Volvel La Mirada Al Sujeto

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VOLVER LA MIRADA AL SUJETO

Jorge Julio Mejía Mejía

¿Qué es el sujeto?

Una primera respuesta afirma que soy sujeto cuando tengo mi raíz en el yo de la conciencia
ordinaria de mí mismo. Soy sujeto en la medida en que me sé responsable de mi
pensamiento, mis emociones, mis actos, en la medida en que tomó posesión de mi vida y
decido. En la medida en que soy libre. Esta libertad supone una autonomía interior frente al
mundo que me permite vivirlo y no ser vivido por él.

La responsabilidad, la toma de posición y la libertad se basan en lo que para mí tiene


realidad y valor de compromiso. Cuando cambia lo que considero real y válido entonces el
carácter y las bases de la realidad en la que vivo se modifican. Cuando lo que considero
real y válido trasciende los valores y el orden de la realidad del yo, me convierto en un
nuevo sujeto.

Hablar del sujeto equivale a hacer la pregunta por "¿quién soy?" ¿Cuál es la naturaleza y
la condición de mí mismo como ser humano? Al definir lo que soy como sujeto encuentro
necesario establecer fronteras. Necesito establecer mi identidad. Cuándo alguien me
pregunta ¿quién eres? y procedo a darle una respuesta más o menos razonable, lo que
hago es describir mi ser, tal como he llegado a conocerlo, incluyendo en mi descripción la
mayoría de los hechos que tengo por fundamentales en lo que se refiere a mi identidad.

Sin embargo, hay un proceso aún más básico que subyace en todo el procedimiento para
establecer una identidad. Cuando respondo a la pregunta ¿quién soy?, cuando describo o
explico quién "soy", incluso cuando me limito a percibirlo interiormente, lo que en realidad
estoy haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su
totalidad el campo de la experiencia, y a todo lo que queda dentro de ese límite lo percibo
como "yo mismo", mientras siento que todo lo que está por fuera del límite queda excluido
del "yo mismo". Percibo que soy esto y no aquello. Una crisis de identidad se produce
cuando no puedo decidir cómo ni dónde trazar la línea.

Pero ocurre que la línea fronteriza que me permite definir mi propia identidad puede
desplazarse. Su trazado puede rectificarse. Puedo volver a "cartografiar" mi alma
encontrando en este procedimiento territorios que jamás habría creído posibles,
alcanzables y ni siquiera deseables. Ese límite puede irse desplazando hasta llegar a incluir
la totalidad del universo. Sería lo que los místicos llaman la "identidad suprema".

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Por ejemplo: puedo establecer una línea limítrofe entre yo y mi cuerpo cuando digo que
"tengo" un cuerpo y no que "soy" un cuerpo. Es la convicción generalizada de que el ser
humano es básicamente mente y no un cuerpo. Así el cuerpo se convierte en un territorio
extranjero. Cuando quiero decir quién soy yo me identifico principalmente con mi mente, no
con mi cuerpo. Llego a tener la sensación de que vivo en la cabeza, como si dentro del
cráneo tuviera a un ser humano en miniatura que da órdenes e indicaciones al cuerpo, que
a su vez puede obedecer... o no.

Hay, pues, diversos niveles en los que podemos situarnos para definir nuestra propia
identidad. Un primer nivel lo llama-remos el que es el que determina límites y depende
fundamentalmente de las representaciones que se forma la mente sobre sí misma a partir
de las fronteras que traza. Es separador, insiste en la distinción, aísla. Otro nivel es el del
yo esencial que transforma las fronteras, rehace las relaciones. Es un nivel interior donde
encontramos el sendero que nos conduce más allá de nosotros mismos. Y esto nos
permitirá descubrir que tenemos acceso a muchos niveles de identidad. Cada nivel resulta
de los diferentes lugares donde podemos trazar el límite. De paso quiero hacer esta
observación: cuando dibujamos los límites de nuestra alma establecemos al mismo tiempo
las batallas de nuestra alma.

La línea limítrofe es también una línea de batalla en potencia ya que delimita los territorios
de los campos opuestos y potencialmente en pugna. Podemos encontrar que el propio
cuerpo es territorio extranjero: el cuerpo puede ser nuestro enemigo, de modo que la línea
de batalla se encuentra ahora entre el individuo y su cuerpo. Podemos también trazar líneas
limítrofes entre facetas de nuestra propia psique, entre el individuo y ciertos aspectos dé su
propia mente, entre el individuo y su medio. Como todo extraño parece un enemigo, cada
nivel está potencialmente comprometido en diferentes conflictos con diversos enemigos. Es
decir, como lo expresan los psicólogos, los diferentes "síntomas" se originan en distintos
niveles.

Cuando hablo de recuperar la conciencia de sujeto, estoy hablando de una perspectiva en


la que podamos emprender un camino que permita ir expresando una respuesta cada vez
más pertinente a la pregunta ¿Quién soy yo? Y avanzar en un camino que al rehacer los
mapas del alma permita también transformar los conflictos que constituyen las guerras
cotidianas a nivel individual, colectivo y cósmico. Esto nos permitirá avanzar hacia la unidad,
la armonía y la plenitud.

El siguiente diagrama puede permitir una mejor comprensión de los diversos aspectos y
niveles en los que se puede mover la experiencia y la comprensión de nosotros mismos.
Permite visualizar los elementos que integran la realidad del Yo y cómo se pueden mover

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los dinamismos que conducen a una mayor conciencia de la subjetividad que va
modificando las fronteras; de la individualidad, es decir de la no-división.

Ahondemos un poco más. La explicación que sigue puede corresponder a la experiencia


de la vida cotidiana. La experiencia nos revela dos niveles en los que podemos ser
conscientes de nosotros mismos: un yo que vamos a llamar existencial y otro yo que
podemos llamar esencial.

El yo existencial

Para vivir en el mundo necesitamos una forma apropiada a ese mundo y a nosotros mismos.
Tenemos necesidad de relacionarnos y adaptarnos al ambiente en el que vivimos, Esa parte
de nuestro propio yo que realiza tal adaptación es el yo existencial.

El yo existencial es una parte condicionada y programada de nuestra conciencia. Este yo


puede estar deformado de muchas maneras. Veamos sólo dos ejemplos.

La primera deformación proviene de una forma rígida que todo lo quiere definido, claro,
objetivo. En realidad es una fijación que me puede ocurrir en el terreno de las cosas
prácticas de la vida cotidiana, en el conocimiento teórico o en el comportamiento ético.

Esta forma de yo existencial puede convertirse en un capa-razón endurecido que encierra,


que nos sujeta obstinadamente a lo conseguido interior o exteriormente y sufre con el
cambio. Tiene conflictos permanentes al ver puestas en tela de juicio las "posiciones" que
le parecen objetivamente seguras: sus "teorías y opiniones sobre el mundo" y sus
posiciones prácticas, utilitarias o éticas. Sus preocupaciones y su angustia no le dan reposo.
Sufre las contradicciones entre el modelo de perfección ideal que se ha formado de la vida
y de sí mismo y lo que la vida y él son en realidad. Se defiende atrincherándose
obstinadamente, a menudo a pesar de objeciones válidas, tras su "punto de vista" o su
"sistema". No tiene sensibilidad ni apertura al dinamismo y la plenitud de la vida, la
imaginación, la creatividad y las sacrifica a la estrictez de su punto de vista ético.

Este yo está siempre irritado porque el mundo no responde a lo que debería ser según él.
Herido por las injusticias de toda clase o desesperado por su propia incapacidad, tarde o
temprano estará amenazado por un nihilismo, cuyos torbellinos también llevan al naufragio
de la creencia en Dios. Concluirá que nada tiene sentido. Le queda muy difícil aceptar que
hay un sentido más allá del "sentido" y del "sin sentido" y que para descubrirlo a veces es

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necesario llegar al límite del absurdo de las explicaciones egocéntricas o racionales puras
e incluso al fracaso.

La vida reducida a un concepto pragmático revela el aprisionamiento del yo en su caparazón


y su angustiante necesidad de seguridad absoluta. ¿Qué puede hacer salvo buscar la
seguridad en sus propios medios? La estimación de sí mismo se funda en lo que posee, en
lo que sabe y en lo que puede. Es empujado por, la necesidad de ser reconocido y por la
preocupación de la reputación.

Cuando este yo nos aprisiona nos hace egocéntricos, inca-paces de amar. Los
pensamientos giran siempre alrededor de nosotros mismos, tenemos dificultad para
comprender la situación de los otros. Abrirnos y darnos a nosotros mismos no es posible
porque la conciencia que tenemos de nosotros mismos nos obliga a estar siempre a la
defensiva. Nos hace poco inclina-dos a acercarnos a los otros y no nos permite participar
de las fuerzas que sostienen y protegen a la comunidad y como nos cierra a todo contacto
auténtico; tampoco nos permite participar de las fuerzas suprapersonales ni de la
espiritualidad que, más allá de la simple relación, se abren en el contacto verdadero.

El yo existencial busca afanosamente el éxito. Pero aunque lo logre éste no será un bien
durable. La ansiedad y la desconfianza, la sensación de vacío aumentan frecuentemente
en la misma medida en que, rodeado de admiración, se imponga y se eleve. Mientras más
gana en importancia, sin apoyo en su yo esencial, más grande es el riesgo de ver
derrumbarse su edificio social al que faltan los cimientos de una base interior independiente
de las circunstancias externas.

La segunda deformación del yo existencial consiste en que sea demasiado abierto. Todo
entra pero nada queda. Puede ser un yo débil que carece de piso firme, cuyos contornos
son indecisos.

Como carece de límites es incapaz de conservar su integridad frente al mundo que lo


presiona y manipula permanentemente. Carece de cohesión frente a sí mismo. Entregado
a sus impulsos y a sus estados de ánimo, sin libertad ni decisión, su inconsistencia y su
dependencia de los instintos y de los sentimientos le impiden seguir una conducta definida.
Afirmarse en la existencia se convierte en un problema permanente.

Oscila entre un estado de debilidad total y estallidos que surgen del instinto de conservación
que se expresan con reacciones inadecuadas, agresivas o defensivas, con las cuales busca
compensar su sentimiento de impotencia. Su desorden y su falta de precisión interior que
lo hacen sufrir, se reflejan hacia afuera por la ineptitud para organizar su vida y su medio.

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El constante temor de perderse si se adapta a las condiciones del medio, engendra en él
una tendencia a replegarse quejumbrosamente sobre sí mismo.

A veces se afirma adoptando actitudes y fórmulas que toma de otros. Pero extrañas a sí
mismo, vacías de vida interior. Esta forma de yo existencial no puede darse a sí mismo de
manera consciente y decidida. Vive y sufre en un estado de permanente abandono, sin
sostén ni contención. Ama y odia sin medida, porque carece de medida propia.

Si el prisionero de un yo endurecido corre el riesgo de una explosión y de una repentina


disolución, el que carece de coraza puede endurecerse repentinamente y entregarse a una
actitud venenosa y agresiva.

Estas dos deformaciones del yo son en realidad mucho más complejas. Un mismo sujeto
puede tener un yo muy importante frente a ciertas situaciones y uno insuficiente frente a
otras.

La persona

El término persona podría ser útil para designar al yo existencial. La persona era la máscara
de la tragedia griega que servía a la vez de amplificadora de la voz (per-sonare) y de
identificación del personaje actuado por el actor. Es así como una construcción superficial
que tiene el mérito de permitir al ser profundo expresarse de una manera precisa, comunicar
con otros sobre la base de los diferentes papeles que le son asignados. Sin embargo si no
se la identifica en cuanto tal, es decir como máscara, ella puede no permitir al individuo
original y por tanto, al "proceso interior" realizarse.

Cuando nos ponemos en la tarea de analizar a la persona y soltamos, quitamos la máscara,


descubrimos que lo que parecía ser individual era en el fondo colectivo: en otros términos
la persona no era otra cosa que la máscara de un sometimiento del comportamiento a la
coerción del siquismo colectivo.

Las máscaras pueden ser fabricadas:

1. Sea por diferentes funciones con las que el ser humano se identifica: de padre,
madre, profesional, político, eclesiástico, militar.
2. Sea por actitudes compensatorias de las carencias, sufrimientos, dificultades
sicológicas.
3. Sea, más sutilmente, por las ideologías con las que se confunde. Por ejemplo: el yo
existencial sueña con construirse sobre un sistema de creencias culturales,
religiosas o políticas de carácter dogmático y determina la vida a partir de ellas.

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Hace que nos fiemos de ellas y nos dejemos conducir por las ideas que a partir de
éstas se hace de lo real. No hay ninguna flexibilidad y se sostiene gracias a la
intolerancia y el rechazo de la duda.
Por otra parte es indispensable darse cuenta, si vamos al fondo de las cosas, que la persona
no es algo real: no posee ninguna realidad propia; no es otra cosa que una fórmula de
compromiso entre el individuo y la sociedad, respuesta a la pregunta acerca de a qué luz
debe aparecer el primero en el seno de la segunda. Tal sujeto tiene un apellido, adquiere
un título, asume una responsabilidad que representa y encarna y se ve programado por las
imágenes inherentes a apellido, título, responsabilidad. No es un problema de los papeles
asumidos, todo eso corresponde a algo real e importante; sin embargo, comparado con la
individualidad del sujeto, ésta no es sino una realidad secundaria, un simple artificio, un
compromiso en cuya construcción otros participan a veces más que el mismo interesado.
Su persona no es sino una apariencia.

Los tres miedos

El yo existencial, es pues, una forma de estar en el mundo que revela que las
circunstancias, la cultura, la educación, tienen una fuerza determinante en la definición del
sujeto. Por tanto, conduce a la construcción de una fachada que no corresponde a lo que a
niveles más profundos somos. Es una manera de buscar la propia identidad frágil y que no
corresponde a lo que realmente somos.

La fragilidad del yo existencial se revela con claridad cuando tiene que hacer frente al
miedo.

La vida humana está marcada por tres miedos: el miedo a la muerte, a la destrucción; el
miedo y el desespero ante lo absurdo y el miedo a la tragedia del abandono. A estos miedos
el yo existencial trata de dar respuesta: Ante la angustia que le produce el miedo se
construye un sistema de seguridades basado en el tener y en el poder. Busca toda suerte
de sustitutos. Cae en ilusiones. Puede buscar la protección ante el abandono gracias a
comportamientos posesivos y manipulatorios en relación con los seres que ama con el fin
de asegurarse que nunca lo abandonen. La ilusión de inmortalidad la podrá poner en la
fama, el reconocimiento y la realización de proezas que le permitan subir al pódium de los
inmortales de la fama. Para enfrentar el absurdo podrá inventar toda clase de ideologías
como sistemas explicativos que siempre serán frágiles ante el misterio y se estrellarán ante
lo inaceptable y lo incomprensible. Ordinariamente estos miedos inducen a vivir siempre
proyectados hacia el exterior para no entrar en dimensiones internas en las que la angustia

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se hace sentir y son más apremiantes las preguntas que proceden de dimensiones más
hondas. Se niega el mundo del misterio, el mundo de lo invisible y la vorágine de
actividades, de estímulos, de sustituciones, de compensaciones ante las angustias
interiores, cubre corno con una capa al miedo y la angustia que lo acompañan.

El yo esencial

La otra dimensión del yo es el yo esencial. Podemos existir en cuanto seres condicionados


por las circunstancias de la existencia. Pero también podemos existir como seres no
condicionados. Nuestro yo esencial es nuestro ser esencial, por oposición a una especie
de no ser, de ser aparente, que sería el yo existencial.

La palabra esencial no significa una esencia sino una experiencia. Hay experiencias para
las que no tenemos conceptos. Pero los conceptos más claros son a veces los más alejados
de las experiencias más profundas. Así la palabra ser es la más alejada en la cumbre de la
pirámide de los conceptos: es el concepto más abstracto. Pero si invertimos la pirámide de
los conceptos, la palabra ser indica lo más concreto en cuanto experiencia. El Ser indica
una experiencia esencial que puede transformar al ser humano en cuanto ser vivo.

El yo esencial es el nivel de la conciencia en el que se encuentra el núcleo del sujeto. Ese


núcleo lo vamos a llamar si mismo. Es como el germen de la semilla del árbol. Contiene en
potencia toda la información genética que va a constituir al árbol adulto. En ese germen
está todo su tamaño, todo su esplendor, su altura, su follaje, sus flores, sus frutos. Ese árbol
no puede no realizarse una vez que el potencial del germen se desencadena cuando está
en las condiciones adecuadas para su desarrollo. Pues bien, el proyecto único de sujeto
que es cada ser humano, se encuentra en el sí-mismo, especie de germen en el que está
todo su potencial del tipo de humano que está llamado a ser. Allí están las características
únicas, originales de ese sujeto. De ahí brota su autenticidad. Es la raíz del yo esencial. Allí
somos seres incondicionados que existimos más allá del tiempo y del espacio. El yo
esencial está más allá de todos los condicionamientos que caracterizan al yo existencial.

Como seres humanos necesitamos el aire para estar vivos. Pero el aire no lo producimos
nosotros mismos. Lo tenemos que tomar de una fuente distinta. Igual sucede con el
alimento, el agua, que son indispensables para nuestra vida. Dependemos de fuentes
externas a nosotros. Igual pasa con nuestra dimensión interior, espiritual. Nuestra
"humanidad" no la producimos nosotros mismos. Ella se nutre de una fuente exterior a
nosotros.

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El yo esencial constituido por el sí-mismo, se nutre de una FUENTE. Tal FUENTE la
podemos designar con el nombre de el SER, la VIDA. Gracias a su contacto con la FUENTE
el yo esencial puede desencadenar su dinamismo en el proceso de desarrollo del Sí-mismo,
proceso que constituye el avance por el camino hacia la individuación como proceso de ser
uno mismo. Individuación no significa acceso a algo preestablecido, conocido,
definitivamente claro. Designa un campo de búsqueda oscuro y que debe ser explorado: el
de los procesos formadores de las características del sujeto en el inconsciente. Se trata de
procesos creadores que el intelecto puede describir pero que sólo la experiencia vivida
puede realmente captar. La finalidad natural del psiquismo es la autorrealización de sí.

Gracias al contacto con la FUENTE que es el SER, es posible hacer frente de otra manera
a los miedos de la vida. El yo esencial puede incorporar otra perspectiva para mirar la
existencia coti-diana y lograr una visión de lo invisible, una relación con lo Numinoso
(espiritual) que le permita aceptar la muerte, el absurdo y el aislamiento y comprender lo
incomprensible, gracias a una apertura a un más allá, a una vida más allá de la vida y de la
muerte. Esto lleva al ser humano a depender sólo de lo que realmente es y no de lo que
aparece; experimenta el valor de su propia vida a pesar del rechazo y del desprecio que le
puede venir del exterior. En la desgracia, el abandono, la exclusión, puede experimentar la
protección del SER. Se apoya en la plenitud como fuerza que hace vivir; el orden como
tendencia a una forma determinada y en la unidad en sí y con los otros, conciencia de
pertenecer a un nosotros.

Voy a detenerme un poco en el sí-mismo. Según Jung, creador del concepto, sí-mismo no
equivale a personalidad empírica, ni a conciencia. Yo y sí-mismo no son idénticos. El sí-
mismo es un concepto límite que expresa una realidad sin límites. Designa el estado de un
psiquismo que llegado al término de su desarrollo manifestaría todas las posibilidades de
evolución y habría terminado con la dialéctica entre el yo y el inconsciente. Es un modelo
arquetípico (arquetipo entendido como posibilidades de forma) de la expansión espiritual
hacia la cual tiende todo proceso de individuación sin llegar jamás por completo a término;
es una obra simbólica siempre recomenzada, una búsqueda incesante del sentido último
de los acontecimientos psíquicos.' La finalidad natural del proceso de individuación es la
realización de la plenitud, que no puede jamás ser enteramente realizada, e implica un
ejercicio siempre recomenzado.

Las psicologías clásicas explican generalmente los cambios del sujeto por el impacto de los
acontecimientos exteriores sobre la situación interior. Este es el dato de base sobre todas
las adaptaciones, éxitos o patologías. Hay una línea de fuerza menos detectable pero
inesperadamente activa en toda vida humana: la de una finalidad del organismo psíquico

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que busca autorrealizarse, orientarse hacia su plenitud. Hay un sentido de la vida interior,
no el que le da un yo aún encerrado en su particularidad, sino un sentido adquirido por una
evolución que se vive mediante fases, de tránsitos, de "pruebas". Este sentido no se da por
adelantado o al final, él se da en la emergencia misma de la personalidad ampliada: el
sentido es el proceso, y este proceso tiende hacia la encarnación del sí-mismo en una forma
particular.

El proceso de individuación es el proceso mediante el cual se crea un "in-dividuo"


psicológico, es decir, una unidad autónoma e indivisible, una totalidad, gracias al proceso
de manifestación del sí-mismo y el trabajo permanente para colaborar en su desarrollo
buscando y conservando la unión con la FUENTE.

La tensión entre estos dos yo: el existencial y el esencial, es el problema central del ser
humano. Por tanto, las preguntas que habrá que responder en lo que sigue del presente
escrito serán: ¿cómo tomar conciencia de esta situación, ¿cómo tomar en serio estas
experiencias que manifiestan la presencia de esta otra realidad en cada uno, cómo ser
permeable a la realidad personal que corresponde al yo esencial?

El deseo

Hay en el sujeto una energía, un impulso síquico que es la fuente de su ser y su actuar.
Este impulso es el deseo. El deseo tiene su origen en el yo esencial que busca
manifestarse, siempre quiere expresarse en la plenitud de su desarrollo gracias al proceso
de individuación.

El deseo está siempre presente en la actividad cotidiana y se manifiesta de muchas


maneras. Es muy importante ser conscientes de la angustia, la vida y las explosiones de
risa del deseo; su palpitación y sus hesitaciones; la marcha del deseo y su relación con los
confines de la ley. La vida del deseo gime siempre más allá de las fronteras de la muerte.

El deseo está siempre presente, siempre en otra parte, jamás se lo puede satisfacer. Es
como el juego de rompecabezas cuyas fichas están metidas en un cuadro de donde no se
las puede sacar, sólo moverlas horizontal o verticalmente. El movimiento es posible porque
siempre hay un espacio vacío. Ese vacío permite moverlas todas. El juego funciona gracias
a esta carencia. El dinamismo es activado por la imagen total ausente deseada y que hay
que buscar por el movimiento que permite el espacio vacío. Tenemos un vacío, una
carencia que nos llama. Una carencia que necesitamos colmar pero que una vez que
colmamos, está en otra parte, siempre en otra parte. Cuando se llena el espacio vacío, éste

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está en otra parte. Siempre tratamos de satisfacer esta carencia pero buscando algo que
va más allá de ella misma. Es la dinámica del deseo.

Necesitamos comer para llenar ese vacío que hay en el estómago. Pronto además de pan
tenemos necesidad de buena comida) de bebida, de un cierto orden en la comida, de una
presencia, de conversaciones, "deseamos" el convivio: necesitamos una comunicación con
los demás en torno a la mesa. Así pasamos del consumo a la comunión. Pasamos de la
necesidad de comer al deseo de comunicar. El deseo se proyecta hacia una dimensión que
siempre va más allá de la satisfacción inmediata de la necesidad. Toda necesidad es
susceptible de apertura un paso más allá de su inmediata satisfacción. Es la proyección
trascendente inherente a la dinámica del deseo, corazón de la permanente insatisfacción.

La necesidad nos pone en relación con un objeto que promete placer y es distinto a
nosotros. Cuando la necesidad se manifiesta como incapaz de llenar una vida, entonces
nos taladra la depresión porque descubrimos el deseo y su abismo, pero aún estamos
desprotegidos y ciegos por algún tiempo.

El deseo es una dinámica, un impulso, una fuente que nos empuja en la vida a la búsqueda
de lo otro y de los otros, que nos llaman también. Jamás se termina.

Infortunadamente, a veces también este impulso hacia lo que nos falta y que deseamos
alcanzar o satisfacer, falta que siempre es diferente y siempre está en otra parte, puede
caer en una especie de tartamudeo o de repetición. Reproducimos los mismos gestos para
evitar inventar otra cosa y profundizar el sentido de nuestra vida. Máquina de repetición, de
repasar, "colmamos" así nuestro vacío. Por miedo al abismo y al vértigo, vivimos haciendo
reediciones. Eco de hallazgos o de una aventura que hace tiempos fue única, nuestra
repetición de hoy reedita nuestras batallas, nuestro sufrimiento y nuestras alegrías de ayer.

En lugar de hablar con propiedad, justamente, echamos discursos, parloteamos para no


decir nada. En lugar de ser inventivos, creadores, nos atenemos a lo que ya ha sido
experimentado. En lugar de ser atentos, por ejemplo, al despertar de los jóvenes,
preferimos hablar de ellos y asistir a reuniones, simposios, a trabajos para preparar su
futuro. Sabemos cosas acerca de ellos pero nada de lo que de su vida interroga la nuestra.

Todas estas actividades nos "dispensan" de experimentar la falta (el vacío) que nos
constituye: aparentemente "nada nos falta".

Lo que no quiere decir que los hábitos, el volver a comen-zar, el retomar cosas en la vida
no puedan ser ocasiones de renovación. Son renovación o cambio si el deseo anima estos
hábitos, si estos hábitos son canales o represan fuerzas, si son deseo de profundizarse, de

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obstinarse, de crecer... El poeta lo comprendió cuando dijo: "Cien veces sobre el oficio,
retomad vuestra obra, pulidla sin cesar, volvedla a pulir..."

El deseo, ya se exprese en perpetuas innovaciones o tenga la sordina de hábitos y


tradiciones, es siempre nuevo, siempre más profundo, siempre tiene el objetivo más allá.
Es el impulso hacia lo indescriptible que está siempre fuera de nuestro alcance, que es
siempre carencia... nos hace vivir en lo inacabado y la contradicción que hacen parte de
nuestra condición humana. Es poco creador de seguridad, nos invita a vivir en la
separación, en la grieta, en el hambre, en un estado de carencia. Es nuestra manera de
ser. Hace "vibrar la nota de lo Absoluto en el corazón de lo efímero y de lo incierto".

Ser rico de los otros que deseo es imposible; aprehender al otro es ilusión. Lo otro siempre
escapa: su alteridad es radical. El otro, lo otro es inasible. Fundamentalmente otro. Para
satisfacer-nos durante un tiempo prolongado, el otro es inutilizable. Nada ni nadie pueden
contentar el deseo.

El deseo ríos estimula a ir siempre más lejos: Ese más allá es el éxtasis. Éxtasis es la
experiencia del gozo en la plenitud, la delicia o regocijo intenso. Es un estado de emoción
tan intensa que uno es transportado más allá del pensamiento racional y del control
personal. Es el trance, el frenesí o el arrebato asociado con la exaltación profética o mística.
Se le ha considerado un regalo divino capaz de transportar a los mortales desde su realidad
ordinaria hacia un mundo superior. El fuego transformador del éxtasis consumía las
barreras entre nosotros y nuestras almas, concediéndonos una mayor comprensión de
nuestra relación con nosotros mismos y con el universo.

Una gran tragedia de nuestro tiempo es al haber perdido la habilidad para experimentar el
poder transformador del éxtasis y del gozo. Esta pérdida afecta todos los aspectos de
nuestra vida. Buscamos el éxtasis por todas partes y es posible que por un momento
pensemos que lo hemos encontrado. Pero a un nivel muy profundo permanecemos
insatisfechos. Nuestro interior, nuestro deseo profundo, necesita tanto alimento como
siempre. Pero al excluir de nuestras vidas la experiencia interna del éxtasis divino, sólo
podemos buscar su equivalente físico. Es el desorden del deseo, de los afectos. Por mucho
que busquemos, o por muchas experiencias extáticas inferiores que acumulemos,
ansiamos más.

Esta ansia nos ha llevado al comportamiento adictivo. Necesidad de la cocaína, de los


tranquilizantes, necesidad de dos o tres copas de alcohol después del día para relajarnos,
adicción a la velocidad, adicción a ganar dinero a cualquier precio, solteros perpetuos que
pasan de un amante a otros adictos al primer destello de amor romántico. Incluso la

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violencia puede ser una adicción. Sea como práctica o como espectáculo, ella puede
brindarnos una morbosa y engañosa conmoción del psiquismo. Adicciones á1 trabajo, al
tabaco, a las drogas, a las actividades de alto riesgo. La adicción es la cara negativa de la
búsqueda espiritual. Buscamos el regocijo del espíritu, pero en lugar de satisfacción
encontramos una emoción física efímera que nunca puede satisfacer el vacío crónico y
persistente que nos acosa.

La fuerza incontenible que nos impulsa hacia el éxtasis es el deseo. Ese deseo profundo
subyace en todos los deseos y búsquedas que mueven nuestra vida y que tienen su origen
en el SER. Deseo que nos ayuda a construirnos cuando está ordena-do, cuando logra
responder a una vida emocional sana, cuando tiene clara su raíz y su meta. La raíz: la
fuerza psíquica que nos impulsa a vivir: el amor; y la meta: el éxtasis que se alcanza en la
plenitud de la unión con el SER DIVINO. Unión que no es un punto de llegada sino el lugar
a donde vamos a tomar la esencia para hacer un nuevo viaje en alta mar. San Agustín
decía: "nos hiciste Señor para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti".
Esta unión tiene como sentido al sujeto, es decir la forma que da testimonio de la realidad
del SER DIVINO, el GRAN UNO, cuando logramos ser transparentes a su presencia y
acción en el mundo. Y nos permite participar en una creación que jamás de detiene. El
deseo sin raíz ni meta da vueltas en torno a sí mismo. Busca en sí mismo lo que no puede
dar porque siempre está fuera. Es la adicción. Se experimentan emociones intensas, se
experimenta el placer, pero se sacrifica el bienestar, el gozo, el éxtasis. Toma entonces el
camino de la ilusión. Y el resultado es la insatisfacción, la depresión.

El deseo es el alma de instintos y pasiones que mueven al sujeto para que viva y recorra el
camino de la vida. Ese mundo hondo y complejo del deseo puede estar orientado hacia la
vida o hacia la ilusión. Es lo que Ignacio de Loyola llama "afecciones ordenadas o
desordenadas". El proceso de crecer, de hacernos sujetos, es un proceso de darnos cuenta,
reconocer nuestra energía, nuestros deseos y acertar en su encauzamiento para que estén
al servicio de la vida y no de la ilusión. El deseo puede conducido para que ayude al sujeto
a lograr su unidad, su armonía y su plenitud. También puede dispersarlo, fragmentarlo y
sumergirlo en la desilusión. Es el trabajo en el que el sujeto debe empeñarse en su proceso
de individuación que lo conduce hacia la madurez, trabajo que requiere una ascesis de
transformación gracias a la cual, prácticas y ejercicios heredados de tradiciones llenas de
sabiduría sobre el ser interno humano dan pistas para que poco a poco se logre la
transformación que lleva al deseo a ponerse al servicio de la plenitud.

Puede haber comportamientos del deseo que escapan a la conciencia o que resultan
difíciles o imposibles de controlar y orientar. Son impulsos poderosos que proceden de

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capas muy profundas nuestras y nos hacen exclamar con San Pablo: "no hago el bien que
quiero sino el mal que no quiero". Tal desintegración se origina cuando algún aspecto de la
vida se ve negado, especial-mente en los primeros años, cuando nuestros impulsos vitales
no se pueden expresar ni vivir, cuando son negados, reprimidos. Cuando no son orientados
e integrados sino prohibidos. Entonces eso que no es vivido queda desintegrado. Esa
fuerza, que es luz, queda obstruida por un obstáculo y forma una sombra.

La sombra

La sombra es el conjunto impulsos que vienen del yo esencial que por alguna razón no
pudieron ser vividos y por tanto no fueron integrados al proceso de desarrollo del sujeto.
Todos en algún momento, por determinadas circunstancias, tuvimos que rechazar algo que
hubiéramos deseado vivir a partir de nuestro ser profundo.

La sombra es la luz bajo la forma de lo que la obstaculiza. Es aquello que debería haber
formado parte de la integralidad del sujeto pero que no se ha podido vivir ni manifestar. El
núcleo de esta sombra es el yo esencial bajo el aspecto de aquello que impide la irradiación
de su luz.

La mayoría de la gente se encuentra atrapada en la persona (máscara), que es una imagen


de uno mismo más o menos inexacta y empobrecida, creada cuando el individuo intenta
negarse a sí mismo la existencia de una o varias tendencias que tiene, como pueden ser
los impulsos eróticos o la tendencia a hacerse valer, el enfado, la alegría, hostilidad,
valentía, agresión, interés u otras. Pero, por más que intente negarlas, las tendencias no
desaparecen y, puesto que son del individuo, lo único que este puede hacer es fingir, "hacer
como si" pertenecieran a otro, a cualquiera, siempre que no sea él. De modo que, en
realidad, lo que consigue no es negarlas, sino solamente negar que le pertenecen. Ha
estrechado sus límites a fin de excluir las tendencias indeseables. En consecuencia, estas
tendencias alienadas son proyectadas en forma de sombra.

A veces la educación no nos permitió reaccionar en el mundo como habría sido justo a partir
de nuestro yo esencial. Como se trata de situaciones dolorosas, tales experiencias se
sumergen en el inconsciente. El conjunto de impulsos esenciales y de reacciones
existenciales negadas, no integradas, que conforman la sombra, están presentes en
nosotros en forma de personajes diversos que viven y se comportan, a nuestro pesar,
dentro de nosotros. Cuando las reacciones de la sombra entran en acción generalmente no
tenemos una clara explicación de nuestro propio comportamiento que se manifiesta como

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fuera de lugar, inadecuado, desproporcionado a los estímulos que lo provocan. Es el
personaje de la sombra que reacciona a pesar nuestro, trayendo al momento presente y de
manera inconsciente la experiencia vivida y negada del pasado. La sombra ahoga muchas
de nuestras ilusiones más caras.

Hay heridas y ofensas de la vida cotidiana que no reconocemos, sea por debilidad, por
dejadez, o por razones morales. No permitimos la reacción natural. Pretendemos no estar
heridos, pero de todas maneras algo queda en nosotros. El golpe, la reacción que habría
que haber expresado son suspendidos y se quedan dentro royéndonos las entrañas. La
herida no reconocida se transforma en agresión rechazada.

También se transforma en sombra todo aquello que destruye nuestra confianza original,
todo lo que habría debido suscitar nuestra resistencia y que ha quedado sin respuesta, todo
lo que ha limitado nuestras reivindicaciones naturales legítimas. Todo eso se transforma en
una agresividad ahogada que perturba el inconsciente. Así, más de lo que pensamos, nos
encontramos cargados con una animosidad inconsciente que puede llegar hasta el odio
contenido. El llamado hacia cosas bellas que nos habrían aportado alegría y que no hemos
aceptado puede convertirse en sombra. Esa parte de vida no vivida queda dentro de
nosotros sin realizarse y engendra la amargura. La vida rechazada envenena el
inconsciente y representa un obstáculo para la manifestación del yo esencial y por tanto,
para la realización como sujetos.

La sexualidad rechazada juega en la fuerza de la sombra un papel particular. Una moral


mal enfocada ha impedido aceptar la sexualidad como una dimensión natural de la vida
humana. La sobrevaloración de una espiritualidad desencarnada en relación con los
impulsos naturales, de la vertical frente a la horizontal, ha hecho ver en la sexualidad una
fuerza contraria al espíritu, peligrosa tentación de caída hacia lo infra-humano.

Del desarrollo unilateral de las cualidades viriles resulta el desconocimiento, cuando no la


represión, de las potencialidades femeninas. Cuando la visión de la realidad en la que
vivimos está determinada prioritariamente por todo aquello que es accesible a la definición
racional y al control técnico, en ese caso el alma es lesionada. El criterio de apreciar sólo
lo que es eficaz, los resultados que se pueden medir, rechaza el mundo de la sensibilidad,
de la armonía interior y de los sentimientos. Lo femenino es condenado no sólo en el
hombre sino también en la mujer, especialmente cuando la liberación de ésta representa la
emancipación de su lado masculino. La energía de lo femenino, rechazada, tiene un lugar
importante dentro de las fuerzas de sombra. En su libro "Les sept plumes de l'aigle" lo
expresa bellamente Gougaud: "Me había dicho que debía despertar a una mujer en mi
cuerpo y traerla a la luz si quería captar, sentir, percibir lo invisible.

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Las armas masculinas atemorizan el alma de las cosas. Dentro de mí hay un hombre fuerte
que siempre quiere poseer, pero que no quiere creer, que quiere penetrar por fuerza los
secretos y que rehusa abandonarse al infinito por miedo de perderse. Ese hombre sabía
conducir mi barca en las vicisitudes del mundo, pero para explorar el interior de las cosas
era tan inadecuado como un caballo loco dentro de un almacén. Detrás de este hombre
había una hermanita en acecho, con todos sus sentidos despiertos, todas sus ventanas de
par en par. La pobre no se nutría sino de cosas sentidas, de impresiones captadas, pero no
podía decir ni hacer nada de lo que percibía si el otro no se borraba jamás. Ella era la que
sabía entrar en la intimidad de las piedras, de los árboles, del agua, del fuego".

Empresa, organización, Estado, conjunto de la burocracia, impiden la libre expansión del


sujeto creativo. Esta vigilancia desconfiada de las fuerzas creativas vitales, por el progreso
de una racionalización cada vez más invasora, va mucho más allá de una justa
subordinación de las reivindicaciones individuales en cualquier sociedad. La potencialidad
de la creatividad nace de lá individualidad. En la medida en que se le retire al ser humano
toda actividad creadora posible, se extingue también la luminosidad que da a la existencia
humana y nos proyecta una sombra en el interior.

El reconocimiento de la sombra es muy importante porque pone en movimiento un trabajo


interior que sucede en el trasfondo. El reconocimiento de la sombra permite la integración
personal. Es el primer paso para identificar esa fuerza interior que nos posee y nos hace
reaccionar como no quisiéramos. En el proceso de individuación, en la búsqueda de
autonomía necesitamos entrar en contacto con esa capa interior más profunda.

Ser auténtico significa aceptar, ver lo que se es y no aquello que nos imaginamos que
somos mirando nuestro personaje ideal en un espejo.

La ausencia de unidad integral es una de las fuentes de sufrimiento humano: Esta unidad
se encuentra obstaculizada por diversas causas. El fracaso de esta integralidad es el
rechazo a la esencia trascendente y el acceso al éxtasis que ella nos brinda. Demasiadas
personas se encuentran enfermas porque sufren el tormento de un sujeto que no puede
llegar a ser él mismo ya que los aspectos primordiales de su totalidad no tienen el derecho
de exteriorizarse. Se convierten en la sombra que castiga las mentiras de una fachada
aparentemente luminosa. Por eso es indispensable tomar conciencia de la sombra para
poder llevar adelante un proceso de recuperación del sujeto.

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El sujeto auténtico

Concluyamos: la subjetividad se ancla en el yo esencial. El sentido de todo es siempre que


el sujeto humano se libere del afán y de los límites de la conciencia objetiva y que adquiera
la libertad de una conciencia más vasta. Sólo así llegará a ser sujeto conforme a su destino.
Esto dará paso al sujeto auténtico.

Un sujeto es auténtico cuando es suficientemente libre para ir hacia la unidad y el orden de


su yo esencial, del desarrollo de su sí-mismo, cuando no está sometido de manera
determinante a la realidad y al sistema de valores del yo existencial. Es Sujeto que
transparenta al SER y fruto de su "orden del corazón". El proceso de desarrollo del sujeto
es el que permite desplazar el centro de gravedad determinado por el yo existencial al yo
esencial. Allí se desarrollará progresivamente la conciencia de otras fuerzas, otras voces,
otras perspectivas de la propia vida. Se va siendo sujeto auténtico en la medida en que se
está consciente de la participación en el SER, restableciendo la unión con Él como
FUENTE. Esto hace posible que se pueda vivir, pensar y actuar como sujeto en la libertad
que le asegura la integración con la profundidad de la vida. El horizonte de esta autenticidad
es que "cuanto más logremos la in-dividuación, ser nosotros mismos, tanto más seremos
universales".

Este proceso de autenticidad, de desarrollo del proceso de in-dividuación, posible gracias


al contacto con el yo esencial y la participación en el SER tiene un camino: el desarrollo la
conciencia interior.

La búsqueda de interioridad

La tendencia más honda de nuestra vida se dirige a aquello que dio origen, que es el alma
y está detrás de las ideas y la ley. En todos los modos de realización de sí mismo que
intenta el yo existencial se revela la unidad profunda con el SER:

• en la búsqueda de la fórmula que lo explique todo definitivamente;


• en la búsqueda del sistema que incluya todas las cosas;
• en el combate por un orden permanente que asegure la justicia y la paz para todos;
-
• en la búsqueda de la obra perfecta a la que nada falte;
• en la nostalgia de una sociedad que proteja a cada uno de sus miembros;
• en la nostalgia de un amor que finalmente englobe al mundo entero.

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El límite de estas aspiraciones está en que el yo existencial, no transformado, excluye lo
que busca: la experiencia trascendente de la vida. Ese yo pone como condición para
aceptar la vida que esté libre de sufrimiento y que no tenga cambios que escapen a su
control e influencia. Sin embargo, la vida trae sufrimiento; el destino ineluctable destruye
nuestros planes; todo ip que existe está marcado por la impermanencia; la muerte es
inevitable. Estas son experiencias fundamentales en las que el ser humano, llegan-do a los
límites de su conocimiento y de sus capacidades puede ser tocado por la trascendencia.
Frente a lo inexplicable se siente de repente en presencia del Totalmente otro. Los
momentos críticos pueden hacerlo optar por la vida a condición de que sean la ocasión para
redescubrir el Yo esencial. Todo lo que se apoya en el yo es finalmente incierto; por todas
partes el ser humano llega al límite de sus capacidades, teóricas, prácticas, de
discernimiento. En esos momentos puede hacerse presente algo inevitable, inexorable, que
no se puede clasificar en teoría, ni dominarse en la práctica. Y quien lo acepta entra en otro
orden del ser. Ocurre la paradoja: lo irracional, esta parte inherente al ser humano, que da
su más profundo impulso y el más elevado sentido a toda su acción, se impone
constantemente a lo racional.

En lo más profundo de lo cotidiano se insinúa la interioridad, esa dimensión en la que una


realidad trascendente se manifiesta como fuente de sentido, fuente de vida y de amor, que
permite siempre dar un paso más allá de los límites que permanentemente encontramos,
que nos imponen las circunstancias, los acontecimientos, donde es posible comprender lo
incomprensible y aceptar lo inaceptable. El dolor, la soledad, el" aislamiento y el fracaso
pueden despertar la conciencia de que vamos por un camino de muerte, que estamos
realmente perdidos. Los momentos críticos tienen la capacidad de hacernos optar por la
vida. En esos momentos puede abrirse la oportunidad para escuchar la voz del SER que
es Amor y no deja de llamar y da amor y vida cuando es escuchada a la vez que nos libera
del miedo.

La interioridad es una dimensión fundamental en el proceso de recuperar el sujeto. El


descubrimiento de esa interioridad en la vida cotidiana es fruto del desarrollo de la
conciencia interioriza-da. Detengámonos un poco en este punto de la conciencia.

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La conciencia objetiva, subjetiva e interiorizada

A las formas del yo de que he hablado corresponden tres formas de conciencia.

La forma de conciencia propia del yo existencial es la conciencia objetiva. En ella el ser


humano busca su realización en la objetividad racional: por el progreso práctico o teórico
del mun-do, por un sistema válido o una obra perfecta. Para poder alcanzar su objetivo se
obliga a poner entre paréntesis su vida subjetiva y sus estados de conciencia.

En la medida en que percibimos el mundo como un sistema organizado de leyes abstractas,


en esa misma medida nos convertimos en simples funcionarios del orden que hemos
concebido y establecido a pesar de que nos creamos teórica y prácticamente los dueños.
Nos convertimos más bien en sus esclavos.

El funcionamiento de las organizaciones y de las máquinas que ha creado el ser humano


eclipsará cada vez más las riquezas del yo esencial. La dignidad humana se sumergirá
finalmente en la incapacidad de sufrir y se limitará a la capacidad de cometer errores. El ser
humano objeto borra al ser humano sujeto. Es reducido a ser un funcionario del mundo
objetivo en el que debe fabricar objetos, venderlos y comprarlos. La lucha por la
sobrevivencia es una lucha inquieta que surge de la idea equivocada de que el mundo es
el que da sentido a la vida.

El otro extremo es vivir solamente en el interior, donde el ser humano cree encontrar la
liberación. Si hace esto, faltará a su humanidad de otra forma: se disolverá en el
sentimiento. Es la conciencia subjetiva. En lugar de un orden racional, de relaciones
organizadas, de formas de existencia precisas, el aspecto emocional de su naturaleza se
convertirá en el soberano. Las estructuras desaparecerán y los contornos individuales se
borrarán bajo el efecto de una gran sensibilidad a las impresiones vividas, donde se diluirá
no sólo el mundo sino también la plenitud interior. Ésta no se desarrolla sino en la presencia
e interacción con el mundo. Aquel cuya vida es solamente interior deja entonces escapar
exactamente lo que buscaba en el camino: la salvación en la experiencia de plenitud interior.

Si el sujeto es sobrepasado por la ciencia y la técnica, es porque en su totalidad no ha


evolucionado con ellas. Y no puede madurar en este sentido si se olvida del camino interior
o si por el contrario no cesa de hacer frente a las exigencias del mundo.

En un camino que tiene una sola dirección hacia el exterior o hacia el interior, la experiencia
del SER, que exige la integración del ser humano total, no puede producirse.

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Para ser válida la experiencia del SER debe transformar al sujeto de fondo de manera total
y esta metamorfosis exige siempre una adhesión y un trabajo de todo el ser humano, interior
y exterior. Una integración auténtica, una madurez que dé sus frutos, no exige la negación
sino la aceptación y la resolución de la tensión entre el adentro y el afuera, condición para
realizar una obra válida y para la salud psíquica.

Aparece entonces la necesidad de desarrollar la forma de conciencia del yo esencial: la


conciencia interiorizada, aquella en la que la vida, en su unidad sin contrarios, se ofrece
directamente al sujeto o mejor, llega a ser en él consciente de ella misma. En toda situación
guarda fundamentalmente presente el recuerdo de su unidad. La unidad del SER lo llena y
le determina de nuevo dentro de sí mismo.

Según su contenido, es más bien una cualidad compleja del conjunto de vivencias y en
cuanto tal, se sitúa más allá de la separación entre subjetivo y objetivo, estado interior y
objeto, que caracterizan la conciencia del yo existencial. Es lo que es experimentado en su
totalidad y aclarado por la conciencia.

Quien vive por la conciencia interiorizada no es determina-do por las ideas recibidas y por
el orden objetivamente definible sino por una disposición interior del conjunto de la
conciencia. La base de lo que se expresa por esta disposición interior sobrepasa el
horizonte de conocimiento objetivante del yo. Traduce, sin embargo, de hecho, la
resonancia integral del individuo. En ella vibra el sujeto entero en el lenguaje de la
experiencia presente en el instante. Esto constituye para la persona una orientación y
testimonia, al ser acogida, una razón superior. Es una dimensión profunda en la que la
presencia de lo interior, lo invisible, lo numinoso, lo trascendente, comienza a ser percibida
y el contacto con esa realidad se va convirtiendo en el centro de gravedad, la fuente desde
la cual se establece la relación con la vida y todas sus circunstancias.

El problema en la vida corriente es que el yo existencial, cuando no es transparente,


intercepta, deforma y ahoga esa voz de la totalidad enraizada en el SER que nos llama, nos
exhorta y nos impulsa, esa resonancia del mundo exterior y del universo interior del yo
esencial en la totalidad que abraza. En la conciencia interiorizada esta voz retorna su lugar:
el orden y unidad de la profundidad esencial se puede afirmar y al interior de la realidad del
yo, el ser humano permanece liberado, llevado y dirigido por el todo que reina sobre su vida
interior.

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La conciencia propia del yo existencial me hace sensible a voces que pretenden
convencerme que para ser bueno y ser feliz debo subir la escalera del éxito. Son voces que
me empujan a la periferia de mi existencia. Me hacen dudar de que haya un SER amoroso
esperándome en lo profundo de mi ser.

La conciencia interiorizada se crea por una reunificación de lo que el yo existencial opaco


ha desunido. Reunificación que se realiza cuando se restablece el contacto y se inicia el
proceso de unidad con el yo esencial en la conciencia del sí-mismo, el contacto y la unión
con la FUENTE, el contacto y la conciencia de pertenencia a la comunidad y al universo.
Es un deber hacer consciente el verdadero sentido de una orientación que, secretamente
dirige toda nuestra vida pero no florece sino en la conciencia interiorizada y se fortalece por
el ejercicio. Así servimos a la necesidad fundamental del ser humano: reencontrar la unidad
con la profundidad, perdida pero eternamente buscada, y "articular-se" él mismo y su
universo en conformidad con el SER. Se da una actitud permanente de unión con el SER
del cual se da testimonio en el ser y el actuar cotidianos. Gracias a esta conciencia el ser
humanó siempre vuelve a un estado de integración a la unidad con lo profundo que lo
conduce más allá de su dependencia del mundo y de su propia sensibilidad, que tienden a
dominar su estado de yo.

La conciencia interiorizada permite escuchar la voz del amor que es una voz muy suave y
amable, que nos habla desde los lugares más recónditos de nuestro ser, que no se impone
ni exige atención, que sólo puede ser escuchada por aquellos que se dejan tocar.

Transformación de la conciencia

Esta conciencia, de la que acabo de hablar, pasa por diversos estados de transformación.

Según Dürckheim9, el primer estado de la conciencia es la conciencia primitiva: el niño y el


ser humano primitivo viven prácticamente en su universo de imágenes y de nociones y
también por el SER más allá de los contrarios. Su humanidad total está implicada en lo que
experimenta. El sentido cargado del SER de su vivencia subjetiva domina en él al de la
objetividad. Pensar, sentir y querer no están separados ni el cuerpo y el alma diferenciados.
Lo que vive y siente se expresa por gestos animados por el alma, se traduce por imágenes
cargadas de SER y se expande en estados en los que él está totalmente comprometido.

Luego, en el transcurso del proceso que conduce a la definición y la organización objetivas


de la vida, el SER presente en el ser humano y la experiencia total de la vivencia que
engendra se transforman y se dividen, por una parte, en componentes del yo definidor y por

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otra, en "simples sentimientos". Se produce una tensión entre la realidad del yo y la
profundidad del SER. Se da una evolución del yo, del conocimiento y del orden existencial
que se enraizar en él. Pero marca la salida de la profundidad del SER. Cuando la conciencia
objetiva se desarrolla no se puede evitar qué toda la vivencia humana, comprendida la de
la conciencia interiorizada, se transforme en elementos de ésta.

Por ejemplo, cuando se respira un perfume y esta impresión pasa en el esquema de la


conciencia objetiva, la pregunta ¿qué es lo que huele bien? quiere decir: ¿de qué (objeto)
hace parte esto que yo (subjetivamente) he sentido? Respondiendo "es el perfume de una
rosa", se ha transformado la conciencia interior, es decir la perfección de un perfume que
llena todo el individuo con la calidad compleja de una sensación global, en la propiedad de
una cosa. Se identifica como un perfume definido y clasificado en el "orden de los olores".

La noción que define el olor queda en el primer plano de la conciencia y se atribuye esta
sensación a una causa exterior, sin embargo, la impresión experimentada en el "sentir" en
cuanto cualidad global recubre lo vivido que sobrepasa el sujeto-objeto y puede aún estar
presente en la conciencia interiorizada. Y esto puede ser más importante que saber el
origen objetivo.

Qué importante reconocer que el desarrollo del ser huma-no no consiste en aprender a
clasificar en una conciencia objetiva el contenido viviente que ha experimentado en la
conciencia interior. Es igualmente importante refundir en el crisol interior lo que se identifica
de manera racional.

Cuando la vida cotidiana se nos hace insoportable de muchas maneras y llegamos al punto
de ruptura, suele suceder que la conciencia interiorizada retorna el poder. Allí resuena la
verdad del SER, pero la luz de éste no puede entrar sino después de una separación, y a
veces gracias al sufrimiento que surge debido a la oposición entre el yo existencial y el SER.
Cuando la conciencia interiorizada se convierte en dominante nos aclara con la luz del SER
para que en armonía con nuestro yo esencial, lleguemos a ser totalmente nosotros mismos
y logremos, al interior mismo de la realidad del yo, nuestro verdadero destino.

La conciencia interiorizada percibe la unidad del SER no como al lado o encima del mundo,
sino como su "sustancia" real. La realidad espacio temporal se hace transparente al SER y
para ello hay que percibir lo UNO más allá de los contrarios. Para acercarnos a la
trascendencia es indispensable que todo lo que toca nuestra vida despierte en nosotros la
profundidad del SER.

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El desarrollo en un sentido único de las fuerzas destinadas a dominar el mundo se hace
malsano cuando el ser humano hace de él el sentido de su vida. Por tanto, el desarrollo de
la conciencia racional no es la coronación de la evolución psíquica.

El yo existencial, que tiene el papel de establecer relaciones con el mundo, no cumple


completamente con su destino sino a condición de que encuentre también su nutrición en
la conciencia interiorizada, abierta y trascendente.

El concepto de conciencia interiorizada nos conduce al de vida interior. El sentido del


desarrollo de la vida interior es siempre que el sujeto humano se libere del afán y de los
límites de la conciencia objetiva y que adquiera la libertad de una conciencia más vasta. Es
el camino para llegar a ser sujeto conforme a su destino.

Para que la conciencia interiorizada pueda llegar a ser la forma de la vida interior que da
testimonio en el ser y el actuar del SER, es necesario que tenga lugar una transformación
que cambie la identificación con el yo existencial en una integración creciente al yo esencial.
Con el progreso de esta integración lo que llega a la conciencia interiorizada pierde cada
vez más la característica de dato objetivo por medio del cual buscamos cómo asegurarnos.
Se da más bien una toma de conciencia progresiva del SER en el cual participamos y esto
no sólo inconscientemente por nuestro yo esencial, Lino conscientemente, en un impulso
constante hacia el compromiso y el testimonio del SER. Así realizamos el destino
consciente de nuestro yo esencial. Aceptamos responsablemente las exigencias del SER
que hemos interiorizado y organizamos la vida de acuerdo con ellas. Cuando esto ocurre,
la realidad objetiva toma otra cara. Estaremos centrados en la trasparencia hecha posible.
Toda la vida se abre a un sentido creador y liberador, a condición de que progresemos en
nuestro contacto con el SER y nos transformemos gracias a él".

Se puede producir un desplazamiento al propio ser más profundo, a un ser transpersonal.


Esto permite el acercarnos a la comprensión de las tradiciones espirituales de la
humanidad, de las imágenes mitológicas comunes a todas las culturas y es posible que su
percepción empiece a adquirir una perspectiva más universal. Ya no miraremos con
nuestros propios ojos, sino con los ojos del espíritu colectivo de la humanidad... ¡y la visión
será muy diferente! Ya no estaremos preocupados exclusiva-mente por nuestro propio y
personal punto de vista. De hecho, si este proceso se lleva a cabo correctamente, nuestra
identidad, nuestro mismo ser se expande cualitativamente hasta esas dimensiones más o
menos globales y nuestro interior entra en contacto con profundidades.

El sujeto que somos deja de estar identificado con el yo existencial, transformado en ego;
deja de estar sofocado por problemas y dramas puramente personales. En cierto sentido,

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puede desprenderse de sus preocupaciones individuales y con-templarlas con desapegada
creatividad, dándose cuenta de que, sean cuales fueren los problemas con los que se
enfrenta su ser personal, su ser más profundo trasciende y se mantiene intacto, libre y
abierto. Y así encuentra una quieta fuente de energía interna que se mantiene
imperturbable, como las profundidades del océano, por más de que las aguas superficiales
de la conciencia estén alborotadas por oleadas de dolor, angustia o desesperación".

Una visión optimista del ser humano

Se dice que cometemos errores porque somos humanos. Como si una característica de tal
condición fuera equivocarse. Más aún que la crueldad y la devastación de las que somos
capaces, el egoísmo, la exclusión, la rivalidad y la competencia sin atenuantes se deben a
la misma causa: somos radicalmente imperfectos. La tradición cristiana enseña que hubo
una caída inicial, origen de todos los males a lo largo de la historia. Sólo por una
reconstrucción realizada por el Ser Divino hay posibilidades de volver a creer en la
humanidad. Eso sería la redención.

Otra mirada a los textos sagrados manifiesta que la vocación de todo ser humano hecho a
imagen y semejanza de Dios es hacer presente en su ser y en su hacer al SER Divino. Nos
vamos haciendo a "imagen y semejanza de él". Pero desde el origen no cesamos de perder
el contacto con ese SER divino como FUENTE y ponernos a nosotros mismos como centro
de la vida. Es el egoísmo. Queremos ser como Dios. Es el pecado que no cesamos de
cometer desde el origen. Abandonamos el paraíso interior e introducimos las fuerzas de
muerte. Poner al sujeto en el centro de la existencia es enajenarnos en la rivalidad que lleva
a la separación y a la destrucción mutuas. Los demás son competido-res y fuente de peligro
para la hegemonía de la importancia personal.

Nacemos impulsados a desarrollarnos desde nuestra profundidad esencial. Cuando somos


adultos, al no estar en contacto con nuestro yo esencial, vamos a buscar al exterior lo que
ya no sabemos buscar en el interior. Sentimos cómo la muerte sin esperanza se apodera
de nosotros porque como ramas separa-das del tronco nos secamos. Nos volcamos
totalmente hacia lo que el mundo considera clave para la realización personal: acumulación
de riquezas, logro de status y admiración, derroche en comida y bebida, satisfacción sexual
sin distinguir entre lujuria y amor. Nos lleva a buscar nuestra felicidad en la tierra del amor
condicional.

“Formando líderes para la construcción de un nuevo país en paz”


Universidad de Pamplona
Pamplona - Norte de Santander - Colombia 23
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El sujeto se pierde. Recuperarlo consiste en despertar la conciencia interiorizada y enseñar
al ser humano a retomar el contacto con su Fuente Divina desde su yo esencial. Sólo así
recupera su verdadero centro de gravedad. Esto hace posible que pueda desatar todo el
potencial de ser sí-mismo que tiene en su interior como el germen de la semilla que contiene
al árbol. Ese sí-mismo contiene todos los elementos que pueden asegurar, si se -cultivan
adecuadamente y están en contacto con la FUENTE, el crecimiento en humanidad. Desde
esta perspectiva cometemos errores porque estamos en proceso de aprender y porque no
somos aun suficientemente humanos. El SER (Dios) ha ofrecido en plenitud la vida a los
seres humanos y quiere manifestarse en el mundo gracias a la transparencia que estos
logren realizar en su propia vida. El destino es la Plenitud Divina. La fuerza que brota de la
FUENTE es el amor, impulso que constituye al otro como un legítimo otro en la convivencia
y construye la armonía en lo social y lo cósmico.

Esta no es una perspectiva propia de una creencia religiosa, sino propia del ser humano
por el solo hecho de ser humano. La trascendencia es una dimensión olvidada que es
indispensable recuperar, pues si se desconoce quedamos recortados y reducidos a fuerzas
psíquicas devastadoras que de manera desordena-da pueden causar destrucción y
sufrimiento

A la experiencia del SER se da poca importancia. A veces se la mira con desconfianza.


Gran parte del mundo científico, psicológico y político rehusa estas experiencias por terror
al ataque a su sistema por una fuerza que esta mas allá de todos los sistemas puesto que
es trascendente. Pero no podrán oponerse a esta revuelta de lo esencial que es a la vez
respuesta a una situación personal, respuesta actual y universal porque corresponde a un
nuevo grado de la maduración humana, el paso de la Hominización a la Cristificación según
Teilhard de Chardin.

Desde esta perspectiva el papel de Jesús es el de constituir una revelación encarnada del
verdadero ser del ser humano y su destino. En Él se manifiestan las potencialidades y los
senderos que hay que recorrer para reorientar a la humanidad en el camino hacia el amor,
la vida, el sentido, la unidad, la armonía y la plenitud. En se hace presente un Dios que
brota desde lo profundo, que nos ama, nos comunica la luz que devuelve el sentido y nos
da una vida de la que la muerte hace parte como un momento de transición. Cuando desde
el yo esencial vamos logrando el contacto con el SER (Dios), y vamos viviendo nuestro
proceso de humanización, el yo existencial se ye transformado gracias a la transparencia
que nos hace presentes en el mundo como luz, levadura y sal, para utilizar las palabras del
mismo Jesús.

Tomado de: CINEP. Mejía M. Jorge Julio, S.J. Recuperar la Conciencia del sujeto.

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