Stuart - Hall - El Espectaculo Del Otro

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Sin garantías:

Trayectorias y problemáticas
en estudios culturales

Stuart Hall

Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich


(editores)
Sin garantías:
Trayectorias y problemáticas
en estudios culturales

Stuart Hall

Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich


(editores)

Instituto de estudios sociales y culturales Pensar, Universidad Javeriana


Instituto de Estudios Peruanos
Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador
Envión Editores
© Stuart Hall
© Envión editores
© Instituto de Estudios Peruanos
© Instituto de Estudios Sociales y Culturales, Pensar. Universidad Javeriana
© Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador

Primera edición
Agosto 2010

Envión editores
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Corrección de texto: Mónica del Valle


Diagramación: Enrique Ocampo
Diseño de portada: Gino Becerra Flores

ISBN Envión editores: 978-958-99438-2-3


ISBN Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador: 978-9978-19-409-6
ISBN Instituto de Estudios Peruanos: 978-9972-51-274-2
Contenido

Introducción 7
Práctica crítica y vocación política: pertinencia de Stuart Hall
en los estudios culturales latinoamericanos 7
Parte I. Sobre los estudios culturales 15
1. El surgimiento de los estudios culturales
y la crisis de las humanidades 17
2. Estudios culturales: dos paradigmas 29
3. Estudios culturales y sus legados teóricos 51
Parte II. Contribuciones a la teoría social:
no-esencialismo, hegemonía e ideología 73
4. Sobre postmodernismo y articulación 75
5. Notas de Marx sobre el método:
una “lectura” de la Introducción de 1857 95
6. El problema de la ideología: el marxismo sin garantías 133
7. El redescubrimiento de la “ideología”:
el retorno de lo reprimido en los estudios de los medios 155
8. Significación, representación, ideología:
Althusser y los debates postestructuralistas 193
9. La cultura, los medios de comunicación
y el “efecto ideológico” 221
Parte III. Raza y etnicidad 255
10. La importancia de Gramsci
para el estudio de la raza y la etnicidad 257
11. ¿Qué es lo “negro” en la cultura popular negra? 287
12. Los blancos de sus ojos:
ideologías racistas y medios de comunicación 299
13. Nuevas etnicidades 305
14. Antiguas y nuevas identidades y etnicidades 315
Parte IV. Identidad y representación 337
15. Etnicidad: identidad y diferencia 339
16. Identidad cultural y diáspora 349
17. La cuestión de la identidad cultural 363
18. Negociando identidades caribeñas 405
19. El espectáculo del “Otro” 419
20. El trabajo de la representación 447
Parte V. Multiculturalismo, globalidad, estado
y postcolonialidad 483
21. El significado de los Nuevos tiempos 485
22. Lo local y lo global: globalización y etnicidad 501
23. El estado en cuestión 521
24. Cultura, comunidad, nación 547
25. ¿Cuándo fue lo “postcolonial”? Pensando en el límite 563
26. La cuestión multicultural 583
Fuentes originales de los artículos 619
19. El espectáculo del “Otro”

Introducción

¿ Cómo representamos gente y lugares que son significativamente diferentes


de nosotros? ¿Por qué la “diferencia” es un tema tan apremiante, un área
tan discutida de la representación? ¿Cuál es la fascinación secreta de la
“otredad” y por qué la representación popular es atraída hacia ella? ¿Cuáles
son las formas típicas y las prácticas de representación que se utilizan para
representar la “diferencia” en la cultura popular actual y de dónde vinieron
estas formas y estereotipos populares? Estas son algunas de las preguntas
acerca de la representación que nos proponemos plantear en este capítulo.
Pondremos especial atención en las prácticas de representación que llamamos
“estereotipantes”. Al final, esperamos que se entienda mejor cómo lo que
llamamos “el espectáculo del ‘Otro’” funciona /…/1

¿Por qué importa la “diferencia”?


/…/ Cuestiones de “diferencia” han llegado a la superficie en estudios cultu-
rales en décadas recientes y se les ha enfocado de distintas maneras por parte
de diferentes disciplinas. En este aparte consideraremos brevemente cuatro
de tales explicaciones teóricas /…/
La primera explicación viene de la lingüística —de la especie de enfoque
asociado con Saussure y el uso del lenguaje como modelo de cómo funciona
la cultura—. El principal argumento propuesto aquí es que la “diferencia”
importa porque es esencial para el significado; sin ella, el significado no podría
existir. Saussure argumentó que sabemos lo que significa negro no porque
haya alguna esencia de “negritud” sino porque podemos contrastarla con
su opuesto —blanco—. El significado, afirma Saussure, es relacional. Es la
diferencia entre blanco y negro lo que significa, lo que carga significado /…/
Este principio se mantiene para conceptos más amplios también. Sabemos
lo que es ser “británico” no solo como resultado de ciertas características
nacionales sino también porque podemos marcar su “diferencia” de los “otros”:
lo “británico” es no-francés, no-estadounidense, no-alemán, no-pakistaní,
no-jamaiquino /…/
Así que el significado depende de la diferencia entre opuestos /…/ Aunque
las oposiciones binarias —blanco/negro, día/noche, masculino/femenino,
británico/extranjero— tienen el gran valor de capturar la diversidad del
mundo dentro de sus extremos de este/aquel, también son una manera cruda

1 Los tres puntos suspensivos entre barras indican los lugares en los que hemos hecho
cortes en el texto original (Nota de los editores).
420 Stuart Hall

y reduccioncita de establecer significado. Por ejemplo en la foto llamada a


blanco y negro, realmente no hay “negro” o “blanco”, sino solo variaciones
de sombras de gris. El “negro” sombrea imperceptiblemente hacia “blanco”,
así como los hombres tiene lados tanto “masculinos” como “femeninos” en
su naturaleza /…/
Así, mientras que parece que no podemos desprendernos de ellas, las
oposiciones binarias también están abiertas a la acusación de ser reduccio-
nistas y bastante simplificadas, tragándose todas las distinciones en su estruc-
tura más bien rígida de dos partes. Más aún, como el filósofo Jacques Derrida
(1972) ha argumentado, hay muy pocas oposiciones binarias neutrales. Un
polo es usualmente el dominante, el que incluye al otro dentro de su campo
de operaciones. Siempre existe una relación de poder entre los polos de una
oposición binaria. Debemos realmente escribir, blanco/negro, hombres/
mujeres, masculino/femenino, clase alta/clase baja, británico/extranjero para
capturar esta dimensión de poder en el discurso.
La segunda explicación también viene de las teorías del lenguaje, pero de
una escuela algo diferente a la que representa Saussure. El argumento aquí
es que necesitamos la “diferencia” porque sólo podemos construir significado a
través del dialogo con el “Otro”. El gran lingüista y crítico ruso, Mijail Bajtín,
quien no se llevaba bien con el régimen estalinista en los años cuarenta,
estudió el lenguaje no (como lo hicieron los saussureanos) como un sistema
objetivo, sino en términos de cómo se sostiene el significado en el diálogo
entre dos o más interlocutores. El significado, Bajtín argumentaba, no
pertenece a ningún interlocutor. Se origina en un dar y recibir entre varios
interlocutores.
La palabra en el lenguaje pertenece a otro por mitades. Se convierte en
propiedad de uno sólo cuando [...] el interlocutor se apropia la palabra,
adaptándola a su propia intención expresiva semántica. Antes de esto
[...] la palabra no existe en un lenguaje impersonal o neutro [...] más
bien, existe en las bocas de otras personas, sirviendo las intenciones
de otras personas: es a partir de allí que uno debe tomar la palabra y
apropiársela (Bajtín [1935] 1981: 293-294).
Bajtín y su colaborador Volóshinov creían que esto nos permite entrar en una
lucha sobre el significado, rompiendo un conjunto de asociaciones y dando a
las palabras una nueva inflexión. El significado, argumentó Bajtín, se establece
a través del dialogo, es fundamentalmente dialógico. Todo lo que decimos y
queremos decir se modifica por la interacción y el interjuego con otra persona.
El significado se origina a través de la “diferencia” entre los participantes en
cualquier diálogo. En síntesis, el “Otro” es esencial para el significado.
Este es el lado positivo de la teoría de Bajtín. El lado negativo es, natural-
mente, que por consiguiente, el significado no puede fijarse y que un grupo
El espectáculo del “Otro” 421

nunca puede estar completamente a cargo del significado. Lo que quiere decir
ser “británico”, “ruso” o “jamaiquino” no puede controlarse en su totalidad
por los británicos, rusos o jamaiquinos sino que siempre se encuentra en
negociación, en el diálogo entre estas culturas nacionales y sus “otros”. Así,
ha sido argumentado que uno no puede saber lo que se quiere decir con
“británico” en el siglo XIX hasta que sepa lo que pensaban los británicos
acerca de Jamaica, su colonia preciada en el Caribe o acerca de Irlanda, y de
forma más desconcertante, lo que los jamaiquinos o los irlandeses pensaban
de ellos (cfr. Hall 1994).
La tercera clase de explicación es antropológica /…/ El argumento aquí es
que la cultura depende de dar significado a las cosas asignándolas a diferentes
posiciones dentro de un sistema de clasificación. La marcación de la “diferencia”
es así la base de ese orden simbólico que llamamos cultura. Mary Douglas
(1966), siguiendo el trabajo clásico sobre los sistemas simbólicos por el
sociólogo francés Emile Durkheim, y los estudios posteriores de la mitología
por el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, argumenta que los grupos
sociales imponen significado a su mundo ordenando y organizando las cosas
en sistemas clasificatorios. Las oposiciones binarias son cruciales para toda
clasificación porque uno debe establecer una diferencia clara entre las cosas
para clasificarlas. Enfrentados con diferentes clases de comida, Lévi-Strauss
(1970) sostenía que una forma de darles significado es empezar dividiéndolos
en dos grupos: aquellos que se comen “crudos” y los que se comen “cocidos”.
Naturalmente, uno también puede clasificar la comida en “verduras” y
“frutas”; o en aquello que se come como “entradas” y lo que se come como
“postres”, o lo que se sirve en la cena y lo que se come en las fiestas sagradas
o en la mesa de comunión. Aquí, una vez más, la “diferencia” es fundamental
para el significado cultural.
Sin embargo, también puede dar origen a sentimientos y prácticas nega-
tivas. Mary Douglas sostiene que lo que realmente turba el orden cultural
es cuando las cosas se manifiestan en las categorías equivocadas o cuando
las cosas no encajan en alguna categoría: una sustancia como el mercurio,
por ejemplo, que es un metal pero también es un líquido o un grupo social
como los mulatos que no son ni “blancos” ni “negros” sino que flotan ambi-
guamente en alguna zona híbrida inestable no determinada (Stallybrass y
White 1986). Culturas estables requieren que las cosas permanezcan en el
lugar asignado. Las fronteras simbólicas mantienen las categorías “puras”,
dando a las culturas significado e identidad únicas. Lo que desestabiliza la
cultura es “la materia fuera de lugar”: la ruptura de nuestras reglas y códigos
no escritos. La tierra en el jardín está bien pero en la habitación es “asunto
fuera de lugar”, un signo de contaminación, de fronteras simbólicas que están
siendo violadas, de tabúes rotos. Lo que hacemos con “los asuntos fuera de
su lugar” es barrerlos y tirarlos, restaurar el orden, restablecer los asuntos a
su normalidad. La retirada de muchas culturas hacia el “cerramiento” contra
los intrusos, extranjeros y “otros” es parte del mismo proceso de purificación
(Kristeva 1982).
De acuerdo con este argumento, entonces, las fronteras simbólicas son
centrales a toda cultura. Marcar la “diferencia” nos conduce, simbólicamente,
422 Stuart Hall

a cerrar rangos, apoyar la cultura y estigmatizar y a expulsar cualquier cosa


que se defina como impura, anormal. Sin embargo, paradójicamente, también
hace poderosa la “diferencia” y extrañamente atractiva precisamente porque es
prohibida, tabú, amenazante para el orden cultural. Así, “lo que es socialmente
periférico es a menudo simbólicamente centrado” (Babcock 1978: 32).
La cuarta clase de explicación es psicoanalítica y se relaciona con el papel
de la “diferencia” en nuestra vida psíquica. El argumento aquí es que el “Otro”
es fundamental a la constitución del sí mismo, a nosotros como sujetos y a la
identidad sexual. Según Freud, la consolidación de nuestras definiciones del
“yo” y de nuestras identidades sexuales depende de la forma en que fuimos
formados como sujetos, especialmente en relación con la etapa de desarrollo
temprano que llamó el complejo de Edipo (de acuerdo con el mito griego).
Un sentido unificado de uno mismo como sujeto y su identidad sexual —
argumentaba Freud— no son fijos en el infante. Sin embargo, de acuerdo
con la versión de Freud del mito de Edipo, en cierto punto el niño desarrolla
una atracción erótica inconsciente hacia la madre pero encuentra el padre
impidiendo su camino a la “satisfacción”. Sin embargo, cuando descubre
que las mujeres no tienen un pene, asume que su madre fue castigada con
la castración y que él podría ser castigado de la misma manera si insiste en
su deseo inconsciente. Con miedo, transfiere su identificación a su viejo
“rival”, el padre, tomando de esa forma el comienzo de una identificación
con una identidad masculina. La niña identifica de manera opuesta —con
el padre— pero ella no puede “ser” él puesto que le hace falta el pene. Ella
puede solamente “ganárselo” estando dispuesta, inconscientemente, a gestar
el niño de un hombre —tomando de esa forma e identificándose con el papel
de madre y “convirtiéndose en femenina”—.
Este modelo de como la “diferencia” sexual empieza a asumirse en los
niños ha sido fuertemente debatido. Mucha gente ha cuestionado su carácter
especulativo. En cambio, ha sido muy influyente, así como extensamente
modificada por analistas posteriores. El psicoanalista francés Jacques Lacan
(1977), por ejemplo, fue más allá que Freud, argumentando que el niño no
tiene sentido de sí mismo como sujeto separado de su madre hasta que se ve
a sí mismo en un espejo, o como si estuviera reflejado en la forma en que la
madre lo mira. A través de la identificación, desea el objeto del deseo de ella,
enfocando de esa manera su libido sobre sí mismo (cfr. Segal 1997). Es esta
reflexión que viene de fuera de uno mismo, o lo que Lacan llama la “mirada
desde el lugar del otro” durante la etapa del espejo, que permite que un niño se
reconozca a sí mismo por primera vez como sujeto unificado, que se relacione
con el mundo externo, con el “Otro”, que desarrolle el lenguaje y que tome su
identidad sexual (Lacan, en verdad dice, “no reconocerse a sí mismo” puesto
que cree que el sujeto nunca puede estar totalmente unificado). Melanie Klein
(1957), en cambio, sostiene que el niño pequeño maneja su problema de falta
de un yo estable separando su imagen inconsciente y la identificación con la
madre entre sus partes “buenas” y “malas”, internalizando algunos aspectos
y proyectando otros hacia el mundo externo. El elemento común en todas
estas diferentes versiones de Freud es el papel que dan estos distintos teóricos
al “Otro” en desarrollo subjetivo. La subjetividad sólo puede surgir y un
El espectáculo del “Otro” 423

sentido de “sí mismo” puede formarse a través de las relaciones simbólicas e


inconscientes que el niño pequeño forja con un “Otro” significativo que está
afuera —es decir, diferente— de él mismo.
A primera vista, estos planteamientos psicoanalíticos parecen ser positivos
en sus implicaciones para la “diferencia”. Nuestras subjetividades, sostienen,
dependen de nuestras relaciones inconscientes con los otros significantes. Sin
embargo, también hay implicaciones negativas. La perspectiva psicoanalítica
asume que no hay tal cosa como un núcleo interior estable dado al “sí mismo”
o a la identidad. Psíquicamente, nunca estamos completamente unificados
como sujetos. Nuestras subjetividades se forman a través de este diálogo
inconsciente, nunca completo, traumatizado con —esta internalización— el
“Otro”. Se forma, en relación con algo que nos completa pero que —puesto
que vive fuera de nosotros—nos falta, de alguna forma.
Lo que es más, dicen ellos: esta división preocupante o hendidura dentro
de la subjetividad nunca puede ser curada. Algunos ven esto como una de
las principales fuentes de neurosis en los adultos. Otros ven la fuente de los
problemas psíquicos en la hendidura entre las partes “buenas” y “malas” de
sí mismo —siendo internamente perseguidas por los aspectos “malos” que
uno ha tomado hacia sí mismo o alternativamente, proyectando hacia los
otros los sentimientos “malos” que uno no puede manejar—. Frantz Fanon
([1952] 1986) que utilizó la teoría psicoanalítica en su explicación del racismo,
sostenía que mucho de la estereotipación racial y la violencia surgía del
rechazo del blanco hacia el “Otro” para dar su reconocimiento “a partir del
lugar del otro” hacia la persona negra (cfr. Bhabha 1986b, Hall 1996).
Estos debates acerca de la “diferencia” y el “Otro” se han introducido porque
el capítulo se nutre selectivamente de todos ellos en el curso del análisis de
la representación racial. No es necesario en esta etapa que prefieran una
explicación de “diferencia” a otras o que escojan entre ellas. No son mutua-
mente exclusivas puesto que se refieren a niveles muy diferentes de análisis: el
lingüístico, el social, el cultural y el psíquico, respectivamente. Sin embargo,
hay dos puntos generales que notar en esta etapa. Primero, desde muchas
direcciones, y dentro de muchas disciplinas, esta cuestión de “diferencia” y
“otredad” ha llegado a jugar un papel crecientemente significativo. Segundo,
la “diferencia” es ambivalente. Puede ser positiva y negativa. Es necesaria
tanto para la producción de significado, la formación de lenguaje y cultura,
para identidades sociales y un sentido subjetivo del sí mismo como sujeto
sexuado; y al mismo tiempo, es amenazante, un sitio de peligro, de senti-
mientos negativos, de hendidura, hostilidad y agresión hacia el “Otro”. En
los párrafos que siguen, debe tenerse en cuenta este carácter ambivalente de
la “diferencia”, su legado dividido.

Racialización del “Otro”


Manteniendo en reserva por un momento estas “herramientas” teóricas de
análisis, permitámonos explorar más algunos ejemplos de los repertorios de
representación y prácticas representacionales que han sido utilizadas para
424 Stuart Hall

marcar diferencia racial y significar el “Otro” racializado en la cultura popular


de Occidente. ¿Cómo se formó este archivo y cuáles fueron sus figuras y
prácticas típicas?
Hay tres componentes principales en el encuentro de “Occidente” con la
gente negra, dando origen a una avalancha de representaciones populares
basadas en la marcación de diferencia racial. El primero empezó con el
contacto en el siglo XVI entre los comerciantes europeos y los reinos de África
occidental que fue una fuente de esclavos negros durante tres siglos. Sus
efectos iban a ser encontrados en la esclavitud y en las sociedades post-escla-
vistas del Nuevo Mundo. El segundo fue la colonización europea de África y
la “rapiña” entre las potencias europeas por el control del territorio colonial,
los mercados y las materias primas en el período de “alto imperialismo”. El
tercero fue la migración, después de la segunda guerra mundial, a partir del
“Tercer Mundo” hacia Europa y Norte América. Las ideas occidentales acerca
de “raza” y las imágenes de diferencia racial fueron profundamente formadas
por aquellos tres fatídicos encuentros.
Racismo mercantil: imperio y el mundo doméstico
Empezamos con cómo las imágenes de la diferencia racial extraídas del
encuentro imperial inundaron la cultura popular británica al final del siglo
XIX. En la Edad Media, la imagen europea de África era ambigua: un lugar
misterioso, pero a menudo visto positivamente; después de todo, la Iglesia
Cóptica era una de las más antiguas comunidades cristianas en el “extran-
jero”; los santos negros aparecían en la iconografía cristiana medieval; y el
legendario “Prester John” de Etiopía tenía la reputación de ser uno de los más
leales seguidores de la cristiandad. Gradualmente, sin embargo, esta imagen
cambió. Los africanos fueron declarados descendientes de Ham, condenados
en la Biblia a ser por la eternidad sirvientes de sirvientes entre sus hermanos.
Identificados con la naturaleza, simbolizaban “lo primitivo” en contraste con
el “mundo civilizado”. El Siglo de las Luces, que clasificada las sociedades a lo
largo de una escala evolutiva partiendo de la “barbarie” hasta la “civilización”,
pensaba que África era el padre de todo lo que es monstruoso en la natura-
leza (Edward Long 1774, citado en McClintock 1995: 22). Curbier calificó al
negro como una “tribu de monos”. El filosofo Hegel declaró que África no
era “parte histórica del mundo […] no tiene movimiento o desarrollo que
exhibir”. Al final del siglo XIX, cuando la exploración europea y la coloni-
zación del interior africano empezó en serio, se consideraba a África como
“varada e históricamente abandonada [...] una tierra de fetichismo, poblada
por caníbales, demonios y brujos […]” (McClintock 1995: 41).
La exploración y colonización de África produjo una explosión de repre-
sentaciones populares (Mackenzie 1986). Nuestro ejemplo aquí es la propa-
gación de imágenes y temas imperiales en Inglaterra a través de la publicidad
de mercancías en las décadas que cerraban el siglo XIX. El progreso del gran
explorador-aventurero blanco y los encuentros con la exótica África negra
fueron registrados y descritos en mapas y dibujos, grabados y (especialmente)
la nueva fotografía, en diarios, ilustraciones y narrativas, periódicos, escritos
sobre viajes, tratados, informes oficiales, y novelas de aventuras. La publicidad
El espectáculo del “Otro” 425

fue un medio por el que se dio forma visual al proyecto imperial en un medio
popular, forjando el enlace entre el Imperio y la imaginación doméstica.
Anne McClintock dice que, a través de la racialización de la publicidad
(racismo de mercancía), “el hogar de clase media victoriana se convirtió en
un espacio para la muestra del espectáculo imperial y la reinvención de la
raza mientras que las colonias —en particular África—se convertía en un
teatro para exhibir el culto Victoriano de la domesticidad y la reinvención
del género” (1995: 34).
La publicidad para los objetos, chucherías, con los que las clases medias
victorianas llenaban sus hogares suministraba una “manera imaginaria de
relacionarse con el mundo real de producción de mercancías y, después de
1890, con la aparición de la prensa popular, desde el Illustrated London News
hasta el Harmsworth Daily Mail, la imaginería de la producción en masa entró
al mundo de las clases trabajadoras por vía del espectáculo de la publicidad”
(Richards 1990). Richards lo llama “espectáculo” porque la publicidad tradujo
las cosas en un despliegue de una fantasía visual de signos y símbolos. La
producción de mercancías se conectó con Europa —la búsqueda de mercados
y de materias primas en el extranjero suplantando otros motivos para la
expansión imperial—.
Este tráfico de dos vías forjó conexiones entre el imperialismo y la esfera
doméstica, pública y privada. Las mercancías (y las imágenes de la vida
doméstica inglesa) fluyeron hacia fuera, hacia las colonias; las materias primas
(y las imágenes de “la misión civilizadora” en progreso) fueron traídas a casa.
Henry Stanley, el aventurero imperial, que famosamente siguió a Livingstone
en África Central en 1871, y fue fundador del infame estado del Congo Libre,
trató de anexar Uganda y abrir el interior para la Compañía de África del
Este. El creía que la expansión de las mercancías haría inevitable la “civili-
zación” en África y nombró a sus cargadores nativos según las marcas de las
mercancías que cargaban: Bryant & May, Remington y así sucesivamente.
Sus proezas fueron asociadas con el jabón Pears, y varias marcas de té. La
galería de héroes imperiales y sus proezas masculinas en “África Profunda”
fueron inmortalizadas en cajas de fósforos, cajas de agujas, dentífrico, cajas de
lápices, paquetes de cigarrillos, juegos, música. “Las imágenes de la conquista
colonial fueron estampadas en cajas de jabones [...] latas de galletas, botellas
de whisky, latas de té y barras de chocolate. Ninguna forma pre-existente de
racismo organizado había anteriormente sido capaz de alcanzar una masa
tan grande y tan diferenciada de populacho” (McClintock 1995: 209).
El jabón simbolizó esta “racialización” del mundo doméstico y la “domesti-
cación” del mundo colonial. En su capacidad para limpiar y purificar, el jabón
adquirió, en el mundo de la fantasía de la publicidad imperial, la calidad de
objeto-fetiche. Aparentemente tenía el poder de lavar la piel negra y hacerla
blanca así como de remover la mugre, el sucio de los tugurios industriales y
de sus habitantes —los pobres no lavados— en casa, mientras que mantenía
el organismo imperial limpio y puro en las zonas de contacto racialmente
contaminadas. En el proceso, sin embargo, la labor doméstica de las mujeres
fue silenciosamente obliterada.
426 Stuart Hall

Mientras tanto, en la plantación...


Nuestro segundo ejemplo es del período de la esclavitud en la plantación y
de las consecuencias de la misma. Se ha argumentado que en Estados Unidos
una ideología totalmente formada no apareció entre las clases que explotaban
esclavos (y sus seguidores en Europa) hasta que la esclavitud fuera seriamente
desafiada por los abolicionistas en el siglo XIX. Frederickson resume el
complejo y a veces contradictorio conjunto de creencias sobre la diferencia
racial que ocurrió en ese período:
Se hizo gran énfasis sobre el caso histórico en contra del hombre negro
basado sobre su supuesto fracaso para desarrollar un modo de vida
civilizado en África. Como los escritos pro-esclavitud lo describen,
África era y siempre había sido, un escenario de salvajismo sin cuartel,
de canibalismo, de adoración al diablo y de libertinaje sexual. También
se había afianzado una forma temprana de argumento biológico
fundamentado en las diferencias, reales o imaginarias, fisiológicas y
anatómicas —especialmente en características craneales y ángulos
faciales— que supuestamente explicaban la inferioridad física y mental.
Finalmente, existía la atracción hacia los temores de larga tradición
por parte del blanco de un entrecruzamiento de razas propagada a
medida que los teóricos a favor de la esclavitud buscaban profundizar
la ansiedad blanca diseminando que la abolición de la esclavitud condu-
ciría al inter-matrimonio y la degeneración de la raza. Aunque estos
argumentos habían aparecido con anterioridad en forma embrionaria
y fugaz, hay algo asombroso acerca de la rapidez con la que fueron
unidos y organizados en un patrón polémico y rígido una vez que los
defensores de la esclavitud se encontraron involucrados en una guerra
de propaganda contra los abolicionistas (Frederickson 1987: 49).
El discurso racializado está estructurado por medio de un conjunto de oposi-
ciones binarias. Existe la poderosa oposición entre “civilización” (blanca) y
“salvajismo” (negro). Existe la oposición entre las características biológicas
u orgánicas de las razas “blanca” y “negra”, polarizada hacia sus extremos
opuestos: cada una significadora de una diferencia absoluta entre “tipos” o
especies humanas. Existen las ricas distinciones que se aglomeran alrededor
del enlace supuesto, por un lado, entre las “razas” blancas y el desarrollo inte-
lectual —refinamiento, aprendizaje y conocimiento, la creencia en la razón,
la presencia de instituciones desarrolladas, el gobierno y la ley formal, y una
“restricción civilizada” en su vida cívica, emocional y sexual, todo lo cual
está asociado con “Cultura”— y, por otro lado, la conexión entre las “razas”
negras y cualquier cosa que sea instinto —la expresión abierta de la emoción
y los sentimientos en lugar del intelecto, una ausencia de “refinamiento civi-
lizado” en la vida sexual y social, una dependencia del rito y la costumbre,
y la ausencia de instituciones cívicas desarrolladas, todo lo cual está ligado
a la “Naturaleza”—. Finalmente, existe la polarización de la oposición entre
la “pureza” racial por un lado y la “contaminación” que surge del intermatri-
monio, la hibridez racial y la mezcla de razas.
El espectáculo del “Otro” 427

El negro, se decía, encontraba la felicidad sólo bajo la tutela de un amo


blanco. Sus características esenciales estaban fijas para siempre —“eterna-
mente”— en la naturaleza. Lo que evidencia que las insurrecciones de esclavos
y la revuelta de esclavos en Haití (1791) habían persuadido a los blancos
sobre la inestabilidad del carácter del negro. Cierto grado de civilización,
pensaban, se había pegado al esclavo “domesticado” pero muy por dentro
de los esclavos permanecía, por naturaleza, el bruto salvaje: y pasionalmente
latentes por mucho tiempo, una vez liberado, resultaría en un “frenesí salvaje”
de la venganza y la salvaje búsqueda de sangre” (Frederickson 1987: 54). Esta
opinión se justificaba con referencia a la así llamada “evidencia” etnológica
y científica, la base de una nueva clase de racismo científico. Contrario a la
evidencia bíblica, se aseguraba que los blancos y los negros habían sido creados
en eras diferentes, según la teoría de la “poligénesis” (muchas creaciones).
La teoría racial aplicaba de manera diferente la distinción cultura/natu-
raleza a los dos grupos racializados. Entre blancos, “cultura” estaba opuesta
a “naturaleza”. Entre los negros, se asumía, la “cultura” coincidía con la
“naturaleza”. Mientras los blancos desarrollaban “cultura” para dominar la
“naturaleza”, para los negros la “cultura y la naturaleza” eran intercambiables.
David Green (1984) debatió esta opinión en relación con la antropología y la
etnología, las disciplinas que suministraban mucha de la “evidencia científica”
para la misma:
Aunque no inmune al enfoque de la ‘obligación civilizadora del blanco’,
la antropología fue conducida a través del curso del siglo XIX aún más
hacia conexiones causales entre raza y cultura. A medida que la posición
y estatus de las ‘razas’ inferiores se hacía cada vez más fija, también las
diferencias socio-culturales se percibían como dependientes de caracte-
rísticas hereditarias. Puesto que éstas eran inaccesibles a observaciones
directas, se tenía que inferir a partir de rasgos de conducta y físicos. Las
diferencias socio-culturales entre las poblaciones humanas se subsumían
dentro de la identidad del cuerpo humano individual. En un intento por
trazar la línea de determinación entre lo biológico y lo social, el cuerpo
se convirtió en el objeto tótem y su propia visibilidad en la articulación
evidente de la naturaleza y la cultura (Green 1984: 31-32).
El argumento de Green explica por qué el cuerpo racializado y su significado
llegó a tener tanta resonancia en la representación popular de la diferencia y
la “otredad”. También resalta la conexión entre discurso visual y la producción
de conocimiento (racializado). El cuerpo mismo y su diferencia eran visibles a
todo el mundo y así proveían la “evidencia incontrovertible” para una natu-
ralización de la diferencia racial. La representación de “diferencia” a través
del cuerpo se convirtió en el sitio discursivo a través del cual gran parte de
este “conocimiento racializado” se producía y circulaba.
“Diferencia” racial significante
Las representaciones populares de la “diferencia” durante la esclavitud tendían
a agruparse alrededor de dos temas principales. Primero estaba el estatus
subordinado y la “pereza innata” de los negros —“naturalmente” nacidos en
y equipados para la servidumbre pero al mismo tiempo, tercamente reacios
428 Stuart Hall

a trabajar de forma apropiada a su naturaleza y rentable para sus dueños—.


Segundo estaba su “primitivismo” innato, simplicidad y falta de cultura que
los hacía genéticamente incapaces de refinamientos “civilizados”. Los blancos
se divertían cuando los esclavos intentaban imitar los modales y costumbres
de los así llamados blancos “civilizados”.2
Típico de este régimen racializado de representación era la práctica de
reducir la cultura de los pueblos negros a naturaleza o a diferencia natu-
ralizada. La lógica detrás de la naturalización es sencilla. Si las diferencias
entre blancos y negros eran “culturales”, entonces están abiertas a la modi-
ficación y al cambio. Pero si son “naturales” —como creían los dueños de
esclavos— entonces están fuera de la historia, son permanentes y fijas. La
“naturalización” es por consiguiente, una estrategia representacional diseñada
para fijar la “diferencia” y así asegurarla para siempre. Es un intento de detener
el “resbalamiento” inevitable del significado, para garantizar el “cerramiento”
discursivo o ideológico.
En los siglos XVIII y XIX, las representaciones populares de la vida diaria
bajo la esclavitud, la propiedad y la servidumbre se muestran tan “naturales”
que no necesitan comentarios. Era parte del orden natural de las cosas que los
hombres blancos se sentaran y los esclavos estuvieran de pie, que las mujeres
blancas montaran a caballo y que los hombres negros corrieran detrás de
ellas para protegerlas del sol con una sombrilla, que los supervisores blancos
inspeccionaran a las mujeres negras como animales de presa o que castigaran
a los esclavos que trataban de escapar con formas de tortura (como herrarlos
u orinárseles en la boca) y que los fugitivos se arrodillaran para recibir su
castigo. Estas imágenes son una forma de degradación ritualizada. En cambio,
algunas representaciones son idealizadas y sentimentalizadas más que degra-
dadas, aunque siguen siendo estereotípicas. Estos son los “nobles salvajes”
del tipo anterior para el caso de los “sirvientes humillados”. Por ejemplo las
representaciones infinitas del “buen” esclavo cristiano negro, como el Tío
Tom en la novela pro-abolicionista de Harriet Beecher-Stowe, la Cabaña
del Tío Tom, o la esclava dedicada y siempre fiel, Mammy. Un tercer grupo
ocupa un terreno medio ambiguo, tolerado aunque no admirado. Incluye a
los “nativos felices” —negros entretenedores, poetas y los que tocan el banyo,
que parecían no tener un cerebro en la cabeza y cantaban, bailaban y decían
chistes todo el día para entretener a la gente blanca— o los “embusteros” que
eran admirados porque se las arreglaban para no trabajar.
Para los negros, el “primitivismo” (Cultura) y la “negritud” (Naturaleza)
se hicieron intercambiables. Esa era su “verdadera naturaleza” y no podían
escaparse de ella. Como ha sucedido con frecuencia en la representación
de las mujeres, su biología era su “destino”. No solamente eran los negros
representados en términos de sus características esenciales. Eran reducidos
a una esencia. La pereza, fidelidad sencilla, “patanería”, embustes, puerilidad
pertenecían a los negros como raza, como especie. No había nada más que
2 De hecho, con frecuencia los esclavos deliberadamente parodiaban el comportamiento
de sus amos por medio de imitaciones exageradas, riéndose de los blancos a espaldas
de los mismos. Esta práctica significante ahora se reconoce como una parte bien
establecida de la tradición vernácula negra.
El espectáculo del “Otro” 429

su servidumbre para el esclavo arrodillado; nada para el Tío Sam excepto su


paciencia cristiana; nada para Mammy sino su fidelidad con el hogar blanco
—y lo que Fanon llamó su “buena cocina” —.
En síntesis, estos son estereotipos. Volveremos más adelante sobre este
concepto de estereotipar. Por el momento, notemos que “estereotipar”
quiere decir: reducir a unos pocos rasgos esenciales y fijos en la Naturaleza.
Estereotipar a los negros en la representación popular era tan común que los
caricaturistas, e ilustradores podían reunir una galería completa de “tipos
negros” con unos cuantos golpes de pluma. La gente negra era reducida a los
significadores de su diferencia física —labios gruesos, cabello rizado, cara y
nariz ancha, y así sucesivamente— /…/

El estereotipo como práctica significante


/…/ Hasta el momento, hemos tenido en cuenta los efectos esencializantes,
reduccionistas y naturalizantes del estereotipo. El estereotipo reduce la gente
a unas cuantas características simples, esenciales que son representadas como
fijas por parte de la Naturaleza. Aquí examinamos cuatro aspectos adicionales:
a) la construcción de “otredad” y exclusión, b) el estereotipo y poder, c) el
papel de la fantasía, y d) el fetichismo.
El estereotipo como práctica significante es central a la representación de la
diferencia racial. Pero ¿qué es un estereotipo? ¿Cómo funciona en la realidad?
En su ensayo sobre “Estereotipo”, Richard Dyer (1977) hace una distinción
importante entre tipificar y estereotipar. Dice que, sin el uso de tipos, sería
difícil, sino imposible, que el mundo tenga sentido. Nosotros entendemos el
mundo por medio de referencias de objetos, gente o eventos individuales en
nuestra cabeza hacia los esquemas de clasificación generales en los que, de
acuerdo con nuestra cultura, encajan. Así, “decodificamos” un objeto plano
sobre patas donde colocamos cosas, como “mesa”. Es probable que nunca
hayamos visto esa clase de “mesa” antes, pero tenemos un concepto general
o categoría de “mesa” en nuestra cabeza en el que “acomodamos” los objetos
particulares que percibimos o encontramos. En otras palabras, entendemos
lo “particular” en términos de su “tipo”. Desplegamos lo que Alfred Schultz
llamó tipificaciones. En este sentido, “tipificar” es esencial para la producción
de significado.
Richard Dyer dice que siempre “estamos poniendo sentido” a las cosas
en términos de algunas categorías más amplias. Así, por ejemplo, llegamos a
“saber” algo acerca de una persona pensando en los papeles que lleva a cabo:
¿es padre, niño, trabajador, amante, jefe o pensionado? Lo asignamos como
miembro de diferentes grupos según la clase, género, grupo de edad, nacio-
nalidad, “raza”, grupo lingüístico, preferencia sexual, y así sucesivamente. Lo
ordenamos en términos de tipo de personalidad: ¿es feliz, serio, deprimido,
demente, hiperactivo? Nuestra imagen de quien “es” esa persona se construye
a partir de la información que acumulamos cuando la posicionamos dentro
430 Stuart Hall

de estos órdenes diferentes de tipificación. En términos generales, entonces,


“un tipo es cualquier caracterización sencilla, vivida, memorable, fácilmente
interpretada y ampliamente reconocida en la que pocos rasgos son traídos al
plano frontal y el cambio y el ‘desarrollo’ se mantienen en el mínimo” (Dyer
1977: 28).
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre un tipo y un estereotipo? Los estereo-
tipos retienen unas cuantas características “sencillas, vividas, memorables,
fácilmente percibidas y ampliamente reconocidas” acerca de una persona,
reducen todo acerca de una persona a esos rasgos, los exageran y simplifican
y los fijan sin cambio o desarrollo hasta la eternidad. Este es el proceso que
describimos anteriormente. Por consiguiente, el primer punto es: la estereo-
tipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la “diferencia”.
Segundo, la estereotipación despliega una estrategia de “hendimiento”.
Divide lo normal y lo aceptable de lo anormal y de lo inaceptable. Entonces
excluye o expulsa todo lo que no encaja, que es diferente. Dyer argumenta
que
un sistema de estereotipos sociales se refiere a lo que está por dentro
y fuera de los límites de la normalidad [es decir, la conducta que se
acepta como ‘normal’ en cualquier cultura]. Los tipos son instancias
que indican aquellos que viven de acuerdo con las reglas de la sociedad
(tipos sociales) y aquellos designados para que las reglas los excluyan
(estereotipos). Por esta razón, los estereotipos son también más rígidos
que los tipos sociales [...] Los límites […] deben quedar claramente
delineados y también los estereotipos, uno de los mecanismos del
mantenimiento de límites, son característicamente fijos, inalterables,
bien definidos (Dyer 1977: 29).
Así, otro rasgo de la estereotipación es su práctica de “cerradura” y exclusión.
Simbólicamente fija límites y excluye todo lo que no pertenece.
La estereotipación es, en otras palabras, parte del mantenimiento del orden
social y simbólico. Establece una frontera simbólica entre lo “normal” y lo
“desviante”, lo “normal” y lo “patológico”, lo “aceptable” y lo “inaceptable”, lo
que “pertenece” y lo que no pertenece o lo que es “Otro”, entre “internos” y
“externos”, nosotros y ellos. Facilita la “unión” o el enlace de todos nosotros
que somos “normales” en una “comunidad imaginada” y envía hacia un exilio
simbólico a todos ellos —los “Otros”— que son de alguna forma diferentes,
“fuera de límites”. Mary Douglas (1966), por ejemplo, decía que cualquier
cosa que está “fuera de lugar” se considera contaminada, peligrosa, tabú.
Sentimientos negativos se congregan a su alrededor. Debe ser simbólicamente
excluida si se quiere restablecer la “pureza” de la cultura. La teórica feminista
Julia Kristeva (1982) denomina tales grupos expulsados o excluidos como
abyectos (del significado en latín, literalmente desechado).
El tercer punto es que la estereotipación tiende a ocurrir donde existen
grandes desigualdades de poder. El poder es usualmente dirigido contra el
grupo subordinado o excluido. Un aspecto de este poder, de acuerdo con
Dyer, es el etnocentrismo: “la aplicación de las normas de la cultura de uno
El espectáculo del “Otro” 431

a las de otros” (Brown 1965: 183). De nuevo, recuerden el argumento de


Derrida que entre oposiciones binarias como nosotros/ellos, “no estamos
tratando con [...] coexistencia pacífica […] sino mas bien con una jerarquía
violenta. Uno de los dos términos gobierna [...] el otro y tiene la sartén por
el mango” (1972: 41).
En suma, el estereotipo es lo que Foucault llamó una especie de juego
“saber/poder”. Clasifica a la gente según una norma y construye al excluido
como “otro”. Interesantemente, es también lo que Gramsci habría llamado un
aspecto de la lucha por la hegemonía. Como observa Dyers,
El establecimiento de la normalidad (es decir, lo que se acepta como
‘normal’) a través de los tipos y estereotipos sociales es un aspecto del
hábito de gobernar a grupos […] de intentar formar toda la sociedad
de acuerdo con su propia visión del mundo, su sistema de valores, su
sensibilidad y su ideología. Tan correcta es esta visión del mundo para
los grupos dominantes, que la hacen aparecer (como en realidad les
parece a ellos) como ‘natural’ e ‘inevitable’ —y para todos— y, en tanto
son exitosos, establecen su hegemonía (1977: 30).
La hegemonía es una forma de poder basada en el liderazgo por un grupo
en muchos campos de actividad al mismo tiempo, por lo que su ascendencia
demanda un consentimiento amplio y que parezca natural e inevitable.
Representación, diferencia y poder
Dentro de la estereotipación, entonces, hemos establecido una conexión entre
representación, diferencia y poder. Sin embargo, necesitamos sondear la natu-
raleza de este poder más profundamente. A menudo pensamos en el poder en
términos de coerción o restricción física directa. Sin embargo, también hemos
hablado, por ejemplo, del poder en la representación: poder de marcar, asignar
y clasificar; del poder simbólico, el de la expulsión ritualizada. El poder, parece,
tiene que entenderse aquí no sólo en términos de explotación económica
y de coerción física sino también en términos culturales o simbólicos más
amplios, incluyendo el poder de representar a alguien o algo de cierta forma
dentro de cierto “régimen de representación”. Incluye el ejercicio de poder
simbólico a través de las prácticas representacionales. La estereotipación es
un elemento clave en este ejercicio de violencia simbólica.
En su estudio sobre cómo Europa construyó una imagen estereotipada
del “Oriente”, Edward Said (1978) argumenta que, lejos de simplemente
reflejar lo que eran realmente los países del Medio Oriente, el “Orientalismo”
fue el discurso “por el que la cultura Europea fue capaz de manejar —y aun
producir— el Oriente política, sociológica, militar, ideológica, científica e
imaginativamente durante el período posterior a la Ilustración”. Dentro del
marco de la hegemonía occidental sobre el Oriente, dice, emergió un nuevo
objeto de conocimiento:
un Oriente complejo adecuado para estudio en la academia, para mostrar
en un museo, para la reconstrucción en la oficina colonial, para ilustra-
ción teórica en las tesis antropológicas, biológicas, lingüísticas raciales e
históricas acerca de la humanidad y el universo, para instancias de teorías
432 Stuart Hall

del desarrollo, económico y sociológico, de revolución, personalidades


culturales, carácter nacional o religioso (Said 1978: 7-8).
Tal forma de poder está íntimamente conectada con el conocimiento o con
las prácticas de lo que Foucault llamó “saber/poder” /…/
El debate de Said sobre el Orientalismo está estrechamente imbricado con
el argumento sobre saber/poder de Foucault: un discurso produce, a través
de diferentes prácticas de representación (academia, exhibición, literatura,
cuadros, etc.) una forma de conocimiento racializado del Otro (Orientalismo)
profundamente implicado en las operaciones de poder (imperialismo). Inte-
resantemente, sin embargo, Said define el “poder” de maneras que enfatizan
las similitudes entre Foucault y la idea de Gramsci sobre la hegemonía:
En cualquier sociedad no totalitaria, entonces, ciertas formas cultu-
rales predominan sobre otras; la forma de este liderazgo cultural es
lo que Gramsci ha identificado como hegemonía, un concepto indis-
pensable para entender la vida cultural en el Occidente industrial. Es
la hegemonía, o más bien, el resultado de la hegemonía cultural en
funcionamiento, el que da al Orientalismo su durabilidad y su fuerza
[...] El Orientalismo nunca está lejos de […] la idea de Europa, una
noción colectiva que ‘nos’ identifica, europeos contra todos ‘aquellos’
no europeos y en verdad, se puede argumentar, que el componente
principal en la cultura europea es precisamente lo que hace la cultura
hegemónica, tanto dentro como fuera de Europa; la idea de identidad
europea como superior en comparación con todos los pueblos y culturas
no europeas. Además existe la hegemonía de las ideas europeas acerca
del Oriente, reiterándose a sí mismos la superioridad europea sobre
el retraso del Oriente, usualmente atropellando la posibilidad de que
un pensador más independiente […] pueda haber tenido opiniones
diferentes sobre ese asunto (Said 1978: 7).
/…/ El poder siempre funciona en condiciones de relaciones desiguales.
Gramsci, por supuesto, habría hecho énfasis “entre clases” mientras que
Foucault siempre se negaba a identificar cualquier sujeto o sujeto-grupo espe-
cífico como fuente de poder, el cual, decía, funciona en un nivel local, táctico.
Estas son diferencias importantes entre estos dos teóricos del poder.
Sin embargo, hay también similitudes importantes. Para Gramsci, así como
para Foucault, el poder también involucra conocimiento, representación,
ideas, liderazgo cultural y autoridad así como restricción económica y coer-
ción física. Ambos habrían concordado en que el poder no puede capturarse
pensando exclusivamente en términos de fuerza o coerción: el poder también
seduce, solicita, induce, gana el consentimiento. No se puede pensar en poder
en términos de que un grupo tenga un monopolio del poder, simplemente
irradiando poder hacia abajo sobre un grupo subordinado por medio de
un ejercicio de simple dominación desde arriba. Incluye al dominante y al
dominado dentro de sus circuitos. Como Homi Bhabha ha observado, a
propósito de Said, “es difícil concebir […] la subjetivación como una coloca-
ción dentro del discurso Orientalista o colonial para el sujeto dominado sin
que el dominante esté estratégicamente posicionado dentro de él también”
El espectáculo del “Otro” 433

(1986a: 158). El poder no solamente constriñe y evita; también es productivo.


Produce nuevos discursos, nuevas clases de conocimiento (el Orientalismo,
por ejemplo), nuevos objetos de conocimiento (el Oriente), configura nuevas
prácticas (colonización) e instituciones (gobierno colonial). Funciona a nivel
micro —la “micro-física del poder” de Foucault— así como en términos de
más amplias estrategias. Y para ambos teóricos, el poder se encuentra en
todas partes. Como insiste Foucault, el poder circula.
La circularidad del poder es especialmente importante en el contexto de la
representación. El argumento es que todo el mundo —el poderoso y el que no
tiene poder— es capturado, aunque no en términos iguales, en la circulación del
poder. Ninguno, ni sus víctimas aparentes ni sus agentes, puede permanecer
por fuera de su campo de operación por completo /…/

Poder y fantasía
Un buen ejemplo de esta “circularidad” del poder se relaciona con la manera
en que la masculinidad negra es representada dentro de un régimen racia-
lizado de representación. Kobena Mercer e Isaac Julien (1994) argumentan
que la representación de la masculinidad negra “ha sido forjada en y a través
de las historias de la esclavitud, el colonialismo y el imperialismo”:
Como han argumentado sociólogos como Robert Staples (1982), un
elemento central del poder ‘racial’ ejercido por el amo esclavista blanco
era la negación de ciertos atributos masculinos a los esclavos negros,
como la autoridad, la responsabilidad por la familia y la posesión de
propiedad. A través de tales experiencias colectivas e históricas, los
hombres negros han adoptado ciertos valores patriarcales como la
fuerza física, la proeza sexual y el control como medios de supervi-
vencia contra el sistema represivo y violento de subordinación al que
han estado sometidos.
La incorporación de un código de conducta de ‘macho’ es de esa manera
inteligible como un medio de recuperar algún nivel de poder sobre la
condición de impotencia y dependencia en relación con el sujeto del
amo blanco [...] El estereotipo que prevalece (en Gran Bretaña contem-
poránea) proyecta una imagen de joven macho negro como ‘atracador’
o ‘amotinador’ […] Pero este régimen de representación se reproduce
y se mantiene en hegemonía porque los hombres negros han tenido
que recurrir a la ‘demostración de fuerza’ como respuesta defensiva a
la agresión anterior y a la violencia que caracteriza la forma en que las
comunidades negras son sometidas por la policía [...] Este ciclo entre
la realidad y la representación hace empíricamente ‘verdaderas’ las
ficciones ideológicas del racismo o, más bien, existe una lucha por la
definición, entendimiento y construcción de significados alrededor
de la masculinidad negra dentro del régimen dominante de la verdad
(Mercer y Julien 1994: 137-138).
Durante la esclavitud, el amo blanco a menudo ejecutaba su autoridad sobre
el esclavo masculino privándolo de todos sus atributos de responsabilidad,
434 Stuart Hall

autoridad paterna y familiar, tratándolo como un niño. Esta “infantilización”


de la diferencia es una estrategia de representación común tanto para hombres
como para mujeres.3 La infantilización puede también entenderse como una
forma de “castrar” simbólicamente al hombre negro (es decir, privarlo de su
“masculinidad”) y, como hemos visto, los blancos a menudo fantaseaban
acerca del apetito sexual excesivo y la proeza de los hombres negros —así
como lo hacían acerca del carácter sexual lascivo, hiper-sexuado de la mujer
negra— al que temían y secretamente envidiaban. La violación supuesta era
la principal “justificación” argumentada para linchar a los hombres negros
en los Estados del Sur hasta el Movimiento por los Derechos Civiles (Jordan
1968). Como observa Mercer,
La fantasía primordial del pene negro grande proyecta el miedo de
una amenaza no sólo a la hembra blanca sino también a la civilización
misma a medida que la ansiedad sobre la mezcla de razas, la contamina-
ción eugénica y la degeneración racial se lleva a cabo a través de rituales
de agresión racial de los machos blancos: el linchamiento histórico
de hombres negros en Estados Unidos rutinariamente involucraba la
castración literal de la ‘fruta extraña’ del Otro (1994: 185).
Los resultados eran frecuentemente violentos. Sin embargo, el ejemplo
también hace surgir la circularidad del poder y la ambivalencia —la naturaleza
doble— de la representación y del estereotipo. Porque, como Mercer y Juliet
nos recuerdan, los hombres negros a veces respondían a esta infantilización
adoptando una especie de caricatura-en-reverso de la hipermasculinidad
y la super sexualidad con la que se les había estereotipado. Tratados como
“infantiles”, algunos negros reaccionaban adoptando un estilo masculino
agresivo “macho”. Pero esto sólo servía para confirmar la fantasía entre los
blancos, de su naturaleza sexual excesiva e ingobernable (cfr. Wallace 1979).
Así, las “víctimas” pueden quedar atrapadas en su estereotipo, inconsciente-
mente confirmándolo por medio de los mismos términos por los que trata
de oponerse y resistir.
Esto puede parecer paradójico. Pero tiene su propia “lógica”. Esta lógica
depende de la representación que trabaja en dos niveles diferentes al mismo
tiempo: un nivel consciente y abierto y un nivel inconsciente y suprimido.
El primero a menudo sirve como “cobertura” desplazada para el segundo.
La actitud consciente entre blancos —de que los “negros no son hombres
adecuados, que son simplemente niños— puede ser “cobertura” para una
fantasía más problemática, más profunda —de que los “negros son realmente
super hombres, mejor dotados que los blancos y sexualmente insaciables” —.
No sería apropiado y sería “racista” expresar este sentimiento abiertamente;
pero la fantasía está presente y es secretamente suscrita por muchos. Así,
cuando los hombres negros actúan como “machos”, parece que desafían el
estereotipo (de que son sólo niños), pero en el proceso confirman la fantasía
que reside detrás de o es la “estructura profunda” del estereotipo (que son
3 Las mujeres atletas todavía son ampliamente referidas como “muchachas”. Y sólo
recientemente los hombres blancos del sur de los Estados Unidos han cesado de
referirse a los hombres negros como “¡muchacho!”, mientras que esa práctica todavía
permanece en Sudáfrica.
El espectáculo del “Otro” 435

agresivos, hiper-sexuados y super-dotados). El problema es que los negros


están atrapados por la estructura binaria del estereotipo, que está dividido
entre dos opuestos extremos —y están obligados a conmutar indefinidamente
entre ellos, a veces siendo representados por ambos al mismo tiempo—. Así,
los negros son a la vez “como niños” e “hiper-sexuados”, así como los jóvenes
negros son “zambos bobalicones” y/o “salvajes peligrosos y astutos” y los
hombres de más edad son “bárbaros” y/o “nobles salvajes”: Tíos Sam.
El punto importante es que los estereotipos se refieren tanto a lo que
se imagina en la fantasía como a lo que se percibe como “real”. Y lo que se
produce visualmente, por medio de las prácticas de representación, es sólo
la mitad de la historia. La otra mitad —el significado más profundo— reside
en lo que no se dice, pero está siendo fantaseado, lo que se infiere pero no se
puede mostrar.
Hasta el momento, hemos estado argumentando que “estereotipar” tiene
su propia poética (sus propias formas de funcionamiento) y su política (las
formas en que está investida de poder). También hemos sostenido que éste
es un tipo particular de poder: una forma de poder hegemónica y discursiva
que funciona tanto a través de la cultura, la producción de conocimiento,
la imagen y la representación, como a través de otros medios. Sin embargo,
es circular, implica a los “sujetos” de poder así como a aquellos que están
“sujetos a éste”. Pero la introducción de la dimensión sexual nos lleva a otro
aspecto de la “esterotipación”; es decir, su base en la fantasía y la proyección,
y sus efectos de división y de ambivalencia.
En “Orientalismo”, Said observó que la “idea general acerca de quién o qué
era un ‘Oriental’ emergió de acuerdo con una ‘lógica detallada gobernada’
no simplemente por la realidad empírica sino también por un conjunto de
deseos, represiones, inversiones y proyecciones” (1978: 8). Pero ¿de dónde
viene ese conjunto de deseos, represiones, inversiones y proyecciones? ¿Qué
papel juega la fantasía en las prácticas y estrategias de la representación
racializada? Si las fantasías que residen detrás de las representaciones racia-
lizadas no les permiten que ‘hablen”, ¿cómo encuentran expresión? ¿Cómo
están “representadas”? Esto nos lleva a la práctica representacional conocida
como fetichismo.
Fetichismo y desmentida4
Exploremos estos asuntos de fantasía y fetichismo, resumiendo el argumento
acerca de la representación y el estereotipo a través de un ejemplo concreto /…/
En un ensayo posterior, Gilman (1985) se refiere al “caso” de la mujer africana,
Saartje (o Sara) Baartman, conocida como la “Venus Hotentote” quien fue
traída a Inglaterra en 1810 desde la región del Cabo en África por un granjero

4 El término en inglés que usa Hall es desavowal, que remite a la categoría freudiana
Die Verneinung, que ha sido traducida al castellano por Ballesteros como renegación
y por Etcheverry como desmentida. Es en este sentido que hemos decidido dejar la
segunda acepción, que es mucho más precisa y cercana a la categoría freudiana donde
se funda el concepto. A pesar de que muchos traductores han optado por la noción
de denegación, nos ha parecido más preciso mantener la de desmentida (Nota de los
editores).
436 Stuart Hall

Boer y un doctor que trabajaba en un barco que viajaba a África, y quien


fue exhibida con regularidad durante cinco años en Londres y París. En sus
“actuaciones” iniciales, se mostraba sobre una escena que la presentaba como
una bestia salvaje, iba y venía en su jaula cuando se le ordenaba, “más como
un oso en cadenas que como un ser humano” (The Times, nov. 26, 1810; citado
en Lindfords s.f.). Ella creo bastante conmoción. Posteriormente fue bautizada
en Manchester, se casó con un africano y tuvo dos niños, hablaba holandés y
aprendió algo de inglés y, durante un caso en una corte de Chancery, a la que
fue llevada para protegerla de la sobre explotación, se declaró “bajo ninguna
restricción” y “feliz de estar en Inglaterra”. Luego reapareció en París donde
tuvo un gran impacto hasta que se enfermó fatalmente de viruela en 1815.
Tanto en París como en Londres, se hizo famosa en dos diferentes círculos:
entre el público general como “espectáculo” popular, conmemorada en baladas,
caricaturas, ilustraciones y melodramas y en los reportes de prensa; y entre
naturalistas y etnólogos que medían, observaban, dibujaban, escribían tratados,
modelaban y hacían moldes de cera y de yeso, y escudriñaban cada detalle
de su anatomía, muerta y viva. Lo que atraía a la audiencia hacia ella era no
solamente su estatura (un metro con cuarenta centímetros) sino su esteatopigia
—el tamaño de sus nalgas— y lo que fue descrito como su “delantal Hottentot”,
un alargamiento de los labios vaginales “causado por la manipulación de los
genitales y considerado bello por los hotentotes y bosquimanos” (Gilman
1985: 85). Como alguien crudamente indicó, “de ella puede decirse que carga
su fortuna tras de sí, Londres pudo nunca haber visto una “pagana tan culona”
(citado en Lindfors s.f.; 2).
Quiero escoger varios puntos de la “Venus Hotentote” en relación con los
asuntos de estereotipo, fantasía y fetichismo. Primero, nótese la preocupación
—uno podría decir la obsesión— con la marcación de la “diferencia”. Sarah
Baartman se convirtió en la encarnación de la “diferencia”. Lo que es más, su
diferencia fue “patologizada”: representada como una forma patologizada
de “otredad”. Simbólicamente, no encajaba en la norma etnocéntrica que se
aplicaba a las mujeres europeas y, quedando por fuera del sistema clasificatorio
occidental de lo que las “mujeres” son, se debía interpretarla como un “Otro”.
Luego, obsérvese su reducción a la naturaleza, cuyo significante era su cuerpo.
Su cuerpo fue “leído” como un texto, como la evidencia viviente —la prueba,
la Verdad— que proporcionaba su absoluta “otredad” y por consiguiente de
una diferencia irreversible entre las “razas”.
Además, se llegó a “conocerla”, representarla y observarla a través de una serie
de oposiciones binarias, polarizadas. “Primitiva”, no “civilizada”, fue asimilada
al orden natural —y, por consiguiente, comparada con bestias salvajes, como el
orangután o el mono— antes que con la cultura humana. Esta naturalización
de la diferencia fue significada, por encima de todo, por su sexualidad. Fue
reducida a su cuerpo y su cuerpo, a su vez, fue reducido a sus órganos sexuales.
Éstos se convirtieron en los significantes esenciales de su lugar en el esquema
universal de las cosas. En ella, naturaleza y cultura coincidían y podían, por
consiguiente, sustituirse la una a la otra. Lo que se veía como su genitalia sexual
“primitiva” significaba su apetito sexual “primitivo” y viceversa.
El espectáculo del “Otro” 437

Luego, fue sometida a una forma extrema de reduccionismo —una estrategia


frecuentemente aplicada a la representación de los cuerpos de las mujeres, de
cualquier “raza”, especialmente en la pornografía—. Los “trozos” de ella que
fueron preservados sirvieron, en una forma reduccionista y esencializante,
como “resumen patológico de todo el individuo” (Gilman 1985: 88). En
los modelos que se conservaron en el Museo del Hombre, fue literalmente
convertida en un conjunto de objetos separados, en una cosa — “una colec-
ción de partes sexuales” —. Fue sometida a una especie de desmantelamiento
simbólico o fragmentación —otra conocida técnica de pornografía masculina y
femenina—. Aquí nos acordamos de la descripción de Franz Fanon Piel negra,
máscaras blancas, de la forma en que él se sintió desintegrado, como hombre
negro, por la mirada de los blancos: “las miradas del otro me fijaban allí, en el
sentido en que una solución química se fija por medio de una tintura. Estaba
indignado; pedí una explicación. Nada sucedió. Me desintegré. Ahora los
fragmentos han sido reensamblados de nuevo por otro yo [self]”. ([1952] 1986:
109). Sara Baartman no existió como “persona”. Había sido desensamblada a sus
partes relevantes. Fue “fetichizada”: convertida en un objeto. Esta sustitución
de una parte por el todo, de una cosa —un objeto, un órgano, una porción del
cuerpo— por un sujeto, es el efecto de una práctica de representación muy
importante: el fetichismo.
El fetichismo nos lleva al reino en el que la fantasía interviene en la repre-
sentación: al nivel donde lo que se muestra o se ve, en representación, puede
entenderse sólo en relación con lo que no puede verse, con lo que no se puede
mostrar. El fetichismo involucra la sustitución de un “objeto” por una fuerza
prohibida, poderosa y peligrosa. En la antropología, se refiere a la forma en
que el espíritu poderoso y peligroso de un dios puede ser desplazado hacia
un objeto —una pluma, un pedazo de palo, aun una hostia— que entonces se
carga con el poder espiritual de eso por lo que es un sustituto. En la noción de
Marx sobre el “fetichismo de la mercancía”, el trabajo vivo del trabajador ha
sido desplazado y desaparece en las cosas —las mercancías que los trabajadores
han producido pero que tienen que comprar nuevamente como si pertene-
cieran a alguien diferente—. En psicoanálisis, el fetichismo se describe como
el sustituto del falo “ausente” —como cuando el deseo sexual es desplazado a
alguna otra parte del cuerpo—. El sustituto entonces se erotiza, investido de
la energía sexual, el poder y el deseo que no puede encontrar expresión en el
objeto al cual está realmente dirigido. El fetichismo en la representación, toma
prestado de todos estos significados. También implica desplazamiento. El falo
no puede representarse porque es prohibido, tabú. La energía sexual, el deseo
y el peligro, todas son emociones poderosamente asociadas con el falo que se
transfieren a otra parte del cuerpo u otro objeto que lo sustituye.
/…/ El fetichismo, como hemos dicho, involucra desmentida. La desmen-
tida es la estrategia por la que una fascinación o deseo poderoso se satisface
y al mismo tiempo se niega. Es donde lo que ha sido tabú se las arregla para
encontrar una forma desplazada de representación. Como Homi Bhabha
observa, “es una forma no represiva de conocimiento que permite la posibi-
lidad de simultáneamente abrazar dos creencias contradictorias, una oficial
y una secreta, una arcaica y otra progresista, una que permite el mito de los
438 Stuart Hall

orígenes, la otra que articula la diferencia y la división” (1986a: 168). Freud,


en su notable ensayo sobre el fetichismo, escribió:
[…] el fetiche es el sustituto para el pene de la mujer (de la madre) en
que el niño pequeño una vez creyó y —por razones que conocemos— no
quiere abandonar [...] No es verdad que el niño [varón] […] haya
conservado, inalterada, su creencia de que las mujeres tienen un falo.
Ha retenido la creencia, pero también la ha abandonado. En el conflicto
entre el peso de la percepción no bienvenida y la fuerza de su contra-
deseo, se ha llegado a un compromiso [...] Sí, en su mente la mujer ha
tenido un pene a pesar de todo; pero el pene ya no es el mismo que fue
antes. Algo más ha tomado su lugar, ha sido nombrado su sustituto [...]
([1927] 1977: 353).5
/…/ El fetichismo, entonces, es una estrategia doble: para representar y no
representar el objeto tabú, peligroso y prohibido de placer y deseo. Nos da lo
que Mercer llama una “coartada”, lo que anteriormente llamamos una “cubierta”
o “una historia de encubrimiento”. Hemos visto ahora, en el caso de la “Venus
Hotentote” no solamente se encuentra la mirada desplazada de los genitales
hacia las nalgas sino también esto permite que los observadores continúen
mirando mientras que desconocen la naturaleza sexual de su mirada. La etno-
logía, la ciencia, la búsqueda de la evidencia anatómica aquí juega el papel de
“cubierta”, de desmentida, que permite que funcione el deseo ilícito. Permite
que se mantenga un doble enfoque —mirar y no mirar— un deseo ambiva-
lente de ser satisfecho. Lo que se declara que es diferente, odioso, “primitivo”,
deforme, es al mismo tiempo obsesivamente disfrutado porque es extraño,
“diferente”, exótico. Los científicos pueden mirar, examinar y observar a Sara
Baartman desnuda y en público, clasificar y dividir en pedazos cada detalle
de su anatomía, con base en la coartada perfectamente aceptable de que “todo
se hace en nombre de la ciencia, del conocimiento objetivo, de la evidencia
etiológica, en busca de la Verdad”. Esto es lo que Foucault quería decir cuando
se refería a que el conocimiento y el poder creaban un “régimen de verdad”.
Así, finalmente, el fetichismo concede licencia al voyerismo no regulado.
Pocos podrían argumentar que la “mirada” de los espectadores (en su mayoría
hombres) que observaban la Venus Hotentote, era interesada. Como Freud
([1927] 1977) argumentó, a menudo hay un elemento sexual en “mirar”, una
erotización de la mirada. La mirada es con frecuencia impulsada por una
búsqueda no reconocida del placer ilícito y un deseo que no puede ser satis-
fecho: “las impresiones visuales continúan siendo el sendero más frecuente a
lo largo de los que la excitación libidinal se enciende” (Freud [1927] 1977: 96).
Continuamos mirando, aun si no hay nada más que ver. Él llamó a la fuerza
obsesiva de este placer de mirar, escopofilia. Se hace perversa, dijo Freud, sólo
“si se restringe exclusivamente a los genitales, relacionada con el disgusto [...]

5 Debemos anotar, incidentalmente, que el seguimiento de Freud de los orígenes del


fetichismo devolviéndose hasta la ansiedad por la castración del niño varón da a este
tropo el sello indeleble de una fantasía centrada en lo masculino. La falla de Freud
y, mucho más tarde, del psicoanálisis para teorizar el fetichismo femenino ha sido el
tema de críticas recientes extensas (ver, entre otros, McClintock 1995).
El espectáculo del “Otro” 439

o si, en lugar de ser preparatoria para el objetivo del sexo normal, lo suplanta”
([1927] 1977: 96) /…/

Confrontando un régimen racializado de representación


Hasta ahora hemos analizado algunos ejemplos del archivo de la representación
racializada en la cultura popular occidental de diferentes períodos y hemos
explorado las prácticas representacionales de la diferencia y la “otredad”. Es
hora de dirigirnos hacia el conjunto final de preguntas planteadas en nues-
tras páginas de apertura. ¿Puede ser desafiado, cuestionado o cambiado un
régimen de representación dominante? ¿Cuáles son las contra-estrategias
que pueden empezar a subvertir el proceso de representación? ¿Pueden las
formas “negativas” de representar la diferencia racial, que abundan en nues-
tros ejemplos, ser revertidas por una estrategia “positiva”? ¿Qué estrategias
efectivas hay? ¿Y cuáles son los apuntalamientos teóricos?
Déjenme recordarles que, teóricamente, el argumento que nos permite
plantear esta pregunta es la propuesta (que hemos discutido en varios lugares
y de muchas formas) de que el significado nunca puede ser finalmente fijado.
Si el significado pudiera ser fijado por la representación, entonces no habría
cambio —y por consiguiente ninguna contra-estrategia de intervención—.
Por supuesto, hacemos grandes esfuerzos para fijar el significado —eso es
precisamente lo que las estrategias del estereotipo están aspirando hacer, a
menudo con considerable éxito, durante un tiempo—. Pero finalmente, el
significado empieza a hendirse y a resbalar; empieza a ir a la deriva o a ser
tergiversado o inflexionado hacia nuevas direcciones. Se injertan nuevos
significados en significados viejos. Las palabras y las imágenes cargan
connotaciones sobre las que nadie tiene control completo y estos significados
marginales o sumergidos vienen a la superficie permitiendo que se construyan
diferentes significados, que diferentes cosas se muestren y se digan. Esto es lo
que supone el trabajo de Bajtín y Volóshinov presentado en anteriormente.
Ellos han dado un ímpetu poderoso a la práctica de lo que se ha llegado a
conocer como trans-codificar: tomar un significado existente y re apropiarlo
para nuevos significados (como, por ejemplo, “lo negro es bello”).
Cierto número de diferentes estrategias de trans-codificación han sido
adoptadas desde los años sesenta, cuando los asuntos de la representación
y de poder adquirieron una centralidad en las políticas de los movimientos
anti racistas y otros movimientos sociales. Ahora solo tenemos espacio para
considerar solo tres de ellas.
Reversión de los estereotipos
/…/ [Se pude indicar la existencia de] una estrategia integracionista /…/
[con] altos costos. Los negros podían ganar la entrada al cuerpo principal de
la sociedad, pero sólo al costo de adaptarse a la imagen que los blancos tenían
de ellos y de asimilarse a las normas de estilo y conducta blancas. Después del
movimiento por los derechos civiles, en los años sesenta y setenta, hubo una
afirmación mucho más agresiva de la identidad cultural negra, una actitud
positiva hacia la diferencia y la lucha sobre la representación.
440 Stuart Hall

El primer fruto de la contra-revolución fue una serie de películas comen-


zando con Sweet Sweetback´s Baadasss Song (Martin Van Pebbles 1971) y el
éxito de taquilla de Shaft, de Gordon Parks. En Sweet Sweetback, Van Pebbles
valora positivamente todas las características que normalmente habrían sido
estereotipos negativos. Hizo de su héroe negro un semental profesional que
exitosamente evade la policía con la ayuda de una serie de negros que viven en
el bajo mundo de los guetos, incendia un carro de la policía, golpea otro con un
taco de billar, huye hacia la frontera mexicana, haciendo uso total de su proeza
sexual en cada una de las oportunidades y finalmente se sale con las suyas,
aparece un mensaje garabateado en medio de la pantalla: “A baadasss nigger
is coming back to collect some dues”. Shaft era una especie de detective negro
—cercano a las calles pero luchando con el bajo mundo negro y una banda de
militantes así como con la mafia—, que rescata la hija de un mafioso. Lo que
marcó a Shaft, sin embargo, fue la absoluta falta de deferencia del detective
hacia los blancos. Viviendo en un apartamento elegante, vistiendo lujosamente,
fue presentado en la publicidad como un “super hombre negro y solitario: un
hombre de gusto que se divertía a costa del establecimiento blanco”. Era un
hombre violento que vivía una vida violenta buscando mujeres negras, sexo
blanco, dinero fácil, éxito instantáneo, droga barata y otros placeres. ¿Cuando
un policía le pregunta a dónde va, Shaft contesta, “Me voy a cogerme una vieja,
¿a dónde vas tú?” El éxito instantáneo de Shaft fue seguido por una sucesión
de películas del mismo molde incluyendo Superfly, también de Parks, en la que
Priest, un traficante de drogas joven, tiene éxito haciendo un gran negocio antes
de retirarse, sobrevive una serie de episodios violentos y encuentros sexuales
vívidos y al final se marcha en su Rolls Royce, siendo un hombre rico y feliz.
Ha habido muchas películas en el mismo molde (por ejemplo New Jack City)
con que giran en torno a (como dirían los cantantes de rap), ‘bad-ass black
men”, negros alteneros, con actitud.
Podemos ver de una vez la atracción de estas películas, especialmente,
aunque no exclusivamente, para las audiencias negras. En la forma en que sus
héroes se las arreglan con los blancos, hay una notoria ausencia o, mejor, un
reversamiento consciente de la antigua deferencia o la dependencia pueril.
De muchas maneras, estas son películas de “venganza”: donde las audiencias
disfrutan los “triunfos” de sus héroes sobre los “blanquitos”. Se nivela lo que
podemos llamar el campo de juego. Los negros no son ni mejores ni peores
que los blancos. Vienen en las mismas formas humanas usuales —buenas,
malas y diferentes—. No son diferentes del promedio estadounidense blanco
en cuanto a gustos, estilos, conducta, moral, motivaciones. En términos
de clase, pueden “estar en la onda, ser chéveres” y bien vestidos como sus
contrapartes blancos. Y los lugares donde se “ubican” son los conocidos de
la vida real como el gueto, la calle, la estación de policía.
A un nivel más complejo, estas películas colocaron a los negros por primera
vez en el centro de los géneros cinematográficos populares —películas de
acción— y así los hicieron esenciales a lo que podemos llamar la vida y la
cultura “míticas” del cine estadounidense — al final tal vez más importante
que su “realismo” —. Porque es aquí donde las fantasías colectivas de la vida
popular se resuelven y la exclusión de los negros de sus confines los hace
El espectáculo del “Otro” 441

precisamente peculiares, diferentes, los coloca “fuera de escena”. Los priva de


la fama, del carisma heroico, del glamour y del placer de identificación que se
otorga a los héroes blancos del cine negro, el detective, el delito, y las películas
de policías, los “romances” de la vida del bajo mundo urbano y del gueto. Con
estas películas, los negros habían llegado a la corriente principal de la vida en
sociedad —¡con venganza!—.
Estas películas llevaban una contra-estrategia con un único propósito
considerable: revertir la evaluación de estereotipos populares. Y probaron
que esta estrategia podía asegurar el éxito de taquilla y la identificación de la
audiencia. La audiencia negra las quería porque ponían a los actores negros en
papeles “heroicos”, “malos” y “buenos”, la audiencia blanca las aceptó porque
contenían todos los elementos de los géneros populares cinematográficos. Sin
embargo, entre los críticos, su éxito como contra-estrategia representacional
ha sido variado. Muchos las han visto como “explotación de los negros” /…/
Revertir el estereotipo no es necesariamente voltearlo o subvertirlo. Esca-
pando del agarre de un extremo estereotipado (los negros son pobres, pueriles,
serviles, siempre se les muestra como sirvientes, por siempre “buenos” en
posiciones serviles, arrodillándose ante los blancos, nunca son héroes, están
distanciados del placer y de la fama y los beneficios, sexuales y financieros)
parecen estar atrapados en su estereotipado “otro” (los negros son motivados
por el dinero, perpetran la violencia y el delito, son malos, se roban las cosas,
meten droga, tienen sexo promiscuo, y se salen con las suyas).
Esto puede ser un adelanto con respecto a lo anterior y seguro es un cambio
bienvenido. Pero no ha escapado a las contradicciones de la estructura binaria
del estereotipo racial y no ha desencadenado lo que Mercer y Julien llaman
“la dialéctica compleja del poder y de la subordinación” a través de la que “las
identidades negras han sido histórica y culturalmente construidas” (1994:
137) /…/
Imágenes positivas y negativas
La segunda estrategia para cuestionar el régimen racializado de represen-
taciones es el intento de sustituir con un rango de imágenes “positivas” de
la gente negra, la vida negra y la cultura negra las imágenes “negativas” que
continúan dominando la representación popular. Este enfoque tiene la ventaja
de establecer el equilibrio. Es apuntalado por una aceptación —en verdad, una
celebración— de la diferencia. Invierte la oposición binaria, privilegiando el
término subordinado, a veces leyendo lo negativo positivamente: “lo negro es
bello”. Trata de construir una identificación positiva con lo que ha sido despre-
ciado. Expande en gran medida el rango de las representaciones raciales y la
complejidad de lo que quiere decir “ser negro”; así desafía el reduccionismo de
estereotipos anteriores. Mucho del trabajo de artistas negros contemporáneos
y de artistas que practican las artes visuales entra en esta categoría /…/
Subyacente a este enfoque se encuentra un reconocimiento y celebración
de la diversidad y la diferencia en el mundo. Otra clase de ejemplo es la serie
de publicidad de “United Colors of Benetton” que utiliza modelos étnicos,
especialmente niños de muchas culturas y celebra la imagen de hibridez racial
442 Stuart Hall

y étnica. Pero aquí, una vez más, la recepción de la crítica ha sido variada
(Bailey 1988). ¿Evaden estas imágenes las preguntas difíciles, disolviendo
las duras realidades del racismo en una mezcla liberal de la “diferencia”? ¿Se
apropian estas imágenes de la diferencia, en un espectáculo para vender un
producto? ¿O son una declaración política auténtica acerca de la necesidad
de que todo el mundo acepte y “viva con” la diferencia? Sonali Fernando
(1992) sugiere que estas imágenes “son de doble filo: por un lado sugieren
una problematización de la identidad racial como un complejo dialéctico de
similitudes así como de diferencias pero por el otro lado [...] homogenizan
como otro todas las culturas no blancas”.
El problema con la estrategia positiva/negativa es que al añadir imágenes
positivas al ampliamente negativo repertorio del régimen dominante de la
representación incrementa la diversidad de las formas en que ser negro es
representado, pero no necesariamente desplaza lo negativo. Puesto que los
binarismos permanecen en su lugar, el significado sigue estando enmarcado
por ellos. La estrategia desafía los binarismos, pero no los socava. Pacíficos
rastafaris cuidando a sus hijos pueden aún aparecer, en el periódico de
mañana, como un violento y exótico estereotipo /…/
A través de los ojos de la representación
La tercera contra-estrategia se coloca dentro de las complejidades y ambiva-
lencias de la representación misma y trata de confrontarla desde adentro. Está
más interesada en las formas de representación racial que en introducir un
nuevo contenido. Acepta y trabaja con el carácter cambiante e inestable del
significado y entra, por así decirlo, en la lucha sobre la representación mien-
tras reconoce que, puesto que el significado nunca puede fijarse finalmente,
nunca puede haber victorias finales.
Así, en lugar de evitar el cuerpo negro porque ha estado tan prisionero
en las complejidades de poder y subordinación dentro de la representación,
esta estrategia positivamente toma el cuerpo como el sitio principal de sus
estrategias de representación, tratando de hacer que los estereotipos funcionen
contra sí mismos. En lugar de evitar el terreno peligroso abierto por el cruce
de raza, género y sexualidad, deliberadamente confronta las definiciones
dominantes marcadas por el género y sexualizadas de diferencia racial
trabajando sobre la sexualidad negra. Puesto que la gente negra a menudo
ha sido fijada, estereotípicamente, por la mirada racializada, puede haber
estado tratando de negar las complejas emociones que entraña el “mirar”. Sin
embargo, esta estrategia realiza un juego elaborado con “mirar”, esperando
que con su propia atención se hagan extrañas —es decir, se desfamiliaricen y
hagan explícito lo que está a menudo escondido— sus dimensiones eróticas.
No tiene temor de desplegar el humor, como por ejemplo, el comediante
Lenny Henry nos obliga por la graciosa exageración de sus caricaturas afro-
caribeñas, a reírnos con, antes que de, sus personajes. Finalmente, en lugar de
rechazar el poder desplazado y el peligro del “fetichismo”, esta estrategia trata
de usar los deseos y ambivalencias que los tropos del fetichismo despiertan
inevitablemente /…/
El espectáculo del “Otro” 443

Conclusión
En este capítulo, hemos avanzado en nuestro análisis de la representación
como una práctica significante abriendo algunas áreas complejas y difíciles
de debate. Lo que hemos dicho acerca de la “raza” puede, en muchas instan-
cias, ser aplicado a otras dimensiones de la “diferencia”. Hemos analizado
muchos ejemplos, extraídos de diferentes períodos de la cultura popular, de
cómo surgió un régimen racializado de representación y hemos identificado
algunas de sus estrategias y tropos característicos /…/ Hemos considerado
varios argumentos teóricos sobre por qué la “diferencia” y la otredad son de
tan gran importancia en los estudios culturales.
Hemos examinado la estereotipificación como práctica representacional
mirando la forma como funciona (esencializando, reduciendo, naturalizando,
haciendo oposiciones binarias), las formas en que se enreda en el juego
del poder (hegemonía, poder, conocimiento) y algunos de sus efectos más
profundos, más inconscientes (fantasía, fetichismo, desmentida). Finalmente,
hemos considerado algunas de las contra-estrategias que han intentado
intervenir en la representación, trans-codificando imágenes negativas con
significados nuevos. Esto se abre hacia una política de representación, una
lucha sobre el significado que continúa y no está terminada /…/

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20. El trabajo de la representación

Representación, sentido y lenguaje

/ …/1 El concepto de representación ha llegado a ocupar un nuevo e impor-


tante lugar en el estudio de la cultura. La representación conecta el sentido
al lenguaje y a la cultura. Pero ¿qué exactamente quiere decir? Un uso de
sentido común del término es este: “Representación significa usar el lenguaje
para decir algo con sentido sobre el mundo, o para representarlo de manera
significativa a otras personas. Es posible preguntar, ¿Es eso todo?” Bien, sí y
no. La representación es una parte esencial del proceso mediante el cual se
produce el sentido y se intercambia entre los miembros de una cultura. Pero
implica el uso del lenguaje, de los signos y las imágenes que están en lugar de
las cosas, o las representan. Pero éste no es, para nada, un proceso directo o
simple, como pronto se descubrirá.
¿Cómo conecta el concepto de representación al sentido, al lenguaje y a
la cultura? A fin de explorar más esta conexión miraremos diferentes teorías
sobre cómo es utilizado el lenguaje para representar el mundo. Trazaremos
una distinción entre tres diferentes relatos o teorías: las aproximaciones
reflectiva, intencional y construccionista de la representación. ¿Será que el
lenguaje simplemente refleja un sentido que ya existe afuera en el mundo de
los objetos, la gente y los eventos (reflectiva)? ¿O el lenguaje expresa sólo lo
que el hablante, escritor o pintor quiere decir, su sentido intencional personal
(intencional)? ¿O, el sentido es construido en el lenguaje y mediante él (cons-
truccionista)? En un momento desglosaremos más estos tres enfoques.
La mayor parte del capítulo será dedicada a analizar el enfoque cons-
truccionista, porque es la perspectiva que más significativo impacto ha
tenido sobre los estudios culturales en años recientes. El capítulo examina
dos variantes mayores o modelos del enfoque construccionista: el enfoque
semiótico, fuertemente influenciado por el gran lingüista suizo Ferdinand
de Saussure, y el enfoque discursivo, asociando con el filósofo e historiador
francés Michel Foucault /…/
Dar sentido, representar cosas
/…/ Como los lingüistas gustan de decir: “Los perros ladran. Pero el concepto
de “perro” no puede ladrar ni morder”. Se puede hablar sólo con la palabra
para vaso —“vaso”—, el signo lingüístico que se usa en castellano para referirse
a los objetos en que se bebe agua. Es aquí donde aparece la representación.
Representación es la producción de sentido de los conceptos en nuestra

1 Los tres puntos suspensivos entre barras indican los lugares en los que hemos hecho
cortes en el texto original (Nota de los editores).
448 Stuart Hall

mente mediante el lenguaje. El vínculo entre los conceptos y el lenguaje es


lo que nos capacita para referirnos bien sea al mundo “real” de los objetos,
gente o eventos, o bien sea incluso a los mundos imaginarios de los objetos,
gente y eventos ficticios.
De modo que hay implicados dos procesos, dos sistemas de representación.
Primero, está el “sistema” mediante el cual toda suerte de objetos, gente y
eventos se correlacionan con un conjunto de conceptos o representaciones
mentales que llevamos en nuestra cabeza. Sin esas representaciones mentales
no podríamos de ningún modo interpretar el mundo. En primer lugar,
pues, el sentido depende del sistema de conceptos e imágenes formados en
nuestro pensamiento, que pueden estar en lugar del mundo o “representarlo”,
capacitándonos para referirnos a cosas que están dentro o fuera de nuestra
cabeza.
Antes de entrar a hablar del segundo “sistema de representación”, debemos
observar que lo que acabamos de decir es una versión simple de un proceso
complejo. Es bastante sencillo ver cómo podemos formar conceptos de cosas
que percibimos: gente y objetos materiales, como sillas, mesas y escritorios.
Pero también formamos conceptos de cosas más bien obscuras y abstractas,
que no podemos ni ver, ni sentir o tocar de manera inmediata. Pensemos, por
ejemplo, en nuestro concepto de guerra, muerte, amistad o amor. Y, como
hemos observado, también formamos conceptos sobre cosas que nunca hemos
visto, y posiblemente nunca veremos, y sobre gente y lugares que simplemente
hemos inventado. Podemos tener un concepto claro de, digamos, ángeles,
sirenas, dios, el demonio, o del cielo y el infierno, o de Middlemarch (el
pueblito provincial ficticio de la novela de George Eliot), o de Elizabeth (la
heroína de Orgullo y Prejuicio de Jane Austen).
Hemos llamado a esto “sistema de representación”. Esto porque consiste,
no en conceptos individuales, sino en diferentes modos de organizar, agrupar,
arreglar y clasificar conceptos, y de establecer relaciones complejas entre ellos.
Por ejemplo, usamos los principios de semejanza y diferencia para establecer
relaciones entre conceptos o para distinguirlos unos de otros. Así, tengo una
idea de que en algunos aspectos los pájaros son como los aviones en el cielo,
basado en el hecho de que se parecen porque ambos vuelan; pero también
tengo la idea de que en otros aspectos son diferentes, porque unos son parte
de la naturaleza mientras los otros son artefactos. Este mezclar y aparear
relaciones entre conceptos para formar ideas complejas y pensamientos es
posible porque nuestros conceptos están organizados dentro de diferentes
sistemas clasificatorios. En este ejemplo, el primero se basa en una distinción
entre voladores/no voladores, y el segundo se basa en la distinción entre
natural/artificial. Hay otros principios de organización como éstos en juego
en todos los sistemas conceptuales: por ejemplo, clasificar de acuerdo con la
secuencia —qué concepto sigue a qué— o causalidad —qué causa qué— y así
sucesivamente. El punto es que estamos hablando no de una colección alea-
toria de conceptos, sino de conceptos organizados, arreglados y clasificados
dentro de relaciones complejas entre sí. Esta es la manera como obtenemos
nuestros sistemas conceptuales. Sin embargo, esto no debilita el punto básico.
El sentido depende de la relación entre las cosas en el mundo —gente, objetos
El trabajo de la representación 449

y eventos, reales o ficticios— y el sistema conceptual, que puede operar como


representaciones mentales de los mismos.
Ahora bien, puede darse el caso de que el mapa conceptual que tengo
en mi cabeza sea totalmente diferente del suyo, de tal modo que usted y yo
interpretemos el mundo, o le demos sentido, de modos totalmente diferentes.
Seríamos incapaces de compartir nuestros pensamientos o expresarnos
mutuamente nuestras ideas sobre el mundo. De hecho, cada uno de noso-
tros entiende e interpreta el mundo de una manera única e individual. Sin
embargo, somos capaces de comunicarnos porque compartimos ampliamente
los mismos mapas conceptuales y por tanto interpretamos el mundo, o le
damos sentido, aproximadamente de la misma manera. Esto es lo que de
hecho entendemos cuando decimos que “pertenecemos a la misma cultura”.
Porque interpretamos el mundo de modo aproximadamente igual, podemos
construir una cultura compartida de sentidos y, por tanto, construir un mundo
social que habitamos conjuntamente. Por ello la “cultura” se define a veces
en términos de “sentidos compartidos o mapas conceptuales compartidos”
(cfr. du Gay et al. 1997).
Sin embargo, un mapa conceptual compartido no es suficiente. Debemos
ser capaces de representar o intercambiar sentidos y conceptos, y podemos
hacerlo sólo cuando tenemos acceso a un lenguaje compartido. El lenguaje
es, por tanto, el segundo sistema de representación involucrado en el proceso
global de construir sentido. Nuestro mapa conceptual compartido debe ser
traducido a un lenguaje común, de tal modo que podemos correlacionar
nuestros conceptos e ideas con ciertas palabras escritas, sonidos producidos
o imágenes visuales. El término general que usamos para palabras, sonidos
o imágenes que portan sentido es signos. Estos signos están en lugar de,
o representan, los conceptos y las relaciones conceptuales entre ellos que
portamos en nuestra cabeza y su conjunto constituye lo que llamamos sistemas
de sentido de nuestra cultura.
Los signos están organizados en lenguajes y la existencia de lenguajes
comunes es lo que nos permite traducir nuestros pensamientos (conceptos)
en palabras, sonidos o imágenes, y luego usarlos, operando ellos como un
lenguaje, para expresar sentidos y comunicar pensamientos a otras personas.
Recuérdese que el término “lenguaje” se usa aquí en un sentido muy amplio
e inclusivo. El sistema escrito y el hablado de un lenguaje particular son
ambos, obviamente, “lenguajes”. Pero también lo son las imágenes visuales,
sean ellas producidas por la mano o por medios mecánicos, electrónicos,
digitales o por cualquier otro medio, siempre y cuando se usen para expresar
sentido. También lo son otras cosas no “lingüísticas” en el sentido ordinario:
el “lenguaje” de las expresiones faciales o de los gestos, por ejemplo, o el
“lenguaje” de la moda, del vestido, o de las luces de tráfico. Aun la música es
un “lenguaje” con complejas relaciones entre diferentes sonidos y cuerdas,
aunque éste es un caso muy especial dado que no puede ser usado fácilmente
para referenciar cosas reales u objetos del mundo (un punto elaborado más
en detalle por du Gay 1997, Mackay 1997). Cualquier sonido, palabra, imagen
u objeto que funcione como signo, se organiza con otros signos dentro de un
sistema en el cual halla su sentido. De esta forma el modelo de sentido que
450 Stuart Hall

he venido analizando aquí es descrito a veces como “lingüístico”; y todas las


teorías sobre el sentido que siguen este modelo básico son descritas como
pertenecientes al “giro lingüístico” que se ha dado en las ciencias sociales y
en los estudios culturales.
En el corazón del proceso de sentido dentro de la cultura hay, por tanto, dos
“sistemas relacionados de representación”. El primero nos permite dar sentido
al mundo mediante la construcción de un conjunto de correspondencias o
una cadena de equivalencias entre las cosas —gente, objetos, eventos, ideas
abstractas, etc.— y nuestro sistema de conceptos, o mapas conceptuales. El
segundo depende de la construcción de un conjunto de correspondencias
entre nuestro mapa conceptual y un conjunto de signos, organizados o
arreglados en varios lenguajes que están en lugar de los conceptos o los
representan. La relación entre las “cosas”, conceptos y signos está en el corazón
de la producción de sentido dentro de un lenguaje. El proceso que vincula
estos tres elementos y los convierte en un conjunto es lo que denominamos
“representaciones.”
Lenguaje y representación
Así como las personas que pertenecen a la misma cultura deben compartir
un mapa conceptual aproximadamente similar, deben también compartir el
mismo modo de interpretar los signos de un lenguaje, porque sólo de este
modo se pueden intercambiar los sentidos entre la gente. Pero ¿cómo sabemos
qué concepto está por qué cosa? O, ¿qué palabra efectivamente representa qué
concepto? ¿Cómo sé qué sonidos o imágenes portarán, mediante el lenguaje,
el sentido de mis conceptos y lo que yo quiero decirle a alguien con ellos?
Este puede parecer relativamente simple en el caso de los signos visuales;
por ejemplo, el dibujo, la pintura, o la imagen de cámara o televisión de una
oveja tiene semejanza con el animal peludo que pasta en un campo, al cual
quiero referirme. Aun así, necesitamos recordar que una versión construida,
o pintada, o digital, de una oveja no es exactamente como la oveja “real”.
Basta esto: casi todas las imágenes vienen en dos dimensiones mientras que
la oveja “real” existe en tres.
Los signos visuales y las imágenes, aun aquellas que tienen una semejanza
estrecha con las cosas a las cuales se refieren, son signos: portan sentido y
por tanto deben ser interpretados. Para hacerlo, debemos tener acceso a los
dos sistemas de representación discutidos antes: a un mapa conceptual que
correlacione las ovejas en el campo con el concepto de una “oveja”; y un
sistema de lenguaje que, en lenguaje visual, tenga alguna semejanza con la
cosa real o “se le parezca” de algún modo. Este argumento resulta muy claro si
pensamos en una caricatura o en una pintura abstracta de una “oveja”, donde
necesitamos un sofisticado y compartido sistema conceptual y lingüístico
a fin de estar seguros de que estamos todos “leyendo” el signo de la misma
manera. Aun así podemos encontrarnos con dudas sobre si realmente se
trata de una pintura de ovejas. Como la relación entre el signo y su referente
aparece menos clara, el sentido comienza a correrse y deslizarse de nosotros
hacia la incertidumbre. El sentido no es ya trasparente en su paso de una
persona a otra…
El trabajo de la representación 451

De modo que aun en el caso del lenguaje visual, cuando la relación del
concepto y el signo parece ser bastante directa, el asunto está lejos de ser
simple. Es aún más difícil con el lenguaje escrito o hablado, donde las palabras
no parecen ni suenan nada similares a las cosas a que se refieren. En parte esto
se debe a que hay diferentes clases de signos. Los signos visuales son signos
icónicos. Esto es, tienen en su forma cierta semejanza con el objeto, persona
o evento al cual se refieren. Una fotografía de un árbol reproduce algunas de
las condiciones actuales de nuestra percepción en el signo visual. Los signos
escritos o hablados, en cambio, se llaman indexicales.
Estos signos indexicales no tienen relación obvia con las cosas a que se
refieren. La palabra á.r.b.o.l.e.s no tiene ninguna relación con los árboles en
la naturaleza, ni la palabra “árbol” en castellano suena como el árbol “real”
(¡si es que hace algún sonido siquiera!). La relación en estos sistemas de
representación entre el signo, el concepto y el objeto al que se pueden referir
es enteramente arbitraria. Por “arbitrario” entendemos que en principio
cualquier colección de letras o de sonidos en cualquier orden podría hacer
el oficio igualmente. Los árboles no se van a resentir si usamos la palabra
“lobrá” — “árbol” escrito al revés— para representar su concepto. Esto es claro
a partir del hecho de que, en inglés, letras muy diferentes y de muy diferente
sonido, son usadas para referirnos a lo que, según todas las apariencias, es
la misma cosa —un árbol “real”— y, al parecer, al mismo concepto —una
planta grande que crece en la naturaleza—. El inglés y el francés parecen
usar el mismo concepto, pero el concepto que en inglés es representado por
la palabra “tree”, es representado en francés por la palabra “arbre”.
Códigos compartidos
La cuestión es, por tanto: ¿cómo la gente que pertenece a la misma cultura,
que comparte el mismo mapa conceptual y que habla o escribe el mismo
lenguaje (castellano) sabe que la combinación arbitraria de letras y sonidos
que forman la palabra “árbol” está en lugar de, o representa, el concepto de
“una planta grande que crece en la naturaleza”? Una posibilidad sería que los
mismos objetos en el mundo porten y fijen de alguna manera el “verdadero”
sentido. ¡Pero no es de ninguna manera claro que los árboles reales sepan
que son árboles, y menos claro que sepan que la palabra que en castellano
representa el concepto de ellos se escribe “árbol”, ¡mientras en inglés se escribe
“tree”! Por lo que a ellos concierne, podría haberse escrito “vaca” o “cow”,
o incluso “xyz”. El sentido no está en el objeto, persona o cosa, ni está en la
palabra. Somos nosotros quienes fijamos el sentido de manera tan firme que,
después de cierto tiempo, parece ser una cosa natural e inevitable. El sentido
es construido por el sistema de representación. Es construido y fijado por un
código, que establece una correlación entre nuestro sistema conceptual y
nuestro sistema de lenguaje de tal modo que, cada vez que pensamos en un
árbol, el código nos dice que debemos usar la palabra castellana “árbol”, o la
inglesa “tree”. El código nos dice que, en nuestra cultura —es decir, en nuestros
códigos conceptuales y de lenguaje— el concepto “árbol” está representado
por las letras á.r.b.o.l. arregladas de cierta manera, del mismo modo que en el
código Morse, el signo para V (que en la Segunda Guerra Mundial Churchil
452 Stuart Hall

hizo “estar en lugar de”, o representar “victoria”) es punto, punto, punto, raya;
¡y en el “lenguaje de luces de tráfico” verde = adelante, y rojo = pare!
Una manera de pensar sobre la “cultura” es, por tanto, en términos de
estos compartidos mapas conceptuales, sistemas de lenguaje y de códigos que
gobiernan la relación de traducción entre ellos. Los códigos fijan las relaciones
entre conceptos y signos. Estabilizan el sentido dentro de diferentes lenguajes
y culturas. Nos dicen qué lenguaje usar para expresar qué idea. El reverso
es también verdadero. Los códigos nos dicen qué conceptos están en juego
cuando oímos o leemos cuáles signos. Mediante la fijación arbitraria de las
relaciones entre nuestros sistemas conceptuales y lingüísticos (“lingüístico”
en sentido amplio) los códigos hacen posible que hablemos y escuchemos de
manera inteligible, y establezcamos la traducibilidad entre nuestros conceptos
y nuestros lenguajes, lo cual permite que el sentido pase de un hablante a
un oyente, y sea comunicado efectivamente dentro de una cultura. Esta
traducibilidad no está dada por la naturaleza ni está fijada por los dioses. Es
el resultado de un conjunto de convenciones sociales. Es fijada socialmente,
fijada en la cultura. Los hablantes de castellano, inglés o de lenguas indias
deben, a lo largo del tiempo, y sin decisiones o selecciones conscientes, llegar
a un acuerdo no escrito, una forma de convenio cultural no escrito, según el
cual, en sus varios lenguajes, ciertos signos están en lugar de o representan
ciertos conceptos. Esto es lo que los niños aprenden, y es la manera como
ellos llegan a ser, no simples individuos biológicos sino sujetos culturales.
Aprenden el sistema y las convenciones de la representación, los códigos de
sus lenguajes y cultura, que los equipan con un “saber hacer” cultural que a
su vez les posibilita funcionar como sujetos culturalmente competentes. No
es que este conocimiento esté impreso en sus genes, sino que ellos aprenden
sus convenciones y por ello gradualmente llegan a ser “personas culturizadas”
—esto es, miembros de su cultura—. Ellos internalizan inconscientemente
los códigos que les permiten expresar ciertos conceptos e ideas a través de
los sistemas de representación —escritura, habla, gestos, visualización, y
demás— e interpretar las ideas que les son comunicadas usando los mismos
sistemas.
Ahora se puede entender fácilmente por qué sentido, lenguaje y repre-
sentación son elementos tan críticos en el estudio de la cultura. Pertenecer a
una cultura es pertenecer aproximadamente al mismo universo conceptual
y lingüístico, es saber cómo los conceptos e ideas se traducen a diferentes
lenguajes, y cómo el lenguaje refiere, o hace referencia al mundo. Compartir
estas cosas es ver el mundo desde el mismo mapa conceptual y dar sentido al
mismo mediante el mismo sistema de lenguaje. Los tempranos antropólogos
del lenguaje, como Sapir y Whorf, llevaron esta cuestión hasta su extremo
lógico cuando sostuvieron que todos estamos, por así decir, encerrados dentro
de nuestras perspectivas culturales o “estados de la mente”, y que el lenguaje
es la mejor clave que tenemos para tal universo conceptual. Esta observación,
cuando se aplica a todas las culturas, se convierte en la raíz de lo que hoy se
denomina relativismo lingüístico o cultural /…/
Una consecuencia de este argumento sobre los códigos culturales es que
si el sentido no es resultado de algo fijo allí afuera, en la naturaleza, sino de
El trabajo de la representación 453

nuestras convenciones sociales, culturales y lingüísticas, entonces el sentido


nunca puede fijarse de manera definitiva. Podemos todos “ponernos de
acuerdo” en hacer que las palabras tengan diferentes sentidos —como hemos
hecho, por ejemplo, con la palabra “gay”, o el uso, por los jóvenes, de la palabra
“horror” como término de aprobación—. Desde luego, debe haber alguna
fijación del sentido en la lengua, de otro modo no nos podríamos entender
unos a otros. No podemos levantarnos una mañana y decidir súbitamente
representar el concepto de “árbol” con las letras “wxyz”, y esperar que la gente
entienda lo que estamos diciendo. Por otro lado, no hay una fijación absoluta
o final del sentido. Las convenciones sociales y lingüísticas cambian a lo largo
del tiempo. En el lenguaje de la gerencia moderna, lo que acostumbrábamos
llamar “estudiantes”, “pacientes” y “pasajeros” ahora se llaman “clientes”. Los
códigos lingüísticos varían de modo significativo de una lengua a otra. Muchas
culturas no tienen palabras para conceptos que son normales y muy usados
entre nosotros. Las palabras constantemente salen del uso común, y aparecen
nuevas frases: pensemos, por ejemplo, en el uso de “adelgazamiento” para
representar el proceso mediante el cual las compañías sacan a los trabajadores
de sus puestos. Y aun en el caso de que las palabras permanezcan estables,
sus connotaciones se desplazan y adquieren nuevos matices. El problema
es especialmente agudo en las traducciones. Por ejemplo, ¿la diferencia en
inglés entre know y understand corresponde exactamente a la distinción
conceptual del francés entre savoir y connaître? Tal vez; pero ¿cómo podemos
estar seguros?
El punto principal es que el sentido no está inherente en las cosas, en el
mundo. Es construido, producido. Es el resultado de una práctica significante:
una práctica que produce sentido, que hace que las cosas signifiquen.
Teorías de la representación
Hablando ampliamente, hay tres enfoques para explicar cómo la representa-
ción del sentido trabaja a través del lenguaje. Como dije, podemos llamarlos
enfoque reflectivo, intencional y construccionista o constructivista. Pueden
pensarse como un intento de responder a las preguntas ¿de dónde vienen
los sentidos? Y ¿cómo podemos decir el “verdadero” sentido de una palabra
o imagen?
En el enfoque reflectivo el sentido es pensado como lo que reposa en el
objeto, la persona, la idea o el evento del mundo real, y el lenguaje funciona
como un espejo que refleja el verdadero sentido tal como existe en el mundo.
Como la poeta Gertrude Stein dijo una vez, “Una rosa es una rosa es una rosa”.
En el siglo IV antes de Cristo los griegos usaron la noción de mimesis para
explicar cómo el lenguaje, y aun el dibujo y la pintura, copiaba o imitaba la
naturaleza; pensaban el gran poema de Homero, La Ilíada, como la “imita-
ción” de una serie heroica de eventos. De modo que la teoría que dice que el
lenguaje actúa por simple reflejo o imitación de la verdad que ya está como
fijada en el mundo es a veces llamada “mimética”.
Desde luego hay cierta verdad obvia en las teorías miméticas de la repre-
sentación y del lenguaje. Como hemos dicho, los signos visuales portan cierta
relación con la forma y textura de los objetos que representan. Pero, como
454 Stuart Hall

también se dijo antes, una imagen visual bidimensional de una rosa es un


signo, no se debe confundir como la planta real que tiene espinas y crece y
florece en el jardín. Además, hay muchas palabras, sonidos e imágenes que
entendemos muy bien pero que son enteramente ficticios o fantasías, y se
refieren a mundos completamente imaginarios —¡incluyendo, como muchos
piensan hoy, casi toda La Ilíada!— Desde luego, puedo usar la palabra “rosa”
para referirme a las plantas reales, actuales, del jardín, como hemos dicho
antes. Pero esto es porque conozco el código que enlaza el concepto con una
palabra o imagen particulares. No puedo pensar, hablar o dibujar con una
rosa real. Y si alguien me dice que no hay una palabra “rosa” para una planta
en su cultura, la planta existente en el jardín no puede resolver la falla de
comunicación entre nosotros. Dentro de las convenciones de los diferentes
códigos lingüísticos que usamos, ambos tenemos razón —y para entendernos
uno debe aprender el código que vincula la flor con la palabra que a esa planta
corresponde en la otra cultura—.
El segundo enfoque del sentido en la representación argumenta el caso
opuesto. Sostiene que es el hablante, el autor, quien impone su sentido único
sobre el mundo a través del lenguaje. Las palabras significan lo que el autor
pretende que signifiquen. Este es el enfoque intencional. De nuevo, tienen
algo de razón en su argumento dado que todos nosotros, como individuos,
usamos el lenguaje para expresar o comunicar cosas que son especiales o
únicas para nosotros, para nuestro modo de ver el mundo. Sin embargo,
como teoría general de la representación por medio del lenguaje, el enfoque
intencional tiene sus fallas. No podemos ser la única fuente de sentidos en
la lengua, dado que esto significaría que podríamos expresaros en lenguajes
enteramente privados. Sino que la esencia del lenguaje es la comunicación
y esto, a su vez, depende de las convenciones lingüísticas y de los códigos
compartidos. El lenguaje no puede ser un juego privado. Nuestros sentidos
privados, por más personales que sean, deben entrar en las reglas, códigos y
convenciones del lenguaje a fin de que sean compartidos y comprendidos. La
lengua es un sistema social de un todo y por todo. Esto significa que nuestros
pensamientos privados han sido guardados a través del lenguaje y es a través
del mismo como pueden ser puestos en acción.
El tercer enfoque reconoce este carácter público y social del lenguaje.
Reconoce que ni las cosas en sí mismas ni los usuarios individuales del
lenguaje pueden fijar el sentido de la lengua. Las cosas no significan: nosotros
construimos el sentido, usando sistemas representacionales —conceptos y
signos—. Por tanto éste es llamado el enfoque constructivista del sentido
dentro de la lengua. Según este enfoque, no debemos confundir el mundo
material, donde las cosas y la gente existen, y las prácticas simbólicas y los
procesos mediante los cuales la representación, el sentido y el lenguaje operan.
Los constructivistas no niegan la existencia del mundo material. Sin embargo,
no es el mundo material el que porta el sentido: es el sistema de lenguaje o
aquel sistema cualquiera que usemos para representar nuestros conceptos. Son
los actores sociales los que usan los sistemas conceptuales de su cultura y los
sistemas lingüísticos y los demás sistemas representacionales para construir
El trabajo de la representación 455

sentido, para hacer del mundo algo significativo, y para comunicarse con
otros, con sentido, sobre ese mundo.
Desde luego, los signos pueden también tener una dimensión material. Los
sistemas representacionales consisten en sonidos actuales que hacemos con
nuestras cuerdas vocales, las imágenes que hacemos con las cámaras sobre
papel sensible a la luz, las marcas que hacemos con pintura sobre la tela, los
impulsos digitales que transmitimos electrónicamente. La representación
es una práctica, una clase de “trabajo”, que usa objetos materiales y efectos.
Pero el sentido depende, no de la cualidad material del signo, sino de su
función simbólica. Porque un sonido particular o palabra está por, simboliza
o representa un concepto, puede funcionar, dentro de un lenguaje, como
un signo y portar sentido —o, como dicen los construccionistas, significar
(sign-i-ficar)—.
El lenguaje de los semáforos
El ejemplo más sencillo para este punto, que es crítico para entender cómo
funcionan los lenguajes como sistemas representacionales, es el ejemplo
famoso de las luces de tráfico. Una luz de tráfico es una máquina que produce
diferentes luces de colores en secuencia. El efecto de la luz de diferentes
longitudes de onda sobre el ojo —fenómeno natural y material— produce la
sensación de diferentes colores. Ahora bien, estas cosas no existen ciertamente
en el mundo material. Es nuestra cultura la que quiebra el espectro de luz en
diferentes colores, los distingue uno de otro, y les da nombres —rojo, verde,
amarillo, azul—. Usamos un modo de clasificar el espectro de colores a fin
de crear colores y clasificarlos de acuerdo con diferentes conceptos-colores.
Este es el sistema conceptual de colores de nuestra cultura. Decimos “nuestra
cultura” porque, desde luego, otras culturas pueden dividir el espectro de
manera diferente. Más aún, usan diferentes palabras o letras en sí para
identificar diferentes colores; lo que llamamos “rojo” los franceses lo llaman
“rouge”, y así sucesivamente. Es el código lingüístico, el que correlaciona
ciertas palabras (signos) con ciertos colores (conceptos), y así nos posibilita
comunicarnos sobre los colores con otra gente, usando “el lenguaje de los
colores”.
Pero ¿cómo usamos este sistema representacional o simbólico para
regular el tráfico? Los colores no tienen ningún sentido “verdadero” o fijo
en tal sentido. Rojo no significa “pare” en la naturaleza, como tampoco el
verde significa “siga”. En otros contextos, el rojo puede estar en lugar de,
simbolizar o representar “sangre” o “peligro” o “comunismo”; y verde puede
representar “Irlanda”, o “el campo”, o “medio ambiente”. Aun estos sentidos
pueden cambiar. En el “lenguaje de los implementos eléctricos” el rojo se
usó en un tiempo para significar “la conexión con la carga positiva” pero
esto fue cambiado arbitrariamente y sin explicación por el color café. Y así
durante muchos años los productores de implementos tuvieron que adherir
una marquilla de papel que decía que el código o convención había cambiado,
de otro modo ¿cómo se podría saber? Rojo y verde funcionan en el lenguaje
del tráfico porque “pare” y “siga” son los sentidos que les han sido asignados
en nuestra cultura por el código o convención que gobierna este lenguaje,
456 Stuart Hall

y este código es ampliamente conocido y casi universalmente obedecido en


nuestra cultura y en las culturas similares a la nuestra; aunque podríamos
imaginar otras culturas que no poseen el código, en las cuales este lenguaje
podría ser un completo misterio.
Sigamos con el ejemplo por un momento a fin de explorar un poco más
cómo, según el enfoque construccionista de la representación, los colores y
el “lenguaje de los semáforos” funcionan como un sistema de significación
o representación. Recordemos los dos sistemas representacionales que
mencionamos antes. Primero, está el mapa conceptual de colores en nuestra
cultura —el modo como los colores se diferencian uno de otro, se clasifican
y se organizan en nuestro universo mental—. Segundo, están los modos
como las palabras y las imágenes se correlacionan con los colores en nuestro
lenguaje —nuestros códigos lingüísticos—. De hecho, desde luego, un lenguaje
de los colores es más que las palabras individuales para los diferentes puntos
del espectro de colores. Depende también de cómo esos colores funcionan en
relación con otros —el tipo de cosas que son gobernadas por la gramática y
sintaxis en los lenguajes escritos o hablados, lo que permite que expresemos
ideas más bien complejas—. En el lenguaje de los semáforos, es la secuencia
y la posición de los colores, lo mismo que los colores como tales, lo que les
permite portar el sentido y por tanto funcionar como signos.
¿Importa qué colores usamos? No, arguyen los construccionistas. Esto
ocurre porque lo que significa no son los colores en sí mismos sino (a) el
hecho de que son diferentes y pueden ser distinguidos uno de otro, y (b) el
hecho de que están organizados en una secuencia particular—rojo seguido
de verde, con una eventual luz naranja de por medio, que dice, en efecto
“¡prepárese!: las luces van a cambiar” —. Los construccionistas argumentan
de la manera siguiente. Lo que significa, lo que porta sentido —arguyen— no
es cada color en sí mismo ni siquiera el concepto o palabra que está en su
lugar. Es la diferencia entre rojo y verde lo que significa. Este es un principio
muy importante, en general, sobre la representación y el sentido, y volveremos
sobre él más adelante. Pensémoslo así. Si no pudiéramos diferenciar entre
rojo y verde, no podríamos usar uno para significar “pare” y el otro para decir
“siga”. De la misma manera, es sólo la diferencia entre las letras P y T las que
permiten que la palabra “sheep” esté vinculada, en el código lingüístico inglés,
al concepto de “animal con cuatro patas y una piel lanuda”, y la palabra “sheet”
al “material que usamos para cubrirnos en la cama por la noche”.
En principio, cualquier combinación de colores —como cualquier colec-
ción de letras en el lenguaje escrito o de sonidos en el hablado— haría lo
mismo, con tal que los elementos sean suficientemente diferentes para no ser
confundidos. Los construccionistas expresan esta idea diciendo que todos los
signos son “arbitrarios”. “Arbitrario” significa que no hay una relación natural
entre el signo y su sentido o concepto. Dado que rojo sólo significa “pare”
porque es así como el código funciona, en principio cada color podría servir,
incluso el verde. Es el código el que fija el sentido, no el color por sí mismo.
Esto tiene también amplias implicaciones para la teoría de la representación
y sentido dentro del lenguaje. Significa que los signos mismos no pueden fijar
el sentido. El sentido, en cambio, depende de la relación entre un signo y el
El trabajo de la representación 457

concepto que está fijado por un código. El sentido, dicen los construccionistas,
es “relacional” /…/
Con tal que el código nos diga claramente cómo leer o interpretar cada
color, que cada uno acepte interpretarlos de esta manera, cualquier color
puede servir. Son sólo colores, del mismo modo que la palabra “sheep” es
sólo un conjunto de letras. En francés el mismo animal es referido mediante
un signo lingüístico muy diferente, “mouton”. Los signos son arbitrarios. Sus
sentidos son fijados por códigos.
Como dijimos antes, los semáforos son máquinas, y los colores son el
efecto material de ondas de luz sobre la retina del ojo. Pero los objetos —las
cosas— pueden también funcionar como signos, provisto que se les haya
asignado un concepto y un sentido dentro de nuestros códigos culturales y
lingüísticos. Como signos, trabajan simbólicamente —representan conceptos,
y significan—. Sus efectos, sin embargo, son sentidos en el mundo social y
material. Rojo y verde funcionan en el lenguaje de los semáforos como signos,
pero tienen efectos reales materiales y sociales. Regulan el comportamiento
social de los conductores y, sin ellos, habría muchos más accidentes de tráfico
en los cruces de las vías.
Resumen
Hemos andado un largo camino en la exploración sobre la naturaleza de la
representación. Es tiempo de que resumamos lo que hemos elaborado sobre
el enfoque construccionista de la representación a través del lenguaje.
La representación es la producción de sentido a través del lenguaje. En la
representación, sostienen los construccionistas, usamos signos, organizados
en lenguajes de diferentes clases, a fin de comunicarnos significativamente
con los otros. Los lenguajes pueden usar signos para simbolizar, estar en lugar
de, o referenciar objetos, personas y eventos en el llamado mundo “real”. Pero
pueden también referenciar cosas imaginarias y mundos de fantasía o ideas
abstractas que no son de manera obvia parte de nuestro mundo material. No
hay relación simple de reflejo, imitación o correspondencia uno a uno entre
el lenguaje y el mundo real. El mundo no está reflejado de manera adecuada
ni inadecuada en el espejo del lenguaje. El lenguaje no funciona como un
espejo. El sentido es producido dentro del lenguaje, en y a través de varios
sistemas representacionales que, por conveniencia, llamamos “lenguajes”. El
sentido es producido por la práctica, por el “trabajo”, de la representación.
Es construido mediante la significación —es decir, por las prácticas que
producen sentido—.
¿Cómo ocurre esto? De hecho, depende de dos sistemas de representación
diferentes pero relacionados. Primero, los conceptos que se forman en la
mente funcionan como un sistema de representación mental que clasifica y
organiza el mundo en categorías con sentido. Si aceptamos un concepto para
algo, podemos decir que conocemos su “sentido”. Pero no podemos comu-
nicar este sentido sin un segundo sistema de representación, un lenguaje. El
lenguaje consiste en signos organizados en varias relaciones. Pero los signos
sólo pueden acarrear sentido si poseemos códigos que nos permiten traducir
458 Stuart Hall

nuestros conceptos a un lenguaje —y viceversa—. Estos códigos son cruciales


para el sentido y la representación. No existen en la naturaleza sino que son
el resultado de convenciones sociales. Constituyen parte crucial de nuestra
cultura —nuestros compartidos “mapas de sentido”, que aprendemos e inter-
nalizamos inconscientemente a medida que nos convertimos en miembros
de nuestra cultura—. Este enfoque construccionista del lenguaje introduce
entonces el dominio simbólico de la vida, donde las palabras y las cosas
funcionan como signos, dentro del mismo corazón de la vida social /…/

El legado de Saussure
El enfoque construccionista del lenguaje y la representación que hemos
venido discutiendo debe mucho a la obra e influencia del lingüista suizo
Saussure, que nació en Alemania en 1857, hizo buena parte de su obra en
París, y murió en 1913. Se le conoce como “el padre de la lingüística moderna”.
Para nuestros propósitos, su importancia radica, no en su detallado trabajo
en lingüística, sino en su visión general de la representación y en el modo
como su modelo del lenguaje perfiló el enfoque semiótico del problema de la
representación válido para una amplia gama de campos culturales. Mucho
del pensamiento de Saussure se reconocerá en lo que hemos dicho ya sobre
el enfoque construccionista.
Según Jonathan Culler (1976), para Saussure la producción de sentido
depende del lenguaje: “El lenguaje es un sistema de signos”. Sonidos, imágenes,
palabras escritas, pinturas, fotografías, etc. funcionan como signos dentro
del lenguaje “sólo cuando sirven para expresar o comunicar ideas [...] [Para]
comunicar ideas deben formar parte de un sistema de convenciones [...]”
(Culler 1976: 19). Los objetos materiales pueden funcionar como signos y
comunicar sentido también, como lo vimos al hablar del “lenguaje de los
semáforos”. En un importante movimiento Saussure analizó el signo en dos
elementos adicionales. Está, añadió, la forma (la palabra actual, la imagen, la
foto, etc.) y luego la idea o concepto en la cabeza del hablante, idea con la cual
la forma está asociada. Saussure llamó al primer elemento el significante y al
segundo —el correspondiente concepto que el significante desencadenó en
la cabeza— el significado. Cada vez que uno oye, lee o ve el significante (es
decir, la palabra o imagen de un walkman, por ejemplo) hay una correlación
con lo significado (el concepto mental de una casetera portátil). Se necesitan
ambos para producir sentido pero es la relación entre ellos, fijada por nuestros
códigos culturales y lingüísticos, la que sostiene la representación. Por tanto,
“el signo es la unión de una forma que significa (el significante) [...] y una
idea significada (el significado). Aunque pudiéramos hablar [...] como de dos
entidades separadas, ellas existen sólo como componentes del signo [que es]
el hecho central del lenguaje” (Culler 1976: 19).
Sassure insistió también sobre lo que llamamos la naturaleza arbitraria
del signo: “No hay un vínculo natural o inevitable entre el significante y el
significado” (Culler 1976: 19). Los signos no poseen un sentido fijo o esencial.
Lo que significa, según Saussure, no es “rojo” o la esencia de “rojura”, sino la
diferencia entre “rojo” y “verde”. Los signos, señalaba Saussure, “son miembros
El trabajo de la representación 459

de un sistema y están definidos con relación a los otros miembros de ese


sistema”. Por ejemplo, es difícil de definir el sentido de “padre” excepto en
relación con, y en términos de diferencia con otros términos del parentesco,
como “madre”, “hija”, “hijo”, etc.
Este señalamiento de la diferencia dentro del lenguaje es fundamental para
la producción del sentido, de acuerdo con Saussure. Aun en el simple nivel
(para repetir un ejemplo anterior), tenemos que ser capaces de distinguir,
dentro de la lengua, entre “sheep” y “sheet”, antes de que vinculemos una de
estas palabras con el concepto de un animal que produce lana, y el otro con el
de una tela que cubre un lecho. El modo más sencillo de marcar la diferencia
es, desde luego, por medio de una oposición binaria —en este ejemplo, todas
las letras son las mismas excepto la p y la t—. Igualmente, el sentido de un
concepto o palabra frecuentemente se define en relación con su opuesto
directo, como en noche/día. Posteriores críticos de Saussure indicaron que
los binarios (ej. negro/blanco) son sólo una manera, bastante simple, de
establecer diferencias. Al lado de la diferencia principal entre negro y blanco,
hay también otras, más sutiles, entre negro y gris oscuro, gris oscuro y gris
claro, gris y crema, y blanco opaco y blanco brillante, así como la hay entre
noche, aurora, día, medio día, crepúsculo, etc. Sin embargo, su atención a las
oposiciones binarias llevó a Saussure a la revolucionaria proposición de que
un lenguaje consiste en significantes, pero que a fin de producir sentido, los
significantes deben estar organizados en “un sistema de diferencias”. Son las
diferencias entre los significantes las que significan.
Más aún, la relación entre el significante y el significado, que está fijada por
nuestros códigos culturales, no está —según Saussure— fijada permanente-
mente. Las palabras cambian sus sentidos. Los conceptos (el significado) a
los que se refieren los significantes también cambian, históricamente, y cada
cambio altera el mapa conceptual de la cultura, llevando a diferentes culturas,
en diferentes momentos históricos, a clasificar y pensar el mundo de manera
diferente. Durante muchos siglos, las sociedades occidentales han asociado
la palabra “negro” con todo lo que es oscuro, malo, prohibido, diabólico,
peligroso o pecaminoso. Sin embargo, pensemos en cómo la percepción de la
gente negra en Estados Unidos en los sesenta cambió después de que la frase
“Black is beautiful [lo negro es bello]” se volvió eslogan popular, en el que el
significante “negro” se hizo significar exactamente lo opuesto (al significado)
de sus asociaciones anteriores. En términos de Saussure,
el lenguaje establece una relación arbitraria entre los significantes
de su propia escogencia de una parte, y los significados de su propia
escogencia de la otra. No sólo cada lengua produce su propio conjunto
de significantes, que articula y divide el continuum del sonido (o de la
escritura, o del dibujo, o de la fotografía) de un modo distintivo; cada
lengua produce también un conjunto propio y diferente de significados;
tiene por tanto un modo distintivo y arbitrario de organizar el mundo
en conceptos y categorías (Culler 1976: 23).
Las implicaciones de este argumento son de largo alcance para una teoría de
la representación y para nuestra comprensión de la cultura. Si la relación entre
460 Stuart Hall

un significante y un significado es el resultado de un sistema de convenciones


sociales específico de cada sociedad y de cada momento histórico, entonces
todos los sentidos son producidos dentro de cada historia y cultura. No
pueden estos sentidos estar fijados por siempre, sino que siempre están sujetos
a cambio, tanto de un contexto cultural a otro como de un período a otro. Por
tanto, no hay un “sentido verdadero” singular, inmutable y universal. “Porque
es arbitrario, el signo está totalmente sujeto a la historia y a la combinación en
un momento particular de un significante dado y un significado es resultado
contingente del proceso histórico (Culler 1976: 36). Esto abre el sentido y la
representación radicalmente a la historia y al cambio. Es verdad que Saussure
mismo enfocó exclusivamente su estudio del estado del sistema lingüístico a
un momento del tiempo en vez de mirar el cambio en el tiempo. Sin embargo,
para nuestros propósitos, el punto importante es el modo como este enfoque
del lenguaje desancla el sentido, rompiendo cualquier vínculo natural e
inevitable entre el significante y el significado. Esto abre la representación al
constante “juego” o deslizamiento del sentido, a la constante producción de
nuevos sentidos, nuevas interpretaciones.
Sin embargo, si el sentido cambia históricamente y nunca está fijado
definitivamente, entonces se sigue que “captar el sentido” debe implicar un
proceso activo de interpretación. El sentido debe ser activamente “leído” o
“interpretado”. En consecuencia, hay una imprecisión necesaria e inevitable
acerca del lenguaje. El sentido que captamos, como observadores, lectores
o audiencias, nunca es exactamente el sentido ofrecido por el hablante o
escritor o el captado por otros intérpretes. Y como, a fin de decir algo con
sentido, debemos “entrar en el lenguaje”, donde toda suerte de viejos sentidos
nos pueden anteceder, o están ya almacenados tras eras previas, nunca
podremos limpiar el lenguaje completamente, librándolo de todos los otros
sentidos ocultos que podrían modificar o distorsionar lo que queremos decir.
Por ejemplo, no podemos evitar algunas de las connotaciones negativas de
la palabra “negro” que vienen a la mente cuando leemos un titular como
“Miércoles … día negro en la bolsa”, aun si este sentido no era el que se
buscaba. Hay un constante deslizamiento de sentido en toda interpretación,
un margen —algo en exceso de lo que queremos decir— mediante el cual
otros sentidos hacen sombra a la afirmación o el texto, y otras asociaciones
despiertan, dando giros inesperados a lo que queríamos decir. De modo que la
interpretación se vuelve aspecto esencial del proceso por el cual el sentido se
transmite y se capta. El lector es tan importante como el escrito en la produc-
ción de sentido. Cada significante dado o codificado con sentido debe ser
interpretado significativamente o descodificado por el receptor (Hall 1980).
Los signos que no han sido recibidos e interpretados de manera inteligible
no son, en un sentido útil, “significativos”.
La parte social del lenguaje
Saussure dividió el lenguaje en dos partes. La primera consiste en las reglas
generales y códigos del sistema lingüísticos, que todos los usuarios deben
compartir, si se usa la lengua como medio de comunicación. Las reglas son
los principios que aprendemos cuando aprendemos una lengua y que nos
habilitan para usar el lenguaje con el fin decir lo que queremos. Por ejemplo, en
El trabajo de la representación 461

inglés, el orden preferido de las palabras es sujeto-verbo-objeto (“el gato está


en la estera”), mientras en latín, el verbo usualmente viene al final. Saussure
llamó esta estructura subyacente y regida por reglas del lenguaje, que nos
habilita para producir proposiciones bien formadas, la lengua (el sistema de
lenguaje). La segunda parte consiste en los actos particulares de hablar o de
escribir, o de pintar, que –usando la estructura y reglas de la lengua—son
producidos por el hablante o escritor actual. Llamó a esto el habla. “La lengua
es el sistema del lenguaje, el lenguaje es el sistema de formas, mientras el habla
es el hablar actual (o el escribir), los actos de habla que son hechos posibles
por la lengua” (Culler 1976: 29).
Para Saussure, la estructura subyacente de reglas y códigos (lengua) era
la parte social del lenguaje, la parte que se podría estudiar con la precisión
de la ciencia debido a su naturaleza cerrada y limitada. Su preferencia era el
estudio del lenguaje en este nivel de “la estructura profunda”, lo que hizo que
Saussure y su modelo del lenguaje fuera llamado estructuralista. La segunda
parte del lenguaje, el acto de habla o expresión (el habla), era visto por él
como la “superficie” del lenguaje. Hay un número infinito de estas posibles
expresiones. Por tanto, el habla carece de esas propiedades estructurales —que
forman un conjunto limitado y cerrado—que permitiría estudiarlo de manera
científica. Lo que hizo llamativo para muchos investigadores el modelo de
Saussure fue el hecho del carácter cerrado y estructurado del lenguaje en el
nivel de sus reglas y leyes, que —según Saussure— permitía estudiarlo cien-
tíficamente, estaba combinado con la capacidad de ser creativos de manera
libre e impredecible en nuestros actos de habla actuales. Creyeron que les
había ofrecido, al fin, un enfoque científico para el objeto menos científico
de la indagación: la cultura.
Al separar la parte social del lenguaje (lengua) del acto individual de
comunicación (habla) Saussure rompió con nuestra noción de sentido común
de cómo opera el lenguaje. Nuestra común intuición es que el lenguaje surge
de nosotros, del individuo hablante o escribiente que es hablante o escritor
como el autor u originador del sentido. Este es el modelo de representación
que antes denominamos intencional. Pero de acuerdo con el esquema de
Saussure, cada afirmación autorada es posible sólo porque el “autor” comparte
con otros usuarios del lenguaje las reglas comunes, los códigos del sistema
de lenguaje —la lengua—que permite a todos ellos comunicarse entre sí de
manera significativa. El autor decide lo que quiere decir. Pero, si es que de
veras desea ser entendido, no puede “decidir” usar o no usar las reglas del
lenguaje. Nacemos dentro de un lenguaje, sus códigos y sentidos. El lenguaje
es, por tanto, para Saussure, un fenómeno social. No puede ser un asunto
individual porque no podemos hacernos las reglas de un lenguaje sólo para
nosotros como individuos. Su fuente radica en la sociedad, en la cultura, en
nuestros códigos compartidos, en el sistema de lenguaje, no en la naturaleza
ni en el sujeto individual.
Más adelante consideraremos cómo el enfoque construccionista de la
representación, y en particular el modelo lingüístico de Saussure, ha sido
aplicado a un amplio conjunto de objetos y de prácticas culturales a tal punto
que evolucionó hacia un método semiótico que ha influenciado notablemente
462 Stuart Hall

el campo. Pero primero debemos tener en cuenta ciertas críticas que se han
hecho a esta posición.
Crítica del modelo saussuriano
El gran logro de Saussure fue forzarnos a enfocar el lenguaje mismo, como un
hecho social; el proceso mismo de la representación; cómo el lenguaje trabaja
en realidad y el papel que juega en la producción de sentido. Al hacerlo, sacó
el lenguaje de un status de simple medio transparente entre las cosas y sus
significantes. Mostró, en cambio, que la representación es una práctica. Sin
embargo, en su propio trabajo intentó focalizar exclusivamente dos aspectos
del signo, el significante y el significado. Dio poca atención a cómo esta relación
entre significante/significado puede servir para el propósito de lo que antes
hemos llamado referencia, es decir, referirnos al mundo de las cosas, gente
y eventos fuera del lenguaje, en el mundo mismo. Los lingüistas posteriores
hicieron la distinción entre, digamos, el sentido de la palabra “book” y el
uso de la palabra para referirse al libro específico que tenemos en la mesa.
El lingüista Charles Sanders Peirce, aunque adopta un enfoque similar al de
Saussure, presta más atención a la relación entre significantes/significados y lo
que él denomina referentes. Lo que Saussure llamaba significación realmente
implicaba sentido y referencia, pero él enfocó ante todo el sentido.2
Otro problema es que Saussure tendió a enfocar los aspectos formales
del lenguaje, el modo cómo el lenguaje actúa. Esto tiene la gran ventaja de
hacernos examinar la representación como una práctica digna de estudio
detallado por su propio mérito. Nos obliga a mirar el lenguaje en su propio

2 Esta crítica es muy importante para entender, y corregir, el sesgo semiótico e idealista
que ha predominado en muchos de los análisis contemporáneos; en realidad el sentido
(significante/significado) se construye con referencia al mundo en que vivimos (¡si
no, todo este cuento carecería de sentido para nuestra existencia común y la tendría
sólo para los semiólogos y lingüistas!). Olvidar este tercer polo del sentido es caer
en lo que se llama idealismo semiótico (“fuera del texto nada existe”), que hoy es
bastante común en los llamados estudios culturales y que está siendo fuertemente
combatido por el denominado realismo crítico contemporáneo que se considera
post-todo: postestructuralista, post-posmodernista, post-positivista, etc. El sentido,
que construido por la representación, es la orientación de los humanos dentro del
campo de la cultura —análogo al sentido de orientación dado por los genes a los
seres vivos normales en el campo físico geoambiental— tiene en realidad tres polos:
el significante, el significado y el referente que conecta el mundo de la representación
y del lenguaje con el mundo en que vivimos y respiramos. Los tres polos constituyen
los componentes del sentido integral que tenemos de las cosas, personas y eventos.
La semántica y la semiótica (y por debajo de ellas la gramática o sintaxis y la foné-
tica/fonémica) trabajan fundamentalmente con los dos primeros polos de la relación
de sentido y representación (significante y significado), dejando entre paréntesis (y
a veces olvidando del todo) el tercer polo, que podríamos llamar “el polo a tierra”;
la pragmática, a la que hicieron contribuciones decisivas los filósofos pragmatistas
Dewey y Peirce, y que apenas comienza a estudiarse con rigor, recupera la atención
sobre este tercer polo, reestableciendo en su plenitud el llamado triángulo semiótico
con sus tres vértices: significante-significado-referente. El referente introduce el
muy importante problema de la validez o verdad (¡hay muchos tipos de verdad!) de
nuestras representaciones. Autores como Schlieben-Lange (1987) y Showalter (1987)
introdujeron una importante corrección a este sesgo, al igual que Foucault como lo
indica Hall más adelante en este texto (Nota del traductor).
El trabajo de la representación 463

valor, y no como una “ventana al mundo”, vacía, transparente. Sin embargo,


el foco de Saussure sobre el lenguaje tiende a ser demasiado exclusivo. La
atención dada a sus aspectos formales distrae la atención de los aspectos
más interactivos y dialógicos del lenguaje: cómo es usado realmente, cómo
funciona en situaciones actuales, en el diálogo entre diferentes tipos de
hablantes. No es sorprendente entonces que, para Saussure, no emergieran
las cuestiones del poder a través del lenguaje, entre hablantes de diferentes
status y posiciones.
Como ha sido con frecuencia el caso, el sueño “científico” que subyacía
al impulso estructuralista de su obra, aunque influyente para alertarnos
sobre ciertos aspectos de la manera como funciona el lenguaje, demostró ser
ilusorio. El lenguaje no es un objeto que se pueda estudiar con la precisión
nomológica de la ciencia. Los posteriores teóricos culturales aprendieron el
estructuralismo de Saussure pero abandonaron sus premisas científicas. El
lenguaje permanece sometido a reglas. Pero no es un sistema “cerrado” que
pueda ser reducido a sus elementos formales. Como cambia constantemente,
es por definición abierto. El sentido continúa produciéndose por medio
del lenguaje en formas que nunca pueden ser predichas de antemano y su
“deslizamiento”, tal como fue descrito anteriormente, no se puede detener.
Saussure pudo verse tentado por la visión anterior, como buen estructura-
lista, y en un momento dado buscó hacer el estudio del estado del sistema
de lenguaje, como si fuera estático, y como si pudiera detener el flujo de su
cambio. Sin embargo, la realidad es que los muchos que han sido influenciados
por la ruptura que hizo Saussure con los modelos reflectivos e intencionales
de la representación, han construido sobre su obra no imitando su enfoque
estructuralistas y científico, sino aplicando su modelo de una manera más
fluida, más abierta, es decir, en un modo postestructuralista.
Resumen
¿Qué tan lejos, entonces, hemos llegado en nuestra discusión de las teorías
de la representación? Comenzamos por contrastar tres diferentes enfoques.
El enfoque reflectivo o mimético proponía una relación directa y transpa-
rente de imitación o reflejo entre las palabras (signos) y las cosas. La teoría
intencional reducía la representación a las intenciones de su autor o sujeto.
La teoría construccionista proponía una relación compleja y mediada entre
las cosas del mundo, nuestros conceptos de pensamiento y el lenguaje. Nos
hemos demorado más en este enfoque. La correlación entre estos niveles
—el material, el conceptual y el significativo— está gobernada por nuestros
códigos culturales y lingüísticos y este conjunto de interconexiones es el que
produce el sentido. Mostramos luego cuánto debe este modelo general de
cómo funciona el sistema de representación en la producción del sentido a
la obra de Ferdinand de Saussure. Aquí, el punto clave fue el vínculo provisto
por los códigos entre las formas de expresión usadas por el lenguaje (sea
hablado, escrito, en pintura, o en otras formas de representación) —que
Saussure denominó significantes— y los conceptos mentales asociados a éstas
—los significados—. La conexión entre estos dos sistemas de representación
produce los signos; y los signos, organizados en lenguajes, producen los
464 Stuart Hall

sentidos, que pueden ser usados para referenciar objetos, gente y eventos en
el mundo “real”.

Del lenguaje a la cultura: de la lingüística a la semiótica


La principal contribución de Saussure fue al estudio de la lingüística en un
sentido restringido. Sin embargo, desde su muerte, sus teorías han sido utili-
zadas ampliamente, como fundamento para un enfoque general del lenguaje
y del sentido, pues da un modelo de representación que ha sido aplicado a
un amplio rango de objetos y prácticas culturales. El mismo Saussure previó
esta posibilidad en sus famosas notas de clase, recogidas póstumamente por
sus estudiantes en el Curso de lingüística general, donde aspiraba a “Una
ciencia que estudie la vida de los signos dentro de la sociedad [...] La llamaré
semiología, del griego semeion “signos” [...]” ([1916] 1960: 16). Este enfoque
general del estudio de los signos en la cultura, y de la cultura como una especie
de “lenguaje”, anticipado por Saussure, se llama hoy semiótica.
El argumento subyacente al enfoque semiótico es que, dado que todos los
objetos culturales conllevan sentido, y todas las prácticas culturales dependen
del sentido, todos entonces deben hacer uso de los signos; y en la medida
que lo hacen, deben trabajar como trabaja el lenguaje, y ser susceptibles de
un análisis que haga uso básico de los conceptos lingüísticos de Saussure (es
decir, las distinciones entre significante y significado, entre lengua y habla, su
idea de códigos y estructuras subyacentes, y la naturaleza arbitraria del signo).
Por tanto, cuando en la colección de sus ensayos Mitologías, el crítico francés
Roland Barthes estudió “El mundo de la lucha libre”, “Poderes del jabón y los
detergentes”, “La cara de Greta Garbo”, o “Las Guías Azules de Europa”, puso
el enfoque semiótico a “leer” la cultura popular, tratando estas actividades y
objetos como signos, como un lenguaje a través del cual se comunica sentido.
Por ejemplo, muchos de nosotros pensamos que la lucha libre es un juego de
competencia o deporte donde un luchador intenta ganar la victoria sobre su
oponente. Barthes, sin embargo, no pregunta “¿quién ganó?”, sino “¿cuál es el
sentido de este evento?” Trata el evento como un texto que debe ser leído. “Lee”
los gestos exagerados de los luchadores como un lenguaje grandilocuente de
lo que llama el puro espectáculo del exceso /…/
De la misma manera el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss estudió
las costumbre, rituales, objetos totémicos, dibujos, mitos y leyendas de los
llamados pueblos “primitivos” de Brasil, no analizando cómo fueron produ-
cidos y usados en el contexto de la vida diaria de estos pueblos amazónicos,
sino en términos de lo que intentaban “decir” a través de esas representaciones,
qué mensajes sobre su cultura estaban comunicando. Analizó su sentido,
no mediante la interpretación de su contenido, sino buscando las reglas y
códigos subyacentes a través de los cuales tales objetos o prácticas producen
sentido y, al obrar así, él estaba haciendo “una movida” clásica saussuriana o
estructuralista, desde las formas de habla de una cultura hasta su estructura
subyacente, su lengua. Para hacer este tipo de trabajo, para estudiar el sentido
de un programa de televisión como Eastenders, por ejemplo, tendríamos que
tratar las figuras de la pantalla como significantes, y usar el código de la novela
El trabajo de la representación 465

de televisión como género, para descubrir cómo cada imagen de la pantalla


hace uso de esas reglas para decir algo (lo significado) que el espectador
puede leer o interpretar dentro del marco formal de una clase particular de
televisión narrativa /…/
En el enfoque semiótico no sólo las palabras y las imágenes sino también
los mismos objetos pueden funcionar como significantes en la producción
de sentido. La ropa, por ejemplo, puede tener una función simple, cubrir
el cuerpo y protegerlo del clima, pero la ropa también actúa como signo.
Construye un sentido y porta un mensaje. Un vestido de noche puede
significar “elegancia”; un corbatín y los trajes de cola “formalidad”; bluyines
y zapatillas “vestido informal”; cierta clase de sweater en el lugar preciso “un
largo y romántico paseo por el bosque” (Barthes 1967). Estos signos hacen
que la ropa porte sentido y funcione como un lenguaje, “el lenguaje de la
moda” /…/
La ropa es en sí misma el significante. El código de la moda en las culturas
consumidoras occidentales como la nuestra correlaciona clases particulares
o combinaciones de ropa con ciertos conceptos (“elegancia”, “formalidad”,
“informalidad”, “romance”). Éstos constituyen el significado. El código
convierte la ropa en signos que pueden ser leídos como un lenguaje. En el
lenguaje de la moda, los significantes son organizados en cierta secuencia,
en ciertas relaciones de unas piezas con otras. La relación puede ser de seme-
janza: ciertos artículos “van juntos” (por ejemplo, zapatillas con bluyines). Las
diferencias están tan marcadas: nada de correas de cuero con un vestido de
noche. Algunos signos crean sentido mediante la explotación de la “diferencia”,
verbigracia, botas Doc Marten con una larga falda suelta. Estas piezas de ropa
“dicen algo”, portan sentido. Desde luego, no todo mundo lee la moda de la
misma manera. Hay diferencias de género, edad, clase, “raza”. Pero todos los
que comparten el mismo código de la moda interpretan los signos más o
menos de la misma manera. “Oh, los bluyines no se ven bien en tal evento.
Se trata de una ocasión formal, pide algo más elegante”.
Quizá han notado, en el presente ejemplo, que nos hemos movido desde
un estrecho nivel lingüístico del cual sacamos los ejemplos en la primera
sección, a un amplio nivel cultural. Nótese, también, que se necesitan dos
operaciones vinculadas para completar el proceso de representación mediante
el cual se produce el sentido. Primero, necesitamos un código básico que
vincule una pieza particular de material particular, cortado y cosido de
determinada manera (significante) para nuestro concepto mental preciso
(significado) —digamos un corte particular del material para nuestro concepto
de “vestido” o “bluyines” —. Sólo ciertas culturas pueden “leer” el significante
de este modo, o más aún, poseer el concepto de (es decir, haber clasificado
la ropa como) “vestido”, en tanto diferente de “bluyines”. La combinación
de significante y significado es lo que Saussure llamaba signo. Por tanto,
habiendo reconocido el material como un vestido, o como jeans, y producido
un signo, podemos proceder a un nivel segundo, más amplio, que vincula
estos signos como temas culturales más amplios, con conceptos o sentidos
—por ejemplo, un vestido de noche con “formalidad” o “elegancia”, jeans
como “informalidad”—. Barthes llamó el primer nivel, que es descriptivo, el
466 Stuart Hall

de denotación y al segundo nivel, el de la connotación. Ambos, desde luego,


necesitan el uso de códigos.
Denotación es el nivel simple, básico y descriptivo donde el consenso
es amplio y donde la mayoría de la gente está de acuerdo con el sentido
(“vestido”, “bluyines”). En el segundo nivel —connotación— estos significantes
que hemos sido capaces de “descodificar” en el nivel simple mediante el uso
de clasificaciones convencionales de ropa para leer su sentido, entran en un
código más amplio —“el lenguaje de la moda”— que los conecta con temas y
sentidos más amplios, vinculándolos con lo que podríamos llamar los amplios
campos semánticos de nuestra cultura: ideas de “elegancia”, “formalidad”,
“informalidad” y “romance”. Este sentido segundo, que es más amplio, no es
ya un nivel descriptivo de obvia interpretación. Comenzamos ya a interpretar
los signos completos de los amplios campos de la ideología social: las creencias
generales, los marcos conceptuales y los sistemas de valores de la sociedad.
Este segundo nivel de la significación, según Barthes, es más “general, global y
difuso [...]”. Se trata de “fragmentos de una ideología. Esos significados tienen
una estrecha comunicación con la cultura, el conocimiento, la historia, y es a
través de ellos, por así decir, que el medio ambiente del mundo [de la cultura]
invade el sistema [de las representaciones]” (Barthes 1967: 91-92).
El mito hoy
En su ensayo “El mito hoy”, de Mitologías, Barthes da otro ejemplo que ayuda
a ver exactamente cómo funciona la representación en este segundo nivel
amplio cultural. Visitando al barbero un día le muestran a Barthes una copia
de la revista Paris Match que tiene en su carátula una foto de “un joven negro
con un uniforme francés saludando, con los ojos levantados, probablemente
fijos sobre un pliegue del tricolor” (la bandera francesa) (1972b: 116). En el
primer nivel, para tener algún sentido, necesitamos descodificar cada uno
de los significantes en la imagen dentro de los conceptos apropiados: por
ejemplo, un soldado, un uniforme, un brazo alzado, los ojos levantados,
una bandera francesa. Esto provee un conjunto de signos con un mensaje
o sentido simple, literal: un soldado negro está dando su saludo a la bandera
(denotación). Sin embargo, Barthes argumenta que esta imagen tiene también
un sentido cultural más amplio. Si preguntamos “¿qué es lo que nos dice
Paris Match mediante el uso de esta foto de un soldado negro que saluda a la
bandera?”, Barthes sugiere que podríamos contestar con este mensaje: “que
Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin discriminación de color,
sirven fielmente bajo su bandera, y que no hay mejor respuesta a los detractores
de un pretendido colonialismo que el celo mostrado por este negro que sirve a
sus llamados opresores” (connotación) (1972b: 116).
Independientemente de lo que uno piense del “mensaje” real que encuentra
Barthes, para un análisis semiótico apropiado hay ser capaz de delinear con
precisión los diferentes pasos mediante los cuales este sentido amplio ha
sido producido. Barthes dice que aquí la representación ocurre a través de
dos procesos separados pero vinculados. En el primero, los significantes
(los elementos de la imagen) y los significados (los conceptos — soldado,
bandera, y demás—) se unen para formar un signo con un mensaje simple
El trabajo de la representación 467

denotado: un soldado negro que da un saludo a la bandera. En el segundo


estadio, este mensaje completo o signo es vinculado a un segundo conjunto
de significados: un tema amplio ideológico sobre el colonialismo francés. El
primer sentido completo funciona como el significante en el segundo estado
del proceso de representación, y cuando es vinculado con un tema más amplio
por un lector, produce un mensaje o sentido más elaborado y enmarcado
ideológicamente. Barthes da a este segundo concepto o tema un nombre;
lo llama “una mezcla a propósito de “imperialidad francesa” y “militaridad”.
Este, agrega, se sobrepone a un “mensaje” sobre el colonialismo francés y sus
hijos-soldados negros. Barthes llama a este segundo nivel de significación el
nivel del mito. En este texto, dice,
La imperialidad francesa es el verdadero motor detrás del mito. El
concepto reconstituye una cadena de causas y efectos, motivos e
intenciones [...] A través del concepto [...] una nueva historia [...] es
implantada en el mito [...] El concepto de imperialidad francesa [...] se
liga de nuevo a la totalidad del mundo: a la historia general de Francia,
a sus aventuras coloniales, a sus presentes dificultades (Barthes 1972b:
119) /…/

Discurso, poder y sujeto


Lo que muestran los ejemplos anteriores es que el enfoque semiótico ofrece
un método para analizar cómo las representaciones visuales portan sentido.
De hecho, en el trabajo de Barthes durante los años sesenta, como hemos
visto, el modelo “lingüístico” de Saussure se desarrolla mediante su aplicación
a un campo más amplio de signos y representaciones (publicidad, fotografía,
cultural popular, viajes, moda, etc.). También, hay menos preocupación sobre
cómo las palabras individuales funcionan como signos dentro del lenguaje,
y más interés por aplicar el modelo del lenguaje a prácticas culturales más
amplias. Saussure hizo la promesa de que todo el dominio del sentido podría,
al fin, ser mapeado sistemáticamente. Barthes también tuvo un “método”, pero
su enfoque semiótico fue aplicado mucho más laxa e interpretativamente; y
en su último trabajo (por ejemplo, The Pleassure of the Text, 1975), está más
preocupado con el “juego” del sentido y del deseo a través de los textos que
por intentar fijar el sentido mediante un análisis científico de las reglas y
leyes del lenguaje.
Más tarde, como hemos visto, el proyecto de una “ciencia del significado”
ha aparecido cada vez más insostenible. El sentido y la representación parecen
pertenecer irrevocablemente al lado interpretativo de las ciencias culturales
y humanas, cuya materia —sociedad, cultura, el sujeto humano— no es
susceptible de ser trabajada con enfoques positivistas (es decir, que buscan
encontrar las leyes científicas de la sociedad). Los últimos desarrollos han
reconocido la naturaleza necesariamente interpretativa de la cultura y el
hecho de que las interpretaciones nunca producen un momento final de
verdad absoluta. Al contrario, las interpretaciones siempre son seguidas
de otras interpretaciones, en una cadena sin fin. Como ha dicho el filósofo
francés Jacques Derrida (1981), la escritura siempre lleva a más escritura. La
468 Stuart Hall

diferencia, dijo, nunca puede ser capturada totalmente dentro de un sistema


binario. De modo que cualquier noción de significado final siempre es puesta
en espera, diferida. Los estudios culturales de esta clase interpretativa, como
las otras formas de indagación sociológica, están inevitablemente atrapadas
en este “círculo de sentido”.
En el enfoque semiótico la representación se entendió con base en muchas
palabras que funcionan como signos dentro del lenguaje. Pero, para comenzar,
en una cultura el sentido depende frecuentemente de unidades mayores de
análisis —narraciones, afirmaciones, grupos de imágenes, discursos completos
que operan a través de una variedad de textos, áreas de conocimiento sobre
un tema que ha adquirido amplia autoridad—. La semiótica parece confinar
el proceso de representación al lenguaje, y tratarlo como un sistema cerrado,
más bien estático. Los últimos desarrollos han dado más atención a la repre-
sentación como fuente de la producción de conocimiento social, un sistema
más abierto, conectado de modo más íntimo con prácticas sociales y asuntos
de poder. En el enfoque semiótico el sujeto ha sido desplazado del centro
del lenguaje. Los últimos teóricos vuelven sobre la cuestión del sujeto, o al
menos sobre el espacio vacío que la teoría de Saussure dejó al respecto; sin
que, desde luego, se le vuelva a poner en el centro, como autor o fuente de
sentido. Aun si el lenguaje, en algún sentido, “nos habla” (como le gustaba
decir a Saussure) fue también importante que en ciertos momentos históricos,
algunas personas tuvieran más poder para hablar sobre ciertos temas que
otros (los médicos varones sobre enfermas locas, a finales del siglo XIX, por
ejemplo, para tomar el caso desarrollado en la obra de Michel Foucault). Los
modelos de representación, arguyen los críticos, deben enfocar estos amplios
temas del conocimiento y el poder.
Foucault usó la palabra “representación” en un sentido más restringido
del que usamos aquí, pero se considera que él ha contribuido a un nuevo e
importante enfoque del problema de la representación. Lo que le llamaba la
atención era la producción de conocimiento (antes que de sentido) a través
de lo que llamó discurso (en vez de simple lenguaje). Su proyecto, dijo, era
analizar “cómo los seres humanos se entienden a sí mismos dentro de nuestra
cultura” y cómo nuestro conocimiento sobre “lo social, el cuerpo-individuo
y los sentidos compartidos” es producido en diferentes períodos. Con su
énfasis sobre la comprensión cultural y sentidos compartidos, se puede ver
que el proyecto de Foucault tenía aún en cierto grado una deuda con Saussure
y Barthes (cfr. Deyfrus y Rabinow 1982: 17), mientras en otros aspectos se
apartaba radicalmente de ellos. El trabajo de Foucault estaba mucho más
fundado históricamente, y daba mayor atención a las especificidades histó-
ricas que el enfoque semiótico. Como dijo, “las relaciones de poder, no las
relaciones de sentido” eran su principal preocupación. Los objetos particulares
de la atención de Foucault eran las varias disciplinas de las ciencias sociales
y humanas, que él llamó “las ciencias sociales subjetivadoras”. Éstas habían
adquirido un creciente papel, prominente y influyente, en la cultura moderna
y, en muchos casos, eran consideradas como el discurso que, como la religión
en tiempos previos, podía darnos “la verdad” en el conocimiento.
El trabajo de la representación 469

/…/ Foucault se distanció de un enfoque como el de Saussure y Barthes,


que se basaba en “el dominio de la estructura significante”, para basarse en
el análisis de lo que denominó las “relaciones de fuerza, desarrollos estraté-
gicos, y tácticas”: “Creo aquí que el punto de referencia no debe ser el gran
modelo del lenguaje (lengua) y de los signos, sino el de una guerra y batalla.
La historia que cuenta para nosotros y nos determina tiene la forma de una
guerra y no la del lenguaje: relaciones de poder, no relaciones de sentido [...]”
(Foucault 1980: 114-115). Rechazando a la vez el marxismo hegeliano (lo que
denominaba “lo dialéctico”) y la semiótica, Foucault decía que:
Ni la dialéctica, como lógica de contradicciones, ni la semiótica, como
estructura de comunicación, pueden dar cuenta de la inteligibilidad
intrínseca de los conflictos. La ‘dialéctica’ es una manera de evadir
la realidad del conflicto siempre abierta y riesgosa reduciéndola al
esqueleto hegeliano, y la ‘semiología’ es una manera de evitar su carácter
violento, sangriento y letal, reduciéndolo a una calmada forma platónica
de lenguaje y de diálogo (1980: 115).

Del lenguaje al discurso


El primer punto para tener en cuenta es, por tanto, el cambio de atención en
Foucault del “lenguaje” al “discurso”. Él estudió no el lenguaje sino el discurso
como un sistema de representación. Normalmente, el término “discurso”
se usa como un concepto lingüístico. Así, significa pasajes conectados de
escritura o habla. Michel Foucault, sin embargo, le dio un sentido diferente.
Lo que le interesaba eran las reglas y las prácticas que producen enunciados
con sentido y que regulan el discurso en diferentes períodos históricos. Por
“discurso” Foucault entiende
un conjunto de enunciados que permiten a un lenguaje hablar —un
modo de representar el conocimiento sobre— un tópico particular en
un momento histórico particular [...] El discurso es sobre la producción
de conocimiento por medio del lenguaje. Pero [...] dado que todas las
prácticas sociales implican sentido, y el sentido configura e influencia
lo que hacemos —nuestra conducta— todas las prácticas tienen un
aspecto discursivo (Hall 1992: 291).
Es importante notar que el concepto de discurso aquí no es un concepto
puramente “lingüístico”. Es un concepto sobre el lenguaje y la práctica. Intenta
superar la distinción tradicional entre lo que uno dice (lenguaje) y lo que
uno hace (práctica). El discurso, dice Foucault, construye el tópico. Define
y produce los objetos de nuestro conocimiento, gobierna el modo como se
puede hablar y razonar acerca de un tópico. También influencia el modo de
poner en práctica y usar las ideas para regular la conducta de los otros. Así
como un discurso “rige” ciertos modos de hablar sobre un tópico, definiendo
un aceptable e inteligible modo de hablar, escribir o comportarse; del mismo
modo, por definición, “excluye”, limita y restringe otros modos de hablar o
conducirnos en relación con el tópico o de construir conocimiento sobre el
mismo. El discurso, decía Foucault, nunca consiste en un enunciado, un texto,
470 Stuart Hall

una acción o una fuente. El mismo discurso, característico de un modo de


pensar o de un estado del conocimiento en un determinado tiempo (lo que
Foucault llamaba la episteme), aparecerá a través de un rango de textos, y
como una forma de conducta, en diferentes sitios institucionales dentro de la
sociedad. Sin embargo, cada vez que estos eventos discursivos “refieren sobre
el mismo objeto, comparten el mismo estilo y [...] soportan una estrategia
[...], un común movimiento y patrón institucional, administrativo o político”
(Cousin y Hussain 1984: 84-85), entonces Foucault dice que pertenecen a
una misma formación discursiva.
El sentido y la práctica significativa están construidos, por tanto, dentro
del discurso. Como los semióticos, Foucault era un “construccionista”. Sin
embargo, a diferencia de ellos, estaba preocupado con la producción del
conocimiento y del sentido, no a través del lenguaje sino a través del discurso.
Había por tanto similitudes, pero también sustanciales diferencias entre estas
dos versiones.
La idea de que “el discurso produce objetos de conocimiento” y de que
nada significativo existe fuera del discurso, es a primera vista una proposición
desconcertante, que parece ir directamente contra el piso mismo del pensa-
miento de sentido común. Vale la pena detenerse un momento para explorar
esta idea con más atención. ¿Dice Foucault, como algunos le han criticado,
que nada existe fuera del discurso? En realidad, Foucault no niega que las cosas
puedan tener una existencia real, material, en el mundo. Lo que él dice es que
nada tiene sentido fuera del discurso (Foucault, 1972). Como Laclau y Mouffe
plantean “usamos [el término discurso] para enfatizar el hecho de que toda
configuración social es significativa” (1990: 100). El concepto de discurso no
es acerca de si las cosas existen, sino sobre de dónde viene el sentido /…/
Esta idea de que existen las cosas y acciones físicas, pero que sólo toman
sentido y se convierten en objeto de conocimiento dentro del discurso, está
en el corazón de la teoría construccionista del sentido y la representación.
Foucault arguye que dado que sólo podemos tener conocimiento de las cosas
si ellas tienen un sentido, es el discurso —y no las cosas en sí mismas— las
que producen conocimiento. Temas como “locura”, “castigo” y “sexualidad”
sólo existen significativamente dentro del discurso sobre ellos. Por tanto, el
estudio del discurso de la locura, del castigo o de la sexualidad tendría que
incluir los siguientes elementos:
1. Enunciados sobre “locura”, “castigo” o “sexualidad” que nos dan cierto
conocimiento sobre estas cosas.
2. Las reglas que prescriben ciertos modos de hablar sobre estos tópicos y
excluyen otros modos —que gobiernan lo que es “decible” o “pensable”
sobre locura, castigo o sexualidad— en un momento histórico parti-
cular.
3. “Sujetos” que de alguna manera personifican el discurso —el loco, la
mujer histérica, el criminal, el desviado, el perverso sexual— con los
atributos que esperamos que estos sujetos tengan, dado el modo como
el conocimiento sobre estos tópicos ha sido construido en tal tiempo.
El trabajo de la representación 471

4. Cómo este conocimiento sobre el tópico adquiere autoridad, un sentido


de encarnar la “verdad” sobre el mismo, constituyendo “la verdad del
asunto” en un momento histórico.
5. Las prácticas dentro de las instituciones para trabajar con estos sujetos
—tratamiento médico para los locos, regímenes de castigo para los
culpables, disciplina moral para los sexualmente desviados— cuya
conducta es regulada y organizada según estas ideas.
6. El reconocimiento de que un discurso o episteme diferente va a surgir en
un momento histórico posterior, que suplantará el existente, abriendo
una nueva formación discursiva, y produciendo, a su vez, nuevas
concepciones de “locura”, “castigo” o “sexualidad”, nuevos discursos con
el poder y autoridad, de la “verdad”, para regular las prácticas sociales
de modo nuevo.
La historización del discurso: prácticas discursivas
El punto principal que hay que mantener aquí es la manera como el discurso,
la representación, el conocimiento y la “verdad” han sido radicalmente histo-
rizados por Foucault, en contraste con la tendencia más bien ahistórica de
la semiótica. Las cosas significan algo y son “verdaderas”, decía, sólo dentro
de un contexto histórico específico. Foucault no creía que se encontraran los
mismos fenómenos a través de diferentes períodos históricos. Pensaba que, en
cada período, el discurso producía formas de conocimiento, objetos, sujetos
y prácticas de conocimiento, que diferían radicalmente de período a período,
sin necesaria continuidad entre ellos.
Así, para Foucault, por ejemplo, la enfermedad mental no era un hecho
objetivo, que permanecía igual en todos los períodos históricos y significaba
lo mismo en todas las culturas. Sólo dentro de una formación discursiva
definida, el objeto, “locura”, podía aparecer como un constructo significa-
tivo o inteligible. Estaba “constituido por todo lo que se decía, en todos los
enunciados que lo nombraban, lo dividían, lo describían, lo explicaban,
trazaban su desarrollo, indicaban sus variadas correlaciones, lo juzgaban, y
posiblemente le daban la palabra para articular, en su nombre, discursos que
debían ser tomados como suyos” (Foucault 1972: 32). Y sólo después de que
una cierta definición de “locura” era puesta en práctica, el sujeto apropiado
—el “loco” como era definido por el conocimiento médico y psiquiátrico del
momento— podía aparecer.
O, tomemos de su obra otros ejemplos de prácticas discursivas. Siempre
ha habido relaciones sexuales. Pero “sexualidad”, decía Foucault (1978), como
un modo específico de hablar sobre el deseo sexual, sus secretos y fantasías,
de estudiarlo y regularlo, sólo apareció en las sociedades occidentales en
un momento histórico particular. Siempre ha habido lo que ahora nosotros
llamamos formas homosexuales de comportamiento. Pero “el homosexual”
como una forma específica de sujeto social, fue producido, y sólo pudo hacer
su aparición, dentro de los discursos morales, legales, médicos y psiquiátricos,
y dentro de las prácticas y aparatos institucionales de finales del siglo XIX,
con las teorías particulares sobre la perversidad sexual (Weeks 1981, 1985).
472 Stuart Hall

Igualmente, no tiene sentido hablar de la “mujer histérica” fuera del modo de


ver la histeria en el siglo XIX como una muy común enfermedad femenina.
En Nacimiento de la clínica, Foucault (1973) mostró cómo “en menos de
medio siglo, la comprensión médica de la enfermedad fue transformada”
de una noción clásica en que la enfermedad existía separada del cuerpo, a la
moderna idea de que la enfermedad surgía dentro del cuerpo humano y sólo
allí podía ser mapeada (McNay, 1994). Este giro discursivo cambió la práctica
médica. Le dio más importancia a “la mirada” del doctor que ahora podía
“leer” el curso de la enfermedad con una mirada poderosa a lo que Foucault
llamó “el cuerpo visible” del paciente, siguiendo las “rutas [...] inscritas en
un atlas anatómico de acuerdo con una ya familiar geometría” (1973: 3-4).
Este mayor conocimiento aumentó el poder de vigilancia del doctor frente
al paciente.
Foucault decía que el conocimiento y las prácticas alrededor de todos estos
objetos eran específicos histórica y culturalmente. No podían y no debían
existir significativamente fuera de los discursos específicos, es decir, fuera de
los modos como eran representados en el discurso, producidos en el conoci-
miento y regulados por las prácticas discursivas y las técnicas disciplinarias
de un tiempo y sociedad particulares. Lejos de aceptar las continuidades
transhistóricas de las que los historiadores se enorgullecen tanto, Foucault
creía que eran más significativas las rupturas radicales y las discontinuidades
entre un período y otro, entre una formación discursiva y otra.
Del discurso al saber/poder
En su obra tardía Foucault se preocupó aun más por el hecho de cómo operaba
el conocimiento mediante prácticas discursivas en contextos institucionales
específicos para regular la conducta de los otros. Enfocó la relación entre
conocimiento y poder, y cómo el poder opera dentro de lo que llamó un
aparato institucional y sus tecnologías. La concepción de Foucault del aparato
de castigo, por ejemplo, incluía una variedad diversa de elementos, lingüísticos
y no lingüísticos:
discursos, instituciones, arreglos arquitectónicos, regulaciones, leyes,
medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosó-
ficas, moralidad, filantropía, etc. [...] El aparato está entonces inscrito
en un juego de poder, pero está siempre vinculado a ciertas coorde-
nadas de conocimiento […] En esto consiste el aparato: estrategias de
relaciones de fuerzas que dan soporte y están soportadas por tipos de
conocimiento (Foucault 1980b: 194, 196).
Este enfoque tomó como uno de sus temas principales la investigación de las
relaciones entre conocimiento, poder y el cuerpo en la sociedad moderna. Vio
al conocimiento como inextricablemente involucrado en relaciones de poder
porque siempre estaba siendo aplicado a la regulación de la conducta social
en la práctica (es decir, aplicado a “cuerpos” particulares). Este resaltamiento
de la relación entre discurso, conocimiento y poder marcó un desarrollo
significativo en el enfoque construccionista de la representación que hemos
venido delineando. Rescató la representación de los grilletes de una teoría
El trabajo de la representación 473

puramente formal y le dio un contexto histórico, práctico y “mundano” de


operación.
Uno puede preguntarse hasta qué punto esta preocupación por el discurso,
el conocimiento y el poder acercó los intereses de Foucault a los de las teorías
sociológicas clásicas de la ideología, especialmente del marxismo con su
intento de identificar las posiciones e intereses de clase dentro de formas parti-
culares de conocimiento. Foucault se acerca, de hecho, en el tratamiento de
estas cuestiones sobre la ideología, más de lo que tal vez lo hizo de la semiótica
formal (aunque Roland Barthes estaba también interesado en las cuestiones
de la ideología y el mito, como vimos antes). Pero Foucault tenía razones muy
específicas y coherentes para rechazar la problemática clásica marxista de la
“ideología”. Marx había dicho que, en cada época, las ideas reflejan la base
económica de la sociedad, y entonces las “ideas dominantes” eran las de la
clase dominante que gobierna una economía capitalista, y correspondían a
sus intereses dominantes. El argumento principal de Foucault contra la teoría
marxista de la ideología era que ella tendía a reducir toda la relación entre
conocimiento y poder a la cuestión de poder de clase e intereses de clase.
Foucault no negaba la existencia de las clases, pero se oponía fuertemente
al reduccionismo económico y de clase de la teoría marxista de la ideología.
Segundo, conceptuaba que el marxismo tendía a contrastar las “distorsiones”
del conocimiento burgués, contra sus propios reclamos de “verdad”: la ciencia
marxista. Pero Foucault no creía que ninguna forma de pensamiento pudiera
reclamar “la verdad” absoluta, fuera del juego del discurso. Todas las formas
políticas y sociales de pensamiento, creía, estaban inevitablemente prisioneras
en el juego entre conocimiento y poder. Por eso su trabajo rechaza la pregunta
tradicional marxista “¿a favor de qué intereses de clase operan el lenguaje, la
representación y el poder?”
Los teóricos posteriores, como el italiano Antonio Gramsci, que fue
influenciado por Marx pero rechazó el reduccionismo de clase, han propuesto
una definición de “ideología” considerablemente cercana a la posición de
Foucault, aunque todavía muy preocupada por las cuestiones de clase. La
noción de Gramsci era que determinados grupos sociales luchan de modos
diferentes, incluyendo el ideológico, para ganar el consentimiento de otros
grupos y lograr una clase de ascendencia tanto sobre el pensamiento como la
práctica de ellos. Esta forma de poder fue llamada hegemonía por Gramsci. La
hegemonía nunca es permanente, y no es reducible a los intereses económicos
o a un simple modelo clasista de la sociedad. Esto tiene ciertas semejanzas
con la posición de Foucault, aunque en algunos puntos clave ambos difieren
radicalmente.
¿Qué distingue la posición de Foucault sobre el discurso, el conocimiento y
el poder, de la teoría marxista de intereses de clase y la “distorsión” ideológica?
Foucault lanzó por lo menos dos proposiciones radicalmente nuevas.
1. Conocimiento, poder y verdad
El primer punto toca el modo como Foucault concebía el vínculo entre conoci-
miento y poder. Hasta ahora hemos tendido a pensar que el poder operaba de
una manera directa y brutalmente represiva, dejando de lado cosas delicadas
474 Stuart Hall

como la cultura y el conocimiento, aunque Gramsci ciertamente rompió con


ese modelo de poder. Foucault decía que no sólo el conocimiento es siempre
una forma de poder, sino que el poder está involucrado en las cuestiones de
si se aplica el conocimiento o no, y en qué circunstancias. Esta cuestión de
la aplicación y efectividad del saber/poder es más importante, pensaba, que
la cuestión de su “verdad”.
El conocimiento vinculado al poder no sólo asume la autoridad de “la
verdad” sino que tiene el poder de hacerse él mismo verdadero. Todo cono-
cimiento, una vez aplicado en el mundo real, tiene efectos reales, y en ese
sentido al menos, “se vuelve verdadero”. El conocimiento, una vez usado
para regular la conducta de los otros, implica constricciones, regulaciones y
prácticas disciplinarias. Entonces, “No hay relación de poder sin la correlativa
constitución de un campo de conocimiento, y no hay conocimiento alguno
que no presuponga y constituya al mismo tiempo relaciones de poder”
(Foucault 1977a: 27).
Según Foucault, lo que pensamos que “conocemos” en un período
particular, acerca, digamos, del crimen tiene una implicación sobre cómo
regulamos, controlamos y castigamos a los criminales. El conocimiento no
opera en el vacío. Se lo pone a trabajar, por medio de ciertas tecnologías y
estrategias de aplicación, en situaciones especiales, contextos históricos y
regímenes institucionales. Para estudiar el castigo, se debe estudiar cómo
la combinación de discurso y poder —saber/poder— ha producido cierta
concepción del crimen y del criminal, ha tenido ciertos efectos reales tanto
para el criminal como para el castigador, y cómo estos efectos se han puesto
en práctica históricamente dentro de ciertos regímenes específicos de
prisiones.
Esto llevó a Foucault a hablar, no de “La Verdad” del conocimiento en un
sentido absoluto —una Verdad que permanecería así, en cualquier período,
contexto y lugar— sino de una formación discursiva que sostenía determi-
nado régimen de verdad. Así, puede ser verdadero o no que una crianza por
parte de un padre/madre solitario lleve a la delincuencia y al crimen. Pero si
todos creen que ello es así, y se castiga en consecuencia a los padres/madres
solitarios, esto tendrá consecuencias reales para tanto padres/madres como
para los hijos, y se convertirá en “verdad” en términos de sus efectos reales,
aunque en sentido absoluto nunca se haya demostrado de manera conclusiva.
Foucault decía que en las ciencias humanas y sociales:
La verdad no está por fuera del poder [...] La verdad es una cosa de
este mundo; es producida sólo en virtud de múltiples formas de cons-
tricción. E induce efectos regulares de poder. Cada sociedad tiene sus
regímenes de verdad, sus ‘políticas generales’ de verdad; esto es, los tipos
de discurso que esa sociedad acepta y hace funcionar como verdaderos,
los mecanismos y las instancias que posibilitan que uno distinga los
enunciados verdaderos de los falsos, los medios por los cuales cada
uno es sancionado [...] el status de aquellos que están a cargo de decir
qué es lo verdadero (Foucault 1980: 131).
El trabajo de la representación 475

2. Nuevas concepciones del poder


Segundo, Foucault propuso una concepción del poder totalmente nueva.
Tendemos a pensar el poder como algo que se mueve siempre en una
dirección sencilla —de arriba hacia abajo— y que procede de una fuente
específica —el soberano, el estado, la clase dirigente, etc.—. Para Foucault,
sin embargo, el poder no “funciona en forma de cadena”, sino que circula.
Nunca es monopolizado por un centro. “Es desarrollado y ejercitado en
forma de una organización de red” (Foucault 1980: 98). Esto sugiere que
todos estamos, hasta cierto punto, implicados en su circulación: opresores
y oprimidos. No se irradia hacia abajo, desde una fuente o desde un lugar.
Las relaciones de poder permean todos los niveles de la existencia social y
se encuentran por tanto operando en todo lugar de la vida social —en las
esferas privadas de la familia y la sexualidad como en las esferas públicas de
la política, la economía y la ley—. Más aún, el poder no sólo es negativo, no
sólo reprime lo que pretende controlar. También es productivo. “No sólo
pesa sobre nosotros como una fuerza que dice no, sino [...] que atraviesa y
produce cosas, induce placer, formas de conocimiento, produce discurso.
Necesita ser pensado como una red productiva que penetra todo el cuerpo
social” (Foucault 1980: 119).
El sistema de castigo, por ejemplo, produce libros, tratados, regulaciones,
nuevas estrategias de control y de resistencia, debates en el Parlamento,
conversaciones, confesiones, memos legales y apelaciones, regímenes de
entrenamiento para los guardas, etc. Los esfuerzos por controlar la sexua-
lidad producen una verdadera explosión de discurso: hablas sobre el sexo,
programas de televisión y radio, sermones y legislaciones, novelas, historias
y presentaciones de revistas, consejería médica y psicológica, ensayos y artí-
culos, sabias tesis y programas de investigación, lo mismo que nuevas prácticas
sexuales (por ejemplo, “sexo seguro”) y la industria pornográfica. Sin negar
que el estado, la ley, el soberano y la clase dominante pueden tener posiciones
de dominación, Foucault mueve nuestra atención de las grandiosas y globales
estrategias de poder hacia los muchos circuitos, tácticas, mecanismo y efectos
localizados a través de los cuales circula el poder, lo que Foucault llama “los
rituales meticulosos” o “la microfísica del poder”. Estas relaciones de poder
“van hasta la profundidad misma de la sociedad” (Foucault 1977a: 27). Ellas
conectan la manera como el poder opera actualmente en la base de las grandes
pirámides del poder mediante lo que Foucault llama un movimiento capilar.
No porque el poder refleje simplemente en estos niveles bajos “o reproduzca,
al nivel de los individuos, cuerpos, gestos o comportamientos la forma general
de la ley o el gobierno” (Foucault 1977a: 27), sino, por el contrario, porque
este enfoque “enraíza [el poder] en formas de comportamiento, cuerpos y
relaciones locales de poder que no se deben mirar como simples proyecciones
del poder central” (Foucault 1980: 201).
¿A qué objeto se aplica primariamente, dentro del modelo de Foucault, la
microfísica del poder? Al cuerpo. Foucault pone el cuerpo en el centro de las
luchas entre diferentes formaciones de saber/poder. Las técnicas de regula-
ción se aplican al cuerpo. Las diferentes formaciones y aparatos discursivos
dividen, clasifican e inscriben el cuerpo de manera diferente en sus respec-
476 Stuart Hall

tivos regímenes de poder y de “verdad”. En Vigilar y castigar, por ejemplo,


Foucault analiza los muy diferentes modos en que el cuerpo del criminal es
“producido” y disciplinado en distintos regímenes de castigo en Francia. En
períodos tempranos, el castigo era al azar, las prisiones eran lugares donde el
público podía andar y el castigo máximo era inscrito en el cuerpo por medio
de instrumentos de tortura y ejecución, etc.: una práctica cuya esencia era que
debía ser pública, visible a todos. La forma moderna de regulación discipli-
naria y de poder, por el contrario, es privada, individualizada; los prisioneros
son escondidos del público y el castigo es individualizado. Aquí, el cuerpo ha
llegado a ser el sitio de una nueva forma de régimen disciplinario.
Desde luego este “cuerpo” no es simplemente el cuerpo natural que todos
los seres humanos tienen en todos los tiempos. Este cuerpo es producido
dentro del discurso, de acuerdo con las diferentes formaciones discursivas
—el estado de conocimiento sobre el crimen y el criminal, lo que cuenta como
“verdadero” sobre cómo cambiar o disuadir el comportamiento criminal, el
aparato específico y las tecnologías de castigo que prevalecen en un tiempo
determinado—. Esta es una concepción radicalmente historizada del cuerpo:
una suerte de superficie sobre la cual los diferentes regímenes de saber/poder
inscriben sus sentidos y efectos. Ella piensa el cuerpo como “totalmente
impreso por la historia y los procesos de desconstrucción del cuerpo en la
historia” (Foucault 1977a: 63).
Resumen: Foucault y la representación
El enfoque de Foucault sobre la representación no es fácil de resumir. Él se
interesa por la producción de conocimiento y sentido a través del discurso.
Foucault de hecho analiza textos particulares y representaciones, como lo
hicieron los semiólogos. Pero está más inclinado a analizar toda la formación
discursiva a la que pertenece un texto o práctica determinada. Su interés está
en el conocimiento provisto por las ciencias humanas y sociales, que organiza
la conducta, la comprensión, la práctica y la creencia, la regulación de los
cuerpos así como poblaciones totales. Aunque su trabajo se hizo claramente
en, y estuvo fuertemente influenciado por, el despertar del “giro lingüístico”
que marcó el enfoque construccionista de la representación, su definición de
discurso es mucho más amplia que la del lenguaje, e incluye muchos otros
elementos de práctica y regulación institucional que el enfoque de Saussure,
excluido el foco lingüístico. Foucault es mucho más específico históricamente
hablando, pues ve las formas de saber/poder como algo siempre enraizado en
contextos e historias particulares. Sobre todo, para Foucault la producción de
conocimiento está siempre cruzada por cuestiones de poder y por el cuerpo;
y esto expande grandemente el panorama de lo que está involucrado en la
representación.
La mayor crítica que se ha hecho contra su trabajo es que él tiende a absor-
berse mucho en el “discurso”, y esto tiene el efecto de favorecer el hecho de
que sus seguidores olviden la influencia de los factores materiales, económicos
y estructurales en la operación del saber/poder. Algunos críticos también le
encuentran vulnerable al cargo de relativismo por su rechazo a todo criterio
de “verdad” en las ciencias humanas a favor de una idea de un “régimen de
El trabajo de la representación 477

verdad” y de una voluntad de poder (la voluntad de hacer las cosas “verdad”).
Sin embargo, hay poca duda sobre el gran impacto que su obra ha tenido
sobre las teorías contemporáneas de la representación y el sentido /…/

¿Dónde está el sujeto?


Hemos trazado el cambio del trabajo de Foucault desde el lenguaje al
discurso y conocimiento, y la relación con las cuestiones de poder. Pero,
se puede preguntar, ¿dónde está el sujeto? Saussure intentó abolir el sujeto
de las cuestiones de la representación. El lenguaje nos habla, argumentaba
Saussure. El sujeto aparecía en su esquema como el autor de los actos
individuales de habla. Pero, como hemos visto, Saussure no pensaba que
el nivel del habla fuera adecuado para un análisis “científico” del lenguaje.
En un sentido, Foucault comparte esta posición. Para él, es el discurso, no el
sujeto, el que produce el conocimiento. El discurso está comprometido con
el poder, pero no es necesario hallar “un sujeto” —el rey, la clase dominante,
la burguesía, el estado, etc.— para que el saber/poder opere. Por otro lado,
Foucault sí incluyó el sujeto en su teoría, aunque no le restituyó al sujeto la
posición como centro y autor de la representación. En efecto, a medida que
su trabajo se desarrollaba, se preocupó más y más por las cuestiones acerca
del “sujeto”, y en su más tardío e incompleto trabajo, llegó hasta darle cierta
consciencia reflexiva sobre su conducta, aunque esto aún no llegó a restaurarle
su completa soberanía.
Foucault era sin duda profundamente crítico de lo que llamaríamos una
concepción tradicional del sujeto. La noción convencional piensa el “sujeto”
como un individuo que está completamente dotado de consciencia; una
entidad autónoma y estable, el “núcleo” del sí [self], y la fuente independiente
y auténtica de la acción y el sentido. De acuerdo con esta concepción, cuando
nos oímos hablar, nos sentimos idénticos con lo que hemos dicho. Y esta
identidad del sujeto con lo que se ha dicho le da una posición privilegiada
con relación al sentido. Sugiere que, aunque otras personas nos pueden
malentender, nosotros siempre nos entendemos a nosotros mismos porque
somos la fuente del sentido en primer lugar.
Sin embargo, como hemos visto, el giro hacia la concepción construccio-
nista del lenguaje y la representación hizo mucho para desplazar al sujeto
de una posición privilegiada con relación al conocimiento y el sentido. Lo
mismo es cierto en el enfoque discursivo de Foucault. Es el discurso, no los
sujetos que lo hablan, el que produce el conocimiento. Los sujetos pueden
producir textos particulares, pero ellos operan dentro de los límites de una
episteme, formación discursiva, régimen de verdad, de un período y cultura
particulares. Este sujeto del discurso no puede estar fuera del discurso, pero
debe estar sujetado al discurso. En verdad, esta es una de las más radicales
proposiciones de Foucault: el “sujeto” es producido dentro del discurso. Este
sujeto del discurso no puede estar fuera del discurso, porque debe estar
sujetado al discurso. Debe someterse a sus reglas y convenciones, a sus dispo-
siciones de saber/poder. El sujeto puede llegar a ser el portador de la clase
de conocimiento que produce el discurso. Puede volverse el objeto a través
478 Stuart Hall

del cual el poder se ejercita. Pero no puede estar por fuera del saber/poder
como su fuente y autor. En “Sujeto y poder” Foucault escribe
Mi objetivo […] ha sido crear una historia de los diferentes modos por
los cuales, en nuestra cultura, los seres humanos son hechos sujetos
[...] Es una forma de poder que hace a los individuos sujetos. Hay dos
sentidos de la palabra sujeto: sujeto al control de alguien y en su depen-
dencia, y ligado a su [de él, sic] propia identidad por una consciencia
y conocimiento. Ambos sentidos sugieren una forma de poder que
subyuga y hace sujeción (1982: 208, 212).
Hacer más históricos el discurso y la representación se correspondió, en
Foucault, con una radical historización del sujeto. “Uno debe dejar de lado
el sujeto constituyente, librarse del sujeto mismo, es decir, llegar a un análisis
que puede dar cuenta la constitución del sujeto dentro de un marco histórico”
(Foucault 1980: 115).
¿Dónde, pues, está “el sujeto” en este enfoque más discursivo del sentido, la
representación y el poder? El “sujeto” de Foucault parece haber sido producido
mediante el discurso en dos diferentes sentidos o lugares. Primero, el discurso
mismo produce “sujetos”: figuras que personifican las formas particulares de
conocimiento que el discurso produce. Estos sujetos tienen los atributos que
esperaríamos al ser ellos definidos por el discurso: el loco, la mujer histérica,
el homosexual, el criminal individualizado, etc. Estas figuras son específicas
de regímenes discursivos y períodos históricos particulares. Pero el discurso
también produce un lugar para el sujeto (por ejemplo, el lector u observador,
que también “está sujeto” al discurso) desde el cual se constituyen su parti-
cular conocimiento y sentido. No es inevitable que todos los individuos en
un período particular lleguen a ser sujetos de un discurso particular en este
sentido, y por tanto llegue a ser portadores de su saber/poder. Pero para
hacerlo, ellos —nosotros— deben —debemos— localizarse (nosotros, ellos)
en la posición desde la cual el discurso cobra más sentido, y entonces se llega
a ser sus “sujetos” mediante la “sujeción” a sus sentidos, poder y regulación.
Todos los discursos, por tanto, construyen posiciones-sujeto, desde las cuales
éstas cobran sentido.
Este enfoque tiene implicaciones radicales para una teoría de la repre-
sentación. Ya que sugiere que los discursos mismos construyen las posi-
ciones-sujeto desde las cuales ellos se vuelven significativos y tienen efectos.
Los individuos pueden diferir en cuanto a su clase social, género, “raza”, y
características étnicas (entre otros factores), pero no serán capaces de dar
sentido hasta que se hayan identificado con esas posiciones que el discurso
construye, sujetándose ellos mismos a sus reglas, y por tanto, volviéndose los
sujetos de su saber/poder. Por ejemplo, en esta teoría la pornografía producida
para hombres “operará” para mujeres sólo si en algún sentido las mujeres se
ponen en la posición del “varón mirón” —que es la posición-sujeto ideal que
el discurso de la pornografía masculina construye— y miran los modelos
desde esta posición discursiva “masculina”. Esta puede ser, y es, una posición
altamente discutible /…/
El trabajo de la representación 479

Conclusión: representación, sentido y lenguaje reconsiderados


Comenzamos con una definición bastante simple de representación. Un
proceso por el cual los miembros de una cultura usan el lenguaje (amplia-
mente definido como un sistema que utiliza signos, cualquier sistema de
signos) para producir sentido. Aun así, esta definición tiene la importante
premisa de que las cosas —objetos, personas, eventos del mundo— no tienen
en sí mismas ningún sentido fijo, final o verdadero. Somos nosotros —dentro
de las culturas humanas— los que hacemos que las cosas signifiquen, los
que significamos. Los sentidos, en consecuencia, siempre cambiarán, de
cultura a cultura y de período a período. No hay garantía de que un objeto
de una cultura tenga un sentido equivalente en otra, precisamente porque
las culturas difieren, a veces radicalmente, una de otra en sus códigos —la
manera como inventan, clasifican y asignan sentido al mundo—. Por tanto,
una idea importante sobre la representación es la aceptación de un grado de
relativismo cultural de una cultura a otra, cierta falta de equivalencia, y por
tanto la necesidad de traducción a medida que nos movemos de un conjunto
conceptual o universo de una cultura a otra.
Llamamos construccionista a este enfoque de la representación, y lo
contrastamos tanto con el enfoque reflectivo como con el intencional. Pero,
si la cultura es un proceso, una práctica ¿cómo funciona? En la perspectiva
construccionista la representación implica producir sentido al forjar vínculos
entre tres órdenes diferentes de cosas: lo que denominamos el mundo de
las cosas (la gente, los eventos y las experiencias), el mundo conceptual (los
conceptos mentales que llevamos en nuestra cabeza) y los signos (organizados
en lenguajes, que “están por” o comunican estos conceptos). Ahora bien, si se
tienen que establecer vínculos entre sistemas que no son los mismos, y fijarlos
al menos por un tiempo a fin de que la gente conozca las correspondencia
entre un sistema y otro, entonces debe haber algo que permita la traducción
entre ellos —decirnos qué palabra utilizar para qué concepto, y así sucesiva-
mente—. De allí la noción de códigos.
La producción de sentido depende de la práctica de interpretación, y la
interpretación está sostenida por nuestro uso activo del código —codificar,
es decir, poner las cosas dentro del código— y por la interpretación de la
persona que está al otro lado y hace la descodificación (Hall 1980). Pero
debe tenerse en cuenta que, porque los sentidos son siempre cambiantes y
se deslizan, los códigos operan más como convenciones sociales que como
leyes fijas o reglas inquebrantables. A medida que los sentidos se corren o
deslizan, los códigos de una cultura cambian imperceptiblemente. La gran
ventaja de los conceptos y clasificaciones de una cultura que portamos en
la cabeza es que nos permiten pensar sobre las cosas, estén allí presentes o
no; más aún, hayan existido o no. Hay conceptos para nuestras fantasías,
deseos e imaginaciones tanto como para los llamados objetos “reales” del
mundo material. Y la ventaja del lenguaje es que nuestros pensamientos
sobre el mundo no necesitan permanecer exclusivos de nosotros y silenciosos.
Podemos pasarlos a un lenguaje, hacerlos “hablar”, mediante el uso de signos
480 Stuart Hall

que están en su lugar —y entonces hablar, escribir, comunicarnos sobre ellos


con otras personas—.
Gradualmente, entonces, hemos complejizado lo que entendemos por
representación. Se volvió cada vez menos la cosa directa que asumimos al
comienzo —por ello necesitamos teorías para explicarla—. Examinamos dos
versiones del construccionismo: la que se concentraba en cómo el lenguaje
y la significación (el uso de signos en el lenguaje) trabajan para producir
sentidos, que siguiendo a Saussure y Barthes denominamos semiótica; y la que,
siguiendo a Foucault, se centró en cómo el discurso y las prácticas discursivas
producen conocimiento. No voy a repasar los puntos finos hallados en estos
dos enfoques; sólo voy a indicar de pasada unos aspectos generales. Respecto
a la semiótica se recordará la importancia del significante/significado, de la
lengua/habla y del “mito”, y cómo la marcación de diferencia y las oposiciones
binarias eran cruciales para el sentido. Respecto al enfoque discursivo se
recordarán las formaciones discursivas, el saber/poder, la idea de un “régimen
de verdad”, el modo como el discurso produce también el sujeto y define las
posiciones de sujeto desde la cuales el conocimiento procede y, también, el
retorno “del sujeto” al campo de la representación /…/
Nótese que el capítulo no argumenta que el enfoque discursivo superó
todo lo del enfoque semiótico. El desarrollo teórico no procede de este
modo lineal. Había mucho que aprender de Saussure y de Barthes, y todavía
seguimos descubriendo modos de aplicar fructíferamente sus intuiciones
—sin necesariamente tragarnos todo lo que dijeron—. Por eso ofrecimos
algunas críticas de su pensamiento. Hay mucho que aprender de Foucault y
del enfoque discursivo, pero no todo lo que allí se dice es correcto y la teoría
está abierta a críticas, y ha sido objeto muchas ya [...] Lo que hemos ofrecido
aquí es, así lo esperamos, un recuento relativamente claro de un conjunto
de ideas complejas, hasta ahora tentativas, dentro de un proyecto aún no
terminado.

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