Historia de Roma: el papado
El papado en Roma comienza en el 476, cuando tiene lugar la caída del imperio
romano. El imperio de Occidente recibió su derrota final a manos de los bárbaros
germanos y el imperio de Oriente, con capital en Constantinopla, paso a
conocerse como imperio Bizantino. Entonces, Roma ya había dejado incluso de
ser la capital del imperio Occidental varias décadas atrás. La última capital del
imperio fue Rávena.
Sin embargo, la figura de los obispos seguía creciendo y ganando mucha
importancia, al igual que el cristianismo. Y el obispo de Roma, el Papa, era el más
importante. Aunque Roma pertenecía todavía al imperio Bizantino, la lejanía de
Constantinopla, la llegada de los germanos y, posteriormente, de los lombardos,
pronto la alejaron de su protección. Ese vacío de poder hizo que la única autoridad
capaz de intervenir, el papa, supliera al gobierno de la ciudad que había sido hasta
hace poco el centro del mundo.
El nacimiento de los Estados Pontificios
El Papa, a la llegada de los lombardos, tomó el control político y militar de Roma
sumándolo al religioso. Sin embargo, los lombardos conquistaron territorios
pertenecientes a Roma y tardaron poco en ambicionar la antigua capital del
imperio romano. Roma, mediante varios papas, buscó sin éxito ayuda en
Constantinopla y finalmente acudió a los francos. En el 756, el Papa Esteban II
obtuvo el apoyo del rey franco, el padre de Carlomagno. Los francos restituyeron a
Roma sus territorios en los que el Papa sería la máxima autoridad. Nacían así los
Estados Pontificios.
La figura de Carlomagno cambió la situación en Europa. Bajo su mandato forjó un
imperio donde los francos conquistaron la mayor parte occidental del continente.
El emperador franco impuso sus límites a Roma y al Papa. Y Roma, de manera
oficial, dejó de pertenecer al imperio Bizantino reconociendo a Carlomagno como
su emperador. El Papa seguiría teniendo el poder de Roma y los Estados
Pontificios, pero con su permiso. La máxima autoridad era Carlomagno que, a
cambio, seguiría protegiendo a Roma ya que ahora le pertenecía.
El poder del papado
Con la caída del imperio de Carlomagno, en el 843, los Estados Pontificios
perdieron a su protector. Roma y su riqueza económica e histórica se convirtieron
rápidamente en el objetivo de muchos reyes. Durante los siglos posteriores, como
había hecho Esteban II con los francos, los Papas buscaron el respaldo de una
gran potencia que los protegiese y confirmara su autonomía sobre los Estados
Pontificios.
El cristianismo se había ya expandido y asentado por toda Europa con iglesias,
abadías, predicadores, curas y miles de seguidores. La Iglesia comenzaba a tener
un poder importante que siguió creciendo y expandiéndose durante los siglos
venideros. Los Papas que gobernaron Roma y los Estados Pontificios lograron
mantener su autoridad (con algunas breves interrupciones debidas a revueltas o a
la ocupación napoleónica) gracias a las buenas alianzas. Roma fue gobernada por
el papa hasta el año 1870 con la unificación de Italia.
La Expulsión de Heliodoro del Templo, de Rafael, representa el poder divino de la
Iglesia y el papado.
Durante más de un milenio, Roma, gobernada por los Papas, fue la capital de
estos Estados Pontificios y el centro del mundo cristiano.
A finales del siglo XV e inicios del XVI, el territorio gobernado por la Iglesia alcanzó
una enorme expansión, llegando a ser la primera potencia en Italia. Los Estados
Pontificios abarcaban lo que hoy son las provincias del Lacio, Las Marcas, Umbría
y Emilia-Romaña. Aunque el Papa delegaba el gobierno de estas zonas a otros
mandatarios y él se centraba en Roma y la Iglesia. Y en el arte. Pues en estos
años Roma se convierte en la capital mundial del arte y le quita a Florencia el
cetro del Renacimiento.
Renacimiento y Resurgimiento
Los Papas querían embellecer Roma y los edificios de la Iglesia. Por este motivo,
buscaban y pagaban a los mejores artistas de la época haciéndole todo tipo de
encargos. Es aquí cuando Miguel Ángel y Rafael entre otros llegan a Roma de
manos del papado y nacen La Capilla Sixtina, La cúpula de San Pedro o
las Estancias de Rafael en el Vaticano. Unos años que cambiaron Roma para
siempre y cuyas creaciones son admiradas incluso hoy en día por millones de
visitantes.
Durante el Renacimiento, en los Estados Pontificios, Miguel Ángel pintó la Capilla
Sixtina por encargo del Papa Julio II.
Como veíamos antes, pese a la longevidad de los Estados Pontificios, los Papas
sufrieron algunas interrupciones en su mandato. Durante los siglos XVIII y XIX, el
número de romanos contrarios al gobierno del papado aumentó. Pronto surgió un
movimiento de unificación de Italia en el que algunas regiones luchaban entre ellas
para lograr unir al país en una sola nación. Tras una primera guerra de
independencia que fracasó para el movimiento unificador, Vittorio Emanuele II,
apoyado en la legendaria figura de Garibaldi, tomó Roma uniendo todo el territorio
italiano bajo un mismo poder en el 1870. Era este el fin de los Estados Pontificios.
El último Papa a su frente, Pio IX, se negó a aceptar su derrota y se refugió en el
Vaticano, ya sin poder político alguno sobre Roma.
El despliegue del Papado constituye algo asombroso: nunca había sucedido algo
comparable, que una autoridad religiosa, sin medios económicos o militares, se haya
convertido en elemento clave (legal y cultural, espiritual y político) de la historia de
Europa (y de occidente). Sus orígenes fueron humildes y oscuros: nadie puede señalar
el momento en que surgió ni el día en que (bien entrado el siglo II) empezó a regir en
Roma un obispo "monárquico", que se sintió responsable de la iglesia (o conjunto de
iglesias) de la capital y extendió su influjo en el imperio. Tampoco sabemos el momento
en que (entre el siglo III y IV) se presentó como heredero de Pedro y consiguió una
autoridad casi jerárquico-imperial sobre gran parte de la cristiandad. Pero el papado
surgió y rigió los destinos de Europa occidental desde el siglo VI al XV, conservando
hasta ahora gran influjo, como vimos en los funerales de Juan Pablo II y como vemos
en la preparación del Cónclave. Por eso es bueno recordar su origen, partiendo de los
Doce apóstoles con Pedro y desde la antigua iglesia de Roma.
1. Los Doce apóstoles y Pedro. Jesús instituyó Doce mensajeros para preparar la
llegada del «Reino de Dios» en las doce tribus de Israel. Tras la muerte de Jesús, ellos
permanecieron en Jerusalén, esperando la conversión de los judíos y la llegada del
Reino; pero no llegó como esperaban, ni los judíos en conjunto se convirtieron, de
manera que perdieron su función. Pero mientras los Doce fracasaban, algunos
cristianos nuevos, llamados helenistas, empezaron a extender el evangelio a los
gentiles de cultura siria o griega; partiendo de ellos se extendió Iglesia a todo el mundo.
Pues bien, Pablo, uno de esos helenistas universales, afirma que el «fracaso» de los
Doce fue providencial (cf. Rom 9-11), pues permitió que la Iglesia rompiera el modelo
cerrado del judaísmo nacional. Más aún, Pedro, que había sido compañero de Jesús, el
primero de los Doce, aceptó y ratificó ese cambio, de manera que la tradición ha podido
presentarle como roca o fundamento de la iglesia universal (cf. Mt 16, 17-19). En esa
línea, los cristianos posteriores reinterpretaron (invirtieron) la función de los Doce (ya
desaparecidos), haciéndoles apóstoles universales. Surgió así la hermosísima
"leyenda” donde se añade que los Doce, con Pedro a la cabeza, consagraron para
sucederles a los obispos. Ni los Doce fueron apóstoles universales, ni los obispos sus
sucesores estrictos; pero la historia no es como fue, sino como se cuenta.
Pues bien, el «cambio» de Pedro no es leyenda, sino historia esencial. Tras mantenerse
un tiempo en Jerusalén con los Doce, él se «convirtió» y asumió la misión universal, al
lado de Pablo (cf. Gal 2, 8). Dejó Jerusalén y fue primero a Siria (Antioquia: cf. Hech 12,
17 y Gal 2, 11) y después llegó a Roma donde vino también Pablo. Los dos esperaban el
Reino de Dios para todos los pueblos, pero fueron acusados de causar disturbios y
ejecutados. Roma era entonces signo de universalidad y tanto Pedro como Pablo eran
universalistas. Entretanto, en Jerusalén había quedado Santiago, hermano de Jesús,
defensor de un cristianismo judío, pero también él fue asesinado por un Sumo
Sacerdote celoso, en torno al 62 d. C.
2. Roma, una iglesia sin obispo-papa. Los fundadores de su iglesia no fueron Pedro o
Pablo, sino algunos judeo-cristianos helenistas que llegaron en época temprana,
ocasionando tumultos en tiemposde Claudio (el 49 d. C. Cf. Suetonio, Claudius 25; Dion
Casio, Historia 60, 6, 6). Más tarde, hacia el 60, llegaran Pablo y Pedro, que misionaron y
fueron condenados a muerte (hacia el 64), dejando el recuerdo de su vida y obra. Por
entonces la comunidad o comunidades tenían una administración presbiteral, conforme
al modelo de las sinagogas, donde un consejo de “notables” (ancianos) dirigía la
asamblea.
Otras comunidades habían ido introduciendo el modelo monárquico, con un Obispo o
supervisor, como presidente, sobre los presbíteros. Pero Roma prefirió seguir la
tradición. Por eso, contra lo que suele decirse, ni Pedro fue el obispo de Roma, ni dejó
unos sucesores obispos. Durante más de un siglo, la iglesia siguió dirigida por un
grupo de ancianos, entre los que han podido sobresalir Lino, Clemente o Evaristo (a
quienes después llamarán papas). Sólo en la segunda mitad siglo II, de manera genral
general, las iglesias asumieron una estructura monárquica, que dura hasta hoy. Con
ese cambio, ellas marcaron su distancia respecto al judaísmo rabínico, que mantuvo un
gobierno colegiado. Pero los judíos rabínicos se aislaron, formando un grupo nacional,
mientras los cristianos episcopales pudieron abrir su evangelio a todos los estratos de
la sociedad. Dado ese paso, los obispos de Roma pudieron presentarse como
interlocutores ante la sociedad civil y apelar a Pedro como a fundador y primer obispo.
3. Roma, una iglesia con obispo. Junto a otros factores (recuerdo del sumo sacerdocio
israelita, filosofía jerárquica helenista, genio político romano) en el surgimiento y
despliegue de los obispos influyó la exigencia de mantener la visibilidad y el carácter
social de la iglesia, frente al riesgo gnóstico, de disolución intimista. Por lógica interior,
el cristianismo debería haberse convertido en un conjunto de agrupaciones
espiritualistas, como tantas otras, que desaparecieron pronto. Pues bien, en contra de
eso, las iglesias se unificaron y fortalecieron en torno a sus obispos, trazando, para
justificar ese cambio, unas genealogías o listas de "obispos" que se habrían mantenido
fieles desde los apóstoles, especialmente en Roma, que empezó a ser para muchos el
punto de referencia de la identidad cristiana.
Entre los partidarios del cambio está Hegesipo, un oriental que vino a Roma para
buscar su lista seguida de obispos (Cf. Eusebio de Cesarea: Historia Eclesiástica, II, 23,
4-8 etc). Hacia el año 180, Ireneo de Lyon ofrece también una lista de "obispos de
Roma" como garantes de la tradición cristiana, pues «en ella se ha conservado siempre,
para todos los hombres, la tradición de los apóstoles» (Adversus haereses, III, 3, 2). De
esa forma proyectaron hacia el principio la estructura y las instituciones posteriores de
la iglesia, defendiendo su carácter social y jerárquico.
Esta "invención" de los obispos fue providencial para la iglesia posterior. Pero entre el
comienzo de las comunidades (hacia el año 40-60) hasta el establecimiento del
episcopado estable (hacia el 160/180) quedan más de cien años de iglesia esencial, a
los que tienen que volver los cristianos, para conocer su identidad. La iglesia episcopal
y jerárquica pudo pactar después con el imperio romano, de manera que el obispo de
Roma será, en clave cristiana, lo más parecido al emperador como sabe el Cronógrafo
romano (siglo IV) y ratifica más tarde la donación apócrifa pero canónicamente esencial
de Constantino. Ese proceso de "concentración" administrativa resulta lógico y se ha
dado en muchos movimientos políticos y sociales,que pasan de un régimen colegiado y
carismático a la concentración de poder que posibilita la pervivencia del grupo.
4. El Papa, obispo de Roma. En el proceso anterior ha tenido una importancia esencial
el obispo de Roma (llamado Papa, padrecito), porque dirige la iglesia de capital del
imperio y porque apela al recuerdo de Pedro (interpretando jerárquicamente las
palabras de Mt 16,17-19). A lo largo de todo el primer milenio (como manda Hipólito,
Tradición Apostólica), la iglesia de Roma elegía a su Papa-obispo con la «participación
de todo el pueblo», lo mismo que las otras.
Roma empezó siendo una iglesia hermana, pero después creció su poder, por prestigio
y por político. No se puede olvidar el prestigio: entre el siglo II y el siglo IV, la iglesia
romana vivió una experiencia fascinante de identificación interior y organización social
que le permitió superar "herejías" (de Marción o Valentín) y mantenerse firme ante el
imperio. Su obispo fue tomando cada vez más autoridad, de manera que los cristianos
de diversas partes (especialmente los de lengua latina) acudían a Roma, pidiendo
consejo y buscando solución para sus problemas. Más tarde, entre el siglo VI y el IX, la
iglesia romana dirigió el proceso de cristianización de occidente, viniendo a
presentarse como gran poder moral de Europa.
Ha sido un poder positivo y discutido (ruptura con los ortodoxos, lucha por las
investiduras y cruzadas, Reforma protestante y guerras de religión...), pero ha
configurado nuestra historia. Somos lo que somos porque el papado ha existido y ha
trasmitido junto al cristianismo los valores de la cultura helenista y romana. Pero nos
parece que su tiempo «tradicional» ha terminado. Ahora, pasados 1600 años, tras una
historia gloriosa y tensa, debe replantear su origen y sentido cristiano, desde los
principios del Evangelio. En este contexto se sitúa el entierro de Juan Pablo II (con él
parece despedirse y acabar un tipo de papado) y el próximo cónclave. Es muy posible
que la iglesia católica quiera mantener y mantenga la figura del Papa, pero tendrá que
introducir en ella unos cambios radicales, por fidelidad a sí misma y al mensaje de
Jesús. Este será uno de los últimos cónclaves al estilo del segundo milenio. Es muy
posible que dentro de poco los papas vuelvan a ser ante todo, como en el primer
milenio, obispos de Roma, elegidos por sus comunidades, realizando una función de
comunión, no de dirección centralizada, sobre el resto de las iglesias. Tendrán que
volver a ganar su autoridad, si quieren seguir existiendo. Pero con eso e La
restauración del Imperio
Tras la caída del Imperio carolingio, en el 843, este se divide entre los tres nietos
de Carlomagno: Lotario, Luis y Carlos, en el Tratado de Verdún. Lotario retuvo el título
imperial. A la desintegración del Imperio le sobrevinieron las invasiones de escandinavos,
magiares y sarracenos. En el 911 muere Luis el Niño, el último descendiente de la dinastía
carolingia. Los nobles alemanes se reúnen en Forcheim para elegir un nuevo emperador.
Estos nobles serán los electores; al emperador se le votará. Designaron a Conrado de
Franconia, pero no llegó a consolidarse como emperador. Será la casa de Sajonia la que
afiance un nuevo emperador. En el 919 Enrique I de Sajonia se hace con un trono que
terminará siendo el del Imperio. Enrique I lucha contra los bárbaros infieles, construye
castillos, renueva la caballería y se alía con la Iglesia. El suyo es un reino en expansión. En
el 936 Otón I sube al trono, para continuar la labor de su padre. Fortalece su autoridad
personal comenzando un proceso de sumisión de la nobleza alemana. En el 962 el papa Juan
XII corona a Otón I como emperador. Pero el papado se convertirá en uno más de los
obispados imperiales cuando el papa preste vasallaje al emperador. Sin embargo, aún no está
claro qué es el imperio. El emperador influirá en los asuntos del papado. En el 963 es elegido
papa León VIII; en el 964 Benedicto V, pero Otón I no está de acuerdo y restaura a León VIII.
En el 983 Otón III es coronado emperador por el papa Silvestre II. La concepción del imperio
como una monarquía universal se formula bajo Otón III: un imperio con pueblos y reyes
independientes que rendirán vasallaje al emperador, entre ellos el papa. El emperador es el
auténtico sucesor de Pedro y el defensor de la Fe. El papa se convierte en un administrador
de los bienes del Imperio, y en el lugarteniente del emperador. El Imperio, en sentido estricto,
se limita a tres conjuntos políticos: el reino de Germania, el reino de Italia, y las regiones
lotaringias, pero tiene muchos pequeños reinos que le prestan vasallaje.
La querella de las investiduras y la reforma gregoriana
Europa era el centro de la cristiandad frente a los infieles. Existen dos grandes poderes que se
disputan la autoridad suprema en Europa: el poder temporal del imperio y el poder espiritual
del papado. Las relaciones entre ambos son tensas.
En el siglo XI, durante el tiempo de los Otones, el imperio nombraba cargos laicos en el
papado. Esto se ve como una intromisión, pero los papas, frecuentemente, deben su cargo y
su poder al emperador. Gregorio VI emprende una reforma de la Iglesia para recuperar su
prestigio social y su poder de influencia y decisión en el Imperio. La cristiandad se debate
entre la libertad de la Iglesia y la tendencia teocrática.
Los emperadores no tienen una sucesión hereditaria asegurada, ya que su cargo es electo, y
tampoco poseen un patrimonio territorial seguro. El primer enfrentamiento abierto entre el
papado y el imperio fue la querella de las investiduras (1024-1122). El emperador se
denominará augusto, rey de los romanos, utilizará todos los apelativos que suenen a
descendiente de los emperadores romanos, y adquirirá un carácter sagrado, proclamándose
Hijo adoptivo de Dios de quien recibe directamente el poder. Pero ha de ser coronado por el
papa. El emperador se considera el legítimo sucesor de Pedro. Es lo que se conoce
como cesaropapismo. El cesaropapismo alcanza su cima con Enrique III (1039-1056). Enrique
III obligó al papa Gregorio VI a convocar el Concilio de Pavía y el Sínodo de Sutri, en el 1046.
Para iniciar la reforma de las costumbres de la Iglesia, en donde que se condena la simonía y
el matrimonio sacerdotal.
Tras la muerte de Enrique III surge en Roma un movimiento tendente a liberar al papado del
sometimiento al imperio. Reivindican la libertad de la Iglesia, en todo el mundo cristiano, para
nombrar sus funcionarios. Tratarán de dignificar la vida moral de los clérigos, condenando la
simonía, el nicolaísmo e imponiendo el celibato. Se pretenderá fortalecer la autoridad papal.
Para ello se unificará la liturgia y los ritos de la Iglesia, con lo que todas las iglesias nacionales
quedan sometidas a la autoridad del papa. Se suprime la investidura laica, la Iglesia nombrará
a sus obispos, tendrá inmunidad jurídica e inviolabilidad para sus bienes y personas. El papa
será independiente ante el emperador. El papa es quien nombra reyes y emperadores, y una
condena o una destitución del emperador, por parte del papa, implicará que todos los nobles
con opciones al trono imperial se pongan en contra del emperador. El poder civil debe
procurar la salvación de todos los hombres, con lo que la Iglesia se convierte en la suprema
autoridad moral, que debe controlar al poder temporal.
Esta reforma irrita al emperador, que depone al papa y nombra a Nicolás II. Nicolás II seguirá
adelante con la reforma, instituyendo el Colegio Cardenalicio, como único responsable de la
elección del papa. Pero el gran papa reformado será Gregorio VII.
La pugna entre el regnum y el sacerdocium surge entre Gregorio VII y Enrique IV. Durante la
minoría de edad del emperador su poder se había debilitado, y había ganado posiciones el
papa. Pero al llegar a la mayoría de edad, Enrique IV intenta recuperar su autoridad. El
sometimiento de la nobleza alemana supone una intervención en los territorios papales.
Además, había perdido su capacidad de nombrar a los obispos alemanes. En el 1076 se
reúne el Sínodo de Worms, y el emperador y los príncipes alemanes deponen a Gregorio VII.
Por su parte, Gregorio VII excomulga a Enrique IV. Los príncipes alemanes se reúnen en
la Dieta de Tibur y deponen al rey de Alemania. El emperador se encuentra con una rebelión
nobiliaria, al verse libres de su vasallaje por haber sido excomulgado el emperador. Enrique IV
es derrotado y absuelto, por Gregorio VII, en Canosa en el 1077. Sin embargo, esto no
detiene a los nobles alemanes, que deponen a Enrique IV y eligen un nuevo
emperador, Rodolfo de Suabia, en el 1080. Gregorio VII reconoce al nuevo emperador.
Enrique IV depone al papa, y Gregorio VII vuelve a excomulgar al emperador. Rodolfo muere
en la guerra, en el 1080. El emperador nombra papa a Clemente III. En el 1083 Enrique IV
conquista Roma, pero no hace prisionero al papa, que se refugia en el castillo de Sant Ángelo,
de donde será liberado por los normandos de Roberto Guiscardo en el 1084.
En el 1085 muere Gregorio VII, pero el conflicto continuará con los distintos papas. En
el 1088 es nombrado papa Urbano II, que intentará buscar una solución de compromiso al
conflicto. En el 1095 Urbano II proclama la primera cruzada. La intransigencia de los
contendientes dificulta el entendimiento. En 1106 muere Enrique IV y sube al trono Enrique V.
Enrique V intenta someter al papa y envía una expedición a Italia. El papa le excomulga. El
emperador tiene que enfrentarse a las ambiciones de los príncipes alemanes. Los papas que
elige la Iglesia y los que nombra el emperador se suceden. En 1119 Calixto II se impone como
papa en Roma y renueva la excomunión de Enrique V. Pero en 1122 se alcanza un equilibrio
y firman el Concordato de Worms que pone fin a la querella de las investiduras.
El Imperio y el «dominium mundi»
Cuando Enrique V muere, en 1125, no deja descendientes. La falta de heredero suscita las
luchas por la sucesión en el trono del Imperio. El trono pasaría a manos de Lotario, duque de
Sajonia, por decisión del papado y apoyados por la casa de Baviera, los güelfos; y se inició
una lucha contra los nobles que apoyaban Federico de Suabia, el designado por Enrique V, de
la casa de Hohenstaufen, los gibelinos. Se inicia un periodo de anarquía que no terminará
hasta que suba al trono imperial Federico I Barbarroja, en 1152. Federico I Barbarroja era
Hohenstaufen, legítimo heredero del trono, eclipsado durante la guerra civil entre güelfos y
gibelinos. En 1152 toma el poder y restaura la autoridad real en Alemania. Sube al trono
gracias a las concesiones que hace al papado y a las ciudades del norte, cada vez más
independientes. En 1153 firma con el papa el Tratado de Constanza y es coronado emperador
en Roma. Pero Federico I Barbarroja tratará de ser, también, rey de Italia, lo que le pondrá en
contra del papa, y de los normandos, que dominaban Italia. Barbarroja seguía nombrando
obispos y papas como en tiempo de los Otones. En 1159 se produjo el cisma entre el papa
elegido por la Iglesia, Alejandro III, y el impuesto por el emperador, Víctor IV. La guerra se
libró en el norte de Italia. Finalmente, Federico I Barbarroja fue derrotado, en 1176,
en Legnano y reconoce como papa a Alejandro III, cerrando el cisma.
El fracaso militar de Federico I Barbarroja hizo olvidar su concepto del imperio, que va más
lejos que el de Carlomagno. Se fundamenta en el Derecho romano, que está resurgiendo en
esta época, de la mano de Otto de Freising y los juristas de la Escuela de Bolonia. Estos
juristas partieron del pensamiento agustiniano. Según ellos, el imperio restaurado por
Carlomagno es el legítimo heredero del Imperio romano. Su concepto del dominium mundi no
es una simple adaptación de las ideas cesaropapistas de Enrique IV, sino que es una nueva
concepción del imperio. Por un lado, el imperio se reduce al ámbito germánico, y al emperador
lo eligen los príncipes alemanes; pero, por otro, el imperio tenía dominio sobre todo el
antiguo Imperio romano, por lo que todos los reinos cristianos, y la Iglesia, estaban
subordinados al emperador. Los reyes cristianos debían vasallaje al emperador, ya que eran
reyes de las provincias del Imperio. Su actitud favoreció la recepción del Derecho romano en
Occidente.
El último intento del Imperio
Durante el siglo XIII todas las monarquías del mundo cristiano intentan recuperar el poder
perdido por la concesión de feudos. Se está terminando la época de las conquistas y la
expansión territorial de los reinos. Las monarquías tienden a ser más autoritarias y
plenamente feudales, exigiendo vasallaje a los grandes nobles. La última batalla por el
Imperio, entre Inocencio III y Federico II, va a debilitar y a desprestigiar tanto al imperio como
al papado, y se van a fortalecer a las monarquías feudales periféricas.
En 1190 sube al trono imperial Enrique VI, hijo de Federico I Barbarroja, y se encuentra unas
condiciones favorables para reclamar el dominium mundi: una monarquía universal de tipo
feudal sobre todos los reyes cristianos, y sobre todo el antiguo Imperio romano.
Los almohades y Bizancio le pagaban parias. Pero Enrique VI se encontró también con la
oposición del papado. Enrique VI trató de convertir el título imperial en hereditario, lo que le
llevó al fracaso político.
Tras la muerte de Enrique VI, en 1197, se desencadena una guerra por la sucesión del trono
imperial que no terminará hasta que en 1212 Federico II sea coronado emperador,
coincidiendo con la llegada al papado de Inocencio III. Inocencio III es un firme partidario de
la teocracia pontificia, y de la superioridad del sacerdocium sobre el regnum. El poder real no
es más que un ejecutor de las órdenes emanadas del único poder legitimado por Dios, el de la
Iglesia. Inocencio III amplió sus dominios territoriales, y manipuló a su favor las luchas
dinásticas dentro del Imperio, y en las monarquías periféricas. Su política iba encaminada a
construir una monarquía como la que pretendía Enrique VI, pero pontificia.
Frente a Inocencio III se encontraba el último gran emperador germánico, Federico II. Tras
Federico II, el Sacro Imperio pierde influencia política y surgen las monarquías nacionales.
Federico II entendía el imperio al estilo cesaropapista, y lo definía como romano, universal y
absoluto. Interviene en Italia, e intenta restablecer la capitalidad del imperio. En 1229, tras su
conquista, se proclama rey de Jerusalén.
Federico II, en 1231, promulga en Sicilia las Constituciones de Melfi, que convierten a Sicilia
en un Estado centralizado, al establecer una legislación común para todo el territorio basada
en el Derecho romano. Una vez consolidado en Sicilia intentará conquistar los Estados
Pontificios y las ciudades lombardas. En 1237 el papa Gregorio IX excomulga a Federico II,
que ya había conquistado Lombardía, y apoya la independencia de los estados italianos. La
idea de monarquía universal del emperador se desmorona. Tras su muerte, en 1250, Italia y
Alemania se separan. Sicilia se mantuvo en manos de los Staufen, hasta que en 1266 los
pontífices ofrecen la corona a Carlos de Anjou.
En Alemania se disputan el trono Conrado IV y Guillermo de Holanda. Pero en la guerra
mueren ambos emperadores y se abre el gran interregno. En 1257 los príncipes electores
eligen a dos emperadores no germánicos: Alfonso X el Sabio, de Castilla, y Ricardo de
Cornualles. El interregno terminó con la muerte de Ricardo en 1272 y la abdicación de Alfonso
X el Sabio en 1275. Los electores eligen, en 1279, a un príncipe germánico de segunda
fila, Rodolfo I de Habsburgo, que reconocerá la superioridad del papado sobre el
mpezará una historia distinta.