El Fracaso Escolar
El Fracaso Escolar
El Fracaso Escolar
INTRODUCCIÓN
Sin duda hoy día existen muchas razones para estudiar el fracaso escolar. Es evidente que
los alumnos con dificultades son los que el psicólogo conoce mejor, ya que casi siempre son
éstos los que se le mandan. No es que el «alumno brillante» no necesite ningún consejo
psicológico; pero se lo considera de un modo general, aunque a veces equivocado, como un
alumno «sin problemas». Por el contrario, el mal estudiante mantiene en jaque a la
psicología: agudiza la sagacidad de los que se esfuerzan por mejorar sus resultados. El
psicólogo trata de hallar las razones por las que se haya retrasado; el pedagogo intenta
mejorar sus enseñanzas y hacerlas más interesantes. Además, los alumnos con dificultades
ejercen una función estimulante en la institución escolar porque constituyen un desafío: el
fracaso del alumno es a la vez necesariamente el de la enseñanza que se le da, el de su
maestro.
La historia de los métodos pedagógicos nos hace también comprobar que, de entre todos los
niños que fracasan, los que presentan deficiencias intelectuales han sido, aunque
involuntariamente, la causa de progresos decisivos que han beneficiado a todos los demás.
Ellos han conducido a sus mejores innovaciones a los grandes teóricos y prácticos de la
pedagogía de fines del siglo XIX y principios del xx, especialmente los de la educación nueva.
Haciendo prácticas en un servicio hospitalario de débiles mentales, durante sus estudios de
medicina, María Montessori empezó a preocuparse por la enseñanza que podría dárseles; y
de este modo elaboró las técnicas que después hizo aplicar en establecimientos normales.
Éste fue también el punto de partida de Decroly: adquisiciones tan importantes como el
método global de lectura o los centros de interés se definieron progresivamente partiendo de
las tentativas de educación efectuadas en los débiles mentales de Bruselas, de quienes se
ocupó al principio de su carrera.
Lo mismo ocurre con la psicología: un ejemplo particularmente decisivo es el de Alfred Binet;
habiéndosele pedido a finales del siglo XIX que hallase una técnica que permitiese descubrir
los niños deficientes intelectuales, que no podían seguir una escolaridad normal, él buscó el
medio, según sus propias palabras, de, «medir» su inteligencia a fin de orientarles
rápidamente hacia las clases especiales. Y al hecho de que Binet estudiase este proble ma
se debe el que la psicología pudiese hacer adquisiciones tan esenciales como la de la edad
mental, y él, en colaboración con el doctor Simon, inauguró el método de los tests. Así pues,
las cosas se producen como si el estudio del fracaso constituyese una especie de luz
negativa sobre los problemas psicopedagógicos: éstos se ven más claros cuando la
escolarización fracasa. Así pues, representa un camino de acceso privilegiado para el estudio
general de los procesos escolares y de la situación del niño o del adolescente escolarizado.
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La falta de éxito también merece ser estudiada por su creciente importancia social. En una
sociedad en la que el índice de escolarización es poco elevado, los que fracasan se
encuentran en definitiva en la misma situación que los que no han podido recibir instrucción,
es decir, la mayoría. Por consiguiente, una comparación entre el niño que no progresa y los
demás no es peyorativa ni humillante para él. Por otra parte, cuando el porcentaje de
asistencia es escaso, el fracaso escolar no es un fracaso social o, al menos, puede no serlo:
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la seguridad profesional y la adaptación a la vida adulta no están supeditadas al éxito escolar.
Por el contrario, cuando la instrucción está desarrollada, y más aún cuando es obligatoria y
generalizada, el problema cambia de sentido. Y la sociedad contemporánea se caracteriza
por un proceso creciente de escolarización. En el año 1900 aproximadamente el 2 % de los
niños de C.M. 2 entraban en la sexta, mientras que el 98 % acababan sus estudios en la
escuela primaria, hacia los 12 ó 13 años. Sesenta y seis años más tarde, son casi el 60 % de
los niños de CM. 2 (o de séptima) los que entran en la sexta y empiezan estudios
secundarios; pronto serán el 70 % Puede decirse que si el siglo xix fue el de la escolarización
primaria, el siglo xx será sin duda y se presenta ya como el de la escolarización secundaria.
Igualmente, la legislación del año 1886 que organizó en Francia la enseñanza primaria la
hacía obligatoria sólo de los 6 a los 13 años (12 años solamente para los que habían
conseguido a esta edad su certificado de estudios). Una ley de 1936 añadió un año y la orden
del 6 de enero de 1959 la prolonga hasta los 16 años (probablemente a partir de 1972, es
decir, para los niños nacidos después de 1958). Tal vez es razonable suponer que en el año
2000 será obligatoria hasta los 18 años, esperando que llegue a una edad más avanzada...
Mientras en 1900 se limitaba casi siempre a 6 años, durará 12 años en el año 2000. Así, en
un siglo el número de años de escolaridad obligatoria se habrá multiplicado por 2.
Esto no se debe al azar sino a causas muy precisas: la primera de ellas es sin duda la
prolongación de la duración media de la vida, que tiene una doble repercusión. Se dispone de
mayor número de hombres para realizar tareas que requiere el equilibrio económico; ya no es
indispensable movilizar lo más pronto posible todas las fuerzas vivas, mientras que, en una
sociedad poco desarrollada, en la que la duración media de la vida no rebasara los 30 años,
sería imposible pretender la asistencia a clase hasta los 16 años, ya que la proporción activa
de la población sería demasiado escasa, y una sociedad así no podría asegurar su equilibrio
económico y su subsistencia. Además, la prolongación de la duración media de la vida
implica la mayor supervivencia de los padres: hoy día existen menos huérfanos que hace 100
años. Y esto permite a los adolescentes seguir sus estudios.
La escolarización prolongada se hace también posible porque la mecanización y el progreso
técnico disminuyen el volumen de las tareas manuales. El trabajo que requiere la vida
cotidiana, puede hacerse mucho más rápidamente, y la población joven queda disponible
para la vida escolar.
También existen razones que hacen necesaria una escolarización prolongada: en efecto, a
medida que se desarrollan las ideas democráticas, el acceso a la cultura de la masa de la
población y por consiguiente la posibilidad de seguir unas enseñanzas, aparecen cada vez
más a la mentalidad común como una exigencia de la justicia social y constituyen un tema de
reivindicación.
El aumento del volumen de conocimientos tiene la misma consecuencia: cuanto más
aumenta, más fuertes son los programas; ahora bien, no hay más que tres medios posibles
para transmitir todo lo que debe transmitirse: el primero sería mejorar la receptividad
intelectual de los alumnos haciéndolos más inteligentes para que asimilen más deprisa y
lleguen en un tiempo igual o menor a aprender lo que se les quiere enseñar; pero, por lo
menos hasta el presente, no disponemos de medios eficaces en este sentido. Un segundo
modo sería perfeccionar las técnicas pedagógicas y, por consiguiente, obtener en un tiempo
igual mejores resultados. Pero, aunque existen esperanzas por este lado, falta que se realice
efectivamente este cambio de método y ello requeriría un plazo muy largo. Queda un tercer
medio: alargar el tiempo de la enseñanza. Así pues, podemos considerar que lo exige el
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progreso de los conocimientos y va aparejado con la extensión de los programas, que tiene
como fin transmitir el máximo de lo que se ha adquirido.
Por último, las exigencias culturales requeridas para el ejercicio de una profesión no cesan de
aumentar. Si en una sociedad sin cultura unas técnicas profesionales elementales requieren
sólo un aprendizaje breve y no exigen un nivel elevado, éstas se complican necesariamente
en un universo mecanizado y requieren conocimientos numerosos; los que no han recibido
ninguna formación encuentran cada vez menos salidas, pues casi no hay trabajos que se les
puedan confiar. Por el contrario, cada vez se necesitan más gentes formadas, que estén bien
calificadas.
La prolongación de la escolaridad es un fenómeno mundial y no propiamente francés; el
problema se plantea en los mismos términos a todos los Estados, cualesquiera que sean su
tipo de organización política, su ideología e incluso su nivel de desarrollo económico: sea
bajo o elevado, está condicionado por el progreso de la instrucción.
***
En esta situación, la cultura cambia de sentido. En la sociedad tradicional, por ejemplo, en el
siglo xvi hablando con propiedad, la cultura no tenía más que una función estética: permitía la
conversación de salón y la vida mundana. Aún encontrarnos los ecos de esta concepción en
la civilización del siglo xvi y el tema del «hombre de bien». En la sociedad moderna, por el
contrario, tiene otra función: sin perder la primera, la cultura adquiere un papel económico, al
condicionar el ejercicio de las profesiones de cierto nivel.
El fracaso escolar adquiere entonces una doble importancia. Ante todo, el que fracasa puede
convertirse cada vez más en un desplazado, una especie de fuera de la ley a quien se le hará
cada vez más difícil la integración social. Pero la sociedad también, si no logra organizar su
escolarización y hacer triunfar su pedagogía, pone en peligro su propio progreso e incluso su
mantenimiento en el estado ya adquirido de desarrollo económico. Por lo tanto, le importa en
primer lugar organizar el éxito escolar y, eventualmente, la reeducación.
Por todas estas razones, las familias advierten y comprenden la gravedad del fracaso: éste
provoca su inquietud, casi su ansiedad. Por ello tienden a aumentar su presión sobre el niño
e incluso a dramatizar la situación. Y así las repercusiones psicológicas del fracaso son cada
vez más profundas. La experiencia nos enseña con toda evidencia que el fracaso, a cualquier
edad que se sufra, tiene una resonancia muy profunda sobre la personalidad. Lejos de ser
sólo un incidente lateral más o menos al margen de la vida del niño, marca profundamente su
personalidad, incluso cuando el alumno parece indiferente. Su importancia es más grave
cuanto más joven es la persona y más al principio de su escolaridad se halla: entonces corre
el peligro de comenzar desde el curso preparatorio un proceso de destrucción. Es muy
importante, pues, analizar y prevenir el fracaso y aplicar enseguida las técnicas de
readaptación.
I
REFLEXIONES SOBRE EL FRACASO
1. FRACASAR
¿Cómo no alarmarse ante el número de alumnos que no se adaptan a sus estudios? No es
sólo el caso de unos pocos, sino el de muchos; sin duda es imposible saber cuántos son; no
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puede trazarse una frontera precisa entre los que logran el éxito y los demás: hay fracasos
parciales, los hay globales, los hay de gravedad diversa. Las exigencias más o menos fuertes
del individuo y de su familia pueden conducir a tratar como alarmante una situación que no lo
es verdaderamente, o al contrario, a considerar con indiferencia unos resultados francamente
malos; más que en tratar de decir en vano cuántos fracasan, nos esforzaremos en mostrar en
qué casos puede decirse que un alumno fracasa.
La repetición de curso.
El segundo criterio es la repetición de curso. Sabemos cómo en la psicología familiar se
interpreta y se vive esta repetición como un fracaso. Se han realizado muchos trabajos para
conocer los porcentajes de repetidores. Una encuesta realizada por el Instituto Pedagógico
Nacional en 1956 sobre unos 46 000 alumnos, revela que el 32 % de los niños, o sea una
tercera parte, llevan un retraso de un año o más respecto de la edad normal: el 20 % con un
año y el 12 % con 2, 3, 4 ó 5 años. Y se han excluido de estos cálculos los débiles mentales
que asisten a clases de perfeccionamiento. Se trata, pues, exclusivamente de sujetos
dotados de una inteligencia poco más o menos normal o muy ligeramente subnormal, es
decir, susceptibles de seguir la escolaridad habitual si se reúnen ciertas condiciones
favorables.
Un estudio paralelo efectuado en una circunscripción rural del departamento de Eure muestra
que, según los cantones, el porcentaje de retrasados varía entre el 35,5 y el 43,5 %. Otro,
efectuado por los psicólogos escolares de la región parisina, establece que existe ya un 27 %
de repetidores en el curso preparatorio, es decir, al final del primer año de escolaridad
obligatoria; esta proporción asciende ya al 43 % en el segundo año del curso medio y se
eleva cada año. Y se trata de datos obtenidos en el período de 1958-1960, y tal vez desde
entonces se ha agravado la situación.
Más recientemente se ha advertido también que casi la mitad de los alumnos entra en la
sexta a los 12 años, por lo tanto un año más tarde de lo previsto; así pues, han tenido que
repetir una clase elemental.
Es verdad que habría que observar que, a veces, el repetir curso lejos de ser el signo de un
fracaso, tiene por objeto prevenirlo: por ejemplo, en el caso de un niño a quien sus padres
quieren escolarizar prematuramente y hacerlo entrar en el curso preparatorio antes de los 6
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años o en la sexta antes de los 11 para poder vanagloriarse de la precocidad de sus
resultados, debe comprenderse más que como un fracaso, como un medio de evitarlo. A
veces permite una estabilización y una asimilación mejor de conocimientos que hasta
entonces sólo se recibían superficialmente. Tampoco el retraso debe confundirse con el
fracaso, cuando se debe a razones sociológicas: por ejemplo un hijo de inmigrantes que no
hablen o hablen mal la lengua del país. Con la importancia actual de los movimientos
demográficos y el número de alumnos de origen extranjero escolarizados principalmente en
las zonas urbanas, este caso se presenta a menudo. Ahora bien, en la mayoría de los casos,
el repetir curso es un signo de fracaso y como tal se vive y se siente.
El suspenso.
Un tercer criterio es el suspenso en los exámenes. Se ha visto que de cada 100 niños que
entran a la sexta, casi solamente un 30 % llegan al bachillerato, mientras que más de los 2/3
se quedan atascados. También en este punto podríamos matizar; el aprobado no es
necesariamente el signo del buen éxito escolar. Puede constituir una sorpresa para el mismo
interesado o para los que le han enseñado, o porque unos factores fortuitos le han favorecido
en el momento de los exámenes, o porque se trata de un nervioso que trabaja
irregularmente, o de un «economizador» que no emprende la marcha hasta el momento útil y
calcula muy bien la distancia que debe recorrer. El suspenso no refleja siempre un fracaso,
pues puede deberse a factores emocionales o a un tribunal cuyo humor fuese
particularmente malo, y además depende de la organización de las pruebas, de la técnica de
las notas, de los coeficientes, de las tradiciones, etc. Para que pueda realmente hablarse de
fracaso, se necesita una cierta regularidad en los malos resultados. Pero como el paso a la
clase superior se hace imposible con el suspenso, éste se considera por aquel que lo sufre y
por los que le rodean, como la consagración oficial de su fracaso.
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bachillerato o un grado equivalente. En el futuro, el que no lo consiga se sentirá en situación
de inferioridad respecto del nivel medio de su época. Así pues, ¿no hay muchas razones para
que aumente la proporción de los que se quedan en el camino? Cuanto más se eleve el
mínimo cultural, más frustrados se sentirán los que no puedan llegar a él. Por tanto, podemos
creer que el número de los que se considerarán «fracasados» aumentará.
El «buen alumno».
Por último, el buen alumno, signo del éxito escolar, a su modo, también fracasa, si su
personalidad ha sufrido constreñimientos que le hayan sido impuestos o que se haya
impuesto él mismo, si su desenvolvimiento personal no se halla a la medida de su
desenvolvimiento cultural, si está debilitado o inhibido a la vez que por otra parte se
desarrollaba intelectualmente, si no está equilibrado socialmente, incluso si sus intereses
intelectuales se han centrado exclusivamente en los conocimientos escolares, sin que haya
adquirido el gusto por una cultura más amplia, si pertenece en definitiva a la categoría de los
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que se llama «polarizados». Un alumno así, a pesar de su apariencia de buen alumno,
representa evidentemente un fracaso.
Vemos la extrema variedad de las formas que puede adoptar el fracaso. No se limita a las
modalidades más corrientemente observadas, sino que se manifiesta también de un modo
más sutil y discreto.
Inteligencia e intuición.
Nuestro objeto aquí no es emprender de nuevo y prolongar la investigación, tan familiar a los
psicólogos, para obtener una definición de la inteligencia. Sino intentar definir el lazo de unión
que hay entre inteligencia y éxito escolar.
Ser «tonto» y «poco dotado» es ante todo estar desprovisto, o poco dotado, de intuición: uno
de los signos de la inteligencia es la rapidez y la seguridad de la intuición. Algunos ejemplos
mostrarán fácilmente que el aprendizaje regular y la memorización concienzuda de las reglas
y de las nociones enseñadas no pueden suplirla.
Así, es relativamente fácil enseñar a un niño, incluso débil mental, ciertas reglas de gramática
y hacérselas enunciar; pero es mucho más difícil hacérselas emplear adecuadamente; para
ello no basta conocerlas; hay que comprender en qué situaciones se aplican. Supongamos
que se explique que, para hallar el sujeto de la oración, debe hacerse la pregunta «¿Quién?»
o «¿Cómo lo hace?» Esto es muy sencillo, pero para que el conocimiento de esta pregunta
sea eficaz, es decir, para que permita efectivamente hallar el sujeto, no basta saber que esta
pregunta debe hacerse; lo más importante es comprender en qué punto de la frase debe
hacerse. Por tanto, se requiere una cierta intuición. Se explica también en el curso elemental
que, para hallar el complemento de objeto directo, se hace la pregunta «¿Qué?». Pero para
ello, ¿no es necesario haber presentido ya que se trata de un complemento de objeto y no de
otra función? Si no se hubiese adivinado, se haría una pregunta absurda. Para elegir la que
conviene, hay que sospechar ya la respuesta. No se halla la respuesta porque se conoce la
pregunta, sino porque se presiente aquélla se conoce la pregunta. Comprendemos entonces
lo que es la falta de inteligencia: la intuición que encamina hacia la solución de los problemas
tarda en producirse; es verdad que el individuo es capaz de aprender unas reglas y
sabérselas de memoria, pero no sabe aplicarlas. Otro ejemplo puede ilustrar esta idea. Se
enseña a los alumnos que, en una frase, hay que descubrir y aislar las categorías verbales,
los nombres, los verbos, los adjetivos, y hallar su naturaleza. Para ayudar a identificar al
verbo se les dice que expresa acción; pero es fácil darse cuenta de que estas definiciones
son relativas e inadecuadas. No proporcionan criterios absolutamente seguros. No existe
ningún medio infalible para reconocer el verbo; podemos simplemente sugerirlo por las
definiciones propuestas; pero éstas sólo adquieren sentido y son útiles apoyadas en la
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intuición. Ello significa que, cuando damos una definición gramatical y la proponemos,
intentamos provocar esta intuición; si ésta no surge, nuestro esfuerzo es vano. El individuo
poco dotado tiende a buscar criterios externos. Sabiendo que los verbos de la primera
conjugación en la tercera persona terminan en e, concluye a la recíproca: toda palabra que
termine por e muda es un verbo del primer grupo. Como ha aprendido que el plural de los
nombres y adjetivos se forma con una s y el de los verbos del primer grupo en ent, y como no
discierne aún los adjetivos, los nombres y los verbos, utiliza equivocadamente las reglas
gramaticales y, al encontrar una palabra terminada en e muda, la escribe en plural con ent,
aunque no sea verbo: les feuilles jaunent; ya que la palabra jaune le ha hecho pensar en
chante; comete una falta no porque ignore la gramática, sino porque sabe demasiada, y su
conocimiento literal de las reglas supera a su intuición de las funciones y las naturalezas
gramaticales. Es éste un tipo de error que se encuentra con mucha frecuencia en el niño
poco dotado: dispone de una inteligencia formal, casi formalista, que se aferra a unos
criterios exteriores, pero que no es intuitiva: no posee la comprensión interna del sentido de
las frases y de las situaciones gramaticales. En el campo de las matemáticas, se presenta la
misma dificultad; se consigue, con toda clase de repeticiones, hacerle adquirir la técnica de
las operaciones. Pero a lo que no llega, es a utilizar acertadamente para la resolución de un
problema las técnicas operatorias que conoce. Cuando se da una lección sobre la
sustracción y se presentan después unos ejercicios en los que debe aplicarse, el alumno
tiene tendencia a poner sustracciones a diestro y siniestro. Porque acaba de hablarse de
ellas, no piensa en otra cosa, sin preocuparse de saber si es una sustracción lo que con
viene a la resolución del problema propuesto. Logra adquirir un cierto número de
mecanismos formales, pero sin comprender las situaciones aritméticas a las que se aplican;
por consiguiente no logra resolver los problemas. También, por una serie de repeticiones,
puede adquirir los mecanismos léxicos y realizar la correspondencia fonética de ciertos
signos gráficos; sabe a qué sonidos corresponden. Pero su lectura no pasa del nivel de
descifrar y no llega al de la comprensión, porque tampoco aquí tiene intuición del sentido.
Cuando un individuo inteligente lee un texto, su mirada y su comprensión van siempre
adelantadas al descifrar y articular; por ello posee una lectura expresiva, es decir, hace
comprender el significado del texto con su entonación y organiza su voz en función de la
puntuación. Por el contrario, el niño poco inteligente no llega en absoluto o llega muy poco a
esta comprensión anticipada del sentido; se queda en el nivel de descifrar las sílabas o las
palabras consideradas aisladamente, de modo que su lectura no reconstituye la unidad del
texto. Estos ejemplos nos hacen comprender el error respecto de algunos alumnos que a
veces no podemos superar; tenemos la impresión de que han comprendido porque se han
aprendido de memoria unos criterios formales. Después comprobamos, y nos sentimos
decepcionados, que no han comprendido nada.
Inteligencia y conceptuación.
El niño poco dotado encuentra también dificultad en la expresión verbal; a menudo presenta
retrasos en el lenguaje, se manifiesta incapaz de construir frases y aunque haya alcanzado la
edad escolar, habla como un bebé, utilizando la palabra-frase, es decir, una palabra en lugar
de toda una frase. Además dispone de un vocabulario bastante limitado y casi no lo
enriquece, por la misma razón de que su pensamiento carece de soltura. Sin entrar en el
problema filosófico de las relaciones entre pensamiento y lenguaje y sea cual fuere la manera
como se las interprete, basta retener que entre el uno y el otro existe una estrecha
solidaridad. Y al estar el espíritu embotado, empantanado y, en cierto modo, preconceptual,
se establece una inadecuación permanente entre las ideas y su expresión, un estado de
infidelidad de las palabras respecto de ellas y una especie de fluidez del pensamiento que,
por falta de una formulación adecuada, escapa a sí mismo y no consigue captarse ni
dominarse. Podemos comparar esta situación a la experiencia que tenemos cuando, al hablar
o escribir, disponemos de un cierto número de ideas confusas que no sabemos expresar
espontáneamente y a veces no con seguimos hacerlo en absoluto. Ocurre como si el espíritu
se sustrajese a sí mismo, por falta de descubrir sus modalidades de conceptuación.
Inteligencia y desbordamiento.
Por último, el peligro que va unido a la insuficiencia del nivel intelectual, es quedar
desbordado por el volumen de conocimientos y el ritmo de su distribución. A medida que
transcurren las semanas del año escolar la información dada por los cursos sucesivos
aumenta constantemente. El alumno tal vez había comprendido y retenido convenientemente
las primeras nociones. Pero cuando a éstas se añaden otras en número creciente sin cesar,
el alumno pierde pie, no puede ya organizar su saber, se deja desbordar por el cúmulo de las
nociones que debe aprender de memoria, las confunde y las mezcla; cuanto más aprende,
menos sabe. Siente que su memoria se paraliza y se niega a continuar registrando datos;
dominado primero por la inquietud, después por la ansiedad, se desanima y abandona.
El fenómeno de desbordamiento puede producirse en todas las etapas de la escolaridad e
incluso en el curso preparatorio: algunos niños reconocen las primeras letras, pero cuando su
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número aumenta y se les presentan nuevos signos, los confunden; en el C.E. y en el C.M.
hay niños que, después de haber aprendido las primeras reglas relativas a las concordancias,
lo mezclan todo cuando la enseñanza se hace más complicada. En la sexta, el estudio del
latín provoca en algunos el hundimiento de los conocimientos gramaticales anteriores, y el de
una lengua viva suscita confusiones ortográficas. En otros, el tiempo que deben consagrar a
una asignatura les impide conceder a otras el que necesitan. No pueden hacer frente
simultáneamente a los diversos imperativos pedagógicos; su lentitud les impide seguir el
ritmo que deben mantener para permanecer al mismo nivel que los demás. La misma
situación aparece en la enseñanza superior, en la que pueden verse estudiantes
desbordados por el volumen de conocimientos que deben recordar.
Éstos son, pues, algunos aspectos del funcionamiento mental, que ayudan a comprender la
unión estrecha que hay entre la inteligencia y el éxito escolar. Estar desprovisto de intuición y
de capacidad de reflexión, poseer un factor verbal malo, no poder seguir el ritmo de
asimilación, constituyen, como vemos, indudables promesas de dificultades.
Pero estas dificultades son más o menos graves y surgen también más tarde o más
temprano, según los casos. Los tests de nivel intelectual tratan precisamente de medir esta
cualidad de la inteligencia y las consecuencias escolares que de ella resultan. Después que
Alfred Binet elaboró con la colaboración del doctor Simon el test que lleva su nombre, se han
creado diversos instrumentos psicométricos, con vistas a formular un pronóstico relativo a la
inadaptabilidad escolar y saber si el fracaso se debe a una falta de inteligencia. El empleo de
estas pruebas permite precisar a la vez el nivel general, la energía de espíritu y el perfil
psicológico del individuo.
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cada vez, ni fáciles, ni difíciles; así pues, los niños cuya edad mental es inferior a la edad real
no pueden comprender lo que se les enseña. Señal de ello es el aumento de la proporción de
los repetidores. Cuanto más se avanza en la escolaridad, más se eleva la calidad intelectual
requerida y más tiende a descender la proporción de alumnos capaces de seguir la
enseñanza.
Hay razones para temer que esta situación se agrave con el tiempo. Cuando la mayoría no
iban más allá de la enseñanza primaria, los que no podían adaptarse a ella eran
relativamente raros; hoy día unas medidas pedagógicas apropiadas harían progresar al
mayor número en un examen del tipo y del nivel del certificado de estudios. Pero ahora es la
enseñanza secundaria la que se generaliza: ya la mayoría de los niños de C.M. pasan a la
sexta. Los poderes públicos desean que suba la proporción de los que siguen estudios
prolongados: la creación de numerosos centros de segundo grado y su dispersión por todo el
territorio nacional corresponden a esta finalidad. Otras medidas están destinadas a ofrecer
una variedad mayor de secciones para obtener una correspondencia estrecha entre los
estudios posibles y las aptitudes de los niños.
Ahora bien, el aumento de la escolarización implica un optimismo cultural muy considerable,
ya que postula que la mayoría sean capaces de adaptarse a ella. Este optimismo no carece
de fundamento; no es necesario observar a la población muy de cerca para darse cuenta de
que muchos no han podido desarrollar todas sus posibilidades y que, con una prospección
más organizada, con mayores recursos y facilidades, habrían podido llegar muchos otros a
un nivel cultural superior al que han conseguido. Muchos niños inteligentes ven aún sus
posibilidades sin cultivar por unos motivos que no son intelectuales sino sociales o
económicos o que se deben a un empirismo de una orientación dejada más al azar y a
factores subjetivos que apoyada en razones objetivas. Diversos estudios efectuados para
comparar candidatos y no candidatos al ingreso en sexta han permitido comprobar que la
orientación recomendada por la familia no correspondía siempre a las posibilidades de los
alumnos. Muchos no candidatos presentan un nivel intelectual y escolar superior al de
algunos candidatos, y no siempre hay relación entre el deseo de las familias y las
posibilidades efectivas de los niños. Sin duda los textos que organizan el ciclo de observación
(orden del 6 de enero de 1959 y decreto del 20 de junio de 1960) precisan que, cuando un
alumno dotado, considerado por el maestro de C.M.2 como capaz de pasar a la sexta, no ha
sido inscrito, la administración debe intervenir cerca de la familia: en muchos departamentos
esta prospección está organizada sistemáticamente, pero no puede ser más que una
invitación, una llamada y no una imposición; a pesar de ello sigue habiendo alumnos que no
conocen su desenvolvimiento máximo, mientras otros son admitidos en el ciclo de
observación sin ser capaces, ni poseer los conocimientos o la madurez de espíritu
requeridos; son aquellos que, como decía la exposición de los motivos del proyecto de
reforma de la enseñanza presentada en 1956, «no tienen otras razones para continuar sus
estudios secundarios que el haberlos empezado».
Así pues, el optimismo cultural está fundado, pero sólo lo está en cierto modo y debemos
preguntarnos hasta dónde es posible hacer progresar a los alumnos. ¿No se corre el peligro
de llegar a un límite y ver disminuir la proporción de los individuos capaces de seguir estudios
largos? Es imposible dejar de plantear este problema, tanto más porque a menudo lo
suscitan los mismos que enseñan, persuadidos de que «el nivel baja». Pero hay que aclarar
el sentido de esta afirmación: ¿no se confunde, sin advertirlo, el nivel cultural y el nivel
intelectual? Suponiendo que el primero decline — cosa que habría que probar — no debería
necesariamente atribuirse la responsabilidad del hecho a una disminución del segundo.
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Sin embargo, algunos trabajos pueden sugerir esta hipótesis. Damos a continuación algunas
conclusiones de M. Zazzo, en su obra intelligence et quotient d’
2. INTELIGENCIA Y HERENCIA.
¿Heredan los hijos la inteligencia de sus padres? R.B. Cattel se asegura de ello sometiendo a
sus tests a todos los miembros (padre, madre e hijos) de 100 familias. Estas familias se han
clasificado después por orden de inteligencia, según la media de cada pareja de padres, y
divididas en diez grupos (deciles).
CONCLUSIÓN.
El nivel de inteligencia de la nación tiende a desplazarse hacia el punto en el que la
fecundidad es mayor, es decir hacia la debilidad mental. En efecto, como el índice de
natalidad es mucho mayor en los padres retrasados y la inteligencia en gran parte es
hereditaria, la inteligencia disminuye de una generación a otra.
PREDICCIONES.
En el espacio de una generación (30 años):
en CI. disminuye en 3 puntos
la deficiencia mental aumenta en un 24 %
el número de niños aptos para la enseñanza secundaria (C.I. = 120) disminuye en un 35 %.
Si no se toman medidas eficaces, en tres siglos, la mitad de la población será mentalmente
débil. Resultados confirmados, grosso modo, por todos los autores, aunque con una
atenuación de las consecuencias: según una encuesta de L.S. Penrose, el índice máximo de
fecundidad no está, como cree Cattel, alrededor de 80 C.I., sino de 90 y se comprueba un
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descenso hasta la cuarta parte de la fecundidad normal para los C.I. inferiores a 80. Así pues,
se prevé una eliminación de los extremos (muy inteligentes, muy deficientes); una
proliferación de los mediocres, que entraña para la especie humana una indudable
degradación de la inteligencia.
Sin duda sería necesario discutir estas conclusiones y preguntarse si, al lado de los factores
que tienden a la disminución del nivel medio de inteligencia general, no existen otros, de tipo
socio-económico, que vayan en sentido inverso. Pero, sin pronunciarse anticipadamente, es
razonable preguntarse para saber si no resulta discutible el optimismo cultural que preside el
aumento de la escolaridad, ya que parece suponer una conservación e incluso un
mejoramiento del potencial intelectual de la humanidad, que nada garantiza. ¿No veremos
aparecer una incompatibilidad entre la exigencia social de elevación cultural y un capital
intelectual estabilizado o incluso declinante?
La proporción de individuos capaces de seguir con éxito los estudios secundarios, y aún más
los superiores, sería entonces insuficiente. Así, en vez de dirigirse a un progreso perpetuo y a
un mejoramiento continuo, la humanidad podría incluso perder la posibilidad de conservar su
nivel técnico actual y retrocedería poco a poco hacia una civilización inferior.
No podemos olvidar ni despreciar a los niños poco dotados. La pedagogía no está destinada
principalmente a los alumnos brillantes, ya que éstos son los que se acomodan mejor a una
educación deficiente; el que posee una inteligencia robusta suple la insuficiencia de la
enseñanza. Hay que dedicarse más a los niños poco dotados ya que están más expuestos
que los otros al estancamiento y al subdesarrollo cultural. Cuando la pedagogía se ocupa de
ellos, se halla en el centro de su vocación; no es que deba preocuparse exclusivamente de
ellos, pero no podría olvidarlos sin renegar de sí misma. Existe en ellos un valor, una cualidad
que es la de toda persona humana. Mientras la escolaridad no fue obligatoria, se
preocupaban especialmente de los alumnos brillantes: sólo se mantenía en clase a los
mejores; los demás o casi no iban o eran excluidos. Pero la obligatoriedad escolar lleva
consigo una especie de conversión de la pedagogía, el descubrimiento de un tipo de niños
que hasta entonces habían sido dejados de lado, y descubre que en adelante se verá
obligada a ocuparse de ellos.
La noción de «pereza».
Cuando se declara a un alumno perezoso, se pretende emitir un juicio sobre su conducta y
condenarla: se le desacredita, se le censura, se le avergüenza. La pereza figura entre los
pecados capitales y es objeto de una condenación universal, unánime en todas las morales;
el que no trabaja rechaza en cierto modo la condición humana, que exige trabajar para
subsistir; vive a expensas de la humanidad laboriosa, sin aceptar su parte de las tareas
comunes. Conviene, pues, rechazarlo como un parásito nocivo. «El que no trabaja no tiene
derecho a comer.» Ahora bien, parece que a los ojos del adulto las tareas escolares
constituyen un deber moral al que el niño no puede sustraerse sin ser culpable; aunque se
las considere como desprovistas de interés para el niño, se pretende que las realice
igualmente, no por gusto sino por deber, a fin de satisfacer los deseos de sus padres y
contribuir al bien de la sociedad. Por ello el vocabulario pedagógico es en parte común con el
de la moral: ¿no se habla de «faltas» de ortografía y no de errores? El deber, ¿no designa a
la vez los imperativos de la conciencia moral y las tareas escritas del escolar? ¿No se juzga a
éste «buen» o «mal» alumno? Así la labor escolar es objeto de un juicio de valor.
Procediendo de este modo, se quiere inculpar al perezoso y sancionar su conducta
considerada como indigna, igual que Carlomagno que, al visitar las escuelas, obraba como
Dios Padre en el juicio final: colocaba los buenos alumnos a la derecha y los malos a la
izquierda, alababa a los primeros y reprendía a los segundos.
Es verdad que esta condenación no tiene como fin abatir al alumno. Pretende provocar la
mejoría del culpable e incitarle a arrepentirse, llevarle a hacerse trabajador; pero podemos
preguntarnos si este medio es bueno y si no conduce a lo contrario del efecto deseado. El
peligro está en que el alumno crea que es un vicio que radica en su naturaleza, como una
malformación de origen y como un verdadero rasgo fundamental de su personalidad: por otra
parte, ¿no es así como se tratan todos los defectos en la ingenua psicología del sentido
común? Se atribuyen los defectos a la persona, como una especie de enfermedad congénita,
como un freno que retrasa o paraliza su desarrollo. La acusación de pereza contiene, pues,
una contradicción interna: pretendiendo estimular, paraliza el esfuerzo, haciendo creer que la
inactividad escolar es debida a una deformación congénita: se le invita a «dar pruebas de
buena voluntad», a la vez que se atribuye a su naturaleza una deficiencia fundamental.
También se trata de una noción peligrosa: aunque no sepa emplearla, se le da al alumno una
coartada: se le hace pensar que su falta de celo se debe a una deformación que, en
definitiva, él no puede remediar; se le proporciona contradictoriamente la excusa misma que
se le niega; se le invita a creer que, sin duda, es lamentable que sea así, pero que él nada
puede hacer o muy poco, para remediarlo. Se le deja en pleno desconcierto.
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La misma contradicción y el mismo peligro se dan siempre que se le reprocha a alguien que
es «tonto», o «embustero», «ladrón», etc. Al atribuir un acto de mentira preciso a un estado
permanente, a la substancia misma de la persona, se sugiere al niño que su conducta se
explica por su naturaleza y se excusa por ella; se le proporciona una coartada bajo pretexto
de corregirlo y se le invita a que trate de mejorar a la vez que se le deja que crea en una
deficiencia definitiva. Se le procura una imagen de sí mismo a la que él se conforma, un
modelo al que se adhiere y por fidelidad a él empeora.
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familiar. Por ello se recurre con tanta facilidad a este término y se ve en él una explicación,
sin distinguir su confuso carácter. Y no sólo deja de percibirse su obscuridad, sino que
agrada incluso hacerla más densa gracias a una expresión de mayor fuerza: es un perezoso
«inveterado», se dice del que se obstina en no hacer nada. La magia de la palabra actúa y el
pensamiento regresa en cierto modo a un estado primitivo. Así vemos el carácter enojoso de
esta noción: bloquea el pensamiento y paraliza el análisis. Significa que o no puede
comprenderse la situación por falta de competencia psicológica, o que por prejuicios no
quiere comprenderse.
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aparta de la escuela con rencor y amargura, se irrita contra la escolaridad, responsable de
sus desgracias y entonces corre el peligro de no poder ya ser readaptado. Así pues, aunque
no hay alumnos perezosos desde el comienzo de su escolaridad, sí hay adolescentes y
adultos que se convierten en perezosos. El hábito de no hacer nada hace desaparecer el
gusto por el trabajo y conduce a adoptar una actitud de hastío. Muchas personas se vuelven
perezosas a causa de sus fracasos, no es que fracasen porque son perezosos.
Contrariamente a lo que por lo común se cree, la pereza no es la causa del fracaso sino su
efecto; no es porque un niño sea perezoso por naturaleza por lo que no se adapta a la vida
escolar, sino que, debido a que, por una razón cualquiera, no se adapta a la vida escolar, se
vuelve perezoso.
No hay más que un medio de evitar esta perniciosa evolución, y es buscar seriamente las
razones por las que el alumno no ha sentido nunca gusto por el trabajo escolar o ha perdido
el que sentía antes. Y es lo que nosotros vamos a intentar ahora.
II
LOS FRACASOS GLOBALES
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«En ausencia de toda diferencia en el personal que enseña, nada salvo el reclutamiento de
las clases primarias de los institutos que reciben más niños de medio cultural y social más
elevados, puede explicar que haya de un lado todos los pequeños genios, y del otro todos los
deficientes.» La misma comprobación se ha hecho en Bélgica, en donde se vio que en el
quinto año de estudios (el C.M.2) los retrasados llegaban al 10 % en un medio acomodado, al
23 %, en un medio mediano, y al 47 % en un medio pobre.
Es decir que la causa de los retrasos escolares es en primer lugar social... y que la selección
de los más aptos a los 11 años no cumple la justicia social en la educación. Las pruebas más
justas no pueden más que ratificar las desigualdades de desenvolvimiento ofrecidas por el
medio familiar»
Así pues, el lazo queda establecido con bastante claridad. Es preciso conocerlo y buscar por
qué el nivel cultural de los padres condiciona tanto la adaptación escolar.
La primera razón es probablemente que el clima cultural cotidiano depende mucho de su
formación. También es más o menos favorable a estimular intelectualmente al niño y a su
deseo de asimilar los conocimientos que se le enseñan. Ayuda o no a sensibilizarlo a los
intereses escolares y a consolidar en él unas bases que serán más o menos favorables a su
éxito. Según el nivel cultural de los padres, la información del niño será indistinta; si es
extensa, la aportación escolar se sitúa en continuidad con la de la familia; en el caso
contrario, hay una discontinuidad y por consiguiente la información recibida en clase parece
mucho más artificial, pero mismo modo, la propiedad del vocabulario del padre y de la madre
influyen sobre la de sus hijos; cuando éstos oyen nombrar los objetos por el nombre que les
conviene, adquieren el hábito de hacer lo mismo, pero cuando el vocabulario familiar es
pobre y restringido y los términos empleados son poco apropiados, adoptan ellos también
una forma aproximativa y vaga de hablar. Si se respetan las reglas más corrientes de sintaxis
ellos hacen lo mismo, pero si el lenguaje de su alrededor es muy deficiente, el suyo es un
reflejo. Este es el caso de los que son de origen extranjero o pertenecen a minorías
lingüísticas para quienes la lengua escolar no es la materna.
¿Cómo ignorar la importancia de una biblioteca en la casa o del tipo de lecturas de los
padres, del género de emisiones radiofónicas o televisadas que prefieren? En todos los
momentos de la vida cotidiana, su formación intelectual se refleja en sus actitudes educativas
e influye favorable o desfavorablemente en el progreso de sus hijos. Cuando no han
realizado estudios secundarios, comprenden difícilmente la clase de trabajo que exigen;
tienen a menudo una idea inexacta y algo pueril de las tareas escolares y creen que
consisten en escribir en un cuaderno o aprender un manual; les parece que leer un libro de
interés general o una novela es perder el tiempo. Se cita el caso de familias que, aunque
saben que sus hijos están flojos en literatura y lo deploran, no les permiten asistir a
representaciones de teatro clásico, porque el teatro les parece una diversión y no un trabajo.
Todos los estudios que se han hecho sobre este proyecto coinciden: el nivel verbal de los
alumnos refleja el de su familia. Es peor entre los que viven en el campo que en los de la
ciudad, y más escaso en los individuos de nivel humilde; por ello es una causa de fracaso en
una tradición escolar que concede privilegio al factor verbal y juzga en buena parte la
inteligencia según la capacidad en manejar el lenguaje; sin embargo, podría creerse que
poco a poco el foso se nivela y que la pedagogía aporta progresivamente a los que al
principio están desfavorecidos un complemento cultural que llega a compensar este retraso.
Pero no ocurre así: desde la sexta a la tercera, parece que la diferencia aumente. Sin duda,
durante el primer ciclo, el vocabulario progresa en todos, pero mejora más deprisa en
aquellos de ambiente cultivado, de suerte que la diferencia entre los unos y los otros se
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acentúa. La pedagogía actual no nivela las diferencias debidas a la familia, sino que permite
que persistan e incluso contribuye a aumentarlas.
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cada profesor encarga su trabajo sin coordinarlo con el que dan los demás. Al niño le
corresponde la organización de su trabajo y su distribución durante la semana. Pero, por falta
de experiencia y de una apreciación suficiente del tiempo, no lo consigue si no se le ayuda.
Vemos entonces qué decisiva es la intervención de una familia capaz de ayudarlo y en qué
desventaja se hallan aquellos a quienes su familia no puede secundar hábil e
inteligentemente.
La influencia familiar es particularmente sensible en algunos casos: los niños desordenados
que pierden constantemente los libros y los cuadernos que necesitan, sobre todo el cuaderno
en el que están anotadas las tareas que deben efectuar; los que no tienen nunca lo que
necesitan y no saben ni establecerse un horario, ni utilizar su tiempo. Hay otros que dedican
demasiado esfuerzo a organizarse y se absorben tanto en la planificación que nunca llegan a
la ejecución; en definitiva, no hacen nada por exceso de organización. Hay algunos
perfeccionistas que se dedican a tareas inútiles, emplean demasiado tiempo en trazar líneas
o en dibujos para adornar su cuaderno y se fatigan en vano. Otros son escrupulosos y por
temor de no hacer bastante bien lo que hacen, prefieren no hacer nada porque les parecería
culpable no aplicarse tanto como es necesario; les parece preferible la abstención a la
negligencia. Estas desviaciones son debidas a una especie de contagio: están
desorganizados porque sus padres también lo son. Su actitud desordenada, la inexistencia
de un horario y la falta de un mínimo de regularidad, la costumbre de perderse en detalles sin
discernir lo esencial, todo ello se refleja en los niños.
Hay algunos que siempre están agobiados, obsesionados por la idea de que los minutos
perdidos no se recuperan, y en cambio otros creen siempre que disponen de mucho tiempo,
nunca se apresuran y todo lo dejan para mañana. Generalmente son sinceros en su intención
de trabajar, pero su decisión es poco fuerte y difieren su realización, pues les parece que ya
tendrán bastante tiempo si lo hacen más tarde. Hay aún otros que temen ponerse a hacer
sus deberes pues temen hallar dificultades; en ellos se ha establecido una identificación entre
el trabajo y la dificultad o molestia. Retrasan, pues, el momento de empezarlo y se dedican a
otras actividades eventualmente muy numerosas y exageradas como para justificarse el no
hacer nada. Otros, por falta de dominio propio, ceden al placer del momento y hacen lo que
les place, aunque la lógica de las urgencias no corresponda a la de sus deseos. Se trata de
niños a los que no se ha enseñado a querer, a quienes se ha dejado en los primeros años de
su vida abandonarse a los sueños y la fantasía, hasta el punto de que son incapaces de
disciplinarse; ninguna autoridad familiar les ha enseñado a organizarse. Aquellos que, por el
contrario, han sido tiranizados y a cuyos ojos están unidos trabajo y obligación, nunca han
aprendido a amar un trabajo que se les ha obligado a realizar de un modo penoso.
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adulto que conozca. Sin duda ésta es la razón por la que algunos individuos de medio
humilde sienten una «vocación» por la enseñanza. Porque para ellos el maestro y más aún el
profesor, son ejemplo de un estado socioprofesional superior al suyo. Pero los demás pueden
no conocer a nadie que represente concretamente un nivel elevado de cultura; por ello les
parece inaccesible o demasiado lejano. Entonces, las enseñanzas generales, especialmente
las clásicas, les parecen vanas y superfluas. Sólo consideran interesantes «las enseñanzas
técnicas» que son necesarias y tienen salida, aunque por otra parte tengan de ellas sólo una
idea confusa.
¿Cómo podrían tener éxito en la segunda enseñanza, si no tienen ninguna motivación
respecto de ella? Ratifican a su manera la idea de que es una enseñanza de clase, que no
puede convenirles y, en definitiva, no les concierne. Si la insistencia de un maestro ha
conseguido hacerles matricular en la enseñanza media, no tardan en sentir desagrado por
ella y aunque su inteligencia les permita seguirla durante algunos años, corren el peligro de
no poderla continuar durante mucho tiempo y ser «reorientados» hacia los institutos técnicos
o invitados a «descender» a ellos. A veces ya desde fines de la sexta o incluso al final del
primer trimestre se les manda a la clase de fin de estudios.
Así comprendemos por qué muchas encuestas llegan a la conclusión de que existe una
correlación entre el éxito escolar y el medio sociocultural. Es una de las razones por las que
la proporción de niños procedentes de medios socioculturales modestos desciende en los
cursos últimos de la segunda enseñanza: el estímulo y el apoyo no han sido suficientes para
permitir el éxito escolar. Así resulta evidente el lazo que hay entre la psicología y la
sociología: la inteligencia de un niño no puede considerarse como un potencial constitucional
que dependa exclusivamente de factores innatos. Al menos sería necesario medir
exactamente este innatismo intelectual y mostrar que, cualquiera que sea, la inteligencia está
penetrada de elementos culturales, favorables o desfavorables a su desarrollo; por ello a
veces se ha creído o sostenido que, lo que diferencia a los individuos no es tanto su
inteligencia de base como el medio en que se hallan situados.
El nivel de la familia y la consideración que concede a la cultura se combinan de un modo
positivo o negativo; aquí esquemáticamente pueden distinguirse cuatro casos: hay padres
que, aunque sean poco instruidos, aprecian la cultura y la valorizan en todas sus
conversaciones: respetan también a los que la representan, es decir a los que enseñan; si el
niño posee una inteligencia satisfactoria, podemos afirmar que obtendrá buenos resultados.
Pero hay otros cuyo nivel cultural es bajo y que además les tiene sin cuidado la cultura o
incluso la consideran con desprecio; entonces es probable que los resultados escolares
dejarán que desear, ya que falta a la vez el clima y el estímulo necesarios para un trabajo
eficaz. Un tercer grupo está constituido por aquellos cuyo nivel cultural es satisfactorio, es
decir, bueno, pero que debido a una evolución de su personalidad o a las condiciones
actuales de su vida, no aprecian casi la cultura o incluso la desprecian y están convencidos
de que los valores económicos superan con mucho a los Otros, en cuanto a la consideración
que merecen; si mantienen al niño en esta idea, podemos suponer que éste no tiene muchas
razones para interesarse por el trabajo y sus resultados serán mediocres. Por último, están
aquellos cuyo nivel es satisfactorio y que aprecian la cultura; están reunidas entonces las
condiciones favorables para el éxito, con tal que no existan otros obstáculos.
De este modo vemos cómo sin quererlo ni saberlo, y casi sin poder hacer mucho por evitarlo,
la familia influye mucho sobre el rendimiento escolar. Éste no depende exclusivamente del
trabajo que el niño realiza, ni de su buena voluntad o de su atención, sino de un
condicionamiento cultural que, desde su nacimiento, lo ha preparado o dispuesto más o
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menos para el tipo de actividad intelectual que la clase solicita de él. Es decir que la igualdad
de oportunidades escolares no se realiza solamente con la apertura cada vez mayor de
centros de enseñanza; requiere la transformación del clima familiar y para ello se necesitan
plazos largos, tal vez varias generaciones.
Desavenencia conyugal.
El primero, muy conocido y corriente, es el de la falta de unión familiar o la desavenencia de
los padres. Vemos entonces que los resultados bajan y la atención desaparece. Ocurre como
si esta situación provocase en el niño una sensación de inseguridad y el temor de una
frustración. Manifiesta entonces una especie de falta de disposición del espíritu, un descenso
de los intereses escolares, que, por otra parte, aparece como un aspecto particular de una
pérdida más general de todos los intereses vitales; la carencia afectiva en cierto modo hace
desaparecer las razones de vivir, el deseo de hacerse adulto, de crecer. No debe
asombrarnos entonces que la aplicación escolar desaparezca, ya que el trabajo intelectual es
para él una manera de hacerse adulto. El punto último de esta evolución es evidentemente el
caso del hospitalismo: se comprueba en aquellos que sufren un déficit afectivo global y
prolongado, una especie de anquilosis intelectual y una indiferencia hacia las tareas
escolares; al final llegan al umbral de la debilidad mental (pseudo-debilidad de origen
afectivo); su avance intelectual parece paralizado porque la motivación de la vitalidad de
espíritu ha desaparecido. Si es verdad que, de un modo general, las razones de vivir son
afectivas, el niño frustrado se halla desprovisto de ellas y no tiene ya en sí mismo posibilidad
de esfuerzo.
Celos.
Otro aspecto son los celos; es de fácil comprobación que cuando nace un hermano, el mayor
acusa generalmente un descenso del rendimiento; durante un cierto tiempo, al menos
algunas semanas, está inquieto, pasivo y absorto, o turbulento y agresivo. Si los padres son
educadores hábiles y hacen desaparecer pronto esta amenaza de frustración, el
restablecimiento se efectuará muy aprisa, pero si no saben hacerlo y el niño se confirma en
su impresión inicial, su falta de disposición escolar se prolongará y se acentuará, y un niño
que antes obtenía resultados satisfactorios queda en la mediocridad o en lo que se llama
pereza.
Perfeccionismo.
La supervaloración del trabajo también lleva consigo el fracaso: es el caso de los niños a
quienes se obliga a estudiar constantemente y se les niega el derecho a jugar porque en el
juego se ve sólo un tiempo perdido; se les agobia con lecciones particulares; los padres
creen que deben ponerles ellos también deberes y lecciones suplementarias, por temor de
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que los que les ponen en clase no sean suficientes para que obtengan una asimilación
profunda de las enseñanzas. De ello resulta una especie de exasperación ante este trabajo,
responsable de tantas molestias, hasta el extremo que los resultados serán contrarios a los
esperados; al verlos descender, la familia aumenta su presión, pero cuanto más la ejerce
más descienden ellos. Ésta es la actitud de los padres perfeccionistas que sólo se consideran
y declaran satisfechos si su hijo es el «primero» y están descontentos, casi furiosos, si
solamente es segundo o tercero; el niño llega a pensar que es inútil continuar sus esfuerzos
ya que, haga lo que haga, nunca llegará a satisfacer las exigencias familiares y que, por
grande que sea la tensión que se imponga, no recibirá más que reproches.
Agresividad.
Inversamente, la agresividad hacia los padres puede conducir a los mismos resultados: si
ellos supervaloran los resultados escolares, el niño encuentra un modo muy seguro de
enfadarles no trabajando; si tiene una razón cualquiera para desear vengarse de ellos, ya se
trate de un deseo consciente u oscuro, tiene un medio privilegiado de hacerlo fracasando en
clase. Y se aplica sádicamente en cultivar su disgusto desempeñando el papel de torpe y los
conduce a la desesperación ante la idea de que tienen un hijo estúpido. incluso se ven
alumnos más sutiles en los que aún quedan reacciones de Edipo, que utilizan sus malos
resultados para provocar conflictos entre los padres; como es necesario que alguien asuma
la responsabilidad del fracaso, buscan un culpable; pueden acusar a los profesores y liberar
de responsabilidad a la familia, o tomarlas con el niño y llamarlo perezoso; perezoso más que
tonto, porque la pereza absuelve a los padres ante sus propios ojos mientras que la
imbecilidad los inculpa en la medida en que es imputable a la herencia: pero también ocurre
que, no queriéndolo acusar por el amor que le tienen, se acusan el uno al otro; el padre dice
que su mujer es la responsable porque no vigila sus deberes; la madre replica que si su
marido se cuidase más de él, todo iría mejor. El niño entonces juega sutil y pérfidamente con
estos conflictos, busca envenenarlos para apartar de sí reproches y reprimendas.
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Infantilismo.
Otra situación es la del infantilismo persistente: el niño comprende que los éxitos escolares
son una forma de hacerse adulto; si no tiene afán por tener buenos resultados en clase, es
porque no quiere hacerse adulto y prefiere seguir siendo niño. Vemos alumnos que, a partir
del día en que han visto que el ingreso en la sexta los obligaría a quedarse internos, dejan de
pronto de trabajar; tienen miedo de crecer, miedo de dejar su casa, miedo de alejarse del
pasado, y el fracaso aparece como un modo de permanecer en donde están, de disfrutar de
la infancia, de la protección que implica y de una dependencia que garantiza la seguridad.
Curiosidad paralizada.
Otros no manifiestan ninguna curiosidad de espíritu. No trabajan porque las tareas escolares
no les interesan; en clase todo les resulta desagradable y cuando se les pregunta cuál es su
asignatura preferida, esta pregunta les parece absurda porque no hay ninguna que prefieran;
estamos ante unos espíritus inertes y, examinándolos más de cerca, se comprueba que estos
niños son aquellos a quienes desde los primeros años se les ha paralizado la curiosidad, a
quienes sus padres han prohibido hablar porque «un niño bien educado sólo habla cuando se
le pregunta», les han reñido por las preguntas que hacían porque son preguntas que no se
hacen, les han repetido que no se preocupasen sino de aquello que les «concernía», es
decir, sus juegos, y sobre todo que no se metiesen en las cosas del mundo adulto; ellos han
tomado al pie de la letra estas consignas y como desde que eran muy pequeños se les ha
impuesto que no se interesaran por nada, continúan efectivamente no interesándose por
nada; la familia se asombra de que no sean más despiertos, pero ella es la que ha
estropeado y maltratado su curiosidad impidiendo su desarrollo.
Autocastigo
Por último, hay algunos que adoptan una actitud autopunitiva. Supongamos un niño que, por
una razón cualquiera, se siente culpable de una falta anteriormente cometida o supuesta, y
cree merecer un castigo al que hasta entonces ha escapado siempre; no trabajando, tiene un
medio bastante seguro de ser castigado. En los adolescentes, es una especie de expiación
de lo que consideran como una falta. Evidentemente no se trata de un proceso consciente y
deliberado, sino de una actitud obscuramente moralista de una persona que se considera
indigna de realizar bien sus estudios y aprobar sus exámenes; se sanciona a sí misma y en
cierta manera disfruta de las reprimendas que consigue y de los fracasos que provoca.
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Después de haber estudiado las responsabilidades de la familia, trataremos de las de la
institución escolar. Es indispensable plantear este problema; un análisis del fracaso que no lo
hiciese podría con razón considerarse falto de sinceridad. Pero hay que proceder con
precisión y pre caución: no tanto por el cuidado de no herir a nadie como por no ceder a una
actitud demagógica infantil que consistiese en acusar a los demás para librarse de culpa. A
muchos les agradaría atribuir el fracaso al colegio. Pero resultaría equivocado si lo
hiciésemos precipitadamente y sin distinciones.
Por ello debemos tratar con gran interés esta delicada cuestión y estudiar sucesivamente lo
que concierne a los métodos pedagógicos y lo que concierne a la actitud de los maestros
hacia sus alumnos.
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convienen lecciones breves; creen que se debe cambiar pronto de materia para no cansarlos;
por miedo de agotar su atención se esfuerzan en no prolongar la lección más allá de una
media hora. A este concepto corresponde la noción «del empleo del tiempo», es decir de
fragmentación de la jornada en momentos sucesivos; se espera conseguir con esto una
renovación del interés, igual que un menú bien compuesto incluye sucesivamente unos
alimentos lo más variados posible para que el apetito se renueve. En la segunda enseñanza,
esta separación de las disciplinas está aumentada por la diversidad de los profesores que
enseñan cada uno su especialidad.
Por último, el maestro dispone de una autoridad absoluta. Ya sabemos cómo en la imaginería
tradicional está representado provisto de la férula, que es a la vez el instrumento y el símbolo
de su autoridad. En la mentalidad común se le ve así: ¡cuántos padres dicen a su hijo que en
el colegio el maestro ya sabrá hacerlo obedecer, es decir, que logrará lo que ellos no
consiguieron! Cuando se le pregunta sobre los méritos de un maestro, la familia no señala en
primer lugar que sea competente, inteligente o cultivado, tampoco que enseñe bien, sino que
sabe «hacerse respetar».
Así vemos por qué se ha podido decir que el objetivo del didactismo es adaptar al niño a la
escuela y no la escuela al niño: el programa y el reglamento están puestos como unas
normas absolutas a las que debe someterse y plegarse. Si no lo consigue, se someten a
examen estas normas, sino a él y se le acusa, según los casos, de pereza o de falta de
inteligencia; la escuela obliga al niño a asimilar sus exigencias y de este modo realiza la
identificación de las generaciones sucesivas.
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El segundo postulado es que el espíritu está constituido por «facultades» psicológicas
separadas e independientes unas de otras: la memoria, la atención, la imaginación, la razón,
etc., que funcionarían aisladamente y se ejercerían separadamente. Este principio se trasluce
a través de ciertas trivialidades pedagógicas, por ejemplo, la afirmación según la que un
alumno inteligente tiene además y felizmente una buena memoria, como si se tratase de una
capacidad autónoma; por el contrario, se dirá de otro que es inteligente pero que,
desgraciadamente, no tiene memoria y es incapaz de retener lo que aprende. Esta
suposición de facultades separadas y yuxtapuestas constituye el fundamento de la
discontinuidad y la fragmentación de las enseñanzas. Así se cree que cada disciplina tiene
como fin ejercitar una de ellas, por ejemplo la recitación y la historia aumentarían y
desarrollarían la memoria, igual que los resúmenes aprendidos «de memoria». Las
discusiones tan frecuentes y vanas sobre el tema de aprender «de memoria» en realidad se
apoyan en la existencia de una memoria autónoma. La redacción tendría como fin ejer citar la
imaginación y por ello se da a los alumnos unos temas de composición extraños a sus
intereses propios o a lo que les preocupa, con el fin de hacerles «desarrollar su imaginación».
Por último, la hipótesis más importante, es que al niño no le gusta trabajar y sólo le gusta
jugar; ¿no es esto en realidad una proyección de la psicología de los adultos? Se supone a la
vez que el niño es idéntico a ellos en cuanto a la receptividad intelectual pero se diferencia en
cambio por una menor seriedad.
Comprendernos muy bien que pueda llegarse a esta afirmación: si las nociones que se
presentan al alumno no tienen relación con su receptividad intelectual y sus intereses, si se
pretende, en contra de lo que es real mente la actividad mental, ejercitar separadamente las
su puestas diversas facultades de su espíritu, es verdad que no sentirá gusto por este trabajo
y se resistirá a hacerlo. Se llega entonces a la conclusión de que es por naturaleza inclinado
al juego y a la pereza, que es necesario usar la autoridad para hacerle progresar aun en
contra de su voluntad; y así aparecen en el vocabulario y la mentalidad del didactismo los
conceptos extendidos y obscuros de «esfuerzo» y «atención».
La afirmación central de la pedagogía tradicional, lo que define a un maestro como didáctica,
es, pues, la convicción, explícita o inconsciente, de que el trabajo no interesa a los alumnos,
y que por lo tanto es necesario obligarlos a realizarlo.
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comprender por qué, aunque sigan siendo didácticas, cuando las técnicas pedagógicas han
mejorado un poco y se han hecho más eficaces, se han suavizado.
De todos modos, implican el uso del doble resorte psicológico del temor y el fastidio; cuando
el maestro impone un castigo, quiere provocar un fastidio, y después suscitar el temor de
sufrir nuevamente la molestia que produce: el alumno se acuerda de las consecuencias de
una infracción anterior. Se espera, pues, que el recuerdo de la sanción provocará en él el
temor a sufrirla de nuevo; es lo que se llama intimidación. También se utiliza el tema de la
ejemplaridad: los demás alumnos, testigos del castigo aplicado a uno de ellos, se identifican
con él, y procuran evitar hacer aquello que les procuraría un inconveniente parecido. Pero es
necesario todavía, para que estos resortes funcionen, que el castigo produzca un fastidio
mayor al que producen las tareas escolares; el alumno compara el uno y el otro y elige el
menor: si es el castigo, lo prefiere al trabajo; si es este último, lo hace. De donde se deriva
una especie de lógica interna de la sanción: debe constantemente aumentar en severidad y
en frecuencia, para provocar un fastidio suficientemente importante. Por ello los alumnos
particularmente «perezosos», los «últimos» oficiales de la clase, son objeto de reprimendas
que se van agravando a la par que aumenta su desinterés; y se produce así una situación
paradójica: cuanto más se les obliga, más desagradable les resulta el trabajo; cuanto más
desagradable les resulta, más se intenta hallar castigos cuya molestia sea tan grande que
prefieran el trabajo.
Pero ya desde fines de la edad media y en el Renacimiento, se dieron cuenta de que estos
procedimientos dejaban que desear: primero, no siempre son eficaces; es fácil de comprobar
que los alumnos a quienes se castiga constantemente se vuelven indiferentes y que se
produce una erosión, un desgaste del castigo; su misma frecuencia lleva aparejada la
disminución de la molestia que produce. Por otra parte, se ha comprendido lo poco educativo
que es e indigno de un adulto usar y abusar de su fuerza física, Por ello se ha llegado a hacer
un uso menos frecuente de ella.
La emulación.
Como se seguía postulando que las disciplinas escolares no interesan a los alumnos, hubo
que inventar otro medio: la emulación. Recomendada por san Ignacio de Loyola, establece la
competición entre los alumnos; el resorte psicológico es el amor propio, que lleva consigo a la
vez el deseo de gloria unido a la excelencia de los resultados, y el temor a la vergüenza que
acompaña a las malas clasificaciones. Entre sus diferentes técnicas figura esencialmente la
composición, en la que los alumnos, colocados en una situación estandarizada se enfrentan
con las mismas tareas por efectuar en un mismo tiempo. Conocemos la importancia
considerable que se le da en esta mentalidad; es uno de los grandes momentos de la vida
escolar; se anuncia, da lugar a revisiones, estimula la aplicación. Se esfuerzan por
dramatizarla presentándola como el momento en que se aplicará la justicia escolar. Algunos
profesores dan a entender con fórmulas enigmáticas e intencionadas que el tema será difícil
y que hay razón para estar inquieto. También se solemniza el anuncio de los resultados,
después de hacerlos esperar durante algún tiempo para que la tensión aumente. Y se efectúa
una verdadera revaloración de los alumnos ante sus propios ojos en función de los puestos
que obtienen; existe una psicología del primero así como del último y del intermedio, y es
muy probable que las clasificaciones queden incorporadas a la conciencia que el individuo
tiene de sí mismo.
La distribución de premios es una consecuencia de la emulación; las cosas pasan de la
condición de privadas, que tenían en la clase, a ser públicas. Se proclama el palmarés para
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la glorificación oficial de los buenos alumnos, fotografiados con sus libros. La emulación iba a
ser aún más fecunda de lo que san Ignacio de Loyola había previsto; su valor se amplifica en
el ámbito del externado, en que se duplica por una rivalidad entre las familias. Los padres
también en cierto modo participan en la competición; están asociados a la gloria de sus hijos
cuando obtienen un buen puesto, y a su vergüenza cuando quedan de los últimos; en el
barrio o en el pueblo, se señala a la familia del primero, envidiándola a la vez que se la
admira, y se señala a la familia del último burlándose de ella y alegrándose de no estar en su
lugar; como interviene su amor propio, los padres presionan a sus hijos para obligarlos a
trabajar más, Algunos incluso conceden mayor importancia a la clasificación que a las notas,
a los resultados más que a los esfuerzos y tal vez no comprenden que la clasificación es
relativa y tiene poco valor.
El atractivo.
Pero no ha tardado en verse — sin duda no es muy difícil que la emulación está poco
conforme con la moral. Establece una contradicción entre la lección de moral en la que
exhorta a los alumnos a la camaradería, a la ayuda mutua y a la solidaridad, y los demás
ejercicios durante los cuales cada uno debe trabajar para sí y toda colaboración y ayuda
mutua constituyen falta. Por ello se ha intentado emplear otra técnica, la del atractivo; ésta
tiene como fin enseñar nociones serias de un modo agradable y sin darse cuenta; por
ejemplo, Erasmo da prudentes consejos para el aprendizaje de la lectura. Recomienda la
confección de letras con pasta de malvavisco o con azúcar, que tengan la forma y
consistencia de un caramelo y enseñárselas a los niños prometiéndoles que. si hacen un
esfuerzo suficiente para identificarlas, se las comerán como recompensa; Erasmo concluye
literalmente que de este modo se llega a «hacer tragar el alfabeto a los alumnos». Este
método se ha vuelto a usar con modalidades varias. Uno de los medios utilizados en el siglo
XIX fue el poner en verso las reglas gramaticales que se encuentran en los viejos manuales
de latín; el alumno aprende así la gramática sin darse cuenta. Se ha procedido igual para
aprender de memoria las tablas de multiplicar, que se hacían cantar jugando al corro. Hoy día
existen técnicas un poco más sólidas: el cuidado que se tiene en la presentación de los
manuales escolares se debe sobre todo a esta intención. Alain hablaba a este respecto de la
«copa amarga cuyos bordes están untados de miel»; pero hay que precisar, para evitar
ambigüedades, que la pedagogía del atractivo, contrariamente a lo que a veces se dice, no
es una forma de la pedagogía nueva. Muchas veces con un pensamiento equivocado o en
unos textos rápidos, se las identifica, mientras que en realidad se trata de dos actitudes
incompatibles y contradictorias; lejos de ser una modalidad del método activo, el atractivo se
debe al didactismo; es fácil comprender que, si se esfuerzan en hacer atractivas las materias
escolares, es porque en el fondo postulan que son enojosas y que es necesario evitar que las
sientan así. Por ello se esfuerzan en hacerlas agra dables. El resorte psicológico utilizado es
este gusto por el juego que se atribuye al niño; ya que le gusta jugar más que trabajar, se le
hace trabajar jugando.
Un cuarto medio para inducir los alumnos a trabajar es el examen, que se menciona y
recuerda durante todo el año; se recomienda a los que tienden a disminuir su esfuerzo, que
no olviden que se acerca. La palanca psicológica usada es la ansiedad que se espera
producir; se cultiva el miedo al fracaso para hacer trabajar desde entonces; se trata de un
resorte que los maestros utilizan a veces tanto que ellos mismos caen en la trampa y sienten
también ellos esta inquietud. Consideran la proporción de aprobados como el criterio de su
valor pedagógico y hacen participar a los alumnos de su propia preocupación. Se olvida
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también en este caso que es un instrumento bastante peligroso, pues a veces esta ansiedad
se hace tan viva que se convierte en pánico y es factor de fracaso; así ocurre a aquellos en
quienes la intensidad de las reacciones emocionales provoca una especie de amnesia o
inhibición.
Por último, la quinta manera de estimular a los alumnos es hacerles pensar en el porvenir: se
reconoce que tal vez el trabajo escolar es poco interesante, austero e incluso desprovisto de
utilidad directa, pero se les recuerda que es la condición de acceso a tal o cual profesión; se
juega entonces con la ambición social y el deseo de la seguridad profesional. El maestro dice
constantemente a los niños que si no «se aplican» desde las clases primarias, comprometen
todo su porvenir; les pone como ejemplo la sanción última que amenaza a los perezosos, el
caso del «vagabundo» o del tonto del pueblo que, porque no han querido trabajar, se ven en
la miseria y la indignidad y merecen el desprecio de sus conciudadanos. Hay que decir que
este resorte psicológico no se utiliza solamente en la clase, sino que también lo usan los
padres, convencidos casi siempre de que los estudios no son interesantes, pero constituyen
la condición desagradable por la que hay que pasar para llegar a una profesión segura,
satisfacer las propias ambiciones o, al menos, garantizar su seguridad económica.
Éstos son los cinco medios fundamentales del didactismo. Según las épocas de la historia,
los momentos del día, la personalidad de los maestros y la de los niños, se usa con
preferencia uno u otro de ellos, pero casi siempre se acude alternativamente a unos y a otros.
Fracaso y didactismo.
La distinción de estos procedimientos nos ayudará a comprender ciertas razones del fracaso.
Un niño se hace un buen alumno por dos razones esenciales. Tomando la distinción de
Kerchensteiner, lo mueven unos intereses intrínsecos o extrínsecos. Los primeros consisten
en el agrado que siente por una disciplina que corresponde a sus tendencias: estudia latín o
matemáticas no por obligación, sino por placer, y si hay que obligarle es a descansar un
poco. Una inteligencia particularmente curiosa, la admiración por un profesor, el gusto por la
cultura suscitan en él un deseo de trabajar y provocan una vocación intelectual. Es el motivo
más noble, más elevado y más sano. Los intereses extrínsecos, por el contrario, le hacen
trabajar no por amor al estudio sino por una de las cinco razones que acabamos de analizar:
el temor a ser castigado por malas notas, el deseo de superar a los demás, la diversión que
encuentra en las técnicas pedagógicas empleadas, el miedo al examen o la ambición social.
Supongamos entonces un alumno — es el caso más frecuente que se siente atraído por lo
que se le enseña. Como hemos visto, es característica del didactismo suponer que este
interés no existe y no saber mantenerlo o suscitarlo. Imponiendo de golpe un programa
inadaptado, se provoca efectivamente el desinterés y para remediarlo, es necesario usar
procedimientos coercitivos. Pero, si por tina causa cualquiera no pueden emplearse o si
están des provistos de eficacia, ¿qué razón quedaría que indujese al alumno a trabajar? Y es
muy frecuente que esto ocurra, hay individuos que no sienten ningún temor de las sanciones,
o que son lo bastante sensatos, indiferentes o inferiorizados para convencerse de que ellos
nunca superarán a sus condiscípulos, o que no tienen examen que preparar o están
convencidos de suspenderlo, o que, por último, no piensan aún en su porvenir o saben que
ya lo tienen asegurado por otro lado: ¿qué motivo les quedará entonces para trabajar? Puede
decirse que no hay ninguno.
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De este modo la pedagogía tradicional, como no trata de lograr el interés intrínseco, conduce
al fracaso a aquellos sobre quienes no se ejercen presiones coercitivas ni las diversas
motivaciones que acabamos de mencionar; y condena a utilizarlas sin medida o a abandonar
al fracaso a aquellos en quienes no hacen mella.
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liberales, favorables a la generalización de la instrucción. Por ello fueron mirados con des
confianza en los medios tradicionalistas, pero con más simpatía por los de Orleáns y los
liberales, de modo que los favorecieron largamente durante la monarquía de julio; empezaron
a declinar a partir de 1848, cuando la aplicación de la ley Guizot permitió disponer de un
número mayor de maestros.
Otra estructura empezaba ya a desarrollarse: la enseñanza colectiva, dada simultáneamente
a todos los niños por un solo maestro. Fue instaurada por Jean-Baptiste de la Salle, que
descubrió la posibilidad de constituir unas clases, es decir, unos grupos supuestos
homogéneos, y pronto se extendió: adoptado sin reservas por los Hermanos de las Escuelas
Cristianas a quienes su fundador impuso los mismos métodos, los mismos programas, la
misma repartición y las mismas técnicas pedagógicas, se generalizó a partir de 1845 bajo
influencia de Guizot y ya quedó establecida de un modo decisivo. La enseñanza colectiva
mejora evidentemente el rendimiento cuando se dispone de un personal bastante abundante;
ofrece una garantía desde el punto de vista de la seguridad y la exactitud de los
conocimientos dados y del rigor del control. Nunca diríamos bastante hasta qué punto deben
considerarse preciosas su instauración y su generalización; sin embargo, ha agravado los
inconvenientes y reforzado el carácter didáctico de la pedagogía tradicional. Unida a la
pizarra que, antepasada de las técnicas visuales de hoy, permite organizar la simultaneidad
de las miradas y hacer converger la atención de todos hacia el mismo objeto, lleva consigo la
colocación de los alumnos en filas que se vuelven la espalda, los transforma en individuos
yuxtapuestos que trabajan cada cual para sí y no deben ni volverse para hablar, ni mirar al
lado, ni colaborar bajo pena de ser acusados de copiar; pero a la vez que se les prohíbe, les
produce una tentación más fuerte. Así podríamos decir que la primera consecuencia de la
enseñanza colectiva, es reforzar la autoridad del maestro y darle su carácter absoluto.
Cuando los alumnos están en grupo delante de él, él debe dominarlos a todos y como halla
más dificultades para conseguirlo, no tiene otro recurso que aumentar su presión.
La enseñanza simultánea se dirige a alumnos de la misma edad civil, al menos
aproximadamente y que se suponen del mismo nivel escolar; el postulado de la clase es la
homogeneidad: se supone la equivalencia de los ritmos de adquisición, la similitud de
intereses, la identidad de las posibilidades de atención y de fijación en el interior de un mismo
curso, en definitiva, la misma edad mental. Como los alumnos se suponen homogéneos en
su nivel y sus posibilidades, cada curso lleva consigo un programa obligatorio que el maestro
reparte a lo largo del año: pero los programas son responsables de algunos fracasos por
diversas razones que debemos precisar.
Fracaso y programa.
Muchos de sus capítulos están muy por encima de la receptividad intelectual de los niños;
numerosos estudios muestran que muchas nociones gramaticales, en particular las
referentes a la conjugación y al cálculo, se presentan demasiado pronto para que la mayoría
pueda asimilarlas. Esta precipitación no constituye un capital de conocimientos que el alumno
reserve para el día en que pueda utilizarlos útilmente; una noción presentada
prematuramente suscita confusiones que después es difícil reducir y resolver. Para evitar
este desfase, se necesita hacer trabajos de pedagogía experimental, que determinen lo más
rigurosamente posible a qué edad mental el mayor número posible puede comprender una
regla determinada y por consiguiente, redacten los programas adecuados a la receptividad
intelectual. El estudio de esta correspondencia es urgente: pero actualmente las discusiones
relativas a los programas casi siempre se falsean y se producen de un modo equivocado: es
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frecuente oir decir que están sobrecargados y desear que se aligeren; algunos organismos y
asociaciones militan en favor de la supresión de un capítulo determinado. Ahora bien, no
basta ni aligerarlos procediendo como por azar, ni creer que debe suprimirse una parte
porque son demasiado extensos. Esto no conduciría ni a mejorar el rendimiento ni a facilitar
la enseñanza; el verdadero problema es el de su adecuación, es decir, buscar la edad en la
que puede recibirse una noción; un plan de estudios está mal hecho no porque sea
demasiado cargado, sino porque contiene unas nociones prematuramente o, aunque este
riesgo es menos frecuente, porque presenta alguna otras demasiado tarde; toda supresión
que se decida empíricamente, para abreviar un poco, o que derive de una visión
exclusivamente adulta de la progresión puede conducir a equivocarse. Para verificar en qué
momento un conocimiento es asimilable, es necesario realizar un trabajo muy largo, graduar
unas pruebas, someterlas a unos alumnos de edad y clases diversas, ver lo que la mayoría
asi mila efectivamente; es un trabajo que hay que hacer con precaución, pero imprescindible
si se quiere racionalizar la pedagogía. Ahora bien, algunos estudios ya efectuados llegan a
conclusiones muy distintas de las que se preveía: muestran que, aunque algunas nociones
se presentan demasiado pronto, no son necesariamente las que aparecen a primera vista
como las más difíciles; y como la lógica del niño no sigue el mismo camino que la del adulto,
aumenta la exigencia de una verificación experimental. Evidentemente la dificultad de los
programas no es la misma para todos los niños: el desfase entre lo que se exige de ellos y
sus posibilidades personales no es igual para todos: es más o menos acusado según los
casos; pero aquellos cuyo ritmo intelectual es lento, pronto se hallan desbordados; se
disgustan y buscan los medios de distraerse; a partir de este momento, van por el camino del
fracaso.
Fracaso y memorización.
Por último, el didactismo requiere unas técnicas de control que se apoyan esencialmente en
la memorización; como el maestro enseña simultáneamente a una serie de alumnos, necesita
saber lo que han retenido; y ¿cómo podría lograrlo, sino imponiéndoles que aprendan de
memoria un resumen que luego les hace recitar? Por ello la enseñanza simultánea ha
obligado, como consecuencia de la imprenta, al uso y proliferación de los manuales, cuya
función es entre otras el facilitar el estudio de las lecciones en casa y prepararse así para las
preguntas. De este modo se establece la relación, tan denunciada y deplorada, entre el
didactismo, los libros de clase y los excesos de la memorización.
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nuevo, responder a las preguntas de los alumnos y satisfacer su curiosidad; se llega a una
especie de rigidez y de anonimato que disminuye singularmente el interés por la enseñanza y
por el trabajo.
En una clase numerosa, la vigilancia del profesor no puede desperdigarse. El tiempo
disponible para ocuparse de cada uno de los alumnos disminuye. Las relaciones entre el que
enseña y el enseñado se esquematizan y se empobrecen. Por ello la identificación con el
maestro se logra menos. Éste aparece como un individuo lejano que distribuye unos
conocimientos, más que como un apoyo que ayuda y estimula. El alumno se siente
abandonado y cada vez menos interesado; no puede animársele ya personalmente. Los más
pequeños, así como los que se sienten inferiores y no tienen confianza en sí mismos, y los
sentimentales, particularmente sensibles al clima que los rodea, son los que más sufren. Los
menos dotados son los que más sufren las consecuencias.
Las situaciones de conflicto se hacen más frecuentes. Maestro y alumnos se conocen cada
vez menos, se adaptan mal los unos a los otros; establecen entre ellos unas relaciones de
personaje a personaje — el de maestro y el de alumnos — más que de persona a persona.
Por ello a menudo surgen conflictos. El profesor se hace más coercitivo y los alumnos más
insubordinados. Los alborotos y su represión amenazan, tiende a crearse un clima de guerra
en pequeño. El enervamiento recíproco y la tensión aumentan, los incidentes se multiplican.
La situación se hace aún más difícil porque un gran número de niños de origen extranjero se
instalan actual mente en Francia, especialmente en las regiones industriales y en la periferia
de las grandes ciudades. Es innegable que su llegada plantea problemas nuevos. Como la
mayoría no han recibido escolaridad en su país de ori gen y desconocen la lengua francesa
casi siempre presentan un retraso masivo y se ven obligados a repetir las primeras clases.
Necesitarían, para adaptarse rápidamente, una pedagogía muy atenta y sobre todo muy
individualizada. Y por no proporcionársela, se deja a muchos de ellos en un estado de
subdesarrollo cultural que podrían superar si se utilizasen métodos activos de enseñanza.
Tampoco podemos ignorar que los niños de lengua francesa, a veces en minoría en algunas
clases, también se retrasan de este modo: como la enseñanza colectiva debe adoptar el
ritmo de las adquisiciones de la mayoría, necesariamente se hace más lenta cuando esta
mayoría está compuesta de alumnos que comprenden difícilmente la lengua.
Para evitar este inconveniente se intentó una experiencia nueva hace algunos años en un
instituto masculino: se establecieron unas clases homogéneas de sexta: una con alumnos
excelentes, la segunda con los alumnos buenos, la tercera con los alumnos algo menos
dotados, etc. Pero se hizo de modo que la primera fuese numéricamente la más cargada, la
segunda un poco menos y así sucesivamente: el efectivo más limitado se hallaba en la clase
peor. Con ello intentaban compensar con una pedagogía mas atenta la inferioridad inicial de
algunos. Se vio que este método resultaba eficaz y se comprobó que una clase poco
numerosa evita muchos fracasos. Igualmente podría creerse que la eficacia de la clase de
perfeccionamiento para los débiles mentales y la de la enseñanza especializada se deben
más al escaso número de alumnos que hay en ellas — unos quince que a lo específico de los
métodos y técnicas pedagógicas.
La solución de estos problemas no depende de la buena voluntad individual, sino de los
poderes públicos a los que corresponde fijar el número máximo de alumnos por clase.
Depende, pues, de la orientación general de la educación nacional y exige una política a
largo plazo. También se halla entorpecida — tanto en el extranjero como en Francia y a
veces aún más — por la dificultad que entraña el reclutamiento del personal de enseñanza.
El aumento de la escolarización exige un mayor número de maestros y profesores en una
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época en que, por múltiples razones, esta profesión atrae mucho menos que antes. La
modernización pedagógica encuentra en ello un obstáculo que será difícil de vencer.
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Insuficiencia del didactismo.
Pero hoy día se ve claramente su insuficiencia. La sociedad actual ha perdido su estabilidad,
los conocimientos adquiridos durante la infancia no son suficientes para la duración normal
de la vida y de la actividad profesional.
El prestigio del maestro ha descendido, ya no es el único que reparte cultura. Por tanto debe
conquistar su autoridad y su auditorio. Y cómo lo conseguirá ino con un progreso de la
pedagogía? Ahora bien, el didactismo provoca en un número creciente de alumnos una
impresión de enojo, no les da gusto por el trabajo, les hace sentir el tiempo de la escuela
como algo largo e interminable. Pensemos en todos los que desean terminar sus estudios a
los 14 años y, según la expresión consagrada, ponerse a «trabajar». Incapaz de organizar
convenientemente la relación entre maestro y alumnos, el didactismo los hace faltos de
atención y turbulentos y obliga al maestro a actitudes autoritarias y coercitivas. Suscita
perturbaciones psicológicas tanto en los niños, preocupados por sus dificultades escolares,
como en los maestros, agotados por la autoridad que deben ejercer y el fracaso de sus
esfuerzos. No consigue ni estabilizar los conocimientos impartidos ni lograr una asimilación
suficiente. Muestra de su fragilidad es el olvido en que estos conocimientos caen. ¿Cómo no
estar preocupado por la diferencia entre el esfuerzo que cuesta instruir y el volumen de lo que
se retiene? Si comparamos la frecuencia de las faltas de ortografía y la energía gastada en
enseñar la ortografía a los alumnos de todas las edades, se comprueba fácilmente que no
hay relación y el rendimiento es escaso. El didactismo no proporciona un agrado duradero
por la cultura, no abre bastante el espíritu y no dispone favorablemente para una formación
complementaria posterior.
La pedagogía tradicional se ocupa de un modo abusivo de la expresión escrita en detrimento
de la expresión oral. Los alumnos saben escribir y escuchar, pero casi no aprenden a hablar
y esto no debe asombrarnos ya que se hace del silencio una de sus virtudes: se consigue un
desequilibrio entre su capacidad de expresión escrita y una incapacidad de expresión oral. La
mayoría termina sus estudios secundarios sin haber hecho nunca una exposición oral en la
clase, ya que sólo toman la palabra para recitar unas lecciones. No están lo suficientemente
formados desde el punto de vista social: pensemos en la negligencia o escasez de lo que se
llama instrucción cívica; ¿no es contradictorio exaltar constantemente los valores
democráticos cuando se enseña la historia, y no saber instaurar en la clase una vida
democrática? El didactismo no da tampoco educación moral, ya que al recurrir a la emulación
desarrolla el individualismo y el sentimiento de rivalidad, unidos a la ansiedad que provocan
los exámenes y las composiciones; obliga también a una proporción importante de alumnos a
cometer fraude, a ocultar sus pensamientos, mentir o disimular y a gloriarse de ello
considerando el éxito de la mentira como un índice de inteligencia; por el modo como alaba la
obediencia, no desarrolla bastante el sentido de la autonomía ni la capacidad de dirigir por sí
mismo la propia conducta.
Estos inconvenientes son particularmente importantes en una época en que, cada vez más,
se escolarizan no ya niños, sino adolescentes: el método de autoridad les resulta
especialmente inadaptado, debido a su deseo de emancipación; es también cada vez más
inadecuado a la psicología de los alumnos tal como la forman hoy día las corrientes
extraescolares, especialmente la cultura de masa, mucho más atractiva casi siempre que la
cultura escolar.
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Entre aquellos a quienes el didactismo no conviene, figuran también los «superdotados» que
logran éxitos cada vez menores a medida que llegan a ciclos de estudios más elevados; y es
porque no han adquirido el sentido del esfuerzo; hasta entonces no han tenido ocasión de
realizar ninguno. Igual que algunos trabajan sin conseguir el éxito, hay otros que consiguen el
éxito sin trabajar, al menos hasta un cierto momento. Para estos últimos, los programas de la
escuela primaria son demasiado sencillos y las tareas escolares no les exigen ni
concentración ni vigilancia: adquieren, pues, la costumbre de no hacer nada. Pero
descienden de nivel al llegar a la clase sexta: como es más exigente, empieza a ser
necesario un ligero esfuerzo que ellos no saben cómo organizar e incluso se niegan a hacer.
Otros, muy brillantes, hallan dificultades en la clase segunda, porque reclama una atención
más sostenida. Algunos, por último, más raros pero más dotados, pasan el bachillerato sin
dificultad, pero no se adaptan a la enseñanza superior que requiere más trabajo; éste les
pesa. En cierta manera son víctimas de su facilidad, de su misma inteligencia, y fracasan
porque son demasiado dotados. Preparan una composición o un examen en el último minuto.
Como no han hecho nada antes, se les promete el fracaso y se les garantiza que no saldrán
nunca adelante comportándose así; pero ellos desbaratan los pronósticos; conociendo la
rapidez de su avance, han sabido empezar a estudiar en el momento preciso y si se les
suspende es porque los temas eran sobre unas cuestiones que voluntariamente habían
dejado sin repasar. Animados por los éxitos anteriores, adquieren una confianza excesiva en
sí mismos; muchos alumnos albergan sentimientos de inferioridad y carecen de confianza en
sí mismos, pero algunos, por el contrario, tienen demasiada. Algunos «superdotados» se
aburren en la clase porque el ritmo es demasiado lento para ellos. Es el caso de aquellos
que, habiendo aprendido a leer en la escuela maternal, pasan sin embargo un año en el
curso preparatorio; todo lo que se les enseña, ya lo habían aprendido. Las lecciones les
parecen interminables y fastidiosas; sufren por la heterogeneidad de las clases. Aunque en
principio las clases sean homogéneas, de hecho son heterogéneas; ahora bien, casi sin
advertirlo, se enseña con referencia al grupo más numeroso; si el conjunto es de nivel
elevado, se dirigen a los más dotados. pero si es bajo, se ocupan de los más lentos.
Entonces los «superdotados» sienten fastidio, ya que ellos han terminado en seguida el
trabajo propuesto y han comprendido en seguida lo que se explicaba. La jornada escolar no
acaba de pasar nunca. Ellos relacionan clase y fastidio y se sienten frenados en su deseo de
trabajar. A veces se han querido organizar clases de «superdotados» pensando en ellos,
clases que permitirían a los alumnos particularmente inteligentes trabajar a su ritmo y
escapar al inconveniente de una enseñanza inevitablemente fastidiosa. Además, como no
han aprendido a esforzarse, se niegan a hacerlo cuando sus estudios se hacen más difíciles;
se asombran, casi se escandalizan de que ahora tengan que trabajar. Incluso puede ocurrir
que se sientan amargados y descontentos de sentirse desplazados. Estaban orgullosos de
ser los primeros, porque conseguían serlo sin esfuerzo, y creerían perder su categoría y
descender en su dignidad si tuviesen que participar en la competición escolar y luchar
duramente para mantener su puesto; otros, no comprendiendo lo que ocurre ni que su
fracaso se debe a que sus estudios requieren ahora un trabajo más sostenido, creen haberse
vuelto tontos y se abandonan a la inferioridad pensando que ya no pueden recuperarse ni
mejorar su rendimiento.
Por último, a la vez que inteligentes, estos alumnos son a veces muy maduros y manifiestan
incluso una madurez precoz. Tal vez sorprende, porque nada en la vida escolar, tal como
actualmente se halla organizada, provoca la madurez de los adolescentes y más bien hay
muchos factores que tienden a hacerlos permanecer en un estado infantil. Sin embargo hay
algunos cuya personalidad es lo bastante resistente y vigorosa para madurar a pesar de la
frialdad del clima y, por consiguiente, llegan a desarrollarse; pero poseen más el sentido de la
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cultura que el del examen, más el gusto por el trabajo intelectual que por el trabajo escolar
cuyo mismo nombre les parece peyorativo y unido a un comportamiento infantil; ellos quieren
proceder según sus intereses, y no limitarse a seguir un programa. Poseen efectivamente el
sentido de la cultura personal, que consiste en estudiar los problemas a medida que los
encuentran y despiertan su interés pero, a pesar de ello, no preparan bien sus exámenes, No
hay que creer que esta actitud aparece solamente en el momento final de los estudios
secundarios o en la enseñanza superior. En cierta manera se encuentra desde la edad
elemental, especialmente en aquellos que sienten muy precozmente el gusto por una
disciplina. Se ven niños que, desde los ocho o nueve años, se apasionan por la historia o las
ciencias naturales, multiplican sus lecturas y adquieren muy pronto una especie de erudición
selectiva; pero en la misma medida en que sienten este agrado tan pronunciado, se apartan
del resto de las disciplinas. Y como no permiten la amputación ni aun provisional de sus
intereses, son a la vez cultivados y malos alumnos. Esto se hace más frecuente en la
enseñanza secundaria en donde se opera una cierta especialización, y puede encontrarse su
índice en la diferenciación progresiva de los gustos. Aquellos a quienes agradan las «letras»,
mu chas veces se niegan, incluso cuando están en una sección clásica, a hacer el mínimo de
trabajo requerido para mantener un puesto honroso en matemáticas o en ciencias e incluso
ponen una cierta presunción en tener malas notas en estas asignaturas; un mal puesto en la
composición de ciencias naturales les parece que atestigua su valor literario, o al revés.
Rechazan esta especie de enciclopedismo provisional que requiere la enseñanza secundaria
y quieren especializarse, es decir, cultivarse en el sentido que ellos mismos han elegido. Así,
en cierto modo, esta madurez precoz perjudica la eficacia del trabajo, porque las formas de
organización de nuestra enseñanza recompensan más la aplicación propiamente escolar; los
exámenes están organizados para medir los conocimientos de los candidatos más que para
sancionar su cultura.
estudiar. Seguros, con razón, de tener una conciencia profesional exigente, los maestros
difícilmente se reconocen responsables del fracaso; están seguros de que hacen todo lo que
pueden para asegurar el bien de sus alumnos. Como decía M. Berge en una frase que les
atribuye: «Cuando tenemos buenos alumnos, decimos que es gracias a nuestras
enseñanzas; cuando tenemos alumnos malos, decimos que la culpa es de ellos.» Además
parece que el maestro esté concebido como un personaje sagrado, inatacable como tal e
incapaz de ser sometido a discusión; todo análisis que le hiciese sospechoso aparecería casi
como un sacrilegio. Se atribuye muchas veces la culpa a los padres, a la televisión, al cine o
a las lecturas, pero nunca a sí mismo. A pesar de estos obstáculos, intentaremos abordar
este problema.
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transmisión. El papel del maestro es obrar de modo que ninguna noción se presente antes de
las demás que se requieren para su comprensión, elaborar una progresión, adoptar un ritmo,
elegir los ejemplos apropiados, prever los ejercicios de control que le permitirán ver si Ie
siguen y comprenden, y repartir los deberes y lecciones, La importancia de esta función
mediadora es tal que, salvo en caso de fuerza mayor, se prefiere la enseñanza oral a la
enseñanza por correspondencia, porque parece difícil sostener un esfuerzo sin esta
presencia humana. Por ello también la enseñanza por televisión no satisface plenamente: la
persona del maestro está en cierto modo visible en la pantalla, pero sin posible reciprocidad:
es una especie de relación ficticia en que el profesor habla a los estudiantes, sin que éstos
puedan dirigirse a él. Por último, porque se supone este papel de mediador se insiste con
razón sobre el inconveniente de las clases demasiado numerosas en las que disminuyen y se
empobrecen las relaciones y él docente casi no puede hablar personalmente a cada uno de
los alumnos, ni conocer su ritmo de asimilación y de progresión.
Esto se ve, pero no se analiza suficientemente; en el pensamiento tradicional, se contentan
con creer que el maestro prevé y organiza el ritmo de distribución de la información escolar.
Está concebido como una especie de artesano que comprueba el buen desarrollo de la
transmisión del saber, un poco como los servicios encargados de velar por la red de aguas
en una ciudad determinada deben asegurarse de que no se producen escapes. Y este
sistema se utiliza en el campo pedagógico para explicar el modo de la presencia y la
intervención del maestro. Se elimina así completamente la importancia de su personalidad
propia. Se le considera únicamente como un hombre cultivado que organiza de modo
conveniente la transmisión de cono cimientos y asegura su eficacia, eventualmente por la
fuerza si es preciso. Se podría comparar la información escolar a un río que fluye mal porque
la pendiente es demasiado pequeña, hasta el punto que corre peligro de estancarse:
***
Éstas son las razones por las que resulta insuficiente la pedagogía tradicional, cualesquiera
que hayan sido sus méritos históricos, y que llevan consigo la disminución del interés y la
creciente resistencia de los alumnos. Lo que los maestros llaman «descenso de nivel»,
¿vemos ya que se debe precisamente a la persistencia del didactismo en un momento en
que resulta cada vez más inadecuado? Detener el descenso de nivel aumentando el
didactismo, es acelerarlo.
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Esta interpretación de la función magistral es errónea; en realidad debemos definirla diciendo
que consiste no en transmitir conocimientos, sino en suscitar en los alumnos el deseo de
conocer. Entre estas dos concepciones del maestro, considerado como el que instruye, o
como el que despierta el deseo de ser instruido, no hay simplemente una diferencia de matiz
o de detalle; no es una sutileza o un refinamiento del lenguaje, sino una interpretación radical
mente distinta. Decir que es el que instruye, es reducirle al papel de distribuidor de
información como si, con las presiones suficientes, ésta pudiese ser recibida necesaria mente
por sus destinatarios. Si decimos que él debe despertar el deseo de ser instruido, todo
cambia. Puede ilustrarse esta idea comprobando que, cuando un alumno se lleva mal con su
profesor, esta desavenencia es suficiente para producir en él una especie de paralización y
detención del trabajo escolar regular. Muchos podrían comprobar que, si hay una disciplina
escolar cualquiera en la que no han salido adelante, es sin duda porque durante un año o
más, han tenido profesores hacia los que sentían antipatía, casi odio; y esto ha producido la
pérdida del interés por esta disciplina. Por ello algunos dejan de trabajar cuan do cambian de
profesor, mientras que otros, al revés, ven mejorar su nivel después de haber cambiado de
centro o de clase. Los resultados varían de un año para otro no porque el alumno sea
alternativamente inteligente o tonto, sino porque los maestros sucesivos que tiene se sitúan
respecto de él de un modo diferente y, por consiguiente, lo motivan diversamente. En suma,
ocurre como si la simpatía por el maestro se transfiriese a lo que enseña, y como si la
antipatía hacia él se extendiese también a lo que enseña. Así los fenómenos aparentemente
marginales de la vida escolar, como son la simpatía o la antipatía. CII importancia casi no
perciben el alumno ni su familia, o que consideran accesorios, constituyen el elemento
decisivo del éxito o del fracaso.
Si analizásemos más de cerca esta relación, deberíamos decir que la función pedagógica es
suscitar un deseo de identificación. Igual que la familia es educadora de la moralidad más
que por las recomendaciones que dé sobre la moral, por el ejemplo que dé de su propia
moralidad y por el deseo de imitar a sus padres que despierta en el niño, también el papel del
maestro es suscitar un deseo de identificación. Ésta no consiste en infundirles deseo de
imitar sus manías, aunque no quede excluido y a veces ocurra que la admiración por un
profesor lleve a adoptar sus maneras de hablar, sus muletillas o su conducta, incluso en los
centros femeninos, su mismo estilo de vestir. La identificación no consiste tampoco en
despertar vocaciones por la enseñanza, aunque esto no deba despreciarse; y podríamos
demostrar sin duda que en muchos se debe a esta admiración la elección de esta profesión.
Pero el ideal de la relación entre maestro y alumno no es que éste a su vez quiera enseñar;
la identificación de que se trata consiste en querer igualarse a él en el plano cultural y
asimilar sus conocimientos. Si se plantea en estos términos el problema de la motivación, es
evidente que la aplicación de los alumnos no puede separarse de la simpatía hacia los
profesores; si éstos son desagradables, es inevitable que los niños, especialmente cuando
son muy jóvenes y no han comprendido aún la utilidad del trabajo para su propio porvenir y
su propio bien, abandonan las tareas escolares y se niegan a realizar los esfuerzos que
requieren. Si la enseñanza es muy difícil y supera las posibilidades de los alumnos, el peligro
está en que se pierdan y lleguen a la conclusión de que nunca llegarán a comprender. La
identificación habrá fracasado porque el modelo aparece demasiado lejos para permitir la
esperanza de acercarse a él; si por el contrario, las enseñanzas, demasiado triviales y
sencillas, quedan por debajo de las posibilidades de adquisición y no exigen esfuerzo, los
alumnos creen que el trabajo es superfluo ya que la finalidad está conseguida. Cuando se
dice que el maestro debe ser capaz de saber lo que puede exigir, se trata de esto: hacer
posible la identificación presentando la cultura como algo que puede asimilarse mediante un
esfuerzo.
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El profesor se halla, pues, en una situación paradójica: por una parte el contenido de su
curso, las nociones mismas deben considerarse como anónimas y universales, él no
presenta fantasías u opiniones pasajeras, sino la verdad, o al menos unas ideas racionales,
universalizables en derecho, justificables en razón; desde este punto de vista todos los
maestros de igual competencia podrían considerarse intercambiables; las matemáticas son
las mismas, enseñadas por uno o por otro. Sin embargo, por otra parte, el rendimiento
depende, además del método utilizado, del que lo utiliza y aplica, es decir, del profesor.
Igualmente entre el uno y el otro no hay una distinción radical; el método utilizado está
siempre en continuidad con la persona y la proyecta. Así el maestro aparece como factor de
fracaso siempre que no estimula el deseo de trabajar y su personalidad no suscita el deseo
de identificación.
El examen psicológico de ciertos inadaptados escolares muestra que en ellos no hay ni
deficiencia psíquica, ni insuficiencia intelectual, ni trastorno afectivo. Y sin embargo no
sienten ningún interés por las tareas escolares La pereza, el atolondramiento, la mala
voluntad, la imbecilidad, todas las ideas vacías y pseudopsicológicas que se invocan
entonces no tienen otra misión que desviar el análisis. La verdadera razón es que no han
encontrado en el transcurso de su vida escolar nadie que haya sabido crear, conservar o
despertar este interés. No es que el responsable sea necesariamente un maestro actual:
puede ser el de un año anterior. En efecto, si es verdad que aquel que durante su escolaridad
entra en conflicto con un profesor deja de trabajar, cuando anteriormente era un buen
alumno, también muchas veces se adquiere la aversión hacia las tareas intelectuales desde
el principio: y se mantiene si no encuentra al final alguien que consiga descondicionarlo.
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enseñan que por aquellos a quienes enseñan; los frustrados, que buscan en sus alumnos un
afecto que les consuele de las frustraciones anteriormente sufridas; los hombres duros, a
quienes gusta ejercer la autoridad, mandar y castigar; por último, los que por sentir un
complejo de inferioridad temen fracasar en una relación con los adultos y piensan que
dominarán con mayor facilidad a los niños.
Unos y otros pueden ser responsables del fracaso. Así los «indiferentes» — los «logotropos»
de Caselmann — dejan de lado a los alumnos poco dotados pues piensan ante todo en la
disciplina que enseñan; sienten eventualmente una cierta simpatía por los alumnos brillantes
y se apartan de los demás, que sería necesario ayudar. Por otra parte, establecen en su
clase un clima de frialdad y de distancia, desfavorable a los alumnos sensibles,
especialmente a los sentimentales que no creen que se les haga suficiente caso. Por ello no
debe recomendarse este estilo de enseñanza del que algunos creen hallar la justificación y
recomendación en unos textos de Alain: «El maestro debe castigar igual que barre.» Alain
distingue la familia, medio afectivo en el que el niño se siente amado, y la escuela, medio en
el que se establece esencialmente un diálogo de los espíritus que elimina la dimensión
afectiva. En esta perspectiva, el maestro debe permanecer indiferente hacia los alumnos y no
sentirse afectado ni objeto de su aplicación o su pasividad. Ahora bien, si se hace
voluntariamente frío, lejano y distante, si cree que la clase debe reducirse a un diálogo de los
espíritus y que éste se establece sin pasar por el diálogo de las personas, adopta una actitud
equivocada, por no considerar la exigencia afectiva.
El maestro frustrado ocasiona un cierto número de fracasos; al buscar el afecto de unos
niños que en realidad están mucho más deseosos de recibirlo que son capaces de darlo,
pronto se sentirá decepcionado y sentirá rencor y amargura. Y entonces podrá volverse
agresivo o faltar a la justicia; y creyendo recibir más afecto de algunos, tendrá tendencia a
preferirlos. Pero los que se sienten desfavorecidos se negarán a trabajar, como venganza, o
se desanimarán, convencidos de que, hagan lo que hagan, pertenecen a la categoría de los
«mal considerados» y siempre recibirán malas notas.
Al maestro duro también puede imputársele la responsabilidad de algunos fracasos. Éste
crea un ambiente de guerra, trata de coger en falta a los alumnos para castigarlos, los coloca
en estado de inferioridad y suscita un deseo de desquite. Entonces se aprovechan para ello
las menores ocasiones. Por turno, profesor y alumnos intentan substituir una inferioridad
anterior con una superioridad provisional y la clase se vuelve agitada: él humilla a los
alumnos empleando epítetos insultantes y les induce a negarse a trabajar creyendo que así
se vengan de él.
Por último, el maestro con complejo de inferioridad, si no llega a dominar su debilidad, es
«fastidiado»; en este caso, es evidente que los alumnos en la clase se di vierten y fracasan;
si por el contrario se esfuerza en compensar esta debilidad y se vuelve tiránico, maniático,
ansioso o escrupuloso, produce en sus alumnos un disgusto por el trabajo escolar.
Si todas las deficiencias de carácter del maestro repercuten en riesgos de fracasos, los
buenos resultados en cambio aparecen más como criterios del valor del maestro que como
criterios del valor de los alumnos. Es que, cuando la personalidad del profesor deja que
desear, una de las necesidades fundamentales del niño no se ha satis fecho: o su necesidad
de afecto, o su necesidad de seguridad, si teme sus reacciones, su impulsividad, sus riñas,
su severidad o la desigualdad de su humor. Por último, queda frustrado de valoración.
Necesitando tener éxito, sentir que adelanta, que hace progresos, se desanima cuando sus
esfuerzos no son reconocidos y cuando equivocadamente se le reprocha que es
despreocupado. Si aquel que ha estudiado la lección y la sabe, ve que lo riñen por no haberla
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estudiado, mientras que su amnesia se debe solamente a la timidez, experimenta un
sentimiento profundo de injusticia y piensa que es inútil seguir haciendo esfuerzos que no se
le reconocen.
Por ello desearíamos que una formación pedagógica apropiada y dada a todos los que
enseñan, les ayudase a comprender a los niños y los adolescentes, a pensar que un alumno
es ante todo una persona que hay que saber descubrir detrás de su papel de escolar. En
clase, el niño desempeña su papel en función del modelo cultural correspondiente; pero
muchas veces no vemos en él más que el personaje y casi no pensamos en la persona del
niño, en que el aspecto escolar es sólo uno de sus aspectos. Así pues, la formación
psicológica debe estar concebida de modo que permita conocer y comprender a los demás;
tampoco se trata de transformar al pedagogo en psicólogo, pues son dos funciones distintas,
pero el pedagogo debe poseer un cierto número de claves que le permitan comprender las
dificultades de sus alumnos; es preciso que comprenda las situaciones personales,
especialmente los problemas afectivos. Es apto para enseñar el q’ p adquirir esta formación y
sacar partido de ella, aquel cuya personalidad se adapta a la de los demás. Es decir, que la
selección del cuerpo docente no debe hacerse exclusivamente por la calificación intelectual y
las cualidades morales de los candidatos, sino mucho más por sus cualidades psicológicas.
X. FRACASO E INTERNADO
Es frecuente que se amenace a un mal alumno con «meterlo interno». En la intención de sus
padres está a la vez castigarlo por su «pereza» y procurarle mejores condiciones de trabajo.
¿Es fundada esta actitud? ¿Obtendrá así el resultado deseado o el internado es más bien
una razón de fracaso? Vamos a examinarlo.
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riesgo de ser poco apreciados, considerados como insubordinados o tratados como rebeldes,
a quienes se quiere eliminar con el pretexto de que tienen «mala disposición»; y esto se
agrava con la actitud arbitraria de aIgunos vigilantes. Hay algunos que son notables por sus
preocupaciones educativas y el tacto con que ejercen sus funciones, pero hay también otros
que carecen total mente de estas cualidades elementales. Además su situa ción es ambigua
ya que se hallan divididos entre el temor de la administración que les pide sobre todo que
eviten los incidentes, y el de los alumnos. Influidos por estos dos temores que se oponen a la
vez que se conjugan, se ven presa de una ansiedad que les conduce a adoptar unas
actitudes muy perjudiciales para los alumnos.
En definitiva, pueden presentarse diversos peligros. Primero, el desarrollo de la agresividad;
si el interno se amarga por las frustraciones y la disciplina y adopta una actitud de
infantilismo, frivolidad, irresponsabilidad; sus manifestaciones más frecuentes son el alboroto,
que realiza un sueño de destrucción, y las humillaciones o novatadas que se hace sufrir a los
recién ingresados o a algunos alumnos. Otro peligro es la «polarización» en el trabajo; sin
duda podría creerse que este peligro es menor porque no es el más frecuente y puede
parecer menos perjudicial que los anteriores. Pero habría que preguntarse si no debe tenerse
en cuenta: es el problema del «buen alumno» polarizado. Por último, el interno puede intentar
acomodarse lo mejor posible al reglamento buscando ser «bien visto» del vigilante con
actitudes de adulación condenables, o bien faltar al reglamento sin dejarse coger; en algunos
acaba en la mentira y el disimulo, es decir, la hipocresía. Mientras que la desobediencia a la
familia les hace sentirse culpables, la desobediencia al vigilante les enorgullece.
Con un peligro de falsificación de la conciencia, ya que unas actitudes objetivamente
inmorales se tratan y consideran como éxitos. Y resulta evidentemente paradójico y
censurable que esto ocurra en establecimientos que se declaran particularmente
preocupados por la formación moral de los alumnos.
Otro peligro consiste en proporcionar una sociabilidad artificial, constituida únicamente de
relaciones con alum nos de la misma edad y excluyendo la vida con los adultos. Al no estar
nunca solo sino siempre entre los demás, el in terno puede convertirse en gregario o
aborregado a menos que, por una reacción opuesta, desee demasiado vivamente la soledad
y se entregue a la misantropía. Por otra parte, a menudo en los internados se establece una
especie de conformismo con la grosería y frecuentemente los alumnos groseros son la
mayoría y se imponen, por lo que los que son de espíritu delicado sufren por esta falta de
delicadeza y de educación.
También el internado a veces anima y favorece una cierta dimisión de la familia. No faltan
padres que creen que su hijo allí está bien, vive en un buen ambiente y por consiguiente, hay
que dejarlo allí. Se acostumbran a contar con los demás para educar a sus hijos.
Estas observaciones no se aplican a las casas de reeducación que reciben inadaptados
sociales, huérfanos, niños con trastornos de carácter, débiles mentales, enfermos motores,
etc. El internado entonces es exigido por la deficiencia eventual de la familia o por las
técnicas de reeducación. Cuando el niño debe ser objeto cotidianamente de cuidados
asiduos, es imposible asegurárselos fuera de un establecimiento apropiado. Pero en ellos el
clima es más educativo generalmente que en los internados normales. Como el número es
restringido, el reglamento puede ser más suave y menos anónimo. Unos educadores,
poseedores de un diploma especializado, que disponen de técnicas para la organización de
la vida común y de las distracciones aportan mucho más que el vigilante: la sustitución del
vigilante por un educador es un factor muy positivo. El problema consiste en saber si estas
casas están siempre en disposición de asegurar la función de suplir a la familia que les es
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propia; pero casi siempre se esfuerzan en ello con mucha generosidad y obtienen resultados
muy satisfactorios.
Así vemos que el «meterlo interno», aunque libera a los padres de algunos niños
eventualmente molestos o rebeldes, no basta para asegurar el éxito escolar. Más bien puede
comprometerlo en aquellos que, hasta trabajaban de modo conveniente. Sin duda habrá
siempre condiciones geográficas o familiares que lo exigirán. Pero sería necesario que
fuesen cada vez menos numerosas y es urgente que el alumno encuentre en el pensionado
en vez del «inspector» que se le ofrece tradicionalmente, del que trata de vengarse
alborotando y haciendo novatadas, un educador calificado, formado y competente.
III
LOS FRACASOS PARCIALES
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concedida a la identificación de las letras y la parte que se dedica a la comprensión del
sentido.
Algunos fracasos se deben a insuficiencia intelectual: los niños débiles mentales llegan a leer
con dos años de retraso y culminan en un nivel que se sitúa alrededor del de C.E.2. Además
hay que precisar que su lectura está más cerca del deletreo que de la comprensión. La
deficiencia mental, cuando no es masiva hasta el punto de impedir completamente la
posibilidad de la lectura y la escolarización, implica a la vez un aprendizaje tardío, posterior
en uno o dos años a la edad normal, y una automatización demasiado fragmentaria para que
la comprensión sea completa y rápida.
También hay una condición propiamente afectiva del fracaso en lectura. Si el niño ha vivido
los primeros años de su vida familiar en unas condiciones satisfactorias, presenta, como
hemos visto, una disponibilidad, una receptividad intelectual suficientes para beneficiarse de
la enseñanza. El clima de seguridad o de inseguridad, aunque no tenga, según parece,
relación directa con el acto intelectual en qué consiste la lectura, influye en el éxito o en el
fracaso. El modo como los padres se representan la escolarización, la mayor o menor
serenidad con que la consideran, condicionan la actitud del niño y su deseo de aprender a
leer. Si se ha hablado de la perspectiva de su próxima escolarización como deseable y
beneficiosa, si se le ha hablado de la lectura como una técnica útil que es necesario adquirir,
si ve en ella una especie de adultización, una etapa de su promoción, una igualación con los
mayores, una modalidad de su liberación personal que le dará después un poder de
autoinformación y suprimirá una parte de su dependencia actual, deseará leer y abordará
este aprendizaje en unas condiciones más favorables que si se le ha presentado la clase en
general y la lectura en particular como unas obligaciones pesadas a las que se tiene que
someter porque no puede librarse de ellas. Ahora bien, algunos padres conservan un
recuerdo tan malo de su propia escolaridad, tienen aún tan presente en su espíritu la
tonalidad misma del fastidio que estuvo unido a ella, que no pueden ocultar este rencor, o
también debido al aspecto de guardería-amaestramiento que la clase presenta a sus ojos,
hablan de ella en términos perturbadores porque la representan más como un lugar en donde
se obliga a hacer cosas, que como el lugar donde se instruye. Y entonces la lectura se halla
englobada en el descrédito general de la escolarización. La familia, pues, tiene una influencia
muy importante en la motivación del aprendizaje de la lectura.
También existe una dimensión de orden propiamente pedagógico. En la práctica, la
enseñanza de la lectura se hace en dos tiempos: la escuela maternal está encargada de la
iniciación, la escuela primaria del aprendizaje; aun suponiendo que la distinción sea posible y
que cada una realice exactamente su función, intervienen una serie de rupturas: cambio de
establecimiento, cambio de método pedagógico; es decir, de locales y también, y
especialmente, de clima; y muchas veces paso de una maestra maternal a un maestro. Y en
el curso preparatorio, tal vez más que en ninguna otra clase, la antipatía y el temor hacia el
maestro pueden prolongarse en un disgusto por el trabajo. En ella se ejerce plenamente esta
función de motivación con la que hemos definido la tarea del que enseña; más que en
transmitir conocimientos consiste en infundirles el deseo de adquirirlos, de desarrollar, de pro
mover, o de mantener, si ya está establecido, el gusto por aprender. Aunque el niño quiera
leer, para que este deseo se mantenga y conserve, es preciso que el fastidio no supere al
placer que ello le produce. Por viva e intensa que sea, esta aspiración es frágil en un niño de
6 años y casi no resiste a la monotonía de la enseñanza o a la actitud traumatizante del
maestro; algunos fracasan porque ya no desean leer.
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Es decir, que se plantea también el problema de los métodos de aprender a leer: el debate es
demasiado apasionado y complejo para que nosotros lo sostengamos aquí. Pero, sin entrar
en el examen de todas las cuestiones que están ligadas con él, debemos recordar que el
interés no puede separarse del método. Hay que desvanecer muchas prevenciones y
leyendas sobre este punto. Nada se resuelve diciendo que «ningún método puede impedir a
un niño que aprenda a leer» ni afirmando que lo esencial es ir lo más aprisa posible. Sin
hacer una justificación detallada del método global, podemos pensar después de Decroly y
Dottrens que ofrece al niño las mejores posibilidades de adquirir verdaderamente el gusto por
la lectura.
La dislexia.
Debemos ahora situar el problema de la dislexia. Es un término tan actual que lo utilizan para
todos los fracasos en lectura, y en realidad, considerado etimológicamente, podría
designarlos todos. Pero, empleado de manera precisa, no se refiere los que se deben a
deficiencias sensoriales o intelectuales Un niño que no aprende a leer a causa de un defecto
de convergencia visual no es un disléxico, como tampoco lo es un débil mental.
La dislexia es ante todo un trastorno que afecta esencialmente a la organización del espacio
léxico. Leemos de izquierda a derecha. Se llama disléxico aquel que cambia esta orientación
por la orientación derecha-izquierda; esta substitución puede tener caracteres de gravedad
muy distintos; ya que en unos es una tendencia tenaz, persistente y vigorosa. En otros es
intermitente y frágil.
La dislexia afecta también a lo que podría llamarse el tiempo léxico. En efecto, la lengua se
habla en el tiempo; su pronunciación ocupa una cierta duración y se opera según un orden de
sucesión rigurosamente determinado que es el de las sílabas y las palabras. Por ello la
capaci dad de captar las relaciones temporales está relacionada con el aprendizaje de la
lectura, y los trastornos en este campo alteran la eficacia de su enseñanza. Así, con tests
apropia dos, se comprueba que la posibilidad de reproducir unas estructuras rítmicas está
parcialmente en relación con la rapidez de las adquisiciones léxicas. Diversas experiencias,
especialmente la de la señorita Stamback, han confirmado esta relación. Un estudio de la
señora Borel-Maisonny ha establecido igualmente que, en un grupo de niños con dificultades
en la lectura, más de tres cuartas partes presentaban serias dificultades de ritmo.
Por otra parte, la dislexia está unida a un retraso del lenguaje hablado que no se reduce a un
defecto de articulación; el que no puede pronunciar un sonido determinado, por ejemplo no
distingue SE y CE, no será necesariamente disléxico. El retraso de que se trata, más serio y
grave, consiste en la no identificación de las palabras. Cuando decimos «el caballo arrastra el
coche» la elocución de la frase es homogénea, y no nos detenemos ante cada término.
Oímos un flujo continuo que se distribuye de un modo regular en el tiempo. Pero aunque no
haya separación entre las palabras, lo que percibimos de un modo continuo se transforma
para nuestro espíritu en una serie discontinua. Dicho de otro modo, hay una diferencia entre
el flujo sonoro oído y el espacio mental en el que nos representamos la frase pronunciada:
inmediatamente la descomponemos en una serie de palabras distintas las unas de las otras:
aunque pronunciadas de una manera continua, se comprenden e interpretan como
discontinuas. Reconocemos cada una de ellas. El niño va adquiriendo lentamente el sentido
de su identidad. Cuando oye por primera vez «el caballo arrastra el coche», nada le permite
saber ni aun plantearse la cuestión de saber si los sonidos «el coche» constituyen un solo
término o dos; pero, como en otros momentos oye «coche» disociado de «el» (por ejemplo,
«yo veo unos coches»), por un movimiento imperceptible, se dará cuenta de que estos
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sonidos iniciales «el coche» cuentan como dos palabras y que las sílabas co-che constituyen
una unidad interna que debe disociar del «el» que las precede. Por la experiencia de la
diversidad de ocasiones en las que se emplea un mismo término, el niño llega
progresivamente a reconocer la identidad de cada uno. Los que se utilizan para enseñarle a
leer corresponden, porque están convenientemente elegidos, a unas palabras conocidas; ya
han sido identificados y unidos a una representación concreta. Se establece entonces una
especie de continuidad entre el lenguaje tal como se hablaba antes de aprender a leer y el
que está escrito en la pizarra o en un libro, es decir, el que se descifra. Si por el contrario el
niño no ha realizado esta diferenciación anteriormente entre los sonidos y las palabras, el
lenguaje escrito no corresponde a nada. Es como si pronunciásemos una palabra tomada de
una lengua extranjera. La lectura no tiene ningún sentido para el niño que aún no puede
establecer la correspondencia entre la serie sonora del lenguaje hablado y la serie escrita del
lenguaje leído.
La dislexia se señala, pues, por el carácter torpe, discontinuo y balbuceante de la lectura,
sobre todo en alta voz. El alumno no consigue situar las letras en el tiempo y en el espacio, ni
hacerlas corresponder a ideas y palabras. La dificultad léxica se prolonga en el plano gráfico
por la intervención de la posición de las letras y por la inversión de los grafismos
considerados aisladamente. Por ejemplo, invitado a copiar o a escribir el sonido «en» el niño
escribe «ne». Al hacer esto cree escribir «en» no «ne», es decir, lo que se le ha dicho; pero
en lugar de adoptar el sentido izquierda-derecha, ha usado la dirección derecha izquierda. .A
veces el niño sólo presenta estas molestias, pero también puede manifestar trastornos más
graves de la representación espaciotemporal; el trastorno léxico y gráfico entonces solamente
constituye un aspecto particular de una perturbación más general que afecta en su totalidad a
la estructuración del espacio y del tiempo. En el primer caso, hay razones para pensar que se
trata de una pseudodislexia, o lo que es lo mismo, de una dislexia de origen afectivo o
pedagógico. Si aparece por el contrario, además, una deficiencia de la estructuración
espaciotemporal, es una dislexia verdadera o de «evolución» (a veces llamada simplemente
dislexia, sin otra calificación). Para saber de qué caso se trata, se recurre a tests de
estructuración espaciotemporal, de predominio lateral y de lenguaje.
Por ello la noción de dislexia no es homogénea. No existe una dislexia única y cuyos
componentes y estructura serían siempre los mismos; hay dislexias. Las que son de origen
esencialmente pedagógico se deben a la equivocación de los procedimientos empleados o a
incapacidad del que ha enseñado la lectura sin haber visto las dificultades ni previsto las
confusiones posibles. También a veces se trata de una enseñanza prematura dada con
demasiada rapidez a un niño que no estaba bastante desarrollado, con vistas a formar un
pequeño «campeón» que sepa leer antes que los demás. En el segundo caso, casi siempre
son trastornos de organización espacial que afectan al conjunto del comportamiento del
individuo: le cuesta reconocer la derecha y la izquierda en su propio cuerpo así como
orientarse en el espacio y distinguir la derecha y la izquierda con referencia a él. A veces, por
último, predominan las perturbaciones de la organización temporal o del lenguaje: conviene,
pues, distinguir de qué caso se trata, analizarlo con detalle y reorganizar la reeducación
apropiada.
El predominio lateral.
Es muy importante preguntarse si la dislexia no está casi siempre unida a la lateralidad
contrariada o dudosa. Es lo mismo que preguntarse qué parte tienen la una y la otra en el
fracaso escolar. Ya se han publicado diversas obras sobre este punto, que moviliza mucho la
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opinión y suscita vivas controversias. Pero muy a menudo estas discusiones son
apasionadas e insuficientemente informadas. Algunos padres serían muy felices de que su
hijo fuese un «zurdo contrariado», pues esto explicaría el fracaso y autorizaría a esperar una
reeducación. Otros, principal mente algunos miembros del cuerpo de profesores, no quieren
conceder la importancia que tiene predominio lateral; es, pues, un problema muy delicado, un
insuficientemente conocido, que entraña aspectos diversos.
Está primero el de la determinación e identificación del predominio lateral en el triple nivel de
la mano, del ojo y del oído; algunas teorías sostienen que, aunque una mano predomine
sobre la otra, hay un ojo director (no necesariamente el que tenga mayor agudeza visual) y
un oído director. Diversos tests, de desigual significado, se utilizan con este fin; pero existe
una gran dificultad en que sólo podemos determinar el predominio lateral por síntomas
persistentes, por ejemplo, la fuerza, la habilidad manifestada, la mano preferida o la que
obtiene la mayor perfección en una actividad dada; no podemos remontarnos a su substrato
anatomofisiológico. Por ello sin duda medimos parcialmente el predominio lateral, pero tal vez
más la fuerza de la contrariedad que se ha ejercido; dicho de otro modo, el uso preferente de
la mano derecha no permite necesariamente concluir que existe un predominio derecho, ya
que vivimos en un medio cultural de la derecha y por consiguiente, los educadores
inevitablemente obligan a usarla. Ahora bien, los zurdos de las generaciones anteriores
fueron casi siempre contrariados. Sin duda dejamos pasar a través de la criba que
constituyen los tests un cierto número de zurdos para los que aquéllos resultan demasiado
imperfectos y no logran discriminar su predominio exacto; es la razón por la que hay
diferencias dignas de tener en cuenta entre los trabajos que dan indicaciones sobre la
proporción de zurdos.
En cuanto a los trastornos consecutivos a la contra nación del predominio, pueden agruparse
en tres categorías; los primeros afectan al plano corporal, por ejemplo los calambres; al
escribir durante algún tiempo con la mano derecha, el zurdo siente un dolor en los dedos, el
puño o el antebrazo; muchas veces se ha atribuido a la misma causa la enuresis, la
tartamudez y diversos trastornos; pero hay que evitar los razonamientos erróneos por abuso
de reciprocidad: del hecho de que el predominio contrariado ha ocasionado un trastorno dado
no debe concluirse que todos los que lo presenten sean zurdos. Otras dificultades afectan al
plano psicológico: se citan en particular las tendencias obsesivas, la hiperemotividad, la
agresividad, el sentimiento de inferioridad, la timidez, etc. Estos trastornos están muy unidos
al ambiente desfavorable de la contrariedad y al hecho de que el zurdo sea considerado e
inducido a considerarse a sí mismo como anormal, tonto o torpe, etc. Incluso en las clases en
que se le deja escribir con la mano izquierda, pueden hacerlo de un modo condescendiente y
piadoso que hiere. La tercera categoría afecta al plano propiamente escolar; eran felices los
zurdos en la época que precedía a la escolaridad obligatoria, ya que ahora son sus víctimas
principales; en nuestro clima pedagógico el que hace manchas y cuya escritura es de letra
larga o quebrada, queda desvalorizado. Y aparecen también trastornos en la lectura y en la
ortografía, y por último dificultades en matemáticas, especialmente en geometría, a causa de
la representación espacial que exige la solución de los problemas. En lo que concierne a la
reeducación, veamos primero el caso del niño del curso preparatorio, que aún no ha
aprendido a escribir. Deben guardarse de contrariarlo y obligarle a escribir con la mano
derecha. Pero también hay que tener en cuenta que a los 6 años, el dominio lateral a veces
está aún mal establecido; así pues, no es necesario decidir demasiado aprisa, sino esperar y,
en la medida de lo posible, dejar que el niño mismo elija, sin influir sobre él ni con la
brutalidad de la coerción física, consistente en darle unos golpes de regla en la mano
izquierda para disuadirle de usarla, ni con una coerción psicológica, consistente en decirle
53547407.doc 54
que sólo los niños anormales utilizan la mano izquierda; si adopta la mano izquierda, se
orientará su cuaderno de manera conveniente, es decir, al revés del que usa la derecha, con
la extremidad superior inclinada hacia la derecha y no hacia la izquierda; evitemos decirle,
como alguno: «Te dejo que escribas con la mano izquierda, pero al menos coloca tu
cuaderno como los demás.» Así, cuando escribe con la mano izquierda, no tapa el cuaderno;
si no, ocultaría lo que ha escrito, o, para no hacerlo, adoptaría una mala postura. Además,
debe ocupar el lugar de la izquierda si los pupitres son de dos plazas. Por último debe
escoger por sí mismo su instrumento gráfico, pero se procurará quitarle las plumas duras que
representarían un obstáculo y una fatiga suplementarias y se aprovechará la circular
publicada en 1965 por el Ministerio de Educación Nacional, para autorizarle el uso del
bolígrafo.
En cuanto a los que ya saben escribir, hay que considerar su nivel intelectual para saber si
están destinados a estudios largos, es decir, a escribir mucho y su actitud ante la
eventualidad de una reeducación: es inútil empezarla si el niño no consiente; si la familia es
favorable, es un factor positivo.
Aunque este problema no sea aún suficientemente conocido, debemos alegrarnos de su
avance y que poco a poco ante nuestros ojos se va efectuando la liberación de los zurdos.
***
Son innumerables los alumnos que, incluso en el segundo grado, deben sus dificultades
escolares a un mal aprendizaje de la lectura. Es decir, que debe recurrirse a todo para
mejorar sus condiciones. La pedagogía haría un progreso decisivo y su rendimiento mejoraría
considerablemente el día en que se concediese a esta primera etapa de la escolaridad toda
la importancia que merece. Una buena adquisición de los mecanismos léxicos evitaría sobre
todo y en gran medida los obstáculos hallados con tanta frecuencia en la asimilación de la
ortografía.
53547407.doc 55
Es necesario ante todo convencerse de que, contrariamente a una opinión fácil y por ello muy
extendida, no hay faltas de atolondramiento. El atolondramiento es una de las nociones que
hay que repudiar completamente si quiere llegarse a una visión seria de los problemas
pedagógicos; por ello no tienen valor las exhortaciones a la atención. Por la razón que hemos
indicado a propósito de la dislexia, es igualmente vano atribuir al método global la
responsabilidad de la ignorancia ortográfica. La ínfima minoría de los alumnos que han
aprendido a leer así, excluye radicalmente que se le pueda acusar. Debemos, pues, buscar
las causas verdaderas, y señalar las más corrientes, aunque no hagamos aquí una lista
detallada de todas.
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Una causa frecuente de faltas es de tipo afectivo: tal vez parezca extraño; sin embargo no
hay que olvidar que la gramática le es impuesta al niño por el adulto y representa a sus ojos
un aspecto del orden social; su aceptación constituye una aceptación del adulto, de su propia
adultización, y de las convenciones sociales: a muchos les parece una especie de novatada,
un medio pérfido de los profesores para fastidiar y tiranizar, de modo que, efectivamente, la
no aceptación del adulto y de su cultura, puede manifestarse por la no aceptación de la
ortografía. ¿Cómo no recordar el ejemplo dado por Baudouin de un niño que nunca
respetaba la regla del plural y le contestaba a su maestra descontenta «se está mucho mejor
solo»? Al rechazar el plural rechazaba a sus ojos la pluralidad de los hermanos y era un
signo de sus celos; a través de la gramática, rechazaba a su hermano; la negación a la
pluralidad afectiva se manifestaba por la de la pluralidad gramatical, aunque de manera
simbólica y no voluntaria ni consciente. En otros casos la perseverancia en las faltas
manifiesta culpabilidad y conducta autopunitiva; no hay que olvidar esta coincidencia del
lenguaje que designa con el nombre de «faltas» los errores de ortografía igual que los
comportamientos inmorales; el mismo término designa a la vez el quebrantamiento de una
regla moral y de una regla ortográfica; esto no es fortuito; esta doble acepción significa sin
duda la intención adulta de obligar a trabajar al niño a pesar de su poca disposición a hacerlo,
presentándole las tareas escolares como una exigencia moral, en particular una
manifestación de agradecimiento hacia sus padres. Así podernos comprobar que la nulidad
en ortografía culpabiliza a los alumnos; vemos que tienen vergüenza de decir o manifestar
que cometen faltas y sin duda progresaríamos al suprimir este sentimiento de culpabilidad, si
adquiriésemos la costumbre y la decisión de llamarlos de ahora en adelante «errores»; el
cambio de término manifestaría un cambio de actitud y de intención que podría influir sobre el
niño. Sea lo que fuere, a menudo puede considerarse la frecuencia de estos «errores» como
un signo de culpabilidad; algunos niños avergonzados por motivos diversos que no tienen
nada que ver con la ortografía, lo manifiestan simbólicamente como para confesar un pecado
que, por no poder denunciarse directamente, lo es de un modo derivado; a la vez que el error
constituye la confesión de una culpabilidad, lleva consigo la sanción. Así puede considerarse
como la proyección de una actitud autopunitiva e incluso masoquista, en la medida en que
provoca la regañina, el fracaso, el cero, es decir, la nulidad absoluta.
La disortografía.
Precisemos ahora la noción de disortografía: no constituye cualquier tipo de faltas: no
designa las que se deben a deficiencias sensoriales, intelectuales o afectivas; constituye un
tipo original que prolonga en el plano de la ortografía los trastornos léxicos. Su síntoma
principal lo constituye la inversión de letras: por ejemplo, escribir n en lugar de u, es decir,
invertir verticalmente la letra, o escribir b en lugar de d, es decir, invertirla horizontalmente; en
lugar de p escribir b, es decir, invertirla a la vez horizontal y verticalmente; encontramos la
misma tendencia en las sílabas, es decir, la inversión del lugar respectivo de las dos letras:
NE en lugar de EN. Como si el niño no consiguiese mantener sólidamente y con estabilidad
la orientación izquierda-derecha en la lectura y en la escritura. La disortografía está
esencialmente unida a unos trastornos de la estructuración del espacio y del tiempo. Puede
también, y es entonces más grave, reflejar un retraso de lenguaje; no significa que el niño no
sepa escribir las palabras, sino que las desconoce como tales; aún no ha distinguido su
identidad; el lenguaje que oye le llega como un flujo sonoro continuo, pero, por esta misma
continuidad, no puede separar los términos sucesivos en el espacio de su representación
mental; todo le parece continuo y, cuando escribe, pone todos los sonidos unos tras otros sin
separarlos en palabras aisladas. El lenguaje no está, pues, verdaderamente asimilado, el
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niño no se halla aún en el nivel de lo que podría llamarse «la conciencia ortográfica»; para
poder respetar la ortografía, es necesario tener la idea de que existe, es decir, postular que
las palabras tienen una grafía determinada que es para ellas lo que la identidad es para una
persona; el sentido de la identidad de las palabras, es el de su permanencia y de su
estabilidad. El que no lo ha adquirido no está evidentemente en posibilidad de escribir
correctamente, ya que esto aún no tiene sentido a sus ojos.
La acción pedagógica.
Evidentemente, existen razones para deplorar las dificultades que lleva consigo la exigencia
ortográfica; la tarea pedagógica quedaría muy simplificada si se tratase de una lengua que,
como el latín, se pronuncia como se escribe y se escribe como se pronuncia; entonces
quedaríamos liberados de un pesado aprendizaje; sólo quedarían los problemas de la
reeducación de los disortográficos que, cualquiera que sea la lengua, no consiguen seguir la
orientación normal de la serie gráfica. Debemos, pues, desear que se realice una cierta
simplificación de la ortografía por la eliminación de fantasías debidas a los azares de la
historia y que no están fundadas en razones sólidas. Pero estos arreglos deben hacerse con
la reserva del respeto a las exigencias etimológicas; más aún, no pueden perju dicar la
inteligibilidad del lenguaje e impedir la distinción de palabras parecidas; pues, sin
diferenciación, éstas podrían confundirse. La ortografía no es exclusivamente una convención
social. No es, como la urbanidad, un conjunto de usos que podrían sustituirse por otros. Si
algunos casos pueden considerarse como convencionales, todos no pueden reducirse a esta
idea y muchas reglas se deben a una exigencia de inteligibilidad. La adopción de una
escritura fonética en la que el lenguaje se escribiese como se pronuncia y se oye, no dejaría
de crear unas dificultades de comprensión. Son precisamente las que hallamos ante una
carta escrita por un individuo inculto; tenemos que leer en alta voz tratando de reconstruir un
orden fonético para hallar el sentido intencional; una simplificación ideal no podría, pues,
consistir en adoptar una ortografía fonética.
Mantenidas estas reservas, y esperando las reformas posibles, la pedagogía, si quiere
conseguir resultados eficaces y hacerlo con los medios menos agotadores, debe cesar de ser
empírica y hacerse científica. Si no obtiene unos resultados proporcionados al esfuerzo que
pone y a la energía que despliega en ella, es porque se obstina en permanecer empírica. Con
otras palabras, se preocupa más de contar las faltas que de comprenderlas; las castiga en
función de su número. Si se quitan 4 puntos por falta, tanto si el alumno ha hecho 5 como 30,
obtiene igual mente la nota cero; no es esto lo que puede animarle y hacerle adquirir
confianza en sí mismo.
Una pedagogía modernizada exige ante todo que se abandone este rito escolar
particularmente deplorable y que deje de dramatizarse la situación. La ortografía debe
enseñarse y adquirirse como las demás disciplinas, de un modo tranquilo y sin tensión.
Una vez cometidas las faltas, se trata de identificarlas, de buscar su causa y actuar sobre ella
para suprimirla; según la distinción corriente, ¿se deben más a la gramática o a las palabras
que se usan? Más precisamente ¿cuáles son las reglas que se infringen con mayor
frecuencia? ¿En qué consisten las faltas de uso más corrientes? En definitiva, ¿cómo pueden
clasificarse?
No es que queramos aquí volver a tratar ni contrastar las diversas clasificaciones ya
ensayadas; nuestra intención es sobre todo definir la actitud que hay que adoptar hacia el
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niño: no sirve de nada contar sus erro para censurarlo por ellos, es necesario buscar cuál es
o cuáles son sus tipos más corrientes, para remontarnos a las causas que los provocan.
***
De todos modos, este entrenamiento que cuesta tantos esfuerzos y fatigas es eficaz para
adquirir flexibilidad de espíritu; constituye una especie de gimnasia mental. Una enseñanza
de la ortografía gramatical dada juiciosamente, que no se reduzca a unos «trucos» someros y
presente las reglas como ocasiones para reflexionar y no para invocar una receta aprendida
de memoria, tiene una cierta utilidad y posee una cierta eficacia porque constituye un
ejercicio privilegiado de reflexión. Cuando el alumno se pregunta sobre un texto para estudiar
las palabras que se relacionan las unas con las otras o determinar los diversos tipos de
naturaleza y de funciones a fin de aplicar las reglas prescritas, cuando procede al análisis
lógico y se esfuerza por identificar las oraciones y articularlas, realiza manifiestamente un
ejercicio de agilidad mental y de flexibilidad intelectual que, aunque austero, no debe
despreciarse.
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en sociología, encontramos una complejidad que se nos escapa y es muy difícil de abarcar.
Por ello, para Comte, las matemáticas ocupan el primer lugar en una clasificación
pedagógica; por ser la más simple, es la primera que se enseña; se presenta a partir del C.P.
El niño escolarizado recorre de nuevo y recapitula, pues, a su modo, el camino intelectual de
la humanidad.
Como ella, empieza el suyo aprendiendo la aritmética; así vuelve ágil su espíritu y lo hace
capaz de avances racionales. Por ello los resultados en matemáticas corrientemente se
consideran como el índice más seguro de la calidad de una inteligencia. «Nadie entre aquí si
no sabe geometría», decía Platón, significando con ello que el que no logra el éxito en esta
disciplina es incapaz de ocuparse de problemas más graves. Por ello el autor de la República
obliga al joven a pasar por la aritmética y la geometría; y en función de sus resultados lo
considerará digno o no de emprender el conocimiento más noble y más difícil, es decir, el de
la filosofía.
Pero, aunque sea tradicional considerar la matemática como simple y ver en ella el criterio
del valor intelectual, desde el punto de vista pedagógico no aparece como la más fácil. Es
para muchos la razón mayor de su fracaso y bastantes, considerándola temible e inaccesible,
sienten hacia ella una incoercible aversión. Esta diferencia entre simplicidad y facilidad, entre
complejidad y dificultad, hace que nos sintamos preocupados y tratemos de explicarla.
¿Ineptitud intelectual?
Las observaciones precedentes hacen sospechar que la causa del fracaso en matemáticas
sea una ineptitud intelectual, aunque se acompañe de un éxito, a veces brillante, en otras
disciplinas más complejas y, sin embargo, más fáciles para algunos. Dejemos a un lado las
explicaciones mágicas o ingenuas que invocan la falta del «chichón de las matemáticas» o
una falta enigmática de «disposiciones». Abandonemos también la interpretación por la
herencia como si la nulidad se transmitiese de padre a hijo por un proceso biológico y
debiese constituir un aspecto particular del espíritu de familia. Al menos advirtamos ya aquí el
rr de pensamiento por el que se trata como una ineptitud lo que de hecho no es más que una
coartada. El bajo nivel científico de los padres tiene importancia, pero no porque signifique
una deficiencia intelectual transmitida de generación en generación, sino porque implica una
cierta devaluación de las matemáticas en la mentalidad familiar; la poca consideración — casi
el descrédito — de que son objeto en su ambiente favorece el desinterés del niño y excusan
sus malos resultados. También ocurre que, por una actitud de compensación, se cree que,
cuando se está desprovisto de espíritu de geometría, se es rico en espíritu de delicadeza,
como si Pascal hubiese dicho que la falta del primero garantizaba la presencia del segundo.
Con todo esto se trata de racionalizar una situación de hecho: el que no logra saber
matemáticas trata de disculparse desacreditando lo que le hace fracasar.
Pero esto no significa que no haya ciertos factores que intervengan desfavorablemente. Así
ocurre con la representación espacial: si está mal estructurada, perjudica la adquisición de
las primeras nociones de cálculo igual que dificulta el aprender a leer. Hay niños que invierten
la escritura de las cifras y de los números o el sentido de las operaciones y manifiestan una
discalculia que prolonga la dislexia y la disortografía. La mala estructuración espacial también
compromete el éxito en geometría, en particular cuando los programas introducen la
geometría del espacio, cuyos objetos tridimensionales no pueden ser exactamente dibujados
en el espacio bidimensional de la pizarra o del cuaderno. Además, para hallar la solución de
un problema hay que tener ante la figura la intuición de las construcciones que deben
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hacerse, para hacer posible la aplicación de un teorema que dirigirá hacia la solución. Pero
para ello hay que darse cuenta, antes de haberlas trazado, del interés que reporta la
construcción de una bisectriz o de una mediana, es decir, ver la figura con agilidad y
representarse en la imaginación las diversas posibilidades de resolución que lleva consigo la
hipótesis. Es indudable que todos aquellos cuyo factor espacial es escaso — cuales quiera
que sean las causas de su insuficiencia— hallan dificultades. También es muy frecuente que
su rencor se transfiera al álgebra y comprometa la comprensión de las matemáticas en su
totalidad, aunque no es excepcional encontrar alumnos cuyos resultados en álgebra son muy
superiores a los que obtienen en geometría. Por último, no podemos negar que, a partir de
los 14 ó 15 años, algunos espíritus parecen despertarse a las ciencias exactas y sentir un
interés hacia ellas que no sentían hasta entonces. En un examen psicológico obtienen en los
items numéricos y en las pruebas de razonamiento un número de puntos superior a los que
alcanzan en el plano verbal. Pero hay que ser muy prudente en la interpretación de estos
datos y no unir prematuramente a factores genéticos unos resultados que se deben más a
motivos culturales y afectivos. Sin duda es muy frecuente atribuir a aptitudes intelectuales
unos rendimientos escolares — u otros — que sólo indirecta y secundariamente se deben a
ellas. La gran ignorancia en que se hallan los problemas afectivos y su influencia y una cierta
vacilación — incluso una resistencia — en reconocer su importancia se conjugan para llevar
a muchos espíritus a considerar mayor el papel de la inteligencia. Las matemáticas
constituyen el campo principal de esta falsa apreciación. Sin duda su racionalidad, su rigor y
su objetividad conducen a creer que basta ser «normalmente dotado» para conseguir su
conocimiento. Pero éste es un prejuicio que hay que abandonar.
El fracaso y los factores afectivos de origen pedagógico.
Ahora debemos precisar estos factores afectivos, cuya importancia no puede subestimarse.
Algunos son indisociables de los datos pedagógicos. La actitud del alumno hacia las ciencias
depende mucho de la manera como se le presentan y de la experiencia que de ellas
adquiere. ¿Cómo no señalar de nuevo el papel de los programas? Diversos estudios de
pedagogía experimental han mostrado ya qué adelanto presentan sobre la receptividad
intelectual de la mayoría de los alumnos. Muchas nociones se enseñan antes de poderse
asimilar verdaderamente. A veces no las comprenden, otras veces las con funden con otras
nociones y las usan mal. Como se las supone conocidas, solamente las recuerdan
sucintamente o las revisan sumariamente en las clases posteriores, pero no vuelven a
explicarse de manera precisa y detallada. Y en este sentido, como se dice a menudo, los
alumnos carecen de «base».
Se suponen adquiridos unos conocimientos que lo son mal o de un modo lleno de lagunas.
La ignorancia y los errores así provocados, la inadecuación entre los conocimientos
enseñados y las preocupaciones de los alumnos, lleva consigo a la vez el desánimo, una
impresión de desbordamiento, la sensación de no llegar a comprender, la angustia respecto
de las lecciones siguientes y, en definitiva, el desinterés y la anulación de las motivaciones.
También se ha hecho notar — sin que por ello se hayan producido cambios notables que los
problemas aritméticos presentan situaciones tan ficticias, tan extrañas a las que los niños
conocen, a veces tan desacostumbradas o anticuadas, que no pueden interesarse en ellas.
No son unos problemas que ellos se planteen o que se les planteen. No pueden, pues,
estimular su energía intelectual. Por ello debe señalarse la oportunidad de una renovación
pedagógica que evitaría estos escollos. Podría esperarse mucho de la práctica del cálculo
vivo, tal como recomienda Freinet y que aplican tan prudentemente los que practican la
escuela moderna; pretenden que el niño aprenda el cálculo partiendo y con ocasión de
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situaciones que encuentre en su experiencia cotidiana y de los problemas que en ella se
plantea. También se ha de esperar mucho de las matemáticas modernas que parece que
obtienen resultados estimables donde han empezado a introducirse. Algunas experiencias
realizadas en los países anglosajones, en Bélgica y en Francia, y que consisten en presentar
desde la escuela maternal las nociones de conjuntos y de relaciones, autorizan a pensar que
la simplificación relativa que de ello resulta permite obtener una eficacia real.
Así vemos qué importancia tiene, si quieren evitarse los fracasos en matemáticas, hacer un
estudio sobre el detalle de los procedimientos pedagógicos y realizar una experiencia lo
bastante dilatada de ellos, para dejar atrás las impresiones y llegar a conclusiones precisas.
Igual en este punto que en el de la ortografía — y en el conjunto de las disciplinas no puede
dejar de hacerse una investigación metódica y contentarse con el empirismo y la
aproximación.
El desánimo también es producido por el carácter brutal de las notas. Si son muy elevadas,
producen el sentimiento de que el trabajo es eficaz y que vale la pena continuarlo. Si son muy
bajas, muy fácilmente hacen creer que todo esfuerzo es vano. El alumno llega a la conclusión
de que es una nulidad y que la situación no tiene remedio. Esto plantea el problema de las
notas; unos valores medios permiten una esperanza de mejorar y estimulan la energía; si son
muy bajas, desaniman y provocan el abandono y la pasividad. Este efecto se halla reforzado
cuando van acompañadas de juicios someros y brutales, de observaciones descorteses o
agresivas, de actitudes despreciativas de parte de los adultos; sería necesario a este
respecto profundizar en el análisis de las cuestiones relativas a la actitud del profesor de
matemáticas. Importa mucho que posea matiz y flexibilidad en sus apreciaciones y en sus
comentarios para evitar agravar el valor peyorativo de una nota brutal y dirigirle a la idea de
una ineptitud incurable y definitiva. Como en las demás asignaturas, y como ya hemos
observado, la índole de las relaciones entre el maestro y el alumno es decisiva. Es
particularmente importante en el caso de los emotivos, sentimentales y tímidos, que sien ten
la viva necesidad de un apoyo y son presa del desconcierto si surge una incomprensión o un
conflicto.
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Con ello vemos la complejidad del problema del fracaso en matemáticas y que éste rebasa el
de la aptitud o ineptitud intelectuales. Y se confirma que, aunque la inteligencia es necesaria
para el éxito escolar, no es suficiente.
IV
TERAPÉUTICA DEL FRACASO
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que su valor o su deficiencia se manifestarán de un modo que ya no se podrá disimular. Su
ansiedad se sitúa primero en el plano del amor propio; esperan los buenos resultados para
gloriarse de ellos y temen las malas notas de las que se avergonzarían también ellos.
Además desean el éxito porque éste condiciona el porvenir profesional y temen que un
fracaso impida el acceso a esta o aquella situación que proporcionaría una seguridad
económica y un standing que ellos mismos no poseen, una independencia de la que carecen,
un prestigio del que se sienten frustrados. Y ya se sientan más bien tristes o más bien
furiosos, prolongan los reproches del profesor con sus propias regañinas y sanciones.
Por último, diversas encuestas confirman que el estatuto sociométrico de los alumnos está en
estrecha relación con sus resultados escolares; salvo algunos casos particulares, los
alumnos bien clasificados son generalmente bien considerados por sus compañeros mientras
que los que están mal clasificados generalmente están mal considerados; esto se comprende
muy bien en una pedagogía de la emulación que establece constantemente comparaciones y
termina inevitablemente con la valoración de unos y la desvaloración de otros. Si lo miramos
más de cerca comprobamos que un mal estatuto sociométrico corresponde a menudo a una
situación familiar defectuosa. Porque los trastornos del carácter, la inhibición o la agresividad
debidas a una familia frustrante falsean, y alteran el modo de establecer las relaciones de
camaradería, ocasionan deficiencias que suscitan hostilidad, excitación e irritación. Y la
impresión de estar nial integrados, de ser mal aceptados y objeto de la hostilidad latente o
declarada de los demás contribuye a que sientan la vida escolar — y no solamente el trabajo
— como penosa y pesada. Estos dos sentimientos actúan el uno sobre el otro y se refuerzan
recíprocamente: el alum no que fracasa rechaza el medio que es el de su humillación y de su
inferiorización: y en la misma medida este medio también lo excluye. Desde las clases
elementales el estatuto sociométrico está unido al puesto. Los que son «elegidos» con
frecuencia, son generalmente los buenos alumnos mientras que los aislados que no son
objeto de ninguna elección, los excluidos y los rechazados son frecuentemente «los últimos»
Como si todos hiciesen suyos los juicios del maestro. Pensemos en la actitud «pedagógica»
que consiste en hacer reir a toda la clase a expensas de uno de ellos; la víctima de esta
ironía la interioriza dolorosamente y se considera ridículo, en la misma medida en que los
demás lo han visto así.
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sentimentales, lo invitan a trabajar mejor en adelante convenciéndole de que sus malas notas
les llenan de pesar.
Por otra parte el fracaso se vive como una humillación para el amor propio. Aunque se
encuentre a algunos últimos de clase que parecen desempeñar su papel de un modo muy
alegre y despreocupado y son los primeros en reírse del lugar que ocupan como si se
sintiesen contentos de una confirmación suplementaria de su nulidad, cualesquiera que sean
las actitudes de ostentación que adopten para disimular lo que realmente sienten, incluso
cualesquiera que sean sus actitudes de compensación, el niño fracasado es un niño
humillado.
Por último, siente ansiedad; a la luz de su experiencia teme las composiciones próximas, el
repetir curso, la exclusión, etc. Cómo describir el nerviosismo que se apodera de las familias
al acercarse los exámenes, la irritación angustiada que los amenaza, el desconcierto que los
invade ante el suspenso, la cólera que tiene por objeto alternativamente al candidato
desgraciado y al examinador, la búsqueda ansiosa de un establecimiento «mejor», de una
nueva orientación, el abandono de esperanzas alimentadas a veces desde hacía mucho
tiempo, por último la espera de la convocatoria siguiente o la búsqueda de una situación.
Podríamos recapitular todo esto diciendo que la escolarización produce un cambio y una
transformación de la conciencia de sí mismo. El alumno de edad preescolar se halla en el
período egocéntrico y casi no se compara con los demás. La idea que tiene de sí mismo es
muy confusa. Pero a partir del momento en que asiste a la escuela, su egocentrismo
disminuye, especialmente a causa de las presiones pedagógicas que desarrollan en él la
actitud objetiva y lo conducen a situarse con relación a los demás. Ir a la escuela es
descubrirse bajo un ángulo nuevo, considerarse más de la categoría de los que logran el
éxito y son inteligentes o de los que fracasan y son tontos. Por ello el efecto que le producen
sus resultados no es accesorio, no ocupan un sector aislado de la conciencia del alumno,
sino que ocupan el centro de esta conciencia y orientan su evo lución. La misma
transformación se opera en sus padres, en sus compañeros y en la totalidad de sus
relaciones y las de su familia. Cuando se habla de un niño, inmediatamente interviene su
valor escolar no como uno de los criterios de referencia sino muchas veces como el criterio
central. Se dice que es inteligente porque tiene éxito en clase, o que es tonto porque fracasa.
Por ello vemos que la situación de fracaso no es simplemente objetiva sino que está
interiorizada. Sin duda, cuando se hace mayor esto puede suavizarse en la medida en que el
adolescente tiene una posibilidad de tener perspectiva de los hechos, pero con todo, la
experiencia del fracaso continúa afectándolo gravemente. Un candidato al bachillerato
fracasado interpreta su suspenso oscilando entre dos polos: o echa la culpa al examen y a su
organización, dice que los temas propuestos no estaban conformes con el programa, o que
ha recibido una enseñanza de mala calidad o que el examinador era demasiado exigente;
aun cuando estas observaciones son justas y ciertas, él pocas veces está convencido de su
autenticidad e indefectiblemente se inclina hacia un segundo polo: considerando el fracaso
como la señal de su incapacidad y de su deficiencia, ve en él un índice de insuficiencia
intelectual.
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una psicología enojosamente teñida de psicoanálisis que, anulando las responsabilidades y
disculpándolo todo, se manifiesta ruinosa para la moral y a la larga capaz de engendrar las
mayores plagas sociales.
Los profesores también podrán considerarse excesivamente maltratados. Les parecerá a la
vez injusto el que no se reconozcan los esfuerzos que despliegan para hacer progresar a los
alumnos ingratos, casi indignos de su cuidado, y también peligroso el que se propongan a los
padres —— ya tan inclinados a criticarles equivocadamente — nuevos motivos de
malquerencia y hostilidad.
¿Ahora, para ser objetivos, no falta acusar a los mismos alumnos, y denunciar su parte de
culpabilidad? ¿No hay que decir que algunos, que se lamentan de su suerte, han merecido
completamente lo que les ocurre y en lugar de buscar en otro lugar las causas, hacerles ver
su propia falta e invitarles a arrepentirse de su frescura, de su ingratitud y de su
despreocupación?
Podría objetarse con razón que, cualesquiera que sean los casos particulares, el peligro no
consiste aún en disculpar equivocadamente a los alumnos. Los psicólogos están muy lejos
de haber convencido a los adultos, sobre todo a los maestros, de lo bien fundada que está su
interpretación. Y la resistencia de tantas personas a su intervención y a sus consejos, si
confirma su carácter juicioso, atestigua que aún queda mucho por hacer para combatir las
cóleras fáciles del educador decepcionado ante un niño reticente. Las malas consecuencias
del autoritarismo son lo bastante grandes para que no se conceda importancia a las
trivialidades fáciles de los que se mantienen aferrados a él ni se teman de tal modo los
excesos de un «indulgencialismo» mal comprendido.
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caso, no consigue discernir las razones de su pasividad y de su indiferencia. Hacen fracasar
todos los recursos de la psicología más sutil y profunda.
Y si es verdad que estos individuos existen, evidente mente deben ser censurados y
considerados como los autores de las dificultades a las que se exponen, y hay razón para
reprocharles tanto sus dificultades como las que procuran a su alrededor.
Pero, ¿de verdad existen? ¿O debe decirse que sus problemas aún escapan al estudio
psicológico y no se delimitan ni comprenden? ¿No se les ha dado desde su primera infancia
un cierto estilo y el trabajo ha sido sutilmente desacreditado a sus ojos? Los que prefieren el
de porte, ¿no son parcialmente víctimas de toda la publicidad que se hace en su favor, de
todo un clima que lo valoriza y de la frecuencia con que se exalta neciamente a las grandes
figuras que, aunque eran malos alumnos, han llegado a ser campeones y han logrado mayor
éxito que sus condiscípulos que tenían mejor puesto escolar que ellos? Los que adoran las
distracciones y la pasividad, ¿no reflejan la actitud de tantos adultos, o de su propia familia, y
todo un clima social en el que el trabajo casi nunca se alaba y el mérito y la virtud no son
necesariamente recompensados? ¿Cómo puede negarse que las responsabilidades se
reparten y en definitiva, no es inútil tratar de medirlas? FIslán tan entremezcladas que es
difícil apreciar la parte de cada uno. En cada etapa de la vida, el juego de las influencias y de
las identificaciones, tan complejo que es imposible seguir y describir su curso sinuoso,
interviene solicitando la adhesión del niño y del adolescente; él acepta estas influencias o las
rechaza. Es culpable de aceptarlas en la misma medida en que las sabe o las presiente
malas, pero, ¿cómo podemos establecer los casos en los que disfruta verdaderamente de
esta sana capacidad de apreciación? Desde un punto de vista teórico, puede decirse que
somos responsables en la medida en que tenemos libertad; cuando se es plenamente libre
de la propia elección y conocedor de su significado, si se decide por la facilidad y la
pasividad, se cae en falta. Pero, ¿cómo saber que uno es libre y que nada obstaculiza su
decisión? Es verdad que debemos condenar la ociosidad y la pereza como comportamientos
objetivos; pero no podemos pasar de esta censura a la del individuo considerado como
ocioso y perezoso; para ello sería necesario estar absolutamente seguro de su
responsabilidad. Y cuándo lo estamos? ¿No ocurre a menudo, en este campo como en
muchos otros, que nuestros juicios exceden nuestra competencia y condenamos algo
equivocadamente? Generalmente estamos demasiado dispuestos a juzgar ignorando las
situaciones reales. Los padres, porque está en juego su afecto; los maestros, porque lo está
su pedagogía; los adultos, porque igualmente lo está su autoridad.
No se debe encerrar al alumno en una situación falsa o estática.
Lo que verdaderamente importa no es medir las equivocaciones de cada cual, sino actuar
eficazmente. Si se comprueba que un alumno es efectivamente negligente o voluntariamente
despreocupado, no está prohibido reñirle, y muchos casos demostrarían que es útil, incluso
cuando un niño presenta trastornos que enajenan parcialmente su responsabilidad, rio hay
que desconocer la zona de libertad que sigue existiendo y que le permite reaccionar. El uso
equivocado de la psicología no es el que busca las razones de una situación y las tiene en
cuenta en la valoración de una responsabilidad; sino que sería el que tomase como definitiva
y no como evolutiva una situación dada, y constituyese así una coartada. Conocer lo que
hasta el momento ha impedido a un alumno trabajar suficientemente, no significa que se
deba concluir y hacerle concluir a él que, ya que es así, no puede hacerse otra cosa que la
mentarlo. Igual que un niño acusado de pereza puede sentirse excusado por esta naturaleza
perezosa, aquel al que se le presentasen sus «complejos» como una traba definitiva, podría
acostumbrarse a ellos y en cierta manera aprovecharse de ellos para no hacer nada. La
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culpa entonces no sería de la psicología sino del uso equivocado y crédulo que de ella se
haría. De esto debemos desconfiar. Descubrir la causa de la pasividad escolar, no es
descubrir una causa permanente que, como una lesión irreversible, ocasionaría un perjuicio
crónico y ocasionaría siempre los mismos efectos; sino que consiste en analizar una
situación evolutiva. El diagnóstico resultaría inútil si no fuese el primer paso de una
terapéutica. Así pues, lo que debemos a la vez evitar y condenar, es una concepción estática
del análisis psicológico que se contentase con comprobar una causa, explicar por ella un
comportamiento determinado y deplorarlo. El descubrimiento de la perturbación debe hacerse
de otro modo. Tiene otros fines.
Sirve ante todo para evitar los reproches injustos como la imputación de mala voluntad, que
hiere y culpabiliza al alumno. Nada es para él más deprimente y desconcertante que ser
acusado de pereza, cuando tiene la convicción de sostener un esfuerzo regular, aunque sea
vano. Para un niño es una experiencia penosa y desalentadora verse objeto de la sospecha
de que no estudia sus lecciones, cuando él sabe que no es verdad, sino que la timidez lo
inhibe cuando le preguntan en la pizarra y debe recitarlas delante de toda la clase. Ver que le
reprochan que prodiga por distracción las faltas de ortografía y que él se dé cuenta de que lo
ha hecho pensando que así estaba bien, es muy desagradable. Y son muchos los casos de
esta clase.
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difícil y raro es alcanzar el éxito. Es una hipótesis peligrosa y casi nunca confirmada el
esperar a que el tiempo pase creyendo que esto solo bastará para que todo mejore y que con
la madurez se desarrollará el gusto por el trabajo.
Así vemos por qué resulta injustificado irritarse contra la actitud psicológica y el esfuerzo de
comprensión que intenta, y por qué carece de fundamento creer que consiste o tiene como
fin disculpar todos los comportamientos del niño, incluso los más aberrantes, para echar
sobre otros la culpa de su conducta. En realidad hace lo contrario; sitúa a cada uno ante sus
responsabilidades exactas: indica a los padres en qué condiciones verán mejorar los
resultados, y a los profesores qué esfuerzo deben permitir para que su rendimiento aumente
y en qué sentido hay que dirigirlo lejos de aconsejarles contentarse con poco y excusarlo
todo, les permite precisar con pleno conocimiento sus exigencias, es decir, mostrar al niño
que, puesto que ya ha llegado a un nivel dado, aún puede hacer más: es necesario animar,
no para provocar una satisfacción fácil sino para mantener y sostener la aspiración. Por
último, es indispensable decir cuánto valor tiene para el mismo alumno ver claramente lo que
hay, a qué se deben sus dificultades, no atribuirlas ciegamente a su tontería, a su pereza o a
su mala suerte. Y también a él, lejos de sugerirle un fácil contentamiento, el conocimiento de
si mismo lo coloca ante sus responsabilidades y la libertad más o menos dilatada que es la
suya. Le sugiere el modo de hallar solución a sus problemas.
***
Cuando un alumno fracasa, es necesario preguntarse en seguida por qué fracasa. Importa
saberlo lo más pronto posible para no dejar que la situación se agrave y no contribuir a que
se acostumbre al fracaso. Con demasiada frecuencia los padres creen que el fracaso
constituye una situación transitoria; o porque crean que con el tiempo el niño se volverá más
inteligente, o porque esperen que se hará más serio y maduro, y le dejan que se instale en el
fracaso, es decir, en el hábito de no trabajar y de obtener malos resultados; ahora bien,
cuando la pasividad se pro longa, el sentimiento de inferioridad se hace más profundo.
Cuando han pasado varios años entre el momento en que ha empezado la conducta del
fracaso y el momento en que se intenta ponerle remedio, es muy raro poder remediarlo;
cuando por el contrario interviene una terapéutica rápidamente, aumentan las posibilidades
de éxito. Así pues, es muy urgente actuar sobre las causas, descubriéndolas, y no solamente
sobre los efectos; es inútil comprobar la falta de trabajo, lo que llamamos «pereza», y
combatirla con técnicas como la reprimenda, el trabajo suplementario o diversas sanciones;
si estas presiones sólo raramente producen buenos resultados, es porque sólo se dirigen al
efecto, es decir, a la falta de trabajo y no influyen sobre lo que lo ha provocado
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establece un diagnóstico y se decide que debe hacerse: se ve, por ejemplo, si es necesario
aplicar una psicoterapia. Por otra parte, una entrevista con los padres tiene como fin
explicarles y hacerles aceptar la decisión tomada e indicarles, si hay lugar a ello, cómo deben
modificar su propia conducta.
Viene después la etapa de las reeducaciones propiamente dichas. Es muy importante y digno
de hacerse notar que se encuentran en el centro mismo todos los especialistas que se
necesitan para realizar esta reeducación. Esta continuidad de acción evita al máximo las
pérdidas de tiempo que ocasionaría la obligación de ir a unos reeducadores alejados los unos
de los otros. Los que tienen una formación psicológica y pedagógica apropiada se encargan
de los trastornos de incidencia directamente escolar; éste es el papel de los ortofonistas y de
los reeducadores de lectura, de ortografía, de actividad motriz, etc.
Después se manda al alumno a un equipo que se ocupa de pedagogía curativa, para
compensar el retraso escolar que ha adquirido mientras se hallaba fracasado y mientras
seguía los anteriores ejercicios de reeducación. Así se recupera el tiempo pasado y se
mejora el nivel de adquisición en la disciplina o disciplinas cuyos resultados hasta entonces
eran particularmente malos.
Las asistentes sociales intervienen en todas las etapas para resolver los problemas prácticos
que plantea la organización de la reeducación, por ejemplo encontrar una familia que lo acoja
si el niño no puede vivir en su casa, ayudar a sus padres para que reciban los subsidios a
que tienen derecho, etc.
Todo esto podría resultar inútil si no se ocupasen también de los padres. Así pues, se ha
previsto para ellos una acción colectiva; se reúne a varios matrimonios en torno a un
animador competente, cuya función consiste en organizar y promover discusiones sobre los
problemas educativos para que con su expresión se liberen del descontento que hasta
entonces les había producido el fracaso; se les ayuda a tomar conciencia de sus
comportamientos educativos, a evitar los que son perjudiciales, a equilibrar su propia
personalidad y a desapasionar sus reacciones.
Cuando se ha producido una mejoría, los niños que aún no son capaces de reintegrarse a las
clases normales, se colocan en cursos de readaptación de un número limitado en donde
permanecen más o menos tiempo.
En diversos momentos, unas sesiones de síntesis reúnen a los que toman parte en el
examen y la reeducación, cualquiera que sea el campo en el que intervengan. Esto tiene
como fin hacer un balance y confrontar puntos de vista; si son convergentes, es un índice de
verdad; si son divergentes, es que aún hay un problema que todavía no está bastante
dilucidado y es necesario volver a efectuar y profundizar el análisis.
El centro psicopedagógico no tiene simplemente como fin reeducar los alumnos fracasados;
a más largo plazo, trata de prevenirlo; esto lleva consigo otras dos tareas: la primera
concierne a la educación de los padres cuyos hijos podrían conocer el fracaso y el análisis de
sus comportamientos. La segunda tiene por objeto a los maestros que desean organizar
mejor las relaciones con sus alumnos, para evitar ser causa de fracasos. Reunidos en torno a
un psicólogo, se les invita a discutir libremente para tomar conciencia de su actitud
pedagógica, especialmente en lo subjetivo o pasional que pudiese tener.
Con esto vemos que se trata de una organización muy avanzada que presenta una eficacia
muy notable, por el hecho mismo de que toma a su cargo la totalidad de los problemas.
Precisamente ya hace 20 años que se fundó el primero: es el que funciona en el instituto
Claude-Barnard de París bajo la dirección conjunta de Berge y Mauco. Este último ha
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expuesto sus problemas y realizaciones y ha mostrado su eficacia. Una encuesta reciente ha
establecido que como consecuencia del tratamiento han des aparecido los trastornos en un
24 % de los casos y se han mejorado en un 59 %; sólo los alumnos afectados por
perturbaciones gravemente patológicas, que representan un 15 de los casos, no han recibido
eficaz curación en este centro.
* * *
Con razón podemos deplorar el escaso número de estos organismos. Pero, aunque los
centros psicopedagógicos sean aún raros, en todas partes están los servicios de orientación
escolar y profesional cuya función consiste en ayudar a los alumnos y sus familias. Es
preciso, pues, recurrir a ellos; pero acordémonos que, también por su número aún
insuficiente, muchas veces se hallan desbordados por una tarea excesiva. Por esta razón es
indispensable solicitar la entrevista con bastante anticipación.
Por otra parte, son indispensables algunas condiciones para la eficacia del examen: infundir
confianza y optimismo en el que lo debe sufrir; no llevarlo a él con escepticismo o cólera; no
presentárselo como una sanción, una señal de infamia o una «última oportunidad»; no
aumentar su ansiedad o su inhibición; sino hablarle del examen psicológico con confianza y
esperanza como de una ayuda útil que permitirá resolver progresivamente las dificultades
actuales.
En el curso de la entrevista, deben exponerse los problemas con franqueza y sin sentirse
molesto; en lugar de desacreditar a los ojos del alumno las indicaciones del psicólogo, deben
valorizarse buscando el mejor modo de aplicarlas y evitando ceder a la impaciencia; muchas
veces se esperan resultados demasiado rápidos y so pretexto de que son inútiles, se
abandonan las actitudes recomendadas o los métodos indicados, sin comprender que el
hábito de la pasividad escolar y las perturbaciones del carácter no desaparecen en unas
pocas semanas; por precipitación se impide entonces una mejoría tal vez próximas pero
cuyos primeros signos no han sabido verse. Muchos padres sólo quieren oir lo que confirma y
ratifica su opinión; y rechazan lo que contraría o contradice sus propios puntos de vista.
Convencidos de su infalibilidad, se niegan a revisar su juicio y no dudan en sacar la
conclusión de que el consejo psicológico no ha servido para nada, cuando ni lo han
comprendido ni lo han seguido. Sus hijos sufren las consecuencias de esta deplorable
obstinación que luego lamentan, cuando ya es demasiado tarde. La educación es aún
muchas veces poco hábil y empírica. La mayoría de los padres manifiestan una buena
voluntad muy grande, pero muchas veces la complejidad de la tarea los desborda. Es
condición indispensable para la eficacia de sus esfuerzos que reciban ayuda de los servicios
psicopedagógicos fácilmente accesibles, documentados y competentes, y que sigan con
inteligencia las indicaciones autorizadas.
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los niños de medio campesino se hallan particularmente desfavorecidos; el primer obstáculo
que hallan es que el clima cultural que les rodea desarrolla poco su factor verbal, y además
no se benefician de la compensación de una preescolarización que enriquecería su lenguaje
y les facilitaría los conocimientos ulteriores. También podría estudiarse, y algunos piensan en
ello, prolongar la escuela maternal, cuyas técnicas pedagógicas son tan notables. El papel
que le asignan actualmente los textos oficiales, es el de la iniciación a la lectura, es decir, la
sensibilización al simbolismo léxico, ya que el aprendizaje metódico está confiado a la
escuela elemental. Esta separación entre la iniciación y el aprendizaje lleva consigo algunos
perjuicios; trae consigo una discontinuidad de establecimientos y por ello, una exigencia de
adaptación a un nuevo clima; en conjunto, los jardines de infancia tienen un régimen más
liberal que el curso preparatorio en el que ya se desarrollan las técnicas del didactismo de
obligar al alumno. Además, la iniciación suele hacerse por el método global mientras que el
aprendizaje posterior casi siempre se hace por el método silábico, lo que desconcierta mucho
a los niños. Por ello se han preguntado si en lugar de abandonar la escuela maternal a los 6
años no sería preferible para ellos quedarse en ella hasta que supiesen leer.
Desarrollar la orientación.
Es necesario desarrollar las posibilidades de los servicios, tan valiosos y notables, de la
orientación escolar y profesional. El pedagogo cada vez podrá prescindir menos del psicólogo
ya que muchos fracasos se deben a una orientación fortuita que no ha tenido en cuenta la
psicología del alumno y sus posibilidades efectivas. Cuando se elige entre diferentes ciclos
de estudio diferentes opciones, diferentes secciones, no siempre prevalece la consideración
de las aptitudes: o bien porque se ignoren, o porque intervienen factores diversos, pero
igualmente extraños a los verdaderos problemas, los padres a menudo creen
equivocadamente que hay que preferir esta o aquella sección con el pretexto. que
proporcionará un mayor prestigio o tendrá mayores salidas. La evolución de la mentalidad
común sobre el problema de la enseñanza técnica o sobre la oportunidad de entrar en clase
de matemáticas elementales atestigua su inestabilidad y su falta de información. Así pues, es
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indispensable para la racionalización de la orientación una amplia apertura de los servicios
psicológicos, especialmente al final de la clase tercera que exige una elección de importantes
consecuencias.
Formar al profesorado.
Nada de esto resultaría eficaz si no nos preocupásemos simultáneamente de modernizar la
preparación psicológica del personal docente y organizar unos cursos de actualización para
los que están en función desde hace muchos años; no podría pretenderse una mejora de la
situación escolar ni la disminución del porcentaje de fracasos sin transformar la formación
pedagógica y, sobre todo, sin proporcionarla a los que no la han recibido o creen
ingenuamente que pueden prescindir de ella. Los textos de la reforma de 1919 ya habían
estipulado esta exigencia que hasta ahora se ha descuidado satisfacer.
Con mucha razón podríamos irritamos de las demoras impuestas a la satisfacción de estas
exigencias y escandalizarnos del número de los que sufren directamente las consecuencias
de este retraso. Pero la importancia de la escolarización se hace en nuestros días tan grande
y su valor tan determinante para el porvenir de las personas y de la sociedad, que
inevitablemente llegará el día en que habrá que tomar decisiones. Los poderes públicos y la
opinión se convencerán cada vez más de que el progreso social y la salvaguardia misma del
desarrollo de un país requieren la elevación del nivel cultural; y éste implica el mejoramiento
de la eficacia pedagógica y, como consecuencia, la disminución del porcentaje de fracasos.
Para acelerar la evolución, conviene que los padres, los maestros y los psicólogos aúnen sus
esfuerzos y creen las condiciones de una pedagogía del éxito, que sea a la vez un éxito de la
pedagogía.
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