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D

esde su creación, el Fondo Editorial del Caribe se ca


racteriza por ir al encuentro de lo que nos sensibiliza,
de lo que nos expresa y nos lleva luminosamente
hasta nuestras barrocas e históricas raíces. Esta labor edi-
torial tiene sus razones en el “existirnos”, en el “sabernos”
y “sernos”: mediante la palabra buscamos el desde cuándo
somos, quiénes somos y por qué somos, para entender que
no llegamos hoy, que venimos del realmaravilloso mundo
de nuestros primeros indígenas. Nombrarnos es irnos hasta
la memoria, para volvernos tiempo puro y diluir olvidos,
envueltos en la eterna cotidianidad de las palabras. Ya lo
dijo Unamuno: “El hombre deja en la tierra unos huesos, y al irse un
nombre, un nombre en la memoria de la palabra creadora, en la historia
tejida de nombres; un nombre, si logra buena ventura, más duradero que
los huesos, más que el bronce...¡La palabra y el nombre!”.
Este proyecto editorial busca publicar, difundir, aquellos
libros que sirvan para crear conciencia, para que el pueblo
reaccione a partir de la razón y el sentimiento. La historia,
la literatura, el folklore, el turismo, la crónica, son temas
privilegiados por nosotros, al igual que las manifestaciones
indígenas e infantiles. Sin obviar la intención de editar obras
relacionadas con el petróleo y la artesanía.
Nuestras distintas Colecciones se orientan hacia la conso-
lidación integral de la cultura oriental y son nuestra mejor
ventana al mundo. Por eso tenemos la Biblioteca de Autores y
Temas Anzoatiguenses; de igual modo tenemos la Biblioteca
Básica y Los Cuatro Horizontes del Cielo; nos interesamos
en la incorporación de noveles escritores; queremos rescatar
toda la sabiduría indígena. En síntesis: nos interesa, funda-
mentalmente, reafirmar nuestro gentilicio, nuestra idiosin-
crasia, nuestra identidad para reencontrarnos en el creativo
mapa de las primeras huellas y comprobar que somos un ser
de seres, un alma de almas, una voz de voces, un camino de
caminos, un tiempo de tiempos. Es decir, somos palabras de
un mismo libro, de una misma cultura.
Réplica

Fondo Editorial del Caribe


Gobierno del Estado Anzoátegui
Anzoátegui - Venezuela
Gobierno del Estado Anzoátegui
Gobernador
Tarek William Saab

Fundación Fondo Editorial del Caribe


Director General
Fidel Flores
Consejo Consultivo
Gustavo Pereira
Freddy Hernández Álvarez
Ramón Ordaz
Chevige Guayke
Administración
Carlos Catamo Lisboa
Biblioteca Pública Julián Temístocles Maza
Calle Eulalia Buroz con Boulevard 5 de Julio
Barcelona, Anzoátegui - Venezuela.
Telefax: 0281 2762501
[email protected]
1a edición, 2011
© Fondo Editorial del Caribe, 2010
Depósito legal:
lf: 8092011800327
ISBN
978-980-7362-12-2
Composición de textos
Alquimia Gráfica
Diseño de portada
José Gregorio Vásquez
Ilustración
Kazuhiko Nakamura (Japón, 1961)
Corrección de pruebas
Chevige Guayke
Editor
Fidel Flores
[email protected]
Impreso en Venezuela por
Italgráfica S. A.
Ronald Delgado

Réplica
Al escritor venezolano Armando José Sequera, por sus
valiosos comentarios y observaciones sobre mis relatos, y
por compartir conmigo su conocimiento y experiencia en el
quehacer literario.

Para todos aquellos jóvenes


entusiastas de la ciencia ficción y la literatura fantástica.
El nuevo juguete de María

ERA EL primer viaje de la pequeña María al museo y, a pesar de


que su hermano Andy se quejaba constantemente y le hacía ver el
paseo como tonto y aburrido, ella se mantenía entusiasmada. En
sus ocho años conocía sin duda todas las diversiones y los juegos
que una niña de su edad debía conocer, pero disfrutaba de ellos
con reposado interés, sin llegar nunca a excitarse demasiado. A
diferencia de su hermano, el chillón muchacho de once años que
jamás podía soltar de sus manos el monitor de realidad virtual, la
consola de videomúsica o el control de videojuegos como en ese
momento lo hacía, en la parte posterior del auto. Disparos láser y
explosiones digitalizadas resonaban en el interior del vehículo al
mismo tiempo que el muchacho repetía su discurso:
—¡Mamá, el museo me aburre! ¡Yo no quiero ir! ¡El museo es abu-
rrido, María, no te va a gustar!
—¡Andy, ya basta! —exclamó su madre desde el asiento del piloto—.
Por favor bájale el volumen a ese aparato.
Andy entrecerró los ojos y arrugó la boca. María lo vio por el rabillo
del ojo, desde el asiento del copiloto, y sonrió.
—No le hagas caso, María —dijo su madre y le peinó el cabello—.
Estoy segura de que el museo te va a encantar.
—Ssí, mami —dijo María, y llenó el vehículo con destellos prove-
nientes de su tierna sonrisa.
Volvió su mirada al frente para observar los otros vehículos volar
velozmente entre los altos edificios, llenos de luces y colores. En-
simismada, sus pensamientos dejaron su realidad al poco tiempo
para sumirse en reflexiones sobre su manera de ver el mundo. Esos
videojuegos de Andy son tontos —pensó— ¿Qué divertidos pueden ser unos
juegos tan fáciles?, y, en medio de esas reflexiones abrazó con fuerza a
su muñeca robot Jessica, a la que nunca dejaba en casa.
Jessica lanzó un gemido y luego habló con una suave voz progra-
mada:
—María, María, me aprietas mucho.
María abrió los ojos al máximo y miró apenada a su muñeca.

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—Dissculpa, Jessica. Esstoy emocionada.
A pesar de su manera de pronunciar las eses, la robot era capaz de
entenderla.
—¡Vamos al museo!
—¡Ssí! —asintió la niña—. Y ess mi primera vez.
—¡Nos divertiremos mucho! —exclamó la muñeca levantando sus
elaborados brazos mecánicos.
—¡Muñeca idiota! —espetó Andy enseguida.
—¡Andy! —exclamó de nuevo su madre, esta vez volviéndose para
halarle la oreja a su hijo.
El vehículo se tambaleó pero no perdió el rumbo pues su ruta ha-
bía sido establecida al comienzo del viaje. María sonrió de nuevo
y acarició la larga y rubia cabellera de Jessica antes de sentarla en
sus piernas. Ignoró la tediosa presencia de su hermano durante el
resto del trayecto.
Diez minutos después, el vehículo descendía entre los edificios
para posarse sobre el estacionamiento para visitantes del Museo
de Historia Natural y Ciencias de la ciudad.
Con su mano derecha, María sujetaba a Jessica con mucho cuida-
do, mientras su madre la llevaba por la izquierda. Andy, del otro
lado, arrastraba los pies, con la cabeza gacha, lanzando bufidos de
cuando en cuando. Luego de bajar por los ascensores que daban
acceso a los niveles inferiores, apareció ante ellos una edificación
como María nunca había visto en su vida. Sus paredes, en vez de ser
rectas y de superficies cromadas como el resto de la ciudad, eran
más bien blancas, muy altas, y en todas partes enormes columnas
del mismo color se erguían mostrando cerca del techo elaboradas
figuras y formas. En medio de toda esa estructura, el nombre del
museo flotaba encima de la puerta principal.
—Mami, ¿qué son essas? —señaló a una de las columnas.
—Esas son réplicas de las columnas que utilizaban los romanos
antiguos en sus edificios. ¿Te acuerdas, las personas que vivieron
en Italia?
—Ssí. ¿Y assí eran sus cassas?
—Algunas.
—¡Qué lindass!

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—¡Qué anticuadas! —dijo Andy—. Sus edificios eran de piedra, no
como los nuestros, de metales resistentes.
—Ellos vivían en otra época, Andy. No tenían nuestra tecnología.
—¡Ellos eran aburridos!
La mujer negó con la cabeza y dirigió a sus hijos a la puerta principal,
donde otros visitantes les acompañaron. Cruzaron el enorme portal
y sintieron el frío clima del interior del museo. El sonido de los vehí-
culos del exterior quedó silenciado y el rumor de las personas y de
las atracciones pareció ocupar todo el entorno.
María levantó su cabeza, para poder observar la totalidad del lugar,
y se sorprendió con todos los objetos y colores que lo decoraban.
A la entrada, seguía un amplio lobby con un puesto de información
en el centro, y luego cuatro pasillos ramificaban la estructura para
dar paso a una serie de habitaciones que, si eran recorridas en un
orden específico, contaban la historia química y biológica de la
Tierra y de la humanidad desde sus inicios hasta el presente. Junto
a dos de estos pasillos, escaleras decoradas con antiguas estatuas
y otras piezas de arte daban paso al segundo y tercer piso, donde
la ciencia y la técnica relataban la historia del universo, desde hace
quince mil millones de años.
La madre de María conocía perfectamente el recorrido y, como lo
tenía preparado, le mostraría a su hija el museo entero tratando de
no perder ningún detalle. De cualquier forma, los guías robots, las
proyecciones holográficas y las representaciones en realidad virtual
harían el resto del trabajo.
María apretó contra su pecho a Jessica y ésta apartó el cabello que
se sacudió frente a sus ojos para poder observar el camino que los
llevaba al primero de los pasillos.
Así comenzó su visita al museo.
Un robot guía apareció de la nada y detuvo su camino para darle
la bienvenida a la familia que recién llegaba a ese pabellón del
museo.
—¡Sean bienvenidos al Museo de Historia Natural y Ciencias! —ex-
clamó mostrando su dentadura artificial. El robot era bípedo y sus
movimientos, casi perfectos. Sin embargo, su estructura combinada
de metales y fibras especiales les hacía saber a las personas que
se trataba de una máquina. A pesar de ello, su voz era tan natural

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como la de un humano—. Acompáñenme y les contaré una historia
que comenzó hace miles de millones de años.
Entonces el robot se hizo lugar en la habitación. María sonrió y miró
fugazmente a su muñeca Jessica, que contemplaba anonadada al
guía. Muñecas como Jessica estaban construidas de tal manera que
parecían ser conscientes de su entorno y su persona, pero no se tra-
taba más que de desarrollados algoritmos en inteligencia artificial,
de hecho, inferiores a los utilizados en los robots de aplicaciones
industriales y de investigación.
Andy, sin prestarle atención al guía, se adentró en el pabellón y
caminó directamente hacia los monitores de realidad virtual que
estaban dispuestos en cada rincón del museo. Su madre lo dejó
tranquilo, pues sabía que sólo esos monitores llamaban la atención
del muchacho.
El robot se detuvo junto a un gran vitral que mezclaba en su interior
elementos reales como figuras de cera y proyecciones holográficas
de los habitantes primitivos del planeta. La máquina comenzó su
charla, y María escuchó atenta. La explicación era acompañada de
animaciones en tres dimensiones que mostraban simulaciones sobre
la mecánica celeste y la formación de la Tierra, para pasar luego a
aquella historia del caldo primigenio que dio lugar a la formación
de las estructuras unicelulares que paulatinamente formaron la
variedad de especies que hasta la actualidad se conocían.
—¿Y eran assí tan chiquiticos essos animalitos? —preguntó la niña
cuando el robot hubo terminado.
La máquina soltó una carcajada que poco a poco fue reducida a
una leve sonrisa.
—Sí, pequeña. Ellos en realidad eran así de chiquitos.
Continuaron su trayecto alrededor del pabellón y terminaron con-
templando una representación animada de extensos campos de
llana vegetación que, de pronto, eran invadidos por una manada
de pequeños dinosaurios perseguidos por un gigantesco depreda-
dor. María se estremeció al ver tal imagen y abrió los ojos de par
en par.
—Continúen al próximo pabellón para el segundo episodio de esta
historia. Gracias por visitarnos —dijo el robot, y luego se alejó para
retomar su lugar en la entrada.

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Andy, con la cabeza completamente eclipsada por el monitor de
realidad virtual que proyectaba imágenes a su alrededor, agitaba
sus brazos en el aire y manipulaba objetos que no estaban ahí.
Su madre le tocó el hombro y el muchacho reaccionó enseguida,
quitándose el monitor y arrugando la boca antes de acompañarles
al siguiente pabellón.
Así continuaron visitando cada sala y, en cada una de ellas, María
veía y aprendía cosas que nunca antes había imaginado. Conoció al
gigantesco Tiranosaurio rex, tocó con sus manos al mamut y vivió
una aventura virtual con los humanos primitivos, los reyes de las
cavernas.
En el segundo piso observó la formación del universo conocido,
caminó entre las estrellas y se empapó de las leyes de la naturale-
za, además de que conversó con filósofos y científicos pioneros de
todos los tiempos. Vio objetos que pertenecieron a Leonardo Da
Vinci y a Isaac Newton, y pilotó con seguridad al Apolo 11 hasta la
superficie de la Luna.
Una hora después, faltaba aún el último piso del museo por visitar,
y, aparentemente, había en él una fuente de soda donde podrían
tomar una bebida o comer un helado, además de una sorpresa que
les había preparado su madre.
—¿Sorpresa? —preguntó Andy frunciendo el ceño.
—Sí. Y estoy segura de que a ti te va a encantar.
Tomaron las escaleras y poco a poco la fachada del último piso se
fue dibujando frente a sus ojos. Lentamente el rumor del lugar se
convirtió en una serie de sonidos electrónicos que Andy pudo re-
conocer con facilidad. En ese momento, el museo había preparado
una presentación especial en donde brindaban, además de una
muestra histórica de los juegos y los juguetes durante la historia
del mundo, un pabellón dedicado a lo último en videojuegos y
realidad virtual.
Andy no pudo evitar su asombro, y de su boca abierta corrió un hi-
lillo de saliva que fue detenido por su madre antes de que cayera al
suelo. María, por su parte, sonrió al encontrar tal cantidad de luces
y sonidos maravillosos, y olvidó por completo el cansancio que la
embargaba desde hacía un rato.
El muchacho soltó la mano de su madre y corrió al pabellón, donde

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la estridente música electrónica de las diferentes consolas y moni-
tores arremetían a sus visitantes.
—¡Te busco en un rato, mami! —dijo y se perdió en medio de otros
jóvenes.
Jessica tenía los ojos desorbitados y temblaba ligeramente, como
si tal cantidad de iluminación y ondas electromagnéticas fueran
dañinas para sus circuitos internos.
María miraba a todas partes sin decidirse a dónde ir.
—Ven, María, empecemos por aquí.
—Ssí, mami.
Entraron en un pabellón más bien callado y tranquilo, acompañadas
por una suave música parecida a la de aquellos viejos joyeros para
niñas donde, al abrirlos, una bailarina de plástico giraba encantada.
No había robots guías y toda la decoración era bastante anticuada,
como la de una casa victoriana.
María estaba absorta contemplando muestras de juguetes antiguos
como carros de madera para los chicos y muñecas de trapo para
las niñas.
—Mami, ¿essas muñecas no hablan?
—No, hija —sonrió la mujer—. Esas muñecas eran de tela o madera
y muchas veces las hacían sus mismas dueñas, niñas como tú.
—Y, entoncess, ¿ellas imaginaban todo?
—Ajá.
María abrió ligeramente sus labios, asombrada.
La mujer acompañó a su hija mientras ésta observaba con deteni-
miento cada monitor y cada vitral de la exposición. Le respondía
todas sus preguntas y le señalaba objetos importantes o curiosos,
inclusive algunos que ella utilizó alguna vez.
Caminando en medio de las atracciones y los otros visitantes, María
detuvo su mirada sobre un monitor de realidad virtual instalado
junto a una pequeña cúpula de vidrio. En su interior yacían tres
extraños objetos que no pudo reconocer.
—¿Qué sson essos, mami? —preguntó con el ceño fruncido.
La mujer se agachó a su lado y leyó las palabras que indicaban el
nombre de los objetos.

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—Esos son un yo-yo, un gurrufío y una perinola.
—¡¿Una qué?! —exclamaron María y Jessica y clavaron sus ojos en
los de la madre.
—Una perinola... Esos son juguetes populares que divertían mucho
a los niños hace muchos años. Eran tradicionales. Lamentablemen-
te, el tiempo y la tecnología hicieron que los jóvenes perdieran el
interés en ellos.
—¿Tú jugasste con elloss?
—Oh, no, hija. Cuando yo era niña ya esas cosas no las hacían. Un
día, no recuerdo en qué momento, me prestaron una perinola pero
no pude jugar con ella, como se suponía debía hacerlo.
—¿Era muy difícil?
—Sí, era difícil.
—¿Y cómo sse juega?
—Espera... —la mujer tomó el monitor de realidad virtual y se lo
colocó a María en la cabeza. Ésta apretó a Jessica contra su pecho
y observó atenta.
La oscuridad de su alrededor enseguida se convirtió en luz y, en
menos de un segundo, una imagen virtual tridimensional y de
trescientos sesenta grados rodeó a la niña. En ella, un gran parque
lleno de frondosos árboles estaba habitado por un sinfín de niños
que sonreían y corrían de un lado para el otro. Repentinamente,
un niño caminó junto a María y se detuvo frente a ella. Extendió su
brazo y abrió la palma de su mano para mostrar un objeto redondo
idéntico al que estaba dentro de la cúpula.
—Éste es un yo-yo. Me gusta jugar mucho con él y me he convertido
en todo un experto —dijo el niño—. Te mostraré cómo se juega.
Entonces, alzó una mano hasta su hombro y la sacudió, para luego
dejar caer el objeto al suelo. Por un momento, María esperó oír el
golpe del yo-yo contra el suelo, pero rápidamente notó cómo la
cuerda que estaba enrollada en el eje del juguete se tensaba y lo
elevaba de nuevo. María reía a carcajadas, mientras el niño hacía
gala de sus habilidades con el juguete.
El niño desapareció para mostrar a otros dos que competían hacien-
do girar rápidamente a unos pequeños discos metálicos sostenidos
por finas cuerdas.

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—Estos son gurrufíos —dijo uno de ellos—. Al halar los extremos de
la cuerda, los discos dan vueltas y vueltas y divierten mucho. Estos
los hicimos con tapas de refrescos, y, como son de aluminio, tratamos
de cortar la cuerda del otro con el filo del disco.
María reía y afuera, en el mundo real, su madre supervisaba el pro-
greso de la proyección por el monitor externo.
Finalmente, una niña morena y de ojos oscuros se le acercó cargando
en su mano derecha el objeto que se llamaba perinola.
La niña, con destreza, tomó el extremo gordo parecido a una cam-
pana que permanecía sujeto con una cuerda a un palo largo y fino,
y, con rápido movimiento de manos lo hizo subir y bajar de tal ma-
nera que quedaron encajados perfectamente uno dentro del otro.
Luego, ayudándose con su pulgar, lo hizo subir de nuevo, y, como
un bólido, la campana regresó a la misma posición de antes. La
niña repetía esto incesantemente y contaba el número de veces que
lograba encajar las piezas. La velocidad con la que la niña jugaba
con la perinola dejó aturdida a María, quien pensó que ni Andy era
tan rápido moviendo los dedos sobre el control de su videojuego.
La niña se alejó de ella y la imagen se oscureció con sutileza. María
volvió al mundo real cuando su madre le retiró el monitor.
—¿Viste cómo se juegan?
—Ssí, sson fantássticos. Parecen dificilíssimos.
Dirigió la mirada hacia la cúpula de vidrio y observó con mayor
detenimiento la perinola.
—¿Qué viste, qué viste? —preguntó Jessica, pero la niña no le
prestó atención.
El juguete parecía ser de madera y la campana de arriba estaba
pintada de un color marrón brillante, con líneas azules y amarillas
que la circundaban. La pieza alargada estaba pintada con un color
verde oscuro y en la punta el desgaste que producían los impactos
habían levantado la pintura y mostrado el color propio de la madera.
La cuerda que unía ambas piezas estaba sucia y enredada. A pesar
del aspecto tosco y anticuado, María no podía dejar de sentirse
impresionada por semejantes juguetes, pues si bien no tenían
partes electrónicas, ni generaban sonidos ruidosos, parecían vibrar
con una fuerza mágica que les regalaba a los niños la destreza para
manipularlos.

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El letargo de la niña fue interrumpido por el molesto tono de voz
de su hermano Andy, que exclamó detrás de ella.
—¡Fantástico, mamá! ¡Los juegos están fantásticos! Ven a verlos
—tomó a su madre por la mano y la atrajo hacia sí.
—Espera, Andy. María está viendo las muestras.
Andy enarcó las cejas y se paró junto a su hermana. Arrugó la cara
cuando miró la cúpula.
—¿Qué demonios es eso?
—Ess una perinola —dijo María, orgullosa—. Ess un juguete antiguo
que de verdad divertía.
—¿Y por dónde se le meten las baterías?
—¡No usa bateríass, tonto!
—¿Y cómo funciona sin baterías? —preguntó Andy confundido.
—Tieness que usar las manoss assí —dijo la pequeña y acompañó
sus palabras con una mímica que mostraba la manera correcta de
jugar.
—¡Ahh! ¿Qué tiene de divertido si no se enciende y hace ruido?
María entrecerró los ojos enojada.
—¡Tú no entiendes!
—Ya, ya, tranquilos —dijo la mujer y los tomó de la mano—. ¿Qué
les parece si nos comemos un helado?
Los dos jóvenes sonrieron y caminaron junto a su madre hacia la
heladería. Sin embargo, la niña volvió su cabeza unas tres veces
antes de salir del pabellón, para ver nuevamente a la perinola que
descansaba inerte dentro del cristal.
Andy, a pesar de disfrutar el helado, lo apresuró para así poder
jugar un rato más con todos los videojuegos que presentaban en
la exposición. María y su madre se tomaron su tiempo y con calma
consumieron sus postres ocupando una de las mesas de la helade-
ría. Jessica yacía sentada en medio de ella, sonriente, y no dejaba
de observar a la niña ni un segundo.
María se llevó una porción del dulce a la boca y lo saboreó lentamen-
te, al tiempo que pensaba sin descanso en aquella vieja perinola. Su
madre descifró con claridad el significado de su semblante y esbozó
una sonrisa pues sabía que su hija estaba inmersa en profundos
pensamientos.

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—¿Te gustó el paseo, María? —preguntó.
La niña parpadeó de prisa y asintió con la cabeza.
—Ssí, mami. Me gussta mucho el musseo.
—¿Qué fue lo que más te gustó?
María se detuvo a pensar unos segundos.
—¡Loss juguetes! —dijo entusiasmada—. Y también los disonau-
rioss.
—Dinosaurios —corrigió su madre.
—Essos.
 —Mami... —la niña clavó la mirada en la nada y se mantuvo en
silencio unos tres segundos—. ¿Por qué essos juguetess tan lindos
que vimoss ya no exissten?
—Por el tiempo y la tecnología, como te dije. Antes, cuando las
personas no tenían computadoras, holovisores, realidad virtual,
todas esas cosas que son tan comunes para ti y para mí, tenían
que entretenerse con otras cosas, más ajustadas a su desarrollo
tecnológico.
“Los niños de esa época eran muy inteligentes y ellos construían
sus propios juguetes, muchas veces porque no tenían el dinero para
comprar juguetes nuevos. Inventaban carritos, aviones de madera,
y hacían cosas tan maravillosas como el gurrufío o la perinola que
viste.
“Con el tiempo, surgió la televisión. Aparecieron las computadoras
y los juegos de video, así que simplemente la atención de los niños
se desvió hacia esas nuevas formas de entretenimiento”.
—Pero, ssi no tenían dinero para comprar suss juguetes, ¿cómo
compraron computadorass?
La madre de la niña sonrió.
—Con el tiempo, las computadoras se hicieron tan baratas que todo
el mundo pudo tener una, como hoy en día. Por ejemplo, Jessica
—señaló a la muñeca y ésta mostró su dentadura artificial—. Ella
es un juguete muy avanzado, funciona con baterías y habla. Ellos
no tenían muñecas como Jessica, sino muñecas de madera o de
tela como las que viste. Más tarde, le agregaron computadoras a
las muñecas y las convirtieron en lo que son ahora.

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—¿Entoncess, la culpa es de lass computadorass?
La madre soltó una carcajada.
—Bueno, tampoco es para tanto. De hecho, ¿acaso no te gusta jugar
con Jessica?
—Yo quiero mucho a Jessica.
—¡¿Ah, ves?! Después de todo, estos nuevos juguetes divierten a
los niños también. Además, algún día los juguetes de ahora también
se perderán en el tiempo —Jessica abrió los ojos asustada—. Lo
mismo sucedió con las primeras computadoras e, inclusive, con lo
que existía antes de ellas.
—¿Qué existía antes de ellass? —preguntó la niña, interesada.
—Aparatos a los que llamaban calculadoras. Y mucho antes unas
cosas que no eran electrónicas, llamadas reglas de cálculo, si mal
no recuerdo. Nada de eso existe hoy y, de existir, estoy segura que
sólo pocos sabrían manejarlos.
—Así como la niña que manejaba la perinola.
—Ajá —dijo la madre y acarició el rostro de su hija.
—No te preocupess, Jessica, yo ssiempre te querré —dijo María y,
tras terminar su helado, besó a la robot.
Unos veinte minutos después, la familia dejaba el museo no sin
antes comprar unos recuerdos en la tienda de souvenirs y escuchar
el agradecimiento de los robots guías y de los organizadores de las
exposiciones.
Andy montó en el vehículo con una sonrisa en el rostro y un nuevo
juego de video en sus manos, en tanto María tomó el asiento vis-
tiendo una bonita franela que mostraba a un señor llamado Albert
Einstein sacando la lengua, cosa que le había producido mucha
gracia. Abrazó a Jessica como de costumbre y, observando el cielo
y los edificios, soñó con esa época en la que los niños construían
sus propios juguetes.
—¿Te gusstó el musseo? —susurró al oído de la robot.
—Sí, mucho mucho —respondió.
María acarició la larga cabellera de su muñeca y teniendo entre sus
dedos aquellas finas fibras entrecerró los ojos y frunció luego el ceño.
Después sonrió y el reflejo de una idea en su rostro la hizo brillar.

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Llegaron a su hogar antes de la hora de la cena. El padre de María
esperaba en el amplio apartamento viendo las noticias en el monitor
holográfico, mientras sostenía en una de sus manos una cerveza.
Andy y la niña corrieron a los brazos de su padre y vociferaron cada
uno diferentes versiones de su visita al museo. Terminada la fugaz
celebración, se dirigieron a sus respectivos cuartos para cambiarse
de ropa y prepararse para cenar.
María dejó en el suelo a Jessica justo después de entrar en la ha-
bitación y velozmente cambió su ropa por sus pijamas violetas
favoritas. La robot caminó hasta una pequeña mesita donde solía
permanecer durante las noches, junto al juego de té y la peinadora.
Sonrió, y luego clavó sus sensores visuales en la niña. Ésta le sostuvo
la mirada y le devolvió la sonrisa con gracia. A lo lejos el llamado
de su padre le hizo salir de la habitación dejando la luz encendida
y la cama un tanto desarreglada.
Cenaron y conversaron sobre el museo, y sobre las cosas que habían
aprendido. Al terminar, Andy le pidió a su padre que lo acompañase
a probar su nuevo juego, y éste aceptó con la condición de que no
jugase demasiado. María se retiró de la mesa con calma e inmedia-
tamente lavó sus dientes y, luego de comentarle a su madre que iba
a dormir, cerró la puerta de su habitación y manipuló el control de la
luz para que ésta la iluminase tenuemente.
Entonces, manejada por la fuerza de la imaginación y la curiosidad,
comenzó a inspeccionar cada rincón de su dormitorio. Jessica la
miró dubitativa y se levantó de la silla para halarle los pijamas con
suavidad.
—¿Vamos a dormir?
María la levantó del suelo y la llevó hacia la mesita donde descan-
saba el juego de té.
—No, Jessica. Vamoss a jugar.
—¡Me encanta! —exclamó la muñeca alzando los brazos.
La robot tropezó con una de las tazas del juego de té y ésta atrajo
de inmediato la atención de la niña. Tomó la pequeña taza entre sus
manos y la observó de cerca. Vio su rostro alegre en la superficie
lisa de la taza y su excitación aumentó pues sabía que la pieza fun-
cionaría a la perfección. Luego, caminó hasta la peinadora, donde
además de sus artículos de belleza y otros juguetes tenía en las

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gavetas lápices de colores, marcadores y, por supuesto, tableros
de dibujo electrónicos. Tomó un grueso marcador color verde y lo
sostuvo en el aire unos segundos. El marcador sobresalía unos ocho
centímetros por fuera de su mano, así que lo consideró indicado
para su función.
Tan solo faltaba una última pieza en la construcción que tenía en
marcha y ahí era donde entraba Jessica en escena. De otra gaveta
sacó un rollo de cinta adhesiva y unas tijeras de plástico. Con un
semblante sereno dejó el rollo de cinta en la mesa junto a la muñeca
y luego levantó las tijeras en su dirección.
—¿Qué vas ha hacer? —preguntó la robot con una expresión te-
merosa.
—No te preocupess, Jessica. Sólo quiero un poquito de tu cabe-
llo.
Entonces tomó un mechón de su cabello y lo cortó con cuidado
desde la raíz.
La muñeca cerró los ojos cuando escuchó las tijeras cerrarse.
Después, consternada, se tocó la cabeza en busca de las fibras
faltantes.
María, por su parte, estaba absorta en su trabajo. Tratando de no
enredar las hebras tomó la cinta adhesiva y colocó dos pedazos en
los extremos de la tira de cabellos que tenía unos diez centímetros
de largo. Se aseguró que estuviese bien sujeta y luego enrolló la parte
inferior de la tira alrededor del marcador, un poco debajo de la tapa
del mismo. Con cinta adhesiva reforzó la unión y agitó el marcador
para ver cómo se movía la improvisada cuerda. Finalmente tomó
la taza de té de juguete y la unió a la cuerda por la parte plana de
la base con un gran trozo de cinta adhesiva. Terminado su trabajo,
extendió su pequeña mano y observó la taza oscilar con el movi-
miento de la punta del marcador. De sus ojos brotaban destellos
de asombro que llenaban la habitación y su respiración acelerada
creaba rumores alrededor.
Sin duda, su perinola era muy diferente a la que había visto en el
museo, pero era la primera vez que construía un juguete y esa emo-
ción le restaba importancia a la calidad estética de su objeto.
—¿Qué es eso? —preguntó Jessica.
—Essto es una... perinola —dijo María orgullosa.

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Sujetó con su mano izquierda la taza y levantó el marcador con la
mano derecha para luego imitar el movimiento que en la proyección
virtual había hecho la niña con el fin de encajar las piezas. Soltó
entonces la taza y tiró del marcador pero le fue imposible encajar
todo como debía hacerse. La taza osciló sin control y golpeó el
marcador, pero sin éxito. Lo bueno fue que la cuerda improvisada
resistió el impacto. María intentó de nuevo pero de nuevo falló. En
esta oportunidad, la taza dio vueltas en el aire y tronó un golpe seco
cuando se estrelló contra sus dedos.
—¡Auch! ¡Ssí ess difícil! —exclamó la niña, pero dibujó en su rostro
una sonrisa de oreja a oreja.
Continuó jugando y, tras cada intento, se emocionaba mucho más.
Daba vueltas en la habitación concentrada en su juego, mientras
Jessica la observaba asombrada. La robot era incapaz de entender
la excitación de la niña.
No fue sino hasta después de unos veinte o treinta intentos que lo
logró. Luego de soltar la taza, ésta se elevó elegantemente y, tras dar
un súbito giro, cayó velozmente justo sobre la punta del marcador.
Osciló de un lado al otro pero se detuvo al rato y permaneció ahí,
boca abajo, encajada como debía.
María se petrificó y abrió los ojos como nunca. Su cuerpo fue reco-
rrido por una sensación de alegría que surgió de su estómago y la
hizo gritar y saltar por el dormitorio.
Su madre, en la otra habitación, saltó de la cama y corrió a ver qué
le ocurría. Su padre la siguió. La mujer abrió la puerta del cuarto
de la niña un tanto asustada y llegó hasta su hija. María, con la
expresión de felicidad más hermosa que sus padres jamás habían
visto, se volvió hacia ellos gritando:
—¡Lo hice! ¡Lo hice! Gané en la perinola ¡Lo hice!
La madre se agachó y tomó de su mano el improvisado juguete
que había construido la niña. Entonces soltó una carcajada que
después fue acompañada con lágrimas. Su padre las vio un tanto
confundido.
—Muéstrame cómo se hace, hija —dijo, devolviéndole el juguete.
María intentó de nuevo, lo consiguió y estalló en carcajadas.
La mujer abrazó a su esposo, a su lado, satisfecha por el descubri-
miento de su hija.

22
—¿Una perinola? —preguntó el hombre frunciendo el ceño.
La mujer se limitó a asentir.
Sentada en el piso, la muñeca robot sonrió como estaba progra-
mada a hacerlo cada vez que su dueña sonriese, pero en realidad
no entendía nada de lo que estaba sucediendo. No entendía por
qué María se mostraba tan feliz si no estaba jugando con ella, su
querida Jessica. No entendía por qué un mechón de sus cabellos la
hacía más feliz que toda ella.
Aquella noche María continuó jugando y riendo como nunca, pues
ningún juguete la había hecho disfrutar de esa manera.

23
Un buen día para morir

NO PUDE evitar sentir cierta tensión en el ambiente, cierto alboro-


to que, aunque no era evidente en las personas, estaba presente.
Seguramente, era el fuerte calor de la tarde, que arremetía en todos
lados sin misericordia.
Finalizaba mi trayecto en metro y salía de la estación hacia la parada
del autobús, esperando tomar por última vez en este día el transporte
que me llevaría a casa.
Había sido una larga jornada universitaria que terminó con tres
disgustos académicos, una fuerte pelea con mi novia y el estómago
vacío por haber olvidado el dinero del almuerzo. Sin duda, era un
buen día para morir. Sobre todo después de sentir ese rumor ajeno y
difuso que me invadió tras detenerme bajo el toldo de la parada.
La sombra era un alivio y no sólo para mí sino para todos los que
esperaban en el lugar. Una madre con su hijo en brazos se enjuga-
ba la frente mientras el niño le pedía un refresco. Del otro lado, un
sujeto hablaba por su teléfono celular y observaba a una joven su-
dorosa de aspecto obstinado que trataba de despegar de su cuerpo
la empapada franela que llevaba. Por mi parte, me recosté del poste
que servía de columna y cerré los ojos.
Segundos después —o tal vez minutos—, mi sueño se vio interrum-
pido por la presencia de una nueva persona en el pequeño recinto,
un oficial de policía.
Se hizo lugar bajo las sombras, dio las buenas tardes y se paró con las
piernas separadas, la mano derecha sobre el revólver en su cintura y
la izquierda sobre la radio del otro lado. No pude evitar sentirme un
tanto intimidado cuando me sostuvo la mirada por un leve instante
y luego asintió lentamente. Dibujé en mi rostro una fina sonrisa y
después traté de volver a mi letargo, pero me fue imposible concen-
trarme en otra cosa más que en las palabras que comenzaron a llenar
la parada del autobús, provenientes de la radio del oficial.
El policía mantenía su vista fija al frente mientras abovedaba el par-
lante de la radio con su mano para escuchar con mayor claridad.
—El sujeto está dentro. Está amenazando a las personas con un arma corta y

24
tiene otra visible en su cinturón. Cambio.
—¿Qué es lo que pide? Cambio.
—No lo sabemos aún. Está hablándole a las personas del lugar pero no ha sido
posible comunicarse con él pues no quiere contestar el teléfono. Cambio.
—¿Por qué demonios no le soltamos un tiro desde aquí y se acabó el cuento?
Cambio.
—Negativo, negativo. Es posible fallarle a él y acertarle a un inocente. Cam-
bio.
—¿Y qué carajo hizo el vigilante? Es un banco, todos los bancos tienen un
vigilante. Cambio.
—El tipo no es estúpido. Al parecer, desarmó al vigilante apenas entró en el
lugar. Cambio.
Un montón de estática sacudió la comunicación.
—Pérez, Pérez.
—Aquí. Cambio.
—Mantenga la línea abierta, trataré de comunicarme con el sujeto por teléfono.
Cambio.
—Copiado.
Las voces se apagaron.
Pareció como si yo fuese el único interesado en la conversación que
se había llevado a cabo, pues ninguno de los demás presentes enarcó
las cejas como yo lo hice. Quizá estaba siendo realmente entrome-
tido, pero me era imposible no escuchar la radio del policía.
De nuevo el oficial me sostuvo la mirada. La evité lo más rápido que
pude y clavé mis ojos en el suelo.
La comunicación volvió:
— ...sta ahora el sujeto no le ha hecho daño a nadie, pero está amenazando en
extremo a las personas... Espere... —detrás de la bulla, un teléfono sonó
sutilmente.
Me pregunté dónde se estaban llevando a cabo tales sucesos. Se
trataba de un banco, pero, ¿sería alguno cercano? ¿Sería el que es-
taba a unas cuantas calles de la parada? No, si así fuese ese oficial
no estaría aquí esperando por un autobús.
—Sargento, tenemos comunicación con el interior. Un rehén hizo la llamada
bajo las órdenes del sujeto. Cambio.

25
—Bien, Pérez, enseguida llego al lugar. Cambio.
Nuevamente, las voces se apagaron.
En mi cabeza fui construyendo una imagen mental de lo que contaba
la radio que sostenía el agente. En contraposición, por mi mente no
pasó el hecho de que el autobús estaba tardando demasiado.
Repentinamente, sentí un escalofrío cuando una patrulla policial
pasó a toda velocidad por la avenida, frente a mí, seguida por tres
motocicletas. El oficial a mi lado las observó alejarse sin profundo
interés.
—¡Tenemos comunicación! —explotó la voz en la radio—. El sujeto nos
está hablando, sargento. Cambio.
—Excelente, sáquenle todo lo que puedan y esperen mi llegada. Cambio.
—Afirmativo. Fuera.
La madre con el niño se impacientó y salió caminando hacia la
fuente de soda de enfrente. Al parecer, los ruegos del niño habían
dado resultado.
El sujeto del teléfono celular ya había terminado de hablar y ahora
miraba los senos de la joven con los ojos un tanto desorbitados. Por
su parte, la muchacha continuaba su lucha contra el sudor y no de-
jaba de observar la fuente de soda, considerándola una y otra vez.
De nuevo, hubo comunicación:
—...canales abiertos, tenemos comunicación adentro. Repito, mantengan los
canales abiertos —esta voz era la de otro oficial diferente—. Finalmente,
el sujeto habló. Parece ser un loco que tiene un ataque de estrés o algo por el
estilo. Cambio.
—¿Qué carajo? —soltó la voz que reconocí como la del sargento.
—El tipo dice que no puede más. Dice que el calor lo está matando, que su novia
lo mandó para el carajo hace un rato y, al parecer, se lo clavaron en dos de tres
exámenes que presentó en la universidad la semana pasada. Para rematar, el
banco dice no tener registro de depósito de su último sueldo... A decir verdad no
me extraña la actitud del pobre, si todo lo que dice es cierto. Cambio.
Enseguida, mi piel se puso pálida y fría. Me volví hacia el oficial y lo vi
sonreír. No podía creer lo que recién había escuchado. Era como oír el
eco de mis pensamientos de hacía un rato pero minutos más tarde.
—¡Ah, coño, lo que nos faltaba! No es posible entrar en el lugar y sacarlo,
¿cierto? Cambio.

26
—Negativo, está como loco. Es preferible mantenerlo conversando y tranquilo.
Cambio.
—Ya veo, Pérez. Cambio y fuera.
Por un instante creí que todo se había acabado, pero recordé que
las líneas de los oficiales estaban abiertas y, en cualquier momen-
to, podían reanudarse las conversaciones. Y así fue. Me extrañaba
que, detrás del alboroto de fondo, no se percibiera el rumor de las
patrullas que alrededor de mí se amontonaban.
—Pérez, a ver qué tenemos —la voz era lejana pero perceptible—.
Cambio.
—Ahí lo tiene, señor, es un joven, de veinte a veinticinco años, caucásico, comple-
tamente loco. No hace sino apuntar a las personas y exigir el pago de su mísero
sueldo. Cambio.
—¿Y por qué coño el gerente del banco no le da lo que le pide y ya? Cambio.
—No lo sabemos, señor. No hemos podido hablar con él. Cambio.
—Todos los rehenes corren peligro aunque se trata de un solo agresor. Tengo permi-
so para desarmarlo como sea posible y le daré un tiro si es necesario. Cambio.
—¿Qué va ha hacer, Sargento? Cambio.
—Llamaré su atención... Cúbranme.
Muy tenue en lo profundo de la transmisión se escucharon voces
que gritaron:
—¡Atención, atención!
No pude percatarme sino hasta ese momento de que la joven su-
dorosa estaba en la fuente de soda tomando una bebida y el sujeto
del teléfono celular había desaparecido. Sólo el oficial y yo compar-
tíamos la parada del autobús.
Ahora la tensión del ambiente me llenaba por completo y me ha-
cía dudar de todo lo que estaba sucediendo. ¿Dónde está el maldito
autobús?, pensé.
—¡Atención! El Sargento se va a acercar a la puerta de la instalación. Va a
llamar la atención del sujeto.
—¿Qué? Es muy peligroso —gritó otro oficial.
—¡Qué carajo, él es el jefe!
Nueva estática y silencio, luego voces.
—Está frente a la entrada y está llamando a la puerta. ¡Sargento, el sujeto lo

27
vio y está tomando a una mujer entre sus brazos! Parece que va a salir con ella
como escudo. Cambio.
—No se preocupen, me lo esperaba —dijo el Sargento.
Más ruido, más voces.
—Está saliendo el muy estúpido.
—¡Silencio, silencio!
Se generó un débil siseo dentro del pequeño radio y, suavemente,
una voz se fue esparciendo.
—Policía —dijo, tremulante—. Policía. Por favor no haga nada estúpido si
no quiere que mate a esta mujer...
—Tranquilo, muchacho. Quiero ayudarte, tan solo dime qué ha-
cer.
—Usted no entiende, no entiende. Usted no sabe lo que se siente
esforzarse toda una semana, partiéndose el cráneo estudiando para
que venga un maldito profesor y te joda como le dé la gana...
—Tranquilo muchacho, sigue hablando, desahógate.
—¡Desahógate un coño! —se escuchó un movimiento—. La persona que
solía escucharme me mandó para el carajo, la muy perra. Se fue con otro tipo
que tenía más dinero que yo —el sujeto comenzó a llorar—. El banco no
quiere darme lo que me debe, el maldito calor me tiene harto y las paradas de
autobús no dan sombra suficiente.
El oficial a mi lado sonrió por segunda vez. Yo no pude más que
sentir miedo, pues de alguna manera me identifiqué con aquel
sujeto detrás de la radio. Y esas últimas palabras, que de hecho no
tenían relación alguna con su presente, parecieron ser dirigidas a
mi persona.
—Joven, dígame qué puedo hacer para ayudarlo, tan sólo eso.
—¡Un coño! ¡Un coño puede ayudarme! —un llanto de mujer acompañó
la comunicación—. Un coño puede ayudarme porque mi mamá se tomó el
refresco que yo le pedía...
Mi mirada se fijó como un rayo en la fuente de soda, donde la mujer
y su hijo ya no estaban.
—Tranqui...
—¡Un coño puede ayudarme! Estoy seguro de que al tipo del celular lo que le
gustó fue la camisa pegada con sudor a las tetas de la mujer…

28
Una gota de sudor frió recorrió mi sien y se estrelló contra el suelo.
Tanto la joven como el sujeto del celular que antes habían desapa-
recido estaban ahora sentados en la fuente de soda besuqueándose
sin parar.
—¡Un coño puede ayudarme! Porque si no se ha dado cuenta, el autobús no ha
llegado, el calor sigue igual y esta tipa me está excitando...
La mujer soltó un grito ahogado. Yo me ahogué en pensamientos.
—¡Aléjate, policía, aléjate! Quiero cogerme a esta tipa y nada en el mundo va
a evitar eso...
La mujer chilló aterrada. Mis ojos estaban abiertos de par en par.
—¡Sargento, cuidado! El sujeto está apuntando su arma, está levantando su
arma al aire...
—¡Aléjate!
Entonces se escuchó un disparo, seguido de otro más fuerte. Me
sobresalté. La mujer gritó otra vez y luego sonó un golpe seco.
—¡Disparó, el sujeto disparó al aire!
—El Sargento le dio, le dio en la cabeza. La mujer está a salvo. ¡Todo está con-
trolado! ¡El sujeto sólo disparó al aire!
Nuevas voces llenaron la radio. Yo sudaba frío y temblaba, en tanto
mi corazón latía cada segundo más deprisa. En ese momento, el
oficial presionó su mano contra la radio y la apagó. Me observó con
una mirada seca y punzante.
Luego oí venir hacia mí un zumbido leve, muy leve.
De pronto, mi pecho se estremeció, mi respiración se cortó y mis
sentidos se nublaron. Una bala me había atravesado.
El oficial me vio caer, sin mostrar expresión alguna. Comencé a
perderme dentro de mí mismo cuando mi entorno se hizo difuso.
Sin embargo, pude ver claramente cómo el autobús llegaba, cómo
el oficial lo abordaba y luego se iba dejando una estela de humo
negro.
Mi rostro daba al cielo, pero ya el sol no brillaba. Más bien el firma-
mento estaba salpicado con una serie de hermosos matices que se
confundían con las nubes a lo lejos.
Definitivamente, era un buen día para morir.

29
Burbujas en el espacio-tiempo

TAN PRONTO el profesor Moronta entró en el salón de clases, Ni-


colás abrió la boca cual hipopótamo hambriento y soltó un bostezo
gutural y prolongado. Frotó sus humedecidos ojos y meneó la cabeza
con premura. No podía evitarlo, la sola imagen del profesor de física
hacía que se le cayeran los hombros y se sumiera de inmediato en
un pesado sopor. Tal vez se debía a la forma de caminar del viejo,
pausada y sigilosa, como si anduviera atento a inexistentes obstá-
culos colocados en el suelo. O quizá era su rostro largo y taciturno,
su cabello gris siempre bien peinado, o su átona voz. A decir verdad,
cualquiera de las mil razones que el muchacho podía imaginar era
suficiente para convertir cada clase de física en una tortura que
parecía dilatarse hasta el infinito.
El profesor, como ya era rutina, posó su computadora personal
sobre el escritorio, ante la clase, desabrochó uno de los botones
de su chaqueta marrón oscura y elevó el rostro para sonreírle a sus
estudiantes. Levantó el brazo hasta alcanzar la pizarra electrónica
a su lado y pulsó el interruptor que hizo brillar la superficie del
aparato con un blanco intenso. Seguidamente, sacó el apuntador
de una de las gavetas del escritorio y dio dos pasos al frente para
dirigirse a los adolescentes:
—Buenos días, muchachos —saludó, afincando cada sílaba.
La clase le respondió pronunciando una especie de murmullo—gru-
ñido ininteligible cuya fonética se asemejaba mucho a la expresión
buenos días, profesor. Haciendo caso omiso a la falta de entusiasmo
de sus interlocutores, el profesor Moronta asintió satisfecho con la
cabeza, se llevó los dedos a los gruesos lentes de pasta negra que
eclipsaban sus diminutos ojos y frunció los labios. Ya parecía estar
listo para comenzar la lección.
Nicolás, sentado en la cuarta fila hacia la derecha del aula, dejó
caer el codo de su brazo sobre el duro plástico del pupitre, flexionó
la punta de los dedos, dispuso la palma de la mano en un ángulo
de cuarenta grados respecto al plano horizontal y hundió su men-
tón en ella, la boca hecha una fina línea y los ojos entrecerrados

30
escrutando al profesor. Porque no tenía alternativa alguna, escuchó
apesadumbrado sus palabras:
—Muy bien, muchachos, hoy vamos a continuar la discusión que
dejamos en el aire el día antes de ayer. ¿Recuerdan? Estábamos
hablando sobre la teoría electromagnética y Maxwell… Pero antes
de retomar ese tema, me parece pertinente hablarles un poco sobre
la información que recibí del Centro de Física Teórica y Experimental
de Ciudad Sur. ¿Lo conocen? —Moronta guardó silencio por unos
segundos esperando que alguno de los estudiantes asintiera—.
¡Seguro lo conocen! Es el instituto que se encuentra al norte de la
escuela, pasando los límites de la ciudad. Me imagino que habrán
visto las noticias…
Unos cuantos estudiantes emitieron un breve ¡Ahh!
—En fin, allí se llevan a cabo estudios avanzados sobre física teó-
rica: partículas subatómicas, relatividad y cuántica. Y por supuesto
también realizan experimentos de física de altas energías y muchos
otros tópicos interesantísimos. Sé que esos temas son un poco
profundos para ustedes pero yo les he hablado algo sobre ello así
que ya están al menos familiarizados.
El profesor soltó una risita desagradable antes de continuar.
—Pude reunirme con varios de los investigadores que allí traba-
jan, colegas físicos como yo –una muchacha oculta al fondo ahogó
una carcajada—, y me hicieron saber los resultados obtenidos en
uno de sus más recientes experimentos. Ellos están estudiando
unos objetos físicos sorprendentes que se manifiestan en nuestro
universo, gracias a la interacción controlada de diversas partículas
subatómicas que producen allí mismo en el instituto. Preliminar-
mente, han llamado a tales objetos burbujas espaciotem-porales. ¡Vaya
nombre! ¿No creen?
El profesor se volvió hacia la pizarra electrónica y comenzó a llenarla
con palabras, líneas sinuosas, flechas y cantidades.
—Para resumirles un poco de qué se trata su investigación…
—¡Ya tenía que salir con lo de resumir! —murmuró Nicolás, consciente
de que para el profesor Moronta resumir un tema significaba exten-
derse en una eterna e incomprensible explicación científica.
El muchacho se arrellanó en el asiento y bostezó otra vez durante
un largo minuto.

31
—…entonces usando el acelerador —continuó diciendo Moronta—,
producen una colisión que genera como consecuencia la transfor-
mación de las partículas…
Nicolás, aletargado, siguió con detenimiento el contorno de los
garabatos que dibujó el viejo en la pizarra, pero no le estaba pres-
tando atención a su significado. Desinteresado por completo de
las palabras del profesor, su mente comenzó a divagar en torno a
la negra tonalidad de la tinta digital del apuntador. Después, sus
pensamientos se dirigieron del apuntador a las manos de Moronta
y de allí a su anticuada chaqueta. Se burló de sus pantalones y de
sus feos zapatos. Finalmente, volvió a su rostro para atacar sus
desproporcionados lentes y sus curiosos ojos.
¿Quién usa lentes hoy en día?, pensó. ¿Acaso no conoce los implan-
tes o las operaciones láser? ¿Cómo es que un profesor de física no
hace uso de tal tecnología?
El muchacho hizo una mueca de disgusto como reacción a sus re-
flexiones. Entonces se dio cuenta de que las palabras del profesor
comenzaban a confundirse con sus propias cavilaciones:
—Sin embargo, tras el primer experimento exitoso… ¡Qué aburri-
miento! …una serie de efectos que no esperaban, según me dicen…
¿Cómo puede vivir consigo mismo? ¿No le dará fastidio escucharse a sí mismo
hablar? …puede resultar peligroso si no se sabe cómo actuar ante
la situación y es por eso que les comento esto ahora... Qué lentes tan
feos, tan pasados de moda. Deberían darle a él una clase de estilo moderno …
el fenómeno de la burbuja hace que la realidad se desdoble ante
el observador que causalmente está conectado con ella y, aunque
no conocen el mecanismo que genera esa conexión… No lo soporto,
no lo soporto, no entiendo la física, no la entiendo, me aburre, me aburre, no me
entusiasma …es importante librarse del efecto de la burbuja. Ellos
no esperaban que las partículas se dispersaran al azar en medio de
la ciudad, llegando a afectar a la población… Además, no escribe bien,
apenas puedo entender su letra …basta hacer lo siguiente para regresar a
las burbujas a su estado espaciotemporal natural… Qué desperdicio de
pizarra electrónica. ¡Son tan caras! Si tuviese una la utilizaría para ver películas,
le instalaría un gigantesco sistema de sonido. ¡Sí, señor, eso sí sería entretenido!
Prepararía palomitas e invitaría a Melinda a ver las películas conmigo. ¡Melinda,
cómo me gustas! Apuesto a que una cita así le gustaría.
Nicolás giró su cabeza y posó la mirada sobre la figura de Melin-

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da, sentada al otro lado del aula. Suspiró, al contemplar los rizos
castaños que acariciaban sus hombros y su espalda. Con la boca
entreabierta y los ojos entornados, se dejó hipnotizar por la silueta
de los labios de la muchacha.
¡Qué cosa tan linda!, se dijo para sus adentros. Pero, qué va, yo no
tengo vida con ella. A ella le gustan los tipos como Gustavo. Galanes
y con dinero… Yo no tengo esa suerte. Y ni siquiera soy bueno para
hacerla reír. No lo entiendo, pero me trabo, me quedo sin palabras.
Ella me pone nervioso. Seguramente cree que soy un idiota aburrido.
¡Tan aburrido como Moronta!
Nicolás abrió los ojos como dos platos, temeroso de sus propios
pensamientos. Con preocupación, regresó su mirada al profesor, ho-
rrorizado ante la posibilidad de que Melinda lo comparase con él.
En ese instante, notó que el profesor Moronta estaba paralizado,
los brazos extendidos en el aire y la boca abierta como a mitad de
una frase; y entre su figura y el resto de la clase se interponía algo
extraño. Nicolás frunció el ceño y meneó la cabeza. A unos noventa
centímetros sobre el suelo, en el corredor que separaba la tarima
de la primera fila de pupitres, un punto luminoso lanzaba leves
destellos de colores en todas direcciones.
El muchacho restregó sus ojos de nuevo y se irguió en el asiento,
convencido de que el tedio le estaba haciendo ver visiones. Cuan-
do inspeccionó una vez más su entorno, se encontró con su grupo
de compañeros totalmente inmóviles, en silencio, con las miradas
esquivas o clavadas en algún lugar detrás de la pared que sostenía
la pizarra electrónica.
—¿Qué sucede? —preguntó Nicolás en voz alta.
La respuesta que recibió fue el eco de sus propias palabras. Su
corazón comenzó a latir acelerado.
—¿Profesor Moronta? —dijo, regresando su atención al objeto
brillante ante el viejo.
El punto luminoso ya se había convertido en una vibrante esfera,
de unos tres o cinco centímetros de diámetro. Los haces de colores
desaparecieron de pronto para dejar ver la superficie auténtica del
objeto. La burbuja parecía una generosa gota de mercurio, ingrávida
e imperturbable en medio del aula.

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—¡¿Profesor?! —insistió Nicolás con voz trémula, hincando los
dedos en el borde del asiento.
La burbuja experimentó un brusco aumento de tamaño y generó a
su alrededor una onda sinuosa que distorsionó el suelo, los pupi-
tres, la tarima e inclusive la figura del propio profesor: las piernas
de éste se arquearon y su torso se enroscó sobre la burbuja, como
la imagen producida por un espejo convexo. Cuando la cabeza del
viejo tocó la superficie de la burbuja, ésta lo engulló por completo
y triplicó su tamaño.
Continuó su avance hasta llegar a la primera fila de pupitres, arras-
trando a su interior tanto a los estudiantes como el mobiliario que
les rodeaba. Nicolás ahogó un grito, se agitó en el asiento e intentó
ponerse de pie, pero sus movimientos fueron amortiguados por al-
gún tipo de fuerza proveniente de la burbuja. Sus piernas parecían
atadas a enormes pesas y sus brazos se desplazaban despacio como
si estuviesen inmersos en un líquido viscoso.
—¡Mierda! —exclamó agregando a continuación otros imprope-
rios—. ¡El profesor estaba comentando algo sobre unas malditas
burbujas! ¡¿Qué era?!
La burbuja espaciotemporal ya había atrapado a los muchachos de
la segunda fila y no mostraba intenciones de detenerse.
—Piensa, Nicolás, piensa, piensa, piensa… Estaba diciendo algo
sobre partículas de no sé dónde. ¡Demonios! Los efectos sobre el…
¿Espacio-tiempo? ¡Burbujas espaciotemporales! Así se llaman las
desgraciadas…
Ya la burbuja era enorme, tanto que Nicolás fue capaz de ver su
propio reflejo en su superficie fluctuante. Desesperado, hundió los
pies en el suelo y empujó con fuerza, intentando alejarse con todo
y pupitre de la amenazante esfera.
—¡Algo dijo el viejo sobre detenerla! ¡Dijo que había una manera,
lo dijo, pero no le estaba prestando atención, maldita sea!
El pupitre cedió y se movió hacia atrás unos centímetros, pero el
ritmo de crecimiento de la burbuja sin duda superaba tal esfuerzo.
Los estudiantes de la tercera fila se arremolinaron hasta confundirse
los unos con los otros, estirándose y entrelazándose como una capa
de estambre que cubrió la esfera.

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Sudoroso, confundido y aterrado, Nicolás no pudo más que patalear
y agitar los brazos en el denso aire.
—¡¿Cómo la detengo?! ¿Cómo hago para que no me coma? ¡Me
muero, me muero!
La burbuja espaciotemporal lo alcanzó, vibró ante sus ojos y entró
en resonancia con su conexión causal. Aterrado, el muchacho reunió
un último aliento y lanzó su puño cerrado sobre la esfera esperando
quebrarla. El golpe puso a vibrar la burbuja con una frecuencia dife-
rente a la de su contexto espacial. La conexión causal se desacopló
y el vínculo entre Nicolás y la esfera colapsó en un instante.
El extraño objeto implosionó expulsando a su vez todos los retazos
de la realidad que se había tragado. Los estudiantes fueron rein-
corporados al mundo como un video reproducido en reversa y la
anomalía espaciotemporal llegó a su fin.
Impulsado por la tensión todavía acumulada en sus piernas, Nico-
lás salió despedido hacia atrás y cayó al suelo aparatosamente. El
aula entera estalló en carcajadas y dedos afilados que lo señalaron.
Melinda, del otro lado, se volvió con el ceño fruncido buscando el
origen del repentino alboroto.
El profesor Moronta contuvo enseguida sus palabras, arrugó el rostro
y se llevó las manos a la cintura.
—¡¿Nicolás, qué te pasó?! —exclamó, molesto por la interrupción.
El muchacho enarcó las cejas sorprendido, miró de un lado al otro
y retomó su asiento con nerviosa rapidez.
—¡Disculpe, profesor! ¡Disculpe! —brotó de su garganta.
Las carcajadas cesaron y el orden regresó al aula.
—¿Estás durmiéndote en clase o me estás prestando atención?
—¡Le estoy prestando atención, profesor! ¡Ahora lo estoy!
Moronta entrecerró los ojos, hizo una mueca con la boca y negó
con la cabeza.
—Bien… Como les estaba diciendo, después de golpear la burbuja,
se produce una vibración…
Nicolás escuchó tembloroso el resto de la explicación, entre los mur-
mullos y bostezos de sus compañeros. Todavía exaltado, se juró a sí
mismo que jamás desatendería de nuevo una lección de física.

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La hacemos a su medida

OTTO MAIER, Gerente Regional de PersonalFe Compañía Anónima,


deslizó la mano sobre la brillante superficie de su consola-escritorio
y cambió de lugar en la pantalla el contrato electrónico que recién
había firmado su último cliente. Empujada por sus dedos, la simu-
lación de papel se desplazó hasta la esquina superior derecha de la
pantalla, haciendo titilar el ícono de Nuevos Clientes. Luego el contrato
desapareció en alguna parte del interior de la figura emitiendo el
sonido de una alegre campanilla. Maier alzó la comisura de la boca
plasmando en su rostro su sonrisa patentada y después manipuló
los controles de la consola para hacer aparecer en ella el archivo de
su próximo cliente. En brillantes letras blancas sobre un fondo negro
apareció el nombre Adeo Nuberg, acompañado por una nítida fotogra-
fía de su rostro. Se trataba de un importante ejecutivo, accionista
mayoritario de una poderosa cadena bancaria. Sus ingresos se es-
timaban en varios cientos de millones al año y sus posesiones más
preciadas incluían una admirable colección de autos deportivos,
una docena de casas de lujo en diferentes partes del mundo y un
par de islas paradisíacas en medio del Caribe. Maier no pudo evitar
el enarcar una ceja y asentir con la cabeza. Estaba claro que ése era
un cliente y un contrato que por nada del mundo debía perder.
Tamborileó los dedos sobre el escritorio y enseguida un recuadro
luminoso surgió en su superficie, mostrando el rostro distraído de
su secretaria.
—Anny, por favor, haz pasar al señor Nuberg —dijo Maier.
La secretaria le miró arrugando los ojos y agitó la cabeza de arriba
abajo. Seguidamente, el recuadro hizo implosión y desapareció.
Un minuto más tarde, la puerta de la oficina del Gerente Regional
se abrió y Adeo Nuberg entró silencioso. Maier se puso de pie y le
tendió una mano.
—Buenas tardes, señor Nuberg. Otto Maier, para servirle.
El sujeto era alto e inmutable. Su rostro era cuadrado, sus ojos
negros y profundos. Llevaba el cabello corto y moteado con algu-
nos mechones grises como pelusa y sus patillas le llegaban casi a

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la mandíbula. Vestía un elegante traje negro de diseño exclusivo,
camisa color crema y zapatos brillantes.
—Buenas tardes —le respondió, acercándose al escritorio y estre-
chando su mano.
—Por favor, siéntese.
Justo después que Nuberg se hubo sentado, Maier sonrió y tomó
asiento.
—¿Cómo le trató nuestra ejecutiva de ventas?
Nuberg echó la cabeza a un lado.
—¿Se refiere a la jovencita que me recibió en planta baja?
—Así es.
—Hum, supongo que bien, pero no hizo más que formularme pre-
guntas.
—Perfecto. Su trabajo consiste en recabar información suficiente
sobre los clientes, para elaborar un perfil adecuado. Ahora usted
y yo podemos conversar sobre cuáles servicios de los que ofrece
PersonalFe le interesan.
Nuberg formó una línea fina con sus labios y guardó silencio por
unos segundos.
—Ya veo —dijo al fin—. Pues, la verdad estoy interesado en obtener
un paquete espiritual.
—¡Excelente! —Maier dirigió su atención a la consola y con destreza
manipuló los íconos sobre ella.
En un instante, el archivo de Nuberg desapareció tras una serie de
animaciones que mostraban los diferentes planes que PersonalFe
disponía para sus clientes.
—Como sabrá —continuó el Gerente—, la empresa ofrece tres con-
tratos básicos. El primero de ellos, al que llamamos El Guía, le provee
de una Biblia personalizada, elaborada bajo su estricta supervisión,
así como una serie de códigos morales que puede aplicar en su día a
día. Nuestro segundo plan se llama Liberación y, además de incluir al
paquete anterior, añade una congregación ajustada a su presupuesto
y, si lo desea, una locación fija para sus reuniones.
A medida que Maier hablaba, las animaciones de la consola mos-
traban los beneficios de cada servicio, así como la lista de clientes
satisfechos.

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—El tercer paquete, Plan Fe, le otorga un par de Iglesias constituidas
para su administración, así como una centena de creyentes plena-
mente devotos y una cantidad negociada de seguidores. Además,
este mes tenemos promoción y le añadimos horas de transmisión en
la televisión local y, si lo así lo quiere, en televisión por cable e in-
ternacional. Por supuesto, todo dependiendo de su presupuesto.
Nuberg, que seguía atento las explicaciones de Maier y las ilustra-
ciones de la consola, asintió con la cabeza y luego sostuvo la mirada
del Gerente.
—Conozco los planes básicos de PersonalFe, señor Maier, y me
parecen excelentes. Créame que he tenido oportunidad de expe-
rimentarlos de cerca. Pero, verá, estoy interesado en algo un poco
más, digamos, ambicioso.
Maier levantó la comisura de la boca.
—¿Desea usted el plan Pontífice?
—A decir verdad, estaba pensando en el Mesías.
Maier se echó hacia atrás en el asiento, colocó las manos sobre el
posabrazos de la silla y esbozó su sonrisa patentada.
—Me gusta su manera de pensar, señor Nuberg. Veo que tiene en
mente algo grande. Bien, pues como debe saber el plan Mesías le
ofrece una religión plenamente establecida, construida bajo sus
preferencias, con la garantía de al menos tres millones de segui-
dores en todo el mundo, como oferta inicial. Construiremos para
usted una sede en cualquier ciudad de su elección y no menos de
quinientas iglesias con sus respectivos sacerdotes para mantenerlas.
Dispondrá también de una línea aérea y un canal de televisión de
alcance global.
La mirada de Nuberg se encendió y sus labios se abrieron para
mostrar una dentadura blanca y reluciente.
—Eso es precisamente lo que busco.
—Muy bien, PersonalFe puede hacerlo realidad y su satisfacción está
totalmente garantizada. Como sabrá, tenemos más de un centenar
de clientes satisfechos y ni qué decir de los millones de seguidores
con los que ellos cuentan. Recuerde usted nuestro lema: ¡La hacemos
a su medida! —exclamó Maier con entusiasmo—. Permítame unos
segundos, señor Nuberg.

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El Gerente Regional retiró de la consola la información de los
paquetes básicos e hizo surgir la planilla de recolección de datos
del plan Mesías. En su encabezado, introdujo los datos del cliente y
generó el número de contrato.
—Su contrato será el número veintiocho guión treinta y dos, Mesías
doce. No hace falta que lo anote pues la información será enviada a
su correo y, además, será registrada en su memoria personal. Ahora
bien, debo cargar los datos necesarios para comenzar a construir
su religión, señor Nuberg. Supongo que será usted el Mesías, ¿cier-
to?
—Así es.
—Bien. ¿Tiene en mente el nombre para su doctrina o desea que
nuestros expertos le elaboren uno?
—En absoluto. Tengo el nombre pensado desde hace meses: Iglesia
Universal del Sagrado Orgasmo.
Maier enarcó las cejas, sorprendido por el original nombre.
—Entonces en el renglón de estilo colocaré orientada a la sexualidad.
—Por supuesto.
—¿Desea usted ser conocido por su nombre real o escogerá alguna
denominación diferente?
—Profeta Nuberg.
—Muy bien —Maier llenaba la planilla electrónica a medida que el
cliente describía sus preferencias—. Hablemos sobre sus códigos
morales o libro sagrado. ¿Desea una Biblia personal?
—Claro. De hecho, tengo un manuscrito preliminar que puede
tomar si lo necesita. Supongo que hace falta pulirlo un poco pero
contiene todo lo necesario para orientar mi religión. Se encuentra
en mi memoria personal.
Maier ejecutó la aplicación de búsqueda de memorias y de pronto
apareció el ícono que correspondía al implante del señor Nuberg.
—Por favor, introduzca su clave —le dijo, señalando el teclado nu-
mérico que se materializó sobre el escritorio.
—El documento se encuentra en la carpeta SagradoOrgasmo –señaló
el cliente, al tiempo que tecleaba.
—Muy bien —dijo Maier.

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Cuando el Gerente Regional se disponía a realizar una copia del
documento, el escritorio lanzó un repentino pitido y un rótulo rec-
tangular brillante con la palabra Importante brotó en su superficie.
—Tan sólo es mi secretaria llamándome por el intercomunicador
—explicó, he hizo desaparecer el rótulo—. No se preocupe, no nos
interrumpirá… ¿Cuáles son los aspectos más importantes que desea
incluir a su religión?
—Bien, como lo mencionó, la sexualidad es lo principal. Mi doctrina
debe tener una fuerte carga moral, sobre todo en relación al concepto
de felicidad y de amor, pero la vía para lograr la paz espiritual y el
concilio entre los creyentes es a través del acto sexual. El orgasmo
se debe considerar el pilar de la experiencia religiosa y sólo gracias
a la práctica sostenida y desinteresada del sexo se puede ascender
en el escalafón de las jerarquías.
—Es decir que también le debemos incluir jerarquía en su iglesia.
¿Cómo estará estructurada?
—Hum, sin duda deseo tener Diáconos que atiendan las iglesias y
capten a los nuevos adeptos. Luego Obispos que se encarguen de los
aspectos administrativos de mayor escala. Por último, es necesario
un concilio de veinticuatro Apóstoles bajo mi mando.
—Muy bien, estoy incluyendo todo eso en su contrato.
—Agregue que ese concilio estará siempre conformado por mujeres,
todas ellas hermosas sin excepción, y sólo podrán tener relaciones
sexuales conmigo o entre ellas mismas.
—¿Los Diáconos y los Obispos también deberán ser mujeres úni-
camente? —preguntó Maier interesado.
—No, no hace falta. Pueden ser de ambos sexos y tendrán libertad
total para dar placer a los creyentes en cualquier momento.
—Bien… Además de las actividades internas de la Iglesia, ¿cuáles
serán sus servicios para la comunidad?
—Tengo pensado realizar proyectos comunitarios educativos. En-
señar la importancia de las relaciones personales. Acabar con el
egoísmo y demostrarles a los creyentes que la humanidad necesita
compartirse a sí misma para lograr la felicidad. Estoy seguro de
que mis teorías pueden lograr crear un individuo plenamente feliz
y en armonía con el mundo y la sociedad que le rodea. También me
parece necesario ayudar a moldear las mentes más jóvenes, a los

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adolescentes. Mi Iglesia se encargará de enseñarles las virtudes del
afecto y el buen sexo.
—Perfecto, señor Nuberg, es un placer tener clientes que estén tan
claros en lo que quieren. Ahora hablemos de la Iglesia propiamente
dicha. Como le mencioné, usted puede seleccionar cualquier ciudad
del mundo como sede…
—Ginebra —señaló con firmeza.
Maier tamborileó los dedos sobre la consola e introdujo la localidad
en el contrato.
—¿Algunas otras ciudades en particular en las que desee tener una
representación importante?
—Tokyo, Nueva York, París, Moscú, Caracas, Buenos Aires y Río.
—¿Cuenta ya con personal para atenderlas? Es decir, ¿algunas
amistades o conocidos que estén dispuestos a formar parte de su
religión? ¿Diáconos u Obispos de su confianza?
—Tengo una lista, sí. También puede tomarla de la memoria.
—¿Y qué me dice de sus Apóstoles?
—Mi esposa, su hermana y mi amante serán las coordinadoras. El
resto puede conformarlo usted, aunque, tengo una pregunta…
—¿Cuál será?
—¿Es posible escoger alguna figura reconocida para que forme
parte del concilio?
—¿Una figura reconocida?
—Me interesaría tener a Claudia Larca, la supermodelo. También a
Juliette Damos, la actriz de Hollywood.
Maier se echó hacia atrás en el asiento.
—Hum, supongo que es posible pero no puedo prometerle nada.
Haremos el intento pero, si no las conseguimos, me aseguraré de
encontrarle muchachas cuya apariencia física sea muy parecida a
esas damas que solicita.
—Excelente.
El escritorio pitó de nuevo. Maier lanzó un manotón al rótulo bri-
llante y lo borró de la consola.
—Disculpe usted… ¿Algún otro aspecto que considere necesario
comentarme?

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Nuberg se ensimismó por unos segundos. Luego dijo:
—Deberán celebrar un festival en mi nombre, todos los años el día
de mi cumpleaños. Yo decidiré la ciudad en cada oportunidad. El
festival tendrá una duración de una semana y el evento será televi-
sado con el fin de captar nuevos adeptos.
—¿Desea eventos musicales, cenas de gala, competencias, juegos,
bacanales?
—Todo.
—Perfecto.
Maier siguió agregando los datos al contrato. Verificó que las ca-
sillas eran las correctas y luego levantó la cabeza mostrando una
expresión de satisfacción.
—Ahora bien, señor Nuberg —prosiguió—. Es importante que le
explique cómo funciona el sistema de PersonalFe. Una vez que firme
usted el contrato, procederemos a la elaboración de su religión,
en ese mismo instante. Sin embargo, tenga en cuenta que su plan
es sumamente difícil de llevar a cabo en un lapso breve, por lo
que deberá esperar entre seis y ocho meses para iniciar su culto.
Nuestra empresa le garantiza tres millones de seguidores en su
primera entrega. Entenderá que el proceso de formación de esos
tres millones lleva tiempo, pero le puedo asegurar que la espera
valdrá la pena, pues ellos le serán completamente devotos. Al mis-
mo tiempo, construiremos su sede en Ginebra así como las demás
Iglesias en todo el mundo. Durante el proceso lo contactaremos
para ir asignando los Diáconos y Obispos a cada Iglesia. También
le haré llegar los perfiles de sus Apóstoles para que usted mismo
los apruebe.
“Por otro lado, elaboraremos los documentos específicos que exclu-
yen a nuestra empresa de cualquier responsabilidad sobre el uso o
abuso de su religión. Siempre podrá solicitar nuestros servicios de
atención al cliente o soporte técnico, si se presenta algún problema
en el desenvolvimiento de su fe o de su congregación, pero cual-
quier acto que vaya más allá de lo estipulado por nuestro contrato
no será atendido.
“Es importante también que recuerde que PersonalFe le garantiza
su religión, pero la administración de la misma depende totalmente
de usted. Eso quiere decir que, si por alguna razón sus creyentes

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deciden retirarse o convertirse a otra, ya no nos hacemos respon-
sables”.
—¿Y qué me dice de los tres millones de garantía?
—Esos son seguros, pero nunca eternos. Si alguno de ellos muere,
no será repuesto con otro. Dependerá de usted convencer a los
nuevos adeptos.
—Me parece justo. Tengo plena confianza en mi dogma.
De pronto, Maier escrutó con detenimiento el rostro de su cliente.
—Debo señalarle también que posiblemente tengamos que realizar
cambios en su aspecto físico.
—¿Se refiere a cirugías plásticas?
—No, no necesariamente. Creo que pequeños cambios en su peina-
do, maquillaje y manera de vestir bastarán. Verá, la efectividad del
proceso de conversión religiosa depende en gran medida del aspecto
y las cualidades del Profeta, así como de su elocuencia. No preten-
do ofenderle pero su aspecto es muy anguloso, demasiado tenso.
Tendremos que suavizar un poco sus facciones y su estilo. También
deberá tomar un curso de oratoria de seis meses de duración.
—Eso me agrada.
—Excelente. En ese caso, todo está listo. Permítame establecer los
parámetros del contrato y le mostraré las tarifas.
Una vez más, Maier se dedicó a manipular la consola que ahora
estaba repleta de texto y cantidades. Finalmente, dio un golpe con
su dedo índice derecho a un ícono en particular y la planilla del
contrato giró ciento ochenta grados para que el cliente pudiera
leerla sin problemas.
—Por favor, verifique que todo está en orden.
Nuberg se tomó su tiempo en revisarlo.
—Luce bien.
Maier asintió con la cabeza y pulsó de nuevo la consola. El monto
total por la elaboración de la Iglesia Universal del Sagrado Orgasmo
titiló bajo el rostro de Nuberg.
—Verá al final de la planilla de contrato dos campos. Uno de ellos
muestra el costo por nuestros servicios, impuestos incluidos. El
segundo campo se encuentra vacío. Allí usted puede ingresar un

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monto de su preferencia, que se considerará un fondo de reserva
para mantenimiento y servicios adicionales.
—¿Para qué sirve ese fondo exactamente?
—Para cubrir cualquier gasto extra que genere algún evento impre-
visto o cualquier requerimiento suyo.
—¿Por ejemplo?
—Si se deterioran las instalaciones de las Iglesias y desea restau-
rarlas, puede hacer uso del fondo. Si ocurre algún desastre natural
y necesita reconstruirlas, también. Si desea realizar donaciones,
construir escuelas u hospitales, nuevas Iglesias. Todo eso.
—¿No es suficiente con el dinero que obtendré de los adeptos?
—Dada la escala de su Iglesia, puede que no sea suficiente. Pero
no es obligatorio que aporte dinero al fondo. Dejamos a su libre
albedrío si lo hace o no.
Nuberg entrecerró los ojos y miró de nuevo el contrato. Se mojó los
dientes con la lengua y aprobó con su pulgar derecho la astronómica
cifra correspondiente al primer campo. Después posó sus dedos
sobre el teclado numérico que yacía junto al contrato y apretó los
labios hasta casi hacerlos desaparecer.
Maier se envaró en el asiento y descansó los brazos en su regazo.
Por fin, el cliente pulsó el teclado e introdujo en el segundo campo
un monto de nueve cifras. Verificó una vez más todo el texto del
documento y acercó su pulgar a la consola para aprobar el segun-
do monto. Justo antes de pulsar, el escritorio se llenó de pitidos y
rótulos provenientes del intercomunicador de la secretaria.
Maier centelleó los ojos y gruñó algo entre dientes.
—Por favor, discúlpeme, señor Nuberg.
Presionó uno de los rótulos y el recuadro con el rostro de la secretaria
se materializó ocupando media superficie del escritorio.
—¡Anny, estoy ocupado con el cliente! ¡No me interrumpas!
—exigió el Gerente.
La muchacha se encogió de hombros y arrugó el rostro, apenada
por su insistencia.
—Lo siento, señor, pero si no fuera realmente importante no lo
molestaría.

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Maier miró al techo, soltó un bufido y negó con la cabeza.
—Está bien, Anny. ¿Qué sucede?
—Según información recién recibida, la Congregación del Alabado
Transistor acaba de declararle la guerra a la Alianza del Diodo Su-
premo. Ejércitos de ambas religiones se encuentran desplegados
en Europa y Asia.
—¿En serio? —dijo Maier levantando la comisura de la boca—. Bien,
ambos son nuestros clientes, pero la Alianza del Diodo Supremo po-
see un contrato superior. Además, su fondo de reserva es como tres
veces el del Alabado Transistor. Comunícate inmediatamente con
la ONU y haz oficial el pronunciamiento de guerra. Luego conversa
directamente con el Secretario General y exígele una autorización
del Consejo de Seguridad para intervenir en el conflicto. Llama
también a los Extremistas Norteamericanos y compra armamento
con dinero del fondo de la Alianza… Hazles llegar esas armas lo
más pronto posible.
—¿No prefiere hablar usted mismo con el Secretario General?
—No. Estoy atendiendo al señor Nuberg.
—¿Y que hay de la Congregación del Alabado Transistor?
—Envíale algunas tropas de nuestras reservas, pero indícales que
si desean armas, robots o mejores equipos, tendrán que depositar
el monto necesario en su fondo.
—Muy bien, enseguida, señor Maier.
El rostro de la secretaria se esfumó y en la consola brilló de nue-
vo el contrato de Nuberg. El Gerente Regional apretó la espalda
contra el respaldar del asiento y estampó en su rostro su sonrisa
patentada.
—¡Casi olvido decirle! —exclamó—: También la Guerra Santa, la ha-
cemos a su medida.
Nuberg levantó una ceja y le miró perplejo por un instante. Luego
regresó su atención al contrato y sopesó la cantidad del fondo de
reserva. Llevó sus dedos al teclado y agregó una cifra más al monto,
antes de aprobarlo con su pulgar.

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Réplica

DENTRO DEL transporte, el teniente Eric Deirmir permanecía quieto


en el puesto designado, con la espalda apoyada contra el duro metal
del vehículo y las manos sujetando los protectores de sus rodillas.
La mirada vidriosa y lejana estaba clavada en los restos de barro
que se asomaban por la punta de sus botas, mientras el sudor le
resbalaba por el rostro y descendía por el cuello, hasta perderse
en alguna parte del interior del traje de combate. Podía escuchar
la respiración intensa de sus compañeros de pelotón, el estrépito
de las ametralladoras al chocar unas con otras y la voz estentórea
del capitán Madubar mientras gruñía sus indicaciones pero, en lo
profundo de su mente, era capaz de clasificar y atenuar todos esos
ruidos con el fin de captar con mayor claridad aquellos provenientes
del exterior del blindado.
Opacos, como leves golpeteos producidos debajo del agua, perci-
bía los disparos y las explosiones que los esperaban. Los sonidos
apenas lograban hacer vibrar los tejidos de sus tímpanos, pero su
estómago y su pecho se sacudían, producto de las fuerzas subsóni-
cas. Absorto, intentaba determinar la procedencia de los disparos
para así construir un mapa mental de la localización de las tropas y
maquinarias enemigas. Más allá de los reportes satelitales y de la
información de inteligencia, eran sus instintos y sentido común los
que lo guiaban en el campo de batalla. Los químicos que invadían
su torrente sanguíneo suprimían las respuestas naturales de temor o
duda y elevaban —a su vez—, la agresividad y la rapidez en la toma
de decisiones, de modo que luchaba con fortaleza y total entrega,
pero no por ello dejaba de escuchar nunca lo que sus entrañas tenían
que decirle durante esas duras campañas.
Después de todo, seguía siendo humano. Tal vez por esa razón todo
su cuerpo siempre se estremecía cuando llegaba el momento de salir
del acorazado y hacerse uno con el infierno de la guerra.
Justo en ese instante, una ráfaga de alto calibre alcanzó al vehículo
e hizo que se agitara y modificara ligeramente su rumbo, pero el
impacto no pudo detenerlos. El capitán Madubar soltó una carcajada
y se golpeó el casco con la culata de la ametralladora.

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—¡Imbéciles! —gritó—. ¡No tienen idea de lo que les espera!
El resto del pelotón explotó en bramidos y miradas centelleantes.
—¡Ya lo saben, señoritas! —prosiguió el capitán—. Controlen las
calles y controlaremos el fuerte. Controlen el fuerte y controlare-
mos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará
ganada.
Los soldados respondieron con vítores...
La lámpara roja que indicaba la orden de despliegue iluminó el
oscuro interior del acorazado y enseguida el pelotón verificó su
armamento y adoptó las posiciones de combate.
—¡Teniente Deirmir, ha llegado el momento! —gritó Madubar.
El teniente asintió con la cabeza y dio un par de golpes al interco-
municador de su casco.
—¡Adelante, Patrulla Uno! —exclamó.
—¡Listo! —confirmó parte del pelotón, y sus voces fueron amplifi-
cadas por los auriculares del los cascos.
—¿Patrulla Dos?
—¡Listo!
—Patrullas Tres y Cuatro.
—¡En orden!
—¡Pelotón listo, señor! —confirmó Deirmir.
El capitán Madubar apretó los dientes y caminó hacia el fondo del
vehículo, dejando la escotilla libre, así como el estrecho corredor
que dirigía a ella. El transporte se detuvo de pronto y la lámpara
roja comenzó a titilar frenética.
—¡Fuego hasta la muerte! —gritó el capitán—. ¡Al fin y al cabo no
importa!
Entonces los precintos externos de la escotilla se soltaron y las
puertas se abrieron de un golpe, permitiendo que las tropas saltaran
finalmente al campo de batalla.
Las Patrullas Uno y Dos aseguraron el perímetro del acorazado y
luego los soldados restantes, junto al teniente Deirmir, pusieron
pie en tierra.
Un segundo después, el pelotón entero cayó abatido presa del
fuego enemigo. Sorprendido, el teniente asió con firmeza su arma

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y levantó la mirada para buscar entre los edificios el origen de los
disparos. Su rostro quedó lo suficientemente expuesto como para
permitir que una certera bala lo atravesara, haciendo que volara
toda su cabeza.
Como el rudo despertar de una pesadilla.
Así lo sentía el teniente Deirmir cada vez que era gestado. La bulla
a su alrededor le dañaba los oídos y sus ojos ardían, mientras la
realidad dejaba de ser difusa y se tornaba nítida. Agitaba la cabeza
y se miraba las manos y los brazos empapados en sudor. Entonces
el médico de guardia lo abofeteaba un par de veces y verificaba su
estado, extendiendo sus párpados y apuntándole con la luz de esa
linterna que hacía palpitar su cabeza; tras asentir satisfecho, le co-
locaba el casco de un golpe y lo empujaba fuera de la Incubadora.
Vivo de nuevo y de vuelta al puesto de avanzada, el general de Briga-
da lo tomó por los amarres del traje de combate y le gritó al oído:
—¡Teniente, el capitán Madubar logró sobrevivir al ataque y se
encuentra luchando en el interior del fuerte! ¡Un segundo pelotón
aseguró el área y acabó con los hostiles. Diríjase de inmediato a la
zona y tome el control del pelotón!
Deirmir asintió en un acto reflejo y observó alrededor, para tener
clara su ubicación en el teatro de operaciones. Al oeste, la autopis-
ta principal que atravesaba gran parte de la ciudad ya había sido
controlada por las tropas aliadas. Un par de cuadras más hacia el
noroeste, entre los altos y destrozados edificios de metal y concreto,
se emplazaba el centro de resistencia enemiga. El teniente verificó el
estado de su armamento y después corrió hacia la avenida paralela
a la autopista, tomando una ruta alterna al fuerte. Con la respiración
acelerada, se adentró con otros soldados en las peligrosas calles
de la ciudad, iluminadas parcialmente por el sol matutino que se
elevaba en el horizonte.
Todavía conmocionado por la gestación, sus piernas flaquearon,
pero sabía que se trataba tan sólo de un efecto secundario del
proceso y que pronto su organismo retomaría el ciento por ciento de
sus capacidades. Inevitablemente, el teniente siempre se preguntaba
cómo lograban hacerlo. Cómo conseguían gestar a los soldados tan
aprisa, cómo trasladaban su conciencia y sus recuerdos a los nuevos
cuerpos y cómo éstos, en cuestión de minutos, ya estaban listos para

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el combate. Más aún, se preguntaba cómo era posible que recorda-
ra todo, hasta el último segundo de sus muertes recientes. Con un
parpadeo, pudo verse de nuevo a los pies del acorazado, rodeado
de un pelotón masacrado y buscando entre los edificios a las tropas
enemigas, justo antes de ser alcanzado por la bala que acabara con
su vida hacía unos minutos... Como teniente, no tenía acceso a la
información científica y de inteligencia detrás del proceso de gesta-
ción pero, en base a lo que eran puras especulaciones y discusiones
entre soldados, la capacidad para recordar debía estar relacionada
con el millar de nanomá-quinas que bien sabía habitaban su corteza
cerebral. Diminutos transmisores inalámbricos, era un término que había
escuchado algunas veces. Era una posibilidad, pero Deirmir prefería
no ahondar demasiado en ello. Después de todo, de ser cierto, así
como podían las nanomáquinas ser transmisoras también podrían
ser receptoras de órdenes y al teniente no le gustaba la idea de ser
manipulado a distancia sin su plena conciencia y aprobación.
De vuelta a su presente, un desagradable escalofrío lo atacó desde
la base de la espina hasta el cuello. Detuvo su avance, apretó los
dientes y sacó de uno de los bolsillos de su traje una jeringa col-
mada de cóctel químico. Se colocó la punta en el cuello y dispensó
una dosis entera. Inhaló y exhaló despacio un par de veces y luego
retomó su rumbo, casi odiándose a sí mismo por haber aceptado
convertirse en un Réplica, aunque sabía muy bien que ellos represen-
taban el arma definitiva contra un enemigo cuyos ejércitos estaban
constituidos por simples mortales, tecnológicamente incapaces de
duplicarse a sí mismos.
Al llegar al final de la primera cuadra, escrutó la calle transversal
y se aseguró de que hubiera sido controlada. Un tanque de asalto
permanecía vigilante en medio del asfalto, mientras una docena de
soldados patrullaba la zona. Deirmir se encaminó hacia la próxima
cuadra por un solitario callejón que separaba dos viejos edificios. Del
otro lado, la avenida llevaba directamente al fuerte enemigo. A su
derecha, el teniente pudo observar el blindado que lo había llevado
allí en el primer avance. Identificó de inmediato su cadáver y negó con
la cabeza, molesto por haberse dejado emboscar tan fácilmente.
Hacia el extremo opuesto de la avenida lo esperaba el segundo
pelotón de asalto, escudado por dos autobuses destrozados que
humeaban muy cerca de la entrada este del fuerte. La edificación

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era una estructura de metal y concreto gris opaco de cuatro pisos,
con un área que alcanzaba casi la de una cuadra entera. Tenía forma
octogonal y estaba rodeada por un prominente muro reforzado con
torres armadas a cada lado de los portones de acceso. Tanto el muro
como gran parte de la fachada del fuerte estaban visiblemente dete-
riorados y muchas de las ventanas blindadas habían caído dejando
expuestas posibles vías al interior del edificio. Al parecer, las torres
defensivas enemigas ya habían sido neutralizadas y el fuego hostil
se limitaba a tropas que disparaban desde algunas ventanas y de
los puestos de observación que enmarcaban el enorme portón del
recinto. Unos cuantos francotiradores y artilleros también ofrecían
resistencia desde la azotea.
Deirmir corrió hacia los autobuses y fue recibido por el jefe del
pelotón.
—¿Cuál es la situación, sargento? —preguntó el teniente.
—Las defensas primarias fueron destruidas. El equipo de explosivos
está preparando la maniobra para derribar la puerta de entrada.
—¿Qué hay del capitán Madubar?
El sargento se encogió de hombros.
—Nos reunimos con el capitán allá, junto al acorazado. Avanzamos
hasta este punto, pero luego él desapareció en dirección al fuerte
y perdimos el contacto.
—¡Excelente! —espetó Deirmir y golpeó su casco en la sien—.
Adelante, capitán Madubar; aquí Deirmir. ¿Adelante?
Sus oídos sólo recibieron estática.
—Adelante, Base. Me encuentro con el pelotón —señaló—. ¿Cuál
es la situación del capitán Madubar?
—Enseguida, teniente —escuchó una estática intermitente durante
unos segundos y luego la voz volvió al intercomunicador—. El capi-
tán fue interceptado camino a la entrada suroeste del fuerte. Sigue
con vida pero desconocemos su localización actual.
—Copiado, fuera… ¡Maldita sea!
El teniente se asomó por el borde despejado del autobús y sopesó
la situación. Si el equipo de explosivos hacía bien su trabajo, tanto
el portón como las torres defensivas caerían íntegras, producto del
ataque.

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—Muy bien, sargento; envíe a los muchachos. ¡Derriben ese
muro!
Cuatro miembros del pelotón sacaron de sus mochilas las cargas
explosivas y otros dos prepararon sus armas para acompañarlos.
Sin dificultad, colocaron los artefactos en los puntos indicados del
portón y las torres y regresaron a los autobuses mientras las demás
patrullas disparaban hacia la parte alta del fuerte, desde donde
tropas enemigas contraatacaban.
El teniente dio la orden y las cargas volaron, destruyendo el portón y
parte del muro fortificado de la entrada, así como todo lo construido
o colocado alrededor. El área circundante se llenó de una espesa
capa de polvo y humo oscuro que por unos segundos obstruyó to-
talmente la visión hacia el edificio.
—¡Corran, corran, corran! —le gritó Deirmir al pelotón cuando la
visibilidad mejoró lo suficiente.
Se adentraron en la estructura del fuerte y se toparon con unas lar-
gas y elaboradas escaleras que daban a una amplia galería. El lugar,
más que una construcción militar, parecía un templo, espacioso y
suntuoso. Reagrupó las fuerzas al llegar a la parte superior y les
ordenó desplegarse.
—Aseguren cualquier otra entrada. Si encuentran al capitán, infor-
men de inmediato.
El teniente caminó con calma hacia el final de la galería. Allí, un
elevador y unas escaleras anchas indicaban la ruta hacia los pisos
superiores. El elevador se encontraba detenido en el tercer piso.
Pulsó el interruptor y la luz de bajada se encendió, pero el aparato
no pareció moverse.
Deirmir giró trescientos sesenta grados para contemplar todo su
entorno.
—Adelante, Base. La planta baja este del fuerte ha sido asegurada,
pero no estoy seguro de tener la situación controlada. Nos resultó
demasiado sencillo llegar hasta acá.
—Copiado, teniente. Consideraremos su apreciación. Mientras tan-
to, le serán despachados refuerzos. Continúe con la misión.
Deirmir se mordió los labios.
—El precio de ser prescindible —murmuró—. ¡Atención, Patrullas
Uno y Tres!

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—¡Sí, señor!
—¡Es hora de finalizar con todo esto!
Les señaló las escaleras y las tropas se reordenaron disciplina-
damente junto a ellas.
El teniente hizo un ademán con las manos y los soldados respondie-
ron subiendo con energía a la siguiente planta. Allí se encontraron
con un grupo de al menos cuarenta combatientes que descarga-
ron sus armas contra ellos. El tronar de las ametralladoras se vio
amplificado por la acústica propia del corredor y el destello de los
cañones lo convirtió todo en un mortal espectáculo de luces. Mien-
tras Deirmir subía, dos de sus muchachos cayeron muertos a sus
pies. Se detuvo en el borde de la pared y les ordenó replegarse a
los soldados expuestos. Luego tomó una granada de alto impacto
y la dejó rodar hacia la formación enemiga.
El estallido fue tan intenso que el suelo vibró y el concreto del techo
se resquebrajó. El teniente meneó la cabeza y se llevó las manos
al casco, intentando mitigar el zumbido agudo y desagradable que
le perforó los oídos.
—¡Ahora! —ordenó y saltó hacia el corredor.
Eficaz, como una máquina, acabó con los soldados que habían so-
brevivido a la granada. Una a una, fue recorriendo las habitaciones
y pasillos del lugar, asegurándose de colocar una bala entre los ojos
de cualquiera que se le opusiese. Al cabo de dos minutos y medio,
toda esa ala de aquel piso estaba consolidada.
—Adelante, refuerzos. ¡Respondan!
Un momento de estática y luego voces:
—¡Aquí Patrullas Nueve, Doce y Quince reportándose!
Los primeros refuerzos habían llegado al pie del edificio.
—Procedan al primer piso.
—¡Sí, señor!
El teniente regresó a las escaleras y esperó que todas las tropas
de refuerzo se plantaran ante él. Entretanto, hurgó sus ojos y, al
reabrirlos, se topó con la mirada del jefe de pelotón.
—Esperamos encontrar mucha más resistencia arriba —dijo, seña-
lando el techo con el dedo índice—, así que…

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—¡Señor! —interrumpió de pronto el soldado, que enarcó las cejas
e indicó algo a espaldas del teniente.
Deirmir se volvió y notó que el elevador descendía. Levantó la
ametralladora y retrocedió un par de metros. El resto de la tropa se
preparó para atacar.
El elevador se detuvo y las puertas se abrieron. Dentro, el capitán
Madubar estaba tendido en el suelo, amordazado y con la mirada
encendida. Todo su pecho, su espalda, sus piernas y gran parte
del piso estaban impregnados con masa gelatinosa de explosivo
líquido.
Madubar gruñó algo ininteligible, más molesto que asustado, y
luego el líquido verdusco desató su furia destructiva.
Un nuevo puesto de avanzada había sido emplazado justo ante la
entrada principal del fuerte, tras los autobuses derribados. La Incu-
badora, protegida por una coraza móvil capaz de resistir cualquier
impacto directo de bajo o alto calibre, bramaba como una fiera mi-
tológica mientras escupía Réplicas al campo de batalla. El teniente
Deirmir trastabilló al pisar el asfalto, pero recuperó el equilibrio y se
incorporó, mientras luchaba con sus entumecidos sentidos.
Hundió el mentón en el pecho, cerró los ojos y respiró despacio a
lo largo de un minuto.
—Maldita sea —murmuró—. Maldita sea, maldita sea…
—¡Están acabando con nuestras tropas! —tronó en los oídos del
teniente—. ¡No podemos permitirlo! ¡Eliminen al general a cargo
y controlen el fuerte!
—Atención, Base —llamó el teniente, ahora sereno—. Las escale-
ras y el elevador del ala este han quedado destruidas. ¿Cuál es la
situación con los demás accesos?
—Dos pelotones están tomando el control de las alas oeste y suroes-
te, pero se han encontrado con una resistente compañía enemiga.
—Sin duda están luchando con todo —afirmó—. Me parece que
están protegiendo algo muy importante y que están dispuestos a
destruir su propio fuerte, si es necesario, para evitar que nosotros
demos con ello.
—Inteligencia ya trabaja en esa suposición.
Deirmir meneó la cabeza y llevó su mirada al fuerte. La explosión del

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segundo piso había arrancado gran parte de la fachada al edificio
y llamas intensas comenzaban a extenderse hacia el piso superior.
Arriba, en la azotea, los francotiradores y artilleros parecían haber
abandonado sus posiciones. El teniente frunció el ceño y caminó
de nuevo hacia el derruido portón principal.
—Atención, Base. Necesito información de satélite sobre la situación
de la azotea del fuerte.
Sobre el visor del casco se proyectó una transmisión en tiempo real
de su solicitud. Unas dos docenas de soldados enemigos, además de
cuatro artilleros, se encontraban resguardando el pozo que bajaba
hacia el interior de la fortificación. El teniente Deirmir levantó la
comisura de la boca en una sonrisa maliciosa.
—Solicito un equipo de asalto aéreo para tomar la azotea.
—Considerando solicitud… Solicitud aprobada. El vehículo aéreo
de asalto lo recogerá en treinta segundos.
Con obscena puntualidad, un aerodeslizador apareció en el plano
indicado sobre su cabeza y dejó caer el cable de amarre. Aseguró el
gancho a su traje de combate y fue llevado al interior de la pequeña
nave para reunirse con el resto del equipo de asalto.
—¡Señores, el enemigo se encuentra protegiendo el acceso hacia
los pisos inferiores del fuerte! —explicó, mientras una veintena de
jóvenes excitados le miraban—. Son apenas un puñado, así que
terminémoslos aprisa.
El vehículo se elevó impulsado por sus potentes motores y se detuvo
a unos diez metros sobre el centro de la azotea. Cubriría el descenso
de los soldados con precisión, formando un perímetro de disparos a
su alrededor. El teniente, junto al equipo de asalto, se lanzó al vacío,
sostenido por el cable de amarre. Al tocar el suelo de la azotea, él y
sus soldados cargaron de inmediato contra las fuerzas enemigas.
Deirmir dirigió sus primeros disparos contra los cuatro artilleros
que ya estaban listos para derribar el aerodeslizador. Logró alcanzar
a tres de ellos antes de que detonaran sus armas, pero el último
tuvo la velocidad y la habilidad suficientes para soltar los misiles
y replegarse entre los escombros y escudos que hacían de trinche-
ra, antes de que ni siquiera el teniente le apuntara. En cuestión
de segundos, el aerodeslizador recibió el impacto y se desplomó,
generando un estruendo ensordecedor. Estimulados por la pérdida

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del vehículo aéreo, los miembros del equipo de asalto chillaron con
odio y arremetieron contra el resto de sus enemigos, haciéndolos
caer en secuencia como alineadas piezas de dominó.
—Atención, Base. Perdimos el aerodeslizador, pero la azotea está
bajo control. Envíen refuerzos.
—Copiado, teniente. Proceda con el interior del edificio. El capitán
Madubar será enviado con los refuerzos cuando termine su gesta-
ción.
Deirmir se golpeó el casco y luego les dio las indicaciones a los
soldados, agitando las manos en el aire. Uno a uno, descendieron
por el estrecho hoyo que daba al cuarto piso del fuerte. Adentro,
el sonido de las ametralladoras y las bombas resonaba incesan-
temente. La lucha por el control de la fortificación sin duda había
llegado ya al tercer piso.
Entre tanto, el lugar que recién comenzaban a explorar era una ha-
bitación espaciosa, como un cuarto de reuniones, pero gran parte
del mobiliario, las computadoras de control y las luces del cielo raso
habían sido destruidas. Los soldados encendieron las lámparas de
sus cascos y procedieron a ocupar la zona.
Al final de la habitación, pasando un par de cadáveres enemigos,
altas puertas de vidrio reforzado aún se mantenían intactas. El
teniente reptó hasta ellas y verificó que el pasillo del otro lado
estuviese despejado. Satisfecho con lo que había visto (un largo
corredor vacío y un poco más iluminado) le ordenó al equipo seguir
adelante.
Recorrieron el corredor, de monótonas paredes grisáceas y piso de
roca, asegurando cada cuarto y cada rincón con eficacia. Sortearon
un par de minas antipersonales y se encontraron con tan sólo tres
soldados enemigos durante la mitad del trayecto. Deirmir, dubitati-
vo, murmuró unas palabras que pudieron ser escuchadas claramente
por el resto del equipo:
—¿Dónde se han metido todos?
Obtuvo la respuesta a su pregunta un minuto después.
De alguna manera, todos los pasillos y habitaciones de ese piso del
fuerte llevaban al mismo sitio: el Cuarto de Control. Así lo indicaban
los resplandecientes rótulos electrónicos que estaban colocados a lo
alto en todo el perímetro del lugar. Protegidos con escudos, restos

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de mesas y sillas e incluso cadáveres apilados, las fuerzas enemigas
esperaban adentro, dispuestas a matar y morir por defender a algo
o a alguien que se escondía en la Sala de Comando.
Un torbellino de fuego se formó dentro del fuerte cuando los ejér-
citos se enfrentaron. Por su ubicación, las tropas enemigas tenían
ventaja y quienes primero fueron abatidos pertenecían al equipo
del teniente Deirmir. Éstos se replegaron hacia los diferentes co-
rredores, cubriéndose con los recodos de las paredes y después
contraatacaron al afianzar sus posiciones.
El teniente repitió su táctica anterior y lanzó hacia el Cuarto de Con-
trol dos granadas de alto calibre, que explotaron simultáneamente
sacudiendo las bases enteras del edificio. Con seguridad —pensó—,
al menos la mitad de las fuerzas enemigas habían sido anuladas.
Esperaron unos segundos hasta que se disipó la nube de humo y
avanzaron de nuevo hacia la habitación. Para su sorpresa, el enemigo
había resistido extraordinariamente el ataque. Los sobrevivientes,
mutilados y adoloridos, persistían en elevar sus armas y disparar.
Lograron detener a más de un tercio del equipo de asalto del teniente
Deirmir, pero se vieron perdidos cuando parte de los refuerzos se
adentró por el extremo opuesto del Cuarto de Control.
No se tomaron prisioneros.
El lugar se sumió de pronto en un profundo silencio cuando no
hubo soldado alguno que luchase en contra de las fuerzas invasoras.
Deirmir señaló en dirección a la puerta de la Sala de Comando —un
habitáculo rectangular de acero blindado, emplazado en el medio
del lugar—, y sus obedientes subalternos dispusieron en ella una
poderosa carga explosiva.
El teniente inhaló, sostuvo el aire en sus pulmones y dio la orden
de activación. Las puertas de la sala salieron despedidas hacia los
lados y una ráfaga de viento caliente se estrelló contra el rostro
de los soldados. Casi de inmediato, un par de guerreros enemigos
saltó afuera chillando y disparando sus armamentos con frenesí.
Deirmir reaccionó velozmente y les colocó tres balas a cada uno en
su cuello y rostro.
Cuando el polvo y el humo se dispersaron por completo dentro de
la Sala de Comando, el teniente Deirmir observó con claridad una
figura que permanecía de pie entre las pantallas de observación y

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las computadoras de control. Por el peculiar uniforme de combate
y las insignias que portaba sobre sus hombros, estaba claro que era
el general custodio del fuerte. Imperturbable, esperaba la llegada
de sus ejecutores.
—Atención, Base —dijo Deirmir mientras caminaba con cautela
hacia el general—. Hemos controlado la Sala de Comando del
fuerte.
—¡Excelente, teniente! — explotó la voz en sus oídos —. ¿El general
fue capturado o muerto?
—El general ha sido…
Cuando se encontró cara a cara con el oficial enemigo, el teniente
enmudeció. Confundido, dio un paso atrás y agitó la cabeza para
asegurarse de que sus ojos no lo estaban engañando. Pero no se
equivocaba: se trataba de él mismo, que lo miraba desde el otro
lado con tranquilidad. El general —el otro él— hizo una mueca
sardónica y entrecerró los ojos.
Aquella expresión produjo en el teniente Deirmir un escalofrío tan
fuerte que, al llegarle a las manos, las hizo temblar hasta apretar
el gatillo. El general se desplomó en el suelo como un saco de
ladrillos. Deirmir lo observó con ojos vidriosos, apabullado por un
repentino temor.
—¿Cómo es posible? —murmuró con voz trémula.
—¿Teniente Deirmir? Repita.
—El general fue muerto… —señaló—. Pero existe nueva informa-
ción mucho más relevante, Base.
—¿A qué se refiere?
—Al parecer, el enemigo posee, o ha construido, una Incubadora.
Un segundo de estática y silencio sacudió la comunicación.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión, teniente? —escuchó enton-
ces.
—El general enemigo es un Réplica.
—¡Un Réplica! ¿Puede confirmarlo?
—Totalmente. Es un Réplica idéntico a… a uno de los nuestros.
El asombro y la confusión se apoderaron de las voces tras los in-
tercomunicadores.

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Cuando los soldados ocuparon la Sala de Comando, miraron con
estupefacción el rostro del cadáver que yacía a los pies del teniente
Deirmir. Éste, aún agobiado, ponderó en su mente las implicaciones
de ese imprevisto descubrimiento.
Así como ellos mismos, el enemigo tenía ahora la capacidad de
generar más y más soldados continuamente. Era posible que las
nuevas tropas ya estuvieran siendo gestadas, listas para regresar al
fuerte y reanudar la batalla, e incluso que toda la operación formara
parte de una elaborada emboscada.
“Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad
y la mitad de la guerra estará ganada”, había dicho el capitán Ma-
dubar. Ante un conflicto en el que ambos ejércitos poseían tropas
imperecederas, ¿sería posible que alguno de ellos obtuviese la
victoria? ¿Cuánto duraría entonces esa guerra?
Deirmir tragó saliva, hurgó de nuevo sus ojos y luego verificó el
estado de su arma. Consciente de que el verdadero combate estaba
por venir, se preguntó cuántas muertes más le esperaban de ahora
en adelante…

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Índice

El nuevo juguete de María...................................................................9


Un buen día para morir......................................................................24
Burbujas en el espacio-tiempo.........................................................31
La hacemos a su medida...................................................................37
Réplica.................................................................................................48
Réplica, de Ronald Delgado, se terminó de
imprimir en el mes de febrero de 2011, en los
talleres litográficos de Italgráfica S. A., Caracas,
D. C. En su composición se utilizaron los tipos
digitales Novarese Book de 9, 11 y 18 puntos.
El texto fue impreso en pliegos Tamcremy de 55
grs. y para las tapas se utilizó sulfato sólido 0,14.
La edición consta de 1.000 ejemplares.

20 años
1990 - 2010
En el principio era el verbo

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