BOLLMANN - Las Mujeres, Que Leen, Son Peligrosas
BOLLMANN - Las Mujeres, Que Leen, Son Peligrosas
BOLLMANN - Las Mujeres, Que Leen, Son Peligrosas
libro lleno de delicadeza que recorre y explora las imágenes de mujeres leyendo y
trata de explicar lo que hay detrás de ellas. Relegadas tradicionalmente a un papel
secundario y a menudo pasivo en la sociedad, las mujeres encontraron muy pronto en
la lectura una manera de romper las estrecheces de su mundo. La puerta abierta al
conocimiento, la imaginación, el acceso a otro mundo, un mundo de libertad e
independencia, les ha permitido desarrollarse y adoptar, poco a poco, nuevos roles en
la sociedad. A través de un recorrido por las numerosas obras de arte que reflejan la
estrecha relación entre libros y mujeres, Stefan Bollmann rinde un sentido homenaje
a las mujeres y confirma el excepcional poder que confiere la lectura.
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Stefan Bollmann
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Título original: Frauen, die lesen, sind gefährlich
Stefan Bollmann, 2005
Traducción: Ana Košutić
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
Índice
Momentos íntimos
Domenico Fetti
Rembrandt van Rijn
Jacob Ochtervelt
Pieter Janssens Elinga
Jan Vermeer
Residencias de placer
François Boucher
Jean Raoux
Jean-Honoré Fragonard
Johann Ernst Heinsius
Jean-Étienne Liotard
Friedrich Heinrich Füger
Horas de éxtasis
Franz Eybl
Gustav Adolph Hennig
Cari Christian Constantin Hansen
Sir Lawrence Alma-Tadema
Anton Ebert
Anselm Feuerbach
La búsqueda de sí misma
Sir Edward Burne-Jones
Ramón Casas y Carbó
Jean-Jacques Henner
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Edouard Manet
James Jacques Tissot
James Abbott McNeill Whistler
Charles Burton Barber
Lovis Corinth
Théodore Roussel
Julia Margaret Cameron
Vincent van Gogh
Peter Severin Krøyer
Vittorio Matteo Corcos
Pequeñas escapadas
Jessie Marion King
Heinrich Vogeler
Carl Larsson
August Sander
Vilhelm Hammershøi
Peter Ilsted
Albert Marquet
Robert Breyer
Édouard Vuillard
Félix Vallotton
Erich Heckei
Henri Matisse
Suzanne Valadon
Gwen John
Gabriele Münter
Duncan Grant
Vanessa Bell
Cagnaccio di San Pietro
Alexander Alexandrowitsch Deineka
Edward Hopper
Theodore Miller
Eve Arnold
Créditos fotográficos
Autor
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L a historia de la lectura femenina se refleja de manera magistral tanto en la
pintura como en la fotografía. Artistas de todas las épocas han sucumbido ante
la fascinación del reto de capturar la intimidad, a veces secreta, de la lectura
femenina. Sus obras nos ofrecen una visión única y sensible de la historia de las
mujeres y la lectura. Pero hubieron de pasar muchos siglos antes de que ellas fueran
libres de leer lo que quisieran, tanto para su educación como para su placer. Primero
les fue permitido bordar, orar, ocuparse de los hijos y cocinar.
Pero desde el instante en que concibieron la lectura como una posibilidad de
cambiar la estrechez del mundo doméstico por el espacio ilimitado del pensamiento,
la imaginación, pero también del saber, las mujeres se volvieron peligrosas. Leyendo,
se apropiaron de conocimientos, saber y experiencias que habían estado fuera de su
alcancé y sólo reservadas a los hombres.
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Esther Tusquets
¿Son peligrosas las mujeres que leen?
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Desde Sherezade hasta nuestras abuelas y nuestras madres, las
mujeres han almacenado historias, han sido geniales narradoras de
historias.
Esther Tusquets
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¿Son peligrosas las mujeres que leen?
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¿P or qué los artistas han tomado tan a menudo como tema de sus dibujos y sus
pinturas, y más recientemente de sus fotografías, a una mujer leyendo? Y
¿qué otras cuestiones se derivan de este hecho? ¿Cabe llegar a la conclusión de que
las mujeres que leen, las mujeres que leemos, son o somos peligrosas, y de un modo
especial, y más que las otras?
Stefan Bollman ha explorado la presencia de mujeres y de niñas lectoras en el arte
occidental, desde la Edad Media hasta nuestros días, y nos ofrece una amplia serie de
imágenes, acompañadas de comentarios, que empiezan con La Anunciación de
Simone Martín (en que María, sorprendida por el ángel en plena lectura, es, nos dice,
una femme d’esprit, y no la inocente ingenua que los teólogos tenían por costumbre
ver en ella) y termina con la famosa fotografía de Eve Arnold Marilyn leyendo
«Ulises» (aducida a menudo como prueba de las inquietudes intelectuales de la actriz,
y que a mí, cada vez que la miro, me hace ponerlas más en duda).
Se trata de una selección de imágenes muy interesante y atractiva, pero no nos
encontramos, aunque sea hermoso, ante un libro objeto, ni ante un libro de arte,
porque la intención del autor ha sido muy otra. Por algo no ha elegido como título
«mujeres lectoras», sino «las mujeres que leen son peligrosas», título que no se presta
a equívocos y muestra a las claras la intención de la obra, y que yo, un poco como
juego, un poco haciendo el papel de abogado del diablo, pongo entre interrogantes,
como pongo entre interrogantes las cuestiones múltiples que se plantean, que nos
plantea este libro en torno al tema.
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Vittorino Matteo Corcos
Sueños, 1896 (detalle)
¿Son realmente las mujeres que leen peligrosas? ¿Lo fueron en otros tiempos,
siguen siéndolo hasta hoy? ¿Cuál ha sido la reacción de los varones ante esto? ¿Ha
contribuido la lectura a la emancipación de la mujer, ha sido un arma eficaz en
nuestras reivindicaciones feministas? ¿Leemos nosotras de un modo distinto,
establecemos otro tipo de relación con el libro? Y ¿por qué leen actualmente mucho
más las mujeres que los hombres? ¿Por qué es en el campo de la escritura donde
ocupó primero un lugar la mujer y donde sigue jugando un papel destacado? Todas
estas cuestiones, todos estos interrogantes, brotan del libro que tenemos entre las
manos.
Sin duda es reconfortante que, entre tantas vírgenes ingenuas, Marini nos muestre
a María con un libro en la mano y tal vez molesta incluso porque el ángel ha venido a
interrumpir su lectura, y que entre tantísimas imágenes en que las mujeres se entregan
a las labores hogareñas, o cuidan de los niños, o aparecen con flores, abanicos,
perritos de lujo o instrumentos musicales —mientras a los hombres los vemos
ganando batallas, participando en importantes acontecimientos políticos, sociales,
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culturales, experimentando en laboratorios, recluidos en lugares de estudio o de
trabajo—, haya algunas en que aparecen leyendo, aunque hay que reconocer que
también es un tema frecuente en el arte occidental el hombre lector y sobre todo el
hombre con un libro en la mano.
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Pero volvamos al tema principal: ¿son peligrosas las mujeres que leen? Uno de
los argumentos a favor de esta tesis es la frecuencia con que los hombres, a lo largo
de siglos, la han suscrito y han actuado en consecuencia. (Cabe pensar, entre
paréntesis, que si para ellos es peligroso, para nosotras ha de ser en algún modo
positivo.) Los hombres no se equivocan al respecto, y van a coaccionar y vigilar a las
mujeres para que lean lo menos posible y para que sólo lean lo que ellos eligen para
ellas. Durante siglos se dificultó, pues, el acceso de la mujer a la lectura y se le
prohibieron determinados libros. En 1523, el humanista español Juan Luis Vives
aconsejaba a los padres y maridos que no permitieran a sus hijas y esposas leer
libremente. «Las mujeres no deben seguir su propio juicio», escribe, «dado que tienen
tan poco». Y habrá que llegar a la Inglaterra victoriana para que sean las madres las
que elijan las lecturas de sus hijas.
Durante siglos han sido muchos los hombres a los cuales las mujeres que leen les
han parecido sospechosas, tal vez porque la lectura podía minar en ellas una de las
cualidades que, abiertamente o en secreto, a veces sin ni confesárselo a sí mismos,
más valoran: la sumisión. Todavía cuando yo era niña —en la España de los años
cuarenta—, no mi madre, que era una gran lectora, pero sí algunas de sus amigas, me
advertían, escandalizadas al verme a todas horas con un libro en las manos, que debía
reprimir esta afición, nefasta en una mujer, ya que el exceso de lecturas, como el
exceso de saber, me llevaría a tener de mayor problemas con los hombres. Y no me
atrevería a jurar que no llevaran parte de razón. Pero creo que la situación ha variado
en estos últimos cincuenta años, en que la lectura se ha generalizado y ha perdido
poder, y entendí perfectamente que al preguntarle a un amigo, con motivo de este
libro, si creía él que las mujeres que leían eran peligrosas, me respondiera: «A mí me
dan más miedo las que no leen».
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Théodore Roussel
Muchacha leyendo, 1886-87
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Anselm Feuerbach
Paolo y Francesca, 1864
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La verdadera vida está fuera, en ese espacio imaginario que media entre las
palabras que leen y el efecto que éstas producen. La lectora se identifica totalmente
con los personajes de ficción…» Sería terrible sospechar que en muchos ámbitos los
hombres viven; las mujeres leen. Pero el modo en que Adler termina su reflexión
aleja este temor: «… y no se resignan a cerrar el libro sin que algo haya cambiado en
su propia vida. El libro se convierte en iniciación». Sin embargo, si esto es válido
para muchas lecturas, ¿qué imagen dan de la realidad gran parte de las novelas —
convencionales y románticas— que leen las mujeres, y a través de las cuales, y más
adelante del cine y la televisión, se forma su visión del amor, del hombre ideal, de la
pareja? ¿Una muchachita lectora de novelitas rosa y voraz seguidora de seriales
televisivos de sobremesa está mejor preparada para afrontar la relación a dos que una
campesina analfabeta del siglo XIX? Habrá que suponer que sí. Pero no hay duda de
que las mujeres que leen son más o menos peligrosas para los hombres, más o menos
peligrosas para sí mismas, según el tipo de literatura que consumen.
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Harald Metzkes
Lectora en la ventana, 2001
Laure Adler sostiene que existe un nexo especial entre la mujer y el libro. «Los
libros», escribe, «no son para las mujeres un objeto como otro cualquiera. Desde los
albores del cristianismo hasta hoy circula entre ellos y nosotras una corriente cálida,
una afinidad secreta, una relación extraña y singular, entretejida de prohibiciones, de
aprobaciones, de reincorporaciones». Y vemos efectivamente en varias de las
imágenes —como Interior con muchacha leyendo, de Peter Ilsted, Muchacha
leyendo, de Jean-Jacques Henner, Retrato de Katie Lewis, de Edward Burne-Jones, y
sobre todo la conmovedora Joven leyendo, de Franz Eybl—, a mujeres
profundamente enfrascadas en la lectura. ¿Más de lo que puedan estarlo los hombres?
Seguramente, no. Y dada la importancia enorme que tienen los libros para muchos
varones, el papel que juegan en su vida —también con frecuencia iniciático—, y la
relación singular y especialísima que mantienen con ellos, me cuesta imaginar en qué
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radica la diferencia respecto a nosotras, las mujeres. Pero que yo no sea capaz de
imaginarla, no prueba en absoluto que no exista.
Hay además un hecho indiscutible: según los datos de las estadísticas, en la
actualidad el ochenta por ciento de los lectores son mujeres. Y en pocos campos de
las actividades humanas ha ganado la mujer tanto terreno como en la escritura.
Estudios realizados en las escuelas muestran que los niños dan menos valor a la
lectura, se mueven más, escuchan menos. Creo que lo fundamental es esto: escuchan
menos. Los varones se interesan menos por las historias de los otros.
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Duncan Grant
La estufa, 1936
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Nosotras sentimos una curiosidad insaciable por los otros, que puede desembocar
en chismorreos de patio de vecinos o en grandes obras literarias, y a veces en ambas
cosas a la vez. Desde Sherezade hasta nuestras abuelas y nuestras madres, las mujeres
han almacenado historias, han sido geniales narradoras de historias.
Tal vez sí exista, pues, una actitud especial de las mujeres ante la lectura, tal vez
sí haya desempeñado en nuestras vidas un papel singular y distinto, y nos haya
ayudado a adquirir otra visión del mundo y nos haya hecho en otras épocas más
peligrosas. En cualquier caso, merece la pena leer este libro, examinar las imágenes,
y plantearse las múltiples cuestiones que plantea.
ESTHER TUSQUETS
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Stefan Bollmann
Una historia ilustrada de la lectura desde el siglo XX hasta el siglo XXI
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Las mujeres que leen son peligrosas
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L eer nos proporciona placer y puede además transportarnos a otros mundos;
nadie que haya vivido alguna vez la experiencia de perder la noción de espacio
y de tiempo mientras estaba inmerso en un libro lo discutiría. Sin embargo, la idea de
que la lectura pueda ser también una fuente de placer, o incluso de que su principal
objetivo sea estimular el placer, es relativamente reciente: apareció tímidamente en el
siglo XVII para imponerse luego con más fuerza en el siguiente durante la Ilustración.
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Jean-Baptiste Siméon Chardin
Los placeres de la vida privada, 1746
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A mediados del siglo XVIII, el francés Jean-Baptiste Siméon Chardin pinta el
cuadro Los placeres de la vida privada, título que habla de las diversiones o la
ociosidad de la vida cotidiana. Muestra a una mujer confortablemente sentada en un
gran sillón rojo de alto respaldo y apoyabrazos acolchados, con un mullido
almohadón en la espalda y los pies descansando sobre un taburete. Los
contemporáneos de Chardin creían poder descubrir una cierta indolencia en la ropa de
la mujer, vestida a la última moda de entonces, pero sobre todo en la manera en que
sostiene el libro sobre sus rodillas con la mano izquierda.
En un segundo plano de la pintura observamos una rueca apoyada sobre una
pequeña mesa, así como una sopera y un espejo dispuestos sobre una cómoda cuya
puerta semiabierta permite adivinar la presencia de otros libros. Pero, comparados
con la imagen expresiva y luminosa de la lectora en primer plano, estos objetos de la
vida cotidiana pasan casi desapercibidos. Aunque esta mujer, que en otras ocasiones
puede igualmente hilar o preparar una sopa, tenga el libro entreabierto para poder
retomar su lectura en el punto donde la había suspendido, no parece haber sido
interrumpida —porque su marido le ha reclamado tal vez la comida, sus hijos las
bufandas y las gorras, o simplemente porque su voz interior le ha recordado sus
deberes domésticos—. Si esta mujer ha interrumpido su lectura, lo ha hecho más bien
libremente y de buen grado para reflexionar sobre lo leído. Su mirada, que no está fija
en nada —ni siquiera en el espectador del cuadro, que se ve de este modo remitido a
sí mismo—, da testimonio de una atención que vuela libremente, sugiere una
intimidad reflexiva. Esta mujer sigue soñando y meditando sobre lo que ha leído. No
sólo lee, sino que parece también forjarse su propia visión del mundo y de las cosas.
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Pierre-Antoine Baudouin
La lectura, hacia 1760
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gabinete. También está leyendo, aunque no parece absorta en su lectura, tendida sobre
una cama suntuosa, pero completamente arreglada y dispuesta para salir, y, llegado el
caso, lista para recibir incluso al mismo rey.
La lectora de Baudouin, en cambio, da la impresión de no poder ni querer recibir
a persona alguna en su cámara protegida por un baldaquino y un biombo, a menos
que se tratase del amante soñado, surgido de la dulce narcosis de su lectura. El libro
se ha deslizado de su mano para reunirse con los otros objetos tradicionalmente
asociados al placer femenino: un pequeño perro faldero y un laúd. A propósito de
semejantes lecturas, Jean-Jacques Rousseau hablaba de libros que se leen sólo con
una mano, y en este cuadro, la mano derecha que se desliza bajo el vestido de la
mujer tumbada extática sobre su sillón, los botones de su corsé abiertos, revelan
claramente a qué se refería. Sobre la mesa que destaca a la derecha del cuadro,
irrumpiendo desordenadamente en la escena, se encuentran folios y cartas, una de
ellas con la inscripción Histoire de voyage (Historia del viaje), junto a un globo
terráqueo. No se sabe si evocan a un marido o a un amante distante que regresará
algún día, o si se refieren sólo a la despreocupación con que la erudición se sacrifica
en aras del placer de los sentidos.
Aunque la tela de Baudouin sea decididamente más frívola y más directa que la
representación del placer de la lectura según Chardin, se podría afirmar que es mucho
más moralizadora: como tantas pinturas de su tiempo y de épocas posteriores, el
cuadro advierte sobre las funestas consecuencias de la lectura. Pero en este caso no es
evidentemente más que una ilusión: Baudouin coquetea en realidad con la moral y la
utiliza como maniobra de distracción. Al mostrarnos a una mujer dominada por sus
fantasías sensuales, en una pose lasciva, se dirige a un público cada vez más
hipócrita, compuesto de «pequeños abates, de jóvenes abogados vivarachos, de
obesos financieros y de otras gentes de mal gusto», tal como lo describía con lucidez
Diderot, contemporáneo y crítico de Baudouin. Sea como sea, esa mujer seducida por
la lectura tiene que pagar por ello: porque no se trata de su propia visión del mundo,
sino de la de aquellos que la observan, ansiosos por dejarse llevar por una brizna de
libertinaje.
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Lectura peligrosa
En lugar de divertirse con el asunto, otros círculos sociales tomaron ese tipo de moral
muy en serio. Cuando la fiebre de la lectura comenzó a hacer estragos entre las damas
en tiempos de Chardin y de Baudouin y se vio, primero en la metrópolis parisina y
después en las provincias más apartadas, a todo el mundo —pero sobre todo a las
mujeres— pasearse con un libro en el bolsillo, el fenómeno irritó a ciertos
contemporáneos e hizo entrar rápidamente en escena a partidarios y críticos. Los
primeros preconizaban una lectura útil, que debía canalizar el «furor por la lectura»,
como se llamó entonces a ese fenómeno social, para transmitir los valores de virtud y
favorecer la educación. Sus adversarios conservadores, en cambio, sólo veían en la
lectura desenfrenada una nueva prueba de la imparable decadencia de las costumbres
y del orden social. Así, por ejemplo, el librero suizo Johann Georg Heinzmann llegó
incluso a considerar la manía de leer novelas como la segunda calamidad de la época,
casi tan funesta como la Revolución francesa. Según él, la lectura había acarreado
«en secreto» tanta desgracia en la vida privada de los hombres y las familias como la
«espantosa Revolución» en el dominio público. Hasta los racionalistas creían que la
práctica inmoderada de la lectura constituía ante todo un comportamiento perjudicial
para la sociedad. Las consecuencias de una «lectura sin gusto ni reflexión», se
lamentaba en 1799 el arqueólogo y filólogo kantiano Johann Adam Bergk,
representan «un despilfarro insensato, un temor insuperable ante cualquier esfuerzo,
una propensión ilimitada al lujo, un rechazo a la voz de la conciencia, un tedio de
vivir y una muerte precoz»; en pocas palabras, una renuncia a las virtudes burguesas
y una regresión a los vicios aristocráticos, castigados lógicamente por una
disminución de la esperanza de vida. «La falta total de movimiento corporal durante
la lectura, unida a la diversidad tan violenta de ideas y de sensaciones» sólo conduce,
según la afirmación hecha en 1791 por el pedagogo Karl G. Bauer, a «la
somnolencia, la obstrucción, la flatulencia y la oclusión de los intestinos con
consecuencias bien conocidas sobre la salud sexual de ambos sexos, muy
especialmente del femenino»; así pues, todo aquel que lea mucho y vea su capacidad
de imaginación estimulada por la lectura tenderá también al onanismo, como
acabamos de observar en el cuadro de Baudouin.
Sin embargo, esos propósitos moralizadores no pudieron contener la marcha
triunfal de la lectura, especialmente de la lectura femenina. En el fondo, todo esto
está relacionado con el hecho de que el placer de leer, que entre los siglos XVII y XIX
se extendió no sólo por Europa sino también por América, no fue una revolución
propiamente dicha como se pudo pensar durante un tiempo. La génesis del
comportamiento lector debe, por el contrario, inscribirse en el contexto de los tres
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profundos cambios que, según el sociólogo americano Talcott Parsons (1902-1979),
marcan el proceso de formación de las sociedades modernas. Además de la
industrialización y la democratización, se produce también una revolución
pedagógica a través de una ola de alfabetización que ha abarcado todas las capas de la
población, y gracias a la ampliación continuada de los tiempos de escolarización, que
en la actualidad se extienden con frecuencia más allá de los veinticinco años. Pero la
acción combinada de esos tres procesos, que contribuyó a modelar naturalmente el
comportamiento lector, no hizo más que acelerar y completar una tendencia que se
desarrolló durante un período mucho más largo.
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Lectura silenciosa
Si uno se pregunta por la causa del escándalo que inflamó con tanta violencia al clan
de los moralizadores contra el fenómeno de la lectura intensa y excesiva, puede
entender mejor la expresión «en secreto» que el citado librero Heinzmann había
empleado al impartir sus clases magistrales sobre «la peste de la literatura». Porque la
fórmula «en secreto» no significa solamente «en privado», y con ello «no
públicamente», supone también escapar al control de la sociedad y las comunidades
más próximas, como la familia, la esfera social inmediata y la religión. Lo que indujo
y favoreció ese giro positivo, al establecer una relación íntima y secreta entre el libro
y su lector, ha sido, sobre todo, la práctica de la lectura silenciosa.
Aunque leer en silencio sea hoy para nosotros algo que se da por sobreentendido,
no siempre ha sido así. A ese respecto, para encontrar manifestaciones de asombro
ante el fenómeno hemos de remontarnos mucho más atrás del siglo XVII o XVIII. La
referencia clásica sobre el tema se encuentra en san Agustín, que fue presa de tal
admiración por el comportamiento lector de san Ambrosio, obispo de Milán, que
consignó el acontecimiento hacia fines del siglo IV en el libro seis de sus Confesiones.
En ocasión de sus visitas al prelado que tanto veneraba, casi siempre sin anunciarse,
san Agustín lo encontraba generalmente «en silencio y abismado en la lectura»;
porque san Ambrosio, según refiere san Agustín, no leía jamás en voz alta. «Cuando
leía, sus ojos recorrían las páginas del libro y su corazón entendía su mensaje, pero su
voz y su lengua quedaban quietas». El autor de las Confesiones nos da varias
explicaciones acerca del extraño comportamiento de ese hombre de la Iglesia tan
ocupado. Dos de ellas están relacionadas con la escasez de tiempo del que dispone el
prelado para su recogimiento espiritual: al obispo no le gustaría ser distraído durante
esos breves momentos, reflexiona san Agustín, acaso también para evitar el engorro
de tener que explicar algún punto especialmente oscuro a algún oyente atento y
suspenso, si, en cambio, leía en voz alta. Y en efecto, en comparación con la lectura
en voz alta, leer en silencio ahorra tiempo. Y permite además al lector una relación
ininterrumpida con el texto, que disimula ante los demás y del que se convierte en
exclusivo propietario.
En nuestros días, no sólo se considera analfabeto a quien no sabe leer (ni
escribir), sino también a cualquier persona incapaz de comprender un texto sin leerlo
en voz alta. Sin embargo, debe haber existido una época en que las cosas eran
exactamente a la inversa, en que la lectura en voz alta era la norma, mientras que hoy
es la lectura silenciosa la que prevalece. La Antigüedad conocía ciertamente la voz
interiorizada, pero ese comportamiento lector no era más que un fenómeno marginal.
Así como nosotros nos sorprendemos hoy cuando alguien eleva la voz al leer —
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aunque sólo sea para murmurar o incluso mover los labios de manera apenas audible
— y nos preguntamos secretamente sobre las razones de tal comportamiento si no se
trata ya de un niño, debió de suceder algo similar en la Antigüedad cuando alguien no
leía en voz alta. Hasta bien entrada la Edad Media y —según el círculo social— hasta
muy avanzada la época moderna, la lectura consistía en ambas cosas: pensar y hablar.
Sobre todo, era un acto que no estaba separado del mundo exterior, sino que tenía
lugar en el interior del grupo social y bajo su control.
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Tumba de Leonor de Aquitania.
Hacia 1204
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al que se retiró los últimos años de su vida, nos muestra la figura de la reina fallecida
en 1204, yaciendo sobre el sarcófago con un libro abierto entre las manos. Leer en
silencio, como aprendemos a través de este curioso monumento funerario, podía ser
entonces un símbolo de goces celestiales, sobre todo en el caso de una mujer que se
había distinguido durante toda su vida como mecenas de las artes y la literatura y que
había pasado sus últimos años en un convento. Pero no era de ninguna manera la
señal de un placer terrestre autorizado. Hoy hablaríamos de trabajo espiritual y social:
se trataba de la asimilación más o menos controlada de un canon más o menos
extenso de textos normativos y transmitidos por la tradición.
A la práctica de la lectura silenciosa se podía también ligar la idea de una relación
directa del individuo con la divinidad, tal como había sido difundida por Lutero.
Aunque ya el mismo Lutero, que había comenzado por abolir las antiguas instancias
de mediación, se negó a abandonar la interpretación del sentido de las Escrituras y las
audacias que podía propiciar la lectura privada de la Biblia y se apresuró, en
consecuencia, a nombrar nuevas autoridades de mediación en materia de exégesis. No
es hasta finales del siglo XVII, y en especial con el advenimiento del pietismo,
enteramente orientado a las prácticas individuales de la religiosidad, que ocuparse
personalmente de la Biblia se convierte en obligación de todos los creyentes. Entre
1686 y 1720, la Iglesia luterana de Suecia pone en marcha, con el apoyo de las
autoridades civiles, una campaña de alfabetización que se hizo famosa. No sólo se
declaraba oficialmente que la adquisición de la capacidad lectora era una condición
indispensable para ser miembro de la Iglesia, sino que había también controladores
que rastreaban minuciosamente el país para verificar los niveles de conocimiento.
Pero la población que se había vuelto así experta en lectura no se contentó con
utilizar sus nuevas capacidades para demostrar sus conocimientos del catecismo: las
aprovechó también para adquirir conocimientos profanos. Sobre todo las mujeres,
que gracias a un folleto distribuido por las autoridades sanitarias pudieron asimilar un
conocimiento elemental sobre la higiene y el cuidado de los lactantes. La
considerable disminución de la mortalidad infantil constatada durante las décadas
siguientes puede entonces considerarse como una consecuencia tardía de esa
campaña de alfabetización. Si el número de niños que sobrevivía los primeros años
de vida se incrementaba, las mujeres no se veían obligadas a traer tantos nuevos niños
al mundo, y la ausencia de esa obligación les proporcionaba nuevos espacios de
libertad que podían consagrar, por ejemplo, a leer en silencio. El hecho de que Suecia
siga siendo el país más progresista en ese terreno puede haber tenido su origen en esa
época.
La capacidad lectora propició también en el plano íntimo y personal el desarrollo
de nuevos modelos de comportamiento que, con el tiempo, erosionarían la
legitimidad de la autoridad establecida, tanto en el ámbito espiritual como temporal.
Las mujeres que aprendían a leer en esa época eran efectivamente peligrosas. Porque
la mujer que lee conquista no sólo un espacio de libertad al que sólo ella tiene acceso,
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sino que consigue al mismo tiempo un sentimiento de autoestima que la hace
independiente. Por otra parte, ella se forja su propia visión del mundo, una imagen
que no necesariamente coincide con la que le han trasmitido sus ascendientes y la
tradición, ni tampoco con la del hombre. Pese a que todo esto esté aún lejos de
significar la emancipación femenina de la tutela patriarcal, permite de todos modos
ver la puerta abierta al camino que conduce a la libertad.
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Lectura femenina
En 1631 Rembrandt pintó a una anciana leyendo (el cuadro es conocido como La
madre de Rembrandt, y algunos han creído reconocer en ella la figura de la profetisa
Ana). Las características hebraizantes que se ven sobre las páginas del gran libro que
la vieja mujer sostiene sobre sus rodillas permiten pensar que se trata del Antiguo
Testamento.
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Rembrandt Harmensz van Rijn
Anciana leyendo
(La madre de Rembrandt), 1631
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La mano rugosa de la lectora está extendida sobre la página abierta, a la manera
en que las personas mayores, para quienes la lectura se vuelve difícil, marcan con sus
dedos la línea que están leyendo. Este ademán es, al mismo tiempo, la expresión de la
íntima relación que el personaje de Rembrandt mantiene con las palabras de la Biblia.
La anciana parece completamente absorta en recoger el sentido y la trascendencia de
lo que está leyendo.
La ilustración y la difusión progresiva de la lectura silenciosa hacen entrar en
crisis la confianza y el sentimiento de seguridad que proporciona la fe. Los libros —y
muy especialmente uno entre todos ellos— pierden también el carácter absoluto de su
antigua autoridad y dejan de ser los vehículos de una verdad incontestable para
convertirse de forma progresiva en instrumentos que permiten a sus lectoras y
lectores percibirse y comprenderse mejor a sí mismos. Al mismo tiempo, todos ellos
renuncian a referirse siempre y únicamente a los mismos libros, transmitidos de
generación en generación, y se lanzan a nuevas lecturas, que ya no son
necesariamente religiosas y que les brindan conocimientos empíricos, ideas críticas y
deseos vitales que hasta ese momento estaban fuera de su alcance. En el norte
protestante de Europa, esas tendencias, aunque todavía reprimidas, eran perceptibles
desde hacía ya mucho tiempo. De ello da también testimonio la pintura holandesa del
siglo XVII. En esa época, en ningún otro país europeo había tantas personas que
supieran leer y escribir como en los Países Bajos, y en ninguna parte se imprimían
tantos libros como allí. Los viajeros han podido relatar que, ya desde mediados del
siglo XVI, la alfabetización se había difundido incluso entre los campesinos y la gente
sencilla. Cabe sin embargo señalar que, entre las mujeres, la lectura estaba entonces
mucho más difundida que la escritura, que seguiría siendo durante mucho tiempo un
ámbito reservado a los hombres.
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Pieter Janssens Elinga
Mujer leyendo, 1668/1670
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Una pintura realizada entre los años 1668-1670 por el pintor holandés Pieter
Janssens Elinga nos muestra a una criada embebida en la lectura de un libro. Al
contrario de la anciana lectora pintada por Rembrandt, el personaje nos da la espalda
—una tradicional manera de señalar que le da la espalda al mundo— Sin embargo, su
ensimismamiento no está consagrado a la palabra divina; la mirada indiscreta que el
pintor nos invita a echar sobre el libro abierto, por encima del hombro de la joven,
permite a sus contemporáneos identificar sin error el género de literatura en que la
lectora está absorta: se trata de «la bella historia de Malegis, el caballero que ganó el
famoso caballo Bayard y que vivió tantas aventuras prodigiosas» —la versión
holandesa del poema épico de la literatura medieval francesa Los cuatro hijos de
Aymón, uno de los cantares de caballería más populares de la época—. Algunos
detalles del cuadro revelan que el pintor censura el comportamiento lector de la
mujer, al que juzga sin duda frívolo e indebido. El plato con frutas, por ejemplo, que
parece haber sido colocado con prisas e imprudentemente sobre el asiento acolchado
de la silla apoyada contra la pared y que amenaza con deslizarse y romperse de un
momento a otro; el almohadón, destinado probablemente a cubrir el asiento de la silla
que la lectora, buscando tener mejor luz, ha acercado a las tres ventanas del fondo, ha
sido al parecer tirado negligentemente al suelo; las chinelas, que es probable que
pertenezcan a la dueña de casa, están tiradas desordenadamente en medio de la
habitación —en su ardiente deseo de retomar la lectura lo más rápido posible, la
criada podría haber tropezado con ellas—. Recibimos la impresión de que la joven
aprovecha la ausencia de la dueña de la casa para entregarse a su pasión lectora en
vez de dedicarse con atención a sus tareas, tal como la moral calvinista hubiera
exigido. Cuando la señora de la casa está ausente, el orden doméstico parece
inmediatamente amenazado.
Si es que alguna vez ha existido…, podría agregarse. Porque ¿a quién pertenece el
libro con las fabulosas aventuras del caballero Malegis, que tanto fascina a la criada
del cuadro? Seguramente a la misma señora de la casa. A las demás faltas cometidas
por la joven se agrega entonces la infracción mucho más grave de haber sustraído un
objeto propiedad de su señora. Y aunque la lectora no haya hecho otra cosa más que
coger «prestado» el libro, ha actuado muy probablemente sin pedir autorización.
¿Mas no echa esa precisa circunstancia una luz reveladora sobre sus horas de
esparcimiento?
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Lectura anárquica
Son sobre todo dos los grupos sociales que en el futuro serán responsables de la
revolución del comportamiento lector: los jóvenes intelectuales y las mujeres
adineradas. Ambos estaban en busca de nuevos textos, no tanto para imponerlos
utilizándolos contra las viejas autoridades sino impulsados por la necesidad de
comprenderse y definirse a sí mismos, tanto en el ámbito privado como en el social.
Los dos grupos disponían de suficiente tiempo libre: los jóvenes intelectuales
burgueses, porque el mundo socialmente inmóvil en el que vivían les había cortado
con frecuencia cualquier posibilidad de ascenso; las esposas y las hijas de la
burguesía, porque con la mejora de su posición económica disponían de personal de
servicio y, en consecuencia, también de tiempo libre o al menos, durante el día, de
intervalos que podían destinar a la lectura. Incluso las criadas y las doncellas
pudieron beneficiarse de ese bienestar y de esos momentos de descanso. Porque el
hogar de sus señores estaba equipado con costosa iluminación que les permitía leer de
noche y, a veces, les quedaba además algo de dinero para conseguir libros en
préstamo. (También en 1800, los precios de los libros eran exorbitantes: por el
equivalente al precio de una novela recién publicada, una familia hubiera podido
alimentarse de una a dos semanas.)
A diferencia de la lectura erudita y útil de la tradición, la nueva práctica de la
lectura tenía algo de indisciplinado y salvaje, porque estaba destinada a acrecentar
fuertemente el poder de la imaginación de los lectores. Lo decisivo no fue el tiempo
en horas o días dedicados a la lectura, sino la intensidad de la experiencia emocional
que la lectura desencadenaba. Más allá de la excitación de determinadas sensaciones,
como el placer, la tristeza o el entusiasmo, las lectoras y los lectores estaban ávidos
de ese sentimiento de autoestima que provocaba la lectura. Lo que ellos anhelaban
era el placer de saborear su propia agitación emocional porque esa experiencia les
proporcionaba una conciencia nueva y placentera de sí mismos que el mero
cumplimiento de los roles sociales que les habían sido asignados jamás les podría
hacer sentir. La mayor parte del tiempo, eso no suscitaba eco alguno en su entorno
inmediato, y si lo producía se encontraba rápidamente con vivas resistencias. En
Madame Bovary, Flaubert ha descrito magistralmente la intensidad de la exigencia de
felicidad desencadenada por la lectura novelesca, al mismo tiempo que el carácter
insuperable del rechazo que provoca. Son los libros que lee los que le permiten a
Emma Bovary imaginar lo que ella habría podido vivir, pero las exigencias a las que
ella pretende desde ahora someterse y someter su existencia son imposibles de
conciliar con su vida real. Y eso la conduce a la catástrofe.
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En el mundo masculino dominante se había presentido desde hacía mucho tiempo
el carácter ineluctable de esas desviaciones. Por eso se elaboraron rápidamente
nuevas reglas que enumeraban lo que los jefes de familia y los educadores
consideraban provechoso en la lectura, a fin de que las mujeres, cuya imaginación
desbordante era bastante conocida, no pusieran su propia vida ni la de sus esposos en
peligro como consecuencia de su funesta pasión por la lectura. Pero pronto llegó el
tiempo en que lectores y lectoras rechazaron las recomendaciones en materia de
lectura —por no hablar de las prescripciones—, y se pusieron a leer lo que el
mercado producía, y el mercado producía siempre más. Además, las prácticas reales
de la lectura no tardaron en dinamitar las concepciones y las reglas que determinaban
tradicionalmente la manera de leer.
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Ludwig Emil Grimm
Bettina von Arnim, 1810
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La manera de imaginarse los hábitos de lectura de una joven y «genial»
devoradora de libros de principios del siglo XIX puede extraerse de una carta que
Bettina von Arnim, experta en correspondencias ficticias, se dirigió a sí misma en
nombre de su amiga Karoline von Günderode. La descripción del cuarto que Bettina
ha abandonado durante un instante puede leerse como el retrato psíquico de una
lectora indomable que para la selección de sus lecturas y en sus hábitos lectores
atraviesa, en la más bella anarquía, todos los tiempos, todos los estilos y todos los
ámbitos:
[…] en tu cuarto era como estar a orillas del mar, donde una flota había
encallado. Schlosser reclamaba dos grandes infolios que había tomado en
préstamo para ti en la biblioteca municipal y que tú tienes desde hace ya tres
meses sin haberlos hojeado. El de Homero estaba abierto en el suelo, tu
canario no lo había tratado bien, tu bello mapa imaginario de Ulises estaba al
lado, con la caja de conchas, el frasquito de tinta sepia volcado y todas las
conchas de colores a su alrededor, lo que dejó una mancha marrón sobre tu
hermosa alfombra de paja […]. Tu caña gigante cerca del espejo está aún
verde, le he hecho poner agua fresca. Tu jardinera con avena, y todo lo demás
que has sembrado allí, ha crecido en el mayor desorden, me parece que se han
mezclado muchas malas hierbas, pero como no sé diferenciarlas bien, no me
he atrevido a arrancar nada. En cuanto a los libros, he encontrado en el suelo el
Ossian, el Sakuntala, la Crónica de Francfort, el segundo volumen de
Hemsterhuis, que me he llevado a casa porque tengo el primer volumen que
me has dejado … Siegwart, una novela del pasado estaba sobre el piano, con
el tintero encima, una suerte que sólo contuviera poca tinta, aunque es
probable que no puedas volver a descifrar tu composición del claro de luna
sobre la que se derramó su marea. Algo golpeteaba en una pequeña caja sobre
el alféizar de la ventana, sentí curiosidad por abrirla, salieron volando dos
mariposas que habías encerrado como muñecas, con Lisbeth las saqué al
balcón, donde empezaron a saciar el hambre sobre las judías en flor. Barriendo
debajo de tu cama, Lisbeth hizo salir a Carlos XII y la Biblia, así como un
guante de cuero, que no pertenece ciertamente a ninguna dama, con un poema
en francés en su interior, parece que ese guante estaba debajo de tu almohada.
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Walter Launt Palmer
A tardecer en la hamaca, 1882
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No es difícil imaginarse cómo debieron ser los hábitos de lectura de esa joven
mujer. Entre las libertades que ella se tomaba estaban ciertamente las de «hojear un
libro por cualquier parte, saltar pasajes completos, leer frases al revés, malinterpretar
su sentido, alterarlas, reelaborarlas, continuar entrelazándolas y mejorándolas con
todas las asociaciones posibles, recabar del texto conclusiones que el texto ignora,
enfadarse y alegrarse con él, olvidarlo, plagiarlo y, en un momento dado, tirar el libro
en cualquier rincón». La frase precedente no es de Bettina von Arnim, es de Hans
Magnus Enzensberger; la escribió unos ciento cincuenta años más tarde para explicar
lo que él denominaba «acto anárquico de la lectura». Ella describe el estado actual de
la práctica corriente de la lectura. Sin embargo, este uso libre y no reglamentado de
los libros no se ha dado por sobreentendido: ha hecho falta un proceso largo y
complejo para que pudiera imponerse contra una práctica excesivamente codificada y
cargada de obligaciones.
En la actualidad, los últimos abogados de una lectura reglamentada son los
pedagogos y los licenciados en ciencias humanísticas. Considerando en particular la
competencia a la que los medios audiovisuales someten las publicaciones
tradicionales en materia de entretenimiento e información, el libro parece ocupar una
posición condenada de antemano. Desde la liberalización de las prácticas de la lectura
entre los siglos XVII y XIX, cada uno es libre de decidir no sólo qué leer y cómo
hacerlo, sino también de elegir el lugar de la lectura. Ahora se puede leer donde uno
quiera: preferentemente en casa, hundido en un sillón, tumbado en la cama o en el
suelo, pero también al aire libre, en la playa o durante un viaje, en el tren o en el
metro. Ya a mediados del siglo XVIII, un viajero alemán hacía desde la metrópoli
francesa una relación de las innumerables ocasiones de leer: en el coche, en los
jardines y las calles, en el teatro, durante las pausas, en el café, en el baño, en las
tiendas esperando a la clientela, sentado el domingo en un banco delante de casa, e
incluso paseando… La mirada sumergida silenciosamente en un libro generaba un
aura de intimidad que separaba al lector de su entorno inmediato permitiéndole, sin
embargo, permanecer inmerso en él (como lo hacen hoy los adolescentes o los
aficionados a correr o andar con un Walkman o un MP3): en medio del ajetreo de la
ciudad y en presencia de otra gente, el lector podía estar consigo mismo sin ser
perturbado. En nuestros días, especialmente durante las comidas, las personas que
están solas se arman de una lectura cautivadora para protegerse de aquellos que
puedan sentirse atraídos por su soledad; hay también unos pocos lectores que, como
en otros tiempos, muestran preferencia por las salas de lectura de las bibliotecas,
donde se lee todavía en la misma postura de los eruditos de antaño, sentado con la
espalda erguida, el libro abierto delante, los brazos sobre la mesa, totalmente
concentrado en el contenido de la obra, esforzándose por hacer el menor ruido
posible y por no molestar a nadie. La biblioteca es un buen lugar para estar solo pero
estando entre los demás, en medio de una comunidadde gente con las mismas
afinidades, en la cual cada uno se ocupa de algo que no le concierne más que a él.
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Leer en la cama
Aunque ya no exista un lugar privilegiado para la lectura, subsisten de todos modos
ciertas posibilidades de retiro que favorecen una práctica desenfrenada y libre de
preocupaciones. Una de ellas es la cama, que desempeñaba ya un papel prominente
en la descripción del cuarto de Bettina von Arnim. En tanto que lugar al que se llega
noche tras noche para buscar el reposo, pero al que se llega también para amar y
morir, donde el ser humano es engendrado y dado a luz, donde busca un refugio
cuando la enfermedad lo atrapa y donde da generalmente su último suspiro, la cama
representa en la vida humana un lugar para el que es difícil imaginar un equivalente
de semejante dimensión existencial. En el curso de los últimos siglos se ha ido
convirtiendo cada vez con más fuerza en el teatro de la intimidad humana. Desde
mediados del siglo XVIII, se encuentran más y más cuadros que nos muestran la
lectura en la cama como un nuevo hábito, típicamente femenino.
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André Dunoyer de Segonzac
Sidonie-Gabrielle Colette, sin fecha
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Cuando era aún joven, la escritora francesa Colette tuvo que batallar con su
padre, un veterano de guerra, para poder leer, según cuenta ella misma en una de sus
novelas, y no porque éste le hubiera prohibido determinados libros —de hecho, era
más bien la madre quien se preguntaba si la pasión del amor que Colette describía en
sus libros tenía algo que ver con la vida real, y si era conveniente poner ciertos libros
en las manos de los niños— El padre, en cambio, se adueñaba de todo lo impreso que
encontraba tirado en cualquier parte y llevaba el botín a la caverna de su biblioteca,
donde todo desaparecía para siempre. No sorprende entonces que la joven aprendiera
muy pronto a ocultar sus lecturas a su padre. Hundida en los cojines de su cama,
Colette disfruta de los libros que lograba salvar de las manos de su progenitor y de la
mirada de su madre. La cama era su refugio; leyendo en la cama tejía en torno a ella
un caparazón de deliciosa seguridad.
Colette permanecerá fiel a ese lugar elegido de lectura durante toda su vida. En
todas partes y en cada etapa de su existencia, se esforzará por conquistar los
intersticios del tiempo y del espacio donde poder estar en paz: sola con un libro. En
los últimos años de su vida, obligada por su enfermedad, apenas abandona la cama, a
la que llama con ternura su «cama-balsa». Es allí donde recibe a sus amigos, lee y
escribe sobre un pupitre perfectamente adaptado que le ha regalado la princesa de
Polignac.
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André Kertész
Hospicio de Beaune, 1929
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muro, con la mirada absorta en un libro que el niño situado en el centro sostiene sobre
sus rodillas. La imagen fue tomada en 1915 en Hungría, donde Kertész nació en
1894, creció bajo el apodo de Andor y aprendió solo a fotografiar. Y, sin embargo, el
mensaje de su libro On Reading no es, como se podría pensar en un primer momento,
que todo el mundo lee todo tipo de cosas. Las fotografías de Kertész muestran sin
duda a gente leyendo en todos los rincones del mundo y en todas las situaciones,
incluso las imposibles, pero el lector es siempre un individuo absolutamente singular,
uno se siente casi tentado a decir «selecto». La cámara de Kertész lo aísla de su
entorno, de la misma manera que el lector se aísla para leer. En la masa anónima, el
que lee es el individuo introvertido; en la marea de consumidores manejados por
instancias exteriores, el inútil guiado por sus propios deseos. Tiene la mirada clavada
en su libro o en su periódico y deja en quien lo observa una impresión de
intangibilidad.
La imagen más conocida de On Reading, que clausura la selección de fotografías
de Kertész, fue realizada en 1929 en un cuarto del Hospicio de Beaune, en la Borgoña
francesa. En una composición perfecta, la foto nos muestra a una anciana sentada en
su cama, algo encogida, sosteniendo un libro entre sus manos, atenta y concentrada
en la lectura. Las pesadas y oscuras vigas y las cortinas claras colgadas de un
baldaquino confieren a la escena una dimensión teatral: como si la mirada estuviera
autorizada a posarse durante un momento de duración incierta sobre un importante
espectáculo al término del cual la cortina se cerrará para siempre. Naturalmente, no
sería indiferente que la anciana estuviera leyendo una obra de Racine, o incluso una
escandalosa novela contemporánea, en vez de un libro de oraciones, pero la cuestión
de saber si se trata de una lectora piadosa, culta o rebelde no llega al corazón de lo
que nos muestra la foto («¡No pienses, mira!», era, por lo visto, la frase favorita de
Kertész). ¿Y qué vemos en esa imagen? A una anciana que, en la cama donde morirá
tarde o temprano, no está rezando, ni recitando ni rebelándose, sino simplemente
leyendo. En las fotografías de André Kertész, leer es un acto existencial que parece
perdurar incluso frente a la muerte inminente. La lectura no es sólo un estímulo o un
pasatiempo. «Uno se recoge en sí mismo, entrega su cuerpo al reposo, se vuelve
inaccesible e invisible al mundo», escribe Alberto Manguel en su Historia de la
lectura. A este estado, Colette, de quien André Kertész realizara varios retratos que
cuentan entre sus imágenes más impresionantes, lo llamaba, no sin cierta ironía, su
«solitude en hauteur», su soledad sublime.
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La intimidad de la lectura
Leer es un acto de aislamiento amable. Leyendo nos volvemos inaccesibles de una
manera discreta. Tal vez sea justamente eso lo que, desde hace tanto tiempo, incita a
los pintores a representar seres leyendo, a mostrar a esos seres en un estado de
profunda intimidad que no está destinado al mundo exterior. Si el observador se
acercara realmente a ellos, ese estado se vería inmediatamente amenazado. De modo
que la pintura nos hace ver lo que, en el fondo, no deberíamos ver salvo al precio de
su destrucción.
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Jan Vermeer (Vermeer van Delft)
Mujer de azul leyendo una carta,
hacia 1663/1664
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leyendo una carta vemos a una mujer embarazada sumergida en la lectura de una
misiva que probablemente ha recibido de su esposo. En un segundo plano, vemos en
la pared un mapa que encontramos también en otras obras del pintor. El mapa, del
sudeste de Holanda, hace tangible para el espectador la presencia del ausente —de
una manera que no podría sin embargo competir con la intensidad con la que está
presente para la lectora de la carta—. Los labios de la joven están entreabiertos, como
si leyera para sí misma, en voz baja, el contenido de la carta —señal de la emoción
que la embarga, pero también, tal vez, de su dificultad para descifrar la escritura—.
Esta lectora de Vermeer está al abrigo de un aura de intimidad que la envuelve y la
protege, y que el cuadro, de pequeñas dimensiones y minuciosa ejecución, irradia en
su totalidad. «Vermeer, ese misterioso pintor —escribe el escritor holandés Cees
Nooteboom—, reveló una gran compenetración con las mujeres holandesas,
transformó mágicamente su sobriedad; sus mujeres reinaban en mundos ocultos y
cerrados en los que era imposible penetrar. Las cartas que leían contenían la fórmula
de la inmortalidad».
Edward Hopper
Habitación de hotel, 1931
Cuatro siglos más tarde, parece no haber quedado prácticamente nada de esa
fórmula. En 1931, el pintor norteamericano Edward Hopper pinta Habitación de
hotel, un cuadro de grandes dimensiones. Una mujer en ropa interior está sentada
sobre la cama de un hotel, se ha quitado los zapatos, ha colocado cuidadosamente su
vestido sobre el brazo de un sillón verde situado detrás de la cama, no ha deshecho
aún su maleta ni su bolsa de viaje. La profunda oscuridad debajo de la cortina
amarilla revela la negrura de la noche. La mujer, cuyos rasgos están ocultos por la
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sombra, no lee una carta sino una especie de folleto, probablemente un horario de
trenes. Parece indecisa, desorientada, casi indefensa. Sobre la rígida escena planea la
melancolía de las estaciones y las habitaciones de hotel anónimas, de los viajes sin
destino, de las llegadas que no son más que una breve parada antes de volver a partir.
La lectora de Hopper está tan absorta en sus pensamientos como la mujer de azul de
Vermeer. Esta meditación, sin embargo, no tiene interlocutor, está existencialmente
deshabitada, no es más que la expresión del malestar en la cultura moderna. Del aura
de intimidad sólo queda la instantánea de una vida sin expresión ni lugar.
Las mujeres que Hopper nos muestra leyendo no son peligrosas, pero están en
peligro, no tanto por su imaginación desbordante sino por la depresión que las
acecha. Siete años más tarde, otro cuadro mostrará a una mujer parecida en un
compartimiento de tren, leyendo también un folleto de mayor tamaño. Si uno cree en
estos cuadros, una incurable melancolía flota sobre la lectura y las lectoras, como si
el alegre caos engendrado por la pasión lectora hubiera finalmente conducido a una
apatía vertiginosa, la misma que expresan las mujeres lectoras de Hopper con esos
impresos que consultan sin verdadero interés.
Una crítica conservadora proclive al sarcasmo manifestaría desagrado por ver que
las mujeres han escapado de la intimidad de sus espacios protegidos para vagar sin
rumbo, como los hombres, en un mundo ostensiblemente más impersonal, en lugar de
esperar con paciencia el regreso de su amado o la llegada de la carta que él tal vez le
escribirá. ¡Eso es lo que han cosechado! Aunque existen también testimonios que
confirman que es posible enfocar la nueva situación con optimismo y confianza, en
vez de lamentar la desaparición de una intimidad irremediablemente perdida.
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Félix Vallotton
La lectura abandonada, 1924
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En 1924, un año antes de su muerte, Félix Vallotton, que nació en Lausana y
trabajó en París, pintó un desnudo que tituló La lectura abandonada. En esta obra no
se percibe ya nada de aquella atmósfera sensual que envolvía, en los siglos
precedentes, la representación de mujeres desvestidas leyendo en la cama. Lo que
Vallotton describe aquí es el momento después de la lectura: el libro apartado, aún
acariciado con ternura por la mano, invita a desviarse de la desnudez de la mujer para
concentrarse en su mirada. Nuestro análisis comenzó con la representación de una
situación parecida: Chardin había fijado también el instante que sigue justo después
de la lectura, o sea, a continuación de su interrupción (libremente decidida). Pero a
diferencia de la mujer de Los placeres de la vida privada, de Chardin, la lectora de
Vallotton no parece estar tan perdida en los pensamientos suscitados por lo que acaba
de leer: ella fija sus ojos directamente en el espectador. Bajo esa mirada, todas las
fantasías se disipan, tanto las que se asocian a lo leído o lo pintado como aquellas que
surgen de la relación de intimidad entre libro y lector o las que unen cuadro y
espectador. Depende de ti, nos dice la mirada, tuya es la elección. No existe ninguna
certeza que pueda descubrirse en algún libro. Y esto es particularmente cierto para
todos los libros rojos, tanto si tratan de amor como de política. Sólo existe la
incertidumbre de la situación, que controlas tan poco como yo. Vivimos aquí y ahora.
Si quieres ser mi igual, discútelo conmigo. De lo contrario, vete y no estorbes mi
lectura.
La galería de imágenes de lectoras propuesta en las páginas siguientes funciona
como un museo imaginario. El espectador puede deambular a su gusto, captar
instantes y deducir contextos. Los breves textos de comentario le servirán de guía
para ese paseo. Incluso las imágenes de lectura exigen ser leídas.
Leer, ha dicho Jean-Paul Sartre, es soñar libremente. Con frecuencia, tendemos a
ver en primer lugar el sueño fabricado más que el acto creador. Sin embargo, la
lectura intensiva es justamente eso: la exploración de nuestra libertad creadora.
¿Sabemos qué hacer con esa libertad?
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El lugar del Verbo
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El cristianismo es una religión del libro. Ya a principios de la era cristiana, Cristo era
representado con un rollo de pergamino. La Biblia, «el libro de los libros», contiene
escritos históricos, manuales de doctrina y libros proféticos. Considerado un símbolo
religioso, el libro es un atributo tradicionalmente reservado a los hombres: se lo ve en
las manos de Cristo, en las de los apóstoles, los santos y los mártires, los monjes, los
patronos y príncipes de la Iglesia. Es el recipiente de la gracia divina y el vehículo de
la autoridad espiritual.
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Simone Martini (hacia 1280/85-1344)
Anunciación, 1333
Galería de los Uffizi, Florencia
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Simone Martini
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Hugo van der Goes (hacia 1440-1482)
Tríptico de la adoración de los Magos
(Retablo Portinari), 1476
Galería de los Uffizi, Florencia
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Hugo van der Goes
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Ambrosius Benson (hacia 1495-1550)
María Magdalena leyendo, 1540
Ca’ d’Oro, Galería Franchetti, Venecia
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Ambrosius Benson
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Michelangelo Buonarroti (1475-1564)
Sibila de Cumes, hacia 1510
Capilla Sixtina, Roma
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Michelangelo Buonarroti
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Momentos íntimos
Lectoras hechizadas
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En las sociedades europeas, apenas ha habido lugar para la vida íntima antes del siglo
XVI. Por ello, la práctica y los hábitos de lectura desempeñaron un importante papel
en la formación progresiva de una esfera íntima y privada. La mujer que lee en
silencio establece con el libro un vínculo que se sustrae al control de la sociedad y de
su entorno inmediato. Conquista un espacio de libertad al que sólo ella tiene acceso y
gana, al mismo tiempo, un sentimiento de independencia y de autoestima. También
comienza a forjarse su propia imagen del mundo, que no coincide necesariamente con
la de la tradición ni con las concepciones masculinas dominantes.
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Domenico Fetti (1589-1624)
Joven leyendo, hacia 1620
(atribuido a Domenico Fetti)
Galería de la Academia, Venecia
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Domenico Fetti
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Rembrandt van Rijn (1606-1669)
Anciana leyendo
(La madre del Rembrandt), 1631
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Rembrandt van Rijn
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Jacob Ochtervelt (1634/35-1708/10)
Declaración de amor a mujer leyendo, 1670
Staatliche Kunsthalle, Karlsruhe
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Jacob Ochtervelt
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Pieter Janssens Elinga (1623-hacia 1682)
Mujer leyendo, 1668-1670
Alta Pinacoteca, Munich
Lectoras sentimentales
Lectoras apasionadas
Lectoras solitarias
Guardas:
R. Casas i Carbó, Joven decadente (Después del baile), 1899, Museo de la Abadía de
Montserrat, Barcelona/AKG-Images.
J. J. Henner, La lectora, hacia 1880-1890, Museo de Orsay, París/Artothek/Peter Willi.
Cubierta:
Sobre la imagen de V. M. Corcos, Sueños, 1896, Galería Nacional de Arte Moderno,
Roma/AKG-Images/Pirozzi.
Contracubierta:
Arriba:
L. Corinth. Joven leyendo, 1888, Colección privada / Christie’s, Artothek.
T. Miller, Lee Miller y Tanja Rarnm / Archivos Lee Millar.
J.-H. Fragonard, Joven leyendo, hacia 1776, Nacional Gallery of Art, Washington,
D.C. / AKG-Images.
Abajo:
F. Boucher, Madame Pompadour, 1756, detalle, Alte Pinakothek, Munich / Artothek,
Joachim Blauel.
J. Tissot, Quietud, sin fecha, detalle, Colección privada/Artothek.
F. Eybl, Joven leyendo, 1850, detalle, Galería Belvedere, Viena/AKG-Images.
«Este libro cumple la función de un museo, a medida que uno va pasando las
páginas, va repasando la historia de las mujeres lectoras».
—Brigitte
«En este libro queda patente que las mujeres leen y que siempre han leído…»
—L’Express
«Una obra que aporta información interesante y muy entretenida, desde la Edad
Media hasta hoy…»
—Booklist
Desde Rembrandt hasta Hopper, pasando por Matisse, Manet o Casas, el arte y la
fotografía han tenido en el motivo de la mujer leyendo una fuente inagotable de
inspiración y belleza.
Este libro, lleno de delicadeza, recorre y explora estas imágenes, a la vez íntimas y
sugerentes, y trata de explicar también lo que hay detrás de ellas.
Cada imagen va acompañada de un comentario que explica el contexto en el que fue
creada: quién es la lectora, su relación con el artista y el texto que está leyendo.
Una obra singular que abre un mundo desconocido para la cultura de nuestro siglo.