Disertacion El Deseo y Camus

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL ECUADOR

FACULTAD DE PSICOLOGÍA

DISERTACIÓN PREVIA A LA OBTENCIÓN DEL TÍTULO


DE PSICÓLOGO CLÍNICO

“El deseo en la novela El primer hombre de Albert Camus”

Autor: Víctor Alberto Orquera Moya

Director: Francisco Jaramillo Tejada

Quito, Noviembre del 2013


Índice
Resumen ....................................................................................................................................... ii
Introducción................................................................................................................................. 1
Capítulo 1: Albert Camus; vida y obra ..................................................................................... 4
1.1. Infancia, juventud y primeras obras. .................................................................................. 4
1.2. El escritor, el periodista, el rebelde. ................................................................................. 15
Capítulo 2: El deseo .................................................................................................................. 27
2.1. El deseo de la madre......................................................................................................... 31
2.2. El Otro. ............................................................................................................................. 32
2.2.1. La madre.................................................................................................................... 35
2.2.2. La abuela. .................................................................................................................. 39
2.3. La castración. ................................................................................................................... 43
2.3.1. El falo. ....................................................................................................................... 45
2.3.2. El Nombre-del-Padre................................................................................................. 48
2.4. Figuras de padres y su relación con el Nombre-del-Padre. .............................................. 53
2.4.1. Henri Cormery........................................................................................................... 53
2.4.2. Étienne....................................................................................................................... 57
2.4.3. Malan......................................................................................................................... 61
2.4.4. Bernard. ..................................................................................................................... 63
Capítulo 3: El deseo y el goce ................................................................................................... 66
3.1. El goce fálico.................................................................................................................... 70
3.2. El goce del Otro. .............................................................................................................. 73
3.3. El goce y lo real................................................................................................................ 76
3.3.1. La guerra. .................................................................................................................. 80
3.3.2. La pobreza. ................................................................................................................ 90
Capítulo 4: Deseo, amor y goce. ............................................................................................... 94
4.1. El objeto a. ..................................................................................................................... 102
4.2. Las fórmulas de la sexuación. ........................................................................................ 113
4.3. El amor como suplencia. ................................................................................................ 117
4.4. “Oscuro para sí mismo”. ................................................................................................ 121
Discusión .................................................................................................................................. 133
Conclusiones ............................................................................................................................ 134
Recomendaciones .................................................................................................................... 140
Bibliografía .............................................................................................................................. 142

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Resumen

A lo largo de esta disertación se ha marcado un trayecto bicéfalo: se ha trabajado el


concepto de deseo, relacionado con el goce y el amor, y se lo ha enlazado a la novela El
primer hombre de Albert Camus. A fin de precisar las manifestaciones del deseo y sus
características se detallan aspectos de la trama, de las relaciones y pensamiento del
personaje Jacques Cormery. De igual manera se ha recurrido a la profundización de
algunos conceptos psicoanalíticos, y también de la vida y obra del escritor.

El desarrollo teórico permitió la ilación entre todos los conceptos trabajados en los
distintos capítulos. El deseo es un concepto abordado desde la lectura de la obra
freudiana-lacaniana que remite a la falta. El deseo, en relación a esta falta imposible de
llenar, se manifiesta entonces como irrealizable, como enigmático y hasta como
indestructible, pues la estructura del sujeto ya ha destinado a jamás encontrar el goce
perfecto (al que se renunció) bajo la egida del goce del Otro o bajo la sutura que
implicaría encontrarse con el objeto para siempre perdido: el objeto a, causa de deseo.
Aun cuando de este último, sus semblantes, bajo la función de la fórmula del fantasma,
pretendan encarnarse en los partenaires.

El recurso literario se fue ubicando paralelamente a cada noción conceptual trabajada y


brindaba luces, rostros y personalidades a muchas de las explicaciones teóricas. Jacques
Cormery, su deseo, su producción como sujeto estuvo determinado por el Otro,
encarnado en su madre y abuela, y por la operación del significante Nombre-del-Padre
cuyas figuras emblemáticas personificaba cada uno de los personajes relevantes en la
historia de Cormery hijo. El deseo, enigmático y oscuro para él, estaba presente a lo
largo de toda la novela: en las relaciones con los demás personajes, en su búsqueda
personal, y en elementos de su discurso.

ii
Introducción

En la presente disertación se realizó un recorrido general de uno de los conceptos


fundamentales del psicoanálisis tomando en cuenta a Freud y a Lacan. La hipótesis que
se planteó y a la que responde el trabajo es: el deseo se expresa en el discurso y actos
del personaje Jaques Cormery, así como en las relaciones con los demás personajes, en
la novela El primer hombre de Albert Camus. Se abordó al deseo en relación con otros
conceptos y, sobre todo, a partir de la explicación teórica, se lo enlazó con otras
novelas, personajes y tramas creados por Albert Camus. La obra El primer hombre, por
ser una novela autobiográfica, fue la que principalmente guió el trabajo de hilar teoría y
obra. Se recurrió a un trabajo literario por enfatizar la importancia de acceder a campos
distintos donde la teoría resulta de mucho provecho y por una apreciación del declive de
la lectura en general; leer obras clásicas o libros trascendentes no es actividad siempre
cultivada, prima más la imagen y lo virtual, a la letra y la reflexión.

Los contenidos y datos detallados sobre la infancia y crecimiento del personaje Jacques
Cormery expusieron y sirvieron de metáfora para explicar el nacimiento del deseo y lo
que implica devenir sujeto. El objetivo del trabajo fue recurrir a la teoría y a la literatura
para que en un trenzado pueda observarse mejor las consecuencias y contenidos de la
primera, así como responder a una incógnita sobre la segunda, a saber, cómo está
presente el deseo en Jacques Cormery-Albert Camus; si acaso se lo podría precisar entre
líneas, en los discursos y diálogos, o si se expresa en las relaciones, cavilaciones y actos
del personaje.

El primer capítulo sintetizó la vida del escritor; su nacimiento, su padre y madre,


quienes fueron las figuras que lo criaron, en donde estudió y bajo qué intereses lo hizo.
En el desarrollo cronológico que se expuso a través de la biografía de Albert Camus se
vio cuán determinante eran sus lecturas y experiencias en la producción de sus novelas,
ensayos y escritos periodísticos. Las figuras reales de su vida y los vínculos que
mantenía con ellos, así como su postura frente a la guerra o la sentencia a muerte, se
describieron a fin de conocer al hombre y al escritor, su trascendencia, su legado,
lecciones y enseñanzas. El primer capítulo inició lo que ulteriormente serían las

1
comparaciones detalladas de cada novela tomada en cuenta para los enlaces con la
teoría.

En el segundo capítulo se trabajó el deseo con algunas de sus características y


definiciones: indestructible, inconsciente, irrealizable y finito. A lo largo del capítulo se
precisó el germen mismo del deseo, aquello que lo determinaba y las consideraciones
mínimas para que surja. En una primera analogía se trabajó con la novela El extranjero
para ubicar su trama como una aproximación de que Otro se trata cuando se habla desde
el psicoanálisis. Se continuó con el uso de personajes específicos, Catherine Sintès y
madame Sintès, para seguir con el desarrollo del concepto de Otro y también el de
significante deseo de la madre. El trabajo de todo el capítulo siguió enfocándose en la
construcción de puentes entre los personajes determinantes de la novela El primer
hombre (Henri, Étienne, Malan, Bernard), así como acontecimientos específicos
narrados por el escritor, para explicar la operación de la castración, del falo y del
Nombre-del-Padre en la producción del deseo tanto en el sujeto, como en el personaje
de Jacques Cormery.

El tercer capítulo acuñó toda una nueva lectura alrededor del deseo al introducir el
concepto de goce. Este concepto fue trabajado desde sus diversas modalidades: goce
fálico, goce del Otro y goce del ser, desde una lectura particular. Una vez explicadas
desde la teoría todos estos aspectos se sumó al trabajo la novela La peste para dar cuenta
de relación al goce con el real, y bajo esta vinculación, trabajar sobre los temas de la
guerra y la muerte. El primer hombre brindó en su contenido una metáfora más a la
noción del goce y su relación con el deseo al momento de utilizar la pobreza en la que
vivió Cormery-Camus como una analogía de la renuncia al goce y el acceso al deseo.
De igual manera se entramó la historia de la guerra vivida en la novela, vinculada al
Padre y a Cormery padre, para apuntar al goce, como concepto, presente en las
relaciones de Jacques con otros personajes.

Finalmente, en el capítulo cuarto se desarrolló la noción del amor, como un tema


necesario abordado por el psicoanálisis, para aportar un nuevo espacio donde se
relacionan goce y deseo. Partiendo desde el narcicismo, la relación objetal y arribando
al fantasma como sostén de deseo, así como a las fórmulas de la sexuación, se observó
el papel paradigmático del amor al poner en juego a estos dos conceptos: restringiendo a

2
uno y permitiendo al otro. El último trabajo de hilvanar teoría y obra trajo al desarrollo
nociones del mismo Camus sobre el amor. Desde luego El primer hombre aportó
algunas de estas aproximaciones y permitió sintetizar el recorrido teórico hasta entonces
realizado, además de acentuar la importancia de la dimensión de lo imposible tanto para
la novela como para el sujeto y su deseo.

El último capítulo incluyó, a modo de conclusión y definición, una especial atención a


lo que Albert Camus podría decir al respecto de su deseo, a saber, un material oscuro
para sí mismo que late en la intimidad más profunda de su ser. Un fuego inextinguible
al que es imposible tener un acceso total y, que en virtud de ello, lanza al sujeto al acto.

3
Capítulo 1: Albert Camus; vida y obra

1.1. Infancia, juventud y primeras obras.


Trabajar sobre la novela El primer hombre de Albert Camus, así como sobre su obra en
conjunto, exige un recorrido previo a través de su vida. La importancia de conocer al
hombre, en las riquezas y limitaciones que puede ofrecer una biografía, permitirá
vislumbrar aquellos sucesos importantes que marcaban la experiencia de Camus y lo
impulsaban a escribir. Se trabaja la biografía para relacionarla con su obra pues estas
son inseparables y se entraman simultáneamente dando nacimiento a ensayos
filosóficos, morales y políticos. Se evidencia cuan cercanos o lejanos están los
personajes a su creador, que soluciones o anhelos plasma en sus novelas, como vive y se
relaciona en el mundo y con las personas en él.

Al escribir, quien hace correr la pluma no puede dejar de depositarse en cada una de sus
líneas, párrafos e ideas. Camus, a veces Rieux, otras veces Meursault y sobre todo
Jacques se escribe. Escribe para sí y desde sí, desde aquel lugar que es suyo y lo
representa ante el mundo como sujeto; afectado por su infancia, su familia, sus lecturas,
sus romances, sus tragedias, ideales y sueños cumplidos o desvanecidos, expectativas
tomadas y hechas suyas. Así, en el trabajo sobre una novela desde un punto de vista
teórico resulta indispensable el recorrer los aspectos biográficos de su autor. La fuente
revisada para el desarrollo del presente capítulo es el trabajo realizado por Oliver Todd
pues su escrito es considerado como una de las obras capitales en el tema. Aunque no es
la única, fue la biografía más accesible. Entre otros biógrafos de Camus se halla Herbert
R. Lottman cuya biografía es considera igualmente canónica.

Los datos que narran en un intento de presentar la vida de Albert Camus ilustran de qué
manera su vivencia influía en la elaboración de su obra. Familia, héroes, enfermedad,
pobreza, filosofía, literatura, amor, ternura, dolor, guerra, ética, la vida y la muerte,
todos ellos juegan su papel en aquella época en que Camus nació y en la que vivió hasta
la edad de 46 años. De esta manera, habrá que empezar desde el inicio, antes incluso
que su nombre cobrara forma, en un tiempo en el que su existencia como sujeto apenas
estaba siendo esbozada.

4
“El 8 de noviembre se presenta en la alcaldía con dos testigos y declara el nacimiento, el
día 7, de su segundo hijo” (Todd, 1997, p. 20). El año era 1913, el hombre presente en
la alcaldía de Mondovi, Argelia, respondía al nombre de Lucien Auguste Camus. Tenía
28 años en aquel entonces, un hijo llamado Lucien Étienne y a su esposa, Catherine
Hélène Sintès, con quien estaba casado desde el 13 de noviembre de 1910. Trabajaba en
una vendimia llamada Hacienda de Saint-Paul y para el Chapeau-de-Gendarme. A
aquel, su segundo hijo lo llamó Albert.

Lucien fue un hombre de ojos azules, cabello castaño y estatura promedio. Responsable
con su familia y su trabajo, estuvo tan solo los ocho primeros meses de vida junto a su
recién nacido hijo Albert, entonces acudió a la guerra vestido de un singular y llamativo
uniforme. Soldado zuavo “perteneciente al ejército, cuerpo 33, división de infantería 45,
primer regimiento de zuavos, primer batallón” (Todd, 1997, p. 26). Fue de los primeros
en ser herido en la batalla de Marne.

Miente a su mujer en una carta enviada desde Montreuil-sous-Bois para no preocuparla.


Aun así, la siguiente carta que recibe Catherine Sintès de vuelta en Argel, ya no está
escrita por el puño de su marido. El inclemente campo de batalla arrebataría a Camus
padre de los ojos de su familia, moriría lejos de su patria para quedar sepultado bajo una
lápida que para muchos será anónima.

Lucien Camus murió un 11 de Octubre de 1914 y su cuerpo no volvió ni a su familia ni


a aquellas tierras que en nombre del deber fue llamado a proteger. “Primer hombre en la
vida de sus hijos, sería el que menos conocerían. Más allá de los indescifrables genes,
deja algunas partidas de estado civil, fotografías sepias descoloridas, su cruz de guerra y
su medalla militar a título póstumo y unas esquirlas de obús” (Todd, 1997, p. 27). Su
nombre vivirá más allá de aquellos retratos y objetos materiales. Las palabras
comunican a Albert que su padre “tenía una buena cabeza” así como él la tiene.

El nombre de Lucien Camus queda suspendido en el tiempo. Solo a veces es invocado


por los profesores de Albert o su tío cuando sorprendido por su avidez, le recuerda que
tuvo un padre. Los años pasan y los Camus-Sintès viven en el número 93 de la Rue de
Lyon en Argel, alquilada a nombre de Madame Sintés. Este será el escenario donde la
novela El primer hombre toma lugar.

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El Ministerio de Pensiones otorga a la viuda Camus “ochocientos francos anuales más
trescientos por cada uno de sus hijos hasta la edad de dieciocho años” (Todd, 1997, p.
28). Hélène, como la conocen, pues su madre comparte el nombre de Catherine, trabaja
como mujer de limpieza. Tiene ocho hermanos más, de los cuales ella es la segunda. De
baja estatura, tez morena y parcialmente sorda, es de origen español. No entiende ese
mundo enigmático de libros y palabras que consumirá gran parte del día a su hijo más
pequeño. Ella solo puede leer los labios de la gente cuando le hablan de frente, mas no
esos caracteres extraños que están impresos en las páginas de los diarios.

En casa de los Camus-Sintés viven los niños Albert de 7 años y su hermano mayor
Lucien de 10 años aproximadamente. Comparten la recamara con su madre, ambos
niños duerme en una sola cama y su madre al otro lado de la habitación separados por
una mesita de noche. Su tío Étienne duerme en el suelo de la habitación de Madame
Síntès. Hasta 1920 el tío Joseph vivirá con ellos (Todd, 1997, p. 29). En aquella familia
nadie más entrará. Hélène nunca volverá a casarse pese a los cortejos y a la voluntad de
corresponderlos; su madre y hermano no permiten las presunciones de ningún hombre.

Esa madre callada y poco expresiva se somete a la voluntad de Madame Sintés, así
como los demás en aquella casa. La abuela de Camus es tajante y severa, golpea a los
muchachos y los castiga. La voz de su madre protesta pero es débil, sus objeciones solo
piden que los golpes no sean tan fuertes. Algo de piedad por el pequeño Albert nace en
el corazón de su abuela cuya sombra cubre todo el número 93 de la Rue de Lyon.

Albert pasa vergüenza en el cine pues su abuela lo obligaba a leer en voz alta los
subtítulos; ésta, justificándose con el argumento de haber olvidado sus lentes, no sabía
leer. Compartía con ella el sueño durante las siestas de la tarde y tras estas, su fragancia
se quedaba impresa en su piel. Un olor que lo acompañaría hasta entrada la adultez
cuando el calor y el sudor lo revivían.

Durante los días jueves pasa todo el tiempo en el trabajo de su tío Étienne y su perro
Brilliant. Contempla el trabajo del artesano; su tío es tonelero y realiza su trabajo de
manera impecable. Medio mudo y tosco, Étienne quiere mucho a su sobrino, comparte a
trompicones sus anécdotas así como sus volátiles carcajadas. Habla huraño de su
hermano Joseph quien ha conseguido un buen trabajo y ha contraído matrimonio.

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Corre el año de 1923 y Albert acude a la escuela primaria de niños en la Rue Aumerat
que queda a diez minutos a pie de su casa. Impartiendo todas las materias está el
conocido maestro Louis Germain. Al igual que los otros maestros este tiene la misión de
preparar a los alumnos para conseguir su certificado de enseñanza primaria, así como
despertarlos hacia un sentido crítico. “Germain es un segundo padre para Albert; o el
primero. Después de cuatro años de guerra, siente que tiene unos deberes con los
pupilos de la nación: tu pobre papá, a quien siempre consideré como mi camarada”
(Todd, 1997, p. 34).

Algo ocurre en las clases con Germain que inspiran a Albert y a los demás estudiantes.
Las lecturas de novelas e historias de batallas transportan a cada uno de ellos a tierras
exóticas donde cae nieve y el frio penetra en los huesos. El arte y la historia de esa
Argelia huérfana de una raíz firme se imparte con la misma avidez que se habla sobre
los franceses y el berebere. Camus siente una ternura inexpresable por ese hombre que
no sospecha cuanto le da cuando habla y enseña.

Germain desea que Albert entre en sexto en el liceo. El maestro ve que su


alumno es bastante feliz, pero no sabe hasta qué punto es pobre: «Tu gusto por
estar en clase se notaba en todo», le dirá. «Tu cara manifestaba optimismo. Y,
estudiándote, nunca sospeché la verdadera situación de tu familia. Tuve una
ligera idea cuando tu mamá vino a verme para hablar de tu inscripción en la lista
de candidatos a becas». (Todd, 1997, pp. 35-36).

La pobreza atrapa Albert y a su familia como si fuesen grilletes. Ahí en esa fortaleza
muda no hay espacio para las palabras escritas o habladas. Germain insiste a Hélène y a
madame Sintès, pero esta última no conoce otro camino que el trabajo para el joven
Albert. No puede prescindir de las monedas que traerían un par de manos más.

Las palabras: becas, liceo o estudios son extrañas y no representan nada en esa familia.
Las paredes en las que viven son una tierra virgen del mundo milagroso de las palabras.
Germain explica como una continuidad en la educación de Albert brindará fruto en el
futuro pues su talento e inteligencia especialmente en francés, posibilitarán una mejor
oportunidad de trabajo e ingresos.

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La abuela accede pero sentencia que Albert deberá hacer la primera comunión. En
efecto la realiza en un tiempo record. A la par estudia con Germain y otros compañeros
para aprobar la prueba de ingreso al Liceo.

En la Rue Aumerat, Albert aprende a tener respeto por una lengua castigada, el
sentido de los matices del imperfecto y del pluscuamperfecto, del futuro
imperfecto y de los subjuntivos […] En su casa se habla otra lengua, no la de los
libros. También le gusta. (Todd, 1997, p. 37).

Se esfuerza pero sin pesadez. Le gustan los libros y se los devora. Aprende junto a sus
compañeros por las mañanas y tardes para luego irse al mar o vagar por las calles
congestionadas por olores mixtos de dulce y aceite.

“Bravo, moquito, has aprobado” (Todd, 1997, p. 39). Así recibe Germain a Albert
después de la prueba del liceo. Él y su amigo Pierre Fassina irán al liceo. En los
siguientes meses tomará el tranvía junto con él para llegar antes de las siete, así tiene
derecho a un desayuno surtido que forma parte de la beca que se ha ganado.

Entre las materias que sigue el latín lo aburre, mientras que en los deportes se destaca en
el fútbol haciéndose un nombre de goleador. Sus maestros hacen del liceo un espacio
académico del nivel de París o Lyon y tiene acceso a los libros de la biblioteca
municipal en la que su abuela lo inscribió. Ningún clásico pasa desapercibido para
Camus, pero su familia empieza a serle ajena pues nada de lo que aprende puede
compartirlo, ni siquiera con su hermano.

En las vacaciones empieza a trabajar pues su abuela no concibe que no traiga dinero a
casa. Albert lo hace y se siente realizado con su primera paga. Se familiariza con la
administración con cada trabajo al que se dedica, sin embargo es de la opinión de que
“…ese trabajo de oficina no venía de ninguna parte y no llevaba a ninguna parte.
Vender y comprar, todo giraba alrededor [de esas] acciones mediocres y despreciables”
(Todd, 1997, p. 45). Aun no encuentra su camino, pero al menos sabe en ese entonces a
lo que no desea dedicarse.

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Hecho un hombre como le dice su tío Étienne tras haber ganado sus primeras monedas,
en el adolescente Camus se despierta el interés por el sexo femenino así como una ígnea
curiosidad por textos de metafísica y especialmente de literatura.

Diciembre de 1930, el año está a punto de acabarse así como el primer trimestre del
liceo. Sin embargo, el joven Albert Camus no se encuentra entre las bancas y su
ausencia se siente dada a su personalidad inquieta. Envuelto en fiebre y expulsando
sangre al toser, su salud es delicada. “Exceso de deporte. Fatiga. Exceso de exposición
al sol. Hemoptisis” (Todd, 1997, p. 50), se describe a sí su condición. Los doctores
dirán: tuberculosis.

Camus está internado en el hospital Mustapha bajo cuidados médicos gratuitos, lo tratan
como a los demás enfermos del hospital a los que mira con ironía. Tiene diecisiete años
y siente su finitud en toda su expresión. Acompaña su tratamiento con la lectura de
Epicteto que lo lleva a considerar su tuberculosis como una enfermedad metafísica;
derriba su cuerpo mas no su voluntad. Recibe la visita de Jean Greanier, su profesor de
filosofía, quien preocupado por ese alumno indisciplinado se encuentra no solo con su
aspecto delicado sino también con la pobreza que Camus tiene tan calada.

La tuberculosis deja el cuerpo de Albert agudo y sensible ante un mundo que si bien
antes se manifestaba simple y sencillo, ahora es recibido de manera intensa, iracundo e
incluso doloroso: sonidos, colores, olores, todo se vislumbra en un caleidoscopio de
sensaciones. Aislado y sobrepasado por esta enfermedad que requiere cuidados
delicados e intervenciones en sus pulmones para cicatrizar heridas, Camus viaja hacia sí
mismo.

El adolescente se convence de que la enfermedad es un remedio contra la


muerte. Prepara para ella. Crea un aprendizaje cuyo primer estadio es la ternura
con uno mismo. Apoya al hombre en su gran esfuerzo, que consiste en ocultarse
a la certidumbre de morir completamente. (Todd, 1997, p. 51).

Así lo escribe el joven Albert, quien enfrentado contra esa parte inaccesible e
intramitable que resulta lo anatómico de la enfermedad, encuentra un alivio y una forma

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de asimilar eso tan crudo y llano, en lo escrito, en la letra impresa en el papel, y en la
que lee en algunos filósofos u otros enfermos.

El resultado de su enfermedad mella en su salud hasta el punto que al abandonar el


hospital lo hace con un pulmón colapsado. Respira bien pero el descanso es una
exigencia de los doctores, especialmente cuando la fiebre lo quema e invoca
alucinaciones. El consuelo de esa inmovilidad son los estudios y ese sol radiante junto
al mar que lo inspirará por siempre; el joven Albert halla las Amyntas de Gide, ambos,
autor y obra, serán un gran influencia.

De vuelta al liceo son ahora sus tíos, Gustave Acault y Antoinette, quienes lo cuidan.
Puede comer toda la carne que quiera pues su tío es carnicero y en sobrealimentar al
muchacho se especula poder curarlo también. En este, su nuevo hogar, ubicado en la
Rue du Languedoc, vive un aire más conservador y más culto, su tío posee una
biblioteca en la que Camus se encuentra con Balzac, Hugo, Murras, Valéry y Zola. Con
sus tíos, quienes lo ven como un hijo, Albert diferencia el nombre de las cosas que en
casa de su abuela y madre no necesariamente poseían incluso uno. Gustave hace de
padre para ese adolescente delicado e inteligente, quien cree que algún día será profesor
de liceo y podrá ocupar su lugar en la carnicería (Todd, 1997, pp. 52-53). Albert tiene
otros propósitos en mente.

“Con el título de bachiller en el bolsillo, Camus hace dos preguntas a Grenier: ¿puede
seguir estudios de filosofía? ¿Puede escribir cosas dignas de ser publicadas? Grenier
anima al joven” (Todd, 1997, p. 55). Junto a sus compañeros Claude de Fréminville y
André Belamich discuten de música, literatura, filosofía, religión y política. Debate
consigo mismo en escritos de juventud en los que cita a Nietzsche, a los griegos y a
Gide. Busca un tono para su manera de escribir, uno que apenas se está forjando pero
que no para de compartir con sus compañeros del liceo, en trabajos dignos de ser leídos
en clase o en los encuentros con sus profesores, especialmente con Grenier.

¿Qué ciudad tiene a un tiempo todas las riquezas ofrecidas durante el año, el
mar, el sol, arena caliente, geranios y […] bosques de olivos y eucaliptos?

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Casi se alcanza la felicidad. […] Nunca podré vivir fuera de Argel. Nunca.
Viajaré porque quiero conocer el mundo pero estoy completamente convencido
de que fuera de aquí siempre estaré en exilio. (Todd, 1997, p.61).

Para Camus, quien no cree en Dios, pero con cuya idea no deja de reflexionar, quien ha
vivido en la pobreza y se ha convertido en un joven culto, son las nubes y el mar de
Argel lo que lo hacen escribir con honestidad desnuda. Con Claude y André miran pasar
a las damas de la ciudad desde el balcón de la cafetería en la que acostumbran a
reunirse. El calendario marca el año 1933 y su relación con el mundo académico, con
Claude de Fréminville, así como con el mundo amoroso está por dar un nuevo giro. Su
compañero irá a Francia y sus romances llevados a la Rue du Languedoc le han costado
su estadía allí. El tío Gustave rechaza de sobremanera a aquella chica que ha escogido
Albert como pareja: Simone Hié.

Camus, galán y encantador con las chicas se ve seducido por esta muchacha de
“hermosa cara ovalada, salpicada de pecas, de nariz recta, ojos castaños con reflejos
verdes y largas piernas” (Todd, 1997, p. 63). Simone, o S. como la llaman, es adicta a la
morfina y la consigue a toda costa. Camus parece no darle mucha importancia en un
comienzo, pues por ahora deberá encontrar un lugar donde vivir y trabajo dado que los
víveres han cesado de ser suministrados. Quien lo recibe con mucho cariño es su
hermano Lucien en el 117 bis de la Rue Michelet. Gana mil ochocientos francos al mes
trabajando como agente comercial y contable. Sin comprender a su hermano pero
queriéndolo, se hace cargo de él, así como de su madre, como puede.

Camus ha perdido la beca, está desempleado, sus obras y proyectos atascados en su


pecho y vive una relación de rupturas y reconciliaciones con Simone. Sin embargo,
“Consigue un certificado de moral y sociología en noviembre de 1933. Su licenciatura
avanzará dando tumbos. Obtiene el diploma de psicología, fracasa en el de estudios
literarios clásicos en junio del año siguiente, pero lo supera en el examen de noviembre”
(Todd, 1997, p. 66). Su paso por la sección de filosofía, historia y literatura lo llevan a
relación con otros profesores como Poirier y Heurgon, y lo acercan a nuevos autores
dentro de los cuales Camus siente una gran admiración por André Malraux. Este último
visita de manera muy reservada a Grenier, maestro de Camus, cuya relación de diálogo
se encuentra o se contrasta en ocasiones con sus pensamientos y sus búsquedas.

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Entre sus discusiones Albert no menciona a Simone, pero Grenier identifica la
importancia de esta en la vida de su pupilo. Albert con 20 años y S. con 19 deciden
casarse. Sus compañeros comentan la ingenuidad de Albert al tratar de curar y salvar a
S. de su adicción. La pareja no dispone de una autonomía financiera, sin embargo,
Madame Sogler, madre de Simone, tiene en alta estima a la pareja de su hija y les ofrece
alojamiento así como los tíos de Albert, ahora reconciliados, dan la bienvenida a
Simone Camus con un sustento económico.

En los siguientes años, 1934-1935, Camus se encarga de buscar un tono a su estilo.


Corrige textos y ensayos de sus amigos, recomendándoles nuevas lecturas así como
criticando o elogiando tanto el esteticismo como la estructura del escrito. Trabaja de
manera provisional en el departamento de títulos de propiedad de automóviles de la
prefectura de Argel y empieza a esbozar obras como El barrio pobre que terminan por
fundirse en proyectos más grandes o simplemente fracasan. “Camus piensa en el teatro.
¡Calígula, que tema!” (Todd, 1997, p. 77).Y su profesor Grenier piensa en impulsarlo
hacia la política argumentando que eso encaminaría una carrera digna para su alumno.

En una carta a su amigo Fréminville, Camus escribe:

Hoy salgo para las Baleares. Quince días…Me he inscrito en el partido


comunista. Trabajo con lealtad. Como soldado y no en el estado mayor.
Utilizarán mis competencias: periodismo (La Lutte sociale), escuela marxista,
etc. Hay que vivir las dificultades y las victorias del comunismo. Dentro de un
año haré mi balance. Lo haremos juntos…He dejado El barrio pobre. (Todd,
1997, p. 93).

Su amigo, en Paris, hace tiempo ya se había unido al partido comunista. Ahora es


Camus quien en Argel se encuentra cada quince días con otros miembros activos como
Marguerite y Jeanne, amigas inseparables de Camus, y con Paul y Raffi. Sigue
escribiendo a su amigo con frecuencia y ya con una nueva dirección a la que deberá
dirigir sus respuestas: numero 10 de la Rue de Colonel-Driant, Telemly, Argel.

En este nuevo ámbito político Malraux inspira a Camus desplazando a Gide en los
intereses del diletante joven comunista, quien se propone la creación de un teatro

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proletario así como la elaboración de algunos ensayos sobre la Metafísica del
Marxismo, la muerte y el absurdo, este último, tema imperial en lo que será la obra
camusiana.

Para junio de 1936 Albert Camus consigue su diploma de estudios superiores y a


continuación realizara su DES, una suerte de doctorado corto, que se titulará: Metafísica
cristiana y neoplatonismo, Plotino y san Agustín (Todd, 1997, p. 105). A la par va
redactando Nupcias, una pequeña obra, que pasaría por un diario de notas, en la que
Camus ha escrito alrededor de Argel, inspirado en sus recorridos y experiencias en
distintas partes. Trabajo universitario y obra literaria se alimentan el uno al otro. Camus
recibe el 25 de mayo su diploma de estudios superiores con calificación de “bien” así
como comentarios sobre sus cualidades literarias por parte de sus evaluadores: René
Poirier, Jean Grenier y Louis Gernet. Finalmente Albert Camus está totalmente
diplomado a finales de la primavera de 1936.

Para julio de ese mismo año Albert, S. y un amigo de ambos, Yves Bourgeois, llevan a
cabo un viaje por Europa. Camus escribe una novela que nunca será publicada pues la
considerará un total fiasco: La muerte feliz. En esta, el escritor se oculta tras su
personaje principal Mersault y describe sus preocupaciones y conflictos habiendo
decidido separarse de Simone. En una carta dirigida a esta por parte de un doctor en
Argelia, Camus descubre que, además de proporcionarle la morfina, es su amante.

Por Praga y Venecia, Camus se destruye y renace. De regreso a Argel acerca a sus más
íntimas amigas Marguerite y Jeanne, y se dedica a la adaptación de la obra El tiempo de
desprecio de André Malraux y la puesta en escena, así como también de la actuación, de
una serie de piezas teatrales como la Rebelión en Asturias y Pushkin. Algunas obras son
blanco de excelentes críticas pero otras no llegan a ser siquiera presentadas.

“Para Camus, a los veintitrés años, trabajar no es solo escribirla mano en el arado, en
la garlopa, clavar los decorados vale tanto como la mano en la pluma, sino ante todo
acabar los manuscritos” (Todd, 1997, p. 133). Aun trabaja en La muerte feliz, en
Nupcias y se le ha sumado El revés y el derecho. Necesita todavía un lugar más
apropiado para trabajar y la oportunidad llega finalmente con la ayuda de Marguerite,

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Jeanne y Christiane Galindo con quien Camus inicia un romance tras su llegada de
Orán. Todos comparten la parte superior de la Rue Michelet, en la casa Fichu.

Turbulencias en la mente política de Camus y afrentas feroces sobre su dirección en el


Théâtre du Travail y su trabajo en la Casa de la Cultura empieza a tambalear su
confianza en el partido. Gente interna no está contenta con Camus y este es convocado.
Se le ha pedido que dimita pero se niega pues prefiere hacer que lo expulsen.
Eventualmente Camus ya no pertenece al partido comunista por exclusión-dimisión,
Marguerite y Jeanne rompen su carnet y Fréminville se libera bulliciosamente. Albert
está sin partido, pero con su primer libro en mano: El revés y el derecho. Publicado en
la editorial Charlot y con trescientos cincuenta ejemplares, recibe una opinión en
general “buena” y comentarios sobre un pululante Grenier a través de estos ensayos-
novela.

Para el año 1938 pule sus obras, especialmente Nupcias, su salud mejora pero no se
puede considerar curado de la tuberculosis, razón por la cual nunca será un funcionario
titular. No obstante es buscado y contratado por Alger Républicain, periódico fundado
hace poco, y en el cual se encargará de la redacción, la parte cultural y la artística
(Todd, 1997, p. 178). Aquí conoce a Pascal Pia (Pierre Duran), diez años mayor que él,
en quien descubre un hermano mayor. Previamente Pia trabajó en Paris en el periódico
Ce Soir. Talentoso, confiable y cercano al nihilismo es dueño de la redacción en Argel
Republicain. Camus aprende el oficio del periodismo y reportero a lo largo de 387
números publicados aquí entre los años 1938 y 1939. Sin pasión al inicio, la labor del
periodista termina por dominarlo haciendo de lado algunos proyectos del teatro.

Implicado siempre en temas políticos, culturales y de justicia, Camus se hace cierto


nombre. Participa activamente en algunos casos y hace un uso fecundo de la carta
abierta para dirigirse a algunos representantes o involucrados. Ensayista y periodista,
pero también literato, Camus publica su segunda obra finalmente: Nupcias, también en
ediciones Charlot y en donde Camus colabora ahora como consejero.

Su obra, como muchas otras, pasa por el Salón de Lectura, espacio de Argel Republicain
para las críticas literarias y comentarios. Miembro de esta sección, llega a sus manos el
libro La Náusea de Jean Paul Sartre y se dedica de lleno a un comentario de esta.

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La Náusea lo deslumbra, pero la filosofía de la obra lo irrita […] Camus no
comparte la metafísica de la obra sartriana: «El error de un determinado tipo de
literatura», decreta Camus, «es creer que la vida es trágica porque es miserable».
Va señalando su propio recorrido: «Constatar el absurdo de la vida no puede ser
un fin, sino sólo un comienzo». (Todd, 1997, p. 205).

Conmovido, fascinado o irritado Camus lee y opina sobre obras de Paul Nizan, de
Sartre y otros autores sean estos nuevos o con alguna trayectoria, a tantos otros los
obvia. Sus pasiones e intereses (lo absurdo) lo acercan a Sartre pero a prudente distancia
pues no es desde el mismo punto vista el abordaje. Camus con sus múltiples oficios y
talentos posee una opinión en contra del franquismo, del fascismo que avanza y de la
política internacional, busca y halla lo absurdo en el aparato judicial, en sus lecturas y
en el porvenir del mundo, cuyo fatal destino encuentra nuevamente a la guerra declarada
el 3 de septiembre de 1939 al Reich. Movido y conmovido por una serie de recuerdos y
ausencias de su infancia: la pobreza, la escuela, su padre y por una realidad cruel para
aquellas personas que se marchan y para las se quedan, Camus se compromete consigo
mismo y emprende una lucha. Ha aprendido todo este tiempo, “se ha hecho a sí mismo”
y toma lo que está a disposición suya contra esta guerra que ha estallado.

1.2. El escritor, el periodista, el rebelde.


Le Soir Republicain ve la luz el 15 de septiembre de 1939 con Camus como redactor en
jefe. Periódico hermano de Argel Republicain es de los pocos que se centran en
informar sobre lo que realmente sucede con la guerra: los prisioneros, los heridos y
fallecidos (Todd, 1997, p. 210). La ausencia de ternura en el mundo y el esfuerzo por
producir un periódico clarividente, de opinión firme contra el nazismo y la guerra
absurda que podría haberse evitado, son temas que cuenta Camus a Francine Faure;
mujer en quien confía y con quien entabla una relación de pareja. Camus trabaja en su
nueva novela aunque lo hace con más avidez en un ensayo sobre lo absurdo. Todo a su
alrededor parecería derrumbarse, como realmente sucede con Alger Republicain, y con
una serie de cartas a las cuales prende fuego, olvidándose de su juventud y algunos
pesares. Por otra parte, algo se ilumina: en Bajo las luces de la guerra, sección escrita
por Camus, el autor brinda sus criterios y recomendaciones de libros u otros periódicos
sobre la guerra.

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El esfuerzo no basta y las convicciones se silencian en Le Soir Republicain para
principios de 1940. Pia y Albert suspendidos en el vacío encuentran la muerte de su
periódico prematura pero predecible; sin suficientes lectores, sin dinero y con la
denuncia al nazismo, al franquismo y fascismo, la verdad se ve aplastada junto con la
opinión crítica. Estas son las primeras víctimas. Lejos de la fabulosa experiencia del
periodismo Camus tiene más tiempo para sus obras. Calígula, terminado pero para su
autor todavía inconcluso es retocado una y otra vez. “No puedo apartar mi cabeza de
Calígula. Es capital que sea un éxito. Junto con mi novela y mi ensayo sobre lo absurdo
constituye el primer estadio de lo que ahora no tengo miedo de llamar mi obra” (Todd,
1997, p. 225). Comprometido con su trabajo literario, Camus también se compromete
en el plano amoroso con Francine Faure renunciando a sus otros amores: Yvonne
Ducailar y Lucette Meurer.

Las Faure residen en Orán: la madre y sus tres hijas, de las cuales Francine es la menor
y la más protegida, es una mujer dedicada a la música y a la enseñanza. Nunca conoció
a su padre pues falleció en la batalla de Marne igual que el padre de Camus. En la casa
Faure no aceptan a ese Don Juan tuberculoso y sin oficio de quien no han oído nunca
hablar. No obstante, entre rupturas, reencuentros y quejas, Camus promete matrimonio a
Francine y se instala en Orán donde sus playas y su gente encantan al recién
comprometido unas veces y otras lo asfixian. En una ocasión lo sobrepasa una particular
escena en Bouisseville que rescribe al personaje de La muerte feliz. Mersault,
transformado en Meursault, da a luz toda la novela El extranjero (Todd, 1997, p. 234).
Aún no sabe cómo la titulará cuando deja a su prometida Francine en Orán hasta que
ella pueda reunirse con él a finales de año en Paris. Allí Pia le ha conseguido un trabajo
y será un lugar donde Camus espera encontrar la soledad para escribir lejos de sus
amadas mujeres y lejos de su patria.

El nuevo secretario de redacción en Paris-Soir, máquina periodística en comparación a


lo que conoce Camus, es el recién llegado argelino. Para Camus, Paris no es lugar para
vivir sino solo para trabajar, y así lo hace: termina El extranjero y más tarde El mito de
Sísifo. Conoce a Malraux, su héroe, y entabla amistad. A finales del año encuentra a
Francine, como lo habían previsto, en Lyon y esta pasa de ser Francine Faure a ser
Francine Camus.

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Para 1941 los Camus han dejado ya Paris y regresan a Orán en donde Albert conoce la
cotidianidad con su suegra y cuñadas. El esposo y yerno Camus se relaciona de mejor
manera con las Faure. El escritor Camus manda sus manuscritos a Grenier y Pia,
quienes encuentran sus obras, especialmente El extranjero, textos muy logrados. El
simbólico hermano mayor de Camus se pone en marcha y, a más de continuar buscando
un trabajo a su amigo, confía en que Gaston Gallimard publicará sus libros al unísono.
Pia entrega la obra a Malraux que observa la iluminación que cada obra presta a otra en
esta trilogía camusiana. Influyente Malraux insiste a Gallimard que se publiquen las
obras una tras otra.

Incansable Camus regresa sobre sus manuscritos. También ha solicitado algunas


lecturas en torno a la peste, pues tiene en mente otra obra. Sin embargo, su vieja
enfermedad vuelve y lo pone en un estado precario. Por otra parte, El mito de Sísifo
encuentra problemas por su capítulo en torno Kafka, judío. Derrotas y victorias: “en
Francia, el 19 de mayo de 1942 aparece El extranjero; la tirada ha sido de cuatro mil
cuatrocientos ejemplares” (Todd, 1997, p. 294). Tras algunos meses, el 22 de
Septiembre, Gallimard también anuncia El mito de Sísifo. Los Camus han ido a Lyon
pues Albert se encuentra muy delicado y necesita otro ambiente y curaciones.

Francia viene a ser para Camus en 1942 y 1943 un lugar de inspiraciones. El salto a ser
conocido, y reconocido, por su libro El extranjero estimula la crítica, no siempre buena,
de sus obras. Entre aquellos que le rinden homenaje esta Sartre quien había sido ya
comentado previamente por Camus. Ese mundo sumergido en la guerra, la tuberculosis
que no lo deja y contra la que lucha con todas sus fuerzas van gestando La peste, obra
más social, minuciosamente trabajada y con una arquitectura detallada. Calígula y El
Malentendido terminadas también dan cuenta de un escritor provisto de imaginación y
que pronto entrará en un ambiente mucho más activo en la cultura y el arte, así como en
la Resistencia.

Camus, solo en Paris pues Francine se encuentra en Orán, tiene 30 años y finalmente ha
conocido a Sartre en persona. Lo frecuenta seguido a él y a Simone de Beauvoir, o el
Castor como la llama Sartre, en restaurantes y cafés. Hablan de literatura y teatro con
mucha pasión, de filosofía o política menos pues prevén una disputa innecesaria. Su
relación da celos al Castor que muchas veces entra en conflicto con Albert por la

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atención de Sartre, quien “adora el lado burlón de Camus, su apetito de felicidad, el
contraste entre sus libros de estilo pulido y sus bromas y chistes verdes. Camus parece
halagado de que le propongan ser miembro de la familia sartriana, pero se queda en los
umbrales” (Todd, 1997, p. 342). Sartre fascina a Camus por su talento al montar obras
y su exquisita manera de escribir libro tras libro.

Camus consigue trabajo con Gaston Gallimard primero como secretario y luego como
lector de la editorial, de esta manera conoce al resto de los Gallimard de quienes hará su
segunda familia. En 1944 Camus participa activamente en la Resistencia con sus
talentos de escritor y periodista en el periódico Combat, contacto facilitado por el buen
Pia quien es responsable del sector de propaganda y difusión y, posteriormente, tanto de
la redacción como de toda actividad clandestina. Camus con documentos falsos es
llamado por Pia a reorganizar el periódico y más tarde se hace cargo de la redacción.
Sin topar las armas, sin sabotajes o trasmisión de información militar, Camus denuncia,
opina, critica y demanda. Hace lo que mejor sabe hacer: escribir. Entre sus aportes a la
Resistencia resalta Cartas a un amigo alemán.

Sin dejar de lado sus otras pasiones y talentos, El malentendido es presentado en Paris
con Camus y María Casares en escena sin mucho éxito. Camus enamorado
perdidamente de esta actriz española mantiene una relación que se hace pública. En
Orán, su esposa Francine recibe noticias de su marido e indicaciones para que responda
al periódico Combat que ha salido del anonimato y que ubica a Pascal Pia como su
director y a Albert Camus como redactor jefe. Siguen sus actividades rescatando héroes:
Malraux, habiéndolo creído muerto, es colocado en primera plana tras su rescate y
sorpresiva resurrección (Todd, 1997, p. 372). El periódico avanza no sin conflictos, pero
su publicación ocupa un lugar importante en la guerra y en la política.

«Aquí no creemos en las revoluciones definitivas.» Camus ya no es comunista.


Ni marxista, si es que lo ha sido alguna vez. No cree en el fin de una historia
fatalmente socialista. «La revolución no es la rebeldía. Lo que ha llevado a la
Resistencia durante cuatro años ha sido la rebeldía. Es decir, el rechazo total,
obstinado, casi ciego al principio, de un orden que pretendía poner a los hombres
de rodillas. La rebeldía es, ante todo, el corazón. Pero llega un momento en que
pasa al espíritu, donde el sentimiento se convierte en idea, donde el impulso

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espontáneo termina en acción concertada. Ese es el momento de la revolución».
(Todd, 1997, p. 375).

El año de 1945 anuncia el fin de la guerra y también el inicio de la paternidad de Albert


Camus. Francine trae al mundo a los gemelos Catherine y Jean el 5 de septiembre
(Todd, 1997, p. 396). También se publica Calígula y es muy bien recibida. La obra de
Camus, como editor, como escritor, como periodista y resistente lo ubican, de acuerdo a
Sartre, en la segunda generación de escritores franceses, de la cual Camus sería “el
arquetipo del escritor comprometido, la posibilidad de un nuevo «clasicismo»” (Todd,
1997, p. 398).

Camus viaja Nueva York en 1946 invitado por la mujer de su editor en Estados Unidos.
Da un par de conferencias en la Quinta Avenida y en la Universidad de Columbia en las
que habla de su siguiente obra La peste, la cual Camus trabaja lentamente, haciendo y
deshaciendo personajes. Se siente un verdadero extranjero en ese lugar aunque respeta
el gusto por la libertad de los americanos. Nada le ha cautivado más la atención de este
país que Patricia Blake, joven hermosa de veinte años quien ya no se separa de Camus
durante su estadía allí. La escribe de vuelta en Paris con nostalgia y brindándole
consejos sobre el oficio del escritor.

En Paris, Combat pasa por problemas y algunos de los más colaboradores y


comprometidos abandonan el periódico. De Gaulle, verdadero dueño de Combat, crea
su partido Rassemblement du Peuple Français. La vida política en la Francia de la
posguerra genera rupturas y diferentes opiniones; Malraux gaullista, Sartre antigaullista,
Pia gaullista y Camus, por su parte, no se adhiere al gaullismo aunque lo respeta y no lo
ve como a los otros partidos. En razón de sus diferencias, Pia abandona el periódico y se
separa para siempre de Camus. Combat ya no forma parte de la vida y oficio de ninguno
de los dos por discrepancia política y por una obra pendiente, una salud delicada y un
cansancio cada vez mayor, como es el caso de Camus.

El escritor argelino tiene ahora todo el tiempo que le dedicaba a la redacción de Combat
para sus obras que, en cuanto a La Peste, se encuentran, si no inmóviles, realmente
lentas en su desarrollo. Lector todavía en Gallimard, Camus escribe para si en sus
cuadernos:

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Sin futuro.
Primera serie. Absurdo: El extranjero – El mito de Sisifo – Calígula y El
malentendido.
Segunda serie: Rebeldía: La peste (y anexos) – El hombre rebelde – Kaliayev.
Tercera: El Juicio – El primer hombre.
Cuarta: El amor desgarrado: la hoguera – Del Amor – El seductor.
Quinta: Creación corregida o El Sistema – gran novela + gran meditación + obra
irrepresentable. (Todd, 1997, p. 441).

La obra que ambiciona está programada para quince o veinte años. Hasta entonces
recibe en junio de 1947 su obra finalmente acabada: La peste. Con grandísimo éxito y el
Premio de la Crítica, la novela vende cincuenta y dos mil ejemplares en pocos meses
desde su aparición (Todd, 1997, p. 442). Quieren concederle más “honores” pero Camus
los rechaza amablemente diciendo que se los otorguen a los escritores jóvenes. En el
resto del año y hasta 1948 Camus toma partido, sin adherirse a ninguno, en un
movimiento político que defiende la libertad y la justicia. Entre sus amigos de Estados
Unidos y la historia de la URSS, se encuentra con España, su segunda patria como él la
llama, encarnada en La Única: María Casares.

Habiéndose separado tras el embarazo de Francine, la pareja Camus-Casares vuelve a su


relación. Camus adora a la Única, y no se piensa lejos de ella, sintiendo aún más fuerte
el vínculo con parte de sus raíces y una suerte de compromiso con esa España dominada
por el franquismo. La obra Estado de sitio, en la que participa Casares, ponen en escena
el horror que en La peste se describe y, por otra parte, habla de esa inseparable pareja
(Albert y María). Una segunda obra presentada en 1949, Los justos, conmueve al
público con aquella historia que han vivido y en cuyo presente todavía se mantiene:
rebeldía, revolución, ejecución, amor y fraternidad. Los temas importantes para Camus
y a los que ha intentado mantenerse fiel en su trayectoria.

Este año es también un nuevo viaje por el mundo. El destino es América del Sur, siendo
Brasil la primera escala y en la que tanto Camus como brasileros se quedan
impresionados mutuamente. Pasa por Uruguay hacia Chile dando conferencias rituales y
conociendo ese continente extraño donde sus novelas y obras son conocidas y algunas
incluso adaptadas al español, como es el caso de Calígula.

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Camus regresa a Paris y se encuentra con una recaída significativa, es nuevamente esa
tuberculosis para la que los médicos dicen haber encontrado un tratamiento: una serie de
medicamentos. Camus, hambriento de vida, pero también autor de El mito Sísifo piensa
en la muerte con su cuerpo débil. Testarudo y disciplinado tiene a su obra como su
propio tratamiento; El hombre rebelde lo mantiene ocupado y exige toda su fuerza.
Habiendo recuperado los derechos de Nupcias, Camus lector de Gallimard, también es
incansable en su búsqueda de autores y obras nuevas para esa editorial insuperable en la
época. René Char es uno de aquellos tesoros que presenta a Gaston y a quien conserva
como su amigo entrañable.

En correspondencia con Char escribe todos los avances de su ensayo y un 8 de marzo


del año 1951 le comunica a Francine que lo ha terminado. Ir más allá del absurdo a
través de la rebeldía es lo que se hila en las páginas de El hombre rebelde. Para definirlo
Camus escribe: “es ante todo un hombre que dice que no. Pero si niega, no renuncia:
también es un hombre que dice sí. […] El verdadero hombre rebelde conserva su
dignidad y rechaza la humillación” (Todd, 1997, p. 547). El ensayo es publicado el 2 de
noviembre de ese mismo año.

Éxito comercial, el autor de El hombre rebelde lee las críticas de su obra hasta 1952
esperando pacientemente aquella que venga de Les Temps modernes, revista fundada
por Sartre, Beauvoir y Merleau-Ponty. En un encuentro previo a la reseña, Sartre
informa a Camus que esta no será favorable y asignando a Francis Jeanson, filósofo,
sobre el ensayo, comienza un intenso enfrentamiento primero con Jeanson y más tarde
con Sartre, quien se ve forzado a intervenir tras una réplica que se dirige a él, el “Señor
director” como ha escrito Camus.

Irritado Sartre le contesta “Mi querido Camus, nuestra amistad no era fácil pero la
echaré de menos” (Todd, 1997, p. 567). En una mixtura de críticas al ensayo, a su obra
total y al carácter de Camus, su relación se fractura y, desde el punto de vista de Sartre,
la obra de Camus está condenada. La brecha es insalvable, Camus herido busca en su
pasado la ausencia de ese Sartre como inspiración y se convence de ello.

Camus sigue creyendo que puede hacerse realidad un socialismo aún por definir,
algo socialdemócrata a la escandinava y laborista a la británica. Camus y Sartre

21
[…] Tienen el mismo deseo de transformar la sociedad. […] quieren un nuevo
orden social más humano. La pasión no es igual. Es revolucionaria y violenta en
Sartre. Camus ya no es revolucionario: es un hombre rebelde que rechaza en
bloque el universalismo jacobino y el universalismo comunista. (Todd, 1997, p.
574.)

Camus se parece mucho a su ensayo y no puede dudar de sí tras leer toda la disertación
dedicada por Sartre a su orgullo y a su falta de reflexión. Para unos la respuesta plagada
de insultos es excesiva, para otros es necesaria para este escritor que no ha conocido
ningún fracaso mayor en su carrera. Taciturno, Camus se pasea por los corredores de
Gallimard bajo la mirada estupefacta de colaboradores en quienes el escritor argelino
figuraba siempre risueño y entusiasta. Los más cercanos consuelan a Camus; Char por
su lado afirma que El hombre rebelde es su mejor libro. Para el autor del ensayo, toda la
situación con Sartre resulta muy desagradable y no la deja pasar desapercibida,
escribiendo al respecto en Crónicas II, que junto a Crónicas I, son el retrato del Camus
redactor en jefe de Combat y del Camus hombre rebelde.

En esos penosos meses Camus escribe, lejos de sus últimos textos y de esos debates
intelectuales, con ese matiz lirico que le inspiraba Argel en Nupcias. Vuelve al mar y a
los ajenjos para ir escribiendo El verano, obra que le devuelve cierto calor. Por otra
parte, aquella irradiación no llega a todos en la casa de los Camus: Francine que durante
mucho tiempo ha oscilado en estados depresivos estacionarios recae considerablemente.
Junto a Albert regresan a Orán para que descanse, pero su condición y su caminata por
la terraza del departamento de las Faure hacen pensar a Camus y a sus cuñadas en un
intento de suicidio.

Camus se siente culpable pues su esposa sufría en silencio por sus infidelidades sin
reprocharle nada abiertamente. Internada en una clínica, Francine Camus tiene su
habitación en el primer piso, donde su esposo la acompaña con una pena y una
impotencia absolutas. Intenta erradicar su pesimismo y apoya a Francine como puede
hasta que su energía y su propia enfermedad lo agotan. El artista se ve superado pero no
el hombre sediento de vivir y de felicidad. Ambos regresan a Paris y Camus se dedica
por completo a su esposa. Una de sus cuñadas va a vivir con ellos, dejándolo un poco
más libre para regresar a sus actividades.

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En 1954 Camus comienza un tercer ciclo periodístico en L’Express tras los sucesos en
el Norte de África que han dado inicio a una sublevación en Argelia. Los argelinos no
quieren ser una colonia francesa y una guerra civil se levanta. Hasta 1955 Camus
presenta en este periódico una serie de artículos en los que expone su opinión respecto
al estallido de la insurrección. Para Camus “árabes y franceses tienen que encontrar el
medio de vivir juntos” (Todd, 1997, p. 617). Pero esta no es la solución que quieren los
argelinos divididos, quienes exigen que aquellos europeos salgan de su país. Dolido
Camus no comprende a su pueblo y tampoco da su brazo a torcer; acude a diferentes
convocatorias para discutir y unir pero fracasa y se gana el odio de algunos y el respeto
de otros. Argelia en 1955 entra en estado de emergencia.

“A pesar de sus trabajos periodísticos, durante los últimos dieciocho meses, Camus ha
mantenido actividades teatrales y al mismo tiempo terminaba siete novelas cortas: La
mujer adúltera, El renegado, Los mudos, El huésped, Jonas, La piedra que crece y La
caída” (Todd, 1997, p. 638). Todas forman parte del libro El exilio y el reino, a
excepción de La caída que adquiere una independencia debido al poder con la que se
escribe. Su héroe, Jean-Baptiste Clamence, es otro de esos personajes de Camus que
con máscaras y entre sombras lo esconden y descubren a momentos. “La caída de
Camus”, piensa su autor respecto a los críticos cuando busca un título adecuado. Que el
lector la juzgue y encuentre o no episodios biográficos como la de la muchacha que se
arroja al Sena y que es esa Francine cuyo grito Camus no supo escuchar (Todd, 1997, p.
640).

Renunciando a L’Express Camus termina a la par de sus novelas, los ensayos de una
obra que ha montado: Réquiem por una monja. Aquí conoce a Catherine Sellers quien,
en remplazo de María Casares para el papel principal, también inicia un romance con
Camus. Antes de su estreno escribe Reflexiones sobre la guillotina donde critica
aquellas opiniones favorables a la pena capital. Como hombre de proyectos constantes
Camus nunca está realmente inmóvil aunque en Argelia la opinión es distinta: ha
guardado silencio sobre ese país que tanto dice amar y que se ve sumergido en el terror.
Las Crónicas son un testimonio de cuan infundadas son aquellas opiniones.

En 1957 rumores de que Camus es el ganador del premio Nobel de literatura lo dejan
atónito. En Gallimard todos celebran y su director lo disuade de rechazar el

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premio.“Besos, flashes, tumultos. Allí están los amigos y los colegas […] Pero las
convenciones obligan: faltan María Casares y Catherine Sellers. Como también falta
una nueva joven, muy importante en la vida de Camus: Mi” (Todd, 1997, p. 692). Es
ocasión de agradecer a aquellos que Camus ama como es el caso de Louis Germain, su
profesor en la infancia. Camus viaja a Estocolmo en el Nord-Express y pisa territorio
sueco el 9 de diciembre.

Tras pronunciar un solemne discurso en torno al arte y el lugar del escritor en su época,
accede a discutir en un debate donde los temas son su obra, su vida y su opinión con
respecto a Argelia. Sin pasar mayor tiempo en Suecia retorna a Paris con regalos para
sus hijos, y para continuar con sus proyectos. Camus publica en 1958 sus Crónicas III
discutiendo siempre sobre aquella Argelia que lo cuestiona sin cesar en razón de su
posición muda. El final de este año, Francia ve ascender a Charles de Gaulle como
Presidente de la República. Héroe para muchos, no para Camus, De Gaulle quizá puede
hacer algo por Argelia.

Muy fatigado Camus saca fuerzas de una reserva invisible y junto a Catherine Sellers
montan Los poseídos a inicios de 1959. Su trayectoria como director y como escritor lo
lleva a proponer la creación de un teatro nuevo con “un repertorio que promovería obras
modernas. El Nouveau Théâtre también ofrecería obras maestras de las grandes épocas:
la tragedia griega, el Siglo de Oro español, el teatro isabelino, las época clásicas y
preclásica francesa” (Todd, 1997, p. 736). Malraux ministro de Cultura respeta a Camus
como director pero no le confiaría la administración de un teatro.

A más de sus pensamientos con el teatro, Camus trabaja en su última novela: El primer
hombre, autobiográfica y ambiciosa. Buscando a su padre Camus se dirige a Ouled
Fayet sin encontrar nada. Contento con su nueva novela, la va fácilmente escribiendo
desde Lourmarin, trabajando en personajes que se van plasmando en las páginas. Mi
ocupa un lugar importante al hacer que Camus gire hacia el trabajo con más ternura que
sarcasmo o ironía, características de sus previas novelas. El 20 de noviembre le escribe:

He trabajado, en efecto, durante casi todo el día, pero lo cierto es que la soledad
es dura. Amo la vida, me gusta reír, me gustan los placeres, y además te amo a ti,
que reúnes todo eso y algo más todavía –y es terrible, con mi naturaleza, y con la

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fuerza que tengo en la sangre, encadenarse así y enclaustrase-. Espero ser más
paciente a fuerza de ver que trabajo y de probarme a mí mismo que es el buen
camino, el único que conviene a mi maldita anarquía. (Todd, 1997, p. 745).

Esta novela que para Camus es con la que “realmente” empieza su obra, formará parte
de su tercer ciclo. En la primera página de su manuscrito escribe: “A ti, que nunca
podrás leer este libro.” Dedicatoria para su madre. A las otras mujeres de su vida les
escribe y las desea ver: Francine, María, Patricia, Catherine y Mi. Romántico en sus
cartas tiene planes con cada una tras dejar Lourmarin.

Enero de 1960. Camus irá a Paris en auto acompañado por Anne, Michel, Jannine
Gallimard y su perro. Lleva en el maletero el manuscrito de El primer hombre que
todavía tiene mucha tinta por recorrer. Albert Camus no lo terminará.

A veinticuatro kilómetros de Sens, en la Nacional 5, entre Champigny-sur-


Yonne y Villeneuve-la-Guyad, el Facel-Veha, después de un bandazo se sale de
la carretera, totalmente recta, y se estrella contra un plátano, rebota contra otro
árbol y se parte. Michel está herido de gravedad, Janine ha salido indemne, Anne
también. El perro desaparece. Albert Camus ha muerto en el acto. En un campo,
el reloj del salpicadero se ha detenido a las 13:55 horas. (Todd, 1997, p. 754).

Absurdo, así llamaba Camus a morir en un accidente de automóvil (Todd, 1997, p. 754).
Su obra como legado, sus actividades públicas y privadas, sus personajes y héroes
buscaban responder a ese absurdo. Reconociéndolo se empezaba a actuar en el mundo
sin renuncia. “Es demasiado joven” (Todd, 1997, p. 754). Dijo su madre cuando le
comunicaron la noticia y sin ser capaz de llorar afirmaba precisamente lo que resulta la
muerte de un pensador, de un escritor y un hombre de la talla de Camus, a la temprana
edad de cuarenta y seis años.

Habiendo pasado de manera vertiginosa por algunos de los hitos más importantes de su
vida y leyendo su trayectoria, así como sus obras, se abordará aquella novela
inconclusa, nunca corregida y a veces ilegible, dada la caligrafía de Camus, El primer
hombre. Se aprecia por un lado el espíritu con el que la trabajaba y, por otra parte,
aquella franqueza y honestidad que, si bien eran características propias de Camus, lo

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son aún más en una novela sobre la cual no pudo ya volver a escribir, pero en la cual
quizá sí logró retornar. Retorno a su infancia, retorno al inicio de la búsqueda de su
padre y retorno a El revés y el derecho.

En un prólogo escrito a una nueva edición de El revés y el derecho, Camus escribe


sobre sí mismo de manera desnuda: describe (a los veintidós años que tenía cuando
escribía este libro) su relación con la pobreza y las expectativas ambiciosas puestas en
su obra total. “Si, pese a tanto esfuerzo para construir un lenguaje y dar vida a unos
mitos, no consigo un día volver a escribir El revés y el derecho será que nunca he
conseguido nada” (Camus, 2010, p. 25). Con El Primer hombre, un tercer ciclo iniciaba
y con él una re-escritura. La novela se presenta como respuesta y pregunta a ese
esfuerzo.

Sintetizar tal novela resulta problemático en vista de que en sí la obra es una síntesis
autobiográfica, llena de recuerdos y retazos, algo de ficción, que siempre acompaña a la
memoria, y datos narrados atravesados por la literatura. No obstante, el mismo Camus
dice: “Estoy escribiendo un libro sobre mi familia. Estoy contento, he trabajado bien”
(Todd, 1997, p. 743). De eso trata El primer hombre, de la infancia de un niño pobre de
Argel, huérfano de un padre que en edad adulta existe para él y lo lleva a su búsqueda,
hijo de una mujer analfabeta y nieto de una matriarca poderosa. Trata de Jacques
Cormery y la manera en que su vida se va haciendo lentamente, de una niñez que se
transparenta en la propia infancia de Albert Camus.

26
Capítulo 2: El deseo

¿Qué decir del deseo de Camus? En lo tocante a su nacimiento (el del deseo) en la
figura del hombre real quizá solo sea posible tomar su estructuración como sujeto de
una manera axiomática. El deseo, inconsciente e inasible, móvil del sujeto y sostén del
análisis, vive y existe cuando es escuchado. Camus, en algunas de sus pláticas con
Sartre y especialmente frente al intento de suicidio de su esposa, consideró hacer un
análisis él mismo, pero terminó por desechar la idea. No obstante, su obra brinda pistas
y luces que el presente capítulo entramará lo mejor que pueda. Se partirá por una
definición de este concepto:

Falta inscripta en la palabra y efecto de la marca del significante en el


serhablante [parlêtre]. El lugar de donde viene para un sujeto su mensaje de
lenguaje se llama Otro, parental o social. Pues el deseo del sujeto hablante es el
deseo del Otro. Si bien se constituye a partir del Otro, es una falta [es una falta
en el Otro] articulada en la palabra y el lenguaje que el sujeto no podría ignorar
sin perjuicio. Como tal es el margen que separa, por el hecho del lenguaje, al
sujeto de un objeto supuesto [como] perdido. Este objeto a es la causa del deseo
y el soporte del fantasma del sujeto. (Chemama y Vandermersch, 2010, p. 138).

Desde la posición del sujeto siempre resulta equívoco hablar del deseo pues este se le
escurre y lo elude; es por así decirlo inaprehensible. En tanto uno está bajo las leyes del
lenguaje, aquello que permite hablar también establece el orden tanto de la falta como
de lo inefable. Decir qué es lo que se desea es ubicarse en el terreno de la demanda, y
aunque está articulada al deseo, manifestarla es situarse en un más acá. Lacan lo dice
expresamente: “que el deseo sea articulado, es precisamente la razón de que no sea
articulable” (Lacan, 2003, p. 784). Articulado a la demanda y a la necesidad en cuanto
la primera la aliena, y no es articulable porque en la cadena significante no se halla algo
que remueva la barra que atraviesa al sujeto. En el despliegue de la cadena todo es pura
falta.

Pronunciar la palabra precisa, hallar aquel significante que remita al objeto que colme y
complete, o a una significación en lugar de a otro significante, es irrealizable. Aquel es

27
el movimiento del deseo, una contigüidad y una proximidad que fallan. “Porque el
síntoma es una metáfora, queramos o no decírnoslo, como el deseo es una metonimia,
incluso si el hombre se pitorrea de él” (Lacan, 2012, p. 494). Una metonimia que el
sujeto pretende infinita y de la cual también puede jactarse.

En la descripción y enumeración de los atributos del deseo se ubican, por un lado, la


insatisfacción y la imposibilidad, y por otro lado, en un plano más estructural, el deseo
como indestructible y el deseo como inconsciente (Eidelsztein, 1995, p. 145). Para
ilustrarlo, Camus resulta, de una manera estética y en su reflexión, muy generoso
cuando en su libro El mito de Sísifo (2012) se sirve él mismo del texto clásico de
Homero (La Odisea) para darle un héroe a sus ideas sobre lo que llamó el hombre
absurdo.

Sísifo está sentenciado a llevar una roca por una pendiente hasta la cima. Esta nunca
llega para quedarse, sino que bajo su propio peso vuelve una vez más al llano donde
todo el arduo trabajo se reinicia. Así mismo, el deseo no está para satisfacerse como la
piedra en la cumbre. No. El deseo está para sostenerse. Esas cimas, como los objetos,
son indiferentes en tanto es su lugar lo que posibilita un movimiento y un acto. Una vez
que se cree estar en la cima, la piedra ya está nuevamente abajo, lista para ser empujada
nuevamente. Todo el ciclo se renueva.

“El esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, empujarla y ayudarla a
subir por una pendiente, cien veces recomenzada” (Camus, 2012, p. 153), remite a la
misma tensión que es el deseo. Vivaz y enérgico se dirige hacia alguna cima, una
cumbre cualquiera, o hacia algún objeto que en realidad no es ese. No hay modo que la
descarga del deseo sea total y absoluta, el deseo es siempre insatisfecho, así como
encontrar el objeto que suture la falta es imposible.

Afirmar que la tensión psíquica continúa estando siempre viva, hasta de manera
dolorosa, o que el displacer domina o que nuestros deseos siempre quedan
insatisfechos no expresa de ninguna manera una visión pesimista del hombre.
Por el contrario, esta aseveración equivale a declarar que, “felizmente”, a lo
largo de toda nuestra existencia estamos siempre en estado de falta. Y digo

28
felizmente porque esa carencia, aguijón del deseo, es síntoma de vida. (Nasio,
2007, pp. 44-45).

En el campo del deseo, el sujeto no se halla en un lugar idílico donde todo lo que ahí se
ubica es contenido que gratamente estaría dispuesto a aceptar. Análogo al mito de
Sísifo, llevar la piedra, cargar con eso que arrastramos, resulta muchas veces doloroso y
hacendoso. No obstante, también implica la vida; libre de estados perennes tanto de
dolor como de felicidad, donde lo crucial radica en el camino que se va construyendo al
andar y tropezar. Camus (2012) escribe: “La lucha por llegar a las cumbres basta para
llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz” (p. 156).

En la cumbre, el sujeto imagina que se encuentra la felicidad absoluta y eterna, una paga
por su sacrificio y esfuerzo. Fantasea con conseguir un placer total y completo
vinculado a esa felicidad donde ya no exista más el dolor, la pérdida o la falta. A veces
basta el acto, el viaje, el hacerse responsable de la piedra; sin embargo, en relación al
deseo, en realidad nada basta, nada es suficiente.

Si el deseo es el campo que se abre como abismo, por eso la angustia que
implica, más allá de toda demanda para la cual opera la función de límite (así
excluimos a las psicosis), entonces es indestructible; no habrá demanda que no
conlleve su más allá y el neurótico no podrá, en el rechazo del deseo, ir más allá
de “desear no desear”. (Eidelsztein, 1995. p. 145).

El límite en el neurótico es estructural. El deseo se ubica en un más allá y se establece


como un tope insoslayable. Por esta razón el deseo es finito para el neurótico y no así
para el psicótico, donde la satisfacción asintótica del deseo (Freud, 2010c. p. 46), remite
a la infinitud. En el decir del delirio no hay una producción fija de sentido. Las palabras,
como balas perdidas, se disparan azarosamente sin tener realmente un hilo conductor
que apunte a una significación. Es como si este no acabase, como si fuese infinito y
aquel que lo escucha, a fin de cuentas, no sabe con certeza que quiere decir.

Al hablar se cuenta con un determinado número de significantes, que a su vez


determinan al sujeto, y que trazan un lugar con paredes y cortes: una frontera que divide
un lugar conocido y familiar, y un horizonte del que no se puede decir nada porque

29
faltan palabras. Ahí está el sujeto en tanto deseo finito que no puede traspasarse a sí
mismo y que no puede perpetuarse por siempre en el mundo. El deseo es finito así como
el sujeto es mortal.

[El deseo] es inconsciente porque no hay demanda que pueda decir, saber, del
deseo, ya que si suponiendo dijese el deseo, no podría evitar que ya no sea lo
que esa demanda dice, en tanto ella implicaría otro más allá y así el deseo se
escaparía de vuelta. (Eidelsztein, 1995, p. 145).

Lo inconsciente, tomado como lo que no se sabe por completo, resulta como un atributo
evidente del deseo. Ya Freud en La interpretación de los sueños (1900) hablaba del
deseo en el plano de lo inconsciente cuando a su tercer capítulo lo titulaba El sueño es el
cumplimiento de deseo (Freud, 2010a, p. 142). En esa zona compartida con el chiste, el
acto fallido y otras formaciones de lo inconsciente, se escucha algo que el sujeto sabe y
algo que no sabe. Ese saber a medias insiste en la manera en que el deseo anda por
terrenos donde la falta está asentada y no puede ser burlada.

He ahí algo del motor de análisis, es decir, del deseo cuando en su escape constante se
lo sostiene. Así como Sísifo que se hace cargo de su piedra, hay una cierta
responsabilidad que se toma, o no, en relación al deseo, en relación a lo que no se sabe y
lo que no se puede saber. “El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de
significantes” (Lacan, 2003, p. 779), palabra por palabra, una a una se las escucha.

La obra total de Albert Camus, así como de otros escritores, apuntan no a verdades (o a
la verdad) sino a producciones de nuevos sentidos. El primer hombre es un buen
ejemplo de lo que en el deseo opera: la falta. Nunca acabada por su autor no hay manera
de que vuelva a ella para que se siga escribiendo. Esta novela se queda incompleta en la
medida que no pudo ser corregida por Camus, y es esta misma razón la que permitiría
definirla como una de las obras más sinceras; repleta de fallas y notas al margen. El
libro tiene un fin, hay una última página y una solapa que le continua, mas no tiene la
última palabra.

Si bien Camus no ha de darle una continuidad, miles de lecturas le suceden así como
otras reflexiones y producciones. El libro no está acabado en varios sentidos y, análogo

30
al deseo, no ha encontrado esa palabra total que ya no permita seguir diciendo o seguir
escribiendo.

2.1. El deseo de la madre.


Para poder ubicar el sujeto a deseo (abocado al deseo, no propietario de este, sino
responsable del mismo pues le concierne) del que se ocupa el psicoanálisis, es
fundamental dar cuenta de que su existencia no es algo dado por sí mismo o dejado a la
naturaleza y determinado enteramente al bagaje biológico que porta el neonato. Todo el
organismo del bebé humano es base de algo más, algo que establece un corte e inserta al
infans en el mundo simbólico y en el campo del deseo: el significante.

No hay un instinto materno desde el discurso psicoanalítico, de lo que se habla es del


significante particular deseo de la madre que en su operación permite la vida misma del
niño desde sus necesidades básicas hasta su estructuración como sujeto. Es
imprescindible la presencia encarnada de otro que la mayoría de las veces es la madre,
pero que no se limita a esta en tanto lo esencial es la función allí del significante.

Se trata precisamente de que el «desear al hijo» gira en torno de la forma en que,


en la madre, se establece la falta. Por eso toda relación con el niño parte de una
falla y de una irremediable incompletud. Madre e hijo no se suturan en una
complementariedad satisfactoria. (Jerusanlinsky, 2011, p. 11).

Con lo que se encuentra el hijo es con la falta en la madre. Por un lado la barra también
la atraviesa como sujeto e impide que con su hijo sean Uno. La presencia de la falta
hace que en este binomio madre-hijo se perfile un camino que permita la entrada de un
tercero, algo que tomará el lugar de este significante y lo pondrá en una dialéctica
diferente. El padre hará su aparición aquí bajo esas condiciones; cuando sea posible
establecer una entrada, sustitución y relación entre los significantes deseo de la madre y
Nombre-del-Padre.

Por otro lado, y en relación con lo anterior, la ausencia-presencia de la madre pone a


jugar también la satisfacción e insatisfacción de la demanda, así como alternativas que
permitan sobrellevar esta ausencia. El interés y la dirección de la madre hacia objetos

31
del mundo diferentes a su hijo comunican al bebé que para obtener algo tendrá que
pedirlo. Que solo en cuanto demanda, el amor puede llegar. Y que para demandar
también necesita hablar: dirigirse al otro, hacerle saber lo que quiere, distinguir en ese
mismo acto lo que uno quiere de lo que el otro quiere.

El infans observa y siente la ausencia de la madre estableciendo un corte donde algo del
deseo se vislumbra. Lacan (2011) interroga: “¿Qué desea el sujeto? No se trata
simplemente de la apetición de los cuidados, del contacto, ni siquiera de la presencia de
la madre, sino de la apetición de su deseo” (p. 188). Allí donde la madre dirija su
mirada, a quien dirija su voz, a aquello que brinde cuidados, también es del interés del
hijo en tanto objeto y en tanto deseo. El deseo de la madre, como significante, no basta
por sí mismo, es necesario que la madre encarnando al Otro primordial reconozca la
palabra y autoridad de alguien más, sea el padre, sea su ley.

Deseo del deseo de la madre implica que hay algo que falta y que está bien que falte, de
lo contario no se establecería dialéctica y el sujeto no existiría pues desde siempre
estuvo completo. Se hubiese mantenido como Uno sin diferencias, uno sin corte, uno
madre-hijo sin un tercero, que no tiene por qué o qué desear, un “sujeto” a quien no se
le ha enseñado que es lo prohibido para que pueda desear infringirlo. Este primero, el
otro indispensable, es vital y, pese a que puede absorber por completo, es el lugar de
partida. Es aquel que estaba previamente y que presenta el mundo al sujeto, aquel que
no es un otro cualquiera.

“El niño existe psíquicamente en la madre mucho antes de nacer, y más aún, mucho
antes de ser gestado. Cuando el niño nace, todo ese engranaje que le precede se pone
efectivamente en movimiento” (Jerusanlinsky, 2011, p 65). Es el germen del sujeto, el
primer esbozo que no se llega a terminar, sino en tanto él mismo es resultado de una
incompletud. Así como el Otro ya estaba ahí, también hay algo preexistente que
determinará su nacimiento y que está vinculado con el orden simbólico.

2.2. El Otro.
“A, es el lugar del tesoro del significante. […] El Otro como sede previa del puro sujeto
del significante ocupa allí la posición maestra […] es del Otro de quien el sujeto recibe

32
incluso el mensaje que emite” (Lacan, 2003, pp. 785-786). Se insiste en el Otro (Autre)
diferente al otro semejante, pues el lugar privilegiado que es este Otro también implica
que su nombre se escriba con la misma capital importancia. El uso de mayúsculas
designa la dimensión simbólica a la que está abocado el Otro, y tajando así una
diferencia en relación al otro semejante; no por ello deja de ser igual de importante que
el otro (autre) pero lo es desde una dimensión diferente y, sobre todo, no excluyendo a
los demás registros. Este Otro, quien no puede ser anónimo, tesoro de los significantes,
cuyo discurso forja lo inconsciente cumple toda serie de operaciones en lo que será el
sujeto que adviene y que se desvanece.

El sujeto en fading es el neurótico que pasa su vida volteando hacia el Otro


preguntándole (preguntándose), ¿qué querrá el Otro de mí? ¿Qué me quiere el Otro? El
neurótico fantasea con complacerlo, satisfacerlo y asegurar su goce. Niega su falta, la
barra que atraviesa al Otro y que es motivo de angustia para el sujeto, ignorando a la vez
que es también esta barra la que lo condujo a su producción. En esa pregunta planteada
se intenta responder a través de las más distintas maneras. Habría que pensar en los
diversos efectos en que esta figura procura surtidos actos en su nombre: en nombre de la
patria, en nombre de la libertad, en nombre de todo aquello que ocupe un lugar ideal
como ideal.

En la obra El extranjero, publicada en 1942, se ilustra hasta qué punto es la extrañeza


suscitada al mostrarse indiferente ante el Otro y, aún más, el negarse uno mismo como
sujeto al mandato absoluto de lo que su palabra dicta. Meursault es convocado por su
homicidio, una falta a la ley, pero sentenciado por aquella frivolidad con la que actúa
frente a la muerte de su madre y esas cuatro balas plantadas ya en un cuerpo inerte, una
falta “moral”.

Su silencio ante el juez cuando pregunta por la razón de aquellas balas de más lo tachan
(moralmente) de insalvable ante los ojos de ese Dios (Otro) que todo lo perdona a
condición de arrepentirse. Ante la figura de Cristo, Meursault no se inmuta, no
responde, pues no le concierne ni esa imagen ni las creencias del obstinado juez.
Cuando este último le pregunta si cree en Dios o no, de la manera más natural,
Meursault contesta que no y provoca tal exclamación en el juez, que su respuesta

33
pasaría por la intromisión del caos en un mundo sostenido por el discurso absoluto del
Otro.

Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, incluso los
que se apartaban de su faz. Tal era su convicción y si alguna vez la pusiera en
duda, su vida ya no tendría sentido. «¿Quiere usted –exclamó-, que mi vida
carezca de sentido?» A mi juicio, ese asunto no me concernía, y se lo dije.
(Camus, 2008, p. 73).

Se duda de uno mismo con más frecuencia de la que se quisiera admitir, pero, ¿dudar
del Otro? ¿Poner su palabra a discusión? o, peor aún, ¿rebelarse y negarse ante su
orden? Ni el alma más atormentada cuyo brazo haya ejecutado el más atroz crimen
puede absolverse de su presencia o del eco de su voz. Aun ante aquellos valores que se
toman como elevados, el sujeto no se manifestaría escéptico. “Nunca vi un alma tan
endurecida como la suya. Los criminales que han comparecido aquí lloraron siempre
antes esta imagen del dolor” (Camus, 2008, p. 74), le dice el juez a Meursault con
Cristo en mano esperando alguna señal de arrepentimiento.

Ni una lágrima o lamento durante el entierro de su madre lo describen como una


persona insensible cuyo primer acto, tras veinticuatro horas del suceso, fue un romance
con Marie Cardona: casa de baños, una comedia en el cine y, finalmente, el apartamento
de Meursault donde pasarían la noche. El juicio de este hombre, a través de los testigos,
se ve aportado por datos que exaltan su crimen. Datos que en determinado momento se
ponen a la par del asesinato y cobran cercana relación. Sin guardar luto por su madre
difunta, Meursault comete lo que ante la mirada del público y el fiscal es un agravio
paralelo: darse a ciertos placeres tras enterrar, apremiadamente y sin muestras de
tristeza, a su madre.

En defensa, el abogado de Meursault pregunta “¿Se le acusa, en fin, de haber enterrado


a su madre o de haber matado a un hombre?” (Camus, 2008, p. 99). Y ante las risas del
público el fiscal indignado estalla: “…acuso a ese hombre de haber enterrado a una
madre con corazón de criminal” (Camus, 2008, p. 99). Ante sus semejantes y el aparato
jurídico que lo procesa, aquel hombre no merece la vida ni pertenecer a la sociedad de
los hombres; ha dado la espalda a esa figura que, encarnando una de las más preciadas

34
funciones del Otro, ostenta un lugar privilegiado en toda cultura. Si ante el homicidio es
indudablemente culpable, también lo es por su renuncia ante los deberes que se espera
obedezca un hijo que ha perdido a su madre.

Meursault será decapitado públicamente y “en nombre del pueblo francés”(Camus,


2008, p. 109). En nombre de mantener la sociedad, en nombre de la justicia, en nombre
de la ley, en fin, en nombre del Otro y para mantener a salvo su “intachable” discurso.
No obstante, es precisamente porque existe una barra atravesando a A, al Otro, que hay
un sujeto insertado en el discurso y bajo las leyes del lenguaje. Un sujeto en falta porque
la falta también la halló en el Otro.

2.2.1. La madre.
“A ti, que nunca podrás leer este libro” (Camus, 2009, p. 13), es la dedicatoria que
escribe Camus para dar inicio a su última novela El primer hombre. De acuerdo a su
biógrafo, Oliver Todd (1997, p. 752), la dedicatoria está dirigida a la madre de Camus
quien al ser analfabeta no leería tal libro, o ninguno otro. Sus textos están dedicados a
personas importantes en su vida, pero resulta curioso que sea su novela autobiográfica la
que está dedicada a su madre. Decir que Catherine Hélène Sintès ha encarnado el lugar
Otro para Albert Camus responde a una cuestión lógica, pues los extensos párrafos en
que Camus adorna a su madre lo respalda. Dan cuenta de cómo la madre, en este caso,
hace de Otro primordial.

Durante el desarrollo de El primer hombre, Camus va cambiando los nombres a sus


personajes. En el caso de la madre de Jaques, pasa de ser Lucie a ser Catherine, nombre
real de su madre y de su hija. La madre de Camus, como se la ha descrito, también es la
madre de Jacques Cormery; fuente de una ternura inmensa y presa tanto de una parcial
sordera como de la palabra de su propia madre. Es a ella a quien acude un Jacques
adulto en búsqueda de respuesta sobre un padre perdido y extraño hace poco. Es la
madre de Jacques la que posibilita que este se refiera a un tercero porque para su propia
madre ese tercero también es importante. De igual manera, sirviéndose de esta
ilustración, el significante deseo de la madre invita y construye el paso para que el
significante Nombre-del-padre opere. La madre aquí es el agente intermediario de lo
simbólico.

35
La madre de Jacques es el punto de partida (Otro) para que la búsqueda por su padre
perdido (fallecido) inicie. Metafóricamente, la lectura de estos avatares muestra, con
ayuda de una torsión, una pérdida que en relación al sujeto se vincula más con la madre
y su goce, que con su padre y su muerte. Es decir, su padre ya no estaba, ni siquiera
guarda un recuerdo de este, por lo tanto no es a él a quien renuncia y al que pierde. Es,
por otro lado, de su madre de la que se separa y a quien correspondería la sensación de
pérdida y su experiencia. Es desde aquella “simbiosis” imaginaria a la que se renuncia,
que es posible el funcionamiento de la metáfora paterna. “Lacan identifica a la madre
con Das Ding, o sea el Objeto del goce originario perdido para siempre que imanta el
deseo, así como el reverso de la Ley” (Assoun, 2008, p. 106). Se renuncia a la Cosa para
que los objetos puedan existir.

Cuando llegó frente a la puerta, su madre la abrió y se arrojó a sus brazos. Y


entonces, como cada vez que se encontraban, lo besó dos o tres veces, lo
estrechó contra ella con todas sus fuerzas, y él sintió la costillas, los huesos
duros y las salientes de los hombros un poco temblorosos, mientras respiraba el
suave olor de su piel, que le recordaba ese lugar, debajo de la nuez, entre los dos
tendones yugulares, que ya no se atrevía besarle, pero que le gustaba respirar y
acariciar en su infancia las raras veces en que lo sentaba sobre sus rodillas y él
fingía dormirse, con la nariz en ese pequeño hueco que tenía para él el olor,
harto raro en su vida de niño, de la ternura. (Camus, 2009, p. 57).

Algo de la infancia en relación a ese Otro primordial vuelve para Jacques, y ¿cómo no
hacerlo?, si fue esta madre encarnándolo quien le brindó, desde su falta y su deseo, un
puesto en el mundo donde él pudiese ubicarse como sujeto. El orden de la ternura es la
asociación más próxima cuando a su madre se refiere. Una operación del deseo de la
madre, se puede formular, procuró que todo el engranaje para la producción del sujeto
funcione debido a que Jacques habitaba en la ternura de su madre como hijo deseado.

De esa misma infancia hay la nostalgia de un cuerpo y de un atrevimiento abandonado.


Ya no la besa, ya solo recuerda; ha renunciado a ser hijo únicamente de su madre como
era en su infancia y ha pasado a ser hijo también de su padre en el momento que ha
preguntado por él. La fragancia todavía pulula pero bajo las máscara del recuerdo y de

36
aquella memoria cuya principal facultad es crear y tapar hechos que han sucumbido a la
represión.

Estuvo por decir: «Estás muy bonita» y se detuvo. Siempre lo había pensado de
su madre y nunca se había atrevido a decírselo. No porque temiera un rechazo o
porque dudara de que ese cumplido le gustase. Sino porque hubiera sido
franquear la barrera invisible detrás de la cual siempre la había visto parapetada
–dulce, cortés, conciliadora, incluso pasiva, y sin embargo jamás conquistada
por nada ni por nadie, aislada en su semisordera, en su dificultad del lenguaje,
bella seguramente pero casi inaccesible, tanto más cuanto más sonriente parecía
y cuando más se volcaba hacia ella su corazón […] (Camus, 2009, p. 59).

La barrera invisible pero tangible que prohíbe el acceso a la madre e inaugura la cultura.
La prohibición del incesto y el asesinato son el soporte de la ley y también de la Ley
simbólica pues establece un corte en la relación madre-hijo. En torno a esto la madre no
es “casi accesible”, es por completo inaccesible. Jacques ve a su madre como aquella
que no puede ser conquistada, y ciertamente, gracias a que no es ella a quien se debe
conquistar, tomar o de quien gozar, es posible que sea a otras mujeres y objetos a
quienes se dirija para poder “conquistar”.

[…] sí, toda la vida había tenido el mismo aire temeroso y sumiso, y sin
embargo distante, los mismo ojos con los que veía, treinta años atrás, sin
intervenir, cómo su madre lo castigaba con el látigo, ella, que jamás había
tocado, realmente ni siquiera reprendido, a sus hijos, ella, a quien sin duda esos
golpes también dolían pero que, inhibida por la fatiga, por la incapacidad de la
expresión y por respeto a su madre, lo permitía, había aguantado durante días y
años los golpes a sus hijos […] (Camus, 2009, p. 59).

Ahí entre Jacques, su hermano y su madre, está la abuela de Jacques. Sujetando con el
puño apretado un látigo que reprende y castiga, se impone con una presencia violenta
que su madre respeta y no cuestiona. Ahí hay algo que separa, no de la mejor manera,
pero que establece que el Otro de Jacques, su madre, también se dirige hacia un lugar
Otro cuya palabra ostenta un poder. Jacques no escucha palabras de protesta pero de lo

37
que se percata es de su mirada. Sus ojos lo atraviesan y le significan un dolor que, desde
la perspectiva de su hijo, ella también siente.

La presencia de la madre de Jacques es vivida sobre todo desde el cuerpo. Su hijo


recuerda su aroma, su calor, sus miradas y los colores de sus prendas. Lo que más le
falta a Jacques desde ese lugar son las palabras, tanto dichas como escuchadas.
Ciertamente, no hay una ausencia total de palabras, pero la jerarquía del hogar así como
la limitación en el lenguaje de su madre, quizá lo volcaron justamente hacia ese lugar de
la letra escrita y la palabra dicha que escaseaban entre las paredes de la casa de los
Camus-Sintès.

[…] como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de los
demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los
restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena
acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había
perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los
sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos. Nunca la había oído quejarse,
salvo para decir que estaba cansada o que le dolían los riñones después de haber
lavado mucha ropa. Nunca le había oído hablar mal de nadie, salvo para decir
que una hermana o una tía no eran buena con ella, o eran «orgullosas». Pero rara
vez la había oído reírse a carcajadas. (Camus, 2009, pp. 59-60).

Rara vez Jacques escuchaba a su madre, y si lo hacía las palabras que acudían a sus
oídos estaban mesuradas, eran estrictamente las necesarias para poder comunicar un
efímero mensaje. Y he ahí algo de la acción del significante en tanto se dirige a alguien
haciendo que su existencia sea reconocida y haciendo que el sujeto también desee ese
reconocimiento. Condición mínima para que el infans hable: que sea hablado, que sea
mirado, que exista para el Otro. “Si dije que el inconsciente es el discurso del Otro, con
una A mayúscula, es para indicar el más allá donde se anuda el reconocimiento del
deseo con el deseo de reconocimiento” (Lacan, 2012. p. 491).

Porque hay un lugar llamado Otro, hay la posibilidad del inconsciente y su


estructuración como un lenguaje. Si la madre de Jacques se dirige a él y le muestra el
lugar de la ternura, el de la falta y el del significante, su hijo podrá sujetarse eslabón a

38
eslabón al mundo simbólico que es el mundo humano. A (Autre: Otro) es
principalmente un lugar: el lugar de donde emana lo simbólico.

2.2.2. La abuela.
La relación del sujeto con el Otro es, evidentemente, también diferente a la que se
tendría con otro semejante. Esto marca un modo distinto de vivir la falta y el deseo:
experimentarla tal como pérdida irrecuperable, como agujero temible o vacuidad
perenne. “[…] el Otro llega a ser identificado con el cuerpo. El afecto más apto para
hacer surgir al Otro es la angustia, caracterizada como «la sensación del deseo del
Otro». Esto es lo que se produce cuando «falta la falta»”(Assoun, 2008, p.105). El Otro
inspira angustia por no ser otro (semejante).

El pequeño Jacques invoca a su madre y su aroma a ternura, y por otro lado, invoca a su
abuela cuya insoportable fragancia está salpicada de las tardes con temperaturas que lo
sofocaban y aprisionaban. “A Jacques no le gustaba dormir por la tarde. «A benidor»,
pensaba con rencor y era la extraña expresión de su abuela cuando de niño, en Argel, lo
obligaba a dormir la siesta con ella” (Camus, 2009, p. 41). La palabra se queda calada
en Jacques y su huella despierta imágenes y sensaciones que le generan malestar. A
benidor, le dice su abuela y la recuerda con nitidez en su entonación y en lo que vendrá
a continuación. El Otro, tesoro de los significantes. No se puede esperar que todos
invoquen una realidad siempre complaciente.

El niño se quitaba las sandalias y se encaramaba a la cama. Su lugar era el fondo,


contra la pared, desde el día en que se había deslizado al suelo mientras la abuela
dormía, y reanudó su ronda alrededor de la mesa murmurando su letanía. Desde
su sitio, en el fondo, veía como su abuela se quitaba el vestido y bajaba la camisa
de grueso lino, desanudando la cinta que la sujetaba al escote. Después subía ella
también a la cama y el niño sentía cerca el olor de carne añosa, miraba las
abultadas venas azules y las manchas de vejez que deformaban los pies de su
abuela. «Ale», repetía ésta. «A benidor», y se dormía en seguida, mientras el
niño, con los ojos abiertos, seguía el ir y venir de las moscas infatigables.
(Camus, 2009, p. 43).

39
¿Por qué Jacques ocupa el lugar que le correspondería a un hombre adulto que haga de
pareja de su abuela? Custodiando su dormir, Jacques es perseguido en su infancia a
diario por la presencia de su abuela y esas dos palabras que son augurio de un tormento
ulterior. Vive de una manera angustiante el momento en el que a cada prenda de la que
se despoja aquella mujer, madre de su madre, se van traspasando límites necesarios.
Todo el rito del desnudamiento corre el velo de una verdad insoportable y que hace a
Jacques temblar de ira, de rencor y de impotencia. Se le usurpa algo de su infancia
durante esas siestas que lo arrinconan y que ponen en jaque la prohibición y la falta.

Sí, durante años detestó aquello, e incluso más tarde, siendo ya un hombre, y
salvo que enfermara gravemente, no se decidía a recostarse después del
almuerzo, en las horas de gran calor. Cuando a pesar de ello se dormía, se
despertaba sintiéndose mal y con nauseas. Solo desde hacía poco, desde que
sufría de insomnio, podía dormir una media hora durante el día y despertarse
repuesto y alerta. A benidor… (Camus, 2009, p. 43).

Que la falta falte, y que con ella el deseo perezca, es motivo suficiente para abrumar a
un Jacques de corta edad y para acosar a un Jacques adulto. Esos recuerdos marcan y
contornean aquel espacio en el tiempo en que la angustia surgió como el signo de
peligro de que lo real inunde. A Benidor tiene su eco a lo largo de todos los años de
Jacques y de Albert pues la palabra queda aun cuando la persona que la pronunció ha
dejado ya de vivir.

La abuela del mismo Camus no tiene un protagonismo tan vívido y devastador en la


biografía escrita por Todd, como el que se puede apreciar en El primer hombre. Sin
embargo de esa matriarca cuyo poder la hacía parecer invencible, no se relata nada
detallado sobre su muerte real. Simplemente un dato lo muestra como evidente después
de que Jacques dejara su hogar y fuese un hombre adulto que regresa a su natal Argelia.
En la lectura de otra de sus obras hay elementos que quizá no aportan datos totalmente
verosímiles a la vida y muerte de Madame Sintès, pero si otorgan una apreciación más a
la relación de Camus con su abuela.

En El revés y el derecho se juega en uno de los relatos la presencia de una añosa mujer
que mantenía a todo el hogar bajo su control. A los setenta años, sus mandatos eran ley

40
y su manera de educar a los hijos se había pasado a los nietos. Así como la abuela de
Jacques, esta mujer anciana ostenta una serie de conductas que llevan a distintos
sentimientos de odio y angustia en uno de sus nietos: otro Jacques, otro Albert. Cada
tela que vestía la abuela, su porte, su pose de reina y esas arrugas burlonas que
descoloran los álbumes de fotos donde las imágenes se van haciendo sepias, transportan
a bochornosos sucesos.

A esos ojos claros le debía el nieto un recuerdo que aún lo hacía ruborizarse. La
anciana esperaba a que hubiera visitas para preguntarle, clavando en él una
mirada severa: « ¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?». El juego
tomaba más relevancia cuando estaba presente la hija. Pues, en todas las
ocasiones, el niño contestaba: «A la abuela», guardando en el corazón un
supremo arrebato amoroso por esa madre que siempre se quedaba callada. O
también, cuando las visitas se asombraban de aquella preferencia, la madre
decía: «Es que lo ha criado ella». (Camus, 2010, p. 38).

La tiranía de su abuela y el amor de su madre vuelven a recortarse bruscamente en este


relato, donde claramente la abuela ejerce el dominio absoluto en la infancia del menor
de los nietos. Un juego severo y humillante donde entra en batalla la mentira y el miedo
respaldada por el silencio resignado de la madre, o en su defecto, por palabras que
excusen la respuesta de un hijo que por varios momentos dejaba de ser suyo pues la
abuela se adueñaba de sus actos y de su palabra. El anonimato de este niño parece
despejarse un poco por la similitud que tiene con Jacques y los recuerdos que narran
historias semejantes de privaciones, de prohibiciones y de golpes de vergajo.

La infancia de varios personajes que confluyen en un solo hombre, en El primer


hombre, están plagadas de anécdotas humillantes. Desde el cine, donde el pequeño
Jacques leía a su abuela en voz alta los subtítulos de las películas para que se enterara de
la trama, pues esta hacía saber al resto de la sala que había olvidado sus lentes, hasta la
manera en que él vestía siempre ropa más larga y calzaba zapatos reforzados con clavos
para que duren más. Aquel calzado resbaladizo le prohibía muchas veces el jugar su
deporte favorito: el fútbol. Cuando caía en la tentación y el suelo de la cancha
desgastaba la suela sabía que esa noche recibiría las duras represalias.

41
Todas esas mordaces experiencias que ejecutaba la abuela (también un Otro) tienen sus
consecuencias directas y a largo plazo. Todo el magistral teatro que efectuaba ante sus
dolencias las volvió verdaderas y resulta no tan sorprendente la reacción de un niño
cuando esta violenta presencia deja el mundo de los vivos.

No se preocupó. Aquella mujer lo había oprimido demasiado para que sus


perspectivas iniciales pudieran ser pesimistas. Y hay, además, algo así como un
coraje desesperado en la lucidez y la repulsa a sentir cariño. Pero es cierto que, a
fuerza de hacerse el enfermo, puede uno enfermar: la abuela llevó el fingimiento
hasta la muerte. […] El nieto se daba cuenta ahora de que no había entendido
nada. No podía quitarse de la cabeza la idea de que, en su presencia, la anciana
había interpretado su postrera y más monstruosa simulación. Y se preguntaba
qué pena sentía, y no notaba ninguna. Hasta el día del entierro no lloró, movido
por el generalizado estallido de lágrimas, pero lo hizo con el temor de no estar
siendo sincero y de mentir ante la muerte. Era un día de invierno hermoso,
traspasado de rayos de luz. En el azul del cielo se intuía el frío cuajado de las
lentejuelas amarillas. (Camus, 2010, p. 40).

La tarde está eclipsada con las metáforas que Camus escribe como el desenlace de la
convivencia asfixiante en casa de esta abuela. Sin embargo, en relación con los sucesos
de El primer hombre, la abuela vivirá aún más tiempo de lo que se narra en esta
pequeña historia. ¿Podrían estas palabras escritas en El revés y el derecho entrañar
hostilidad y ganas de despojar abruptamente el dominio absoluto de este Otro supremo
sobre este niño que también fue Albert Camus? Entre los renglones se pone en escena
como sería la muerte, el funeral y la reacción de su nieto ante esta estricta mujer.

Figura clave en la vida Jacques, daba orden a golpes y a chantajes. Hostilmente impone
su ley y hacía que su palabra se respete; hay una jerarquía dentro de esta casa, es decir,
hay cortes no solo delimitados con las paredes, sino en tanto simbólicos que prohíben,
censuran y lanzan a desear. Existe castración.

42
2.3. La castración.
Teóricamente existen diferencias cruciales en las concepciones del complejo de
castración entre Freud y Lacan. Este último siempre volviendo al primero, realiza una
relectura de los conceptos freudianos que permiten ubicarse de una manera diferente en
la teoría.

Para Freud, quien teoriza el complejo de Edipo y el complejo de castración en varias de


sus obras (Tres ensayos de teoría sexual [1905], Sobre las teorías sexuales infantiles
[1908], El sepultamiento del Complejo de Edipo [1924], por mencionar algunas), el
complejo toma lugar en algún momento de la infancia donde el niño se percata de la
diferencia anatómica de los sexos y a continuación atraviesan, niños y niñas de manera
distinta, todo un proceso del desarrollo de su sexualidad. En el varón, existe una
angustia a ser castrado, a perder el órgano peniano que atesora y, que en vista de que
otras personas no lo tienen, cree también correr el riesgo de perderlo. En la niña, ella se
encuentra desde el inicio privada de este órgano, llevándola hacia distintos destinos en
busca de su mejor equivalente, como por ejemplo un hijo (Nasio, 1996, pp. 16-26).

Hay una supremacía del falo (y no del pene) respecto al complejo de castración y al
complejo de Edipo, donde niño y niña toman su respectivo camino en relación a este.
Para salvarse a sí mismos, renuncian a su lugar en relación con la madre. Ambos
emergen hacia la orientación exogámica de otros hombres y otras mujeres, habiendo
cedido a sus padres como objetos sexuales. No ha ocurrido ningún corte a nivel del
cuerpo, a nivel de órgano todo está intacto, pues de la castración de la que se habla en
psicoanálisis es de una castración que se vive a nivel inconsciente (Freud); es un corte
simbólico (Lacan).

Lacan, que prefiere hablar de castración antes que del complejo de castración, la
define como una operación simbólica que determina una estructura subjetiva: el
que ha pasado por la castración no está acomplejado, por el contrario, está
normado respecto al acto sexual. (Chemama y Vandermersch, 2010, p. 76).

Para Freud la castración es angustiante, mientras que para Lacan esta es liberadora y
salvadora. En todo caso, el sujeto está normado, vinculado a la sociedad y a sus

43
interdicciones. Quien ha sido castrado forma parte del discurso gracias a toda la acción
del lenguaje.

“Eso que llamamos pues una lengua materna, es una lengua en la cual, gracias a la cual,
uno se encuentra castrado” (Melman, 1997, p. 7). Existe un agujero a consecuencia de
ser hablantes y a condición de ser hablados. El lenguaje separa estableciendo aquellas
diferencias que impiden la homogeneidad en las relaciones entre sujetos, es el espacio
necesario para poder movilizarnos dentro de la lengua y también dentro del deseo. La
acción de la lengua materna en Jacques surte su función de corte. Él, felizmente, ha sido
atravesado por la castración y ha abandonado a su madre para dirigirse hacia el mundo,
sus semejantes y las relaciones con estos.

[…] una joven bastante elegante pasó por la portezuela donde se encontraba con
el hombre (Jacques). Se detuvo para pasar la maleta de una mano a la otra y
entonces vio al viajero. Este la miraba sonriendo, y ella no pudo dejar de sonreír
también. El hombre bajó el cristal, pero el tren ya partía. Lástima, dijo. La joven
seguía sonriéndole. (Camus, 2010, p. 27).

Tanto en novelas como El primer hombre, o en La caída, los personajes principales de


Camus poseen esa cualidad de seductor con la que el mismo Camus era categorizado.
Sus aventuras, a veces indiscretas, sus relaciones y romances perfilan a un hombre que
ha sido inscripto por “esa lengua positiva por la cual uno se encuentra castrado y
entonces viril” (Melman, 1997, pp. 7). En el caso de El extranjero, Meursault confinado
a su celda describe sus ígneos anhelos cuya llama sigue ardiendo aun en la privación de
su libertad:

Me atormentaba, por ejemplo, el deseo de una mujer. Era natural, dada mi


juventud. No pensaba nunca particularmente en Marie. Pero pensaba con tal
intensidad en una mujer, en las mujeres, en todas las que había conocido, en
todas las circunstancias en que las había amado, que mi celda se llenaba de todos
los rostros y se poblaba de todos mis deseos. (Camus, 2008, p. 81).

Retomando la noción teórica y las reflexiones de la obra freudiana alrededor de la


castración, Lacan organiza los tiempos del Edipo y los describe detalladamente. ¿Sobre

44
qué recae la castración? “La castración recae sobre el falo en tanto es un objeto no real
sino imaginario. Esta es la razón por la cual Lacan no considera las relaciones del
complejo de castración y del complejo de Edipo de manera opuesta según el sexo”
(Chemama y Vandermersch, 2010, p. 77). Si la teoría psicoanalítica ha sido criticada
como falocentrista, es precisamente porque el falo cumple una función central como
significante del deseo.

2.3.1. El falo.
El falo es un concepto en el psicoanálisis definido principalmente mediante su
operación como imaginario o simbólico. Nasio (1996) escribe:

El pene real, por estar investido, solo existe como falo imaginario; a su vez el
falo imaginario, por ser intercambiable, sólo existe como falo simbólico; y
finalmente el falo simbólico, por ser significante del deseo, se confunde con la
ley separadora de la castración. (p. 51).

Cabe resaltar que hay algo de los tres registros, Real, Simbólico e Imaginario, que
operan en relación al falo. En cuanto al deseo, ¿a qué deseo se refiere aquí el autor?
Sobre todo al deseo de la madre, pues el descubrimiento de la castración de esta,
momento lógico estructurante, la instala como deseante y, así, el significante fálico
podrá llegar a ser marca del deseo. Este mismo falo,  (Falo simbólico), por estar
velado, sin formar parte de la cadena significante, es quien permite que la misma se
despliegue.

Desde Freud, en su trabajo La organización genital infantil (Una interpolación en la


teoría de la sexualidad) de 1923, se establecen ya las diferencias de lo que es el falo en
relación al genital masculino. “[…] para ambos sexos, sólo desempeña un papel un
genital, el masculino. Por tanto, no hay un primado genital, sino un primado del falo”
(Freud, 2011, p. 146). Ese primado, ese lugar de privilegio otorgado al falo lo retomará
Lacan posteriormente.

Lacan en su escrito La significación del falo (2003, p. 672), define “El falo como
significante de la razón del deseo (en la acepción en que el término es empleado como

45
“media y extrema razón” de la división armónica)”. Por un lado, la lectura de la palabra
razón puede remitir a la génesis como tal del deseo, a su nacimiento en la medida que el
falo es su significante. Por otro lado, sin desarticularse a este primer sentido, Lacan:
“Está usándolo en sentido matemático, como proporción, como lo que tiene común
medida y permite una proporción justa en la operación de división. Permite una división
exacta sin resto” (Rabinovich, 2009a, p. 66).

En esta definición el Falo cumple una función como media, como razón común para los
dos sexos, un denominador universal que opera para ambos en su división y también en
su relación. Si el falo crea una división armónica es solo en apariencia pues el sujeto al
dirigirse a otro sujeto no puede pretender completarse; que el otro sea su mitad y que,
después de todo, la relación sexual exista. El falo permite que la sexualidad humana se
“desarrolle” por la articulación que se da entre el sexo y el lenguaje, en razón de una
pérdida perenne que dejará un residuo (a).

El falo, como significante, tiene a la imposibilidad del goce de La Cosa o goce


del ser como significado. La castración no quiere decir otra cosa que esto: todo
ser humano, todo el que habla, está sujeto a la Ley de prohibición del incesto y
ha de renunciar al objeto primero y absoluto del deseo que es la Madre.
Teniendo o no el falo, nadie, ni el niño, ni la Madre, ni el Padre, podrán serlo.
(Braunstein, 2006, pp. 88-89).

El sujeto en construcción renuncia al goce, a ser el objeto de goce de su madre, a La


Cosa freudiana, a ser el falo de la madre, a poder colmarla puesto que lo que “el niño
busca, en cuanto deseo de deseo, es poder satisfacer el deseo de la madre” (Lacan, 2011,
p. 197). Este es el primer tiempo del Edipo: ser el falo para colmar, atrapar, captar el
deseo de la madre: ser el objeto (falo imaginario) en esta relación ideal y perfecta. El
padre, su ley, aquí aún mantiene una función encubierta y velada pero “la cuestión del
falo ya está planteada en algún lugar de la madre, donde el niño ha de encontrarla”
(Lacan, 2011, p. 200). El falo imaginario (con minúscula), cuya escritura algebraica es
 (menos phi) instaura la lógica del tener y del ser. Ese menos (-) remite a lo que falta
en el Otro, a la huella de su castración; objeto que desea y que no lo tiene, objeto que le
falta.

46
El deseo de la madre, como el de toda mujer, es el de tener el falo. El niño,
entonces, se identifica como si fuera él mismo ese falo, el mismo falo que la
madre desea desde que entró en el Edipo. Así, el niño se aloja en la parte faltante
del deseo insatisfecho del Otro materno. De este modo se establece una relación
imaginaria consolidada, entre una madre que cree tener el falo y el niño que cree
serlo. (Nasio, 1996. p. 50).

De esta cita, lo que se plantea alrededor del deseo de toda mujer y el falo se verá más
adelante, lo que más importa por ahora es la relación madre-hijo, lugar donde recae la
castración (y no solamente sobre la persona). Segundo tiempo del Edipo: niño y niña
deben primero dejar de ser falo para la madre y ulteriormente renunciar a la pretensión
de ser amos del mismo. La prohibición del incesto restringe y desaloja al sujeto de esta
posición de ser el falo. “Esta interdicción corresponde al padre simbólico, es decir, a la
ley cuya mediación debe ser asegurada por el discurso de la madre” (Chemama y
Vandermesch, 2010, p. 77). En el segundo tiempo están afectados tanto el niño como la
madre y esto asegura que en el tercer tiempo se inserte un tercero en la relación dual. El
padre simbólico del segundo tiempo es el padre “todopoderoso”, como lo llama Lacan
(2011, p. 200), cuya función ya lo mencionaba Freud en reiteradas ocasiones, es la de
privar.

Tercer tiempo del Edipo: interviene el padre como portador del falo permitiendo que en
el niño se produzca una identificación con este, y en la niña que se dirija hacia quien
parecería tenerlo para buscarlo. “Si el padre es interiorizado en el sujeto como Ideal del
yo y, entonces, no olvidemos, el complejo de Edipo declina, es en la medida en que el
padre interviene como quien, él sí, lo tiene” (Lacan, 2011, p. 201). Con el Ideal del yo
ya existe una entidad reguladora en el sujeto que intervendrá en la relación con sus
semejantes. Esta instancia simbólica denota el paso primordial al espacio de los
intercambios y el fin del complejo de Edipo, su sepultamiento freudiano.

La falta está escrita en el sujeto gracias a la castración y al paso de cada uno por estos
tres tiempos que, si bien no son fechables, establecen el atravesamiento estructurante en
su historia; es más, marcan en el sujeto parlante un poder decir que tiene historia. La
gran importancia que se le presta al padre y a su ley en el devenir sujeto es totalmente
evidente puesto que, como lo menciona Braunstein (2006, p. 89), es posible la escritura

47
de la ecuación Falo= Nombre-del-Padre, siempre y cuando se hagan notar sus
diferencias.

[El Falo] es inarticulable; para decir hay que unir un significante con otro
significante puesto que un significante no puede significarse a sí mismo, por eso
el Falo es un significante mudo y sin par. Mientras que el nombre-del-Padre “es
el Falo, sin duda, pero es igualmente el nombre-del-Padre […] Si este nombre
tiene alguna eficacia es justamente porque alguien se levanta para contestar”
(id.) y por eso es que, siendo el Falo, cumple a la vez con una función que el
Falo no puede cumplir, la de ser el tronco y el punto de referencia a partir del
cual se posibilita la articulación discursiva. Podemos considerar al Falo como
significante cero y al nombre-del-Padre como su metáfora, el significante uno
que viene a su lugar. (Braunstein, 2006, p. 94).

Significante cero, el Falo evoca la falta. Es la presencia que señala la ausencia y


posibilita tener, a partir de su inmovilidad y de su mutismo, flexibilidad en el campo de
la palabra y en el despliegue metonímico como movimiento del deseo, a condición de
que se sumen otros significantes a su tronco. Es un significante sin par, pues siendo el
significante privilegiado, como lo describe Lacan (2003, p. 672), fue el elegido de entre
toda la batería de significantes para operar como velado. Sin formar parte ya de la
cadena necesitará de Otro significante, Uno sí con un Nombre posible de pronunciar.

2.3.2. El Nombre-del-Padre.
Que alguien venga a hablar en nombre de, en lugar de, en vez de, es referirse al
Nombre-del-Padre. Significante cuya inscripción en el sujeto es determinante para su
estructuración. Pero, ¿qué se entiende por el Nombre-del-Padre?

Producto de la metáfora paterna, que designando en primer lugar lo que la


religión nos ha enseñado a invocar, atribuye la función paterna al efecto
simbólico de un puro significante, y que, en un segundo tiempo, designa aquello
que rige toda la dinámica subjetiva inscribiendo el deseo en el registro de la
deuda simbólica. […] El Nombre-del-Padre, al venir en el lugar del Otro
inconsciente a simbolizar el falo (originariamente reprimido), redobla en

48
consecuencia la marca de la falta del Otro (que es también la del sujeto: su rasgo
unario) y, por medio de los efectos metonímicos ligados al lenguaje, instituye un
objeto causa de deseo. (Chemama y Vandermersch, 2010, pp. 457-459).

El Nombre-del-Padre es ante todo un significante. Su función es la de sustituir el


significante deseo de la madre y condensar el significante del deseo de la madre, es
decir, el falo. Si se habla en términos de sustitución, entonces, estamos en el campo de
la metáfora, y más precisamente de la metáfora paterna. Lacan lo dice claramente: “La
función del padre en el complejo de Edipo es la de ser un significante que sustituye al
primer significante introducido en la simbolización, el significante materno” (Lacan,
2011 p. 179).

La metáfora paterna es un nombre que se ubica en el lugar del Nombre-del-


Padre, en el lugar del sucesor, y ese S1 cualquiera que deja de ser cualquiera
desde el momento en que viene a ocupar este lugar particular viene a redoblar,
a sustituir, a condensarse con el significante del deseo de la Madre. ¿Cuál es el
significante del deseo de la Madre?: el falo. (Nasio, 1982, p. 304).

Hay que insistir al respecto: solo porque el deseo de la madre invoca el Nombre-del-
Padre y reconoce esa palabra viniendo de este lugar Otro, así como su autoridad, este
significante puede inscribirse y condensarlo (metaforizarlo). La operación de esta
metáfora, el eclipsamiento del sujeto por lo simbólico, lo lleva al campo articulado del
sentido (y también del malentendido); orden posible porque hay una operación
“suficiente” del Nombre-del-Padre. De no ser así, de no inscribirse este Nombre, ya no
se puede hablar en términos de castración o de corte, sino de un orden donde el deseo y
su causa, así como el síntoma, no han sido producidos.

Si el síntoma tiene la estructura de la metáfora, y el deseo la estructura de la


metonimia, tal como Lacan las define en “Instancia de la letra…” entonces
necesariamente sólo cuando la metáfora paterna se instala aparece el síntoma, y
la metáfora es posible, en tanto que metáfora sintomática, a partir de la
castración materna. (Rabinovich, 2009a, p. 21).

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El conjunto de significantes está sentenciado a errar si no puede remitirse al significante
primero, al significante uno que da voz y guía a lo que está velado. No hay un Nombre
al que referirse, pues en la trayectoria de devenir sujeto, en la espera de este Nombre, él
nunca llegó en ausencia de su invocación.

La amenaza verdadera, la terrible, es que la castración llegue a faltar. La clínica


muestra una y otra vez que la falla en la función del padre que es la de incluir al
sujeto en el orden simbólico es la causa de un llamado desesperado, patético, a la
intervención castradora que separe al niño del goce y del deseo de la Madre.
(Braunstein, 2006, pp. 47-48).

El Nombre-del-Padre es la metáfora primordial (Die Urmetapher), aquel significante


que por ser Uno destina a que toda metáfora le suceda. Es el lugar del S1 que permite
que un S2 se le enganche, es decir, S1 S2, el binario simbólico que sintetiza y hace de
modelo a todo el despliegue del conjunto de significantes cuya referencia primera sigue
siendo el Nombre-del-Padre.

La cadena significante entonces está construida con el Nombre-del-Padre como la


columna de soporte, como su primer eslabón realmente articulado con voz, nombre y
sentido. Toda metáfora habrá de decirse y formularse en su Nombre, pues este
significante es el Padre de todas las sustituciones y sus generaciones. ¿Cuál es el efecto
de esta sustitución? La producción del sujeto ligado al lenguaje y a sus efectos
metonímicos que lo determinan como sujeto a deseo.

El inconsciente, el inconsciente como saber insabido, es este S2, que tiene como
soporte al S1 que es el nombre-del-Padre, palabra articulable que viene al lugar
de la falta abierta por el Falo como -1 en la batería del significante, en el Otro,
significando allí la Ley que decreta la exclusión de la Cosa como real imposible.
(Braunstein, 2006, p. 93).

¿Qué sería de los S2 sin el S1? Puro caos en un discurso que se precipita errantemente,
un vértigo insoslayable donde las palabras caen, pues no tienen de que sujetarse. El
sujeto no está anclado a algún muelle que haga de partida, aquella que es el Nombre-
del-Padre. Lo que surge como algún intento de estar en el mundo, es el delirio, pues “la
50
formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción”
(Freud, 2010c, p. 65), de una inscripción que no sucedió y que intenta remplazar. Es
decir, el delirio también intenta operar como metáfora.

Si “alguien se levanta para contestar” es porque quien habla articula algo con un
mínimo de coherencia; un entramado de sonidos e ideas que en su entonación, pausa y
sintaxis, narran, informan y crean sentido. Toda significación, fálica por supuesto, tiene
una orientación y un orden por estar normativizada y acuñada al Nombre-del-Padre. De
aquí en adelante el sujeto (barrado) puede ser representado (jamás totalmente) por un S1
ante un S2.

El Nombre-del-Padre, escrito con mayúsculas para darle su categoría simbólica, en


tanto concepto, posee una referencia crucial planteada por el padre del psicoanálisis.
Freud en su obra Tótem y Tabú (1913) narra el mito necesario para el psicoanálisis
del padre de la horda primitiva (primordial). Padre celoso, envidiado, temido, violento,
acaparador de todas las mujeres, desterraba a sus hijos varones cuando crecían.
Aquellos exiliados, cansados de su belicosidad, se aliaron y asesinaron al padre para
ulteriormente engullirlo.

Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de
poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras
eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él,
forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto.
Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa
que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se
volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos
viéndolo hoy en los destinos humanos. Lo que antes él había impedido con su
existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica de la
«obediencia de efecto retardado nachträglich» que tan familiar nos resulta
por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte
del sustito paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándose a las
mujeres liberadas. (Freud, 2008, p. 145).

51
El padre es más fuerte entonces en tanto símbolo. Su presencia ya no real, sino
simbólica, es la que ahora con más fuerza regula, hace corte, ordena, restringe, prohíbe,
y en la medida en que lo hace también dice que desear, brinda nacimiento a un sujeto
que pueda establecer vínculo social y pertenecer a una cultura con límites y normas. Ya
no es una horda primitiva compuesta por los caníbales del mito freudiano, se trata del
mundo humano, del mundo simbólico, donde existe un inconsciente estructurado como
un lenguaje. “Para el inconsciente, aquel que instaura la ley está ya previamente muerto:
su herencia es transmitida por un Nombre separado de la voz que lo enuncia. No es
preciso matarlo: el significante ya se ha encargado de ello” (Maleval, 2002, p. 78). En
cuanto se refiere a la castración, quienes tienen el papel protagónico no son mamá y
papá, roles que pueden ser o no ser ejercidos, lo que es fundamental es la operación del
significante: deseo de la madre y Nombre-del-Padre.

Si la ley es la del Padre, y el deseo solo puede ser en tanto articulado a esta ley, aquella
culpa vivida por su asesinato también lo atrapa. Por inconmensurable, el deseo es
peligroso a ojos de aquella instancia reguladora que hace de juez en el sujeto: el
Superyó. Homóloga a la culpa, la deuda también ve la luz como deuda simbólica
impagable, y alrededor de la cual no faltan ejemplos de las acciones para intentar
colmarla. Culpa, deuda y deseo, todas articuladas por esta ley Paterna. En relación a la
clínica muy puntualmente y al deseo que la sostiene:

Se asume que la culpa no se atenúa con pagos sacrificiales. Al contrario, se


incrementan, pues esas ofrendas en el altar del Otro y de sus demandas
significan ceder el deseo, aquello que es lo único de lo que podríamos ser
culpables. (Braunstein, 2001, p. 50).

Culpables y responsables de desear, por a estar habitados del deseo que se mueve
(metonímicamente) siempre hacia un objeto que resulta no ser el que realmente se
buscaba. Si cedemos el deseo, aun cuando este se vea envuelto en humo negro, se ha
cedido la mayor intimidad en razón de cumplir el deseo de alguien más y de responder
disciplinadamente a sus demandas. No hay sacrificio que calme el hambre del Otro,
pero desde el cuestionamiento a su deseo retorna la pregunta que lacera al sujeto: ¿qué
desea usted? Tal como se la formula en el análisis, desde la boca del analista, para ser
sostenida en el analizante. Sostenida y trabajada, no completamente respondida.

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En relación al mito freudiano que sostiene al padre muerto como padre simbólico y su
ley, que es la prohibición del incesto y la del asesinato, Jacques resulta un personaje
paradigmático en el lugar de hijo. Camus tras recibir el Nobel empieza una búsqueda de
su padre que va narrando a lo largo de la novela de El primer hombre, de hecho, la
primera parte es titulada de esta manera: Búsqueda del padre. ¿Al padre hay que
buscarlo? Quizá sea más acertado decir que al Padre hay que invocarlo, tiene que ser
llamado.

2.4. Figuras de padres y su relación con el Nombre-del-Padre.

2.4.1. Henri Cormery.


Este personaje, padre de Jacques, está inspirado en el padre real de Albert Camus:
Lucien. Su vida y muerte ya se han descrito, de manera resumida, con ayuda de la
biografía escrita por Oliver Todd (1997). El parecido que guarda con Henri Cormery es
evidente. Ha fallecido en batalla y Jacques busca su lápida en el sector de los muertos
de la guerra de 1914 en Saint-Brieuc. Este es el punto de partida que desatará la ordalía
de la novela en el ir y venir de Francia a Argelia, de la adultez a la infancia, del hombre
rebelde y lúcido escritor al niño frágil e inteligente, en búsqueda de ese padre olvidado.

Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su


padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas,
1885-1914, e hizo maquinalmente el cálculo: veintinueve años. De pronto le
asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. Él tenía cuarenta. El
hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que
él. (Camus, 2009, p. 31).

Huérfano de guerra, el padre en la realidad de Jacques está muerto. Aquel encuentro con
su lápida, la fría roca ante sus ojos que en apariencia no le dice nada, lo flecha de tal
manera que su padre cobra más fuerza. Alusión al padre de la horda primitiva: se vuelve
más fuerte al no pertenecer ya al mundo de los vivos en carne y hueso. Su presencia es
de otro orden, uno que es el del símbolo.

Y la ola de ternura y compasión que de golpe le colmó el corazón no era el


movimiento de ánimo que lleva al hijo recordar al padre desaparecido, sino la

53
piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente
asesinado, algo había que escapaba al orden natural, y a decir verdad, ni siquiera
tal orden existía, sino solo locura y caos en el momento en que el hijo era más
viejo que el padre. La sucesión misma del tiempo estallaba alrededor de él,
inmóvil, entre esas tumbas que ya no veía, y los años no se ordenaban en ese
gran río que fluye hacia su fin. Los años no eran más que estrepito, resaca y
agitación, y Jaques Cormery se debatía ahora presa de angustia y piedad. Miraba
las otras lápidas del entorno y reconocía por las fechas que ese suelo estaba
sembrado de niños que habían sido los padres de hombres encanecidos que
creían estar vivos en ese momento. Porque él mismo creía estar vivo, se había
hecho él solo, conocía sus fuerzas, sus energías, hacía frente a la vida y era
dueño de sí. (Camus, 2009, pp. 31-32).

Ternura y sentimiento de injustica se levantan con este reencuentro. Si hay tal


percepción del mundo como injusto es por la posibilidad de contrastar leyes y códigos
con un (des)orden que debería haber en algún lado y tiempo quizá previo. Sin embargo,
el orden que definitivamente no es natural, como lo dice Camus (pues tal orden no
existe), existe como efecto de la acción del padre simbólico que, tachando lo caótico,
genera un mundo de sentido. Tiempo y espacio, precipitados aquí en una marea de
embravecidas olas, así como la descripción de sí mismo como un hombre formado, solo
existen a condición de estar anudadas a su Nombre.

Su soledad es posible pues ha sabido distinguirse del prójimo y reconocer un afuera y


un adentro de sí. Y, sobre todo, aquellas palabra de empoderamiento sobre su persona,
aquella posibilidad de “hacerse a sí mismo” (en la medida que Otro existió y que existió
para Otro) son las consecuencias de haber adoptado la invocación al Nombre-del-Padre
y, de esta manera, “adueñarse” no como amos o poseedores, sino como responsables
(culpables) de las acciones y límites de la vida de sí mismo.

Volvía a ver su vida loca, valerosa, cobarde, obstinada y siempre orientada hacia
ese objetivo del que ignoraba todo, y en verdad había transcurrido enteramente
sin que él tratara de imaginar lo que podía haber sido un hombre que justamente
le había dado esa vida para ir a morir un poco después a una tierra desconocida,
al otro lado de los mares. A los veintinueve años, ¿acaso él mismo no había sido

54
frágil, doliente, tenso, voluntarioso, sensual, soñador, cínico y valiente? Sí, todo
eso y muchas cosas más, alguien vivo, un hombre al fin, pero sin pensar nunca
en el ser que allí descansaba como en alguien viviente, sino como en un
desconocido que había pasado antes por la tierra donde él naciera, y que, según
su madre, se le parecía y había muerto en el campo de honor. Sin embargo,
ahora pensaba que ese secreto, lo que ávidamente había tratado de conocer a
través de los libros y de los seres, tenía que ver con ese muerto, ese padre más
joven, como todo lo que éste había sido y con un destino, y que él mismo había
buscado muy lejos lo que estaba a su lado en el tiempo y en la sangre. (Camus,
2009, pp. 32-33).

Lo que escribe Camus como discurso de Jacques se entrama con un tercer registro del
padre: el imaginario. Tal como en la novela se lo plasma y habla de él, ya hay una
referencia a este orden, y sobre todo en la medida que intenta describirlo: frágil,
doliente, tenso, etc. “En cuanto al padre imaginario, ya sea que aparezca como terrible o
bondadoso. Lo que se le atribuye es la castración, o mejor dicho, la privación de la
madre, el hecho de que no posea el falo simbólico” (Chemama; Vandermersch, 2010, p.
492). La manera en que Camus crea a su padre Lucien en Henri Cormery, así como se
lo imagina, e idealiza en ocasiones, le atribuye todo rasgo que el mismo cree poseer. Tal
como sucede en el tercer tiempo del Edipo en tanto el niño se identifica con su padre
como portador del falo. Él, que si lo tiene.

Jacques dice buscar un secreto, dice orientarse hacia un objetivo del que ignoraba todo.
¿Un saber no sabido? ¿Un saber a medias? Otras palabras que también pueden
acompañar al enigmático deseo en su definición y características. Jacques parece darse
cuenta de la aventura emprendida por algo de sí, un Nombre que lo represente, una
quimera sin contornos que se le presenta en boca de su madre de manera sinuosa para
perfilar algún parecido. La búsqueda de un padre en la realidad del cual estuvo privado,
es la pretensión de darle, en su memoria, y sosteniéndose por aquello que otros le
dijeron, un cuerpo, una mirada, una voz y un discurso. Todo esto va alimentando a los
seres que inventa y a los propios avatares que estarían destinados a enfrentar.

A decir verdad, no había tenido ayuda. Una familia en la que se hablaba poco,
donde no se leía ni escribía, una madre desdichada y distraída, ¿quién le hubiera

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informado sobre ese padre joven y digno de lástima? Sólo su madre lo había
conocido, y lo había olvidado. Estaba seguro. Y había muerto ignorado en esa
tierra por la que había pasado fugazmente, como un desconocido. Era él, sin
duda, quien debía informarse, preguntar. Pero a alguien, como él, que nada
posee y que quiere el mundo entero, no le basta toda su energía para construirse
y conquistar o entender el mundo. Al fin y al cabo no era demasiado tarde, aún
podía buscar, saber quién había sido ese hombre que le parecía ahora más
cercano que ningún otro ser en el mundo. Podía… (Camus, 2009, p. 33).

Inspirado, Jacques regresa al tiempo y al espacio de ese cementerio lúgubre, a sus


cuarenta años ignorando la identidad de su padre pero viviendo gracias a la función (y
no su rol, que recayó en otro). Este párrafo, el penúltimo del capítulo dos, destaca algo
de la falta y sus consecuencias cuando se la “asume” (se lo escribe entre comillas pues
hablar de una asunción completa de esta, un sujeto que se admita por completo dividido
e incompleto, sería nuevamente hablar de un lugar idealizado). Cormery hijo asegura
que su madre ya ha terminado por olvidar a su padre, y aunque esa no es razón que evite
que la interrogue sobre él, se hace cargo de esa voluntad que no es de nadie más sino
suya.

Nada posee y quiere el mundo entero, Jacques comprende de alguna manera que no
puede tenerlo todo, que no puede saber y entenderlo todo y que eso no es motivo para
acomplejarse y desistir. No. Hay un giro en esa comprensión, en ubicarse en un nuevo
lugar que ya no es solo el de la reflexión y la abstracción, sino la del acto. La presencia
del actuar marca esa posición del sujeto en relación a la castración, en relación a la falta
y el intentar llenarla. Podía…intentarlo sí, ¿conseguirlo? no, no encontrará lo que busca,
porque lo que piensa que busca se le escurrirá, no obstante, hallará algo más. Camus se
topará con Sísifo, con La peste, con La caída, con El extranjero, con El primer hombre,
y Jacques, se encontrará con su niñez y todos los aromas de Argelia, se reencontrará con
su abuela y sus profesores, con la pobreza y el amor, podrá darle un nuevo sentido, una
resignifiación a todo aquello y una silueta con su firma a su padre.

56
2.4.2. Étienne.
Tío de Jacques, también tío de Camus, es un hombre robusto y cariñoso con sus
sobrinos. Es el único hombre en la familia de los Camus-Sintès que compartía la vida
cotidiana, la vivienda, la responsabilidad económica y el cuidado de los hijos de su
hermana Catherine. Sordo, quizá más que su hermana, aprendió a leer en la escuela a la
que vagamente atendía y haciendo uso del limitado repertorio de palabras a su
disposición, que acompañaba de mímicas y gestos toscos, así como de onomatopeyas,
se expresaba bruscamente para hacerse entender.

Celoso de su hermana, Étienne (también llamado Ernest en ocasiones dentro de la


novela) y su madre prohibieron rotundamente el ingreso de otro hombre en la vida
amorosa de la madre de Jacques, intentando su tío ocupar parcialmente el lugar del
zuavo muerto en batalla; se preocupaba y cuidaba de ella, pero sin la intimidad de las
parejas. La relación que mantuvo con Jacques siempre fue muy estrecha y repleta de
enseñanzas simples pero consistentes.

A su manera, Ernest siempre había querido a Jacques. Admiraba sus éxitos


escolares. Con su mano endurecida, encallecida por las herramientas y el trabajo
bruto, frotaba el cráneo del niño. « Este sí que tiene una buena cabeza. Dura», y
se golpeaba la suya con su puño grueso, «pero buena.» A veces añadía: «Como
su padre». Un día Jacques aprovechó para preguntarle si su padre era inteligente.
«Tu padre, cabeza dura. Hacía siempre lo que quería. Tu madre, siempre, sí, sí.»
Jacques no pudo arrancarle nada más. Pero Ernest solía llevarse al niño consigo.
Su fuerza y su vitalidad, que no podían expresarse ni con palabras ni en las
relaciones complicadas de la vida social, estallaban en la vida física y en las
sensaciones. (Camus, 2009, p. 91).

La palabra de su tío reafirma aquello que ya había escuchado de la boca de su madre:


Jacques era inteligente como su padre. De esta pequeña frase dispuesta en distintos
órdenes y con diferentes palabras se puede, por un lado, notar la manera en que Jacques
siempre es glorificado, reconocido y querido por su inteligencia y por sus resultados en
la escuela. Y, por otro lado, como aquel rasgo remite también a su padre, como si fuese
por esa precisa característica de ser listos lo que permite que estén vinculados más allá
de la sangre, más allá incluso de haberse conocido frente a frente.

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Poniendo a consideración la frase que dice Étienne, se despejan aun otras relaciones y
sentidos. Su tío, con su tono y manera particular de dirigirse a Jacques, le dice que
«tiene una cabeza dura…como su padre» y que «su padre, cabeza dura. Hacía siempre
lo que quería». Un primer sentido articula nuevamente, metafóricamente, la inteligencia.
Ser inteligente y destacarse por ello en la escuela o en el trabajo, así como Jacques en la
clase de francés o así como Henri, quien aprendió a leer y escribir a los 20 años
instruido por un jefe, y que sabía lo suficiente de vinos como para poder trabajar. “Tenía
buena cabeza. lo miraba. Como tú” (Camus, 2009, p. 63), le dice Catherine a su
hijo.

Un segundo sentido para el tener la cabeza dura, es el ser un cabeza dura; ambas
parecen tener un estatuto de significante elemental en Jacques, es decir, un lugar
primordial como significante que viniendo del Otro lo determina de manera particular
en su estructuración y que puede ser apreciado, escuchado, en el discurso. “¿Cuantos
significantes caben en el Otro? Esta pregunta hipotética es realizada siempre desde la
perspectiva del sujeto” (Eidelsztein, 1995, p. 143). El listado de esos significantes es
posible hacer, y en el caso de esta obra, se puede identificar a toda esta frase en un lugar
privilegiado para Jacques.

El segundo sentido resalta la comparación del cabeza dura de su padre que hacía lo que
quería. Un “cabeza dura” es escuchado igual, pero entendido en esa relación que remite
a una persona terca, testaruda, obstinada, aquel que escucha (o no) el consejo de otro y
continua bajo su propio juicio, aquel que termina haciendo lo que quiere. Aquí se
vuelve a enfatizar otros significantes que Camus suele resaltar, como por ejemplo ser
obstinado y testarudo, negar sin renunciar, germen quizá de El hombre rebelde, como
escrito y como postura.

Étienne realiza con Jacques actividades que con ninguna otra persona hace. Con su
madre le asalta un sentimiento de amor impotente y una ternura que en ocasiones
desemboca en una misericordia desesperada, y con la abuela se siente bajo su pisada.
Mientras que es con su tío con quien “Jacques aprendió esos domingos que la compañía
de los hombres era buena y que podía ser un alimento para el corazón” (Camus, 2009, p.
97). Domingos de caza junto al perro de su tío: Brillant, y algunos amigos del trabajo
profundamente encantados con las historias y sentido del humor de Étienne.
58
Jacques conoce lo que en Argel es el mundo de los hombres junto a su tío; un mundo
diferente al de las mujeres de su hogar, lejos de ellas, entendiéndose con otras palabras,
con una diferente manera de relacionarse. Lo separa, como operación simbólica del
Nombre-del-Padre, y lo inserta en un orden distinto donde aprende a acomodarse.
Aquella presencia física con una destreza casi animal para la captura de infortunadas
liebres y predices, le enseña también un mundo más cercano al cuerpo y a sus
sensaciones. Étienne, que dividía el mundo en bueno y malo, en placentero y
displacentero, percibía su realidad en códigos simples: desde la limitada comprensión
que le daban los encabezados de los diarios, hasta aquel súper-desarrollado sentido del
olfato que permitía a los aromas sutiles transformarse en exquisitas fragancias, y a los
incómodos olores exagerar hasta la repugnancia.

Días de caza y tardes de crepúsculos cobrizos junto al mar donde Jacques aparentaba
más coraje del que tenía para seguir en hombros de su tío mientras este nadaba. Si hay
una ubicación familiar de un padre en la realidad en la vida de Jacques ese lugar le
corresponde a Étienne, cuya fuerza bruta solo podía ser superada por el amor que sentía
hacía Jacques, por ejemplo cuando le preguntaba en sus regresos a casa: “«¿Estás
contento?». Jacques no contestaba. Ernest reía y silababa a su perro. Pero unos pasos
después, el niño deslizaba su mano pequeña en la mano dura y callosa de su tío, que la
apretaba fuerte, y volvían así, en silencio” (Camus, 2009, p. 102).

Cuán importante es la figura de este hombre para Jacques se revela también en las
relaciones con los otros miembros de la familia. Por un lado, con madame Sintès,
Étienne no se escapa de sus órdenes y normas, sin embargo, no da su brazo a torcer
cuando existe alguna riña. En aquellos domingos que su tío se vestía formalmente de
acuerdo al día:

Ernest se le apareció como era, es decir, muy guapo. Y comprendió entonces que
la abuela amaba físicamente a su hijo, estaba enamorada, como todo el mundo,
de la gracia y la fuerza de Ernest, y que su debilidad excepcional por él era
después de todo muy común, nos ablanda más o menos a todos, por lo demás
deliciosamente y, contribuye a hacer el mundo soportable: es la debilidad ante la
belleza. (Camus, 2009, pp. 104-105).

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La relación de la abuela y su hijo, abren una dimensión nueva para Jacques. Madame
Sintès queda marcada como sujeto deseante, como sujeto a deseo. El implacable coloso
que es su abuela de repente colapsa al mundo mortal donde la falta reina. Jacques
atribuye tal estremecimiento a Étienne, no aislándolo a su discapacidad, sino a su
presencia estética en el mundo, a un atractivo que despertaba el interés del resto, una
suerte de debilidad generada por aquella seducción. Debilidad ante la belleza. Siendo
escritor Camus traza paisajes y realidades apuntando hacia una estética que produzca, al
unir palabras precisas en un determinado orden, el despertar de la sensibilidad en el
lector.

Un Jacques adulto, aquel en busca de su padre olvidado, encuentra nuevamente a su tío


ya con el pelo blanco, un poco más encorvado pero aun con una sorprendente juventud.
Lo recordará como el tonelero, como el artesano dulce y ruidoso, que se puso lívido
cuando Jacques lastimó su dedo intentando ayudarlo en el trabajo. En compañía de su
madre y su tío, Jacques recurre a ellos para indagar más sobre Henri Cormery.

Nunca sabría por ellos quien había sido su padre y, sin embargo, por su sola
presencia, hacían brotar nuevamente los frescos manantiales de una infancia
miserable y feliz, no estaba seguro de que esos recuerdos tan ricos que surgían a
borbotones en él, fueran realmente fieles al niño que había sido. Mucho más
seguro, por el contario, era que debía atenerse a dos o tres imágenes
privilegiadas que lo ligaban a ellos, que lo fundían con ellos, que suprimían lo
que había tratado de ser durante tantos años reduciendo por fin al ser anónimo y
ciego que había sobrevivido a sí mismo en todo ese tiempo de su familia y que
constituía su verdadera nobleza. (Camus, 2009, p. 118).

Jacques reconoce aquello que estas dos presencias físicas representan para él. Al
mencionar aquello que los une, pese a que no puedan hablarle de su padre en vida, está
nombrando al Padre, su acción como significante, aquello que suprime el anonimato, lo
que ahuyenta a las espesas sombras enceguecedoras de lo real.

60
2.4.3. Malan.
Saint-Brieuc y Malan (J.G.) está escrito como título del capítulo tres. Aquellas letras
mayúsculas entre paréntesis corresponden a las iniciales del nombre de uno de los
maestros y más cercanos amigos de Camus: Jean Grenier. La idea principal del viaje a
Saint-Brieuc era visitar a Malan. El hecho de que Henri Cormery hubiese estado allí
enterrado solo era una casualidad; Jacques, no obstante, acude a casa de su viejo
maestro a contarle lo sucedido en el cementerio. En el diálogo que inician hay
elementos del discurso de Jacques que dan cuenta de la figura de padre que Malan
(Grenier) representa.

 […] cuando yo era muy joven, muy necio y estaba muy solo (¿recuerda en
Argel?) usted se acercó a mí y sin mostrarlo me abrió las puertas de todo lo que
yo amo en este mundo.
 ¡Oh! Usted tiene grandes condiciones.
 Seguramente. Pero incluso los más dotados necesitan un iniciador. La persona
que la vida pone un día en su camino, ésa ha de ser por ser siempre amada y
respetada, aunque no sea responsable. ¡En eso creo! (Camus, 2009, p. 37).

El lugar de iniciador del mundo de la filosofía y las letras. Malan hace de intermediario
en el pase de la niñez a la juventud de Jacques, dejando la escuela y continuando al
liceo, Malan está donde se le abren las puertas de todo lo que él ama: la literatura, la
filosofía, el teatro y el periodismo eventualmente. Cada una de sus pasiones se vuelve el
molde para plasmar sus ideas respecto del mundo, la libertad y la justicia.

Oh, lo sé. Usted es generoso.


No, no soy generoso. Soy avaro de mi tiempo, de mis esfuerzos, de mi fatiga, y
eso me repugna. Pero lo que acabo de decir es cierto. Usted no me cree, y ése es
su defecto y verdadera impotencia, aunque sea un hombre superior. Porque se
equivoca. Bastaría una palabra, en este mismo momento, y todo lo que poseo
sería suyo. Usted no lo necesita, no es más que un ejemplo. Pero no es un
ejemplo arbitrariamente escogido. En realidad todo lo que poseo es suyo.
(Camus, 2009, p. 38).

61
La presencia de Malan, la pasión que Grenier pudo infundir en su pobre estudiante
sobre el mundo de las ideas y las palabras convergen de tal manera en Jacques que
siente esa misma fuerza y atracción ya hechas suyas. Todo lo que es de Jacques vino
inmantado de su profesor del Liceo: él que hablaba de los filósofos, él que podía
escribir y producir sus propias ideas, lega a su estudiante esa misma voluntad. El
Nombre-del-Padre es “el lugar del sucesor” (Nasio, 1982, p. 304), el lugar que permite
que las generaciones le sucedan. Jacques pupilo de Malan, Camus pupilo de Grenier,
ilustran la manera en que se adopta el lugar del sucesor. Es el convertirse en hombre
para Camus (Jacques), ser escritor y pensador de su tiempo, pues a manera de
testamento simbólico este profesor le concedió “todo lo que es suyo”.

En una pequeña nota al pie, hay un párrafo que no está incluido en la novela cómo parte
oficial y que tiene una gran importancia tratándose de figuras reales que han hecho de
padres para Jacques, el texto reza lo siguiente:

He intentado descubrir yo mismo, desde el comienzo de pequeño, lo que estaba


bien y lo que estaba mal, ya que nadie a mí alrededor podía decírmelo. Y ahora
reconozco que todo me abandona, que necesito que alguien me señale el camino
y me repruebe y me elogie, no en virtud de su poder, sino de su autoridad,
necesito a mi padre. (Camus, 2009, p. 40).

Vuelven a jugarse aquí los registros en relación al padre. El padre en la realidad es


llamado desde el discurso de Jacques para que actúe y diga, que castigue o apruebe. El
padre simbólico (padre real, padre muerto) está planteado desde lo que está bien y está
mal, desde una posición moral, un lugar interdictor de lo que se puede hacer y de lo que
no. El padre imaginario resulta de aquella creencia de que su padre de carne y hueso
realmente pudiese calzar en estas expectativas de figura ideal que señale el camino que
hay que recorrer. Jacques dice necesitar a su padre ignorando la manera en que lo habita
y poniendo también a Malan como un representante, pues “Hay seres que justifican el
mundo, que ayudan a vivir con su sola presencia” (Camus, 2009, p. 39). No es posible
un mundo si no está habitado por seres cuya presencia permite seguir viviendo.

62
2.4.4. Bernard.
Uno de los consuelos de Jacques, aparte del mar y los barrios de Argel, era la escuela.
Allí el profesor de primaria, el señor Bernard, impartía todas las clases con una
dedicación y un entusiasmo contagioso que mantenían a sus jovencísimos alumnos
atentos a las materias. El niño Cormery resaltaba y se apasionaba por ese mundo que le
enseñaba su profesor.

No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una forma un poco


mitológica y siempre, llegado cierto momento, había sabido sustituirlo. Por eso
Jacques jamás lo olvidó, como si, no habiendo experimentado realmente la
ausencia de un padre a quien no había conocido, hubiera reconocido
inconscientemente, primero de pequeño, después a lo largo de toda su vida, el
único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de niño.
Pues el señor Bernard, su maestro de la última clase de primaria, había puesto
todo su peso de hombre en un momento dado, para modificar el destino de ese
niño que dependía de él, y en efecto, lo había modificado. (Camus, 2009, p.
120).

Jacques aprendió a sustituir a su padre porque existe Un Padre. Si el S1 está inscrito


entonces es posible todo el mundo metafórico y también el reconocimiento de este Otro
padre para Jacques. Luois Germain en la vida de Albert, Bernard en la escuela primaria
de Jacques, es un padre vital, uno que con su presencia transformó exponencialmente la
vida de este alumno inteligente hundido en la pobreza. Desde el entusiasmo con
geografía hasta aquellas novelas extravagantes de tierras con el exótico clima que
precipitaba nevadas, el señor Bernard otorgaba a sus alumnos, a Jacques, algo
invaluable. De esas clases Jacques, a quien nunca nadie dijo explícitamente lo que
estaba prohibido o lo que estaba bien y mal, recibía proposiciones sobre “lo que no
admitía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad” (Camus, 2009, p.
129). Normas básicas, tan elementales que nadie se había tomado la molestia de
pronunciar en su familia.

Todavía más importante en la infancia de Jacques, ya inquieto e incansable desde


pequeño, “la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de la familia. En la clase
del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial

63
todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir” (Camus, 2009,
p. 128). Hambre insaciable, ligada al saber y ligada al deseo. Jacques estaba siendo
atravesado por ese destino cuyo horizonte está atestado de surtidos objetos, todos
hechos para no saciarlo.

El señor Bernard para Jacques, así como Luois Germain para Camus, le inculca el
hábito de la lectura, la lengua, el arte de la novela y el amor por los libros. Es el primero
con quien descubre ese mundo de la letra, de la palabra escrita que abre puertas a
distintos mundos. Siendo inteligente su alumno Cormery, el señor Bernard le toma
estima en seguida, y habiendo sobrevivido este profesor a la guerra adopta a todos los
huérfanos argelinos que asistían a la primaria. “Sí, tengo preferencia por Cormery
como por todos los que entre vosotros perdieron a su padre en la guerra. Yo hice la
guerra con sus padres y estoy vivo. Aquí trato de reemplazar por lo menos a mis
camaradas muertos” (Camus, 2009, p. 133). Y lo hizo lo mejor que pudo, hablando de
los zuavos y sus trajes de colores, hablando de las distintas batallas, y evocando los
nombres que Jacques alguna vez había escuchado en casa; invocando también el
Nombre al que se atan todos ellos.

¿Cómo cambió la vida de Jacques y Albert este hombre que castigaba a sus alumnos,
aplicados o no, con el pirulí? Le permitió la obtención una beca en el liceo donde
conocería sus otros profesores incluido su amigo Malan. A Jacques y a otros tres niños
más les dio clases adicionales para poder ingresar a este liceo, convenció a su abuela de
que le otorgue la oportunidad de estudiar y así un mejor futuro para la familia en
ingresos económicos. Lo felicitó, lo reconoció y le regaló Les Croix de bois novela con
la que Jacques se desconsoló en sollozos cuando llegó su profesor a la página final.

A aquel hombre que hablaba hoy a su canario y que lo llamaba «pequeño»


cuando ya tenía cuarenta años, Jacques nunca había dejado de quererlo, aun
cuando el tiempo, el alejamiento y por último la segunda guerra mundial lo
hubieran separado de él, primero en parte, después del todo, dejándolo sin
noticias, y se alegró como un niño cuando en 1945 un reservista maduro con su
capote militar llamó a su puerta en París, y era el maestro que se había
reenganchado, «no para hacer la guerra», decía, «sino contra Hitler, y tú
también, pequeño, has peleado, ¡ah!, yo sabía que eras de buena ley, tampoco
64
has olvidado a tu madre, espero, bueno, no hay en el mundo nada mejor que tu
mamá, y ahora regreso a Argel, ven a verme», y Jacques iba a verlo todos los
años desde hacía quince, todos los años como hoy, en que besaba antes de irse al
viejo emocionado que le tendía la mano en el umbral de la puerta, y era él quien
lo había echado al mundo, asumiendo solo la responsabilidad de desarraigarlo
para que pudiera hacer descubrimientos todavía más importantes. (Camus, 2009,
pp. 138-139).

Los principios del respeto, de la igualdad, de la libertad, eso legó Bernard a su alumno.
Si algo de eso se puede apreciar en los días de adulto de Jacques será en sus luchas, en
las que su ideología y la de su maestro se estrechan como hermanas ante el estallido de
la guerra, de esas guerras en las que nadie gana y que Jacques aprendió desde pequeño,
después de una contienda con un compañero: “la guerra no es buena, porque vencer a un
hombre es tan amargo como ser vencido por él” (Camus, 2009, p. 135). La prohibición
se instaura, hay que recodarlo, frente al incesto y al asesinato. Bernard con su presencia
y en su discurso lo transmite a toda una generación nueva, una en la cual había un
estudiante atento que tomará partido en la segunda guerra mundial, no como soldado,
sino como un opositor firme ante esa barbarie que dejaría otro millar de huérfanos y
más marcas en una Europa que todavía no se recuperaba.

65
Capítulo 3: El deseo y el goce

Se ha visto de qué manera el deseo viene a fundarse, cómo consigue su articulación y su


movimiento. Queda, no obstante, detenerse en un concepto cuyo peso teórico y clínico
dan nuevas lecturas a todo el proceso de la producción del sujeto: el goce. En lo que se
expondrá a lo largo de este capítulo, especialmente en el campo teórico, se tomará como
base la lectura que hace Néstor Braunstein del goce en su texto El goce: un concepto
lacaniano, sin excluir, por supuesto, otros autores y autoras.

Algunas aproximaciones ya se han dado sobre lo que es el goce, por ejemplo al hablar
de la castración y referirse a los tiempos del Edipo, donde en el primer tiempo al hijo se
le prohíbe gozar de la madre, y a la madre tomar como objeto de goce a su hijo. Y, por
otra parte, en la equivalencia de la Cosa freudiana (das Ding) con la madre, que
igualmente viene a ser el blanco de una prohibición, de una restricción, de aquella
represión que es primordial (die Urverdrängung). Para definir el goce, concepto
complejo, habrá que ir distinguiendo sus modalidades. Sólo a partir de ciertas
distinciones se podrá lograr una aprehensión más o menos satisfactoria, sin olvidar que
cada una de las descripciones de “goces” arriba necesariamente a el goce, en singular,
pues finalmente es uno solo.

“La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado, que pueda ser
alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo” (Lacan, 2003, p. 807). Desde esta
cita es posible entonces figurar que hay un goce inicial del que uno se exilia, al que se le
pone límite, un goce de la Cosa o del ser (Braunstein), y que hay un goce que llama para
ser alcanzado, un goce que clama ser “posible” una vez que se ha ingresado en el
terreno de la Ley, pero que anda a la fuga como un forajido, un goce out-law
(literalmente: fuera de la ley). El goce es lo que se rechaza, lo que se sacrifica, es a lo
que se renuncia para pasar al terreno del deseo, donde se lo anhela y se lo aspira
encontrar “nuevamente”. En efecto, el volver a encontrarlo es algo idílico, el hecho de
decir que se desea su reencuentro ya está plagado de las quimeras y fantasías del
neurótico.

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Partiendo desde Freud, desde aquel texto que Lacan retoma, existen observaciones ya
planteadas y elementos de la clínica que cuestionaban al padre del psicoanálisis y a su
teorización sobre el principio de placer. Los sueños traumáticos, la compulsión a la
repetición en los pacientes neuróticos, la repetición de los niños en el juego, algo más
allá del principio del placer insiste en la vida del sujeto que evita los caminos de la
razón y de la intelección para siempre hallar el modo de arribar a los mismos patrones,
aun si estos le procuran tensiones, frustración o disgustos. Estas son las formulaciones
en Más allá del principio del placer (1920), texto en el cual el padre del psicoanálisis
escribe:

El camino hacia atrás, hacia la satisfacción plena, en general es obstruido por la


resistencia en virtud de las cuales las represiones se mantienen en pie; y entonces
no queda más que avanzar por la otra dirección del desarrollo, todavía expedita,
en verdad sin perspectivas de clausurar la marca ni de alcanzar la meta. (Freud,
2010e, p. 42)

El manuscrito de este texto publicado en 1920, siguiendo la biografía de Peter Gay, ya


circulaba por las manos de amigos de Freud en 1919. Pese a la opinión general que creía
que el génesis de esta obra fue la muerte de la hija de Freud, el padre psicoanálisis
atestiguaba que aquella era simplemente una idea errada, pues su hija aún estaba “sana y
floreciente” antes de 1920. La violencia y la agresión son temas que Freud incluía en su
obra desde hace ya varios años pero, que frente a los acontecimientos del último tiempo
y, ciertamente, a la madurez que iba adquiriendo Freud, tomaría nuevas dimensiones en
Más allá del principio de placer.

La gran carnicería de los años 1914 a 1918, que en los combates y en belicosos
editoriales sacó a la luz la verdad completa sobre el salvajismo humano, también
había forzado a Freud a asignar a la agresión dimensiones realzadas. En una
conferencia pronunciada en la Universidad de Viena en el semestre de invierno
de 1915, le pidió a sus oyentes que pensaran en la brutalidad, la crueldad y la
maldad repartidas entonces por todo el mundo civilizado, y que admitieran que
el mal no podía excluirse de la naturaleza humana esencial. (Gay, 1996, pp. 443-
444).

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No solo en la sociedad psicoanalítica la idea de esta destructividad intrínseca al sujeto
tardó en ser recibida, el mundo entero no estaba listo para aceptar lo evidente: que las
guerras se seguían declarando y el número de muertos no paraban de crecer. El
psicoanálisis, Freud y su teoría, no deja de encontrar trabas hasta hoy frente a sus ideas.
Desde la teoría de la sexualidad infantil, pasando por la pulsión tanática y llegando al
goce, hay una fuerte inclinación a rechazar, a ignorar lo que el psicoanálisis y su clínica
no dejan de mostrar. En todo caso, desde sus cimientos la investigación psicoanalítica
ha trabajado desde el resto, desde lo marginado y lo que debe rechazarse; ha llevado sus
reflexiones sobre lo que no se dice y sobre el exceso. Esta última alusión pondrá el
camino hacia el goce.

Se entiende por goce, por este goce inicial, a la satisfacción plena sin agujero, lo que
estaba antes de toda falta y que después de todo ocupa un lugar mítico para el ser
hablante (parlêtre). La condición fundamental para que todo mecanismo de defensa
actúe y para que el deseo surja es que la represión fundamental, primordial, original
opere sobre el goce. Esa es la moneda con la que se paga el acceso a la cultura, este es el
precio de desear. Gozar de la Cosa se muestra como lo paradisiaco, lo perenne e
inmutable, certeza total; y no así el deseo, la otra dirección donde lo absoluto es solo
una ficción y la meta siempre se escapa, reino de la duda y de la insatisfacción. Goce y
deseo, no se oponen de manera radical, sino que se enlazan en una relación de
influencia bidireccional. El goce aporta al deseo esa característica de indestructibilidad
pues “el deseo está en cierto modo determinado como búsqueda de goce, aunque
también tienda a evitar que se alcance el mismo objeto que persigue” (Chemama, 2008,
p. 61).

La repetición de la que habla Freud hilando sobre la observación realizada en su nieto al


jugar, pone al descubierto un mecanismo nuevo que sobrepasa al principio del placer, lo
fuerza. En ese Fort-Da pronunciado por el niño, en el lanzar el carretel y recuperarlo al
tiempo que pronuncia estas dos sílabas existe un extra al querer dominar la experiencia
de la ausencia y presencia de su madre: poniéndose el niño mismo como activo en esa
experiencia, existe un goce. “El lenguaje en esta repetición, no está interesado como
instrumento de descripción de la pérdida o del reencuentro; tampoco los mima, sino que
es su textura misma la que teje la materia de este goce, en la repetición de esta pérdida y
de este retorno del objeto deseado” (Chemama y Vandermersch, 2010, p. 293). La

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tensión resurge una y otra vez, sin el propósito de mitigarla o aliviarla, no obstante
existen, paradójicamente, estos efectos.

El lenguaje es la estructura, su materia es la misma que la del goce, allí donde el niño
dice Fort-Da hay una ligazón con el lenguaje. Sobre este juego dice Freud, “se
entramaba con el gran logro cultural del niño: su renuncia pulsional (renuncia a la
satisfacción pulsional) de admitir sin protestas la partida de la madre” (Freud, 2010e, p.
15). Logro cultural, ingreso a este orden simbólico, de la representación y de la Ley.

La ley tiene un efecto no temible, no angustiante, que es la castración.


Simbólica, sin duda, ¿cuál otra podría ser? Por ella se instala la separación entre
goce y deseo. Lo prohibido se hace fundamento del deseo y éste debe
apalabrarse […] toda renuncia al goce, todo pago hecho en la cuenta del Otro,
todo ese vaciamiento del goce que es la educación de las pulsiones culmina en el
complejo de castración que resignifica todas las pérdidas anteriores en relación
con el falo, significante de la falta como universal para lo hablentes, que divide
el campo de la sexuación en dos mitades no complementarias que son la del Uno
y la del Otro, la del hombre y la de las mujeres. (Braunstein, 2006, p. 88).

Lo que está prohibido es el poseer a la madre, en términos freudianos; el ser objeto de


su goce y quedarse encarcelado en el deseo de la madre, en términos lacanianos. Que lo
prohibido sea fundamento del deseo quiere decir que lo que se sepulta es el deseo
primero, el deseo incestuoso. “Pues el deseo es una defensa, prohibición [défense] de
rebasar un límite en el goce” (Lacan, 2003, p. 805). Esta interdicción dejará huellas
debido a que “lo reprimido retorna” y el deseo aun tendrá ese carácter de dirigirse hacia
lo imposible, hacia lo inaccesible, voltearse hacia algún objeto que con más intensidad
lo imanta cuanto más ocupa un lugar de prohibido.

El falo simbólico significa y recuerda que todo deseo en el hombre es un deseo


sexual, es decir, no un deseo genital sino un deseo tan insatisfecho como el
deseo incestuoso al cual el ser humano hubo de renunciar. Afirmar con Lacan
que el falo es el significante del deseo implica recordar que todas las
experiencias erógenas de la vida infantil y adulta, todos los deseos humanos
(deseo oral, anal, visual, etcétera.) estarán siempre marcados por la experiencia

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crucial de haber tenido que renunciar al goce de la madre y aceptar la
insatisfacción del deseo. Decir que el falo es el significante del deseo equivale a
decir que todo deseo es sexual, y que todo deseo es finalmente insatisfecho.
(Nasio, 1996, p. 49).

Se muestra nuevamente el falo, vital como significante del deseo, y como aquel que
regula el goce. El goce es lo que está más allá del principio del placer, es aquello que el
placer mismo aleja. El placer está limitado, cortado, está en el terreno de la mesura,
mientras que el goce se encuentra en el terreno del exceso, de lo inefable, en la zona de
aquello que no se elabora, recuerda o habla, sino que se repite.

El falo, empero, no es agente de la represión, por ello tampoco es significante de


la represión sino que es significante de los efectos de la represión. Los dos
efectos mayores de la represión serán el deseo y el goce. Los efectos mayores de
la represión primaria, entendida como pérdida de la naturalidad, por excelencia
serán, por un lado el deseo, y por otro, el goce; ellos son dos suplementos que
compensan la necesidad perdida, el organismo perdido. (Rabinovich, 2009a, pp.
64-65).

Suplementos, dice Rabinovich, y no complementos, pues el sujeto está abocado al deseo


y al goce, a un goce que ha pasado por filtros y que ha arribado junto al deseo solo tras
haber tomado cita con Un significante (el falo). Se trata de un goce diferente al de la
Cosa, se trata de un goce fálico, es decir, un goce posible para aquel que habla y en
donde el falo ha operado como significante privilegiado. Por otra parte, estará el goce
del Otro y para este habrá que tomar consideraciones diferentes, consideraciones no-
todas.

3.1. El goce fálico.


Goce atravesado por el lenguaje, cernido por la palabra y accesible al sujeto que habla.
Es “ese goce, connotado de castración, es el goce fálico o goce del significante o goce
semiótico, goce hors-corps para distinguirlo de los otros, goce del ser y goce del Otro,
que son goces del cuerpo y, por ende, goces hors-langage, fuera de la palabra,

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inefables” (Braunstein, 2006, p. 90). El goce fálico es post-castración, y no así el goce
del ser que se ubicaría en una pre-castración.

Aun habiendo pasado por el “diafragma de la palabra”, como lo dice Braunstein, no


existe palabra que sea medio para simbolizarlo, sino que encuentra asilo allí en otras
texturas igualmente lenguajeras; en el síntoma, forma metafórica, lugar de falla, del no
andar, donde anida la repetición. Los sujetos estamos atados al síntoma, y de igual
manera el síntoma nos anuda al mundo. El goce se encuentra enquistado, secuestrado en
el síntoma, poseyendo este último la característica paradójica de ser al mismo tiempo
sufrimiento y alivio.

Es en la frontera con lo real donde es posible hablar del goce fálico, pues “el goce fálico
se inscribe en la articulación de lo real, de lo que resta de la Cosa una vez que se ha
desplazado al deseo, y lo simbólico, lo que puede componerse por medio del
apalabramiento del goce ordenado por el significante” (Braunstein, 2006, p. 107). Ya no
es un goce real, no está plenamente en ese registro, sino que ha sido cortado e
introducido en una lógica diferente, un plano accesible, en ese registro que supone el
acercamiento a lo Real sin lograr cubrirlo, sino bordeando su límite. “A lo que hay que
atenerse, es a que el goce está prohibido a quien habla como tal, o también que no puede
decirse sino entre líneas para quienquiera que sea sujeto de la Ley, puesto que la ley se
funda en esa prohibición misma” (Lacan, 2003, p. 801). Existe la posibilidad de decirlo
entre líneas nos comenta Lacan, no de lleno, pero al menos con los recursos que la
palabra brinda en tanto crea sentido.

“El goce fálico es posible a partir de la inclusión del sujeto como súbdito de la Ley en el
registro simbólico, como sujeto de la palabra que está sometido a las leyes del leguaje.
El goce sexual se hace así goce permitido por las vías de lo simbólico” (Braunstein,
2006, p. 34). Se trata de habitar el lenguaje, y por ende encontrar, a causa de que
hablamos, las formaciones del inconsciente, y toda la organización alrededor del Falo.
El goce se prohíbe por el mismo hecho de hablar, y encuentra en ese bla bla bla una
fuerza intensa, un intento de restitución de lo perdido para siempre. “A partir del
momento que aceptamos las leyes del lenguaje que distinguen a las generaciones, estas
impiden gozar a ciertas personas en cuya primera fila esta la madre representante de
la Cosa inaccesible” (Chemama, 2008, p. 97).
71
La renuncia a este goce primero, a más de plantar por ejemplo un sentimiento de
nostalgia, posibilitará el acceso a otros goces. Chemama enfatiza el lado clínico en que
este goce fálico germina en la especial inclinación del sujeto a hablar; la tensión-
satisfacción (el Lust de significación bicéfala en su procedencia original del alemán) al
narrar sus sueños, en el intentar descifrar quien habla en la emergencia del lapsus, en el
esfuerzo por decodificar un texto que se le aparece jeroglíficamente. Es un goce en la
palabra, de la palabra, accesible por esta vía que no deja de estar conectada con el
cuerpo, con aquello que se ubica como objeto privilegiado: la voz, objeto que seduce,
que espanta y que asombra.

La función fálica es la función de la castración, vale decir, la función misma del


límite. El goce fálico es la forma que puede adoptar el goce a partir del
momento en que toma en cuenta esta limitación. Y podría añadirse por otra parte
que hasta los objetos parciales que distinguía Freud solo adquieren su valor
atractivo a partir del hecho de que siempre pueden faltar, que el sujeto debió
renunciar a su uso. (Chemama, 2008, p. 74).

Del vínculo entre el concepto de goce y objeto se tratará luego, basta mencionar por
ahora, que existe ciertamente una categoría más de goce, el plus-de-goce, enlazado con
el objeto pequeño a lacaniano, que remite a un goce residual, un “plus” que no halló
descarga, un resto que queda de la división y que impide la destrucción del Otro.

De vuelta al goce fálico… y de regreso a Argelia con Jacques Cormey y Albert Camus.
Es posible aventurar ciertas conjeturas respecto a la obra misma del escritor en tanto hay
una fuerza en él, casi un privilegio de “saber hacer” con las palabras, una iniciación en
el campo de la escritura que lo lleva a crear metáforas tan agudas, como cercas
prosaicas y muros líricos, que restringen el goce y el terror del real. Esa fascinación
infantil por los libros, por las letras, por los mundos insólitos escondidos entre las
páginas, es el alimento del niño Jacques y la ambrosia para el futuro escritor.

Jacques siempre había devorado los libros que caían en sus manos y los tragaba
con la misma avidez que ponían en vivir, en jugar o en soñar. Pero la lectura le
permitía escapar a un universo inocente cuya riqueza y pobreza eran igualmente
interesantes por ser perfectamente irreales. (Camus, 2009, p. 207).

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Transitando por los olores de las páginas y sus solapas, adentrándose en las historias
gallardas y heroicas de capa y espada, Jacques iba construyendo sin saberlo, sin darse
cuenta, una presa verbal a un mundo que es espantoso sin el Otro y sus significantes,
una realidad que lo probaría a él en el futuro y que lo precipitaría a escribir, dando
formas y personajes a sus alegrías, a sus tristezas, a su ideología y sobre todo a sus
miedos. La pobreza está de un lado de esta represa simbólica cuyas aguas son las
asignaciones, la nomenclatura, las palabras salvadoras que pueden hacer de la
naturaleza cruda una “flor de retórica” de la cual el tallo es el falo.

¿Cómo opera el falo en relación al goce? “el falo no significa la naturaleza misma del
goce, pero baliza el trayecto del goce […] es el significante que marca y significa cada
una de las etapas de este trayecto” (Nasio, 1998, p. 40). En tanto baliza, tomando la
metáfora de Nasio, hace de señal del límite, del obstáculo para el goce, marca las líneas
que separan las aguas seguras del mar abierto. Finalmente, “el falo es el umbral más allá
del cual se abre el mundo mítico del goce del Otro” (Nasio, 1998, p.40). Y hacia ese
mundo, más allá del falo, no hay palabra que no se diluya.

3.2. El goce del Otro.


Arribando a este tercer goce (sin tomar en cuenta todavía al plus-de-goce), haciendo
distinción de los otros dos que se han comentado brevemente, resulta pertinente citar un
párrafo que encaja y expone, a manera de síntesis, la diferencia entre los goces hasta
ahora mencionados:

[…] el goce fálico, goce ligado a la palabra, efecto de la castración que espera y
se consuma en todo hablente, goce lenguajero, semiótico, fuera del cuerpo, es la
tijera que separa y opone dos goces corporales distinguidos, dejados fuera del
lenguaje, que eran de un lado del corte, el goce del ser, goce perdido por la
castración, mítico y ligado a la Cosa, anterior a la significación fálica, apreciable
en ciertas formas de la psicosis, y del otro lado, el goce del Otro, también
corporal, que no era perdido por la castración sino que emergía más allá de ella,
efecto del pasaje por el lenguaje pero fuera de él, inefable e inexplicable, que es
el goce femenino. (Braunstein, 2006, p. 135).

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Se tiene como punto central y como referencia al corte: más acá de este se ubica el goce
del ser y, más allá, en el exterior, el goce del Otro. Ambos se hallan en una región
ubicada fuera del lenguaje, pero portan connotaciones diferentes pues su lógica es
distinta. El goce del Otro, por su parte, excede a la función fálica; deja a ese significante
como insuficiente para poder regularlo y seguirle la pista, este goce ha de entrar en
campos misteriosos y místicos, en el dark continent de Freud. Esta es la llave
indispensable para aclarar sobre que Otro se trata cuando se habla del goce del Otro. No
es el tesoro de los significantes, o el Otro del lenguaje, aquí este Otro, se refiere al Otro
sexo: el femenino, “pues el sexo que es Uno es el que está íntegramente regulado por el
significante y por la Ley del falo” (Braunstein, 2006, p. 153). El goce del Otro no está
ya en los campos del Uno ni de su Ley, este se ha escabullido hacia un destino
silencioso.

Es digno de mención el cauce al que llega esta característica del mutismo del goce del
Otro, pues alberga en si prácticas del índole meditativo y experiencias que no
necesariamente conciernen a la palabra; todo lo contrario, se procura que no se la
pronuncie, que el silencio reine y que en lugar de hablar lo que se manifieste sea el
cuerpo. Este último es el privilegiado y sobre el cual uno experimenta el control o el
descontrol. Se trata de callar y sentir. Cuando Lacan hablaba de Dios y el goce de la
mujer, colocaba de este lado, de este Otro lado, también a los místicos y místicas:

Con la tal Hadewijch pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la
estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas
goza. ¿Y con qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es
justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada. (Lacan, 2008, p. 92).

El no saber. Decir que no se sabe de una experiencia que se vive, de la cual no se puede
articular palabra alguna que denote que en realidad sucedió, es el espacio más allá del
falo. Oriente, siempre misterioso e inaudito para los occidentales, es cuna de varias
prácticas y líneas de pensamiento que giran en torno al silencio meditativo y a la
disciplina del cuerpo; prácticas como el yoga y las artes marciales, y “filosofías” como
el zen y el taoísmo. El silencio reina por su elocuencia, permite la reflexión, la pregunta,
el ir y venir de las ideas. Cabe un punto de encuentro con el silencio en psicoanálisis,
donde el analista calla para que el analizante hable, su silencio acompasado por su

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escucha inducen, sin palabras, la puesta en duda del saber, de aquel que le otorga el
analizante y el propio de este.

En algunos de los tratados más antiguos, fuente de sabiduría y consulta para todo aquel
que siga estas prácticas, o le interese, se podrán leer proposiciones explicitas en relación
al silencio y las palabras:

El Tao que puede ser expresado con palabras


no es el Tao eterno.
El nombre que puede ser pronunciado
no es el nombre eterno.
[…] (Lao Tse, p. 39).

Lo que las palabras no aciertan a expresar, pero es causa de que se expresen


palabras, no alcanzamos a entender cómo explicarlo. Él se halla por encima de lo
conocido y desconocido. Así se lo oímos decir a los ancianos sabios que tal
verdad nos explicaron […] (Upanishads, p. 105).

Ejemplos claros de estas prácticas místicas, abocadas a un goce Otro, en busca de la


plenitud, del Brahman-Atman, del encuentro con el Uno, la fusión con Dios o la
experiencia de la nada. “El sujeto místico experimenta el mayor goce allí donde el
objeto se ha despojado de todos sus rasgos singulares, al punto de aparecer en la forma
de nada. Y él mismo, en cuanto sujeto, se experimenta como ausente a sí mismo”
(Chemama, 2008, 109). Existe el objeto totalmente presente, ausencia de Fort-Da, de
esa alternancia presencia-ausencia, o la presencia nada, donde queda anulada toda
investidura a los objetos y a sí mismo. La lista es larga y hay de donde escoger, sea la
nada o sea la completud. En relación a esta última, se alude al vacío que hay que llenar,
a la división que hay que coser, al deseo que hay que satisfacer o al que hay que
renunciar en pos de un fin más grande, de un goce elevado. Lo que sea que haga falta
para poder hallar la otra mitad que complemente, sea en el ascetismo o en las más
estrictas disciplinas milenarias. ¿Qué dice el psicoanálisis respecto al goce del Otro, una
vez contextualizado este Otro?

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El hecho de referirse al Falo para los dos sexos no reduce en nada el goce del
lenguaje al del macho. En efecto, Lacan observa otro goce, el goce femenino,
suplementario al goce fálico, que llamará el goce del Otro […] Así, para Lacan,
los dos sexos se refieren a una sola libido –en esto, coincide con Freud-, la libido
llamada fálica, pero diferentemente: un hombre es “todo” fálico mientras que
una mujer es “no toda” fálica. (Melman, 2005, p. 227).

Nuevamente: suplemento y no complemento. El goce del Otro es tan mítico como el


Andrógino, y el sujeto desea que sea cierto al tiempo que le parece imposible, desea
encontrarlo a la vez que lo evade; el goce resulta una paradoja para el sujeto en tanto
deseo, es decir, que por estructura le está prohibido, pero por ser súbdito de la ley del
deseo seguirá buscándolo. Con más precisión, se trata del goce de la Cosa o goce del ser
y del goce del Otro, que en la lectura lacaniana son tomados como sinónimos, quienes
representan las figuras del exceso. El goce supremo no es más que espejismo, canto de
sirenas que seducen al deseo.

3.3. El goce y lo real.


El hacer un acercamiento al real en tanto registro es del orden de lo imposible. Lo real
es lo imposible, lo impensable, lo inesperado, cuyo surgimiento pone a prueba a un
sujeto que ha quedado totalmente expuesto, con su dimensión simbólica pasmada. Dar
ejemplos de esos sucesos es posible, pero al hacerlo no se está ya en el orden real sino
en el registro simbólico que pretende cubrirlo siempre con un éxito muy limitado.

La psicoterapia y el psicoanálisis son la clínica del real; el pan diario es la violencia y su


acción banalizante del sujeto, eventos “traumáticos” insolubles, rupturas insoportables,
la muerte inaprehensible de un ser querido, ser víctima de una violación o un secuestro.
El sujeto entonces acude a hablar de ello, de eso que no “podía pasarle a él o a ella”,
para que se vaya desgastando y vaya tomando espacios de resignificación. Esta es la
única carta que puede jugarse cuando el real se ha presentado: hablar. Y los pacientes no
dejan de enseñarlo al decir y al tropezar en su discurso.

He ahí un hecho clínico de suma importancia: la palabra se resbala, se llega a un tope y


el sujeto se queda callado, sostiene el mutismo o finalmente dice que no sabe. “Allí

76
donde la palabra falla, aparece el goce” (Nasio, 1998, p. 16). Clínica entonces del real y
del goce, de lo que no puede articularse pero que está en el cuerpo, en el desconcierto y
en las repeticiones.

Lo real es “lo que la intervención de lo simbólico expulsa de la realidad, para un sujeto”


(Chemama y Vandermersch, 2010, p. 579). Y que sin embargo vuelve a esta misma
realidad produciendo el espanto y el asombro. En el psicoanálisis “Lo real no es lo real
del sentido común ni es todo imposible lógico, hay imposibles lógicos-matemáticos que
nada tienen que ver con el psicoanálisis. Lo real es, para el psicoanálisis, el goce.”
(Rabinovich, 2009b, p. 30). El goce aparece en el análisis, pero ciertamente, no solo en
este caso. En lo cotidiano hay toda clase de sucesos que pueden suscitar la sacudida de
lo ordinario y poner freno a esa continuidad, por un lado, y animar a la duda al tiempo
que se siente un divorcio, por otro lado.

Retomando al autor de El Mito de Sísifo, y contando ahora con un diferente material


teórico, este real, que para el psicoanálisis es el goce, también puede tomar cierta
relación con lo que Camus definía como lo absurdo. Un tope, un suceso paradójico, un
evento que descuadra al sujeto y lo sitúa a la deriva; lo absurdo se impone y obliga a su
testigo hacer uso de todas sus fuerzas, sea cual sea la decisión que tome. “Lo absurdo es
esencialmente un divorcio. No está ni en el uno ni el otro de los elementos comparados.
Nace de su confrontación” (Camus, 2012, p. 47). Estos elementos puestos en juego son
el sujeto y el mundo.

Este mundo en sí no es racional, es cuanto se puede decir. Pero lo que es absurdo


es la confrontación de esa irracionalidad con el deseo profundo de claridad cuya
llamada resuena en lo más hondo del hombre. Lo absurdo depende tanto del
hombre como del mundo. (Camus, 2012, p. 37).

Lo real ha sido rechazado de la realidad, es lo que no existe dentro de ella y de sus


cercas simbólicas e imaginarias. Si lo real, lo absurdo, lo imposible, irrumpe, se plantea
ese duelo entre el ser hablante y lo inaprensible del mundo para poder captarlo y
explicarlo. El esfuerzo no es vano, pero su meta es irrealizable.

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Es absurdo significa: es imposible, pero también es contradictorio. Si veo un
hombre asaltando con un arma blanca un nido de ametralladoras, juzgaré que su
acto es absurdo. Mas sólo es tal en virtud de la desproporción que existe entre su
intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo captar entre
sus fuerzas reales y la meta que se propone. (Camus, 2012, p. 46).

Lo absurdo no tiene modo de ser captado, sobrepasa al sujeto, se distancia de manera


desproporcionada dejando un abismo de desconcierto: “es imposible”-piensa el hombre
en la contemplación de sus límites. ¿Qué hacer entonces frente al absurdo? Desde el
inicio de esta particular obra de Camus, se plantea una de las “salidas”, uno de los actos
que ponen fin al absurdo: el suicidio. “Matarse es, en cierto sentido y como en el
melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos”
(Camus, 2012, p. 19). Esa es la cuestión filosófica fundamental declara Camus, saber si
la vida vale la pena o no ser vivida. Si no hay nada que la signifique, si no hay nadie
que la haya dignificado, ni el Otro o el otro, ni uno mismo, se da la confesión final no
con palabras sino arrojando el propio cuerpo a la putrefacción.

Ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el


sentimiento de lo absurdo. Y como todos los hombres sanos han pensado en el
suicidio, cabe reconocer, sin más explicaciones, que hay un lazo directo entre
ese sentimiento y la aspiración a la nada. (Camus, 2012, p. 20).

Aspiración a la nada o retorno a ese estado anterior, meta de una de las fuerzas en
conflicto que Freud describe también en Más allá del principio de placer, la pulsión de
muerte. El suicidio, la muerte, pone fin a todo, incluido el sentimiento de lo absurdo y
su intromisión omnipotente que ha acabado por cubrir todo con su sombra.

¿Qué más real que la muerte? No hay experiencia subjetiva del morir, lo que se puede
saber y decir alrededor de la muerte será a través de lo que acontece a los otros;
observándolos desde un lugar como testigo atado de manos. Pero el suicidio, la
autoinmolación, el homicidio donde víctima y actor son la misma persona, es un (pasaje
al) acto que requiere particular atención.

78
El cuerpo en todas estas formas de la sin-dicción es asiento de un goce que
desaloja al sujeto y lo pone fuera del discurso como expresión del vínculo social.
Bajo el efecto de las drogas el cuerpo es objeto @ y no, como en los suicidas,
S(Ⱥ). En ellos el cuerpo en la prenda que se entrega a cambio de la deuda, una
libra de carne que es toda la carne que se libra en las manos y en la voluntad del
Otro […] Arrojando su cuerpo al abismo es como los suicidas responden a la
demanda insaciable de un acreedor usuario […] Al borrar por propia decisión la
vida del cuerpo es al Otro de la Ley al que se tacha. De ahí la fascinación y el
espanto, de ahí la repulsa, la secular condena y la culpa, eterna si se pudiera, que
recae o que se pretende hacer recaer sobre el suicida y su acto. (Braunstein,
2006, p. 285).

Es un callejón sin salida. Frente al absurdo o frente al Otro insaciable y omnipresente, el


sujeto toma lo que parece ser la medida radical que le haría sentirse dueño de sí,
genuino actor de su porvenir. Ya sobrepasado por la vida, y alienado completamente por
el Otro, toma su cuerpo y le despoja de su latido, extiende a la carne el sin sentido de los
días. Decisión extrema pero suya a la final.

Los que leerán la noticia, los cercanos y lejanos al suicida, se encontrarán con esa
insoportable verdad, la de la inconsistencia del Otro, y nuevamente con el absurdo: lo
absurdo de la muerte, de la vida y del sufrimiento. No obstante, esta es solo una de las
consideraciones tomadas por Camus alrededor de lo absurdo. Este sentimiento es
necesario si se pretende vivir una vida un poco más “genuina”. Solo bajo la condición
de aceptar la irracionalidad se abrirán las demás puertas, únicamente bajo el
descubrimiento de esta frontera hecha del alquitrán enceguecedor del sentido, puede
surgir, paradójicamente, una obstinación por la vida, característica fundamental de lo
que es el hombre absurdo, aun cuando no exista todavía una respuesta clara tanto para él
como desde la obra camusiana que tardará en ponerle solución a esta primera
aproximación filosófica.

El hombre absurdo […] Reconoce la lucha, no desprecia en absoluto la razón y


admite lo irracional. Abarca así con la mirada todos los datos de la experiencia y
está poco dispuesto a saltar antes de saber. Sabe solo que en esta conciencia
atenta ya no hay lugar para la esperanza. (Camus, 2012, p. 54).

79
El hombre absurdo es el sujeto que ha aceptado (parcialmente por supuesto) algo
esencial de la condición humana atravesada por el significante, a saber, la castración.
Confrontado con lo imposible, se angustia, desespera, se extravía pero vuelve,
reflexiona y se esfuerza por construir algo nuevo. Haciendo frente al límite no se
amarga, sino que acepta la desilusión y retoma su camino. Lo absurdo aquí se enlaza
entonces con la dimensión del deseo en cuanto los ideales han encontrado su ocaso, y en
cuanto su Ley no dejará de tener al sujeto bajo sus mandatos. No en vano toma Camus a
Sísifo como héroe; él, que ante lo inútil no desanima, él, que ante lo imposible no cede
así como no se cede el deseo. El sujeto estima que toda aspiración y anhelo que lo
habita, tiene una meta que podrá disfrutar. En el caso de llegar a esta cúspide, no hallará
esa plenitud que lo induzca a la felicidad perenne.

¿Por qué el sujeto humano siempre está en busca de algo que jamás lo colma? La
única respuesta posible es decir que para cada uno hay de algún modo una
pérdida originaria, una renuncia primordial a un objeto que a partir de entonces
uno no dejará de buscar. (Chemama, 2008, p. 41).

Se lo busca y se lo evita pues está perdido para siempre. El sujeto no quiere ni puede
satisfacer su deseo, no es tampoco capaz formular la respuesta lógica para el absurdo y
darle solución. Irá errante atrás de un objeto de goce que complemente, repetirá, lo
eludirá, hará que se encarne en un sinfín de semejantes e ideales. El sujeto, campo del
psicoanálisis, es un verdadero campo de batalla donde la guerra siempre está declarada.

3.3.1. La guerra.
El vocabulario que provee la analogía de la guerra al vivir del sujeto está impregnado en
varias páginas de la teoría psicoanalítica. Cuando Freud escribe sobre los mecanismos
de defensa, la represión, la agresividad, la tensión, Tánatos, el conflicto entre pulsiones,
solo basta imaginarse las batallas sin cuartel que se libran en el mundo subjetivo y las
que se pelean en el exterior, frente al Otro o en protección de este y su honor.

Más allá de la sanción moral que recae sobre la guerra, siempre penalizada y sin
embargo ejercida, hay en el sujeto algo que tiende a ella; una partícula destructiva
encontrada por Freud, quien presenció en vida las guerras mundiales y sus fatales

80
consecuencias, y que lo llevó a analizar la cultura como a cualquier otro neurótico (El
malestar en la cultura). “Aun habiendo sociedades, la guerra no es sino asunto de
culturas y de lenguaje; los combatientes se reúnen en torno a emblemas, a significantes
que toman el valor de absolutos y que comandan, dado el caso, la inmolación de la
propia vida” (Braunstein, 2001, p. 33).

La guerra supone la muerte o al menos el vislumbrarla desde una trinchera. En estos


tiempos se llevan a cabo los más espantosos horrores y los más terribles crímenes, pero
justificados, fomentados y alabados incluso, pues frente al enemigo no hay misericordia
posible. Aquello que mantenía la paz, la palabra, en tanto reguladora de una tregua entre
vecinos y naciones, será usada para llevar a cabo otro tipo de vínculos: los preparativos
de cada batalla, las emboscadas, las traiciones, las alianzas, las negociaciones, las
defensas y retaliaciones. Reaparece el goce; efectivamente la guerra implica un goce,
“un goce hecho bajo las bandera del Padre y por lo tanto un goce fálico, semiótico, del
significante” (Braunstein, 2001, p. 33). Ondeante esta bandera, se está únicamente en
los terrenos del sujeto parlante, en este mundo humano donde las diferencias y los
fundamentalismos son el discurso que soportan los enfrentamientos bélicos.

La guerra es una forma del vínculo social y, por lo tanto, es un hecho de


discurso. Es la forma suprema de participación de la empresa de la cultura pues
confronta como ninguna experiencia con el límite de la muerte. El peligro se
corporiza en el exterior, en la tierra, el mar y el aire. El frente interno se pacifica,
la lucha con la pulsión se opacifica y hasta recibe una canalización aceptable
[…] La culpa se descarga del sujeto y se racionaliza como culpa del Otro, del
enemigo y su oscura aspiración a un goce maldito. (Braunstein, 2001, p. 37).

Los goces, el del ser y el del Otro, hacen las paces, aunque estas siempre estén
condenadas a la extinción, y será la guerra la que hará de campo fálico donde la lucha
(paradójicamente) cesa entre ellas. Con todo este argumento no se pretende justificar la
guerra, sino brindar una aproximación desde la perspectiva psicoanalítica de lo que
representa la destructividad en el sujeto; que no se trata de “instintos”, de ser salvajes
que se matan unos a otros, ni de animales que sucumben a sus más primitivas pasiones.
No. La pulsión opera, la guerra es lo cotidiano, entre defensas y sublevaciones, en el
desliz de la palabra que sorprende al sujeto y lo deja expuesto, en el apremio a su vez de

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la legión de defensas que restituirán el control y dominarán la insurrección. Es también
la historia de la humanidad con tanta tinta derramada en torno a las opresiones y
rebeliones, enfrentamientos y sufrimientos “inútiles”, ganadores y perdedores,
conquistados y conquistadores.

Partiendo desde esta reflexión, es pertinente la acotación de una ética frente a la guerra,
y quien sino Camus para emprender con lúcidas palabras tal empresa. Su obra total que
incluye un profundo pensamiento sobre el hombre contemporáneo, el intento de un
periodismo genuino que brinde la verdad, su obstinación por el cambio y su condena a
la guerra y a la pena de muerte, son todas evidencias de su firme compromiso con la
libertad del sujeto y la de las generaciones de su tiempo, donde el mapa de Europa
estaba teñido de sangre y muerte. En las páginas sueltas de El primer hombre, en las
anotaciones y párrafos sin desarrollar, Camus escribió una recomendación importante
para sí mismo. Pretendía revisar la historia del periódico Combat, aquel al que dedicó
años de su vida y muchos de sus más afinados argumentos. Este su Combate, alude a
más de una obra literaria y teatral, sin embargo, se resaltarán, por su importancia y
riqueza, únicamente dos: La peste, y, evidentemente, El primer hombre.

En la biografía de Camus, Oliver Todd (1997) alude a una queja del escritor: dice ser
incapaz de imaginar. Algo puesto en duda para sus lectores y para aquellos que no solo
lo han acompañado por los caminos de la novela, del cuento y del ensayo, sino también
por el del arte dramaturgo. En el tiempo que Camus escribía La peste, obra que agotaba
sus energías y se construía con más lenta arquitectura que proyectos como El extranjero
o El mito de Sísifo, la guerra ya se había disparado y el nazismo avanzaba con duros
pasos.

Si en El extranjero lo que caracteriza su relato y su personaje Meursault es una cierta


apatía y un desinterés general por un mundo llevado por la monotonía, en La peste se
reparte Camus y su terquedad en cada uno de sus personajes: Rieux, Tarrou, Rambert y
Paneloux. A su manera muestran en sus diálogos, en sus actos y en su fragilidad ya un
tema diferente del absurdo superando al hombre. Se tratará en La peste, principalmente,
de una insistencia, de la rebeldía contra la peste. “La peste no tiene límites: es la
ocupación, el terror, los sufrimientos, los muertos, el exilio, el encierro” (Todd, 1997, p.
333). La guerra y sus avatares, ahora ya en un contexto diferente, análoga a la peste,

82
sirve de ilustración a ese goce más allá del principio de placer, más ligado al dolor y a lo
inconmensurable. Así en algún momento en Orán ya no era posible contar el número de
ratas muertas, mensajeras de la peste, roedores saliendo de las sombras a advertir el
terror por venir.

La Peste puede leerse de tres formas distintas. Es a un tiempo el relato de una


epidemia, el símbolo de la ocupación nazi (y además la prefiguración de
cualquier régimen totalitario, sea el que sea) y, en tercer lugar, la ilustración
concreta de un problema metafísico, el del mal. (Todd, 1997, p. 336).

Es lo que dice Camus en su correspondencia con Jean Grenier. Entonces desde la pluma
de su autor, La peste es un relato de guerra, de la segunda guerra mundial, puesta en
metáfora sobre una epidemia que aísla y pone contra la pared a toda una ciudad, y sobre
todo, que la confronta consigo misma. “Doscientos millones de Europeos están
prisioneros de los nazis, doscientos mil oraneses imaginarios prisioneros de la peste”
(Todd, 1997, p. 334). Cautivos los oraneses no saben cuándo acabará la enfermedad y si
sobrevivirán a ella.

Nada detiene a la peste, es un estado de emergencia, es la emergencia misma de un real


que es imposible contener. Los síntomas de la enfermedad son tratables pero no
curables, el cuerpo de las víctimas sucumbirá eventualmente a los dolores y la fiebre
incontrolable. “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad” (Camus, 2011, p. 58).
Así comienzan las ordalías de los oraneses; poniendo fin a todo medio de comunicación
con el mundo exterior. El real de la enfermedad que ataca al organismo y al cuerpo
también ocasiona un cortocircuito en el sujeto, el exceso, lo que se ha desbordado, lo
inhabilitan, puede señalar el dolor, pero no siempre apaciguarlo, la palabras son pocas y
a veces ninguna.

A esto se reducen las personas víctimas de la peste, pues todas lo son, no solo los
enfermos sino aquellos tras los muros de su propia ciudad. Se ven separados de sus
seres queridos y luego, moderando los recursos de comunicación, reducidos al uso de
los viejos telegramas. La palabra encuentra su tumba cuando se escribe una y otra vez
las mismas letras, la misma cantidad. “Sigo bien. Cuídate. Cariños.” Es la firma de todo
oranés que intenta dar cuenta de su desgarrador dolor a aquellos que están lejos. La

83
peste, la clausura de la ciudad, el telegrama, mutilan los sentidos que intentan pintar las
tinieblas de lo real.

Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los


mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían
salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces,
escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediantes frases muertas, signos
de nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a
esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada
convencional del telégrafo. (Camus, 2011, p. 61).

Los vínculos con el mundo exterior se expandieron a las relaciones entre oraneses. Su
resignación a salir de la ciudad, o su egoísmo, finalmente renunciado, a recibir a sus
parejas y parientes los llevó a una nueva experiencia del sufrimiento, o quizá, a un
sufrimiento totalmente nuevo. El exilio fue el primer suceso general de la peste, entre
sus propias paredes para algunos, y de su patria anhelada para otros como el periodista
Rambert, angustiado e incasable en la búsqueda de una solución a esa estadía forzada
que compartía inopinadamente junto a otros extranjeros.

La peste y sus ratas habían tomado a los habitantes de Orán rehenes. Secuestró su
presente y colocó a cada uno bajo un domo colectivo de las paredes secas y el calor
rabioso de su ciudad. Se refugiaban entonces los ciudadanos lo mejor que podían,
mirando hacia el pasado, abrazando de manera diferente a su pareja o alejándose
rotundamente de sus allegados, dejándose llevar por la imaginación o por el optimismo
y pesimismo que echaban apuestas sobre el tiempo que duraría la enfermedad. Los
oraneses eran por entonces hombres y mujeres, escribe Camus, “Impacientados por el
presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos
que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas” (Camus, 2011, p. 64). Y el
carcelero de aquella prisión no era nada menos que esa imposible peste que nadie había
esperado y que llegó para instalarse forzando ver el rostro de la soledad.

En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada


uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer
confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibiría lo hería

84
casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada
uno de cosas distintos. Uno en efecto hablaba desde el fondo de las largas horas
pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería comunicar estaba
cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro, por el contrario,
imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores baratos, una de esas
melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba siempre
desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio
resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero
lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que estaba en
boga y a hablar de ellos también al modo convencional de la simple relación, de
los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto modo. En ese molde, los
dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas
triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían
obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores. (Camus,
2011, pp. 66-67).

La soledad es el destino de los exiliados de esta novela. Y no solo para ellos, que ponen
rostro al mismo recorrido que emprende el sujeto; el neurótico también se dirige a la
soledad una vez que ha hecho la paga otorgando su tributo en goce. Es una soledad
subjetiva, un abismo imposible de colmar entre sujetos que impide que sean uno, e
incluso que se entiendan por completo. Efecto del significante: separa e intenta unir sin
lograrlo por completo. Solo bajo el aparecimiento de esta lógica de lo imposible
entonces el sujeto, en este caso los ciudadanos de Orán, ven también esa dimensión de
lo insalvable entre uno y otro, en los esfuerzos fracasados de comunicar un dolor
abrasador y esperar que se lo escuche y asimile cada palabra. No es cuestión de mala
voluntad del otro semejante, es simplemente que no puede, también le falta el goce,
también está limitado por lo imposible.

La novela avanza, también los desafortunados que ha contraído la enfermedad, las


esperanzas van lentamente haciéndose amorfas mientras los cines y cafés siguen
abiertos para una ciudad que, según los creyentes, sufre una maldición, un castigo y una
oportunidad de redención. Rieux el doctor y cronista de la novela, vive en el mundo
bajo un ateísmo similar al de Camus, se pregunta por la ética de un hombre desprovisto
de un Dios que lo guíe, debate con Paneloux, el sacerdote inagotable que sigue dando

85
sermón en la iglesia siempre de manera lúcida, poniendo en sus oraciones todo el
conocimiento de San Agustín del que era capaz Camus.

La peste no distingue edad, sexo, estatus socio económico o color de piel, es, por así
decirlo, imparcial. No discrimina entre las virtudes de uno y los vicios del otro, ni su
benevolencia o crímenes. La peste lleva a la convulsión el cuerpo de sus víctimas y a la
cólera de quienes son sus testigos. La condición ética que ilustra Camus frente a tal
situación espantosa, y ya no solamente absurda, es la de una rebeldía; la de hacer uno
mismo con su sufrimiento y negarse sin renunciar al mundo. El hombre absurdo
tampoco negaba pero era un callejón sin salida, la rebeldía le muestra otras calles: las
del acto.

Ante los estragos de un niño aquejado por la peste, la evolución de la epidemia en cada
rasgo de su rostro, las violentas sacudidas, el grito ahogado que termina por extinguirse,
dejan por un lado a los personajes Rieux, Tarrou, Rambert y Paneloux, y por otro lado,
al lector, sin palabras, empujados a la impotencia y la duda, a la rabia que nace del
sentimiento de lo que uno cree que es justo e injusto. Allí nace algo de esa ética frente a
la guerra, frente a la peste, frente al totalitarismo. “Yo tengo otra idea del amor y estoy
dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados
[…] Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las
plegaria” (Camus, 2011, p. 182), le dice Rieux al padre Paneloux. Camus aún no ha
escrito El hombre rebelde, pero esa palabra y su posterior formalización están en toda
su obra.

De momento, con las preguntas y respuestas que brinda la novela, hay dos personajes
más que caen como consuelo balsámico a la vida de Rieux. Camus-Rieux pone
nombres nuevos a su madre por un lado, y a su esposa, Francine Faure, por otro. La
primera sigue guardando esas semejanzas de Catherine Sintès: su silencio y su ternura
inconfesada. Mientras que la esposa de Rieux, enviada lejos desde el principio de la
novela y antes de los sucesos de la peste, es la imagen del reencuentro y del empezar de
nuevo.

Los personajes se citan nuevamente, aparecerán en futuras novelas también con otras
máscaras y diferentes historias. Así se llega a El primer hombre de nuevo, junto a

86
Jacques y su búsqueda, haciendo crónica de su vida, dando cuenta de su deseo en lo que
escribe, produciendo esa obra que es su alegato. Henry Cormery y su historia de guerra:
la esquirla de obús que abrió su cráneo dejando a una viuda y a dos huérfanos. Solo
pocos relatos rodeados por la neblina del tiempo y el olvido se han dado a Jacques sobre
su padre, y sin embargo, quizá hay una historia cuyo peso y crudeza lo caló en cada uno
de los huesos:

El padre de Jacques se levantó por la noche para asistir al castigo ejemplar de un


crimen que, según la abuela, le indignaba. Pero nunca se supo lo que había
pasado. Al parecer, la ejecución tuvo lugar sin incidentes. Pero el padre de
Jacques volvió lívido, se acostó, se levantó para ir a vomitar varias veces, volvió
a acostarse. Después nunca quiso hablar de lo que había visto. Y la noche en que
escuchó ese relato, el propio Jacques, tendido al borde de la cama para no tocar a
su hermano, con el que dormía, hecho un ovillo, contenía una náusea de horror,
machacando lo detalles que le habían contado y los que imaginaba. Y esas
imágenes lo persiguieron por la noche, repitiéndose de vez en cuando, pero
regularmente, en una pesadilla privilegiada, diferente cada vez pero con un solo
tema: venían a buscarlo a él, a Jacques, para ejecutarlo. Y durante mucho
tiempo, al despertar, se había sacudido el miedo y la angustia y recuperado con
alivio la buena realidad, donde en rigor no existía probabilidad alguna de que
fuera ejecutado. Hasta que ya, en edad adulta, la historia a su alrededor llegó a
mostrarle que una ejecución, en cambio, era un acontecimiento previsible, no
inverosímil, y la realidad ya no aliviaba sus sueños, sino que alimentó durante
años muy [precisos] la misma angustia que había trastornado a su padre y que
éste le legara como única herencia evidente y segura. (Camus, 2009, p. 77).

La única herencia palpable que lega este hombre misterioso es la de su encuentro con un
real venenoso, un tipo de virus contraído al momento que ve la ejecución de un hombre.
Criminal o no, el impacto no genera ninguna palabra, solo vómitos y pesadillas. Un
suceso tan ominoso que, sin necesidad para el niño Jacques de haberlo vivido, lo invade,
le prepara una emboscada. Los detalles de la historia los siente como su propia
experiencia, y a falta de contenido, se los imagina. La reacción de este padre al exceso,
a la muerte, al goce, de repente se vuelven suyas y lo perseguirán hasta que sepa qué

87
hacer con ellas, hasta el momento en que sea posible al menos articular alguna palabra y
una posición.

Camus era solicitado por varias personas, en algunos casos gente de cargos importantes,
para que ayudara a un condenado a muerte y que abogara por él dados sus recursos
periodísticos. En más de una vez Camus se negó, pero en diferentes ocasiones aceptaba
incluso sin que se lo pidieran.

El goce, retomando el relato dentro de la novela, aquí muestra también que está hecho
de material lenguajero, traspasa el tiempo, llega a oídos de un niño con palabras que no
lograron cubrir en ese momento un real desnudo, y se planta tirándolo a la náusea, no lo
llega a abandonar, crece junto a él y no deja de tener esa cualidad, esa textura de exceso
que, en suma, lo ubican también como sujeto. La postura de Camus frente a la pena de
muerte así como a los regímenes totalitarios (el nazismo y el gobierno franquista) es
también radical, los critica y ataca. Una semilla de pavor legada se convierte entonces
en una batalla por la libertad, un compromiso inquebrantable por lo justo.

Su padre se fue a una guerra para no volver nunca más y en el cementerio de Saint-
Brieuc, Jacques observa cada roca en el suelo representando a otros huérfanos como él.
La guerra se había llevado a tantos padres, y el darse cuenta Jacques que es mayor ya
que el suyo lo lleva a orillas de la locura, al borde del precipicio de la vacuidad, ese
vacío irrepresentable de la Cosa. La guerra no es en sí mismo lo real, pero hay un real
que habita en la guerra: el real de la muerte.

Ese real habita en todos, la muerte anda a cuestas del sujeto, aun cuando su deseo y su
soporte le prometan la inmortalidad y la infinitud, o hasta una segunda oportunidad
después de la vida. La peste y sus grises recaderos, así como la guerra, traen cabalgando
a la parca, a veces lo toma a uno preocupado por otras consideraciones, sin tiempo de
reacción, como a los oraneses de las primeras semanas de peste. Otra ocasiones el
acecho es constante y el grito es débil, pues la muerte se vuelve entonces algo
demasiado verosímil y cotidiano, similar a las últimas semanas de enfermedad en las
calles de Orán, donde ya los muertos habían incrementado tanto su número que ya no
había ni tiempo para funerales. La omnipresencia de la epidemia había desplazado
incluso a los ritos simbólicos más básicos; varios entierros al unísono, la misma tumba

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incluso. Esto no rendía ningún homenaje a la memoria del difunto y, ciertamente,
ningún consuelo a los familiares.

La peste, desde Camus, invita a una postura frente a los sucesos atroces que pueden
evitarse. En cada uno hay esa bacteria que incita contagiar al otro de lo mortal, de
destruirlo o despedazarlo, de ser asesinos de “buena voluntad”, justificados y
justificables. Lo esencial, desde la lectura camusiana, es qué hacer con ello.

[…] cada uno lleva la peste en sí mismo, porque nadie, nadie en el mundo está
indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser
arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle
la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad,
la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que
no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el
que tiene el menor posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal
tensión para no distraerse jamás! Si, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero
cansa mas no serlo. (Camus, 2011, p. 210).

Todos somos apestados, la epidemia de la guerra se fuerza por salir y expresarse por el
constante enfrentamiento que traemos y que nos constituye como sujetos. “Siempre hay
guerra dijo Veillard. Pero uno se acostumbra en seguida a la paz. Y termina por
creer que es normal. No, lo normal es la guerra” (Camus, 2009, p. 158). Es lo cotidiano,
es la crónica de cada una de las vidas: querer contagiar al otro para que el
enfrentamiento bélico inicie. Todos somos apestados, desde otro punto de vista, porque
la muerte es el destino compartido de cada uno, morir es inevitable, y finalmente, hace
bien creer uno que va a morir, de lo contrario la vida se dibuja en un mundo plano sin
sentido y plagado de aburrimiento. La guerra-peste a su modo se presenta como una
fortaleza que lleva al exilio; incluso en el mundo que le es familiar se vuelve el sujeto
extranjero, pero ciertamente no es la única metáfora posible para el goce y sus cárceles
desproporcionadas.

89
3.3.2. La pobreza.
De todos los contenidos en la novela El primer hombre, a parte de la relación con la
madre de Jacques, no hay mejor metáfora para referirse al goce que la pobreza en la que
vivió Cormery-Camus. Es una analogía osada y hasta impertinente, pero las
descripciones que hace Camus sobre su vínculo con la pobreza, esa miseria de su
infancia, dan cuenta de una coraza que era necesaria romper, un corte que debía ser
efectuado para poder llegar a ser todo lo que quería, de la misma manera en que un
sujeto puede llegar a ser uno, sólo a condición de renunciar a la Cosa (das Ding).

La pobreza era como la brisa misma de Argel, un viento a veces sofocante al que era
imposible serle indiferente. A cualquier lado que fuese, cualquier relación que
mantuviese el niño Jacques se encontraba ceñida con los grilletes de una pobreza que él
mismo notaba en su plato, en su calzado, en su vestimenta y en sus juegos. La pobreza
lo aprisionaba, lo hacía invisible, lo tenía encerrado sin posibilidad siquiera de seguir
estudiando.

Sólo la escuela proporcionaba esas alegrías a Jacques y a Pierre. E


indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no
encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia hacia la vida más dura,
más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es una fortaleza sin
puente levadizo. (Camus, 2009, p. 128).

Lo que más amaba Jacques aparte del sol, del mar y los ajenjos, que eran gratuitos e
hicieron de su infancia también un tiempo imposible de comprar o calcular con alguna
moneda, eran los libros: su textura, su olor, la biblioteca rebosante, siempre
escondiendo tesoros que Jacques y su amigo Pierre se precipitaban a leer. Jacques,
alumno brillante e inquieto, hubiese perdido aquello que de tanta pasión lo inundaba de
no ser por la beca y la tutela de su profesor que convenció a la familia Sintès del
provecho que brindaría el educar más a aquel niño. Ya se ha mencionado la gran
importancia de este personaje, Bernard (Louis-Germain) en la vida de Jacques, pero
cabe acentuar una vez más el tremendo impacto que supone el corte en el porvenir de
una familia una vez que es posible dejar atrás las mordazas de la miseria, una vez que es
posible construir un puente levadizo a esa fortaleza. Y, ¿qué le decía este maestro a su
estudiante una vez que entró al liceo?

90
Ya no me necesitas le decía, tendrás otros maestros más sabios. Pero ya
sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude.
Se marchó y Jacques se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después
se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez
que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le
estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa
de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en
sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces
de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no
era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel
cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin
ayuda, convertirse en hombre sin auxilio del único hombre que lo había
ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto. (Camus, 2009, p. 152).

Para Camus los pobres, como uno que fue, estaban marginados de la sociedad. Hacían
su vida lo mejor que podían, pero encerrados, sin voz audible para aquellos más
afortunados que no han experimentado el hambre de los días en los que el trabajo de
toda una familia no bastaba para poner suficiente comida en la boca de cada uno de sus
miembros. Camus aprende de la pobreza, nunca la olvida, la trae en el cuerpo y en la
memoria, aun cuando en edad adulta se lo acusaba de burgués cuando su situación, no
sin un tenaz esfuerzo, cambió y le permitió tener acceso a otro tipo de comodidades.
Posesiones básicas y no opulencias.

La analogía del goce del ser, siguiendo Braunstein (2006), con el de la pobreza, no
pretende exponer que los pobres gocen más, o que no han tenido acceso al mundo
simbólico y que por el contrario, se hallan en un mundo más inclinado al psicótico. Se
pretende dar cuenta de esta otra fortaleza, de este otro encierro, que es la pobreza y
como comparte esa característica con el goce de la Cosa en tanto tampoco sale de sí
misma por sí misma. La analogía es limitada, pero Camus no deja de darle palabras a la
renuncia que implicó abandonar tal mundo.

Inocencia e ignorancia, ese es el precio también a pagar en el mito de origen de la


mayoría de los países occidentales. En el génesis solo probando la fruta del árbol del
conocimiento uno sentirá la culpa y la vergüenza, solo con ese saber entonces existe
91
también la diferencia de los sexos por un lado, y entre el bien y el mal, por otro lado. La
Cosa también queda atrás de esa puerta del jardín del Edén. La pobreza también queda
atrás cuando este profesor empuja las rejas del saber en el liceo y le dice que habrá otros
maestros con más conocimientos y sabiduría. No miente; ahí le esperan los profesores
de literatura, que siempre fue de las materias preferidas de Jacques, y Jean Grenier, su
mentor y amigo.

Bernard establece un corte profundo, es una figura de padre y mantiene su relación con
el Nombre-del-Padre. También Henry Cormery que no puede dejar de estar presente en
esta Odisea en la que él representa a Ítaca. Su ausencia y su presencia, terreno que sitúa
el falo, permite echar un vistazo de nuevo a ese barrio de los pobres donde Jacques
corría sin fatiga, y donde intenta descubrir algo de ese soldado zuavo. No lo logra, no
puede acceder a él, está perdido, pero no así sus consecuencias.

No, nunca conocería a su padre, que seguiría durmiendo allá, el rostro perdido
para siempre en la ceniza. Había un misterio en ese hombre, un misterio que él
siempre había querido penetrar. Pero al fin el único misterio era el de la pobreza,
que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado, que los devuelve al
inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo,
desapareciendo para siempre. (Camus, 2009, p. 167).

Y así fue, ese hombre se había ido para siempre, y su búsqueda no obstante empujó a
Camus a escribir toda esta novela y poner, entre los saltos del tiempo, las pistas que si
se siguen hablan de qué manera él devino sujeto al ser pobre, cómo se transformó luego
en hombre, y como el hombre resultó ser un Premio Nobel de Literatura. Toda esta
travesía guarda en su latido más íntimo el valor que requiere criarse en un tiempo donde
no se conoció a un padre que lo guíe, y un mundo contemporáneo donde el Nombre-del-
Padre pierde también su fuerza.

Continuando con la pobreza. Su vida atada a ella no siempre seria así, esa fue la
promesa del querido profesor Bernard, sin embargo, la abuela no permitiría que Jacques
no trabajase. En efecto, los veranos del liceo eran sacrificados, las tardes al sol, el llevar
de prenda la sal de mar, los atardeceres y las madreselvas de los alrededores, fueron el
precio de estudiar y de trabajar para poder estudiar. Aun a costa de mentir a sus patrones

92
Jacques debía llevar el dinero, y así lo hacía. No siempre sería así la vida, tampoco para
Jacques en casa de su abuela, no en ese tiempo en el que ya dejaba de ser un niño.

Sí, era un hombre, pagaba un poco de lo que debía, y la idea de haber


disminuido en algo la miseria de aquella casa lo llenaba de ese orgullo casi
maligno que se adueña de los hombres cuando empiezan a sentirse libres y no
sometidos a nada […] Por lo demás, muchas cosas empezaban a separarlo del
niño que había sido. Y si un día él, que hasta entonces había aceptado
pacientemente que su abuela le pegara, como si eso formase parte de las
obligaciones inevitables de la infancia, le arrancó el vergajo de las manos,
súbitamente enloquecido de violencia y de rabia y decidido a golpear la cabeza
blanca cuyos ojos claros y fríos lo ponían fuera de sí, y la abuela comprendió,
retrocedió y fue a encerrarse en su cuarto, quejándose de la desgracia de haber
criado a niños desnaturalizados, pero convencida de que nunca más castigaría a
Jacques, a quien nunca más en efecto volvió a castigar, fue porque el niño había
muerto en aquel adolescente flaco y musculoso, de pelo revuelto y mirada
exaltada, que había trabajado todo el verano para llevar sueldo a casa, acababa
de ser designado portero titular del equipo del liceo y, tres días antes, había
degustado por primera vez, la boca de una muchacha. (Camus, 2009, p. 233).

Quiebre rotundo, corte simbólico empujado por lo que implica entrar en el mundo de los
intercambios, en el campo de la paga y la remuneración por el trabajo. Este Jacques
adolescente, el de ese cuerpo nuevo hinchado de un orgullo malicioso, y sobre todo, el
Jacques seducido por los labios de una joven, invitan al último tema, el de los campos
románticos de la pasión y la llama del amor, ese material ígneo que es tema perenne de
la literatura. El tema del amor, sus idealizaciones y sus ocasos, pieza indispensable en
las regiones del deseo y del goce, pretenderá aclarar algunas consideraciones puestas en
suspenso hasta ahora. Aunque, tratándose del amor, la desilusión siempre supera a la
expectativa: aquí tampoco hay círculos completos, solo suplencias.

93
Capítulo 4: Deseo, amor y goce.

En éste último capítulo se abordará un tema que si bien no es un concepto que conste
como tal en la teoría psicoanalítica, es constantemente abordado desde trabajos cruciales
como la transferencia, el narcicismo y la identificación, desde Freud hasta Lacan. El
enlace con el deseo y el goce se irá paulatinamente revelando hasta intentar esclarecer
algo de determinadas proposiciones lacanianas en relación al sujeto, al amor y a la
sexualidad.

Freud dedica tres escritos específicos a la psicología del amor: Sobre un tipo particular
de elección de objeto en el hombre (1910), Sobre la más generalizada degradación de
la vida amorosa (1912) y El tabú de la virginidad (1918 [1917]). A lo largo de estos
textos, especialmente en el primero, Freud señala y distingue algunas de las distintas
elecciones de objeto amoroso predilectas, mostrando hasta qué punto cada una tiene esa
cualidad de ser “subrogados de la madre” (Freud, 2010b, p. 162). Ciertamente, en el
complejo de Edipo tanto para la niña y el niño el primer objeto de amor es la madre y
Freud nunca dejó de precisar la influencia determinante del amor que fue destinado cada
sujeto, y la relación de este con aquellas figuras de la temprana infancia que despertaron
los más tiernos afectos. A este estado inicial en el niño, blanco de todos los anhelos y
buenos augurios de los padres, se le denomina narcisismo primario, donde el bebé
experimenta una omnipotencia y se percibe como Uno con el Otro.

El primer hogar del amor es pues el narcisismo, sin embargo, en este escarpado
territorio es todavía temprano para tratarse de amor; esta palabra tomará su pleno
sentido una vez que haya pasado por el complejo de castración, y obviamente, por el
falo. En el estadio inicial no es posible todavía hablar de un yo, antes será necesario un
corte que señale al infante que el mundo no se reduce a él, que en definitiva hay otras
personas y otros objetos que atraen a la madre. Entonces, ¿qué le queda al infante si no
salir de ese narcisismo primario y batirse con el mundo? “His Majesty the Baby, como
una vez nos creímos. Debe cumplir los sueños, los irrealizables deseos de su padres”
(Freud, 2010d, p. 88). Lo que esté a su alcance para reconquistar el amor de los padres
y sanar la herida infligida a su narcicismo primario. El niño y niña demandan amor.

94
Habrá que dirigirse al exterior, sobre todo a los lugares privilegiados que captaron la
mirada de la madre, y pasar al narcicismo secundario donde el yo mismo ha sido
tomado como un objeto por la libido y al que se lo ha ido invistiendo con los rasgos
tomados de previos objetos. “Nos vemos llevados a concebir el narcisismo que nace por
replegamiento de las investiduras de objeto como un narcisismo secundario que se
edifica sobre la base de otro, primario, oscurecido por múltiples influencias” (Freud,
2010d, p. 73). Freud señala la progresiva sustitución del yo ideal por el ideal del yo,
donde el sujeto intenta una reconquista de las perfecciones apuntaladas sobre sí mismo.
“Lo que él proyecta frente a sí como su ideal es el sustito del narcicismo perdido de su
infancia en la que él fue su propio ideal” (Freud, 2010d, p. 91). Solo bajo la edificación
de esta entidad simbólica, ideal del yo, se abre esta “potencia” del sujeto por recobrar la
perfección en el narcicismo primario.

Desde Lacan la función del ideal yo es “regular la estructura imaginaria del yo [moi],
las identificaciones y los conflictos que rigen sus relaciones con sus semejantes”
(Chemama y Vandermersch, 2010, p. 335). Con el retorno a Freud se postulan
acotaciones a la teoría del narcisismo, por ejemplo en relación al estadio del espejo, en
donde se postula que a partir del otro y del orden del lenguaje es posible que se organice
una mediación en la relación con el resto. El yo vendría a ser una instancia psíquica
conformada por una serie de aprehensiones parciales de los objetos a los que se dirigió
la libido, en un primer movimiento, y que luego retornaron hacia el yo tomándolo
también como objeto, en un segundo movimiento. “El yo resulta de una serie de rasgos
del objeto que se inscriben inconscientemente” (Nasio, 1996, p. 71). Queda constituido
el yo bajo la egida del Otro, de la imagen del otro y de los objetos investidos, con el
ideal del yo como regulador.

A lo largo de Introducción del narcicismo, texto escrito en 1914, Freud por primera vez
hace la distinción entre la libido yoica de la libido de objeto. La primera se refiere al
narcicismo, y la segunda al investimento sobre un objeto exterior. El amor, el
enamoramiento, toma capital importancia para poder oponerlas y precisar sus relaciones
y la dinámica que establecen una y otra. “Cuanto más gasta una, tanto más se
empobrece la otra. El estado del enamoramiento se nos aparece como la fase superior
que alcanza la segunda; lo concebimos como una resignación de la personalidad propia

95
en favor de la investidura de objeto” (Freud, 2010, pp. 73-74). Primera apreciación de la
fuerza que implica el sentimiento amoroso en el sujeto.

Pero, ¿por qué amar? ¿Por qué resignar la personalidad propia? El yo es antipático al
amor en la medida que le exige vaciarse considerablemente y le fuerza a ciertas
renuncias narcisistas. “Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero a la final uno tiene
que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de
una frustración no puede amar” (Freud, 2010d, p. 82). De no ser por este fuerte
investimento, el del amor, el sujeto está expuesto a la emboscada de su propio
narcisismo, no obstante, tampoco amar le brindará una salvación total. No hay
enamoramiento que no implique una serie de miedos o que no albergue en sí los
espectros de los celos, de la infidelidad, de la traición o del abandono. Por otra parte,
tampoco hay investidura amorosa que se libre de la cuota de narcicismo que
necesariamente le corresponde. Freud (2010d, p. 87) sistematiza los caminos de la
elección de objeto, se ama:

1. Según el tipo narcisista:


a) A lo que uno mismo es (a sí mismo),
b) A lo que uno mismo fue,
c) A lo que uno querría ser, y
d) A la persona que fue parte del sí-mismo propio.

2. Según el tipo de apuntalamiento:


a) A la mujer nutricia, y
b) Al hombre protector
y a las personas sustitutivas que se alinean formando series en cada uno de esos
caminos.

El objeto de amor, el amado o amada, será elegido de acuerdo a lo que domine más en
el sujeto, si acaso sí mismo o la figura que lo cuidó durante la infancia. El uno no
excluye al otro por completo, pero ocurre que puede llegar a existir una escisión de dos
corrientes, la sensual y la tierna, en el momento de dirigirse hacia el objeto investido
(Freud, 2010b, p. 174). En Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa
(1912) Freud (2010b) continua con el trabajo ya propuesto en Sobre un tipo particular

96
de elección de objeto en el hombre (1910), a saber, la degradación necesaria que
realizan ciertos sujetos del objeto amado para poder hacer coincidir las dos corrientes y
“tener una conducta amorosa plenamente normal” (Freud, 2010b, p. 174).

Freud al inicio del texto comenta la frecuencia con la que los que pacientes se remiten a
la consulta clínica por problemas muy particulares de impotencia: mientras con su
pareja, su esposa, novia o prometida, a quien le dirigen su cariño, no ocurre el acto
sexual, es con otras mujeres que el erotismo fluye y llega a concretarse. De esta
escisión, más común de lo que se pensaría, nos brinda Camus un ejemplo encarnado en
el personaje principal de su novela La caída. Jean-Baptiste Clamence el abogado
autoproclamado juez-penitente, es el héroe lúgubre de esta obra publicada en 1956, un
año antes de ganar Camus el Premio Nobel de Literatura. Por las calles de Ámsterdam
en el bar Mexico-City reina esta figura cuya historia retratan, en el ámbito amoroso, una
clara dicotomización de la ternura y la sensualidad.

Fui visto incluso en uno de esos hoteles dedicados a lo que se denomina el


pecado, viviendo a la vez con una prostituta de edad madura y con una
muchachita de la mejor sociedad. Jugaba a la cortesía de los caballeros con la
primera y puse a la segunda en condiciones de conocer algunas realidades.
(Camus, 2007, p. 91).

Elevando a la primera, degradando a la segunda. Es un juego para Clamence, una vida


doble donde la plenitud amorosa, de acuerdo a él, puede finalmente estar solucionada;
vivir con dos mujeres de diferentes estratos sociales, radicalmente distintas en lo tocante
a la sexualidad. Una prostituta y una dama, los dos objetos en los que los pacientes de
Freud permanentemente efectuaban un vaivén. El amor tropieza con lo que es su origen,
es decir, la castración, la prohibición del incesto que le ordena desear y qué desear, que
lo declara ya culpable desde el momento mismo que desea. En este caso particular
abordado por Freud se trata principalmente de lo que se ama de acuerdo al tipo de
apuntalamiento, queda por trabajar lo que dice el padre de psicoanálisis en relación al
tipo narcisista, donde Clamence será nuevamente de mucha ayuda.

Al amar es necesario que exista algún tipo de compensación que cubra los gastos del
sujeto al abandonar la burbuja yoica en su salto al amor. “El que ama ha sacrificado, por

97
así decir, un fragmento de su narcisismo y solo puede restituírselo a trueque de ser-
amado” (Freud, 2010d, p. 95). Si todo enamoramiento entonces supone esta renuncia
sin duda alguna se establece la manera en que ninguno de los dos tipos de los que habla
Freud al amar queda aniquilado cuando efectivamente una cae enamorado. En el amor
se juega una contingencia evidente: aquella o aquel a quien se le dedica los más
cariñosos pensamientos y que inflama el pecho del amante puede aceptar o no su amor,
y solo bajo la elección de amarlo puede el enamorado sentir que se compensa su
renuncia. En el ser-amado existe una retribución que incluso podría espantar
momentáneamente a las sombras de la infidelidad o del abandono.

No, no era el amor ni la generosidad lo que me aguijoneaba cuando me hallaba


en peligro de verme abandonado, sino únicamente el deseo de ser amado y
recibir lo que, en mi opinión, se me debía. En cuanto volvía a ser amado y
olvidaba de nuevo a mi compañera, volvía a brillar, me encontraba como nunca,
me volvía simpático. (Camus, 2007, p. 59).

Se le impone una deuda al amado, una que en definitiva no pidió pero que no es motivo
para no demandar que se la pague. “Volvía a brillar” dice Clamence, es decir, que su
estado de ánimo, su modo de relacionarse con el mundo está determinado por este
objeto en la medida que siga brillando y que brille exclusivamente para él. En suma, la
elección de objeto narcisista ocurre en todo caso de enamoramiento, “Así es el hombre,
caballero, tiene dos rostros: no puede amar sin amarse” (Camus, 2007, p. 33). Aunque
hay casos en los que narcicismo, incluso en el amor, se dispara hacia el extremo como
es el caso de Clamence.

No tengo el corazón seco, sino antes bien, lleno de ternura, y además con
lágrimas fáciles. Únicamente ocurre que mis impulsos se tornan siempre hacia
mí, mi ternura me concierne. Al final es falso que yo no haya amado nunca. En
mi vida he experimentado al menos un gran amor, y su objeto siempre he sido
yo. Desde ese punto de vista, después de las inevitables dificultades de la
primera juventud, enseguida supe dónde estaba: la sensualidad, y únicamente la
sensualidad reinaba en mi vida amorosa. (Camus, 2007, p. 52).

98
Tomando uno de los casos específicos de elección de objeto narcisistas, el caso c, Freud
dice que: “Entonces se ama […] lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos
que uno no tiene […] Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el
ideal” (Freud, 2010d, p. 97). Se busca algo que complemente, que llene una falta, un
tapón de carne y hueso que venga a restituir algo que el sujeto por sí solo, bajo el ideal
del yo, no ha podido alcanzar. La cura por el amor, dice Freud, aquello que prefiere el
neurótico a la cura analítica y que se pone a jugar también en el ámbito transferencial
con el analista; el sujeto le demanda también su amor. Si es posible concebir entonces
tal apuntalamiento sobre un objeto en virtud de que obture el vacío, también se puede
figurar lo contrario: que el sujeto en su arrogancia pretenda completar al otro amado.

Cuando uno ama es por la debilidad del otro, es porque carece de algo, por lo
que le hace falta. Y uno siempre será lo suficientemente presumido o presumida
como para pensar que podrá dárselo, aportárselo. "Amar es dar lo que no se tiene
a alguien que no lo es", decía Lacan. Dar lo que no se tiene, por ejemplo, el falo,
a alguien que no lo es o, porque no es el falo, querer dárselo para que lo sea.
(Melman, 2004, párr. 10).

Si se toma con Melman la lectura de esta proposición lacaniana, y se postula que amar
es “dar lo que no se tiene a alguien que no lo es” se reencuentra la dimensión fálica, por
tercera vez en lo trabajado hasta este punto. Precisamente por estar en terreno fálico, el
amor concierne al deseo y al goce, es en el campo del goce fálico donde se ama, es por
ser el significante para ambos sexos que el amor también surge en aguas lenguajeras y
que permite que ambos, hombre y mujer, puedan hablar de él y estar la expectativa de
acuerdo a su posición.

El objeto de amor está capturado en el prisma fálico y, en consecuencia, brillará


con destello propio para un sexo y otro. Esto es lo que articula el amor con el
deseo. El amor se encuentra en la confluencia de una oralidad originaria y de la
dimensión fálica propiamente deseante que hace “centellear” al objeto. (Assoun,
2006, pp. 18-19).

La nueva alusión al falo resalta sobre todo la dimensión de la falta. Por un lado, el
sujeto cree que tiene el falo, y en tanto poseedor se ve en las condiciones de otorgarlo a

99
quien en este caso ocupe el lugar de objeto de amor. Una vez que ocupe este lugar el
otro, una vez que se haga falo, el sujeto caerá en la ilusión de que la amada o el amado
le aportará lo que a él también le falta sin tener una plena conciencia de ello.

La amada, en cuanto a una mujer se trata, vendría a ser una mujer-falo: caminando a su
lado el sujeto se engaña y elude aquello que ya hace mucho tiempo ocurrió: la
castración. Si el sujeto enamorado se crea la fantasía de haber recobrado su falo, este
que él era en el Edipo y a lo que finalmente renunció ser, entonces en realidad no está
castrado, no hay corte, ni existe la dimensión de la falta pues el falo, personificado en el
semejante amado, existe en un mundo palpable. Pero, ¿el falo es ubicable realmente? Si
es así, ¿dónde está? Retomando la dimensión del falo en tanto significante, tenemos que
el falo es una presencia hecha de ausencia, es una presencia que alude a una ausencia.
Estar enamorado correspondería darle una existencia en el mundo concreto, sobre el
otro, al falo.

De ahí que en ese momento el sujeto cese de reanudar el sacrificio edípico: al


estrechar a su objeto, al tomar al otro amado en sus brazos, el sujeto sostiene ese
falo. De ahí también que ingrese en la experiencia conjunta del deseo y del
duelo: en efecto, el sujeto tiene un falo que (volver a) perder y que volver a
ganar… (Assoun, 2006, p. 19).

El amor ocupa un lugar privilegiado por ostentar esta ilusión, por brindar al sujeto un
placer tan grande que lo salvaguarda de la dimensión de la castración y de la falta. Este
estado, porque estar enamorado desde el lenguaje supone en efecto sostener un estado,
alude a que no hay que sacrificar nada, que el Edipo está cancelado y que finalmente, es
posible juntarse en una sola piel con este otro que erradica la soledad.

Freud en su obra El malestar en la cultura (1929 [1930]) enlista los métodos para
alcanzar la felicidad, para obtener una dicha que no solo suprima el dolor sino que
también suministre un estado constante de placer. Aquello que encabeza esta lista, lo
que es la vía central para ubicar esta felicidad en la vida, dice Freud, es en efecto el
amor, que el sujeto se enamore y sea amado.

100
Y quizá se le aproxime efectivamente más que cualquier otro método. Me estoy
refiriendo, desde luego, a aquella orientación de la vida en que se sitúa al amor
en el punto central, que espera toda satisfacción del hecho de amar y ser-amado.
Una actitud psíquica de esta índole está al alance de todos nosotros; una de las
formas de manifestación del amor, el amor sexual, nos ha procurado la
experiencia más intensa de sensación placentera avasalladora, dándonos así el
arquetipo para nuestra aspiración a la dicha por el mismo camino siguiendo el
cual una vez la hallamos. (Freud, 2009, pp. 81-82).

Con esta pequeña cita se puede articular ahora aquella dimensión del goce que se
comentó en el anterior capítulo, a saber, aquello que colma y sacia el deseo. El amor, de
acuerdo al sujeto, a sus expectativas y anhelos, es ubicado como el principal vehículo
para alcanzar la plenitud y el sentirse completo. Está totalmente seguro de ello, y por si
fuese poco, la idea se ve reforzada en numerosas imágenes: desde el séptimo arte donde
el tema romántico siempre es traído hacía la gran pantalla como un amor omnipotente
que arrasa con cualquier barrera e impedimento, hasta la literatura donde la idea del
amor toma ese aspecto fantástico de ser la cura para todos los males, incluso la muerte.

Sin amor, una vez que se lo ha experimentado, la vida se ve plagada de un gris


monótono. Bastaría preguntarle al amante en duelo la manera en que el mundo se ha
desmoronado desde la pérdida de su objeto amoroso, que toda inspiración ha sido
coartada y que en definitiva nunca le será posible restituir a tal o cual persona.
Recordando la novela La peste, el claro caso de Rambert y la separación forzosa que
estableció la peste entre él y su mujer ejemplifican cuan determinado puede volverse el
sujeto en su seguridad por haber hallado la dicha en el otro. “Es una cuestión de
humanidad, se lo juro. Es posible que no se dé cuenta de lo que significa una separación
como esta para dos personas que se entienden” (Camus, 2011, p. 75). Rambert en Orán
y su amada en Paris, este no puede renunciar a aquella única persona que de verdad le
entiende. Ambos lo hacen, existe esta ilusión de sintonía.

El otro, mi amado, mi amada, me entiende; en el lenguaje corriente son claras las


expresiones que remiten a la completud. El objeto amoroso es “la media naranja”, la
mitad de sí mismo, lo que complementa. Y por supuesto, el amor llega a ser el sinónimo
de la felicidad, del goce. “Se llama Goce, y es aquello cuya falta haría vano el universo”

101
(Lacan, 2003, p. 800). Así también el amor, su ausencia es impensable en el mundo,
incluso se expande hacia lo social y lo universal, el amor a la humanidad, la filantropía
o el amor a Dios por ejemplo. Aquel que siempre ama, que promete la salvación y un
amor sin fallas e incondicional; siempre y cuando se cumpla la única condición de creer.
Pero no, el amor es mortal e implica a los mortales aunque la tendencia sea divinizarlo e
idealizarlo. Es el síntoma principal del enamorado: de verdad siente que lo está dando
todo, que está dando algo que cree tener (el falo) a alguien que no es, que no existe (en
tanto falo).

El sujeto enamorado no aceptaría muy bien representarse lo que lo lleva hacia


una mujer como una yuxtaposición de pulsiones parciales. Él la ama, la desea y
la prueba, piensa, es en verdad que hacen el amor. Hay aquí como un privilegio
obligatorio a la relación genital. En cuanto al falo, podría decirse que es la mujer
amada la que mejor lo representa, ya que supuestamente ella concentra en sí
todas las cualidades que fundan el amor y el deseo. (Chemama, 2008, p. 73).

Nada se le aparece como parcial al sujeto enamorado, afirma y reafirma el engranaje


perfecto que permite el funcionamiento de la relación amorosa. Sin embargo, ahí donde
parecía finalmente reflorecer el jardín de Edén, Freud dice que: “Hace falta un obstáculo
para pulsionar a la libido hacia lo alto, y donde la resistencias naturales a la satisfacción
no bastaron, los hombres de todos los tiempos interpusieron unas resistencias
convencionales al goce del amor” (Freud, 2010b, p. 181). Hay algo que el sujeto mismo
traba, que no puede realizar y que actúa más allá de voluntad pues concierne a la
estructura. Algo del objeto, algo en la relación del sujeto con este ya está determinado
desde el momento mismo que la represión operó: hay un objeto perdido para siempre, el
objeto a.

4.1. El objeto a.
De lo tomado de la obra freudiana se recalca el aspecto de la pérdida. Freud habla de la
pérdida de la madre en tanto objeto sexual y como a partir de su prohibición ésta funda
la elección de objeto por apuntalamiento (anaclítica, por apoyadura), uno de los dos
tipos de elección amorosa. De igual manera está la pérdida del narcisismo primario, o ya
en la lectura lenguajera, la pérdida de la necesidad y su objeto.

102
El concepto de objeto a es algo que Lacan designaba como su único aporte al
psicoanálisis, su única invención. Para arribar a este concepto se ha dado un breve
recorrido por algunas de las obras de Freud que trabajan la relación sujeto-objeto, y que
dieron las pautas para dar a luz a esta letra minúscula, a, alrededor de la cual gira todo
el grafo del deseo. Una de las definiciones y funciones del objeto a es precisamente ser
la causa del deseo. Si se retoma La significación del falo, el objeto a está en una
dimensión distinta a la del falo; mientras que este es la razón del deseo tal como lo
planteaba Lacan, el objeto a es su causa. Para que esto cobre más sentido es pertinente
ilustrar la manera en que este objeto surge, y para ello hay que retomar el inicio, uno
incluso mítico para el sujeto, el de la necesidad.

“Puede decirse, a mi juicio, que el deseo es el concepto fundante en Freud y que la


primera de las pérdidas condiciona la posibilidad de sustitución y que, en este sentido,
el objeto de la pulsión y el del amor son ya formas de sustitución del objeto perdido del
deseo” (Rabinovich, 2007, p. 23). La pérdida primera a la que Rabinovich se refiere es
la de la “naturalidad del objeto”, es decir, el objeto de la necesidad, la necesidad misma
es obliterada para que surja más allá de la demanda con un objeto (in)diferente y
particular para el sujeto. Y, ¿qué aliena a esta necesidad? Lo topado en capítulos
precedentes: el Otro. Allí está el Otro destituyendo, bajo el efecto de la demanda, el
mundo mítico de aquel objeto que saciaría la necesidad.

Producir una inversión es un efecto estructural de toda demanda […] Justamente


Lacan dice que si la necesidad es determinada por la demanda, la consecuencia
es que la necesidad le terminará por venir al sujeto del Otro; se aliena. La
necesidad no es más del sujeto, es del Otro, lo que obviamente la desnaturaliza
en forma absoluta. (Eidelsztein, 1995, p. 53).

Es en lo que se ha insistido para hablar del nacimiento del sujeto: una represión
fundante, la Urverdrängung y su acción que permite que nazca el deseo y el sujeto
abocado a este. “La represión originaria es la forma psicoanalítica de hablar de una
pérdida sin retorno; en este caso es una pura pérdida que se coherentiza con un retoño
de deseo” (Eidelsztein, 1995, p 54). El deseo es un retoño de este proceso de
obliteración de la necesidad. Es una suerte de recuperación de lo que se ha producido

103
como pérdida en el campo de la necesidad por efecto de la demanda, pero situándose
más allá de esta.

¿Qué es aquello que de la necesidad queda abolido? Lacan lo caracteriza como


el objeto particular. Para la especie humana, la leche materna. Y en lugar de eso
el sujeto demanda la presencia de la madre, pero la necesidad, ya ahora lógica,
de la particularidad, reaparece, pero conservando las huellas de la demanda. ¿Y
cuáles son esas huellas? Precisamente, la marca que deja la demanda, y ¿qué es
lo más propio de la demanda? Su incondicionalidad. Ningún hambre, entonces
será límite al amor. Y a su vez, la posición del sujeto respecto de este Otro es
incondicional. La demanda es incondicional respecto de la necesidad y el Sujeto
respecto del Otro. (Eidelsztein, 1995, p. 57).

Si se lo plantea en una operación de resta matemática, siguiendo a Eidelsztein,


tendríamos que “la necesidad menos la demanda deja un resto” (Eidelsztein, 1995, p.
57). En un acercamiento a esta operación se deduce que aquello que está tomando lugar
para obtener un resultado, no son términos que permitirían una respuesta absoluta y
perfecta, sino que necesariamente deja un exceso, algo que sobra, un “plus” que alude a
una incongruencia o a algo inconcluso. De igual manera si se lo lleva a la fórmula
donde operan los significantes del Nombre-del-Padre y del deseo de la madre como
nominadores y denominadores, el resultado tampoco dejará de implicar un resto. En
ambos casos este “plus” se trata de un objeto particular.

“La sustitución del Deseo-de-la-Madre por el Nombre-del-Padre que dispara la


significación fálica y restringe el goce es una operación siempre inacabada. Su resto,
evocador de un goce que no es fálico, es a, la causa del deseo” (Braunstein, 2001, p.
44). Este resto, por un lado, es el deseo, pues es algo que no puede tramitarse al orden
de la demanda, y por otro lado, abre la noción de resto en tanto teoría del objeto a. Es el
evocador de los terrenos de la castración y el goce allí posible, es el objeto que cataliza
el deseo una y otra vez.

Existe una particularidad del objeto a nivel de la especie, algo que podría pasar por ser
la leche materna, pero que en definitiva cobra un carácter mítico de aquello que pueda
brindar la complacencia óptima de la necesidad para todos. Es un objeto particular de

104
satisfacción universal, pero esta misma particularidad de la necesidad no pasa al deseo
de la misma manera. Sí, continúa siendo una particularidad, pero del sujeto, y esto
supone un cambio radical pues establece una diferencia insoslayable entre uno y otro.
Cada resto, el deseo mismo, supone esta recuperación de lo erradicado en la necesidad
pero en el cada uno, en el objeto particular que me distingue del semejante en tanto
sujetos y ya no más en tanto especie.

Y aquello que de la necesidad no entre en la demanda es el objeto particular, o


sea que el resto articulado pero no articulable será el objeto, el objeto a causa del
deseo, abolido de la necesidad por el atravesamiento de la demanda pero siendo
un más allá de ella. (Eidelsztein, 1995, p. 59).

Esta nueva lectura de la fórmula emitida por Lacan en Subversión del sujeto y dialéctica
del deseo en el inconsciente freudiano esclarece un poco más aquella ausencia de la
palabra determinante, el significante perfecto que remita al objeto particular que causa
el deseo. Este resto que cae, el objeto a, es lo que no puede ser significante en el Otro y
que finalmente lo salva de su aniquilamiento cuando se pone en duda su consistencia
desde el lado del sujeto.

Si entonces, el objeto a no es un significante ¿cómo está anudado a los registros? Este


resto se desprende del discurso en tanto no puede ser cubierto por las palabras, pero que
existe por la operación del corte y de la acción de las mismas. a es real, y por ello anda
al exilio; por estar desterrado, el sujeto anda tras él, pues no existe sin él.

Es un real que el discurso engendra pero que no es discurso, es el @ (objeto) que


cae de él. Y vale la pena conservar siempre esta distinción entre lo real previo y
lo real posterior al discurso que, sobra decirlo, remite a un tiempo lógico y no
cronológico y que muestra la función de corte que tiene la palabra entre la Cosa
(anterior) y el objeto @ (posterior), entre un goce del ser y otro goce efecto de la
castración (Ley del lenguaje) que es el goce fálico, ese que corre tras el objeto @
que causa el deseo. (Braunstein, 2006, p. 93).

Nueva alusión al objeto a esta vez enlazado con el goce. Siendo el objeto perdido para
siempre y lo que ha de faltar tajantemente, en el espacio abierto del goce fálico se lo

105
quiere restituir, no obstante, en relación al goce, el objeto a cobra su modalidad como
plus-de-goce. Lacan lo homologa con la teoría de la plusvalía en Marx para darle una
presentación nueva y asentando la manera en que finalmente se ha renunciado al goce,
pero que ha quedado su plus, siempre estimulante, alojado en determinados espacios del
cuerpo: en aquello que hace borde (Chemama y Vandermersch, 2010, pp. 516-117).

Por un lado constituye el objeto que falta radicalmente, y que en cuanto tal
puede suscitar nuestro deseo. Pero por otro lado, por oposición a la idea de un
puro agujero, es concebido como un tapón, como ese objeto que el sujeto intenta
instalar allí donde no sabe lo que desea, allí donde el significante falta para decir
lo que es él mismo. (Chemama, 2008, p. 131).

El objeto se engancha al goce, por otra parte, en tanto tapón del vacío. Se ha aludido a
este tema al tratar el goce del Otro, sin embargo, este objeto tiene una característica
diferente pues se cree que se lo ve, que se lo siente, que se lo puede aprehender y que es
viable su coexistencia con el sujeto en el mundo. En persecución del objeto a hay una
fantasía de volverlo tridimensional, situarlo en un mismo orden donde la relación fuese
inmediata.

El objeto a en tanto plus-de-goce se refiere a un palpitar, a una fuerza adjunta, sumada a


ese atracción que anima el sistema entero del sujeto en tanto deseo. Es causa y plus-de-
goce pues hay un goce primero al que se renunció, una cosa (das Ding) que en su
pérdida también habilitó el mundo del objeto, de los objetos sustitutivos que fallan en
reemplazarla. El goce y el deseo se entraman alrededor de este objeto a que opera como
una ausencia eminente, que surge como una eliminación de la cadena significante en su
movimiento y que le brinda su consistencia. “El objeto a es lo heterogéneo en tanto
exceso engendrado por el sistema formal de significantes” (Nasio, 1998, p. 118). En la
homogeneidad del significante a significante, el objeto a no forma parte de su lógica.

Entonces, ¿cuál es la lógica del objeto a? Eidelsztein (1995, p. 23) nos dice que “la
noción de objeto a, como noción lógica, requiere de un cierto tipo de lógica que es la
lógica modal. Y eso porque, a nivel de la lógica, el objeto a será lo imposible”. Es lo
inaccesible; allí donde el sujeto se plantea las preguntas fundamentales sobre sí mismo:
¿Quién soy? ¿Qué deseo? ¿Quién es el otro? ¿Qué me quiere el Otro?, esta pequeña

106
letrita viene a situarse como una respuesta a algo insoluble; como no se puede dar una
respuesta certera y que despeje la duda, entonces se coloca a. “Así en lugar de buscar en
vano la naturaleza desconocida de la causa del deseo, la represento con la letra a […]
responde a una necesidad, a una exigencia de la práctica clínica” (Nasio, 1996, p. 117).
Se retomará una de estas preguntas para abrir la relación con la vida amorosa
ulteriormente, antes será necesario seguir formalizando aspectos teóricos del objeto a.

Sin una respuesta fija, pero en lugar de eso sosteniendo el objeto a como imposible, se
mantiene la pregunta aguijoneando y permitiendo, en el trabajo analítico, que el
analizante siga hablando. Ciertamente toda la teorización de lo inconsciente, del sujeto y
de los objetos atañen a una práctica, pero esto no excluye el hecho cotidiano de siempre
estar suspendidos a enigmas titánicos que llevan la vida enfrentar sin dar la respuesta.
Considerando al mismo Camus se tiene una obra de décadas que da cuenta de esa
búsqueda, de ese deseo intentando responder aquello que se le presentaba como las
preguntas indispensable. ¿Cómo actúa un hombre sin Dios? ¿Qué define al hombre
contemporáneo sumergido en las guerras? ¿Qué lo define a él que “no tiene nada y que
quiere el mundo entero”?, cada una de estas preguntas le llegan al lector ilustradas en
personajes, en relaciones y en circunstancias específicas. Y las preguntas siguen.

La dimensión del deseo en busca del objeto a, de lo imposible, de lo que no se puede


tener, es la reproducción incesante del encuentro con innumerables esfinges que cantan
los más complejos acertijos. Allí hay algo de la dimensión de esta letra minúscula que
paradójicamente, acarrea los esfuerzos más olímpicos. “Cuando decimos objeto a
estamos trabajando con algo que ocupa el mismo lugar que la letra x en matemáticas; el
de una incógnita” (Eidelsztein, 1995, p. 22). Solo que para esta x no hay ecuación que
permita saber lo que encubre.

Ya en los terrenos de este objeto vemos que su caída es desde el Otro, sobre todo del
Otro del lenguaje, y que siendo objeto causa de deseo y sujetado al goce necesariamente
viene a ocupar también un lugar paradigmático en la relación amorosa. Recapitulando
un poco, si el yo se viene a formar desde la captura de la imagen del otro así como en
una serie de rasgos de objetos diferentes, el deseo también surge en el momento en que
cree que otro, un semejante, el hermanito pequeño por ejemplo en el acto de lactar,
parece poseer el objeto por excelencia. “Es así que se constituye el deseo para el sujeto,

107
a partir de la imagen que otro le da de lo que sería poseer el objeto verdadero, el que
Lacan llama el objeto a” (Melman, 2004, párr. 3). El otro desea y parece poseer el
objeto de mayor goce; entonces el sujeto desea lo que el otro desea, o mejor, el deseo es
el deseo del Otro.

Sobre esta fórmula del deseo tenemos, por un lado, que se desea lo que este desea, lo
que se piensa que este desea. Por otra parte, y siguiendo a Rabinovich, lo que se desea
es causar ese deseo, pues el Otro primordial en su relación con el infante lo marcó a él
mismo como un objeto, y no cualquiera, sino eminentemente como aquel que es causa
de deseo, es decir, a. “En consecuencia, solo puedo desear y sostenerme como deseante
a partir de ese lugar que tuve en esa estructura que se llama deseo del Otro. Sólo me
puedo sostener como deseante en el lugar de la causa del deseo del Otro” (Rabinovich,
2009b, p. 28). El Otro por ser también deseante permite que el deseo surja como retoño
en el sujeto. Es como si le diera ya aquella formula que le ordena desear lo que no
puede completar, que lo arroja a sostener su deseo en tanto irrealizable.

No obstante, si el deseo anda a la caza de un objeto imposible y finalmente inexistente


(en el mundo material), ¿cómo es que el sujeto no desfallece en el intento, que no
sucumbe ante la frustración o incluso que, en la medida que el deseo es inaprehensible,
no se vea desbordado por la angustia que implica su horizonte? El deseo se sostiene por
el fantasma. El sujeto se sostiene como sujeto de deseo gracias al fantasma, y con la
fórmula que le da Lacan a este concepto, cobrará ahora un sentido más amplio toda la
ilación deseo-amor-goce.

La fórmula del fantasma es: $ ◊ a, y se la lee: sujeto tachado, punzón (o losange), objeto
a. El fantasma permite decir al sujeto que desea, es decir, posibilita que el sujeto señale
un objeto y diga “ese es, eso es lo que deseo”, el fantasma opaca al objeto a como causa
del deseo y lo transforma en objeto de deseo. “El a rescata al sujeto del fading, impide
que se desvanezca, le da un anclaje al sujeto cuando éste se desvanece en la remisión de
significantes propia de la cadena significante, detiene así la metonimia de la cadena”
(Rabinovich, 2009b, p. 33). El fantasma actúa sobre las significaciones de la cadena, las
que vienen del Otro, y las transforma en absolutas, haciendo que estas ya no continúen
su movimiento y finalmente, logrando una interrupción y una sustitución de lo que rige
el deseo, a saber, la falta y la metonimia.

108
Se articula así muy bien al deseo, dado que el deseo es, como ya vimos,
condición absoluta que el fantasma sustituye por la significación absoluta.
El fantasma evita así que el sujeto se enfrente a una dimensión de la castración:
el hecho de que toda significación remite a otra significación, vale decir, el
hecho de que no remite ni puede remitir jamás a un objeto. (Eidelsztein, 1995, p.
138).

Así el fantasma no se presenta como el dispositivo para hallar tal o cual objeto, su
función es sostener a este sujeto en fading, desfalleciente; permite que el objeto
adquiera otro valor y se vuelva condición. Al sujeto se lo sostendrá “ya sea como sujeto
deseante o como objeto deseado” (Eidelsztein, 1995, p. 130). La a minúscula en la
fórmula del fantasma puede ser “cualquier” objeto, dado que lo primordial es que el
sujeto se salve al desearlo y que no descubra la dimensión del deseo en tanto la
castración ha operado. Si el fantasma corre el riesgo de realizarse, si el objeto y el sujeto
acortan distancia y el losange parecería trisarse, entonces surge la angustia. Para
salvaguardarse de esta última, la elección de objeto amoroso brinda un paradigmático
ejemplo, en primer lugar, debido a que de todos los objetos, el amoroso debe poseer
cierto valor distintivo y algunos de los rasgos que invoquen el narcisismo del sujeto o
disparen la reminiscencia de las figuras nutricias y protectoras de la infancia.

Ahora bien, el deseo, para formarse y reforzarse, necesita que no todo en la


esfera del objeto sea equivalente. Sólo la búsqueda de un objeto inaccesible
puede orientar el deseo, y permitirle fijarse en algún sustituto. Sólo allí donde
subsiste una dimensión Otra este mundo, a nuestros ojos, conserva algún valor.
(Chemama, 2008, p. 130)

En segundo lugar, cuando el objeto que causa mi deseo es una persona, es bajo la egida
del fantasma que instalo una relación con este; lo elijo en la medida que el fantasma
mismo puede seguirse sosteniendo, es decir, en la prudente distancia entre cada término.
Hay un valor de inaccesible por un lado, y otro de ser imposible que me colme. Por esta
razón, que viene a ser una razón de estructura, finalmente uno nunca llega a escoger a la
persona que satisface por completo, sino a aquella que puede mantener al deseo mismo
en su campo: el de la insatisfacción. Se escoge al amado “como si el fantasma mismo no
debiera realizarse, es decir, como si siempre uno se defendiera contra la realización de

109
su fantasma” (Melman, 2004, párr. 50). Freud ya hablaba de estos obstáculos al
momento de elegir, y algo intrínseco en esta elección que, por estructura, no permite la
consumación del fantasma.

Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que
haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la
satisfacción plena […] Toda vez que el objeto originario de una moción de deseo
se ha perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie
interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno satisface
plenamente. (Freud, 2010b, p. 182).

Y en hora buena no satisface plenamente, pues por esta razón se dice, en lo que respecta
a la cura analítica, que se trata de atravesar el fantasma; es imposible romperlo, hacerlo
añicos es pretender quitar todo un andamiaje a la estructura, es erradicar el sostén
mismo del deseo. Con la destrucción del sujeto del significante y la dimensión de la
falta, ya no hay necesidad de desear.

Ahora bien, retomando una de las preguntas cuya respuesta está firmada por el objeto a
es posible abrir de lleno el campo del amor. Cuando el enamorado señala, bajo la
función del fantasma, “Es él o, es ella, el amor de mi vida, mi alma gemela” o cualquier
analogía que sirva de quimera para mantener vigente la ilusión de haberse encontrado
con el complemento, pone a jugar el objeto a mediante la pregunta: ¿quién es el otro?
¿Quién es mi amado?

De los tres enfoques posibles para definir al otro imaginario, fantasmático y


simbólico, el que remite más directamente al concepto lacaniano de objeto a
es el segundo: el otro elegido es esta parte fantasmática y gozante de mi cuerpo
que me prolonga y se me escapa. (Nasio, 1996, p. 116).

Como ya se ha mencionado, el amante es elegido bajo la condición de que no llene la


falta aun cuando es esa la expectativa. Es aquel que se me escapa de las manos una y
otra vez, como el objeto a, y que al hacerlo permite la operación del fantasma y por
ende el sostenimiento del deseo.

110
Nuestra pareja, el ser de nuestro amor, nos insatisface porque, al mismo tiempo
que excita nuestro deseo no puede –y, en última instancia, ¿tendría lo medios
para hacerlo?- y no quiere satisfacernos plenamente. Siendo humano, ese ser no
puede hacerlo y siendo neurótico no quiere hacerlo. […] Sabe excitarme,
procurarme un goce parcial y, por eso mismo, dejarme insatisfecho. Y de ese
modo garantiza esa insatisfacción que necesito para vivir y que vuelve a centrar
mi deseo. (Nasio, 2007. p. 46).

El otro amado calma en la medida que le da una brújula al deseo, una que también
puede hacer de corcho. La relación amorosa se transforma en un ambiente de límites
impuestos para la pareja, pero también para la estructura del uno y del otro; son
fronteras simbólicas que se limitan recíprocamente y que permite que el amor, en ese
campo del goce fálico, siga un tipo de acompasamiento dejando al goce restringido. No
obstante, esto no significa que la expulsa sea total pues ciertamente hay un goce en el
amor. Un goce que motiva al sujeto una y otra vez a buscarlo a veces sumergido en la
repetición y que incluso le permite prescindir de hacerse cargo de su propio deseo en la
medida que siente que ya lo ha realizado y que alguien más está allí para plantearle el
suyo. Un deseo ajeno.

El elegido existe doblemente: por un lado, fuera de nosotros, como individuo


vive en el mundo y, por el otro, en nosotros como presencia fantaseada –
imaginaria, simbólica y real- que rige el flujo imperioso de nuestro deseo y
estructura el orden inconsciente. De las dos presencias, la vida y la fantaseada, la
segunda es la que domina, puesto que todos nuestros comportamientos, la mayor
parte de nuestros juicios y el conjunto de los sentimientos que experimentamos
en relación a nuestro amado están rigurosamente determinados por el fantasma.
Solo captamos la realidad de nuestro elegido a través de la lente deformante de
esa fantasía. Solo podemos mirarlo, escucharlo, sentirlo o tocarlo envuelto por el
velo hecho de imágenes nacidas de la compleja fusión entre su imagen y la
imagen de nosotros mismos, un velo creado también por las representaciones
inconscientes que delimitan el marco de nuestro amor. (Nasio, 2007, p. 52-53).

Por ser más dominante esta dimensión fantasmática, por ser el otro observado a través
de un caleidoscopio de proyecciones inconscientes, este cobra un valor de tan alta

111
estima para el sujeto que realmente no puede calcular la importancia de ese ser viviente
para el funcionamiento de su estructura. Se vuelve en definitiva una prolongación del
propio cuerpo, prohíbe, hace corte, centra el deseo, se vuelve una figura cuyo poder
impide que el sujeto se voltee hacia mismo y reencuentre la falta. No podría hacerlo, el
otro “encarna” al objeto a y se vuelve este un corcho para la dimensión del vacío que
tanto se teme. Por ello pudo Freud hablar de la cura por amor, y ese gran privilegio que
le otorga todo sujeto a este afecto que nunca pasa de moda en los requisitos para ser
feliz y sentirse pleno.

Por esta misma razón Freud en los textos Duelo y melancolía y en El malestar en la
cultura, hacía mención de los avatares, de los inmensos sufrimientos que surgen de la
muerte, de la separación y de la pérdida inminente del otro amado. “Nunca estamos
menos protegidos contra las cuitas que cuando amamos; nunca más desdichados y
desvalidos que cuando hemos perdido al objeto amado o a su amor” (Freud, 2009, p.
82). No es para menos, el otro está no sólo investido con los más tiernos sentimientos
sino que realmente acomoda la existencia del sujeto y le da un mapa al menos parcial de
lo que desea y de lo que es.

Precisamente por ser el elegido, definido como un metrónomo psíquico cumple


esta función simbólica de obligar al deseo a que siga el ritmo de nuestro vínculo.
Diremos, además, que el elegido, dueño de la medida impuesta a mi deseo, me
impide enloquecer al mismo tiempo restringe mi goce. Me protege dejándome
insatisfecho. El elegido simbólico es, en definitiva, una figura de la represión y
la figura más ejemplar del significante del Nombre del Padre. (Nasio, 2007, p.
60).

Si el otro ocupa estos lugares simbólicos de función significante de ahí la gran pena que
surge, de allí el tambaleo a nivel inconsciente de su pérdida y que revive las renuncias
más elementales. Pero el duelo implica eso, volver a perder, luego volver a ganar, todo
bajo el trabajo de la palabra que va mermando la pena y restituyendo nuevos sentidos.

Se ha observado como el amor ocupa un lugar central en el campo del deseo y en


relación al goce. Es ese intento de salvarse a sí mismo de la falta, al momento que
pretende completarse con el otro y ser un solo cuerpo, suturarse en un andrógino

112
perfecto y libre de fallas. Allí es donde Lacan va a enunciar otra de las proposiciones
más ricas, pero también más escandalosas, de su obra: la relación sexual no existe,
tratada a continuación.

4.2. Las fórmulas de la sexuación.


El presente tema, las fórmulas de la sexuación, corresponde a lo trabajado por Lacan en
el seminario XX: Aun. Sin ser exhaustivo, se mostrará a qué se refería Lacan cuando
decía que la relación sexual no existe y que la mujer no existe. Lo vital a lo largo de este
recorrido teórico es precisamente mantener la idea de la falta en el sujeto y qué papel
juega el amor alrededor de ella.

La soledad subjetiva está instalada desde el momento en que el sujeto habla, en el


momento en que surge el síntoma y el deseo resurge más allá de la demanda. Decir que
la relación sexual no existe es topar al amor y al intento del sujeto de completarse, es
decir que finalmente no hay manera de salvar la asimetría entre uno y otro, que no
importa cuán enamorado esté el otro y qué tanto el amado le corresponda, no pueden ser
uno. Si la relación sexual no existe es en la medida que no es posible que exista como
un rapport, como un mecanismo perfecto en donde dos cuerpos colisionen y se fundan
en una sintonía que suture para siempre su disparidad. La perenne asimetría está dada
por efectos del lenguaje y por el complejo de Edipo que no actúa de igual manera para
ambos.

La ausencia de complementariedad, esta inexistencia de la relación sexual, cobra desde


Lacan y su discurso un nuevo planteamiento sobre el eterno enigma declarado por
Freud, a saber, la mujer y la feminidad. Para ello Lacan elabora a través de la lógica,
inspirándose especialmente en la aristotélica, unas fórmulas en las que “Todo ser que
habla se inscribe en uno u otro lado” (Lacan, 2008, p. 96). El cuadro está presentado a
continuación; en la parte izquierda está el lado Uno, el masculino, y en la parte derecha
se ubica el lado Otro, el femenino (Garay, 2002).

113
Figura 1. Tomada dehttp://urbinacriticalhit.wordpress.com/2012/09/04/191/

Siguiendo a Garay (2002, párr. 31-38), los cuantificadores de las fórmulas y las
fórmulas se leen de la siguiente manera, (los comentarios a cada una de estas lecturas
están fuera de las comillas):

X: Sujeto
: Función (fálica)
Ǝ: Cuantificador Existencial; Alguno(s).
: Cuantificador Universal; Todos.
: niega a los cuantificadores.

En la posición masculina:
«"Para todo sujeto, la función fálica es válida" dicho de otra manera:
todos los hombres están sometidos a la castración.» Todos le dicen si a la castración, le
dicen si al falo, se trata entonces del sujeto en tanto deseo.

«"Existe al menos UNO que niega la función fálica " o existe un hombre
que no está castrado (padre de la horda primitiva).» Al menos uno le dice no a la
castración, aquel que sin estar castrado ostenta el falo.

En la posición femenina:

«"No existe un sujeto para el cual la función fálica no sea válida" o no


existe mujer alguna que no esté sujeta a la castración.» No hay ninguna que le diga no a
la función del falo. No existe ninguna (madre) que no acepte la castración; toda madre
le dice si a la falta.

114
«"Para no todo sujeto, la función fálica es válida" o la mujer está no
toda inscrita en la castración.» La mujer no toda ella le dice sí a lógica del falo. “Ocurre
que, para ella, el complejo de castración no es un nudo necesario” (Chemama, 2008, p.
105).

Antes de profundizar en esta fórmula, el de la mujer como no-toda, cabe la pregunta:


¿Dónde ocurre el amor? En las fórmulas inferiores, las que se refieren a los
cuantificadores universales del hombre y de la mujer, no hay ninguna relación directa.
Sin embargo, en las fórmulas superiores, donde las posiciones se refieren al del padre y
a la de la madre, a propósito de lo que dice Freud en relación al amor de objeto por
apuntalamiento, está en juego el falo que abre toda la dimensión amorosa y que le
otorga un valor diferente. “Amar es dar lo que no se tiene”. El hombre, en tanto está
ubicado en esta posición de padre, dice tenerlo y cree poder darlo, mientras que la
mujer en la medida que es madre desea el falo de aquel que podría dárselo, este “al
menos uno” que lo ostenta.

A través del amor el sujeto intenta recuperar su estado de absoluta felicidad de


que supuestamente disponía cuando His Majesty, the Baby y era comisionado
para suplir lo que faltaba en el Otro. […] Del goce al deseo, del deseo al amor, y
el amor, por su parte, recayendo sobre un objeto al que se desplaza la imagen de
sí mismo. No; no hay nada que hacer, la relación sexual no existe. (Braunstein,
2006, p. 35)

Las fórmulas de la sexuación entonces permiten entender un poco mejor de qué manera
surge el amor y se lo mantiene a partir de que se toma tal o cual posición, siempre en
relación a un narcisismo abandonado pero que intenta ser restituido por la vía de
elección de objeto amoroso dirigiéndose a los padres de la vida infantil. Volteando el
rostro a estas figuras hay algo que se rescata, e incluso cobra un estatuto diferente en
relación a un hijo, donde todo el cariño que se le brinda es precisamente una
rememoración del amor que fue blanco el sujeto mismo.

Ahora bien, retomando las fórmulas, especialmente la que sitúa la mujer como no-toda,
está algo de la respuesta a la proposición lacaniana “la mujer no existe”. Si se enuncia

115
que la mujer es no-toda fálica entonces hay una parte que dice sí a la castración pero
también hay otra que dice no. Esta división en relación a la castración es lo que impide
que la mujer sea (sólo) una, y que por el contrario esté de un lado Otro, este Otro (sexo)
que ya se ha examinado y que ahora posee una solidez mayor en tanto goce del Otro;
goce que eminentemente femenino y suplementario pues el falo no le basta.

El todo está del lado de los hombres. Todos están sometidos a la castración, lo
que significa también que su goce en su totalidad está contenido en los límites de
esta castración, o también que está totalmente organizado por el lenguaje. Pero si
una mujer realmente tiene acceso a este tipo de goce, al parecer puede lograr
también un goce otro, que no se reduzca a eso. No obstante tengamos el cuidado
de evitar todo universal. Al hablar de La mujer, por ejemplo, se volvería caer en
el todo. Por eso Lacan va a decir que La mujer no existe. (Chemama, 2008, p.
107).

El artículo determinando que designa a la mujer, en rigor, debe tacharse, pues en los que
respecta a ellas se trata de cada una. Por eso LA mujer no existe, las mujeres si existen,
en su diferencia, en el ubicar a una separada de la otra y no bajo el emblema del todo
universal. Hay algo que se escapa de esta lógica universal del hombre, de lo masculino,
el misterio que va más allá del falo y que está representado en el cuadro inferior, debajo
de las fórmulas de la sexuación (Figura 1).

Por un lado tenemos a $a. El sujeto barrado está del lado masculino, pues allí también
se halla el falo y su lógica, es decir, la castración, pero se dirige al lado femenino, hacia
a. Esta relación con la letra minúscula denota que las mujeres son semblantes de a.

Por otra parte tenemos a este La tachado que remite a la proposición de Lacan y del cual
se desprenden dos vectores. El primer trayecto desemboca, por un lado, en el falo (),
es decir, en el sí que valida la castración, y por otro lado, se dirige hacia S(Ⱥ), el
significante de la falta en el Otro. Lo que va más allá del falo es lo que se dirige hacia la
cultura, hacia la ciencia y el vincularse con otras mujeres, pero también es lo que se
dirige hacia un lugar que genera angustia, un miedo que se quiere tapar, un “no querer
ver” que sobre todo nace en el lado masculino.

116
Esta dimensión del no-toda, del más allá del falo, puede proporcionar una lectura
interesante a toda la historia de las religiones, a la mitología y a los cultos que se hacen
alrededor de las mujeres. Se abre un camino que aproxima a esa satanización a veces
extrema de la feminidad, así como un intento feroz de cubrirla y domarla. Lacan, como
se lo trabajo en relación al goce místico, ubicaba la cercanía a Dios y a la verdad del
lado femenino, como si todo enigma necesariamente tuviese que pasar por las mujeres,
por cada una de ellas. Aunque no podrían del todo ser homologados dado que la
dimensión divina sigue estando más hacia lo Uno, y no así la feminidad.

Queda entonces, por este breve recorrido, alguna claridad sobre la inexistencia de la
relación sexual y como por esa disimetría del todo y del no-toda, se puede establecer
una tendencia al juntar pero un imposible suturar. Ahora corresponde ubicar de una
manera más detallada qué le queda al sujeto si este se encuentra desprovisto de relación
sexual. La respuesta es el tema de todo este capítulo: el amor.

4.3. El amor como suplencia.


Si no hay relación sexual, si esa es la verdad que cada sujeto quiere negar, y que en su
obstinación va en busca de su complemento, ¿qué puede hacer?, ciertamente nada que
perfeccione sino que lo suplemente. No se puede ser Uno, entonces se ama. Amar es lo
que suple la inexistencia de la relación sexual.

Lo que suple la relación sexual en cuanto inexistente hay que articularlo


justamente según el para-ser. Es evidente que en todo lo que se aproxima a esta
relación, el lenguaje solo se manifiesta por su insuficiencia. Lo que suple a la
relación sexual es precisamente el amor. (Lacan, 2008. pp. 58-59).

Entonces es el amor lo que está en el lugar de aquello que no puede ser. El intento es lo
que suple, la fachada del amor y su movimiento apasionado que brinda las más
perfectas fantasías es precisamente lo que promete y no cesa de prometer, que mantiene
al deseo vivo y restringe al goce parcialmente y en apariencia.

No basta desear al objeto, o sea poner en acto la pulsión, también hay que
amarlo. Apréciese el “también”, que indica cierto modo la esencia adverbial del

117
amor. Pues éste se presenta no tanto como un más allá del deseo sino como un
suplemento de la relación con el objeto, naciendo de la temporalidad deseante
con una “prima de valor agregado”. (Assoun, 2006, p. 15).

El amor es el “también” que impulsa a los escritores y poetas a la elaboración de


románticas obras, acompaña al deseo cuando de la relación de objeto se trata, le otorga
una nuevo valor y, tal como se lo ha descrito en relación con el Nombre-del-Padre en la
lectura de Nasio, el amado, el amor que causa y del que está investido, centra el deseo
del sujeto; le brinda sus cuatro puntos cardinales obviando la pregunta al sujeto sobre
que va más allá de su amor.

Que el amor sea una suplencia indica que hay una destitución del amor utópico, de su
idealización como la vía accesible para todos para encontrar la felicidad de los finales
de los cuentos de hadas. Y aunque esto supone un holocausto que para muchos le
resulte amargo, la desilusión que finalmente revela el psicoanálisis sobre el amor, su
caída desde los más altos templos, recuerda que solo bajo este emblema del amor es
posible que el goce sea condescendido en deseo y que la función opere; que el deseo
siga siendo estimulado y que la vida siga, insatisfecha, “felizmente” insatisfecha.

La ilusión es entonces proponer a un sujeto que goce lo menos posible, pero que
llegue a satisfacerse con un goce que se confunde con la privación. Es una
defensa contra el goce, de ahí el lugar eminente del amor, según la idea que el
neurótico se hace de él. Gozar del deseo es en cierto modo traducir la fórmula de
Lacan “el amor hace condescender el goce al deseo”, es por esto que a veces el
neurótico se llena la boca con el amor, y éste es el motivo por el cual el
psicoanalista se cuida de querer a sus pacientes, es decir que no se orienta por su
contratransferencia, porque no quiere caer en la trampa de que se pueda gozar
del deseo. (Leguil, 1993, p. 30).

El goce queda prohibido, y el amor es el salvaguardo ante este mismo goce, o mejor, el
goce está camuflado y el amor le brinda una habilidad mimética. Deseando-amando el
sujeto sigue existiendo con la ilusión de evadir por siempre la angustia y todo displacer
que le genere la duda, escapa a lo que ponga en tela de juicio al Otro, y huye de la
difícil pregunta por sí mismo en relación a su deseo. El amor se instaura como un

118
intento de superar la paradoja, como una suplencia para poder mitigar la contradicción y
poner al mismo nivel esa disparidad subjetiva en la que el sujeto vive. Es solo un
intento, pero uno sin el cual es impensable la vida del sujeto.

El deseo es para el hombre un sufrimiento porque, en primer lugar, le es opaco,


y es por eso que es necesario encontrarle una salida, que es el fantasma.
¿Podemos deducir de esto que el analista no cree en el amor? No creer en el
amor en proponer como ideal del psicoanálisis la degradación generalizada. Es
exactamente lo que Freud y Lacan nunca enseñaron, o sea que quisieron enseñar
lo contrario. Sin duda nos mostraron que si nos podemos reír del amor, si
podemos indicar sus modos de degradación, si se puede destacar su carácter de
engaño radical, era necesario considerar que el amor era una pasión que el sujeto
iba a seguir siempre, una pasión en el sentido que Lacan dice que es apertura del
sujeto a su división. (Leguil, 1993, p. 30).

“Más vale que amemos para no caer enfermos” parafraseando a Freud, es una
proposición que no niega para nada la creencia en el amor, sino que la ubica como algo
necesario, algo cotidiano y que no podría dejar de surgir aun frente a los más dolorosos
duelos por pérdida o separación amorosa. El amor resurge, se extingue, se desplaza de
un objeto a otro, encuentra a quien amar y puede decir “no, esa persona no era” y
continuar su búsqueda. He allí un parentesco con el deseo, y claro, el amor permite la
condescendencia en este… secundado con toda suerte de espejismos.

El amor tomar un particular interés para el psicoanálisis, especialmente cuando de la


clínica se trata, pues en toda demanda hecha al analista se esconde una demanda de
amor. Allí donde ocurre la transferencia ésta se ve sostenida por el odio o por el amor,
frenando el trabajo o dándole una mayor fluidez.

La opción para el sujeto es clara: entre el goce y el deseo, una de dos: o la


angustia por la falta de falta (“no es la nostalgia de lo que llaman el seno
materno lo que engendra la angustia sino su inminencia, todo lo que nos anuncia
algo que permite entrever que se volverá a él [S X]) o el amor que es dar la falta,
la castración, el (-), lo único que podrá permitir la condescendencia de uno al
otro. La experiencia del análisis se juega íntegramente, por medio de la palabra,
119
entre estas dos pasarelas que llevan del goce al deseo: angustia y amor.
Atravesando la angustia, más allá del fantasma, hacia el amor…con su carácter
fatal. (Braunstein, 2006, pp. 118-119).

El amor permite vislumbrar algo del síntoma en el análisis, siendo este un tapón de
sentido para la falta, ¿Qué mejor hermano que el amor, el cual pretendería seguir
aportando corchos y corchos para que el vacío no succione? El amor posibilitaría, sobre
todo en su crepúsculo, que el sujeto se percate de la dimensión de la falta que opera en
él, y que si bien es fuente de angustia, también puede cobrar el sentido de motor del
deseo, el deseo mismo: su indestructibilidad, ser el más allá inaprehensible pero no del
todo inefable, que se presenta como la salida al círculo perpetuo que es la demanda.

Con esta última noción teórica estudiada es posible ahora darle voces e incluso rostros a
lo que involucra el amor, a saber, el deseo y el goce, en lados diferentes. Camus en sus
obras, como muchos escritores, no dejó de lado el amor, es más, se ha podido ver hasta
qué punto privilegiaba éste, el amor por su madre. Sin embargo, ahí no se agota su
escritura. Camus tenía planeado como parte de su proyecto para las siguientes obras que
publicaría el tema del amor y de la mesura, teniendo ya esbozaba algunas líneas
alrededor del mito de Némesis (diosa de la mesura) (Todd, 1997, p. 746). Las razones
que impidieron tal empresa fue su inesperada muerte, no obstante, resulta interesante
tomar únicamente la formulación de esta idea en la mente creativa de Camus.

¿Qué tendría que ver el amor con la mesura? Si partimos de la noción de goce como
exceso, e intentamos darle una palabra o un terreno además de la insatisfacción al deseo,
sería posible ubicarlo en una zona de mesura, no en el sentido de medir o de calcular,
pero si en cuanto remite a un límite. Hacer algo con mesura, quiere decir realizarlo
dentro de un tope, la frase brinda incluso la alusión a un espacio con fronteras pues
existe un interior y un exterior. El deseo está en un límite, no es infinito, y todavía más,
ya supone un más allá. Acompañando al deseo en este campo está el amor; dentro de
divisiones que marcan un determinado territorio y, paradójicamente, sintiéndose
infinito, ilimitado, como un sentimiento omnipotente.

En el siguiente y último tema se verá lo que Camus decía sobre el amor y también
algunos diálogos y reflexiones que pueden brindar una lectura alrededor de la

120
condescendencia del goce en deseo a través del amor. El último destino es el país de
origen de Camus, de regreso a Argelia con Jacques y la familia Cormery.

4.4. “Oscuro para sí mismo”.


Este título, “Oscuro para sí mismo” es también el título final del último capítulo de la
novela El primer hombre, antes de pasar a las hojas sueltas y notas al margen que
Camus planeaba trabajar para añadir a lo que había concebido como la arquitectura de
esta novela. Se han tomado textualmente estas cuatro palabras porque de alguna manera
sintetizan, por un lado, varios de los aspectos cruciales de la novela que se verán en
breve, y por otro lado, compendian lo trabajado a lo largo de cada capítulo alrededor del
deseo. El capítulo inicia con una breve reseña de lo que un Jacques-Albert puede decir
de su propia infancia a modo de recuerdo:

Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido en la isla
pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e
ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una
inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas
frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero
rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo
que no conocía, y asimilándolo, sí , porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de
escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una
certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que
conseguiría todo lo que quería y que nada jamás, de este mundo y sólo de este
mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez
de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún
lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de
misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás. (Camus,
2009, p. 234).

La cita fluye con tal lucidez en el tiempo de la vida de Jacques que puede casi marcar un
punto en el espacio, trazar una línea divisoria, que ubica un antes y un después a su
existencia como aquel niño ávido y perspicaz. Expone ya la presencia de un sujeto que
se ve vinculado al mundo y que establece su propia relación con él desde toda una serie

121
de aspectos determinantes, sean estos su condición económica y social, la cultura sobre
la que fue criado y sobre todo el Otro; los Otros de nombre y apellido, y aquel Otro del
lenguaje que marcan con su huella el deseo. Jacques da una lista de lo que desea: la
alegría, lo que es bueno, el misterio, etc. Cada una de esas palabras, el mundo mismo,
está puesto bajo la escena del fantasma. Lo que Jacques pueda concebir como la bondad
o aquello que resulte misterioso, se sitúa bajo la lupa del sostén del deseo, el mundo
mismo abierto ante sí está detrás de una lente particular. “El mundo, para el sujeto
hablante, para el sujeto del psicoanálisis, no es otra cosa más que aquello que puede
reducirse a la estructura del fantasma” (Ravinobich, 2009b, p. 43).

Jacques ubica un aspecto crucial en su vida, y que también es determinante en la vida de


cada sujeto, cuando menciona lo imposible. Dice que no habrá imposible al que no
tenga acceso, sin embargo, desde la misma concepción de esta palabra, dentro del
germen de esta noción de algo inaprehensible se establece también un orden, e incluso
una orden, que fija la ley del deseo. El misterio, lo prohibido, lo inaccesible, todo eso
entraña un imposible que determina el deseo y que también toma parte en su
nacimiento. Si ese resto, el objeto a, tal y como se lo ha visto, es real, entonces tiene
esta cualidad que menciona Jacques al aludir a lo que no se puede conocer, a lo que
incluso lacera y corta, expulsándolo al desconcierto pero nuevamente atrayéndolo para
que en su intento de asimilarlo vuelva a fracasar.

Si esta letra minúscula causa el deseo, si el deseo mismo guarda relación con el misterio
y anda serpenteando en las palabras para a veces frenar en seco bajo la función del
fantasma, ¿qué puede finalmente decir cada sujeto de eso? El deseo no es del orden de
lo inefable, ese terreno estaría más del lado de lo real, sin embargo, asirlo es tarea
imposible pues posee cierta viscosidad aportada por la metonimia que lo cubre con una
fina membrana que ante cualquier artificio e intento de atraparlo hace que se deslice.

En esto se ha insistido, y por ello es vital resaltar el vínculo de la palabra con el deseo,
es decir, el corazón mismo de la práctica analítica en donde lo que marca toda la
experiencia subjetiva está brindado por el acto de hablar. Si con Lacan decimos que el
inconsciente está estructurado como un lenguaje, y la palabra misma es una formación
del inconsciente, habrán preguntas que deben formularse e ideas que decirse.

122
Decir todo es imposible, pero el mismo hablar va transformando lo inconsciente e
consciente; hay una función de gozne en la palabra que hace que distintas lógicas estén
conectadas. Por ello en el hablar y en el escribir, que es lo que atañe principalmente a
los novelistas, ensayistas, etc. pues viven de esto, hay un efecto que involucra al deseo,
que lo conecta en las palabras que se van pronunciado. Cuando se pregunta: ¿qué
quiere? o ¿qué anhela? Para uno mismo, o formulado desde otro, la respuesta va ligada
al deseo como se lo entiende desde el psicoanálisis, pues en definitiva, lo que se dice
que uno quiere no es lo mismo que decir lo que uno desea, tampoco se podría. En todo
caso, la diferencia es radical aunque no sea una relación de exclusión. Por esta razón, se
puede retomar la pregunta inicial del capítulo primero: ¿qué decir del deseo de Camus?,
el apellido puede ser sustituido por el de Cormery, y dar, por supuesto, una respuesta
(parcial, siempre parcial) desde su propio puño:

Había también la parte oscura del ser, lo que durante todos esos años se había
agitado sordamente en él como esas aguas profundas que debajo de la tierra, en
el fondo de los laberintos rocosos, nunca han visto la luz del sol y, sin embargo,
reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por
el centro enrojecido de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire
negro de esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y
[comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda vida
parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado, que
experimentaba aun ahora, fuego negro enterrado en él como uno de esos fuegos
apagados en la superficie pero que en el interior siguen ardiendo, desplazando
las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de suerte que la superficie fangosa
tiene los movimientos que la turba de los pantanos, y de esas ondulaciones
espesas e insensibles seguían naciendo en él, día tras día, lo más violentos y
terribles de sus deseos así, como sus angustias desérticas, sus nostalgias más
fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser
nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años estaba de acuerdo
con aquel inmenso país que lo rodeaba. (Camus, 2009, pp. 235-236).

Esta cita, aunque extensa (valdría antes saber en relación a qué se la está comparando,
pues si del deseo se trata, tan solo es un ápice, sigue siendo tan solo un intento, y
ciertamente uno corto para abordarlo), brinda una apreciación de lo misterioso que tiene

123
la vida misma de Jacques-Albert para sí mismo. Entonces el mundo, desde la
perspectiva de cada sujeto, desde la perspectiva de Cormery hijo, no es lo único que se
escapa a la cognición, a la inteligencia o a las palabras. También hay una “parte oscura
del ser” que no puede presenciar del todo la luz del sol pero que, subterránea, anima
todo movimiento, toda acción, toda resurrección.

En una interpretación apremiada podría concebirse eso subterráneo y profundo como lo


inconsciente, pues se aludiría a lo que comúnmente se refiere a la psicología de lo
profundo, dando a entender que existe un espacio debajo y otro encima. Sin embargo, si
retomamos nuevamente al inconsciente estructurado como un lenguaje lacaniano,
entonces necesariamente habrá que aproximarse a la palabra. Sea cual sea la
interpretación a seguir se está abordando algo que atañe al deseo.

El deseo se manifiesta como algo oscuro para el sujeto que se le escapará por siempre y
que, sin embargo, constituye su más profunda intimidad; una suerte de familiaridad
velada que determina cada elección, cada acto realizado o cedido a la inhibición. Si
Jaques escribe sobre una fuerza recubierta de oscuridad, un fuego negro cuya llama arde
en el corazón de las brasas, esta metáfora resulta espléndida para ubicar el deseo como
concepto. Por otra parte, el recurso que utiliza Camus, la letra, el escribir casi
poéticamente alrededor de algo tan inaprehensible, muestra la importancia del orden
simbólico, de su anudamiento con los otros registros, para dar una aproximación al
deseo; solo una aproximación, pues el deseo no puede entrar de lleno a este registro
aunque sea su origen. “Es que el deseo, en tanto deseo, si bien es un efecto de lo
simbólico no puede ser reabsorbido en lo simbólico” (Eidelsztein, 1995, p. 62). Es vital
recordar que el deseo (d) nace del efecto de la demanda (D) sobre la necesidad;
entonces hay una acción de lo simbólico (ejemplificado por la letra mayúscula) que deja
un retoño que ya no puede volver a ser recuperado. Por este motivo se escapa, está más
allá de la demanda.

Retomando la cita. Hay un movimiento sin cese dice Camus, que (se) va desplazando, y
que está en relación con la angustia y con un sentimiento nostálgico. ¿No está el deseo,
tal como lo concibe el psicoanálisis, también vinculado a la angustia y a la nostalgia?
Para el primero es necesario todo un abordaje minucioso, pero si se vuelve a considerar
a la angustia como este peligro que falte la falta, es porque el deseo está presente y a

124
veces tiembla. O, por otra parte, esta dimensión angustiante que se abre cuando el
fantasma estaría presto a realizarse, y que deja todo el abanico de opciones que implica
al deseo expandido ante un sujeto sobrepasado.

Para la segunda noción, el de la nostalgia, se cuenta con más recursos bajo lo estudiado
sobre el goce y el amor. Renunciando al primero, entonces es posible el segundo, o
también, a través del segundo, condescender el primero (Lo primero) al deseo.
Ciertamente, el goce es lo primero, lo que estaba al inicio y que se prohíbe. Pero
también hay diferente lugares para lo primero en relación al amor y al deseo. Por
ejemplo, en relación al amor, es el amor a la madre y el amor de la madre lo primero. Es
una relación a la que, en tanto pretende quedarse en una exclusividad mortífera, se debe
renunciar para que el sujeto inicie las relaciones objetales; las relaciones amorosas.

¿Cómo saber si esto ocurrió en Jacques? Habrá que darlo por hecho, pero no por ello
prescindir de ciertas citas que apelan a esta renuncia estructural: “No, no soy un buen
hijo: un buen hijo es el que se queda. Yo he andado por el mundo, la he engañado con
las vanidades, la gloria, cien mujeres” (Camus, 2009, p. 287). “La” ha engañado. Se
puede decir que existe una traición a ese deseo de la madre, un engaño necesario para
dirigirse al mundo y sus objetos, una separación que para Jacques tiene un carácter
delictivo por alejarse de su madre, separarse de el primer amor, y amar a cien mujeres.

Por un lado, se observa que este sentimiento amoroso trae consigo el olor de la
nostalgia, pues se reencuentra el sujeto con la amada para siempre perdida. Por otro
lado, también se ubica aquí un extremo, casi antropofágico, del deseo vinculado al amor
que alude a lo devorador, a lo mortal, a lo homicida que es el riesgo palpable en el caso
de no haber corte. En palabras de Camus: “El gran deseo de un corazón inquieto es el de
poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser” (Camus, 2011, p. 95).
Pasiones tan exaltadas que quieren destruir al partenaire, reducirlo a pedazos y
consumirlo. ¿No tiene el deseo también un origen que se puede vivir como nocivo y
tóxico? No todo lo ligado al deseo son sueños y anhelos altruistas y aceptados en la
cultura, también está lo incestuoso y lo destructivo, partículas viles que siempre se
quieren negar y que se procura mantenerlas en la más oscura sombra. La pasión
amorosa, entrañando la corriente sensual y la tierna, puede resultar de las experiencias
más ígneas al cargar dimensiones de afectos tan intensos, incluso violentos, que no

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dejan de estar abrazados al deseo y su opacidad recóndita. Pero sin ir más hasta los
extremos, finalmente, el objeto amoroso se presta como consumible a ojos del sujeto, y
así también el sujeto, demandando su transmutación en objeto causa de deseo del
partenaire.

De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa locura
de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba su ser intacto,
haciendo simplemente más amargo en medio de su familia recuperada y frente
a las imágenes de su infancia el sentimiento de pronto terrible de que el
tiempo de la juventud huía, como aquella mujer a la que había querido, oh sí, la
había querido con un gran amor de todo corazón y también del cuerpo, sí, el
deseo era imperial con ella […] y la había querido a causa de su belleza y su
locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el tiempo
pasara, aunque supiese que estaba pasando en ese mismo momento […] y que
estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y que los días
declinaban: «Oh no, no» decía ella bañada en lágrimas, «amo tanto el amor».
(Camus, 2009, pp. 238-239).

Por la biografía de Todd se sabe que de la mujer sobre la que habla Camus en ésta cita
es Mi, una de las amadas del escritor con la que estableció una relación cierto tiempo
antes de morir en el accidente de automóvil. Una lectura de este párrafo dedicado a una
mujer en concreto, muestra la manera en que el apuntalamiento involucra a las dos
corrientes que en el caso de Clemance estaban escindidas, y a la par señala ese terreno
del deseo-amor que niega el tiempo, lo inevitable del perecimiento, y que por esta vía es
posible el arribar a la fórmula de amar el amor, que también podría aludir a la cura por
el amor. Hacer de él el salvaguardo, el suplemento, y en él seguir deseando de acuerdo a
lo que el partenaire brinde como guía, quizá desde su deseo mismo, en “su locura de
vivir”.

Volvamos de nuevo a la madre de Jacques, en compañía de estas cualidades del amor


enlazadas a la pasión, a lo nostálgico y a lo devorador, para profundizar sobre todo en el
deseo y apelar un aspecto interesante de este en tanto culpa y dis-culpa; una suerte de
demanda de absolución que libere.

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Mamá. La verdad es que pese a todo mi amor, yo no pude vivir con esa
paciencia ciega, sin frases, sin proyectos. No pude vivir su vida ignorante. Y
anduve por el mundo, construí, creé, quemé a los seres. Mis días estuvieron
llenos hasta desbordar  pero nada me colmó el corazón como… (Camus,
2009, p. 276).

No, Jacques no vivió en el mutismo junto a su madre. La quiso por siempre pero no por
ello se sacrificó, no por ello cedió su deseo y lo puso como expiación ante un altar cuya
inscripción dice “Otro”. Y aunque esa decisión no fue tomada por sí mismo, sino por la
operación de un significante (la función del padre) existieron elecciones ulteriores que si
le correspondieron a él tomar. Por ello es pertinente hablar ahora de responsabilidad y
ya no de culpa; en cuanto deudas al Otro, uno siempre pensará que le ha quedado
debiendo. Allí está Jacques entre líneas pidiendo absolución a una deuda impuesta o
auto-impuesta, que muestran al deseo como algo censurable, que lo sella y tacha
muchas veces. Sellar en tanto enjaular y aprisionar, y también sellar en tanto lo marca
con una firma, escribe sobre él la culpa a sentir por desear, a causa de andar por allí
siendo un hombre rebelde.

Lo que sigue a continuación en la misma cita son todas las ganancias de ese exilio.
Dejando no sólo a su madre sino también el analfabetismo que inundaba la casa de los
Cormery, para Jacques es posible crear, construir, quemar; hacer y deshacer.
Finalmente, y aquí hay que poner énfasis, Jacques-Albert abre la dimensión del deseo
con una frase inacabada, suspendida, por llenar, por completar, así como toda su novela,
así como toda obra literaria que no tiene un punto final radical.

“Nada me colmó el corazón como…” la frase está en la hojas sueltas, a la deriva junto a
retazos de diálogos, fragmentos de ideas y personajes no elaborados. Quizá a la frase se
la dejó incompleta a propósito, no hay certeza de aquello, pero los puntos suspensivos
señalan que no existe realmente una palabra que remita al objeto que colme. En lugar de
la presencia de ese objeto, el deseo se sostiene por su ausencia. ¿Qué habrá colmado el
corazón de Cormery hijo? Tal vez no lo sabía, como cualquier otro sujeto en cuya falta
va de un objeto a otro sin cesar, o tal vez tenía varias ideas alrededor de este tópico. En
todo caso, esta brecha, este corte, ese agujero imposible de llenar sitúa al sujeto en su
particularidad al lado de los demás, no para entenderlos, ni mucho menos para
127
completarlos, sino como un “cada uno” del mundo corriente que tiene que lidiar con su
propia soledad.

Enfrentarse al camino solitario de la asimetría es lo que depara el amor si acaso el sujeto


ha preferido mirar hacia dentro y no continuar la búsqueda idealizada. “Después supe
que no tenía corazón suficiente para amar de verdad y creí morir de desprecio hacia mí
mismo. Después reconocí que lo otros tampoco amaban de verdad y que había que
aceptar que uno es más o menos como todo el mundo” (Camus, 2009, p. 260). La
reflexión de Jacques nace del amor, de una decepción que, como ocurre a muchos otros
en el campo amoroso, presta el flanco a la vulnerabilidad, a una dimensión quebradiza
que es el sujeto mismo expuesto en su división. Sin embargo, este hecho, esta verdad, la
verdad para el neurótico, no es algo que esté dispuesto a aceptar de lleno y sin una cuota
de testarudez obstinada.

Amores: hubiera querido que todas fueran vírgenes de pasado y de hombres. Y


al único ser que había encontrado y que en efecto lo era, le había consagrado su
vida, pero él mismo nunca había podido serle fiel. Quería, pues, que las mujeres
fuesen lo que él mismo no era. Y lo que él era lo devolvía a las mujeres que se le
asemejaban y que amaba y poseía entonces con rabia y furor. (Camus, 2009, p.
286).

Este es un ejemplo de lo expuesto anteriormente en relación a la elección amorosa de


acuerdo al narcicismo, y también un intento de paliar la castración al ubicar a otras
personas como aquellas que complementen. Disparado hacia una idea ridícula,
intentando sostener un ideal imposible, un mundo de partenaires sin pasado y sin otras
parejas, es posible la sutura y, bajo la lógica que suponen las relaciones amorosas, al
falo nunca se lo perdió, es más, se lo tiene, se lo abraza y hasta el sujeto mismo se ve en
todo derecho de reclamar algo que se le debe. El amor continúa siendo, y la literatura es
evidencia de ello, que no hay mejor recurso que este para superar la paradoja y la
contradicción, y que su trono como ideal es difícil de ceder pues no hay un heredero
preparado para sostener las mismas promesas. ¿Qué pasa entonces cuando el destino
fatal del amor se pone en evidencia, y el sujeto termina por admitir su desilusión?

128
“Desengañado del amor y de la castidad, al fin se me ocurrió que me quedaba el
desenfreno, que sustituye muy bien al amor, hace callar las risas, restituye el silencio y
sobre todo, confiere la inmortalidad” (Camus, 2007, p. 89). Esa es la opción tomada por
Clamence, y parece el reflejo de un mundo contemporáneo dominando por el exceso,
donde la orden imperial está bajo la competencia de quien goza más y donde aquella
carrera es posible gracias a los fáciles accesos a todo dispositivo que desborde, que
desenchufe o que “resetee” al sujeto de un mundo incomprensible y de una soledad
vivida a nivel subjetivo a la que es difícil dar cara. La inmortalidad es posible si se apela
al ruido. En la embriaguez de la exuberancia no hay que temerle ni a envejecer. No
obstante, esta vía solo es una opción de las muchas que podría tomar el sujeto
desprovisto de relación sexual.

El amor verdadero no es una elección ni una libertad. El corazón, sobre todo el


corazón, no es libre. Es lo inevitable y el reconocimiento de lo inevitable. Y él,
de verdad, nunca había amado con todo el alma sino lo inevitable. Ahora le
quedaba amar su propia muerte. (Camus, 2009, p. 281).

El fatalismo de la frase también es la vía que descubre finalmente todo enamorado


cuando la investidura cae, o cuando la separación es inevitable. Que quede amar la
propia muerte puede ser tomado como una metáfora que alude al reconocimiento de la
finitud personal. La dimensión de lo imposible, de lo ineludible nuevamente aparece y
arrebata la máscara romántica. Se formula una vez más la inescrutable pregunta hacia el
sujeto y su deseo. Depende de cada uno hacerse responsable de ella y llevarla a sus
últimas consecuencias. Entre el amor y este imposible, la muerte por ejemplo, hay una
balanza que se inclinara siempre hacia aquel lugar que es inadmisible simbolizar. “La
peste había quitado a todos las posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor
exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes” (Camus,
2011, p. 153). Como a la merced de la peste y su sequito de ratas, el amor esta siempre
al borde de un violento colapso que refresca la ceguera del sujeto.

Toda la Odisea de Jacques es dejar de negar la ceguera, es volver hacia atrás en el


tiempo y de regreso a su tierra para contestar las preguntas que sacudían a su deseo. Es
cuestionar al Otro, mirar dubitativamente las lápidas de un cementerio para luego llevar
la pregunta a las figuras de infancia, para que solo después de quedarse sin respuesta

129
satisfactoria desde estas personas, pueda dirigir su voz hacia sí mismo y darse forma
desde todas las experiencias vividas, de los hallazgos y de lo por siempre olvidado;
desde la cadena significante en donde el sujeto se va desplazando, y en donde se va
representando ante uno y otro significante.

Caminando en la noche de los años por la tierra del olvido, en la que cada uno
era el primer hombre donde él mismo había tenido que criarse solo, sin padre,
sin haber conocido nunca esos momentos en el que el padre llama al hijo cuando
éste ha llegado a la edad de escuchar para confiarle el secreto de la familia, o una
antigua pena, o la experiencia de su vida, esos momentos en que incluso el
ridículo y odioso Polonio se agranda de pronto al hablar a Laertes, y él llegó a
los dieciséis años, después a los veinte y nadie le habló y hubo de aprender solo,
crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer
por fin como hombre para después nacer otra vez en un nacimiento más duro, el
que consiste en nacer para los otros, para las mujeres, como todos los hombres
de ese país donde, uno por uno, trataban de aprender a vivir sin raíces y sin fe y
donde todos juntos hoy, arriesgando el anonimato definitivo y la pérdida de las
únicas huellas sagradas de su paso por esa tierra: las lápidas ilegibles que la
noche cubría ya en el cementerio, debían enseñar a los otros a nacer, al inmenso
tropel de los conquistadores ya eliminados que los habían perdido en aquella
tierra y cuya fraternidad de raza y de destino habían de reconocer ahora. (Camus,
2009, pp. 167-168).

El hijo es el primer hombre dice Camus. El título de la novela podría pasar por un
homenaje a todo huérfano de guerra que enfrentó, junto a Camus, la ordalía de vivir en
una tierra donde los padres solo miraban a sus hijos desde fotos envejecidas por el
polvo, una tierra baldía de hombres que no pudieron brindarle a sus hijos ningún
secreto, ninguna pista sobre la vida, ninguna misión, y a veces ni siquiera un nombre.
Además de ello, plantea lo que fue “vivir sin raíces”, algo análogo a vivir sin pasado y
que resulta imposible. Por ello hay que construir, por ello esta novela resulta tan íntima
pues el testimonio que queda grabado en ella es el de un hombre que se ve a sí mismo
como el primero al no haber habido Uno antes. Desde la teoría se plantea que al menos
un padre debió existir en tanto función, pero la novela en sí misma puede representar

130
cierto ocaso de esta función, y no necesariamente destituida por las zarpas de la guerra
como en el caso Henri Cormery.

“Finalmente, no sabe quién es su padre. ¿Pero quién es él mismo?” (Camus, 2009, p.


287). El primer hombre es el hijo; es lo fundamental, aquella sentencia que interpela por
el ser de un Otro, por su identidad y por su voluntad (¿che vuoi?) encamina una
interrogación hacia su deseo (el del Otro) y que regresa, como rebotando, al sujeto
nuevamente y le exige encontrar las respuestas en sí mismo. La duda se formula en voz
alta y se vuelve puerto de partida hacia una encrucijada que no tiene otro destino que el
deseo del sujeto; el decir, el intentar decir lo imposible y el reconocer ese imposible.

La identidad del Premio Nobel de Literatura va de un lugar a otro como figura pública:
desde ensayista, novelista, periodista, editor y director de obras de teatro, hasta Don
Juan, padre dedicado y rebelde. Esa es la aventura hercúlea final, la emprendida en toda
la obra camusiana y que se refleja de mejor manera en El primer hombre donde a
manera autobiográfica saltan los minúsculos datos, los recuerdos encubridores, las
fantasías y los sueños que dan dirección a la ubicación del sujeto. “La nobleza del oficio
del escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la
soledad” (Camus, 2009, p. 291). Ser escritor, a partir de esta frase, es un significante
determinante en la vida de Camus, uno significativo para otros, y quizá también para sí
mismo. Decir sí a la soledad es un paso que cuesta, y que lo cambia todo; no significa
excluirse o alejarse de los semejantes, sino que involucra asir la vida de uno tomando en
cuenta esa disparidad subjetiva que por siempre se mantendrá representada en la barra
que eclipsa al sujeto: $. La soledad se vuelve el efecto de entrar al deseo y estar bajo su
ley, y el estar abocados a este significa que la falta está, y que existe un resto, un objeto
perdido para siempre.

El deseo tiene relación con una pérdida originaria, si el objeto perdido es aquel
que habría traído el mayor goce, perfectamente concebirán que esta pérdida,
también, se encuentra en el nivel del lenguaje. Y bien, aquí es donde debemos
concebir una dimensión donde los significantes van a ser inscritos, pero
precisamente inscritos como inaccesibles. Y desde entonces, en el nivel del
inconsciente, es esa inscripción, es la letra misma la que representa de la mejor

131
manera el objeto perdido. Es la letra la que representa el objeto a, el que causa el
deseo, y más el goce en cuanto inaccesible. (Chemama, 2008, p. 168).

Ultima cita teórica que entraña lo que se ha propuesto trabajar a la par de algunas obras
de Albert Camus: goce-amor-deseo. Queda entonces una última cita para darle más
acento al “oscuro para sí mismo” que apunta al deseo:

Este mismo corazón que es el mío me resultará indefinible para siempre. Nunca
se colmará el foso entre la certeza que de mi existencia tengo y el contenido que
intento dar a esa seguridad. Seré, por siempre, extraño para mí mismo. En
psicología, como en lógica, hay verdades pero no verdad. (Camus, 2012, pp. 34-
35).

El foso, como el tonel de las Danaides será, mientras se viva, imposible de llenar, y
aquello implica que en la desilusión que acompaña el hallazgo de la falta, también se
oculta una potencia: la del deseo. Desconociendo gran parte de sí mismo se puede
actuar de acuerdo al deseo que habita en cada sujeto, aunque tal empresa involucre en
ocasiones ser un extranjero, estar atrapado en el absurdo, obrar incasablemente y
también inútilmente como Sísifo, sufrir la vertiginosa caída, verse encerrado en los altos
muros de la familiaridad, tener miedo de contraer la peste o, finalmente, mirar la
soledad a los ojos, al darse cuenta que se es como el primer hombre: deseante,
determinado por otros, pero sobre todo por los esfuerzo de sí mismo cuando se tuvo el
valor suficiente para encararse y preguntarse.

132
Discusión

Lo que empezó como una disertación centrada en una única novela se expandió hacia
otras obras de Albert Camus por motivos inspirados, principalmente, en las nociones
teóricas que se iban trabajando, así como la posibilidad de hilvanar más personajes e
historias. La experiencia de trabajar dos tipos de textos distintos, uno teórico y otro
literario, ampliaron nociones previamente más herméticas frente al uso de la teoría fuera
del ambiente de la clínica. La teoría es un recurso valioso y hasta estético cuando se la
emplea sobre obras de distinta gama: en el teatro, el séptimo arte, la política, la filosofía,
la mitología, la poesía o el ensayo y la novela como en este caso.

La densidad que supone el trabajo sobre las obras fundamentales del psicoanálisis así
como las lecturas que le siguieron y el profundo desarrollo de una teoría que ha abierto
muchísimas puertas para la comprensión del sujeto, adquirieron la seriedad y
responsabilidad que implica sostener una práctica y una profesión. Es un trabajo
exhaustivo, jamás estático y que depende sobre todo del trabajo ya hecho por otros.

Cada texto trabajado, mal entendido y releído señalaba cierta dimensión del esfuerzo y
la disciplina, pero sobre todo de la aceptación de la imposibilidad de saber todo y de
comprender todo. Ciertamente esto no erradicó por completo las tensiones que surgen al
momento del equívoco o en relación a alguna errónea lectura sobre uno o varios
conceptos, sin embargo, tampoco supuso el aniquilamiento del placer y la satisfacción
al trabajar temas de interés. Esto último, me parece, es lo que ha determinado el trabajo
actual.

El planteamiento del tema, sin olvidar las dificultades que supuso, terminó por
responder a algo personal, tan personal como el tema mismo de la disertación, y un
intento por actuar de acuerdo a ello, de trabajar en correspondencia a la atracción y al
interés por la obra de Freud, de Lacan y de Albert Camus. Es un precario esfuerzo de
escribir y reflexionar sobre las dudas que aguijonean al leer cada uno de sus textos.

133
Conclusiones

 La síntesis de la vida de Camus implicó una iluminación sobre la alimentación


recíproca, la determinación contundente y la inevitable influencia de cada detalle
histórico del nacimiento, de la infancia y la adultez del escritor. La presencia y
ausencia de sus padres, la relación con cada persona que conocía dejaba una
huella imborrable que ulteriormente haría de firma para muchas de sus obras.
Vida y obra casi podrían tener la cercanía de una holofrase y la función de una
metáfora: sonando como una sola palabra, estando donde la otra también está,
sustituyendo pero sin aniquilar lo sustituido, teniendo una aproximación tal que
solo la puntuación escrita y hablada podrían fijar algún límite. Esa es la
importancia de tener una noción de la vida del autor pues podría tomarse
cualquier dato relevante mencionado en la biografía de Albert Camus y medir su
impacto en sus escritos; la pelea observada en una de las playas de Orán inspiran
el contexto y la ambientación de El extranjero La guerra, la estadía en Lyon e
incluso la tuberculosis que sufría Camus y que intentaba aliviar en aquella
ciudad están presentes como argumento en la novela La peste. El gobierno
franquista en España y el amor por María Casares alimentan la posición anti-
totalitarista de la obra Estado de sitio. La lectura de la obra de Dostoievski y
otros autores rusos dan vida a los personajes de Los poseídos. El intento de
suicidio de Francine Camus y la impotencia de su esposo son sacados del
silencio para darle voz a La caída. La ausencia de un padre y la pregunta de un
hijo son el sendero a trazar en la caminata de vuelta a Argel y a la infancia en El
primer hombre. Vida-obra. Se escribe a partir lo que se ha vivido, incluso la
imaginación y la fantasía están sentenciadas por la historia de Albert Camus.
Ninguna obra podrá parecérsele pues su particularidad como sujeto ya destinó su
originalidad.

 El trabajo inicial centrado en la vida de Albert Camus posibilitó que el hombre,


revelado desde su más tierna infancia hasta sus mayores logros, pueda ser
concebido como un sujeto cuyo deseo se manifestaba en todo lo tocante a la
elaboración de su obra literaria. Esta última vendría a ser un legado escrito de
este deseo; una trayectoria de años consecutivos entre guerras, caídas

134
profesionales y personales, y ruptura de vínculos, muestra algunas de las
características trabajadas en relación al deseo: la insatisfacción y finitud. Por
ejemplo: tras la ruptura con Sartre y los iracundos enfrentamientos profesionales
sufridos con la publicación de El hombre rebelde, Camus se recobró y siguió
trabajando en sus proyectos. Jamás satisfecho ni por la buena crítica (tampoco
sofocado por la mala), ni siquiera por el recibimiento del Nobel (que para él solo
fue una ocasión más para agradecer a los que más amaba) Camus dejó de
escribir, siguió fiel a lo que había construido y lo que aun quería trabajar. Ese
fuero es el pálpito del deseo, y se lo ve manifestado en cada proeza del escritor y
su vida, para únicamente detenerse un cuatro de enero de 1960. Todo termina,
también el deseo, en los brazos de la muerte. Insatisfacción y finitud están
entramados en el retoño de la obliteración de la necesidad.

 El deseo, como concepto, se manifiesta en la novela El primer hombre a través


de las relaciones que guarda Jacques Cormery con su familia. El mismo hecho
que existan vínculos de la naturaleza que se expone en la novela (amorosos,
fraternos, filiales, sociales, etc.) quiere decir que existe, y existió, la pieza
fundamental que da origen al sujeto tal como lo concibe el psicoanálisis: la
represión.
No hay deseo sin Otro. No hay un Jacques Cormery, de la manera en que se lo
describe, sin Catherine, sin madame Sintès, ni sin la cultura argelina junto a los
árabes, los argelinos-franceses y los pied-noirs, o el francés, el árabe y el
berebere. El Otro de carne y hueso, el que se personifica y lleva nombre y
apellido es la condición necesaria para que el deseo nazca; Jacques nace y se
halla en la ternura de su madre, le es posible entonces recordarla, de igual
manera existe para su abuela, en sus mandatos despostas y su presencia
angustiante. Así también, está el Otro del lenguaje, el Otro tesoro de los
significantes que guarda en si todos los elementos y eslabones de la cadena en
cuyo desplazamiento irá el sujeto.
No hay deseo sin castración. Jacques-Albert existe como sujeto dividido por
efecto de la castración simbólica, por el complejo de Edipo y su sepultamiento.
No hay deseo sin Nombre-del-Padre. Con la plantación del Falo simbólico en el
centro, corresponde al significante Nombre-del-Padre hacer la sustitución
elemental sobre el deseo de la madre, y darle voz y nombre al Falo. El padre

135
fallecido de Jacques muestra la función paterna como metáfora primordial; su
nombre es apelado, se lo compara con él, vive en el discurso de su familia (la
mayor parte del tiempo como un fantasma) y llega a oídos de un hijo que no
tenía edad suficiente para crear un recuerdo más o menos estable del tiempo en
que Henri Cormery estaba todavía con vida. Las relaciones con los personajes
hechas alrededor de este significante sirvieron de analogía para materializar los
efectos de sustitución: Jaques puede sustituir a su padre (porque el Nombre-del-
Padre opera) en los cuidados y aventuras de su tío Etienne, en las lecciones
morales, el amor por la lectura y el sentido de responsabilidad de su maestro
escolar Bernard, y en la pasión por la filosofía, la literatura y el teatro
proyectadas todas bajo el recurso de la pluma de su profesor de liceo Malan.

 Camus al dar vida a sus personajes y dotándolos de sus soledades y


particularidades, crea también un discurso para cada uno. Si la comprensión de
la trama, de los personajes y sus relaciones, surge al momento de la lectura de
cualquiera de sus obras entonces estamos (lector y escritor) en la misma lógica,
una que permite cierto grado de entendimiento (la mismo que posibilita la
comprensión de un chiste) y en este caso, el tipo de lógica que permite seguir
leyendo. Está presente una alusión al Falo, significante que ordena y sintetiza,
tronco cuya significación posibilita que los demás sujetos puedan dar algún
seguimiento al discurso. Hay deseo ya que existe el anclaje al Nombre-del-
Padre y por ende es posible la escritura y el sentido; una dimensión accesible
para los sujetos también en falta. La obra de Camus, la novela El primer
hombre, están sometidas necesariamente a esta lógica pues en su redacción no se
encuentra el azaroso serpenteo de los S2 desprovisto de la cuña del S1. El
inconsciente estructurado como un lenguaje, y el deseo abrazado a esa noción de
lo no-totalmente sabido, implica estar sometido a consideraciones mínimas de
puntuación, de sintaxis, de entonación y de forma que proyecten un hilo
entretejido de pensamiento y palabra que sean legibles.

 El goce y el deseo están entramados en una relación donde el primero seduce al


segundo, y donde el segundo, por estructura, nunca puede alcanzarlo. Goce y
deseo no poseen un vínculo de exclusión radical pues es bajo la egida de la
renuncia a un goce inicial, el de la Cosa identificada con la madre, que se accede
136
al deseo, al goce fálico y a la búsqueda del goce del Otro. El goce fálico es el
accesible al sujeto que habla; al existir un goce interdicto entonces es posible un
goce entre-dicho, entre las palabras, latiendo en el corazón de la obra del
escritor. Camus en cada una de las citas y analogías tomadas para el trabajo
sobre el concepto de goce, mostraron como este goce del blablableo permite
tener alguna noticia de los otros goces pues es este campo, el ubicado en un
espacio-tiempo post-fálico, el que posee los surcos de una pérdida irreversible.
El goce del Otro, zona del mutismo y del altar al cuerpo, es el goce (fuera del
lenguaje) buscado como aquel que brinda la mayor retribución; el deseo anda
como caza-recompensas detrás de este eterno fugitivo de la Ley del Padre. El
goce es lo que provee de sentido al mundo en la medida que despliega una lista
de respuestas, excesos y placeres a un deseo irradiado por la falta a la que cada
sujeto prefiere hacerle oídos sordos. Goce y deseo, goce o deseo, la relación
(lenguajera) esta anudada de diferentes maneras y, a veces se halla planteada
como posibilidades, pero nunca como renuncias perpetuas ni del uno ni del otro
una vez ocurrida la castración.

 La novela La peste tomada como parte del trabajo alrededor del goce,
principalmente el goce fálico y el goce del Otro, apuntaron a los principales
rasgos de estas “modalidades” de goce. La guerra que tomaba partido en los
años de publicación de La peste fueron la inspiración que alimentaron la alegoría
metafórica de un virus imparable que, igualmente, hicieron de analogía en el
trabajo actual para la comparación del goce con los avatares de los oraneses. Lo
real, lo imposible, y lo impensable son esa dimensión a la que el goce también
está aproximado, y a la que alude la novela alrededor de esta peste que cada uno
alberga como semilla de lo inevitable: morir. El goce es lo real, de ahí la
cercanía a lo inasimilable de la muerte.
En relación a la novela El primer hombre, el goce se encuentra presente, por un
lado, en la pobreza abandonada por Jacques Cormery cuando era un niño: se
hace una ruptura con la pobreza, metáfora utilizada para ejemplificar la renuncia
a la Cosa y a la madre, bajo la intervención de la figura de Bernard como
representante y retrato de la dimensión simbólica y especialmente de la función
paterna (significante Nombre-del-Padre). Por otro lado, con el corte ya
establecido, y con el mundo de los pobres dejado atrás para Jacques nuevas

137
dimensiones se le abren: el estudio, los libros, las librerías, la filosofía, la
literatura, el periodismo y el oficio del escritor, todo aquello que alude a un goce
fálico, un goce parlanchín ceñido a la significación fálica. Con la renuncia a un
goce inicial son posibles otros goces y, por supuesto, el deseo.

 El recorrido teórico alrededor del amor resultó en la adición de un importante


eslabón para entretejer las relaciones del goce y el deseo. Concebido al goce
como inaccesible y restringido, y al deseo en un terreno por siempre insatisfecho
y jamás realizable, el amor, también destronado del Olimpo de los ideales, se
manifiesta como la pasión necesaria que todo sujeto quiere experimentar en
razón de suturar su división. En tanto suplencia de la relación sexual, la
disparidad subjetiva que imposibilita la simetría perfecta entre dos sujetos, el
amar otorga a quien es el destinatario de esta fuerte investidura el lugar
privilegiado como aquel que causa el deseo (a) y también como aquel que lo
regula, que lo orienta y centra. El blanco del enamoramiento no es azaroso, este
se ve dirigido por el narcicismo y por las figuras protectoras y nutricias de la
infancia; depende de la influencia en mayor o menor medida de una u otra.
La relación con el objeto amoroso, su investidura, posibilitó señalar cuál es el
sostén el deseo, es decir, la función del fantasma y su clara intervención tanto en
la elección del amado o amada, como en la apreciación general del mundo. Con
la fórmula del fantasma, $ ◊ a, se ponen en juego el goce, el amor y el deseo.
Está el sostén del deseo que permite al sujeto (barrado) decir que es lo que
quiere, lo que piensa que desea, y tomar a tal o cual objeto como aquello que lo
determina como deseante. El objeto a, causa del deseo, en esta fórmula es
percibido como condición. Todo aquello que puede ser semblante de a, como es
el caso de la mujer tal y como lo muestran las formulas de la sexuación, seduce
al deseo. Este objeto, la letra minúscula que atañe a la lógica de lo imposible y
de la eterna incógnita, existe como el resto de la operación del lenguaje, un resto
que cae del Otro, un plus (de-goce) de la operación de la función paterna al
momento que sustituye el deseo de la madre. El objeto a es el resultado de una
aniquilación en el orden de la necesidad a nivel de la especie, por efecto de la
demanda, que marcan una nueva particularidad en a nivel del sujeto: el deseo. El
nacimiento del sujeto implica el amor: desde el Otro, hacia el Otro y hacia los
otros.

138
 La trama de la novela El primer hombre apuntó a una de las nociones teóricas
trabajadas alrededor del amor: este presta el flanco al síntoma y a la división del
sujeto. Lo que se tomó por un desenlace a la travesía de Jacques, a saber, la
pregunta dirigida hacia su padre redireccionada a quien la enunció, instauró un
movimiento de percatarse de la falta, de la barra que ubica al sujeto como
dividido. Los elementos de diálogos y trozos de texto ilustraron el abandono de
la inocencia, las relaciones románticas de Jacques Cormery y Albert Camus y,
finalmente, una preocupación fundamental acerca de lo que lo determinaba
como sujeto; ser escritor, ser hombre, ser hijo de Catherine y Henri, haber
nacido en Argel, ubicarse bajo la tutela de determinados profesores, etc.
Precipitado por la falta de respuesta de quien es su padre, y tomando esta
incisiva duda como la pregunta al Otro (su deseo para con el sujeto), es posible
concebir El primer hombre como novela, y también al primer hombre tal y como
se presenta al lector. Desprovisto de relación sexual Jacques, como todo sujeto,
puede andar a la deriva intentando negar tal inexistencia, sin embargo, también
surge una vía, dolorosa y atemorizante, de construcción donde cada uno es el
primer hombre que ha de intentar responder a la pregunta fundamental sobre
aquello que es oscuro para sí mismo: el deseo.

 El deseo se expresa en el discurso, relaciones y actos del personaje Jaques


Cormery en la obra El primer hombre de Albert Camus. Esta, la hipótesis que
inició y condujo el trabajo, puede ser contestada de manera afirmativa, no
obstante, durante el proceso de trenzar teoría y literatura, la pregunta inicial se
vio superada. En primer lugar, por la obras añadidas y la trama de las distintas
novelas que posibilitaban el uso de nuevas metáforas y ricas analogías para
explicar un concepto o mostrarlo de acuerdo a sus personajes y contenido. En
segundo lugar, por la cantidad de lecturas posibles en razón de una teoría, la
psicoanalítica, que no cesa de escribirse, que no deja de dudar y cuyo contenido
es un recurso sumamente producente en el análisis de obras literarias. Existe
deseo, existe goce, existe amor, cada uno se relaciona con el otro en la vida de
este personaje, Jacques Cormery, en la narración autobiográfica de Albert
Camus, premio nobel de literatura 1957.

139
Recomendaciones

 Leer. Una de las recomendaciones posibles y que responde a la justificación de


este trabajo, es el incentivo a la lectura de obras clásicas, de autores que fueron
indispensables en su época, que lo son en la nuestra y que lo seguirán siendo
para las generaciones ulteriores. La condecoración del Nobel, a más de un
reconocimiento, también responde a una obra en conjunto en la que se pueden
apreciar temas de valor ineludibles para todo sujeto: el amor, la muerte, la
libertad, la punición, la política, la vida, etc. Tramas y dramas que representan a
siglos enteros y que señalan aspectos de la historia imposibles de olvidar, que se
deben tener presentes como mínimo para saber de qué sucesos, logros y derrotas
es uno hijo. Con esto no se pretende reducir las opciones de obras literarias a
leer, exclusivamente a los autores que comparten el galardón, sino tomarlo quizá
como aquello que en la opinión mundial, representada por los argumentos y
criterios que seleccionan a los ganadores, son precisamente autores que atrapan,
que han destacado y cuya pluma ha sido meritoria de alabanzas. Un libro, como
un significante, remite a otro, un escritor está hecho de lecturas de otros autores;
en el caso de Camus se tiene a Gide, Marx, Zola, Heidegger, Nietzsche,
Kierkegaard, y tantos otros. Bastaría un autor y el interés ígneo por su obra para
que de ella se arribe a diferentes puertos literarios.

 Otorgarle una especial relevancia al estudio de la teoría pues esta es el soporte


de la clínica. Los textos fundamentales son llamados de esta manera para
acentuar lo necesario de retornar a Freud para todo trabajo en el que quiera
seguir los estudios y elaboraciones teóricas en el campo del psicoanálisis. Por
supuesto el nombre aquí puede ser reemplazado por cualquier otro, en el campo
de la psicología y sus escuelas por ejemplo, pero enfatizando de igual manera
que la seriedad es la misma si acaso se pretende agudizar la escucha que exige el
trabajo con personas.

 Continuar con estudios e investigaciones semejantes, de trenzar la teoría junto a


otra producción artística y literaria, en virtud de lo producente que resulta para el
investigador así como se espera que lo sea para el lector interesado. Hay un

140
abandono general en el mundo contemporáneo de la lectura y una pérdida
vertiginosa de interés sobre temas culturales e intelectuales que nutren y
permiten el nacimiento de la opinión crítica. En el intercambio de los libros por
lo virtual, incluso la realidad misma por lo que proporciona la tecnología, resulta
indispensable que los nombres de autores clásicos y escritores cuyo oficio han
dado de que hablar, vuelvan a cobrar un valor para las generaciones actuales, de
lo contrario, la alienación virtual dejará obsoleta todo estas creaciones que, no
solo son soporte de todo gran paso que realiza la humanidad, sino que también
representa cierto contagio, una suerte de apasionamiento que impulsa a leer e
incluso a escribir. Existen autores cuya manera de escribir es como una mordida,
un aguijón que se incrusta y pide saber más. Hay temas, personajes y enigmas en
cada libro que pueden movilizar el deseo del lector. El psicoanálisis, Freud y
Lacan, abre la puerta no solo a otros autores y a otras disciplinas, sino que
remite al sujeto; lo interpela, lo hace dudar, lo moviliza y hace temblar.

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