Volvel La Mirada Al Sujeto
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Volvel La Mirada Al Sujeto
¿Qué es el sujeto?
Una primera respuesta afirma que soy sujeto cuando tengo mi raíz en el yo de la conciencia
ordinaria de mí mismo. Soy sujeto en la medida en que me sé responsable de mi
pensamiento, mis emociones, mis actos, en la medida en que tomó posesión de mi vida y
decido. En la medida en que soy libre. Esta libertad supone una autonomía interior frente al
mundo que me permite vivirlo y no ser vivido por él.
Hablar del sujeto equivale a hacer la pregunta por "¿quién soy?" ¿Cuál es la naturaleza y
la condición de mí mismo como ser humano? Al definir lo que soy como sujeto encuentro
necesario establecer fronteras. Necesito establecer mi identidad. Cuándo alguien me
pregunta ¿quién eres? y procedo a darle una respuesta más o menos razonable, lo que
hago es describir mi ser, tal como he llegado a conocerlo, incluyendo en mi descripción la
mayoría de los hechos que tengo por fundamentales en lo que se refiere a mi identidad.
Sin embargo, hay un proceso aún más básico que subyace en todo el procedimiento para
establecer una identidad. Cuando respondo a la pregunta ¿quién soy?, cuando describo o
explico quién "soy", incluso cuando me limito a percibirlo interiormente, lo que en realidad
estoy haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su
totalidad el campo de la experiencia, y a todo lo que queda dentro de ese límite lo percibo
como "yo mismo", mientras siento que todo lo que está por fuera del límite queda excluido
del "yo mismo". Percibo que soy esto y no aquello. Una crisis de identidad se produce
cuando no puedo decidir cómo ni dónde trazar la línea.
Pero ocurre que la línea fronteriza que me permite definir mi propia identidad puede
desplazarse. Su trazado puede rectificarse. Puedo volver a "cartografiar" mi alma
encontrando en este procedimiento territorios que jamás habría creído posibles,
alcanzables y ni siquiera deseables. Ese límite puede irse desplazando hasta llegar a incluir
la totalidad del universo. Sería lo que los místicos llaman la "identidad suprema".
Hay, pues, diversos niveles en los que podemos situarnos para definir nuestra propia
identidad. Un primer nivel lo llama-remos el que es el que determina límites y depende
fundamentalmente de las representaciones que se forma la mente sobre sí misma a partir
de las fronteras que traza. Es separador, insiste en la distinción, aísla. Otro nivel es el del
yo esencial que transforma las fronteras, rehace las relaciones. Es un nivel interior donde
encontramos el sendero que nos conduce más allá de nosotros mismos. Y esto nos
permitirá descubrir que tenemos acceso a muchos niveles de identidad. Cada nivel resulta
de los diferentes lugares donde podemos trazar el límite. De paso quiero hacer esta
observación: cuando dibujamos los límites de nuestra alma establecemos al mismo tiempo
las batallas de nuestra alma.
La línea limítrofe es también una línea de batalla en potencia ya que delimita los territorios
de los campos opuestos y potencialmente en pugna. Podemos encontrar que el propio
cuerpo es territorio extranjero: el cuerpo puede ser nuestro enemigo, de modo que la línea
de batalla se encuentra ahora entre el individuo y su cuerpo. Podemos también trazar líneas
limítrofes entre facetas de nuestra propia psique, entre el individuo y ciertos aspectos dé su
propia mente, entre el individuo y su medio. Como todo extraño parece un enemigo, cada
nivel está potencialmente comprometido en diferentes conflictos con diversos enemigos. Es
decir, como lo expresan los psicólogos, los diferentes "síntomas" se originan en distintos
niveles.
El siguiente diagrama puede permitir una mejor comprensión de los diversos aspectos y
niveles en los que se puede mover la experiencia y la comprensión de nosotros mismos.
Permite visualizar los elementos que integran la realidad del Yo y cómo se pueden mover
El yo existencial
Para vivir en el mundo necesitamos una forma apropiada a ese mundo y a nosotros mismos.
Tenemos necesidad de relacionarnos y adaptarnos al ambiente en el que vivimos, Esa parte
de nuestro propio yo que realiza tal adaptación es el yo existencial.
La primera deformación proviene de una forma rígida que todo lo quiere definido, claro,
objetivo. En realidad es una fijación que me puede ocurrir en el terreno de las cosas
prácticas de la vida cotidiana, en el conocimiento teórico o en el comportamiento ético.
Este yo está siempre irritado porque el mundo no responde a lo que debería ser según él.
Herido por las injusticias de toda clase o desesperado por su propia incapacidad, tarde o
temprano estará amenazado por un nihilismo, cuyos torbellinos también llevan al naufragio
de la creencia en Dios. Concluirá que nada tiene sentido. Le queda muy difícil aceptar que
hay un sentido más allá del "sentido" y del "sin sentido" y que para descubrirlo a veces es
Cuando este yo nos aprisiona nos hace egocéntricos, inca-paces de amar. Los
pensamientos giran siempre alrededor de nosotros mismos, tenemos dificultad para
comprender la situación de los otros. Abrirnos y darnos a nosotros mismos no es posible
porque la conciencia que tenemos de nosotros mismos nos obliga a estar siempre a la
defensiva. Nos hace poco inclina-dos a acercarnos a los otros y no nos permite participar
de las fuerzas que sostienen y protegen a la comunidad y como nos cierra a todo contacto
auténtico; tampoco nos permite participar de las fuerzas suprapersonales ni de la
espiritualidad que, más allá de la simple relación, se abren en el contacto verdadero.
El yo existencial busca afanosamente el éxito. Pero aunque lo logre éste no será un bien
durable. La ansiedad y la desconfianza, la sensación de vacío aumentan frecuentemente
en la misma medida en que, rodeado de admiración, se imponga y se eleve. Mientras más
gana en importancia, sin apoyo en su yo esencial, más grande es el riesgo de ver
derrumbarse su edificio social al que faltan los cimientos de una base interior independiente
de las circunstancias externas.
La segunda deformación del yo existencial consiste en que sea demasiado abierto. Todo
entra pero nada queda. Puede ser un yo débil que carece de piso firme, cuyos contornos
son indecisos.
Oscila entre un estado de debilidad total y estallidos que surgen del instinto de conservación
que se expresan con reacciones inadecuadas, agresivas o defensivas, con las cuales busca
compensar su sentimiento de impotencia. Su desorden y su falta de precisión interior que
lo hacen sufrir, se reflejan hacia afuera por la ineptitud para organizar su vida y su medio.
A veces se afirma adoptando actitudes y fórmulas que toma de otros. Pero extrañas a sí
mismo, vacías de vida interior. Esta forma de yo existencial no puede darse a sí mismo de
manera consciente y decidida. Vive y sufre en un estado de permanente abandono, sin
sostén ni contención. Ama y odia sin medida, porque carece de medida propia.
Estas dos deformaciones del yo son en realidad mucho más complejas. Un mismo sujeto
puede tener un yo muy importante frente a ciertas situaciones y uno insuficiente frente a
otras.
La persona
El término persona podría ser útil para designar al yo existencial. La persona era la máscara
de la tragedia griega que servía a la vez de amplificadora de la voz (per-sonare) y de
identificación del personaje actuado por el actor. Es así como una construcción superficial
que tiene el mérito de permitir al ser profundo expresarse de una manera precisa, comunicar
con otros sobre la base de los diferentes papeles que le son asignados. Sin embargo si no
se la identifica en cuanto tal, es decir como máscara, ella puede no permitir al individuo
original y por tanto, al "proceso interior" realizarse.
1. Sea por diferentes funciones con las que el ser humano se identifica: de padre,
madre, profesional, político, eclesiástico, militar.
2. Sea por actitudes compensatorias de las carencias, sufrimientos, dificultades
sicológicas.
3. Sea, más sutilmente, por las ideologías con las que se confunde. Por ejemplo: el yo
existencial sueña con construirse sobre un sistema de creencias culturales,
religiosas o políticas de carácter dogmático y determina la vida a partir de ellas.
El yo existencial, es pues, una forma de estar en el mundo que revela que las
circunstancias, la cultura, la educación, tienen una fuerza determinante en la definición del
sujeto. Por tanto, conduce a la construcción de una fachada que no corresponde a lo que a
niveles más profundos somos. Es una manera de buscar la propia identidad frágil y que no
corresponde a lo que realmente somos.
La fragilidad del yo existencial se revela con claridad cuando tiene que hacer frente al
miedo.
La vida humana está marcada por tres miedos: el miedo a la muerte, a la destrucción; el
miedo y el desespero ante lo absurdo y el miedo a la tragedia del abandono. A estos miedos
el yo existencial trata de dar respuesta: Ante la angustia que le produce el miedo se
construye un sistema de seguridades basado en el tener y en el poder. Busca toda suerte
de sustitutos. Cae en ilusiones. Puede buscar la protección ante el abandono gracias a
comportamientos posesivos y manipulatorios en relación con los seres que ama con el fin
de asegurarse que nunca lo abandonen. La ilusión de inmortalidad la podrá poner en la
fama, el reconocimiento y la realización de proezas que le permitan subir al pódium de los
inmortales de la fama. Para enfrentar el absurdo podrá inventar toda clase de ideologías
como sistemas explicativos que siempre serán frágiles ante el misterio y se estrellarán ante
lo inaceptable y lo incomprensible. Ordinariamente estos miedos inducen a vivir siempre
proyectados hacia el exterior para no entrar en dimensiones internas en las que la angustia
El yo esencial
La palabra esencial no significa una esencia sino una experiencia. Hay experiencias para
las que no tenemos conceptos. Pero los conceptos más claros son a veces los más alejados
de las experiencias más profundas. Así la palabra ser es la más alejada en la cumbre de la
pirámide de los conceptos: es el concepto más abstracto. Pero si invertimos la pirámide de
los conceptos, la palabra ser indica lo más concreto en cuanto experiencia. El Ser indica
una experiencia esencial que puede transformar al ser humano en cuanto ser vivo.
Como seres humanos necesitamos el aire para estar vivos. Pero el aire no lo producimos
nosotros mismos. Lo tenemos que tomar de una fuente distinta. Igual sucede con el
alimento, el agua, que son indispensables para nuestra vida. Dependemos de fuentes
externas a nosotros. Igual pasa con nuestra dimensión interior, espiritual. Nuestra
"humanidad" no la producimos nosotros mismos. Ella se nutre de una fuente exterior a
nosotros.
Gracias al contacto con la FUENTE que es el SER, es posible hacer frente de otra manera
a los miedos de la vida. El yo esencial puede incorporar otra perspectiva para mirar la
existencia coti-diana y lograr una visión de lo invisible, una relación con lo Numinoso
(espiritual) que le permita aceptar la muerte, el absurdo y el aislamiento y comprender lo
incomprensible, gracias a una apertura a un más allá, a una vida más allá de la vida y de la
muerte. Esto lleva al ser humano a depender sólo de lo que realmente es y no de lo que
aparece; experimenta el valor de su propia vida a pesar del rechazo y del desprecio que le
puede venir del exterior. En la desgracia, el abandono, la exclusión, puede experimentar la
protección del SER. Se apoya en la plenitud como fuerza que hace vivir; el orden como
tendencia a una forma determinada y en la unidad en sí y con los otros, conciencia de
pertenecer a un nosotros.
Voy a detenerme un poco en el sí-mismo. Según Jung, creador del concepto, sí-mismo no
equivale a personalidad empírica, ni a conciencia. Yo y sí-mismo no son idénticos. El sí-
mismo es un concepto límite que expresa una realidad sin límites. Designa el estado de un
psiquismo que llegado al término de su desarrollo manifestaría todas las posibilidades de
evolución y habría terminado con la dialéctica entre el yo y el inconsciente. Es un modelo
arquetípico (arquetipo entendido como posibilidades de forma) de la expansión espiritual
hacia la cual tiende todo proceso de individuación sin llegar jamás por completo a término;
es una obra simbólica siempre recomenzada, una búsqueda incesante del sentido último
de los acontecimientos psíquicos.' La finalidad natural del proceso de individuación es la
realización de la plenitud, que no puede jamás ser enteramente realizada, e implica un
ejercicio siempre recomenzado.
Las psicologías clásicas explican generalmente los cambios del sujeto por el impacto de los
acontecimientos exteriores sobre la situación interior. Este es el dato de base sobre todas
las adaptaciones, éxitos o patologías. Hay una línea de fuerza menos detectable pero
inesperadamente activa en toda vida humana: la de una finalidad del organismo psíquico
La tensión entre estos dos yo: el existencial y el esencial, es el problema central del ser
humano. Por tanto, las preguntas que habrá que responder en lo que sigue del presente
escrito serán: ¿cómo tomar conciencia de esta situación, ¿cómo tomar en serio estas
experiencias que manifiestan la presencia de esta otra realidad en cada uno, cómo ser
permeable a la realidad personal que corresponde al yo esencial?
El deseo
Hay en el sujeto una energía, un impulso síquico que es la fuente de su ser y su actuar.
Este impulso es el deseo. El deseo tiene su origen en el yo esencial que busca
manifestarse, siempre quiere expresarse en la plenitud de su desarrollo gracias al proceso
de individuación.
El deseo está siempre presente, siempre en otra parte, jamás se lo puede satisfacer. Es
como el juego de rompecabezas cuyas fichas están metidas en un cuadro de donde no se
las puede sacar, sólo moverlas horizontal o verticalmente. El movimiento es posible porque
siempre hay un espacio vacío. Ese vacío permite moverlas todas. El juego funciona gracias
a esta carencia. El dinamismo es activado por la imagen total ausente deseada y que hay
que buscar por el movimiento que permite el espacio vacío. Tenemos un vacío, una
carencia que nos llama. Una carencia que necesitamos colmar pero que una vez que
colmamos, está en otra parte, siempre en otra parte. Cuando se llena el espacio vacío, éste
Necesitamos comer para llenar ese vacío que hay en el estómago. Pronto además de pan
tenemos necesidad de buena comida) de bebida, de un cierto orden en la comida, de una
presencia, de conversaciones, "deseamos" el convivio: necesitamos una comunicación con
los demás en torno a la mesa. Así pasamos del consumo a la comunión. Pasamos de la
necesidad de comer al deseo de comunicar. El deseo se proyecta hacia una dimensión que
siempre va más allá de la satisfacción inmediata de la necesidad. Toda necesidad es
susceptible de apertura un paso más allá de su inmediata satisfacción. Es la proyección
trascendente inherente a la dinámica del deseo, corazón de la permanente insatisfacción.
La necesidad nos pone en relación con un objeto que promete placer y es distinto a
nosotros. Cuando la necesidad se manifiesta como incapaz de llenar una vida, entonces
nos taladra la depresión porque descubrimos el deseo y su abismo, pero aún estamos
desprotegidos y ciegos por algún tiempo.
El deseo es una dinámica, un impulso, una fuente que nos empuja en la vida a la búsqueda
de lo otro y de los otros, que nos llaman también. Jamás se termina.
Infortunadamente, a veces también este impulso hacia lo que nos falta y que deseamos
alcanzar o satisfacer, falta que siempre es diferente y siempre está en otra parte, puede
caer en una especie de tartamudeo o de repetición. Reproducimos los mismos gestos para
evitar inventar otra cosa y profundizar el sentido de nuestra vida. Máquina de repetición, de
repasar, "colmamos" así nuestro vacío. Por miedo al abismo y al vértigo, vivimos haciendo
reediciones. Eco de hallazgos o de una aventura que hace tiempos fue única, nuestra
repetición de hoy reedita nuestras batallas, nuestro sufrimiento y nuestras alegrías de ayer.
Todas estas actividades nos "dispensan" de experimentar la falta (el vacío) que nos
constituye: aparentemente "nada nos falta".
Lo que no quiere decir que los hábitos, el volver a comen-zar, el retomar cosas en la vida
no puedan ser ocasiones de renovación. Son renovación o cambio si el deseo anima estos
hábitos, si estos hábitos son canales o represan fuerzas, si son deseo de profundizarse, de
Ser rico de los otros que deseo es imposible; aprehender al otro es ilusión. Lo otro siempre
escapa: su alteridad es radical. El otro, lo otro es inasible. Fundamentalmente otro. Para
satisfacer-nos durante un tiempo prolongado, el otro es inutilizable. Nada ni nadie pueden
contentar el deseo.
El deseo ríos estimula a ir siempre más lejos: Ese más allá es el éxtasis. Éxtasis es la
experiencia del gozo en la plenitud, la delicia o regocijo intenso. Es un estado de emoción
tan intensa que uno es transportado más allá del pensamiento racional y del control
personal. Es el trance, el frenesí o el arrebato asociado con la exaltación profética o mística.
Se le ha considerado un regalo divino capaz de transportar a los mortales desde su realidad
ordinaria hacia un mundo superior. El fuego transformador del éxtasis consumía las
barreras entre nosotros y nuestras almas, concediéndonos una mayor comprensión de
nuestra relación con nosotros mismos y con el universo.
Una gran tragedia de nuestro tiempo es al haber perdido la habilidad para experimentar el
poder transformador del éxtasis y del gozo. Esta pérdida afecta todos los aspectos de
nuestra vida. Buscamos el éxtasis por todas partes y es posible que por un momento
pensemos que lo hemos encontrado. Pero a un nivel muy profundo permanecemos
insatisfechos. Nuestro interior, nuestro deseo profundo, necesita tanto alimento como
siempre. Pero al excluir de nuestras vidas la experiencia interna del éxtasis divino, sólo
podemos buscar su equivalente físico. Es el desorden del deseo, de los afectos. Por mucho
que busquemos, o por muchas experiencias extáticas inferiores que acumulemos,
ansiamos más.
La fuerza incontenible que nos impulsa hacia el éxtasis es el deseo. Ese deseo profundo
subyace en todos los deseos y búsquedas que mueven nuestra vida y que tienen su origen
en el SER. Deseo que nos ayuda a construirnos cuando está ordena-do, cuando logra
responder a una vida emocional sana, cuando tiene clara su raíz y su meta. La raíz: la
fuerza psíquica que nos impulsa a vivir: el amor; y la meta: el éxtasis que se alcanza en la
plenitud de la unión con el SER DIVINO. Unión que no es un punto de llegada sino el lugar
a donde vamos a tomar la esencia para hacer un nuevo viaje en alta mar. San Agustín
decía: "nos hiciste Señor para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti".
Esta unión tiene como sentido al sujeto, es decir la forma que da testimonio de la realidad
del SER DIVINO, el GRAN UNO, cuando logramos ser transparentes a su presencia y
acción en el mundo. Y nos permite participar en una creación que jamás de detiene. El
deseo sin raíz ni meta da vueltas en torno a sí mismo. Busca en sí mismo lo que no puede
dar porque siempre está fuera. Es la adicción. Se experimentan emociones intensas, se
experimenta el placer, pero se sacrifica el bienestar, el gozo, el éxtasis. Toma entonces el
camino de la ilusión. Y el resultado es la insatisfacción, la depresión.
El deseo es el alma de instintos y pasiones que mueven al sujeto para que viva y recorra el
camino de la vida. Ese mundo hondo y complejo del deseo puede estar orientado hacia la
vida o hacia la ilusión. Es lo que Ignacio de Loyola llama "afecciones ordenadas o
desordenadas". El proceso de crecer, de hacernos sujetos, es un proceso de darnos cuenta,
reconocer nuestra energía, nuestros deseos y acertar en su encauzamiento para que estén
al servicio de la vida y no de la ilusión. El deseo puede conducido para que ayude al sujeto
a lograr su unidad, su armonía y su plenitud. También puede dispersarlo, fragmentarlo y
sumergirlo en la desilusión. Es el trabajo en el que el sujeto debe empeñarse en su proceso
de individuación que lo conduce hacia la madurez, trabajo que requiere una ascesis de
transformación gracias a la cual, prácticas y ejercicios heredados de tradiciones llenas de
sabiduría sobre el ser interno humano dan pistas para que poco a poco se logre la
transformación que lleva al deseo a ponerse al servicio de la plenitud.
Puede haber comportamientos del deseo que escapan a la conciencia o que resultan
difíciles o imposibles de controlar y orientar. Son impulsos poderosos que proceden de
La sombra
La sombra es el conjunto impulsos que vienen del yo esencial que por alguna razón no
pudieron ser vividos y por tanto no fueron integrados al proceso de desarrollo del sujeto.
Todos en algún momento, por determinadas circunstancias, tuvimos que rechazar algo que
hubiéramos deseado vivir a partir de nuestro ser profundo.
La sombra es la luz bajo la forma de lo que la obstaculiza. Es aquello que debería haber
formado parte de la integralidad del sujeto pero que no se ha podido vivir ni manifestar. El
núcleo de esta sombra es el yo esencial bajo el aspecto de aquello que impide la irradiación
de su luz.
A veces la educación no nos permitió reaccionar en el mundo como habría sido justo a partir
de nuestro yo esencial. Como se trata de situaciones dolorosas, tales experiencias se
sumergen en el inconsciente. El conjunto de impulsos esenciales y de reacciones
existenciales negadas, no integradas, que conforman la sombra, están presentes en
nosotros en forma de personajes diversos que viven y se comportan, a nuestro pesar,
dentro de nosotros. Cuando las reacciones de la sombra entran en acción generalmente no
tenemos una clara explicación de nuestro propio comportamiento que se manifiesta como
Hay heridas y ofensas de la vida cotidiana que no reconocemos, sea por debilidad, por
dejadez, o por razones morales. No permitimos la reacción natural. Pretendemos no estar
heridos, pero de todas maneras algo queda en nosotros. El golpe, la reacción que habría
que haber expresado son suspendidos y se quedan dentro royéndonos las entrañas. La
herida no reconocida se transforma en agresión rechazada.
También se transforma en sombra todo aquello que destruye nuestra confianza original,
todo lo que habría debido suscitar nuestra resistencia y que ha quedado sin respuesta, todo
lo que ha limitado nuestras reivindicaciones naturales legítimas. Todo eso se transforma en
una agresividad ahogada que perturba el inconsciente. Así, más de lo que pensamos, nos
encontramos cargados con una animosidad inconsciente que puede llegar hasta el odio
contenido. El llamado hacia cosas bellas que nos habrían aportado alegría y que no hemos
aceptado puede convertirse en sombra. Esa parte de vida no vivida queda dentro de
nosotros sin realizarse y engendra la amargura. La vida rechazada envenena el
inconsciente y representa un obstáculo para la manifestación del yo esencial y por tanto,
para la realización como sujetos.
Ser auténtico significa aceptar, ver lo que se es y no aquello que nos imaginamos que
somos mirando nuestro personaje ideal en un espejo.
La ausencia de unidad integral es una de las fuentes de sufrimiento humano: Esta unidad
se encuentra obstaculizada por diversas causas. El fracaso de esta integralidad es el
rechazo a la esencia trascendente y el acceso al éxtasis que ella nos brinda. Demasiadas
personas se encuentran enfermas porque sufren el tormento de un sujeto que no puede
llegar a ser él mismo ya que los aspectos primordiales de su totalidad no tienen el derecho
de exteriorizarse. Se convierten en la sombra que castiga las mentiras de una fachada
aparentemente luminosa. Por eso es indispensable tomar conciencia de la sombra para
poder llevar adelante un proceso de recuperación del sujeto.
La búsqueda de interioridad
La tendencia más honda de nuestra vida se dirige a aquello que dio origen, que es el alma
y está detrás de las ideas y la ley. En todos los modos de realización de sí mismo que
intenta el yo existencial se revela la unidad profunda con el SER:
El otro extremo es vivir solamente en el interior, donde el ser humano cree encontrar la
liberación. Si hace esto, faltará a su humanidad de otra forma: se disolverá en el
sentimiento. Es la conciencia subjetiva. En lugar de un orden racional, de relaciones
organizadas, de formas de existencia precisas, el aspecto emocional de su naturaleza se
convertirá en el soberano. Las estructuras desaparecerán y los contornos individuales se
borrarán bajo el efecto de una gran sensibilidad a las impresiones vividas, donde se diluirá
no sólo el mundo sino también la plenitud interior. Ésta no se desarrolla sino en la presencia
e interacción con el mundo. Aquel cuya vida es solamente interior deja entonces escapar
exactamente lo que buscaba en el camino: la salvación en la experiencia de plenitud interior.
En un camino que tiene una sola dirección hacia el exterior o hacia el interior, la experiencia
del SER, que exige la integración del ser humano total, no puede producirse.
Según su contenido, es más bien una cualidad compleja del conjunto de vivencias y en
cuanto tal, se sitúa más allá de la separación entre subjetivo y objetivo, estado interior y
objeto, que caracterizan la conciencia del yo existencial. Es lo que es experimentado en su
totalidad y aclarado por la conciencia.
Quien vive por la conciencia interiorizada no es determina-do por las ideas recibidas y por
el orden objetivamente definible sino por una disposición interior del conjunto de la
conciencia. La base de lo que se expresa por esta disposición interior sobrepasa el
horizonte de conocimiento objetivante del yo. Traduce, sin embargo, de hecho, la
resonancia integral del individuo. En ella vibra el sujeto entero en el lenguaje de la
experiencia presente en el instante. Esto constituye para la persona una orientación y
testimonia, al ser acogida, una razón superior. Es una dimensión profunda en la que la
presencia de lo interior, lo invisible, lo numinoso, lo trascendente, comienza a ser percibida
y el contacto con esa realidad se va convirtiendo en el centro de gravedad, la fuente desde
la cual se establece la relación con la vida y todas sus circunstancias.
La conciencia interiorizada permite escuchar la voz del amor que es una voz muy suave y
amable, que nos habla desde los lugares más recónditos de nuestro ser, que no se impone
ni exige atención, que sólo puede ser escuchada por aquellos que se dejan tocar.
Transformación de la conciencia
Esta conciencia, de la que acabo de hablar, pasa por diversos estados de transformación.
La noción que define el olor queda en el primer plano de la conciencia y se atribuye esta
sensación a una causa exterior, sin embargo, la impresión experimentada en el "sentir" en
cuanto cualidad global recubre lo vivido que sobrepasa el sujeto-objeto y puede aún estar
presente en la conciencia interiorizada. Y esto puede ser más importante que saber el
origen objetivo.
Qué importante reconocer que el desarrollo del ser huma-no no consiste en aprender a
clasificar en una conciencia objetiva el contenido viviente que ha experimentado en la
conciencia interior. Es igualmente importante refundir en el crisol interior lo que se identifica
de manera racional.
Cuando la vida cotidiana se nos hace insoportable de muchas maneras y llegamos al punto
de ruptura, suele suceder que la conciencia interiorizada retorna el poder. Allí resuena la
verdad del SER, pero la luz de éste no puede entrar sino después de una separación, y a
veces gracias al sufrimiento que surge debido a la oposición entre el yo existencial y el SER.
Cuando la conciencia interiorizada se convierte en dominante nos aclara con la luz del SER
para que en armonía con nuestro yo esencial, lleguemos a ser totalmente nosotros mismos
y logremos, al interior mismo de la realidad del yo, nuestro verdadero destino.
La conciencia interiorizada percibe la unidad del SER no como al lado o encima del mundo,
sino como su "sustancia" real. La realidad espacio temporal se hace transparente al SER y
para ello hay que percibir lo UNO más allá de los contrarios. Para acercarnos a la
trascendencia es indispensable que todo lo que toca nuestra vida despierte en nosotros la
profundidad del SER.
Para que la conciencia interiorizada pueda llegar a ser la forma de la vida interior que da
testimonio en el ser y el actuar del SER, es necesario que tenga lugar una transformación
que cambie la identificación con el yo existencial en una integración creciente al yo esencial.
Con el progreso de esta integración lo que llega a la conciencia interiorizada pierde cada
vez más la característica de dato objetivo por medio del cual buscamos cómo asegurarnos.
Se da más bien una toma de conciencia progresiva del SER en el cual participamos y esto
no sólo inconscientemente por nuestro yo esencial, Lino conscientemente, en un impulso
constante hacia el compromiso y el testimonio del SER. Así realizamos el destino
consciente de nuestro yo esencial. Aceptamos responsablemente las exigencias del SER
que hemos interiorizado y organizamos la vida de acuerdo con ellas. Cuando esto ocurre,
la realidad objetiva toma otra cara. Estaremos centrados en la trasparencia hecha posible.
Toda la vida se abre a un sentido creador y liberador, a condición de que progresemos en
nuestro contacto con el SER y nos transformemos gracias a él".
El sujeto que somos deja de estar identificado con el yo existencial, transformado en ego;
deja de estar sofocado por problemas y dramas puramente personales. En cierto sentido,
Se dice que cometemos errores porque somos humanos. Como si una característica de tal
condición fuera equivocarse. Más aún que la crueldad y la devastación de las que somos
capaces, el egoísmo, la exclusión, la rivalidad y la competencia sin atenuantes se deben a
la misma causa: somos radicalmente imperfectos. La tradición cristiana enseña que hubo
una caída inicial, origen de todos los males a lo largo de la historia. Sólo por una
reconstrucción realizada por el Ser Divino hay posibilidades de volver a creer en la
humanidad. Eso sería la redención.
Otra mirada a los textos sagrados manifiesta que la vocación de todo ser humano hecho a
imagen y semejanza de Dios es hacer presente en su ser y en su hacer al SER Divino. Nos
vamos haciendo a "imagen y semejanza de él". Pero desde el origen no cesamos de perder
el contacto con ese SER divino como FUENTE y ponernos a nosotros mismos como centro
de la vida. Es el egoísmo. Queremos ser como Dios. Es el pecado que no cesamos de
cometer desde el origen. Abandonamos el paraíso interior e introducimos las fuerzas de
muerte. Poner al sujeto en el centro de la existencia es enajenarnos en la rivalidad que lleva
a la separación y a la destrucción mutuas. Los demás son competido-res y fuente de peligro
para la hegemonía de la importancia personal.
Esta no es una perspectiva propia de una creencia religiosa, sino propia del ser humano
por el solo hecho de ser humano. La trascendencia es una dimensión olvidada que es
indispensable recuperar, pues si se desconoce quedamos recortados y reducidos a fuerzas
psíquicas devastadoras que de manera desordena-da pueden causar destrucción y
sufrimiento
Desde esta perspectiva el papel de Jesús es el de constituir una revelación encarnada del
verdadero ser del ser humano y su destino. En Él se manifiestan las potencialidades y los
senderos que hay que recorrer para reorientar a la humanidad en el camino hacia el amor,
la vida, el sentido, la unidad, la armonía y la plenitud. En se hace presente un Dios que
brota desde lo profundo, que nos ama, nos comunica la luz que devuelve el sentido y nos
da una vida de la que la muerte hace parte como un momento de transición. Cuando desde
el yo esencial vamos logrando el contacto con el SER (Dios), y vamos viviendo nuestro
proceso de humanización, el yo existencial se ye transformado gracias a la transparencia
que nos hace presentes en el mundo como luz, levadura y sal, para utilizar las palabras del
mismo Jesús.
Tomado de: CINEP. Mejía M. Jorge Julio, S.J. Recuperar la Conciencia del sujeto.