688 Bisonte Garr Orland - Dias de Opresion

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ORLAND GARR

DIAS DE OPRESION

Colección Bisonte n.° 688


1.a EDICIÓN MARZO 1961

EDITORIAL BRUGUERA, S, A,
BARCELONA - BUENOS AIRES - BOGOTA

DEPOSITO LEGAL B 90 - 1961

PRINTED IN SPAIN - IMPRESO EN ESPAÑA

© ORLAND GARR - 1961


Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A. Mora la Nueva (antes
Proyecto), 2 - Barcelona - 1961

N, R. S729/80
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL
En Colección BISONTE:
663 —Lucha a muerte. 675. —Buitres de la pradera. 678 —Un "saloon” para los
muertos.
En Colección BUFALO:
354 —El “sheriff” belicoso. 357 —Furia devastadora. 369 —Un diablo y dos
revólveres.

En Colección PANTERA:
3 —¡Yo soy la Ley! 19 —Saboteadores.
En Colección SALVAJE TEXAS:
193 —Trágica noticia. 197 —Pasado de pistolero. 208 —Un "gun-man” ajusta
cuentas. 221 —Tres amigos.
En Colección CALIFORNIA:
38 —El carromato trágico. 159 —Un rural en acción.
En Colección COLORADO:
151 —La colina del diablo. 159 —Asesinos en Nueva Orleáns. 170 —El "sheriff” de
Helley.
En Colección KANSAS:
38 —Un español en Nevada. 89 —Fanatismo salvaje. 108 —Tras el culpable.

En Colección ASES DEL OESTE:


74 —Relámpago.
CAPITULO PRIMERO
En 1840, California atravesaba una situación muy azarosa. Sus pacíficos habitantes no
tenían ni un solo día de tranquilidad, siempre pendientes de la inestable situación. Se
hallaba unida a Méjico, aunque gozando de autonomía, en espera de una independencia
inevitable.
Larkin, cónsul de los Estados Unidos, preparaba una sublevación contra Méjico, pero
sus propósitos fracasaron al estallar una revuelta de los colonos norteamericanos. En
1846, la situación se convirtió en un caos. Cada grupo de fuerza se imponía en distintos
lugares, estableciendo su Gobierno particular. Esto constituyó un gran aliciente para los
forajidos y aventureros, que conseguían reunir cuantiosas fortunas.
Los hidalgos, propietarios de glandes haciendas, se veían avasallados en sus derechos y
despojados de parte de sus bienes. La mayoría de ellos eran impotentes para luchar
contra aquellas cuadrillas bien armadas, cuyos cabecillas se hacían llamar capitanes y
tenientes, siendo dudosa la procedencia de estos nombramientos.
Rosales era una bella y pacífica población, situada a unos veinte kilómetros de
Oakland. Sus habitantes apenas llegarían a mil, pero en sus alrededores había numerosas
y prósperas haciendas, la mayor de las cuales pertenecía al ilustre hidalgo Alfredo del
Castillo.
Un grupo de jinetes se detuvo en lo alto de una colina. Permanecieron inmóviles,
contemplando con atención el panorama que se extendía ante ellos.
—Capitán, esto parece ser rico —observó un hombre alto y corpulento.
En las mangas de su raído uniforme se divisaban los galones de sargento.
El llamado capitán hizo un gesto de asentimiento, mientras sus ojos continuaban
inspeccionando el paisaje que se extendía a sus pies. Sus ojos profundos y de mirada
inquisitiva brillaron, aunque sus facciones enjutas continuaban impasibles. Era de
mediana estatura y vigoroso.
—Sí, sargento Baxter. Creo que es un lugar ideal para descansar durante unos días.
Estas palabras fueron como una orden, pues el sargento Baxter alzó la diestra y los
jinetes prosiguieron la marcha hacia Rosales. Media hora después, entraban en perfecta
formación en el poblado, ante la sorpresa y el temor de sus habitantes.
Apenas si había algunas personas en las calles. Un perezoso mejicano, tumbado a la
sombra, observaba con indiferencia a los recién llegados. Algunos chiquillos correteaban,
se detenían y miraban con curiosidad a los marciales jinetes.
El capitán Thomas Larraine ordenó hacer alto. Su mirada iba de un lado a otro, como si
estuviera disgustado por no ver aparecer a ninguna personalidad del pueblo. Frunció el
ceño, disgustado, mientras mascullaba:
—Sargento, esta gente se arrepentirá de no haber salido a recibirnos. Aprenderán a saber
quiénes somos.
—Soy de su opinión, capitán —contestó el sargento, sonriendo de forma siniestra.
El capitán Larraine clavó su mirada en el mejicano. Este se hallaba tendido, indiferente
a cuanto ocurría a su alrededor.
—Oye, ¿dónde se encuentra el alcalde?
No obtuvo contestación. Su semblante continuó impasible pero su diestra extrajo su
revólver. Una de aquellas modernas armas inventadas por el coronel Colt. Sin que
pareciese que apuntaba, apretó el gatillo, vendo a estrellarse el proyectil a escasa
distancia del mejicano, que se puso en pie de un salto, mirando a su alrededor como
buscando un lugar por donde escapar.
Se quedó inmóvil comprendiendo que no le sería posible conseguirlo, pues se
incrustaría en su cuerpo un nuevo balazo. Temblaba de pies a cabeza como un animal
acorralado.
—No vuelva a disparar, capitán. Pancho no ha hecho jamás daño a nadie.
—Te creo, pero te he llamado y no me has contestado.
—No lo he oído, mi general. Se lo juro por mi mujer y mis hijos.
El capitán Larraine hizo un significativo gesto con la mano.
—¡Basta de gimotear! Comunica al alcaide que el capitán Larraine desea hablarle.
¡Aprisa!
—Sí, mi general. —Y se alejó.
El capitán Thomas Larraine desmontó, imitándole el sargento Baxter. Larraine dio
algunos pasos por la plazoleta. No tenia duda de que se trataba del punto principal de la
población. Su mirada se posó en una gran casona, agradándole su aspecto, e
inmediatamente se dijo que aquel sería su alojamiento, pues dudaba de que en Rosales
hubiese otra casa más importante.
No tardó en aparecer Pancho, siguiendo a un hombre obeso y bien vestido. Larraine le
esperaba con las manos a la espalda y el ceño fruncido.
—¿Es usted el alcalde de Rosales?
—Sí, capitán —respondió el hombre, fijándose en las insignias de su guerrera.
—¿Por qué no ha salido a recibimos?
—No les he oído llegar, señor.
—Pues nuestra llegada no ha sido silenciosa, señor...
—Steel, James Steel.
—¿Es usted yanqui? Me alegro de ello. ¿Cómo es que no oyó nuestra llegada?
—Estaba desayunando, capitán Larraine.
El capitán sonrió. Su rostro expresaba una mezcla de comprensión y amenaza.
—¿Sabe usted quiénes somos? —preguntó, con frialdad.
—No.
—Formamos parte del ejército de liberación. California no tardará en ser un Estado
libre. No existirá ninguna opresión, y sus habitantes ya no serán esclavos.
—Me alegro, capitán Larraine.
—Yo prefiero un alojamiento. Hemos hecho largas y penosas marchas. Tenemos que
descansar cuanto antes.
—Es muy difícil conseguirlo, capitán. Todo ha sido tan precipitado....
—¡No quiero disculpas, señor Steel! Antes de una hora, estos hombres tienen que
tener sus lechos preparados. Se lo han merecido. ¿Me entiende?
—Pero, capitán Larraine...
—¡Basta de excusas! —exclamó el capitán, colérico. —Si sigue oponiéndose a colaborar
con nosotros, le fusilaremos.
El hombre se irguió. Su mirada no expresaba temor alguno.
—No sé cuáles son sus intenciones, capitán Larraine. Si éstas son honestas y legales,
encontrará cuanta ayuda, desee. Los habitantes de Rosales no están dispuestos a ser
avasallados.
Los ojos de Larraine se clavaron en su interlocutor.
—Usted no puede criticar nuestra actuación, señor Steel, En la situación actual, es
preciso actuar con dureza. De lo contrario, no lograríamos ningún resultado positivo. No
tengo más remedio que obrar con rigor No escapará usted a mis órdenes.
—No es posible alojar a sus hombres en tan escaso tiempo.
James Steel titubeó, comprendiendo que de seguir negándose, aquellos hombres le
matarían.
—Bien, señor Steel. Hágalo cuanto antes. Comprenda que mis hombres están
extenuados. Yo puedo alojarme en esa casa.
—Capitán Larraine, esa casa pertenece a los señores Almenar, No sé si accederán.
—¿Cómo? ¿Acaso insinúa usted que no me atenderán como huésped?
—No he querido decir eso, pero el señor Almenar...
—Hablaré inmediatamente con él. Confío que tendrá una opinión más razonable de la
hospitalidad que usted No puedo sufrir los obstáculos a la causa de la libertad
Se encaminó directamente a la casa, cogió el aldabón y lo dejó caer con fuerza. Thomas
Larraine se sentía furioso, y estaba dispuesto a hacer un castigo ejemplar. Sería una
demostración de fuerza, para evitar que nadie intentara desobedecer sus órdenes. Estas
serían cada vez más rigurosas.
Se abrió la puerta. Un hombre alto y de cabellos blancos estaba ante él. Sus ojos se
posaron con desdén en su librea.
—Deseo hablar con el señor Almenar.
—Un momento, señor.
El capitán Larraine oprimió con fuerza el brazo del servidor.
—Tenga entendido que no me gusta esperar.
El criado permaneció impasible, esperando que el capitán le soltara. Este se enfureció,
pero se contuvo y dejó de sujetar al criado, quien se alejó, erguido, sin demostrar el
menor temor. Poco después, José Almenar se presentaba ante él.
Larraine lo miró con desconfianza. No le gustó el aspecto digno del dueño de la casa.
Este ya había pasado de los cincuenta años y sus cabellos eran grises. No daba la
impresión de sentir temor alguno.
—¿Qué desea, capitán?
—Hemos llegado a Rosales, y es posible que permanezcamos unos días aquí. ¿Puede
alojarme en su casa?
—No tengo ningún inconveniente, capitán.
—Pertenecemos al ejército de liberación, señor Almenar.
Este se limitó a asentir con un movimiento de cabeza, sin preguntar qué clase de
ejército era aquel. Con un gesto, indicó a su huésped que le siguiera. Cruzaron una vasta
estancia, pasando seguidamente a un pequeño y confortable jardín. Larraine vio a dos
mujeres sentadas, pero sus ojos se clavaron en la más joven, admirando la perfección de
su cuerpo juvenil, así como su rostro, de correctas y delicadas facciones.
—Mi esposa y mi hija Rosita —presentó José Almenar.
Larraine se inclinó cortésmente.
—Es un honor conocerlas, señoras. Soy el capitán Thomas Larraine.
Las dos mujeres respondieron con amabilidad al saludo del capitán, aunque éste
comprendió que no encerraba la menor cordialidad.
—El capitán Larraine será nuestro huésped por unos días —aclaró Almenar.
Las dos mujeres continuaron silenciosas, como si no dieran importancia a aquel hecho.
El capitán Larraine sonrió, despechado.
—Lamento tener que importunarles con mi presencia, pero estoy llevando a cabo una
misión decisiva para la causa de la libertad.
—No se preocupe, capitán —respondió la señora Almenar.
Este se inclinó ligeramente.
—Perdonen. Tengo que comprobar si mis soldados han sido bien instalados.
Y salió del jardín.
Rosita Almenar cogió el brazo de su padre, mientras preguntaba con ansiedad:
—¿Quiénes son esos hombres, papá?
—Lo ignoro, Rosita. El capitán Larraine ha dicho en dos ocasiones que defienden la
causa de la libertad.
Ahora comprobaremos qué entienden estos militares por libertad.
—El aspecto de ese hombre es repulsivo —objetó la joven.
Todavía le parecía tener sobre sí la lasciva mirada del capitán.
—No tenemos que opinar por el aspecto de los hombres, sino por sus hechos, hija mía.
La joven no contestó, pero su actitud indicaba que las palabras de su padre no la
tranquilizaban.

***

Los soldados fueron alojados, pues el capitán Larraine consiguió, bajo enérgicas
amenazas, que un edificio completo fuese puesto a disposición de sus hombres como
cuartel.
Esta disposición no fue del agrado de los habitantes de Rosales, pues daba a entender
que la estancia de los soldados no sería tan breve como creyeron en los primeros
instantes. El propio alcalde se mostraba indeciso, contestando de forma evasiva a las
preguntas que le hacían.
Las pocas tabernas que había en Rosales se llenaron y los soldados ocuparon las
mesas, mientras pedían a grandes gritos que le sirviesen vino. Adoptaban actitudes de
conquistadores, llamando a las mujeres.
Una de aquellas mujeres, al ser invitada por un imperativo gesto de un soldado, fue a
levantarse. Pero su acompañante lo impidió, sujetándola con fuerza por el brazo.
—No te muevas.
—Ese soldado es capaz de disparar contra ti.
—Eso ya lo veremos —respondió él, un mejicano alto y fornido.
El soldado sonrió de forma aviesa, al comprender lo que estaba ocurriendo. Repitió el
mismo movimiento, pero el mejicano continuó sujetándola con firmeza. El soldado
escupió en el suelo y se levantó, encaminándose hacia la mesa ocupada por la pareja.
—Ven a mi mesa, preciosa —dijo, sin mirar al mejicano, que tenía el rostro rojo de ira.
—Esta mujer está conmigo.
El soldado se volvió y su diestra cruzó el rostro del mejicano. Este se tambaleó en la
silla, y se puso en pie de un salto, mientras rugía:
—Voy a matarle.
Y empuñó su cuchillo. El soldado sacó con rapidez su revólver y disparó, pero lo hizo
visiblemente asustado por la firme actitud del mejicano, fallando el blanco.
El mejicano se lanzó sobre él, decidido a hundir el acero en el cuerpo de su cobarde
agresor, pero sonó otra detonación, y alcanzado en la cabeza, se desplomó de bruces,
mientras resonaba un murmullo de indignación.
El autor del disparo que mató al valiente mejicano era otro soldado, que sonreía,
satisfecho de su proeza. Sus compañeros adoptaron actitudes agresivas, cosa que
consiguió mantener a raya a los clientes de la taberna.
—Todos los que traten de oponerse a nuestras órdenes sufrirán la misma suerte que
ese mejicano —dijo uno de los soldados, con siniestra entonación.
Nadie respondió. Los habitantes de Rosales habían comprendido que estaban a
merced de la tropa mandada por el capitán Larraine. Este se había convertido en el
dueño de la región.
CAPITULO II
El capitán Larraine estaba satisfecho de cómo se estaban desarrollando los
acontecimientos. Nadie se atrevía a oponerse a sus órdenes, pese a que algunas de éstas
resultaban muy arbitrarias.
En los dos días que llevaban en el poblado, sus soldados habían dado muerte a dos
hombres. No amonestó a los causantes, pues lo encontraba bien. De aquel modo, el
terror se apoderaría de los habitantes de aquella región, y esto contribuiría a asegurar un
éxito completo a sus planes.
Su mente ya había calculado las posibilidades que Rosales y sus alrededores ofrecían
para él. Las haciendas eran importantes, por lo que esperaba extraer grandes beneficios
de ellas. Sus soldados hacían patrullas por los alrededores, haciendo alarde de su fuerza.
También visitó algunas haciendas, las más importantes, presentándose como hombre
de confianza de Juan C. Fremont. Hizo veladas amenazas contra todo aquel que no
colaborase con sus hombres, que sería acusado como traidor a la causa.
Consiguió su objetivo. No halló a nadie que se atreviese a oponérsele abiertamente.
Podía considerarse como el dueño de la región. Sus ojos malévolos brillaban ante la
magnífica perspectiva que tenía ante sí. Conseguiría lograr su ambición y obtener una
inmensa fortuna. Nadie se atrevería a oponerse a sus designios.
Sin embargo, estaba enfurecido por el orgullo de los principales personajes de Rosales.
Estos se limitaban a responder brevemente a sus preguntas y a saludarle con frialdad. En
especial, el alcalde y José Almenar.
José Almenar continuaba permitiendo su estancia en su casa aunque sin invitarle a
sentarse en su mesa. El no se atrevió a imponerles su presencia, pues se sentía atraído
por la exquisita belleza de Rosita Almenar. Esperaba conseguir los favores de la bella
muchacha, e imponer la fuerza sería contraproducente, aunque lo haría como último
recurso.
—Sargento Baxter, debe empezar a hacer algunas excursiones por los alrededores.
Limítese a pedir cantidades no muy crecidas y procure que no se nieguen. Si lo hacen,
convénzalos de modo conveniente.
—Estaba deseando hacerlo, capitán.
El sargento Baxter salió a cumplir su misión, complacido. Ninguna orden le habría dado
tanta satisfacción como aquella. Ahora sabrían los habitantes de aquella región quiénes
eran ellos. Hasta entonces, el capitán Larraine se había portado con excesiva
benevolencia, haciéndose acreedor a sus críticas.
Aunque no se enfureció por el hecho de haber sido muertos dos hombres, eso no
bastaba para corresponder a la confianza que habían depositado en él. Desertaron del
ejército ante la posibilidad de actuar por cuenta propia, obteniendo formidables
beneficios.
A aquel grupo de hombres decididos, que sumabas más de cien, le hacía falta el mando
de un hombre inteligente y sin escrúpulos, siendo el más adecuado el capitán Larraine.
Este alegaba que debían actuar con cautela. Ya tendrían tiempo sobrado para imponer
la tuerza. El sargento Baxter y algunos de los soldados más decididos no estaban de
acuerdo con aquella teoría. Deseaban obtener ingresos cuanto antes. Al parecer, esto no
iba a tardar. El sabía cómo conducirse en aquellas circunstancias, pues ya poseía cierta
experiencia.
Recorrieron dos haciendas, y en ambas consiguieron las peticiones que solicitaron. Era
indudable que el temor producía aquel efecto.
Se detuvieron ante una hacienda de no muy brillantes perspectivas. El sargento Baxter
ordenó hacer alto, mientras observaba con atención a su alrededor. No debía fiarse de las
apariencias, que solían engañar con frecuencia.
Un hombre fornido le salió al encuentro. Su mirada se posó recelosa en los jinetes, y
con voz firme preguntó:
—¿Qué desea, sargento?
—¿Es usted el dueño de esta hacienda?
—Sí, señor.
—Vengo por orden del capitán Larraine. Las fuerzas de Juan C. Fremont dominan por
completo la situación. No tardaremos en ser dueños por completo de California y todo
cambiará para ustedes.
—Yo no necesito ningún cambio. Ahora estoy bien. Aunque con dificultades, llevo mi
hacienda adelante.
—Entonces ya no tendrá usted tantas dificultades.
El hombre meneó la cabeza con incredulidad.
—No soy hombre ambicioso, sargento.
Este sonrió, burlón.
—Todo se arreglará a satisfacción de todos. Ahora es conveniente que entregue usted
quinientos dólares. No es una cantidad excesiva, y es necesaria para consolidar la
victoria.
El semblante del hacendado había palidecido. Sus ojos miraron al sargento como si no
hubiese entendido bien.
—¡Quinientos dólares! —repitió, incrédulo—. No es posible, sargento. No soy
poseedor de esa cantidad.
—No trate de engañamos. No somos tontos. ¿Se ha enterado?
—No quiero engañarles. Simplemente les he dicho la verdad.
—Vamos, vamos —dijo Baxter, sonriendo malévolamente—. No nos haga perder
tiempo.
—Todo lo que puedo entregarles son doscientos dólares. No dispongo de más en
metálico.
El sargento descendió de su montura, haciendo una significativa señal a sus hombres.
Cuatro de éstos se apresuraron a imitarle. Se acercó al hacendado.
—Venga el dinero, amigo —exigió con rudeza.
El hacendado se estremeció. Era cierto lo que acababa de decir. No poseía aquella
cantidad. En los ojos de Baxter percibió una clara amenaza. De haber estado frente a él
en igualdad de condiciones, no le habría temido, pero tras el sargento habían muchos
hombres armados, y éstos le atacarían a una orden suya. No podía tratar de oponerse.
Tenía mujer e hijos, y debía trabajar para ellos.
—Le he dicho la verdad. Sólo poseo doscientos dólares.
—¡Basta! Le he dicho quinientos dólares.
El hacendado se sublevó. No le fue posible contenerse ante aquella brutal exigencia y
se irguió, amenazador.
—¡Salgan de aquí! No les daré un solo centavo.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió el otro, con mordacidad.
Pero el hacendado ya había arremetido contra él, y de un fuerte empujón lo derribó.
Los soldados iban a apoderarse de él. Pero Baxter, incorporándose con presteza, lo evitó.
—¡Dejadle! —ordenó, con energía—. Me basto para dar su merecido a ese hombre.
Nadie hasta ahora se ha atrevido a empujar al sargento Baxter.
Avanzó hacia el hacendado, que le esperaba con los puños cerrados, presto a pegar. Y
lo hizo cuando el sargento estuvo más próximo a él. El sargento Baxter recibió el
puñetazo en plena faz, pero siguió adelante, imperturbable. Su derecha golpeó con
potencia demoledora, y su adversario se tambaleó. De forma inconsciente, el hacendado
bajó los brazos, y Baxter prosiguió golpeando, con saña inhumana. El hacendado, en un
alarde de valor, intentó resistir. Y su rostro no tardó en quedar cubierto de sangre.
Las piernas del hacendado se doblaron. Baxter comprendió que iba a caer y él no
podría continuar su implacable castigo. Hasta entonces sus golpes se limitaron a ser
duros, pero no decisivos. Al comprender que su adversario iba a desplomarse, retrocedió
un paso y lanzó su derecha con toda su potencia.
Al golpear en la mandíbula del hacendado, se oyó un siniestro crujido, y aquél se
desplomó como fulminado por un rayo. El sargento Baxter quedó erguido, orgulloso de la
victoria obtenida. Sus hombres habrían comprobado de nuevo que era invencible en la
lucha cuerpo a cuerpo.
Dos hombres se precipitaron sobre el cuerpo inanimado del hacendado. Los soldados
fueron a evitarlo, pero el sargento ordenó:
—Dejad que le reanimen. Ahora no tratará de negarse a entregar el dinero.
Cuando el hacendado recobró la noción de lo que le rodeaba, miró con odio a su
enemigo. Este se aproximó a él.
—Y ahora, ¿qué ha decidido?
—Le entregaré los doscientos dólares. No me es posible hacer otra cosa.
—Dijo quinientos.
—Puede usted matarme. No lo mentí al decirle que no los tenía.
—Está bien —decidió—. Esto le habrá servido de advertencia.
El hacendado fue ayudado a levantarse por sus trabajadores. Se encaminó hacia la
casa, andando con dificultad, mientras Baxter encendía un cigarro con gesto ampuloso.
Su espera no fue larga. De nuevo volvía a estar ante él su adversario. Al parecer,
había reaccionado de los efectos de los duros golpes recibidos. Tendió un fajo de
billetes al sargento.
—Los doscientos dólares.
Su tono era de áspera ironía. La anunciada libertad se convertiría en una dura
opresión. Se hallaban en poder de aquellos soldados. Estos impondrían sus leyes, que
no podrían ser más funestas para los habitantes de la región.
Los jinetes se alejaron al galope. El hacendado se pasó la mano por su maltrecho
semblante. Apenas notaba el dolor de las heridas recibidas. Quedaba ahogado por el de
la afrenta recibida, por su humillación como hombre. Ahora se hallaban a merced de
aquellos forajidos.
—¡Dios mío! —musitó, con voz temblorosa—. Nadie logrará salvamos de estos
asesinos.
***

Alfredo del Castillo divisó Rosales, acelerando el galope de su montura. No tardaría


en estar de nuevo en su hacienda y luego volvería a ver a su prometida.
Este pensamiento le hizo sonreír. Ansiaba tener ante él aquel rostro bello y aniñado,
y pensó regocijado que apenas faltaban tres meses para pertenecerle. En efecto,
cuando hubiera transcurrido este breve espacio de tiempo, Rosita Almenar se
convertiría en su esposa. Estaría a su lado frente al altar.
Regresaba de Oakland, en donde había resuelto un importante negocio. En la ciudad
se enteró de que algunas cuadrillas de soldados y forajidos patrullaban por la región,
cometiendo toda clase de desmanes. Confiaba en que Rosales no se encontrase en esta
situación, aunque las haciendas de que estaba rodeado el poblado podían despertar la
codicia de estos aventureros.
Sin embargo, Alfredo del Castillo era poseedor de un carácter optimista, y no creía en
esta posibilidad.
Antes de dirigirse a su hacienda deseaba pasar por el poblado, aunque no se detendría
en casa de José Almenar, ya que les visitaría más tarde. En cuanto hizo su entrada en
Rosales, comprendió inmediatamente que algo anormal ocurría, pese a no haber visto
nada que justificara esta impresión. Se trataba de algo indefinido, que flotaba en el
ambiente.
De pronto, vio salir de una taberna a cinco hombres. El aspecto de éstos le hizo sentir
un sobresalto. Este sobresalto no era debido al temor, sino por confirmarse su repentino
presentimiento.
Una cuadrilla de forajidos o soldados sin ley habían llegado a Rosales, siendo lo más
probable que se hubieran impuesto por la fuerza, pues nadie se atrevería a oponerse a
sus órdenes, por arbitrarias que éstas fuesen.
Alfredo iba a continuar adelante, como si no se hubiera dado cuenta de la presencia de
aquellos hombres, pero una voz autoritaria hizo que se detuviera.
—¡Un momento, señor!
Un hombre alto y corpulento se le aproximaba, mientras los restantes permanecían
inmóviles, aunque en actitud francamente amenazadora. Los ojos de aquel hombre le
miraban con siniestra expresión. Se distinguían en su guerrera los galones de sargento.
—¿Me llama usted a mí?
—Sí. ¿Es usted forastero?
—No, mi nombre es Alfredo del Castillo, y soy poseedor de una hacienda en las
afueras de Rosales.
—Sí, es cierto. He oído su nombre, y nos alegramos de que haya regresado.
—¿Ocurre algo en la región? —preguntó el joven, fingiendo estar sorprendido.
—No, señor. Estamos aquí nosotros para evitarlo. El capitán Larraine está al servicio de
Juan C. Fremont, quien se halla dispuesto a liberar California.
—Es una buena noticia —asintió cortésmente Alfredo.
Se llevó la mano al ala del sombrero y se alejó. El sargento Baxter le contempló,
sonriendo aviesamente. No le gustaba el aspecto de aquel hacendado. Tenía la seguridad
de que con él habría que emplear la fuerza. Esto le satisfizo. Le gustaría ser él quien le
obligara a acceder a las órdenes del capitán Larraine.
Alfredo no tardó en detenerse ante una taberna. Descendió ágilmente y ató el caballo
en el porche. La taberna no estaba muy concurrida, siendo los principales clientes
soldados de las mismas características que los que acababa de ver.
Se encogió de hombros y se sentó ante una mesa vacía. El tabernero se apresuró a
acercarse.
—Me alegro de volver a verle, señorito Alfredo. No ha debido entrar. Su vida corre
peligro.
—No te preocupes, Manuel. ¿Qué ha ocurrido en Rosales?
—Hace dos días llegaron estos soldados y se han hecho los dueños —explicó el
tabernero en voz baja, no sin antes haber lanzado inquisitivas miradas a su alrededor.
Era evidente que estaba asustado, cosa que no sorprendió en absoluto a Alfredo.
—¿Han cometido alguna injusticia?
—Sí. Han exigido el pago de ciertas cantidades. Dos hombres ya han sido muertos, y
otros apaleados. No puedo continuar hablando, señor. Esos hombres pueden sos-
pechar.
—Gracias, Manuel.
Alfredo bebió el contenido de la jarra, dejó una moneda encima de la mesa y salió de la
taberna, tras haber hecho una expresiva señal a Manuel.
En la puerta se detuvo, sorprendido. Su caballo estaba siendo desatado por un
individuo, mientras tres más le observaban entre risas.
—¿Qué está haciendo usted? —inquirió Alfredo con firmeza, conteniendo su justa
indignación.
—Llevarme este caballo. ¿Era suyo?
—No, es mío.
El soldado le miró con socarrona sonrisa.
—El señor está equivocado. Ya no es suyo. Ahora pertenece al ejército.
Alfredo avanzó con lentitud, hasta llegar a corta distancia del soldado. Sus ojos no
perdían de vista los movimientos de sus compañeros, por si éstos intentaban atacarle
de improviso.
—Ese caballo continúa siendo mío.
El soldado soltó las riendas del corcel, enfrentándose directamente con el joven. Sus
ojos fulguraron de ira, mientras mascullaba:
—¿Acaso trata de oponerse?
—Sí. No consiento que me roben mi caballo.
—Emplea usted unas palabras muy fuertes, señor.
—En ellas tan sólo expreso la verdad. Hagan el favor de alejarse.
El soldado sonrió, burlón.
—Me veré precisado a detenerle.
—¿Acusado de qué?
—De desobedecer las órdenes del capitán Larraine.
—¿El capitán Larraine ha ordenado que se apodere de mi caballo?
—No es precisamente eso, pero ha dicho que nos apoderemos de todo cuanto nos
haga falta.
—¿Y mi caballo les hace falta?
—Sí. Es un animal excelente y muy veloz.
—Siendo así, estoy dispuesto a desobedecer las órdenes del capitán Larraine —dijo
Alfredo, con decisión.
El soldado se acercó a Alfredo y extendió un brazo, con la evidente intención de asirle
por la chaqueta. El joven lo evitó, dándole un manotazo. Antes de que el soldado pudiera
hacer movimiento alguno, lo derribó de un potente puñetazo. El soldado, alcanzado en
pleno rostro, dio una vuelta completa en el suelo, y puso las manos sobre el suelo,
mientras movía la cabeza para disipar el aturdimiento de que estaba invadido.
Los otros soldados se disponían a empuñar sus armas, cuando vieron, asombrados,
que el cañón del «Colt» del hacendado ya les apuntaba. No se atrevieron a hacer mo-
vimiento alguno. Su enemigo acababa de demostrarles que era decidido y capaz de
disparar sobre ellos sin vacilar.
—¡Dejen caer las armas! —ordenó Alfredo, con frialdad—. Cuidado con hacer un falso
movimiento.
Su orden fue obedecida con prontitud. Los soldados, sin vacilar, dejaron caer las armas
al suelo. Ninguno de ellos intentó disparar contra él.
Alfredo, de un salto, subió a su montura. Con un hábil movimiento la desató y se alejó
al galope, mientras los soldados prorrumpían en gritos de amenaza. El joven ni siquiera se
dignó a mirar atrás para comprobar de si era perseguido.
Estaba poseído de una terrible furia, aunque su aspecto no lo demostrara. Comprendía
cuál era la situación que reinaba en Rosales, pero él de ninguna manera se sometería a
las órdenes de aquel capitán Larraine. Este debía ser un aventurero capaz de cometer los
mayores atropellos.
Desde luego, se percataba que su situación no sería muy halagüeña en lo sucesivo.
Tendría que entregar el dinero que le exigieran los forajidos. No podría oponerse
confiando que Juan C. Fremont fracasara en su intento de apoderarse de California. El
futuro de aquel territorio se presentaba muy indeciso. Méjico demostraba con su actitud
que no intentaría mantenerlo bajo su dominio. Siendo así, lo más conveniente era que
formase un Estado más de los Estados Unidos.
Esta posibilidad era la más favorable para los habitantes de aquel territorio. Alfredo,
en lo interior de su ser, hubiera deseado que California fuese un Estado independiente,
aunque comprendía que esto no podía ser posible. Se trataba de un buen terreno, cuya
explotación apenas había empezado, y ofrecía unas perspectivas magníficas. Esto
siempre sería una tentación para sus poderosos vecinos.
Comprendiéndolo así, se resignaba a que los Estados Unidos consiguiesen su posesión.
Por lo menos gozarían de seguridad, y sus haciendas no estarían expuestas a servir de
botín para un grupo de desalmados aventureros.
Llegó a la hacienda, saliéndole al encuentro su capataz.
—Alfredo, durante tu ausencia han ocurrido cosas desagradables.
—Sí, ya me he enterado de ello. He estado en Rosales.
—Aquí han estado varios soldados al mando de un sargento. Desean mil quinientos
dólares.
El joven no dio la menor muestra de extrañeza, y el capataz le miró sorprendido.
—Parece que esa noticia no te haya sorprendido.
—Así es. La esperaba.
—¿Darás esa cantidad?
—Sí. No creo poder hacer otra cosa.
—Soy de la misma opinión, muchacho. Henry Clark trató de oponerse y le apalearon.
Una vez hubo dejado el caballo en la cuadra, se desnudó y bañó. El contacto del agua le
tranquilizó. Su situación quizá fuese aún más peligrosa que la de Henry Clark, pues éste
tan sólo recibió una paliza. El, en cambio, se rebeló contra la autoridad, derribando a un
soldado y reduciendo a la impotencia a varios más.
Comió tranquilamente, temiendo ver llegar a sus enemigos, pero éstos no se
presentaron en la hacienda. Esto quizá obedeciese a que no sabían su nombre, pues
estaba convencido de que ni el tabernero ni nadie lo habría dicho, en el caso de ser
preguntado.
Dio una vuelta por la hacienda y conversó con el capataz, marchando después a
Rosales.
Volvió a entrar en la población y otra vez pudo observar que su aspecto no era normal.
Se veían pocas mujeres en las calles, y andaban con rapidez. Los hombres tampoco
abundaban, como si temiesen ser provocados por los soldados.
Llegó a la plazoleta, y cuando se disponía a desmontar y llamar a la puerta de la
morada de José Almenar, algunos hombres le salieron al encuentro.
Alfredo no hizo el menor movimiento de resistencia, limitándose a mirar con fijeza al
sargento Baxter.
—Queda detenido, señor —dijo éste, con voz autoritaria.
—¿De qué se me acusa? —preguntó el joven, sin perder la calma.
—De haber desobedecido las órdenes del capitán Larraine y haber golpeado a uno de
sus soldados.
Alfredo sonrió. Miró a su alrededor, comprobando que tenía la retirada cortada, siendo
imposible intentar la huida. Esto no le preocupó, pues no deseaba hacerlo. Los soldados
no le encañonaban, pero comprendió que lo harían en cuanto él hiciera el menor gesto
sospechoso.
—Quizá ignore usted la verdad, sargento.
—Estoy enterado de lo ocurrido.
—¿De veras? ¿Cree que es legal que sus soldados se apoderen de mi caballo?
Baxter quedó desconcertado. La calma de su interlocutor le exasperaba. Desde el
primer momento sospechó que el agresor del soldado era Alfredo del Castillo, y se alegró
al comprobar de que sus sospechas habían resultado ciertas. Creyó más conveniente
esperarle en el poblado.
—Usted no debió oponerse. Si no estaba conforme, podía presentar una reclamación al
capitán Larraine.
—Es posible que tenga usted razón, sargento. Pero de haber procedido de esa forma,
quizá no hubiese vuelto a ver mi caballo.
—¡Cállese! Queda detenido —exclamó Baxter, exasperado.
—Bonita manera de administrar la libertad, sargento —respondió el joven
tranquilamente—. Soy un hombre libre y no me someto a su orden. Deseo hablar con el
capitán Larraine.
Baxter sonrió de forma aviesa.
—Va a conseguirlo inmediatamente, señor Castillo.
—Por lo visto, se acuerda de mi nombre.
—Sí. Poseo una memoria excelente.
Ante la sorpresa de Alfredo, el sargento llamó a la puerta de la casa de José Almenar.
Al aparecer el criado, ordenó:
—Deseo hablar con el capitán Larraine.
El criado fue a decir algo, pero el sargento le empujó con rudeza, mientras hacía un
gesto para que sus hombres le siguieran. Alfredo entró, antes de ser empujado por los
soldados. El criado ya no titubeó, apresurándose a ir en busca del capitán Larraine.
No tardó en regresar, diciendo en tono respetuoso:
—Hagan el favor de seguirme.
El capitán Larraine se hallaba sentado tranquilamente en el jardín. Al parecer, no le
afectaba que los señores Almenar y su bella hija estuvieran a bastante distancia. Cuando
el criado le comunicó que el sargento Baxter deseaba hablarle, ordenó sin vacilar que
entrase, sin preocuparse de si esto contrariaba a los dueños de la mansión.
Al hacer su aparición Alfredo entre los soldados, Rosita se levantó y corrió hacia él
mientras dejaba escapar un grito de alarma. El joven la recibió entre sus brazos, con una
tranquilizadora sonrisa.
—¿Qué te ha ocurrido, Alfredo? —preguntó, angustiada.
—No creo que sea nada de importancia, Rosita. Se trata de un error. No tardará en
aclararse.
José Almenar también se había levantado, y exclamó:
—¿Qué significa esto?
Larraine continuó sentado. Sus ojos brillaron siniestramente al ver a la joven en los
brazos del apuesto hacendado. Instantáneamente sintió hacia éste un intenso odio.
—Calma —dijo con voz autoritaria—. Todo se aclarará. Sargento Baxter, ¿qué ocurre?
—Hemos detenido al señor Alfredo del Castillo. Dice que desea hablar con usted, y he
querido complacerle.
—Bien hecho, sargento. La justicia es ante todo. ¿De qué se acusa al señor Del Castillo?
—Esta mañana derribó a un soldado y obligó a otros a dejar sus armas.
El capitán Larraine meneó la cabeza con expresión lúgubre.
—Una mala acción. Merece un castigo ejemplar.
Alfredo apartó a Rosita con suavidad, y con la mirada le indicó que fuese al lado de su
padre.
—Capitán Larraine, he solicitado hablar con usted para aclarar este asunto.
Por vez primera, Larraine miró directamente al joven.
—Lo que usted ha hecho es muy grave, señor Del Castillo. En las actuales circunstancias,
su castigo es ser pasado por las armas.
—¿No exagera usted, capitán?
Larraine se puso en pie con violencia. Su rostro estaba rojo de indignación.
—No me gusta su tono. ¿Qué tiene que alegar a su favor?
—El soldado a quien golpeé intentaba llevarse mi caballo. Intervine para evitarlo y trató
de golpearme. Me limité a anticiparme, eso es todo.
—¿Por qué trató de oponerse a que se apoderase de su caballo?
—Me pareció que era un robo.
—No me gusta esa expresión.
—¿Qué otra puedo emplear, capitán? —contestó Alfredo, con calma.
—Según sus palabras, usted no está dispuesto a colaborar con nosotros.
—No he querido decir eso, capitán Larraine. Me he enterado de que usted ha solicitado
que le entregue mil quinientos dólares. Estoy dispuesto a entregarle esa cantidad, pero
no a que me quiten mi caballo en mis propias narices. Los hombres de estas tierras
siempre hemos querido ser libres. Ustedes vienen en nombre de la libertad, pero deben
demostrarlo con sus acciones.
Larraine no supo qué responder a las razonables palabras del hacendado. Comprendía
que éste tenía razón, siendo aún más destacable por la digna actitud que adoptaba.
Decidió transigir. Aquel hombre debía ser muy importante en el país, y su muerte podía
dar motivo a manifestaciones contra sus soldados.
—No puedo dar mi aprobación a lo que usted ha hecho, señor Del Castillo, aunque
comprendo que en parte tiene usted razón. Dada la circunstancia de que es usted el
prometido de la señorita Almenar, me mostraré indulgente. Eso sí, le recomiendo que en
otra ocasión no se muestre tan impetuoso, pues en contra de mi voluntad, deberé
castigarle con todo el rigor que merezca su falta.
Alfredo inclinó ligeramente la cabeza,
—Capitán Larraine, le estoy muy agradecido por su sentido de la justicia.
Este sonrió para tratar de ocultar su despecho, pues no estaba seguro de si su
interlocutor se burlaba al pronunciar estas palabras. De una cosa estaba convencido: en el
hacendado tenía un temible enemigo.
—Sargento Baxter, ya puede retirarse.
El sargento y los soldados se marcharon.
Alfredo se acercó a la señora Almenar y le estrechó la mano con afecto.
—Me alegro de volverla a ver, señora.
—Y yo, Alfredo. Pero no debes exponerte. Me has hecho sufrir.
El joven se limitó a sonreír de forma tranquilizadora, mientras estrechaba la mano del
señor Almenar. Seguidamente cogió a Rosita por los hombros y la besó con suavidad.
—¿Cómo está Oakland, Alfredo? —preguntó José Almenar.
—Como de costumbre. No he advertido la menor anormalidad.
El capitán Larraine crispó los puños con ira, al ver cómo el hacendado besaba a la
hermosa joven. Se prometió a sí mismo que Alfredo del Castillo no viviría mucho tiempo.
CAPITULO III
Frank Hallon galopaba por aquel terreno liso, desprovisto por completo de vegetación.
Daba gusto poder cabalgar de aquel modo. Ello no se presentaba con frecuencia por
aquella parte de California. Se encaminó directamente hacia un pequeño cerro, que
rompía la monotonía de aquel lugar.
El caballo no perdió velocidad al emprender la subida de la pronunciada ladera y el
jinete le palmeó con afecto el cuello.
—¡Bravo, caballo! Estoy complacido. Creo que contigo he hecho una buena
adquisición.
Lo compró el día anterior en una hacienda, pues el
suyo tuvo la desgracia de romperse una pata al tropezar. Frank hubo de matarlo de un
balazo, para evitarte sufrimientos.
Una vez llegó a lo alto del cerro, se detuvo. Sus ojos contemplaron el panorama que se
extendía a sus pies. Colocó una de sus piernas sobre la silla, pareciendo encontrarse
cómodo en aquella extraña posición, y con completa calma lió un cigarrillo, lo encendió y
aspiró con deleite una bocanada de humo.
Seguidamente, con un sencillo movimiento, extrajo de la silla un papel y lo desdobló,
apareciendo un tosco plano. Su dedo se deslizó por una línea, mientras murmuraba:
—Sí, este pueblo debe ser Rosales.
Volvió a guardar el plano y continuó fumando, con la mirada fija en el horizonte
mientras el sol caía despiadado sobre él. No parecía importarle nada cuanto le rodeaba,
mientras estaba saboreando el aroma del tabaco.
Cuando arrojó la colilla, en su semblante juvenil apareció una ligera sonrisa, mientras
musitaba:
—Es posible que ese hatajo de asesinos estén en Rosales. Sería una magnífica
oportunidad.
Dando una amistosa palmada al noble animal, emprendió la marcha.
Ni aun en esta ocasión la expresión de su semblante se alteró. Era inexpresiva,
indiferente, pero sus ojos grises la desmentían, pues miraba con atención cuanto aparecía
ante él, como si tratase de leer en las huellas de la tierra.
Frank Hallon aparentaba tener unos veinticinco años. Era de mediana estatura y
atlética complexión. A través de su camisa de franela se adivinaban sus potentes
músculos. Su rostro juvenil era de correctas facciones, aunque su nariz, quizá ligeramente
larga y torcida, le daba un aspecto aniñado.
No tardó en estar cerca del poblado, pequeño y de características parecidas a todos
los de aquella parte de California. Vio un poste indicador y leyó «Rosales».
No se había equivocado. A poca distancia de él se hallaba Rosales. En realidad, este
pueblo apenas le interesaba. Se trataba de un lugar que encontraba a su paso. El iba en
busca de un objetivo.
Continuó adelante, fingiendo no darse cuenta de la presencia de unos jinetes que se
aproximaban. Cuando éstos estuvieron a corta distancia, ya había distinguido sus
uniformes militares. Su impasibilidad no se alteró al oír una voz ruda.
—¡Alto! ¡No continúe avanzando!
Obedeció. En la voz se notaba la decisión de cumplir la velada amenaza. Aquellos
hombres no vacilarían en disparar contra él. Colocó las manos sobre el arzón de su silla,
como dando a entender que no se proponía empuñar sus armas.
—¿Dónde va usted? —preguntó un soldado.
Frank señaló el poste y respondió:
—A Rosales.
—¿Qué tiene usted que hacer en ese pueblo?
—Bañarme y comer, si es posible hacerlo.
El soldado masculló una imprecación, mientras su mirada se posaba amenazadora en
el joven.
—No le permito que se burle. ¿Ha entendido?
—Perfectamente. Pero le aseguro que no lo he hecho. Me he limitado a responder a
su pregunta.
—¿Por qué no continúa su marcha hacia Oakland?
—¿Dónde se halla ese poblado? —inquirió el joven.
—¿Poblado, eh? Tiene que saber que es la ciudad más importante después de Frisco.

Frank saltó a tiempo.


—¿Se refiere usted a San Francisco?
—¡Por cien mil diablos! ¿Acaso no es usted de California?
—No. He venido de Arizona. Estos territorios me gustan, y es probable que me quede.
—Voy a darle un consejo, y es que no lo haga.
—¿Son peligrosos?
—Sí. Lo más fácil es que una onza de plomo le perfore la piel.
El soldado soltó una brutal carcajada, como si hallase muy gracioso lo que acababa de
decir, y los demás soldados corearon a su compañero. Probablemente eran de la misma
opinión. Frank se limitó a sonreír.
—Es una posibilidad que no resultaría de mi agrado.
—¡Naturalmente! Tampoco me gustaría que me ocurriera a mí. Es gracioso el
forastero.
—¿Tienen que hacerme alguna pregunta más? —dijo Frank, como si decidiera
continuar el viaje.
—Nosotros, no. Quizá el sargento sí.
El joven dejó aparecer en su semblante una expresión de perplejidad.
—¿Y eso cómo lo sabremos?
—El mismo lo decidirá. Vamos a hacerle una visita.
—Eso quiere decir que ustedes van a acompañarme,
—Sí, vamos a tener ese honor, muchacho —respondió el soldado, burlonamente.
Frank se encogió de hombros, como si no concediera importancia a aquel hecho.
—Entonces, adelante.
Entre los soldados, reanudó la marcha hacia el poblado.
La entrada de los jinetes no llamó la atención de los escasos transeúntes. El joven no
advirtió la presencia de chiquillos jugando, como en otros pueblos. Y esto tenía un
significado claro para él. El terror se había apoderado de Rosales.
Frank fue conducido a presencia del sargento Baxter. Este se hallaba saboreando un
tazón de chocolate deshecho. A juzgar por su expresión, ello constituía un deleite para él.
Dirigió una mirada de disgusto al recién llegado. Le examinó de pies a cabeza, y la forma
de llevar los revólveres le hizo fruncir el ceño. Se trataba de un individuo peligroso.
—¿Quién es usted? —preguntó con brusquedad.
Su propósito resultaba claro: desconcertar al recién llegado, impresionarle. Pero
inmediatamente comprendió que esto no le sería posible. El joven, con los pulgares
apoyados en el cinto y las piernas ligeramente entreabiertas, le miraba sin pestañear.
—Frank Hallon.
—Como si hubiera dicho Joe Smith. Ese nombre no tiene ningún significado para mí.
—Pero da la casualidad que es el mío, y es lo que usted me ha preguntado —respondió
Frank, con calma.
—Cierto —masculló el sargento, furioso—. Pero usted ha comprendido perfectamente
el significado de mi pregunta.
—Le aseguro que no le entiendo.
—¿Quién diablos es usted y qué hace en Rosales?
—Ahora le he entendido perfectamente, sargento. Puedo responderle sin la menor
dificultad. Ya le he dicho mi nombre. Pues bien. Soy un vaquero procedente de Arizona, y
lo que he visto de California ha resultado de mi agrado. Ahora da la casualidad de que me
he quedado sin dinero, y quisiera quedarme en un rancho de estos a trabajar.
—¿Lo cree conveniente? —inquirió el sargento, con dureza.
—No es que lo crea conveniente. Se trata de una necesidad. No tengo dinero para
continuar adelante.
Baxter le examinó con atención. Luego se encogió de hombros y decidió:
—Haga lo que quiera, Hallon.
—Gracias, sargento.
Llevándose la mano al ala de su sombrero, dio media vuelta y salió de la estancia.
Baxter cogió una tostada y empapándola de chocolate se la llevó a la boca, mientras
refunfuñaba:
—¡Maldito vaquero!
Frank se alegró de no haber tenido más contratiempos, debiendo reconocer que había
salido bien librado del interrogatorio. El sargento era un hombre brutal y grosero.
Advirtió en su mirada que le consideraba un hombre peligroso con el revólver, pero que
no le concedía importancia alguna.
Cogió su caballo y se alejó con lentitud, hasta detenerse ante una taberna. Lo ató en la
barra y entró, decidido, dirigiéndose al mostrador.
—Un vaso de vino.
El tabernero le sirvió, cogiendo la moneda que depositó sobre el mostrador. Iba a
alejarse, cuando Frank le detuvo con esta pregunta:
—¿Dónde podría encontrar trabajo un buen vaquero?
El tabernero miró a su alrededor. En un rincón bebían dos soldados.
Bajó la voz y murmuró:
—Actualmente, Rosales no es un lugar indicado para un pacífico vaquero.
—¿Qué quiere usted decir?
El tabernero señaló con disimulo a los soldados.
—Esto se está convirtiendo en un infierno.
—Comprendo —contestó el joven, encogiéndose de hombros—, pero mi actual
situación no me permite escoger.
El tabernero se limitó a sonreír.
—Como usted quiera, vaquero. Existen dos haciendas donde podrá hallar empleo: la
del señor Del Castillo y la del señor Quintana. En cualquiera de ellas será admitido.
—Me es indiferente tanto la una como la otra. ¿Cuál es la más cercana?
—La del señor Quintana. Salga del poblado en dirección sur, y a menos de cuatro millas
la hallará.
—Le quedo muy agradecido por la información.
—Le deseo suerte, vaquero.
El tabernero meneó la cabeza, mientras miraba cómo salía el joven. No comprendía
que el muchacho se quedara en aquel lugar. Si él se encontrara en las mismas
condiciones, se apresuraría a montar en su caballo y alejarse al galope tendido. Pero no
podía hacerlo. Todos sus bienes estaban en aquel establecimiento, y tenía que soportar
el dominio del capitán Larraine.
Frank salió de Rosales sin sufrir nuevos contratiempos. Se cruzó con algunos soldados,
y éstos no le detuvieron. Se alegró de ello, pues no le resultaba agradable conversar con
aquellos aventureros, en cuyas miradas se adivinaba el afán de pillaje.
Siguió la dirección indicada por el tabernero. En efecto, recorrida la distancia señalada
por aquél, se halló ante una espléndida hacienda. No vio a nadie en la entrada, y entró sin
vacilar.
Ya encontraría alguien que le indicara dónde se encontraba el dueño o el capataz para
solicitar un puesto en el equipo. No siguió el bien cuidado sendero, sino uno más
estrecho y árido. Estaba convencido de que finalmente se encontraría con el capataz.
De pronto, vio una cerca. Varias personas la rodeaban, contemplando cómo un
vaquero se disponía a montar sobre un cerril de temible aspecto. Inmediatamente, Frank
comprendió que aquel hombre sería desmontado con rapidez. La forma cómo se acercó
al animal se lo indicó. El vaquero no se hallaba seguro de sí mismo, y miraba con recelo a
su enemigo.
—¡Animo, Charles! —gritó una voz juvenil.
Frank miró a la persona que acababa de animar al vaquero. Se trataba de una
muchacha de unos diecinueve años. Vestía como un vaquero, y a pesar de la amplitud de
su camisa de franela, se notaba su espléndido y firme busto. Los ajustados pantalones
destacaban su redonda cadera y las bien torneadas piernas. Sus cabellos negros caían
sobre su espalda, sujetos por una cinta azul, sus facciones eran bonitas, y expresaban
cierta agresividad debido a su respingona nariz. Unos labios rojos y carnosos y unos
grandes ojos negros completaban el conjunto de aquel rostro encantador.
Frank no pudo menos de sentirse impresionado por la belleza de la muchacha. Y sin
meditarlo, se aproximó a ella. Fue en el momento que el vaquero se disponía a montar
sobre el cerril.
—¡Duro, Charles! ¡Enseña a ese diablo cómo se monta! —exclamó un vaquero.
Se oyeron otras exclamaciones animando a Charles. La joven esta vez permaneció
silenciosa, fijando los ojos con interés en el vaquero y el cerril.
El llamado Charles montó sobre el cerril, que dio un salto formidable como señal de
protesta. Charles no fue derribado por milagro, pues se cogió con fuerza a las riendas y
apretó las piernas con terror. Al mantenerse sobre la silla, sonaron varias exclamaciones
de entusiasmo.
Frank meneó la cabeza y dijo:
—Ese muchacho no tardará en ser derribado.
La joven se volvió airada hacia él.
—¡Usted qué sabe!
—Por desgracia, ocurrirá así —contestó Frank, sin impresionarse por la agresividad de la
muchacha—. No logrará resistir más de tres cabriolas de ese animal.
En aquel momento, el cerril hizo una extraña corveta, irguiéndose sobre las patas
traseras. Charles se dio cuenta al instante de la intención de su montura. Aferrándose
con fuerza, consiguió no ser desmontado.
La muchacha se volvió hacia Frank, sonriendo triunfalmente:
—Ya se habrá dado cuenta, señor sabelotodo, que en esta ocasión se ha equivocado.
—Aún no ha dado ese potro las cabriolas que he dicho.
—¡Bah! ¡Es usted un ave de mal agüero!
—¿Usted cree?
—Estoy convencida. Usted sí que no se sostendría sobre ese animal.
Frank se limitó a sonreír, desdeñoso. Esto hizo enfurecer aún más a la muchacha, que se
golpeó la pierna con la fusta que llevaba.
Entonces fue cuando el cerril efectuó una veloz e inesperada maniobra. Y Charles,
sorprendido, salió limpiamente por las orejas, quedando sentado en el suelo mientras
su aturdida mirada se paseaba a su alrededor, como si tratara de comprender qué le
había ocurrido.
—¿No se lo había dicho? —dijo Frank, con naturalidad.
Se oyeron varias exclamaciones de desaliento. Los compañeros lamentaban sil derrota.
La muchacha se irguió.
—Sí, usted lo había dicho. Pero quisiera ver si es capaz de sostenerse en la silla.
—Puedo probarlo —asintió Frank, sin inmutarse.
El potro era temible, pero había observado sus características y no creía difícil lograr
dominarlo. Desde luego, había logrado vencer a otros más feroces que aquél.
Los vaqueros más próximos oyeron perfectamente el diálogo, y examinaron con
atención al intruso. Un hombre alto y delgado, que se aproximaba a los cincuenta años, se
acercó a Frank y le preguntó:
—¿Quién es usted y qué hace aquí?
—Me llamo Frank Hallon, y he entrado para solicitar un puesto en el equipo.
El capataz miró con atención al joven. El examen pareció ser satisfactorio.
—¿Desea montar ese cerril?
—Eso he dicho, señor.
—Bien. Si lo consigue, la plaza es suya.
—Gracias, señor.
Tras lanzar una burlona mirada a la muchacha, que le miraba exasperada, saltó
ágilmente la cerca, encaminándose hacia el cerril. Dos vaqueros se habían apoderado de
éste y trataban de calmarle. Frank se aproximó con lentitud, una vez estuvo a corta
distancia del animal. Uno de los vaqueros, al darse cuenta, prorrumpió en una estrepitosa
carcajada.
—Me parece que el forastero se está arrepintiendo.
—Sí, eso parece. Mejor para él; evitará dar con los huesos en el suelo —respondió la
voz burlona de la muchacha.
La primera exclamación dejó a Frank imperturbable, pero la segunda le hizo crispar los
puños de ira. A pesar de todo, su aspecto continuó impasible, llegó hasta el cerril; y con
serenidad, le acarició la cabeza, mientras musitaba:
—¿Cómo estás, caballito? Confío en que te portarás bien.
El vaquero más próximo a él sonrió, burlón.
—Sí, es muy bueno. Ya ha podido ver cómo ha tratado a Charles.
—Procuraré que a mí no me ocurra lo mismo.
Al decir estas palabras, Frank se quitó el sombrero y lo alargó al vaquero.
—Haga el favor de cuidármelo. Es lo más nuevo que tengo y no quisiera que se
estropease.
El vaquero miró el viejo sombrero con incredulidad; pero al mirar al joven, comprendió
que no había exagerado.
Frank montó sobre el cerril. Al hacerlo, su calma se convirtió en veloces movimientos.
Apenas si tuvo tiempo de coger las riendas con firmeza cuando el potro dio un salto
inverosímil, pero él se mantuvo sobre la silla con seguridad. Cuando los cascos del animal
tocaron en el suelo, dio otro salto, aún más violento, pero el resultado fue idéntico. El
jinete continuaba en la silla, imperturbable.
La manifiesta destreza del forastero impresionó a los espectadores, pues éstos
comprendieron que sus palabras no habían sido simples bravuconadas. La muchacha se
mordió los labios, despechada, y masculló algunas palabras entre dientes.
Indudablemente, estaba deseando ver rodar por el polvo al apuesto jinete.
El aspecto del cerril cambió por completo. Ya no parecía estar tan tranquilo como
cuando sostenía sobre sí a Charles. Quizá esto se debía a la poderosa presión que ejercían
las piernas de su enemigo en él.
Sus ojos estaban inyectados en sangre, y sus saltos cada vez eran más frenéticos. A
veces levantaba las patas traseras, inclinándose hacia delante, con intención de derribar
al joven; y al no conseguirlo, resoplaba con furor, renovando sus terribles intentos.
Los espectadores ya no pudieron contener el entusiasmo que les producía el
emocionante espectáculo, y prorrumpieron en vítores y gritos de aliento. Aquellos
hombres rudos se olvidaron de que el forastero se había acercado con una sencillez casi
ofensiva. Ahora sólo admiraban su habilidad y potencia.
Resonó un clamor de angustia. El cerril galopó hacia la cerca, con la evidente intención
de estrellar contra ella a su jinete; y todos tuvieron la seguridad de que iba a conseguirlo.
Pero antes de llegar a la cerca, Frank saltó ágilmente, aunque se vio obligado a apoyar las
manos en el suelo para perder el equilibrio.
—No lo ha tirado el cerril, pero ha saltado él —sonó la voz de la muchacha.
Estas palabras eran dictadas por el despecho, y el capataz la miró con desaprobadora
expresión.
—Eso no está bien, Dolores. El muchacho ha hecho bien en saltar; se exponía a ser
estrellado por ese diablo. Es un gran caballista.
Así lo reconocieron los vaqueros, que aplaudieron la habilidad de Frank. De súbito
resonó una exclamación de asombro, y todas las miradas se posaron en el hombre y el
animal.
Tan pronto el cerril se hubo levantado con orgullo, con la seguridad de haberse
desembarazado de su molesta carga, Frank saltó ágilmente sobre él. Fue algo magnífico;
una exhibición de su elasticidad y dominio, pues antes de que el cerril se revolviese
furiosamente, los pies del jinete ya estaban dentro de los estribos y sus manos sujetaban
con firmeza las riendas.
Nuevos saltos dio el animal, pero a cada uno se notaba de forma visible que iba
perdiendo energía. Frank cada vez ejercía más presión en el vientre del animal con sus
piernas. Se inclinó y dijo con suavidad:
—Ya está bien, caballito. Es preciso portarse bien.
El cerril agitó la cabeza con furor, renovando sus cabriolas. Algunas de estas fueron
diabólicas, poniendo el caballo en su ejecución sus últimas energías. Frank las resistió; se
veía claramente que doblegaría al impetuoso animal, que no podría resistir su dominio.
Dos saltos más, y el cerril permaneció inmóvil, resoplando con dificultad. Frank le dio
una suave palmada en el cuello. Esto hizo enfurecer de nuevo al cerril, que todavía dio
otro salto; pero fue el último, resignándose a reconocer la superioridad del jinete.
Este le hizo dar algunas vueltas, mientras los vaqueros gritaban con entusiasmo. Frank
se detuvo y saltó al suelo. Se hallaba cubierto de sudor y sus rubios cabe llos en un
completo desorden. Dio unas palmadas al cerril, y acercándose a la cerca, la saltó
ágilmente, demostrando que aún le quedaban energías, después de la terrible prueba
llevada a cabo.
Varios vaqueros se le acercaron, felicitándole con efusión. Frank contestaba con una
sonrisa cordial, mientras miraba a la muchacha. Esta apartó sus ojos, no deseando ver la
expresión triunfal del joven vaquero. Pero en esto se ensañaba. Frank Hallon no hacía
alarde de su victoria, como si no le diera excesiva importancia.
Roberts se le acercó, tendiéndole la mano.
—Muy bien, muchacho. Ha sido una de las mejores exhibiciones que he presenciado.
Quedas admitido en el equipo.
—Gracias, señor.
Frank se volvió hacia la joven.
—Confío en que no me guardará rencor, señorita.
—¿Por qué se lo había de tener?
—Quizá por no haber sido derribado por ese cerril.
—Nada de eso. Ha demostrado ser un excelente jinete. No tengo ningún reparo que
oponer a la doma efectuada.
—Si le molesta que forme parte del equipo, renuncio al empleo.
—Roberts es nuestro capataz, y todo lo que decide está bien hecho. Mi padre tiene
puesta toda su confianza en él.
Por un instante, Frank Hallon parpadeó. ¡Con que aquella linda y obstinada muchacha
era la hija de Diego Quintana! No podía negar que la hija de su nuevo patrón era muy
bella.
El capataz se echó a reír.
—Venga, muchacho; le enseñaré su alojamiento.
—Se lo agradezco; necesito un buen baño. Ese diablo me ha hecho sudar.
Mientras se encaminaban a un gran caserón, el capataz le informó de las condiciones.
Frank aceptó con sencillez. En realidad, los vaqueros estaban bien pagados, aunque el
trabajo resultaba duro en extremo.
CAPITULO IV
Había transcurrido un día. Durante él, Frank Hallon demostró ser no sólo un excelente
desbravador de cerriles, sino ser apto para toda clase de tareas. Conquistó el afecto de
sus compañeros, debido a su carácter afable. Todos los vaqueros procuraban hablar con
él, debido a la popularidad adquirida al haber domado con espectacular sencillez al cerril.
Dolores Quintana le trataba con indiferencia. Se limitaba a saludarle con sencillez, pero
sin mostrarse desdeñosa. A Frank cada vez le atraía más aquella muchacha. A pesar de su
talle flexible y su firme busto, sus pantalones y camisa de franela la hacían parecerse a un
muchacho. Galopaba con soltura, manteniendo un perfecto equilibrio sobre la silla.
La joven trabajaba, como si fuera un vaquero más, aunque no tomaba parte en las
tareas más rudas. Tampoco realizaba la jornada entera, pues se encargaba de hacer la
comida para su padre y el capataz. Frank comprendió que sus gustos se inclinaban por las
labores contrarias a su sexo.
Al conocer a Diego Quintana, el joven comprendió la causa de las aficiones de su hija. El
hacendado era un hombre de cerca de sesenta años. Alto y corpulento, su cara de firmes
facciones indicaba honradez y decisión. Aquel hombre debió sufrir un terrible desengaño
al tener una hija. Esto le indujo a tratarla como si fuera el deseado heredero de su
hacienda.
Lo advirtió al atardecer, cuando le vio por vez primera. Apoyaba la mano sobre el
hombro de Dolores, como si ésta fuera un hombre.
Los ojos del hacendado le examinaron con atención cuando fue presentado a él por el
capataz. Su mano estrechó con fuerza la suya. Se trataba de una prueba de aceptación,
como si quisiera demostrarle que le consideraba digno de trabajar en su equipo.
Cuando Frank se alejó, Diego Quintana comentó:
—Parece un excelente muchacho. ¿No opinas lo mismo, Dolores?
—Nunca debemos confiar en las apariencias —contestó la joven.
Su padre la miró, sorprendido.
—¿Acaso no te gusta ese vaquero?
—No he querido decir eso, papá —respondió con viveza la muchacha—. Se trata de un
jinete excelente; a eso no se puede oponer ningún reparo. Pero quizá sea petulante.
—Roberts me ha dicho lo contrario. Dice que todos los muchachos lo aprecian; y ya
sabes que los fanfarrones no son bien vistos por éstos.
—¡Bah! Quizá trate de disimular.
—Me parece que eres injusta con él.
—No, no; no tengo nada en absoluto contra él. Mc es indiferente.
Ante la mirada de su padre, Dolores no pudo por menos de sonrojarse ligeramente.
Sintióse contrariada por esto, pues la verdad era que sentía una extraña y manifiesta
hostilidad contra el nuevo vaquero.
Aquella mañana, Dolores galopaba como de costumbre, siempre cerca de Roberts,
Nunca se había preocupado de adoptar esta precaución; y al darse cuenta, sé enfureció.
Se trataba de una actitud defensiva, como si se protegiese contra Frank Hallon; en
realidad la conducta de éste no podía ser más natural y correcta.
Miró al vaquero, viéndole conducir un rebaño de reses. Lo hacía con gran pericia; tanto
era así, que los demás vaqueros se limitaban a secundarle. Todos reconocían la
superioridad del recién llegado, y esto disgustaba a la muchacha.
Cruzó un espacio abierto. Iba distraída, sin darse cuenta de la presencia de una res.
Cuando lo advirtió, ésta se hallaba muy cerca de ella. Su caballo hizo un movimiento
brusco; Dolores, cogida de improviso, se tambaleó en la silla, y antes de que pudiera
evitarlo, se vio en el suelo.
No pudo contener un grito de espanto. La res se disponía a lanzarse contra ella, y
aquel animal podía destrozarla. Con un esfuerzo, se levantó y echó a correr; y la res la
persiguió. Dolores comprendió que no tardaría en darle alcance. Nada podría evitarlo;
sería derribada y pisoteada por la enfurecida bestia.
De pronto, oyó un furioso galope. Un caballo se aproximaba a ella. Por un momento, la
esperanza retornó a ella; el jinete que se aproximaba podría salvarla.
Volvió la cabeza, pero no le fue posible mirar al jinete, pues la res se encontraba muy
próxima a ella, y no tardaría en atropellarla. Cerró los ojos, sintiéndose desfallecer, pero
en aquel momento unas manos férreas la cogieron. Sus pies dejaron de tocar en el suelo,
y se sintió izada en vilo.
Se encontró oprimida contra un pecho poderoso, y aun antes de mirar a su
providencial salvador tenía la seguridad de que era Frank Hallon.
El caballo siguió galopando, dejando atrás a la enfurecida y burlada res. Frank fue
aminorando la marcha de su montura, al comprender que ya no existía peligro.
—¿Se encuentra bien, señorita Quintana? —preguntó Frank con solicitud.
—Sí. Muchas gracias por su oportuna intervención.
—No tiene importancia. Me di cuenta por casualidad del peligro que le amenazaba.
—Haga el favor de bajarme al suelo —solicitó Dolores, sin mirar a su apuesto salvador.
Estaba alarmada por el contacto del hombre. Incluso creyó percibir que ésta la
apretaba más de lo que era necesario.
—Como usted quiera —contestó Frank.
Al bajarla, su mejilla rozó ligeramente con la de la muchacha. Fue un instante de
intensa emoción para él. La vista de aquel bello rostro tan cerca del suyo estuvo en un
tris de trastornarle. Sin embargo, con un poderoso esfuerzo consiguió permanecer
impasible, dejando a Dolores en el suelo.
La muchacha fue a erguirse, cuando hizo un gesto de dolor. Quizá hubiera caído al
suelo de no haberla sostenido la mano firme de Frank.
—¿Le ocurre algo, señorita Quintana?
—Me duele el tobillo. No puedo caminar.
—Entonces... volveré a montarla sobre mi caballo.
De nuevo la tuvo contra su pecho. El contacto del cuerpo femenino resultaba turbador,
pero él procuró no darlo a entender.
—Será preciso llevarla a su casa.
—Sí; creo que sí —se resignó Dolores.
Furtivamente, miró el rostro varonil. No le fue posible contener una mueca de
decepción, al verle erguido y afable, sin dar muestra del menor interés por ella. Le
hubiese gustado verle azorado, dar muestras de sentirse atraído por ella. Pero no era así;
se mostraba dueño de sí mismo.
En el interior de su ser sentía una sensación desconocida. Quizá fuera debido a la
presión de los poderosos brazos que la sujetaban. ¿Sería posible que se hubiera
enamorado de aquel vaquero? No lo sabía con certeza, pero de lo que sí tenía la
seguridad era de que, en el instante en que sus mejillas se rozaron, ella hubiese ro deado
con sus brazos el cuello del joven.
Algunos jinetes se aproximaban, Roberts se dirigió anhelante a Frank.
—Le agradezco su oportunidad, Hallon. De no haber sido por usted, aquella res
hubiera derribado a Dolores.
—Fue una casualidad que me diera cuenta.
—¿Te duele algo, Dolores? —preguntó el capataz, angustiado.
—El tobillo. No puedo sostenerme derecha.
—Eso no es nada —contestó Roberts aliviado—. Algunos baños de agua con sal y un
poco de descanso, y te encontrarás como nueva.
—Esa es mi opinión —asintió Frank.
—Haga el favor de conducirla a la casa, muchacho.
—Sí, señor.
Por un instante, Dolores vio como el joven perdía el dominio de sí mismo, y sonrió
alegremente. Le parecía como si el dolor que sentía en el tobillo hubiese disminuido.
—Si eso no le resulta desagradable, Hallon —dijo, en tono de desafío.
—Desde luego que no, señorita Quintana.
Y emprendió la marcha. El joven estaba contrariado. La casa se hallaba algo distante, y
llegar hasta ella constituiría un terrible suplicio para él. Además, percibió en el tono de
Dolores algo parecido a un reto. Quizá ella deseaba que perdiese la cabeza, y cuando
intentase abrazarla se burlaría de él. No, esto no lo conseguiría.
Mantenía el caballo a un galope moderado, con la mirada al frente, queriéndose
olvidar de la presencia de la muchacha. Pero esto no le fue posible; la tenía demasiado
cerca para conseguirlo.
—¿De dónde ha venido usted? —preguntó de súbito Dolores.
—De Arizona.
—¡Ah!
Dolores soltó esta exclamación despechada por la lacónica contestación. Hizo la
pregunta impulsada por una repentina curiosidad. Permaneció en silencio durante un
rato, y luego volvió a preguntar:
—¿Dónde va usted?
—A San Francisco.
—Entonces, ¿por qué se ha detenido en Rosales?
—Me quedaban tan sólo dos dólares. De este modo no es muy agradable viajar.
—Yo creía lo contrario. Tenía entendido que un vaquero joven es muy feliz cuando no
posee un solo centavo.
Frank sonrió al oír estas palabras.
—No creo que eso sea cierto; y si lo es, yo no encuentro ningún atractivo a esa
situación.
—Pues a mí me gustaría encontrarme en esas circunstancias.
—¡Por Dios, señorita Dolores! Usted es una señorita.
—Bueno; quiero decir, de ser un hombre.
Frank soltó una carcajada.
—¿Se burla de mí, Hallon? ¿Acaso no me cree capaz de seguir adelante?
—Sí, desde luego la creo capaz. Sería usted un muchacho decidido y valiente.
Este elogio complació a la joven, y por un instante su cabeza descansó en el pecho
varonil. Inmediatamente se enderezó.
—Perdone, es que estoy algo cansada.
—Lo comprendo.
Frank detuvo su cabalgadura. Antes de que ella se diera cuenta, la había rodeado con
sus fuertes brazos, pasó una pierna sobre la silla y saltó ágilmente al suelo. Lo hizo con
aparente facilidad, como si no le costara el menor esfuerzo hacerlo.
Con largas zancadas, llegó al lado de una piedra de bastante tamaño y dejó sobre ella
su carga. Volvió hasta su caballo y cogió su cantimplora, regresó al lado de Dolores y se la
tendió.
—Beba agua; le sentará bien.
—Gracias.
La muchacha aproximó la cantimplora a sus labios sin mostrar repugnancia alguna.
Frank la observaba de soslayo, y se alegró de este gesto. Cogió la cantimplora, dejándola
en el suelo. Se arrodilló y cogió el pie de ella con suavidad.
—¿Qué va a hacer usted?
—Le vendaré el tobillo; encontrará usted un gran alivio.
Dolores no protestó cuando él le quitó la bota, dejándole el pie desnudo. Le observó
con atención, mientras Frank examinaba su dolorido tobillo.
—Ha sido una torcedura dolorosa, señorita Quintana, pero por fortuna no tiene
importancia; dentro de dos días podrá volver a cabalgar.
—Menos mal —dijo la joven, exhalando un suspiro de alivio.
—Apriete los dientes. Le dolerá un poco.
Frank frotó con suavidad y firmeza el tobillo. Al oír un gemido levantó la cabeza.
—Le duele, ¿eh?
—Un poco. No se preocupe, continúe.
—Es usted muy animosa.
Dolores se alegró al oír este elogio, pero no contestó. Se limitó a permanecer con la
cabeza erguida y las mandíbulas contraídas con fuerza.
Frank continuó frotando el tobillo de la muchacha, éste estaba ligeramente hinchado,
pero la lesión carecía de importancia, aunque debía ser dolorosa. Cuando terminó, se
quitó el pañuelo que rodeaba su cuello, lo sacudió cuidadosamente y vendó con él el
tobillo.
—No puedo permitir que se quite el pañuelo.
—Ya me lo devolverá usted. Tengo otro en mi equipo.
—Como usted quiera —se resignó la muchacha.
—Ahora descanse unos minutos. Le sentará bien.
Se sentó a corta distancia de ella, lió un cigarrillo y lo encendió. Fumó en silencio, con la
mirada fija en el horizonte.
—Hallon.
El volvió la cabeza bruscamente. Dolores hubiera jurado que se había sobresaltado
ligeramente.
—¿Qué desea, señorita Quintana?
—¿Está usted enfadado conmigo? —preguntó a su vez la muchacha.
—No. ¿Por qué iba a estarlo?
—No sé... Quizá por no haberle felicitado por haber domado al cerril. Creo... que me
porté con cierta hostilidad
—Nada de eso —contestó él sonriendo—. La culpa fue mía. Me parece que fui yo quien
me porté con bastante petulancia.
Los dos se echaron a reír; toda animosidad entre ellos se había desvanecido. Frank la
contempló con admiración; Dolores aún estaba más bella en aquel instante. Se trataba
de la primera vez que la veía reír, y su aspecto era adorable.
Dolores se puso seria al preguntar:
—¿Estará mucho tiempo en la hacienda, Hallon?
—Posiblemente un par de meses, hasta que tenga el dinero suficiente para llegar a
Frisco.
—Comprendo. ¿Se quedará en la ciudad?
—No, no. Sólo he venido a California para conocerla.
—¿Y qué le. ha parecido?
—¡Oh, es muy hermosa!
—Entonces, ¿por qué se marcha?
—Probablemente será debido a mi espíritu de trotamundos. Me gusta saber lo que hay
detrás de la próxima colina.
—Debe ser interesante vivir en esa forma. No se lo censuro.
Frank creyó percibir un tono de desilusión en la contestación de la joven,
apresurándose a decir:
—Además, existe otro motivo más real; la presencia de esos soldados. Son odiosos y no
respetan la justicia.
—Eso es cierto; pero no tardarán en marcharse. No pueden permanecer mucho tiempo
en Rosales.
—Pero después vendrán otros, y la situación será la misma. California siempre será un
caos.
—Alguna vez se acabará, y la justicia se impondrá de forma definitiva.
—Es posible, pero yo lo dudo, señorita Quintana.
—Es usted muy incrédulo.
—Sí, debo reconocerlo.
Frank arrojó la colilla y se puso en pie.
—Debemos reanudar la marcha. ¿Cómo se encuentra?
—Mejor; por lo menos, el pie no me hace tanto daño.
El joven se inclinó y la cogió entre sus brazos. Al hacerlo, los cabellos suaves de la
muchacha rozaron su rostro; y se estremeció. Esta vez Dolores se dio cuenta, sin lugar a
dudas, y sus labios esbozaron una imperceptible sonrisa. Ahora había adquirido la
seguridad de que el joven vaquero no era tan indiferente a sus encantos como quería
aparentar.
Frank la dejó con suavidad junto al caballo, indicándole que hiciese un esfuerzo para
sostenerse derecha. Con rapidez, montó sobre el caballo, y alargando los brazos, la cogió,
colocándola ante sí.
—No tardaremos mucho en llegar, señorita Quintana.
—Lo sé, conozco el terreno mucho mejor que usted, Hallon.
—Es cierto —asintió el joven.
Ya no volvió a despegar los labios hasta llegar a la casa. Dolores tampoco habló,
limitándose de vez en cuando a mirar de soslayo al joven. Siempre le vio mirando al
frente, sin expresión alguna.
Cuando Frank se detuvo ante la casa, Diego Quintana salía al porche. Su mirada al ver a
su hija conducida de aquella forma brilló alarmada. Se apresuró a ir a su encuentro.
—¿Que te ha ocurrido, hija?
—No es nada, papá. Me he torcido un pie, y Frank Hallon ha tenido la amabilidad de
traerme.
Frank, antes de que el hacendado pudiese preverlo, hizo la misma maniobra que en la
otra ocasión, saltando ágilmente con su preciosa carga. Con largas zancadas, llegó hasta
los cuatro peldaños y los salvó con facilidad, dejando a la joven en un sillón,
—Aquí se encontrará bien, señorita Quintana.
De nuevo Frank parecía estar resentido, y así era en efecto. La conducta de la
muchacha no había sido noble. El hecho de haberla salvado de ser atropellada por la res
no tenía excesiva importancia; cualquier vaquero en su lugar hubiera hecho lo mismo,
pero esto no era motivo para que se lo ocultara a su padre.
Fue a marcharse limitándose a pronunciar unas breves palabras de despedida, pero
Dolores lo evitó, cogiéndole vivamente por un brazo.
—No se marche tan pronto, Hallon. Antes debe tomar una limonada fresca. Papá,
Frank Hallon me cogió cuando iba a alcanzarme una res, pues fui derribada por mi
caballo. Gracias a su oportunidad, todavía estoy viva.
El atezado rostro del joven enrojeció ligeramente. Se sentía contento por su sinceridad.
—Exagera usted, señorita Quintana —se limitó a decir.
Pero ya Diego Quintana .le estrechaba la mano con fuerza.
—Le estoy muy agradecido, Hallon. Lo dicho por Dolores no es exagerado. En una
ocasión fui testigo de un caso parecido, y cuando conseguimos librar al pobre vaquero de
las embestidas de la enfurecida res, era sólo un cadáver.
E indicó al joven que se sentase en el porche, mientras daba órdenes para que les
sirviesen una limonada. Frank se sentía nervioso en aquella situación. El hacendado le
abrumaba con sus muestras de gratitud.
Dolores ya no pronunció una palabra, limitándose a escuchar lo que hablaban los dos
hombres, aunque en realidad tan sólo lo hacía su padre, pues el joven se limitaba a
asentir de vez en cuando. Frank cogió con visible reparo la limonada que le alargaba Diego
Quintana. Dolores soltó una carcajada, haciendo que el joven la mirase, intranquilo.
—Beba tranquilo, Hallon. La limonada es un refresco inofensivo.
—Lo creo —asintió él, sonriendo—. La verdad es que será la primera vez que lo pruebe.
—Perdone, Hallon —dijo el hacendado—. Puedo hacerle traer whisky; será más de su
agrado.
—No se moleste, señor Quintana. Ahora ya está servida la limonada, y si ustedes la
beben, también puedo hacerlo yo.
Bebió un trago, lo paladeó y asintió con un movimiento de cabeza.
—No está mal; incluso lo encuentro agradable.
Padre e hija se echaron a reír ante el énfasis con que el joven pronunció estas palabras.
Frank lo advirtió y sonrió a su vez.
—Quizá me haya expresado mal —trató de excusarse.
—De ninguna manera, muchacho; el comentario que acaba de hacer resulta altamente
elogioso para la limonada.
El rostro del hacendado habíase ensombrecido, mientras sus ojos se posaban sobre
varios jinetes que se aproximaban. Frank se volvió, viendo a varios soldados, a cuyo frente
iba la gigantesca figura del sargento Baxter.
CAPITULO V
Los soldados se detuvieron ante el porche. El sargento Baxter inclinó la cabeza
ligeramente al saludar:
—Buenos días.
Diego Quintana se levantó, y acercándose a la barandilla respondió:
—Buenos días. ¿Qué se le ofrece, sargento Baxter?
—He venido a transmitirle un encargo, señor Quintana.
El hacendado frunció el ceño al oír las palabras del sargento, y más al verle descender y
encaminarse hacia él. Sabía por experiencia lo que significaban aquellas palabras. La
primera vez que las oyó fue para recibir una petición de mil quinientos dólares.
—El capitán Larraine desea que usted se presente a las seis de esta tarde en la casa del
señor Almenar. Se trata de algo muy importante.
—Iré —contestó el hacendado con sequedad.
El sargento Baxter fingió no darse cuenta del tono de su interlocutor, y sonrió al decir:
—El capitán ya esperaba que usted aceptaría.
Diego Quintana crispó los puños con ira, conteniendo el impulso de ordenar al sargento
que saliera inmediatamente de la hacienda. No le era posible hacerlo. Con ello sólo
lograría atraerse la ira de aquellos aventureros, lo que significaría la destrucción de todo
cuanto le pertenecía.
Baxter miró a la joven. Sus ojos recorrieron con evidente complacencia la gentil figura
de Dolores. Frank lo advirtió y se indignó. Consideraba un ultraje aquella mirada, y en su
fuero interno se prometió hacérsela pagar cara.
—¿Es usted la señorita Quintana? —El sargento se inclinó en una ridícula reverencia—.
He oído hablar mucho de su belleza, pero la verdad es que la realidad la supera con
creces.
—Es usted muy amable, sargento.
—¿Le ha ocurrido algún accidente?
—Sí, me he torcido un tobillo, aunque no creo que sea nada de importancia.
—Me alegro, señorita Quintana. Confío que me concederá un baile en la próxima
fiesta.
—Si me encuentro bien, lo haré con mucho gusto.
—Gracias; es usted muy amable.
Pero en el tono de la muchacha no existía cordialidad alguna.
Baxter no lo advirtió en esta ocasión. Estaba pendiente de la muchacha, devorándola
con los ojos. Frank se dio cuenta de lo embarazosa que la situación resultaba para la
muchacha e intervino.
—Me alegro de volverle a ver, sargento Baxter.
Este se volvió hacia él, examinándole con frialdad.
—¡Ah, es usted, Hallon! —exclamó como si le reconociera en aquel momento. En
realidad lo hizo tan pronto se detuvo ante el porche.
—Sí, soy yo. ¿Quién otro podía ser?
—¿Qué hace usted aquí?
—Trabajo en el equipo del señor Quintana.
—Celebraré que le siente bien el clima de esta parte de California, forastero.
Aquellas palabras encerraban una amenaza que no pasó desapercibida para el joven,
pero Frank se limitó a sonreír.
—Lo creo muy probable. Hasta ahora es así.
Baxter se inclinó ante Dolores y el señor Quintana.
—Informaré al capitán Larraine de su decisión. Quedará complacido. —Descendió los
peldaños con paso firme y con agilidad insospechada en su extraordinaria corpulencia
montó en un caballo y ordenó la marcha. Antes de marcharse, volvió a hacer una cortés
despedida a la muchacha.
Diego Quintana permaneció erguido, ,con los puños fuertemente apretados.
—¡Insolentes! —masculló, indignado—. Son un hatajo de asesinos.
—Papá, ten calma. Esos hombres serían capaces de matarte.
—Si no fuese por ti no me importaría. De ninguna manera me sometería a las
exigencias de esos bandidos.
Frank carraspeó, para advertir su presencia a padre e hija, que por lo visto se olvidaban
de él.
—Perdone, Hallon. Esos bandidos me crispan los nervios. Son hombres sin escrúpulos
que se aprovechan de la situación.
—¿Qué significa la invitación de que ha sido usted objeto?
—Probablemente una nueva petición de dinero; son insaciables.
—¿Le han exigido mucho hasta ahora?
—Mil quinientos dólares hará unos tres días; es decir, al siguiente de instalarse en
Rosales.
—No pierden el tiempo esos granujas —comentó Frank con sombría expresión.
—¿Quiere decir que no pertenecen al ejército que apoya el levantamiento de Juan C.
Fremont?
—No entiendo mucho de eso —contestó Frank de forma evasiva, pues se daba cuenta
de que había hablado demasiado —, pero es probable que ese capitán Larraine quiera
aprovechar la situación actual de California para beneficio propio.
El semblante del hacendado se animó al oír estas palabras.
—Sí, es lo más probable. Entonces la situación no sería tan apurada. Podemos
negarnos a pagar las cantidades que nos exigen.
—No, señor Quintana —dijo el joven con gravedad—. La situación sigue siendo la
misma para ustedes. Esos hombres poseen la fuerza, y no tenga duda de que la
emplearán. He oído decir que un hacendado fue apaleado, y tenga la seguridad de que no
vacilarán en matar, con tal de tenerles oprimidos. Se trata de una táctica muy sencilla.
—Es cierto, muchacho —reconoció Quintana con desaliento—. Al parecer, entiende de
estas cosas.
—He vivido circunstancias parecidas, señor.
—Creí que en los Estados de la Unión no existían esas hordas.
—Son distintas características. Allí el capitán Larraine no se presentaría con sus
hombres vistiendo uniformes militares. Actuarían como vulgares forajidos, imponiendo la
ley de sus «Colt».
—¿Cómo tratan a esos bandidos en Arizona?
—Con sus mismas armas; la violencia.
—Eso es muy expuesto.
—Lo es —admitió Frank con voz tranquila —, pero tenga la seguridad de que llegará un
momento que se verán obligados a hacerlo. De lo contrario, serán despojados de sus
haciendas. Estos bandidos son insaciables; por lo visto, el capitán Larraine no es de los
más suaves.
Frank se levantó, mientras decía:
—Debo volver a mi trabajo. El señor Roberts debe necesitarme.
—Le estoy muy agradecido, Hallon. ¿Sería mucha molestia para usted acompañarme al
pueblo esta tarde?
Frank continuó impasible, a pesar de haber recibido una gran alegría al oír esta
proposición.
—Nada de eso, señor Quintana, Siempre estoy a su disposición.
—Bien. A las cuatro y media debe estar preparado.
El joven asintió con un movimiento de cabeza, se volvió hacia Dolores y dijo:
—Me alegraré de que mejore, señorita Quintana.
—Gracias, Frank.
Frank Hallon descendió los peldaños con ligereza. Su aspecto seguía inalterable, pero la
realidad no era ésta. Había precisado hacer un gran esfuerzo por mantenerse sereno,
disimulando la impresión que recibió al oír su nombre en los labios de la muchacha.
Desde luego, ésta había demostrado ser muy osada, y quizá lo hizo por estar protegida
por la presencia de su padre.
A las cuatro y media, Frank Hallon se hallaba ante la casa. Se le acercó un vaquero; se
trataba de un joven algo mayor que él, aunque aún no había cumplido los treinta años.
Era muy rubio y su semblante estaba cubierto de pecas, lo que le daba un aspecto
simpático.
—¡Hola, Hallon! —saludó con jovialidad—. ¿Tú también acompañas al patrón a Rosales?
—Sí, Reegan.
—Entonces iremos juntos.
Frank contuvo un movimiento de contrariedad. No porque Sonny Reegan le fuese
antipático sino porque hubiera deseado ir solo, para tener plena libertad de
movimientos mientras el hacendado se entrevistaba con el capitán Larraine.
Se trataba de un excelente muchacho. Sobre este particular no podía haber la menor
duda. Cuando hablaba, miraba de frente, cosa que Frank apreciaba en seguida. Todo en él
denotaba franqueza y carácter voluntarioso.
Frank asentía a lo que hablaba Pecas Sonny, sin prestarle atención. El estaba
preocupado por sus propios pensamientos, aunque procuraba que su interlocutor no lo
advirtiese. No quería ser grosero con el vaquero, pues se sentía atraído por él, por su
simpatía.
De pronto, se quedó inmóvil, con la mirada fija en el porche. En éste acababa de
aparecer Dolores. Avanzaba despacio, apoyándose en el brazo de su padre. Ahora no iba
ataviada como un muchacho, sino que lucía un sencillo vestido azul, que hacía más
sugestivas las formas de su cuerpo femenino. El joven la hallaba más bella; quizá ya no
tuviese la gracia de aquel rapaz que aparentaba ser.
Pecas Sonny advirtió el cambio que se efectuó en él, y siguió la dirección de su mirada.
Al ver a la joven, sonrió.
—Es muy linda la señorita Dolores, ¿verdad? Te ha engañado; ahora ya no parece un
chico.
—No me ha engañado, Sonny; siempre me ha parecido linda.
—Desde luego eres un tipo original, Hallon. Hasta que no la vi vestida de mujer me
pareció una chica vulgar, pero cuando la vi como ahora, comprendí mi error. Eres un chico
listo.
Frank asintió con un movimiento de cabeza, mientras su mirada estaba fija en la
muchacha, viendo como ésta besaba la mejilla de su padre. ¡Qué bonita estaba!
—Cuide a papá como lo ha hecho conmigo, Frank —gritó Dolores.
—Procuraré hacerlo, señorita —respondió, inclinándose ligeramente.
Salieron de la hacienda. Diego Quintana galopaba ligeramente adelantado, no porque
él quisiera hacerlo, sino por el hecho de retrasarse los dos vaqueros deliberadamente.
Entraron en Rosales, fijándose en distintos grupos de soldados. Estos estaban formados
por cuatro o cinco hombres, colocados en estratégicas posiciones, aunque aparentando
una completa indiferencia. Frank lo comprendió inmediatamente. Larraine deseaba hacer
un alarde de fuerza, con la indudable intención de atemorizar a los habitantes de la
región.
Al llegar ante la mansión de los Almenar, se detuvieron. La plazoleta estaba llena de
gente, y numerosos caballos estaban atados en distintas barras.
—Durante media hora, pueden ir donde quieran; después, deben esperar a que salga.
No sé cuánto tiempo durará lo que tiene que decirnos el capitán Larraine.
Los dos jóvenes asintieron, viendo como el hacendado saludaba con afecto a varios
conocidos. La mirada de Frank fue atraída por un joven alto y apuesto, llamándole la
atención la firmeza de la mirada de sus ojos oscuros. Con un gesto, lo señaló a Pecas
Sonny.
—¿Quién es? —preguntó.
—Alfredo del Castillo, el hacendado más importante de estos alrededores. Hasta ahora,
ha sido el único que se ha atrevido a oponerse a esta soldadesca.
—¿Qué ocurrió?
—Intentaron apoderarse de su caballo, y se opuso de forma decidida. Derribó a un
soldado y desarmó a Otros dos, marchándose tranquilamente.
—¿Y el capitán Larraine no tomó represalias contra él?
—No; aceptó su explicación. Quizá influyó también el hecho de que se aloja en la casa
de los señores Almenar, y éstos son los padres de la prometida de Alfredo del Castillo.
Frank asintió en silencio, mientras Sonny continuaba hablando. Lo que acababa de
explicarle concordaba perfectamente con la impresión que le produjo el joven
hacendado, El aspecto de éste era decidido; parecía capaz de oponerse abiertamente a
los manejos de Larraine.
Entraron en una taberna. Pecas Sonny no había callado un solo instante. El no se
preocupaba de escucharle, asintiendo en silencio.
—Te invitaré yo, Hallon. Sé que tienes poco dinero.
—Es cierto. Te lo agradezco, Sonny.
El vaquero pidió dos copas de whisky, a tiempo que depositaba una moneda sobre el
mostrador. Pecas Sonny alzó su copa y musitó:
—Por que el patrón no encuentre dificultades.
—Es el mejor brindis que podemos hacer en estas circunstancias.
Frank pensaba cómo librarse de su compañero sin despertar las sospechas de éste.
Decidió hacer un intento.
—Voy a dar una vuelta. Nos encontraremos en la plaza dentro de media hora.
—No es necesario; te acompaño.
Frank se irritó al oír la respuesta de su compañero; pero se contuvo y dijo.
—Voy yo solo, Sonny. Ya nos encontraremos.
Pero la mirada que se clavaba en sus ojos era distinta. La actitud de Pecas Sonny había
cambiado; ahora era francamente recelosa.
—Tratas de ocultarme algo, Hallon. ¿De qué se trata?
—Nada; son figuraciones tuyas.
—No, no vas a engañarme. Tú intentas hacer algo.
Frank lo cogió del brazo y le hizo salir de la taberna. Una vez se hubo cerciorado de que
nadie les escuchaba, dijo:
—¿Eres capaz de guardar un secreto, Sonny?
—Desde luego. ¿Con quién crees que estás hablando?
—Con un vaquero valiente y decidido —contestó Frank con acento resignado.
—Desde luego; y no quiero ser traicionado.
—No dudarás de mí, Sonny.
—Hasta que no me demuestres por qué no debo hacerlo, sí.
El joven se decidió, comprendiendo que Pecas Sonny no era un iluso, como creyó. Desde
luego, no le revelaría toda la verdad, pero sí su verdadera intención.
—Deseo entrar en la casa de los Almenar.
—Eso es muy peligroso. ¿Para qué quieres entrar?
—Tengo curiosidad por enterarme de lo que tiene que decir el capitán Larraine.
—Eso lo sabremos cuando salga el señor Quintana.
—Sé buen muchacho, Sonny. Te prometo que nada de cuanto haga será perjudicial para
el señor Quintana.
—Está bien, te acompaño.
—No puede ser, Sonny. Un hombre solo puede pasar desapercibido, pero dos es más
difícil. Si los soldados nos sorprendieran, tendríamos que defendernos a tiro limpio.
—Soy un buen tirador.
—¡Basta, Sonny! —dijo Frank con firmeza—. Estamos perdiendo un tiempo precioso.
—Bien, Hallon. Ten cuidado.
El joven le dio una afectuosa palmada en la espalda.
—Eres un buen muchacho, Sonny.
Se alejó, mientras el vaquero meneaba la cabeza, como si no estuviera convencido de
haber hecho bien.
No tardó en llegar a la parte posterior de la morada de los Almenar y miró el alto muro.
Su mirada vio en seguida el lugar por donde le sería posible escalarlo sin dificultad. Se
cercioró de que nadie le observaba y se encaramó ágilmente. Al lograr sus manos asirse
arriba ya no tuvo obstáculo. Se asomó con lentitud, comprobando que al otro lado había
un jardín desierto.
Sin vacilar se irguió sobre el muro, con una poderosa flexión, saltando ágilmente al
suelo. Cayó de cuclillas y avanzó con cautela. Entró en la casa sin dificultad alguna.
Llevaba el sombrero en la mano; de esta forma le sería más fácil pasar desapercibido en el
caso de ser sorprendido.
Oyó un murmullo de voces y se aproximó a una puerta entreabierta. Se inclinó ante
una rendija y aproximó un ojo a ella. Vio una vasta estancia. Frente a él había sido
colocada una mesa, tras la que se hallaban el capitán Larraine y el sargento Baxter. A éste
lo reconoció inmediatamente; y en cuanto al capitán, hubiera sabido que era aquel
hombre vigoroso, de media estatura, cuyos ojos brillaban amenazadores, aunque no
llevara en su guerrera la insignia de su cargo.
La reunión aún no había empezado, y los hacendados y comerciantes se miraban entre
sí, inquietos, convencidos de que iban a recibir órdenes de entregar una considerable
fortuna.
Frank se dispuso a escuchar. Deseaba oír lo que hablase el capitán Larraine.
Entonces oyó un ligero rumor tras él y se volvió.
CAPITULO VI
Frank contuvo un estremecimiento. Tras él se hallaba un hombre, cuya posición le
impedía distinguir sus facciones, impidiendo aún más esta posibilidad la semipenumbra
reinante. La aguda punta de un cuchillo se posó en su cuello, mientras una voz
amenazadora murmuraba junto a su oído.
—¡Quieto o le mato!
Frank se irguió, sin volverse, separando los brazos de su cuerpo. Con esto trataba de
demostrar que no tenía intención de defenderse.
—¿Qué hace usted aquí?
—Me he detenido un momento para ver al capitán Larraine.
Oyó una risa silenciosa. Poco después, recibió esta orden.
—Salgamos de esta estancia. Cuidado con hacer tonterías.
Frank asintió con la cabeza; se había tranquilizado. Ahora tenía la seguridad de que el
hombre que se hallaba tras él no pertenecía a las huestes del capitán Larraine, pues su
actitud no hubiese sido tan precavida.
Su aprehensor cerró la puerta tras sí. Se hallaban en una pequeña habitación. Frank se
volvió, y al reconocerlo respiró aliviado, exclamando:
—¡Ah, conque es usted, señor Del Castillo!
—¿Me conoce usted?
—Sí; le he visto en la plaza, antes de que entrase en la casa.
—Yo a usted no le conozco. ¿Quién es?
—Me llamo Frank Hallon, y pertenezco al equipo del señor Quintana.
—No le he visto nunca —dijo Alfredo examinándole con atención—. No es posible que
lleve mucho tiempo en la región.
—Así es; tan solo tres días.
—¿Puede explicarme qué hacía usted ahí fuera?
—Ya se lo he dicho. Conocer personalmente al capitán Larraine y enterarme de lo que
diga.
—Encuentro extraña esa curiosidad. Quisiera que me la explicara con más detalles —
contestó Alfredo, sonriendo de forma significativa.
Continuaba empuñando el cuchillo. Dirigía la punta de éste hacia arriba, al corazón de
Frank. El joven comprendió que el hombre que se hallaba ante él era valiente, decidido
y seguro de sí mismo. Sonrió a su vez.
—No tengo ningún inconveniente, señor Del Castillo. Estoy convencido de que usted y
yo lucharemos por la misma causa.
Alfredo hizo un gesto significativo para que callase, mientras en la estancia contigua se
oía rumor de pasos. Cuando éstos cesaron, dijo con suavidad no exenta de energía:
—Hable con más rapidez y claridad, mi querido amigo. La reunión no tardará en
empezar, y es posible que el valeroso capitán Larraine note a faltar mi presencia.
—Soy un enviado del Gobierno de los Estados Unidos. Mi misión es seguir el rastro de la
cuadrilla de Thomas Larraine, tratando de impedir sus criminales maniobras.
El rostro del joven hacendado reflejó estupor.
—¿Usted? ¿Un hombre solo? ¿Qué puede hacer para evitarlo?
Frank sonrió regocijado, al oír tantas preguntas.
—Así es. Yo sólo he venido a enfrentarme con ese hatajo de bandoleros, y haré cuanto
me sea posible. Conseguir algo práctico ya es distinto; eso el destino lo dirá.
—Le admiro, Hallon. Es usted muy valiente.
—Me limito tan sólo a cumplir con mi deber.
—No comprendo cómo los Estados Unidos envían a un hombre solo. Con su potencia
actual no significaría ningún esfuerzo enviar un destacamento.
—Olvida usted la ética política, señor Del Castillo —respondió el joven, sonriendo—. En
estos días se está resolviendo el porvenir de California siendo lo más probable que pase a
ser un Estado más de la Unión. En estas circunstancias, enviar un destacamento por
tierras californianas sería un error, pues ustedes creerían que sólo nos guiaba un espíritu
de conquista.
—Es cierto —reconoció Alfredo.
Impulsivamente, tendió su mano al joven, tras haber guardado el cuchillo. Un fuerte
apretón selló el comienzo de la amistad de aquellos dos hombres, pletóricos de fuerza y
vitalidad. Ambos estaban dispuestos a luchar, sin temer al enemigo muy superior en
número.
—Volveremos a vemos.
Tras pronunciar estas palabras de despedida, el hacendado salió precipitadamente de
la habitación. Frank le siguió, a tiempo de verle desaparecer en la estancia donde,
estaban reunidos el capitán Larraine y los habitantes más destacados de la región. Al
ocupar el lugar donde le sorprendió Alfredo, oyó la voz enérgica de Larraine.
—Iba a mandar a un emisario en su busca, señor Del Castillo.
—Lo lamento, capitán Larraine —contestó la voz serena del joven—. He saludado a mi
prometida y me he entretenido un poco. Señores, les ruego que me disculpen.
El rostro de Larraine se contrajo en un gesto de furor. Se sentía despechado, al darse
cuenta que la disculpa de Alfredo estaba dirigida a los hacendados, cuando a fin de
cuentas era él quien dominaba la situación.
—¡Basta! —ordenó, dando un golpe sobre la mesa—. Ya hemos perdido bastante
tiempo. Voy a decirles el motivo de haberles reunido esta tarde aquí.
Hizo una pausa, para comprobar el efecto que sus palabras habían producido en los
hombres que tenía delante. Quedó complacido; en la mayoría de sus rostros vio reflejada
la ansiedad y el temor; y esto era lo que deseaba.
—La situación no está clara. Algunos grupos de rebeldes se obstinan en no entregarse.
La lucha resultará inútil para ellos; nuestro poder es mayor, y además tenemos la razón
de nuestra parte. Pero, mientras tanto, escasean nuestros fondos, por lo que nos vemos
obligados a pedirles una nueva aportación.
—Eso quiere decir que debemos entregar más dinero —dijo la voz varonil de Alfredo
Del Castillo.
Larraine le lanzó una torva mirada. No le gustó la decisión con que había hablado el
joven hacendado.
—Exactamente; es eso —asintió, sonriendo con amabilidad—. Se trata de una orden de
mis superiores, y no he podido negarme. Comprendo que es una molestia para ustedes;
pero luego serán recompensados por la abnegación demostrada por la causa.
—Debemos decirle que no nos queda mucho dinero en efectivo. Rosales nunca se ha
distinguido por ser una región adinerada, y hace escasos días le entregamos una crecida
cantidad.
Diego Quintana estaba erguido al dar esta contestación. Su rostro reflejaba una firme
determinación.
—Señor Quintana, usted es el menos indicado para decir eso —dijo con suavidad
Larraine—. Para usted, mil quinientos dólares no representan absolutamente nada.
—Se equivoca, capitán. Es una cantidad elevada. Es cierto que puedo entregarla, pero
la mayoría de estos hombres no se encuentran en condiciones de hacerlo. No disponen
de dinero.
El capitán Larraine se puso en pie, apoyó las dos manos sobre la mesa y se inclinó hacia
delante. Su mirada era agresiva, como si tratara de fulminar a los hombres que estaban
delante de él.
—Eso no me importa. Tienen veinticuatro horas de plazo para la entrega del dinero; la
misma cantidad que la otra vez. Ni un centavo menos, ¿me han entendido?
Un murmullo de descontento resonó en la estancia. Larraine, exasperado, descargó un
golpe sobre la mesa.
—No admito comentarios. Al primero que los haga, mis soldados le darán su merecido.
Se hizo un silencio intenso, roto por la voz firme de Alfredo.
—¿Y quién no pueda pagar, capitán Larraine?
—Será desposeído de sus tierras.
—¿Esas son las órdenes que ha recibido?
—Sí.
—La idea que tienen ustedes de la libertad no es muy halagüeña para nosotros. Sus
medidas son arbitrarias e injustas.
—Señor Del Castillo, ya le hice una advertencia en otra ocasión y me mostré
magnánimo. Si de nuevo tengo motivo de queja contra usted, recibirá el castigo a que se
haya hecho acreedor.
—Me limito tan sólo a defender nuestros derechos.
—¡Cállese! —ordenó Larraine, furioso—. Si vuelve a hablar sin haber sido preguntado,
será detenido.
—Como usted quiera.
Larraine lo fulminó con la mirada, pero el joven hacendado se limitó a encogerse de
hombros. Era evidente que no le temía. Larraine decidió castigarle en la primera
oportunidad que se le presentara. Alfredo del Castillo podía constituir un peligro para él.
Su rostro recobró su afable expresión.
—Comprendo que esta nueva medida es dura para ustedes; pero con un poco de
voluntad lograremos salvar esta desagradable situación. Mañana les espero aquí.
E hizo un ademán, indicando que la reunión se daba por terminada. Cambió una
mirada triunfal con Baxter. La situación estaba dominada por completo. Al día siguiente,
aquellos hombres irían a entregar las cantidades exigidas.
Frank respiró, tranquilizado. Por un momento temió que Alfredo del Castillo precipitara
los acontecimientos, enfrentándose abiertamente con Larraine. Ello hubiera sido una
locura, y el joven hacendado sólo hubiera logrado perderse, pues el desalmado habría
ordenado su detención, y en caso de resistirse, hubiera sido muerto por los soldados.
Salió de la estancia, con la intención de llegar al jardín y saltar el muro; pero, de
repente, se detuvo. Se hallaba ante una bella joven, que le miraba fijamente.
—Buenas tardes, señorita.
—¿Qué hace usted aquí?
—Iba a salir.
—La puerta se halla en la parte opuesta.
Frank comprendió que la joven sospechaba de él. Le sería muy difícil tratar de
convencerla. La admiró; era muy bella, debiendo reconocer que lo era más que Dolores.
Pero se trataba de una belleza distinta, y él ya no podía admirar a ninguna mujer. Todo
él pertenecía a Dolores; había caído en el hechizo de sus agrestes encantos.
—Lo sé, señorita Almenar; pero de seguir en esa dirección, corro el riesgo de tropezar
con los soldados del capitán Larraine.
—Entonces, usted ha entrado en esta casa como un ladrón.
—Le prometo que no soy un ladrón.
—No puedo creerle. Mi deber es entregarle a los soldados.
—Cometería una terrible equivocación.
—¿Cómo puede usted demostrarlo?
—De ser mis intenciones innobles, ya habría caído sobre usted. Sí, me habría sido
posible hacerlo con facilidad —Frank atajó la viva reacción de la joven con un gesto—.
Además, su prometido le garantizará la verdad de mis palabras.
—¿Conoce usted a Alfredo?
Frank sonrió con ironía.
—Le he conocido hace unos minutos. El también me sorprendió.
La joven le miró asombrada; luego sonrió abiertamente.
—Es usted un hombre, extraordinario...
—Hallon; Fran Hallon es mi nombre.
—Le creo, señor Hallon. Voy a ayudarle a salir de la casa.
—Mi gratitud será infinita.
La joven echó a andar, y Frank la siguió sin titubear. Llegaron al jardín. Rosita abrió una
pequeña puerta, se asomó y dijo:
—Puede usted salir; no hay nadie en la calle.
Frank le cogió una mano y la estrechó con afecto.
—Es usted un ángel, señorita Almenar.
—¿Debo contar esto a mi prometido?
—¿Por qué no? Agregue que de no estar enamorado, tendría en mí un encarnizado
rival. Alfredo del Castillo es un perfecto caballero, pero aconséjele que no se muestre tan
impulsivo. Podría ser contraproducente.
Frank salió precipitadamente.
Rosita se apresuró a cerrar la puerta del jardín, pero antes de que hubiera tenido
tiempo de salir, apareció en el umbral de la puerta la vigorosa figura del capitán Larraine.
—¡Qué agradable sorpresa! ¿Qué hace usted aquí, señorita Almenar?
—He salido a respirar un poco de aire. Hace una tarde calurosa.
—Sí, es cierto. ¿Desea sentarse un momento?
—Me marchaba. Mi madre debe necesitarme.
—Casi aseguraría que le molesta mi presencia.
—¿Por qué iba a molestarme? Le considero un caballero, capitán Larraine.
Thomas Larraine no se movió, obstaculizando el paso de la joven. Su mirada estaba fija
en ella, con codiciosa expresión. Acababa de hallar una excelente oportunidad, y
deseaba aprovecharla.
—Haga el favor de sentarse unos segundos.
—Le he dicho que mi madre me está esperando.
—Se trata de una excusa no muy convincente.
—No necesito ninguna excusa si no deseo hablar con usted. Permítame pasar.
El capitán Larraine se echó a reír. La expresión de su rostro era francamente
desagradable. Rosita temió que se atreviera a arrojarse sobre ella, y retrocedió un paso.
Deseaba sortear aquella embarazosa situación, pues temía que su padre o Alfredo
intervinieran con decisión; y esto podía significar la muerte para ellos,
—¿Estás aquí, Rosita? —exclamó la voz varonil de Alfredo del Castillo.
—Sí, Alfredo. Iba a entrar cuando ha llegado el capitán Larraine.
Miró con agradecimiento la arrogante figura de su prometido. Alfredo sonreía
abiertamente.
—Es usted muy amable, capitán.
—Nada de eso. Siempre es un placer saludar a una señorita tan bella como su
prometida.
Se hizo a un lado, dejando el .paso libre. Rosita se apresuró a salir del jardín, satisfecha
de escapar del asedio del capitán Larraine. Cuando puso su mano sobre el firme brazo de
Alfredo, procuró que no temblara. En modo alguno quería que su novio sospechase cuál
era la verdadera conducta de aquel miserable. Conocía su temperamento impulsivo, y
temía que le propinase una severa corrección. Ello sería su perdición, pues los soldados le
perseguirían hasta matarle.
Procuró no dejar traslucir su inquietud; respirando tranquilizada al ver que Alfredo no
le hacía ninguna pregunta.
—Estoy un poco nerviosa, Alfredo.
—¿Por qué, querida? ¿Acaso tiene la culpa el capitán Larraine?
—Sí. Ha estado en un tris de sorprenderme.
—¿Sorprenderte a ti? ¿Y en qué?
—Cuando ayudé a salir de la casa a Frank Hallon.
—¿Cómo? ¿Has visto a Hallon?
—Sí. En el primer instante creí que se trataba de un ladrón, pues se deslizaba con
cautela. El me aseguró que sus intenciones eran nobles, y que tú respondías de él. ¿He
hecho bien en ayudarle?
—Desde luego, Rosita —asintió Alfredo, mientras besaba con suavidad la aterciopelada
mejilla de su prometida—. Frank Hallon es un excelente muchacho;
—Me ha dicho que eres un hombre afortunado, y que de no estar enamorado se
convertiría en un peligroso rival tuyo.
—¡Hallon es un tunante! Aunque debo reconocer que tiene buen gusto.
—¡No seas tonto! —exclamó la joven, enrojeciendo—. También ha dicho que no debes
ser impulsivo, y calcular todos tus actos.
Alfredo bajó la voz al contestar, hasta convertirla en un tenue murmullo.
—¿Qué crees que he hecho hace un instante? ¿Crees que no me he dado cuenta de las
intenciones de ese canalla? Me he mordido la lengua para no darle su merecido. Como se
atreva a ponerte la mano encima, le mataré.
—¡Por Dios, Alfredo! Debes tener cuidado.
—Yo ya lo tengo. Quien debe tenerlo es el capitán.
La joven se estrechó contra su prometido. Sus dedos acariciaron su atezada mejilla.
—Tengo miedo, Alfredo.
—No ocurrirá nada, querida mía. Esos miserables hallarán su merecido.
E inclinándose, besó con ardor los rojos labios de Rosita. La joven rodeó con sus
torneados brazos el cuello varonil, correspondiendo con pasión a la caricia.

***
Pecas Sonny respiró aliviado al ver acercarse la musculosa figura de su compañero.
—Estaba temiendo que te hubiera ocurrido algo.
—Nada de eso, Sonny. Todo ha ido bien.
—¿Ha exigido más dinero el capitán Larraine?
—Sí; la misma cantidad que la vez anterior. Ese miserable desea enriquecerse con
rapidez.
—Muchos de esos hombres no podrán pagar esas cantidades.
—Es posible, y eso puede precipitar los acontecimientos. Larraine está decidido a
apoderarse del terreno de aquel que no entregue el dinero.
—¡Canalla!
—Y de la peor especie, Sonny. Es un monstruo insaciable. No sé el tiempo que habrá
decidido quedarse en esta región, pero estoy convencido de que desea sacar el máximo
provecho.
—¿Qué tienes que ver en esto, Hallon? —inquirió Pecas Sonny, mirando con manifiesto
interés a su compañero.
—Te dije que no hicieras preguntas impertinentes.
—Esta no lo es, Hallon —protestó el vaquero con viveza.
—¿No? Pues yo diría lo contrario.
—Debes tener confianza en mí. Estoy dispuesto a ayudarte en cuanto sea necesario.
—¿Aunque tuvieras que enfrentarte con los soldados de Larraine?
—Naturalmente —respondió sin vacilar Pecas Sonny —, y puedes creer que lo haría a
gusto.
—Entonces quizá llegue esa ocasión antes de lo que crees. He venido a Rosales tras las
huellas de Larraine. Mi misión consiste en evitar que cometa atropellos.
Pecas Sonny abrió la boca, mientras sus ojos estaban fijos con evidente admiración en
el rostro de su compañero. Frank no pudo menos de sonreír.
—Parece que te ha impresionado mi contestación.
—No puedo negarlo. Eres un tipo magnífico.
—Calla, Sonny. Se acerca el patrón.
En efecto, a corta distancia de ellos se hallaba Diego Quintana. Su noble semblante
estaba enrojecido por la indignación.
—Vámonos, muchachos.
Montando en su caballo, se apresuró a salir de la población. Los dos vaqueros le
siguieron en silencio,
De pronto, el hacendado aminoró el galope de su montura, poniéndose al nivel de los
vaqueros. No le era posible contener por más tiempo su indignación. Necesitaba
desahogarse.
—Esos bandidos están dispuestos a acabar con nosotros. Nos han pedido más dinero.
—¿Qué harán ustedes? —preguntó Frank, con curiosidad.
—Entregarlo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Negarse.
—El capitán Larraine tomaría terribles represalias.
—Si ustedes estuvieran unidos, eso no ocurriría. Superarían en número a esos
aventureros.
—Eso es muy difícil de conseguir.
Continuaron galopando en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos.
CAPITULO VII
El capitán Larraine, con una insolente sonrisa, contemplaba cómo se iban presentando
los hacendados, entregando el dinero solicitado. Hablaba en tono condescendiente, como
si se tratara de un acto agradable para aquellos hombres.
Frunció el ceño al ver avanzar a Henry Clark. El aspecto de aquel hombre era de estar
abatido. Inmediatamente comprendió que no tenía el dinero. Esto no le contrarió. Se
trataba de una cantidad de escasa importancia, y le permitiría dar un escarmiento.
—¡Hola, Clark! ¿Trae el dinero?
—No me es posible, capitán Larraine. No dispongo de esa cantidad.
—Con que trata usted de engañarme, ¿eh? Pues se ha equivocado. Estoy dispuesto a
cumplir lo que prometí.
—Usted no puede despojarme de mi hacienda.
—¿No? Pues lo haré. No puedo permitir que mis órdenes no se cumplan. Recibirá el
castigo a su desobediencia.
—No le desobedezco, capitán. No tengo ese dinero.
—¡Basta! Quédese aquí.
Otro hacendado se aproximó a la mesa. Su aspecto indicaba su desasosiego. El capitán
Larraine le miró con severidad, comprendiendo que aquel hombre se hallaba en la misma
situación que Clark.
—Capitán Larraine, estoy en la misma situación que Henry Clark.
—Eso quiere decir que usted tampoco quiere entregar la cantidad que le he solicitado.
—No, no es eso. No tengo dinero.
Larraine sonrió con maldad, y se dirigió a Baxter, diciendo:
—Ordene a los soldados que se incauten de las haciendas de estos hombres.
—Sí, mi capitán.
El sargento Baxter.se dispuso a salir de la estancia, ante las miradas aterradas e
indignadas de numerosos hacendados. Pero la arrogante figura de Alfredo del Castillo se
interpuso ante el sargento.
—No tenga tanta prisa en cumplir esas órdenes, sargento. Antes desearía hablar con el
capitán Larraine.
Baxter adoptó una actitud agresiva.
—¿Qué significan sus palabras?
La voz del capitán Larraine le contuvo, pues se hallaba dispuesto a empuñar su revólver
para castigar la insolencia del odioso hacendado.
—Deje hablar al señor Del Castillo, sargento.
Alfredo avanzó hasta situarse ante el capitán, y lo miró con frialdad, mientras decía:
—Su conducta no es justa, capitán.
—¿Por qué no lo es? Haga el favor de explicarse.
Larraine sonreía de forma siniestra tratando de contener su furia. Ahora se le
presentaba una oportunidad para desembarazarse del arrogante hacendado, y estaba
dispuesto a aprovecharla.
—Esos hombres no tienen el dinero que usted les ha exigido. ¿Cómo van a entregarlo?
—No es cierto. Tratan de burlarse de mí, y eso nadie lo ha conseguido todavía. Su
intervención no ha sido de mi agrado.
—Lo lamento, capitán. He procurado hablar de la forma más cortés posible. ¿Está usted
dispuesto a apoderarse de las tierras de esos hombres?
—Sí.
Alfredo miró fríamente a su interlocutor, quien, a su vez, le miraba con burlona
expresión.
—Bien. ¿A cuánto asciende la cantidad que deben pagar esos hombres?
—A setecientos dólares.
El joven extrajo un fajo de billetes de un bolsillo, contó con rapidez y depositó varios
sobre la mesa.
—Henry Clark y Charlie Robson ya han pagado su parte.
La cara de Larraine enrojeció de ira, y sus manos se crisparon sobre la mesa.
—¿Está dispuesto a pagar su parte?
—Ya lo he hecho, capitán. La causa de la libertad ya ha obtenido lo que necesita, y
estoy orgulloso de haber sido útil.
—De acuerdo, señor Del Castillo.
El capitán Larraine se contuvo, sintiéndose impotente. En forma alguna podía actuar
contra el joven hacendado. De nuevo sonreía afable, como si aquel inesperado
desenlace hubiese sido de su agrado.
Henry Clark se lanzó al encuentro del joven, cogió su mano y la oprimió con afecto.
—Gracias, Alfredo. No sé cuándo podré devolverte ese dinero.
El joven sonrió afable, respondiendo al saludo que le hacía el otro hacendado.
—Ya me pagaréis cuando os sea posible. No tengo prisa.
Larraine continuó mirando al joven con odio, pero al fijarse sus ojos en el dinero
amontonado ante él, sonrió complacido. Ya había conseguido reunir una importante
cantidad, el botín era cuantioso. Un nuevo golpe más y luego sus hombres se lanzarían al
pillaje y podrían marcharse de Rosales.
***

En la morada de los Almenar se daba una fiesta. Esta ya había sido anunciada antes de
la llegada del capitán Larraine y sus soldados, no siendo posible anularla.
El capitán Larraine y el sargento Baxter fueron invitados. José Almenar se vio precisado
a hacerlo. De lo contrario, se hubiera expuesto a la ira de aquellos hombres. Por sí mismo
no lo hubiera hecho, pero estaba en juego la seguridad de su esposa e hija, y en forma
alguna podía ponerlas en peligro.
José Almenar, teniendo junto a sí a su hija y a Alfredo del Castillo, recibía a sus
invitados con amigable amabilidad. Cruzaban sólo las palabras más precisas, sin hacer
comentarios. No reinaba la alegría en la fiesta, debiéndose ello a la presencia de varios
soldados estratégicamente apostados.
El capitán Larraine y el sargento Baxter, elegantemente ataviados, ocupaban los
lugares de honor, como por sí mismo había decidido el primero, sin que el propietario de
la casa hubiese osado oponerse a su grosero proceder.
José Almenar se había resignado a la situación, y sus invitados eran de la misma
opinión. La fiesta no prometía ser muy alegre.
Almenar estrechó con afecto la mano de Diego Quintana. Desde niños les unía una
estrecha amistad, y sus hijas eran las mejores amigas. Luego acarició con afecto la
morena mejilla de Dolores, mientras decía:
—Cada día estás más bonita, chiquilla.
La joven sonrió agradecida, besando después a su amiga. Rosita susurró junto a su
oído:
—Después quiero hablarte.
—Yo también deseo hacerlo. Hace tiempo que no te veía. ¿Cómo estás, Alfredo?
El joven hacendado correspondió efusivamente al saludo de la muchacha. La
consideraba como una hermana menor, pues no en vano se podía jactar de haberla ense-
ñado a montar.
En cuanto se le presentó la primera oportunidad, Dolores se apresuró a reunirse con su
amiga, mientras Alfredo charlaba gentilmente con José Almenar y Diego Quintana. El
joven advirtió con disgusto que se acercaban a ellos el capitán y Baxter. La presencia de
aquellos hombres cada vez se le hacía más odiosa. Pero debía contener sus impulsos y
hablarles con naturalidad.
—Hace tiempo que no te he visto, Rosita. No has venido por el rancho.
—Ni tú por el pueblo, Dolores. Pero la presencia de estos soldados hace peligroso dar
un paseo.
—Es cierto. ¿Qué tienes que decirme?
—He conocido a un vaquero muy extraordinario, es admirable. Creo que se llama
Frank...
Dolores, sin poderlo evitar, enrojeció.
—Sí, debe ser Frank Hallon. Trabaja en el equipo. Se trata de un tipo presuntuoso.
—A mí no me lo pareció, Dolores. Creo que eres injusta con él.
La muchacha no pudo evitar que sus pupilas centellearan, siendo evidente que las
palabras de su amiga no le resultaban agradables. Rosita lo advirtió y sonrió regocijada.
Acababa de comprobar su sospecha.
—Sí, debo reconocer que es apuesto. Eso es lo que debe haberte impresionado.
La joven fingió indignarse.
—Dolores, estoy prometida a Alfredo.
—Lo sé, pero quizá cambies de parecer.
—Oye, oye, no te permito que me hables en ese tono. Cualquiera, al oírte, diría que te
he traicionado o que soy una mujer caprichosa, que se enamora del primer hombre
apuesto que se cruza ante ella.
Dolores comprendió que había merecido aquella reprimenda, y bajó la cabeza
avergonzada.
—Perdona, Rosita. Quizá no me haya expresado bien, pero ese vaquero me crispa los
nervios.
Rosita ocultó una sonrisa triunfal, puso una mano sobre el hombro de su amiga y dijo:
—Insisto en que se trata de un vaquero muy agradable. Afirmó que yo era muy linda, y
que Alfredo era un hombre afortunado, y que se convertiría en un rival peligroso suyo
de...
Dolores ya no pudo contenerse.
La interrumpió con vehemencia, haciendo un esfuerzo por no levantar la voz:
—¿Estás viendo? Siendo la novia de otro hombre, se ha atrevido a declararse. Es
odioso.
—¡Pero, Dolores! Estás desconocida. No me dejas terminar de hablar y te lanzas a
formular desatinadas acusaciones.
—¿Desatinadas? Tú misma acabas de decirlo.
—No. Frank Hallon dijo que sería un rival de Alfredo de no estar ya enamorado.
Dolores miró a su amiga aturdida.
—¿Que está ya enamorado?
—Sí, eso dijo. Lo entendí perfectamente.
La muchacha se ruborizó.
—No lo entiendo. No lo entiendo.
—¿Es verdad eso, Dolores? —Rosita, cogiendo la barbilla de su amiga, la obligó a
levantar la cabeza, haciendo que sus ojos se posasen en los suyos—. Somos amigas,
siempre lo hemos sido, y no puedes engañarme. Frank Hallon está enamorado de ti.
¿Verdad?
—Te juro que no lo sé —respondió la muchacha, apasionadamente—. Pero es lo que
más desearía saber. Creo que le quiero.
—Puedes considerarte dichosa. Yo tengo la seguridad de que ese vaquero está
enamorado de ti.
—¡Si eso fuera cierto! —musitó la muchacha, con fervor.
Su amiga le apretó la mano con ternura y le sonrió. Dolores notó que todo cambiaba a
su alrededor. Hasta los colores parecían más resplandecientes. Sólo lamentaba que Frank
Hallon no estuviese en aquel salón.
Alfredo se acercaba a ellas.
—¿Ya habéis terminado de deciros vuestros secretos? —las amonestó sonriente.
—Sí, Alfredo. Pero ten en cuenta que hacía muchos días que no nos veíamos.
—Por eso no me he acercado antes. Lo he hecho ahora porque va a empezar el baile, y
deseo bailar contigo el primero.
—Encantada Alfredo.
En efecto, la música empezaba a sonar y las primeras parejas salían al centro del salón.
Los tres jóvenes vieron cómo el capitán Larraine se detenía antes de llegar hasta ellos.
Resultaba evidente que estaba despechado. Con rapidez Larraine se dirigió a una joven,
solicitándole aquella pieza.
—Hasta luego, Dolores.
Se alejaron. La muchacha se disponía a regresar al lado de su padre, cuando vio ante ella
la gigantesca figura del sargento Baxter.
—¿Me permite este baile, señorita Quintana?
—Sí, sargento.
Le repugnó sentir la manaza de aquel hombre alrededor de su talle, así como la fijeza de
su mirada. Baxter sonrió de forma que a él le pareció agradable.
—Deseaba hablar con usted, señorita Quintana.
—¿Qué tiene que decirme usted?
Esta pregunta fue formulada con frialdad, y el sargento Baxter quedó desconcertado, sin
saber qué replicar.
—En realidad no se trata de nada importante. Tan sólo decirle que es usted muy linda.
—Gracias, sargento. Es usted muy amable.
Baxter se mordió los labios despechado. No se atrevió a insistir, pues el tono con que
pronunció la muchacha estas palabras, le hicieron comprender que su alabanza no fue
acogida con agrado. Contuvo su despecho. Quizá no tardara en presentarse la
oportunidad de hacer comprender a aquella altiva jovencita que resultaba peligroso
burlarse de él.
Dolores hizo un gesto de dolor y Baxter no pudo menos de decir:
—¿Qué le ocurre, señorita Quintana?
—Me duele la torcedura que me hice el otro día, sargento. ¿Sería tan amable de
acompañarme al lado de mi padre?
—No faltaba más.
Las palabras de la joven parecían sinceras. Además, recordó haberla visto sentada en el
porche con el pie vendado. Llevando a su pareja apoyada en su brazo, llegó frente a
Diego Quintana.
—Lamento que su hija no se encuentre bien, señor Quintana.
—Ha sido usted muy amable en haberla acompañado, sargento Baxter. ¿Cómo te
encuentras, Dolores?
—Me duele el pie —respondió la muchacha, sentándose en una silla—. Creo que no
me será posible volver a bailar en el resto de la noche.
—Deseo que mejore cuanto antes, señorita —se despidió Baxter, con torpeza.
—Ese hombre es odioso —murmuró Dolores.
—¿No se ha portado bien contigo, hija? —inquirió Diego Quintana, crispando los
puños con ira.
—No, papá. De haberlo hecho, le hubiera abofeteado.
—Ha sido una excusa lo de que te duele el pie.
—En parte, sí, papá. Me duele un poco, y me servirá de pretexto para no bailar.
Diego Quintana movió la cabeza, comprensivo. Adivinaba que de haber estado en la
fiesta Frank Hallon, el estado de ánimo de su hija hubiera sido muy distinto. No se sentía
disgustado por ello. Aquel vaquero resultaba de su agrado.
Habiendo terminado la pieza, Alfredo y Rosita conversaban tranquilamente. Ambos
jóvenes habían perdido la noción de cuanto les rodeaba, pendientes tan sólo el uno del
otro. Los dos se sobresaltaron al oír la voz del capitán Larraine.
—¿Me permite este baile, señorita Almenar? Con su permiso, señor Del Castillo.
El joven se inclinó, procurando ocultar su contrariedad. En realidad, no podía oponerse
a la petición de Larraine. Esta era correcta.
Rosita accedió, tras hacer a su prometido una disimulada señal de resignación. No le
gustaba un ápice tener que bailar con el capitán, pero se trataba de algo punto menos
que imposible de evitar. Alfredo quedó inmóvil, viendo cómo Larraine rodeaba el talle de
su prometida y danzaban al compás de una polka.
—Es un placer tenerla entre mis brazos, señorita Almenar.
La joven fingió no haber oído estas palabras. Larraine sonrió maliciosamente. Sentíase
seguro, dueño de la situación.
—No me resulta agradable su aspecto orgulloso.
Ella levantó la cabeza con viveza.
—No le entiendo, capitán Larraine.
—Da usted la impresión de no desear hablar conmigo.
—De ninguna manera, capitán Larraine. Usted está confundido.
—No, no. Usted elude mi presencia y le advierto que hace mal.
—Sus palabras parecen ser una amenaza.
—No se equivoca. Lo son.
Rosita se estremeció. El tono de su interlocutor era siniestro. La mirada de sus ojos
oscuros estaba fija en ella. Tuvo la certeza de que aquel hombre era capaz de realizar las
mayores infamias.
—No tiene usted derecho a hablarme de esa forma.
—¿No? Tenga presente que la suerte de sus padres y de su prometido depende de mí.
—Su proceder no es el de un caballero.
—¿Quién le ha dicho que yo lo sea? —rió de forma desagradable Larraine—. Yo no
pertenezco a su clase, Rosita. Soy un hombre rudo, cuya fortuna se halla en la fuerza de
su espada.
La había llamado por su nombre, su tono fue grosero, y, sin embargo, la joven no se
atrevió a protestar. Sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal, causándole una
sensación desagradable. Le vio ante ella erguido, seguro de su proceder.
—Su prometido es un joven orgulloso y atolondrado, Su impulsividad puede llevarle a
sufrir un doloroso tropiezo. Y créame, lo lamentaría.
—Alfredo no tiene nada que reprocharse.
—¿Lo cree usted así? Pues se equivoca. En varias ocasiones se ha atrevido a
desafiarme. Por usted, no le he castigado como se merece. ¿Qué responde usted?
—Le estoy muy agradecida por su generosidad, capitán.
Pronunció estas palabras contra su voluntad, comprendiendo que otra actitud podía
serle perjudicial. Aquel hombre era capaz de ordenar la detención de Alfredo, e incluso su
muerte.
—Eso no es suficiente. Opino que mi conducta es merecedora de otra contestación.
Debo esperar un premio.
Se hallaban cerca de una puerta abierta y ésta daba al jardín. Antes de que Rosita
pudiera evitarlo, se sintió arrastrada hacia éste. Cuando trató de oponerse, ya era tarde.
El malvado la sujetaba entre sus brazos, impidiéndole hacer ningún movimiento.
Sin embargo, reponiéndose a su sorpresa, pugnó por librarse, tratando de evitar que la
boca de Larraine se posase sobre la suya. Veía los ojos del capitán, llenos de deseo, fijos
en ella. Le produjo tal repugnancia y horror, que le propinó un violento tirón, logrando
escapar de las manos que la retenían.
Larraine lanzó una imprecación. Seguidamente sonrió y dio dos pasos hacia ella.
—Es inútil, mi bella Rosita. Será mía.
—Prefiero la muerte,
El capitán dejó escapar una sarcástica carcajada.
—Ya cambiará de opinión, encanto. Soy mucho mejor de lo que puede imaginar, y,
desde luego, más interesante que ese muñeco.
La joven fue a dar media vuelta, con el fin de intentar huir, pero Larraine cayó sobre
ella de un felino salto. Sus manos la asieron por el talle. Rosita, enfurecida, le propinó una
bofetada.
El rostro de Larraine enrojeció, pero en seguida soltó otra carcajada.
—Así me gusta: que sea brava. Se pone más hermosa cuando se enfurece. Voy a
besarla.
Aproximó su cara a la de ella, pese a los esfuerzos de la joven. Rosita comprendió que
en esta ocasión no le sería posible escapar al asedio de aquel malvado, y cerró los ojos.
Entonces sonó una voz vibrante y varonil:
—Suelte a esa mujer, miserable.
CAPITULO VIII
Larraine soltó inmediatamente su presa, volviéndose con rapidez. Temía verse
encañonado por un revólver, y se disponía a arrojarse al suelo para evitar ser alcanzado
por el balazo. Cuando se halló ante Alfredo y comprobó que éste se hallaba desarmado,
una irónica sonrisa apareció en sus labios.
—Es usted muy insolente, señor Del Castillo.
—Nada de eso. Me estoy dirigiendo al hombre más vil y cobarde que he conocido.
El rostro del capitán enrojeció. Sus ojos despedían chispas de furor. Con los labios
apretados, masculló:
—Pagará caros esos insultos. Ordenaré su muerte.
Rosita corrió hacia su prometido y se arrojó en sus brazos.
—¡Por Dios, Alfredo! ¡Ese hombre te matará!
El la apartó con suavidad, mientras contestaba:
—Es posible que antes le mate yo a él.
—Eso significará tu perdición, amor mío.
—No importa. Estoy harto de soportar a estos canallas. La justicia no tardará en
imponerse.
Larraine empuñó su revólver. Quería aprovechar el momento en que su enemigo
hablaba con la joven. Ya no habría salvación para él. Le oiría suplicar, y después oprimiría
el gatillo. Tendría la satisfacción de verle caer a sus pies bañado en su propia sangre.
Pero no llegó a realizar su vil propósito. El joven acababa de dar un salto inverosímil,
cayendo a su lado. Antes de que lograra reaccionar, Alfredo le propinó un rudo manotazo
al brazo armado, desviando la puntería del arma. Luego golpeó con terrible potencia el
mentón del capitán y éste retrocedió unos pasos, tambaleándose.
Alfredo le siguió, con intención de derribarle, mientras Rosita contemplaba la pelea con
los ojos desorbitados por el horror.
Pero el capitán Larraine era un luchador nato. Se repuso inmediatamente del terrible
puñetazo recibido y levantó la diestra armada, con intención de disparar cuanto antes.
Alfredo advirtió su propósito al instante, y se dejó caer de espalda con prodigiosa rapidez.
Sus pies oprimieron los tobillos de su enemigo, y con una hábil presión le hizo perder el
equilibrio.
Soltó su presa con la misma rapidez. Sus pies se apoyaron entonces en el vientre del
capitán, y con un vigoroso impulso lo hizo voltear hacia atrás.
Larraine todavía tuvo tiempo de apoyar la mano en el suelo, para amortiguar la dureza
de la caída. Le fue preciso soltar el «Colt», pero a pesar de esta precaución, quedó
aturdido. Alfredo se irguió, mirándole despectivamente.
—Levántese, capitán Larraine, y luche como un hombre.
Este rechinó los dientes de coraje al oír las humillantes palabras. Se puso en pie, mas
resultaba evidente que temía la extraordinaria potencia y agilidad demostrada por su
enemigo.
Alfredo ya no titubeó al verle derecho, y se abalanzó sobre él. El puñetazo que recibió
en pleno rostro no fue suficiente para contener su ímpetu, y su derecha hizo mover de
forma grotesca la cabeza de su enemigo. Alfredo se convirtió en un huracán
desencadenado, y sus puños se movieron con vertiginosa celeridad, golpeando una y otra
vez los puntos vitales de su adversario.
Larraine era incapaz de defenderse con acierto de aquel torbellino que se le venía
encima. Tenía el rostro cubierto de sangre. Alfredo se mostraba implacable, desahogando
en sus golpes el odio acumulado durante aquellos días de opresión.
El capitán se detuvo en el umbral de la puerta, tambaleándose. Alfredo,
completamente lanzado, le propinó un terrorífico derechazo. El golpe alcanzó a Larraine
en pleno rostro, viéndose el capitán lanzado al aire. Cuando cayó al suelo, el impulso del
golpe le arrastró unos cuatro metros, hasta quedar inmóvil, con los brazos en cruz.
La espectacular entrada del capitán Larraine en el salón dejó inmóviles a los invitados.
Cuando éstos reaccionaron, se oyeron algunos gritos de horror, lanzados por algunas
mujeres. Todas las miradas se fijaron en la arrogante figura de Alfredo del Castillo, que,
erguido en el umbral de la puerta, contemplaba sin expresión alguna la figura inerte de su
adversario.
—Es un canalla, y ha encontrado su merecido —dijo el joven hacendado, con calma.
—Levante los brazos, Castillo —ordenó el sargento Baxter, encañonándole con su
revólver.
Mientras tanto, hacía una señal a dos soldados para que se acercaran. Obedecieron
con rapidez, poniéndose a corta distancia de Alfredo. El joven titubeó unos segundos,
calculando las posibilidades favorables para intentar la fuga por el jardín, pero
comprendió que no le sería posible. Tan pronto como hiciera un movimiento, el sargento
Baxter le incrustaría una onza de plomo en el cuerpo.
—Entre adentro. Ahora le daremos nosotros su merecido.
Alfredo obedeció. No podía hacer otra cosa. Se arrepintió de haber vuelto a entrar en
el salón. El debía haber huido inmediatamente, alejándose de la casa de su prometida.
Ahora ya resultaba inútil lamentarse. Con ello no lograría ningún resultado práctico.
Baxter se le acercó con siniestra sonrisa. En sus ojos adivinó su deseo de golpearle. Su
mandíbula se crispó, pero continuó inmóvil, dispuesto a soportar el castigo que se le
avecinaba.
Baxter levantó la mano izquierda para dejarla caer sobre el rostro del joven, pero no
llegó a descargarle. Una voz fría y ligeramente burlona se lo impidió.
—No me gusta que haga eso, sargento. Deje caer el revólver o disparo.
Con el rostro lívido por la sorpresa y el terror, Baxter obedeció la orden recibida. Al
volverse se vio ante Frank Hallon, que le apuntaba a la cabeza con un «Colt». Tras el
muchacho se hallaba la alta figura de Pecas Sonny, quien, a su vez, empuñaba su revólver.
—¿Qué significa esto, vaquero? —inquirió Baxter, trémulo de ira.
—Sencillamente que no me gustan las injusticias, y esta es una de las peores que he
visto en mi vida.
—Esto le costará caro, vaquero.
—Si continúa profiriendo amenazas, le destrozaré la cabeza de un balazo, sargento.
Baxter se calló, visiblemente amedrentado. El tono firme y risueño de su nuevo
enemigo daba a entender que era capaz de cumplir su amenaza. Los dos soldados habían
dejado caer sus armas, sin haber tenido necesidad de ordenarlo el joven.
En aquel instante, irrumpieron algunos soldados en el salón. Se detuvieron indecisos
algunos momentos, pero luego fueron a echarse sus fusiles al hombro con intención de
disparar sobre Frank y Pecas Sonny.
Frank dio dos saltos, poniéndose al lado del sargento Baxter. Hundió el cañón de su
revólver en su abdomen, mientras ordenaba con tono tajante:
—¡Ordene a sus hombres que tiren sus armas o le mato!
Baxter, con los labios amoratados, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y a
continuación ordenó:
—¡Tirad las armas!
Los soldados obedecieron. La casa estaba en poder de Frank Hallon. El joven daba
muestra de estar sereno, sin preocuparle lo que pudiese ocurrir. Alfredo había cogido el
revólver del sargento Baxter y se hallaba a su lado.
Frank hizo algo que sorprendió a todos los presentes.
Con largas zancadas, se dirigió a una mesa y cogió una copa llena de vino. Al pasar junto a
Dolores, le dirigió una sonrisa. La muchacha le respondió de forma forzada, mientras
decía:
—¿Qué vas a hacer, Frank?
—No temas, Dolores. Esto era inevitable.
Los dos jóvenes se habían tuteado con naturalidad, como si entre ellos ya existiese un
estrecho y tierno lazo. Diego Quintana frunció el ceño, sorprendido, mirando a su hija con
vivo interés. Luego, sonrió. Se cumplía lo que sospechaba. Si hasta entonces Frank Hallon
resultó de su agrado, ahora sentíase entusiasmado por el frío valor demostrado.
Frank se detuvo junto al cuerpo inerte del capitán Larraine. Y calmosamente, dejó caer
el vino con lentitud sobre su rostro. Sonaron unas risas contenidas, y más cuando el
capitán movió la cabeza con furia, mientras lanzaba resoplidos. No le era posible abrir los
ojos, pues el vino continuaba cayendo sobre él, y una vez que abrió la boca, estuvo en un
tris de atragantarse.
El joven continuó impasible, dejando caer el vino hasta la última gota. Entonces fue
cuando Larraine se incorporó. Su aspecto era grotesco. Lanzó una rencorosa mirada a
Frank Hallon.
—¿Qué significa esto?
—Que es usted un cobarde asesino, Larraine.
—Mis soldados le detendrán, vaquero. Usted y Alfredo del Castillo serán ejecutados.
Larraine habíase puesto en pie, a costa de un gran esfuerzo. Frank le dio un seco golpe
en el pecho, haciéndole tambalear.
—¡Basta de amenazas, canalla! —masculló el joven, con furia contenida. Su aspecto
había cambiado. Ahora resultaba temible—, Sus soldados están inmóviles, han arrojado
las armas. Ahora voy a darle un consejo: deje el dinero de que se ha apoderado de forma
tan abusiva y aléjese cuanto antes de esta región.
Larraine no respondió. Estaba pálido como un muerto.
—No me es posible matar a unos hombres desarmados. Pero tenga la seguridad que la
próxima ocasión lo haré.
Alfredo miraba sorprendido al joven, admirando su serenidad y sangre fría. Cruzó una
rápida mirada con Rosita.
—La fiesta puede proseguir, señores —dijo Frank—, Nosotros nos marchamos. No
teman las represalias del capitán Larraine.
Con un gesto, señaló al capitán Larraine la puerta del jardín.
—Eche a andar. Usted viene con nosotros en calidad de rehén.
—Usted no puede hacer eso.
—¿De veras que no?
Le obligó a dar media vuelta con un vigoroso empujón, mientras apoyaba el cañón del
revólver en su espalda.
—Le advierto que me cuesta muy poco apretar el gatillo, y lo haré si sus hombres se
empeñan en perseguimos.
Antes de salir, Alfredo abrazó con ternura a su amada.
—No temas, nena. Todo se resolverá de forma satisfactoria.
Los cuatro hombres salieron, sin que el sargento Baxter se atreviese a ordenar la
persecución.
Sin dificultad alguna, cruzaron la puertecita del jardín y no tardaron en encontrarse
ante tres caballos. Con un ademán, Frank indicó a Alfredo que subiese en uno, y Pecas
Sonny hizo lo propio.
—Ya puede marcharse, Larraine, y no olvide mi consejo.
Este se apresuró a obedecer, deseando hallarse lejos de aquellos hombres. Cuando
estuviera entre sus hombres daría la orden de emprender la persecución, y no tardaría
mucho en tenerlos en su poder. Entonces les demostraría que era peligroso desafiarle.
Frank montó ágilmente en su caballo y emprendió el galope. Sus dos acompañantes le
siguieron sin titubear. Recorrieron en silencio una larga distancia, entre la oscuridad de la
noche, habiendo ocupado la primera posición Pecas Sonny, que hacía de guía.
De pronto, Pecas Sonny detuvo su cabalgadura, mientras decía:
—Ya hemos llegado.
Alfredo sabía dónde se encontraba. La última milla recorrida fue de terreno escabroso,
hasta llegar a aquella oculta cañada. Se internaron por un estrecho sendero y se
detuvieron definitivamente en aquel acogedor lugar.
La cañada tenía otra salida, así que no podían ser sorprendidos. Desde luego, se
trataba de un lugar ideal para permanecer a la expectativa, pues los soldados de Larraine
no podrían encontrarlo con facilidad.
Pecas Sonny cuidó de los caballos, mientras Frank encendía una pequeña fogata para
hacer un poco de café. Cuando los tres hombres estuvieron sentados, saboreando el
aromático líquido, Alfredo dijo:
—No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí, Hallon.
—No empiece a decir tonterías. Ya le advertí que no debía ser impulsivo.
Alfredo no se sintió lastimado por esta contestación.
—Larraine intentaba avasallar a mi prometida, NO podía hacer otra cosa.
Frank comprendió que el hacendado tenía razón, Si aquel malvado se hubiese atrevido
a tocar a Dolores, él hubiera saltado sobre él, aunque una docena de revólveres le
estuvieran apuntando.
—Le comprendo, Alfredo. Mis palabras no han sido una censura. En su lugar hubiera
hecho lo mismo.
—¿Por qué ha intervenido usted?
—Sospechaba lo que iba a ocurrir. Ya es tiempo de oponerse a los manejos de esos
facinerosos.
—Tres hombres poco podremos hacer.
Frank sonrió, mientras movía la cabeza.
—Creo que se equivoca. Tres hombres decididos pueden hacer grandes cosas, y más
cuando cuentan con el apoyo de muchos hombres.
—Los hacendados no querrán exponerse. No sólo se trata de sus vidas, sino de las de
sus familiares.
—Ya veremos, ya veremos —fue la ambigua contestación de Frank.
Se volvió hacia Pecas Sonny.
—¿Estás arrepentido de haberme seguido?
—De ninguna manera, Frank. Nunca había disfrutado tanto como esta noche. El
momento en que derramaste el vino en la cara de Larraine fue inenarrable.
Estas palabras hicieron reír a los tres hombres. Cada uno de ellos rememoró la imagen
del capitán, tendido en el suelo, tratando inútilmente de librarse del chorro de vino que
caía sobre él de modo impecable.
—Bueno —decidió Frank, tras beber un trago de whisky—. Ahora es conveniente
descansar. Cada uno tendrá que hacer un turno de guardia. Hay que evitar ser
sorprendidos.

***
Larraine regresó furioso al salón. Baxter se había adueñado de nuevo de la situación,
pues ninguno de los invitados hizo movimiento alguno de rebeldía. Al ver aparecer a su
jefe, le salió al encuentro.
—¿Se han ido?
—Sí —asintió el capitán, con una feroz sonrisa—, pero ahora saldremos en su
persecución y nos apoderaremos de ellos. Esos hombres deben morir. Vaya a preparar a
los soldados.
Baxter salió precipitadamente del salón, mientras Larraine se volvía hacia los
hacendados.
—Puede continuar la fiesta. Lo ocurrido tiene escasa importancia. Esos hombres serán
detenidos y recibirán su castigo. No olviden que la situación continúa siendo la misma.
José Almenar se adelantó.
—He decidido dar la fiesta por terminada. La mayoría de mis invitados, después de lo
ocurrido, desean retirarse.
El furor se reflejó en el semblante de Larraine.
—¿Quién desea marcharse a su casa? —inquirió, amenazador.
Todos los hombres se adelantaron. El capitán los examinó, enfurecido. No creía que se
atrevieran a tanto. Ahora no le era posible imponerse, y más después del desairado papel
que le correspondió en el incidente ocurrido. Sonrió forzadamente.
—Siendo así, pueden retirarse.
Cuando el último invitado hubo salido, José Almenar volvió a hablar.
—Después de lo ocurrido, no puede usted continuar en mi casa.
—No me gusta nada su actitud, señor Almenar.
—Su opinión me tiene sin cuidado, capitán Larraine
—contestó el noble señor, con altivez.
Larraine enrojeció, sintiendo la sensación de haber recibido una bofetada. Sus excitados
nervios estallaron. No le fue posible contenerse.
—No necesito su hospitalidad, Almenar. ¡Queda usted detenido!
José Almenar permaneció erguido, firme, sin el menor temor en su mirada. Su esposa e
hija corrieron hacia él, sollozando.
—No os preocupéis por mí —dijo, con entereza—. No me ocurrirá nada. Dios no puede
permitir tantas injusticias.
Larraine hizo una señal, y dos soldados se apoderaron del hacendado. Las dos mujeres
quedaron inmóviles, apoyadas la una en la otra. El detenido salió de su casa y el capitán
hizo una ligera inclinación.
—Señoras, siempre a su disposición.
—Es usted un asesino —contestó Rosita, con desprecio.
Larraine se marchó, fingiendo no haber oído estas palabras.
Una vez fuera de la casa, dio rienda suelta a su furor, prorrumpiendo en imprecaciones
y denuestos. El sargento Baxter se le acercó.
—Todo dispuesto para emprender la persecución, capitán.
Larraine montó en su caballo y dio la orden de partir. En la oscuridad de la noche
partieron aquellos jinetes. Galopaban a ciegas, pues no poseían indicio alguno de la
dirección seguida por los fugitivos. Pero el capitán Larraine espoleaba a su montura sin
cesar.
Nada deseaba tanto como apoderarse de los tres fugitivos. Al parecer, el número de
éstos carecía de importancia para él. Su fuerza era infinitamente superior. Se hallaba en
juego la parte moral, y ésta había sido destrozada por completo por aquellos hombres
con su audacia.
Por lo menos dos de ellos eran verdaderamente temibles. El se jactaba de ser un duro
luchador. No obstante, Alfredo del Castillo le venció con aparente facilidad. El capitán
Larraine no parecía en modo alguno adversario adecuado para él. El último puñetazo que
recibió fue formidable, dándole la impresión de que acabase de estallar un cartucho de
dinamita a su lado, haciéndole volar.
En cuanto al maldito vaquero, no podía tener duda. Su forma de hablar y de sostener el
revólver, indicaba que se trataba de un excelente tirador dueño de una extraordinaria
sangre fría. Al otro vaquero no le conocía, e ignoraba quién era. Pero el hecho solo de
acompañarles ya indicaba que debía ser un hombre valiente.
Tras más de una hora de duro galopar, el capitán Larraine ordenó hacer alto. Estaba
exasperado, viéndose impotente para poder actuar. Proseguir la persecución por la noche
era como correr tras un fantasma.
Por ironía del Destino, se habían detenido a escasa distancia de la cañada donde se
cobijaban los fugitivos. Estos, habiendo oído el rumor de los cascos de los cabellos,
permanecían alerta, para no dejarse sorprender.
Larraine, sin sospechar esta proximidad, masculló maldiciones, y luego, resignándose,
dio la orden de regresar al poblado.
CAPITULO IX
Al día siguiente, el capitán Larraine hizo un registro en el poblado y en las haciendas de
los alrededores. Sus hombres saquearon la propiedad de Alfredo del Castillo. Quedó
defraudado al no hallar apenas nada de valor y comprendió que el joven ya había previsto
aquella situación, ocultando todos los objetos valiosos.
Se portó con dureza y realizó interrogatorios y detenciones. Su principal intención era
continuar manteniendo el temor. Debía tratar a aquellos hombres con mano dura, para
evitar que siguieran el ejemplo de los fugitivos. De éstos no halló el menor rastro,
resultando inútiles todas las indagaciones efectuadas.
Un grupo de soldados detuvo a un comerciante. El que parecía mandar la pequeña
fuerza le miró con malévola expresión, mientras se daba golpes en las piernas con un
látigo.
—Usted nos va a decir dónde se oculta Alfredo del Castillo.
—No me es posible. Lo ignoro.
—¡Dígalo!
El hombre se mantuvo firme, mirando con desprecio al soldado que le preguntaba.
Este, con la autoridad que le había conferido el capitán Larraine, sonrió con crueldad,
exasperado por la actitud del comerciante. Le golpeó con el mango del látigo, dándole en
pleno rostro y dejando un surco sangriento en éste. El hombre se tambaleó, sin poder
contener un gemido de dolor. Sin embargo, procuró mantenerse firme, mientras decía:
—Es usted un cobarde.
El soldado lanzó un rugido de furor.
—Cogedle y atadle.
Los cuatro soldados se apoderaron del comerciante y cumplieron la orden de su
compañero. Este, sonriendo ferozmente, señaló el aldabón de una puerta cercana. Sus
hombres comprendieron inmediatamente y sujetaron las manos del detenido en éste.
Phil Beynon se acercó con lentitud a su víctima, sin que se borrase de sus labios su
odiosa sonrisa. Varias personas observaban atemorizadas la escena, sin osar intervenir.
Con nerviosos movimientos, rasgó la ropa del comerciante, dejando al descubierto la
espalda de éste.
—Que sirva de escarmiento a los demás —dijo en voz alta.
Y dando dos pasos atrás, hizo restallar el látigo en el aire, para dejarlo caer después con
furia en la desnuda espalda. Uno tras otro, propinó doce latigazos a su víctima. Los dos
últimos ya no eran necesarios, pues el infeliz había perdido el conocimiento. Sin embargo,
se portó con entereza. Ni una sola vez pidió clemencia.
Beynon contempló la espalda sanguinolenta de su víctima y escupió al suelo.
—Ya podemos marchamos.
Se alejaron, seguidos por las miradas rencorosas y atemorizadas de los espectadores de
la cruel escena. El desdichado fue auxiliado en seguida, prodigándosele los cuidados que
requería su delicado estado.
Phil Beynon fue de un lado a otro, gozando al ver el temor a su paso El sargento Baxter
no le hizo el menor reproche por la injusticia cometida, aprobando el hecho. No en balde
Beynon era su soldado de más confianza.
Al atardecer, Phil Beynon y los cuatro soldados se hallaban en una taberna. Bebían
alegremente, comentando las hazañas realizadas durante el día.
Salieron voceando, sintiéndose los dueños de la situación. Fanfarroneaban sin cesar,
lamentando que se acabara aquella jornada, pues durante ella consiguieron un
importante botín. Ya empezaba a oscurecer.
De pronto, sonó una voz amenazadora.
—¡Levanten los brazos! ¡Quietos, o disparamos!
El tono de la voz no dejaba lugar a la menor duda, y los soldados se apresuraron a
obedecer. Se volvieron, y parpadearon asustados al reconocer a Alfredo del Castillo,
Frank Hallon y Pecas Sonny. Los tres hombres empuñaban firmemente sendos «Colt».
Frank dio un paso hacia ellos.
—¿Quién de ustedes es Phil Beynon?
—Yo —respondió el miserable, pasándose la lengua por los resecos labios.
Frank le propinó una fuerte bofetada.
—Ya me he enterado de su hazaña, Beynon. Me permito felicitarle por ella.
El soldado palideció intensamente. Sus piernas temblaban de forma visible.
—Al parecer, usted no se halla muy satisfecho de esa hazaña.
—Yo no quise hacerlo, Hallon.
—¿Con que no, verdad?
Con rápidos movimientos desarmó a sus enemigos, y les indicó con un gesto que
continuaran adelante. No tardaron en llegar al lugar donde fue apaleado el desven-
turado comerciante. Alfredo continuó encañonando a los soldados, mientras numerosos
curiosos presenciaban regocijados la escena, Frank se apoderó del látigo y entre él y
Sonny ataron las manos de Beynon, sujetándole al mismo aldabón.
Beynon empezó a gemir, implorando misericordia. Frank le lanzó una mirada de
desprecio.
—Eres un ser despreciable. ¿Acaso tuviste piedad de tu víctima?
Y empezó a golpear la espalda de Beynon, tras haber rasgado Sonny su ropa. A Frank le
resultaba repulsivo golpear con tal saña a un hombre atado, pero el recuerdo de lo
realizado por Beynon le estimuló a proseguir su ingrata tarea.
Cuando cesó de golpear, Beynon había perdido el conocimiento, no sin haber proferido
antes grandes lamentos.
—Hemos llevado a cabo un acto de justicia —dijo en voz alta.
Le contestó una entusiasta aclamación. Los habitantes de Rosales estaban enardecidos
por la actitud valiente de los tres hombres.
De pronto, se oyó el galopar de varios caballos, y los curiosos se apresuraron a
ocultarse, comprendiendo que llegaban soldados dispuestos a castigar a los valerosos
rebeldes. Frank, Alfredo y Sonny no se movieron, ni dieron muestras de sentirse
alarmados.
Al aparecer los soldados, éstos se abalanzaron sobre sus enemigos, pues ya estaban
enterados de lo ocurrido. Estaban decididos a matarlos, animados por la recompensa que
el capitán Larraine ofreció por sus capturas, vivos o muertos.
Pero sonaron tres detonaciones, y tres jinetes se desplomaron. Los soldados se
quedaron unos instantes indecisos. Esto resultó fatal para ellos, pues los tres amigos
volvieron a disparar, y dos caballos quedaron libres de sus jinetes.
El desconcierto y el terror se apoderó de los hombres de Larraine, y no se atrevieron a
atacar a aquel enemigo tan temible, que con tan certera puntería les iba aniquilando.
Entonces emprendieron la huida, pero dos de ellos volvieron a ser víctimas de la puntería
de sus temibles adversarios.
Cuando se vieron libres de los soldados, Frank se volvió hacia los cuatro soldados que
acompañaban a Beynon. Éstos no se habían movido, completamente atemorizados.
Dirigió una mirada a Alfredo, y éste dijo:
—Digan al capitán Larraine que hemos empezado a luchar contra él, y que
conseguiremos derrotarle.
Se alejaron con rapidez, y cuando los soldados lograron reaccionar, ya no quedaba
rastro de su presencia. Corrieron hacia su maltratado compañero, librándole de las
ligaduras que le sujetaban al aldabón. Beynon había perdido el conocimiento, y su
espalda estaba convertida en una llaga. Frank Hallon había golpeado con furia.
Nuevos soldados llegaron. Esta vez, el sargento Baxter iba al frente de ellos y
prorrumpió en juramentos de furia impotente al comprobar las bajas sufridas. De los
siete soldados derribados, seis estaban muertos, lo cual demostraba la prodigiosa
puntería de los tres hombres y su decisión de disparar a matar. El descalabro era
importante, y había que contar con la baja de Beynon.
No sólo consistía en la parte material, sino en la moral. Hasta entonces habían actuado
con entera impunidad, exceptuando la primera actuación de Alfredo del Castillo, que sólo
apaleó a un soldado, sin consecuencia grave alguna. Pero ahora ya sabían lo que era
recibir plomo, y tenían la seguridad de que la muerte podía surgir de improviso ante ellos
en cualquier momento.
Baxter indagó e hizo infinidad de preguntas, empleando en algunas ocasiones la
violencia, pero resultó inútil. No logró enterarse de cómo pudieron entrar en Rosales los
tres fugitivos, ni dónde permanecieron ocultos.
No quedó conforme e hizo registrar las casas del modo más minucioso, incluso los
tejados. Sus hombres le obedecieron, pero en sus semblantes no se reflejaba el
optimismo que hasta entonces mantuvieron, y que había sido sustituido por el temor.
Ninguno de ellos deseaba hallar a los fugitivos, pues tenían la certeza de ser acogidos a
tiro limpio.
Uno de los soldados subió a un tejado. De pronto, su rostro se demudó. Ante él se
hallaba Pecas Sonny. Se dispuso a disparar, pero se le anticipó el vaquero. Al recibir el
balazo, el cuerpo del soldado osciló durante unos instantes, cayendo luego al vacío.
Si el disparo sembró la alarma entre los hombres de Baxter, la caída de su compañero
les hizo sentirse atemorizados. El sargento ordenó la persecución, pero sin dar él el
ejemplo. Los soldados se miraron entre sí. Ninguno de ellos se atrevía a subir al tejado.
—¡Arriba, a por ellos! —ordenó Baxter, furioso.
Fue inútil. Sus hombres no le obedecían. Perdido el control de sus nervios, amenazó
con su revólver a los soldados.
—¡Arriba! ¡Hay que apoderarse de esos hombres!
Ninguno se atrevió a ser el primero en subir, pues tenían la seguridad de seguir la
suerte de su compañero.
—¡Sois un hatajo de cobardes! —vociferó Baxter, ebrio de ira y apretando el gatillo.
Un soldado cayó muerto, y fue entonces cuando le obedecieron. Mas, tan pronto
como subieron al tejado, una lluvia de plomo cayó sobre ellos y sufrieron cuatro bajas
más. Todo ello en el transcurso de un minuto escaso.
La desbandada fue general. Ninguno de ellos se atrevía a enfrentarse con aquellos
diablos. Alfredo contempló la huida de sus enemigos con una sonrisa de desprecio.
—Huyen como una bandada de conejos —comentó, burlón.
—¡Corramos! —dijo Frank, dando el ejemplo—. Baxter puede conseguir acorralamos
y la situación se haría comprometida para nosotros.
Así era, en efecto. Sonaron algunos disparos desde los tejados próximos. Baxter había
comprendido la necesidad de recurrir a la astucia, al convencerse de que lanzarse a
pecho descubierto podía serle funesto.
«No tardaron en estar en una calle estrecha. En esta ocasión, Alfredo hacía de guía,
dado su conocimiento del poblado. Varias puertas se abrieron, ofreciéndoles un refugio,
pero los rechazaron sonrientes. Ellos tenían un objetivo trazado.
Sabían que el capitán Larraine ya no se alojaba en la casa de José Almenar, habiendo
decidido hacerlo en casa del alcalde. James Steel no pudo negarse a ello.
Larraine bebía una copa de whisky. Sus movimientos eran nerviosos, ya que estaba
enterado de lo que ocurría. El temor empezaba a apoderarse de él, al darse cuenta de
que aquellos hombres eran más temibles de lo que pudo imaginar.
Dio algunos pasos por la estancia. En modo alguno podía estar quieto. Sus nervios ya
estaban alterados. De continuar la eficaz actuación de aquellos hombres, su situación
podía llegar a ser comprometida. Su ejemplo podía inducir a los habitantes de la región a
empuñar las armas. Y de ocurrir, esto, él y sus hombres podían verse acorralados.
Abrió un armario, y una sonrisa apareció en su rostro. Sus ojos se habían dirigido a
unos pequeños sacos, que contenían el dinero conseguido. Allí había una pequeña
fortuna. La cantidad rebasaba los sesenta mil dólares. Si este dinero no tenía que ser
repartido entre sus hombres él podía establecerse en algún lugar de Arizona o Nuevo
México. Para esto sólo tenía que hacer una cosa: huir.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, oyendo una voz burlona que acababa de decir:
—¿Cómo se encuentra, capitán Larraine?
Se volvió, y el sudor inundó su frente. Ante él se hallaban Alfredo, Frank y Sonny, los
tres, erguidos, encañonándole con sus «Colt». Estaba perdido. Nada lograría salvarle de
las garras de sus enemigos. No comprendió cómo lograron entrar sin haber sido oídos.
Sus reflexiones fueron interrumpidas por Alfredo.
—¿Ya no se muestra tan arrogante, capitán? Créame que me siento defraudado. Creí
que era usted más valiente. Frank Hallon se dio cuenta en seguida, y hemos discutido en
varias ocasiones. Ahora debo darme por vencido. Es usted un cobarde.
Larraine rechinó los dientes, viéndose impotente para replicar a su enemigo. Este
prosiguió, mordaz:
—Usted sólo se muestra arrogante con las mujeres y los ancianos.
—Usted es muy valiente porque me encañona, pero no se atrevería a mantener sus
palabras con la espada.
Alfredo le miró con desprecio.
—Me siento tentado de cogerle la palabra, pero no puedo hacerlo. Me ha traído aquí
algo más importante.
Larraine, al oírle, no pudo menos de dirigir una mirada al armario, cuya puerta había
cerrado precipitadamente. Frank se le aproximó, diciendo:
—Haga el favor de apartarse de ese armario.
—No hay nada ahí dentro —respondió Larraine, precipitadamente.
—No importa. Lo comprobaré por mí mismo —dijo Alfredo.
Y ante la desesperación de Larraine, se aproximó al armario, mientras Frank le obligaba
a retirarse. El joven hacendado abrió la puerta y su mirada se fijó en los sacos. Los tocó,
comprobando cuál era su contenido. Se volvió hacia el malvado.
—¿Con que aquí dentro está el producto de sus crímenes?
—No se lo lleve. ¡Ese dinero es mío!
Frank no pudo contenerse. Su indignación fue superior a su hombría, que le impedía
golpear a un hombre que no podía defenderse. Su mano izquierda golpeó la mejilla de
Larraine, que retrocedió un paso, aturdido.
—¡Es usted un canalla!
Larraine, enloquecido por su codicia, intentó abalanzarse sobre Alfredo. Pero Pecas
Sonny, que se hallaba pendiente de sus movimientos, se limitó a adelantar un pie. El
capitán tropezó y se desplomó de bruces. Intentó incorporarse, pero se estremeció y
permaneció inmóvil al notar en su nuca la afilada punta del cuchillo de Alfredo. La voz de
éste le convenció de cuáles eran sus intenciones.
—Si no se queda quieto le hundo el cuchillo hasta la empuñadura.
Larraine obedeció, sin dudar de que el joven era capaz de cumplir su amenaza. Sin
embargo, no pudo contenerse.
—Esto lo pagarán caro.
—¿Todavía se atreve a amenazar? Es usted peor que un gusano.
Larraine permanecía con las manos apoyadas en el suelo, mientras en su nuca se
apoyaba el cuchillo de Alfredo. Este dirigió a sus amigos una rápida mirada, y los dos
abandonaron la estancia con rapidez. Después lo hizo el joven.
Al verse libre de la amenaza que pendía sobre él, Larraine se incorporó furioso. Sus
dientes rechinaban de coraje y salió gritando:
—¡Detenedles! ¡Me han robado!
James Steel le salió al encuentro.
—¿Qué le ha ocurrido, capitán? —preguntó, sorprendido.
Su presencia calmó a Larraine, que le miró fijamente.
—¿Usted ha facilitado la entrada de esos hombres?
—¿Qué hombres? No le entiendo.
—Se trata de Alfredo del Castillo y esos dos vaqueros.
—¿Que han estado en mi casa? —exclamó el alcalde, en el paroxismo del estupor.
A pesar de su furor, Larraine no tuvo más remedio que comprender la inocencia de su
interlocutor. Comprendió que lo más conveniente era callarse. La publicación de la
noticia de la audaz acción de sus enemigos sólo serviría para aumentar el regocijo de los
habitantes de Rosales, sin ningún resultado práctico para él.
Se retorcía los dedos con furia, tratando de calmar su nerviosismo. La situación había
cambiado por completo. El botín conseguido le había sido arrebatado por sus enemigos.
En realidad, se hallaba igual que cuando llegó a Rosales.
Los centinelas apostados en la puerta de la casa no habían visto entrar ni salir a nadie,
y Larraine comprendió que habían saltado por el jardín. Ordenó que fuesen en busca del
sargento Baxter. Estaba dispuesto a realizar su venganza.
Baxter sufrió un duro golpe al enterarse de lo ocurrido. Sus ojos se fijaron en los de su
jefe, advirtiéndose en ellos el desconcierto.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, anhelante.
—Actuar sin contemplaciones. Ya lo he decidido. Saquearemos todas las haciendas y el
poblado. Luego reuniremos el ganado de Alfredo del Castillo y Diego Quintana y nos
iremos hacia Nevada, obtendremos un gran beneficio por su venta.
—¿Y si estos hombres nos persiguen?
—¡Bah! —exclamó Larraine, despectivo—. No se atreverán, y desgraciados ellos si lo
intentasen.
Baxter pareció quedar convencido, pues asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí, es lo mejor que podemos hacer.
CAPITULO X
El capitán Larraine reunió a sus hombres tan pronto amaneció. Ya no formaba la
aguerrida tropa que llegó a Rosales unos días antes. Su aspecto denotaba el terror de que
se hallaban poseídos.
Dio órdenes con rapidez y precisión, poniéndoles al corriente de la situación y de lo
que intentaba hacer. Aquellos hombres sin escrúpulos asintieron complacidos. El plan
que acababa de exponerles su jefe les pareció perfecto, el mejor que podían seguir en
aquellas circunstancias.
Los tres audaces individuos que les mantenían en un continuo jaque no se atreverían a
hacerles frente. Eso hubiera constituido un suicidio. Una vez tuvieran el ganado reunido
se alejarían para siempre de aquella región, que amenazaba convertirse en su tumba.
Larraine ya no perdió el tiempo. Su primer objetivo fue la casa de James Steel,
apoderándose de cuanto de valor halló a su paso. Steel y su familia fueron encerrados en
una habitación. Seguidamente saquearon las principales casas del poblado, empezando
por la de José Almenar, que todavía continuaba encerrado en la cárcel.
Rosita y su madre no se opusieron a sus intenciones, limitándose a encerrarse en una
habitación, para librarse la joven de las insistentes miradas del capitán.
Los soldados ya no cesaron en el saqueo de la población, sin que nadie se atreviera a
oponerse, lo que aumentó la confianza de aquellos bandidos, que continuaron su tarea
con renovado ardor.
Larraine, no obstante, había adoptado precauciones. Doce soldados a las órdenes del
sargento Baxter estaban preparados, por si Alfredo del Castillo y sus compañeros osaban
intervenir. Pero esto no se produjo. Y Larraine sonrió, burlón, teniendo la seguridad de
que se dieron por satisfechos al conseguir arrebatarle el dinero. No esperarían que se
apoderasen del ganado.
La primera hacienda que hallaron a su paso fue saqueada sin la menor dificultad. Ya no
regresarían al poblado. Cuando tuvieran un buen rebaño en su poder, se encaminarían
directamente hacia Nevada.
Llegaron al segundo rancho. Su entrada fue ruidosa. Dispararon algunos tiros para
sembrar el pánico en los moradores. El grupo, al mando del sargento Baxter, se apostó en
un lugar estratégico, por si se efectuaba una revuelta. De improviso, sonó una descarga
cerrada, y la mayoría de los soldados se desplomaron. El terror y la confusión fue
enorme. Todos se apresuraban a huir.
Ahora no eran atacados por tres hombres, sino por un número superior. En efecto, los
que se aproximaban a la casa fueron recibidos por otra descarga, que sembró la muerte
en sus filas. Aparecieron varios jinetes a cuyo frente iba Alfredo del Castillo. Los
facinerosos ya no intentaron hacer frente a sus inesperados enemigos. Por el contrario,
buscaron la salvación en la huida.
El sargento Baxter se alejó de sus hombres, comprendiendo que si se hacía otra
descarga sería alcanzado por un balazo. Se lanzó al galope hacia el campo abierto, ávido
de escapar de aquel infierno.
Sonó una detonación y notó cómo su caballo se estremecía, dejando escapar un
relincho de agonía. Rápido, sin perder la serenidad, sacó los pies de los estribos y saltó al
suelo. Un caballo se detuvo cerca de él y su jinete saltó ágilmente al suelo. Lo reconoció
en el acto. Se trataba de Frank Hallon.
Se sorprendió al no verle empuñar su revólver, y una sonrisa entreabrió sus labios. Por
lo menos se le presentaría la oportunidad de vengarse, matando a aquel vaquero odioso.
Se mantuvo inmóvil, con las manos apoyadas en el suelo y la mirada fija en Frank.
—Levántese y defiéndase, sargento. ¡Voy a matarle!
—No me será posible. Tengo un pie deshecho.
Frank le miró con frialdad.
—Si es así, tendré la satisfacción de colgarle de un árbol.
El sargento Baxter se decidió, creyendo que aquella era la ocasión esperada, pues
Frank Hallon se hallaba desprevenido. Su diestra asió la culata del «Colt» y lo extrajo con
veloz movimiento. Pero Frank no estaba distraído, sino pendiente de sus movimientos.
El joven se anticipó con vertiginosa celeridad. El revólver parecía haber acudido a su
mano, pues ésta casi ni se había movido. Su primer disparo dio en el brazo de Baxter,
deteniendo su movimiento de disparar, y el segundo se alojó en su frente, haciendo que
un chorro de sangre se extendiera por su rostro.
Baxter apenas lanzó un grito de dolor al sentirse herido en el brazo. Se precipitó hacia
atrás, y cuando su cabeza dio sobre la tierra, ya estaba muerto.
Frank ni siquiera lo miró. Dio media vuelta y volvió a montar sobre su caballo con
intención de regresar al lugar de la refriega. Había conseguido que aquel canalla no
lograra huir. Era merecedor de la muerte, y de ninguna manera hubiera deseado que
escapase con vida. Por eso estuvo pendiente de sus movimientos.
Ya no había lucha. Todo consistía en una encarnizada persecución. Los hombres que
se agruparon alrededor de los tres audaces fugitivos saciaban el rencor almacenado
durante aquellos días de opresión, disparando a matar sobre aquellos bandidos que
sembraron el terror entre ellos y sus familiares.
El capitán Larraine se dio cuenta de la muerte del sargento Baxter. Su rostro se
contrajo en un gesto de horror, lo cual no fue producido por el aprecio que pudiera
sentir por su cómplice, sino por comprender el inminente peligro que le amenazaba.
Sin vacilar, emprendió un desenfrenado galope hacia Rosales. Su mente trabajó con
rapidez, comprendiendo que si huía a campo traviesa, sería alcanzado con facilidad por
sus enemigos. Decidió poner en práctica una audaz y decisiva maniobra.
Consiguió reunir a cuatro de sus hombres, pues éstos, al advertir sus señales se
apresuraron a ir tras él confiando en que su jefe les salvaría de aquella peligrosa
situación.
Cuando Alfredo se dio cuenta de la maniobra de su enemigo éste se hallaba muy
distanciado. A su vez reunió a varios hombres a su alrededor, desistiendo de exterminar
a sus enemigos. Debía dar el merecido castigo a Larraine. Aparte de que éste era capaz
de cometer una nueva fechoría.
Frank Hallon y Pecas Sonny se hallaban a su lado cuando se lanzaron en persecución
de los fugitivos. La situación había cambiado por completo. Sus enemigos habían sido
diseminados y muchos de ellos yacían sin vida a su alrededor. El escarmiento realizado
en aquellos facinerosos serviría para que no intentaran volver a Rosales.
—Debemos alcanzarles —dijo Alfredo, señalando a los soldados.
—Sí —asintió Frank—. Ese canalla se dirige al poblado. Es capaz de cometer otra de
sus fechorías.
Dedicaron todos sus esfuerzos a tratar de aminorar la ventaja que les llevaban los
forajidos, aunque comprendieron que éstos llegarían a Rosales mucho antes de que lo
hicieran ellos.
Larraine dejó escapar un suspiro al entrar en las calles de la población, comprobando
que en ellas no les esperaba enemigo alguno, pues los escasos transeúntes que hallaban
a su paso se apresuraban a ocultarse.
Esto constituyó un síntoma favorable para él. Dedujo que no todo estaba perdido. Aún
lograría escapar de aquella región donde la muerte le acechaba continuamente. Se
detuvo en la plazoleta y ordenó a dos de sus hombres:
—¡Id a la cárcel y traedme a José Almenar!
Fue obedecido sin rechistar. Aquellos hombres confiaban en que él era el único que
podía librarles de aquel infierno, Entró en la casa, a tiempo de ver cómo la señora
Almenar y su hija se ocultaban en una habitación.
Se acercó y llamó a la puerta. Al no recibir contestación, gritó:
—¡Abran o derribaré la puerta!
La señora Almenar abrió la puerta. Temblaba visiblemente.
—Por Dios, señor, no nos haga nada.
Rosita se erguía, altiva.
—Mamá, no implores a este hombre. Todo es inútil.
—Se equivoca, Rosita. Como prueba de mi leal conducta, no tardarán en tener a su lado
a su padre.
—¿De verdad?
—No lo dude.
En efecto, poco después José Almenar entraba en la estancia. Pese a las privaciones
sufridas, el noble señor avanzó erguido, y acogió en sus brazos a su esposa e hija,
mientras su mirada se fijaba en el malvado.
—¿Qué significa esto, Larraine?
—Nada en absoluto. Ustedes me servirán de rehenes.
—Nunca me he fiado de usted, Larraine. Sabía que ocultaba algo. Pero resultará inútil.
Recibirá el castigo a que se ha hecho merecedor.
—¡Cállese! —rugió Larraine, exasperado—. De lo contrario, le mataré aquí mismo.
Almenar no insistió, comprendiendo que aquel hombre era .presa del pánico y capaz de
cometer cualquier disparate. Además, su esposa se apretaba contra él, temblorosa.
En aquel momento se oyó el rumor de varios caballos que se detenían en la plazoleta.
Larraine abrió un balcón, sonriendo en forma siniestra al ver a sus enemigos.
—No den un paso más —ordenó, dejando escapar una sarcástica carcajada—. Si no me
obedecen, mataré a los señores Almenar y su hija. ¿Me ha entendido, Del Castillo?
El joven crispó los puños con impotente coraje, mientras veía aparecer en el balcón a
su amada y sus padres. No tenía la menor duda de que el miserable sería capaz de
cumplir sus palabras. Por vez primera, Frank le vio pálido, respirando con anhelante
ansiedad.
—Voy a matarle de un balazo —musitó—. No puedo errar el tiro.
—No, Frank. Sus hombres no titubearán en cumplir sus órdenes.
Se oyó la voz triunfante de Larraine.
—¿Qué está diciendo, Alfredo del Castillo? No le oigo.
El joven dio un paso adelante.
—Tengo una proposición que hacerle.
—Dígala. Siento curiosidad por conocerla —rió Larraine, desafiador.
—Usted es un buen esgrimista, ¿no es cierto, Larraine?
—Sí, puede darlo por seguro.
—Bien. Le desafío a un encuentro.
—¿Cree que me he vuelto loco? Si venciera, esos hombres me atacarían.
—No. Le doy mi palabra de que no ocurrirá así.
Larraine se acarició una mejilla con gesto socarrón.
—¿Qué ganaré yo si consigo vencer?
—Podrá marcharse.
—Eso puedo hacerlo ahora mismo. Nadie podrá impedirlo, y las vidas de los señores
Almenar y su bella hija lo garantizan.
—Es usted un canalla, Larraine. Pero tengo un premio muy apreciado por usted:
cincuenta mil dólares. Todo el dinero en efectivo de que dispongo.
Los ojos de Larraine brillaron de codicia, pero contuvo la contestación afirmativa que
pugnaba por salir de sus labios.
—Presiento una celada, Del Castillo, y no quiero exponerme.
—Usted sabe que no soy capaz de cometer una traición, Larraine. En dos ocasiones he
tenido oportunidad de matarle y no lo he hecho. No, no estoy arrepentido. Soy incapaz de
matar a un hombre indefenso. Usted y yo iremos a una milla de distancia. Allí ya estarán
las espadas, así como el dinero. Si usted vence, podrá marcharse con los cincuenta mil
dólares.
Larraine meditaba. Se sabía un buen esgrimista, y estaba convencido de poder vencer a
su enemigo. Podía confiar en la palabra de Alfredo del Castillo. El joven hacendado no
sería capaz de faltar a su palabra. Los cincuenta mil dólares acabaron de decidirle. La idea
de marcharse con aquel dinero fue superior a toda llamada de prudencia.
—Ya puede disponerlo. Pero llegaré allí con mis rehenes.
—Acepto.
Alfredo dio las órdenes necesarias. James Steel y dos comerciantes fueron los
encargados de llevar las armas a un lugar distante. El joven se despojó de todas sus ar-
mas, y Larraine salió de la casa, llevando consigo a sus rehenes. Miró a su alrededor, y
dejó caer sus armas.
Con voz altanera, dijo:
—Pueden marcharse.
Y salió al galope.
Alfredo le siguió, sin intentar alcanzarle. Las dos espadas habían sido dejadas distantes
una de la otra. Cuando vio a Larraine coger la espada comprendió cuál era su intención:
apoderarse de la otra.
Aceleró el galope de su montura. Necesitaba llegar antes que el capitán Larraine, pues
de no ser así, se encontraría a su merced. Y lo consiguió. No detuvo el galope del caballo
para inclinarse a coger la espada, haciéndolo unas yardas antes de que llegara Larraine.
—Es usted un canalla —masculló, indignado.
Larraine lanzó un rugido de rabia y se lanzó impetuosamente contra él, con la espada
en alto, con la evidente intención de hendirle la cabeza. Alfredo detuvo con facilidad el
golpe, tirando seguidamente varias estocadas que hicieron retroceder a su adversario.
—Me es igual luchar a pie que a caballo —comentó.
No obtuvo contestación. Su enemigo se precipitaba contra él. El choque fue terrible.
Las dos espadas quedaron enlazadas, mientras los dos rostros sudorosos estaban muy
próximos, mirándose con inextinguible odio. Se separaron, y al hacerlo, Larraine actuó
con relampagueante celeridad, arrojando el arma con la intención de clavarla en el
cuerpo del joven.
Un rugido de despecho y temor brotó de su garganta, al ver a Alfredo maniobrar con
habilidad a su montura, librándose de ser alcanzado por la espada.
Tembló de angustia, comprendiendo que se hallaba a merced de su enemigo. Este
podía matarle sin el menor escrúpulo. El había jugado una carta decisiva y había perdido.
Su angustiada mirada se posó en la espada, que no estaba muy distante de él. Pero
Alfredo se interponía. Este desmontó, al tiempo que decía:
—Puede recoger la espada, Larraine. Ahora lucharemos como debimos hacer en un
principio.
Un pensamiento cruzó veloz la mente del malvado. Si lograba apoderarse de la espada
sin descender de su montura, lograría una gran ventaja sobre su enemigo. Clavó las
espuelas en los ijares del animal, y antes de que su enemigo lograra evitarlo, llegó hasta la
espada y la cogió hábilmente.
Hizo volver grupas a su caballo, y se precipitó sobre Alfredo, que no tuvo tiempo de
evitar la traidora maniobra de su enemigo, pero sí de ponerse a la defensiva, evitando
recibir el terrible sablazo.
Al hacerlo, Alfredo logró asir con la mano izquierda la pierna de su adversario, y con un
brusco tirón lo derribó de su montura. Larraine dejó escapar un horrible alarido al verse
en el aire. Vio ante sí a Alfredo del Castillo, amenazador. Sin embargo, éste le permitió po-
nerse en pie, y cuando lo hizo, le atacó impetuosamente.
Durante unos segundos, las espadas chocaron con furia, oyéndose la respiración
agitada de los combatientes. Larraine empezó a ceder al empuje de su vigoroso adversa-
rio. Sus ojos miraron a su alrededor, y entonces fue cuando vio el dinero. Ya no le sería
posible apoderarse de él. Alfredo del Castillo le dominaba.
Furioso, se lanzó a fondo, pero Alfredo ladeó ligeramente el cuerpo y alargó el brazo
derecho, haciendo que su espada atravesase la garganta de Larraine, que se desplomó,
exhalando un estertor de agonía.
Alfredo dejó caer la espada, cogió el dinero, y montando en su caballo, se encaminó
hacia Rosales.
Había triunfado.
EPILOGO
Poco después llegaba la noticia de que el comodoro Sloat había conquistado
Monterrey y Yerba Buena. La conquista de California fue realizada con rapidez.
La seguridad dentro de aquel territorio estaba asegurada. Patrullas del ejército lo
recorrían de un lado a otro, exterminando a cuadrillas de forajidos similares a la del
capitán Larraine.
Frank Hallon fue al encuentro de Diego Quintana.
—¿Qué desea, muchacho? —preguntó el hacendado, dando una palmada en la espalda
del joven.
—Me marcho del rancho, señor Quintana. Mi misión ha terminado.
—Ahora la seguridad de California es un hecho. No comprendo el motivo de su marcha.
—Ya debería estar en Arizona.
—¿Qué le espera en Arizona, Frank?
—En realidad, nada. Pero siempre he vivido allí.
Diego Quintana se volvió, y dijo:
—Oye, Dolores, Frank dice que se marcha. Hasta luego, muchacho.
Y se alejó.
El joven miró a la muchacha, que había aparecido en el porche. Desde que la situación
había quedado normalizada en Rosales, procuró verla lo menos posible, aunque advirtió
que Dolores no había vuelto a vestir de vaquero.
—¿Te marchas, Frank?
—Sí.
—¿Por qué?
—Debo irme. Mi presencia aquí ya no es necesaria.
—¿No asistirás a la boda de Alfredo y Rosita?
—No, les saludaré y haré votos para que sean felices.
—Es una contrariedad. Yo hubiera querido casarme el mismo día que Rosita.
Frank se estremeció, como si un rayo hubiera caído sobre su cabeza. Sus ojos miraron a
la muchacha con estúpida fijeza.
—¿Te vas... a casar?
—Sí, naturalmente.
—¿Y con quién?
—Yo hubiera querido hacerlo contigo, pero si te marchas...
Dolores se apoyó en la barandilla para no ser derribada, pues tal fue el ímpetu con que
Frank se abalanzó sobre ella. Sintióse abrazada y su rostro cubierto de ardientes besos.
Cuando intentó hablar, los labios del joven se lo impidieron.
Cuando Frank se separó, respiró profundamente y dijo:
—Te casarás el mismo día que Rosita.
—Eso ya lo sabía.
Se echó a reír al ver el estupor reflejado en el rostro de su amado.
En aquel instante, Diego Quintana daba una fuerte palmada en la espalda de Pecas
Sonny.
—Pronto se cumplirá mi más ferviente deseo: ser abuelo.
Los dos se echaron a reír, regocijados.
Frank Hallon ya no regresaría a Arizona.

FIN

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