El Sacramento Signo Eficaz de La Gracia

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Diócesis de Trujillo.

Seminario Mayor Diocesano “Sagrado Corazón de Jesús”.

Sacramentos en general.

Cap.8: El Sacramento signo eficaz de la gracia.


Tomando en consideración las dos orientaciones que durante la escolástica
se habían ido fraguando a partir de la valoración física o moral de la
causalidad sacramental. Y de igual modo, la perspectiva que el Concilio de Trento,
formuló con total independencia de criterio, acerca de cómo los Sacramentos
causan la gracia. A este respecto, en nuestro tiempo, es preciso plantear la
cuestión sobre el efecto de los sacramentos, es decir, sobre la “causalidad
sacramental”, ya que, tras haber reconstruido la actual situación teológica, sobre el
tema de la causalidad sacramental, sostiene, que tanto la causalidad física, como
la moral, en nuestros días resultan un poco extrañas, e incomprensivas, por su
excesivo logicismo y cosificación de la gracia.

Ahora bien, la causalidad sacramental, abarca dos partes muy bien diferenciadas:
la que aborda, la gracia de Dios como efecto propio de la recepción de cada uno
de los sacramentos, y la que trata sobre el carácter sacramental como efecto
permanente causado por determinados sacramentos. En la primera, a
su vez, se ha de clarificar la relación y la diferencia que existe entre
la gracia santificante y la gracia sacramental, la que es propia de
cada uno de los sacramentos.

La gracia santificante, Don Sacramental de Dios.

En este primer planteamiento conciliar, los Sacramentos aparecen, como el cauce


de aplicación al hombre de la gracia de Dios. Es por esta razón, que en el canon
séptimo, reafirma que “la concesión universal de la gracia, a cuantos reciben los
sacramentos, condena a quienes lo niegan, y de igual forma, condena a todos
aquellos que proponen que la gracia se concede a algunos en particular, y en
determinadas ocasiones”. De igual modo, en el cano octavo, se pone de
manifiesto “el Concilio dirige la condenación contra quienes niegan que los
sacramentos causan la gracia”.

A este respecto, abordando el pensamiento de Santo Tomás sobre la gracia


sacramental, se ha de tener presente, la consideración de Hugo de San Víctor,
sobre el sacramento como remedio para el pecado. Es por esta razón, que el
Aquinate, redujo el efecto de la gracia sacramental, a “prestar una ayuda al
hombre contra el efecto del pecado”. Es por ello, que Santo Tomás inicia su
reflexión desde el principio psicológico de Aristóteles que afirma de las potencias
que parten de la esencia única del alma. Así pues, afirma que “la gracia
santificante reside en la esencia única del alma y que desde allí fluye hasta las
potencias para purificarlas del pecado”. (Cfr. Santo Tomás de Aquino IV sent).

Para robustecer dicho planteamiento, en términos generales, que “la gracia


sacramental es el aspecto formal propio de la gracia causada por cada
sacramento. Desde aquí tiene un alcance real el aforismo que sustenta de los
sacramentos que causan lo que significan”. (cfr. Van Roo. Di Sacramentis in
genere).

En este mismo orden de ideas, teniendo en cuenta que Rahner, expone que “el
sacramento causa la gracia precisamente en cuanto que es un símbolo, es decir,
en cuanto que es una acción representativa”. (Cfr. Karl Rahner. Col 228). Rahner,
comienza analizando el valor simbólico del valor corporal del hombre, y expone,
que mediante dicha expresión corporal el hombre se va manifestando, a la vez
que va haciéndose en su realidad concreta e histórica.

Ante esta situación, el teólogo, llega concluye, que “el acto humano es una
realización de la gracia desde el momento en que es expresado por un símbolo, y
esta expresión es, a tenor de todo lo dicho, causa del acto sobrenatural y de la
gracia que otorga el sacramento”. (Cfr. Rahner. La Iglesia y los Sacramentos);
culmina, partiendo de las afirmaciones del Vaticano II, que comprende a “la Iglesia
como sacramento de salvación para el mundo”.
En cuanto, a los sacramentos, según la definición de Trento, causan la gracia “ex
opere operato”, a quienes no ponen óbice alguno para recibirla. Supuesta la
debida voluntad en el receptor, la cuestión se centra en explicar cómo un signo
material puede causar en el alma la gracia, que es espiritual y sobrenatural.

El Catecismo de la Iglesia Católica por su parte, Al exponer la causalidad


sacramental dice así: “Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren
la gracia que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es
quien bautiza, El quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia
que el sacramento significa”. (Cfr. C.E.C. 1127).

La Doctrina Social de la Iglesia por su parte, afirma que, “los sacramentos causan
la gracia ex opere opéralo”. (Cfr. D.S.I. 1312). Es decir, que con semejante fórmula
la Iglesia no propuso una concepción mágica ni tampoco mecanicista de la
sacramentalidad, sino su fe en la operatividad infalible de la promesa de Jesucristo
y en que la justificación no es debida al mérito de los actos humanos, sino al
hecho de recibir los sacramentos con la debida disposición.

En esta misma línea de pensamiento, se mueve la teología sacramental y eclesial


del Vaticano II cuando, al presentar la incorporación a la Iglesia por medio de los
sacramentos como un proceso dinámico que tiende hacia la plenitud, puesto que,
considera el Bautismo como un principio y un comienzo del mismo; a la
Confirmación, como un vínculo que une más estrechamente con la Iglesia, y a la
Eucaristía, como la incorporación plena al Cuerpo eclesial de Cristo. Según el
Vaticano II, el Bautismo se entiende en último término en función de la unidad
eclesial que se consigue en la Eucaristía, por lo cual se ha de afirmar que la
fundamentación sacramental de la Iglesia, y por ello de la incorporación a la
misma, la expone el Concilio teniendo en cuenta, aunque sin nombrarlo, el voto
implícito del bautismo y de la confirmación a la Eucaristía.
Cap. 9. El carácter y la reviviscencia Sacramental.

Los sacramentos, como se ha dicho anteriormente, causan la gracia que


significan, y a la que teológicamente se la denomina “res sacramenti”. La
recepción de esta gracia como don de Dios va vinculada al comportamiento del
sujeto que la recibe, de cuya disposición depende en último término que de hecho
sea para quien la recibe una gracia que santifica. El hecho de denominar al
carácter como res et sacramentum responde a la concepción del mismo como una
realidad sobrenatural que, causada por los sacramentos, es intermedia entre el
signo sensible y el efecto último del sacramento, que es la gracia; de tal forma que
participa a la vez de la noción del sacramentum tantum y de la res sacramenti, es
decir del signo sacramental y del efecto gracia.

Es por ello que, hay que precisar que, cuando se habla del carácter como título
exigido de la gracia, la exigencia no se predica de un elemento humano, que
jamás puede exigir la gracia ni los dones sobrenaturales, sino de una realidad en
sí misma sobrenatural y que está ordenada a la gracia.

Un planteamiento a partir del Magisterio de la Iglesia.

La primera disposición de la Iglesia sobre el carácter sacramental dictada en una


sesión conciliar corresponde a la del Concilio de Florencia. En esta ocasión, y
dentro del Decreto para los armenios, se enseña del carácter que es un cierto
signo espiritual distinto de los otros signos, que se imprime en el alma de forma
indeleble y en virtud de lo cual los tres sacramentos que lo imprimen no se pueden
reiterar.

En cuanto a la afirmación de que determinados sacramentos imprimen carácter,


Trento la propuso en el caso referido al sacramento del orden. Al afirmarlo en el
capítulo cuarto del sacramento del orden condena la opinión de los Reformadores
que sostenía que el ordenado podía volver al estado laical, y repite lo ya dicho en
el canon 8 de los sacramentos en general. En el canon 4 del sacramento del orden
el Concilio, al enseñar que este sacramento imprime carácter, condena a quienes
niegan que en la ordenación sacerdotal se concede el Espíritu Santo.
A manera de conclusión, el Magisterio de la Iglesia, enseña la existencia del
carácter, que lo vincula a los tres sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el
Orden, que lo describe como un cierto signo que tiene una permanencia indeleble
y que, por ello, los sacramentos que lo imprimen son irrepetibles.

Algunas nociones bíblicas.

Para iniciar un rastreo bíblico, sobre el carácter, es el de pertenencia al pueblo de


Dios, en el sentido de consagración. Dado que al carácter le acompaña la noción
de ser un signo que desde la permanencia de su efecto impide la reiteración del
mismo, se puede establecer una relación de semejanza entre el sentido de
pertenencia inherente al carácter y la pertenencia a Dios del pueblo de Israel como
efecto del pacto, en virtud del cual, Dios es su Dios e Israel su pueblo. En el pacto
de la Alianza hay que subrayar la nota de ser absoluta, para siempre, y, por ello,
irrepetible, y esto por la fidelidad de Yahveh. Así lo vieron los profetas, por ejemplo
Oseas cuando dice que Yahveh desposará a su pueblo para siempre con un pacto
perpetuo de fidelidad y de paz.

San Pablo por su parte, ha pasado a ser clásico para cuantos en la Edad Media, e
incluso después, han tratado de fundamentar bíblicamente el carácter
sacramental. Así, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino, se apoyó en él, para
probar la existencia del carácter sacramental, y el Catecismo de San Pío V hizo lo
mismo en idéntica circunstancia. Resulta tentador, dada la hermosa y significativa
redacción del texto, buscar en él una referencia directa al carácter; sin embargo,
visto con objetividad, este planteamiento ha de ser juzgado incorrecto.

En confirmación de la idea de un sello conferido por el Espíritu Santo se ha


recurrido a estos otros textos de la Carta de San Pablo a los Efesios: “En El
también vosotros, que escuchasteis la palabra de la verdad, el Evangelio de
nuestra salud, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el sello del Espíritu
Santo”. Ef. 1, 13. Y más adelante aconseja: “Guardaos de entristecer al Espíritu
Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el día de la redención”. Ef. 4,
30.
En términos generales, la idea de propiedad representada por el sello se repite a
lo largo de los distintos libros de la Biblia. Así, ya en el Génesis aparece el sello
como signo de la protección de Dios sobre Caín. En el Éxodo, la señal con sangre
impresa sobre la puerta y las dos jambas de las casas de los judíos testifica la
presencia de creyentes y es signo protector ante el paso del ángel del exterminio;
en la visión de Ezequías, a quienes se les imprima una tau en la frente, en señal
de gemir y llorar por las maldades del pueblo, serán respetados en el momento de
ser aniquilada la ciudad. Y por último, en el Apocalipsis se describe signada en la
frente con el sello de Dios la muchedumbre que no recibirá daño por parte de los
ángeles. En este sentido, en la Sagrada Escritura, se repite como una constante la
referencia al sello de Dios impreso en quienes Dios ha tomado bajo su protección,
si se formula en categoría sistemática esta imagen bíblica, se puede decir que
quien está marcado con el sello de Dios pertenece a Dios. Un sello divino que
denota propiedad es la conclusión a la que conducen todas estas referencias
bíblicas.

Aportaciones Patrísticas: San Agustín de Hipona.

San Agustín, fue quien desarrolló la doctrina sobre el carácter sacramental al


llevar a término la formulación de sus notas fundamentales. El motivo eclesial que
le indujo a reflexionar sobre el carácter sacramental fue el comportamiento
bautismal seguido por los donatistas. Ya que, ellos identificaban la santidad de la
Iglesia con la de cada uno de sus miembros, y partiendo de que nadie da lo que
no tiene, negaban que quien no fuera moralmente Santo, pudiese administrar
válidamente el Bautismo. Según el planteamiento donatista, el efecto del Bautismo
dependía de la disposición moral del ministro que lo administraba. Contra esta
actitud reaccionó San Agustín proponiendo como idea básica que “el Bautismo es
sólo y exclusivamente de Jesucristo; por ello, al margen de la disposición del
ministro, confiere siempre la gracia”.
Finalmente, sobre la pregunta sobre la reviviscencia de los sacramentos, es
decir, sobre la capacidad que tiene un sacramento de causar la gracia santificante,
no en el momento de recibirlo, sino después, quedó planteada por San Agustín
cuando al defender frente a los donatistas que el Bautismo cristiano causa
siempre su efecto, tuvo que admitir que, por falta de disposición del sujeto, el
Bautismo podía no causar el efecto gracia, aunque siempre imprime el carácter;
pasado un tiempo, y desaparecido el impedimento, el carácter, por su razón de ser
signo, causaría la gracia. Por tanto, al Bautismo recibido con una falta habitual de
disposición le llamó San Agustín fictus, “fingido”, y describió su posibilidad de
reviviscencia al admitir expresamente que, al desaparecer mediante la confesión
el impedimento contra la gracia, ésta revivía.

Así mismo, si el planteamiento de Santo Tomás, reduce la reviviscencia al


Bautismo, se ha de afirmar como doctrina común entre los teólogos que todos los
sacramentos, salvo la Eucaristía y la Penitencia, reviven con la remoción del
obstáculo. Con respecto a estos dos últimos sacramentos las opiniones teológicas
se hallan muy enfrentadas. Y si hay coincidencia en la afirmación del hecho, no la
hay tanto en su explicación. Y aunque no se trata de una cuestión de excesiva
importancia, sí importa aclararla lo más que se pueda.

Karl Rahner, por su parte, también ha tomado en consideración la reviviscencia.


Instalando la temática dentro de la consideración del “opus operatum” del
sacramento, es decir, de la eficacia en virtud de lo obrado, Rahner, propone una
formulación del asunto que, además de esclarecedora, resulta de gran elevación
teológica. Dice así: “La "reviviscencia" de los sacramentos no es en sí sino, una
peculiaridad que lleva consigo el carácter del opus operatum”.

Dentro de la dogmática católica, el opus operatum es sencillamente la expresión


más inequívoca de que Dios da su gracia por propia iniciativa y que la respuesta
del hombre es realmente mera respuesta, que vive totalmente de la palabra de
Dios al hombre; esta gracia es gracia de la fe, del amor, del poder y del realizar,
una gracia que logra su realización en la fe amante del hombre.
Cap. 10 El Ministro del Sacramento.

Pío XII, en su encíclica “Mystici Corporis”, ha dejado sentada una doctrina que, en
lo conciso de su formulación, refleja con toda nitidez la que, a partir de la tradición
eclesial, ha de ser considerada enseñanza fundamental para enjuiciar el lugar del
ministro en la administración de los sacramentos. Con toda claridad propone que,
desde el momento en que el divino Salvador envió por el mundo a los Apóstoles
con misión jurídica, al igual que Él había sido enviado por el Padre, es Cristo quien
bautiza, enseña, gobierna, ata, ofrece y santifica a través de la Iglesia.

Tres puntos son nítidamente distinguibles en estas palabras del Papa:

 Cristo es el ministro de todas las acciones eclesiales y, por lo tanto,


también de los sacramentos; que la Iglesia ocupa un lugar vicario en estas
acciones eclesiales, y por lo tanto también en la administración de los
sacramentos, y que en la misión de los Apóstoles, y por ello también en la
de sus sucesores, se fundamenta de modo vicario el ministerio eclesial y
sacramental. Estudiar el ministerio de Cristo en la administración de los
sacramentos, el de la Iglesia y el de los ministros enviados es el tema a
desarrollar en esta primera parte de la reflexión. En la segunda trataremos
sobre las disposiciones personales del ministro.
 La Iglesia ministro de los Sacramentos: Jesucristo está presente en toda
acción ministerial desde la propia naturaleza sacerdotal adquirida en la
unión hipostática. Cristo sacerdote actuó sacerdotalmente en el Calvario y
actúa sacerdotalmente glorificado en el cielo en favor de su Iglesia, que por
estar unida y enraizada en su fundador es también toda ella sacerdotal.
Desde Cristo sacerdote es sacerdotal su Iglesia y son sacerdotes cuantos
pertenecen a ella. Porque los cristianos todos, como lo enseñó la Patrística
y lo ha vuelto a enseñar el Vaticano II, al incorporarse a la Iglesia por la
profesión de la fe y la recepción del bautismo, quedan revestidos de una
dignidad sacerdotal.
El sacerdocio de la Iglesia, no es el resultado de la suma del sacerdocio de
cada uno de sus miembros, en otras palabras, la Iglesia no es sacerdotal
porque lo son quienes la integran. Al revés. Quienes se incorporan a la
Iglesia son sacerdotes por pertenecer al Cuerpo de Cristo, que es
sacerdotal.
 Función vicaria del Ministro: El Ministro en la administración de los
sacramentos tiene un cometido vicario, ya que administra los sacramentos
en nombre de Jesucristo, ministro principal, cuyas veces hace. Y esta
delegación, en virtud de la cual el ministro queda instalado en la Iglesia
para desempeñar un cometido vicario, la recibe por medio de la misión que
le capacita para actuar en nombre y representación del mitente.

En cuanto a la disposición personal del Ministro, la Iglesia, sin entrar en


polémica con ninguna de las proposiciones de las escuelas, ha hecho suya una
frase en la que se expresa que el Ministro ha de tener la intención de hacer lo que
hace la Iglesia. Así quedó propuesto en el Concilio de Florencia y en el de Trento.

La expresión que identifica la voluntad del ministro con la de la Iglesia, nacida en


el siglo XII, hizo pronto fortuna y Santo Tomás la asumió literalmente en varios
casos:

1) La aduce para explicar la doble acción que ha de ejercer el ministro en la


administración de los sacramentos.
2) Analiza Santo Tomás, la clásica expresión que habla de la voluntad de
hacer lo que hace la Iglesia. En este caso se pregunta en qué
circunstancias y por qué razones el sacramento administrado por un no
creyente es válido.
3) La intención del Ministro no creyente es la intención de la Iglesia, que nunca
se orienta al mero comportamiento exterior, sino que tiende hacia el
contenido sobrenatural que se ha de causar por medio de la acción
realizada.
Sobre la disposición moral del Ministro.

La cuestión se suscitó en el siglo II, con ocasión del Bautismo administrado por los
herejes o cismáticos. La pregunta concreta se formuló en estos términos: el
cristiano que reniega de su fe y está fuera de la Iglesia, ¿puede continuar
administrando válidamente los sacramentos cristianos? Las respuestas se
dividieron; San Cipriano y Tertuliano admitían que no les era lícito administrarlo, y
que aquellos que lo habían recibido de manos de un hereje o cismático tenían que
ser rebautizados si volvían a la Iglesia. El papa San Esteban se opuso a esta
doctrina y enseñó que el bautismo siempre es válido, lo administre quien lo
administre, un hombre bueno o uno malo, con tal de que lo administrado sea el
Bautismo de Cristo.

El sacramento es siempre un don de Dios, un ofrecimiento que exige una


respuesta. Y esto a todos los niveles de su realidad. En primer lugar para el que lo
recibe, pero también para quien lo administra. El ministro de los sacramentos debe
adoptar un comportamiento de veraz adecuación de su vida con lo que hace. La
exhortación que le dirigió el obispo en el momento de la ordenación: “imitad lo que
tratáis”, debe ser la norma objetiva que rija su comportamiento de liturgo. Quien es
veraz a la hora de administrar los sacramentos, compromete su vida, es decir su
fe, su esperanza y su caridad, y la administración cobra para él un aire de piedad
objetiva, como decía Guardini, que ha de configurar su existencia. El bautismo de
Pedro y de Judas vale lo mismo para quien lo recibe, pero la administración de
Pedro o de Judas no repercute por igual en quien la confiere. El comportamiento
de personal adecuación con lo que hace debe regir el proceder de quien en un
acto litúrgico de la Iglesia administra los sacramentos.

Facilitador: Pbro. Arnaldo Barrios. Sem. Spinetty German.

II año de Teología.

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