El Caleuche - Carlos Dicci
El Caleuche - Carlos Dicci
El Caleuche - Carlos Dicci
No era un pueblo, no podía serlo, se trataba sólo de un pequeño número de casas agrupadas a la
orilla del mar, como si quisieran protegerse del clima tormentoso, de la lluvia constante, de las
asechanzas que pudieran venir de la tierra o del mar.
Para los hombres que allí vivían, Chiloé, la Isla Grande, era un continente casi desconocido;
Queilén y Chonchi quedaban lejos, sólo se navegaba a ellos de tarde en tarde para vender el
producto de la pesca; Castro aparecía como una ciudad remota; la esperanza de algunos jóvenes era
llegar hasta ella y ahí quedarse o partir para rumbos más distantes, pero esto aparecía como un
sueño, como una quimérica ilusión.
Había cultivos en los campos más allá de las casas, sobre todo papas, avena y hortalizas. Algunos
vacunos y bastantes ovejas se veían en rústicos corrales, pero principalmente la actividad de todos,
el ritmo de la vida, estaba determinada por el mar.
Las mujeres hilaban ellas mismas la lana y tejían frazadas y ponchos, mantas y choapinos. De
tiempo en tiempo las piezas que no eran necesarias para el uso del poblado eran vendidas en
Chonchi o a las lanchas que pasaban a comprar la pesca. Esto era fácil, pues se trataba de tejidos
primorosos bellamente realizados.
Pero éste era un trabajo de las horas libres. En cambio, casi diariamente, sobre todo con la marea
baja, las mujeres salían con los niños a recoger mariscos en la Costa.
Provistos, mujeres y niños, de un canasto circular de mimbre, caminaban a lo largo de las playas y
los roqueríos buscando cholgas, almejas, choritos, erizos y también jaibas. Desgraciadamente no
había ostras como en otras partes de la isla. Con los canastos llenos volvían horas después
caminando lentamente hacia las casas.
En La pieza grande de la casa de don Pedro se habían reunido casi todos los hombres del caserío.
Había de todas edades, dos muy jóvenes y uno muy viejo, conversaban lentamente y de vez en
cuando bebían un vaso de chicha de manzana. Aunque el mar no estaba muy próximo, podía oírse,
como una música de fondo, el ruido constante y acompasado del oleaje.
El tema de su charla era la próxima faena. Saldrían a pescar de anochecida y sería una tarea larga y
de riesgo; pensaban llegar lejos, quizás hasta la isla Chulin, en busca de jurel, róbalo y corvina. No
todos participarían en la pesca, otros saldrían por la costa buscando mariscos. Lo importante era
tener un acopio suficiente cuando en dos o tres días más, como esperaban, la lancha que venía del
norte pasara a buscar sus productos.
Deseaban salir porque la pesca sería buena. Durante la noche anterior estaban seguros de haber
visto a La bella Pincoya que, saliendo de las aguas con su maravilloso traje de algas, había bailado
frenéticamente en la playa mirando hacia el mar. A la mañana siguiente se habían encontrado
mariscos dejados por ella en La arena. Todo esto presagiaba una pesca abundante y los hombres
estaban contentos.
No todos saldrían porque, como siempre, don Segundo, el hombre mayor, se quedaría en tierra. Iría
a buscar leña. Le gustaba entrar en el bosque para cortar los árboles, pues no le temía al pequeño y
horrible trauco, este ser chico y desagradable que iba siempre armado de un toki, tenía una enorme
fuerza y podía torcer a un hombre a la distancia con solo mirarlo. En todo caso no se acercaría a las
plantas de murta que atraían al trauco. Prefería ir él, porque si hubiera ido una mujer o una
muchacha algo habría podido suceder; para ellas el trauco era irresistible.
No sólo eso, arreglaría o remendaría, con tesón y paciencia, los barcos dañados o las redes
destruidas, ayudaría a las mujeres en los trabajos del campo o a cuidar los animales, pero no
navegaría en el mar.
Uno de los jóvenes le preguntó: "Usted, don Segundo, ¿por qué no se embarca? Usted conoce más
que cualquiera las variaciones del tiempo, el ritmo de las mareas, los cambios del viento, y sin
embargo, permanece siempre en tierra sin adentrarse en el mar". Se hizo un silencio, todos miraron
al joven, extrañados de su insolencia, y el mismo joven, abismado de su osadía, inclinó silencioso la
cabeza sin explicarse por qué se había atrevido a preguntar.
Don Segundo, sin embargo, parecía perdido en un ensueño y contestó casi automáticamente:
"Porque yo he visto el Caleuche."
Dicho esto pareció salir de su ensueño y, ante La mirada interrogante de todos, exclamó: "Algún día
les contaré".
Meses después estaban todos reunidos en la misma pieza. Era de noche, y nadie había podido salir a
pescar; llovía en forma feroz, como si toda el agua del mundo cayera sobre aquella casa. El viento
huracanado parecía querer arrancar las tejuelas del techo y las paredes, y el mar no era un ruido
lejano y armonioso sino un bramido sordo y amenazador.
El fogón encendido daba calor a los hombres, pero no hacía olvidar el ruido de la lluvia y el silbar
de la tormenta, no conseguía disipar esa sensación mágica de que en aquella noche andaban sueltos
todos los seres fantasmagóricos.
A la distancia sonó prolongadamente un chivateo lejano y un estruendo en la costa como de un
barranco al hundirse, y uno exclamó: "Debe ser un Camahueto llegando hasta el mar". Todos
pensaron de inmediato en el monstruo grande como un ternero con un solo cuerno en medio de La
frente, con cuyas raspaduras se fabrica, una pócima que da una fuerza excepcional. El Camahueto
se cría en las lagunas y en los pantanos y, después de desarrollarse durante muchos años, una noche
se dirige con ímpetu incontenible hacia el mar.
No era una noche tranquila, la luz vacilante del mechero proyectaba sombras cambiantes y los
hombres permanecían silenciosos.
Don Segundo habló de improviso y dijo: "Ahora les contaré. . ." Su relato contenido durante
muchos años cobró una realidad mágica para los que le escuchaban curiosos y atemorizados. Hace
mucho tiempo había salido navegando desde Ancud con el propósito de llegar hasta Quellón. No
se trataba de una embarcación pequeña, sino de una lancha grande de alto bordo y sin embargo
fácil de conducir, con dos velas que permitían aprovechar al máximo un viento favorable. Era una
lancha buena para el mar y que había desafiado con éxito muchas tempestades. La tripulación cinco
hombres además de don Segundo, y el capitán era un chilote recio, bajo y musculoso, que conocía
todas las islas y canales del archipiélago, y de quien se decía que había navegado hasta los
estrechos del sur y había cruzado el Paso del Indio y el Canal Messier. La segunda noche de
navegación se desató la tempestad. "Peor que la de ahora", dijo don Segundo. Era una noche negra
en que el cielo y el mar se confundían, en que el viento huracanado levantaba el mar y en que los
marineros aterrorizados usaban los remos para tratar de dirigir la lancha y embestir de frente a las
olas enfurecidas.
El mar, que es el sustento y la aventura del chilote, que forma parte de su vida, y es su amigo, se
había transformado en un ser extraño y hostil que no conocía la piedad y que quería destruir a esos
osados que lo surcaban.
Habían perdido la noción del espacio y del tiempo y empapados y rendidos encomendaban su alma,
seguros de morir.
No obstante, la tormenta pareció calmarse y divisaron a lo lejos una luz que avanzaba sobre las
aguas. Fue acercándose y la luz se transformó en un barco, un hermoso y gran velero, curiosamente
iluminado, del que salían cantos y voces. Irradiaba una extraña luminosidad en medio de la noche,
lo que permitía que se destacaran su casco y sus velas oscuras. Si no fuera por su velamen, si no
fuera por los cantos, habríase dicho un inmenso monstruo marino.
Al verlo acercarse los marinos gritaron alborozados, pues, no obstante lo irreal de su presencia,
parecía un refugio tangible frente a la cierta y constante amenaza del mar.
El capitán no participó de esa alegría. Lo vieron santiguarse y mortalmente pálido exclamó: "¡No es
la salvación, es el Caleuche! Nuestros huesos, como los de todos los que lo han visto, estarán esta
noche en el fondo del mar".
El Caleuche ya estaba casi encima de la lancha cuando repentinamente desapareció. Se fue la luz y
volvió La densa sombra en que se confundían el cielo y el agua.
Al mismo tiempo volvió la tempestad, tal vez con más fuerza, y la fatiga de los hombres les impidió
dirigir La lancha en el embravecido mar, hasta que una ola gigantesca La volcó. Algo debió
golpearlo, porque su último recuerdo fue la gran ola negra en La oscuridad de La noche.
Despertó arrojado en una playa en que gentes bondadosas y extrañas trataban de reanimarlo. Dijo
que había naufragado y contó todo respecto del viaje y La tempestad, menos las circunstancias del
naufragio y La visión del Caleuche. De sus compañeros no se supo más y ésta es la primera vez que
la totalidad de la historia salía de sus labios.
"Por eso es que no salgo a navegar. El Caleuche no perdonará haber perdido su presa, que exista un
hombre vivo que lo haya visto. Si me interno en el mar, veré aparecer un hermoso y oscuro velero
iluminado del que saldrán alegres voces, pero que me harán morir."
Todos quedaron silenciosos y pareció que entre el ruido de la lluvia y el viento se escuchaba más
intenso el bramido de las olas.
No obstante la creencia de don Segundo de que la visión del Caleuche significa una muerte, segura,
hay personas en la Isla Grande que afirman que han visto o conocido a alguien que vio el Caleuche.
Tal vez sólo lo hicieron desde la costa y no navegando.
En todo caso, los que navegan entre las islas, del archipiélago durante la noche lo hacen con el
profundo temor de divisar el hermoso y negro barco iluminado. Este puede aparecer en cualquier
momento, pues navega en la superficie o bajo el agua; de él surgen música y canciones. Entonces la
muerte estará muy cerca y el naufragio será inevitable.
Los que no perezcan pasarán a formar parte de la tripulación del barco fantasma, El Caleuche.