poesía: dos aproximaciones a la verdad, Barcelona, Gedisa, pp.
109-127.
863

? GOETHE, J. W., (1996), Máximas y reflexiones, edición de J. del Solar, Barcelona,


Edhasa.
? GRIFFERO, T., (1999), “¿Por qué el arte y no, más bien, la filosofía? Notas
marginales a la primera estética de Schelling” en G. Vattimo (coord.) Filosofía y
poesía: dos aproximaciones a la verdad, Barcelona, Gedisa, pp. 129-151.
? GUYER, P., (1997), Kant and the claims of taste, Cambridge University Press.
? HALMI, N. A., (1992), “From Hierarchy to Opposition: Allegory and the Sublime”,
Comparative Literature, vol. 44, n. 4, pp. 337-360.
? HEGEL, G. W. F., (1989), Estética I, Barcelona, Península.
_______ (1999), Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica.
? JARQUE, V., (1992), Imagen y metáfora: la estética de Walter Benjamin,
Universidad de Castilla la Mancha.
_______ (1996), “Johann Wolfgang Goethe” en V. Bozal (ed.), Historia de las ideas
estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, Madrid, Visor, pp. 220-226.
? JAUSS, H. G., (1995), “El recurso de Baudelaire a la alegoría” en Las
transformaciones de lo moderno, pp. 143-159, Madrid, Visor.
_______ (1995a), “Huella y aura: observaciones sobre la “Obra de los pasajes” de
Walter Benjamin” en Las transformaciones de lo moderno, pp. 161-182, Madrid, Visor.
? JIMÉNEZ, J. R., (1962), El modernismo, edición, prólogo y notas de Ricardo Gullón
y Eugenio Fernández Méndez, México, FCE.
_______ (1990), El Zaratán, Moguer, Fundación Juan Ramón Jiménez.
_______ (2001), Tiempo, edición de M. Juliá, Barcelona, Seix Barral.
? HÖLDERLIN, F., (1994), Las grandes elegías, versión castellana y estudio
preliminar de J. Talens, Madrid, Hiperión.
? KANT, I., (1999), Crítica del jucio, Edición y traducción de M. García Morente,
Madrid, Espasa.
? KIERKEGAARD, S., (2000), “Sobre el concepto de ironía”, en Escritos I, Madrid,
Trotta.
? KLEIN, R., (1982), La forma y lo inteligible, Madrid, Taurus.
? KOBAU, P., (1999), “Justificar la estética, justificar la estetización”, en G. Vattimo
(comp.), Filosofía y poesía: dos aproximaciones a la verdad, Barcelona, Gedisa, pp.
75-107.
864

? LANGBAUM, R., (1996), La poesía de la experiencia, edición de Julián Jiménez


Heffernan, prólogo de Álvaro Salvador, Granada, Comares.
? LE GUERN, M., (1990), La metáfora y la metonimia, Madrid, Cátedra.
? LEHMANN, A. G., (1950), The Symbolist Aesthetics in France: 1885-1895, Oxford,
Blackwell.
? LICHTENBERG, G. C., (2001), Aforismos, Barcelona, Círculo de lectores.
? LYOTARD, J. F., (1979), Discuros, figura, Barcelona, Gustavo Gili.
? MAC COLE, J., (1993), Walter Benjamin and the antinomes of tradition, Cornell
University Press.
? MOLINUEVO, J. L., (1998), La experiencia estética moderna, Madrid, Síntesis.
? NORTON, R. E., (1995), The beautiful soul, Cornell University Press.
? NOVALIS, (2001), Himnos en la noche. Cánticos espirituales. Fragmentos,
Barcelona, Círculo de lectores.
? ORTEGA Y GASSET, J., (1993), La deshumanización del arte y otros ensayos de
estética, prólogo de V. Bozal, Madrid, Espasa.
? ORTIZ-OSES, A., (2001), “Mitologías culturales”, en Los lenguajes del símbolo,
Investigaciones de hermenéutica simbólica, B. Solares (coord.), Barcelona, Anthropos,
pp. 34-60.
? PELLAUER, D., (1995), “The symbol gave rise to thought”, en L. Hahn (ed.) The
Philosophy of Paul Ricoeur, Chicago, Open Court, pp. 99-122.
? PÉREZ CARREÑO, F., “Imagen y esquema en la Crítica del Juicio”, en A.A.V.V.,
Estudios sobre la Crítica del Juicio, Madrid, Visor, pp. 89-105.
? RIGOLOT, F., (1978). “Le poétique et l´analogique”, Poétique, num. 35, pp. 257-
268.
? ROGERSON, K. F., (1986), Kant´s Aesthetics: The roles of Form and Expression,
Lanham, United Press of America.
? SCHELLING, F., (1999), Filosofía del arte, Estudio preliminar, traducción y notas de
V. López-Domínguez, Madrid, Tecnos.
? SCHLEGEL, F., (1994), Poesía y filosofía, estudio preliminar y notas de Diego
Sánchez Meca, Madrid, Alianza.
? SORIA OLMEDO, A., (2006), “El humanista Said”, Ojosdepapel.com.
? SPERBER, D. (1988), El simbolismo en general, Barcelona, Anthropos.
865

? SPIVAK, G., (1971), “Allégorie et histoire de la poésie”, Poétique, num. 8, pp. 427-
441.
? STEINER, G, (1983), Heidegger, México, FCE.
_______ (2001a), Nostalgia del absoluto, Madrid, Siruela.
? STEPHENSON, R. H., (1995), Goethe´s Conception of Knowledge and Science,
Edimburgh University Press.
? TALENS, J., (2005) “Contrapoéticas del realismo. (De ética, estética y poética)”, en
Sánchez Robayna, A. y Doce (J.) (eds.) Poesía hispánica contemporánea, Galaxia
Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, pp. 129-159.
? TREVI, M., (1996), Metáforas del símbolo, Barcelona, Anthropos.
? TRÍAS, E., (1990), “Ética y estética (Kant, Wittgenstein, Hegel)”, en A.A.V.V.,
Estudios sobre la Crítica del Juicio, Madrid, Visor, pp. 107-127.
_______ (1999), La razón fronteriza, Barcelona, Destino.
? URBAN, W. M., (1952), Lenguaje y realidad, México, FCE.
? VALENTIN, JM., (1999), “De Leibniz à Vico. Contestation et restauration de la
rhétorique (1690-1730) ”, en Fumaroli, M, (dir.), (dir.), Histoire de la rhétorique dans
l´Europe moderne (1459-1950), Paris, Presses Universitaires de France, pp. 823-877).
? VALÉRY, P, (1998), Teoría poética y estética, Madrid, Visor.
? VANDERDORPE, C., (1999), “Allégorie et interprétation”, Poétique, num. 117, pp.
75-94.
? VATTIMO, G., (1993) Poesía y ontología, Universidad de Valencia.
_______ (1995) Introducción a Heidegger, Barcelona, Gedisa.
_______ (1998) El fin de la modernidad, Barcelona, Gedisa.
_______ (1999) Filosofía y poesía, dos aproximaciones a la verdad, Barcelona, Gedisa.
? VICO, G., (2004), Obras. Retórica, Edición, traducción y notas de F. J. Navarro
Gómez, Barcelona, Anthropos.
? VIËTOR, K., (1950), Goethe the thinker, Harvard University Press.
? WARMINSKI, A., (1996), Alegorías de la referencia, Valencia, Ediciones Episteme.
? WITTGENSTEIN, L., (2001) Tractatus logico-philosophicus, Versión e introducción
de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Madrid, Alianza.
? WORDSWORTH, W., (1999), Prólogo a Baladas Líricas, Introducción, traducción y
notas de E. Sánchez Fernández, Madrid, Hiperión.
866

PARTE SEGUNDA. SAN JUAN DE LA CRUZ Y EL PROBLEMA DE LA


ALEGORÍA

EDICIONES CONSULTADAS DE LA OBRA DE SAN JUAN DE LA CRUZ

? JUAN DE LA CRUZ, (1981), Cántico Espiritual, edición, introducción y notas de E.


Pacho, Madrid, Fundación Universitaria Española.
_______ (1986), Poesía completa y comentarios en prosa, edición e introducción de R.
Asún, Barcelona, Planeta.
_______ (1991), Poesías, edición de Paola Elia, Madrid, Castalia.
_______ (1995) Poesías, edición de D. Yndurain, Cátedra, Madrid.
_______ (2000), Obras completas, edición de E. Pacho, Burgos, Monte Carmelo.
_______ (2002), Cántico Espiritual y poesía completa, Edición de Paola Elia y María
Jesús Mancho. Estudio Preliminar de Domingo Yndurain, Madrid, Crítica.
_______ (2002a), Obras completas, edición crítica de L. Ruano de la Iglesia, Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos.

BIBLIOGRAFÍA

? ADNÈS, P., (1983), “La littérature mystique au XVI-XX siècles”, en VV.AA.,


Mystére et mystique, Paris, Éditeur Beauchesne, pp. 123-146.
? ALCINA, J. y RICO, F., (1991), “Temas y problemas del Renacimiento español”,
Francisco Rico, ed., Historia y Crítica de la literatura española, vol. 2/1, primer
suplemento, Siglos de oro: Renacimiento (Francisco López Estrada, ed.), Barcelona,
Crítica, pp. 5-25.
? ALÍN, J. M. (ed.), (1991) Cancionero tradicional, Madrid, Castalia.
? ALONSO, D., (1958), La poesía de San Juan de la Cruz, Madrid, Aguilar.
867

? ALONSO MIGUEL, A., (1989), “Aproximaciones recientes a la poesía de San Juan


de la Cruz”, en II Simposio sobre San Juan de la Cruz, José Muñoz Luengo (coord.),
pp. 135-154, Ávila, Secretariado Diocesano-Teresiano sanjuanista.
? ALVAR, M., (1993), La palabra y las palabras de San Juan de la Cruz, en Presencia
de San Juan de la Cruz, J. Paredes (ed), Universidad de Granada, pp. 183-215.
? ANDÍA, Y. De, (1993), “San Juan de la Cruz y la teología mística”, en Actas del
Congreso Internacional Sanjuanista, Valladolid, Junta de Castilla y León, pp. 97-126.
? ANDRÉS MARTÍN, M., (1989), “Introducción a la mística del recogimiento y su
lenguaje” en En torno a la mística, María Jesús Mancho Duque (Ed.), pp. 29-55,
Universidad de Salamanca.
_______ (1994), Historia de la mística de la Edad de oro en España y América,
Madrid, BAC.
? ARANGUREN, J. L., (1973), San Juan de la Cruz, Madrid, Júcar.
_______ (1993), “Erótica y poesía en la mística de San Juan de la Cruz” en Presencia
de San Juan de la Cruz, Juan Paredes (ed.), Granada, Universidad de Granada, pp. 291-
294.
? ASENSIO, E., (1991), “Tendencias y momentos en el humanismo español”,
Francisco Rico, ed., Historia y Crítica de la literatura española, vol. 2/1, primer
suplemento, Siglos de oro: Renacimiento (Francisco López Estrada, ed.), Barcelona,
Crítica, pp. 26-36.
? BALLESTERO, M., (1977), Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Barcelona,
Península.
_______ (1995), “Poesía y experiencia en el Cántico”, en J. A. Valente y J. Lara
Garrido (eds.), Hermeneútica y mística: San Juan de la Cruz, Madrid, Tecnos, pp. 63-
80.
? BARNSTONE, W., (1972-1973), “Mystic-erotic love in “A living flame of love”,
Revista Hispánica Moderna, XXXVII, pp. 253-261.
? BARUZI, J., (1991), San Juan de la Cruz y el problema de la experiencia mística,
prólogo de José Jiménez Lozano, Valladolid, Junta de Castilla y León.
? BATAILLE, G., (1988), El erotismo, Barcelona, Tusquets.
? BERMEJO, J. M., (1973), “Caza de amor. Dámaso Alonso y San Juan de la Cruz”,
Cuadernos hispanoamericanos, n. 280/282, octubre-diciembre, pp. 356-371.
868

? BLASCO, J., (2005), Cervantes, raro inventor, Alcalá de Henares, Biblioteca de


Estudios Cervantinos.
? BOBES, C., (1986), “Lecturas del Cántico Espiritual desde la Estética de la
Recepción” en Simposio sobre San Juan de la Cruz, José Luengo Muñoz (coord.), pp.
13-51, Ávila, Secretariado Diocesano-Teresiano.
? BOCOS, F., (1991), “Las criaturas en el proceso espiritual de San Juan de la Cruz”,
en San Juan de la Cruz, espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp. 581-596,
Roma, Institutum Carmelitarum.
? BORD, A., (1996), Plotin et Jean de la Croix, Paris, Beauchesne.
? BOUSOÑO, C., (1966), Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos.
_______ (1979), “Símbolos en la poesía de San Juan de la Cruz” en Olivio Jiménez, J.
(ed.), El simbolismo, Madrid, Taurus, pp. 67-94.
? CALDERA, E., (1987), “El manierismo en San Juan de la Cruz” En torno a San Juan
de la Cruz, José Servera Baño (ed.), Madrid, Júcar, pp. 23-56.
? CARAVAGGI, G., (1991), “Vuelta a lo divino y “misterio técnico” en la poesía de
San Juan de la Cruz”, en Ínsula, Septiembre 1991, pp. 9-10.
? CASTRO, G., (1985), “El sentido alegórico de la Sagrada Escritura. San Juan de la
Cruz y la Sylva allegoriarum”, Monte Carmelo, 93, pp. 463-480.
? CASTRO, S., (1990), “La experiencia de Cristo: foco central de la mística”, Ruiz, F.
(ed.) Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad, pp.
169-193.
? CELAYA, G., (1987), “La poesía de vuelta en San Juan de la Cruz”, En torno a San
Juan de la Cruz, José Servera Baño (ed.), Madrid, Júcar, pp. 23-56.
? CEREZO GALÁN, P., (1993), “La antropología del espíritu en San Juan de la Cruz”
en Presencia de San Juan de la Cruz, Juan Paredes (ed.), Granada, Universidad de
Granada, pp. 233-263.
? CERNUDA, L., (1965), Poesía y literatura, Barcelona, Seix Barral.
? CHANDEBOIS, H. (1949-1950), “Lexique, grammaire et style chez St. Jean de la
Croix”, Ephemedides Carmeliticae, pp. 543-547 y 361-368.
? CHIAPPINI, G., (1991), “Dios y la voluntad (para un análisis semántico de la Noche
oscura de San Juan de la Cruz), Ínsula 537, pp. 27-29.
869

_______ (1993), “El modelo general de la semántica del “deseo” en la primera


declaración de la Llama de amor viva (Texto B)”, Actas del Congreso Internacional
Sanjuanista, Junta de Castilla y León, pp. 233-244.
? CHICHARRO, A., (2005), Para una historia del pensamiento literario en España,
Madrid, CSIC.
? CIORAN, E. M., (2000), Cuadernos 1957-1972, Barcelona, Tusquets.
? CLARK, K., (1971), El arte del paisaje, Barcelona, Seix Barral.
? CONTRERAS MOLINA, F., (1993), “El Cantar de los cantares y el Cántico
espiritual”, San Juan de la Cruz, 11, pp. 27-73.
? CORTS GRAU, J., (1942), “San Juan de la Cruz y la personalidad humana”, Escorial,
IX, pp. 187-203.
? COSSIO, J. M., (1942), “Rasgos renacentistas y populares en el Cántico espiritual de
San Juan de la Cruz”, Escorial, IX, PP. 205-228.
? CRISÓGONO DE JESÚS, (1964), Vida y obras de San Juan de la Cruz. Revisión del
texto póstumo del padre Crisógono y notas críticas por Matías del Niño Jesús. Edición
crítica de las obras del doctor místico, notas y apéndices por Lucinio del ss.
Sacramento, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
? CUEVAS, C., La prosa métrica. Teoría. Fray Bernardino de Laredo, Universidad de
Granada, 1972.
_______ (1980), “Santa Teresa, San Juan de la Cruz y la literatura espiritual”, en F.
Rico, ed., Historia y Crítica de la literatura española, vol. 2, Siglos de oro:
Renacimiento (Francisco López Estrada, ed.), Barcelona, Crítica, pp. 490-500.
_______ (1987), “La literatura, signo genérico. La literatura como signo de lo inefable:
el género literario de los libros de San Juan de la Cruz”, En torno a San Juan de la
Cruz, José Servera Baño (ed.), Madrid, Júcar, pp. 23-56.
_______ (1990), “El símil como ornato y prueba en La Subida del Monte Carmelo”, en
La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, María Jesús Mancho
Duque (ed.), pp. 93-109, Universidad de Salamanca.
_______ (1991) “San Juan de la Cruz y la retórica del patetismo”, en San Juan de la
Cruz, espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp. 467-479, Roma, Institutum
Carmelitarum.
_______ (1991a), “Perspectiva retórica de la prosa de la Llama de amor viva”, en
Ínsula, Septiembre 1991, pp. 23-25.
870

_______ (1992), “Aspectos retóricos en la poesía de San Juan de la Cruz”, Edad de Oro
nº. 11, 1992, pp. 29-41.
_______ (1993), “Derramar lágrimas sobre los sentimientos”: retórica afectiva en San
Juan de la Cruz”, en Presencia de San Juan de la Cruz, Juan Paredes (ed.), Granada,
Universidad de Granada, pp.11-33.
_______ (1993a), “San Juan de la Cruz y la transgresión de la norma expresiva”, Actas
del Congreso Internacional Sanjuanista, Junta de Castilla y León, pp. 49-73.
_______ (1996), “Fray Luis de León y la visión renacentista de la naturaleza: estética y
apologética”, en García de la Concha, V. y Lera, J., (eds.), Fray Luis de León, Historia,
humanismo y letras, Universidad de Salamanca, pp. 367-380”.
? DAVIS, E., (1993), “The power of Paradox in the Cántico espiritual”, Revista de
Estudios Hispánicos XXVII, pp. 203-233.
? DAVIS, E. B., (1993), “The power of paradox in the “Cántico espiritual”, Revista de
Estudios Hispánicos, núm. 27, pp. 203-223.
? DE LA CRUZ, B. M., (1966- 1967), “San Juan de la Cruz y la fenomenología
husserliana (I-II), Revista de espiritualidad, 25-26, pp. 62-74 y 171-186.
? DE LA VIRGEN DEL CARMEN, A. (1955), “Presencia de San Agustín en Santa
Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz”, Revista de espiritualidad, 14, pp. 172-184.
? DE SAINT JOSEPH, M. A., (1983), “Naturaleza de la contemplación”, Monte
Carmelo, 91, pp. 13-33.
? DE SURGY, P., (1951), “La source de l´échelle d´amour de Saint Jean de la Croix”,
Revue d´ascetique et de mystique, vol. XXVII, pp. 18-40.
_______ (1951), “Les degrés de l´échelle d´amour chez Saint Jean de la Croix”, Revue
d´ascetique et de mystique, vol. XXVII, pp. 237-259, 327-346.
? DIEGO, G., (1942), “Música y ritmo en la poesía de San Juan de la Cruz”, Escorial,
IX, pp. 163-186.
? DIEGO SÁNCHEZ, M., (1990), “La herencia patrística de Juan de la Cruz”, Ruiz, F.
(ed.) Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad, pp.
83-111.
? DÍEZ DE REVENGA, F. J., (2003), La tradición áurea. Sobre la recepción del Siglo
de Oro en poetas contemporáneos, Madrid, Biblioteca Nueva.
871

? DÍEZ DE SANTA TERESA, M. A., (1962), “La Reentrega de amor así en la tierra
como en el cielo. Influjo de opúsculo pseutomista en San Juan de Cruz”, Ephemerides
Carmeliticae 13, pp. 299-352.
? DISANDRO, C. A., (1993), “Dionysio Areopagita y mística española”, Studia
Patristica vol. XXVII, E. Livingstone (ed.), Leuven, pp. 155-161.
? DOMÍNGUEZ BERRUETA, M., (1897), El misticismo en la poesía, Salamanca,
Imprenta de Calatrava.
? DOMÍNGUEZ MORENO, C., Experiencia mística y psicoanálisis, Cuadernos F y S,
Madrid, 1999.
? DUVIVIER, R., (1980), “Noche oscura del alma” en F. Rico, Historia y crítica de la
Literatura Española II. Renacimiento, F. López Estrada (ed.), Madrid, Crítica, pp.
525-531.
? EGAN, K. J., (1987), “The Spirituality of the Carmelites”, Mc. Guinn, B.,
Meyendorff, J., Raitt, J. (eds.), Christian Spirituality, New York, Crossroad, pp. 50-
62.
_______ (1991), “The biblical imagination of John of the Cross in “The living flame of
love”, San Juan de la Cruz, espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp 507-521,
Roma, Institutum Carmelitarum.
? EGIDO, A., (1985), “Sobre la teoría de la égloga en el Siglo de Oro”, Estudios de
literatura y otras cosas, Barcelona, Destino, pp. 43-77.
_______ (1990), Fronteras de la poesía del Barroco, Madrid, Crítica.
_______ (1995), “El silencio místico y San Juan de la Cruz”, en Hermenéutica y
mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara Garrido (eds), Madrid, Tecnos, pp.
161-196.
? ELIA, P., (1991), “La poesía de Juan de la Cruz entre la oralidad y la escritura”,
Ínsula 537, pp. 7-9.
? FARRÉS BUISÁN, J., (1990), “Testimonio de San Juan de la Cruz sobre la
inefabilidad”, en La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos,
María Jesús Mancho Duque (ed.), pp. 143-154, Universidad de Salamanca.
? FLÓREZ FLÓREZ, R., (1989), “Razón mística: la experiencia de la interioridad en
San Juan de la Cruz y San Agustín”, II Simposio sobre San Juan de la Cruz, José
Muñoz Luengo (coord.), pp. 159-208, Ávila, Secretariado Diocesano-Teresiano
sanjuanista.
872

? GALLEGO MORELL, A., (1993) “San Juan de la Cruz en la Alhambra” en


Presencia de San Juan de la Cruz, Juan Paredes (ed.), Granada, Universidad de
Granada, pp. 217-232.
? GARCÍA DE LA CONCHA, V., (1976), “Tradición y creación poética en un carmelo
castellano del Siglo de Oro”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo LII, pp. 101-
133
_______ (1991), “Guía estética de las ínsulas extrañas”, Ínsula, Septiembre 1991, pp. 1,
35-36.
_______ (2004), Al aire de su vuelo, Madrid, Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores.
? GARCÍA GASTON, E., (1983), “La fuente principal de la estrofa 24ª del Cántico
espiritual (CB)”, Monte Carmelo, 91, pp. 3-10.
? GARCÍA LORCA, F., (1972), De Fray Luis a San Juan: la escondida senda, Madrid,
Castalia.
? GARCÍA ORO, J., (1989), “Reformas y observancias”, en En torno a la mística,
María Jesús Mancho Duque (ed.), pp. 11-27, Universidad de Salamanca.
? GARCÍA PALACIOS, J., (1991), “Consideraciones sobre el símbolo de la “llama” en
San Juan de la Cruz”, en La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y
lingüísticos, María Jesús Mancho Duque (ed.), pp.159-166, Universidad de
Salamanca.
_______ (1991), “Léxico de “luz” y “calor” en “Llama de amor viva”, en San Juan de
la Cruz, espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp. 383-411, Roma, Institutum
Carmelitarum.
? GIBERT, M. T., (1985), “La presencia de San Juan de la Cruz en la obra de T. S.
Eliot” en Revista de literatura, XLVII, 93, pp. 77-92.
? GIMENO CASALDUERO, J., (1979), “La Noche oscura y la Llama de amor viva, de
San Juan de la Cruz: composición y significado”, Cuadernos Hispanoamericanos,
346, pp. 171-181.
? GÓNGORA, L., (1994), Soledades, edición de R. Jammes, Madrid, Castalia.
? GRACIÁN, B., (1988), Agudeza y arte de ingenio II, edición de Evaristo Correa
Calderón, Madrid, Castalia.
? GUERRA, S., (1985), “Símbolo y experiencia espiritual”, Revista de espiritualidad,
44, 1985, pp. 7-49.
873

? GUILLÉN, C., (1989), Teorías de la historia literaria, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 21-
66.
_______ (1998), “El hombre invisible: literatura y paisaje”, en Múltiples moradas,
Barcelona, Tusquets, pp. 98-175.
? GUILLÉN, J., Poesía de San Juan de la Cruz, Madrid, Palma de Mallorca, Papeles de
Son Armadans, num. LVIII y LIX.
? HARO IGLESIAS, M. F. de, (2003), “San Juan de la Cruz en la Historia de la
Literatura Española”, San Juan de la Cruz, 31-32, pp. 227-229.
? HATZFELD, H., (1968), Estudios literarios sobre mística española, Madrid, Gredos.
? HERRÁIZ, M., (1990), “La oración, experiencia teologal”, Ruiz, F. (ed.) Experiencia
y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad, pp. 195-223.
? HERRERA, F. de, (1998), Obras de Garcilaso con anotaciones, estudio bibliográfico
de J. Montero, Universidad de Sevilla.
? HERRERA, R. A., (1966), “Conocimiento y metáfora en San Juan de la Cruz”,
Revista de espiritualidad, 25, pp. 587-598.
_______ (1967), “La metáfora sanjuanista”, Revista de espiritualidad, 26, pp. 155-170.
? HÖLZ, K., (1996), “Exégesis bíblica y erudición filológica en el humanismo
español”, en García de la Concha, V. y Lera, J., (eds.), Fray Luis de León, Historia,
humanismo y letras, Universidad de Salamanca, pp. 145-158.
? JIMÉNEZ LOZANO, J., (1990), “Una estética del desdén”, en La espiritualidad del
siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Mancho Duque, M. J. (ed.), Universidad
de Salamanca, pp. 71-81.
? LANGUELLA, S., (1996), “Baruzi, Maritain, Morel: tres lecturas acerca de la mística
sanjuanista”, El Basilisco, nº 21, pp. 20-21.
? LARA GARRIDO, J., (1986), “La mirada divina y el deseo: exégesis de un símbolo
complejo en San Juan de la Cruz” en Simposio sobre San Juan de la Cruz, José
Luengo Muñoz (coord.), pp. 69-107, Ávila, Secretariado Diocesano-Teresiano.
_______ (1991), “Prólogo”, en San Juan de la Cruz, Cántico espiritual. Poesías,
Manuscrito de Jaén, eds. J. A., et al., Junta de Andalucía-Turner, Madrid, II, pp. XXIII-
LXVI.
_______ (1995), “La primacía de la palabra como música y memoria en San Juan de la
Cruz”, en Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara Garrido
(eds.), Madrid, Tecnos, pp. 123-152.
874

_______ (1997), “Proceso de simbolización y proceso de sentido en el texto (exégesis


de un símbolo complejo en el Cántico Espiritual De San Juan de la Cruz)” en Del Siglo
de Oro (métodos y relecciones), Madrid, Universidad Europea de Madrid, CEES, pp.
303-344.
? LAREDO, B. de, (1998), Subida del Monte Sión, edición de T. H. Martín, Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos.
? LÁZARO CARRETER, F., (1980), “Imitación y originalidad en la poética
renacentista”, Francisco López Estrada, ed., Siglos de Oro: Renacimiento, en
Francisco Rico, ed., Historia y crítica de la literatura española 2, Madrid, Crítica, pp.
91-97.
? LEÓN HEBREO, (2002), Diálogos de amor, traducción de D. Romano; introducción
y notas de A. Soria Olmedo, Madrid, Tecnos / Alianza.
? LLEDÓ, E. (1995), “Juan de la Cruz: notas hermenéticas sobre un lenguaje que se
habla a sí mismo”, en Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. M. Valente y J.
Lara Garrido (eds), Madrid, Tecnos, pp. 99-122.
? LÓPEZ-BARALT, L., (1980), “Huellas del Islam en San Juan de la Cruz”, Vuelta 45,
pp. 5-11.
_______ (1991), “El narcisismo sublime de San Juan de la Cruz: la fuente mística del
Cántico espiritual”, Ínsula 537, pp. 13-15.
_______ (1998), Asedios a lo indecible, Madrid, Trotta.
? LÓPEZ CASTRO, A., (1998), Sueño de vuelo. Estudios sobre San Juan de la Cruz,
Madrid, Fundación Universitaria Española, Universidad Pontificia de Salamanca.
? LÓPEZ ESTRADA, F., (1993), “Volando en las alturas: persecución de una imagen
poética en San Juan de la Cruz” en Presencia de San Juan de la Cruz, en Paredes, J.
(ed.), Granada, Universidad de Granada, pp. 265-290.
? LÓPEZ MUÑOZ, (2000), Fray Luis de Granada y la Retórica, Universidad de
Almería.
? LÓPEZ PINCIANO, A., (1953), Philosophia Antigua Poética, 3 vols., edición de A.
Carballo Picazo, Madrid, Biblioteca de Antiguos Autores Hispánicos.
? LUIS DE GRANADA, (1986), Guía de pecadores, edición, introducción y notas de J.
M. Balcells, Barcelona, Planeta.
_______ (1989), Introducción al Símbolo de la Fe, edición de J. M. Balcells, Madrid,
Cátedra.
875

? LUIS DE LEÓN, (1989), De los nombres de Cristo, edición de C. Cuevas, Madrid,


Cátedra.
_______ (2001), Cantar de los cantares, edición de M. de Santiago, Madrid, San Pablo.
? LY, N., (1991), “Las liras del esposo”, Ínsula 537, pp. 17-19.
_______ (1995), “La poética de los Comentarios (algunos rasgos lingüísticos), en
Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara Garrido (eds.),
Madrid, Tecnos.
? MANCHO DUQUE, M. J., (1982), El símbolo de la noche en San Juan de la Cruz.
Estudio léxico-semántico, Universidad de Salamanca.
_______ (1987), “Panorámica sobre las raíces originarias del símbolo de la noche de
San Juan de la Cruz”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo LXIII, pp. 125-155.
_______ (1990), “Expresiones antitéticas en la obra de San Juan de la Cruz” en La
espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Mancho Duque, M. J.
(ed.), Universidad de Salamanca, pp. 25-35.
_______ (1991), “Antítesis dinámicas de la Noche Oscura”, en San Juan de la Cruz,
espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp. 369-382, Roma, Institutum
Carmelitarum.
_______ (1991a), “Acerca de la `extrañez´ sanjuanista”, Ínsula 537, pp. 29-31.
________ (1998), “Esquivo y junto: lectura de dos versos de la Llama de amor viva”,
Revista de Filología Española LXXVIII, pp. 353-371.
? MARLAY, P., (1972), “On structure and symbol in the Cántico espiritual”, Rincus
Sigele, R., y Sobejano, G., (eds.) Homenaje a Casalduero, Madrid, Gredos, pp. 363-
369.
? MARTÍN, T. H., (1988), “De la vida del cielo (texto-fuente de san Juan de la Cruz)”,
Teología Espiritual, XXXII, pp. 3-70.
_______ (1990), “Los místicos alemanes en la España del XVI y XVII”, en La
espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Mancho Duque, M. J.
(ed.), Universidad de Salamanca, pp. 217-228.
? MARTÍN PORTALES, J. M., (1993), “Jean Baruzi y el problema de la experiencia
mística”, San Juan de la Cruz, 11, pp. 117-132.
? MARTÍN VELASCO, J., (1988), El hombre, ser sacramental (raíces humanas del
simbolismo), Madrid, F y S.
_______ (1994), Espiritualidad y mística, Madrid, F y M/SM.
876

? MENÉNDEZ PELAYO, M., (1881), Discursos leídos ante la Real Academia


Española, Madrid, Imprenta de F. Maroto e Hijos.
________ (1974), Historia de las ideas estéticas vol. II, Madrid, CSIC.
? MIALDEA BAENA, A., (2004), La recepción de la obra de San Juan de la Cruz en
España (siglos XVII, XVIII y XIX), Madrid, Fundación Universitaria Española.
? MILNER, M., (1951), Poésie et vie mystique chez Saint Jean de la Croix, Préface de
J. Baruzi, Paris, Du Seuil.
? MOLHO, M., (1992), “Hermosura / espesura: Sobre la canción CA35 (=CB36) del
Cántico espiritual de Juan de la Cruz”, Voz y letra, III, (2), pp. 3-22.
? MORALES, J. L., (1971), El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz: su relación
con el Cantar de los Cantares y otras fuentes escriturísticas y literarias,
Espiritualidad, Madrid.
? MOREL, G., (1961), Le sens de l´existence selon Saint Jean de la Croix, III
Symbolique, Paris, Aubier.
? MORÓN ARROYO, C., (1990), “Las moradas: Residencia en la Tierra. Sentido
secular del texto místico, en La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y
lingüísticos, María Jesús Mancho Duque (ed.), pp. 11-24, Universidad de Salamanca.
_______ (1991), “Texto de amor vivo”, Ínsula 537, pp. 15-17.
_______ (1996), “Espesor de la letra: la hermenéutica de fray Luis de León”, en García
de la Concha, V. y Lera, J., (eds.), Fray Luis de León, Historia, humanismo y letras,
Universidad de Salamanca, pp. 299-312.
? MOUROUX, J, (1951-1952), “Note sur l´affectivite sensible chez Saint Jean de la
Croix”, Recherches de Science Religieuse, XL, pp. 408-425.
? NAVARRETE, I., (1997), Los huérfanos de Petrarca, Madrid, Gredos.
? NICOLAS DE CUSA, (1984), La docta ignorancia, Barcelona, Orbis.
? NIETO, J. C., (1988), San Juan de la Cruz, poeta del amor profano, Madrid, Swan.
_______ (1991), “El bifrontismo juancruciano”, Ínsula 537, pp. 6-7.
_______ (1992), “El proceso poético de la Llama de amor viva”, Edad de Oro nº. 11,
1992, pp. 123-132.
? OFILADA, M., (2001), “Dios desde la noche. La hermosura y el sentir: el paradigma
teológico de San Juan de la Cruz.” En San Juan de la Cruz 2ªetapa, año XVII, nº. 28 /
2001 (II), pp. 169-187.
877

_______ (2002) San Juan de la Cruz. El sentido experiencial del conocimiento de Dios,
prólogo de Xabier Pikaza, Burgos, Monte Carmelo.
? ORCIBAL, J., (1987), San Juan de la Cruz y los místicos renano-flamencos, Madrid,
Fundación Universitaria Española, Universidad Pontificia de Salamanca.
? O´REILLY, T., (1991), “San Juan de la Cruz y la lectura de la Biblia”, en Ínsula,
Spetiembre 1991, pp. 25 y ss.
_______ (1995), “El Cántico Espiritual y la interpretación mística del Cantar de los
Cantares”, en Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara
Garrido (eds), Madrid, Tecnos, pp. 271-280.
_______ (2003), “La figura de Aminadab en los escritos de San Juan de la Cruz”, San
Juan de la Cruz, 31-32, pp. 187-196.
? OROZCO DÍAZ, E., (1994), Estudios sobre San Juan de la Cruz y la mística del
Barroco vol I., introducción y notas de J. Lara Garrido, Universidad de Granada.
? ORTEGA, A. A., (1942), “En torno a la mística”, Escorial, IX, pp. 229-260.
? OSUNA, F. de, (1972), Tercer Abecededario espiritual, estudio histório y edición de
M. Andrés, Madrid, Biblioteca de Autores cristianos.
? PACHO, E., (1985), “Cuarto centenario de la Llama de amor viva”, Monte Carmelo,
93, pp. 115-121.
_______ (1985a), “La figura de Job en la mística sanjuanística”, Monte Carmelo, 93,
pp. 122-134.
_______ (1990), “Contribución sanjuanista a la mística de la “luz y la oscuridad”
(Integración doctrinal y lingüística), en La espiritualidad del siglo XVI. Aspectos
literarios y lingüísticos, María Jesús Mancho Duque (ed.), pp. 167-183, Universidad de
Salamanca.
_______ (1990a), “Lenguaje y mensaje”, Ruiz, F. (ed.) Experiencia y pensamiento en
San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad, pp. 53-81.
_______ (1991), “Tres poemas, un tratado y un comentario” en Juan de la Cruz,
espíritu de llama, pp. 345-368, Otger Steggink (coord.), Roma, Institutum
Carmelitarum.
_______ (1991a), “Instinto de integración sanjuanista en la segunda redacción del
Cántico espiritual”, Ínsula 537, pp. 20-23.
878

_______ (1993), “San Juan de la Cruz: problemática textual y problemática


hermenéutica”, en Presencia de San Juan de la Cruz, J. Paredes (ed), Universidad de
Granada, pp. 49-95.
_______ (1995), “Descubre tu presencia: la estrofa once del segundo Cántico”, Monte
Carmelo, 103.2, pp. 307-331.
_______ (1995a), “Lenguaje técnico y lenguaje popular en San Juan de la Cruz”, en
Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara Garrido (eds.),
Madrid, Tecnos, pp. 197-220).
? PALMA, B. de., (1998), Via spiritus, edición de T. H. Martín, Madrid, Biblioteca de
Autores Cristianos.
? PARKER, A. A., (1986), La filosofía del amor en la literatura española (1480-1680),
Madrid, Cátedra.
? PAZ, O., (1971), “Poesía de soledad y poesía de comunión” en Las peras del olmo,
pp. 95-106, Barcelona, Seix Barral.
_______ (1998), Los hijos del limo, Barcelona, Seix-Barral.
? PEERS, A., (1951), The Mystics of Spain, London, Allen and Unwin.
? PEGO PUIGBÓ, A., (2004), El Renacimiento espiritual, Madrid, CSIC.
? PIKAZA, X., (1992), El “Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz, Madrid,
Ediciones Paulinas.
? RICO, F., (1970), El pequeño mundo del hombre: varia fortuna de una idea en las
letras españolas, Madrid, Castalia.
_______ (2002), El sueño del humanismo, Barcelona, Destino.
? RODRÍGUEZ DE LA FLOR, F., (1995), Emblemas, lecturas de la imagen simbólica,
Madrid, Alianza.
? ROLLÁN, M. S., (1990), “Poética del espacio místico en San Juan de la Cruz”, en La
espiritualidad del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, María Jesús Mancho
Duque (ed.), pp. 155-158, Universidad de Salamanca.
_______ (1991), “De la fe angustiada a las ansias de amor” en San Juan de la Cruz,
espíritu de llama, Otger Steggink (coord.), pp. 863-881, Roma, Institutum
Carmelitarum.
? RUBÍ, B. de, (1951), “Mística Sanjuanista y sus relaciones con la Escuela
Franciscana”, Estudios Franciscanos LII, pp. 77-96.
879

? RUFFINATO, A., (1979), “Los códigos del eros y el miedo en San Juan de la Cruz”,
Dipositio (Estudios), IV, 10, pp. 1-26.
? RUIZ, F., (1962), “Cimas de contemplación. Exégesis de la Llama de amor viva”,
Ephemerides Carmeliticae 13, pp. 257-298.
_______ (1966), “Funciones del conocimiento en la oración mental”, Revista de
espiritualidad, 25, pp. 75-89.
_______ (1985), “El símbolo de la Noche oscura”, Revista de espiritualidad, 44, 1985,
pp. 79-110.
_______ (1986), Místico y maestro San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad.
_______ (1990), “Unidad y contrastes: hermenéutica sanjuanista”, Ruiz, F. (ed.)
Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid, Espiritualidad, pp. 17-52.
? SÁNCHEZ DE MURILLO, J., (1990), “El pensamiento fundamental de la
fenomenología moderna en la doctrina mística de San Juan de la Cruz”, San Juan de la
Cruz, 6, pp. 9-41.
? SANCHÍS ALVENTOSA, J., (1946), La escuela mística alemana y sus relaciones
con nuestros místicos del Siglo de Oro, Madrid, Verdad y vida.
? SANTIAGO, M. de (ed.), (2003), San Juan de la Cruz, Poesía completa, Barcelona,
Ediciones 29.
? SEBOLD, R. P., (2003), Lírica y poética en España (1536-1870), Madrid, Cátedra.
? SENABRE, R., (1993), “Sobre la composición del Cántico espiritual”, Actas del
Congreso Internacional Sanjuanista, Junta de Castilla y León-Consjería de Cultura y
Turismo, Valladolid, pp. 95-106.
? SERÉS, G., (2003), La literatura espiritual en los Siglos de Oro, Madrid, Laberinto.
? SERVERA BAÑOS, J., (1991), “La crítica literaria de la Generación del 27 sobre San
Juan de la Cruz”, Ínsula 537, pp. 33-34.
? SESÉ, B., (1991), “Teoría y práctica del deseo según San Juan de la Cruz”, Ínsula
537, pp. 31-33.
_______ (1995), “Poética del sujeto místico según San Juan de la Cruz”, en J. A.
Valente y J. Lara Garrido (eds.), Hermeneútica y mística: San Juan de la Cruz, Madrid,
Tecnos, pp. 81-95.
? SORIA OLMEDO, A., (1991), “San Juan de la Cruz y la literatura contemporánea”,
en San Juan de la Cruz y la literatura de su tiempo, Madrid, Turner.
? STEINER, G., (1982), Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa.
880

_______ (2001), Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela.


? TAYLOR, B., (2005), “Lecturas alegóricas de las Metamorfosis de Ovidio en la
España del Siglo de Oro”, en Sanmartin Bastida, R. y Vidal Doval, R. (eds.), Las
metamorfosis de la alegoría, Madrid, Iberoamericana, pp. 225-248.
? TERESA DE JESÚS, (1999), Libro de la vida, Edición de E. di Pastena. Prólogo de
V. García de la Concha, Barcelona, Círculo de lectores.
? THOMPSON, C., (1985), El poeta y el místico, Madrid, Swan.
_______ (1988), “The many paradoxes of the mystics”, Homenaje a Eugenio Asensio,
Madrid, Gredos, pp. 471-485.
_______ (1991), “Aminadab tampoco parecía: presencia y ausencia en el Cántico y en
el Cantar”, Ínsula, Septiembre, 1991, pp. 10-12.
_______ (1992), “La tradición mística occidental: dos corrientes distintas en la poesía
de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León”, Edad de Oro nº. 11, (1992), pp. 187-
194.
_______ (1993), “Literatura, teología y experiencia en San Juan de la Cruz” en
Presencia de San Juan de la Cruz, Paredes, J. (ed.), Granada, Universidad de Granada,
pp. 97-165.
________ (1993a), “El mundo metafórico de San Juan de la Cruz”, Actas del Congreso
Internacional Sanjuanista, Junta de Castilla y León, pp. 75-93.
_______ (1996), “La teoría de los nombres y la metáfora en la poesía de fray Luis de
León”, en García de la Concha, V. y Lera, J., (eds.), Fray Luis de León, Historia,
humanismo y letras, Universidad de Salamanca, pp. 549-555.
_______ (2002), Canciones en la noche, Madrid, Trotta.
? TORRES MARCOS, M., (1989), San Juan de la Cruz (un tesoro escondido), Ávila,
Asociación Educativa Signum Christi.
? UNAMUNO, M. de, (1986), En torno al casticismo, Madrid, Alianza.
? UNDERHILL, E. (1955), Mysticism, New York, Nonday Press.
? URBINA, F., (1982), Comentario a Noche oscura del espíritu y La subida al Monte
Carmelo de San Juan de la Cruz, Madrid, Ediciones Marova.
? VALENTE, J. A., (1991), “Noticia incierta”, en San Juan de la Cruz, Cántico
espiritual. Poesías, Manuscrito de Jaén, J. A. Valente (ed), Junta de Andalucía-Turner,
Madrid, II (Transcripción), pp. XI-XX.
881

_______ (1991), Variaciones sobre el pájaro y la red, precedido de La piedra y el


centro, Barcelona, Tusquets.
_______ (1995), “Formas de lectura y dinámicas de la tradición” en Hermenéutica y
mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y J. Lara Garrido (eds.), Madrid, Tecnos,
pp. 15-22.
_______ (2004), La experiencia abisal, Barcelona, Galaxia Gutemberg / Círculo de
Lectores.
? VERDON, T., (1990), “Christianity, the Renaissance and the Study of History”, T.
Verdon y J. Henderson (eds.), Christianity and the Renaissance, Syracuse University
Press, pp. 1-37.
? VIDE, V., (1999), Los lenguajes de Dios, Bilbao Universidad de Deusto.
? VILANOVA, E., (1995), “Lógica y experiencia en San Juan de la Cruz”, en J. A.
Valente y J. Lara Garrido (eds.), Hermeneútica y mística: San Juan de la Cruz,
Madrid, Tecnos, pp. 35-62.
? VILNET, J., (1949), Bible et mystique chez Saint Jean de la Croix, Brujas, Desclée
De Brouwer.
? WARBURG, A., (2005), El Renacimiento del paganismo, Madrid, Alianza.
? WARD, G., (2002), “In the daylight forever? Language and silence”, en Davies, O. y
Turner, D. (eds.), Silence and the Word, Cambridge University Press, pp. 159-184.
? WARD, J., (1988), “Magic and Rhetoric from Antiquity to the Renaissance: Some
Ruminations”, Rhetorica, vol. VI, n. 1, pp. 57-118.
? YNDURAIN, D., (1991), “Y pacerá el amado entre las flores”, en San Juan de la
Cruz, espíritu de llama, Steggink, O. (coord.), pp. 449-465, Roma, Institutum
Carmelitarum.
_______ (1991a), “San Juan, doctor de la Iglesia”, Ínsula 537, p. 20.
_______ (1993), “Canto de serenas”, en Presencia de San Juan de la Cruz, en Paredes,
J. (ed.), Granada, Universidad de Granada, pp.35-48.
_______ (1994), Humanismo y Renacimiento en España, Madrid, Cátedra.
_______ (1997), “Mi amado las montañas”, Boletín de la Real Academia Española
LXXVII, pp. 165-196.
? YNDURAIN, F., (1969), “San Juan de la Cruz, entre alegoría y simbolismo”, en
Relectura de los clásicos, Madrid, Prensa Española.
882

OBRAS CITADAS DE CARÁCTER GENERAL

? AGAMBEN, G., (2003), El lenguaje y la muerte, Valencia, Pre-textos.


_______ (2005), Profanaciones, Barcelona, Anagrama.
? ANTÓN PACHECO, J. A., (2003), Los testigos del instante, Madrid, Biblioteca
Nueva.
? BARTHES, R., (2005), El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos críticos,
Madrid, Siglo XXI.
_______ (2005a), Crítica y verdad, Madrid, Siglo XXI.
? BLUMENBERG, H., (2000), La legibilidad del mundo, Barcelona, Paidos.
_______ (2003), Paradigmas para una metaforología, Introducción y estudio
introductorio de J. Pérez de Tudela Velasco, Madrid, Trotta.
? FERRATER MORA, J., (1999), Diccionario de filosofía de bolsillo, 2 vols., Alianza,
Madrid.
? FERRARIS, M., (2000), Historia de la hermenéutica, Madrid, Akal.
_______, (2004) La hermenéutica, Madrid, Cristiandad.
? FLETCHER, A., (2002), Alegoría, Madrid, Akal.
? GADAMER, H. G., (1995), El inicio de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós.
_______ (1996) Verdad y método, Salamanca, Sígueme.
_______ (1996a), Estética y hermenéutica, Madrid, Tecnos.
_______ (1997), “Rethoric, Hermeneutics and Ideologie-Critique”, W. Jost y M. Hyde
(eds.), Rethoric and Hermeneutics in our time: a reader, Yale University Press, pp.
313-334.
_______ (1998), La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidos.
_______ (1998a), Arte y verdad de la palabra, Barcelona, Paidos.
_______ (1999), Mito y razón, Barcelona, Paidós.
_______ (2000), Verdad y método II, Salamanca, Sígueme.
_______ (2000a), La dialéctica de Hegel, Madrid, Cátedra.
_______ (2001), El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra.
883

_______ (2001a), El problema de la conciencia histórica, traducción e introducción de


A. Domingo Moratalla, Madrid, Tecnos.
_______ (2001b), El inicio de la sabiduría, Barcelona, Paidós.
_______ (2002), Los caminos de Martin Heidegger, Barcelona, Herder.
_______ (2002a), Acotaciones hermenéuticas, Madrid, Trotta.
_______ (2004), Hermenéutica de la Modernidad. Conversaciones con Silvio Vietta,
Madrid, Trotta.
? GARCÍA BERRIO, A., y HUERTA CALVO, J., (1999), Los géneros literarios:
sistema e historia, Madrid, Cátedra.
? HEIDEGGER, M., (1988), Identidad y diferencia, prólogo de A. Leyte, Barcelona,
Anthropos.
_______ (1993), Kant y el problema de la metafísica, México, FCE.
_______ (1995), Arte y poesía, México, Fondo de Cultura Económica.
_______ (1996), Schelling y la libertad humana, Caracas, Monte ávila.
_______ (1996a). La autoafirmación de la Universidad alemana. El Rectorado, 1933-
1934. Entrevista del Spiegel. Estudio preliminar, traducción y notas de R. Rodríguez,
Madrid, Tecnos.
_______ (1998), Caminos de bosque, Madrid, Alianza.
_______ (1998b), El ser y el tiempo, México, Fondo de Cultura Económica.
_______ (1999), Introducción a la filosofía, Madrid, Cátedra.
_______ (1999a), Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Madrid, Alianza.
_______ (2000), Hitos, Madrid, Alianza.
_______ (2001), Estudios de mística medieval, Madrid, Siruela.
_______ (2001a), Conferencias y discursos, Barcelona, Ediciones del Serbal.
_______ (2002a), Serenidad, Barcelona, Ediciones del Serbal.
_______ (2002b), De camino al habla, Barcelona, Ediciones del Serbal.
_______ (2002c), Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, Madrid, Trotta.
_______ (2003) Introducción a la metafísica, Barcelona, Gedisa.
_______ (2003a) La proposición del fundamento, Barcelona, Gedisa.
_______ (2005), Nietzsche, Barcelona, Destino.
_______ (2005a), Parménides, Madrid, Akal.
_______ (2005b), Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, Siruela.
? HONIG, E., (1982), Dark conceit: the making of allegory, Brown University Press.
884

? LAWRANCE, J., (2005), “Las siete edades de la alegoría”, en Sanmartin Bastida, R.


y Vidal Doval, R. (eds.), Las metamorfosis de la alegoría, Madrid, Iberoamericana,
pp. 17-50.
? PARDO, J. L., (2006), La metafísica, Valencia, Pre-textos.
? PÉREZ RIOJA, J. A., (1997), Diccionario de símbolos y mitos, Madrid, Tecnos.
? PÖGGELER, O., (1993), El camino del pensar de Martin Heidegger, Madrid,
Alianza.
? QUILLIGAN, M., (1979), The language of allegory, London, Cornwell University
Press.
? RICOEUR, P., (1969), Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, prólogo de José Luis
Aranguren.
_______ (1999), Historia y narratividad, Barcelona, Paidós, Introducción de A.
Gabilondo y G. Aranzueque.
_______ (2001) La metáfora viva, Madrid, Ediciones Cristiandad.
? RORTY, R., (2001), La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra.
? SAID, E. W., (2004), El mundo, el texto y el crítico, Barcelona, Debate.
? TODOROV, T., (1972), “Introduction à la symbolique”, Poétique, n. 12, pp. 273-308.
_______ (1974), “Recherches sur le symbolisme linguistique”, Poétique, n. 18, pp. 215-
245.
_______ (1978), Symbolisme et interprétation, Paris, Du Seuil.
_______ (1990), Théories du symbole, Paris, Seuil.
_______ (2005), Crítica de la crítica, Barcelona, Paidós.
? WHITMAN, J., (1987), Allegory: the dynamics of an Ancien and Medieval
Technique, Oxford, Oxford University Press.
885
886

Índice

Parte primera. Alegoría y metafísica


Introducción… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ...… 5

La alegoría en la Antigüedad grecolatina

I. El nacimiento de la alegoría. Su contexto histórico. Los cambios sociales, políticos,


religiosos y culturales de Grecia en el siglo VI a. C… … … … … … … … … … … … … .. .11
II. El nacimiento de la alegoría. De la palabra-mágica a la palabra-diálogo. La alétheia.
La censura filosófica de Homero y Hesíodo. Sus primeros defensores. Jenófanes de
Colofón, Teágenes de Regio… … … … … … … … … … … … … … … … … … ..… … … … ..25
III. Heráclito de Éfeso… ...… … … … … … … … … … … … … ....… … … … .… ...… … … ..53
IV. La hypónoia: etimología. Concepto. Clases. Las primeras retóricas. Los sofistas.
Isócrates… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..67
V. El antialegorismo de Platón: de la expulsión de los poetas a la alegoría de la caverna
La generalización de la alegoría: las escuelas cínica y estoica… … … … … … … … … … 85
VI. La generalización de la alegoría: las escuelas cínica y estoica… … … ..… … … .… 105
VII. Aristóteles y el problema de la analogía… … … … … … … … ..… .… … … … … … .119
VIII. La alegoría en la hermenéutica postaristotélica (siglos III a. C.-I d. C.). Algunas
propuestas de clasificación. La polémica entre Alejandría y Pérgamo… … … … … … .139
IX. La alegoría en algunas retóricas clásicas. Retórica a Herenio, Cicerón, Quintiliano,
Demetrio y Longino… … … … … … … … … ..… … … … … … … … … … … … … … … … .157
X. Los alegoristas de los siglos I y II d. C.: Cornuto, pseudo-Heráclito, pseudo-Plutarco.
La reacción de Plutarco… … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..… … .… … ..185
XI. La alegoría neoplatónica. Proclo y el problema del simbolismo… … … … … … … 203

La alegoría cristiana

XII. Filón de Alejandría y la alegoría judeo-platónica… … … … ..… … … … … … … … 243


XIII. La tipología paulina y la alegoría… … … … … … … … … … … … … … ..… … .… ..257
XIV. La alegoría cristiana. La polémica entre Alejandría y Antioquía… … … … … … .277
887

XV. Hacia la codificación de la mística de la oscuridad: Gregorio de Nisa y Pseudo-


Dionisio Areopagita......................................................................................................305
XVI. Agustín de Hipona y la exégesis alegórica… … … … … … .… … .… … … … … … .327
XVII. La alegoría deliberada… … … … … … … … … … … … .… … … … … … … … .… ...351
XVIII. El problema de la allegoria in factis y el alegorismo universal… … .… … … ...373
XIX. Los cuatro sentidos de la Escritura… … … … … … … … … … … … .… … … … … ..389
XX. Algunos rasgos fundamentales de la mística medieval… … … … … … … … … … .403
1. La mística agustiniana… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … 403
2. La mística del siglo XII… … … … … … … … … … … .… … … … … … … … … … 411
3. La mística del siglo XIII… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … .424
4. La mística del siglo XIV… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … .436
5. La mística del siglo XV… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..442

La alegoría y la estética moderna

XXI. La alegoría y la estética moderna… … … … … … … … … … … … … … … … … … .449


1. La estética prekantiana… … … … … … … … … … … ...… … … … … … … … … … 456
2. El símbolo en la Crítica del juicio… … … … … … … … … … … … … … … … … ..464
3. El símbolo en la estética de Schelling..… … .… … … … … … … … … … … … … .486
4. El símbolo en la Estética de Hegel… … … … … … … … … … … … … … … … … .497
5. La descomposición de la estética idealista … … … … … ..… … … … … … … … ..512
6. El símbolo neokantiano… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..521
7. El símbolo en el pensamiento de Tzvetan Todorov … … … … … ..… … … … … 532
8. La rehabilitación de la alegoría: Walter Benjamin… … … … … … … … … … … .562
9. La alegoría en el pensamiento irónico de Paul de Man… … … … ..… … … … … 567
10. Símbolo y alegoría en el pensamiento heideggeriano. Gadamer. Vattimo… ..577

Parte segunda. El problema de la alegoría en la obra de San Juan de la Cruz


Introducción … … … … … … ..… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … 607

I. La alegoría y el símbolo en la crítica sanjuanista (aproximación sistematizadora al


estado de la cuestión) … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … 615
II. Literalismo y exégesis alegórica. El problema de los comentarios en prosa … … ...679
888

III. La proyección alegórica del Cantar de los cantares en la obra de San Juan de la
Cruz… .… … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..… … … … … … … … … … … 715
IV. La tradición mística y su expresión alegórica en la obra de San Juan de la Cruz
… … … … … … .… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..731
V. La Llama de amor viva… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … .751
VI. El Cántico espiritual… … … … … … … … … … … … … … … ....… … ..… … … … … .767

Conclusiones… … … … … … … … … … … … .… … … … … … … … … … … … … … … … .821

Bibliografía … … … … … … … … … … … … … … … ..… … … … … … … … … … … … … .833


889

También podría gustarte