Borges

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Surge tambi�n all� el recurrente tema del laberinto y la convicci�n borgiana


acerca de c�mo todos los pasos que da el hombre sobre la tierra resultan vagamente
inexplicables y como envueltos en el elusivo ropaje del sue�o.

Salvo en el momento de la muerte, cuando todo se aclara, ofreci�ndonos la clave


eludida hasta el momento. �La letra que faltaba, la perfecta / forma que supo Dios
desde el principio�. Las dubitaciones del azar y de la libertad aparente se cierran
con ese �mi insospechado rostro eterno�.

Lo que el doctor Laprida piensa, en ese estremecedor y sin embargo aquiescente


mon�logo �ltimo, traza una par�bola donde la emoci�n y la reflexi�n reviven una
gesta hist�rica que Borges siente como suya y a�n late en su sangre.

Se considera un criollo viejo, part�cipe de una historia que, si bien es corta y


termina por resultar de entrecasa, se erigir� como una contrase�a ante esa �plebe
ultramarina�, como Leopoldo Lugones defini� la gran masa migratoria europea que
pobl� la Argentina en los siglos XIX y XX.

John King, en su libro sobre la revista Sur, anot�:

Para Borges, como para Victoria Ocampo, la historia de Argentina era asunto de
familia, un conflicto entre la civilizaci�n de su familia paterna, equiparada con
libros y con la lengua inglesa, y la barbarie del linaje de su madre, sin�nimo de
los hombres de acci�n y de la lengua espa�ola.

Pastores protestantes, de un lado; militares argentinos y uruguayos, de otro: en


ese cruce de caminos surge Borges.
Arriba

Bisnieto del coronel Suares, vencedor en Jun�n, Borges le dedica en 1953 un


poema donde el tumulto de la batalla, ese instante �nico de alucinada gloria ��la
luz, el �mpetu y la fatalidad de la carga�� se enmarcan entre un presente
degradado, de vejez y pobreza, y una resistencia civil, en los tres �ltimos versos,
que suele atribuirse al reiterado rechazo de Borges en contra del peronismo:

La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa


de visibles ej�rcitos con clarines;
jun�n son dos civiles que en una esquina
maldicen a un tirano,
o un hombre oscuro que se muere en la c�rcel.

La historia est� viva. El pasado cobra una insospechada pertinencia ante el


afligente recurrir de males que parecen inamovibles pero que, sin embargo, nos
tocan con el punzante dolor de lo inmediato.

La poes�a cura las heridas, pero tambi�n las reabre para, as�, esclarecer su
sentido, oculto tras la pugnacidad del combate. �La poes�a comienza por la �pica;
su primer tema fue la guerra�, como se�ala Borges en su di�logo con Victoria
Ocampo.

Esa historia patria, poblada de caudillos y deg�ellos, traiciones y guerras


civiles, ser� uno de su temas b�sicos, con previsibles derivaciones.

Los guerreros se trocar�n en cuchilleros y el duelo individual sustituir� a los


m�ltiples enfrentamientos de las batallas. Pero esa secta del cuchillo y del coraje
no parece tener m�s referencia que su propio orgullo viril. Como lo recuerda
Borges, �Un caudillo de Palermo me dec�a: �Qui�n no deb�a una muerte, en mi tiempo!
Hasta el m�s infeliz (...)�.
Admira a esos guapos que no permit�an siquiera que su hermano lo superase en el
n�mero de muertos. �Milonga de la garganta / tajeada de oreja a oreja� dice, con
delectaci�n escalofriante; pero no por ello ignora el reverso de la moneda, como lo
expres� en su relato La otra muerte:

Un hombre acosado por un acto de cobard�a es m�s complejo y m�s interesante que
un hombre meramente animoso.

Supo, en todo caso, trascender esos dilemas. Como dice Elena Rojas, el personaje de
Los orilleros �el gui�n cinematogr�fico que urdi� en compa��a de Bioy Casares�:

Para ustedes, los hombres, s�lo hay cobard�a y valor. Hay otras cosas en la
vida.

De ah� que toda esa mitolog�a del arrabal de las s�rdidas noticias policiales,
mantenga consigo una continuidad y un eco f�nebre de esa historia mayor, donde Juan
Manuel de Rosas manda asesinar al general Facundo Quiroga en la desolada escena que
Borges recre� en su libro de 1925, Luna de enfrente, y que luego perfil� y corrigi�
con este final tan alucinante como desgarrador:

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,


Se present� al infierno que Dios le hab�a marcado,
Y a sus �rdenes iban, rotas y desangradas,
Las �nimas en pena de hombres y caballos.

Arriba

La valent�a de la gesta hab�a quedado reducida a una fantasmagor�a. Todo


pod�a convertirse otra vez en literatura, para as� exorcizar la sangre y dar otra
vez entidad y car�cter a esos rostros que el olvido desdibuja, implacable.

Pero quiz�s lo decisivo, humana, literariamente, resida en el momento en que Borges


prescinda de esas antiguas m�scaras militares o de esos guapos de barrio, y se vea
a s� mismo a trav�s de un personaje m�s cercano, todo �l armado con rasgos
autobiogr�ficos.

Con raz�n, Borges considera El Sur (1953) como su mejor cuento; y lo explica de
este modo: su personaje, el extranjero Juan Dahlmann, quiz� s�lo hab�a venido a
buscar la muerte en ese duelo, a�adiendo:

Cuando escrib� ese cuento acababa de leer a Henry James, y hab�a descubierto
que se pueden contar dos o tres historias al mismo tiempo. El Sur es ambiguo.
Tambi�n se puede pensar que se trata de un sue�o, el de un hombre que muere en el
hospital y que hubiera preferido morir en la calle con un arma en la mano. O el de
Borges, que preferir�a morir como su abuelo, a caballo, y no en la cama.

Recordemos el cuento. Nieto de un pastor protestante, Juan Dahlmann elige, �en la


discordia de sus dos linajes�, la muerte rom�ntica y hondamente argentina de su
abuelo materno, lanceado por los indios.

Estamos en 1939 y este hombre de libros, secretario de una biblioteca municipal


(Borges estuvo nueve a�os en la biblioteca municipal Miguel Can� como auxiliar
tercero) no puede reprimir su emoci�n al haber conseguido un ejemplar de las Mil y
una noches de Weil.

Impaciente, afanoso, sube la escalera sin esperar el ascensor, y un batiente


abierto lo hiere en la frente. De ah� la fiebre y el delirio de una septicemia, en
el hospital, donde llega al aborrecimiento de s� mismo y a esperar la muerte.

El cuento, como bien ha se�alado Emir Rodr�guez Monegal, transforma un episodio


real, sucedido en la nochebuena de 1938, cuando Borges invit� a cenar a su casa a
una muchacha chilena y padeci� ese mismo percance. Lleg� a sentir que hab�a perdido
la raz�n y, para probarse a s� mismo, escribi� el que considera el primero y quiz�s
m�s complejo de sus relatos: Pierre Menard, autor del Quijote (1939).

En esta ocasi�n el viaje de Dahlmann hacia una estancia suya, en el Sur, para
intentar recuperarse, tiene tambi�n algo de descenso hacia un pasado ancestral. Por
ello el viaje en tren de este convaleciente fatigado tiene el ritmo de un ritual
donde varios datos dispersos, sabiamente intercalados, nos sugieren que todo esto
bien puede ser un sue�o, o un anhelo entre las alucinaciones, dolores y pesadillas
del hospital. Pero en ese viaje, que es tambi�n un viaje hacia la salud y el
reconocimiento de su paisaje (�cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir�) un
compadrito de cara achinada lo provoca, injuria y desaf�a a duelo. Ya no podr�
esconderse m�s detr�s del libro, pues el patr�n del destartalado almac�n sabe su
nombre y, al hacerlo p�blico, su honor se halla en entredicho.

Arriba

Un viejo gaucho, �inm�vil como una cosa�, �una cifra del Sur (del Sur
que era suyo)� le tira una daga desnuda y, sin saberla manejar, sale a la llanura,
sin esperanza pero tambi�n sin temor, �para justificar que lo mataran�. �Esta es la
muerte que hubiera elegido o so�ado�.

Casi una d�cada despu�s de haberlo publicado, Borges, entrevistado por James Irby,
desmonta las interioridades del mismo:

Todo lo que sucede despu�s que sale Dahlmann del sanatorio puede interpretarse
como una alucinaci�n suya en el momento de morir de la septicemia, como una visi�n
fant�stica de c�mo �l hubiera querido morir. Por eso hay leves correspondencias
entre las dos mitades del cuento: el tomo de las Mil y una noches que figura en
ambas partes; el coche de plaza, que primero lo lleva al sanatorio y luego a la
estaci�n; el parecido entre el patr�n del almac�n y un empleado del sanatorio; el
roce que siente Dahlmann al hacerse la herida en la frente y el roce de la bolita
de miga que le tira el compadrito para provocarlo. Por lo dem�s, El Sur es un
cuento bastante autobiogr�fico, al menos en sus primeras p�ginas. El abuelo de
Dahlmann era alem�n; mi abuela era inglesa. Los antepasados criollos de Dahlmann
eran del sur. Los m�os, del norte. El abuelo materno de Dahlmann pele� contra los
indios y muri� en la frontera de Buenos Aires; el m�o paterno hizo lo mismo, pero
muri� en la revoluci�n del 74.

La enga�osa transparencia lineal del cuento se nos va volviendo abismal y cada


l�nea se carga de espejeantes alusiones. Cada nueva lectura lo ahonda y nos brinda
una imagen m�s. Sin embargo, toda una violencia gratuita, petulante y bravucona,
que se alberga en estas figuras de borrachos sobreactuados e inm�viles esfinges, no
hace m�s que coadyuvar para que el destino se cumpla. Para que el fatum ejerza su
imperio: �era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann acepte el duelo�. Como
si fuese necesaria la muerte para que la indagaci�n hallase su t�rmino, un t�rmino
que, finalmente, se nos evade. Es la propia tierra la que ha ordenado este final,
donde tambi�n los hombres son �casuales, como sue�os en la llanura�.

Al escribir su muerte, al elegir la que preferir�a, Borges se encuentra con su


destino sudamericano y cierra el arduo laberinto recorrido por esa gota de sangre
que es la suya, prefiriendo a la opci�n intelectual la del hombre de acci�n. �Vida
y muerte le han faltado a mi vida�, dijo en alguna ocasi�n. Pero s�lo quien ha
trajinado con letras y s�mbolos, toda la vida, ser� capaz de encarnar en forma tan
persuasiva los dilemas de tantas muertes, en el mismo impulso reiterado con que
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaro la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales �ltimos.

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