688 Bisonte Garr Orland - Dias de Opresion
688 Bisonte Garr Orland - Dias de Opresion
688 Bisonte Garr Orland - Dias de Opresion
DIAS DE OPRESION
EDITORIAL BRUGUERA, S, A,
BARCELONA - BUENOS AIRES - BOGOTA
N, R. S729/80
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL
En Colección BISONTE:
663 —Lucha a muerte. 675. —Buitres de la pradera. 678 —Un "saloon” para los
muertos.
En Colección BUFALO:
354 —El “sheriff” belicoso. 357 —Furia devastadora. 369 —Un diablo y dos
revólveres.
En Colección PANTERA:
3 —¡Yo soy la Ley! 19 —Saboteadores.
En Colección SALVAJE TEXAS:
193 —Trágica noticia. 197 —Pasado de pistolero. 208 —Un "gun-man” ajusta
cuentas. 221 —Tres amigos.
En Colección CALIFORNIA:
38 —El carromato trágico. 159 —Un rural en acción.
En Colección COLORADO:
151 —La colina del diablo. 159 —Asesinos en Nueva Orleáns. 170 —El "sheriff” de
Helley.
En Colección KANSAS:
38 —Un español en Nevada. 89 —Fanatismo salvaje. 108 —Tras el culpable.
***
Los soldados fueron alojados, pues el capitán Larraine consiguió, bajo enérgicas
amenazas, que un edificio completo fuese puesto a disposición de sus hombres como
cuartel.
Esta disposición no fue del agrado de los habitantes de Rosales, pues daba a entender
que la estancia de los soldados no sería tan breve como creyeron en los primeros
instantes. El propio alcalde se mostraba indeciso, contestando de forma evasiva a las
preguntas que le hacían.
Las pocas tabernas que había en Rosales se llenaron y los soldados ocuparon las
mesas, mientras pedían a grandes gritos que le sirviesen vino. Adoptaban actitudes de
conquistadores, llamando a las mujeres.
Una de aquellas mujeres, al ser invitada por un imperativo gesto de un soldado, fue a
levantarse. Pero su acompañante lo impidió, sujetándola con fuerza por el brazo.
—No te muevas.
—Ese soldado es capaz de disparar contra ti.
—Eso ya lo veremos —respondió él, un mejicano alto y fornido.
El soldado sonrió de forma aviesa, al comprender lo que estaba ocurriendo. Repitió el
mismo movimiento, pero el mejicano continuó sujetándola con firmeza. El soldado
escupió en el suelo y se levantó, encaminándose hacia la mesa ocupada por la pareja.
—Ven a mi mesa, preciosa —dijo, sin mirar al mejicano, que tenía el rostro rojo de ira.
—Esta mujer está conmigo.
El soldado se volvió y su diestra cruzó el rostro del mejicano. Este se tambaleó en la
silla, y se puso en pie de un salto, mientras rugía:
—Voy a matarle.
Y empuñó su cuchillo. El soldado sacó con rapidez su revólver y disparó, pero lo hizo
visiblemente asustado por la firme actitud del mejicano, fallando el blanco.
El mejicano se lanzó sobre él, decidido a hundir el acero en el cuerpo de su cobarde
agresor, pero sonó otra detonación, y alcanzado en la cabeza, se desplomó de bruces,
mientras resonaba un murmullo de indignación.
El autor del disparo que mató al valiente mejicano era otro soldado, que sonreía,
satisfecho de su proeza. Sus compañeros adoptaron actitudes agresivas, cosa que
consiguió mantener a raya a los clientes de la taberna.
—Todos los que traten de oponerse a nuestras órdenes sufrirán la misma suerte que
ese mejicano —dijo uno de los soldados, con siniestra entonación.
Nadie respondió. Los habitantes de Rosales habían comprendido que estaban a
merced de la tropa mandada por el capitán Larraine. Este se había convertido en el
dueño de la región.
CAPITULO II
El capitán Larraine estaba satisfecho de cómo se estaban desarrollando los
acontecimientos. Nadie se atrevía a oponerse a sus órdenes, pese a que algunas de éstas
resultaban muy arbitrarias.
En los dos días que llevaban en el poblado, sus soldados habían dado muerte a dos
hombres. No amonestó a los causantes, pues lo encontraba bien. De aquel modo, el
terror se apoderaría de los habitantes de aquella región, y esto contribuiría a asegurar un
éxito completo a sus planes.
Su mente ya había calculado las posibilidades que Rosales y sus alrededores ofrecían
para él. Las haciendas eran importantes, por lo que esperaba extraer grandes beneficios
de ellas. Sus soldados hacían patrullas por los alrededores, haciendo alarde de su fuerza.
También visitó algunas haciendas, las más importantes, presentándose como hombre
de confianza de Juan C. Fremont. Hizo veladas amenazas contra todo aquel que no
colaborase con sus hombres, que sería acusado como traidor a la causa.
Consiguió su objetivo. No halló a nadie que se atreviese a oponérsele abiertamente.
Podía considerarse como el dueño de la región. Sus ojos malévolos brillaban ante la
magnífica perspectiva que tenía ante sí. Conseguiría lograr su ambición y obtener una
inmensa fortuna. Nadie se atrevería a oponerse a sus designios.
Sin embargo, estaba enfurecido por el orgullo de los principales personajes de Rosales.
Estos se limitaban a responder brevemente a sus preguntas y a saludarle con frialdad. En
especial, el alcalde y José Almenar.
José Almenar continuaba permitiendo su estancia en su casa aunque sin invitarle a
sentarse en su mesa. El no se atrevió a imponerles su presencia, pues se sentía atraído
por la exquisita belleza de Rosita Almenar. Esperaba conseguir los favores de la bella
muchacha, e imponer la fuerza sería contraproducente, aunque lo haría como último
recurso.
—Sargento Baxter, debe empezar a hacer algunas excursiones por los alrededores.
Limítese a pedir cantidades no muy crecidas y procure que no se nieguen. Si lo hacen,
convénzalos de modo conveniente.
—Estaba deseando hacerlo, capitán.
El sargento Baxter salió a cumplir su misión, complacido. Ninguna orden le habría dado
tanta satisfacción como aquella. Ahora sabrían los habitantes de aquella región quiénes
eran ellos. Hasta entonces, el capitán Larraine se había portado con excesiva
benevolencia, haciéndose acreedor a sus críticas.
Aunque no se enfureció por el hecho de haber sido muertos dos hombres, eso no
bastaba para corresponder a la confianza que habían depositado en él. Desertaron del
ejército ante la posibilidad de actuar por cuenta propia, obteniendo formidables
beneficios.
A aquel grupo de hombres decididos, que sumabas más de cien, le hacía falta el mando
de un hombre inteligente y sin escrúpulos, siendo el más adecuado el capitán Larraine.
Este alegaba que debían actuar con cautela. Ya tendrían tiempo sobrado para imponer
la tuerza. El sargento Baxter y algunos de los soldados más decididos no estaban de
acuerdo con aquella teoría. Deseaban obtener ingresos cuanto antes. Al parecer, esto no
iba a tardar. El sabía cómo conducirse en aquellas circunstancias, pues ya poseía cierta
experiencia.
Recorrieron dos haciendas, y en ambas consiguieron las peticiones que solicitaron. Era
indudable que el temor producía aquel efecto.
Se detuvieron ante una hacienda de no muy brillantes perspectivas. El sargento Baxter
ordenó hacer alto, mientras observaba con atención a su alrededor. No debía fiarse de las
apariencias, que solían engañar con frecuencia.
Un hombre fornido le salió al encuentro. Su mirada se posó recelosa en los jinetes, y
con voz firme preguntó:
—¿Qué desea, sargento?
—¿Es usted el dueño de esta hacienda?
—Sí, señor.
—Vengo por orden del capitán Larraine. Las fuerzas de Juan C. Fremont dominan por
completo la situación. No tardaremos en ser dueños por completo de California y todo
cambiará para ustedes.
—Yo no necesito ningún cambio. Ahora estoy bien. Aunque con dificultades, llevo mi
hacienda adelante.
—Entonces ya no tendrá usted tantas dificultades.
El hombre meneó la cabeza con incredulidad.
—No soy hombre ambicioso, sargento.
Este sonrió, burlón.
—Todo se arreglará a satisfacción de todos. Ahora es conveniente que entregue usted
quinientos dólares. No es una cantidad excesiva, y es necesaria para consolidar la
victoria.
El semblante del hacendado había palidecido. Sus ojos miraron al sargento como si no
hubiese entendido bien.
—¡Quinientos dólares! —repitió, incrédulo—. No es posible, sargento. No soy
poseedor de esa cantidad.
—No trate de engañamos. No somos tontos. ¿Se ha enterado?
—No quiero engañarles. Simplemente les he dicho la verdad.
—Vamos, vamos —dijo Baxter, sonriendo malévolamente—. No nos haga perder
tiempo.
—Todo lo que puedo entregarles son doscientos dólares. No dispongo de más en
metálico.
El sargento descendió de su montura, haciendo una significativa señal a sus hombres.
Cuatro de éstos se apresuraron a imitarle. Se acercó al hacendado.
—Venga el dinero, amigo —exigió con rudeza.
El hacendado se estremeció. Era cierto lo que acababa de decir. No poseía aquella
cantidad. En los ojos de Baxter percibió una clara amenaza. De haber estado frente a él
en igualdad de condiciones, no le habría temido, pero tras el sargento habían muchos
hombres armados, y éstos le atacarían a una orden suya. No podía tratar de oponerse.
Tenía mujer e hijos, y debía trabajar para ellos.
—Le he dicho la verdad. Sólo poseo doscientos dólares.
—¡Basta! Le he dicho quinientos dólares.
El hacendado se sublevó. No le fue posible contenerse ante aquella brutal exigencia y
se irguió, amenazador.
—¡Salgan de aquí! No les daré un solo centavo.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió el otro, con mordacidad.
Pero el hacendado ya había arremetido contra él, y de un fuerte empujón lo derribó.
Los soldados iban a apoderarse de él. Pero Baxter, incorporándose con presteza, lo evitó.
—¡Dejadle! —ordenó, con energía—. Me basto para dar su merecido a ese hombre.
Nadie hasta ahora se ha atrevido a empujar al sargento Baxter.
Avanzó hacia el hacendado, que le esperaba con los puños cerrados, presto a pegar. Y
lo hizo cuando el sargento estuvo más próximo a él. El sargento Baxter recibió el
puñetazo en plena faz, pero siguió adelante, imperturbable. Su derecha golpeó con
potencia demoledora, y su adversario se tambaleó. De forma inconsciente, el hacendado
bajó los brazos, y Baxter prosiguió golpeando, con saña inhumana. El hacendado, en un
alarde de valor, intentó resistir. Y su rostro no tardó en quedar cubierto de sangre.
Las piernas del hacendado se doblaron. Baxter comprendió que iba a caer y él no
podría continuar su implacable castigo. Hasta entonces sus golpes se limitaron a ser
duros, pero no decisivos. Al comprender que su adversario iba a desplomarse, retrocedió
un paso y lanzó su derecha con toda su potencia.
Al golpear en la mandíbula del hacendado, se oyó un siniestro crujido, y aquél se
desplomó como fulminado por un rayo. El sargento Baxter quedó erguido, orgulloso de la
victoria obtenida. Sus hombres habrían comprobado de nuevo que era invencible en la
lucha cuerpo a cuerpo.
Dos hombres se precipitaron sobre el cuerpo inanimado del hacendado. Los soldados
fueron a evitarlo, pero el sargento ordenó:
—Dejad que le reanimen. Ahora no tratará de negarse a entregar el dinero.
Cuando el hacendado recobró la noción de lo que le rodeaba, miró con odio a su
enemigo. Este se aproximó a él.
—Y ahora, ¿qué ha decidido?
—Le entregaré los doscientos dólares. No me es posible hacer otra cosa.
—Dijo quinientos.
—Puede usted matarme. No lo mentí al decirle que no los tenía.
—Está bien —decidió—. Esto le habrá servido de advertencia.
El hacendado fue ayudado a levantarse por sus trabajadores. Se encaminó hacia la
casa, andando con dificultad, mientras Baxter encendía un cigarro con gesto ampuloso.
Su espera no fue larga. De nuevo volvía a estar ante él su adversario. Al parecer,
había reaccionado de los efectos de los duros golpes recibidos. Tendió un fajo de
billetes al sargento.
—Los doscientos dólares.
Su tono era de áspera ironía. La anunciada libertad se convertiría en una dura
opresión. Se hallaban en poder de aquellos soldados. Estos impondrían sus leyes, que
no podrían ser más funestas para los habitantes de la región.
Los jinetes se alejaron al galope. El hacendado se pasó la mano por su maltrecho
semblante. Apenas notaba el dolor de las heridas recibidas. Quedaba ahogado por el de
la afrenta recibida, por su humillación como hombre. Ahora se hallaban a merced de
aquellos forajidos.
—¡Dios mío! —musitó, con voz temblorosa—. Nadie logrará salvamos de estos
asesinos.
***
***
Pecas Sonny respiró aliviado al ver acercarse la musculosa figura de su compañero.
—Estaba temiendo que te hubiera ocurrido algo.
—Nada de eso, Sonny. Todo ha ido bien.
—¿Ha exigido más dinero el capitán Larraine?
—Sí; la misma cantidad que la vez anterior. Ese miserable desea enriquecerse con
rapidez.
—Muchos de esos hombres no podrán pagar esas cantidades.
—Es posible, y eso puede precipitar los acontecimientos. Larraine está decidido a
apoderarse del terreno de aquel que no entregue el dinero.
—¡Canalla!
—Y de la peor especie, Sonny. Es un monstruo insaciable. No sé el tiempo que habrá
decidido quedarse en esta región, pero estoy convencido de que desea sacar el máximo
provecho.
—¿Qué tienes que ver en esto, Hallon? —inquirió Pecas Sonny, mirando con manifiesto
interés a su compañero.
—Te dije que no hicieras preguntas impertinentes.
—Esta no lo es, Hallon —protestó el vaquero con viveza.
—¿No? Pues yo diría lo contrario.
—Debes tener confianza en mí. Estoy dispuesto a ayudarte en cuanto sea necesario.
—¿Aunque tuvieras que enfrentarte con los soldados de Larraine?
—Naturalmente —respondió sin vacilar Pecas Sonny —, y puedes creer que lo haría a
gusto.
—Entonces quizá llegue esa ocasión antes de lo que crees. He venido a Rosales tras las
huellas de Larraine. Mi misión consiste en evitar que cometa atropellos.
Pecas Sonny abrió la boca, mientras sus ojos estaban fijos con evidente admiración en
el rostro de su compañero. Frank no pudo menos de sonreír.
—Parece que te ha impresionado mi contestación.
—No puedo negarlo. Eres un tipo magnífico.
—Calla, Sonny. Se acerca el patrón.
En efecto, a corta distancia de ellos se hallaba Diego Quintana. Su noble semblante
estaba enrojecido por la indignación.
—Vámonos, muchachos.
Montando en su caballo, se apresuró a salir de la población. Los dos vaqueros le
siguieron en silencio,
De pronto, el hacendado aminoró el galope de su montura, poniéndose al nivel de los
vaqueros. No le era posible contener por más tiempo su indignación. Necesitaba
desahogarse.
—Esos bandidos están dispuestos a acabar con nosotros. Nos han pedido más dinero.
—¿Qué harán ustedes? —preguntó Frank, con curiosidad.
—Entregarlo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Negarse.
—El capitán Larraine tomaría terribles represalias.
—Si ustedes estuvieran unidos, eso no ocurriría. Superarían en número a esos
aventureros.
—Eso es muy difícil de conseguir.
Continuaron galopando en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos.
CAPITULO VII
El capitán Larraine, con una insolente sonrisa, contemplaba cómo se iban presentando
los hacendados, entregando el dinero solicitado. Hablaba en tono condescendiente, como
si se tratara de un acto agradable para aquellos hombres.
Frunció el ceño al ver avanzar a Henry Clark. El aspecto de aquel hombre era de estar
abatido. Inmediatamente comprendió que no tenía el dinero. Esto no le contrarió. Se
trataba de una cantidad de escasa importancia, y le permitiría dar un escarmiento.
—¡Hola, Clark! ¿Trae el dinero?
—No me es posible, capitán Larraine. No dispongo de esa cantidad.
—Con que trata usted de engañarme, ¿eh? Pues se ha equivocado. Estoy dispuesto a
cumplir lo que prometí.
—Usted no puede despojarme de mi hacienda.
—¿No? Pues lo haré. No puedo permitir que mis órdenes no se cumplan. Recibirá el
castigo a su desobediencia.
—No le desobedezco, capitán. No tengo ese dinero.
—¡Basta! Quédese aquí.
Otro hacendado se aproximó a la mesa. Su aspecto indicaba su desasosiego. El capitán
Larraine le miró con severidad, comprendiendo que aquel hombre se hallaba en la misma
situación que Clark.
—Capitán Larraine, estoy en la misma situación que Henry Clark.
—Eso quiere decir que usted tampoco quiere entregar la cantidad que le he solicitado.
—No, no es eso. No tengo dinero.
Larraine sonrió con maldad, y se dirigió a Baxter, diciendo:
—Ordene a los soldados que se incauten de las haciendas de estos hombres.
—Sí, mi capitán.
El sargento Baxter.se dispuso a salir de la estancia, ante las miradas aterradas e
indignadas de numerosos hacendados. Pero la arrogante figura de Alfredo del Castillo se
interpuso ante el sargento.
—No tenga tanta prisa en cumplir esas órdenes, sargento. Antes desearía hablar con el
capitán Larraine.
Baxter adoptó una actitud agresiva.
—¿Qué significan sus palabras?
La voz del capitán Larraine le contuvo, pues se hallaba dispuesto a empuñar su revólver
para castigar la insolencia del odioso hacendado.
—Deje hablar al señor Del Castillo, sargento.
Alfredo avanzó hasta situarse ante el capitán, y lo miró con frialdad, mientras decía:
—Su conducta no es justa, capitán.
—¿Por qué no lo es? Haga el favor de explicarse.
Larraine sonreía de forma siniestra tratando de contener su furia. Ahora se le
presentaba una oportunidad para desembarazarse del arrogante hacendado, y estaba
dispuesto a aprovecharla.
—Esos hombres no tienen el dinero que usted les ha exigido. ¿Cómo van a entregarlo?
—No es cierto. Tratan de burlarse de mí, y eso nadie lo ha conseguido todavía. Su
intervención no ha sido de mi agrado.
—Lo lamento, capitán. He procurado hablar de la forma más cortés posible. ¿Está usted
dispuesto a apoderarse de las tierras de esos hombres?
—Sí.
Alfredo miró fríamente a su interlocutor, quien, a su vez, le miraba con burlona
expresión.
—Bien. ¿A cuánto asciende la cantidad que deben pagar esos hombres?
—A setecientos dólares.
El joven extrajo un fajo de billetes de un bolsillo, contó con rapidez y depositó varios
sobre la mesa.
—Henry Clark y Charlie Robson ya han pagado su parte.
La cara de Larraine enrojeció de ira, y sus manos se crisparon sobre la mesa.
—¿Está dispuesto a pagar su parte?
—Ya lo he hecho, capitán. La causa de la libertad ya ha obtenido lo que necesita, y
estoy orgulloso de haber sido útil.
—De acuerdo, señor Del Castillo.
El capitán Larraine se contuvo, sintiéndose impotente. En forma alguna podía actuar
contra el joven hacendado. De nuevo sonreía afable, como si aquel inesperado
desenlace hubiese sido de su agrado.
Henry Clark se lanzó al encuentro del joven, cogió su mano y la oprimió con afecto.
—Gracias, Alfredo. No sé cuándo podré devolverte ese dinero.
El joven sonrió afable, respondiendo al saludo que le hacía el otro hacendado.
—Ya me pagaréis cuando os sea posible. No tengo prisa.
Larraine continuó mirando al joven con odio, pero al fijarse sus ojos en el dinero
amontonado ante él, sonrió complacido. Ya había conseguido reunir una importante
cantidad, el botín era cuantioso. Un nuevo golpe más y luego sus hombres se lanzarían al
pillaje y podrían marcharse de Rosales.
***
En la morada de los Almenar se daba una fiesta. Esta ya había sido anunciada antes de
la llegada del capitán Larraine y sus soldados, no siendo posible anularla.
El capitán Larraine y el sargento Baxter fueron invitados. José Almenar se vio precisado
a hacerlo. De lo contrario, se hubiera expuesto a la ira de aquellos hombres. Por sí mismo
no lo hubiera hecho, pero estaba en juego la seguridad de su esposa e hija, y en forma
alguna podía ponerlas en peligro.
José Almenar, teniendo junto a sí a su hija y a Alfredo del Castillo, recibía a sus
invitados con amigable amabilidad. Cruzaban sólo las palabras más precisas, sin hacer
comentarios. No reinaba la alegría en la fiesta, debiéndose ello a la presencia de varios
soldados estratégicamente apostados.
El capitán Larraine y el sargento Baxter, elegantemente ataviados, ocupaban los
lugares de honor, como por sí mismo había decidido el primero, sin que el propietario de
la casa hubiese osado oponerse a su grosero proceder.
José Almenar se había resignado a la situación, y sus invitados eran de la misma
opinión. La fiesta no prometía ser muy alegre.
Almenar estrechó con afecto la mano de Diego Quintana. Desde niños les unía una
estrecha amistad, y sus hijas eran las mejores amigas. Luego acarició con afecto la
morena mejilla de Dolores, mientras decía:
—Cada día estás más bonita, chiquilla.
La joven sonrió agradecida, besando después a su amiga. Rosita susurró junto a su
oído:
—Después quiero hablarte.
—Yo también deseo hacerlo. Hace tiempo que no te veía. ¿Cómo estás, Alfredo?
El joven hacendado correspondió efusivamente al saludo de la muchacha. La
consideraba como una hermana menor, pues no en vano se podía jactar de haberla ense-
ñado a montar.
En cuanto se le presentó la primera oportunidad, Dolores se apresuró a reunirse con su
amiga, mientras Alfredo charlaba gentilmente con José Almenar y Diego Quintana. El
joven advirtió con disgusto que se acercaban a ellos el capitán y Baxter. La presencia de
aquellos hombres cada vez se le hacía más odiosa. Pero debía contener sus impulsos y
hablarles con naturalidad.
—Hace tiempo que no te he visto, Rosita. No has venido por el rancho.
—Ni tú por el pueblo, Dolores. Pero la presencia de estos soldados hace peligroso dar
un paseo.
—Es cierto. ¿Qué tienes que decirme?
—He conocido a un vaquero muy extraordinario, es admirable. Creo que se llama
Frank...
Dolores, sin poderlo evitar, enrojeció.
—Sí, debe ser Frank Hallon. Trabaja en el equipo. Se trata de un tipo presuntuoso.
—A mí no me lo pareció, Dolores. Creo que eres injusta con él.
La muchacha no pudo evitar que sus pupilas centellearan, siendo evidente que las
palabras de su amiga no le resultaban agradables. Rosita lo advirtió y sonrió regocijada.
Acababa de comprobar su sospecha.
—Sí, debo reconocer que es apuesto. Eso es lo que debe haberte impresionado.
La joven fingió indignarse.
—Dolores, estoy prometida a Alfredo.
—Lo sé, pero quizá cambies de parecer.
—Oye, oye, no te permito que me hables en ese tono. Cualquiera, al oírte, diría que te
he traicionado o que soy una mujer caprichosa, que se enamora del primer hombre
apuesto que se cruza ante ella.
Dolores comprendió que había merecido aquella reprimenda, y bajó la cabeza
avergonzada.
—Perdona, Rosita. Quizá no me haya expresado bien, pero ese vaquero me crispa los
nervios.
Rosita ocultó una sonrisa triunfal, puso una mano sobre el hombro de su amiga y dijo:
—Insisto en que se trata de un vaquero muy agradable. Afirmó que yo era muy linda, y
que Alfredo era un hombre afortunado, y que se convertiría en un rival peligroso suyo
de...
Dolores ya no pudo contenerse.
La interrumpió con vehemencia, haciendo un esfuerzo por no levantar la voz:
—¿Estás viendo? Siendo la novia de otro hombre, se ha atrevido a declararse. Es
odioso.
—¡Pero, Dolores! Estás desconocida. No me dejas terminar de hablar y te lanzas a
formular desatinadas acusaciones.
—¿Desatinadas? Tú misma acabas de decirlo.
—No. Frank Hallon dijo que sería un rival de Alfredo de no estar ya enamorado.
Dolores miró a su amiga aturdida.
—¿Que está ya enamorado?
—Sí, eso dijo. Lo entendí perfectamente.
La muchacha se ruborizó.
—No lo entiendo. No lo entiendo.
—¿Es verdad eso, Dolores? —Rosita, cogiendo la barbilla de su amiga, la obligó a
levantar la cabeza, haciendo que sus ojos se posasen en los suyos—. Somos amigas,
siempre lo hemos sido, y no puedes engañarme. Frank Hallon está enamorado de ti.
¿Verdad?
—Te juro que no lo sé —respondió la muchacha, apasionadamente—. Pero es lo que
más desearía saber. Creo que le quiero.
—Puedes considerarte dichosa. Yo tengo la seguridad de que ese vaquero está
enamorado de ti.
—¡Si eso fuera cierto! —musitó la muchacha, con fervor.
Su amiga le apretó la mano con ternura y le sonrió. Dolores notó que todo cambiaba a
su alrededor. Hasta los colores parecían más resplandecientes. Sólo lamentaba que Frank
Hallon no estuviese en aquel salón.
Alfredo se acercaba a ellas.
—¿Ya habéis terminado de deciros vuestros secretos? —las amonestó sonriente.
—Sí, Alfredo. Pero ten en cuenta que hacía muchos días que no nos veíamos.
—Por eso no me he acercado antes. Lo he hecho ahora porque va a empezar el baile, y
deseo bailar contigo el primero.
—Encantada Alfredo.
En efecto, la música empezaba a sonar y las primeras parejas salían al centro del salón.
Los tres jóvenes vieron cómo el capitán Larraine se detenía antes de llegar hasta ellos.
Resultaba evidente que estaba despechado. Con rapidez Larraine se dirigió a una joven,
solicitándole aquella pieza.
—Hasta luego, Dolores.
Se alejaron. La muchacha se disponía a regresar al lado de su padre, cuando vio ante ella
la gigantesca figura del sargento Baxter.
—¿Me permite este baile, señorita Quintana?
—Sí, sargento.
Le repugnó sentir la manaza de aquel hombre alrededor de su talle, así como la fijeza de
su mirada. Baxter sonrió de forma que a él le pareció agradable.
—Deseaba hablar con usted, señorita Quintana.
—¿Qué tiene que decirme usted?
Esta pregunta fue formulada con frialdad, y el sargento Baxter quedó desconcertado, sin
saber qué replicar.
—En realidad no se trata de nada importante. Tan sólo decirle que es usted muy linda.
—Gracias, sargento. Es usted muy amable.
Baxter se mordió los labios despechado. No se atrevió a insistir, pues el tono con que
pronunció la muchacha estas palabras, le hicieron comprender que su alabanza no fue
acogida con agrado. Contuvo su despecho. Quizá no tardara en presentarse la
oportunidad de hacer comprender a aquella altiva jovencita que resultaba peligroso
burlarse de él.
Dolores hizo un gesto de dolor y Baxter no pudo menos de decir:
—¿Qué le ocurre, señorita Quintana?
—Me duele la torcedura que me hice el otro día, sargento. ¿Sería tan amable de
acompañarme al lado de mi padre?
—No faltaba más.
Las palabras de la joven parecían sinceras. Además, recordó haberla visto sentada en el
porche con el pie vendado. Llevando a su pareja apoyada en su brazo, llegó frente a
Diego Quintana.
—Lamento que su hija no se encuentre bien, señor Quintana.
—Ha sido usted muy amable en haberla acompañado, sargento Baxter. ¿Cómo te
encuentras, Dolores?
—Me duele el pie —respondió la muchacha, sentándose en una silla—. Creo que no
me será posible volver a bailar en el resto de la noche.
—Deseo que mejore cuanto antes, señorita —se despidió Baxter, con torpeza.
—Ese hombre es odioso —murmuró Dolores.
—¿No se ha portado bien contigo, hija? —inquirió Diego Quintana, crispando los
puños con ira.
—No, papá. De haberlo hecho, le hubiera abofeteado.
—Ha sido una excusa lo de que te duele el pie.
—En parte, sí, papá. Me duele un poco, y me servirá de pretexto para no bailar.
Diego Quintana movió la cabeza, comprensivo. Adivinaba que de haber estado en la
fiesta Frank Hallon, el estado de ánimo de su hija hubiera sido muy distinto. No se sentía
disgustado por ello. Aquel vaquero resultaba de su agrado.
Habiendo terminado la pieza, Alfredo y Rosita conversaban tranquilamente. Ambos
jóvenes habían perdido la noción de cuanto les rodeaba, pendientes tan sólo el uno del
otro. Los dos se sobresaltaron al oír la voz del capitán Larraine.
—¿Me permite este baile, señorita Almenar? Con su permiso, señor Del Castillo.
El joven se inclinó, procurando ocultar su contrariedad. En realidad, no podía oponerse
a la petición de Larraine. Esta era correcta.
Rosita accedió, tras hacer a su prometido una disimulada señal de resignación. No le
gustaba un ápice tener que bailar con el capitán, pero se trataba de algo punto menos
que imposible de evitar. Alfredo quedó inmóvil, viendo cómo Larraine rodeaba el talle de
su prometida y danzaban al compás de una polka.
—Es un placer tenerla entre mis brazos, señorita Almenar.
La joven fingió no haber oído estas palabras. Larraine sonrió maliciosamente. Sentíase
seguro, dueño de la situación.
—No me resulta agradable su aspecto orgulloso.
Ella levantó la cabeza con viveza.
—No le entiendo, capitán Larraine.
—Da usted la impresión de no desear hablar conmigo.
—De ninguna manera, capitán Larraine. Usted está confundido.
—No, no. Usted elude mi presencia y le advierto que hace mal.
—Sus palabras parecen ser una amenaza.
—No se equivoca. Lo son.
Rosita se estremeció. El tono de su interlocutor era siniestro. La mirada de sus ojos
oscuros estaba fija en ella. Tuvo la certeza de que aquel hombre era capaz de realizar las
mayores infamias.
—No tiene usted derecho a hablarme de esa forma.
—¿No? Tenga presente que la suerte de sus padres y de su prometido depende de mí.
—Su proceder no es el de un caballero.
—¿Quién le ha dicho que yo lo sea? —rió de forma desagradable Larraine—. Yo no
pertenezco a su clase, Rosita. Soy un hombre rudo, cuya fortuna se halla en la fuerza de
su espada.
La había llamado por su nombre, su tono fue grosero, y, sin embargo, la joven no se
atrevió a protestar. Sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal, causándole una
sensación desagradable. Le vio ante ella erguido, seguro de su proceder.
—Su prometido es un joven orgulloso y atolondrado, Su impulsividad puede llevarle a
sufrir un doloroso tropiezo. Y créame, lo lamentaría.
—Alfredo no tiene nada que reprocharse.
—¿Lo cree usted así? Pues se equivoca. En varias ocasiones se ha atrevido a
desafiarme. Por usted, no le he castigado como se merece. ¿Qué responde usted?
—Le estoy muy agradecida por su generosidad, capitán.
Pronunció estas palabras contra su voluntad, comprendiendo que otra actitud podía
serle perjudicial. Aquel hombre era capaz de ordenar la detención de Alfredo, e incluso su
muerte.
—Eso no es suficiente. Opino que mi conducta es merecedora de otra contestación.
Debo esperar un premio.
Se hallaban cerca de una puerta abierta y ésta daba al jardín. Antes de que Rosita
pudiera evitarlo, se sintió arrastrada hacia éste. Cuando trató de oponerse, ya era tarde.
El malvado la sujetaba entre sus brazos, impidiéndole hacer ningún movimiento.
Sin embargo, reponiéndose a su sorpresa, pugnó por librarse, tratando de evitar que la
boca de Larraine se posase sobre la suya. Veía los ojos del capitán, llenos de deseo, fijos
en ella. Le produjo tal repugnancia y horror, que le propinó un violento tirón, logrando
escapar de las manos que la retenían.
Larraine lanzó una imprecación. Seguidamente sonrió y dio dos pasos hacia ella.
—Es inútil, mi bella Rosita. Será mía.
—Prefiero la muerte,
El capitán dejó escapar una sarcástica carcajada.
—Ya cambiará de opinión, encanto. Soy mucho mejor de lo que puede imaginar, y,
desde luego, más interesante que ese muñeco.
La joven fue a dar media vuelta, con el fin de intentar huir, pero Larraine cayó sobre
ella de un felino salto. Sus manos la asieron por el talle. Rosita, enfurecida, le propinó una
bofetada.
El rostro de Larraine enrojeció, pero en seguida soltó otra carcajada.
—Así me gusta: que sea brava. Se pone más hermosa cuando se enfurece. Voy a
besarla.
Aproximó su cara a la de ella, pese a los esfuerzos de la joven. Rosita comprendió que
en esta ocasión no le sería posible escapar al asedio de aquel malvado, y cerró los ojos.
Entonces sonó una voz vibrante y varonil:
—Suelte a esa mujer, miserable.
CAPITULO VIII
Larraine soltó inmediatamente su presa, volviéndose con rapidez. Temía verse
encañonado por un revólver, y se disponía a arrojarse al suelo para evitar ser alcanzado
por el balazo. Cuando se halló ante Alfredo y comprobó que éste se hallaba desarmado,
una irónica sonrisa apareció en sus labios.
—Es usted muy insolente, señor Del Castillo.
—Nada de eso. Me estoy dirigiendo al hombre más vil y cobarde que he conocido.
El rostro del capitán enrojeció. Sus ojos despedían chispas de furor. Con los labios
apretados, masculló:
—Pagará caros esos insultos. Ordenaré su muerte.
Rosita corrió hacia su prometido y se arrojó en sus brazos.
—¡Por Dios, Alfredo! ¡Ese hombre te matará!
El la apartó con suavidad, mientras contestaba:
—Es posible que antes le mate yo a él.
—Eso significará tu perdición, amor mío.
—No importa. Estoy harto de soportar a estos canallas. La justicia no tardará en
imponerse.
Larraine empuñó su revólver. Quería aprovechar el momento en que su enemigo
hablaba con la joven. Ya no habría salvación para él. Le oiría suplicar, y después oprimiría
el gatillo. Tendría la satisfacción de verle caer a sus pies bañado en su propia sangre.
Pero no llegó a realizar su vil propósito. El joven acababa de dar un salto inverosímil,
cayendo a su lado. Antes de que lograra reaccionar, Alfredo le propinó un rudo manotazo
al brazo armado, desviando la puntería del arma. Luego golpeó con terrible potencia el
mentón del capitán y éste retrocedió unos pasos, tambaleándose.
Alfredo le siguió, con intención de derribarle, mientras Rosita contemplaba la pelea con
los ojos desorbitados por el horror.
Pero el capitán Larraine era un luchador nato. Se repuso inmediatamente del terrible
puñetazo recibido y levantó la diestra armada, con intención de disparar cuanto antes.
Alfredo advirtió su propósito al instante, y se dejó caer de espalda con prodigiosa rapidez.
Sus pies oprimieron los tobillos de su enemigo, y con una hábil presión le hizo perder el
equilibrio.
Soltó su presa con la misma rapidez. Sus pies se apoyaron entonces en el vientre del
capitán, y con un vigoroso impulso lo hizo voltear hacia atrás.
Larraine todavía tuvo tiempo de apoyar la mano en el suelo, para amortiguar la dureza
de la caída. Le fue preciso soltar el «Colt», pero a pesar de esta precaución, quedó
aturdido. Alfredo se irguió, mirándole despectivamente.
—Levántese, capitán Larraine, y luche como un hombre.
Este rechinó los dientes de coraje al oír las humillantes palabras. Se puso en pie, mas
resultaba evidente que temía la extraordinaria potencia y agilidad demostrada por su
enemigo.
Alfredo ya no titubeó al verle derecho, y se abalanzó sobre él. El puñetazo que recibió
en pleno rostro no fue suficiente para contener su ímpetu, y su derecha hizo mover de
forma grotesca la cabeza de su enemigo. Alfredo se convirtió en un huracán
desencadenado, y sus puños se movieron con vertiginosa celeridad, golpeando una y otra
vez los puntos vitales de su adversario.
Larraine era incapaz de defenderse con acierto de aquel torbellino que se le venía
encima. Tenía el rostro cubierto de sangre. Alfredo se mostraba implacable, desahogando
en sus golpes el odio acumulado durante aquellos días de opresión.
El capitán se detuvo en el umbral de la puerta, tambaleándose. Alfredo,
completamente lanzado, le propinó un terrorífico derechazo. El golpe alcanzó a Larraine
en pleno rostro, viéndose el capitán lanzado al aire. Cuando cayó al suelo, el impulso del
golpe le arrastró unos cuatro metros, hasta quedar inmóvil, con los brazos en cruz.
La espectacular entrada del capitán Larraine en el salón dejó inmóviles a los invitados.
Cuando éstos reaccionaron, se oyeron algunos gritos de horror, lanzados por algunas
mujeres. Todas las miradas se fijaron en la arrogante figura de Alfredo del Castillo, que,
erguido en el umbral de la puerta, contemplaba sin expresión alguna la figura inerte de su
adversario.
—Es un canalla, y ha encontrado su merecido —dijo el joven hacendado, con calma.
—Levante los brazos, Castillo —ordenó el sargento Baxter, encañonándole con su
revólver.
Mientras tanto, hacía una señal a dos soldados para que se acercaran. Obedecieron
con rapidez, poniéndose a corta distancia de Alfredo. El joven titubeó unos segundos,
calculando las posibilidades favorables para intentar la fuga por el jardín, pero
comprendió que no le sería posible. Tan pronto como hiciera un movimiento, el sargento
Baxter le incrustaría una onza de plomo en el cuerpo.
—Entre adentro. Ahora le daremos nosotros su merecido.
Alfredo obedeció. No podía hacer otra cosa. Se arrepintió de haber vuelto a entrar en
el salón. El debía haber huido inmediatamente, alejándose de la casa de su prometida.
Ahora ya resultaba inútil lamentarse. Con ello no lograría ningún resultado práctico.
Baxter se le acercó con siniestra sonrisa. En sus ojos adivinó su deseo de golpearle. Su
mandíbula se crispó, pero continuó inmóvil, dispuesto a soportar el castigo que se le
avecinaba.
Baxter levantó la mano izquierda para dejarla caer sobre el rostro del joven, pero no
llegó a descargarle. Una voz fría y ligeramente burlona se lo impidió.
—No me gusta que haga eso, sargento. Deje caer el revólver o disparo.
Con el rostro lívido por la sorpresa y el terror, Baxter obedeció la orden recibida. Al
volverse se vio ante Frank Hallon, que le apuntaba a la cabeza con un «Colt». Tras el
muchacho se hallaba la alta figura de Pecas Sonny, quien, a su vez, empuñaba su revólver.
—¿Qué significa esto, vaquero? —inquirió Baxter, trémulo de ira.
—Sencillamente que no me gustan las injusticias, y esta es una de las peores que he
visto en mi vida.
—Esto le costará caro, vaquero.
—Si continúa profiriendo amenazas, le destrozaré la cabeza de un balazo, sargento.
Baxter se calló, visiblemente amedrentado. El tono firme y risueño de su nuevo
enemigo daba a entender que era capaz de cumplir su amenaza. Los dos soldados habían
dejado caer sus armas, sin haber tenido necesidad de ordenarlo el joven.
En aquel instante, irrumpieron algunos soldados en el salón. Se detuvieron indecisos
algunos momentos, pero luego fueron a echarse sus fusiles al hombro con intención de
disparar sobre Frank y Pecas Sonny.
Frank dio dos saltos, poniéndose al lado del sargento Baxter. Hundió el cañón de su
revólver en su abdomen, mientras ordenaba con tono tajante:
—¡Ordene a sus hombres que tiren sus armas o le mato!
Baxter, con los labios amoratados, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y a
continuación ordenó:
—¡Tirad las armas!
Los soldados obedecieron. La casa estaba en poder de Frank Hallon. El joven daba
muestra de estar sereno, sin preocuparle lo que pudiese ocurrir. Alfredo había cogido el
revólver del sargento Baxter y se hallaba a su lado.
Frank hizo algo que sorprendió a todos los presentes.
Con largas zancadas, se dirigió a una mesa y cogió una copa llena de vino. Al pasar junto a
Dolores, le dirigió una sonrisa. La muchacha le respondió de forma forzada, mientras
decía:
—¿Qué vas a hacer, Frank?
—No temas, Dolores. Esto era inevitable.
Los dos jóvenes se habían tuteado con naturalidad, como si entre ellos ya existiese un
estrecho y tierno lazo. Diego Quintana frunció el ceño, sorprendido, mirando a su hija con
vivo interés. Luego, sonrió. Se cumplía lo que sospechaba. Si hasta entonces Frank Hallon
resultó de su agrado, ahora sentíase entusiasmado por el frío valor demostrado.
Frank se detuvo junto al cuerpo inerte del capitán Larraine. Y calmosamente, dejó caer
el vino con lentitud sobre su rostro. Sonaron unas risas contenidas, y más cuando el
capitán movió la cabeza con furia, mientras lanzaba resoplidos. No le era posible abrir los
ojos, pues el vino continuaba cayendo sobre él, y una vez que abrió la boca, estuvo en un
tris de atragantarse.
El joven continuó impasible, dejando caer el vino hasta la última gota. Entonces fue
cuando Larraine se incorporó. Su aspecto era grotesco. Lanzó una rencorosa mirada a
Frank Hallon.
—¿Qué significa esto?
—Que es usted un cobarde asesino, Larraine.
—Mis soldados le detendrán, vaquero. Usted y Alfredo del Castillo serán ejecutados.
Larraine habíase puesto en pie, a costa de un gran esfuerzo. Frank le dio un seco golpe
en el pecho, haciéndole tambalear.
—¡Basta de amenazas, canalla! —masculló el joven, con furia contenida. Su aspecto
había cambiado. Ahora resultaba temible—, Sus soldados están inmóviles, han arrojado
las armas. Ahora voy a darle un consejo: deje el dinero de que se ha apoderado de forma
tan abusiva y aléjese cuanto antes de esta región.
Larraine no respondió. Estaba pálido como un muerto.
—No me es posible matar a unos hombres desarmados. Pero tenga la seguridad que la
próxima ocasión lo haré.
Alfredo miraba sorprendido al joven, admirando su serenidad y sangre fría. Cruzó una
rápida mirada con Rosita.
—La fiesta puede proseguir, señores —dijo Frank—, Nosotros nos marchamos. No
teman las represalias del capitán Larraine.
Con un gesto, señaló al capitán Larraine la puerta del jardín.
—Eche a andar. Usted viene con nosotros en calidad de rehén.
—Usted no puede hacer eso.
—¿De veras que no?
Le obligó a dar media vuelta con un vigoroso empujón, mientras apoyaba el cañón del
revólver en su espalda.
—Le advierto que me cuesta muy poco apretar el gatillo, y lo haré si sus hombres se
empeñan en perseguimos.
Antes de salir, Alfredo abrazó con ternura a su amada.
—No temas, nena. Todo se resolverá de forma satisfactoria.
Los cuatro hombres salieron, sin que el sargento Baxter se atreviese a ordenar la
persecución.
Sin dificultad alguna, cruzaron la puertecita del jardín y no tardaron en encontrarse
ante tres caballos. Con un ademán, Frank indicó a Alfredo que subiese en uno, y Pecas
Sonny hizo lo propio.
—Ya puede marcharse, Larraine, y no olvide mi consejo.
Este se apresuró a obedecer, deseando hallarse lejos de aquellos hombres. Cuando
estuviera entre sus hombres daría la orden de emprender la persecución, y no tardaría
mucho en tenerlos en su poder. Entonces les demostraría que era peligroso desafiarle.
Frank montó ágilmente en su caballo y emprendió el galope. Sus dos acompañantes le
siguieron sin titubear. Recorrieron en silencio una larga distancia, entre la oscuridad de la
noche, habiendo ocupado la primera posición Pecas Sonny, que hacía de guía.
De pronto, Pecas Sonny detuvo su cabalgadura, mientras decía:
—Ya hemos llegado.
Alfredo sabía dónde se encontraba. La última milla recorrida fue de terreno escabroso,
hasta llegar a aquella oculta cañada. Se internaron por un estrecho sendero y se
detuvieron definitivamente en aquel acogedor lugar.
La cañada tenía otra salida, así que no podían ser sorprendidos. Desde luego, se
trataba de un lugar ideal para permanecer a la expectativa, pues los soldados de Larraine
no podrían encontrarlo con facilidad.
Pecas Sonny cuidó de los caballos, mientras Frank encendía una pequeña fogata para
hacer un poco de café. Cuando los tres hombres estuvieron sentados, saboreando el
aromático líquido, Alfredo dijo:
—No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí, Hallon.
—No empiece a decir tonterías. Ya le advertí que no debía ser impulsivo.
Alfredo no se sintió lastimado por esta contestación.
—Larraine intentaba avasallar a mi prometida, NO podía hacer otra cosa.
Frank comprendió que el hacendado tenía razón, Si aquel malvado se hubiese atrevido
a tocar a Dolores, él hubiera saltado sobre él, aunque una docena de revólveres le
estuvieran apuntando.
—Le comprendo, Alfredo. Mis palabras no han sido una censura. En su lugar hubiera
hecho lo mismo.
—¿Por qué ha intervenido usted?
—Sospechaba lo que iba a ocurrir. Ya es tiempo de oponerse a los manejos de esos
facinerosos.
—Tres hombres poco podremos hacer.
Frank sonrió, mientras movía la cabeza.
—Creo que se equivoca. Tres hombres decididos pueden hacer grandes cosas, y más
cuando cuentan con el apoyo de muchos hombres.
—Los hacendados no querrán exponerse. No sólo se trata de sus vidas, sino de las de
sus familiares.
—Ya veremos, ya veremos —fue la ambigua contestación de Frank.
Se volvió hacia Pecas Sonny.
—¿Estás arrepentido de haberme seguido?
—De ninguna manera, Frank. Nunca había disfrutado tanto como esta noche. El
momento en que derramaste el vino en la cara de Larraine fue inenarrable.
Estas palabras hicieron reír a los tres hombres. Cada uno de ellos rememoró la imagen
del capitán, tendido en el suelo, tratando inútilmente de librarse del chorro de vino que
caía sobre él de modo impecable.
—Bueno —decidió Frank, tras beber un trago de whisky—. Ahora es conveniente
descansar. Cada uno tendrá que hacer un turno de guardia. Hay que evitar ser
sorprendidos.
***
Larraine regresó furioso al salón. Baxter se había adueñado de nuevo de la situación,
pues ninguno de los invitados hizo movimiento alguno de rebeldía. Al ver aparecer a su
jefe, le salió al encuentro.
—¿Se han ido?
—Sí —asintió el capitán, con una feroz sonrisa—, pero ahora saldremos en su
persecución y nos apoderaremos de ellos. Esos hombres deben morir. Vaya a preparar a
los soldados.
Baxter salió precipitadamente del salón, mientras Larraine se volvía hacia los
hacendados.
—Puede continuar la fiesta. Lo ocurrido tiene escasa importancia. Esos hombres serán
detenidos y recibirán su castigo. No olviden que la situación continúa siendo la misma.
José Almenar se adelantó.
—He decidido dar la fiesta por terminada. La mayoría de mis invitados, después de lo
ocurrido, desean retirarse.
El furor se reflejó en el semblante de Larraine.
—¿Quién desea marcharse a su casa? —inquirió, amenazador.
Todos los hombres se adelantaron. El capitán los examinó, enfurecido. No creía que se
atrevieran a tanto. Ahora no le era posible imponerse, y más después del desairado papel
que le correspondió en el incidente ocurrido. Sonrió forzadamente.
—Siendo así, pueden retirarse.
Cuando el último invitado hubo salido, José Almenar volvió a hablar.
—Después de lo ocurrido, no puede usted continuar en mi casa.
—No me gusta nada su actitud, señor Almenar.
—Su opinión me tiene sin cuidado, capitán Larraine
—contestó el noble señor, con altivez.
Larraine enrojeció, sintiendo la sensación de haber recibido una bofetada. Sus excitados
nervios estallaron. No le fue posible contenerse.
—No necesito su hospitalidad, Almenar. ¡Queda usted detenido!
José Almenar permaneció erguido, firme, sin el menor temor en su mirada. Su esposa e
hija corrieron hacia él, sollozando.
—No os preocupéis por mí —dijo, con entereza—. No me ocurrirá nada. Dios no puede
permitir tantas injusticias.
Larraine hizo una señal, y dos soldados se apoderaron del hacendado. Las dos mujeres
quedaron inmóviles, apoyadas la una en la otra. El detenido salió de su casa y el capitán
hizo una ligera inclinación.
—Señoras, siempre a su disposición.
—Es usted un asesino —contestó Rosita, con desprecio.
Larraine se marchó, fingiendo no haber oído estas palabras.
Una vez fuera de la casa, dio rienda suelta a su furor, prorrumpiendo en imprecaciones
y denuestos. El sargento Baxter se le acercó.
—Todo dispuesto para emprender la persecución, capitán.
Larraine montó en su caballo y dio la orden de partir. En la oscuridad de la noche
partieron aquellos jinetes. Galopaban a ciegas, pues no poseían indicio alguno de la
dirección seguida por los fugitivos. Pero el capitán Larraine espoleaba a su montura sin
cesar.
Nada deseaba tanto como apoderarse de los tres fugitivos. Al parecer, el número de
éstos carecía de importancia para él. Su fuerza era infinitamente superior. Se hallaba en
juego la parte moral, y ésta había sido destrozada por completo por aquellos hombres
con su audacia.
Por lo menos dos de ellos eran verdaderamente temibles. El se jactaba de ser un duro
luchador. No obstante, Alfredo del Castillo le venció con aparente facilidad. El capitán
Larraine no parecía en modo alguno adversario adecuado para él. El último puñetazo que
recibió fue formidable, dándole la impresión de que acabase de estallar un cartucho de
dinamita a su lado, haciéndole volar.
En cuanto al maldito vaquero, no podía tener duda. Su forma de hablar y de sostener el
revólver, indicaba que se trataba de un excelente tirador dueño de una extraordinaria
sangre fría. Al otro vaquero no le conocía, e ignoraba quién era. Pero el hecho solo de
acompañarles ya indicaba que debía ser un hombre valiente.
Tras más de una hora de duro galopar, el capitán Larraine ordenó hacer alto. Estaba
exasperado, viéndose impotente para poder actuar. Proseguir la persecución por la noche
era como correr tras un fantasma.
Por ironía del Destino, se habían detenido a escasa distancia de la cañada donde se
cobijaban los fugitivos. Estos, habiendo oído el rumor de los cascos de los cabellos,
permanecían alerta, para no dejarse sorprender.
Larraine, sin sospechar esta proximidad, masculló maldiciones, y luego, resignándose,
dio la orden de regresar al poblado.
CAPITULO IX
Al día siguiente, el capitán Larraine hizo un registro en el poblado y en las haciendas de
los alrededores. Sus hombres saquearon la propiedad de Alfredo del Castillo. Quedó
defraudado al no hallar apenas nada de valor y comprendió que el joven ya había previsto
aquella situación, ocultando todos los objetos valiosos.
Se portó con dureza y realizó interrogatorios y detenciones. Su principal intención era
continuar manteniendo el temor. Debía tratar a aquellos hombres con mano dura, para
evitar que siguieran el ejemplo de los fugitivos. De éstos no halló el menor rastro,
resultando inútiles todas las indagaciones efectuadas.
Un grupo de soldados detuvo a un comerciante. El que parecía mandar la pequeña
fuerza le miró con malévola expresión, mientras se daba golpes en las piernas con un
látigo.
—Usted nos va a decir dónde se oculta Alfredo del Castillo.
—No me es posible. Lo ignoro.
—¡Dígalo!
El hombre se mantuvo firme, mirando con desprecio al soldado que le preguntaba.
Este, con la autoridad que le había conferido el capitán Larraine, sonrió con crueldad,
exasperado por la actitud del comerciante. Le golpeó con el mango del látigo, dándole en
pleno rostro y dejando un surco sangriento en éste. El hombre se tambaleó, sin poder
contener un gemido de dolor. Sin embargo, procuró mantenerse firme, mientras decía:
—Es usted un cobarde.
El soldado lanzó un rugido de furor.
—Cogedle y atadle.
Los cuatro soldados se apoderaron del comerciante y cumplieron la orden de su
compañero. Este, sonriendo ferozmente, señaló el aldabón de una puerta cercana. Sus
hombres comprendieron inmediatamente y sujetaron las manos del detenido en éste.
Phil Beynon se acercó con lentitud a su víctima, sin que se borrase de sus labios su
odiosa sonrisa. Varias personas observaban atemorizadas la escena, sin osar intervenir.
Con nerviosos movimientos, rasgó la ropa del comerciante, dejando al descubierto la
espalda de éste.
—Que sirva de escarmiento a los demás —dijo en voz alta.
Y dando dos pasos atrás, hizo restallar el látigo en el aire, para dejarlo caer después con
furia en la desnuda espalda. Uno tras otro, propinó doce latigazos a su víctima. Los dos
últimos ya no eran necesarios, pues el infeliz había perdido el conocimiento. Sin embargo,
se portó con entereza. Ni una sola vez pidió clemencia.
Beynon contempló la espalda sanguinolenta de su víctima y escupió al suelo.
—Ya podemos marchamos.
Se alejaron, seguidos por las miradas rencorosas y atemorizadas de los espectadores de
la cruel escena. El desdichado fue auxiliado en seguida, prodigándosele los cuidados que
requería su delicado estado.
Phil Beynon fue de un lado a otro, gozando al ver el temor a su paso El sargento Baxter
no le hizo el menor reproche por la injusticia cometida, aprobando el hecho. No en balde
Beynon era su soldado de más confianza.
Al atardecer, Phil Beynon y los cuatro soldados se hallaban en una taberna. Bebían
alegremente, comentando las hazañas realizadas durante el día.
Salieron voceando, sintiéndose los dueños de la situación. Fanfarroneaban sin cesar,
lamentando que se acabara aquella jornada, pues durante ella consiguieron un
importante botín. Ya empezaba a oscurecer.
De pronto, sonó una voz amenazadora.
—¡Levanten los brazos! ¡Quietos, o disparamos!
El tono de la voz no dejaba lugar a la menor duda, y los soldados se apresuraron a
obedecer. Se volvieron, y parpadearon asustados al reconocer a Alfredo del Castillo,
Frank Hallon y Pecas Sonny. Los tres hombres empuñaban firmemente sendos «Colt».
Frank dio un paso hacia ellos.
—¿Quién de ustedes es Phil Beynon?
—Yo —respondió el miserable, pasándose la lengua por los resecos labios.
Frank le propinó una fuerte bofetada.
—Ya me he enterado de su hazaña, Beynon. Me permito felicitarle por ella.
El soldado palideció intensamente. Sus piernas temblaban de forma visible.
—Al parecer, usted no se halla muy satisfecho de esa hazaña.
—Yo no quise hacerlo, Hallon.
—¿Con que no, verdad?
Con rápidos movimientos desarmó a sus enemigos, y les indicó con un gesto que
continuaran adelante. No tardaron en llegar al lugar donde fue apaleado el desven-
turado comerciante. Alfredo continuó encañonando a los soldados, mientras numerosos
curiosos presenciaban regocijados la escena, Frank se apoderó del látigo y entre él y
Sonny ataron las manos de Beynon, sujetándole al mismo aldabón.
Beynon empezó a gemir, implorando misericordia. Frank le lanzó una mirada de
desprecio.
—Eres un ser despreciable. ¿Acaso tuviste piedad de tu víctima?
Y empezó a golpear la espalda de Beynon, tras haber rasgado Sonny su ropa. A Frank le
resultaba repulsivo golpear con tal saña a un hombre atado, pero el recuerdo de lo
realizado por Beynon le estimuló a proseguir su ingrata tarea.
Cuando cesó de golpear, Beynon había perdido el conocimiento, no sin haber proferido
antes grandes lamentos.
—Hemos llevado a cabo un acto de justicia —dijo en voz alta.
Le contestó una entusiasta aclamación. Los habitantes de Rosales estaban enardecidos
por la actitud valiente de los tres hombres.
De pronto, se oyó el galopar de varios caballos, y los curiosos se apresuraron a
ocultarse, comprendiendo que llegaban soldados dispuestos a castigar a los valerosos
rebeldes. Frank, Alfredo y Sonny no se movieron, ni dieron muestras de sentirse
alarmados.
Al aparecer los soldados, éstos se abalanzaron sobre sus enemigos, pues ya estaban
enterados de lo ocurrido. Estaban decididos a matarlos, animados por la recompensa que
el capitán Larraine ofreció por sus capturas, vivos o muertos.
Pero sonaron tres detonaciones, y tres jinetes se desplomaron. Los soldados se
quedaron unos instantes indecisos. Esto resultó fatal para ellos, pues los tres amigos
volvieron a disparar, y dos caballos quedaron libres de sus jinetes.
El desconcierto y el terror se apoderó de los hombres de Larraine, y no se atrevieron a
atacar a aquel enemigo tan temible, que con tan certera puntería les iba aniquilando.
Entonces emprendieron la huida, pero dos de ellos volvieron a ser víctimas de la puntería
de sus temibles adversarios.
Cuando se vieron libres de los soldados, Frank se volvió hacia los cuatro soldados que
acompañaban a Beynon. Éstos no se habían movido, completamente atemorizados.
Dirigió una mirada a Alfredo, y éste dijo:
—Digan al capitán Larraine que hemos empezado a luchar contra él, y que
conseguiremos derrotarle.
Se alejaron con rapidez, y cuando los soldados lograron reaccionar, ya no quedaba
rastro de su presencia. Corrieron hacia su maltratado compañero, librándole de las
ligaduras que le sujetaban al aldabón. Beynon había perdido el conocimiento, y su
espalda estaba convertida en una llaga. Frank Hallon había golpeado con furia.
Nuevos soldados llegaron. Esta vez, el sargento Baxter iba al frente de ellos y
prorrumpió en juramentos de furia impotente al comprobar las bajas sufridas. De los
siete soldados derribados, seis estaban muertos, lo cual demostraba la prodigiosa
puntería de los tres hombres y su decisión de disparar a matar. El descalabro era
importante, y había que contar con la baja de Beynon.
No sólo consistía en la parte material, sino en la moral. Hasta entonces habían actuado
con entera impunidad, exceptuando la primera actuación de Alfredo del Castillo, que sólo
apaleó a un soldado, sin consecuencia grave alguna. Pero ahora ya sabían lo que era
recibir plomo, y tenían la seguridad de que la muerte podía surgir de improviso ante ellos
en cualquier momento.
Baxter indagó e hizo infinidad de preguntas, empleando en algunas ocasiones la
violencia, pero resultó inútil. No logró enterarse de cómo pudieron entrar en Rosales los
tres fugitivos, ni dónde permanecieron ocultos.
No quedó conforme e hizo registrar las casas del modo más minucioso, incluso los
tejados. Sus hombres le obedecieron, pero en sus semblantes no se reflejaba el
optimismo que hasta entonces mantuvieron, y que había sido sustituido por el temor.
Ninguno de ellos deseaba hallar a los fugitivos, pues tenían la certeza de ser acogidos a
tiro limpio.
Uno de los soldados subió a un tejado. De pronto, su rostro se demudó. Ante él se
hallaba Pecas Sonny. Se dispuso a disparar, pero se le anticipó el vaquero. Al recibir el
balazo, el cuerpo del soldado osciló durante unos instantes, cayendo luego al vacío.
Si el disparo sembró la alarma entre los hombres de Baxter, la caída de su compañero
les hizo sentirse atemorizados. El sargento ordenó la persecución, pero sin dar él el
ejemplo. Los soldados se miraron entre sí. Ninguno de ellos se atrevía a subir al tejado.
—¡Arriba, a por ellos! —ordenó Baxter, furioso.
Fue inútil. Sus hombres no le obedecían. Perdido el control de sus nervios, amenazó
con su revólver a los soldados.
—¡Arriba! ¡Hay que apoderarse de esos hombres!
Ninguno se atrevió a ser el primero en subir, pues tenían la seguridad de seguir la
suerte de su compañero.
—¡Sois un hatajo de cobardes! —vociferó Baxter, ebrio de ira y apretando el gatillo.
Un soldado cayó muerto, y fue entonces cuando le obedecieron. Mas, tan pronto
como subieron al tejado, una lluvia de plomo cayó sobre ellos y sufrieron cuatro bajas
más. Todo ello en el transcurso de un minuto escaso.
La desbandada fue general. Ninguno de ellos se atrevía a enfrentarse con aquellos
diablos. Alfredo contempló la huida de sus enemigos con una sonrisa de desprecio.
—Huyen como una bandada de conejos —comentó, burlón.
—¡Corramos! —dijo Frank, dando el ejemplo—. Baxter puede conseguir acorralamos
y la situación se haría comprometida para nosotros.
Así era, en efecto. Sonaron algunos disparos desde los tejados próximos. Baxter había
comprendido la necesidad de recurrir a la astucia, al convencerse de que lanzarse a
pecho descubierto podía serle funesto.
«No tardaron en estar en una calle estrecha. En esta ocasión, Alfredo hacía de guía,
dado su conocimiento del poblado. Varias puertas se abrieron, ofreciéndoles un refugio,
pero los rechazaron sonrientes. Ellos tenían un objetivo trazado.
Sabían que el capitán Larraine ya no se alojaba en la casa de José Almenar, habiendo
decidido hacerlo en casa del alcalde. James Steel no pudo negarse a ello.
Larraine bebía una copa de whisky. Sus movimientos eran nerviosos, ya que estaba
enterado de lo que ocurría. El temor empezaba a apoderarse de él, al darse cuenta de
que aquellos hombres eran más temibles de lo que pudo imaginar.
Dio algunos pasos por la estancia. En modo alguno podía estar quieto. Sus nervios ya
estaban alterados. De continuar la eficaz actuación de aquellos hombres, su situación
podía llegar a ser comprometida. Su ejemplo podía inducir a los habitantes de la región a
empuñar las armas. Y de ocurrir, esto, él y sus hombres podían verse acorralados.
Abrió un armario, y una sonrisa apareció en su rostro. Sus ojos se habían dirigido a
unos pequeños sacos, que contenían el dinero conseguido. Allí había una pequeña
fortuna. La cantidad rebasaba los sesenta mil dólares. Si este dinero no tenía que ser
repartido entre sus hombres él podía establecerse en algún lugar de Arizona o Nuevo
México. Para esto sólo tenía que hacer una cosa: huir.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, oyendo una voz burlona que acababa de decir:
—¿Cómo se encuentra, capitán Larraine?
Se volvió, y el sudor inundó su frente. Ante él se hallaban Alfredo, Frank y Sonny, los
tres, erguidos, encañonándole con sus «Colt». Estaba perdido. Nada lograría salvarle de
las garras de sus enemigos. No comprendió cómo lograron entrar sin haber sido oídos.
Sus reflexiones fueron interrumpidas por Alfredo.
—¿Ya no se muestra tan arrogante, capitán? Créame que me siento defraudado. Creí
que era usted más valiente. Frank Hallon se dio cuenta en seguida, y hemos discutido en
varias ocasiones. Ahora debo darme por vencido. Es usted un cobarde.
Larraine rechinó los dientes, viéndose impotente para replicar a su enemigo. Este
prosiguió, mordaz:
—Usted sólo se muestra arrogante con las mujeres y los ancianos.
—Usted es muy valiente porque me encañona, pero no se atrevería a mantener sus
palabras con la espada.
Alfredo le miró con desprecio.
—Me siento tentado de cogerle la palabra, pero no puedo hacerlo. Me ha traído aquí
algo más importante.
Larraine, al oírle, no pudo menos de dirigir una mirada al armario, cuya puerta había
cerrado precipitadamente. Frank se le aproximó, diciendo:
—Haga el favor de apartarse de ese armario.
—No hay nada ahí dentro —respondió Larraine, precipitadamente.
—No importa. Lo comprobaré por mí mismo —dijo Alfredo.
Y ante la desesperación de Larraine, se aproximó al armario, mientras Frank le obligaba
a retirarse. El joven hacendado abrió la puerta y su mirada se fijó en los sacos. Los tocó,
comprobando cuál era su contenido. Se volvió hacia el malvado.
—¿Con que aquí dentro está el producto de sus crímenes?
—No se lo lleve. ¡Ese dinero es mío!
Frank no pudo contenerse. Su indignación fue superior a su hombría, que le impedía
golpear a un hombre que no podía defenderse. Su mano izquierda golpeó la mejilla de
Larraine, que retrocedió un paso, aturdido.
—¡Es usted un canalla!
Larraine, enloquecido por su codicia, intentó abalanzarse sobre Alfredo. Pero Pecas
Sonny, que se hallaba pendiente de sus movimientos, se limitó a adelantar un pie. El
capitán tropezó y se desplomó de bruces. Intentó incorporarse, pero se estremeció y
permaneció inmóvil al notar en su nuca la afilada punta del cuchillo de Alfredo. La voz de
éste le convenció de cuáles eran sus intenciones.
—Si no se queda quieto le hundo el cuchillo hasta la empuñadura.
Larraine obedeció, sin dudar de que el joven era capaz de cumplir su amenaza. Sin
embargo, no pudo contenerse.
—Esto lo pagarán caro.
—¿Todavía se atreve a amenazar? Es usted peor que un gusano.
Larraine permanecía con las manos apoyadas en el suelo, mientras en su nuca se
apoyaba el cuchillo de Alfredo. Este dirigió a sus amigos una rápida mirada, y los dos
abandonaron la estancia con rapidez. Después lo hizo el joven.
Al verse libre de la amenaza que pendía sobre él, Larraine se incorporó furioso. Sus
dientes rechinaban de coraje y salió gritando:
—¡Detenedles! ¡Me han robado!
James Steel le salió al encuentro.
—¿Qué le ha ocurrido, capitán? —preguntó, sorprendido.
Su presencia calmó a Larraine, que le miró fijamente.
—¿Usted ha facilitado la entrada de esos hombres?
—¿Qué hombres? No le entiendo.
—Se trata de Alfredo del Castillo y esos dos vaqueros.
—¿Que han estado en mi casa? —exclamó el alcalde, en el paroxismo del estupor.
A pesar de su furor, Larraine no tuvo más remedio que comprender la inocencia de su
interlocutor. Comprendió que lo más conveniente era callarse. La publicación de la
noticia de la audaz acción de sus enemigos sólo serviría para aumentar el regocijo de los
habitantes de Rosales, sin ningún resultado práctico para él.
Se retorcía los dedos con furia, tratando de calmar su nerviosismo. La situación había
cambiado por completo. El botín conseguido le había sido arrebatado por sus enemigos.
En realidad, se hallaba igual que cuando llegó a Rosales.
Los centinelas apostados en la puerta de la casa no habían visto entrar ni salir a nadie,
y Larraine comprendió que habían saltado por el jardín. Ordenó que fuesen en busca del
sargento Baxter. Estaba dispuesto a realizar su venganza.
Baxter sufrió un duro golpe al enterarse de lo ocurrido. Sus ojos se fijaron en los de su
jefe, advirtiéndose en ellos el desconcierto.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, anhelante.
—Actuar sin contemplaciones. Ya lo he decidido. Saquearemos todas las haciendas y el
poblado. Luego reuniremos el ganado de Alfredo del Castillo y Diego Quintana y nos
iremos hacia Nevada, obtendremos un gran beneficio por su venta.
—¿Y si estos hombres nos persiguen?
—¡Bah! —exclamó Larraine, despectivo—. No se atreverán, y desgraciados ellos si lo
intentasen.
Baxter pareció quedar convencido, pues asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí, es lo mejor que podemos hacer.
CAPITULO X
El capitán Larraine reunió a sus hombres tan pronto amaneció. Ya no formaba la
aguerrida tropa que llegó a Rosales unos días antes. Su aspecto denotaba el terror de que
se hallaban poseídos.
Dio órdenes con rapidez y precisión, poniéndoles al corriente de la situación y de lo
que intentaba hacer. Aquellos hombres sin escrúpulos asintieron complacidos. El plan
que acababa de exponerles su jefe les pareció perfecto, el mejor que podían seguir en
aquellas circunstancias.
Los tres audaces individuos que les mantenían en un continuo jaque no se atreverían a
hacerles frente. Eso hubiera constituido un suicidio. Una vez tuvieran el ganado reunido
se alejarían para siempre de aquella región, que amenazaba convertirse en su tumba.
Larraine ya no perdió el tiempo. Su primer objetivo fue la casa de James Steel,
apoderándose de cuanto de valor halló a su paso. Steel y su familia fueron encerrados en
una habitación. Seguidamente saquearon las principales casas del poblado, empezando
por la de José Almenar, que todavía continuaba encerrado en la cárcel.
Rosita y su madre no se opusieron a sus intenciones, limitándose a encerrarse en una
habitación, para librarse la joven de las insistentes miradas del capitán.
Los soldados ya no cesaron en el saqueo de la población, sin que nadie se atreviera a
oponerse, lo que aumentó la confianza de aquellos bandidos, que continuaron su tarea
con renovado ardor.
Larraine, no obstante, había adoptado precauciones. Doce soldados a las órdenes del
sargento Baxter estaban preparados, por si Alfredo del Castillo y sus compañeros osaban
intervenir. Pero esto no se produjo. Y Larraine sonrió, burlón, teniendo la seguridad de
que se dieron por satisfechos al conseguir arrebatarle el dinero. No esperarían que se
apoderasen del ganado.
La primera hacienda que hallaron a su paso fue saqueada sin la menor dificultad. Ya no
regresarían al poblado. Cuando tuvieran un buen rebaño en su poder, se encaminarían
directamente hacia Nevada.
Llegaron al segundo rancho. Su entrada fue ruidosa. Dispararon algunos tiros para
sembrar el pánico en los moradores. El grupo, al mando del sargento Baxter, se apostó en
un lugar estratégico, por si se efectuaba una revuelta. De improviso, sonó una descarga
cerrada, y la mayoría de los soldados se desplomaron. El terror y la confusión fue
enorme. Todos se apresuraban a huir.
Ahora no eran atacados por tres hombres, sino por un número superior. En efecto, los
que se aproximaban a la casa fueron recibidos por otra descarga, que sembró la muerte
en sus filas. Aparecieron varios jinetes a cuyo frente iba Alfredo del Castillo. Los
facinerosos ya no intentaron hacer frente a sus inesperados enemigos. Por el contrario,
buscaron la salvación en la huida.
El sargento Baxter se alejó de sus hombres, comprendiendo que si se hacía otra
descarga sería alcanzado por un balazo. Se lanzó al galope hacia el campo abierto, ávido
de escapar de aquel infierno.
Sonó una detonación y notó cómo su caballo se estremecía, dejando escapar un
relincho de agonía. Rápido, sin perder la serenidad, sacó los pies de los estribos y saltó al
suelo. Un caballo se detuvo cerca de él y su jinete saltó ágilmente al suelo. Lo reconoció
en el acto. Se trataba de Frank Hallon.
Se sorprendió al no verle empuñar su revólver, y una sonrisa entreabrió sus labios. Por
lo menos se le presentaría la oportunidad de vengarse, matando a aquel vaquero odioso.
Se mantuvo inmóvil, con las manos apoyadas en el suelo y la mirada fija en Frank.
—Levántese y defiéndase, sargento. ¡Voy a matarle!
—No me será posible. Tengo un pie deshecho.
Frank le miró con frialdad.
—Si es así, tendré la satisfacción de colgarle de un árbol.
El sargento Baxter se decidió, creyendo que aquella era la ocasión esperada, pues
Frank Hallon se hallaba desprevenido. Su diestra asió la culata del «Colt» y lo extrajo con
veloz movimiento. Pero Frank no estaba distraído, sino pendiente de sus movimientos.
El joven se anticipó con vertiginosa celeridad. El revólver parecía haber acudido a su
mano, pues ésta casi ni se había movido. Su primer disparo dio en el brazo de Baxter,
deteniendo su movimiento de disparar, y el segundo se alojó en su frente, haciendo que
un chorro de sangre se extendiera por su rostro.
Baxter apenas lanzó un grito de dolor al sentirse herido en el brazo. Se precipitó hacia
atrás, y cuando su cabeza dio sobre la tierra, ya estaba muerto.
Frank ni siquiera lo miró. Dio media vuelta y volvió a montar sobre su caballo con
intención de regresar al lugar de la refriega. Había conseguido que aquel canalla no
lograra huir. Era merecedor de la muerte, y de ninguna manera hubiera deseado que
escapase con vida. Por eso estuvo pendiente de sus movimientos.
Ya no había lucha. Todo consistía en una encarnizada persecución. Los hombres que
se agruparon alrededor de los tres audaces fugitivos saciaban el rencor almacenado
durante aquellos días de opresión, disparando a matar sobre aquellos bandidos que
sembraron el terror entre ellos y sus familiares.
El capitán Larraine se dio cuenta de la muerte del sargento Baxter. Su rostro se
contrajo en un gesto de horror, lo cual no fue producido por el aprecio que pudiera
sentir por su cómplice, sino por comprender el inminente peligro que le amenazaba.
Sin vacilar, emprendió un desenfrenado galope hacia Rosales. Su mente trabajó con
rapidez, comprendiendo que si huía a campo traviesa, sería alcanzado con facilidad por
sus enemigos. Decidió poner en práctica una audaz y decisiva maniobra.
Consiguió reunir a cuatro de sus hombres, pues éstos, al advertir sus señales se
apresuraron a ir tras él confiando en que su jefe les salvaría de aquella peligrosa
situación.
Cuando Alfredo se dio cuenta de la maniobra de su enemigo éste se hallaba muy
distanciado. A su vez reunió a varios hombres a su alrededor, desistiendo de exterminar
a sus enemigos. Debía dar el merecido castigo a Larraine. Aparte de que éste era capaz
de cometer una nueva fechoría.
Frank Hallon y Pecas Sonny se hallaban a su lado cuando se lanzaron en persecución
de los fugitivos. La situación había cambiado por completo. Sus enemigos habían sido
diseminados y muchos de ellos yacían sin vida a su alrededor. El escarmiento realizado
en aquellos facinerosos serviría para que no intentaran volver a Rosales.
—Debemos alcanzarles —dijo Alfredo, señalando a los soldados.
—Sí —asintió Frank—. Ese canalla se dirige al poblado. Es capaz de cometer otra de
sus fechorías.
Dedicaron todos sus esfuerzos a tratar de aminorar la ventaja que les llevaban los
forajidos, aunque comprendieron que éstos llegarían a Rosales mucho antes de que lo
hicieran ellos.
Larraine dejó escapar un suspiro al entrar en las calles de la población, comprobando
que en ellas no les esperaba enemigo alguno, pues los escasos transeúntes que hallaban
a su paso se apresuraban a ocultarse.
Esto constituyó un síntoma favorable para él. Dedujo que no todo estaba perdido. Aún
lograría escapar de aquella región donde la muerte le acechaba continuamente. Se
detuvo en la plazoleta y ordenó a dos de sus hombres:
—¡Id a la cárcel y traedme a José Almenar!
Fue obedecido sin rechistar. Aquellos hombres confiaban en que él era el único que
podía librarles de aquel infierno, Entró en la casa, a tiempo de ver cómo la señora
Almenar y su hija se ocultaban en una habitación.
Se acercó y llamó a la puerta. Al no recibir contestación, gritó:
—¡Abran o derribaré la puerta!
La señora Almenar abrió la puerta. Temblaba visiblemente.
—Por Dios, señor, no nos haga nada.
Rosita se erguía, altiva.
—Mamá, no implores a este hombre. Todo es inútil.
—Se equivoca, Rosita. Como prueba de mi leal conducta, no tardarán en tener a su lado
a su padre.
—¿De verdad?
—No lo dude.
En efecto, poco después José Almenar entraba en la estancia. Pese a las privaciones
sufridas, el noble señor avanzó erguido, y acogió en sus brazos a su esposa e hija,
mientras su mirada se fijaba en el malvado.
—¿Qué significa esto, Larraine?
—Nada en absoluto. Ustedes me servirán de rehenes.
—Nunca me he fiado de usted, Larraine. Sabía que ocultaba algo. Pero resultará inútil.
Recibirá el castigo a que se ha hecho merecedor.
—¡Cállese! —rugió Larraine, exasperado—. De lo contrario, le mataré aquí mismo.
Almenar no insistió, comprendiendo que aquel hombre era .presa del pánico y capaz de
cometer cualquier disparate. Además, su esposa se apretaba contra él, temblorosa.
En aquel momento se oyó el rumor de varios caballos que se detenían en la plazoleta.
Larraine abrió un balcón, sonriendo en forma siniestra al ver a sus enemigos.
—No den un paso más —ordenó, dejando escapar una sarcástica carcajada—. Si no me
obedecen, mataré a los señores Almenar y su hija. ¿Me ha entendido, Del Castillo?
El joven crispó los puños con impotente coraje, mientras veía aparecer en el balcón a
su amada y sus padres. No tenía la menor duda de que el miserable sería capaz de
cumplir sus palabras. Por vez primera, Frank le vio pálido, respirando con anhelante
ansiedad.
—Voy a matarle de un balazo —musitó—. No puedo errar el tiro.
—No, Frank. Sus hombres no titubearán en cumplir sus órdenes.
Se oyó la voz triunfante de Larraine.
—¿Qué está diciendo, Alfredo del Castillo? No le oigo.
El joven dio un paso adelante.
—Tengo una proposición que hacerle.
—Dígala. Siento curiosidad por conocerla —rió Larraine, desafiador.
—Usted es un buen esgrimista, ¿no es cierto, Larraine?
—Sí, puede darlo por seguro.
—Bien. Le desafío a un encuentro.
—¿Cree que me he vuelto loco? Si venciera, esos hombres me atacarían.
—No. Le doy mi palabra de que no ocurrirá así.
Larraine se acarició una mejilla con gesto socarrón.
—¿Qué ganaré yo si consigo vencer?
—Podrá marcharse.
—Eso puedo hacerlo ahora mismo. Nadie podrá impedirlo, y las vidas de los señores
Almenar y su bella hija lo garantizan.
—Es usted un canalla, Larraine. Pero tengo un premio muy apreciado por usted:
cincuenta mil dólares. Todo el dinero en efectivo de que dispongo.
Los ojos de Larraine brillaron de codicia, pero contuvo la contestación afirmativa que
pugnaba por salir de sus labios.
—Presiento una celada, Del Castillo, y no quiero exponerme.
—Usted sabe que no soy capaz de cometer una traición, Larraine. En dos ocasiones he
tenido oportunidad de matarle y no lo he hecho. No, no estoy arrepentido. Soy incapaz de
matar a un hombre indefenso. Usted y yo iremos a una milla de distancia. Allí ya estarán
las espadas, así como el dinero. Si usted vence, podrá marcharse con los cincuenta mil
dólares.
Larraine meditaba. Se sabía un buen esgrimista, y estaba convencido de poder vencer a
su enemigo. Podía confiar en la palabra de Alfredo del Castillo. El joven hacendado no
sería capaz de faltar a su palabra. Los cincuenta mil dólares acabaron de decidirle. La idea
de marcharse con aquel dinero fue superior a toda llamada de prudencia.
—Ya puede disponerlo. Pero llegaré allí con mis rehenes.
—Acepto.
Alfredo dio las órdenes necesarias. James Steel y dos comerciantes fueron los
encargados de llevar las armas a un lugar distante. El joven se despojó de todas sus ar-
mas, y Larraine salió de la casa, llevando consigo a sus rehenes. Miró a su alrededor, y
dejó caer sus armas.
Con voz altanera, dijo:
—Pueden marcharse.
Y salió al galope.
Alfredo le siguió, sin intentar alcanzarle. Las dos espadas habían sido dejadas distantes
una de la otra. Cuando vio a Larraine coger la espada comprendió cuál era su intención:
apoderarse de la otra.
Aceleró el galope de su montura. Necesitaba llegar antes que el capitán Larraine, pues
de no ser así, se encontraría a su merced. Y lo consiguió. No detuvo el galope del caballo
para inclinarse a coger la espada, haciéndolo unas yardas antes de que llegara Larraine.
—Es usted un canalla —masculló, indignado.
Larraine lanzó un rugido de rabia y se lanzó impetuosamente contra él, con la espada
en alto, con la evidente intención de hendirle la cabeza. Alfredo detuvo con facilidad el
golpe, tirando seguidamente varias estocadas que hicieron retroceder a su adversario.
—Me es igual luchar a pie que a caballo —comentó.
No obtuvo contestación. Su enemigo se precipitaba contra él. El choque fue terrible.
Las dos espadas quedaron enlazadas, mientras los dos rostros sudorosos estaban muy
próximos, mirándose con inextinguible odio. Se separaron, y al hacerlo, Larraine actuó
con relampagueante celeridad, arrojando el arma con la intención de clavarla en el
cuerpo del joven.
Un rugido de despecho y temor brotó de su garganta, al ver a Alfredo maniobrar con
habilidad a su montura, librándose de ser alcanzado por la espada.
Tembló de angustia, comprendiendo que se hallaba a merced de su enemigo. Este
podía matarle sin el menor escrúpulo. El había jugado una carta decisiva y había perdido.
Su angustiada mirada se posó en la espada, que no estaba muy distante de él. Pero
Alfredo se interponía. Este desmontó, al tiempo que decía:
—Puede recoger la espada, Larraine. Ahora lucharemos como debimos hacer en un
principio.
Un pensamiento cruzó veloz la mente del malvado. Si lograba apoderarse de la espada
sin descender de su montura, lograría una gran ventaja sobre su enemigo. Clavó las
espuelas en los ijares del animal, y antes de que su enemigo lograra evitarlo, llegó hasta la
espada y la cogió hábilmente.
Hizo volver grupas a su caballo, y se precipitó sobre Alfredo, que no tuvo tiempo de
evitar la traidora maniobra de su enemigo, pero sí de ponerse a la defensiva, evitando
recibir el terrible sablazo.
Al hacerlo, Alfredo logró asir con la mano izquierda la pierna de su adversario, y con un
brusco tirón lo derribó de su montura. Larraine dejó escapar un horrible alarido al verse
en el aire. Vio ante sí a Alfredo del Castillo, amenazador. Sin embargo, éste le permitió po-
nerse en pie, y cuando lo hizo, le atacó impetuosamente.
Durante unos segundos, las espadas chocaron con furia, oyéndose la respiración
agitada de los combatientes. Larraine empezó a ceder al empuje de su vigoroso adversa-
rio. Sus ojos miraron a su alrededor, y entonces fue cuando vio el dinero. Ya no le sería
posible apoderarse de él. Alfredo del Castillo le dominaba.
Furioso, se lanzó a fondo, pero Alfredo ladeó ligeramente el cuerpo y alargó el brazo
derecho, haciendo que su espada atravesase la garganta de Larraine, que se desplomó,
exhalando un estertor de agonía.
Alfredo dejó caer la espada, cogió el dinero, y montando en su caballo, se encaminó
hacia Rosales.
Había triunfado.
EPILOGO
Poco después llegaba la noticia de que el comodoro Sloat había conquistado
Monterrey y Yerba Buena. La conquista de California fue realizada con rapidez.
La seguridad dentro de aquel territorio estaba asegurada. Patrullas del ejército lo
recorrían de un lado a otro, exterminando a cuadrillas de forajidos similares a la del
capitán Larraine.
Frank Hallon fue al encuentro de Diego Quintana.
—¿Qué desea, muchacho? —preguntó el hacendado, dando una palmada en la espalda
del joven.
—Me marcho del rancho, señor Quintana. Mi misión ha terminado.
—Ahora la seguridad de California es un hecho. No comprendo el motivo de su marcha.
—Ya debería estar en Arizona.
—¿Qué le espera en Arizona, Frank?
—En realidad, nada. Pero siempre he vivido allí.
Diego Quintana se volvió, y dijo:
—Oye, Dolores, Frank dice que se marcha. Hasta luego, muchacho.
Y se alejó.
El joven miró a la muchacha, que había aparecido en el porche. Desde que la situación
había quedado normalizada en Rosales, procuró verla lo menos posible, aunque advirtió
que Dolores no había vuelto a vestir de vaquero.
—¿Te marchas, Frank?
—Sí.
—¿Por qué?
—Debo irme. Mi presencia aquí ya no es necesaria.
—¿No asistirás a la boda de Alfredo y Rosita?
—No, les saludaré y haré votos para que sean felices.
—Es una contrariedad. Yo hubiera querido casarme el mismo día que Rosita.
Frank se estremeció, como si un rayo hubiera caído sobre su cabeza. Sus ojos miraron a
la muchacha con estúpida fijeza.
—¿Te vas... a casar?
—Sí, naturalmente.
—¿Y con quién?
—Yo hubiera querido hacerlo contigo, pero si te marchas...
Dolores se apoyó en la barandilla para no ser derribada, pues tal fue el ímpetu con que
Frank se abalanzó sobre ella. Sintióse abrazada y su rostro cubierto de ardientes besos.
Cuando intentó hablar, los labios del joven se lo impidieron.
Cuando Frank se separó, respiró profundamente y dijo:
—Te casarás el mismo día que Rosita.
—Eso ya lo sabía.
Se echó a reír al ver el estupor reflejado en el rostro de su amado.
En aquel instante, Diego Quintana daba una fuerte palmada en la espalda de Pecas
Sonny.
—Pronto se cumplirá mi más ferviente deseo: ser abuelo.
Los dos se echaron a reír, regocijados.
Frank Hallon ya no regresaría a Arizona.
FIN