Disertacion El Deseo y Camus
Disertacion El Deseo y Camus
Disertacion El Deseo y Camus
FACULTAD DE PSICOLOGÍA
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Resumen
El desarrollo teórico permitió la ilación entre todos los conceptos trabajados en los
distintos capítulos. El deseo es un concepto abordado desde la lectura de la obra
freudiana-lacaniana que remite a la falta. El deseo, en relación a esta falta imposible de
llenar, se manifiesta entonces como irrealizable, como enigmático y hasta como
indestructible, pues la estructura del sujeto ya ha destinado a jamás encontrar el goce
perfecto (al que se renunció) bajo la egida del goce del Otro o bajo la sutura que
implicaría encontrarse con el objeto para siempre perdido: el objeto a, causa de deseo.
Aun cuando de este último, sus semblantes, bajo la función de la fórmula del fantasma,
pretendan encarnarse en los partenaires.
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Introducción
Los contenidos y datos detallados sobre la infancia y crecimiento del personaje Jacques
Cormery expusieron y sirvieron de metáfora para explicar el nacimiento del deseo y lo
que implica devenir sujeto. El objetivo del trabajo fue recurrir a la teoría y a la literatura
para que en un trenzado pueda observarse mejor las consecuencias y contenidos de la
primera, así como responder a una incógnita sobre la segunda, a saber, cómo está
presente el deseo en Jacques Cormery-Albert Camus; si acaso se lo podría precisar entre
líneas, en los discursos y diálogos, o si se expresa en las relaciones, cavilaciones y actos
del personaje.
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comparaciones detalladas de cada novela tomada en cuenta para los enlaces con la
teoría.
El tercer capítulo acuñó toda una nueva lectura alrededor del deseo al introducir el
concepto de goce. Este concepto fue trabajado desde sus diversas modalidades: goce
fálico, goce del Otro y goce del ser, desde una lectura particular. Una vez explicadas
desde la teoría todos estos aspectos se sumó al trabajo la novela La peste para dar cuenta
de relación al goce con el real, y bajo esta vinculación, trabajar sobre los temas de la
guerra y la muerte. El primer hombre brindó en su contenido una metáfora más a la
noción del goce y su relación con el deseo al momento de utilizar la pobreza en la que
vivió Cormery-Camus como una analogía de la renuncia al goce y el acceso al deseo.
De igual manera se entramó la historia de la guerra vivida en la novela, vinculada al
Padre y a Cormery padre, para apuntar al goce, como concepto, presente en las
relaciones de Jacques con otros personajes.
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uno y permitiendo al otro. El último trabajo de hilvanar teoría y obra trajo al desarrollo
nociones del mismo Camus sobre el amor. Desde luego El primer hombre aportó
algunas de estas aproximaciones y permitió sintetizar el recorrido teórico hasta entonces
realizado, además de acentuar la importancia de la dimensión de lo imposible tanto para
la novela como para el sujeto y su deseo.
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Capítulo 1: Albert Camus; vida y obra
Al escribir, quien hace correr la pluma no puede dejar de depositarse en cada una de sus
líneas, párrafos e ideas. Camus, a veces Rieux, otras veces Meursault y sobre todo
Jacques se escribe. Escribe para sí y desde sí, desde aquel lugar que es suyo y lo
representa ante el mundo como sujeto; afectado por su infancia, su familia, sus lecturas,
sus romances, sus tragedias, ideales y sueños cumplidos o desvanecidos, expectativas
tomadas y hechas suyas. Así, en el trabajo sobre una novela desde un punto de vista
teórico resulta indispensable el recorrer los aspectos biográficos de su autor. La fuente
revisada para el desarrollo del presente capítulo es el trabajo realizado por Oliver Todd
pues su escrito es considerado como una de las obras capitales en el tema. Aunque no es
la única, fue la biografía más accesible. Entre otros biógrafos de Camus se halla Herbert
R. Lottman cuya biografía es considera igualmente canónica.
Los datos que narran en un intento de presentar la vida de Albert Camus ilustran de qué
manera su vivencia influía en la elaboración de su obra. Familia, héroes, enfermedad,
pobreza, filosofía, literatura, amor, ternura, dolor, guerra, ética, la vida y la muerte,
todos ellos juegan su papel en aquella época en que Camus nació y en la que vivió hasta
la edad de 46 años. De esta manera, habrá que empezar desde el inicio, antes incluso
que su nombre cobrara forma, en un tiempo en el que su existencia como sujeto apenas
estaba siendo esbozada.
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“El 8 de noviembre se presenta en la alcaldía con dos testigos y declara el nacimiento, el
día 7, de su segundo hijo” (Todd, 1997, p. 20). El año era 1913, el hombre presente en
la alcaldía de Mondovi, Argelia, respondía al nombre de Lucien Auguste Camus. Tenía
28 años en aquel entonces, un hijo llamado Lucien Étienne y a su esposa, Catherine
Hélène Sintès, con quien estaba casado desde el 13 de noviembre de 1910. Trabajaba en
una vendimia llamada Hacienda de Saint-Paul y para el Chapeau-de-Gendarme. A
aquel, su segundo hijo lo llamó Albert.
Lucien fue un hombre de ojos azules, cabello castaño y estatura promedio. Responsable
con su familia y su trabajo, estuvo tan solo los ocho primeros meses de vida junto a su
recién nacido hijo Albert, entonces acudió a la guerra vestido de un singular y llamativo
uniforme. Soldado zuavo “perteneciente al ejército, cuerpo 33, división de infantería 45,
primer regimiento de zuavos, primer batallón” (Todd, 1997, p. 26). Fue de los primeros
en ser herido en la batalla de Marne.
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El Ministerio de Pensiones otorga a la viuda Camus “ochocientos francos anuales más
trescientos por cada uno de sus hijos hasta la edad de dieciocho años” (Todd, 1997, p.
28). Hélène, como la conocen, pues su madre comparte el nombre de Catherine, trabaja
como mujer de limpieza. Tiene ocho hermanos más, de los cuales ella es la segunda. De
baja estatura, tez morena y parcialmente sorda, es de origen español. No entiende ese
mundo enigmático de libros y palabras que consumirá gran parte del día a su hijo más
pequeño. Ella solo puede leer los labios de la gente cuando le hablan de frente, mas no
esos caracteres extraños que están impresos en las páginas de los diarios.
En casa de los Camus-Sintés viven los niños Albert de 7 años y su hermano mayor
Lucien de 10 años aproximadamente. Comparten la recamara con su madre, ambos
niños duerme en una sola cama y su madre al otro lado de la habitación separados por
una mesita de noche. Su tío Étienne duerme en el suelo de la habitación de Madame
Síntès. Hasta 1920 el tío Joseph vivirá con ellos (Todd, 1997, p. 29). En aquella familia
nadie más entrará. Hélène nunca volverá a casarse pese a los cortejos y a la voluntad de
corresponderlos; su madre y hermano no permiten las presunciones de ningún hombre.
Esa madre callada y poco expresiva se somete a la voluntad de Madame Sintés, así
como los demás en aquella casa. La abuela de Camus es tajante y severa, golpea a los
muchachos y los castiga. La voz de su madre protesta pero es débil, sus objeciones solo
piden que los golpes no sean tan fuertes. Algo de piedad por el pequeño Albert nace en
el corazón de su abuela cuya sombra cubre todo el número 93 de la Rue de Lyon.
Albert pasa vergüenza en el cine pues su abuela lo obligaba a leer en voz alta los
subtítulos; ésta, justificándose con el argumento de haber olvidado sus lentes, no sabía
leer. Compartía con ella el sueño durante las siestas de la tarde y tras estas, su fragancia
se quedaba impresa en su piel. Un olor que lo acompañaría hasta entrada la adultez
cuando el calor y el sudor lo revivían.
Durante los días jueves pasa todo el tiempo en el trabajo de su tío Étienne y su perro
Brilliant. Contempla el trabajo del artesano; su tío es tonelero y realiza su trabajo de
manera impecable. Medio mudo y tosco, Étienne quiere mucho a su sobrino, comparte a
trompicones sus anécdotas así como sus volátiles carcajadas. Habla huraño de su
hermano Joseph quien ha conseguido un buen trabajo y ha contraído matrimonio.
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Corre el año de 1923 y Albert acude a la escuela primaria de niños en la Rue Aumerat
que queda a diez minutos a pie de su casa. Impartiendo todas las materias está el
conocido maestro Louis Germain. Al igual que los otros maestros este tiene la misión de
preparar a los alumnos para conseguir su certificado de enseñanza primaria, así como
despertarlos hacia un sentido crítico. “Germain es un segundo padre para Albert; o el
primero. Después de cuatro años de guerra, siente que tiene unos deberes con los
pupilos de la nación: tu pobre papá, a quien siempre consideré como mi camarada”
(Todd, 1997, p. 34).
Algo ocurre en las clases con Germain que inspiran a Albert y a los demás estudiantes.
Las lecturas de novelas e historias de batallas transportan a cada uno de ellos a tierras
exóticas donde cae nieve y el frio penetra en los huesos. El arte y la historia de esa
Argelia huérfana de una raíz firme se imparte con la misma avidez que se habla sobre
los franceses y el berebere. Camus siente una ternura inexpresable por ese hombre que
no sospecha cuanto le da cuando habla y enseña.
La pobreza atrapa Albert y a su familia como si fuesen grilletes. Ahí en esa fortaleza
muda no hay espacio para las palabras escritas o habladas. Germain insiste a Hélène y a
madame Sintès, pero esta última no conoce otro camino que el trabajo para el joven
Albert. No puede prescindir de las monedas que traerían un par de manos más.
Las palabras: becas, liceo o estudios son extrañas y no representan nada en esa familia.
Las paredes en las que viven son una tierra virgen del mundo milagroso de las palabras.
Germain explica como una continuidad en la educación de Albert brindará fruto en el
futuro pues su talento e inteligencia especialmente en francés, posibilitarán una mejor
oportunidad de trabajo e ingresos.
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La abuela accede pero sentencia que Albert deberá hacer la primera comunión. En
efecto la realiza en un tiempo record. A la par estudia con Germain y otros compañeros
para aprobar la prueba de ingreso al Liceo.
En la Rue Aumerat, Albert aprende a tener respeto por una lengua castigada, el
sentido de los matices del imperfecto y del pluscuamperfecto, del futuro
imperfecto y de los subjuntivos […] En su casa se habla otra lengua, no la de los
libros. También le gusta. (Todd, 1997, p. 37).
Se esfuerza pero sin pesadez. Le gustan los libros y se los devora. Aprende junto a sus
compañeros por las mañanas y tardes para luego irse al mar o vagar por las calles
congestionadas por olores mixtos de dulce y aceite.
“Bravo, moquito, has aprobado” (Todd, 1997, p. 39). Así recibe Germain a Albert
después de la prueba del liceo. Él y su amigo Pierre Fassina irán al liceo. En los
siguientes meses tomará el tranvía junto con él para llegar antes de las siete, así tiene
derecho a un desayuno surtido que forma parte de la beca que se ha ganado.
Entre las materias que sigue el latín lo aburre, mientras que en los deportes se destaca en
el fútbol haciéndose un nombre de goleador. Sus maestros hacen del liceo un espacio
académico del nivel de París o Lyon y tiene acceso a los libros de la biblioteca
municipal en la que su abuela lo inscribió. Ningún clásico pasa desapercibido para
Camus, pero su familia empieza a serle ajena pues nada de lo que aprende puede
compartirlo, ni siquiera con su hermano.
En las vacaciones empieza a trabajar pues su abuela no concibe que no traiga dinero a
casa. Albert lo hace y se siente realizado con su primera paga. Se familiariza con la
administración con cada trabajo al que se dedica, sin embargo es de la opinión de que
“…ese trabajo de oficina no venía de ninguna parte y no llevaba a ninguna parte.
Vender y comprar, todo giraba alrededor [de esas] acciones mediocres y despreciables”
(Todd, 1997, p. 45). Aun no encuentra su camino, pero al menos sabe en ese entonces a
lo que no desea dedicarse.
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Hecho un hombre como le dice su tío Étienne tras haber ganado sus primeras monedas,
en el adolescente Camus se despierta el interés por el sexo femenino así como una ígnea
curiosidad por textos de metafísica y especialmente de literatura.
Diciembre de 1930, el año está a punto de acabarse así como el primer trimestre del
liceo. Sin embargo, el joven Albert Camus no se encuentra entre las bancas y su
ausencia se siente dada a su personalidad inquieta. Envuelto en fiebre y expulsando
sangre al toser, su salud es delicada. “Exceso de deporte. Fatiga. Exceso de exposición
al sol. Hemoptisis” (Todd, 1997, p. 50), se describe a sí su condición. Los doctores
dirán: tuberculosis.
Camus está internado en el hospital Mustapha bajo cuidados médicos gratuitos, lo tratan
como a los demás enfermos del hospital a los que mira con ironía. Tiene diecisiete años
y siente su finitud en toda su expresión. Acompaña su tratamiento con la lectura de
Epicteto que lo lleva a considerar su tuberculosis como una enfermedad metafísica;
derriba su cuerpo mas no su voluntad. Recibe la visita de Jean Greanier, su profesor de
filosofía, quien preocupado por ese alumno indisciplinado se encuentra no solo con su
aspecto delicado sino también con la pobreza que Camus tiene tan calada.
La tuberculosis deja el cuerpo de Albert agudo y sensible ante un mundo que si bien
antes se manifestaba simple y sencillo, ahora es recibido de manera intensa, iracundo e
incluso doloroso: sonidos, colores, olores, todo se vislumbra en un caleidoscopio de
sensaciones. Aislado y sobrepasado por esta enfermedad que requiere cuidados
delicados e intervenciones en sus pulmones para cicatrizar heridas, Camus viaja hacia sí
mismo.
Así lo escribe el joven Albert, quien enfrentado contra esa parte inaccesible e
intramitable que resulta lo anatómico de la enfermedad, encuentra un alivio y una forma
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de asimilar eso tan crudo y llano, en lo escrito, en la letra impresa en el papel, y en la
que lee en algunos filósofos u otros enfermos.
De vuelta al liceo son ahora sus tíos, Gustave Acault y Antoinette, quienes lo cuidan.
Puede comer toda la carne que quiera pues su tío es carnicero y en sobrealimentar al
muchacho se especula poder curarlo también. En este, su nuevo hogar, ubicado en la
Rue du Languedoc, vive un aire más conservador y más culto, su tío posee una
biblioteca en la que Camus se encuentra con Balzac, Hugo, Murras, Valéry y Zola. Con
sus tíos, quienes lo ven como un hijo, Albert diferencia el nombre de las cosas que en
casa de su abuela y madre no necesariamente poseían incluso uno. Gustave hace de
padre para ese adolescente delicado e inteligente, quien cree que algún día será profesor
de liceo y podrá ocupar su lugar en la carnicería (Todd, 1997, pp. 52-53). Albert tiene
otros propósitos en mente.
“Con el título de bachiller en el bolsillo, Camus hace dos preguntas a Grenier: ¿puede
seguir estudios de filosofía? ¿Puede escribir cosas dignas de ser publicadas? Grenier
anima al joven” (Todd, 1997, p. 55). Junto a sus compañeros Claude de Fréminville y
André Belamich discuten de música, literatura, filosofía, religión y política. Debate
consigo mismo en escritos de juventud en los que cita a Nietzsche, a los griegos y a
Gide. Busca un tono para su manera de escribir, uno que apenas se está forjando pero
que no para de compartir con sus compañeros del liceo, en trabajos dignos de ser leídos
en clase o en los encuentros con sus profesores, especialmente con Grenier.
¿Qué ciudad tiene a un tiempo todas las riquezas ofrecidas durante el año, el
mar, el sol, arena caliente, geranios y […] bosques de olivos y eucaliptos?
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Casi se alcanza la felicidad. […] Nunca podré vivir fuera de Argel. Nunca.
Viajaré porque quiero conocer el mundo pero estoy completamente convencido
de que fuera de aquí siempre estaré en exilio. (Todd, 1997, p.61).
Para Camus, quien no cree en Dios, pero con cuya idea no deja de reflexionar, quien ha
vivido en la pobreza y se ha convertido en un joven culto, son las nubes y el mar de
Argel lo que lo hacen escribir con honestidad desnuda. Con Claude y André miran pasar
a las damas de la ciudad desde el balcón de la cafetería en la que acostumbran a
reunirse. El calendario marca el año 1933 y su relación con el mundo académico, con
Claude de Fréminville, así como con el mundo amoroso está por dar un nuevo giro. Su
compañero irá a Francia y sus romances llevados a la Rue du Languedoc le han costado
su estadía allí. El tío Gustave rechaza de sobremanera a aquella chica que ha escogido
Albert como pareja: Simone Hié.
Camus, galán y encantador con las chicas se ve seducido por esta muchacha de
“hermosa cara ovalada, salpicada de pecas, de nariz recta, ojos castaños con reflejos
verdes y largas piernas” (Todd, 1997, p. 63). Simone, o S. como la llaman, es adicta a la
morfina y la consigue a toda costa. Camus parece no darle mucha importancia en un
comienzo, pues por ahora deberá encontrar un lugar donde vivir y trabajo dado que los
víveres han cesado de ser suministrados. Quien lo recibe con mucho cariño es su
hermano Lucien en el 117 bis de la Rue Michelet. Gana mil ochocientos francos al mes
trabajando como agente comercial y contable. Sin comprender a su hermano pero
queriéndolo, se hace cargo de él, así como de su madre, como puede.
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Entre sus discusiones Albert no menciona a Simone, pero Grenier identifica la
importancia de esta en la vida de su pupilo. Albert con 20 años y S. con 19 deciden
casarse. Sus compañeros comentan la ingenuidad de Albert al tratar de curar y salvar a
S. de su adicción. La pareja no dispone de una autonomía financiera, sin embargo,
Madame Sogler, madre de Simone, tiene en alta estima a la pareja de su hija y les ofrece
alojamiento así como los tíos de Albert, ahora reconciliados, dan la bienvenida a
Simone Camus con un sustento económico.
En este nuevo ámbito político Malraux inspira a Camus desplazando a Gide en los
intereses del diletante joven comunista, quien se propone la creación de un teatro
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proletario así como la elaboración de algunos ensayos sobre la Metafísica del
Marxismo, la muerte y el absurdo, este último, tema imperial en lo que será la obra
camusiana.
Para julio de ese mismo año Albert, S. y un amigo de ambos, Yves Bourgeois, llevan a
cabo un viaje por Europa. Camus escribe una novela que nunca será publicada pues la
considerará un total fiasco: La muerte feliz. En esta, el escritor se oculta tras su
personaje principal Mersault y describe sus preocupaciones y conflictos habiendo
decidido separarse de Simone. En una carta dirigida a esta por parte de un doctor en
Argelia, Camus descubre que, además de proporcionarle la morfina, es su amante.
Por Praga y Venecia, Camus se destruye y renace. De regreso a Argel acerca a sus más
íntimas amigas Marguerite y Jeanne, y se dedica a la adaptación de la obra El tiempo de
desprecio de André Malraux y la puesta en escena, así como también de la actuación, de
una serie de piezas teatrales como la Rebelión en Asturias y Pushkin. Algunas obras son
blanco de excelentes críticas pero otras no llegan a ser siquiera presentadas.
“Para Camus, a los veintitrés años, trabajar no es solo escribirla mano en el arado, en
la garlopa, clavar los decorados vale tanto como la mano en la pluma, sino ante todo
acabar los manuscritos” (Todd, 1997, p. 133). Aun trabaja en La muerte feliz, en
Nupcias y se le ha sumado El revés y el derecho. Necesita todavía un lugar más
apropiado para trabajar y la oportunidad llega finalmente con la ayuda de Marguerite,
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Jeanne y Christiane Galindo con quien Camus inicia un romance tras su llegada de
Orán. Todos comparten la parte superior de la Rue Michelet, en la casa Fichu.
Para el año 1938 pule sus obras, especialmente Nupcias, su salud mejora pero no se
puede considerar curado de la tuberculosis, razón por la cual nunca será un funcionario
titular. No obstante es buscado y contratado por Alger Républicain, periódico fundado
hace poco, y en el cual se encargará de la redacción, la parte cultural y la artística
(Todd, 1997, p. 178). Aquí conoce a Pascal Pia (Pierre Duran), diez años mayor que él,
en quien descubre un hermano mayor. Previamente Pia trabajó en Paris en el periódico
Ce Soir. Talentoso, confiable y cercano al nihilismo es dueño de la redacción en Argel
Republicain. Camus aprende el oficio del periodismo y reportero a lo largo de 387
números publicados aquí entre los años 1938 y 1939. Sin pasión al inicio, la labor del
periodista termina por dominarlo haciendo de lado algunos proyectos del teatro.
Su obra, como muchas otras, pasa por el Salón de Lectura, espacio de Argel Republicain
para las críticas literarias y comentarios. Miembro de esta sección, llega a sus manos el
libro La Náusea de Jean Paul Sartre y se dedica de lleno a un comentario de esta.
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La Náusea lo deslumbra, pero la filosofía de la obra lo irrita […] Camus no
comparte la metafísica de la obra sartriana: «El error de un determinado tipo de
literatura», decreta Camus, «es creer que la vida es trágica porque es miserable».
Va señalando su propio recorrido: «Constatar el absurdo de la vida no puede ser
un fin, sino sólo un comienzo». (Todd, 1997, p. 205).
Conmovido, fascinado o irritado Camus lee y opina sobre obras de Paul Nizan, de
Sartre y otros autores sean estos nuevos o con alguna trayectoria, a tantos otros los
obvia. Sus pasiones e intereses (lo absurdo) lo acercan a Sartre pero a prudente distancia
pues no es desde el mismo punto vista el abordaje. Camus con sus múltiples oficios y
talentos posee una opinión en contra del franquismo, del fascismo que avanza y de la
política internacional, busca y halla lo absurdo en el aparato judicial, en sus lecturas y
en el porvenir del mundo, cuyo fatal destino encuentra nuevamente a la guerra declarada
el 3 de septiembre de 1939 al Reich. Movido y conmovido por una serie de recuerdos y
ausencias de su infancia: la pobreza, la escuela, su padre y por una realidad cruel para
aquellas personas que se marchan y para las se quedan, Camus se compromete consigo
mismo y emprende una lucha. Ha aprendido todo este tiempo, “se ha hecho a sí mismo”
y toma lo que está a disposición suya contra esta guerra que ha estallado.
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El esfuerzo no basta y las convicciones se silencian en Le Soir Republicain para
principios de 1940. Pia y Albert suspendidos en el vacío encuentran la muerte de su
periódico prematura pero predecible; sin suficientes lectores, sin dinero y con la
denuncia al nazismo, al franquismo y fascismo, la verdad se ve aplastada junto con la
opinión crítica. Estas son las primeras víctimas. Lejos de la fabulosa experiencia del
periodismo Camus tiene más tiempo para sus obras. Calígula, terminado pero para su
autor todavía inconcluso es retocado una y otra vez. “No puedo apartar mi cabeza de
Calígula. Es capital que sea un éxito. Junto con mi novela y mi ensayo sobre lo absurdo
constituye el primer estadio de lo que ahora no tengo miedo de llamar mi obra” (Todd,
1997, p. 225). Comprometido con su trabajo literario, Camus también se compromete
en el plano amoroso con Francine Faure renunciando a sus otros amores: Yvonne
Ducailar y Lucette Meurer.
Las Faure residen en Orán: la madre y sus tres hijas, de las cuales Francine es la menor
y la más protegida, es una mujer dedicada a la música y a la enseñanza. Nunca conoció
a su padre pues falleció en la batalla de Marne igual que el padre de Camus. En la casa
Faure no aceptan a ese Don Juan tuberculoso y sin oficio de quien no han oído nunca
hablar. No obstante, entre rupturas, reencuentros y quejas, Camus promete matrimonio a
Francine y se instala en Orán donde sus playas y su gente encantan al recién
comprometido unas veces y otras lo asfixian. En una ocasión lo sobrepasa una particular
escena en Bouisseville que rescribe al personaje de La muerte feliz. Mersault,
transformado en Meursault, da a luz toda la novela El extranjero (Todd, 1997, p. 234).
Aún no sabe cómo la titulará cuando deja a su prometida Francine en Orán hasta que
ella pueda reunirse con él a finales de año en Paris. Allí Pia le ha conseguido un trabajo
y será un lugar donde Camus espera encontrar la soledad para escribir lejos de sus
amadas mujeres y lejos de su patria.
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Para 1941 los Camus han dejado ya Paris y regresan a Orán en donde Albert conoce la
cotidianidad con su suegra y cuñadas. El esposo y yerno Camus se relaciona de mejor
manera con las Faure. El escritor Camus manda sus manuscritos a Grenier y Pia,
quienes encuentran sus obras, especialmente El extranjero, textos muy logrados. El
simbólico hermano mayor de Camus se pone en marcha y, a más de continuar buscando
un trabajo a su amigo, confía en que Gaston Gallimard publicará sus libros al unísono.
Pia entrega la obra a Malraux que observa la iluminación que cada obra presta a otra en
esta trilogía camusiana. Influyente Malraux insiste a Gallimard que se publiquen las
obras una tras otra.
Francia viene a ser para Camus en 1942 y 1943 un lugar de inspiraciones. El salto a ser
conocido, y reconocido, por su libro El extranjero estimula la crítica, no siempre buena,
de sus obras. Entre aquellos que le rinden homenaje esta Sartre quien había sido ya
comentado previamente por Camus. Ese mundo sumergido en la guerra, la tuberculosis
que no lo deja y contra la que lucha con todas sus fuerzas van gestando La peste, obra
más social, minuciosamente trabajada y con una arquitectura detallada. Calígula y El
Malentendido terminadas también dan cuenta de un escritor provisto de imaginación y
que pronto entrará en un ambiente mucho más activo en la cultura y el arte, así como en
la Resistencia.
Camus, solo en Paris pues Francine se encuentra en Orán, tiene 30 años y finalmente ha
conocido a Sartre en persona. Lo frecuenta seguido a él y a Simone de Beauvoir, o el
Castor como la llama Sartre, en restaurantes y cafés. Hablan de literatura y teatro con
mucha pasión, de filosofía o política menos pues prevén una disputa innecesaria. Su
relación da celos al Castor que muchas veces entra en conflicto con Albert por la
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atención de Sartre, quien “adora el lado burlón de Camus, su apetito de felicidad, el
contraste entre sus libros de estilo pulido y sus bromas y chistes verdes. Camus parece
halagado de que le propongan ser miembro de la familia sartriana, pero se queda en los
umbrales” (Todd, 1997, p. 342). Sartre fascina a Camus por su talento al montar obras
y su exquisita manera de escribir libro tras libro.
Camus consigue trabajo con Gaston Gallimard primero como secretario y luego como
lector de la editorial, de esta manera conoce al resto de los Gallimard de quienes hará su
segunda familia. En 1944 Camus participa activamente en la Resistencia con sus
talentos de escritor y periodista en el periódico Combat, contacto facilitado por el buen
Pia quien es responsable del sector de propaganda y difusión y, posteriormente, tanto de
la redacción como de toda actividad clandestina. Camus con documentos falsos es
llamado por Pia a reorganizar el periódico y más tarde se hace cargo de la redacción.
Sin topar las armas, sin sabotajes o trasmisión de información militar, Camus denuncia,
opina, critica y demanda. Hace lo que mejor sabe hacer: escribir. Entre sus aportes a la
Resistencia resalta Cartas a un amigo alemán.
Sin dejar de lado sus otras pasiones y talentos, El malentendido es presentado en Paris
con Camus y María Casares en escena sin mucho éxito. Camus enamorado
perdidamente de esta actriz española mantiene una relación que se hace pública. En
Orán, su esposa Francine recibe noticias de su marido e indicaciones para que responda
al periódico Combat que ha salido del anonimato y que ubica a Pascal Pia como su
director y a Albert Camus como redactor jefe. Siguen sus actividades rescatando héroes:
Malraux, habiéndolo creído muerto, es colocado en primera plana tras su rescate y
sorpresiva resurrección (Todd, 1997, p. 372). El periódico avanza no sin conflictos, pero
su publicación ocupa un lugar importante en la guerra y en la política.
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espontáneo termina en acción concertada. Ese es el momento de la revolución».
(Todd, 1997, p. 375).
Camus viaja Nueva York en 1946 invitado por la mujer de su editor en Estados Unidos.
Da un par de conferencias en la Quinta Avenida y en la Universidad de Columbia en las
que habla de su siguiente obra La peste, la cual Camus trabaja lentamente, haciendo y
deshaciendo personajes. Se siente un verdadero extranjero en ese lugar aunque respeta
el gusto por la libertad de los americanos. Nada le ha cautivado más la atención de este
país que Patricia Blake, joven hermosa de veinte años quien ya no se separa de Camus
durante su estadía allí. La escribe de vuelta en Paris con nostalgia y brindándole
consejos sobre el oficio del escritor.
El escritor argelino tiene ahora todo el tiempo que le dedicaba a la redacción de Combat
para sus obras que, en cuanto a La Peste, se encuentran, si no inmóviles, realmente
lentas en su desarrollo. Lector todavía en Gallimard, Camus escribe para si en sus
cuadernos:
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Sin futuro.
Primera serie. Absurdo: El extranjero – El mito de Sisifo – Calígula y El
malentendido.
Segunda serie: Rebeldía: La peste (y anexos) – El hombre rebelde – Kaliayev.
Tercera: El Juicio – El primer hombre.
Cuarta: El amor desgarrado: la hoguera – Del Amor – El seductor.
Quinta: Creación corregida o El Sistema – gran novela + gran meditación + obra
irrepresentable. (Todd, 1997, p. 441).
La obra que ambiciona está programada para quince o veinte años. Hasta entonces
recibe en junio de 1947 su obra finalmente acabada: La peste. Con grandísimo éxito y el
Premio de la Crítica, la novela vende cincuenta y dos mil ejemplares en pocos meses
desde su aparición (Todd, 1997, p. 442). Quieren concederle más “honores” pero Camus
los rechaza amablemente diciendo que se los otorguen a los escritores jóvenes. En el
resto del año y hasta 1948 Camus toma partido, sin adherirse a ninguno, en un
movimiento político que defiende la libertad y la justicia. Entre sus amigos de Estados
Unidos y la historia de la URSS, se encuentra con España, su segunda patria como él la
llama, encarnada en La Única: María Casares.
Este año es también un nuevo viaje por el mundo. El destino es América del Sur, siendo
Brasil la primera escala y en la que tanto Camus como brasileros se quedan
impresionados mutuamente. Pasa por Uruguay hacia Chile dando conferencias rituales y
conociendo ese continente extraño donde sus novelas y obras son conocidas y algunas
incluso adaptadas al español, como es el caso de Calígula.
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Camus regresa a Paris y se encuentra con una recaída significativa, es nuevamente esa
tuberculosis para la que los médicos dicen haber encontrado un tratamiento: una serie de
medicamentos. Camus, hambriento de vida, pero también autor de El mito Sísifo piensa
en la muerte con su cuerpo débil. Testarudo y disciplinado tiene a su obra como su
propio tratamiento; El hombre rebelde lo mantiene ocupado y exige toda su fuerza.
Habiendo recuperado los derechos de Nupcias, Camus lector de Gallimard, también es
incansable en su búsqueda de autores y obras nuevas para esa editorial insuperable en la
época. René Char es uno de aquellos tesoros que presenta a Gaston y a quien conserva
como su amigo entrañable.
Éxito comercial, el autor de El hombre rebelde lee las críticas de su obra hasta 1952
esperando pacientemente aquella que venga de Les Temps modernes, revista fundada
por Sartre, Beauvoir y Merleau-Ponty. En un encuentro previo a la reseña, Sartre
informa a Camus que esta no será favorable y asignando a Francis Jeanson, filósofo,
sobre el ensayo, comienza un intenso enfrentamiento primero con Jeanson y más tarde
con Sartre, quien se ve forzado a intervenir tras una réplica que se dirige a él, el “Señor
director” como ha escrito Camus.
Irritado Sartre le contesta “Mi querido Camus, nuestra amistad no era fácil pero la
echaré de menos” (Todd, 1997, p. 567). En una mixtura de críticas al ensayo, a su obra
total y al carácter de Camus, su relación se fractura y, desde el punto de vista de Sartre,
la obra de Camus está condenada. La brecha es insalvable, Camus herido busca en su
pasado la ausencia de ese Sartre como inspiración y se convence de ello.
Camus sigue creyendo que puede hacerse realidad un socialismo aún por definir,
algo socialdemócrata a la escandinava y laborista a la británica. Camus y Sartre
21
[…] Tienen el mismo deseo de transformar la sociedad. […] quieren un nuevo
orden social más humano. La pasión no es igual. Es revolucionaria y violenta en
Sartre. Camus ya no es revolucionario: es un hombre rebelde que rechaza en
bloque el universalismo jacobino y el universalismo comunista. (Todd, 1997, p.
574.)
Camus se parece mucho a su ensayo y no puede dudar de sí tras leer toda la disertación
dedicada por Sartre a su orgullo y a su falta de reflexión. Para unos la respuesta plagada
de insultos es excesiva, para otros es necesaria para este escritor que no ha conocido
ningún fracaso mayor en su carrera. Taciturno, Camus se pasea por los corredores de
Gallimard bajo la mirada estupefacta de colaboradores en quienes el escritor argelino
figuraba siempre risueño y entusiasta. Los más cercanos consuelan a Camus; Char por
su lado afirma que El hombre rebelde es su mejor libro. Para el autor del ensayo, toda la
situación con Sartre resulta muy desagradable y no la deja pasar desapercibida,
escribiendo al respecto en Crónicas II, que junto a Crónicas I, son el retrato del Camus
redactor en jefe de Combat y del Camus hombre rebelde.
En esos penosos meses Camus escribe, lejos de sus últimos textos y de esos debates
intelectuales, con ese matiz lirico que le inspiraba Argel en Nupcias. Vuelve al mar y a
los ajenjos para ir escribiendo El verano, obra que le devuelve cierto calor. Por otra
parte, aquella irradiación no llega a todos en la casa de los Camus: Francine que durante
mucho tiempo ha oscilado en estados depresivos estacionarios recae considerablemente.
Junto a Albert regresan a Orán para que descanse, pero su condición y su caminata por
la terraza del departamento de las Faure hacen pensar a Camus y a sus cuñadas en un
intento de suicidio.
Camus se siente culpable pues su esposa sufría en silencio por sus infidelidades sin
reprocharle nada abiertamente. Internada en una clínica, Francine Camus tiene su
habitación en el primer piso, donde su esposo la acompaña con una pena y una
impotencia absolutas. Intenta erradicar su pesimismo y apoya a Francine como puede
hasta que su energía y su propia enfermedad lo agotan. El artista se ve superado pero no
el hombre sediento de vivir y de felicidad. Ambos regresan a Paris y Camus se dedica
por completo a su esposa. Una de sus cuñadas va a vivir con ellos, dejándolo un poco
más libre para regresar a sus actividades.
22
En 1954 Camus comienza un tercer ciclo periodístico en L’Express tras los sucesos en
el Norte de África que han dado inicio a una sublevación en Argelia. Los argelinos no
quieren ser una colonia francesa y una guerra civil se levanta. Hasta 1955 Camus
presenta en este periódico una serie de artículos en los que expone su opinión respecto
al estallido de la insurrección. Para Camus “árabes y franceses tienen que encontrar el
medio de vivir juntos” (Todd, 1997, p. 617). Pero esta no es la solución que quieren los
argelinos divididos, quienes exigen que aquellos europeos salgan de su país. Dolido
Camus no comprende a su pueblo y tampoco da su brazo a torcer; acude a diferentes
convocatorias para discutir y unir pero fracasa y se gana el odio de algunos y el respeto
de otros. Argelia en 1955 entra en estado de emergencia.
“A pesar de sus trabajos periodísticos, durante los últimos dieciocho meses, Camus ha
mantenido actividades teatrales y al mismo tiempo terminaba siete novelas cortas: La
mujer adúltera, El renegado, Los mudos, El huésped, Jonas, La piedra que crece y La
caída” (Todd, 1997, p. 638). Todas forman parte del libro El exilio y el reino, a
excepción de La caída que adquiere una independencia debido al poder con la que se
escribe. Su héroe, Jean-Baptiste Clamence, es otro de esos personajes de Camus que
con máscaras y entre sombras lo esconden y descubren a momentos. “La caída de
Camus”, piensa su autor respecto a los críticos cuando busca un título adecuado. Que el
lector la juzgue y encuentre o no episodios biográficos como la de la muchacha que se
arroja al Sena y que es esa Francine cuyo grito Camus no supo escuchar (Todd, 1997, p.
640).
Renunciando a L’Express Camus termina a la par de sus novelas, los ensayos de una
obra que ha montado: Réquiem por una monja. Aquí conoce a Catherine Sellers quien,
en remplazo de María Casares para el papel principal, también inicia un romance con
Camus. Antes de su estreno escribe Reflexiones sobre la guillotina donde critica
aquellas opiniones favorables a la pena capital. Como hombre de proyectos constantes
Camus nunca está realmente inmóvil aunque en Argelia la opinión es distinta: ha
guardado silencio sobre ese país que tanto dice amar y que se ve sumergido en el terror.
Las Crónicas son un testimonio de cuan infundadas son aquellas opiniones.
En 1957 rumores de que Camus es el ganador del premio Nobel de literatura lo dejan
atónito. En Gallimard todos celebran y su director lo disuade de rechazar el
23
premio.“Besos, flashes, tumultos. Allí están los amigos y los colegas […] Pero las
convenciones obligan: faltan María Casares y Catherine Sellers. Como también falta
una nueva joven, muy importante en la vida de Camus: Mi” (Todd, 1997, p. 692). Es
ocasión de agradecer a aquellos que Camus ama como es el caso de Louis Germain, su
profesor en la infancia. Camus viaja a Estocolmo en el Nord-Express y pisa territorio
sueco el 9 de diciembre.
Tras pronunciar un solemne discurso en torno al arte y el lugar del escritor en su época,
accede a discutir en un debate donde los temas son su obra, su vida y su opinión con
respecto a Argelia. Sin pasar mayor tiempo en Suecia retorna a Paris con regalos para
sus hijos, y para continuar con sus proyectos. Camus publica en 1958 sus Crónicas III
discutiendo siempre sobre aquella Argelia que lo cuestiona sin cesar en razón de su
posición muda. El final de este año, Francia ve ascender a Charles de Gaulle como
Presidente de la República. Héroe para muchos, no para Camus, De Gaulle quizá puede
hacer algo por Argelia.
Muy fatigado Camus saca fuerzas de una reserva invisible y junto a Catherine Sellers
montan Los poseídos a inicios de 1959. Su trayectoria como director y como escritor lo
lleva a proponer la creación de un teatro nuevo con “un repertorio que promovería obras
modernas. El Nouveau Théâtre también ofrecería obras maestras de las grandes épocas:
la tragedia griega, el Siglo de Oro español, el teatro isabelino, las época clásicas y
preclásica francesa” (Todd, 1997, p. 736). Malraux ministro de Cultura respeta a Camus
como director pero no le confiaría la administración de un teatro.
A más de sus pensamientos con el teatro, Camus trabaja en su última novela: El primer
hombre, autobiográfica y ambiciosa. Buscando a su padre Camus se dirige a Ouled
Fayet sin encontrar nada. Contento con su nueva novela, la va fácilmente escribiendo
desde Lourmarin, trabajando en personajes que se van plasmando en las páginas. Mi
ocupa un lugar importante al hacer que Camus gire hacia el trabajo con más ternura que
sarcasmo o ironía, características de sus previas novelas. El 20 de noviembre le escribe:
He trabajado, en efecto, durante casi todo el día, pero lo cierto es que la soledad
es dura. Amo la vida, me gusta reír, me gustan los placeres, y además te amo a ti,
que reúnes todo eso y algo más todavía –y es terrible, con mi naturaleza, y con la
24
fuerza que tengo en la sangre, encadenarse así y enclaustrase-. Espero ser más
paciente a fuerza de ver que trabajo y de probarme a mí mismo que es el buen
camino, el único que conviene a mi maldita anarquía. (Todd, 1997, p. 745).
Esta novela que para Camus es con la que “realmente” empieza su obra, formará parte
de su tercer ciclo. En la primera página de su manuscrito escribe: “A ti, que nunca
podrás leer este libro.” Dedicatoria para su madre. A las otras mujeres de su vida les
escribe y las desea ver: Francine, María, Patricia, Catherine y Mi. Romántico en sus
cartas tiene planes con cada una tras dejar Lourmarin.
Enero de 1960. Camus irá a Paris en auto acompañado por Anne, Michel, Jannine
Gallimard y su perro. Lleva en el maletero el manuscrito de El primer hombre que
todavía tiene mucha tinta por recorrer. Albert Camus no lo terminará.
Absurdo, así llamaba Camus a morir en un accidente de automóvil (Todd, 1997, p. 754).
Su obra como legado, sus actividades públicas y privadas, sus personajes y héroes
buscaban responder a ese absurdo. Reconociéndolo se empezaba a actuar en el mundo
sin renuncia. “Es demasiado joven” (Todd, 1997, p. 754). Dijo su madre cuando le
comunicaron la noticia y sin ser capaz de llorar afirmaba precisamente lo que resulta la
muerte de un pensador, de un escritor y un hombre de la talla de Camus, a la temprana
edad de cuarenta y seis años.
Habiendo pasado de manera vertiginosa por algunos de los hitos más importantes de su
vida y leyendo su trayectoria, así como sus obras, se abordará aquella novela
inconclusa, nunca corregida y a veces ilegible, dada la caligrafía de Camus, El primer
hombre. Se aprecia por un lado el espíritu con el que la trabajaba y, por otra parte,
aquella franqueza y honestidad que, si bien eran características propias de Camus, lo
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son aún más en una novela sobre la cual no pudo ya volver a escribir, pero en la cual
quizá sí logró retornar. Retorno a su infancia, retorno al inicio de la búsqueda de su
padre y retorno a El revés y el derecho.
Sintetizar tal novela resulta problemático en vista de que en sí la obra es una síntesis
autobiográfica, llena de recuerdos y retazos, algo de ficción, que siempre acompaña a la
memoria, y datos narrados atravesados por la literatura. No obstante, el mismo Camus
dice: “Estoy escribiendo un libro sobre mi familia. Estoy contento, he trabajado bien”
(Todd, 1997, p. 743). De eso trata El primer hombre, de la infancia de un niño pobre de
Argel, huérfano de un padre que en edad adulta existe para él y lo lleva a su búsqueda,
hijo de una mujer analfabeta y nieto de una matriarca poderosa. Trata de Jacques
Cormery y la manera en que su vida se va haciendo lentamente, de una niñez que se
transparenta en la propia infancia de Albert Camus.
26
Capítulo 2: El deseo
¿Qué decir del deseo de Camus? En lo tocante a su nacimiento (el del deseo) en la
figura del hombre real quizá solo sea posible tomar su estructuración como sujeto de
una manera axiomática. El deseo, inconsciente e inasible, móvil del sujeto y sostén del
análisis, vive y existe cuando es escuchado. Camus, en algunas de sus pláticas con
Sartre y especialmente frente al intento de suicidio de su esposa, consideró hacer un
análisis él mismo, pero terminó por desechar la idea. No obstante, su obra brinda pistas
y luces que el presente capítulo entramará lo mejor que pueda. Se partirá por una
definición de este concepto:
Desde la posición del sujeto siempre resulta equívoco hablar del deseo pues este se le
escurre y lo elude; es por así decirlo inaprehensible. En tanto uno está bajo las leyes del
lenguaje, aquello que permite hablar también establece el orden tanto de la falta como
de lo inefable. Decir qué es lo que se desea es ubicarse en el terreno de la demanda, y
aunque está articulada al deseo, manifestarla es situarse en un más acá. Lacan lo dice
expresamente: “que el deseo sea articulado, es precisamente la razón de que no sea
articulable” (Lacan, 2003, p. 784). Articulado a la demanda y a la necesidad en cuanto
la primera la aliena, y no es articulable porque en la cadena significante no se halla algo
que remueva la barra que atraviesa al sujeto. En el despliegue de la cadena todo es pura
falta.
Pronunciar la palabra precisa, hallar aquel significante que remita al objeto que colme y
complete, o a una significación en lugar de a otro significante, es irrealizable. Aquel es
27
el movimiento del deseo, una contigüidad y una proximidad que fallan. “Porque el
síntoma es una metáfora, queramos o no decírnoslo, como el deseo es una metonimia,
incluso si el hombre se pitorrea de él” (Lacan, 2012, p. 494). Una metonimia que el
sujeto pretende infinita y de la cual también puede jactarse.
Sísifo está sentenciado a llevar una roca por una pendiente hasta la cima. Esta nunca
llega para quedarse, sino que bajo su propio peso vuelve una vez más al llano donde
todo el arduo trabajo se reinicia. Así mismo, el deseo no está para satisfacerse como la
piedra en la cumbre. No. El deseo está para sostenerse. Esas cimas, como los objetos,
son indiferentes en tanto es su lugar lo que posibilita un movimiento y un acto. Una vez
que se cree estar en la cima, la piedra ya está nuevamente abajo, lista para ser empujada
nuevamente. Todo el ciclo se renueva.
“El esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, empujarla y ayudarla a
subir por una pendiente, cien veces recomenzada” (Camus, 2012, p. 153), remite a la
misma tensión que es el deseo. Vivaz y enérgico se dirige hacia alguna cima, una
cumbre cualquiera, o hacia algún objeto que en realidad no es ese. No hay modo que la
descarga del deseo sea total y absoluta, el deseo es siempre insatisfecho, así como
encontrar el objeto que suture la falta es imposible.
Afirmar que la tensión psíquica continúa estando siempre viva, hasta de manera
dolorosa, o que el displacer domina o que nuestros deseos siempre quedan
insatisfechos no expresa de ninguna manera una visión pesimista del hombre.
Por el contrario, esta aseveración equivale a declarar que, “felizmente”, a lo
largo de toda nuestra existencia estamos siempre en estado de falta. Y digo
28
felizmente porque esa carencia, aguijón del deseo, es síntoma de vida. (Nasio,
2007, pp. 44-45).
En el campo del deseo, el sujeto no se halla en un lugar idílico donde todo lo que ahí se
ubica es contenido que gratamente estaría dispuesto a aceptar. Análogo al mito de
Sísifo, llevar la piedra, cargar con eso que arrastramos, resulta muchas veces doloroso y
hacendoso. No obstante, también implica la vida; libre de estados perennes tanto de
dolor como de felicidad, donde lo crucial radica en el camino que se va construyendo al
andar y tropezar. Camus (2012) escribe: “La lucha por llegar a las cumbres basta para
llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz” (p. 156).
En la cumbre, el sujeto imagina que se encuentra la felicidad absoluta y eterna, una paga
por su sacrificio y esfuerzo. Fantasea con conseguir un placer total y completo
vinculado a esa felicidad donde ya no exista más el dolor, la pérdida o la falta. A veces
basta el acto, el viaje, el hacerse responsable de la piedra; sin embargo, en relación al
deseo, en realidad nada basta, nada es suficiente.
Si el deseo es el campo que se abre como abismo, por eso la angustia que
implica, más allá de toda demanda para la cual opera la función de límite (así
excluimos a las psicosis), entonces es indestructible; no habrá demanda que no
conlleve su más allá y el neurótico no podrá, en el rechazo del deseo, ir más allá
de “desear no desear”. (Eidelsztein, 1995. p. 145).
29
faltan palabras. Ahí está el sujeto en tanto deseo finito que no puede traspasarse a sí
mismo y que no puede perpetuarse por siempre en el mundo. El deseo es finito así como
el sujeto es mortal.
[El deseo] es inconsciente porque no hay demanda que pueda decir, saber, del
deseo, ya que si suponiendo dijese el deseo, no podría evitar que ya no sea lo
que esa demanda dice, en tanto ella implicaría otro más allá y así el deseo se
escaparía de vuelta. (Eidelsztein, 1995, p. 145).
Lo inconsciente, tomado como lo que no se sabe por completo, resulta como un atributo
evidente del deseo. Ya Freud en La interpretación de los sueños (1900) hablaba del
deseo en el plano de lo inconsciente cuando a su tercer capítulo lo titulaba El sueño es el
cumplimiento de deseo (Freud, 2010a, p. 142). En esa zona compartida con el chiste, el
acto fallido y otras formaciones de lo inconsciente, se escucha algo que el sujeto sabe y
algo que no sabe. Ese saber a medias insiste en la manera en que el deseo anda por
terrenos donde la falta está asentada y no puede ser burlada.
He ahí algo del motor de análisis, es decir, del deseo cuando en su escape constante se
lo sostiene. Así como Sísifo que se hace cargo de su piedra, hay una cierta
responsabilidad que se toma, o no, en relación al deseo, en relación a lo que no se sabe y
lo que no se puede saber. “El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de
significantes” (Lacan, 2003, p. 779), palabra por palabra, una a una se las escucha.
La obra total de Albert Camus, así como de otros escritores, apuntan no a verdades (o a
la verdad) sino a producciones de nuevos sentidos. El primer hombre es un buen
ejemplo de lo que en el deseo opera: la falta. Nunca acabada por su autor no hay manera
de que vuelva a ella para que se siga escribiendo. Esta novela se queda incompleta en la
medida que no pudo ser corregida por Camus, y es esta misma razón la que permitiría
definirla como una de las obras más sinceras; repleta de fallas y notas al margen. El
libro tiene un fin, hay una última página y una solapa que le continua, mas no tiene la
última palabra.
Si bien Camus no ha de darle una continuidad, miles de lecturas le suceden así como
otras reflexiones y producciones. El libro no está acabado en varios sentidos y, análogo
30
al deseo, no ha encontrado esa palabra total que ya no permita seguir diciendo o seguir
escribiendo.
Con lo que se encuentra el hijo es con la falta en la madre. Por un lado la barra también
la atraviesa como sujeto e impide que con su hijo sean Uno. La presencia de la falta
hace que en este binomio madre-hijo se perfile un camino que permita la entrada de un
tercero, algo que tomará el lugar de este significante y lo pondrá en una dialéctica
diferente. El padre hará su aparición aquí bajo esas condiciones; cuando sea posible
establecer una entrada, sustitución y relación entre los significantes deseo de la madre y
Nombre-del-Padre.
31
del mundo diferentes a su hijo comunican al bebé que para obtener algo tendrá que
pedirlo. Que solo en cuanto demanda, el amor puede llegar. Y que para demandar
también necesita hablar: dirigirse al otro, hacerle saber lo que quiere, distinguir en ese
mismo acto lo que uno quiere de lo que el otro quiere.
El infans observa y siente la ausencia de la madre estableciendo un corte donde algo del
deseo se vislumbra. Lacan (2011) interroga: “¿Qué desea el sujeto? No se trata
simplemente de la apetición de los cuidados, del contacto, ni siquiera de la presencia de
la madre, sino de la apetición de su deseo” (p. 188). Allí donde la madre dirija su
mirada, a quien dirija su voz, a aquello que brinde cuidados, también es del interés del
hijo en tanto objeto y en tanto deseo. El deseo de la madre, como significante, no basta
por sí mismo, es necesario que la madre encarnando al Otro primordial reconozca la
palabra y autoridad de alguien más, sea el padre, sea su ley.
Deseo del deseo de la madre implica que hay algo que falta y que está bien que falte, de
lo contario no se establecería dialéctica y el sujeto no existiría pues desde siempre
estuvo completo. Se hubiese mantenido como Uno sin diferencias, uno sin corte, uno
madre-hijo sin un tercero, que no tiene por qué o qué desear, un “sujeto” a quien no se
le ha enseñado que es lo prohibido para que pueda desear infringirlo. Este primero, el
otro indispensable, es vital y, pese a que puede absorber por completo, es el lugar de
partida. Es aquel que estaba previamente y que presenta el mundo al sujeto, aquel que
no es un otro cualquiera.
“El niño existe psíquicamente en la madre mucho antes de nacer, y más aún, mucho
antes de ser gestado. Cuando el niño nace, todo ese engranaje que le precede se pone
efectivamente en movimiento” (Jerusanlinsky, 2011, p 65). Es el germen del sujeto, el
primer esbozo que no se llega a terminar, sino en tanto él mismo es resultado de una
incompletud. Así como el Otro ya estaba ahí, también hay algo preexistente que
determinará su nacimiento y que está vinculado con el orden simbólico.
2.2. El Otro.
“A, es el lugar del tesoro del significante. […] El Otro como sede previa del puro sujeto
del significante ocupa allí la posición maestra […] es del Otro de quien el sujeto recibe
32
incluso el mensaje que emite” (Lacan, 2003, pp. 785-786). Se insiste en el Otro (Autre)
diferente al otro semejante, pues el lugar privilegiado que es este Otro también implica
que su nombre se escriba con la misma capital importancia. El uso de mayúsculas
designa la dimensión simbólica a la que está abocado el Otro, y tajando así una
diferencia en relación al otro semejante; no por ello deja de ser igual de importante que
el otro (autre) pero lo es desde una dimensión diferente y, sobre todo, no excluyendo a
los demás registros. Este Otro, quien no puede ser anónimo, tesoro de los significantes,
cuyo discurso forja lo inconsciente cumple toda serie de operaciones en lo que será el
sujeto que adviene y que se desvanece.
Su silencio ante el juez cuando pregunta por la razón de aquellas balas de más lo tachan
(moralmente) de insalvable ante los ojos de ese Dios (Otro) que todo lo perdona a
condición de arrepentirse. Ante la figura de Cristo, Meursault no se inmuta, no
responde, pues no le concierne ni esa imagen ni las creencias del obstinado juez.
Cuando este último le pregunta si cree en Dios o no, de la manera más natural,
Meursault contesta que no y provoca tal exclamación en el juez, que su respuesta
33
pasaría por la intromisión del caos en un mundo sostenido por el discurso absoluto del
Otro.
Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, incluso los
que se apartaban de su faz. Tal era su convicción y si alguna vez la pusiera en
duda, su vida ya no tendría sentido. «¿Quiere usted –exclamó-, que mi vida
carezca de sentido?» A mi juicio, ese asunto no me concernía, y se lo dije.
(Camus, 2008, p. 73).
Se duda de uno mismo con más frecuencia de la que se quisiera admitir, pero, ¿dudar
del Otro? ¿Poner su palabra a discusión? o, peor aún, ¿rebelarse y negarse ante su
orden? Ni el alma más atormentada cuyo brazo haya ejecutado el más atroz crimen
puede absolverse de su presencia o del eco de su voz. Aun ante aquellos valores que se
toman como elevados, el sujeto no se manifestaría escéptico. “Nunca vi un alma tan
endurecida como la suya. Los criminales que han comparecido aquí lloraron siempre
antes esta imagen del dolor” (Camus, 2008, p. 74), le dice el juez a Meursault con
Cristo en mano esperando alguna señal de arrepentimiento.
34
funciones del Otro, ostenta un lugar privilegiado en toda cultura. Si ante el homicidio es
indudablemente culpable, también lo es por su renuncia ante los deberes que se espera
obedezca un hijo que ha perdido a su madre.
2.2.1. La madre.
“A ti, que nunca podrás leer este libro” (Camus, 2009, p. 13), es la dedicatoria que
escribe Camus para dar inicio a su última novela El primer hombre. De acuerdo a su
biógrafo, Oliver Todd (1997, p. 752), la dedicatoria está dirigida a la madre de Camus
quien al ser analfabeta no leería tal libro, o ninguno otro. Sus textos están dedicados a
personas importantes en su vida, pero resulta curioso que sea su novela autobiográfica la
que está dedicada a su madre. Decir que Catherine Hélène Sintès ha encarnado el lugar
Otro para Albert Camus responde a una cuestión lógica, pues los extensos párrafos en
que Camus adorna a su madre lo respalda. Dan cuenta de cómo la madre, en este caso,
hace de Otro primordial.
35
La madre de Jacques es el punto de partida (Otro) para que la búsqueda por su padre
perdido (fallecido) inicie. Metafóricamente, la lectura de estos avatares muestra, con
ayuda de una torsión, una pérdida que en relación al sujeto se vincula más con la madre
y su goce, que con su padre y su muerte. Es decir, su padre ya no estaba, ni siquiera
guarda un recuerdo de este, por lo tanto no es a él a quien renuncia y al que pierde. Es,
por otro lado, de su madre de la que se separa y a quien correspondería la sensación de
pérdida y su experiencia. Es desde aquella “simbiosis” imaginaria a la que se renuncia,
que es posible el funcionamiento de la metáfora paterna. “Lacan identifica a la madre
con Das Ding, o sea el Objeto del goce originario perdido para siempre que imanta el
deseo, así como el reverso de la Ley” (Assoun, 2008, p. 106). Se renuncia a la Cosa para
que los objetos puedan existir.
Algo de la infancia en relación a ese Otro primordial vuelve para Jacques, y ¿cómo no
hacerlo?, si fue esta madre encarnándolo quien le brindó, desde su falta y su deseo, un
puesto en el mundo donde él pudiese ubicarse como sujeto. El orden de la ternura es la
asociación más próxima cuando a su madre se refiere. Una operación del deseo de la
madre, se puede formular, procuró que todo el engranaje para la producción del sujeto
funcione debido a que Jacques habitaba en la ternura de su madre como hijo deseado.
36
aquella memoria cuya principal facultad es crear y tapar hechos que han sucumbido a la
represión.
Estuvo por decir: «Estás muy bonita» y se detuvo. Siempre lo había pensado de
su madre y nunca se había atrevido a decírselo. No porque temiera un rechazo o
porque dudara de que ese cumplido le gustase. Sino porque hubiera sido
franquear la barrera invisible detrás de la cual siempre la había visto parapetada
–dulce, cortés, conciliadora, incluso pasiva, y sin embargo jamás conquistada
por nada ni por nadie, aislada en su semisordera, en su dificultad del lenguaje,
bella seguramente pero casi inaccesible, tanto más cuanto más sonriente parecía
y cuando más se volcaba hacia ella su corazón […] (Camus, 2009, p. 59).
La barrera invisible pero tangible que prohíbe el acceso a la madre e inaugura la cultura.
La prohibición del incesto y el asesinato son el soporte de la ley y también de la Ley
simbólica pues establece un corte en la relación madre-hijo. En torno a esto la madre no
es “casi accesible”, es por completo inaccesible. Jacques ve a su madre como aquella
que no puede ser conquistada, y ciertamente, gracias a que no es ella a quien se debe
conquistar, tomar o de quien gozar, es posible que sea a otras mujeres y objetos a
quienes se dirija para poder “conquistar”.
[…] sí, toda la vida había tenido el mismo aire temeroso y sumiso, y sin
embargo distante, los mismo ojos con los que veía, treinta años atrás, sin
intervenir, cómo su madre lo castigaba con el látigo, ella, que jamás había
tocado, realmente ni siquiera reprendido, a sus hijos, ella, a quien sin duda esos
golpes también dolían pero que, inhibida por la fatiga, por la incapacidad de la
expresión y por respeto a su madre, lo permitía, había aguantado durante días y
años los golpes a sus hijos […] (Camus, 2009, p. 59).
Ahí entre Jacques, su hermano y su madre, está la abuela de Jacques. Sujetando con el
puño apretado un látigo que reprende y castiga, se impone con una presencia violenta
que su madre respeta y no cuestiona. Ahí hay algo que separa, no de la mejor manera,
pero que establece que el Otro de Jacques, su madre, también se dirige hacia un lugar
Otro cuya palabra ostenta un poder. Jacques no escucha palabras de protesta pero de lo
37
que se percata es de su mirada. Sus ojos lo atraviesan y le significan un dolor que, desde
la perspectiva de su hijo, ella también siente.
[…] como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de los
demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los
restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena
acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había
perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los
sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos. Nunca la había oído quejarse,
salvo para decir que estaba cansada o que le dolían los riñones después de haber
lavado mucha ropa. Nunca le había oído hablar mal de nadie, salvo para decir
que una hermana o una tía no eran buena con ella, o eran «orgullosas». Pero rara
vez la había oído reírse a carcajadas. (Camus, 2009, pp. 59-60).
Rara vez Jacques escuchaba a su madre, y si lo hacía las palabras que acudían a sus
oídos estaban mesuradas, eran estrictamente las necesarias para poder comunicar un
efímero mensaje. Y he ahí algo de la acción del significante en tanto se dirige a alguien
haciendo que su existencia sea reconocida y haciendo que el sujeto también desee ese
reconocimiento. Condición mínima para que el infans hable: que sea hablado, que sea
mirado, que exista para el Otro. “Si dije que el inconsciente es el discurso del Otro, con
una A mayúscula, es para indicar el más allá donde se anuda el reconocimiento del
deseo con el deseo de reconocimiento” (Lacan, 2012. p. 491).
38
eslabón al mundo simbólico que es el mundo humano. A (Autre: Otro) es
principalmente un lugar: el lugar de donde emana lo simbólico.
2.2.2. La abuela.
La relación del sujeto con el Otro es, evidentemente, también diferente a la que se
tendría con otro semejante. Esto marca un modo distinto de vivir la falta y el deseo:
experimentarla tal como pérdida irrecuperable, como agujero temible o vacuidad
perenne. “[…] el Otro llega a ser identificado con el cuerpo. El afecto más apto para
hacer surgir al Otro es la angustia, caracterizada como «la sensación del deseo del
Otro». Esto es lo que se produce cuando «falta la falta»”(Assoun, 2008, p.105). El Otro
inspira angustia por no ser otro (semejante).
El pequeño Jacques invoca a su madre y su aroma a ternura, y por otro lado, invoca a su
abuela cuya insoportable fragancia está salpicada de las tardes con temperaturas que lo
sofocaban y aprisionaban. “A Jacques no le gustaba dormir por la tarde. «A benidor»,
pensaba con rencor y era la extraña expresión de su abuela cuando de niño, en Argel, lo
obligaba a dormir la siesta con ella” (Camus, 2009, p. 41). La palabra se queda calada
en Jacques y su huella despierta imágenes y sensaciones que le generan malestar. A
benidor, le dice su abuela y la recuerda con nitidez en su entonación y en lo que vendrá
a continuación. El Otro, tesoro de los significantes. No se puede esperar que todos
invoquen una realidad siempre complaciente.
39
¿Por qué Jacques ocupa el lugar que le correspondería a un hombre adulto que haga de
pareja de su abuela? Custodiando su dormir, Jacques es perseguido en su infancia a
diario por la presencia de su abuela y esas dos palabras que son augurio de un tormento
ulterior. Vive de una manera angustiante el momento en el que a cada prenda de la que
se despoja aquella mujer, madre de su madre, se van traspasando límites necesarios.
Todo el rito del desnudamiento corre el velo de una verdad insoportable y que hace a
Jacques temblar de ira, de rencor y de impotencia. Se le usurpa algo de su infancia
durante esas siestas que lo arrinconan y que ponen en jaque la prohibición y la falta.
Sí, durante años detestó aquello, e incluso más tarde, siendo ya un hombre, y
salvo que enfermara gravemente, no se decidía a recostarse después del
almuerzo, en las horas de gran calor. Cuando a pesar de ello se dormía, se
despertaba sintiéndose mal y con nauseas. Solo desde hacía poco, desde que
sufría de insomnio, podía dormir una media hora durante el día y despertarse
repuesto y alerta. A benidor… (Camus, 2009, p. 43).
Que la falta falte, y que con ella el deseo perezca, es motivo suficiente para abrumar a
un Jacques de corta edad y para acosar a un Jacques adulto. Esos recuerdos marcan y
contornean aquel espacio en el tiempo en que la angustia surgió como el signo de
peligro de que lo real inunde. A Benidor tiene su eco a lo largo de todos los años de
Jacques y de Albert pues la palabra queda aun cuando la persona que la pronunció ha
dejado ya de vivir.
En El revés y el derecho se juega en uno de los relatos la presencia de una añosa mujer
que mantenía a todo el hogar bajo su control. A los setenta años, sus mandatos eran ley
40
y su manera de educar a los hijos se había pasado a los nietos. Así como la abuela de
Jacques, esta mujer anciana ostenta una serie de conductas que llevan a distintos
sentimientos de odio y angustia en uno de sus nietos: otro Jacques, otro Albert. Cada
tela que vestía la abuela, su porte, su pose de reina y esas arrugas burlonas que
descoloran los álbumes de fotos donde las imágenes se van haciendo sepias, transportan
a bochornosos sucesos.
A esos ojos claros le debía el nieto un recuerdo que aún lo hacía ruborizarse. La
anciana esperaba a que hubiera visitas para preguntarle, clavando en él una
mirada severa: « ¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?». El juego
tomaba más relevancia cuando estaba presente la hija. Pues, en todas las
ocasiones, el niño contestaba: «A la abuela», guardando en el corazón un
supremo arrebato amoroso por esa madre que siempre se quedaba callada. O
también, cuando las visitas se asombraban de aquella preferencia, la madre
decía: «Es que lo ha criado ella». (Camus, 2010, p. 38).
41
Todas esas mordaces experiencias que ejecutaba la abuela (también un Otro) tienen sus
consecuencias directas y a largo plazo. Todo el magistral teatro que efectuaba ante sus
dolencias las volvió verdaderas y resulta no tan sorprendente la reacción de un niño
cuando esta violenta presencia deja el mundo de los vivos.
La tarde está eclipsada con las metáforas que Camus escribe como el desenlace de la
convivencia asfixiante en casa de esta abuela. Sin embargo, en relación con los sucesos
de El primer hombre, la abuela vivirá aún más tiempo de lo que se narra en esta
pequeña historia. ¿Podrían estas palabras escritas en El revés y el derecho entrañar
hostilidad y ganas de despojar abruptamente el dominio absoluto de este Otro supremo
sobre este niño que también fue Albert Camus? Entre los renglones se pone en escena
como sería la muerte, el funeral y la reacción de su nieto ante esta estricta mujer.
Figura clave en la vida Jacques, daba orden a golpes y a chantajes. Hostilmente impone
su ley y hacía que su palabra se respete; hay una jerarquía dentro de esta casa, es decir,
hay cortes no solo delimitados con las paredes, sino en tanto simbólicos que prohíben,
censuran y lanzan a desear. Existe castración.
42
2.3. La castración.
Teóricamente existen diferencias cruciales en las concepciones del complejo de
castración entre Freud y Lacan. Este último siempre volviendo al primero, realiza una
relectura de los conceptos freudianos que permiten ubicarse de una manera diferente en
la teoría.
Hay una supremacía del falo (y no del pene) respecto al complejo de castración y al
complejo de Edipo, donde niño y niña toman su respectivo camino en relación a este.
Para salvarse a sí mismos, renuncian a su lugar en relación con la madre. Ambos
emergen hacia la orientación exogámica de otros hombres y otras mujeres, habiendo
cedido a sus padres como objetos sexuales. No ha ocurrido ningún corte a nivel del
cuerpo, a nivel de órgano todo está intacto, pues de la castración de la que se habla en
psicoanálisis es de una castración que se vive a nivel inconsciente (Freud); es un corte
simbólico (Lacan).
Lacan, que prefiere hablar de castración antes que del complejo de castración, la
define como una operación simbólica que determina una estructura subjetiva: el
que ha pasado por la castración no está acomplejado, por el contrario, está
normado respecto al acto sexual. (Chemama y Vandermersch, 2010, p. 76).
Para Freud la castración es angustiante, mientras que para Lacan esta es liberadora y
salvadora. En todo caso, el sujeto está normado, vinculado a la sociedad y a sus
43
interdicciones. Quien ha sido castrado forma parte del discurso gracias a toda la acción
del lenguaje.
“Eso que llamamos pues una lengua materna, es una lengua en la cual, gracias a la cual,
uno se encuentra castrado” (Melman, 1997, p. 7). Existe un agujero a consecuencia de
ser hablantes y a condición de ser hablados. El lenguaje separa estableciendo aquellas
diferencias que impiden la homogeneidad en las relaciones entre sujetos, es el espacio
necesario para poder movilizarnos dentro de la lengua y también dentro del deseo. La
acción de la lengua materna en Jacques surte su función de corte. Él, felizmente, ha sido
atravesado por la castración y ha abandonado a su madre para dirigirse hacia el mundo,
sus semejantes y las relaciones con estos.
[…] una joven bastante elegante pasó por la portezuela donde se encontraba con
el hombre (Jacques). Se detuvo para pasar la maleta de una mano a la otra y
entonces vio al viajero. Este la miraba sonriendo, y ella no pudo dejar de sonreír
también. El hombre bajó el cristal, pero el tren ya partía. Lástima, dijo. La joven
seguía sonriéndole. (Camus, 2010, p. 27).
44
qué recae la castración? “La castración recae sobre el falo en tanto es un objeto no real
sino imaginario. Esta es la razón por la cual Lacan no considera las relaciones del
complejo de castración y del complejo de Edipo de manera opuesta según el sexo”
(Chemama y Vandermersch, 2010, p. 77). Si la teoría psicoanalítica ha sido criticada
como falocentrista, es precisamente porque el falo cumple una función central como
significante del deseo.
2.3.1. El falo.
El falo es un concepto en el psicoanálisis definido principalmente mediante su
operación como imaginario o simbólico. Nasio (1996) escribe:
El pene real, por estar investido, solo existe como falo imaginario; a su vez el
falo imaginario, por ser intercambiable, sólo existe como falo simbólico; y
finalmente el falo simbólico, por ser significante del deseo, se confunde con la
ley separadora de la castración. (p. 51).
Cabe resaltar que hay algo de los tres registros, Real, Simbólico e Imaginario, que
operan en relación al falo. En cuanto al deseo, ¿a qué deseo se refiere aquí el autor?
Sobre todo al deseo de la madre, pues el descubrimiento de la castración de esta,
momento lógico estructurante, la instala como deseante y, así, el significante fálico
podrá llegar a ser marca del deseo. Este mismo falo, (Falo simbólico), por estar
velado, sin formar parte de la cadena significante, es quien permite que la misma se
despliegue.
Lacan en su escrito La significación del falo (2003, p. 672), define “El falo como
significante de la razón del deseo (en la acepción en que el término es empleado como
45
“media y extrema razón” de la división armónica)”. Por un lado, la lectura de la palabra
razón puede remitir a la génesis como tal del deseo, a su nacimiento en la medida que el
falo es su significante. Por otro lado, sin desarticularse a este primer sentido, Lacan:
“Está usándolo en sentido matemático, como proporción, como lo que tiene común
medida y permite una proporción justa en la operación de división. Permite una división
exacta sin resto” (Rabinovich, 2009a, p. 66).
En esta definición el Falo cumple una función como media, como razón común para los
dos sexos, un denominador universal que opera para ambos en su división y también en
su relación. Si el falo crea una división armónica es solo en apariencia pues el sujeto al
dirigirse a otro sujeto no puede pretender completarse; que el otro sea su mitad y que,
después de todo, la relación sexual exista. El falo permite que la sexualidad humana se
“desarrolle” por la articulación que se da entre el sexo y el lenguaje, en razón de una
pérdida perenne que dejará un residuo (a).
46
El deseo de la madre, como el de toda mujer, es el de tener el falo. El niño,
entonces, se identifica como si fuera él mismo ese falo, el mismo falo que la
madre desea desde que entró en el Edipo. Así, el niño se aloja en la parte faltante
del deseo insatisfecho del Otro materno. De este modo se establece una relación
imaginaria consolidada, entre una madre que cree tener el falo y el niño que cree
serlo. (Nasio, 1996. p. 50).
De esta cita, lo que se plantea alrededor del deseo de toda mujer y el falo se verá más
adelante, lo que más importa por ahora es la relación madre-hijo, lugar donde recae la
castración (y no solamente sobre la persona). Segundo tiempo del Edipo: niño y niña
deben primero dejar de ser falo para la madre y ulteriormente renunciar a la pretensión
de ser amos del mismo. La prohibición del incesto restringe y desaloja al sujeto de esta
posición de ser el falo. “Esta interdicción corresponde al padre simbólico, es decir, a la
ley cuya mediación debe ser asegurada por el discurso de la madre” (Chemama y
Vandermesch, 2010, p. 77). En el segundo tiempo están afectados tanto el niño como la
madre y esto asegura que en el tercer tiempo se inserte un tercero en la relación dual. El
padre simbólico del segundo tiempo es el padre “todopoderoso”, como lo llama Lacan
(2011, p. 200), cuya función ya lo mencionaba Freud en reiteradas ocasiones, es la de
privar.
Tercer tiempo del Edipo: interviene el padre como portador del falo permitiendo que en
el niño se produzca una identificación con este, y en la niña que se dirija hacia quien
parecería tenerlo para buscarlo. “Si el padre es interiorizado en el sujeto como Ideal del
yo y, entonces, no olvidemos, el complejo de Edipo declina, es en la medida en que el
padre interviene como quien, él sí, lo tiene” (Lacan, 2011, p. 201). Con el Ideal del yo
ya existe una entidad reguladora en el sujeto que intervendrá en la relación con sus
semejantes. Esta instancia simbólica denota el paso primordial al espacio de los
intercambios y el fin del complejo de Edipo, su sepultamiento freudiano.
La falta está escrita en el sujeto gracias a la castración y al paso de cada uno por estos
tres tiempos que, si bien no son fechables, establecen el atravesamiento estructurante en
su historia; es más, marcan en el sujeto parlante un poder decir que tiene historia. La
gran importancia que se le presta al padre y a su ley en el devenir sujeto es totalmente
evidente puesto que, como lo menciona Braunstein (2006, p. 89), es posible la escritura
47
de la ecuación Falo= Nombre-del-Padre, siempre y cuando se hagan notar sus
diferencias.
[El Falo] es inarticulable; para decir hay que unir un significante con otro
significante puesto que un significante no puede significarse a sí mismo, por eso
el Falo es un significante mudo y sin par. Mientras que el nombre-del-Padre “es
el Falo, sin duda, pero es igualmente el nombre-del-Padre […] Si este nombre
tiene alguna eficacia es justamente porque alguien se levanta para contestar”
(id.) y por eso es que, siendo el Falo, cumple a la vez con una función que el
Falo no puede cumplir, la de ser el tronco y el punto de referencia a partir del
cual se posibilita la articulación discursiva. Podemos considerar al Falo como
significante cero y al nombre-del-Padre como su metáfora, el significante uno
que viene a su lugar. (Braunstein, 2006, p. 94).
2.3.2. El Nombre-del-Padre.
Que alguien venga a hablar en nombre de, en lugar de, en vez de, es referirse al
Nombre-del-Padre. Significante cuya inscripción en el sujeto es determinante para su
estructuración. Pero, ¿qué se entiende por el Nombre-del-Padre?
48
consecuencia la marca de la falta del Otro (que es también la del sujeto: su rasgo
unario) y, por medio de los efectos metonímicos ligados al lenguaje, instituye un
objeto causa de deseo. (Chemama y Vandermersch, 2010, pp. 457-459).
Hay que insistir al respecto: solo porque el deseo de la madre invoca el Nombre-del-
Padre y reconoce esa palabra viniendo de este lugar Otro, así como su autoridad, este
significante puede inscribirse y condensarlo (metaforizarlo). La operación de esta
metáfora, el eclipsamiento del sujeto por lo simbólico, lo lleva al campo articulado del
sentido (y también del malentendido); orden posible porque hay una operación
“suficiente” del Nombre-del-Padre. De no ser así, de no inscribirse este Nombre, ya no
se puede hablar en términos de castración o de corte, sino de un orden donde el deseo y
su causa, así como el síntoma, no han sido producidos.
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El conjunto de significantes está sentenciado a errar si no puede remitirse al significante
primero, al significante uno que da voz y guía a lo que está velado. No hay un Nombre
al que referirse, pues en la trayectoria de devenir sujeto, en la espera de este Nombre, él
nunca llegó en ausencia de su invocación.
El inconsciente, el inconsciente como saber insabido, es este S2, que tiene como
soporte al S1 que es el nombre-del-Padre, palabra articulable que viene al lugar
de la falta abierta por el Falo como -1 en la batería del significante, en el Otro,
significando allí la Ley que decreta la exclusión de la Cosa como real imposible.
(Braunstein, 2006, p. 93).
¿Qué sería de los S2 sin el S1? Puro caos en un discurso que se precipita errantemente,
un vértigo insoslayable donde las palabras caen, pues no tienen de que sujetarse. El
sujeto no está anclado a algún muelle que haga de partida, aquella que es el Nombre-
del-Padre. Lo que surge como algún intento de estar en el mundo, es el delirio, pues “la
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formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción”
(Freud, 2010c, p. 65), de una inscripción que no sucedió y que intenta remplazar. Es
decir, el delirio también intenta operar como metáfora.
Si “alguien se levanta para contestar” es porque quien habla articula algo con un
mínimo de coherencia; un entramado de sonidos e ideas que en su entonación, pausa y
sintaxis, narran, informan y crean sentido. Toda significación, fálica por supuesto, tiene
una orientación y un orden por estar normativizada y acuñada al Nombre-del-Padre. De
aquí en adelante el sujeto (barrado) puede ser representado (jamás totalmente) por un S1
ante un S2.
Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de
poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras
eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él,
forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto.
Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa
que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se
volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos
viéndolo hoy en los destinos humanos. Lo que antes él había impedido con su
existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica de la
«obediencia de efecto retardado nachträglich» que tan familiar nos resulta
por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte
del sustito paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándose a las
mujeres liberadas. (Freud, 2008, p. 145).
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El padre es más fuerte entonces en tanto símbolo. Su presencia ya no real, sino
simbólica, es la que ahora con más fuerza regula, hace corte, ordena, restringe, prohíbe,
y en la medida en que lo hace también dice que desear, brinda nacimiento a un sujeto
que pueda establecer vínculo social y pertenecer a una cultura con límites y normas. Ya
no es una horda primitiva compuesta por los caníbales del mito freudiano, se trata del
mundo humano, del mundo simbólico, donde existe un inconsciente estructurado como
un lenguaje. “Para el inconsciente, aquel que instaura la ley está ya previamente muerto:
su herencia es transmitida por un Nombre separado de la voz que lo enuncia. No es
preciso matarlo: el significante ya se ha encargado de ello” (Maleval, 2002, p. 78). En
cuanto se refiere a la castración, quienes tienen el papel protagónico no son mamá y
papá, roles que pueden ser o no ser ejercidos, lo que es fundamental es la operación del
significante: deseo de la madre y Nombre-del-Padre.
Si la ley es la del Padre, y el deseo solo puede ser en tanto articulado a esta ley, aquella
culpa vivida por su asesinato también lo atrapa. Por inconmensurable, el deseo es
peligroso a ojos de aquella instancia reguladora que hace de juez en el sujeto: el
Superyó. Homóloga a la culpa, la deuda también ve la luz como deuda simbólica
impagable, y alrededor de la cual no faltan ejemplos de las acciones para intentar
colmarla. Culpa, deuda y deseo, todas articuladas por esta ley Paterna. En relación a la
clínica muy puntualmente y al deseo que la sostiene:
Culpables y responsables de desear, por a estar habitados del deseo que se mueve
(metonímicamente) siempre hacia un objeto que resulta no ser el que realmente se
buscaba. Si cedemos el deseo, aun cuando este se vea envuelto en humo negro, se ha
cedido la mayor intimidad en razón de cumplir el deseo de alguien más y de responder
disciplinadamente a sus demandas. No hay sacrificio que calme el hambre del Otro,
pero desde el cuestionamiento a su deseo retorna la pregunta que lacera al sujeto: ¿qué
desea usted? Tal como se la formula en el análisis, desde la boca del analista, para ser
sostenida en el analizante. Sostenida y trabajada, no completamente respondida.
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En relación al mito freudiano que sostiene al padre muerto como padre simbólico y su
ley, que es la prohibición del incesto y la del asesinato, Jacques resulta un personaje
paradigmático en el lugar de hijo. Camus tras recibir el Nobel empieza una búsqueda de
su padre que va narrando a lo largo de la novela de El primer hombre, de hecho, la
primera parte es titulada de esta manera: Búsqueda del padre. ¿Al padre hay que
buscarlo? Quizá sea más acertado decir que al Padre hay que invocarlo, tiene que ser
llamado.
Huérfano de guerra, el padre en la realidad de Jacques está muerto. Aquel encuentro con
su lápida, la fría roca ante sus ojos que en apariencia no le dice nada, lo flecha de tal
manera que su padre cobra más fuerza. Alusión al padre de la horda primitiva: se vuelve
más fuerte al no pertenecer ya al mundo de los vivos en carne y hueso. Su presencia es
de otro orden, uno que es el del símbolo.
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piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente
asesinado, algo había que escapaba al orden natural, y a decir verdad, ni siquiera
tal orden existía, sino solo locura y caos en el momento en que el hijo era más
viejo que el padre. La sucesión misma del tiempo estallaba alrededor de él,
inmóvil, entre esas tumbas que ya no veía, y los años no se ordenaban en ese
gran río que fluye hacia su fin. Los años no eran más que estrepito, resaca y
agitación, y Jaques Cormery se debatía ahora presa de angustia y piedad. Miraba
las otras lápidas del entorno y reconocía por las fechas que ese suelo estaba
sembrado de niños que habían sido los padres de hombres encanecidos que
creían estar vivos en ese momento. Porque él mismo creía estar vivo, se había
hecho él solo, conocía sus fuerzas, sus energías, hacía frente a la vida y era
dueño de sí. (Camus, 2009, pp. 31-32).
Volvía a ver su vida loca, valerosa, cobarde, obstinada y siempre orientada hacia
ese objetivo del que ignoraba todo, y en verdad había transcurrido enteramente
sin que él tratara de imaginar lo que podía haber sido un hombre que justamente
le había dado esa vida para ir a morir un poco después a una tierra desconocida,
al otro lado de los mares. A los veintinueve años, ¿acaso él mismo no había sido
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frágil, doliente, tenso, voluntarioso, sensual, soñador, cínico y valiente? Sí, todo
eso y muchas cosas más, alguien vivo, un hombre al fin, pero sin pensar nunca
en el ser que allí descansaba como en alguien viviente, sino como en un
desconocido que había pasado antes por la tierra donde él naciera, y que, según
su madre, se le parecía y había muerto en el campo de honor. Sin embargo,
ahora pensaba que ese secreto, lo que ávidamente había tratado de conocer a
través de los libros y de los seres, tenía que ver con ese muerto, ese padre más
joven, como todo lo que éste había sido y con un destino, y que él mismo había
buscado muy lejos lo que estaba a su lado en el tiempo y en la sangre. (Camus,
2009, pp. 32-33).
Lo que escribe Camus como discurso de Jacques se entrama con un tercer registro del
padre: el imaginario. Tal como en la novela se lo plasma y habla de él, ya hay una
referencia a este orden, y sobre todo en la medida que intenta describirlo: frágil,
doliente, tenso, etc. “En cuanto al padre imaginario, ya sea que aparezca como terrible o
bondadoso. Lo que se le atribuye es la castración, o mejor dicho, la privación de la
madre, el hecho de que no posea el falo simbólico” (Chemama; Vandermersch, 2010, p.
492). La manera en que Camus crea a su padre Lucien en Henri Cormery, así como se
lo imagina, e idealiza en ocasiones, le atribuye todo rasgo que el mismo cree poseer. Tal
como sucede en el tercer tiempo del Edipo en tanto el niño se identifica con su padre
como portador del falo. Él, que si lo tiene.
Jacques dice buscar un secreto, dice orientarse hacia un objetivo del que ignoraba todo.
¿Un saber no sabido? ¿Un saber a medias? Otras palabras que también pueden
acompañar al enigmático deseo en su definición y características. Jacques parece darse
cuenta de la aventura emprendida por algo de sí, un Nombre que lo represente, una
quimera sin contornos que se le presenta en boca de su madre de manera sinuosa para
perfilar algún parecido. La búsqueda de un padre en la realidad del cual estuvo privado,
es la pretensión de darle, en su memoria, y sosteniéndose por aquello que otros le
dijeron, un cuerpo, una mirada, una voz y un discurso. Todo esto va alimentando a los
seres que inventa y a los propios avatares que estarían destinados a enfrentar.
A decir verdad, no había tenido ayuda. Una familia en la que se hablaba poco,
donde no se leía ni escribía, una madre desdichada y distraída, ¿quién le hubiera
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informado sobre ese padre joven y digno de lástima? Sólo su madre lo había
conocido, y lo había olvidado. Estaba seguro. Y había muerto ignorado en esa
tierra por la que había pasado fugazmente, como un desconocido. Era él, sin
duda, quien debía informarse, preguntar. Pero a alguien, como él, que nada
posee y que quiere el mundo entero, no le basta toda su energía para construirse
y conquistar o entender el mundo. Al fin y al cabo no era demasiado tarde, aún
podía buscar, saber quién había sido ese hombre que le parecía ahora más
cercano que ningún otro ser en el mundo. Podía… (Camus, 2009, p. 33).
Nada posee y quiere el mundo entero, Jacques comprende de alguna manera que no
puede tenerlo todo, que no puede saber y entenderlo todo y que eso no es motivo para
acomplejarse y desistir. No. Hay un giro en esa comprensión, en ubicarse en un nuevo
lugar que ya no es solo el de la reflexión y la abstracción, sino la del acto. La presencia
del actuar marca esa posición del sujeto en relación a la castración, en relación a la falta
y el intentar llenarla. Podía…intentarlo sí, ¿conseguirlo? no, no encontrará lo que busca,
porque lo que piensa que busca se le escurrirá, no obstante, hallará algo más. Camus se
topará con Sísifo, con La peste, con La caída, con El extranjero, con El primer hombre,
y Jacques, se encontrará con su niñez y todos los aromas de Argelia, se reencontrará con
su abuela y sus profesores, con la pobreza y el amor, podrá darle un nuevo sentido, una
resignifiación a todo aquello y una silueta con su firma a su padre.
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2.4.2. Étienne.
Tío de Jacques, también tío de Camus, es un hombre robusto y cariñoso con sus
sobrinos. Es el único hombre en la familia de los Camus-Sintès que compartía la vida
cotidiana, la vivienda, la responsabilidad económica y el cuidado de los hijos de su
hermana Catherine. Sordo, quizá más que su hermana, aprendió a leer en la escuela a la
que vagamente atendía y haciendo uso del limitado repertorio de palabras a su
disposición, que acompañaba de mímicas y gestos toscos, así como de onomatopeyas,
se expresaba bruscamente para hacerse entender.
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Poniendo a consideración la frase que dice Étienne, se despejan aun otras relaciones y
sentidos. Su tío, con su tono y manera particular de dirigirse a Jacques, le dice que
«tiene una cabeza dura…como su padre» y que «su padre, cabeza dura. Hacía siempre
lo que quería». Un primer sentido articula nuevamente, metafóricamente, la inteligencia.
Ser inteligente y destacarse por ello en la escuela o en el trabajo, así como Jacques en la
clase de francés o así como Henri, quien aprendió a leer y escribir a los 20 años
instruido por un jefe, y que sabía lo suficiente de vinos como para poder trabajar. “Tenía
buena cabeza. lo miraba. Como tú” (Camus, 2009, p. 63), le dice Catherine a su
hijo.
Un segundo sentido para el tener la cabeza dura, es el ser un cabeza dura; ambas
parecen tener un estatuto de significante elemental en Jacques, es decir, un lugar
primordial como significante que viniendo del Otro lo determina de manera particular
en su estructuración y que puede ser apreciado, escuchado, en el discurso. “¿Cuantos
significantes caben en el Otro? Esta pregunta hipotética es realizada siempre desde la
perspectiva del sujeto” (Eidelsztein, 1995, p. 143). El listado de esos significantes es
posible hacer, y en el caso de esta obra, se puede identificar a toda esta frase en un lugar
privilegiado para Jacques.
El segundo sentido resalta la comparación del cabeza dura de su padre que hacía lo que
quería. Un “cabeza dura” es escuchado igual, pero entendido en esa relación que remite
a una persona terca, testaruda, obstinada, aquel que escucha (o no) el consejo de otro y
continua bajo su propio juicio, aquel que termina haciendo lo que quiere. Aquí se
vuelve a enfatizar otros significantes que Camus suele resaltar, como por ejemplo ser
obstinado y testarudo, negar sin renunciar, germen quizá de El hombre rebelde, como
escrito y como postura.
Étienne realiza con Jacques actividades que con ninguna otra persona hace. Con su
madre le asalta un sentimiento de amor impotente y una ternura que en ocasiones
desemboca en una misericordia desesperada, y con la abuela se siente bajo su pisada.
Mientras que es con su tío con quien “Jacques aprendió esos domingos que la compañía
de los hombres era buena y que podía ser un alimento para el corazón” (Camus, 2009, p.
97). Domingos de caza junto al perro de su tío: Brillant, y algunos amigos del trabajo
profundamente encantados con las historias y sentido del humor de Étienne.
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Jacques conoce lo que en Argel es el mundo de los hombres junto a su tío; un mundo
diferente al de las mujeres de su hogar, lejos de ellas, entendiéndose con otras palabras,
con una diferente manera de relacionarse. Lo separa, como operación simbólica del
Nombre-del-Padre, y lo inserta en un orden distinto donde aprende a acomodarse.
Aquella presencia física con una destreza casi animal para la captura de infortunadas
liebres y predices, le enseña también un mundo más cercano al cuerpo y a sus
sensaciones. Étienne, que dividía el mundo en bueno y malo, en placentero y
displacentero, percibía su realidad en códigos simples: desde la limitada comprensión
que le daban los encabezados de los diarios, hasta aquel súper-desarrollado sentido del
olfato que permitía a los aromas sutiles transformarse en exquisitas fragancias, y a los
incómodos olores exagerar hasta la repugnancia.
Días de caza y tardes de crepúsculos cobrizos junto al mar donde Jacques aparentaba
más coraje del que tenía para seguir en hombros de su tío mientras este nadaba. Si hay
una ubicación familiar de un padre en la realidad en la vida de Jacques ese lugar le
corresponde a Étienne, cuya fuerza bruta solo podía ser superada por el amor que sentía
hacía Jacques, por ejemplo cuando le preguntaba en sus regresos a casa: “«¿Estás
contento?». Jacques no contestaba. Ernest reía y silababa a su perro. Pero unos pasos
después, el niño deslizaba su mano pequeña en la mano dura y callosa de su tío, que la
apretaba fuerte, y volvían así, en silencio” (Camus, 2009, p. 102).
Cuán importante es la figura de este hombre para Jacques se revela también en las
relaciones con los otros miembros de la familia. Por un lado, con madame Sintès,
Étienne no se escapa de sus órdenes y normas, sin embargo, no da su brazo a torcer
cuando existe alguna riña. En aquellos domingos que su tío se vestía formalmente de
acuerdo al día:
Ernest se le apareció como era, es decir, muy guapo. Y comprendió entonces que
la abuela amaba físicamente a su hijo, estaba enamorada, como todo el mundo,
de la gracia y la fuerza de Ernest, y que su debilidad excepcional por él era
después de todo muy común, nos ablanda más o menos a todos, por lo demás
deliciosamente y, contribuye a hacer el mundo soportable: es la debilidad ante la
belleza. (Camus, 2009, pp. 104-105).
59
La relación de la abuela y su hijo, abren una dimensión nueva para Jacques. Madame
Sintès queda marcada como sujeto deseante, como sujeto a deseo. El implacable coloso
que es su abuela de repente colapsa al mundo mortal donde la falta reina. Jacques
atribuye tal estremecimiento a Étienne, no aislándolo a su discapacidad, sino a su
presencia estética en el mundo, a un atractivo que despertaba el interés del resto, una
suerte de debilidad generada por aquella seducción. Debilidad ante la belleza. Siendo
escritor Camus traza paisajes y realidades apuntando hacia una estética que produzca, al
unir palabras precisas en un determinado orden, el despertar de la sensibilidad en el
lector.
Nunca sabría por ellos quien había sido su padre y, sin embargo, por su sola
presencia, hacían brotar nuevamente los frescos manantiales de una infancia
miserable y feliz, no estaba seguro de que esos recuerdos tan ricos que surgían a
borbotones en él, fueran realmente fieles al niño que había sido. Mucho más
seguro, por el contario, era que debía atenerse a dos o tres imágenes
privilegiadas que lo ligaban a ellos, que lo fundían con ellos, que suprimían lo
que había tratado de ser durante tantos años reduciendo por fin al ser anónimo y
ciego que había sobrevivido a sí mismo en todo ese tiempo de su familia y que
constituía su verdadera nobleza. (Camus, 2009, p. 118).
Jacques reconoce aquello que estas dos presencias físicas representan para él. Al
mencionar aquello que los une, pese a que no puedan hablarle de su padre en vida, está
nombrando al Padre, su acción como significante, aquello que suprime el anonimato, lo
que ahuyenta a las espesas sombras enceguecedoras de lo real.
60
2.4.3. Malan.
Saint-Brieuc y Malan (J.G.) está escrito como título del capítulo tres. Aquellas letras
mayúsculas entre paréntesis corresponden a las iniciales del nombre de uno de los
maestros y más cercanos amigos de Camus: Jean Grenier. La idea principal del viaje a
Saint-Brieuc era visitar a Malan. El hecho de que Henri Cormery hubiese estado allí
enterrado solo era una casualidad; Jacques, no obstante, acude a casa de su viejo
maestro a contarle lo sucedido en el cementerio. En el diálogo que inician hay
elementos del discurso de Jacques que dan cuenta de la figura de padre que Malan
(Grenier) representa.
[…] cuando yo era muy joven, muy necio y estaba muy solo (¿recuerda en
Argel?) usted se acercó a mí y sin mostrarlo me abrió las puertas de todo lo que
yo amo en este mundo.
¡Oh! Usted tiene grandes condiciones.
Seguramente. Pero incluso los más dotados necesitan un iniciador. La persona
que la vida pone un día en su camino, ésa ha de ser por ser siempre amada y
respetada, aunque no sea responsable. ¡En eso creo! (Camus, 2009, p. 37).
El lugar de iniciador del mundo de la filosofía y las letras. Malan hace de intermediario
en el pase de la niñez a la juventud de Jacques, dejando la escuela y continuando al
liceo, Malan está donde se le abren las puertas de todo lo que él ama: la literatura, la
filosofía, el teatro y el periodismo eventualmente. Cada una de sus pasiones se vuelve el
molde para plasmar sus ideas respecto del mundo, la libertad y la justicia.
61
La presencia de Malan, la pasión que Grenier pudo infundir en su pobre estudiante
sobre el mundo de las ideas y las palabras convergen de tal manera en Jacques que
siente esa misma fuerza y atracción ya hechas suyas. Todo lo que es de Jacques vino
inmantado de su profesor del Liceo: él que hablaba de los filósofos, él que podía
escribir y producir sus propias ideas, lega a su estudiante esa misma voluntad. El
Nombre-del-Padre es “el lugar del sucesor” (Nasio, 1982, p. 304), el lugar que permite
que las generaciones le sucedan. Jacques pupilo de Malan, Camus pupilo de Grenier,
ilustran la manera en que se adopta el lugar del sucesor. Es el convertirse en hombre
para Camus (Jacques), ser escritor y pensador de su tiempo, pues a manera de
testamento simbólico este profesor le concedió “todo lo que es suyo”.
En una pequeña nota al pie, hay un párrafo que no está incluido en la novela cómo parte
oficial y que tiene una gran importancia tratándose de figuras reales que han hecho de
padres para Jacques, el texto reza lo siguiente:
62
2.4.4. Bernard.
Uno de los consuelos de Jacques, aparte del mar y los barrios de Argel, era la escuela.
Allí el profesor de primaria, el señor Bernard, impartía todas las clases con una
dedicación y un entusiasmo contagioso que mantenían a sus jovencísimos alumnos
atentos a las materias. El niño Cormery resaltaba y se apasionaba por ese mundo que le
enseñaba su profesor.
63
todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir” (Camus, 2009,
p. 128). Hambre insaciable, ligada al saber y ligada al deseo. Jacques estaba siendo
atravesado por ese destino cuyo horizonte está atestado de surtidos objetos, todos
hechos para no saciarlo.
El señor Bernard para Jacques, así como Luois Germain para Camus, le inculca el
hábito de la lectura, la lengua, el arte de la novela y el amor por los libros. Es el primero
con quien descubre ese mundo de la letra, de la palabra escrita que abre puertas a
distintos mundos. Siendo inteligente su alumno Cormery, el señor Bernard le toma
estima en seguida, y habiendo sobrevivido este profesor a la guerra adopta a todos los
huérfanos argelinos que asistían a la primaria. “Sí, tengo preferencia por Cormery
como por todos los que entre vosotros perdieron a su padre en la guerra. Yo hice la
guerra con sus padres y estoy vivo. Aquí trato de reemplazar por lo menos a mis
camaradas muertos” (Camus, 2009, p. 133). Y lo hizo lo mejor que pudo, hablando de
los zuavos y sus trajes de colores, hablando de las distintas batallas, y evocando los
nombres que Jacques alguna vez había escuchado en casa; invocando también el
Nombre al que se atan todos ellos.
¿Cómo cambió la vida de Jacques y Albert este hombre que castigaba a sus alumnos,
aplicados o no, con el pirulí? Le permitió la obtención una beca en el liceo donde
conocería sus otros profesores incluido su amigo Malan. A Jacques y a otros tres niños
más les dio clases adicionales para poder ingresar a este liceo, convenció a su abuela de
que le otorgue la oportunidad de estudiar y así un mejor futuro para la familia en
ingresos económicos. Lo felicitó, lo reconoció y le regaló Les Croix de bois novela con
la que Jacques se desconsoló en sollozos cuando llegó su profesor a la página final.
Los principios del respeto, de la igualdad, de la libertad, eso legó Bernard a su alumno.
Si algo de eso se puede apreciar en los días de adulto de Jacques será en sus luchas, en
las que su ideología y la de su maestro se estrechan como hermanas ante el estallido de
la guerra, de esas guerras en las que nadie gana y que Jacques aprendió desde pequeño,
después de una contienda con un compañero: “la guerra no es buena, porque vencer a un
hombre es tan amargo como ser vencido por él” (Camus, 2009, p. 135). La prohibición
se instaura, hay que recodarlo, frente al incesto y al asesinato. Bernard con su presencia
y en su discurso lo transmite a toda una generación nueva, una en la cual había un
estudiante atento que tomará partido en la segunda guerra mundial, no como soldado,
sino como un opositor firme ante esa barbarie que dejaría otro millar de huérfanos y
más marcas en una Europa que todavía no se recuperaba.
65
Capítulo 3: El deseo y el goce
Algunas aproximaciones ya se han dado sobre lo que es el goce, por ejemplo al hablar
de la castración y referirse a los tiempos del Edipo, donde en el primer tiempo al hijo se
le prohíbe gozar de la madre, y a la madre tomar como objeto de goce a su hijo. Y, por
otra parte, en la equivalencia de la Cosa freudiana (das Ding) con la madre, que
igualmente viene a ser el blanco de una prohibición, de una restricción, de aquella
represión que es primordial (die Urverdrängung). Para definir el goce, concepto
complejo, habrá que ir distinguiendo sus modalidades. Sólo a partir de ciertas
distinciones se podrá lograr una aprehensión más o menos satisfactoria, sin olvidar que
cada una de las descripciones de “goces” arriba necesariamente a el goce, en singular,
pues finalmente es uno solo.
“La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado, que pueda ser
alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo” (Lacan, 2003, p. 807). Desde esta
cita es posible entonces figurar que hay un goce inicial del que uno se exilia, al que se le
pone límite, un goce de la Cosa o del ser (Braunstein), y que hay un goce que llama para
ser alcanzado, un goce que clama ser “posible” una vez que se ha ingresado en el
terreno de la Ley, pero que anda a la fuga como un forajido, un goce out-law
(literalmente: fuera de la ley). El goce es lo que se rechaza, lo que se sacrifica, es a lo
que se renuncia para pasar al terreno del deseo, donde se lo anhela y se lo aspira
encontrar “nuevamente”. En efecto, el volver a encontrarlo es algo idílico, el hecho de
decir que se desea su reencuentro ya está plagado de las quimeras y fantasías del
neurótico.
66
Partiendo desde Freud, desde aquel texto que Lacan retoma, existen observaciones ya
planteadas y elementos de la clínica que cuestionaban al padre del psicoanálisis y a su
teorización sobre el principio de placer. Los sueños traumáticos, la compulsión a la
repetición en los pacientes neuróticos, la repetición de los niños en el juego, algo más
allá del principio del placer insiste en la vida del sujeto que evita los caminos de la
razón y de la intelección para siempre hallar el modo de arribar a los mismos patrones,
aun si estos le procuran tensiones, frustración o disgustos. Estas son las formulaciones
en Más allá del principio del placer (1920), texto en el cual el padre del psicoanálisis
escribe:
La gran carnicería de los años 1914 a 1918, que en los combates y en belicosos
editoriales sacó a la luz la verdad completa sobre el salvajismo humano, también
había forzado a Freud a asignar a la agresión dimensiones realzadas. En una
conferencia pronunciada en la Universidad de Viena en el semestre de invierno
de 1915, le pidió a sus oyentes que pensaran en la brutalidad, la crueldad y la
maldad repartidas entonces por todo el mundo civilizado, y que admitieran que
el mal no podía excluirse de la naturaleza humana esencial. (Gay, 1996, pp. 443-
444).
67
No solo en la sociedad psicoanalítica la idea de esta destructividad intrínseca al sujeto
tardó en ser recibida, el mundo entero no estaba listo para aceptar lo evidente: que las
guerras se seguían declarando y el número de muertos no paraban de crecer. El
psicoanálisis, Freud y su teoría, no deja de encontrar trabas hasta hoy frente a sus ideas.
Desde la teoría de la sexualidad infantil, pasando por la pulsión tanática y llegando al
goce, hay una fuerte inclinación a rechazar, a ignorar lo que el psicoanálisis y su clínica
no dejan de mostrar. En todo caso, desde sus cimientos la investigación psicoanalítica
ha trabajado desde el resto, desde lo marginado y lo que debe rechazarse; ha llevado sus
reflexiones sobre lo que no se dice y sobre el exceso. Esta última alusión pondrá el
camino hacia el goce.
Se entiende por goce, por este goce inicial, a la satisfacción plena sin agujero, lo que
estaba antes de toda falta y que después de todo ocupa un lugar mítico para el ser
hablante (parlêtre). La condición fundamental para que todo mecanismo de defensa
actúe y para que el deseo surja es que la represión fundamental, primordial, original
opere sobre el goce. Esa es la moneda con la que se paga el acceso a la cultura, este es el
precio de desear. Gozar de la Cosa se muestra como lo paradisiaco, lo perenne e
inmutable, certeza total; y no así el deseo, la otra dirección donde lo absoluto es solo
una ficción y la meta siempre se escapa, reino de la duda y de la insatisfacción. Goce y
deseo, no se oponen de manera radical, sino que se enlazan en una relación de
influencia bidireccional. El goce aporta al deseo esa característica de indestructibilidad
pues “el deseo está en cierto modo determinado como búsqueda de goce, aunque
también tienda a evitar que se alcance el mismo objeto que persigue” (Chemama, 2008,
p. 61).
68
tensión resurge una y otra vez, sin el propósito de mitigarla o aliviarla, no obstante
existen, paradójicamente, estos efectos.
El lenguaje es la estructura, su materia es la misma que la del goce, allí donde el niño
dice Fort-Da hay una ligazón con el lenguaje. Sobre este juego dice Freud, “se
entramaba con el gran logro cultural del niño: su renuncia pulsional (renuncia a la
satisfacción pulsional) de admitir sin protestas la partida de la madre” (Freud, 2010e, p.
15). Logro cultural, ingreso a este orden simbólico, de la representación y de la Ley.
69
crucial de haber tenido que renunciar al goce de la madre y aceptar la
insatisfacción del deseo. Decir que el falo es el significante del deseo equivale a
decir que todo deseo es sexual, y que todo deseo es finalmente insatisfecho.
(Nasio, 1996, p. 49).
Se muestra nuevamente el falo, vital como significante del deseo, y como aquel que
regula el goce. El goce es lo que está más allá del principio del placer, es aquello que el
placer mismo aleja. El placer está limitado, cortado, está en el terreno de la mesura,
mientras que el goce se encuentra en el terreno del exceso, de lo inefable, en la zona de
aquello que no se elabora, recuerda o habla, sino que se repite.
70
inefables” (Braunstein, 2006, p. 90). El goce fálico es post-castración, y no así el goce
del ser que se ubicaría en una pre-castración.
Es en la frontera con lo real donde es posible hablar del goce fálico, pues “el goce fálico
se inscribe en la articulación de lo real, de lo que resta de la Cosa una vez que se ha
desplazado al deseo, y lo simbólico, lo que puede componerse por medio del
apalabramiento del goce ordenado por el significante” (Braunstein, 2006, p. 107). Ya no
es un goce real, no está plenamente en ese registro, sino que ha sido cortado e
introducido en una lógica diferente, un plano accesible, en ese registro que supone el
acercamiento a lo Real sin lograr cubrirlo, sino bordeando su límite. “A lo que hay que
atenerse, es a que el goce está prohibido a quien habla como tal, o también que no puede
decirse sino entre líneas para quienquiera que sea sujeto de la Ley, puesto que la ley se
funda en esa prohibición misma” (Lacan, 2003, p. 801). Existe la posibilidad de decirlo
entre líneas nos comenta Lacan, no de lleno, pero al menos con los recursos que la
palabra brinda en tanto crea sentido.
“El goce fálico es posible a partir de la inclusión del sujeto como súbdito de la Ley en el
registro simbólico, como sujeto de la palabra que está sometido a las leyes del leguaje.
El goce sexual se hace así goce permitido por las vías de lo simbólico” (Braunstein,
2006, p. 34). Se trata de habitar el lenguaje, y por ende encontrar, a causa de que
hablamos, las formaciones del inconsciente, y toda la organización alrededor del Falo.
El goce se prohíbe por el mismo hecho de hablar, y encuentra en ese bla bla bla una
fuerza intensa, un intento de restitución de lo perdido para siempre. “A partir del
momento que aceptamos las leyes del lenguaje que distinguen a las generaciones, estas
impiden gozar a ciertas personas en cuya primera fila esta la madre representante de
la Cosa inaccesible” (Chemama, 2008, p. 97).
71
La renuncia a este goce primero, a más de plantar por ejemplo un sentimiento de
nostalgia, posibilitará el acceso a otros goces. Chemama enfatiza el lado clínico en que
este goce fálico germina en la especial inclinación del sujeto a hablar; la tensión-
satisfacción (el Lust de significación bicéfala en su procedencia original del alemán) al
narrar sus sueños, en el intentar descifrar quien habla en la emergencia del lapsus, en el
esfuerzo por decodificar un texto que se le aparece jeroglíficamente. Es un goce en la
palabra, de la palabra, accesible por esta vía que no deja de estar conectada con el
cuerpo, con aquello que se ubica como objeto privilegiado: la voz, objeto que seduce,
que espanta y que asombra.
Del vínculo entre el concepto de goce y objeto se tratará luego, basta mencionar por
ahora, que existe ciertamente una categoría más de goce, el plus-de-goce, enlazado con
el objeto pequeño a lacaniano, que remite a un goce residual, un “plus” que no halló
descarga, un resto que queda de la división y que impide la destrucción del Otro.
De vuelta al goce fálico… y de regreso a Argelia con Jacques Cormey y Albert Camus.
Es posible aventurar ciertas conjeturas respecto a la obra misma del escritor en tanto hay
una fuerza en él, casi un privilegio de “saber hacer” con las palabras, una iniciación en
el campo de la escritura que lo lleva a crear metáforas tan agudas, como cercas
prosaicas y muros líricos, que restringen el goce y el terror del real. Esa fascinación
infantil por los libros, por las letras, por los mundos insólitos escondidos entre las
páginas, es el alimento del niño Jacques y la ambrosia para el futuro escritor.
Jacques siempre había devorado los libros que caían en sus manos y los tragaba
con la misma avidez que ponían en vivir, en jugar o en soñar. Pero la lectura le
permitía escapar a un universo inocente cuya riqueza y pobreza eran igualmente
interesantes por ser perfectamente irreales. (Camus, 2009, p. 207).
72
Transitando por los olores de las páginas y sus solapas, adentrándose en las historias
gallardas y heroicas de capa y espada, Jacques iba construyendo sin saberlo, sin darse
cuenta, una presa verbal a un mundo que es espantoso sin el Otro y sus significantes,
una realidad que lo probaría a él en el futuro y que lo precipitaría a escribir, dando
formas y personajes a sus alegrías, a sus tristezas, a su ideología y sobre todo a sus
miedos. La pobreza está de un lado de esta represa simbólica cuyas aguas son las
asignaciones, la nomenclatura, las palabras salvadoras que pueden hacer de la
naturaleza cruda una “flor de retórica” de la cual el tallo es el falo.
¿Cómo opera el falo en relación al goce? “el falo no significa la naturaleza misma del
goce, pero baliza el trayecto del goce […] es el significante que marca y significa cada
una de las etapas de este trayecto” (Nasio, 1998, p. 40). En tanto baliza, tomando la
metáfora de Nasio, hace de señal del límite, del obstáculo para el goce, marca las líneas
que separan las aguas seguras del mar abierto. Finalmente, “el falo es el umbral más allá
del cual se abre el mundo mítico del goce del Otro” (Nasio, 1998, p.40). Y hacia ese
mundo, más allá del falo, no hay palabra que no se diluya.
[…] el goce fálico, goce ligado a la palabra, efecto de la castración que espera y
se consuma en todo hablente, goce lenguajero, semiótico, fuera del cuerpo, es la
tijera que separa y opone dos goces corporales distinguidos, dejados fuera del
lenguaje, que eran de un lado del corte, el goce del ser, goce perdido por la
castración, mítico y ligado a la Cosa, anterior a la significación fálica, apreciable
en ciertas formas de la psicosis, y del otro lado, el goce del Otro, también
corporal, que no era perdido por la castración sino que emergía más allá de ella,
efecto del pasaje por el lenguaje pero fuera de él, inefable e inexplicable, que es
el goce femenino. (Braunstein, 2006, p. 135).
73
Se tiene como punto central y como referencia al corte: más acá de este se ubica el goce
del ser y, más allá, en el exterior, el goce del Otro. Ambos se hallan en una región
ubicada fuera del lenguaje, pero portan connotaciones diferentes pues su lógica es
distinta. El goce del Otro, por su parte, excede a la función fálica; deja a ese significante
como insuficiente para poder regularlo y seguirle la pista, este goce ha de entrar en
campos misteriosos y místicos, en el dark continent de Freud. Esta es la llave
indispensable para aclarar sobre que Otro se trata cuando se habla del goce del Otro. No
es el tesoro de los significantes, o el Otro del lenguaje, aquí este Otro, se refiere al Otro
sexo: el femenino, “pues el sexo que es Uno es el que está íntegramente regulado por el
significante y por la Ley del falo” (Braunstein, 2006, p. 153). El goce del Otro no está
ya en los campos del Uno ni de su Ley, este se ha escabullido hacia un destino
silencioso.
Es digno de mención el cauce al que llega esta característica del mutismo del goce del
Otro, pues alberga en si prácticas del índole meditativo y experiencias que no
necesariamente conciernen a la palabra; todo lo contrario, se procura que no se la
pronuncie, que el silencio reine y que en lugar de hablar lo que se manifieste sea el
cuerpo. Este último es el privilegiado y sobre el cual uno experimenta el control o el
descontrol. Se trata de callar y sentir. Cuando Lacan hablaba de Dios y el goce de la
mujer, colocaba de este lado, de este Otro lado, también a los místicos y místicas:
Con la tal Hadewijch pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la
estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas
goza. ¿Y con qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es
justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada. (Lacan, 2008, p. 92).
El no saber. Decir que no se sabe de una experiencia que se vive, de la cual no se puede
articular palabra alguna que denote que en realidad sucedió, es el espacio más allá del
falo. Oriente, siempre misterioso e inaudito para los occidentales, es cuna de varias
prácticas y líneas de pensamiento que giran en torno al silencio meditativo y a la
disciplina del cuerpo; prácticas como el yoga y las artes marciales, y “filosofías” como
el zen y el taoísmo. El silencio reina por su elocuencia, permite la reflexión, la pregunta,
el ir y venir de las ideas. Cabe un punto de encuentro con el silencio en psicoanálisis,
donde el analista calla para que el analizante hable, su silencio acompasado por su
74
escucha inducen, sin palabras, la puesta en duda del saber, de aquel que le otorga el
analizante y el propio de este.
En algunos de los tratados más antiguos, fuente de sabiduría y consulta para todo aquel
que siga estas prácticas, o le interese, se podrán leer proposiciones explicitas en relación
al silencio y las palabras:
75
El hecho de referirse al Falo para los dos sexos no reduce en nada el goce del
lenguaje al del macho. En efecto, Lacan observa otro goce, el goce femenino,
suplementario al goce fálico, que llamará el goce del Otro […] Así, para Lacan,
los dos sexos se refieren a una sola libido –en esto, coincide con Freud-, la libido
llamada fálica, pero diferentemente: un hombre es “todo” fálico mientras que
una mujer es “no toda” fálica. (Melman, 2005, p. 227).
76
donde la palabra falla, aparece el goce” (Nasio, 1998, p. 16). Clínica entonces del real y
del goce, de lo que no puede articularse pero que está en el cuerpo, en el desconcierto y
en las repeticiones.
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Es absurdo significa: es imposible, pero también es contradictorio. Si veo un
hombre asaltando con un arma blanca un nido de ametralladoras, juzgaré que su
acto es absurdo. Mas sólo es tal en virtud de la desproporción que existe entre su
intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo captar entre
sus fuerzas reales y la meta que se propone. (Camus, 2012, p. 46).
Aspiración a la nada o retorno a ese estado anterior, meta de una de las fuerzas en
conflicto que Freud describe también en Más allá del principio de placer, la pulsión de
muerte. El suicidio, la muerte, pone fin a todo, incluido el sentimiento de lo absurdo y
su intromisión omnipotente que ha acabado por cubrir todo con su sombra.
¿Qué más real que la muerte? No hay experiencia subjetiva del morir, lo que se puede
saber y decir alrededor de la muerte será a través de lo que acontece a los otros;
observándolos desde un lugar como testigo atado de manos. Pero el suicidio, la
autoinmolación, el homicidio donde víctima y actor son la misma persona, es un (pasaje
al) acto que requiere particular atención.
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El cuerpo en todas estas formas de la sin-dicción es asiento de un goce que
desaloja al sujeto y lo pone fuera del discurso como expresión del vínculo social.
Bajo el efecto de las drogas el cuerpo es objeto @ y no, como en los suicidas,
S(Ⱥ). En ellos el cuerpo en la prenda que se entrega a cambio de la deuda, una
libra de carne que es toda la carne que se libra en las manos y en la voluntad del
Otro […] Arrojando su cuerpo al abismo es como los suicidas responden a la
demanda insaciable de un acreedor usuario […] Al borrar por propia decisión la
vida del cuerpo es al Otro de la Ley al que se tacha. De ahí la fascinación y el
espanto, de ahí la repulsa, la secular condena y la culpa, eterna si se pudiera, que
recae o que se pretende hacer recaer sobre el suicida y su acto. (Braunstein,
2006, p. 285).
Los que leerán la noticia, los cercanos y lejanos al suicida, se encontrarán con esa
insoportable verdad, la de la inconsistencia del Otro, y nuevamente con el absurdo: lo
absurdo de la muerte, de la vida y del sufrimiento. No obstante, esta es solo una de las
consideraciones tomadas por Camus alrededor de lo absurdo. Este sentimiento es
necesario si se pretende vivir una vida un poco más “genuina”. Solo bajo la condición
de aceptar la irracionalidad se abrirán las demás puertas, únicamente bajo el
descubrimiento de esta frontera hecha del alquitrán enceguecedor del sentido, puede
surgir, paradójicamente, una obstinación por la vida, característica fundamental de lo
que es el hombre absurdo, aun cuando no exista todavía una respuesta clara tanto para él
como desde la obra camusiana que tardará en ponerle solución a esta primera
aproximación filosófica.
79
El hombre absurdo es el sujeto que ha aceptado (parcialmente por supuesto) algo
esencial de la condición humana atravesada por el significante, a saber, la castración.
Confrontado con lo imposible, se angustia, desespera, se extravía pero vuelve,
reflexiona y se esfuerza por construir algo nuevo. Haciendo frente al límite no se
amarga, sino que acepta la desilusión y retoma su camino. Lo absurdo aquí se enlaza
entonces con la dimensión del deseo en cuanto los ideales han encontrado su ocaso, y en
cuanto su Ley no dejará de tener al sujeto bajo sus mandatos. No en vano toma Camus a
Sísifo como héroe; él, que ante lo inútil no desanima, él, que ante lo imposible no cede
así como no se cede el deseo. El sujeto estima que toda aspiración y anhelo que lo
habita, tiene una meta que podrá disfrutar. En el caso de llegar a esta cúspide, no hallará
esa plenitud que lo induzca a la felicidad perenne.
¿Por qué el sujeto humano siempre está en busca de algo que jamás lo colma? La
única respuesta posible es decir que para cada uno hay de algún modo una
pérdida originaria, una renuncia primordial a un objeto que a partir de entonces
uno no dejará de buscar. (Chemama, 2008, p. 41).
Se lo busca y se lo evita pues está perdido para siempre. El sujeto no quiere ni puede
satisfacer su deseo, no es tampoco capaz formular la respuesta lógica para el absurdo y
darle solución. Irá errante atrás de un objeto de goce que complemente, repetirá, lo
eludirá, hará que se encarne en un sinfín de semejantes e ideales. El sujeto, campo del
psicoanálisis, es un verdadero campo de batalla donde la guerra siempre está declarada.
3.3.1. La guerra.
El vocabulario que provee la analogía de la guerra al vivir del sujeto está impregnado en
varias páginas de la teoría psicoanalítica. Cuando Freud escribe sobre los mecanismos
de defensa, la represión, la agresividad, la tensión, Tánatos, el conflicto entre pulsiones,
solo basta imaginarse las batallas sin cuartel que se libran en el mundo subjetivo y las
que se pelean en el exterior, frente al Otro o en protección de este y su honor.
Más allá de la sanción moral que recae sobre la guerra, siempre penalizada y sin
embargo ejercida, hay en el sujeto algo que tiende a ella; una partícula destructiva
encontrada por Freud, quien presenció en vida las guerras mundiales y sus fatales
80
consecuencias, y que lo llevó a analizar la cultura como a cualquier otro neurótico (El
malestar en la cultura). “Aun habiendo sociedades, la guerra no es sino asunto de
culturas y de lenguaje; los combatientes se reúnen en torno a emblemas, a significantes
que toman el valor de absolutos y que comandan, dado el caso, la inmolación de la
propia vida” (Braunstein, 2001, p. 33).
Los goces, el del ser y el del Otro, hacen las paces, aunque estas siempre estén
condenadas a la extinción, y será la guerra la que hará de campo fálico donde la lucha
(paradójicamente) cesa entre ellas. Con todo este argumento no se pretende justificar la
guerra, sino brindar una aproximación desde la perspectiva psicoanalítica de lo que
representa la destructividad en el sujeto; que no se trata de “instintos”, de ser salvajes
que se matan unos a otros, ni de animales que sucumben a sus más primitivas pasiones.
No. La pulsión opera, la guerra es lo cotidiano, entre defensas y sublevaciones, en el
desliz de la palabra que sorprende al sujeto y lo deja expuesto, en el apremio a su vez de
81
la legión de defensas que restituirán el control y dominarán la insurrección. Es también
la historia de la humanidad con tanta tinta derramada en torno a las opresiones y
rebeliones, enfrentamientos y sufrimientos “inútiles”, ganadores y perdedores,
conquistados y conquistadores.
Partiendo desde esta reflexión, es pertinente la acotación de una ética frente a la guerra,
y quien sino Camus para emprender con lúcidas palabras tal empresa. Su obra total que
incluye un profundo pensamiento sobre el hombre contemporáneo, el intento de un
periodismo genuino que brinde la verdad, su obstinación por el cambio y su condena a
la guerra y a la pena de muerte, son todas evidencias de su firme compromiso con la
libertad del sujeto y la de las generaciones de su tiempo, donde el mapa de Europa
estaba teñido de sangre y muerte. En las páginas sueltas de El primer hombre, en las
anotaciones y párrafos sin desarrollar, Camus escribió una recomendación importante
para sí mismo. Pretendía revisar la historia del periódico Combat, aquel al que dedicó
años de su vida y muchos de sus más afinados argumentos. Este su Combate, alude a
más de una obra literaria y teatral, sin embargo, se resaltarán, por su importancia y
riqueza, únicamente dos: La peste, y, evidentemente, El primer hombre.
En la biografía de Camus, Oliver Todd (1997) alude a una queja del escritor: dice ser
incapaz de imaginar. Algo puesto en duda para sus lectores y para aquellos que no solo
lo han acompañado por los caminos de la novela, del cuento y del ensayo, sino también
por el del arte dramaturgo. En el tiempo que Camus escribía La peste, obra que agotaba
sus energías y se construía con más lenta arquitectura que proyectos como El extranjero
o El mito de Sísifo, la guerra ya se había disparado y el nazismo avanzaba con duros
pasos.
82
sirve de ilustración a ese goce más allá del principio de placer, más ligado al dolor y a lo
inconmensurable. Así en algún momento en Orán ya no era posible contar el número de
ratas muertas, mensajeras de la peste, roedores saliendo de las sombras a advertir el
terror por venir.
Es lo que dice Camus en su correspondencia con Jean Grenier. Entonces desde la pluma
de su autor, La peste es un relato de guerra, de la segunda guerra mundial, puesta en
metáfora sobre una epidemia que aísla y pone contra la pared a toda una ciudad, y sobre
todo, que la confronta consigo misma. “Doscientos millones de Europeos están
prisioneros de los nazis, doscientos mil oraneses imaginarios prisioneros de la peste”
(Todd, 1997, p. 334). Cautivos los oraneses no saben cuándo acabará la enfermedad y si
sobrevivirán a ella.
A esto se reducen las personas víctimas de la peste, pues todas lo son, no solo los
enfermos sino aquellos tras los muros de su propia ciudad. Se ven separados de sus
seres queridos y luego, moderando los recursos de comunicación, reducidos al uso de
los viejos telegramas. La palabra encuentra su tumba cuando se escribe una y otra vez
las mismas letras, la misma cantidad. “Sigo bien. Cuídate. Cariños.” Es la firma de todo
oranés que intenta dar cuenta de su desgarrador dolor a aquellos que están lejos. La
83
peste, la clausura de la ciudad, el telegrama, mutilan los sentidos que intentan pintar las
tinieblas de lo real.
Los vínculos con el mundo exterior se expandieron a las relaciones entre oraneses. Su
resignación a salir de la ciudad, o su egoísmo, finalmente renunciado, a recibir a sus
parejas y parientes los llevó a una nueva experiencia del sufrimiento, o quizá, a un
sufrimiento totalmente nuevo. El exilio fue el primer suceso general de la peste, entre
sus propias paredes para algunos, y de su patria anhelada para otros como el periodista
Rambert, angustiado e incasable en la búsqueda de una solución a esa estadía forzada
que compartía inopinadamente junto a otros extranjeros.
La peste y sus ratas habían tomado a los habitantes de Orán rehenes. Secuestró su
presente y colocó a cada uno bajo un domo colectivo de las paredes secas y el calor
rabioso de su ciudad. Se refugiaban entonces los ciudadanos lo mejor que podían,
mirando hacia el pasado, abrazando de manera diferente a su pareja o alejándose
rotundamente de sus allegados, dejándose llevar por la imaginación o por el optimismo
y pesimismo que echaban apuestas sobre el tiempo que duraría la enfermedad. Los
oraneses eran por entonces hombres y mujeres, escribe Camus, “Impacientados por el
presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos
que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas” (Camus, 2011, p. 64). Y el
carcelero de aquella prisión no era nada menos que esa imposible peste que nadie había
esperado y que llegó para instalarse forzando ver el rostro de la soledad.
84
casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada
uno de cosas distintos. Uno en efecto hablaba desde el fondo de las largas horas
pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería comunicar estaba
cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro, por el contrario,
imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores baratos, una de esas
melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba siempre
desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio
resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero
lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que estaba en
boga y a hablar de ellos también al modo convencional de la simple relación, de
los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto modo. En ese molde, los
dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas
triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían
obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores. (Camus,
2011, pp. 66-67).
La soledad es el destino de los exiliados de esta novela. Y no solo para ellos, que ponen
rostro al mismo recorrido que emprende el sujeto; el neurótico también se dirige a la
soledad una vez que ha hecho la paga otorgando su tributo en goce. Es una soledad
subjetiva, un abismo imposible de colmar entre sujetos que impide que sean uno, e
incluso que se entiendan por completo. Efecto del significante: separa e intenta unir sin
lograrlo por completo. Solo bajo el aparecimiento de esta lógica de lo imposible
entonces el sujeto, en este caso los ciudadanos de Orán, ven también esa dimensión de
lo insalvable entre uno y otro, en los esfuerzos fracasados de comunicar un dolor
abrasador y esperar que se lo escuche y asimile cada palabra. No es cuestión de mala
voluntad del otro semejante, es simplemente que no puede, también le falta el goce,
también está limitado por lo imposible.
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sermón en la iglesia siempre de manera lúcida, poniendo en sus oraciones todo el
conocimiento de San Agustín del que era capaz Camus.
La peste no distingue edad, sexo, estatus socio económico o color de piel, es, por así
decirlo, imparcial. No discrimina entre las virtudes de uno y los vicios del otro, ni su
benevolencia o crímenes. La peste lleva a la convulsión el cuerpo de sus víctimas y a la
cólera de quienes son sus testigos. La condición ética que ilustra Camus frente a tal
situación espantosa, y ya no solamente absurda, es la de una rebeldía; la de hacer uno
mismo con su sufrimiento y negarse sin renunciar al mundo. El hombre absurdo
tampoco negaba pero era un callejón sin salida, la rebeldía le muestra otras calles: las
del acto.
Ante los estragos de un niño aquejado por la peste, la evolución de la epidemia en cada
rasgo de su rostro, las violentas sacudidas, el grito ahogado que termina por extinguirse,
dejan por un lado a los personajes Rieux, Tarrou, Rambert y Paneloux, y por otro lado,
al lector, sin palabras, empujados a la impotencia y la duda, a la rabia que nace del
sentimiento de lo que uno cree que es justo e injusto. Allí nace algo de esa ética frente a
la guerra, frente a la peste, frente al totalitarismo. “Yo tengo otra idea del amor y estoy
dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados
[…] Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las
plegaria” (Camus, 2011, p. 182), le dice Rieux al padre Paneloux. Camus aún no ha
escrito El hombre rebelde, pero esa palabra y su posterior formalización están en toda
su obra.
De momento, con las preguntas y respuestas que brinda la novela, hay dos personajes
más que caen como consuelo balsámico a la vida de Rieux. Camus-Rieux pone
nombres nuevos a su madre por un lado, y a su esposa, Francine Faure, por otro. La
primera sigue guardando esas semejanzas de Catherine Sintès: su silencio y su ternura
inconfesada. Mientras que la esposa de Rieux, enviada lejos desde el principio de la
novela y antes de los sucesos de la peste, es la imagen del reencuentro y del empezar de
nuevo.
Los personajes se citan nuevamente, aparecerán en futuras novelas también con otras
máscaras y diferentes historias. Así se llega a El primer hombre de nuevo, junto a
86
Jacques y su búsqueda, haciendo crónica de su vida, dando cuenta de su deseo en lo que
escribe, produciendo esa obra que es su alegato. Henry Cormery y su historia de guerra:
la esquirla de obús que abrió su cráneo dejando a una viuda y a dos huérfanos. Solo
pocos relatos rodeados por la neblina del tiempo y el olvido se han dado a Jacques sobre
su padre, y sin embargo, quizá hay una historia cuyo peso y crudeza lo caló en cada uno
de los huesos:
La única herencia palpable que lega este hombre misterioso es la de su encuentro con un
real venenoso, un tipo de virus contraído al momento que ve la ejecución de un hombre.
Criminal o no, el impacto no genera ninguna palabra, solo vómitos y pesadillas. Un
suceso tan ominoso que, sin necesidad para el niño Jacques de haberlo vivido, lo invade,
le prepara una emboscada. Los detalles de la historia los siente como su propia
experiencia, y a falta de contenido, se los imagina. La reacción de este padre al exceso,
a la muerte, al goce, de repente se vuelven suyas y lo perseguirán hasta que sepa qué
87
hacer con ellas, hasta el momento en que sea posible al menos articular alguna palabra y
una posición.
Camus era solicitado por varias personas, en algunos casos gente de cargos importantes,
para que ayudara a un condenado a muerte y que abogara por él dados sus recursos
periodísticos. En más de una vez Camus se negó, pero en diferentes ocasiones aceptaba
incluso sin que se lo pidieran.
El goce, retomando el relato dentro de la novela, aquí muestra también que está hecho
de material lenguajero, traspasa el tiempo, llega a oídos de un niño con palabras que no
lograron cubrir en ese momento un real desnudo, y se planta tirándolo a la náusea, no lo
llega a abandonar, crece junto a él y no deja de tener esa cualidad, esa textura de exceso
que, en suma, lo ubican también como sujeto. La postura de Camus frente a la pena de
muerte así como a los regímenes totalitarios (el nazismo y el gobierno franquista) es
también radical, los critica y ataca. Una semilla de pavor legada se convierte entonces
en una batalla por la libertad, un compromiso inquebrantable por lo justo.
Su padre se fue a una guerra para no volver nunca más y en el cementerio de Saint-
Brieuc, Jacques observa cada roca en el suelo representando a otros huérfanos como él.
La guerra se había llevado a tantos padres, y el darse cuenta Jacques que es mayor ya
que el suyo lo lleva a orillas de la locura, al borde del precipicio de la vacuidad, ese
vacío irrepresentable de la Cosa. La guerra no es en sí mismo lo real, pero hay un real
que habita en la guerra: el real de la muerte.
Ese real habita en todos, la muerte anda a cuestas del sujeto, aun cuando su deseo y su
soporte le prometan la inmortalidad y la infinitud, o hasta una segunda oportunidad
después de la vida. La peste y sus grises recaderos, así como la guerra, traen cabalgando
a la parca, a veces lo toma a uno preocupado por otras consideraciones, sin tiempo de
reacción, como a los oraneses de las primeras semanas de peste. Otra ocasiones el
acecho es constante y el grito es débil, pues la muerte se vuelve entonces algo
demasiado verosímil y cotidiano, similar a las últimas semanas de enfermedad en las
calles de Orán, donde ya los muertos habían incrementado tanto su número que ya no
había ni tiempo para funerales. La omnipresencia de la epidemia había desplazado
incluso a los ritos simbólicos más básicos; varios entierros al unísono, la misma tumba
88
incluso. Esto no rendía ningún homenaje a la memoria del difunto y, ciertamente,
ningún consuelo a los familiares.
La peste, desde Camus, invita a una postura frente a los sucesos atroces que pueden
evitarse. En cada uno hay esa bacteria que incita contagiar al otro de lo mortal, de
destruirlo o despedazarlo, de ser asesinos de “buena voluntad”, justificados y
justificables. Lo esencial, desde la lectura camusiana, es qué hacer con ello.
[…] cada uno lleva la peste en sí mismo, porque nadie, nadie en el mundo está
indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser
arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle
la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad,
la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que
no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el
que tiene el menor posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal
tensión para no distraerse jamás! Si, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero
cansa mas no serlo. (Camus, 2011, p. 210).
Todos somos apestados, la epidemia de la guerra se fuerza por salir y expresarse por el
constante enfrentamiento que traemos y que nos constituye como sujetos. “Siempre hay
guerra dijo Veillard. Pero uno se acostumbra en seguida a la paz. Y termina por
creer que es normal. No, lo normal es la guerra” (Camus, 2009, p. 158). Es lo cotidiano,
es la crónica de cada una de las vidas: querer contagiar al otro para que el
enfrentamiento bélico inicie. Todos somos apestados, desde otro punto de vista, porque
la muerte es el destino compartido de cada uno, morir es inevitable, y finalmente, hace
bien creer uno que va a morir, de lo contrario la vida se dibuja en un mundo plano sin
sentido y plagado de aburrimiento. La guerra-peste a su modo se presenta como una
fortaleza que lleva al exilio; incluso en el mundo que le es familiar se vuelve el sujeto
extranjero, pero ciertamente no es la única metáfora posible para el goce y sus cárceles
desproporcionadas.
89
3.3.2. La pobreza.
De todos los contenidos en la novela El primer hombre, a parte de la relación con la
madre de Jacques, no hay mejor metáfora para referirse al goce que la pobreza en la que
vivió Cormery-Camus. Es una analogía osada y hasta impertinente, pero las
descripciones que hace Camus sobre su vínculo con la pobreza, esa miseria de su
infancia, dan cuenta de una coraza que era necesaria romper, un corte que debía ser
efectuado para poder llegar a ser todo lo que quería, de la misma manera en que un
sujeto puede llegar a ser uno, sólo a condición de renunciar a la Cosa (das Ding).
La pobreza era como la brisa misma de Argel, un viento a veces sofocante al que era
imposible serle indiferente. A cualquier lado que fuese, cualquier relación que
mantuviese el niño Jacques se encontraba ceñida con los grilletes de una pobreza que él
mismo notaba en su plato, en su calzado, en su vestimenta y en sus juegos. La pobreza
lo aprisionaba, lo hacía invisible, lo tenía encerrado sin posibilidad siquiera de seguir
estudiando.
Lo que más amaba Jacques aparte del sol, del mar y los ajenjos, que eran gratuitos e
hicieron de su infancia también un tiempo imposible de comprar o calcular con alguna
moneda, eran los libros: su textura, su olor, la biblioteca rebosante, siempre
escondiendo tesoros que Jacques y su amigo Pierre se precipitaban a leer. Jacques,
alumno brillante e inquieto, hubiese perdido aquello que de tanta pasión lo inundaba de
no ser por la beca y la tutela de su profesor que convenció a la familia Sintès del
provecho que brindaría el educar más a aquel niño. Ya se ha mencionado la gran
importancia de este personaje, Bernard (Louis-Germain) en la vida de Jacques, pero
cabe acentuar una vez más el tremendo impacto que supone el corte en el porvenir de
una familia una vez que es posible dejar atrás las mordazas de la miseria, una vez que es
posible construir un puente levadizo a esa fortaleza. Y, ¿qué le decía este maestro a su
estudiante una vez que entró al liceo?
90
Ya no me necesitas le decía, tendrás otros maestros más sabios. Pero ya
sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude.
Se marchó y Jacques se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después
se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez
que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le
estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa
de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en
sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces
de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no
era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel
cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin
ayuda, convertirse en hombre sin auxilio del único hombre que lo había
ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto. (Camus, 2009, p. 152).
Para Camus los pobres, como uno que fue, estaban marginados de la sociedad. Hacían
su vida lo mejor que podían, pero encerrados, sin voz audible para aquellos más
afortunados que no han experimentado el hambre de los días en los que el trabajo de
toda una familia no bastaba para poner suficiente comida en la boca de cada uno de sus
miembros. Camus aprende de la pobreza, nunca la olvida, la trae en el cuerpo y en la
memoria, aun cuando en edad adulta se lo acusaba de burgués cuando su situación, no
sin un tenaz esfuerzo, cambió y le permitió tener acceso a otro tipo de comodidades.
Posesiones básicas y no opulencias.
La analogía del goce del ser, siguiendo Braunstein (2006), con el de la pobreza, no
pretende exponer que los pobres gocen más, o que no han tenido acceso al mundo
simbólico y que por el contrario, se hallan en un mundo más inclinado al psicótico. Se
pretende dar cuenta de esta otra fortaleza, de este otro encierro, que es la pobreza y
como comparte esa característica con el goce de la Cosa en tanto tampoco sale de sí
misma por sí misma. La analogía es limitada, pero Camus no deja de darle palabras a la
renuncia que implicó abandonar tal mundo.
Bernard establece un corte profundo, es una figura de padre y mantiene su relación con
el Nombre-del-Padre. También Henry Cormery que no puede dejar de estar presente en
esta Odisea en la que él representa a Ítaca. Su ausencia y su presencia, terreno que sitúa
el falo, permite echar un vistazo de nuevo a ese barrio de los pobres donde Jacques
corría sin fatiga, y donde intenta descubrir algo de ese soldado zuavo. No lo logra, no
puede acceder a él, está perdido, pero no así sus consecuencias.
No, nunca conocería a su padre, que seguiría durmiendo allá, el rostro perdido
para siempre en la ceniza. Había un misterio en ese hombre, un misterio que él
siempre había querido penetrar. Pero al fin el único misterio era el de la pobreza,
que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado, que los devuelve al
inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo,
desapareciendo para siempre. (Camus, 2009, p. 167).
Y así fue, ese hombre se había ido para siempre, y su búsqueda no obstante empujó a
Camus a escribir toda esta novela y poner, entre los saltos del tiempo, las pistas que si
se siguen hablan de qué manera él devino sujeto al ser pobre, cómo se transformó luego
en hombre, y como el hombre resultó ser un Premio Nobel de Literatura. Toda esta
travesía guarda en su latido más íntimo el valor que requiere criarse en un tiempo donde
no se conoció a un padre que lo guíe, y un mundo contemporáneo donde el Nombre-del-
Padre pierde también su fuerza.
Continuando con la pobreza. Su vida atada a ella no siempre seria así, esa fue la
promesa del querido profesor Bernard, sin embargo, la abuela no permitiría que Jacques
no trabajase. En efecto, los veranos del liceo eran sacrificados, las tardes al sol, el llevar
de prenda la sal de mar, los atardeceres y las madreselvas de los alrededores, fueron el
precio de estudiar y de trabajar para poder estudiar. Aun a costa de mentir a sus patrones
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Jacques debía llevar el dinero, y así lo hacía. No siempre sería así la vida, tampoco para
Jacques en casa de su abuela, no en ese tiempo en el que ya dejaba de ser un niño.
Quiebre rotundo, corte simbólico empujado por lo que implica entrar en el mundo de los
intercambios, en el campo de la paga y la remuneración por el trabajo. Este Jacques
adolescente, el de ese cuerpo nuevo hinchado de un orgullo malicioso, y sobre todo, el
Jacques seducido por los labios de una joven, invitan al último tema, el de los campos
románticos de la pasión y la llama del amor, ese material ígneo que es tema perenne de
la literatura. El tema del amor, sus idealizaciones y sus ocasos, pieza indispensable en
las regiones del deseo y del goce, pretenderá aclarar algunas consideraciones puestas en
suspenso hasta ahora. Aunque, tratándose del amor, la desilusión siempre supera a la
expectativa: aquí tampoco hay círculos completos, solo suplencias.
93
Capítulo 4: Deseo, amor y goce.
En éste último capítulo se abordará un tema que si bien no es un concepto que conste
como tal en la teoría psicoanalítica, es constantemente abordado desde trabajos cruciales
como la transferencia, el narcicismo y la identificación, desde Freud hasta Lacan. El
enlace con el deseo y el goce se irá paulatinamente revelando hasta intentar esclarecer
algo de determinadas proposiciones lacanianas en relación al sujeto, al amor y a la
sexualidad.
Freud dedica tres escritos específicos a la psicología del amor: Sobre un tipo particular
de elección de objeto en el hombre (1910), Sobre la más generalizada degradación de
la vida amorosa (1912) y El tabú de la virginidad (1918 [1917]). A lo largo de estos
textos, especialmente en el primero, Freud señala y distingue algunas de las distintas
elecciones de objeto amoroso predilectas, mostrando hasta qué punto cada una tiene esa
cualidad de ser “subrogados de la madre” (Freud, 2010b, p. 162). Ciertamente, en el
complejo de Edipo tanto para la niña y el niño el primer objeto de amor es la madre y
Freud nunca dejó de precisar la influencia determinante del amor que fue destinado cada
sujeto, y la relación de este con aquellas figuras de la temprana infancia que despertaron
los más tiernos afectos. A este estado inicial en el niño, blanco de todos los anhelos y
buenos augurios de los padres, se le denomina narcisismo primario, donde el bebé
experimenta una omnipotencia y se percibe como Uno con el Otro.
El primer hogar del amor es pues el narcisismo, sin embargo, en este escarpado
territorio es todavía temprano para tratarse de amor; esta palabra tomará su pleno
sentido una vez que haya pasado por el complejo de castración, y obviamente, por el
falo. En el estadio inicial no es posible todavía hablar de un yo, antes será necesario un
corte que señale al infante que el mundo no se reduce a él, que en definitiva hay otras
personas y otros objetos que atraen a la madre. Entonces, ¿qué le queda al infante si no
salir de ese narcisismo primario y batirse con el mundo? “His Majesty the Baby, como
una vez nos creímos. Debe cumplir los sueños, los irrealizables deseos de su padres”
(Freud, 2010d, p. 88). Lo que esté a su alcance para reconquistar el amor de los padres
y sanar la herida infligida a su narcicismo primario. El niño y niña demandan amor.
94
Habrá que dirigirse al exterior, sobre todo a los lugares privilegiados que captaron la
mirada de la madre, y pasar al narcicismo secundario donde el yo mismo ha sido
tomado como un objeto por la libido y al que se lo ha ido invistiendo con los rasgos
tomados de previos objetos. “Nos vemos llevados a concebir el narcisismo que nace por
replegamiento de las investiduras de objeto como un narcisismo secundario que se
edifica sobre la base de otro, primario, oscurecido por múltiples influencias” (Freud,
2010d, p. 73). Freud señala la progresiva sustitución del yo ideal por el ideal del yo,
donde el sujeto intenta una reconquista de las perfecciones apuntaladas sobre sí mismo.
“Lo que él proyecta frente a sí como su ideal es el sustito del narcicismo perdido de su
infancia en la que él fue su propio ideal” (Freud, 2010d, p. 91). Solo bajo la edificación
de esta entidad simbólica, ideal del yo, se abre esta “potencia” del sujeto por recobrar la
perfección en el narcicismo primario.
Desde Lacan la función del ideal yo es “regular la estructura imaginaria del yo [moi],
las identificaciones y los conflictos que rigen sus relaciones con sus semejantes”
(Chemama y Vandermersch, 2010, p. 335). Con el retorno a Freud se postulan
acotaciones a la teoría del narcisismo, por ejemplo en relación al estadio del espejo, en
donde se postula que a partir del otro y del orden del lenguaje es posible que se organice
una mediación en la relación con el resto. El yo vendría a ser una instancia psíquica
conformada por una serie de aprehensiones parciales de los objetos a los que se dirigió
la libido, en un primer movimiento, y que luego retornaron hacia el yo tomándolo
también como objeto, en un segundo movimiento. “El yo resulta de una serie de rasgos
del objeto que se inscriben inconscientemente” (Nasio, 1996, p. 71). Queda constituido
el yo bajo la egida del Otro, de la imagen del otro y de los objetos investidos, con el
ideal del yo como regulador.
A lo largo de Introducción del narcicismo, texto escrito en 1914, Freud por primera vez
hace la distinción entre la libido yoica de la libido de objeto. La primera se refiere al
narcicismo, y la segunda al investimento sobre un objeto exterior. El amor, el
enamoramiento, toma capital importancia para poder oponerlas y precisar sus relaciones
y la dinámica que establecen una y otra. “Cuanto más gasta una, tanto más se
empobrece la otra. El estado del enamoramiento se nos aparece como la fase superior
que alcanza la segunda; lo concebimos como una resignación de la personalidad propia
95
en favor de la investidura de objeto” (Freud, 2010, pp. 73-74). Primera apreciación de la
fuerza que implica el sentimiento amoroso en el sujeto.
Pero, ¿por qué amar? ¿Por qué resignar la personalidad propia? El yo es antipático al
amor en la medida que le exige vaciarse considerablemente y le fuerza a ciertas
renuncias narcisistas. “Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero a la final uno tiene
que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de
una frustración no puede amar” (Freud, 2010d, p. 82). De no ser por este fuerte
investimento, el del amor, el sujeto está expuesto a la emboscada de su propio
narcisismo, no obstante, tampoco amar le brindará una salvación total. No hay
enamoramiento que no implique una serie de miedos o que no albergue en sí los
espectros de los celos, de la infidelidad, de la traición o del abandono. Por otra parte,
tampoco hay investidura amorosa que se libre de la cuota de narcicismo que
necesariamente le corresponde. Freud (2010d, p. 87) sistematiza los caminos de la
elección de objeto, se ama:
El objeto de amor, el amado o amada, será elegido de acuerdo a lo que domine más en
el sujeto, si acaso sí mismo o la figura que lo cuidó durante la infancia. El uno no
excluye al otro por completo, pero ocurre que puede llegar a existir una escisión de dos
corrientes, la sensual y la tierna, en el momento de dirigirse hacia el objeto investido
(Freud, 2010b, p. 174). En Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa
(1912) Freud (2010b) continua con el trabajo ya propuesto en Sobre un tipo particular
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de elección de objeto en el hombre (1910), a saber, la degradación necesaria que
realizan ciertos sujetos del objeto amado para poder hacer coincidir las dos corrientes y
“tener una conducta amorosa plenamente normal” (Freud, 2010b, p. 174).
Freud al inicio del texto comenta la frecuencia con la que los que pacientes se remiten a
la consulta clínica por problemas muy particulares de impotencia: mientras con su
pareja, su esposa, novia o prometida, a quien le dirigen su cariño, no ocurre el acto
sexual, es con otras mujeres que el erotismo fluye y llega a concretarse. De esta
escisión, más común de lo que se pensaría, nos brinda Camus un ejemplo encarnado en
el personaje principal de su novela La caída. Jean-Baptiste Clamence el abogado
autoproclamado juez-penitente, es el héroe lúgubre de esta obra publicada en 1956, un
año antes de ganar Camus el Premio Nobel de Literatura. Por las calles de Ámsterdam
en el bar Mexico-City reina esta figura cuya historia retratan, en el ámbito amoroso, una
clara dicotomización de la ternura y la sensualidad.
Al amar es necesario que exista algún tipo de compensación que cubra los gastos del
sujeto al abandonar la burbuja yoica en su salto al amor. “El que ama ha sacrificado, por
97
así decir, un fragmento de su narcisismo y solo puede restituírselo a trueque de ser-
amado” (Freud, 2010d, p. 95). Si todo enamoramiento entonces supone esta renuncia
sin duda alguna se establece la manera en que ninguno de los dos tipos de los que habla
Freud al amar queda aniquilado cuando efectivamente una cae enamorado. En el amor
se juega una contingencia evidente: aquella o aquel a quien se le dedica los más
cariñosos pensamientos y que inflama el pecho del amante puede aceptar o no su amor,
y solo bajo la elección de amarlo puede el enamorado sentir que se compensa su
renuncia. En el ser-amado existe una retribución que incluso podría espantar
momentáneamente a las sombras de la infidelidad o del abandono.
Se le impone una deuda al amado, una que en definitiva no pidió pero que no es motivo
para no demandar que se la pague. “Volvía a brillar” dice Clamence, es decir, que su
estado de ánimo, su modo de relacionarse con el mundo está determinado por este
objeto en la medida que siga brillando y que brille exclusivamente para él. En suma, la
elección de objeto narcisista ocurre en todo caso de enamoramiento, “Así es el hombre,
caballero, tiene dos rostros: no puede amar sin amarse” (Camus, 2007, p. 33). Aunque
hay casos en los que narcicismo, incluso en el amor, se dispara hacia el extremo como
es el caso de Clamence.
No tengo el corazón seco, sino antes bien, lleno de ternura, y además con
lágrimas fáciles. Únicamente ocurre que mis impulsos se tornan siempre hacia
mí, mi ternura me concierne. Al final es falso que yo no haya amado nunca. En
mi vida he experimentado al menos un gran amor, y su objeto siempre he sido
yo. Desde ese punto de vista, después de las inevitables dificultades de la
primera juventud, enseguida supe dónde estaba: la sensualidad, y únicamente la
sensualidad reinaba en mi vida amorosa. (Camus, 2007, p. 52).
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Tomando uno de los casos específicos de elección de objeto narcisistas, el caso c, Freud
dice que: “Entonces se ama […] lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos
que uno no tiene […] Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el
ideal” (Freud, 2010d, p. 97). Se busca algo que complemente, que llene una falta, un
tapón de carne y hueso que venga a restituir algo que el sujeto por sí solo, bajo el ideal
del yo, no ha podido alcanzar. La cura por el amor, dice Freud, aquello que prefiere el
neurótico a la cura analítica y que se pone a jugar también en el ámbito transferencial
con el analista; el sujeto le demanda también su amor. Si es posible concebir entonces
tal apuntalamiento sobre un objeto en virtud de que obture el vacío, también se puede
figurar lo contrario: que el sujeto en su arrogancia pretenda completar al otro amado.
Cuando uno ama es por la debilidad del otro, es porque carece de algo, por lo
que le hace falta. Y uno siempre será lo suficientemente presumido o presumida
como para pensar que podrá dárselo, aportárselo. "Amar es dar lo que no se tiene
a alguien que no lo es", decía Lacan. Dar lo que no se tiene, por ejemplo, el falo,
a alguien que no lo es o, porque no es el falo, querer dárselo para que lo sea.
(Melman, 2004, párr. 10).
Si se toma con Melman la lectura de esta proposición lacaniana, y se postula que amar
es “dar lo que no se tiene a alguien que no lo es” se reencuentra la dimensión fálica, por
tercera vez en lo trabajado hasta este punto. Precisamente por estar en terreno fálico, el
amor concierne al deseo y al goce, es en el campo del goce fálico donde se ama, es por
ser el significante para ambos sexos que el amor también surge en aguas lenguajeras y
que permite que ambos, hombre y mujer, puedan hablar de él y estar la expectativa de
acuerdo a su posición.
La nueva alusión al falo resalta sobre todo la dimensión de la falta. Por un lado, el
sujeto cree que tiene el falo, y en tanto poseedor se ve en las condiciones de otorgarlo a
99
quien en este caso ocupe el lugar de objeto de amor. Una vez que ocupe este lugar el
otro, una vez que se haga falo, el sujeto caerá en la ilusión de que la amada o el amado
le aportará lo que a él también le falta sin tener una plena conciencia de ello.
La amada, en cuanto a una mujer se trata, vendría a ser una mujer-falo: caminando a su
lado el sujeto se engaña y elude aquello que ya hace mucho tiempo ocurrió: la
castración. Si el sujeto enamorado se crea la fantasía de haber recobrado su falo, este
que él era en el Edipo y a lo que finalmente renunció ser, entonces en realidad no está
castrado, no hay corte, ni existe la dimensión de la falta pues el falo, personificado en el
semejante amado, existe en un mundo palpable. Pero, ¿el falo es ubicable realmente? Si
es así, ¿dónde está? Retomando la dimensión del falo en tanto significante, tenemos que
el falo es una presencia hecha de ausencia, es una presencia que alude a una ausencia.
Estar enamorado correspondería darle una existencia en el mundo concreto, sobre el
otro, al falo.
El amor ocupa un lugar privilegiado por ostentar esta ilusión, por brindar al sujeto un
placer tan grande que lo salvaguarda de la dimensión de la castración y de la falta. Este
estado, porque estar enamorado desde el lenguaje supone en efecto sostener un estado,
alude a que no hay que sacrificar nada, que el Edipo está cancelado y que finalmente, es
posible juntarse en una sola piel con este otro que erradica la soledad.
Freud en su obra El malestar en la cultura (1929 [1930]) enlista los métodos para
alcanzar la felicidad, para obtener una dicha que no solo suprima el dolor sino que
también suministre un estado constante de placer. Aquello que encabeza esta lista, lo
que es la vía central para ubicar esta felicidad en la vida, dice Freud, es en efecto el
amor, que el sujeto se enamore y sea amado.
100
Y quizá se le aproxime efectivamente más que cualquier otro método. Me estoy
refiriendo, desde luego, a aquella orientación de la vida en que se sitúa al amor
en el punto central, que espera toda satisfacción del hecho de amar y ser-amado.
Una actitud psíquica de esta índole está al alance de todos nosotros; una de las
formas de manifestación del amor, el amor sexual, nos ha procurado la
experiencia más intensa de sensación placentera avasalladora, dándonos así el
arquetipo para nuestra aspiración a la dicha por el mismo camino siguiendo el
cual una vez la hallamos. (Freud, 2009, pp. 81-82).
Con esta pequeña cita se puede articular ahora aquella dimensión del goce que se
comentó en el anterior capítulo, a saber, aquello que colma y sacia el deseo. El amor, de
acuerdo al sujeto, a sus expectativas y anhelos, es ubicado como el principal vehículo
para alcanzar la plenitud y el sentirse completo. Está totalmente seguro de ello, y por si
fuese poco, la idea se ve reforzada en numerosas imágenes: desde el séptimo arte donde
el tema romántico siempre es traído hacía la gran pantalla como un amor omnipotente
que arrasa con cualquier barrera e impedimento, hasta la literatura donde la idea del
amor toma ese aspecto fantástico de ser la cura para todos los males, incluso la muerte.
101
(Lacan, 2003, p. 800). Así también el amor, su ausencia es impensable en el mundo,
incluso se expande hacia lo social y lo universal, el amor a la humanidad, la filantropía
o el amor a Dios por ejemplo. Aquel que siempre ama, que promete la salvación y un
amor sin fallas e incondicional; siempre y cuando se cumpla la única condición de creer.
Pero no, el amor es mortal e implica a los mortales aunque la tendencia sea divinizarlo e
idealizarlo. Es el síntoma principal del enamorado: de verdad siente que lo está dando
todo, que está dando algo que cree tener (el falo) a alguien que no es, que no existe (en
tanto falo).
4.1. El objeto a.
De lo tomado de la obra freudiana se recalca el aspecto de la pérdida. Freud habla de la
pérdida de la madre en tanto objeto sexual y como a partir de su prohibición ésta funda
la elección de objeto por apuntalamiento (anaclítica, por apoyadura), uno de los dos
tipos de elección amorosa. De igual manera está la pérdida del narcisismo primario, o ya
en la lectura lenguajera, la pérdida de la necesidad y su objeto.
102
El concepto de objeto a es algo que Lacan designaba como su único aporte al
psicoanálisis, su única invención. Para arribar a este concepto se ha dado un breve
recorrido por algunas de las obras de Freud que trabajan la relación sujeto-objeto, y que
dieron las pautas para dar a luz a esta letra minúscula, a, alrededor de la cual gira todo
el grafo del deseo. Una de las definiciones y funciones del objeto a es precisamente ser
la causa del deseo. Si se retoma La significación del falo, el objeto a está en una
dimensión distinta a la del falo; mientras que este es la razón del deseo tal como lo
planteaba Lacan, el objeto a es su causa. Para que esto cobre más sentido es pertinente
ilustrar la manera en que este objeto surge, y para ello hay que retomar el inicio, uno
incluso mítico para el sujeto, el de la necesidad.
Es en lo que se ha insistido para hablar del nacimiento del sujeto: una represión
fundante, la Urverdrängung y su acción que permite que nazca el deseo y el sujeto
abocado a este. “La represión originaria es la forma psicoanalítica de hablar de una
pérdida sin retorno; en este caso es una pura pérdida que se coherentiza con un retoño
de deseo” (Eidelsztein, 1995, p 54). El deseo es un retoño de este proceso de
obliteración de la necesidad. Es una suerte de recuperación de lo que se ha producido
103
como pérdida en el campo de la necesidad por efecto de la demanda, pero situándose
más allá de esta.
Existe una particularidad del objeto a nivel de la especie, algo que podría pasar por ser
la leche materna, pero que en definitiva cobra un carácter mítico de aquello que pueda
brindar la complacencia óptima de la necesidad para todos. Es un objeto particular de
104
satisfacción universal, pero esta misma particularidad de la necesidad no pasa al deseo
de la misma manera. Sí, continúa siendo una particularidad, pero del sujeto, y esto
supone un cambio radical pues establece una diferencia insoslayable entre uno y otro.
Cada resto, el deseo mismo, supone esta recuperación de lo erradicado en la necesidad
pero en el cada uno, en el objeto particular que me distingue del semejante en tanto
sujetos y ya no más en tanto especie.
Esta nueva lectura de la fórmula emitida por Lacan en Subversión del sujeto y dialéctica
del deseo en el inconsciente freudiano esclarece un poco más aquella ausencia de la
palabra determinante, el significante perfecto que remita al objeto particular que causa
el deseo. Este resto que cae, el objeto a, es lo que no puede ser significante en el Otro y
que finalmente lo salva de su aniquilamiento cuando se pone en duda su consistencia
desde el lado del sujeto.
Nueva alusión al objeto a esta vez enlazado con el goce. Siendo el objeto perdido para
siempre y lo que ha de faltar tajantemente, en el espacio abierto del goce fálico se lo
105
quiere restituir, no obstante, en relación al goce, el objeto a cobra su modalidad como
plus-de-goce. Lacan lo homologa con la teoría de la plusvalía en Marx para darle una
presentación nueva y asentando la manera en que finalmente se ha renunciado al goce,
pero que ha quedado su plus, siempre estimulante, alojado en determinados espacios del
cuerpo: en aquello que hace borde (Chemama y Vandermersch, 2010, pp. 516-117).
Por un lado constituye el objeto que falta radicalmente, y que en cuanto tal
puede suscitar nuestro deseo. Pero por otro lado, por oposición a la idea de un
puro agujero, es concebido como un tapón, como ese objeto que el sujeto intenta
instalar allí donde no sabe lo que desea, allí donde el significante falta para decir
lo que es él mismo. (Chemama, 2008, p. 131).
El objeto se engancha al goce, por otra parte, en tanto tapón del vacío. Se ha aludido a
este tema al tratar el goce del Otro, sin embargo, este objeto tiene una característica
diferente pues se cree que se lo ve, que se lo siente, que se lo puede aprehender y que es
viable su coexistencia con el sujeto en el mundo. En persecución del objeto a hay una
fantasía de volverlo tridimensional, situarlo en un mismo orden donde la relación fuese
inmediata.
Entonces, ¿cuál es la lógica del objeto a? Eidelsztein (1995, p. 23) nos dice que “la
noción de objeto a, como noción lógica, requiere de un cierto tipo de lógica que es la
lógica modal. Y eso porque, a nivel de la lógica, el objeto a será lo imposible”. Es lo
inaccesible; allí donde el sujeto se plantea las preguntas fundamentales sobre sí mismo:
¿Quién soy? ¿Qué deseo? ¿Quién es el otro? ¿Qué me quiere el Otro?, esta pequeña
106
letrita viene a situarse como una respuesta a algo insoluble; como no se puede dar una
respuesta certera y que despeje la duda, entonces se coloca a. “Así en lugar de buscar en
vano la naturaleza desconocida de la causa del deseo, la represento con la letra a […]
responde a una necesidad, a una exigencia de la práctica clínica” (Nasio, 1996, p. 117).
Se retomará una de estas preguntas para abrir la relación con la vida amorosa
ulteriormente, antes será necesario seguir formalizando aspectos teóricos del objeto a.
Sin una respuesta fija, pero en lugar de eso sosteniendo el objeto a como imposible, se
mantiene la pregunta aguijoneando y permitiendo, en el trabajo analítico, que el
analizante siga hablando. Ciertamente toda la teorización de lo inconsciente, del sujeto y
de los objetos atañen a una práctica, pero esto no excluye el hecho cotidiano de siempre
estar suspendidos a enigmas titánicos que llevan la vida enfrentar sin dar la respuesta.
Considerando al mismo Camus se tiene una obra de décadas que da cuenta de esa
búsqueda, de ese deseo intentando responder aquello que se le presentaba como las
preguntas indispensable. ¿Cómo actúa un hombre sin Dios? ¿Qué define al hombre
contemporáneo sumergido en las guerras? ¿Qué lo define a él que “no tiene nada y que
quiere el mundo entero”?, cada una de estas preguntas le llegan al lector ilustradas en
personajes, en relaciones y en circunstancias específicas. Y las preguntas siguen.
Ya en los terrenos de este objeto vemos que su caída es desde el Otro, sobre todo del
Otro del lenguaje, y que siendo objeto causa de deseo y sujetado al goce necesariamente
viene a ocupar también un lugar paradigmático en la relación amorosa. Recapitulando
un poco, si el yo se viene a formar desde la captura de la imagen del otro así como en
una serie de rasgos de objetos diferentes, el deseo también surge en el momento en que
cree que otro, un semejante, el hermanito pequeño por ejemplo en el acto de lactar,
parece poseer el objeto por excelencia. “Es así que se constituye el deseo para el sujeto,
107
a partir de la imagen que otro le da de lo que sería poseer el objeto verdadero, el que
Lacan llama el objeto a” (Melman, 2004, párr. 3). El otro desea y parece poseer el
objeto de mayor goce; entonces el sujeto desea lo que el otro desea, o mejor, el deseo es
el deseo del Otro.
Sobre esta fórmula del deseo tenemos, por un lado, que se desea lo que este desea, lo
que se piensa que este desea. Por otra parte, y siguiendo a Rabinovich, lo que se desea
es causar ese deseo, pues el Otro primordial en su relación con el infante lo marcó a él
mismo como un objeto, y no cualquiera, sino eminentemente como aquel que es causa
de deseo, es decir, a. “En consecuencia, solo puedo desear y sostenerme como deseante
a partir de ese lugar que tuve en esa estructura que se llama deseo del Otro. Sólo me
puedo sostener como deseante en el lugar de la causa del deseo del Otro” (Rabinovich,
2009b, p. 28). El Otro por ser también deseante permite que el deseo surja como retoño
en el sujeto. Es como si le diera ya aquella formula que le ordena desear lo que no
puede completar, que lo arroja a sostener su deseo en tanto irrealizable.
La fórmula del fantasma es: $ ◊ a, y se la lee: sujeto tachado, punzón (o losange), objeto
a. El fantasma permite decir al sujeto que desea, es decir, posibilita que el sujeto señale
un objeto y diga “ese es, eso es lo que deseo”, el fantasma opaca al objeto a como causa
del deseo y lo transforma en objeto de deseo. “El a rescata al sujeto del fading, impide
que se desvanezca, le da un anclaje al sujeto cuando éste se desvanece en la remisión de
significantes propia de la cadena significante, detiene así la metonimia de la cadena”
(Rabinovich, 2009b, p. 33). El fantasma actúa sobre las significaciones de la cadena, las
que vienen del Otro, y las transforma en absolutas, haciendo que estas ya no continúen
su movimiento y finalmente, logrando una interrupción y una sustitución de lo que rige
el deseo, a saber, la falta y la metonimia.
108
Se articula así muy bien al deseo, dado que el deseo es, como ya vimos,
condición absoluta que el fantasma sustituye por la significación absoluta.
El fantasma evita así que el sujeto se enfrente a una dimensión de la castración:
el hecho de que toda significación remite a otra significación, vale decir, el
hecho de que no remite ni puede remitir jamás a un objeto. (Eidelsztein, 1995, p.
138).
Así el fantasma no se presenta como el dispositivo para hallar tal o cual objeto, su
función es sostener a este sujeto en fading, desfalleciente; permite que el objeto
adquiera otro valor y se vuelva condición. Al sujeto se lo sostendrá “ya sea como sujeto
deseante o como objeto deseado” (Eidelsztein, 1995, p. 130). La a minúscula en la
fórmula del fantasma puede ser “cualquier” objeto, dado que lo primordial es que el
sujeto se salve al desearlo y que no descubra la dimensión del deseo en tanto la
castración ha operado. Si el fantasma corre el riesgo de realizarse, si el objeto y el sujeto
acortan distancia y el losange parecería trisarse, entonces surge la angustia. Para
salvaguardarse de esta última, la elección de objeto amoroso brinda un paradigmático
ejemplo, en primer lugar, debido a que de todos los objetos, el amoroso debe poseer
cierto valor distintivo y algunos de los rasgos que invoquen el narcisismo del sujeto o
disparen la reminiscencia de las figuras nutricias y protectoras de la infancia.
En segundo lugar, cuando el objeto que causa mi deseo es una persona, es bajo la egida
del fantasma que instalo una relación con este; lo elijo en la medida que el fantasma
mismo puede seguirse sosteniendo, es decir, en la prudente distancia entre cada término.
Hay un valor de inaccesible por un lado, y otro de ser imposible que me colme. Por esta
razón, que viene a ser una razón de estructura, finalmente uno nunca llega a escoger a la
persona que satisface por completo, sino a aquella que puede mantener al deseo mismo
en su campo: el de la insatisfacción. Se escoge al amado “como si el fantasma mismo no
debiera realizarse, es decir, como si siempre uno se defendiera contra la realización de
109
su fantasma” (Melman, 2004, párr. 50). Freud ya hablaba de estos obstáculos al
momento de elegir, y algo intrínseco en esta elección que, por estructura, no permite la
consumación del fantasma.
Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que
haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la
satisfacción plena […] Toda vez que el objeto originario de una moción de deseo
se ha perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie
interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno satisface
plenamente. (Freud, 2010b, p. 182).
Y en hora buena no satisface plenamente, pues por esta razón se dice, en lo que respecta
a la cura analítica, que se trata de atravesar el fantasma; es imposible romperlo, hacerlo
añicos es pretender quitar todo un andamiaje a la estructura, es erradicar el sostén
mismo del deseo. Con la destrucción del sujeto del significante y la dimensión de la
falta, ya no hay necesidad de desear.
Ahora bien, retomando una de las preguntas cuya respuesta está firmada por el objeto a
es posible abrir de lleno el campo del amor. Cuando el enamorado señala, bajo la
función del fantasma, “Es él o, es ella, el amor de mi vida, mi alma gemela” o cualquier
analogía que sirva de quimera para mantener vigente la ilusión de haberse encontrado
con el complemento, pone a jugar el objeto a mediante la pregunta: ¿quién es el otro?
¿Quién es mi amado?
110
Nuestra pareja, el ser de nuestro amor, nos insatisface porque, al mismo tiempo
que excita nuestro deseo no puede –y, en última instancia, ¿tendría lo medios
para hacerlo?- y no quiere satisfacernos plenamente. Siendo humano, ese ser no
puede hacerlo y siendo neurótico no quiere hacerlo. […] Sabe excitarme,
procurarme un goce parcial y, por eso mismo, dejarme insatisfecho. Y de ese
modo garantiza esa insatisfacción que necesito para vivir y que vuelve a centrar
mi deseo. (Nasio, 2007. p. 46).
El otro amado calma en la medida que le da una brújula al deseo, una que también
puede hacer de corcho. La relación amorosa se transforma en un ambiente de límites
impuestos para la pareja, pero también para la estructura del uno y del otro; son
fronteras simbólicas que se limitan recíprocamente y que permite que el amor, en ese
campo del goce fálico, siga un tipo de acompasamiento dejando al goce restringido. No
obstante, esto no significa que la expulsa sea total pues ciertamente hay un goce en el
amor. Un goce que motiva al sujeto una y otra vez a buscarlo a veces sumergido en la
repetición y que incluso le permite prescindir de hacerse cargo de su propio deseo en la
medida que siente que ya lo ha realizado y que alguien más está allí para plantearle el
suyo. Un deseo ajeno.
Por ser más dominante esta dimensión fantasmática, por ser el otro observado a través
de un caleidoscopio de proyecciones inconscientes, este cobra un valor de tan alta
111
estima para el sujeto que realmente no puede calcular la importancia de ese ser viviente
para el funcionamiento de su estructura. Se vuelve en definitiva una prolongación del
propio cuerpo, prohíbe, hace corte, centra el deseo, se vuelve una figura cuyo poder
impide que el sujeto se voltee hacia mismo y reencuentre la falta. No podría hacerlo, el
otro “encarna” al objeto a y se vuelve este un corcho para la dimensión del vacío que
tanto se teme. Por ello pudo Freud hablar de la cura por amor, y ese gran privilegio que
le otorga todo sujeto a este afecto que nunca pasa de moda en los requisitos para ser
feliz y sentirse pleno.
Por esta misma razón Freud en los textos Duelo y melancolía y en El malestar en la
cultura, hacía mención de los avatares, de los inmensos sufrimientos que surgen de la
muerte, de la separación y de la pérdida inminente del otro amado. “Nunca estamos
menos protegidos contra las cuitas que cuando amamos; nunca más desdichados y
desvalidos que cuando hemos perdido al objeto amado o a su amor” (Freud, 2009, p.
82). No es para menos, el otro está no sólo investido con los más tiernos sentimientos
sino que realmente acomoda la existencia del sujeto y le da un mapa al menos parcial de
lo que desea y de lo que es.
Si el otro ocupa estos lugares simbólicos de función significante de ahí la gran pena que
surge, de allí el tambaleo a nivel inconsciente de su pérdida y que revive las renuncias
más elementales. Pero el duelo implica eso, volver a perder, luego volver a ganar, todo
bajo el trabajo de la palabra que va mermando la pena y restituyendo nuevos sentidos.
112
perfecto y libre de fallas. Allí es donde Lacan va a enunciar otra de las proposiciones
más ricas, pero también más escandalosas, de su obra: la relación sexual no existe,
tratada a continuación.
113
Figura 1. Tomada dehttp://urbinacriticalhit.wordpress.com/2012/09/04/191/
Siguiendo a Garay (2002, párr. 31-38), los cuantificadores de las fórmulas y las
fórmulas se leen de la siguiente manera, (los comentarios a cada una de estas lecturas
están fuera de las comillas):
X: Sujeto
: Función (fálica)
Ǝ: Cuantificador Existencial; Alguno(s).
: Cuantificador Universal; Todos.
: niega a los cuantificadores.
En la posición masculina:
«"Para todo sujeto, la función fálica es válida" dicho de otra manera:
todos los hombres están sometidos a la castración.» Todos le dicen si a la castración, le
dicen si al falo, se trata entonces del sujeto en tanto deseo.
«"Existe al menos UNO que niega la función fálica " o existe un hombre
que no está castrado (padre de la horda primitiva).» Al menos uno le dice no a la
castración, aquel que sin estar castrado ostenta el falo.
En la posición femenina:
114
«"Para no todo sujeto, la función fálica es válida" o la mujer está no
toda inscrita en la castración.» La mujer no toda ella le dice sí a lógica del falo. “Ocurre
que, para ella, el complejo de castración no es un nudo necesario” (Chemama, 2008, p.
105).
Las fórmulas de la sexuación entonces permiten entender un poco mejor de qué manera
surge el amor y se lo mantiene a partir de que se toma tal o cual posición, siempre en
relación a un narcisismo abandonado pero que intenta ser restituido por la vía de
elección de objeto amoroso dirigiéndose a los padres de la vida infantil. Volteando el
rostro a estas figuras hay algo que se rescata, e incluso cobra un estatuto diferente en
relación a un hijo, donde todo el cariño que se le brinda es precisamente una
rememoración del amor que fue blanco el sujeto mismo.
Ahora bien, retomando las fórmulas, especialmente la que sitúa la mujer como no-toda,
está algo de la respuesta a la proposición lacaniana “la mujer no existe”. Si se enuncia
115
que la mujer es no-toda fálica entonces hay una parte que dice sí a la castración pero
también hay otra que dice no. Esta división en relación a la castración es lo que impide
que la mujer sea (sólo) una, y que por el contrario esté de un lado Otro, este Otro (sexo)
que ya se ha examinado y que ahora posee una solidez mayor en tanto goce del Otro;
goce que eminentemente femenino y suplementario pues el falo no le basta.
El todo está del lado de los hombres. Todos están sometidos a la castración, lo
que significa también que su goce en su totalidad está contenido en los límites de
esta castración, o también que está totalmente organizado por el lenguaje. Pero si
una mujer realmente tiene acceso a este tipo de goce, al parecer puede lograr
también un goce otro, que no se reduzca a eso. No obstante tengamos el cuidado
de evitar todo universal. Al hablar de La mujer, por ejemplo, se volvería caer en
el todo. Por eso Lacan va a decir que La mujer no existe. (Chemama, 2008, p.
107).
El artículo determinando que designa a la mujer, en rigor, debe tacharse, pues en los que
respecta a ellas se trata de cada una. Por eso LA mujer no existe, las mujeres si existen,
en su diferencia, en el ubicar a una separada de la otra y no bajo el emblema del todo
universal. Hay algo que se escapa de esta lógica universal del hombre, de lo masculino,
el misterio que va más allá del falo y que está representado en el cuadro inferior, debajo
de las fórmulas de la sexuación (Figura 1).
Por un lado tenemos a $a. El sujeto barrado está del lado masculino, pues allí también
se halla el falo y su lógica, es decir, la castración, pero se dirige al lado femenino, hacia
a. Esta relación con la letra minúscula denota que las mujeres son semblantes de a.
Por otra parte tenemos a este La tachado que remite a la proposición de Lacan y del cual
se desprenden dos vectores. El primer trayecto desemboca, por un lado, en el falo (),
es decir, en el sí que valida la castración, y por otro lado, se dirige hacia S(Ⱥ), el
significante de la falta en el Otro. Lo que va más allá del falo es lo que se dirige hacia la
cultura, hacia la ciencia y el vincularse con otras mujeres, pero también es lo que se
dirige hacia un lugar que genera angustia, un miedo que se quiere tapar, un “no querer
ver” que sobre todo nace en el lado masculino.
116
Esta dimensión del no-toda, del más allá del falo, puede proporcionar una lectura
interesante a toda la historia de las religiones, a la mitología y a los cultos que se hacen
alrededor de las mujeres. Se abre un camino que aproxima a esa satanización a veces
extrema de la feminidad, así como un intento feroz de cubrirla y domarla. Lacan, como
se lo trabajo en relación al goce místico, ubicaba la cercanía a Dios y a la verdad del
lado femenino, como si todo enigma necesariamente tuviese que pasar por las mujeres,
por cada una de ellas. Aunque no podrían del todo ser homologados dado que la
dimensión divina sigue estando más hacia lo Uno, y no así la feminidad.
Queda entonces, por este breve recorrido, alguna claridad sobre la inexistencia de la
relación sexual y como por esa disimetría del todo y del no-toda, se puede establecer
una tendencia al juntar pero un imposible suturar. Ahora corresponde ubicar de una
manera más detallada qué le queda al sujeto si este se encuentra desprovisto de relación
sexual. La respuesta es el tema de todo este capítulo: el amor.
Entonces es el amor lo que está en el lugar de aquello que no puede ser. El intento es lo
que suple, la fachada del amor y su movimiento apasionado que brinda las más
perfectas fantasías es precisamente lo que promete y no cesa de prometer, que mantiene
al deseo vivo y restringe al goce parcialmente y en apariencia.
No basta desear al objeto, o sea poner en acto la pulsión, también hay que
amarlo. Apréciese el “también”, que indica cierto modo la esencia adverbial del
117
amor. Pues éste se presenta no tanto como un más allá del deseo sino como un
suplemento de la relación con el objeto, naciendo de la temporalidad deseante
con una “prima de valor agregado”. (Assoun, 2006, p. 15).
Que el amor sea una suplencia indica que hay una destitución del amor utópico, de su
idealización como la vía accesible para todos para encontrar la felicidad de los finales
de los cuentos de hadas. Y aunque esto supone un holocausto que para muchos le
resulte amargo, la desilusión que finalmente revela el psicoanálisis sobre el amor, su
caída desde los más altos templos, recuerda que solo bajo este emblema del amor es
posible que el goce sea condescendido en deseo y que la función opere; que el deseo
siga siendo estimulado y que la vida siga, insatisfecha, “felizmente” insatisfecha.
La ilusión es entonces proponer a un sujeto que goce lo menos posible, pero que
llegue a satisfacerse con un goce que se confunde con la privación. Es una
defensa contra el goce, de ahí el lugar eminente del amor, según la idea que el
neurótico se hace de él. Gozar del deseo es en cierto modo traducir la fórmula de
Lacan “el amor hace condescender el goce al deseo”, es por esto que a veces el
neurótico se llena la boca con el amor, y éste es el motivo por el cual el
psicoanalista se cuida de querer a sus pacientes, es decir que no se orienta por su
contratransferencia, porque no quiere caer en la trampa de que se pueda gozar
del deseo. (Leguil, 1993, p. 30).
El goce queda prohibido, y el amor es el salvaguardo ante este mismo goce, o mejor, el
goce está camuflado y el amor le brinda una habilidad mimética. Deseando-amando el
sujeto sigue existiendo con la ilusión de evadir por siempre la angustia y todo displacer
que le genere la duda, escapa a lo que ponga en tela de juicio al Otro, y huye de la
difícil pregunta por sí mismo en relación a su deseo. El amor se instaura como un
118
intento de superar la paradoja, como una suplencia para poder mitigar la contradicción y
poner al mismo nivel esa disparidad subjetiva en la que el sujeto vive. Es solo un
intento, pero uno sin el cual es impensable la vida del sujeto.
“Más vale que amemos para no caer enfermos” parafraseando a Freud, es una
proposición que no niega para nada la creencia en el amor, sino que la ubica como algo
necesario, algo cotidiano y que no podría dejar de surgir aun frente a los más dolorosos
duelos por pérdida o separación amorosa. El amor resurge, se extingue, se desplaza de
un objeto a otro, encuentra a quien amar y puede decir “no, esa persona no era” y
continuar su búsqueda. He allí un parentesco con el deseo, y claro, el amor permite la
condescendencia en este… secundado con toda suerte de espejismos.
El amor permite vislumbrar algo del síntoma en el análisis, siendo este un tapón de
sentido para la falta, ¿Qué mejor hermano que el amor, el cual pretendería seguir
aportando corchos y corchos para que el vacío no succione? El amor posibilitaría, sobre
todo en su crepúsculo, que el sujeto se percate de la dimensión de la falta que opera en
él, y que si bien es fuente de angustia, también puede cobrar el sentido de motor del
deseo, el deseo mismo: su indestructibilidad, ser el más allá inaprehensible pero no del
todo inefable, que se presenta como la salida al círculo perpetuo que es la demanda.
Con esta última noción teórica estudiada es posible ahora darle voces e incluso rostros a
lo que involucra el amor, a saber, el deseo y el goce, en lados diferentes. Camus en sus
obras, como muchos escritores, no dejó de lado el amor, es más, se ha podido ver hasta
qué punto privilegiaba éste, el amor por su madre. Sin embargo, ahí no se agota su
escritura. Camus tenía planeado como parte de su proyecto para las siguientes obras que
publicaría el tema del amor y de la mesura, teniendo ya esbozaba algunas líneas
alrededor del mito de Némesis (diosa de la mesura) (Todd, 1997, p. 746). Las razones
que impidieron tal empresa fue su inesperada muerte, no obstante, resulta interesante
tomar únicamente la formulación de esta idea en la mente creativa de Camus.
¿Qué tendría que ver el amor con la mesura? Si partimos de la noción de goce como
exceso, e intentamos darle una palabra o un terreno además de la insatisfacción al deseo,
sería posible ubicarlo en una zona de mesura, no en el sentido de medir o de calcular,
pero si en cuanto remite a un límite. Hacer algo con mesura, quiere decir realizarlo
dentro de un tope, la frase brinda incluso la alusión a un espacio con fronteras pues
existe un interior y un exterior. El deseo está en un límite, no es infinito, y todavía más,
ya supone un más allá. Acompañando al deseo en este campo está el amor; dentro de
divisiones que marcan un determinado territorio y, paradójicamente, sintiéndose
infinito, ilimitado, como un sentimiento omnipotente.
En el siguiente y último tema se verá lo que Camus decía sobre el amor y también
algunos diálogos y reflexiones que pueden brindar una lectura alrededor de la
120
condescendencia del goce en deseo a través del amor. El último destino es el país de
origen de Camus, de regreso a Argelia con Jacques y la familia Cormery.
Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido en la isla
pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e
ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una
inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas
frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero
rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo
que no conocía, y asimilándolo, sí , porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de
escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una
certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que
conseguiría todo lo que quería y que nada jamás, de este mundo y sólo de este
mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez
de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún
lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de
misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás. (Camus,
2009, p. 234).
La cita fluye con tal lucidez en el tiempo de la vida de Jacques que puede casi marcar un
punto en el espacio, trazar una línea divisoria, que ubica un antes y un después a su
existencia como aquel niño ávido y perspicaz. Expone ya la presencia de un sujeto que
se ve vinculado al mundo y que establece su propia relación con él desde toda una serie
121
de aspectos determinantes, sean estos su condición económica y social, la cultura sobre
la que fue criado y sobre todo el Otro; los Otros de nombre y apellido, y aquel Otro del
lenguaje que marcan con su huella el deseo. Jacques da una lista de lo que desea: la
alegría, lo que es bueno, el misterio, etc. Cada una de esas palabras, el mundo mismo,
está puesto bajo la escena del fantasma. Lo que Jacques pueda concebir como la bondad
o aquello que resulte misterioso, se sitúa bajo la lupa del sostén del deseo, el mundo
mismo abierto ante sí está detrás de una lente particular. “El mundo, para el sujeto
hablante, para el sujeto del psicoanálisis, no es otra cosa más que aquello que puede
reducirse a la estructura del fantasma” (Ravinobich, 2009b, p. 43).
Si esta letra minúscula causa el deseo, si el deseo mismo guarda relación con el misterio
y anda serpenteando en las palabras para a veces frenar en seco bajo la función del
fantasma, ¿qué puede finalmente decir cada sujeto de eso? El deseo no es del orden de
lo inefable, ese terreno estaría más del lado de lo real, sin embargo, asirlo es tarea
imposible pues posee cierta viscosidad aportada por la metonimia que lo cubre con una
fina membrana que ante cualquier artificio e intento de atraparlo hace que se deslice.
En esto se ha insistido, y por ello es vital resaltar el vínculo de la palabra con el deseo,
es decir, el corazón mismo de la práctica analítica en donde lo que marca toda la
experiencia subjetiva está brindado por el acto de hablar. Si con Lacan decimos que el
inconsciente está estructurado como un lenguaje, y la palabra misma es una formación
del inconsciente, habrán preguntas que deben formularse e ideas que decirse.
122
Decir todo es imposible, pero el mismo hablar va transformando lo inconsciente e
consciente; hay una función de gozne en la palabra que hace que distintas lógicas estén
conectadas. Por ello en el hablar y en el escribir, que es lo que atañe principalmente a
los novelistas, ensayistas, etc. pues viven de esto, hay un efecto que involucra al deseo,
que lo conecta en las palabras que se van pronunciado. Cuando se pregunta: ¿qué
quiere? o ¿qué anhela? Para uno mismo, o formulado desde otro, la respuesta va ligada
al deseo como se lo entiende desde el psicoanálisis, pues en definitiva, lo que se dice
que uno quiere no es lo mismo que decir lo que uno desea, tampoco se podría. En todo
caso, la diferencia es radical aunque no sea una relación de exclusión. Por esta razón, se
puede retomar la pregunta inicial del capítulo primero: ¿qué decir del deseo de Camus?,
el apellido puede ser sustituido por el de Cormery, y dar, por supuesto, una respuesta
(parcial, siempre parcial) desde su propio puño:
Había también la parte oscura del ser, lo que durante todos esos años se había
agitado sordamente en él como esas aguas profundas que debajo de la tierra, en
el fondo de los laberintos rocosos, nunca han visto la luz del sol y, sin embargo,
reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por
el centro enrojecido de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire
negro de esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y
[comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda vida
parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado, que
experimentaba aun ahora, fuego negro enterrado en él como uno de esos fuegos
apagados en la superficie pero que en el interior siguen ardiendo, desplazando
las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de suerte que la superficie fangosa
tiene los movimientos que la turba de los pantanos, y de esas ondulaciones
espesas e insensibles seguían naciendo en él, día tras día, lo más violentos y
terribles de sus deseos así, como sus angustias desérticas, sus nostalgias más
fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser
nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años estaba de acuerdo
con aquel inmenso país que lo rodeaba. (Camus, 2009, pp. 235-236).
Esta cita, aunque extensa (valdría antes saber en relación a qué se la está comparando,
pues si del deseo se trata, tan solo es un ápice, sigue siendo tan solo un intento, y
ciertamente uno corto para abordarlo), brinda una apreciación de lo misterioso que tiene
123
la vida misma de Jacques-Albert para sí mismo. Entonces el mundo, desde la
perspectiva de cada sujeto, desde la perspectiva de Cormery hijo, no es lo único que se
escapa a la cognición, a la inteligencia o a las palabras. También hay una “parte oscura
del ser” que no puede presenciar del todo la luz del sol pero que, subterránea, anima
todo movimiento, toda acción, toda resurrección.
El deseo se manifiesta como algo oscuro para el sujeto que se le escapará por siempre y
que, sin embargo, constituye su más profunda intimidad; una suerte de familiaridad
velada que determina cada elección, cada acto realizado o cedido a la inhibición. Si
Jaques escribe sobre una fuerza recubierta de oscuridad, un fuego negro cuya llama arde
en el corazón de las brasas, esta metáfora resulta espléndida para ubicar el deseo como
concepto. Por otra parte, el recurso que utiliza Camus, la letra, el escribir casi
poéticamente alrededor de algo tan inaprehensible, muestra la importancia del orden
simbólico, de su anudamiento con los otros registros, para dar una aproximación al
deseo; solo una aproximación, pues el deseo no puede entrar de lleno a este registro
aunque sea su origen. “Es que el deseo, en tanto deseo, si bien es un efecto de lo
simbólico no puede ser reabsorbido en lo simbólico” (Eidelsztein, 1995, p. 62). Es vital
recordar que el deseo (d) nace del efecto de la demanda (D) sobre la necesidad;
entonces hay una acción de lo simbólico (ejemplificado por la letra mayúscula) que deja
un retoño que ya no puede volver a ser recuperado. Por este motivo se escapa, está más
allá de la demanda.
Retomando la cita. Hay un movimiento sin cese dice Camus, que (se) va desplazando, y
que está en relación con la angustia y con un sentimiento nostálgico. ¿No está el deseo,
tal como lo concibe el psicoanálisis, también vinculado a la angustia y a la nostalgia?
Para el primero es necesario todo un abordaje minucioso, pero si se vuelve a considerar
a la angustia como este peligro que falte la falta, es porque el deseo está presente y a
124
veces tiembla. O, por otra parte, esta dimensión angustiante que se abre cuando el
fantasma estaría presto a realizarse, y que deja todo el abanico de opciones que implica
al deseo expandido ante un sujeto sobrepasado.
Para la segunda noción, el de la nostalgia, se cuenta con más recursos bajo lo estudiado
sobre el goce y el amor. Renunciando al primero, entonces es posible el segundo, o
también, a través del segundo, condescender el primero (Lo primero) al deseo.
Ciertamente, el goce es lo primero, lo que estaba al inicio y que se prohíbe. Pero
también hay diferente lugares para lo primero en relación al amor y al deseo. Por
ejemplo, en relación al amor, es el amor a la madre y el amor de la madre lo primero. Es
una relación a la que, en tanto pretende quedarse en una exclusividad mortífera, se debe
renunciar para que el sujeto inicie las relaciones objetales; las relaciones amorosas.
¿Cómo saber si esto ocurrió en Jacques? Habrá que darlo por hecho, pero no por ello
prescindir de ciertas citas que apelan a esta renuncia estructural: “No, no soy un buen
hijo: un buen hijo es el que se queda. Yo he andado por el mundo, la he engañado con
las vanidades, la gloria, cien mujeres” (Camus, 2009, p. 287). “La” ha engañado. Se
puede decir que existe una traición a ese deseo de la madre, un engaño necesario para
dirigirse al mundo y sus objetos, una separación que para Jacques tiene un carácter
delictivo por alejarse de su madre, separarse de el primer amor, y amar a cien mujeres.
Por un lado, se observa que este sentimiento amoroso trae consigo el olor de la
nostalgia, pues se reencuentra el sujeto con la amada para siempre perdida. Por otro
lado, también se ubica aquí un extremo, casi antropofágico, del deseo vinculado al amor
que alude a lo devorador, a lo mortal, a lo homicida que es el riesgo palpable en el caso
de no haber corte. En palabras de Camus: “El gran deseo de un corazón inquieto es el de
poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser” (Camus, 2011, p. 95).
Pasiones tan exaltadas que quieren destruir al partenaire, reducirlo a pedazos y
consumirlo. ¿No tiene el deseo también un origen que se puede vivir como nocivo y
tóxico? No todo lo ligado al deseo son sueños y anhelos altruistas y aceptados en la
cultura, también está lo incestuoso y lo destructivo, partículas viles que siempre se
quieren negar y que se procura mantenerlas en la más oscura sombra. La pasión
amorosa, entrañando la corriente sensual y la tierna, puede resultar de las experiencias
más ígneas al cargar dimensiones de afectos tan intensos, incluso violentos, que no
125
dejan de estar abrazados al deseo y su opacidad recóndita. Pero sin ir más hasta los
extremos, finalmente, el objeto amoroso se presta como consumible a ojos del sujeto, y
así también el sujeto, demandando su transmutación en objeto causa de deseo del
partenaire.
De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa locura
de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba su ser intacto,
haciendo simplemente más amargo en medio de su familia recuperada y frente
a las imágenes de su infancia el sentimiento de pronto terrible de que el
tiempo de la juventud huía, como aquella mujer a la que había querido, oh sí, la
había querido con un gran amor de todo corazón y también del cuerpo, sí, el
deseo era imperial con ella […] y la había querido a causa de su belleza y su
locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el tiempo
pasara, aunque supiese que estaba pasando en ese mismo momento […] y que
estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y que los días
declinaban: «Oh no, no» decía ella bañada en lágrimas, «amo tanto el amor».
(Camus, 2009, pp. 238-239).
Por la biografía de Todd se sabe que de la mujer sobre la que habla Camus en ésta cita
es Mi, una de las amadas del escritor con la que estableció una relación cierto tiempo
antes de morir en el accidente de automóvil. Una lectura de este párrafo dedicado a una
mujer en concreto, muestra la manera en que el apuntalamiento involucra a las dos
corrientes que en el caso de Clemance estaban escindidas, y a la par señala ese terreno
del deseo-amor que niega el tiempo, lo inevitable del perecimiento, y que por esta vía es
posible el arribar a la fórmula de amar el amor, que también podría aludir a la cura por
el amor. Hacer de él el salvaguardo, el suplemento, y en él seguir deseando de acuerdo a
lo que el partenaire brinde como guía, quizá desde su deseo mismo, en “su locura de
vivir”.
126
Mamá. La verdad es que pese a todo mi amor, yo no pude vivir con esa
paciencia ciega, sin frases, sin proyectos. No pude vivir su vida ignorante. Y
anduve por el mundo, construí, creé, quemé a los seres. Mis días estuvieron
llenos hasta desbordar pero nada me colmó el corazón como… (Camus,
2009, p. 276).
No, Jacques no vivió en el mutismo junto a su madre. La quiso por siempre pero no por
ello se sacrificó, no por ello cedió su deseo y lo puso como expiación ante un altar cuya
inscripción dice “Otro”. Y aunque esa decisión no fue tomada por sí mismo, sino por la
operación de un significante (la función del padre) existieron elecciones ulteriores que si
le correspondieron a él tomar. Por ello es pertinente hablar ahora de responsabilidad y
ya no de culpa; en cuanto deudas al Otro, uno siempre pensará que le ha quedado
debiendo. Allí está Jacques entre líneas pidiendo absolución a una deuda impuesta o
auto-impuesta, que muestran al deseo como algo censurable, que lo sella y tacha
muchas veces. Sellar en tanto enjaular y aprisionar, y también sellar en tanto lo marca
con una firma, escribe sobre él la culpa a sentir por desear, a causa de andar por allí
siendo un hombre rebelde.
Lo que sigue a continuación en la misma cita son todas las ganancias de ese exilio.
Dejando no sólo a su madre sino también el analfabetismo que inundaba la casa de los
Cormery, para Jacques es posible crear, construir, quemar; hacer y deshacer.
Finalmente, y aquí hay que poner énfasis, Jacques-Albert abre la dimensión del deseo
con una frase inacabada, suspendida, por llenar, por completar, así como toda su novela,
así como toda obra literaria que no tiene un punto final radical.
“Nada me colmó el corazón como…” la frase está en la hojas sueltas, a la deriva junto a
retazos de diálogos, fragmentos de ideas y personajes no elaborados. Quizá a la frase se
la dejó incompleta a propósito, no hay certeza de aquello, pero los puntos suspensivos
señalan que no existe realmente una palabra que remita al objeto que colme. En lugar de
la presencia de ese objeto, el deseo se sostiene por su ausencia. ¿Qué habrá colmado el
corazón de Cormery hijo? Tal vez no lo sabía, como cualquier otro sujeto en cuya falta
va de un objeto a otro sin cesar, o tal vez tenía varias ideas alrededor de este tópico. En
todo caso, esta brecha, este corte, ese agujero imposible de llenar sitúa al sujeto en su
particularidad al lado de los demás, no para entenderlos, ni mucho menos para
127
completarlos, sino como un “cada uno” del mundo corriente que tiene que lidiar con su
propia soledad.
128
“Desengañado del amor y de la castidad, al fin se me ocurrió que me quedaba el
desenfreno, que sustituye muy bien al amor, hace callar las risas, restituye el silencio y
sobre todo, confiere la inmortalidad” (Camus, 2007, p. 89). Esa es la opción tomada por
Clamence, y parece el reflejo de un mundo contemporáneo dominando por el exceso,
donde la orden imperial está bajo la competencia de quien goza más y donde aquella
carrera es posible gracias a los fáciles accesos a todo dispositivo que desborde, que
desenchufe o que “resetee” al sujeto de un mundo incomprensible y de una soledad
vivida a nivel subjetivo a la que es difícil dar cara. La inmortalidad es posible si se apela
al ruido. En la embriaguez de la exuberancia no hay que temerle ni a envejecer. No
obstante, esta vía solo es una opción de las muchas que podría tomar el sujeto
desprovisto de relación sexual.
129
satisfactoria desde estas personas, pueda dirigir su voz hacia sí mismo y darse forma
desde todas las experiencias vividas, de los hallazgos y de lo por siempre olvidado;
desde la cadena significante en donde el sujeto se va desplazando, y en donde se va
representando ante uno y otro significante.
Caminando en la noche de los años por la tierra del olvido, en la que cada uno
era el primer hombre donde él mismo había tenido que criarse solo, sin padre,
sin haber conocido nunca esos momentos en el que el padre llama al hijo cuando
éste ha llegado a la edad de escuchar para confiarle el secreto de la familia, o una
antigua pena, o la experiencia de su vida, esos momentos en que incluso el
ridículo y odioso Polonio se agranda de pronto al hablar a Laertes, y él llegó a
los dieciséis años, después a los veinte y nadie le habló y hubo de aprender solo,
crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer
por fin como hombre para después nacer otra vez en un nacimiento más duro, el
que consiste en nacer para los otros, para las mujeres, como todos los hombres
de ese país donde, uno por uno, trataban de aprender a vivir sin raíces y sin fe y
donde todos juntos hoy, arriesgando el anonimato definitivo y la pérdida de las
únicas huellas sagradas de su paso por esa tierra: las lápidas ilegibles que la
noche cubría ya en el cementerio, debían enseñar a los otros a nacer, al inmenso
tropel de los conquistadores ya eliminados que los habían perdido en aquella
tierra y cuya fraternidad de raza y de destino habían de reconocer ahora. (Camus,
2009, pp. 167-168).
El hijo es el primer hombre dice Camus. El título de la novela podría pasar por un
homenaje a todo huérfano de guerra que enfrentó, junto a Camus, la ordalía de vivir en
una tierra donde los padres solo miraban a sus hijos desde fotos envejecidas por el
polvo, una tierra baldía de hombres que no pudieron brindarle a sus hijos ningún
secreto, ninguna pista sobre la vida, ninguna misión, y a veces ni siquiera un nombre.
Además de ello, plantea lo que fue “vivir sin raíces”, algo análogo a vivir sin pasado y
que resulta imposible. Por ello hay que construir, por ello esta novela resulta tan íntima
pues el testimonio que queda grabado en ella es el de un hombre que se ve a sí mismo
como el primero al no haber habido Uno antes. Desde la teoría se plantea que al menos
un padre debió existir en tanto función, pero la novela en sí misma puede representar
130
cierto ocaso de esta función, y no necesariamente destituida por las zarpas de la guerra
como en el caso Henri Cormery.
La identidad del Premio Nobel de Literatura va de un lugar a otro como figura pública:
desde ensayista, novelista, periodista, editor y director de obras de teatro, hasta Don
Juan, padre dedicado y rebelde. Esa es la aventura hercúlea final, la emprendida en toda
la obra camusiana y que se refleja de mejor manera en El primer hombre donde a
manera autobiográfica saltan los minúsculos datos, los recuerdos encubridores, las
fantasías y los sueños que dan dirección a la ubicación del sujeto. “La nobleza del oficio
del escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la
soledad” (Camus, 2009, p. 291). Ser escritor, a partir de esta frase, es un significante
determinante en la vida de Camus, uno significativo para otros, y quizá también para sí
mismo. Decir sí a la soledad es un paso que cuesta, y que lo cambia todo; no significa
excluirse o alejarse de los semejantes, sino que involucra asir la vida de uno tomando en
cuenta esa disparidad subjetiva que por siempre se mantendrá representada en la barra
que eclipsa al sujeto: $. La soledad se vuelve el efecto de entrar al deseo y estar bajo su
ley, y el estar abocados a este significa que la falta está, y que existe un resto, un objeto
perdido para siempre.
El deseo tiene relación con una pérdida originaria, si el objeto perdido es aquel
que habría traído el mayor goce, perfectamente concebirán que esta pérdida,
también, se encuentra en el nivel del lenguaje. Y bien, aquí es donde debemos
concebir una dimensión donde los significantes van a ser inscritos, pero
precisamente inscritos como inaccesibles. Y desde entonces, en el nivel del
inconsciente, es esa inscripción, es la letra misma la que representa de la mejor
131
manera el objeto perdido. Es la letra la que representa el objeto a, el que causa el
deseo, y más el goce en cuanto inaccesible. (Chemama, 2008, p. 168).
Ultima cita teórica que entraña lo que se ha propuesto trabajar a la par de algunas obras
de Albert Camus: goce-amor-deseo. Queda entonces una última cita para darle más
acento al “oscuro para sí mismo” que apunta al deseo:
Este mismo corazón que es el mío me resultará indefinible para siempre. Nunca
se colmará el foso entre la certeza que de mi existencia tengo y el contenido que
intento dar a esa seguridad. Seré, por siempre, extraño para mí mismo. En
psicología, como en lógica, hay verdades pero no verdad. (Camus, 2012, pp. 34-
35).
El foso, como el tonel de las Danaides será, mientras se viva, imposible de llenar, y
aquello implica que en la desilusión que acompaña el hallazgo de la falta, también se
oculta una potencia: la del deseo. Desconociendo gran parte de sí mismo se puede
actuar de acuerdo al deseo que habita en cada sujeto, aunque tal empresa involucre en
ocasiones ser un extranjero, estar atrapado en el absurdo, obrar incasablemente y
también inútilmente como Sísifo, sufrir la vertiginosa caída, verse encerrado en los altos
muros de la familiaridad, tener miedo de contraer la peste o, finalmente, mirar la
soledad a los ojos, al darse cuenta que se es como el primer hombre: deseante,
determinado por otros, pero sobre todo por los esfuerzo de sí mismo cuando se tuvo el
valor suficiente para encararse y preguntarse.
132
Discusión
Lo que empezó como una disertación centrada en una única novela se expandió hacia
otras obras de Albert Camus por motivos inspirados, principalmente, en las nociones
teóricas que se iban trabajando, así como la posibilidad de hilvanar más personajes e
historias. La experiencia de trabajar dos tipos de textos distintos, uno teórico y otro
literario, ampliaron nociones previamente más herméticas frente al uso de la teoría fuera
del ambiente de la clínica. La teoría es un recurso valioso y hasta estético cuando se la
emplea sobre obras de distinta gama: en el teatro, el séptimo arte, la política, la filosofía,
la mitología, la poesía o el ensayo y la novela como en este caso.
La densidad que supone el trabajo sobre las obras fundamentales del psicoanálisis así
como las lecturas que le siguieron y el profundo desarrollo de una teoría que ha abierto
muchísimas puertas para la comprensión del sujeto, adquirieron la seriedad y
responsabilidad que implica sostener una práctica y una profesión. Es un trabajo
exhaustivo, jamás estático y que depende sobre todo del trabajo ya hecho por otros.
Cada texto trabajado, mal entendido y releído señalaba cierta dimensión del esfuerzo y
la disciplina, pero sobre todo de la aceptación de la imposibilidad de saber todo y de
comprender todo. Ciertamente esto no erradicó por completo las tensiones que surgen al
momento del equívoco o en relación a alguna errónea lectura sobre uno o varios
conceptos, sin embargo, tampoco supuso el aniquilamiento del placer y la satisfacción
al trabajar temas de interés. Esto último, me parece, es lo que ha determinado el trabajo
actual.
El planteamiento del tema, sin olvidar las dificultades que supuso, terminó por
responder a algo personal, tan personal como el tema mismo de la disertación, y un
intento por actuar de acuerdo a ello, de trabajar en correspondencia a la atracción y al
interés por la obra de Freud, de Lacan y de Albert Camus. Es un precario esfuerzo de
escribir y reflexionar sobre las dudas que aguijonean al leer cada uno de sus textos.
133
Conclusiones
134
profesionales y personales, y ruptura de vínculos, muestra algunas de las
características trabajadas en relación al deseo: la insatisfacción y finitud. Por
ejemplo: tras la ruptura con Sartre y los iracundos enfrentamientos profesionales
sufridos con la publicación de El hombre rebelde, Camus se recobró y siguió
trabajando en sus proyectos. Jamás satisfecho ni por la buena crítica (tampoco
sofocado por la mala), ni siquiera por el recibimiento del Nobel (que para él solo
fue una ocasión más para agradecer a los que más amaba) Camus dejó de
escribir, siguió fiel a lo que había construido y lo que aun quería trabajar. Ese
fuero es el pálpito del deseo, y se lo ve manifestado en cada proeza del escritor y
su vida, para únicamente detenerse un cuatro de enero de 1960. Todo termina,
también el deseo, en los brazos de la muerte. Insatisfacción y finitud están
entramados en el retoño de la obliteración de la necesidad.
135
fallecido de Jacques muestra la función paterna como metáfora primordial; su
nombre es apelado, se lo compara con él, vive en el discurso de su familia (la
mayor parte del tiempo como un fantasma) y llega a oídos de un hijo que no
tenía edad suficiente para crear un recuerdo más o menos estable del tiempo en
que Henri Cormery estaba todavía con vida. Las relaciones con los personajes
hechas alrededor de este significante sirvieron de analogía para materializar los
efectos de sustitución: Jaques puede sustituir a su padre (porque el Nombre-del-
Padre opera) en los cuidados y aventuras de su tío Etienne, en las lecciones
morales, el amor por la lectura y el sentido de responsabilidad de su maestro
escolar Bernard, y en la pasión por la filosofía, la literatura y el teatro
proyectadas todas bajo el recurso de la pluma de su profesor de liceo Malan.
La novela La peste tomada como parte del trabajo alrededor del goce,
principalmente el goce fálico y el goce del Otro, apuntaron a los principales
rasgos de estas “modalidades” de goce. La guerra que tomaba partido en los
años de publicación de La peste fueron la inspiración que alimentaron la alegoría
metafórica de un virus imparable que, igualmente, hicieron de analogía en el
trabajo actual para la comparación del goce con los avatares de los oraneses. Lo
real, lo imposible, y lo impensable son esa dimensión a la que el goce también
está aproximado, y a la que alude la novela alrededor de esta peste que cada uno
alberga como semilla de lo inevitable: morir. El goce es lo real, de ahí la
cercanía a lo inasimilable de la muerte.
En relación a la novela El primer hombre, el goce se encuentra presente, por un
lado, en la pobreza abandonada por Jacques Cormery cuando era un niño: se
hace una ruptura con la pobreza, metáfora utilizada para ejemplificar la renuncia
a la Cosa y a la madre, bajo la intervención de la figura de Bernard como
representante y retrato de la dimensión simbólica y especialmente de la función
paterna (significante Nombre-del-Padre). Por otro lado, con el corte ya
establecido, y con el mundo de los pobres dejado atrás para Jacques nuevas
137
dimensiones se le abren: el estudio, los libros, las librerías, la filosofía, la
literatura, el periodismo y el oficio del escritor, todo aquello que alude a un goce
fálico, un goce parlanchín ceñido a la significación fálica. Con la renuncia a un
goce inicial son posibles otros goces y, por supuesto, el deseo.
138
La trama de la novela El primer hombre apuntó a una de las nociones teóricas
trabajadas alrededor del amor: este presta el flanco al síntoma y a la división del
sujeto. Lo que se tomó por un desenlace a la travesía de Jacques, a saber, la
pregunta dirigida hacia su padre redireccionada a quien la enunció, instauró un
movimiento de percatarse de la falta, de la barra que ubica al sujeto como
dividido. Los elementos de diálogos y trozos de texto ilustraron el abandono de
la inocencia, las relaciones románticas de Jacques Cormery y Albert Camus y,
finalmente, una preocupación fundamental acerca de lo que lo determinaba
como sujeto; ser escritor, ser hombre, ser hijo de Catherine y Henri, haber
nacido en Argel, ubicarse bajo la tutela de determinados profesores, etc.
Precipitado por la falta de respuesta de quien es su padre, y tomando esta
incisiva duda como la pregunta al Otro (su deseo para con el sujeto), es posible
concebir El primer hombre como novela, y también al primer hombre tal y como
se presenta al lector. Desprovisto de relación sexual Jacques, como todo sujeto,
puede andar a la deriva intentando negar tal inexistencia, sin embargo, también
surge una vía, dolorosa y atemorizante, de construcción donde cada uno es el
primer hombre que ha de intentar responder a la pregunta fundamental sobre
aquello que es oscuro para sí mismo: el deseo.
139
Recomendaciones
140
abandono general en el mundo contemporáneo de la lectura y una pérdida
vertiginosa de interés sobre temas culturales e intelectuales que nutren y
permiten el nacimiento de la opinión crítica. En el intercambio de los libros por
lo virtual, incluso la realidad misma por lo que proporciona la tecnología, resulta
indispensable que los nombres de autores clásicos y escritores cuyo oficio han
dado de que hablar, vuelvan a cobrar un valor para las generaciones actuales, de
lo contrario, la alienación virtual dejará obsoleta todo estas creaciones que, no
solo son soporte de todo gran paso que realiza la humanidad, sino que también
representa cierto contagio, una suerte de apasionamiento que impulsa a leer e
incluso a escribir. Existen autores cuya manera de escribir es como una mordida,
un aguijón que se incrusta y pide saber más. Hay temas, personajes y enigmas en
cada libro que pueden movilizar el deseo del lector. El psicoanálisis, Freud y
Lacan, abre la puerta no solo a otros autores y a otras disciplinas, sino que
remite al sujeto; lo interpela, lo hace dudar, lo moviliza y hace temblar.
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