Doña Clementina Queridita - Texto

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Doña Clementina Queridita, la Achicadora

Cuando los vecinos de Florida se juntan a tomar mate, charlan y charlan de


las cosas que pasaron en el barrio.
Se acuerdan del ladrón de banderines de bicicletas; de cuando, por culpa de
la máquina del tiempo, se les heló el agua de las canillas en pleno
diciembre…
Pero más que de ninguna otra cosa les gusta hablar de doña Clementina
Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez.

Doña Clementina no había empezado siendo una Achicadora: por ejemplo, a


los dos años era una nenita llena de mocos que se agarraba con fuerza del
delantal de su mamá y, a los diez, una chica con trenzas que juntaba figuritas
de brillantes.

Cuando doña Clementina Queridita se convirtió en la Achicadora de Agustín


Álvarez era ya casi una vieja. Tenía un montón de arrugas, un poquito de
pelo blanco en la cabeza y un gato fortachón y atigrado al que llamaba Polidoro.

A doña Clementina los vecinos la llamaban “Queridita” porque así era como ella les decía a todos:
“Hola, queridita, ¿cómo amaneció su hijito esta mañana?”, “Manolo, queridito, ¿me harías el favorcito de ir a la
estación a comprarme una revista?”.

Pero, aunque todos la conocían desde siempre, doña Clementina sólo llegó a famosa cuando empezó con los
achiques.

Y los achiques empezaron una tarde del mes de marzo, cuando doña Clementina tenía puesto un delantal a cuadros
y estaba pensando en hornear una torta de limón para Oscarcito, el hijo de Juana María, que cumplía años. En el
preciso momento en que doña Clementina estaba por agarrar los huevos de la huevera, entró Polidoro, el gato,
maullando bajito y frotándose el lomo contra los muebles.

– ¡Poli! ¡Tenés hambre, pobre! –se sonrió doña Clementina y, volviendo a dejar los huevos en la huevera, se apuró a
abrir la heladera para buscar el hígado y cortarlo bien finito.

– ¡Aquí tiene mi gatito! –dijo, apoyando el plato de lata en un rincón de la


cocina.

Y ahí nomás vino el primer achique. El gordo, peludo y fortachón Polidoro


empezó a achicarse y a achicarse hasta volverse casi una pelusa, del mismo
tamaño que cada uno de los trocitos de hígado que había colocado doña
Clementina en el plato de lata.

El pobre gato, bastante angustiado, erizaba los pelos del lomo y corría de un lado
al otro, dando vueltas alrededor del plato, más chiquito que una cucaracha,
pero, sin embargo, peludito y perfectamente reconocible. Era Polidoro, de eso no cabía duda, pero muchísimo más
chico.

Doña Clementina, asustadísima lo hizo upa enseguida: le parecía muy peligroso que siguiera corriendo por el piso; al
fin de cuentas podía matarlo la primera miga de pan que se cayera desde la mesa… Lo sostuvo en la palma de la
mano y lo acarició lo mejor que pudo con un dedo. En medio de la pelusita atigrada brillaban dos chispas verdes:
eran los ojos de Polidoro, que no entendían nada de nada.

Se ve que la enfermedad del achique es muy violenta porque después del de Polidoro hubo como quince achiques
más, todos en el mismo día.
Doña Clementina se sacó el delantal a cuadros, agarró el monedero y corrió a la farmacia.
– ¡Ay, don Ramón! –le dijo al farmacéutico, un gordo grandote y colorado, vestido con delantal blanco. –Don Ramón,
algo le está pasando a Polidoro. ¡Se me volvió chiquito!

Don Ramón buscó un frasco de jarabe marca Vigorol y lo puso sobre el mostrador.

– ¿Y usted cree que este jarabito le va a hacer bien, don Ramón? –preguntó doña Clementina mientras miraba con
atención la etiqueta, que estaba llena de estrellitas azules.
Y, en cuanto terminó de hablar, el frasco de jarabe se convirtió en un frasquito, en un frasquitito, en el frasco más
chiquito que jamás se haya visto.

Don Ramón, el farmacéutico, corrió a buscar una lupa: efectivamente, ahí estaba el jarabe de antes, muy achicado, y,
si se miraba con atención, podían divisarse las estrellitas azules de la etiqueta.

– ¡Ay don Ramón, don Ramoncito! ¡No sé lo que vamos a hacer! –lloriqueó doña Clementina con el frasquito
diminuto apoyado en la punta del dedo.
Y don Ramón desapareció.

– ¡Don Ramón! ¿Dónde se metió usted, queridito? –llamó doña Clementina.

– ¡Acá estoy! –dijo una voz chiquita y lejana.

Doña Clementina se apoyó sobre el mostrador y miró del otro lado. Allá abajo, en el suelo, apoyado contra el zócalo,
estaba don Ramón, tan gordo y tan colorado como siempre, pero muchísimo más chiquito.
“¡Pobre hombre!”, pensó doña Clementina, “¡Qué solito ha de sentirse allá abajo…! Voy a llevarlo con Polidoro, así
se hacen compañía.”
De modo que doña Clementina se llevó a don Ramón en un bolsillo y al frasquito de jarabe en el otro.

Entró en su casa y llamó:


–Poli… Poli… Estoy acá.
Pero Polidoro no vino. Se había caído en el fondo de la huevera y desde allí maullaba pidiendo auxilio.

Entonces doña Clementina se dio cuenta de que las hueveras eran muy útiles para conservar achicados. Sin pensarlo
dos veces, sacó los huevos que quedaban, los puso en un plato y en la huevera puso a don Ramón, que la miraba
desde el fondo, perplejo, y algo le decía, pero en voz tan bajita que era casi imposible oírlo.

En fin, basta con que les cuente que, en esos días doña Clementina llenó la huevera, y tuvo que inaugurar dos
hueveras más, que contenían:
• un gato Polidoro desesperado;
• un don Ramón agarrado al borde, que cada tanto pedía a los gritos algún jarabe;
• un frasquito de jarabe Vigorol;
• una etiqueta llena de estrellitas;
• el “kilito” de manzanas que doña Clementina le había comprado al verdulero;
• la “sillita” de Juana María, en la que se había sentado cuando fue al cumpleaños de Oscar;
• el propio “Oscarcito”, al que de pronto se le había acabado el cumpleaños;
• un “arbolito”, al que se le estaban cayendo las hojas;
• un “librito de cuentos”;
• siete “velitas” (encendidas, para colmo);
y otras muchas cosas que resultaban invisibles a los ojos –como un “tiempito”, un “problemita” y un “amorcito”–,
todas chiquitas.

Y, claro, doña Clementina no sabía qué hacer con sus achicados; le daba mucha vergüenza esa horrible enfermedad
que la obligaba a andar achicando cosas contra su voluntad. Era por eso que, en cuanto algo o alguien se le achicaba
(gente, bicho, cosa o planta), se apuraba a metérselo en el bolsillo y después corría a su casa para darle un lugarcito
en la huevera.
Con las “manzanitas”, la “sillita”, las “velitas”, el
“jarabito” y el “librito de cuentos” no había conflicto.
Pero con Polidoro, y sobre todo con don Ramón y con
Oscarcito era otra cosa.

En el barrio no se hablaba de otra cosa que de la


misteriosa desaparición.

La mujer de don Ramón no sabía qué pensar: había


encontrado la farmacia abierta y sola, sin rastros del
farmacéutico por ninguna parte. Y Juana María y
Braulio, los padres de Oscarcito, andaban
desesperados en busca del hijo tan travieso que se les
había escapado justo el día del cumpleaños.

Así pasaron cinco días.

Doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez, cuidaba con todo esmero a sus achicados: al arbolito
le ponía dos gotas de agua todas las mañanas, a Oscarcito lo alimentaba con miguitas de torta de limón (su torta
favorita) y a don Ramón le preparaba churrasquitos de dos milímetros, vuelta y vuelta.

Dos veces al día doña Clementina vaciaba las hueveras sobre la mesa de la cocina: Oscarcito jugaba con Polidoro y
los dos se revolcaban hasta quedar escondidos debajo de la panera don Ramón, en cambio, muy formal, se sentaba
en la sillita y le explicaba a doña Clementina cosas que ella jamás entendía, mientras mordisqueaba una manzana
(perdón, una manzanita).

En el quinto día de su vida en la huevera, Oscarcito se puso a llorar. Fue cuando vio, apagadas y chamuscadas, las
siete velitas de su torta de cumpleaños.

Doña Clementina se puso a llorar con él: Oscarcito era su preferido entre los chicos del barrio. No sabía qué hacer
para consolarlo; era tanto más grandota que él que ni siquiera podía abrazarlo…

–Bueno, Oscar, no llores más –le decía mientras le acariciaba el pelo con la punta del dedo– ¿Cómo vas a llorar si ya
sos un muchacho? ¡Un muchachote de siete años!

Entonces Oscar creció. Creció como no había crecido nunca. En un segundo recuperó el metro quince de estatura
que le había llevado siete años conseguir. Y se abrazó a la cintura de doña Clementina, la Achicadora de Agustín
Álvarez, que, por fin, había encontrado el antídoto para curar a sus pobres achicados.

Doña Clementina corrió a agarrar al gato Polidoro y le dijo, entusiasmada:


– ¡Gatón! ¡Gatote! ¡Gatazo!
Y Polidoro creció tanto que hasta podría decirse que quedó un poco más grande de lo que había sido antes del
achique.

Le tocaba el turno a don Ramón. Doña Clementina dudó un poco y después llamó:
–¡Don Ramonón!
Y don Ramón volvió a ser un gordo grandote y colorado, con delantal blanco, que ocupó más de la mitad de la
cocina. Y todos corrieron a casa de todos a contar la historia está de los achiques, que, con el tiempo, se hizo famosa
en el barrio de Florida.
Desde ese día doña Clementina Queridita cuida mucho más sus palabras, y nunca le dice a nadie “queridito” sin
agregar en seguida: “queridón”. La sillita de Juana María, el frasquito con la etiqueta de estrellitas azules y el librito
de cuentos siguieron siendo chiquitos. Están desde hace años en un estante del Museo de las Cosas Raras del barrio
de Florida, adentro de una huevera.

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