TPCW - Los Cuentos de Don Manuel

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 10

Ilustraciones de

Augusto Costhanzo
Hola:
Este libro quiere hacerte llegar historias de nuestro
querido Manuel Belgrano, uno de los primeros en
pensar la patria. Un gran hombre que lo dio todo
por este país desde mucho antes de que se llamara
Argentina. Se preocupó por la niñez, la educación, los
derechos de la mujer, el cuidado del medioambiente,
la libertad y la justicia para todos, lo que él resumía en
una hermosa frase: «Buscar el bienestar general».
Elegí contarte su vida a través de estos cuentos porque
me dijeron que te gustaron mucho Los cuentos del
Abuelo José, donde recordábamos al querido José de
San Martín y a sus nietas. Como ese libro, este está
basado en escritos y testimonios de Manuel, y en
hechos reales, comprobables, con algunos agregados
de ficción (así son los cuentos, ¿no?). Lo que no
ocurrió, por lo menos tal y como está contado, fue
ese encuentro inicial entre los hijos de Belgrano, ni el
hecho de que el padre les hubiera dejado estos textos.
Los hermanos, Manuela Mónica y Pedro,
efectivamente se conocieron, pero no así. E imagino
que a Manuel Belgrano le hubiera encantado haber
tenido tiempo en la vida para darles este legado.
Espero que disfrutes de estos cuentos y, si tenés
ganas, se los leas a tu mamá, a tu papá, a tus amigos y a
quien vos quieras, así mucha más gente conoce a este
patriota tan querido, que pensó tanto en el futuro, o
sea, en nosotros.
Abrazo grande.
Felipe
El legado

Soy Manuela Mónica, hija de Manuel Belgra-


no, y quiero contarles cómo llegaron a mis manos
los cuentos que van a leer.
Hace un tiempo, cuando tenía 14 años, recibí una
carta de Celedonio Balbín, un gran amigo de mi
padre, en la que me decía que necesitaba reunirse
conmigo para entregarme «algo» y presentarme a
«alguien».
Mi papá murió cuando yo tenía 1 año y apenas si
lo conocí, pero cualquier cosa que estuviera rela-
cionada con él me emocionaba (y me sigue emocio-
nando), así que le respondí inmediatamente a Bal-
bín que lo vería cuando él lo dispusiese.
Después, con la carta en la mano, fui casi corriendo
a preguntarle a mi tía Juana si sabía qué podía ser
eso que me quería entregar y quién podía ser la per-
sona a la que me quería presentar.
Mi tía Juana es una de las hermanas de mi
papá. Vivo en su casa desde que tengo 5 años.
Ella y mis otros tíos, especialmente Do-
mingo, siempre me cuentan cómo era mi
padre, todo lo que hizo, las frases que
decía, y también las travesuras que
hacía cuando era chico, o cosas sin
importancia, pero que a mí me
encanta saber. Por ejem-
plo, que era impo-
A modo de introducción - 11

sible seguirlo por la calle, porque más que caminar,


corría, o que donó la mayor parte de sus libros a
la Biblioteca Nacional porque quería contagiar
en todos, pero fundamentalmente en los chicos, el
gusto por leer.
–¡No seas impaciente, Moniquita! –me dijo mi tía
Juana cuando le pregunté por la carta–. Las respues-
tas te las va a dar Balbín. Pero quedate tranquila que
viniendo de tu amado padre, mi querido Manuel, va
a ser algo bueno. ¡Él siempre cuidó de todos!
Los días que tuve que esperar hasta que nos reuni-
mos se me hicieron eternos. Pensaba una cosa, pen-
saba otra, y cada tanto volvía a preguntarles a mis
tíos si imaginaban qué podía haber detrás de tanto
misterio, pero los Belgrano siguieron sin aventu-
rar ninguna respuesta. Todo era «no sé».
El encuentro fue por la tarde, en mi casa. Balbín
llegó acompañado por un muchacho joven, que de-
bía tener 20 años o un poco más, y estaba vestido
con uniforme militar.
Mi tía Juana nos hizo pasar a todos al salón, ofre-
ció algo para tomar y nos dejó solos, sin decir nada
más.
Yo estaba nerviosa, dele estrujar las puntillas de mi
pañuelo, y se notaba que el muchacho también por-
que no paraba de hacer girar en sus manos la go-
rra militar. Balbín se dio cuenta, porque apenas la
puerta se cerró, soltó:
12 - Felipe Pigna

–Manuela Mónica, él es Pedro Pablo, tu her-


mano. Es hijo de tu padre Manuel Belgrano y
Josefa Ezcurra. –Luego, miró al joven y agregó–:
Ella es tu hermana Manuela Mónica, fruto de la
relación que tu padre Manuel tuvo con Dolores
Helguero.
Durante unos segundos, no supe qué hacer ni qué
decir. Estaba en shock. ¡Un hermano! ¿Cómo era po-
sible que nadie me hubiera hablado nunca de él?
Pero Pedro Pablo, que sabe mantener la compos-
tura, enseguida extendió la mano, me miró a los
ojos y me dijo:
–Mucho gusto, Mónica.
Yo le respondí con un «encantada», aunque por el
impacto apenas si me salió la voz y soné como una
flauta desafinada.
Había ternura en la mirada de Pedro Pablo, y se lo
agradecí con una sonrisa.
Luego, los tres nos acomodamos en los sillones, y el
hombre siguió diciendo:
–Lo que tengo que entregarles a ambos son unos
escritos que les dejó su padre, mi amigo Manuel
Belgrano. Cuando los lean, verán que les cuenta
su historia, que es también un poco la de ustedes.
Se apuró a escribirlos estando enfermo y pensaba
dejarles además una carta para explicarles algunas
cosas más, pero no tuvo tiempo, así que me toca a
A modo de introducción - 13

mí contarles lo que falta. Lo primero y más impor-


tante, es asegurarles que Manuel estuvo profunda-
mente enamorado, primero de Josefa y luego de
Dolores.
–¿Y por qué no se casó con ninguna de las dos? –le
pregunté casi desafiante.
–Porque fueron amores imposibles. Hubo prohibi-
ciones familiares y sociales, y también pesó la agita-
da vida de Manuel como revolucionario y militar.
A Josefa, el padre la obligó a casarse con otro hom-
bre, que después la dejó para irse a España. Pero
para la sociedad, ella seguía estando casada, y fue en
esas condiciones que vivió su gran amor con Ma-
nuel y gestaron a Pedro Pablo. En el caso de tu
madre –agregó, mirándome–, pasó algo parecido:
Manuel estaba lejos, batallando, y cuando los pa-
dres de Dolores se enteraron de que estaba emba-
razada, también la hicieron casarse con otro. Tanto
Josefa como Dolores fueron unas valientes, que
se atrevieron a seguir lo que el corazón les manda-
ba, en una sociedad en la que las mujeres por mucho
menos son severamente castigadas.
Pedro Pablo, que se había mantenido callado y
atento a cada palabra, dijo con voz grave, con la que
intentó ocultar su emoción:
–Yo fui adoptado por Juan Manuel de Rosas y
Encarnación Ezcurra, la hermana de mi madre.
Sé que mi mamá lo hizo por mi bien, porque has-
ta se tuvo que esconder para mantener en secreto
14 - Felipe Pigna

mi nacimiento. Mi familia era su familia, así que


siempre se mantuvo cerca de mí. Pero hace poco,
cuando cumplí 21 años, Rosas me dijo: «Usted es
hijo de un hombre más grande que yo, que se llama
Manuel Belgrano».
–Belgrano le había pedido a Rosas que te lo dijera
cuando fueses mayor de edad –comentó Balbín–.
Fue por eso que tuve que esperar tantos años para
darles estos escritos que su padre les dejó.
–Lo sé. Cuando Rosas me lo contó, le dije que que-
ría llevar los dos apellidos y él estuvo de acuerdo.
Ahora soy Pedro Rosas y Belgrano.
–Para mí también nuestro padre dispuso un mon-
tón de cosas –agregué, conmovida por lo que aca-
baba de escuchar–. Se preocupó por el dinero para
mi educación, y les encomendó a sus hermanos que
se ocuparan de atenderme y cuidarme. Incluso pi-
dió que me trajeran a Buenos Aires para estudiar
inglés, francés y todo lo que él consideraba que era
¡fun-da-men-tal aprender!, como siempre insisten
en machacarme mis tíos, que no pierden la esperan-
za de que me le parezca aunque sea un poquito así
–dije entre risas.
Pedro Pablo y Balbín también se rieron. Se notó
que todos sabíamos muy bien quién era «don Ma-
nuel».
–Desde que naciste, cada día preguntaba si había no-
vedades de «su palomita», como solía llamarte –co-
A modo de introducción - 15

mentó el amigo de papá–. Lo último que tengo para


decirles es que aunque Manuel decidió que no les
entregase estos escritos hasta la mayoría de edad
de Pedro Pablo, los escribió para ustedes y para
todos esos niños y niñas para los que quiso crear
escuelas, donde pudiesen aprender y disfrutar de
cuentos como estos.
Cuando Balbín se fue, le pedí a Pedro Pablo que
se quedara. Charlamos un buen rato, y después, jun-
tos, desatamos la cinta que reunía los escritos. Los
leímos también juntos y en voz alta,
sentados uno al lado del otro, com-
partiendo risas y alguna lágrima, her-
manados en la admiración por nues-
tro padre, su valentía, generosidad y
amor por la patria.
Este es el legado que nos dejó y que
con mi querido hermano quisimos
compartir. Los bellos cuentos de
Manuel Belgrano, que son tam-
bién de todos ustedes.

También podría gustarte