El Herrero
El Herrero
El Herrero
DE LA LUNA
LLENA
ISBN: 84-204-6577-1
Depósito legal: M-26.187-2004
Printed in Spain - Impreso en España por
Rógar S. A., Navalcarnero (Madrid)
Editora:
MARTA HIGUERAS DÍEZ
Diseño de la colección:
MANUEL ESTRADA
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena
El herrero de la
luna llena
Mª Isabel Molina
Ilustraciones de Emil Markov
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena
Índice
Introducción.............................................................................6
Veinte años antes....................................................................10
Una reunión de herreros...........................................................14
La ruta de la oca......................................................................18
La primera oca........................................................................23
El encuentro...........................................................................28
Río Salado..............................................................................31
El río envenenado....................................................................35
Logroño..................................................................................39
La segunda oca.......................................................................42
Montes de Oca........................................................................46
La tercera oca.........................................................................52
Frómista.................................................................................56
Palencia.................................................................................62
En el camino...........................................................................67
La cuarta oca..........................................................................71
Compostela.............................................................................75
El incensario...........................................................................79
Final......................................................................................82
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena
Introducción
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena
I
Veinte años antes
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María Isabel Molina El herrero de la luna llena
vuestras artes. Para la próxima luna llena, mis hombres precisan una
nueva partida de espadas, recias y bien forjadas.
Una chispa de inteligencia prendió un momento en el único ojo
del hombre llamado maese Lucas. Un leve murmullo corrió entre los
hombres, que se miraron unos a otros.
Maese Lucas avanzó un paso más e hizo una inclinación.
—No nos dais mucho tiempo, señor, pero ése es nuestro oficio.
Hincharemos los fuelles y pondremos nuestras fraguas a trabajar, y
dentro de una luna tendréis espadas nuevas, recién forjadas, para
armar a vuestros hombres.
Guillén de Lavalle tragó saliva. Hasta aquel momento todo había
ido bien, con la cortesía que reclamaba la costumbre. Ahora llegaba
lo difícil. Guillén necesitaba con urgencia las espadas para defender
sus tierras del señor franco de más allá de las montañas, que le
invadiría en cuanto los ríos se deshelasen; pero no tenía ni un sueldo
para pagar el trabajo. Tal vez más adelante, cuando hubiese
derrotado a los francos, si conseguía un buen botín o si sus
labradores y sus siervos, aprovechando la paz, tenían una buena
cosecha, podría pagar con creces el trabajo, pero hasta entonces no
tendría dinero y los herreros no trabajarían bajo su palabra; él no
había faltado nunca a sus promesas, pero todos los artesanos sabían
que la palabra de pago de un señor se podía aplazar indefinidamente.
—¿Cuál será el precio de vuestro trabajo? —preguntó, con una
seguridad que estaba muy lejos de sentir.
Los hombres se miraron entre sí sin hablar e hicieron un gesto a
maese Lucas. Parecían haberse puesto de acuerdo antes de la
entrevista.
—Se dice en el señorío que no hay mucho dinero en el castillo,
buen conde. Es costoso mantener un grupo de hombres de armas
que se alimenta bien, tanto ellos como sus caballos, y no produce
nada. También dicen que nuestro señor natural, don Alfonso de
Aragón, os ha doblado el tributo para su campaña contra el reino de
Zaragoza. ¿Cómo vamos a osar pedir dinero por vuestro encargo?
—¿Trabajaréis de balde?
—No hemos dicho tanto, buen conde. Sólo que no os pediremos
dinero.
Guillén comenzaba a alarmarse. No le gustaban los misterios ni
las palabras de doble sentido. Era un hombre de pensamientos
sencillos. Necesitaba espadas y no tenía dinero; pero si los herreros
no forjaban las armas y aplazaban el pago, no podría defender el
condado cuando atacasen los francos. Él y sus hombres serían
derrotados, y los atacantes saquearían las herrerías y los demás
talleres artesanos. Todos saldrían perjudicados.
—¿Que queréis entonces?
La voz de maese Lucas adquirió entonces un tono persuasivo.
—Algo muy sencillo, mi señor. Hace dos días, en la luna llena,
vuestra esposa os ha dado un hijo varón que hace el tercero de los
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II
Una reunión de herreros
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III
La ruta de la oca
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—tomó una jarra que había en una mesa y vertió agua en un viejo
vaso de plata. Bebió lentamente antes de continuar—: En aquel
tiempo, mi padre era maestro constructor; pertenecía al gremio y
recorría los caminos de una obra a otra. Había nacido en Galicia, de él
heredé yo estos ojos claros que tú también tienes. No recuerdo a mi
madre; yo no era más que una niña chiquita que vivía en los
campamentos de los constructores. Crecí en el camino, al lado de mi
padre, y él me enseñó a leer, a escribir y a contar. Decía que yo era
la persona que con más rapidez sabía sumar de todas las que había
conocido. Yo le ayudaba con los cálculos de las obras y hacía bocetos
de las imágenes con carbón y yeso. Recorrimos varias veces el
camino de Compostela. Eran los tiempos de las primeras
peregrinaciones masivas y había mucho trabajo. En los montes se
escuchaba el ruido de las sierras y en las canteras el golpear de los
mazos. ¡Era una música maravillosa! Luego se reunían los maestros
del gremio e intercambiaban conocimientos y experiencias. El
maestro constructor debe conocer perfectamente la piedra, debe
saber trabajarla y darle forma para expresar la presencia de Dios
entre los hombres y la plegaria de los hombres a Dios. Con los
canteros conocí los ritos mágicos, las claves del oficio, los secretos
del gremio. Yo era un trabajador más entre ellos. Luego... luego llegó
tu abuelo; era alto, fuerte y amable; era conde y no le importaba que
yo sólo fuese la hija de un maestro constructor. Me pidió para esposa
y yo le amé y le di hijos —rió de nuevo—. Y ahora soy vieja, soy tu
abuela y vivo solitaria en esta torre. Espera.
Se levantó con trabajo y se acercó con paso torpe a un arcón
colocado a los pies de la cama. Alzó la tapa y buscó un momento
hasta encontrar una pequeña tabla cuadrada, que a continuación
llevó hasta el muchacho.
Era una tabla de madera muy pulida, con un dibujo en espiral
formando un sendero que terminaba en el centro en una especie de
jardín. Tenía una serie de casillas numeradas con distintos dibujos;
en la primera, un monje conducía un grupo de ocas hacia el sendero.
—¿Qué es esto, abuela? Parece una tabla de juegos.
—¿No lo recuerdas? Es el juego de la oca. Alguna vez os enseñé a
jugar a ti y a tus hermanos cuando erais niños.
—¡ Ah, sí! De oca a oca...
—Y saltas a la oca siguiente —terminó la anciana—. La oca ayuda
a avanzar en el juego. Es como el sendero de la vida y el
conocimiento, que termina en la sabiduría, en el jardín de la oca. Es
el juego de los maestros constructores. Juegan en las largas veladas
junto al fuego. Pero éste es algo más que un tablero de juego. Mira —
volvió la tabla y enseñó a Yago una marca grabada—, lo hizo mi
padre; ésta es la marca de maestro cantero de Diego de Padrón, de
mi padre; éste es el signo que ponía en sus construcciones y en sus
contratos; mi padre era un jars, un ganso, es decir, un maestro; los
compañeros constructores dicen que las ocas enseñaron a los
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IV
La primera oca
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vivos...
Hizo una pausa y levantó la cabeza. La deformación de la espalda
le obligaba a mirar de lado, como los pájaros. Contempló fijamente a
Yago hasta que el muchacho se sintió incómodo.
—No te pareces a Orosia, aunque tienes los ojos y el pelo del
maestro; ¿dices que eres herrero?
Yago asintió.
—El gremio ya me autorizó mi propio taller.
—Eres muy joven para ello; debes de ser muy bueno.
—Los maestros del gremio tuvieron benevolencia conmigo.
—Tu bisabuelo era el mejor. Era lo que los compañeros llamamos
un «Maestro Ganso», es decir, alguien que conoce las antiguas
técnicas de la piedra, alguien que recuerda el oficio de los más
antiguos constructores, el que los hombres utilizaban antes de que
los romanos llegasen a estas tierras. Nuestros maestros afirmaban
que en la antigüedad, en otras tierras, se levantaron edificios más
grandes e importantes que las catedrales de ahora. Para comunicarse
con los antiguos dioses o para guardar a sus muertos. El secreto de la
construcción de esos edificios ha pasado de compañero a compañero
a través de los que llamamos «los gansos», porque la oca y los
gansos son animales sabios que han guardado a los hombres en otros
tiempos. Tu bisabuelo conocía todo eso. Él sabía cerrar arcos de
puentes que aún están útiles y se cruzan. Todavía se le recuerda en
el camino. Muchos aprendices trabajaron con él y luego grabaron su
marca de maestros en las construcciones. Tu bisabuelo conocía mejor
que nadie los secretos del oficio y los símbolos que son necesarios
para convertir una construcción de piedra en el templo de Dios.
—Perdonad, maestro —Yago se expresaba con cortesía—. ¿No es
mejor una buena técnica?
—Tú eres herrero; sabes mejor que nadie que el saber de los
metales incluye algunos conocimientos que no están al alcance de
todos. ¿Cómo si no se podrían transmutar los bajos metales en oro?
—No estoy convencido de que se pueda conseguir, maestro.
—Eres muy joven, muchacho. Ya aprenderás. Aprovecha tu
peregrinación para ello.
Quedó en silencio mientras contemplaba la pequeña cruz de
piedra que había tallado para la hija de su maestro cuando era joven
y su espalda estaba derecha.
—Puede que tu llegada sea una bendición de Dios. ¿Podrías llevar
un mensaje mío a otro maestro? Soy tan viejo que ya no puedo viajar
ni trabajar la piedra.
—Será un honor, maestro.
—Será peligroso. Llevamos muchos años de guerra. No en vano
llaman a nuestro rey Alfonso el Batallador. Desde más años de los
que tú tienes, estos reinos no han conocido la paz. Navarros y
aragoneses contra los moros; escaramuzas con los francos;
castellanos contra los navarros; don Alfonso y la reina doña Urraca
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V
El encuentro
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VI
Río Salado
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—¡La cuerda!
La soga, mojada, se iba río abajo empujada por la corriente, y
Yago comprendió que no le quedaba más remedio que echarse al
agua. Recogió la cuerda, se la aseguró con dos vueltas y un nudo a la
cintura, se descalzó y se lanzó a nadar.
La corriente era muy rápida, pero el río no era muy ancho y en
cuatro brazadas llegó al centro del cauce. El agua bajaba con barro y
ramas, y la fuerza de la corriente le hacía girar como si fuese un
trozo de madera y le empujaba contra los pilares del puente. El agua
sabía salada; estaba bien puesto el nombre del río. Ya no se veía a
nadie en la superficie, y tuvo que bucear y buscar en la turbia
corriente para poder agarrar por los pelos al que luchaba por no
ahogarse. Le sacó la cabeza al aire para que respirara y el otro se
aferró a él de tal manera que no le dejaba nadar.
Masculló un insulto entre dientes y con el brazo libre comenzó a
tirar de la cuerda para volver a la orilla con su carga.
Jadeante, con las manos desolladas por la soga, consiguió salir
cerca del puente y arrastró sobre los cantos rodados al que había
salvado; pesaba mucho y, sólo con toda la fuerza de sus músculos,
acostumbrados al martillo de la herrería, consiguió dejarle boca abajo
sobre la hierba. Entonces comprendió por qué pesaba tanto. Llevaba
tres jubones, uno encima del otro, y otras tantas calzas.
Yago rompió a reír entre toses mientras se quitaba su propio
jubón empapado y se desataba las cintas de la camisa: allí, tumbado
sobre la hierba, vomitando el agua del río por boca y narices, estaba
el antipático muchacho que se lavaba los pies en las orillas del río
Arga.
Se secó el pelo y la cara con la camisa, se quitó también las
calzas y el calzón, y recogió la cuerda de nudos antes de sentarse al
sol. Dejó la soga en el suelo y se recostó, temblando, en el pilar del
puente. Había realizado un gran esfuerzo; si no hubiese sido por la
cuerda, tal vez se hubiese ahogado junto al otro chico. Aquellos ríos
de rápida corriente e imprevistas avenidas estaban plagados de pozas
y trampas encubiertas. El otro chico había dejado de vomitar agua y
tosía, tumbado en el suelo. Miró los sillares de piedra cubiertos de
verdín por el roce constante del agua contra los que estaba apoyado.
Allí, en la segunda piedra de la izquierda, había una marca de
cantero: la misma marca que figuraba grabada en el tablero del
juego de la oca, la marca de su bisabuelo. El viejo maestro
constructor había trabajado en aquel puente.
Yago cerró un momento los ojos. Después del riesgo pasado, le
temblaban las piernas. Puso la mano sobre el sillar del puente y se
sintió acompañado. Aquellas piedras las había labrado alguien de su
familia. Le sobresaltó la voz infantil e impertinente del muchacho.
—¿Piensas quedarte ahí dormido?
Yago se levantó y se acercó a la mula para sacar ropa seca.
Comenzó a vestirse lentamente mientras contemplaba a su
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VII
El río envenenado
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La mujer se interesó.
—¿Qué le pasa a vuestro compañero?
Yago no creyó conveniente dar demasiadas explicaciones:
—Se cayó al río Salado.
—¡El río Salado es venenoso! Si tragó agua, morirá. Eso lo sabe
cualquiera en esta región; se lo advierten a los peregrinos.
La mujer se levantó hacia donde tenían sus cosas.
—¡Pobre muchacho! Os daré la leche, pero no servirá de nada. No
pasará de esta noche.
—¿Para qué se la das? Será desperdiciarla, y la cabra no tiene
mucha —gruñó el hombre.
—Os la devolveré en cuanto pueda comprar en Estella —aseguró
Yago.
El hombre refunfuñó algo que no se entendió, pero la mujer tomó
un pequeño cántaro y vertió leche en un cuenco. Yago lo recogió
antes de que cambiase de opinión.
—Gracias, señora. Dios os lo pagará.
Regresó junto a Ñuño, que se agitaba y hablaba entre dientes.
Estaba asustado.
¿El río Salado era venenoso? Él también se había mojado. ¿Había
tragado agua? Creía que no, que había nadado con la boca cerrada,
pero en el esfuerzo por sacar al chico no estaba seguro. Bien, en
cualquier caso, él no se encontraba mal; había trabajado en la fragua
y no había advertido ningún malestar. Pero Ñuño sí había tragado
mucha agua. Le recordaba vomitando en la orilla.
Le incorporó con una mano y le acercó el cuenco.
—Bebe, Ñuño, es leche. Te sentará bien.
El chico tragó con ansia, sin reconocer a Yago.
Yago permitió que se tumbase de nuevo. Ardía de fiebre.
—Bueno, todavía no estás muerto, así que vamos a ver si
remediamos algo.
Atizó la pequeña hoguera, le abrigó lo que pudo y echó agua en el
cuenco para ponerle compresas frías en la frente. No se le ocurría
nada más. Y se preparó para pasar la noche.
El amanecer sorprendió a Yago dormido sentado al lado de Ñuño,
con la cabeza entre las rodillas, junto a las brasas medio apagadas.
Se despertó sobresaltado; le dolía la espalda y estaba entumecido.
Junto a él, Ñuño respiraba pesadamente; el pelo oscuro, húmedo de
sudor, le tapaba la cara. No se había muerto, aunque no respondía y
seguía con fiebre.
Yago se levantó y se estiró todo lo que pudo. No sólo le dolía la
espalda, sino todos los músculos del cuerpo. Algunos en el
campamento también estaban despiertos. Tomó un cubo y se acercó
a la fuente. Se quitó la camisa y se lavó en el agua casi helada. Le
sentó bien. Se le despejó la cabeza. Se vistió tiritando y se colocó el
grueso jubón. Echaba de menos el manto de la abuela.
—Buenos días os dé Dios —saludó tras él la voz ronca del jefe de
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VIII
Logroño
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La segunda oca
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X
Montes de Oca
A pesar del calor del día, hacía frío en los anocheceres. Tras el
descanso en Nájera, los peregrinos habían reanudado sus jornadas
rápidas e iguales. Los adultos estaban cansados y con rozaduras en
los pies, y los niños lloraban de sueño. Eran inútiles las voces de
ánimo de Martín de Irache y de los dos mozos que conducían los
carros. Los niños lloriqueaban y los padres ya no tenían fuerzas para
subirlos sobre los hombros. Yago montó en la mula a tres de los más
mayores y otros subieron a los carros. El camino se empinaba entre
los robledales, en ocasiones tan angosto que apenas pasaban los
carros. Estaban atravesando los temidos montes de Oca, donde
contaban mil historias de robos y asaltos.
—¡Vamos, vamos! —la ronca voz del guía tenía un eco lúgubre—.
En cuanto lleguemos al alto de Ortega, descansaremos.
Retrocedió en su caballo y se colocó detrás de Yago, que llevaba
la mula de las riendas.
—¡Descansaremos un día entero! ¡Vamos! ¡Un poco más! ¡Si está
muy cerca!
Un niño rompió a llorar un poco más adelante. Martín de Irache
se inclinó y le subió a la silla. Le miró las manos rojas e inflamadas.
—Ya lo había dicho: no debéis tocar las plantas; son ortigas e
irritan la piel.
Yago partió unas hojas de bardana y se las acercó al niño.
—Frótate las manos, se calma el dolor.
Yago miró el rostro preocupado del guía.
—¿Hay peligro?
—En estos montes siempre lo hay. Es el sitio ideal para una
emboscada. Hace años que los guías pagamos a los hombres de los
bosques para que no asalten a nuestros peregrinos, pero esta tierra
está en disputa entre Castilla y Navarra y puede haber desertores o
labriegos que hayan huido al monte después de la derrota de su
señor. Ésos no hacen caso a los acuerdos ni reciben nada de los
sobornos o del botín de los bandoleros. Es muy corta la distancia,
sólo unas pocas leguas, pero se hacen muy largas.
Espoleó el caballo y, con el niño delante de la silla, se dirigió hacia
la cabecera de la larga fila de peregrinos.
—¡Vamos, vamos! ¡Ya falta muy poco!
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Tras la cena, Yago salió a buscar agua fría para su ojo y para
cuidar de la mula. Aquel hombre era el «Maestro Ganso» destinatario
del mensaje. Si iban a parar un día completo, como había prometido
Martín de Irache, tendría tiempo para hablar con él.
Dejó a la mula en la cuadra, junto a los otros animales, echó
pienso en un pesebre limpio y, con un lienzo empapado en agua fría
apretado contra su ojo, volvió a la sala. Juan de Ortega estaba
sentado cerca de la gran chimenea y contaba anécdotas del camino a
unos peregrinos que se habían acomodado cerca de él. Tenía una voz
grave, rica en tonos; debía de cantar bien; ya había demostrado en el
bosque que sabía gritar.
—El buen obispo Gregorio era romano. El Papa le envió a Navarra
como legado suyo.
Martín de Irache, que ya habría oído la historia en otros viajes,
interrumpió:
—Y hacía milagros con las langostas.
—Hubo una plaga de langostas en los campos de La Rioja;
peligraba toda la cosecha y, si devoraban el grano, aquel año las
gentes no tendrían pan. El obispo Gregorio convocó a los campesinos
a hacer penitencia por sus pecados y con las reliquias de los santos
Emeterio y Celedonio fueron en procesión hasta Logroño, rezando y
cantando himnos. Cuando el buen obispo entonaba un himno, las
langostas se reunían en columnas que remontaban el vuelo, tantas
que oscurecían el sol, y seguían la marcha de la procesión. Cuando
terminó, se marcharon de esta región para siempre y la cosecha se
salvó.
—¡Un milagro de los santos Emeterio y Celedonio! —exclamó una
mujer.
—¡Mejor, un milagro del santo obispo Gregorio! —contradijo el
hombre que estaba a su lado.
Yago, desde la puerta donde había escuchado la historia,
intervino:
—O tal vez el canto del buen obispo disgustaba a las langostas.
El hombre se levantó del banco.
—¿Queréis decir que el santo obispo cantaba mal?
Yago sonrió.
—No os ofendáis. Se puede ser muy santo y desafinar cantando.
Juan de Ortega intervino:
—También puede ser que el buen obispo conociese un canto o
una música cualquiera que desagradara a las langostas. El obispo
Gregorio era un hombre sabio. Yo no le conocí, pero mi maestro,
Domingo de la Calzada, fue a buscarle cuando quería ser monje y le
rechazaron en los monasterios de Valvanera y San Martín. Domingo
no conocía las letras y en los monasterios no querían otro hermano
lego. El buen obispo Gregorio le enseñó a leer y a escribir y le
convenció de que su tarea era hacer más llevadero el camino de los
peregrinos.
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Yago salió al pescante y se sentó al lado del mozo que guiaba las
mulas.
Martín de Irache saludó desde su caballo:
—Buenos días os dé Dios, herrero. No he visto a vuestro mozo.
¿Está en el carro?
Yago maldijo por lo bajo la competencia del jefe de la caravana,
que pasaba lista mental todas las mañanas y todas las noches de los
que llevaba en su grupo, y no contestó.
El guía emparejó su caballo con el carro-fragua.
—¿Sabéis el nombre del caballero que nos acompañó anoche?
Yago negó:
—No me lo dijo. Yo sólo le herré el caballo. Había perdido una
herradura y lo habían obligado a cabalgar durante un trecho sin ella.
El guía bajó la voz hasta convertirla en un susurro:
—No hace más que dar vueltas entre los peregrinos interrogando
a unos y a otros. Ayer me preguntó por una chica, una fugitiva de sus
amos. Ya le dije que no está entre nosotros, pero parece que duda de
mi palabra. Yo conozco a todos los de mi grupo y no quiero que me
inquiete a la gente. Hasta ahora hemos tenido suerte y no quiero
suspicacias ni recelos.
El caballero volvía a pasar, ahora con su caballo al galope.
—¡Que el apóstol Santiago os guíe! —deseó Martín de Irache.
El hombre no contestó. Se perdió de vista, hacia el sur.
Yago dijo:
—¿Adónde irá tan deprisa?
—Por ese camino, a Palencia. Está a una jornada. Pero no debería
ir al galope.
Martín de Irache cabalgó hacia la cabecera de la caravana, y Yago
se quedó pensando si Ñuño también habría ido a Palencia y cuánta
ventaja podía haber sacado en la noche. Decidió buscar una disculpa
para separarse de la caravana.
Montó en la mula, y le dijo al guía:
—Voy a desviarme a buscar una herrería donde reparar vuestro
cuchillo. Con la mula, os alcanzaré por la noche o mañana.
—No necesitáis desviaros. Siempre podremos repararlo en
Sahagún o en Ponferrada.
—Es un buen cuchillo; merece repararlo. No me gustaría esperar
más. Podría haceros falta.
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Palencia
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Yago asintió.
—Eso me pareció a mí; por eso os lo traigo Yo no puedo unir la
espiga a la hoja con la fragua que lleva la caravana de peregrinos;
este acero necesita mayor temperatura.
—Yo lo haré. ¿Me ayudaréis?
—No podré pagaros con dinero este trabajo. Ajustad que deseáis
a cambio.
—¿Vos cobráis a los hermanos del gremio?
—No, en mi fragua, nunca. Pero sólo soy un oficial.
—Pues yo tampoco. Avivad el fuego.
—Será una honra trabajar con un maestro.
—¿De qué gremio sois?
—De los montes de Aragón.
Yago atizó el fuego hasta que el gran horno de la fragua enrojeció
y las chispas subieron por la chimenea hasta el exterior.
Sujetó la espiga con tenazas y la introdujo en el fuego. Debía
estar al rojo para volver a unirla a la hoja.
Comentó:
—Creo que no es corriente que se utilice un trozo de metal caído
de las estrellas para un machete. Creo que siempre se utiliza en
espadas.
El maestro herrero asintió:
—Tenéis razón, y menos en un machete con un mango tan
sencillo, tan desprovisto de adornos. Éste es un cuchillo de encargo.
El maestro herrero reforzó el mango para que no volviese a
romperse, con cuidado para no alterar el equilibrio, y luego Yago le
ayudó a limpiar y recoger la herrería. Era un establecimiento amplio,
con un buen patio trasero donde amontonar los materiales y la leña
para la fragua.
Dejó la mula al cuidado del herrero y dio un largo paseo por las
calles para ver si encontraba a Ñuño, pero fue inútil. Si estaba en
Palencia, se habría escondido. Las calles aparecían llenas de gente.
Pasaban burgueses y mercaderes; había muchos hombres de armas y
caballeros que iban de un lado a otro con escudos de cuero colgados
del arzón de los caballos. Yago se dijo que la muchacha se había
separado de él tan de improviso como llegara. Bien, era libre para
ello, pero estaba en peligro y le preocupaba su suerte. Le dolía que
no hubiese tenido confianza en él; recordaba su cara y sus ojos
oscuros siempre temerosos. ¿Qué edad tendría? ¿Quince? ¿Catorce
años?
Buscó una posada que aceptase sus escasas monedas a cambio
de una cama donde pasar la noche. También servían comidas en una
sala grande con el suelo de tierra, una gran chimenea en un extremo
y largas mesas de madera y bancos a lo largo de las paredes. Se
sentó en un rincón no muy lejos del fuego y pidió un vaso del buen
vino de la tierra y una rebanada de pan que le sirviese de comida; los
peregrinos habrían parado a comer en Villalcázar de Sirga, para rezar
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En el camino
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La cuarta oca
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todos los peregrinos descansan; es más fácil que nos busquen aquí
que en un pueblo pequeño. Y después de todo, ¿qué son dos leguas
más?
—Dos leguas y media más —había refunfuñando Teresa.
Y ahora, el maestro no estaba en casa y ellos tenían que
descansar en la fuente.
Se lavaron, llenaron las calabazas con agua fresca y bebieron
hasta hartarse. Luego, Teresa se remangó las calzas, metió los pies
en el lavadero y se dio aceite en las rozaduras de las piernas,
mientras Yago se tumbaba en la manta y se dormía con más
tranquilidad de la que había tenido en los cuatro días anteriores.
Se despertó sobresaltado por el sonar de unas voces y se
incorporó al tiempo de ver un grupo de hombres, con la ropa
manchada de yeso, que venía por el camino. Al parecer, no sólo el
maestro Rui Yáñez, sino muchos de los hombres del pueblo,
trabajaban en las construcciones de Astorga.
La mujer embarazada que por la mañana les negase la entrada,
los hizo pasar al patio y les trajo una cesta de manzanas, que colocó
en la mesa antes de retirarse y dejarlos a solas con su marido. Rui
Yáñez era un hombre de mediana edad, bastante mayor que su
mujer, que les tendió las manos grandes y con cal entre las uñas en
cuanto Yago sacó la pequeña tabla con el juego de la oca y la marca
de constructor de su bisabuelo.
—Es un honor para mi casa tener en ella un descendiente del
gran maestro constructor de los puentes. Diego de Padrón era de al
lado de Compostela.
Yago sacó la caña hueca que había llevado por todo el camino.
—Os traigo un mensaje de vuestros hermanos constructores.
El hombre desenrolló el pergamino de Juan de Ortega y los de los
maestros de Ansó y de Daroca. Su rostro se iluminó.
—¡Lástima que sea sólo un mensaje! ¡Qué bien podríamos
trabajar todos juntos! Esperad; ya tengo los cálculos hechos.
Tomó una manzana y le pegó un formidable mordisco. Con ella en
la mano, fue al interior de su casa y regresó con un tintero de cuerno
y una pluma. Desenroscó la tapa del tintero y se inclinó sobre el
pergamino. Era sorprendente verle trazar números con tanta
habilidad, sujetando la pluma entre las manazas manchadas de cal.
Firmó con su marca de cantero y sopló para secar la tinta.
—Os quedaréis con nosotros para pasar la noche. Podéis dormir
en el patio o en el granero. Las mulas estarán bien en la cuadra.
Necesitarán un pienso de grano después de tanto camino.
—Sois muy amable, maestro Rui, pero no quisiéramos importunar
a vuestra esposa, que ya tiene bastante trabajo con el embarazo del
hijo que os va a dar.
El hombre enrolló los pergaminos y los volvió a introducir en la
caña.
—Ningún trabajo. Yo prepararé lo necesario, para que ella repose.
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Por eso vuelvo a casa por las noches. No me gusta que se quede
sola. Tomad vuestro mensaje. Entregadlo al maestro Mateo, que
trabaja en el pórtico de Santiago.
Más tarde, después de una espléndida cena de cordero asado en
las brasas del hogar, pan en abundancia, queso, aceitunas y el vino
de la tierra, acostados en el patio, Teresa comentó:
—Así que no soy yo la única que tiene secretos, ¿no?
Yago sonrió algo avergonzado:
—No son secretos, son trabajos.
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XVI
Compostela
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—Tengo que vestir de mujer. ¿Tú crees que alguien nos vendería
unas sayas? Ya tengo ganas de volver a ser una chica. Podríamos
hacer algún trabajo; tal vez ese maestro constructor tenga algo para
un herrero. Yo te ayudaría.
—Teresa —tragó saliva, y le pareció que ésta tenía espinas—,
escucha...
La tomó del brazo y la hizo girar para mirarla a los ojos.
—Teresa, le he visto. Ahí, en la catedral, mezclado con la gente,
mirando cada rostro y cada peregrino, estaba Gastón Sánchez.
La pudo ver llevarse las manos a la boca y palidecer.
—No... no... no puede ser... Nosotros hemos venido muy deprisa;
no ha podido llegar todavía... no...
Y sólo le quedó a Yago abrir los brazos y acogerla junto a su
pecho, temblando como un pájaro y totalmente aterrorizada, y así
sacarla a toda prisa de la plaza para preguntar a la gente por la casa
del maestro Mateo.
Le indicaron la espalda de la catedral, una casa baja, cerca de la
obra del pórtico que estaba tallando. Los recibió enseguida, gracias al
juego de la oca del bisabuelo. Era un hombre de rostro bondadoso,
cabello rizado y nariz grande.
Les acercó asientos.
—¡Qué alegría! Sabía que llegaríais, pero no creí que fuerais tan
jóvenes. El queso gallego es muy bueno; debéis probarlo. A éstos les
llaman quesos de tetilla.
Sacó quesos enteros con forma de cono y partió él mismo
grandes rebanadas de pan.
Trajo un jarro con un vino claro, sirvió en los vasos y alzó el suyo
bebiendo el primero.
—¡Por vosotros y vuestra peregrinación!
Yago y Teresa se mojaron los labios. Yago sacó la caña que
llevaba los mensajes y se la entregó al constructor.
—Estos pergaminos ya han acabado su viaje.
El maestro Mateo desenrolló los pergaminos y sonrió con cierta
ternura al ver los signos al pie.
—Yo añadiré mi mensaje y mi marca. Tal vez fuera justo añadir la
marca de Diego de Padrón, pero hace mucho tiempo que ha muerto,
y tú, su descendiente, no eres constructor.
—No, yo soy herrero.
—Ése es también un hermoso arte. Mira, Yago, los nobles, los
caballeros, los villanos, están sujetos unos a otros por lazos de
vasallaje. En las ciudades, los burgueses luchan por su libertad; pero
los que en verdad somos libres somos nosotros, los constructores, los
herreros, los vidrieros, los tallistas... Vamos de ciudad en ciudad,
vendemos nuestro trabajo y no rendimos vasallaje a nadie. Tenemos
nuestras reglas y los gremios cuidan que se cumplan, porque sin
reglas no se puede vivir en sociedad; pero somos libres.
Apuró el vaso de un trago.
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XVII
El incensario
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XVIII
Final
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necesario para que el gran incensario pudiese ser manejado por unas
pocas personas.
Martín de Irache partió para el viaje de vuelta cuando Yago creía
haber encontrado la solución. El guía apoyó las manos en los
hombros del herrero y le miró a los ojos con satisfacción.
***
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Yago dijo:
—Ya estoy cansado de lluvia. En el condado de mi padre hace
más frío, pero no llueve tanto. Hice la peregrinación como penitencia
por no creer en la virtud de los signos mágicos. Tengo que reconocer
que no me he enmendado; en el fondo de mi alma, estoy convencido
de que sólo el miedo a lo desconocido hace creer en la magia. Pero
no me arrepiento de haber hecho el camino; he conocido a muchas
personas, casi todas buena gente. Hice de correo para los maestros
constructores y, sobre todo, te encontré a ti, y nunca dejaré de dar
gracias por este encuentro. Teresa, yo te quiero. Quiero pasar el
resto de mi vida contigo. Creo que he terminado mi trabajo aquí; el
incensario funciona. Tiene algunos defectos todavía, pero otros
herreros lo perfeccionarán. El maestro Mateo también ha rematado su
pórtico, y los obispos han conseguido la paz entre el rey Alfonso de
Castilla y el rey Alfonso el Batallador de Aragón. Quiero volver a mi
herrería. Teresa, ¿quieres venir conmigo a mi casa y ser mi mujer?
Teresa sonrió con el rostro iluminado.
—Yo también he aprendido muchas cosas. No soy ya la niña tonta
y asustada que su padrastro vendió un día. He meditado mucho en el
monasterio y he hablado despacio con la abadesa. Es una mujer
inteligente que en el mundo fue una gran señora. Creo que tengo una
obligación con los vasallos de mi abuelo. La herencia era mía y es mía
su responsabilidad. No serán felices bajo el dominio de mi padrastro;
no creo que nadie pudiese serlo... Tengo cartas de la abadesa y un
documento del obispo de Compostela que dice que he hecho
penitencia y soy libre. Puedo reclamar mi herencia.
—Tu padrastro no la cederá fácilmente.
—Lo sé, pero mis documentos no sólo prueban mi libertad, sino
que fui vendida. Recurriré a los jueces del rey. En mi tierra, hay
gentes que me recordarán como hija de mi madre.
Yago sacudió la cabeza disgustado. Pero sabía que ella tenía
razón.
—Yo no sé combatir como los caballeros, no me educaron para
ello; pero podría acudir a mis hermanos. Si no consigues que te
hagan justicia, si necesitas un campeón o tienes cualquier problema,
envíame un mensaje. Iré.
Teresa sonrió.
—Yago, yo estoy marcada, y mi marca no se borrará. Tú eres la
persona que me ayudó sin importarle ni mi marca ni mi apariencia y
me devolvió la confianza en los demás, y eso no lo olvidaré nunca.
Tenga éxito o no, te enviaré cartas para que no me olvides. Y si
consigo mi herencia, te recibiré en mi casa y entonces hablaremos de
tu petición. Es un compromiso.
Yago asintió, triste.
—Es un compromiso. El manto de mi abuela te lo recordará.
Aguardaré, pero no tardes mucho o iré a buscarte.
La lluvia arreció. Las piedras brillaban bajo el agua. Del interior de
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