F) La Persistencia Del Canto

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LA PERSISTENCIA DEL CANTO

(Texto leído en la presentación del libro “Crónica Gringa”, de Jorge Isaías, realizada en
Rosario en 1990)

Es para mí un honor presentar esta cuarta edición de la Crónica Gringa, ya que toda
presentación, como se sabe, presupone una cierta autoridad por parte de quien presenta la
nueva obra, una “palabra autorizada” a la que se le reconocen sus derechos por los títulos
que la sustentan, y que evoca por ello otras palabras que en nuestra sociedad encarnan al
discurso del poder: la del crítico, obviamente, pero también la del político, la del juez, la
del sacerdote o la del docente.
Por tal razón, junto con el agradecimiento por el honor que me ha sido dispensado, debo
manifestar que felizmente en ninguno de esos lugares se ha de sostenerlo que diré, ya que
hablaré a título de una condición más imprecisa y ubicua, pero no por ello menos honrosa:
la condición de lector. Condición que se caracteriza -por lo menos en mi imaginación-
tanto por la capacidad de escuchar como por la capacidad de hablar: quiero decir con esto
que leer, al menos para mí, significa entablar un diálogo con las obras en el que podemos
decir todo lo que convoca pero también evoca su literalidad, todo lo que insinúa y sugiere
un texto más allá de lo que meramente denota, todo lo que se despliega, a veces como
alucinación y otras veces como vertiginoso develamiento, cuando intentamos ceñir su
sentido, en una empresa por principio decepcionante dado que sabemos que eso que en la
obra se trasluce no es más que el destello, el fulgor de un sentido irreductible para la torpe
insuficiencia de nuestro parasitario lenguaje.
Por ello, no hay lectura que agote la interpretación de los textos, que pueda saturar su
significación con la atribución de un sentido que estaría sancionado desde el lugar
mayestático donde hablan los discursos del poder: semejante pretensión imperial no se
compadece con la naturaleza de su objeto. Porque la poesía es un objeto “resistente”, a la
manera de esas piedras preciosas cuyos fulgores persisten frente a la oquedad de su
entorno, que no se deja “reducir” por los discursos socialmente hegemónicos para los
cuales el infinito mundo de las palabras, como el de las cosas, debería ser pasible de las
diversas formas de ordenamiento o regulación con las que se ejerce su voluntad de
dominio.
Pero, ¿podría decirse, con derecho y con justicia, que la poesía puede ser dominada...? La
obviedad de la respuesta nos exime de su formulación, a pesar de los deseos de todos
aquellos que querrían hacer de la poesía una palabra domeñada. Como para nosotros se
trata simplemente de reivindicar su infinita potencia, su ilimitada capacidad de significar
más allá de los límites y las convenciones con que querría ser ceñida socialmente, hablar de
una obra no puede ser más que un gesto arbitrario: e1 mismo que implica recortar una
perspectiva, valorizar ciertas zonas de sentido, privilegiar determinadas asociaciones con
otras obras, en desmedro de un conjunto de posibilidades interpretativas que son
abandonadas cuando se eligen éstas.
Pero esa arbitrariedad es la que funda cualquier posibilidad de lectura, puesto que la lectura
no consiste más que en una cierta relación con los textos, que se encuentra fatalmente
situada. Asumir ese posicionamiento, ese perspectivismo, puede convertirse entonces en la
evaluación más fructífera no sólo de las obras sino también de nuestras propias lecturas, al
liberarlas de los delirios de omnipotencia con que la crítica generalmente pretende decir
todo respecto de las obras porque cree que, sobre ellas, todo lo sabe.
En verdad, poco sabemos de las obras, y lo poco que sabemos generalmente es contingente
y parcial. De todos modos, esa contingencia y esa parcialidad a veces pueden tener el
mérito de ser útiles para otros: una imagen, un concepto, cierto esquema interpretativo, a
veces pueden promover nuevas lecturas, nuevos acercamientos a los textos que movilizan
ese incesante proceso por el cual las obras nos conminan a hablar. Si estas reflexiones son
capaces de provocar ese tipo de efectos, este acto habrá logrado su propósito esencial.
Hechas estas consideraciones previas, vayamos pues a la “Crónica”. Y para comenzar
digamos que, en primer lugar, su propio título merece algunas reflexiones.
“Crónica Gringa” es un título emblemático porque condensa, de manera paradigmática, el
sentido de una obra. Obviamente, a nivel temático, porque la “Crónica Gringa” no es más
que el relato mítico donde se concentra el universo poético de Jorge Isaías; pero también lo
es en otro sentido, más bien pragmático si se me permite el término, ya que “Crónica
Gringa” esa además el nombre de un proceso por el cual la poesía de Jorge Isaías está
siempre haciéndose. “Crónica Gringa” podría entenderse entonces ya no como un libro, ni
siquiera como la materialidad donde reposan los textos, sino como un proyecto y un
devenir, como un curso donde cierta poesía insiste en recorrer los intrincados caminos de la
memoria y el recuerdo. “Crónica Gringa” también podría pensarse, desde ese punto de
vista, como la apuesta imposible de crear un mundo, o mejor dicho, de recrearlo, a partir de
los vestigios y los rastros que ese mundo ha depositado en ese archivo incierto que es la
memoria del poeta, para hacer de esas imágenes esquivas la sustancia lábil con que se
labrarán los versos y el poema. Para hacer, en suma, de eso que fue pero no es algo que es
sin haber sido... Algo que es de otra manera y en otro espacio, como si se dijera, algo que
es por la gracia de la palabra poética.
Si en tal sentido “Crónica Gringa” representa un hacerse, también lo representa en ese otro
sentido más empírico al que aludíamos anteriormente, cuando observamos cómo se ha ido
materializando a través de sus cuatro ediciones. La primera edición de la “Crónica...” es de
junio de 1976 y consta de trece páginas. A pesar de su brevedad, es fácil reconocer en ella
la totalidad de los tópicos que habrían de recoger los versos de Isaías a lo largo de su obra:
las imágenes de esos personajes entrañablemente queridos que pueblan sus recuerdos, el
azoramiento frente al paso del tiempo que todo se lo lleva, el áspero esplendor de un
paisaje monótono donde la vida se dice en los rastros o en las huellas que lo marcan, la
crispación de la palabra frente a la irrefutable presencia de la muerte. En esas páginas
suscintas, el universo poético de Isaías se anuncia y prefigura en esos pocos poemas que
entonces le dan forma.
En agosto de 1976 se publica la segunda edición de la “Crónica...”, que en este caso consta
de catorce páginas. En ella se repite la mayoría de los poemas publicados en la primera
edición, pero el libro no es idéntico al publicado pocos meses atrás: algunos poemas
cambian su lugar, como esa verdadera elegía llamada “Antiguas perfecciones” que ahora
cierra el volumen; otros desaparecen, como el poema “Mi canción”, y otros son
incorporados, como los titulados “Domingo Fusco” y “Carta con aviso de retorno”. Todo
ello muestra, a pesar de mantenerse prácticamente el mismo número de páginas, la
economía y la dinámica que presiden y presidirán cada edición de la “Crónica...”, que se
constituyen en distintas instancias de transformaciones del texto. Instancias en las que no
sólo se agregan nuevos constituyentes sino en las que otros son elididos -y sería interesante
interrogarse sobre las razones de su elisión-, de la misma manera en que se trastoca el
orden de los poemas que se conservan.
En tal sentido, lo que la “Crónica...” parece indicarnos es su inacabamiento, su falta de una
versión definitiva que la clausure como obra consumada. Curiosamente, en el caso de la
“Crónica Gringa”, más que de lo inconcluso debería hablarse de la conclusividad provisoria
de su texto, dado que en cada versión no se exhibe como una obra sin cerrar, pero en cada
versión se muestra como una obra diferente.
La economía y la dinámica a la que hacíamos referencia anteriormente intensifican el
número de sus transformaciones en la tercera edición (agosto de 1983), donde se amplía
considerablemente el número de sus páginas. Se trata ahora de setenta y ocho páginas y
más de cuarenta poemas, agrupados en cuatro secciones llamadas “Homenajes”, “Sepias”,
“Estampas” y “Bucólicas”, títulos que denotan de manera transparente el sentido
exhumatorio y arqueológico de su escritura.
La cuarta edición, a su vez, consta de noventa y tres páginas y más de sesenta
poemas agrupados en tres secciones, dos de las cuales llevan por título “Estampas” y
“Bucólicas”, mientras que la primera queda sin titular. También en este caso se practica un
conjunto de transformaciones sobre el texto produciendo una serie de elisiones, adiciones y
desplazamientos a nivel de sus constituyentes, transformaciones que incluso son legibles en
los títulos de las secciones, de los cuales ahora, significativamente, persisten solamente dos.
Ese proceso incesante de reescritura, de todos modos, no le resta identidad a la obra. Si en
la primera edición, como ya señaláramos, se anuncian los diversos tópicos que habrían de
constituir el universo poético de la “Crónica Gringa”, en las ediciones sucesivas, más allá
de sus transformaciones, esos tópicos encontrarían sus formas de desarrollo y despliegue, a
la manera de un mundo que estuviera siempre haciéndose.
Pero también a la manera de una escena inmutable que recurre en cada versión de la
obra. Porque lo que en cada una de ellas permanece es una especie de aquí y ahora donde
una voz, la única, ensaya su austera entonación para poblar con sus fantasmas ese mundo
que se construye a partir de sus recuerdos. Paradójicamente, no hay nada más desolado en
la “Crónica...” que el espacio de su propia enunciación. ¿,A quién habla el poeta...? ¿,En
qué contexto se despliega su palabra...? O más aún: ¿,quién es el poeta...? Cuáles son sus
rasgos actuales, sus circunstancias, sus emociones, los actos que trazarían lo que podría
llamarse la inmediatez de su historia...? En verdad, poco sabemos de ello, porque no es de
lo que la “Crónica...” nos habla.
No es de este presente -impreciso, difuso, acaso demasiado próximo y por ello
poco propicio para ser transcripto en versos- del que la “Crónica...” viene a hablarnos, sino
de ese otro presente que, por una irrisión de toda forma lógica, insiste en retornar cuando
para la lógica no puede haber retorno.
En efecto: ¿cómo podría volver aquello que fue pero no es, aquello que -presente
pleno en otro lugar y en otra época- ahora solamente existe como la vaguedad de un pasado
fata1mente lejano que se ha perdido en ese flujo incesante donde transcurre el tiempo...?
Y sin embargo, ese otro presente puede volver convocado por la escritura que, de
un modo si se quiere demiúrgico, opera sobre esa serie de rastros o de huellas para
reconstruir, o mejor dicho, construir, las formas minuciosas de ese mundo evocado como
reminiscencia pero también como ensoñación. Por ello, cualquier objeto puede constituirse
en el soporte donde se exhiben esas huellas para movilizar, desde la insignificancia
aparente de su forma y su sustancia, un sinnúmero de imágenes en las que el mundo
poético de Isaías se despliega en su mítica visión. “La lata de té Tigre”, verdadero Aleph
pampeano, puede provocar la sucesión de imágenes donde ese otro presente, el de la
infancia y el de los juegos que sólo sobreviven como memoria, retornan porque algo del
orden del ahora ha logrado pulsar las notas que pueden ejecutar su memorioso canto.
La lata de té, un palenque solitario junto al camino, un sombrero pendiendo de un
clavo, algunas fotografias pueden ser, de ese modo, las letras cifradas de un texto invisible
que la palabra poética transpone en la lengua visible de sus versos. En esa transposición, la
“Crónica...” va labrando su dimensión arqueológica como si se tratase de una real
arqueología de lo doméstico y lo minúsculo.
Hacer del monumento un documento, solicitaba cierto pensador contemporáneo a
una presunta arqueología del saber. Hacer de la huella ilegible una letra legible, de la
misma manera, parece solicitar la escritura de Isaías a una arqueología ya no del saber sino
de los afectos. Porque lo que se juega en esa traductibilidad, en esa transposición de
lenguajes, es la exhumación de un pasado que nutre el canto y el alma del poeta, pero que
los nutre además de los afectos y emociones que son la fuerza que traza o que dibuja sus
imágenes en los textos.
Si la “Crónica Gringa” se enuncia como la palabra de los que no tienen voz, como
el discurso de aquél que viene a cantar las peripecias de sus vidas para evitar que sus
historias se pierdan en las sombras del pasado, es porque un vínculo esencial, indestructible
e indelegable, enlaza su memoria con la palabra emocionada del poeta. Por ello se trata de
nombrarlos, de recuperarlos en la enunciación de sus nombres y de sus atributos para hacer
de esa secuencia el eje axial de su escritura.
Es sabido que, según la mayoría de las cosmologías, siempre hay un mito que
explica el origen del universo. Interpretada como tal, la “Crónica Gringa” también exhibe
su mito de origen, la representación de una escena primordial donde las cosas comenzaron
allí donde todo era un vacío que preexistía a la apertura del relato. Porque en esta cuarta
edición, su texto comienza con un poema llamado “Los fundadores” que se lee como una
verdadera dramatización de ese mito y de esa escena. Como si se tratase de una verdadera
condensación de sentido, “Los fundadores” -que evoca en su factura la presencia ejemplar
de Pedroni-, reúne en un suceso, en un singular acontecimiento como el de la llegada de los
primeros gringos, al conjunto de los tipos, o mejor, de los arquetipos, que van a presidir la
construcción de los personajes que pueblan el espacio de la “Crónica...”.
Todo estaba allí, todos estaban allí, parece afirmar su texto. Y porque pueden ser
nombrados, con esos nombres extraños que dibujan su alteridad pero también su identidad
pampeana en la fonética intrincada de sus lenguas, podrán nombrarse sus descendientes,
llamados ahora ya no con esos nombres extranjeros sino con sus nombres familiares, o
incluso con esos que se denomina sobre-nombre, para significar no sólo su cercanía sino
también la intensidad profunda de su vínculo con la palabra de1 poeta.
En esa oscilación que va de decir Vollenweider, Lynnen, Schmidt, a El Nando, E1
Beco o El Viejo Pichi, la “Crónica...” inscribe la dimensión mítica de su propia historia, el
tiempo indatable de su propio relato. Su historia y su relato, a los que por otra parte poco
importaría fechar, nos cuentan la epopeya anónima de esos gringos y de sus hijos, a la
manera de una saga singular en la que sus distintos episodios no son más que la repetición
de esas pocas variantes fácticas -amar, sufrir, nacer, morir- que constituyen lo que
comúnmente se llama la vida.
¿Podría decirse por ello que la “Crónica...” es un canto a la vida, un canto de la vida
y también sobre la vida...? Sí y no. Seguramente que lo es en el intento de exaltar las
anónimas peripecias de esos gringos laboriosos que gozaron y sufrieron de las cosas en el
despojamiento austero de sus días. Pero también es un canto sobre la muerte, a la que
menta insistentemente como experiencia inefable e inenarrable para dibujar el límite
infranqueable que acota el sentido de todas las cosas.
Así, la “Crónica...” se escribe además en contra de la muerte. Porque si la muerte
es lo que ha segado la presencia de tantos personajes que poblaron, pero ya no pueblan, el
mundo del poeta, la muerte debe ser exorcizada para posibilitar que esa presencia sea
repuesta. Y está claro que exorcizarla, en este caso, no puede ser más que decirla,
nombrarla, cantarla, volverla poesía.
Si la proliferación del universo evocado se corresponde con la desolación de esa
otra escena donde emerge la voz del poeta, es porque leemos en la “Crónica...” la dialéctica
recurrente que enfrenta a ese tiempo con este tiempo, a lo que fue con lo que es, al
recuerdo con la ausencia, a la escritura con la muerte. De esos enfrentamientos imposibles
e insolubles se nutre su decir, en una utópica insistencia por trascender los límites que atan
la precaria luminosidad de su palabra.
No hay nada más paradójico para el lenguaje que afirmar negaciones o
negatividades. En efecto, parecería imposible significar o representar términos como nada,
vacío, ausencia, muerte. Y sin embargo estamos obligados a hacerlo cotidianamente,
cuando intentamos dibujar los espacios en los cuales los sentidos de la vida o el mundo se
delimitan, porque solamente pueden recortarse sobre ese horizonte de negatividad que los
constituye como tales. Por ello, la utopía del lenguaje tal vez consiste simplemente en
intentar trascender ese horizonte, haciendo de la presencia persistente de sus signos el
modo por el cual cualquiera de esos vocablos -muerte, ausencia, vacío, nada- pueden
advenir a la existencia que instauran las palabras.
De esa utopía, elemental y eterna, se alimenta la “Crónica...”. En ella encuentra su
fuerza y su sentido, porque no pretende contar más que la pobre tragicidad de unas vidas y
de un mundo irremediablemente perdidos, a los que sus versos pretenden redimir del
ominoso olvido que querría imponerles el paso de los años. A los que sus versos pretenden
redimir sin estar por ello exentos de los mismos riesgos, pero a los que pueden redimir
porque su trazo, o mejor, su traza, se labra en una sustancia de perennidad que la ofrece,
como un don perdurable, a nosotros, sus fraternos lectores, cuando nos dice:

¿Cuántos de estos versos


resistirán la sal del tiempo,
esconderán mis amores
y cantarán sobre mi vida
tan humilde y tan sencilla.
En cuál de estos versos,
el hermano que no conocí
-el que no conoceré-
ha de encontrar la mano,
la pluma leve, la impiedad
de alguna letra portando
el azufre de los días que no están.

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