El Herrero

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EL HERRERO

DE LA LUNA
LLENA

María Isabel Molina


María Isabel Molina El herrero de la luna llena

© Del texto: 2003, ISABEL MOLINA


© De las ilustraciones: 2003, EMIL MARKOV
© De esta edición:
2003, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono: 91 744 90 60

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones


Beazley, 3860. 1437 Buenos Aires
• Editorial Santillana, S. A. de C.V.
Avda. Universidad, 767. Col. Del Valle,
México D.F. C.P. 03100
• Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
Calle 80, n° 10-23. Santafé de Bogotá-Colombia

ISBN: 84-204-6577-1
Depósito legal: M-26.187-2004
Printed in Spain - Impreso en España por
Rógar S. A., Navalcarnero (Madrid)

Primera edición: septiembre 2003


Tercera edición: junio 2004

Editora:
MARTA HIGUERAS DÍEZ

Diseño de la colección:
MANUEL ESTRADA

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

El herrero de la
luna llena

Mª Isabel Molina
Ilustraciones de Emil Markov

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Índice

Introducción.............................................................................6
Veinte años antes....................................................................10
Una reunión de herreros...........................................................14
La ruta de la oca......................................................................18
La primera oca........................................................................23
El encuentro...........................................................................28
Río Salado..............................................................................31
El río envenenado....................................................................35
Logroño..................................................................................39
La segunda oca.......................................................................42
Montes de Oca........................................................................46
La tercera oca.........................................................................52
Frómista.................................................................................56
Palencia.................................................................................62
En el camino...........................................................................67
La cuarta oca..........................................................................71
Compostela.............................................................................75
El incensario...........................................................................79
Final......................................................................................82

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Introducción

Desde los tiempos prehistóricos, tuvieron privilegios los herreros,


los hombres que dominaban el fuego hasta convertirlo en su servidor;
eran libres para viajar, para cambiar de tierra, de rey y de señor y
siempre eran bien recibidos y respetados. Eran los que sabían —en
un proceso entre misterioso y mágico—, convertir el mineral en
lingotes, trabajar el cobre y el oro, la plata y el estaño; los que
conocían las proporciones de mezclas y aleaciones, los que recogían y
guardaban los restos de aerolitos para conseguir mejores aceros;
eran artesanos expertos que fabricaban sonoras campanas de bronce,
espadas y arados, joyas de oro y plata y humildes vasijas de estaño.
Los más sabios de entre ellos, los alquimistas, se esforzaron en fundir
y refinar una y otra vez los metales en la imposible búsqueda del
metal más noble. Herreros fueron los antiguos dioses, como Vulcano
en Roma o Thor en Germania.
Tanto los herreros como los constructores guardaban fielmente
los secretos del oficio y las reuniones de sus gremios eran las
responsables de su protección. Antiguos secretos, eficaces para
realizar su trabajo y que se debían guardar de los extraños. Secretos
que se adornaban de fórmulas mágicas y que los oficiales y los
maestros repetían con exactitud y en muchos casos sin entenderlos
del todo. Desde nuestra tecnología, desde nuestras fórmulas
matemáticas, que los ordenadores calculan en segundos, debemos
intentar comprender la maravillada sorpresa que, ante las altas naves
de las catedrales que aún hoy nos dejan sin aliento, experimentaban
los hombres y mujeres de la Edad Media.
Ya antes de que la historia se escribiese, la ruta que señala la Vía
Láctea, el camino de las estrellas que lleva al océano, al Finisterre,
fue camino de peregrinaciones. Antes de que el sepulcro del apóstol
Santiago atrajese a los peregrinos de Europa, ya los herreros y los
antiguos maestros constructores habían recorrido el camino y
levantado sus puentes y sus edificios de piedra, sembrándolo de
pueblos con el nombre de «oca» o de «ganso», el animal sabio que
era su símbolo.
Alfonso VI, el rey del principio de siglo XII, protector del camino,
casó cinco veces pero sólo tuvo un hijo varón que murió adolescente
en la guerra contra los almorávides. Quiso ser un rey moderno,
victorioso contra los árabes, que abrió sus reinos a la corriente de los

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

peregrinos. El Camino de Santiago está salpicado de pueblos que se


llaman Villafranca —villas de francos, villas libres— las tierras
despobladas que el rey entregaba a los emigrantes que llegaban de
más allá de los Pirineos.
Su heredera fue Urraca, su hija, viuda de Raimundo de Borgoña,
casada otra vez con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón. Urraca
tenía un hijo de su primer matrimonio llamado también Alfonso,
Alfonso Raimúndez, que será el VII de Castilla cuando sea rey.
Cuando Yago de Lavalle peregrina a Santiago, Alfonso el
Batallador y su mujer, la reina Urraca, están separados. El
matrimonio fracasó. Alfonso Raimúndez, que se ha educado en
Galicia, ha encerrado a su madre en un monasterio y se ha
proclamado rey de Castilla y León. Alfonso el Batallador también
reclama sus derechos al trono como esposo de la reina Urraca y se
hace llamar VII de Castilla. (Hay dos reyes distintos con el mismo
nombre). El rey de Aragón y sus caballeros atacan esporádicamente
la frontera de los dos reinos, la Rioja, que quiere incorporar a su
reino de Aragón. Otros caballeros, con el pretexto de defender los
derechos de la reina Urraca, saquean villas y aldeas; el rey Alfonso
Raimúndez intenta imponer su autoridad. La situación casi es de
guerra civil. El pueblo sufre. Los peregrinos son como un río que
todas las primaveras inunda el camino.
Yago, su familia, su viaje, Teresa y la conjuración de los
constructores son imaginarios. Son reales, el ambiente, las
circunstancias, el fascinante personaje de San Juan de Ortega, el
Camino... un camino que los herreros obligan a hacer a Yago y que,
en cierta forma, todos debemos hacer en nuestra vida.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

I
Veinte años antes

El conde Guillén de Lavalle recibió a los hombres en el gran salón,


sentado en la silla tallada que, sobre una tarima, presidía la estancia
y que había hecho colocar sobre la valiosa alfombra de lana que se
trajera del sur como botín en el año anterior. Hacía frío, siempre
hacía frío en el gran salón atravesado por las corrientes de aire.
Aunque no tenía dinero para ello y llevaban meses quemando brezo,
piñas y ramas, el conde Guillén había ordenado encender con troncos
enteros la enorme chimenea en la que cabía un hombre de pie.
Llevaba su mejor túnica, de lana sin teñir de aquel color hueso tan de
moda aquel año, y un manto bordado. En el dedo se había puesto la
vieja sortija de sello que había sido de su padre y de su abuelo y,
antes de ellos, de algún antiguo romano, a juzgar por la inscripción
casi borrada que estaba grabada en el interior. Guillén de Lavalle
necesitaba de aquellos hombres, y la experiencia le había enseñado
que la mejor forma de conseguir un buen trato era aparentar riqueza
y no mostrar un excesivo interés.
Los hombres avanzaron hasta el centro del gran salón antes de
detenerse y saludar con una inclinación de cabeza. Vestían zamarras
de piel de cordero sin mangas, con el pelo al exterior. No llevaban
túnica, sino calzones de cuero y abarcas en los pies. Olían a humo, a
sudor y a cuero mal curtido, y formaban un grupo recio y maloliente
en el centro del salón.
El conde Guillén dudó si ofrecerles vino. Luego decidió seguir en
su papel de gran señor.
—Bienvenidos a Lavalle —saludó.
Uno de los visitantes se adelantó al grupo. Era un hombre mayor,
de escasa estatura. Se quitó el gorro de lana que llevaba en la cabeza
antes de hablar descubriendo unos cabellos entrecanos y un parche
de cuero que le tapaba un ojo y se sujetaba con unas estrechas
correas a la cabeza.
—Nos habéis mandado llamar, buen conde.
—Así es, maese Lucas —asintió el conde Guillén—. Los señores
francos se agitan en el norte y, en cuanto llegue la primavera, el rey
moro de Zaragoza amenazará el sur. Nuestro rey tendrá que guerrear
contra el moro y necesitará todos sus hombres. Por otra parte, este
condado es la fortaleza que guarda el reino por el norte. Necesito de

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vuestras artes. Para la próxima luna llena, mis hombres precisan una
nueva partida de espadas, recias y bien forjadas.
Una chispa de inteligencia prendió un momento en el único ojo
del hombre llamado maese Lucas. Un leve murmullo corrió entre los
hombres, que se miraron unos a otros.
Maese Lucas avanzó un paso más e hizo una inclinación.
—No nos dais mucho tiempo, señor, pero ése es nuestro oficio.
Hincharemos los fuelles y pondremos nuestras fraguas a trabajar, y
dentro de una luna tendréis espadas nuevas, recién forjadas, para
armar a vuestros hombres.
Guillén de Lavalle tragó saliva. Hasta aquel momento todo había
ido bien, con la cortesía que reclamaba la costumbre. Ahora llegaba
lo difícil. Guillén necesitaba con urgencia las espadas para defender
sus tierras del señor franco de más allá de las montañas, que le
invadiría en cuanto los ríos se deshelasen; pero no tenía ni un sueldo
para pagar el trabajo. Tal vez más adelante, cuando hubiese
derrotado a los francos, si conseguía un buen botín o si sus
labradores y sus siervos, aprovechando la paz, tenían una buena
cosecha, podría pagar con creces el trabajo, pero hasta entonces no
tendría dinero y los herreros no trabajarían bajo su palabra; él no
había faltado nunca a sus promesas, pero todos los artesanos sabían
que la palabra de pago de un señor se podía aplazar indefinidamente.
—¿Cuál será el precio de vuestro trabajo? —preguntó, con una
seguridad que estaba muy lejos de sentir.
Los hombres se miraron entre sí sin hablar e hicieron un gesto a
maese Lucas. Parecían haberse puesto de acuerdo antes de la
entrevista.
—Se dice en el señorío que no hay mucho dinero en el castillo,
buen conde. Es costoso mantener un grupo de hombres de armas
que se alimenta bien, tanto ellos como sus caballos, y no produce
nada. También dicen que nuestro señor natural, don Alfonso de
Aragón, os ha doblado el tributo para su campaña contra el reino de
Zaragoza. ¿Cómo vamos a osar pedir dinero por vuestro encargo?
—¿Trabajaréis de balde?
—No hemos dicho tanto, buen conde. Sólo que no os pediremos
dinero.
Guillén comenzaba a alarmarse. No le gustaban los misterios ni
las palabras de doble sentido. Era un hombre de pensamientos
sencillos. Necesitaba espadas y no tenía dinero; pero si los herreros
no forjaban las armas y aplazaban el pago, no podría defender el
condado cuando atacasen los francos. Él y sus hombres serían
derrotados, y los atacantes saquearían las herrerías y los demás
talleres artesanos. Todos saldrían perjudicados.
—¿Que queréis entonces?
La voz de maese Lucas adquirió entonces un tono persuasivo.
—Algo muy sencillo, mi señor. Hace dos días, en la luna llena,
vuestra esposa os ha dado un hijo varón que hace el tercero de los

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

vuestros. Todo el condado se ha alegrado con vos y ha celebrado


vuestra felicidad. Ese niño ha nacido en el día preciso y en el
momento preciso para ser un buen herrero. Queremos que nos dejéis
a vuestro hijo para enseñarle nuestro oficio. Seguirá siendo vuestro
hijo. Únicamente queremos que sea herrero. Ése es nuestro precio.

Guillén estuvo a punto de saltar de la silla por la indignación.


—¿Estáis locos? ¿Herrero, el hijo del conde?
Maese Lucas no perdió la calma ni alteró el tono de su voz.
—No es el hijo mayor. No es el heredero, sino el tercer hijo. Y
nuestro oficio es importante, no lo puede llevar a cabo cualquier
hombre. Hay que saber los momentos propicios para fundir los
metales y conocer el secreto del fuego. Un herrero debe ser fuerte,
honrado y virtuoso, porque en el fuego se esconden el poder y la

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vanidad. El fuego es don de Dios, pero es también el reino del diablo.


No todos los hombres sirven para herreros. Unos son más hábiles que
otros. Nuestro gremio tiene que cuidar de que su arte perdure y se
engrandezca. Y no todos los herreros tienen la fortuna de nacer en un
día preciso, en el tiempo preciso, en el momento preciso, como ha
ocurrido con vuestro hijo. Si le educamos en nuestros conocimientos,
será un buen herrero y podrá trabajar los metales más nobles como
el oro y la plata. Hará famoso vuestro condado y alcanzará la mayor
sabiduría porque está señalado para ello desde su nacimiento. Y
como expresión de nuestra gratitud, además de las espadas nuevas
que nos pedís, no para la próxima luna, claro, sino con más tiempo,
forjaremos una espada especial para vos. Una espada fundida con el
metal de las piedras que caen de las estrellas, según los más
antiguos conocimientos. Una espada que no se romperá nunca, que
os acompañará en las batallas y que os proporcionará la victoria si la
empleáis a favor de la justicia y el derecho.
Guillén de Lavalle contempló fijamente y en silencio al grupo de
herreros. El señor franco del norte era joven y valiente y tenía
muchos hombres bien armados. Necesitaba las espadas o no sería
conde cuando llegase el verano... si es que vivía para entonces. Y
¿qué sería entonces del recién nacido, de su esposa y de los otros dos
niños? ¿Qué ocurriría con las gentes que dependían del castillo?
El tiempo parecía haberse congelado en el gran salón. El conde
seguía en silencio. Los herreros aguardaban sin impaciencia. Un rayo
de sol se coló por una de las estrechas ventanas y dibujó un círculo
de luz en el suelo de cantos apisonados.
El conde pareció volver entonces de sus pensamientos.
—¿No separaréis el niño del corazón de su madre?
—Sólo queremos que aprenda el oficio cuando tenga edad para
ello. Seguirá siendo vuestro hijo.
—¿Lo juráis?
Maese Lucas levantó la mano y con él los otros herreros.
—Ante Dios y sus Evangelios. ¿Y vos, buen conde?
—Ante la cruz de mi espada, por mi honor y mi palabra de
caballero.
—Amén —contestaron todos los hombres a coro.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

II
Una reunión de herreros

La habitación no tenía ventanas, formaba parte de un largo


sótano excavado bajo la forja y la luz de los candiles no bastaba para
disipar las sombras de los rincones. Se habían colocado tableros
sobre caballetes formando una gran U frente a la puerta que se abría
al corredor y a la escalera que comunicaba con la forja en el piso
superior.
En los bancos colocados a lo largo de la gran mesa se sentaban
12 hombres. Estaban vestidos con ropas oscuras y cubiertos con
capas con capucha y esclavina que les daban cierto aspecto de
monjes. Sin embargo, las manos apoyadas sobre las mesas no eran
de hombres de estudio y oración; eran las manos poderosas, de
dedos fuertes, de los hombres que saben trabajar manualmente.
En el centro de la estancia se había colocado una banqueta de
madera y, sentado en ella, un muchacho contemplaba con rostro
serio y asustado a los hombres. No llevaba capa ni manto y era
delgado, de largas piernas, con el pelo del color de la paja y los ojos
claros. Sus manos, colocadas abiertas sobre las rodillas, eran también
singularmente fuertes.
Todos estaban en silencio, como si aguardasen algo. El hombre
que se sentaba en el centro del tramo más corto de las mesas
presidía la reunión; tenía sobre el tablero un pequeño mazo de plata
muy usado y sin brillo y un crucifijo. Levantó una mano, como si
quisiera atraer la atención de los reunidos en la sala, aunque no hacía
ninguna falta; todos aguardaban en silencio.
—Se abre la reunión del gremio de herreros del reino de Aragón.
Los hermanos maestros han presentado graves acusaciones contra
Yago de Lavalle, oficial del gremio. Yago de Lavalle está presente, y
estamos reunidos para examinar esas acusaciones. Como
responsable elegido por todos vosotros, doy comienzo a esta reunión.
Todos pueden hablar por orden. Que Dios nos ayude.
Un hombre del extremo de la mesa levantó una mano. El
presidente dio la venia.
—Hemos venido de todo el reino ante el escándalo de la conducta
de Yago de Lavalle. Es un impío que falta a las antiguas costumbres
de nuestra profesión. No cuida ni los días ni las fases de la Luna. No
tiene cuidado al encender el fuego ni ha grabado los signos que

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

ahuyentan al diablo en el mango de su martillo de herrero. Todos los


herreros del reino estamos asustados ante la mala suerte que arroja
sobre nosotros y sobre nuestro trabajo.
El presidente tomó de nuevo la palabra:
—Grave acusación es ésa, Yago de Lavalle. Eres muy joven y ya
has merecido la consideración de oficial. Viniste a nosotros como
prenda de un pacto y, a pesar del rango de tus padres, eres uno de
los nuestros. Naciste al filo de la medianoche, cuando la luna llena
bañaba de luz de plata la tierra. Todo eran buenos augurios. Tienes
en las manos el don del trabajo del metal. No es un trabajo
cualquiera. Nosotros tomamos el metal que produce la tierra y, con la
ayuda del fuego, lo purificamos y lo maduramos. Lo fundimos y lo
volvemos a fundir hasta que conseguimos lo que necesitan los
hombres: hierro para espadas, arados para la cosecha, las rejas de
sus puertas, los cuchillos para su defensa; las herramientas que
trabajen la piedra, la madera y la tierra. Bronce para los escudos que
les guardarán la vida y para las campanas que les anuncian las horas,
los rezos y los sucesos de la vida. Nuestra es la capacidad de dar a
los hombres lo que necesitan para transformar la tierra. Nosotros
ayudamos al hombre a fabricar la casa en que vive y la iglesia en que
reza a Dios. Los más sabios de entre nosotros trabajan los metales, a
solas y en secreto, hasta conseguir la última esencia, que los metales
maduren hasta que aparezca el metal más noble: el oro. Es un gran
poder que debemos ejercer humildemente, tal como nos enseñaron
nuestros antepasados. ¡Nosotros trabajamos con el fuego! Dios es el
Señor del fuego, pero también en el fuego están el diablo y los
condenados al infierno, según nos enseña la Iglesia. Por eso,
debemos seguir fielmente las instrucciones que nos dejaron nuestros
sabios antecesores, maestros en el oficio, que sabían de los días
propicios y de las palabras poderosas, de los sacrificios y los conjuros
que podían conseguir que nuestro trabajo fuese más provechoso.
Hizo una pausa; se escuchó un vago rumor de asentimiento en
los hombres sentados a lo largo de las mesas.
—¿Alguien tiene algo que añadir?
El hombre que se sentaba a su derecha alzó la mano en un gesto
amenazador:
—Has dicho bien, hermano. ¿Puedo decir lo que sé?
El presidente asintió:
—Habla, hermano Germán.
—La acusación del hermano es cierta y nos consta a todos los
herreros. Todos hemos sabido que Yago ha faltado a las antiguas
costumbres de nuestro oficio. ¿No es cierto que cuando puso en
marcha su fragua no mató un gallo y roció con su sangre el yunque?
La madera de su martillo de herrero está limpia de signos benéficos.
No cuelga de su puerta el ramillete de ramas de encina, de espino y
de fresno. La mala suerte ya ha comenzado a caer sobre él. Permitió
que entrara en la fragua a una mujer que tenía sus reglas cuando

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

estaba fundiendo la campana pequeña del monasterio. La campana


ha resultado defectuosa. Todos hemos podido escuchar que no suena
bien.
Otro hombre intervino:
—¡Contesta, muchacho! ¿Acaso no es cierto lo que decimos? Te
hemos enseñado los secretos de nuestro oficio. Aquellos que no se
dan a conocer más que después de un largo tiempo de aprendizaje.
Fundes el hierro y puedes golpear con tus mazos los materiales
nobles, el oro y la plata. Pero no obedeces las normas y atraerás la
mala suerte sobre todos los herreros del país. Si no guardas nuestros
usos, ¿cómo podremos tener confianza en que harás honor a tus
promesas y guardarás secreto lo que no debe ser dicho?
El muchacho sentado en el centro miraba a unos y a otros. Estaba
pálido y tenía un cierto parecido con un cachorro asustado.
El presidente intervino de nuevo:
—¡Habla! ¿Qué tienes que decir?
El muchacho que habían llamado Yago de Lavalle estiró el cuello
para tragar saliva antes de hablar. Miró a los que estaban sentados
alrededor de la mesa y luego observó sus manos, que temblaban.
Pero, sin embargo, su voz sonó serena.
—Hermanos, no creo haber faltado a los compromisos del gremio.
He respetado el secreto y las enseñanzas de mis maestros sobre el
trabajo de los metales, y mi trabajo es bueno y los que acuden a mi
herrería quedan satisfechos. Sí, es verdad que no grabé los signos de
la buena suerte en los mangos de mis mazos, ni rocié con la sangre
de un gallo mi yunque, pero en mi fragua hay una cruz porque creo
que Nuestro Señor, que murió por nosotros, nos ha liberado de la
muerte y del poder del diablo. Ya no necesitamos de signos
poderosos porque la cruz del Señor es nuestro signo de victoria. Y si
dejé entrar a una mujer con sus reglas, es porque era mi hermana
pequeña, que me traía la comida. ¿Cómo iba a traerme mala suerte
una persona como mi hermana?
—¿Y el sonido de la campana del monasterio?
—La campana suena mal porque el carretero que la llevó al
monasterio la dejó caer y se rajó. Cuando salió de mi taller, tenía un
sonido armonioso y claro.
—No se hubiera caído si tú hubieses guardado las normas.
—No se hubiera caído si el carretero no estuviese siempre
borracho.
—¿Vas a replicar más? Tú, que no eres más que un oficial novato,
¿nos quieres enseñar nuestro oficio? Eres un muchacho insolente y
presuntuoso, y tu mala suerte caerá sobre todo el gremio de herreros
de toda la comarca, que temen al diablo y cumplen lo que les han
enseñado. ¡Pido que se le prohíba ejercer su oficio antes de que nos
abrasen los fuegos de nuestras propias fraguas!
Un murmullo de asentimiento y comentarios recorrió la estancia.
El presidente volvió a alzar la mano.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—Calma, hermanos; respetemos el orden. ¿Alguien más desea


hablar? —paseó la mirada por el círculo de hombres sombríos, pero
ninguno respondió; alzó el pequeño y gastado mazo de plata y golpeó
con él la mesa—. Todo está dicho y todo está escuchado. No creo que
Yago de Lavalle haya obrado de mala fe; sus faltas parecen deberse a
la petulancia, hija de sus pocos años. Puede seguir siendo herrero,
pero tiene que aprender. Muchacho, te llamas Yago; peregrinarás a la
tumba de tu patrón Santiago, por el camino de las estrellas que han
seguido antes de nosotros tantos de nuestros maestros y
antepasados. Peregrinarás como un pecador más, pues has faltado a
las antiguas costumbres del oficio. Peregrinarás para pedir a Dios que
te dé la fe en su poder milagroso, que trabaja a través de las manos
de los hombres que tienen la sabiduría y conocen cómo defenderse
del diablo y de los malos espíritus que arrojan el mal sobre el
hombre. Vivirás de tu trabajo y de las limosnas de las buenas gentes;
no llevarás oro ni plata y nada más que lo necesario para el camino,
pues debes aprender a corregir esa soberbia que te hace pensar que
no existe el milagro y la virtud en la transformación de los metales y
que tu trabajo es sólo obra de tus manos. ¡Ése fue el pecado de
Adán! Querer ser como Dios. Ese es tu grave pecado, pero eres joven
y no queremos imponerte más penitencia. Peregrina y vuelve a
nosotros más sabio y más maduro. Mientras tanto, tu fragua estará
apagada y sola y se purgará de la mala suerte. ¡Está dicho! ¡Que se
acate y se cumpla en todo el gremio de herreros del reino de Aragón!
Yago de Lavalle abrió la boca para replicar, pero el presidente le
miró con severidad y golpeó la mesa con el mazo para terminar la
reunión.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

III
La ruta de la oca

La mujer estaba sentada al lado de la ventana y manejaba con


energía el pequeño telar colocado junto al muro. Era ya anciana, pero
en su cara redonda no se advertían grandes arrugas; llevaba unas
sayas color añil y la toca que le cubría la cabeza era de lienzo blanco.
Yago de Lavalle la contempló con cariño desde el umbral. Ya se había
despedido de su madre, de sus hermanos y de su hermana. Quedaba
la abuela. Inclinó la cabeza y atravesó el arco de la puerta, más bajo
que su estatura. La anciana no le había oído con el ruido del telar y
alzó la voz.
—Buenos días, abuela Orosia.
La mujer paró el telar y levantó la cabeza.
—Buenos días, nieto. ¿Vienes a despedirte? ¿Te han dado el
manto con capucha?
Yago avanzó hasta la anciana.
—Sí, abuela. ¿No es muy grueso?
—Hace frío por esos caminos. Y te van a caer muchas lluvias. Es
un buen manto de un conveniente color marrón. Así no necesitarás
lavarlo. Yago, ¿por qué vas a Santiago?
—Peregrino, abuela. Santiago es mi patrón.
La mujer dio un golpe en el telar con impaciencia.
—¡Ya! Pero todo el que peregrina busca algo: la santidad, o la
remisión de sus pecados; a alguien a quien amaba, o a alguien a
quien amar; dinero, fama, huir de sus errores o de sí mismos. ¿Qué
vas a buscar tú?
Yago extendió las manos en un gesto de rendición. La anciana
Orosia era la madre de su padre, la condesa viuda. Cuando su hijo
Guillén se casó, había pedido que le hiciesen aquella habitación en el
piso alto de la torre, justo debajo de la garita del centinela; no
deseaba retirarse a un convento como muchas viudas y tampoco
quería intervenir en el gobierno del condado ni inmiscuirse en la vida
de su hijo.
—Desde aquí se escucha a los centinelas; sabré si hay peligro;
aquí estaré si me necesitáis; aquí no os estorbaré —había dicho.
En aquella habitación comía y dormía. Empleaba el día en hilar y
tejer y leía libros piadosos. De cuando en cuando, recibía visitas o
noticias de antiguas amistades. Yago recordaba las tardes pasadas

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

jugando en el suelo de la habitación de su abuela cuando era niño. Su


madre los enviaba, a él y a sus hermanos, a la torre de la abuela
cuando tenía invitados en el castillo. La abuela era una mujer
enérgica que proponía difíciles juegos a los niños y no consentía
caprichos.
En los últimos años, la condesa viuda había engordado mucho y
ya no podía bajar las empinadas escaleras de la torre sin ayuda.
Había mandado instalar un gran crucifijo y un pequeño altar en uno
de los lados de la estancia, y allí oía misa los domingos. Ya sólo en
Navidad y en las fiestas señaladas se la veía en el gran salón. Y los
muchachos, Yago incluido, ya no subían a las habitaciones de la
anciana más que en las ocasiones obligadas.
—Tal vez vaya a buscar el perdón de mis pecados, abuela.
La anciana negó con una sonrisa.
—Eres demasiado joven para tener pecados tan grandes. ¡Vamos!
Yo no se lo voy a contar a nadie. ¿A qué vas a Santiago?
Yago estaba cansado antes de comenzar el camino. No había
dicho nada en su casa de la reunión del gremio. En el castillo no se
hablaba mucho del trabajo de Yago; su herrería estaba instalada en
un extremo del pueblo y su familia nunca preguntaba nada; su madre
y sus hermanos lo consideraban un oficio impropio del hijo de un
conde, aunque fuese el menor, y el conde Guillén prefería no recordar
su compromiso con los herreros. Sentía que había sido débil ante
unos vasallos entregándoles a su hijo; bien es verdad que necesitaba
aquellas armas, que había evitado una guerra y la ruina del condado,
y que su hijo parecía estar muy satisfecho, pero eso no le evitaba el
sentimiento de culpa.
—Me envía el gremio, abuela. Me han castigado porque no guardo
los ritos mágicos. La herrería quedará cerrada durante mi ausencia.
La anciana alzó las cejas grises y sus ojos se redondearon con
una expresión divertida.
—Eso es grave, muchacho. ¿No has grabado los signos en el
mango de tu mazo? ¿No has tallado el martillo y el rayo en el dintel
de la puerta de la fragua?
Yago la contempló sorprendido.
—¿Cómo lo sabéis? ¿Y para qué sirve eso? ¡Sólo son cuentos de
vieja!
La anciana Orosia reía.
—Bien, yo soy vieja, o sea, que conozco los cuentos de vieja —
dejó de reír y una expresión severa apareció en su cara—. Siéntate;
hace mucho que no hablamos tú y yo.
Yago acercó un asiento y contempló a su abuela. Había dejado de
ser la anciana serena, bondadosa y un poco burlona que él conocía
para transformarse en una mujer misteriosa y sabia como las viejas
curanderas de la aldea.
—Mira, muchacho, el hombre siempre necesita dominar lo que le
rodea. Si con su inteligencia y sus manos no puede hacerlo, crea ritos

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

mágicos como un compromiso con lo desconocido que le hacen


sentirse seguro. Cualquiera que rompa ese compromiso, deja
expuesto al grupo a fuerzas que no controla y, por tanto, es
peligroso. ¿Me entiendes?
Yago movió la cabeza dudoso.
—No del todo, abuela. ¿Queréis decir que como el hombre no
domina el fuego, tiene que matar un gallo al abrir su fragua como
una ofrenda al fuego a cambio de que no le abrase?
—Eso es; rinde homenaje a una fuerza que utiliza pero no
domina. Entrega algo —un gallo— a cambio de algo —no va a tener
accidentes, no saltará una chispa que incendie la fragua—. Lo has
entendido.
—¡Pero yo tengo razón! Ningún gallo muerto librará a un herrero
de una quemadura en un brazo o un incendio en la fragua. Su
cuidado y su buen trabajo son los que evitarán los accidentes. Todo
eso son bobadas y supersticiones —señaló a la imagen de la pared—.
Somos hijos de Dios; Jesucristo ha muerto para liberarnos. ¿Para qué
queremos dominar el fuego?
—¡Claro que tienes razón! Pero no todos los hombres saben ser
humildes y reconocer que ellos, su vida, su casa y su trabajo, están
en las manos de Dios. No todos los hombres quieren renunciar a ser
amos de todo lo creado, hasta de lo que no dominan y desconocen. Y
tú, ¿por qué piensas esas cosas? ¿No te han enseñado en el gremio a
tener respeto y temor?
Yago asintió confuso.
—No lo sé, abuela. Cuando me dicen algo, no quiero aceptarlo
porque sí; me gusta meditar en ello. Tal vez tengan razón y sea
soberbio y petulante.
—No, si reflexionas con humildad; no, si investigas con cuidado;
no, si respetas a los que son más sabios que tú; no, si utilizas
rectamente tu inteligencia como os enseñaba a ti y a tus hermanos
cuando jugabais aquí en la torre.
—Abuela, ¿cómo sabéis estas cosas?
La anciana Orosia rió con un sonido alto y claro,
sorprendentemente joven.
—No siempre he sido una vieja gorda que hila y teje encerrada en
una torre. Cuando tenía 16 años, todos los hombres se volvían a
mirarme.
El muchacho sonrió.
—Estoy seguro de que erais muy hermosa, pero las chicas guapas
tampoco saben estas cosas.
Su abuela se contempló las manos regordetas con señales del
roce de las hebras de lana. Su mirada se volvió soñadora.
—¿Y tú qué sabes de los conocimientos de las chicas guapas?
¿Todas las chicas guapas que conoces son tontas? Yo siempre quise
conocer el significado de lo que me rodeaba. Yo, como tú, jamás me
creí las supersticiones. Era una chica muy curiosa en aquel tiempo...

20
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—tomó una jarra que había en una mesa y vertió agua en un viejo
vaso de plata. Bebió lentamente antes de continuar—: En aquel
tiempo, mi padre era maestro constructor; pertenecía al gremio y
recorría los caminos de una obra a otra. Había nacido en Galicia, de él
heredé yo estos ojos claros que tú también tienes. No recuerdo a mi
madre; yo no era más que una niña chiquita que vivía en los
campamentos de los constructores. Crecí en el camino, al lado de mi
padre, y él me enseñó a leer, a escribir y a contar. Decía que yo era
la persona que con más rapidez sabía sumar de todas las que había
conocido. Yo le ayudaba con los cálculos de las obras y hacía bocetos
de las imágenes con carbón y yeso. Recorrimos varias veces el
camino de Compostela. Eran los tiempos de las primeras
peregrinaciones masivas y había mucho trabajo. En los montes se
escuchaba el ruido de las sierras y en las canteras el golpear de los
mazos. ¡Era una música maravillosa! Luego se reunían los maestros
del gremio e intercambiaban conocimientos y experiencias. El
maestro constructor debe conocer perfectamente la piedra, debe
saber trabajarla y darle forma para expresar la presencia de Dios
entre los hombres y la plegaria de los hombres a Dios. Con los
canteros conocí los ritos mágicos, las claves del oficio, los secretos
del gremio. Yo era un trabajador más entre ellos. Luego... luego llegó
tu abuelo; era alto, fuerte y amable; era conde y no le importaba que
yo sólo fuese la hija de un maestro constructor. Me pidió para esposa
y yo le amé y le di hijos —rió de nuevo—. Y ahora soy vieja, soy tu
abuela y vivo solitaria en esta torre. Espera.
Se levantó con trabajo y se acercó con paso torpe a un arcón
colocado a los pies de la cama. Alzó la tapa y buscó un momento
hasta encontrar una pequeña tabla cuadrada, que a continuación
llevó hasta el muchacho.
Era una tabla de madera muy pulida, con un dibujo en espiral
formando un sendero que terminaba en el centro en una especie de
jardín. Tenía una serie de casillas numeradas con distintos dibujos;
en la primera, un monje conducía un grupo de ocas hacia el sendero.
—¿Qué es esto, abuela? Parece una tabla de juegos.
—¿No lo recuerdas? Es el juego de la oca. Alguna vez os enseñé a
jugar a ti y a tus hermanos cuando erais niños.
—¡ Ah, sí! De oca a oca...
—Y saltas a la oca siguiente —terminó la anciana—. La oca ayuda
a avanzar en el juego. Es como el sendero de la vida y el
conocimiento, que termina en la sabiduría, en el jardín de la oca. Es
el juego de los maestros constructores. Juegan en las largas veladas
junto al fuego. Pero éste es algo más que un tablero de juego. Mira —
volvió la tabla y enseñó a Yago una marca grabada—, lo hizo mi
padre; ésta es la marca de maestro cantero de Diego de Padrón, de
mi padre; éste es el signo que ponía en sus construcciones y en sus
contratos; mi padre era un jars, un ganso, es decir, un maestro; los
compañeros constructores dicen que las ocas enseñaron a los

21
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

antiguos los secretos de las proporciones. Consideraban a la oca o a


los gansos como pájaros sabios, y al mejor maestro le daban el título
de «Maestro Ganso».
La anciana volvió a su asiento. Parecía tener el pensamiento en
otra cosa. Se llevó muy despacio la mano al cuello y se quitó un
cordón de seda del que colgaba una cruz pequeña de piedra verde.
—Por cierto, en Ansó, cerca de Jaca, vivía hace tiempo el maestro
Alonso, uno de los oficiales de mi padre. Trabajó en la catedral de
Jaca y luego se casó con una muchacha del país. Antes... antes había
querido que su esposa fuese yo. Él talló para mí esta cruz en piedra
de malaquita. La he llevado hasta ahora. Pero no me quedan muchos
años de vida... y posiblemente a él tampoco. Si pudieses pasar a
saludarle... y devolvérsela..., le gustará conocer a mi nieto.
Yago soltó una carcajada.
—¿Habéis llevado durante todos estos años el regalo de un
admirador?
—No lo hice a escondidas —se defendió la anciana—. Es muy
hermoso y me traía bellos recuerdos de mi juventud. Tu abuelo
siempre supo que yo lo tenía. Ya no lo necesito; mis recuerdos viven
conmigo, pero a Alonso le gustará tenerlo y saber que lo he
conservado hasta hoy... —una sombra cruzó su cara— si sigue vivo.
—Lo haré, abuela —respondió Yago.
—El obispo de Jaca te dará la credencial de peregrino para que te
identifique durante el camino, pero toma, llévate el juego, que te será
mejor credencial. Todo el camino está lleno de lugares que llevan el
nombre de la oca o el ganso. Son los antiguos establecimientos de los
canteros. En cualquiera de ellos, pregunta por el maestro, enseña el
tablero, y por la memoria de tu bisabuelo, por su signo aquí grabado,
encontrarás ayuda y cobijo. Que Dios te bendiga, Yago. Vete en paz y
vuelve antes de que me muera.

22
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

IV
La primera oca

La mujer, con las pesadas sayas de paño verde remangadas y


sujetas a la cintura y un delantal de rayas, separó de la lumbre la olla
en que el guiso de cordero y verduras hervía lentamente y se acercó
a los hombres. Yago dejó la cuchara de madera y el cuenco, y dijo:
—Estaba muy bueno. Muchas gracias, pero ya no puedo comer
más.
El día anterior, junto con otros peregrinos, había recibido, en la
catedral de Jaca, el bordón y el morral que le identificaban como
peregrino. También había recibido como los demás el salvoconducto
del obispo y su bendición sellada en un pergamino que le abriría las
puertas de los hospitales y le garantizaría como hombre honrado
frente a los hombres de armas de las villas y los castillos del camino.
Su padre había insistido en que llevara en su peregrinación las
bendiciones del obispo.
—Nadie debe confundir a Yago de Lavalle, hijo de Guillén de
Lavalle, con uno de los mendigos o los salteadores que pueblan el
camino.
Aún resonaban en sus oídos las palabras del obispo:
—Os entregamos este morral, que los que sois romanos llamáis
escarcela y los provenzales, espuerta. Es un saquito estrecho, hecho
de la piel de un animal muerto, atado por la boca. El que sea
estrecho significa que el peregrino, confiando en el Señor, debe llevar
pocas provisiones; el que esté cerrado sólo por la boca os recuerda,
peregrinos, que debéis estar preparados para recibir y para dar. Por
el bordón, que recibís como un tercer pie para sostenerse, recordaréis
la fe en la Santísima Trinidad, en la que debéis perseverar. Este
bordón es vuestra defensa contra los locos y los perros. Recordad que
la fe en la Santísima Trinidad es vuestra defensa contra los fantasmas
diabólicos.
Tras la ceremonia de la catedral, los acompañaron en procesión
hasta las afueras de la ciudad, y Yago, en la mula que su padre le
diera —un animal fuerte y resistente de buena alzada—, había
emprendido la prolongada ascensión entre los altos montes que cada
vez se acercaban más y hacían más angosto el sendero, hasta llegar
a aquel pueblo, Ansó, de "ánsar", oca o ganso, que quedaba fuera de
la ruta de Compostela, pero que era donde vivía aquel antiguo

23
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

enamorado de la abuela Orosia —Yago sonreía para sus adentros—,


al que tenía que devolver la cruz de malaquita.
Ahora estaba sentado al lado de un hombre con una gran
cabellera blanca y la espalda tan encorvada que no se podía apoyar
en el banco de madera.
—Es un honor tener en mi casa a un descendiente de Diego de
Padrón, mi maestro, nieto de Orosia —daba vueltas entre los dedos al
cordón de seda—. ¿Cómo está?

Yago pensó que aquel hombre no reconocería en la anciana, que


no podía salir de su torre, a la muchacha que había recorrido el
camino.
—Muy anciana.
—Todos estamos muy ancianos; gracia de Dios es que sigamos

24
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

vivos...
Hizo una pausa y levantó la cabeza. La deformación de la espalda
le obligaba a mirar de lado, como los pájaros. Contempló fijamente a
Yago hasta que el muchacho se sintió incómodo.
—No te pareces a Orosia, aunque tienes los ojos y el pelo del
maestro; ¿dices que eres herrero?
Yago asintió.
—El gremio ya me autorizó mi propio taller.
—Eres muy joven para ello; debes de ser muy bueno.
—Los maestros del gremio tuvieron benevolencia conmigo.
—Tu bisabuelo era el mejor. Era lo que los compañeros llamamos
un «Maestro Ganso», es decir, alguien que conoce las antiguas
técnicas de la piedra, alguien que recuerda el oficio de los más
antiguos constructores, el que los hombres utilizaban antes de que
los romanos llegasen a estas tierras. Nuestros maestros afirmaban
que en la antigüedad, en otras tierras, se levantaron edificios más
grandes e importantes que las catedrales de ahora. Para comunicarse
con los antiguos dioses o para guardar a sus muertos. El secreto de la
construcción de esos edificios ha pasado de compañero a compañero
a través de los que llamamos «los gansos», porque la oca y los
gansos son animales sabios que han guardado a los hombres en otros
tiempos. Tu bisabuelo conocía todo eso. Él sabía cerrar arcos de
puentes que aún están útiles y se cruzan. Todavía se le recuerda en
el camino. Muchos aprendices trabajaron con él y luego grabaron su
marca de maestros en las construcciones. Tu bisabuelo conocía mejor
que nadie los secretos del oficio y los símbolos que son necesarios
para convertir una construcción de piedra en el templo de Dios.
—Perdonad, maestro —Yago se expresaba con cortesía—. ¿No es
mejor una buena técnica?
—Tú eres herrero; sabes mejor que nadie que el saber de los
metales incluye algunos conocimientos que no están al alcance de
todos. ¿Cómo si no se podrían transmutar los bajos metales en oro?
—No estoy convencido de que se pueda conseguir, maestro.
—Eres muy joven, muchacho. Ya aprenderás. Aprovecha tu
peregrinación para ello.
Quedó en silencio mientras contemplaba la pequeña cruz de
piedra que había tallado para la hija de su maestro cuando era joven
y su espalda estaba derecha.
—Puede que tu llegada sea una bendición de Dios. ¿Podrías llevar
un mensaje mío a otro maestro? Soy tan viejo que ya no puedo viajar
ni trabajar la piedra.
—Será un honor, maestro.
—Será peligroso. Llevamos muchos años de guerra. No en vano
llaman a nuestro rey Alfonso el Batallador. Desde más años de los
que tú tienes, estos reinos no han conocido la paz. Navarros y
aragoneses contra los moros; escaramuzas con los francos;
castellanos contra los navarros; don Alfonso y la reina doña Urraca

25
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

contra su hijo Alfonso en Galicia; don Alfonso de Aragón en contra de


su esposa doña Urraca. Ahora, don Alfonso lucha en Bayona. Nuestro
rey Batallador no va a dejar pueblo sano en España. Y las guerras
cuestan oro y enriquecen a muchos. Mientras tanto, los campos no se
labran, las cosechas se pierden y los caballos del rey pisotean los
viñedos. Las casas se arruinan y los hijos de los artesanos y de los
campesinos comen nabos y moras de zarza y pasan hambre. Los que
no tienen tierras ni señor, se unen a los bandidos de las montañas. Y
el pueblo, harto de ver llorar a los niños por un pedazo de pan, se
levanta contra su señor natural. ¿Sabes que ardió la catedral de
Compostela? Este pueblo está perdido entre las montañas y aquí no
llegan las guerras, pero sí nos cuentan de la desgracia del país. Los
constructores necesitan la paz para trabajar. La unión de gremios del
reino de Aragón acordó que todos los maestros tengan un mismo
sentir y unas mismas palabras y que entre todos consigan la paz.
Somos un gremio importante; tenemos fuerza. Luego, me encargaron
que yo comunicase el acuerdo a los «maestros gansos» de Castilla,
León y Galicia. Hasta este momento no sabía cómo hacerlo; tú
puedes llevarlo; pero si los barones del rey, los que se enriquecen
con la guerra, conocen que los maestros constructores quieren
conseguir la paz, harán desaparecer el pergamino, y son capaces de
colgar de un árbol al mensajero aunque sea un peregrino. ¿Estás
seguro de querer y poder hacerlo?
Yago asintió; se sentía comprometido.
—He preparado un pergamino con el plano del atrio de una
catedral. El mensaje está cifrado en una serie de números árabes.
Cualquiera pensaría que son las medidas del atrio. Los otros maestros
irán añadiendo partes a esa catedral y los correspondientes mensajes
con el mismo código; es un lenguaje nuestro que nadie fuera de los
maestros es capaz de descifrar. Aunque alguien te lo viese, creería
que son planos de construcción; podrías decir que son los cálculos
para una nueva iglesia, pero mejor no se lo enseñes a ningún
extraño. Te daré una relación de los «maestros gansos» designados
por la unión de gremios que debes visitar. Cuando llegues a
Compostela, el maestro Mateo añadirá su parte y presentará el
pergamino traducido al rey Alfonso Raimúndez. Entre todos
conseguiremos la paz. Y tú, el bisnieto de Diego de Padrón, habrá
colaborado en ello. Bien, mañana te entregaré todo. ¿Cuántas
bendiciones entregó el obispo en Jaca?
—No muchas; tal vez una docena.
—Es pronto todavía para hacer el camino; la primavera llega más
tarde a los otros países. El mes que viene, habrá tantos peregrinos
que ya no se podrá encontrar lugar en los albergues. Ten cuidado. No
te conviene viajar solo. No llegarías ni a los montes de Oca. Busca
una caravana que cuente con un buen guía que conozca los
hospedajes y a los posaderos. Dicen que algunos guías tienen
sobornados a los bandoleros para que no ataquen a los peregrinos

26
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

que viajan con ellos... Al peregrino lo que le importa es que no


ataquen, los medios dan igual. Si te falta dinero, siempre podrás
trabajar para pagar tu viaje. Tú tienes un buen oficio. Vamos a
descansar y que Dios te ayude.
Al día siguiente, Yago abandonó el valle con un mensaje enrollado
y metido en una caña hueca para un maestro constructor en Daroca
de la Rioja, un montón de consejos, un queso y un pan en las
alforjas, y una estrecha tira de pergamino en la que el anciano
constructor había relacionado los «maestros gansos» con los que
tenía que conectar en el camino. Algunos habían trabajado con aquel
bisabuelo que tan poco conocía y cuyo nombre y señal veneraban
todos.
—Yo creía que los antepasados más importantes de nuestra casa
eran los condes de Lavalle —murmuró para sí—. Va a resultar que el
que era verdaderamente importante era el «bisabuelo ganso».

27
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

V
El encuentro

Yago cabalgaba sin prisa alguna camino de Puente la Reina, en


Navarra, el punto de unión con el camino francés. Quería buscar
algún grupo numeroso de peregrinos al que unirse. Hasta ahora el
viaje había sido tranquilo y solitario. El tiempo era bueno y el manto
con capucha que tejiera su abuela abrigaba lo suficiente. Había
dormido en los atrios de las iglesias del solitario camino aragonés y al
raso, bajo las estrellas. En Jaca completó el pequeño equipaje que iba
a necesitar para el camino: además del bordón rematado en una
punta metálica, llevaba un buen cuchillo, una soga de cáñamo con
nudos para cualquier emergencia, la calabaza hueca para el agua, un
cuenco y una cuchara de madera, yesca y pedernal para encender
fuego y un sombrero de alas grandes que parecía que utilizaban
todos los peregrinos para defenderse del sol y de la lluvia. No le había
faltado comida y todavía le quedaba queso del que le dieran en Ansó.
La mañana estaba fresca y luminosa. Los árboles tenían el verde
nuevo de la primavera y en el aire flotaba el olor de las primeras
flores y el aroma de la jara. Yago se sentía bien por primera vez
desde la reunión de los herreros. La mula no era rebelde, el sol
brillaba y las botas no le apretaban. Su camino iba bien, pero en
todos los pueblos le habían hablado de los ladrones que asaltaban a
los peregrinos y recordaba el consejo del maestro constructor de
Ansó y la conveniencia de buscar un grupo con un guía que pudiesen
ayudarse mutuamente.
Animó a la mula con los talones para que bajase la cuesta hacia el
río. Abrevaría al animal y llenaría la calabaza que llevaba para el
agua.
De pronto, se detuvo; a la orilla del río, sentado en una piedra,
con las abarcas a un lado y las calzas subidas hasta por encima de las
rodillas, un muchacho se lavaba los pies enrojecidos y llenos de
ampollas. Estaba muy delgado y las piernas, medio sumergidas en el
agua, parecían dos palos. El pelo oscuro, corto y enredado más que
rizado, estaba lleno de polvo y le tapaba los ojos. Llevaba ropa sobre
ropa, rota y remendada por diferentes sitios, que le hacía parecer
gordo de cuerpo en contraste con el cuello y las muñecas, tan
delgadas como los tobillos. A su lado había un zurrón no muy lleno y
una manta mugrienta enrollada en la que se veían los agujeros. Con

28
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

unas manos negras de suciedad vieja, se frotaba lentamente los pies


dentro del agua.
Yago refrenó a la mula y se le quedó mirando. Aparentaba ser
muy joven, tal vez no tendría ni 15 años. Tal vez fuese un ladrón, un
muchacho de alguna de las bandas que recorrían el camino y que a
veces llevaban niños con ellos, pero a Yago le pareció muy
desamparado.
—Buenos días nos dé Dios. Yo soy Yago de Lavalle —se presentó.
—Yo no —fue la respuesta, en tono seco y sorprendentemente
infantil.
—Voy en peregrinación a Santiago.
La mano mugrienta señaló el bordón que Yago llevaba en la
mano.
—Evidente.
Yago ya estaba molesto.
—¿Necesitas algo?
—¿Te parece?
Yago dominó la irritación que le llegaba en oleadas. El muchacho
era un impertinente.
—Sí, me parece que necesitas muchas cosas; entre ellas, un poco
de cortesía. Que tengas buen día.
—Adiós.
Yago azuzó a la mula y el animal reanudó la marcha hacia Puente
la Reina. No había tomado agua. Intentó no volver a pensar en el
desagradable encuentro, pero la sucia figura del vagabundo no se le
borraba de la memoria.
Cruzó el río Arga por el hermoso puente que mandara construir la
reina doña Sancha y que daba el nombre al pueblo. A la entrada
había una hornacina con una imagen de la Virgen. Se quitó el
sombrero de alas anchas en un gesto de saludo y entró en el pueblo
para encontrarse con los peregrinos que bajaban de Roncesvalles. El
idioma franco se mezclaba con las lenguas germanas y con el latín
hablado con acentos tan distintos que apenas se entendía. Al lado del
mercado estaban los puestos de los cambistas, para el cambio de las
monedas extranjeras por monedas del país, y los que vendían comida
en plena calle.
De acuerdo con las condiciones establecidas por el presidente del
gremio, Yago no llevaba dinero para gastar. En un pañuelo anudado,
su madre le había guardado una docena de monedas de plata, a
pesar de sus protestas.
—Me parece muy bien que quieras hacer la peregrinación como
un pobre, hijo. Pero guarda este dinero y úsalo sin pena si lo
necesitas para salvar tu vida.
Le tendía el paquete con los ojos llenos de lágrimas y Yago había
guardado las monedas escondidas en el cinturón.
Preguntó hasta que le señalaron una caravana que comenzaba la
ruta al día siguiente. La guiaba un hombre alto, de barba negra,

29
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

vestido de cuero. Con una voz muy ronca, habló a Yago:


—Mi nombre es Martín de Irache. En la caravana van 32
peregrinos varones, 20 mujeres y algunos niños. Hay francos y
germanos, varios de los estados de Italia y también catalanes.
Algunos llevan monturas y otros van a pie. Nuestra caravana va a ser
la primera de esta primavera y juntos nos defendemos mejor de los
bandoleros. Yo conozco las buenas posadas y a los que engañan en el
vino y en el precio del peaje. Conmigo iréis seguro. ¿Cuánto podéis
pagar?
—No llevo dinero, pero soy herrero. Pagaré con mi trabajo.
—¿Herrero? Sois muy joven. No aparentáis mucha fuerza. Pero, si
conocéis el oficio, no es un mal acuerdo. Os procuraréis por vuestra
cuenta la comida, el agua y la cama. Vuestra aportación a la
caravana será vuestro arte. Llevamos un carro con un pequeño
yunque para las reparaciones. En los descansos, herraréis las mulas y
los caballos y revisaréis las ruedas de los carros, afilaréis los cuchillos
y las herramientas... —midió a Yago con la mirada— si sabéis y
podéis hacerlo.
Yago sonrió con desdén. No era la primera vez que dudaban de
sus músculos.
—Ya me veréis trabajar. Me parece un acuerdo justo.
Se dieron la mano. Yago pensó que el hombre tenía casi la edad
de su padre.
—Nos reuniremos en Cirauqui, pasado el puente sobre el río
Salado a las afueras de Puente la Reina, ya en el camino. ¿Tenéis
donde dormir?
—Ya buscaré.
—Hasta Cirauqui entonces. Que Dios os acompañe.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

VI
Río Salado

La cita con la caravana era en una aldea, a dos horas de camino


de Puente la Reina, llamada Cirauqui, «el nido de víboras», que eso
significaba su nombre en la lengua del país, en el puente sobre el río
Salado, un río no muy grande pero que bajaba crecido y rápido por
las lluvias de primavera. Tenía mala fama el puente; era lugar de los
robos y asaltos; el camino torcía a la izquierda entre bosques
frondosos de pinos y encinas muy propicios para las emboscadas.
Yago ató la mula al tronco de un árbol, extendió el manto en el
suelo y se sentó a aguardar la llegada de los otros peregrinos. No le
sorprenderían; llevaban al menos dos carros y harían ruido. La
amanecida en el bosque se poblaba de los ruidos de los insectos y del
canto de los pájaros; de algún sitio entre las ramas llegaba el canto
de un mirlo. Olía a la resina de los pinos y a la hierba húmeda de
rocío.
De pronto se escuchó un confuso griterío de hombres que
alertaban sobre algo.
—¡Va por allí! ¡Cuidado, el río!
Desde luego, no eran los peregrinos. Con cautela, Yago se acercó
a la orilla; en el centro del Salado, presa de un remolino, se agitaba
una cabeza que no conseguía salir del agua. Yago buscó ayuda, pero
no vio a los hombres que antes gritaban; o se habían marchado o le
había engañado antes la deformación del sonido producida por el río.
Calculó de una ojeada el ancho del cauce y desató la mula. Con
ella de las riendas, regresó a la orilla mientras sacaba la cuerda de
nudos que llevaba en las alforjas del animal.
El que se agitaba en el agua había lanzado un grito de socorro
antes de hundirse para volver a aparecer un momento después. No
nadaba bien y no podía salir del remolino; debía de haber una poza
provocada por el choque de la corriente contra los pilares del puente.
Yago había nadado muchas veces en los ríos montañeses de su tierra
y conocía sus peligros ocultos. Aseguró un extremo de la soga en la
silla de la mula, levantó el brazo y lanzó con fuerza el rollo de cuerda
al agua.
—¡Agarrad la cuerda!
El que se debatía en el remolino del centro del río estaba
demasiado aterrado para verla. Yago gritó:

31
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—¡La cuerda!
La soga, mojada, se iba río abajo empujada por la corriente, y
Yago comprendió que no le quedaba más remedio que echarse al
agua. Recogió la cuerda, se la aseguró con dos vueltas y un nudo a la
cintura, se descalzó y se lanzó a nadar.
La corriente era muy rápida, pero el río no era muy ancho y en
cuatro brazadas llegó al centro del cauce. El agua bajaba con barro y
ramas, y la fuerza de la corriente le hacía girar como si fuese un
trozo de madera y le empujaba contra los pilares del puente. El agua
sabía salada; estaba bien puesto el nombre del río. Ya no se veía a
nadie en la superficie, y tuvo que bucear y buscar en la turbia
corriente para poder agarrar por los pelos al que luchaba por no
ahogarse. Le sacó la cabeza al aire para que respirara y el otro se
aferró a él de tal manera que no le dejaba nadar.
Masculló un insulto entre dientes y con el brazo libre comenzó a
tirar de la cuerda para volver a la orilla con su carga.
Jadeante, con las manos desolladas por la soga, consiguió salir
cerca del puente y arrastró sobre los cantos rodados al que había
salvado; pesaba mucho y, sólo con toda la fuerza de sus músculos,
acostumbrados al martillo de la herrería, consiguió dejarle boca abajo
sobre la hierba. Entonces comprendió por qué pesaba tanto. Llevaba
tres jubones, uno encima del otro, y otras tantas calzas.
Yago rompió a reír entre toses mientras se quitaba su propio
jubón empapado y se desataba las cintas de la camisa: allí, tumbado
sobre la hierba, vomitando el agua del río por boca y narices, estaba
el antipático muchacho que se lavaba los pies en las orillas del río
Arga.
Se secó el pelo y la cara con la camisa, se quitó también las
calzas y el calzón, y recogió la cuerda de nudos antes de sentarse al
sol. Dejó la soga en el suelo y se recostó, temblando, en el pilar del
puente. Había realizado un gran esfuerzo; si no hubiese sido por la
cuerda, tal vez se hubiese ahogado junto al otro chico. Aquellos ríos
de rápida corriente e imprevistas avenidas estaban plagados de pozas
y trampas encubiertas. El otro chico había dejado de vomitar agua y
tosía, tumbado en el suelo. Miró los sillares de piedra cubiertos de
verdín por el roce constante del agua contra los que estaba apoyado.
Allí, en la segunda piedra de la izquierda, había una marca de
cantero: la misma marca que figuraba grabada en el tablero del
juego de la oca, la marca de su bisabuelo. El viejo maestro
constructor había trabajado en aquel puente.
Yago cerró un momento los ojos. Después del riesgo pasado, le
temblaban las piernas. Puso la mano sobre el sillar del puente y se
sintió acompañado. Aquellas piedras las había labrado alguien de su
familia. Le sobresaltó la voz infantil e impertinente del muchacho.
—¿Piensas quedarte ahí dormido?
Yago se levantó y se acercó a la mula para sacar ropa seca.
Comenzó a vestirse lentamente mientras contemplaba a su

32
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

compañero. Ni siquiera la mojadura había disuelto la capa de


suciedad de su cara.
Dijo con reproche:
—Ya me encuentro mejor, Yago de Lavalle. Gracias por sacarme
del agua. Has corrido un riesgo por mí... ¿No se dice así?
No se veía muy bien, pero a Yago le pareció que se ruborizaba.
—Gracias, Yago, por sacarme del agua —repitió. La voz le
temblaba.
—Tienes que quitarte toda esa ropa empapada. ¿A quién se le
ocurre meterse en el río con tres jubones? Así no se puede nadar.
Le contempló con insolencia.
—Lo mismo te crees que quería nadar.
Buscó en las alforjas y sacó una camisa limpia.
—No tengo mucha más ropa. Ponte esta camisa y mi manto en lo
que se seca algo de lo tuyo. ¿Cómo tengo que llamarte?
Al chico le castañeteaban los dientes del frío.
—¿Qué tal, oye, tú?
Yago dio un paso, enojado, dispuesto a sacudirle. Pero decidió
tener paciencia.
—Oye, tú, estás lleno de restos de vómito; lávate antes de
ponerte la camisa. Y frótate bien, a ver si se te puede ver el color de
la piel.
Volvió a enrojecer y su voz fue más amable.
—Por favor, vigila que no venga nadie.
Se alejó hasta desaparecer entre los pilares del puente. Tras un
buen rato, volvió. Se había lavado manos, cara y pelo, y la piel
relucía sonrosada por el agua y el frío. Sin el montón de ropa parecía
más delgado. Llevaba la camisa y el manto marrón de Yago. Se había
subido la capucha y se lo ceñía al cuerpo, tiritando. Parecía haber
tomado alguna decisión.
—Me llamo Ñuño, Ñuño Iraeta. ¿Viste a los hombres?
—¿A los hombres? —Yago recordó de pronto las voces de los que
gritaban. No los había visto cuando se acercó al agua, ni cuando
nadaba en el río; comprendió que era extraño que si estaban tan
cerca no hubiesen ayudado—. Sólo los oí un momento. Cuando te
saqué del agua no había nadie. ¿Quiénes eran?
Se encogió de hombros.
—¡Qué más da...! Mala gente. Me querían atrapar. Por eso tuve
que tirarme al río.
—¿Por qué te querían atrapar?
Renació la insolencia del muchacho.
—¿Y a ti qué te importa?
Se sentó sobre la hierba con la capucha del manto calada hasta
las narices y se arrebujó en la gruesa tela marrón intentando entrar
en calor. Daba lástima.
Yago dijo:
—Tienes razón. No me importa; creo que necesitas un trago de

33
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

algo que te haga entrar en calor. Dentro de poco vendrá la caravana.


Yo viajo con ella. ¿Qué vas a hacer? Necesitaré mi ropa y no puedo
esperar a que se seque la tuya.
—No tengo dinero para pagártela.
—Ni yo para comprar otra. Voy a Santiago y trabajaré durante el
camino para ganar mi comida. Tal vez pudieras venir en la caravana
si puedes trabajar.
Ñuño levantó la cabeza bruscamente. Parecía sorprendido. Volvió
a temblarle la voz.
—Bueno, de momento no tengo un proyecto determinado de
viaje. Puedo ir hacia el oeste, pero sólo hasta que se seque la ropa.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

VII
El río envenenado

Todo resultó más fácil de lo que suponía Yago. Presentó a Ñuño a


Martín de Irache como su ayudante, y el jefe de la caravana aceptó al
chico y concertó que, por su incorporación al grupo de peregrinos,
Yago también soldaría las roturas de los cuchillos y las espadas si las
hubiera. No se atrevió a comprometer alguna tarea para Ñuño; no
sabía sus habilidades y si querría o podría trabajar; el muchacho
estaba muy delgado; eso ya lo aclararían más adelante.
Caminaron todo el día, cada uno a un lado de la mula. Los
peregrinos no iban muy aprisa; los que tenían algún animal para
montura, lo llevaban al paso, casi al mismo ritmo que los que iban a
pie. Cerraba la marcha un par de carros, uno con herramientas —el
yunque del que le había hablado el jefe—, y el otro con agua, vino,
quesos y algunas mantas y medicinas para emergencias. Al final de la
tarde, pararon cerca de una fuente, en las afueras de Estella, porque
Martín dijo que prefería acampar al raso mientras no hiciese mucho
frío. Cada grupo buscó un rincón donde extender los mantos, y
pronto brillaron las pequeñas hogueras en que se guisaba la cena.
Yago se instaló en el carro donde estaba el pequeño yunque y
pronto tuvo clientes; soldó el asa de una olla de hierro y reparó y
afiló un antiguo machete mellado que le llevó una mujer y que había
servido de herramienta para todo. A cambio, consiguió un jubón y
unas calzas de lana color añil que le habían quedado pequeñas a su
hijo, y se las llevó a Ñuño al rincón del campamento en que se habían
colocado.
El muchacho estaba tumbado en el suelo, dormido con un sueño
pesado de fiebre, tiritando y arrebujado en el manto de Yago.
Éste encendió una pequeña hoguera y comprobó sus provisiones.
Tenía queso y una hogaza de pan, la calabaza con agua y una bota
de vino. Pensó que tal vez a su forzado compañero le sentase bien
algo de leche.
Se dirigió al grupo más cercano, una pareja que hacía el camino
junto con un niño de tres o cuatro años y una cabra.
—Perdonad —dijo, con sus mejores modales—. Soy Yago de
Lavalle y también voy en la caravana a Santiago. Necesito algo de
leche para mi compañero, que está enfermo. Soy herrero y podría
haceros cualquier trabajo que necesitéis.

35
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

La mujer se interesó.
—¿Qué le pasa a vuestro compañero?
Yago no creyó conveniente dar demasiadas explicaciones:
—Se cayó al río Salado.
—¡El río Salado es venenoso! Si tragó agua, morirá. Eso lo sabe
cualquiera en esta región; se lo advierten a los peregrinos.
La mujer se levantó hacia donde tenían sus cosas.
—¡Pobre muchacho! Os daré la leche, pero no servirá de nada. No
pasará de esta noche.
—¿Para qué se la das? Será desperdiciarla, y la cabra no tiene
mucha —gruñó el hombre.
—Os la devolveré en cuanto pueda comprar en Estella —aseguró
Yago.
El hombre refunfuñó algo que no se entendió, pero la mujer tomó
un pequeño cántaro y vertió leche en un cuenco. Yago lo recogió
antes de que cambiase de opinión.
—Gracias, señora. Dios os lo pagará.
Regresó junto a Ñuño, que se agitaba y hablaba entre dientes.
Estaba asustado.
¿El río Salado era venenoso? Él también se había mojado. ¿Había
tragado agua? Creía que no, que había nadado con la boca cerrada,
pero en el esfuerzo por sacar al chico no estaba seguro. Bien, en
cualquier caso, él no se encontraba mal; había trabajado en la fragua
y no había advertido ningún malestar. Pero Ñuño sí había tragado
mucha agua. Le recordaba vomitando en la orilla.
Le incorporó con una mano y le acercó el cuenco.
—Bebe, Ñuño, es leche. Te sentará bien.
El chico tragó con ansia, sin reconocer a Yago.
Yago permitió que se tumbase de nuevo. Ardía de fiebre.
—Bueno, todavía no estás muerto, así que vamos a ver si
remediamos algo.
Atizó la pequeña hoguera, le abrigó lo que pudo y echó agua en el
cuenco para ponerle compresas frías en la frente. No se le ocurría
nada más. Y se preparó para pasar la noche.
El amanecer sorprendió a Yago dormido sentado al lado de Ñuño,
con la cabeza entre las rodillas, junto a las brasas medio apagadas.
Se despertó sobresaltado; le dolía la espalda y estaba entumecido.
Junto a él, Ñuño respiraba pesadamente; el pelo oscuro, húmedo de
sudor, le tapaba la cara. No se había muerto, aunque no respondía y
seguía con fiebre.
Yago se levantó y se estiró todo lo que pudo. No sólo le dolía la
espalda, sino todos los músculos del cuerpo. Algunos en el
campamento también estaban despiertos. Tomó un cubo y se acercó
a la fuente. Se quitó la camisa y se lavó en el agua casi helada. Le
sentó bien. Se le despejó la cabeza. Se vistió tiritando y se colocó el
grueso jubón. Echaba de menos el manto de la abuela.
—Buenos días os dé Dios —saludó tras él la voz ronca del jefe de

36
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

la caravana—. Me dijeron que vuestro compañero había caído al río


Salado. ¿Ha muerto? Debe enterrársele cuanto antes para que no
contamine al resto de los peregrinos.
Yago puso el cubo a llenar.
—No, no ha muerto. Está muy mejorado. Gracias por vuestro
interés.
—Nunca se ha visto que quien ha bebido del río haya conservado
la vida. ¡Es un milagro!
Yago recogió el cubo.
—O el río no es tan venenoso, o mi compañero es más fuerte que
el veneno. Gracias a Dios.

Se fue, camino de sus mantas. ¿Todo tenía que ser milagro?


Recordó la marca de constructor de su bisabuelo en el sillar del

37
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

puente. Si el agua del río fuera mortal, el constructor lo hubiese


avisado; siempre se hacía; era responsabilidad del maestro; no creía
que Ñuño muriera en esta ocasión.
Seguía dormido, respirando entre jadeos, con el pelo en los ojos y
en la boca.
Acercó el cubo, buscó un lienzo blanco y lo mojó en el agua.
Luego echó hacia atrás el pelo casi negro, y pasó el lienzo mojado por
la frente y las mejillas. El lienzo se oscureció.
—¡Claro! —dijo Yago para sí—. Tanta suciedad no se quita en un
solo lavado.
Trajo un grueso trozo de jabón y restregó con el paño toda la
cara. Debía de ser más joven de lo que había creído, porque todavía
no tenía barba. De pronto se quedó con el lienzo en alto, mirando
fijamente la frente del chico dormido. En ella, ahora que estaba bien
lavada y el pelo echado para atrás, se veía una extraña cicatriz
circular. No era una señal antigua, era una quemadura que todavía
tenía los bordes enrojecidos. La observó con atención. No era una
cicatriz cualquiera, tenía forma, era como el dibujo muy simple de
una flor. Y de repente supo lo que era. A aquel muchacho alguien le
había marcado con un hierro al rojo, en mitad de la frente, como si
fuese una bestia.
Frotó de nuevo la cara y vio una señal roja en la garganta, como
la rozadura de una cuerda o una correa. Recordó lo bien que se había
sentido tras lavarse en la fuente y retiró el manto que abrigaba al
chico. Enjuagó el trapo y restregó de nuevo con el jabón; luego soltó
las cintas de la camisa y la abrió por el pecho. Y entonces se detuvo
en seco, con el lienzo goteando en la mano.
Ñuño era una chica.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

VIII
Logroño

Atravesaban una comarca fértil, llena de viñedos. Habían dejado


atrás Estella y el monasterio de Irache. Ñuño, o como se llamase,
mejoraba rápidamente; durante dos jornadas viajó medio dormido en
el suelo del carro de la fragua, envuelto en el manto de la abuela
Orosia. Yago fue a su lado, sin hablar, montado en la mula,
pensando. ¿Por qué aquella chica se disfrazaba de muchacho? Le
había interesado desde el mismo momento en que la vio, tan
delgada, lavándose en Puente la Reina. Había despertado su instinto
de protección, el mismo que le hacía echar migas de pan a los
pájaros en invierno. ¿Y por qué estaba marcada? Se marcaba a los
ladrones y a las prostitutas. Pero aquella chica parecía ser muy joven
para tener todo aquello a sus espaldas. Y huía de alguien que estuvo
a punto de atraparla en el río Salado. Resolvió no decir ni preguntar
nada. Él tampoco había dicho toda la verdad a nadie; todos llevaban
sus secretos en el camino; le seguiría llamando Ñuño y se limitaría a
mantenerse alerta.
En las paradas le dio a beber agua y, al caer la tarde del tercer
día, después de herrar una de las mulas de la caravana y reparar una
pala que estaba rajada, Yago coció verduras en el mismo fuego de la
fragua y Ñuño comió con apetito un cuenco de sopa antes de seguir
durmiendo, como si su enfermedad no fuese más que falta de sueño.
Yago le dejó dormir en el carro, se preparó un lugar en el
pescante y también cayó dormido como un tronco; la noche anterior
apenas había pegado ojo. Cuando despertó al día siguiente,
sobresaltado, se encontró los ojos oscuros de Ñuño fijos en él.
Se incorporó y fue a poner una mano sobre la frente de su
acompañante, que apartó la cabeza con una sacudida.
—Parece que ya no tienes fiebre ¿Te encuentras mejor? ¿Quieres
un trago de agua?
—Ya he bebido.
Dirigió una sorprendida mirada alrededor.
—¿Por qué estamos con esta gente?
—Es una caravana de peregrinos. Nos guía un hombre que ya ha
hecho varias veces el camino. Es una gran ventaja. Estamos
protegidos contra bandidos y salteadores, y los posaderos y los que
cobran los peajes saben que no nos pueden estafar, porque somos

39
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

muchos y porque Martín de Irache no volvería a llevar peregrinos a


su posada si lo hiciesen.
—Y seguro que Martín de Irache llevará comisión de cada uno de
los peregrinos.
—Puede que sí, Ñuño. Pero su beneficio es ventaja para todos.
El muchacho se miró la ropa con recelo.
—Estoy en camisa.
—Has estado demasiado enfermo para vestirte —buscó en las
alforjas y le tendió el paquete de ropa azul—. Toma, espero que sea
de tu medida.
—¿Y mi ropa?
—Estaba demasiado rota y demasiado mojada para aprovecharla.
De todas formas, no la he tirado por si la querías para algo, aunque
huele muy mal.
Ñuño miraba la ropa y a Yago. Tenía el ceño fruncido.
—¿De dónde ha salido todo esto?
—Lo he cambiado por mi trabajo. No es nueva, pero te podrá
servir.
—No me gustan las limosnas.
Yago se impacientó. Ñuño tenía el poder de irritarle.
—Pues llevas tres días recibiéndolas y no te ha ido mal.
Conservas la vida. Vete al río y lávate, y ponte la ropa nueva, que en
cuanto salga el sol nos iremos y ya no habrá tiempo para nada.
Cuando te encuentres sano de nuevo, podrás tomar decisiones.
Volvió al poco rato, lavado y vestido con las ropas azules, aunque
el pelo le seguía cayendo sobre la cara. Yago comprendió que quería
ocultar la cicatriz. Le devolvió el manto con capucha de la abuela
Orosia con cierta timidez.
—Me he apropiado de tu manto.
—Es un buen manto; mi abuela lo tejió para mí. Puedes seguir
usándolo, pero habrá que ventilarlo; huele a fiebre.
El jefe de la caravana se acercaba con aire sombrío, vestido de
negro como siempre.
—Vuestro compañero ha mejorado mucho. Al fin no le envenenó
el río Salado.
—Gracias a Dios. Hoy podrá seguir el ritmo de los demás
peregrinos.
—Me alegro. No es bueno comenzar una peregrinación con un
enterramiento. Dicen que trae mala suerte. Y hablando de mala
suerte... —tosió un poco, antes de seguir con su voz ronca—: Me han
informado que ayer os vieron cocinar en el fuego de la fragua.
Yago se echó a reír.
—Sí, hice sopa.
—El fuego de la fragua es fuego para la forja, no para cocinar. Es
un fuego distinto.
Yago recordó las palabras de la abuela: «El hombre crea ritos
para dominar lo desconocido», y sonrió.

40
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—Sí, tenéis razón, es un fuego muy fuerte que puede quemar la


comida; pero el mío ya estaba medio apagado. La sopa resultó muy
buena.
El jefe de la caravana estaba serio.
—Vos sois el herrero, pero no debéis tomar a broma estas cosas,
Yago de Lavalle. Los peregrinos necesitan toda la buena suerte que
se pueda conseguir. No consentiré que por una majadería o una
inconsciencia caigan maleficios sobre nuestro viaje.
Yago le contempló sorprendido. ¿Hasta en el camino le iban a
perseguir las supersticiones tontas? ¡El fuego de la fragua, fuego
sagrado...! Después de todo, lo más sagrado era alimentarse. Sin
embargo, contestó con suavidad:
—Vuestro cuidado os honra, Martín de Irache; pero yo soy
herrero y conozco los secretos de mi oficio. Descuidad, que por mí no
vendrá ningún mal a la caravana. No obstante, debemos recodar que
todos nosotros estamos en manos de Dios, que es más poderoso que
todos los maleficios.
—Tengo vuestra promesa. Recoged vuestras cosas. Reanudamos
el camino. Esta jornada llegaremos a Nájera.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

IX
La segunda oca

En Nájera, la antigua capital del reino navarro, cruzaron el río que


dijeron que se llamaba Najerilla por un gran puente de piedra. Allí,
Martín de Irache condujo a los peregrinos hasta el hospital donde les
darían alojamiento y reposarían una jornada entera.
Yago fue a preguntar al guía, que estaba frente al hospital, viendo
entrar a los peregrinos por la ancha puerta.
—¿Cuánto tiempo pararemos?
—Un día o dos. Todavía somos los primeros peregrinos que este
año hacen el camino, y esto es importante para la comodidad de
todos. Hemos llevado una buena marcha, sin averías en los carros
gracias en parte a vuestro trabajo de herrero, y la gente necesita
descansar bajo techo, lavar la ropa, comprar provisiones, probar el
vino de la tierra, que os recomiendo, y curar las ampollas y llagas de
los pies. En las hospederías encontraréis todo lo que necesitéis, y en
el hospital la comida es buena y las raciones abundantes.
—Tengo que ver a un hombre en Daroca de la Rioja. ¿Tendré
tiempo de ir y volver?
—Si vuestra mula está bien herrada, no tendréis problema.
Podíais haber ido cuando pasamos Logroño. Ya nos hubieseis
alcanzado.
—Ñuño no se encontraba bien todavía.
—Ahora podrá descansar, y serviros adecuadamente. No sé cómo
no le habéis despedido. ¡Vaya un ayudante!
—No tuvo la culpa de caer al río.
Dejó a Ñuño aposentado en el hospital y descontento al ver que
se quedaba solo.
—Come, duerme y descansa para que te repongas cuanto antes.
—No te he pagado la ropa que llevo y no tengo dinero para ello.
Me siento prisionero y quisiera seguir mi camino.
—Nadie te ha reclamado nada por la ropa. Y puedes marchar
cuando gustes. Si crees que te interesa seguir con la caravana,
puedes hacerlo y ser mi ayudante: cuando te encuentres con fuerzas,
me puedes echar una mano en la fragua. Si quieres marchar, Nájera
es una ciudad grande y apropiada para ello. Pero debes recordar a los
hombres que te perseguían en el río Salado —aunque seguía llevando
el pelo sobre la cara, se lavaba todos los días y su aspecto había

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

mejorado—; posiblemente te ocultes mejor de tus perseguidores


como aprendiz de herrero que como mendigo sucio y harapiento en
una ciudad grande.
Tuvo la satisfacción de comprobar cómo enrojecía. Le tendió la
mano.
—Si no estás aquí cuando regrese, ¡buena suerte! Me voy a
dormir, quiero salir con las primeras luces.

Con la amanecida, por la ruta que le habían indicado, tomó Yago


el camino de Daroca. Había sido zona de bandoleros hasta que
Domingo de la Calzada y Juan de Ortega construyeran los puentes y
las calzadas que llegaban hasta Burgos y los desplazaran hacia las
montañas. El campo era fértil, las vides estaban llenas de brotes del
verde nuevo de la primavera y la retama florecía en el borde del
camino; el sol era tibio y los pájaros gritaban su saludo a la mañana,
pero Yago no hacía mucho caso. Estaba preocupado por aquella chica
impertinente y áspera, tan desamparada... y luego los hombres que
la perseguían en el río Salado... y la marca en la frente... ¿Quién la
habría marcado? Los hombres que la perseguían la asustaban tanto
que prefirió aventurarse, forrada de ropa, en un río que decían que
estaba envenenado...
Sacudió la cabeza y azuzó a la mula; eran demasiados enigmas
para él, al que le gustaban las cosas claras y sencillas.
Daroca de la Rioja, de lejos, era una villa más antigua que las que
jalonaban el camino, ciudades nuevas surgidas al calor de las
peregrinaciones y llenas de artesanos francos. El maestro de Ansó le
advirtió que el constructor al que iba a ver vivía en una casa junto a
las murallas. La encontró enseguida. Era una casa pequeña de piedra,
con el signo del constructor tallado en los sillares del umbral y el
techo de paja.
El maestro era un hombre de mediana edad, con una cabeza
completamente calva y las piernas arqueadas. Tendió a Yago unas
manos grandes como palas con dedos retorcidos y engarfiados.
—Bienvenido a mi casa.
—Soy bisnieto de Diego de Padrón. Traigo un mensaje para vos
del maestro de Ansó.
—Pasad, os estaba aguardando. No pongáis esa cara de sorpresa.
Existen las palomas mensajeras, ¿sabéis?
Se sentaron al lado de la lumbre, y el mismo maestro cortó con
torpeza unas grandes rebanadas de una hogaza de pan y colocó un
trozo de queso fresco encima de cada una.
—Comed; es un honor para mí teneros en mi casa. No sois
cantero —no preguntaba, afirmaba—. ¿Cuál es vuestro oficio?
—Soy herrero.
—¡Hermosa tarea la de trabajar los metales! Hace falta mucha
ciencia para ello. Sin embargo, a mí no me gustaría que mi trabajo se

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

emplease para la muerte y la destrucción.


—También se usa en la defensa de los inocentes. Los hombres
han luchado contra otros hombres antes de tener armas de hierro. El
mal no está en la espada ni en el hombre que la forjó, sino en las
intenciones de la mano que la empuña.
—¡Ya! Pero a mejor instrumento, el malvado tendrá más
posibilidades de hacer el mal.
Yago sonrió.
—El malvado puede hacer el mal con un canto y una honda. E
incluso sin honda, a pedradas, se puede dañar a otro.
En ese instante, el hombre alzó una de sus manos deformadas.
—No vamos a discutir por eso. Estoy cansado de guerra. Durante
años, el rey Alfonso, que Dios guarde, ha guerreado con sus hombres
arriba y abajo de estas tierras, ha asolado los campos, destrozado los
puentes e incendiado las casas, y campesinos que no tenían nada que
ver con las disputas de sus señores han muerto. El rey Alfonso no
amaba a la reina Urraca y odiaba y odia a su hijastro. Por tanto, las
villas de la frontera pagan las consecuencias del Batallador. ¡Pero sus
vasallos estamos hartos de batallas!
Se levantó de su asiento y dio unos pasos por la sala; a la luz del
fuego del hogar, que deformaba aún más su silueta, parecía uno de
aquellos seres que decían que habitaban en los bosques.
Desenvolvió el pequeño pergamino que le había dado Yago, lo
contempló largamente y se lo devolvió al joven.
—Lo que digo podría ser considerado alta traición y yo me
pudriría en una mazmorra. Mirad —Yago fijó la vista en el pergamino,
pero no vio más que una larga serie de números; no conocía la clave
—, éste es un mensaje de paz. Los constructores vamos a intentar
parar esta guerra, que es guerra entre vecinos, entre parientes. ¡Es
una guerra civil! Nuestro rey Alfonso acaba de conseguir la ciudad de
Bayona. ¡Una más! ¿Y qué nos importa a los del pueblo? ¡Basta! Ha
llegado la hora de la paz, de la reconstrucción, de repoblar la tierra.
No sirven de nada las conquistas si después no van los hombres de
bien a establecer su casa, a arar los campos, a criar a sus hijos. Los
monjes deben tener monasterios, y los pueblos, iglesias y casas.
Yago rió.
—Y los maestros canteros, trabajo.
—¡Y los maestros canteros y los albañiles y los carpinteros y los
herreros, trabajo! Yo no hablo por mi provecho —se miró las manos
—; esta enfermedad me ha dejado sin poder manejar una
herramienta. Ni siquiera puedo sujetar el carbón o la tiza para un
diseño. Pero sólo el trabajo enriquece un reino. El botín de las
batallas es riqueza mal habida que trae más violencia.
Se acercó a la repisa de encima del hogar y del interior de un
puchero de cobre sacó un estrecho cilindro.
—Ésta es la continuación de vuestro mensaje. Yo debería
escribirlo ahora, en el mismo pergamino; pero mis manos no me

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

permiten sostener la pluma. Lo he tenido que dictar. En el camino, os


encontraréis con un monje al que llaman Juan de Ortega. Él es el
maestro que construyó el puente sobre el Najerilla. Dádselo; si
quiere, él lo copiará en el pergamino de Ansó antes de añadir su
parte. Y ni que decir tiene que nadie debe conocer este correo. El
secreto es imprescindible para nuestro éxito. Que Dios os guíe.
Se volvió al interior de la casa sin añadir palabra ni despedirse y
sin aguardar a que Yago se marchase; aquel hombre estaba
amargado. Yago salió de la casa, montó en la mula y abandonó
Daroca con prisa, galopando por el sendero sin volver la vista atrás.
Hizo el camino de regreso con el pensamiento puesto en la
marcha de Ñuño; pero cuando llegó al hospital de peregrinos en
Nájera, Ñuño estaba allí; ayudaba a la familia que les había dado la
leche a acostar al niño.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

X
Montes de Oca

A pesar del calor del día, hacía frío en los anocheceres. Tras el
descanso en Nájera, los peregrinos habían reanudado sus jornadas
rápidas e iguales. Los adultos estaban cansados y con rozaduras en
los pies, y los niños lloraban de sueño. Eran inútiles las voces de
ánimo de Martín de Irache y de los dos mozos que conducían los
carros. Los niños lloriqueaban y los padres ya no tenían fuerzas para
subirlos sobre los hombros. Yago montó en la mula a tres de los más
mayores y otros subieron a los carros. El camino se empinaba entre
los robledales, en ocasiones tan angosto que apenas pasaban los
carros. Estaban atravesando los temidos montes de Oca, donde
contaban mil historias de robos y asaltos.
—¡Vamos, vamos! —la ronca voz del guía tenía un eco lúgubre—.
En cuanto lleguemos al alto de Ortega, descansaremos.
Retrocedió en su caballo y se colocó detrás de Yago, que llevaba
la mula de las riendas.
—¡Descansaremos un día entero! ¡Vamos! ¡Un poco más! ¡Si está
muy cerca!
Un niño rompió a llorar un poco más adelante. Martín de Irache
se inclinó y le subió a la silla. Le miró las manos rojas e inflamadas.
—Ya lo había dicho: no debéis tocar las plantas; son ortigas e
irritan la piel.
Yago partió unas hojas de bardana y se las acercó al niño.
—Frótate las manos, se calma el dolor.
Yago miró el rostro preocupado del guía.
—¿Hay peligro?
—En estos montes siempre lo hay. Es el sitio ideal para una
emboscada. Hace años que los guías pagamos a los hombres de los
bosques para que no asalten a nuestros peregrinos, pero esta tierra
está en disputa entre Castilla y Navarra y puede haber desertores o
labriegos que hayan huido al monte después de la derrota de su
señor. Ésos no hacen caso a los acuerdos ni reciben nada de los
sobornos o del botín de los bandoleros. Es muy corta la distancia,
sólo unas pocas leguas, pero se hacen muy largas.
Espoleó el caballo y, con el niño delante de la silla, se dirigió hacia
la cabecera de la larga fila de peregrinos.
—¡Vamos, vamos! ¡Ya falta muy poco!

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Yago continuó el camino. Ñuño, que se había fabricado un bordón


con una rama de un árbol, se acercó con una niña de la mano.
—¿Tienes algo de comer?
Yago buscó en las alforjas y sacó un resto de pan.
Inmediatamente, los niños que iban subidos en la mula alargaron las
manos. Con el cuchillo que llevaba a la cintura, Yago partió el pan en
rebanadas y lo distribuyó entre los chiquillos. Ñuño observó:
—Tenían hambre atrasada. Ya no nos queda nada.
Yago se encogió de hombros.
—En la hospedería nos darán o nos venderán comida.
Ya se veía a lo lejos, entre los árboles, el refugio y la iglesia en
construcción en lo alto del cerro desnudo cuando aparecieron de
improviso; eran tres hombres vestidos de cuero y, con grandes
espadas en la mano, cerraban el paso. Otro, con un arco preparado,
se vislumbraba entre los árboles; no se podía saber si otros estaban
ocultos en la maleza. Hubo un coro de gritos de terror. Uno de los
tres, bajo y fornido, que daba la impresión de ser igual de ancho que
de alto, se adelantó hacia la caravana.
—¡Queremos todos los animales, y todo el oro y las monedas!
¡Ahora!
Hablaba con un acento extraño. Yago comprendió que el sitio
para la emboscada estaba bien elegido. Los peregrinos no podían
agruparse en el estrecho sendero ni ofrecer una resistencia
organizada. No se veía bien cuántos eran los asaltantes que podía
haber ocultos entre los árboles, pero con los que estaban a la vista
bastaba; una caravana de peregrinos con mujeres y niños no era lo
más apropiado para oponer una resistencia efectiva.
Martín se adelantó en su caballo con el niño que se había
lastimado con las ortigas todavía en la silla.
—Soy Martín de Irache, el guía. Ya pagué en Puente la Reina a la
hermandad.
—¡Nosotros no somos de la hermandad! ¡No nos importa a quién
hayas pagado!
Una de las mujeres que había gritado sollozaba. El guía bajó al
niño con suavidad al suelo y adelantó otro paso.
—Pero a la hermandad sí le importará saber que no se respetan
sus acuerdos.
Yago nunca hubiese supuesto que existiese una hermandad de
bandoleros, pero tenía su lógica. De alguna forma tenían que
controlar el camino.
El que parecía el jefe soltó una risotada.
—Suponiendo que alguien lo cuente.
Martín de Irache parecía tranquilo. Refrenaba con mano firme su
caballo y sólo su voz era algo más ronca todavía.
—No es fácil matar a tanta gente; alguno escapará con vida y lo
contará.
—Nosotros no somos de estas tierras, no nos importan ni los

47
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

guardias del rey ni la hermandad de los ladrones. ¡Basta de charla!


¡Diles que nos entreguen los animales y el dinero o tú serás el
primero en morir!
Hubo un movimiento de retroceso en los peregrinos, pero el guía
no se inmutó.
—Yo seré el primero en morir de todas formas. ¿Por qué tengo
que decir nada?
El cabecilla dio un paso y tropezó con el asustado chiquillo que el
guía había dejado en el suelo. Levantó el pie y, de una patada, le hizo
volar por el claro. Una mujer lanzó un alarido; pero antes de que el
llanto del niño se extendiera por el bosque, se escuchó un grito.
—¡Dejad al niño en paz!
Ñuño salió del grupo y se lanzó contra el hombre. Dio con la
cabeza en el estómago del bandido, que perdió el aliento de
momento. Pero Ñuño era delgado y menudo y tenía poca fuerza; el
hombre le agarró del pelo y le levantó en el aire.
—¿Y éste... quién... es? —gruño, con la voz entrecortada por el
impacto.
Pero, mientras tanto, Martín de Irache, con la ventaja que le daba
el caballo, había acometido contra los dos hombres que guardaban la
espalda del jefe, mientras Yago acudía en auxilio de Ñuño y alguno de
los hombres de la caravana se adelantaba también.
Volaron algunas flechas y se escuchó un grito de dolor; la pelea
se generalizó. El jefe de los bandidos arrojó a un lado a Ñuño y
estrelló uno de sus puños contra la cara de Yago, que se encontró de
bruces contra el suelo que le daba vueltas.
Con la cara contra la tierra y la hierba, vio llegar a un hombre que
le pareció un gigante. Llevaba un hábito pardo muy desgastado y
salpicado de blanco y un bastón adecuado a su altura. Repartió
algunos golpes, mientras gritaba:
—¡Alto, en nombre de Dios! ¡Alto, he dicho!
Un golpe certero derribó al cabecilla y, cuando el gigante se volvió
a los otros, ya Martín de Irache había hecho su parte.
—¡Venid aquí!
Los hombres de la caravana empujaron al pequeño claro a dos
hombres más, los dos con arcos. Se los arrancaron y los dejaron en
el suelo; eran cinco hombres en total. Los peregrinos se agruparon;
empujaban para ver mejor a los que los habían asaltado... Apareció
una cuerda.
—¡Vamos a ahorcarlos!
—¡Merecen morir!
Yago se levantó del suelo; le sangraba el labio y tenía un ojo
cerrado. Ñuño se levantaba también en el otro extremo con la cara
llena de arañazos; el niño, a su lado, tenía un gran hematoma
hinchado en la frente.
El hombre del bastón se enfrentó entonces a los peregrinos.
—¡Alto, en nombre de Dios! —gritó una vez más—. No se

48
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

ahorcará a nadie. No ha muerto nadie y no morirá nadie.


Era una cabeza más alto que todos los hombres de la caravana;
tenía el pelo y la barba grises y la cara llena de arrugas. Todos sus
ademanes denotaban autoridad.
—Soy Juan de Ortega. Ahí adelante está la hospedería; el fuego
está encendido y la sopa preparada. Luego podréis descansar. Siento
que no hayáis podido llegar en paz —se dirigió a los bandidos—:
¡Vosotros! Id delante.
Martín de Irache avanzó con el caballo hasta ocupar el primer
lugar, delante de los cinco hombres, y luego siguieron los peregrinos.
Ninguno intentó nada; el cabecilla caminaba apoyado en el hombro
de uno de sus compañeros; un hilo de sangre le bajaba de la cabeza
donde el bastón le había golpeado.
Cuando llegaron a la puerta de la hospedería, el guía y Juan de
Ortega siguieron adelante con los cinco hombres mientras los
peregrinos pasaban dentro.
La sala era grande, con una pequeña fuente natural en un
extremo de la pared de piedra, una gran chimenea y suelo de tierra
apisonada, bien iluminada por lámparas de aceite, y con mesas y
bancos suficientes para muchos más peregrinos. Unos hombres
entraban grandes ollas humeantes y cestos llenos de hogazas de pan.
Los peregrinos hicieron cola en la fuente, se acomodaron en las
mesas y pasaron a recoger su cuenco de sopa. Era una sencilla sopa
de ajo, pero estaba sabrosa y bien cocinada. Se agradecía después de
la larga caminata por el bosque. Luego, los hombres que servían
pusieron, en el centro de las mesas, bandejas con lonchas de tocino y
dieron leche a los niños.
Estaban terminando cuando apareció de nuevo el hombre del
bastón. Dio una palmada.
—¡Bienvenidos! Antes no he podido decíroslo formalmente.
Espero que hayáis saciado el hambre y la sed. Ya os he dicho que me
llamo Juan de Ortega y vivo en este lugar. Sois los primeros
peregrinos de este año y la hospedería está a vuestra disposición.
Comed todo lo que deseéis. También hay vino para el que lo quiera.
En estas tierras es muy bueno. Descansad el tiempo que os sea
preciso para reponeros de las fatigas del viaje y del sobresalto del
bosque. Aquí tendréis hospedaje mientras lo necesitéis. En la otra
sala se puede dormir y, si alguno tiene heridas de la pelea, llagas o
enfermedades, procuraremos darle remedio. Demos gracias a Dios de
quien viene todo bien.
Yago, como todos, había oído hablar de Juan de Ortega. Su fama
se extendía fuera del camino. Era constructor y en su juventud se
había ordenado sacerdote y había colaborado con Domingo de
Guzmán en la tarea de edificar puentes sólidos para los peregrinos. A
la muerte de Domingo, se quedó en los montes de Oca. Su actividad
de constructor era incesante. Ahora, con la hospedería terminada,
edificaba un monasterio.

49
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Tras la cena, Yago salió a buscar agua fría para su ojo y para
cuidar de la mula. Aquel hombre era el «Maestro Ganso» destinatario
del mensaje. Si iban a parar un día completo, como había prometido
Martín de Irache, tendría tiempo para hablar con él.
Dejó a la mula en la cuadra, junto a los otros animales, echó
pienso en un pesebre limpio y, con un lienzo empapado en agua fría
apretado contra su ojo, volvió a la sala. Juan de Ortega estaba
sentado cerca de la gran chimenea y contaba anécdotas del camino a
unos peregrinos que se habían acomodado cerca de él. Tenía una voz
grave, rica en tonos; debía de cantar bien; ya había demostrado en el
bosque que sabía gritar.
—El buen obispo Gregorio era romano. El Papa le envió a Navarra
como legado suyo.
Martín de Irache, que ya habría oído la historia en otros viajes,
interrumpió:
—Y hacía milagros con las langostas.
—Hubo una plaga de langostas en los campos de La Rioja;
peligraba toda la cosecha y, si devoraban el grano, aquel año las
gentes no tendrían pan. El obispo Gregorio convocó a los campesinos
a hacer penitencia por sus pecados y con las reliquias de los santos
Emeterio y Celedonio fueron en procesión hasta Logroño, rezando y
cantando himnos. Cuando el buen obispo entonaba un himno, las
langostas se reunían en columnas que remontaban el vuelo, tantas
que oscurecían el sol, y seguían la marcha de la procesión. Cuando
terminó, se marcharon de esta región para siempre y la cosecha se
salvó.
—¡Un milagro de los santos Emeterio y Celedonio! —exclamó una
mujer.
—¡Mejor, un milagro del santo obispo Gregorio! —contradijo el
hombre que estaba a su lado.
Yago, desde la puerta donde había escuchado la historia,
intervino:
—O tal vez el canto del buen obispo disgustaba a las langostas.
El hombre se levantó del banco.
—¿Queréis decir que el santo obispo cantaba mal?
Yago sonrió.
—No os ofendáis. Se puede ser muy santo y desafinar cantando.
Juan de Ortega intervino:
—También puede ser que el buen obispo conociese un canto o
una música cualquiera que desagradara a las langostas. El obispo
Gregorio era un hombre sabio. Yo no le conocí, pero mi maestro,
Domingo de la Calzada, fue a buscarle cuando quería ser monje y le
rechazaron en los monasterios de Valvanera y San Martín. Domingo
no conocía las letras y en los monasterios no querían otro hermano
lego. El buen obispo Gregorio le enseñó a leer y a escribir y le
convenció de que su tarea era hacer más llevadero el camino de los
peregrinos.

50
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Se levantó de su banco y dominó con su estatura toda la reunión.


—Hermanos, es hora de descansar. Que el Señor os conceda un
buen sueño.
Cuando salía por la puerta, Yago se le acercó. El joven era alto,
pero tuvo que mirar hacia arriba.
—Soy Yago de Lavalle, el herrero. Tengo un mensaje para vos del
maestro de Daroca.
Juan de Ortega sonrió.
—Descansad. Os espero mañana en la obra.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XI
La tercera oca

Con el alba, Yago despertó a Ñuño y le encargó que atendiese a la


mula. El ojo estaba muy mejorado y los arañazos de la cara de Ñuño
habían cicatrizado. Apenas se lavó en la fuente y hubo comido un
cuenco de gachas, buscó a Juan de Ortega en las obras de la iglesia.
Un grupo de canteros labraba los capiteles, mientras otros hombres
acarreaban piedras, madera y argamasa. Todo era actividad y trabajo
en el fresco de la mañana y el ruido de los mazos ahogaba el piar de
los pájaros que saludaban al sol.
Encontró a Juan de Ortega sentado en una piedra, algo separado
de la obra, con una tablilla en las rodillas en la que había dibujado un
complicado laberinto de líneas.
Al oír los pasos de Yago, el hombre interrumpió su trabajo.
—Buen día os dé Dios. ¿Habéis descansado?
—Muy bien, gracias a vuestra hospitalidad.
—Dijisteis ayer que erais herrero.
—Soy oficial en Lavalle, mi pueblo. Voy a Santiago.
—Sentaos; me dijisteis que traéis un mensaje.
—Sí, del maestro de Daroca de la Rioja y, antes, del maestro
Alonso de Ansó.
—Perdonad mi curiosidad. ¿Cómo os lo entregaron a vos?
Yago sacó del bolsillo la pequeña tabla con el juego de la oca y la
marca de su bisabuelo.
—El padre de mi abuela era Diego de Padrón.
—¡Un gran maestro! Todavía se le recuerda en el camino; era un
gran constructor de puentes. Mi maestro, Domingo de la Calzada, y
yo mismo hemos reparado algunos de los que él trazó —devolvió a
Yago el juego de la oca—. Dadme el mensaje.
Yago sacó la caña hueca y desenrolló los dos pergaminos.
—El maestro de Daroca tiene las manos deformadas. No puede
trabajar ni mucho menos escribir. No podía continuar lo escrito; tenía
un pergamino aparte y pedía que vos lo completarais.
—La deformidad de las manos es una de las peores enfermedades
para un maestro constructor —leyó atentamente los signos y los
números que cubrían las estrechas tiras de pergamino y luego se las
guardó en los pliegues de su hábito—. Ideamos este sistema para
que no descifrasen nuestros mensajes. Estos cálculos no son para

52
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

construir un edificio de piedra y argamasa, sino para construir un


dique de paz para esta guerra de ambiciones. La paz que tanto
necesitan estos reinos. Sólo un maestro constructor es capaz de
hacer estos cálculos y puede ocultar un mensaje entre estos datos. Y
su signo al pie nos dice que está de acuerdo con nosotros. Luego,
cuando se lo entreguéis al maestro Mateo, en Compostela, él hablará
con el rey Alfonso Raimúndez.
—¿Todo eso no es secreto? ¿Por qué todos os habéis fiado de mí?
—¿Y por qué no, Yago de Lavalle? Nos hacía falta un mensajero;
el maestro Alonso os eligió, y tiene buen criterio. Y además, no
podéis descifrar nuestra clave. ¿Qué podéis revelar? ¿Que los
canteros queremos la paz? Y también la quieren los herreros y los
labradores. Y hasta los hombres de armas... Mirad los bandidos de
ayer; son soldados francos, mercenarios de las tropas de Alfonso el
Batallador. No tienen nada, han olvidado cómo se trabaja, han
olvidado su tierra, así que asaltan y roban. ¿No es parecido a lo que
han estado haciendo para el rey?
—¿Qué haréis con ellos? ¿Vienen aquí los guardias de la ciudad?
El monje rió.
—¿Aquí? Esto está muy lejos. Les he ofrecido trabajar en las
obras. Tienen comida segura, un sueldo y un trabajo honrado.
La sorpresa se pintó en la cara de Yago.
—¿Y...?
—Menos el cabecilla, todos han aceptado. El cabecilla también
aceptará, pero necesitará más tiempo. No es la primera vez; en el
fondo son unos pobres campesinos en otra tierra. También ellos
quieren la paz. Todos quieren vivir en paz menos los señores, los
usureros y los hombres de guerra que sacan provecho de las batallas.
¿Creéis que Alfonso Raimúndez, el VII de Castilla, y su padrastro,
Alfonso el I de Aragón, no lo saben?
—Entonces, ¿por qué el secreto?
—Si supieran que nos estamos poniendo de acuerdo, intentarían
romperlo. Por la fuerza —no olvidéis que los maestros constructores
dependen de los señores para tener trabajo y dar de comer a sus
hijos— o por los sobornos, de oro, o de cargos que dan oro.
Se levantó y tomó la calabaza llena de agua que tenía a un lado.
—¿Queréis un trago de agua?
Yago negó con la cabeza y el monje bebió un gran sorbo. Luego
volvió a su asiento y asió de nuevo la tablilla en la que estaba
trabajando.
—Mirad, herrero —y señaló en el laberinto de líneas—. Ésta es mi
catedral, la que se está edificando poco a poco, sobre el cerro. Aquí,
en este capitel, quiero que tallen la escena de la Anunciación del
ángel Gabriel a la Virgen.
—Será muy hermoso.
—¡Esperad! Esto no necesitaría tantos cálculos. Quiero algo
especial. Enfrente, aquí arriba, habrá una ventana, una ventana

53
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

estrecha. Y quiero que cuando sea primavera, en la fiesta de la


Anunciación, un rayo del sol poniente bañe el capitel y lo ilumine.
Sólo en primavera.
Yago estaba admirado.
—¿Podéis hacer eso?
—Si sé calcularlo...
—Hace falta mucha sabiduría y mucho estudio.
—Ya conozco el sitio donde ilumina el sol en la primavera;
cualquiera que conozca el movimiento de las estrellas lo sabe. Ahora
lo que tengo que calcular es el lugar que ocuparán la ventana y el
capitel del presbiterio.
Yago sonrió.
—Dirán que es un milagro...
—...y sólo será arte del hombre —completó Juan de Ortega, con
otra sonrisa—. Muchacho, ¿qué tenéis en contra de los milagros?
Yago sintió que enrojecía.
—No tengo nada en contra —intentó explicar claramente su
pensamiento—. Creo que Dios todopoderoso puede cambiar las leyes
de la naturaleza a su voluntad, pero no con la frecuencia con que la
gente ve milagros.
—Yo he visto cómo mi maestro Domingo levantaba vivo a un
hombre al que había atropellado un carro y que todos decían que
había muerto, pero también vi que le tuvo que curar las heridas de la
cabeza y del cuerpo. ¿Milagro o ciencia? Milagro es que nosotros
estemos hablando; milagro son los cantos de esos pájaros que
saludan el día; milagro es que trabajen en las obras de la iglesia
hombres que robaban a los peregrinos en estos mismos montes;
milagro es que cada día amanezca. Algunas personas necesitan
milagros para sentirse más seguras en el mundo.
—Eso dice mi abuela Orosia de las supersticiones y de la mala
suerte. Yo no creo que nuestra vida esté gobernada por la suerte, por
los malos espíritus o por las estrellas.
—Sois un herrero muy singular, Yago de Lavalle. ¿A qué vais a
Compostela?
—A pedir el perdón de mis pecados; especialmente el de
soberbia, según me mandó el gremio.
—Cuando volváis, pasad otra vez por aquí. Para entonces ya
necesitaremos campanas en la iglesia. Id con Dios.
Juan de Ortega se dedicó a sus dibujos y Yago volvió a la
hospedería. Aprovechando el día de descanso, encendió la fragua,
afiló cuchillos y tijeras, y trabajó todo el día en las pequeñas
reparaciones que necesitaban los peregrinos. Ñuño estuvo a su lado,
silencioso, atizando el fuego y repasando los filos con la pequeña
piedra de esmeril.
Después de la comida del mediodía, cuando el fuego ya era una
masa de brasas, con un resto de hierro de desecho, forjó una cruz y
mandó a Ñuño que se la llevase a Juan de Ortega.

54
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Cuando a la mañana del segundo día, tras el desayuno de gachas,


queso y pan, la caravana se puso en marcha, Yago, que iba detrás,
cerca del carro de la fragua, vio a Juan de Ortega que venía a
grandes zancadas haciendo ondear el hábito.
—¡Yago de Lavalle! ¡Herrero!
Yago tiró de las riendas de la mula y aguardó al monje. Martín de
Irache volvió desde la cabecera de la larga fila.
—¿Ocurre algo?
Juan de Ortega le entregó la caña hueca de los mensajes antes de
que el guía llegase a su altura.
—Buscad al maestro Rui Yáñez en el pueblo de El Ganso, cerca de
Astorga —susurró, y luego, en voz alta, añadió—: No podré conseguir
que un rayo del sol ilumine el capitel de la Anunciación sólo en la
primavera.
—¿Por qué? —preguntó Yago.
—También lo iluminará en el otoño.
—¿Y eso importa? Se iluminaría dos veces al año en lugar de una.
Juan de Ortega le contempló dudoso.
—Tal vez no... o sí. Yo quería que el día de marzo en que la
Iglesia celebra la Anunciación el sol iluminase el capitel, pero...
¡Tenéis razón! El capitel de la Anunciación se iluminará con el sol
poniente de la primavera y del otoño. ¡Ah! ¡Gracias por vuestra cruz
de hierro!
Yago hizo un gesto de despedida y azuzó la mula para volver a la
caravana. El guía hizo un gesto de despedida y también volvió a su
puesto.
Cuando Yago volvió la cabeza hacia el monasterio, Juan de Ortega
seguía allí, agitando la mano en señal de despedida, recortado por la
luz de la mañana, como un gigante bondadoso y sabio con el hábito
de monje manchado de yeso.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XII
Frómista

Yago repasó con la lima la herradura y dejó caer la pezuña del


caballo. El caballero sujetó a su montura por la brida y le hizo dar un
pequeño paseo mientras observaba con satisfacción la pisada del
animal.
—Un excelente trabajo, herrero.
Sacó una bolsa de piel y eligió una moneda de plata.
—¿Paga esto vuestra labor?
Yago asintió.
—Generosamente, señor.
—¿Sois del pueblo?
Yago hizo un gesto que abarcó lo precario de su instalación.
—No, señor. Voy en peregrinación a Santiago. Me gano la comida
con mi trabajo.
En los ojos del caballero brilló una chispa de interés.
—¿En peregrinación? ¿Desde muy lejos?
De pronto, a Yago le molestó el interrogatorio. El caballero era
moreno, con barba corta y ojos oscuros y brillantes como los de un
halcón; iba muy bien vestido, con una túnica de lana fina con
bordados en el cuello y en las mangas; llevaba espada colgada de un
cinturón de cuero cordobés y un manto de color morado. Yago
recordó a su padre, el conde Guillén. Nunca vestía tan elegante, y sus
manos estaban llenas de callos de manejar la espada, la lanza y el
escudo; en cambio, la mano que le había alargado la moneda de
plata era más blanca y fina que la de su madre. Aquel hombre no
había trabajado nunca con las manos. Tal vez fuese uno de los
ociosos nobles del rey.
Yago adoptó un aire estúpido.
—Sí, mi señor, de muy lejos.
—¿No habrás visto en el camino o en los hospitales a una mujer
muy joven? Se ha escapado de sus amos. Puede parecer una
mendiga. Por su perversidad, en su tierra, le cortaron las faldas, le
raparon el pelo y la marcaron a fuego. No es buena compañía.
—¿Una mujer? —Yago no pudo evitar el cambio de tono de su
voz.
El caballero se quedó mirando fijamente al joven. También él
había advertido el sobresalto del herrero.

56
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—Sí, es una mujer... —dudó un momento—. Pero podría haberse


disfrazado de muchacho... Después de todo, el pelo aún no le habrá
crecido mucho.
Yago se maldecía por su estupidez y su sobresalto. Contestó
indiferente:
—No he visto a nadie así; somos los primeros peregrinos de este
año y no nos hemos tropezado con otras caravanas.
—Si la vieses, avisa a los alguaciles; es una fugitiva y está
reclamada.
—Sí, mi señor.
El caballero se marchó con su caballo de la brida, y Yago avivó el
fuego y tomó un hacha que tenía que reparar. Se movía lentamente,
con movimientos controlados. Sabía, sin necesidad de volver la
cabeza, que el caballero le espiaba desde las sombras. Y se
sorprendió al notar que le temblaban las manos.
Durante horas trabajó sin darse apenas cuenta de lo que hacía.
Menos mal que todo eran reparaciones sencillas que terminó con
eficacia. La cabeza le daba vueltas. Ñuño... ¿fugitiva de su amo?
Tenía lógica; todo concordaba. Sucia y desarrapada, el pelo revuelto
y la marca de la frente... El pelo rapado, la marca a fuego, el corte de
las faldas, era el castigo de las prostitutas. Ñuño, o como se llamase,
era demasiado joven para todo eso. ¿O no?
Cubrió el fuego con tierra y guardó el yunque en el carromato.
Con el esmero que ponía siempre, limpió y frotó sus herramientas y
las guardó en la caja de cuero. Se echó la caja al hombro y caminó
hacia el hospital.

Hacía cinco jornadas que salieron de los montes de Oca; habían


parado en Burgos y los peregrinos habían repuesto fuerzas y
provisiones tras atravesar los montes donde, de noche, se seguía
oyendo el aullido del lobo. El camino se extendía en una llanura hasta
el horizonte con los campos interminables, verdes por los tallos del
cereal recién nacido. La salida del sol ya los sorprendía en el camino,
y menos cuando llegaban a los pueblos, parecía que no había en el
mundo más seres humanos que ellos. Hasta que llegaba la primavera
no comenzaban los viajes de los peregrinos; durante el invierno, con
los campos barridos por el viento helado del páramo y los senderos
cubiertos de nieve, no se viajaba. Martín de Irache era todos los años
el primer guía en cruzar el camino. Así evitaba aglomeraciones en las
hospederías y había menos riesgo de robos y asaltos de los
bandoleros, adecuadamente sobornados. En el monasterio de
Frómista, eran los únicos peregrinos.
Por eso había sido una sorpresa el encuentro con el caballero y
los hombres de su guardia, todos montados en caballos de guerra de
gran alzada.
Cuando entró en la sala, vio que en las dos filas de bancos de

57
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

ladrillo situados en derredor del hogar donde cocía el guiso estaban


sentados los peregrinos de la caravana. Martín de Irache estaba
contando una de aquellas historias de milagros a que eran tan
aficionados.
—...y entonces, el asno que les prestara aquel caballero, y que
había servido de montura a sus hijos durante todo el camino a
Compostela, se transformó en un haz de luz y desapareció, y el
peregrino conoció que no era un burro, sino el ángel que el Señor
envía a todos los peregrinos que necesitan de su ayuda.
Buscó con la mirada a Ñuño, pero no estaba en el corro. Seguía
tan huraño como siempre.
Quien sí estaba, de pie cerca del fuego, era el caballero al que
herrara el caballo. Aparentaba escuchar atentamente la historia;
pero, debajo de los párpados, los ojos oscuros no perdían ni un gesto
del grupo reunido en torno al fuego.
Yago tomó un cuenco de madera de la repisa de la pared, se
acercó a la olla y lo llenó con el guiso de garbanzos y verdura. Había
recobrado la serenidad y sus movimientos eran pausados y
tranquilos. Tomó una cuchara y se sentó a comer en un rincón.
Martín de Irache había terminado su historia y los peregrinos se
preparaban para pasar la noche. Con una gruesa rebanada de pan en
la mano, Yago se levantó para lavar el cuenco y la cuchara y dejarlos
limpios en su lugar.
Consciente de los ojos que le vigilaban, se dirigió a Martín:
—Voy a ver si la mula tiene pienso.
Martín sacó su machete de la funda.
—¡Herrero! Mirad. ¿Tiene arreglo? Era un buen cuchillo.
La hoja del machete se había partido en la unión con la
empuñadura. Yago le dio vueltas entre las manos. La hoja terminaba
en una espiga que se introducía en el mango, una sólida pieza de
madera muy pulida. No era una obra de arte, era sólo un buen
cuchillo de larga hoja. Yago la hizo vibrar.
—Buen acero, Martín. Es difícil de reparar —señaló el punto en
que se había partido la espiga—, y más con lo que tengo en la
caravana. Es preciso un fuego mejor. Si pudierais esperar, lo
repararía en el primer pueblo que tuviese una buena fragua y su
dueño me permitiese utilizarla.
—Tengo otro machete. Esperaré.
Yago tomó un farol de aceite y lo encendió con una astilla del
hogar. El caballero se tuvo que apartar para que pudiese sacar la
madera encendida y Yago le saludó con una inclinación de cabeza;
luego salió a la noche fresca y estrellada. La Vía Láctea, el camino de
las estrellas que señalaba la ruta de Compostela, era como una
mancha blanca en el cielo. La noche estaba muy clara a pesar de que
no había luna. A la luz del farol, se dirigió a las cuadras. Su mula
estaba bien atada en un pesebre cerca de la puerta. Tomó uno de los
fardos de heno y lo echó en el pesebre. Comprobó también que tenía

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

agua, y dio una cariñosa palmada en el cuello al animal.


Al salir de la cuadra, tropezó con un bulto en el suelo y reconoció
el manto marrón de su abuela.
Ñuño se incorporó gruñendo, con los ojos deslumbrados por el
farol.
Yago le hizo un gesto de silencio.
—¿Qué haces durmiendo en la cuadra?
—Había demasiada gente en el monasterio. Olía mal.
A pesar de su preocupación, Yago rió.
—¡Pues anda que aquí...! Apesta a caballo.
—Prefiero el olor de caballos limpios al de hombres y mujeres
sucios.
—¡Quién fue a hablar! Yo creí que te gustaba la suciedad.
—No me gusta. Pero cuando tengo que estar sucio, me aguanto.
Yago recobró la seriedad.
—Hay alguien más que peregrinos sudorosos y sin lavar en el
monasterio —fijó la mirada en los ojos oscuros para no perder la
primera sorpresa, y siguió muy despacio y recalcando las palabras—:
Hay también un caballero muy elegante y delicado que busca a una
joven a la que marcaron en la frente con un hierro al rojo.
La cara de Ñuño palideció hasta parecer una máscara blanca
contra la lana marrón de la capucha. Le temblaban los labios.
Yago siguió:
—¡Tranquilízate! Sería una tontería intentar huir esta noche.
Posiblemente es lo que el caballero espera que suceda. Ñuño, o como
te llames, conozco que eres una chica desde el río Salado, pero lo he
ido dejando durante este tiempo; esperaba que tuvieses confianza en
mí, pero ya no podemos aguardar más. Tenemos que hablar despacio
tú y yo. Mañana, durante la marcha, será un buen momento. El
caballero no puede controlar toda la caravana. Si eres una fugitiva,
creo que el mejor escondite es el que ahora tienes. Me voy; este
hombre sospecha de todo y podría pensar que tardo mucho con la
mula. Procura dormir.
Al amanecer, cuando nadie se había levantado todavía, y Yago,
que apenas había dormido, fue a las cuadras a buscar su mula para
reemprender el camino, Ñuño no estaba. El montón de paja que le
había servido de cama estaba revuelto cerca de la puerta de la
cuadra.
—¡Muchacha tonta! —masculló entre dientes Yago—. ¿Se creerá
que el caballero no tiene con él otras gentes? Y todos ellos tienen
caballos. ¿Qué puede hacer a pie? Y ahora, ¿qué hago yo? Ya
sospecha de mí por mi estúpido sobresalto de ayer, no debo darle
más motivos.
Los peregrinos más madrugadores comenzaban a prepararse; el
rocío humedecía las botas y los bordes de los mantos. Algunos
hombres sacaron las mulas que tiraban del carro de la fragua y del
que servía de dormitorio a Martín de Irache.

59
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Las voces de los que enganchaban las mulas a los carros se


confundían con la charla de las mujeres que preparaban el desayuno
y el llanto de los niños que querían seguir durmiendo.
El caballero pasaba y repasaba entre los grupos, sofrenando su
caballo, que se agitaba nervioso entre el bullicio de la caravana de
peregrinos que se ponía en marcha.

Yago ató su mula a la trasera del carro-fragua y subió de un


salto. Si le veían en el carro, tal vez pensaran que su ayudante
estaba con él.
Repasó la sujeción del pequeño yunque en que había trabajado
tantos días y se asomó a la cortina de cuero que tapaba la trasera.
La larga caravana de los peregrinos de a pie se estiraba por el
camino. De un momento a otro se pondrían en marcha los carros.

60
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Yago salió al pescante y se sentó al lado del mozo que guiaba las
mulas.
Martín de Irache saludó desde su caballo:
—Buenos días os dé Dios, herrero. No he visto a vuestro mozo.
¿Está en el carro?
Yago maldijo por lo bajo la competencia del jefe de la caravana,
que pasaba lista mental todas las mañanas y todas las noches de los
que llevaba en su grupo, y no contestó.
El guía emparejó su caballo con el carro-fragua.
—¿Sabéis el nombre del caballero que nos acompañó anoche?
Yago negó:
—No me lo dijo. Yo sólo le herré el caballo. Había perdido una
herradura y lo habían obligado a cabalgar durante un trecho sin ella.
El guía bajó la voz hasta convertirla en un susurro:
—No hace más que dar vueltas entre los peregrinos interrogando
a unos y a otros. Ayer me preguntó por una chica, una fugitiva de sus
amos. Ya le dije que no está entre nosotros, pero parece que duda de
mi palabra. Yo conozco a todos los de mi grupo y no quiero que me
inquiete a la gente. Hasta ahora hemos tenido suerte y no quiero
suspicacias ni recelos.
El caballero volvía a pasar, ahora con su caballo al galope.
—¡Que el apóstol Santiago os guíe! —deseó Martín de Irache.
El hombre no contestó. Se perdió de vista, hacia el sur.
Yago dijo:
—¿Adónde irá tan deprisa?
—Por ese camino, a Palencia. Está a una jornada. Pero no debería
ir al galope.
Martín de Irache cabalgó hacia la cabecera de la caravana, y Yago
se quedó pensando si Ñuño también habría ido a Palencia y cuánta
ventaja podía haber sacado en la noche. Decidió buscar una disculpa
para separarse de la caravana.
Montó en la mula, y le dijo al guía:
—Voy a desviarme a buscar una herrería donde reparar vuestro
cuchillo. Con la mula, os alcanzaré por la noche o mañana.
—No necesitáis desviaros. Siempre podremos repararlo en
Sahagún o en Ponferrada.
—Es un buen cuchillo; merece repararlo. No me gustaría esperar
más. Podría haceros falta.

61
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XIII
Palencia

Yago tomó decididamente el camino de Palencia. Allí encontraría


herrerías equipadas para reparar el cuchillo y cada vez estaba más
seguro de que Ñuño había huido hacia la ciudad, donde tendría
mejores oportunidades de ocultarse. Sólo que Yago pensaba que si el
caballero había seguido su pista hasta la caravana (¿o tal vez quería
preguntar a todos los grupos de peregrinos?), también seguiría su
pista en Palencia. La caravana habría sido mejor escondite.
La vista se extendía por la llanura sin encontrar obstáculo; en el
horizonte, el cielo se unía a la tierra en una línea continua sin árboles.
La llamaban Tierra de Campos, la tierra del pan y del vino. A ambos
lados del camino, el trigo estaba verde y tupido, comenzaba a granar
una cosecha. Ojalá pudieran recogerla en paz. Un grupo de hombres,
en buenos caballos de guerra, se destacó al galope en el horizonte.
Yago pensó que no le convenía que le viesen y buscó dónde
ocultarse, pero no lo encontró. No había ningún lugar donde pudiesen
esconderse un hombre y una mula. Se apartó a la orilla del sendero y
los dejó pasar. Ni le miraron. El sombrero de anchas alas, la concha y
el bordón le identificaban como uno más de los peregrinos.

El sol ya estaba alto y comenzaba a caer la tarde cuando entró en


Palencia. Era una ciudad con buenas murallas que tenía mercado; la
prosperidad se advertía en las ropas de los que estaban en la calle,
en los puestos de los mercaderes y en la abundancia de tabernas. Se
construían iglesias y había casas nuevas en casi todas las calles. La
herrería estaba pegada a las murallas y allí llevó el machete de Martín
de Irache.
—Soy herrero y peregrino a Santiago. Voy con una caravana y se
ha roto este cuchillo. ¿Podéis arreglarlo, o dejarme hacerlo?
El maestro herrero, un hombre tan moreno de piel que casi
parecía negro, estudió la ancha hoja y la espiga que se introducía en
el mango, partida.
—¡Qué lástima! Es un buen cuchillo, de acero bien templado. Yo
diría que lleva aleación de las piedras de hierro que caen de las
estrellas —lo sopesó en la palma de la mano—. Está bien equilibrado.
Si se lanza, girará sobre sí mismo y hará buena puntería.

62
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Yago asintió.
—Eso me pareció a mí; por eso os lo traigo Yo no puedo unir la
espiga a la hoja con la fragua que lleva la caravana de peregrinos;
este acero necesita mayor temperatura.
—Yo lo haré. ¿Me ayudaréis?
—No podré pagaros con dinero este trabajo. Ajustad que deseáis
a cambio.
—¿Vos cobráis a los hermanos del gremio?
—No, en mi fragua, nunca. Pero sólo soy un oficial.
—Pues yo tampoco. Avivad el fuego.
—Será una honra trabajar con un maestro.
—¿De qué gremio sois?
—De los montes de Aragón.
Yago atizó el fuego hasta que el gran horno de la fragua enrojeció
y las chispas subieron por la chimenea hasta el exterior.
Sujetó la espiga con tenazas y la introdujo en el fuego. Debía
estar al rojo para volver a unirla a la hoja.
Comentó:
—Creo que no es corriente que se utilice un trozo de metal caído
de las estrellas para un machete. Creo que siempre se utiliza en
espadas.
El maestro herrero asintió:
—Tenéis razón, y menos en un machete con un mango tan
sencillo, tan desprovisto de adornos. Éste es un cuchillo de encargo.
El maestro herrero reforzó el mango para que no volviese a
romperse, con cuidado para no alterar el equilibrio, y luego Yago le
ayudó a limpiar y recoger la herrería. Era un establecimiento amplio,
con un buen patio trasero donde amontonar los materiales y la leña
para la fragua.
Dejó la mula al cuidado del herrero y dio un largo paseo por las
calles para ver si encontraba a Ñuño, pero fue inútil. Si estaba en
Palencia, se habría escondido. Las calles aparecían llenas de gente.
Pasaban burgueses y mercaderes; había muchos hombres de armas y
caballeros que iban de un lado a otro con escudos de cuero colgados
del arzón de los caballos. Yago se dijo que la muchacha se había
separado de él tan de improviso como llegara. Bien, era libre para
ello, pero estaba en peligro y le preocupaba su suerte. Le dolía que
no hubiese tenido confianza en él; recordaba su cara y sus ojos
oscuros siempre temerosos. ¿Qué edad tendría? ¿Quince? ¿Catorce
años?
Buscó una posada que aceptase sus escasas monedas a cambio
de una cama donde pasar la noche. También servían comidas en una
sala grande con el suelo de tierra, una gran chimenea en un extremo
y largas mesas de madera y bancos a lo largo de las paredes. Se
sentó en un rincón no muy lejos del fuego y pidió un vaso del buen
vino de la tierra y una rebanada de pan que le sirviese de comida; los
peregrinos habrían parado a comer en Villalcázar de Sirga, para rezar

63
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

ante la Virgen Blanca. Harían noche en Carrión, que era ciudad


importante.
Estaba cansado y se le cerraban los ojos. En la mesa central, un
grupo de hombres de armas reían y alborotaban, mientras golpeaban
el tablero con las jarras de barro pidiendo más vino.
De pronto, enmudecieron y Yago abrió los ojos sobresaltado por
el repentino silencio. Habían entrado dos hombres vestidos de cuero
y un caballero que arrastraba de una oreja a un muchacho moreno y
con un manto marrón. ¡El manto de la abuela Orosia! Yago palideció
al reconocer al caballero de Frómista y a Ñuño.
Los hombres de armas se levantaron de sus asientos y le
impidieron ver. Se oyó el sonido de una bofetada, un grito ahogado y
la voz fría del caballero:
—Te marqué en la frente para poder encontrarte siempre y
escapaste. Ahora te marcaré en las mejillas, para que no puedas
ocultar quién eres.
Uno de los hombres gritó:
—Señor, ¿no es una pena estropear una cara tan bonita?
—Mi sello no le estropeará la cara; será más bonita con una flor
en cada mejilla y todos sabrán que es mía.
Yago se subió en el banco en que había estado sentado. Por
encima de los hombres vio a Ñuño, que intentaba levantarse del
suelo. Cuando ya estaba de rodillas, una patada de la bota de cuero
del caballero le envió de nuevo de bruces contra la tierra apisonada.
Los hombres estallaron en una carcajada.
El caballero se sacó el anillo del dedo y, con las tenazas, lo
introdujo entre las brasas.
—Todo lo de mi casa está marcado. Todos mis rebaños y todas
mis mujeres llevan mi marca. Yo siempre marco lo que es mío. Tú
eres mía. Y esta noche me servirás, a mí y a mis amigos.
Otra carcajada coreó las últimas palabras.
Yago había dejado de atender al caballero. Con los ojos buscaba
una salida distinta de la puerta que le quedaba en el otro extremo de
la sala. No la había: la sala ni siquiera tenía ventanas. Él tenía fuerza
y podía pelear, pero eran tres, sin contar los hombres de la taberna,
y además él era un herrero, y los otros habían hecho de la lucha su
medio de vida.
—¡A ver ese sello!
Uno de los hombres se inclinó sobre el fuego.
—¡Ya casi está a punto!
Yago se revolvió nervioso y de súbito se le ocurrió una
posibilidad. Sobre la sala de la taberna, sujeta por gruesas cuerdas,
colgaba del techo una tosca cruz horizontal de madera que sostenía
cuatro luces de aceite. Sacó el machete recién reparado. Él no había
practicado mucho con el cuchillo; alguna vez, en la fragua, había
lanzado alguno para probar el equilibrio del mango y la hoja;
además, era preciso ser un experto para acertar a una cuerda aunque

64
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

estuviese tirante. Con el cuchillo en la mano, buscó un blanco más


fácil, y se decidió por el nudo de la cuerda que sujetaba la cruz de
madera en el gancho del techo.
No podía esperar más; el caballero se había acercado para sacar
el anillo del fuego. Los hombres de la taberna no pensaban
intervenir; excitados, golpeaban las mesas con las manos y los jarros
en un extraño ritmo. Parecía que los divirtiera la idea del sufrimiento
de una muchacha. Yago se quitó el sombrero, lo volvió del revés para
ocultar la concha de peregrino y se lo encasquetó hasta las cejas para
disimular en lo posible la cara y el pelo rubio. Equilibró el cuerpo
sobre el banco y repitió mentalmente los movimientos que tendría
que hacer; luego, balanceó un momento el cuchillo y lo lanzó.
Con un golpe seco, la hoja se clavó en el techo a través del nudo
de la cuerda; los hombres ni se enteraron, atentos a los movimientos
del caballero y de Ñuño y aturdidos por los golpes en las mesas. Tras
una vibración, el cuchillo se desclavó y cayó junto con la cuerda, las
maderas y las cuatro luces de aceite encima de una de las mesas,
donde el aceite vertido comenzó de inmediato a arder.
Los hombres se apartaron sobresaltados, gritando, pero Yago no
perdió el tiempo. Recobró el machete y, con él en la mano, se abrió
camino hasta la chimenea. Los ojos de todos estaban pendientes de
la lámpara y del fuego, que avanzaba por la madera de las mesas.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Tomó a la chica del brazo y la arrastró hacia la salida. Ella,
desconcertada, no acertaba a andar.
—¡Vamos!
Tropezaron en la puerta con el posadero, que entraba por el
alboroto; pero, al ver el machete en la mano de Yago, se hizo a un
lado y pudieron ganar la calle.
—¡¡Vamos!! ¡Corre!
No dejaron de correr hasta que lograron alcanzar la muralla.
Sonaron entonces las campanas de una iglesia cercana.
—¡Vísperas! ¡Cerrarán las puertas!
Ñuño no dijo nada; jadeaba por la carrera y por el terror. No
hacía más que mirar alrededor, como un animal acorralado. Yago la
llevó hasta la herrería y la sentó en el poyo exterior.
—No te muevas —la zarandeó suavemente—, ¿me oyes? ¿Me
oyes? ¡No te muevas!
Asintió con la cabeza y Yago entró en la herrería. Al fondo del
patio se escuchaban las voces de la familia que cenaba y se adelantó
hasta allí.
—Perdonad, pero no me di cuenta de la hora del cierre de las
puertas.
El herrero se levantó de un salto.
—Ahora traigo vuestra mula.
Salió montado del patio de la herrería agradeciendo al herrero su
cortesía para con los hermanos del gremio. En la calle, alargó el

65
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

brazo para que Ñuño montase a la grupa. Sintió cómo le oprimían el


pecho los brazos de la joven y azuzó a la mula.
Pasaron las puertas de la muralla cuando ya los centinelas
comenzaban a cerrar y salieron al campo abierto. El sol se ponía —
rojos, morados, rosas y cárdenos— por el oeste, por el camino que
llevaba a Compostela.

66
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XIV
En el camino

Yago no paró de azuzar la mula hasta que estuvieron a un par de


leguas de la ciudad. Sólo entonces dejó que el animal llevase su
propio paso. El sol ya se había ocultado y los grises comenzaban a
ganar a la luz. En todo el camino no había dejado de volver la cabeza,
pero no se veía a nadie en la llanura. Detrás, sonó la voz de Ñuño:
—¿Por qué paras? ¡Sigue!
—No podemos agotar al animal. No te preocupes, no pararemos
mientras tengamos luz.
Cabalgaron otras dos horas hasta que fue noche cerrada.
Entonces, Yago detuvo la mula, la apartó a un lado del camino, ayudó
a bajar a Ñuño y sacó la manta, que estaba enrollada detrás de la
silla, para extenderla en el suelo. Ñuño se dejó caer en ella y Yago se
dio cuenta de que temblaba. Le ofreció agua de la calabaza y dejó
que bebiera hasta saciarse.
Luego, habló serenamente:
—Siento no tener algo de comida. Tendremos que contentarnos
con el agua. Esta noche no nos perseguirán. No tuvieron tiempo de
salir antes de que cerraran las puertas. Ha llegado el momento de
hablar.
Ñuño pareció encogerse en la manta. La noche estaba en calma y
millones de estrellas punteaban el cielo y parecían caer sobre la
llanura. No hacía frío y sólo el rumor de algunos insectos rompía el
silencio.
Ñuño callaba. Yago bebió también y aguardó. Al fin dijo:
—Ha llegado el momento de hablar —repitió, y su voz fue dura—.
¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿Te has quedado muda?
—Teresa —contestó desafiante—. Teresa Núñez.
Hubo un silencio.
Al fin, Yago dijo:
—¿Y cómo has llegado aquí, Teresa Núñez?
El viejo descaro hizo su aparición:
—Por el camino de los peregrinos.
Yago soltó una exclamación:
—Teresa o Ñuño, o como te llames, escúchame: quiero que
volvamos a caminar en cuanto salga la luna. Te recuerdo que nos
perseguirán en cuanto amanezca y abran las puertas de la ciudad, y

67
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

que tenemos que llegar hasta Cardón para incorporarnos a la


caravana.
—¿Tenemos que volver a la caravana?
—¡Teresa, no tenemos tiempo! Ha llegado el momento de hablar.
Asintió.
—Sí, claro —la voz se le quebró en un sollozo—, sólo que es
difícil. Mi madre era una heredera en su país, en Vizcaya, y se
enamoró de uno de los hombres libres que viven en el bosque, pero
su familia no consintió. La habían prometido a un señor de Bayona y
tuvo que casarse. Nací yo y mi madre murió, yo creo que de tristeza.
Me dijo el aya que nunca dudaron que yo era hija de aquel hombre
del bosque.
—¿Quién era?
—Nunca supe su nombre. ¿Para qué? Nunca hizo por verme o
conocerme, y me dijo el aya que todos, sus padres, el aya, el hombre
con quien se casaba, todos sabían que mi madre esperaba un hijo.
Pero ella era la heredera del señorío. No tenía hermanos varones. Mi
padre, bueno, mi padrastro, no me quiso nunca. Cuando murió mi
madre, se casó de nuevo y tuvo otros hijos. No era una vida fácil. A
todos les estorbaba. Hace seis meses que murió el abuelo y me
nombró su heredera. Creí que podría vivir lejos de mi padrastro, sola,
en la antigua casa de mi madre que ahora era mía, pero mi padrastro
me vendió a ese hombre, Gastón Sánchez. No es un caballero aunque
le gusta vestir como uno de ellos, sino un mercader que tiene un
burdel.
—No creo que te vendieran.
—¡Pude ver el pergamino con la cantidad escrita! Mi padrastro
recibió dinero por mí. Ese hombre me lo enseñó. Me sacaron de la
cama una noche, ahora hará dos meses...
Se le escapó otro sollozo.
—Me marcaron a fuego con el sello de ese hombre, pero el rey
Alfonso de Aragón sitiaba la ciudad, y él y sus hombres tuvieron que
ir a la batalla; nos dejaron con un criado viejo y, a pesar del dolor,
aquella noche escapé. Bayona se rindió al rey Alfonso y yo pude
atravesar las líneas de combate. Eso es todo.
Yago guardó silencio. Sentados juntos, bajo las estrellas, le habría
pasado el brazo por los hombros para consolarla, pero no se atrevió.
Detrás del relato, breve y escueto, se transparentaba una vida difícil
en manos de un hombre que no era su padre, que ambicionaba una
herencia y que veía en ella al hombre al que había amado su esposa.
—Habrán dicho que has muerto en el sitio de la ciudad.
—¿Mi padre? Mi padre no tiene que dar explicaciones, todo el
mundo le teme; hasta Berta, su segunda mujer, le tiene terror. Le dio
una patada a uno de sus hijos y desde entonces el niño cojea. ¡Por
eso no soporto que peguen a nadie!
—Cuando estuviste enferma en el río Salado, vi que eras una
chica y la señal de la frente.

68
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—¿Y no dijiste nada? ¿Y me dejaste a tu lado? Cuando menos, yo


era una ladrona. No se marca a una persona honrada. ¿Qué
pretendías?
Yago se encogió de hombros.
—¿Por qué piensas que pretendía algo? Te había recogido del río;
eras —sonrió en la oscuridad— como un cachorrillo salvaje y
abandonado. Estabas sucia, hambrienta, no tenías una palabra
amable; huías de alguien que te aterrorizaba tanto que no te importó
saltar al río Salado, que dicen que es venenoso, con tres jubones
puestos, que te hubieran ahogado aunque supieras nadar mejor de lo
que lo haces.
—Así parecía más gorda y no pasaba frío. ¡Estaban tan sucios!
—Veía que necesitabas ayuda y un apoyo, pero ¡eras tan huraña!
No quería que pensaras que quería retenerte a toda costa, pero
necesitabas desesperadamente que te ayudara alguien.
—Nadie me dio nada nunca; nadie me dio cariño. Mi madre murió
y mi padre verdadero nunca se interesó por mí; mi abuelo me
nombró su heredera, pero no quiso verme nunca; mi padrastro me
odiaba y me vendió a un burdel para conseguir mi herencia. Berta y
sus hijos me miraban como a una rival, y el aya que me crió temía
tanto a mi padre que le contaba mis travesuras a sabiendas de que
me esperaba una paliza. Muchas veces he pensado que él disfrutaba
golpeando a la gente. ¿Por qué iba yo a confiar en nadie?
—No todo el mundo es así.
—¿Seguro? —en la oscuridad, Yago notó el movimiento de sus
manos—. No te ofendas, tal vez tú no.
Se levantó de la manta y dio unos pasos por el campo. La mula se
agitó inquieta al advertir el movimiento.
—¿Y ahora, qué?
Comenzaba a refrescar.
—Ese hombre, Gastón Sánchez, no es tonto. Te siguió la pista
desde el río Salado hasta Frómista. Si hubieses continuado en la
caravana, le habría quedado una duda; pero tras tu huida, lo que
tenía son seguridades.
—Tuve miedo. Estoy marcada. ¿No lo entiendes? Sólo tiene que
mirar la frente de todas las personas que encuentre. Tiene un
contrato; me lo enseñó cuando me sacaron de la casa de mi padre.
Ha pagado dinero por mí, soy legalmente suya. Nadie, ni tú, ni Martín
de Irache, ni el rey, puede evitar que me reclame. Según la ley, soy
una mala mujer, y soy de su propiedad.
—También me conoce a mí. Le herré el caballo en la caravana y
no hay mucha gente que tenga mi pelo de espantapájaros. Además,
aunque no me hubiese visto, ¿crees que necesitaría pensar mucho
para saber quién te sacó de sus manos?
—No me has sacado de sus manos —contradijo, con
desesperación—. ¿No lo has entendido? Estoy marcada, y esta marca
no se borrará nunca.

69
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—El pelo sobre la frente te sienta muy bien. —Yago se levantó y


le tendió la mano—. Va a salir la luna y debemos ponernos en
camino. En esta llanura no hay forma de ocultarse.
Tomó las riendas de la mula y la ayudó a montar. En el horizonte,
un resplandor sanguinolento anunciaba una luna grande y roja que
más tarde sería plateada.
Yago saltó a la grupa de la mula y la azuzó con un chasquido de
la lengua.
—¿Sabes? Me han dicho que soy herrero porque nací una noche
de luna llena.

70
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XV
La cuarta oca

Yago preguntó por el maestro constructor Rui Yáñez a la entrada


del pueblo de El Ganso, y le dirigieron a su casa, donde una mujer
todavía joven, que estaba esperando un hijo, le dijo que el maestro
estaba trabajando en la construcción de uno de los hospitales de
Astorga.
—Pero ahora que los días son más largos, viene al anochecido a
casa. Son poco más de dos leguas. Os dejaría entrar, pero no recibo
hombres en casa si no está mi marido. A la salida del pueblo están la
fuente y el lavadero. Allí podéis descansar.
Hacia allí encaminó Yago la mula, seguido de la mirada de
reproche de Teresa. Habían sido seis jornadas agotadoras, casi sin
reposo, desde el alba a la anochecida, deteniéndose sólo cuando los
animales necesitaban descanso. Ñuño, que no estaba acostumbrado a
la silla, había roto los fondillos de las calzas y tenía llagas y
rozaduras. Seis jornadas desde que Martín de Irache diese un golpe
con la palma de la mano, en la mesa de la hospedería de Carrión, que
hizo saltar los vasos de cerámica color miel. Habían llegado al
amanecer, después de una noche de cabalgada, los dos en la mula, y
habían tenido que buscar la caravana.
A pesar de la opinión de Ñuño —habían decidido que era mejor
que siguiera siendo Ñuño—, Yago quiso contarle la verdad al guía. Y
después de entregarle el machete reparado, se habían sentado frente
a frente, con el cuchillo encima de la mesa y unos cuencos de sopa
del día anterior delante de ellos.
—No podéis seguir en la caravana —había dicho el guía—. En
estos momentos, ese hombre y sus gentes galopan desde Palencia.
Vendrán aquí en primer lugar. Querrán inspeccionar la caravana y
mirarán la frente de todos los que formen parte de ella. Son hombres
de armas y yo no puedo oponer ninguna fuerza. Mi responsabilidad
son los peregrinos. Ñuño dice que ese hombre es poderoso; puede
que venga con los alguaciles de la ciudad. Es preciso que no os
encuentren aquí. Deberéis salir cuanto antes y hacer solos el resto
del camino. Os daré indicaciones de los puertos de las montañas y de
las hospederías en que debéis parar. No podéis ir andando. Necesitáis
otra mula. ¿Tenéis dinero?
—Debo hacer mi peregrinación sin dinero, ganando mi comida con

71
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

mi trabajo y con la caridad de las buenas gentes.


Martín de Irache, impaciente, había vuelto a golpear la mesa.
—No os pregunto por vuestra penitencia. Os pregunto si tenéis
dinero.
Yago dudó un momento.
—Mi madre me dio unas monedas de plata. Me dijo que las
gastara para salvar mi vida.
El guía se puso en pie.
—Vamos. Ése es exactamente este caso.

Yago había recogido su caja de cuero con las herramientas, su


hato de ropa y las pocas cosas que llevaba en el carro-fragua y, sin
despedirse, se había reunido con Martín de Irache y Ñuño, ya
montado en otra mula.
—No es tan buena como la vuestra, pero es un animal resistente
y dócil —le había tendido unas monedas—. Esto es lo que ha sobrado.
No os dé reparo tomarlo; no tenéis que pagarme nada, en la
caravana hicisteis un buen trabajo. Y Ñuño debe cambiar de ropa en
cuanto pueda. Ese jubón y esas calzas son demasiado conocidos. Y
otra recomendación: sé que estáis muy cansados, pero es preciso
que pongáis la mayor distancia posible entre ese hombre y vosotros.
Al caer la tarde, si llegáis a Sahagún, en el monasterio de San Benito
podréis descansar a salvo.
Yago, desde su mula, le ofreció su mano.
—Gracias por toda vuestra ayuda.
La ronca voz del guía parecía más ronca aún.
—Os esperan todas las jornadas del páramo. Cabalgad lo más
rápido que podáis sin agotar las cabalgaduras. No perdáis las
direcciones que os he dado. Nos encontraremos en Compostela.

Tardaron seis largos días en llegar a Astorga; atravesaron el


páramo, barrido por el viento frío a pesar de la primavera, entre los
campos verdes por el trigo nuevo, al ritmo que marcaban las mulas.
Cuando los animales necesitaban descanso, se sentaban a la orilla
del camino a comer un trozo de pan y queso. En Sahagún habían
comprado aceitunas aliñadas al modo árabe, pero daban mucha sed y
querían economizar el agua. Volvieron a dormir en las ermitas
solitarias, y en León ni siquiera visitaron la catedral de San Isidoro. El
viaje ya no era una peregrinación, sino una huida.
Cuando atravesaron Astorga, Teresa había dicho:
—Podemos descansar hoy aquí y continuar mañana a El Ganso.
Yago no había querido.
—Si todavía estuviéramos con la caravana, yo hubiese ido a El
Ganso mientras los otros peregrinos descansaban; pero ahora no te
voy a dejar sola en Astorga. Además, es una ciudad grande, donde

72
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

todos los peregrinos descansan; es más fácil que nos busquen aquí
que en un pueblo pequeño. Y después de todo, ¿qué son dos leguas
más?
—Dos leguas y media más —había refunfuñando Teresa.
Y ahora, el maestro no estaba en casa y ellos tenían que
descansar en la fuente.
Se lavaron, llenaron las calabazas con agua fresca y bebieron
hasta hartarse. Luego, Teresa se remangó las calzas, metió los pies
en el lavadero y se dio aceite en las rozaduras de las piernas,
mientras Yago se tumbaba en la manta y se dormía con más
tranquilidad de la que había tenido en los cuatro días anteriores.
Se despertó sobresaltado por el sonar de unas voces y se
incorporó al tiempo de ver un grupo de hombres, con la ropa
manchada de yeso, que venía por el camino. Al parecer, no sólo el
maestro Rui Yáñez, sino muchos de los hombres del pueblo,
trabajaban en las construcciones de Astorga.
La mujer embarazada que por la mañana les negase la entrada,
los hizo pasar al patio y les trajo una cesta de manzanas, que colocó
en la mesa antes de retirarse y dejarlos a solas con su marido. Rui
Yáñez era un hombre de mediana edad, bastante mayor que su
mujer, que les tendió las manos grandes y con cal entre las uñas en
cuanto Yago sacó la pequeña tabla con el juego de la oca y la marca
de constructor de su bisabuelo.
—Es un honor para mi casa tener en ella un descendiente del
gran maestro constructor de los puentes. Diego de Padrón era de al
lado de Compostela.
Yago sacó la caña hueca que había llevado por todo el camino.
—Os traigo un mensaje de vuestros hermanos constructores.
El hombre desenrolló el pergamino de Juan de Ortega y los de los
maestros de Ansó y de Daroca. Su rostro se iluminó.
—¡Lástima que sea sólo un mensaje! ¡Qué bien podríamos
trabajar todos juntos! Esperad; ya tengo los cálculos hechos.
Tomó una manzana y le pegó un formidable mordisco. Con ella en
la mano, fue al interior de su casa y regresó con un tintero de cuerno
y una pluma. Desenroscó la tapa del tintero y se inclinó sobre el
pergamino. Era sorprendente verle trazar números con tanta
habilidad, sujetando la pluma entre las manazas manchadas de cal.
Firmó con su marca de cantero y sopló para secar la tinta.
—Os quedaréis con nosotros para pasar la noche. Podéis dormir
en el patio o en el granero. Las mulas estarán bien en la cuadra.
Necesitarán un pienso de grano después de tanto camino.
—Sois muy amable, maestro Rui, pero no quisiéramos importunar
a vuestra esposa, que ya tiene bastante trabajo con el embarazo del
hijo que os va a dar.
El hombre enrolló los pergaminos y los volvió a introducir en la
caña.
—Ningún trabajo. Yo prepararé lo necesario, para que ella repose.

73
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Por eso vuelvo a casa por las noches. No me gusta que se quede
sola. Tomad vuestro mensaje. Entregadlo al maestro Mateo, que
trabaja en el pórtico de Santiago.
Más tarde, después de una espléndida cena de cordero asado en
las brasas del hogar, pan en abundancia, queso, aceitunas y el vino
de la tierra, acostados en el patio, Teresa comentó:
—Así que no soy yo la única que tiene secretos, ¿no?
Yago sonrió algo avergonzado:
—No son secretos, son trabajos.

74
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XVI
Compostela

Desde el monte del Gozo habían visto Compostela. La ciudad,


porque los bosques no dejaban ver la catedral. Habían estado
prácticamente solos durante el camino. Martín de Irache, el guía,
quería ser el primero de la ruta en primavera, pero en el monte del
Gozo los habían alcanzado los peregrinos del camino inglés, los que
venían por el mar hasta las costas gallegas y asturianas.
Todos habían caído de rodillas y comenzaron a gritar y a cantar
alabanzas a Dios. Ahora bajaban hacia la ciudad en una confusa
turba, con las mulas de las riendas porque era imposible ir montado
entre tanta gente.
Desde El Ganso, Yago y Teresa habían vuelto a su marcha
solitaria y forzada, apurando las jornadas y agotando sus fuerzas y
las de las mulas. A partir del puerto de El Cebreiro, ya en Galicia, el
camino se fue poblando de otros peregrinos que marchaban solos o
en grupos cada vez más numerosos y que les retrasaban la marcha, y
en Labacolla se encontraron con una caravana completa y el río
prácticamente ocupado por los que querían lavarse. Antes, en la
bajada del puerto, en Triacastela, donde durmieron una noche,
habían tomado una piedra caliza cada uno para entregarla en Arzúa,
donde se molía la cal para la argamasa de la catedral. Yago estaba
disgustado. Habían empleado doce jornadas para lo que debieron ser
nueve.
Los peregrinos cantaban salmos; había muchos bretones y celtas,
alemanes e ingleses, y algunos normandos. Todos, cada uno con su
acento, cantaban en latín.
Yago comentó:
—Santiago debe de tener los oídos tapados para poder soportar
esta algarabía. Creerán que cantan.
Teresa le miró con reproche, y le dijo:
—Yo sólo quería escapar de Gastón Sánchez, no peregrinar a
Santiago; pero lo he hecho. Hemos llegado después de cientos de
leguas de camino, con frío y con sol, con heridas y con hambre. Dios
nos ha traído hasta aquí. Todos estos hombres tienen su historia, y
desde tierras mucho más lejanas que la nuestra, han llegado a
Compostela. ¿No te emociona? Es preciso dar gracias.
—Sí, claro, pero sin cantar tan mal.

75
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Avanzaron empujados por la multitud hasta alcanzar la catedral


en obras. Pudieron beber y lavarse en la fuente de la plaza y
conseguir acomodo en el hospital que había frente a la puerta norte.
Allí, Yago y Ñuño consiguieron separarse de los ruidosos peregrinos
de la ruta del mar y buscar un lugar donde descansar, tranquilos por
fin, toda la noche.
A la mañana siguiente, fueron a la catedral y, apretujados entre
la masa, asistieron a la misa mayor. A pesar de la primavera, hacía
calor en el interior de la catedral y el ambiente era sofocante. Mil
olores de cuerpos mal lavados, de sudores distintos, de ropa sucia, de
calzado viejo... se mezclaban con el aroma de las velas del altar, de
las lámparas de aceite y del incensario de plata que agitaba el
diácono.
Yago meditaba. Había hecho el camino para aprender a respetar
la buena y mala suerte, los ritos de su oficio, los pasos precisos para
conseguir un buen trabajo. Para pedir perdón por su petulancia y su
pretensión de saber más que sus mayores. Pero ahora, en Santiago,
casi aplastado contra una columna, tenía que reconocer que no había
cambiado en nada. Seguía pensando que todas aquellas exigencias
eran supersticiones y que muchos de los supuestos milagros sólo
eran ciencia y sabiduría.
No le pesaba haber hecho el camino. Había madurado, había
conocido a los maestros constructores, se había enfrentado a gentes
malvadas y había conocido hombres y mujeres buenos. Le quedaba
entregar el mensaje al maestro Mateo que, junto al maestro Esteban,
trabajaba en la catedral. Confiaba en que aquel mensaje que había
recorrido la ruta de los constructores sirviera para que los reyes
hiciesen la paz, aunque dudaba de que los maestros constructores
tuviesen tanta fuerza.
Y estaba Teresa. La quería. No sabía si ella sentía lo mismo por
él; era preciso vencer su desconfianza hacia todo el mundo. La
peregrinación habría merecido la pena sólo por haberla encontrado y
poder ayudarla a escapar de un destino horrible. Y todavía no estaba
libre. Ella tenía razón; en cualquier tiempo, en cualquier lugar,
Gastón Sánchez podría reclamarla con todo derecho. La había
comprado a su padre legal y estaba marcada. Bien, si le aceptaba, si
volvía con él, al condado de Lavalle no llegarían las garras de un
Gastón Sánchez.
De pronto, se quedó helado. Como si su pensamiento fuese un
conjuro, allí, apoyado en la columna siguiente, escrutando la densa
multitud con sus fríos ojos de halcón, tan atildado como siempre,
estaba Gastón Sánchez.
Yago no recordaba cómo buscó a Teresa entre los peregrinos y la
sacó fuera antes de que terminase la misa. Ella estaba más contenta
de lo que Yago la había visto en todo el tiempo. No dejaba de hablar
mientras se sacudía la ropa y se miraba sus calzas rozadas y con
agujeros.

76
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—Tengo que vestir de mujer. ¿Tú crees que alguien nos vendería
unas sayas? Ya tengo ganas de volver a ser una chica. Podríamos
hacer algún trabajo; tal vez ese maestro constructor tenga algo para
un herrero. Yo te ayudaría.
—Teresa —tragó saliva, y le pareció que ésta tenía espinas—,
escucha...
La tomó del brazo y la hizo girar para mirarla a los ojos.
—Teresa, le he visto. Ahí, en la catedral, mezclado con la gente,
mirando cada rostro y cada peregrino, estaba Gastón Sánchez.
La pudo ver llevarse las manos a la boca y palidecer.
—No... no... no puede ser... Nosotros hemos venido muy deprisa;
no ha podido llegar todavía... no...
Y sólo le quedó a Yago abrir los brazos y acogerla junto a su
pecho, temblando como un pájaro y totalmente aterrorizada, y así
sacarla a toda prisa de la plaza para preguntar a la gente por la casa
del maestro Mateo.
Le indicaron la espalda de la catedral, una casa baja, cerca de la
obra del pórtico que estaba tallando. Los recibió enseguida, gracias al
juego de la oca del bisabuelo. Era un hombre de rostro bondadoso,
cabello rizado y nariz grande.
Les acercó asientos.
—¡Qué alegría! Sabía que llegaríais, pero no creí que fuerais tan
jóvenes. El queso gallego es muy bueno; debéis probarlo. A éstos les
llaman quesos de tetilla.
Sacó quesos enteros con forma de cono y partió él mismo
grandes rebanadas de pan.
Trajo un jarro con un vino claro, sirvió en los vasos y alzó el suyo
bebiendo el primero.
—¡Por vosotros y vuestra peregrinación!
Yago y Teresa se mojaron los labios. Yago sacó la caña que
llevaba los mensajes y se la entregó al constructor.
—Estos pergaminos ya han acabado su viaje.
El maestro Mateo desenrolló los pergaminos y sonrió con cierta
ternura al ver los signos al pie.
—Yo añadiré mi mensaje y mi marca. Tal vez fuera justo añadir la
marca de Diego de Padrón, pero hace mucho tiempo que ha muerto,
y tú, su descendiente, no eres constructor.
—No, yo soy herrero.
—Ése es también un hermoso arte. Mira, Yago, los nobles, los
caballeros, los villanos, están sujetos unos a otros por lazos de
vasallaje. En las ciudades, los burgueses luchan por su libertad; pero
los que en verdad somos libres somos nosotros, los constructores, los
herreros, los vidrieros, los tallistas... Vamos de ciudad en ciudad,
vendemos nuestro trabajo y no rendimos vasallaje a nadie. Tenemos
nuestras reglas y los gremios cuidan que se cumplan, porque sin
reglas no se puede vivir en sociedad; pero somos libres.
Apuró el vaso de un trago.

77
María Isabel Molina El herrero de la luna llena

—Cuando añada mi marca, traduciré el mensaje y llevaré estos


pergaminos al obispo Gelmírez. Él es quien ordena la construcción, y
conoce al rey Alfonso de cuando era niño y vivía en Galicia. Él le
entregará nuestro mensaje; él le dirá que los maestros constructores
queremos paz, o no se levantará ni una iglesia ni una casa más en los
reinos de España. Luego, sólo nos quedará rezar a Santiago para que
la voluntad del rey nos sea benévola.
—Hemos visto vuestra obra, maestro Mateo. Es hermosa. Nadie
podría hacerlo mejor.
—Debe serlo. Toda la cristiandad va a verla... Pero la ciudad está
llena y no me estoy preocupando por vosotros. ¿En qué hospital
estáis? Debéis venir a mi casa.
Yago miró pensativo a Teresa. No podían volver a la calle y
exponerse a tropezar con Gastón Sánchez o con cualquiera de sus
hombres. Necesitaban ayuda y nadie se la podía prestar mejor que
aquel hombre que sabía hacer maravillas con sus manos. Y antes de
que Teresa se opusiera, comenzó:
—Maestro Mateo, necesitamos vuestra ayuda, estamos en
peligro...

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XVII
El incensario

Yago se despertó sobresaltado. Llegaría tarde. Ya había


amanecido y él seguía en la cama. Se echó agua en la cara y se vistió
rápidamente con las ropas que usaba para trabajar.
En la cocina sólo quedaba la mujer encargada de la limpieza, que
frotaba la sartén en que habían hecho las gachas del desayuno. Tragó
el contenido del cuenco que le habían reservado en la repisa de la
chimenea y, tras un saludo apresurado a la mujer, salió camino de
las obras.
¡Qué lento pasaba el tiempo! Llevaba tres meses forjando rejas,
bisagras y herrajes de puertas, y le parecía que era toda una vida.
Era el maestro Mateo el que lo había dispuesto. Cuando le habló
del problema de Teresa y de la presencia de Gastón Sánchez en la
catedral, escuchó atentamente y, después, guardó silencio un tiempo.
Luego, levantó la vista y los contempló sin hablar. Preguntó:
—¿Cuántos años tienes, Yago?
—He cumplido veinte, maestro.
—¿Y tú, Teresa?
—Quince, maestro Mateo.
—Y habéis hecho juntos el camino... y él te sacó del río Salado y
te libró de las manos de ese Gastón Sánchez.
—Sí, lo hizo —aceptó Teresa.
El maestro Mateo sonreía.
—Bueno, creo que he encontrado la solución. Desde luego, Teresa
tiene razón; es propiedad de ese hombre; él la ha comprado y él la
ha marcado no sólo como propiedad suya, sino como mujer de su
burdel. Pero estamos en Santiago, que es lugar de jubileo y de
perdón, y Teresa ha hecho la peregrinación. Está arrepentida de sus
pecados y de su mala vida anterior y desea entrar en un monasterio
para hacer penitencia.
—Pero... —Teresa abría mucho los ojos oscuros— yo no he
llegado a estar en el burdel. Me escapé el día en que me marcaron y
no tengo ninguna mala vida anterior de esa que decís, maestro. Y,
sobre todo, no deseo entrar en ningún monasterio.
—¿Quieres volver al burdel? No olvides que Gastón Sánchez tiene

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

derecho sobre ti.


Teresa se rindió:
—Tal vez tengáis razón y sea una vida más serena y más segura.
Y agradará más a Dios, pero yo...
—Espera, Teresa, espera. Si tú entras en un monasterio, la
abadesa te inscribirá entre sus monjas y ese documento anulará el
contrato de Gastón con tu padre. Siempre puede ir a reclamarle lo
que le pagó por ti, pero ningún juez te entregará a él si estás
arrepentida. ¡Santas hubo que en un tiempo formaron parte de un
burdel! Tú estás marcada y, en principio, nadie creerá en tu
inocencia; pero todos creerán en tu arrepentimiento. Luego,
transcurrido un tiempo de novicia, podrás optar entre seguir la vida
de renuncia, oración y silencio o volver al mundo.
Yago sentía un nudo en el estómago. Comprendía que lo dicho
por el maestro Mateo era lo mejor para Teresa, pero él no la quería
monja; la quería a su lado en el condado de Lavalle o en la herrería
que era suya.
La voz de Teresa sonó tan alegre que Yago se volvió a mirarla
sorprendido.
—Maestro Mateo, ¿cuánto tiempo estaría de novicia?
—Un tiempo prudencial; digamos cinco o seis meses. La abadesa
es una mujer sabia y ese tiempo le basta para discernir la vocación
de una novicia. Y si un amigo la espera...
Yago y Teresa exclamaron a la vez:
—¡Maestro Mateo!
—Yago, tú estarás más seguro aquí que de regreso a tu casa, solo
por los caminos y con la enemistad de ese hombre. Puedes trabajar
conmigo. Puedo dar trabajo a un ejército de herreros... —sonrió—. Y
así podré comprobar si eres tan bueno como dice mi amigo Juan de
Ortega.

Desde aquella conversación habían pasado noventa días, que


Yago había contado uno a uno. El maestro Mateo lo había arreglado
todo y, a los ocho días, Teresa ingresó en el monasterio; él la
acompañó hasta la puerta y estrechó sus manos entre las suyas
hasta que ella se separó y la puerta se cerró tras de sí.
A pesar de la prisa, como todos los días camino de la catedral,
Yago se quedó un buen rato contemplando la puerta cerrada del
monasterio en que vivía Teresa hasta que, con una breve risa de
burla de sí mismo, dio la vuelta y entró en la catedral, donde tenía
que tomar medidas de la cerradura de una de las puertas laterales; la
semana anterior, una avalancha de peregrinos la había reventado. Le
sorprendió, como siempre, la oleada agria de mal olor del interior del
templo. Desmontó con cuidado los restos de la cerradura rota y fue
hacia la salida.
Se dirigió hacia una de las fraguas instaladas en las obras. Atizó

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

el fuego y comenzó a doblar una nueva guarda para el cerrojo. La


estaba puliendo cuando apareció el maestro Mateo.
—¡Ah! ¿Ya has reparado esa cerradura? Me alegro, porque hace
falta; si no, la gente se mete por todas partes.
—Siempre huele muy mal en la catedral. Aunque esté vacía.
El maestro Mateo había soltado una sonora carcajada.
—¿Y cómo quieres que huela? ¿Has contado los centenares de
personas sudorosas y mal lavadas que pasan por esas naves...? Eso
sin contar el estiércol de los animales de carga que se amontona en
la calle.
—¿Y con más incienso?
—Ya se usa mucho, pero no puede llegar a todo el mundo;
apenas pasa de las primeras filas.
—Estaba pensando... ¿Y si consiguiéramos un incensario gigante?
—¿Cómo? —la voz del maestro Mateo vibraba de interés.
Yago se agachó y dibujó con rapidez sobre el suelo de arena.
—Podría ser como una cazuela de hierro, bien pulida; dentro,
sujetaríamos tres incensarios corrientes, cada uno con su cazuela y
su tapa. Luego taparíamos todo con una cúpula con ranuras, al estilo
de los pebeteros moriscos pero más grande.
—¿Y quién iba a manejar semejante cazuela? ¿Un gigante
también?
—No. Yo había pensado un sistema de cadenas, parecido al que
se usa con las campanas, pero no lo tengo todavía muy claro. Con el
reparto de fuerzas adecuado, el peso se reduce y no se necesitan
tantos hombres... si es que recuerdo bien lo que me enseñaron mis
maestros. Debería cruzar la nave de parte a parte, dejando su estela
de humo por encima de las cabezas de los peregrinos. El incienso no
sólo huele bien, sino que... —Yago dudó; los símbolos no eran su
fuerte— podría ser signo de las oraciones de todos los peregrinos,
que ascienden ante Dios como perfume agradable.
El maestro Mateo había aprobado la idea:
—Es interesante. Haz un dibujo detallado; lo propondré al cabildo
de la catedral.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

XVIII
Final

Con el jornal que le pagaba el maestro Mateo, se había comprado


una camisa de Holanda, unas calzas de paño color castaño de
Palencia y un jubón de piel de gamo curtido con el pelo hacia fuera,
con botas que hacían juego. La ocasión lo merecía. Se ajustó el
manto con capucha y salió a la calle con breve recuerdo para el
manto marrón de su abuela que Teresa se había llevado al
monasterio. Hoy se hacía la prueba de su gran incensario.
El cabildo había autorizado el proyecto del incensario, aunque no
por unanimidad y con muchos reparos. Era una idea demasiado
nueva, pero Yago se había lanzado a ello con ilusión.
Teresa seguía en el monasterio y él trabajaba en su diseño,
discutía con los maestros herreros que trabajaban en la catedral y
hacía pruebas de soldaduras, mientras el maestro tallaba sus
magníficas imágenes y los albañiles las colocaban en lo que iba a ser
la puerta principal de la catedral. Desde el monasterio habían enviado
al alguacil de la ciudad el acta de la madre abadesa admitiendo a
Teresa como penitente para que se la transmitieran a su antiguo
amo, y no habían sabido nada más de Gastón Sánchez, aunque Yago
soñaba algunas noches con él.
Llevaba semanas de trabajo, cuando la caravana de Martín de
Irache llegó a Compostela con los peregrinos que habían hecho el
principio del camino con ellos. Yago estaba preocupado por el sistema
de poleas y cadenas que debía levantar y mover el gigantesco
incensario. Había construido un modelo pequeño que movía con
cordones y se esforzaba en encontrar las proporciones exactas. Le
recibió en la fragua y sólo hablaron de los problemas mecánicos con
los que se enfrentaba el herrero. En el taller más grande de Santiago
habían fundido la gran cazuela de hierro que parecía una campana
invertida y habían fijado mediante soldaduras los tres incensarios que
llevaría en su interior. Yago había tallado dibujos geométricos en la
panza del incensario y ahora trabajaban en la cúpula que lo taparía
todo y para la que el joven herrero quería multitud de rejillas que
permitieran el paso del humo. Un juego de cadenas pequeñas
permitía levantar la gran tapa. Entre los herreros de Santiago no se
hablaba más que de aquel proyecto loco. Pero Yago calculaba el
movimiento de péndulo y buscaba el juego de cadenas y cuerdas

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

necesario para que el gran incensario pudiese ser manejado por unas
pocas personas.
Martín de Irache partió para el viaje de vuelta cuando Yago creía
haber encontrado la solución. El guía apoyó las manos en los
hombros del herrero y le miró a los ojos con satisfacción.

—Sois un hombre cabal, Yago de Lavalle. Estoy orgulloso de


haberos conocido.
—¿Aunque esté un poco loco y forje incensarios para gigantes? —
bromeó el maestro Mateo.
—Precisamente por eso —contestó el guía.
—¿Sabéis cómo le llaman los canteros de la obra?
—¿Cómo?
—Botafumeiro —rió, divertido con la palabra—, una humareda
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

que bota y salta de aquí para allá.


Yago señaló su boceto de las cadenas que iban a sujetar el
enorme incensario.
—Si consigo que bote...

Ahora, con ropas nuevas, se dirigía a la catedral. Se aprovechaba


la fiesta para hacer funcionar por primera vez el incensario. Yago,
bajo la dirección del maestro Mateo, había hecho sus pruebas en
secreto, con el gran incensario vacío y también cargado de carbones
encendidos, y había rectificado los errores en las medidas del
gigantesco péndulo que en realidad era.
Penetró en la catedral por una puerta lateral y le asaltó la mezcla
del olor a sudor, humedad, cera derretida y aroma de flores que le
había sorprendido desde el primer día. El cabildo ya estaba
acomodado en sus asientos y los peregrinos se agolpaban en las
naves laterales. En la nave central, los guardias de la catedral habían
abierto un pasillo por el que avanzaba el obispo rodeado por los
acólitos y el séquito de clérigos que iba a celebrar la misa.
Los cantos del coro llenaban las naves y ahogaban el rumor de la
multitud.
Comenzó la ceremonia. A pesar de las pruebas anteriores, Yago
sentía la boca seca y un temblor en las piernas. Hizo una señal a los
auxiliares que iban a manejar el incensario, y vio cómo llenaban de
incienso los tres recipientes soldados en el interior y llenos de brasas.
Bajaron la gran tapadera, decorada con multitud de ranuras, como un
gigantesco pebetero, y contuvo el aliento. Hasta que no lo vio subir
hasta la bóveda y descender hasta casi rozar el suelo dejando la
columna de humo de incienso tras él y arrancando un clamor de
sorpresa y admiración de los asistentes, no creyó que podría
funcionar. Se recostó en una columna con las piernas como algodón y
una enorme sensación de alivio. El botafumeiro seguía recorriendo las
naves.

***

Un año después, el día en que Teresa Núñez, vestida con sayas


verdes, una cofia blanca de lino y el manto marrón de la abuela
Orosia, salía del monasterio porque la abadesa había juzgado que no
tenía vocación, Yago, que la esperaba en la puerta, la llevó hasta la
catedral para que viese el gran incensario volar al compás por las
naves atestadas de peregrinos dejando una estela de humo de
incienso.
Luego salieron a la plaza. Caía una lluvia fina, y Teresa se subió la
capucha del manto y buscaron el refugio de las casas.

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

Yago dijo:
—Ya estoy cansado de lluvia. En el condado de mi padre hace
más frío, pero no llueve tanto. Hice la peregrinación como penitencia
por no creer en la virtud de los signos mágicos. Tengo que reconocer
que no me he enmendado; en el fondo de mi alma, estoy convencido
de que sólo el miedo a lo desconocido hace creer en la magia. Pero
no me arrepiento de haber hecho el camino; he conocido a muchas
personas, casi todas buena gente. Hice de correo para los maestros
constructores y, sobre todo, te encontré a ti, y nunca dejaré de dar
gracias por este encuentro. Teresa, yo te quiero. Quiero pasar el
resto de mi vida contigo. Creo que he terminado mi trabajo aquí; el
incensario funciona. Tiene algunos defectos todavía, pero otros
herreros lo perfeccionarán. El maestro Mateo también ha rematado su
pórtico, y los obispos han conseguido la paz entre el rey Alfonso de
Castilla y el rey Alfonso el Batallador de Aragón. Quiero volver a mi
herrería. Teresa, ¿quieres venir conmigo a mi casa y ser mi mujer?
Teresa sonrió con el rostro iluminado.
—Yo también he aprendido muchas cosas. No soy ya la niña tonta
y asustada que su padrastro vendió un día. He meditado mucho en el
monasterio y he hablado despacio con la abadesa. Es una mujer
inteligente que en el mundo fue una gran señora. Creo que tengo una
obligación con los vasallos de mi abuelo. La herencia era mía y es mía
su responsabilidad. No serán felices bajo el dominio de mi padrastro;
no creo que nadie pudiese serlo... Tengo cartas de la abadesa y un
documento del obispo de Compostela que dice que he hecho
penitencia y soy libre. Puedo reclamar mi herencia.
—Tu padrastro no la cederá fácilmente.
—Lo sé, pero mis documentos no sólo prueban mi libertad, sino
que fui vendida. Recurriré a los jueces del rey. En mi tierra, hay
gentes que me recordarán como hija de mi madre.
Yago sacudió la cabeza disgustado. Pero sabía que ella tenía
razón.
—Yo no sé combatir como los caballeros, no me educaron para
ello; pero podría acudir a mis hermanos. Si no consigues que te
hagan justicia, si necesitas un campeón o tienes cualquier problema,
envíame un mensaje. Iré.
Teresa sonrió.
—Yago, yo estoy marcada, y mi marca no se borrará. Tú eres la
persona que me ayudó sin importarle ni mi marca ni mi apariencia y
me devolvió la confianza en los demás, y eso no lo olvidaré nunca.
Tenga éxito o no, te enviaré cartas para que no me olvides. Y si
consigo mi herencia, te recibiré en mi casa y entonces hablaremos de
tu petición. Es un compromiso.
Yago asintió, triste.
—Es un compromiso. El manto de mi abuela te lo recordará.
Aguardaré, pero no tardes mucho o iré a buscarte.
La lluvia arreció. Las piedras brillaban bajo el agua. Del interior de

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María Isabel Molina El herrero de la luna llena

la catedral salía un aroma a incienso.


Anochecía en un lento crepúsculo que parecía que se había
iniciado poco después del medio día, y la catedral era una masa
oscura en la que lentamente se borraba el perfil iluminado de las
ventanas según se apagaban las luces del interior.
Los mercaderes recogían las bancas en las que ofrecían sus
mercancías, y en la plaza, tan abarrotada de peregrinos casi siempre,
no se veían más que algunas personas que caminaban con prisa bajo
la lluvia.
Por encima de las nubes de color plomizo que encapotaban el
cielo, se alzaba, amarilla y grande como un tambor, la luna llena.

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