TRATADO DIOS CREADOR - L. OTT. FJ DCJ Correa
TRATADO DIOS CREADOR - L. OTT. FJ DCJ Correa
TRATADO DIOS CREADOR - L. OTT. FJ DCJ Correa
OTT
TRATADO DE DIOS CREADOR
Bibliografía: J. H. OSWALD, Die Schopfungslere, Pa 1893. C. GUTBERLET, Gott und die Schopfung, Re
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G 1960. L. SCHEFFCZYK, Schopfung und Vorsehung (Handbuch der Dogmengeschichte II 2a), Fr 1963.
Sección primera
Capítulo primero
Todo cuanto existe fuera de Dios ha sido sacado de la nada por Dios en cuanto a
la totalidad de su sustancia (de fe).
Crear, en sentido filosófico y teológico, significa producir una cosa de la nada: «productio rei ex nihilo (=non ex
aliquo)»; concretando más: «ex nihilo sui et subiecti» (y no «ex nihilo causae»), es decir, que antes del acto creador no
existía la cosa como tal, ni tampoco sustrato material alguno del que pudiera haber sido sacada. SANTO TOMÁS
ofrece la siguiente definición: «Creatio est productio alicuius rei secundum suam totam substantiam nullo praesupposito,
quod sit vel increatum vel ab aliquo creatum» (S.th. I 65, 3). Hay que distinguir de esta creación en sentido estricto
(creatio prima) la llamada creatio secunda, que consiste en la información y animación de la materia informe.
1
a) Prueba indirecta de la creación del mundo ex nihilo es que la Sagrada Escritura no
aplica más que a Dios el nombre de Yahvé y el significado de Ser absoluto que encierra ; mientras
que a todas las otras cosas las llama «nada» en comparación con Dios. De ahí hay que concluir
que todas las cosas extradivinas han recibido su existencia de Dios; cf. Is 42, 8; 40, 17. El
nombre divino de Adonai (griego) se refiere a Dios como dueño y señor de cielos y tierra,
precisamente en virtud de la creación. Un derecho de dominio y propiedad absolutamente
ilimitado sólo puede fundarse en la creación de la nada; cf. 88, 12; Esther 13, 10ss; Mt 11, 25.
b) Se afirma expresa y directamente la creación del mundo de la nada, según
interpretación común de judíos y cristianos, en Gen 1, 1: «Al principio creó Dios el cielo y la
tierra». Obsérvese que en este importantísimo texto no se habla de ningún sustrato material que
precediera al acto creador (materia ex qua). La expresión «Al principio, sin otra ulterior
determinación, significa el principio absoluto, es decir, el instante antes del cual nada existía
fuera de Dios y en el cual comenzaron a existir las cosas distintas de Dios. «El cielo y la tierra es
el universo entero, es decir, todas las cosas distintas de Dios, el mundo. El verbo bârâ’ (= crear)
puede significar también producir en sentido amplio, pero en la Sagrada Escritura se aplica casi
exclusivamente a la actividad divina y siempre que ésta no va ligada a una materia preexistente,
de la cual Dios produzca algo. Según la mente del relato bíblico, el verbo a que nos referimos
significa, en Gen 1, 1, que Dios creó el mundo de la nada; cf. Ps 123, 8; 145, 6; 32, 9.
La fe del pueblo judío en la creación, basada en este pasaje de Gen 1, 1, la testifica el
libro segundo de los Macabeos (2 Mbe7, 28), en el que la madre de los Macabeos, «llena de
sabiduría» (v 21), anima al martirio a su hijo más pequeño recordándole esta verdad: «Te suplico,
hijo mío, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo
hizo todo Dios» (griego, ex nihilo); cf. Sap 1, 14: «Él creó todas las cosas para la existencia,
Rom 4, 17: «Dios... que llama a lo que es, lo mismo que a lo que no es».
Sap 1, 18: «Tu mano omnipotente creó el mundo de la materia informe» (en griego), se refiere, según el
contexto, a la creatio secunda; lo mismo hay que decir de Hebr 11, 3: «Por la fe conocemos que los mundos han sido
dispuestos por la palabra de Dios, de suerte que de lo invisible ha tenido origen lo visible»; cf. Gen 1, 2, según G: «La
tierra era invisible (griego) y se hallaba informe.»
b) Los santos padres consideran la creación del mundo de la nada como una verdad fundamental de la fe
cristiana, defendiéndola contra el falso dualismo de la filosofía pagana y de las herejías gnósticas y maniqueas. El Pastor
de HERMAS escribe hacia mediados del siglo II: «Cree ante todo que no hay más que un solo Dios que ha creado todas
las cosas y las dispone sacándolas del no ser al ser» (Mand. I 1). Contra el dualismo de los paganos y de los gnósticos y
maniqueos escribieron principalmente SAN TEÓFILO DE ANTIOQUIA (Ad Autol. II 4, 10), SAN IRENEO (Adv. haer. I
22, I; II 10, 4; Epidexis I 1, 4), TERTULIANO (Adv. Hermogenem I; De DrAeSCr 13; ATO/Og ]7) Y SAN AGUSTÍN
(De Genesi contra Manichaeos).
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§ 2. LA IDEA DIVINA DEL MUNDO
Las ideas divinas en su faceta subjetiva, es decir, como pensamientos de Dios, son eternas e inmutables, pues se
identifican con la sabiduría y esencia de Dios. En su faceta objetiva, es decir, en cuanto a su contenido, son temporales y
mudables, pues versan sobre imitaciones finitas de las perfecciones divinas. Por la infinita simplicidad de su ser, en Dios
no hay más que una sola idea. Pero, en cuanto esta idea abarca muchos objetos distintos de Dios, se habla de pluralidad de
ideas divinas.
SAN AGUSTÍN supo transformar en sentido cristiano la doctrina platónica sobre las ideas, trasladando las ideas
eternas a la mente divina; cf. In Ioh. tr. 1, 16 s; v. De Dios Trino y Uno, § 23.
1. Motivo
Dios fue movido por su bondad a crear libremente el mundo (de fe).
El fin subjetivo de la creación («finis operantis»), o motivo que indujo a Dios a crear el mundo, es, como declara
el concilio provincial de Colonia de 1860, el amor de su bondad absoluta («amor bonitatis suae absolutae»). Tal amor le
movió a dar existencia a seres finitos, para hacerles partícipes de sus propias perfecciones. El concilio del Vaticano
declaró: «Deus bonitate sua et omnipotenti virtute, non ad augendam suam beatitudinem nec ad acquirendam, sed ad
mallifestandam perfectionem suam per bona, quae creaturis impertitur, liberrimo consilio... utramque de nihilo condidit
creaturam» (Dz 1783; cf. Dz 706). Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el motivo fundamental de la acción
creadora divina se encuentra en Dios mismo: «Todo lo ha hecho Yahvé para sus fines» (Prov 16, 4).
Los padres testimonian que Dios ha creado las cosas de este mundo no porque tuviese necesidad de ellas, sino
para «verter sobre ellas sus beneficios» (SAN IRENEO, Adv. haer. IV, 14, 1). ORÍGENES enseña: «Cuando Dios al
principio creó lo que quería crear, es decir, naturalezas racionales, no tenia otro motivo para crear que Él mismo, esto es,
su bondad» (De princip. II, 9, 6), SAN AGUSTÍN dice: «Porque Él es bueno, nosotros existimos» (De doctr. christ. I 32,
35); cf. SAN HILARIO, In Ps. 2, 15; SAN AGUSTÍN, De civ. Dei XI, 24; SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. II, 2.
La absoluta plenitud de ser de Dios y su infinita felicidad, que en aquélla se funda ( in se et ex se beatissimus; Dz
1782), excluyen terminantemente que el motivo que Dios tuvo para realizar el acto creador radique en algo fuera de Dios.
SANTO TOMÁS nos enseña: «Dios no obra en provecho suyo, sino únicamente por su bondad» (S.th. I 44, 4 ad 1).
2. Finalidad
a) El fin objetivo de la creación (finis operis), es decir, el fin que radica en la misma obra
creada, es primariamente la manifestación de las perfecciones divinas con la subsiguiente
glorificación de Dios. El concilio del Vaticano definió: «Si quis... mundum ad Dei gloriam
conditum esse negaverit», a. s. (Dz 1805).
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La gloria que dan las criaturas a Dios se denomina gloria externa. Se divide en objetiva
y formal. La primera la tributan todas las criaturas, sin excepción, por el hecho de su mera
existencia, en cuanto que las perfecciones de las criaturas reflejan las perfecciones del Creador;
cf. Ps 18, 2: «Los cielos pregonan la gloria de Dios»; Dan 3, 52 ss (Benedicite); Ps 148. La gloria
formal la rinden únicamente las criaturas racionales con su entendimiento y voluntad por el
hecho de que ellas conocen y reconocen la perfección de Dios; cf. Ps 146-150 (Laudate
Dominum).
Conforme nos enseña la Sagrada Escritura, Dios no solamente es el alfa sino también la
omega; no es únicamente el principio sino también el fin y la meta de todas las cosas; Apoc 1, 8:
«Yo soy el alfa y la omega [es decir, el principio y el fin], dice el Señor Dios»; cf. Rom 11, 36:
«De Él y por Él y para Él son todas las cosas»; cf. Prov 16, 4. Según TERTULIANO, Dios sacó
al mundo de la nada «para ornato de su gloria» (Apol. 17).
No hay razón para objetar, como lo hicieron Descartes, Hermes y Gunther que significaría egoísmo reprobable el
que Dios pretendiera su propia honra como fin de la creación. Las criaturas no pueden acrecentar la perfección y felicidad
de Dios; y, además, la actividad divina, como perteneciente al supremo Bien, ha de ordenarse por fuerza al fin supremo,
que no es sino la gloria misma de Dios.
Para refutar la objeción de que la gloria externa de Dios, en cuanto que es algo finito, no puede ser el fin último
de la creación, hay que distinguir entre el finis qui y el finis quo de la obra creadora.
El finis qui (fin objetivo) es aquello que se pretende. Infinito
El finis quo (fin formal) es aquello por lo cual se alcanza lo pretendido. La Gloria de Dios. Finito
El finis qui de la obra de la creación es la interna bondad de Dios, que se identifica con su esencia.
El finis quo es la participación de las criaturas en la bondad de Dios, que constituye al mismo tiempo la felicidad de las
criaturas.
La definición del concilio del Vaticano (Dz 1805) según la cual el mundo ha sido creado para gloria de Dios se refiere al
finis quo, ya que la participación de las criaturas en la bondad de Dios coincide con la gloria externa de Dios. Las
perfecciones de las criaturas son reflejos de las perfecciones del Creador (gloria obiectiva). La consideración de las
perfecciones de lo creado conduce a las criaturas racionales a conocer y reconocer las perfecciones del Creador ( gloria
formalis). Mientras el finis quo es finito, el finis qui es, por el contrario, infinito. A éste se refieren los textos de la Sagrada
Escritura cuando señalan a Dios como fin último de todo lo creado.
Bibliografía: J. B. STUFLER, Die LeAre des hl. Thomas v. Aquin uber den Endaweck des Schopfer.s und der
Schofifung, ZkTh 41 (1917) 656-700 G. PADOIN, I1 fine della freacione nel pensiero di S. Tommaso, R 1959.
Es contraria a la doctrina de la Iglesia la opinión de A. Gunther, quien asigna desde luego la idea del mundo y el
decreto de la creación a las tres divinas Personas, pero atribuye exclusivamente la ejecución de ese decreto a la segunda
Persona y la restauración de las relaciones entre las criaturas y el Creador a la tercera Persona.
La Sagrada Escritura pone de manifiesto la comunidad de operación del Padre y del Hijo
fundándola en la comunidad de naturaleza; cf. Ioh 5, 19; 14, 10 (c. De Dios Trino, § 20). La
Sagrada Escritura atribuye la acción creadora unas veces al Padre y otras al Hijo; cf. Mt 11, 25;
Ioh 1, 3; Col 1, 15 s; 1 Cor 8, 6; Hebr 1, 2; cf. SAN AGUSTÍN, De Trin. V 13, 14: «Decimos que
Dios con respecto a la creación es un solo principio, no dos o tres».
Desde San AGUSTÍN, es doctrina común de los teólogos que las criaturas irracionales son vestigio ( vestigium)
de la Santísima Trinidad, las criaturas racionales imagen (imago), y las que se hallan elevadas por la gracia santificante
ofrecen una semejanza (similitudo) de la misma; S.th. I 45, 7; 93, 5-9.
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1952.
1. Libertad de contradicción
Dios creó el mundo libre de toda coacción externa y de toda necesidad interna
(de fe).
El concilio del Vaticano declaró que Dios, «con libérrima decisión» (liberrimo consilio) y
«con voluntad libre de toda coacción» («voluntate ab omni necessitate libera»), realizó el acto
creador; Dz 1783, 1805; cf. Dz 706. La definición del Vaticano se refiere primordialmente a la
libertad de contradicción, según la cual Dios pudo crear y no crear. Va dirigida principalmente
contra Hermes, Gunther y Rosmini, los cuales aseguraban que la bondad de Dios le impuso a sí
mismo la necesidad de crear.
La Sagrada Escritura y la tradición consideran el acto creador como una libre
determinación tomada por Dios; Ps 134, 6: «Yahvé hace cuanto quiere en los cielos y en la
tierra»; Apoc 4, 11: «Tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas»; cf.
Ps 32, 6; Sap 9, 1; 11, 26; Eph 1, 11.
SAN AGUSTÍN comenta a propósito de Ps 134, 6: «La causa de todo lo que hizo fue decisión de su voluntad»
(Enarr. In Ps. 134, 10); cf. SAN IRENEO, Adv. haer. II 1, 1; III 8, 3.
Es incompatible con la absoluta plenitud de ser de Dios y con la perfecta autonomía que ella supone cualquier
género de coacción externa o necesidad interna. No es posible deducir de la bondad de Dios el carácter necesario de la
creación, porque el ansia de comunicarse, que es propia de la esencia misma de la bondad («bonum est diffusivum sui»),
queda satisfecha de forma mucho más perfecta por medio de las procesiones divinas inmanentes. La bondad de Dios le
invita, sí, a comunicarse al exterior de manera finita, pero no le fuerza a ello; cf. S.th. I 19, 3.
2. Libertad de especificación
«Dios tuvo libertad para crear este mundo u otro cualquiera» (sent. cierta).
5
Así lo declaró el sínodo provincial de Colonia del año 1860, contra las doctrinas de
Abelardo, Malebranche y Leibniz, que sostenían el optimismo absoluto según el cual Dios había
creado el mejor de todos los mundos concebibles; cf. Dz 374. El mundo que de hecho ha sido
creado no alcanzaría el grado supremo de perfección que es en sí posible. Dios no estaba
tampoco obligado para consigo mismo a crear el mundo mejor, ya que éste en nada acrecentaría
su perfección y felicidad esencial. Y si negásemos a Dios la libertad para haber escogido entre
este mundo u otro cualquiera (libertad de especificación), entonces restringiríamos
injustificadamente la omnipotencia divina, que no encuentra otra barrera que lo intrínsecamente
imposible.
El concilio de Florencia declaró en el Decretum pro Iacobitis (1441), contra los errores
del maniqueísmo, que no hay naturaleza que sea mala en sí, puesto que toda naturaleza, en
cuanto tal, es buena: «nullamque mali asserit esse naturam, quia omnis natura, in quantum natura
est, bona est»; Dz 706. Cf. Dz 428.
El fundamento bíblico es el pasaje de Gen 1, 31: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había
hecho»; cf. Eccli 39, 21; 1 Tim 4, 4. Dios no pudo haber creado un mundo moralmente malo,
porque su santidad absoluta le impide ser causa del mal moral, del pecado; cf. Dz 816 (contra
Calvino). De ahí que Dios no posea la libertad de contrariedad, es decir, la libertad para escoger
entre el bien y el mal.
Frente al pesimismo (Schopenhauer, Ed. von Hartmann), según el cual el mundo existente
es el peor que pudría concebirse, la visión cristiana del mundo mantiene un optimismo relativo,
que considera el mundo actual como el mejor relativamente, ya que es obra de la sabiduría divina
y como tal responde al fin que Dios le ha señalado, reuniendo en maravillosa armonía diversa
clases de perfección tanto del orden natural como del sobrenatural.
Los santos padres, en su lucha incesante contra el error dualístico de la eternidad de la materia cósmica,
defendieron siempre el carácter temporal del mundo; cf. TACIANO, Or. ad Graecos 5; SAN IRENEO, Adv. haer. Il 34, 2;
SAN BASILIO, In Hexaem. hom. 1 7. La única excepción es ORÍGENES, que por influjo platónico supone la existencia
de una serie sin principio de mundos, el primero de los cuales fue creado por Dios desde toda la eternidad.
La filosofía no es capaz, naturalmente, de probar la eternidad del mundo. Como la existencia de éste se debe a
una libre decisión de la voluntad divina, no es necesario que Dios haya querido que existiera siempre; S.th. 1 46, 1. El
progreso de la física atómica permite inferir, por el proceso de desintegración de los elementos radioactivos, cuál sea la
edad de la tierra y del universo, probando positivamente el principio del mundo en el tiempo, cf. el discurso de Pío XII de
22 de noviembre de 1951 sobre la demostración de la existencia de Dios a la luz de las modernas ciencias naturales; StZ
142 (1948) 141-146.
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El concilio IV de Letrán nos enseña que la Santísima Trinidad es «principio único de todo
el universo, hacedor de todas las criaturas»; Dz 428.
La Sagrada Escritura excluye que cualquier otra causa haya tomado parte en la obra de la
creación. No hay lugar para «demiurgo» alguno; Is 44, 24: «Yo soy Yahvé, el que lo ha hecho
todo: yo, yo solo desplegué los cielos y afirmé la tierra con mi propio poder» (según otra
variante: «¿Quién me ayudó?»); Hebr 3, 4: «El Hacedor de todas las cosas es Dios»; cf. Ps 88,
12; 32, 6 y 9; 94, 5; Ioh 1, 3; Apoc 4, 11.
7
Los santos padres impugnan tanto la doctrina de los gnósticos, según la cual un ser intermedio (el demiurgo)
formó el mundo de la materia eterna como también la doctrina arriana, según la cual el mundo fue creado de la nada por el
Logos concebido como criatura, cf. SAN IRENEO, Adv. haer IV 20, I; SAN AGUSTÍN, De civ. Dei XII 24.
a) No hay criatura que, como causa principal (es decir, por su propia virtud),
pueda crear algo de la nada (sent. común).
Se opusieron a esta tesis algunos teólogos escolásticos, como Durando (✝ 1334) y Gabriel Biel (✝ 1495), los
cuales manifestaron la opinión de que Dios podía dotar a una criatura de tal poder creador que por su propia virtud fuera
capaz de crear cosas de la nada. Jacobo Frohschammer (✝ 1893) enseñó que los padres, en virtud de una fuerza creadora
que Dios les ha concedido, crean de la nada el alma de su hijos.
Los santos padres, tomando como punto de partida que una criatura no es capaz de crear nada, concluyeron
contra los arrianos la divinidad del Logos, por el hecho de que todas las cosas fueron creadas por Él (Ioh 1, 3); cf. SAN
ATANASIO, Contra Arianos or. II 21: «Si decís que el Hijo fue hecho de la nada, ¿cómo es capaz de convertir el no ser en
ser?... Las cosas que tienen principio no tienen virtud de crear.»
Se prueba especulativamente que una criatura no puede crear de la nada, porque el acto creador exige una
potencia infinita para superar la Infinita distancia existente entre el no ser y el ser. Ahora bien, la virtud de todas las
criaturas es finita y limitada; cf. S.th. X 45, 5.
b) La mayoría de los teólogos, con SANTO TOMÁS a la cabeza, mantienen contra Pedro Lombardo que la
criatura no puede ser tampoco causa instrumental en la creación de la nada; S.th. I 45, 5: «Impossibile est, quod alicui
creaturae conveniat creare, neque virtute propria neque instrumentaliter sive per ministerium.» La razón de ello es que
toda causalidad de las criaturas exige un sustrato que sustente su actividad. De ahí que sea imposible que una criatura
coopere como causa instrumental en la creación de algo de la nada.
Capítulo segundo
1. Dogma
Frente a las enseñanzas del deísmo, según el cual Dios, Creador del mundo, lo tiene
abandonado por completo a sí mismo, el magisterio ordinario y universal de la Iglesia proclama
que Dios está conservando continuamente en la existencia a todas. Las cosas creadas. El concilio
del Vaticano enseña: «Dios protege con su providencia todas las cosas que ha creado», es decir,
las preserva de caer en la nada, DZ 1784; cf. Cat. Rom. 1 2, 21: «Si la providencia divina no
conservara las cosas con el mismo poder con que las creó en un principio, volverían en seguida a
recaer en la nada».
La acción conservadora de Dios es un constante influjo causal por el que mantiene a las cosas en la existencia.
Dios no solamente se ocupa mediatamente de la perduración de las cosas valiéndose para ello de causas segundas creadas,
sino que opera Él mismo inmediatamente tal persistencia. SANTO TOMÁS define la conservación del mundo como
continuación de la acción creadora de Dios: «Conservatio rerum a Deo non est per aliquam novam actionem, sed per
continuationem actionis, qua dat esse»); S.th. I 104, I ad 4.
8
2. Prueba basada en las fuentes de la fe
SAN AGUSTÍN comenta a propósito de Ioh 5, 17: «Creamos, por tanto ...que Dios sigue obrando todavía, de
suerte que las cosas creadas perecerían si Dios suspendiese su operación» (De Gen. ad litt. v 20, 40), cf. TEÓFILO, Ad
Autol I 4; SAN IRENEO, Adv. haer. II 34, 2 s.
SANTO TOMÁS prueba especulativamente la divina conservación del mundo señalando como razón que Dios
no solamente es causa del devenir de las cosas como los artífices humanos, sino también del ser de las cosas. Por eso, la
criatura no depende de Dios tan sólo en el devenir, esto es, en el instante en que es producida, sino también en todo su
existir, en todos y cada uno de los instantes de su subsistencia; S.th. I 104, 1.
Así como Dios creó libremente a sus criaturas, así también es libre para aniquilarlas
sustrayéndoles su acción conservadora, esto es, dejándolas que vuelvan a la nada; cf. 2 Mac 8,
18: «Nosotros ponemos la confianza en el Dios omnipotente, que puede con un solo ademán...
destruir al mundo entero». Nos enseña, sin embargo la revelación que Dios no quiere de hecho la
completa aniquilación de sus criaturas; cf. Sap 1, 13 s: «Dios no se goza en que perezcan los
seres vivos; pues Él hizo todas las cosas para la existencia» Sap 11, 27; Eccl 1, 4; 3, 14. Es
conforme a la sabiduría y bondad de Dios conservar en la existencia a las criaturas, que son
vestigio de las perfecciones divinas y sirven, por tanto, para glorificar a Dios.
§ 9. EL CONCURSO DIVINO
No existe en este punto declaración oficial de la Iglesia. Sin embargo, los teólogos
enseñan unánimemente el concurso divino frente al ocasionalismo, que rehúsa conceder
causalidad propia a las criaturas, y frente al deísmo, que niega todo influjo de Dios en las cosas
creadas. El Catecismo Romano (I 2, 22) enseña que Dios «a todo lo que se mueve y opera algo,
lo impulsa al movimiento y a la acción por medio de una íntima virtud».
La cooperación de la causa primera con las causas segundas recibe la denominación de
concurso divino. Precisando más diremos que tal concurso puede ser natural (general) y
sobrenatural (especial), siendo este último el influjo sobrenatural de Dios en las criaturas
racionales por medio de la gracia; el concurso divino se divide también en concurso físico y
moral, siendo este último el que se ejerce por medio de un influjo meramente moral que obra
desde fuera por medio de mandatos, consejos, amenazas, etc.; otra división es la de concurso
inmediato y mediato, siendo este último el que se ejerce mediatamente confiriendo y
conservando las fuerzas naturales, según enseñaba Durando; finalmente, el concurso puede ser
universal si se extiende a todas las acciones de todas las criaturas sin excepción, y particular en
caso contrario.
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La Sagrada Escritura atribuye con mucha frecuencia a Dios la acción de causas creadas,
como son la formación del cuerpo humano en el seno materno, las lluvias, el alimento y el
vestido; cf. Iob 10, 8 ss; Ps 146, 8 s; Mt 5, 45; 6, 26 y 30. No obstante, todos estos pasajes se
pueden entender también suponiendo un concurso mediato de Dios. Parece indicar el concurso
inmediato de Dios Is 26, 12: «...puesto que cuanto hacemos, eres tú quien para nosotros lo hace»;
y, sobre todo, Act 17, 28: «En Él vivimos, nos movemos y existimos».
San Jerónimo y San Agustín defienden el concurso inmediato de Dios incluso en las
acciones naturales, contra los pelagianos, los cuales restringían el concurso de Dios a la mera
colación de la facultad para obrar; SAN JERÓNIMO, Dial. adv. Pelag. I 3; Ep. 133, 7; SAN
AGUSTÍN, Ep. 205, 3, 17.
La razón intrínseca de la necesidad del concurso divino se halla en la total dependencia
que todo ser creado tiene de Dios. Como la actividad de la potencia tiene un ser real y distinto de
la potencia, de la cual procede, por lo mismo ese ser tiene que ser causado también por Dios.
Dios concurre también en el acto físico del pecado («actio peccati, entitas peccato»); pues éste, en cuanto
actuación de las potencias sensitivas y espirituales de una criatura, tiene ser y es, por tanto, algo bueno. La falta moral
inherente al acto físico del pecado («malitia peccati») cae únicamente bajo la responsabilidad del libre albedrío de la
criatura. Dios, por su infinita perfección, no puede ser causa de ningún defecto moral; cf. S.th. I 49, 2; De malo 3, 2.
3. Modo y manera del concurso entre la causa primera y las causas segundas
El concurso entre la causa primera y las causas segundas no debe ser concebido como una yuxtaposición
mecánica de operaciones (como si Dios y la criatura se coordinaran para obrar juntos en la consecución de un mismo
efecto), sino como una operación orgánicamente conjunta y mutuamente intrínseca (la acción de Dios y de la criatura
forman un todo orgánico y con intrínseca dependencia la segunda de la primera). De ahí que no se pueda decir que una
parte del efecto provenga de la causa divina y otra parte distinta de la causa creada, sino que todo el efecto proviene tanto
de la causa divina como de la causa creada. La causa creada está subordinada a la causa divina, pero sin perder por eso su
causalidad propia; cf. SANTO TOMAS, De potentia 1, 4 ad 3: «licet causa prima maxime influat in effectum, lamen eius
influentia per causam proximam determinatur et specificatur».
Los tomistas y los molinistas no se hallan de acuerdo en la explicación de cómo tiene lugar esa cooperación entre
la causalidad divina y la creada cuando se trata de las acciones libres de las criaturas racionales. Los tomistas enseñan que
Dios, por el concurso previo (= premoción física), hace que la virtud creada pase de la potencia al acto, y por medio del
concurso simultáneo acompaña la actividad de la criatura mientras ésta dura. La acción procede toda entera de Dios como
de causa principal y de la criatura como de causa instrumental. La premoción física debe considerarse con mayor precisión
como una predeterminación, pues no se destina para una acción general de la criatura, sino para una actividad
completamente determinada («determinatio ad unum»). Por eso el efecto pretendido por Dios tendrá lugar
indefectiblemente.
Los molinistas enseñan que la cooperación física inmediata de Dios depende de la libre
decisión de la voluntad humana, aunque no como el efecto de la causa, sino como lo
condicionado de la condición. La cooperación divina comienza en el momento en que la
voluntad pasa de la potencia al acto. Antes de la libre decisión Dios opera sólo moral y
mediatamente en la voluntad. Por esta razón los molinistas rechazan el concurso previo y no
admiten más que el concurso simultáneo. Son muchos los molinistas que hacen distinción entre
el consursus oblatus y el concursus collatus (concurso ofrecido y concurso conferido), es decir,
entre la oferta todavía indeterminada de un concurso divino, oferta que precede a la
autodeterminación de la voluntad, y la colación del concurso divino para una acción
completamente determinada, después de la libre decisión de la voluntad.
El tomismo pene mejor de relieve la idea de la causalidad universal de Dios y de la
omnímoda dependencia que en consecuencia tienen de Él todas las criaturas. El molinismo salva
muy bien la libertad de la voluntad al tomar sus determinaciones, pero no explica tan
10
perfectamente la esencial dependencia que todas las criaturas tienen de Dios.
Bibliografía: G. MANSER, Das Wesen des Thomismus, Fr/S 31949, 603 ss (existe una versión española de la
segunda edición alemana: La esencia del Tomismo, Ma 1947). I. JEILER, S. Bonaventurse princitia de consursu Dei
generali ad actiones causorum secundarum collecta et S. Thomae doctrina confirmata, Q 1897. J. B. STUFLER, Divi
Thomae Aq. doctrina de Deo operante in omni operatione naturae creatae, proesertim liberi arbitrii, In 1923. El mismo,
Gott der erste Beweger aller Dinge, In 1936. R. M. SCHULTES, Die Lehre des hl. Thomas uber die Einwirtung Gottes auf
die Geschopfe, DTh 2 (1924) 176-195, 277-307. A. LANDGRAF, Die Abhangigkeit der Sunde von Gott nach der LeAre
der FruAscholastik, SChOI 10 (1935) 161-192, 369394, 508-540.
Providencia divina en sentido estricto (providencia, griego) significa el plan eterno de Dios sobre el mundo:
«ratio ordinis rerum in finem in mente divina praeexistens» (S.th. I 22, 1). Comprende un acto de entendimiento y otro de
voluntad. El gobierno divino del mundo (gubernatio, griego) es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el
mundo. Al plan eterno y a su ejecución en el tiempo se les llama conjuntamente providencia divina en sentido amplio.
Dios protege y gobierna con su providencia a todas las criaturas (de fe).
Los santos padres defendieron la realidad de la providencia divina contra el fatalismo de los paganos, de su
astrología y del dualismo de los gnósticos y maniqueos; cf. SAN GREGORIO NISENO, Contra fatum. Escribieron
monografías sobre la divina providencia en el período patrístico SAN JUAN CRISÓSTOMO (Ad Stagirium),
TEODORETO DE CIRO (10 sermones De providencia), SALVIANO DE MARSELLA (De gubernatione Dei). SAN
AGUSTÍN ensalza la sabia y amorosa providencia divina en sus Confessiones y en la obra De civitate Dei.
SANTO TOMÁS prueba especulativamente la providencia divina por la existencia de un orden teológico en el
mundo. Como todas las cosas han sido creadas según una idea divina, también la idea de la ordenación de todas las cosas a
un fin («ratio ordinis rerum in finem») existe en la mente divina desde toda la eternidad; S.th. I 22, 1. Prueba SANTO
TOMÁS la universalidad de la providencia poniendo como razón que Dios es causa universal de todo. La causalidad de
Dios, primer agente de todo, se extiende a todos y cada uno de los seres. Ahora bien, como todo principio activo obra por
un fin, todo lo que Dios obre (es decir, todo ser creado) se halla ordenado a un fin y es, por tanto, objeto de la providencia
divina.
Según el objeto y el grado de la solicitud de Dios por las cosas, distinguimos una providencia general que se
11
extiende a todas las criaturas, incluso a las irracionales; y una providencia especial, cuyo objeto son todas las criaturas
racionales, incluso los pecadores; y una providencia especialísimo que mira por los predestinados.
Según se lleve a cabo el plan eterno de la providencia divina, distinguimos entre providencia mediata e
inmediata. En la primera, Dios se sirve del intermedio de causas creadas (causas segundas); en la segunda, Dios es quien
realiza por sí mismo el plan de su providencia.
Según sea la acción de Dios, se distingue entre providencia ordinaria y extraordinaria. La primera consiste en la
acción ordinaria de Dios; la segunda, en una intervención extraordinaria, como ocurre, por ejemplo, en los milagros, en las
inspiraciones, en las definiciones infalibles de fe.
a) Seguridad infalible: El plan previsto por Dios se realiza infaliblemente por medio del gobierno divino del
mundo, de suerte que nada ocurre contra la providencia o con independencia de ella. Como Dios es la causa universal, a la
que se hallan subordinadas todas las causas particulares, es completamente imposible que ocurra algo imprevisto,
impretendido o, por lo menos, no permitido en el plan de Dios. Para Dios no hay azar, ni existe tampoco un hado, sobre
Dios o junto a Él, a quien todos los acontecimientos del mundo estén irresistiblemente sometidos; cf. S.th. I 22, 2 ad 1.
b) Inmutabilidad: El plan eterno de Dios es inmutable por ser Dios mismo absolutamente inmutable. Esto no
quiere decir que carezca de sentido la oración de petición, pues su fin no es alterar el plan eterno de la providencia; antes
bien, tal oración se incluye en el mismo, desde toda la eternidad, como causa segunda; cf. S.c.G. III 95 s.
Sección segunda
Capítulo Primero
1. Principios generales
Para resolver las contradicciones aparentes entre los datos de las ciencias naturales y el
relato bíblico de la creación, hay que tener en cuenta los siguientes principios generales:
a) Aunque toda la Sagrada Escritura está inspirada y es palabra de Dios, no obstante, siguiendo a SANTO
TOMÁS (Sent. II d. 12 q. I a. 2), hemos de distinguir entre las cosas inspiradas per se y las que lo están per accidens.
Como la verdad revelada, que se halla depositada en la Sagrada Escritura, tiene por fin darnos enseñanzas de índole
religiosa y moral, la inspiración se extiende per se a las verdades religiosas y morales. Las noticias profanas (científicas o
12
históricas) que se contienen en la Sagrada Escritura están inspiradas tan sólo per accidens, es decir, por su relación con las
verdades religiosas y morales. También lo inspirado per accidens es palabra de Dios y, por tanto, se halla libre de error.
Ahora bien, como los hagiógrafos, cuando se trataba de cosas profanas, utilizaron una forma literaria vulgar, es decir, no
científica, sino acomodada a las ideas de su época, por lo mismo, cabe en este punto una interpretación más amplia. Él
magisterio de la Iglesia nunca hace declaraciones positivas en cuestiones que son objeto de la ciencia profana, sino que
únicamente se limita a advertirnos de los errores que ponen en peligro la fe. En estas cuestiones falta también la
convicción unánime de los santos padres, pues ellos en este caso no hablan como testigos de la fe, sino que reflejan su
propia opinión en consonancia con las ideas de su tiempo.
b) Como el conocimiento natural de la razón humana y el conocimiento sobrenatural de la fe provienen de la
misma fuente, que es Dios, no puede haber verdadera contradicción entre los resultados ciertos de la ciencia profana y la
palabra de Dios entendida como es debido. El concilio del Vaticano declara: «Nulla unquam inter fidem et rationem vera
dissensio esse potest»; Dz 1797.
c) En la exégesis bíblica hay que distinguir entre el fondo y la forma. «Para descubrir la intención de los
hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a los géneros literarios» (Vaticano II, const. Dei Verbum, n. 12).
a) Los tres primeros capítulos del Génesis contienen relatos sobre sucesos reales («rerum vere gestarum
narrationes, quae scilicet obiectivae realitati et historicae veritati respondeant») y no mitos ni puras alegorías o símbolos
de verdades religiosas; no contienen, en fin, leyendas; Dz 2122.
b) Cuando se trata de hechos que atañen a los fundamentos de la religión cristiana («quae christianae religionis
fundamenta attingunt»), hay que aceptar el sentido literal e histórico. Tales hechos son, entre otros, la creación de todas las
cosas por Dios al principio de los tiempos y la creación especial del hombre; Dz 2123.
c) No es necesario entender en sentido propio todas y cada una de las palabras y f rases. Los lugares que han sido
interpretados diversamente por los santos padres y los teólogos podrán exponerse según el propio y bien ponderado
dictamen de cada uno, estando dispuestos, naturalmente, a someterse al juicio de la Iglesia y guardando siempre la
analogía de la fe; Dz 2124 s.
d) Como el hagiógrafo no pretendió exponer con rigor científico la constitución interna de las cosas o el orden en
que fueron realizadas las distintas obras de la creación, antes bien se sirvió de un modo de expresarse popular y
acomodado al lenguaje y a la ideología de su tiempo, no hay que entender tampoco. Las palabras en su significado
rigurosamente científico («proprietas scientifici sermonis«) cuando se efectúa la exégesis de un pasaje.
e) La palabra «día» no hay que entenderla en sentido de un día natural de 24 horas, sino que puede tomarse
también como expresión de un período de tiempo más largo; Dz 2128. Cf. acerca de esta cuestión en su totalidad la Carta
del Secretario de la Comisión Bíblica al cardenal Suhard, de 16 de enero de 1948 (Dz 3002).
Todo lo que la Sagrada Escritura dice sobre la duración y el orden con que Dios fue
formando el mundo, es puro ropaje literario para expresar la verdad religiosa de que el mundo
entero comenzó a existir porque lo sacó de la nada la palabra creadora de Dios. Para ello el
hagiógrafo se sirvió de la imagen precientífica del mundo corriente en su época. El que sean seis
los días de la creación hay que considerarlo como un antropomorfismo. La labor creadora de
Dios es expuesta según una estructuración rigurosamente esquemática (opus distintionis — opus
ornatus) a imagen de la semana laboral del hombre, figurándose el cese de la labor creadora con
el descanso sabático. El fin de semejante ropaje literario es dar fundamento al trabajo semanal y
al descanso sabático en el ejemplo del mismo Dios; cf. Ex 20, 8 ss.
Las numerosas teorías que se han ido formando para explicar el hexamerón bíblico se dividen en dos grupos. El
primero de ellos ve en el capitulo primero del Génesis un relato histórico sobre el orden y la duración de la obra divina de
la creación (teorías realísticas). El segundo grupo renuncia a la historicidad del relato en lo tocante al orden y duración de
las obras, y, para evitar todo conflicto con las ciencias naturales, supone que la división en seis días hay que explicarla por
una idea del hagiógrafo (teorías idealísticas). Entre el primer grupo se cuentan la «teoría verbal», defendida por la mayor
parte de los santos padres y doctores de la escolástica, la teoría de la restitución, la teoría del diluvio universal y diversas
otras teorías de tendencia armonizante, que explican los seis días de la creación como seis períodos de tiempo. Al grupo
segundo pertenecen el alegorismo de San Agustín, la teoría de la visión, el poetismo, la explicación antropomorfística
antes mencionada y el mitismo condenado por el magisterio eclesiástico; Dz 2122.
13
Bibliografía: P. HEINISCH, Probleme der bibl¿schen [Jrgesch¿cAte, Lu 1947. F. CEUPPENS, Quaest¿ones
selec7ae ex h¿storia pr¿maeva, To-R 31953. CH HAURET, Or¿gines de l'uerrers et de l'home d'apres la Bible, P 21952.
1. El evolucionismo materialista (E. Haeckel), que supone la existencia de una materia eterna e increada y que
explica el origen de todos los seres vivientes: plantas, animales y el mismo hombre (en cuanto al cuerpo y al alma), por
una evolución mecánica de aquella materia eterna, se halla en contradicción con la verdad revelada, la cual nos enseña que
la materia fue creada en el tiempo y que fue formada por Dios.
2. El evolucionismo que se sitúe en el plano de una concepción teísta del mundo, señalando a Dios como causa
primera de la materia y de la vida, y que enseñe que los seres orgánicos han ido evolucionando a partir de potencias
germinales (San Agustín) o de formas primitivas (teoría de la descendencia), creadas al principio por Dios y que fueron
evolucionando según el plan dispuesto por Él, es compatible con la verdad revelada. sin embargo, con respecto al hombre,
hemos de aceptar que éste fue creado especialmente por Dios, al menos por lo que respecta al alma espiritual («peculiaris
creatio hominis»; Dz 2123). Algunos santos padres, sobre todo San Agustín, admitieron ya cierta evolución de los seres
vivientes. Partiendo del supuesto de que Dios lo había creado todo al mismo tiempo (cf. Eccli 18, 1), enseñaron que Dios
había puesto en la existencia en estado perfecto a una parte de las criaturas, mientras que otras las creó en un estado no
desarrollado en forma de gérmenes iniciales («rationes seminales o causales»), de los cuales se irían desarrollando poco a
poco. Mientras que los santos padres y los doctores escolásticos, al hablar del evolucionismo, se refieren a la evolución de
todas las especies vivientes a partir de una forma primitiva especial creada por Dios, la moderna teoría evolucionística
(teoría de la descendencia) concibe la evolución como paso de una especie a otra distinta. Según se suponga en el vértice
de las líneas genéticas la existencia de varias formas primitivas o de una sola forma (célula original), se habla de evolución
polifilética o monofilética. Desde el punto de vista de la revelación, se puede afirmar la posibilidad de ambas modalidades.
Desde el punto de vista de las ciencias naturales, oigamos el juicio de F. BIRKNER: «Hay que deshacer la evolución
monofilética (de un solo tronco) de los vivientes, pues faltan las formas de transición de un grupo a otro. Todo parece
hablarnos en favor de una evolución polifilética (a partir de varios troncos independientes). Mas, por desgracia, hasta hoy
día no nos ha sido posible averiguar cuántas formas primitivas u organizaciones fundamentales debieron de existir»
(Klerusblatt 24 [1943] 4b).
Bibliografía: E. WASMANN, Die moder)ze Biologie und die Entwicklungstheorie, Fr 31906. A. SCHMITT,
Katholi2is~¿us und EntzuicElwtgsgedante Pa 1923. E. RUFFINI, La teoria dell'ezEolusione secondo la ssfensa e la fede,
R 1948. H. CONRAD-MARTIUS, AbstammwtgsleAre, Mn 21949. O. KUHN, Die Destendenstheorie, Mn 21951. A.
MITTERER, Die Entz~icElwtgsleAre Augustins, W-Fr 1956. H. VOLK, Schopfungsglaube und EntwicElung, Mr 21958.
H. HAAG-A. HAAs-J. HURZELER, Evolución y Biblia, Herder, Barna 1965. P. SMULDERS, Theologie und ET~olution.
Versuch i¿ber 7 eilhard de Chardin, Essen 1963. R. J. NOGAR, La evolución y la filosofia cristiana, Herder, Barna 1967.
Capítulo segundo
Hay que rechazar el evolucionismo materialista, según el cual todo el ser del hombre —el cuerpo y el alma— se
deriva mecánicamente por evolución a partir del reino animal. El alma del primer hombre fue creada inmediatamente por
Dios de la nada. Con respecto al cuerpo, no se puede afirmar con seguridad que Dios lo formara inmediatamente de
materia inorgánica En principio, existe la posibilidad de que Dios infundiera el alma espiritual en una materia orgánica, en
un cuerpo que fuera primitivamente de un animal. En efecto, la paleontología y la biología presentan argumentos dignos
de tenerse en cuenta, aunque no sean decisivas, en favor de un parentesco genético del cuerpo humano con las formas
superiores del reino animal.
Parece, sin embargo, que en este caso la infusión del alma no habría podido tener lugar
sin una previa modificación orgánica que transformara el organismo animal preexistente en un
sujeto apto para ser informado por el alma y en el cual ésta encontrara un instrumento adecuado
para el pleno despliegue de sus posibilidades.
La encíclica Humani generis del papa PÍO XII (1950) hace constar que el problema
acerca del origen del cuerpo humano es objeto de libre investigación por parte de científicos y
teólogos, exhortando a que se examinen con todo esmero las razones que hablan en favor y en
contra de su origen de una materia ya animada y advirtiéndonos que no creamos que los datos
acumulados hasta hoy día por la ciencia prueban con certeza semejante origen del cuerpo
humano, ni que nada hay en las fuentes de la revelación que exija proceder en este asunto con
suma cautela y moderación (Dz 3027); cf. Dz 2286.
La Sagrada Escritura relata en dos lugares la creación del primer hombre; Gen 1, 27: «Y
creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó varón y hembra»; Gen
2, 7: «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida,
y fue así el hombre ser animados.
Conforme al sentido obvio y literal de este pasaje, Dios formó directamente de materia inorgánica el cuerpo del
primer hombre («de polvo de la tierra») y lo animó infundiéndole el alma espiritual. La idea de que el alma humana fue
creada para animar un cuerpo de bruto se halla muy lejos del tenor literal de la Sagrada Escritura y de la interpretación que
dieron los santos padres. La cuestión de si el hombre procedía filogenéticamente del reino animal surgió por vez primera
bajo el influjo de la moderna teoría evolucionista. El texto bíblico no excluye la respuesta afirmativa al problema. Igual
que hacíamos en el relato sobre la creación del mundo, podemos distinguir también en el relato bíblico sobre la creación
del hombre entre la verdad religiosa inspirada per se (a saber: que el hombre ha sido creado por Dios en cuanto al cuerpo y
al alma) y la exposición inspirada per accidens —y de índole notablemente antropomórfica— del modo como tuvo lugar
aquella creación. Mientras que es necesario admitir en su sentido literal que el hombre fue creado por Dios, podemos
apartarnos, por razones importantes, de la interpretación literal del modo como se verificó la formación del cuerpo del
primer hombre.
Según Gen 2, 21 ss, el cuerpo de la primera mujer fue formado del cuerpo del primer hombre; Gen 2, 22: «Y de
la costilla que de Adán tomara, formó el Señor a la mujer.» Este relato, de intenso colorido antropomorfístico, fue
interpretado por la mayoría de los santos padres al pie de la letra. Con todo, algunos santos padres y teólogos lo
entendieron en sentido alegórico (los alejandrinos, Cayetano, Lagrange) o como una visión (Hummelauer, Hoberg). Puesto
que, a pesar de que la Comisión Bíblica en su respuesta (Dz 2123) menciona la «formación de la primera mujer del primer
hombre», el modo de la creación de la primera mujer difícilmente puede contarse entre los hechos que afectan a los
fundamentos de la religión cristiana, no hay necesidad alguna de ajustarse a la interpretación literal, siendo suficiente
admitir una relación ideal en el sentido de que la mujer fue creada en igualdad esencial con el hombre. Cf. Eccl 17, 5 (Vg);
1 Cor 11, 8.
Los santos padres enseñan unánimemente que Dios creó directamente a todo el hombre en cuanto al cuerpo y en
cuanto al alma. En el modo de la creación de Eva ven figurada la igualdad esencial de la mujer con el hombre, la
institución divina del matrimonio y el origen de la Iglesia y los sacramentos del costado herido de Cristo, segundo Adán;
cf SAN AGUSTÍN, In Ioh. tr. 9, 10.
Todo el género humano procede de una sola pareja humana (sent. cierta).
15
Contra la teoría de los preadamitas (defendida primeramente por el calvinista Isaac de La
Peyrere, 1655) y la concepción de algunos naturalistas modernos, que enseñan que las distintas
razas humanas se derivan de varios troncos independientes (poligenismo), la Iglesia nos enseña
que los componentes de la primera pareja humana: Adán y Eva, fueron los protoparentes de todo
el género humano (monogenismo). La doctrina de la unidad del género humano no es dogma de
fe, pero es base necesaria de los dogmas del pecado original y de la redención del hombre. Según
declaración de la Comisión Bíblica, la unidad del género humano es uno de aquellos hechos que
afectan a los fundamentos de la religión cristiana y que, por tanto, deben ser entendidos en su
sentido literal e histórico (Dz 2123). La encíclica Humani generis de Pío XII (1950) rechaza el
poligenismo por considerarlo incompatible con la doctrina revelada acerca del pecado original,
Dz 3028.
El segundo relato de la creación de Gen 2, 4b-3, 24 presenta la creación de una única
pareja humana de la que todos los demás hombres descienden. Se hace hincapié en que aún no
existía ningún hombre que cultivara la tierra (2, 5), que el hombre creado por Dios se hallaba
solo (2, 18), que Eva había de ser la madre de todos los vivientes (3, 20). Al considerar el género
literario de los primeros capítulos del Génesis resulta problemático si el monogenismo implicado
en estas expresiones pertenece al fondo o a la forma de ellas. La exégesis bíblica puede ser
entendida como «simbolización plástica de la unicidad de la humanidad en determinación,
historia, salvación y perdición» (K. Rahner). El monogenismo, pues, no puede demostrarse por
Gen 2-3, como tampoco la creación inmediata de las distintas especies por Gen 1. Sap 10, 1 y
Act 17, 26 no van, en cuanto al fondo, más allá de Gen 2-3.
La doctrina paulina de que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la
muerte (Rom 5, 12 ss; 1 Cor 15, 21 s), no encierra ninguna doctrina de la descendencia, aunque
hay que admitir que la relación de todos los hombres con Adán referida a Gen 2-3 se interpreta
en el sentido de la descendencia física. Cf. Hebr 2, 11.
Desde el punto de vista científico el monogenismo no puede ser demostrado, pero a su
vez tampoco puede serlo el poligenismo, pues los hallazgos de la paleontología nada dicen sobre
este particular. Las diferencias raciales sólo afectan a las características externas. La coincidencia
esencial de todas las razas en la constitución física y en las disposiciones psíquicas parece indicar
un origen común.
Bibliografía: J. GOTTSBERGER, Adam und Eva, Mr 31912. F. RUSCHKAMP, I)er Mensch als Glied der
Schoptung, StZ 135 (1939) 367-38;. K. ADAM, Der erste Mensch im LicAte der Bibel und der Naturaissenschaft, ThQ
123 (1942! 1-20. J. TERNUS, Die Abstammungstrape heute, Re 1948. A. BEA, 1¡ problerna antropologico in Gen. 1-2: 11
transformis no, K 1950. V. MARCOZZI, M. FLICK, H. LENNERZ, De hominis creatione atque elevatione et de peccoto
originali (separata de «Gregorianum», vol. XXIx, 3-4), R 1943, 7-98. TH. STEINBUCHEL, Die Abstammung des
Menschen, Fr 1951. K. RAHNER, Theologisches sum Monogenismus, SchrT}I I 253-322. A. COLUNGA, Contenido
dogmático de Gen 2, 18-24, Ciencia Tomista 77 (1950) 289-309. J M. GONZÁLEZ RUIZ, Contenido dogmático de la
narración de Gen 2, 7 sobre la formación del hombre, EB 9 (1950) 399-439. A. HARTMANN, Sujeción y libertad del
pensamiento católico, Barna 1955, 207-245. J. DE FRAINE, La Fible et l'origine de l'homme, Bru 1961.
Se opone a la doctrina de la Iglesia el espiritualismo exagerado de Platón y de los origenistas. Estos enseñan que
el cuerpo es carga y estorbo para el alma; es ni más ni menos que su mazmorra y sepultura. Tan sólo el alma constituye la
naturaleza humana; el cuerpo no es sino una especie de sombra. Según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo es parte
esencialmente constitutiva de la naturaleza humana.
Cuando San Pablo nos habla de lucha entre la carne y el espíritu (Rom 7, 14 ss), y cuando suspira por verse libre
de este cuerpo de muerte (Rom 7, 24), no piensa en la condición física del cuerpo, sino en el deplorable estado de desorden
moral en que se halla por el pecado.
Es igualmente incompatible con el dogma católico el tricotomismo que enseñaron Platón, los gnósticos,
maniqueos y apolinaristas, y en los tiempos modernos Anton Gunther. Esta doctrina enseña que el hombre consta de tres
partes esenciales: el cuerpo, el alma animal y el alma espiritual (griego).
No hay que entender en el sentido de una tricotomía platónica la distinción entre alma y espíritu que vemos en
algunos lugares de la Sagrada Escritura. En Lc 1, 46 s, obedece al parallelismus membrorum, propio de la poesía semítica.
San Pablo emplea esta distinción para expresar las fuerzas superiores e inferiores del alma, que radican en el mismo
principio psíquico (Hebr 4, 12), o para designar el principio de la vida natural y el de la sobrenatural (I Thes 5, 23; cf. I
Cor 2, 14 s). Esta manera de hablar de la Escritura es seguida por los padres. Muchos rechazan expresamente la doctrina
de las dos almas en su lucha contra el error cristológico del apolinarismo, basado en el tricotomismo, cf. SAN
GREGORIO NISENO De hominis opificio 14; GENADIO, Liber eccl. dogm. 15.
Se prueba especulativamente la unicidad del alma en el hombre por testimonio de la propia conciencia, por la
cual somos conscientes de que el mismo yo es principio de la actividad espiritual lo mismo que de la sensitiva y
vegetativa.
El cuerpo y el alma no se hallan vinculados por una unión meramente extrínseca o por
sola unidad de acción, como un recipiente y su contenido o como un piloto y su nave (Platón.
Descartes, Leibniz); antes bien, cuerpo y alma constituyen una unión intrínseca o unidad de
naturaleza, de suerte que el alma espiritual es por sí misma y esencialmente la forma del cuerpo.
El concilio de Vienne (1311-1312) definió: «quod anima rationalis seu intellectiva sit forma
corporis humani per se et essentialiter»; Dz 481; cf. 738, 1655.
Esta declaración del concilio va dirigida contra el teólogo franciscano Pedro Juan Olivi (✝ 1298), el cual
enseñaba que el alma racional no era por si misma (inmediatamente) la forma sustancial del cuerpo, siéndolo únicamente
por medio de la forma sensitiva y vegetativa realmente distinta de ella. Con ello perecería la unidad sustancial de la
naturaleza humana, quedando suplantada por una mera unidad dinámica de acción. La definición del concilio de Vienne no
significa el reconocimiento dogmático de la doctrina tomista sobre la unicidad de la forma sustancial ni del hilomorfismo
que enseña el aristotelismo escolástico.
17
Según Gen 2, 7, la materia del cuerpo se convierte en cuerpo humano vivo en cuanto se le
infunde el alma, la cual, según Gen 1, 26 es espiritual, pasando entonces el cuerpo a formar parte
constitutiva de la naturaleza humana. Según la visión de Ezequiel 37, 1 ss, los miembros muertos
del cuerpo se despertaron a la vida por el alma espiritual.
Los santos padres entendían que la unión de cuerpo y alma era tan íntima que llegaron a compararla con la unión
hipostática; cf. el símbolo Quicumque (Dz 40). SAN AGUSTÍN enseña: «Por el alma tiene el cuerpo sensación y vida»
(De civ. Dei XXI 3, 2); cf. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. II 12.
El siguiente lugar del Eclesiastés (3, 21): «¿Quién sabe si el espíritu [= el principio vital] de los hijos de los
hombres sube arriba y el espíritu de los animales desciende a la tierra?», parece que pone en duda la inmortalidad. Pero si
examinamos el contexto, nos percataremos de que se refiere tan sólo a la faceta animal del hombre, según la cual es tan
perecedero como una bestia. Otros pasajes del mismo libro nos hablan de la inmortalidad del alma de una forma que no
deja lugar a duda; cf. 12, 7- 9 10.
Los santos padres no sólo testifican unánimemente el hecho de la inmortalidad, sino que al mismo tiempo la
razonan con argumentos filosóficos. Orígenes la propugna contra el tnetopsiquismo, muy difundido en Arabia. Tratan de
ella desde un punto de vista filosófico SAN GREGORIO NISENO en su Dialogus de anima et resurrectione y SAN
AGUSTÍN en su monografía De immortalitate animae.
La razón natural prueba la inmortalidad del alma por su simplicidad física. Como no está compuesta de partes, no
puede tampoco disolverse en partes. Dios podría, sin duda, aniquilar el alma; pero es conforme a la sabiduría y bondad de
Dios que satisfaga en la vida futura el ansia natural del alma por alcanzar la verdad y la dicha, y es conforme con la
justicia divina que retribuya cumplidamente al alma en la otra vida.
18
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MULLER, Das Kon2il von Vienne 1311-1312. Seine Quellen und seine GeschicAte, Mr 1934. B. JANSEN, Die
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Weisheitsbuches, Mr 1938. O. KARRER, Unsterblichkeitsglaube, Mn, sin datar. A. WENZL, Unsterblichkeit, Bcrna 1951.
E. GILSON, Autour de Pomtwona22i, AHDL 28 (1961) 163-279.
En los descendientes de Adán, el origen del alma está vinculado a la generación natural. Sobre este hecho existe
conformidad, pero hay diversidad de opiniones cuando se trata de explicar cómo tiene origen el alma.
1. Preexistencialismo
Esta doctrina, ideada por Platón y enseñada en los primeros tiempos del Cristianismo por Orígenes y algunos
seguidores suyos (Dídimo de Alejandría, Evagrio Póntico, Nemesio de Emesa) y por los priscilianistas, mantiene que las
almas preexistían antes de unirse con sus respectivos cuerpos (según Platón y Orígenes, desde toda la eternidad), y luego,
como castigo de algún delito moral, se vieron condenadas a morar en el cuerpo del hombre, desterradas de los espacios
etéreos. Semejante doctrina fue condenada en un sínodo de Constantinopla (543) contra los origenistas y en un sínodo de
Braga (561) contra los priscilianistas; Dz 203, 236.
Es completamente extraña a la Sagrada Escritura la idea de que las almas existieran antes
de su unión con el cuerpo y de que en dicho estado cometiesen una culpa moral. Incluso el pasaje
del libro de la Sabiduría, 8, 19 s: «Era yo un niño de buen natural, que recibió en suerte un alma
buena. Porque siendo bueno vine a un cuerpo sin mancilla», no se puede entender en el sentido
de la preexistencia platónica, pues las ideas antropológicas del libro de la sabiduría son
radicalmente distintas de las de Platón. Según testimonio expreso de la Sagrada Escritura, el
primer hombre, creado por Dios, era bueno en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma (Gen 1, 31).
El pecado entró en el mundo por la desobediencia de nuestros primeros padres (Gen 3, 1 ss; Rom
5, 12 ss). San Pablo excluye directamente la idea de un pecado cometido en un estadio
precorporal: «Cuando todavía no habían nacido ni habían hecho aún bien ni mal» (Rom 9, 11).
Los santos padres, con muy pocas excepciones, son contrarios al preexistencialismo de Orígenes; cf. SAN
GREGORIO NACIANCENO, Or. 37, 15 SAN GREGORIO NISENO, De anima et resurr., § 15, 3; SAN AGUSTÍN, Ep.
217 ;, 16; SAN LEÓN I, Ep. 15, 10. Contra la teoría de la preexistencia del alma nos habla también el testimonio de la
propia conciencia; cf. S.th. 1 118, 3.
2. Emanatismo
3. Generacionismo
El generacionismo atribuye el origen del alma humana, lo mismo que el del cuerpo humano, al acto generador de
los padres. Ellos son causa del cuerpo y del alma. La forma más material de generacionismo es el traducianismo,
defendido por Tertuliano, el cual enseña que con el semen orgánico de los padres pasa al hijo una partícula de la sustancia
19
anímica de los mismos (tradux). La forma más espiritual de generacionismo, considerada posible por San Agustín y
defendida en el siglo pasado como probable por Klee, Rosmini y algunos otros, mantienen la espiritualidad del alma, pero
enseña que el alma del hijo procede de un semen spirituale de los padres.
El generacionismo es incompatible con la simplicidad y espiritualidad del alma. El papa Benedicto XII exigió a
los armenios como condición indispensable para la unión que abjuraran de la doctrina generacionista; Dz 533. León XIII
condenó la doctrina de Rosmini; Dz 1910.
4. Creacionismo
El creacionismo, defendido por la mayor parte de los santos padres, de los escolásticos y
de los teólogos modernos, enseña que cada alma es creada por Dios de la nada en el instante de
su unión con el cuerpo. Tal doctrina no está definida, pero se halla expresada indirectamente en
la definición del concilio V de Letrán («pro corporum, quibus infunditur, multitudine
multiplicanda»; Dz 738). Alejandro VII, en una declaración sobre la Concepción Inmaculada de
María que sirvió como base de la definición dogmática de Pío IX, habla de la «creación e
infusión» del alma de la Virgen en su cuerpo («in primo instanti creationis atque infusionis m
corpus»); Dz 1100; cf. Dz 1641. Pío XII enseña en la encíclica Humani generis (1950): «que la
fe católica nos enseña a profesar que las almas son creadas inmediatamente por Dios»; Dz 3027;
cf Dz 348 (León IX),
No nos es posible presentar una prueba contundente de Escritura en favor del
creacionismo. No obstante, lo hallamos insinuado en Eccl 12, 7 («EL espíritu retorna a Dios, que
fue quien le dio»), Sap 15, 11 (infusión del alma por Dios) y Hebr 12, 9 (distinción entre los
padres de la carne y el Padre del espíritu = Dios).
La mayor parte de los santos padres, sobre todo los griegos, son partidarios del creacionismo. Mientras que San
Jerónimo salió decididamente en favor del creacionismo, SAN AGUSTÍN anduvo vacilando toda su vida entre el
generacionismo y el creacionismo (Ep. 166). Le impedía confesar decididamente el creacionismo la dificultad que hallaba
en conciliar la creación inmediata del alma por Dios con la propagación del pecado original. Por influjo de San Agustín,
perduró en los tiempos siguientes cierta vacilación, hasta que con el periodo de apogeo de la escolástica el creacionismo
halló plena aceptación. SANTO TOMÁS llegó incluso a calificar de herética la doctrina generacionista; S.th. I 118, 2.
Según la opinión del escolasticismo aristotélico, en el embrión humano se suceden temporalmente tres formas
vitales distintas, de suerte que la forma subsiguiente viene a asumir las funciones de la correspondiente anterior, a saber: la
forma vegetativa, la sensitiva y, por último (después de 40 a 90 días), la espiritual. De ahí la distinción que hicieron los
escolásticos entre foetus informis y foetus formatus, la cual se pretendía fundar en un pasaje bíblico (Ex 21, 22; según la
versión de los Setenta y la Vetus latina). El feto informe era considerado como un ser puramente animal: y el feto formado,
como ser humano; siendo juzgada como asesinato la voluntaria occisión de este último. La filosofía cristiana moderna
sostiene de forma unánime la sentencia de que en el mismo instante, o poco después, de la concepción tiene lugar la
creación e infusión del alma espiritual cf. Dz 1185; CIC 747.
Bibliografía: C.. ESSER, ES .Seelenlehre 7'er(ullianJ, Pa 1893. A. KONERMANN, Die Lehre zon der
E1ztstehunq der Menschenseelen in der zhriv(lichen Liseratur bis _um Kon: on Ni2aa, Mr 1915. W. STOCKUMS
Historisch-Kritisches uber die Frage: Wann entsteXt die geistige Seele.~, PilAb 37 (1924) 225-252. H. KARPP, Probleme
altchristlicher AntAropoloqie GiJ 1950. J. H. WASZINK, Q. S. F. Tertulliani De anima (edic. con Intródwrcción y
Comentario), Amsterdam 1947.
20
§ 16. CONCEPTO DE LO SOBRENATURAL
1. Definición
a) Natural, por contraposición a sobrenatural, es todo aquello que forma parte de la naturaleza o es efecto de la
misma o es exigido por ella: «Naturale est, quod vel constitutive vel consecutive vel exigitive ad naturam pertinet»; o, en
una palabra: «Naturale est, quod natlrae debetur.» El orden natural es la ordenación de todas las criaturas al fin último
correspondiente a su naturaleza.
San Agustín usa frecuentemente la palabra «natural» conforme a su etimología (natura=nassitura), en el sentido
de «original» o «primitivo» (originalis), y algunas veces también en el sentido de «conforme o conveniente a la
naturaleza» (conveniens). Según esta acepción de San Agustín el conjunto de dones «naturales» del hombre comprende
también los dones sobrenaturales en su estado primitivo de elevación; cf. Dz 130: naturalis possibilitas.
b) Sobrenatural es todo aquello que no constituye parte de la naturaleza ni es efecto de ella ni entra dentro de las
exigencias a las que tiene título la misma, sino que está por encima del ser, de las fuerzas y de las exigencias de la
naturaleza. Lo sobrenatural es algo que rebasa las potencias y exigencias naturales y que es añadido a los dones que una
criatura tiene por naturaleza: «Supernaturale est donum Dei naturae indebitum et superadditum.» El orden sobrenatural es
la ordenación de las criaturas racionales a un fin último sobrenatural.
2. División
Aun cuando lo sobrenatural se halle muy por encima de la naturaleza, con todo esta última posee un punto de
partida o cierta receptibilidad para lo sobrenatural: la llamada potencia obediencial. Por ella entendemos la potencia
pasiva, propia de la criatura y fundada en su total dependencia del Hacedor, para ser elevada por éste a un ser y actividad
sobrenatural; cf. S.th. III 11, 1.
Según la doctrina escolástica, el poder del Creador educe lo sobrenatural de la potencia obediencial; esto quiere
decir que la potencia pasiva, existente en la naturaleza de la criatura, es actuada por la omnipotencia de Dios. Tal doctrina
es esencialmente distinta y nada tiene que ver con la teoría modernista de la «inmanencia vital», según la cual todo lo
tocante a la religión brota de forma puramente natural de las exigencias de la naturaleza humana.
21
SAN AGUSTÍN dice: «Posse habere fidem, sicut posse habere caritatem, naturae est hominum; habere autem
fidem, quemadmodum habere caritatem, gratiae est fideliumu» (De praedest. sanct. 5, 10).
Lo sobrenatural no subsiste en sí mismo, sino en otro; no es, por tanto, sustancia, sino accidente. Lo sobrenatural
requiere una naturaleza creada en que pueda sustentarse y actuar.
Lo sobrenatural no es algo que se añada de forma extrínseca a la naturaleza, sino que constituye con ella una
unión intrínseca y orgánica. Penetra la esencia y las fuerzas de la naturaleza perfeccionándola, o bien dentro del orden
creado (dones prenaturales), o bien elevándola al orden divino del ser y del obrar (dones absolutamente sobrenaturales).
Los padres de la Iglesia y los teólogos comparan lo sobrenatural con el fuego que encandece el hierro o con el vástago
fértil de exquisita planta, injertado en un patrón silvestre.
El fin natural del hombre, que consiste en el conocimiento y amor natural de Dios y del cual redunda una
glorificación natural de éste y una felicidad natural del hombre, se halla subordinado al fin sobrenatural. Todo el orden
natural no es más que un medio para conseguir el fin último sobrenatural. El hombre, por razón de su total dependencia de
Dios, está obligado a procurar la consecución de su fin último sobrenatural. Si yerra en este propósito, no podrá conseguir
tampoco el fin natural; cf. Mc 16, 16.
Bibliografía: A. KRANICH, tDber die Empfanglichkeit der menschlichen Natur fur die Guter der
ubernaturlichfXn Ordrlung nach der Lehre des hl. Augustin und des hl. Thomas v. A., Pa 1892. WI. J. SCHEEBEN,
Naturale2a y gracia, Herder, Barcelona 1968. C. FECKES, Das Verhalteis von Natur und Uebernatur, D 1947. G. DE
BROGLIE, De fine ultimo humanae vitae, P. 1948. B. STOECKLE, Gratia su,ptonit naturam GeschicAte und Anatyse
eines theolopischen Sxioms, R 1962.
1. La gracia santificante
Los santos padres entendieron que la dotación sobrenatural del hombre en el Paraíso estaba indicada en Gen 1,
26 (similitudo = semejanza sobrenatural con Dios), en Gen 2, 7 (spiraculum vitae = principio de la vida sobrenatural) y en
Eccl 7, 30; «He aquí que sólo he hallado esto: que Dios creó al hombre recto» (rectum=iustum). SAN AGUSTÍN comenta
que nuestra renovación (Eph 4, 23) consiste en «recibir la justicia que el hombre había perdido por el pecado» ( De Gen. al
litt. VI 24, 35). SAN JUAN DAMASCENO afirma: «EL Hacedor concedió al hombre su gracia divina, y por medio de
ella le hizo participante de su propia vida» (De fide orth. 11 30).
b) En cuanto al instante en que tendría lugar tal elevación, la mayor parte de los teólogos están de acuerdo con
Santo Tomás y su escuela en afirmar que nuestros primeros padres fueron ya creados en estado de gracia santificante. Por
el contrario, Pedro Lombardo y la Escuela Franciscana enseñan que los protoparentes, al ser creados, recibieron
únicamente los dones preternaturales de integridad, debiendo disponerse con ayuda de gracias actuales a la recepción de la
gracia santificante. El concilio de Trento dejó intencionadamente sin resolver esta cuestión (por eso dice: «in qua
constitutus erat», y no «creatus erat»; Dz 788). Los santos padres exponen la misma sentencia de Santo Tomás, cf. DZ
192, SAN JUAN DAMASCENO De fide orth. II 12; S.th. I 95, 1.
Concupiscencia, en sentido dogmático, es la tendencia espontánea, bien sea sensitiva o espiritual, que precede a
toda reflexión del entendimiento y toda resolución de la voluntad y que persiste aun contra la decisión de esta última. El
don de integridad consiste en el dominio perfecto del libre albedrío sobre toda tendencia sensitiva o espiritual, pero deja
subsistir la posibilidad del pecado.
Los santos padres defendieron el don de integridad frente a los pelagianos, los cuales no veían en la
concupiscencia un defecto de la naturaleza (defectus naturae), sino un poder de la misma (vigor naturae). SAN AGUSTÍN
enseña que nuestros primeros padres podían evitar fácilmente el pecado gracias al don de integridad (posse non peccare;
De corrept. et gratia 12, 33).
23
El concilio de Trento enseña que Adán, por el pecado, incurrió en el castigo de la muerte
corporal: «Si quis non confitetur, primum hominem Adam... incurrisse, per offensam
praevaricationis huiusmodi, iram et indignationem Dei, atque ideo mortem, quam antea illi
comminatus fuerat Deus...» a. s.; Dz 788; cf. Dz 101, 175, 1078, 2123.
La Sagrada Escritura refiere que Dios conminó con la muerte si se desobedecía al
precepto que É1 había dado; y así lo hizo después de la transgresión de nuestros primeros padres
(Gen 2, 17; 3, 19); cf. Sap 1, 13: «Dios no hizo la muerte»; Rom 5, 12: «Por un hombre entró el
pecado en el mundo, y por el pecado la muerte».
Debemos representarnos el don de la inmortalidad tal como nos enseña SAN AGUSTÍN, como posse non mori
(De Gen. ad litt. VI 25, 36) (como posibilidad de no morir), y no como non posse mori (como imposibilidad de morir).
Los santos padres opinaron que la inmortalidad les era proporcionada por el árbol de la vida; Gen 2, 9; 3, 22.
Partiendo del principio de que el pecado no cambió la naturaleza del hombre, algunos teólogos modernos
entienden así el don de la inmortalidad: el hombre inocente en su estado originario moriría ciertamente, si bien la muerte
no le sería tan dolorosa como lo es para el hombre caído en el pecado. El concilio de Trento, que declara la muerte como
consecuencia del pecado, no dice nada en contra, toda vez que él se refiere a la muerte empírica, tal como es
experimentada por el hombre.
Aclaremos que este don debemos concebirlo como posse non pati (posibilidad de quedar libres del sufrimiento);
guarda íntima relación con el don de la inmortalidad corporal.
Algunos teólogos modernos entienden la impasibilidad en el sentido de que los dolores no habrían faltado,
ciertamente, si bien el hombre en estado de inocencia y lleno del amor a Dios no los habría sentido tan dolorosamente
como el hombre culpable.
La escolástica ha aumentado abusivamente el saber profano de los primeros padres (cf. S.th. I 94, 3). La Sagrada
Escritura no ofrece para ello punto alguno de apoyo. El sentido de la imposición de nombres (Gen 2, 20) es expresar la
supremacía del hombre sobre los animales. Teólogos modernos reducen el saber profano del primer hombre a un
comportamiento instintivo seguro frente a su medio.
Sobre la duración del estado primitivo nada puede inferirse de la revelación. Se puede pensar que el primer acto
de libre decisión del hombre fue el pecado. En este caso, la duración del estado primitivo debió ser sumamente breve.
24
3. Los dones primitivos, dones hereditarios
El concilio de Trento enseña que Adán no sólo perdió para si la santidad y justicia (=
gracia santificante) que había recibido de Dios, sino que la perdió también para nosotros; Dz
789. De ahí inferimos que él no la recibió únicamente para si, sino también para nosotros sus
descendientes. Lo mismo se puede decir, según consentimiento unánime de los santos padres y
teólogos, de los dones preternaturales de integridad (exceptuando el don de ciencia) pues éstos
fueron concedidos por razón de la gracia santificante. Adán no recibió los dones del estado
primitivo como un mero individuo particular, sino como cabeza del género humano; ellos
constituían un regalo hecho a la naturaleza humana como tal (donum naturae) y debían pasar,
conforme a esta ordenación positiva de Dios, a todos los individuos que recibieran por
generación la naturaleza humana. La justicia primitiva tenía, por tanto, carácter hereditario .
Los santos padres comentan que nosotros, descendientes de Adán, recibimos la gracia de Dios y la perdimos por
el pecado. Este modo de hablar presupone claramente que las gracias concedidas primitivamente a Adán debían pasar a sus
descendientes; cf. SAN BASILIO (?), Sermo asc. 1: «Volvamos a la gracia primitiva, de la que fuimos despojados por el
pecado»; SAN AGUSTÍN, De spir. et litt. 27, 47; S.th. I 100, 1; Comp. theol. 187.
Bibliografía: A. SLOMKOWSKI, L'état primitif de l'homme dans la tradition de l'{;glise avont S. Augustin, P.
1928. A. FRIES, Urgerech igkeit, Fall und Erbsunde nach Prapositin von Cremona und Wilhelm von =4uterre, Fr 1940. J.
B. KORS, La justire primitive et le péché originel, d'apres S. Thoxlas, P 1930. W. A. \/AN ROO, Grace and original justise
according to St. Thomas, R 1955. A propósito de la noción de consutiscencia, véanse I^R. LAKNER, ZkTh 61 (1937) 437-
440; K. RAHNER, ibidem 65 (1941) 61-80; SchrTh I 377-414. M. SCHMAUS, Das Paradies, Mn 1965.
Por estado de la naturaleza humana se entiende la situación interna de la susodicha naturaleza con respecto al fin
último señalado por Dios. Se distingue entre estados históricos o reales y estados meramente posibles.
1. Estados reales
a) Estado de naturaleza elevada (o de justicia original); en él se encontraban los protoparentes antes de cometer
el primer pecado, poseyendo el don absolutamente sobrenatural de la gracia santificante y los dones preternaturales de
integridad.
b) Estado de naturaleza caída (o de pecado original); tal fue el estado que siguió inmediatamente al pecado de
Adán, en el cual el hombre, como castigo por el pecado, carece de la gracia santificante y de los dones de integridad.
c) Estado de naturaleza reparada. Estado en que fue restaurado por la gracia redentora de Cristo; en el que el
hombre posee la gracia santificante, mas no los dones preternaturales de integridad.
d) Estado de naturaleza glorificada. Es el estado de aquellos que han alcanzado ya la visión beatífica de Dios,
que es el último fin sobrenatural del hombre. Comprende en sí la gracia santificante en toda su perfección. Después de la
resurrección de la carne, abarcará también, con respecto al cuerpo, los dones preternaturales de integridad en toda su
perfección (no poder pecar, ni morir, ni sufrir).
Es común a todos los estados reales el fin último sobrenatural de la visión beatifica de Dios.
a) Estado de naturaleza pura, en el cual el hombre poseería todo aquello —y nada más que aquello— que
pertenece a su naturaleza humana, y en el cual no podría conseguir más que un fin último puramente natural.
25
Lutero, Bayo y Jansenio negaron que fuera posible semejante estado de naturaleza pura,
pero la Iglesia enseña con certeza su posibilidad. Así se desprende lógicamente de sus
enseñanzas acerca del carácter sobrenatural de los dones concedidos a nuestros primeros padres
en el estado de justicia original. Pío v condenó la proposición de Bayo: «Deus non potuisset ab
initio talem creare hominem, qualis nunc naseitur»; Dz 1055. De suerte que Dios pudo haber
creado al hombre sin los dones estrictamente sobrenaturales y preternaturales, pero no en estado
de pecado.
San Agustín y los doctores de la escolástica enseñan expresamente que es en sí posible el estado de naturaleza
pura; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. 1 8 (9), 6; SANTO TOMÁS, In Sent. II d. 31 q. 1 a. 2 ad 3.
b) Estado de naturaleza integra, en el cual el hombre hubiera poseído, juntamente con todo lo debido a su
naturaleza, los dones preternaturales de integridad para conseguir más fácil y seguramente su fin último natural.
Bibliografía: A. CASINI, Quid est homo, sive controversis de sZatu purae naZurae, ed. M. J. Scheeben, Mz
1862. H. J. BROSCH, Das tAbernaturliche in der katholischen Tubinger Schuie, Essen 1962.
1. El acto pecaminoso
El concilio de Trento enseña que Adán perdió la justicia y la santidad por transgredir el
precepto divino; Dz 788. Como la magnitud del castigo toma como norma la magnitud de la
culpa, por un castigo tan grave se ve que el pecado de Adán fue también grave o mortal .
La Sagrada Escritura refiere, en Gen 2, 17 y 3, 1 ss, el pecado de nuestros primeros
padres. Como el pecado de Adán constituye la base de los dogmas del pecado original y de la
redención del género humano, hay que admitir en sus puntos esenciales la historicidad del relato
bíblico. Según respuesta de la Comisión Bíblica del año 1909, no es lícito poner en duda el
sentido literal e histórico con respecto a los hechos que mencionamos a continuación: a) que al
primer hombre le fue impuesto un precepto por Dios a fin de probar su obediencia; b) que
transgredió este precepto divino y)or insinuación del diablo, presentado bajo la forma de una
serpiente; c) que nuestros primeros padres se vieron privados del estado primitivo de inocencia;
Dz 2123.
Los libros más recientes de la Sagrada Escritura confirman este sentido literal e histórico; Eccli 25, 33: «Por una
mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos»; Sap. 2, 24: «Por la envidia del diablo entró la muerte en el
mundo»; 2 Cor 11, 3: «Pero temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros
pensamientos apartándolos de la entrega sincera a Cristo»; cf. 1 Tim 2, 14; Rom 5, 12 ss; Ioh 8, 44. Hay que desechar la
interpretación mitológica y la puramente alegórica (de los alejandrinos).
El pecado de nuestros primeros padres fue en su índole moral un pecado de desobediencia; cf. Rom 5, 19: «Por la
desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores.» La raíz de tal desobediencia fue la soberbia, Tob 4, 14: «Toda
perdición tiene su principio en el orgullo»; Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la soberbia.» El contexto bíblico
descarta la hipótesis de que el pecado fuera de índole sexual, como sostuvieron Clemente Alejandrino y San Ambrosio. La
gravedad del pecado resulta del fin que perseguía el precepto divino y de las circunstancias que le rodearon. SAN
26
AGUSTÍN considera el pecado de Adán como «inefablemente grande» («ineffabiliter grande peccatum»: Op. imperf. c.
Iul. t 105).
El desagrado divino se traduce finalmente en la eterna reprobación. Taciano enseñó de hecho que Adán perdió la
eterna salvación. SAN IRENEO (Adv. haer. III 23, 8), TERTULIANO (De Poenit. 12) y SAN HIPÓLITO (Philos. 8, 16)
salieron ya al paso de semejante teoría. Según afirman ellos, es doctrina universal de todos los padres, fundada en un
pasaje del libro de la Sabiduría (10, 2: «ella [la Sabiduría] le salvó en su caída»), que nuestros primeros padres hicieron
penitencia, y «por la sangre del Señor» se vieron salvados de la perdición eterna; cf. SAN AGUSTÍN, De peccat. mer. et
renz. 34, 55.
b) Los protoparentes quedaron sujetos a la muerte y al señorío del diablo (de fe;
Dz 788).
La muerte y todo el mal que dice relación con ella tienen su raíz en la pérdida de los
dones de integridad. Según Gen 3, 16 ss, como castigo del pecado nos impuso Dios los
sufrimientos y la muerte. El señorío del diablo queda indicado en Gen 3, 15, enseñándose
expresamente en Ioh 12, 31; 14, 30; 2 Cor 4, 4; Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.
El pecado original fue negado indirectamente por los gnósticos y maniqueos, que atribuían la corrupción moral
del hombre a un principio eterno del mal: la materia; también lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas,
los cuales explicaban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el alma cometiera antes de su unión con el
cuerpo.
Negaron directamente la doctrina del pecado original los pelagianos, los cuales enseñaban que:
a) El pecado de Adán no se transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal
ejemplo de aquél (imitatione, non propagatione).
b) La muerte, los padecimientos y la concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de
naturaleza pura.
c) El bautismo de los niños no se administra para remisión de los pecados, sino para que éstos sean recibidos en
la comunidad de la Iglesia y alcancen el «reino de los cielos» (que es un grado de felicidad superior al de «la vida eterna»).
La herejía pelagiana fue combatida principalmente por SAN AGUSTÍN y condenada por el magisterio de la
Iglesia en los sínodos de Mileve (416), Cartago (418) Orange (529) y, más recientemente, por el concilio de Trento (1546);
Dz 102 174 s, 787 ss.
El pelagianismo sobrevivió en el racionalismo desde la edad moderna hasta los tiempos actuales (socinianismo,
racionalismo de la época de la «Ilustración», teología protestante liberal, incredulidad moderna).
En la edad media, un sínodo de Sens (1140) condenó la siguiente proposición de PEDRO ABELARDO: «Quod
non contraximus culpam ex Adam, sed poenam tantum»; Dz 376.
Los reformadores, bayanistas y jansenistas conservaron la creencia en el pecado original, pero desfiguraron su
esencia y sus efectos, haciéndole consistir en la concupiscencia y considerándole como una corrupción completa de la
27
naturaleza humana; cf. Conf. Aug., art. 2.
2. Doctrina de la Iglesia
a) Prueba de Escritura.
A) El término pecado (griego) está tomado aquí en su sentido más general y se le considera personificado. Está
englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa del pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción
explícita entre el pecado y la muerte, la cual es considerada como consecuencia del pecado. Está bien claro que San Pablo,
al hablar del pecado, no se refiere a la concupiscencia, porque según el v 18 s nos vemos libres del pecado por la gracia
redentora de Cristo, siendo así que la experiencia nos dice que, a pesar de todo, la concupiscencia sigue en nosotros.
B) Las palabras in quo (griego; v 12 d) fueron interpretadas en sentido relativo por San Agustín y por toda la
edad media, refiriéndolas a unum hominem: «Por un hombre..., en el cual todos pecaron.» Desde Erasmo de Rotterdam, se
fue imponiendo cada vez más la interpretación conjuncional, mucho mejor fundada lingüísticamente y que ya fue
sostenida por numerosos santos padres, sobre todo griegos: = griego = «por causa de que todos hemos pecado», o «por
cuanto todos hemos pecado». Véanse los lugares paralelos de 2 Cor 5, 4; Phil 3, 12; 4, 10; Rom 8, 3. Mientras el pecado de
todos es interpretado por la exégesis tradicional colectivamente del pecado de todos en Adán, lo cual coincide con la
28
interpretación de san Agustín, la exégesis moderna lo interpreta individualmente del pecado personal de los distintos
hombres pecadores, como en Rom 3, 23. Según esta interpretación, el v. 12 d no constituye testimonio alguno del pecado
original. El punto esencial de la prueba es, pues, el v 19, en que se alude a la desobediencia de Adán como causa de la
esencia pecadora de muchos.
C) Las palabras «Muchos (griego) fueron hechos pecadores» (v 19 a) no restringen la universalidad del pecado
original, pues la expresión «muchos» (por contraste con un solo Adán o un solo Cristo) es paralela a «todos» (griego), que
es empleada en los vv 12 y 18 a.
b) Prueba de tradición
SAN AGUSTÍN invoca, contra el obispo pelagiano Julián de Eclana, la tradición eclesiástica: «No soy yo quien
ha inventado el pecado original, pues la fe católica cree en él desde antiguo; pero tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo
hereje» De nupt. et concup. II 12, 25). SAN AGUSTÍN, en su escrito Contra Iulianum (1. I y II), presenta ya una
verdadera prueba de tradición citando a Ireneo, Cipriano, Reticio de Autún, Olimpio, Hilario, Ambrosio, Inocencio X,
Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Basilio y Jerónimo como testimonios de la doctrina católica. Muchas expresiones
de los padres griegos, que parecen insistir mucho en que el pecado es una culpa personal y parecen prescindir por
completo del pecado original, se entienden fácilmente si tenemos en cuenta que fueron escritas para combatir el dualismo
de los gnósticos y maniqueos y contra el preexistencianismo origenista. SAN AGUSTÍN salió ya en favor de la doctrina
del Crisóstomo para preservarla de las torcidas interpretaciones que le daban los pelagianos: «vobis nondum litigantibus
securius loquebatur» (Confra Iul. I 6, 22).
Una prueba positiva y que no admite réplica de lo convencida que estaba la Iglesia primitiva de la realidad del
pecado original, es la práctica de bautizar a los niños «para remisión de los pecados»; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 64, 5.
4. El dogma y la razón
La razón natural no es capaz de presentar un argumento contundente en favor de la existencia del pecado
original, sino que únicamente puede inferirla con probabilidad por ciertos indicios: «Peccati originalis in humano genere
probabiliter quaedam signa apparent» (S.c.G. IV 52). Tales indicios son las espantosas aberraciones morales de la
humanidad y la apostasía de la fe en el verdadero Dios (politeísmo, ateísmo).
Bibliografía: J. FREUNDORFER, Erbsunde und Erbtod beim Apostel Paulus, Mr 1927. J. MAUSBACH, Die
Fthik des hl. Augustinus, Fr 21929, 1l 139-207. N. MERLIN, 5. Augustin et les dogmes du péché originel et de la grace, P
1931. M. JUGIE, La doctrine du péché originel chez les Peres gress, P. 1925. O. LOTTIN, Les théories sur le péché
originel de S. Anselme d S. Thomas d'Aguin, en Psychologge et Morale axx Xlle et Xlile siecles Iv, Ln-Ge 1954, 11-280.
R. MARTIN, La controverse sur le péché originel au début du XIVe sfecle, Ln 1930. M. LABOURDETTE, Le péché
originel et.les origines de Phomme, P 1953. P. PARENTE, 11 peccato originale, Rovigo 1957. Í. GROSS, GeschicAte des
Erbsu'ndendogmas. 1: Von der Bibel bis Augustinus; ll: 5.-11. Jh., Mn-Bas 1960-1963.
1. Opiniones erróneas
a) El pecado original, contra lo que pensaba Pedro Abelardo, no consiste en el reato de pena eterna, es decir, en
el castigo condenatorio que los descendientes de Adán habrían heredado de éste, que era cabeza del género humano (pena
original y no culpa original). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado original es verdadero y estricto pecado, es
decir, reato de culpa; cf. Dz 376, 789, 792. San Pablo nos habla de verdadero pecado; Rom 5, 12: «por cuanto todos hemos
pecado»; cf. Rom 5, 19.
b) El pecado original, contra lo que enseñaron los reformadores, bayanistas y jansenistas, no consiste tampoco
en la concupiscencia mala habitual (es decir: en la inclinación habitual al pecado), que persistiría aun en los bautizados
como verdadero y estricto pecado, aunque tratándose de éstos no se les imputara ya a efectos del castigo. El concilio de
Trento enseña que por el sacramento del bautismo se borra todo lo que es verdadero y estricto pecado y que la
concupiscencia (que permanece después del bautismo como prueba moral) solamente puede ser considerada como pecado
en sentido impropio; Dz 792.
Es incompatible con la doctrina de San Pablo (que considera la justificación como una transformación y
renovación interna) el que el pecado permanezca en el hombre, aunque no se le impute a efectos del castigo. El que ha
sido justificado ce ve libre del peligro de la reprobación, porque tiene lejos de si la razón de la reprobación, que es el
pecado; Rom 8, 1: «No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús.»
29
Como la naturaleza humana se halla compuesta de cuerpo y espíritu, la concupiscencia existiría también en el
estado de naturaleza pura como un mal natural, y, por tanto, no puede ser considerada en si como pecaminosa; porque Dios
lo hizo todo bien; Dz 428.
c) El pecado original, contra lo que enseñaron Alberto Pighio (✝ 1542) y Ambrosio Catarino, O. P. (✝ 1553), no
consiste en una imputación meramente extrínseca del pecado actual de Adán (teoría de la imputación). Según doctrina del
concilio de Trento, el pecado de Adán se propaga por origen a todos sus descendientes y es inherente a cada uno de ellos
como pecado propio suyo: «propagatione, non imitatione transfusum omnibus, inest unicuique proprium»; Dz 790; cf. Dz
795: «propriam iniustitiam contrahunt». El efecto del bautismo, según doctrina del mismo concilio, es borrar realmente el
pecado y no lograr tan sólo que no se nos impute una culpa extraña; Dz 792; cf. 5, 12 y 19.
2. Solución positiva
a) El concilio de Trento denomina al pecado original muerte del alma (mors animae; Dz
789). La muerte del alma es la carencia de la vida sobrenatural, es decir, de la gracia santificante.
En el bautismo se borra el pecado original por medio de la infusión de la gracia santificante (Dz
792). De ahí se sigue que el pecado original es un estado de privación de la gracia. Esto mismo
se deduce del paralelo que establece San Pablo entre el pecado que procede de Adán y la justicia
que procede de Cristo (Rom 5, 19). Como la justicia que Cristo nos confiere consiste
formalmente en la gracia santificante (Dz 799), el pecado heredado de Adán consistirá
formalmente en la falta de esa gracia santificante. Y la falta de esa gracia, que por voluntad de
Dios tenía que existir en el alma, tiene carácter de culpa, como apartamiento que es de Dios.
Como el concepto de pecado en sentido formal incluye el ser voluntario (ratio
voluntorii), es decir, la voluntaria incurrencia en el mismo, y los niños antes de llegar al uso de
razón no pueden poner actos voluntarios personales, habrá que explicar, por tanto, la nota de
voluntariedad en el pecado original por la conexión que guarda con el voluntario pecado actual
de Adán. Adán era el representante de todo el género humano. De su libre decisión dependía que
se conservaran o se perdieran los dones sobrenaturales que no se le habían concedido a él
personalmente, sino a la naturaleza del hombre como tal; dones que, por la voluntaria
transgresión que hizo Adán del precepto divino, se perdieron no sólo para él, sino para todo el
linaje humano que habría de formar su descendencia. Pío V condenó la proposición de Bayo que
afirma que el pecado original tiene en sí mismo el carácter de pecado sin relación alguna con la
voluntad de la cual tomó origen dicho pecado; Dz 1047; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. I 12 (13),
5; S.th. I 11 81, 1.
b) Según doctrina de Santo Tomás, el pecado original consiste formalmente en la falta de la justicia original, y
materialmente en la concupiscencia desordenada. Santo Tomás distingue en todo pecado un elemento formal y otro
material, el apartamiento de Dios (aversio a Deo) y la conversión a la criatura (conversio ad creaturam). Como la
conversión a la criatura se manifiesta ante todo en la mala concupiscencia, SANTO TOMÁS, juntamente con San Agustín,
ve en la concupiscencia, la cual en sí es una consecuencia del pecado original, el elemento material de dicho pecado:
«peccatum originale materialiter quidem est concupiscentia, formaliter vero est defectus originalis iustitiae» (S.th. I II 82,
3). La citada doctrina de Santo Tomás se halla por una parte bajo el influjo de San Anselmo de Canterbury, que coloca la
esencia del pecado original exclusivamente en la privación de la justicia primitiva, y por otra parte bajo el influjo de SAN
AGUSTÍN, el cual define el pecado original como la concupiscencia con su reato de culpa ( consupiscentia cum suo reatu)
y comenta que el reato de culpa se elimina por el bautismo, mientras que la concupiscencia permanece en nosotros como
un mal, no como un pecado, para ejercitarnos en la lucha moral (ad agonem) (Op. imperf. c. Iul I 71). La mayoría de los
teólogos postridentinos no consideran la concupiscencia como elemento constitutivo del pecado original, sino como
consecuencia del mismo.
Bibliografía: J. N. ESPENBERGER, Die Elemente der Erbsunde nach Augustin und dRer FruAscholastik, Mz
1905. J. H. BUSCH, Das Wesen der Erbsunde nach Bellarmin und Suárez, Pa 1909. J. BL. BECKER, Zur Frage des
30
Schul(lcharatters der Erbsunde, 7kTh 48 (1924) 59-92.
La causa eficiente del pecado original no es Dios, sino sólo el pecado de Adán. La condición de su transmisión
es, en virtud de un mandamiento positivo de Dios, el acto natural de la generación, por el cual se establece la conexión
moral del individuo con Adán, cabeza del género humano. La concupiscencia actual vinculada al acto generativo (el placer
sexual; libido), contra lo que opina SAN AGUSTÍN (De nuptiis et consup. I 23, 25; 24, 27), no es causa eficiente ni
condición indispensable para la propagación del pecado original. No es más que un fenómeno concomitante del acto
generativo, acto que, considerado en sí, no es sino causa instrumental de la propagación del pecado original; cf. S.th. I II
82, 4 ad 3.
Objeciones: De la doctrina católica sobre la transmisión del pecado original no se sigue, como aseguraban los
pelagianos, que Dios sea causa del pecado. El alma que Dios crea es buena considerada en el aspecto natural. El estado de
pecado original significa la carencia de una excelencia sobrenatural para la cual la criatura no puede presentar titulo
alguno. Dios, por tanto, no está obligado a crear el alma con el ornato sobrenatural de la gracia santificante. Además, Dios
no tiene la culpa de que al alma que acaba de ser creada se le rehúsen los dones sobrenaturales; el culpable de ello ha sido
el hombre, que usó mal de su libertad. De la doctrina católica no se sigue tampoco que el matrimonio sea en el malo. El
acto conyugal de la procreación es en sí bueno, porque objetivamente (es decir, según su finalidad natural) y
subjetivamente (esto es, según la intención de los procreadores) tiende a alcanzar un bien, que es la propagación del
género humano, ordenada por Dios.
En caso de tener la humanidad un origen poligenésico, algunos hombres habrían llegado a la existencia por otro
medio que el de la procreación humana. Ahora bien, a tales hombres no podría aplicárseles la declaración del concilio de
Trento sobre la transmisión del pecado original. Pero, puesto que para el Tridentino todavía era desconocido el problema
del poligenismo, hay que admitir que la declaración conciliar tiene en consideración la humanidad actual, en la que todos
los hombres reciben la existencia mediante generación humana. La dificultad de cómo el pecado de Adán, el primer
hombre llegado al uso de razón, hubiera abarcado incluso a quienes no descendieran de él, podría resolverse arguyendo
que en vista del evolucionismo todos los hombres proceden de una primera materia común creada por Dios como substrato
de la humanización, y así constituyen una unidad de origen. Otra posibilidad de resolver la dificultad la ofrece la idea
bíblica de la «persona corporativa», cuya acción determina la suerte de toda la comunidad. Adán es una persona
corporativa en la que simultáneamente está incorporada toda la humanidad llamada a un fin común.
Bibliografía: T. BL. BECKER, Das «GeXeimnis» der Uebertragung der Erbs~¿nde, ZkTh 49 (1925) 24-41. Z.
ALSZEGHY- M. FLICK, Il peccato originale in prospettiva evolu2ionistica, Greg 47 (1966) 201-225.
Los teólogos escolásticos, inspirándose en Lc 10, 30, resumieron las consecuencias del
pecado original en el siguiente axioma: El hombre ha sido, por el pecado de Adán, despojado de
sus bienes sobrenaturales y herido en los naturales («spoliatus gratuitis, vulneratus in
naturalibus»). Téngase en cuenta que el concepto de gratuita de ordinario se extiende sólo a los
dones absolutamente sobrenaturales, y que en el concepto de naturalia se incluye el don de
integridad de que estaban dotadas las disposiciones y fuerzas naturales del hombre antes de la
31
caída (naturalia integra); cf. SANTO TOMÁS, Sent. II, d. 29, q. 1 a. 2; S.th. I II 85, 1.
2. Vulneración de la naturaleza
La herida que el pecado original abrió en la naturaleza no hay que concebirla como una
total corrupción de la naturaleza humana, como piensan los reformadores y jansenistas. El
hombre, aunque se encuentre en estado de pecado original, sigue teniendo la facultad de conocer
las verdades religiosas naturales y realizar acciones moralmente buenas en el orden natural. El
concilio del Vaticano enseña que el hombre puede conocer con certeza la existencia de Dios con
las solas fuerzas de su razón natural; Dz 1785, 1806. El concilio tridentino enseña que por el
pecado de Adán no se perdió ni quedó extinguido el libre albedrío; Dz 815.
La herida, abierta en la naturaleza, interesa al cuerpo y al alma. El concilio II de Orange
(529) declaró: «totum, i.e. secundum corpus et animam, in deterius hominem commutatum
(esse)» (Dz 174); cf. Dz 181, 199, 793. Además de la sensibilidad al sufrimiento (Passibilitas) y
de la sujeción a la muerte (mortalitas), las dos heridas que afectan al cuerpo, los teólogos,
siguiendo a SANTO TOMÁS (S.th. I II 85, 3), enumeran cuatro heridas del alma, opuestas
respectivamente a las cuatro virtudes cardinales: a) la ignorancia, es decir, la dificultad para
conocer la verdad (se opone a la prudencia); b) la malicia, es decir, la debilitación de nuestra
voluntad (se opone a la justicia); c) la fragilidad (infirmitas), es decir, la cobardía ante las
dificultades que encontramos para tender hacia el bien (se opone a la fortaleza); d) la
concupiscencia en sentido estricto, es decir, el apetito desordenado de satisfacer a los sentidos
contra las normas de la razón (se opone a la templanza). La herida del cuerpo tiene su
fundamento en la pérdida de los dones preternaturales de impasibilidad e inmortalidad; la herida
del alma en la pérdida del don preternatural de inmunidad de la concupiscencia.
Es objeto de controversia si la herida abierta en la naturaleza consiste exclusivamente en la pérdida de los dones
preternaturales o si la naturaleza humana ha sufrido además, de forma accidental, una debilitación intrínseca. Los que se
deciden por la primera sentencia (Santo Tomás y la mayor parte de los teólogos) afirman que la naturaleza ha sido herida
sólo relativamente, esto es, si se la compara con el estado primitivo de justicia original. Los defensores de la segunda
sentencia conciben la herida de la naturaleza en sentido absoluto, es decir, como situación inferior con respecto al estado
de naturaleza pura.
Según la primera sentencia, el hombre en pecado original es con respecto al hombre en estado de naturaleza pura
como una persona que ha sido despojada de sus vestidos (desnudada) a otra persona que nunca se ha cubierto con ellos
(desnuda; nudatus ad nudum). Según la segunda sentencia, la relación que existe entre ambos es la de un enfermo a una
32
persona sana (aegrotus ad sanum).
Hay que preferir sin duda la primera opinión, porque el pecado actual de Adán —una acción singular— no pudo
crear en su propia naturaleza ni en la de sus descendientes hábito malo alguno, ni por tanto la consiguiente debilitación de
las fuerzas naturales; cf. S.th. I II 85, 1. Pero hay que conceder también que la naturaleza humana caída, por los extravíos
de los individuos y de las colectividades, ha experimentado cierta corrupción ulterior, de suerte que se encuentra
actualmente en un situación concreta inferior a la del estado de naturaleza pura.
Las almas que salen de esta vida en estado de pecado original están excluidas de
la visión beatifica de Dios (de fe).
Los que no han llegado todavía al uso de la razón pueden lograr la regeneración de forma extrasacramental
gracias al bautismo de sangre (recuérdese la matanza de los santos inocentes). En atención a la universal voluntad salvífica
de Dios (1 Tim 2, 4) admiten muchos teólogos modernos, especialmente los contemporáneos, otros sustitutivos del
bautismo para los niños que mueren sin el bautismo sacramental, como las oraciones y deseo de los padres o de la Iglesia
(bautismo de deseo representativo; Cayetano) o la consecución del uso de razón en el instante de la muerte, de forma que
el niño agonizante pudiera decidirse en favor o en contra de Dios (bautismo de deseo; H. Klee), o que los sufrimientos y
muerte del niño sirvieran de cuasisacramento (bautismo de dolor; H. Schell). Estos y otros sustitutivos del bautismo son
ciertamente posibles, pero nada se puede probar por las fuentes de la revelación acerca de la existencia efectiva de los
mismos; cf. Dz 712. AAS 50 (1958) 114.
Los teólogos, al hablar de las penas del infierno, hacen distinción entre la pena de daño (que consiste en la
exclusión de la visión beatífica) y la pena de sentido (producida por medios extrínsecos y que, después de la resurrección
del cuerpo, será experimentada también por los sentidos). Mientras que SAN AGUSTÍN y muchos padres latinos opinan
que los niños que mueren en pecado original tienen que soportar también una pena de sentido, aunque muy benigna
(«mitissima omnium poena»; Enchir. 93), enseñan los padres griegos (v.g. SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 40, 23)
y la mayoría de los teólogos escolásticos y modernos que no sufren más que la pena de daño. Habla en favor de esta
doctrina la explicación dada por el papa Inocencio III: «Poena originalis peccati est carentia visionis Dei (= poena damni)
actualis vero poena peccati est gehennae perpetuae cruciatus (= poena sensus)»; Dz 410. Con la pena de daño es
compatible un estado de felicidad natural; cf. SANTO TOMÁS, De malo, Sent. II d. 33 q. 2 ad 2.
Los teólogos suelen admitir que existe un lugar especial adonde van los niños que mueren sin bautismo y al cual
llaman limbo de los niños. Pío VI salió en defensa de esta doctrina frente a la interpretación pelagiana de los jansenistas,
que falsamente querían explicarlo como un estado intermedio entre la condenación y el reino de Dios; Dz 1526.
Bibliografía: W. A. VAN ROO, I nf ants dying wif hout Baptism, Greg 38 (1954) 406-473. A. MICHEL, Enfants
morts sans bapteme, P 1954. Cf. «BUIIeF;n ThOn1;Ste» VIII 2369/82. CH. JOURNET, I a volonté divine salvifique sur
les petits enfants, Bru-P 1958. G. J. DYER, The Denial of l imbo and the Jansenist Controversy, Of u 1955. B.
GAULLIER, L'état des elltastts morts sans bapteme d'apres S. Thomas d'Aquin, P 1961.
Capítulo tercero
33
1. Existencia y origen de los ángeles
Dios, al principio del tiempo, creó de la nada unas sustancias espirituales que
son llamadas ángeles (de fe).
La existencia de los ángeles la negaron los saduceos (Act 23, 8: «Porque los saduceos niegan la resurrección y la
existencia de ángeles y espíritus, mientras que los fariseos profesan lo uno y lo otro») y la han negado el materialismo y el
racionalismo de todas las épocas. Los racionalistas modernos consideran a los ángeles como personificaciones de atributos
y acciones divinas, o ven en la angelología judeocristiana vestigios de un politeísmo primitivo o elementos tomados de las
ideologías pérsicas y babilónicas.
Los concilios IV de Letrán y del Vaticano declaran: «simul ab initio temporis utramque
de nihilo condidit creaturam, spiritualem et corporalem, angelicam videlicet et mundanam»; Dz
428, 1783. No está definido que el mundo angélico fuera creado al mismo tiempo que el mundo
material (simul puede también significar: pariter, igualmente, tanto la una como la otra; cf. Eccli
18, 1); pero es sentencia común hoy día que así sucedió.
La Sagrada Escritura da testimonio, aun en los libros más antiguos, de la existencia de los
ángeles, los cuales glorifican a Dios y, como servidores y mensajeros suyos, son los encargados
de traer sus mensajes a los hombres; cf. Gen 3, 24; 16, 7 ss, 18, 2 ss, 19 1 ss; 22, 11 s; 24, 7; 28,
12; 32, 1 s. La creación de los ángeles la refiere indirectamente el Éxodo 20, 11: «En seis días
hizo Yahvé los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contienes; y directamente la refiere
Col 1, 16: «En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las
invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades»; cf. Ps 148, 2-5.
El testimonio de la tradición es unánime desde un principio. Los apologetas de los primeros tiempos del
cristianismo, al rechazar la acusación de ateísmo que se lanzaba contra los cristianos, presentan, entre otras pruebas, la fe
en la existencia de los ángeles (SAN JUSTINO, Apol. I 6; ATENÁGORAS, Suppl. 10). La primera monografía acerca de
los ángeles fue compuesta hacia el año 500 por el SEUDO-DIONISIO AREOPAGITA, Y llevaba el título: De caelesti
hierarchia. Entre los padres latinos, San Agustín y San Gregorio Magno hicieron profundos estudios acerca de los ángeles.
La liturgia de la Iglesia nos ofrece también numerosos testimonios sobre su existencia.
La razón natural no puede probar con rigor la existencia de los ángeles, pues éstos fueron creados por una libre
decisión de la voluntad divina. Mas la serie en que van ascendiendo las perfecciones ontológicas de las criaturas (seres
puramente materiales — seres compuestos de materia y espíritu) nos permite deducir con su probabilidad la existencia de
seres creados puramente espirituales.
El número de los ángeles, por lo que dice la Sagrada Escritura, es muy elevado. La Biblia
nos habla de miríadas (Hebr 12, 22), de millares y millares (Dan 7, 10; Apoc 5, 11), de legiones
(Mt 26, 53). Los distintos nombres con que los llama la Biblia nos indican que entre ellos existe
una jerarquía. Desde el Seudo-Areopagita, se suelen enumerar nueve coros u órdenes angélicos,
fundándose en los nombres con que se les cita en la Sagrada Escritura; cada tres coros de ángeles
constituyen una jerarquía: serafines, querubines y tronos — dominaciones, virtudes y potestades
— principados, arcángeles y ángeles; cf. Is 6, 2 ss; Gen 3, 24; Col 1, 16; Eph 1, 21; 3, 10; Rom 8,
38 s; Iud 9; 1 Thes 4, 16.
La división del mundo angélico en nueve órdenes y la doctrina a ella unida de la iluminación de los órdenes
inferiores por los superiores (inspirada en el neoplatonismo) no son verdades de fe, sino mera opinión teológica, a la que
es libre asentir o no. Lo mismo se diga de aquella otra división que hacen los escolásticos fundándose en Dan 7, 10, entre
angeli assistentes y angeli ministrantes (asistentes al trono divino — mensajeros de Dios). En el primer grupo se
encuadran los seis coros superiores; en el segundo, los tres coros inferiores del Seudo-Dionisio. Notemos, sin embargo,
que conforme al testimonio explícito de la revelación no se excluyen mutuamente las funciones de ser asistentes y
servidores de Dios; cf. Tob 12, 15; Lc 1, 19 y 26.
34
Según doctrina de Santo Tomás, derivada de su concepción del principio de individuación, los ángeles se
distinguen entre sí específicamente. Cada ángel constituye por sí solo una especie distinta. En cambio, otros teólogos
enseñan o bien que todos los ángeles no forman más que una sola especie (San Alberto Magno), o bien que cada jerarquía
o coro forma una especie distinta (Escuela Franciscana, Suárez).
Bibliografía: A. L. LÉPICIER, Tractatus de angelis, P 1909 W. SCHLOSSlNGER, Die Stellung der Engel in der
Schoptung, JPhTh 25 (1910-11) 461485; 27 (1912-13) 81-117. M. DIBELIUS, Die Geistertelt im Glauben des rauluSl G
1909. G. K1-RZE, Der Engels- und 7'eufielsglaube des Apostels Paulus, Fr 1915. MICHL, Die Engelvtorstellungen in der
Apokalypse, I Teil: Die Engel um Gott, Mn 1937. F. ANDRES, Die Engellehre der griechisehell Apologeten des ~weiten
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Neuen Testa?nent, Fr 1958. J. DANIÉLOU, Die Sendung der Engel, S 1963.
Iuda 6-7 parece presentar una dificultad en contra de la inmaterialidad de los ángeles, si las palabras «que de
igual modo que ellos habían fornicado» (v 7) se refieren a los ángeles antes citados y no a los habitantes de Sodoma y
Gomorra. Si la primera interpretación es exacta, habrá que ver en ella, como en el v 9, una alusión a la tradición muy
extendida en el judaísmo tardío y en los primeros siglos del cristianismo, según la cual los ángeles habrían tenido contacto
carnal con las mujeres (cf. Gen. 6, 2) y habrían sido castigados por Dios por esta razón. El autor de la epístola recordaría a
sus lectores esta tradición, ya conocida por ellos, para explicarles en un ejemplo la justicia punitiva de Dios, sin querer dar
ninguna indicación formal sobre la naturaleza de los ángeles.
Una gran parte de los santos padres, entre ellos San Agustín, sufrieron el influjo de las doctrinas estoicas y
platónicas, e interpretando equivocadamente algunas expresiones de la Escritura (Ps 103, 4; Gen 6, 2; angelofanias),
atribuyeron a los ángeles cierto cuerpo sutil, etéreo o semejante al fuego; mientras que otros, como Eusebio de Cesarea,
San Gregorio Nacianceno, el Seudo-Dionisio y San Gregorio Magno, profesaron la pura espiritualidad de los ángeles.
SAN GREGORIO MAGNO dice: «El ángel es solamente espíritu; el hombre, en cambio, es espíritu y cuerpo» (Moralia
IV 3, 8). Durante el período de apogeo de la escolástica, la Escuela Franciscana suponía, aun en las sustancias creadas
puramente espirituales, una composición de materia y forma (elemento determinado y elemento determinante), mientras
que SANTO TOMÁS y su escuela consideraron las sustancias puramente espirituales como formas subsistentes sin
materia o formas separadas; S.th. I 50, 1-2.
35
2. Inmortalidad natural de los ángeles
No es exacto lo que afirma SAN JUAN DAMASCENO (De fide orth. II 3) y con él algunos escolásticos (Escoto,
Biel) de que la inmortalidad de los ángeles sea don de la gracia. En efecto, no es otra cosa que una consecuencia necesaria
de su naturaleza espiritual; S.th. I 50, 5.
El modo con que conocen los ángeles está de acuerdo con su naturaleza puramente espiritual. No proceden como
el hombre, que se forma las especies inteligibles por abstracción de la experiencia sensible, sino que, al ser creados, los
ángeles reciben esas especies de Dios juntamente con la potencia intelectiva (ciencia infusa o indita); cf. S.th. I 55, 2. El
conocimiento natural de Dios que poseen los ángeles es mediato y adquirido por la contemplación de las perfecciones
creadas, y particularmente de sus propias perfecciones; cf. S.th. I 56, 3.
La libre voluntad es presupuesto necesario para que pecaran los ángeles malos y sufrieran, en consecuencia, la
condenación eterna; 2 Petr 2, 4: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron.»
Como los ángeles están elevados por su naturaleza sobre todas las demás criaturas, por lo mismo poseen un
poder mucho más perfecto que todas ellas. Según 2 Petr 2, 11, los ángeles son superiores en fuerzas y poder a los hombres.
Sin embargo, los ángeles carecen del poder de crear de la nada y de obrar milagros estrictamente tales, poderes que
competen únicamente a Dios.
Bibliografía: W. SCHLOSSINGER, Die Ertenetnis der Engel, JPhTh 22 (1907-08) 325-349, 492-519; 23 (1908-
09) 4584; 198-230; 273-315. El mismo, I)as angelische Wollen, ibidem 24 (1909-10) 157-244.
Dios ha fijado a los ángeles un fin último sobrenatural, que es la visión inmediata
de Dios, y para conseguir este fin les ha dotado de gracia santificante (sent.
cierta).
a) Pío V condeno la doctrina de Bayo, el cual aseguraba que la felicidad eterna concedida
a los ángeles buenos era una recompensa por sus obras naturalmente buenas y no un don de la
36
gracia; Dz 1033 s.
Jesús nos asegura, cuando reprueba el escándalo: «Sus ángeles no cesan de contemplar el
rostro de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18, 10); cf. Tob 12, 19. La condición
indispensable para alcanzar la visión beatífica de Dios es hallarse en posesión de la gracia
santificante.
Los santos padres testifican expresamente la elevación de los ángeles al estado de gracia. SAN AGUSTÍN enseña
que todos los ángeles, sin excepción, fueron dotados de gracia habitual para ser buenos y ayudados incesantemente con la
gracia actual para permanecer siendo buenos (De civ. Dei XII 9, 2; De corrept. et gratia, c. 11, n. 32). SAN JUAN
DAMASCENO enseña: «Por el Logos fueron creados todos los ángeles, siendo perfeccionados por el Espíritu Santo para
que cada uno, conforme a su dignidad y orden, fuera hecho partícipe de la iluminación y de la gracia» (De fide orth. II 3).
b) Por lo que respecta al momento en que fueron elevados los ángeles al estado de gracia, enseñan PEDRO
LOMBARDO (Sent. II d. 4-5) y la Escuela Franciscana de la edad media que los ángeles fueron creados sin dones
sobrenaturales, debiendo prepararse con ayuda de gracias actuales a la recepción de la gracia santificante. Esta última
solamente llegó a confiarse a los ángeles fieles. Por el contrario, SANTO TOMÁS, siguiendo a San Agustín, enseña en sus
últimos escritos que los ángeles fueron creados en estado de gracia santificante: «probabilius videtur tenendum et magis
dietis sanetomm consonum est, quod fuerunt creati in gratia gratum faciente»; S.th. I, 62, 3; cf. SAN AGUSTÍN, De civ.
Dei XII 9, 2: «angelos creavit... simul eis et condens naturam et largiens gratiam». El Catecismo Romano (I 2, 17) sigue la
doctrina de San Agustín y Santo Tomás, que pone más de relieve el carácter gratuito de la elevación sobrenatural.
Los ángeles fueron sometidos a una prueba moral (sent. cierta respecto de las
ángeles caídos; sent. común respecto de los buenos).
Los ángeles se encontraron primero en estado de peregrinación (in statu viae), por el cual
debían merecer, con la ayuda de la gracia y mediante su libre cooperación a ella, la visión
beatífica de Dios en un estado definitivo (in statu termini). Los ángeles buenos que salieron
airosos de la prueba recibieron como recompensa la felicidad eterna del cielo (Mt 18, 10; Tob 12,
15; Hebr 12, 22; Apoc 5, 11; 7, 11), mientras que los ángeles malos, que sucumbieron a la
prueba, fueron condenados para siempre (2 Petr 2, 4; Iuda 6).
Con respecto a los ángeles caídos, conocemos el hecho de que fueron sometidos a una prueba moral por
testimoniarnOS la Sagrada Escritura que dichos ángeles pecaron (2 Petr 2, 4). Con respecto a los ángeles buenos, no
podemos fundarnos en la Biblia con la misma certeza, pues la felicidad celestial de éstos no es considerada expresamente
como recompensa a su fidelidad. La opinión, sostenida por muchos santos padres, de que los ángeles fueron creados en
estado de gloria es incompatible, tratándose de los ángeles malos, con el hecho de su caída en el pecado. San Agustín
sostuvo mucho tiempo (desistiendo después de esta sentencia) que desde un principio existieron dos reinos angélicos
distintos: el reino superior de los ángeles creados en estado de gloria, y que son, por tanto, impecables, y el reino inferior
de los ángeles con posibilidad de pecar, los cuales debían merecer la felicidad completa por medio de un fiel cumplimiento
de su deber, tal opinión parece inverosímil, porque establece una distinción totalmente infundada en la conducta inicial de
Dios con respecto a los ángeles; S.th. I 62, 4-5.
1. La caída en el pecado
Los espíritus malos (demonios) fueron creados buenos por Dios; pero se hicieron
malos por su propia culpa (de fe).
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mali»; Dz 428; cf. Dz 427.
La Sagrada Escritura enseña que parte de los ángeles no resistieron la prueba, cayendo en
el pecado grave y siendo arrojados al infierno en castigo a su rebeldía; 2 Petr 2, 4: «Dios no
perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el tártaro, los entregó a las prisiones
tenebrosas, reservándolos para el juicio»; Iuda 6: «A los ángeles que no guardaron su dignidad y
abandonaron su propia morada los tiene reservados en perpetua prisión, en el orco, para el juicio
del gran día»; cf. Ioh 8, 44 «El [el diablo] no se mantuvo en la verdad».
Los pasajes de Lc 10, 18 («Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo») y Apoc 12, 7 ss (lucha de San Miguel
y sus ángeles contra el dragón y los suyos, y caída del dragón y sus ángeles a tierra) no se refieren, si examinamos el
contexto, a la caída de los ángeles al principio de los tiempos, sino al destronamiento de Satanás por la obra redentora de
Cristo; cf. Ioh 12, 31.
El pecado de los ángeles fue, desde luego, un pecado de espíritu, y, según enseñan San Agustín y San Gregorio
Magno, un pecado de soberbia; de ninguna manera fue un pecado carnal, como opinaron muchos de los santos padres más
antiguos (San Justino, Atenágoras, Tertuliano, San Clemente Alejandrino, San Ambrosio), e igualmente la tradición judía,
fundándose en Gen 6, 2, donde se narra que los «hijos de Dios» tomaron por mujeres a las «hijas de los hombres», e
interpretando que esas uniones matrimoniales tuvieron lugar entre los ángeles (hijos de Dios) y las hembras del linaje
humano. Aparte de que el pecado de los ángeles hay que situarlo temporalmente con anterioridad al pasaje del Gen 6, 2,
diremos que la pura espiritualidad de la naturaleza angélica habla decididamente en contra de esta teoría; cf. Eccli 10, 15:
«El principio de todo pecado es la soberbia.» Los santos padres y teólogos aplican típicamente al pecado del diablo la
frase, referida en Ier 2, 20, que pronuncia Israel en su rebeldía contra Dios: «No te serviré»; e igualmente aplican
típicamente aquella predicción del profeta Isaías (14, 12 ss) sobre el rey de Babilonia: «¡Cómo caíste del cielo, lucero
esplendoroso, hijo de la aurora (qui mane oriebaris)!... Tú dijiste en tu corazón: Subiré a los cielos; en lo alto, sobre las
estrellas, elevaré mi trono... seré igual al Altísimo»; cf. SAN GREGORIO MAGNO, Moralia XXXIV 21; S.th. I 63, 3:
«angelus absque omni dubio peccavit appetendo esse ut Deus».
2. Reprobación eterna
Así como la felicidad de los ángeles buenos es de eterna duración (Mt 18, 10), de la
misma manera el castigo de los espíritus malos tampoco tendrá fin; Mt 25, 41: «Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles»; cf. Iuda 6: «en perpetua
prisión»; Apoc 20, 10: «Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos».
La doctrina de Orígenes y de varios de sus seguidores (San Gregorio Niseno, Dídimo de Alejandría, Evagrio
Póntico) sobre la restauración de todas las cosas (griego; cf. Act 3, 21), y que sostiene que los ángeles y hombres
condenados, después de un largo período de purificación, volverán a conseguir la gracia y retornarán a Dios, fue
condenada como herética en un sínodo de Constantinopla (543); Dz 211; cf. 429.
Bibliografía: M. HAGEN, Der Teufel im LicAte der Glaubensguelten, Fr 1899. H. KAUPEL, Die Damonen im
Alten Testament, A 1930. G. E. CLOSEN, Die Sunde der <Sohne Gottes», R 1937. E. v. PETERSDORFF, Damonologie, 2
vols., Mn 1956/57.
La Sagrada Escritura invita a los ángeles a que alaben a Dios, y testifica que, por medio
de la alabanza de estos espíritus, Dios es glorificado; cf. Ps 102, 20 s: «Bendecid a Yahvé, todos
vosotros, ángeles suyos»; cf. Ps 148, 2; Dan 3, 58; Is 6, 3; Apoc 4, 8; 5, 11 s; Hebr 1, 6. EL
servicio de Dios redunda en alabanza del mismo. Como mensajeros de Dios, los ángeles son 1O
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s encargados de transmitir a los hombres revelaciones y encargos de parte de la divinidad; cf. Mc
1, 11 s; 1, 26 ss; Mt 1, 20 s; Lc 2, 9 ss; Mt 2, 13 y 19s; Act 5, 19s; 8, 26; 10, 3 ss; 12, 7 ss.
La Iglesia celebra desde el siglo XVI una fiesta especial para honrar a los santos ángeles
custodios. El Catecismo Romano (IV 9, 4) enseña: «La Providencia divina ha confiado a los
ángeles la misión de proteger a todo el linaje humano y asistir a cada uno de los hombres para
que no sufran perjuicios».
La Sagrada Escritura testifica que todos los ángeles se hallan al servicio de los hombres;
Hebr 1, 14: «¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para servicio de los que han de
heredar la salvación?» Ps 90, 11 s, pinta la solicitud de los ángeles por los escogidos; cf. Gen 24,
7; Ex 23, 20-23; Ps 33, 8; Iudith 13, 20; Tob 5, 27; Dan 3, 49; 6, 22.
Según ORÍGENES (De princ. I, praef. 10), «es parte esencial de las enseñanzas de la Iglesia que existen ángeles
de Dios y poderes buenos que le sirven a Él para consumar la salvación de los hombres»; cf. ORÍGENES, Contra Celsum
VIII 34.
b) Cada creyente tiene su particular ángel de la guarda desde el día de su
bautismo (sent. cierta).
Según doctrina general de los teólogos, no sólo cada creyente, sino cada hombre (también
los infieles) tiene desde el día de su nacimiento un ángel de la guarda particular. Tal aserto se
funda bíblicamente en la frase del Señor que refiere Mt 18, 10: «Mirad que no despreciéis a uno
de esos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de
mi Padre, que está en los cielos»; cf. Act 12, 15: «Su ángel es [el de Pedro]».
SAN BASILIO, fundándose en Mt 18, 10, enseña: «Cada uno de los fieles tiene a su lado un ángel como
educador y pastor que dirige su vidas (Adv. Eunomium III 1). Según testimonio de San Gregorio Taumaturgo y San
Jerónimo, cada persona tiene, desde el día de su nacimiento, un ángel de la guarda particular. San Jerónimo comenta a
propósito de Mt 18, 10: «¡Cuán grande es la dignidad de las almas [humanas], que cada una de ellas, desde el día del
nacimiento («ab ortu nativitatis»), tiene asignado un ángel para que la proteja!»; cf. SAN GREGORIO TAUMATURGO,
Discurso de gratitud a Origenes, c. 4; S.th. I 113, 1-8.
El culto tributado a los ángeles encuentra su justificación en las relaciones, antes mencionadas, de los mismos
para con Dios y para con los hombres. Todo lo que el concilio de Trento nos enseña acerca de la invocación y culto de los
santos (Dz 984 ss) se puede aplicar también a los ángeles. La censura que hizo San Pablo (Col 2, 18) del culto a los
ángeles se refería a una veneración exagerada e improcedente de los mismos, inspirada en errores gnósticos. SAN
JUSTINO mártir nos atestigua ya el culto tributado en la Iglesia a los ángeles (Apol. 1, 6).
Bibliografía: W SCHLOSSINGER, Das T/erhAltnis der Engel sur sirlitbaren Schopfung, JPhTh 27 (1912-13)
158-208. CHR. PESCH, Die hl. Schut:engel, Fr 21925. E. PETERSON, Das Buch z~on den Engein, Mn 2l9SS E.
SCHICK Dis Botschaft der Engel im Neuen Testament, St 31949.
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1. Dominio del diablo sobre los hombres
El diablo, por razón del pecado de Adán, posee cierto dominio sobre los hombres
(de fe).
El concilio de Trento cita, entre las muchas consecuencias del pecado de Adán, la
esclavitud bajo el poder del diablo; Dz 788; 793. Esta fe de la Iglesia encuentra su expresión
litúrgica en las ceremonias del bautismo.
Cristo llama al diablo «príncipe de este mundo» (Ioh 12, 31; 14,30). San Pablo le llama
«Dios de este mundo» (2 Cor 4, 4). La acción redentora de Cristo venció en principio al poderío
del diablo; Ioh 12, 31: «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera»; Hebr 2, 14: Jesús
tomó carne y sangre «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al
diablo»; cf. Col 1, 13; 2, 15; 1 Ioh 3, 8. En el juicio universal, sufrirá un completo y definitivo
quebranto el dominio del diablo; cf. 2 Petr 2, 4; Iuda 6.
a) Los espíritus del mal procuran hacer daño moral a los hombres incitándoles al pecado
(tentatio seductionis); 1 Petr 5, 8: «Estad alerta y velad, que vuestro adversario el diablo, como
león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar»; cf. Mt 13, 25 y 39 (la cizaña sembrada
entre el trigo); Eph 6, 12. Ejemplos bíblicos son el pecado de nuestros primeros padres (Gen 3, 1
ss; Sap 2, 24; Ioh 8, 44), el fratricidio de Caín (Gen 4, 1 ss; 1 Ioh 3, 12), la traición de Judas (Ioh
13, 2 y 27), la negación de Pedro (Lc 22, 31), la mentira de Ananías (Act 5, 3). La tentación del
diablo no fuerza al hombre a pecar, pues éste sigue conservando su libertad natural. El enemigo
malo solamente puede tentar al hombre en la medida en que Dios se lo permita con su divina
prudencia; cf. 1 Cor 10, 13: «Dios no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas».
b) Los malos espíritus procuran inferir también al hombre daños físicos causándole mal
físico (infestatio); cf. Tob 3, 8; Iob 1, 12; 2, 6; 1 Cor 5, 5.
c) Otra especie de infestación diabólica es la posesión (obsessio, possessio), por la cual el
mal espíritu se apodera violentamente del cuerpo humano dominando los órganos del mismo y
las fuerzas inferiores del alma, pero no las superiores. El testimonio explícito de Cristo habla en
favor de la posibilidad y realidad efectiva de este fenómeno. Jesús mismo expulsó malos
espíritus (Mc 1, 23 ss; Mt 8. 16; 8, 28 ss; 9, 32; 12, 22; 17, 18) y confirió a sus discípulos poder
sobre los malos espíritus (Mt 10, 1 y 8; Mc 16, 17; Lc 10, 17 ss); cf. Los exorcismos dispuestos
por la Iglesia.
Los racionalistas opinan que los posesos de que nos habla la Sagrada Escritura eran sólo enfermos física o
psíquicamente, y que Jesús se acomodó a la creencia en el diablo, universal entre el pueblo judío. Pero esta teoría es
incompatible con la seriedad de la palabra divina y con la veracidad y santidad del Hijo de Dios
Cuando se trate de comprobar la existencia de influjos demoníacos, habrá que precaverse tanto de la credulidad
ingenua como del escepticismo racionalista. Como el inferir daños físicos es una forma extraordinaria de acción diabólica,
habrá que examinar diligentemente si no es posible explicar los efectos de que se trate por causas naturales. La inclinación
exagerada a considerar cualquier fenómeno raro como acción diabólica ocasionó hacia el final de la edad media el
lamentable desvarío de ver brujerías en todas partes.
La opinión patrocinada por varios escritores de los primeros tiempos del cristianismo (Pastor de HERMAS,
Orígenes, Gregorio Niseno, Juan Casiano), la escolástica (PEDRO LOMBARDO, Sent. II t ) y algunos teólogos modernos
(Suárez, Scheeben), según la cual a cada persona le asigna el diablo, desde el día mismo de su nacimiento, un espíritu
malo para que le incite sin cesar al mal (réplica al ángel de la guarda), carece de fundamento suficiente en las fuentes de la
revelación, siendo además difícilmente compatible con la bondad y misericordia de Dios. Los lugares de la Escritura que
generalmente se citan en apoyo de esta teoría (Ioh 13 2: Ps 108, 6; Zach 3, 1; Iob 1-2; 2 Cor 12, 7) no tienen fuerza
probativa.
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Bibliografía: L. BREMOND, Le dia1ale, P 1924. S. WEBER, De singulorum hominum daemone impugnatore,
R. 1938. A. RODEWYCX, Die Beurteilung der Besessenhe¿t ZkTh 72 (1950) 460-480. El mismo, Die damonische
Besessenheit ¿n der SicAt des Rituale Romanum, A 1963. VARlOS, Satan, «Les études carmélitaines», P 1948.
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