Barrios Populares e Identidades Colectivas, Por Alfonso Torres Carrillo
Barrios Populares e Identidades Colectivas, Por Alfonso Torres Carrillo
Barrios Populares e Identidades Colectivas, Por Alfonso Torres Carrillo
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Una de las problemáticas más reiteradas en los estudios urbanos ha sido la caracterización social
de los pobladores populares de las ciudades contem-poráneas; las posiciones han oscilado desde
aquellas que los perciben como masa anónima amenaza para el orden social, hasta aquellas que
los consideran armónicas comunidades o sujetos portadores del cambio social.
Diversos estudios han venido mostrando que, ni se disolvieron los lazos comunitarios tradicionales
para convertirse en masa marginal como calculaban algunos funcionalistas, ni en ciudadanos
individuales como calcularon los teóricos de la modernización; tampoco, los pobladores se
transformaron en proletarios ni en Movimiento Social como lo esperaban algunos marxistas.
De este modo, la cuestión sobre la identidad de los pobladores urbanos no está resuelta y continua
siendo objeto de investigaciones y debates conceptuales. Sin embargo, las anteriores posiciones
perviven como imágenes o como fantasmas que inciden en muchas lecturas actuales sobre los
pobres de la ciudad y sus barrios, convirtiéndose en verdadero obstáculo epistemológico para
comprender su complejidad. O se les sigue abordando - desde cierto romanticismo- como
entidades puras ajenas a toda influencia externa, o se les niega toda identidad propia o relevancia
analítica, desde quienes reivindican la creciente metropolitización y desterritorialización de los
fenómenos urbanos.
El artículo se organiza en torno a la hipótesis de que los barrios populares entendidos como
construcción histórica y cultural, han sido a lo largo de este siglo un espacio de constitución de
diferentes identidades colectivas, condición y consecuencia para la irrupción de nuevos actores
urbanos. Tomando a la ciudad de Bogotá como referencia empírica, esbozaré la trayectoria de la
conformación histórica de sus barrios populares, para luego abordarlos como espacio de
producción de identidades comunes y diferenciadas; finalmente, plantearé algunas reflexiones
sobre el potencial emancipador de las identidades barriales en la producción de subjetividad y de
sujetos sociales.
Al igual que la ciudad física, la ciudad cultural de Bogotá es una colcha de retazos tejida
conflictivamente a lo largo de sus cuatro siglos y medio de existencia, en la cual los barrios
constituyen los ¨retazos¨ que le dan consistencia, diversidad y unidad. Unidad, en ningún modo
armónica, puesto que desde sus inicios coloniales, la lucha por la construcción y apropiación del
espacio material y simbólico cristalizado en los barrios, se ha dado en condiciones de desigualdad
entre sus actores.
Santa Fe de Bogotá, al igual que las otras ciudades nacidas con la conquista española en sus
orígenes era un espacio de dominio; legitimaba el poder de los conquistadores frente a la Corona a
la vez que simbolizaba el nuevo orden colonial. El centro y eje de la organización espacial de la
ciudad y en torno a la cual se formaron sus tres primeros barrios, fue la Plaza Mayor: el de La
Catedral, que la circundaba y donde vivía la élite blanca; los de Las Nieves y Santa Bárbara, en los
cuales habitaban los indios y los mestizos pobres.
La vida de estos barrios giraba en torno a sus respectivas iglesias, las cuales no sólo les dieron su
nombre, sino también buena parte de su identidad. El barrio colonial se identifica con la parroquia,
la cual poseía funciones religiosas pero también civiles y políticas: los bautizos, las bodas, y las
defunciones eran inscritos en los libros parroquiales; además la iglesia regía algunas asociaciones
civiles (cofradías, gremios) y el tiempo de sus moradores (misas, celebraciones religiosas, año
litúrgico).
Al finalizar la colonia, la población bogotana era en su mayoría mestiza (55%); el grupo blanco
constituía el 38% de la población, los negros el 5% y los indios sólo el 3%. La ciudad tenía 21.464
habitantes en el año 1800 y desde 1774 las autoridades los habían conformado en 8 barrios, cada
uno con un alcalde menor que controlaba a los cada vez más numerosos, pobres e indóciles
habitantes; nuevo barrios como Santa Bárbara, San Victorino, las Aguas y las Nieves eran de
mestizos e indios.
En 1905 la población era de sólo 100.000 habitantes y el área construida de la ciudad era de 320
hectáreas; la estructura urbana, el ambiente social y cultural muy poco habían cambiado: ricos,
pobres, industrias, comercios y fiestas convivían en una densa y pequeña área; sólo algunas
pequeñas industrias surgidas a fines del siglo XIX se habían establecido en las periferias del nor-
oriente, sur y occidente, posibilitando el surgimiento de caseríos dispersos en sus alrededores.
En el período comprendido entre la década del veinte y mediados de siglo, se produjo la transición
entre la antigua aldea colonial y la ciudad metropolitana actual. A partir de los veinte, al igual que el
resto del país, su capital va a protagonizar un crecimiento en varios aspectos, favorecido por el
impacto de la dinamización económica generada por el pago de la indemnización de Panamá, el
crecimiento industrial y la bonanza cafetera. La población vivió un acelerado crecimiento: de
143.994 habitantes en 1918 pasó a 330.312 en 1938 y a 715.250 en 1951. Dicho incremento
poblacional estuvo asociado primordialmente a la migración, más que al crecimiento vegetativo; en
1922 sólo uno de cada tres habitantes de la capital había nacido en ella.
Como era de esperarse, los problemas por insuficiencia de estructura urbana se hicieron evidentes;
el déficit de vivienda y la escasez de servicios públicos se convirtieron en problema social y
político. Para 1928 se calculaba un promedio de 14 personas por casa quedando en evidencia el
hacinamiento en los asentamientos más pobres; desde fines de la primera década éstos van a ser
llamados «Barrios Obreros» (como La Perseverancia y Ricaurte) y que en 1930 ocupaban el 61.4%
del área construida.
Es también por esta época, cuando las autoridades empiezan a tomar medidas para afrontar el
crecimiento urbano y sus consecuencias sociales; desde mediados de los 20 se solicitaron
empréstitos y se hicieron contratos con empresas extranjeras para iniciar urbanizaciones y para
mejorar los servicios públicos de la ciudad. Es un etapa de «aprendizaje» del Municipio que va a
tener como momento clave el año 1951, cuando por primera vez se decreta un «Plan Piloto para la
ciudad». Las tres décadas comprendidas entre 1920 y 1948 son vitales para la explicación de la
actual configuración espacial de la ciudad, pero también para entender la conformación de los
sectores sociales que la construyeron: los habitantes que «vivían» o sobrevivían en los barrios
obreros y quienes harían sentir su presencia multitudinaria y su inconformidad el 9 de abril de
1948.
Con el aluvión migratorio de campesinos incrementado desde los años cincuenta por la Violencia
política, el conflicto por el derecho a la ciudad adquirió dimensiones inusitadas. Bogotá, capital
administrativa y polo industrial, fue la ciudad que más emigrantes recibió y que por ende, más
creció demográfica y espacialmente. La ciudad pasó en 1951 a tener 660.000 habitantes y a
ocupar 2.600 hectáreas; para ese año el 56% de los habitantes de Bogotá había nacido fuera de
ella y para 1964, la cantidad total de emigrantes llegó a los 850.433. Se inició así un proceso de
¨colonización urbana¨ simultáneo al que otros campesinos desplazados llevaban a cabo en lejanas
zonas de frontera agrícola como Arauca, Caquetá y Putumayo. Miles de campesinos arriban a la
ciudad, extendiendo la mancha urbana hacia las montañas de suroriente y nororiente, así como a
las zonas bajas del suroccidente y el noroccidente.
La mayoría de campesinos que migraron a la urbe con la esperanza de paz y progreso familiar, no
lograron vincularse directamente a la producción capitalista como obreros; la ilusión de una
industrialización pujante y de una proletarización generalizada pronto se esfumó. Los nuevos
pobladores tuvieron que ocuparse en servicios y oficios varios, en la construcción o en pequeñas
empresas manufactureras y comerciales; otros, tuvieron que hacerle frente a la desocupación
inventándose infinidad de estrategias para sobrevivir, en la llamada economía informal. De este
modo, los barrios populares surgidos desde los años cincuenta y no los espacios laborales, se
fueron convirtiendo en el principal escenario de la lucha cotidiana de millones de pobladores por
obtener unas condiciones de vida digna y el reconocimiento de su ciudadanía social.
De este modo, la conquista de una identidad social y cultural en la ciudad por parte de los
emigrantes se fue dando en torno a sus intereses compartidos como constructores y usuarios del
espacio urbano: la experiencia de lucha común por conseguir una vivienda y un hábitat, por
dotarlos de servicios básicos, así como por construir un espacio simbólico propio, se convirtieron
en factores decisivos en la formación de una manera de ser propia como pobladores populares
urbanos, como lo desarrollaremos luego.
En muchos casos, la resolución de sus necesidades sólo paso por el esfuerzo familiar o la
convergencia de acciones puntuales de los vecinos de una calle o de un joven asentamiento (traer
el agua de la pila o de la quebrada, ¨bajar la luz¨ de un poste cercano, construir el alcantarillado),
sin necesidad de conformar un espacio organizativo permanente. Cuando el carácter o la magnitud
de los problemas sobrepasaba la capacidad de los mecanismos tradicionales de solidaridad,
generaron formas asociativas más estables como las Juntas de Mejoras y los Comités de Barrio,
que centralizaban el trabajo comunitario y la relación con las instituciones externas. Tal tendencia
comunalista ¨actualización de prácticas campesinas ante nuevas circunstancias¨ se vivió con
mayor intensidad en la primera fase de los barrios populares capitalinos, más aún cuando se
trataba de invasiones organizadas de terrenos o de asentamientos enfrentados a situaciones
críticas como intentos de desalojo o catástrofes naturales.
En el contexto del acuerdo frente nacionalista, el gobierno buscó controlar estas formas
organizativas, al crear las Juntas de Acción Comunal en 1958; en Bogotá tuvieron especial
impulso, convirtiéndose a lo largo de las dos décadas siguientes en la única forma asociativa
barrial reconocida por las autoridades y en el único vínculo de los pobladores con el Estado para la
consecución de sus demandas. Así, al comenzar la década de los ochenta existen más de mil JAC
con más de medio millón de afiliados.
Las JAC, aunque han jugado un papel protagónico en la fase inicial de los barrios como
aglutinadoras de los esfuerzos colectivos y mediadoras de la consecución de los servicios básicos,
se convirtieron en pieza clave la relación clientelista con los partidos políticos tradicionales y con el
Estado. Sus dirigentes locales, en su afán de mantener las ventajas de su posición, se fueron
convirtiendo en ¨pragmáticos¨ consecutores de ayudas (auxilios, donaciones, partidas) más que en
promotores de la organización barrial. En la medida en que el barrio consolida su infraestructura
física, la JAC pierde peso y los afiliados tienden a desentenderse de su funcionamiento.
Para la década del setenta, no sólo habían nacido nuevos barrios, sino que lo surgidos en las
anteriores se habían consolidado, aumentado su densidad poblacional y estrechado su relación
con el tejido urbano mayor. Estas nuevas circunstancias, dieron lugar a nuevos actores (escolares,
jóvenes, madres de familia, inquilinos, tenderos) y a nuevas demandas: parques, canchas
deportivas, sala cunas, escuelas, vías, transporte, etc. en una convulsionada coyuntura política
donde la irrupción de nuevos grupos de izquierda, la agitación universitaria, la politización del
magisterio y de algunos sectores de la iglesia, llevó a muchos activistas (partidarios o no) a hacer
presencia en los barrios. La lucha contra la Avenida de los Cerros (1971-1974), los paros zonales
por transporte y el Paro Cívico de 1977 ejemplarizan esta nueva experiencia de protesta social
desde los barrios.
Para el año de 1977, Bogotá era ya una urbe con tres millones y medio de habitantes y ocupa una
extensión de 30.886 hectáreas. Sin embargo, el crecimiento no se detenía aunque a un ritmo
menor con respecto a los años previos; durante la siguiente década, la proliferación de
asentamientos populares se concentró en algunas zonas (Ciudad Bolívar, Bosa - Soacha y Suba),
las cuales fueron también los escenarios privilegiados de la aparición de nuevas formas de
organización barrial y de estrategias inéditas para presionar sus demandas.
Junto a los barrios piratas, surgieron algunas invasiones de hecho y urbanizaciones por iniciativa
de Cooperativas o Asociaciones de Vivienda populares; en algunas de estas se han podido
experimentar formas de participación popular y comunitaria más avanzadas, tanto en el diseño y la
construcción, como en la organización posterior de sus habitantes del barrio; es el caso de los
barrios impulsados por el exsacerdote Saturnino Sepúlveda a través de sus Empresas
Comunitarias y de las organizaciones de viviendistas nucleadas en torno a Fedevivienda.
A lo largo de los ochenta también van a aumentar organizaciones barriales independientes de las
JAC ( y la mayoría de las veces en conflicto con ellas) en torno a actividades productivas,
reivindicativas y culturales como el teatro, la comunicación o la educación popular; las más
relevantes han sido las de mujeres que se asociaron para cuidar a los niños en edad preescolar.
En algunos barrios, el trabajo parroquial o pastoral de algunas comunidades religiosas desembocó
en Grupos Juveniles o en Comunidades Ecleciales de Base comprometidos con acciones de
promoción comunitaria y organización popular. Estas nuevas experiencias asociativas – algunas
impulsadas o apoyadas por Organizaciones No -Gubernamentales (ONGs)-, favorecieron la
organización de base, la educación de sus miembros y ampliaron las formas de gestionar sus
necesidades y demandas.
Para fines de la última década del siglo, uno de cada cinco habitantes de los colombianos viven en
la capital; Santa Fe de Bogotá, supera los seis millones y medio de habitantes, de los cuales, más
del 65% vive en barrios construidos por sus pobladores; el éxodo campesino hacia Bogotá
continúa, ahora impulsado por la nueva ola de violencia; miles de desplazados llegan
silenciosamente a la urbe, al igual que sus antecesores de los años cincuenta, en busca de refugio
y de progreso, recreando las estrategias para producir su hábitat.
Hoy, continúan naciendo nuevos barrios en la periferia, que tienden a repetir - con nuevos actores -
los libretos estrenados desde los cincuenta y acogiendo el acumulado de formas organizativas
conformadas en las décadas previas; se consolidan los barrios surgidos previamente; crece la
población juvenil que reclama espacios propios y respeto a su identidad; en algunas zonas la
violencia hace presencia en la forma de milicias populares, grupos de limpieza, grupos de
autodefensa y bandas armadas; ONGs, instituciones gubernamentales y fundaciones filantrópicas
compiten por adoptar y controlar barrios o poblaciones donde ejercer su influencia y justificar sus
presupuestos; investigadores seguimos tratando de entender lo que pasa en este escenario
complejo de la ciudad y de los barrios.
Con el anterior recorrido queda claro cómo los barrios, más que una fracción o división física o
administrativa de las ciudades, son una formación histórica y cultural que las construye; más que
un espacio de residencia, consumo y reproducción de fuerza de trabajo, son un escenario de
sociabilidad y de experiencias asociativas y de lucha de gran significación para comprender a los
sectores populares citadinos. En fin, los barrios populares son una síntesis de la forma específica
como sus habitantes, al construir su hábitat, se apropian, decantan, recrean y contribuyen a
construir, estructura, cultura y políticas urbanas.
Sin embargo, este panorama histórico no nos permite inferir mucho sobre las identidades que se
tejen y se destejen en el ámbito barrial. No podemos aún afirmar si los barrios constituyen una
unidad identitaria total, una ¨comunidad¨ (Ramos 1995) o un lugar donde se constituyen diferentes
y múltiples identidades. Para evitar el riesgo de caer en una impresionista y nostálgica evocación
de los barrios a lo Pepe el Toro de ¨Nosotros los pobres¨ o al modo de los boleros y tangos de
arrabal, considero necesario colocar sobre el tapete los presupuestos conceptuales desde los
cuales abordaremos el problema de la(s) identidad(es) barrial(es).
Por ello, la relación entre identidad y cultura es directa; en el centro de todo proceso de producción
de sentido se encuentra la construcción de una identidad colectiva; ésta siempre se forma por
referencia a un universo simbólico; la cultura interiorizada en los individuos como un conjunto de
representaciones socialmente compartidas, entendidas estas como ¨una forma de conocimiento
socialmente elaborado y compartido orientado hacia la práctica, que contribuye a la construcción
de una realidad común por parte de un conjunto social¨ (JIMENEZ 1997).
Pero si bien es cierto que la identidad colectiva constituye una dimensión subjetiva de los actores
sociales y de la acción colectiva, para su existencia requiere de una base real compartida (una
experiencia histórica y una base territorial común, unas condiciones de vida similares, una
pertenencia a redes sociales); el compartir estos condicionamientos objetivos, permite la existencia
de unas marcas o rasgos distintivos que definen de algún modo la unidad ¨real¨ reconocida por el
colectivo como propia y que inciden en su propia práctica; por ello, la identidad es a la vez
condicionada y condicionadora de la práctica social.
La identidad no es una esencia inherente del colectivo, ni un atributo estático anterior a sus
prácticas. Dos rasgos la definen: su carácter relacional e histórico. La identidad de un actor es una
construcción relacional e intersubjetiva: emerge y se afirma en la confrontación con otras
entidades, lo cual se da frecuentemente en condiciones de desigualdad y por ende, expresando y
generando conflictos y luchas. Además, la identidad es siempre una construcción histórica; debe
ser restablecida y negociada permanentemente, se estructura en la experiencia compartida, se
cristaliza en instituciones y costumbres que se van asumiendo como propias, pero también puede
diluirse y perder su fuerza aglutinadora.
Por ello, una condición para la formación de identidades es la existencia de cierta perdurabilidad
temporal. Pero más que permanencia, una continuidad en el cambio; las identidades son un
proceso abierto, nunca acabado. Las características de un grupo pueden transformarse en el
tiempo sin que se altere su identidad. La memoria colectiva se encarga de articular y actualizar
permanentemente esa biografía compartida por el grupo: más que recuperar un pasado unitario y
estático, produce relatos que afirman y recrean el sentido de pertenencia y la identidad grupal.
A continuación, retomaré estos presupuestos conceptuales para hacer una lectura de la capacidad
y potencial aglutinador y fragmentador de los barrios populares en la construcción de identidades
colectivas de los sujetos que los conforman y habitan. Considero que las reflexiones que se hagan
en este sentido, además de su función descriptiva, pueden ser útiles para explicar la formación de
actores, cultura y subjetividades urbanas contemporáneas. La identidad barrial pasa así, a ser una
clave epistemológica para comprender y transformar la ciudad, puesto que ¨es la apropiación -y
producción- de la ciudad por parte de grupos sociales específicos, lo que produce el sentido del
barrio y la identidad¨ (LEE1994).
Pensar la relación barrios - identidad nos remite a dos niveles de análisis. En primer lugar,
considerar el barrio mismo como referente de identidad, en la medida que sus pobladores al
construirlo, habitarlo y - muchas veces- defenderlo como territorio, generan lazos de pertenencia
¨global¨ frente al mismo, que les permite distinguirse frente a otros colectivos sociales de la ciudad.
En segundo lugar, asumir el barrio como lugar donde se construyen diferentes identidades
colectivas, que expresan la fragmentación, multitemporalidad y conflictos propios de la vida urbana
contemporánea.
En cuanto la primera perspectiva, algunos antropólogos como Levi Strauss y Godelier han
confirmado la relación entre configuración espacial, organización social y construcción cultural. Un
grupo, al apropiarse de un territorio, no sólo reivindica el control de los recursos que allí se
localizan, sino también las potencias invisibles que lo componen. Ello es evidente en los
asentamientos populares construidos por sus propios pobladores: teniendo como transfondo,
contradicciones estructurales profundas (marcadas por la desigualdad social y la crisis urbana), la
conquista común de un terreno donde construir sus viviendas y la infraestructura de servicios para
habitarlo dignamente, ha sido el proceso más decisivo en la configuración de una identidad
colectiva.
Estos migrantes anónimos, muchas veces sin conocerse entre sí, en su calidad de destechados y
pobres, van compartiendo experiencias de vida y de lucha comunes como ¨colonos urbanos¨, las
cuales van moldeando una nueva identidad socioterritorial como ¨clase popular¨ y como pobladores
barriales (VILLASANTE 1994); ¨al pasar a ocupar los sitios y construir su casa propia y una
infraestructura común, estos grupos populares disgregados, se autoreconocen ahora mutuamente
en el acto y proyecto común de asentamiento en la ciudad, pasando a constituirse como clase
poblacional¨ (ILLANES 1993).
El momento fundacional del asentamiento (con unos límites espaciales y temporales muy precisos)
y su recreación en la memoria colectiva, demarca quienes son del nuevo barrio y quienes no.
Existen numerosos casos en que distintas oleadas de ocupación de un mismo fraccionamiento
urbano, da origen a diferentes barrios, así sean considerados desde fuera como uno solo; se
empieza hablar de ¨primero¨ y ¨segundo sector¨ o de ¨la parte alta¨ y ¨la parte baja¨, de la zona
vieja y de la nueva. A la larga, los protagonistas de la nueva colonización terminan por crear su
propia Junta de Acción Comunal e incluso por darle un nuevo nombre ¨para evitar confusiones¨.
En aquellos barrios surgidos en el contexto del éxodo rural y la esperanza de progreso en la ciudad
(salvo cuando se deriva del nombre de la Hacienda que ocuparon o del nombre dado previamente
por el urbanizador), sus habitantes los bautizan con la esperanza y el optimismo de su nueva vida:
La Victoria, La Gloria, La Belleza, Bello Horizonte, El Progreso, El Triunfo, Los Libertadores, etc.;
en otros casos el departamento o municipio de origen; Boyacá, Quindío, Santa Marta, Cartagenita.
En las últimas décadas aparecen las imágenes de los personajes y acontecimientos que los
medios destacan o aquellos de cuyo nombre se puede obtener alguna ventaja: Pastranita, Virgilio
Barco, Less Walessa, Las Malvinas, Juan Pablo II. En aquellos asentamientos surgidos por
iniciativa o apoyo de organizaciones independientes, su nombre exalta personalidades o
acontecimientos que simbolizan su posición alternativa: Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán,
Salvador Allende, Camilo Torres, Julio Rincón, La Gaitana, Corinto.
Esta relación entre apropiación territorial e identidad colectiva asume visos de mayor intensidad
cuando ha sido el resultado de una invasión previamente organizada y en barrios que deben
ejercer resistencia a intentos de desalojo y o de afectación del espacio construido. Más que el valor
comercial, entran en juego la memoria, las seguridades, los proyectos y las utopías construidas;
recordemos la lucha de barrios como Policarpa y Bosque Calderón o de los barrios orientales
contra la construcción de la Avenida de los Cerros o el rechazo a espacios ideados por otros,
rehaciéndolos a su modo fue el caso de urbanizaciones como Guacamayas, Muzú y Bachué.
Otro elemento del territorio como cohesionador de sentido de pertenencia barrial es la estructura
espacial del barrio ya consolidado y los usos que sus habitantes le dan. ¨El tipo de estructura vial,
el modelo de construcción, la existencia de espacios públicos usados como tales o de espacios
comunes privatizados y las prácticas sociales realizadas en espacios comunes, son factores que
inciden, de una u otra forma, en la creación de un sentido de pertenencia a un vecindario, a un
grupo social integrado a un espacio común¨ (RAMOS 1995). En el barrio ¨todo está cerca¨ y es
recorrido a pie por sus habitantes, mientras que para salir del barrio, generalmente hay que tomar
bus.
Por otro lado, en los barrios populares se lleva a cabo para los migrantes el tránsito de su vida rural
a la urbana, diluyendo sus fronteras, a través de un proceso permanente de pervivencias,
imposiciones, resistencias, transacciones e invenciones; algunas veces, migrantes provenientes de
una misma provincia o municipio forman redes que los concentran en un mismo barrio,
actualizando sus costumbres rurales¨ en el solar de las casas cultivan hortalizas y crían animales,
mientras que a través de los medios van aprendiendo las nuevas pautas urbanas; dentro del barrio
usan ruana y sombrero, pero al ir salir de él, se visten como citadinos.
Es en el barrio donde esta primera generación de migrantes establece las relaciones personales
más estables y duraderas; los paisanos, los viejos compadres y los nuevos amigos, redefinen sus
lealtades en torno a la nueva categoría de vecinos. Además, al barrio lo van convirtiendo en un
lugar de afirmación cultural y de esparcimiento; el de los bazares, las fiestas patronales y
navideñas; el de la cancha de tejo, el partido de micro y la tomada de cerveza. Para muchos de
ellos, incluso, el espacio barrial también se convirtió en su sitio de trabajo, el del tallercito, la tienda,
la carnicería, la panadería, la miscelánea, la venta de helados, de fritanga o de empanadas.
De este modo, el barrio popular se ha convertido para sus habitantes, en mediador entre la vida
privada de la casa y la vida pública de la ciudad, diluyendo sus límites; al poseer una escala
peatonal, de encuentros, relaciones y comunicaciones cara a cara, la vida doméstica se prolonga a
la cuadra, al vecindario; pero también lo público, lo metropolitano se filtra en los consumos de la
industria cultural, a través de la parabólica , el radio de la tienda, el supermercado, en las
discusiones de la Asamblea Comunal, en las negociaciones y confrontaciones con los funcionarios
y en las jornadas de protesta.
Pero así la identidad barrial a la que hemos hecho referencia se alimente de la experiencia
compartida en la ocupación, producción y uso de un espacio, no se agota en lo territorial; es ante
todo, un referente simbólico. Así el barrio popular como construcción colectiva, teje una trama de
relaciones comunitarias que identifica a un número de habitantes venidos de muchos lugares y con
historias familiares diversas, construyendo un nuevo ¨nosotros¨ en torno al nuevo espacio y la
historia compartidos. En esta urdimbre territorial se construye una plataforma de experiencias de
sus pobladores que se manifiesta en modas, lenguajes, gustos musicales, prácticas lúdicas y
deportivas, creencias religiosas y, rituales (religiosos y laicos); en fin, en un imaginario colectivo
que les confiere una identidad barrial popular, claramente distinguible de la de otros grupos
sociales.
Esta idiosincrasia e identidad colectiva construidas desde la experiencia barrial común, se afirma
cuando es reconocida por otros actores urbanos. Algunos ganan reconocimiento por la existencia
de alguna actividad económica (El Restrepo y sus almacenes de calzado, San Benito y sus
curtiembres); otros, por ser escenario de alguna devoción o fiesta religiosa (20 de julio, Egipto),
algún evento deportivo (El Olaya y su Campeonato de la Amistad) o su manifiesta identidad política
(La Perseverancia gaitanista). Cosa contraria ocurre cuando la identidad del barrio o el sector ha
sido ¨etiquetada¨ desde fuera; sus habitantes resisten a ese señalamiento con el cual se les quiere
marcar como invasores¨, ¨comunistas¨ o ¨peligrosos¨; al barrio El Pesebre la gente lo rebautizó
como Río de Janeiro; los habitantes de Ciudad Bolívar siempre insisten ante extraños que ¨no son
lo que siempre muestra la televisión¨.
Las diferenciaciones topográficas (la parte alta y baja del barrio) o la construcción de un eje vial o
de una obra pública, generan diferencias en el uso del suelo y en su valorización, diferenciando
sectores dentro de un mismo barrio. El caso de Venecia es ejemplar: dado que el costo inicial de
los lotes difería según su localización, una primera diferenciación tuvo lugar entre quienes
compraron en el área cívica central y los demás vecinos de las áreas aledañas, generalmente
obreros de las industrias cercanas; luego, la importancia ganada por la calle donde desemboca la
Avenida 68 hizo que en las cuadras aledañas surgieran prósperos negocios, cuyos ¨propietarios¨ y
sus intereses fueron consolidandose en la vida del barrio imponiéndole una nueva identidad; a su
vez, el haberse convertido en una zona de alta confluencia, atrajo la lucrativa industria de las
residencias, las cuales se fueron posesionando de un sector del barrio. Hoy, el otrora barrio obrero
de los setenta y comienzos de los ochenta, es reconocido en el suroccidente capitalino como
comercial y ¨residencial¨.
También, en la medida en que los barrios se consolidan, uno de los recursos más comunes para la
financiación de la autoconstrucción es el arriendo parcial de la vivienda. El propietario, al ¨echar¨ el
segundo piso, pasa a ocuparlo y arrienda el primero, generalmente fraccionado en ¨apartametos¨ y
piezas; en algunos casos este proceso se replica con la construcción de otro nivel o del solar
interior, convirtiéndose la antigua vivienda unifamiliar en un vecindario donde llegan a ¨convivir¨
diez o más familias. Los intereses del dueño y los inquilinos van diferenciándose no sólo al interior
de su relación contractual, sino en su participación en la vida comunal del barrio; los fundadores del
barrio, pasan a ser también los potentados y los dirigentes de la Junta de Acción Comunal,
interesados en que sus propiedades se valoricen; los inquilinos, agotan sus energías en las
disputas cotidianas dentro del vecindario, dándole menor importancia a los problemas de un barrio
con el cual sólo hay una pertenencia parcial y temporal. De ese modo, la ¨participación¨ en las
organizaciones comunales, así como en sus jornadas y actividades ¨en pro del barrio¨ se hace
diferencial, ahondando distancias entre propietarios e inquilinos.
En la medida en que los barrios se consolidan y se supera la fase fundacional que ha concentrado
todos los esfuerzos en la construcción de la casa y en la creación de la infraestructura básica, se
van haciendo evidentes las diferencias generacionales. A la generación de ¨pioneros¨ (que por
ende, han institucionalizado su poder dentro del barrio), le siguen la de quienes llegaron al
asentamiento siendo niños o nacieron allí y que con el paso de los años se convierten en jóvenes
con expectativas e intereses que no se reconocen ni pueden realizarse dentro del orden espacial,
social y asociativo de los adultos. De ese modo, es en esa lucha por el reconocimiento como
sujetos con sus propios deseos y proyectos, como los jóvenes deben disputar su identidad con los
poderes establecidos.
El modo como se ha resuelto esa construcción de identidad como jóvenes ha estado condicionado
históricamente. Así por ejemplo, a partir de la décadas del setenta, en los barrios que habían sido
formados veinte años atrás, ya existe una amplia población juvenil, que ha crecido con una relación
más estrecha con la cultura de masas que sus padres; educados en escuelas y colegios de
secundaria pública (y por la televisión) y con pautas de consumo cultural más urbanas y
permeados por la oleada de inconformismo y protesta social que sacudieron el planeta desde los
sesenta, cuando no directamente por los nacientes movimientos de la izquierda criolla, estos
jóvenes son portadores de una nueva subjetividad.
Estos jóvenes buscaron la calle y los espacios ¨libres¨ dentro del barrio, para reconocerse más allá
de su vida familiar y escolar. Por iniciativa propia o por sus compromisos adquiridos en el mundo
exterior (algunos han accedido a la Educción Media y a la Universidad pública) o promovidos por la
parroquia o los Centros de Promoción Social (hoy ONGs), promovieron en sus barrios la creación
de espacios de encuentro y afirmación cultural; forman grupos ¨juveniles¨ o con orientaciones
específicas hacia el arte, la educación de adultos, la recreación o el deporte. Para sus actividades
debieron disputarse espacios institucionalizados como las escuelas públicas, los Salones
Comunales y Parroquiales o apropiarse de otros nuevos como parques y áreas verdes.
Estos espacios asociativos juveniles, por lo general fueron vistos con recelo tanto por las
autoridades como por los líderes comunales, quienes los apoyaban siempre y cuando se les
subordinaran; a la vez, los nuevos grupos veían en las JAC un obstáculo a sus proyectos e
identidad. Así, las diferencias casi siempre tornaron en conflictos, que se agudizaban cuando aún
habían espacios comunales cuyo uso estaba por definir; por ejemplo, mientras que los lideres
comunales deseaban ver convertido un potrero en Salón Comunal o un parqueadero (que genere
renta) los jóvenes pugnaban porque allí se estableciera una biblioteca o un parque.
Aunque en los últimos años esta emergencia de una identidad juvenil nucleada en torno a
asociaciones culturales continúa y amplía sus contenidos a otros temas como la salud y el medio
ambiente, también se hace evidente que muchos jóvenes populares - en un contexto de cierre de
oportunidades educativas, laborales y sociales - buscan conquistar su identidad por medios menos
institucionales y más contestatarios; aglutinándose como grupos informales y pandillas en torno al
consumo (en algunos casos producción) musical de ritmos como el rock, el punk y el rap., y de
otros productos y símbolos ¨juveniles¨ (botines, gorros, jeanes, chaquetas..), estos jóvenes
conquistan o reterritorializan algunos espacios barriales: calles, rincones, parques o construcciones
abandonadas.
Estas nuevas formas sui generis de construcción de identidad – algunas acompañadas del
consumo de drogas y prácticas ¨delictivas¨ - genera resistencias entre las generaciones mayores y
las autoridades. En algunos casos, los líderes comunales y los comerciantes de un barrio, con el
apoyo de la policía, promueven o realizan acciones de ¨limpieza social¨ contra estos jóvenes, a
quienes consideran una enfermedad o lacra social. Esta estigmatización - con consecuencias
fatales - de los jóvenes afianza en ellos una identidad contestataria y de resistencia a la
¨normalidad¨ imperante. Tal vez por ello, hoy la juventud popular se ha convertido en objeto de
estudio y de políticas públicas y culturales por parte de diversas instituciones del poder.
Algo similar ha sucedido con las mujeres de los barrios populares en las dos últimas décadas. En
un contexto de pérdida de capacidad adquisitiva y pauperización familiar y contra todo prejuicio
pretérito, cada vez más es el número de mujeres que se vinculan a la generación de ingresos;
algunas lo hacen desde el espacio familiar y barrial (costura, fabricación y venta de alimentos,
lavado de ropas); otras deben salir del asentamiento para ir a trabajar en fábricas, talleres,
almacenes y casas de familia, dejando a sus niños al cuidado de vecinas o de los hijos mayores.
Frente a esta situación, ha sido común que varias mujeres se asocien para encargarse del cuidado
y atención de los niños del barrio, asumiendo – como señala Martín Barbero - ¨una maternidad
colectiva¨ que se extiende a otras actividades cotidianas de la vida barrial, dado que ellas son las
que permanecen más tiempo en el asentamiento y por tanto deben afrontar sus problemas
cotidianos e imprevistos. Como esta labor comunitaria de las mujeres - a pesar de haber sido
institucionalizadas por el gobierno como Hogares Infantiles, Jardines o madres comunitarias casi
nunca es valorada adecuadamente por sus maridos y los líderes comunales, también deben luchar
contra estos micropoderes su reconocimiento social.
Es así como jóvenes y mujeres de los barrios representan hoy los actores más activos en la vida
asociativa en los barrios y quienes asuman una mayor participación en actividades, proyectos y
programas de desarrollo comunitario, así como en redes locales o sectoriales de carácter
independiente. En torno a estas prácticas, a las relaciones que con pares de otros barrios y a sus
luchas comunes frente a quienes se les oponen, estos sujetos urbanos van forjando una identidad
propia; deben construirla y negociarla continuamente para poder reconocerse como productores de
sentido y desafiar su manipulación por los aparatos de poder (MELUCCI 1996).
Para estos casos, algunos autores (PIZZORNO 1987) prefieren hablar de ¨identificaciones¨ más
que de identidades, para subrayar su carácter procesual constructivo - deconstructivo y prevenir la
connotación esencialista que el lenguaje común o algunas políticas culturales quieren darle al
término ¨identidad¨; en nuestro caso, seguiremos usando este último retomando las precisiones
conceptuales que hicimos previamente.
En fin, vemos como los barrios, además de ser fuente de identidad aglutinadora de sus pobladores
frente a otros habitantes de la ciudad, también son un espacio donde se forjan y expresan
diferentes fragmentaciones y conflictos sociales que generan identidades particulares, muchas
veces contrarias entre sí, pero que por esto mismo, enriquecen la trama social y cultural del mundo
popular urbano. Por ello, la heterogeneidad de sujetos e identidades barriales no debe asumirse
como un factor que fulmina toda pertenencia local aglutinadora; aunque a los ojos externos, la
diversidad de sujetos barriales puede parecer una realidad caótica disociante, para sus pobladores
esta coexistencia simultánea de varias lógicas sociales, espaciales y temporales, representa un
orden propio que les garantiza control y desenvolvimiento en el barrio y defensa frente a extraños.
4. IDENTIDADES BARRIALES Y PRODUCCIÓN DE SUBJETIVIDAD.
La ciudad tiene futuro como una realidad que le da juego a la diferencia. Una racionalidad que
liquida la diferencia no podrá hacer de la ciudad nada más que un infierno y por lo tanto, lo que se
opone a la lógica absurda de la ciudad uniformada es una ciudad diferenciada, llena de barrios, de
costumbres distintas, de fiestas distintas, de iniciativas distintas y no una ciudad programada..
Estanislao Zuleta
Los procesos identitarios generados en los barrios populares constituyen un ¨frente cultural¨
(GONZALEZ 1994 y 1997), una trinchera y una alternativa frente a los procesos de masificación
homogenizante e individuación promovidos por las dinámicas de mundialización capitalista; las
identidades que se tejen en los barrios son, por un lado, instituyentes de subjetividad, y por otro,
condición para la emergencia de nuevos sujetos sociales, a su vez portadores de inéditos sentidos
de construcción social; al contribuir a la pluralización cultural y social, los procesos identitarios
también se convierten en fuerza democratizadora de la sociedad.
Analizar la relación identidad - subjetividad, requiere aclarar el sentido del segundo concepto.
Diversos autores actuales están reivindicando la categoría de subjetividad, frente a otras como
clase o ciudadanía, dada su mayor potencial analítico. Felix Guattari (1996), la define como ¨el
conjunto de condiciones por las que instancias individuales o colectivas son capaces de emerger
como territorio existencial sui’referencial, en adyacencia o en relación con una alteridad, a la vez
subjetiva¨. Por otro lado, Boaventura de Sousa Santos (1994) también destaca la subjetividad
como ¨espacio de las diferencias individuales, de la autonomía y la libertad que se levantan contra
formas opresivas que van más allá de la producción y tocan lo personal, lo social y lo cultural¨.
delimitadas, que desarrollan elementos culturales distintivos a partir de los cuales los individuos
refuerzan sus vínculos sociales internos y construyen una identidad colectiva que tiende a ser
contrastante frente a otras (ZEMELMAN 1997).
Por ello, la reivindicación de la subjetividad, nos conduce a otra concreción de lo social que más
allá de las identidades colectivas: el de los sujetos sociales. Esta categoría - aún en formación- ha
sido reivindicada por diversos cientistas sociales, por tener una amplitud y flexibilidad a otras como
clase o movimiento social, propios de lo paradigmas ¨clásicos¨ de análisis social que los asocian a
la existencia de un lugar o conflicto central que les otorga identidad y a un sentido histórico
emancipador preexistente (LACLAU 1987).
Por eso para Zemelman, un sujeto social es un nucleamiento colectivo que compartiendo una
experiencia e identidad colectivas desplega prácticas aglutinadoras (organizadas o no) en torno a
un proyecto, convirtiéndose en fuerza capaz de incidir en las decisiones sobre su propio destino y
el de la sociedad a la cual pertenece. En un sentido similar, para Emir Sader (1990), ¨el sujeto es
una colectividad donde se elabora una identidad y se organizan las prácticas, a través de las
cuales sus miembros pretenden defender sus intereses y expresar sus voluntades,
constituyéndose en esas luchas¨ .
De este modo, la identidad barrial es una de las condiciones para la construcción de sujetos
sociales populares; esta modalidad de identidad colectiva urbana supone una memoria histórica,
unas experiencias y espacios de interacción social y un horizonte compartidos que -ha venido
definiendo por parte de las diferentes categorías sociales que habitan en los barrios populares, lo
propio, frente a lo ajeno. Ello posibilita la capacidad de definición de intereses propios y el
despliegue de prácticas dotadas de sentido (MELUCCI 1996) y de poder (ZEMELMAN 1995).
Por ello, en procesos de configuración de un nuevo sujeto colectivo se requiere hacer visibles,
reconocibles y reflexivas estas dinámicas de construcción de sentido de pertenencia socioterritorial.
Por ello, es necesario propiciar en los barrios y en los espacios populares suprabarriales (zonas,
localidades) la realización de practicas e instituciones que activen la memoria, propicien el
encuentro y reconocimiento y alimenten la utopía común.
Por ello valoramos positivamente las experiencias, los proyectos y programas que, desde las
propias organizaciones de base o desde otras instituciones, buscan potenciar las identidades
barriales; es el caso de los concursos de historias barriales (por primera vez realizados en Bogotá
en 1997), la recuperación colectiva de la cultura y la historia barriales, la realización de festividades
y ritos que animen procesos de identificación colectiva.
Para finalizar, reivindicar la subjetividad y la plural construcción de sujetos sociales desde los
territorios e identidades populares urbanas, nos conduce a reconocer el potencial democratizador
de tales procesos. En efecto, si la capacidad de ser sujeto social significa el poseer opción de
construcción social propia (proyecto) y posibilidad de realizarla (fuerza), sólo podemos considerar
como democrática una sociedad que permite la emergencia y existencia de diferentes
subjetividades y proyectos, más allá de las normatividades e institucionalidades usualmente
asumidas como democráticas: separación de poderes, existencia de partidos de oposición o el
respeto a los derechos y garantías civiles.
Pensar la democracia más allá del plano normativo nos obliga a analizar las condiciones históricas
y sociales donde tiene lugar, así como los modos como se da y se percibe la relación política - vida
social. Reivindicamos la democracia como espacio de lo público donde pueden surgir diferentes
creencias sobre lo posible, que pueden ser reconocidas y hacerse viables por todos los actores
individuales y sociales como la capacidad para potenciar el desenvolvimiento y expresión de
diferentes grupos sociales y políticos a través de proyectos, si no divergentes, al menos no
coincidentes. Así, una sociedad democrática debe propiciar, o por lo menos permitir, diferentes
«proyectos político ideológicos que conllevan distintas visiones de futuro, mediante los cuales los
actores políticos y sociales definen el sentido de su que hacer, y por lo mismo, su propia
justificación para llegar a tener presencia histórica» (ZEMELMAN 1995).
Desde esta perspectiva, la democracia no es posible dentro del actual proyecto económico y
político dominante, llamado por algunos ¨era neoliberal¨ o por otros Capitalismo Mundial Integrado.
En este contexto, no se crean, incluso se impiden, las posibilidades de formación de actores
sociales y políticos con proyectos discrepantes del modelo económico y cultural hegemónico,
marcado por el predominio absoluto de la economía capitalista de mercado, los procesos de
globalización y la misma preeminencia de la democracia liberal. Por ello, se hace necesario
reconocer y generar propuestas políticas y culturales alternativas que controviertan esta lógica
integradora.
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